Los caballeros del amor (Memorias del reinado de Carlos III) : edición ELTeC Castillo, Rafael del (1830-1908) Edición ELTeC Judit Martínez Climent Borja Navarro Colorado 426696 1830 2 COST Action "Distant Reading for European Literary History" (CA16204) Zenodo.org ELTeC ELTeC release 1.1.0 ELTeC-$textLang ELTeC-$textLang release Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Saavedra Universidad de Alicante Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Corrección del texto, anotación TEI, supervisión y edición Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Josefina Carrión Jaime Seix Barcelona 1878-1879 bdh0000013419 Biblioteca Digital Hispánica - Biblioteca Nacional de España

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Los

caballeros del amor

(Memorias del reinado de Carlos III)

Novela histórica

Escrita por

Álvaro Carrillo

Tomo I

Barcelona

Jaime Seix, editor

Calle de Dóu, núm 15, (antigua universidad)

1978

Prólogo. Un amor criminal

Sobre las cinco de la tarde de un día de Otoño del año 1776, los bosques de Valsain se hallaban invadidos por una multitud alegre, inquieta y bulliciosa que les recorría en todas direcciones, dando gritos de júbilo.

El buen rey don Carlos III, entregábase a su favorita diversión de la caza, y precisamente esta había ofrecido durante el día las peripecias y todos los incidentes que tanto entusiasman a los cazadores.

Dos días antes había ido el montero mayor a participar al monarca, que se habían levantado algunas piezas en el bosque, y que había tomado las disposiciones necesarias a fin de que no se escaparan, hasta el día que S. M. determinase.

Carlos III, que tratándose de una cacería mostraba siempre las mejores disposiciones, participó a sus caballeros lo que había; dispuso para dentro de dos días el ataque de las piezas, y el montero mayor marchó al sitio para disponer convenientemente los ojeadores, las trahillas, los puestos y lo demás necesario para aquella diversión.

En los momentos que da comienzo nuestro relato, la cacería estaba, digámoslo así, en el período álgido.

Habíanse levantado por la mañana un jabalí, dos o tres venados y algunas otras piezas menores; los ojeadores habían ido estrechando el círculo, los cazadores habíanse esparcido por distintos sitios, las trompas resonaban cada vez con más fuerza, los rastros estaban completamente determinados ya, y todo anunciaba que la crisis suprema estaba próxima.

En uno de los extremos del bosque, donde se abría una pequeña plazoleta, corriendo a corta distancia un humilde arroyuelo, un caballero, cazador, sin duda, de los que habían ido acompañando al monarca, hablaba con un individuo de siniestra catadura y de feroz continente, e indudablemente el objeto de su conversación había de ser muy grave, puesto que hablaban en voz muy baja, y lo mismo el uno que el otro no dejaban de dirigir recelosas miradas a su alrededor.

- ¿De qué medio vas a valerte para que Alina venga a este sitio? - preguntaba el caballero.

- No creo que os importe mucho - respondió con descaro su interlocutor - mientras realice lo que deseáis.

- ¿De modo que tienes seguridad del éxito?

- Yo la tengo siempre en lo que hago - repuso con cierta fatuidad el personaje de la siniestra catadura.

- Pero, vamos a ver, García - dijo el caballero.- ¿A qué llevar esa existencia tan llena de azares, cuando una sola palabra mía pudiera darte en la corte un destino o una representación de que careces? Cesa ya en esa existencia aventurera, preñada de peligros, y yo te prometo...

- Nada me prometáis, conde, porque nada aceptaría. ¿Por qué no abandonáis vos esa existencia de liviandades, y hasta de crímenes, que estáis llevando? Porque en vos existe algo que os impulsa por ese camino, a pesar de la posición que disfrutáis en la corte, a pesar de tener una esposa que os ama, de tener un hijo que podrá ser mañana vuestro orgullo, y una hija llamada a heredar las virtudes y la belleza de su madre.

- ¿Quieres comparar tu existencia con la mía?

- ¿Por qué no? Doblemente criminal es en vos el que no hayáis podido dominar vuestros perversos impulsos, disfrutando de una posición como la que tenéis.

- Y si yo no tuviera estos perversos instintos, ¿quieres decirme de qué vivirías?

- No os lo niego; vos llenáis mi bolsa cuando está vacía, y merced a vos estoy viviendo hace algunos años alegre y divertido; pero también debéis tener en cuenta que si no os sirviera, siempre encontraría otro magnate que premiara mis servicios con la misma generosidad que vos; porque, sin que sea presunción, imagínome que valgo alguna cosa.

- Presumido eres, y aun cuando es verdad que sirves para mucho, también lo es que te lo crees demasiado.

- ¿Acaso os hubiera servido otro como os serví yo en el asunto de la duquesa de Jarandilla?

- No hablemos de eso.

- Si os lo recuerdo, vos únicamente tenéis la culpa.

- Contraigámonos única y exclusivamente a lo que vas a hacer hoy.

- ¿Y qué queréis que os diga de ello? Todo lo sabéis; estáis estorbándome ya, porque tal vez esta próximo el momento en que mis gentes conduzcan a este sitio a la hija del senador Aldobrantini, y no creo que sea conveniente que ella os encuentre aquí.

- Pero, ¿vendrá el montero también?

- Vendrá; no tengáis duda.

- Y supongo que no saldrá de aquí.

- Si eso es lo que deseáis, y por eso me habéis pagado, ¿por qué estáis dudando?

- Alina ha de quedar en mi poder esta noche.

- Quedará; estad seguro.

- El final de la cacería esta próximo; y quiero saber antes que termine, el éxito de tu empresa.

- Id descuidado, que tiempo tendréis de saberlo.

El conde de Lazán, que tal era el título que en la corte llevaba el caballero que hablaba con García, después de haber cruzado algunas palabras con éste, dándole nuevos encargos respecto al proyecto que llevaban entre manos, clavó las espuelas en los costados del corcel y salió a galope de la plazoleta, dirigiéndose por una de las veredas que en ella desembocaban, en la dirección que se percibían los gritos y las trompas de los cazadores.

García se quedó solo, y sentándose sobre un tronco de árbol, abatido sin duda por la violencia del huracán, murmuró:

- He ahí lo que es la fortuna: ¿quién hubiera de decir que el conde y yo nos hemos criado juntos, y juntos hemos pasado los primeros años de nuestra vida? Él, a pesar de sus infamias y de sus liviandades, obtiene consideraciones y distinciones en la corte; y yo, haciendo quizás menos que él, arrastro una vida miserable y azarosa, expuesto siempre a que un alcalde de casa y corte se le antoje hacer una excursión - que no dejaría de ser curiosa - por mi vida, excursión de la cual resultaríame indudablemente un encierro, que maldito lo que tendría de agradable para mí a quien tanto le agrada la libertad.

Sin duda hubiera proseguido García su monólogo, a no haber apercibido a lo lejos un rumor que se iba aproximando, que le hizo fijar su atención en él, y que le obligó a exclamar por fin:

- ¡Hola! sin duda se dirige hacia aquí la dama; pero me extraña que no me hayan hecho la señal.

En este momento percibió el gorgeo de un ave, con tanta perfección imitado, que no pudo menos de decir:

- Vamos, al Jilguero le cuadra perfectamente el apodo, porque lo hace con una perfección admirable.

Un nuevo rumor que en dirección opuesta del primero llegó hasta sus oídos, llamó su atención, y a la par que salía de la plazoleta, hundiéndose, por decirlo así, en los matorrales inmediatos, murmuró:

- Juraría que los cazadores se dirigen hacia este sitio. ¡Diablo! Esto sí que podría ser una contrariedad con la cual no he contado; necesario será que esté muy alerta por lo que suceder.

Y deslizándose por entre la maleza, casi sin hacer ruido alguno, alejóse de la plazoleta.

Y por cierto que lo hizo a tiempo.

Una bellísima dama, que escasamente podría contar algunos diez y siete años, cabalgando en un brioso corcel de pura raza andaluza, apareció en el sitio que acababa de abandonar García, y fijando curiosas miradas a su alrededor, murmuró:

- No peca de muy puntual el buen montero; si supiera que había de esperarle mucho puede que me volviera por donde he venido.

Pero de súbito, oyóse violento rumor en los jarales inmediatos; dirigió la dama su vista hacia ellos, y una exclamación de alegría estuvo a punto de brotar de sus labios.

Abrióse de pronto el ramaje, y un joven montero, de fisonomía simpática y expresiva, de gallarda apostura y de altivo continente, lanzóse a la plazoleta, exclamando:

- ¡Oh! señora, ¡perdonadme por haberos hecho esperar!

- No merecíais que una se interesase tanto por vos; y si no fuera porque os debo la vida!...

Y la joven hizo un mohín encantador, amenazando con su linda mano al gentil montero, que se apresuró a contestar:

- ¿Es decir, señora, que únicamente la gratitud es la que os obliga?

- ¡Oh! no tal; no es solamente la gratitud, sino algo que como sabéis, existe en este corazón.

- ¡Benditos sean esos labios que tan dulces palabras saben pronunciar! Señora mía, estrella de mi alma, ¿es cierto lo que me han dicho? ¿Es verdad que vais a marcharos de Madrid? ¿Es verdad que vais a dejar las tristes orillas del Manzanares por las azules aguas del Adriático?

- ¿Y qué teméis que os suceda, aun cuando sea así?

- ¿Y vos me lo preguntáis? Vos que sabéis que no tengo vida más que en vuestra mirada, ni aliento más que en vuestra sonrisa, ¿me preguntáis todavía qué puede sucederme? Morir lo mismo que muere la flor falta de sol y de aire.

- ¿Por qué no venis a Venecia con mi padre?

- ¡Oh! eso fuera la vida para mí; pero harto sabéis que aquí me retiene el deber.

- ¿Y si mi padre os pidiese al rey vuestro señor?

- Estar cerca de vos, aspirar vuestro aliento, embriagarme en vuestra mirada amante, respirar el mismo aire que respiráis y abrasarme con el mismo rayo de sol que os presta calor, fuera para mí la felicidad suprema.

- Pues sabed, señor Andrés de Montalván, que mi padre el senador Aldobrantini, ha pedido esta tarde al rey don Carlos III, vuestro señor, que le conceda la gracia de cuidarse de vuestro adelantamiento, ya que a vos le debe la dicha de conservar a su hija.

- ¿De veras?

- Sí señor.

- ¿Y qué ha contestado el rey?

- El rey, que desea estar en paz con la señoría de Venecia, se ha apresurado a conceder a mi padre lo que deseaba.

