Nescit labi virtus.
El señor deán de la catedral de..., muerto pocos años ha, dejó entre sus papeles un legajo, que, rodando de unas manos en otras, ha venido a dar en las mías, sin que, por extraña fortuna, se haya perdido uno solo de los documentos de que constaba. El rótulo del legajo es la sentencia latina que me sirve de epígrafe, sin el nombre de mujer que yo le doy por título ahora; y tal vez este rótulo haya contribuido a que los papeles se conserven, pues creyéndolos cosa de sermón o de teología, nadie se movió antes que yo a desatar el balduque ni a leer una sola página.
Contiene el legajo tres partes. La primera dice:
Todo ello está escrito de una misma letra, que se puede inferir fuese la del señor deán. Y como el conjunto forma algo a modo de novela, si bien con poco o ningún enredo, yo imaginé en un principio que tal vez el señor deán quiso ejercitar su ingenio componiéndola en algunos ratos de ocio; pero, mirado el asunto con más detención y, notando la natural sencillez del estilo, me inclino a creer ahora que no hay tal novela, sino que las cartas son copia de verdaderas cartas, que el señor deán rasgó, quemó o devolvió a sus dueños, y que la parte narrativa, designada con el título bíblico de
De cualquier modo que sea, confieso que no me ha cansado, antes bien me ha interesado casi la lectura de estos papeles; y como en el día se publica todo, he decidido publicarlos también, sin más averiguaciones, mudando sólo los nombres propios, para que, si viven los que con ellos se designan, no se vean en novela sin quererlo ni permitirlo.
Las cartas que la primera parte contiene
parecen escritas por un joven de pocos años, con algún
conocimiento teórico, pero con ninguna práctica de las cosas del
mundo, educado al lado del señor
A este joven llamaremos D. Luis de Vargas.
El mencionado manuscrito, fielmente trasladado a la estampa, es como sigue.
Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de salud a mi padre, al señor vicario y a los amigos y parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me ha embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahora no he podido escribir a Vd.
Vd. me lo perdonará.
Como salí de aquí tan
niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me
causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece
más chico, mucho más chico; pero también más bonito
que el recuerdo que tenía.
Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y alamedas.
Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por ellas un par de horas.
Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de las amenas huertas que le circundan.
Es verdad que no me dejan parar con tanta visita.
Hasta cinco mujeres han venido a verme
que
Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño, cuando no estoy presente.
Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo.
La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar.
Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo, y esta buena gente me dice con un candor selvático que debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los pobretones; pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme y consolar la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos nietos.
Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos son muy pícaros, y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, a pesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.
El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito, a fuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no dejarme estudiar ni leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos primores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviado algún obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, ya un tarro de almíbar.
Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa, sino que también me han convidado a comer tres o cuatro personas de las más importantes del lugar.
Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá oído hablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende.
Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco años, está tan bien que puede poner envidia a los más gallardos mozos del lugar. Tiene además el atractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadas conquistas, de su celebridad, de haber sido una especie de D. Juan Tenorio.
No conozco aún a Pepita
Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo sospecho que será una
beldad
Que le dejó a su muerte
Sólo su honrosa espada por herencia
según dice el poeta. Hasta la edad de diez y seis años vivió Pepita con su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.
Tenía un tío llamado D.
Gumersindo, poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, de aquellos que en
tiempos antiguos una vanidad absurda fundaba. Cualquier persona regular hubiera
vivido con las rentas de este mayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de
trampas y sin acertar a darse el lustre y decoro propios de su clase; pero D.
Gumersindo era un ser extraordinario: el genio de la economía. No se
podía decir que crease riqueza; pero tenía una extraordinaria
facultad de absorción con respecto a la de los otros, y en punto a
consumirla, será difícil hallar sobre la tierra persona alguna en
cuyo mantenimiento, conservación y bienestar hayan tenido
Con este arreglo, con esta industria, y con el ánimo consagrado siempre a aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó D. Gumersindo a la edad que he dicho, siendo poseedor de un capital, importante sin duda en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza de estos lugareños y a la natural exageración andaluza.
D. Gumersindo, muy aseado y cuidadoso
de su persona, era un viejo que no inspiraba repugnancia. Las prendas de su
sencillo vestuario estaban algo raídas, pero sin una mancha y saltando
de limpias, aunque de tiempo inmemorial se le conocía la misma
Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran virtudes, aunque virtudes exageradas, D. Gumersindo tenía excelentes cualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo aunque le costase trabajo, desvelos y fatiga, con tal de que no le costase un real. Alegre y amigo de chanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuando no eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y con su discreta aunque poco ática conversación. Nunca había tenido inclinación alguna amorosa a una mujer determinada; pero inocentemente, sin malicia, gustaba de todas y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas y que más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda.
Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella a cumplir los diez y seis. Él era poderoso; ella pobre y desvalida.
La madre de ella era una mujer vulgar,
de cortas
En tan angustiosa situación,
empezó D. Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de su madre y a
requebrar a Pepita con más ahínco y persistencia que solía
requebrar a otras. Era, con todo, tan inverosímil y tan desatinado el
suponer que un hombre, que había pasado ochenta años sin querer
casarse,
-Muchacha, ¿quieres casarte conmigo?
Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma, y pudiera tomarse por broma, y aunque inexperta de las cosas del mundo, por cierto instinto adivinatorio que hay en las mujeres y sobre todo en las mozas, por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo serio, se puso colorada como una guinda, y no contestó nada. La madre contestó por ella:
-Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar: Tío, con mucho gusto; cuando Vd. quiera.
Este
Tío, con mucho gusto; cuando Vd.
quiera
, entonces, y varias veces después, dicen que salió
casi mecánicamente de entre los trémulos labios de Pepita,
cediendo a las amonestaciones, a los discursos,
Veo que me extiendo demasiado en hablar a Vd. de esta Pepita Jiménez y de su historia; pero me interesa y supongo que debe interesarle, pues si es cierto lo que aquí aseguran, va a ser cuñada de Vd. y madrastra mía. Procuraré, sin embargo, no detenerme en pormenores y referir en resumen cosas que acaso Vd. ya sepa, aunque hace tiempo que falta de aquí.
Pepita Jiménez se casó con D. Gumersindo. La envidia se desencadenó contra ella en los días que precedieron a la boda y algunos meses después.
En efecto, el valor moral de este
matrimonio es harto discutible; mas para la muchacha, si se atiende a los
ruegos de su madre, a sus quejas, hasta a su mandato; si se atiende a que ella
creía por este medio proporcionar a su madre una vejez descansada y
libertar a su hermano de la deshonra y de la infamia, siendo su ángel
tutelar y su Providencia, fuerza es confesar que merece atenuación la
censura. Por otra parte, ¿cómo penetrar en lo íntimo del
corazón, en el secreto escondido de la mente juvenil de una doncella,
criada tal vez con recogimiento exquisito e ignorante de todo, y saber
qué idea podía
Como quiera que sea, dejando a un lado estas investigaciones psicológicas que no tengo derecho a hacer, pues no conozco a Pepita Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz con el viejo durante tres años; que el viejo parecía más feliz que nunca; que ella le cuidaba y regalaba con un esmero admirable, y que en su última y penosa enfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno afecto, hasta que el viejo murió en sus brazos dejándola heredera de una gran fortuna.
Aunque hace más de dos
años que perdió a su madre, y más de año y medio
que enviudó, Pepita lleva aún luto de viuda. Su compostura, su
vivir
Aquí, como en todas partes, la
gente es muy aficionada al dinero. Y digo mal
como en todas partes
: en las ciudades
populosas, en los grandes centros de civilización, hay otras
distinciones que se ambicionan tanto o más que el dinero, porque abren
camino y dan crédito y consideración en el mundo; pero en los
pueblos pequeños, donde ni la gloria literaria o científica, ni
tal vez la distinción en los modales, ni la elegancia, ni la
discreción y amenidad en el trato, suelen estimarse ni comprenderse, no
hay otros grados que marquen la jerarquía social sino el tener
más o menos dinero o cosa que lo valga. Pepita, pues, con dinero y
siendo además hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen uso de su
riqueza, se ve en el día considerada y respetada
Mi padre no está más adelantado ni ha salido mejor librado, según dicen, que los demás pretendientes; pero Pepita, para cumplir el refrán de que no quita lo cortés a lo valiente, se esmera en mostrarle la amistad más franca, afectuosa y desinteresada. Se deshace con él en obsequios y atenciones; y, siempre que mi padre trata de hablarle de amor, le pone a raya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a la memoria sus pasadas culpas y tratando de desengañarle del mundo y de sus pompas vanas.
Confieso a Vd. que empiezo a tener
curiosidad de conocer a esta mujer; tanto oigo hablar de ella. No creo que mi
curiosidad carezca de fundamento, tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo
siento lo que dice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su edad provecta,
venga a mejor vida, olvide y no
Si tuviera yo otra condición, preferiría que mi padre se quedase soltero. Hijo único entonces, heredaría todas sus riquezas, y, como si dijéramos, nada menos que el cacicato de este lugar; pero Vd. sabe bien lo firme de mi resolución.
Aunque indigno y humilde, me siento
llamado al sacerdocio, y los bienes de la tierra hacen poca mella en mi
ánimo. Si hay algo en mí del ardor de la juventud y de la
vehemencia de las pasiones propias de dicha edad, todo habrá de
emplearse en dar pábulo a una caridad activa y fecunda. Hasta los muchos
libros que Vd. me ha dado a leer y mi conocimiento de la historia de las
antiguas civilizaciones de los pueblos del Asia unen en mí la curiosidad
No me mueve vanidad alguna; no quiero creerme superior a ningún otro hombre. El poder de mi fe, la constancia de que me siento capaz, todo, después del favor y de la gracia de Dios, se lo debo a la atinada educación, a la santa enseñanza y al buen ejemplo de Vd., mi querido tío.
Casi no me atrevo a confesarme a
mí mismo una cosa; pero contra mi voluntad esta cosa, este pensamiento,
esta cavilación, acude a mi mente con frecuencia, y ya que acude a mi
mente, quiero, debo confesársela a Vd.; no me es lícito ocultarle
ni mis más recónditos e involuntarios pensamientos.
He pensado muchas veces sobre dos
métodos opuestos de educación: el de aquéllos que procuran
conservar la inocencia, confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo
que el mal no conocido se evita mejor que el conocido, y el de aquéllos
que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la
razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su
fealdad horrible y en toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y
le evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse para estimar mejor la infinita
bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo
agradezco a Vd. que me haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel
y la manteca de su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de
reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno
conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido, y de ir derecho a la
virtud, y en cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas
las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación
que debemos hacer por este
Otra cosa que me considero obligado a agradecer a Vd., es la indulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente y relajada, sino severa y grave, que ha sabido Vd. inspirarme para con las faltas y pecados del prójimo.
Digo todo esto porque quiero hablar a Vd. de un asunto tan delicado, tan vidrioso, que apenas hallo términos con que expresarle. En resolución, yo me pregunto a veces: este propósito mío ¿tendrá por fundamento, en parte al menos, el carácter de mis relaciones con mi padre? En el fondo de mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre, víctima de sus liviandades?
Lo examino detenidamente y no hallo un
átomo de rencor en mi pecho. Muy al contrario: la gratitud le llena
todo. Mi padre me ha criado con amor; ha procurado honrar en mí la
memoria de mi madre, y se diría que al criarme, al cuidarme, al mimarme,
al esmerarse conmigo cuando pequeño, trataba de aplacar su irritada
sombra, si la sombra, si el espíritu de ella, que era un ángel de
bondad y de mansedumbre,
Si hay en mi corazón algún germen de virtud, si hay en mi mente algún principio de ciencia; si hay en mi voluntad algún honrado y buen propósito, a Vd. lo debo.
El cariño de mi padre hacia mí es extraordinario, es grande; la estimación en que me tiene, inmensamente superior a mis merecimientos. Acaso influya en esto la vanidad. En el amor paterno hay algo de egoísta; es como una prolongación del egoísmo. Todo mi valer, si yo le tuviese, mi padre le consideraría como creación suya, como si yo fuera emanación de su personalidad, así en el cuerpo como en el espíritu. Pero de todos modos, creo que él me quiere y que hay en este cariño algo de independiente y de superior a todo ese disculpable egoísmo de que he hablado.
Siento un gran consuelo, una gran
tranquilidad en mi conciencia, y doy por ello las más fervientes gracias
a Dios, cuando advierto y noto que la fuerza de la sangre, el vínculo de
la naturaleza, ese misterioso lazo que nos une, me lleva, sin ninguna
consideración
Adiós tío: en adelante escribiré a Vd. a menudo y tan por extenso como me tiene encargado, si bien no tanto como hoy, para no pecar de prolijo.
Me voy cansando de mi residencia en
este lugar, y cada día siento más deseo de volverme con Vd. y
Hace tres días tuvimos el convite, del que hablé a Vd., en casa de Pepita Jiménez. Como esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta el día del convite: me pareció, en efecto, tan bonita como dice la fama, y advertí que tiene con mi padre una afabilidad tan grande que le da alguna esperanza, al menos miradas las cosas someramente, de que al cabo ceda y acepte su mano.
Como es posible que sea mi madrastra,
la he mirado con detención y me parece una mujer singular, cuyas
condiciones morales no atino a determinar con certidumbre. Hay en ella un
sosiego, una paz exterior, que puede provenir de frialdad de espíritu y
de corazón, de estar muy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo
poco o nada, y pudiera provenir también de otras prendas que hubiera en
su alma; de la tranquilidad de su conciencia, de la pureza de sus aspiraciones
y del pensamiento de cumplir en esta vida con los deberes que la sociedad
impone, fijando la mente, como término, en esperanzas más altas.
Ello es lo cierto, que o bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin
elevarse su
Tiene la casa limpísima y todo
en un orden perfecto. Los muebles no son artísticos ni elegantes; pero
tampoco se advierte en ellos nada pretencioso y de mal gusto. Para poetizar su
estancia, tanto en el patio como en las salas y galerías, hay multitud
de flores y plantas. No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor
exótica; pero sus
Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos toda la casa. Se conoce que el dueño de ella necesita seres vivos en quien poner algún cariño; y, a más de algunas criadas, que se diría que ha elegido con empeño, pues no puede ser mera casualidad el que sean todas bonitas, tiene, como las viejas solteronas, varios animales que le hacen compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos, tan mansos y sociables, que se le ponen a uno encima.
En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde resplandece un niño Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y bastante guapo. Su vestido es de raso blanco, con manto azul, lleno de estrellitas de oro, y todo él está cubierto de dijes y de joyas. El altarito en que está el niño Jesús se ve adornado de flores, y alrededor macetas de brusco y laureola, y en el altar mismo, que tiene gradas o escaloncitos, mucha cera ardiendo.
Al ver todo esto, no sé
qué pensar; pero más a menudo me inclino a creer que la viuda se
ama a sí misma sobre todo, y que para recreo y para efusión de
este amor tiene los gatos, los canarios, las flores
No se puede negar que la Pepita Jiménez es discreta: ninguna broma tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi vocación y sobre las órdenes que voy a recibir dentro de poco, han salido de sus labios. Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la última cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar por muy entendida.
Mi padre estuvo finísimo; parecía remozado, y sus extremos cuidadosos hacia la dama de sus pensamientos eran recibidos, si no con amor, con gratitud.
Asistieron al convite el médico, el escribano y el señor vicario, grande amigo de la casa y padre espiritual de Pepita.
El señor vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias veces me habló aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía, de lo compasiva y buena que era para todo el mundo; en suma, me dijo que era una santa.
Oído el señor vicario y
fiándome en su juicio, yo
Cuando nos retiramos de casa de Pepita
Jiménez y volvimos a la nuestra, mi padre me habló resueltamente
de su proyecto: me dijo que él había sido un gran calavera, que
había llevado una vida muy mala y que no veía medio de
enmendarse, a pesar de sus años, si aquella mujer, que era su
salvación, no le quería y se casaba con él. Dando ya por
supuesto que iba a quererle y a casarse, mi padre me habló de intereses;
me dijo que era muy rico y que me dejaría mejorado, aunque tuviese
varios hijos más. Yo le respondí que para los planes y fines de
mi vida necesitaba harto poco dinero, y que mi mayor contento sería
verle dichoso con mujer e hijos, olvidado de sus antiguos devaneos. Me
habló luego mi padre de sus esperanzas amorosas, con un candor y con una
vivacidad tales, que se diría que yo era el padre y el viejo, y
él un chico de mi edad o más joven. Para ponderarme el
mérito de la novia, y la dificultad del triunfo, me refirió las
condiciones
Tales son, querido tío, las preocupaciones y ocupaciones de mi padre en este pueblo, y las cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mis propósitos y pensamientos de que me habla con frecuencia, y sobre las cuales quiere que dé mi voto.
No parece sino que la excesiva indulgencia de usted para conmigo ha hecho cundir aquí mi fama de hombre de consejo: paso por un pozo de ciencia; todos me refieren sus cuitas y me piden que les muestre el camino que deben seguir. Hasta el bueno del señor vicario, aun exponiéndose a revelar algo como secretos de confesión, ha venido ya a consultarme sobre vanos casos de conciencia que se le han presentado en el confesionario. Mucho me ha llamado la atención uno de estos casos que me ha sido referido por el vicario, como todos, con profundo misterio y sin decirme el nombre de la persona interesada.
Cuenta el señor vicario, que
una hija suya de confesión tiene grandes escrúpulos, porque se
siente llevada con irresistible impulso hacia la vida solitaria
Amar a Dios sobre todas las cosas,
buscarle en el centro del alma donde está, purificarse de todas las
pasiones y afecciones terrenales, para unirse a él, son ciertamente
anhelos piadosos y determinaciones buenas; pero el escrúpulo está
en saber, en calcular si nacerán o no de un amor propio exagerado.
¿Nacerán acaso, parece que piensa la penitente, de que yo, aunque
indigna y pecadora, presumo que vale más mi alma que las almas de mis
semejantes; que la hermosura interior de mi mente y de mi voluntad se
turbaría y se empañaría con el afecto de los seres humanos
que conozco y que creo que no me merecen? ¿Amo a Dios, no sobre todas
las cosas, de un modo infinito, sino sobre lo poco conocido que desdeño,
que desestimo, que no puede llenar mi corazón? Si mi devoción
tiene este fundamento, hay en ella dos grandes faltas: la primera, que no
está cimentada en un puro amor de Dios, lleno de humildad y de caridad,
sino en el orgullo; y la segunda, que esa devoción no es firme y
valedera, sino que está en el aire, porque ¿quién asegura
Sobre este caso de conciencia, harto
alambicado y sutil para que así preocupe a una lugareña, ha
venido a consultarme el padre vicario. Yo he querido excusarme de decir nada,
fundándome en mi inexperiencia y pocos años; pero el señor
vicario se ha obstinado de tal suerte, que no he podido menos de discurrir
sobre el caso. He dicho, y mucho me alegraría de que Vd. aprobase mi
parecer, que lo que importa a esta hija de confesión atribulada, es
mirar con mayor benevolencia a los hombres que la rodean, y en vez de analizar
y desentrañar sus faltas con el escalpelo de la crítica, tratar
de cubrirlas con el manto de la caridad, haciendo resaltar todas las buenas
cualidades de ellos y ponderándolas mucho, a fin de amarlos y
estimarlos; que debe esforzarse por ver en cada ser humano un objeto digno de
amor, un verdadero prójimo, un igual suyo, un alma en cuyo fondo hay un
tesoro de excelentes prendas y virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y
semejanza de Dios. Realzado así cuanto nos rodea, amando y estimando a
las criaturas por lo
Si, como sospecho, es Pepita Jiménez la que ha consultado al señor vicario sobre estas dudas y tribulaciones, me parece que mi padre no puede lisonjearse todavía de ser muy querido; pero si el vicario acierta a darla mi consejo, y ella le acepta y pone en práctica, o vendrá a hacerse una María de Ágreda o cosa por el estilo, o lo que es más probable, dejará a un lado misticismos y desvíos, y se conformará y contentará con aceptar la mano y el corazón de mi padre, que en nada es inferior a ella.
La monotonía de mi vida en este lugar empieza a fastidiarme bastante, y no porque la vida mía en otras partes haya sido más activa físicamente; antes al contrario, aquí me paseo mucho, a pie y a caballo, voy al campo, y por complacer a mi padre concurro a casinos y reuniones; en fin, vivo como fuera de mi centro y de mi modo de ser; pero mi vida intelectual es nula; no leo un libro ni apenas me dejan un momento para pensar y meditar sosegadamente: y como el encanto de mi vida estribaba en estos pensamientos y meditaciones, me parece monótona la que hago ahora. Gracias a la paciencia, que usted me ha recomendado para todas las ocasiones, puedo sufrirla.
Otra causa de que mi espíritu
no esté completamente tranquilo es el anhelo que cada día siento
más vivo de tomar el estado a que resueltamente me inclino desde hace
años. Me parece que en estos momentos, cuando se halla tan cercana la
realización del constante sueño de mi vida, es como una
profanación distraer la mente hacia otros objetos. Tanto me atormenta
esta idea y tanto cavilo sobre ella, que
Harto sé que los impíos
del día presente acusan, con falta completa de fundamento, a nuestra
santa religión de mover las almas a aborrecer todas las cosas del mundo,
a despreciar o a desdeñar la naturaleza, tal vez a temerla casi, como si
hubiera en ella algo de diabólico, encerrando todo su amor y todo su
afecto en el que llaman monstruoso egoísmo del amor divino, porque creen
que el alma se ama a sí propia amando a Dios. Harto sé que no es
así, que no es ésta la verdadera doctrina; que el amor divino es
la caridad, y que amar a Dios es amarlo todo, porque todo está en Dios y
Dios está en todo por inefable y alta manera. Harto sé que no
peco amando las cosas por el amor de Dios, lo cual es amarlas
No se me oculta que todas estas cosas materiales son como las letras de un libro, son como los signos y caracteres donde el alma, atenta a su lectura, puede penetrar un hondo sentido y leer y descubrir la hermosura de Dios, que, si bien imperfectamente, está en ellas como trasunto o más bien como cifra, porque no la pintan, sino que la representan. En esta distinción me fundo a veces para dar fuerza a mis escrúpulos y mortificarme. Porque yo me digo: si amo la hermosura de las cosas terrenales tales como ellas son, y si la amo con exceso, es idolatría; debo amarla como signo, como representación de una hermosura oculta y divina, que vale mil veces más, que es incomparablemente superior en todo.
Hace pocos días cumplí
veintidós años. Tal ha sido hasta ahora mi fervor religioso, que
no he sentido más amor que el inmaculado amor de Dios mismo y de su
santa religión, que quisiera difundir y ver triunfante en todas las
regiones de la tierra. Confieso que algún sentimiento profano se ha
mezclado con esta pureza de afecto. Vd. lo sabe, se lo he dicho mil veces; y
Vd., mirándome con su acostumbrada
Dígame Vd. qué piensa de estas cosas; si hay algo de enfermizo en esta disposición de mi ánimo.
Siguen las diversiones campestres, en que tengo que intervenir muy a pesar mío.
He acompañado a mi padre a ver casi todas sus fincas, y mi padre y sus amigos se pasman de que yo no sea completamente ignorante en las cosas del campo. No parece sino que para ellos el estudio de la teología, a que me he dedicado, es contrario del todo al conocimiento de las cosas naturales. ¡Cuánto han admirado mi erudición al verme distinguir en las viñas, donde apenas empiezan a brotar los pámpanos, la cepa Pedro-Jiménez de la baladí y de la Don- Bueno ¡Cuánto han admirado también que en los verdes sembrados sepa yo distinguir la cebada del trigo y el anís de las habas; que conozca muchos árboles frutales y de sombra; y que, aun de las yerbas que nacen espontáneamente en el campo, acierte yo con varios nombres y refiera bastantes condiciones y virtudes!
Pepita Jiménez, que ha sabido
por mi padre lo mucho que me gustan las huertas de por aquí, nos ha
convidado a ver una que posee a corta distancia del lugar, y a comer las fresas
tempranas que en ella
Sea como sea, anteayer tarde fuimos a
la huerta de Pepita. Es hermoso sitio, de lo más ameno y pintoresco que
puede imaginarse. El riachuelo que riega casi todas estas huertas, sangrado por
mil acequias, pasa al lado de la que visitamos: se forma allí una presa,
y cuando se suelta el agua sobrante del riego, cae en un hondo barranco poblado
en ambas márgenes de álamos blancos y negros, mimbrones, adelfas
floridas y otros árboles frondosos. La cascada, de agua limpia y
transparente, se derrama en el fondo, formando espuma, y luego sigue su curso
tortuoso por un cauce que la naturaleza misma ha abierto, esmaltando sus
orillas de mil yerbas y flores, y cubriéndolas ahora con multitud de
violetas. Las laderas que hay a un extremo de la huerta están llenas de
nogales, higueras, avellanos y otros
Asistimos a esta gira el médico, el escribano, mi tía doña Casilda, mi padre y yo; sin faltar el indispensable señor vicario, padre espiritual, y más que padre espiritual, admirador y encomiador perpetuo de Pepita.
Por un refinamiento algo
sibarítico, no fue el hortelano, ni su mujer, ni el chiquillo del
hortelano, ni ningún otro campesino quien nos sirvió la merienda,
sino dos lindas muchachas, criadas y como confidentas de Pepita, vestidas a lo
rústico, si bien
Salvo la superior riqueza de la tela y
su color negro, no era más cortesano el traje de Pepita. Su vestido de
merino tenía la misma forma que el de las criadas, y, sin ser muy corto,
no arrastraba ni recogía suciamente el polvo del camino. Un modesto
pañolito de seda negra cubría también, al uso del lugar,
su espalda y su pecho, y en la cabeza no ostentaba tocado, ni flor, ni joya, ni
más adorno que el de sus propios cabellos rubios. En la única
cosa que note por parte de Pepita cierto esmero, en que se apartaba de los usos
aldeanos, era en llevar guantes. Se conoce que cuida mucho sus manos y que tal
vez pone alguna vanidad en tenerlas muy blancas y bonitas, con unas uñas
lustrosas y sonrosadas, pero si tiene esta vanidad, es disculpable en la
flaqueza humana, y al fin, si yo no estoy trascordado,
En efecto, yo me explico, aunque no
disculpo, esta pícara vanidad. ¡Es tan distinguido, tan
aristocrático, tener una linda mano! Hasta se me figura a veces que
tiene algo de simbólico. La mano es el instrumento de nuestras obras, el
signo de nuestra nobleza, el medio por donde la inteligencia reviste de forma
sus pensamientos artísticos, y da ser a las creaciones de la voluntad, y
ejerce el imperio que Dios concedió al hombre sobre todas las criaturas.
