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Las ilusiones del doctor Faustino
por
D. Juan Valera
Madrid
1875
Imp. de J. Noguera a cargo de M. Martínez
calle de Bordadores, núm 7
Te dedico esta novela como el matador dedica su obra antes de matar el toro. Ni él ni yo sabemos si saldrá bien o mal lo que dedicamos. El público y tú habréis de juzgar y sentenciar, cuando la novela se imprima por completo, no bien se escriba. De todos modos, aunque la novela salga malísima, como es buena la voluntad con que te la dedico, tendrás siempre que agradecer, aunque no tengas que aplaudir. Verdad es que, como yo te debo tanta amistad desde hace años, apenas si empiezo a pagarte con esta muestra de cariño, y, bien miradas las cosas, tampoco tienes que agradecerme la dedicatoria.
Yo no diré al público,
porque sería quitar atractivo a mi composición, que cuanto en
ella he de contar será fingido. Villabermeja es una verdadera
Harto sé que el río del olvido se llevará pronto en su corriente esta novela, con multitud de composiciones insulsas, escritas a escape para llenar las columnas de los periódicos. No hay miedo, por consiguiente, de que dentro de un par de siglos salgan los eruditos averiguando quienes fueron todos los de mi cuento, como imaginan que averiguan hoy quién fue Sancho, quién D. Quijote, quién el rucio, y cuál el lugar de D. Quijote, dando por seguro que fue Argamasilla de Alba; pero lo que no ha de suceder dentro de un par de siglos, pudiera suceder al momento, y contra esto te suplico que trabajes, afirmando, como es la verdad, que carecen de originales en el mundo los pobres partos de mi fantasía.
Acógelos tú en tus brazos cariñosos y defiéndelos de las injurias a que van a exponerse, si, como sospecho, nacen feos y endebles.
Mi excelente y antiguo amigo D. Miguel de
los Santos Álvarez, pensador optimista, sereno observador de las cosas y
razonable filósofo, sostiene con agudeza que en la vejez se gana por un
lado lo que se pierde por otro, que no hay motivo ni razón para
afligirse y que es díscolo quien se aflige. El vulgo, dice él por
vía de ejemplo, imagina que, cuando alguien se queda calvo, es porque
falta el jugo que alimenta las raíces de sus cabellos y éstos se
caen; pero como sucede siempre que al que se queda calvo le nacen pelos y aun
cerdas en las narices y en las orejas, y las cejas crecen y se robustecen de
modo que suelen dar sombra a la cara, no puede atribuirse la calvicie a falta
de jugos. En las mujeres es más patente aún este fenómeno,
apareciendo casi sin excepción en la que pierde el pelo de la cabeza un
maravilloso
Véase, pues, cómo no hay tal carencia de jugos en la vejez, sino cambios de dirección en ellos. Lo mismo sucede o debe suceder con todo lo demás.
Traigo esto a propósito de que cuando joven era yo más severo en mis censuras que ahora que voy siendo viejo, lo cual se comprende, porque no había yo cometido tantos pecados, ni incurrido en tantos errores, ni dado en tantos extravíos como más tarde. Yo censuraba a los otros, no advirtiendo aún, con inocente petulancia, lo mucho que habría que censurar en mí. Hoy, que lo advierto, soy mil veces más benévolo e indulgente con todos, a fin de serlo conmigo.
Entre las infinitas cosas que yo
censuraba, era una la afición de ciertos poetas y escritores a encomiar
Cuantos así hablaban o escribían se me antojaba que eran hipócritas, que eran como el usurero Alfio o poco menos. Aquello de Martínez de la Rosa, que dice:
Padre Darro, manso río de las arenas doradas, dígnate oír los votos del pecho mío, y en tus márgenes sagradas logre morir:
me excitaba la bilis de un modo superlativo. ¿Por qué, murmuraba yo, ha de atolondrarnos este señor con sus ayes y suspiros, estando, como está tan en su mano dejar la embajada de París o la presidencia del Consejo de ministros, o su brillante puesto en las Cortes, y retirarse a los cármenes umbríos y a los solitarios vergeles que están entre los cerros del Generalife y del Sacro Monte, por donde corre mansamente el Darro, y donde la Fuente del Avellano vierte sus cristalinos raudales?
Más tarde me he convencido de que
Martínez de la Rosa no suspiraba sin pasión por su Granada. He
Ahora comprendo y noto las dificultades
con que, hasta para cumplir tan modesto deseo, tropieza el más
desembarazado y decidido, y perdono a los que hablan con amor y con
Mi lugar está en la misma provincia
y a corta distancia
Situada la población, cuyo nombre
se guarda para mayores cosas, a la falda de un árido peñascal o
pelado cerro y rodeada de montes por todas partes, abarca sólo el
espectador, aunque se coloque en lo más alto del campanario, un
horizonte harto mezquino. Apenas hay huertas en las cercanías, sino
viñas, olivares y tierras de pan llevar. Sin embargo, en las
cañadas, por donde serpentean sendos arroyuelos, se ven hermosas
alamedas, y todo aquel suelo parece a sus hijos, que enamorados le cultivan,
tan fértil y bendito, que no aciertan a explicarse naturalmente su
fertilidad generosa, y sostienen que el trono de la Santísima Trinidad
está colocado precisamente sobre sus cabezas y que deja sentir su
benéfico influjo por todos aquellos contornos.
La imagen del Santo Patrón es de plata y no tendrá más de treinta centímetros de longitud; pero el valer no se mide por varas. Según tradición piadosa, en otro lugar inmediato ofrecieron una vez por este santo pequeñito quince carretadas de otros santos de todos linajes y dimensiones, y el cambio no fue aceptado. El santo pagó con usura el amor que sus ahijados le profesan. Los que ofrecieron las quince carretadas, viendo que no lograban por buenas la posesión del santo, es fama que le robaron una noche; pero el santo se escapó bonitamente del sitio en que le habían encerrado y volvió a aparecer en su nicho al otro día. Desde entonces está el nicho defendido por gruesas barras de hierro. Y no se crea que se toman estas precauciones por el miserable valor de la plata que pesa el santo, sino porque es el defensor del lugar y su refugio, remedio y amparo en todos los males, adversidades y peligros.
Confieso que el espíritu crítico de nuestra época descreída ha penetrado también en este lugar, amortiguando el entusiasmo por su Santo Patrono: pero aún recuerdo el frenesí, el profundo afecto de gratitud, con que le aclamaban, años ha, cuando le sacaban en procesión e iba la fervorosa muchedumbre gritando delante de él: «¡Viva nuestro Santo Patrono, que es tamaño como un pepino y hace más milagros que cinco mil demonios!» expresión sincera de la persuasión en que estaban de que su santo, si es lícito buscar ejemplos en lo profano para lo sagrado y en lo material para lo espiritual, así como tal máquina de vapor tiene fuerza mecánica de tantos miles de caballos, tenía fuerza taumatúrgica nada menos que de cinco mil demonios, a pesar de lo pequeño que era.
Lo que yo no he visto nunca, lo que no
quiero creer, lo que me parece invención y habladuría de los
pueblos cercanos para dar vaya a los de este pueblo, es el exceso de
familiaridad con que trataban en ocasiones a su Santo, llevándole,
cuando no llovía, a una fuente que llaman el Pilar de Abajo, y
zambulléndole allí para que lloviese, lo cual, se añade,
no dejaba nunca de ocurrir en el acto o pocas horas después. Sobre esto
de la zambullida devota tengo yo mis dudas. Los lugareños de
Andalucía son
No es, por desgracia, lo de la zambullida la única cantaleta que dan a los del lugar de que hablo. Como hay en él muchos rubios, y hubo hasta pocos años ha, un rico convento de frailes dominicos, los llaman para exasperarlos hijos del padre Bermejo, lo cual ha ocasionado frecuentes pedreas entre muchachos de unos pueblos y otros, y mojicones, y a veces palos y hasta navajazos entre hombres, turbando la paz de que debe gozarse en ferias y romerías.
No es caso singular el que refiero. Apenas
hay lugar en toda Andalucía, contra el cual no se haya inventado
algún chiste ofensivo en los lugares circunstantes. Del Viso, por
ejemplo, se dice que es la tierra de las chimeneas, porque no las hay, y se
pregunta si saben allí lo que son piñones, porque apenas si se
produce algo más que piñones en todo su término. Sobre
Valenzuela y Porcuna se difunden mil epigramas, porque no hay leña ni
carbón en muchas leguas a la redonda, y se calientan y guisan con
combustible poco oloroso. De Palma del Río aseguran que nadie almuerza
allí más que naranjas, y que, no concibiéndose ni la mera
posibilidad de que nadie almuerce otra cosa, hacen esta
Para no pecar de prolijo no pongo aquí mayor número de ejemplos. Basten los citados para comprender que no es desgracia única la del lugar a que voy aludiendo, y que está en las costumbres andaluzas el darse vaya y cantaleta con algo por el estilo.
Sea como se quiera, creo que debe y puede considerarse al padre Bermejo como a un personaje patriarcal, raíz y tronco de toda una casta lugareña; y así, para distinguirla y nombrarla, sin proferir el verdadero nombre, que ya he dicho que debo callar por ciertos respetos, llamaré a aquellos lugareños los bermejinos, y llamaré Villabermeja al lugar en que viven.
Procedo en esto como los doctos
historiadores de los tiempos heroicos y noto en nuestros días,
tratándose de lugares de corta población, lo mismo que
No debe colegirse de lo dicho que el padre Bermejo fuese un personaje real. Tal vez fue la prosopopeya de todo un pueblo. Muchos sabios de ahora interpretan de esta suerte el nombre y la vida de algunos patriarcas citados en los primeros capítulos del Génesis. Tubalcaín, pongo por caso, es para ellos, no un hombre que vive unos cuantos siglos, sino toda una raza humana, los turaníes o mejor diremos un ramo o varios ramos de los turaníes, llamados acadienses, protomedos, calibes y tibareños, los cuales fueron los primeros que trabajaron los metales y pasaron de la edad de piedra a la de bronce.
No faltan ejemplos tampoco de atribuir con
malevolencia y en son de mofa un patriarca grotesco o aborrecible a una
nación o casta. Los egipcios, v. gr., suponían que los hebreos
nacieron en el desierto de un nefando consorcio de Tifón, dios del mal,
cuando caballero en una burra, iba huyendo de Horo y no recuerdo bien si de su
hermano Osiris, ya
Yo los quiero a todos muy bien, y además hay entre ellos una persona, cuyo carácter, entendimiento y afable trato me encantan, y a quien me honro en considerar como uno de mis mejores amigos.
Esta persona es conocida con el apodo de don Juan Fresco, y así la llamaremos, seguros de que no lo tomará a mal. D. Juan Fresco es un verdadero filósofo.
Cuando chico le llamaban Juanillo. Se fue del lugar y volvió riquísimo, ya muy entrado en años y con un don como una casa. Atendidas la novedad y la frescura de este don, la gente dio en llamarle D. Juan Fresco, y no de otra suerte se le conoce y distingue.
Pasa con razón por un potentado,
pero como no quiere mezclarse en política ni en elecciones, ni en nada,
no es el cacique, como debiera serlo. Villabermeja,
Al volver a su país natal este varón excelente ha dado, en mi sentir, la mayor prueba de amor a la patria que puede imaginarse, o cuando no, ha dado muestra de una portentosa despreocupación.
En cualquiera otra parte pasaría por todo un caballero: allí tiene por primos o sobrinos al carnicero, al alguacil, a media docena de licenciados de presidio y a otra gente por el mismo orden: pero de esto no se le importa un ardite. ¿Merecería llamarse D. Juan Fresco, si no tuviera tanta frescura?
Por el contrario, mi amigo D. Juan saca de
lo desastrado de su familia ciertas deducciones lisonjeras. Asegura que no es
casta la suya de ganapanes o destripaterrones humildes, sino de gente del
bronce, hidalga, de ánimo levantado, en quien prevalecen los
bríos y el vivir heroico y el gran ser de los bermejinos de la Edad
Media, que eran guerreros, fronterizos de tierra de moros. Los Frescos,
llamémoslos a todos así, no sirven para cavar: tienen que
revestirse de la toga o empuñar las armas, y por eso, no habiendo habido
mejores medios de satisfacer tan nobles instintos, uno es carnicero, alguacil
otro, y no pocos se han echado al camino, en varias ocasiones, ya de
contrabandistas, ya de desfacedores de
En tales razones funda D. Juan la apología de su familia; no sé aún si con toda seriedad o de broma, porque es el mayor socarrón que he conocido en mi vida.
Tendrá ahora sus setenta años muy largos de talle; pero está más firme que un roble y más derecho que un huso; no le falta diente ni muela, y conserva todo su cabello, que por ser rubio, como de legítimo bermejino, disimula o encubre las canas. Monta a caballo como un centauro y dispara su escopeta con tanto tino como si poseyera las balas encantadas de Freyschütz, o fuera un Filoctetes a la moderna.
D. Juan vive con esplendidez nada común por aquellos lugares. Su casa está situada en la plaza, y como todas las de los ricos de por allí, se compone de dos; una destinada a la labranza, donde hay lagar, bodega, candiotera, molino de aceite, cochera, alambique y caballerizas; otra de comodidad y aparato, con patio enlosado, fuente y columnas de mármol, flores, muebles elegantes, y ¡cosa extraña! una escogida y rica biblioteca. Esta biblioteca no es sólo de adorno. D. Juan lee mucho y sabe mucho también.
De su vida y del origen de su riqueza diré en resumen lo que él me ha contado, excitado por mí, porque es hombre que habla poco de sí mismo.
Nació casi con el siglo y no conoció a su padre. Su madre era viuda o algo parecido a viuda. En estos pormenores no entra nunca D. Juan, a pesar de su filosofía.
A la edad de siete años ya se ingeniaba para contribuir con su óbolo al gasto de la casa. Ora cogía cardillos, espárragos o alcauciles que luego vendía; ora se encargaba de vender zorzales, anguilas o zancas de ranas, que otros cazaban o pescaban. Más entrado en años, esto es, de diez a catorce o quince, iba a escardar o a coger aceitunas, y hasta llegó a cuidar de una piara de cerdos. En este último oficio, le conoció su tío, el famoso cura Fernández, una de las mayores glorias del lugar.
La guerra de la independencia había
terminado, nuestro deseado Fernando VII reinaba ya, y el cura susodicho se
reposaba sobre sus laureles y había depuesto las armas, después
de haber sido, durante cinco o seis años, en la serranía de Ronda
y por casi toda la extensión de las provincias de Córdoba y
Málaga, caudillo animoso de una cuadrilla de patriotas, que los
franceses apellidaban
El cura Fernández había sido y era el clérigo
No se crea, sin embargo, que era un cura inmoral e ignorante. Si era un Viriato de sotana, bajo las apariencias de bandolero había en él un fervoroso católico, un buen sacerdote y un humanista, teólogo y filósofo muy instruido. Hablaba latín con la misma facilidad que castellano, aunque todo con ceceo y acento andaluces. Era terrible en las controversias, argumentando en materia y en forma, como ninguno de su tiempo; y, aunque tomista y escolástico, conocía el movimiento filosófico de los últimos siglos, desde Descartes hasta Condillac y los más recientes sensualistas y materialistas franceses a quienes refutaba.
Acabada la guerra, el cura
Fernández, que aún no era cura aunque le llamaban así, se
retiró a Archidona,
Tanto el cura Fernández como su compañero iban en esta ocasión para poner miedo en los pechos más valerosos: ambos a caballo y con sendos trabucos.
Salieron, pues, de improviso al camino, cuando pasó el coche de su Señoría Ilustrísima, desarmaron con rapidez a los dos escopeteros que iban custodiándole, y el ángel dijo con buenos modos al obispo, que echara pie a tierra. Obedeció el santo varón y bajó con su secretario, aunque bastante atribulado. Extraordinaria fue su consolación y grande su contento cuando el cura Fernández se quitó las patillas postizas y procedió a la anagnórisis o reconocimiento, mostrándose como condiscípulo afectuoso y lleno de respeto, que sólo deseaba echar un filete a la amistad y tener un rato de palique. Llevó el cura al obispo a una especie de tienda de campaña, que a un lado del camino tenía preparada, y allí te regaló con rosoli y mistela, con bizcochos y mostachones, y con rosquillos de Loja, que son los más delicados que se comen.
Estuvo tan discreto el cura Fernández, lució tanto en la conversación, y dijo tan buenas cosas, así de filosofía como de teología, que el obispo salió encantado y halló agradable hasta el susto que había recibido.
Pronto, con la protección del
obispo, llegó el cura Fernández a ser cura en Málaga, en
el barrio del Perchel, donde tenía feligreses muy a propósito
para que él los catequizara, y ovejas levantiscas que
Siendo cura en Málaga, vino
Fernández a Villabermeja a ver a los de su familia y a respirar los
aires patrios. El sobrino porquerizo le pareció despejado y apto para
cualquier cosa, y llevósele a Málaga consigo. No se
engañó el cura. Su sobrino aprendió a escape cuanto
él sabía y más, así de
Toda su pasión era ver mundo y buscar aventuras, recorriendo tierras y mares. Merced al influjo del tío, entró, pues, en el colegio de San Telmo, de donde a los cuatro años, salió consumado piloto.
Las navegaciones de D. Juan, durante largo
tiempo, compiten con las de Simbad, y si como sospecho, él las tiene
escritas, serán libro de muy sabrosa lectura el día en que se
publiquen. Por ahora, sólo importa saber que, habiendo llegado don Juan
Fresco, en Lima, al apogeo de su reputación,
Como, a más de un sueldo crecido, tenía derecho a llevar una gran pacotilla, D. Juan acertó a hacer su negocio, y a la vuelta a Lima de su tercer viaje, se encontró millonario.
La independencia del Perú le
obligó a escapar de aquel país con otros muchos españoles;
pero, en vez de volver a Europa, se quedó en Río Janeiro, donde
abrió casa de comercio. Cansado, por último,
Ha comprado cortijos y olivares y viñas, y está hecho un hábil labrador. Nadie descubrirá en él al antiguo y audaz marino. Apenas habla de sus viajes y aventuras.
Ha permanecido soltero toda su vida, y no es de temer que al cabo de ella haga la locura de casarse.
D. Juan Fresco es la providencia de toda
su fresca y numerosa familia, si bien no parece hombre de mucha ternura de
corazón. Jamás le oí, durante meses, recordar amores ni
amistades, ni de América, ni de la India, ni de ninguna parte. A la
única persona que recordaba a cada momento, con verdadera efusión
de gratitud y cariño, era al cura Fernández, que murió en
Málaga querido de todos, pobre porque daba de limosna cuanto
tenía, y digno de ser canonizado, si hubiera sabido guardar mejor las
que, valiéndonos de un galicismo, se llaman hoy
A pesar de la idolatría que
profesaba D. Juan a
Cuando yo estaba en Villabermeja,
solía dar largos paseos por las tardes con D. Juan Fresco, viniendo
luego a reposarnos los dos en un sitio llamado la Cruz de los Arrieros, a la
entrada del lugar.
A veces nos acompañaba Serafinito, joven de 28 a 30 años, soltero, huérfano de padre y madre, bastante rico para lo que es la riqueza de los lugares, y muy dulce de carácter, aunque melancólico y taciturno.
Desde la Cruz de los Arrieros, sostenía D. Juan Fresco que se disfrutaba de la vista más hermosa del mundo. Yo me sonreía y le miraba con atención para ver si se burlaba al afirmar aquello. En su rostro no se notaba la más ligera señal de que hablase irónicamente o de burla. Era, sin duda, una alucinación patriótica.
Una tarde del mes de Septiembre, D. Juan,
Serafinito y yo estábamos sentados al pie de la Cruz de los Arrieros. El
sol se había ocultado ya detrás de los cerros que limitan la
vista por la parte de Poniente, y había dejado el cielo, por todo aquel
lado, teñido de carmín y de oro. Sobre los cerros que
están a espaldas del lugar, y aún sobre el campanario, mientras
que yacía en sombras todo el valle, daban aún los rayos oblicuos
del sol, reflejando esplendorosamente en la pulida superficie de las
peñas que coronan la cima de dichos cerros. Pocas y blancas
Por el lado por donde la vista, en este bajo suelo, podía espaciarse más, se espaciaba una legua. Los cerros terminan allí el horizonte. Paz suave reinaba por donde quiera.
Los olivares y las viñas cubren la mayor parte del terreno cultivable. Los peñascos áridos, que forman las cumbres, no tienen cultivo ni pueden tenerle. Las diversas heredades y haciendas están separadas entre sí, y de los caminos y veredas, por vallados de zarza-mora y pitas. Tal vez, en los terrenos más fértiles y húmedos, se muestran en estos vallados la madreselva, el granado y las mosquetas. En los sitios más resguardados del frío invernal, crece también y fructifica la higuera chumba.
Las hazas del ruedo y demás tierras
de pan llevar estaban ya segadas, y sobre la negrura de la tierra amarilleaban
el rastrojo, los cardos y toda la yerba seca, que el polvo y los ardores de la
canícula habían hecho como yesca. En algunos puntos habían
La viña, que es el plantío que allí más abunda, verdeaba aún cubierta de pámpanos lozanos. Estaban ya vendimiando, y por varias sendas y caminos venían al lugar carros y reatas de mulos con el último acarreo de uva de aquel día, que había de quedar amontonado en los lagares para empezar a pisar a la madrugada siguiente. Volvían asimismo a descansar de sus trabajos los vendimiadores, y de vez en cuando se oía una canción alegre, cantada en coro, o se escuchaba allá a lo lejos una copla de playeras con que distraía sus pesares un arriero que tornaba solo con su recua de alguna expedición, o un gañán que volvía de arar con los bueyes o las mulas uncidas aún al arado.
En las cañadas hay arroyos, cuyas orillas están cubiertas de mimbrones, álamos blancos y negros, adelfas, juncos, mastranzos y otras yerbas de olor. Hay asimismo ocho o nueve huertecillos, que no tiene el mayor una fanega de tierra; pero esta tierra está bien aprovechada, y se alzan en ella nogales gigantescos, higueras pomposas, que dan los más dulces higos que se comen en el mundo, y otra multitud de frutales.
El arroyo más caudaloso de la cercanía está a un cuarto de legua de la población, y las mozas que iban allí a lavar, volvían también, terminada ya su faena, con el lío de ropa lavada puesto sobre la cabeza, y con la alegría de la juventud en el alma y el donaire y el brío campesino en todos los gallardos y libres movimientos del cuerpo, bien dibujadas sus formas robustas y elegantes bajo los pliegues de las breves y ceñidas enaguas de percal o del más ceñido y corto refajo de amarilla bayeta antequerana.
D. Juan Fresco contemplaba toda esta
escena como en éxtasis, y se ratificaba más y más en que
Villabermeja y sus alrededores eran lo mejor del mundo. Creció su
entusiasmo, recordando los mejores años de su vida, al ver cierta
polvareda que se levantaba en el camino principal. A poco se empezaron a
oír mil regocijados gruñidos en todos los tonos, desde el
más tiple al más bajo, y luego se distinguió una
floreciente piara de cochinos de todas edades y de ambos sexos, guiada por un
hábil zagalón de catorce a quince años. Cada vecino del
lugar, cada bermejino, tenía alguna dulce prenda en aquella piara;
tenía el futuro regalo suyo y de toda su familia entre aquellos sabrosos
mamíferos, que habían de convertirse en jamón, tocino,
morcillas, longaniza, lomo en adobo, manteca y otros artículos,
Bastaba el zagalón para ser capitán de aquella tropa, cuya disciplina era admirable. Ningún cerdo se descarriaba jamás. No bien llegaban todos a las primeras casas, tocaba el pito el zagalón, y la piara se dispersaba en seguida, trotando y galopando cada uno de los que la componían y cruzando calles y callejuelas hasta meterse en la casa de su amo, saltar por el zaguán y la cocina baja, sin cuidarse de no echar a rodar cualquier trasto que encontrase por medio, y parar sólo en el corral, donde nunca faltaba su pocilga o lagareta.
Pasado un poco el éxtasis de D. Juan, no pude menos de decirle:
-Confieso con franqueza que cada
día me maravillo más del sincero entusiasmo que tiene usted por
Villabermeja. Se comprende que por ser el pueblo de Vd. le guste más que
ningún otro, que viva Vd. en él contentísimo, que prefiera
esta rustiquez a todos los esplendores y a todas las elegancias de Madrid o de
París. Lo que no se comprende es la ceguedad con que un hombre, que no
es como muchos bermejinos que jamás salieron de aquí,
-¿Qué quiere Vd., amigo
mío? -contestó don Juan Fresco-. Yo no digo que esto sea mejor
que todo, sino que tal me lo parece. Mis viajes y mis estudios, y el haber
visto la bahía de Río-Janeiro, y las costas fertilísimas
que la circundan, y sus lagos interiores, y las cien islas de la bahía
enorme llenas de perenne verdura, y sus sierras gigantescas, y sus florestas
seculares, y sus bosques fragantes de naranjos y limoneros, y el haber vivido
en la orillas feraces del Ganges y del Brahmaputra con sus pagodas, palacios y
jardines, y el haber visitado las márgenes del golfo de Nápoles
tan risueño y lleno de recuerdos clásicos, no destruyen en
mí la arraigada condición del bermejino, quien jamás cree
ni confiesa que haya nada más bello, ni más fértil, ni
más rico que su lugar y los alrededores de su lugar. ¿Qué
me importa a mí que el horizonte sea aquí mezquino? Mejor:
más allá de ese horizonte pongo con la imaginación lo que
se me antoja. Si quiero ver en realidad, no ya lo grande, sino lo infinito,
¿no me basta con alzar los ojos al cielo? ¿Desde qué punto
penetra más la vista en las profundidades de sus abismos, que desde
aquí, donde el aire es diáfano
-Sí le veo -contestaba yo.
-Pues allí tuve yo la primera revelación de la belleza artística, la inspiración primera, mi mayor triunfo y la satisfacción del amor propio más pura, más completa y más sin pecado que he tenido en mi vida.
-¿Cómo fue eso? -preguntó Serafinito.
-El cañaveral -respondió D.
Juan-, está ahora como a principios del siglo presente, cuando
tenía yo diez años o menos. Yo era entonces tan ignorante que
más no podía ser; no sabía leer ni escribir ni
tenía idea cierta de nada. Me figuraba el cielo como una media naranja
de cristal, donde estaban clavadas las estrellas a manera de clavos, y por
donde resbalaban la luna, el sol y algunos luceros, movidos por ángeles
u otras inteligencias misteriosas. En el seno de la tierra suponía yo un
espacio infinito, unas cavernas sin término, un abismo sin
límites, lleno de diablos y condenados; y más allá de la
bóveda celeste, otro infinito de luz y de gloria, poblado de santos,
vírgenes y ángeles, y donde había perpetua música,
con la que se deleitaban el Padre eterno y toda su corte. Según la
creencia general de los de mi pueblo, estaba yo persuadido de que precisamente
en cima de Villabermeja, que es donde más se eleva la bóveda
azul, estaba el trono de la Santísima Trinidad. La música
celestial era allí mejor que en ningún otro confín de los
cielos; y yo me recogía en el silencio de las siestas, y me retiraba al
cañaveral, y cerraba los ojos y reconcentraba todos mis sentidos y
potencias, a ver si lograba oír algo de aquella música, que no
imaginaba muy distante. A tal extremo llegó mi entusiasmo que
pensé
Nada tenía que replicar a esto
Serafinito, más convencido que el propio D. Juan de todas las
excelencias de Villabermeja. Sólo yo replicaba, pero D. Juan Fresco me
sellaba los labios con nuevos argumentos, en los que aparecía un
carácter poético
En vista de esto, di otro giro a la conversación, diciendo a D. Juan:
-No quiero disputar más con Vd., y doy por valederas y firmes las razones que alega, a pesar de ser tan sofísticas. De lo que me permitirá Vd. que hable es de la extrañeza que me causa ver a Vd. lleno de un sentimentalismo tan subido de punto y de tantas ilusiones poéticas, impropias de un positivista.
-Paso por lo del sentimentalismo -replicó don Juan-. Jamás he presumido de tener el alma de alcornoque, si bien no me jacto tampoco de tierno de corazón. En lo que no convengo es en lo de las ilusiones. En mi vida tuve ilusiones, ni quise tenerlas, ni me he lamentado de esta falta, ni he llorado el haberlas perdido. Nada me repugna tanto como las ilusiones.
-¿Cómo que no tiene Vd. ilusiones? ¿Pues acaso no se apoya un poco en ilusiones su amor de Vd. a este lugar?
-No se apoya este amor en ilusiones, sino en realidades. Discutir sobre esto sería, con todo, volver al tema de la primera disputa, y no quiero volver. Quiero, sí, demostrar a Vd. que no tengo ilusiones y que importa no tenerlas: que no hay mal mayor que tener ilusiones.
-Pues qué -dijo entonces Serafinito-, será un absurdo lo que dice el poeta:
Las ilusiones perdidas son las hojas desprendidas del árbol del corazón.
-El dicho del poeta no es absurdo -contestó don Juan Fresco-, si se entiende de cierta manera; pero convengamos en que todo el género humano nos está aburriendo en el día con tanto lamentar la pérdida de sus ilusiones, las cuales bien pueden ser las hojas del árbol del corazón, mas no son ni el fruto sazonado ni las flores fragantes y salutíferas.
-¿Qué entiende Vd. por ilusiones? -dije yo.
-Un concepto sugerido por la imaginación, sin realidad alguna -contestó D. Juan-. Ilusión equivale a error o mentira. Perder las ilusiones es lo mismo que salir del error y alcanzar la verdad. Y la adquisición de la verdad, que es el mayor bien que apetece el entendimiento, no debe deplorarse.
-Me parece que Vd. se contradice. ¿No nos decía Vd., poco ha, como sintiendo haber perdido aquella ignorancia, que su ignorancia de niño le hacía ver entonces el cielo y la tierra de cierto modo poético? Claro está que, con el saber de Vd. en el día, no verá ni la tierra ni el cielo del mismo modo.
-Sin duda que del mismo modo no los veo.
Pero
- No comprendo bien sus pensamientos de Vd.
- Veamos si los comprende Vd. ahora. Dígame Vd.: el concepto de lo conocido por la experiencia en el día, ¿no es mayor, más bello y más sublime que el concepto de lo conocido y sabido por experiencia en cualquiera época de la historia, anterior a ésta en que vivimos?
-Esto no se puede negar procediendo de buena fe. Vd. habla sólo de lo conocido por experiencia. Lo malo está en que, al conocer por experiencia, se pierde la facultad de imaginar y de creer, y de esto nos lamentamos.
-Veo, pues, que Vd. conviene, como no
puede menos
-¿Pero lo imaginado en ellas no desaparece? -repliqué yo.
-¿Por dónde ni cómo ha de desaparecer? Aunque yo vea ahora el cielo como un espacio inmenso y los astros separados unos de otros por distancias enormes, más allá de donde llegan los ojos y el telescopio, ¿no me queda campo en que imaginar lo que guste y creer en lo que quiera?
-Al menos me concederá Vd. que tendrá que poner muy lejos, muy lejos, cuanto imagina o cree.
-Pues se equivoca Vd. también en
eso, porque no se lo concedo. ¿Qué es lo que yo veo y noto,
qué es lo que yo averiguo por experiencia, sino algo de
extrínseco y somero? De accidentes sé algo; pero la misteriosa
esencia de los seres, ¿quién la ve y quién la conoce?
¿Son tan torpes y necias las ondinas y las sílfides, que se dejen
aprisionar por el químico para que, al descomponer el agua y el aire,
haga su análisis en retortas y alambiques? ¿Qué
microscopio, por perfecto que sea, podrá descubrir el espíritu de
vida que fecunda los estambres de las flores
-¿Cómo es eso? -dijo Serafinito-. ¿Conque tener ilusiones es una bellaquería?
-Casi siempre -replicó D. Juan.
-Vd. habla así -dije yo- porque llama ilusiones a las malas y no a las buenas.
-Ya he dicho que no me ha probado nadie
todavía que esas que llama Vd. ilusiones buenas, nacidas de la fe, de un
alto sentimiento religioso o de una bien ordenada y discreta fantasía
poética, sean tales
-Ponga Vd. -dijo Serafinito- algunos ejemplos de esas ilusiones.
-Nada más fácil
-contestó D. Juan-. Hay una señorita en Madrid, elegante, algo
coqueta, no muy rica, y que ha llegado a cumplir veinticinco años, sin
casarse. Las ilusiones de esta señorita consistían en coger un
marido rico, titulado si fuese posible, sufrido de condición, poco
gastador, a fin de que ella lo pudiese gastar todo o casi todo, etc., etc. Como
estas ilusiones no se han realizado, la señorita exclama a cada momento
que ya no hay amor en el mundo, que pasaron los tiempos de Isabel y Marcilla y
de Julieta y Romeo, que vivimos en un siglo de prosa y que ha perdido las
ilusiones. Hay una dama casada con un funcionario público,
cariñoso, afable, buen papá, marido tierno y enamorado; pero da
la maldita casualidad de que uno de sus compañeros, quizás con
menos sueldo y quizás con más intermedios de cesantía, se
arregla de suerte que tiene para butacas en los teatros y para más
moños y trajes, y tal vez hasta para palco en la
-Infiérese de cuanto Vd. alega, que sólo los tunantes, torpes o desdichados, tienen ilusiones y las pierden.
-Son los que más ilusiones tienen y las pierden -prosiguió D. Juan contestando a mi interrupción-. No niego, sin embargo, que hay multitud de personas honradas que se forjan ilusiones y que se lamentan luego de haberlas perdido; pero, si no implica falta de honradez el tener cierta clase de ilusiones y el lamentar su pérdida, implica al menos falta de juicio y poca entereza de carácter.
-Aclare Vd. eso también con ejemplos -dijo Serafinito.
-Voy a aclararlo. Hay una señora
pobre y muy
-¿Pero y el trabajo, la constancia, el valor y la economía, no son virtudes, y no son nobilísimas virtudes, y no son ellas las que procuran el bienestar material?
-Sin duda que a veces le procuran para el individuo, y siempre para la sociedad entera: pero yo hablo de otras virtudes más altas, más espirituales, y por lo mismo más fáciles de imaginar que las tiene uno sin tenerlas. De modo que en este orden de ilusiones hay dos grados: primero, el de atribuirse las tales virtudes; y segundo, el de empeñarse en que han de tener un valor en el comercio y se han de cotizar en la Bolsa.
-Según Vd., por consiguiente
-interrumpió Serafinito-, es verdadero el refrán que dice:
-Lo que yo afirmo nada tiene que ver con el refrán. El
refrán es falso. En mil honrados oficios puede cualquier hombre honrado
sacar provechos y
-Vamos -dije yo sonriéndome-, lo que deduzco de todo es que a mi amigo D. Juan le ha pasado algo desagradable con alguien que tenía ilusiones o que se lamentaba de haberlas perdido, y por eso declama tanto contra el tener y perder ilusiones.
D. Juan Fresco puso una cara tan grave al oír mis palabras, que me pareció otro: puso una cara hasta melancólica, y exclamó dando un suspiro:
-Es verdad: algo desagradable, y más que desagradable, me ha pasado. ¡Malditas sean las ilusiones! ¡Infeliz doctor Faustino!
No bien pronunció este nombre, Serafinito, que ya estaba muy cabizbajo y triste, se echó a llorar como un niño de siete años.
Aumentada con esto mi curiosidad, pregunté a D. Juan quién era el doctor Faustino, que tan dolorosos recuerdos suscitaba.
D. Juan entonces prometió contarme la historia del mencionado doctor, y cumplió su promesa, no estando presente Serafinito para que no llorase.
La narración de D. Juan Fresco, arreglada luego a mi modo, es lo que voy a referir; pero entiéndase que no pretendo probar al referirla ninguna tesis contraria a las ilusiones.
D. Juan Fresco sigue su opinión y yo la mía, que aquí no es del caso.
Yo, terminada esta introducción, me retiro de la escena donde me he entrometido como personaje secundario, y me limito a mero narrador de los sucesos.
Villabermeja, como ya queda indicado, ha sido por más de dos siglos lugar fronterizo de tierra de moros.
Aún está en pie el castillo o fortaleza que tenía allí el duque, señor del lugar. Los negros y espesos muros de toscas piedras, las almenas encumbradas, los torreones cilíndricos, todo subsiste aún. Un arco, en cuyo seno hay un pasadizo, pone en comunicación el castillo con la iglesia. Esta es, con todo, mucho más moderna que el castillo, y bastante posterior a la época guerrera de los bermejinos. Cuando andaban batallando sin reposo contra los moros de Granada, se encomendarían a Dios en el castillo mismo o en medio de los campos. Después de la conquista de Granada fue, sin duda, cuando se pensó en la iglesia, y vinieron a edificarla los hijos del glorioso padre Santo Domingo.
La casta belicosa de los bermejinos fue
desde
Durante los siglos de la monarquía absoluta, aquel lugar de hidalgos peleadores se amansó, se emplebeyeció y se democratizó. El duque se fue a la corte, y nadie volvió a verle por el lugar. Ni amado ni odiado, nadie volvió a pensar en él. El administrador del duque era quien arrendaba o daba a censo las tierras.
A principios de este siglo, salvo el ausente e invisible duque, apenas había en Villabermeja, ni siquiera en espíritu, tres o cuatro familias hidalgas. Todo lo restante era plebe, olvidada ya de la gloria de sus ascendientes heroicos. Desde principios de este siglo hasta hace unos treinta años, época en que empieza nuestra historia, esas mismas familias hidalgas o se habían confundido con la plebe, agobiadas por la pobreza, o habían emigrado, Dios sabe dónde, en busca de mejor fortuna. Sólo quedaban los López de Mendoza, alcaides perpetuos de la fortaleza, desde los tiempos de Alamar el Nazarita y del santo Rey D. Fernando.
La hermosa casa solariega de estos
López de Mendoza bermejinos se apoya en los propios muros
Aunque no tanto como la familia misma,
la casa ha decaído y da muestras claras y tristes de la estrechez de los
dueños. En muchos balcones faltan cristales; las antiguas puertas,
prolijamente labradas y cubiertas de graciosos clavos de bronce, están
descuidadísimas; y el amarillo jaramago publica la afrenta de aquella
fábrica arquitectónica, brotando por entre las grietas que se han
abierto al separarse varios sillares. Las grietas son tan anchas y profundas en
algunos sitios, que ofrecen sobrada capacidad para que en su seno se aniden las
lagartijas, las salamanquesas asquerosas y los feos y medrosos
murciélagos, y para que nazcan, se arraiguen y crezcan allí no
pocas higueras bravías y yerbas y maleza. Esta vegetación
parásita se desenvuelve mucho en primavera y da a la fachada el aspecto
de un jardín vertical. El alero del tejado es tan ancho que deja un
espacio grande entre su extremidad y
Sobre el piso principal de la casa hay otro piso de graneros y zaquizamíes; pero como, de mucho tiempo ha, apenas hay granos que llevar a aquellos graneros, sólo los habitan algunos búhos y lechuzas melancólicos y algunos ratones parcos y ascetas.
Todas las casas del lugar, aun las más pobres, se enjalbegan tres o cuatro veces al año, y están más blancas que el ampo de la nieve. La casa de los Mendozas ofrece, pues, una gran contraposición, comparada con ellas, y tiene un aspecto sombrío, con sus piedras, si algo doradas por el sol, más ennegrecidas aún por las lluvias, el descuido de los amos, el transcurso del tiempo y la inclemencia de las alternadas estaciones.
La casa de los Mendozas está además en el sitio más esquivo y apartado, a la espalda del castillo, en un callejón sin salida, mientras que las blancas y alegres casas de los plebeyos más acomodados están en calles abiertas o en la plaza, donde hay fuente con cuatro caños y algunos álamos, y por donde discurren hombres, mujeres y chicos, y se nota movimiento de carros, carretas y caballerías.
No hace muchos años, aún
no se había construido, a tiro de escopeta del lugar, el nuevo
cementerio,
Pero volviendo a la casa solariega de
los Mendozas, fácil es de comprender lo fúnebre que será
con
La familia de los Mendozas había ido decayendo y no era más alegre que su habitación.
El sino y el estado de esta familia, y sus relaciones con el resto de los bermejinos, tenían algo de extraño. Se diría que, desde que vinieron los frailes dominicos al lugar y el lugar se fue enfrailando, ésta fue la única familia que luchó contra ellos y quiso conservar la secularización, por decirlo así. En lucha tan descomunal había acabado por sucumbir, y eso que había contado, hasta lo último, con varones de notoria aptitud y denuedo.
Nadie en el lugar quería mal a los Mendozas, porque no había memoria de que hubiesen hecho daño a la gente menuda. Nadie tampoco les tenía envidia, porque estaban pobres y empeñados. No obstante, contábanse cosas que podían ofender a la familia.
De un antiguo Mendoza, del tiempo de los
moros, se referían ciertos amoríos escandalosos con una cautiva,
mora y hechicera. De otro Mendoza, no menos ilustre, que estuvo en las Indias,
se afirmaba que se había casado con una judía o con una coya o
princesa peruana, que sobre esto no se estaba
Lo evidente para los bermejinos era que la cautiva mora primero y la coya o judía más tarde infundieron en la sangre de los Mendozas cierta levadura de impiedad. En cambio, la judía o coya trajo en dote a su marido una gran cantidad de dinero, con la cual se edificó la casa solariega de que hemos hablado, y se compraron no pocas fincas, perdidas o empeñadas después.
Como complemento y añadidura se aseguraba que la judía o la coya trajo de allende los mares, de aquellos bárbaros palacios en que moraba, multitud de perlas y diamantes, los cuales estaban escondidos y emparedados en un rincón de la casa que nadie llegó jamás a saber. En varias ocasiones, sin embargo, habiéndose enriquecido de repente algún vecino del lugar, sin saber a qué atribuir su riqueza, habíase supuesto que dicho vecino había encontrado parte del tesoro, burlando la vigilancia del espíritu de la princesa india que le custodiaba, o venciéndole y dominándole por artes diabólicas.
Murmurábase también de la
aparición casi diaria,
Suponían los liberales del lugar que todas éstas eran hablillas que habían difundido los frailes para desacreditar a los Mendozas, los cuales eran de su partido nada menos que desde los tiempos del emperador Carlos V, en que uno de ellos peleó entre los comuneros. D. Francisco López de Mendoza, muerto en 1830, había sido, en efecto, liberalísimo, siguiendo, según en el lugar se afirmaba, el ejemplo de sus antepasados. Desde el año de 1823 hasta que murió, fue muy vejado y perseguido.
En cambio, algunas personas de las
más licurgas del lugar, y serviles, como por ejemplo el escribano,
aseguraban que los López de Mendoza eran una casta de gente
díscola, contraria al espíritu del tiempo en
Ya el D. Francisco de que hemos hablado contrajo infinitas deudas, empeñó muchas fincas, y vendió algunas de las vinculadas, cuando quedaron libres, de 1820 a 1823.
Su heredero, el actual mayorazgo, llevaba trazas de consumir cuanto del caudal quedaba, exento ya de toda amortización y vínculo.
Aunque vagamente, bien entendían
y daban a entender los críticos que el espíritu liberal de los
Los ricos nuevos del lugar se burlaban
de esto sin compasión, pero el vulgo amaba a los Mendozas. El fondo
democrático y algo socialista de la educación frailuna del vulgo
no se volvía ya contra ellos, porque no tenían más que
deudas, ni contra el señor del lugar, cuyos administradores
habían sido siempre generosos con el pueblo y con ellos mismos a costa
del magnánimo duque, el cual andaba en Madrid hecho un Mendoza de la
corte; esto es, con más trampas que pelos en la cabeza. El furor de la
porción menos sana de los bermejinos era contra los ricos de reciente
fecha; contra los que se habían enriquecido dando dinero a premio o con
el tráfico de vinos, aceites y granos. Muchos de estos ricos
Entiéndase bien que hablo de la gente peor bermejina. La mayoría es sufridísima y razonable, y lleva sin envidia y con paciencia el encumbramiento de los ricos nuevos, por más que no haya habido toda la limpieza que fuera de desear en el modo de enriquecerse de no pocos.
Había, sin embargo, una
razón para que hasta los ricos nuevos mirasen con afecto a los Mendozas.
Doña Ana, viuda de D. Francisco,
aunque forastera y anciana ya de sesenta años, vivía en el lugar
rodeada de finas atenciones. En medio de sus apuros sostenía esta dama
respetable el lustre señoril de la casa. El caballo que montaba su
marido permaneció regaladísimo en la caballeriza hasta que
murió de viejo. Varios retratos al óleo de los López de
Mendoza
En esto de los perros, y sobre todo en
los podencos era donde más había resplandecido el afecto de los
bermejinos a los López de Mendoza. Los podencos son golosos y ladrones
siempre, y más aún cuando están a media ración o a
menos de media ración. Los podencos de López de Mendoza se
hicieron, por consiguiente, famosos en todo el lugar por sus latrocinios e
inesperados asaltos. No había morcilla ni longaniza segura, ni pedazo de
jamón o de carne con que se pudiera contar, ni lonja de tocino a buen
recaudo. Las travesuras de los podencos, no obstante, más eran
solemnizadas con risa que refrenadas con dureza. Sirva de prueba lo que
ocurrió una vez con la madre del tendero, señora de cerca de
setenta años, la cual yacía postrada en cama con un pertinaz
dolor de estómago, donde le habían puesto
Clamores horrendos simul ad sidera tollit ;
la descubrieron, a pesar de sus gritos; y sin que el pudor les pusiese el menor reparo, se comieron el otro, dulce y aromático, que en tan oculto sitio había. La gente de casa acudió tarde para evitar que este reparo pasase al cuerpo de los podencos, mas no acudió tarde para contemplar a la excelente matrona en una inusitada y vergonzosa desnudez.
No puede negarse, a pesar de
éstas y otras muestras de simpatía, que la tal simpatía se
entibiaba con harta frecuencia por un defecto involuntario, casi fatal de la
señora doña Ana, cuya cortesía no tenía
límites, pero cuyo entono, circunspección y retraimiento
ponían a raya toda familiaridad y toda confianza. La señora
doña Ana, encastillada en el fondo de su caserón, apenas
salía a la calle, recibía de tarde en tarde visitas con todo
cumplimiento y ceremonia, y las pagaba con exquisita urbanidad. No había
medio de quejarse de que fuese grosera, ni
Las otras señoras del lugar se despicaban propalando que doña Ana era bruja, aunque no con brujería plebeya de untarse y volar al aquelarre, sino con brujería aristocrática, recibiendo en su estrado a diablos y almas en pena de distinción y alto coturno, y entre ellos a varios individuos de la familia, como la mora cautiva, la coya y el comendador, con los cuales tenía sus tertulias.
Del mayorazgo Mendoza, del hijo de doña Ana, que vivía también en la casa solariega, y que era sujeto menos tratable aún y más retirado de la convivencia de sus compatricios, a pesar de sus veintisiete abriles, se decían cosas mucho más raras; pero tanto lo que de él se decía, como lo que era en realidad, merece capítulo aparte por su mucha importancia.
No se asusten los lectores timoratos al
leer el epígrafe que antecede, ni se den a sospechar que intento
promover cuestiones impías. Harto se me alcanza que en toda la
resplandeciente y complicada máquina del mundo no hay cosa alguna que no
sirva para algo: todo tiene un fin; todo concurre al orden perfectísimo
y a la total armonía. Para creerlo y afirmarlo, importa lo mismo decir
que vemos porque tenemos ojos o que corremos porque tenemos piernas, que decir
lo contrario: esto es, que porque vemos tenemos ojos y porque corremos nos han
nacido piernas y todo lo conveniente para correr. Casi, casi redunda en mayor
alabanza de las leyes providenciales el contemplar y explicar las cosas de este
último modo. Y si no, vaya de ejemplo: ¿Quién sería
mejor relojero, el que fuese fabricando prolijamente todas las ruedecillas,
cada una con su fin y propósito, y luego las ajustase y ordenase entre
sí,
El prurito eficaz, triunfador e
infalible, puesto en los átomos, de organizarse de suerte que se formen
seres que corran y que vean, o es aserto misterioso y confuso como el dogma
más ininteligible de la más metafísica de las religiones,
o presupone en la idea primera, cuyo desenvolvimiento produce el universo, una
voluntad y una inteligencia soberanas, no menos grandes que las del ser
personal que nos hiciese ojos para ver y piernas para correr. Repito, pues, que
casi afirma más esta inteligencia y esta voluntad increadas, no el
pensar que se nos dio ojos para que viésemos y piernas para que
corriésemos y alas a los pájaros para que volasen, sino el pensar
que, desde el origen, hay en la materia un afán de volar que produjo al
Por lo dicho, se me antoja con
frecuencia que la tal doctrina de los materialistas novísimos pudiera
purificarse de toda mancha de impiedad y hasta convertirse en
piadosísima doctrina, muy consoladora además y muy rica en
pronósticos de progresos, mejoras y adelantamientos indefinidos. La
antigua duda del Padre Fuente la Peña, sobre
Ni se argumente en contra sosteniendo
que la vida, el instinto, el brío de los átomos, de las
impalpables e invisibles esferillas que llenan el aparente vacío con las
ondas del éter, es un instinto ciego, coeterno con la sustancia.
¿Como dimana del instinto ciego la inteligencia que después
explica sus leyes indefectibles? Estas leyes, además, o están en
cada átomo, que las conoce y las impone, o están
Por dicha el ¿
Nadie imagine, sin embargo, que era cojo, sordo, ciego, tullido, o tonto el mayorazgo Mendoza. Tenía sus sentidos y potencias más que cabales; era robusto, estaba sano y bueno, y, como ya se ha dicho, o si no se ha dicho se dice ahora, acababa de cumplir veintisiete abriles; pero nada de esto impedía que la señora doña Ana y el mismo mayorazgo se preguntasen con ansiedad si él servía para algo y no atinasen con la contestación.
Menester será, para que el lector comprenda bien estas cosas, que le ponga yo en algunos antecedentes.
Doña Ana era una dama, hija de un
hidalgo
Aunque nacida y criada en lugar tan alpestre y retirado como es Ronda, doña Ana fue educada hasta con refinamiento; y no sólo por el gusto castizo y exclusivamente español, sino de un modo que pudiéramos llamar cosmopolita. Un discreto sacerdote francés, de los muchos que durante la revolución emigraron, vino a parar a Ronda, y fue el maestro de doña Ana, enseñándole su idioma y bastante de historia, geografía y literatura, y haciendo de ella un prodigio de erudición para lo que entonces solían saber en España las mujeres.
Todo el saber de doña Ana no le
valió, sin embargo, para negocio alguno; y al fin, cuando ya
tenía veintinueve años cumplidos, recelando quedarse para
tía o para vestir santos, y estimulada por su padre y hermanos, que
ansiaban colocarla, o dígase deshacerse de ella, se resignó a
casarse con el
Doña Ana tomó su partido
con valor. Aunque había visto a Sevilla y había pasado largas
temporadas en Málaga y en Cádiz, se enterró en vida en
Villabermeja, sin quejarse lo más mínimo, sin dejar sentir a
nadie, ni una vez siquiera, el sacrificio que hacía. D. Francisco,
aunque muy caballero, era rudo, ignorante y violentísimo. Doña
Ana supo amansarle, pulirle y civilizarle un poco a fuerza de paciencia y
dulzura. El amor de doña Ana a D. Francisco, dicho sea entre nosotros,
si por amor hemos de entender algo de poético, no existió
jamás; pero doña Ana tenía muy elevada idea de sus deberes
y se miraba en su honra con verdadero orgullo patricio. Fue por consiguiente
una esposa modelo. Achican un tanto el encomio que por esto merece
Lo que en manera alguna se achica por nada, en lo que no cabe escatimar el elogio, es ya que no en el amor, en el afecto que engendra el trato, en la confianza que de la convivencia nace, y en la delicada amistad y constante devoción con que asistió siempre doña Ana al lado de su marido, cuidándole cuando estaba enfermo, consolándole cuando triste, templando su furia cuando irritado, y compartiendo sus alegrías y haciéndolas mayores con su regocijada conversación cuando él estaba alegre. Doña Ana perdía la gravedad y el entono en el seno de la familia y solía ser muy amena.
El fastidio, terrible y peligrosa
enfermedad en las mujeres, no se apoderó nunca del alma de doña
Ana, pues sabía emplear su tiempo del modo más variado. A pesar
de que había leído a Racine, a Corneille y a Boileau, le
encantaban los poetas españoles
Siempre estaba ocupada en algo. Cuando no leía, cosía o bordaba; y cuando no, cuidaba de la casa, donde el orden y la limpieza luchaban con lo triste y aislado del sitio y con lo vetusto de los muebles.
Desde la muerte de D. Francisco tuvo doña Ana ocupación más importante; la educación completa de su único hijo.
Mientras D. Francisco vivió, la
tal educación se había ido haciendo con tres impulsos diversos.
D. Francisco enseñó al niño a montar a caballo, a tirar
con la escopeta, y otras habilidades pertenecientes a la
El aperador de la casa era un antiguo
criado, a quien, por la majestad con que trataba de que todo lo perteneciente a
sus amos se respetase, habían puesto el apodo de Respeta; pero el hijo
de Respeta, a quien sólo por ser su hijo llamaban Respetilla, era de lo
menos respetador y de lo menos amigo de infundir respeto por las cosas de sus
amos que puede
Muerto D. Francisco, doña Ana tomó la férula educadora y no quiso compartir con Respetilla la educación de su hijo. Era ya tarde, sin embargo, para apartar a Respetilla y para desarraigar del corazón y de la mente del ilustre mayorazgo todos los vicios y resabios de un señorito andaluz de lugar. Doña Ana hubo de contentarse con tratar de injertar, digámoslo así, en el señorito andaluz y lugareño el saber y los sentimientos propios de un hombre culto y de un perfecto caballero.
Como D. Francisco había sido
Doña Ana comprendió, a pesar de todo, la utilidad de que el niño siguiese una carrera; y, después de meditarlo bien, eligió la de abogado, no para que ganase la vida haciendo pedimentos, sino para que aprendiese las leyes, y supiese reformarlas y darlas a su patria, cuando llegase la ocasión.
El mayorazgo estudió, pues,
latín con el dómine
Nuestro mayorazgo se pasaba, pues, en Villabermeja la mayor parte del tiempo que duraba el curso. Luego iba a examinarse; y, merced a la longanimidad de los examinadores, siempre obtenía buena nota.
En las excursiones a Granada
acompañaba al mayorazgo el fiel servidor Respetilla. Allí se
portaban ambos con cierto rumbo y elegancia. Hubo temporadas en que hasta la
jaca castaña, en que cabalgaba y viajaba desde el lugar el
señorito, se quedó en Granada para que el señorito la
montase y luciese. Bien es verdad que entonces todo estaba aún barato en
Granada, mereciendo esta ciudad llamarse
Aun así era un lujo estupendo. Lo
más que solía gastar entonces en el pupilaje un estudiante en
Granada
En fin, el ilustre Mendoza
terminó en Granada su carrera, y se graduó de licenciado y de
doctor
El miniaturista más hábil que había entonces en Granada pintó por seis duros, sobre cándido marfil, el retrato del mayorazgo Mendoza, con su muceta, su toga y su bonete emborlado; y el mayorazgo Mendoza, cuando volvió a los brazos de su madre, hecho un doctor, le trajo dicho retrato de presente, puesto en un marco de ébano con adornitos de bronce.
Ya desde aquella época, como el mayorazgo Mendoza se llamaba don Faustino y era doctor, empezaron a llamarle el doctor Faustino, título y nombre con que se hizo famoso en lo futuro y con que en adelante le designaremos.
El doctor Faustino se doctoró en el año de 1840. Volvió a su casa lleno de ilusiones y deseoso de ir a Madrid a realizarlas. Por desgracia, su ciencia era vaga y sus ilusiones eran tan vagas como su ciencia.
El doctor sabía de todo y de nada sabía. De todo sabía más que de leyes, que era, al parecer, lo que había estudiado.
El título que le habían dado en la Universidad, era un título huero. ¿Para qué sirve el título? se preguntaban el doctor y su madre.
El Sr. D. Faustino López de
Mendoza y Escalante, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de
Villabermeja, Caballero del hábito de Santiago, maestrante de Ronda,
descendiente de una multitud de héroes, ¿estaría bien que
fuese a Madrid a ponerse de pasante con un abogado? Doña Ana y el doctor
reconocían que la profesión de abogado era honrosísima,
sabían que Cicerón y Catón habían sido abogados en
Roma, y nada razonable tenían que objetar contra la abogacía:
pero una estética irresistible, un sentimiento superior a todo
raciocinio les hablaba poderosamente al alma, clamando: D. Faustino no puede
ser abogado. D. Faustino además, si bien se creía capaz de
inventar las mejores leyes, fundándolas en filosofía, no se
sentía con fuerzas para aprender las leyes inventadas por otros, al
menos en sus pormenores y menudencias. Esto, parodiando la sentencia de
Triboniano o de no sé qué otro jurisconsulto, anterior a las
Pandectas, sostenía D. Faustino que era carga más a
propósito para
¿Iré a Madrid a pretender un empleo? se preguntaba D. Faustino. A esto no se oponía sólo lo ilustre de su nacimiento, el hábito de Santiago y la maestranza, sino el mismo título de doctor, que don Faustino y su madre tomaban por lo serio. ¡Qué vergüenza, qué degradación pretender o tomar un empleo de ocho o diez mil reales, que era lo más que podían darle, e ir a confundirse y aun a quedar por bajo de tantos y tantos pelafustanes plebeyos, que sin ser doctores, ni maestrantes, ni alcaides perpetuos de ninguna fortaleza, disfrutaban de mucho más sueldo y de mayor categoría en las oficinas del Estado!
¿Aspiraría D. Faustino a
entrar en la carrera judicial? Pero ¿qué puesto obtendría,
contando con favor y humillándose a pretender del ministro? Una
promotoría fiscal. A lo sumo, un juzgado. Esto era inaceptable. D.
Faustino se resignaría a ser oidor; pero no podía ser menos. Para
vivir en un lugar, bien estaba en el suyo, donde vivía en su casa
solariega y cerca del castillo de que era alcaide perpetuo, donde su nombre se
respetaba, donde se acataban sus blasones, y donde, si los destinos del mundo
no hubieran cambiado tanto, podría ejercer mero
¿Se dedicaría D. Faustino
a la literatura? Mucha afición tenía a esto, pero
¿cómo ganar dinero con la literatura en España? D.
Faustino, además, seguía sobre el particular la opinión de
Alfieri, literato casi tan noble como él. El poeta que reviste la
belleza ideal de una forma sensible, y el sabio que enseña la verdad
severa a los hombres, no deben pensar en remuneración alguna; no deben
tener Mecenas ni entre los próceres ni en el vulgo. Si buscan Mecenas,
se exponen a caer en el servilismo, profanan el sacerdocio de las musas,
degradan un magisterio sublime y convierten la misión de hierofantes en
el bajo oficio de aduladores de los príncipes o de las muchedumbres.
Había que pensar también si, aun allanándose a lisonjear
el gusto de muchedumbres o de príncipes, toparía el doctor
Faustino con algunas o con algunos que quisieran leer y pagar lo que él
escribiese. Esta duda la resolvía el doctor prometiéndose
escribir para un público eterno, sin atender a la corriente de la
opinión, al gusto dominante en un momento dado, a la moda o al capricho.
Pero como el público eterno no paga, el doctor decía, con Alfieri
que valía más ejercer un oficio mecánico para
Varias veces pensó el doctor Faustino en meterse a periodista, tomándolo por aprendizaje y propedéutica de hombre de Estado y de literato a la vez; pero ¿cómo sujetarse a los antojos de un director, tal vez rudo, ignorante y necio? ¿Cómo un alcaide perpetuo, caballero del hábito de Santiago, con tantos ascendientes venerandos, con un árbol genealógico tan hermoso, y con mil otros títulos y distinciones, había de dejarse asalariar por cualquier zascandil que tuviese dinero para fundar un periódico y se dignase darle veinte o treinta duros al mes para que escribiera lo que al periódico conviniera, ya que no le obligase a pasar algún tiempo de novicio (el doctor se estremecía y horripilaba sólo de pensarlo), traduciendo el folletín, tomando de acá y de acullá noticias para compaginar el correo extranjero, o recortando armado de unas viles tijeras sueltos y gacetillas de otros periódicos, y pegando con obleas en cuartillas lo recortado, a costa de la propia saliva, para mayor ignominia? El doctor Faustino no era posible que fuese periodista tampoco.
En suma, la madre y el hijo se pasaron
muchos meses cavilando, discurriendo y discutiendo qué
No había medio, o al menos era muy aventurado, que el doctor Faustino se lanzase a Madrid, a la buena de Dios, sin ánimo de buscar en la redacción de un periódico, en una oficina o en el estudio de un abogado, alguna ayuda de costas mientras llegaba a personaje.
El caudal de los Mendozas, hacía tiempo, había menguado mucho. D. Francisco, con su desgobierno, le había disminuido más y le había empeñado.
Aunque D. Francisco había amado y
respetado siempre a doña Ana, sus pasiones de hidalgo, y su vanidad
quizás, le habían arrastrado primero a tener relaciones con
cierta ninfa a quien llamaban la Joya, y más tarde con otra ninfa a
quien llamaban la Guitarrita. Ni la Guitarrita ni la Joya gastaron nunca
brazaletes y collares de diamantes y de perlas, ni se vistieron con Worth, ni
con la Honorina, ni con Monsieur
Por último, habían costado caras y contribuido al atraso de la casa las mismas bizarrías de D. Faustino, siendo estudiante en Granada, donde había tenido luneta en el teatro, y había jugado al monte y había perdido, y donde se había vestido en casa de Caracuel, haciéndose, no ya sólo fraques y levitas, sino vestidos de majo, y dos uniformes, uno de maestrante y otro de oficial de lanceros de la milicia Nacional. Este último uniforme, sobre todo, había costado un ojo de la cara, por lo complicado y pintoresco. No le faltaban perfiles ni requilorios.