- ¡Bendita, bendita la hora en que os conocí! No hay en mi cuerpo una sola gota de sangre, ni en mi mente un pensamiento, ni en mi corazon un latido que no os pertenezcan.

Y el joven llegó a aproximarse tanto al caballo de la dama, que la mano de ésta se encontró al borde de sus labios, y no tuvo más que aproximarlos insensiblemente para depositar en ella el beso más ardiente que dio jamás enamorado alguno.

En este momento percibióse el sonido de las trompas y la gritería de los cazadores, de tal manera, que Alina, puesto que ya sabemos que así se llamaba la dama, no pudo menos de exclamar:

- ¡Dios mío, si se dirigiera la cacería por este sitio!

- ¡Oh! no paséis temor alguno; esta parte del bosque está precisamente fuera del radio que abrazan los ojeadores. Ya lo tuve yo en cuenta así al determinaros este sitio para la entrevista en que tan feliz me habéis hecho.

Pero en este momento, para demostrar quizás al joven montero el error que había padecido, percibieron a corta distancia del lugar en que se hallaban, un extraño rumor, y al fijar la joven sus ojos en aquella dirección, un grito de terror se exhaló de sus labios.

Un enorme jabalí, perseguido y ostigado por los perros, con su instinto de conservación había comprendido que el arroyo que cruzaba una parte del bosque podía salvarle, y se había arrojado a él, caminando un buen espacio por el agua hasta que llegó a la plazoleta en que se hallaban los dos jóvenes.

Si sorpresa experimentó Alina, no fue menos la del montero, que, dirigiéndose a la joven, dijo:

- Cuidado, señora; no perdáis la serenidad en estos momentos; refrenad el caballo, no os arroje al suelo en algún movimiento de espanto, y dejad todo lo demás para mí.

- Pero, ¿qué podréis hacer contra esa fiera? - exclamó Alina con tembloroso acento.

- Salvaros, o perder la vida.

Y el joven, sacando el cuchillo, lanzóse audazmente sobre el jabalí, que se había detenido breves instantes antes de acometer.

Tal vez hubiera pasado de largo, pues aterrorizado por los ladridos de los perros, los gritos de los cazadores y el sonido de las trompas, hubiera ido a buscar su salvación en lo más espeso del bosque, ya que había conseguido evadirse del círculo de los ojeadores y echado a perder el rastro a los perros.

Mas el movimiento de Andrés, pues así sabemos que se llamaba el montero, fue causa para que, por lo visto, cambiase de opinión.

Fijó alternativamente su encendida pupila en Alina y en el montero, y comprendiendo que la presa más segura era la de la primera, lanzóse sobre ella, consiguiendo burlar el golpe que el montero le dirigía, haciéndole caer al suelo.

Un nuevo grito de espanto lanzado por Alina, y un furioso bote que dio el caballo, hicieron a Andrés volver en sí del aturdimiento que le produjo la caída, y alzándose rápidamente fue a interponerse entre Alina y la fiera.

En este momento, los ladridos de los perros demostraron que, sin duda alguno de ellos había vadeado el arroyo y encontrado el rastro, llamando hacia sí la atención de los cazadores.

Segundos después, tres o cuatro sabuesos de los más finos desembocaban en la plazoleta, y se arrojaban furiosos sobre el jabalí.

Irritado éste, revolvíase contra sus nuevos acometedores, mientras que el montero, alentado con el nuevo auxilio que recibía, gritó a la aterrada dama:

- ¡No paséis temor, señora, que presto estaréis libre!

Y efectivamente, con una serenidad asombrosa fuese hacia la fiera, que se debatía desesperadamente entre los perros que habían hecho presa en ella, y le hundió el cuchillo en el costado.

Pero en este momento, y cuando el joven iba a lanzarse para sostener a Alina, a quien veía vacilar sobre el caballo, un cazador que salió de la vereda inmediata, cayó sobre él con la espada en la mano, y antes de que pudiese hacer movimiento alguno, le atravesó con ella, diciendo:

- ¡Miserable! ¿qué intentabas hacer con esa dama?

Un grito desgarrador que brotó de los labios de Alina, siguió a la caída del montero.

- Ya os he vengado, señora -dijo el caballero, que no era otro que el conde de Lazán.

Pero Alina no podía oírle.

La acción del conde había agotado sus fuerzas, debilitadas ya por las anteriores emociones.

Cerró los ojos, y hubiera indudablemente caído al suelo, a no aparecer en aquel instante en la plazoleta, atraídos por los ladridos de los perros, varios cazadores de los cuales algunos, apercibidos del estado de Alina, apresuráronse a sostenerla.

Poco después, el monarca y el senador Aldobrantini, enviado extraordinario de la República de Venecia cerca del rey de España, tenían noticia de lo ocurrido.

El conde de Lazán lo explicó, manifestando que al aparecer él en la plazoleta, juzgó que el montero intentaba algo ofensivo al decoro de Alina, y se apresuró a castigarle.

La soledad del sitio, el hallarse Alina y el montero solos en él, prestaban algún viso de verdad a la suposición del conde; así fue que no se juzgó el hecho más que como un incidente desgraciado, como una equivocación lamentable, y aun la misma Alina, cuando estuvo en estado de poder hablar, no pudo acusar al conde, quien, por otra parte, hasta entonces no le había dado lugar a concebir sospechas.

El conde de Lazán llegó a la plazoleta, creyendo que García habría ya dado cima a su encargo; pero la aparición de la fiera, primero, y la proximidad de los cazadores, después, impidieron que García se arriesgase, y el conde, lleno de ira se lanzó hacia el montero, a quien había reconocido desde algún tiempo antes como un rival peligroso.

Alina estuvo gravemente enferma, y tan luego como se restableció algún tanto, marchó con su padre a Venecia, llevando muerto el corazón para el amor; pues el montero había sido su primera, y según ella juzgaba, su única pasión.

Poco después de haber marchado Alina, el conde de Lazán consiguió de Carlos III que le confiase una misión para el rey de Nápoles, y marchó a Italia acompañado de García, a quien dijo:

- Te perdonaré tu falta de habilidad en el negocio de la cacería, con tal de que pongas en mi poder a Alina.

- ¿Y si hay que pasar por encima de algún cadáver para llegar hasta ella? - Preguntó el bandido, pues tal calificación podemos darle sin temor alguno de ofenderle.

- Pasa, como yo he pasado sobre el del montero.

García inclinó la cabeza en señal de obediencia, y llegó a Italia en compañía del conde.

Éste era apuesto y galán todavía, y su permanencia en Italia se prolongó por espacio de tres años.

Habíase propuesto no salir de allí sin realizar su propósito, y lo realizó.

Un año después de haber llegado a aquel país, dirigíase a Venecia, donde ya le había precedido algún tiempo antes García.

Hizo que el rey de Nápoles le confiriera un cargo, digámoslo así, oficial, y marchó a desempeñarle.

Pero en realidad no tenía otro objeto que el de ponerse frente a frente de Alina.

El senador Aldobrantini habíase retirado con su hija, cuya salud quedó sumamente delicada desde su regreso de España, a una quinta no lejos de Venecia, en cuyo punto fue a visitarles el conde de Lazán.

Éste poseía todas las condiciones a propósito para seducir y fascinar a una mujer.

Mucho tenía que hacer para vencer en el corazón de Alina el recuerdo de la escena ocurrida en la cacería de Valsain, pero, sin embargo, tales trazas supo usar y de tal modo se manejó, que poco a poco fue desvaneciéndose aquella impresión.

El viejo senador no se encontraba en un sentido muy favorable a España; pero Alina, que no estaba en su caso, cuya inexperiencia no habían sido suficientes los años transcurridos a vencer, escuchaba al conde con gusto, y aun le defendía cuando su padre, con mayor experiencia y más conocimiento de mundo, juzgábale hipócrita y perverso.

Pero a pesar de las simpatías que Alina tuviese respecto al de Lazán, no debe presumirse por esto que se hallase dispuesta a favorecer sus criminales aspiraciones.

Sabía que era casado; había conocido en Madrid a su esposa; y el conde, que tenía motivos para conocer el modo de pensar y los sentimientos de la joven veneciana, guardóse muy bien de hacerle indicación alguna que diese lugar a un rompimiento.

Pero lo que de buen grado sabía el conde que no se le había de conceder, estaba resuelto a conseguirlo por medio de la fuerza.

En el tiempo que había permanecido en Nápoles, había cometido ya otra iniquidad de aquellas que señalaban su paso por donde quiera que iba.

La familia Monteleone, una de las más nobles del país, había sufrido las consecuencias del impuro libertinaje del magnate español.

El anciano Monteleone había sucumbido, tratando de defender la honra de su hija; sus dos hijos, denunciados como conspiradores al rey de Nápoles, habían muerto en un suplicio innoble; la hija del anciano habíase vuelto loca de desesperación y de dolor: únicamente había podido salvarse el mas joven de todos los hermanos, merced a encontrarse lejos de aquellos sitios cuando tuvieron lugar los sucesos que acabamos de indicar.

Con esta hazaña, había el conde de Lazán inaugurado, por decirlo así, su estancia en Italia, y semejante hecho era el prólogo del sangriento drama reservado a la familia Aldobrantini.

García no se separaba del conde; su cómplice, o mejor dicho, el alma de todas sus infamias, servíale con una lealtad extraordinaria, porque realmente le pagaba aquél sus servicios con una largueza superior todavía al mismo servicio que prestaba.

En este estado, el conde anunció un día su regreso a España.

Aldobrantini no pudo menos de regocijarse por un suceso que alejaba de su presencia un hombre respecto a quien, sin poderse explicar la razón, abrigaba una repulsión invencible.

La partida tuvo efecto; pero dos días después, y en medio de una noche tempestuosa, la quinta que habitaba fue asaltada por una partida de bandidos, a cuyo frente iba un individuo cubierto el rostro con un antifaz negro, el cual se dirigió inmediatamente a la cámara de Alina, y cogiéndola en sus brazos, arrastróla fuera de su aposento.

El viejo senador encontró, para defender a su hija, el antiguo brío de su juventud; pero el raptor de Alina, sosteniendo el inanimado cuerpo de la joven con un brazo, y manejando con el otro la espada, arrojóse sobre él, y a los pocos minutos el desdichado padre regaba con su sangre la deshonra de su hija.

Porque el miserable no vaciló en cometer un nuevo crimen.

Pero, cuando iba a salir de la quinta, las gentes de las inmediaciones, puestas en movimiento por los criados del senador, acudían en su socorro, y el miserable no tuvo otro remedio que abandonar aquel sitio seguido de sus cómplices.

Mas Abina le había reconocido.