Una mano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, de un trabajador, de un
obrero, demuestra noblemente ese imperio; pero en lo que tiene de más
violento y mecánico. En cambio, las manos de esta Pepita, que parecen
casi diáfanas como el alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde
cree uno ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso
azul; estas manos, digo, de dedos afilados y de sin par corrección de
dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio
misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material,
sobre todas las cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios y
que por medio
No hay que decir que mi padre se
mostró tan embelesado como siempre de Pepita, y ella tan fina y
cariñosa con él, si bien con un cariño más filial
de lo que mi padre quisiera. Es lo cierto que mi padre, a pesar de la
reputación que tiene de ser por lo común poco respetuoso y
bastante profano con las mujeres, trata a ésta con un respeto y unos
miramientos tales, que ni Amadís los usó mayores con la
señora Oriana en el período más humilde de sus
pretensiones y galanteos: ni una palabra que disuene, ni un requiebro brusco e
inoportuno, ni un chiste algo amoroso de estos que con tanta frecuencia suelen
permitirse los andaluces. Apenas si se atreve a decir a Pepita «buenos
ojos tienes»; y en verdad que si lo dijese no mentiría, porque los
tiene grandes, verdes como los de Circe, hermosos y rasgados; y lo que
más mérito y valor les da, es que no parece sino que ella no lo
sabe, pues no se descubre en ella la menor intención de agradar a nadie
ni de atraer a nadie con lo dulce de sus miradas.
Yo me paro a pensar si todo esto
será estudiado; si esta Pepita será una gran comedianta; pero
sería tan perfecto el fingimiento y tan oculta la comedia, que me parece
imposible. La misma naturaleza, pues, es la que guía y sirve de norma a
esta mirada y a estos ojos. Pepita, sin duda, amó a su madre primero, y
luego las circunstancias la llevaron
A veces me pregunto a mí mismo,
si al censurar en mi interior esta condición de Pepita, no soy yo quien
me censuro. ¿Qué sé yo lo que pasa en el alma de esa
mujer, para censurarla? ¿Acaso, al creer que veo su alma, no es la
mía la que veo? Yo no he tenido ni tengo pasión alguna que
vencer: todas mis inclinaciones bien dirigidas, todos mis instintos buenos y
malos, merced a la sabia enseñanza de usted, van sin obstáculos
ni tropiezos encaminados al mismo propósito; cumpliéndolo se
satisfarían no sólo mis nobles y desinteresados deseos, sino
también mis deseos egoístas, mi amor a la gloria, mi afán
de saber, mi curiosidad de ver tierras distantes,
Yo he recibido ya las órdenes
menores; he desechado de mi alma las vanidades del mundo; estoy tonsurado; me
he consagrado al altar, y sin embargo, un porvenir de ambición se
presenta a mis ojos y veo con gusto que puedo alcanzarle y me complazco en dar
por ciertas y valederas las condiciones que tengo para ello, por más que
a veces llame a la modestia en mi auxilio a fin de no confiar demasiado. En
cambio esta mujer ¿a qué aspira ni qué quiere? Yo la
censuro de que se cuida las manos; de que mira tal vez con complacencia su
belleza; casi la censuro de su pulcritud, del esmero que pone en vestirse, de
yo no sé qué coquetería que hay en la misma modestia y
sencillez con que se viste. ¡Pues qué! ¿La virtud ha de ser
desaliñada? ¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma pura y limpia,
¿no puede complacerse en que el cuerpo también lo sea? Es
extraña esta malevolencia con que miro el primor y el aseo de Pepita.
¿Será tal vez porque va a ser mi madrastra? ¡Pero si no
quiere ser mi madrastra! ¡Si
Ello es que la fiesta en la huerta fue apaciblemente divertida: se habló de flores, de frutos, de injertos, de plantaciones y de otras mil cosas relativas a la labranza, luciendo Pepita sus conocimientos agrónomos en competencia con mi padre, conmigo y con el señor vicario, que se queda con la boca abierta cada vez que habla Pepita, y jura que en los setenta y pico de años que tiene de edad, y en sus largas peregrinaciones, que le han hecho recorrer casi toda la Andalucía, no ha conocido mujer más discreta ni más atinada en cuanto piensa y dice.
Cuando volvemos a casa de cualquiera
de estas expediciones, vuelvo a insistir con mi padre en mi ida con Vd. a fin
de que llegue el suspirado momento de que yo me vea elevado al sacerdocio; pero
mi padre está tan contento de tenerme a su lado y
Lo malo es que con esta vida temo
materializarme demasiado: me parece sentir alguna sequedad de espíritu
durante la oración; mi fervor religioso disminuye; la vida vulgar va
penetrando y se va infiltrando en mi naturaleza. Cuando rezo, padezco
distracciones; no pongo en lo que digo a mis solas, cuando el alma debe
elevarse a Dios, aquella atención profunda que antes ponía. En
cambio, la ternura de mi corazón, que no se fija en objeto condigno, que
no se emplea y consume en lo que debiera, brota y como que rebosa en ocasiones
por objetos y circunstancias que tienen mucho de pueriles,
Sigo haciendo la misma vida de siempre y detenido aquí a ruegos de mi padre.
El mayor placer de que disfruto, después del de vivir con él, es el trato y conversación del señor vicario, con quien suelo dar a solas largos paseos. Imposible parece que un hombre de su edad, que debe de tener cerca de los ochenta años, sea tan fuerte, ágil y andador. Antes me canso yo que él, y no queda vericueto, ni lugar agreste, ni cima de cerro escarpado en estas cercanías, a donde no lleguemos.
El señor vicario me va
reconciliando mucho con el clero español, a quien algunas veces he
tildado yo, hablando con Vd., de poco ilustrado. ¡Cuánto
más vale, me digo a menudo, este hombre, lleno de candor y de buen
deseo, tan afectuoso e inocente, que cualquiera que haya leído muchos
libros y en cuya alma no arda con tal viveza como en la suya el fuego de la
caridad unido a la fe más sincera y más pura! No crea Vd. que es
vulgar el entendimiento del señor vicario: es un espíritu
inculto; pero despejado
Para todo esto, fuerza es confesarlo, tiene un poderoso auxiliar en Pepita Jiménez, cuya devoción y natural compasivo siempre está él poniendo por las nubes.
El carácter de esta especie de
culto que el vicario rinde a Pepita, va sellado, casi se confunde con el
ejercicio de mil buenas obras; con las limosnas, el rezo, el culto
público y el cuidado de los menesterosos. Pepita no da sólo para
los pobres, sino también para novenas, sermones y otras fiestas de
iglesia. Si los altares de la parroquia brillan a veces
No sé qué libros
habrá leído Pepita Jiménez, ni que instrucción
tendrá; pero de lo que cuenta el señor
No desconoce el padre vicario que esto tiene mucho de peligroso, y que él y Pepita se exponen a dar sin saberlo, en alguna herejía; pero se tranquiliza porque, distando mucho de ser un gran teólogo, sabe su catecismo al dedillo, tiene confianza en Dios, que le iluminará, y espera no extraviarse, y da por cierto que Pepita seguirá sus consejos y no se extraviará nunca.
Así imaginan ambos mil
poesías, aunque informes, bellas, sobre todos los misterios de nuestra
religión y artículos de nuestra fe. Inmensa es la devoción
Por lo que relata el padre vicario entreveo que en el alma de Pepita Jiménez, en medio de la serenidad y calma que aparenta, hay clavado un agudo dardo de dolor; hay un amor de pureza contrariado por su vida pasada. Pepita amó a D. Gumersindo, como a su compañero, como a su bienhechor, como al hombre a quien todo se lo debe; pero la atormenta, la avergüenza el recuerdo de que D. Gumersindo fue su marido.
En su devoción a la Virgen se descubre un sentimiento de humillación dolorosa, un torcedor, una melancolía que influye en su mente el recuerdo de su matrimonio indigno y estéril.
Hasta en su adoración al niño Dios, representado en la preciosa imagen de talla que tiene en su casa, interviene el amor maternal sin objeto, el amor maternal que busca ese objeto en un ser no nacido de pecado y de impureza.
El padre vicario dice que Pepita adora
al niño Jesús como a su Dios, pero que le ama con las
entrañas
Aseguro a Vd. que no sé qué pensar de todas estas extrañezas. ¡Conozco tan poco lo que son las mujeres! Lo que de Pepita me cuenta el padre vicario me sorprende, y si bien más a menudo entiendo que Pepita es buena y no mala, a veces me infunde cierto terror por mi padre. Con los cincuenta y cinco años que tiene, creo que está enamorado, y Pepita, aunque buena por reflexión, puede, sin premeditarlo ni calcularlo, ser un instrumento del espíritu del mal; puede tener una coquetería irreflexiva e instintiva, más invencible, eficaz y funesta aún que la que procede de premeditación, cálculo y discurso.
¿Quién sabe, me digo yo
a veces, si a pesar de las buenas obras de Pepita, de sus rezos, de su vida
devota y recogida, de sus limosnas y de sus donativos para las iglesias, en
todo lo cual se puede fundar el afecto que el padre vicario la profesa, no hay
El mismo imperio que ejerce Pepita sobre un hombre tan descreído como mi padre, sobre una naturaleza tan varonil y poco sentimental, tiene en verdad mucho de raro.
No explican tampoco las buenas obras de Pepita el respeto y afecto que infunde por lo general en estos rústicos. Los niños pequeñuelos acuden a verla las pocas veces que sale a la calle y quieren besarla la mano; las mozuelas le sonríen y la saludan con amor; los hombres todos se quitan el sombrero a su paso y se inclinan con la más espontánea reverencia y con la más sencilla y natural simpatía.
Pepita Jiménez, a quien muchos
han visto nacer, a quien vieron todos en la miseria, viviendo con su madre, a
quien han visto después casada con el decrépito y avaro D.
Gumersindo, hace olvidar todo esto, y aparece como un ser peregrino, venido de
alguna tierra lejana, de alguna esfera superior, pura y radiante, y obliga y
mueve al acatamiento afectuoso,
Veo que distraídamente voy
cayendo en el mismo defecto que en el padre vicario censuro, y que no hablo a
Vd. sino de Pepita Jiménez. Pero esto es natural. Aquí no se
habla de otra cosa. Se diría que todo el lugar está lleno del
espíritu, del pensamiento, de la imagen de esta singular mujer, que yo
no acierto aún a determinar si es un ángel o una refinada coqueta
llena de
Hay sinceridad y candor en Pepita Jiménez. No hay más que verla para creerlo así. Su andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo terso y despejado de su frente, la suave y pura luz de sus miradas, todo se concierta en un ritmo adecuado, todo se une en perfecta armonía, donde no se descubre nota que disuene.
¡Cuánto me pesa de haber
venido por aquí y de permanecer aquí tan largo tiempo!
Había pasado la vida en su casa de Vd. y en el Seminario, no
había visto ni tratado más que a mis compañeros y
maestros;
Las últimas cartas de Vd., queridísimo tío, han sido de grata consolación para mi alma. Benévolo como siempre, me amonesta Vd. y me ilumina con advertencias útiles y discretas.
Es verdad: mi vehemencia es digna de vituperio. Quiero alcanzar el fin sin poner los medios; quiero llegar al término de la jornada sin andar antes paso a paso el áspero camino.
Me quejo de sequedad de espíritu en la oración, de distraído, de disipar mi ternura en objetos pueriles; ansío volar al trato íntimo con Dios, a la contemplación esencial, y desdeño la oración imaginaria y la meditación racional y discursiva. ¿Cómo sin obtener la pureza, cómo sin ver la luz he de lograr el goce del amor?
Hay mucha soberbia en mí, y yo
he de procurar humillarme a mis propios ojos, a fin de que el
No creo, a pesar de todo, como Vd. me advierte, que es tan fácil para mí una fea y no pensada caída. No confío en mí: confío en la misericordia de Dios y en su gracia, y espero que no sea.
Con todo, razón tiene Vd. que le sobra en aconsejarme que no me ligue mucho en amistad con Pepita Jiménez; pero yo disto bastante de estar ligado con ella.
No ignoro que los varones religiosos y los santos, que deben servirnos de ejemplo y dechado, cuando tuvieron gran familiaridad y amor con mujeres, fue en la ancianidad, o estando ya muy probados y quebrantados por la penitencia, o existiendo una notable desproporción de edad entre ellos y las piadosas amigas que elegían; como se cuenta de San Jerónimo y Santa Paulina, y de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Y aun así, y aun siendo el amor de todo punto espiritual, sé que puede pecar por demasía. Porque Dios, no más, debe ocupar nuestra alma, como su dueño y esposo, y cualquiera otro ser que en ella more, ha de ser sólo a título de amigo o siervo o hechura del esposo, y en quien el esposo se complace.
No crea Vd., pues, que yo me jacte de invencible, y desdeñe los peligros y los desafíe y los busque. En ellos perece quien los ama. Y cuando el rey profeta, con ser tan conforme al corazón del Señor y tan su valido, y cuando Salomón, a pesar de su sobrenatural e infusa sabiduría, fueron conturbados y pecaron, porque Dios quitó su faz de ellos, ¿qué no debo temer yo, mísero pecador, tan joven, tan inexperto de las astucias del demonio, y tan poco firme y adiestrado en las peleas de la virtud?
Lleno de un provechoso temor de Dios, y con la debida desconfianza de mi flaqueza, no olvidaré los consejos y prudentes amonestaciones de usted, rezando con fervor mis oraciones y meditando en las cosas divinas para aborrecer las mundanas en lo que tienen de aborrecibles; pero aseguro a Vd. que hasta ahora, por más que ahondo en mi conciencia y registro con suspicacia sus más escondidos senos, nada descubro que me haga temer lo que Vd. teme.
Si de mis cartas anteriores resultan encomios para el alma de Pepita Jiménez, culpa es de mi padre y del señor vicario y no mía; porque al principio, lejos de ser favorable a esta mujer, estaba yo prevenido contra ella con prevención injusta.
En cuanto a la belleza y donaire
corporal de Pepita,
Pero no: ¿qué he pensado yo, qué he mirado, qué he celebrado en Pepita, por donde nadie pueda colegir que propendo a sentir por ella algo que no sea amistad y aquella inocente y limpia admiración que inspira una obra de arte, y más si la obra es del Artífice soberano y nada menos que su templo?
Por otra parte, querido tío, yo
tengo que vivir en el mundo, tengo que tratar a las gentes, tengo que verlas, y
no he de arrancarme los ojos. Usted me ha dicho mil veces que me quiere en la
vida activa, predicando la ley divina, difundiéndola por el mundo, y no
entregado a la vida contemplativa en la soledad y el aislamiento. Ahora bien;
si esto es así, como lo es, ¿de qué suerte me había
yo de gobernar para no reparar en Pepita Jiménez? A no ponerme en
ridículo, cerrando en su presencia los ojos, fuerza es que yo vea y note
la hermosura de los suyos,
No lo dude Vd.: yo veo en Pepita Jiménez una hermosa criatura de Dios, y por Dios la amo, como a hermana. Si alguna predilección siento por ella es por las alabanzas que de ella oigo a mi padre, al señor vicario y a casi todos los de este lugar.
Por amor a mi padre desearía yo
que Pepita desistiese de sus ideas y planes de vida retirada y se casase con
él; pero prescindiendo de esto, y si yo viese que mi padre sólo
tenía un capricho y no una
En cuanto a Pepita, ni remotamente
convengo en lo que Vd. deja entrever como vago recelo. ¿Qué plan
ha de formar respecto a un hombre que va a ser clérigo dentro de dos o
tres meses? Ella, que ha desairado a tantos, ¿por qué
había de prendarse de mí? Harto me conozco, y sé que no
puedo, por fortuna, inspirar pasiones. Dicen que no soy feo, pero soy
desmañado, torpe, corto de genio, poco ameno; tengo trazas de lo que
soy; de un estudiante humilde. ¿Qué valgo yo al lado de los
gallardos mozos,
Perdóneme Vd. si me defiendo con sobrado calor de ciertas reticencias de la carta de Vd. que suenan a acusaciones y a fatídicos pronósticos.
Yo no me quejo de esas reticencias; Vd. me da avisos prudentes, gran parte de los cuales acepto y pienso seguir. Si va Vd. más allá de lo justo en el recelar consiste sin duda en el interés que por mí se toma y que yo de todo corazón le agradezco.
Extraño es que en tantos días, yo no haya tenido tiempo para escribir a Vd.; pero tal es la verdad. Mi padre no me deja parar y las visitas me asedian.
En las grandes ciudades es fácil no recibir, aislarse, crearse una soledad, una Tebaida en medio del bullicio: en un lugar de Andalucía, y sobre todo teniendo la honra de ser hijo del cacique, es menester vivir en público. No ya sólo hasta al cuarto donde escribo, sino hasta a mi alcoba penetran, sin que nadie se atreva a oponerse, el señor vicario, el escribano, mi primo Currito, hijo de doña Casilda, y otros mil que me despiertan si estoy dormido y me llevan donde quieren.
El casino no es aquí mera
diversión nocturna sino de todas las horas del día. Desde las
once de la mañana está lleno de gente que charla, que lee por
cima algún periódico para saber las noticias, y que juega al
tresillo. Personas hay que se pasan diez o doce horas al día jugando a
dicho juego. En fin, hay aquí una holganza tan encantadora que
más no puede ser. Las diversiones son muchas, a fin de entretener dicha
holganza. Además del tresillo se arma la timbirimba con frecuencia; y se
juega al monte.
Todo esto, con el visiteo, el ir al
campo a inspeccionar las labores, el ajustar todas las noches las cuentas con
el aperador, el visitar las bodegas y candioteras, y el clarificar, trasegar y
perfeccionar los vinos, y el tratar con gitanos y chalanes para compra, venta o
cambalache de los caballos, mulas y borricos, o con gente de Jerez que viene a
comprar nuestro vino para trocarle en jerezano, ocupa aquí de diario a
los hidalgos, señoritos o como quieran llamarse. En ocasiones
extraordinarias, hay otras faenas y diversiones que dan a todo más
animación, como en tiempo de la siega, de la vendimia y de la
recolección de la aceituna; o bien cuando hay feria y toros aquí
o en otro pueblo cercano, o bien cuando hay romería al santuario de
alguna milagrosa imagen de María Santísima, a donde, si acuden no
pocos por curiosidad y para divertirse y feriar a sus amigas cupidos y
escapularios, más son los que acuden por devoción y en
cumplimiento de voto o promesa. Hay santuario de estos que está en la
cumbre de una elevadísima sierra, y con todo, no faltan aún
mujeres delicadas que suben allí con los
La vida de aquí tiene cierto encanto. Para quien no sueña con la gloria, para quien nada ambiciona, comprendo que sea muy descansada y dulce vida. Hasta la soledad puede lograrse aquí haciendo un esfuerzo. Como yo estoy aquí por una temporada, no puedo ni debo hacerlo; pero, si yo estuviese de asiento, no hallaría dificultad, sin ofender a nadie, en encerrarme y retraerme durante muchas horas o durante todo el día, a fin de entregarme a mis estudios y meditaciones.
Su nueva y más reciente carta de Vd. me ha afligido un poco. Veo que insiste Vd. en sus sospechas, y no sé qué contestar para justificarme sino lo que ya he contestado.
Dice Vd. que la gran victoria en cierto género de batallas consiste en la fuga: que huir es vencer. ¿Cómo he de negar yo lo que el Apóstol y tantos Santos Padres y Doctores han dicho? Con todo, de sobra sabe Vd. que el huir no depende de mi voluntad. Mi padre no quiere que me vaya; mi padre me retiene a pesar mío; tengo que obedecerle. Necesito, pues, vencer por otros medios y no por el de la fuga.
Para que Vd. se tranquilice, repetiré que la lucha apenas está empeñada; que Vd. ve las cosas más adelantadas de lo que están.
No hay el menor indicio de que Pepita Jiménez me quiera. Y aunque me quisiese, sería de otro modo que como querían las mujeres que Vd. cita para mi ejemplar escarmiento. Una señora, bien educada y honesta, en nuestros días, no es tan inflamable y desaforada como esas matronas de que están llenas las historias antiguas.
El pasaje que aduce Vd. de San Juan Crisóstomo es digno del mayor respeto; pero no es del todo apropiado a las circunstancias. La gran dama, que en Of, Tebas o Dióspolis Magna, se enamoró del hijo predilecto de Jacob, debió ser hermosísima; sólo así se concibe que asegure el Santo ser mayor prodigio el que Josef no ardiera, que el que los tres mancebos, que hizo poner Nabucodonosor en el horno candente, no se redujesen a cenizas.
Confieso con ingenuidad que lo que es
en punto a hermosura, no atino a representarme que supere a Pepita
Jiménez la mujer de aquel príncipe egipcio, mayordomo mayor o
cosa por el estilo del palacio de los Faraones; pero ni yo soy, como Josef,
agraciado con tantos dones y excelencias, ni Pepita es una mujer
Otro punto toca Vd. en su carta que me
anima y lisonjea en extremo. Condena Vd. como debe el sentimentalismo exagerado
y la propensión a enternecerme y a llorar por motivos pueriles de que le
dije padecía a veces; pero esta afeminada pasión de ánimo,
ya que existe en mí, importando desecharla, celebra Vd. que no se mezcle
con la oración y la meditación y las contamine. Vd. reconoce y
aplaude en mí la energía verdaderamente varonil, que debe haber
en el afecto y en la mente que anhelan elevarse a Dios. La inteligencia que
pugna por comprenderle ha de ser briosa; la voluntad que se le somete por
completo es porque triunfa antes de
En estos últimos días he tenido ocasión de ejercitar mi paciencia en grande y de mortificar mi amor propio del modo más cruel.
Mi padre quiso pagar a Pepita el obsequio de la huerta y la convidó a visitar su quinta del Pozo de la Solana. La expedición fue el 22 de Abril. No se me olvidará esta fecha.
El Pozo de la Solana dista más de dos leguas de este lugar y no hay hasta allí sino camino de herradura. Tuvimos todos que ir a caballo. Yo, como jamás he aprendido a montar, he acompañado a mi padre en todas las anteriores excursiones en una mulita de paso, muy mansa, y que, según la expresión de Dientes, el mulero, es más noble que el oro y más serena que un coche. En el viaje al Pozo de la Solana fui en la misma cabalgadura.
Mi padre, el escribano, el boticario y mi primo Currito, iban en buenos caballos. Mi tía doña Casilda, que pesa más de diez arrobas, en una enorme y poderosa burra con sus jamugas. El señor vicario en una mula mansa y serena como la mía.
En cuanto a Pepita Jiménez, que imaginaba yo que vendría también en burra con jamugas, pues ignoraba que montase, me sorprendió, apareciendo en un caballo tordo muy vivo y fogoso, vestida de amazona y manejando el caballo con destreza y primor notables.
Me alegré de ver a Pepita tan
gallarda a caballo;
Al punto se me antojó que Pepita me miraba compasiva, al ver la facha lastimosa que sobre la mula debía yo de tener. Mi primo Currito me miró con sonrisa burlona, y empezó enseguida a embromarme y atormentarme.
Aplauda Vd. mi resignación y mi
valerosa paciencia. A todo me sometí de buen talante, y pronto, hasta
las bromas de Currito acabaron, al notar cuán invulnerable yo era. Pero
¡cuánto sufrí por dentro! Ellos corrieron, galoparon, se
nos adelantaron a la ida y a la vuelta. El vicario y yo permanecimos siempre
Ni siquiera tuve el consuelo de hablar
con el padre vicario, cuya conversación me es tan grata, ni de
encerrarme dentro de mí mismo y fantasear y soñar, ni de admirar
a mis solas la belleza del terreno que recorríamos. Doña Casilda
es de una locuacidad
El camino hasta el Pozo de la Solana es delicioso; pero yo iba tan contrariado, que no acerté a gozar de él. Cuando llegamos a la casería y nos apeamos, se me quitó de encima un gran peso, como si fuese yo quien hubiese llevado a la mula, y no la mula a mí.
Ya a pie, recorrimos la
posesión, que es magnífica, variada y extensa. Hay allí
más de ciento veinte fanegas de viña vieja y majuelo, todo bajo
una linde: otro tanto o más de olivar, y por último un bosque de
encinas de las más corpulentas que aún quedan en pie en toda
Andalucía. El agua del Pozo de la Solana forma un arroyo claro y
abundante, donde vienen a beber todos los pajarillos de las cercanías,
Siguiendo el curso del arroyo, y sobre todo en las hondonadas, hay muchos álamos y otros árboles altos, que con las matas y yerbas, crean un intrincado laberinto y una sombría espesura. Mil plantas silvestres y olorosas crecen allí de un modo espontáneo, y por cierto que es difícil imaginar nada más esquivo, agreste y verdaderamente solitario, apacible y silencioso que aquellos lugares. Se concibe allí en el fervor del medio día, cuando el sol vierte a torrentes la luz desde un cielo sin nubes, en las calurosas y reposadas siestas, el mismo terror misterioso de las horas nocturnas. Se concibe allí la vida de los antiguos patriarcas y de los primitivos héroes y pastores, y las apariciones y visiones que tenían, las ninfas, de deidades y de ángeles, en medio de la claridad meridiana.
Andando por aquella espesura, hubo un momento en el cual, no acierto a decir cómo, Pepita y yo nos encontramos solos: yo al lado de ella. Los demás se habían quedado atrás.
Entonces sentí por todo mi cuerpo un estremecimiento. Era la primera vez que me veía a solas con aquella mujer, y en sitio tan apartado, y cuando yo pensaba en las apariciones meridianas, ya siniestras, ya dulces, y siempre sobrenaturales, de los hombres de las edades remotas.
Pepita había dejado en la casería la larga falda de montar, y caminaba con un vestido corto que no estorbaba la graciosa ligereza de sus movimientos. Sobre la cabeza llevaba un sombrerillo andaluz, colocado con gracia. En la mano el látigo, que se me antojó como varita de virtudes, con que pudiera hechizarme aquella maga.
No temo repetir aquí los
elogios de su belleza. En aquellos sitios agrestes se me apareció
más hermosa. La cautela, que recomiendan los ascetas, de pensar en ella
afeada por los años y por las enfermedades; de figurármela
muerta, llena de hedor y podredumbre y cubierta de gusanos, vino, a pesar
mío, a mi imaginación; y digo
a pesar mío
, porque no entiendo que
tan terrible cautela fuese indispensable. Ninguna idea mala en lo material,
ninguna sugestión del espíritu maligno turbó entonces mi
razón, ni logró inficionar mi voluntad y mis sentidos.
