Biblioteca de ambos mundos
Un año entre los salvajes,
viajes y aventuras del doctor Smith
por don Ramón Ortega y Frías
Madrid:Librería de Anillo y Rodríguez, Calle del Olivo, números 6 y 8
1875
Antes de principiar el relato de este atrevido viajero, nos parece conveniente decir algo sobre sus circunstancias y carácter, pues así se comprenderán mejor los sucesos que han de darse a conocer en este libro, sucesos extraordinarios, raros, sorprendentes hasta el punto de que muchos pudieran calificarse de maravillosos.
El doctor Smith había nacido en Escocia, y sus padres poseían algunos bienes que les permitían vivir con desahogo.
Estudió con mucho aprovechamiento la medicina, distinguiéndose particularmente en las ciencias naturales.
Desde niño había mostrado gran afición a viajar, envidiando a esos grandes hombres que con una abnegación sin límites han sacrificado su vida en bien de la ciencia, sin aspirar a otra recompensa que a la satisfacción de haber cumplido sus deberes siendo útiles a la humanidad. Sin embargo, no pensó Smith en abandonar su patria, donde tenía todas sus afecciones; pero las circunstancias le hicieron adoptar distinta resolución.
Según las noticias que han podido adquirirse, Smith cifraba toda su dicha en el amor de una joven a quien había creído digna de ser adorada; pero, según parece, antes de realizar su boda sufrió un horrible desengaño.
Smith era uno de esos hombres de gran fuerza de voluntad y que se dominan fácilmente; pero sufrió mucho, por más que aparentemente hubiera conseguido conservar la calma.
Aún no había transcurrido un año citando su padre murió de repente.
No le quedaba al joven en el mundo más que su madre, a la que adoraba, y en ella reconcentró toda su ternura; pero como si la más implacable fatalidad se hubiese propuesto poner a prueba la fortaleza de espíritu de aquel hombre, antes de que pasase otro año, su madre, joven aún, perdió la vida al caer de un carruaje, cuyos caballos se desbocaron.
Smith se encontró solo en el mundo, en esa soledad de alma que es la más horrible de todas, y le pareció que no había nada tan bello como la muerte, que no había descanso tan agradable como el de la sepultura.
Tampoco entonces perdió la serenidad; pero alguna vez pensó en el suicidio.
Era cristiano, buen católico, y aun cuando no lo fuese, comprendió que el suicidio no significa más que la cobardía o la locura, y él no era ni loco ni cobarde.
¿No había nacido para sufrir? ¿No era la vida una lucha constante y una serie de sacrificios? ¿No tenía que cumplir, como toda criatura, una gran misión, la de ser útil a sus semejantes? ¿Por qué no llegar al fin del penoso camino? ¿Qué valor tenían algunos sufrimientos más o menos? Si la hiel del desengaño había emponzoñado su alma, si el dolor la había destrozado al perder a los seres más queridos, ¿qué le quedaba que sufrir, qué debía temer?
Después de la última desgracia que había experimentado, buscó Smith la soledad y se instaló en una casa de campo donde no veía más que a sus dos criados, Jorge y Ana. Allí se consagró a la lectura, al estudio, y poco tiempo después volvió a pensar en los viajes, preguntándose por qué no había de abandonar entonces su patria, cuando habían dejado de existir los únicos seres que constituían su felicidad.
Poco tardó en decidirse: vendiendo una parte de sus bienes reunió una cantidad sobrada para llevar a cabo su empresa.
Inmediatamente, y sin participar a nadie su propósito, hizo todos los preparativos convenientes, sintiéndose aliviado, porque aquella distracción permitía descanso a su espíritu.
No lo quedaba que hacer más que otorgar testamento; pero antes llamó a sus criados, dándoles a conocer sus proyectos, y haciéndoles comprender que solo así le sería soportable la existencia.
Ana, que hacía cuarenta años estaba al servicio de la familia Smith, manifestó con abundantes lágrimas su dolor; pero prometió resignarse.
Jorge no lloró, ni pronunció una palabra, concretándose a inclinar la cabeza y quedar meditabundo. El fiel criado era joven aún, puesto que no tenía más que treinta años. Estaba dotado de clara inteligencia, era ingenioso y bastante astuto, valeroso y de nobles sentimientos. había entrado muy joven en la casa, y profesaba a su señor el más tierno cariño.
Al día siguiente Smith se dispuso a otorgar testamento, puesto que lo más probable era que muriese durante su largo y peligroso viaje. Entonces fue cuando el criado le dijo:
—Señor, os conozco demasiado bien y sé lo que haréis al consignar vuestra última voluntad.
—No haré más que lo que debo.
—No tenéis parientes, ni siquiera verdaderos amigos; nos amáis y de seguro habréis pensado en ponernos a cubierto de la miseria.
—No te equivocas, mi querido Jorge, y te agradezco que hagas justicia a mis sentimientos.
—Pues bien, no contéis conmigo, puesto que yo también he decidido viajar y abandonaré esta casa; al mismo tiempo que vos.
—¡Jorge!....
—Mi resolución es firme.
—¿Adónde piensas ir? ¿Por qué no te quedas con la pobre Ana, cuya vejez necesita apoyo?
—Iré con vos.
—¡Conmigo!..... Imposible, Jorge.
—¿Y por qué?
—La clase de viaje que he de hacer por lugares donde todavía no ha puesto la planta el hombre civilizado…
—Señor, con vos quiero vivir o morir. ¿Acaso creéis que el valor, me falta para hacerlo mismo que vos?
—Ya sé que no eres cobarde.
—Y si no me permitís acompañaros, Dios sabe adónde me conducirá mi desesperación, puesto que aquí no he de quedarme, y será completamente inútil que penséis en asegurar mi porvenir legándome una parte de vuestros bienes.
No exageraba Jorge, porque su resolución era irrevocable.
En vano se esforzó el doctor para disuadirlo, y al fin le fue preciso acceder.
Mucho se alegraba Smith de que lo acompañase su fiel criado, que más bien debía ser su íntimo amigo, porque le serviría de gran consuelo, sin contar con que sería un auxiliar de muchísima importancia.
Hizo el testamento, dejando por mitad sus bienes a sus dos criados, y todos a la buena Ana en el caso de que Jorge muriese también durante el viaje y antes de entrar en posesión de la parte que le correspondía.
El doctor no había olvidado nada de cuanto pudiera serle útil, y una vez arreglado todo, despidiéronse de Ana y partieron.
El plan de Smith era desembarcar en las costas de la Guinea meridional, en Loanda si le era posible, encaminándose después al Occidente para recorrer el territorio en gran parte desconocido del interior del África del Sur, explorando una parte del Zambezi y yendo después, bien hacia el lago Maraví para entrar en el Zanguebar y llegar a Zanzibar, o por el contrario dirigirse al Sur y terminar el viaje en el cabo de Buena-Esperanza.
Si Dios le daba vida podía luego navegar por el mar de las Indias, desembarcar en Asia, visitar la Meca, Medina y Jerusalén, pasar a Damasco y a Trípoli y volver desde allí a Europa.
Probablemente no saldría del África, pues era casi imposible que no muriese allí, ya por efecto del clima, ya entre los salvajes mucho más temibles que las fieras.
El buque en que iban nuestros viajeros debía seguir hasta el Cabo; pero haciendo escala en distintos puntos, y particularmente en San Luis, Fernando Póo y Loanda, que era donde debían quedarse el doctor y Jorge.
La navegación no pudo ser más feliz hasta el Ecuador, y cuando el buque hacía rumbo al golfo de Guinea después de haber doblado el cabo de las Palmas, se desencadenó la tempestad tan furiosamente que era imposible gobernar la nave.
Esta fue además llevada por las corrientes y después de doce horas que la tripulación apenas fue bastante para reparar averías, la tormenta empezó a calmar, si bien el buque se encontraba muy lejos del golfo y había avanzado gran distancia hacia el Sur.
Los navegantes habían salvado la vida, y se había salvado también lo principal del cargamento, pero cuando se entregaban a los transportes de la alegría y daban gracias a Dios y el capitán se disponía a buscar el derrotero conveniente, se inutilizó la máquina, el horizonte se cargó de nubes y otra vez rugió la tormenta.
El apuro llegó bien pronto al último extremo; fue precioso picar todos los palos, privándose así del único recurso que les quedaba para dirigirse a la costa cuando lo permitiese el estado del mar.
—¡Estamos perdidos!—se oyó gritar por todas partes.
Cundió el pavor.
El capitán era valeroso y cumplía sus deberes sin cuidarse de su vida.
Smith estaba completamente sereno.
¿Qué le importaba el peligro, que le importaba la muerte?
Sobre cubierta, con los brazos cruzados y la cabeza erguida miraba a su alrededor, contemplando impasible, ya las negras nubes que se amontonaban o parecían desgarrarse para dar paso a las corrientes de electricidad, ya el oleaje, que se levantaba como montañas, cuya cumbre se perdía en el horizonte o se abría en insondables abismos donde el buque debía desaparecer de un momento a otro.
Hubiérase dicho que el doctor se extasiaba escuchando la imponente música de los truenos, el silbido del vendaval, y el rugido sordo de las aguas.
A su lado estaba Jorge con el rostro contraído, y la mirada sombría.
Nada temía por él, pero sí por su señor.
Todos gritaban, ya para suplicar al Omnipotente, ya para manifestar el pavor de que estaban poseídos, y nuestros dos viajeros permanecían inmóviles y mudos.
Nadie se cuidaba de ellos ni ellos de los demás, porque a nadie podían prestar ningún socorro.
Aún tenían que sufrir otra desgracia, y sucedió que cuando con mayor furia rugía la tempestad, inutilizóse también el timón.
El barco quedó, pues, completamente a merced del oleaje.
¿Dónde se encontraban?
No lo sabían, ni era posible que lo calculasen en aquellos momentos.
Cerró la noche.
Las densas tinieblas hicieron doblemente horrible la situación.
Empezó a cesar la tormenta; pero ¿qué importaba?
Nada podían hacer más que dejarse llevar.
El buque avanzó entonces con inconcebible rapidez hacia el Sur, y así pasaron toda aquella horrible noche, cambiando de dirección hacia Oriente cuando amanecía.
Tres horas después tuvieron que ocuparse todos con las bombas para sacar el agua, resultando así que desatendiesen un peligro para acudir a otro.
Ya era imposible toda salvación.
Aunque la tormenta había cesado, el oleaje continuaba embravecido.
Por fin el capitán reunió a la tripulación y los pasajeros, diciéndoles que no había más que una lejana esperanza de salvación, pasando a los botes y dirigiéndose hacia el Éste, pues creía que no estaban muy lejos de la costa.
La proposición fue aprobada por todos.
Abandonáronse las bombas.
Echáronse al agua los botes, donde se colocaron cuantas provisiones fue posible.
Inmediatamente viéronse llenas las pequeñas embarcaciones, pues todos se apresuraron a dejar el buque, que no debía tardar en sumergirse.
Sobre cubierta quedaron tres hombres; el capitán, que cumplía un deber permaneciendo allí hasta el último instante, y el doctor y su criado, que con tanta indiferencia miraba la muerte.
—¡A los botes!—les gritó el capitán.
—Y vos con nosotros—les respondió tranquilamente Smith, puesto que aquí nada tenéis que hacer.
Entonces tuvo lugar una escena tan breve como terrible: una oleada pasó sobre la cubierta, envolviendo a aquellos tres hombres.
No pudieron darse cuenta de su situación.
Cuando el doctor empezó a desaturdirse, y se puso en pie, vio a Jorge que se levantaba.
¿Y el capitán?
Había desaparecido.
Miró Smith a todos lados.
A muy larga distancia, y en distintas direcciones, vio los botes, que eran juguete del oleaje.
Nuestros dos viajeros habían quedado, por consiguiente, solos en el desmantelado buque, solos en medio del Océano, sin más amparo que el de Dios.
Nada les era posible hacer para salvarse.
El doctor, siempre con su inalterable calma, tomó un anteojo y miró hacia Oriente, sin descubrir más que el agua y el horizonte.
Luego desplegó una leve sonrisa, miró a su criado y le dijo:
—Mi querido Jorge, vamos a morir muy pronto, porque si bien es verdad que avanzamos hacia la costa, antes de llegar se habrá sumergido el buque, y tampoco se descubre otro que nos preste ayuda, sin contar que aun a vista de la tierra pereceríamos por falta de un bote.
—Yo he perdido la última esperanza, señor.
—Lo siento por ti, pues ya sabes lo que a mí me importa la vida.
—¿Qué más tenéis que decirme?
—Que deseo que tu alma se salve, ya que no hay salvación para el cuerpo.
Jorge miró a su señor, hizo un gesto de desdén profundo, se encogió de hombros y se sentó.
No volvieron entonces a pronunciar una palabra.
Smith siguió mirando con el anteojo, sin dar muestras de ansiedad ni de temor y como quien se distrae porque otra cosa no tiene que hacer.
Las nubes empezaron a disiparse, y pudo verse el sol.
El buque, impelido siempre por el viento y el movimiento de las aguas, avanzaba con mucha rapidez.
Después de una hora, dijo el criado:
—Señor, me ocurre una idea.
—¿Cuál?—preguntó fríamente Smith.
—Me parece que todavía podemos hacer algo en el último apuro.
—Desengáñate, Jorge, que lo único que podemos hacer es prolongar nuestra agonía sufriendo mucho más, y la prolongaremos, porque cuando el buque se haya sumergido, tendremos que entablar una lucha con las olas, cumpliendo así nuestro deber de defender nuestra existencia.
—Os hablaré con franqueza,—repuso Jorge con perfecta calma, pues era digno criado de tal amo.
—Di cuanto quieras, puesto que no tenemos que hacer otra cosa más que hablar.
—Yo no estoy cansado de la vida; pero sí juro que no me espanta la muerte.
—Ya lo sé.
—Me parece estúpido molestarse sin necesidad.
—Por eso no hago nada.
—Sin embargo, cuando el buque se haya sumergido, nadaréis, os asiréis a un trozo de tabla, haréis todos los esfuerzos imaginables para conservar la vida algunos momentos más.
—Porque no hacerlo así sería como suicidarme, lo cual nos prohíbe nuestra religión, nuestra razón y hasta nuestra dignidad.
—Estaremos más o menos tiempo a merced de las olas, esto es indudable.
—Sí.
—Y ese tiempo quiero pasarlo lo más cómodamente posible.
—La idea es buena, mi querido Jorge.
—Supongo que el buque ha de sumergirse antes de que nos sea posible construir una balsa; pero podemos preparar algunos barriles o cajas, según nos parezca mejor, y así nos mantendremos a flote sin tomarnos el trabajo de nadar, y tendremos también la ventaja de llevar algunas provisiones, evitándonos los tormentos del hambre y de la sed.
—Buena idea, buena idea—volvió a decir el doctor.
—Pues si os parece bien...
—Manos a la obra, Jorge.
Amo y criado fueron ante todo a reconocer el interior del buque para ver el agua que hacía, y calcular así el tiempo de que podían disponer.
Luego se ocuparon en subir a cubierta algunos barriles vacíos, uniéndolos con cuerdas a fin de que pudieran colocarse los dos, y morir o salvarse sin haberse separado.
Hecho esto, se ocuparon de las provisiones de boca, que debían llevar en zurrones, tomando lo que les pareció que había de serles más útil, ya en el caso de que permaneciesen en el mar, ya en el de que el oleaje los arrojase a la costa.
Decidieron no abandonar el buque si no en el último instante, o más bien esperar a que el buque los abandonara, dejándolo sumergirse, y quedando ellos a flote sobre los barriles.
Como ya nada tenían que hacer, entablaron la más tranquila conversación.
Dos horas más trascurrieron así.
De repente grandes olas se levantaron, yendo a estrellarse en la popa, y Jorge gritó:
—¡Tierra!
Miró el doctor hacia Oriente, y vio una faja blanquecina.
—Es posible—dijo—que hayamos trabajado en balde.
No tardaron en distinguir muy claramente con el anteojo la arenosa playa, limitada en ambos lados por desiguales promontorios de roca, en cuya basé se arremolinaban las aguas, formando blancas espumas matizadas de verde.
El viento, las olas, las corrientes impelieron entonces con violencia el buque, que parecía haber sido lanzado hacia la costa por la mano de un gigante.
—¿Qué debemos hacer?—preguntó Jorge.
—El buque se estrellará muy pronto—respondió Smith.
—Creo que nos conviene apelar a nuestros barriles.
—¿Quién sabe lo que es mejor?
—Pues decidid.
Reflexionó el doctor algunos instantes y luego dijo:
—Me quedaré.
—Pues nos quedaremos, repuso el criado.
Y ambos guardaron, silencio y fijaron la mirada en la tierra, donde tal vez los esperaba la muerte.
No tardaron en salir de dudas.
Viéronse a muy poca distancia de la arena.
Las olas se levantaron como si quisieran llegar al cielo, y el buque se elevó también sobre aquellas líquidas montañas.
—¡Dios misericordioso, perdonad a estas pobres criaturas!—exclamaron el doctor y Jorge.
El barco descendió rápida, instantáneamente, detúvose, crujió, y su violenta sacudida hizo caer a nuestros dos viajeros.
Debía creerse que estaban sobre un banco donde la embarcación acabaría de destrozarse muy pronto; pero tenían cerca la tierra y aún podían abrigar esperanzas de salvarse aunque fuese a nado.
Levantáronse tan pronto como les fue posible.
Miraron a su alrededor, viendo una extensión de agua sin oleaje, pero que parecía correr hacia Occidente.
Desde el buque a la seca arena no había más de doscientos o trescientos metros.
—¡Nos hemos salvado!—exclamó Jorge.
—Así parece, porque ese pequeño espacio lo cruzaremos fácilmente sobre nuestros barriles, y aún podremos ir y venir para sacar del buque todo aquello que para nosotros tenga valor.
—Está visto, la muerte huye de quien la busca.
—Sí, es caprichosa.
—La embarcación no se mueve, y supongo que la quilla está clavada en un banco.
—Indudablemente.
—Cuando bien os parezca, echaremos al agua nuestros barriles.
—No tenemos prisa.
—Pero como tampoco tenemos nada que hacer aquí…
—Déjame calcular la distancia que hemos de recorrer.
Volvió a mirar el doctor y luego dijo:
—Cosa extraña.
—¿Qué encontráis de particular?
—Juraría que ahora estamos mucho más cerca de la tierra que al encallar.
—Me parece que no os equivocáis.
—Observa…
—Sí, parece que la tierra se nos acerca.
—¡Ah! Comprendo No estamos sobre un banco, sino en la playa.
—¿En la playa?
—Que se ha inundado, y ahora el agua se retira.
—No podemos pedir más a la fortuna.
—Y puesto que tú eres de opinión de que debemos hacer las cosas lo más cómodamente posible..
—Esperaremos, sí, y luego saldremos del buque como quien sale de su casa.
El doctor se sentó tranquilamente, encendió un cigarro y siguió contemplando el agua.
Efectivamente, el buque había sido arrojado a tierra y debía quedar en seco.
Los náufragos, en medio de su gran desgracia, tenían que considerarse afortunados.
Habían salvado la vida, y por de pronto contaban con alimentos abundantes, pues el buque iba muy bien provisto.
En tanto que las aguas se retiraban, y convencido el doctor de que nada tenían ya que temer, ocupóse en examinar el paisaje que a su vista se presentaba.
A derecha y a izquierda, según ya dijimos, levantábanse desiguales promontorios de roca.
Al frente se extendía la llanura cubierta de arena hasta la distancia de unos tres kilómetros, y más allá el terreno se elevaba gradualmente, formando ondulaciones. Allí estaba el suelo en casi toda su extensión cubierta de yerba, sobre la que se levantaban algunos gigantescos árboles, y hacia la derecha se divisaba la espesura de un bosque.
Más lejos algunas montañuelas, áridas o cubiertas de verdura, terminaban al horizonte.
No se descubría ninguna población, ni siquiera una choza.
Muchas aves cruzaban el espacio por la parte donde había vegetación.
Extraño era que aquella comarca que parecía tan fértil estuviese despoblada.
En aquellos momentos no podía el doctor hacer ningún cálculo para averiguar la latitud en que se encontraban; pero sí estaba convencido de que habían ido mucho más allá de Loanda.
Una vez examinado el paisaje en cuanto era posible, Smith miró al lado opuesto con la esperanza de descubrir alguno de los botes ocupados por sus compañeros de naufragio; pero no divisó más que el oleaje, que aún se agitaba violentamente.
Al cabo de dos horas no pudo ya quedarles duda de que el buque estaba clavado en la playa, porque ésta había quedado seca.
—Soy de opinión—dijo el doctor—de que comamos aquí, porque lo haremos con mayor comodidad que sobre esa arena y al sol, y luego, recuperadas las fuerzas y con el espíritu tranquilo, recorreremos estos alrededores para examinar mejor el terreno, y volveremos a dormir a nuestro buque, y mañana pondremos en práctica la resolución que bien nos haya parecido adoptar.
—Pues bajaremos, porque aquí se siente demasiado el calor.
—Y te advierto, mi querido Jorge, que desde ahora tenemos que tratarnos con la intimidad y la franqueza de dos amigos.
—Señor…
—De otra manera no podríamos vivir.
—Sin embargo…
—Así lo quiero, y así será.
—Gracias…
—Principiaremos por comer juntos, y entre los dos soportaremos todas las fatigas.
La voluntad del doctor fue cumplida, lo cual no quiere decir que Jorge dejase de tratar respetuosamente a su señor.
Aquellos dos hombres eran igualmente valerosos y serenos, como ya hemos visto; pero no tenían el mismo carácter, y Jorge, que no había sufrido como el doctor, y que no consideraba enojosa la vida, era más hablador, más comunicativo y pocas veces se entristecía.
Comieron con el mejor apetito.
Smith encendió un cigarro y Jorge su pipa, y mientras hablaban de los pasados sucesos como quien habla del más sencillo asunto, vaciaron algunas copas de ron.
Tomaron luego sus armas, porque sabían muy bien que por allí no debían dar un solo paso desprevenidos, y salieron del buque, que entonces lo consideraban como un palacio.
Eran las tres de la tarde.
Avanzaron en línea recta hacia Oriente, y media hora después entraban en el terreno cubierto de yerba.
Era esta muy alta y les molestaba para andar.
Esperaban encontrar agua muy pronto.
Detuviéronse algunos minutos para descansar y examinar otra vez el terreno.
Tampoco entonces distinguieron señales de población.
Dirigiéndose hacia la derecha, se aproximaron al bosque; pero antes de llegar encontraron un arroyo que apenas tendría tres metros de anchura y que corría de Norte a Sur. El agua era bastante clara y apagaron la sed.
No debían perder mucho tiempo, y determinaron aprovechar el que les quedaba de día para volver hacia las rocas, por si desde un punto más elevado descubrían alguna aldea.
Al cabo de otra hora trepaban por los peñascos hasta donde les era posible.
Esto trabajo fue completamente inútil, porque solo consiguieron descubrir alguna más extensión del espeso bosque.
El doctor hizo un gesto de disgusto.
¿De qué les servían las provisiones y objetos que tenían en el buque si no contaban con medios de trasporte?
Muy triste era abandonar todo aquello que tan necesario había de serles muy pronto.
No habían de permanecer a la orilla del mar y en su improvisada vivienda, puesto que habían ido al África para viajar.
El sol empezaba a ocultarse cuando descendieron de las rocas y volvieron al buque.
Cerró la noche, y después de cenar lo dijo Smith a su criado:
—Acuéstate y duerme mientras yo vigilo, reflexiono y trazo el plan que debemos seguir.
—Vos también necesitáis descanso.
—Dormiré luego y tú velarás, porque en esta tierra es preciso vivir así. De otra manera nos expondríamos a ser objeto de un ataque de la gente del país, y sucumbiríamos si nos cogiesen desprevenidos. Te recuerdo que no somos amo y criado, y que por consiguiente hemos de compartir la fatiga.
Jorge obedeció.
El horizonte se había despejado y el doctor abrigó la esperanza de poder calcular aquella noche la latitud y longitud, averiguando así el lugar donde se encontraban.
Mientras lo hacía, a hora bastante avanzada de la noche, oyó los rugidos de las fieras que se encontraban a larga distancia. Fuera de este ruido y el del oleaje, no percibió otro.
Meditó con la calma que le era propia.
Había emprendido su viaje para lanzarse a las más arriesgadas aventuras, y por consiguiente, decidió principiar la marcha apenas amaneciese, aprovechando la frescura de la madrugada, y descansando luego en el bosque.
Su plan lo conoceremos oportunamente.
A las dos se levantó Jorge, y el buen doctor entregóse al más profundo y tranquilo sueño.
En aquella región el crepúsculo es muy fugaz, y aún puede decirse que no lo hay, pues el sol aparece y se oculta casi repentinamente.
Smith se levantó cuando se dejaban ver los primeros rayos del astro del día.
Brevemente explicó su plan a Jorge, que no hizo ninguna observación.
Llenaron sus grandes zurrones con cuanto podían necesitar para alimentarse, tomaron los objetos que debían serles útiles y sus armas, y encomendándose a Dios salieron del buque.
Ahora, lector, que conoces todos los antecedentes, dejaremos hablar al doctor, o lo que es lo mismo, copiaremos sus memorias o diario, sin hacer otras alteraciones que las de pura necesidad para que no resulte pesada la lectura de este libro.
De mis cálculos resultaba que nos encontrábamos a los 17° de latitud Sur, o lo que es igual, al Norte de Cabo-Frio, resultando así que estábamos a una distancia muy respetable de Loanda.
No había que pensar en dirigirse a este último punto, pues aún caminando siempre por la costa para mayor seguridad, hubiéramos necesitado muchos días, atravesando arenales donde ningún socorro, ni siquiera el del agua, debíamos esperar. Una cosa es no tener miedo a la muerte, y otra buscarla a sabiendas de que ha de encontrarse, lo cual no es sino un suicidio más o menos disimulado, y el suicidio me repugna, ya lo considere como extravío de la razón, o como una cobardía, porque falta el valor para soportar los sufrimientos que constituyen nuestra existencia.
Caminar hacia el Sur y también por la costa era lo mismo que renunciar a las exploraciones que tanto encanto tenían para mí, pues con más o menos trabajo hubiésemos concluido por llegar al territorio del Cabo, encontrándonos allí desprovistos de recursos y teniendo que retroceder con mil dificultades para recorrer el interior del territorio africano, que era el objeto de mis ilusiones.
Mi propósito demasiado firme no me permitía abandonar mis proyectos, y, por consiguiente, solo pensé en sacar el mejor partido de la crítica situación en que nos encontrábamos.
Si conseguíamos encontrar pronto una población, no necesitábamos más.
Como en aquel territorio la moneda no tiene ningún valor, determinó que llevásemos algunas de esas bagatelas que tanto estiman los negros y que podrían sernos muy útiles para halagarlos y pagarles sus servicios.
En nuestros grandes zurrones habíamos colocado galleta, carne salada, grasa y algunos otros comestibles, sin olvidarnos de la sal, el café y el azúcar, y algunas botellas de aguardiente.
De nada podíamos llevar grandes cantidades, pues teníamos que contar con nuestras fuerzas y y con el peso de nuestras armas, municiones, hachas y algún otro utensilio absolutamente indispensable.
Aún así era bastante el peso que llevábamos, que nos fatigaría doblemente bajo aquel sol abrasador.
Convinimos en no tocar nuestras provisiones sino cuando no encontrásemos nada para alimentarnos, y así nuestros recursos serían más duraderos.
Parece una locura, y quizás lo es, que dos hombres, sin más auxilio que el de la Providencia, se lancen a través de aquellos lugares desconocidos donde no han de encontrar más que fieras y salvajes.
¿Qué sería de nosotros si enfermábamos al mismo tiempo, lo cual era muy fácil?
Moriríamos en aquella soledad y sin ningún consuelo en nuestra agonía.
Ni estas consideraciones ni otras más tristes nos detuvieron, y avanzamos resueltamente y con cuanta rapidez nos permitía el peso de nuestra carga.
Aún no había transcurrido una hora, cuando nos sentíamos muy sofocados y teníamos que detenernos para descansar a la sombra de un pequeño grupo de frondosos árboles.
No caminamos aquel día rectos a Occidente como el anterior, sino desviándonos a la derecha, porque deseábamos llegar cuanto antes al bosque, donde siquiera frescura habíamos de encontrar.
Contemplamos el paisaje.
Vimos entre las aves algunas palomas, lo cual era una dicha, porque podrían servirnos de alimento si no encontrábamos otro.
Jorge miraba con sorpresa cuanto le rodeaba, particularmente aquella vegetación vigorosa, de la que ni remota idea pueden formar los europeos.
Seguimos nuestra marcha siempre hacia el bosque, y a las diez y media llegábamos al arroyo, que allí era más ancho y llevaba más agua, porque se le unía otro que parecía proceder de las pequeñas cumbres que se levantaban a Occidente.
Apenas podíamos resistir ya los abrasadores rayos del sol, que casi perpendicularmente caían sobre nuestras cabezas.
En aquel lugar las orillas del arroyo tenían para nosotros una seducción irresistible, pues había trechos cubiertos por los juncos y cañaverales, entre los que crecían los convólvulos, entrelazándose y formando como un muro.
Aquí y allí veíanse grupos de palmeras silvestres y de otros árboles, y algún gigantesco baobab extendía, su ramaje.
La yerba no era tan crecida, pero verde y fresca, y el suelo estaba reblandecido por la humedad.
Escasa sombra se encontraba allí; pero se disfrutaba de alguna frescura, y nos pareció bien descansar entre unas palmeras, a cuyos troncos podíamos sujetar nuestras mantas, formando un toldo que nos ofreciese sombra.
Ante todo dejamos nuestra carga, que entonces nos parecía doblemente pesada que al salir del buque, y cuando hubimos arreglado el toldo empezamos a examinar las orillas del arroyo y a calcular la distancia que aún teníamos que recorrer para llegar al bosque.
A los pocos minutos tuve ocasión de exclamar:
—¡La fortuna nos protege!
—¿Habéis visto alguna aldea?—me preguntó Jorge.
—Otra cosa que nos será muy útil y que nos hará pasar muy bien el día. Mira allí, a la otra orilla del arroyo.
Tomó Jorge mi anteojo, aun cuando en realidad no lo necesitaba, y vio una manada de antílopes que pastaban descuidadamente. Eran de los que en aquella comarca se llaman lechues, y que existen en número prodigioso, así como los llamados nacongos.
Siempre están en las inmediaciones de los ríos, y cuando se inundan las tierras, en la estación de las lluvias, se refugian en las cumbres levantadas por las hormigas, y de las que hablaré oportunamente.
Los africanos cazan muchos de estos antílopes, pero los que veíamos no debían estar muy perseguidos, pues no se mostraban recelosos.
—Ya tenemos buena carne fresca,—dije,—y por consiguiente, podremos reservar nuestras provisiones.
—Si hemos de encontrar en tanta abundancia los antílopes, las palomas y otros animales buenos para el alimento, deberíamos, abandonar la carne salada, y así alivianamos considerablemente la carga que tanto nos fatiga.
—No te entregues a ilusiones, pues muy pronto has de ver que todo lo que sobra en este sitio para cubrir las necesidades de la vida, falta en otros donde no hemos de encontrar ni siquiera una gota de agua.
—Me parece que podíamos dejar aquí nuestras provisiones y pasar a la otra orilla del arroyo para traernos uno de esos cuadrúpedos.
—Así lo haremos.
Ya habíamos descansado.
Tomamos nuestras escopetas y avanzamos hacia el arroyo, llegando a su orilla derecha al cabo de veinte minutos.
Los antílopes nos distinguieron y muchos dejaron de comer para mirarnos. Parecía que dudaban si les convendría permanecer en aquel sitio, pero al fin decidieron quedarse, aunque sin dejar de mirarnos.
Nuestras escopetas tenían sobrado alcance para herirlos desde el sitio donde nos encontrábamos, y, por consiguiente, decidimos hacer fuego desde allí para evitar que huyesen al ver que atravesábamos el arroyo.
Si yo era buen tirador no lo era menos Jorge, y, por consiguiente, le dije:
—Aprovechemos las municiones, que pueden hacernos mucha falta. De todas maneras tenemos suficiente con uno de esos animales, puesto que no podemos llevar lo que nos sobre.
—¿Queréis vos disparar?
—Sí.
Como si no fuesen todos iguales, quise elegir, y después de algunos minutos designé para víctima al que nos miraba con más atención y daba muestras de mayor recelo, pareciéndome que era un gran abuso matar a los que estaban descuidados y como si confiasen en nuestra bondad.
Disparé.
El pobre cuadrúpedo saltó, cayó pesadamente y quedó sin vida.
Los demás huyeron espantados hacia el bosque, y muchos se arrojaron al agua.
Bien pronto desaparecieron entre la espesura de los cañaverales.
Jorge atravesó el arroyo con el agua hasta la rodilla, y volvió con el antílope.
A la sombra de nuestra improvisada tienda lo desollamos y descuartizamos, y separando la parte mejor encendimos fuego para arreglar nuestra comida.
Ya hacía mucho tiempo que no comíamos carne fresca y nos pareció deliciosa la del antílope.
Habíamos asado mucha más cantidad de la que necesitábamos, y guardamos para la cena.
Después de la comida y mientras hablábamos sentados sobre la yerba y recostados en el tronco de las palmeras, nos quedamos dormidos sin darnos cuenta de lo que nos sucedía, lo cual no era extraño, puesto que las noches anteriores, particularmente desde que principiaron las borrascas, apenas habíamos reposado.
Despertamos dos horas después y sentíamos un bienestar inexplicable.
Buena vida era aquella, pero no podía durar.
El sol descendía, y aunque todavía el calor era sofocante, decidimos continuar nuestra marcha, suponiendo que en el bosque encontraríamos buen acomodo para pasar la noche.
Desde aquel sitio el arroyo corría hacia el Sur y siempre a poca distancia de su orilla derecha avanzamos.