Cuando la expedición de
Gómez, se había movilizado en Granada la milicia, y a D. Faustino
le había hecho el capitán general su ayudante de campo, de suerte
que el uniforme hasta portapliegos tenía, el cual iba pendiente de unas
correas muy lustrosas. El charol del portapliegos era exquisito y se
veía uno la cara en su bruñida superficie. La multitud de
D. Faustino no estaba muy seguro de que
ni este uniforme, ni el de maestrante de Ronda, ni los dos vestidos de majo que
tenía, con chupa llena de caireles y marsellé remendado de mil
colores, y botines de becerro, bordados por los más primorosos y
prolijos presidiarios de Málaga, y zahones, y calzones de punto
ajustados con dobles botones de muletilla, de la más rica filigrana de
oro que en Córdoba se fabrica, fuesen vestimentas y galas de grande uso
y provechoso efecto en las calles y reuniones de Madrid; pero de lo que
sí estaba seguro es de que en estas cosas y en otras se había
gastado la moneda, y ya había leído él en las obras de un
profundo economista, y si no lo hubiera leído lo hubiera adivinado,
porque era hombre de muy agudo entendimiento, que
Esta necesidad de la moneda se aumentaba tratándose de ir a
vivir a Madrid, donde todo cuesta un sentido en comparación de lo que
valen las cosas
Hubo ocasiones, en que madre e hijo pensaron en que D. Faustino fuese a Madrid de incógnito, tomando un pseudónimo, hasta que hubiese más dinero, o bien se viniese a descubrir quién él era por su mismo esplendor y por las bellas acciones o escritos que hiciese o compusiese; pero este arbitrio se abandonó por impracticable.
Ir a Madrid, sin ir de incógnito,
era una temeridad, no yendo a pretender. El vino, principal riqueza de la casa
de los Mendozas, estaba a peseta la arroba. ¿Qué menos
podía gastar en Madrid don Faustino, asistiendo en la sociedad
A pesar de todo, el doctor Faustino no se resignaba a no ir a Madrid, donde, echando pecho al agua y arrostrando y venciendo mil dificultades, se lisonjeaba de conquistar, ni él mismo sabía por qué caminos, gloria, posición y fortuna. La idea de que muchos hombres, con menos medios que él, se habían encumbrado, le estimulaba perpetuamente. No había género de ambición que el doctor no tuviese. Andaba como toro picado del tábano.
En punto a oratoria esperaba ser un
Demóstenes, no a la pata la llana y sencillote como fue el de Atenas,
sino con todos los floreos que privan en nuestra edad más
retórica. En efecto, nadie había salido tan apto como él
para imitar el estilo de su célebre maestro de práctica forense,
que era el más poético orador de Granada. Mentira parece que
acertase a adornar con tanta pompa y galanura la explicación de los
procedimientos civiles y criminales. Sirva de muestra cuando decía:
-«Señores, el juicio civil ordinario es un cristalino arroyuelo
que nace en la amena gruta del derecho de cualquiera persona, y se desliza con
suavidad por apacible llanura, esmaltándola
De poesía aún se le
alcanzaba más al doctor Faustino. Era aquélla la época del
romanticismo, y el doctor se había hecho romántico de los
más furiosos.
Sólo un verso, que él repetía a menudo entre dientes, tenía mérito singular, fuera de toda duda, porque reflejaba el estado de su cerebro.
¡Siento sobre mi frente hervir el caos!
decía el verso espantable.
Había un caos de ideas y de pensamientos en aquella frase.
En ocasiones pensaba el doctor que todo lo ignoraba; que no había estudiado; que había perdido su tiempo, y que era un mueble que no servía para nada, ni especulativo ni práctico. Pero con mayor frecuencia entendía al revés, que no había cosa que él no supiese o que no adivinase, y esto, en vez de alegrar su corazón le afligía más aún.
-¿Con que no hay nada que yo no
sepa? ¿Con que nada nuevo pueden enseñarme los libros?
¿Con que todo lo que leo o es un hecho insignificante que lo mismo da
saber que ignorar, o es eco o fórmula
Siempre que los pensamientos y cavilaciones del doctor tomaban este rumbo, siempre que se juzgaba harto, saturado, repleto de ciencia humana, no estimándola en un pito, le entraban vehementísimos deseos de comunicar con otros seres superiores, a ver si sabían más que los humanos, y con su favor y auxilio acertaba él a penetrar en los misterios del mundo visible y del invisible.
El doctor Faustino se juzgaba tan principal y tan noble, que no se explicaba el desdén de los espíritus, y se consideraba agraviado de que no comunicasen con él ni atendiesen y cediesen a sus conjuros.
No se crea por eso que el doctor estuviese loco. Tenía momentos de exaltación, pero no de locura.
Al descender de sus puras especulaciones
y al tocar de nuevo la realidad, se olvidaba de la magia, porque no
creía que hubiese ya un diablo tan estúpido que se dejase
engañar como Mefistófeles se dejó engañar por
Fausto, su semi-tocayo, proporcionándole
Para salir de esta duda, para hacer experiencia de sí mismo, quería el doctor ir a Madrid. Villabermeja se le caía encima con todo su peso.
Hablaba entonces el doctor con su madre, y le comunicaba su propósito.
La prudente señora preguntaba siempre al doctor:
-¿Qué plan llevas?
-Ninguno -contestaba el doctor.
-¿Quieres quizá dedicarte a la abogacía?
-Nunca.
-¿Ganarás dinero y posición como periodista o como empleado?
-Tampoco.
-¿Ganan algo los poetas?
-Ignoro si soy poeta; pero no ignoro que los mejores poetas ganan poco o nada.
-Para escribir, por otra parte
-añadía doña Ana-, alguna obra en prosa o en verso, que
haga tu
-En eso no cabe duda -tenía que contestar el doctor Faustino.
-Pues entonces, quédate en Villabermeja. No abandones a tu anciana y cariñosa madre.
El doctor se dejaba convencer a fuerza de ruegos y caricias. Reconocía que, de irse, se exponía a consumir en cinco o seis meses todo su miserable caudal, quedándose luego a pedir limosna. Bajaba la cabeza y sonreía melancólicamente.
Cuando estaba solo decía entre sí:
-Vamos, ¿para qué sirvo? ¡Voto al diablo, que no sirvo para nada!
La madre también decía entre sí cuando se quedaba sola:
-Este hijo mío (no me engaña el amor de madre), es hermoso de alma y de cuerpo, elegante, gallardo: parece capaz de todo; pero ¡es tan raro! ¡es tan soñador! ¿Para qué sirve? Mucho me temo que para nada ha de servir, como no sea para ser su propio tormento.
Un año hacía que el doctor se había graduado. Un año hacía que pensaba en ir a Madrid, y no iba por falta de dinero. Y un año hacía que, casi de diario, con variaciones y amplificaciones, pero con la misma substancia, se repetían el diálogo y los monólogos que acabamos de apuntar en el capítulo anterior.
La muceta, el bonete, la borla y
demás insignias y vestimentas doctorales, el vistoso uniforme de oficial
de lanceros, y el no menos vistoso de maestrante, descansaban en un armario,
muy en peligro de apolillarse. Con los fraques y las levitas de Caracuel
sucedía lo propio. Ni siquiera de majo se vestía el doctor
Faustino. No veía a nadie; descuidaba mucho, no el aseo, pero sí
el exterior adorno de su persona; y andaba siempre con el traje menos doctoral
y menos aristocrático que puede
Era el doctor tan llano, tan amable, tan caritativo con los pobres, que le adoraba la gente menuda; pero los ricachos del lugar le aborrecían y procuraban burlarse de él. No los visitaba, no acudía jamás al Casino, y no había una entre todas las señoritas elegantes de Villabermeja que pudiera jactarse de haber oído un solo requiebro de sus labios.
Las hijas del escribano eran las que
más le odiaban, porque eran las que presumían de más
bellas y distinguidas. Eran las que gastaban más
El escribano, llamado D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, se había hecho muy rico con su profesión y dando dinero a premio. Rosita y Ramoncita, sus dos hijas, parecían dos princesas. Hacían venir vestidos de seda de Málaga y hasta de Madrid, y aparecían siempre en público con tanto entono y autoridad, que, más tarde, cuando llegó a establecerse la guardia civil, no hallando el pueblo nada más autorizado y venerable que un guardia de aquéllos, con su sombrero de tres picos de frente, dio a Rosita y Ramoncita el apodo colectivo de las Civiles, con el cual hasta ahora son designadas.
Las Civiles, pues, se desataban en
sátiras contra
El doctor no aparecía jamás en el paseo público, que estaba en la plaza, sino que daba largos paseos a pie por los andurriales y vericuetos más solitarios, mostrando singular predilección por subir al cerro de la Atalaya, donde se conservaban aún los restos ruinosos de un torreón, desde el cual se oteaban los campos y se descubría mucho horizonte. Era aquel cerro tan estéril y pedregoso que sólo producía algunas matas ruines de amarga retama, tomillo, gayomba y romero, lirios silvestres, que brotaban en las hendiduras de los peñascos, otras flores moradas y de un solo pétalo, que llaman por allí candiles, y sobre todo multitud de esparragueras. Las Civiles dieron, con este motivo, otro título al doctor, llamándole el conde de las Esparragueras de la Atalaya.
No faltaba quien informase al doctor de todas estas burlas; pero el doctor permanecía invulnerable, sin procurar ganarse la voluntad de las Civiles con una sonrisa; sin dignarse siquiera tomar represalias y decir alguna burla contra ellas.
El doctor vivía absorbido en sus
tristes meditaciones,
En las meramente especulativas, prevalecía el pensamiento de que el doctor lo sabía todo, o sea de que la ciencia humana era vanidad, y de que, después de leer millares de libros, no estaría más avanzado que se hallaba entonces. Soñaba, pues, el doctor con entrar en relaciones con los espíritus. Si él llegaba a conseguir esto, lo mismo le daba vivir en Villabermeja que en París o en Londres; desistía del empeño de ir a Madrid.
Mientras esto no se le lograba, y
aún distaba mucho de logrársele, todos los apetitos, todos los
estímulos, todos los deseos de un joven de veinte y tantos años
hablaban poderosamente al corazón del doctor, y le excitaban a ir a
Madrid. Amor, ambición, sed de placeres, ansia de gloria y
nombradía, duquesas bellísimas sonriéndole y
amándole, salones espléndidos donde mostrarse, encantadores y
misteriosos gabinetes donde penetrar para una cita por una puertecilla oculta
debajo de un rico tapiz flamenco, aplausos de la multitud cuando él
recitase sus versos, que ya serían excelentes, o cuando pronunciase un
discurso mejor que los de su maestro de Procedimientos; admiración de
damas y galanes
Apurar, cielos, pretendo.
-¡Qué lástima
-pensaba doña Ana-, que este hijo mío no logre vencer sus
sueños de ambición y no se resigne a vivir a mi lado!
¿Dónde hallará quien le quiera más que yo?
¿Dónde será más respetado y estimado que entre
estos fieles y antiguos servidores de su casa y aun entre todos los humildes y
honrados jornaleros de Villabermeja? ¿Dónde le dirán con
mayor efusión de cariñoso respeto, siempre que le vean pasar:
-«Vaya su merced con Dios, nostramo». «Dios bendiga a su
merced, señorito»-.
-Además, ¿qué le falta aquí a mi hijo? -seguía cavilando doña Ana.
Y en verdad que, en cierto modo le sobraba razón.
La casa solariega, si bien en lo exterior parecía ruinosa y sombría, era por dentro espaciosa y cómoda.
Doña Ana moraba en las habitaciones altas. El doctor, con toda independencia, en el piso bajo.
Allí había una sala con sillones hermosos y antiguos, de nogal, cubiertos de cuero labrado o guadamaciles, y exornados con tachuelas de bronce; cuatro enormes cornucopias doradas; varios retratos al óleo de Mendozas ilustres; un árbol genealógico, pintado también al óleo; un brasero de reluciente azófar en el centro, y una mesa con búcaros y vasos de China.
Más en lo interior había
otra sala, sin más muebles que un tablado para tirar al sable y al
florete, y un trapecio para hacer ejercicios gimnásticos. En un
rincón se veían sables de palo forrados
La biblioteca y el gabinete de estudio del doctor ocupaban otra tercera sala. Libros de distinta procedencia y carácter llenaban varios armarios de pino pintado. Los que trajo de Francia el endiablado comendador Mendoza, que andaba penando en el desván, eran casi todos impíos: Voltaire, los enciclopedistas, etc. Los que sirvieron para la educación de doña Ana, o adquirió ella del clérigo francés, era como el contraveneno de los libros del comendador Mendoza. Allí estaban las refutaciones de Bergier y de otros contra los impíos de su época, y las obras de Fenelon, Massillon y Bossuet. Ni faltaban
En la alcoba donde dormía el doctor, había otro estante que contenía a los poetas predilectos, desde Homero hasta Zorrilla, Espronceda y Arolas.
Pero aún había otro cuarto en que el doctor permanecía más, sobre todo en invierno. Se llamaba este otro cuarto la cocina baja de los señores, no porque allí se guisase nada, sino por una gran cocina o chimenea de campana, en cuyo fogón podía arder y ardía con frecuencia medio olivo, mucha pasta de orujo y gavillas enteras de secos sarmientos.
La ancha losa, sobre la cual se quemaba tanto combustible, salía del muro más de una vara, y daba lugar, a un lado y otro, a dos rincones cómodos donde había sillones de brazos, en uno de los cuales se pasaba el doctor horas y horas escribiendo, leyendo o meditando. En la pared había una alacena, cuya puerta caía como una mesa sobre dos gruesos palitroques, que también salían o más bien se apartaban de la pared, de modo que el doctor se encontraba en el rincón de la chimenea como sentado en su bufete. No tenía más que sacar de la alacena y poner sobre la mesa los papeles, el tintero y los libros.
En el sillón de enfrente
solía venir a sentarse doña Ana para conversar con su hijo. Y los
viejos podencos, galgos y pachones, acababan a veces de
No carecía esta cocina de cierto encanto entre rústico y señoril. El escudo de los Mendozas estaba esculpido en piedra sobre la campana de la chimenea. En un lienzo de pared descansaban sobre repisas cinco jaulas con perdices cantoras. En otro lienzo se veían muy bien colocadas escopetas y otras armas, como pistolas y cuchillos de montería. En varias partes, por último, había cabezas de venados, zorros, lobos y garduñas, que por lo mismo que estaban mal disecadas, parecían y eran verdaderos trofeos de caza, y no vano ornato comprado en alguna tienda.
Poseyendo y disfrutando todo esto, ¿por qué se obstinaba el doctor en ir a Madrid? ¿En qué pícara casa de huéspedes viviría con más decoro y anchura?
En cuanto al regalo del pico, poco o
nada tenía que envidiar tampoco, a pesar de su pobreza. Sin ir al
mercado había en casa de todo, merced a la crianza y labranza: buen vino
añejo en la bodega, exquisitos jamones, morcillas, chorizos y
salchichas, lomo en adobo, pajarillas y otros mil artículos de matanza,
condimentado todo por doña Ana; un palomar de palomas de pueblo en la
torre de la casa solariega, y otro palomar de zuritos en la casería;
Todo esto, a pesar de las deudas y miserias de la casa, podía sostenerse aún, gracias al arreglo, orden, vigilancia y severa economía de doña Ana, que no había cosa de que no cuidase.
Allí no había mueble antiguo que se hubiese arrumbado, ni colcha de damasco que se hubiese roto, ni sábana, mantel o tohalla, que no se zurciese y durase con notable aseo.
Doña Ana cuidaba mucho de la ropa blanca y la tenía muy en orden, sahumada con alhucema.
El doctor Faustino, sin embargo, quería irse a buscar aventuras.
Todo un invierno estuvo meditando doña Ana. Luego escribió varias cartas y sostuvo una correspondencia, sin decir nada a su hijo. Al cabo, una noche, cuando ya había llegado la primavera, estando madre e hijo a solas, en el salón de los sillones antiguos, de los retratos y del árbol genealógico, doña Ana se explicó de esta suerte:
-Estáme atento, hijo mío, pues voy a hablarte de un asunto de suma importancia.
El doctor prestó la atención más respetuosa; y, sentados ambos en un ángulo de la gran sala, prosiguió hablando la madre:
-Harto advierto y deploro que eres
infeliz con esta vida que llevas. Aquí hay tranquilidad y algún
bienestar; pero te faltan objetos que satisfagan tu ambición, tu sed de
gloria y hasta tu amor. No me quejo de ti porque quieras abandonarme e irte a
Madrid. Nada más natural. Pero tú mismo convienes en que
sería demencia irte a Madrid sin un real como se va cualquier
aventurero. Dicen en este lugar que
-¿Y cuál es ese medio? -preguntó el doctor Faustino todo alborotado.
-Voy a decírtelo -contestó
la madre-. Ya sabes que en la ciudad de... distante de aquí catorce
leguas, vive mi prima queridísima, doña Araceli de Bobadilla.
Aunque tiene más de sesenta años, la siguen llamando la
niña Bobadilla, porque nunca ha querido casarse, no habiendo hallado
sujeto de su
-¿Y qué voy ganando yo con ver la feria y estar de huésped en casa de la niña Bobadilla?
-A eso voy. Ten calma, que todo se andará. La niña Bobadilla tiene un hermano llamado D. Alonso, poseedor de un riquísimo mayorazgo, y más rico aún que por el mayorazgo, por su buen tino y mejor suerte como labrador de varios cortijos y criador de ganado lanar y vacuno. Vive D. Alonso en la misma ciudad que Araceli, está viudo quince años ha, y tiene una hija de diez y ocho cuyo nombre es Costanza, de cuya hermosura y discreción no hay encarecimiento que no se oiga, y en elogio de cuya virtud, recato y buena crianza, se hacen lenguas los más descontentadizos.
-Vamos, ¿y qué? -interrumpió el doctor.
-¿Para qué andar con rodeos? Yo he tratado de tu casamiento con esta señorita. Su padre la adora y tiene millones.
-Madre, ¿quiere Vd. hacer de mí un Coburgo?
-¿Y por qué no, hijo de mis entrañas? Tú tomarás dinero como quien toma alas para volar; pero volarás luego, y encumbrarás tan alto a tu mujer, que no le pesará de haberte dado las alas. Ella te conoce ya por el retrato en miniatura, en que estás tan guapo, con la muceta y el bonete de doctor; y mi prima Araceli, que le ha enseñado el retrato, me dice en sus cartas que has gustado mucho a Costancita.
-Me alegro, mamá, me alegro; pero yo no sé aún si ella me gustará o me disgustará.
-Para eso han de ser las vistas, hijo mío. Nadie te pone un puñal en el pecho. Nada hay concertado aún. Posible es que D. Alonso sepa algo del proyectillo; pero ha de aparecer como que no sabe nada. Ni tú ni Costancita os habéis comprometido. Os veréis, os trataréis, y si no os agradáis, en paz: no hay nada perdido.
-El tiempo y la fatiga y los gastos del viaje... -dijo el doctor-. Mejor será desistir y que yo no vaya.
-Yo he prometido ya que irás y no me dejarás fea.
-No, mamá; si Vd. lo ha prometido, no habrá más que ir.
-Sí, Faustinito. Mira, me da el
corazón que te
-Si Costancita me parece bien y es tan rica, nos resignaremos.
Dada la venia por el doctor Faustino, doña Ana desplegó, durante cuatro días, toda su actividad en los preparativos del viaje. Echó e hizo echar cuellos y puños nuevos a algunas camisas del doctor que estaban algo estropeadas; examinó las levitas y fraques de Caracuel y halló que por fortuna no habían sido injuriados por la polilla; y en el mejor de los dos vestidos de majo hizo varias reformas indispensables.
La víspera de la partida tuvo doña Ana una larga y acalorada discusión con su hijo, empeñada ella en que llevase los dos uniformes de maestrante y oficial de lanceros, y D. Faustino en que no los había de llevar.
Al fin triunfó el parecer de
doña Ana. El uniforme de maestrante luciría mucho en un baile de
gran etiqueta que se anunciaba. Y en cuanto al otro uniforme ¿qué
duda tiene que parecería bien y rebién, llevándole D.
Faustino a la feria y corriendo
Como en la ciudad, a donde iba el doctor Faustino, no había Universidad, ni salón de grados o paraninfo, hubo de desperdiciarse también otro medio de seducción, y no se embaularon la muceta, el bonete, la borla y demás insignias doctorales.
Por último, llegó el
día de la partida. Madre e hijo se abrazaron cariñosamente. El
doctor Faustino con traje de campo, zahones, faja y marsellé,
montó en su jaca castaña, enjaezada con aparejo redondo, lleno de
flecos de seda, y dos retacos. Respetilla, como escudero, le seguía en
un mulo tordo, y con vestidura parecida, aunque más pobre.
Después cerraba la marcha otro criado, nada menos que con tres mulos de
reata, donde iban el equipaje del señorito
La expedición salió muy de mañana del lugar; pero no tanto que las Civiles, que eran tan ventaneras como madrugadoras, no estuviesen ya atisbando detrás de la celosía. El doctor Faustino y todo su séquito tuvieron que pasar forzosamente por delante de la casa del escribano.
-Oye, Rosita -dijo Ramona, al ver pasar al doctor-, ¿a dónde irá el conde de las Esparragueras?
-A conquistar algunas tierras más fértiles y que produzcan más ochavos -contestó Rosita.
El doctor oyó el chiste de aquellas desvergonzadas y se puso rojo como una amapola. Pensó que sabían que iba a hacer el papel de Coburgo y que por eso se mofaban; pero las Civiles no sabían a dónde iba el doctor Faustino.
Las catorce leguas que separaban al doctor Faustino de la casa de su tía doña Araceli fueron quedando atrás, sin que ocurriese nada memorable.
La caravana o pompa
Antes de que clarease, ya estaban de punta el señorito y sus dos criados. Estos, a pesar de las libaciones de la noche anterior, mataron el gusanillo con aguardiente de anís doble, y el señorito tomó una jícara de chocolate.
Vaciadas las haldas en el pajar, pagada la cuenta y aparejadas las caballerías, se pusieron de nuevo en camino, cuando ya las estrellas se habían desvanecido y perdido todas en la blanca e incierta luz del alba, brillando sólo en la celeste bóveda el lucero miguero.
Era una hermosa mañana de primavera. Golondrinas, jilgueros y ruiseñores cantaban. El ambiente diáfano, el vientecillo lleno de frescura y la rosada luz que iba asomando por el oriente, alegraban el corazón.
El doctor se sentía menos melancólico que de costumbre.
Como gente que va a caballo y picando mucho porque tiene mucho que andar, la caravana se salía del camino más trillado e iba buscando las trochas, ya cortando por unos olivares, ya tomando veredas y atajos por medio de cortijos y dehesas, ya siguiendo por la orilla de algún arroyo o trepando por algún cerro.
Respetilla era admirable para guiar en un camino y se puso delante. El doctor Faustino le seguía. Detrás arreaba el mozo, con el equipaje y los presentes en los tres mulos de reata.
Tan embelesado y distraído iba el doctor que ni se daba cuenta de lo que pensaba.
El sol salió. Anduvieron más de un par de leguas. Eran las nueve del día.
Sólo entonces recordó el doctor, o dígase volvió en sí, y bajó de los espacios etéreos para pedir de almorzar.
-Un poco más allá hay una fuentecilla que tiene un agua muy buena, y sombra; allí almorzaremos, si quiere su merced -dijo Respetilla.
En efecto, no tardaron en llegar a la fuente. Se apearon, se sentaron sobre la yerba, bajo una corpulenta encina, y almorzaron de un buen repuesto de carnero fiambre, huevos duros y jamón en dulce, que en las alforjas traían. La bota, aunque colosal, harto enflaquecida ya con el jaleo de la noche anterior, acabó de quedar enjuta, pegadas una con otra las dos caras interiores de la corambre.
Cierto que para decir que el doctor y su
séquito caminaron, durmieron, cenaron y almorzaron, tal vez censure el
lector que yo me detenga, y tal vez afirme además que lo mejor
sería que diese ya el
Importa, no obstante, decir cuatro palabras sobre un punto que aún no hemos tocado. Algo entrevé ya el lector de las cualidades morales e intelectuales del doctor Faustino; pero nada sabe aún de su aspecto y fisonomía.
El doctor era alto, delgado aunque
robusto, y rubio, no ya tirando a rojo su cabello, como suele por lo
común el de los bermejinos, sino más bien de un rubio
pálido. A pesar de ser aquella época la del más
frenético romanticismo, no se había dejado
Meditando, pues, el doctor, mientras caminaba, iba diciendo entre sí de esta manera:
-Por complacer a mi madre he acometido
una empresa que por mi propio consejo e iniciativa no hubiera yo acometido
jamás. ¿Qué voy a ofrecer a doña Costanza de
Bobadilla, si gusto de ella, si ella gusta de mí, y llega el caso de
pedirla en matrimonio? Mi casa solariega del lugar y unas cuantas fincas, cuyos
productos se consumen en pagar los intereses del capital en que están
empeñadas. Todo esto es ridículo. Valiera más no tener
nada que tener esto. Lo ilustre de mi nombre no importa para ella, que es tan
ilustre como yo. Además, en España apenas hay nadie que no sea
ilustre. En cuanto alguien tiene dinero y da valor a estas vanidades, prueba
que desciende del rey Wamba si se le antoja. Si yo tuviese un título,
aunque fuera el de conde de las Esparragueras, que me han dado las hijas del
escribano, ya sería otra cosa; ya habría algo que ofrecer.
Siempre tiene vivo aliciente para una muchacha el pensar que la van a llamar
condesa y que en las tarjetas va a poder escribir
Aquí se encumbraba la
meditación, pero con tal rapidez que no es fácil seguirla y menos
encerrarla dentro de un lenguaje hablado o escrito. El doctor, ora se
veía coronado en el Liceo de Madrid, después de haber
leído una fantasía o un poema oriental; ora salía a la
escena en el teatro del Príncipe, donde acababa de representarse un
portentoso drama suyo; ora estaba despachando o dando audiencia en la silla
ministerial; ora venían a pedirle albricias sus numerosos amigos porque
la reina tenía a bien concederle el título de duque, libre de
lanzas y medias annatas, en pago de sus relevantes servicios; ora llegaba a París de embajador, y el rey Luis Felipe y toda su corte se quedaban encantados de su
mucha discreción y finura; y ora inventaba un nuevo sistema de
filosofía, para que informase
Estos triunfos y otros mil, que pasaban refulgentes, arrebatadores, estruendosos, ricos en color, llenos de armonía y de belleza, por la mente entusiasta, se tocaban con la mano, tomaban cuerpo, se iban a realizar, una vez dueño el doctor Faustino de los cinco o seis mil duros de renta de doña Costanza de Bobadilla.
-Pero no -proseguía el doctor-, no me casaré con doña Costanza, si no me enamora, o al menos si no tiene talento y hermosura, por donde la gente llegue a presumir que pude enamorarme de ella, aunque no sea tal el caso. No me casaré, aunque pierda y desbarate todos mis ensueños.
El doctor se decía esto, porque
los hombres nos complacemos en engañarnos a nosotros mismos,
poniéndonos en trances apurados, que no existen, y saliendo de ellos de
un modo heroico. ¿Quién no se ha fingido alguna vez que le
acometen seis o siete enemigos y que él les hace cara y los vence y
aterra? Y con todo, si los seis o siete, o tal vez si uno solo le acomete de
verdad, es probable que ponga pies en polvorosa. ¿Cuántas
costurerillas y cuántas fregatrices no dan por seguro en el fondo del
alma, que
El doctor no ignoraba que doña
Costanza era bonita, y, por consiguiente, no había para qué hacer
del heroico y del desprendido, diciendo que no se casaría con ella, si
no fuese bonita. Pero esto, que llaman ahora
Verdad es que el soliloquio del doctor era más candoroso, era profundamente sincero y noble, cuando continuaba:
-¿Y si Costancita no me quiere?
¿Y si me halla poco ameno, encogido y sin chiste? ¿Y si no
comprende el valor de mi alma? ¿Y si no cree en mi porvenir, como yo
creo? ¿Y si, a pesar de su falta de fe en mí, y de sus desdenes,
soy yo quien me enamoro de ella? Entonces será menester matarla. Pero
¿qué culpa adquiere, si no le caigo en gracia? ¿Por
qué, no digo matar, pero ni tan sólo odiar a una mujer que nos
desdeña? En este último caso desesperado, ya sé lo que
debo hacer. Desoiré los consejos de mi madre: me iré a Madrid sin
recursos, a la ventura; lucharé; no reposaré hasta ganar
El doctor, no obstante, seguía caminando en pos de Respetilla, hacia el pueblo y casa de su tía doña Araceli, sin poner la proa hacia Madrid sino por un instante y con la imaginación sólo.
-Eso sí -añadía-, si doña Costanza no me ama y yo la amo, me siento capaz de algo más grande y poético que lo que hizo Marcilla por Isabel. Aquél fue por esos mundos, para ganar la mano de su amada. Yo iré por esos mundos, a dar razón de quién soy, a llenarlos de mi gloria, y a ganar al cabo el desdeñoso corazón de Costancita. Si ahora no me amase, oscuro y desconocido ¿cómo no había de amarme y aun de idolatrarme cuando me viese descollar entre la multitud con la frente ceñida en oro y lauro, y grabado mi nombre, con indelebles y gruesas letras, en las páginas de la historia?
Tomando este giro la meditación,
el doctor se representaba tan a lo vivo que amaba ya a Costancita
En esto llegaron todos a un visillo, y desde allí descubrieron la ciudad a donde iban a parar. Blancas eran las casas por el mucho enjalbiego y con grandes patios, desde cuyo centro se alzaban las verdes copas de naranjos, acacias, adelfas, azofaifos y cipreses. Un riachuelo, que corre por delante de la ciudad, regaba no pocas huertas en una fértil llanura que se extendía a los pies de los viajeros.
A la bajada del cerrillo, tomaron éstos la carretera, saliendo de la vereda o camino de herradura.
Diez minutos más tarde se divisó una nubecilla blanca sobre la carretera. Después, un bulto que se movía.
Respetilla, con vista de águila, lo advirtió y reconoció todo, y volviendo riendas vino hacia su amo gritando:
-Señorito, señorito, ahí vienen a recibir a su merced. Ese es el birlocho del Sr. D. Alonso.
No se había engañado Respetilla. Ya se estaba oyendo el sonar de los cascabeles y campanillas de plata que adornaban los pretales y colleras de los lindos caballos negros que tiraban del birlocho.
El doctor se gallardeó sobre el aparejo redondo, se limpió el polvo con el pañuelo, se ladeó el sombrero con donaire y puso espuelas a la jaca, que llegó pronto cerca del coche, haciendo mil escarceos.
El birlocho se paró entonces, y el doctor pudo ver a dos damas que en él venían.
La una era vieja y seca como una pasa, pero con ojos muy vivos y semblante bondadoso y alegre. Vestía de negro y traía en la cabeza una papalina con moños morados.
La otra era menudita, pero graciosa.
Negro el cabello como la endrina y más negros los ojos. Los labios como
el carmín: sonriendo siempre y dejando ver unos dientes
blanquísimos e iguales. La nariz caprichosamente respingada, lo cual
daba a su rostro cierto aire atrevido, burlón y de malicia infantil. La
tez, fresca, limpia y brotando salud y juventud. El color, trigueño. El
talle flexible, no como una palma, sino como una culebra. Y por último,
todo lo que de las formas podía revelarse, presumirse o conjeturarse,
artística y sólidamente modelado, sin exceso ni superabundancia
en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las
justas proporciones, según las reglas del arte, y en consonancia con la
edad de diez y ocho años y la
Vestía la dama gentil un traje de seda de color de lila, y en la cabeza no llevaba más tocado que sus negros cabellos ni más adorno que seis o siete rosas, alternando con la clara púrpura de sus pétalos la alegre verdura de varias hojas de tallo.
Ambas señoras conocían al doctor por el retrato, y no había miedo de equivocarse. Así es que doña Araceli, pues no era otra la viejecita que venía en el birlocho, exclamó apenas se acercó al doctor:
-Buenos días, sobrino; bien venido seas.
-Bien venido, señor primito -dijo doña Costanza.
El doctor saludó con la mayor cordialidad. Bajó del caballo y dio un abrazo muy cariñoso a su tía, y a la primita un apretón de manos, advirtiendo, a pesar del guante, que la mano de la primita era pequeña y los dedos largos, afilados y aristocráticos, y no aporretadillos y plebeyos.
-Mira, sobrino -dijo doña Araceli-, yo he querido salir a recibirte, y he pedido prestado el birlocho a Costancita, que ha tenido la bondad de acompañarme. Tu tío Alonso no ha podido venir, porque anda afanadísimo apartando el ganado que quiere presentar y vender en la feria; pero no te puedes quejar cuando viene en cambio su hija.
El doctor se deshizo en cumplimientos, y hasta formuló algunas frases bonitas a pesar de que estaba cortado y de que naturalmente era algo tímido.
Costancita llamó lisonjero a su primo, y se puso colorada.
-Oye, sobrino -dijo doña Araceli-, ¿quieres creer que Costancita tenía miedo de verte y hablarte, figurándose que estabas siempre de doctor, tan serio como en el retrato, y temerosa de cometer alguna falta de prosodia o de soltar una patochada? Ahora que te ve de majo, me parece que ya no se asusta.
-Siempre me asusto, tía... ¡Y qué cosas dice usted! ¡Válgame Dios! ¿Cómo había yo de creer que mi primo viniese a caballo, vestido de doctor, con su muceta, borla y bonete? ¡Vamos, no me haga Vd. tan simple! Lo que yo creía es que mi primo es muy entendido e instruido, esté o no con el traje doctoral, y que quizás me tuviese en menos cuando notase lo ignorante que soy. No... y lo que es este miedo no se me ha quitado todavía.
El doctor volvió a deshacerse en
cumplidos, alambicando mucho y devanándose los sesos para demostrar, en
lenguaje corriente, sin aparato ni términos científicos, que la
mujer todo lo sabe y penetra por intuición, aunque nada estudie, y que
Ya había demostrado el doctor dicha tesis por dos métodos distintos, e iba a demostrarla por el tercero, cuando le interrumpió doña Araceli, diciéndole que sin duda vendría cansado, y que cabalgase de nuevo, a fin de llegar pronto a su casa, donde podría reposarse.
El doctor montó otra vez a caballo; y trotando al estribo del birlocho, del lado en que iba su prima unas veces, y otras por cortesía del lado de la vieja, llegó con ellas a la ciudad y a la casa de doña Araceli.
En los veinte minutos que duró este dulce complemento del viaje, el doctor lanzó veinte mil miradas incendiarias a su prima: a millar de miradas por minuto.
Constancita recibió el bombardeo
de un modo delicioso, aunque difícil de explicar. Ya parecía que
penetraba toda la intensidad y significación de aquellas miradas y
bajaba la suya con un pudor lleno de agüeros dichosos: ya que en su
inocencia no consideraba aquellas miradas sino como muestras del cariño
propio de parientes y las pagaba con otras miradas de afecto puro y sin
pasión de amor; ya se
El doctor llegó algo mareado a la puerta de la casa de doña Araceli. Todo se le volvía cavilar si doña Costanza era un angelito o un diablito: pero, angelito o diablito, siempre le hechizaba.
Se apeó el doctor de su caballo, que tomó de la brida un criado para llevarle a la caballeriza, y dio la mano a doña Araceli para bajar del birlocho. Apenas bajó doña Araceli, acudió el doctor a dar la mano a Costancita para que bajase también.
-No, primito. Yo no bajo; me voy a casa. Adiós, primito. Adiós, tía.
Y diciendo -¡a casa!- al cochero, se fue doña Costanza, dejando al doctor tan embobado, siguiéndola con los ojos hasta que la perdió de vista. Ella volvió la cara dos o tres veces, antes de desaparecer, y al ir a pasar la esquina disparó la última mirada, que por la distancia no pudo ya el doctor distinguir de qué clase era.
Doña Araceli instaló al doctor en un cuarto muy alegre y bonito, con balcón a un patio interior, cuyos muros estaban entapizados con las siempre verdes y frondosas ramas de varios naranjos y limoneros, y en cuyo centro se alzaba un surtidor de agua cristalina, derramándose en una taza de mármol con peces colorados. Todo alrededor se veían arriates con flores. Su aroma y el apacible murmullo de la fuente lisonjeaban a la vez olfato y oído.
En el cuarto había cama, sillas, tocador, sofá y mesa de escribir: todo limpio y bueno.
Allí dijo al doctor el ama de la casa que podría descansar un rato, hasta las tres de la tarde, hora de la comida.
Luego le dejó entregado a sus propias reflexiones.
Faltaba poco tiempo para las tres, y el
doctor no
Hombres hay que la tienen clara, y otros que la tienen confusa. La del doctor era de la última clase. No quiere decir esto que viese menos y peor que otros en el fondo de su alma. Tal vez nace la confusión de la conciencia de ver demasiado. Los que no ven más que aquello que les conviene, agrada o adula, lo ven o creen verlo con gran claridad. Los que ven también lo que los contraría, vacilan y se enredan. El pro y el contra de sus propias acciones y un tropel tumultuoso de encontrados sentimientos y propósitos, pelean sin tregua allá dentro.
Con la misma obscuridad y contradicción que se veía el doctor a sí propio veía los demás objetos que venían a pintarse en su interior sentido.
La primera duda que se proponía el doctor era la siguiente:
-¿En qué concepto tendré a mi prima?
Ya estaba cierto de que era bonita, elegante y discreta: pero no sabía si era buena o mala.
Lo que no quería creer es que fuese medio mala o medio buena. O había de ser Costancita un breve cielo o un resumen y amasijo de todos los diablos. Propenso el doctor a exagerar las cosas, apasionado y romántico, decía de Costancita:
-¡Ella será mi salvación o mi perdición, mi infierno o mi gloria, mi Tabor o mi Calvario!
Claro está que Costancita no le era indiferente: que casi estaba ya enamorado de ella. Después se preguntaba:
-¿Y ella... pagará mi amor? ¿Será capaz de pagarle? ¿Será capaz de comprenderle siquiera?
Procedamos con método.
Este mismo amor, elevado, difícil de comprender, cuya magnificencia tal vez no cabe en el angosto cerebro del vulgo de las mujeres, ¿le sentía ya o no le sentía el doctor por doña Costanza?
El doctor no sabía qué responder a esto, como no sabía qué responder a casi nada, a fuerza de saberlo todo.
Amaba o no amaba a Costancita, según lo que por amor se entendiese. Y como él se daba una multitud de definiciones del amor, resultaba que unas veces la amaba y otras veces no la amaba.
Si la quería con el fervor de la mocedad, viéndola linda, fresca, aseada, elegante, algo coqueta, consideraba que podría amar sucesiva o simultáneamente a otras muchachas como se presentasen a sus ojos adornadas de los mismos requisitos.
-El amor -añadía-, es exclusivo: luego no amo a mi prima con verdadero amor.
¿Amaba a su prima porque en su rostro, en sus ojos, en su sonrisa, había creído descifrar y traslucir un espíritu simpático con el suyo, lleno de inteligencia, de pasión y de vida? El doctor recelaba que iba ya amándola así, y entonces concedía, no que la amaba como se ama a la mujer en general, sino con el exclusivismo propio del verdadero amor; con predilección al menos. A poco que hiciera la primita, el doctor se consideraba preso en sus redes.
Pero en este amor repentino, ¿no podría intervenir por mucho el interés? ¿no podría parecerse su amor al del profeta Elías hacia el cuervo? El doctor despojaba entonces mentalmente a su prima de la renta que debía darle su padre y de las esperanzas de una pingüe herencia. Con este despojo algo se sutilizaba y se esfumaba el amor; pero no se evaporaba ni desvanecía. Aún quedaba en el alma su figura, si bien menos determinados los contornos. Sentía el doctor que, prescindiendo de la conveniencia, importaba poner otras condiciones más poéticas que le acabasen de decidir; era menester que el dibujo de su amor se concluyese y determinase con líneas más puras, pero al cabo con otras líneas.
El amor propio, la vanidad, ¿no
podría ser en este caso estímulo y fundamento del amor? El doctor
Con esta comparación metalúrgica se tranquilizaba bastante el doctor, porque se estimaba en tanto y empezaba a estimar en tanto a su prima, que se afligía de que en sus relaciones con ella pudiera haber nada que no fuese poético y moralmente bello.
-¿Qué habrá pensado de mí la primita?... -era otra de sus preguntas.
Entonces sentía un noble deseo de agradar y un delicado y modesto temor de no agradar. Pero ¿esto probaba la existencia de un amor, tan sublime como el doctor lo fantaseaba? En manera alguna.
El doctor era de aquéllos que desean agradar a todo el linaje humano aunque no le amen, y ser apreciado aun de las personas a quienes menos aprecian.
Notaba él, sin embargo, que deseaba ya con más ansia agradar a la prima que agradar a cualquiera otro individuo. Sólo quedaba por cima de este deseo de agradarla, el deseo de agradar a muchos a la vez, el deseo de gloria. ¿Qué era preferible, enamorar a la muchedumbre o enamorar a la prima? ¿Llegaría a amarla de modo que hasta a la gloria la prefiriese? El doctor se quedaba perplejo en este punto. La cuestión estaba en hallar en lo profundo del alma de su prima los tesoros poéticos que él por momentos le atribuía con la imaginación generosa. Si hallaba estos tesoros, preferiría a su prima hasta a la gloria. Era indispensable que fuese tan mala o tan buena como él sonaba, ya que hasta por mala comprendía él que podría amarla de amor no vulgar.
¿Y si la primita no era ni buena
ni mala, ni tonta ni discreta, sino un ser mediano? Aquí el doctor
creía que no llegaría a amarla, salvo en un caso. Su prima
podía tener en el metal de la voz, en la luz fulmínea de la
mirada, en la armonía de las facciones, en el movimiento del cuerpo, en
el aire, en el ambiente magnético de su ser, un atractivo misterioso,
cuya fuerza, sin que ella la comprendiese, sedujera y encadenara a un hombre
como él. Así tal vez hay demonios o genios que acuden sumisos a
Todo esto y mil cosas más discurrió el doctor con rapidez y en forma de maraña, sin poner orden ni concierto en sus vagas imaginaciones.
Descendiendo luego a negocios más triviales, pensó en que le convenía que su prima gustase de él, para lo cual era de suma importancia no ponerse en ridículo a sus ojos, pues él entreveía ya que su prima era algo burlona.
El miedo de hacerse blanco de sus burlas crecía con el afecto. Mientras más imaginaba amarla, más miedo tenía de hacerla reír a su costa. Importa declarar aquí, a pesar de todo, y aun exponiéndonos a que nuestro héroe pierda muchas simpatías entre nuestras lectoras, si llegamos a tenerlas, que el doctor no formaba muy favorable opinión del juicio de las mujeres en general. A la más recta y acertada en sus juicios no solía darle un criterio superior al de un niño de diez años. Temblaba, no obstante, de aparecer digno de risa a los ojos de su prima.
Aunque era inocentón y casi siempre estaba en Babia, se dio a cavilar y presumir que el retrato, enviado por doña Ana a doña Araceli, con muceta, bonete y borla, había hecho reír a doña Costanza. Entonces se percataba de que el retrato estaba mal pintado, como pintado por seis duros, y de que además estaba él muy serio en el retrato.
-Vamos -decía-, mi prima imaginó que yo era un extraño pedantón de lugar: un bicho raro. Mejor... ya se habrá desengañado: ya me ha visto; ya habrá formado de mí mejor idea. De todos modos bien pronosticaba yo que el uniforme de lancero y el de maestrante no habían de cautivar a este diablo de chica. No quise disgustar a mi madre. Por eso los he traído; pero los dejaré en el fondo de los baúles y me guardaré de decir que los tengo aquí.
Tomada con brío esta resolución de no emplear los uniformes para conquistar el corazón de doña Costanza, surgía otra dificultad de mayor tamaño, si cabe.
-Y el piñonate, los gajorros y demás comestibles, que vienen de presente, ¿me estará bien entregarlos?
Aquí el doctor se acordó de aquellos versos de
Su presente le pareció gatuno.
Lamentó su miseria. Deploró no haber traído algún
brazalete de oro y diamantes, algún collar de perlas o algún rico
medallón de esmeraldas y rubíes, en vez de traer empanadas de
boquerones. Pero, en fin, en Villabermeja no había otras joyas mientras
no se descubriesen las emparedadas por su tatarabuela la princesa india.
No se serenaba el ánimo del doctor con este recuerdo evangélico. La sangre se le agolpaba a las mejillas sólo de pensar en el instante de la entrega de las empanadas y del arrope.
¿Entregaría el presente a
doña Araceli de parte de su madre, salvando toda su responsabilidad? En
esto podría haber falta de piedad filial y sobra de
Ello es que la entrega del presente dio mucho en qué pensar a D. Faustino. ¡Cuánto se arrepentía de haberle traído!
-Estuve sobrado condescendiente con mi madre -se decía, sin recordar que él mismo, dentro de Villabermeja, respirando aquellos aires, sujeto a aquellos influjos campesinos, y distante aún de la prima burlona y seductora, no había considerado con desdén o desvío el presente suculento. Ahora, por el contrario, quizás ponderaba más de lo justo su ridiculez, murmurando entre dientes:
-Costancita se va a burlar de mí.
De seguro que ha visto los tres mulos de reata que venían en pos de
nosotros. Sin duda que estará diciendo: ¿Qué
¿Qué gala, qué invención, qué nuevo traje?
Cruelísima carcajada va a soltar cuando su tía Araceli le envíe de mi parte gachas de mosto y arrope y empanadas de boquerones. ¡No falta más sino que yo haga la advertencia que me encargó mi madre que hiciera! Mi madre me encargó que hiciera la advertencia de que estas empanadas se toman con chocolate... Pero señor, ¿y por qué no han de tomarse con chocolate? Pues lo que es a mí me gustan. No pocas veces, a pesar de su picadillo de cebollas y tomates, me he sacado con ellas, a pulso, un par de jícaras bien hondas. Con todo, mejor hubiera sido no traer las empanadas. ¿Me callaré que he traído los comestibles y se los cederé a Respetilla para que los devore? Tampoco. ¡No, y mil veces no! Respetilla es interesado, y podría poner con ellos tienda en la feria, y hasta suponer que era por cuenta mía y que el alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja se había metido a bodegonero.
Así cavilaba y se contradecía el doctor, cuando entró Respetilla, cargado con los baúles.
-¿Dónde vienen los
uniformes? -preguntó el
-En este baúl -dijo Respetilla señalando el mayor-. ¿Saco el de lancero para que su merced vaya de lancero a ver a su prima?
-No, maldito de Dios. No saques ni el de lancero, ni el de maestrante. No digas siquiera que has traído tales uniformes.
-Pues qué, ¿no le gusta a la señorita la gente de tropa?
-No, no le gusta. Guárdate bien de decir que he traído los uniformes.
-Válgame Dios -añadió Respetilla-, pues si a la señorita no le gusta la vestimenta militar, ¿por qué no trajo su merced aquellos arreos de doctor?
-Porque tampoco le gustan aquellos arreos.
-Entonces, ¿qué arreos le gustan?
-Yo no sé. Ningunos.
-Pues todo aquello de doctor es muy vistoso. ¡A fe que lo celebraron poco el cura y el médico, el día en que su merced se lo puso para que le viesen en casa!
-No digas simplicidades. Cuenta con charlar aquí. Que no sepan que yo me vestí de doctor en Villabermeja para que me viesen el médico y el cura.
-Toma... ¡y qué mal hay en
eso! Y el ama Vicenta
-Bien, bien; pero aquí no está el ama que me crió, y como en cada tierra hay sus usos, y como esto se parece más a Granada que a nuestro lugar, conviene obrar con circunspección. Lo que en Villabermeja fue una condescendencia inocente, lícita y hasta indispensable, aquí podría pasar por una tontería. No hables a nadie tampoco del traje de doctor.
-¿Pues de qué hablo?
-De nada. De ti mismo. ¿Qué necesidad tienes de hablar de mí? Cállate.
Respetilla se calló, y su amo se lavó y vistió con pantalones, levita y chaleco.
Cuando le llamaron al comedor, y durante la comida, le dijo doña Araceli que Respetilla le había entregado el presente de su madre, al doctor se le quitó un peso de encima.
Doña Araceli, sin la menor
ironía, elogió el arrope y las gachas y todo lo demás,
incluso las empanadas,
El doctor se avergonzó entonces
por un motivo contrario. Creyó que había tenido una mala
vergüenza del lugar en que había nacido, del presente y hasta de su
madre que le enviaba. Lo cierto es que la esencia de esto que llaman ahora
Mientras que el doctor había estado pensando y haciendo cuanto queda dicho, su prima doña Costanza tenía con su padre, que acababa de llegar del campo, el siguiente coloquio:
-¡Dios te guarde, muchacha! -dijo D. Alonso, entrando en el cuarto de su hija, sin haberse aún descalzado las espuelas-. ¿Llegó por fin Faustinito, como anunciaba mi prima Ana?
-Sí, papá: llegó Faustinito.
-¿Saliste a recibirle con tu tía? ¿Le viste y le hablaste?
-Sí, papá.
D. Alonso miró atentamente a su hija, como si quisiese descubrir en la mirada el efecto que había hecho el primo.
Importa advertir aquí que D.
Alonso era el padre más amoroso que puede imaginarse. Su hija le
dominaba y hacía de él lo que quería. Nada amaba
D. Alonso era brusco, censurador, enemigo de todo compromiso y de toda ligereza; pero, refunfuñando y rabiando, pasaba por todo, como se empeñase su hija.
-Siento que haya venido ese chico -dijo al cabo de un rato D. Alonso-. Te he aconsejado mil veces que no le hicieses venir; pero tú no haces caso de mis consejos. Eres loca de atar.
-¿Y qué locura hay en haberle hecho venir? ¡Vaya, papá bonito, no estés tan desabrido conmigo!
-¿Cómo que no hay locura? Mi sobrino es mi sobrino y no es ningún mono para que tú te diviertas.
-Mira, papá, ¿de
dónde infieres tú que yo gusto de monos para divertirme, ni que
lo sea Faustinito, ni que yo quiera divertirme con él, en mal sentido se
entiende; porque, lo que es en buen sentido, él es mono, y
quizás, quizás acabe por divertirme yo
-Aunque dice el refrán que
-Bien: ¿y qué? Lo confieso. ¿Dónde está el pecado? Figúrate que Faustinito ha venido para mi recreo durante la feria. ¿Qué hueso se le rompe? ¿Qué tormento se le da? ¿De qué soga se le ahorca? ¿A qué palabra se le falta?
-Pero hija mía, ¿no es un pecado burlarse así de un pobre muchacho? Tu tía Araceli, a quien debes heredar y que ha tomado el negocio de buena fe y por lo serio ¿no se picará, si llega a entender tu malicia?
-No papá, porque estos pecadillos
míos no se los digo a nadie más que a ti, porque para ti no tengo
secretos. Por otra parte, lo repito con seriedad, me he llevado chasco. No te
diré que me voy a enamorar del primo: pero, al verle, no le he hallado
ridículo como en el retrato. ¿Quieres creer que es guapo mozo? Y
no parece tonto, ni ordinario. En
-¿Y qué tal se explica? -preguntó D. Alonso.
-Muy bien se explica -respondió doña Costanza.
-¡Eres muy original, hija mía; eres muy original!
-¿Y por qué soy original? ¿Qué das a entender con eso?
-Doy a entender que me haces pasar de
Herodes a Pilatos. Yo no quería que nos burlásemos de Faustino y
que nos indispusiésemos con la familia, y que hiciésemos una
afrenta a nuestra propia sangre y casta; pero la verdad, tampoco quisiera que
acabases por enamorarte de un hombre más perdido que las ratas, y que
tal vez no sirva para cosa alguna, sino para comerse lo que yo te dé.
Pues no creas que es mucho. La fama es mentirosa y ponderativa.
-¡Y qué sé yo, papá! Tú me darás cuanto yo te pida. ¿Pues qué me negarás, queriéndome tanto?
-No es que yo te niegue nada, sino que no tengo mucho. No te figures que tu papá es un Creso. Lo más que podré darte son tres mil duritos de renta. Para vivir aquí hay de sobra; pero si quieres ir a Madrid o a Sevilla, esto es poquísimo. Y no hay que contar con más en mucho tiempo. Yo estoy robusto y pienso vivir veinte años lo menos todavía.
-Ojalá me vivas mientras yo viva. Pues qué, ¿no te quiero yo con todo mi corazón?
-Sí, me quieres. Ya lo creo que me quieres: pero no eres dócil; haces cuanto disparate te pasa por la cabeza: estás demasiado mimada. En fin, no vayas a enamorarte ahora de ese descamisado de doctor Faustino.
-Entonces me burlaré de él, y afrentaré a mi familia, a mi sangre y a mi casta, y se picará la tía Araceli, a quien debo heredar.
-Pues no te burles de él tampoco.
-Mira, papá: esto he leído yo en no sé qué librote que se llama un dilema. Tiene dos términos: o burlarme o casarme. ¿Qué prefieres?
-Niega tal dilema. Conviértele en
trilema o en
-No me vengas con sofisterías, papá: aquí no hay más que dilema y archi-dilema: o boda o burla. ¿Sería poca burla pagar sus chucherías al pobre primo dándole calabazas enconfitadas?
Apurados todos los recursos de su dialéctica, D. Alonso se calló, reconociendo tácitamente la existencia del dilema, y dando un beso en la frente a doña Costanza.
Ella, en cambio, hizo a su padre el lazo de la corbata, le dio cuatro o seis palmaditas en el carrillo, y le acarició, por último, la calva, con una fuga de besos sonoros, mientras que le tenía asida la cabeza entre sus manos blancas y suaves.
D. Alonso, en aquel instante, se sintió tan feliz y tan amado por su hija que le hubiera dado, en vez de los tres mil, hasta cuatro mil duros de renta. Lo que no le hacía gracia era que Costancita pensase, ni de broma, en casarse con el doctor Faustino; pero se consolaba con creer que el tal proyecto no podía pasar de ser una broma y sólo temía que fuese algo pesada.
Dos días después de la
llegada del doctor a casa de doña Araceli, pareció necesario que
el mozo, que había venido con los mulos, volviese con ellos a
Villabermeja, así para evitar gastos e incomodidades a la
espléndida anfitriona, como porque los mulos no eran del doctor, sino
prestados. La ilustre casa de los López de Mendoza no podía
sustentar ya sino la jaca del doctor, el mulo de Respetilla, y dos borricos que
casi siempre estaban
La carta decía:
«Querida madre: No sé si alegrarme o entristecerme de haber venido por aquí y de haber acometido esta empresa. La tía Araceli es la misma bondad, la quiere a Vd. mucho y me ha recibido y tratado con el mayor afecto. Aunque la tía tiene talento, es tan candorosa que no descubre en nada la malicia. Así es que los elogios que Costancita hizo de mí, al ver el retrato doctoral, créame usted, fueron irónicos, y la tía los tomó por moneda corriente. Costancita me ha hecho venir por curiosidad y porque es muy caprichosa y porque está muy mimada por su padre y hace cuanto se le ocurre; mas no porque se enamorase al verme en efigie con el bonete y la muceta. Por fortuna, me lisonjeo de haber infundido en el ánimo de Costancita mejor idea vivo que retratado.
«He hablado con el tío
Alonso, que, gracias a Dios, tiene buena índole, pues sería
insufrible si no la tuviera. Está tan vano y engreído con sus
riquezas que se figura que es el hombre más discreto, hábil y
entendido entre cuantos mortales conoce. Atribuye a ciencia suya y no a feliz
casualidad el haber hecho tanto dinero, y entiende que poseyendo
»La amabilidad del tío es extraordinaria, no sólo conmigo, sino con cuantos vienen a verle. Quiere pasar por un señor muy llano, lo cual no impide que sea majestuoso y entonado a la vez. Se dirige a todos con cierto aire de protección y de superioridad que no ofende por la natural buena fe de que nace.
»El tío presume también de chistoso, y goza mucho de que le rían las gracias. Cuantos asisten de noche a su tertulia se juzgan en la obligación de reírselas, y por lo común se las ríen, sin esfuerzo ni violencia, porque el dinero está dotado de tal encanto, que agracia la palabra y los pensamientos de quien le tiene.
»Nada ha dicho el tío por donde se pueda colegir que sabe nuestros planes.
»Sólo se ha jactado
conmigo, y creo vana la jactancia, de que, si quisiese podría disponer
de todos
»Dos o tres veces me ha interrogado como para examinar mi capacidad, medir mis fuerzas y calcular qué se puede esperar de mí. Ignoro si el resultado de estos exámenes me ha sido favorable o adverso. Bajo las apariencias de franqueza lugareña y de inocencia rústica y campechana, tiene el tío, a mi ver, mucha recámara y disimulo.
»No hablo a Vd. de la tertulia diaria de casa del tío, pues es como todas. Los viejos juegan al tresillo; los jóvenes arman dúos amorosos o se divierten contando chismes. Costancita parece una emperatriz. Dos o tres amigas están junto a ella como si fueran sus damas de honor o su servidumbre, y luego se forma en torno un ancho círculo de admiradores.
»Al punto se advierte que todos la adoran sin que la deidad adorada haga el menor favor, salvo el de agradecer los rendimientos y adoraciones con alguna mirada piadosa o con alguna dulce sonrisa. A Costancita se le graba y ahonda cuando sonríe un precioso hoyuelo en la mejilla izquierda, y enseña además unos dientes blanquísimos.
»No se ha proporcionado
ocasión, en dos días, de que yo hable con ella a solas. Casi me
alegro. Costancita me ha inspirado cierto respeto y consideración,
»Cuando yo no sé aún si la amo, ¿cómo he de saber si me ama ella? Me echa miradas muy cariñosas, pero no acierto a calcular todo el valor y significado de estas miradas. Creo que a ninguno de los admiradores se las dirige tan significativas; pero como el amor propio puede engañarme, siempre estoy espiándola a ver si mira a algún otro del mismo modo que a mí.
»Ella no cae en la cuenta de que yo la espío. Hay en ella mucho candor infantil. Reina en su conversación singular hechizo. ¡Qué melindres los suyos! ¡Qué inocentadas! Parece una criatura de siete años.
»Y no obstante, ¡si viera Vd. con qué discreción habla en ocasiones, qué cosas tan sutiles dice, cómo remeda a éste o se burla de aquél, y con qué travesura y desenfado lo hace todo! El tío Alonso se queda embobado oyendo y viendo las que él llama maldades de su diablillo. Yo no extraño esto, porque la chica es tan viva y tan graciosa, que aun sin que sea a su padre, puede embobar a cualquiera.
»Al principio (ya Vd. sabe lo
receloso que yo soy), empecé a temer que Costanza fuese una niña
muy consentida, mala de carácter y fría de corazón;
»¡Si oyera Vd. con qué voz tan argentina y con qué acento tan blando me llama primito!
»En la tertulia, en medio de sus admiradores, me distingue y considera mucho, y me saca conversación a propósito para que yo pueda lucirme, y me anima, y me aprueba cuando digo algo que le parece bien.
»Me ha hecho varios cumplimientos muy naturales y sentidos, que me han lisonjeado. Me ha dicho que monto muy bien a caballo, y que sé contar cosas muy entretenidas y amenas.
»Hasta llega a asegurar que las empanadas de boquerones, que hacer en Villabermeja, le saben a gloria, y que, de las que yo he traído, se regala tomando una diaria con el chocolate del desayuno.
»Me ha preguntado por las
curiosidades de ese lugar, y unas veces ha celebrado con risa mis
contestaciones, cuando eran para reír; otras veces las ha oído
con mucho interés, cuando eran serias. Ha querido saber, por ejemplo, si
era muy grande el castillo, si el comendador Mendoza seguía penando en
los desvanes de casa, si en Villabermeja roncan al hablar como en Jaén o
gastan otro linaje de ronquidos, y por último, si nuestro Santo Patrono
sigue haciendo milagros o vive ocioso en el cielo.
»Ni con la tía Araceli he querido hablar de proyecto de boda. Tampoco la tía me ha hablado. Es menester antes, que yo me enamore de Costancita y que Costancita se enamore de mí. Entonces todo será natural y decoroso. Una gran pasión todo lo justifica. Pero así, sin pasión, ¿cómo he de tratar yo de matrimonio? ¿Qué puedo ofrecer a mi prima? Un caudal de esperanzas y de ilusiones.
»Siempre que siento la
tentación de hablar de boda, siquiera con la tía, recuerdo cierto
cuentecillo, y la tentación se me pasa. Recuerdo a aquel novio que dijo
que, si su futura llevaba para comer, él llevaría para cenar;
pero, cuando se casaron y comieron ricamente, llegada la hora de la cena, el
novio salió con que no era ningún buitre, y con que, si
»Mas para esto son inútiles
todas las riquezas de Costancita... ¿Qué digo son
inútiles? Son perjudiciales. Rica heredera, lisonjeada de hermosa, con
la conciencia de su natural distinción, de su poder, de su
gallardía y de su elegancia, Costancita querrá ir a las grandes
ciudades y brillar en ellas, y tendrá también sus esperanzas y
sus ilusiones, que nunca desechará como no se prende de mí y
llegue a adorarme. Y si se prenda de mí y llega a adorarme,
¿qué razón hay para quedarnos en Villabermeja, teniendo
Costancita dinero con que vivir en Madrid, donde justificaré yo su amor
y el gran concepto que ella forme de mí, encumbrándome por todos
estilos? Resulta, pues, que ora me quiera, ora no me quiera Costancita, es
imposible realizar con ella un idilio
»Y aquí me pregunto: ¿Tengo vocación para hacer este idilio? Si Costancita fuese pobre, más pobre que yo, y me amara, ¿la amaría mi alma y olvidaría por ella todo otro anhelo, y hundiría y ahogaría en el piélago de luz beatífica de una mirada suya los mil ensueños de ambición y de gloria?