Lo que sí se me ocurrió fue un argumento para invalidar, al menos en mí, la virtud de esa cautela. La hermosura, obra de un arte soberano y divino, puede ser caduca, efímera, desaparecer en el instante; pero su idea es eterna, y en la mente del hombre vive vida inmortal, una vez percibida. La belleza de esta mujer, tal como hoy se me manifiesta, desaparecerá dentro de breves años: ese cuerpo elegante, esas formas esbeltas, esa noble cabeza, tan gentilmente erguida sobre los hombros, todo será pasto de gusanos inmundos; pero si la materia ha de transformarse, la forma, el pensamiento artístico, la hermosura misma, ¿quién la destruirá? ¿No está en la mente divina? Percibida y conocida por mí, ¿no vivirá en mi alma, vencedora de la vejez y aun de la muerte?
Así meditaba yo, cuando Pepita y yo nos acercamos. Así serenaba yo mi espíritu y mitigaba los recelos que Vd. ha sabido infundirme. Yo deseaba y no deseaba a la vez que llegasen los otros. Me complacía y me afligía al mismo tiempo de estar solo con aquella mujer.
La voz argentina de Pepita rompió el silencio, y, sacándome de mis meditaciones, dijo:
-¡Qué callado y
qué triste está Vd., señor D. Luis!
Yo no sé lo que contesté a esto. Hube de contestar alguna sandez, porque estaba turbado; y ni quería hacer un cumplimiento a Pepita, diciendo galanterías profanas, ni quería tampoco contestar de un modo grosero.
Ella prosiguió:
-Vd. me ha de perdonar si soy maliciosa, pero se me figura que, además del disgusto de verse Vd. separado hoy de sus ocupaciones favoritas, hay algo más que contribuye poderosamente a su mal humor.
-¿Qué es ese algo más? -dije yo-, pues Vd. lo descubre todo o cree descubrirlo.
-Ese algo más -replicó Pepita- no es sentimiento propio de quien va a ser sacerdote tan pronto, pero sí lo es de un joven de veintidós años.
Al oír esto, sentí que
la sangre me subía al rostro y que el rostro me ardía.
Imaginé mil extravagancias, me creí presa de una obsesión.
Me juzgué provocado por Pepita que iba a darme a entender
-No se ofenda Vd. porque yo le descubra alguna falta. Esta que he notado me parece leve. Vd. está lastimado de las bromas de Currito, y de hacer (hablando profanamente) un papel poco airoso, montado en una mula mansa como el señor vicario, con sus ochenta años, y no en un brioso caballo, como debiera un joven de su edad y circunstancias. La culpa es del señor deán, que no ha pensado en que Vd. aprenda a montar. La equitación no se opone a la vida que Vd. piensa seguir, y yo creo que su padre de Vd., ya que está Vd. aquí, debiera en pocos días enseñarle. Si Vd. va a Persia, o a China, allí no hay ferro-carriles aún, y hará Vd. una triste figura cabalgando mal. Tal vez se desacredite el misionero entre aquellos bárbaros, merced a esta torpeza, y luego sea más difícil de lograr el fruto de las predicaciones.
Estos y otros razonamientos más
adujo Pepita para que yo aprendiese a montar a caballo, y quedé
-En la primera nueva expedición que hagamos -le dije-, he de ir en el caballo más fogoso de mi padre, y no en la mulita de paso en que voy ahora.
-Mucho me alegraré -replicó Pepita con una sonrisa de indecible suavidad.
En esto llegaron todos al sitio en que estábamos, y yo me alegré en mis adentros, no por otra cosa, sino por temor de no acertar a sostener la conversación, y de salir con doscientas mil simplicidades por mi poca o ninguna práctica de hablar con mujeres.
Después del paseo, sobre la
fresca yerba y en el más lindo sitio junto al arroyo, nos sirvieron los
criados de mi padre una rústica y abundante merienda. La
conversación fue muy animada, y Pepita mostró mucho ingenio y
discreción. Mi primo Currito volvió a embromarme sobre mi manera
de cabalgar y sobre la mansedumbre de mi mula: me llamó
teólogo
, y me dijo que sobre aquella
mula parecía que iba yo repartiendo bendiciones. Esta vez, ya con el
firme propósito de hacerme jinete, contesté a las bromas con
desenfado picante. Me callé,
Nada más ocurrió aquel día que merezca contarse.
Por la tarde volvimos al lugar, como habíamos venido. Yo, sin embargo, en mi mula mansa y al lado de la tía Casilda, no me aburrí ni entristecí a la vuelta como a la ida. Durante todo el viaje oí a la tía sin cansancio referir sus historias, y por momentos me distraje en vagas imaginaciones.
Nada de lo que en mi alma pasa debe ser un misterio para Vd. Declaro que la figura de Pepita era como el centro, o mejor dicho, como el núcleo y el foco de estas imaginaciones vagas.
Su meridiana aparición, en lo
más intrincado, umbrío y silencioso de la verde enramada, me
trajo a la memoria todas las apariciones, buenas o malas, de seres portentosos
y de condición superior a la nuestra, que había yo leído
en los autores sagrados
Encuentro tan natural como el de Pepita se trastrocaba en mi mente en algo de prodigio. Por un momento, al notar la consistencia de esta imaginación, me creí obseso; me figuré, como era evidente, que en los pocos minutos que había estado a solas con Pepita junto al arroyo de la Solana, nada había ocurrido que no fuese natural y vulgar; pero que después, conforme iba yo caminando tranquilo en mi mula, algún demonio se agitaba invisible en torno mío, sugiriéndome mil disparates.
Aquella noche dije a mi padre mi deseo
de aprender a montar. No quise ocultarle que Pepita me había excitado a
ello. Mi padre tuvo una alegría extraordinaria. Me abrazó, me
besó, me dijo que ya no era Vd. solo mi maestro, que él
también iba a
Ignoro qué pensará Vd. de este arte de la equitación que estoy aprendiendo; pero presumo que no lo tendrá por malo.
¡Si viera Vd. qué gozoso está mi padre y cómo se deleita enseñándome! Desde el día siguiente al de la expedición que he referido, doy dos lecciones diarias. Día hay, durante el cual, la lección es perpetua, porque nos le pasamos a caballo. La primera semana fueron las lecciones en el corralón de casa, que está desempedrado y sirvió de picadero.
Ya salimos al campo, pero procurando
que nadie nos vea. Mi padre no quiere que me muestre en público hasta
que pasme por lo bien plantado, según él dice. Si su vanidad de
padre no le engaña, esto
-¡Bien se ve que eres mi hijo! -exclama mi padre con júbilo al contemplar mis adelantos.
Es tan bueno mi padre, que espero que Vd. le perdonará su lenguaje profano y sus chistes irreverentes. Yo me aflijo en lo interior de mi alma, pero lo sufro todo.
Con las continuadas y largas lecciones estoy que da lástima de agujetas. Mi padre me recomienda que escriba a Vd. que me abro las carnes a disciplinazos.
Como dentro de poco sostiene que me dará por enseñado, y no desea jubilarse de maestro, me propone otros estudios extravagantes y harto impropios de un futuro sacerdote. Unas veces quiere enseñarme a derribar, para llevarme luego a Sevilla, donde dejaré bizcos a los ternes y gente del bronce, con la garrocha en la mano, en los llanos de Tablada. Otras veces se acuerda de sus mocedades y de cuando fue guardia de corps, y dice que va a buscar sus floretes, guantes y caretas y a enseñarme la esgrima. Y por último, presumiendo también mi padre de manejar como nadie una navaja, ha llegado a ofrecerme que me comunicará esta habilidad.
Ya se hará Vd. cargo de lo que
yo contesto a tamañas locuras. Mi padre replica que en los buenos
tiempos antiguos, no ya los clérigos, sino hasta los obispos andaban a
caballo acuchillando infieles. Yo observo que eso podía suceder en las
edades bárbaras, pero que ahora no deben los ministros del
Altísimo saber esgrimir más armas que las de la
persuasión. -Y cuando la persuasión no basta -añade mi
padre-, ¿no viene bien corroborar un poco los argumentos a linternazos?
-El misionero completo, según entiende mi padre, debe en ocasiones
apelar a estos medios heroicos; y como mi padre ha leído muchos romances
e histonas, cita ejemplos en apoyo de su opinión. Cita en primer lugar a
Santiago, quien sin dejar de ser apóstol más acuchilla a los
moros, que les predica y persuade en su caballo blanco; cita a un señor
de la Vera, que fue con una embajada de los Reyes Católicos para
Boabdil, y que en el patio de los Leones se enredó con los moros en
disputas teológicas, y, apurado ya de razones, sacó la espada y
arremetió contra ellos para acabar de convertirlos; y cita, por
último, al hidalgo vizcaíno D. Íñigo de Loyola, el
cual, en una controversia que tuvo con un moro sobre la pureza de María
Santísima, harto ya de las impías y horrorosas blasfemias con que
el
En suma, yo me defiendo como puedo de las bromas de mi padre y me limito a ser buen jinete, sin estudiar esas otras artes, tan impropias de los clérigos, aunque mi padre asegura que no pocos clérigos españoles las saben y las ejercen a menudo en España, aun en el día de hoy, a fin de que la fe triunfe y se conserve o restaure la unidad católica.
Me pesa en el alma de que mi padre sea así; de que hable con irreverencia y burla de las cosas más serias; pero no incumbe a un hijo respetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir sus desahogos un tanto volterianos. Los llamo un tanto volterianos, porque no acierto a calificarlos bien. En el fondo, mi padre es buen católico y esto me consuela.
Ayer fue día de la Cruz y
estuvo el lugar muy animado. En cada calle hubo seis o siete cruces de Mayo
llenas de flores, si bien ninguna tan bella como
Por la noche tuvimos fiesta en casa de Pepita. La cruz, que había estado en la calle, se colocó en una gran sala baja, donde hay piano, y nos dio Pepita un espectáculo sencillo y poético que yo había visto cuando niño, aunque no lo recordaba.
De la cabeza de la cruz pendían siete listones o cintas anchas, dos blancas, dos verdes y tres encarnadas, que son los colores simbólicos de las virtudes teologales. Ocho niños de cinco o seis años, representando los Siete Sacramentos, asidos de las siete cintas que pendían de la cruz, bailaron a modo de una contradanza muy bien ensayada. El bautismo era un niño vestido de catecúmeno con su túnica blanca; el orden otro niño de sacerdote; la confirmación, un obispito; la extremaunción, un peregrino con bordón y esclavina llena de conchas; el matrimonio, un novio y una novia, y un Nazareno con cruz y corona de espinas, la penitencia.
El baile, más que baile, fue una serie de reverencias, pasos, evoluciones, y genuflexiones al compás de una música no mala, de algo como marcha, que el organista tocó en el piano con bastante destreza.
Los niños, hijos de criados y familiares de la casa de Pepita, después de hacer su papel, se fueron a dormir muy regalados y agasajados.
La tertulia continuó hasta las doce, y hubo refresco; esto es, tacillas de almíbar, y, por último, chocolate con torta de bizcocho y agua con azucarillos.
El retiro y la soledad de Pepita van olvidándose desde que volvió la primavera, de lo cual mi padre está muy contento. De aquí en adelante, Pepita recibirá todas las noches, y mi padre quiere que yo sea de la tertulia
Pepita ha dejado el luto, y está ahora más galana y vistosa, con trajes ligeros y casi de verano, aunque siempre muy modestos.
Tengo la esperanza de que lo más que mi padre me retendrá ya por aquí será todo este mes. En Junio nos iremos juntos a esa ciudad; y ya Vd. verá cómo libre de Pepita, que no piensa en mí, ni se acordará de mí para malo ni para bueno, tendré el gusto de abrazar a Vd. y de lograr la dicha de ser sacerdote.
Todas las noches, de nueve a doce, tenemos, como ya indiqué a Vd., tertulia en casa de Pepita. Van cuatro o cinco señoras y otras tantas señoritas del lugar, contando con la tía Casilda, y van también seis o siete caballeritos, que suelen jugar a juegos de prendas con las niñas. Como es natural, hay tres o cuatro noviazgos.
La gente formal de la tertulia es la de siempre. Se compone, como si dijéramos, de los altos funcionarios: de mi padre, que es el cacique, del boticario, del médico, del escribano y del señor vicario.
Pepita juega al tresillo con mi padre, con el señor vicario y con algún otro.
Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voy con la gente joven estorbo con mi gravedad en sus juegos y enamoramientos. Si me voy con el estado mayor, tengo que hacer el papel de mirón en una cosa que no entiendo. Yo no sé más juegos de naipes que el burro ciego, el burro con vista, y un poco de tute o brisca cruzada.
Lo mejor sería que yo no fuese a la tertulia: pero mi padre se empeña en que vaya. Con no ir, según él, me pondría en ridículo.
Muchos extremos de admiración hace mi padre al notar mi ignorancia de ciertas cosas. Esto de que yo no sepa jugar al tresillo, siquiera al tresillo, le tiene maravillado.
-Tu tío te ha criado -me dice- debajo de un fanal, haciéndote tragar teología y más teología, y dejándote a obscuras de lo demás que hay que saber. Por lo mismo que vas a ser clérigo y que no podrás bailar ni enamorar en las reuniones, necesitas jugar al tresillo. Si no, ¿qué vas a hacer, desdichado?
A estos y otros discursos por el estilo he tenido que rendirme, y mi padre me está enseñando en casa a jugar al tresillo, para que, no bien lo sepa, lo juegue en la tertulia de Pepita. También, como ya le dije a Vd., ha querido enseñarme la esgrima, y después a fumar y a tirar la pistola y a la barra; pero en nada de esto he consentido yo.
-¡Qué diferencia -exclama mi padre-, entre tu mocedad y la mía!
Y luego añade riéndose:
-En sustancia, todo es lo mismo. Yo también tenía mis horas canónicas en el cuartel de guardias de Corps: el cigarro era el incensario, la baraja el libro de coro, y nunca me faltaban otras devociones y ejercicios más o menos espirituales.
Aunque Vd. me tenía prevenido acerca de estas genialidades de mi padre, y de que por ellas había estado yo con Vd. doce años, desde los diez a los veintidós, todavía me aturden y desazonan los dichos de mi padre, sobrado libres a veces. Pero ¿qué le hemos de hacer? Aunque no puedo censurárselos, tampoco se los aplaudo ni se los río.
Lo singular y plausible es que mi padre es otro hombre cuando está en casa de Pepita. Ni por casualidad se le escapa una sola frase, un solo chiste de estos que prodiga tanto en otros lugares. En casa de Pepita es mi padre el propio comedimiento. Cada día parece además más prendado de ella y con mayores esperanzas del triunfo.
Sigue mi padre contentísimo de mí como discípulo de equitación. Dentro de cuatro o cinco días asegura que podré ya montar en Lucero, caballo negro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta de Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todo linaje de corvetas.
-Quien eche a Lucero los calzones encima -dice mi padre-, ya puede apostarse a montar con los propios centauros; y tú le echarás calzones encima dentro de poco.
Aunque me paso todo el día en el campo a caballo, en el casino y en la tertulia, robo algunas horas al sueño, ya voluntariamente, ya porque me desvelo, y medito en mi posición y hago examen de conciencia. La imagen de Pepita está siempre presente en mi alma. ¿Será esto amor?, me pregunto.
Mi compromiso moral, mi promesa de consagrarme a los altares, aunque no confirmada, es para mí valedera y perfecta. Si algo que se oponga al cumplimiento de esa promesa ha penetrado en mi alma, es necesario combatirlo.
Desde luego noto, y no me acuse Vd. de
soberbia porque le digo lo que noto, que el imperio de mi voluntad, que Vd. me
ha enseñado a ejercer, es omnímodo sobre todos mis sentidos.
Mientras Moisés en la cumbre del Sinaí conversaba con Dios, la
baja plebe en la llanura adoraba rebelde el becerro. A pesar de mis pocos
años, no teme mi espíritu rebeldías semejantes. Bien
pudiera conversar con Dios con plena seguridad, si el enemigo no viniese a
pelear contra mí en el mismo santuario. La imagen de Pepita se me
presenta en el alma. Es un espíritu quien hace guerra a mi
espíritu; es la idea de su hermosura en toda su inmaterial pureza la que
se me ofrece en el camino que guía al abismo profundo
No me obceco, con todo. Veo claro, distingo, no me alucino. Por cima de esta inclinación espiritual que me arrastra hacia Pepita está el amor de lo infinito y de lo eterno. Aunque yo me represente a Pepita como una idea, como una poesía, no deja de ser la idea, la poesía de algo finito, limitado, concreto, mientras que el amor de Dios y el concepto de Dios todo lo abarcan. Pero por más esfuerzos que hago, no acierto a revestir de una forma imaginaria ese concepto supremo, objeto de un afecto superiorísimo, para que luche con la imagen, con el recuerdo de la beldad caduca y efímera que de continuo me atosiga. Fervorosamente pido al cielo que se despierte en mí la fuerza imaginativa y cree una semejanza, un símbolo de ese concepto que todo lo comprende, a fin de que absorba y ahogue la imagen, el recuerdo de esta mujer. Es vago, es oscuro, es indescriptible, es como tiniebla profunda el más alto concepto, blanco de mi amor; mientras que ella se me representa con determinados contornos, clara, evidente, luminosa con la luz velada que resisten los ojos del espíritu, no luminosa con la otra luz intensísima que para los ojos del espíritu es como tinieblas.
Toda otra consideración, toda otra forma, no destruye la imagen de esta mujer. Entre el Crucifijo y yo se interpone; entre la imagen devotísima de la Virgen y yo se interpone; sobre la página del libro espiritual que leo viene también a interponerse.
No creo, sin embargo, que estoy haciendo de lo que llaman amor en el siglo. Y aunque lo estuviera, yo lucharía y vencería.
La vista diaria de esa mujer y el oír cantar sus alabanzas de continuo, hasta al padre vicario, me tienen preocupado; divierten mi espíritu hacia lo profano y le alejan de su debido recogimiento; pero no, yo no amo a Pepita todavía. Me iré y la olvidaré.
Mientras aquí permanezca, combatiré con valor. Combatiré con Dios para vencerle por el amor y el rendimiento. Mis clamores llegarán a él como inflamadas saetas y derribarán el escudo con que se defiende y oculta a los ojos de mi alma. Yo pelearé como Israel en el silencio de la noche, y Dios me llagará en el muslo y me quebrantará en ese combate, para que yo sea vencedor siendo vencido.
Antes de lo que yo pensaba, querido tío, me decidió mi padre a que montase en Lucero. Ayer, a las seis de la mañana, cabalgué en esta hermosa fiera, como le llama mi padre, y me fui con mi padre al campo. Mi padre iba caballero en una jaca alazana.
Lo hice tan bien, fui tan seguro y apuesto en aquel soberbio animal, que mi padre no pudo resistir a la tentación de lucir a su discípulo, y después de reposarnos en un cortijo que tiene a media legua de aquí, y a eso de las once, me hizo volver al lugar y entrar por lo más concurrido y céntrico, metiendo mucha bulla y desempedrando las calles. No hay que afirmar que pasamos por la de Pepita, quien de algún tiempo a esta parte se va haciendo algo ventanera y estaba a la reja, en una ventana baja, detrás de la verde celosía.
No bien sintió Pepita el ruido
y alzó los ojos y nos vio, se levantó, dejó la costura que
traía entre manos y se puso a miramos. Lucero, que, según he
sabido después, tiene ya la costumbre de hacer piernas cuando pasa por
delante de la casa de Pepita, empezó a retozar y a levantarse un poco de
manos.
La turba de curiosos, que se había agrupado alrededor, rompió en estrepitosos aplausos. Mi padre dijo:
-¡Bien por los mozos crudos y de arrestos!
Y notando después que Currito, que no tiene otro oficio que el de paseante, se hallaba entre el concurso, se dirigió a él con estas palabras:
-Mira, arrastrado; mira al
En efecto, Currito estaba con la boca abierta, inmóvil, verdaderamente asombrado.
Mi triunfo fue grande y solemne,
aunque impropio de mi carácter. La inconveniencia de este triunfo me
infundió vergüenza. El rubor coloró mis mejillas.
Debí ponerme encendido como la grana, y
En fin, he ganado la patente de hombre recio y de jinete de primera calidad.
Mi padre no puede estar más satisfecho y orondo; asegura que está completando mi educación; que usted le ha enviado en mí un libro muy sabio, pero en borrador y desencuadernado, y que él está poniéndome en limpio y encuadernándome.
El tresillo, si es parte de la encuadernación y de la limpieza, también está ya aprendido.
Dos noches he jugado con Pepita.
La noche que siguió a mi hazaña ecuestre, Pepita me recibió entusiasmada, e hizo lo que nunca había querido ni se había atrevido a hacer conmigo: me alargó la mano.
No crea Vd. que no recordé lo
que recomiendan tantos y tantos moralistas y ascetas; pero, allá en mi
mente, pensé que exageraban el peligro. Aquello del Espíritu
Santo de que el que echa mano a una mujer se expone como si cogiera un
escorpión, me pareció dicho en otro sentido. Sin duda que en los
libros devotos, con la más sana intención, se interpretan harto
duramente ciertas frases y sentencias
En fin, yo respondí rápidamente dentro de mi alma a estos y otros avisos, y tomé la mano que Pepita cariñosamente me alargaba y la estreché en la mía. La suavidad de aquella mano me hizo comprender mejor su delicadeza y primor, que hasta entonces no conocía sino por los ojos.
Según los usos del siglo, dada ya la mano una vez, la debe uno dar siempre, cuando llega y cuando se despide. Espero que en esta ceremonia, en esta prueba de amistad, en esta manifestación de afecto, si se procede con pureza y sin el menor átomo de livianidad, no verá Vd. nada malo ni peligroso.
Como mi padre tiene que estar muchas
noches con el aperador y con otra gente de campo, y hasta las diez y media o
las once suele no verse libre yo le sustituyo en la mesa del tresillo al lado
de Pepita. El señor vicario y el escribano son casi siempre los otros
tercios. Jugamos a décimo de real,
Mediando, como media, tan poco interés en el juego, lo interrumpimos continuamente con agradables conversaciones y hasta con discusiones sobre puntos extraños al mismo juego, en todo lo cual demuestra siempre Pepita una lucidez de entendimiento, una viveza de imaginación y una tan extraordinaria gracia en el decir, que no pueden menos de maravillarme.
No hallo motivo suficiente para variar de opinión respecto a lo que ya he dicho a Vd. contestando a sus recelos de que Pepita puede sentir cierta inclinación hacia mí. Me trata con el afecto natural que debe tener al hijo de su pretendiente D. Pedro de Vargas, y con la timidez y encogimiento que inspira un hombre en mis circunstancias; que no es sacerdote aún, pero que pronto va a serlo.
Quiero y debo, no obstante, decir a Vd., ya que le escribo siempre como si estuviese de rodillas delante de Vd. a los pies del confesionario, una rápida impresión que he sentido dos o tres veces; algo que tal vez sea una alucinación o un delirio, pero que he notado.
Ya he dicho a Vd. en otras cartas que
los ojos
Pues bien, a pesar de esto, yo he creído notar dos o tres veces un resplandor instantáneo, un relámpago, una llama fugaz devoradora en aquellos ojos que se posaban en mí. ¿Será vanidad ridícula sugerida por el mismo demonio?
Me parece que sí: quiero creer y creo que sí.
Lo rápido, lo fugitivo de la impresión, me induce a conjeturar que no ha tenido nunca realidad extrínseca; que ha sido ensueño mío.
La calma del cielo, el frío de la indiferencia amorosa, si bien templado por la dulzura de la amistad y de la caridad, es lo que descubro siempre en los ojos de Pepita.
Me atormenta, no obstante, este ensueño, esta alucinación de la mirada extraña y ardiente.
Mi padre dice que no son los hombres sino las mujeres las que toman la iniciativa, y que la toman sin responsabilidad, y pudiendo negar y volverse atrás cuando quieren. Según mi padre, la mujer es quien se declara por medio de miradas fugaces, que ella misma niega más tarde a su propia conciencia si es menester, y de las cuales, más que leer, logra el hombre a quien van dirigidas adivinar el significado. De esta suerte, casi por medio de una conmoción eléctrica, casi por medio de una sutilísima e inexplicable intuición se percata el que es amado de que es amado, y luego, cuando se resuelve a hablar, va ya sobre seguro y con plena confianza de la correspondencia.
¿Quién sabe si estas teorías de mi padre, oídas por mí, porque no puedo menos de oírlas, son las que me han calentado la cabeza y me han hecho imaginar lo que no hay?
De todos modos, me digo a veces, ¿sería tan absurdo, tan imposible que lo hubiera? Y si lo hubiera, si yo agradase a Pepita de otro modo que como amigo, si la mujer a quien mi padre pretende se prendase de mí, ¿no sería espantosa mi situación?
Desechemos estos temores fraguados sin duda por la vanidad. No hagamos de Pepita una Fedra y de mí un Hipólito.
Lo que sí empieza a sorprenderme es el descuido y plena seguridad de mi padre. Perdone usted, pídale a Dios que perdone mi orgullo; de vez en cuando me pica y enoja la tal seguridad. Pues qué, me digo, ¿soy tan adefesio para que mi padre no tema que, a pesar de mi supuesta santidad, o por mi misma supuesta santidad, no pueda yo enamorar, sin querer, a Pepita?
Hay un curioso raciocinio, que yo me
hago, y por donde me explico, sin lastimar mi amor propio, el descuido paterno
en este asunto importante. Mi padre, aunque sin fundamento, se va considerando
ya como marido de Pepita, y empieza a participar de aquella ceguedad funesta
que Asmodeo u otro demonio más torpe infunde a los maridos. Las
historias profanas y eclesiásticas están llenas de esta ceguedad,
que Dios permite, sin duda para fines providenciales. El ejemplo más
egregio quizás es el del emperador Marco Aurelio, que tuvo mujer tan
liviana y viciosa como Faustina, y, siendo varón tan sabio y tan agudo
filósofo, nunca advirtió lo que de todas las gentes que formaban
el imperio romano
Sería una falta de respeto, pecaría yo de presumido e insolente, si advirtiese a mi padre del peligro que no ve. No hay medio de que yo le diga nada. Además, ¿qué había yo de decirle? ¿Que se me figura que una o dos veces Pepita me ha mirado de otra manera que como suele mirar? ¿No puede ser esto ilusión mía? No; no tengo la menor prueba de que Pepita desee siquiera coquetear conmigo.