Como no teníamos otra cosa que hacer, hablé a Jorge de los habitantes del continente africano, de sus diferentes razas, pueblos y costumbres, y le di prudentes consejos sobre la conducta que debía seguir.
Durante nuestra marcha no observamos nada de particular.
Habíamos calculado bien y llegamos al bosque cuando el sol empezaba a ocultarse.
—¡He aquí el paraíso!—exclamó Jorge, contemplando admirado aquellos árboles gigantescos, aquellas bóvedas de espeso ramaje, bajo las que revoloteaban millares de pájaros, y aquellas flores que matizaban la verde yerba.
Lo que es un bosque africano no puede concebirse cuando no se ha visto.
El arroyo desaparecía entre los arbustos y matorrales; pero llegaba a nuestros oídos el dulce murmurio de otras corrientes.
Por algunos sitios era imposible andar, pues no lo permitía la vegetación.
Las plantas trepadoras crecían en abundancia, y entretejidas con los arbustos formaban paredes muy espesas.
El terreno era bastante blando.
La variedad de los árboles era infinita.
La prudencia aconsejaba que no nos internásemos en el bosque para dormir, puesto que no lo habíamos reconocido, y por esta razón determinamos quedar a la orilla.
¿Dónde descansaríamos?
Jorge no encontraba más medio que el de envolverse en la manta y dejarse caer sobre la yerba; pero a mí me pareció mejor acomodarnos sobre los árboles, pues algunos, por la disposión particular de sus ramas, nos ofrecían espacio seguro.
Colocando nuestro equipaje y las mantas, formamos un lecho bastante cómodo.
Concluida nuestra tarea, cenamos, reunimos algún ramaje seco y encendimos una hoguera, que debía servirnos, yapara ahuyentar a las fieras, ya para distinguir lo que pasaba a nuestro alrededor.
Subimos a nuestra improvisada vivienda.
Nos pareció que podríamos dormir a la vez, pues en aquel sitio no era fácil que nos acometiesen sin darnos tiempo a la defensa.
Estábamos bastante fatigados, y muy pronto se cerraron nuestros ojos al sueño.
No recuerdo haber dormido nunca mejor.
¿Se acercaron las fieras?
¿Nos amenazó algún otro peligro?
Lo ignoro, puesto que no despertamos sino una hora antes de que saliese el sol.
—¡Noche deliciosa!—exclamó Jorge.
Nos incorporamos y miramos a nuestro alrededor.
De la hoguera no quedaba más que un montón de ceniza.
La luz empezaba a inundar el espacio.
Las aves dejaron sus nidos y revolotearon a nuestro alrededor. Debían sorprenderse al vernos posesionados del ramaje que de derecho y de hecho les pertenecía.
No sé lo que sucede en otras partes; pero sí puedo asegurar que en el sitio donde nos encontrábamos, las aves cantaban, y por consiguiente no es verdad que carezcan de voz, como dicen algunos viajeros, todos los pájaros africanos.
Muchos había pequeños y de bellísimo plumaje que me eran enteramente desconocidos.
Apenas tuvimos que tocar nuestras provisiones para el desayuno, pues todavía conservábamos alguna carne del antílope.
Quise ante todo examinar el interior de aquel bosque en cuanto me fuese posible, siquiera para estudiar algunas plantas de las que nunca había visto ningún ejemplar.
Si por algunos sitios no podía transitarse, por otros había senderos bastante espaciosos y en los que encontramos las inequívocas huellas de los elefantes. Estos inteligentes cuadrúpedos abren caminos en los bosques donde habitan y los conservan perfectamente, pues apiñas empieza a crecer algún arbusto lo destruyen, no dejando más que la yerba que puede servirles para alimento y que no les molesta para andar.
Estos senderos no pueden equivocarse con los que son obra de los hombres, y siguiéndolos, se tiene la seguridad de llegar más o menos tarde adónde haya agua.
Después de almorzar tomamos nuestros zurrones y nuestras armas, y emprendimos el viaje por uno de aquellos caminos hacia el Sudoeste.
A medida que avanzábamos era mayor el número de los pájaros, y observamos que tenían el plumaje de color más oscuro.
Con frecuencia nos deteníamos para admirar las maravillas de la naturaleza.
El asombro de Jorge no tenía límites al ver algunos árboles cuyos troncos de uno y dos metros de diámetro ofrecían en sus huecos espacioso albergue para dos o tres personas.
—¿Qué más podemos desear?—decía mi fiel criado.—Por todas partes encontramos habitación cómoda y segura a la que solo falta una puerta que la cierre.
Encontré dos o tres nidos hechos de hojas vivas unidas perfectamente con hilos de la tela de araña, es decir, cosidas con tanta habilidad como pudiera hacerlo una persona. El hilo pasaba por agujeritos y parecía estar anudado; estos nidos me recordaron los del pájaro sastre de la India. Conseguí apoderarme de uno, que guardo muy cuidadosamente.
Cuando se contemplan estas maravillas, recuerda uno con desdén todo lo que hacen los hombres envaneciéndose con su talento y sabiduría. No hay persona, no hay manos delicadas de mujer que puedan con los débiles hilos de la tela de araña hacer tan perfectas y resistentes costuras.
¿Quién ha enseñado a las aves? ¿Cómo hacen estos nidos no pudiendo apenas servirse más que de su pico?
El sol apenas penetraba a través del follaje, y como además la tierra estaba muy húmeda, la temperatura no podía ser más agradable. Por esta razón no nos fatigábamos tanto como el día anterior, y porque además íbamos muy distraídos con las bellezas que a cada paso se nos presentaban.
No puedo decir si avanzábamos con mucha rapidez, y muchas veces ni siquiera me cuidaba de hacerme cargo de la dirección del sendero, que me parece que en general se abría hacia el Sudoeste.
Caminando como entonces, por terreno llano, sobre la blanda yerba y a la sombra, podía resistirse mucho.
Jorge hubiera querido matar algunas de las bellísimas aves que vimos, pero no se lo permití, ya porque no me agrada quitar la vida a ningún animal cuando no es absolutamente necesario, ya porque debíamos economizar nuestras municiones, guardándolas para defendernos de los salvajes y de las fieras, y para cazar y alimentarnos.
A las diez y media percibimos un ruido sordo y continuado, cuya causa no era difícil adivinar; debíamos estar cerca de algún arroyo o cascada.
No quise cambiar de dirección.
El terreno empezaba a levantarse gradualmente, aunque poco.
Veinte minutos después vimos el suelo inundado de sol a la salida del sendero.
¿Terminaba allí el bosque?
Me parecía imposible que tan pronto lo hubiésemos atravesado.
Pronto salimos de dudas, pues avanzando algo más nos encontramos en una gran explanada casi perfectamente circular, y donde no había más vegetación que la yerba salpicada de bellísimas flores.
El espectáculo que se ofreció a nuestra vista no podía ser más nuevo, más sorprendente ni más agradable.
Aquella explanada o claro del bosque no tendría menos de un kilómetro de diámetro por término medio.
Casi en el centro se levantaba un promontorio calcáreo de forma cónica, aunque no perfectamente igual en su superficie, que presentaba muchos accidentes caprichosos.
En su base era la circunferencia de unos ciento cincuenta metros, y su elevación de unos veinte, rematando casi en punía.
De aquella cumbre brotaba y se elevaba tres o cuatro pies una gran cantidad de agua cristalina, que cayendo sobre los accidentes angulosos de la piedra, descendía, bullendo, formando blancas espumas y borbotones y reflejando la luz con todos los colores del espectro solar.
El más inspirado artista no puede concebir obra tan bella.
En muchos sitios la piedra estaba matizada por el verde musgo.
Al descender el agua formaba una pequeña laguna alrededor del promontorio, y luego corría hacia Occidente, atravesando la explanada y desapareciendo entre los árboles.
A poca distancia del promontorio, impasible, inmóvil como la misma roca, había un elefante contemplando a sus dos hijos que jugueteaban en el arroyo.
Apenas nos presentamos, levantó la trompa, dirigiéndola hacia nosotros y bajándola después de algunos momentos.
Hubiérase dicho que tenía la conciencia de su gran poder, y que si la curiosidad había hecho que nos mirase, luego nos olvidaba desdeñosamente.
Para el elefante no hay ningún enemigo temible, y es porque el instinto le hace comprender que sus fuerzas son superiores a las de todos los animales.
Si le acometen, se defiende; pero cuando lo dejan en paz permanece tranquilo, pues ni siquiera para alimentarse, porque es herbívoro, tiene necesidad de matar.
El que contemplábamos era hembra.
Pasados algunos minutos se acercó al arroyo, donde introdujo la trompa, levantándola después y lanzando el agua a gran altura.
Jorge, en el último punto de su entusiasmo, no podía contener las exclamaciones.
El espectáculo era nuevo para nosotros; pero a mi criado, por su falta de instrucción, le impresionaba más vivamente.
La elefanta se complacía en obligar a sus hijos a entrar en el arroyo, dejándolos allí caer y ayudándolos a levantar cuando ellos se esforzaban y revolvían inútilmente.
Jorge, sin darse cuenta de lo que hacía, preparó su escopeta.
—¿Qué haces?—lo pregunté.
—Señor, me parece que ese par de colmillos aconsejan alguna prevención.
—No tengas cuidado.
—¿Estáis seguro de que ese animalito no nos acometerá?
—Si no tienes miedo, sígueme y pronto te convencerás de lo que son los elefantes.
—Miedo no tengo por mí.
—Pues ven.
Avanzamos hacia el promontorio.
La elefanta nos miró otra vez.
Agitó su trompa, y sus hijos debieron comprenderla, porque salieron del arroyo y se colocaron junto a ella casi debajo de su vientre.
—Se prepara a la defensa,—dije.
Llegamos al promontorio de roca, que parecía un gigante cubierto con cristalinas vestiduras que destellaban luces de todos, colores.
Caía sobre nosotros una muy menuda lluvia.
El ruido producido por el agua ahogaba nuestra voz y teníamos que gritar para entendernos.
A pesar de que los rayos del sol caían en aquel sitio casi perpendicularmente sobre nosotros, no nos molestaba el calor. Tuve la curiosidad de hacer observaciones con el termómetro, y vi que la temperatura no pasaba de los 28° del centígrado, lo cual parecía imposible.
Largo rato estuvimos viendo cómo el agua brotaba, subía, formaba un penacho trasparente, caía estrellándose en las cortaduras y picos del promontorio, se agitaba, se revolvía, se levantaba en espumas y al fin iba a caer a la tierra, y corría, formando caprichosas ondulaciones, hasta desaparecer entre los gigantescos árboles y los tejidos de arbustos y trepadoras.
En aquel lugar encantador experimenté un bienestar inexplicable.
Dilatábase mi pecho.
El horizonte me parecía más puro y trasparente y más brillante la luz del sol.
Mi espíritu se sublimaba.
Nunca como entonces comprendí la omnipotencia divina.
Y sin embargo, aquello no era nada comparado con la creación, no representaba más que el grano de arena con relación a la montaña de que forma parte.
Quise sacar una copia de aquel promontorio, que colocado en una de nuestras ciudades hubiera sido un monumento maravilloso; pero me desalenté al convencerme de que la imitación era imposible.
Avanzamos más, y con el atrevimiento de que ya habíamos dado más de una prueba, nos colocamos ¿veinte pasos de la elefanta.
Esta agitó varias veces su trompa; pero no hizo más.
Pudimos examinaría a nuestro placer.
También hubiéramos podido matarla; pero ¿qué hubiéramos adelantado?
No podíamos aprovechar más que una pequeñísima parte de su carne, porque nos era preciso abandonar el resto, y en cuanto a los colmillos, tampoco podíamos llevarlos, porque sobrada carga teníamos con nuestras provisiones. Dar la muerte a aquel hermoso animal no tenía, pues, más objeto entonces que el de complacerse estúpidamente en hacer mal y destruir.
—Ya lo ves,—le dije a Jorge,—no nos teme.
—Y aún parece que nos desprecia.
—Probablemente.
Nos movimos de un lado para otro.
El gigantesco cuadrúpedo debió convencerse de que no éramos enemigos, pues concluyó por separarse de sus hijos, obligándolos otra vez a entrar en el arroyo, y no se cuidó más de nosotros.
—Señor,—me dijo Jorge,—empiezo a sentir debilidad y deberíamos sentarnos a la sombra, dejar nuestra carga, descansar y comer.
—Soy de tu opinión.
Nos internamos otra vez en el bosque, colocándonos a la sombra, y comimos con el mejor apetito.
Después, y lo mismo que el día anterior, nos quedamos dormidos.
Una hora después despertábamos y percibíamos un rumor como si se agitaran los matorrales.
Miramos a todos lados y nada vimos de particular, si bien el mismo ruido continuaba.
Jorge iba a recostarse otra vez; pero le dije que cometía una imprudencia, pues en aquellos lugares era menester vivir siempre prevenidos.
Nos pusimos en pie y tomamos nuestras armas.
Recorrimos en todas direcciones un pequeño espacio.
El ruido cesó y ya nos disponíamos a tomar nuestro equipaje para continuar la marcha, cuando Jorge lanzó un grito de sorpresa y retrocedió un paso.
—¿Qué has visto?—le pregunté.
—Allí, allí,—respondió, señalando hacia uno de los árboles más corpulentos.
Miré y vi que rodeando en espiral el grueso tronco, subía una enorme culebra de color verde oscuro muy brillante con algunas manchas amarillas.
El reptil se detuvo, separó la cabeza del tronco y nos miró quedando inmóvil.
A nada conducía entablar una lucha, y creí que lo mejor que podíamos hacer era tomar nuestro equipaje y alejarnos; pero al querer hacerlo así, la culebra desprendió del tronco una parte de su cuerpo, dirigiéndolo hacia nosotros.
Estos reptiles acometen con la velocidad del rayo, y por consiguiente no debíamos perder un momento.
—Prepárate,—le dije a Jorge.
—¿Disparo?—me preguntó.
—Sí, a la cabeza; pero al mismo tiempo que yo hiero su cuerpo con el hacha.
—No os acerquéis, señor.
—Déjame.
—Esperad....
—Silencio.
Abandoné la escopeta, empuñé el hacha y en dos brincos me coloqué junto al árbol.
Hicimos cuanto era posible hacer, porque al mismo tiempo que yo descargaba el golpe, haciendo una profunda cortadura en el cuerpo de la culebra, Jorge disparó.
Nada conseguimos.
El reptil, al sentirse herido, desprendióse del árbol y sin que yo pueda decir cómo, lanzóse como una flecha hacia mi criado.
Afortunadamente no calculó con exactitud, y cayó sobre la yerba y los matorrales, a tres o cuatro pasos de distancia de Jorge.
Perdió éste la serenidad como le hubiera sucedido al más valeroso, retrocedió, aunque poco, porque encontró el obstáculo de los matorrales y los arbustos, y dudó entre volver a cargar su escopeta, coger el hacha o hacer uso de su cuchillo.
La culebra se revolvió, enderezóse, y ya iba a caer como una barra blandida por un gigante, cuando yo me acerqué.
Entonces quedó inmóvil, sin duda porque vacilaba entre los dos enemigos que se le presentaban por distintos lados.
Segura era la muerte del que cogiese al dejarse caer.
También nosotros vacilábamos.
—Toma el hacha,—le dije a Jorge.
Pero no me entendió o no acertó a obedecerme, y sacó el cuchillo, colocándolo en el cañón de se escopeta.
—Haz lo que puedas y yo haré lo mismo,—grité.
Y como ya era absolutamente preciso concluir, matando o muriendo, sin darme apenas cuenta de lo que hacia, me lancé hacia el reptil, blandiendo mi hacha.
Quiso la culebra dejarse caer sobre mí, encorvóse, tocó con la cabeza en el suelo, descargué un golpe, y mi criado, más por instinto que por reflexión, acometió a su vez y quiso la casualidad que consiguiese clavar el cuchillo en la cabeza del reptil.
Se revolvió éste furiosamente.
Descargamos golpes a diestro y siniestro, y no sé cómo sucedió que no recibimos ninguno.
Después de no sé cuánto tiempo y cuando nuestras fuerzas se agotaron, la culebra quedó inmóvil.
Había muerto. Su cuerpo estaba cubierto de heridas del hacha y del cuchillo.
Tenía la cabeza destrozada, y a esto fue debida nuestra salvación.
La extendimos y la medimos: su longitud era de diez y ocho metros y veinte centímetros, y por término medio tenía un diámetro de nueve pulgadas.
La cabeza era muy pequeña en proporción del cuerpo, y bastante puntiaguda.
Su boca estaba armada con doblo hilera de dientes.
Tuvimos que detenernos otra media hora para descansar.
Nos convencimos entonces de lo peligroso que era domirse en medio de aquellos bosques sin adoptar ninguna precaución, pues si entonces despertamos más tarde, nuestra salvación hubiera sido imposible.
Volvimos a la explanada, donde aún estaban los elefantes.
Buscamos un sendero y continuamos nuestra marcha, olvidándonos muy pronto del peligro que acabábamos de correr.
Cuando el sol tocaba a su ocaso, nos detuvimos en otro claro del bosque.
—Esta noche no dormiré sobre los árboles—dijo mi criado—porque no quiero despertar entro los dientes de una culebra.
—Buscaremos mejor acomodo—le respondí.
Y examinando los árboles, encontramos un magnífico baobab, cuyo hueco tronco nos ofrecía seguro abrigo.
No teníamos tiempo para hacer un enrejado que tapase la entrada de aquella habitación; pero lo suplimos encendiendo una hoguera.
Cenamos al amor de la lumbre, y por segunda vez cometimos la imprudencia de entregarnos los dos al sueño.
Quiso Dios que nuestra imprudencia no nos costara cara.
Antes de que amaneciese despertamos, volvimos ¿encender la hoguera y tomamos algún alimento.
Apenas salió el sol emprendimos la marcha.
Dos horas después el sendero se presentaba mucho más estrecho y tortuoso y luego se dividía.
Tomamos por el que estaba en dirección a Occidente, y al cabo de otra hora la marcha se hizo molesta por los matorrales.
Seguimos avanzando, y alguna vez tuvimos que hacer uso del hacha para abrirnos paso.
Comprendimos la dificultad de seguir por allí; pero ya no debíamos retroceder, porque hubiéramos perdido un tiempo precioso.
Todo aquel día tuvimos que hacer uso de las provisiones que habíamos sacado del buque, y, por consiguiente, teníamos doble interés en llegar cuanto antes donde hubiese caza.
A las cinco de la tarde encontramos otro sendero, que, aunque estrechísimo y tortuoso, nos permitía caminar con rapidez.
Nos sentíamos bastante fatigados; pero no perdimos un instante, y al cabo de media hora nos encontramos fuera del bosque por su lado occidental.
—¡Gracias a Dios!—exclamó Jorge.
Cuando caminábamos por la llanura y bajo los abrasadores rayos del sol, deseábamos llegar donde hubiese sombra, y después de dos días de disfrutar una temperatura muy agradable, anhelábamos salir de la espesura, y es que la criatura desea lo que no tiene, y es más vivo el deseo cuanto mayor es la dificultad de realizarlo.
Nos detuvimos para examinar el terreno.
Era bellísimo el paisaje que desde allí se descubría.
Como a dos kilómetros del bosque, corría de Norte a Sur un riachuelo, cuya anchura ni profundidad era posible que apreciásemos entonces, aunque me pareció que no habría menos de trescientos metros de orilla a orilla.
Al otro lado se elevaba el terreno gradualmente, y en unos sitios estaba cubierto de yerba y en otros cultivado y sembrado de maíz.
Levantábanse algunas pequeñas cumbres, y, por último, frente a nosotros, y a la falda de una colina, distinguíase una aldea formada de chozas.
Con el anteojo pudimos ver hombres, mujeres y niños casi desnudos, que aparecían y desaparecían entre las chozas.
La fertilidad de aquel terreno me hizo suponer que encontraríamos allí bastantes recursos, salvo las dificultades que nos opusiesen el carácter de los habitantes.
Seguí mirando, y a la izquierda, y más allá de la población descubrí muchas reses vacunas.
Entonces mi alegría llegó a su colmo, pues abrigué la esperanza de que por bien o por mal consiguiésemos que cambiase nuestra situación, proporcionándonos! medios de trasporte, que era lo que por de pronto me interesaba más.
—¿Y qué haremos ahora?—me preguntó Jorge.
—No nos queda tiempo para llegar a la aldea antes de que se oculte el sol, pues no sabemos si nos será posible vadear el río o tendremos que apelar a algún medio extraordinario, y no es prudente que nos presentemos de noche a esa gente que nos es desconocida.
Buscamos un árbol cuyo hueco nos ofreciese abrigo, y tuvimos la desgracia de no encontrarlo.
Forzoso era pasar la noche sin otra cubierta que la bóveda celeste.
Después de mucho dudar, decidimos encender una hoguera, por más que ofreciese el peligro de llamar la atención de los habitantes de la aldea.
Cenamos.
Dispuse que Jorge se acostara, y yo me quedé para vigilar hasta media noche.
La luna tuvo por conveniente enviarnos su resplandor, que daba al paisaje un tinte melancólico y bellísimo.
No se percibía más ruido que el sordo, igual y continuado de la corriente.
En aquel silencio, en aquel lugar donde la naturaleza desplegaba todos sus encantos, sin que apenas se encontrase nada que diese a conocer la mano del hombre, experimenté la más dulce melancolía, sublimóse mi espíritu y se exaltó mi imaginación.
Recordé las grandes capitales, morada de la civilización, donde durante la noche se agita la humanidad, se confunden las sonrisas y el llanto, hierven las pasiones y tienen lugar, en fin, dramas de todo género.
Por término de mis reflexiones pensé que la criatura sería verdaderamente feliz, no en estado salvaje, si no en sociedad, y armonizando sus leyes y costumbres con la naturaleza, y sin afanarse para crearse cada di a necesidades, que son tormentos.
Me disponía a despertar a Jorge cuando oí el rugido de un león.
Me volví mientras tomaba mi escopeta, y gracias al resplandor de la luna pude distinguir la fiera a bastante distancia.
Resonó un nuevo rugido, y mi criado se levantó sin necesidad de que lo llamasen.
Podíamos desde luego trepar a un árbol para estar más seguros; pero no quisimos hacerlo, porque el trabajo era inútil si la fiera se alejaba.
Permanecimos inmóviles y silenciosos.
Pocos minutos después llegó otro león.
Ambos se volvían de un lado para otro como impacientados; pero no avanzaban ni retrocedían.
Supuse que eran el macho y la hembra.
No podíamos hacer más que observar.
De vez en cuando rugían las dos fieras, y siempre permanecían en el mismo sitio.
Así trascurrió una hora.
Nuestra paciencia se agotaba.
Era una locura ir en busca de los leones, pues probablemente hubiéramos sucumbido, y matándolos no conseguíamos nada.
A mí no me era posible conciliar el sueño al son de los rugidos, y sin embargo necesitaba descansar.
—¿Qué haremos?—me preguntaba Jorge.
—Esperar y tener paciencia—le dije.
—El caso es que necesitáis reposo.
—Dormiré mañana.
—Empieza a desagradarme pasar las noches al aire libre, y tal vez hubiéramos hecho mejor en ir a la aldea.
—No sabemos si estaríamos peor entre los salvajes que cerca de los leones.
Guardó silencio mi fiel criado.
En sus gestos y ademanes revelaba su creciente impaciencia.
—Probemos,—le dije al fin.
—¿Y bien?..„
—Haremos un disparo y los leones se irán o nos acometerán, y así acabaremos de una vez.
—¿Qué es lo más probable?
—Que nos acometan si están hambrientos.
—Entonces…
—Sea lo que Dios quiera.
Disparé.
El efecto lo ignoro, pues no sé más sino que los leones rugieron, y volviéndose de un lado para otro acabaron por alejarse.
Cuando nos convencimos de que ningún peligro nos amenazaba, me acosté, envolviéndome en mi manta y quedándome dormido.
Desperté cuando amanecía.
Nos apresuramos a tomar alimento para aprovechar las primeras horas de la mañana.
Bien pronto vimos a los habitantes de la aldea que salían de sus chozas.
Algunos de ellos se encaminaron hacia el río.
Dudé entre avanzar o permanecer junto al bosque hasta que nos descubriesen; pero deseoso siempre de abreviar, decidí hacer lo primero.
Tomamos, pues, nuestro equipaje y nuestras armas y nos encaminamos hacia la corriente.
En las orillas de ésta crecían muchos árboles formando grupos, de manera que lo mismo podíamos ocultarnos que dejarnos ver.
Mientras avanzábamos, le dije a Jorge:
—Ni te fíes de los halagos, ni des gran importancia a las amenazas.
—Lo cual quiere decir,—me replicó muy oportunamente,—que debo desconfiar de todo.
—Así es preciso vivir en esta tierra.
Yo suponía que el territorio en que nos encontrábamos estaba dominado por los macolocos y habitado por alguna familia de éstos que allí ejercía los derechos señoriales sobre los macalacas, en cuyo caso me sería fácil entenderme con ellos, pues su rico idioma no me era enteramente desconocido.
Observábamos muy atentamente y comprendí que no nos habían visto, de lo cual me alegré, porque así tendríamos la ventaja de sorprenderlos.
Antes que ellos llegamos a la corriente.
Nos colocamos entre un grupo de árboles y matorrales.
Era mansa la corriente del riachuelo, y sus aguas bastante cristalinas.
En cuanto a su anchura, mi cálculo anterior me y pareció acertado; pero nada me era posible averiguar en cuanto a la profundidad.
Eran tres hombres los que se acercaban al río, y por su negro color, y su casi completa desnudez, deduje que pertenecían a los macalacas, vasallos o más bien siervos, y ¿un casi esclavos, de los macolocos sus conquistadores.
Los segundos se hallan esparcidos en el país que conquistaron al abandonar otras comarcas al Sur, y en cada población hay una o dos familias, cuyos jefes son verdaderos señores feudales de la tierra.
Tienen el derecho de señorío sobre las tribus sometidas, que son las que se conocen con el nombre genérico de macalacas.
Estas poseen terrenos que cultivan por su cuenta, y hasta cierto punto son independientes; pero tienen la obligación de prestar ciertos servicios y pagar tributos.
La servidumbre es muy suave y no puede ser otra cosa, porque cuando los macalacas se ven maltratados emigran de su comarca y van a otra donde encuentran buena acogida, sin que haya una ley que castigue estas evasiones, ni sea tampoco fácil averiguar dónde han buscado un nuevo señor los fugitivos.
Los macolocos forman un pueblo con pretensiones de civilización relativamente, son aficionados a los europeos, y mu y escrupulosos en el cumplimiento de los deberos que impone la hospitalidad.
Algunas de sus poblaciones son visitadas con frecuencia por los ingleses y portugueses que hacen el comercio particularmente del marfil, recibiendo éste a cambio de armas de fuego, instrumentos de labranza y muchas bagatelas de nuestra industria.
Do gente así nada debíamos temer, pues podríamos tratar con ellos buenamente.
En cuanto a sus siervos los macalacas, ningún interés tenían en hostilizar a los europeos, puesto que ningún derecho tenían que perder.
Repito que yo hacía suposiciones y que era posible que luego nos encontráramos con una tribu de salvajes de los peores instintos.
Los tres negros llegaron a la corriente, y sin vacilar se arrojaron al agua, empezando a nadar con una agilidad prodigiosa.
Nosotros permanecíamos ocultos.
—Los dejaremos que salgan,—dije,—y entonces nos presentaremos.
Pocos minutos después habían ganado la otra orilla.
Salimos de entre los matorrales, dimos algunos pasos y nos detuvimos para indicar que no intentábamos acometer.
Los negros dejaron escapar una exclamación de profunda sorpresa.
Dos de ellos se arrojaron otra vez al agua, alejándose rápidamente.
El tercero retrocedió algunos pasos y quedó inmóvil.
Yo sonreía y con ademanes procuraba hacer comprender que éramos amigos.
Así trascurrieron algunos minutos.
Por fin el negro avanzó, volviendo a detenerse.
Entonces, y como mejor pude, le dije en el idioma de los macolocos:
—Venimos de paz y somos vuestros Amigos.
No puedo explicar la alegría que experimenté al ver que me comprendía, y esta circunstancia también debió inspirar confianza al negro, pues avanzando más y haciendo nosotros lo mismo, con las escopetas a la espalda por no inspirar recelo, nos reunimos.
Se inclinó profundamente el macalaca, llevando las manos al pecho y a la cabeza y diciendo con grave tono:
—Dios es de tranquilo sueño. Bien venidos los hombres blancos.
Le dirigí las palabras más agradables y le hice algunas preguntas.
Conocían allí la existencia de nuestra raza; pero nunca nos habían visto.
En la aldea habitaba una familia de los macolocos, y todos los demás eran vasallos, o sea macalacas de la raza negra pura a que pertenecía nuestro interlocutor.
Después de haber satisfecho nuestras preguntas con todo el laconismo posible, el negro nos hizo otras muchas para satisfacer su curiosidad.
Lo contesté y le ofrecí aguardiente en un pequeño vaso.
Bebió, saboreando con verdadera delicia el espirituoso líquido, y contemplando luego con admiración profunda el cristal, que nunca había visto.
—Agua,—decía palpando el vaso,—es agua y está dura como la piedra. ¿Cómo hacéis esto?
La codicia hacia brillar sus negros, redondos y hundidos ojos.
—Eso,—le dije,—y otras cosas más bellas te daré si quieres servirme.
—Yo nada puedo hacer: el macoloco es mi señor; pero rae iré contigo y te enseñaré los caminos de esta tierra, y tú me darás pólvora, y una escopeta, y hermosos collares para mi mujer.
Le prometí cuanto deseaba a cambio de que nos complaciese desde luego, y sin perjuicio de servinos de guía después si lo necesitábamos.
Con palabras y gestos manifestó su viva alegría.
Según ya he dicho, el negro estaba casi desnudo, pues no llevaba más que una especie de pequeña falda que apenas le cubría hasta la mitad del muslo, y estaba hecha con piel de buey muy bien curtida.
Principié por regalarle un pequeño collar para que se adornase su esposa, y se mostró dispuesto a todo.
Seguro de que seríamos bien recibidos por los señores de la aldea, encargué al negro que fuese a participarles nuestra llegada y a pedirles hospitalidad.
Partió el macalaca.
Sus compañeros habían llevado ya la noticia, y vimos que de las chozas salían muchos hombres, mujeres y niños corriendo hacia el río.
Media hora después volvió nuestro negro con otros, y de entre la espesura sacaron una pequeña canoa, que no habíamos podido ver, y arrastrándola lleváronla al riachuelo y la pusieron a flote.
Era muy estrecha la embarcación, pero bastante larga.
—Moleke te saluda y te espera,—me dijeron.
El macoloco a quien nombraban había creído, sin duda, que su dignidad de señor no le permitía salir a nuestro encuentro.
En los pueblos africanos los que representan algún papel distinguido se dan gran importancia y son mucho más orgullosos que los nobles europeos.
Entramos en la canoa.
Al desembarcar nos vimos rodeados de una multitud que nos agobiaba a preguntas.
Afanábanse todos por tocar nuestra ropa y nuestras armas, contemplándolas con admiración.
Las mujeres no tenían más abundancia de ropa que los hombres, pero en cambio cuidaban mucho de su cabellera que tenían peinada tan caprichosa como extravagantemente y adornada con muchas plumas de avestruz y de otras aves.
El tipo no era bello en ningún sentido, y hasta las más jóvenes nos parecieron muy feas; pero en cambio mostrábanse amables hasta el exceso y hacían lo posible para que las mirásemos con algún interés.
Muy apurados nos vimos para librarnos de aquella curiosidad insaciable, y al fin emprendimos la marcha, llegando muy fatigados a la aldea.
Las chozas eran bastante grandes, de forma circular y con cubierta cónica y muy elevada, que sobresalía bastante de las paredes.
Su construcción de troncos, ramaje y hojas era bastante fuerte.
Aquellas habitaciones esparcidas en un gran espacio de terreno no puede decirse que formaban calles.
En el centro había una choza mucho más grande que las demás; era la del jefe, que estaba sentado junto a la puerta con sus mujeres, sus hijos y sus esclavos.
Maleke representaba unos cincuenta años, era de elevada estatura, bastante bien formado y vigoroso.
Su color, lo mismo que el de toda su familia, se diferenciaba mucho del de los macalacas, pues era amarillento, o más bien semejante al del café con leche.
Sus facciones no eran muy abultadas, ni muy deprimidas sus sienes, así como sus ojos eran grandes, expresivos y revelaban clara inteligencia.
Indudablemente la raza conquistadora era muy superior a la conquistada, lo cual no me sorprendió, pues solo así tienen explicación las conquistas.
Estaba Maleke sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en las rodillas.
Su ropa consistía en una túnica de piel admirablemente curtida, pues por la finura y suavidad hubiera podido confundirse con el paño.
Otra tira de piel sujetaba sus negros cabellos.
No podía negársele varonil hermosura.
Sus mujeres, que eran diez de distintas edades, desde catorce a treinta años, estaban en pie y formando hilera tras el esposo, y a los lados algunos niños de ambos sexos y distintas edades, y por último, los criados que eran macalacas.
Las esposas de Maleke tenían también la túnica sin mangas y que les llegaba hasta cerca de las rodillas, quedando descubierto el resto de la pierna, gran parte del pecho y de la espalda.
Sus facciones podían pasar por delicadas en aquella tierra, y la verdad es que encontré belleza y atractivos en algunas de ellas, pues particularmente sus ojos, de mirada tan ardiente como melancólica, tenían bastante encanto para conmover.
Las túnicas de las unas eran de piel, y las de otras de tela de algodón fabricada en Europa.
Sus peinados eran aún mucho más complicados que los que habíamos visto, y más recargados de adornos.
Llevaban collares de distintos colores, brazaletes y gruesas anillas en las piernas sobre los tobillos.
No podían ocultar que estaban orgullosas por pertenecer a una raza privilegiada y ser las esposas del señor.
Su curiosidad era tan viva como la de sus vasallos; pero se dominaban permaneciendo graves, porque así Jo exigía su elevada posición.