»Desde que vi a Costancita me estoy preguntando esto y no atino con la respuesta. Advierto luego con vergüenza que mi pregunta equivale a esta otra, despojada ya de todo artificio retórico, en su terrible y brutal desnudez: ¿Quiero engañarme a mí mismo fingiéndome que amo ya a Costancita, cuando en realidad no amo sino su dinero? ¿Qué hipocresía absurda pretendo emplear hasta conmigo? ¿Por qué vine aquí? ¿Me atrajo la fama de las virtudes y de la hermosura de mi prima o acudí al olor del dote? Si soy un Coburgo lugareño, ¿para qué presumir del fino enamorado y romántico adorador de la señora de mis pensamientos?
»Para que responda a estas
preguntas, para que confiese su crimen, hace dos días, desde que vi a
Costancita, doy a mi alma todo género de tormentos. Soy un feroz
inquisidor de mi alma, y el alma no contesta claro.¡Es singular! En
Villabermeja, y durante
»En fin, yo ando muy confuso y no atino a explicarme estas cosas.
»Tal vez como yo he vivido casi siempre en Villabermeja, donde lo más distinguido que hay en punto a mujeres son las Civiles, y como en las cortas temporadas de Granada he hecho siempre vida estudiantil, jugando al monte, y siendo las damas más encopetadas con quienes he tratado alguna bailarina o alguna pupilera, me he dejado deslumbrar y cegar por Costancita. Quizás, viniendo en busca de dinero, hallé amor, pues más bien halla amor quien le siente que quien le inspira.
»De cualquiera modo que sea, presiento en este asunto algo más serio de lo que pensábamos».
Hay en mi mente mil razones que la inclinan a no proseguir la narración de esta historia. Sólo el compromiso que contraje al empezar su publicación me lleva ahora a continuarla.
El protagonista me desagrada cada vez
más. En sus calidades intrínsecas hay poco o nada que le haga
interesante, y, sobre todo su posición de señorito pobre es
anti-poética hasta lo sumo. ¿Qué lance verdaderamente
novelesco puede ocurrir a un señorito pobre? Un buen héroe de
novela sin dinero no es concebible sino entre salvajes, en países
remotos, en edades antiguas, en medio de civilizaciones bárbaras o en
lucha abierta con nuestra civilización y forajido de ella, donde sean,
de acuerdo con la sentencia del ingenioso hidalgo,
Nada de esto era nuestro pobre doctor, y yo no he de apartarme un ápice de la verdad suponiendo lo que no era. Suplico, pues, a mis lectores que me disculpen si caigo y hasta me arrastro y revuelco en el más prosaico realismo.
A fuerza de trabajo y de súplicas
habían logrado doña Ana y el doctor que unos marchantes
bermejinos les compraran dos tinajas del vino superior que tenían, de la
flor y nata de la cosecha, pagándolas al contado, caso raro por
allí, y a diez reales la arroba. El producto líquido de esta
venta, deduciendo mermas, botas de regalo a los marchantes y gajes y propina
del corredor, se elevaba a la cantidad de mil novecientos reales. Los
marchantes entregaron religiosamente dicha suma en monedas de todas clases,
siendo más de mil reales
A los cuatro días de vivir el doctor en casa de doña Araceli, un señor Marqués de Guadalbarbo, que había venido como él a la feria, le llevó al casino, le indujo a jugar al monte, le excitó a echar tres o cuatro vaquitas que todas berrearon, y los mil novecientos reales se vieron reducidos a poco más de mil.
Temeroso el doctor de encontrarse sin blanca, hizo promesa solemne de no volver al casino para no caer en la tentación de jugar al monte.
Era menester que los mil reales que le quedaban, alcanzasen para el tiempo que había de estar en el pueblo de su prima, para gratificar a los criados al partir, y para los gastos del regreso a la patria.
La íntima contemplación de esta miseria propia aumentaba la timidez, la melancolía y el encogimiento del doctor en todas partes. Se avenía tan mal el don con el tiruleque, disonaba tanto lo de alcaide perpetuo y demás blasones con aquella escasez absurda de metales preciosos, que D. Faustino se sentía acobardado, postrado, abatidísimo, como si le hubieran dado cañazo.
Llegaron los días de la feria; hubo toros; hubo mucho turrón y mucho garbanzo tostado; en fin, cuanto hay en todas las ferias. D. Faustino fue a los toros, convidado por su tío; paseó por el campo de la feria, caballero en su jaca y vestido de majo; hizo como quien se divierte, pero se divirtió menos que en un entierro.
Las indefinibles miradas entre él y Costancita continuaban como desde el principio. Por la noche, cuando no había velada en las calles o en el paseo público, había tertulia en casa de D. Alonso. Así se pasó una semana, y así llegó el último día de la feria; pero los amores de D. Faustino y de doña Costanza estaban menos adelantados que en el primer día en que ambos primos se vieron.
Si el doctor hubiera hallado a
doña Costanza por acaso, sin previo aviso y concierto de que
venía a vistas para casarse con ella, el doctor le hubiera declarado sin
rebozo sus más atrevidos pensamientos. Pero ¿qué es decir
a doña Costanza? Al lucero del alba, a la propia Diana, a la propia
Vesta, los hubiera declarado el doctor. Su proceder tímido no
nacía de natural timidez, sino de orgullo. Él, al menos,
así lo imaginaba. Allá en su rica fantasía, segaba a
montones cuantas flores brotan en las faldas del Helicón y del Parnaso,
lozanas y olorosas
¡Cuánto lamentaba el doctor
entonces, tocando y aun pasando los límites entre la razón y la
locura, no haber nacido allá en Oriente y ser corsario o
Doña Araceli, que, por amor a su amiga y prima doña Ana, había preparado el asunto del noviazgo, aficionada después al sobrino doctor, se dolía de que las cosas marchasen con tanta frialdad y lentitud. No quería o no se atrevía, con todo, a decir nada a don Faustino. Juzgaba más conveniente dejar a los presuntos novios en completa libertad para que todo dependiese de su iniciativa.
El doctor había dado un bufido a Respetilla siempre que éste, a las horas de irse a acostar su amo, que era cuando más a solas le veía, había empezado a hablarle del noviazgo. El doctor, pues, respecto a sus amores con doña Costanza, estaba reducido a un soliloquio perpetuo. Respetilla, con todo, no pudo resistir más la gana de hablar, y una noche le dijo:
-Señorito, hoy hace ocho días que estamos aquí.
-Bueno, ¿y qué? Estaremos otros cuatro o cinco más, y nos volveremos a Villabermeja -contestó el doctor.
-Pues si aprovecha su merced los cinco días que quedan como ha aprovechado los ocho, lindo viaje hemos echado; estamos lucidos.
-¿Qué tienes tú que ver con eso? Cállate. No seas insolente.
-Señorito, yo tengo mucha ley a
su merced, y aunque me dé de palos he de hablar y he de meterme
-Respetilla, Respetilla,
-Yo no niego que soy un asno, señorito; pero niego que los cuidados de su merced sean para mí cuidados ajenos: los cuidados de su merced son para mí más que propios.
-¡No eres tú pillo, ni nada, Respetilla! Vamos, dí lo que se te antoje. Te doy completa libertad por esta noche.
-Pues, señorito, lo primero que
digo es que
-¿Y cómo sabes tú
esas cosas? ¿Cuál es esa
-La buena tinta es una morena más retrechera que el reloj de Pamplona, que apunta pero no da y me tiene achicharrado hace días.
-Me dejas en la misma duda. ¿Quién es esa retrechera?
-¿Quién ha de ser?... Manolilla.
-¿Y quién es Manolilla?
-Señorito, perdone su merced, ¿tengo yo la culpa de que a su merced se le vaya el santo al cielo, y esté casi siempre trasponido y a oscuras, y no vea ni entienda, y con tanto entendimiento y con tanto libraco como ha leído viva en Belén, como quien dice?
-Pues hombre, no faltaba más sino que para no vivir en Belén y para tener una idea exacta y completa de las cosas creadas y de lo que más importa fuera necesario que yo supiese quién es Manolilla.
-Pues aunque su merced se me enoje, le sostendré que es necesario y más que necesario. Manolilla no es una Manolilla cualquiera; es la criada favorita de doña Costanza. Yo no me duermo en las pajas, y aunque no he venido a vistas, como la he hallado vacante, la he dicho: aquí me tienes, cuerpo bueno; y como la moza no es ninguna fiera, habla conmigo algunas noches por una de las rejas del jardín.
-¿Y qué te ha dicho de su señora? ¿Sabe ella lo que su señora piensa de mí?
-Dice que la señorita dice que su
merced tiene
-¿Eso dice?
-No digo yo, ni dice Manolilla que ella lo diga con las mismas palabras; pero así, por estilo burdo, no atinamos nosotros a exponer de otra suerte el sentido de lo que dice.
-Está bien. ¿Cuándo hablarás tú con Manolilla?
-Esta noche a la una. En cuanto su ama se acueste, saldrá a la ventana Manolilla a pelar la pava conmigo.
-¿Podrás llevarle una carta mía para doña Costanza?
-¿Y por qué no? Escríbala enseguida su merced.
D. Faustino se puso al momento a escribir la carta, y una vez escrita, se la entregó al criado, que se fue a ver a Manolilla.
El doctor no pudo pegar los ojos en toda la noche, pensando en el efecto que la carta produciría, y lleno de zozobra de hacer reír a doña Costanza.
Lo primero que hizo el doctor, cuando Respetilla entró en su cuarto a la mañana siguiente para limpiarle la ropa, fue preguntarle si había entregado la carta.
-Manolilla quedó anoche en entregársela a su ama en cuanto su ama despertase. A estas horas ya la habrá leído treinta veces la señorita y se la sabrá de memoria -contestó Respetilla.
-¿Crees tú que habrá contestación?
-¿Y cómo dudarlo? Tan cierta tenga yo la gloria. Esta noche espero que Manolilla me traerá la contestación. y yo vendré enseguida a dársela a su merced.
Mientras pasaban estas cosas entre el doctor y Respetilla, doña Araceli, harta ya de ver que sus planes no tenían resultado ninguno, se decidió a romper el silencio y a tener una explicación con su sobrina. Con pretexto de ir a misa, salió de su casa muy temprano y se fue a ver a doña Costanza, que estaba en cama aún, pero ya despierta. D. Alonso había ido al campo a caballo, de lo que se alegró doña Araceli, que no quería que la sospechasen ni acusasen de favorecer demasiado aquellos amores.
Doña Araceli había amado muchísimo, aunque sin fruto y con desgracia, y como la mayor parte de las mujeres que amaron mucho de mozas, se deleitaba, cuando ya vieja, en que la gente joven se amase, y hasta aceptaba y hacía el tercer papel con la misma vehemencia y ternura con que en su juventud había hecho el primero.
Una de las mayores rudezas y crueldades de la opinión vulgar es, en mi sentir, dar un nombre feo, mal sonante y de vilipendio, tanto que no me atrevo a estamparle aquí, a las mujeres ya viejas que conciertan voluntades. Cuando esto se hace con buen fin y sin interés, es el grado más sublime a que puede elevarse el amor en lo humano; es la manifestación gloriosa del amor, limpio ya de egoísmo; es el amor del amor, sin atender al propio bien ni al logro del propio deseo. No hay obra de misericordia que no se resuma y cifre en el ejercicio de esta virtud archi-amorosa, tan denigrada y escarnecida. La que ejerce esta virtud cura al enfermo, redime al cautivo, da de beber al sediento, enseña al que no sabe, busca posada para el peregrino, y viste la desnudez de un alma con todas las galas y joyas del amor bien pagado. Sólo mujeres tiernas y excelentes, como doña Araceli, son capaces de esta virtud. Hay además en esta virtud mucho de semejante al estro poético, a la inspiración, al prurito nobilísimo de producir lo bello, de crear una obra de arte. ¿Qué obra de arte más bella que unos amores, que el concierto y armonía de dos voluntades, que la confusión y compenetración de dos almas en una sola?
Movida, pues, de tan altos y benditos
sentimientos, entró doña Araceli en la alcoba de su sobrina.
Había en la alcoba una ventana que daba al jardín. Al través de los cristales, entraban por ella algunos rayos de sol, que parecían filtrarse por entre el tupido ramaje de la madreselva y los jazmines que velaban la ventana. Un canario, cuya jaula pendía del techo de la alcoba, cantaba de vez en cuando. Y en el lado opuesto al de la cama, se veía un altarito, con dos velas encendidas, y sobre el altarito una Purísima Concepción de talla, bastante bonita.
Doña Costanza no usaba papalina,
cofia ni redecilla para recogerse el pelo durante la noche, de suerte que el
pelo, libre y desatado, mostraba entonces toda su abundancia y hermosura. No
exigían tampoco, ni el uso ni aquel clima benigno, otras vestiduras para
dormir, que la holanda venturosa que inmediatamente tocaba el lindo cuerpo de
doña Costanza, plegándose y ajustándose un tanto a la
Doña Araceli, que además del cariño de tía tenía lo que llamaba Dante entendimiento de amor, no pudo menos de extasiarse al ver a su sobrina; y después de haberla contemplado un rato, se echó en sus brazos y la besó, diciendo:
-¡Qué hermosísima estás, muchacha! ¡Dios te bendiga! ¡Vamos, si pareces una Magdalena sin penitencia y sin pecado!
-Tiíta, no se burle de mí con lisonjas. Mire Vd. que no soy presumida.
-¡Qué me he de burlar, hija mía! ¡Qué me he de burlar! ¿Dónde se ha visto cosa más mona que tú? ¡Alabado sea Dios que quiso lucirse y echar el resto en tu persona! Así, en estos momentos, es cuando hay que ver a las mujeres para juzgar sobre su mérito; despeinadas, sin afeites, sin cascarilla ni arrebol; como el Señor las ha criado.
-¿Qué la trae a Vd. por aquí tan de mañana, tía?
-Pero, muchacha, ¿qué colores tienes tan frescos cuando te despiertas? ¡Si pareces una rosa! -interrumpió doña Araceli.
Costancita, en efecto, se había puesto más colorada que de costumbre, cuando su tía entró de improviso, y había ocultado rápidamente debajo de la almohada la carta del doctor, que Manolilla le había dado y que ella acababa de leer.
-¿Qué quiere Vd., tiíta? Vd. misma lo ha explicado todo. Sin penitencia y sin pecado, ¿cómo no he de tener buenos colores?
-Dí también que sin amor y sin desvelos. Eso es lo que no me explico, hija Costanza. Tus ojos son engañosos. ¿De dónde procede el fuego seductor que los anima? ¿De aquí? ¿De este corazoncito? Pero ¿cómo ha de proceder, si este corazoncito está helado?
-¡Helado! ¿Y de dónde infiere Vd. eso? Al contrario, tía. Sepa Vd. que mi corazón está lleno de amor.
-¿Para quién, hija?
-Hasta ahora, tía, para nadie. Pero ¿dejará de arder el amor y de morar en mi alma y de ocuparla toda, aunque no tenga objeto en quien se emplee?
-No me salgas con tiquis-miquis que no se entienden. ¿Qué es amor sino deseo, apetito violento, afán de unirse al objeto amado? Y si careces de objeto, ¿cómo no has de carecer de amor? ¿Qué anhelas tú gozar? ¿A qué apeteces unirte, amándolo?
-Pasito, tía, que no es tan invencible el argumento de Vd. Cuando hay amor y no hay objeto en el mundo para el amor, se imagina, se sueña, se crea un objeto, y este objeto se ama. Así hago yo. ¿Y si Vd. viese qué precioso es el objeto que forjo en mis sueños?
-¿No se parece nada a tu primo Faustino?
-A decir verdad, tía, estas imágenes que se forjan en sueños distan mucho de tener la consistencia de la realidad: son vagas, confusas, aéreas. Sus contornos se desvanecen en un ambiente de niebla luminosa. ¿Cómo he de saber yo de fijo, si mi objeto soñado se parece al primito o no? Eso es según. Ya creo que se parece algo, ya que no se parece nada.
-¿Luego amas una imagen que no sabes cómo es?
-Sé y no sé. Es un misterio que no logro poner en claro.
-No seas pícara, Costancita. Déjate de misterios. Dime sin rodeos, ni diabluras, si quieres o no a tu pobre primo.
-Antes sería menester saber si él me quiere o no.
-Él te quiere, te adora. Eso se conoce.
-Vd. lo conocerá, tía,
porque Vd. tiene más conocimiento que yo. Yo soy inexperta y tan mocita
que nada conozco. ¿Para qué sirve la lengua? Si me
-No, hija Costanza. Él no se declara porque es muy tímido.
-La timidez y la tontería suelen confundirse.
-En este caso no. Además Faustino no ha tenido ocasión. ¡Tú estás siempre tan circundada!
-Se rompe el círculo que me circunda, se busca ocasión y se halla.
-¿Y quién sabe si él la anda buscando?
-Muy torpe es si anda buscándola ocho días sin hallarla. Pero, vamos, tiíta, yo la quiero a usted muchísimo, y no quiero embromarla más ni ocultar a Vd. nada.
-Dí, dí, picarita. Ya calculaba yo que había gato encerrado.
Doña Costanza metió la mano debajo de la almohada y sacó el billete de su primo entre los lindos dedos.
-Aquí está el gato, tía -dijo-. Aquí está el gato. Ocho días ha tardado el primo en pensar y en escribir esta epístola. Confiese Vd. que no se precipita y que va con calma, reflexión y reposo.
-No seas burlona. Tu primo no se habrá atrevido a escribirte antes. Léeme la carta.
-Tía, ¡por amor de Dios!
Este es un secreto. No
-No tengas cuidado. Yo me callaré. Lee.
Doña Costanza, en voz muy baja, leyó el billete que decía así:
«Primita: He tenido el
atrevimiento de concebir una esperanza de felicidad, que me alienta hace ocho
días. Mil temores, nacidos de mi corto valer y de lo mucho que tú
vales, asaltan mi esperanza, luchan contra ella y procuran matarla. Acudo a ti
para que la perdones y la ampares. Basta con una palabra de tus frescos labios
para que viva. ¿Pronunciarás tan dulce palabra? En todo caso no
condenes a esta esperanza, sin oír antes lo que tengo que decir en su
defensa. ¿Cómo y dónde podré hablarte? Si cierta
simpatía, que he creído leer en tus ojos, si cierta piedad con
que me miras a veces, no son mentira que mi fatuidad inventa, confío en
que has de buscar medio de oírme, lejos de la turba de adoradores que te
rodea. Aguarda con ansia tu contestación el más fervoroso de
todos, tu primo -
-¿Ves cómo no debes quejarte? -dijo doña Araceli.
-Y si yo no me quejo, tía.
-¡Y qué carta tan fina y
tan bien hilvanada! ¡Cómo el galán encaja en ella todo lo
que quiere!
-Allá veremos, tía. Lo natural, lo que se cae de su peso, es estar pensando durante otros ocho días la contestación.
-Costancita, no seas mala. ¿Le quieres o no le quieres?
-¿Y yo qué sé, tía?... ¿He de sentirme enamorada de sopetón? Hablando con franqueza, yo me temo que voy a amarle. Advierto que me atrae, que se va hacia él un poquito mi voluntad; pero no le amo todavía. Será menester, lo primero, que me convenza yo de que soy querida, muy querida. Después... repito que allá veremos.
-Entre tanto, ¿qué vas a contestar?
-Nada, por lo pronto. Ocho días de silencio.
-Se va a morir de impaciencia.
-Pierda Vd. cuidado, que no se morirá. Por otra parte, ya ve Vd. que el primito es atrevido; tardío, pero cierto; me pide nada menos que una cita o solas, o yo no lo entiendo. Darle la cita sería comprometerme demasiado. ¡Jesús! ¡Qué ligereza! ¿Qué se diría de mí si se supiese?
-Pero, muchacha, si ha de ser tu marido, ¿no podrás hablar con él un momento por la reja?
-¿Y quién le dice a Vd. que ha de ser mi marido? Eso está por ver.
Por más halagos, razones y caricias que hizo y dijo doña Araceli a su sobrina, no logró ni más promesas ni más luz sobre el estado de su alma con relación a D. Faustino.
Doña Araceli, no obstante, volvió a su casa algo más confiada en el buen éxito de los amores que con tanto entusiasmo patrocinaba.
Todo aquel día estuvo el doctor alborotado y lleno de ansiedad aguardando contestación de doña Costanza.
Vio a su prima en el paseo y en la tertulia. Le habló delante de los otros amigos y amigas que la cercaban. No notó ningún signo de que Costancita hubiese recibido bien su carta. Antes al contrario, le pareció que Costancita estaba con él más seria que de costumbre. Sus miradas eran menos benévolas y frecuentes. El doctor se dio a sospechar que había caído en desgracia y se puso más melancólico que de costumbre.
Respetilla no había podido ver en todo el día a la doncella favorita. D. Faustino le preguntó en balde sobre la suerte y paradero de su carta.
Aquella noche volvió el doctor a
las doce de la tertulia de D. Alonso a casa de la tía Araceli. En vez de
desnudarse, rogó a su criado que fuese cuanto
Así lo hizo, y se quedó sentado a la mesa leyendo un libro de filosofía; pero no acertaba a entender ni un renglón siquiera. Sobre las páginas graves del libro brincaba la imagen de Costancita, riéndose, enamorándole y distrayéndole de todo.
Transcurrieron dos horas mortales. Después de las dos oyó D. Faustino pasos de puntillas en los corredores. A poco levantó Respetilla el picaporte y entró en el cuarto.
-¿Por qué has tardado tanto? ¿Traes contestación? -preguntó el doctor.
-Vaya, señorito, ¿cree su merced que es tan fácil entrar en esta casa? El chico que me abre la puerta falsa se había dormido como un tronco y por poco no me quedo a dormir al sereno.
¿Traes carta? -volvió a preguntar D. Faustino.
-No se apure su merced.
-¿Qué hay? No me apuro -dijo el doctor, contradiciendo lo apesadumbrado y lastimero de la voz lo mismo que expresaba-. No me apuro. Dí ¿qué hay?
-Pues digo que no hay carta. Doña
Costanza ha regañado a Manolilla porque le entregó la de su
-¡Bien me lo decía el corazón! Yo soy poco dichoso. No quiero seguir aquí tonteando. Mañana nos volvemos a Villabermeja.
-Señorito, yo creo que las cosas no están tan mal como su merced se las figura.
-¿Y por qué lo crees?
-Lo creo porque doña Costanza, que no quiere contestar a su merced, le ha entrado de repente una manía rara.
-¿Qué manía?
-Ha dicho a Manolilla que hace ahora un tiempo delicioso, que el jardín está que da gusto, y que por las noches, con la luz de las estrellas y con el perfume del azahar, debe de estar mejor. Manolilla le ha contestado que sí; que el jardín está encantador de una a dos de la noche; y la señorita ha replicado que tiene el capricho de bajar mañana al jardín, a la referida hora.
-¡Ay, Respetilla, apenas quiero creer mi ventura! ¡Me da una cita! ¡Quiere verme y hablarme por la reja del jardín!
-Señorito, yo no digo eso. No
saque su merced de mis palabras lo que en ellas no se contiene. Estos son
asuntos muy dificultosos y resbaladizos. Ni doña Costanza a Manolilla,
ni Manolilla a mí, han dicho
-Iré, Respetilla; iré sin falta.
-Añade Manolilla que su merced debe ir muy embozado en la capa para que no le vean. En este pueblo son muy chismosos y maldicientes. Y cuando estemos los dos en la callejuela, su merced se podrá acercar a la reja, como para ver el jardín y oler las flores, y entonces podrá ocurrir la casualidad de que vea su merced allí cerca a la prima, y por casualidad podrá hablarle.
-Ojalá que tan feliz casualidad se realice -dijo el doctor suspirando.
-No suspire Vd., señorito. Ensanche su merced el pecho, que hay casualidades que parecen providencia.
El doctor se puso contentísimo.
Era generoso, y en albricias dio a su criado una monedilla de cuatro duros,
equivalente a ocho arrobas del vino superior
Al otro día hubo paseo, tertulia, todo lo de los días anteriores. Costancita, como de costumbre, ni más ni menos afectuosa: más bien menos. D. Faustino la vio, ya al lado de su padre, ya cercada de amigas y adoradores. La habló... y como si tal cosa.
La impaciencia devoraba al doctor. El día le parecía eterno. La tertulia interminable; pero no hay plazo que no se cumpla, y llegó la una de la noche.
Ya D. Faustino había acompañado a la tía Araceli desde la tertulia a casa, y había cenado con ella. Estaba listo.
No bien la casa quedó en silencio y todos recogidos, el doctor se escapó con Respetilla por la puerta falsa, de sombrero calañés, embozado en la pañosa, y con una pistola y un puñal en el cinto.
Antes de que diese la una en el reloj de
la iglesia mayor, ya estaban el doctor y Respetilla en la callejuela. Las
tapias del jardín eran muy altas, y había en ellas dos ventanas
con rejas de hierros cruzados, pero sin celosías ni puertas de madera.
Todo lo interior del jardín se descubría perfectamente, en cuanto
lo consentía la espesura frondosa de naranjos, limoneros, jazmines,
rosales de enredadera y otros árboles y plantas. En la callejuela
había profundo
No había luna; pero era tan clara la noche y brillaban tanto las estrellas, que iluminaban las senditas del jardín y rielaban en el agua del arroyo, por donde se desahogaba la fuente para que no rebosase. En ambas orillas del arroyo había, sin duda, muchas violetas, pues su aroma sobresalía por cima del de las rosas, azahar y demás flores.
-Aún no han bajado, señorito -dijo Respetilla.
-Calla y aguardemos -dijo el doctor.
Transcurrieron en silencio tres o cuatro minutos.
-Ahí vienen ya, ahí vienen -dijo Respetilla-. Ea, no se quede su merced así... tan delante de la ventana, hecho un espantajo; no se asusten estas palomas y se escapen. Arrímese su merced al muro, y deje la ventana libre a ver si acuden.
El doctor obedeció con docilidad a Respetilla; se apartó de la ventana y se pegó contra el muro. Entonces oyó ruido de pasos ligeros y el crujir agradable y provocativo de la seda y de las leves faldas. Doña Costanza y Manolilla estuvieron a poco en la ventana donde se hallaba el doctor.
-¡Qué hermosa noche,
Manuela! -dijo doña Costanza-. ¡Cuánto me alegro de haber
bajado al
El doctor no sabía cómo salir de su escondite y empezar el diálogo.
Por último, se desembozó y se acercó a la reja, donde estaba su prima.
-¡Ay! -dijo ésta asustada.
-No te asustes, Costancita, soy yo; tu primo Faustino.
-¡Hola, hola, primito! -dijo doña Costanza, riéndose-. ¡Vaya un susto que me has dado! ¡Miren qué diablura de coincidencia! Hemos tenido el mismo antojo los dos.
-Así es, primita. Yo también estaba muy desvelado, y he salido a tomar el fresco y a respirar el ambiente embalsamado de tu jardín. Buena dicha ha sido el hallarte.
-Sí, hijo mío; pero ¡qué compromiso! Papá, si supiera que yo estaba hablando contigo a estas horas, y por la reja, ¡sólo Dios sabe lo que haría!
Al llegar a este punto de la
conversación, advirtió D. Faustino que ya Respetilla y Manolilla
se habían apartado discretamente sin decir «queden ustedes con
Dios», y estaban hablando muy cerquita
El doctor imitó a su criado, y se aproximó cuanto pudo. Costancita sin duda que no lo advirtió, porque no se retiraba, antes insensible y naturalmente, sin caer en la cuenta, se acercó también un poco. Por momentos estuvieron tan próximos, que el doctor aspiró el fresco y perfumado aliento de la boca de doña Costanza, y sintió que el fuego de su mirada se le entraba en el alma y como que la encendía.
-Te amo, te adoro -exclamó entonces el doctor en voz baja, aunque vehemente-. Para esto quería verte a solas. Esto quería decirte. Ámame o mátame. Eres mi cielo, mi gloria, mi esperanza. Con tu amor y por tu amor me siento capaz de todo. De ti depende mi muerte y mi vida. Tú puedes salvarme o perderme. Eres más linda que las flores, más fresca que la aurora, más graciosa que las ninfas que imaginaron los antiguos poetas. Vales más que todos mis ensueños, aunque llegaran a realizarse.
-Cállate, primo, cállate y no seas loco. Esa vehemencia de expresión me aterra. Ten juicio o no vendré otra noche.
-¿Vendrás otra noche? ¿Vendrás todas?
-Vendré, vendré un ratito; pero es menester que seas muy callado y muy juicioso.
-Pero ¿no me quieres?
-Pues ¿si no te quisiera, vendría?
-¿Con que me quieres de amor?
-Mira, Faustinito, yo no debo engañarte. Yo te quiero, y te quiero mucho como a primo, y como se quiere a un amigo, y como se quiere a un hermano. Todo esto lo sé, lo siento y lo comprendo: pero de amor, ignoro lo que te diga. Soy muy niña y no sé qué debo sentir, ni siquiera qué debo pensar. Dame espera para que yo me interrogue a mí misma y me estudie.
-Perdona mi fatuidad, Costanza; pero ese cariño de que me hablas, ese afecto de prima, de amiga y de hermana, ¿qué es más que amor?
-No trates tú ahora de engañarme, Faustinito. Harto se me alcanza que amor es algo más. No sé lo que es, no sé en qué consiste; pero es algo más. Y en prueba de ello, voy a hacerte una confianza.
-¿Cuál, bien mío?
-Que si no te quiero de amor, quiero quererte de amor, y ya esto es mucho. Cuando me paro a pensar en esto, ¿sabes lo que se me ocurre?
-¿Qué se te ocurre?
-Que mi alma anda, como la mariposa,
revoloteando,
-¡Ojalá caiga pronto!
-Cruel, hombre sin caridad, ¿tan mal quieres a mi alma? ¿Qué te hizo la pobrecilla?
-Herirme, matarme de amores.
-¡Qué exagerados y enfáticos sois los poetas! No sé qué pensar cuando te oigo. ¿Serán frases, me digo, serán figuras retóricas o sentirá éste de veras lo que dice?
-¿Dudas de mi lealtad y buena fe?
-Entiéndeme bien. Yo no dudo. Te ofendería dudando y más aún diciéndote que dudo de que eres sincero. Pero acaso te engañas a ti mismo. Este jardín, esta noche tan apacible y serena, este aroma de flores, la novedad de la cita, el silencio poético de las altas horas, ¿no pueden ser parte de tu entusiasmo? Si en vez de estar yo aquí, estuviese aquí otra mujer joven como yo, y bonita como yo, pues que me dices que soy bonita, ¿no te entusiasmarías lo mismo, y no la llamarías también, con la misma sinceridad, gloria e infierno, salvación y condenación, y todo lo restante que me dijiste?
-No, no la llamaría. Tú sola eres para mí todo eso.
-Pues bien. Yo haré por creerlo. Permíteme que dude todavía. No quiero ser crédula y fácil. No quiero que me alucine la vanidad. Lisonjea tanto ser amada como tú dices que me amas, que no me atrevo a dar crédito a lo que afirmas. Dispénsame esta modestia. Adiós. Hasta otra noche.
-¿Por qué te vas tan pronto? ¡Apenas has llegado y ya me dejas!
-Estoy llena de inquietud. Temo que me sorprenda mi padre. Cualquier ruido me espanta. Un soplo de viento entre las hojas me hace temblar. Vete.
-¿Vendrás mañana a la misma hora?
Costancita vaciló un rato. Luego dijo:
-Vendré mañana.
-¿Estarás más tiempo hablando conmigo?
-Estaré, si eres bueno, si pierdo un poquito el temor, si me voy convenciendo de que me quieres.
-Y tú, ¿me querrás?
-Ya te he dicho que quiero quererte.
Bien sabes tú que el amor es cosa terrible para una mujer. Me siento
atraída hacia él y retrocedo al mismo tiempo espantada, como si
viera a mis pies una sima sin fondo, muy oscura y llena de misterios. A la vez
que
Don Faustino se preparó a partir. Dirigió una tiernísima mirada a Costancita, y le dijo:
-Dame la mano.
Doña Costanza no podía tener el mal gusto de negarle allí la mano que le daba en público.
El doctor la estrechó entre las suyas y la cubrió de besos.
Poco después, él y Respetilla salieron de la callejuela y se fueron muy alborozados hacia la casa de doña Araceli, siguiendo su camino por las calles de menos tránsito, a fin de no llamar la atención.
Orgulloso de su triunfo, prendado como nunca de Costancita, levantando, no ya castillos en el aire, sino alcázares hadados, paraísos, olimpos y jardines de Armida, se durmió aquella noche don Faustino López de Mendoza, al son de una serenata magnífica, con que le arrullaban el sueño todos los genios del amor y de la esperanza.
Durante tres o cuatro días se repitió la misma función, si con algunas variantes en los pormenores, idéntica en la substancia.
De día, cercada siempre doña Costanza de amigas y admiradores, no daba ocasión para que su primo le hablase en secreto.
Solía cruzarse sólo entre ambos alguna mirada fugitiva, pero, tan confusa en la expresión por parte de ella, que aun sorprendida por alguien, no hubiera podido ser interpretada de modo que la comprometiese.
De noche, con el mismo recato y las mismas precauciones, se renovaban las citas y los coloquios por la reja del jardín; pero el amor no daba un paso.
La mariposa revoloteaba siempre en torno de la luz y no se quemaba.
La inclinación a amar no llegaba a convertirse en amor.
Las esperanzas de D. Faustino no se realizaban ni se desvanecían.
Mientras él se veía al lado de ella, se sentía bajo el poder de un hechizo. A todo se sometía. Era crédulo como un niño y sumiso como un esclavo. No hallaba razón que oponer a los discursos con que ella sabía contenerle y se consideraba dichosísimo y más que pagado con recibir, a cuenta de sus rendimientos y de un amor ya decidido, aquellas vagas promesas de amor posible, aquella propensión de afecto, aquel preludio de correspondencia con que doña Costanza le traía embelesado y falto de juicio.
Pronto, sin embargo, pasada la primera embriaguez y cuando no estaba en presencia de doña Costanza, empezaron a asaltar al doctor mil pensamientos harto poco lisonjeros.
«¿Por qué este misterio en nuestras relaciones? -se preguntaba-. ¿Qué perdería mi prima en dejar ver delante de gente que hace más caso de mí, que me distingue más, que empieza a quererme un poco? ¿No hay cierta hipocresía, no hay cierta doblez en su conducta?»
La disculpa que hallaba para esto el doctor Faustino salvaba en parte la buena intención de su primita, pero en cambio era desfavorable a la vanidad de él y a sus aspiraciones.
«Mi primita aguarda, sin duda, a que esta propensión que tiene a amarme se convierta en amor ya hecho, a que este germen de pasión nazca y crezca y se desenvuelva. Mientras esto no sucede, ¿estoy amenazado de que su amor muera antes de nacer, o de que no sea amor sino simpatía vaga lo que siente hacia mí? Esta simpatía puede desvanecerse como el humo, y Costancita, previendo que puede desvanecerse, no quiere que deje rastro ni huella. Pero, en el fondo de los melindres y niñerías de mi primita, tan mimada y tan candorosa en apariencia, ¿no hay un refinamiento de disimulo, de sangre fría y de cálculo despiadado? ¿No está jugando con mi corazón, con mis sentimientos y hasta con mi dignidad? ¿No es cruel la incertidumbre en que me deja? ¿Es lícito que le sirva yo como de juguete para que se pregunte: ¿le quiero o no le quiero? y no sepa qué contestar?»
Contra estas cavilaciones
ocurrían al doctor varios argumentos que no carecían de alguna
fuerza. «¿No seré demasiado exigente? -se decía-.
¿Qué derecho tengo a que me ame ya? ¿Qué derecho
tengo ni siquiera a que mi amor sea creído? Hasta hace poco, ¿no
he dudado yo mismo de mi amor? ¿Por qué extrañar que dude
ella? ¿Cómo, pues, culpar a mi prima porque no cede, porque no me
entrega sin
Así acusaba el doctor a su prima, y así la defendía en el tribunal de su conciencia, sin llegar nunca a dictar un fallo definitivo. Entre tanto, siempre estaba deshecho, aguardando la suspirada una de la noche, en que acudía a la reja del jardín, acompañado de su fiel Respetilla.
Los amores de éste no adelantaban
más que los de su amo. También seguían en el mismo ser:
pero Respetilla se lo explicaba todo, suponiendo que cada tierra tiene sus
usos, y que los de aquélla exigían que los amores, tanto
señoriles cuanto lacayunos y fregatricios, caminasen con lentitud, y
que, en vez de gastar alas, gastasen pies de plomo. -
En esta situación las cosas, Respetilla vino una mañana al cuarto de su amo, que acababa de despertarse, y le entregó una carta.
Un desconocido se la había dado en aquel mismo instante, en la puerta de la calle, desapareciendo en seguida.
«¿Quién me escribirá? -se preguntó el doctor-. ¿Si será Costancita?»
Esperándolo, sin duda, abrió la carta y leyó con asombro lo que sigue:
«Eterno amor mío: Te has
olvidado de mí. Ya no me conoces. Yo no te olvido y siempre te amo. Mi
espíritu está ligado al tuyo por un lazo indisoluble que ni el
destino adverso ni el tiempo destructor romperán nunca. A través
de mil fugitivas existencias, en la rápida corriente de los seres
mudables y de las formas pasajeras, mi alma permanece, y tu amor es su esencia.
En la vida mortal que hoy tengo en el mundo, el cielo, cuyos fines ignoro y
acato, ha puesto entre tú y yo obstáculos casi insuperables. No
he querido luchar contra los decretos y designios del cielo. Por eso no me he
presentado ante los ojos de tu carne. No quiero que sepas ni
Maravillado se quedó el doctor con la lectura de esta carta, haciendo sobre ella mil diversas suposiciones. «¿Será mi primita la que me escribe para burlarse de mi romanticismo con algo más romántico todavía? ¿Será alguna loca que se ha enamorado de mí y cree de veras todos estos delirios? ¿Será el tío Alonso o algún tertuliano de su casa, que trata de embromarme? En fin, sea como sea, lo mejor es quemar la carta y no decir a nadie que la he recibido. Buen chasco se va a llevar el que pensó divertirse con el efecto que la carta iba a producir en mí».
El doctor quemó la carta: ni a
Respetilla confió palabra de su contenido, ni a su madre, a quien
Siguió el doctor amando de
día a doña Costanza y viéndola y hablando de amor con ella
por las rejas del jardín, en las altas horas de la noche; pero cuando se
quedaba solo en su cuarto, cuando la prolongada vigilia sobreexcitaba sus
nervios, creía sentir extraños rumores a su lado, como si se
deslizase junto a él una sombra. Una vez despertó de su
sueño temblando casi y con sudor frío, y pensó sentir en
la frente la impresión ligerísima de unos labios etéreos,
que habían depositado en ella un beso de amor. D. Faustino López
de Mendoza, filósofo racionalista, estaba avergonzado de su
cobardía y de su momentánea credulidad; pero es el caso que dos o
tres noches casi juzgó inevitable la aparición de un
espíritu, y sacó de su corazón fuerzas para recibirle con
valor y sin amilanarse. «Si es un espíritu, ¿por qué
ha de ser terrible? -decía-. El espíritu de una mujer hermosa, de
quien anduve yo enamorado, Dios sabe cuándo, no debe ser para asustar,
sino para deleitar». Dicho esto, el doctor se serenaba y se reía;
pero al punto se trocaban en cuidado la serenidad y la risa, porque se
persuadía de que estaba oyendo el andar vago y tácito de un
espectro que se alejaba y el susurro de una
¡Cuántas veces
resonó en lo íntimo de su alma la última frase de la carta
que había quemado:
«¿Me iré a volver loco? -se preguntaba entonces-. ¿Tendré una naturaleza miserable, débil, nerviosa, en quien prevalece la fantasía sobre la razón y el discurso? ¿Estaré acaso al arbitrio de cualquier tunante, a quien se le antoje escribirme una carta disparatada, robarme la tranquilidad y sacar de quicio todos mis sentidos y potencias?»
Esta agitación oculta del doctor no impedía que siguiese su vida acostumbrada y que sus amores con doña Costanza creciesen en él y permaneciesen en ella en la misma situación germinal, incierta e indecisa.
A las tres noches, después de recibir la extraña carta, volvía el doctor con Respetilla a casa de doña Araceli. El coloquio amoroso no había sido largo. Eran las dos nada más.
Al revolver de una esquina se acercó al doctor una pobre vieja, y le dijo en voz muy baja:
-Señor caballero, necesito hablar
con Vd. sin que su criado lo oiga. Vengo de parte de la
Respetilla se había quedado detrás. El doctor aguardó a que llegase y le dijo:
-Vete a casa; no me sigas: espérame despierto hasta las cuatro.
Bien sabe el demonio lo que le ocurrió entonces a Respetilla. Perdónele doña Costanza el mal pensamiento. Respetilla dio a su amo las buenas noches con un tono lleno de malicia, y le miró con envidia y espanto, como quien dice: ¡Que haya logrado éste lo que no logro yo por más que lo pretendo!
Respetilla no tuvo más recurso que obedecer a su amo, dejarle e irse a la casa.
Solos ya en la calle D. Faustino y la vieja, entablaron este coloquio:
-¿Qué me quiere esa amiga inmortal? Si es burla de algún chusco, yo le prometo que habrá de costarle cara.
-No es burla, señor caballero. Es asunto muy serio. Quizás la carta que recibió Vd. se resintiese un poco del estado de la desgraciada. Tenía mucha fiebre cuando la estaba escribiendo; pero hoy está bien de salud y forma un empeño grandísimo en ver a Vd.
-¿Y quién es esa mujer? Dígame Vd. su nombre.
-No lo sé, y aunque lo supiera no
lo diría. Mi
-¿Y cómo aventurarme a ir a ver a quien no conozco?
-¿Tiene Vd. miedo, señor caballero?
-Abuela, yo no tengo miedo. Vaya Vd. delante y guíe. Iré al infierno, si es menester.
-Tengo encargo de no llevar a Vd. sin imponerle algunas condiciones.
-Vamos, dígalas pronto. Me someto a ellas como no sean desatinadas. La curiosidad de ver a mi inmortal amiga puede mucho en mí.
-Son las condiciones, que Vd. no ha de procurar nunca averiguar el nombre de ella; que no la ha de perseguir; que no ha de tratar de reconocer la casa a donde voy a llevarle ahora, que no ha de preguntar mañana, ni pasado, ni nunca, si por acaso la recuerda, quién vive en dicha casa, y, por último, que en el punto que yo le diga a usted vámonos, usted me ha de obedecer, dejar la casa, y venirse conmigo hasta este mismo sitio, donde le dejaré para que se vuelva solo a la suya. ¿Acepta Vd. las condiciones?
-Las acepto.
-¿Me da palabra de caballero de que las cumplirá?
-La doy.
-¿Por lo más sagrado?
-Basta ya. Queda empeñada mi palabra de honor.
-Pues sígame Vd.
Aunque la ciudad era chica, no tanto que no hubiera en ella un laberinto de calles estrechas y tortuosas, por donde se internó D. Faustino precedido de la vieja.
Mientras andaban, iba el doctor formando
todo género de hipótesis para explicarse aquella aventura.
Podía ser una burla de doña Costanza o de su padre o de
algún pretendiente de doña Costanza. Aquel marqués de
Guadalbarbo, con quien el doctor había echado las vacas en el casino,
presumía de chistoso. ¿No sería él quien le
embromaba? De Málaga, de Granada y de Sevilla, habían acudido a
la feria algunas mozas alegres, de éstas que llaman ahora
Discurriendo de este modo, llegaron a la puerta de una casa, donde se paró la vieja. Al llegar el doctor, empujó la vieja la puerta que estaba entornada, y entró e hizo entrar al doctor en el zaguán, entornando otra vez la puerta, y quedando el zaguán oscuro como boca de lobo. El doctor, aunque iba bien armado, tuvo cierto recelo, y puso mano a la pistola que llevaba en el cinto. La vieja buscó a tientas el agujero de la llave de la puerta interior, por donde se entraba en la casa desde el zaguán, y abrió con la llave que guardaba en el bolsillo.
La misma obscuridad que en el zaguán había dentro de la casa.
La vieja tomó de la mano al doctor, y con mucho silencio le hizo subir por una escalera. Luego pasaron por dos cuartos, también a oscuras. Llegaron, por último, a la puerta de otro cuarto, por cuyos resquicios se veía luz. La vieja dio un golpecito en la puerta.
-Adelante -dijo una voz de mujer.
-Entre Vd. señor caballero -dijo la vieja.
D. Faustino entró en el cuarto, y la vieja se quedó fuera.
El cuarto estaba pobremente alhajado,
pero muy
De pie en medio del cuarto, estaba una mujer alta y delgada, toda vestida de negro. Sus cabellos eran también negros: negros como el ébano. El color de su rostro, trigueño claro. Sus ojos hermosísimos y del color de los cabellos. Todas sus formas, elegantes.
Aunque pálida y ojerosa, en la tersura de su frente y en la frescura de su fez se notaba que era una joven de veinte años lo más.
-Caballero -dijo aquella joven con voz dulce y algo trémula-, perdóneme Vd. que le haya molestado, escribiéndole primero, y después obligándole casi a tener esta entrevista conmigo. Cuando escribí a Vd. la carta, estaba yo muy exaltada; creo que tenía calentura. Esto baste para explicar a Vd. cualquier extravagancia que pudiese haber en la carta.
-Señora, ¿qué he de creer entonces de la carta que Vd. me escribió y que ya califica de extravagante?
-Todo en el fondo. Yo no califico de extravagante sino el estilo, quizás lleno de exaltación.
-Luego es Vd.
-Lo soy.
-¿Vd. me conoce desde hace tiempo?
-Le conozco a Vd... Vd. es quien se ha olvidado de mí.
-Dígame Vd. algo para que la recuerde. ¿Dónde, cuándo nos hemos visto?
-¡Escucha, Faustino! Perdóname que te hable así; que te llame por tu nombre... ¡Hemos sido tan íntimos!... ¡Nos hemos amado tanto!...
El doctor miró con la mayor atención las hermosas facciones de aquella mujer y llegó a creer que las recordaba; pero de un modo tan confuso que no acertaba a decirse en qué ocasión las había visto. Aún despertaba más en él confusos y perturbadores recuerdos el metal sonoro y simpático de su voz femenina.
-¡Escucha, Faustino! -repitió la mujer-. Ya te lo escribí. Ahora te lo digo. Yo no debo ser tuya en esta vida mortal: pero quería verte y hablarte una vez sola antes de que nos separásemos para siempre. Un destino cruel, horrible, me condena a huir de ti... Ama a esa joven. ¡Dios quiera que sea digna de ti! ¡Dios te haga dichoso!... ¿Me concederás una gracia?
-Pídeme lo que quieras -dijo el
doctor, pensando si estaría con una loca, sospechando aún si
-Dame, como memoria tuya -dijo la mujer-, un bucle de tu pelo rubio.
Apenas lo dijo, se acercó al doctor, que estaba turbado y sin saber lo que le pasaba, y le cortó un bucle con unas tijeras, que tomó de la mesa.
Todo esto fue más breve que el tiempo que tardamos en referirlo.
-Ya me has visto
El doctor, así interpelado, no pudo menos de contestar:
-Amo a doña Costanza.
-¡Vete, vete, vete! -dijo la mujer con acento lastimero a par que iracundo.
D. Faustino iba a irse, obedeciendo a aquella voz imperiosa; pero, de pronto, la mujer le echó los brazos al cuello. Sintió el doctor sobre su rostro su aliento juvenil. Luego, la impresión de un beso sobre cada uno de sus párpados.
Tuvo un momento de aturdimiento y de ceguera. Al volver en sí, la mujer ya se había apartado de él y se había ido por la puerta del fondo, cerrándola con llave.
La vieja estaba al lado del doctor.
-Cumpla Vd. su palabra, señor caballero -dijo la vieja-. Sígame Vd., y le dejaré en el mismo sitio en que nos encontramos.
D. Faustino vio que era inútil toda súplica y toda averiguación. La vieja le recordaba su palabra de honor empeñada, y no tuvo más remedio que cumplirla, siguiendo a la vieja.
Ella le llevó por otras calles dando rodeos, adrede sin duda para desorientarle. Al cabo le dejó casi a la puerta de la casa de doña Araceli.
Hasta después de la entrevista
misteriosa con su
Lo que la innominada le inspiró desde luego fue una simpatía profunda y una vehemente curiosidad. Pero ¿cómo satisfacerla?
El doctor era de suyo muy sigiloso; había prometido callar; y ni a su madre ni a Respetilla contó nada de la extraña aventura.
En balde recorrió todas las
calles de la ciudad en busca de la casa donde la desconocida se le había
aparecido. Era torpe para recordar sitios. Lo
-¿Quién será mi
Mientras duró vivo en su alma el
recuerdo de la impresión material de aquellos labios hermosos sobre sus
párpados y del dulce calor de aquel aliento juvenil sobre su rostro, ni
soñando ni velando, en la obscuridad y silenciosa soledad de la noche,
oyó el doctor de nuevo vagos rumores como de una sombra que se desliza,
ni creyó sentir junto a él espíritu alguno. Sus
cavilaciones, para averiguar quién ella sería, tomaron un
carácter que podemos calificar de enteramente realista. El doctor
llamó a careo con la impresión que la desconocida le había
dejado a todas las mujeres que vivían en su memoria y con quienes
había tenido algo de parecido al amor. De lo único de que se
penetró el doctor, evocando tales recuerdos, fue de que nunca
había amado. Su primer amor era, pues, doña Costanza.
Había tenido, sí, algunas aventuras galantes, más o menos
Resultaba, pues, que dentro de los
límites de lo naturalmente posible, según el doctor lo
entendía, su
Ella podría haberle visto, sin ser vista, y haberse enamorado de él. ¿Dónde y cómo? Difícil era averiguarlo.
Pasaron tres o cuatro días, y la
impresión viva, la huella, por decirlo así, de los labios de la
mujer innominada se borró de los párpados del doctor: pero la
imagen de aquella mujer, que por los ojos había pasado al alma,
allí permanecía impresa. Y no sólo en el alma, en la misma
retina creía el doctor que conservaba aquella imagen. Mientras
más tiempo
Aunque algo confusa e indistinta, el doctor, al contemplar aquella imagen, acabó por hallar en ella cierta semejanza con otra imagen que guardaba también en la memoria. Su madre tenía en su estrado un retrato del siglo XVI, que parecía de Pantoja. Era una dama vestida de terciopelo negro; con mangas acuchilladas y brahones; collar de perlas magníficas; gorguera y puños de lechuguilla o abanillos, y en la cabeza muchos diamantes. Este retrato, aunque no tenía nombre escrito, se sabía que era de la coya o señora peruana con cuyo dinero se edificó la casa solariega de los López de Mendoza.
Al doctor, no en seguida, sino cuatro
días después de haber visto a su
Ya se entiende que la imaginación
poética del doctor estaba en completa discordancia con su inteligencia
cultivada y con su espíritu crítico. Todos los razonamientos del
doctor venían a demostrar que la mujer desconocida que le había
escrito y que
El doctor, con todo, hallando demasiado
largo y enfático el nombre de
Lo singular fue que, después de haber puesto el doctor a su desconocida el nombre de María, y después de haberla nombrado así varias veces, allá en su interior, vino a recordar con algún asombro, chocándole un poco la coincidencia, que la coya, durante su vida mortal, reinando en España el señor rey D. Felipe II, se había llamado también doña María.
Recordaba luego el doctor varios
cuentos, que había leído o que había oído contar,
los cuales, si
En primer lugar, como el recuerdo del retrato no era perfectamente claro, y el de la desconocida, a quien sólo había visto algunos minutos, era más confuso aún, podría ser muy bien que la semejanza fuese más imaginaria que efectiva. Lo que se contaba de que el espíritu de la coya andaba en su casa velando el tesoro de las perlas, tal vez había contribuido a infundirle aquella idea en la fantasía. Cuando pequeño había oído referir que la coya era además el más activo de los genios, espíritus familiares o lares de su casa. Mientras que el Comendador Mendoza se limitaba a ir penando por los desvanes, la coya había intervenido en no pocos asuntos de la familia. Al menos así se decía en Villabermeja. Estos y otros recuerdos habían acalorado, sin duda, la imaginación del doctor.
Lo más seguro, pues, era creer
que la
En lo que al doctor no le cabía
duda es en que no había soñado ni la carta recibida, ni la
entrevista en la casa a donde le llevó la vieja, ni los besos en los
párpados. Su
Como hombre previsor, prohibió a Respetilla que dijese a nadie, ni a Manolilla siquiera, que una noche había estado solo, fuera de casa, hasta las cuatro de la mañana. Respetilla tenía tanto miedo a su amo, que se calló, a pesar de su afición a contarlo todo, y siguió sospechando que doña Costanza no era tan retrechera como su criada, y que se podía comparar mejor a cualquier reloj bien dispuesto, que al reloj de Pamplona, de que habla la copla del fandango.
Desgraciadamente para D. Faustino, las
atrevidas sospechas de Respetilla carecían de fundamento. Doña
Costanza no acababa de amar a su primo, si bien seguía
En cambio, el afecto que el doctor había infundido en el tierno corazón de la niña Araceli era más vehemente cada día. Este afecto era amor y más que amor; pero, como era amor sentido con humildad y devoción magnánima, y por un espíritu encarcelado en una triste armazón de huesos y forrado de una piel llena de arrugas, había tomado la forma sublime y desprendida de querer realizarse y consumarse por medio de otra tercer alma y por medio de otro cuerpo joven y hermoso, a quienes también amaba e idolatraba la niña Araceli.
Pensarán algunos que esto que refiero es insólito y raro; pero, si lo meditan bien, notarán que ocurre con frecuencia. Hay, por dicha, corazones de viejos y de viejas que no tienen la monstruosidad de amar para sí, que no se encastillan en el egoísmo, y que siguen amando con más energía y de un modo más completo, si cabe, que cuando eran mozos. Uno de estos corazones, y de los más nobles, era el de doña Araceli.
Amaba a Costancita con más
ternura que la amaba y podía amarla D. Faustino, y había acabado
por amar a D. Faustino, no ya sólo para casarse con él, sino para
arrostrar por él muertes, miserias y cuanto hay que arrostrar, si ella
se hallase en el cuerpo de doña Costanza. Su sueño de oro era,
por
La amistad vivísima y constante, que, desde la infancia, había unido a doña Araceli con doña Ana, madre del doctor, había servido de fundamento al afecto de doña Araceli por D. Faustino. Las prendas personales de éste habían después, con el trato y la convivencia, acrecentado aquel afecto. La niña Araceli ardía, pues, de impaciencia, al ver que tardaban tanto en llegar a un término dichoso los amores entre sus dos sobrinos.
La conferencia que tuvo con Costancita, y de que ya dimos cuenta, se repitió en balde otras dos veces.
Recelando doña Araceli que la timidez de su sobrino fuese causa de que el amor no adelantara, se decidió al cabo a hablar con él del asunto, y para ello se le llevó un día a su cuarto, y allí a solas se explicó de esta manera:
-Muchacho -le dijo-, no he querido hasta
ahora hablarte claro, pero ya es menester que te hable. No se entiende bien que
siendo, como eres, tan lindo mozo, tan galán, tan discreto y tan sabio,
seas al mismo tiempo tan para poco. Yo concerté con tu madre que
vinieses aquí a ver si enamorabas a Costanza
-Sí, tía, la adoro -interrumpió D. Faustino.
-Entonces, ¿por qué no se
lo dices, bobo? Yo sé que ella está muy inclinada a quererte;
pero, ya se ve, ¿dónde has aprendido tú que han de ser las
mujeres las que pretendan y persigan? Hijo mío, estás perdiendo
el tiempo y la coyuntura, y te va a pasar lo que al héroe de una antigua
comedia que llaman
El doctor, deseoso de guardar el secreto de sus coloquios por la reja, contestó a su tía:
-Pero ¿dónde y cómo he de hablar a mi prima, rodeada siempre de gente, o al lado de su padre?
Aquí doña Araceli, aunque
también había prometido no hablar de la carta amorosa que
Costancita
-Ea, no seas embustero: fuera disimulo. Yo sé que has escrito a Costanza, declarándola tu amor y pidiéndole una cita. En un momento de expansión, ella me leyó tu carta. Dice que no te quiere contestar. Escríbele otra y verás cómo te contesta. Yo entiendo que ya te ama. Es timidez o soberbia de tu parte no escribir nueva carta; ya que la primera, si no ha sido contestada, ha sido bien recibida.
El coloquio entre el sobrino y la tía siguió largo rato por este camino y doña Araceli hizo tanto, y estrechó de tal suerte al doctor, que éste, a pesar de su sigilo, vino a confesar a su tía que hacía ya algunas noches que hablaba con doña Costanza por la reja del jardín.
Doña Araceli recibió la noticia con más júbilo que si fuera ella misma la que hablase por la reja. Su curiosidad de saber hasta los más insignificantes pormenores rayaba en locura. Gozaba con ellos como si fuese su alma, a la vez, el alma del doctor y el alma de doña Costanza enamorada.
D. Faustino tuvo que contarle todo y que repetir lo más importante.
-¡Válgame Dios poderoso!
-decía doña Araceli-. ¿con que siete veces hablando de
seguida por la
-Nunca, tía. No he hecho más que tomar su linda mano y besarla.
-¡Ay, sobrino, sobrino! Si tú no fueses tan verídico, no te creería. ¡Esa chica es un alcornoque; es un roble! ¡Y cuán disimulada y astuta! ¡Cómo se lo tenía callado! Su condición natural, por otra parte, es recia de veras. No dejan rastro en su cara esas vigilias y esos coloquios. Ni ha perdido la color, ni tiene ojeras. El demonio son las niñas del día. Está fresca y colorada como una rosa. Pero ¿qué digo como una rosa? ¿Qué rosa no se marchita y deshoja, si está expuesta al sol de Julio, sin que vierta el alba en su seno una gotita de rocío?
-Tía -contestó D. Faustino
suspirando-, yo creo
-No, hijo mío, no digas eso. Costanza te ama. Si no te amase, no tendrían perdón la desenvoltura y la coquetería de ir a hablar contigo por la reja. Lo que importa ahora es que adelanten los amores, y que os convengáis pronto, a fin de que los santifique la Santa Madre Iglesia, ciñendo al yugo vuestros cuellos con la suave e indisoluble coyunda del matrimonio.
D. Faustino no tenía qué contestar a tan buenos deseos y balbuceó mil gracias. Animada doña Araceli, prosiguió diciendo:
-Yo lo arreglaré todo, o he de borrarme el nombre que tengo.
-Tía, considere Vd. lo que hace y no me pierda. No diga Vd., por Dios, a Costanza que yo no he sabido callar y he dicho a Vd. el secreto de nuestros citas. No me lo perdonaría nunca.
-¡Hombre, no te asustes ni te eches a temblar! Si sigues así, vas a ser el marido más gurrumino de que hablen las historias. Pierde cuidado que nada diré a Costancita de cuanto me has dicho. Yo buscaré otros medios para ganarte por completo su voluntad.
-Gracias, tía; pero... mucha
prudencia, mucha
-En buenas manos está el pandero. Ya verás qué son saco de él para que bailes.
-Dios lo haga, tiíta Araceli.
-Oye, Faustinito, te voy a decir una cosa, aunque tú, como eres filósofo, te vas a burlar de mí; pero quiero que me agradezcas los sinsabores que por ti paso.
-¿Qué sinsabores? ¿Se enoja quizás el tío Alonso contra Vd. porque Vd. protege mis amores con su hija?
-No es eso. A decir verdad, tu tío Alonso, aunque no se enoja, no se alegra de estos amores. Tu tío Alonso tiene más conchas que un galápago y es menester ser el mismo diablo para penetrar lo que quiere. Lo único seguro es que someterá su voluntad a la de su hija, si ésta se decide con firmeza en tu favor. Por lo pronto, no debo ocultártelo, el tío Alonso no está muy prendado de ti; te halla soñador, distraído, poco o nada práctico y por último, casi no me atrevo a decírtelo, porque yo misma creo, en este punto, que no carece de razón acusándote...
-¿Y de qué me acusa?
-Te acusa...
-Dígalo Vd.
-Te acusa de poco religioso; pero, en
fin, yo espero que tú te enmendarás. Yo he leído en el
-Sí, tiíta; no dude Vd. de que Costanza me convertirá y hará de mí lo que guste, con tal de que me quiera. Pero, vamos, dígame Vd. al fin cuáles son esos sinsabores.
-Hijo mío, son una tontería de que te vas a burlar.
-No me burlaré: hable Vd.
-Ya verás qué débiles y medrosas somos las mujeres. Tú no ignoras que yo viví con tu madre algunos años antes de que se casase; que después cuando tú eras niño, he pasado con ella en Villabermeja una larga temporada; y que siempre nos hemos escrito con frecuencia y con la mayor intimidad. No extrañarás, por lo tanto, que sepa toda la historia de tu familia y de tu casa.
-¿Y qué puede Vd. saber, tía, que le cause sinsabores? ¿Que soy pobrísimo? Yo no lo oculto.
-No es eso, hijo mío: no es eso.
Ya te he dicho
-¿Vd. ha visto a la coya, tía? -dijo D. Faustino, con cierto asombro que no pudo disimular.
-Sí, la he visto en sueños dos o tres veces; y me ha mirado con mucha ira, y he creído entender que se opone a que yo intervenga en el asunto de tu boda. En fin, aunque conozco que esto es una sandez, he tenido miedo. Hace noches (quédese esto para entre nosotros), con pretexto de que no estoy muy bien de salud, hago que duerma una criada en mi cuarto.
-Pero Vd. ¿no ha visto a la coya sino en sueños?
-Pues ¿cómo había de verla de otra suerte? Dios, hijo mío, no puede consentir que las almas de los muertos se anden siglos y siglos paseando por acá para asustar o para divertir a los vivos. ¡Pues no faltaba otra cosa!
-Eso es verdad, tía.