Debatiéndose entre sus brazos, había conseguido arrancarle la mascarilla que le cubría el rostro.

Y un grito de horror habíase exhalado de sus labios, grito al cual siguió un prolongado desvanecimiento.

Cuando volvió en sí, vio que al lado de su padre, cuidando de sus heridas y auxiliándole en sus últimos momentos, había un joven.

Éste, al abrir ella los ojos procurando darse cuenta de cuanto había pasado, le dijo:

- Señora, sé cuanto os ha sucedido; contad conmigo como contaríais con vuestro hermano.

Abina, viendo que el estado de su padre era completamente desesperado, no juzgó conveniente desesperarle mucho más revelándole el nombre de su infame verdugo.

Pocas horas después, el anciano Aldobrantini fallecía a consecuencia de las heridas que recibiera.

Entonces, sobre el cadáver del anciano, el joven que había ayudado a Alina en los últimos cuidados prodigados a aquél, le dijo:

- Abina, yo me llamo Mario de Monteleone; sin que vos lo hayáis dicho, presumo quién ha sido el matador de vuestro padre; yo también tengo que vengar tanto como vos. ¿Queréis aceptarme como compañero para perseguir sin tregua ni descanso al miserable conde de Lazán?

Abina permaneció pensativa durante un breve espacio.

Después alzó resueltamente la cabeza, y dijo:

- Acepto, hermano.

FIN DEL PRÓLOGO
Tomo Primero
Capítulo I. Quién era don Luis de Guevara, y quiénes eran «Los Caballeros del Amor.»

Estamos en el año 1786.

Han pasado veinte años de los sucesos narrados en el prólogo de nuestra obra.

España se felicitaba cada día más de que la muerte del buen Fernando VI, sin sucesión, hubiese facilitado el trono a su hermano, el rey de Nápoles don Carlos III.

Por doquiera tocábanse las mejoras producidas por su benéfico reinado.

Las recientes colonizaciones de Sierra Morena, era uno de los acontecimientos más notables de aquel tiempo, y la causa formada a Olavide, superintendente de aquellas colonias, como hereje, no había contribuido poco a la nombradía que adquirieron.

Muchas eran las quejas que se habían formulado respecto a la formación de aquellas colonias, y distintas las informaciones que se habían hecho sobre los excesos que se delataban.

Un día, Carlos III, temeroso de que las personas enviadas para hacer aquellas informaciones obedecieran tal vez, más que a la imparcialidad y rectitud necesarias en tales casos, a las interesadas miras o a las ideas particulares de cada uno, quiso enviar una persona totalmente desligada de todo compromiso y que no excitase sospecha, y cuya conducta anterior no predispusiese en favor o en contra de sus propósitos.

Dirigió sus miradas a su alrededor, y precisamente el conde de Lazán habíale hablado en distintas ocasiones de un hidalgo, hijo de un antiguo compañero suyo, de noble solar, pero de escurrida bolsa, el cual contaba con muchos cuarteles en su escudo y tantas heridas en su cuerpo como cuarteles, quien le había recomendado a su descendiente para que viera de adelantarle en la corte.

En igual sentido también habíale hablado el marqués del Alcázar, anciano caballero de su corte, de probada lealtad y de conocimientos bastante profundos, y merced a las recomendaciones de uno y de otro, terciando también en ellas el conde de Aranda, el monarca habíale dado uno de los cargos en el cuarto de su hijo el príncipe don Carlos.

Desde los primeros momentos habíale sido simpático el caballero don Luis de Guevara, que así se llamaba nuestro hidalgo, y Carlos III, hábil para conocer todo el partido que podía sacar de todas las personas que le rodeaban, comprendió desde luego que de la madera de aquel joven era de la que se hacían los buenos hombres de Estado.

Luis poseía eso que vulgarmente suele llamarse buena estrella.

No había persona que le viera que no simpatizara con él.

Porque en sus azules ojos estaba retratada la franqueza y la lealtad; en la sonrisa de sus labios reflejábase la nobleza de su alma, y finalmente en su frente despejada y serena, no había la más leve sombra de astucia y de doblez.

Don Luis de Guevara era valiente, audaz y enamorado.

Había mostrado su valor en el famoso sitio de Gibraltar; su audacia en el modo de presentarse en la corte, y su amor dirigiendo sus obsequios a las más nobles damas de ella.

Pero al mismo tiempo era don Luis, grave, circunspecto y reservado.

Respetaba a cuantos le trataban, para obligarles a su vez a que le respetasen, y aun cuando alegre y bullicioso compañero en las noches de aventura, persiguiendo a las tapadas en las riberas del Manzanares, o en el Prado de San Jerónimo en las noches de verbena, o requebrando a las majas en los tabladillos de la plaza de toros o en las botillerías del Valenciano y de Espejuelo, que eran los dos establecimientos más famosos de la época, era al mismo tiempo respetuoso y atento con las damas, circunspecto y afable con los caballeros, y lo mismo los superiores, que sus iguales, que los de clase más humilde, amaban a don Luis, a quien conocían en Madrid desde el campillo de Manuela hasta el barrio de Maravilla, y desde la Fuente Segoviana hasta el barrio de Lavapiés.

Era al mismo tiempo también el galán más estimado en la corte, y el señor más festejado y más querido de los barrios bajos.

Generoso, atrevido, apuesto y gallardo, compasivo y humilde cuando el caso lo exigía, y duro y fuerte cuando la necesidad le obligaba, era don Luis verdaderamente, aunque de escasa fortuna, el caballero de quien más se hablaba en la corte.

Jamás faltó a los deberes de su cargo; jamás se refirió de él ninguna acción vituperable; y el rey, que a todo estaba atento y para quien ningún detalle pasaba desapercibido, no podía menos de felicitar más de una vez a los condes de Aranda y de Lazán, y al marqués del Alcázar, y aun al mismo Floridablanca, que también se había interesado por él, visto el noble comportamiento del joven.

En éste, pues, se fijó Carlos III para la misión proyectada respecto a las colonias de Sierra Morena.

Jamás le había oído hablar mal de ninguno de los caballeros que le rodeaban; nunca se hizo eco de ninguna de las hablillas que en todas las cortes suele haber en los salones, y esta discreción era un mérito que el monarca sabía apreciar en lo que valía.

Celebró dos o tres conferencias con el joven; impúsose éste en el pensamiento del monarca; y de la noche a la mañana, sin que ni amigos ni indiferentes pudiesen apercibirse de nada, don Luis de Guevara desapareció de la corte, con no poca extrañeza de los caballeros y no poco disgusto de las damas.

Dos meses duró la ausencia de don Luis.

Al cabo de ellos súpose que estaba en Madrid; pero ninguno pudo verle en los dos o tres primeros días subsiguientes a su llegada.

El en que vamos hablando era el tercero, y a consecuencia de una orden recibida del monarca, dirigióse al alcázar poco después de haber terminado la comida del rey.

Su aparición en las antecámaras de palacio, fue un verdadero acontecimiento.

Todos los caballeros apresuráronse a rodearle; y unos estrechándole la mano y preguntándole otros, apenas le dejaban respirar.

-¿Dónde has estado, Luis? -decíale uno.

-¿En qué nueva aventura te has metido? -decíale otro.

-Creímos que arrepentido de tus pasados extravíos, habías ido en busca de una celda en la Cartuja, o en el monasterio del Escorial -añadía un tercero.

-Desengáñense, señores, Guevara ha salido de Madrid para desempeñar alguna misión diplomática.

-O arrebatado quizás en los brazos de alguna dama.

-Vamos, señores, vamos, no hagáis juicios temerarios; ni he salido de Madrid, ni tiene nada de particular mi ausencia, que asuntos puramente particulares míos han hecho completamente necesaria.

-¿Tienes deudas, Guevara? -preguntóle uno de sus amigos.

-Bien sabéis que carezco de rentas.

-Desengañarse, señores, la ausencia de Luis ha sido únicamente un negocio de amor.

-De política más bien. La esposa del conde de Aranda se le muestra muy propicia, y ya sabemos que la noble dama es más astuta y más política que su mismo esposo.

-Vuelvo a repetir lo que antes he dicho -dijo el joven con seriedad- y bien sabéis que no gusto de que se dude de mis palabras: asuntos particulares míos retuviéronme ausente de vosotros, y nada más.

-Forzoso será creerte -dijo el vizconde de Lazán, hijo del conde de aquel mismo título, y hermano de una de las más hermosas doncellas de la corte.

-¡Cómo que cuando yo digo una cosa, es para que se me crea!

-¡Cómo te han echado de menos estos días Los Caballeros del Amor ! -dijo otro de sus amigos, bajando la voz y mirando recatadamente a todos lados.

-¡Pues qué! ¿para dirigir una aventura soy yo solo únicamente el necesario?

-Chico, la verdad es que únicamente cuando tú estás se hace algo de provecho. Con decirte que en los dos meses que has estado fuera, no ha habido roto ningún farol, ni ha sido apaleada ninguna ronda, ni las milicias han sufrido ningún percance, ni a la puerta de la Paloma ha habido ningún escándalo, ni Espejuelos ha tenido que renovar las cornucopias de su establecimiento...

-Vamos, pues, veo que los caballeros van volviéndose muy juiciosos.

-Es que nos faltaba el jefe.

-Pues ya está aquí.

-¿Es decir, que desde esta noche?...

-No, esta noche no -se apresuró a contestar Guevara.

-Volvemos a los misterios.

Iba a replicar el joven, cuando presentándose uno de los ujieres en la antecámara, manifestó a don Luis que Su Majestad deseaba verle.

Capítulo II. Continuación del anterior

Los Caballeros del Amor era una sociedad formada por jóvenes de buen humor, cuyas calaveradas, en más de una ocasión, habían hecho reír al buen Carlos III, tan rígido en lo que tocaba a la moral y a las buenas costumbres.

Con esto queremos decir que en aquella asociación no había realmente nada que fuese ofensivo a la moral.

Más bien calaveradas y locuras de muchachos, que no punibles excesos eran lo que registraban los anales de aquella asociación, respecto a la cual, aunque en la corte todo el mundo conocía su existencia, no se sabía quiénes formaban parte de ella.

Armar zambra y jaleo en los bailes de majas de los barrios bajos; apaciguar o promover pendencias en las botillerías donde solía concurrir la alegre sociedad de la corte; atar una cuerda a la aldaba de la puerta de un boticario para obligarle a estarse levantando toda la noche; coser las sayas de las beatas en los rosarios, novenas y procesiones de que tan pródiga era la época de que hablamos; hacer el amor a todas las doncellas hermosas, fuese la que quisiese su clase o condición; estar dispuestos siempre a sacar la espada en defensa propia y de cualquiera de sus compañeros, o de un desvalido, o de un inocente; burlarse de las rondas, de las milicias o de los guardias nocturnos, tales eran los estatutos de aquella asociación respecto a la cual citábanse tan chistosas aventuras que, como ya hemos dicho, en más de una ocasión no pudieron menos de excitar la hilaridad del buen monarca.