Era una ventaja inmensa que con más o menos dificultad pudiéramos entendernos sin necesidad de intérpretes.
Saludé a la poderosa familia, imitando en cuanto me filó posible las fórmulas pomposas que ellos usan en tales ocasiones, y me pareció que se admiraban de que yo conociese su idioma.
Maleke me respondió con frases hiperbólicas, deseándome salud, diciéndome quién era y de quién descendía, y manifestando su contento, porque toda su vida había deseado ver a los hombres blancos, de quienes había oído hablar mucho. Consideraba una honra nuestra visita, y nos ofreció cuanto pudiésemos necesitar, rogándonos que permaneciésemos todo el tiempo que nos fuese posible, porque así tendrían ocasión de aprender algo de lo mucho que sabíamos.
Luego me preguntó hacia donde pensaba dirigirme y si el objeto de nuestro viaje era comerciar.
Le contesté que mi único deseo era conocer el país, sus leyes y
costumbres; pero que nada quería llevarme, porque yo era rico y nada
ambicionaba, si bien me encontraba
Mi desinterés produjo gran admiración.
Referí nuestras últimas desgracias y di a conocer la perentoria necesidad que teníamos de volver a nuestro buque, llevando medios de trasporte para sacar lo que habíamos dejado allí continuando luego nuestro viaje.
Maleke me dijo que podía proporcionarme bueyes y hombres, y que él mismo tendría gran placer en acompañarme para ver el buque y aprovechar lo que a mí no me sirviese o no me fuese posible llevar.
Ni siquiera el mar había visto, teniéndolo tan cerca.
¿Qué idea se habría formado de nuestros buques?
Accedí gustoso a su petición, puesto que no era posible que nos llevásemos todo lo que el barco contenía, y por consiguiente había de quedar allí a merced de los salvajes de la costa o hasta que lo destruyese el tiempo.
Indudablemente con lo que dejásemos sería Maleke uno de los hombres más ricos y envidiados de aquellos países.
Así se lo hice comprender, y entusiasmado me dijo que me regalaría tantos bueyes que no los pudiese contar sin fatigarme.
Poco a poco fue olvidándose de su gravedad, y a sus mujeres les sucedió lo mismo.
La conversación llegó a ser muy cordial y franca.
Principiaron las preguntas, siendo tantas que apenas me daban tiempo para responder.
Quisieron examinar cuanto llevábamos.
Nuestras armas fueron objeto de la codicia de Maleke.
Desde luego le ofrecí una escopeta y un par de pistolas de las que había en el buque, así como buena cantidad de municiones;
Los pocos collares, brazaletes y otros objetos por el estilo que llevábamos, produjeron una verdadera conmoción entro las mujeres, y su asombro llegó al último punto cuando les enseñé un espejo y pudieron contemplar su imagen .
Era de ver cómo
Por último les enseñé mi reloj, y al ver la máquina retrocedieron, porque creían que allí se encerraba algún espíritu maligno.
Todas mis explicaciones fueron inútiles para hacerles comprender su error y tranquilizarlos, pues hasta Maleke, que era muy valeroso, siguió mirando con desconfianza la máquina para él prodigiosa.
Manifesté, el deseo de descansar.
Inmediatamente pusieron a nuestra disposición una choza cercana a la del jefe, y media hora después nos llevaron un buey para nuestro alimento, harina de maíz, manteca, frutas, miel y la bebida que usan con más frecuencia y que llaman bayaloa.
Arreglamos la comida como mejor nos fue posible, y convidé a Maleke y su familia.
Acudió él, y solo después de mis ruegos accedió a que fuesen sus esposas, pues allí las mujeres representan un papel bien triste y no alternan con sus maridos.
Me agradecieron ellas muchísimo la distinción,. y para demostrar su alegría hicieron cuanto pudiese halagarnos hasta el punto de hacernos temer que su marido se enojase.
A mi derecha se sentó una de las más jóvenes y la más bella.
Ya se había adornado con uno de los collares que les regalé.
Sus miradas eran ardientes y demasiado expresivas, y siempre que tenía ocasión y al hablarme, ponía una de sus manos sobre mi espalda o mis piernas, acariciándome muchas veces con pretexto de examinar mi rubia cabellera o mi barba, que es cosa de que carecen allí los hombres.
Confieso mi debilidad: no pude permanecer del todo indiferente a tan dulces halagos; pero conseguí dominarme, ya porque quise cumplir mis deberes, correspondiendo con nobleza a la generosa hospitalidad, ya porque ante todo debíamos evitar que se produjesen cierta clase de conflictos, cuyas consecuencias debían ser las peores para todos.
Nuestra galleta la comían con avidez, pareciéndoles el manjar más delicioso.
El resto del día lo pasamos muy agradablemente y cuando llegó la noche Maleke me dijo:
—Puedes dormir descuidadamente, porque seréis respetados y nadie os molestará.
Aquella gente me inspiraba confianza y nos entregamos al sueño.
No tuve motivo para arrepentirme.
A la mañana siguiente recordé la necesidad en que estábamos de ir en busca de nuestro buque, y como Maleke ansiaba lo mismo, no puso ningún obstáculo y fijó el otro día para la marcha.
Recorrimos los alrededores de la aldea.
Matamos algunas aves, no por necesidad, sino para que los indígenas viesen el terrible efecto de nuestras armas, y con el doble objeto de regalar algunas bellas plumas a las esposas del jefe.
Aquel día tuvimos el placer de comer peces de los que abundan en el riachuelo, que son bastante grandes y pescan con redes muy bien hechas de tallos de plantas trepadoras.
También nos llevaron leche en abundancia.
Vimos el ganado de Maleke, que efectivamente era abundante, y bien podía regalarnos los bueyes y vacas que nos había prometido.
Al amanecer del otro día notamos gran movimiento en la aldea, y al salir de nuestra choza vimos que toda la población se agolpaba en aquellos, alrededores.
Maleke y los macalacas que debían acompañarnos tenían lanzas, dardos y escudos de cuero.
Muchos estaban cargados con las provisiones necesarias para el viaje.
En todos los rostros brillaba la alegría, pues todos esperaban una crecida recompensa.
Me dijeron que para ir al sitio donde estaba el buque había un camino más corto que el que habíamos llevado, si bien no disfrutaríamos de la agradable frescura del bosque.
Conteste que iría por donde me llevasen, y que me alegraría mucho llegar pronto al mar.
Almorzamos.
Pregunté por los bueyes y me dijeron que ya estaban en camino.
Las mujeres de Maleke, y muy particularmente la que ya mencioné, y otra joven que parecía mirar con mucho agrado a Jorge, mostraron grandísimo empeño en acompañarnos; pero como se lo prohibió terminantemente su esposo, nos suplicaron que les hiciésemos otra visita antes de continuar nuestro viaje.
No quise comprometerme a nada, porque era cada vez más vivo mi deseo de internarme en el territorio africano.
Partimos.
Cincuenta hombres formaban nuestra escolta.
Maleke entregó su escudo a uno de los macalacas y se quedó con la lanza, que le servia de bastón.
Con la mayor facilidad podían cometer un abuso apoderándose de cuanto en el buque Labia, y asesinándonos; pero nos dieron pruebas de una honradez que no es muy común en aquella tierra.
Sin cesar me hacía preguntas Maleke sobre nuestro país, y comprendía bastante bien todas mis explicaciones, mostrando su admiración.
—¡Si yo pudiera irá vuestra tierra!—dijo muchas veces después de quedar pensativo.
También me hizo muchas preguntas sobre nuestra religión, pareciéndole muy bien cuanto yo le decía; pero muy mal lo de que no nos estaba permitido tener más que una esposa.
—¿Y cómo podéis vivir así?—replicaba.
—No deseamos más, y estamos contentos.
—Yo haría lo mismo que vosotros, y creería lo mismo, si me dejaseis tener siquiera tres mujeres, y aún así dudo que me encontrase bien. Ya has visto que para eso no soy ambicioso, pues siempre me contenté con ocho, y si tengo diez es porque me fue preciso tomar las dos que dejó mi hermano al morir.
—Según eso heredáis las mujeres.
—¿No hacéis vosotros lo mismo? Nuestro jefe hereda también las de su padre, menos su madre, y si algunas no le agradan, nos hace el honor de cedérnoslas.
—Esas uniones son criminales.
—¿Y dónde está el crimen cuando, a nadie se hace mal?—dijo Maleke con la mejor buena fe del mundo.
Así continuamos hablando.
El sol nos molestaba bastante; pero a las diez y media nos acercamos al bosque y allí nos acomodamos para descansar hasta después de haber comido.
No podíamos quejarnos de la fortuna.
No había mentido Maleke, pues el camino era más recto, y por consiguiente más corto, y llegamos a la playa, habiendo dejado siempre a nuestra izquierda el bosque.
El terreno que habíamos atravesado presentaba una rica vegetación y era muy bello.
Encontramos bastante ganado vacuno, y hacia el Norte y Nordeste descubrimos algunas pequeñas aldeas que, según Maleke me dijo, no estaban bajo el dominio de los macolocos, y por consiguiente ni siquiera pensamos en aproximarnos a ellas.
Poco antes de terminar nuestra marcha, vimos los bueyes que en cumplimiento de su promesa había hecho avanzar nuestro amigo. Eran más de los que necesitábamos y de los que podíamos llevar, puesto que entre buenos y medianos había más da cincuenta.
Me sorprendió tanta generosidad, y así lo manifesté con mis gestos y algunas palabras.
Maleke desplegó una sonrisa de satisfacción, y me dijo:
—Nosotros también sabemos cumplir nuestros deberes.
Cuando descubrimos el buque, que aún continuaba clavado en la arena, resonó un grito de admiración y de asombro.
Los de nuestra escolta, impulsados por la curiosidad y la admiración, lanzáronse hacia el barco y fue preciso que Maleke hiciera uso de toda su autoridad, de todo su prestigio y hasta de terribles amenazas para contenerlos.
Eran las diez de la mañana y teníamos tiempo sobrado para arreglarlo todo en el resto del día.
Maleke penetró con nosotros en el buque.
No puedo hacer comprender su admiración y hasta su aturdimiento, pues antes de que se repusiese de una sorpresa experimentaba otra.
Todo lo examinaba minuciosamente y con afán indescriptible, y todo le daba ocasión para dirigirme mil preguntas.
Con frecuencia me vi apurado para darle explicaciones que no siempre podía comprender.
Cuando examinó los camarotes, vio las camas, y todos los muebles y utensilio de todas clases, dijo:
—Ahora si entiendo cómo vivís en vuestras grandes poblaciones, porque vuestras casas deben parecerse a esto.
Sin ceremonia alguna se acostó en la mejor cama, exclamando:
—¡Ah! Parece que estoy suspendido en el aire ¿Me regalarás uno de estos lechos?
—Todos—le contestó—puesto que me es imposible llevarlos.
—¿Y dónde dormirás?
—En cualquiera parte.
Me costó mucho trabajo hacerle comprender el uso de ciertos objetos.
Después de tres horas conseguí que dominase su curiosidad, y comimos, permitiendo entonces que los macalacas fuesen entrando por grupos en el buque.
A pesar de nuestra vigilancia desaparecieron algunos objetos.
¿Cómo era posible que se dominasen aquellos hambres a la vista de las riquezas deslumbradoras, de las maravillas que ni siquiera habían soñado?
Apelaron a todos los medios ingeniosos para ocultar los pequeños objetos de que se apoderaban, y yo aparenté que de nada me apercibía, pues reconozco que en su lugar hubiera hecho lo mismo.
Las horas que quedaban de aquel día las ocupamos en separar lo que nos convenía llevarnos de más utilidad, menos bulto y menos peso, diciéndole a Maleke que abandonábamos todo lo demás.
Llegó la noche.
Dormimos con el jefe en el barco, y los demás se acomodaron en la playa y como mejor les pareció.
A la mañana siguiente nos dispusimos a emprender la marcha.
Maleke me ofreció cuantos guías yo quisiese; pero teniendo en cuenta la dificultad de mantenerlos, no quise que me acompañasen más que dos hasta dejarnos fuera del territorio dominado por los macolocos. Más allá no se atrevían a ir, ni a nosotros habían de servirnos para nada.
No nos era posible cuidar de muchos bueyes; pero tomamos ocho, que conservaríamos mientras nos acompañasen nuestros guías, abandonando después los que nos estorbasen o no consumiésemos para alimentarnos.
Repartimos en varios bultos nuestro equipaje donde iba todo lo necesario para vivir y comerciar con los negros, o más bien para pagarles su hospitalidad. Dejamos dos bueyes para que nos sirviesen de cabalgaduras, y una vez arreglado todo y cargados los cuadrúpedos nos despedimos de Maleke, que nos abrazó, y partimos.
Les llamó mucho la atención vernos montar, y ellos probaron a hacerlo mismo, pareciéndoles muy bien aquel medio cómodo de viajar.
Cuando salimos de la playa entablé conversación con nuestros guías, que se mostraban muy complacientes, y me dijeron que habíamos de pasar todavía por una de las más grandes aldeas de los macolocos, y que ellos sabían que allí habían dejado los hombres blancos un carro, que tal vez podríamos adquirir a cambio de armas de fuego, de pólvora o de otros objetos.
Si esto era verdad haríamos mucho más cómodamente el resto de nuestro viaje, si bien en los sitios montañosos de nada podría servirnos el carro.
Primeramente nos dirigimos hacia Occidente, y después de cuatro días de una marcha bastante penosa volvimos hacia el Noroeste, llegando por fin a la gran aldea de que nos habían hablado nuestros guías.
Excusaré detalles qué no tienen interés; fuimos muy bien recibidos, y efectivamente, encontramos allí el carro, que aunque estaba inútil por tener una rueda rota, podía servir si lo arreglábamos.
Así lo hicimos entre Jorge y yo mientras los indígenas nos miraban trabajar, admirando nuestra destreza, pero sin que a ninguno le ocurriese hacer lo mismo.
Una escopeta bastante mala, un frasco de pólvora, unas tijeras, dos pequeñas navajas, algunas varas de percal y unos cuantos collares de cuentas de vidrio y brazaletes de latón fueron el precio de carro.
Creyeron hacer un gran negocio.
Nos ofrecieron marfil a cambio de telas, collares y armas; pero no nos convenía aumentar el peso de nuestro equipaje con lo que para nada podía servirnos.
Un macalaca vino a decirme reservadamente que si lo recompensaba nos guiaría adonde pudiéramos adquirir un buen número de esclavos.
No hay que decir que rechacé enérgicamente la proposición y despedí con aspereza al negro.
Después de quince días continuamos nuestra marcha muy cómodamente en el carro, donde estábamos a cubierto de los rayos del sol durante el día y de la nociva humedad durante la noche. Así conseguíamos tener una morada ambulante, que nos serviría hasta de defensa contra las fieras y los salvajes.
Uncidos los bueyes que el carro necesitaba, y atado los demás para que nos siguiesen, no teníamos necesidad de desprendemos entonces de ninguno, porque en último caso nos servirían para alimento.
Dos días después se separaron de nosotros los macolocos.
Habíamos seguido hacia el Noroeste.
Nos encontrábamos a la entrada de una cortadura que dividía una pequeña cordillera.
¿Qué había más allá?
Sólo Dios lo sabía, puesto que los europeos no habían penetrado en aquel territorio, y los macolocos no nos dieron más que noticias tan vagas como espantosas. Aseguraron que encontraríamos tribus feroces donde se comía la carne humana y que vivían poco más o menos como las fieras.
Deseé que fuese verdad lo que me decían, porque precisamente yo buscaba todo lo extraordinario, y mi mayor empeño era poner el pie donde no hubiese penetrado ningún europeo.
En cuanto a Jorge, estaba dispuesto a seguirme a todas partes y tampoco terna miedo a la muerte.
Ya nos habíamos acostumbrado a aquella vida errante, y como disfrutábamos de completa salud, estábamos contentos.
Muchas veces pensé en nuestro buque y me lo figuré saqueado y tal vez destrozado por los indígenas.
Tampoco me olvidaba de nuestros compañeros de naufragio, y hubiera hecho cualquier sacrificio por averiguar si habían conseguido salvarse.
Habíamos dejado a nuestra izquierda la cordillera que limita el Congo y a nuestra derecha Cazembe, y nos encontrábamos a la altura de uno de los ríos que desembocan al Norte de San Felipe y al Sur de Loanda, pero próximamente a los 26° de longitud Este[1].
Penetramos en la garganta de que acabo de hacer mención.
Allí el terreno era pedregoso y debe inundarse y formar ancho arroyo en la estación de las lluvias, pues el agua no tiene otro sitio adonde ir a parar desde las cumbres que casi perpendicularmente se levantan a derecha y a izquierda.
Una hora después habíamos perdido de vista toda vegetación, pues en aquellas escarpadas pendientes no había más que algún arbusto silvestre de tortuoso ramaje, que se escapaba de entre las hendiduras de las piedras.
El calor era sofocante.
El silencio y la soledad entristecían.
Ni siquiera un ave atravesaba el espacio.
Hubiérase dicho que allí la vida era imposible.
Al arreglar nuestro carro habíamos dado bastante elevación a su cubierta, y así teníamos mayor cantidad de atmósfera aunque cerrásemos por todos lados para estar completamente a cubierto del sol.
Siempre subíamos, y para evitar que nuestros bueyes se fatigasen demasiado les hacíamos alternar.
Supuse que después de atravesar la cordillera nos encontraríamos en terrenos más elevados que los que habíamos recorrido y pertenecían al dominio de los macolocos, y por consiguiente abrigué la esperanza de que disfrutásemos de una temperatura menos sofocante, a pesar de que nos acercábamos al Ecuador.
Durante aquel día no nos detuvimos más que dos horas para comer y dar a nuestros bueyes agua de la que llevábamos, pues por allí ninguna se encontraba. también pudimos darles algún alimento, gracias a mi previsión de llevar alguna yerba.
No abandonamos nuestro vehículo, porque no había ningún espacio que recorrer ni nada que ver más que las vertientes pedregosas y los picos inaccesibles que se levantaban a nuestros costados y que en algunos sitios amenazaban caer sobro nosotros.
¿Cuánto tiempo tardaríamos en llegar al otro lado de la cordillera?
No lo sabíamos, porque sobre este punto nada habían podido decirnos.
Los macolocos, a pesar de todo su valor, horrorizábanse a la sola idea de traspasar aquellas montañas, y solo sabían que nosotros podíamos hacerlo con el carro, por la garganta que entonces recorríamos.
Nuestro atrevimiento era temerario; pero no pensábamos retroceder, sino que, por el contrario, buscaríamos los peligros para vencerlos.
Cerró la noche, y aunque habíamos avanzado bastante nos encontrábamos en la misma situación.
El aspecto del terreno era siempre el mismo.
No podíamos encender una hoguera, porque nos faltaba combustible, lo cual era entonces una gran desgracia, pues el fuego es quizás la defensa más segura contra las fieras, y sirve además para ver y evitar una sorpresa, uno de esos ataques tan repentinos como violentos a que tanta afición tienen los salvajes.
La poquísima leña de que podíamos disponer la guardábamos para arreglar nuestra comida, y aunque hubiésemos decidido gastarla se hubiera consumido en un par de horas.
Por allí no se veía ni siquiera uno de los arbustos silvestres que por la mañana habíamos encontrado.
Nos resignamos y decidimos alternar en la vigilancia.
Este trabajo fue completamente inútil, pues ni hombres ni fieras se presentaron en aquel desierto lugar, ni siquiera percibimos el rumor de reptiles que se arrastrasen entre los peñascos.
La noche no pudo ser más tranquila, pero triste, y nos pareció interminable.
Experimentamos la más viva alegría cuando los rayos del sol coronaron los más elevados picos que estaban a nuestra izquierda.
Las cumbres de la derecha debían proporcionarnos sombra en las primeras horas de la mañana, y mientras avanzásemos de Sur a Norte como entonces hacíamos.
Empezamos a ponernos en cuidado cuando después de caminar todo aquel día nos encontramos aún en la garganta, entre la misma aridez, la misma soledad y el mismo silencio.
¿Era interminable aquel camino?
Con variaciones de poca importancia, siempre Íbamos hacia el Norte, y aunque fuese poco, siempre subíamos; pero también las escarpadas cumbres se nos presentaban siempre a la misma elevación.
No llevábamos provisión de agua para muchos días, porque nuestros bueyes consumían bastante, y hasta el alimento había de faltarles muy pronto.
Empecé a comprender las penalidades que tendríamos que sufrir. Sin embargo, no podíamos quejarnos de la fortuna.
Aquella soledad, aquel silencio absoluto, aquella carencia de vida a nuestro alrededor, me entristecían hasta el punto de hacerme preferir las luchas con los salvajes y las fieras y toda clase de peligros.
No he nacido para la ociosidad, para la inacción, y tengo necesidad siempre de ocuparme en algo, de dar alimento a mi imaginación y emplear las fuerzas de mi cuerpo.
Condenarme a la quietud sería matarme.
No comprendo la vida como he visto que la pasan muchos africanos, permaneciendo horas y horas tendidos, inmóviles, con la mirada fija en el cielo, en un árbol o en una piedra y dejando vagar por los espacios infinitos su imaginación ardiente y soñadora. Creo que así se acostumbran a vivir mentalmente en un mundo creado por su fantasía, y que por eso apenas se ocupan del mundo real. Verdad es que si fuesen activos corporalmente, como es viva su imaginación, ya serían dueños del mundo. En la naturaleza está todo compensado sabia y prudentemente.
Aunque parecía que nada debíamos temer, vigilamos también aquella noche, y apenas despuntaba el día ya estábamos en movimiento, porque anhelábamos cambiar de situación.
Jorge parecía conformarse mejor con aquella clase de vida, y se acostaba, bebía ron, fumaba y se dejaba conducir, unas veces callando y otras hablando.
Su conversación me distraía, porque era muy aficionado a narrar cuentos alegres y lo hacía con bastante gracia.
Yo no había podido conocer bien a Jorge hasta que él tuvo la libertad de tratarme como a un compañero y al mejor amigo.
Ya tocaba el sol a su ocaso cuando la garganta estrechó, haciéndose muy tortuosa, culebreando por entre peñascos enormes.
En algunos sitios apenas había espacio suficiente paya el carro, y más de una vez tuvimos que echar pie a tierra para guiar con más acierto en aquellas vueltas y revueltas.
Volvimos a ver arbustos silvestres en alguna abundancia.
Llegamos a un sitio que era un verdadero callejón.
A nuestros lados se levantaba el terreno cortado a pico, y aun sobresaliendo algunos peñascos, que se sostenían milagrosamente.
La luz era allí escasa.
El ruido de nuestros pasos y nuestras voces se repetía en ecos muchas veces.
—Señor,—me dijo Jorge,—si este no es el camino del infierno, debe paracérsele mucho.
—Puede ser que encontremos el paraíso.
—Temo que antes quedemos aplastados. Mirad esas peñas; si alguna se desprende y cae sobre nosotros no habrá salvación posible.
Aunque nuestros bueyes estaban bastante fatigados, los obligamos a avanzar con rapidez.
Al volver uno de los recodos del callejón, no pudimos contener un grito de sorpresa y de alegría.
Los últimos rayos del sol nos permitieron ver lo que para nosotros era entonces el paraíso.
Procuraré hacer la descripción con toda la exactitud posible.
A nuestro frente y a unos cincuenta pasos de distancia terminaba en una cortadura el callejón y el sendero, y desde allí se descubría un hermoso valle cubierto de yerba, con muchos grupos de árboles y surcado por un arroyo.
Hacia Occidente el terreno se perdía de vista en desiguales ondulaciones.
Hacia Oriente terminaba el valle en unas cumbres cubiertas ele vegetación.
Al Norte levantábanse algunas montañas de roca.
Sobro las cumbres orientales distinguíase con ayuda del anteojo algún otro grupo de chozas, por cuyas techumbres se escapaban columnas de humo.
En el valle pastaban antílopes, búfalos y dantas; pero no se veía una sola criatura.
En la montaña donde nos encontrábamos y de Oriente a Occidente abríase nuevo sendero en la roca, tortuoso y descendente, de poca anchura. Siguiendo por allí, como nos era forzoso, tendríamos a nuestra izquierda la roca que se levantaba casi perpendicular, y a nuestra derecha la cortadura, también a pico, que terminaba en el valle.
Un mal paso o un vértigo en aquel sitio era la muerte cierta.
No era prudente continuar por allí en el carro, y decidimos marchar a pie, si bien esperando al siguiente día, porque en medio de la oscuridad de la noche hubiéramos perecido en aquel lugar que desconocíamos completamente.
¿Conseguiríamos llegar por allí al hermoso valle?
Si encontrábamos algún obstáculo que nos obligase a retroceder, debíamos considerarnos perdidos.
Con la esperanza de llegar al valle al día siguiente pasamos mejor aquella noche.
Ya no economizamos el agua, porque creíamos tenerla abundante muy pronto.
Nuestros bueyes consumieron la última ración de yerba.
Nuestra suerte, nuestra existencia dependía de una circunstancia cualquiera.
Vigilamos como las noches anteriores, y tuve el placer de oír el rugido de las fieras en el valle, y el graznido lúgubre de las aves nocturnas, y digo placer, pues el silencio me entristecía y me aburría.
El resplandor de la luna me permitió contemplar un paisaje bellísimo, encantador, que no hubiera podido reproducir ningún pincel.
Si nos amenazaba la muerte, estábamos al menos donde había vida, y recobré el contento.
Apenas amaneció y nos desayunamos, nos pusimos en marcha, asaltándonos nuevamente el temor de que se nos presentase algún obstáculo insuperable que nos obligase a retroceder.
No nos atrevimos a ir en el carro, porque si volcaba iría a parar al valle, y por consiguiente, nuestra marcha debía ser más penosa, sufriendo los rayos de aquel sol abrasador.
A las diez de la mañana vimos por primera vez dos buitres que, cruzando sobre el valle, empezaron a revolotear sobre nuestras cabezas.
Jorge ignoraba la fiereza de estos animales y los contempló con curiosidad.
—Prepara la escopeta—le dije.
—¿Pues qué teméis?—me preguntó.
—Esas gigantescas aves intentan hacer presa en nuestros bueyes, y aún a nosotros nos acometerán y nos destrozarán si no estamos prevenidos y nos defendemos.
—¿Y qué han de hacer esos pajarracos?
—Tienen rancha más fuerza que un hombre, pues con el pico pueden partir una piedra, y luchan ventajosamente hasta con los leones y los tigres.
—¡Diantre!—murmuró mi criado mientras se arrugaba su entrecejo.
Los buitres continuaban sobre nosotros y no podía dudarse de su intención de acometernos.
—No debemos aguardar—dijo.
Estaban al alcance de nuestras armas.
—¡Quieto!—grité.—Ten calma para hacer la puntería, y si no logramos herirlos no te detengas a cargar otra vez.
—Pues entonces…
—Pondrás el cuchillo en la escopeta, porque nos será preciso sostener una lucha cuerpo a cuerpo.
Por fio Jorge comprendió toda la gravedad del caso.
Hicimos la puntería y disparamos.
Uno de los buitres debió ser gravemente herido, porque faltó muy poco para que cayese; pero hizo un esfuerzo y se alejó hacia nuestra izquierda, desapareciendo entre las rocas.
El otro se remontó, siguió a su compañero, retrocedió, revoloteó sobre el valle, empezó a descender, y de repente, con la rapidez del rayo, se lanzó hacia nosotros.
Instintivamente había comprendido que nosotros éramos dos enemigos terribles, y no se cuidó de los bueyes.
Yo acababa de cargar; pero Jorge no tuvo tiempo más que para colocar el cuchillo en el cañón de su escopeta.
Hice lo mismo, y a la vez quiso la casualidad que uno de los bueyes se espantase y retrocediese, de manera que el buitre, que no contaba con este obstáculo, tropezó con el cuadrúpedo, vaciló, se rehizo y nos dio lugar a retroceder.
Así principió la lucha.
Una vez que acomete el buitre, no desiste.
Había perdido la mejor ocasión; pero no se desalentó.
Siempre fija la atención en nosotros, se colocó en el sendero, y entreabriendo el pico y clavando en en nosotros su mirada penetrante y fascinadora, permaneció inmóvil algunos segundos.
Es mucho más difícil librarse de las acometidas de un buitre que de las de un león, y mucho más difícil también herirlo. Así me lo ha demostrado la experiencia, y sin vacilar preferiría siempre luchar con una fiera de la raza felina.
El buitre se lanzó sobre Jorge, y queriendo éste recibirlo en su cuchillo y a la vez evitar el golpe, hizo un movimiento no sé cómo, perdió el equilibrio y cayó.
Quise a mi vez herir, sin conseguirlo, y el ave se revolvió contra mí, revoloteando en todas direcciones con tanta ligereza que apenas me daba tiempo para seguirla con la mirada, y bien pronto no pude distinguir más que como Una confusa sombra que se agitaba sin cesar sobre mi cabeza:
Jorge se levantó.
El buitre siguió revoloteando, describiendo circunferencias, ascendiendo y descendiendo, y siempre amenazando con su pico y con sus garras.
Empecé a sentir un vértigo que debía, concluir por inutilizarme.
Amagó la fiera caer sobro nosotros; pero se remontó.
Sin darme cuenta de lo que bacía, instintivamente quité el cuchillo de mi escopeta, y sin hacer apenas la puntería disparé.
La Providencia quiso protegernos, y la bala, que debió perderse en la inmensidad del espacio, atravesó el cuerpo del buitre, que se estremeció violentamente y cayó a nuestros pies.
Así terminó aquella lucha.
No solamente estábamos muy fatigados, sino aturdidos, particularmente Jorge, pues nunca creyó que fuese tan temible lo que él llamaba un mísero pajarraco.
No es lo mismo ver un buitre en libertad y en los lugares donde nace y se cría con todos los elementos necesarios a su vigorosa organización, que verlo en nuestros establecimientos zoológicos encerrado en una jaula, aterido, debilitado, anonadado.
Su fiereza no puedo comprenderse sino en los climas tropicales, ni es posible formar idea del ardor de su mirada, ni mucho menos de lo terrible, de lo imponente que es su presencia cuando se dispone a dar la acometida.
Para que se dé toda la importancia que tiene al suceso que acabo de referir, repito que el buitre lucha muchas veces ventajosamente con los leones.
Los indígenas son alguna vez acometidos y desdestrozados por los buitres, sin que les sirva de nada la defensa más tenaz y valerosa.
Pasada nuestra fatiga, continuamos la marcha.
El camino era siempre igual, y siempre veíamos el valle con su cristalino arroyo, su verde yerba, sus bellísimas flores, sus gigantescos árboles, las aves, y los antílopes, dantas y búfalos. también me pareció distinguir una hermosa jirafa.
—Ya lo ves—le dije a mi fiel criado—por ese camino infernal hemos llegado al paraíso.
—Todavía no hemos llegado, señor, y todavía es posible que hayamos de contentarnos con verlo.
A las once el sendero se presentaba como encajonado, semejante al cauce de un río.
Las cumbres de nuestra izquierda no se levantaban cortadas a pico, y a la derecha teníamos como un pretil que nos ofrecía bastante seguridad.
Por allí abundaban las plantas silvestres.
Nos detuvimos para descansar y preparar nuestra comida.
Nuestros bueyes pudieron comer algo, pues abundaba por allí una planta que parecía ser de su gusto.
Dentro del carro tuvimos sombra, y así pudimos recuperar mejor nuestras fuerzas.
Permanecimos en aquel sitio hasta las tres de la tarde.
Siempre descendíamos, y por consiguiente, disminuía la elevación a que nos encontrábamos del valle.
Dos horas después el sendero culebreaba entre los promontorios.
Perdimos de vista la llanura.
El terreno empezaba a presentar otro aspecto, los arbustos abundaban más, y en algunos sitios había bastante yerba, lo cual era una gran fortuna.
Ya se ocultaba el sol cuando Dios quiso que saliésemos de las montabas, encontrándonos en un terreno desigual, duro, y donde crecían algunos árboles y plantas.
Eran muchas, aunque de poca elevación, las cumbres que nos impedían examinar el paisaje a larga distancia.
Avanzamos hacia el Norte con la intención de volver luego a la derecha en busca a valle; pero se acababa la luz del día y tuvimos que detenernos cerca de un manantial de agua cristalina que brotaba entre las peñas.
El sitio no podía ser mejor para pasar la noche.
No teníamos para qué armar nuestra tienda, porque podíamos acomodarnos y dormir en el carro.
A los troncos de los árboles atamos los bueyes, y encendimos cuatro hogueras quedando nosotros en el centro.
Cenamos muy bien y esperamos comer mejor al otro día, pues en el valle teníamos caza.
Según habíamos hecho otras noches, Jorge se acostó para dormir mientras yo velaba y levantarse después para seguir vigilando.
Tal vez Dios quiso castigarnos muy justamente, porque las noches anteriores nos habíamos quejado del silencio y de la soledad.
Me envolví en una manta, tomé mi escopeta, salí del carro y empecé a vagar a su alrededor, viendo unas veces cómo los bueyes pastaban o dormían, ocupándome otras en añadir combustible a las hogueras, o sentándome y contemplando el paisaje, que no se parecía a ninguno de los que habíamos visto.
Al cubo de dos horas resonaron los rugidos del león.
Me puse en pie, preparé mi escopeta y miré a mi alrededor.
No quise despertar entonces a Jorge, porque no vi la necesidad de hacerlo.
Los rugidos se repitieran más cerca.
Era indudable que los leones habían olfateado nuestros bueyes, y se disponían para acometer.
No pude verlos, porque me lo estorbaban los accidentes del terreno; pero sí tuve, la seguridad de que venían de la parte de las montañas.
Espere.
Bien pronto salí de dudas.
Al resplandor de una de las hogueras distinguí perfectamente dos leones, macho y hembra, que avanzaban con lentitud y se detuvieron, agitando su larga cola.
El macho sacudió la melena.
Rugieron.
Entonces Jorge despertó, saliendo presurosamente del carro y corriendo adonde yo estaba.