-Lo malo es que la imaginación puede mucho. Ella produce una ficción y sobre esta ficción se levanta luego un caramillo de otras ficciones. Dígolo porque no hace muchos días fui a misa muy de mañana a la Iglesia Mayor. Me hinqué de rodillas en el sitio más obscuro y solitario. Apenas noté al principio que había a mi lado una mujer alta, delgada, vestida de negro, al parecer rezando. No sé por qué me fue poco a poco llamando luego la atención su traza peregrina y fuera de lo común. Antes de que yo me levantara, se levantó ella para irse. Volvió entonces la cara hacia mí, la vi por vez primera, y tuve la maldita ocurrencia de creer que se parecía aquella cara a la del retrato que posee tu madre.
-¿Y no ha vuelto Vd. a ver a esa mujer? -preguntó el doctor.
-No, no la he vuelto a ver. La
alucinación que en mí produjo entonces es causa sin duda de otros
sueños que luego he tenido; pero la señal de la cruz ahuyenta a
los malos, y yo procuraré no tenerles miedo.
Con esto dio fin doña Araceli al
coloquio, dejando al doctor con grandes esperanzas de ser completamente feliz
en sus pretensiones amorosas, si bien un tanto confuso y meditabundo a causa de
todas aquellas coincidencias de la coya, del retrato y de la
Después de la conversación
con su sobrino, doña Araceli conoció que importaba
Las razones que tuvo doña Araceli, después de recapacitarlo bien, deben exponerse aquí en resumen.
D. Faustino empezaba a hacer un papel
bastante desairado. Toda la gente de la ciudad, porque en una pequeña
ciudad de provincia casi nada se encubre, sabía que había venido
a vistas; y como de las vistas nada resultaba, y podían al cabo resultar
unas calabazas, mientras más tiempo pasara, sería mayor y
más ruidoso el desaire. Como el doctor no
Aunque doña Araceli amaba con
todo su corazón a doña Costanza,
Comprendan también mis lectores
que ya he dado a entender que doña Araceli había sido algo
frágil y más amorosa que severa. Las que presumen de severidad lo
primero que deben hacer es no acudir por la noche a la reja a hablar con el
novio. No por eso sostendrá aquí el autor de esta historia que no
haya mujeres que acudan a la reja, que estén enamoradas del que habla
con ellas, y que escatimen tanto o más que doña Costanza los
favores y las generosas condescendencias; pero repito que lo mejor es no acudir
a la reja. Así se lo recomiendo a los padres, hermanos y madres de las
señoritas andaluzas.
Sea como sea, doña Araceli no
acertaba a comprender por qué, a pesar de toda su honestidad y
católica crianza, Costancita, ya que había bajado a la reja
durante siete noches, no había permitido siquiera que su primo le diese
un beso en la frente. Para la condición, los ímpetus y las
ternuras de doña Araceli, esto constituía prueba plena de que
Costancita
«En efecto -pensaba doña Araceli-, es menester estar revestida de la piel del diablo para bajar a hurtadillas al jardín, de una a dos o tres de la noche, para acudir con tanto misterio como si fuera un delito, y todo esto con el propósito de dar la mano a besar y de decir: «Ya veremos si te quiero». Está visto: ¡son incomprensibles las muchachas del día!»
Otra consideración se ofrecía a la mente de doña Araceli, que no tiene vuelta de hoja, y con la cual no dudo que estarán de acuerdo mis lectoras más graves.
La conducta de Costancita no tenía buena interpretación. ¿Para qué aquel misterio? ¿Para qué no decir paladinamente que amaba a su primo? ¿Para qué no hablarle ya como a futuro delante de todos los tertulianos de su casa? Lo de ir a la reja era comprometido y pecaminoso, y ni siquiera tenía la disculpa del amor, ya que Costancita aún no amaba.
Hechas todas las reflexiones susodichas, y muchas otras que en obsequio de la brevedad se pasan por alto, doña Araceli se puso la mantilla y se fue a casa de D. Alonso, resuelta a arreglarlo o tronarlo todo, sin más dilación ni rodeo.
D. Alonso estaba en el Casino y
doña Costanza
-Costancita -dijo doña Araceli después del saludo y de tomar asiento-, quiero que nos entendamos de una vez. El hijo de mi mejor amiga ha venido aquí, confiado en mis promesas y buenos oficios, y no conviene que salga burlado. ¿Le quieres o no le quieres? Ya no puedes alegar que él no te ama, que él no se ha declarado. ¿Para qué hacerle penar? ¿Para qué tenerle en una espantosa incertidumbre, si es que le amas? Y si no le amas, ¿para qué engañarle con vanas esperanzas, consiguiendo así que sea más honda, quizás mortal, la herida que piensas hacerle o que ya le has hecho?
-Tía, tía -respondió doña Costanza-, Vd. viene contra mí espada en mano. Vd. es quien viene a herirme. Vd. viene tremenda. ¿Y cómo quiere Vd. que yo conteste a todo eso? Deseo amar a mi primo. Me siento inclinada a amarle, pero no le amo aún. No es culpa mía. ¿Mando yo en mi corazón?
-Pero, hija, ¿qué corazón es entonces el tuyo? Pues qué, ¿después de tres o cuatro semanas de ver, de hablar, de tratar a tu primo, nada te dice el corazón, ni en favor ni en contra?
-No es que no me dice nada el
corazón. El corazón
-Confíate en mí, Costancita -dijo doña Araceli con mucha ternura, acercándose a su sobrina y dándole un cariñoso abrazo.
-Mire Vd., tía, la quiero a Vd. tanto, la creo a Vd. tan buena, que voy a abrirle mi alma y a revelarle cuanto hay en ella de bueno y de malo. Voy a exponer a Vd. mis dudas y contradicciones con franqueza y lealtad.
-Habla, habla, hermosa mía.
-Sin bromas, tía Araceli; yo soy niña, soy inexperta, sé poco de pasiones y de lances de amor; pero sospecho que en el amor hay grados, como en todo. Hasta cierto grado me parece que amo ya a mi primo, el cual es discreto, buen mozo, instruido y tiene otras muchas prendas estimables. Con la mitad, con la cuarta parte del amor que yo profeso ya a Faustinito, tiene de sobra cualquiera otra para aceptar a un hombre por novio y luego por marido. Pero yo reflexiono demasiado, y necesito doble o triple amor del que tengo para casarme con mi primo, venciendo las reflexiones. Creo que él me ama, pero también necesito en él doble o triple amor del que me tiene.
-¿Cómo es eso? Explícate.
-Es muy sencillo. Con doble o triple
amor, con un amor inmenso, sublime, sería nuestra unión dichosa.
Viviríamos aquí o en Villabermeja en un perpetuo idilio.
Cuidaríamos de nuestra hacienda y la aumentaríamos. Nuestros
hijos, si llegábamos a tenerlos, serían la gloria, la honra, los
amos de estos lugares. Faustino y yo recorreríamos en paz, y estrecha y
amorosamente enlazados, el sendero de la vida, cubierto de flores, sin nada que
turbase nuestra tranquilidad ni que envenenase la copa encantada e inexhausta
de nuestra dicha en el mundo. Pero sin este amor, triple del que hoy nos
tenemos, me inclino a creer que, si nos casásemos, seríamos
infelices los dos. Yo no me resignaría a vivir aquí o en
Villabermeja, y Faustino menos, porque es muy ambicioso. Él no tiene
nada, y yo espero tener poquísimo. Mi padre podrá darme, a lo
más, tres o cuatro mil duros de renta. ¿Y qué es esto para
vivir en Madrid? Quiero suponer que Faustino es un genio, un prodigio.
¿Cree Vd. que con sus versos, sus literaturas y sus filosofías,
atinará a ganar mil duros al año sobre lo que yo lleve? Yo no lo
creo. Si se mezcla en política, podrá tener algún destino
importante por espacio de seis meses o un año, y luego se seguirá
un largo período de cesantía. Como
-¡Ay, niña Costanza! -exclamó doña Araceli, casi con lágrimas en los ojos, muy contrariada y atribulada-. Me pasma, me aterra, me confunde lo que sabéis y discurrís ahora las muchachas. No era así en mi tiempo.
-Tía, en todos los tiempos ha sido lo mismo. Por otra parte, no tengo yo la culpa de saber y de discurrir tanto. Cuanto he dicho, y más, me lo ha enseñado mi padre. El novio mismo, tan poético, que me ha buscado Vd., me enseña a discurrir como discurro.
-Pero, hija, yo creo que discurres mal y
de un modo perverso. Pues qué, para no pasar por semi-fregona o por dama
temporera, ¿es menester tener más de tres o cuatro mil duros al
año? Esos diamantes, esas riquezas, las necesitan las feas o las necias
para llamar la atención; pero las discretas y hermosas, como tú,
se abren camino y brillan por donde quiera sin joyas ni dijes.
¿Qué joya más rica que la belleza? ¿Qué dije
más raro que el verdadero ingenio?
-Tía, crea Vd. que el dinero es el que constituye en esta época, como quizás constituyó en todas, la verdadera aristocracia. Sin dinero seré plebeya, aunque descienda del Cid, y con dinero pasaré por la hidalguía personificada, aunque sea hija de un contrabandista, de un lacayo, de un negrero, de un usurero o de un bandido.
Doña Araceli trató de impugnar aún los endiablados razonamientos de Costancita; pero pronto desfalleció y se rindió, no por falta de convicción, sino por torpeza de pensamiento y de palabras.
-¿Y qué piensas hacer, hija mía? -dijo por último.
-Si yo tuviese veinte mil duros de renta
-respondió Costancita-, me casaría sin vacilar con mi primo. Esto
probará a Vd. que le amo. Si yo no tuviese nada, si estuviese tan
perdida como él, también le tomaría por marido, porque
él, al tomarme por mujer, me demostraría un verdadero y profundo
amor, me satisfaría mi orgullo y me movería a no ser menos
generosa; pero mi mediana fortuna destruye estos dos extremos poéticos y
me coloca y le coloca en un justo medio de prosa tan vil que no
Y al decir esto, aquella extraña muchacha se echó a llorar como un niño mimado a quien se le rompe su más precioso juguete.
Doña Araceli estaba consternada. Pensó que el infortunio la perseguía siempre en todos sus amores, así en aquéllos en que había hecho el primer papel, como en los que hacía el papel tercero. Doña Araceli había sido incansable y seguía siéndolo en cabeza ajena. Un destino feroz ahuyentaba de su lado al dios Himeneo. Cuando joven no había sido casadera y cuando vieja no lograba ser casamentera. Estas ideas melancólicas acudieron en tropel a su alma, y doña Araceli acompañó en su llanto a Costancita. Ambas lloraron a dúo, con la mayor desolación, los infaustos amores del doctor Faustino.
Parecía el duelo que, allá en las antiguas edades, en Creta y en otros países, debían de hacer las madres, cuando llevaban al sacrificio a los hijos de sus entrañas, que eran sus amores, y que iban a ser inmolados en aras de los dioses Cabires o de otros implacables genios subterráneos, creadores y repartidores de los metales esplendorosos.
En fin, hartas de llorar, ambas se enjugaron las lágrimas, reconociendo que el mal no tenía remedio.
El sol brilló aquel día como los demás. Vino la noche, y no faltó una sola estrella en el cielo. Ni una flor se deshojó más pronto de lo prescrito por su naturaleza.
Costancita pareció en paseo y en la tertulia de su casa, tan inmutable y serena como el sol, las estrellas y las flores.
Doña Araceli trató también de disimular su mal humor; pero no pudo disimularle tanto como su sobrina. Aquella noche jugó al tresillo, según costumbre. Siempre se enfadaba y rabiaba cuando perdía: pero aquella noche se enfadó y rabió mucho más. Se lamentó de su constante mala suerte, suspiró, chilló, y, al marqués de Guadalbarbo, que tuvo la poca galantería de darle tres codillos, le llamó grosero. Doña Araceli tuvo también en la punta de la lengua la palabra fullero: hasta tal extremo llegó a perder los estribos y la debida compostura.
A la una de la noche fue el doctor a la callejuela, acompañado de Respetilla. Doña Costanza tardó más que otros días en salir a la ventana. Salió, por último, pero llorosa, sobresaltada y triste.
-Faustino -dijo-, mi padre lo sabe todo.
No sé quién se lo ha dicho, pero lo sabe todo, y acaba de
El
Con superior talento y sin herir el
orgullo del doctor, hizo ver doña Costanza que los planes de rapto, de
bodas contra la voluntad paterna y de retiro bermejino, eran delirios vitandos.
Demostró asimismo que su padre tenía razón en oponerse a
los amores: y que ellos, aun amándose mucho, como se amaban, se
harían infelices, si fueran marido y mujer; que el cielo repugnaba aquel
matrimonio; que
En suma, Costancita estuvo elocuente, inspirada, deslumbradora. Siento no hallarme en vena para trasladar aquí fielmente todo lo que dijo. Serviría de modelo a mil discursos semejantes que con frecuencia se ven obligadas a pronunciar las señoritas.
El pobre doctor, aunque desahuciado, abandonado y pisoteado, tuvo que quedar agradecido.
No se entienda, sin embargo, que doña Costanza era una coqueta fría, embustera, hipócrita y sin entrañas. Con su tía por la mañana, y con el doctor por la noche, había sido el mismo candor y la misma sinceridad. No mentía afirmando que amaba al doctor. Le amaba, y le amaba ardientemente: pero también amaba su bienestar, su vanidad de mujer, y sus esperanzas de brillar un día y de deslumbrar en el gran mundo.
Hasta el suponer doña Costanza
que su alma era hermana de la del doctor, combatida por las mismas encontradas
pasiones, presa de iguales sentimientos en lucha, le hacía más
simpático, querido y adorable a su primo. Mas por aquello que más
le
-Se me desgarra el corazón -decía doña Costanza-, pero es preciso que no nos volvamos a ver; es preciso olvidar estos días de locura, este sueño fugaz de amor insano y peligroso.
Así Costancita coronaba de flores a su víctima, al clavarle el puñal en las entrañas.
Su voz estaba trémula, entrecortada por los sollozos. Gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y corrieron por sus mejillas.
Lo que doña Araceli extrañaba tanto que no hubiera sucedido antes, sucedió entonces, sin que nosotros lo podamos remediar. Costancita, como estaba llorando, inclinó la frente contra la reja, y el doctor, conmovidísimo, acercó los labios y dio un beso en aquella serena y cándida frente.
Entonces, como si volviese en sí de un arrobo melancólico, dijo Costancita:
-¡Adiós, primito, adiós!
Costancita hizo ademán de irse.
-¿Así me dejas, cruel? -exclamó D. Faustino.
-Es preciso: nuestra suerte lo dispone. ¡Adiós! No me aborrezcas.
-¡Aborrecerte... jamás!... Quiera el cielo que pueda dejar de amarte.
-No, no me ames... Ama a otra que sea
menos
Y Costancita se retiró de la reja, y desapareció, seguida de su criada Manolilla, que había conversado con el fiel escudero. El doctor se guardó las lágrimas para la soledad. Aquella noche, cuando se quedó solo en su estancia, lloró mucho y durmió poco.
A la mañana siguiente, pretextó que acababa de recibir una carta de su madre, avisándole que estaba enferma, y dispuso con precipitación su partida.
Después de despedirse ceremoniosamente de su tío D. Alonso y de su prima Costanza, después de repartir quinientos reales de propina a los criados, y después de recibir, para alivio de penas, un millón de besos, de abrazos y de lágrimas de la niña Araceli, el doctor tomó el camino de Villabermeja, acompañado de Respetilla, en cuyo mulo iban los baúles, con los uniformes y demás galas, que tan poco habían servido y valido.
Dejémosle ir en paz, si es posible, y pidamos al cielo que le dé valor y sufrimiento bastantes para las penas y trabajos que tiene que pasar aún.
El lector y yo nos quedaremos algunos días más en la ciudad natal de Costancita, donde hemos de presenciar sucesos de gran transcendencia para esta verdadera historia.
El personaje cuyo nombre sirve de epígrafe tenía cerca de cincuenta años de edad y más de veinticinco mil duros de renta. Era viudo y sin hijos.
En la fértil y extensísima dehesa de Guadalbarbo había un castillo feudal, desde donde, según contaba el marqués, pelearon sus heroicos progenitores contra los moros, durante seis o siete siglos. Los maldicientes afirmaban que el abuelo del marqués había sido lechuzo; que enriquecido en tiempo de Carlos III, había comprado aquella dehesa y otras fincas, y que su padre, cuyas bufonadas hacían reír mucho a María Luisa, había titulado después. Pero, como quiera que sea, ora vertiendo la sangre de los infieles, ora haciendo derramar lágrimas a los fieles y atrayendo a los labios de una graciosa reina la dulce risa, es lo cierto que el marqués de Guadalbarbo tenía renta y título, vinieren de donde vinieren.
Algo había heredado del
carácter alegre y de la
Deseoso el marqués de recorrer sus Estados, y de abandonar, al menos por una corta temporada, el bullicio y las intrigas de la corte, había venido a la tierra de D. Alonso, donde poseía algunos bienes.
Un mes hacía que estaba allí. La condesa del Majano se devanaba los sesos por averiguar qué le detendría tanto tiempo. El marqués apenas escribía, y cuando escribía era muy lacónico.
Por último, como diez días después de la partida del doctor Faustino, escribió el marqués a su hermana una extensa carta que lo declaraba todo y que trasladaremos aquí íntegra.
La carta rezaba:
«Querida hermana mía: Cuando te refiera las causas y razones que me detienen aquí, no lo extrañarás, como me dices que lo extrañas. Tú misma, a fuerza de lamentar los vicios, los desórdenes y los escándalos de esa capital, me has disgustado de ella y me has impulsado a venir entre estas gentes sencillas.
«Estoy contentísimo aquí. He hallado un amigo excelente en un caballero principal llamado D. Alonso de Bobadilla, el cual reúne dos prendas que rara vez se hallan juntas: es activo, cuidadoso de sus cosas, entendido en agricultura y ganadería, sabe, en suma, dónde le aprieta el zapato, y es al mismo tiempo el hombre más temeroso de Dios, más devoto y más amigo de ir a la Iglesia que he conocido en mi vida. Cuando no está en el campo, cuidando de su hacienda, suele estar en el jubileo o en alguna novena, y rara vez en el casino.
»Mucho me ha servido la amistad de este hombre, así para mejorar mis bienes con sus consejos, como para mi contentamiento espiritual con su agradable trato.
«El tal D. Alonso es viudo, como
yo, pero con la dicha de tener una hija preciosa. No he visto jamás
criatura más llena de candor. Y no creas que es tonta, ignorante ni
parada. Al contrario, Costancita, que así se llama, tiene extraordinario
despejo y viveza. Su claro entendimiento está bastante cultivado: pero
su educación ha sido sólida y muy cristiana, hasta rayar en la
austeridad. ¡Qué interesante y hermosa contraposición se
advierte entre su malicia infantil, sus risas y sus chistes, y la ignorancia
santísima de todo lo malo, que desde el fondo de
»El recogimiento con que ha criado a Costancita una señora, tía suya, que permanece doncella, ha sido extraordinario, y ha dado, como debía suponerse, los más sazonados frutos. Ya que Costancita es mujer, y, como dice su padre, ha salido a volar, ni con su misma tía se acompaña. La tía vive aparte, y Costancita siempre al lado de su papá, que está hecho un Argos y no la deja ni a sol ni a sombra.
»Nunca ha leído Costancita
ni una sola de estas perversas novelas que ahora se escriben, sino libros de
devoción, algo de historia y mucho de
»Criada así Costancita, es
un ángel en la tierra. Hace muchas limosnas; envía flores y cera
a la iglesia
»La tía, a quien llaman la
niña Araceli, es muy buena señora, salvo que se enfurece cuando
juega al tresillo y pierde. Y eso que jugamos a ochavo. Y digo
»No he visto gente que mire menos a su propio interés, en ciertas cosas, que esta niña Araceli y este bueno de D. Alonso. ¿Quieres creer que tienen un pariente en un lugarcillo no muy distante de aquí; que este pariente no tiene absolutamente sobre qué caerse muerto, y consintieron ambos en que viniese a vistas para que se casase con Costancita si los primos se gustaban?
»Por dicha, el tal pariente, que
ha estado aquí algunos días, es un pedantón de siete
suelas, pervertido con las espantosas y abominables doctrinas que ahora se
enseñan en las universidades, y tan impío que nadie le ha visto
en misa una sola vez. ¿Cómo había de convenir semejante
trasto a doña Costancita? Así es que apenas si ella le ha mirado.
Ha sabido tratarle con afabilidad, como a pariente, eso sí; pero sin
hacerle caso como a novio; tal vez sin caer en la cuenta de que venía a
pretender su mano, porque la pobre niña, a pesar de lo lista y
»En fin, el primo ateo se ha largado a su lugar, con viento fresco, convencido de que no se ha hecho la miel para la boca del asno, y, estoy seguro de ello, sin haber obtenido siquiera ni una mirada amorosa de su prima. Pero ¿qué mucho, si su prima no sabe emplear sus hermosos ojos en semejantes liviandades? Yo la he observado con persistencia y no he sorprendido jamás que mire a nadie, sino como Dios manda. Sólo mira ella con intensidad amorosa, pero ¡de cuán distinto género! cuando mira a su padre o contempla en la iglesia la imagen de algún santo o de alguna santa.
»¡Qué diferente es esta Costancita de tantas y tantas señoritas de Madrid, que tienen novios a montones, que coquetean con unos y con otros, que no hay nada que ignoren y que son tan desenvueltas!
»¡No puedes figurarte lo que
me he acordado de ti, cuando hacías la justa censura, ya de ésta,
ya de aquella joven de la sociedad madrileña, porque me veías
propenso a entrar en relaciones, y querías retraerme de tan funesta
inclinación, mostrándome
»En fin, para qué hemos de andar con rodeos. Tú eres la primera persona a quien doy parte. Costancita me ha enamorado perdidamente. Con ella no son posibles coqueteos, ni términos vagos. Ni se la puede hablar al oído, ni sacarla a valsar, ni entretenerla con unas relaciones que no conduzcan al matrimonio con el beneplácito de su familia. La honestidad y decoro de Costancita, el recogimiento con que vive, el respeto que infunde su honrado padre, y la misma sencillez e ignorancia de la linda muchacha, no consienten otra cosa. Rendido a la evidencia de estas razones, y prendado, cautivo, casi enfermo de amor, he buscado el único remedio posible y decoroso. He pedido a D. Alonso de Bobadilla la mano de su hija doña Costanza.
»D. Alonso me ha dicho que por su parte se honraría en ser mi suegro; pero que en nada quiere contrariar la voluntad de su hija; que la consultaría, y que sería lo que Costancita quisiese.
»Costancita ha pedido diez días para decidirse.
»Hoy ha cumplido el plazo de los diez días, y Costancita me ha hecho el más feliz de los hombres aceptando mi mano».
Así, salvo los cumplimientos y memorias, terminaba la carta del marqués. Y aunque sea adelantar demasiado algunos sucesos, turbando el orden cronológico rigoroso, añadiré que a las tres semanas de escrita la carta que dejamos copiada, en presencia de la virtuosa condesa del Majano, que vino aposta de Madrid, y sin boato, galas ni preparativos, porque la modestia de Costancita lo repugnaba, se celebraron sus bodas con el enamorado marqués, limitándose D. Alonso, en vez de los tres o cuatro mil duros que prometía, a dar dos mil duros al año, que el generoso marido, con otros cuantos miles más, señaló a su mujer, para que se vistiera como correspondía, y pudiera desquitarse con usura, después de la boda, de la carencia de joyas, galas y dijes que se había notado en ella.
Sin ningún incidente digno de contarse, había hecho el doctor su viaje de retorno a Villabermeja.
Su madre, a quien refirió de palabra lo que por cartas no había contado de sus amores con doña Costanza y del fin desengañado que tuvieron, puso a su sobrina como hoja de perejil, y no trató con más piedad al bueno de D. Alonso de Bobadilla.
Después de este natural y disculpable desahogo, la señora doña Ana Escalante de López de Mendoza se afligió en el alma de ver a su pobre hijo derrotado y humillado, y el mismo doctor tuvo que consolarla, mostrando que la derrota apenas lo era, ya que él había ido a enamorar a Costancita, y no a su padre, y sosteniendo que no había humillación en que no se llevase a cabo la boda por razones de estado y hacienda que D. Alonso aducía, y por razones de prudencia que Costancita había expresado y que él mismo había reconocido y aceptado como buenas.
Así pasaron algunos días, hasta que llegó por el correo el parte oficial del casamiento de Costancita con el marqués de Guadalbarbo. El furor de doña Ana se recrudeció entonces, y el doctor hizo por calmarle con mil reflexiones juiciosas.
Calmados ambos al fin, porque no hay agitación que no acabe, cayeron madre e hijo en una melancolía tranquila, y siguieron viviendo en Villabermeja, más apartados que antes del trato de toda aquella gente.
Doña Ana administraba el caudalillo, cuyos productos se consumían casi todos en pagar los intereses de la deuda, y cuidaba diestramente de la casa, donde con orden y severa economía lograba conservar el lustre señoril.
El doctor, entre tanto, estudiaba, meditaba y daba largos paseos a pie, subiendo a menudo a los cerros, y sobre todo al de la Atalaya, para descubrir más horizonte. También iba a veces en su jaca a la quinta, que era lo mejor de su caudal. La quinta estaba en un sitio muy agreste y distante de los caminos reales, en la cumbre de otro cerro.
Casi la única persona con quien
hablaba el doctor, además de su madre, era el fiel Respetilla, quien
solía entretenerle y arrancarle alguna sonrisa, contándole los
chismes y novedades del lugar, y a quien,
A pesar de sus coloquios y combates con Respetilla, y a pesar de las largas conversaciones con doña Ana, siempre quedaban al doctor muchas horas de día y de noche, durante las cuales, en la más esquiva y completa soledad, se complacía en recogerse y reconcentrarse dentro de sí mismo, juzgando los sucesos de su vida y sondeando los senos más profundos de su conciencia.
De la aparición de la mujer
misteriosa nada había dicho a su madre: pero una de sus primeras
La obra de Pantoja era bellísima, pero al cabo no era más que una imagen y no podía despertar en el doctor, que gozaba de cabal juicio, sino simpatías meramente artísticas. La certidumbre de que aquél era el retrato de una antepasada suya, muerta hacía tres siglos, cortaba además los vuelos a su imaginación.
El doctor había leído un
cuento oriental de cierto príncipe que halló en el tesoro de su
padre un retrato de mujer de quien se enamoró: pero el príncipe
creyó contemporáneo suyo el original del retrato. Salió en
su busca por el mundo, y nunca pudo dar con la mujer amada. Sólo vino a
averiguar, después de mucho tiempo y peregrinaciones, que la dama, a
quien amaba por el retrato, había sido una reina de la isla de Serendib,
no menos prendada de Salomón que la de Saba, y quizás la
más bella y
A pesar de todo, se deleitaba tanto en mirar el retrato y llegó a cobrarle tanto cariño, que se le trajo al salón del piso bajo donde él vivía, poniendo en el hueco otro retrato, de los que adornaban y autorizaban su salón.
No dejaba el doctor, entretanto, de
recordar a su
«¿Qué razón hay -se decía-, para sospechar tal cosa, cuando nada recuerdo de ninguna vida anterior a ésta que vivo? De esta misma vida apenas tuve conciencia hasta que mi espíritu acabó de formarse, saliendo de la primera infancia, como quien sale a luz de un seno tenebroso. Se diría que fue menester que la luz material hiriese mis ojos, que los objetos sensibles hiciesen impresión en mi alma, que la palabra humana me revelase la verdad penetrando en las ondas sonoras del aire por mis oídos, para que el espíritu, que sólo estaba en germen, diese razón de sí: fuese conociéndose a sí propio, pues sin conocerse no era».
El doctor, si bien más inclinado
a dudar que a negar o afirmar, infería de todo que ni su
«Sin embargo -seguía
meditando el doctor-, ¿dónde va mi espíritu cuando duermo?
¿No se corta, no se para entonces su vida? ¿No será la
muerte como el sueño? Cuando duermo, no siendo el sueño muy
profundo, creo sentir, aunque confusamente, que soy. Cuando despierto, me
asegura la verdad de mi existencia el recuerdo claro y patente de toda mi vida
anterior. Pues ¿por qué, aun imaginando la muerte como un largo y
profundo sueño entre dos vidas, no ha de acudir al alma cuando
despierta, esto es, cuando vuelvo a nacer, el recuerdo patente
El doctor discurría así,
de noche, a solas, en la gran sala baja donde estaban los retratos, incluso el
de la coya; y donde había también un espejo. En aquella soledad,
sin temor de que le viesen y tuviesen por loco, se tocaba el cuerpo con las
manos, se miraba al espejo y se veía, andaba y oía sus pisadas al
andar, hablaba y escuchaba su palabra misma. Luego se reía de aquella
prueba pueril que se estaba dando de su propia existencia. Cerraba entonces los
ojos, se quedaba inmóvil en un sillón, y prescindía de
todo, hasta del pensamiento, y entonces la prueba de que existía era
más clara: no era porque se veía, ni porque se tocaba, ni porque
andaba, ni porque se oía, ni porque pensaba, sino era porque era.
Desenvolvía luego aquella escueta y pura afirmación de su ser, y
resultaba algo como el hilo o lazo de unión donde venía la
memoria a engarzar todos sus pensamientos, impresiones, ideas y deseos.
El doctor discurría una noche con tan cándida buena fe, que, al llegar a este punto, fue a la mesa de su bufete y sacó de un cajón su fe de bautismo. Quiso cerciorarse y se cercioró de que había nacido en el año 1816, y se declaró a sí propio que hasta entonces no había habido doctor Faustino, ni espiritual ni material, y que todos los seres que llenan el espacio sin límites, y todos los sucesos y cambios que traman y tejen la tela del tiempo, dentro de la eternidad inmutable, habían existido y ocurrido sin que él tuviese arte ni parte en cosa alguna.
Después continuó cavilando:
«En la corriente de la vida, en la
serie de los casos y de los seres he aparecido poco ha. ¿Me
hundiré, desapareceré para siempre, volveré a la nada de
donde salí, o persistiré en lo futuro? Toda esta substancia que
forma mi cuerpo, ¿no se ha renovado ya varias veces, y yo he
permanecido? ¿Mi forma misma, no ha cambiado en lo accidental? Y sin
embargo, ¿esencialmente no persiste hasta mi forma? Pues ¿por
qué no ha de seguir persistiendo? Persistirá; pero
¿cuál será el modo de su persistencia?
Aquí volvía el doctor a recordar la fecha de su nacimiento. Luego añadía:
«Nada; yo no era antes de 1816.
Todo lo ocurrido hasta entonces, ni pena ni gloria para mí; pero de lo
que he pensado y hecho, y amado, y sentido, y aborrecido desde entonces, quiero
gloria y pena,
De esta suerte llegaba a persuadirse el
doctor Faustino, no de que el espíritu de la coya no vagase por la casa
y pudiese entenderse con él, sino de que la
Así volvía el doctor,
después de mucho discurrir, a la pregunta del principio:
¿Quién era su
A este propósito recordaba el cuento de doña Guiomar que le contaban las criadas cuando niño.
Una hechicera poderosa había robado a doña Guiomar, que era lindísima, y la tenía encerrada en una torre muy alta, sin puertas, porque la hechicera subía a la torre volando. La torre estaba en medio de solitaria llanura, donde casi nunca llegaban pies humanos. La suerte quiso, no obstante, que un hermosísimo príncipe, hijo de rey poderoso, se extraviase un día, yendo de caza y apartándose de sus monteros, alconeros y demás comitiva. El príncipe vino a encontrarse en la oculta y misteriosa llanura donde estaba la torre. El sol brillaba cerca del cenit. Doña Guiomar, en el elevado mirador de la torre, peinaba la sedosa madeja de sus cabellos rubios con un peine de plata. El reflejo del sol en aquellos lustrosos y dorados cabellos deslumbraba la vista. El rostro de doña Guiomar parecía circundado de refulgente aureola.
Doña Guiomar era de lo más bello que puede fingir la más discreta y generosa fantasía. El príncipe, galán, atrevido, elocuente y bello también. Nacidos el uno para el otro, se enamoraron y cautivaron al punto.
Con sábanas y colchas, con
vestidos y otras telas, formó doña Guiomar una larga escala. Por
ella se
Aunque caminaban de prisa, doña
Guiomar notó, al cabo de un rato, que la hechicera, que había
vuelto a la torre y visto que ella se había escapado, venía en su
persecución. Ya estaba cerca la hechicera, ya iba casi a tocar con su
mano a doña Guiomar, cuando ésta tiró al suelo el peine de
plata, con que se peinaba, y se formó de repente una cordillera de
montañas altísimas, con las cumbres cubiertas de nieve y de
hielo. La hechicera quedó del otro lado de las montañas: pero tal
era su poder y tanta su cólera y su brío, que salvó las
crestas nevadas, bajó al llano, y ya iba alcanzando de nuevo a
doña Guiomar y a su amante. Doña Guiomar entonces tiró al
suelo un puñado del perfumado afrecho con que se lavaba las blancas
manos. Al punto se formó un intrincado matorral de jaras, espinos y
zarzas, cubierto todo él de niebla muy espesa. La hechicera pudo, con
todo, atravesar el matorral, aunque destrozándose las carnes, y sin
extraviarse, a pesar de la niebla, se puso otra vez al alcance de doña
Guiomar y de su raptor. Doña Guiomar tiró, por último,
-¡Vuelve la cara, hija mía, vuelve la cara para que te vea la última vez antes de perderte para siempre! -decía la hechicera-. Hija mía, ten compasión de mí, que te he criado. Mírame una vez, ya que me abandonas.
Doña Guiomar no quería mirar; pero el príncipe la rogó que fuese compasiva y mirase. Volvió entonces la cara, y la hechicera dijo:
-Permita el cielo que quien te lleva te olvide.
Esta terrible maldición se cumplió. Llegados el príncipe y doña Guiomar cerca de la capital del reino, donde reinaba el padre del príncipe, dejó éste a doña Guiomar en una quinta, pensando volver allí por ella para que hiciese su entrada en la corte con gran pompa y aparato. Pero, no bien la dejó, se le borró su imagen, su nombre y su amor de la memoria, y así permaneció años, hasta que por otro caso milagroso, que forma la segunda parte del cuento, vino al fin a recordarla.
Este cuento, como todos los de hadas,
encantamientos
La
Fuese quien fuese en el mundo real la mujer vestida de negro, que una vez se le había aparecido, el doctor se sentía inclinado a convertirla en figura alegórica. Hecha esta conversión, todo se explicaba con facilidad. De la poesía no quedaba en el alma del doctor sino el egoísmo. En su desesperada modestia, creía que habían muerto en su alma la devoción y la fe.
En otra noche de insomnio, lleno el doctor del más doloroso abatimiento, se culpaba a sí mismo, y todo lo justificaba a la vez.
«Bien miradas las cosas -pensaba-,
más amor he alcanzado de Costancita, que el que yo le daba y
Otro objeto de amor más excelso, más comprensivo, reconocía el doctor que le convenía buscar para que su corazón se aquietase: pero no se atrevía a negar la realidad de la existencia de ese objeto, y, de miedo de encontrarse con un fantasma, no le buscaba.
El doctor había leído las poesías desesperadas que privaban en aquella época; pero aún no habían salido a luz o no habían llegado a su noticia las atrevidas especulaciones de los filósofos desesperados novísimos. Schopenhauer y Hartmann no habían penetrado en Villabermeja.
No habían, con todo, sido pocos los libros materialistas e impíos que el doctor había leído. Veía además el pro y el contra de todas las cuestiones, y la índole de su entendimiento le llevaba a dudar.
La melancolía de su alma, en aquellos días, le pintaba todo con los colores más negros.
Sin embargo, contra las negaciones que había hecho de todo objeto digno de su amor, él mismo se presentaba varios argumentos.
-Es muy cómodo -decía-, negar el objeto digno. Así se disculpa la pereza, la frialdad o la cobardía. ¿Seré tal vez un miserable, incapaz de todo arranque generoso, y para justificarme a mis propios ojos quiero persuadirme de que no creo que haya un objeto que merezca que yo me sacrifique por él: que iguale al amor?
Luego pensaba si los filósofos y los poetas pesimistas lo habían sido por discurso y reflexión serena, o por ser enclenques o pobres, por falta de salud o de dinero. Mas suponiendo esto último, no dejaba el doctor muy bien parado el orden de las cosas. ¿Por qué había de haber dolores físicos o miserias sociales de tal naturaleza, que cambiasen así la condición de los hombres? Por otra parte, afirmar tal influjo era el colmo del escepticismo: era afirmar lo vano e interesado y falso de todo sentimiento y de toda idea. Si un sistema filosófico impío pudo provenir de que su autor padecía del estómago o de que no tenía dinero bastante, o de que no comía bien, también un sistema filosófico muy religioso y optimista pudo provenir de que el autor gozaba de envidiable salud y tenía satisfechas todas sus necesidades.
Cuando el doctor llegó a este punto en sus cavilaciones, recordó sonriendo unos versos muy conocidos de Lope de Vega. Un lacayo, disfrazado de médico, es consultado por un caballero que padece honda tristeza, y se entabla este diálogo:
-Nada me parece bien; Todos me son importunos. -¿Tenéis dineros? -Ningunos. -Pues procurad que os los den.
El remedio de la tétrica filosofía del doctor, ¿era el mismo de que hablaba el lacayo de Lope? En gran parte sí. El doctor tenía la ingenuidad de confesárselo, si bien la confesión le humillaba y vejaba. ¿Por qué un alma tan grande como la suya se conmovía y trastornaba por cosa tan accidental y de poco valer? Porque el doctor quería ir a Madrid, darse a conocer, brillar, hacerse famoso, y sin algún dinero no podía lograrlo.
El doctor procuraba consolarse de no ir
a Madrid; procuraba desistir de sus sueños de ambición y de
gloria. Entonces se hacía un argumento o discurso parecido al que hizo
no recordaba bien qué sabio a Pirro, rey de Epiro, que se desvelaba e
inquietaba, ansioso de conquistar el mundo. «Conquistaré primero
toda la Grecia, -decía Pirro. -¿Y después? -preguntaba
Este coloquio, si tenía fuerza para convencer a Pirro, que al fin soñaba con la conquista del mundo, mayor fuerza debía tener para el doctor, quien, en sus mayores raptos ambiciosos, ni soñaba ni podía soñar sino con ser, por unos cuantos meses,
uno de los cien ministros que al año vienen y van;
en un país que, lejos de conquistar los otros, no sabe conquistarse a sí mismo.
Algo más tranquilo el doctor,
después de este razonamiento, pensó en dedicarse a la vida
contemplativa: desechar la práctica por la
Aun sin meterse en honduras
científicas ni en averiguaciones de ningún género, bien
podía el doctor darse por pagado de ver las cosas como poeta,
admirándolas y celebrándolas; limpiando bien el alma de malas
pasiones para que fuese bruñido y claro espejo, que reflejase el mundo
dentro de sí, no sólo en cuanto se extiende y dilata por los
espacios, sino en su prolongación en los tiempos, con todas las series
sucesivas de creaciones y de manifestaciones que en él ha habido.
Confesemos que la hermosa casa solariega de Villabermeja era cómodo y
regalado asiento para asistir a esta representación magnífica y
perpetua. El alma del doctor además, al reflejar en sí todas las
cosas, no lo haría sin gracia y desmañadamente, sino que las
hermosearía y perfeccionaría según ciertas leyes de buen
gusto y de
Por desgracia, ahondando un poquito
más el doctor en estas reflexiones y soliloquios, se encontró con
una dificultad aterradora. Para la práctica ya había visto que
sin amor nada podía: para la teórica halló también
que era menester amor. Conforme Dios iba creando las cosas, las miraba con amor
y veía que eran buenas. Para encontrarlas él también
buenas, o al menos bellas, era menester que las mirase con amor. Mucho
más amor era menester aún para reflejarlas en el espejo del alma
con mayor hermosura de la que tienen. El amor es el grande artista, el creador,
el poeta; y D. Faustino temblaba de pensar que no amaba. Quería
convencerse primero, sin ningún amor, de que un objeto era bueno, muy
bueno, y después amarle. No sentía el rapto generoso, la noble
confianza del alma enamorada que se
Crea el lector que me pesa ahora de haber elegido para mi cuento un personaje de tan enmarañado carácter como el doctor Faustino. Me obliga contra mi gusto a escribir este largo soliloquio, que debe aburrirle: pero ya no podemos retroceder. Yo procuraré ser breve, aunque mucho se quede por decir.
Desesperado el doctor de no amar lo bastante, así para la vida práctica como para la vida especulativa, en lo que tienen de más egregio, volvió a su tema de hacer una vida práctica y especulativa a la vez, más llana y más vulgar, y volvió a soñar con ir a Madrid en busca de aventuras y de triunfos. La falta de dinero, el grande obstáculo, apareció en seguida ante sus ojos.
Una sola bujía alumbraba el
salón en que se hallaba. La luz iluminaba apenas los retratos de los
ilustres Mendozas. Todos ellos eran menos que medianos, salvo el de la coya. El
doctor los miró casi con ira, porque le habían dejado un nombre y
no le habían dejado riqueza. Tuvo gana de pegarles fuego. También
pensó en llevárselos a Madrid y ponerlos en un baratillo, a ver
si los compraba algún usurero o algún publicano, que quisiera
ennoblecerse y tener ascendientes, prohijándolos, o mejor dicho,
El largo insomnio había excitado de tal suerte sus nervios, que el doctor, en aquella soledad, en el silencio de la noche, con la luz de una sola bujía que, iluminando muebles y cuadros, formaba mil sombras caprichosas en las paredes, imaginó que todos sus ascendientes ofendidos se destacaban de los marcos y caminaban contra él, deslizándose como espectros. Hasta la coya se reía entre compasiva y burlona. El ambiente se hizo sofocante, como si respirasen allí todos los personajes de los retratos, vueltos a la vida, y como si su respiración fuese de fuego. El doctor tuvo calor y frío a la vez; pero no tuvo miedo, sino de volverse loco. Hubiera sido indigno de un filósofo suponer que retratos pintados habían de echar a andar para darle un susto o embromarle de alguna manera.
El doctor, no obstante, fue hacia la ventana que estaba cerrada, aunque era a principios de Mayo, y para respirar el aire libre abrió de par en par maderas y cristales.
El sitio a donde daba la ventana, que abrió el doctor, era poco risueño. En primer término la calle solitaria y sin salida. Las tapias del corralón, que servía de cementerio, enfrente. Y a la derecha uno de los torreones cilíndricos del castillo sobre el cual se apoyaba la casa. Más allá de las tapias del corralón se levantaban los muros de la iglesia y se veía un poco del arco y pasadizo que con el castillo la une. Antes del arco, formaba la casa un recodo. La luna llena iluminaba la calle sin gente y sin más ruido que el formado por un viento manso que doblaba la larga yerba que crecía en la misma calle y encima de las tapias del corralón.
En nada de esto se fijó el doctor
al abrir la ventana. Otro objeto más importante absorbió toda su
atención en el momento. Frente por frente de la ventana, junto a la
tapia del corralón, iluminado el rostro por la luz de la luna,
inmóvil como una estatua, con dolorosa expresión en el semblante,
tal vez con lágrimas en los hermosos ojos, vio el doctor a una mujer
alta, delgada, vestida de negro, y creyó reconocer a su
-¡María! ¡María! -exclamó; pero no le respondió la mujer. La mujer echó a andar hacia el arco.
-¡María! -dijo el doctor de nuevo.
Entonces creyó notar en todo el cuerpo de la mujer un temblor, un estremecimiento nervioso; pero ella ni contestó ni volvió la cara.
De buena gana se hubiera el doctor lanzado a la calle para perseguir a su visión. La gruesa reja de hierro que tenía la ventana impidió la realización de su deseo.
-¡María! -dijo el doctor por tercera vez; y entonces dio la vuelta a la esquina la mujer vestida de negro, y el doctor la perdió de vista.
Precipitadamente tomó el doctor
el sombrero, salió al patio, abrió la puerta que daba al
zaguán, y quitó la tranca que defendía la puerta exterior.
La llave por fortuna estaba puesta. Abrió la puerta exterior, y fue
corriendo en busca de su
Eran las tres de la mañana. No
había un alma en las calles. El doctor las pasó y examinó
todas dos o tres veces. Dio vuelta a la iglesia y al castillo: saltó por
cima de las tapias del corralón, y hasta en aquella mansión de
los muertos buscó a su
Pensó luego el doctor si estaría en el campo, y salió al campo, y anduvo por los caminos sin saber dónde iba, hasta que despuntó la aurora.
Las campanas tocaron a misa primera, y el doctor se decidió a oír aquella misa. Quizás vería en la iglesia a la mujer misteriosa, como la había visto la niña Araceli.
Tampoco vio en la iglesia a la mujer misteriosa.
El doctor estaba tan inconsecuente, tan
fuera de sí, tan otro, que a pesar de su impiedad filosófica,
hizo por modo extraño algo como oraciones y súplicas al
Jesús Nazareno, de que era hermano mayor, y al santo pequeñito,
patrono del pueblo, a ver si le ayudaban a dar con su
La nueva aparición, confirmando
más a don Faustino López de Mendoza en la creencia de que su
Este asunto de la mujer misteriosa le
pareció de tal condición, que no quiso fiarse de Respetilla para
que le ayudase en sus averiguaciones. Por motivos opuestos, y quizás
más poderosos, se guardó bien asimismo de decir nada a su madre.
Cuando María, la llamaremos así, ya que el doctor así la
llamaba, se escondía tanto, razones poderosas tendría para ello.
Si el doctor se hubiera confiado a Respetilla, hubiera expuesto a María
a que la descubriesen. Confiándose a su madre, la hubiera llenado de
recelos.
Sólo había otra persona,
cuyo sigilo era grande y cuyo afecto hacia el doctor era mayor aún. A
ésta pensó en confiarse para que le ayudase a descubrir a
María. Dábase la circunstancia de que esta persona era la
más a propósito que había en toda Villabermeja para poner
en claro un misterio y despejar una incógnita. Apenas había
familia que no conociese, ni lance que no supiese, ni amores que ignorase, ni
pendencia matrimonial de que no tuviese noticia. Sabía esta persona
hasta lo que comían en cada casa. Si ella no daba, pues, con la
Ya estaba resuelto a confiárselo todo, cuando dos días después de la aparición de María, fue el doctor a su quinta en la jaca. La casera estaba sola a la puerta de la quinta, mientras que el casero cavaba.
-Señorito -dijo la casera-, esta mañana me entregaron un papel para su merced.
-¿Quién le entregó? -preguntó el doctor.
-Un forastero a quien no conozco.
-Venga ese papel -dijo el doctor.
-Aquí está -contestó la casera dando a D. Faustino un pliego cerrado, que él recibió con emoción extraordinaria, pensando reconocer en la letra del sobrescrito la mano de la mujer misteriosa.
Salió entonces en medio del campo, y mirando antes a todas partes para cerciorarse de que nadie había por allí que pudiese verle o interrumpirle, abrió la carta y leyó lo siguiente:
«No ha sido mi propósito
presentarme a tu ojos ni herir tu imaginación con el prestigio de lo
sobrenatural. Mi alma soñadora, anhelando explicarse esta fuerza
invencible que me lleva hacia ti, descubre, tal vez se finge, otras existencias
en que tú y yo, sin obstáculo alguno que entre nosotros se
interpusiese, nos amamos y fuimos dichosos; pero no pretendo imponerte esta
creencia. Mi alma cree también que, durante el sueño,
desprendiéndose, por obra del amor, del cuerpo que anima, vuela y se
pone a tu lado; mas no aspiro tampoco a que lo creas. Yo te amo y sólo
aspiro a que me ames. Tengo miedo, no obstante, de lograr lo mismo a que
aspiro. ¿Para qué aspirar a que me ames, si no es posible, en
esta vida, que nuestro amor nos dé ventura? De aquí lo
»Hay además en mi vida un misterio horrible que no quiero, que no debo revelarte. Hay algo que está en mí y no está en mí, y que me hace indigna de tu amor. No presumas ni sospeches por eso que reside la indignidad en lo que es mi persona.
»Un diamante se conserva entero, puro, aunque caiga en el fango. Impenetrable a toda substancia corrosiva, sólo la luz penetra en su seno y le alegra y le llena de claridad y de hermosura. Tú eres la luz; mi corazón es el diamante.
»Una pequeña semilla cayó en la tierra. El sol con su calor divino la fecundó. Allí brotó una planta lozana, y en la planta una flor: pero no abrirá el cáliz ni dará su aroma, si el sol, que eres tú, no la acaricia.
»Mucho tengo que agradecerte,
aunque no lo sabes. Ser flor y diamante te lo debo a ti, que eres mi sol y mi
luz. La firmeza para resistir al fango en que había caído, te la
debí a ti, mi luz, y fui diamante, y no fango. El brío, la fuerza
para ascender a la región serena del aire, saliendo del seno inmundo de
la tierra, te lo debí a ti, mi sol, que con tu divino calor, hiciste
subir por el tallo hasta el sellado cáliz las
»Abandonada de todos, ruda, ignorante, ni los sagrados misterios de una religión que yo no comprendía, ni los santos que están en los altares y cuya vida y cuyas virtudes yo ignoraba, hubieran evitado mi perdición. Dios quiso salvarme por tu medio. Dios, sin duda, infundió en mi alma una admiración hacia ti, que ha levantado mi espíritu y le ha hecho apto para concebir todo lo bueno. La preocupación constante de no hacerme indigna de ti, de no perder toda esperanza de que me estimases, ha sido mi escudo y mi defensa en los primeros años de mi vida.
»Más tarde vino el
espíritu consolador y me llevó a su lado. A su lado se ha abierto
mi alma a todas aquellas ideas nobles y a todos aquellos sentimientos generosos
de que es capaz por su semejanza con Dios. Yo, sin embargo, aunque lejos ya de
ti, no pude olvidarte. Antes bien recordaba con más viveza que la
primera iluminación de mi alma fue obra tuya. Cuanto yo aprendía
luego, cuanto por estudio y natural discurso alcanzaba lo veía como
cifrado e incluido en aquella primera iluminación de que tú
fuiste causa. De esta suerte creció mi amor hacia ti. Como germen
caído en terreno inculto, así
»Hasta la ausencia, el no verte en muchos años, poetizó más y más tu recuerdo. Te he vuelto a ver y no has desmerecido a mis ojos del concepto que de ti tenía, fundado en recuerdo tan poético. Así es que toda soy tuya. No dejaré de amarte aunque no me ames; no dejaré de amarte aunque me aborrezcas o me desprecies.
»Si te oculto quien soy tengo para ello razones poderosas. Respétalas y no me persigas.
»No hables de mí con nadie: te lo suplico.
»Si me amas, yo lo adivinaré y te buscaré. ¿Podré huir de ti, podré resistirme si me amas?
»Si no me amas, ¿para qué turbar con mi presencia tu sosiego? De mi amor mismo, aunque me abandonase y fuese toda tuya, no tomarías ni gozarías sino aquella mínima parte, quizás la más vulgar y grosera, que tú fueses capaz de sentir por mí. Tal es la condición del amor. Quien guarda para alguien todos sus tesoros jamás podrá darlos, por más que lo desee, como la persona amada no produzca y dé en cambio iguales tesoros de amor.
»La otra noche me viste por acaso
y a pesar mío, abriendo de repente la ventana de tu cuarto. Tú me
El primer efecto que hizo la lectura de esta carta en el ánimo de D. Faustino fue el de excitar el deseo más vehemente de buscar y de hallar a la mujer misteriosa.
A pesar de la súplica que
contenía la carta, diciendo
El otro precepto de la carta
Pasaron, pues, ocho o diez días, durante los cuales leyó el doctor la carta cien veces, meditó sobre ella y no halló rastro de la persona que la había escrito.
Trasladado a lenguaje llano, el contenido de la carta daba de sí lo que sigue:
María era de Villabermeja. Nacida
de lo más vil y abyecto de la sociedad, había visto y admirado al
Impulsada de este amor irresistible, María, a pesar suyo y conociendo que dicho amor no podía tener término feliz, perseguía al doctor y procuraba enamorarle.
D. Faustino López de Mendoza, aunque viciado por las malas lecturas y por la triste ciencia de su siglo, tenía excelentes prendas, corazón generoso y una sinceridad nobilísima. Tenía además veintisiete años.
Soñaba, pues, con amar y con ser amado; pero ni quería engañar a los demás ni engañarse a sí mismo. ¿Qué razón había para que amase ya a la mujer misteriosa? Apenas la había visto: apenas había hablado con ella.
Sin embargo, tal era la inclinación de D. Faustino a todo lo poético y extraordinario, que se esforzó por quedar enamorado de su María.
Se dice de algunos personajes, que
perdieron la fe, y que, con fervoroso deseo de recuperarla, hicieron durante
meses y años como si la tuvieran: rezaron sin creer en el rezo,
cumplieron todos los preceptos y se sometieron escrupulosamente al rito.
Así creyeron al cabo. Quien esto escribe conoce a un sujeto, que hoy
está en opinión de santo, y que durante el período de su
transformación, asistía a una reunión de racionalistas y
descreídos. -¿Dónde va Vd., D. Fulano? -le preguntaban
cuando se retiraba. -Voy a hacer
El carácter del doctor era
inflexible. No podía el doctor, por nada en el mundo, hacer
Y sin embargo,
Amar a una mujer, con fervor semejante al que debe emplearse en el amor de estas cosas más altas, es una idolatría: idolatría que no se comprende si no se ve o si no se toca el ídolo.
Dante, gran maestro de amor, lo había dicho en una admirable sentencia, salvo que Dante cometió la injusticia de acusar sólo a las mujeres de este linaje de materialismo. Dante deplora lo poco o nada que
...in femmina foco d'amor dura se l'ochio o il tatto spesso nol raccende .
¿Por qué no deploró y confesó Dante el mismo defecto en el hombre?
Tal vez el gran poeta confundió con el amor verdadero la adoración de la mujer como figura simbólica y como alegoría y personificación de la ciencia divina, de la inspiración poética y hasta de la patria. Así amó él a Beatriz. Así amó Petrarca a Laura. ¿Podía el doctor amar así a su María?
Antes de recibir la última carta,
no hubiera sido
El doctor, reconociendo con humildad que no lo merecía, había sido y era para su María lo que Beatriz para Dante. Estaban, por un capricho de la suerte, los papeles trocados. Pero ¿cómo hallar él en María a su Beatriz o a su Laura, después de la confesión ingenua que en su última carta María le había hecho?
El doctor, pues, muy a pesar suyo, tuvo
que confesarse que deseaba la presencia de María; que su amor, fuese
ella quien fuese, lisonjeaba su amor propio: que sentía hacia ella
piedad, profunda simpatía y hasta cierta ternura, pero no verdadero
amor. Ni siquiera sentía el amor simbólico y metafísico de
Lejos de sosegar esta confesión el ánimo del doctor, le atormentaba con amarga tristeza: le atormentaba con el tormento de no amar, que es el mayor de los tormentos.
Para distraerse de sus melancólicas cavilaciones redobló su actividad corporal. Paseaba desaforadamente a pie y a caballo; los combates al sable con Respetilla eran cada día más largos y feroces; tiraba a la barra; levantaba pesos enormes, y no pocas veces llegó a tomar el azadón y cavó con ahínco hasta derretirse sudando: pero al consumir y gastar así sus fuerzas corporales, no lograba aquietar, ni por un instante, la inflamada vehemencia del espíritu.
Respetilla no era tonto, quería
bien a su amo, recelaba que en aquella vida solitaria que estaba haciendo
acabaría por volverse loco, y no dejaba ningún día de
aconsejarle que viviese como los demás hombres, y que ya que por falta
de dinero no le era dable irse a vivir a la corte, hiciese de la necesidad
virtud, se figurase que Villabermeja era en substancia lo mismo que Madrid, y
tratase a la gente de Villabermeja, distrayéndose y recreándose
con sus paisanos, y sobre todo con las hijas de sus paisanos, entre
Una mañana, después del combate al sable, Respetilla habló de este modo:
-¡Alabado sea el poder de Dios y
lo que ve el que vive! Cosas hay que no las creyera quien no las viera. Tenga
por cierto su merced que jamás he dudado yo, antes he creído muy
natural, que haya habido ermitaños penitentes, que se zurren de lo lindo
con unas tremendas disciplinas, no comiendo más que yerbas y no bebiendo
más que agua, no pensando en amores ni en amistades y viviendo en la
soledad: pero, al cabo de esta amarga vida, alcanzaban tales ermitaños
la gloria eterna, la música celestial y qué sé yo
cuántas delicias. Para ganarse la voluntad de Dios bien pueden hacerse
sacrificios. Lo que no comprendía yo hasta que lo he visto en su merced
es que haya también ermitaños y penitentes del diablo. Si la
mitad de la penitencia, del recogimiento, de la abstinencia, de las vigilias y
estudios en que su merced consume su mocedad y su vida, se encaminasen a
agradar a Dios, nada tendría yo que decir sino que su merced era un
santo. Lo malo es que yo sospecho que su merced no se sacrifica sino para dar
gusto al diablo, que al fin no tiene gloria que darle, ni siquiera le da, en
esta vida, dinero y poder, aunque sea a trueque del infierno
-Yo no doy culto al diablo
-contestó el doctor, no poco lastimado del tino con que Respetilla le
atacaba-: yo doy culto a la necesidad invencible. Si a eso llamas tú
-¿Y qué necesidad tiene su merced de vivir como vive?
-¿Puedo acaso vivir de otro modo? Donde quiera que yo fuese haría un papel ridículo sin un cuarto. ¿A qué oficio voy a ponerme si no sirvo para nada? No hay más que resignarme a vivir en Villabermeja. Y aquí, ¿qué otra vida he de hacer que la que hago?
-¿Y por qué no hacer aquí otra vida? -replicó Respetilla-. ¿Para qué desea su merced ir a Madrid? Sin duda para tratar a aquella gente. Pues trate su merced a la de aquí y se ahorrará el viaje. Pues qué, ¿la gente de Madrid es distinta de la de Villabermeja? Todo se va allá, señorito.
-Vamos, ¿y dónde está esa gente? ¿Con quién te parece a ti que me trate?
-Con todo el mundo. Hay además una casa a donde yo quisiera que fuese su merced, porque allí se divertiría.
-¿Y cuál es esa casa?
-La de mi señor compadre el escribano.
-Pues si sus hijas me detestan.
-Detestan a su merced, porque su merced no va a verlas. Las pobrecillas están picadas.
-¿Cómo sabes tú eso?
-Toma; porque me lo han dicho. Yo hablo mucho con las dos, y sobre todo con Jacintica, la viuda del guarda, que las acompaña siempre y va con ellas a misa, visitas y paseo. Ramoncita, la hija menor del escribano, es muy bonachona, y hace lo que quiere Rosita, su hermana mayor. Pronto la casará con el hijo del boticario, que está ya acabando la carrera y dentro de pocos meses será médico. Rosita, en cambio, no tiene novio, ni quiere tenerle, aunque ya pasa y más que pasa de veinticinco años. ¿Y para qué, si es libre, rica, señora de su casa, y dispone del caudal, y manda en su hermana y en su padre y en cuantos la rodean?
-¿Querrá también mandar en mí?
-No, sino ser mandada, por lo que yo barrunto.
-Respetilla -dijo D. Faustino-,
tú eres un tentador, un verdadero diablo, y me propones un disparate,
por no decir otra cosa. ¿A qué he de ir yo a ver a Rosita?
¡Bueno fuera que creyese Rosita que yo iba a pretenderla, en busca de su
dote, como fui en busca del de doña Costanza, e imitase a mi prima,
-Yo conozco a Rosita, y sé que no pensará semejante cosa. Ni sueña en casarse con su merced, ni menos en darle calabazas.
-Pues entonces, ¿en qué sueña?
-En broma y palique. Aquí no
tiene con quién hablar. No hay más novio posible para ella que el
hijo del boticario, que corre ya por cuenta de su hermana. Rosita ha
leído muchas novelas e historias y es muy elegantona. Conversar con su
merced, sin proyecto de ninguna clase, sería para ella el colmo del
contento. Dice Jacintica que ella dice que su merced sólo es capaz de
entenderla en Villabermeja: que para los demás patanes de por
aquí está ella como si estuviera en griego. Dice también
Jacintica que, en todas las ferias donde ha estado Rosita, ha pasado por de
Sevilla o de Granada, cuando no por de Madrid, y que nadie ha sospechado que
fuese de Villabermeja. Tan bien se viste, y tan atinada y
-Tú acabarás por hacerme creer que Rosita es un dije -exclamó D. Faustino.
-Ya lo creo que lo es: y no de similor sino de oro. Y luego, ¡lo que sabe! ¡Dios mío, lo que sabe! ¡Y qué genio! Ya, ya... Hasta a su padre le tiene metido en un puño... El escribano, ya sabe su merced, tiene su por qué. ¿Estamos?... La niña del secretario del Ayuntamiento: la Elvirita, viuda del capitán... Pues nada: no se lleva Elvirita sino lo que Rosita quiere que se lleve. Y en vez de ser Rosita la que adula y sirve a Elvirita, sucede lo contrario. Elvirita está con Rosita casi tan humilde como una criada.
-¡Hombre, tú me cuentas de Rosita verdaderos milagros! -dijo el doctor.
-¡Pues a fe que es ella poco milagrosa!
-Y dime -continuó D. Faustino-, ¿el escribano está por la noche de tertulia con sus hijas?
-Casi nunca: de día está el escribano en los negocios de su oficio, y de noche arrullando a su tórtola. La tertulia de las hijas del escribano se suele reducir al hijo del boticario, novio de Ramoncita, y a Jacintica, y nada más. ¿Quiere su merced verlo? Venga conmigo esta noche.
D. Faustino puso aún algunas
dificultades: pero empezaba a sentirse tan aburrido y le había hecho
Respetilla se apresuró a poner en conocimiento de Rosita que su amo iría aquella misma noche de tertulia a su casa. No podía dar a Rosita más agradable nueva.
Rosita, soltera, con más de veintiocho años, sin haber hallado nunca en el lugar hombre a quien sujetar su albedrío, dominando despóticamente en su casa, mil veces más libre y señora de su voluntad y de sus acciones que una reina no constitucional, no se aburría, porque su actividad y la energía de su carácter no eran para que se aburriese, pero se divertía poquísimo: asistía a la vida, como quien asiste a la representación de un drama que le parece tonto y cuyos personajes no le interesan.