Guevara fue desde los primeros momentos aclamado presidente de aquella sociedad que ya encontró constituida, y cuyos estatutos no pudo modificar.

Y decimos que no pudo modificar, porque precisamente en ellos había un artículo, el más importante, con el cual no estaba muy conforme nuestro amigo.

Este era que ninguno de los Caballeros del Amor pudieran contraer matrimonio jamás; puesto que, dedicados completamente al placer, el casamiento no era más que un yugo del cual ellos mismos trataban recíprocamente de librarse.

El que contraviniese estas disposiciones, estaba obligado abatirse con cualquiera de los asociados hasta que pidiese perdón y se arrepintiera de lo hecho, o en caso contrario hasta sucumbir uno de los dos.

Esta condición era excesivamente dura, y no solamente dura sino hasta inmoral; pero Guevara encontró firmes a sus compañeros en dejarla subsistente, aun cuando la verdad era que hasta entonces no se había llevado a cabo ningún duelo, aunque alguno de los individuos de la asociación se había casado, y los estatutos no se modificaron, y la sociedad cobró nueva vida y movimiento con el ingreso de Luis en ella.

La llamada del joven a la cámara del monarca, con preferencia a otros caballeros que tiempo hacía estaban aguardando, no pudo menos de llamar la atención, dando margen a distintas apreciaciones.

-Lo que yo he dicho -decía un caballero en uno de los grupos- la desaparición de Guevara por tan dilatado espacio, ha sido sin duda por efecto de alguna comisión reservada que le ha confiado el monarca.

-Es un hidalgo que ha entrado con magnífico pie en la corte -decía otro- y que hará fortuna.

-¡Cómo que le protege Floridablanca!

-Él tiene buenas condiciones para medrar.

-En fin, veremos cuando salga -decía un cortesano viejo- la expresión de su rostro, y juzgaremos si es un nuevo astro que se presenta en el cielo de la corte, o si está reducido como nosotros a no ser más que un satélite de las constelaciones diferentes que brillan con más o menos intensidad en este cielo tan engañador en muchas ocasiones.

-Tiene razón el marqués -dijeron algunos caballeros- esperemos la salida de Guevara para juzgar su verdadera situación.

Pero mucho hubieron de esperar los cortesanos, y finalmente quedaron defraudadas sus esperanzas.

Una hora después, el conde de Fernán-Núñez, gentil-hombre de cámara y uno de los más leales servidores del rey, apareció en la antecámara, diciendo:

-Señores, Su Majestad me encarga os manifieste que por esta tarde le es absolutamente imposible recibiros.

Los cortesanos saludaron al conde, y fueron poco a poco saliendo de la estancia, haciendo cada uno sus comentarios respecto a la entrevista tan prolongada de Guevara con el monarca.

Entretanto, el joven, objeto de aquellos comentarios, había penetrado en la cámara del rey, y éste, después de tender afectuosamente su mano que aquel besó con la expresión del más profundo respeto, dijo:

-¿Habéis descansado ya, don Luis?

-Para servir a Vuestra Majestad -repuso el joven- jamás he sentido el menor cansancio, señor.

-Habéis tenido una tarea muy ruda que desempeñar, y el espacio en que lo habéis hecho ha sido muy corto. He leído la memoria que habéis escrito, y en ella se pueden apreciar debidamente vuestros esfuerzos.

-Si ha conseguido agradar a Vuestra Majestad, si en ella he llegado siquiera a aproximarme a la idea de mi soberano, todos mis esfuerzos, todos mis afanes quedan suficientemente recompensados.

-Si por cierto, caballero; comprendisteis mi deseo y pláceme en gran manera el criterio que habéis formado respecto a lo que presenciasteis.

-Únicamente, señor, en todo ello no hubo más que la buena voluntad con que lo hice.

-¿Y acaso os parece poco? Referidme, ya que con ese objeto os he llamado, cuanto habéis visto y cuanto habéis pensado, porque en la memoria que me disteis falta algun detalle que en verdad quisiera conocer.

Luis refirió entonces al monarca todas las incidencias de su viaje; los defectos que había tenido ocasión de apreciar en aquellas colonizaciones, defectos que no podían achacarse exclusivamente a Olavide, sino que eran hijos, en primer lugar, de la misma clase de colonos que se habían traído, de los mismos contratistas, y aun de ciertas ingerencias intolerantes que contribuían a agriar los ánimos.

Carlos III escuchó atentamente el relato de Luis, comprendiendo muy bien que había hecho a conciencia el estudio que lo ordenara, y después que se hubo hecho cargo perfectamente de todo, pidió al joven su parecer con alguna más amplitud de la que le expusiera en la memoria que entregó al monarca.

Entonces fue cuando presumiendo que se prolongaría bastante su conferencia, dio orden al conde de Fernán-Núñez de que saliese a la antecámara, manifestando que no podía recibir Su Majestad aquella tarde a los caballeros que le esperaban.

Luis, con la misma franqueza con que había expuesto la situación de las colonias, exponía a su vez los medios que suponía conducentes para mejorar aquel estado, y esto expuesto con sencillez, sin mostrar pretensiones ni echársela de doctor, producía mayor efecto en el ánimo del rey, ya de suyo predispuesto en favor del caballero.

Una vez que hubo terminado éste, una vez que con tanta modestia como dignidad recibió los plácemes que le daba el monarca, éste le dijo:

-Paréceme, según ha llegado a mis noticias, que habéis alegado algunos derechos al condado y señorío de Castro-Nuño que hoy pertenece a la corona.

-Sí, señor.

-¿Y en qué fundáis vuestro derecho?

-Mis antepasados, durante el reinado del señor rey don Carlos II, hubieron de mostrarse contrarios al favor de que disfrutaba don Juan de Austria, de lo cual se produjeron persecuciones, secuestros, y finalmente la pérdida de todos sus bienes. No seré yo, señor, quien censure aquella providencia del monarca; pero durante el siguiente reinado, mi abuelo sirvió leal y fielmente al rey; mi padre ha venido haciendo lo mismo, y cuando se nos ha devuelto nuestro buen nombre y fama, cuando con la sangre de los míos se ha lavado aquella ligera mancha, aun cuando el augusto hermano de Vuestra Majestad devolvió a mi padre su estimación y aprecio, era tal nuestra pobreza, que por no poder pagar los derechos devengados en tantos años, no pudimos recobrar ese título ni ese señorío ganado en más remotos tiempos con la sangre de los ascendientes de mi padre. Yo, señor, una vez en la corte y disfrutando de la gracia de Vuestra Majestad, he creído que debía reclamar ese señorío, perdido en una época de disfavor, y que parecía lógico que al devolvérsenos éste, se nos devolviese también aquél; pero sin duda el tribunal lo entiende de otra manera, porque el tiempo se va pasando y resolución alguna no ha habido todavía.

-Está bien, señor conde de Castro-Nuño; participad a vuestro padre que el rey le devuelve su título y su estado con exención de todo derecho, haciéndole tal merced en pago de sus servicios y los de su hijo.

-¡Oh, Señor, tanta bondad! -exclamó el joven con acento trémulo de alegría.

-Pláceme premiar a los buenos servidores, que la gratitud en los monarcas engendra también lealtad y aprecio en los vasallos. Y decidle a vuestro padre también, que Nos tendremos una satisfacción en verle alguna vez por nuestra corte.

-Lágrimas de alegría derramará el noble anciano, señor, por la nueva muestra de cariño que Vuestra Majestad le otorga.

-En cuanto a vos, caballero, mostraos como hasta aquí, y de mi cuenta corre vuestro acrecentamiento.

-Harto recompensado estoy ya con lo que ha hecho Vuestra Majestad.

Luis comprendió que su entrevista con el monarca había terminado, y después de besar ardientemente la mano del rey, que con una sola palabra había cambiado de tal modo su situación, salió de la cámara, y poco después de palacio.

Capítulo III. De qué modo empleaba sus noches el señor don Luis de Guevara

Acababan de tocar las ánimas, y las calles del antiguo Madrid, estrechas y revueltas, se veían iluminadas más bien por los farolillos colgados devotamente delante de un nicho donde había una imagen, o por las antorchas con que los escuderos de algún grande iban alumbrando a su señor, que por los faroles mandados poner en las calles algunos años antes por el rey don Carlos.

Alguna que otra sombra solía deslizarse junto a los tapiales de una casa; deteníase ante una puerta o una ventana; hacía una seña, y bien se abría la puerta y la sombra desaparecía tras ella, o bien en la ventana aparecía otra sombra y se entablaba uno de esos diálogos recatados y ardientes que sólo saben entablar los enamorados.

Acontecía a veces que otra sombra llegaba a interrumpirlos; cruzábanse palabras breves y duras; se apercibía por algunos segundos el choque de las espadas hasta que el rumor de un cuerpo que caía, y los pasos precipitados de otro que huía, daba por terminado aquel incidente.

En aquella época el rumor de una lucha, las imprecaciones de un combatiente, o los gemidos de un moribundo eran una cosa tan frecuente, que nadie se preocupaba de ello; y si alguna ventana se abría al escuchar aquellos ruidos, podía asegurarse sin temor de errar, que debía pertenecer a la morada de alguna vieja curiosa y entrometida.

El noble conde de Lazán, don Diego Ortiz de Quiñones, habitaba un caserón solitario en un extremo de la población, en compañía de su hija María, hermosísima doncella de diez y siete años, huerfana de madre, tan discreta como hermosa, y tan buena como discreta.

El conde de Lazán, hombre de letras y caballero de alto linaje, pasaba por uno de los más dignos personajes de su época; pero de carácter tan brusco y arrebatado, que más bien se le temía que se le amaba.

María era el único ser que alegraba el severo rostro de su padre, a quien en la corte se tenía en mucho; pero con quien simpatizaban muy pocos.

María era una blanca azucena que principiaba a romper su capullo, anunciando ya todo el tesoro de pureza y hermosura que encerraba en él.

Nada más delicado, nada más suave, nada más encantador que aquella preciosa niña de diez y siete años escasos; pero que educada por un padre rígido y severo, y por un hermano ascético y noble, había adquirido una gravedad, un aplomo y un buen sentido tan recto y digno, que parecían impropios de su edad y de la corrupción que reinaba en la corte.