—¡Quieto!—le dije.
—Tenemos diversión, ¿no es verdad?
—Y quizás para toda la noche.
—Os quejabais del silencio, de la soledad…
—Me aburría.
Los bueyes se agitaron poseídos de terror, y hubiesen huido a no estar fuertemente atados.
Los leones se movían con impaciencia creciente, clavaban en la tierra las uñas, y rugían como desesperados.
Querían acometer; pero no se atrevían a pasar más allá de las hogueras.
Además los detenía, según después he comprendido, la circunstancia de estar sujetos los bueyes, pues el instinto les hacía temer que hubiese allí alguna de las trampas que con el cebo de una res les ponen los indígenas.
Debían estar muy hambrientos, porque más de una vez avanzaron como si se decidiesen a dar la acometida a pesar de todos los peligros que se les presentaban.
Llegaron a estar bien cerca de nosotros, a unos cuarenta pasos.
—¿Y qué esperamos?—me preguntó Jorge.—Creo que debemos hacer fuego, pues ahora nos será muy fácil herir.
—Como no nos acometen…
—Pueden hacerlo de un momento a otro.
Ni siquiera se nos ocurrió guarecernos en nuestro carro para disparar desde allí.
Dudé y antes de decidir cambió la escena.
Los leones se volvieron rápidamente hacia la izquierda, retrocedieron algunos pasos y quedaron inmóviles.
Encrespóse la melena del macho.
La hembra se agachó.
Sus ojos brillaban como luces fosfóricas.
¿Qué les había sucedido?
Pasamos algunos minutos sin que pudiésemos averiguarlo, y al fin distinguimos sobre unas piedras y junto a un arbusto, un hermoso tigre.
—No podemos pedir más a la fortuna—dije—pues vamos a presenciar la lucha entre esas fieras.
—¡Pobre tigre!—murmuró Jorge.
—Debe sucumbir, puesto que tiene que habérselas con dos enemigos a la vez.
—Le conviene huir…
Veremos si llega hasta ese punto su cobardía.
Estábamos completamente tranquilos, puesto que por el pronto ningún peligro nos amenazaba.
Nuestro papel de espectadores tenía un gran encanto para mí.
Por fin el tigre avanzó con lentitud, agachándose, casi arrastrándose, y volvió a detenerse.
Pudimos verlo muy bien.
Agitaba su larga cola.
Plegó sus orejas hacia atrás.
Clara y distintamente oímos el castañeteo de sus mandíbulas.
Contempláronse.
Sin duda medían sus fuerzas o pensaban, permítaseme la palabra, sobre el medio de ataque más ventajoso.
La leona, moviéndose también con mucha lentitud, empezó a separarse del león, sin duda para acometer por un costado al tigre.
Este se volvió un poco, de manera que podía observar a la vez a sus dos enemigos.
Rugió el león, escarbó con sus garras y permaneció en su actitud altiva.
Largo rato pasó.
Creo que las tres fieras conferenciaban y se entendían perfectamente, y lo creo así por el resultado, pues al fin hicieron lo que más les con venía, que era atacar al enemigo común para disputarse luego la presa, si es que necesidad había de que disputasen, puesto que tenían a su disposición más víctimas de las que podían devorar.
Cuando con mayor entusiasmo esperábamos ver principiar la lucha, el tigre y el león se volvieron hacia nosotros, y la leona se acercó también.
Si nos acometían a la vez debíamos considerarnos perdidos, y tal supongo que sería su intención.
—Al carro, señor—me dijo Jorge.
—Se arrojarán sobre nosotros apenas volvamos las espaldas—repliqué.
—Pues entonces....
—¡Fuego!.... Tú al tigre y yo al león.
Hicimos la puntería con todo el cuidado de quien tiene que salvar la existencia.
Disparamos.
El tigre saltó a gran altura y cayó pesadamente junto a una de las hogueras.
El león dio una vuelta y cayó también.
Rugió furiosamente la leona.
Colocamos los cuchillos en las escopetas, hincamos en tierra una rodilla y nos preparamos a la lucha cuerpo a cuerpo.
Nuevos rugidos lanzó la leona,.y empezó a retroceder.
A los pocos minutos desapareció.
Respiramos como el que se siente libre de una mano que lo ahoga.
Bien puedo decir que nos salvamos milagrosamente.
Nuestros bueyes se sosegaron, y fiando en su instinto creí que por entonces nada tendríamos que temer.
Sin embargo, me pareció que no era prudente ir más allá de las hogueras, y decidimos esperar al otro día para examinar el tigre y el león que habían quedado muertos, y aprovechar sus pieles, si nos era posible.
Debíamos seguir vigilando y le dije a Jorge:
—Acuéstate otra vez.
—Ya me sería imposible conciliar el sueño—me respondió:
—Has dormido poco.
—Mañana dormiré.
Yo tampoco tenía sueño; pero me acomodé en el carro y a los quince minutos me dormí, dejando a mi criado para que alimentase las hogueras y observase con todo el cuidado que exigía la seguridad de nuestras vidas.
Desperté antes de que amaneciese.
—¿Hay novedad?—le preguntó a Jorge.
—Muchas veces y a bastante distancia han sonado rugidos.
—Es la leona, que anda por estos alrededores.
—Debiera haberse convencido de que nada ha de conseguir.
—Ten por seguro que nos seguirá, acechando la ocasión para vengar a su compañero, de manera que hoy debemos estar con mucho cuidado, aunque nos parezca que ningún peligro nos amenaza.
Como deseábamos aprovechar el tiempo para llegar cuanto antes al valle, nos ocupamos en tomar alimento y en hacer provisión de agua por lo que pudiera suceder.
Al terminar esta operación, el fugaz crepúsculo de aquellas regiones desplegó sus sonrisas, y casi inmediatamente se dejaron ver los primeros rayos del sol.
Dimos a Dios gracias por la protección que nos había dispensado.
Examinamos otra vez el paisaje, que por lo accidentado era muy bello.
Habíamos recuperado completamente la alegría.
Calculé y me pareció que para ir más pronto al valle debíamos caminar hacia Occidente; pero el terreno no permitía avanzar en esta dirección a nuestro carro, y nos fue preciso seguir hacia el Norte con intención de volver a la derecha apenas pudiésemos.
Subíamos y bajábamos siguiendo las ondulaciones del terreno.
La vegetación era siempre la misma; magníficos baobab, palmeras silvestres y otros árboles que nos eran desconocidos; arbustos de ramaje tortuoso, yerba en algunos sitios y flores silvestres entre las que dominaba una de color escarlata con siete grandes hojas y en el centro un botón blanco. Su tallo está cubierto por hojas de un verde muy oscuro, muy carnosas, estrechas y largas.
Cada vez encontrábamos mayores obstáculos para volver a la derecha.
Las aves eran pocas allí; pero en cambio casi todas tenían bellísimos plumajes de vivos colores.
Eran muchos los arroyuelos de agua cristalina que serpenteaban en aquel terreno desigual.
En muchos sitios fue trabajoso el paso de nuestro carro.
Nuestra marcha era fatigosa y no avanzábamos, con la rapidez que yo hubiera deseado.
A las diez y media nos detuvimos en el centro de un pequeño prado cubierto de menuda y fresca yerba, pues era preciso dar descanso a nuestros bueyes, que allí podían pastar a su placer, y tenían agua en uno de los innumerables arroyos de que hemos hecho mención.
No hay que decir que el calor era sofocante; pero en el interior del carro nos librábamos de los rayos del sol.
De repente Jorge hizo un gesto de disgusto, dio—se una palmada en la frente y exclamó:
—¡Somos unos necios!
—¿Pues qué torpeza hemos cometido?—le pregunté.
—¿Y las fieras que anoche matamos?.
—¡Ah!
—Las hemos olvidado y así hemos perdido dos hermosas pieles.
Efectivamente, con el afán de seguir nuestra marcha, ni siquiera habíamos pensado en el león y en el tigre.
No podíamos retroceder para buscarlos, porque hubiéramos perdido un tiempo precioso, quizás todo aquel día.
Mucho sentí la pérdida de las pieles; pero era preciso resignarse.
A las doce comimos.
A las dos y media, aunque todavía era muy sofocante el calor, nos dispusimos a continuar la marcha.
Uncimos los bueyes.
—¿No habéis oído?—me preguntó Jorge.
Escuché y percibí un rumor cuya causa no me fue posible adivinar.
Miramos a todos lados y vimos que algunos matorrales se agitaban.
Pocos momentos después asomaron dos hermosos dantas, atravesando el prado lenta y descuidadamente, y a distancia de nosotros como de unos cincuenta pasos.
Tras ellos se dejaron ver otros, y otros después.
Iban de Sur a Norte y tomaban un sendero que se abría entre las pequeñas cumbres.
Los contemplábamos y admirábamos su belleza.
Jorge los contaba a medida que pasaban.
—Veinte y dos, veinte y tres—dijo.
Se interrumpió para preguntarme:
—¿No es buena la carne de estos cuadrúpedos?
—Sí.
—Entonces debemos aprovechar la ocasión.
—Es verdad—respondí mientras tomaba mi escopeta.
Y muy tranquilamente pude hacer la puntería y disparar.
Uno de aquellos mansos cuadrúpedos cayó.
Los demás se lanzaron en veloz carrera.
Los que iban detrás fueron saliendo al prado y siguiendo a sus compañeros.
En pocos minutos desaparecieron todos.
Teníamos ya carne fresca.
Desollamos el danta, lo descuartizamos y guardamos la parte mejor.
Ya nada teníamos que hacer allí.
—¿Por dónde?—me preguntó mi fiel criada disponiéndose a guiar.
—Dudo si cambiar algo de dirección, siguiendo por donde se han ido los dantas.
—Parece que así hemos de alejarnos del valle.
—Yo creo que al valle irá ese rebaño.
—Me es igual.
Siempre con ciega confianza en el instinto de los animales, atravesamos el prado y seguimos por entre las pequeñas cumbres lo mismo que los dantas.
Bien pronto tuvimos ocasión de convencemos de que habíamos hecho muy bien en guiarnos por los dantas, pues el camino era ancho, muy llano, el terreno duro sin una sola piedra, y cubierto de menuda yerba.
A nuestros lados y en la misma dirección, de Sur a Norte, continuaban las pequeñas cumbres cubiertas de vegetación.
Nada más podíamos desear.
Antes de que anocheciese llegamos a un sitio en que el sendero volvía a la derecha y las pequeñas cumbres casi desaparecían, pues gradualmente iban bajando y a cierta distancia no podían considerarse sino como accidentes del terreno.
Diez minutos después descubrimos el valle y buscamos el sitio más a propósito para pasar la noche con comodidad.
Reuníamos ramaje seco para encender las hogueras, cuando a poca distancia de nosotros oímos que crujían los matorrales.
Miramos sin descubrir nada digno de atención; pero Jorge avanzó, separándose de mí, y de repente retrocedió como espantado.
—¿Qué te sucede?—le pregunté.
—Venid, venid No puedo asegurarlo; pero hay entre esas mata a un animal bastante grande.
Por de pronto nos separamos de aquel sitio y tomamos nuestras escopetas.
Ya era tiempo, porque de entre la espesura salió una leona.
Debía ser la misma de la noche anterior.
Indudablemente nos había seguido, y si en aquellos momentos no pensaba en acometer, al creerse descubierta se presentó.
La sorpresa produjo en nosotros algún aturdimiento, y si la fiera lo aprovechara, hubiéramos sucumbido; pero quedó inmóvil y contemplándonos con encendidos ojos.
Apenas me repuse, hice fuego.
Rugió dolorosamente la leona y me pareció que vacilaba como sí fuese a caer.
Jorge también disparó.
Nos disponíamos a cargar cuando la fiera retrocedió, desapareciendo otra vez entre los matorrales.
Inútilmente esperamos.
Acabó de ocultarse el sol y se esparcieron las tinieblas.
Hubiera sido una locura meterse entre la espesura para buscar a la leona, porque esta podría caer fácilmente sobre nosotros sin darnos tiempo a la defensa.
¿había muerto?
¿Estaba herida?
¿había huido para aguardar ocasión más favorable?
Todo esto era posible, y por consiguiente debíamos ser muy cautos y vigilar con más cuidado que nunca.
Indudablemente la leona quería emplear más la astucia que la fuerza para vengar a su compañero, pues se Labia convencido de que éramos mucho más poderosos que ella.
Encendimos bastante fuego, que era una de las defensas mejores.
Cenamos muy bien con la carne del danta, y Jorge se acostó.
Poco después nuestros bueyes, daban muestras de inquietud.
Supuse que la leona no había muerto y que andaba cerca, si bien no se atrevería a intentar un ataque, atravesando por entre las hogueras.
Ningún otro incidente ocurrió.
Cuando me acosté se levantó Jorge, y al amanecer continuamos la marcha entrando una hora después en el magnífico valle, que era un verdadero paraíso.
Vimos muchos árboles cargados de sabroso fruto.
Pudimos contemplar la escarpada cordillera que habíamos atravesado tan penosamente, y el sitio donde sostuvimos la lucha con el buitre.
A nuestra izquierda vimos otra vez las masas de roca, que parecían montones de peñascos.
Con el auxilio del anteojo volvimos a examinar las pequeñas aldeas o grupos de chozas situadas sobre las cumbres de Oriente.
¿Qué clase de tribu habitaría por allí?
¿Nos amenazaban mayores peligros que nunca?
Deseábamos encontrar poblaciones, y sin embargo sus habitantes eran quizás más temibles que las fieras.
Por depronto decidimos ir atravesando el valle lentamente para examinarlo mejor, encaminándonos a las aldeas.
Nada podía faltarnos allí, pues teníamos el arroyo, cuya anchura era de unas veinte varas, y cuya mayor profundidad no pasaría de dos pies.
Sombra no había que buscar, pues en aquella latitud apenas la proyectan los árboles más que las primeras y las últimas horas del día; pero contábamos con el abrigo de nuestro carro.
Nuestros bueyes tenían también sobrado alimento.
Los cuadrúpedos que allí pastaban nos miraban con indiferencia y no huían sino cuando estábamos muy cerca de ellos, lo cual probaba que por allí eran desconocidas las armas de fuego, pues donde las hay no espera la caza a que el hombre se le acerque.
A las tres de la tarde encontramos cerca de la orilla del arroyo un antílope queso movía violentamente sin separarse del mismo sitio.
Nos acercamos y no huyó.
Pudimos ponerle la mano encima y entonces vimos que el pobre animal hacia grandes esfuerzos para librarse del lazo que lo sujetaba.
Examinamos éste que no era más que una cuerda de cortas dimensiones hecha con tollos muy delgados de una planta trepadora, uno de los extremos de la cuerda estaba sujeto a un pequeño arbusto, y el otro era el que anudado sujetaba por una pata al antílope.
¿Cómo habían dispuesto el lazo?
No pude adivinarlo por los efectos; ello es que el cuadrúpedo había quedado preso y que así debía sucederle a otros.
No me preguntó sí era legítimo apoderarse del antílope o si debíamos dejarlo allí para cuando llegase el cazador.
Sin ningún miramiento cortamos el lazo y degollamos al manso animal, desollándolo y descuartizándolo y guardando con alguna sal las partes mejores.
Así llegó a ser abundante nuestra provisión de carne fresca, y no necesitaríamos cazar al día siguiente.
Buscamos sin encontrar otros lazos.
¿Y los cazadores que los ponían?
Ni una sola persona había por allí.
La noche la pasamos muy bien, aunque en aquel sitio se dejaba sentir bastante la humedad, de la que hay que guardarse durante la noche, porque es muy nociva y produce particularmente la fiebre que se llama africana y que es mortal en la mayoría de los casos.
Al día siguiente atravesamos varias veces el arroyo.
Por todas partes veíamos antílopes, dantas y búfalos.
La leona no había vuelto a presentarse.
Después de otra noche, también tranquila, y a las ocho de la mañana, entramos en un terreno más duro y más accidentado.
Por allí los árboles tenían mayor corpulencia.
Estábamos en la falda de las fértiles cumbres orientales.
El arroyo volvía a la derecha y se perdía entre los accidentes del terreno.
Seguimos por donde éste ofrecía más facilidad para la marcha del carro.
Dos horas después habíamos perdido de vista el valle, y distinguíamos muy bien Uno de aquellos grupos de pequeñas chozas, pudiendo entonces ver que formaban circunferencia y que en el centro había una más ancha y más elevada.
Supuse que aquella choza grande era el palacio del jefe, y de la importancia de esto formé la más pobre idea por el escaso Húmero de sus vasallos.
También distinguimos hombres y mujeres y algunos niños, todos completamente desnudos, de lo cual se deducía que eran gentes de las menos civilizadas, es decir, de aquellas tribus llamadas salvajes por otras que lo son también, aunque no en tanto grado.
Quiso la casualidad que o nos descubriesen.
Para hacer menos penosa la pendiente íbamos rodeándola unas veces o subiendo otras en zig-zag, y así avanzando descubrimos hacia Oriente nuevo paisaje que en nada se parecía a los que hasta entonces habíamos visto.
Extendíase una llanura en ondulaciones, cubierta de yerba en casi toda su extensión y con bastantes árboles. Allí también había algunos grupos de chozas colocadas como las otras de que hemos hecho mención, y una más grande y en el centro de cada grupo.
¿Debían considerarse todos estos como barrios de una población diseminada en las cumbres y el llano?
Empecé a creerlo así.
De Norte a Sur, y en el centro próximamente de aquella llanura, corría un río que, según luego vi, tenía por término medio unas doscientas varas de anchura y de tres a cuatro de fondo.
Las orillas, en casi toda su extensión, estaban cubiertas de espesísimos cañaverales en los que se enlazaban las plantas trepadoras, y donde no había cañas se veían los paletuvios, árbol que pudiéramos llamar de la tristeza, porque tristísimo es su aspecto. Su ramaje, desnudo de hojas, es escaso, y sus raíces, muy abundantes, tortuosas y entrelazadas salen fuera de la tierra, o más bien están colocadas sobre el fango, que es el único terreno donde viven.
El fruto de estos árboles, de forma esférica, pende del extremo de las ramas, y cuando está en sazón cae en el agua, quedando a flote y siendo llevado por la corriente y depositado sobre el limo, donde se desenvuelve creciendo el tallo y las raíces.
No he visto que en el ramaje del paletuvio se pare más que una sola clase de pájaros pequeños y de un color verde muy oscuro como el del árbol.
Estos abundan en las orillas de muchos ríos, se multiplican con facilidad y dan a las riberas un aspecto sombrío y entristecedor.
Ni su madera ni su fruto sirven para nada, sino que por el contrario sus encorvadas, retorcidas, entretejidas y prolongadas raíces son escollos para los que navegan en las piraguas o canoas y para el nadador.
En algunos puntos de las orillas Labia claros donde ni la yerba crecía, porque el terreno es fangoso.
Las aves acuáticas abundan en todo aquel llano, y vimos numerosas bandadas, ya volando sobre el río, ya nadando en distintas direcciones.
Nos habíamos detenido para descansar y contemplar el paisaje, cuando oímos gritos a nuestra derecha, y volviéndonos vimos cerca de unos matorrales y como a doscientos pasos seis o siete negros que miraban con asombro y tal vez con terror nuestro carro y nuestras extrañas personas, pues muy extrañas debieron parecerles.
—Ten presente todos mis consejos,—le dije a Jorge.
Con lentitud avanzamos hacia los negros, que empezaron a retroceder, andando hacia atrás y sin dejar de mirarnos.
Nos detuvimos, haciéndoles señas para que se acercasen a nos esperasen; pero desconfiaban, y apenas nos pusimos otra vez en movimiento, huyeron velozmente hacia el llano.
—Adelante,—dije.
No nos quedaba más recurso que avanzar hasta llegar a las chozas, y puesto que éstas se encontraban lo mismo en la cumbre que en la llanura, me pareció más cómodo dirigirme a ésta.
Así lo lucimos, y antes de que trascurriese un cuarto de hora vimos que muchos negros salían de bus moradas, iban y venían, hablaban y señalaban hacia nosotros.
Se había producido la conmoción y no era posible adivinar el resultado.
Revisamos nuestras armas, pues no era imposible que tuviésemos que sostener una lucha sangrienta.
Habíamos dejado nuestras escopetas de un cañón y tomado otras de dos, pues la experiencia nos había dicho que en ciertas ocasiones la salvación dependía de tener un tiro de repuesto.
Así podíamos hacer cuatro disparos sin detenernos a cargar. Llevábamos además revólver y cuchillo.
Las escopetas que habíamos dejado estaban cargadas y al alcance de nuestra mano, pues no las guardamos en el cajón donde teníamos las demás armas.
En último apuro nuestro carro nos serviría de fortaleza contra la que se estrellarían flechas y dardos.
Los indígenas continuaron en movimiento, y vimos que se armaban con flechas, lanzas y dardos.
Las mujeres corrían de un lado para otro, llevando en brazos a sus hijos más pequeños.
Por fin, entramos en la llanura, donde ya no quedaban más que algunos negros, pues los demás habían desaparecido, ya porque se ocultasen en sus chozas o entre los cañaverales, ya porque pasasen al otro lado del río. Sin embargo, como avanzábamos con bastante rapidez, no les dejamos tiempo para que todos se pusiesen en salvo.
Resueltamente nos dirigimos a uno de los grupos de chozas, y cuando ya estábamos muy cerca salió una mujer con un niño en brazos y seguida de otros dos, huyendo todos hacia la orilla del río.
Poseída de pavor debía estar aquella infeliz, pues llegó un momento en que se olvidó de los pequeñuelos, que no podían seguirla, y los dejó abandonados.
Los pobres niños empezaron a gritar,.llamando ¿su madre.
—Ven,—le dije a Jorge.
Y también corrimos.
Muy pronto nos apoderamos de las dos tiernas criaturas, que nos miraban con tanta sorpresa como espanto.
Los acariciamos con la mayor ternura, y empezaron a tranquilizarse y a sonreír apenas les enseñé mi reloj y algunos objetos brillantes.
La madre se había detenido y no era menester más que mirarla para comprender que luchaba entre su temor y su deseo de acercarse a nosotros para recoger sus hijos.
Entre tanto los hombres preparaban sus flechas y se colocaban juntó a los cañaverales como si se dispusiesen a entablar la lucha.
Quise sacar partido del amor maternal y de la influencia que tiene la mujer en todas partes, aunque representa el triste papel de esclava, y para conseguirlo puse a cada uno de los niños un collar de cuentas azules y blancas que se destacaban sobre su negra piel.
Hecho esto, los besé y los dejé en completa libertad.
Es imposible pintar el júbilo de aquellas criaturas.
Palmoteando, riendo y exhalando gritos corrieron hasta llegar a los brazos de su madre.
Ésta los contempló, pareció que también se entusiasmaba, nos miró y corrió con ellos adonde se encontraban los hombres.
Salieron muchos de los que se habían ocultado en el cañaveral.
Acudieron también muchas mujeres.
Todos rodearon a los niños.
Los veíamos agitarse y gesticular como si discutiesen con mucho calor.
Otra vez se produjo gran movimiento.
Y siempre nos miraban, y nosotros, para que no desconfiasen, permanecíamos en actitud tranquila y sonreíamos y les hacíamos señas para que se acercasen.
Largo rato pasó así cuando otro niño, con la audacia propia de su edad, echó a correr y llegó hasta nosotros.
Lo acariciamos y le dirigimos algunas preguntas; pero no nos entendió, si bien pronunció algunas palabras que me hicieron comprender el dialecto que aquella tribu hablaba, y que no, me era completamente desconocido. Le hablé otra vez y entonces comprendió.
Me pidió un collar y le puse uno muy vistoso, y además le di un pequeño vaso de hoja de lata.
Creí que la alegría iba a volver loco al niño, que se alejó para volver al lado de su madre.
Observamos y vimos que el vaso corría de mano en mano.
Indudablemente habíamos ganado la confianza de las mujeres, pues muchas se separaron de los hombres y avanzaron hacia nosotros, aunque no acabaron de acercarse.
Temí que huyeran otra vez si nos dirigíamos hacia ellos, y después de reflexionar, decidí que nos metiésemos entre las chozas, que parecían abandonadas.
Lo hicimos así, llegando hasta el centro del círculo.
—Veamos,—dije.
Y entramos en una de las chozas, donde no encontramos nada de particular como no fuese la carencia casi absoluta de lo que a nosotros nos parece indispensable para vivir.
En el centro estaba el hogar donde humeaban algunos tizones, y en un lado se veía un montón de yerba seca y aromática, que supuse era el lecho.
Tres o cuatro vasijas muy toscas de barro y un cesto hecho con tiras de la corteza de un arbusto, eran todo los utensilios de aquella vivienda.
Salimos para entrar en otra choza donde había poco más o menos lo mismo,.y entonces quisimos examinar la del centro, la que yo suponía morada del jefe.
Entramos, encorvándonos como habíamos hecho antes, porque las puertas tenían poco más de un metro de altura, y tan estrechas, que apenas bastaban para dar paso a una persona. Como la luz no tenía más que aquella entrada, era escasísima, y al pronto nada distinguíamos; pero llegó a nuestros oídos un gemido doloroso, y volviendo la cabeza y ya más dilatadas nuestras pupilas, pudimos distinguir en el lecho un hombro de avanzada edad, que haciendo un esfuerzo se incorporó y fijó en nosotros una mirada ardiente y penetrante.
Grande fue nuestra sorpresa y también nuestra alegría.
Iba yo a dirigirle la palabra al negro, pero Jorge me interrumpió para decirme:
—Señor, es posible que mientras estamos aquí en conversación con ese viejo estúpido, los demás nos cerquen y caigan sobre nosotros sin darnos lugar a la defensa.
—Piensas cuerdamente.
—Si os parece saldré, cuidaré de nuestro carro y observaré, dándoos aviso si veo que se acercan los que tal vez en este momento están deliberando sobro la mejor manera de guisarnos y devorarnos.
—Bien me parece lo que propones.
Jorge salió, y así quedé completamente tranquilo.
—Te deseo salud y paz,—lo dijo al negro, imitando en cuanto me era posible su lenguaje.
No pronunció una palabra.
Su mirada continuaba fija en mí con insistencia.
Hubiérase dicho que toda su vida se había reconcentrado en sus ojos.
Me acerqué más al lecho, y añadí con dulzura:
—Quiero sor tu amigo. Los hombres blancos somos amantes de la paz y nos complacemos al hacer un beneficio. Si sufres y puedo aliviarte con mi ciencia, me consideraré dichoso.
Por fin, el negro habló para decir con grave tono:
—Tú eres el hombre del rostro blanco y de la cabellera rubia, el que había devenir como mensajero de la destrucción de nuestra raza. El Gran Espíritu lo quiere así. Tu Dios te ama y te protege, y el nuestro nos olvida. había de suceder y ha sucedido. Vienes a turbar nuestro sueño. ¿Por qué no nos dejas en paz? Ya ves que todos huyen, y sí yo no hago lo mismo es porque los malos espíritus se han introducido en mis miembros y han paralizado mis piernas. Somos pobres y nada podemos ofrecerte.
—Yo nada quiero,—repliqué para poner fin al incongruente y extravagante discurso de aquel viejo horrible.
—¿Para qué has venido?
—Para conoceros y haceros beneficios.
—¿Para eso no más has dejado las grandes chozas de oro donde dicen que habitan los hombres blancos? ¿Para eso no más te has separado de tus esclavas, que dicen son hijas del sol y tienen vestiduras de aguas trasparentes y olorosas?
—Los hombres blancos no tenemos esclavas.
—¿Pues qué, los hombres blancos viven sin mujeres, o es que queréis también llevaros las nuestras para hechizarlas?
—Escúchame y desvaneceré tus errores.
—Aparta,—gritó el viejo, extendiendo los brazos convulsos,—aparta No me toques….. Pronto moriré, déjame en paz. Nuestra raza ha degenerado, es cobarde y ruin; ya nuestros hombres no se atreven a luchar cuerpo ti cuerpo con el león para arrancarle la lengua, como hacían nuestros antepasados, y el Gran Espíritu nos castiga, y el descendiente del hombre blanco, que voló y desapareció entre las nubes, viene con el rayo y la tempestad para destruirnos. Doblaremos nuestra frente... Conviérteme en polvo y hágase lo que quiera el Gran Espíritu.
Al decir esto, el anciano tomó de entre la yerba una concha, que debía considerarla como un amuleto, la colocó sobre su corazón oprimiéndola fuertemente, inclinó la cabeza, sé acurrucó, se contrajo y se quedó inmóvil.
—Me abandonan mis mujeres y mis hijos,—murmuró:—moriré solo como el monstruo maldito.
Guardó silencio.
Percibía el ruido de su respiración desigual y trabajosa y del castañeteo de sus dientes:
Le hablé, diciéndole todo aquello que debía tranquilizarlo; pero no conseguí que me contestase, ni siquiera que me mirase, y tuve que convencerme de que mi presencia lo hacia sufrir mucho.
¿Para qué mortificarlo inútilmente?
Sin duda las tradiciones y profecías de aquel pueblo anunciaban su destrucción, presentándose antes un ser extraordinario, un hombre blanco, y el viejo fanático me tomó por el fatídico mensajero.
Acusaba a los suyos de cobardía, de debilidad, de ruindades, y hablaba de la degeneración de la raza, de lo cual me pareció acertado deducir que allí cierta clase de vicios habían llegado al último punto.
Salí de la choza.
—¿Hay novedad?—le pregunté a Jorge.
—Ninguna.... Mirad, aquellas mujeres siguen acercándose, pero no acaban de decidirse.
—Es inútil que busquemos en las demás chozas, porque según lo que ha dicho ese viejo loco, todos han abandonado sus moradas, y si él no lo ha hecho ha sido porque no puede moverse.
—¿Y qué hemos de hacer?
—Esperar.
—El calor es irresistible.
—Dejaremos pastar nuestros bueyes, y sin más miramiento nos posesionaremos de una de estas chozas, estando a la mira por lo que pueda suceder.
No podíamos hacer otra cosa.
En el interior de la choza era soportable el calor.
Nos ocupamos en arreglar nuestra comida, y de vez en cuando mirábamos hacia el río.
Las mujeres, más audaces o menos desconfiadas, iban acercándose poco a poco, contemplaban nuestro carro y hablaban como si discutiesen.
Ya no se ocultaban los hombres entre la espesura de los cañaverales; pero tampoco adoptaban ninguna resolución.
Comimos y tomamos café muy tranquilamente.
Pensé entonces que el viejo fanático no podría comer, puesto que lo habían abandonado todos, y quise hacer la prueba de conquistar su amistad ofreciéndole alimento.
Tomé un trozo de carne bien asada y alguna galleta y volví a la choza grande, encontrando al negro en la misma posición que lo dejé.
—Te han dejado solo,—le dije,—y como no puedes levantarte para ir en busca de alimento, te traigo una parte del mió. Acéptalo y pídeme cuanto quieras.
Así hablando, puse sobre sus rodillas la carne y la galleta.
Por fin cambió de postura el negro, miró la comida, la cogió y olió, y después de dudar la probó devorándola inmediatamente con la mayor ansiedad.
Su semblante empezó a cambiar de expresión.
—¿Quieres más?—le pregunté.
—Sí,—respondió.
Le di más galleta.
—¡Ah!—exclamó.—Los hombres blancos se alimentan con manjares del cielo. ¿Hacen esto tus mujeres? Dame más también quiero beber.
—Te traeré agua,—le dije,—y si te agrada el licor que nosotros usamos, te daré.
—Todo, todo.
Saqué el pequeño vaso que llevaba en mi bolsillo y eché aguardiente.
Miró sorprendido el cristal, diciendo que no comprendía cómo estaba tan duro cuando aquello debía ser agua.
Bebió el aguardiente y ocultó el vaso entre la yerba de su lecho.
—¡El Gran Espíritu te protegerá!—exclamó.—Me has traído la salud.... Bien dices, los hombres blancos se complacen haciendo bien. ¿Por qué no lo lie comprendido Antes? El espíritu maligno me cegaba,. No eres el mensajero de nuestra destrucción Acércate más, quiero verte, quiero tocarte.
Y empezó a palpar mis vestidos, mis manos y mi rostro mientras decía:
—¿Por qué cubres tu cuerpo? ¿Qué haces para tener cabellos en el rostro? ¿Son tus pies iguales a los míos? Quítate todo eso para que yo vea cómo te ha formado tu Dios Mira bien cómo yo soy y dime si tú eres lo mismo.
Y empezó a señalar cada una de las partes de su cuerpo, preguntándome si eran iguales las mías.
Le contesté que no había más diferencia que la del color, pues todos los hombres éramos iguales creados por Dios único y omnipotente a su imagen y semejanza.
—¡A su imagen y semejanza!—exclamó con extrañeza.
Y con una candidez sin igual empezó a mirarse.
Luego dijo:
—El Dios de los hombres blancos es más hermoso.
—No hay más que uno.
—¿Y cómo lo sabes?—me preguntó.
Confieso que esta pregunta inesperada me dejó confuso, pues era difícil responder con claridad y pocas palabras; pero lo hice como mejor pude y entonces repuso:
—¿Y por qué no nos ha hecho a todos blancos o a todos negros?
—El color depende del clima y de otras causas y nada importa si nuestras almas son iguale?.
Quiso continuar haciéndome preguntas; pero le hice comprender mi situación, la necesidad de conocer las costumbres de aquella tribu, y mi deseo de entablar con todos amistosas relaciones.
Como se ve, apenas le di de comer y le permití quedarse con el vaso, que era para él una joya de gran valor, se mostró dispuesto a complacerme, dándome cuantas explicaciones me convenían, y así pude saber qué clase de pueblo era aquél y lo que debíamos esperar.
No repito palabra por palabra mi conversación con el viejo fanático, porque el relato fatigaría al lector, y diré con brevedad lo que entonces supe de aquel pueblo.
Jorge nos interrumpió para decirme que las mujeres seguían acercándose y que los hombres avanzaban algo también aunque con aire receloso.
Le recomendé la mayor vigilancia y mucha prudencia y se alojó para seguir observando.