Era Rosita perfectamente proporcionada
de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era
suave y finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de
carmín. Sus labios,
Tenía Rosita la frente pequeña y recta como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia fuera formando arcos graciosos. El conjunto de todo expresaba una mezcla de malicia, soberbia, imperio, alegría, ternura y deseo de amor, imposible de describir. Ojos negros y ardientes, lánguidos a veces, a veces activos y fulmíneos como dos ametralladoras, iluminaban aquella movible fisonomía.
Ramoncita, la otra hija del escribano,
era blanca, no tenía lunares, tenía la boca pequeña, era
más alta que Rosita, y pasaba también por más guapa: pero
ni en media docena de años revelaba Ramoncita,
Aunque Rosita tuvo tentación de adornarse un poco más que de costumbre para recibir a D. Faustino, vencida la tentación por su orgullo, aguardó la llegada del nuevo visitante con el mismo traje de percal, con el mismo pañuelo de seda al cuello y con el mismo peinado que de costumbre. Ni siquiera renovó las rosas que tenía en el pelo desde por la mañana y que estaban ya marchitas. No hizo más que lo que hacía todas las noches, antes de acudir a la tertulia; limpiarse los dientes, que ella cuidaba mucho, y lavarse las manos, que por andar con las llaves de la despensa o contando el dinero, ya para recibirle, ya para pagar a los trabajadores, requerían este cuidado en mujer tan pulcra. Conviene advertir, sin embargo, que ni las manos ni la cara de Rosita se echaban a perder fácilmente con las faenas caseras, con el aire del campo y de los corrales, y con andar por las despensas y las bodegas. Rosita no era un ser delicado; era una hermosura de bronce.
El doctor, acompañado de
Respetilla, cumplió su palabra, y entró, poco después de
las nueve de la noche, de tertulia en casa de las Civiles. Rosita,
La conversación fue general durante diez o doce minutos; pero languidecía cada vez más, por la visible propensión de D. Jerónimo, el hijo del boticario, a tener apartes con Ramoncita, y la no menos visible de Respetilla a entonar un dúo con Jacintica la viuda.
Esta propensión prevaleció al cabo: se apoderó de los ánimos de Rosita y del doctor; y al cuarto de hora de estar el doctor en la sala baja, alumbrada por un esplendoroso velón de Lucena, se habían ya formado insensiblemente tres grupos naturales. En un rincón estaban Ramoncita y D. Jerónimo, charlando en voz baja; en otro rincón, Respetilla y Jacintica; y en otro rincón, por último, se quedaron Rosita y D. Faustino, hablando con tanta confianza y de asuntos tan íntimos como si toda la vida se hubiesen tratado.
-Nada, Sr. D. Faustino -decía
Rosita-, conviene que cada cual se conforme con su suerte. Este lugar es un
corral de vacas... convenido; pero... ¿dónde irá Vd. que
más valga y menos gaste? Viviendo Vd. aquí tres o cuatro
años, si hay dos o tres de buenas cosechas, podrá
desempeñar su caudal
-¿Cómo había yo de imaginar, querida Rosita -respondió D. Faustino-, que había de tener en Vd. una amiga tan buena? No llegaban a mis oídos sino las burlas que Vd. hacía de mí. Tenía miedo de presentarme a Vd. No debe Vd. tildarme de huraño.
-Es verdad -replicó Rosita-, estábamos mal informados. Nos estimábamos sin saberlo, y como no nos conocíamos, trocábamos en odio el afecto, y nos hacíamos la guerra. Ahora, que nos conocemos, se trocará el odio en amistad. ¿No es así?
-Por mi parte, yo no la odié a Vd. nunca. Ahora que la conozco, la quiero mucho.
El doctor cogió la mano de Rosita y la estrechó cariñosamente.
El diálogo entre el doctor y Rosita prosiguió en el mismo tono afectuoso, prometiendo el doctor acudir todas las noches a aquella tertulia de los tres dúos.
El doctor estaba contentísimo de la franqueza, bondad y rapidez con que Rosita intimaba con él. Un recelo, no obstante, le atormentaba algo. ¿Pretendería Rosita que él fuese su novio, y cambiaría en mayor aborrecimiento la nueva amistad, cuando en el pueblo se divulgase que él la visitaba y Rosita se convenciese de que D. Faustino López de Mendoza no aspiraba a casarse con ella?
Movido por este recelo, dijo el doctor a Rosita:
-He dicho que vendré aquí todas las noches, sin reflexionarlo bien. Para mí no puede haber cosa de mayor gusto; pero ¿qué dirán en el lugar? ¿No comprometerán a Vd. mis visitas?
La hija del escribano soltó una carcajada, enseñando todos los blancos dientes de su fresca boca.
-No se apure Vd. -dijo-, que yo no tengo miedo de compromisos. Digan lo que quieran en el lugar, yo no temo perder mi colocación. Tengo veintiocho años cumplidos y no me he casado porque no he querido ni quiero casarme. Soy libre como el aire y sé lo que me importa hacer, y hago lo que quiero. A nadie tengo que dar cuenta de mi vida más que a mi padre, y mi padre no me la pide. ¡Bueno fuera que, siendo mayor de edad, reina y señora en mi casa, no pudiese yo tratar y hablar con quien me gusta!
El
-Pues qué, ¿no podremos
ser Vd. y yo amigos, y charlar y reír y hacernos compañía
en estas soledades, por miedo de que murmuren? ¿Con quién hemos
de hablar, si no hablamos el uno con el otro? Las mujeres que, como yo, llegan
a los veintiocho años, pasan de la flor de la juventud a la edad madura,
y no han querido casarse, ni han tenido novio,
-Y ser condesa de las Esparragueras de la Atalaya -dijo el doctor riendo.
-Y no es mal título
-respondió Rosita, poniéndose colorada de que el doctor aludiese
a su burla, pero recobrando al punto la serenidad-: además que para
titular no le faltan a Vd. tierras más productivas y de más
bonito nombre. Y en todo caso, mi padre tiene la Nava, Camarena y el
Calatraveño, que se prestan a ser títulos como otras fincas de
las mejores. Pero no pensemos en necedades. No titulemos ni contraigamos
matrimonio. Seamos dos
-Varias veces hemos hablado de Vd. Respetilla y yo, y hemos decidido que Vd. es un penitente del diablo. En esto nos parecemos. Yo soy una penitente por el mismo estilo. Salvo que no soy tan seria. Yo me río como una loca, hasta de mi penitencia.
En efecto, el doctor miró detenidamente a Rosita, y vio que tenía razón. No había en ella el más ligero asomo de coquetería o de estudio, ni en el vestido ni en el peinado. No había más que la salud y el aseo. Parecía, como ya se ha dicho, una estatua de bruñido bronce. La intemperie no había ajado ni sus manos ni su cara, que tenían algo de la pátina que da el sol de Andalucía a las columnas y a otros monumentos artísticos. Su cuerpo, sin corsé ni miriñaque, se dibujaba bajo los pliegues del percal, tan gallardo y airoso como el de Diana cazadora.
-Todo cuanto ha dicho Vd. -contestó el doctor-, me parece la discreción misma. Sólo hay un mandato, pues sus insinuaciones son mandatos para mí, que creo que no podré cumplir.
-¿Y cuál es ese mandato?
-Que me olvide de que es Vd. mujer. Ese
es un mandato imposible.
Las rosas marchitas, que Rosita había arrancado de sus cabellos y tirado al suelo, estaban entre las manos del doctor.
-Estas rosas -dijo-, más bien que de haber sido cortadas, se han marchitado de envidia de esa cara tan graciosa. Yo las he de guardar como recuerdo.
-¡Qué bobería! -dijo Rosita-. ¿Para qué ese recuerdo? ¿No vamos a vernos diariamente?
-Sí: pero ¿y de día? ¿Y cuando no nos veamos?
-Dé Vd. acá esas rosas -dijo Rosita; y se las arrancó al doctor de entre las manos y las echó muy lejos de sí-. Para recuerdo, ya que Vd. necesita recuerdo a fin de no olvidarme, yo le daré otro mil veces mejor.
Abriendo, al decir estas palabras, un poco el pañolito de seda, que tenía sobre el pecho, metió la mano Rosita y sacó un escapulario de la Virgen del Carmen que llevaba pendiente y oculto en aquel sitio.
-Tome Vd. este escapulario y guárdele como recuerdo mío. Está bordado por mí y bendito por el señor obispo. Bese Vd.
Y le puso el escapulario en la boca para que le besase.
El doctor le besó con la mayor
devoción, notando
En estos coloquios se pasó el tiempo hasta que dieron las once.
Jacinta, auxiliada por Respetilla, sirvió entonces la cena a los cuatro señoritos, echando los manteles sobre una mesa que había en medio de la sala, y trayendo cubiertos, vasos y una limeta de vino añejo. La cena consistía en un plato de lomo de cerdo, conservado en manteca, y bien aliñado, y en otro plato de espárragos trigueros en salsa, con huevos estrellados encima. De postres, higos, pasas, peros y arrope.
En la cena reinó la mayor alegría; la conversación volvió a ser general; la botella, que era de cristal y triple que una botella ordinaria, se fue quedando vacía; y, ya cuando los señoritos estaban en los postres, Jacintica y Respetilla se sentaron patriarcalmente en la misma mesa y dieron fin de cuanto había quedado.
A poco volvió de arrullar a su tórtola el escribano y rico propietario D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, y, alegrándose mucho de ver a sus hijas en tan buena compañía, hizo mil cumplimientos al doctor Faustino.
A las doce terminó la tertulia, y
se retiró el doctor
Durante seis noches más siguió el doctor acudiendo a la casa, cenando con las hijas del escribano, y formando con Rosita uno de los tres dúos en que la tertulia estaba dividida.
En la séptima noche, nos permitiremos oír parte del coloquio entre Rosita y D. Faustino. Poco antes de las once, hora de la cena, hablaban ambos de este modo en un rincón de la sala:
-Ya que te empeñas, te tutearé -decía Rosita-, pero soy tan distraída, que temo que he de tutearte en público. ¿Qué diría entonces la gente? Vaya, que digan lo que digan. Yo te tuteo... ¿Y el escapulario, le llevas siempre?
-Aquí le llevo -contestó el doctor-, sobre el pecho: por bajo de toda la ropa.
-¿Me quieres mucho?
-Con toda el alma.
-Mira, Faustino, querámonos así: pero no nos preguntemos cómo nos queremos. Hay un encanto en quererse sin saber cómo, que se desharía si nos obstinásemos en definir este afecto. ¿Es amistad? ¿Es amor? ¿Qué es?
-Es todo. Es algo de indefinible y poético -contestó D. Faustino-. Ignoro cómo te quiero, pero sé que te quiero.
-Pues abandonémonos a ese sentimiento indefinible, sin averiguar lo que sea en lo presente -dijo Rosita-, sin prever a dónde nos lleva en lo porvenir. ¿No hemos convenido en que somos dos ermitaños, aunque algo diabólicos: dos penitentes de extraña condición? Pues bien: yo he oído contar de otros dos penitentes que se encontraron una vez en un frondoso bosque, desierto y florido, por donde corría un río de claras ondas. Atada a la margen estaba una ligera y frágil barquilla. Los ermitaños tuvieron el valor de embarcarse, de desatar la barquilla y de abandonarse a la corriente, sin saber a dónde los llevaba. ¿Sabes a dónde fueron?
-¿Pues no lo he de saber? -respondió el doctor-. Fueron al Paraíso terrenal. El querubín, que le guarda con una espada de fuego, o estaba dormido o los quería bien, y no se opuso a su entrada, y entraron, y se regalaron allí como unos bienaventurados que eran.
-Veo que sabes la historia lo mismo que yo.
-Y dime, Rosita, ¿por qué no hemos de tener igual valor y confianza que los otros ermitaños? ¿Por qué no nos hemos de embarcar en la barquilla y dejarnos llevar de la corriente?
-Allá veremos -replicó
Rosita-. Eso es para pensado. Por lo pronto no estamos mal. Nos hallamos
-No hay más querubín que tú. Tú eres a la vez ermitaño, querubín y Paraíso.
A este punto llegaban, cuando Jacintica
los interrumpió, llamándoles a la cena, que estaba ya dispuesta.
La conversación tuvo que hacerse general. Aquella noche fue más
animada que nunca. Jacintica y Respetilla se sentaron a la mesa, sin ceremonia,
poco después de los señoritos. Hubo gran tiroteo de chistes y de
bolitas de pan. Respetilla, que tenía mil habilidades, lució
algunas de ellas; cantó como el gallo, ladró como el perro,
maulló como el gato, zumbó como la abeja y la mosca,
rebuznó como el burro, e imitó los brincos y movimientos de
Los tertulianos aprobaron y aplaudieron con frenesí.
-Iremos mañana mismo -dijo Rosita-. Estas cosas si se retardan no se hacen. Saldremos de aquí a las tres. A las tres de la tarde, todos a caballo, a mulo o a burro, en la puerta de casa.
-No faltaremos -contestó el doctor.
-No faltaremos -repitieron los otros.
Cuando llegó, a poco, el escribano, Rosita le dio parte del proyecto, y el escribano le aprobó.
-Claro está, papá -añadió Rosita-, que tú vendrás acompañándonos.
-Pues ¿cómo había de ser de otra suerte? -dijo D. Juan Crisóstomo.
-Iremos -prosiguió Rosita-, todos
los que estamos
-Haz como quieras.
-Pues entonces convidaré a Elvirita, y seremos ocho. Buen número, ¿no es verdad?
-¡Buen número! -exclamó Respetilla-. No hay más que pedir. ¿Qué mejor apaño?
Con estas profundas y filosóficas exclamaciones de Respetilla, terminó cuanto de importante se dijo aquella noche en la tertulia de los tres dúos, y los tertulianos se separaron hasta el día siguiente.
Alguien pensará quizás
que, estando de por medio los amores poéticos del doctor con su
¿De qué le valía
meditar teóricamente en las cosas eternas, en lo permanente y absoluto,
en el origen, destino y último fin de lo creado, si en la
práctica venía a caer en ser un camarada de Respetilla y de D.
Jerónimo, con quienes hacía, no ya
No pocas razones hallaba el doctor para
disculparse,
El doctor, por otra parte, aunque amaba lo ideal, no estaba muy seguro de lo que fuese, porque de nada estaba seguro.
-Si lo que amo y quiero amar está
abstraído, sacado por mí de lo real, como si fuera una esencia o
un espíritu destilado o más bien evaporado en el alambique del
entendimiento, cierto que sería un absurdo dejar la realidad y la
substancia por la apariencia, el vapor y la sombra. Ello es que no acierto a
concebir nada más bello que la forma de una
En cuanto a las perfecciones y a las
imperfecciones también había mucho que dilucidar. El doctor
abrió una vez el libro del orador romano,
Hechos estos estudios filosóficos, el doctor, si bien creyó ver en el retrato de la coya ciertas miradas severas, desechó los escrúpulos que le asaltaban y se decidió a imitar a su modo al ermitaño de la leyenda, entrando en la barquilla y dejándose llevar de la corriente.
Doña Ana sabía ya las
visitas de su hijo en casa de escribano, y estaba contrariada; estaba como
Rodeada de multitud de chiquillos,
salió y se puso en marcha la expedición. El escribano y don
Jerónimo iban en sendas mulas, con aparejos redondos. Rosita a caballo,
a la inglesa, con traje de amazona, hecho en Málaga. Y por
último, Ramoncita, Elvirita y Jacintica, iban en burros con jamugas.
Resultaba, pues, que Rosita y el doctor, que iban al lado la una del otro,
parecían los reyes de aquella pompa, y los demás el
séquito o comitiva. Aquello era lo que vulgarmente se titula dar una
gran campanada. El lugarcillo se alborotó. Todas las mujeres
salían a las ventanas para ver pasar a las
Durante todo el viaje, Rosita fue delante, siempre con el doctor al lado, el cual le daba la derecha, mientras la anchura del camino lo consintió.
No hacía ni calor ni frío. El tiempo era hermosísimo.
Por medio de viñas y olivares, fueron subiendo la falda de uno de los cerros que tanto limitan el horizonte bermejino. A la media legua, no se veía a un lado y otro ni planta, ni yerba alguna, sino piedras enormes. El cerro, casi como cortado a tajo, era una masa de áridos peñascos, sin capa vegetal. Formando mil revueltas, se prolongaba el camino, que más que camino pudiera calificarse de escalera. Sólo caballerías muy acostumbradas, como las de que se servían nuestros expedicionarios, podían ir por allí sin venir al suelo y derrocar a los jinetes.
Cerca de una hora duró esta
ascensión dificultosa. El horizonte iba extendiéndose a medida
que subían. Al rayar en lo más alto, se descubrían desde
allí provincias enteras, iluminadas por un sol refulgente, y claras y
distintas, merced a la transparencia del aire, limpio de nieblas y nubes. Se
veían en lontananza Sierra-Morena, al Norte; hacia el Oriente,
-¡Bendito sea Dios! -exclamó Rosita-. ¡Qué vista tan hermosa!
-Yo no veo más que a ti -contestó el doctor-. ¿Para qué buscar la hermosura remota cuando la tengo a mi lado? En ti se cifra todo lo mejor de la tierra y del cielo. ¿Para qué cansar la mirada y la mente recogiendo la belleza difusa, y para qué abarcar tanto espacio y cuadro tan extenso al concebirla toda, si la tengo en ti, en compendio y resumen?
-Cállate, lisonjero, mentiroso: cállate, que me voy a volver tonta y presumida con tus elogios. ¿Ves todos esos campos? ¿Ves todas esas tierras que desde aquí se divisan? Pues en verdad que nada de por sí vale tanto como la Nava, a donde pronto vamos a llegar. El verdadero Paraíso terrenal está en la Nava.
-Donde quiera que estés tú estará para mí el Paraíso.
Entre el doctor y Rosita se cruzaron
esta pocas palabras en un momento en que pudo el doctor
Respetilla, que iba detrás de
Jacintica, como no podía tener
Cuando yo me muera dejaré encargado que con una trenza de tu pelo negro me amarren las manos.
Esta oración jaculatoria, esta melancólica saeta hería sin duda el alma de la divinidad a quien se dirigía, que no era otra sino Jacintica; mas no por eso dejaba de agradar a los demás oyentes. No hay nada que, en medio del campo, en la soledad de un camino, cuando se va andando paso a paso, tenga mayor hechizo que una copla de playeras bien cantada.
Por último, llegaron todos a lo alto. Un hermoso espectáculo se ofreció entonces a sus ojos.
Aquellos peñascos áridos y desnudos se diría que forman como un enorme vaso lleno de la tierra más fértil. La Nava es una meseta que tendrá por la parte más ancha dos leguas de extensión. Por unos lados se sube a la meseta desde terrenos más bajos: por otros, se levantan soberbios montes, desde donde descienden varios arroyos abundantes, que fertilizan aquel lugar delicioso. En las laderas, que se inclinan hacia la Nava, hay viñas, almendros, acebuches y encinas: en la misma Nava, prados cubiertos de yerba y de mil géneros de flores silvestres. Los arroyos se han abierto cauce, al parecer, sin que intervenga la mano del hombre, y en sus orillas y cerca de sus orillas se han formado sotos frondosos, donde resplandecen los alisos, los álamos blancos y negros, los fresnos y los mimbrones. Cuando un arroyo hace remanso, crecen los juncos, las espadañas y la juncia; y por todas las orillas embalsaman el ambiente los mastranzos, el toronjil y la mejorana.
Florecía entonces todo en los
prados, merced a la primavera; y sobre el fondo verde de la yerba fresca y
tierna, lucían, cual rico esmalte, o cual bordado primoroso, las nigelas
azules, los lirios
Otras mil flores y plantas brotaban espontáneamente por toda aquella llanura y al borde del sendero por donde iban ya caminando el doctor y Rosita. Las marimoñas y las mosquetas se podían segar: las adelfas arbóreas empezaban a abrir sus capullos y a mostrar el color sonrosado de sus más tempranas flores; y el romero y el tomillo perfumaban el aire puro.
Buscando sombra y frescura habían acudido allí mil linajes de pájaros, como pitirrojos, vejetas, oropéndolas, verderoles, gorriones y jilgueros, los cuales parecía con sus trinos que saludaban a los recién llegados.
Rosita estaba entusiasmada de todas aquellas bellezas y muy satisfecha de mostrar a D. Faustino los encantos de los dominios de su papá, en los cuales ya habían entrado. Aunque gentes de otros lugares tenían fincas en la Nava, la mejor y más grande era la del escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez.
Poseía éste, en las
laderas contiguas a aquel llano, muchas fanegas de majuelo, que estaban a la
sazón binando más de cincuenta hombres que habían venido
de varada: y en la misma meseta, muchos prados, donde tenían toros
bravos, vacas, novillos, ovejas y carneros. El escribano había asimismo
La placeta, que se extendía delante de la fachada, estaba empedrada de redondas chinitas o piedrezuelas, formando dibujos con sus varios colores, como si fuese un rústico mosaico, y todo alrededor había higueras, nogales, floridas acacias y una multitud de rosales de todos géneros, llenos entonces de rosas blancas, rojas y amarillas.
Una torre de la casería servía de palomar; y las mansas palomas bajaban a la placeta, y venían casi a posarse sobre las personas, y a tocarse los picos y a arrullarse allí, sin el menor recelo. Multitud de golondrinas habían formado sus nidos entre las tejas salientes y el muro de la casería. Aficionadas a la sociedad humana, las golondrinas prorrumpieron en jubilosos chirridos cuando llegaron Rosita, el doctor y los demás de la expedición.
La casera, el casero y sus hijos, salieron a recibirlos y a tener las caballerías, que llevaron a los pesebres.
Ya todos a pie, se formaron cuatro parejas, asidas de los brazos, y se fueron a ver el huerto, que era precioso. Aún no había más fruta que alguna fresa: pero el lozano y pródigo florecimiento de mil frutales, como cerezos, manzanos, membrillos y albaricoqueros, prometían abundante cosecha. Quedaban algunas violetas tardías, que era la flor de que más gustaba Rosita, y en busca de las violetas se fue Rosita con el doctor a los umbríos, donde penetrando poco los rayos del sol, se mantenía más fresca la tierra y consentía que las violetas durasen.
Allí dijo el doctor a su compañera:
-Todo esto es amenísimo, hechicero; mas, si tú no me amas, me parecerá horrible.
-¿Pues no te he dicho que te amo? -contestó Rosita.
-No basta decirlo -replicó el doctor. Mira tú cómo se aman todos los seres en esta venturosa estación. Imítalos amando. El aire que se respira parece un filtro de amor, y en todos, menos en ti, obra sus mágicos efectos.
-Déjame ahora tranquila
-contestó Rosita-. ¿No puedes gozar de la felicidad presente,
ambicioso, inquieto, anhelante de mayor bien? Oye, Faustino; yo no soy
calculadora: yo no reflexiono mucho, cuando me mueve la voluntad algún
poderoso estímulo;
-Cruel -dijo el doctor-, si tú me amases no pensarías tanto en lo futuro: reconcentrarías tanta felicidad en el momento presente, que bastaría con ella a llenar todos los siglos. ¿Qué martirio, qué desengaño, qué mal, que viniese más tarde, podría igualar la ventura de ahora?
Así se explicaba el doctor, cuando D. Juan Crisóstomo y Elvirita llegaron al sitio en que estaban. Luego vinieron también las otras dos parejas, y todas juntas rieron y charlaron.
La hora del crepúsculo fue encantadora en aquel sitio. Las flores dieron más perfume; el aire se llenó de más grata frescura; los pájaros despidieron al sol, que se sepultaba entre nubes de carmín y de oro, con trinos y gorjeos más amorosos y suaves.
Volvieron al tinado los bueyes y las
vacas, y al corral, que servía de aprisco, los novillos más
La varada debía terminar al día siguiente. Los cincuenta hombres aún dormían aquella noche en la casería, donde tenían para dormir una cámara espaciosa.
Todo era, pues, animación y bullicio rústico en la puerta y placeta de la casería, cuando llegó la noche. Con la venida de los amos no pudo menos de prepararse una gran fiesta. La noche convidaba a ello. El cielo despejado dejaba que la luna y las estrellas derramasen su luz pálida sobre todos los objetos, orlando los árboles con perfiles de plata y difundiendo por donde quiera una incierta y vaga claridad. Los ruiseñores cantaban en la espesura: los rayos murmuraban con dulce monotonía: y lo apacible y regalado de la noche convidaba a tomar el sereno.
Pronto se improvisó un magnífico baile en la ya descrita placeta. Entre los jornaleros había dos que habían traído guitarras y que las tocaban bien, no sólo de rasgueado, sino de punteo. Cantadores sobraban y no faltaba por cierto gente que bailase. La casera que era joven, las Civiles y Elvirita y Jacinta, gustaban todas del fandango. Los jornaleros más ágiles bailaron con ellas: pero ni D. Juan Crisóstomo, ni D. Jerónimo, ni el propio doctor, a pesar de toda su gravedad filosófica, pudieron excusarse de dar unos cuantos brincos y de hacer dos o tres docenas de piruetas y mudanzas.
Respetilla estuvo inspirado, sobre todo
hacia lo último de la función, porque en medio de ella, todos
cenaron corderos en caldereta, guisados por los pastores, con lo cual se
despilfarró el escribano, cocina de habas con cornetillas picantes y un
salmorejo rabioso de puro salpimentado. Con estos llamativos de la sed nadie
desdeñó el vino de las bodegas de la casería, que
circuló con profusión, en jarros para los jornaleros y criados y
en vasos para los señores. Con el jaleo, regocijo, confusión y
general tremolina, Rosita y el doctor pudieron decirse cuanto quisieron. El
escribano se puso alegre, y Respetilla recitó muy bien, y sin
esforzarse, la relación del borracho que habla con su novia; y
recitó
Para que nada faltase, hubo juegos, que Respetilla sabía
dirigir y aun componer admirablemente. Por
Dos juegos o dramas hizo y representó Respetilla aquella noche: uno histórico y otro fantástico. Versaba el histórico sobre las burlas que la reina María Luisa hacía a muchas personas, porque era muy chistosa y amiga de burlas. Sólo Quevedo puede y sabe más que la reina en esto de burlar, y acaba por hacer a la reina una burla más aguda, con lo cual quedan las otras vengadas. En este juego hizo Jacintica de reina María Luisa y Respetilla de Quevedo.
El otro juego fue más
común y ordinario; fue de los que más se usan en las
caserías y cortijos. El protagonista es un jornalero decidor, enamorado,
valeroso y algo borracho; en suma, un D. Juan Tenorio plebeyo. Respetilla hizo
este papel. Nuestro héroe, aunque comete doscientas mil insolencias, se
gana la voluntad de San Pedro, de San Miguel o de
Todos rieron y celebraron mucho lo mortificado, vejado y rendido que quedó el diablo en aquella contienda.
Con esta representación diabólica terminó la función.
En la casa había cuartos de sobra para los señores, y todos fueron a acostarse, a su cuarto cada uno, a fin de levantarse temprano y ver amanecer en la Nava.
D. Faustino estaba tan embelesado de la
fiesta, del campo, de aquellas escenas primitivas y agrestes, y sobre todo de
Rosita, que se creyó trasladado a la edad de oro, se olvidó de
sus ilustres progenitores los Mendozas, de la coya y hasta de María, y
A la mañana siguiente, salieron todos a caballo a recorrer la Nava, a ver los toros y a visitar el majuelo, donde los trabajadores terminaban ya la bina.
El doctor iba al lado de Rosita, como encadenado por el amor y la gratitud. Rosita parecía una reina que mostraba a su favorito a los demás vasallos. Parecía la reina de Cilicia, Epiaxa, pasando revista con el joven Ciro a los bárbaros y a los griegos, o Catalina II presentando a Potemkin a toda su corte.
Por la tarde volvieron los señores al lugar. Los jornaleros, que habían ido de varada, volvieron también, y no quedó casa en que no se refiriese y comentase el triunfo de Rosita.
Por la noche se suprimió la tertulia de los tres dúos. A la puerta de la casa del escribano se despidieron todos.
-¡Adiós; hasta mañana! -dijo Rosita al doctor.
-¡Adiós, bien mío!
-¿Me querrás siempre? ¿Estás contento de mí? ¿Eres dichoso? -añadió Rosita en voz baja.
D. Faustino le apretó la mano con efusión, y contestó:
-Te adoro.
El doctor, de vuelta a su casa, fue a ver a su madre y le dio el gusto de estar de conversación y de cenar aquella noche con ella, de lo cual la tenía muy deseosa, por acudir a la tertulia de las Civiles.
Después de la cena, y retirada el ama Vicenta que la servía, doña Ana y su hijo hablaron de sus negocios, nada florecientes, y al cabo dijo doña Ana:
-Mal estamos, hijo mío: pero te aseguro que hoy me arrepiento de que no te hayas ido a Madrid, y sueño con buscar medio de que te vayas, aunque sea empeñándonos más.
-¿Y por qué, madre mía, quiere Vd. ahora alejarme de sí?
-Voy a decírtelo claro, sin andar con rodeos; como una madre debe hablar a su hijo: porque tus relaciones con Rosita me traen sobresaltada.
-¿He de vivir como en un desierto, sin tener relaciones con nadie?
-Tienes razón. Yo debí pensar en eso, y, no ya detenerte, sino estimularte para que te fueses de este lugar. Aquí tenías que avillanarte por fuerza.
-Madre, esa palabra es muy dura. ¿En qué y por qué me he avillanado?
-Faustino, no creas que te culpo; casi te excuso. Conozco que no habías de vivir, en la flor de tu edad, como vive un anacoreta. Sólo un fervor de religión, que por desgracia no tienes, podría haber hecho tal milagro. Los hombres, o por educación o por naturaleza, carecéis del santo pudor; carecéis del estímulo de quien cifra en el recato la honra, que es lo que salva a las mujeres.
-Aun así, madre mía -dijo el doctor-, no todas las hermanas de mis abuelos, cuando tuvieron hermanas, acabaron por meterse monjas, a fin de no emparentar con gente baja y deslustrar el brillo de nuestra familia. Algunas se casaron con arrieros enriquecidos, con labriegos dichosos y con afortunados contrabandistas. Parientes tenemos por este lado entre lo más ruin del lugar.
-Lo sé, hijo mío; pero
sé también que ningún López de Mendoza,
ningún varón de tu casta, desde
-Y a Vd., madre mía, ¿quién le ha dicho que yo me voy a casar?
-Pues entonces, ¿a qué esas visitas? ¿A qué esos amores? ¿Me negarás que los hay? ¿Qué fin, qué desenlace van a tener?
D. Faustino se puso rojo como la grana y bajó los ojos al suelo guardando silencio.
-Todo me lo explico -prosiguió doña Ana-; pero has caído en un error harto peligroso; no has comprendido los mil inconvenientes de tu conducta. Quiero prescindir del pecado, de la vergüenza, del escándalo de unas relaciones amorosas que no se piensa en que tengan por término el matrimonio. Quiero suponer, además, que esa Rosita es tan descocada y sin decoro que te acepta por amigo, y que no piensa siquiera, por amor a su libertad y por seguir siendo señora de sí misma, de su casa y de sus bienes, en convertir a su amigo en dueño y marido legítimo. Todo esto quiero suponer. ¿Has reflexionado tú el papel que vas a hacer, el papel que probablemente estás ya haciendo?
D. Faustino entrevió todo el peso de la acusación de su madre. Se sintió abrumado bajo él. No contestó palabra.
-Los vicios de un caballero -prosiguió doña Ana-, no dejan de serlo aunque sean de un caballero: pero aún es mayor dolor cuando se llega a ser vicioso sin nobleza y sin hidalguía.
-Vd. se propone martirizarme. Vd. está afrentándome, madre. ¿Qué pretende Vd. decir con eso?
-No, hijo de mis entrañas; tu
madre, que te ama, no puede afrentarte, diga lo que diga. Si mi voz es hoy
harto severa, acalla tus pasiones, oye en silencio la voz de tu conciencia, y
lo será más aún. Lo que yo quiero significar (estamos
solos y voy a hablarte con crudeza) es que si tu mocedad te incitaba a tener
amores groseros y vulgares, hubiera sido menos indigno, menos impropio de un
caballero, buscarlos en una mujer pobre, de lo más infeliz del pueblo, a
quien, sin engañarla nunca con necias esperanzas, hubieras en cierto
modo elevado hasta ti, cuya miseria hubieras socorrido. Aunque pobre y
empeñado, todavía podías permitirte este lujo en nuestro
miserable lugar. Ante Dios hubieras cometido un pecado gravísimo; para
los hombres hubiera sido un escándalo: pero sobre el escándalo y
el pecado no hubiera venido la humillación como viene ahora. La hija del
escribano usurero es rica, te agasaja, te lleva a sus posesiones, te muestra a
sus criados como si tú fueses su criado favorito, su
Tal vez un orgullo aristocrático desmedido exageraba las cosas; pero en el fondo, había mucho de verdad en lo que doña Ana estaba diciendo. Don Faustino lo sentía así: le irritaba la fiereza de expresión y de sentimientos con que su madre le zahería; pero allá en lo más hondo de su conciencia se declaraba culpado.
-Los jornaleros que han estado binando en la Nava -prosiguió la tremenda matrona rondeña-, vuelven contándolo todo según su estilo. Todo ha llegado a mis oídos como lo cuentan. La señorita doña Rosa Gutiérrez te obsequia, te favorece, te regala, te encumbra hasta ella, te elige por su favorito, te luce como pudiera lucir un brinquillo, se muestra espléndida por tu causa, dando a todos para cenar cordero y vino generoso; en fin, aparece a los ojos de todos como reina o emperatriz que saca de la nada a uno de sus vasallos, porque le ha caído en gracia.
Los que hayan vivido en una aldea y
conozcan sus usos y costumbres, comprenderán el furor de doña
Ana, dado su carácter. La malicia de los campesinos es sin piedad; y
cuantos habían visto a don
Consternado el doctor, permanecía silencioso y con la cabeza baja.
-Créeme, hijo mío, es muy cruel para tu madre lo que está sucediendo -prosiguió doña Ana-. Ya te consideran todos en el lugar como el amigo, el protegido de la hija del escribano. Esta gente soez imagina que tú eres para Rosita algo parecido a lo que el vulgo de Madrid imaginaría de Godoy con relación a una gran señora. En que te tengan por tal han venido a parar todos nuestros sueños ambiciosos, todas nuestras ilusiones. Mira qué princesa te tiende la mano y te levanta a su altura. Mira qué emperatriz te da su privanza, gentil y valeroso caballero. ¿Fue para eso para lo que te concibió y te parió tu madre?
Jamás había visto el
doctor a aquella señora tan irritada y violenta. Quería el doctor
disculparse y hasta vindicarse: mas no acertaba a decir palabra. En medio de
todo, doña Ana no sospechaba siquiera que las relaciones entre Rosita y
el doctor estuviesen
Más mitigada la furia con el silencio y la humildad que con la contradicción o la apología que el doctor hubiera podido hacer, continuó doña Ana en tono menos acre:
-Ten valor, Faustino. Acuérdate de quien eres. Deja de ir todas las noches en casa de esas mozuelas. Ve apartándote poco a poco de su trato y familiaridad. No te digo que rompas de repente, porque no es justo ofender a nadie. El escribano además es malo para enemigo. En un instante, si quisiera tomar venganza de ti, podría concitar a nuestros acreedores: ejecutarnos, hollarnos, perdernos. Pero si tú, sin faltar a la cortesía, pretextando enfermedad u ocupaciones, vas dejando de ir a su casa, ni él ni sus hijas tendrán razón de quejarse. Su venganza se limitará a alguna burla tonta como la que hacen de mí. Dirán también de ti que eres brujo, que te tratas, como yo con el comendador Mendoza, con la coya doña María y con otras almas en pena de nuestra familia.
-Madre -contestó al fin el
doctor-, nada puedo
Doña Ana amaba con pasión a su hijo: empezó a sentir que había estado con él cruel en demasía; el recuerdo del desaire que por culpa suya había sufrido el doctor de doña Costancita le ablandó más el corazón; y dándose por satisfecha con lo que el doctor acababa de decir, se levantó doña Ana de su asiento, se echó en los brazos de su hijo y le dio muchos besos, vertiendo a la vez amargo llanto.
-¡Qué desgracia, hijo mío! ¡Qué desgracia! ¡Somos unos miserables: nos miran como a unos pordioseros!
El pobre doctor consoló a su madre lo mejor que supo y pudo, aunque él también tenía harta necesidad de consuelo.
A poco se retiró doña Ana a descansar, y el doctor descendió a sus habitaciones del piso bajo. Estaba agitadísimo y no quiso meterse en la cama.
Respetilla, según costumbre, acudió a desnudarle. D. Faustino le despidió y se quedó en el salón de los retratos.
D. Faustino no pudo ni estudiar ni escribir ni leer. Andaba a grandes pasos por la sala; meditaba y cavilaba con tal exaltación, que a menudo pronunciaba las palabras que acudían a su mente con las ideas, y accionaba y manoteaba como un loco.
-Tiene razón mi madre
-decía-, tiene razón... y eso que no lo sabe todo. Me he
comprometido neciamente. Es una embriaguez de los sentidos, una pasión
vulgar la que me ha llevado a tal extremo. ¡Si yo la amara, si yo la
estimara, aunque fuese hija de Satanás, y no ya del escribano
usurero!... Yo la sacaría del lugar, yo me casaría con ella, yo
haría prodigios para elevarme y conquistar un nombre, una
posición, a fin de que no se dijese que todo se lo debía. Pero
¿la amo acaso? ¿Es esto amor? La violencia de afectos, el delirio
que sentí a su lado, ¿en qué se parece al amor verdadero?
¡Ah! Yo comprendo
D. Faustino se echó en un sillón que estaba junto a un velador, en medio de la sala. Una sola bujía iluminaba aquel recinto.
Allí se entregó el doctor a nuevas, tristes y profundas meditaciones.
Volvió a mirar en lo más hondo de su alma y se encontró capaz de toda grandeza. ¿Por qué, pues, no hacía sino lo que pudiera hacer el más vulgar y bajo de los hombres? ¿Qué resorte le faltaba?
El doctor discurrió entonces que le faltaba la dicha: que era víctima de una fatalidad. Esta fatalidad sólo con la fe podía romperse: pero el doctor no poseía la fe sino a medias. Creía en sí mismo, y no creía en nada exterior que le llamase, moviese y estimulase.
El mundo no le ofrecía los
triunfos, los sublimes amores, la gloria pura, las victorias brillantes, con
que él había soñado y soñaba. El mundo hasta
entonces no había hecho sino trocar algunas de las ilusiones en
desengaños y hacerle pagar cualquier deleite efímero, cualquiera
satisfacción de amor propio, con una humillación. El doctor, por
otra parte, al descender desde las alturas de sus ensueños, de sus
esperanzas y quizás de sus ilusiones, al tratar de dar consistencia a
todo aquello en el mundo real, sólo había logrado rebajarse a sus
propios ojos, hallarse indigno de sí, desfigurar y manchar y afear el
ídolo hermoso, el tipo de perfección que de sí mismo
había creado en el seno
Lleno del espíritu de nuestro siglo, comprendía que el destino, la misión del hombre, era realizar en esta vida todas las virtudes, potencias y facultades de su alma, contribuyendo así al humano progreso, poniendo su piedra en el monumento de la historia, y completando con su propio ser, activo, noble y generoso, la dignidad y magnificencia de las cosas creadas, entre las cuales y sobre las cuales, debía descollar y resplandecer el espíritu, la inteligencia, el fuego divino, de que su cabeza y su corazón eran foco, templo y morada.
Si nada de esto podía hacer ¿por qué no huía del mundo? ¿Por qué no se ocultaba en un desierto? En vez de ir a Madrid, debía ir donde nadie le viese. Aquel hastío, aquel odio a la sociedad humana, que en otras épocas pobló los yermos y despobló las ciudades ¿es quizás ahora un absurdo anacronismo?
El doctor imaginaba que sí y que
no: imaginaba que el hastío y el odio llenaban las almas de muchos
hombres; que por momentos llenaban también la suya. Pero
¿dónde estaba la fe, la creencia en un objeto fuera del alma, y
fuera del mundo, ante quien postrándose y humillándose y con
quien viniendo a
Para un tormento como el de su alma se le figuraba a D. Faustino que no había más que un remedio: la muerte. Y sin embargo, apenas pensaba en la muerte, todas las esperanzas, todas las ilusiones, todos los propósitos de su lozana juventud surgían como de un abismo, y se presentaban a sus ojos, llenos de luz y belleza, y hacían llegar a sus oídos una encantadora armonía. Eran como el cántico de la resurrección que su semi-tocayo el doctor Fausto creyó oír a los ángeles, cuando iba a apurar la copa de veneno.
Además, el horror a la nada
podía más en el ánimo del doctor que el miedo de las penas
eternas, si le hubiera tenido. Quería vivir, pero vivir de una vida
grande, noble, poderosa, fecunda; de una vida que dejase en pos de sí un
rastro luminoso e indeleble.
Se sentía con bríos para
remover todos los obstáculos, para vencer todas las dificultades.
Sólo un estímulo poderoso le faltaba. Sólo le faltaba un
agente que pusiese en actividad aquellos bríos: un objeto que infundiese
en su espíritu la fe, el amor, el entusiasmo suficientes. Costancita
había sido una coqueta sin corazón; Rosita, aunque graciosa,
discreta y apasionada, no podía adecuarse al ideal soberbio de sus
aspiraciones; la
¿Por qué no acudía
en su auxilio la
Mil extrañas ideas cruzaron
entonces por el cerebro de D. Faustino. Mil deseos y propósitos se
ofrecieron a su voluntad. Si hubiera creído en la posibilidad de pactar
con el diablo, hubiérale dado cuanto hay que dar al diablo, a trueque de
un ferviente
Era tal el orgullo del doctor, que uno de los más irrebatibles argumentos, que contra lo sobrenatural se le presentaban, era la no intervención de nada sobrenatural en su vida. Si no merecía él que los poderes superiores buenos o malos, que el principio de la luz o el de las tinieblas, acudiesen a sus evocaciones y conjuros, le prestasen solícitos su apoyo, empleasen en él una providencia especialísima, ¿qué otro ser humano había de merecerlo? Quizá no existían tales poderes cuando no se doblegaban a su voluntad, ni a su llamamiento respondían.
Postración melancólica
abatió al fin el ánimo de D. Faustino, tan exaltado hasta
entonces. Se juzgó una de las más infelices y cuitadas criaturas
que había sobre la tierra. Se alucinó hasta creer que la coya y
las demás imágenes de sus progenitores ilustres le miraban
compasivas. Lágrimas de despecho brotaron entonces de los ojos del
doctor y corrieron por sus mejillas. Aunque por lo común, no
estén bien las lágrimas en un rostro varonil, el dolor que a D.
Faustino se las arrancaba era tan alto, aunque
Eran más de las dos de la noche. El sombrío aspecto de aquel gran salón, el silencio profundo que en torno reinaba, la cercanía del cementerio, los retratos mismos apenas iluminados entonces por una sola bujía, el recuerdo de la última aparición de la mujer misteriosa, todo convidaba a amarla, a desear aparición nueva.
Iba el doctor a levantarse del sillón y a abrir la ventana, casi seguro de que María estaba junto a él, de que se hallaba parada, con lágrimas en los ojos, como la otra vez, de espaldas a la tapia del cementerio, cuando se abrió suavemente la puerta y volvió a cerrarse enseguida, dando entrada a un bulto negro, cuyos contornos y formas el doctor no distinguía. Sin embargo, así como había presentido que su amiga inmortal estaba cerca, antes de que la viese, así reconoció que era ella, antes de verla y distinguiría por completo.
La persona que acababa de entrar
traía en la mano una linternilla, que vertiendo luz delante de
sí, la dejaba en obscuridad o sombra confusa: pero la persona
colocó enseguida la linterna sobre la mesa, donde estaban los
búcaros y los vasos de china. Al
La luz de la bujía, que estaba
sobre el velador, dio de lleno en el rostro de la
-Los celos son más poderosos que el amor -dijo María con voz dulcísima y triste-. Impulsada por ellos, lo he olvidado todo; lo he atropellado todo; he venido a verte. Aquí me tienes.
D. Faustino no pensó en el modo
con que aquella mujer había llegado hasta allí. Poco le importaba
que se hubiese filtrado, como un fantasma, por los espesos muros de su casa
solariega; que el diablo, para que él no se quejase de que no le
socorría, se la hubiese traído por el aire; o que hubiese
penetrado por un medio natural y sencillo. Lo que le importaba era tenerla
allí, y sentir, al tenerla allí, una pasión que
jamás había sentido en toda su plenitud; no una pasión
incierta y vaga, cuyo valor no resistía al análisis, ni al
escalpelo de su espíritu crítico, sino el amor evidente,
perfecto,
-Aquí me tienes, Faustino -volvió a decir María-. Una fuerza superior a mi voluntad me trae a ti. Soy tuya. ¿No valgo más que... esa otra? ¿No lograré que me ames?
El rubor encendió el rostro de D. Faustino. Pensó en que todas las palabras de amor, todas las expresiones de ternura, todas las frases de afecto y hasta de adoración que pueden dirigirse a una mujer, habían sido profanadas en sus labios la noche antes. Nada respondió a María. Voló hacia ella y la estrechó frenético entre sus brazos.
Los primeros albores empezaron a penetrar por las mil hendiduras que había en las viejas maderas de las ventanas de aquella habitación. El canto alegre, con que los pajarillos celebraban la venida del día, llegó a los oídos de D. Faustino y de su amada.
Movida de los celos, atropellando respetos morales y religiosos, roto el freno de la prudencia, con ímpetu irresistible de amor, de amor que rayaba en fanatismo y que la hacía creer que estaba enlazada al doctor con vínculo eterno, María había caído entre sus brazos.
-No me detengas más -dijo, desprendiéndose de ellos-: debo partir: no me sigas. Cumple el pacto que hemos hecho.
-Le cumpliré por más que sea difícil cumplirle; pero no me dirás la razón, el fundamento de este misterio en que te envuelves
-La razón del misterio es el
misterio mismo,
-Te he dicho que sí, y no faltaré a mi palabra -contestó el doctor.
-Yo te amo con todo mi corazón y soy tuya para siempre -añadió María-. Sin embargo, entiéndelo bien: guardo mi libertad para huir de tu lado, cuando deba, sin que aspires a detenerme. Cuando yo crea que debo huir, no pondrás obstáculo; no preguntarás la razón. Bástete saber que estoy ligada a ti con eternas ligaduras. Mi huida te devolverá todo tu albedrío; pero yo, aunque de ti me separe un mundo, me consideraré siempre como tu fiel compañera, como tu esclava. Tú eres, tú has sido, tú serás mi único amor. Tenlo por delirio, pero yo creo que te amo eternamente, al través de mil existencias; que eres el alma de mi alma: que soy, no ya tu inmortal amiga, sino tu esposa inmortal: la esencia dulce y suave de tu propio espíritu.
-No, bien mío: tú eres su
energía, su vigor, su gloria: la estrella que ha de guiarle, el
imán que
-Otra de las condiciones de nuestro
pacto -continuó María, aparentando frialdad, que su voz
trémula desmentía-, condición fundamental para que mi
orgullo quede tranquilo, y en cierto modo, serena mi conciencia, a pesar de mi
pecado, que Dios con su misericordia quizás me perdone, es que yo a nada
te obligo ni te comprometo. Tú no debes hoy tal vez, casi de seguro, no
deberás jamás, hacerme tu mujer legítima, en esta vida
transitoria. Tú no puedes tampoco tenerme a tu lado como tu amiga.
Aunque las causas que me llevan a hacer vida tan misteriosa desapareciesen, yo
misma no consentiría en agravar el pecado con el escándalo.
-No me atormentes, María -dijo el doctor-. No sé quién eres; pero no me importa desconocer estas o aquellas circunstancias vulgares de lo menos esencial de tu ser. María, yo conozco tu alma: mi alma se ha confundido con tu alma. Quiero ser tu amante, tu esposo ante los hombres, como ya lo soy ante Dios.
-No blasfemes, Faustino. El delirio de amor que nos une no tiene la santidad de un sacramento.
-Pues ¿no dices tú misma que eres mi esposa inmortal?
-Sí, lo digo, y lo creo. Nuestras almas están unidas; pero ¿hemos de matarnos impíamente para que esta unión valga? ¿Hemos de prescindir del ser corporal que tenemos? ¿Quién ha santificado la unión de Faustino y de María, tales como son ahora en la tierra? Esta unión no es posible: yo no la quiero. No puede santificarse.
-¿Y por qué? -dijo D. Faustino-. Tú eres libre, tú eres hermosa, tú eres sublime. Has venido inmaculada a mis brazos. Me has hecho dueño de tu beldad y de tu corazón sin exigir nada en cambio. Yo ahora te lo doy todo: mi mano, mi nombre, mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
-Nunca.
-¿Quieres vivir a mi lado?
-Tampoco.
-¿Y por qué te niegas a casarte conmigo? ¿Por qué dices que nunca?
María estuvo un instante suspensa, silenciosa y como meditando. Luego dijo:
-La sinceridad y el fervor con que me hablas me inducen a proponerte una cláusula más en nuestro pacto amoroso. Me has preguntado si me casaré contigo, y he contestado nunca. Retiro el nunca. Yo estoy tan cierta de que siempre te amaré, que te prometo ahora solemnemente que, si pasada tu mocedad y realizados o deshechos tus sueños ambiciosos, eres libre, me amas aún, me buscas y vivo, seré tu esposa. Antes no es posible... Tú no te comprometes a nada. Sola yo me comprometo.
-Pues yo te juro que me casaré contigo cuando quieras.
-No jures. No acepto tu juramento. Dios no le aceptará tampoco y le tendrá por vano. Adiós.
D. Faustino estrechó de nuevo entre sus brazos a la mujer querida. Ella logró al cabo desprenderse de aquellas amorosas cadenas, corrió hacia la puerta y desapareció sin que el doctor se atreviese a seguirla.
María había prometido volver a la noche siguiente.
Ya no vacilaba ni dudaba D. Faustino. Su alegría era grande. Sentía verdadero amor. Creía haber puesto en actividad el enérgico resorte que antes faltaba a su alma y se juzgaba capaz de acometer todas las empresas y de abrirse camino al través de todos los peligros y dificultades.
Sólo un escrúpulo de conciencia, casi un remordimiento, le atormentaba.
Era cierto que nada había prometido a Rosita; que ningún juramento le había hecho; que ninguna palabra le había dado. Pero esto mismo ilustraba y ensalzaba más la generosa confianza de la hija del escribano.
D. Faustino estaba decidido a no volver
a verla, a sacrificarla a María, a quien amaba con pasión, a
quien pensaba amar siempre, aunque llegase a saber que era la hija del verdugo:
pero no podía menos de lamentar el inmerecido desdén, el
cruelísimo
Llegó aquel día la hora de la tertulia de los tres dúos, y Respetilla fue solo. Rosita lo extrañó mucho y estuvo triste. Respetilla remedió el mal por su cuenta, asegurando con un aplomo envidiable que D. Faustino estaba enfermo, en cama. El disgusto de Rosita pasó entonces de ser algo colérico a ser tierno y piadoso.
Durante cuatro días, tuvo Respetilla la habilidad de seguir entreteniendo a Rosita con la ficción de que D. Faustino estaba enfermo. Rosita le enviaba con Respetilla los más cariñosos recados. Respetilla fingía de parte de su amo otros recados no menos cariñosos.
Rosita pensó en escribir al doctor: pero, era tan mala su letra y tan anárquica su ortografía, que, para no desacreditarse, no se atrevió a escribirle.
Rosita preguntó al médico por la enfermedad de D. Faustino. El médico contestó que no le había visitado y que no sabía de tal enfermedad; pero Respetilla disipó la sospecha, asegurando que su amo se curaba a sí propio.
Como D. Faustino no salía de casa, ni nadie le veía, lo de la enfermedad era verosímil.
El doctor, entretanto, se calentaba la cabeza discurriendo el modo menos malo de romper con Rosita. Pensaba escribirle una carta llena de amistosos sentimientos de gratitud y de ternura, despidiéndose de ella con razones alambicadas y sofísticas, con quintas esencias y tiquis-miquis, más fáciles de inventar así en pelotón que de explicar cumplidamente en un escrito.
Arduo empeño era el de escribir la tal carta. El tiempo pasaba y D. Faustino no la escribía.
Cuando Respetilla interpelaba a su amo, como varias veces lo hizo, sobre los motivos que tenía para no ir a ver a Rosita, D. Faustino, no teniendo qué contestar, daba un sofión a Respetilla.
Hasta doña Ana hallaba mal aquel rompimiento brusco y grosero; y aunque no sospechaba cuán estrechos y apretados eran los lazos, extrañó que su hijo no volviese en casa de las Civiles, y le excitó a que fuese, y a que se apartase del trato de ellas con suavidad y cortesía.
D. Faustino, a pesar de estas juiciosas
amonestaciones, estaba tan prendado, tan en éxtasis perpetuo, tan
elevado en los amores de su
Aceptando por bueno el embuste de su
criado,
Para todos los de la casa, ignorantes del misterio de los amores, la enfermedad del doctor parecía verdadera. Ya no había paseos, ni a pie ni a caballo; ya no había combates al sable, y el doctor, cuando no hablaba ni hacía compañía a doña Ana, se encerraba en sus habitaciones.
Rosita, entre tanto, estaba llena de
inquietud. A veces dudaba de que fuese cierta la enfermedad de D. Faustino. Su
orgullo y la persuasión en que estaba del valer de su ingenio y de su
belleza apartaban de su mente el horrible recelo de que un tedio súbito,
una saciedad desdeñosa, un desprecio invencible, hubiesen suplantado en
el alma del doctor aquel fervor amoroso que ella había compartido y al
que había cedido la noche de la Nava. La soberbia montaraz de Rosita y
su vanidad de labradora rica y de reina de aldea no habían consentido
que pusiese condiciones al doctor ni que exigiese de él promesa ni
juramento alguno. Rosita no había pensado distinta y claramente ni en
que D. Faustino se casase con ella ni en nada parecido; pero tampoco
había pensado, ni temido por un instante, que el amor, satisfecho
Ahora recelaba; ahora temía; ahora tenía celos; si bien todo de una manera vaga y confusa. Cuando esta pasión se apoderaba de su pecho, forjaba planes de venganza: maldecía en su interior a D. Faustino; volvía a llamarle D. Pereciendo, conde de las Esparragueras y abogado Peperri; se sentía humillada de haberle querido; deseaba matarle, y faltaba poco para que no rugiese como una leona.
Respetilla, imperturbable, intrépido, pertinaz en mentir, seguía sosteniendo la enfermedad de su amo. Así templaba la furia de Rosita; así lograba aún que su ánimo pasase de los ímpetus iracundos a la compasión amorosa.
Por último, Rosita no pudo sufrir
más; quiso salir de la duda que la atosigaba. Una noche, al llegar
Respetilla a la tertulia, tomó Rosita por auxiliar a Jacintica, e
intimó, ordenó y mandó al buen escudero que las llevase a
ambas a casa de D. Faustino y que la hiciese entrar a ella de oculto en la
estancia del doctor, mientras éste cenaba o conversaba con su madre en
el piso alto. Así quería, saltando por cima de todo respeto, ver
a su amigo y cerciorarse de su desgracia o de su dicha. Respetilla aguzó
en
-¿Qué mal ha de haber en esto? Quizás luego me lo agradezca mi amo. Él no viene por aquí por alguna extravagancia que no comprendo. Esto será sin duda algo de filosofías que no se me alcanzan. Pero en cuanto mi amo vea a Rosita tan guapa, así de repente y como caída del cielo, en su propio cuarto, a las once de la noche, vamos... no le parecerá mal. De fijo que se alegra.
Hechas estas reflexiones, Respetilla cedió, y cedió con gusto: llevaba en su compañía a Jacintica.
Se dispuso que otra criada se quedase haciendo de dueña, y autorizando con su presencia los coloquios de Ramoncita y de D. Jerónimo. Al mismo D. Jerónimo, que era un bendito, se le persuadió de que Rosita tenía un jaquecazo de todos los diablos y que debía irse a acostar. Jacintica se fue con Rosita como para cuidarla. Respetilla se despidió a poco rato, y las dos mujeres que estaban aguardándole en un rincón oscuro del portal, con los pañolones por la cabeza, se escabulleron con él sin ser vistas de nadie.
Eran las once de la noche, cuando el doctor bajó de la estancia de su madre y entró en el salón de los retratos. Como había dado licencia a Respetilla para que no viniese a desnudarle, le creía aún en la tertulia de las Civiles, que terminaba a las doce. La amiga inmortal debía llegar a las once y media. El doctor solía luego encerrarse con llave. Tenía además prohibido a Respetilla que entrase en su cuarto, como él no le llamara. En suma, estaban tomadas todas las precauciones, o al menos así lo creía el doctor. El triste no sabía lo que se preparaba. Rosita estaba ya escondida detrás de un cortina, que cubría la puerta, que desde el salón de los retratos iba al dormitorio.
Cuando vio entrar al doctor, bueno, sano, alegre, y recitando unos versos de Zorrilla, que decían:
Si eres recuerdo endulzarás mi vida, Si eres remordimiento te ahogaré,
le dio rabia de no hallarle enfermo y triste, y tuvo, no se sabe cómo, el desesperado pensamiento de que el recuerdo era el de su amor y de que el remordimiento que anhelaba ahogar era ella.
Rosita continuó, pues, en acecho, esperando, o mejor dicho, temiendo la aparición de su rival. Ya pensaba que esta rival sería alguna criada de la casa, alguna fregona; ya imaginaba que el doctor podría tener su poco de brujo, y esto le infundía cierto terror de verse frente a frente con espectros, y de figurar en escenas del otro mundo, entre hechiceras, magas o almas en pena; pero su ira era tan grande y sus bríos tan varoniles, que estaba resuelta a vengarse del mismo demonio, si venía con faldas y en forma de mujer a tener pláticas tiernas con D. Faustino.
Hasta sentía Rosita haberse venido desprovista de un par de pistolas o de un puñal siquiera, por lo que pudiese ocurrir. Mucho confiaba, no obstante, en su lengua y en sus manos.
El doctor, según su costumbre, puso la bujía sobre el velador, se arrellanó en el sillón, y siguió recitando versos en voz, aunque sumisa, clara:
-Yo no sé de tu esencia el misterio, Tu nombre y tu vago destino no sé, Ni cuál es tu ignorado hemisferio, Ni a dónde perdido siguiéndote iré. ¡Oh! si gozas de voz y de vida, Si tienes un cuerpo palpable y real, Deja al menos, fantasma querida, Que goce un instante tu vista inmortal.
Los versos hicieron el efecto de una evocación. La puerta se abrió sin ruido. El bulto negro apareció en la sala. Una voz argentina contestó a los versos, que el doctor decía, con estos otros versos:
-Tras de ti por las sombras camino, Ni noche ni día descanso sin ti: Ser tu esclava, adorarte es mi sino; Ya postrada me tienes aquí.
María cayó de rodillas a los pies del doctor. Éste la levantó entre sus brazos, dándole mil besos en la frente y en las mejillas sonrosadas y hermosas.
Rosita no supo contenerse por más tiempo. Casi creía aún que el ser a quien D. Faustino abrazaba y besaba tenía algo de sobrenatural y de diabólico; pero su forma era de mujer, y la tempestad de los celos hizo a Rosita superior a todo miedo supersticioso.
Salió de su escondite, se arrojó sobre ellos como un tigre, los separó, y encarándose con D. Faustino, que atónito y estupefacto la miraba.
-Malvado -le dijo-, ¿así
pagas mi amor? ¿Por qué me has engañado vilmente?
¿Por qué no guardaste
Antes de que D. Faustino se repusiese del asombro, antes de que nadie la respondiese, tomó Rosita la luz, y llevándola hacia la cara de María, se quedó contemplándola de hito en hito, devorándola con ojos que arrojaban fuego y rayos de ira. De súbito soltó Rosita una carcajada sarcástica. Su memoria, iluminada por el odio, le había sido fiel. Acababa de reconocer a María, a quien desde muy pequeña no había visto.
-¡Ah! Ya te conozco, infame; ya te conozco. Digna manceba de este perro judío, hereje, asesino. Tú eres María la Seca. ¿Dónde has estado desde que tu abominable madre bajó al infierno? ¿Y al ladrón de tu padre no le dieron todavía garrote?
Dicho esto, y sin dejar tiempo para que nadie la respondiese, Rosita volvió a poner la bujía en el velador y se lanzó sobre María, como para despedazarla entre sus uñas.
María estaba muda, inmóvil, serena aunque triste, como estatua alegórica del dolor resignado, llena de cierta soberbia y reposada majestad.
Rosita la hubiera, sin duda, herido el rostro con sus manos y arrancado los cabellos, si el doctor no hubiese acudido a tiempo, cogiéndola de un brazo y separándola con violencia del lado de su rival.
-¿Quién te ha traído aquí? -dijo el doctor-. ¿Cómo has entrado? Ahora mismo te voy a echar a la calle. No chilles, no alborotes, o te pondré una mordaza.
Rosita dio un grito agudo.
-Cállate -dijo el doctor-, cállate o te ahogo.
-No quiero callarme, traidor. No quiero callarme. Como eres un hidalgo de gotera, un danzante sin oficio ni beneficio, un tramposo, con más deudas que vergüenza, has elegido la querida más a propósito para ti. Anda, vete con ella; alístate de bandido en la cuadrilla de su padre. El conde de las Esparragueras es el yerno pintiparado de Joselito el Seco.
D. Faustino se armó de la paciencia de Job para no pisotear allí aquella víbora. Sin responderle palabra, pero sin soltarla del brazo de que la tenía asida fuertemente, la llevó medio arrastrando hacia el cuarto de Respetilla.