Luis de Guevara había tenido siempre franca la entrada en el palacio del conde.

Éste y el padre de Luis, compañeros siempre durante el reinado anterior, no había sido suficiente la pobreza a que éste se vio reducido, para entibiar el afecto de aquél.

Muchas veces, hablando los dos ancianos, y lamentándose don Francisco de Guevara del triste y oscuro porvenir que a su primogénito le estaba reservado, le había dicho el conde:

-No tengas pena, Francisco; tu hijo tiene un corazón de oro y una voluntad de hierro; tu hijo volará muy alto.

La alegría del anciano cuando supo que había entrado en la casa del rey, fue extraordinaria; y tanto él como su hija le felicitaron cordialmente.

María y Luis se habían tratado como niños durante unas temporadas que ésta había pasado en su palacio de Úbeda.

Viéronse más tarde en la corte, y Luis se sintió turbado en presencia de María, y ésta advirtió que su semblante se enrojecía y su corazón palpitaba con mayor fuerza.

Poco a poco estos síntomas tomaron un carácter más alarmante, y cuando Luis le besaba la mano, sus labios ardían, y el fuego de este beso abrasaba el corazón de la joven.

Por fin, sin pensarlo ellos, sin buscarlo, sin que pudieran darse cuenta de lo que hacían, sus labios pronunciaron las primeras frases de amor, y sus corazones trocaron los primeros juramentos.

Únicamente después, cuando Guevara reflexionó a sangre fría sobre la nueva situación que se había creado, se estremeció, pensando en las consecuencias que podía traerle.

Por más que su cuna fuera tan ilustre como la de su amada, sus riquezas eran nulas; mientras que la joven poseía uno de los patrimonios más pingües de Castilla.

Mas ya no había medio de retroceder.

Amaba y era amado.

Vio delante de sí un porvenir inmenso, y confió en él.

Desde aquel día, sólo tuvo un objeto.

España estaba a la sazón respetada por doquiera; el rey sabía elegir con destreza las personas que valían, y él se tenía por valer algo y estaba cerca del rey.

Llegar a ser primer ministro de aquel monarca, fue desde el primer momento su ambición.

Trazado ya el camino que había de seguir, púsose inmediatamente sobre él, y los primeros pasos le dieron un resultado que le alentó.

Él no veía más que a María.

Por ella trabajaba, y el galardón que con ella se prometía, debía compensarle sobradamente del disgusto y la repugnancia que le inspiraba la venalidad y la corrupción de aquella corte.

Los últimos sones del toque de ánimas perdíanse en el espacio, como dijimos al principio de este capítulo, y María, ansiosa y enamorada, esperaba impaciente a Luis.

La cándida niña no tenía más goce que aquellas conversaciones tímidas y recatadas, en las cuales hablaba a su corazón inocente y puro, el corazón ardiente, apasionado y altivo de Luis.

Educada casi sin madre, pues la perdió muy niña, su padre, con los cuidados de la corte, no pudo darle todo el cariño y todas esas delicadas atenciones que tanto apetecen los niños y que sólo las madres saben dar.

Así fue que desde que amó a Luis, parecióla que entraba en una nueva vida.

Concentró en aquel amor todos sus goces, todas sus esperanzas y toda su ventura, y vivía contemplando al apuesto paje si le tenía delante, y recordándole siempre cuando estaba ausente.

Sabido esto, fácil es de comprender la impaciencia con que le esperaría.

Largo rato hacía que había despedido a sus dueñas y doncellas, y Luis no hacía la seña convenida.

Sentada en un pesado sitial en el fondo de su cámara, fijaba una mirada anhelante en la ventana que tenía enfrente de sí, escuchando con infinita avidez el más imperceptible rumor que en la calle se percibía.

De repente su semblante se esclareció.

Levantóse precipitadamente, y se dirigió a la ventana.

El débil rumor de unas pisadas que iban adelantándose por la calle con extremada precaución, se había detenido, y un momento después resonó un golpe dado en la celosía de la ventana.

-¡Gracias, madre mía! -exclamó María fijando una mirada resplandeciente de placer en una imagen que se veía sobre un reclinatorio, al extremo opuesto de la cámara.

Abrió recatadamente la ventana, y dijo:

-¡Cuánto habéis tardado, caballero!

-Perdonadme, luz de mis ojos! -repuso Luis con enamorado acento- doliérame en el alma que pudierais pensar que esta tardanza ha sido motivada por mí.

-¡Si supierais, Luis mío, cuánto he sufrido esperándoos!

-El rey ha tenido la culpa.

-¡El rey! ¿y con qué derecho se interpone Su Majestad en nuestros amores? ¿No estásatisfecho acaso con reteneros a su lado la mayor parte del día, sino que también os quiere junto a sí las únicas horas en que podemos hablarnos sin testigos? Paréceme que llegaría a aborrecer al rey, a pesar del afecto y la lealtad tan encarnadas en mi familia, si continuara reteniéndoos como hoy.

-No habléis así, María, porque escuchándoos siento que mi resolución vacila, y debo mantenerla firme por nuestro mismo amor.

-No os comprendo.

-Ya sabéis la inmensa distancia que nos separa.

-Yo no he reparado en ella para amaros -repuso la joven con sencillez.

-Ni yo tampoco reparé en ella cuando dejé que mi corazón volara hacia el vuestro -repuso Luis con acento de tristeza- pero desde que pude reflexionar, desde el momento en que vi el imposible que erais para mí...

-¿Qué pensasteis? -preguntó María estremeciéndose.

-Que era necesario conquistarme una posición para poseeros.

-¡Oh, perdonad! Me habéis hecho sufrir durante un segundo lo que no podéis comprender.

-¡Que os he hecho sufrir!...

-Sí, Luis; temí que me dijerais que nuestro amor era un sueño insensato, y que debíamos olvidarlo.

-¿Temisteis que os dijera que olvidásemos, cuando vuestro amor es mi vida entera? María, no abriguéis jamás semejantes pensamientos. Os amo con un amor capaz de vencer todos los obstáculos que se opongan a su realización. Os di una palabra, y palabra que Luis de Guevara pronuncia, es porque su corazón la afirma.

-Perdonadme, Luis; pero sufro tanto, me veo tan sola, que hay momentos en que dudo de mi misma felicidad, y siento una angustia infinita temiendo perderla del todo.

-Mi tardanza de esta noche me ha hecho ganar mucho para vuestro amor.

-No os entiendo.

-Se ha acortado en gran parte la distancia que nos separa.

-¿Habláis con verdad? -exclamó la niña con infantil alegría.

-Por demás sabéis que jamás empaño mis labios con una mentira -repuso con una ligera entonación de severidad el gallardo paje.

-Perdonad si os ofendí, Luis; no era mi ánimo, creedlo, el inferiros una ofensa.

-Hice mal en mostrarme resentido, y vos sois la que habéis de concederme vuestro perdón. Conociendo como conozco la pureza de vuestra alma, no he debido suponer siquiera que me ofendieseis. ¿Me perdonáis?

La encantadora niña pasó sus diminutos dedos a través de la celosía, y el enamorado Luis, al aproximarlos a sus labios, comprendió que estaba perdonado.

-¿Os dignaréis, ahora, caballero, decirme cómo se ha acortado esta noche la distancia que nos separaba? -preguntó María con una gravedad cómica.

-Figuraos, bella señora, que esta tarde, refiriendo a Su Majestad todo lo que hice para el desempeño de la comisión que me dio para Sierra Morena, después que hube concluido, dijo el rey con la amabilidad que le caracteriza: Bien, don Luis; estoy contento de vos, y como me place premiar los servicios que redundan en beneficio de mis pueblos, sabiendo que habéis alegado algún derecho al señorío y condado de Castro-Nuño, os hago merced de él para vos y vuestros descendientes.

¡Dios bendiga a Su Majestad por el bien que nos ha hecho! -exclamó María.

-Y aquí tenéis ya explicado, mi bella señora, el motivo de mi tardanza. El rey me ha dado un señorío que me permitirá en lo sucesivo sostener mi rango con decencia, dando así mayor campo a mis esperanzas.

-¡Oh, cuanto bien me han hecho vuestras palabras!

-Nuestro porvenir, adorada María, se ha despejado mucho, y espero con impaciencia el día en que pueda pediros a vuestro padre, el noble don Diego Ortiz de Quiñones, sin que se crea herido en su dignidad.

-¿Y no os olvidaréis de mí?

-Hacéisme poca honra, si pensáis así. Os amo y os amaré siempre, y tenedlo muy presente, María; tarde uno, dos o tres años en llegar al puesto que ambiciono, y que ambiciono por vos solamente, tanto cariño os profesaré entonces como ahora. Os juré que trabajaría hasta poseeros: o pereceré en la demanda, o seréis mía.

-Y yo, a mi vez, os juro que seré vuestra, don Luis, o de Dios. Y ahora, ya que en tan buen camino estáis, permaneced fiel a vuestro rey y subid, subid sin temor, que yo os fío que al final de vuestro camino me encontraréis dispuesta.

Poco después el caballero besó, a través de la celosía, la blanca mano de la joven, y se separaba de la reja, murmurando:

-¡Cuánta pureza hay aquí y cuánto cieno en otros lugares! ¡Oh! Ignoro si obro bien o mal en lo que hago, pero la verdad es que únicamente cuando estoy al pie de esta ventana es cuando realmente goza mi alma.

Y sumergiéndose en sus pensamientos, tomó la calle adelante.

Capítulo IV. Quién era doña Catalina de Sandoval

Doña Catalina de Sandoval era la viuda de un pobre hidalgo extremeño, que tuvo la feliz ocurrencia de morirse antes que las liviandades de su esposa le hubieran puesto en el caso de darle muerte, o de recibirla él de mano de alguno de sus amantes.

Encontróse viuda, bella y pobre, y como que apetecía riquezas y lucir su belleza y disfrutar de su viudez, marchóse a la corte, donde pasando revista a los galanes que al poco tiempo la pidieron sus favores, otorgóselos sin reserva alguna al anciano marqués del Alcázar.

Era el marqués de tan antigua nobleza como libertino impenitente, y manteniéndose solterón a pesar de sus cincuenta años, había sabido de tal modo ocultar su liviandad, que el rey, tan rígido en sus costumbres, siguió concediendo al marqués el favor que desde su estancia en Nápoles le había otorgado.

Ambiciosa doña Catalina, bella, discreta y sagaz, supo excitar poderosamente los deseos del marqués, merced a su provocativa hermosura, y a la incontinencia y liviandad de aquél, y con su sagacidad y su astucia le sacó en cambio pingües rentas que a su sabor derrochaba.