Di al viejo otra galleta que me quedaba en el bolsillo, me senté a su lado y me dispuse a escuchar.
Aquella tribu, que no pude averiguar si se distinguía con algún nombre que le fuese propio, vive en la libertad más completa a pesar de que reconoce la autoridad de un jefe que reside en una isla al Sur y más abajo del sitio donde el río ensancha bastante y es más profundo porque se le uno otro.
Muy rara vez se ocupa el jefe o cacique de la conducta de sus vasallos, pues no le importa lo que éstos hacen con tal que le paguen el tributo. Si no se toma la molestia de dar órdenes, tampoco tiene el disgusto de verse desobedecido.
Puede decirse que allí no hay más leyes que las costumbres, por cierto bien raras.
Todos hablan del cacique con el respeto más profundo, y las obligaciones de los vasallos consisten en pagar el tributo, es decir, en llevar a su jefe cuanto necesita para su alimento, el de sus muchas mujeres y sus hijos, y en acudir a la isla para morir allí defendiéndolo en caso de ataque de otra tribu.
Cada hombre se hace su choza donde mejor le parece, y empieza a tomar esposas sin número limitado. Al casarse tiene la mujer la obligación de construir para su morada una choza más pequeña que la del marido, y como lo mismo hacen todas, resultan aquellos grupos de viviendas, de manera qué el número de las mujeres puede contarse por el número de habitaciones que rodean la del marido.
Las obligaciones de éste consisten en pescar, cazar antílopes con el lazo y cultivar la tierra para, pagar el tributo y repartir lo demás entre sus mujeres.
Estas cuidan de sus hijos proporcionándose más alimento si no es bastante el que les da el mando.
Los hijos se crían mal o bien sin recibir una sola caricia de su padre, y los varones, cuando llegan a la pubertad, tienen que separarse de su madre, hacerse su choza y empezar a vivir por su cuenta, casándose o no según les conviene.
La mujeres permanecen al lado de sus madres hasta que encuentran marido, y es raro que alguna muera doncella, pues aunque los hombres se retraen de tener muchas esposas, porque tienen que mantenerlas, como no se contentan con una, siempre hay maridos para todas.
El casamiento se hace de la manera más sencilla, pues los que quieren unirse van a la isla, se presentan al jefe y reciben la autorización que desean.
Hasta este punto no me sorprendió el relato de Mombúa, que así se llamaba el viejo fanático; pero lo que después me dijo me pareció demasiado curioso y no quiero omitirlo.
El matrimonio no es indisoluble, y con frecuencia sucede que el marido se causa de una de las esposas o ésta de aquél, en cuyo caso acuden al cacique, que desata el lazo con la misma facilidad que lo ató, y la esposa se va a vivir a un barrio donde tienen su morada todas las viudas, y espera allí encontrar nuevo marido, de lo cual resulta un cambio de mujeres y los más intrincados parentescos. Los hijos no son un inconveniente, pues si tienen más de ocho años quedan con el padre, y si no llegan a esta edad se van con la madre y son adoptados por el nuevo esposo, si lo hay, o acaban de criarse en el barrio de las viudas.
Este barrio, que constituye una pequeña aldea, es el refugio de las que pierden a su esposo.
Las costumbres de la familia no son menos raras, y para dar una idea de ellas basta decir que por riguroso turno cada esposa acompaña una día y una noche al esposo, de manera que por veinticuatro horas es la señora absoluta, sin que nadie le disputo este derecho ni la prive de tan agradable satisfacción.
A pesar de que todos gozan de tan completa libertad son frecuentes las infidelidades.
Las consecuencias de todo esto no hay que decirlas.
En la isla del cacique no puede entrar ningún hombre sino cuando va a casarse, a divorciarse o a defender a su señor. Los tributos los llevan siempre las mujeres, resultando que aquel monarca pasa la vida entre el bello sexo, si es que el calificativo de bello puede aplicarse a las mujeres de aquella tierra a mí me parecieron muy feas, sin que esta opinión tenga nada que ver con su vanidad, que es mucha.
Los hijos varones del cacique tienen también que salir de la isla cuando llegan a cierta edad. El mayor es el heredero del trono. Las hembras, por ser hijas del soberano, tienen el privilegio de no poder ser repudiadas a menos que ellas lo deseen. Son las que se casan más a su gusto, pues cuando les agrada un hombre se lo dicen a su padre y éste hace el casamiento sin cuidarse de la voluntad de su vasallo.
Mombúa ponderó la belleza de la isla y la grandeza y riqueza de la morada del cacique, que no iba completamente desnudo como sus vasallos. Pronto veremos en lo que consistía su traje y el de sus mujeres.
Como solamente el sexo femenino tiene entrada en a sitio real, el monarca puede elegir esposas a su gusto y algunas veces no se cuida de que pertenezcan a otro, pues con su facultad de hacer y deshacer casamientos anula los que no le convienen.
Le pregunté al viejo cuántas esposas tenía el cacique y me respondió que ya pasaban de ciento.
—Quiero ver a vuestro jefe—le dije a Mombúa.
—No pueden entrar en la isla más que los de nuestra tribu y dudo que te reciba, como no sea que lo haga movido por la curiosidad o porque le prometas regalarle alguna maravilla corno la que me has regalado a mí.
Referíase al vaso, y ya he dicho que se lo guardó sin mi licencia; pero ninguna observación hice con respecto a esta inexactitud.
La pesca es quizás el alimento de vida principal en aquella comarca, pues aunque tienen la caza en el valle que habíamos atravesado y en otros puntos, no la aprovechan bastante por falta de medios y basta por indolencia.
Me llamó la atención que no tuviesen ganado cuando contaban con los mejores elementos; pero Mombúa me dijo que sus abuelos habían renunciado ya a esta riqueza, que era un cebo a la codicia de otras tribus. No teniendo ganados ni ninguna otra cosa que pudiesen robarles, los dejaban en paz. Cuando el robo es imposible, no hay ladrones, esto es muy claro.
De cuanto el anciano me dijo pude deducir que aquella tribu no brillaba por su valor y que había llegado al último punto de la degradación moral.
Oí la voz de Jorge que me llamaba, y acudí presurosamente, encontrándolo entre cuatro mujeres que le hablaban, sin que él pudiese entenderlas, y lo palpaban para satisfacer mejor su curiosidad.
No sé en qué conocieron qué en algún sentido era yo superior a mi criado, y separándose de él se acercaron a mi, dirigiéndome tantas preguntas que no me daban tiempo para contestar.
Yo si pudo entenderme con ellas como me había entendido con el viejo.
Eran esposas de éste y supuse que no habían pedido el divorcio porque empezaban a envejecer y no tenían esperanzas de encontrar otro marido.
Me pidieron collares y les prometí cuanto deseaban si conseguían disipar la desconfianza con que nos miraban sus compañeros.
Mostráronse propicias a servimos en todo; pero antes de volver a la orilla del río entraron en la choza de Mombúa para consultarle.
El resultado de la consulta fue el mejor para nosotros, y excusando detalles que nada interesan, diremos que antes de que trascurriese una hora nos encontrábamos rodeados por muchos hombres, mujeres y niños.
Dieron rienda suelta a su curiosidad y su entusiasmo, y nos vimos en gran apuro para evitar que se apoderasen de cuanto llevábamos encima.
Menester era infundirles respeto, dándoles una prueba de nuestra superioridad, y aprovechando la ocasión de las muchas preguntas que nos hacían sobre nuestras armas, les dije que ¿distancias muy largas podíamos matar y destruir con mucha facilidad.
Pusieron en duda el efecto de nuestras armas, y les pregunté si querían ver caer sin vida una de las aves que a bastante altura atravesaban el espacio.
Aceptaron la proposición.
—Pues vais a ver el rayo y a oír el trueno; pero nada temáis, porque a vosotros nada os sucederá.
—¡El trueno, el rayo!—exclamaban con asombro.
Avanzamos hacia el río.
Algunas de las aves acuáticas cruzaban sobre nuestras cabezas.
Preparé la escopeta.
Todos guardaron silencio y quedaron inmóviles.
Creo que hasta la respiración contenían.
Apunté y disparé.
Lo que sucedió no puede explicarse.
Resonó un grito de pavor.
Corrieron aquellos infelices de un lado para otro, y muchos llegaron hasta el río y se arrojaron al agua para ganar a nado la otra orilla.
Algunos cayeron en tierra, revolviéndose convulsivamente y lanzando aves de dolor mientras se palpaban todo el cuerpo como si buscasen la herida que creían haber recibido.
El ave cayó a mis pies.
Diez minutos pasaron antes de que cesase la confusión.
Entre tanto repuse la carga en mi escopeta sin que ellos se apercibiesen de semejante operación.
Por fin los más atrevidos fueron acercándose, y luego los demás que se convencieron de que ningún dañó habían recibido.
Se apoderaron del ave, que corrió de mano en mano.
Aunque ya no debían dudar me preguntaron si podría matar otra.
—Todas cuantas veis,—les respondí.
Y disparando otra vez, acabaron de convencerse.
También les hizo retroceder la segunda detonación; pero no como antes.
Nos pidieron las escopetas para examinarlas y se las dejamos con la debida precaución.
Luego les enseñó el revolver.
—¿también con esto puedes matar?—me preguntó uno de los negros.
—Sí,—le contesté.
—¿Aunque sea un antílope?
—Y un hombre, así como en pocos momentos dejaríais vosotros de existir y vuestras chozas quedarían reducidas a polvo.
Yo exageraba porque así me convenía.
Uno de los negros había cogido aquella mañana un antílope, lo guardaba vivo todavía y me propuso matarlo con el revolver.
—Tráelo y verás,—le dije.
Poco después se encontraba frente a nosotros el manso cuadrúpedo, y no hay que decir que quedó sin vida instantáneamente.
Con la más profunda atención examinaron la herida.
Ya era imposible la duda en cuanto ni poder de los hombres blancos.
La escena cambió de aspecto.
Reinó un silencio profundo.
Hombres, mujeres y niños se arrodillaron y se inclinaron hasta tocar con la frente en tierra., quedando nosotros en medio del círculo qué formaban.
Trabajo me costó contener la risa al verme objeto de aquella adoración.
Jorge no pudo permanecer serio.
Digno de verse era el cuadro.
En la posición en que se encontraban todas aquellas criaturas y estando desnudas, no presentaban más que la parte posterior y más despreciable de su cuerpo.
A propósito de esto se le ocurrieron a Jorge algunos chistes, que no me atrevo, a repetir.
Les mandé levantar diciéndoles que yo no quería que me adorasen, sino que fuesen mis amigos.
Apiñáronse otra vez a mi alrededor y me suplicaron que les enseñase cuanto poseíamos, lo cual prometí a condición de que se concretasen a mirar.
Prometieron hacerlo así, y aunque teníamos muchas ganas de descansar, abrimos algunas cajas, enseñándoles lo que más debía llamarles la atención: no pude prescindir de hacer algunos regalos, aunque fueron de poquísima importancia.
Creían firmemente que éramos seres sobrenaturales y que podíamos obrar prodigio!. Los dejé en su error porque así me convenía.
Satisfecha su curiosidad y sosegados los ánimos, volví a manifestarles mi deseo de visitar al cacique, y me prometieron ir a la isla al día siguiente, poniendo entre tanto a nuestra disposición la mejor choza, y llevándonos para nuestro alimento una buena cantidad de peces, raíz de cazabe, que cultivaban en algunos sitios, y frutas bastante buenas.
Les advertimos que morirían instantáneamente si tocaban algo de lo que nos pertenecía.
A los que nos prometieron ir a ver al cacique les di aguardiente, que saborearon con delicia, preguntándome algunos si era lo mismo toda el agua de los rios de la tierra de los hombres blancos.
Hasta que les amenacé con mi enojo no nos dejaron descansar.
Preparamos nuestra cena, y como ya hacía mucho tiempo que no comíamos pescado fresco, nos parecieron exquisitos los peces.
No conocían en aquella comarca el uso del tabaco y no acababan de comprender nuestra complacencia en aspirar el humo;
Aunque me pareció que nada teníamos que temer, vigilamos aquella noche, durmiendo el uno mientras el otro estaba despierto, y salia de vez en cuando de la choza para cuidar del carro y de los bueyes.
La noche hubiera sido completamente tranquila y feliz si en la choza no abundasen los insectos de muchas clases que nos incomodaban, y para que no faltase ninguna molestia, eran tamos y tan atrevidos los ratones, que se paseaban por el lecho y roían nuestros zapatos. No pudimos, pues, dormir con completo sosiego: aunque a larga distancia, resonaron muchas veces los rugidos de las fieras, que abundan por allí, particularmente leones y tigres, según luego supe. No hacen mucho daño a las personas, porque encuentran en abundancia los antílopes, los dantas y otros animales con que satisfacer su voracidad.
Apenas amaneció nos levantamos y tomamos algún alimento.
Quise recorrer una parte de la llanura para examinar la vegetación y las orillas del río, y me atreví a dejar el carro y los bueyes al cuidado de los indígenas, haciéndolos responsables si algo me faltaba.
No sé si son honrados; pero lo que les faltaba de virtud les sobraba de temor, y no tuve que arrepentirme de la confianza.
En algunos sitios era imposible acercarse al río, pues lo estorbaba el fango, donde al menor descuido nos hundíamos hasta las rodillas.
Es grande la variedad de aves acuáticas, casi todas de blanca pluma, de gran tamaño y de la familia de los ánades. Apenas huyen del hombre, porque nunca se han visto perseguidas, y pudimos matar diez con mucha facilidad.
Los cañaverales son espesísimos, absolutamente impenetrables, y en algunos puntos ocupan gran extensión de terreno.
Por todas partes encontrábamos el entristecedor paletuvio.
Entonces vimos las embarcaciones que usan los naturales para recorrer el río y que son muy largas y tan estrechas que no pueden acomodarse dos hombres el uno al lado del otro.
Encontramos algunos hipopótamos tomando el sol, y me dijeron que estos animales abundaban y con frecuencia hacían zozobrar las canoas, hiriendo a los navegantes.
Pava librarse de estos monstruos, que tienen gran fuerza y son muy feroces, no hay otro medio que el de sumergirse hasta el fondo del río, esperando allí algunos segundos, pues el hipopótamo, cuando con su embestida vuelca una canoa, busca inmediatamente a flor de agua a los náufragos y se va si no los encuentra. Hiere para destruir, pues es herbívoro y no como la carne de su presa.
No hay nada más feo, más horrible y aún repugnante que estos animales, casi tan temibles en la tierra como en el agua.
Hacen sus nidos entre las peñas y a la orilla del río, y unas veces allí, y otras en los pequeños islotes, se colocan y permanecen inmóviles muchas horas tomando el sol.
Los que se habían ofrecido a ir a la isla partieron con sus mujeres, pues ellos no podían penetrar en la morada del cacique.
Aunque el viaje de ida y vuelta podían hacerlo en pocas horas, no debían volver hasta el siguiente día.
Fuimos en busca de antílopes y matamos tres y un búfalo. Tomé la carne que necesitábamos para aquel día y la demás la repartimos.
A la mañana siguiente regresaron los mensajeros con las mejores noticias, pues el cacique estaba dispuesto a recibirnos y obsequiarnos, si bien esperaba de nuestra generosidad algunos regalos.
Había dado la orden de que se nos tratase con todo respeto y pusiesen a nuestra disposición las jóvenes más bellas de la tribu por si queríamos hacerles el honor de ser sus esposos.
No hay que decir que no aceptamos este ofrecimiento, lo cual pareció muy extraño a aquella gente.
Como necesitábamos aprovechar el tiempo, dispusimos inmediatamente la marcha.
Podíamos haber hecho el viaje en las canoas; pero preferí seguir en el carro por la orilla derecha del río, pues no quise llevar la confianza hasta la imprudencia.
Muchos hombres y mujeres nos siguieron, unos por tierra y otros por el río.
Como no podíamos avanzar con mucha rapidez, cuando llegó la noche nos encontramos en la confluencia de los dos ríos, y solo con el auxilio del anteojo pudimos descubrir la isla.
El río, según me había dicho Mombú, tomaba desde allí grandes proporciones, ensanchando hasta el punto de que no tendría por termino medio menos de dos kilómetros de anchura y quizás hasta tres en algunos sitios.
Los cañaverales cubrían las riberas y por algunos lados limitaban el horizonte.
Los mosquitos abundaban, y si dormimos con algún sosiego fue porque teníamos el resguardo de nuestro carro.
Encendieron los indígenas muchas hogueras, cuya precaución no estuvo de más, pues durante toda la noche estuvimos viendo leones y tigres que rugían a poca distancia de nosotros.
Apenas amaneció continuamos la marcha, y dos horas después entramos en un terreno más duro y donde los cañaverales desaparecían.
Allí tenía su mayor anchura el río, y en el centro se levantaba la isla, que me pareció un edén.
La isla tiene el aspecto de una montaña en el centro del río, pues se eleva unos veinte metros sobre el nivel del agua, estando así libre de inundaciones en la época de las lluvias.
Por algunos lados se eleva casi perpendicularmente, y por otros forma una rampa o una serie de grandes escalones o mesetas. En estos últimos sitios abunda la vegetación, y en los otros no se vea más que algunos arbustos silvestres que han brotado entre las quebraduras de la piedra.
La cumbre está coronada por magníficos árboles, y por consiguiente, desde luego supuse que allí debía abundar el agua, aunque esto no se explicase fácilmente.
La del río se comprime en los dos lados y su corriente es impetuosa basta el punto de que no pueden atravesarse sin gran peligro, y lo único que hacen los indígenas es dejarse llevar en sus canoas hasta que trasponiendo la isla, otra vez las aguas corren lentamente.
En aquellos estrechos hay muchos escollos, y sería casi imposible atravesarlos de orilla a orilla contra el ímpetu de la corriente y de aquellos remolinos, y por consiguiente hay que desembarcar en la isla por el lado que mira al Norte, es decir, llegando a ella por el centro del río, y sin entrar en los canales.
Desde allí, serpenteando y casi dando la vuelta a la montaña, se sube por senderos abiertos entre la espesura y que no pueden verse desde el llano.
Con los medios de que puedo disponer aquella gente para la guerra, la isla es un punto completamente inexpugnable, y así se comprende que las tribus vecinas no hayan podido nunca penetrar en la mansión del monarca.
Sería tiempo perdido sitiarla por hambre, pues cuenta en su interior con cuantos elementos necesita el hombre para vivir.
En aquella gran llanura y en medio del río, aquel promontorio cubierto de vegetación ofrece el más bello golpe de vista.
Sus moradores, sobro tener cuanto necesitan para vivir, disfrutan de una temperatura bastante agradable, no padecen la fiebre que hace muchos estragos en la llanura, y tampoco tienen que temer los ataques de las fieras, que no pueden llegar allí.
Para quien como yo está cansado de la sociedad y se complace en vivir enteramente solo y sin otros goces que los de la contemplación de los encantos de la naturaleza, la isla que me ocupa debía tener un atractivo irresistible.
Largo rato pasé contemplándola y entregándome a ilusiones y fantasías que estaban muy lejos de la realidad.
Jorge interrumpió mis agradables pensamientos para recordarme que el cacique nos aguardaba.
Teníamos forzosamente que fiar cuanto poseíamos, si no a la honradez, al temor de aquella gente.
En una pequeña caja coloqué algunos objetos de los que debíamos regalar al jefe, y con buena provisión de municiones por lo que pudiera ocurrir, nos acomodamos en la mejor canoa que fue llevada por la corriente hasta llegar a la base arenosa del promontorio.
Desembarcamos y empezamos a subir.
El sendero, tortuoso y muy pendiente, era fatigoso; pero de la fatiga nos olvidábamos al contemplar los encantos que nos rodeaban.
Casi siempre caminábamos bajo una bóveda de verde ramaje, a través de la que apenas penetraba algún rayo de sol.
Millares de pájaros de bellísimo plumaje revoloteaban y gorjeaban sobre nuestras cabezas.
El suelo estaba tapizado de yerba y de flores, en las que se posaban por un momento las innumerables mariposas de gran tamaño y de brillantes alas de variados y vivísimos colores.
Poco tiempo después se completó el encanto con el ruido sordo de un arroyo o cascada que no veíamos.
No puedo explicar lo que sentí en aquellos sitios, que parecían la morada misteriosa de ninfos y náyades, de seres fantásticos, de espíritus invisibles.
Me detuve muchas veces, y por entre el ramaje pude contemplar la gran llanura en cuyo centro brillaba el río, devolviendo en reflejos de variados colores la luz del sol.
El panorama era magnífico hasta lo inconcebible.
Llegamos por fin a la cumbre.
Yo esperaba encontrar inmediatamente al cacique, o siquiera a sus mujeres e hijos, que debían sentir el más vivo deseo de ver a los hombres blancos; pero me equivoqué, pues sin duda aquel monarca creyó indigno de su majestad recibirnos sin ninguna ceremonia.
Nos acompañaban y guiaban algunas mujeres de las que dos eran hijas del cacique y estaban casadas. habían querido aprovechar aquella ocasión para ver a sus padres, aunque podían hacerlo siempre que querían.
Nos encontramos en una gran llanura cubierta de yerba, de flores, de grupos de árboles frutales entre los que había muchas palmeras, y aquí y allí baobabs tan gigantescos como nunca les había visto.
Además de las aves de que ya he hecho mención, algunas bandadas de palomas cruzaban el espacio.
Casi en el centro y entro los baobabs y las palmeras estaban las habitaciones del cacique y de sus mujeres, y que formaban una aldea no despreciable.
Las mujeres habitaban en chozas como las de los hombres de la llanura, sin que el exterior preséntase nada de particular. La del cacique es digna de especial mención.
No está hecha con débil ramaje y hojas, sino que es un espacio circular cerrado por gruesos troncos unidos y que forman un muro muy resistente.
Los pequeños claros que quedan entre tronco y tronco están rellenos con una argamasa muy dura y que no sé cómo la hacen, porque no pudieron decírmelo. Los indígenas aseguran que desde el principio del mundo apareció construida aquella vivienda, y que por consiguiente ignoran cómo se hizo.
Una segunda pared, también circular y separada de la otra como unos cincuenta metros, divide en dos partes el terreno que ocupa el palacio, y están a su vez divididas en muchos departamentos.
En el central está el fuego y se hace la comida, y allí también pasa el cacique muchas horas recostado en un lecho de yerbas aromáticas.
Para que nada faltase a la belleza de aquel lugar, vi lo que es raro en África, algunas vides cuyos dorados racimos matizaban el verdor del follaje de los arbustos.
Delante de su palacio, sentado sobre la yerba, inmóvil y grave estaba el cacique, y a su lado y tras él todas BUS mujeres y sus hijos.
Las había de todas edades, algunas apenas púberes, y otras que ya empezaban a envejecer y de las que el esposo apenas se cuidaba, dejándolas vegetar sin relevarlas por esto de la obligación de servirlo, pues todas eran sus criadas, o más bien sus esclavas.
Nos acercamos, nos detuvimos a tres, o cuatro pasos de distancia del cacique, y como yo sabía lo que pasaba en estas ceremonias, no me había olvidado de llevar mi silla de tijera, que abrí y coloqué sentándome, mientras dirigí al jefe algunas palabras, manifestándole lo que me complacía verlo.
Aunque se esforzaba para continuar grave y hasta indiferente, se pintó en su semblante la sorpresa y la admiración al vernos y al ver la improvisada y cómoda silla. Por lo demás, no pareció que se ofendiese porque me sentaba en su presencia.
Llamábase el cacique Kuanuna, y la etimología de este nombre no he podido encontrarla más que a medias.
Tenía cuarenta años, era de estatura elevada y sus formas debieron ser bastante regulares; pero había engruesado demasiado y principiaba a desarrollarse una obesidad que lo desfiguraría completamente.
Pertenecía a la raza pura negra.
Sus facciones eran abultadas, sus pómulos muy salientes y sus sienes bastante deprimidas.
Revelaba poca inteligencia.
Su traje consistía en un pedazo de tela de seda de color azul oscuro sujeto, a la cintura y formando una pequeña falda que no le pasaba de la mitad del muslo. Los hombros los cubría con otro pedazo de tela de color escarlata; pero esta especie de chal no se lo ponía sino para ciertas ceremonias.
Los dos pedazos de tela habían pasado de padres a hijos, y no pudieron decirme cómo los adquirieron.
Pendiente de un cordón llevaba al cuello una concha bastante grande; nacarada y bella, que era el signo de su autoridad y que tenía ciertas virtudes, según aquella gente creía.
Las mujeres, como todas las de la tribu, estaban completamente desnudas, y parecían desconocer en absoluto el sentimiento del pudor. Muchas de ellas adornaban sus cabellos con plumas de vivos colores, y todas los dividían en dos partes, formando trenzas, que caían por ambos lados del rostro.
Gran trabajo les costó dominarse y contentarse con mirarnos desde cierta distancia.
El cacique respondió a mi saludo, diciendo:
—El Gran Espíritu te dé tranquilo sueño. Yo soy Kuanuna, hijo de Kuanuna, descendiente del gran Kuanuna, fundador de esta tribu, y que filó el primer hombre que tuvo el privilegio de subir a esta cumbre y habitar esta mansión maravillosa, creada al mismo tiempo que las aguas del río. Y recibí esta concha, cuya virtud me hace superior a todos los demás hombres. Me han dicho que disponéis de los rayos, que fabricáis vasijas con agua, y que habéis venido a esta tierra para conocernos y ser nuestros amigos. Yo también quiero ser tu amigo, y te daré cuanto necesites, y te protegeré y castigaré al que te ofenda.
—Ninguna queja tengo de tus vasallos—respondí.
—También me han dicho que eres generoso y que quieres hacerme algunos regalos. Los aceptaré con mucho gusto. Yo nada puedo darte, porque nada poseo más que estos atributos de mi autoridad.
Quise continuar la conversación en el mismo tono; pero el cacique perdió muy pronto la paciencia, se olvidó de su dignidad, y levantándose, acercóse a mí, y me dirigió pregunta tras pregunta mientras examinaba nuestra ropa y tocaba nuestras armas con algún temor.
No necesitaron más sus esposas, y se apiñaron a nuestro alrededor, hablando todas a la vez.
También tuve que levantarme.
Creímos que nos ahogaban.
Sin saber cómo desapareció mi silla, y mirando a todos lados vi a una de las esposas del monarca, que se había separado de las demás, sentándose y cambiando de postura muchas veces, como para convencerse de que de todas maneras se estaba allí muy bien.
El monarca mandó a sus mujeres que se retirasen; pero ni siquiera fue escuchado.
Era imposible que nos entendiésemos, porque todas gritaban, palmoteaban y reían, y los niños aumentaban la confusión.
Algunas de las mujeres, supongo que movidas por la curiosidad y para convencerse de que éramos hombres como los demás, nos palpaban con demasiada energía, nos abrazaban, nos ahogaban, y tan apurados nos vimos que para librarnos de ellas exclamé:
—¡El rayo!
El efecto fue el mejor.
Separáronse todas, y nos miraron con asombro.
En uno de los cañones de mi escopeta había yo puesto perdigones, y aprovechando la ocasión de pasar sobre nosotros una bandada de palomas, les hice la puntería, y disparé.
Tres de las mansas aves cayeron sin vida.
Las mujeres lanzaron gritos de pavor, huyeron las unas y cayeron al suelo las otras.
Tuve el gusto de ver rodar a la que se había posesionado de mi silla.
El monarca retrocedió andando hacia atrás, y tuvo la desgracia de tropezar con una piedra, perdiendo el equilibrio y dando en el suelo con toda su majestad.
Imposible nos fue contener la risa.
Cuando empezaron a reponerse Jorge disparó también, y esto fue bastante para que ya no quisieran acercarse a nosotros.
Largo rato pasó antes de que se restableciese la calma.
Había matado Jorge un pájaro bellísimo, y arrancándole las mejores plumas se las ofreció a la más joven y menos fea de las esposas del cacique.
Ella le demostró bien claramente su entusiasmo y su gratitud, y aunque por señas, vi que la negra y mi criado continuaban entendiéndose.
Hice como que no me apercibía desemejante imprudencia, y los demás tampoco fijaron la atención, porque volvieron a ocuparse de mí.
Les hice comprender que era preciso que me dejasen algún sosiego, pues de otra manera no nos entenderíamos ni me sería posible enseñarles los preciosos objetos que llevaba en la caja.
Al fin Kuanuna hizo que se respetase su autoridad, y formando círculo a mi alrededor guardaron silencio y se concretaron a mirar.
Saqué algunos collares y brazaletes que brillaban mucho; cada objeto producía una conmoción.
Luego les ofrecí algunos trozos de percal, recomendándoles la conveniencia de cubrir siquiera una parte de su cuerpo, lo cual prometieron hacer todas, porque les agradaba engalanarse.
Al cacique le dediqué especialmente para su uso un vaso de vidrio, y cuando creían que no podían ver nada más bello saqué un pequeño espejo, diciéndole al monarca:
—¿Quieres ver tu imagen, moviéndose como tú y mirándote si la miras?
—Eso es imposible—respondió—porque sería menester que yo me convirtiese en dos sin dejar de ser uno.
Coloqué el espejo delante de su rostro.
—¡Ah!—exclamó, abriendo cuanto pudo la boca.
Y la boca abrió también su imagen, y retrocedió Kuanuna, como si temesiese ser devorado.
So acercó luego, volvió a mirar, hizo mil gestos, y acabó por reír.
Las mujeres empezaron a mirarse también, y algunas, con una franqueza encantadora, exclamaban:
—¡Qué fea!
Ponían el espejo delante de todas las partes de su cuerpo para convencerse de que todo lo retrataba, haciendo la prueba con las flores, con la yerba y con los arbustos.
Mirábanse algunas, y entre tanto alargaban una mano muy cuidadosamente hasta colocarla detrás del espejo, queriendo coger su imagen, que creían encontrarla allí.
—¿Y me darás todo eso?—me preguntó el cacique.
—Sí, pero a condición de que seas mi amigo leal y me proporciones lo que necesite.
—Cuanto quieras, y si me das una de tus armas estará a tu disposición toda la tribu.
Como no podía Kuanuna prestarme grandes servicios, le dije que las armas me eran de absoluta necesidad, y que lo único que haría en su obsequio sería regalarle un pequeño cuchillo.
Necesitábamos descansar y comer, y entramos en la morada real.
Nada encontré digno de mención, pues no había más que los lechos de yerba, algunas vasijas y bastantes provisiones.
Preparamos la comida para todos, y accediendo a mis ruegos permitió el cacique que sus esposas nos acompañasen.
Deleitáronse al comer, los manjares preparados por nosotros.
Luego les di café y aguardiente, y su entusiasmo rayó en delirio.
Quise recorrer la isla, y así lo hicimos.
A poca distancia de la morada real vimos un abundante manantial de agua cristalina, que se escapaba en borbotones de entré unas peñas y formaba dos arroyos, que corrían en distintas direcciones.
Nos internamos en un pequeño bosque de acacias blancas y palmeras.
Allí las flores eran tantas que cubrían el suelo; pero en algunos sitios los matorrales, entretejidos con los convólvulos, no permitían transitar, y en otros el suelo estaba encharcado.
A pesar de todo esto aquel lugar sombrío era delicioso.
Al salir del bosquecillo encontramos otro manantial, y otros tres o cuatro después, y por todas partes arroyuelos, de modo que formaban como una red, que cubría toda aquella llanura.
¿Adónde iban a parar aquellas aguas?
Lo pregunté, y nos llevaron a la parte occidental de la isla, viendo entonces que por la inclinación del terreno se reunían allí todos los arroyos, formando un riachuelo de bastante profundidad, aunque de poca anchura.
Las aguas precipitábanse entonces rápidamente a través de un terreno pedregoso, y llegaban a un sitio donde se encontraban grandes peñascos.
La corriente producía allí bastante ruido para ahogar el de nuestras voces, y para entendernos teníamos que gritar.
De repente el terreno se abría, presentando un abismo, donde las aguas, formando espumas, precipitábanse con estruendo, y desaparecían entre las tinieblas de aquella sima insondable.
Todos los que nos acompañaban se detuvieron, sin atreverse apenas a mirar al abismo, y al ver que yo me acercaba, Kuanuna me detuvo, luciéndome:
—Te advierto que esa es la mansión de los malos espíritus.
Desplegué una sonrisa desdeñosa.
—No te burles—repuso el cacique—porque a muchos les ha costado la vida su imprudencia. Yo he visto a dos infelices que, por acercarse demasiado y querer mirar al fondo, han sido arrebatados por los espíritus, desapareciendo los dos instantáneamente.
No dudé que así hubiera sucedido, y me lo expliqué con claridad, pues era muy fácil experimentar un vértigo en aquel lugar.
No hice caso de las prudentes advertencias del cacique; me acerqué al borde del abismo y me incliné para examinar su fondo, en cuanto me fuese posible.
A una gran profundidad y confusamente vi las aguas formando remolinos, levantándose en espumas, revolviéndose y presentando mil figuras extrañas que parecían fantásticos seres, a los que la roca comunicaba sombríos colores.
Tenía para mí el espectáculo un atractivo irresistible, un encanto sin igual.
Entonces fue cuando comprendí el verdadero vértigo, pues empecé a sentirme trastornado.
Arrojé algunas piedras que, chocando contra las paredes, se perdieron en el fondo, produciendo gran ruido.
—¡Aparta, aparta!—me gritaba sin cesar Kuanuna.
Pero yo no le hacía caso, porque ya era cuestión de honra el llevar hasta el último punto mi temeridad.
Me senté en el mismo borde, dejando que mis piernas colgasen en el interior del abismo.
Las mujeres lanzaron gritos de pavor.
—Ven si quieres ver cosa buena,—le dije a Jorge.
Se acercó, contempló aquella maravilla espantable, y a los pocos momentos me dijo:
—Señor, no sé lo que siento, pero parece que me dan ganas de arrojarme al fondo.
—Apártate, que así principia el vértigo.
Jorge se separó tranquilamente y sonriendo, y yo le seguí.