¿Qué es, pues, lo que entonces podría yo decir a mi padre? ¿Había de decirle que yo soy quien está enamorado de Pepita, que yo codicio el tesoro que ya él tiene por suyo? Esto no es verdad; y sobre todo, ¿cómo declarar esto a mi padre, aunque fuera verdad, por mi desgracia y por mi culpa?
Lo mejor es callarme; combatir en silencio, si la tentación llega a asaltarme de veras; y tratar de abandonar cuanto antes este pueblo y de volverme con Vd.
Gracias a Dios y a Vd. por las nuevas cartas y nuevos consejos que me envía. Hoy los necesito más que nunca.
Razón tiene la mística doctora Santa Teresa cuando pondera los grandes trabajos de las almas tímidas que se dejan turbar por la tentación: pero es mil veces más trabajoso el desengaño para quienes han sido, como yo, confiados y soberbios.
Templos del Espíritu Santo son nuestros cuerpos, mas si se arrima fuego a sus paredes, aunque no ardan, se tiznan.
La primera sugestión es la cabeza de la serpiente. Si no la hollamos con planta valerosa y segura, el ponzoñoso reptil sube a esconderse en nuestro seno.
El licor de los deleites mundanos, por inocentes que sean, suele ser dulce al paladar, y luego se trueca en hiel de dragones y veneno de áspides.
Es cierto: ya no puedo
negárselo a Vd. Yo no
No me juzgo perdido; pero me siento conturbado.
Como el corzo sediento desea y busca el manantial de las aguas, así mi alma busca a Dios todavía. A Dios se vuelve para que le dé reposo, y anhela beber en el torrente de sus delicias, cuyo ímpetu alegra el Paraíso, y cuyas ondas claras ponen más blanco que la nieve; pero un abismo llama a otro abismo, y mis pies se han clavado en el cieno que está en el fondo.
Sin embargo, aún me quedan voz y aliento para clamar con el Salmista: ¡Levántate, gloria mía! Si te pones de mi lado, ¿quién prevalecerá contra mí?
Yo digo a mi alma pecadora, llena de quiméricas imaginaciones y de vagos deseos, que son sus hijos bastardos: ¡Oh, hija miserable de Babilonia; bienaventurado el que te dará tu galardón: bienaventurado el que deshará contra las piedras a tus pequeñuelos!
Las mortificaciones, el ayuno, la oración, la penitencia serán las armas de que me revista para combatir y vencer con el auxilio divino.
No era sueño, no era locura;
era realidad. Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya
Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido. La imagen de ella se levanta en el fondo de mi espíritu, vencedora de todo. Su hermosura resplandece sobre toda hermosura; los deleites del cielo me parecen inferiores a su cariño; una eternidad de penas creo que no paga la bienaventuranza infinita que vierte sobre mí en un momento con una de estas miradas, que pasan cual relámpago.
Cuando vuelvo a casa, cuando me quedo solo en mi cuarto, en el silencio de la noche, reconozco todo el horror de mi situación, y formo buenos propósitos, que luego se quebrantan.
Me prometo a mí mismo fingirme enfermo, buscar cualquier otro pretexto para no ir a la noche siguiente en casa de Pepita, y sin embargo voy.
Mi padre, confiado hasta lo sumo, sin sospechar lo que pasa en mi alma, me dice cuando llega la hora:
-Vete a la tertulia. Yo iré más tarde, luego que despache al aperador.
Yo no atino con la excusa, no hallo el pretexto, y en vez de contestar; -no puedo ir-, tomo el sombrero y voy a la tertulia.
Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano, y al dárnosla me hechiza. Todo mi ser se muda. Penetra hasta mi corazón un fuego devorante, y ya no pienso más que en ella. Tal vez soy yo mismo quien provoca las miradas si tardan en llegar. La miro con insano ahínco, por un estímulo irresistible, y a cada instante creo descubrir en ella nuevas perfecciones. Ya los hoyuelos de sus mejillas cuando sonríe, ya la blancura sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz, ya la pequeñez de la oreja, ya la suavidad de contornos y admirable modelado de la garganta.
Entro en su casa, a pesar mío, como evocado por un conjuro; y, no bien entro en su casa, caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente que estoy dominado por una maga, cuya fascinación es ineluctable.
No es ella grata a mis ojos solamente,
sino que sus palabras suenan en mis oídos como la música de las
esferas, revelándome toda la armonía del universo
Excitado de esta suerte, no sé cómo juego al tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, porque estoy todo en ella.
Cada vez que se encuentran nuestras miradas, se lanzan en ellas nuestras almas, y en los rayos que se cruzan, se me figura que se unen y compenetran. Allí se descubren mil inefables misterios de amor, allí se comunican sentimientos que por otro medio no llegarían a saberse, y se recitan poesías que no caben en lengua humana, y se cantan canciones que no hay voz que exprese ni acordada cítara que module.
Desde el día en que vi a Pepita en el Pozo de la Solana, no he vuelto a verla a solas. Nada le he dicho ni me ha dicho, y sin embargo nos lo hemos dicho todo.
Cuando me sustraigo a la
fascinación, cuando estoy solo por la noche en mi aposento, quiero mirar
con frialdad el estado en que me hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio
en que voy a
Me recomienda Vd. que piense en la muerte; no en la de esta mujer, sino en la mía. Me recomienda Vd. que piense en lo inestable, en lo inseguro de nuestra existencia, y en lo que hay más allá. Pero esta consideración y esta meditación ni me atemorizan ni me arredran. ¿Cómo he de temer la muerte cuando deseo morir? El amor y la muerte son hermanos. Un sentimiento de abnegación se alza de las profundidades de mi ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse por el objeto amado. Ansío confundirme en una de sus miradas; diluir y evaporar toda mi esencia en el rayo de luz que sale de sus ojos; quedarme muerto mirándola, aunque me condene.
Lo que es aún eficaz en
mí contra el amor, no es el temor, sino el amor mismo. Sobre este amor
determinado, que ya veo con evidencia que Pepita me inspira, se levanta en mi
espíritu el amor divino, en consurrección poderosa. Entonces todo
se cambia en mí, y aun me promete la victoria. El objeto de mi amor
superior se ofrece a los ojos de mi mente como el sol que todo lo enciende y
alumbra llenando de luz los espacios; y el objeto de mi amor más bajo,
como átomo de polvo que vaga en el ambiente
Mi alma, abrasada de amor, pugna por criar alas, y tender el vuelo, y subir a esa hoguera, y consumir allí cuanto hay en ella de impuro.
Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha constante. No sé cómo el mal que padezco no me sale a la cara. Apenas me alimento; apenas duermo. Si el sueño cierra mis párpados, suelo despertar azorado, como si me hallase peleando en una batalla de ángeles rebeldes y de ángeles buenos. En esta batalla de la luz contra las tinieblas, yo combato por la luz; pero tal vez imagino que me paso al enemigo, que soy un desertor infame; y oigo la voz del águila de Patmos que dice: «Y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz»; y entonces me lleno de terror y me juzgo perdido.
No me queda más recurso que huir. Si en lo que falta para terminar el mes, mi padre no me da su venia y no viene conmigo, me escapo como un ladrón; me fugo sin decir nada.
Soy un vil gusano y no un hombre: soy el oprobio y la abyección de la humanidad; soy un hipócrita.
Me han circundado dolores de muerte, y torrentes de iniquidad me han conturbado.
Vergüenza tengo de escribir a Vd., y no obstante le escribo. Quiero confesárselo todo.
No logro enmendarme. Lejos de dejar de ir a casa de Pepita, voy más temprano todas las noches. Se diría que los demonios me agarran de los pies y me llevan allá sin que yo quiera.
Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita. No quisiera hallarla sola. Casi siempre se me adelanta el excelente padre vicario, que atribuye nuestra amistad a la semejanza de gustos piadosos, y la funda en la devoción, como la amistad inocentísima que él le profesa.
El progreso de mi mal es rápido. Como piedra que se desprende de lo alto del templo y va aumentando su velocidad en la caída, así va mi espíritu ahora.
Cuando Pepita y yo nos damos la mano,
no es ya como al principio. Ambos hacemos un esfuerzo
Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy lejos, la odio. A su vista, en su presencia, me enamora, me atrae, me rinde con suavidad, me pone un yugo dulcísimo.
Su recuerdo me mata. Soñando con ella, sueño que me divide la garganta como Judith al capitán de los asirios, que me atraviesa las sienes con un clavo, como Jael a Sisara; pero a su lado, me parece la esposa del
Quiero libertarme de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la adoro. Su espíritu se infunde en mí al punto que la veo, y me posee, y me domina, y me humilla.
Todas las noches salgo de su casa diciendo: esta será la última noche que vuelva aquí; y vuelvo a la noche siguiente.
Cuando habla, y estoy a su lado, mi alma queda como colgada de su boca; cuando sonríe, se me antoja que un rayo de luz inmaterial se me entra en el corazón y le alegra.
A veces, jugando al tresillo, se han tocado por acaso nuestras rodillas, y he sentido un indescriptible sacudimiento.
Sáqueme Vd. de aquí. Escriba Vd. a mi padre que me dé licencia para irme. Si es menester, dígaselo todo. Socórrame Vd. ¡Sea Vd. mi amparo!
Dios me ha dado fuerzas ara resistir y he resistido.
Hace días que no pongo los pies en casa de Pepita; que no la veo.
Casi no tengo que pretextar una enfermedad porque realmente estoy enfermo. Estoy pálido y ojeroso; y mi padre, lleno de afectuoso cuidado, me pregunta qué padezco y me muestra el interés más vivo.
El reino de los cielos cede a la violencia, y yo quiero conquistarle. Con violencia llamo a sus puertas para que se me abran.
Con ajenjo me alimenta Dios para probarme, y en balde le pido que aparte de mí ese cáliz de amargura: pero he pasado y paso en vela muchas noches, entregado a la oración, y ha venido a endulzar lo amargo del cáliz una inspiración amorosa del espíritu consolador y soberano.
He visto con los ojos del alma la nueva patria, y en lo más íntimo de mi corazón ha resonado el cántico nuevo de la Jerusalén celeste.
Si al cabo logro vencer, será gloriosa la victoria; pero se la deberé a la Reina de los Ángeles, a quien me encomiendo. Ella es mi refugio y mi defensa; torre y alcázar de David, de que penden mil escudos y armaduras de valerosos campeones; cedro del Líbano que pone en fuga a las serpientes.
En cambio, a la mujer que me enamora de un modo mundanal, procuro menospreciarla y abatirla en mi pensamiento, recordando las palabras del Sabio y aplicándoselas.
Eres lazo de cazadores, la digo; tu corazón es red engañosa y tus manos redes que atan: quien ama a Dios huirá de ti, y el pecador será por ti aprisionado.
Meditando sobre el amor, hallo mil motivos para amar a Dios y no amarla.
Siento en el fondo de mi corazón una inefable energía que me convence de que yo lo despreciaría todo por el amor de Dios: la fama, la honra, el poder y el imperio. Me hallo capaz de imitar a Cristo; y si el enemigo tentador me llevase a la cumbre de la montaña y me ofreciese todos los reinos de la tierra, porque doblase ante él la rodilla, yo no la doblaría: pero cuando me ofrece a esta mujer, vacilo aún y no le rechazo. ¿Vale más esta mujer a mis ojos que todos los reinos de la tierra; más que la fama, la honra, el poder y el imperio?
¿La virtud del amor, me
pregunto a veces, es la misma siempre, aunque aplicada a diversos objetos, o
bien hay dos linajes y condiciones de amores? Amar a Dios me parece la
negación del egoísmo y del exclusivismo. Amándole, puedo y
quiero amarlo todo por él, y no me enojo ni tengo celos de que él
lo ame todo. No estoy celoso ni envidioso de los santos, de los
mártires, de los bienaventurados, ni de los mismos serafines. Mientras
mayor me represento el amor de Dios a las criaturas y los favores y regalos que
les hace, menos celoso estoy y más le amo, y más cercano a
mí le juzgo, y más amoroso y fino me parece que está
conmigo. Mi hermandad, mi más que hermandad con todos los seres, resalta
Muy al contrario, cuando pienso en esta mujer y en el amor que me inspira. Es un amor de odio, que me aparta de todo, menos de mí. La quiero para mí; toda para mí y yo todo para ella. Hasta la devoción y el sacrificio por ella son egoístas. Morir por ella sería por desesperación de no lograrla de otra suerte, o por esperanza de no gozar de su amor por completo, sino muriendo y confundiéndome con ella en un eterno abrazo.
Con todas estas consideraciones
procuro hacer aborrecible el amor de esta mujer; pongo en este amor mucho de
infernal y de horriblemente ominoso; pero como si tuviese yo dos almas, dos
entendimientos, dos voluntades y dos imaginaciones, pronto surge dentro de
mí la idea contraria; pronto me niego lo que acabo de afirmar, y procuro
conciliar locamente los dos amores. ¿Por qué no huir de ella y
seguir amándola sin dejar de consagrarme fervorosamente al servicio de
Dios? Así como el amor de Dios no excluye el amor de la patria, el amor
de la humanidad, el amor de la ciencia, el amor de la hermosura en la
naturaleza y en el arte, tampoco debe
Esto me hace caer en una horrible imaginación, en un monstruoso pensamiento. Para hacer de Pepita ese símbolo, esa vaporosa y etérea imagen, esa cifra y resumen de cuanto puedo amar por bajo de Dios, en Dios y subordinándolo a Dios, me la finjo muerta, como Beatriz estaba muerta cuando Dante la cantaba.
Si la dejo entre los vivos, no acierto a convertirla en idea pura, y para convertirla en idea pura, la asesino en mi mente.
Luego la lloro, luego me horrorizo de
mi crimen, y me acerco a ella en espíritu, y con el calor de mi
corazón le vuelvo la vida, y la veo, no vagarosa, diáfana, casi
esfumada entre nubes de color de rosa y flores celestiales, como vio el feroz
Gibelino a su amada en la cima del Purgatorio, sino consistente, sólida,
bien delineada en el ambiente sereno y claro, como las obras más
perfectas del cincel helénico, como Galatea, animada ya por el afecto de
Pigmalión, y bajando llena de vida, respirando amor, lozana
Entonces exclamo desde el fondo de mi conturbado corazón: Mi virtud desfallece; Dios mío, no me abandones. Apresúrate a venir en mi auxilio. Muéstrame tu cara y seré salvo.
Así recobro las fuerzas para resistir a la tentación. Así renace en mí la esperanza de que volveré al antiguo reposo no bien me aparte de estos sitios.
El demonio anhela con furia tragarse las aguas puras del Jordán, que son las personas consagradas a Dios. Contra ellas se conjura el infierno y desencadena todos sus monstruos. San Buenaventura lo ha dicho: «No debemos admirarnos de que estas personas pecaron, sino de que no pecaron». Yo, con todo, sabré resistir y no pecar. Dios me protege.
La nodriza de Pepita, hoy su ama de llaves, es, como dice mi
padre, una buena pieza de arrugadillo: picotera, alegre y hábil como
pocas. Se casó con el hijo del Maestro Cencias, y ha heredado del padre
lo que el hijo no heredó: una portentosa facilidad para las artes y los
oficios. La diferencia está en que el
Antoñona, que así se llama, tiene o se toma la mayor confianza con todo el señorío. En todas las casas entra y sale como en la suya. A todos los señoritos y señoritas de la edad de Pepita, o de cuatro o cinco años más, los tutea, los llama niños y niñas, y los trata como si los hubiera criado a sus pechos.
A mí me habla de mira, como a los otros. Viene a verme, entra en mi cuarto, y ya me ha dicho varias veces que soy un ingrato, y que hago mal en no ir a ver a su señora.
Mi padre, sin advertir nada, me acusa de extravagante; me llama búho, y se empeña también en que vuelva a la tertulia. Anoche no pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y fui muy temprano, cuando mi padre iba a hacer las cuentas con el aperador.
¡Ojalá no hubiera ido!
Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabra.
Yo no estreché la suya: ella no estrechó la mía; pero las conservamos unidas un breve rato.
En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza.
Había adivinado toda mi lucha interior: presumía que el amor divino había triunfado en mi alma; que mi resolución de no amarla era firme e invencible.
No se atrevía a quejarse de mí; no tenía derecho a quejarse de mí; conocía que la razón estaba de mi parte. Un suspiro, apenas perceptible, que se escapó de sus frescos labios entreabiertos, manifestó cuánto lo deploraba.
Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos mudos. ¿Cómo decirle que yo no era para ella, ni ella para mí?; ¡Qué importaba separamos para siempre!
Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores: la persuadió de la irrevocable sentencia.
De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas.
No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo describirlo, aunque lo supiera?
Acerqué mis labios a su cara para enjugar el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso.
Inefable embriaguez, desmayo fecundo en peligros invadió todo mi ser y el ser de ella. Su cuerpo desfallecía y la sostuve entre mis brazos.
Quiso el cielo que oyésemos los pasos y la tos del padre vicario que llegaba, y nos separamos al punto.
Volviendo en mí, y reconcentrando todas las fuerzas de mi voluntad, pude entonces llenar con estas palabras, que pronuncié en voz baja e intensa, aquella terrible escena silenciosa:
-¡El primero y el último!
Yo aludía al beso profano; mas, como si hubieran sido mis palabras una evocación, se ofreció en mi mente la visión apocalíptica en toda su terrible majestad. Vi al que es por cierto el primero y el último, y con la espada de dos filos que salía de su boca me hería en el alma, llena de maldades, de vicios y de pecados.
Toda aquella noche la pasé en un frenesí, en un delirio interior, que no sé cómo disimulaba.
Me retiré de casa de Pepita muy temprano.
En la soledad fue mayor mi amargura.
Al recordarme de aquel beso y de aquellas palabras de despedida, me comparaba yo con el traidor Judas, que vendía besando, y con el sanguinario y alevoso asesino Joab, cuando al besar a Amasá, le hundió el hierro agudo en las entrañas.
Había incurrido en dos traiciones y en dos falsías. Había faltado a Dios y a ella.
Soy un ser abominable.
Aún es tiempo de remediarlo todo. Pepita sanará de su amor y olvidará la flaqueza que ambos tuvimos.
Desde aquella noche no he vuelto a su casa.
Antoñona no parece por la mía.
A fuerza de súplicas he logrado de mi padre la promesa formal de que partiremos de aquí el 25, pasado el día de San Juan, que aquí se celebra con fiestas lucidas, y en cuya víspera hay una famosa velada.
Lejos de Pepita, me voy serenando, y creyendo que tal vez ha sido una prueba este comienzo de amores.
En todas estas noches he rezado, he velado, me he mortificado mucho.
La persistencia de mis plegarias, la honda contrición de mi pecho han hallado gracia delante del Señor, quien ha mostrado su gran misericordia.
El Señor, como dice el Profeta, ha enviado fuego a lo más robusto de mi espíritu, ha alumbrado mi inteligencia, ha encendido lo más alto de mi voluntad, y me ha enseñado.
La actividad del amor divino, que está en la voluntad suprema, ha podido en ocasiones, sin yo merecerlo, llevarme hasta la oración de quietud afectiva. He desnudado las potencias inferiores de mi alma de toda imagen, hasta de la imagen de esa mujer; y he creído, si el orgullo no me alucina, que he conocido y gozado en paz, con la inteligencia y con el afecto, del bien supremo que está en el centro y abismo del alma.
Ante este bien todo es miseria; ante esta hermosura es fealdad todo; ante esta felicidad, todo es infortunio; ante esta altura todo es bajeza. ¿Quién no olvidará y despreciará por el amor de Dios todos los demás amores?
Sí: la imagen profana de esa
mujer saldrá definitivamente y para siempre de mi alma. Yo haré
un
Ésta será la última carta que yo escriba a Vd.
El veinticinco saldré de aquí sin falta. Pronto tendré el gusto de dar a Vd. un abrazo.
Cerca de Vd. estaré mejor. Vd. me infundirá ánimo y me prestará la energía de que carezco.
Una tempestad de encontradas afecciones combate ahora mi corazón.
El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy escribiendo.
Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He estado frío, severo, como debía estar: pero ¡cuánto me ha costado!
Ayer me dijo mi padre que Pepita está indispuesta y que no recibe.
En seguida me asaltó el pensamiento de que su amor mal pagado podría ser la causa de la enfermedad.
¿Por qué la he mirado
con las mismas miradas de fuego con que ella me miraba? ¿Por qué
la he engañado
Pero no: mi pecado no ha de traer como indefectible consecuencia otro pecado.
Lo que ya fue no puede dejar de haber sido, pero puede y debe remediarse.
El 25, repito, partiré sin falta.
La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a verme.
Escondí esta carta, como si fuera una maldad escribir a Vd.
Solo un minuto ha estado aquí Antoñona.
Yo me levanté de la silla para hablar con ella de pie y que la visita fuera corta.
En tan corta visita, me ha dicho mil locuras que me afligen profundamente.
Por último, ha exclamado, al despedirse, en su jerga medio gitana:
¡Anda, fullero de amor,
Dicho esto, la endiablada mujer me
aplicó de una manera indecorosa y plebeya, por bajo de las espaldas,
No me quejo: merezco esta broma brutal, dado que sea broma. Merezco que me atenacen los demonios con tenazas hechas ascuas.
¡Dios mío, haz que Pepita me olvide: haz, si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa!
¿Puedo pedirte más, Dios mío?
Mi padre no sabe nada; no sospecha nada. Más vale así.
Adiós. Hasta dentro de pocos días, que nos veremos y abrazaremos.
¡Qué mudado va Vd. a encontrarme! ¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada mi alma!
No hay más cartas de D. Luis de Vargas que las que hemos transcrito. Nos quedaríamos, pues, sin averiguar el término que tuvieron estos amores, y esta sencilla y apasionada historia no acabaría, si un sujeto, perfectamente enterado de todo, no hubiese compuesto la relación que sigue.
Nadie extrañó en el lugar la indisposición de Pepita, ni menos pensó en buscarle una causa que sólo nosotros, ella, D. Luis, el señor deán y la discreta Antoñona, sabemos hasta lo presente.
Más bien hubieran podido extrañarse la vida alegre, las tertulias diarias y hasta los paseos campestres de Pepita, durante algún tiempo. El que volviese Pepita a su retiro habitual era naturalísimo.
Su amor por D. Luis, tan silencioso y
tan reconcentrado, se ocultó a las miradas investigadoras de doña
Casilda, de Currito y de todos los personajes del lugar que en las cartas de
don Luis se nombran. Menos podía saberlo el vulgo. A nadie le
cabía en la cabeza, a nadie le pasaba por la imaginación, que el
A pesar de la familiaridad que las señoras de lugar tienen con sus criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de las suyas. Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su niña, había penetrado el misterio.
Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento, y Pepita no acertó a negar la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba, y que, si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasa en el pueblo, siendo modelo de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo que importaba a su dueño.
De esta suerte se hizo Antoñona
la confidenta de Pepita, la cual hallaba gran consuelo en desahogar
Por lo dicho se explican las visitas de Antoñona a D. Luis, sus palabras, y hasta los feroces, poco respetuosos y mal colocados pellizcos, con que maceró sus carnes y atormentó su dignidad la última vez que estuvo a verle.
Pepita, no sólo no había excitado a Antoñona a que fuese a D. Luis con embajadas, pero ni sabía siquiera que hubiese ido.
Antoñona había tomado la iniciativa y había hecho papel en este asunto, porque así lo quiso.
Como ya se dijo, se había enterado de todo con perspicacia maravillosa.
Cuando la misma Pepita apenas se había dado cuenta de que amaba a D. Luis, ya Antoñona lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzar sobre él aquellas ardientes, furtivas e involuntarias miradas que tanto destrozo hicieron, miradas que nadie sorprendió de los que estaban presentes, Antoñona, que no lo estaba, habló a Pepita de las miradas. Y no bien las miradas recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona.
Poco tuvo, pues, la señora que
confiar a una
A los cinco días de la fecha de la última carta que hemos leído, empieza nuestra narración.
Eran las once de la mañana. Pepita estaba en una sala alta al lado de su alcoba y de su tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba jamás sin que llamase ella.
Los muebles de aquella sala eran de poco valor, pero cómodos y aseados. Las cortinas y el forro de los sillones, sofás y butacas, eran de tela de algodón pintada de flores; sobre una mesita de caoba había recado de escribir y papeles; y en un armario, de caoba también, bastantes libros de devoción y de historia. Las paredes se veían adornadas con cuadros, que eran estampas de asuntos religiosos; pero con el buen gusto, inaudito, raro, casi inverosímil en un lugar de Andalucía, de que dichas estampas no fuesen malas litografías francesas, sino grabados de nuestra Calcografía, como el Pasmo de Sicilia de Rafael, el San Ildefonso y la Virgen, la Concepción, el San Bernardo y los dos medios puntos de Murillo.
Sobre una antigua mesa de roble, sostenida por columnas salomónicas, se veía un contadorcillo o papelera con embutidos de concha, nácar, marfil y bronce, y muchos cajoncitos, donde guardaba Pepita cuentas y otros documentos. Sobre la misma mesa había dos vasos de porcelana con muchas flores. Colgadas en la pared había por último, algunas macetas de loza de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedra y otras plantas, y tres jaulas doradas con canarios y jilgueros.
Aquella sala era el retiro de Pepita, donde no entraban de día sino el médico y el padre vicario, y donde a prima noche entraba sólo el aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y se llamaba el despacho.
Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había un velador pequeño con varios libros.
Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores.
Pepita mostraba impaciencia; aguardaba a alguien.
Al fin llegó y entró sin anunciarse la persona que aguardaba, que era el padre vicario.
Después de los saludos de costumbre, y arrellanado el padre vicario en una butaca al lado de Pepita, se entabló la conversación.
-Me alegro, hija mía, de que me hayas llamado; pero sin que te hubieras molestado en llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida estás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante que decirme?
A esta serie de preguntas cariñosas, empezó a contestar Pepita con un hondo suspiro. Después dijo:
-¿No adivina Vd. mi enfermedad? ¿No descubre Vd. la causa de mi padecimiento?
El vicario se encogió de hombros y miró a Pepita con cierto susto, porque nada sabía, y le llamaba la atención la vehemencia con que ella se expresaba.
Pepita prosiguió:
-Padre mío, yo no debí
llamar a Vd., sino ir a la iglesia y hablar con Vd. en el confesonario, y
allí confesar mis pecados. Por desgracia no estoy arrepentida; mi
corazón se ha endurecido en la maldad,
-¿Qué dices de pecados, ni de dureza de corazón? ¿Estás loca? ¿Qué pecados han de ser los tuyos, si eres tan buena?
-No, padre, yo soy mala. He estado engañando a Vd., engañándome a mí misma, queriendo engañar a Dios.