Deseaba el doctor llamar a su criado sin
alborotar la casa y sin dejar suelta a Rosita con María, a quien hubiera
sido capaz de asesinar. Bien calculaba
En efecto, apenas llegó a la puerta del cuarto de su criado y le llamó dos o tres veces, Respetilla apareció, seguido de Jacintica, que proseguía con él la tertulia en la otra casa comenzada.
Ambos habían dado por cierto que habían proporcionado a sus amos una gran ventura y los suponían ejecutando la segunda parte del Paraíso terrenal. Cuando de tan diferente modo los vieron, se llenaron de espanto.
El doctor tenía encendidos los ojos como brasas, el rostro pálido, trastornadas las facciones. Con la mano que le quedaba libre asió a Respetilla de una oreja, y tirando de él, exclamó:
-No sé cómo no te mato. ¿Por qué has traído a mi casa a esta furia del averno? Vamos, pronto, abre la puerta de la calle, y llévatela de nuevo sin hacer ruido.
Respetilla obedeció, Jacintica fue en pos de Respetilla, y el doctor, detrás de ambos, con Rosita, asida siempre del brazo.
Ya en el zaguán, y antes de que Respetilla abriese la puerta, dijo Rosita al doctor:
-Suéltame el brazo, cruel.
¡Me le destrozas,
-Imposible -respondió el doctor-. Ni te amo, ni te amaré nunca. Vete. Apártate de mi vista.
Aquel último arranque de ternura se trocó en más cruda saña con el nuevo desprecio. Rosita se revolvió contra el doctor como un escorpión pisado:
-Villano -dijo-, te acordarás de mí: me vengaré de un modo sangriento. Te he de reducir a la miseria. He de lograr que achicharren en una hoguera a la bruja de tu madre.
D. Faustino no acertó a tener calma; perdió la paciencia y alzó la mano para dar una bofetada a Rosita. Por fortuna se contuvo a tiempo.
-¡Cobarde! ¡Con una mujer te atreves!
-No; tú no eres una mujer -respondió el doctor-; tú eres una arpía.
Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando Rosita se arrojó sobre él, y con la mano que le quedaba libre, le clavó las uñas en el rostro, bañándosele en sangre.
Lo que antes quedó en amago, tuvo que terminarse entonces. Rosita sintió en la mejilla los cinco dedos del doctor, si bien más trémulos que violentos.
-Mátale, Respetilla: véngame; mátale. Tú eres más fuerte. Tú puedes más que él. Son las doce de la noche. Te doy dos mil duros si le matas. Te doy tres mil duros y un caballo para que huyas a Gibraltar y desde allí a América. ¡No seas mandria! Mátale y te harto de oro.
Respetilla, sin responder, abrió la puerta y echó a Jacintica a la calle. Luego volvió por Rosita, y tomándola de manos del doctor, se la llevó en volandas.
El doctor cerró la puerta de la
calle y volvió en busca de su
No la halló en el salón. Recorrió los otros cuartos y no la halló tampoco.
Sobre la mesa, donde el doctor escribía, vio por último un papel, en el cual María había escrito lo siguiente:
«Motivos muy poderosos me obligan a alejarme de ti. Adiós, quizás para siempre».
-¡Oh, no te irás! -dijo el doctor-. Yo rompo el pacto que hice. No dejaré que te vayas. Sabré detenerte.
Bien había calculado por
dónde había entrado
El doctor dio un empujón a la puerta; pero no cedió. Estaba cerrada con llave. La llave que había en la casa, o se había perdido, o era la llave de que sin duda se servía María. No quedaba más recurso que echar la puerta abajo.
D. Faustino agarró un hacha de leñador, y dio tres o cuatro golpes furiosos. La puerta, de madera vieja y apolillada, vino a tierra enseguida.
Con la bujía en una mano y el hacha en la otra, penetró entonces el doctor por los pasadizos oscuros, bajo las bóvedas ruinosas y por las antiguas salas de armas, llenas de escombros.
Ignorante o más bien olvidado de aquel laberinto (aunque no pocas veces le había visitado en otro tiempo por curiosidad), tropezó en una gruesa piedra que halló a su paso, y para sostenerse y no caer, soltó maquinalmente el candelero que llevaba en la mano. La luz se apagó, y D. Faustino quedó en las tinieblas más completas, sin saber hacia qué lado encaminarse, a fin de encontrar salida o volver a su casa a encender de nuevo.
Aunque el doctor logró recoger a tientas el candelero, de nada le servía sino de estorbo con la luz apagada. En balde iba buscando salida, palpando las paredes. No había en aquel obscuro recinto ventana ni hueco por donde entrase la luz de la luna, que, si bien en su cuarto menguante, iluminaba los cielos en aquella noche de primavera.
Un vientecillo fresco susurraba meciendo
las copas de los árboles y doblando la yerba; pero el susurro,
oído desde el lugar donde el doctor se hallaba, tenía más
de medroso que de apacible y grato. Penetrando el aire por los pasadizos y
aberturas, por donde el doctor quisiera salir, gemía encarcelado en la
lobreguez de aquellas ruinas, produciendo mil ecos tenues y mil tristes y
fantásticos rumores. No menos desagradable ruido hacían las
ratas, que allí abundaban, y que corrían
A pesar de todas sus filosofías,
el doctor pensó que no estaba muy bien demostrado que no hubiese diablos
o duendes u otros monstruos y seres sobrenaturales, y tuvo algún miedo
de ellos. Sin embargo, la rabia de verse burlado y encerrado en aquélla
a modo de mazmorra, sin poder salir, pesó más en su ánimo
que la hipotética y vaga aprensión de que hubiese diablos y
anduviesen cerca. El doctor, dando forma a su pensamiento en resonantes
palabras, lanzó, Dios se lo haya perdonado, dos o tres blasfemias
espantosas. Como si con su voz le atrajera, sintió entonces cerca de
sí los pasos de un ser de mucha mayor corpulencia que las ratas. Nada se
veía en realidad; pero de los ojos doctor brotaban unos círculos
luminosos que se dilataban en el espacio y llenaban las tinieblas
ensanchándose cada vez más, como los círculos de una
fantasmagoría. Dentro de aquellos círculos, rojos a veces, a
veces entre verdes y amarillos, ora se mostraba Joselito el Seco, con
corbatín de hierro y sacando un palmo de lengua; ora un espectro de
mujer, que ya se parecía a María, ya a la coya, ya tenía
de ambas; ora otras figuras como las que se pintan en los cuadros de las
tentaciones de San
No bien salió de sus labios la reiterada blasfemia, aquel ser que había sentido cerca de sí, se le echó encima. Pareciole al doctor que le enlazaban unos brazos deformes, forzudos, aunque descarnados como los de la momia de un gigante, y sintió en su cara el contacto de un rostro peludo. El efecto, que esto le produjo, fue horrible. Casi maquinal mente, pues no tuvo fuerzas ni serenidad para reflexionar, dio un empellón al monstruo: pero el monstruo, rechazado por un instante, volvió sobre el doctor, y le aplicó un inmundo y frío beso, pasando por su mejilla el hirsuto y húmedo hocico.
Confesemos que el lance era para asustar a cualquiera. El viento gemía, zumbaba, murmuraba, remedando mil voces, cantos, suspiros, sollozos y hasta palabras de un mágico y desconocido idioma; y un ser repugnante y maravilloso abrazaba y besaba a D. Faustino.
D. Faustino se dio a creer, a despecho
de su ciencia, que se las había con el mismo diablo. Ya vacilaba entre
si debía esgrimir el hacha para vencer al monstruo o hacer la
señal de la cruz para
El doctor se echó a reír y dijo algo confuso y vergonzoso:
-¡Hola, Faón! ¿Tú por aquí?... ¡Qué demonio de Faón!
Era el más hermoso y grande de sus podencos, que lleno de buen deseo, circunspección y prudencia, le había seguido silencioso, a fin de no espantar la caza, y sin recelar que espantara a su amo.
El doctor pasó la mano por el lomo de Faón y se cercioró bien de que no era otro quien había acudido a sus blasfemias. Confiando en la clara inteligencia canina del amante de Safo, esperó que le sacase de aquella oscuridad, y, para servirse de él como de lazarillo, le ató el pañuelo al pescuezo guardando en la mano uno de los picos.
El podenco entendió, con admirable instinto, que le convenía guiar; pero no sabía a dónde. Echó a andar, no obstante, y el doctor le siguió.
Pronto llegaron a un punto en que
percibió el doctor que Faón subía. Luego tropezó
con el primer escalón de una escalera y subió por ella en pos de
su perro. A poco vio el doctor la luz de la luna, sintió vientecillo
fresco en la cara y se encontró en el adarve, no lejos de la albacara o
torre saliente,
Por desgracia, no había medio de penetrar en la albacara, desde el adarve. No había puerta por allí, y por los angostos tragaluces no cabía ningún cuerpo humano por escuálido que estuviese.
El doctor dio en el suelo con el pie en señal de impaciencia y cólera. Faón se puso en marcha de nuevo; bajó por la misma escalera por donde había subido, llevando en pos a su amo, y sacándole de aquella oscuridad, le condujo a un patio interior del castillo, todo cubierto de larga hierba. Aunque el doctor no era observador muy experto de las cosas naturales, no pudo menos de notar sobre la misma yerba, ajada y pisada, las huellas recientes de unos pies humanos, ligeros y pequeñitos. No se había engañado. María había pasado por allí.
Conoció Faón en el ademán de su amo que estaba contento y que era María a quien buscaba, y, dando un ladrido alegre, apretó el paso, siguiéndole el doctor.
Entraron en un corredor, llegaron a otra escalera, la subieron y se hallaron en el segundo piso de la albacara. En uno de los lados del cuadro, que aquella estancia formaba, se abría en el muro el pasadizo del arco que une el castillo con la iglesia.
D. Faustino y Faón atravesaron por el hueco del arco, bajaron por otra escalerilla, y se hallaron al fin en el coro de la hermosa iglesia de Villabermeja, silenciosa y sombría entonces, aunque tres lámparas ardían en su seno: una delante del altar mayor y otras dos delante de los camarines, donde estaba el Santo Patrono y Jesús Nazareno.
Desde el coro hasta la iglesia pudo bajar el doctor, sin ningún estorbo, por escalera harto conocida y trillada.
Ya en la iglesia misma, se dirigió a la puerta de la sacristía. El doctor estaba seguro de que María se había ido por allí. Aunque no hubiese estado seguro de ello, los signos que daba Faón de no haber perdido la huella, le hubieran corroborado en su pensamiento.
El disgusto del doctor fue grandísimo al hallar la puerta de la sacristía cerrada con llave. Aquella puerta no era tan fácil de derribar como la otra. Estaba formada de espesos tablones de nogal y podía resistir sin romperse un diluvio de hachazos.
La violencia era inútil; mas, aunque no lo hubiese sido, tal vez no se hubiera atrevido el doctor a emplearla.
La puerta de la sacristía estaba
al lado del magnífico retablo churrigueresco de los López de
Mendoza,
No obstante, llamó a la puerta con el hacha, sin tocar de filo. Nadie respondió. Llamó más fuerte, y tampoco. Acabó por perder la paciencia: por golpear con todo su brío. Cada golpe, duplicado, triplicado, quintuplicado por los ecos, parecía un trueno prolongado. Se diría que Dios llamaba a juicio a los frailes dominicos y a los Mendozas todos, que en sendas criptas estaban enterrados allí: pero ni por esas respondió entonces persona viva.
Acercando la boca a la cerradura, gritó varias veces el doctor:
-¡Padre Piñón! ¡Padre Piñón! ¡Padre Piñón! ¿Es Vd. sordo?
El Padre Piñón estaba sordo en efecto. Los gritos del doctor fueron inútiles. No le contestaron.
Una idea súbita atravesó la mente de D. Faustino. Se figuró que había tomado una resolución precipitada y absurda en venir por allí. Temió que mientras se hartaba de golpear y de gritar en vano, María se escapaba por la puerta de la casa del Padre Piñón que daba a la calle.
No bien se le ocurrió esto, el doctor corrió como un loco hacia el coro, y pasó, seguido ya del podenco, por los mismos sitios por donde había venido, hasta que llegó al patio del castillo. Allí tomó de nuevo al podenco por guía, y el podenco le condujo a la entrada de su casa.
Respetilla, que había vuelto de cumplir con su comisión, sospechó que se le había trastornado el juicio a su amo, al verle con el hacha y todo descompuesto.
D. Faustino agarró su sombrero a escape y se salió a la calle, prohibiendo a Respetilla e impidiendo a Faón que le siguiesen.
En cuatro brincos estuvo a la puerta del
Padre
Tal vez por aquel lado se oía mejor o tal vez el Padre Piñón había recobrado el oído. Lo cierto es que a los tres o cuatro minutos, el propio Padre se asomó a una ventana y preguntó:
-¿Quién llama a estas horas?
-Yo soy -contestó el doctor-. ¿No me conoce Vd.?
-¡Ah! Sí... ¿Hay alguien de peligro?
-No hay nadie de peligro: pero que me abran. Tengo que hablar con usted.
-¡Ea! -se oyó decir al Padre Piñón-, despáchate, Antonio, y baja a abrir al señorito D. Faustino.
Antes de que siga adelante nuestra historia, conviene informar a los lectores de quién era el Padre Piñón.
Era el único fraile que del antiguo convento quedaba todavía. Enjuto y pequeñuelo, recibió el nombre de Padre Piñón, y apenas si nadie recordaba su verdadero nombre.
Aunque el edificio en que vivieron los frailes se había vendido y estaba sirviendo de molino aceitero, había quedado una habitación cómoda, grande y hermosa, aneja a la sacristía. Ésta concedieron por morada las gentes del pueblo al Padre Piñón, a quien querían mucho.
Allí, teniendo a sus órdenes de noche y de día al sacristán Antonio, y de día además a dos monaguillos, cuidaba el Padre Piñón del grandioso templo, gloria del lugar, y conservaba las ricas casullas, las dalmáticas y capas pluviales recamadas de oro, la exquisita ropa blanca, como albas, estolas, amitos, sobrepellices y roquetes, llena en gran parte de preciosos encajes y bordados, la custodia cuajada de esmeraldas y de perlas, y otros ornamentos, joyas y primores artísticos, que atesoraba la iglesia. Todo esto se hallaba encerrado en armarios, alhacenas y arcones, que había en la sacristía.
El Padre Piñón, no sólo encantaba a las gentes del lugar, por sus virtudes, sino por su alegría, buen humor y dichos agudos. Era un dechado de las gracias de la gracia y del poder de la eutropelia, y el célebre Padre Boneta hubiera sin duda cantado sus loores, si le hubiese conocido.
Algunos sujetos sobrado rígidos
le acusaban de tener la manga muy ancha, pero sin motivo, según hemos
llegado a averiguar. Lo cierto es que era aún, y sobre todo había
sido en la época de su mayor auge, el confesor más buscado, y eso
que costaba caro confesarse con él. El antiguo refrán que dice
Cuando no había de por medio tales respetos, el pago de la multa era público, con lo cual decía el Padre que se conseguía además que el pecador se avergonzase y buscase, por esta razón más, el corregirse.
No faltarán censores severos que
hallen ridículo
Las acusaciones de manga ancha que se habían lanzado contra el Padre Piñón provenían de los serviles y tenían otro fundamento. Asegurábase que, en tiempo del absolutismo, cuando era indispensable proveerse de una cédula de haber cumplido con la iglesia, el Padre Piñón daba cédulas a los liberales libre-pensadores, en cambio de limosnas: pero esto más bien merece elogio, pues evitaba confesiones hipócritas y comuniones sacrílegas. Añadíase que el padre de D. Faustino, cuando recibía la cédula, daba al Padre Piñón media onza de oro, diciéndole: -Vaya, para que diga Vd. unas cuantas misas por el alma de Riego.
En fin, el Padre Piñón, pese a quien pese, era mejor que el pan, más regocijado que unas sonajas, y tan indulgente y caritativo como un ángel. Apenas si había leído más que el Breviario; pero el Breviario se le sabía de memoria, comprendiendo todos los bellos pensamientos, todas las sentencias sublimes y todos los tesoros poéticos que en dicho libro se contienen.
Dispense D. Faustino que le hayamos en apariencia detenido a la puerta para dar alguna noticia del Padre Piñón, en cuya sala de recibo se halló, a poco de haber llamado, introducido y guiado por Antonio.
-¿Qué tiene que mandar a su capellán el señorito D. Faustino? -preguntó el Padre Piñón.
-Padre -contestó el doctor-, omito preámbulos: el disimulo es inútil. Vd. sabe quién es María. Aquí se oculta María. Vengo en su busca. Quiero verla. Es mi mujer. Tengo razón y justicia para exigir que no me huya.
-¡Hijo mío! ¿Qué locura es esa?
-Responda Vd. -añadió el doctor. ¿Dónde está María?
-Ya que exiges respuesta
categórica, te la daré:
-Dejémonos de bromas. Ni yo soy su enemigo, ni su seductor. No hay para qué guardarla de mí.
El doctor quiso salir de la sala y registrar la casa del Padre, quien le contuvo suavemente.
Entonces el doctor empezó a llamar -¡María, María! No te ocultes de mí. No me abandones.
El Padre Piñón dijo:
-¿Qué diantres pretende Vd. significar? ¿De qué victoria habla Vd.?
-
Este último latín hizo dar un salto al pobre don Faustino.
-¡Ah! ¿no me engaña Vd., Padre? ¿Con que se ha escapado? ¿A dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué camino?
-Hijo, aunque te enfades conmigo, mi deber es arrostrar tu furia. María se ha ido: pero no te diré por dónde ni a dónde. No quiero que la sigas. Ayer me confesó sus pecados. Como condición de la absolución le impuse que se fuera. Además había otras razones que la obligaban a partir.
-¿Qué razones? No hay razón que valga -dijo el doctor enojado.
-Sí las hay, hijo mío. Hay
una persona, a quien la naturaleza concedió poder sobre ella: pero
-Yo la hubiera defendido, Padre. Nadie hubiera osado venir a robármela.
-¿Y con qué título iba yo a poner a María bajo tu custodia y amparo?
-Con el título de mi mujer legítima.
-Mira, señorito, los frailes hemos sido siempre esto que llaman ahora demócratas, pero entendida la democracia de un modo mejor. Ciertamente que yo no me hubiera parado ante ningún humano respeto para disuadir a María de que se casase contigo. Hubiera sido un modo de enmendar vuestras gravísimas culpas y yo le hubiera adoptado. María ha sido la que se negó resueltamente a casarse. Creyó que era su deber irse y se fue.
-¿A dónde ha ido? Dígame Vd. a dónde.
-No puedo.
-Vd. me engaña. Está aquí todavía.
-No digas tonterías, D. Faustino -dijo el Padre Piñón, algo picado-. ¿Tengo yo cara de embustero? Te aseguro que María se fue.
-Yo saldré ahora mismo en su busca: yo daré con ella; yo la detendré y la traeré conmigo.
-Haz lo que quieras; pero todo será en balde. Considera además que Joselito el Seco anda ya cerca, y te expones a caer en sus manos.
-Aunque caiga en manos de Lucifer.
-¡Ave María
Purísima! Estás perdido, loco. Bien puedes decir de ti mismo con
el Salmista:
D. Faustino ni oyó ni contestó más y salió corriendo de casa del Padre Piñón. Éste imaginó que el propósito del doctor de ir en busca de María era como una amenaza que no se cumpliría, y se fue a dormir muy tranquilo.
Un cuarto de hora después, D. Faustino, solo, caballero en su jaca, que había hecho ensillar a escape por Respetilla, y armado con trabuco y pistolas, estaba fuera del lugar, camino de la ciudad de..., distante tres leguas.
El doctor había calculado que María no podía haber huido sino en un carricoche que, a modo de diligencia pasaba a las doce por Villabermeja e iba a la ciudad de...
Desde esta ciudad salían al
amanecer coches para Sevilla, Córdoba y Málaga. Si el doctor
alcanzaba a María en el camino o en dicha ciudad, antes
Las dos habían sonado largo rato hacía en el reloj de la iglesia. María llevaba más de dos horas de delantera. El doctor iba a galope por el camino.
Más de la mitad llevaba ya andado, y la jaca, jadeante y cubierta de sudor, daba muestras de hallarse rendida de cansancio, cuando el doctor, tan apasionado hasta entonces, que todo lo había hecho sin reflexión, se puso a considerar que, con dos horas de delantera que llevaba el carricoche, sería imposible alcanzarle en el camino, aunque reventase la jaca. Para llegar a la ciudad antes de amanecer, había tiempo de sobra, aun yendo al paso. El doctor, pues, si bien devorado por la impaciencia, se resignó a proseguir al paso su viaje. En la ciudad de... buscaría a María por todas partes, y esperaba que no partiría sin que él la viese.
Al paso iba D. Faustino hacía un cuarto de hora. A un lado y otro del camino había frondosos olivares. La luna brillaba en el cielo despejado y con sus rayos argentinos lo iluminaba todo.
Acababa de bajar el doctor una cuesta
muy pendiente, y se hallaba en una hondonada, por donde corría un
arroyo, en cuyas márgenes había muchos
Siempre distraído el doctor en sus cavilaciones, no vio ni oyó que de repente salieron de la arboleda cinco hombres a caballo y con inaudita rapidez se le pusieron delante atajando el camino. No lo advirtió o no tuvo tiempo para advertirlo, tan ligera fue la maniobra de los jinetes, hasta que uno de ellos gritó: -¡Alto ahí!
Entonces vio el doctor que cuatro de los cinco le apuntaban con las escopetas. Quiso volver atrás para escapar, dando un rodeo, y notó que otros tres hombres a pie, armados también de escopeta, se le venían encima. Estaba completamente cercado, y en tan estrecho círculo, que ni para revolverse le quedaba tiempo ni espacio.
-¡Ríndete o mueres! - gritó otro de los de a caballo.
Hallábanse los enemigos tan cerca, y era tan apremiante la situación, que todo lo que no fuese rendirse era una temeridad; pero nuestro héroe, desesperado de que en medio de su viaje le detuviesen, tomó una resolución tremenda. Cogió del arzón de la silla una pistola, la montó, y apuntando al de a caballo que tenía más cerca, le dijo:
-Abre paso, tunante, o te levanto la
tapa de los
Estos, que tenían también montadas sus armas, apuntando al doctor, hubieran sin duda disparado, dejándole muerto, si la voz del capitán no se hubiera oído a tiempo, diciendo:
-No le matéis, no le matéis; es mi paisano D. Faustino López de Mendoza.
El doctor vaciló asimismo un instante en tirar, viendo la generosidad que con él se usaba.
Todo esto fue obra de un segundo. La jaca, excitada por los espolazos, iba ya a abrirse camino. Al atajar al doctor los bandidos de a caballo, se tocaban con él. Las bocas de las escopetas rozaban su cuerpo. La pistola del doctor podía matar a quemarropa al más cercano de los bandidos.
No había ya tiempo de explicaciones ni de transacciones, y sin duda hubiera habido alguna muerte, a pesar del grito del capitán, si de pronto no se hubiese sentido el doctor asido fuertemente de uno y otro brazo por dos de los de a pie, bastante robustos ambos para arrancarle de la silla y dar con él en el suelo por detrás del caballo.
En los esfuerzos que hizo para
desasirse, apretó
En el suelo ya, y detenido por los dos que le habían derribado, oyó el doctor la voz del capitán que le decía:
-Sr. D. Faustino, su merced es mi prisionero. Ríndase su merced, y deme palabra de honor de que no intentará huir, de que me seguirá donde le lleve, y de que no tratará de emplear la fuerza contra nosotros. Su merced volverá a montar en su jaca, y esta buena gente le respetará y considerará como debe.
D. Faustino no tuvo más remedio que prometer lo que el capitán le exigía.
Apenas lo prometió, uno de los bandidos que había tomado la jaca de la brida, la acercó para que D. Faustino montase, y él, suelto ya, montó en la jaca. Obedeciendo luego a una seña del capitán, entró con los bandidos por una vereda que había en medio de los olivares, apartándose del camino real en tan belicosa compañía.
Después de los sucesos que se refieren en el capítulo anterior, había pasado ya una semana, y nada se sabía en Villabermeja del paradero de don Faustino. Su madre, llena de angustia, procuraba en balde averiguar dónde se hallaba un hijo tan amado.
Rosita, entre tanto, furiosa con los celos y los agravios, difundía por todas partes que D. Faustino, prendado de María, había huido con ella, sentando plaza de bandolero en la cuadrilla de Joselito el Seco. Como alguien afirmase que la gente de Joselito había estado cerca del lugar la noche en que huyó D. Faustino, y como no sólo Rosita, sino también Jacintica, diesen por seguros los amores de María con el doctor, nadie dudaba en el lugar, salvo el Padre Piñón, de que D. Faustino estuviese por su gusto con los bandoleros.
La propia ruina de la casa de los
Mendozas hacía
El Padre Piñón era el único que sabía que María no se había ido con el doctor: el único que sabía dónde María se hallaba; pero a nadie quería confiarlo. Calculaba además que D. Faustino, no por su voluntad, sino muy a despecho suyo, había caído en poder de los ladrones; pero, como afirmando esto hubiera dado a doña Ana más pesar que consuelo, el Padre Piñón se callaba.
Rosita no creía mentir asegurando que el doctor estaba con María entre los bandidos. Rosita lo daba todo por evidente. Su furia celosa la estimulaba, pues, de continuo. Las excitaciones a su padre para que la vengase no cesaban a ninguna hora.
D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, aunque avaro, usurero y poco escrupuloso en punto a moral, tenía dos prendas de carácter que le hubieran movido a obrar benignamente en aquella ocasión, si Rosita no le hubiese violentado. D. Juan Crisóstomo era compasivo y cobarde.
Por un lado, le inspiraba piedad la
aflicción de doña Ana, y no quería acrecentarla. Por otro
lado persuadido, como Rosita, de que D. Faustino se había hecho
bandolero, temía que viniese a su vez
La figura del doctor Faustino, acompañada de Joselito el Seco y de un coro de facinerosos, era la pesadilla del pobre escribano. Durmiendo, soñaba con que le habían ya secuestrado y le daban martirio; despierto, recelaba descubrir al doctor o a algún emisario suyo en cuantos hombres venían hacia él.
Pero, si el escribano temblaba de excitar la cólera del doctor, todavía temblaba más delante de Rosita. Rosita le ponía entre la espada y la pared. ¿Qué medio le quedaba? ¿Cómo resistir a los mandatos de aquella hija imperiosa, de aquel tirano de su voluntad, frenético entonces de ira?
No hubo más recurso. El escribano
concitó a los acreedores, que le obedecían más que puede
obedecer a Rothschild cualquier banquerillo de mala muerte, y reunió
créditos contra la casa de Mendoza por valor de cerca de ocho mil duros.
Eran escrituras y pagarés vencidos todos, y que no se habían
renovado, quedando así el deudor al arbitrio de los acreedores, quienes
seguían cobrando los réditos mientras les convenía o no se
enojaban,
Tal era el estado de la casa de los
Mendozas, por culpa del difunto D. Francisco, y por poca habilidad, descuido y
mala ventura de D. Faustino y de su madre. Su caudal, mal cultivado por falta
de capital, con los frutos malbaratados siempre, apenas producía para
pagar los enormes réditos de aquella deuda. Varias veces se había
tratado de vender fincas para pagar lo que se debía; pero en los lugares
pequeños, hay una afición extraordinaria a
D. Juan Crisóstomo hizo
aún laudables esfuerzos para calmar a Rosita. Rosita llegó a
decirle que preferiría ser hija de Joselito el Seco a ser hija
D. Juan Crisóstomo no quiso ni pudo ser menos que Joselito el Seco; y por medio de su aperador, envió recado a Respetilla, diciéndole que los acreedores de los Mendozas no querían aguardar más; que era menester pagarles en el término de diez días, y que de lo contrario, serían ejecutados los Mendozas.
Rosita, no contenta con esto, dictó ella misma una carta insolente a doña Ana, amenazándola si no pagaba en el término señalado. El escribano, aunque resistiéndose y con mano temblorosa, tuvo que firmar la carta.
Respetilla, cuando se enteró de
todo por su padre, fue a casa del escribano, habló con Rosita, le
echó en cara su mal proceder, y trató de suavizarla. Viendo que
era inútil la dulzura, empezó a echar fieros y a desvergonzarse
con Rosita; pero ésta se revolvió enérgica contra
él y le arrojó de su casa con cajas destempladas. Ganas se le
pasaron a Respetilla de dar una soba a la hija del escribano, y aun de sacudir
el polvo al escribano mismo; pero el miedo de provocar un lance sangriento con
algún criado de aquella casa, lance que podía terminar en que le
enviasen a Ceuta, tuvo a raya los ímpetus de su lealtad y
devoción a D. Faustino. Harto hizo el
Sobre doña Ana, entretanto, habían venido todas las penas juntas.
Su hijo no parecía y su inquietud se aumentaba. Para consuelo, la amenazaban con la vergüenza de una ejecución; con la ruina total de su casa y hacienda.
Lo único que quedaba en casa, ya en el mes de Mayo, era un poco de vino, cuyo valor en venta no ascendería a diez mil reales. Doña Ana mandó a Respetilla que llamase a los corredores para que le vendiesen por lo que quisieran dar. Pero ¿qué eran diez mil reales cuando necesitaba ciento sesenta mil?
Doña Ana escudriñó todos sus armarios y cómodas; juntó la poca plata labrada y algunos dijecillos que conservaba aún; y, aunque tampoco, por bien vendidos que fuesen, importarían más de otros diez o doce mil reales, doña Ana se decidió a venderlos.
Por último, venciendo su extrema repugnancia y sofocando su orgullo, acudió a su única amiga de corazón; escribió una carta a la niña Araceli, pintándole con vivos colores la terrible cuita en que se hallaba y pidiéndole auxilio.
Respetilla, encargado de llevar la carta
y las joyas,
La infeliz doña Ana, no pudiendo resistir por más tiempo tan crueles emociones, cayó enferma en cama con una espantosa calentura.
El pueblo, en medio de estos lances, se había dividido en bandos. Unos aplaudían la venganza de Rosita; otros la censuraban. Éstos juzgaban abominable la conducta del doctor, a quien ya suponían transformado en bandolero; aquéllos pensaban que Rosita era el mismo demonio, y que el seducido por ella había sido el doctor, sin que ella tuviese derecho para lamentarse de su abandono y para tomar tan despiadada y bárbara venganza. Toda Villabermeja ardía, pues, en chismes, suposiciones y disputas.
El padre Piñón era el más decidido partidario de los Mendozas. El médico y él venían a visitar con frecuencia a la enferma doña Ana, y el ama Vicenta la cuidaba con el mayor esmero.
-¿Dónde habrá ido a parar D. Faustino? -Se preguntaba a sí mismo el padre Piñón, ya que a nadie se atrevía a confiar sus secretos pensamientos-. ¿Habrá caído en poder de Joselito? Me temo que sí... Yo lo avisaré a María, la cual ya sé que está en salvo, gracias a Dios. Allá veremos cómo recobra su libertad el señorito D. Faustino.
Fuerza es volver ahora a hablar del doctor que, como sospecharán los lectores, seguía en poder de Joselito el Seco.
A poco de estar con él comprendió el doctor que Joselito venía en busca de su hija, con el intento de robarla de casa del Padre Piñón, donde había averiguado que se escondía, por espías y amigos que tenía en Villabermeja.
El padre Piñón y María habían prevenido a tiempo este golpe, huyendo ella sin que se supiese hacia dónde.
El doctor sufrió un prolijo interrogatorio de Joselito, quien, informado también de que su hija andaba enamorada del doctor, no sabía cómo explicarse aquel viaje nocturno de D. Faustino.
Joselito no receló que su hija,
sabedora de que él venía en su busca, se hubiese escapado y que
el doctor fuese persiguiéndola: pero, aunque lo hubiese
Joselito exigió al doctor su palabra de honor de que decía verdad, y convencido de que el doctor no le engañaba, echó sus cuentas y decidió con gran rabia que ya era imposible alcanzar ni detener a su hija, antes de que llegase a cierto punto, donde estaba segura.
Desistió, pues, Joselito de entrar en Villabermeja; y él y su partida y su prisionero anduvieron, durante muchos días, vagando por diferentes sitios, fuera de los caminos reales, y haciendo noche en caserías y cortijos, donde Joselito tenía partidarios o cómplices.
El doctor, completamente desorientado ya, no sabía en qué punto, ni siquiera en qué provincia de Andalucía se encontraba.
Fiado Joselito en la palabra de honor
dada por el doctor y en el compromiso que había contraído,
No se permitió al doctor que escribiese a su madre, por más que lo pidió con gran empeño. Por lo demás, estaba todo lo regalado, considerado y atendido que en aquella vida era posible.
Algunas veces se apartaron de Joselito varios de la partida, presumiendo D. Faustino que fuese para algún lance o golpe de poca importancia, porque luego volvían y notaba el doctor que hablaban con el capitán y que dividían y repartían dinero.
A todo esto, el doctor se desesperaba cada vez más, rabiaba o cavilaba, y no atinaba con la razón de que así le llevasen cautivo.
Joselito era hombre de tan pocas palabras, que no había modo de que el doctor pusiese nada en claro por más que le interrogaba.
Una noche, por último, estando en una casería, que debía de ser de algún señor rico, pues había cuartos de dormir bastante cómodos y bien amueblados, Joselito dijo al doctor que deseaba hablarle a solas. Subieron juntos al cuarto del doctor, que era el más elegante y lujoso, y allí tuvieron la siguiente conferencia.
-Sr. D. Faustino -dijo Joselito el
Seco-, no
-Hable Vd., Joselito -interrumpió el doctor-; la curiosidad me consume hace días.
Ambos interlocutores se sentaron entonces, frente a frente, en sillas que había junto a una mesa, sobre la cual estaban dos candeleros de cristal, con sendas velas ardiendo.
La traza de Joselito era de lo menos patibularia que puede imaginarse. Alto y esbelto de cuerpo, la tez blanca, aunque tostada del sol, y el pelo negro, si bien con algunas canas. Parecía ser hombre de cuarenta años, pero bien conservado y robusto. Los ojos eran entre garzos y verdes, rasgados y dulces. Gastaba Joselito patillas, y llevaba afeitado el bigote, luciendo, en una boca pequeña, dientes blancos, iguales y bien formados. En suma, Joselito era un majo muy guapo, y se conocía que en su no lejana mocedad habría sido lo que se llama un real mozo.
-Aquí donde Vd. me ve -dijo a D. Faustino-, yo estaba destinado a hacer otra vida harto distinta de la que estoy haciendo; pero el hombre pone y Dios o el diablo dispone. Cuando yo tenía diez y ocho años estaba de novicio en el convento de Villabermeja. Bien se acordará de aquellos tiempos el Padre Piñón, que me quería en extremo por el fervor y excelente voz con que yo cantaba las cosas de iglesia, y porque me suponía tan humilde y sencillo, que siempre andaba diciendo que yo iba a ser un santo. Tal vez lo hubiera sido, si no llego a ver a Juanita. Antes hubiera cegado. Juanita frecuentaba mucho la iglesia en compañía de su madre doña Petra la viuda. Esta buena señora era muy presumida y entonada. Se jactaba de hidalga, y no sin razón. Su madre, la abuela de Juanita, había sido una hermana de su abuelo de Vd., Sr. D. Faustino. El pobre novicio tuvo, pues, la audacia de poner los ojos en una parienta de los Mendoza.
-¿De quién era viuda doña Petra? -preguntó el doctor.
-De un arriero enriquecido
-contestó Joselito-. Eso importa poco. El caso fue que yo me
enamoré perdidamente de Juanita. Mis ardientes miradas lograron excitar
en su alma un amor igual al mío. En la misma iglesia nos hablamos con
tal recato
Mucho había que contestar a esto: pero al doctor no le pareció prudente ni oportuno ponerse a disputar con Joselito, y permaneció callado.
Viendo Joselito que el doctor nada contestaba, prosiguió hablando de esta manera:
-Usted no me contesta, Sr. D. Faustino,
porque cree que mi hija hace bien en huir de mi lado; en aborrecerme; en
despreciarme quizás: pero yo me examino, me juzgo, y no me hallo ni
despreciable, ni aborrecible. Quiero conceder que hubo un momento de mi vida,
en el cual fui completamente libre y del cual dependió toda mi conducta
ulterior. ¿Cuál fue ese momento? ¿Fue cuando recibí
los puntapiés y demás afrentas del mayorazgo? ¿Debí
aguantarme y sufrirlos con resignación? ¿Es así como no
hubiera sido despreciable? ¿Estuvo quizá mi culpa en no medir ni
calcular bien ni el sitio en que di con la piedra ni la violencia que la piedra
llevaba? ¿Dependió de mí entonces tener serenidad y
acierto para no matar al mayorazgo y magullarle y vengarme, quedando bien
puesto mi honor, o, si
El doctor sintió el prurito de
contestar a todos aquellos sofismas con los cuales el bandido trataba de
justificarse: pero calculó que era inútil. Además no se
hallaba el doctor con autoridad suficiente. Su moral era clara y severa en la
teoría, pero en la práctica dejaba mucho que desear.
Concediéndose los mismos bríos de Joselito, el doctor se
ponía en su lugar, y aceptaba la muerte del mayorazgo como obra suya. No
hay que decir que los amores con Juana, el saltar por las tapias del corral y
el
Así pensaba el doctor, en nuestro sentir muy atinadamente; por lo cual distaba mucho de justificar a Joselito el Seco y de ver en él una víctima de la fatalidad: del sino, según él decía.
Joselito, permaneciendo siempre mudo el doctor, trató de justificar y hasta de glorificar su oficio.
Todo cuanto se ha dicho en libros y periódicos sobre lo mal organizada que está la sociedad, sobre el modo que tienen muchos de adquirir la riqueza explotando a sus semejantes, sobre el mal uso que de esta misma riqueza se hace después, tiranizando y humillando a los pobres, todo se lo sabía y lo explicaba Joselito: todo lo ha sabido y explicado, con menos método y orden, pero con más viveza y primor de estilo, cuanto ladrón ha habido en Andalucía, desde hace años. El Tempranillo, el Cojo de Encinas Reales, el Chato de Benamejí, los Niños de Écija, y tantos otros, sabían poco menos en esta censura de la economía social que Prouhdon, Fourier o Cabet pueden haber sabido. Joselito el Seco no se quedaba a la zaga.
Tales declamaciones contra la sociedad
parecían en aquellos tiempos, y aun años después, tan sin
Dejando aparte la cuestión de si es o no justa y de hasta
qué punto lo es la censura, no se ha de negar que, aun suponiendo parte
de la propiedad fundada en el robo, ora por violencia, ora por astucia, no es
modo de remediarlo robando también por medio de la astucia o por medio
de la violencia, ya con la fuerza colectiva y grande de un estado
revolucionario, ya con la fuerza menos potente de una cuadrilla de bandoleros.
Joselito el Seco, no obstante, entendía o quería dar a entender
que sí, apoyado en un antiguo refrán, cuya importancia es
inmensa. El refrán dice:
Después de esta apología, Joselito dio nuevo giro a su discurso y habló de la hacienda y casa de los Mendozas, cuyo estado conocía; lo pintó todo como perdido sin remedio; y por último dio al doctor las noticias recientes, que por sus espías y amigos él había recibido de Villabermeja, sobre la venganza de Rosita y la amenaza de ejecución.
El dolor y la rabia de D. Faustino fueron muy grandes al saber tan tristes nuevas. Al pensar en el apuro y desconsuelo en que estaría su madre, no acertó a contener las lágrimas que brotaron de sus ojos.
-¡Por vida del diablo! -dijo
Joselito-, ¿qué lágrimas son esas? Un hombre recio no
llora nunca.
D. Faustino no pudo menos de romper entonces el silencio que hasta allí se había impuesto.
-Joselito -dijo-, cada hombre tiene su natural y su modo de proceder. Yo no quiero probarle a usted que Vd. obra mal, pero no puedo menos de decirle que yo pienso de muy diversa manera y no puedo hacer nada de lo que Vd. hace. El escribano usurero, por sí o en nombre de otros, pide lo que le pertenece de derecho. Ninguna injuria me infiere. Nada tengo que vengar. Aunque mi madre muriese de pena, no pensaría yo que el escribano usurero fuera el causante de su muerte. La culpa sería mía que con mi imprevisión no he sabido evitar tanto bochorno.
-Me aflige oír a Vd., Sr. D.
Faustino -replicó
El doctor perdió los estribos: se puso más colorado que una amapola; se olvidó de que Joselito estaba armado siempre; se olvidó de que a una voz de Joselito podrían acudir sus hombres y darle muerte en el acto.
-Voto a Dios -dijo-, que yo no disimulo injuria alguna y menos la de Vd. que es quien me injuria. ¿Piensa el ladrón que todos son de su condición? ¿De dónde, por perdido que yo esté, puede Vd. inferir que voy a adoptar la infame vida que Vd. lleva? Repito que el escribano está en su derecho; que no me injuria, y basta que yo lo diga. El escribano obra como quien es: es ruin y obra ruinmente; pero no me injuria.
Joselito, en el primer momento, estuvo a punto de romper la cabeza al doctor, que así se desahogaba. En todos los días de su vida había tenido Joselito tanta paciencia. Reportó su cólera. Allá en su interior casi se alegró de que la persona de quien su hija andaba enamorada tuviese tantos arrestos.
-¡Bien está! -dijo-, a quien hoy toca, no disimular, sino perdonar las injurias, es a un servidor de Vd., Sr. D. Faustino. No disputemos más. Cada loco con su tema.
-Dispense Vd., Joselito, si me he exaltado un poco.
-La cosa no es para menos. Comprendo que debe de estar Vd. más quemado que candela. Sentiré quemarle más, pero me importa recordar el pacto que hemos hecho. Vd. tiene algo viva la sangre y puede olvidarlo a lo mejor. Un caballero tan cabal, que está tan en su punto, sería lástima que se cegase y faltase a lo pactado.
-Yo no faltaré nunca.
-Con todo, no está de más recordar a Vd. que es mi prisionero; que ha prometido no huir, ni hacer armas contra nosotros, sino seguirme y obedecerme.
-En cuanto no se oponga a mi honor ni a mis principios.
-Convenido. Pues sepa Vd. ahora, Sr. D. Faustino, que por más que no quiera Vd. ser de nuestra compañía, Vd. ha de permanecer conmigo a modo de cimbel o reclamo.
-¿Qué significa eso?
-La cosa es muy sencilla. ¿Para
qué sirven el
El plan del bandido era hábil. El doctor no dudó de que María iba a venir en busca de su padre, a fin de salvarle a él del cautiverio. El caso era triste. Él iba a tener la culpa de que aquella mujer, que había podido hasta entonces librarse de padre tan tremendo y de vivir como su cómplice a costa de sus robos, cayese en poder del capitán de bandoleros. Las súplicas y los insultos hubieran sido inútiles para hacer que Joselito cambiase de propósito. El doctor se calló por consiguiente.
Dos días después del coloquio, que acabamos de referir, permanecían aún los bandidos y el doctor en la hermosa casería de que se ha hablado. Sin duda, esperaban la llegada de alguien: casi de seguro, imaginaba el doctor, esperaban la llegada de María.
Eran las diez de la noche. Se oyeron resonar, fuera de la casería, los cascos de dos caballos, que a poco llegaron y pararon a la puerta. Joselito, su tropa y el doctor, se hallaban tomando el fresco en el patio, cuando el bandido, que estaba de atalaya, entró seguido de dos hombres. El uno, que parecía criado, venía descubierto; el otro venía embozado en su capa hasta los ojos y con el ala del sombrero tapada la frente y envueltos en sombra los ojos mismos. Sin desembozarse, sin descubrirse, dijo el incógnito:
-A la paz de Dios, caballeros.
-A la paz de Dios -le contestaron.
Encarándose luego con Joselito añadió:
-Dios te guarde. Guíame a un cuarto cualquiera. Tengo que hablarte a solas.
Estas palabras, pronunciadas con imperio, fueron oídas con profundo respeto por Joselito, que conoció en la voz a quien las pronunciaba. Guió, pues, al embozado a un cuarto donde hizo poner luces. El criado quedó en el patio aguardando en silencio. Los caballos, en que habían venido amo y criado, estaban fuera de la casería, atados de la brida a unas argollas que al efecto había en la pared.
La conferencia duró más de
una hora, y terminada que fue, el embozado partió con su
acompañante,
-Sr. D. Faustino -dijo entonces Joselito-, tenga su merced la bondad de venir conmigo.
El doctor siguió a Joselito al mismo cuarto donde con el embozado había estado hablando. Solos allí, con voz conmovida dijo Joselito al doctor:
-Todos mis planes se han deshecho. Es mi sino. Hay una fuerza superior a mi voluntad que me avasalla y sujeta. María no ha muerto; pero Vd. y yo debemos considerarla como muerta. No la volveremos a ver más. Para nada le necesito a Vd. ahora. He prometido además al hombre que acaba de irse de este cuarto, que pondré a Vd. en libertad inmediatamente. Voy a cumplir la promesa. ¿Quiere usted irse ahora mismo?
-Estoy impaciente por ver a mi madre, por salvarla, por consolarla al menos. Ahora mismo me voy -contestó el doctor.
En balde intentó averiguar
quién era el personaje misterioso que procuraba su libertad, y sobre
todo, cuáles eran el paradero y el destino de María para que
tuviese él que considerarla como muerta. Joselito no quiso o no pudo
revelarle nada. Mandó
Todo dispuesto ya, el doctor se despidió de Joselito alargándole la mano, que éste apretó amistosamente entre las suyas.
Por trochas y atajos, por sendas extraviadas, caminando más de noche que de día, llegaron, al tercero, el doctor y su comitiva a un sitio, distante media legua de Villabermeja y muy conocido del doctor, porque estaba en el camino de su casa de campo. Allí, los bandidos le pidieron su venia para volverse. El doctor se la dio de buen grado, con mil gracias por el favor que le habían hecho. Procuró también darles el dinero que llevaba consigo, pero la caballerosidad y desprendimiento de aquellos valientes no lo consintió.
Empezaba a clarear cuando el doctor se quedó solo. Era una mañana hermosísima. Con la impaciencia de volver a ver a su madre, puso el doctor espuelas a la jaca, y pronto se halló en el lugar y a la puerta de su casa, que vio abierta, aunque tan temprano.
Entonces le dio un vuelco el corazón. Presintió una desgracia. Una nube de tristeza nubló sus ojos.
Faón fue el primero que
salió a recibirle; pero,
Bajó el doctor de la jaca, y dejándola en el zaguán, entró por el patio sin hallar a persona alguna. El podenco iba delante, aullando a veces, como si quisiera darle una nueva dolorosa.
Al ir a subir la escalera para dirigirse al cuarto de su madre, apareció la niña Araceli y se echó en los brazos del doctor.
-¡Hijo mío, hijo mío! -dijo-. ¿Dónde has estado? Gracias a Dios que sano y salvo te volvemos a ver.
-Tía, ¿cómo está Vd. por aquí? ¿Qué ha pasado?
-Tu madre está enferma, hijo mío.
-No me oculte Vd. la verdad, tía. Es inútil. Mi madre...
-No subas ahora... está durmiendo.
-Está durmiendo un sueño eterno -exclamó el doctor-. Mi madre ha muerto.
La niña Araceli ni afirmó ni negó, pero prorrumpió en amargo llanto.
El doctor subió precipitadamente la escalera. Iba a dirigirse a la alcoba de su madre, cuando el ama Vicenta le detuvo a la puerta, diciéndole:
-No está aquí.
Instintivamente se fue entonces hacia la sala-estrado. También allí estaba a la puerta otra persona: el Padre Piñón.
-Déjeme Vd. que entre y la vea -dijo D. Faustino.
El Padre Piñón, juzgando ya inútil todo disimulo, respondió al doctor:
-No entres; no perturbes su reposo: pide a Dios que descanse en paz.
D. Faustino cayó llorando entre los brazos del Padre.
-¡Ha muerto! -dijo.
-Ha muerto como una santa -contestó el Padre Piñón.
-Soy un miserable. Yo la he muerto con mis locuras. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no me matas a mí?
-
-Hijo mío -añadió-,
reza por tu madre, reza por ti: mira que en estas grandes tribulaciones, el
rezar es el mayor consuelo:
-Es cierto -respondió D. Faustino-; he hallado la tribulación y el dolor; pero no he hallado la fe.
-¡Qué horror! Si has de hablar así, vete. No profanes este sitio.
El doctor tomó entonces maquinalmente el Breviario que tenía el Padre Piñón. Fijó sus ojos en la página por donde estaba abierto, y leyó unas desesperadas sentencias del libro de Job, encarándose al leerlas con el Padre, como si le contestara.
-Mi alma -dijo-, tiene tedio de mi vida. Hablaré con amargura de mi alma. Diré a Dios: no quieras condenarme. Manifiéstame por qué me juzgas así. ¿Por ventura te parece bien el que me calumnies y me oprimas?
Aterrado el Padre de que así convirtiera el doctor el bálsamo en veneno, le arrancó el Breviario de entrelas manos.
D. Faustino se precipitó dentro de la sala.
En medio de ella, en un féretro, entre cuatro blandones ardiendo, hacía más de veinticuatro horas que estaba su madre de cuerpo presente.
D. Faustino se acercó al féretro con silencio respetuoso; se hincó de rodillas como quien pide perdón, y levantándose luego del suelo, se inclinó sobre el rostro de la difunta, le contempló con honda pena, y exclamó como si anhelase despertarla:
-¡Madre, madre mía!
Respetilla, que estaba velando el cadáver, el Padre Piñón; doña Araceli, que había subido, y el ama Vicenta, callaban y lloraban.
El doctor aproximando, por último, los labios a la cara pálida y desfigurada de doña Ana, la besó en la frente y en las mejillas.
Los que asistían a este espectáculo, se apoderaron de D. Faustino y casi por fuerza le sacaron de allí y se le llevaron a su cuarto.
El dolor de D. Faustino fue grandísimo en aquellos días. Nació, no sólo del amor que profesaba a su madre, sino del remordimiento de haber sido, en parte, causa de su muerte.
El doctor, allá en el seno de su conciencia, recordaba la vida de doña Ana, y comprendía que había sido un prolongado martirio, en que su padre y él habían hecho el oficio de verdugos.
Doña Ana, resignada a vivir en
Villabermeja, con un espíritu elevado y culto, no había tenido
con quién entenderse. Su marido, rudo, selvático, montaraz, no
sabía estimarla. Ni siquiera por gratitud, viéndose tan cuidado y
respetado, había mostrado amor y consideración a doña Ana.
Con sus amores viciosos por la Joya y la Guitarrita, y por otras daifas
palurdas por el estilo, había humillado cruelmente a su mujer. Ni
siquiera amistad, ya que no amor, había sabido mostrar a aquella noble
señora,
D. Faustino, lejos de remediar los males de su casa, los había agravado más, si no con gastos grandes, con su imprevisión y su descuido, y con su incapacidad para las cosas prácticas de la vida. Su conducta reciente había provocado por último la cólera de Rosita, y había traído sobre la cabeza de su madre el golpe rudo, que, en unión con su fuga y cautiverio entre los ladrones, había acabado por matarla. D. Faustino no quería perdonarse nada de esto. Estaba inconsolable.
La niña Araceli y el Padre
Piñón, que eran tan buenos, le hablaban de resignación; le
decían que era menester conformarse con la voluntad de Dios; y
aseguraban que doña Ana, que había sido tan virtuosa, no
podía menos de estar en el cielo. A par de estas razones, fundadas en la
fe, sacaba a relucir el Padre Piñón, con un candor delicioso y
con un sentido común exento de sentimentalismo, otros
-Faustinito -decía el Padre-, no te aflijas tanto. ¿Qué se gana con afligirse? ¿Hay nada más natural que morir? Si no se muriese la gente, ¿cabríamos ya en el mundo? Además, ¿crees tú que nos podríamos sufrir, al cabo de cierto tiempo, si fuésemos inmortales? ¡Qué monotonía tan inaguantable la de la vida si no hubiera en ella término! Yo creo que, en este bajo suelo, sería peor una vida inmortal, que el tormento de quien no duerme y se cansa. Al cabo de cierto tiempo de velar y de trabajar, te sientes cansado y deseas dormir; pues lo mismo, después de vivir y de afanar mucho, se desea la muerte. La muerte es el reposo, es el sueño para los que velaron y se fatigaron demasiado. Se me figura a veces que en el morir debe de haber muy semejante deleite, aunque mil veces más intenso, al del hombre, que después de haber ganado su jornal y empleado bien el día en obras útiles y misericordiosas, se tiende en una buena cama, estira las piernas y se queda dormido.
-Sí, Padre -contestaba el doctor-, pero ese hombre se duerme con la esperanza cierta de despertar a la mañana siguiente y de ver la luz y de hallarse más fuerte y brioso.
-Pues con más bella y sublime
esperanza se entregó tu madre al sueño del sepulcro -replicaba el
Padre Piñón, dejando a un lado sus filosofías instintivas
y volviendo a su papel de creyente y de sacerdote-. Tu madre se entregó
al sueño del sepulcro con la esperanza cierta de despertar a la
mañana, pero la mañana que no termina ni cansa; de gozar de otra
luz más hermosa, de gozar de un día eterno, y de recibir una
magnífica paga, un jornal espléndido por sus trabajos y virtudes.
Sin duda que al morir, la palabra de Dios resonó en el centro de su
alma, diciendo: Ego sum resurrectio et vita:
Por desgracia, ni los razonamientos mundanos y filosóficos del Padre Piñón, ni sus creencias, ni las antífonas del Breviario que citaba, llevaban el mayor consuelo al ánimo de D. Faustino. Sólo dos personas había hallado en el mundo con quienes su corazón verdadera y profundamente simpatizase, con quienes su espíritu estuviese en comunicación real: su madre y María. Una había muerto: de la otra, tal vez para siempre le apartaba un obstáculo invencible. De esto no acertaba a consolarse con nada.
Por otra parte, ahora que ya
había perdido a
La niña Araceli procuraba también consolar a don Faustino; pero lograba menos aún que el padre Piñón.
Entretanto, la niña Araceli había prestado a la casa un servicio inmenso. Todo el dinero que tenía ahorrado, que pasaba de dos mil duros, le había traído y entregado a Respeta para que pagase a los acreedores. La venta de las alhajas de doña Ana y de los frutos que aún quedaban en la casa había producido cerca de otros mil duros. Y por último, la niña Araceli, empeñando sus bienes, había traído hasta otros seis mil duros, con todo lo cual había nueve mil, y sobraba para salir del apuro y salvarse de la ejecución.
Doña Ana logró morir con el consuelo de ver esta gran prueba de amistad de la niña Araceli, que vino a cuidarla, recibió su último suspiro y le cerró los ojos.
Para el doctor, aunque agradecido a la niña Araceli, era una humillación que hubiese hecho ella lo que él, que tan capaz de todo se juzgaba, no había podido hacer. Tenía además el doctor cierta envidia generosa de que la niña Araceli, y no él, hubiese sido quien oyó las últimas palabras de la moribunda, y vio apagarse la postrera luz de su dulce mirada, y sintió en su rostro, inclinado sobre el lecho de muerte, el aliento final de aquel noble pecho.
Como la muerte de doña Ana
había provenido
D. Juan Crisóstomo Gutiérrez estaba compungido y aterrado con la muerte de doña Ana y con la venida del doctor. Unas veces soñaba que la muerta entraba en su cuarto de noche y venía a tirarle de los pies; otras veces sospechaba que el vivo don Faustino iba a darle una paliza, el día menos pensado.
En el pueblo, donde el escribano era por
lo general odiado, como suelen ser los ricos por los pobres, sobre todo cuando
los ricos no son generosos, casi todos los contrarios de los Mendozas, que en
un principio, habían aplaudido la venganza, movidos a compasión
por la muerte de doña Ana, se desataban en invectivas contra aquel
usurero infame
Rosita, por su parte, se mostraba sombría y silenciosa, aunque procuraba parecer impasible. Si allá en el fondo de su alma pugnaba por surgir el arrepentimiento, pronto le sofocaba ella evocando el recuerdo de todas las injurias recibidas. La noche de la Nava se presentaba viva en su imaginación, con su abandono, con su deleite, con todos sus hermosos delirios, que casi al punto se desvanecieron. Estas imágenes eran para el corazón de Rosita como una copa, donde había gustado néctar y donde no había ya sino turbias heces de hiel y veneno. Recordando aquella noche y recordando la otra en que sorprendió al doctor con María, Rosita, lejos de arrepentirse, se apesadumbraba de ser una flaca y desvalida mujer, y se avergonzaba de no ser bastante valerosa para buscar al doctor y darle de puñaladas.
D. Faustino, lleno de pena, ni quería salir de casa ni tratar de negocios, y encargó al Padre Piñón para que fuese en casa del escribano, en compañía de Respeta, a pagar lo que debía y a levantar las hipotecas que pesaban sobre sus bienes.
De la materialidad de recibir y contar
el dinero cuidó Rosita. Durante esta prosaica operación, en el
despacho particular de la casa, mientras su padre
-Ya tienes ahí todo el dinero: ya estás pagada; ya debes estar contenta.
-¡Ay, Padre, Padre! La deuda que Faustino contrajo conmigo no se paga con todo el oro del mundo. Ni con su sangre y su vida la pagaría.
-Eres una pecadora empedernida -replicó el padre Piñón-. Por ahí me acusan de que tengo la manga ancha, y es verdad que la tengo. A mucho amor, mucho perdón: tal vez entienda yo muy a la letra aquello de que le será perdonado mucho a quien mucho ha amado; pero cuando el amor se trueca en odio, te aseguro que se me quitan las ganas de perdonar. Dime, desalmada mujer, ¿no te remuerde la conciencia de la muerte de doña Ana?
-Oiga Vd., Padre, ¿y por qué ha de remorderme la conciencia? ¿Qué culpa tengo yo de que la tal señora se haya muerto? La matarían los diablos y condenados con quienes andaba de tertulia por la noche. Lo que es nosotros nos lavamos las manos. ¡Pues no faltaba más...! ¡Lucidos estaríamos si no pudiésemos pedir lo que se nos debe, por temor de que los tramposos sensibles y delicados se nos murieran! Vaya... si por tan poca cosa diesen los tramposos en la gracia de morirse, España se convertiría en un desierto.
-En un desierto es en el que yo predico predicándote a ti -dijo por último el padre Piñón y selló sus labios.
Tres semanas después de la muerte de su prima, la niña Araceli se volvió a su lugar, acompañada de Respeta y otros criados. La niña Araceli hizo desde luego donación a D. Faustino de sus dos mil duros ahorrados. D. Faustino trató en balde de reconocer aquella deuda y de pagar intereses. De los otros seis mil duros, que había doña Araceli tomado prestados con hipotecas de sus bienes, el doctor se comprometió en regla a pagar los réditos para no ser más gravoso a su tía. Tía y sobrino se despidieron con lágrimas y tiernos abrazos, a más de tres leguas del lugar, basta donde fue el doctor acompañándola.
Durante la permanencia de doña Araceli en Villabermeja al lado de su sobrino, a pesar de que éste jamás preguntó por su prima Costanza, doña Araceli, que era locuaz y expansiva, le informó de que la marquesa de Guadalbarbo era en extremo dichosa. Su marido la adoraba. La fortuna los favorecía. Todo les salía bien. Nadaban en la opulencia. Se habían ido a Londres, donde el marqués tenía negocios de banca y cada día juntaba más dinero, sin dejar por eso de conservar todas sus fincas en España y aun de comprar otras.
De María es de quien el doctor hubiera querido saber: pero el único que de algo quizás podría informarle era el padre Piñón, que todo se lo callaba, afirmando que no sabía dónde María había ido.
-Sólo sé -añadía- que te amaba con todo su corazón; que, sin embargo, ha debido abandonarte; y que tal vez no la volverás a ver en esta vida.
Sin madre y sin amiga, sin las dos únicas personas a quienes amaba y respetaba, se halló el doctor en la soledad más espantosa. Respetilla trataba de entretenerle y distraerle; pero sus noticias y sus chistes no le arrancaban ni una sonrisa. El padre Piñón había intimado con D. Faustino y venía a verle con frecuencia; pero tampoco el padre Piñón penetraba en el alma y en el pensamiento del doctor. Es cierto que le echaba sus sermones, que le citaba versículos y oraciones y sentencias del Breviario, y que a veces apelaba al sentido común y razonaba con cierta filosofía burda; pero, siempre que el doctor se dignaba dar contestación a todo aquello, solía quedarse el Padre en ayunas de lo que el doctor decía, figurándosele que no hablaba en castellano, sino en griego. De esta suerte venían a terminar los diálogos entre ambos, quedando el doctor y el clérigo muy poco satisfechos el uno del otro, aunque buenos amigos.
Imaginó, pues, el doctor que su espíritu, en lo que tenía de más íntimo y esencial, estaba completamente incomunicado, y que sólo en lo somero, vulgar y casi indiferente, se tocaba con otros espíritus. Aquel aislamiento y aquella soledad se le hicieron insufribles. Entonces pensó de nuevo, como ya otras veces había pensado, en la posibilidad de entenderse y comunicar con espíritus, que no fuesen de los que tenían cuerpo humano, y en si esto sería factible por otro medio más sutil que la palabra material que agita el aire y que el aire transmite. Tan grande fue el esfuerzo de su fantasía y su continua preocupación para lograr esto, que, no pocas noches, en el silencio de su retiro, creyó ver a la coya, que se destacaba del marco y venía a decirle misteriosos discursos que penetraban en su alma, sin pasar por los oídos, y vio de nuevo el espectro de María que llegaba hasta él y le infundía en la mente y en el corazón sentimientos inefables y conceptos intraducibles en toda lengua humana. Aun así, esto no satisfacía al doctor.
«Si el mundo de los
espíritus existe -calculaba él-, debe de tener más
realidad, más ser, más luz y más vida que el mundo de la
materia; pero en estas apariciones y visiones, y hasta en las ideas que me
comunican, hay tanto de vago, de inconsistente,
El doctor, a fuerza de no creer en casi nada, empezó a creer un poco en las ciencias ocultas.