Ya había dejado bien puesto mi honor, bien alta la reputación de valerosos de los europeos.
La verdad es que algo trastornado me sentía, y hubo momentos en que tuve que esforzarme para guardar el equilibrio.
Seguimos recorriendo la isla y admirando los prodigios de la naturaleza.
Al llegar al límite oriental pude ver gran extensión de la orilla derecha del río.
Allí estaban el carro y los bueyes.
Hasta entonces habían respetado los indígenas nuestro equipaje, lo cual no era poca fortuna.
Empezaba a ocultarse el sol cuando volvimos a la gran choza.
Durante todo el paseo no se había separado Jorge de la joven esposa del monarca, y le había regalado un brazalete, que ella lucia llena de vanidad.
Hice a mi criado algunas advertencias para que evitase un conflicto, pero me replicó:
—El cacique tiene demasiadas mujeres para poderse ocupar de todas, así como ella tiene los más vivos deseos de saber cómo galantean los hombres blancos.
Mientras se preparaba la cena me hicieron muchas preguntas sobre nuestro país, pero mis explicaciones apenas las comprendían.
Les hablé de mis proyectos de viaje y me dijeron que algunas de las tribus vecinas eran muy feroces y comían carne humana.
No era esto razón para que yo desistiese de mi propósito, y pedí al cacique guías para que me acompañasen siquiera hasta el límite de su territorio.
—Pero no irán más allá,—me dijo,—porque morirían a manos de nuestros feroces vecinos.
Cenamos muy bien carne fresca y pescado.
En uno de los departamentos de la gran choza arreglaron nuestros lechos.
Las mujeres se retiraron con sus hijos a sus moradas y reinó el silencio más profundo.
Cuando me pareció que todos dormían, le dije a Jorge:
—Debemos vigilar, porque esta gente puede intentar cualquier abuso.
—Pues dormid, que yo velaré.
Me sentía bastante fatigado y me entregué al sueño; cuando desperté, que era cerca de la una de la madrugada, llamé a mi criado.
No me respondió.
Encendí luz y no lo vi, y cuando me disponía a levantarme entró.
—¿De dónde vienes?—le pregunté.
—De pasear por estos alrededores.
No quise hacerlo nuevas preguntas.
Se acostó y se durmió.
A mi vez salí de la choza, y desde aquella altura y a favor de los resplandores del astro nocturno pude contemplar el más bello y más encantador paisaje.
En la orilla derecha del río oscilaban las llamas de las hogueras que habían encendido los indígenas para evitar que las fieras se acercasen.
Estas rugían en distintos puntos.
En toda la ribera resonaba el graznido de las aves nocturnas.
Parecían gigantes con anchas túnicas de argentada tola los elevados y desiguales promontorios que se levantan al Norte, y el bosque qué al Nordeste se extendía semejábase a un inmenso tapiz de terciopelo.
Rielaba la corriente, y en la espesura de los cañaverales se producían ruidos extraños, cuya causa no pude adivinar.
No era, pues, absoluto el silencio; pero sí la calma, la quietud.
En aquellos momentos sentí lo que supongo que debe sentir el verdadero poeta cuando está inspirado.
Al fin se iluminó el horizonte con el crepúsculo, y muy poco después vi el refulgente disco solar.
Revolotearon y gorjearon las aves.
Palidecieron las hogueras.
Dejaron de rugir los leones.
Los antílopes y búfalos empezaron a recorrer la llanura.
Los negros salieron de sus chozas.
Renacía la vida con la luz, con el calor que debe ser la misma vida.
Las esposas de Kuanuna dejaron el lecho y acudieron a saludarme.
Faltaba una no más que estaba en la gran choza con su esposo; pero ambos salieron a los pocos minutos.
Jorge fue el último que se levantó, y cuando le pregunté si había pasado bien la noche, me respondió:
—Deliciosamente, y voy convenciéndome de que en esta tierra puede vivirse quizás mejor que en Europa.
Hice como que no comprendía el verdadero significado de sus palabras.
Después de almorzar paseamos, y mirando hacia la llanura vimos que los negros que guardaban nuestro equipaje se habían agrupado y parecía que discutían acaloradamente.
Con el anteojo pude distinguir hasta sus menores gestos.
Algunos señalaban hacia el carro y otros hacia la isla.
¿Intentaban robarnos?
Participé mis temores a Kuanuna, y continuamos observando atentamente.
Pocos momentos después uno de los negros corrió, llegó al carro, se detuvo y vaciló.
—Ya no dudo,—dijo el cacique:—quieren robar lo que hay en tu carro Algunos se oponen Mira bien...... ¡Oh!.... Merecen un gran castigo; pero siendo tú tan poderoso, a ti te entrego el criminal. —Castígalo, castígalo.
Reflexioné, buscando medio de evitar el abuso sin derramar sangre; pero Jorge, menos escrupuloso y convencido de que las consideraciones y clemencia no sirven más que para alentar a aquella gente de perversos instintos, sin pedirme licencia y aprovechando mi distracción, hizo la puntería al negro que empozaba a introducirse en el carro, y disparó con tan terrible acierto que lo dejó sin vida.
Los demás exhalaron gritos de pavor, y dejándose caer de rodillas extendieron los brazos hacia nosotros.
Quise reconvenir a Jorge, pero me replicó:
—Ahora nos respetarán.
—Bien, bien,—dijo entusiasmado el cacique.
Y con más envidia que nunca miró nuestras armas.
Yo hubiera querido separarme de aquella gente sin derramar sangre; pero las circunstancias lo dispusieron de otro modo.
Después supe que el que había pagado su atrevimiento con la vida era díscolo y aborrecido por todos, y que no tenía más que dos mujeres, porque ninguna quería vivir con él.
Kuanuna me suplicó con insistencia que permaneciésemos en la isla una temporada; pero no me convenía detenerme, y pidiéndole los guías, que puso a mi disposición, y haciéndole algunos regalos más nos despedimos.
Sus mujeres nos abrazaban y lloraban exclamando:
—¡Nos abandonan los hombres blancos!
El cacique se dignó bajar hasta el río, y allí nos dio el último abrazo y bebió el último vaso de aguardiente.
Cuando saltamos en tierra, los de nuestra comitiva acudieron presurosos para jurar que su compañero quiso cometer el abuso contra la voluntad de todos, y que ellos eran honrados, me amaban y estaban dispuestos a servirme.
Acepté como buenas sus excusas y emprendimos la marcha río arriba, es decir, hacia el Norte.
Al anochecer entramos donde el terreno empezaba a cambiar, y los guías me dijeron que al día siguiente llegaríamos a un sitio por donde podríamos pasar al otro lado del río con nuestro carro, según yo deseaba, y que luego tendrían que separarse de nosotros, porque más allá dominaban sus feroces enemigos.
Pasamos la noche bastante bien, aunque molestados por un león que, colocado en la otra orilla y oculto entre la maleza, no cesó un solo instante de rugir.
Cuando amaneció se alejó la fiera sin que pudiéremos tener el gusto de enviarle una bala.
Continuamos nuestra marcha siempre por la orilla derecha del río, que cambiaba algo de dirección hacia el Nordeste.
A las nueve percibimos un ruido sordo y lejano, y preguntando la causa, me dijeron que era el agua al caer desde una gran altura.
Estábamos, pues, cerca de una catarata, lo cual me complacía mucho.
Tuvimos que desviarnos algo de la corriente, porque el terreno pantanoso y los matorrales no nos permitían caminar.
Una hora después volvíamos hacia la derecha y descubríamos la catarata.
Allí nos detuvimos para descansar.
Calculé que la elevación de la catarata sería próximamente de unos 60 pies.
El agua se escapaba con tanta mayor impetuosidad cuanto que llegaba allí comprimida entre las rocas que formaban su profundo cauce.
Esparcíase a bastante distancia una menuda lluvia, y se elevaba una neblina envolviendo los promontorios angulosos de las peñas.
El cristalino líquido formaba espumas y trenzas donde reflejaban los rayos del sol.
No podíamos acercarnos mucho, porque en pocos momentos aquella lluvia casi imperceptible calaba nuestra ropa.
El ruido era atronador, y para entendernos teníamos que gritar.
A gran distancia retrocedían las aves, y solamente algún buitre atrevido cruzó sobro la nube que coronaba el torrente.
El espectáculo tenía una magnificencia incomparable: yo nunca había visto una catarata, y no pude concebirla hasta entonces que la contemplaba.
Era imponente aquella inmensa cantidad de agua, precipitándose con estruendo y con una fuerza que es imposible calcular.
Largo rato permanecimos absortos, y me sentí profundamente conmovido, porque entonces, como otras veces que he contemplado las maravillas de la naturaleza, comprendí y admiré la omnipotencia divina.
¿Qué significamos los hombres, qué representamos relativamente a la creación? Apenas somos lo que la gota de agua es a la inmensidad del Océano.
Sin embargo, estamos muy orgullosos con lo que valemos, con lo que podemos.
En las cercanías de la catarata se disfrutaba de la frescura más agradable, si bien no debía ser saludable la humedad de que estaba impregnada la atmósfera.
A nuestra izquierda se levantaba gradualmente el terreno y nos ofrecía, aunque rodeando, camino para llegar cómodamente al límite del río en su parte superior.
Descansamos y comimos muy bien, porque aquella mañana habíamos matado un antílope, y, por consiguiente, teníamos carne fresca además del pescado que nos quedaba.
A las tres de la tarde emprendimos la marcha, culebreando para hacer moños penosa la pendiente, y a las cuatro descubrimos un paisaje que en nada se parecía al que habíamos visto.
A nuestra izquierda las montañas de que ya hice mención, y al frente y a la derecha el terreno en muy pronunciadas ondulaciones y algunas pequeñas cumbres que luego vimos eran hormigueros.
En unos sitios crecía la yerba y había bastantes árboles, y en otros no se veían más que matorrales y algún baobab gigantesco.
En lontananza descubríase el principio de un bosque con el que el horizonte terminaba.
Me llamó la atención que no hubiese por allí ninguna aldea; pero nuestros guías dijeron que encontraríamos muchas muy pronto, aunque nos convenía no acercarnos a ellas porque sus habitantes eran muy feroces.
El río se desviaba mucho hacia el Este, y nos pareció descubrir otro mucho más estrecho, que se le unía viniendo del Noroeste.
Sin duda este último era el que nos habían dicho que podríamos vadear.
El error de aquella gente no tenía para mí ninguna importancia, porque lo que yo deseaba no era explorar el río, sino avanzar más y más hacia el interior del continente para conocer sus tribus.
Continuamos siempre hacia el Norte, y una hora después llegamos al riachuelo, que aunque de treinta varas de anchura no tenía más de media de fondo.
Eran arenosas sus orillas y también su cauce, y para atravesarlo, aunque fuese a pie, no vimos nada que fuese un obstáculo.
Otra vez examiné el paisaje desde allí, pareciéndome mucho más escarpadas las rocas que descubrí entonces a nuestra izquierda.
Nos disponíamos para vadear el riachuelo; pero nuestros guías manifestaron que les era imposible dar un paso más, porque aquella corriente marcaba el límite de su territorio, y si lo traspasaban, sus vecinos no los perdonarían.
Les ofrecí mi protección, recordándoles lo mucho que podíamos hacer con nuestras armas; pero replicaron muy oportunamente que alguna vez habíamos de dejarlos, y entonces sus enemigos se ensañarían doblemente.
Respeté sus temores, y como además no podían servirnos de nada, porque desconocían el territorio que teníamos que atravesar, les hice algunos regalos y dejé que partiesen.
Me habían hablado mucho de la ferocidad de aquellas tribus, encareciéndome la necesidad de vivir prevenidos a todas horas.
Solos otra voz y con la audacia con que hasta entonces nos habíamos lanzado en medio de lo desconocido, atravesamos la corriente, y con cuanta rapidez nos fue posible seguimos avanzando hacia el Norte.
El sol se puso sin que hubiésemos descubierto ninguna población, y tampoco vimos otros seres vivientes que las aves.
Por allí abundaba mucho una especie de papagayos de plumaje bellísimo, en su mayor parte de un verde metálico.
Estos pájaros nos aturdían con sus graznidos, por cierto muy desagradables. Pudimos matar muchos, pero como no podíamos comer su carne, no quisimos gastar las municiones.
Algunos grupos de árboles había en el lugar donde nos detuvimos. La yerba era muy escasa, pero en cambio abundaban las flores silvestres y algunas eran de una belleza admirable.
Formamos un círculo con varias hogueras. No podíamos hacer otra cosa para nuestra seguridad.
A pesar de que no faltaba allí vegetación, el lugar tenía algo de triste que no acierto a explicar.
Jorge se acostó y se durmió, y entonces el silencio fue tan absoluto, que me pareció encontrarme solo en el mundo.
Mi corazón se oprimía, porque acudieron a mi mente todos mis dolorosos recuerdos.
Humedeciéronse mis ojos, y dos lágrimas rodaron por mis mejillas.
Si me hubiesen preguntado por qué lloraba, no me hubiera sido posible decirlo.
Los resplandores de la luna dieron al paisaje un tinte que me pareció lúgubre.
Miré a todos lados y escuché ansiosamente, porque anhelaba oír los rugidos de las fieras, deseaba que se me presentasen; pero siempre la misma calma, la misma quietud, el mismo silencio.
En semejante disposición de ánimo llegó la hora de despertar a Jorge, y me acosté, teniendo la fortuna de dormirme pronto.
A la mañana siguiente continuamos nuestra marcha por donde el terreno permitía que atravesase nuestro carro.
Poco más o menos el paisaje era siempre el mismo, y también pasó aquel día sin que descubriésemos ninguna aldea ni encontrásemos caza.
Tuvimos que consumir una parte de nuestras provisiones, y agua fresca la encontramos en muchos arroyuelos, lo cual no era poca fortuna.
Pasamos otra noche tau triste como la anterior, y esperamos un lluevo día de calor sofocante.
¿Dónde estaban las aldeas de que nos habían hablado nuestros guías?
Verdad es que habíamos avanzado poco, porque habíamos tenido que ir culebreando.
No bien asomaron los primeros rayos del sol avanzamos hacia el Nordeste, por donde el camino se nos presentaba más fácil.
Una hora después nos encontrábamos en la cumbre de una pequeña colina, y al otro lado descubrimos un fértil valle atravesado por un arroyo cristalino.
Más allá otra colina se levantaba, y en su cumbre se veían diseminadas muchas pequeñas chozas.
Con el anteojo pudimos distinguir a los habitantes de aquella aldea.
Grande fue nuestra alegría, y sin detenernos descendimos al valle y lo atravesamos, viendo por allí algunos antílopes y búfalos. Las aves abundaban en número incalculable.
Empezamos a subir por la colina sin detenernos a descansar ni a tomar ninguna precaución, porque deseábamos entablar cuanto antes relaciones con aquella gente.
Avanzábamos bajo árboles gigantescos cubiertos de fruta y sobre una blanda alfombra de yerba.
No tardamos en ser descubiertos por algunos hombres que bajaban hacia el valle.
Detuviéronse sorprendidos.
Paramos nosotros, salimos del carro y les hicimos algunas señas.
Eran de estatura bastante elevada y formas musculares.
Sus encrespados cabellos los recogían y ataban en la parte posterior de la cabeza, dejándolos caer a guisa de penacho.
No llevaban más ropa que unos pequeños delantales que apenas les llegaban a la mitad del muslo.
Pude ver que se pintaban el cuerpo, representando los más caprichosos dibujos de color encarnado y amarillo.
Las mejillas las llevaban pintadas también, y de sus orejas pendían grandes y pesados aretes, que con el peso habían hecho crecer él cartílago.
Sus sienes eran deprimidas, sus facciones muy abultadas, salientes sus pómulos, y los ojos pequeños, redondos y hundidos.
No puede imaginarse nada más feroz que el aspecto de aquellos hombres.
Eran el verdadero tipo de la raza negra africana.
Llevaban lanzas y flechas, cuyos arcos eran de grandes dimensiones.
Nos miraron recelosamente, y hablaron gesticulando mucho.
Les hice algunas señas; pero no se nos acercaron, y como de alguna manera habíamos de terminar aquella escena muda, dimos algunos pasos hacia ellos; pero inmediatamente armaron sus flechas y las dispararon contra nosotros mientras lanzaban gritos agudos.
Estábamos demasiado lejos para que pudieran alcanzarnos aquellas armas.
Jorge, menos paciente que yo, preparó su escopeta.
—Quieto—le dije.
—Señor, debemos castigarlos, porque nos atacan sin que les hayamos hecho ningún mal.
—Pero debemos evitar la lucha.
Los salvajes no esperaron, pues apenas dispararon retrocedieron hacia las chozas.
—¿Y qué haremos ahora, me preguntó Jorge?
—Lo prudente sería esperar; pero es preciso convencer a esa gente de que no tenemos miedo.
—Creo que debíamos haber principiado por darles una lección, y así nos respetarían.
—Siempre será tiempo para verter sangre.
—Pues adelante y que Dios nos ayude.
Avanzamos otra vez.
No nos presentaba el terreno más molestias ni dificultades que la pendiente.
Vimos que en gran número se reunían los negros, y nos pareció que con intenciones hostiles; pero no se dirigieron hacia nosotros, sino que se colocaron en larga fila delante de las chozas, sin dejar apenas espacio entre unos y otros y formando así como una muralla con sus cuerpos.
Muchos de ellos tenían escudos, que luego vi que eran de piel de búfalo colocada sobre gruesas cañas formando cruz.
Todos habían preparado sus flechas y debían creer que les sería muy fácil aniquilar a dos hombres.
Tras ellos se habían colocado las mujeres y niños.
Convencidos de que dispararían cuando estuviésemos al alcance de sus armas, nos detuvimos a distancia conveniente.
Les hicimos señas tranquilizadoras y agitamos nuestros pañuelos; pero contestaron con gritos y ademanes que eran una provocación.
Tuve que convencerme de que nada conseguiríamos pacíficamente.
Si retrocedíamos caerían sobre nosotros como una avalancha.
Tampoco podíamos avanzar sin atacar formalmente, porque nos enviarían
una lluvia de flechas, que era posible estuviesen
—Desengañaos—me dijo Jorge—que no hay nada peor que las consideraciones con está gente.
—Me repugna verter sangre.
—Pues dejaremos que derramen la nuestra.
—Eso no.
—Ahora veréis.
Al decir esto, echóse Jorge la escopeta a la cara.
No necesitaba detenerse para hacer la puntería, pues ya he dicho que los negros habían cometido la torpeza de colocarse muy unidos.
Disparó.
El efecto fue tan instantáneo como espantoso.
Uno de los salvajes cayó sin vida.
Los demás exhalaron gritos de rabia y de pavor.
Vimos qué las mujeres y los niños retrocedían.
Los hombres dispararon sus flechas, y como algunos hicieron demostración de dirigirse hacia nosotros, hizo Jorge un nuevo disparo.
Otro infeliz quedó sin vida.
Empero tampoco entonces retrocedieron.
Habíamos principiado y era forzoso concluir.
Mientras Jorge cargaba, yo disparé, y él hizo otra vez lo mismo, de manera que en pocos minutos les enviamos seis balas, sin que por su desdicha se perdiese ninguna, pues cada vez se apiñaban más y no necesitábamos hacer la puntería.
No pudieron resistir cuando vieron a seis de los suyos en tierra.
Por fin retrocedieron para guarecerse entre las chozas.
—¡Adelante!—gritó Jorge con el entusiasmo y el ardor del general que da una carga.
Abandonamos nuestro carro y nuestros bueyes y empezamos a subir con rapidez.
Al llegar a la cumbre encontramos a los negros, que se resguardaban con las chozas y los troncos de los árboles.
No cesaban de gritar.
Las mujeres y los niños huían hacia la llanura, en cuyo término se veía un espeso bosque.
Continuamos haciendo fuego y avanzando, y aunque algunas flechas pasaron silbando muy cerca de nosotros, ninguna herida recibimos.
Era muy horrible el efecto que hacían nuestras armas.
Jorge, ciego por la ira, se ensañaba y dejaba instantáneamente sin vida al infeliz que quedaba al descubierto.
Forzoso les fue convencerse de que la lucha era inútil, y emprendieron la fuga tras de sus mujeres y sus hijos.
No pude evitar que todavía mi criado hiriese a lino de los que huían.
—¡Basta!.—grité.
Bien pronto desaparecieron los salvajes en la espesura del bosque.
Habíamos quedado dueños absolutos de la aldea, que ocupaba una gran extensión de terreno.
Las chozas estaban diseminadas sin orden y protegidas por el ramaje de los baobabs, las palmeras silvestres y otros árboles.
Vimos a la puerta de muchas chozas grandes jaulas muy bien hechas con cañas y juncos, y que encerraban gallinas muy pequeñas y de blanquísimo plumaje.
Dos o tres arroyuelos serpenteaban por allí.
Penetramos en algunas chozas, aunque con bastante trabajo, pues las puertas no tenían más de tres pies de elevación.
En el cónico techo había un agujero para dar salida al humo.
En el interior de aquellas viviendas, lóbregas y sucias hasta lo repugnante, no había más que los montones de yerba que servían de lecho y algunas muy toscas vasijas de corteza de un árbol.
Encontramos algunas armas y escudos.
Cuando nos convencimos de que nada teníamos que temer en aquellos momentos, fuimos en busca de nuestro carro y nuestros bueyes, pudiendo luego descansar.
Podíamos comer muy bien con las gallinas que considerábamos nuestras por derecho de conquista en buena lid.
Recordó las advertencias de nuestros guías, que no habían exagerado al pintar la ferocidad de aquella tribu.
Decidimos permanecer allí siquiera dos o tres días por si conseguíamos entrar en pacíficas relaciones con aquella gente y conocer sus usos y costumbres.
Teníamos cuanto necesitábamos para vivir bien, aunque nos serla preciso vigilar a todas horas, pues no era posible que aquella gente nos dejase en quieta y pacífica posesión de su aldea.
A la una de la tarde comimos. Nunca he saboreado carne tan fina y tan agradable como la de aquellas gallinas.
En algunas jaulas encontramos huevos, que aprovechamos también, pareciéndonos exquisitos, siquiera fuese porque ya hacía mucho tiempo que no los probábamos.
En Codo aquel día no descubrimos persona alguna; pero no por esto me hice ilusiones, y cuando la noche cerró nos dispusimos a vigilar más cuidadosamente que nunca.
Según costumbre, Jorge se acostó, y yo, envuelto, en mi manta y con mi escopeta empecé a pasearme, describiendo una circunferencia. Así únicamente podía mirar a todos lados, pues al los salvajes nos atacaban, no sabíamos por qué punto lo liarían.
Afortunadamente la luna quiso favorecemos con sus resplandores, y aunque con dificultad, podía distinguirse el bulto de una persona a larga distancia.
Los leones rugieron en el valle que aquella mañana habíamos atravesado, pero no percibí otro ruido.
Las diez serían cuando me senté para descansar, colocándome junto a la puerta de la choza donde mi criado dormía, y mirando a la llanura y hacia el bosque.
Poco después vi una masa negra, informe, que se moría, alejándose de la espesura de la selva y como si se dirigiese hacia la colina donde nos encontrábamos, y bien pronto me convencí de que eran los salvajes, que silenciosamente volvían a sus moradas con la intención de asesinarnos si aún nos encontraban allí.
Si se dividían en grupos y a la vez nos acometían por distintos lados, nuestra perdición sería cierta y no nos quedaría más que el triste consuelo de morir matando.
Reflexioné y comprendí que nos convenía hacerles creer que ya nos habíamos alejado, pues así no adoptarían tantas precauciones y nos sería fácil sorprenderlos.
Los dejé, pues, que se acercasen y entre tanto desperté a Jorge.
Preparamos nuestras armas y me ocurrió la idea de hacer uso de los cohetes, pues todo lo que pareciese sobrenatural debía producir mayor espanto en aquella gente.
Cuando se encontraban a distancia conveniente le dije a Jorge:
—Principiemos.
Da repente, y de entre la sombra proyectada por las chozas y los copudos árboles, partieron dos cohetes, que se elevaron, dejando un rastro luminoso, y descendieron, yendo a caer, uno entre la masa de salvajes y otro más allá.
Lo que sucedió entonces apenas puede explicarse.
Resonó un grito destemplado.
Los cohetes, siempre ardiendo, culebrearon, y antes de que se apagasen enviamos otros dos, uno de los que estalló en el espacio y esparció una lluvia de luces azuladas.
¿Cómo habían de resistir aquellos desdichados ante semejante prodigio?
Espantados quisieron huir y se atropellaron los unos a los otros, sin que fuese posible que de su pavor se recobrasen, porque les enviamos más cohetes.
Debieron creer que no iba a quedar uno solo con vida.
La gritería no cesaba, y de vez en cuando se iluminaba el espacio.
El espectáculo nos divertía, porque sabíamos que ningún daño habían de sufrir los negros.
Huyeron con esa agilidad prodigiosa que comunica el pavor, y poco tiempo después habían desaparecido, refugiándose en el bosque.
No era posible que intentasen nueva acometida, y tan convencido estaba yo de que a nada se atreverían aquella noche, que me acosté y dispuse que Jorge se acostase.
En vano esperamos al día siguiente, pues no solamente no se nos acercaron los negros, sino que ni siquiera se dejaron ver.
La segunda noche la pasamos completamente tranquila, y lo mismo la tercera.
Seguros ya de que los negros no volverían a su aldea mientras permaneciésemos allí, hicimos buena provisión de gallinas y emprendimos la marcha, atravesando la llanura hacia él Sudoeste y acercándonos, por consiguiente, al bosque.
Supongo que nos observaban, pero no los vimos.
Al otro día encontramos un sendero bastante ancho y quise internarme en el bosque para explorarlo en cuanto me fuese posible. también tendríamos allí la ventaja de disfrutar de alguna frescura.
Por todas partes encontrábamos arroyuelos que se cruzaban, unían y dividían; pero ninguna corriente que mereciese siquiera el nombre de arroyo o de riachuelo.
El bosque era magnífico y a cada paso encontrábamos bellezas que admirar.
El sendero continuaba siempre anchuroso y llano.
Dos horas hacía que caminábamos por allí tranquila y descuidadamente, cuando cayó sobre nosotros una verdadera lluvia de los frutos de los árboles.
Me sentí lastimado en la espalda y Jorge en la cabeza, y nuestros bueyes se inquietaron.
Nos detuvimos, miramos y no vimos más que el esposo follaje; pero apenas nos pusimos en movimiento, otra lluvia no menos espesa cayó sobre nosotros.
Recibí en la cabeza un golpe que por algunos momentos me dejó aturdido.
Preciso era averiguar la causa de aquellos ataques, y al fin, en fuerza de mirar, conseguimos ver un muy corpulento mono, que saltaba de rama en rama, nos miraba y bacía gestos horribles como si se burlase de nosotros.
Por primera vez en mi vida perdí la calma; tanto me irritó la burla del maligno cuadrumano.
No tardé en castigar su osadía, haciendo uso de mi escopeta.
No dudo que lo herí gravemente, pero aún pudo internarse en la espesura.
Resonaron chillidos por todos lados, y vimos entonces muchos monos que huían.
Uno de ellos cayó a nuestros pies, pero inmediatamente saltó sobre uno de los bueyes, de allí a la cabeza de Jorge, de la cabeza al carro y de ésto ¿un árbol, desapareciendo antes de que, nos fuese posible disparar.
El ramaje se agitó violentamente, cayeron hojas y frutas, y luego volvió a reinar el silencio.
Continuamos la marcha y llegó la noche, acomodándonos en el hueco del tronco de un baobab, sujetando bien, nuestros bueyes y encendiendo dos hogueras.
Aunque parecía que nada teníamos que temer, vigilamos.
A media noche se inquietaron los bueyes. Sin duda andaba por allí alguna fiera, pero no la vimos.
Caminamos hasta las tres de la tarde del día siguiente hasta llegar al limité del bosque sin que ningún obstáculo presentase el sendero, de manera que no sufrimos más molestia que la de los monos, que alguna vez se nos presentaron, aunque a larga distancia, o, favorecidos por la espesura, arrojaron sobre nosotros frutas, con un acierto que nos desagradaba mucho.
Íbamos a examinar el paisaje, cuando nos llamó la atención el espectáculo más divertido que puedo imaginarse.
A poca distancia del bosque, y entre los árboles que se levantaban aquí y allí, había un hermoso tigre.
Estaba agachado, anhelante, con los ojos encendidos, y agitaba sin cesar su larga cola a su alrededor, y en distintos árboles, había ocho o diez monos que miraban al tigre y gesticulaban como si lo provocasen.
Apenas la fiera se movió, los monos cambiaron de sitio, saltando y chillando. Luego dos de ellos dejaron los árboles y se colocaron tras el tigre y a poca distancia; pero apenas éste se volvió, los monos saltaron y se separaron, y otros dos acudieron por el lado opuesto, saltando también y pasando sobre el tigre.
Era imposible que la fiera acudiese a tantos enemigos, ni de nada le servia su agilidad contra otra mayor.
Los astutos cuadrumanos, más alentados cada vez, acabaron por dejar los árboles, corriendo de un lado para otro, brincando, chillando, haciendo gestos y colocándose con tanta habilidad, que siempre quedaban tras su enemigo.
Por fin el tigre perdió la paciencia, se revolvió mil veces, dio también saltos prodigiosos, trepó a los árboles y descendió, pero nunca lograba alcanzar a sus perseguidores.
Éstos recogían piedras y las arrojaban al tigre, que pudiendo apenas respirar quedó inmóvil.
Aquella lucha de agilidad no podía tener término, pues los monos, a lo que parecía, no se fatigaban.
No hay animal más cobarde, más ruin ni de peores instintos que el mono.
De nosotros no se habían ocupado.
Yo hubiera deseado que el tigre triunfase.
Mas de media hora pasó, y Jorge me dijo:
—¿Qué hemos de hacer?
—Ante todo, debemos matar al tigre, y así evitaremos que más tarde nos ponga en gran apuro.
—Y después nos ocuparemos de los monos.
Hice fuego.
Herí al tigre en un costado.
Saltó, y mientras los monos chillaban y huían, quiso también huir, sin duda porque ya no se sentía con fuerzas para hacernos frente;.pero Jorge disparó también, y con más acierto que yó lo hirió en la cabeza dejándolo muerto.
Aquella vez no nos olvidamos de desollar la fiera para guardar su hermosa piel.
Pudimos entonces examinar el paisaje.
Al frente se extendía la llanura cubierta de variada vegetación, y como a unos cinco kilómetros del bosque distinguíase una laguna cuya extensión no podíamos apreciar.
La parte de su orilla que descubríamos estaba casi toda poblada de juncos, sobre los que se levantaban algunos árboles.
Me pareció distinguir en el centro de aquel lago un islote.
Mas allá de la llanura el horizonte concluía en otro bosque.
A nuestra derecha se levantaban algunas colinas, y otra vez descubrimos a nuestra izquierda los desiguales promontorios de roca.
Como estábamos bastante fatigados y quedaban pocas horas de día, decidimos pasar la noche en el lugar donde nos encontrábamos.
Cuando se ocultó el sol encendimos algunas hogueras.
Aunque, como las noches anteriores, se inquietaron, los bueyes, ninguna fiera se nos acercó y pudimos dormir con tranquilidad.
Apenas amaneció y tomamos alimento, seguimos hacia el lago, a cuya orilla llegamos una hora después.
No me había equivocado: en el centro había una isla cubierta de vegetación.
—No es un islote—irte dijo mi criado después de algunos momentos.—Mirad y os convenceréis.
Efectivamente, una faja ele tierra que, según luego vi, no tendría por término medio más de treinta metros de anchura, extendíase de Noroeste a Sudeste, uniendo la isla con la llanura.
Mucho me alegré, porque supuse que así podríamos llegar fácilmente al centro del lago, donde tal vez habría alguna aldea, si bien no era probable, pues en este caso sus habitantes hubieran tenido canoas y dejádose ver.
No pudimos acercarnos al agua hasta tocarla, porque donde los juncos, matorrales y plantas trepadoras no formaban un muro, el piso era fangoso y nos hundíamos hasta Tas rodillas lo menos.
El calor era sofocante en aquella llanura.
Poco tuvimos que andar para llegar a la faja de tierra; pero nos encontramos con la misma dificultad que antes, pues el piso, sobro ser fangoso, estaba casi en totalidad cubierto por los juncos.
No había que pensar en que el carro rodase por allí, y tampoco andar los bueyes, y después de examinar muy detenidamente el terreno, dudamos si nosotros podríamos pasar.
Arriesgada era la empresa, pues fácilmente podíamos quedar sumergidos en aquel fangar, pereciendo irremisiblemente; pero yo, que no había ido al África sino para satisfacer mi curiosidad, y con el propósito firme de no retroceder ante ningún peligro, le dije a Jorge:
—Aquí te quedarás al cuidado del carro y de los bueyes.
—¿Y por qué no he de acompañaros?
—Porque no quiero que pierdas la vida cuando no se trata más quede satisfacer un capricho mió.
—Pues supongamos que perecéis;—replicó tranquilamente Jorge.
—Harás lo que mejor te parezca.
—Pondré fin a mi vida a pesar de cuanto os he oído decir sobre el suicidio.
—¡Jorge!...
—¿Qué he de hacer enteramente solo en esta tierra desconocida? Dejadme, que yo también quiero satisfacer mi curiosidad.
—¿Y quién guardará nuestro equipaje?
—No hay alma viviente por aquí.
Inútiles fueron todos mis razonamientos, pues pudo más la tenacidad de mi criado.
Con algunas, muy pocas provisiones, porque el peso era entonces peligroso, con nuestras armas y las hachas nos lanzamos en aquel sendero, después de dejar bien atados los bueyes a los troncos de los árboles.
No dábamos un paso sin examinar antes el sitio donde habíamos de poner el pie.
Muchas veces los juncos nos cerraban el camino y teníamos que doblarlos y pasar sobre ellos, hiriéndonos las manos y el rostro. Donde el terreno nos parecía más firme, nos hundíamos hasta cerca de las rodillas.