-Vamos, cálmate, serénate; habla con orden y con juicio para no decir disparates.
-¿Y cómo no decirlos, cuando el espíritu del mal me posee?
-¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines. Mira, hija mía: tres son los demonios más temibles que se apoderan de las almas, y ninguno de ellos, estoy seguro, se puede haber atrevido a llegar hasta la tuya. El uno es Leviatán, o el espíritu de la soberbia; el otro Mamón, o el espíritu de la avaricia; el otro Asmodeo, o el espíritu de los amores impuros.
-Pues de los tres soy víctima: los tres me dominan.
-¡Qué horror!... Repito que te calmes. De lo que tú eres víctima es de un delirio.
-¡Pluguiese a Dios que así
fuera! Es por mi culpa
-¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura se te ocurre? ¿Estás enamorada quizás? Y si lo estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre? Cásate, pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy de que mi amigo D. Pedro de Vargas ha hecho el milagro. ¡El demonio es el tal D. Pedro! Te declaro que me asombra. No juzgaba yo el asunto tan mollar y tan maduro como estaba.
-Pero si no es D. Pedro de Vargas de quien estoy enamorada.
-¿Pues de quién entonces?
Pepita se levantó de su asiento; fue hacia la puerta; la abrió; miró para ver si alguien escuchaba desde fuera; la volvió a cerrar; se acercó luego al padre vicario, y toda acongojada, con voz trémula, con lágrimas en los ojos, dijo casi al oído del buen anciano:
-Estoy perdidamente enamorada de su hijo.
-¿De qué hijo? -interrumpió el padre vicario, que aún no quería creerlo.
-¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida, frenéticamente enamorada de D. Luis.
La consternación, la sorpresa más dolorosa se pintó en el rostro del cándido y afectuoso sacerdote.
Hubo un momento de pausa. Después dijo el vicario:
-Pero ese es un amor sin esperanza: un amor imposible. D. Luis no te querrá.
Por entre las lágrimas que nublaban los hermosos ojos de Pepita, brilló un alegre rayo de luz; su linda y fresca boca, contraída por la tristeza, se abrió con suavidad, dejando ver las perlas de sus dientes y formando una sonrisa.
-Me quiere -dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento de satisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de sus escrúpulos.
Aquí subieron de punto la
consternación y el asombro del padre vicario. Si el santo de su mayor
devoción hubiera sido arrojado del altar y hubiera caído a sus
pies, y se hubiera hecho cien mil pedazos, no se hubiera el vicario consternado
tanto. Todavía miró a Pepita con incredulidad, como dudando de
que aquello fuese cierto y no una alucinación
-¡Me quiere! -dijo otra vez Pepita, contestando a aquella incrédula mirada.
-¡Las mujeres son peores que pateta! -dijo el vicario-. Echáis la zancadilla al mismísimo mengue.
-¿No se lo decía yo a Vd.? ¡Yo soy muy mala!
-¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. La misericordia de Dios es infinita. Cuéntame lo que ha pasado.
-¡Qué ha de haber pasado! Que le quiero, que le amo, que le adoro; que él me quiere también, aunque lucha por sofocar su amor y tal vez lo consiga; y que Vd., sin saberlo, tiene mucha culpa de todo.
-¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso de que tengo yo mucha culpa?
-Con la extremada bondad que le es propia, no ha hecho Vd. más que alabarme a D. Luis, y tengo por cierto que a D. Luis le habrá Vd. hecho de mí mayores elogios aún, si bien harto menos merecidos. ¿Qué había de suceder? ¿Soy yo de bronce? ¿Tengo más de veinte años?
-Tienes razón que te sobra. Soy un mentecato. He contribuido poderosamente a esta obra de Lucifer.
El padre vicario era tan bueno y tan humilde que, al decir las anteriores frases, estaba confuso y contrito, como si él fuese el reo y Pepita el juez.
Conoció Pepita el egoísmo rudo con que había hecho cómplice y punto menos que autor principal de su falta al padre vicario, y le habló de esta suerte:
-No se aflija Vd., padre mío; no
se aflija usted, por amor de Dios. ¡Mire Vd. si soy perversa!
¡Cometo pecados gravísimos y quiero hacer responsable de ellos al
mejor y más virtuoso de los hombres! No han sido las alabanzas que Vd.
me ha hecho de D. Luis sino mis ojos y mi poco recato los que me han perdido.
Aunque Vd. no me hubiera hablado jamás de las prendas de D. Luis, de su
saber, de su talento y de su entusiasta corazón, yo lo hubiera
descubierto todo oyéndole hablar, pues al cabo no soy tan tonta ni tan
rústica. Me he fijado además en la gallardía de su
persona, en la natural distinción y no aprendida elegancia de sus
modales, en sus ojos llenos de fuego y de inteligencia, en todo él, en
suma, que me parece amable y deseable. Los elogios de Vd. han venido
sólo a lisonjear mi gusto, pero no a despertarle. Me han encantado
porque coincidían con mi parecer y eran como el eco adulador, harto
amortiguado y debilísimo, de lo que yo
-¡No te exaltes, hija mía! -interrumpió el padre vicario.
Pepita continuó con mayor exaltación:
-¡Pero qué diferencia entre
los encomios de usted y mis pensamientos! Vd. veía y trazaba en don Luis
el modelo ejemplar del sacerdote, del misionero, del varón
apostólico; ya predicando el Evangelio en apartadas regiones y
convirtiendo infieles, ya trabajando en España para realzar la
cristiandad, tan perdida hoy por la impiedad de los unos y la carencia de
virtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo, en cambio, me le representaba
galán, enamorado, olvidando a Dios por mí, consagrándome
su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi sostén, mi dulce
compañero. Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba
con robársele a Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo del
cielo, que roba la joya más rica de la venerada Custodia. Para cometer
este robo he desechado los lutos de la viudez y de la orfandad y me he vestido
galas profanas; he abandonado mi retiro y he buscado y llamado
-¡Ay, niña, niña! ¡Qué pena me da lo que te oigo! ¡Quién lo hubiera podido imaginar siquiera!
-Pues hay más todavía
-añadió Pepita-. Logré que D. Luis me amase. Me lo
declaraba con los ojos. Sí; su amor era tan profundo, tan ardiente como
el mío. Su virtud, su aspiración a los bienes eternos, su
esfuerzo varonil trataban de vencer esta pasión insana. Yo he procurado
impedirlo. Una vez, después de muchos días que faltaba de esta
casa, vino a verme y me halló sola. Al darme la mano lloré; sin
hablar me inspiró el infierno una maldita elocuencia muda, y le di a
entender mi dolor porque me desdeñaba, porque no me quería,
porque prefería a mi amor otro amor sin mancilla. Entonces no supo
él resistir a la tentación y acerco su boca a mi rostro para
secar mis lágrimas. Nuestras bocas se unieron. Si Dios no hubiera
dispuesto que llegase
-¡Qué vergüenza, hija mía! ¡Qué vergüenza! -dijo el padre vicario.
Pepita se cubrió el rostro con entrambas manos y empezó a sollozar como una Magdalena. Las manos eran, en efecto, tan bellas, más bellas que lo que D. Luis había dicho en sus cartas. Su blancura, su transparencia nítida, lo afilado de los dedos, lo sonrosado, pulido y brillante de las uñas de nácar, todo era para volver loco a cualquier hombre.
El virtuoso vicario comprendió, a pesar de sus ochenta años, la caída o tropiezo de D. Luis.
-¡Muchacha -exclamó-, no seas extremosa! ¡No me partas el corazón! Tranquilízate. D. Luis se ha arrepentido, sin duda, de su pecado. Arrepiéntete tú también, y se acabó. Dios os perdonará y os hará unos santos. Cuando D. Luis se va pasado mañana, clara señal es de que la virtud ha triunfado en él, huye de ti, como debe, para hacer penitencia de su pecado, cumplir su promesa y acudir a su vocación.
-Bueno está eso -replicó
Pepita-; cumplir su promesa... acudir a su vocación... ¡y matarme
a mí antes! ¿Por qué me ha querido, por qué me ha
engreído, por qué me ha engañado? Su beso fue marca,
Este arranque de ira y de amoroso despecho aturdió al padre vicario.
Pepita se había puesto de pie. Su ademán, su gesto tenían una animación trágica. Fulguraban sus ojos como dos puñales; relucían como dos soles. El vicario callaba y la miraba casi con terror. Ella recorrió la sala a grandes pasos. No parecía ya tímida gacela, sino iracunda leona.
-Pues qué -dijo encarándose de nuevo con el padre vicario-, ¿no hay más que burlarse de mí, destrozarme el corazón, humillármele, pisoteármele después de habérmelo robado por engaño? ¡Se acordará de mí! ¡Me la pagará! Si es tan santo, si es tan virtuoso, ¿por qué me miro prometiéndomelo todo con su mirada? Si ama tanto a Dios, ¿por qué hace mal a una pobre criatura de Dios? ¿Es esto caridad? ¿Es religión esto? No; es egoísmo sin entrañas.
La cólera de Pepita no
podía durar mucho. Dichas las últimas palabras, se trocó
en desfallecimiento.
El vicario sintió la más tierna compasión; pero recobró su brío al ver que el enemigo se rendía.
-Pepita, niña -dijo-, vuelve en
ti: no te atormentes de ese modo. Considera que él habrá luchado
mucho para vencerse; que no te ha engañado; que te quiere con toda el
alma, pero que Dios y su obligación están antes. Esta vida es muy
breve y pronto se pasa. En el cielo os reuniréis y os amaréis
como se aman los ángeles. Dios aceptará vuestro sacrificio y os
premiará y recompensará con usura. Hasta tu amor propio debe
estar satisfecho. ¡Qué no valdrás tú cuando has
hecho vacilar y aun pecar a un hombre como D. Luis! ¡Cuán honda
herida no habrás logrado hacer en su corazón! Bástete con
esto. ¡Sé generosa; sé valiente! Compite con él en
firmeza. Déjale partir; lanza de tu pecho el fuego del amor impuro;
ámale como a tu prójimo, por el amor de Dios. Guarda su imagen en
tu mente, pero como la criatura predilecta, reservando al Creador la más
noble parte del alma. No sé lo que te digo, hija mía, porque
estoy muy turbado; pero tú tienes mucho talento y mucha
discreción, y me comprendes por medias palabras. Hay además
motivos mundanos
-¡Qué fácil es dar consejos! -contestó Pepita sosegándose un poco-. ¡Qué difícil me es seguirlos, cuando hay como una fiera y desencadenada tempestad en mi cabeza! ¡Si me da miedo de volverme loca!
-Los consejos que te doy son por tu
bien. Deja que D. Luis se vaya. La ausencia es gran remedio para el mal de
amores. Él sanará de su pasión entregándose a sus
estudios y consagrándose al altar. Tú, así que esté
lejos D. Luis, irás poco a poco serenándote, y conservarás
de él un grato y melancólico recuerdo, que no te hará
daño. Será como una hermosa poesía que dorará con
su luz tu existencia. Si todos tus deseos pudieran cumplirse...
¿quién sabe?... Los amores terrenales son poco consistentes. El
deleite que la fantasía entrevé, con gozarlos
-¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Qué bueno es usted! Sus santas palabras me prestan valor. Yo me dominaré; yo me venceré. Sería bochornoso, ¿no es verdad que sería bochornoso que D. Luis supiera dominarse y vencerse, y yo fuera liviana y no me venciera? Que se vaya. Se va pasado mañana. Vaya bendito de Dios. Mire Vd. su tarjeta. Ayer estuvo a despedirse con su padre y no le he recibido. Ya no le veré más. No quiero conservar ni el recuerdo poético de que Vd. habla. Estos amores han sido una pesadilla. Yo la arrojaré lejos de mí.
-¡Bien, muy bien! Así te quiero yo, enérgica, valiente.
-¡Ay, padre mío! Dios ha derribado mi soberbia con este golpe; mi engreimiento era insolentísimo, y han sido indispensables los desdenes de ese hombre para que sea yo todo lo humilde que debo. ¿Puedo estar más postrada ni más resignada? Tiene razón D. Luis: yo no le merezco. ¿Cómo, por más esfuerzos que hiciera, habría yo de elevarme hasta él, y comprenderle, y poner en perfecta comunicación mi espíritu con el suyo? Yo soy zafia aldeana, inculta, necia; él no hay ciencia que no comprenda, ni arcano que ignore, ni esfera encumbrada del mundo intelectual a donde no suba. Allá se remonta en alas de su genio, y a mí, pobre y vulgar mujer, me deja por acá, en este bajo suelo, incapaz de seguirle ni siquiera con una levísima esperanza y con mis desconsolados suspiros.
-Pero Pepita, por los clavos de Cristo, no digas eso ni lo pienses. ¡Si D. Luis no te desdeña por zafia, ni porque es muy sabio y tú no le entiendes, ni por esas majaderías que ahí estás ensartando! Él se va porque tiene que cumplir con Dios; y tú debes alegrarte de que se vaya, porque sanarás del amor, y Dios te dará el premio de tan grande sacrificio.
Pepita, que ya no lloraba y que se había enjugado las lágrimas con el pañuelo, contestó tranquila:
-Está bien, padre; yo me alegraré; casi me alegro ya de que se vaya. Deseando estoy que pase el día de mañana, y que, pasado, venga Antoñona a decirme cuando yo despierte: «Ya se fue D. Luis». Vd. verá cómo renacen entonces la calma y la serenidad antigua en mi corazón.
-Así sea -dijo el padre vicario, y convencido de que había hecho un prodigio y de que había curado casi el mal de Pepita, se despidió de ella, y se fue a su casa, sin poder resistir ciertos estímulos de vanidad al considerar la influencia que ejercía sobre el noble espíritu de aquella preciosa muchacha.
Pepita, que se había levantado
para despedir al padre vicario, no bien volvió a cerrar la puerta y
quedó sola, de pie, en medio de la estancia, permaneció un rato
inmóvil, con la mirada fija, aunque sin fijarla en ningún objeto,
y con los ojos sin lágrimas. Hubiera recordado a un poeta o a un artista
la figura de Ariadna, como la describe Catulo, cuando Teseo la abandonó
en la isla de Naxos. De repente, como si lograse desatar un nudo que le
apretaba la garganta, como si quebrase un cordel que la ahogaba, rompió
Pepita en lastimeros gemidos, vertió un
Así hubiera seguido largo tiempo, si no llega Antoñona. Antoñona la oyó gemir, antes de entrar y verla, y se precipitó en la sala. Cuando la vio tendida en el suelo, hizo Antoñona mil extremos de furor.
-¡Vea Vd. -dijo-, ese zángano, pelgar, vejete, tonto, que maña se da para consolar a sus amigas! Habrá largado alguna barbaridad, algún buen par de coces a esta criaturita de mi alma, y me la ha dejado aquí medio muerta, y él se ha vuelto a la iglesia, a preparar lo conveniente para cantarla el gorigori, y rociarla con el hisopo y enterrármela sin más ni más.
Antoñona tendría cuarenta
años, y era dura en el trabajo, briosa y más forzuda que muchos
cavadores. Con frecuencia levantaba poco menos que a pulso una corambre con
tres arrobas y media de aceite o de vino y la plantaba sobre el lomo de un
mulo, o bien cargaba con un costal de trigo y lo subía al alto
desván, donde estaba el granero. Aunque Pepita no fuese una paja,
Antoñona la alzó del suelo
-¿Qué soponcio es éste? -preguntó Antoñona-. Apuesto cualquier cosa a que este zanguango de vicario te ha echado un sermón de acíbar y te ha destrozado el alma a pesadumbres.
Pepita seguía llorando y sollozando sin contestar.
-¡Ea! Déjate de llanto y dime lo que tienes. ¿Qué te ha dicho el vicario?
-Nada ha dicho que pueda ofenderme -contestó al fin Pepita.
Viendo luego que Antoñona
aguardaba con interés a que ella hablase, y deseando desahogarse con
quien simpatizaba mejor con ella y más
-El padre vicario me amonesta con
dulzura para que me arrepienta de mis pecados; para que deje partir en paz a
don Luis; para que me alegre de su partida; para que le olvide. Yo he dicho que
sí a todo. He prometido alegrarme de que D. Luis se vaya. He querido
olvidarle y hasta aborrecerle. Pero mira, Antoñona, no puedo; es un
empeño superior a mis fuerzas. Cuando el vicario estaba aquí
juzgué que
-¡Jesús, María y José! -interrumpió Antoñona.
-¡Es cierto; Virgen santa de los Dolores, perdonadme, perdonadme... estoy loca... no sé lo que digo y blasfemo!
-Sí, hija mía: ¡estás algo empecatada! ¡Válgame Dios y cómo te ha trastornado el juicio ese teólogo pisaverde! Pues si yo fuera que tú no lo tomaría contra el cielo, que no tiene la culpa; sino contra el mequetrefe del colegial, y me las pagaría o me borraría el nombre que tengo. Ganas me dan de ir a buscarle y traértele aquí de una oreja y obligarle a que te pida perdón y a que te bese los pies de rodillas.
-No, Antoñona. Veo que mi locura
es contagiosa y que tú deliras también. En resolución, no
hay más recurso que hacer lo que me aconseja el padre vicario. Lo
haré aunque me cueste la vida. Si muero por él, él me
amará, él guardará mi imagen en su memoria, mi amor en su
corazón; y Dios, que es tan bueno, hará que yo vuelva a verle en
el cielo, con
Antoñona, aunque era recia de veras y nada sentimental, sintió al oír esto que se le saltaban las lágrimas.
-Caramba, niña -dijo Antoñona-, vas a conseguir que suelte yo el trapo a llorar y que berree como una vaca. Cálmate, y no pienses en morirte, ni de chanza. Veo que tienes muy excitados los nervios. ¿Quieres que traiga una taza de tila?
-No, gracias. Déjame... ya ves como estoy sosegada.
-Te cerraré las ventanas, a ver si duermes. Si no duermes hace días, ¿cómo has de estar? ¡Mal haya el tal D. Luis y su manía de meterse cura! ¡Buenos supiripandos te cuesta!
Pepita había cerrado los ojos; estaba en calma y en silencio, harta ya de coloquio con Antoñona.
Esta, creyéndola dormida, o deseando que durmiera, se inclinó hacia Pepita, puso con lentitud y suavidad un beso sobre su blanca frente, le arregló y plegó el vestido sobre el cuerpo, entornó las ventanas para dejar el cuarto a media luz y se salió de puntillas, cerrando la puerta sin hacer el menor ruido.
Mientras que ocurrían estas cosas en casa de Pepita, no estaba más alegre y sosegado en la suya el señor D. Luis de Vargas.
Su padre, que no dejaba casi ningún día de salir al campo a caballo, había querido llevarle en su compañía; pero D. Luis se había excusado con que le dolía la cabeza, y D. Pedro se fue sin él. D. Luis había pasado solo toda la mañana, entregado a sus melancólicos pensamientos y más firme que roca en su resolución de borrar de su alma la imagen de Pepita y de consagrarse a Dios por completo.
No se crea, con todo, que no amaba a la joven viuda. Ya hemos visto por las cartas la vehemencia de su pasión; pero él seguía enfrenándola con los mismos afectos piadosos y consideraciones elevadas de que en las cartas da larga muestra y que podemos omitir aquí para no pecar de prolijos.
Tal vez, si profundizamos con severidad en este negocio, notaremos que contra el amor de Pepita no luchaban sólo en el alma de D. Luis el voto hecho ya en su interior, aunque no confirmado, el amor de Dios, el respeto a su padre de quien no quería ser rival, y la vocación, en suma, que sentía por el sacerdocio. Había otros motivos de menos depurados quilates y de más baja ley.
D. Luis era pertinaz, era terco: tenía aquella condición que bien dirigida constituye lo que se llama firmeza de carácter, y nada había que le rebajase más a sus propios ojos que el variar de opinión y de conducta. El propósito de toda su vida, lo que había sostenido y declarado ante cuantas personas le trataban, su figura moral, en una palabra, que era ya la de un aspirante a santo, la de un hombre consagrado a Dios, la de un sujeto imbuido en las más sublimes filosofías religiosas, todo esto no podía caer por tierra sin gran mengua de D. Luis, como caería, si se dejase llevar del amor de Pepita Jiménez. Aunque el precio era sin comparación mucho más subido, a D. Luis se le figuraba, que si cedía iba a remedar a Esaú y a vender su primogenitura, y a deslustrar su gloria.
Por lo general, los hombres solemos ser juguete de las circunstancias; nos dejamos llevar de la corriente y no nos dirigimos sin vacilar a un punto. No elegimos papel, sino tomamos y hacemos el que nos toca; el que la ciega fortuna nos depara. La profesión, el partido político, la vida entera de muchos hombres pende de casos fortuitos, de lo eventual, de lo caprichoso y no esperado de la suerte.
Contra esto se rebelaba el orgullo de
don Luis con
Estas y otras razones de un orden
egoísta militaban también contra la viuda, a par de las razones
legítimas y de sustancia; pero todas las razones se revestían del
mismo hábito religioso, de manera que el propio D. Luis no acertaba a
reconocerlas y distinguirlas, creyendo amor de Dios, no sólo lo que era
amor de Dios, sino asimismo el amor propio. Recordaba, por ejemplo, las vidas
de muchos santos, que habían resistido tentaciones mayores que las
suyas, y no quería ser menos que ellos. Y recordaba, sobre todo, aquella
entereza de san Juan Crisóstomo, que supo desestimar los halagos de una
madre amorosa y buena, y su llanto y sus quejas dulcísimas y todas las
elocuentes y sentidas palabras que le dijo para que no la abandonase y se
hiciese sacerdote, llevándole para ello a su propia alcoba y
haciéndole sentar junto a la cama en que le había
Pensaba luego D. Luis en la alteza
soberana de la dignidad del sacerdocio a que estaba llamado, y la veía
por cima de todas las instituciones y de las míseras coronas de la
tierra: porque no ha sido hombre mortal, ni capricho del voluble y servil
populacho, ni irrupción o avenida de gente bárbara; ni violencia
de amotinadas huestes movidas de la codicia, ni ángel, ni
arcángel, ni potestad criada, sino el mismo Paráclito quien la ha
fundado. ¿Cómo por el liviano incentivo de una mozuela, por una
lagrimilla quizás mentida, despreciar esa dignidad augusta, esa potestad
que Dios no concedió ni a los arcángeles que están
más cerca de su trono? ¿Cómo bajar a confundirse entre la
obscura plebe, y ser uno del rebaño, cuando ya soñaba ser pastor,
atando y desatando en la tierra para que Dios ate y desate en el cielo, y
perdonando los pecados, regenerando a las gentes por el agua y por el
espíritu, adoctrinándolas en nombre de una autoridad infalible,
dictando sentencias
Cuando D. Luis reflexionaba sobre todo esto, se elevaba su espíritu, se encumbraba por cima de las nubes en la región empírea, y la pobre Pepita Jiménez quedaba allá muy lejos, y apenas si él la veía.
Pero pronto se abatía el vuelo de su imaginación y el alma de D. Luis tocaba a la tierra y volvía a ver a Pepita, tan graciosa, tan joven, tan candorosa y tan enamorada, y Pepita combatía dentro de su corazón contra sus más fuertes y arraigados propósitos, y D. Luis temía que diese al traste con ellos.
Así se atormentaba D. Luis con encontrados pensamientos que se daban guerra, cuando entró Currito en su cuarto, sin decir oxte ni moxte.
Currito, que no estimaba gran cosa a su
primo, mientras no fue más que teólogo, le veneraba, le
admiraba
Saber teología y no saber montar desacreditaba a D. Luis a los ojos de Currito; pero cuando Currito advirtió que sobre la ciencia y sobre todo aquello que él no entendía, si bien presumía difícil y enmarañado, era D. Luis capaz de sostenerse tan bizarramente en las espaldas de una fiera, ya su veneración y su cariño a D. Luis no tuvieron límites. Currito era un holgazán, un perdido, un verdadero mueble, pero tenía un corazón afectuoso y leal. A D. Luis, que era el ídolo de Currito, le sucedía como a todas las naturalezas superiores con los seres inferiores que se les aficionan. D. Luis se dejaba querer; esto es, era dominado despóticamente por Currito en los negocios de poca importancia. Y como para hombres como D. Luis casi no hay negocios que la tengan en la vida vulgar y diaria, resultaba que Currito llevaba y traía a D. Luis como un zarandillo.
-Vengo a buscarte -le dijo-, para que me acompañes al casino, que está animadísimo hoy y lleno de gente. ¿Qué haces aquí solo, tonteando y hecho un papamoscas?
D. Luis, casi sin replicar, y como si
fuera mandato,
El casino, en efecto, estaba de bote en bote, gracias a la solemnidad del día siguiente, que era el día de San Juan. A más de los señores del lugar, había muchos forasteros, que habían venido de los lugares inmediatos para concurrir a la feria y velada de aquella noche.
El centro de la concurrencia era el
patio, enlosado de mármol, con fuente y surtidor en medio y muchas
macetas de don-pedros, gala-de-Francia, rosas, claveles y albahaca. Un toldo de
lona doble cubría el patio, preservándole del sol. Un corredor o
galería, sostenida por columnas de mármol, le circundaba; y
así en la galería, como en varias salas a que la galería
daba paso, había mesas de tresillo, otras con periódicos, otras
para tomar café o refrescos; y, por último, sillas, banquillos y
algunas butacas. Las paredes estaban blancas como la nieve del frecuente
enjalbiego, y no faltaban cuadros que las adornasen. Eran litografías
francesas iluminadas, con circunstanciada explicación bilingüe
escrita por bajo. Unas representaban la vida de Napoleón I,
Currito llevó a D. Luis y D. Luis
se dejó llevar a la sala donde estaba la flor y nata de los elegantes,
Tendría el conde de Genazahar treinta y tantos años; era buen mozo y lo sabía, y se jactaba además de tremendo en paz y en lides, en desafíos y en amores. El conde, no obstante, y a pesar de haber sido uno de los más obstinados pretendientes de Pepita, había recibido las enconfitadas calabazas que ella solía propinar a quienes la requebraban y aspiraban a su mano.