Doña Catalina, tan liviana como su anciano amante, no le guardaba la mayor constancia.

Referíanse, aunque en voz baja, diversas aventuras con algunos caballeros de la corte, que probaban con harta verdad que la viuda no era ni podía ser leal en materia de amor.

Luis, apenas puso el pie en la corte, supuso que necesitaba algún asidero poderoso que le sostuviese y alentase en la lucha que iba a intentar.

Dos mujeres podían ofrecérselo únicamente.

Doña Catalina de Sandoval, y la condesa de Santillán.

Ambas eran hermosas, y ambas poseían grandes influencias.

El acceso hasta doña Catalina era muy fácil para un hombre osado y galante como Luis.

El acceso hasta doña Isabel de Zúñiga, esposa del conde de Santillán, aunque un tanto dada a la intriga, de una rigidez y pureza de costumbres extraordinarias, era bastante difícil.

Sin embargo, no desmayó por esto nuestro caballero.

Corría respecto a la condesa, una aventura bastante extraña.

Decíase que estaba casada con el conde de Santillán, más por una cuestión de honra que por amor; fundándose esta aventura en que el conde, algo atrevido, encontrándola una noche con varios amigos en su litera y acompañada de dos escuderos solamente, se había atrevido a cosas que la obligaron a darle su mano; pero jamás su corazón.

Y añadían que desde el día de sus bodas, las puertas de la cámara de la condesa no se habían abierto para el conde, de quien por otra parte era una fiel aliada.

Decíase además que varios caballeros habían intentado en diversas ocasiones aproximarse a doña Isabel más de lo que la etiqueta exigía; pero que la dama había sabido rechazarles y mantenerse a una respetuosa distancia.

Pero esto no pasaban de hablillas de los cortesanos, hablillas que en buen hora podían ser ciertas, mas para las cuales no existía una justificación exacta.

Luis conocía todo esto, y a pesar de lo difícil que era la conquista de una tan noble y tan rebelde dama, la emprendió con toda la astucia de que era capaz.

La protección que parecía dispensar al joven el conde de Lazán le abrieron las puertas de las principales casas de la corte, y si bien a algunas no fue más que las veces que la cortesía exigía, en otras, y la del de Santillán fue una de ellas, fue bastante frecuente.

Joven, atrevido, hermoso y nada vulgar, fijó sus ojos de una manera poderosa en doña Isabel, y la altiva dama no pudo resistir toda la fuerza de aquella mirada.

Luis comprendió que había hecho efecto, y poco a poco pudo convencerse de que adelantaba terreno.

En cuanto a doña Catalina, tiempo hacía que había dado parte en sus liviandades al caballero andaluz.

Tal era el estado en que se hallaban aquellos dos amores de necesidad que se impusiera el joven.

Una vez separado de la casa de doña María, dirigióse Luis, como ya hemos visto, a la que habitaba la bella favorita del marqués del Alcázar.

Una vez delante de ella, no se detuvo ante una ventana, sino que fue a parar a una pequeña puerta que se abría en un tapial que correspondía al edificio, y sacando de su bolsillo una llave, la abrió y desapareció tras ella.

Pocos pasos había dado por el jardín, cuando una dama, que sin duda le aguardaba, se aproximó a él, y le dijo:

-¿Sois vos, señor?

-Sí; condúceme a la habitación de tu señora.

La joven, sirviendo de guía a Luis, encaminóse hacia una escalera que comunicaba con el jardín; subieron por ella; franquearon varias habitaciones, hasta que María, abriendo el tapiz que cubría una puerta, se detuvo, diciendo a Luis:

-Pasad, señor.

El joven se detuvo.

Franqueó la puerta, y al mismo tiempo una mujer de espléndida belleza se arrojó en sus brazos, exclamando:

-¡Por fin habéis llegado!

Luis depositó aquella preciosa carga sobre los mullidos almohadones que circuían la cámara, y se sentó a su lado.

La belleza de doña Catalina pertenecía a un género que nos hemos permitido calificar de espléndida, porque seducía en el conjunto, pero que desagradaba en el detalle.

Alta, y gruesa en proporción, sus hombros, su pecho y cuello estaban perfectamente redondeados.

Su rostro oval, rodeado por anchas trenzas de cabellos rubios, expresaba más bien el lúbrico deseo de la bacante, que el puro amor de la virgen.

Rasgados y grandes sus azules ojos, gruesa la nariz y ligeramente entreabiertas sus ventanillas, un poco grande la boca y no muy delicado el contorno de la barba, formaba, como ya hemos dicho, un conjunto que agradaba y seducía; pero que no podía resistir el severo examen de la forma.

Más a pesar de esto, con la alegría y la sensualidad impresa en aquel semblante, vestida con un lujo deslumbrador y la tenue luz de algunas lámparas artificiosamente colocadas, la hermosura de doña Catalina era espléndida y poderosamente dominadora.

-¿Te impacientabas esperándome? -preguntó Luis a la dama con una inflexión de voz dulce y acariciadora.

-Impaciéntome siempre que no os veo, caballero, porque cuando una dama como yo se entrega a un hombre sin reserva como lo he hecho con vos, es porque le ama, y amándole no se puede vivir sin verle y sin que los celos acaben de arrebatar la calma que semejante amor ha dejado.

-¿Y tú tienes celos, Catalina? -exclamó don Luis un tanto intranquilo por María.

-Feliz tú si no los sientes.

-¿Pero de quién tienes celos? ¿Qué hay en mí que te dé motivo para ello?

-¿Qué hay? ¿Puede haber más que vuestra galantería, caballero? Las damas de la corte tienen las miradas muy indiscretas y las sonrisas muy provocativas, y vos no sois ningún cenobita para que dejéis de apetecer las unas y corresponder a las otras. ¿Sé acaso lo que hacéis cuando estáis apartado de mi lado?

-Ya te lo he dicho, muchas veces; paso en la cámara del rey la mayor parte del tiempo, o hablando con otros caballeros que me conceden su amistad.

-Porque no quiero que estés en la cámara del rey todo el día, he obligado al marqués a que influya con el monarca para que te conceda ese condado de Castro-Nuño que solicitas.

-¿Con qué has sido tú? -preguntó Luis haciendo un imperceptible gesto de disgusto.

-¿Por qué te sorprende?

-Porque ese es un nuevo lazo que me obliga más para tu amor -repuso Luis, atrayendo junto a sí a la joven y besándola en la boca.

-¡Oh, Luis mío! ¡Cuánto te amo!

-¿Con que tú fuiste quien habló al marqués en mi favor?

-No le hablé; se lo mandé -dijo Catalina con orgullo. Cuando se tropieza con un hombre como el marqués, no se debe suplicar, sino exigir.

-Tienes razón; ese marqués disfruta de un gran favor con el rey.

-Pero tú disfrutarás más que él, porque yo te pondré en situación de que le venzas.

-¿Qué estás diciendo? -exclamó Luis, por cuyos ojos pasó un fugitivo relámpago de ambición.

-Que tú subirás tan alto, que pisotearás a esos hombres.

-¿Estás en ti? El marqués del Alcázar no caerá nunca.

-Entonces caerás tú.

-¡Yo!

-Tú, sí; porque el marqués comenzará a sospechar de ti.

-No lo creas: poseyendo tu cariño y el favor del monarca, impórtame poco todo lo que el despecho del marqués pueda hacer. Hay aspiraciones en mi corazón; en mi cabeza se agitan cien ensueños de ambición que a todo trance realizaré, aunque hubieran de costarme la vida.

-¡Oh, no! ¡Morir tú! ¡Jamás! Quiero que subas muy alto, porque estoy segura de que jamás te olvidarás de lo que hice por ti.

-¡Oh, nunca!

-¡Bendito seas, Luis mío! Creo que voy a volverme loca del amor que has hecho nacer en mí.

-La felicidad no produce la locura.

-Pero la producen los celos.

-¡Celos! Ya te he dicho que deseches semejantes ideas; tú reinas sola en mi corazón.

-¡Pluguiera al cielo que fuese así!

-Lo es -repuso el joven con acento en que se advertía una ligera contrariedad.

Doña Catalina hubo de apercibirse de ello, y durante algunos minutos estuvo dándole quejas que el joven caballero trató de desvanecer, y sin duda hubo de conseguirlo, porque cuando se separaron, la dama le dijo con su acento más enamorado:

-¡Ay mi don Luis! ¡Creo que te amo hoy mucho más!

-¿Es eso cierto?

-¿Puedes dudarlo?

-Lo esencial para mí es que quedes convencida de mi amor.

-¡Lo estoy, Luis mío!

-Adiós, pues.

-No, sino hasta la vista.

Un abrazo terminó este diálogo, y los dos amantes se separaron.

Capítulo V. Marido y mujer.-El final de una noche

Don Rodrigo de Cárdenas, conde de Santillán por especiales servicios prestados por uno de sus antecesores al rey don Juan II, era un muy cumplido caballero, valiente y atrevido.

Más soldado que cortesano, era excesivamente brusco y arrebatado; pero bueno en el fondo.

Don Rodrigo se dejó arrebatar algún tanto por la corriente general.

Servía al rey con fidelidad; mas por la noche, y después del toque de ánimas, reunido con otros caballeros se lanzaba a las calles en busca de aventuras, en las cuales se envolvía generalmente más de un escándalo.

Una de las damas que más fama tenían en la corte, y con justicia, era doña Isabel de Zúñiga, hija del conde de Plasencia.

Su hermosura y su reputación sin tacha, la hacían doblemente interesante.

Altiva y poderosa, no había sentido jamás su pecho el amor, tal vez porque en la corte no había encontrado un corazón como el suyo.

Don Rodrigo la habló de amores, y doña Isabel no le escuchó.

El conde no volvió a dirigirla una sola palabra referente a su pasión; mas no olvidó por eso el desaire de que había sido objeto.

Una noche, más embriagados que de costumbre los caballeros a quienes acompañaba el conde en sus excursiones nocturnas, habían ya apaleado a algunos villanos y hecho correr a varias rondas, cuando apercibieron una litera escoltada por dos escuderos con antorchas, y conducida por dos robustos jayanes.

Dirigiéronse a ella nuestros libertinos, y el de Santillán exclamó:

-Juro por mi ánima, que siendo esta la única aventura que se nos presenta revestida de algún encanto esta noche, he de dar un beso a la dama que vaya en la litera.

-¿Y si es un caballero? -preguntaron algunos.

-Le invitaré muy cortésmente a que salga de su incómodo albergue, y me haga la honra de cruzar su espada con la mía.