De gran auxilio nos sirvieron los troncos de los árboles que crecían allí, pues nos asíamos a ellos en momentos de apuro.
El ramaje, aunque no muy espeso, se entrelazaba sobre nuestras cabezas.
Como si nos faltasen molestias, se nos presentaron los malditos monos, que saltaban de rama en rama, gesticulaban y chillaban tan fuertemente que nos aturdían.
Sin duda así daban aviso de nuestra presencia, pues cada momento acudían más. Primero se mostraron recelosos; pero como no pudimos hacer uso de nuestras armas, envalentonáronse más y más, y hubo momentos en que temí que se arrojasen sobre nosotros.
Jorge estaba desesperado, pues miraba a los monos con más odio que yo, que es cuanto puede decirse.
Nos resignamos y seguimos como mejor nos fue posible.
Corto era el camino; pero tan penoso que creí que nos faltasen las fuerzas.
Nuestra ropa se destrozaba y estaban ensangrentadas nuestras manos.
Nadie comprenderá que sufriésemos así solo para llegar al islote donde probablemente nada de particular encontraríamos; pero vuelvo a recordar nuestros propósitos y nuestra disposición de ánimo al abandonar nuestra patria.
Después de dos horas que nos parecieron dos siglos, pisamos un terreno firme y cubierto de yerba, y bien pronto nos encontramos en el islote.
Es éste de forma casi circular y por lo que calculé puedo asegurar que su diámetro es de unos dos kilómetros, y por término medio está a unos quince pies de altura sobre la superficie del lago.
Supongo que aquel lugar es insalubre; pero en cambio no puede ser más bello.
La vegetación es magnifica y variada. En algunos sitios la espesura de los matorrales no permite penetrar; en otros se encuentran añiles embovedadas por el ramaje de árboles gigantescos, y hay también pequeños prados donde no se ve más que la yerba y las flores.
Gran mi mero de aves acuáticas revoloteaban sobre nuestras cabezas o iban y venían sobre el agua.
Los monos abundaban tanto allí que los veíamos por donde quiera que mirábamos, y los unos corrían y saltaban sobre la yerba, mientras los otros trepaban a los árboles.
Todos bullían sin cesar y parecían inquietos y asombrados con nuestra presencia, produciendo gran ruido con su movimiento en tierra y en el ramaje, y con sus chillidos agudos.
Empecé a comprender que aquella isla estaba habitada solamente por la astuta familia de los cuadrumanos, y no quise hacerles ningún mal, porque me propuso observarlos atentamente.
Empezamos a recorrer la isla en todas direcciones y por dónde la vegetación nos lo permitía.
Los árboles frutales eran muchos, y la palmera silvestre levantaba en todas partes su verde penacho cargado de fruto que debía ser el principal alimentó de los monos.
Eran éstos bastante grandes, pues cuando se ponían derechos no tenían menos de tres pies de altura.
Algunos llevaban un palo del que hacían uso a manera de bastón para apoyarse, para saltar o para que hiciera las veces de balancín y guardar el equilibrio.
Desde larga distancia hubiera sido fácil confundirlos con personas, y así debe haber sucedido alguna vez cuando algún viajero asegura haber encontrado en África hombres con rabo. Con sus bastones y aun sin ellos andaban bastante bien.
Indudablemente nos encontrábamos en una población de monos, verdadero estado libre, independiente. No me atreveré a decir que esto pueblo tiene sus leyes; pero sí sus costumbres dignas de estudio, particularmente para los que desde hace algunos años se empeñan en probar que los hombres descienden de los monos, es decir, que somos la misma raza perfeccionada. Respeto la opinión de esos sabios como la de todo el mundo; pero no han llegado a convencerme, y su teoría la encuentro más absurda desde que he tenido ocasión de estudiar en África los cuadrumanos. Lo que sí es verdad, y con dolor reconozco y declaro, es que en nuestra civilizada Europa hay pinchos hombres que hacen todo lo posible para parecerse a los monos.
Al llegar a una de las praderas de que acabo de hacer mención, nos convencimos de que allí había una verdadera población de monos, pues entre los árboles y hábilmente construidos con ramaje seco vimos sus nidos o viviendas, verdaderas chozas de forma cónica colocadas a tres o cuatro pies sobre la tierra y sostenidas entre las bifurcaciones y sinuosidades de los árboles.
Tan bien entretejidas y cubiertas estaban las ramas que formaban aquellos nidos, que era imposible que en su interior penetrase una sola gota de agua durante la estación de las lluvias:
Tienen estas viviendas una elevación de treinta pulgadas próximamente, y un diámetro de cuarenta, es decir, que son bastante espaciosas.
No tienen más abertura que la puerta, muy pequeña y que queda medio oculta entre el ramaje:
Fueron muchos los nidos que encontramos, y cuando nos acercábamos a alguno para examinar su interior, la multitud de monos que siempre nos seguía y observaba empezaba a chillar desesperadamente y nos arrojaban piedras y frutas.
Después de haber recorrido la mayor parte de la isla, descansamos a la sombra, encendimos fuego y calentamos nuestra comida.
El asombro de los monos llegó al último grado; resonó otra vez la chillería con estruendo insufrible, y creí que iban a caer sobre nosotros.
Jorge quería castigarlos; pero se lo estorbé.
Terminando estábamos la comida cuando uno de los más atrevidos monos se descolgó del árbol que nos daba sombra, cayó cerca de mí, cogió mi cuchillo, y dando saltos se alejó, trepando hasta el ramaje de otro árbol, colocándose allí y haciendo demostraciones de alegría.
Jorge cogió la escopeta.
—Quieto,—le dije.
—¿Hemos de dejarle el cuchillo?
—Haremos una prueba.
Tomé entonces el cuchillo de mi criado.
El mono me miraba muy atentamente y bien pronto empezó a imitar cuantos movimientos yo hacía.
—Vas a encontrar la penitencia en el pecado,—dije.
Y fingiendo que empleaba todas mis fuerzas, pasé el cuchillo por mi rostro y mi garganta.
Quiso hacer lo mismo el mono, se hirió, arrojó el cuchillo y huyó vertiendo sangre y chillando.
No queríamos que nos siguiesen al volver a la llanura, y le dije a Jorge:
—Ahora puedes hacer lo que quieras.
Disparamos tres o cuatro veces nuestras armas.
Algunos monos quedaron sin vida.
Todos huyeron, refugiándose en el opuesto lado del islote, y así nos vimos libres de su desagradable persecución.
Como ninguna otra cosa encontramos digna de atención, emprendimos otra vez la penosa marcha.
A las tres de la tarde salíamos de entre los juncos, y con tanto disgusto como sorpresa vimos como un centenar de monos que se complacían en saltar sobre nuestros bueyes, azotándolos y arañándolos.
Los pobres cuadrúpedos se revolvían desesperadamente, se arrojaban al suelo y se revolcaban; pero no era eso lo peor, sino que algunos de aquellos malignos bichos se habían introducido en el carro, apoderándose de muchas de nuestras prendas y desordenándolo todo.
La ira me cegó.
Pusimos en nuestras escopetas carga de perdigones, y disparamos a los que estaban sobre los bueyes.
El efecto fue terrible, pues fueron dos o tres los monos heridos por cada disparo.
No hay que decir que huyeron sin damos lugar a cargar otra vez.
Algunas de las prendas de nuestro equipaje estaban destrozadas y otras se las habían llevado.
No queríamos pasar la noche en las cercanías de la laguna, porque abundaban por allí los mosquitos, y nos pusimos en marcha hacia Occidente con el fin de explorar en cuanto nos fuese posible las montañas de roca.
No podíamos llegar a las montañas aquel día; pero sí nos alejamos de la laguna lo suficiente para que no nos molestasen los mosquitos ni la humedad.
El terreno se levantaba gradualmente; pero la vegetación era la misma, y abundaban los árboles, formando grupos.
Pasamos la noche en nuestro carro, y al amanecer almorzamos y nos pusimos en movimiento, siempre en la misma dirección.
Dos horas después llegábamos a la entrada de un valle limitado al Sur por las rocas y al Norte por una cordillera fértil en casi toda su extensión.
, De Oriente a Occidente corría un riachuelo, desembocando en la llanura y yendo probablemente al lago.
Sus aguas eran muy cristalinas, y en ambas orillas levantábanse gigantescos árboles, cuya ramas se extendían y en muchos sitios se entrelazaban, formando impenetrable bóveda sobre la mansa corriente.
No había cañaverales ni juncos, sino los matorrales y algunas plantas trepadoras, y por consiguiente podíamos acercarnos al agua cuanto queríamos.
En aquella llanura podíamos caminar muy cómodamente.
Mientras avanzábamos por el centro de aquel valle, donde abundaban las flores entre la yerba, examinábamos las rocas sin encontrar sitio accesible como no fuese para nosotros y todo lo más para los bueyes, pero no para el carro.
Cuantos más obstáculos se me presentaban más vivos eran mis deseos de internarme en aquellos promontorios, cuyas formas irregulares, caprichosas y variadas hasta lo infinito, les daban un aspecto que a nada se parecía.
Le propuse a Jorge quedar en el valle mientras yo recorría la montaña; pero juró que no se separaría de mí y me resigné, porque obligarlo hubiera sido pagar con ingratitud su cariño, su lealtad y su abnegación.
No descubríamos ninguna aldea; pero en cambio vimos manadas de antílopes que nos ofrecían abundante y buen alimento.
A las once nos detuvimos para descansar y comer, y cuando nos acercábamos al riachuelo para tomar agua fresca, oímos que cerca de nosotros gritaban.
Volvimos la cabeza, y como ¿unos cincuenta pasos vimos algunos hombres y mujeres que nos contemplaban con asombro, así como con no menor sorpresa los miramos, quedando todos inmóviles por algunos minutos.
Los habitantes de aquella comarca no se parecían a ninguno de los africanos que habíamos visto, y sería muy difícil averiguar de qué raza proceden, así como tampoco me atrevo a clasificarlos como una nueva raza.
Son de buena estatura, más bien elevada, y formas musculares no menos bellas que las de los europeos. El color de su piel no es negro, ni tampoco blanco, ni se parece siquiera al amarillento de los macolocos y la raza bacuena, sino que tienen más semejanza con el de los mestizos que nosotros llamamos mulatos, aunque en realidad no lo son.
No hay en sus sienes esa depresión que distingue a casi todos los habitantes del continente africano, y en sus facciones se encuentra casi la misma regularidad que en la de los europeos. Tienen la boca pequeña, así como la nariz demasiado pequeña, lo cual constituye un defecto, y los labios, que no están en proporción, son abultados relativamente, aunque no tan gruesos ni salientes como los de la raza negra pura.
Sus cabellos son negros y rizados, pero muy finos y bastante largos, pues a las mujeres les llegan hasta la cintura. Lo que más admiré fueron sus ojos grandes, rasgados, con largas pestañas, negros, muy expresivos, de mirada ardiente y muy viva unas veces y otras lánguida y profundamente melancólica.
Indudablemente aquel pueblo procede de emigraciones de los orientales después de haberse confundido, antes o después, razas muy distintas, y resultando así una que bien merece especial estudio.
Lo mismo hombres que mujeres llevaban como un delantal bastante ancho, pues por la parte superior abarcaba toda la cintura, pero corto, pues no les llegaba sino a la mitad del muslo. Esta prenda era de piel de antílope muy bien curtida, fina y suave, y la sujetaban con un cinturón bastante ancho de cuero de búfalo.
Detrás, formando abanico y sujetas al cinturón, llevaban las mujeres bellísimas plumas de diferentes colores, que les cubrían gran parte de la espalda.
Creo que esta moda no debe ser hija del sentimiento del pudor.
Lo que más me sorprendió, porque quizás no tiene ejemplo en los pueblos salvajes del territorio africano, es que usaban como unas sandalias o abarcas de piel de búfalo, sujetas con tiras también de cuero.
Los hombres, con una tira de piel, sujetan sus cabellos, que dejan caer sobre su cuello y sus hombros.
Las mujeres los dividen en dos partes, y hacen dos trenzas que caen sobre su espalda. Pónense también la tira de cuero, en la que sujetan algunas largas y bellísimas plumas. también se adornan con brazaletes, que aunque toscamente labrados, son de oro macizo, y en las orejas se ponen pendientes en forma de anillo.
Todos los hombres llevan pendiente del cinturón una espada corta y ancha de una madera muy dura, con la que pueden inferir heridas graves y aún romper el cráneo de un hombre. Usan también flechas que alcanzan bastante, porque están muy bien hechas, y lanzas de bambú, cuyos extremos afilan y endurecen al fuego. Algunos les ponen puntas de pedernal. Por último, saben manejar muy bien unos dardos cortos, muy pesados y que arrojan a larga distancia con mucho acierto.
El escudo no lo usan, aunque lo conocen, porque lo creen embarazoso.
Están dotados de gran fuerza muscular y son muy ágiles, lo cual se explica perfectamente con solo examinar el terreno donde viven.
Nos miraban como se mira todo lo desconocido; pero no daban muestras de temor.
Les hicimos algunas señas mientras sonreíamos, y ellos hablaron unos con otros, como si consultasen.
No era posible que así nos entendiésemos, y dimos algunos pasos.
Ellos permanecieron inmóviles, si bien parecían dispuestos a entablar la lacha apenas los hostilizásemos.
Avanzamos más, siempre sonriendo, y cuando pudieron oírnos les dirigí algunas palabras cariñosas.
No me entendieron; pero hablaron a su vez, dejándome algo confuso, porque no comprendí más que algunas palabras del dialecto que hablan los de la tribu de Kuanuna, y de este dialecto usé para seguir hablando mientras nos acercábamos más.
A su vez entendieron algo, y replicando nuevamente pude al fin hacerme cargo de que su idioma era una mezcla del soumal, de otro que me era desconocido y del dialecto en cuestión.
Yo podía entenderlos; pero me era muy difícil poder explicarme, porque no sabía cuándo había de hacer uso de las palabras de una lengua o de otra, ni cuándo apelar a las señas para suplir las que me eran desconocidas.
Mal o bien nos entenderíamos en cuanto a lo principal, y así sucedió, acabando ellos por convencerse de que nada tenían que temer de nosotros, y desde luego nos trataron con noble franqueza y empezaron a dirigirme muchas preguntas para satisfacer su curiosidad.
Tenían noticia de la existencia de los hombres is blancos, que ellos creían firmemente que salían delas aguas de los mares, pero nunca los habían visto.
Habitaban en lo más áspero de aquellas montañas de roca, y allí se defendían heroicamente de los ataques de las tribus que ocupaban las comarcas vecinas y que estaban siempre en guerra con el principal fin de robarse los ganados y de hacerse prisioneros, que vendían como esclavos para adquirir algunos objetos de la industria europea, o algunas botellas de aguardiente, al que tenían gran, afición.
Mostraban, como el sentimiento más exaltado, mucho amor a la independencia; se creían muy superiores a los demás pueblos que conocían, y antes hubieran consentido morir que mezclar su sangre con la de la raza negra.
Si alguna vez, aunque esto era muy raro, una de sus mujeres había caído en poder de los negros, se había suicidado para evitar que aquellos salvajes la hiciesen objeto de sus brutales apetitos.
Siempre que los de la montaña eran objeto de un ataque, querían tomar la revancha, invadían el territorio de sus vecinos, apoderábanse de los rebaños de carneros y de cuanto podía serles útil, y se volvían a sus peñascos inaccesibles.
Los otros a su vez querían vengarse, y resultaba así que nunca terminaba la guerra.
Los montañeses eran infatigables cazadores, y siempre tenían para su alimento carne de antílope, de danta, de búfalo y aún de elefante, pues estos últimos abundan hacia el noroeste de la escarpada cordillera. El maíz, molido, hecho masa y tostado, constituye una parte esencial de su alimento; pero no hay que buscar esta semilla en el valle, porque allí no la cultivan. No tienen ganados, porque los que quitan a sus enemigos los consumen inmediatamente.
Durante la estación de las lluvias y por las noches o en las primeras horas de la mañana, bombees y mujeres usan mantos de la piel del búfalo, preservándose así del frió y la humedad; pero en medio del día y cuando no llueve, dejan su cuerpo desnudo como ya he dicho.
Bajan al valle para cazar; pero durante el invierno, como aquel llano se inunda, apenas salen de sus montañas, y entonces se alimentan con la carne que saben conservar salada, y con la fresca de las muchas gallinas que tienen, los huevos y el maíz.
No son feroces los instintos de aquel pueblo, y sería muy fácil hacerles aceptar nuestra religión de la que dejé algunas semillas, que me complazco en creer han de dar algún día su fruto.
Después de habernos explicado cómo nos fue posible, nos ofrecieron hospitalidad.
Les pregunté si había algún camino por donde pudiese ir nuestro carro: pero me respondieron que solamente los bueyes podrían seguirnos.
Yo tenía gran empeño en entablar relaciones íntimas con aquel pueblo extraño, y determiné cargar los bueyes con nuestro equipaje, dejando el carro oculto como mejor fuese posible. Su pérdida no debíamos considerarla como una gran desgracia, pues más o menos tarde nos sería preciso abandonarlo.
Correspondiendo a la buena voluntad de aquella gente, les regalé algunos objetos de poquísimo valor, que recibieron con entusiasmo.
Les di explicaciones sobre nuestras armas, y nos suplicaron que hiciésemos uso de ellas, pues les parecía imposible que produjesen los efectos terribles que nosotros decíamos.
Accedí a su petición, porque nos convenía dar pruebas de nuestra superioridad, y les hice las advertencias convenientes para que no se asustasen con las detonaciones.
—No nos espanta el trueno—me contestaron.
—¿Podríais con vuestras flechas matar una de esas aves?—les pregunté, señalando a las que a bastante altura pasaban sobre nuestras cabezas.
—No.
—Pues mirad.
Hice fuego, y ellos dieron Una prueba de gran valor; pues aunque se estremecieron, no huyeron.
El ave, que era una especie de papagayo con plumaje bellísimo, cayó sin vida a nuestros pies.
—Es verdad—dijeron;—los hombres del agua pueden lanzar rayos.
Y examinaban el ave y nos miraban con asombro.
—Mira—dijo uno de ellos, mostrándome un hermoso danta.
Y Jorge disparó, dejando muerto al manso cuadrúpedo.
No eran menester más pruebas.
Examinaron otra vez nuestras armas, cuyos efectos no acababan de comprender, a pesar de todas mis explicaciones.
Inmediatamente nos ayudaron a cargar nuestros equipajes, y quedándose uno de ellos para servirnos de gula, fuéronse todos los demás a dar parte a su jefe.
Emprendimos la marcha, y quince minutos después avanzábamos por senderos naturales, muy estrechos, muy tortuosos y entre los promontorios de roca.
Perdimos de vista el valle.
No es fácil describir aquellos lugares, sombríos en muchos puntos, y en todos de una magnificencia imponente.
Me esperaban muchas sorpresas.
En el corazón de las montañas estábamos, y cuando yo no aguardaba ver más que rocas y algún arbusto silvestre con su seco ramaje, llegamos a un sitio que no sé si debo llamar pequeño valle, es decir, una llanura de poca extensión, rodeada por los promontorios de peñascos y de tierra muy fértil y bien cultivada, donde crecía la caña del maíz.
Un arroyuelo serpenteaba y regaba aquel campo en miniatura, y sus cristalinas aguas desaparecían entre las rocas.
No pude contener una exclamación.
Nos detuvimos, y nuestro guía sonrió con un si es no es de vanidad, diciéndome:
—¿Habías creído que en nuestras montañas no teníamos nada bello?
Atravesamos el pequeño valle y entramos en una muy estrecha garganta donde las rocas se levantaban casi perpendicularmente.
Empecé a comprender las grandísimas, dificultados que aún para un ejército europeo hubiera presentado un ataque a los montañeses, pues éstos no tenían que hacer más que colocarse en aquellas cumbres y dejar caer algunas piedras para acabar en pocos minutos con todos sus enemigos.
Al salir de la garganta llegamos a otra llanura poco más o menos como la anterior, y empezamos luego a subir muy trabajosamente por un estrechísimo y escarpado sendero.
Vimos aquí y allá algunas aberturas en la roca, que parecían la entrada de una caverna; pero esta circunstancia no llamó entonces nuestra atención. al llegar a una de las cumbres nos salieron al encuentro muchos habitantes de aquellas montañas, hombres, mujeres y niños, que gritaban alegremente, palmoteaban y nos rodearon, contemplándonos ansiosamente, tocando nuestros vestidos y dirigiéndonos tantas preguntas, que no nos daban tiempo para contestar.
Los recibimos como merecían y nos convenía.
Estábamos muy fatigados, y así lo dijimos; pero nos suplicaron que no nos detuviésemos, porque su jefe nos aguardaba con impaciencia, y si no había acudido con los demás era porque su vejez no le permitía caminar con tanta rapidez.
Confieso que tuve que admirar la belleza, no de alguna, sino de muchas mujeres, belleza que me pareció doblemente encantadora, porque ya hacía bastante tiempo que no veíamos más que negras horribles.
Todas ellas nos trataban con una franqueza y una dulzura que a nada puede compararse, y advertí que Jorge no permanecía indiferente a las miradas de fuego de las montañesas;
Como aseguraron que ya era poco lo que teníamos que andar, continuamos la marcha, y media hora después entrábamos en otro valle mucho mayor que los que habíamos visto, y donde crecían algunos árboles.
Allí el terreno no estaba cultivado, si no cubierto de menuda yerba y de muchísimas llores. Era el sitio donde el pueblo se reunía para celebrar sus fiestas y solemnidades, y debía ser considerado como la plaza principal de nuestras poblaciones.
¿Y las moradas de aquella gente?
No habíamos visto ninguna.
Otra multitud nos salió al encuentro, y me encontré frente a un anciano que aún no había perdido todo el vigor de la juventud a pesar de que tenía setenta años.
Era el jefe, quien por distintivo de su autoridad suprema llevaba un collar formado de gruesos anillos de oro.
Su aspecto era grave y no podía mirársele sin respeto.
—Bien venidos, hombres privilegiados—me dijo.
Y esperó mi respuesta, que fue muy cariñosa.
Sus mujeres, que eran cuatro de distintas edades, lo seguían, y también sus hijos.
Todos nos miraban con la curiosidad y la sorpresa que era consiguiente.
Desde luego entablamos la conversación más franca, dándonos mutuamente toda clase de explicaciones, y en seguida los complací enseñándoles cuantos objetos podían llamar su atención.
Todo lo examinaron minuciosamente y todo les admiraba; pero nada me pidieron, y se mostraron tan comedidos, que no rae atrevo a darles el nombre de salvajes.
Hice algunos regalos al jefe y sus esposas y también entre los demás repartí algunas bagatelas.
Mucho agradecieron mi generosidad, y me ofrecieron cuanto poseían.
También me fue preciso hacer uso de mis armas, para que el cacique viese sus terribles efectos.
Cuando ya estuvo satisfecha su curiosidad, atravesamos la llanura, subimos por un estrecho sendero y llegamos a la entrada de una cueva muy espaciosa hecha por la naturaleza.
Entonces comprendí que aquella gente habitaba en los innumerables huecos que hay en aquellas rocas. No podían tener viviendas de mejores condiciones en todos sentidos.
En la estación de las lluvias se inundan muchos de los pequeños valles que he mencionado, yendo luego sus aguas a buscar las del río.
Aquella gente no es feroz más que para batirse y y cuando sus vecinos los dejan en paz no se ocupan más que de la caza.
El trato de las mujeres es tan dulce y agradable, que algunas veces me parecía estar entre las europeas.
Confieso que sí hubiésemos permanecido allí mucho tiempo, tal vez mi corazón hubiera acabado por interesarse.
La soberanía no es hereditaria, ni electiva tampoco, pues cuando muere el jefe ocupa su lugar el más anciano de la tribu, salvo si hay motivo para poner su honradez en duda.
Una vez que se le reconoce como jefe, se le deja enteramente solo por espacio de nueve días, y creen que en este tiempo le inspira Dios para ser justo y hacer la felicidad de su pueblo.
Apenas profesan religión: creen en la inmortalidad del alma y en otra vida eterna donde reciben el premio o el castigo. Todos los años, al empezar la estación de las lluvias, acuden a una cueva en cuyo interior se encuentra un pozo, cuya profundidad debe ser mucha y no pude apreciar. Cada individuo arroja al pozo tantas piedras como faltas creo haber cometido, y según el número de piedras depositadas allí en toda su vida, es el castigo que Dios le impone en la eternidad.
Ninguno se atreve a echar menos piedras que faltas cometió, pues sabe que al Gran Espíritu no puede engañársele.
Los hombres pueden casarse con cuantas mujeres quieran, y el matrimonio es indisoluble. El adulterio se castiga con una muerte horrible, pues los adúlteros son arrojados al pozo donde están las piedras que representan los pecados.
De su historia nada saben; pero sí creen que son una raza completamente distinta de la negra.
No quieren relaciones con ninguna otra tribu, y por consiguiente sus costumbres no se alteran.
En el interior de las cuevas no encontré nada de particular como no fuese la limpieza, que es cosa rara en territorio africano.
Pusieron a nuestra disposición una cueva donde nos acomodamos muy bien, y nos dieron en abundancia harina de maíz, gallinas y huevos.
Me pareció bien obsequiarlos, y dispuse que se matase un buey, cuya carne repartí.
Si aquellos montañeses no estuviesen casi siempre en guerra serían las criaturas más dichosas del mundo.
Les pregunté de donde sacaban el oro con que hacían las argollas y otros adornos, y me respondieron que de las orillas del río, cuyo manantial estaba en el corazón de aquellas montañas. El oro lo separaban de la arena por medio del lavado, y me ofrecieron llevarme al sitio donde más abundaba.
Todo aquel día lo pasamos en agradable conversación.
Cuando llegó la noche y empezó a brillar la luna oímos el ruido de tamboriles en distintos puntos de la montaña. Salimos de nuestra habitación, y cuando bajábamos a la llanura, nos encontramos con el jefe y su familia, que iban a buscarnos.
Entonces me dijeron que habían preparado en nuestro honor una de sus fiestas.
Continuaban resonando los tamboriles, y por distintos puntos aparecían hombres y mujeres.
Bien pronto toda la tribu se encontraba en el valle central, colocándose alrededor de éste.
Los músicos se reunieron, y después de aturdirnos con sus redobles, dejaron de tocar.
Por algunos minutos reinó un profundo silencio.
Luego el jefe levantó los brazos y exhaló un grito gutural. Inmediatamente muchos hombres y mujeres se colocaron en el centro de la llanura y alrededor de un magnífico baobab, volvieron a resonar los tamboriles, pero no tan ruidosamente como antes, y marcando un compás muy lento.
Los bailarines se movieron de un lado para otro, yendo y viniendo, cambiando de lugar y trazando así mil caprichosas figuras.
Digno era de contemplarse aquel cuadro, que algo de fantástico tenía iluminado por los resplandores de la luna.
Disminuía gradualmente el ruido de los tamboriles y llegó un momento en que apenas se les oía. Entonces eran muy lánguidos los movimientos de los bailarines.
Las mujeres hacían todo lo posible para conmover, para excitar, para embriagar, y me convencí de que las costumbres de aquel pueblo no eran tan puras como ellos decían, y que el sensualismo más graduado dominaba allí. De esto no pudo quedarme la más leve duda cuando vi las atenciones y demostraciones de que fuimos objeto por parte de las mujeres.
De repente, y como si un vértigo se apoderase de los músicos, resonaron estrepitosamente los tamboriles. Los que bailaban se agitaron convulsivamente, todos gritaron, y luego, también de repente cesó la música, dejáronse caer sobre la yerba los bailarines en confusión nada honesta, y el jefe se colocó en el centro del círculo.
Los músicos tocaron lentamente, y todos los espectadores entonaron un cantar lánguido y melancólico que me recordó los de ese paraíso que se llama Andalucía.
Lo confieso, me sentí profundamente conmovido.
Así terminó el baile.
Luego se bebió en abundancia agua-miel, y algún aguardiente que les ofrecimos.
Los efectos de estas bebidas no se hicieron esperar.
Todos reían, gritaban, y corrían, produciéndose una confusión indescriptible.
Tuvimos que alternar, y pude hacer las más interesantes observaciones sobre la pureza de costumbres de aquel pueblo.
A la una de la madrugada ya estaban todos rendidos por la fatiga, la embriaguez y los excesos.
Yo había perdido de vista a Jorge, y cuando lo encontró me dijo:
—Aquí se vive muy bien, y no tengo inconveniente en quedarme.
Bajo cierto punto de vista yo tampoco tenía motivos de queja.
Con perdón de las mujeres europeas, diré que aquellas montañesas no tienen rival.
No nos cuidamos de vigilar el resto de la noche. ¿Para qué? Nada debíamos temer de aquella gente a la que nos unían lazos de amistad demasiado íntima.
Me dormí pensando en Deia, que era una de las hijas del jefe.
Al siguiente día recorrimos una gran parte de las montañas, encontrando muchos de aquellos valles deliciosos y bajamos hasta el río, pudiendo ver que nuestro carro se conservaba intacto. Matamos algunos antílopes y nos retiramos a comer y a descansar.
Otro día fuimos al lugar donde abundan las arenas auríferas y encontré en tanta abundancia este precioso metal, que comprendí que los indígenas no le diesen importancia.
En pocas horas recogimos una buena cantidad de oro, y los montañeses nos prometieron mucho más si permanecíamos con ellos una temporada, y, sobre todo, si les regalábamos algunas armas de fuego.
No me detuvo allí la codicia; pero Jorge seguía diciendo que se encontraba muy bien, y es la verdad que yo pasaba los días sin sentir.
Un mes trascurrió, y aunque querían retenernos, hicimos los preparativos para nuestra marcha.
Regalé al jefe, no para él, sino para la tribu, dos carabinas y bastantes municiones, con lo cual ya podían considerarse invencibles.
No me olvide de la cuestión religiosa: aunque sobre este punto me escucharon con buenas disposiciones, no pude conseguir cuanto deseaba.
Bajamos al valle, arreglamos el carro, y partimos entre demostraciones de cariño y de dolor.
Jamás olvidaré a los montañeses que con su amistad nos hicieron pasar días tan agradables.
Salimos del valle y caminamos cuatro días más sin haber encontrado ninguna aldea.
Supongo que no habíamos entendido el itinerario trazado por los montañeses, pues no llegamos al bosque de que nos habían hablado, y donde nos dijeron abundan los elefantes, sino que tina mañana nos encontramos frente a una llanura que nos pareció inmensa, y en cuya arenosa superficie no crecía un solo arbusto, ni siquiera la yerba.
Después de reflexionar detenidamente, decidimos internarnos en aquel desierto, aunque con el propósito de retroceder si no descubríamos pronto el opuesto límite.
Hicimos provisión de agua, y con la tenacidad que nos era propia, entramos en el arenal.
A las pocas horas se apoderó de nosotros una tristeza profunda.
Mirábamos a nuestro alrededor sin ver más que el árido suelo medio calcinado por el sol.
La atmósfera era sofocante, y hubo momentos en que temimos asfixiarnos.
Ningún ser viviente se presentaba a nuestros ojos, el silencio era siempre absoluto y siempre el mismo el cuadro que la inmensa llanura nos ofrecía.
La noche fue consoladora, porque disfrutamos de alguna frescura.
No quisimos encender hogueras, porque nos convenía economizar el combustible que llevábamos.
Inútilmente nos tomamos la molestia de vigilar.
Interminables me parecieron las horas que pasé levantado, porque no había nada que me distrajese. La luna se dejó ver, y el desierto, pareció entonces Un lago.
Era cada vez más profunda mi tristeza y me convencí de que el hombre no puede vivir en absoluta soledad, ni tampoco en medio de un silencio como el que allí reinaba. Indudablemente el ruido es un goce, porque es una sensación, y no podría decirse si es mayor desgracia la carencia del oído que la de la vista o de otro sentido cualquiera.
No esperamos a que amaneciese para continuar la marcha, pues nos convenía aprovechar las horas de frescura.
Nuestros bueyes avanzaban con lentitud, y con frecuencia mugían tristemente.
Casi de repente desaparecieron las estrellas y en la inmensidad del espacio brilló la luz del astro del día, pues ya he dicho que en aquella región no hay crepúsculo, y por consiguiente no tiene ningún encanto el amanecer, desapareciendo la luz del día, lo mismo que aparece, en un solo instante.
Dos horas después nos molestaban mucho los rayos del sol, y tintes de las once era el calor insoportable.
Nuestros cuadrúpedos se dejaron caer sobre la abrasada arena.
Nosotros nos resguardábamos del sol bajo el toldo y tras las cortinas de nuestro carro; pero sentíamos como si nos faltase aire que respirar.
Lo que es el calor no puede concebirse sino en uno de los desiertos africanos. Hubiera sido para nosotros un gozo inmenso ver un arroyo, un árbol, siquiera un matorral.
Aquel día consumimos gran cantidad de agua, y si no llegábamos muy pronto al término del desierto, nos encontraríamos en un conflicto.
El tormento de la sed es mucho mayor que el del hambre, y para comprenderlo es menester haberlo sufrido. La sola idea de que podíamos quedarnos sin agua, nos hacía sentir una sed devoradora, y en cuanto a nuestros bueyes, no se saciaban a pesar de que esta clase de animales son de los que más tiempo pueden resistir sin beber.
Ya eran más de las cuatro de la tarde cuando nos pusimos otra vez en movimiento, y aún después de cerrar la noche caminamos bastante.
El día siguiente fue poco más o menos lo mismo, y el otro también.
¿No tenía límites el arenal?
Ya no podíamos retroceder, porque no nos quedaban provisiones bastantes para el tiempo que necesitábamos hasta llegar al punto de partida.
Determinamos dar muy poca agua a los bueyes y no beber nosotros más que la absolutamente precisa, pues aún así, antes de cuarenta y ocho horas careceríamos del precioso líquido.
A la mañana siguiente, y cuando ya el sol empezaba a molestarnos mucho, vimos con gran sorpresa que los bueyes avanzaban con rapidez sin que se les aguijonease, y levantaban la cabeza y abrían la boca.