La herida que aquel duro y amargo
confite había
En este ameno ejercicio se hallaba el conde, cuando quiso la mala ventura que D. Luis y Currito llegasen y se metiesen en el corro, que se abrió para recibirlos, de los que oían el extraño sermón de honras. D. Luis, como si el mismo diablo lo hubiera dispuesto, se encontró cara a cara con el conde, que decía de este modo:
-No es mala pécora la tal Pepita Jiménez. Con más fantasía y más humos que la infanta Micomicona, quiere hacernos olvidar que nació y vivió en la miseria, hasta que se casó con aquel pelele, con aquel vejestorio, con aquel maldito usurero, y le cogió los ochavos. La única cosa buena que ha hecho en su vida la tal viuda es concertarse con Satanás para enviar pronto al infierno a su galopín de marido y librar la tierra de tanta infección y de tanta peste. Ahora le ha dado a Pepita por la virtud y por la castidad. ¡Bueno estará todo ello! Sabe Dios si estará enredada de ocultis con algún gañán, y burlándose del mundo como si fuese la reina Artemisa.
A las personas recogidas, que no asisten
a reuniones
Don Luis, que desde niño había estado acostumbrado a que nadie se descompusiese en su presencia, ni le dijese cosas que pudieran enojarle, porque durante su niñez le rodeaban criados, familiares y gente de la clientela de su padre que atendían sólo a su gusto, y después en el Seminario, así por sobrino del deán, como por lo mucho que él merecía, jamás había sido contrariado, sino considerado y adulado, sintió un aturdimiento singular, se quedó como herido por un rayo cuando vio al insolente conde arrastrar por el suelo, mancillar y cubrir de inmundo lodo la honra de la mujer que amaba.
¿Cómo defenderla, no
obstante? No se le ocultaba que, si bien no era marido, ni hermano, ni pariente
de Pepita, podía sacar la cara por ella como
Don Luis estuvo por enmudecer e irse; pero no lo consintió su corazón, y pugnando por revestirse de una autoridad que ni sus años juveniles, ni su rostro, donde había más bozo que barbas, ni su presencia en aquel lugar consentían, se puso a hablar con verdadera elocuencia contra los maldicientes y a echar en rostro al conde, con libertad cristiana y con acento severo, la fealdad de su ruin acción.
Fue predicar en desierto o peor que predicar en desierto. El conde contestó con pullas y burletas a la homilía: la gente, entre la que había no pocos forasteros, se puso de lado del burlón, a pesar de ser D. Luis el hijo del cacique; el propio Currito, que no valía para nada y era un blandengue, aunque no se rió, no defendió a su amigo; y éste tuvo que retirarse, vejado y humillado bajo el peso de la chacota.
-¡Esta flor le falta al ramo!
-murmuró entre dientes el pobre D. Luis cuando llegó a su casa
y
La sangre de su padre, que hervía en sus venas, le despertaba la cólera y le excitaba a ahorcar los hábitos, como al principio le aconsejaban en el lugar, y dar luego su merecido al señor conde; pero todo el porvenir que se había creado se deshacía al punto, y veía al deán, que renegaba de él; y hasta el Papa, que había enviado ya la dispensa pontificia para que se ordenase antes de la edad, y el prelado diocesano, que había apoyado la solicitud de la dispensa en su probada virtud, ciencia sólida y firmeza de vocación, se le aparecían para reconvenirle.
Pensaba luego en la teoría chistosa de su padre sobre el complemento de la persuasión de que se valían el apóstol Santiago, los obispos de la Edad Media, D. Íñigo de Loyola y otros personajes, y no le parecía tan descabellada la teoría, arrepintiéndose casi de no haberla practicado.
Recordaba entonces la costumbre de un
doctor ortodoxo, insigne filósofo persa contemporáneo, mencionada
en un libro reciente escrito sobre aquel
Don Luis, en medio de su mortificación y mal humor, se reía de lo cómico del recuerdo; hallaba que no faltarían en España filósofos que adoptarían de buena gana el método persiano; y si él no le adoptaba también, no era a la verdad por miedo del chirlo, sino por consideraciones de mayor valor y nobleza.
Acudían, por último, mejores pensamientos a su alma y le consolaban un poco.
-Yo he hecho muy mal -se decía-,
en predicar allí; debí haberme callado. Nuestro Señor
Jesucristo lo ha dicho: «No deis a los perros las cosas santas, ni
arrojéis vuestras margaritas a los cerdos, porque los cerdos se
revolverán contra vosotros y os hollarán con sus asquerosas
pezuñas». Pero no; ¿por qué me he de quejar?
¿Por qué he de volver injuria por
En éstas y otras meditaciones por el estilo transcurrieron las horas hasta que dieron las tres, y D. Pedro, que acababa de volver del campo, entró en el cuarto de su hijo para llamarle a comer. La alegre cordialidad del padre, sus chistes, sus muestras de afecto, no pudieron sacar a D. Luis de la melancolía ni abrirle el apetito. Apenas comió, apenas habló en la mesa.
Si bien disgustadísimo con la silenciosa tristeza de su hijo, cuya salud, aunque robusta, pudiera resentirse, como D. Pedro era hombre que se levantaba al amanecer y bregaba mucho durante el día, luego que acabó de fumar un buen cigarro habano de sobremesa, acompañándole con su taza de café y su copita de aguardiente de anís doble, se sintió fatigado y, según costumbre, se fue a dormir sus dos o tres horas de siesta.
Don Luis tuvo buen cuidado de no poner en noticia de su padre la ofensa que le había hecho el conde de Genazahar. Su padre, que no iba a cantar misa y que tenía una índole poco sufrida, se hubiera lanzado al instante a tomar la venganza que él no tomó.
Solo ya D. Luis, dejó el comedor para no ver a nadie, y volvió al retiro de su estancia para abismarse más profundamente en sus ideas.
Abismado en ellas estaba hacía largo rato, sentado junto al bufete, los codos sobre él y en la derecha mano apoyada la mejilla, cuando sintió cerca ruido. Alzó los ojos y vio a su lado a la entrometida Antoñona, que había penetrado como una sombra, aunque tan maciza, y que le miraba con atención y con cierta mezcla de piedad y de rabia.
Antoñona se había deslizado hasta allí sin que nadie lo advirtiese, aprovechando la hora en que comían los criados y D. Pedro dormía, y había abierto la puerta del cuarto y la había vuelto a cerrar tras sí con tal suavidad, que D. Luis, aunque no hubiera estado tan absorto, no hubiera podido sentirla.
Antoñona venía resuelta a tener una conferencia muy seria con D. Luis; pero no sabía a punto fijo lo que iba a decirle. Sin embargo había pedido, no se sabe si al cielo o al infierno, que desatase su lengua y que le diese habla, y habla no chabacana y grotesca como la que usaba por lo común, sino culta, elegante e idónea para las nobles reflexiones y bellas cosas que ella imaginaba que le convenía expresar.
Cuando D. Luis vio a Antoñona arrugó el entrecejo, mostró bien en el gesto lo que le contrariaba aquella visita y dijo con tono brusco:
-¿A qué vienes aquí? Vete.
-Vengo a pedirte cuenta de mi niña -contestó Antoñona sin turbarse-, y no me he de ir hasta que me la des.
Enseguida acercó una silla a la mesa y se sentó en frente de D. Luis con aplomo y descaro.
Viendo D. Luis que no había remedio, mitigó el enojo, se armó de paciencia y, ya con acento menos cruel, exclamó:
-Di lo que tengas que decir.
-Tengo que decir -prosiguió
Antoñona-, que lo que estás maquinando contra mi niña es
una maldad. Te estás portando como un tuno. La has hechizado;
-Antoñona -contestó D. Luis-, déjame en paz. Por Dios, no me atormentes. Yo soy un malvado: lo confieso. No debí mirar a tu ama. No debí darle a entender que la amaba; pero yo la amaba y la amo aún con todo mi corazón, y no le he dado bebedizo, ni filtro, sino el mismo amor que la tengo. Es menester, sin embargo, desechar, olvidar este amor. Dios me lo manda. ¿Te imaginas que no es, que no está siendo, que no será inmenso el sacrificio que hago? Pepita debe revestirse de fortaleza y hacer el mismo sacrificio.
-Ni siquiera das ese consuelo a la infeliz -replicó Antoñona-. Tú sacrificas voluntariamente en el altar a esa mujer que te ama, que es ya tuya; a tu víctima: pero ella, ¿dónde te tiene a ti para sacrificarte? ¿Qué joya tira por la ventana, qué lindo primor echa en la hoguera, sino un amor mal pagado? ¿Cómo ha de dar a Dios lo que no tiene? ¿Va a engañar a Dios y a decirle: «Dios mío, puesto que él no me quiere, ahí te lo sacrifico; no le querré yo tampoco?» Dios no se ríe: si Dios se riera, se reiría de tal presente.
Don Luis, aturdido, no sabía qué objetar a estos raciocinios de Antoñona, más atroces que sus pellizcos pasados. Además, le repugnaba entrar en metafísicas de amor con aquella sirvienta.
-Dejemos a un lado -dijo-, esos vanos discursos. Yo no puedo remediar el mal de tu dueño. ¿Qué he de hacer?
-¿Qué has de hacer? -interrumpió Antoñona, ya más blanda y afectuosa y con voz insinuante-. Yo te diré lo que has de hacer. Si no remediares el mal de mi niña, le aliviarás al menos. ¿No eres tan santo? Pues los santos son compasivos y además valerosos. No huyas como un cobardón grosero, sin despedirte. Ven a ver a mi niña, que está enferma. Haz esta obra de misericordia.
-¿Y qué conseguiré con esa visita? Agravar el mal en vez de sanarle.
-No será así: no estás en el busilis. Tú irás allí, y, con esa cháchara que gastas y esa labia que Dios te ha dado, le infundirás en los cascos la resignación, y la dejarás consolada, y, si le dices que la quieres y que por Dios sólo la dejas, al menos su vanidad de mujer no quedará ajada.
-Lo que me propones es tentar a Dios; es peligroso para mí y para ella.
-¿Y por qué ha de ser tentar a Dios? Pues si Dios ve la rectitud y la pureza de tus intenciones, ¿no te dará su favor y su gracia para que no te pierdas en esta ocasión en que te pongo con sobrado motivo? ¿No debes volar a librar a mi niña de la desesperación y traerla al buen camino? Si se muriera de pena por verse así desdeñada, o si rabiosa agarrase un cordel y se colgase de una viga, créeme, tus remordimientos serían peores que las llamas de pez y azufre de las calderas de Lucifer.
-¡Qué horror! No quiero que se desespere. Me revestiré de todo mi valor: iré a verla.
-¡Bendito seas! Si me lo decía el corazón. ¡Si eres bueno!
-¿Cuándo quieres que vaya?
-Esta noche a las diez en punto. Yo estaré en la puerta de la calle aguardándote y te llevaré donde está.
-¿Sabe ella que has venido a verme?
-No lo sabe. Ha sido todo ocurrencia mía; pero yo la prepararé con buen arte, a fin de que tu visita, la sorpresa, el inesperado gozo, no la hagan caer en un desmayo. ¿Me prometes que irás?
-Iré.
-Adiós. No faltes. A las diez de la noche en punto. Estaré a la puerta.
Y Antoñona echó a correr, bajó la escalera de dos en dos escalones y se plantó en la calle.
No se puede negar que Antoñona estuvo discretísima en esta ocasión, y hasta su lenguaje fue tan digno y urbano, que no faltaría quien le calificase de apócrifo, si no se supiese con la mayor evidencia todo esto que aquí se refiere, y si no constasen además los prodigios de que es capaz el ingénito despejo de una mujer, cuando le sirve de estímulo un interés o una pasión grande.
Grande era, sin duda, el afecto de
Antoñona por su niña, y viéndola tan enamorada y tan
desesperada,
Señaló Antoñona para la cita la hora de las diez de la noche, porque ésta era la hora de la antigua y ya suprimida o suspendida tertulia en que D. Luis y Pepita solían verse. La señaló además para evitar murmuraciones y escándalo, porque ella había oído decir a un predicador que, según el Evangelio, no hay nada tan malo como el escándalo, y que a los escandalosos es menester arrojarlos al mar con una piedra de molino atada al pescuezo.
Volvió, pues, Antoñona a casa de su dueño, muy satisfecha de sí misma y muy resuelta a disponer las cosas con tino para que el remedio que había buscado no fuese inútil, o no agravase el mal de Pepita en vez de sanarle.
A Pepita no pensó ni determinó prevenirla sino a lo último, diciéndole que D. Luis espontáneamente le había pedido hora para hacerle una visita de despedida y que ella había señalado las diez.
A fin de que no se originasen
habladurías, si en
Todas o la mayor parte de las casas de
los ricachos lugareños de Andalucía son como dos casas en vez de
una, y así era la casa de Pepita. Cada casa tiene su puerta. Por la
principal se pasa al patio enlosado y con columnas, a las salas y demás
habitaciones señoriles; por la otra, a los corrales, caballeriza y
cochera, cocinas, molino, lagar, graneros, trojes donde se conserva la aceituna
hasta que se muele; bodegas donde se guarda el aceite, el mosto, el vino de
quema, el aguardiente y el vinagre en grandes tinajas; y candioteras o bodegas,
donde está en pipas y toneles el vino bueno y ya hecho o rancio. Esta
segunda casa o parte de casa, aunque esté en el centro de una
población de veinte o veinticinco mil almas, se llama casa de campo. El
aperador, los capataces, el mulero, los trabajadores principales y más
constantes en el servicio del amo, se juntan
Antoñona imaginó que el
coloquio y la explicación, que ella deseaba que tuviesen su niña
y don Luis, requerían sosiego y que no viniesen a interrumpirlos, y
así determinó que aquella noche, por ser la velada de San Juan,
las chicas que servían a Pepita vacasen en todos sus quehaceres y
oficios, y se fuesen a solazar a la casa de campo, armando con los
rústicos trabajadores un
De esta suerte la casa señoril quedaría casi desierta y silenciosa, sin más habitantes que ella y Pepita, y muy a proposito para la solemnidad, transcendencia y no turbado sosiego que eran necesarios en la entrevista que ella tenía preparada, y de la que dependía quizás, o de seguro, el destino de dos personas de tanto valer.
Mientras Antoñona iba rumiando y
concertando en su mente todas estas cosas, D. Luis, no bien se
Don Luis se paró a considerar la condición de Antoñona, y le pareció más aviesa que la de Enone y la de Celestina. Vio delante de sí todo el peligro a que voluntariamente se aventuraba, y no vio ventaja alguna en hacer recatadamente y a hurto de todos una visita a la linda viuda.
Ir a verla para ceder y caer en sus redes, burlándose de sus votos, dejando mal al obispo, que había recomendado su solicitud de dispensa, y hasta al Sumo Pontífice, que la había concedido, y desistiendo de ser clérigo, le parecía un desdoro muy enorme. Era además una traición contra su padre, que amaba a Pepita y deseaba casarse con ella. Ir a verla para desengañarla más aún, se le antojaba mayor refinamiento de crueldad que partir sin decirle nada.
Impulsado por tales razones, lo primero que pensó D. Luis fue faltar a la cita sin dar excusa ni aviso, y que Antoñona le aguardase en balde en el zaguán; pero Antoñona anunciaría a su señora la visita, y él faltaría, no sólo a Antoñona, sino a Pepita, dejando de ir, con una grosería incalificable.
Discurrió entonces escribir a Pepita una carta muy afectuosa y discreta, excusándose de ir, justificando su conducta, consolándola, manifestando sus tiernos sentimientos por ella, si bien haciendo ver que la obligación y el cielo eran antes que todo, y procurando dar ánimo a Pepita para que hiciese el mismo sacrificio que él hacía.
Cuatro o cinco veces se puso a escribir esta carta. Emborronó mucho papel; le rasgó enseguida; y la carta no salía jamás a su gusto. Ya era seca, fría, pedantesca, como un mal sermón o como la plática de un dómine: ya se deducía de su contenido un miedo pueril y ridículo, como si Pepita fuese un monstruo pronto a devorarle; ya tenía el escrito otros defectos y lunares no menos lastimosos. En suma, la carta no se escribió, después de haberse consumido en las tentativas unos cuantos pliegos.
-No hay más recurso -dijo para sí D. Luis-, la suerte está echada. Valor y vamos allá.
Don Luis confortó su
espíritu con la esperanza de que iba a tener mucha serenidad y de que
Dios iba a poner en sus labios un raudal de elocuencia, por donde
persuadiría a Pepita, que era tan buena, de que ella misma le impulsase
a cumplir con su vocación, sacrificando el amor mundanal y
haciéndose
No estaba, sin embargo, D. Luis todo lo
seguro y tranquilo que debiera estar, después de haberse resuelto a
imitar a San Eduardo. Hallaba aún cierto no sé qué de
criminal en aquella visita que iba a hacer, sin que su padre lo supiese, y
estaba por ir a despertarle de su siesta y descubrírselo todo. Dos o
tres veces se levantó de su silla y empezó a andar en busca de su
padre; pero luego se detenía y creía aquella revelación
indigna, la creía una vergonzosa chiquillada. Él podía
revelar sus secretos; pero revelar los de Pepita para ponerse bien con su padre
era bastante feo. La fealdad y lo cómico y miserable de la acción
se aumentaban notando que el
Es más: ni siquiera se sentía con la desenvoltura y la seguridad convenientes para presentarse a su padre habiendo de por medio aquella cita misteriosa. Estaba asimismo tan alborotado y fuera de sí por culpa de las encontradas pasiones que se disputaban el dominio de su alma, que no cabía en el cuarto, y como si brincase o volase, le andaba y recorría todo en tres o cuatro pasos, aunque era grande, por lo cual temía darse de calabazadas contra las paredes. Por último, si bien tenía abierto el balcón, por ser verano, le parecía que iba a ahogarse allí por falta de aire, y que el techo le pesaba sobre la cabeza, y que para respirar necesitaba de toda la atmósfera y para andar de todo el espacio sin límites, y para alzar la frente y exhalar sus suspiros y encumbrar sus pensamientos, de no tener sobre sí sino la inmensa bóveda del cielo.
Aguijoneado de esta necesidad,
tomó su sombrero y su bastón y se fue a la calle. Ya en la calle,
huyendo de toda persona conocida y buscando la soledad, se salió al
campo y se internó por lo más frondoso y esquivo de las alamedas,
huertas y sendas
Poco hemos dicho hasta ahora de la figura de D. Luis. Sépase, pues, que era un buen mozo en toda la extensión de la palabra: alto, ligero, bien formado, cabello negro, ojos negros también y llenos de fuego y de dulzura. La color trigueña, la dentadura blanca, los labios finos, aunque relevados, lo cual le daba un aspecto desdeñoso; y algo de atrevido y varonil en todo el ademán, a pesar del recogimiento y de la mansedumbre clericales. Había, por último, en el porte y continente de D. Luis aquel indescriptible sello de distinción y de hidalguía que parece, aunque no lo sea siempre, privativa calidad y exclusivo privilegio de las familias aristocráticas.
Al ver a D. Luis, era menester confesar que Pepita Jiménez sabía de estética por instinto.
Corría, que no andaba, D. Luis por aquellas sendas, saltando arroyos y fijándose apenas en los objetos, casi como toro picado del tábano. Los rústicos con quienes se encontró, los hortelanos que le vieron pasar, tal vez le tuvieron por loco.
Cansado ya de caminar sin propósito, se sentó al pie de una cruz de piedra, junto a las ruinas de un antiguo convento de San Francisco de Paula, que dista más de tres kilómetros del lugar, y allí se hundió en nuevas meditaciones, pero tan confusas, que ni él mismo se daba cuenta de lo que pensaba.
El tañido de las campanas que, atravesando el aire, llegó a aquellas soledades, llamando a la oración a los fieles, y recordándoles la salutación del arcángel a la sacratísima Virgen, hizo que D. Luis volviera de su éxtasis, y se hallase de nuevo en el mundo real.
El sol acababa de ocultarse detrás de los picos gigantescos de las sierras cercanas, haciendo que las pirámides, agujas y rotos obeliscos de la cumbre se destacasen sobre un fondo de púrpura y topacio, que tal parecía el cielo, dorado por el sol poniente. Las sombras empezaban a extenderse sobre la vega, y en los montes opuestos a los montes por donde el sol se ocultaba, relucían las peñas más erguidas como si fueran de oro o de cristal hecho ascua.
Los vidrios de las ventanas y los
blancos muros del remoto santuario de la Virgen; patrona del lugar, que
está en lo más alto de un cerro, así como otro
pequeño templo o ermita que hay en otro cerro
Una poesía melancólica
inspiraba a la naturaleza, y con la música callada, que sólo el
espíritu acierta a oír, se diría que todo entonaba un
himno al Creador. El lento son de las campanas, amortiguado y semi-perdido por
la distancia, apenas turbaba el reposo de la tierra y convidaba a la
oración sin distraer los sentidos con rumores. D. Luis se quitó
su sombrero, se hincó de rodillas al pie de la cruz, cuyo pedestal le
había servido de asiento, y rezó con profunda devoción el
Las sombras nocturnas fueron pronto
ganando terreno; pero la noche, al desplegar su manto y cobijar con él
aquellas regiones, se complace en adornarle de más luminosas estrellas y
de una luna más clara. La bóveda azul no trocó en negro su
color azulado: conservó su azul, aunque le hizo más oscuro. El
aire era tan diáfano y tan sutil, que se veían millares y
millares de estrellas, fulgurando en el éter sin término. La luna
plateaba las copas de los árboles y se reflejaba en la corriente de los
arroyos, que parecían de un líquido luminoso y transparente,
donde se formaban iris y cambiantes como en
Don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa naturaleza, y dudó de sí. Era menester, no obstante, cumplir la palabra dada y acudir a la cita.
Aunque dando un largo rodeo, aunque recorriendo otras sendas, aunque vacilando a veces en irse a la fuente del río, donde al pie de la sierra brota de una peña viva todo el caudal cristalino que riega las huertas, y es sitio delicioso, D. Luis, a paso lento y pausado, se dirigió hacia la población.
Conforme se iba acercando, se aumentaba
el terror que le infundía lo que se determinaba a hacer. Penetraba por
lo más sombrío de las enramadas, anhelando ver algún
prodigio espantable, algún signo,
Embelesado en estos discursos, retardaba don Luis su vuelta, y aún se hallaba a alguna distancia del pueblo, cuando sonaron las diez, hora de la cita, en el reloj de la parroquia. Las diez campanadas fueron como diez golpes que le hirieron en el corazón. Allí le dolieron materialmente, si bien con un dolor y con un sobresalto mixtos de traidora inquietud y de regalada dulzura.
Don Luis apresuró el paso a fin de no llegar muy tarde, y pronto se encontró en la población.
El lugar estaba animadísimo. Las mozas solteras venían a la fuente del ejido a lavarse la cara, para que fuese fiel el novio a la que le tenía, y para que a la que no le tenía le saltase novio. Mujeres y chiquillos, por acá y por allá, volvían de coger verbena, ramos de romero u otras plantas, para hacer sahumerios mágicos. Las guitarras sonaban por varias partes. Los coloquios de amor y las parejas dichosas y apasionadas se oían y se veían a cada momento. La noche y la mañanita de San Juan, aunque fiesta católica, conservan no sé qué resabios del paganismo y naturalismo antiguos. Tal vez sea por la coincidencia aproximada de esta fiesta con el solsticio de verano. Ello es que todo era profano y no religioso. Todo era amor y galanteo. En nuestros viejos romances y leyendas, siempre roba el moro a la linda infantina cristiana, y siempre el caballero cristiano logra su anhelo con la princesa mora, en la noche o en la mañanita de San Juan; y en el pueblo se diría que conservaban la tradición de los viejos romances.
Las calles estaban llenas de gente. Todo
el pueblo estaba en las calles y además los forasteros. Hacían
Don Luis procuraba no encontrar a los amigos y, si los veía de lejos echaba por otro lado. Así fue llegando poco a poco, sin que le hablasen ni detuviesen, hasta cerca del zaguán de casa de Pepita. El corazón empezó a latirle con violencia, y se paró un instante para serenarse. Miró el reloj: eran cerca de las diez y media.
-¡Válgame Dios! -dijo-, hará cerca de media hora que me estará aguardando.
Entonces se precipitó y penetró en el zaguán. El farol, que lo alumbraba de diario, daba poquísima luz aquella noche.
No bien entró D. Luis en el zaguán, una mano, mejor diremos una garra, le asió por el brazo derecho. Era Antoñona, que dijo en voz baja:
-¡Diantre de colegial, ingrato,
desaborido, mostrenco! Ya imaginaba yo que no venías.
¿Dónde has
Mientras Antoñona expresaba estas quejas, no estaba parada, sino que iba andando y llevando en pos de sí, asido siempre del brazo, al colegial atortolado y silencioso. Salvaron la cancela, y Antoñona la cerró con tiento y sin ruido; atravesaron el patio, subieron por la escalera, pasaron luego por unos corredores y por dos salas, y llegaron a la puerta del despacho, que estaba cerrada.
En toda la casa remaba maravilloso
silencio. El despacho estaba en lo interior y no llegaban a él los
rumores de la calle. Sólo llegaban, aunque confusos y vagos, el resonar
de las castañuelas y el son de la guitarra, y un leve murmullo, causado
todo por los criados de Pepita, que tenían su
Antoñona abrió la puerta del despacho; empujó a D. Luis para que entrase, y al mismo tiempo le anunció diciendo:
-Niña, aquí tienes al señor D. Luis, que viene a despedirse de ti.
Hecho el anuncio con la formalidad
debida, la
Al llegar a este punto no podemos menos de hacer notar el carácter de autenticidad que tiene la presente historia, admirándonos de la escrupulosa exactitud de la persona que la compuso. Porque, si algo de fingido, como en una novela, hubiera en estos
Si no hubo más que la oficiosidad
y destreza de Antoñona y la debilidad con que D. Luis se
comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjar embustes
y traer a los dos amantes como arrastrados por la fatalidad a que se vean y
hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud y entereza de ambos?