A menudo se quedaba mirando a
Faón, cuya compañía era la única que no le cansaba,
y sentía
Tal vez le faltaban libros: tal vez ni de magia ni de mística había leído lo bastante, y caminaba a ciegas, queriendo ejercer artes dificilísimas, en las que apenas estaba iniciado.
Aunque sólo fuese por esto, el doctor necesitaba ir a Madrid.
Por otra parte, lejos de aquel centro del movimiento intelectual, poco o mucho, que hay en España, no ya sólo serían estériles los trabajos del doctor, así en la magia como en la mística, en la filosofía y en la poesía, sino también en las demás ciencias, artes y disciplinas más bajas y vulgares, como la política, por ejemplo.
El doctor, pues, a los seis meses de
muerta su madre, impulsado de las antedichas consideraciones, deseoso de acabar
de aprenderlo todo, y lleno de ambición difusa y de esperanza confusa de
ser cuanto hay que ser, hombre de Estado, poeta, orador, filósofo, sabio
y hasta mago y místico, arregló sus negocios en Villabermeja,
jubiló a Respeta que lo deseaba, puso de aperador a Respetilla,
reunió hasta doce mil reales, y con este dinero,
Toda, casi toda la poesía, cómica y trágica, que había en la persona del doctor y en el ambiente que le circundaba, se disipó al salir de Villabermeja. Allí se quedaron los dos uniformes de maestrante y de lancero, el bonete y la muceta, los vestidos de majo, la jaca, el podenco Faón y el fiel escudero Respetilla. Allí no podía menos de quedarse también la noble casa solariega, el castillo de que él era alcaide perpetuo y la bóveda sepulcral donde yacían sus antepasados. De señorito principal, aunque semi-arruinado, medio ermitaño, medio mágico, querido de las mujeres, objeto de adoraciones sublimes y de enconados odios, figura novelesca que ya podía compararse al Edgardo de Walter Scott, ya al Manfredo de Byron, se transformó en un aventurero más, en un perdido más, de los que vienen a Madrid a buscar fortuna.
Las locuras maravillosas, los conatos de
ser
Durante muchos años permanecieron vivas, sin embargo, las ilusiones del doctor, aunque todas, una a una, iban lastimándose y quebrándose en la piedra de toque del éxito.
Como poeta lírico, llegó a publicar algunas composiciones en periódicos literarios; pero la gente estaba ya harta de suspiros, de lamentos y de quejas con sonsonete o cancamurria, y no hizo caso de los versos del doctor.
Hizo el doctor varias tentativas para ser poeta dramático; pero se quedó siempre en las dos o tres primeras escenas de cada uno de sus dramas. La crítica más desapiadada acompañaba en su mente a la inspiración o a lo que otros llamarían inspiración, y convenciéndole a tiempo de que estaba escribiendo tonterías o disparates, le forzaba a dejarlos a un lado y a que no los concluyese. El hambre no le apretó jamás por tal arte que le llevara a proseguir, para ver si el público, más indulgente o menos juicioso que él, aplaudía lo que él reprobaba, y tomaba por discreto lo que él desechaba por sandio.
Creyéndose capaz de ser un gran poeta épico y de compendiar, cifrar y resumir en una epopeya colosal toda la civilización presente, con iluminaciones, vaticinios y como auroras de la futura, emprendió tres o cuatro veces la susodicha epopeya; pero no pasó nunca de un centenar de versos. La perversa crítica acudía a su cuarto de la casa de huéspedes, y ahuyentaba a las Musas a latigazos.
Procuró el doctor hablar en el Ateneo, y siempre se le trabó la lengua, y no acertó a decir nada.
Consiguió entrar de redactor en un periódico, pero, no sintiendo ni sabiendo fingir que sentía la pasión política de otros, y siendo además enorme su pereza, tuvo que salirse de la redacción, a fin de que no le echaran por inútil.
Embobado con mil ideas de indefinido
progreso, de paz, de bienandanza, de luz y de gloria para el humano linaje en
general y en particular para su patria, se encumbraba a tales alturas, que
cuanto acá por la tierra nos divide no le importaba un comino. Lo mismo
le daba a él de la monarquía que de la república, de la
Constitución de tal año que de la de tal otro, de esta ley
electoral que de aquélla, de tal ley de ayuntamientos que de tal otra.
Hasta la libertad, que era lo que más amaba, considerándola como
medio y no como fin, no era para
Estas y otras consideraciones alejaban al doctor de la política y le hacían capaz de exclamar, como aquel viajero de un cuento de Voltaire, cuando llegó a Persia, donde ardía la guerra civil, y le preguntaron qué prefería, si el carnero blanco o el carnero negro, que, con tal de que el carnero estuviese bien asado, el color de la lana importaba poco: que si, ora pidiendo carnero blanco, ora carnero negro, habían de consumir en la lucha todos los otros carneros; y que si, ora pidiendo a Jesús, ora a Barrabás, habían de hacer siempre barrabasadas, más valía que las hiciesen pronto y de común acuerdo sin pelearse ni arruinarlos a todos.
Si el doctor se hubiera limitado a
sentir y a pensar así, aunque nosotros hallamos que hubiera sentido
Otra de sus ilusiones, y de las más persistentes y tenaces, fue la de creerse un gran filósofo. Mas por lo mismo que tal se creía le era más difícil dar a luz escritos filosóficos. ¿Cómo había él de conformarse con ninguno de los sistemas inventados ya en tierras extrañas y sucesivamente de moda en nuestro país? No había de ser tradicionalista ni flamante tomista; y ni Cousin primero, ni Kant, ni Hegel, ni Krause, por último, lograron alistarle bajo sus banderas. El doctor soñaba con sacar a relucir, cuando menos el mundo se lo percatase, un nuevo sistema todo suyo. Así se pasaban los años y no producía nada. Consolábase, no obstante, con una sentencia, que no recordamos bien si es o no de Aristóteles, por la cual se afirma que, hasta bien cumplidos los cincuenta, no llega el hombre a toda la madurez y plenitud de su entendimiento. El doctor aguardaba, pues, dicha edad para eclipsar a Krause, a Kant y a Hegel.
También, pasado ya algún
tiempo y conservando en el alma, sólo como una dulce memoria que
interiormente la iluminaba, la bella imagen de María, trató el
doctor de brillar en la alta sociedad y de ser amado de las damas
madrileñas; pero esta ilusión fue más vana que las otras.
Todo el toque de la dificultad, todo el busilis de este negocio, según
el doctor había oído decir, estribaba en que alguna muy elevada
le quisiese. Las otras le tendrían al punto por hombre digno de amor, y
acudirían a él como a la miel las moscas. Por desgracia, no
halló el doctor a ésta que, digámoslo así,
había de romper la marcha. No era posible tampoco renovar la estratagema
de aquel empresario de la plaza de toros que, en tiempo en que había
menos afición que hoy, notó que ningún año iba
gente a la primera corrida, sino que empezaba la gente a ir a la segunda, y
decidió dar principio por la segunda para que hubiera gente desde luego.
Lo cierto es que, sin posición, sin el brillo de la gloria o de la
riqueza, o de los mismos triunfos en otros amores, oscuro, algo encogido, pobre
como las ratas, pisaverde de casa de huéspedes en suma, es muy
difícil deslumbrar al bello sexo. No se halla a cada paso una princesa
del Catay, una Angélica amorosa, que elija por su Medoro a un
señorito sin nombre, poco ameno además, y dado
Como el doctor se acicalaba y
vestía con alguna elegancia y esmero, iba a los teatros, a los bailes y
reuniones, y hacía de vez en cuando alguna calaverada; por ejemplo,
perder quinientos o mil reales al juego o ir a comer o cenar a una fonda,
juzgándose por un instante, en aquella ocasión, un
Sardanápalo ninivita, un Baltasar babilónico, un romano de la
decadencia, o un mega-duque del Bajo Imperio, siendo esto del Bajo Imperio lo
que priva más entre los escritores políticos y moralistas, al
considerar el lujo y relajación de nuestra edad y echarla de Juvenales y
de Tertulianos severos; y como, por otro lado, las poesías
líricas, la epopeya, los dramas que no llegaban a concluirse y el
sistema filosófico que no acababa de inventarse, no producían ni
era natural que produjesen un ochavo; el pobre doctor estaba casi siempre a la
cuarta pregunta. El caudal de Villabermeja (aunque, según a mí me
han asegurado,
El doctor, en estos apuros, empezó a contraer deudas; pero era tan inepto en la ciencia práctica del crédito, parte la más esencial de la crematística, que sólo acertó a deber al sastre, al zapatero, al guantero y a la pupilera, que le pedían de continuo que pagase. Entonces, olvidando ya las altas ciencias ocultas, a que había pensado consagrar su vida, no pensó el doctor en más ciencias ocultas que en la crisopeya. Él, que había soñado con descubrir la fuerza íntima, el principio divino que mueve y anima el universo, y apoderarse de él para gobernarlo y dirigirlo todo, se limitó entonces a ver cómo lograba reunir un poco de dinero, y lo peor es que no lo consiguió.
Con este desengaño, acabó
por lo que acaban otros y por lo que muchos empiezan: por suponer que el
presupuesto es el hospicio de los mendigos de levita, la sopa de los conventos
para la pobretería ilustrada, y el refugio y el hospital de los
pordioseros leídos. El doctor pretendió un empleo, y al cabo
consiguió que se le diesen, de ocho mil reales
Siempre fue el doctor un detestable empleado; pero no le faltaron amigos que le sostuvieran en su empleo.
Claro está que otros, con menos capacidad que el doctor, llegan a directores, a consejeros de Estado y hasta a ministros: así anda ello; pero no es menos claro que lo deben a casualidades dichosas (ya se entiende que no para el país), y no a todos les han de tocar estas casualidades, como no a todos les toca la lotería. Por sus condiciones de carácter y de entendimiento, por su idiosincrasia, como se dice tanto ahora, no era el doctor de los que, por sí y sin que interviniesen las referidas casualidades, podía ir más allá del punto a donde llegó. Así es que no pasó de dicho punto, y gracias.
Toda esta parte de la vida del doctor se refiere aquí en compendio y a escape, porque no importa mucho a la acción o argumento principal de esta verdadera historia, si es que en esta verdadera historia quiere concederme el lector que hay una acción única, con unidad clásica y patente.
Sea como sea, el doctor Faustino, avergonzado de no ser más que auxiliar en un ministerio y esperando siempre el día en que había de elevarse a personaje, no quiso volver a poner los pies en Villabermeja, donde había pasado por un pozo de ciencia, por un prodigio de talento y por uno de los más egregios caballeros, señorones y alcaides perpetuos, que jamás han existido. Así llegó a la edad de cuarenta y pico de años, harto maltratado de la suerte, pero nunca desilusionado.
Todas las noches dejaba para la
mañana siguiente el poner manos a la obra y el empezar a escribir su
gran
Amanecía Dios: el doctor iba a su
oficina a extractar expedientes o a arrullarles el sueño, comía
luego sus pícaros garbanzos, cuando no le convidaban en alguna casa de
fuste, y siempre por las noches, andaba de tertulia en tertulia. Nadie le
quería ni bien ni mal, porque a nadie estorbaba, como no fuese a alguien
que desease ser auxiliar como él; pero el doctor no tenía un solo
conocido que desease tan poco, sino que los paisanos deseaban ser ministros o
superintendentes generales de Hacienda
No faltará quien halle inverosímil la poca o ninguna carrera que hizo en Madrid D. Faustino López de Mendoza. O D. Faustino era tonto o no lo era, dirán. Si era tonto debió pintarle tonto el autor de esta historia; pero, como le ha pintado discreto, aunque extravagante, no se comprende cómo no llegó a elevarse, en esta sociedad agitadísima y revuelta, donde tan fáciles son las elevaciones.
Contra estos argumentos va ya mucho en el capítulo anterior. Sin embargo, prefiriendo nosotros pasar por pesados a pasar por aficionados a lo inverosímil, vamos a añadir otras razones.
En España está el
entendimiento muy repartido: casi no existe la gran masa de tontos
utilísimos, mansos, gobernables, industriosos, trabajadores, y
fáciles de entusiasmar que existe en otras naciones más dichosas,
donde el entendimiento está reconcentrado
Hay, pues, en España muchos más de entendimiento que por ahí en otras tierras; pero, en cambio, cabemos a bastante menos entendimiento. Apenas si pasa nadie de lo que se llama listo o travieso. Esta listura o travesura, no auxiliada por gran saber, porque somos perezosos, no da para lo bueno el fruto que debiera dar; y por otra parte, como son tantos los que la tienen, en mayor o menor grado, raro es el hombre en quien llega a constituir tal excelencia, que le distinga y eleve, con el asentimiento general, sobre el nivel de los otros, y le haga apto para el mando. De aquí lo instable de toda dominación y la escasa reverencia con que se mira a quien la ejerce. De aquí además el que haya tantos y tantos que aspiren a ejercerla, creyéndose con títulos iguales o superiores a los más encumbrados.
En esta perpetua contienda por subir,
toman parte unos cuantos miles de hombres: el proletario de levita. Como hay,
cada año casi, caídas y encumbramientos, llegan a ser personajes
los más capaces sin duda: llega a serlo también un tanto por
ciento de los meramente listos; pero como los listos abundan, los más se
quedan tocando tabletas. Lo que sucede es que de los que se quedan no nos
volvemos a acordar y nos parece que no han existido. Sólo de
Que el carácter de las personas influye mucho en la diversidad de éxitos es cosa de que no se puede dudar: pero la suerte, el mal llamado acaso, esto es, la combinación y enlace de los sucesos, que no hay mente humana que prevea, influyen más aún. Por lo demás, lo inexplicable, lo misterioso, lo inverosímil en grado superlativo, en cualquiera otro país donde, como en España, no haya privilegios aristocráticos ni valga el capricho de un rey, es el encumbramiento de la gente inepta por todos estilos. Lo que es el que D. Faustino se quedase siempre con 14.000 rs. de sueldo y no pasase más allá, era natural, verosímil y justo, en todo país, sin que por eso tengamos que calificar de idiota ni de mucho menos al protagonista de nuestra historia.
El momento de los grandes sucesos, que
van a terminarla, se aproxima ya; pero antes nos parece indispensable atar
algunos cabos sueltos: decir algo de lo que sucedió a varios de los
personajes más importantes,
El escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez murió tranquila y cristianamente en su lecho. El padre Piñón, que le asistió en aquel último trance, exigió de él que se casase con Elvirita. El escribano se casó, reconociendo y legitimando a un hijo que de Elvirita tenía, llamado Serafinito, a quien ya hemos visto figurar en la introducción de esta historia. Los bienes del escribano eran tan cuantiosos, que, divididos en partes iguales entre sus tres hijos, bastaron a dejarlos muy ricos a todos.
En el momento de nuestra historia a que
hemos llegado, Serafinito permanecía soltero; y Ramoncita hacía
años que estaba casada con D. Jerónimo, el cual ejercía
con gran éxito y tino la medicina en Villabermeja. Aunque no
tenían hijos, que estrechasen los lazos conyugales y completasen su
dicha, la
Rosita, a pesar de sus lances con D. Faustino, harto escandalosos para que pudieran olvidarse, era tan graciosa, tan discreta, tan firme de voluntad y tan rica, para aquellos lugares, que siguió siendo pretendida de muchos. Sólo de ella dependía el hacer o no lo que se llama un buen casamiento.
El amor al régimen
autonómico y tal vez el recuerdo
Entre sus pretendientes se contaba D. Claudio Martínez, consecuente hombre político, y diputado a Cortes casi perpetuo por el distrito de que formaba parte Villabermeja. D. Claudio había hablado cuatro o cinco veces sobre Hacienda en las sesiones del Congreso, y había llegado a ser director general en el Ministerio de aquel ramo. Allí se había dado tan buena maña, que había formado un capitalito de un par de millones. Era, pues, un señor de muchas campanillas, un pájaro de cuenta, en potencia propincua de ser ministro, título, banquero, o las tres cosas.
Solterón de cuarenta y pico de
años, estaba bien conservado y era alegre, servicial y ameno. Trataba
con tal llaneza a todos sus electores, les buscaba tantos empleos, y les
desempeñaba tantos encargos, y comisiones, que era adorado por todo el
distrito. Su retrato, ora al óleo, ora en fotografía iluminada,
resplandecía en las casas consistoriales de los cinco o seis pueblos que
el distrito formaban. En todos ellos le recibían con repique general de
campanas e iluminación, cuando volvía de Madrid. En todos ellos
se daban comilonas, bailes y jiras campestres en su
No era Rosita mujer que se dejase deslumbrar por tales grandezas. Cuando no su claro entendimiento, su instinto hubiera sobrado para darle a conocer que D. Claudio era un personaje vulgar: lo que llaman por allá un tío. A veces le comparaba con el cruel alcaide perpetuo, y éste le parecía aún de oro puro y el D. Claudio de muy bajo y ruin metal; pero don Faustino era un dije funesto o inútil, un primor, una joya que no servía para nada, mientras que D. Claudio era y podía ser un instrumento provechoso para conseguir multitud de cosas y realizar mil gratos ensueños. Rosita concibió la idea de su casamiento con D. Claudio como una sociedad en comandita, donde, unidos capitales y aptitudes, podrían encumbrarse pronto los socios al pináculo de la riqueza y de los honores. Esto la sedujo: y si bien D. Claudio distaba infinito de inspirarle amor, como no le inspiraba repugnancia, Rosita se casó con D. Claudio.
Años hacía que ambos
esposos vivían en Madrid, donde Rosita era admirada por su talento y su
chiste, y donde aún tenía mil adoradores, aunque ya jamona.
Entre la turba perezosa y torpe De los demás mortales.
D. Claudio iba aproximándose cada
vez más a su ideal: a ser un capitalista, cuya misión en el mundo
D. Faustino no había puesto nunca los pies en casa de Rosita; pero la saludaba y era saludado por ella, cuando la veía por acaso en paseo, en los teatros o en alguna tertulia. Jamás se acercaba a ella, ni la hablaba.
Otro personaje importantísimo de
nuestra historia, el famoso Joselito el Seco, había tenido un fin
trágico, como era de presumir, en cumplimiento de la sentencia o
refrán que dice:
De este modo hubiera continuado quizás, aunque hubiese vivido más años que Matusalén, si no acontece lo que vamos a referir ahora, valiéndonos de una carta de Respetilla a su amo, que trasladamos aquí con fidelidad y exactitud.
Dice la carta:
«Villabermeja entera está indignada con lo ocurrido a Joselito el Seco. Voy a contárselo a su merced, porque debe interesarle. Permítame su merced que tome las cosas de muy atrás para que lo entienda todo.
»Joselito era tan bueno y tan escrupuloso, que no se apoderaba de nada de los pobres. Perseguido además en estos últimos años por la guardia civil, no lograba proporcionarse recursos suficientes y andaba muy apurado.
»En sus apuros acudió a un
amigo rico, al alcalde de..., en la provincia de Málaga, y le
rogó,
»Escribió a Joselito, diciéndole, como de costumbre, que el dinero estaría a su disposición en la casería, en tal día y a tal hora; que fuese allí a buscarle; pero el alcalde, en vez de enviar el dinero, envió a la casería con gran sigilo y recato, veinte certeros tiradores, los más famosos que pudo hallar.
»La casería, como muchas de
estas tierras, formaba un cuadrado perfecto. El lado de frente o de la fachada
era la habitación de los señores para cuando iban allí a
pasar una temporada: en el lado derecho estaban las caballerizas y el tinado
para los bueyes: en el lado izquierdo las bodegas, y a la espalda el lagar y el
molino aceitero. En el centro había un ancho patio interior, sobre el
cual daban muchas ventanas de los cuatro cuerpos o lados de la
»El plan era tan hábil, que ya el alcalde daba por segura la muerte de todos los ladrones y creía tocar los laureles que iban a prodigarle por haber librado a las gentes de aquel sobresalto continuo.
»Dios, sin embargo, lo dispuso de otra manera. Cuando Joselito iba a entrar con su cuadrilla en la casería y en el patio, tuvo cierto recelo, y miró al casero con fija atención. Éste perdió la serenidad y se puso más amarillo que la cera. No fue menester más. Joselito sospechó la trama. Conoció, como si lo viese, que había dentro gente oculta para matarle y matar a sus camaradas. Joselito era generoso. Supuso que el casero cumplía con las órdenes de su amo, y le dejó vivo: pero no consintió que ninguno de los suyos entrase en la casería. Todos ellos se fueron sin entrar.
»Joselito juró vengarse del
alcalde. Harto calculaba éste que, después del mal éxito
de su plan, corría el peligro de que Joselito le asesinase. El alcalde
»Nada bastó a libertarle. Una noche, entre nueve y diez, entró Joselito a pie en el lugar con ocho de su partida. Lleno de atrevimiento, se fue como un rayo a casa del Alcalde. Entró en ella cuando nadie sospechaba que pudiera venir. Sus compañeros maniataron, ataron lienzos a la boca, y amedrentaron a los criados y a las criadas para que no se defendiesen ni chillasen. Joselito halló solo y de improviso al alcalde en su despacho.
»-Encomiéndate a Dios a galope -le dijo-, y reza el credo. No quiero que se pierda tu alma. Lo que es con tu cuerpo y con tu vida vas a pagar ahora la traición que me hiciste.
»El alcalde, que conocía bien a Joselito, se persuadió de que no había remedio. Los ruegos no hubieran valido de nada. La resistencia era inútil también. Joselito le apuntaba con su trabuco, cuya boca casi le tocaba en la sien. Al menor movimiento hubiera Joselito disparado. El alcalde, pues, tomó el partido de guardar un digno silencio.
»Pasado un minuto, y calculando ya Joselito que el alcalde se había encomendado a Dios pidiéndole perdón de sus culpas, volvió a decir:
»-Reza el credo.
»Con voz firme y entera
empezó a rezar el alcalde; pero al llegar a decir
»Muerto el Alcalde sobre el sillón mismo de su bufete, Joselito salió de la casa y del lugar con sus ocho compañeros. Fuera le aguardaban otros con los caballos, y montando en ellos, todos se pusieron en salvo.
»El alcalde no tenía más familia que un hijo de 18 años, soltero y guapo mozo. Como aquella noche era sábado, el muchacho, que ya tenía barbas muy recias, estaba afeitándose en la barbería.
»Allí vinieron a contarle la espantosa desgracia que acababa de suceder. Voló a su casa con la cara a medio afeitar, y vio a su padre, a quien amaba de todo corazón, muerto de un modo horrible: con la cabeza deshecha.
»Levantando entonces las manos al cielo, sobre el cadáver, caliente aún, juró el mozo por cuanto hay de más sagrado, no raparse las barbas, no comer en mesa con manteles, no desnudarse la ropa que tenía puesta y no dormir en cama, hasta que matase a los ladrones y al capitán de ellos Joselito.
»Cinco años han pasado desde que esto aconteció, y el mozo ha cumplido su juramento en cuanto de él dependía. Arruinándose, derritiendo la rica herencia que le dejó su padre, ha mantenido compañía de escopeteros de a pie y de a caballo, y ha perseguido y acosado tanto a los ladrones, que una vez dos, otra uno, otra cuatro, ha acabado por despacharlos a todos al otro mundo. Joselito solo vivía. Ya no había forma de que el mozo vengador le encontrase y le matase. De manera que el mozo seguía sin mudarse, sin comer a la mesa, sin dormir en cama y sin raparse las barbas. Cuentan que ponía miedo su vista.
»Así hubiera seguido largo
tiempo, porque Joselito era muy sagaz y hábil y no se dejaba coger
fácilmente. Además Joselito tenía multitud de protectores
y encubridores. Pero Joselito (Dios le haya perdonado con su inagotable
misericordia) aunque era un gran pecador, tenía golpes y partidas de
hidalgo y bien nacido. Harto de aquella persecución, envió un
recado al hijo del alcalde con una gitana vieja de quien mucho se fiaba. El
recado era que si quería acabar de una vez y poder raparse las barbas,
que viniese, sin su gente, a donde él designara: que, seguros los dos,
se verían y terminarían su pleito a navajazos, muriendo el uno o
el otro o ambos, como
»Joselito era un héroe, señorito, y aunque el hijo del alcalde tenía muchos hígados y manejaba bien el abanico, Joselito pudo más, y dicen que le mató limpiamente, de un navajazo magistral por bajo de la tetilla izquierda. Así pasó a mejor vida el hijo del alcalde, sin haber podido raparse las barbas desde que su padre murió.
»Cuando se divulgó esta hazaña, creció la fama de Joselito por toda Andalucía, y pronto acudieron a ponerse a sus órdenes hasta siete hombres de pelo en pecho. Joselito volvió a encontrarse capitán, con una cuadrilla muy respetable de bandoleros.
»Así andaban las cosas,
cuando el gobernador de esta provincia discurrió una abominable
traición, viendo que Joselito era invencible en buena lid. Ajustó
la muerte de Joselito con un malvado criminal, a quien tenía en la
cárcel y a quien dio libertad, haciendo correr la voz de que se
había escapado. Este traidor se unió a la partida de Joselito,
ganó
Respetilla, acostumbrado a mirar como
héroes a los bandidos, sobre cuyas hazañas sabía de
memoria no pocos romances, se extendía después en lamentar la
muerte de Joselito, en condenar la traición que contra él se
había empleado, y en celebrar sus
Doña Araceli había muerto también, siete años hacía. La buena señora, sin dolores, sin violencia, con aquel mismo amor suave, que era el fondo de su carácter, había exhalado el último aliento, quedando exánime como un pajarito. En su testamento no se olvidó del querido sobrino de Villabermeja y le dejó en herencia los seis mil duros de la deuda; pero el manirroto de D. Faustino había contraído ya otra deuda mucho mayor para poder seguir viviendo en Madrid con sus pocos recursos.
De María nada volvió a saber D. Faustino, ni antes ni después de la muerte del padre de ella. El único que en Villabermeja debía saber su paradero era el Padre Piñón; pero éste nada quería declarar, por más que en varias ocasiones el doctor le había escrito preguntando.
Había habido un personaje
bermejino, del que hemos hablado en la introducción, sobre el cual
recayeron en otro tiempo las sospechas del doctor de que hubiese sido el
velador, ocultador y defensor de María. Era este personaje el cura
Fernández; pero el cura Fernández hacía mucho tiempo que
no existía. Averiguada con exactitud por el doctor la fecha de su
muerte, aparecía posible que él hubiese sido el
El lector no puede haber olvidado al personaje principal de la introducción: al verdadero narrador de esta historia, que yo me limito a repetir a mi manera: al famoso D. Juan Fresco, sobrino del célebre cura. ¿Sospechará quizás el lector que María se había ido a América y había buscado un refugio cerca de D. Juan Fresco?
El lector perspicaz quizás lo sospeche; pero don Faustino no podía sospecharlo. D. Juan Fresco no tenía más parientes cercanos que el cura Fernández; no había escrito a nadie; no conservaba relaciones en Villabermeja y nadie le recordaba.
El doctor que, para averiguar todo lo que con María se relacionase, había hecho mil indagaciones, sólo había puesto en claro que Joselito era huérfano de padre y madre cuando a la edad de cuatro años le recogieron en el convento, y que su madre, allá en su mocedad primera, quince años antes de que Joselito naciese, había tenido otro hijo, que se había ido a tierras muy lejanas y de quien hacía cerca de medio siglo que nada se sabía. El doctor no imaginaba siquiera que este otro hijo mayor hubiese llegado a ser un Creso.
Ya hemos dicho que, convencido D. Faustino de que sólo el Padre Piñón sabía el paradero de María, le había escrito varias veces pidiéndole noticias. Siempre se había negado a darlas el Padre Piñón. Al fin, en una carta que recientemente había recibido D. Faustino, el Padre era más explícito y se explicaba de este modo:
«Mil y mil veces te lo tengo
dicho: sé dónde está María, mas no puedo
revelártelo. Conténtate con saber que vive, que siempre te ama,
que merece siempre que la llames tu
»El ser hija de quien era, y la consideración de que tú, movido de la ambición y de la inconstancia propia de la edad juvenil, pudieras desdeñarla y hasta aborrecerla, la excitaron a apartarse de ti.
»En esta resolución persiste todavía, si bien amándote siempre. Tal vez no alimenta otra esperanza que la de unirse contigo en otra vida mejor.
»Una idea extraña, poco
católica, tiene la pobre María. Dios se la perdone. Ella es tan
buena, que merece el perdón de Dios. Dios me perdone a mí
también, que disculpo su delirio, por el mucho afecto que la profeso.
María sigue creyendo que tú y ella os habéis amado siempre
en otras existencias: que vuestros espíritus están y
seguirán enlazados siempre,
»Cree María que hay algo en ti que no eres tú; algo que no es tu esencia, que no es tu alma, sino tu organismo, tu ser material, el medio en que vives, el ambiente que respiras, la sociedad que te rodea, la cual no es favorable, en la vida que vivís ahora, a vuestros inmortales amores.
»Llevada, sin embargo, hacia ti por un impulso irresistible, María fue tuya. Ahora teme por lo mismo volver a verte. Si se reuniera contigo, y algún acto lamentable os separase, poniendo enemistad entre vosotros, la unión de vuestros espíritus, que ella cree que ha de transcender a vidas ulteriores, se rompería quizás para siempre y ocurriría un divorcio eterno. «Prefiero -dice-, al eterno divorcio no verle más, no gozar de su compañía, no volver a ser suya en esta vida terrena».
»María, con todo, se muestra más confiada en otras ocasiones, y hasta concibe cierta leve esperanza de poder unirse contigo en esta vida, sin temor del divorcio eterno, cuando te halles desengañado, cuando el dolor purifique tu alma, cuando las ilusiones que te ciegan y perturban se desvanezcan del todo».
Esto decía el Padre
Piñón en su última carta, y
En esta sazón ocurrió en Madrid una novedad que hizo época en los fastos del mundo elegante, y de la cual no quedó periódico que no hablara.
Cansado de vivir en París y en
Londres el opulento Marqués de Guadalbarbo, volvió a establecerse
en la villa del oso y del madroño. Su antigua casa, que bien
podía calificarse de palacio, había sido restaurada y adornada de
nuevo con suma elegancia y lujo. Muebles los más primorosos, cuadros
bellísimos, estatuas de mármol y bronce, ricos y
espléndidos tapices, vasos del Japón y de Sévres,
figuritas graciosas de porcelana de Sajonia, raros esmaltes de los mejores
tiempos, libros costosísimos, o por el esmero de las ediciones y
encuadernaciones, o por el escaso número de ejemplares que de ellos se
han conservado; todo esto, con mil cosas más que por huir de la
prolijidad no se mencionan, estaba amontonado
No tenía aquella casa el aspecto de un almacén de curiosidades, como tienen otras, donde, si hubo vanidad y dinero para comprar, falta aquel amor al arte que se refleja en los objetos y los anima. Allí parecía que todo estaba cuidado, animado y hasta mimado por una hada. La presencia, la huella, el paso y la mano del genio del hogar se advertían en cada primor, en cada adorno, hasta en el ambiente mismo. Se diría que su mirada cariñosa lo había bañado todo de luz suave y de perfume poético. Las plantas y las flores eran allí más bonitas y tenían un verde más vivo y colores mil veces más puros que en los huertos y jardines. Perfiles, casi imperceptibles para los no acostumbrados a observar, revelaban a cada instante el tino, el buen gusto y la solicitud de una mujer aristocrática, linda y discreta.
Esta mujer era nuestra antigua conocida
Costancita, después Marquesa de Guadalbarbo. Sobre el valor
intrínseco que, como piedra preciosa o como perla limpia y de
tornasolado oriente al salir de la mina o del fondo de los mares, tenía
ella al salir de
Diez y siete años transcurridos sin un disgusto para ella, en el seno del más dulce bienestar, adorada de su marido, celebrada por todos, inspirando respetuoso amor a los hombres y envidia a las mujeres, no habían menoscabado en nada su hermosura. Nadie diría que Costancita tenía treinta y cinco años cumplidos. Su boca era tan fresca, su sonrisa tan alegre, entre infantil y maliciosa, sus dientes tan blancos, sus mejillas tan sonrosadas y tan tersa y serena su frente, como cuando salió en el birlocho a recibir a su primo Faustino que venía a vistas desde Villabermeja.
Aunque la Marquesa tenía dos hijos, el mayor de diez y seis años, podríamos seguir ahora diciendo de ella lo que dijimos cuando por primera vez la presentamos a nuestros lectores; que su talle era flexible, no como una palma, sino como una culebra, y que todo lo que de sus formas podía revelarse, presumirse o conjeturarse, estaba artística y sólidamente modelado, sin exceso ni superabundancia en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las justas proporciones, según las reglas del arte.
En el seno de la opulencia y del regalo,
nos
La marquesa de Guadalbarbo había
deslumbrado y seguía deslumbrando a Madrid con la riqueza de sus trajes,
con sus joyas y con sus trenes. La fama de su virtud era mayor y más
envidiable aún. La marquesa amaba a su marido como a una providencia
benéfica y munífica que la cubría de diamantes, que
llovía oro en su regazo, que satisfacía sin titubear sus
más costosos y atrevidos caprichos. La suerte del marqués en los
negocios relucía en la mente agradecida de la marquesa como habilidad o
como genio. El marqués le parecía un encantador
La misma Costancita tenía de sí un alto concepto que la hacía invulnerable a no pocas seducciones.
Una mujer pobre, aunque sea el desinterés personificado, suele dejarse deslumbrar por la riqueza, por el esplendor, por la magnificencia de un galán rico. No tomará nada de él, pero podrá sentirse avasallada y pasmada de los coches, de los caballos, del palacio, de la pompa, de la atmósfera, en suma, que circunda al galán. A Costancita nada de esto le hacía efecto. Era o se creía tan rica como cualquiera, y no había lujo, ni gala, ni prodigio de la industria o del arte que lograse aturdirla, que excitase su admiración o su curiosidad.
Una mujer plebeya suele hallar un
atractivo invencible en el galán que lleva un nombre ilustre. Una mujer
que no está en la más alta sociedad, se hechiza con el
galán que brilla en los aristocráticos salones; quizás el
deseo de presentarse como rival, de vencer y de mortificar a alguna gran
señora, puede más en ella que todos los propósitos de
virtud. Para Costancita, que, por sí y por su marido,
La fama de la marquesa de Guadalbarbo se extendía por toda Europa. La marquesa había brillado en Baden, en Brighton, en Spa y en Trouville: en los salones del Faubourg Saint-Germain; en los castillos de los lores más ilustres de Inglaterra y de Escocia. En Berlín, en Petersburgo, en Niza, en Florencia y en Roma, tenía amigas que la escribían: adoradores que aún suspiraban por ella. Costancita estaba harta de brillar, y casi, casi se puede asegurar que había venido a Madrid con el propósito de eclipsarse.
En las edades y en los centros de
más complicada y refinada civilización, en Alejandría, por
ejemplo en tiempo de los sucesores del hijo de Filipo, y en Versalles, en
tiempo de Luis XIV y de Luis XV, es cuando, por contraposición, se ha
despertado el gusto y hasta la manía de la poesía
bucólica; del idilio, de la vida campestre, del amor sencillo entre
pastores y zagalas. Un fenómeno parecido podía observarse en el
corazón de la bella marquesa. Vivía
Cansada Costancita de que la admirasen, de ver rendidos a sus pies lores ingleses, príncipes rusos, leones parisienses, todo lo que hay de más distinguido, soñaba con otra novela; echaba de menos en su vida cierta poesía; y la buscaba por otra parte: no en aquello de que estaba satisfecha hasta la saciedad.
Mientras el afán de lucir y ser
adorada no se había amortiguado en su pecho, la novela, la
poesía, el ideal de la marquesa de Guadalbarbo, se había
realizado en aquellas adoraciones y rendimientos de que había sido
objeto. Su severa virtud y su fiel amor al respetable marqués
habían sido la primera condición de aquel ideal realizado. Faltar
en lo más mínimo al marqués de Guadalbarbo, deslustrar su
nombre aun sólo con la ocasión de una sospecha,
Así había vivido Costancita, durante diez y siete años, amando al marqués, siendo modelo de madres de familia, pasando entre los libertinos por una diosa de mármol, y citada como dechado de fidelidad y afecto conyugales por todos los sujetos graves y severos que la conocían.
La propia condesa del Majano, hermana
del marqués, de quien ya hemos hablado a nuestros lectores, aunque era
la dama más austera y descontentadiza de Madrid, estaba encantada de
Costancita, y nada tenía que censurar en ella, salvo un poco de tibieza
en rezos y devociones; pero el estímulo de
El marqués de Guadalbarbo había cumplido ya sesenta y seis años de edad, pero se conservaba que era un portento. Su vida activa, el montar a caballo y el cazar con frecuencia, el buen trato y las satisfacciones de todo género, le tenía como remozado.
Cada día el marqués se aplaudía más a sí propio por el buen tino que tuvo en elegir mujer. Costancita, que mimaba las flores, los canarios y hasta las joyas y las telas insensibles, ¿cómo no había de mimar, cuidar y arrullar y contentar a un marido tan bueno, tan providente, tan servicial y tan pródigo? Costancita se desvivía por el marqués, le adivinaba los pensamientos, procuraba que se distrajese, le hacía reír con chistes y burlas, le consolaba cuando tenía algún disgusto, siempre levísimo, y le cuidaba como a un niño cuando tenía alguna enfermedad, también siempre ligera.
Mas a pesar de todo esto, fuerza es
confesar de
El ideal de su vida de hasta entonces estaba ya agotado: había dado de sí cuanto podía dar. El incienso de la lisonja, los triunfos de la sociedad, las mil pasiones inspiradas por su belleza y sólo pagadas con gratitud, de todo esto, permítasenos lo vulgar de la palabra, estaba ya más que empalagada Costancita. Hacia deleites más subidos, hacia un ideal más bello, hacia una poesía más fogosa aspiraba su alma. Al tramontar del sol en una hermosa tarde, cuando el sol tiñe aún de topacio y de púrpura los celajes de Occidente, se llena el corazón de vaga melancolía y suele forjarse mil extrañas quimeras, en arrobos inexplicables; así el alma de Costancita, en el luciente y apenas empezado ocaso de su duradera y briosa juventud, buscaba melancólica un bien extraño, una poesía bella, una luz, un calor suave, un contentamiento divino, que alegrasen y alumbrasen la serena tarde de su vida.
Una circunstancia casual vino a dar mayor impulso al vuelo del espíritu de Costancita en esta dirección romántica y a engolfarle más por el misterioso piélago de sus ensueños, lleno todo de sirtes, escollos y bajíos.
Los marqueses de Guadalbarbo recibían una vez por semana y reunían en sus salones a lo más distinguido de Madrid por hermosura, nacimiento, fortuna, letras y armas. Los marqueses tenían además de diario gente convidada a comer. El general Pérez era de los que más frecuentaban la casa.
El general Pérez, la
índole de cuyas relaciones con Rosita hemos dejado en una discreta
penumbra, no sólo era un oráculo en política, un poder de
quien a veces pendía la muerte o el nacimiento de los ministerios, sino
el más pertinaz, confiado, audaz y fatuo de los galanteadores. En este
linaje de lides, así como en los verdaderos campos de batalla, el
general Pérez se juzgaba un César, y el
Este tremendo general, este héroe impertérrito y halagado por mil éxitos ruidosos, se consagró completamente a la marquesa de Guadalbarbo. La perseguía con miradas volcánicas, la requebraba con cierto desenfado militar, y no quería creer jamás que los desdenes, las burlas y hasta las iras a veces de la marquesa, fuesen iras, burlas y desdenes legítimos, sino artificios, fingimiento y tácticas amorosas, para hacer más deseable la victoria y para dar más precio a la fortaleza que al cabo se había de rendir.
La persistencia vanidosa del general Pérez tenía fuera de sí a Costancita. Juzgaba ya que, dentro de la buena educación y de los respetos sociales, había hecho cuanto puede hacerse y aun más de lo que puede hacerse para refrenar al feroz e intrépido guerrero o alejarle de sí desengañado; pero el ahínco del general Pérez era descomunal: rayaba en lo inverosímil.
Acostumbrado el marqués de Guadalbarbo a que le adorasen a su mujer y confiadísimo además en la virtud de ella, no advertía o no hacía caso del apretado y durísimo asedio en que el general la había puesto. Costancita además era prudente, y no había de acudir a su marido para que la libertase de las impertinencias de aquel presumido galán, para que osease a aquel moscón, empeñándole acaso con él en un lance, a par que peligroso, ridículo.
Costancita, pues, seguía
sufriendo, si bien con impaciencia y disgusto, las pretensiones del general,
esperando cansarle y apartarle de sí a fuerza de seriedad y
desvío. Hasta entonces no había comprendido Costancita una parte
de la mitología: las persecuciones del dios Pan a las ninfas, de Apolo a
Dafne, y del cíclope Polifemo a Galatea. Ahora,
Lo que más la molestaba, lo que más hería su orgullo era la majestad del general, su creencia mal disimulada de que casi la honraba pretendiéndola y sufriendo sus desdenes. Ella que se creía por cima de todos los generales, ella que sabía que la riqueza y la posición de su marido no dependían del favor de ningún repúblico o gobernante poderoso, ella que comprendía que su marido no necesitaba del ministro de Hacienda sino que en todo caso el ministro de Hacienda necesitaría de su marido, perdía la serenidad y se mordía los labios de rabia cuando el general Pérez se le acercaba hasta con aire de protección, y como diciéndole: -Admírese Vd.: ¿qué no valdrá Vd.; cuán grande no será mi amor, cuando sufro tanto, siendo quien soy y pudiendo cuanto puedo?
Acudía por entonces a casa de Costancita, todas las noches de tertulia, y venía asimismo a comer una vez por semana, nuestro protagonista, su desdeñado primo D. Faustino López de Mendoza.
La suerte habíale mostrado
siempre tan adusto ceño, que D. Faustino, a pesar de sus ilusiones,
había acabado por crearse un carácter del todo contrario al del
general Pérez. Se había hecho tímido,
Costancita en un principio contradecía a su marido, sosteniendo que el no haber hecho carrera don Faustino era por culpa de su carácter, hallando y marcando en él infinidad de defectos: pero el marqués propendía a probar que no había tales defectos, sino que todas eran excelencias y perfecciones. La marquesa se fue poco a poco convenciendo de lo que su marido afirmaba. De esta suerte, el doctor Faustino vino al fin a parecerle un sabio marchito en flor, un león a quien han cortado las uñas, un genio a quien han arrancado las alas pujantes con que iba a encumbrarse al empíreo.
¿Y quién había sido
la maga maléfica, la hechicera traidora que había hecho tan
impía y bárbara amputación de alas y de uñas?
Costancita se dio a cavilar en esto, y a sentir remordimientos que hasta
entonces no había sentido, y a considerarse bastante culpada. Entonces
recordó con ternura, con cierta tristeza entre dulce y amarga, con
lánguida y morosa
Una piedad infinita penetraba en el corazón de la marquesa. Quizás ella había torcido la suerte de Faustino. Amado por ella, animado, estimulado por ella, Faustino hubiera realizado todos sus sueños de gloria. Sus ilusiones hubieran sido realidades. Ella quizás había tronchado aquella flor cuando se abría al blando soplo de las más nobles esperanzas; ella quizá había destrozado las alas de aquel genio; ella quizás había roto las mágicas cuerdas de aquella melodiosa arpa, arrojándola después en un rincón, como el arpa de los versos de Bécquer.
Forjábase entonces la marquesa
una existencia fantástica, mil veces más bella que la que
había
Por primera vez, allá en lo íntimo de su conciencia, sin atreverse a confesárselo con claridad, columbrándolo apenas, pensó Costancita que sólo el egoísmo, el miserable interés, el ansia de goces materiales, el afán del lujo y la vanidad, la habían guiado y arrastrado a preferir a Faustino al marqués de Guadalbarbo.
Costancita, con todo, no había coqueteado aún en Madrid con D. Faustino. Costancita seguía amando y reverenciando al marqués. Y D. Faustino, tan castigado por la mala ventura, no soñaba en que su prima, que no le quiso en su tierra, pudiera quererle ahora, cuando ya el indigno misterio de su porvenir estaba claro; cuando ya se había demostrado, con el éxito, todo lo vano, infundado y falto de ser de sus esperanzas y de sus planes de glorias y triunfos.
Sin embargo, estimulada Costancita por
las asiduas pretensiones del general Pérez, concibió una idea de
todos los diablos. El marqués no había de echar de su lado al
general. Cualquier coqueteo con
El marqués de Guadalbarbo estaba cada día más dispuesto a coadyuvar, sin saberlo, al diabólico propósito de Costancita.
El entono y la arrogancia, que tenían o que él imaginaba que tenían los personajes más eminentes de Madrid, parecíanle tan injustificados que apenas si los podía sufrir. Admirador el marqués del buen orden, grandeza y florecimiento de la Gran Bretaña y de otros Estados de Europa, lamentaba como nadie el atraso, el desorden y el desgobierno de su patria. Imaginaba, pues, que nuestros próceres y repúblicos, lejos de mostrarse soberbios, debían estar avergonzados de su ineptitud y llenos de la humildad más profunda.
El marqués, como casi todos los
hombres cuyos negocios prosperan, sobre todo si no tienen que acusarse de
bajezas ni de bellaquerías, estaba dotado de un amor propio colosal, y
naturalmente le
Jamás había leído
el marqués el curiosísimo libro del Padre Peñalosa,
titulado
Como entre estos últimos se
contaba el primito D. Faustino, el marqués sentía por él,
según ya hemos dicho, una singular predilección, que iba en
aumento siempre. La prevención con que había mirado al primito,
cuando le conoció en Andalucía, se había disipado por
completo. La petulancia de la primera juventud, los alardes de impiedad y
descreimiento y otras faltas de D. Faustino, se habían enmendado con los
años y los desengaños. Y por otra parte, el marqués
distaba mucho de ver ya
En tal estado las cosas, las visitas del doctor a su prima menudeaban cada vez más, y si por cualquier motivo nuestro héroe no parecía durante dos o tres días por casa del marqués, el marqués le buscaba o le escribía llamándole.
Entretanto, el infatigable general
Pérez, verdadero
Costancita, más harta cada día, empezó a ponerse fuera de sí al ver que el cerco se estrechaba y que la incomunicación en que el general Pérez quería tenerla iba poco a poco realizándose.
El propio D. Faustino, con la modestia y
la timidez que su mala ventura le había infundido, sospechó, no
que su prima amase al general y estuviese con él en relaciones, sino que
se deleitaba y enorgullecía de la asidua corte de tan eminente
personaje. Así es que, no bien veía al general al lado de la
marquesa, juzgaba atinado y prudente irse por otra parte, a fin de no estorbar.
Costancita rabiaba y se desesperaba más con esto, allá en su
interior. El resultado era que hacía extremos cariñosos por su
primo, que le miraba con ojos llenos de ternura, que le apretaba la mano con
efusión, y que hasta le hacía elogios a cada paso: pero al doctor
se le metió en la cabeza que todo ello era compasión,
La marquesa de Guadalbarbo empezó a picarse no menos de esta impasibilidad del doctor que de la persecución sin tregua del general. Sin poder contenerse, vino entonces a hacer más declarados favores a su primo; pero, por declarados que fuesen, el doctor, o se los explicaba como antes por la compasión, o se daba a cavilar en una cosa que desechaba luego, como un mal pensamiento, si bien volvía a su imaginación con persistencia. «¿Querrá mi prima -se decía-, que yo le sirva de pantalla, para que lo del general no se perciba tanto?»
Lo cierto es que esta conducta de D. Faustino, seguida instintivamente en fuerza de lo abatido y descorazonado que se hallaba, hubiera sido, seguida con toda reflexión y cálculo por un seductor de oficio, la más hábil y la más a propósito para rendir a Costancita.
Costancita continuó, pues,
favoreciendo a su primo por todos aquellos medios indefinibles, vagos y
poéticos, que a veces hasta las mujeres tontas y vulgares saben emplear,
si el amor o el deseo de ser amadas las inspira, y que la marquesa de
Esta nueva situación del ánimo del doctor se hizo patente muy pronto a los ojos de la marquesa, quien advirtió en su primo una dulzura de expresión muy grande cuando la miraba, una gratitud profunda cuando ella hacía de él algún encomio, y un cuidado y una solicitud rebosando sencilla y natural galantería para hacer por ella mil pequeños servicios. En persona tan distraída como el doctor y que tanto distaba de ejercer tales artes por costumbre, casi, casi era esto una semi-declaración de amor.
Como se pasaba cuatro o cinco horas
diarias en la oficina extractando expedientes, y luego otras tantas en la
soledad de su cuartucho del pupilaje, tratando en balde de dar ser a su epopeya
o de componer su nuevo sistema filosófico, el doctor se creía
trasladado al cielo desde el purgatorio cuando entraba en aquellos elegantes y
ricos salones, donde los criados le trataban con una consideración
Sentía el doctor tanto bienestar y consolación tan suave en casa de Costancita, y en este punto de sus relaciones con ella, que estaba como el enfermo cuando halla una postura cómoda y grata, tiene miedo de perderla y no se atreve a moverse, o como quien ha tenido un sueño beatífico cuando se despierta y procura colocarse del mismo modo y conciliar el sueño de nuevo para que se repitan idénticas visiones. En suma, el doctor se contentaba con aquello y no aspiraba a más, por miedo de perderlo todo.
Una de las noches en que recibía
la marquesa, en el mes de Mayo, el general Pérez estuvo pesado y
atrevido como nunca: se quejó de que la marquesa
-Yo tengo que hablar a Vd. con cierto reposo -dijo a la marquesa-. Esto es terrible. Aquí tiene usted que hacer los honores, y con ese pretexto no me hace Vd. caso; no me oye nunca; cualquier majadero que se acerca me interrumpe en lo mejor de mi discurso. Óigame Vd. antes de condenarme. A nadie se le condena sin oírle.
-Pero, general -contestó Costancita-, si yo no le condeno a Vd., si yo le oigo, ¿de qué se queja?
-Es Vd. muy cruel. Vd. se burla de mí.
-No me burlo.
-¿Por qué no me recibe Vd. cuando vengo de día?
-Porque de día no recibo más que los martes. Venga Vd. cualquier martes y le recibiré.
-Eso es: me recibirá Vd. como a cualquiera otro.
-¿Y qué derecho tiene Vd. a que yo le reciba de diferente manera?
-¡Ingrata! ¿Y mi afecto, y mi amistad, y mi admiración, no me dan derecho?
-Por eso mismo quizás debo resistirme a recibir a Vd. Es Vd. muy peligroso -dijo Costancita riendo.
-¿Lo ve Vd.? Se ríe Vd. de mí, marquesa.
-No me río de Vd.; pero no debo recibirle. Por lo mismo que Vd. me hace la corte con tanta asiduidad, no debo recibir a Vd. para no dar ocasión a la maledicencia.
-Nadie dirá nada. Recíbame Vd. una vez sola. Su reputación de Vd. está tan bien sentada, que no murmurará nadie.
-Mire Vd. -dijo Costancita un poco contrariada de que el general tomase por lo serio aquella excusa-, harto sé que mi reputación no puede ni debe depender de tan poco. Vd. quiere verme mañana, cuando no recibo a los demás mortales. Pues sea. Venga Vd. mañana. De tres a cuatro. Encargaré a los criados que le dejen entrar.
-¿Y nada más que a mí solo?
-Nada más que a Vd. solo.
Dicho esto, la marquesa se fue hacia otra parte, dejando satisfecho al general Pérez, aunque acababa de darle la cita para que no creyese que temía avistarse con él a solas o para que no presumiese que su reputación pendía de tan poco que fuera a perderla por recibirle.
El general Pérez, como todo lo
convertía en substancia, se quedó muy hueco. Allá, en el
fondo de su alma, imaginaba él y pintaba con vivísimos colores
Libértame de ti: si por ti tiemblo, Por ti, por mi virtud... ¿no es harto triunfo?
Por no aparecer en la mente del general como diciendo estos dos versos, pasó Costancita por la mortificación de verle y oírle a solas.
El general no faltó a la cita. Aunque había sido siempre con otra clase de mujeres imitador o émulo del joven Tarquino, ya sabía él, a pesar de su fatuidad, con quién se las había, y estuvo respetuoso, almibarado, humilde y rendido. Costancita, con más primores y discreteos que otras, dijo en aquella ocasión lo que en ocasiones semejantes dicen siempre todas las mujeres: que estimaba al general, que sentía por él una amistad viva, que le agradecía lo mucho que la distinguía; pero que a nadie amaba de amor, y que en este punto debía el general perder toda esperanza.
El desengaño dado por Costancita no pudo ser más explícito ni más claro. La vanidad del general no quería, con todo, recibirle. El general siguió viendo en espíritu el rudo combate entre el honor y la virtud, el amor y la castidad, que destrozaban el alma de Costancita; casi tuvo compasión de aquel tumulto de pasiones que había suscitado, y por un arranque de generosidad, se decidió a tener calma, a encaminar las cosas suavemente, y a no entrar en la plaza por asalto, llevándolo todo a sangre y fuego. El general se propuso ser magnánimo, usar de misericordia y venir de diario a moler a Costancita, mostrándose más fino que un coral y más dulce que una arropía.
La marquesa de Guadalbarbo no acertaba a librarse de aquellas visitas impertinentes que tanto la molestaban. En su orgullo no quería decir al general que no viniese a verla a menudo para no comprometerla; y no había medio tampoco de hacerle comprender que sus visitas la aburrían. En esta situación, el medio de osear al moscón del general, valiéndose del doctor Faustino, se le hizo a Costancita más deseable que nunca. Su primo, por otro lado, iba ganando cada vez más en su corazón.
Un día, de sobre mesa, mientras
el marqués
-¿Es posible, Faustino, que tengas tan mala opinión de mí y que me creas tan vana y tan poco orgullosa a la vez, que supongas que me complazco en la corte que me hace el general Pérez? ¿Qué lustre me doy con eso? ¿Necesito yo del general para algo? Mil veces te he dicho que me aburre, que me molesta, que no puedo sufrirle y tú me oyes siempre con visibles muestras de incredulidad.
-Francamente, prima -contestó el doctor-, te lo diré, aunque te enojes: yo no comprendo que el general esté hecho tan a prueba de desdenes. Cuando viene a verte casi todos los días, cuando está siempre donde tú estás, cuando se consagra a adorarte de continuo, no se verá tan mal tratado.
-Pues se ve: pero él trueca siempre en favores los desvíos, en esperanzas los desengaños y en triaca el veneno. Como no le eche a puntapiés, se me figura a veces que no tengo medio de echarle.
-Ya le echarías, si quisieses -dijo el doctor.
-Pues, quiero -respondió Costancita-. ¿Te prestas a ayudarme en la empresa?
-Con mucho gusto. No hay mayor felicidad para mí que la de poder ser útil en algo a mi linda prima, que es tan buena y tan cariñosa conmigo.
-Bien está. Ya sabes tú cuánto te agradezco el afecto que me tienes, cuánto te agradezco tu generosa amistad. ¡Qué noble eres, Faustino! Tú deberías guardarme rencor y no me lo guardas.
-¿Y por qué guardarte rencor? No recuerdo yo la despedida por la reja, de hace tantos años, sino para confesarme que tuviste razón en despedirme. La experiencia de mi vida, mi obscuridad, mi miseria, el mal éxito de mis propósitos, han justificado la prudencia y previsión de tu padre. Hubiera sido una locura que hubieras unido tu suerte a la mía. No me quejo, pues: antes bien te agradezco y guardo en el corazón, como el recuerdo más bello de mi vida, la pura esencia de aquellas lágrimas que por mí derramaste y el delicado aroma en que se bañaron mis labios cuando por primera y última vez tocaron tu serena frente. Pero, no hablemos de esto. Vamos a lo que más importa. ¿Qué pides? ¿Qué mandas?
-Yo no mando nada: yo te suplico que vengas mañana a verme.
-¿A qué hora?
-Ven a las dos y media. Que no faltes.
Costancita citó al doctor para media hora antes de la hora en que el general Pérez solía venir a verla casi todos los días.
Bien sabe el autor o narrador de esta
historia que aquí, como en otros pasajes de ella, han de incomodarse los
lectores con el héroe principal, de quien exigen en novela una fidelidad
y una constancia prodigiosas, y a quien han de condenar porque ya amaba a
María, ya a Costancita, ya a las dos a la vez, y porque amó
durante algunos días a la misma Rosita: pero tire contra él la
primera piedra quien en la vida real haya tenido menos variaciones, y menos
fundadas variaciones en sus amores. El desdichado doctor Faustino había
perdido a María quizás para siempre, por motivos que el hado
adverso había creado. Harto había amado a María, harto
había guardado y guardaba su imagen en el centro del alma,
levantándole allí altar como en un santuario; pero también
había amado a su prima Costanza antes de conocer a María, y no es
extraño que renaciese ahora en su corazón el primitivo afecto.
Además, desde el principio de esta historia, debe saber el lector que no
tratamos de poner al doctor Faustino como ejemplo de virtud y como dechado de
perfecciones, sino como muestra de lo que pueden viciarse y torcerse un claro
entendimiento y una voluntad sana con las que vulgarmente se llaman ilusiones:
esto es, con un concepto demasiado favorable de sí mismo, con la
persuasión de que los propios
Esta condición de carácter del doctor Faustino es comunísima en el día, porque las ambiciones están despiertas y soliviantadas, y en el doctor persistía, a pesar de mil desengaños amargos. Espíritu poético además, sin fe segura y firme en nada, sino en su propio valer, lo cual es también harto común por desgracia, el doctor era como personaje de antiguo cuento que vaga perdido en una selva, en la obscuridad de la noche, y corre ya en pos de una lucecita, ya en pos de otra, de las que ve brillar a lo lejos, creyéndolas alternativamente faros que han de salvarle. La lucecita, que ahora deslumbraba al doctor y hacia la cual corría lleno de esperanza, era de nuevo los ojos de su prima la marquesa. El doctor acudió a la hora de la cita con algunos minutos de anticipación.
Recibiole su prima en un primoroso
saloncito contiguo a su tocador, donde ella solía estar a solas
El doctor hizo mil cumplimientos a su prima. Ella en cambio le prodigó mil dulces sonrisas y mil afectuosas miradas. No se habló de amor, ni pasado, ni presente. Se habló de amistad, de cariño indeterminado entre ambos; pero, en virtud de esta amistad, de este cariño, sin nombre, aunque puro y espiritualísimo, el doctor tomó la mano de la marquesa entre las suyas, y la marquesa se la dejó allí abandonada. El doctor la cubría de besos, cuando sonó la campanilla de la puerta principal. Costancita se rió:
-Este es -dijo- mi tremendo general que llega.
El doctor, que tenía su silla muy cerca del asiento de Costancita, la apartó maquinalmente.
-No, no -dijo Costancita, riendo con más gana todavía-, no apartes tu silla; acércala más y que rabie. No te levantes hasta que entre para que te vea sentado muy cerca de mí.
Don Faustino obedeció a la marquesa, aproximándose a ella cuanto pudo.
Un criado anunció al general Pérez, el cual entró enseguida en el saloncito, con aire triunfante y glorioso.
Costancita, aunque autora de aquella burla, la hizo involuntariamente más eficaz, por su falta de práctica y desenfado para tales negocios, poniéndose bastante colorada cuanto entró el general. Don Faustino, como hacía muchísimo tiempo que no había tenido aventuras galantes, y como jamás las había tenido en salones tan aristocráticos y con intervención de rivales tan gigantescos y egregios, estaba conmovido y agitadísimo, y se puso colorado también. Todo lo notó el general, con disgusto mal disimulado, a pesar de ser hombre de mundo, curtido en todo linaje de lances.
La conversación que se
siguió no pudo menos de ser embarazosa y fría. La cara del
general mostraba cada vez más la mal reprimida cólera. A
Costancita le retozaba la risa dentro del cuerpo, y apenas si acertaba a
contenerse. De vez en cuando miraba con ternura a su primo, no
recatándose para ello del general, sino procurando que el general lo
advirtiera. Éste, comprendiendo toda la ridiculez que traería
consigo el enojarse, pugnaba por aparecer
-Vaya, vaya -dijo entre otras sandeces-, no esperaba yo encontrarme aquí en tan buena compañía.
-Favor que Vd. me hace, mi general -respondió D. Faustino, con suma modestia.
-¡Quién lo pensara! -prosiguió el general-. ¿Hoy no es día de oficina?
-Sí mi general -replicó el doctor-; pero yo he hecho novillos para acompañar y entretener un poco a mi primita, que está algo melancólica.
El general, aun reconociendo el candor
con que hablaba D. Faustino, se sintió aludido sin intención por
aquellas palabras. Se creyó el novillo más importante de los que
el doctor había hecho, y que
-Pues me alegro, amiguito, me alegro. No sabía yo que fuese Vd. tan ameno y divertido.
-Lo es y mucho -exclamó Costancita, antes que el doctor replicase-. Vd., mi general, no conoce a mi primo o le ha tratado poco. La suerte le ha sido siempre muy adversa, y por eso tiene un empleo de tan corto sueldo e importancia: pero no dude Vd. de que es un hombre de mucho saber y de mucho entendimiento y discreción.
-Mi general -dijo el doctor-, mi prima me quiere demasiado. El afecto que me profesa la ciega sin duda y la excita a hacer de mí los encomios menos merecidos.
-Crea Vd., mi general, que no hago sino justicia. Faustino es un hombre de los más distinguidos que hay en España: poeta inspirado y elegante, filósofo, erudito...
-No, Costanza, no me avergüences, suponiendo en mí prendas y condiciones que nadie reconoce sino tú por lo mucho que me quieres; por lo buena e indulgente que eres para conmigo.
La marquesa y el doctor siguieron
así largo rato, elogiándose mutuamente, agradeciéndose los
elogios
-Siento haber llegado en tan mala ocasión. Sin duda que yo, profano en la filosofía y en el arte poética, he venido a interrumpir alguna lección que el primito estaba dando a Vd., marquesa.
-Mi general -dijo el doctor-, yo soy muy humilde para dar lecciones a nadie, y menos a mi prima. ¿Cómo enseñarle la poesía, cuando la poesía misma es ella?