¿Por qué tan repentinamente recobraban el vigor?
—Da gracias a Dios—le dije a mi criado.
—¿Y por qué?—me preguntó.
—El terreno va a cambiar; tenemos cerca el agua, pues el instinto de estos animales no se equivoca.
Y efectivamente, una hora
Miré hacia el Norte.
En medio de aquella inmensa llanura levantábase como un ramillete de verdura que entonces nos pareció encantadora.
—¡Gracias a Dios que podemos ver el término de este arenal!—dijo Jorge.
—Todavía no.
—Mirad, mirad.
—Es un oasis.
—¡Ah!
—Tendremos sombra, agua, frescura, seres vivientes, pero luego…
—Es verdad; por allí sigue la llanura y por allí y…
—Por todas partes.
Dos buitres cruzaron sobre nosotros.
Empezó a disiparse mi tristeza.
Ya había vida a nuestro alrededor.
No puedo explicar lo que sentí.
Cuando pasan los días sin ver más que la llanura que se pierde en el horizonte, la arena calcinada, el cielo blanquecino, y ningún ruido se percibe, y nuestra voz se pierde en el espacio, y el calor nos asfixia, y la sed nos devora, entonces es un goce sin igual descubrir la vegetación, el agua, las aves, el movimiento, la vida en fin, y se felicita uno por haber sufrido tanto, pues sin semejante sufrimiento no hubiera experimentado el mayor y más puro de los goces.
No fue menester que obligásemos a nuestros bueyes, pues avanzaron con cuanta rapidez les fue posible, y antes de que trascuriese una hora nos encontrábamos en el oasis.
Árboles gigantescos se levantaban allí, y en particular la palmera silvestre.
El suelo estaba por todas partes cubierto de yerba, sobre la que se destacaban bellísimas flores.
En algunos sitios la espesura de los matorrales apenas nos permitía andar.
No tardamos en encontrar un cristalino arroyo que serpenteaba por entre los arbustos.
Muchos pájaros revoloteaban sobre nuestras cabezas, saltando de rama en rama. Casi todos estaban cubiertos de bellísimo plumaje de vivos colores, en los que reflejaban los rayos del sol.
Observé cómo gradualmente se dilataba el rostro de Jorge hasta que concluyó por sonreír.
Nuestro primer impulso fue arrojarnos al suelo para beber del agua del arroyo, pero nos dominamos hasta después de descansar.
Nuestros bueyes, a los que dejamos en libertad, no fueron tan prudentes.
Quisimos recorrer el oásis, y no tardamos en descubrir algunas bellísimas gacelas, que nos miraron como sorprendidas, pero que no huyeron sino oíamos acercamos mucho y quisimos tocarlas.
En algunos sitios no penetraban los rayos del sol a través de las bóvedas de ramaje.
Encontramos un pozo de poca profundidad, y otros arroyuelos no menos cristalinos.
La temperatura era allí más baja que en ti arenal, y en algunos sitios no molestaba el calor.
Deseábamos comer carne fresca, y decidimos sacrificar uno de los mansos cuadrúpedos que abundaban allí.
Descansamos y comimos muy bien.
Cuando llegó la noche tuvimos que encender hogueras, porque en aquel sitio era posible que las fieras nos molestasen.
La noche fue tranquila.
Al día siguiente continuamos examinando el oasis, y vimos que otra vez nos sería preciso avanzar a través del desierto, cuya llanura se perdía de vista hacia el Norte.
Otros dos días pasamos allí, y haciendo buena provisión de agua y de carne de gacela emprendimos otra vez la marcha.
Entonces soportamos mejor la fatiga de aquel penoso viaje.
Habíamos caminado siempre en línea recta hacia el Noroeste, y por fin, el cuarto día descubrimos un terreno bastante más elevado y cubierto de vegetación.
Sentimos una alegría inexplicable, hicimos el último esfuerzo, y a la mañana siguiente nos encontrábamos fuera del arenal.
El terreno era bastante accidentado, y hacia el Norte y a la falda de una colina vimos una población.
Aunque estábamos bastante fatigados, continuamos la marcha, y dos horas después fuimos descubiertos por los habitantes de aquella aldea.
Nos miraron recelosamente; pero al fin se nos acercaron sin mostrar gran sorpresa.
Nos preguntaron sobre el objeto de nuestro viaje, diciéndonos que aunque nunca habían visto hombres blancos sabían muy bien que los había.
Hombres y mujeres iban casi desnudos, pues no llevaban más que el
Son negros, de regular estatura, piernas delgadas brazos demasiado largos, frente deprimida, abultadas facciones y áspero pelo, que casi puede llamarse lana.
Las mujeres sacan el mejor partido de su rizada cabellera, peinándola complicadamente y llenándola de plumas de avestruz y de otras aves. Se adornan con collares de vidrio, brazaletes, argollas en las piernas, pendientes en las orejas, y se cuelgan cuanto reluce y creen que las embellece. Además se untan todo el cuerpo con el aceite que extraen de las palmeras, dando así al cutis mayor suavidad de la que naturalmente tiene y que es mucha; pero resultando que no es posible tocarlas sin mancharse, ni aún después que se han bañado, pues como la grasa rechaza el agua, como no permanezcan en ésta mucho tiempo salen del baño sin ninguna humedad.
Muchos hombres trazan en su pecho caprichosas líneas amarillas y encarnadas, y algunos se untan también el cuerpo con aceite.
Los collares, los brazaletes de latón, los grandes cuchillos que algunos hombres llevaban y otros objetos, eran producto de la industria europea.
Respondí a todas sus preguntas y les dije luego que quería ver a su jefe y que esperaba nos diesen hospitalidad.
Presentaron muchas dificultades; pero al fin fueron algunos a dar aviso al cacique mientras yo seguía con los otros en conversación.
Así pude saber que merecían el nombre de salvajes, que pertenecían a una de las tribus más poderosas, que vivían del robo más que del fruto de su trabajo, y que estaban casi siempre en guerra con sus vecinos. Los prisioneros eran considerados como esclavos, y los vendían a los negros de otra tribu establecida al Occidente, que a su vez hacía lo mismo, y así los infelices prisioneros llegaban a la costa y a poder de los traficantes europeos, que los adquirían a cambio de telas, herramientas, adornos de poco valor, aguardiente, tabaco y algunas armas y municiones. Todo esto, lo mismo que en Europa circula la moneda, circulaba en aquellas tribus.
Me dijeron que habíamos llegado tarde, porque ya hacía algunas semanas que habían vendido todos los esclavos y el marfil que tenían, y se admiraron cuantío les respondí que no queríamos comerciar y que generosamente les haríamos algunos regalos si nos trataban bien.
No tenían armas de fuego; pero las conocían y deseaban adquirir algunas para luchar ventajosamente con sus enemigos.
Quisieron examinar cuanto llevábamos; pero no lo permití, porque lo pedían como si tuvieran el derecho de mandar.
Algunos se mostraron tan atrevidos, que nos fue preciso amenazarles.
Llegó la respuesta del jefe.
—¿Qué ha determinado vuestro señor?—le pregunté al mensajero.
—Se dignará visitaros y os permite que descanséis en el sitio que mejor os parezca, porque en nuestra aldea no puede penetrar ningún extranjero. Además desea saber lo que piensas regalarle, y desde luego quiere que le envíes uno de tus bueyes, algún aguardiente y tabaco.
—Pues dile de mi parte que yo doy voluntariamente lo que quiero; pero nada de lo que me exigen. Que respetaré vuestras leyes y costumbres y no entraré en la aldea, como no sea para castigaros si nos ofendéis, y por último, que cumpla sus deberes y venga a conferenciar conmigo.
—Nos amenazas, dijo el mensajero.
—Os trato como merecéis.
—Piensa que estás en nuestro poder.
—Y vosotros no olvidéis que puedo aniquilaros, repliqué enérgicamente.
Así terminó la conversación.
Nos colocamos entre unos grupos de árboles, cerca de un arroyuelo, y allí por primera vez armamos nuestra tienda, que los negros miraron con asombro.
Estábamos a poca distancia de la aldea.
Siempre rodeados de curiosos, aunque no senos acercaban mucho, arreglamos nuestra comida.
Aquella tarde volvió el mensajero del cacique, llevándonos cuatro huevos y algunos puñados de maíz como prueba de la generosidad de su señor, y anunciándonos que éste nos visitaría a la mañana siguiente.
—Está bien—respondí.
—¿Y no me das nada?—me preguntó.
Para que nos dejase en paz le regalé algún tabaco.
Al amanecer del día siguiente advertimos gran movimiento en la aldea, y luego vimos que todos sus habitantes se dirigían hacia nosotros, gritando, tocando muchos tambores y unos pitos que hacen con cañas.
La música no podía ser más desagradable.
Supuse que el cacique iba a visitarnos, y efectivamente, pronto lo vimos montado sobre el cuello y los hombros de uno de sus vasallos, al que arreaba con los talones cuando bien le parecía.
Nos fue imposible contener una carcajada.
Era el jefe un viejo de pequeña estatura, flaco y horrible, y con tan malos instintos como todos sus vasallos.
Estos formaron semicírculo delante de nosotros, y en el centro echó pie a tierra el sucio monarca, sentándose y colocándose tras él sus muchas mujeres, que más bien merecían el nombre de esclavas, pues si lo acompañaban a todas partes era para servirlo, llevando la pipa, el tabaco, el aguardiente y cuanto su señor podía necesitar. Según después supe, aquella majestad sin zapatos se embriagaba con mucha frecuencia.
Se sentó sobre la yerba, encendió la pipa, y haciendo una señal a los suyos, dio principio la ceremonia.
Yo me había sentado en mi silla de tijera, y a mí lado estaba Jorge.
Algunos negros corrieron hacia nosotros, blandiendo sus lanzas y cuchillos y haciendo gestos horribles como si nos acometiesen para herirnos; pero los miramos con desdén y ni siquiera nos tomamos la molestia de preparar nuestras armas. Así probaban nuestro valor, y aunque acudieron más, y gritaron mucho y repitieron sus falsos ataques, permanecimos impasibles.
Después de esta farsa resonaron otra vez los tamboriles y los pitos, y por último todos guardaron silenció.
—Bien venidos sean los hombres blancos—dijo el cacique con voz destemplada.
Y sin darme tiempo a responderlo, me preguntó qué era lo que deseábamos, y con razonamientos sutiles quiso probarme la obligación que teníamos de mostrarnos generosos y hacerle algunos regalos. Habló de su extremada pobreza y de la triste situación a que lo habían reducido las guerras con las tribus del Norte.
Le respondí que nosotros nada queríamos, y por consiguiente, que nada estábamos obligados a dar.
—¿No estás en nuestro territorio?—replicó.
—Sí.
—Pues algo vale el permiso que necesitas para andar por nuestra tierra.
—Mientras no os hagamos ningún mal ni toquemos nada de lo que os pertenece, podemos andar por donde se nos antoje, pues la tierra la ha hecho Dios para todas las criaturas.
—Pues bien, dame un buey, un fusil, municiones y aguardiente, y quedaremos arreglados.
—No—con testé.
Cuando el cacique se convenció de que no había de conseguir lo que deseaba, levantóse, volvió a cabalgar, diciéndome que esperásemos su resolución.
Si nos hubiesen acometido en aquellos momentos, hubiéramos sucumbido; pero afortunadamente eran tan cobardes como ruines y quisieron esperar otra ocasión.
Alejáronse.
La prudencia nos aconsejaba partir inmediatamente; pero el honor de nuestra raza nos mandaba morir antes que retroceder.
En todo aquel día ni un solo negro se nos acercó.
Me pareció que la lucha era inevitable y nos preparamos para la defensa.
Cerró la noche.
Reinó un silencio absoluto.
Los resplandores de la luna argentaban las arenas del desierto, que parecía un lago.
Dispuse que Jorge se acostase.
Vigilé con el cuidado que exigía nuestra situación y me pareció que algunos bultos se movían entre las chozas: pero me tranquilicé cuando pasó una hora sin que nadie se nos presentase.
Empecé a creer que habían determinado dejarnos en paz, y me senté, sacando un cigarro, cuando de repente, y como si brotasen de la tierra, vi que muchos salvajes se levantaban a nuestro alrededor, y lanzaban gritos destemplados.
Apenas tuve tiempo para coger mi escopeta.
Afortunadamente Jorge despertó y acudió, poniéndose a mi lado.
No era ocasión de hablar, y como no necesitábamos ponernos de acuerdo, hicimos uso de nuestras armas.
La escena que tuvo lugar no puede describirse; los salvajes se arrojaron sobre nuestros bueyes y nuestro carro, y nosotros les hicimos fuego. Dos cayeron sin vida y empezaron a retroceder los demás, y aunque disparamos otra vez y también herimos, algunos dolos más atrevidos consiguieron apoderarse de uno de los bueyes.
Jorge, que no se dominaba tanto como yo, ciego por la ira, puso el cuchillo en su escopeta, acometió al grupo que tenía más cercano, y acuchilló con verdadera saña.
Yo entre tanto hacía fuego con la escopeta y con el revólver, y pocos minutos después todos los negros huían; pero llevándose el buey de que se habían apoderado.
—¡Miserables!—gritó fuera de sí mi criado.
Nos favorecía el resplandor de la luna y podíamos disparar con bastante acierto.
—Déjalos ya—grité.
—Se llevan uno de nuestros bueyes.
—No importa.
—¡Oh! Se lo comerán: pero ha de costarles bien caro.
Me fue imposible contener a Jorge, que continuaba haciendo fuego mientras yo me contentaba con disparar algunos cohetes para infundir pavor.
Todos los habitantes de la aldea salieron de las chozas.
Mi criado desapareció repentinamente.
Lo llamé y lo busqué.
¿Dónde se había metido?
¿había ido a la aldea para continuar la lucha?
Volví a buscarlo.
Ya no se percibía más ruido que el de mis voces llamando a mi criado, o el de los lamentos de los heridos.
Mi deber era morir antes que abandonar a mi fiel compañero, y me dispuse a ir a la aldea, cuando por fin Jorge se me presentó.
—¿Qué has hecho?—le pregunté.
—¿Pues no lo veis?
El espacio se iluminó.
Volví la cabeza y vi las llamaradas de dos o tres chozas que ardían.
Resonó luego una
Y las llamas se extendieron.
Y a nuestros oídos llegó la gritería de los salvajes que salían de la aldea y huían despavoridos hacia el Norte.
—¡Jorge, Jorge!—exclamé.—Has cometido un gran crimen…
—¡Bah!
—Esos desdichados…
—¿No han querido asesinarnos y robamos? ¿No merece castigo su crimen? Además, ya está hecho.
Las llamas consumían rápidamente la aldea.
Comprendiendo que no era posible que los salvajes nos perdonaran, determiné que inmediatamente emprendiésemos la marcha, pues muy pronto habían de volver para vengarse, y sucumbiríamos al número, dejando en su poder nuestro rico equipaje.
Jorge era de opinión de esperar, pues aquellas luchas le divertían, porque apenas consideraba como hombres a los negros, y muchas veces me dijo que para él no eran sino una de tantas especies de monos. Aunque nunca quise hacer a mi criado ninguna pregunta sobre la esclavitud, me parece que no la consideraba un crimen.
Nadie nos observaba, y nos alejamos hacia Occidente.
Después de dos horas de marcha, nos detuvimos en una llanura por donde atravesaba de Norte a Sur un río.
Allí descansamos con bastante tranquilidad, y al otro día continuamos el viaje.
Buscando siempre el terreno mejor para nuestro carro, seguimos por espacio de otros tres días.
Encontramos bosques vírgenes en los que no pudimos penetrar; atravesamos llanuras donde el calor nos ahogaba, y traspasamos cordilleras de poca consideración.
Hasta entonces habíamos encontrado caza abundante.
El terreno era siempre ondulado, bastante accidentado.
Subimos una colina y llegamos a la cumbre al ocultarse el sol, de manera que no pudimos examinar muy detenidamente el paisaje, pero sí vimos hacia el Nordeste y sobre otra pequeña cumbre una aldea, y que en muchos sitios estaba el terreno labrado y sembrado de maíz.
Al Norte se extendía un bosque, cuyos límites no podíamos apreciar.
Al pie de la colina donde nos encontrábamos corría un arroyo, que luego vi tenía por término medio unas veinte varas de anchura.
Hacia el Este terminaba el horizonte en una cordillera bastante escarpada.
No podíamos acercarnos aquella noche a la aldea, porque no sabíamos cómo nos recibirían sus habitantes, y determinamos esperar en la colina hasta que amaneciese.
Hicimos algunos montones de ramaje seco, pero no los encendimos, porque nos pareció prudente no llamar la atención.
Según nuestra costumbre, acostóse Jorge y me quedé para vigilar.
El horizonte estaba despejado, y la temperatura era muy agradable.
Dejóse ver la luna, cuyos resplandores hicieron brillar las aguas del riachuelo que casi a nuestros pies corría.
Contemplé el paisaje, que por lo variado era bellísimo, y cuando fijé la mirada en la aldea y empecé a dejar que mi imaginación volase haciendo suposiciones, parecióme percibir un ruido lejano.
No me equivoqué, porque a los pocos minutos oí claramente el desagradable son de los tamboriles y de las flautas de bambú que usan los indígenas, y que tocan allí bastante bien. No me sorprendió esto, porque cu muchos pueblos de África se espera la noche para celebrar cierta clase de fiestas. Se me ofrecía, pues, distracción, que no era entonces poca fortuna, observé, distinguiendo a poco rato una línea negra que salia de entre las chozas y se prolongaba descendiendo hacia la llanura.
¿Por qué había de privarse Jorge de aquel espectáculo?.
Lo desperté, se levantó y pensamos que nos sería posible verlo todo de cerca y sin que nos viesen.
—Bajemos hasta la orilla del río,—dijo mi criado,—y nos ocultaremos entre los matorrales. Aquí pueden quedarse los bueyes y el carro, pues no parece que haya peligro de que se acerquen las fieras.
—Vamos, pues, y avanzaremos hasta donde sea prudente.
Tomamos nuestras armas y empezamos a descender mientras los negros hacían lo mismo, tocando siempre los tamboriles y flautas, y llegamos antes que ellos a la orilla del arroyo.
Pronto encontramos sitio donde acomodarnos y quedar ocultos entre la espesura, observando entonces con la atención que el caso requería.
Supuso que ni una sola persona había quedado en la aldea, pues eran muchas las que de Cuatro en cuatro atravesaban la llanura hacia el arroyo.
Avanzaron lentamente.
Los músicos iban delante y no cesaban de tocar.
Perdíase en la inmensidad del espacio el eco de aquellas armonías acompasadas y que tenían una expresión de languidez incomparable.
Me sentí vivamente impresionado.
El resplandor de la luna daba un tinte fantástico a cuanto veíamos.
Media hora tardaron los negros en llegar a la orilla del arroyo, deteniéndose allí y formando un semicírculo, en cuyos extremos se colocaron los que tocaban.
En el centro quedaron cuatro personas, tres hombres y una mujer.
Uno de aquellos hombres, cuyo único ropaje era un delantal que llegaba a la mitad del muslo, tenía un collar hecho con dientes de tigre y de león, y del que pendía una gran concha.
Los otros dos cubrían su cuerpo con unas tónicas bastante largas y sin mangas.
La mujer era joven, puesto que no pasaría de quince años. Llevaba el delantal lo mismo que todas, y la cabellera peinada formando un promontorio de trenzas y bucles adornado con muchas plumas de vivos colores.
Tenía las manos cruzadas, inclinada la cabeza y Ju mirada fija en el suelo.
Cesó la música.
Reinó un silencio profundo.
El del collar, que era el jefe de la tribu, se sentó.
Los de las túnicas levantaron los brazos, quedaron inmóviles por algunos minutos y exhalaron después un grito;
Volvieron a resonar los tamboriles y las flautas, pero flojamente y con muy pausado compás.
Entonces hombres y mujeres se movieron como si bailasen, aunque sin salir cada cual de un pequeño espacio de terreno.
Permaneció inmóvil la joven que estaba dentro del semicírculo.
Después de diez minutos los de las túnicas lanzaron otro grito, cesó el baile y la música se hizo tan lánguida que empecé a sentir oprimido el corazón.
Entonaron un cántico, del que no pude entender masque algunas palabras, convenciéndome de que el soumal era el idioma que se hablaba allí.
Gradualmente fueron bajando la voz y callaron al fin.
Entonces, uno de los que vestían la túnica tomó una piedra bastante grande, y el otro sacó una cuerda con la que ató a la espalda los brazos de la joven, sujetando también la piedra, de manera que la infeliz apenas podía moverse con aquel peso.
Luego tomaron algunos puñados de tierra y los arrojaron al aire, pronunciando palabras que no pudo entender.
Arrodilláronse los que formaban el semicírculo, inclináronse y apoyaron la frente en el suelo.
El jefe se puso en pie.
La joven levantó la cabeza, fijó la mirada en el cielo, y con voz trémula y apagada entonó un cantar lánguido, tristísimo, lúgubre.
¿Qué iba a suceder?
Una sospecha horrible surgió en mi mente.
—¿Sabéis lo que significa todo esto?—me preguntó en voz muy baja Jorge.—¿Por qué han atado a esa pobre muchacha colgándole esa piedra que no podrá arrastrar?
—Lo ignoro, pero me parece que tendremos que tomar parte en la fiesta, pues todas las señales son de que se trata de un sacrificio.
—¡Horror!.... ¿Y no lo estorbaremos?
—Calla y espera.
—Podemos atravesar a pie la corriente.
—Lo haremos cuando sea preciso.
Cuando la joven acabó de cantar, la levantaron en brazos los de la túnica, y llegaron basta el agua.
La escena que entonces tuvo lugar fue muy rápida y apenas puedo describirse.
Mientras aquellos dos hombres, a los que no sé si calificar de fanáticos o de hipócritas, pronunciaban algunas palabras ininteligibles, arrojaron al agua a la desdichada víctima.
Al mismo tiempo se levantaron todos y empezaron a gritar, resonando también estrepitosamente las flautas y los tamboriles.
Y también al mismo tiempo nosotros, sin darnos apenas cuenta de lo que reíamos y hacíamos, disparamos nuestras escopetas y nos lanzábamos al riachuelo.
Las detonaciones de nuestras armas produjeron un efecto inconcebible.
Los salvajes, lanzando gritos de pavor, huyeron en distintas direcciones.
Yo llegué a la opuesta orilla con el agua basta el pecho, y volví a disparar, más que para herir para producir terror.
Entre tanto Jorge sacaba del río a la pobre muchacha, y volví a su lado, porque todos los negros habían desaparecido.
La joven temblaba convulsivamente, nos miraba con asombro y exhalaba algún grito destemplado.
Debimos parecería seres sobrenaturales.
Las rudas conmociones que acababa de experimentar la trastornaron profundamente, y a los pocos minutos cayó al suelo tiritando y exhalando angustiosos gemidos.
Quiso tranquilizarla con las palabras más dulces, pero no podía comprenderme.
La pulsé y me convencí de que la fiebre la devoraba.
Ante todo debíamos socorrerla.
No tenía fuerzas para sostenerse, y tomándola en brazos la subimos hasta el lugar donde estaba nuestro carro.
Allí la colocamos como mejor nos fue posible, envolviéndola en mantas, y luego nosotros nos mudamos de ropa.
Encendimos una hoguera.
Nada más podíamos hacer entonces.
Era preciso esperar al día siguiente para ver el carácter que la fiebre tomaba, y saber también a qué atenernos en cuanto a los habitantes de la aldea.
Acabamos de pasar la noche, vigilando el uno mientras el otro dormía.
Al salir el sol vimos a los negros que iban y venían alrededor de las chozas, y se detenían para mirar a la llanura y al riachuelo como si buscasen la explicación de lo que la noche anterior había sucedido.
La joven continuaba en el mismo estado, delirando unas, veces y otras quedando aletargada.
Le di los medicamentos que me pareció oportuno, y después de conferenciar con Jorge, decidimos encaminarnos a la población, llevando en el carro a la en forma.
Quizás cometíamos una locura, pero así lo hicimos, y media hora después habíamos vadeado el riachuelo y atravesábamos la llanura.
Apenas fuimos descubiertos púsose en movimiento toda la población, pero cuando empezamos a subir hacia la cumbre desaparecieron hombres, mujeres y niños, guareciéndose todos en sus viviendas.
Seguimos avanzando con cuanta rapidez nos fue posible, y al fin pudimos ver perfectamente la aldea.
Formaba esta una sola calle, y las casas o chozas, de forma cuadrada, estaban unidas, de modo que no era posible entrar en la población sino por uno de sus extremos, y éstos estaban cerrados y defendidos por fuertes empalizadas, por las que asomaban muchos hombres armados con flechas y lanzas y que empezaron a gritar amenazadoramente.
Nos detuvimos a bastante distancia para no poder ser heridos por las flechas, y agitamos nuestros pañuelos, haciendo así señales de paz.
Por de pronto nada conseguimos, y entonces sacamos del carro a la enferma para que sus compatriotas la viesen.
Comprendimos su sorpresa, vimos que se agitaban y conferenciaban, y después de media hora un negro se atrevió a salir.
Yo avancé, y cuando pudo Oírme le dije en soumal que éramos hombres como ellos, aunque mucho más poderosos y que no queríamos hacerles ningún mal.
El negro me hizo muchas preguntas, se me acercó más, me habló de lo sucedido la noche anterior, y comprendiendo al fin lo que hasta entonces no había podido explicarse, se retiró para dar parte y explicaciones al cacique.
Al cabo de una hora éste y todos sus vasallos nos rodeaban.
Nunca habían visto hombres blancos.
Convencidos de que nada tenían que temer, y despertada su codicia con mis ofrecimientos, nos dieron hospitalidad.
Nos dijeron que eran muchos los que habían enfermado en la aldea, y que para aplacar las iras del Gran Espíritu habían decidido sacrificar una joven virgen.
El fetichismo es la religión de aquella tribu, y los dos feticheros o sacerdotes tenían la pretensión de que Dios los inspiraba y hablaba con ellos como se puede hablar con un amigo.
Como mejor me fue posible combatí sus ideas, aunque sin conseguir más sino que me escuchasen.
Una semana estuvo la joven entre la muerte y la vida, pero tuve la satisfacción de que recobrara la salad y de ver que se mostraba muy propicia a abrazar nuestra religión, pues decía que le parecía mucho mejor el Dios de los hombres blancos que le habían salvado la vida, que el de los negros que la habían condenado a morir.
Hice algunas otras curaciones, y como la salud pública empezó a mejorar, llegaron a creer que nuestra influencia era muy beneficiosa.
Un mes permanecimos allí, enseñándoles algunas cosas útiles y haciéndoles algunos regalos, y partimos, dirigiéndonos otra vez hacia el Ecuador.
Atravesamos algunos bosques, escarpadas cordilleras y áridos terrenos.
Por fin, entramos en una comarca bellísima por la riqueza de la vegetación, y llegamos a un río en cuya orilla derecha había una población que no se parecía a ninguna de las que habíamos visto.
Las casas, porque bien merecían este nombre, están hechas de ramaje, son cuadrilongas y se sostienen sobre fuertes estacas a unos veinte pies de altura sobre la tierra. Así en la época de las lluvias y cuando se inunda toda aquella comarca, las habitaciones quedan sobre el agua y los indígenas hacen uso constante de sus canoas, manteniéndose con la raíz de cazabe, el maíz y la carne salada que han guardado. Durante la estación seca viven con la pesca y la caza.
Aunque al principio nos miraron recelosamente los habitantes de la aldea, acercáronse al fin a nosotros y pronto nos convencimos de que era gente pacífica y de buenos instintos.
Disipados sus temores, nos ofrecieron cuanto tenían, y acudió el jefe, que era un anciano ¿quien debo llamar venerable.
Ante todo tuvimos que satisfacer su curiosidad, enseñándoles cuantos objetos llevábamos, y desde luego les regalé algunas bagatelas, que recibieron con entusiasmo.
Nuestras armas de fuego produjeron el efecto que siempre producían.
Nunca habían visto hombres blancos.
Pusieron a nuestra disposición una casa donde podíamos estar muy bien, y nuestros bueyes quedaron pastando en la ribera.
Nada teníamos que temer de aquella gente. Los obsequiamos como mejor nos fue posible, y ellos no pensaron más que en complacernos.
Determiné pasar allí una temporada para hacer algunas excursiones, y principiamos por recorrer una parte del río hacia el Norte, admirando sus magníficas riberas hasta llegar a una catarata.
Otro día lo pasamos en un bosque, donde matamos el mayor elefante que he visto, y por último, fuimos a una pequeña cordillera de roca que se levantaba hacia Oriente. Allí examinamos el interior de una gruta, donde encontramos las más bellas cristalizaciones que he visto.
Como con nuestras armas podíamos cazar muy fácilmente, los habitantes de la aldea tenían siempre carne en abundancia y no querían que nos fuésemos; pero se acercaba la estación de las lluvias y no nos convenía permanecer allí, siquiera porque no podríamos conservar nuestros bueyes durante el tiempo de la inundación. Sin embargo, aún nos detuvieron algunos días, y empezó a llover cuando hacíamos los preparativos para nuestra marcha.
—Ya es tarde—me dijo el jefe—porque la inundación os cogerá antes de que lleguéis al bosque de los Misterios, y pereceréis.
Insistí en marchar con un guía que se comprometió a ir hasta el bosque de que me habían hablado: pero sin penetrar en él, porque creían que era la morada de todos los majos espíritus.
Cuanto más arreciaba la lluvia, mayor era mi deseo de partir, y así lo hicimos con gran pena de aquella gente.
Hacia Occidente caminamos con bastante lentitud, pues apenas dejaba de llover y muchas veces nuestro carro se atascaba en la tierra encharcada o reblandecida.
—Nos cogerá la inundación y moriremos—decía sin cesar nuestro guía.
—Pues ya no podemos retroceder—le contestaba yo.
—Tendremos que refugiarnos allí—añadía el negro, señalando hacia una pequeña cordillera cubierta de vegetación.
No se equivocaba.
En algunos sitios se inundó el terreno, formando lagunas, y fue imposible que transitase nuestro carro. Tuvimos que abandonarlo, y cargando el equipaje en los bueyes, nos dirigimos hacia la cordillera.
Tiempo era ya, pues en menos de dos horas vimos que se inundaba la llanura con las aguas que allí se recogían yendo desde puntos más elevados.
Al siguiente día no vimos a nuestros pies más que un lago inmenso, cuyos límites se perdían en el horizonte.
Habíamos encontrado una gruta bastante espaciosa, y de la que apenas podíamos salir más que algunos ratos durante el día cuando cesaba de llover; pero esto no sucedió sino por algunas horas y no diariamente.
Concluyeron nuestras provisiones, y aunque alguna vez podíamos matar alguna paloma, nos fue preciso sacrificar uno de los bueyes.
La humedad deterioró muchos de los objetos que ¿levábamos.
Lo que allí sufrimos no puede explicarse, pues nos aburríamos horriblemente.
Después de dos meses, que nos parecieron dos siglos, ya no llovía más que algunas horas durante la noche; pero no podíamos abandonar la cordillera mientras durase la inundación.
Cuando el terreno empezó a secarse y con gran contento nos disponíamos a partir, Jorge enfermó.
Esta desgracia era la mayor que podía sucedemos.
La fiebre lo devoraba y no podía apenas moverse.
Acudí a cuantos recursos conoce la ciencia; pero Jorge mejoraba y recaía sin acabar de curarse.
Nuestro guía partió para llevar la triste noticia a su jefe, y una semana después éste y muchos habitantes de la aldea acudieron y se instalaron en aquella montaña para consolarnos y servirnos. Entonces supe que también algunos ribereños estaban acometidos de la fiebre.
Más de dos meses estuvo Jorge entre la muerte y la vida; pero al fin el Omnipotente quiso escuchar mis votos, y tuve la satisfacción de ver a mi fiel criado fuera de todo peligro.
Aunque con lentitud, recobró las fuerzas.
Nos hablan sido muy útiles en todos sentidos los auxilios y cuidados de los habitantes de la aldea, y sin ellos probablemente hubiéramos perecido.
Me pareció bien darles una muestra de mi gratitud y les hice muchos regalos de ropa, herramientas, adornos, armas y municiones, lo cual no fue para mí un sacrificio, pues decididos a volver a la costa, ya era poco lo que necesitábamos.
De mis observaciones resultaba que nos encontrábamos a los 28° de longitud Oeste, y a los 4° 17 de latitud Sur.
Nos convenía dirigirnos, no hacia Loanda, sino hacia Loanda, o continuar hacia él Noroeste, atravesar el Ecuador y llegar al golfo de Guinea; pero lo segundo me pareció lo más conveniente y partimos hacia Occidente, inclinándonos algo hacia el Norte para dejar a nuestra izquierda la cordillera de San Salvador, cuyo paso presenta muchas dificultades.
Quince días después llegamos al bosque llamado de los Misterios y allí nos abandonaron nuestros guías.
Las maravillas de este bosque, la tribu que lo habita y todos los sucesos de gran interés que tuvieron lugar durante nuestro viaje hasta llegar a la costa, me servirán de asunto para otro libro. Ahora solamente diré que durante más de dos meses tuvimos que luchar con las hordas salvajes y las fieras.
Habíamos permanecido en África un año próximamente y determinamos volver a Europa.
Yo había conseguido cuanto era posible desear, pues al volver a mi casa me pareció todo muy agradable, y ya no me parecía carga insoportable la vida, es decir, y permítaseme la frase, que me había curado de la enfermedad que tenía en el alma.
Así termina el diario del doctor Smith.
Los límites de este libro no nos permiten insertar el interesantísimo relato referente al viaje a través del bosque de los Misterios y de las comarcas desconocidas hasta que los dos atrevidos viajeros llegaron a la costa de Guinea; pero, Dios mediante, algún día podremos dar a conocer en otro libro esta parte de las Memorias de Smith.
1 Las longitudes que marca el doctor Smith las liemos calculado con arreglo al meridiano de Madrid.