Nada de eso. Si D. Luis se conduce bien o mal en venir a la cita, y si Pepita
Jiménez, a quien Antoñona había ya dicho que D. Luis
espontáneamente venía
Mucho queremos nosotros a Pepita; pero
la verdad es antes que todo, y la hemos de decir, aunque perjudique a nuestra
heroína. A las ocho le dijo Antoñona que D. Luis iba a venir; y
Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los ojos encendidos y los
párpados un poquito inflamados de llorar y que estaba bastante
despeinada, no pensó desde entonces sino en componerse y arreglarse para
recibir a D. Luis. Se lavó la cara con agua tibia para que el estrago
del llanto desapareciese hasta el punto preciso de no afear, mas no para que no
quedasen huellas de que había llorado; se compuso el pelo de suerte que
no denunciaba estudio cuidadoso, sino que mostraba cierto artístico y
gentil descuido, sin rayar en desorden, lo cual hubiera sido poco decoroso; se
pulió las uñas; y como no era propio recibir de bata a D. Luis,
se vistió un traje sencillo de casa. En suma, miró
instintivamente a que todos los pormenores de tocador concurriesen a hacerla
parecer más bonita y aseada, sin que se trasluciera el menor indicio del
arte, del trabajo y del tiempo gastados en
Según hemos llegado a averiguar,
Pepita empleó más de una hora en estas faenas de tocador, que
habían de sentirse sólo por los efectos. Después se dio el
postrer retoque y vistazo al espejo con satisfacción mal disimulada. Y
por último, a eso de las nueve y media, tomando una palmatoria,
bajó a la sala donde estaba el Niño Jesús. Encendió
primero las velas del altarito, que estaban apagadas; vio con cierta pena que
las flores yacían marchitas; pidió perdón a la devota
imagen por haberla tenido desatendida mucho tiempo; y, postrándose de
hinojos, y a solas, oró con todo su corazón, y con aquella
confianza y franqueza que inspira quien está de huésped en casa
desde hace muchos años. A un Jesús Nazareno, con la cruz a
cuestas y la corona de espinas; a un Ecce-Homo, ultrajado y azotado, con la
caña por irrisorio cetro y la áspera soga por ligadura de las
manos, o a un Cristo crucificado, sangriento y moribundo, Pepita no se hubiera
atrevido a pedir lo que pidió a Jesús, pequeñuelo
todavía, risueño, lindo, sano y con buenos colores. Pepita le
Terminados estos preparativos, que nos
será lícito clasificar y dividir en
Atinada anduvo Antoñona en no decirle que iba a venir, sino hasta poco antes de la hora. Aun así, gracias a la tardanza del galán, la pobre Pepita estuvo deshaciéndose, llena de ansiedad y de angustia, desde que terminó sus oraciones y súplicas con el niño Jesús hasta que vio dentro del despacho al otro niño.
La visita empezó del modo
más grave y ceremonioso. Los saludos de fórmula se pronunciaron
maquinalmente de una parte y de otra; y D. Luis, invitado a ello, tomó
asiento en una butaca, sin dejar el sombrero ni el bastón, y a no corta
distancia de Pepita. Pepita estaba sentada en el sofá. El velador se
veía al lado de ella, con libros y con la palmatoria,
Hubo una larga pausa, un silencio tan
difícil de sostener como de romper. Ninguno de los dos interlocutores se
atrevía a hablar. Era, en verdad, la situación muy embarazosa.
Tanto para ellos el expresarse entonces, como para nosotros el reproducir ahora
lo que expresaron, es empresa ardua; pero no hay más remedio que
acometerla. Dejemos
-Al fin se dignó Vd. venir a despedirse de mí antes de su partida -dijo Pepita-. Yo había perdido ya la esperanza.
El papel que hacía D. Luis era de mucho empeño y por otra parte, los hombres, no ya novicios, sino hasta experimentados y curtidos en estos diálogos, suelen incurrir en tonterías al empezar. No se condene, pues, a D. Luis porque empezase contestando tonterías.
-Su queja de Vd. es injusta -dijo-. He estado aquí a despedirme de Vd. con mi padre, y, como no tuvimos el gusto de que Vd. nos recibiese, dejamos tarjetas. Nos dijeron que estaba Vd. algo delicada de salud, y todos los días hemos enviado recado para saber de Vd. Grande ha sido nuestra satisfacción al saber que estaba Vd. aliviada. ¿Y ahora, se encuentra Vd. mejor?
-Casi estoy por decir a Vd. que no me
encuentro mejor -replicó Pepita-; pero como veo que viene Vd. de
embajador de su padre, y no quiero afligir a un amigo tan excelente, justo
será que diga a Vd.,
-Mi padre no me ha acompañado, señora, porque no sabe que he venido a ver a Vd. Yo he venido solo, porque mi despedida ha de ser solemne, grave, para siempre quizás; y la suya es de índole harto diversa. Mi padre volverá por aquí dentro de unas semanas; yo es posible que no vuelva nunca, y si vuelvo, volveré muy otro del que soy ahora.
Pepita no pudo contenerse. El porvenir
de felicidad con que había soñado se desvanecía como una
sombra. Su resolución inquebrantable de vencer a toda costa a aquel
hombre, único que había amado en la vida, único que se
sentía capaz de amar, era una resolución inútil. D. Luis
se iba. La juventud, la gracia, la belleza, el amor de Pepita no valían
para nada. Estaba condenada, con veinte años de edad y tanta hermosura,
a la viudez perpetua, a la soledad, a amar a quien no la amaba. Todo otro amor
era imposible para ella. El carácter de Pepita, en quien los
obstáculos recrudecían y avivaban más los anhelos, en
quien una determinación, una vez tomada, lo arrollaba todo hasta verse
cumplida, se
Pepita dijo:
-¿Persiste Vd., pues, en su
propósito? ¿Está usted
-Señora -contestó D. Luis
haciendo un esfuerzo para disimular su emoción y para que no se
conociese lo turbado que estaba en lo trémulo y balbuciente de la voz-.
Señora, yo también tengo que dominarme mucho para contestar a Vd.
con la frialdad de quien opone argumentos a argumentos como en una
controversia; pero la acusación de Vd. viene tan razonada (y Vd. perdone
que se lo diga), es tan hábilmente sofística, que me fuerza a
desvanecerla con razones. No pensaba yo tener que disertar aquí y que
aguzar mi corto ingenio; pero Vd. me condena a ello, si no quiero pasar por un
monstruo. Voy a contestar a los extremos del cruel dilema que ha forjado Vd. en
mi daño. Aunque me he criado al lado de mi tío y en el Seminario,
donde no he visto mujeres, no me crea Vd. tan ignorante ni tan pobre de
imaginación que no acertase a representármelas en la mente todo
lo bellas, todo lo seductoras que pueden ser. Mi imaginación, por el
contrario, sobrepujaba a la realidad en todo eso. Excitada por la lectura de
los cantores bíblicos y de los poetas profanos, se fingía mujeres
más elegantes, más graciosas,
-¡Estos de Vd. sí que son
sofismas! -interrumpió Pepita-. ¿Cómo negar a Vd. que lo
que usted
-Pues no lo tema Vd., señora -replicó don Luis-. Mi fantasía es más eficaz en lo que crea que todo el universo, menos Vd., en lo que por los sentidos transmite.
-Y ¿por qué
-No: no lo es; tengo fe de que esta idea es en todo conforme con Vd.; pero tal vez es ingénita en mi alma; tal vez está en ella desde que fue creada por Dios; tal vez es parte de su esencia; tal vez es lo más puro y rico de su ser, como el perfume en las flores.
-¡Bien me lo temía yo! Vd.
lo confiesa ahora.
-No, Pepita: no se divierta Vd. en atormentarme. Esto que yo amo es Vd., y Vd. tal cual es; pero es tan bello, tan limpio, tan delicado esto que yo amo, que no me explico que pase todo por los sentidos, de un modo grosero, y llegue así hasta mi mente. Supongo, pues, y creo, y tengo por cierto, que estaba antes en mí. Es como la idea de Dios, que estaba en mí, que ha venido a magnificarse y desenvolverse en mí, y que sin embargo tiene su objeto real, superior, infinitamente superior a la idea. Como creo que Dios existe, creo que existe usted y que vale Vd. mil veces más que la idea que de Vd. tengo formada.
-Aún me queda una duda. ¿No pudiera ser la mujer en general, y no yo singular y exclusivamente, quien ha despertado esa idea?
-No, Pepita; la magia, el hechizo de una
mujer, bella de alma y de gentil presencia, habían, antes de ver a Vd.,
penetrado en mi fantasía. No hay duquesa, ni marquesa en Madrid, ni
emperatriz en el mundo, ni reina ni princesa en todo el orbe, que valgan lo que
valen las ideales y fantásticas criaturas con quienes
-Y si es una predestinación, si
estaba escrito -interrumpió Pepita-, ¿por qué no
someterse, por qué resistirse todavía? Sacrifique Vd. sus
propósitos a nuestro amor. ¿Acaso no he sacrificado yo mucho?
-Pepita -contestó D. Luis-, no es
que su alma de Vd. sea más pequeña que la mía, sino que
está libre de compromisos, y la mía no lo está. El amor
que Vd. me ha inspirado es inmenso; pero luchan contra él mi
obligación, mis votos, los propósitos de toda mi vida,
próximos a realizarse. ¿Por qué no he de decirlo, sin
temor de ofender a Vd.? Si usted logra en mí su amor, Vd. no se humilla.
Si yo cedo a su amor de Vd., me humillo y me rebajo. Dejo al Creador por la
criatura, destruyo la obra de mi constante voluntad, rompo la imagen de Cristo
que estaba en mi pecho, y el hombre nuevo, que a tanta costa había yo
formado en mí, desaparece para que el hombre antiguo renazca.
¿Por qué, en vez de bajar yo hasta el suelo, hasta el siglo,
hasta la impureza del mundo, que antes he menospreciado, no se eleva Vd. hasta
mí por virtud de ese
-¡Ay, Sr. D. Luis! -replicó
Pepita toda desolada y compungida-. Ahora conozco cuán vil es el metal
del que estoy forjada y cuán indigno de que le penetre y mude el fuego
divino. Lo declararé todo, desechando hasta la vergüenza. Soy una
pecadora infernal. Mi espíritu grosero e inculto no alcanza esas
sutilezas,
Aquí hizo Pepita una larga pausa. D. Luis no sabía qué decir y callaba. El llanto bañaba las mejillas de Pepita, la cual prosiguió sollozando:
-Lo conozco: Vd. me desprecia y hace bien en despreciarme. Con ese justo desprecio me matará usted mejor que con un puñal, sin que se manche de sangre ni su mano ni su conciencia. Adiós. Voy a libertar a Vd. de mi presencia odiosa. Adiós para siempre.
Dicho esto, Pepita se levantó de
su asiento, y sin volver la cara inundada de lágrimas, fuera de
sí, con precipitados pasos se lanzó hacia la puerta que daba a
las habitaciones interiores. D. Luis sintió una invencible ternura, una
piedad funesta. Tuvo miedo de que Pepita muriese. La siguió para
detenerla, pero no llegó a tiempo, Pepita pasó la puerta. Su
figura se perdió en la oscuridad. Arrastrado D. Luis
El despacho quedó solo.
El baile de los criados debía de haber concluido, pues no se oía el más leve rumor. Sólo sonaba el agua de la fuente del jardincillo.
Ni un leve soplo de viento interrumpía el sosiego de la noche y la serenidad del ambiente. Penetraban por la ventana el perfume de las flores y el resplandor de la luna.
Al cabo de un largo rato, D. Luis apareció de nuevo, saliendo de la oscuridad. En su rostro se veía pintado el terror; algo de la desesperación de Judas.
Se dejó caer en una silla: puso ambos puños cerrados en su cara y en sus rodillas ambos codos, y así permaneció más de media hora sumido sin duda en un mar de reflexiones amargas.
Cualquiera, si le hubiera visto, hubiera sospechado que acababa de asesinar a Pepita.
Pepita, sin embargo, apareció
después. Con paso lento, con actitud de profunda melancolía, con
el rostro y la mirada inclinados al suelo, llegó hasta
-Ahora, aunque tarde, conozco toda la
vileza de mi corazón y toda la iniquidad de mi conducta. Nada tengo que
decir en mi abono; mas no quiero que me creas más perversa de lo que
soy. Mira, no pienses que ha habido en mí artificio, ni cálculo,
ni plan para perderte. Sí, ha sido una maldad atroz, pero instintiva;
una maldad inspirada quizá por el espíritu del infierno que me
posee. No te desesperes ni te aflijas, por amor de Dios. De nada eres
responsable. Ha sido un delirio: la enajenación mental se apoderó
de tu noble alma. No es en ti el pecado sino muy leve. En mí es grave,
horrible, vergonzoso. Ahora te merezco menos que nunca. Vete: yo soy ahora
quien te pide que te vayas. Vete: haz penitencia. Dios te perdonará.
Vete: que un sacerdote te absuelva. Limpio de nuevo de culpa, cumple tu
voluntad y sé ministro del Altísimo. Con tu vida trabajosa y
santa, no sólo borrarás hasta las últimas señales
de esta caída sino que después de perdonarme el mal que te he
hecho, conseguirás del cielo mi perdón. No hay lazo alguno que
conmigo te ligue; y si lo hay, yo le desato o le rompo. Eres libre.
Básteme el haber hecho caer por sorpresa al lucero de la mañana;
no quiero, ni debo, ni puedo retenerle
Al decir esto, Pepita hincó en tierra ambas rodillas y se inclinó luego hasta tocar con la frente el suelo del despacho. D. Luis siguió en la misma postura que antes tenía. Así estuvieron los dos algunos minutos en desesperado silencio.
Con voz ahogada, sin levantar la faz de la tierra, prosiguió al cabo Pepita:
-Vete ya, D. Luis, y no por una piedad afrentosa permanezcas más tiempo al lado de esta mujer miserable. Yo tendré valor para sufrir tu desvío, tu olvido y hasta tu desprecio, que tengo tan merecido. Seré siempre tu esclava, pero lejos de ti, muy lejos de ti, para no traerte a la memoria la infamia de esta noche.
Los gemidos sofocaron la voz de Pepita, al terminar estas palabras.
D. Luis no pudo más. Se puso en pie, llegó donde estaba Pepita y la levantó entre sus brazos, estrechándola contra su corazón, apartando blandamente de su cara los rubios rizos que en desorden caían sobre ella, y cubriéndola de apasionados besos.
-Alma mía -dijo por último
don Luis-, vida de mi alma, prenda querida de mi corazón, luz de mis
ojos, levanta la abatida frente y no te prosternes más delante de
mí. El pecador, el flaco de voluntad, el miserable, el sandio y el
ridículo soy yo que no tú. Los ángeles y los demonios
deben reírse igualmente de mí y no tomarme por lo serio. He sido
un santo postizo, que no he sabido resistir y desengañarte desde el
principio, como hubiera sido justo; y ahora no acierto tampoco a ser un
caballero, un galán, un amante fino, que sabe agradecer en cuanto valen
los favores de su dama. No comprendo qué viste en mí para
prendarte de ese modo. Jamás hubo en mí virtud sólida,
sino hojarasca y pedantería de colegial, que había leído
los libros devotos como quien lee novelas, y con ellos se había forjado
su novela necia de misiones y contemplaciones. Si hubiera habido virtud
sólida en mí, con tiempo te hubiera desengañado y no
hubiéramos pecado ni tú ni yo. La verdadera virtud no cae tan
fácilmente. A pesar de toda tu hermosura, a pesar de tu talento, a pesar
de tu amor hacia mí, no, yo no hubiera caído, si en realidad
hubiera sido virtuoso, si hubiera tenido una vocación verdadera. Dios,
que todo lo puede, me hubiera dado su gracia. Un milagro, sin duda,
-No te juzgues con tal dureza -replicó Pepita, ya más serena y sonriendo a través de las lágrimas-. No deseo que te juzgues así, ni para que no me halles tan indigna de ser tu compañera; pero quiero que me elijas por amor, libremente, no para reparar una falta, no porque has caído en un lazo que pérfidamente puedes sospechar que te he tendido. Vete, si no me amas, si sospechas de mí, si no me estimas. No exhalarán mis labios una queja, si para siempre me abandonas y no vuelves a acordarte de mí...
La contestación de D. Luis no cabía ya en el estrecho y mezquino tejido del lenguaje humano. Don Luis rompió el hilo del discurso de Pepita, sellando los labios de ella con los suyos y abrazándola de nuevo.
Bastante más tarde, con previas toses y resonar de pies, entró Antoñona en el despacho diciendo:
-¡Vaya una plática larga! Este sermón que ha predicado el colegial no ha sido el de las siete palabras, sino que ha estado a punto de ser el de las cuarenta horas. Tiempo es ya de que te vayas, don Luis. Son cerca de las dos de la mañana.
-Bien está -dijo Pepita-, se irá al momento.
Antoñona volvió a salir del despacho, y aguardó fuera.
Pepita estaba transformada. Las alegrías que no había tenido en su niñez, el gozo y el contento de que no había gustado en los primeros años de su juventud, la bulliciosa actividad y travesura que una madre adusta y un marido viejo habían contenido y como represado en ella hasta entonces, se diría que brotaron de repente en su alma, como retoñan las hojas verdes de los árboles, cuando las nieves y los hielos de un invierno rigoroso y dilatado han retardado su germinación.
Una señora de ciudad, que conoce
lo que llamamos
Era menester que D. Luis partiera. Pepita fue por un peine y le alisó con amor los cabellos, besándoselos después.
Pepita le hizo mejor el lazo de la corbata.
-Adiós, dueño amado -le dijo-. Adiós, dulce rey de mi alma. Yo se lo diré todo a tu padre, si tú no quieres atreverte. Él es bueno y nos perdonará.
Al cabo los dos amantes se separaron.
Cuando Pepita se vio sola, su bulliciosa alegría se disipó, y su rostro tomó una expresión grave y pensativa.
Pepita pensó dos cosas igualmente
serias: una de interés mundano, otra de más elevado
interés. Lo primero en que pensó fue en que su conducta de
Mientras Pepita discurría
así allá en su mente, y
Antes de despedirse dijo D. Luis sin preparación ni rodeos:
-Antoñona, tú que lo sabes todo, dime, quién es el conde de Genazahar y qué clase de relaciones ha tenido con tu ama.
-Temprano empiezas a mostrarte celoso.
-No son celos; es curiosidad solamente.
-Mejor es así. Nada más fastidioso que los celos. Voy a satisfacer tu curiosidad. Ese conde está bastante tronado. Es un perdido, jugador y mala cabeza; pero tiene más vanidad que D. Rodrigo en la horca. Se empeñó en que mi niña le quisiera y se casase con él, y como la niña le ha dado mil veces calabazas, está que trina. Esto no impide que se guarde por allá más de mil duros, que hace años le prestó don Gumersindo, sin más hipoteca que un papelucho, por culpa y a ruegos de Pepita, que es mejor que el pan. El tonto del conde creyó sin duda que Pepita, que fue tan buena de casada que hizo que le diesen dinero, había de ser de viuda tan rebuena para él que le había de tomar por marido. Vino después el desengaño con la furia consiguiente.
-Adiós, Antoñona -dijo D. Luis y se salió a la calle, silenciosa ya y sombría.
Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y la gente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes y otros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías.
En algunas rejas, seguían aún varios embozados, pertinaces e incansables, pelando la pava con sus novias. La mayoría había desaparecido ya.
En la calle, lejos de la vista de Antoñona, don Luis dio rienda suelta a sus pensamientos. Su resolución estaba tomada, y todo acudía a su mente a confirmar su resolución. La sinceridad y el ardor de la pasión que había inspirado a Pepita, su hermosura, la gracia juvenil de su cuerpo y la lozanía primaveral de su alma, se le presentaban en la imaginación y le hacían dichoso.
Con cierta mortificación de la
vanidad reflexionaba, no obstante, D. Luis en el cambio que en él se
había obrado. ¿Qué pensaría el deán?
¿Qué espanto no sería el del obispo? Y sobre todo,
¿qué motivo tan grave de queja no había dado D. Luis a su
padre? Su disgusto, su cólera cuando supiese el compromiso que ligaba a
Luis con Pepita, se ofrecían al ánimo
En cuanto a lo que él llamaba su
caída antes de caer, fuerza es confesar que le parecía poco honda
y poco espantosa después de haber caído. Su misticismo, bien
estudiado, con la nueva luz que acababa de adquirir, se le antojó que no
había tenido ser ni consistencia; que había sido un producto
artificial y vano de sus lecturas, de su petulancia de muchacho y de sus
ternuras sin objeto de colegial inocente. Cuando recordaba que a veces
había creído recibir favores y regalos sobrenaturales, y
había oído susurros místicos y había estado en
conversación interior, y casi había empezado a caminar por la
vía unitiva, llegando a la oración de quietud, penetrando en el
abismo del alma y subiendo al ápice de la mente, D. Luis se
sonreía y sospechaba que no había estado por completo en su
juicio. Todo había sido presunción suya. Ni él
había hecho penitencia, ni él había vivido largos
años en contemplación, ni él tenía ni había
tenido merecimientos bastantes para que Dios le favoreciese con distinciones
tan altas. La mayor prueba que se daba a sí propio de todo esto, la
mayor seguridad de que los regalos sobrenaturales de que había gozado
eran sofísticos, eran simples recuerdos de los autores que leía,
nacía de que nada te amo
de Pepita, como el toque
delicadísimo de una mano de Pepita jugando con los negros rizos de su
cabeza.
Don Luis apelaba a otro género de humildad cristiana para justificar a sus ojos lo que ya no quería llamar caída, sino cambio. Se confesaba indigno de ser sacerdote, y se allanaba a ser lego, casado, vulgar, un buen lugareño cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos, criando a sus hijos, pues ya los deseaba, y siendo modelo de maridos al lado de su Pepita.
Aquí vuelvo yo, como responsable que soy de la publicación y divulgación de esta historia, a creerme en la necesidad de interpolar varias reflexiones y aclaraciones de mi cosecha.
Dije al empezar que me inclinaba a creer que esta parte narrativa o
La duda queda en pie porque, en el fondo, nada hay en ellos que se oponga a la verdad católica ni a la moral cristiana. Por el contrario, si bien se examina, se verá que sale de todo una lección contra los orgullosos y soberbios, con ejemplar escarmiento en la persona de D. Luis. Esta historia pudiera servir sin dificultad de apéndice a los
En cuanto a lo que sostienen dos o tres
amigos míos discretos, de que el señor deán, a ser el
autor, hubiera referido los sucesos de otro modo, diciendo
mi sobrino
al hablar de D. Luis, y poniendo
sus consideraciones morales de vez en cuando, no creo que es argumento de gran
valer. El señor deán se propuso contar lo ocurrido y no probar
ninguna tesis, y anduvo atinado en no meterse en dibujos y en no sacar
moralejas. Tampoco hizo mal, en mi sentir, en ocultar su personalidad y en no
mentar su yo, lo cual no sólo demuestra su humildad y modestia, sino
buen gusto literario, porque los poetas épicos
párate ahí, con un
¿qué haces? ¡mira no te caigas, desventurado!o con otras advertencias por el estilo. No chistar tampoco, ni oponerse en alguna manera, hallándose presente, al menos en espíritu, sentaba mal en algunos de los lances que van referidos. Por todo lo cual, a no dudarlo, el señor deán, con la mucha discreción que le era propia, pudo escribir estos
Lo que sí hizo fue poner glosas y comentarios de provechosa edificación, cuando tal o cual pasaje lo requería; pero yo los suprimo aquí, porque no están en moda las novelas anotadas o glosadas, y porque sería voluminosa esta obrilla, si se imprimiese con los mencionados requisitos.
Pondré, no obstante, en este lugar, como única excepción e incluyéndola en el texto, la nota del señor deán, sobre la rápida transformación de D. Luis de místico en no místico. Es curiosa la nota, y derrama mucha luz sobre todo.
-Esta mudanza de mi sobrino -dice-, no me ha dado chasco. Yo la preveía desde que me escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó al principio. Pensé que tenía una verdadera vocación, pero luego caí en la cuenta de que era un vano espíritu poético; el misticismo fue la máquina de sus poemas, hasta que se presentó otra máquina más adecuada.
¡Alabado sea Dios, que ha querido
que el desengaño de Luisito llegue a tiempo! ¡Mal clérigo
hubiera sido si no acude tan en sazón Pepita Jiménez! Hasta su
impaciencia de alcanzar la perfección de un brinco hubiera debido darme
mala espina, si el cariño de tío no me hubiera cegado. Pues
qué, ¿los favores del cielo se consiguen enseguida? ¿No
hay más que llegar y triunfar? Contaba un amigo mío, marino, que
cuando estuvo en ciertas ciudades de América, era muy mozo, y
pretendía a las damas con sobrada precipitación, y que ellas le
decían con un tonillo lánguido americano: -¡Apenas llega y
ya quiere!... ¡Haga méritos si puede!-. Si esto pudieron decir
aquellas señoras, ¿qué no dirá el cielo a los
audaces que pretenden escalarle sin méritos y en un abrir y cerrar de
ojos? Mucho hay que afanarse, mucha purificación se necesita, mucha
penitencia se requiere, para empezar a estar bien con Dios y
Hasta aquí la nota del señor deán, escrita con desenfado íntimo, como para él solo, pues bien ajeno estaba el pobre de que yo había de jugarle la mala pasada de darla al público.
Sigamos ahora la narración.
Don Luis, en medio de la calle, a las dos de la noche, iba discurriendo, como ya hemos dicho, en que su vida, que hasta allí había él soñado con que fuese digna de la
Soy tu esclava; extiende tu capa sobre tu sierva, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo. D. Luis, cuando Pepita se le rendía, tuvo pues que imitar a
Hija, bendita seas del Señor, que has excedido tu primera bondad con ésta de ahora. Así se disculpaba D. Luis de no haber imitado a San Vicente y a otros santos no menos ariscos. En cuanto al mal éxito que tuvo la proyectada imitación de San Eduardo, también trataba de cohonestarle y disculparle. San Eduardo se casó por razón de Estado, porque los grandes del reino lo exigían, y sin inclinación hacia la reina Edita; pero en él y en Pepita Jiménez no había razón de Estado, ni grandes ni pequeños, sino amor finísimo de ambas partes.
De todos modos no se negaba D. Luis, y
esto prestaba a su contento un leve tinte de melancolía, que
había destruido su ideal; que había sido vencido. Los que
jamás tienen ni tuvieron ideal alguno no se apuran por esto; pero D.
Luis se apuraba. D. Luis pensó desde luego en sustituir el antiguo y
encumbrado ideal con otro más humilde y fácil. Y si bien
recordó a D. Quijote, cuando vencido por el caballero de la Blanca Luna
decidió hacerse pastor, maldito el efecto que le hizo la burla, sino que
pensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica y
descreída, la edad venturosa y el piadosísimo ejemplo de
Filemón y de Baucis, tejiendo
Al logro de todo ello se oponían dos dificultades que era menester allanar antes, y D. Luis se preparaba a allanarlas.
Era una el disgusto, quizás el enojo de su padre, a quien había defraudado en sus más caras esperanzas. Era la otra dificultad de muy diversa índole y en cierto modo más grave.
Don Luis, cuando iba a ser
clérigo, estuvo en su papel no defendiendo a Pepita de los groseros
insultos del conde de Genazahar, sino con discursos morales, y no tomando
venganza de la mofa y desprecio con que tales discursos fueron oídos.