-Aunque disto mucho de ser yo la
poesía, mi primo no me daba lección; pero si hubiera estado
dándomela... (y aquí la marquesa dulcificó mucho la voz y
puso en su acento un no sé qué de candoroso y manso, a fin de
mitigar y embotar la fuerza
El general echó de menos su sangre fría: conoció que iba a salir con alguna barbaridad si permanecía allí más tiempo, y se levantó furioso. Ya no pudo disimular su mal humor, y dijo al despedirse:
-Yo detesto la poesía, marquesa: yo soy todo prosa; y como no quiero recibir lecciones poéticas ni interrumpir las que a Vd. da el primito, me parece lo mejor eclipsarme. A los pies de Vd.
D. Faustino se levantó de su asiento para despedir al general con toda cortesía, haciéndole una respetuosa reverencia.
-Beso a Vd. la mano -le dijo el general.
-Mi general, beso a Vd. la suya -le contestó D. Faustino.
-Vaya Vd. con Dios, mi general -dijo Costancita con tono melifluo y conciliante, como para aplacar un poco la tempestad que había levantado-. Veo que está Vd. algo nervioso hoy, y un sí es no es disgustado de la poesía. Espero que no duren el mal humor y el disgusto, y deseo que si persevera usted en aborrecer la poesía, me considere y tenga por prosa, para que siga estimándome y queriéndome.
Al decir esto, alargó lánguida y graciosamente su blanca y linda mano al general, quien no pudo menos de tomarla.
Enseguida se fue el general,
reconociendo en su interior que lo más atinado era irse, suspirando por
las edades prehistóricas, o ya que no, por los siglos bárbaros, y
renegando de lo que llaman
Claro está, y esto lo comprendía Costancita mejor que nadie, que el general, por más deseos que tuviera de vengarse, no se había de allanar a provocar a un lance al pobrecillo empleado de 14.000 reales, ni mucho menos había de divulgar lo ocurrido para convertirse en la fábula de Madrid, haciendo saber que Costancita le había plantado y despreciado por semejante trasto, que así llamaba el general a D. Faustino, allá en el fondo de su corazón.
Costancita, no bien sintió que el
general había salido de su casa, se acordó de su primera juventud
El doctor siguió haciendo el segundo papel en aquel dúo jocoso, y se rió también con toda el alma.
Después se miraron ambos con gran seriedad, con fijeza y por un movimiento involuntario. Fue una serie de mutuas interrogaciones, instintivas y mudas a par de elocuentes, ya que no podían ni debían expresarse con palabras.
El interrogatorio, no obstante, estaba claro, patente a los ojos del uno y del otro, como si le tuvieran escrito. Contenía, entre otras, las siguientes preguntas:
«¿Hasta qué punto debemos creer lo que sin duda ha creído de nosotros el general?»
«¿Qué iba de chanzas y qué iba de veras en esto que hemos hecho para zapearle?»
«En suma, ¿nos amamos? Y si nos amamos, ¿cómo nos amamos?»
La contestación que ambos dieron al interrogatorio inefable fue bajar los ojos y ponerse más colorados que cuando entró el general.
Hubo tres o cuatro minutos, largos como horas, de peligrosísimo silencio.
La silla del doctor continuaba tan próxima como antes al sofá en que estaba Costancita.
El doctor, casi maquinalmente, volvió a tomarle la mano. Ella volvió a dejársela abandonada.
Volvió el doctor a cubrirla de besos, pero estos besos, después del interrogatorio, tenían otra significación y otro valer.
Costancita retiró su mano bruscamente, y dijo, sin marcada angustia ni vehemencia de ningún género, pero con digna entereza y con toda la frialdad grave que le fue posible afectar:
-Vete, Faustino; vete y seamos buenos amigos.
El
El doctor era bastante serio y delicado para comprender toda la gravedad de aquellas palabras de su prima.
Se levantó, tomó su sombrero y dijo:
-Adiós, primita.
Ya había vuelto la espalda, ya
estaba cerca de
-Seamos buenos amigos.
Al mismo tiempo alargó la mano a su prima como signo y prenda de aquella amistad pura. Costancita dio su mano, tan blanca, tan suave, tan bien formada. El doctor no pudo menos de besársela nuevamente, con un respeto santo y casto, pero bajo el cual hubo ella de percibir el ardor apasionado y duramente reprimido de los labios amorosos.
Luego, como si contrarrestase y venciese una fuerza invisible que a pesar suyo le detenía, el doctor salió algo precipitadamente de la estancia.
Desde aquel día no volvió el general a aparecer en casa de la marquesa de Guadalbarbo sino en los días de recepción y en las noches de tertulia. Levantó el sitio de la plaza; calló a todo el mundo el motivo; tuvo el buen gusto de no mostrarse muy enojado, y acudió de nuevo a consolarse con Rosita, donde halló fácil y pronto perdón de sus extravíos.
El doctor, por su parte, no
persistió tampoco en hacer novillos a la oficina o secretaría y
en venir
Aquellos amores, medio reanudados entre ambos, después de diez y siete años de interrupción, debían concretarse y cifrarse en un sentimiento sublime, platónico, purísimo, por respeto al generoso marqués, que tanto los quería, a él como primo y como amigo, y como esposa a ella. Así pensaba Costancita. Así pensaba también el doctor. Sin confiarse estos pensamientos, sin ponerse de acuerdo en nada, se diría que se habían entendido. Los dos conocían el peligro de verse a solas. Los dos lo evitaban. Pero, viéndose en presencia del marqués, hablándose tal vez algunas palabras aparte, cuando lo consentía la sociedad que los rodeaba, mirándose, estimándose cada vez más, hasta por este heroico sacrificio y por esta noble conducta, el afecto de Costancita acabó por trocarse en adoración hacia su primo, y la adoración del doctor por Costancita se hizo más ferviente y ciega.
De esta suerte pasó más de
un mes, y no fue chico milagro, sin que el doctor y Costancita se encontrasen
solos. Al cabo, no obstante, aconteció lo que no podía menos de
acontecer. No hay para qué culpar ni al destino, ni al diablo, ni a
nadie.
A pesar del calor de la estación el balcón estaba cerrado, de modo, que la soledad era completa y segura. Del cuarto del tocador contiguo, cuya puerta de comunicación aparecía abierta, entraba un dulce vientecillo fresco, porque allí estaba de par en par el balcón, que daba sobre el jardín.
Costancita se encontraba en el mismo sitio que el día del mal rato que ambos dieron al general Pérez. Ella, a causa de su indisposición, no se había vestido para comer y tenía traje de mañana, tan elegante como sencillo. Sus hermosos cabellos desordenados la hacían más bonita e interesante, y mostraban que había estado recostada y que acababa de incorporarse y sentarse para recibir al doctor.
Estas circunstancias casuales
contribuyeron a que la conversación fuese más amistosa y
más íntima.
-¿Qué quieres? -dijo D.
Faustino-. En mí se cumple el refrán que dice:
-¿No amas, no crees en nada? Dios mío, ¡qué horror!
-Hablo de las cosas de esta vida.
-Menos mal: pero, aun así, es espantoso. ¿Con que no amas a nadie?
-He querido amar, he amado: pero el desdén ha muerto al amor. Hace algunos días, he sentido dentro de mi alma como una gloriosa resurrección del amor. ¿Volverá el desdén a matarle?
-Si amas de veras, como creo
-respondió Costancita,
Amor a nullo amato amar perdona .
Además, cuando el que ama vale lo que tú vales, el amor debe ser poderoso, incontrastable como la muerte.
-El poeta dijo una falsedad -contestó D. Faustino-; o si es su sentencia regla verdadera, yo soy la excepción de la regia. Costanza, recuérdalo: yo te amé en otro tiempo y tú no me amaste. Ahora te amo más. ¿Me amas?
La marquesa se arrepintió de sus palabras y se llenó de espanto al oír las de su primo y al notar el fervor con que las pronunciaba. Sintió que una fuerza magnética, un poder de atracción superior a todo la llevaba hacia su primo; pero lo criminal, lo indigno, lo vilmente ingrato de engañar al marqués de Guadalbarbo no se le ocultaba; surgía ya en el seno de su atribulada conciencia como un remordimiento.
-Faustino -dijo con acento sumiso y
triste-,
-Yo nada exijo, Costanza. El amor no se impone. Si depende de ti el no amarme, no me ames. Yo te amo: yo muero de amor por ti.
El doctor cayó de rodillas a los pies de la marquesa.
-Levántate, tranquilízate. ¡Jesús, Dios mío! ¡Qué locura! ¡Alguien puede venir!
-¡Ámame!
-Ten piedad. Déjame. Huye de aquí. ¿Qué va a ser de nosotros, santos cielos?
-Ámame, Costanza.
-¡Ah, sí... te amo!
El doctor ciñó en un abrazo febril el cuerpo de la marquesa, que cedía rendida y desfallecida. Sus labios se unieron.
De repente exhaló ella un grito ahogado, y poniendo ambas manos en el pecho del doctor le rechazó con violencia.
-¡Estoy perdida! -dijo con voz tan baja y tan intensa, que más que oírlo pudo adivinarlo el doctor.
La pasión sincera y vehemente los
había apartado a ambos del mundo exterior: los había hecho
No habían sentido llegar al marqués de Guadalbarbo. El marqués de Guadalbarbo acababa de entrar en el saloncito.
El doctor y la marquesa se repusieron y tomaron la conveniente actitud; pero ¡qué desorden moral en la mente del uno y de la otra! ¡Qué consternación y qué vergüenza no se pintaba en sus semblantes!
En cambio, el marqués mostraba en el suyo la misma serenidad, la misma satisfacción de siempre. ¿Habría hecho un milagro el demonio? ¿Habría puesto una nube ante los ojos del Marqués para que nada viese?
La esperanza es el último consuelo del corazón más lacerado, y Costancita, al reparar lo sereno que su marido estaba, no perdió la esperanza.
-Niña, hija querida -dijo el Marqués, llamando a su mujer con los mismos términos de siempre, donde iban expresados el amor que la tenía y la diferencia de edad-, ¿estás mejor de salud? Me tenías con cuidado, y he querido pasar por casa antes de ir al ministerio de Hacienda. Quiero saber cómo te encuentras antes de salir de nuevo... ¡Hola, Faustino! ¿Tú por acá?
Y el marqués estrechó la mano del doctor, que se la dio avergonzado y casi convulso.
La marquesa dijo tartamudeando, trabándosele la lengua, como si tuviera un nudo en la garganta:
-Estoy bastante mejor.
D. Faustino, aterrado, nada dijo.
O el Marqués no había visto nada, o no había querido ver nada, o tuvo piedad del martirio, del miedo, de la postración humillante de aquellos infelices.
El marqués dijo que el Ministro de Hacienda le aguardaba y se volvió a la calle.
D. Faustino y Costancita se quedaron
solos de nuevo. Ambos, aunque apasionados, distaban mucho de estar pervertidos.
El terror de ellos, no era, pues, por el peligro que acababan de correr: era
por la conciencia de su pecado. Aquel abrazo y aquel beso habían sido un
hurto infame. La honra, el amor, la confianza generosa del padre de sus hijos,
todo había sido ofendido por la marquesa. El doctor había hecho
traición al amigo leal, al que más le quería y le
estimaba: había intentado robarle su más preciado tesoro. Al ser
sorprendidos ambos, la cobardía de los delincuentes se había
pintado en sus rostros; se había revelado en sus ademanes. Ambos se
habían visto y estaban avergonzados
Largo rato permanecieron mudos.
-Vete ya. Vete. ¡Estoy perdida! -dijo ella, al fin...
-¿Quién sabe? -se atrevió a contestar el doctor-. Quizás él no ha visto nada. De seguro... no ha visto nada... El cielo nos ha protegido.
-¡Qué horrible blasfemia! El infierno... tal vez.
-Sea el infierno, en buena hora, con tal de que tú no pierdas.
-Faustino, vete, déjame; me haces daño en el alma-, exclamó la marquesa llena de disgusto y angustia.
El doctor tomó su sombrero; y silencioso, a paso lento, cabizbajo y pensativo, salió del salón y de la casa.
Tristes pensamientos y desatinadas medidas iba barajando en su cabeza conforme seguía maquinalmente por las calles su acostumbrado camino.
-¿Si lo sabrá el
marqués? -se preguntaba-. Es posible que no lo haya visto todo.
¿Qué había
Luego, harto más abatido, da el doctor otro giro a su soliloquio, y se decía:
-Soy un miserable de la peor condición y especie. Carezco del amor, de la energía suficiente para ser virtuoso; para no hacer nada que no pueda sostenerse y defenderse a cara descubierta y con la conciencia tranquila, hasta en la presencia del mismo Dios, y me faltan bríos y me sobran atolondramientos, torpeza y flojedad de ánimo, para cometer un delito hábilmente; para ser diestro y sereno y valeroso en el pecado. Esta enervación de mi carácter me hace infeliz y me lleva a hacer infelices a cuantas personas he querido.
Así iba discurriendo el doctor, cuando al volver una esquina, se le acercó un hombre. Al punto reconoció al marqués de Guadalbarbo.
-Te estaba aguardando. Sígueme -le dijo el marqués.
El doctor le siguió sin contestar.
A corta distancia de allí, se encontraron parado el coche del marqués.
-Sube -dijo éste al doctor, y el doctor entró en el coche.
Enseguida entró el marqués y se sentó a su lado, diciendo al lacayo:
-¡A la quinta!
Los caballos tomaron el trote y empezó a rodar rápidamente el carruaje.
Silencio profundo entre los dos viajeros.
El doctor había conocido que el marqués lo sabía todo, y juzgaba de su deber darle la satisfacción que quisiese. Por un instante pasó por la mente del doctor la idea de si querría asesinarle el marqués; pero le pareció que, si bien estaba en su derecho, no podrían ser tales sus intenciones. El doctor se llenaba de sonrojo sólo de figurarse que preguntaba al marqués: «¿Qué quieres? ¿Qué pretendes hacer conmigo?» Callose, pues, y se dejó conducir a la quinta sin decir palabra.
Llegaron a la quinta, que está a media legua de Madrid; entraron en ella: hizo el marqués encender luces en un salón, que le servía de despacho en el piso bajo, y penetró allí solo con D. Faustino, cuando se retiró el único criado que había.
El marqués abrió un armario, sacó del armario una caja, y de la caja, un par de pistolas, que puso sobre el bufete. Luego rompió el silencio, dirigiéndose a D. Faustino, y dijo con la misma calma que si dijese «buenas noches»:
-Tú eres un ladrón, a quien puedo matar como a un perro. Me has robado lo que más amaba; has abusado de mi confianza; has hecho traición a mi amistad. Quiero, no obstante, matarte cara a cara y con armas iguales. Lo que no quiero es que nadie se entere de que soy yo quien te mato, ni que nadie sospeche por qué te mato. Esto sería publicar mi deshonra, la de mi mujer y la de mis hijos. Menester es que falten aquí los testigos y requisitos de un duelo. No tendremos más testigos que Dios. Mis criados se guardarán bien de decir nada, si de algo se enteran. El lacayo y el que cuida esta casa son dos ingleses muy sigilosos, muy fieles y que me sirven años ha. Coge una de esas pistolas, yo tomaré la otra.
El doctor tomó instintivamente una de las dos pistolas, al ver que el marqués se disponía también a tomar una. El acto de armarse fue, pues, casi simultáneo. El doctor no sabía qué decir y nada decía.
-Ahora -prosiguió el marqués-, vendrás conmigo -y abrió una puerta que daba a los jardines.
Todo estaba solitario. La luna alumbraba bastante. Antes de salir añadió el marqués:
-Voy a llevarte lejos de aquí,
porque los jardines son grandes. Los criados así quizás no oigan
El marqués, terminado este breve discurso, echó a andar seguido por D. Faustino. Pasaron por un hermoso bosque, y llegaron, por último, a un sitio llano y sin árboles, junto a las mismas tapias que cercan la posesión.
D. Faustino quiso entonces hablar; pero como no juzgaba decoroso tratar de disculparse, ni justo jactarse y gloriarse de la injuria que había hecho, se limitó a decir:
-Costanza es inocente.
-Lo sé -contestó el marqués-; por eso no me vengo de ella, sino de ti.
Midió el marqués los pasos. D. Faustino se puso en un extremo y él en otro.
-¡Ya! -exclamó el marqués no bien montó su pistola y advirtió que el doctor había también montado la suya.
Ambos marcharon el uno contra el otro.
El
Más de la mitad de la distancia que los separaba habían andado ya. Estarían a unos catorce o quince pasos el uno del otro. D. Faustino seguía marchando sin disparar. El instinto de conservación y el recelo de que se le frustrase la venganza conmovieron el corazón del marqués. Conoció que latía su pecho con violencia, y que su pulso agitado hacía que temblase ligeramente su diestra. No pudo contenerse más. El marqués disparó. Al punto advirtió una súbita vacilación en D. Faustino; pero pasó en seguida, y D. Faustino siguió avanzando con firmeza, con la pistola montada y apuntada contra su adversario.
El marqués no se explicaba su falta de tino; pero estaba ya casi seguro de haber dejado ileso al doctor. Del fondo de su alma nacía la desesperación y el abatimiento. Su deber, no obstante, era continuar acercándose a la persona en cuyas manos estaba su vida.
Pronto llegó el doctor junto al
marqués. En el rostro del doctor, iluminado por la luna, había
una profunda y bella expresión de tristeza; pero aquel
D. Faustino puso la boca de su pistola casi sobre el pecho del marqués y le miró fijamente. Fue obra de un instante, si bien al marqués le pareció aquel instante un siglo.
El filósofo entonces hubo de
pensar a escape en todas sus filosofías. Se había sometido, se
había resignado al duelo a muerte, por no hallar medio decoroso, decente
y natural de no aceptarle. Pero ya, cumplida la que juzgó extraña
y penosa obligación impuesta por la sociedad, y ocasionada por un beso y
un abrazo apretadísimo, dados con tan pocas precauciones,
¿qué ganaba D. Faustino en matar a aquel pobre viejo, a quien
había hecho horriblemente desgraciado? Tal vez el marqués,
imaginaba además el doctor, no le había llevado allí por
rencor ni con saña, sino para cumplir con un deber, del que él
presumía que estaba pendiente su honra. Todo cumplido, todo consumado
ya, acortar la vida de aquel hombre, darle allí la muerte, era una
barbaridad inútil. Por otra parte, el doctor, aunque por discurso
sabía lo poco que vale la vida, la respetaba por un invencible
sentimiento; el atentar contra la de nadie le parecía la mayor de las
faltas: le parecía uno de aquellos pecados de que él
El doctor tiró lejos de sí la pistola, que se disparó al caer en el suelo, de la manera más inofensiva.
Luego exclamó el doctor:
-¡Ay Dios mío!
Y cayó de espaldas por tierra, como cogido por un desmayo.
El marqués se precipitó a levantarle, y al poner las manos sobre su cuerpo, advirtió que estaba bañado en sangre.
-¡Mi bala le había tocado! ¡Está herido!... La herida tal vez es mortal... Es en el pecho... ¡Maldito sea!...
El marqués, al decir estas frases entrecortadas, no sabía a quién maldecir: no sabía a quién echar la culpa de todo. Él, que medio minuto antes estaba desesperado de no haber herido o muerto a don Faustino, estaba ahora desesperado de haberle herido. Él, que se había previamente complacido en el misterio de aquel lance, se olvidó del misterio y empezó a dar voces pidiendo socorro a sus criados. Como no lo oían, corrió hacia la casa, gritando como un loco:
-¡Pedro! ¡Tomás! ¡Pronto... aquí!
Los criados al cabo acudieron.
D. Faustino había recibido un balazo en el pecho, que le había atravesado, saliendo la bala por la espalda.
El marqués, con ayuda de sus criados, le puso vendas para contener la hemorragia, y le llevó en su coche, a todo galope de sus caballos, desde la quinta a la casa de huéspedes donde moraba.
El marqués hizo llamar al médico de toda su confianza. Vio el médico la herida, y dijo que tal vez no era de peligro, que tal vez no era mortal; que la bala había entrado por el lado derecho, que sin ahondar había pasado de través y que acaso no había tocado el pulmón ni roto ningún vaso importante. La pérdida de sangre había sido muchísima; pero esto mismo, aunque debilitaba al enfermo, podría valerle por otra parte, a fin de evitar que sobreviniesen una gran inflamación y mayor calentura.
El marqués de Guadalbarbo, dejando muy encomendado a su médico y al ama de la casa de huéspedes el cuidado del enfermo, se retiró entonces a su casa, con la esperanza de que D. Faustino sanaría pronto.
Como el lector recordará, el
marqués había dicho al doctor que creía inocente a
Costancita: pero esto
El hecho mismo de haber sorprendido a
los dos probaba lo impremeditado, lo falto de malicia que todo había
sido. A buen seguro que sorprendan nunca los maridos a..., y el marqués
se citaba una retahíla de nombres propios de lindas damas, y se gozaba
un tanto al considerar la diferencia de destino que había entre
él y aquellos otros maridos. Al doctor, a cuya generosidad debía
infinito, también le disculpaba un poco. «¡Qué
diantres! -se decía allá en sus adentros-. ¡Ella es tan
guapa... tan seductora; sin querer! ¡Y el pobrecillo, que debió
casarse con ella, es tan desgraciado!» Reducido ya el suceso a
proporciones mínimas, el marqués le buscaba causas hasta cierto
punto plausibles. El parentesco cercano, los recuerdos poéticos de la
primera juventud, un ligero desagravio de las calabazas crueles, recibidas
hacía diez y siete años... Luego pensaba en las consecuencias
para lo futuro, dado que se salvase la vida del doctor como deseaba, y todo se
convertía en una adoración mística, en una
idolatría sublime, en un petrarquismo archi-espiritual.
Admirábase entonces el marqués de la entereza de
Por medio de tales y de otros parecidos razonamientos, el enojo del marqués fue trocándose en blandura y en indulgencia, y se sintió inclinado a perdonar. Al perdón dado, sucedieron otros razonamientos más amorosos y tiernos aún, y el perdón dado se transformó en perdón pedido. Costancita estuvo magnánima. Perdonó al fin al marqués el que hubiese dudado de ella; y majestuosa, después de dar su perdón, subió de nuevo al pedestal de oro aquella diosa de la castidad, de la hermosura y de la elegancia. El Marqués volvió a encontrarse tan contento, tan dichoso y tan satisfecho como antes.
D. Faustino fue el único que pagó el escote de la función: la única hostia sacrificada en el altar de Himeneo, para hacer más propicio a este dios, e impedir que turbase la felicidad completa de aquella rica, ilustre y aristocrática familia.
Como el doctor no era personaje
político, ni poeta popular y conspicuo, pues su grande epopeya estaba
por escribir, ni filósofo célebre, porque su sistema estaba
siempre preparándose, pocos le conocían en Madrid: no era sujeto
de mucho viso. El lance además se había verificado con bastante
recato. Así es que ni
Los pocos medio o menos de medio amigos de secretaría o de la sociedad, que estimaban o querían algo a D. Faustino, vinieron a informarse de su salud, y, como se les dijese que el doctor estaba enfermo de cuidado y no se le podía ver, se contentaron con esto y se fueron.
El ama de huéspedes, que quería bien al doctor, porque el doctor estaba amable con ella, aunque era vieja y fea, se mostró dispuesta a cuidarle con el mayor esmero.
El médico se esmeró también, porque el espléndido marqués de Guadalbarbo, su patrono, le recomendó mucho a aquel enfermo.
A poco de llegar D. Faustino a su casa y de meterse en la cama, le entró la fiebre, mas no con tal violencia que perdiese la cabeza.
Durante todo el primer día que se siguió al duelo, el doctor mantuvo firmes sus facultades mentales.
El marqués de Guadalbarbo vino dos veces a verle, y se consoló mucho con las noticias y pronósticos del médico, que fueron favorables.
D. Faustino tuvo, por último, al anochecer de aquel mismo día, una visita muy extraña. Aunque el médico había prohibido con toda severidad que entrase nadie a ver al enfermo, el ama de huéspedes no pudo resistir a las súplicas, y tal vez a los generosos donativos, de una bella dama que se empeñó en ver a D. Faustino, a quien, según aseguró, tenía que comunicar cosas de suma importancia.
-Sr. D. Faustino -dijo el ama de huéspedes, entrando en el cuarto del enfermo-, hay una señora que desea ver a Vd. ¿Le hará a Vd. daño su conversación? ¿Le digo que entre?
-¿Quién es? -preguntó el doctor alborozado, imaginando que Costancita venía a verle.
-Parece francesa -contestó el ama, y esto confirmó más a D. Faustino en que era Costancita.
-¿Ha dicho su nombre? -volvió a preguntar el doctor.
-Sí, señor; se llama doña Etelvina... no sé cuántos; vamos... un apellido de extranjis.
Ya nombre tan novelesco y apellido tan incomunicable hicieron dudar al doctor de que fuese Costancita la visitanta: «pero ¿quién sabe? -pensó entre sí-. ¿Había de dar Costancita su verdadero nombre a esta mujer?» Tan natural reflexión hizo revivir en su ánimo la esperanza de que fuese Costancita.
-Diga Vd. a esa señora que pase adelante -dijo al fin el doctor.
Doña Etelvina no se hizo aguardar
ni medio minuto. En torno suyo se difundía una fragancia exquisita a
Miró el doctor fijamente a doña Etelvina y no la reconoció.
Advirtiéndolo ella, dijo con amistoso desenfado, cuando se fue la pupilera y quedaron solos:
-¡Qué olvidados tiene Vd. a sus amigos, señor D. Faustino! ¿No se acuerda Vd. de mí?
-Perdóneme Vd., señora; pero... francamente... no me acuerdo.
-Yo soy la antigua doncella de la señora marquesa de Guadalbarbo. ¿No se acuerda Vd. ahora de Manolilla?
-¡Ah, sí!...
-He tomado el nombre de Etelvina, porque
el de Manolilla era vulgar y prosaico. Serví muchos años a la
señora marquesa; me casé con Mr. Mercier, el jefe de su cocina;
eminente químico. Luego enviudé, y con los ahorros míos y
del difunto, que en paz descanse, dejando la casa de la señora marquesa,
he puesto tienda de modas. Ya se conoce que el señor don Faustino es un
filósofo, que no se preocupa de estos negocios de
-Me alegro, me alegro en el alma. ¿Y qué la trae a Vd. por aquí?
-Vengo a ver a Vd. de parte de mi señora. Ella no puede venir. Sería comprometerse mucho -dijo en voz baja Etelvina o Manolilla.
El doctor nada contestó y exhaló un suspiro. Doña Etelvina prosiguió:
-Aquí traigo una carta para Vd. ¿Podrá Vd. leerla sin fatigarse?
-Sí, -respondió el doctor.
Manolilla entregó la carta, acercó una bujía, y el doctor leyó lo que sigue:
«¡Faustino! Sé tu
generosidad. ¡Cuánto tengo que agradecerte! La vida del padre de
mis hijos, mi posición en el mundo, mi honra, todo te lo debo. Sin tu
generosidad estaría yo viuda y deshonrada, porque el lance y las causas
del lance, que así es de esperar que queden en el misterio, se hubieran
divulgado entonces, difamándome y difamando el nombre que mis hijos
llevan. Si antes te amaba, más te amo hoy. El agradecimiento da
más fuerza al amor. Aunque mi marido me ha dicho que no tenga cuidado,
le tengo, y envío a Manolilla, única persona de
En efecto, la carta tranquilizó al doctor, que, sobre el
dolor físico que le causaba su herida, sentía el dolor de haber
dado motivo a un divorcio. No acertaba a explicarse, le parecía un
prodigio, que
Aquí hemos de confesar que el doctor hizo además otra reflexión amarga y egoísta. Al cabo, aunque era bondadoso, era de carne y hueso, como los demás mortales. La reflexión fue: «Verdaderamente, soy el hombre más desgraciado que vive bajo la capa del cielo. Costancita comulga a su marido con ruedas de molino y le hace creer lo increíble y negar el testimonio de sus propios sentidos: pero esta comunión y esta negación llegan tarde para mí. ¡Llegan cuando ya estoy herido!» Al pensar esto, el doctor suspiró con mucha tristeza.
Pronto, no obstante, se mitigó la amargura de aquel pensamiento. El doctor era débil, pero era un bendito. Aunque tenía poca fe, tenía muchísima caridad. Fue un consuelo para él la nueva de que Costancita lo hubiese arreglado todo con su marido.
En cuanto al amor purísimo de los
ángeles, que ella le ofrecía, también le pareció
cosa de gusto. Para un herido de suma gravedad, desangrado, calenturiento, con
horribles dolores, no deja de ser un lenitivo
Doña Etelvina era una mujer de
pro, experimentada y prudente. Como todas las mujeres ordinarias, que, yendo de
un país atrasado como el nuestro, pasan algunos años en
París, o en Londres, o en ambos puntos, doña Etelvina se
había hecho insufrible de puro denigradora de su patria, que consideraba
tierra de bárbaros, y de puro fanatismo y admiración por los
primores y refinamientos ingleses y franceses. Casi todo le parecía
A pesar de sus perversas cualidades,
doña Etelvina adoraba a Costancita. El método de la franqueza,
tan útil para con Mr. Mercier, no debía adoptarse con el
marqués de Guadalbarbo, con quien era indispensable cierto disimulo.
Doña Etelvina calculó, pues, rápida y fríamente,
que aquella carta podría comprometer a su ama; que el doctor
podría
Todavía estaba lleno el ambiente
del perfume del
-Señora doña Candelaria -dijo al ama de huéspedes-, ¿qué peste es ésta? ¿A qué demonio hiede? ¿Quién ha entrado aquí? ¿Van ustedes a matar a este desgraciado?
Doña Candelaria, apurada por el médico, confesó de plano, y dijo la visita de doña Etelvina, por más que el doctor le hacía señas para que callase.
El médico, que sabía todos los secretos del mundo elegante, se explicó al punto la significación y la razón de aquella visita.
-Bien está -dijo-. Es necesario que nadie entre aquí en adelante, ni con perfumes, ni sin ellos. El enfermo, para su pronto restablecimiento, no debe hablar con nadie ni recibir visitas.
El doctor Calvo, que así se llamaba el médico, era el reverso de la medalla del doctor Faustino en dos o tres puntos capitales. El doctor Calvo no tenía ilusiones de ningún género; era un espíritu prosaico y práctico. En cambio, se parecía al otro doctor en no tener creencias y en ser bueno de alma, a pesar de la falta de fe. El doctor Faustino le inspiró vivas simpatías. Fácilmente adivinó el doctor Calvo la causa del lance y de la herida y se lo guardó todo para su gobierno. Consideró que el marqués de Guadalbarbo, reconciliado ya con su mujer, y sin celos, tendría por una desgracia o al menos por una molestia, por una idea que turbaría su reposo y su buena vida, el que por acaso D. Faustino muriese. Como a nada conducía darle este temor y este disgusto prematuro, ocultó al marqués la gravedad de la herida de D. Faustino. Calculó también el doctor Calvo que ni los marqueses de Guadalbarbo, ni doña Etelvina, ni nadie, habían de cuidar al enfermo, por mucho que por él se interesasen; que la misma pupilera doña Candelaria acabaría por hartarse o tendría que dejarle para acudir a los demás huéspedes, y que el pobre D. Faustino estaba muy expuesto a morir más abandonado que un perro de la calle. Esta consideración le llevó a preguntar a doña Candelaria si sabía qué amigos y parientes tenía D. Faustino.
-Amigos aquí en Madrid... -dijo doña Candelaria-, tiene pocos; no tiene ninguno que pueda llamarse tal. ¡Qué quiere Vd.! Es pobre para vivir entre la gente con quien vive. Si hubiera intimado más con los escribientes, sus compañeros, tendría amigos quizás. Así no los tiene... En punto a parientes... él es un señor muy aristocrático, aunque sin blanca casi. Aquí hay tres o cuatro señores y señoras de título que son sus parientes, pero, según me atrevo a conjeturar, el parentesco no le coge un galgo. D. Faustino está solo en el mundo: no tiene padre, ni madre, ni hermanos. Y como es tan pobretón, bien podemos aplicarle la copia que Vd. sabe.
-No, señora, no la sé: ¿cómo es esa copla?
-La copla canta:
El que no tiene dinero Con el aire es comparado: Toditos le huyen el cuerpo, No les largue un resfriado.
Convencido el doctor Calvo de que se
podía aplicar la copla a D. Faustino, preguntó a doña
Candelaria si no sabía ella que tuviese aquel caballero persona alguna
allegada, allá en su tierra, que por él se interesase.
Doña Candelaria contestó entonces que le había oído
hablar mucho del administrador de
El médico notó bien que lo de Respetilla era apodo, y no halló atinado dirigir un telegrama al Sr. de Respetilla en Villabermeja. El otro nombre le pareció menos extraño y sospechoso, y envió aquella misma noche un telegrama al Sr. Padre Piñón, en Villabermeja, provincia de... avisándole que D. Faustino López de Mendoza estaba enfermo de mucho peligro.
No se había equivocado el doctor Calvo. Desde aquella noche se aumentó la fiebre de D. Faustino. Cuando al otro día se mitigó la fiebre, una debilidad y un atolondramiento grandes embargaban sus sentidos y su mente. La idea de la duración, la percepción del tiempo que pasaba y de los objetos exteriores, y hasta la conciencia de su propio ser y de sus estados sucesivos, empezaron a hacerse confusas y vagas en el espíritu del enfermo.
Cada noche era mayor el recargo de la calentura.
-¿Qué pronostica Vd. del enfermo? -preguntaba doña Candelaria al doctor Calvo con algún interés...
-¿Para qué ocultárselo a Vd., señora? -contestaba el médico-; está de sumo cuidado.
-¿Se salvará?
-¿Qué sé yo?
-¿Cuánto tiempo podremos estar en esta duda?
-Quizás más de veinte
días. La inflamación ha producido ya la fiebre
De allí en adelante, cuando la calentura del doctor no era muy intensa, el desfallecimiento, la debilidad le tenía amodorrado. El espíritu, con su actividad independiente, trabajaba en lo interior de su ser, pero con honda confusión y extraordinario desorden.
Tristes pensamientos,
melancólicas imágenes cruzaban por el cerebro y poblaban la
imaginación de D. Faustino. A veces veía la muerte cercana, como
si él se resbalase en el borde de una sima, como si ya fuese cayendo en
un abismo obscuro. Por un lado gozaba de amargo deleite al presentir la paz, el
sosiego,
Los recuerdos de Villabermeja, de la
Nava, de Rosita, de doña Ana, del ama Vicenta, acudían en
Después volvió el letargo; después se hizo más intenso el delirio febril.
La figura de la coya y la imagen de María se confundieron en un solo ser, en un solo espectro, que venía a sentarse a la cabecera de la cama del doctor, que le cuidaba, que le besaba, y que posaba sobre su frente calenturienta una mano suave y amorosa.
Más tarde tuvo el doctor una
visión de mayor dulzura y consuelo. Fue como si viese su propia alma, la
pura esencia de su ser, que limpia por el dolor de toda mancha, tomaba forma
celestial de portentosa hermosura. Era una virgen en la primera flor de su
lozana juventud. Sus ojos azules parecían el zafir oriental de serena
alborada; su cabellera rubia, oro: su sonrisa, las santas esperanzas de otra
vida mejor; su talle esbelto y cimbreante,
Imaginaba D. Faustino, que, no bien
aquella virgen penetraba en su estancia, cuando la embalsamaba toda un casto
perfume de santidad y de tranquila beatitud, que traía salud y descanso,
y que era harto distinto del
Otras veces veía D. Faustino en
aquella visión a su genio bueno, al ángel de su guarda. Blanca
estola cubría sus airosas espaldas y su virgíneo seno, y de sus
espaldas brotaban alas transparentes,
Poco a poco, con el transcurso del tiempo, se fue despejando la mente de D. Faustino. La niebla, al través de la cual los ojos de su espíritu y los ojos de su carne se diría que veían las cosas, fue desvaneciéndose y perdiéndose.
La conciencia acudió de nuevo a
D. Faustino, y con ella la intensidad de los dolores físicos, su
debilidad, su miserable estado. Horrible angustia se apoderó de su alma.
Temió haber perdido los deliciosos ensueños para no ver ni
comprender más que una realidad espantable. Aunque sus ojos estaban
secos, llegaron a brotar de ellos dos lágrimas,
Haciendo un esfuerzo, con apagada y bronca voz, dijo entonces D. Faustino:
-¿Quién eres?
-Irene, soy Irene -contestó la joven con voz blanda, que sonó en el alma del doliente como música del cielo.
No bien pronunció aquel dulce
nombre, entró en el cuarto otra mujer. El doctor la vio claramente. Se
le había despejado la cabeza. Había recobrado el uso de todas sus
facultades mentales. Aquella mujer era hermosa aún: pero su vida austera
y consagrada a la mortificación, sus padecimientos morales y los
estragos de las grandes pasiones habían encanecido sus negros cabellos y
marcado su
El doctor lo comprendió todo.
-¡Hija del alma! -exclamó-. ¡María! ¡Esposa! -añadió luego.
Ambas mujeres se inclinaron sucesivamente sobre la cama y besaron las hundidas mejillas de don Faustino, recomendándole, por amor de Dios y de ellas, que permaneciese sosegado.
La patrona doña Candelaria estaba de enhorabuena, hacía más de una semana. Todos sus antiguos huéspedes, que pagaban mal o poco y tarde, se habían ido, echados por ella, y en cambio tenía de huéspedes al Padre Piñón y a Respetilla, y, lo que es más importante, al rico capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, con su sobrina doña María y su preciosa hija la señorita doña Irene, y unos cuantos criados, que apenas cabían en la casa.
D. Juan Fernández de
Villabermeja, a quien todos llamaron después en su lugar D. Juan Fresco,
había adoptado como hija a su sobrina María. Ésta y su
hija Irene habían vivido con él en América, hasta que,
hacía poco tiempo, habían vuelto a Europa y viajado por Italia,
Alemania, Inglaterra y Francia. En París estaban ya, cuando recibieron,
desde Madrid, un telegrama del Padre Piñón, parecido al que
recibió el Padre Piñón del doctor Calvo.
María e Irene acudieron con alborozo a ver al tío Juan, después del reconocimiento, y le dieron aquella nueva de estar despejada la mente de don Faustino como señal cierta de su mejoría. D. Juan Fresco aparentó creer en la mejoría, a fin de no apesadumbrar más a sus sobrinas; pero en su interior, tuvo por mal síntoma el restablecimiento de las facultades mentales.
Cuando vino el doctor Calvo y después que vio al enfermo, D. Juan Fresco habló a solas con él.
El doctor Calvo le dijo:
-Señor D. Juan, siento tener que
dar a Vd. la razón. La desaparición del delirio es un mal
síntoma. Acabo de ver a D. Faustino. Me temo que ha entrado ya en el
tercer período de la enfermedad, del cual pocos salen con vida. Su
semblante está más alterado y muy pálido, sus ojos
espantados y muy abiertos, dilatadas las pupilas, el pulso más
débil y frecuente, la transpiración pegajosa, y cascada y seca la
tos. Mucho me temo que esta vuelta del juicio ha sido para que venga la
agonía. En la cara del señor D. Faustino empiezan a pintarse
todos
Afligidísimo D. Juan Fresco tuvo que preparar a María y casi descubrirle toda la triste verdad. Ella le recibió con dolor profundo, pero con la devota resignación de un alma cristiana, bien templada y probada por mil pesares y disgustos.
La hija del bandido, aunque había llegado a ser, o por lo mismo que había llegado a ser una riquísima heredera, y aunque tenía una hija a quien deseaba legitimar y dar un ilustre apellido, no había osado pensar hasta entonces en el matrimonio; ni siquiera había querido buscar de nuevo a su amante. Temía que éste, arrastrado por la ambición, impulsado por el orgullo, agitado por otras pasiones, se hastiase de ella luego que le diese la mano como legítimo esposo. Temía que el espíritu de ella y el de D. Faustino, que por un fanatismo de amor creía ligados con lazo estrechísimo, como dos mitades de una existencia completa, si rompían en la vida presente el vínculo que formasen, se vieran condenados también a un eterno divorcio en la vida futura.
Todo esto había retraído hasta entonces a María hasta de soñar con ser la mujer de D. Faustino López de Mendoza.
Ahora no vaciló un instante en dar su mano al moribundo. Llamó al Padre Piñón y le confió todos sus planes.
Exaltada la mente de D. Faustino con la
celestial aparición de su hermosa hija, con la vuelta y el
reconocimiento de su
Hallando el Padre Piñón tan bien dispuesto a D. Faustino, dio gracias al Altísimo, y oyó la confesión de su amigo y paisano, absolviéndole de sus culpas.
Pocas horas después, comulgó fervorosamente D. Faustino, y enseguida, siendo testigos o hallándose presentes D. Juan Fernández de Villabermeja, el doctor Calvo, Respetilla, doña Candelaria e Irene, casó el Padre Piñón, provisto del indispensable permiso, a D. Faustino y a María, celebrándose y solemnizándose aquellas tristes bodas con el llanto de todos.
Quiso la suerte, o más bien quiso el cielo en sus inescrutables designios, que contra todas las probabilidades, contra todos los pronósticos de la ciencia, la vida de D. Faustino se salvara. Vencida la crisis mortal de la inflamación de la pleura, que también había afectado los pulmones, la herida se cicatrizó con rapidez, uniéndose, del modo que convenía, los tejidos vulnerados. El restablecimiento fue pronto y completo.
Diez y seis meses después de las tristes bodas, en el mes de octubre del año siguiente, apenas si nadie recordaba ya la larga y peligrosa enfermedad de D. Faustino, su herida, y el misterioso lance en que la había recibido.
Entonces, sin embargo, no era ya D. Faustino un sujeto oscuro e ignorado, sino un personaje de mucho viso y lustre. Sus riquezas, o dígase las de su tío y de su mujer, prestaban brillo, realce y notoriedad a todas sus buenas prendas.
D. Faustino, con poco más de
cuarenta y cinco años, parecía joven aún y era buen mozo y
elegante.
Cuando paseaba en la Fuente Castellana, con su bellísima hija al lado, en soberbios caballos ingleses, que él y ella manejaban muy bien, ambos excitaban la admiración y el aplauso de los concurrentes a aquel sitio.
La magnífica casa en que vivían estaba abierta a un círculo de gentes distinguidas, entre quienes empezaba ya a cobrar D. Faustino fama de gran poeta y hasta de sabio.
Rosita, en quien la compasión de ver tan humillado a D. Faustino había mitigado antes el rencor antiguo, volvió a sentirle de nuevo, al ver a D. Faustino tan encumbrado y tan dichoso; y la felicidad y el triunfo de María la Seca, de la hija del bandido, su aborrecida rival, la atormentaron con envidia devoradora.
En la generalidad de las gentes
podía más, sin embargo, la simpatía y el amor hacia la
familia del capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, que la
envidia de su bienestar y opulencia. Así es, que las noticias,
difundidas por Rosita, de que María era hija de un bandido, lejos de
causar daño a María, le prestaron cierto encanto novelesco,
pasmándose
Irene, si era adorada de los hombres, aún era más estimada de las mujeres. La ausencia de toda coquetería hacía que no la mirasen como una rival. Su religiosidad profunda, su disgusto del mundo sin amargura ni acritud, y su amor a las cosas del espíritu, la apartaban de toda vanidad mundana y de las galanterías y vulgares amores, elevando al cielo sus pensamientos, de donde se diría que, al volver a su alma, bañaban su rostro divino en reflejos como de luz increada.
María, su madre, ya hemos dicho que
conservaba aún su belleza: pero la austeridad de sus costumbres, los
recuerdos de su pecado, los pensamientos que despertaban en su mente la vida
criminal de su padre y su muerte trágica, todo concurría a
despojarla de aquella ligera afabilidad, de aquella alegría graciosa,
María, además, se hallaba
muy quebrantada de salud. Si bien en la sociedad procuraba, y lo
conseguía, estar muy amable y no mostrar nada en su espíritu ni
en su carácter que causara extrañeza; en la intimidad de su
familia tenía prodigiosos éxtasis y arrobos, como si su
espíritu volase muy lejos de ella a esferas misteriosas y distantes. Ni
siquiera a su marido se atrevía ella a confiar sus ideas, pero dejaba
entrever que imaginaba hablar con los espíritus, que recordaba casos de
otras existencias pasadas, y que tenía, despierta, algo parecido a las
lúcidas intuiciones del sonambulismo: lo que llaman
El doctor Faustino, a pesar de todo, amaba
entrañablemente
Los coches, los caballos, la casa
lujosísima, todo el bienestar y el dinero de que gozaba, eran debidos a
la generosidad de D. Juan Fresco: él no había sabido ganarlos con
su ingenio, con su actividad, con su saber y con su trabajo. Esto le
tenía avergonzado y confuso. La terrible pregunta
Su ambición, ardiente aún, y menos satisfecha que nunca, era para él un tormento incesante. Aún había tiempo de satisfacerla. Ahora, sin tener que pensar en los apuros pecuniarios, con dinero bastante, podía poetizar, filosofar, escribir, mezclarse en los negocios políticos, hacerse elegir diputado. El doctor, no obstante, tenía miedo de acometer cualquiera empresa. Si salía mal, no podría achacar el mal éxito a su falta de recursos, y el desengaño sería más cruel y más duro.
La fe religiosa, que en lo más
grave de su enfermedad, en el período crítico, cuando estuvo
próximo a la muerte, había venido a consolarle,
Entretanto, mientras que su entendimiento, su discurso, su dialéctica dudaba o negaba, su alma afectiva, su fantasía de poeta seguían presentándole mil sistemas, doctrinas o teorías, que le agitaban con el deseo o con el temor de que fuesen verdaderas. Ya en el centro de su ser creía columbrar lo infinito, lo divino, lo absoluto de que estaba sediento, ya lo divino le parecía difundido por las entrañas mismas del universo todo, a quien prestaba su vida y su armonía. En suma, el doctor ya era místico, ya era teósofo, aunque en ciernes y sin decidirse.
Sus raciocinios le llevaban a lamentarse o
a burlarse de las alucinaciones de su mujer, respecto a espíritus y a
existencias pasadas: y sin embargo, hasta aquellas mismas creencias, que
despreciaba, destruían la tranquilidad de su mente. En sueños,
dormitando a veces, a veces bien despierto, cuando tenía los nervios
sobrexcitados, en el silencio de la noche, después de la larga vigilia,
el doctor veía a su mujer y a la coya confundidas en una. Entonces le
parecía acordarse de cuando él fue guerrero y estuvo
Cuando estaba sereno, cuando sus nervios se habían calmado, a la clara luz del día, el doctor se mofaba en su interior de aquellos delirios, pensando que su mujer estaba medio loca y que por momentos le comunicaba la locura.
La jovialidad de D. Juan Fresco, sus chistes, que todos le reían, en particular después de haber comido en su casa, pues tenía buen cocinero y mejores vinos; el sereno pensar con que aquel bermejino modelo comprendía y ordenaba en su mente los seres todos; la firmeza de su carácter y de sus principios; y el buen tino y la seguridad con que cuidaba de su hacienda y la acrecentaba, todo esto era antipático para D. Faustino, y, sin envidiarlo, le vejaba y rebajaba bastante.
D. Juan Fresco preveía, allá
en su interior, que aquellas cosas, que harto bien iba él trasluciendo,
no podían tener término muy dichoso: pero no les hallaba remedio
y se afanaba por retardar el mal
La afición de D. Juan Fresco a los
bermejinos le indujo a convidar a Respetilla a que viniese a pasar un mes en
Madrid para que viese bien cuanto de notable encierra la corte. Cuando
Respetilla había estado la otra vez nada había disfrutado ni
visto a causa de la enfermedad de su amo. Ahora, que estaba en Madrid de nuevo,
D. Juan Fresco se deleitaba en ser su
Respetilla vio también y
admiró en casa de sus amos, donde entraba ella como modista, a su
antigua novia Manolilla, pasmándose de que se llamara doña
Etelvina, y con cierto orgullo de haber estado en relaciones con persona tan
cabal y de cuenta. Los trajes de doña Etelvina, sus bellos colores, rosa
de Venus legítima, de la que usaron Lais, Tais y otras
D. Faustino, en cambio, aunque harto poco
disculpable, fuerza es confesarlo, no estuvo con Costancita tan firme; no fue
tan honrado como su antiguo escudero. El
El marqués de Guadalbarbo, si bien
creyendo a pies juntillas en la inocencia de su mujer, vivía muy
Ni siquiera los maldicientes, que están siempre atisbando, a fin de averiguar y referir la crónica escandalosa, tuvieron el menor indicio del caso.
Desde que empezaron aquellas misteriosas citas, el doctor se halló atormentado, inquieto al lado de María. Sentíase indigno, se avergonzaba de su doblez, de sus mentiras y de su ingratitud; pesábanle más en el corazón su pobreza y su incapacidad y las riquezas y el desprendimiento generoso de D. Juan Fresco.
La
Atribuyendo María las tristezas del
doctor a noble ambición contrariada, y a la especie de
humillación de verse pobre, siendo ricos su tío y ella, empleaba
los medios más delicados y discretos para realzar aquel ánimo
abatido, para darle esperanzas de que sería dichoso en cuanto
emprendiese, para
Esta noble conducta de María mortificaba más y más a D. Faustino exacerbando sus remordimientos; pero el atractivo y la diabólica fascinación que ejercía sobre él Costancita podían más que todo. D. Faustino amaba, reverenciaba, adoraba a María, como algo santo, celestial, suave, sereno y puro, y buscaba, no obstante, a Costancita, arrastrado por el delirio de los sentidos, por el demonio de la vanidad y del orgullo, y hasta por el aguijón punzante de los celos, temeroso siempre de que, si él la dejaba, ella pudiese querer a otro, aunque no fuese sino por despecho.
Mucho hubieran durado así las cosas, sin descubrirse nada, si el doctor no hubiese tenido un enemigo vigilante, astuto y cada día más enconado contra él y contra su mujer. Este enemigo era Rosita.
Los lazos que la unían al general
Pérez se habían
En medio de tanta gloria, la afrenta que le hizo el doctor y la rivalidad de María vivían en su corazón, a pesar de los años transcurridos, y se le corroían como un cáncer.
Como el general no tenía secretos para ella llegó a decirle hasta el mal rato y el picón que le dieron Costancita y el doctor, protestando que si él había pretendido a Costancita había sido con intento de burlarse de ella y de rebajar su orgullo.
Informada Rosita de aquellos amores y
suponiéndolos más adelantados de lo que estaban entonces, les
siguió la pista con encarnizamiento, sagacidad y sigilo. Supo que
doña Etelvina había sido la doncella
Ganada del todo la señorita Adela, a fuerza de presentes y obsequios, nada ocurría en casa de doña Etelvina que Rosita no supiese. Así pasó más de un año sin que Rosita averiguase lo que deseaba averiguar; mas, por último, premió sus afanes el diablo.
La señorita Adela se impuso, a pesar del recato con que se hacía, y transmitió en seguida a Rosita su gran descubrimiento, de que la marquesa de Guadalbarbo iba a casa de la Etelvina, o bien muy de mañana, o bien al anochecer, entre dos luces, y que allí veía al doctor que la aguardaba.
Rosita, prodigando entonces el oro,
sobornó a la señorita Adela, y la comprometió a introducir
a una persona en casa de la Etelvina y a ocultarla
Luego la hija del escribano usurero
escribió a María un anónimo, revelándole la
traición de su marido y ofreciéndole
El día, la hora, el momento de la cita llegó, según la señorita Adela tenía averiguado.
Costancita hubo de quejarse del poco cariño, de la tibieza del doctor. Se mostró celosa de María: dijo que María era más querida que ella.
Embriagado el doctor por las fascinadoras miradas, por la coquetería infernal, por la elegancia, por la hermosura aristocrática y por la juventud inmarcesible de su prima, le aseguró que respetaba a su mujer, pero que no la amaba, que casi la odiaba por su causa.
El doctor confirmó tan abominable aserto con un abrazo.
Entonces creyó oír cerca de sí, penetrando en su pecho como agudo puñal, un sollozo desgarrador y ahogado.
Se apartó lleno de espanto de los
brazos de Costancita. Buscó rápidamente, y nada vio en el cuarto
en que estaban. Abrió la puerta, por donde habían entrado, y nada
vio tampoco. Abrió, en fin, otra
Costancita decidió entonces que lo del sollozo, que ella no había oído, era una locura del doctor. El doctor acabó por persuadirse de lo mismo.
Desde aquel día en adelante la
tristeza de María fue siendo más honda y persistente. Aunque no
exhaló la menor queja contra D. Faustino, D. Faustino vio a las claras
que todo lo sabía. A pesar de su escepticismo, no hallando modo natural
de explicárselo, el doctor imaginó que no era vana la
¿Qué satisfacción, qué disculpa, qué palabra de consuelo podía dar D. Faustino a su mujer, si en efecto lo sabía todo, fuese como fuese?
El doctor se limitaba, pues, a estar más amable, más dulce, más rendido que nunca con ella; pero no intentó explicación ni satisfacción alguna. María no se daba por entendida del agravio.
Por último, María cayó postrada en cama con una gravísima enfermedad. Sentía en el lado del corazón más calor que de ordinario, y una opresión y una fatiga muy grandes. Le pesaba algo dentro del pecho. A veces le daban vahídos. Parecíale luego que le apretaban las entrañas. La atormentaban incesantes angustias. El pulso, débil, era desigual y precipitado; la respiración, fatigosa y entrecortada de lastimeros suspiros.
Su severa y majestuosa hermosura resplandecía más, a pesar de las muchas canas que blanqueaban su negra cabellera, porque sus ojos tenían más luz, más viveza que en su estado normal, y porque ardiente carmín daba color a sus mejillas.
De repente solían acometerle fuertes palpitaciones, que imprimían a su seno dolorosas sacudidas; se diría que llegaban a oírse por los que estaban cerca los latidos violentos e irregulares de su corazón inflamado. De repente también parecía suspenderse el movimiento del corazón, y la enferma caía en un desmayo. Siempre, con todo, conservaba María su razón despejada: más bien que turbase o anublarse, su entendimiento mostraba lucidez maravillosa, como si fuese una luz, una llama a la cual se acercan sustancias combustibles.
El doctor Calvo prescribió dieta,
reposo, bebidas refrigerantes y sinapismos en los pies; apeló a la
homeopatía, y ordenó
Realizándose los desconsoladores pronósticos del doctor Calvo, María, cumplidos ya todos sus deberes de cristiana, estaba próxima a expirar, atendida por su tío y su hija, los cuales reprimían mal el llanto.
D. Faustino, sombrío, mudo, sin
lágrimas en los ojos, y con negra pena en el pecho, estaba de rodillas,
junto a la cabecera de la cama. No se atrevía a tomar una mano de la
moribunda. Apenas si
María hizo un esfuerzo supremo. Miró a su marido con tan benévola mirada, con tan santa sonrisa, con unos ojos tan dulces y tan llenos de perdón y de amor celestial, que D. Faustino la miró también, sin atormentador sonrojo y henchido de gratitud y de arrepentimiento. Después, con mayor esfuerzo, María alargó la mano a su marido, que la tomó entre las suyas y la cubrió de besos respetuosos. Las lágrimas de D. Faustino, que habían estado como hielo hiriéndole por dentro, se liquidaron entonces, y brotaron de sus ojos, y bañaron la mano de María. Con desfallecida voz, con voz muy baja, que nadie sino él pudo oír, entrando clara y distinta por los sentidos en su alma, dijo ella de esta suerte:
-Lo sé todo: lo he visto; lo he oído. Te oí decir que me aborrecías; pero nunca pude creerlo. Lo dijiste en un momento de locura. Yo te perdono, Faustino; yo te amo. ¡Yo te bendigo! Ámame. No te atormentes creyéndote culpado. Vive para nuestra hija. ¡Es tan pura, tan noble, tan santa, tan angelical! Es el lazo de nuestras almas. Viviendo para ella, vivirás para mí. Por ella estamos más ligados que nunca. No hay entre nosotros divorcio eterno, sino eterno consorcio. Te espero allí arriba...
Sin más perceptibles suspiros, sin convulsión ni gesto, con dulzura inefable, más que como separación dolorosa, como tránsito feliz, cual cautivo que recobra su libertad, el espíritu de María abandonó en aquel instante su cuerpo hermoso. Aquel corazón fatigadísimo se había rendido al cansancio: había ido poco a poco moderando su impulso; se dilató al perdonar y no tuvo fuerzas para contraerse de nuevo, impulsando la sangre por las arterias. La circulación cesó para siempre.
D. Faustino, mientras estuvo embelesado, bajo el encanto poderoso de aquella voz amada, simpática, que le perdonaba y le bendecía, abrió su alma a todas las esperanzas: pensó en el cielo; creyó en el perdón de Dios y en su infinita misericordia; juzgó que él mismo sabría perdonarse al fin, y columbró el camino de la perfección, del que se había extraviado, y consideró posible volver a él, venciendo los obstáculos con varonil perseverancia.
Muerta María, ahogada su voz, extinguida la antorcha que le guiaba, las antiguas e inveteradas especulaciones surgieron de pronto en el ánimo de D. Faustino.
«Si he cometido una infamia, si soy
un miserable -dijo para sí-, y si hay una vida eterna, eternamente me lo
estaré echando en cara. No me limpiaré
Miró luego el doctor, con ojos enjutos y fijos el cadáver de María. Vio aquellas formas bellas aún, y las imaginó destruidas, feamente destrozadas, cayendo en pútrida disolución. Un súbito ataque nervioso se siguió a tan crueles pensamientos, no dulcificados ya por el bálsamo de las creencias.
El doctor rompió en una aterradora carcajada.
Acudieron a él su hija y D. Juan; pero fue tarde. El doctor corrió hacia su alcoba que estaba contigua. Su hija y D. Juan le siguieron. Sobre una cómoda había un revólver. D. Faustino le tomó antes que su familia llegase. Se metió el cañón en la boca, afirmándole contra el paladar, e hizo fuego.
La muerte fue instantánea. D. Faustino cayó por tierra sin movimiento.
Irene, de rodillas, con los ojos levantados al cielo, pedía perdón para todos, impetrando la clemencia divina.
D. Juan Fresco estaba trastornado, conmovido espantosamente, horrorizado, a pesar de su frescura.
* * *
Refulgente de inocencia, en medio de tantos horrores, Irene, disgustada del mundo, se decidió a buscar un asilo al pie de los altares. Su alma, toda entregada a Dios, no era capaz de compartir los efímeros y falsos goces de este mundo con ningún espíritu encarnado en cuerpo humano. Serafinito la amaba. Serafinito, que estaba en Madrid estudiando leyes, tenía por Irene una verdadera adoración. Irene le amó sólo como a un hermano.
La pena del excelente y candoroso Serafinito y las observaciones y ruegos de D. Juan no bastaron a persuadirla para que cambiase de propósito.
D. Juan Fresco y Serafinito llevaron a
Irene a Ávila, a los dos meses de muertos sus padres, y allí se
encerró ella en el convento de San José, fundado por Santa
Teresa. No bien pasó el noviciado, Irene tomó el velo y
profesó de carmelita descalza, trocando gustosa por la aspereza
penitente de aquella
* * *
Tal fue la triste historia que me contó D. Juan Fresco, cuando no estaba presente Serafinito para que no le diese una congoja.
La moral que D. Juan Fresco sacaba de todo
el relato era que esta educación del día forma muchos hombres
vanos, presumidos, ambiciosos, llenos de mil planes absurdos, que es lo que
él llama
-En el día -exclamaba-, los doctores Faustinos abundan:
Terra malos homines nunc educat atque pusillos :
según cantaba el poeta satírico.
D. Juan, no obstante, ora sea porque había cobrado afición a D. Faustino, ora porque fuese cierto, sostenía que el doctor había sido hombre de natural nobilísimo y generoso, aunque viciado por una perversa educación y por el medio en que había vivido.
* * *
Un día, estando yo en Villabermeja, fui a visitar la iglesia con D. Juan Fresco. El Padre Piñón, bueno y sano aún, hacía los honores, enseñando todas las curiosidades.
Nos paramos delante del altar del Santo Patrono de plata, que, como dicen allí, es tamaño como un pepino y hace más milagros que cinco mil demonios. Entre los milagros colgados junto al altar, el Padre Piñón me mostró un doctor Faustino, hecho de cera, de unas ocho pulgadas de largo. Era una ofrenda votiva del ama Vicenta, la cual afirmaba que el Santo Patrono había salvado al doctor de la enfermedad que se siguió al duelo con el marqués de Guadalbarbo.
-Mal milagro hizo el santo, si le hizo -me dijo D. Juan-. ¡Cuánto mejor hubiera sido que D. Faustino hubiera muerto entonces!
-Señor D. Juan -contestó el Padre Piñón-, no diga Vd. disparates. Si el Santo no lo hizo, lo hizo Dios, y lo que Dios hace bien hecho está, aunque nosotros no penetremos la razón y el propósito.
* * *
Otro día fuimos a ver la casa solariega de los López de Mendoza.
Allí está aún el retrato de la coya, que, en efecto, según asegura D. Juan, se parece mucho a María.
Respetilla, Jacintica y sus nueve vástagos, viven felices en el piso bajo de aquella casa. El principal está reservado a los recuerdos. Todas las habitaciones están cerradas, de modo que en ellas no pueden penetrar sino los espíritus; dado que los espíritus se complazcan en discurrir por los sitios donde vivieron vida mortal, amaron y padecieron.
Todavía queda un rincón de la casa, también en el piso bajo, donde vive la pobre ama Vicenta, quien adora la memoria de su niño Faustinito y no piensa más que en él.
La afectuosa anciana guarda en un arca, como reliquias venerables, todo el traje doctoral, con muceta bordada, bonete y borla, el uniforme de lancero de milicianos nacionales y el uniforme de maestrante de Ronda.
Yo examiné con atención e interés estos objetos, que, cediendo a nuestras súplicas, el ama Vicenta nos mostró con orgullo.
D. Juan Fresco, tan enemigo de las ilusiones, exhalando un suspiro y sin acritud alguna, me dijo aparte:
-Esos objetos simbolizan las causas de la
perdición de mi sobrino político. El traje de doctor es