-¿Y si por acaso fuese en la litera una vieja?

-Vieja o joven, mis labios se pondrán en su rostro.

Y los jóvenes, entre risas y algazara rodearon la litera; separaron a los escuderos, y el de Santillán abrió la puerta, aproximó la antorcha que cogió de uno de los escuderos, y al ver a la persona que iba dentro, exclamó:

-¡Doña Isabel!

Pero recordando su oferta, antes que la dama pudiera impedirlo, le dió un beso en la boca, diciendo:

-Lo había prometido, y un Santillán no falta jamás a su palabra.

Doña Isabel quedó petrificada por la cólera que sentía.

El ultraje había sido terrible.

Los caballeros, incluso el conde, ya no reían.

La dama, reponiéndose algún tanto, y dando a su semblante una expresión de orgullo y altivez infinitos, dijo a don Rodrigo:

-Caballero, acabáis de cometer una infamia y sois un miserable; pero como a doña Isabel de Zúñiga no puede ponerle los labios en el rostro más que su esposo, pedid mañana mi mano. En cuanto a vosotros, señores, os habéis hecho cómplices del conde y debía despreciaros. Pero os perdono. Ahora, escoltadme hasta mi casa.

Ninguno se atrevió a pronunciar una sola frase.

Mudos y avergonzados siguieron la litera, y al día siguiente el conde de Santillán pidió la mano de doña Isabel que le fue concedida.

Sin embargo, la dama no perdonó al conde jamás.

Llevó su nombre, pero no le entregó su corazón ni le dejó traspasar una noche los umbrales de su cámara.

En las apariencias, eran un matrimonio que se amaban y se estimaban por lo que verdaderamente valían.

Dentro de su casa, los dos cónyuges ocupaban habitaciones distintas.

Don Rodrigo comprendió la grave falta que había cometido, y tomó como una expiación de ella su castigo.

Conocía la clase de mujer que tenía, y dormía tranquilo y confiado por su honor, aunque disgustado y triste por su amor.

Pero pasaron los años, y el conde, hombre al fin y hombre de aquella época, buscó los placeres y encontró en ellos lo que en su casa no tenía.

Doña Isabel nada le dijo, y continuó como hasta entonces siempre en el corazón de todas las intrigas cortesanas, ayudando a medrar a su esposo.

Tales eran los dos personajes con quienes, y especialmente con doña Isabel, debemos hacer un conocimiento muy íntimo en el decurso de esta obra.

Sentada en un riquísimo estrado en el fondo de una cámara adornada con todo el lujo de la época, la condesa de Santillán apoya su frente espaciosa y admirablemente modelada, en una mano mórbida y pequeña como la de un niño.

Doña Isabel de Zúñiga frisaba apenas con los veinticuatro años; pero sus facciones tenían esa frescura y limpieza, por decirlo así, que caracterizan el rostro de una virgen.

Ligeramente moreno su rostro, destacábanse de él dos ojos negros, grandes, rasgados, ardientes y expresivos, a los que daban sombra sus espesas y largas pestañas.

Primorosamente arqueadas sus cejas, servían de base a una frente ancha y pensadora; sus sonrosados labios dejaban escapar un aliento perfumado y abrasador, que correspondía al suave movimiento de su alto y abultado seno.

Gentil, majestuoso y altivo su continente, imponía y enamoraba a la vez.

En el momento que la presentamos a nuestros lectores, con los ojos medio velados por sus luengas pestañas, y la frente apoyada sobre su mano, abstraída y abandonada, era una representación exacta de la estatua de la meditación.

Largo tiempo se pasó así, hasta que abriéndose de repente la puerta de la cámara, anunció un paje:

-¡El noble señor don Luis de Guevara!

Al escuchar este nombre, alzó la cabeza la dama, y sus mejillas se colorearon ligeramente.

Sin embargo, al aparecer el joven, el semblante de doña Isabel había recobrado su habitual expresión.

Saludó con afabilidad a Luis, y obligóle a que tomara asiento en el estrado.

-Pláceme en gran manera -dijo después de haber cambiado esas primeras frases de cortesía que en todas las épocas se han dicho al saludarse dos personas- que el monarca haya hecho justicia a vuestra casa, dándoos el señorío de Castro-Nuño.

-¿Con que lo sabíais ya? -dijo Luis con un ligero acento de disgusto.

-¿Os desagrada acaso?

-Desagrádame no haber sido yo el primero en daros semejante noticia.

-No hace mucho que el maestre de Calatrava me lo participó.

-Parece que esa gente se ha propuesto ser mi trompeta de la fama -repuso el joven acreciendo su disgusto.

-Demostráis no quererles muy bien -dijo doña Isabel, fijando una mirada escrutadora en el semblante de Luis.

-¿A qué había de negároslo? Vos sois la única persona que en la corte me inspira confianza y amor; ¿por qué he de callarlo? Con vos hablo con más libertad, si cabe, que hablaría con mi padre, y no quiero ocultaros nada. El conde de Aranda me inspira, no miedo, porque no lo he sentido nunca, pero sí una especie de terror que no puedo definir ni contrarrestar. Su esposa me causa aversión, porque no puedo concebir cómo un ser tan delicado, cuya misión es la de producir el bien, se mezcle en palaciegas intrigas que muchas veces suelen tener sangrientos desenlaces, y el amigo de ambos, el opulento marqués de Riveiro, me inspira repulsión, asco, aborrecimiento, porque es un ambicioso y un miserable que se ha atrevido hasta... hasta vos, y...

-¿Quién os lo ha dicho? -preguntó vivamente la condesa.

-En la corte, señora, todo se sabe. Si algo me faltaba para aborrecerle, era ese atrevimiento respecto a vos, y deseo que llegue el día en que pueda encontrarle de frente para cruzarle el rostro con mi acero, por villano y mal nacido.

-¡Oh, no, vos no haréis eso!-exclamó doña Isabel con espanto, cogiendo inadvertidamente las manos de Guevara.

-¡Señora! -exclamó el joven, que acababa de adivinar en las palabras de la dama algo de lo que pasaba en su corazón.

Doña Isabel comprendió que se había dejado llevar más de lo justo por sus sentimientos, y ruborosa y avergonzada soltó las manos del caballero.

Sorprendido éste, murmuró con doliente acento:

-Habéis hecho bien, doña Isabel; ¿quién soy yo para que me mostréis sentimiento de ninguna clase? Y sin embargo, yo os amo, bien lo sabéis; os amo con el primer amor de un niño, con toda la pureza que vos merecéis. ¡Oh, si yo provocase al maestre y buscase en su acero la muerte, ya que en la vida no encuentro la ventura que soñé!

Mientras estuvo hablando Guevara, advertíase en doña Isabel una agitación y una inquietud extraordinarias.

Sus labios se entreabrieron para interrumpirle; pero las palabras espiraron en su garganta.

Una lágrima tembló entre sus párpados, y cuando concluyó el joven, le dijo:

-Me habéis hecho daño hablando así; pero os perdono.

-Mayor me le hacéis a mí con vuestros desdenes.

-Si os he dicho que no entabléis una lucha con el maestro, ¿por qué creéis que lo habré dicho?

-Porque teméis que la corte pueda descubrir mi secreto, y este secreto se refiere a vos.

-¿Es decir que me juzgáis egoísta?

-No precisamente egoísta, pero sí celosa de vuestra honra.

-He ahí lo que sois los hombres -dijo doña Isabel con tristeza- os creéis conocer el corazón de las mujeres, a quienes decís que amáis, y os equivocáis de una manera lastimosa.

-¿Que me equivoco decís? Si no es por vuestro egoísmo será por ese hombre a quien detesto, por quien tratáis de evitar mi encuentro.

-Oyéndoos creo que os complacéis en martirizarme.

-Escuchadme doña Isabel, y comprenderéis quién puede sentir más martirio de los dos. Dotóme la naturaleza con corazón de gigante, pero con fuerzas de enano. Mi posición, vos la conocéis, era muy desgraciada. Noble como el primer noble castellano, mi padre no poseía más que la modesta casa situada en Úbeda, casa que vendió para que yo viniese a la corte. He tenido desde muy niño sueños de ambición; pero que al despertar me encontraba con una realidad de miseria que me aterraba. Lejos de las intrigas y de la corrupción de la corte, mi corazón ha ido formándose, nutriéndose con la amargura que mi suerte me causaba. El día que se me presentó ocasión de venir al lado del monarca, fui traído por la ambición de un hombre para que le sirviese de instrumento. Conocedor de mi posición hace mucho tiempo, no me engaño al juzgarla como lo hago, y podéis creerme que me contrista sobremanera el haber de confesároslo. Yo no había nacido para ser juguete de un grande, por más que éste fuera el príncipe de Esquilache, y hoy veo que lo soy y que no puedo todavía romper la cadena que me sujeta. Os vi, señora, y mi corazón de niño, mi corazón que acaba de perder la ilusión de la amistad y del desinterés, mi corazón que estaba rebosando amargura y dolor voló hacia vos como el ave vuela al nido donde encuentra el reposo y la quietud; vos erais para mí el cielo de la paz y de la ventura, donde podía templar el duelo que las pasiones de los hombres podrían causarme sobre la tierra. Os amé y os lo dije, porque yo no he aprendido todavía a dominar mis impresiones; me rechazasteis con indulgencia, debo confesarlo, pero me rechazasteis. Yo no era en vuestras manos y en las de vuestro esposo más que un juguete que también podíais utilizar para conocer los secretos del favorito. Yo he comprendido esto, y a pesar de la amarga pena que semejante descubrimiento me ha causado, a pesar de saber que no me amabais, no he dejado un día de venir a veros, de escuchar vuestras frases de cariño a otro hombre, de ver los esfuerzos y las combinaciones que hacéis para aumentar su poderío; y yo padezco y vengo a padecer cada día. Yo os amo y os amaré siempre, porque hay en vos algo de eso que liga para siempre dos existencias, y la mía se ha unido a la vuestra para siempre. Comprendo que vos no me amaréis jamás, y apetezco morir porque de ese modo cesaré de molestaros con quejas importunas.

Siguiéronse algunos momentos de silencio a las palabras de Guevara.

Doña Isabel estaba agitada y palpitante de una manera que en vano trataba de disimular.

De repente miró al joven, y pareció tomar una resolución desesperada.

Levantóse de su asiento, y se dirigió a la puerta del aposento.

Miró si alguien podía escucharla, y volviendo al lado de Guevara, le dijo con voz trémula y ardiente:

-¡Guevara! Miradme bien y contestadme.