Pero, ahorcados ya los hábitos, y teniendo que declarar en seguida que
Pepita era su novia y que iba a casarse
Decidido, pues, al lance, resolvió llevarle a cabo enseguida. Y pareciéndole feo y ridículo enviar padrinos, y hacer que trajesen en boca el honor de Pepita, halló lo más razonable buscar camorra con cualquier otro pretexto.
Supuso además que el conde,
forastero y vicioso
El casino permanecía abierto, pero las luces del patio y de los salones estaban casi todas apagadas. Sólo en un salón había luz. Allí se dirigió don Luis, y desde la puerta vio al conde de Genazahar, que jugaba al monte, haciendo de banquero. Cinco personas nada más apuntaban; dos eran forasteros como el conde; las otras tres eran el capitán de caballería encargado de la remonta, Currito y el médico. No podían disponerse las cosas más al intento de D. Luis. Sin ser visto, por lo afanados que estaban en el juego, D. Luis los vio, y apenas los vio, volvió a salir del casino, y se fue rápidamente a su casa. Abrió un criado la puerta; preguntó D. Luis por su padre, y sabiendo que dormía, para que no le sintiera ni se despertara, subió D. Luis de puntillas a su cuarto con una luz, recogió unos tres mil reales que tenía de su peculio, en oro, y se los guardó en el bolsillo. Dijo después al criado que le volviese a abrir, y se fue al casino otra vez.
Entonces entró D. Luis en el
salón donde jugaban, dando taconazos recios, con estruendo y con
-¡Tú por aquí a estas horas! -dijo Currito.
-¿De dónde sale Vd., curita? -dijo el médico.
-¿Viene Vd. a echarme otro sermón? -exclamó el conde.
-Nada de sermones -contestó D. Luis con mucha calma-. El mal efecto que surtió el último que prediqué me ha probado con evidencia que Dios no me llama por ese camino, y ya he elegido otro. Vd., señor conde, ha hecho mi conversión. He ahorcado los hábitos; quiero divertirme, estoy en la flor de la mocedad y quiero gozar de ella.
-Vamos, me alegro -interrumpió el conde-; pero cuidado, niño, que si la flor es delicada, puede marchitarse y deshojarse temprano.
-Ya de eso cuidaré yo -replicó D. Luis-. Veo que se juega. Me siento inspirado. Vd. talla. ¿Sabe Vd., señor conde, que tendría chiste que yo le desbancase?
-Tendría chiste, ¿eh? ¡Vd. ha cenado fuerte!
-He cenado lo que me ha dado la gana.
-Respondonzuelo se va haciendo el mocito.
-Me hago lo que quiero.
-Voto va... -dijo el conde, y ya se
sentía venir
-Ea -dijo el conde, sosegado y afable-, desembaúle Vd. los dinerillos y pruebe fortuna.
Don Luis se sentó a la mesa y sacó del bolsillo todo su oro. Su vista acabó de serenar al conde, porque casi excedía aquella suma a la que tenía él de banca, y ya imaginaba que iba a ganársela al novato.
-No hay que calentarse mucho la cabeza en este juego -dijo D. Luis-. Ya me parece que le entiendo. Pongo dinero a una carta, y si sale la carta, gano, y si sale la contraria, gana Vd.
-Así es, amiguito; tiene Vd. un entendimiento macho.
-Pues lo mejor es que no tengo sólo macho el entendimiento, sino también la voluntad; y con todo, en el conjunto, disto bastante de ser un macho, como hay tantos por ahí.
-¡Vaya si viene Vd. parlanchín y si saca alicantinas!
Don Luis se calló: jugó unas cuantas veces, y tuvo tan buena fortuna, que ganó casi siempre.
El conde comenzó a cargarse.
-¿Si me desplumará el niño? -dijo-, Dios protege la inocencia.
Mientras que el conde se amostazaba, D. Luis sintió cansancio y fastidio y quiso acabar de una vez.
-El fin de todo esto -dijo- es ver si yo me llevo esos dineros o si Vd. se lleva los míos. ¿No es verdad, señor conde?
-Es verdad.
-Pues ¿para qué hemos de estar aquí en vela toda la noche? Ya va siendo tarde, y siguiendo su consejo de Vd. debo recogerme para que la flor de mi mocedad no se marchite.
-¿Qué es eso? ¿Se quiere Vd. largar? ¿Quiere Vd. tomar el olivo?
-Yo no quiero tomar olivo ninguno. Al contrario. Curro, dime tú: aquí, en este montón de dinero, ¿no hay más que en la banca?
Currito miró, y contestó:
-Es indudable.
-¿Cómo explicaré -preguntó D. Luis-, que juego en un golpe cuanto hay en la banca contra otro tanto?
-Eso se explica -respondió Currito-, diciendo: ¡copo!
-Pues, copo -dijo D. Luis
dirigiéndose al conde-; va el copo y la red en este rey de espadas,
El conde que tenía todo su capital mueble en la banca, se asustó al verle comprometido de aquella suerte; pero no tuvo más que aceptar.
Es sentencia del vulgo que los afortunados en amores son desgraciados al juego: pero más cierta parece la contraria afirmación. Cuando acude la buena dicha, acude para todo, y lo mismo cuando la desdicha acude.
El conde fue tirando cartas, y no salía ningún tres. Su emoción era grande, por más que lo disimulaba. Por último, descubrió por la pinta el rey de copas, y se detuvo.
-Tire Vd. -dijo el capitán.
-No hay para qué. El rey de copas. ¡Maldito sea! El curita me ha desplumado. Recoja Vd. el dinero.
El conde echó con rabia la baraja sobre la mesa.
D. Luis recogió todo el dinero con indiferencia y reposo.
Después de un corto silencio, habló el conde:
-Curita es menester que me dé Vd. el desquite.
-No veo la necesidad.
-¡Me parece que entre caballeros!...
-Por esa regla el juego no tiene
término -observó
-Déme Vd. el desquite -replicó el conde, sin atender a razones.
-Sea -dijo D. Luis-. Quiero ser generoso.
El conde volvió a tomar la baraja y se dispuso a echar nueva talla.
-Alto ahí -dijo D. Luis-; entendámonos antes. ¿Dónde está el dinero de la nueva banca de Vd.?
El conde se quedó turbado y confuso.
-Aquí no tengo dinero -contestó-, pero me parece que sobra con mi palabra.
D. Luis entonces, con acento grave y reposado, dijo:
-Señor conde, yo no tendría inconveniente en fiarme de la palabra de un caballero y en llegar a ser su acreedor, si no temiese perder su amistad que casi voy ya conquistando; pero, desde que vi esta mañana la crueldad con que trató Vd. a ciertos amigos míos, que son sus acreedores, no quiero hacerme culpado para con Vd. del mismo delito. No faltaba más sino que yo voluntariamente incurriese en el enojo de Vd., prestándole dinero, que no me pagaría, como no ha pagado, sino con injurias, el que debe a Pepita Jiménez.
Por lo mismo que el hecho era cierto, la ofensa fue mayor. El conde se puso lívido de cólera, y ya de pie, pronto a venir a las manos con el colegial, dijo con voz alterada:
-¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacerte entre mis manos, hijo de la grandísima...!
Esta última injuria, que recordaba a D. Luis la falta de su nacimiento y caía sobre el honor de la persona cuya memoria le era más querida y respetada, no acabó de formularse, no acabó de llegar a sus oídos.
D. Luis, por encima de la mesa, que estaba entre él y el conde, con agilidad asombrosa y con tino y fuerza, tendió el brazo derecho, armado de un junco o bastoncillo flexible y cimbreante, y cruzó la cara de su enemigo, levantándole al punto un verdugón amoratado.
No hubo ni grito, ni denuesto, ni alboroto posterior. Cuando empiezan las manos, suelen callar las lenguas. El conde iba a lanzarse sobre D. Luis para destrozarle si podía; pero la opinión había dado una gran vuelta desde aquella mañana, y entonces estaba en favor de D. Luis. El capitán, el médico y hasta Currito, ya con más ánimo, contuvieron al conde, que pugnaba y forcejeaba ferozmente por desasirse.
-Dejadme libre; dejadme que le mate -decía.
-Yo no trato de evitar un duelo -dijo el capitán-. El duelo es inevitable. Trato sólo de que no luchéis aquí como dos ganapanes. Faltaría a mi decoro si presenciase tal lucha.
-Que vengan armas -dijo el conde-. No quiero retardar el lance ni un minuto... En el acto... aquí.
-¿Queréis reñir al sable? -dijo el capitán.
-Bien está -respondió D. Luis.
-Vengan los sables -dijo el conde.
Todos hablaban en voz baja para que no se oyese nada en la calle. Los mismos criados del casino, que dormían en sillas, en la cocina y en el patio, no llegaron a despertarse.
D. Luis eligió para testigos al capitán y a Currito. El conde, a los dos forasteros. El médico quedó para hacer su oficio, y enarboló la bandera de la Cruz Roja.
Era todavía de noche. Se convino en hacer campo de batalla de aquel salón, cerrando antes la puerta.
El capitán fue a su casa por los sables y los trajo al momento, debajo de la capa que para ocultarlos se puso.
Ya sabemos que D. Luis no había
empuñado en su vida un arma. Por fortuna, el conde no era mucho
Las condiciones del duelo se redujeron a que, una vez el sable en la mano, cada uno de los dos combatientes hiciese lo que Dios le diera a entender.
Se cerró la puerta de la sala.
Las mesas y las sillas se apartaron en un rincón para despejar el terreno. Las luces se colocaron de un modo conveniente. D. Luis y el conde se quitaron levitas y chalecos, quedaron en mangas de camisa y tomaron las armas. Se hicieron a un lado los testigos. A una señal del capitán, empezó el combate.
Entre dos personas que no sabían parar ni defenderse la lucha debía ser brevísima, y lo fue.
La furia del conde, retenida por algunos
minutos, estalló y le cegó. Era robusto, tenía unos
puños de hierro, y sacudía con el sable una lluvia de tajos sin
orden ni concierto. Cuatro veces tocó a D. Luis, por fortuna siempre de
plano. Lastimó sus hombros, pero no le hirió. Menester fue de
todo el vigor del joven teólogo para no caer derribado a los tremendos
golpes y con el dolor de las contusiones. Todavía tocó el conde
por quinta vez a D. Luis, y le dio en el brazo izquierdo. Aquí la herida
fue de filo, aunque
Toda la batalla fue negocio de algunos segundos.
D. Luis había estado sereno, como
un filósofo estoico, a quien la dura ley de la necesidad obliga a
ponerse en semejante conflicto, tan contrario a sus costumbres y modo de
pensar; pero, no bien miró a su contrario por tierra, bañado en
sangre, y como muerto, D. Luis sintió una angustia grandísima y
temió que le diese una congoja. Él, que no se creía capaz
de matar un gorrión, acaso acababa de matar a un hombre. Él, que
aún estaba resuelto a ser sacerdote, a ser misionero, a ser ministro y
nuncio del Evangelio, hacía cinco o seis horas, había cometido o
se acusaba de haber cometido en nada de tiempo todos los delitos y de haber
infringido todos los mandamientos de la ley de Dios. No había quedado
pecado
El estado de D. Luis, después de las agitaciones de todo aquel día, era el de un hombre que tiene fiebre cerebral.
Currito y el capitán, cada uno de un lado, le agarraron y llevaron a su casa.
D. Pedro de Vargas se levantó sobresaltado cuando le dijeron que venía su hijo herido. Acudió a verle, examinó las contusiones y la herida del brazo, y vio que no eran de cuidado, pero puso el grito en el cielo diciendo que iba a tomar venganza de aquella ofensa, y no se tranquilizó hasta que supo el lance, y que D. Luis había sabido tomar venganza por sí, a pesar de su teología.
El médico vino poco
después a curar a D. Luis,
A los cuatro días del lance, se cumplieron en efecto los pronósticos del doctor, y D. Luis, aunque magullado de los golpes y con la herida abierta aún, estuvo en estado de salir, y prometiendo un restablecimiento completo en plazo muy breve.
El primer deber que D. Luis creyó que necesitaba cumplir, no bien le dieron de alta, fue confesar a su padre sus amores con Pepita y declararle su intención de casarse con ella.
D. Pedro no había ido al campo ni se había empleado sino en cuidar a su hijo durante la enfermedad. Casi siempre estaba a su lado acompañándole y mimándole con singular cariño.
En la mañana del día 27 de
Junio, después de irse el médico, D. Pedro quedó solo con
su hijo; y
-Padre mío- dijo D. Luis-, yo no debo seguir engañando a Vd. por más tiempo. Hoy voy a confesar a Vd. mis faltas y a desechar la hipocresía.
-Muchacho, si es confesión lo que vas a hacer, mejor será que llames al padre vicario. Yo tengo muy holgachón el criterio, y te absolveré de todo, sin que mi absolución te valga para nada. Pero si quieres confiarme algún hondo secreto como a tu mejor amigo, empieza, que te escucho.
-Lo que tengo que confiar a Vd. es una gravísima falta mía, y me da vergüenza...
-Pues no tengas vergüenza con tu padre y di sin rebozo.
Aquí D. Luis, poniéndose muy colorado, y con visible turbación, dijo:
-Mi secreto es que estoy enamorado de... Pepita Jiménez, y que ella...
D. Pedro interrumpió a su hijo con una carcajada y continuó la frase:
-Y que ella está enamorada de ti,
y que la noche de la velada de San Juan estuviste con ella en
La turbación y el apuro de D. Luis subieron de punto cuando oyó contar a su padre toda la historia en lacónico compendio.
-¡Qué sorpresa! -dijo-, ¡qué asombro habrá sido el de Vd.!
-Nada de sorpresa, ni de asombro,
muchacho. En el lugar sólo se saben las cosas hace cuatro días, y
la verdad sea dicha, ha pasmado tu transformación. ¡Miren el
cógelas a tientas y mátalas callando, miren el santurrón y
el gatito muerto, exclaman
-Es verdad: he querido engañar a Vd. ¡He sido un hipócrita!
-No seas tonto: no lo digo por motejarte. Lo digo para darme tono de perspicaz. Pero hablemos con franqueza: mi jactancia es inmotivada. Yo sé punto por punto el progreso de tus amores con Pepita, desde hace más de dos meses; pero lo sé porque tu tío el deán, a quien escribías tus impresiones, me lo ha participado todo. Oye la carta acusadora de tu tío, y oye la contestación que le di, documento importantísimo de que he guardado minuta.
D. Pedro sacó del bolsillo unos papeles y leyó lo que sigue:
Don Luis escuchaba en silencio y con los ojos bajos. Su padre continuó:
-A esta carta del deán contesté lo que sigue:
Así acabó D. Pedro de leer su carta, y al volver a mirar a D. Luis, vio que D. Luis había estado escuchando con los ojos llenos de lágrimas.
El padre y el hijo se dieron un abrazo muy apretado y muy prolongado.
Al mes justo de esta conversación y de esta lectura, se celebraron las bodas de D. Luis de Vargas y de Pepita Jiménez.
Temeroso el señor deán de que su hermano le embromase demasiado con que el misticismo de Luisito había salido huero, y conociendo además que su papel iba a ser poco airoso en el lugar, donde todos dirían que tenía mala mano para sacar santos, dio por pretexto sus ocupaciones y no quiso venir, aunque envió su bendición y unos magníficos zarcillos, como presente para Pepita.
El padre vicario tuvo, pues, el gusto de casarla con D. Luis.
La novia, muy bien engalanada, pareció hermosísima a todos, y digna de trocarse por el cilicio y las disciplinas.
Aquella noche dio D. Pedro un baile estupendo en el patio de su casa y salones contiguos. Criados y señores, hidalgos y jornaleros, las señoras y señoritas y las mozas del lugar, asistieron y se mezclaron en él, como en la soñada primera edad del mundo, que no sé por qué llaman de oro. Cuatro diestros, o si no diestros, infatigables guitarristas, tocaron el fandango. Un gitano y una gitana, famosos cantadores, entonaron las coplas más amorosas y alusivas a las circunstancias. Y el maestro de escuela leyó un epitalamio, en verso heroico.
Hubo hojuelas, pestiños, gajorros, rosquillas, mostachones, bizcotelas y mucho vino para la gente menuda. El señorío se regaló con almíbares, chocolate, miel de azahar y miel de prima, y varios rosolis y mistelas aromáticas y refinadísimas.
D. Pedro estuvo hecho un cadete:
bullicioso, bromista y galante. Parecía que era falso lo que declaraba
en su carta al deán, del reúma y demás alifafes.
Bailó el fandango con Pepita, con sus más graciosas criadas y con
otras seis o siete mozuelas. A cada una, al volverla a su asiento, cansada ya,
le dio con efusión el correspondiente y prescrito abrazo, y a las menos
serias, algunos pellizcos, aunque esto no forma parte del ceremonial. D. Pedro
llevó su
El baile duró hasta las tres de la madrugada; pero los novios se eclipsaron discretamente antes de las once y se fueron a casa de Pepita. D. Luis volvió a entrar con luz, con pompa y majestad, y como dueño legítimo y señor adorado, en aquella limpia alcoba, donde poco más de un mes antes había entrado a oscuras, lleno de turbación y zozobra.
Aunque en el lugar es uso y costumbre, jamás interrumpida, dar una terrible cencerrada a todo viudo o viuda que contrae segundas nupcias, no dejándolos tranquilos con el resonar de los cencerros en la primera noche del consorcio, Pepita era tan simpática y don Pedro tan venerado y D. Luis tan querido, que no hubo cencerros ni el menor conato de que resonasen aquella noche: caso raro que se registra como tal en los anales del pueblo.
La historia de Pepita y Luisito debiera terminar aquí. Este epílogo está de sobra; pero el señor deán le tenía en el legajo, y ya que no le publiquemos por completo, publicaremos parte: daremos una muestra siquiera.
A nadie debe quedar la menor duda en que don Luis y Pepita, enlazados por un amor irresistible, casi de la misma edad, hermosa ella, él gallardo y agraciado, y discretos y llenos de bondad los dos, vivieron largos años, gozando de cuanta felicidad y paz caben en la tierra; pero esto, que para la generalidad de las gentes es una consecuencia dialéctica bien deducida, se convierte en certidumbre para quien lee el epílogo.
El epílogo, además, da
algunas noticias sobre los personajes secundarios que en la narración
aparecen
Se reduce el epílogo a una colección de cartas, dirigidas por D. Pedro de Vargas a su hermano el señor deán, desde el día de la boda de su hijo hasta cuatro años después.
Sin poner las fechas, aunque siguiendo el orden cronológico, trasladaremos aquí pocos y breves fragmentos de dichas cartas, y punto concluido.
Luis muestra la más viva gratitud
a Antoñona, sin cuyos servicios no poseería a Pepita; pero esta
mujer, cómplice de la única falta que él y Pepita han
cometido, y tan íntima en la casa y tan enterada de todo, no
podía menos de estorbar. Para librarse de ella, favoreciéndola,
Luis ha logrado que vuelva a reunirse con su marido, cuyas borracheras diarias
no quería ella sufrir. El hijo del maestro Cencias ha prometido no
volver a emborracharse casi nunca; pero no se ha atrevido a dar un
Currito, deseoso de imitar a su primo, a quien cada día admira más, y notando y envidiando la felicidad doméstica de Pepita y de Luis, ha buscado novia a toda prisa, y se ha casado con la hija de un rico labrador de aquí, sana, frescota, colorada como las amapolas, y que promete adquirir en breve un volumen y una densidad superiores a los de su suegra doña Casilda.
El conde de Genahazar; a los cinco meses
de cama, está ya curado de su herida, y según dicen,
Hemos tenido un disgusto grandísimo, aunque harto le preveíamos. El padre vicario, cediendo al peso de la edad, ha pasado a mejor vida. Pepita ha estado a la cabecera de su cama hasta el último instante, y le ha cerrado los ojos y la entreabierta boca con sus hermosas manos. El padre vicario ha tenido la muerte de un bendito siervo de Dios. Más que muerte parecía tránsito dichoso a más serenas regiones. Pepita, no obstante, y todos nosotros también, le hemos llorado de veras. No ha dejado más que cinco o seis duros y sus muebles, porque todo lo repartía de limosna. Con su muerte habrían quedado aquí huérfanos los pobres, si Pepita no viviese.
Mucho lamentan todos en el lugar la
muerte del padre vicario; y no faltan personas que le dan por santo verdadero y
merecedor de estar en los altares, atribuyéndole milagros. Yo no
sé de esto; pero sé que era un varón excelente, y debe
haber ido derechito a los cielos, donde tendremos en
En el ánimo de Luis han hecho honda impresión esta vida y esta muerte ejemplares de un hombre, menester es confesarlo, simple y de cortas luces, pero de una voluntad sana, de una fe profunda y de una caridad fervorosa. Luis se compara con el vicario, y dice que se siente humillado. Esto ha traído cierta amarga melancolía a su corazón; pero Pepita, que sabe mucho, la disipa con sonrisas y cariño.
Todo prospera en casa. Luis y yo tenemos
unas candioteras que no las hay mejores en España, si prescindimos de
Jerez. La cosecha de aceite ha sido este año soberbia. Podemos
permitirnos todo género de lujos, y yo aconsejo a Luis y a Pepita que
den un buen paseo por Alemania, Francia e Italia, no bien salga Pepita de su
cuidado y se restablezca. Los chicos pueden, sin imprevisión ni locura,
derrochar unos cuantos miles de duros en la expedición
Hemos aguardado dos semanas, para que sea el bautizo el día mismo del primer aniversario de la boda. El niño es un sol de bonito y muy robusto. Yo he sido el padrino, y le hemos dado mi nombre. Yo estoy soñando con que Periquito hable y diga gracias.
Para que todo les salga bien a estos
enamorados esposos, resulta ahora, según cartas de la Habana, que el
hermano de Pepita, cuyas tunanterías recelábamos que afrentasen a
la familia, casi o sin casi va a honrarla y a encumbrarla haciéndose
personaje. En tanto tiempo como hacía que no sabíamos de
él, ha aprovechado bien las coyunturas, y le ha soplado la suerte. Ha
tenido nuevo empleo en las aduanas, ha comerciado luego en negros, ha quebrado
después, que viene a ser para ciertos hombres de negocios como una buena
poda para los árboles, la cual hace que retoñen con más
brío, y hoy está tan boyante, que tiene resuelto ingresar en la
Así pudiéramos seguir extractando si no temiésemos fatigar a los lectores. Concluiremos, pues, copiando un poco de una de las últimas cartas.
Mis hijos han vuelto de su viaje bien de salud y con Periquito muy travieso y precioso.
Luis y Pepita vienen resueltos a no volver a salir del lugar, aunque les dure más la vida que a Filemón y a Baucis. Están enamorados como nunca el uno del otro.
Traen lindos muebles, muchos libros, algunos cuadros y no sé cuántas otras baratijas elegantes, que han comprado por esos mundos, y principalmente en París, Roma, Florencia y Viena.
Así como el afecto que se tienen,
y la ternura y cordialidad con que se tratan y tratan a todo el mundo, ejercen
aquí benéfica influencia en las costumbres,
La gente de Madrid suele decir que en los lugares somos gansos y soeces, pero se quedan por allá y nunca se toman el trabajo de venir a pulirnos; antes al contrario, no bien hay alguien en los lugares, que sabe o vale, o cree saber y valer, no para hasta que se larga, si puede, y deja los campos y los pueblos de provincias abandonados.
Pepita y Luis siguen el opuesto parecer y yo los aplaudo con toda el alma.
Todo lo van mejorando y hermoseando para hacer de este retiro su edén.
No imagines, sin embargo, que la
afición de Luis y Pepita al bienestar material haya entibiado en ellos
en lo más mínimo el sentimiento religioso. La piedad de ambos es
más profunda cada día, y en cada contento o satisfacción
de que gozan o que pueden proporcionar a sus semejantes, ven un nuevo beneficio
del cielo, por el cual se reconocen más obligados a demostrar su
gratitud. Es más: esa satisfacción y ese contento no lo
serían, no tendrían precio, ni valor, ni sustancia para ellos, si
la consideración
Luis no olvida nunca, en medio de su
dicha presente, el rebajamiento del ideal con que había soñado.
Hay ocasiones en que su vida de ahora le parece vulgar, egoísta y
prosaica, comparada con la vida de sacrificio, con la existencia espiritual a
que se creyó llamado en los primeros años de su juventud; pero
Pepita acude solícita a disipar estas melancolías, y entonces
comprende y afirma Luis que el hombre puede servir a Dios en todos los estados
y condiciones, y concierta la viva fe y el amor de Dios que llenan su alma, con
este amor lícito de lo terrenal y caduco. Pero en todo ello pone Luis
como un fundamento divino, sin el cual, ni en los astros que pueblan el
éter, ni en las flores y frutos que hermosean el campo, ni en los ojos
de Pepita, ni en la inocencia y belleza de Periquito, vería nada de
amable. El mundo mayor, toda esa fábrica grandiosa del Universo, dice
él que sin su Dios providente le parecería sublime, pero sin
orden, ni belleza ni propósito. Y en cuanto al mundo menor, como suele
llamar al hombre, tampoco le amaría, si por Dios no fuera. Y esto, no
porque Dios le mande amarle, sino porque la dignidad del hombre y el merecer
ser
En la casa de mis hijos hay, pues, algunas salas que parecen preciosas capillitas católicas o devotos oratorios; pero he de confesar que tienen ambos también su poquito de paganismo, como poesía rústica amoroso-pastoril, la cual ha ido a refugiarse extramuros.
La huerta de Pepita ha dejado de ser huerta y es un jardín amenísimo con sus araucarias, con sus higueras de la India, que crecen aquí al aire libre, y con su bien dispuesta, aunque pequeña estufa, llena de plantas raras.
El merendero o cenador, donde comimos las fresas aquella tarde, que fue la segunda vez que Pepita y Luis se vieron y se hablaron, se ha transformado en un airoso templete, con pórtico y columnas de mármol blanco. Dentro hay una espaciosa sala con muy cómodos muebles. Dos bellas pinturas la adornan; una representa a Psiquis, descubriendo y contemplando extasiada, a la luz de su lámpara, al Amor, dormido en su lecho; otra representa a Cloe, cuando la cigarra fugitiva se le mete en el pecho, donde creyéndose segura, y a tan grata sombra, se pone a cantar, mientras que Dafnis procura sacarla de allí.
Una copia, hecha con bastante esmero, en mármol de Carrara, de la Venus de Médicis, ocupa el preferente lugar, y como que preside en la sala. En el pedestal tiene grabados, en letras de oro, estos versos de Lucrecio:
Nec sine te quidquam dias in luminis oras Exoritur, neque fit laetum, neque amabile quidquam.