-¿Qué queréis decir? -preguntó el joven alentando apenas.

-Que me habéis desconocido, y me habéis hecho sufrir mucho.

-¡Explicaos por piedad!

-¿No comprendéis que os amo hace ya mucho tiempo, y que he tratado en cuanto he podido de vencer este amor?

A semejante manifestación, a la expresión de aquellos ojos en los cuales parecía que se reflejaba todo su inmenso amor, Guevara palideció de una manera intensa.

Amaba a doña Isabel, según la había dicho.

Pero este amor era distinto del que sentía por María.

Los dos eran grandes, poderosos, avasalladores; pero totalmente diferentes.

Porque en Guevara, encerrados en un mismo cuerpo, había dos seres.

El uno, espiritual, pero candoroso, entusiasta y sencillo, que amaba todo lo tierno, todo lo ingenuo, todo lo virtuoso que encontraba en el mundo.

El otro ardiente, ambicioso, audaz y altivo que amaba todo lo grande, todo lo atrevido, todo lo imposible, y que le hacía arrostrarlo todo para llegar al fin que se proponía.

Estos dos seres sostenían en su cuerpo una lucha perenne.

Amaba a María porque sintetizaba lo cándido, lo puro, lo espiritual y lo tímido, que formaba uno de sus bellos ideales.

Amaba a doña Isabel porque personificaba la audacia, el orgullo, la ambición y lo imposible, que formaba el otro.

Al lado de la una, la hablaba con sinceridad.

Al lado de la otra, la decía igualmente lo que su corazón sentía.

La condesa de Santillán no estaba en situación de poder apreciar verdaderamente el organismo de aquel pecho, donde cogían a la vez dos amores inmensamente grandes e interesantemente verdaderos.

Mientras se vio asediada por los galantes y atrevidos caballeros de la corte, supo tenerles a raya y defenderse, porque a la pureza de su alma ofendía tal vez la actitud de aquellos personajes.

Para todos fue lo mismo; mas para Guevara, para aquel corazón noble, puro y desinteresado no pudo tener resistencia alguna.

Estaba constantemente apercibida contra la corrupción y las pasiones vergonzosas; mas para el verdadero cariño no lo estaba, y la venció desde el primer momento.

Y cuando se apercibió de ello, luchó valerosamente; pero era una lucha desigual, y debía sucumbir.

Su amor, encerrado durante tantos años; su amor nutrido, por decirlo así, con tantas ardientes pasiones como habían vibrado en su pecho por un largo espacio de tiempo; para ahogar este inmenso amor y que no se dejase burlar por algún galante caballero, debía por precisión ser infinito, ardiente y abrasador.

La mirada serena siempre, descendía hasta el fondo de su pecho, y se estremecía al comprender todo lo grande del amor que por Guevara sentía.

-Y por esto luchaba y por esto sufría.

Conocido ya el estado moral de la dama, fácilmente puede comprenderse lo que padecería escuchando hablar al joven.

Fue necesario que éste tratara de egoísmo el interés que hacia él sentía, para que, olvidándolo, rompiese el manto de hielo en que por tanto tiempo se había envuelto, para mostrarle lo apasionado y abrasador que era su cariño.

Y efectivamente, tanto vio Guevara, tal satisfacción debió causarle aquel inmenso veneno de amor, que llevándose entrambas manos al pecho, murmuró:

-¡Dios mío, parece que la felicidad hace daño también!

Doña Isabel comprendía esto perfectamente, porque, en aquel instante en que aspiraba con delicia la franca manifestación del amor del joven, y en que se la mostraba desnudo, todo el corazón puro y apasionado que poseía, sentíase desfallecer de ventura.

Guevara buscó con sus ojos los de la condesa.

Brilló en estos un rayo de tan ardiente pasión; fue tan vívida, tan inmensamente enamorada su mirada, que embebió en ella la del joven; atrájole junto a sí; le reveló en aquel mudo lenguaje un mundo de cariño y de sensaciones, y por un movimiento espontáneo, sus labios se encontraron trocando su primer beso de amor, beso que envolvía cien elocuentes protestas.

Largo tiempo permanecieron en aquella muda contemplación.

Por fin Guevara rompió el silencio, diciendo:

-¡Gracias Isabel, gracias, porque me habéis hecho el más feliz de los hombres!

-¿Y no soy yo acaso la más feliz de las mujeres? -repuso la dama envolviendo a su amante en una mirada abrasadora, saturada, si esta frase se nos permite, de todos los perfumes que encerraba su pecho.

-Pero de repente, como si una idea terrible se ocurriese a su imaginación, rompió a llorar, exclamando:

-¿Y lo seré mucho tiempo?

-¡Siempre! -contestó Guevara con acento de profunda convicción.

-¡Ay! No aseguréis lo que no sabéis si podréis cumplir. En la corte hay mujeres más hermosas, más audaces y más provocativas, y vos también sois audaz, atrevido y hermoso. Pero esas mujeres, Guevara mío, no os amarán lo que yo os amo; esas mujeres serán vuestras amantes de un día, para atraeros a su bando, porque de todo se hace un arma, hasta de la pasión más santa. No me hagáis que llore de celos cuando yo no quiero llorar más que de felicidad.

-¡Os lo juro, Isabel! -contestó el joven completamente fascinado.

-Ahora prometedme que no provocaréis lance alguno con el marqués.

-Si le aborrezco...

-Aborrecedle en buen hora, pero no luchéis con él. Tiempo tendréis para luchar y vencerle. Subid muy alto, porque yo os fío que subiréis, y cuando estéis en esa altura, yo seré la primera que os diré: herid; pero hoy sería exponeros a una muerte cierta.

-Pero, ¿llegará ese caso?

-Sí. Educada en medio de la corte, he aprendido a conocer las personas, y sé que llegaréis al fin que os habéis propuesto.

-Ya sé que tenéis fama de discreta, y vuestros elogios siempre están en los labios, lo mismo de Floridablanca que de Aranda.

-Me elogian porque me temen -contestó sonriendo doña Isabel.- Creedme, Guevara; disimulad hoy para castigar mañana.

-¿Pero me amaréis vos? -preguntó con acento cuidadoso el joven.

-¿Y me lo preguntáis, cuando durante tantos años he guardado todo mi amor para entregárosle hoy? Por Dios, que sois muy desconfiado, señor Guevara, si dudáis así.

-Tenía ya tal convencimiento de ser desgraciado toda mi vida, que la misma felicidad que disfruto me inspira esa duda.

-Tened fe en mi amor, y no abuséis de él.

-¡Os adoro, Isabel!

-Adoradme en buen hora, porque yo comprendo que no podría vivir sin vuestro amor, y retiraos ya. Si me amáis, debéis velar por mi honra.

-Tenéis razón, señora; la estimo en tanto como la mía.

-Estimándola así, bien la sabréis guardar. Quiera Dios que algún día no os olvidéis de ella.

-Confúndame el cielo con su justa cólera si llego a cometer tal perjurio.

-Idos, Guevara, idos, y dejadme que saboree a solas la dicha que disfruto.

-¡Adiós, Isabel mía! -repuso el joven aproximando a sus ardientes labios la temblorosa mano de la dama.

-Id en paz, mi señor y único dueño de mi alma.

Y el joven, aturdido por el mundo de ventura que entreveía con el amor de la hermosa condesa de Santillán, se lanzó fuera de la cámara y poco después del edificio.

Capítulo VI. Qué era lo que acontecía a no muy larga distancia de la casa de doña Isabel de Zúñiga, mientras don Luis de Guevara se encontraba en ella

Próximamente serían las diez de la noche, cuando dos damas, o al menos tal lo parecían por los largos mantos en que iban envueltas, caminando con dirección a la plaza de las Vistillas, iban apretando el paso conforme avanzaba la noche, y los barrios que cruzaban iban siendo más solitarios.

A despecho de las pragmáticas y disposiciones del buen rey don Carlos III, el alumbrado dejaba mucho que desear; y entre alguna pedrada furtiva y la escasez y la economía con que se empleaba el aceite en las candilejas, la verdad era que las calles estaban poco menos que en tinieblas.

Y si había algún farol que alumbrase bien, sólo servía para hacer más densa la oscuridad que fuera de su radio existía.

Las dos damas procuraban evitar cuidadosamente arrimarse a las paredes de las casas, para evitarse el tropezar con algún galán que departiese recatadamente con alguna linda doncella al pie de una reja, o con algún bandido audaz que se atreviese a sorprenderlas.

Rato hacía, porque las damas venían de muy lejos sin duda, que estaban sintiendo lejos de sí rumor de pisadas que había hecho que una de ellas dijese a su compañera, en voz baja:

-¿Oyes, Dolores? Parece que nos siguen.

-Ya lo he advertido, señora; y aun volviendo la cabeza con toda la discreción posible, paréceme que es un caballero quien viene detrás de nosotras, pues a la luz de un farol he visto relucir la empuñadura de su espada.

-Pues apretemos el paso.

Y las damas corrían más bien que andaban, y el caballero hacía lo propio, aproximándose en algunos momentos de tal manera, que pudo cruzar algunas palabras que fueron constantemente mal recibidas.

De este modo fueron cruzando calles y callejuelas de aquel antiguo Madrid, del cual todavía nos quedan algunos recuerdos, precisamente en los mismos barrios de que vamos hablando.

Las encubiertas vacilaron durante algunos segundos al llegar a la calle de D. Pedro, cambiando algunas palabras, las cuales expresaban su contrariedad por la extraña obstinación de su perseguidor. Después, y viendo que éste se había detenido también, demostrando con esto que estaba resuelto a saber dónde vivían, adoptaron una resolución extrema, y tomando la calle adelante, se metieron por una callejuela, a fin de salir a la del Humilladero.

-Ahora que estamos ya en sitio más solitario, donde no debéis temer a los importunos, ¿por qué no os descubrís el rostro? -dijo el caballero aproximándose resueltamente a las encubiertas.

-Ya os he dicho, caballero, que es muy cansado vuestro tema -repuso la que habló con Dolores.

-Y yo, señora, os repito que os acompañaré hasta donde vayáis.

-Es que me interesa el ir sola.

-Y a mí el acompañaros.

-Pero eso es una imprudencia.

-¿Y quién puede ser prudente después de haberos visto?

-Si lo que de galante tenéis, lo tuvierais de complaciente...

-¿Qué, señora mía?

-Nos dejaríais seguir nuestro camino.

-Si casualmente lleváis el mismo que yo!...

-Está visto; os habéis empeñado...

-En saber donde vivís.

-Importuno estáis por demás.

-Siento mereceros tal opinión.

Las damas callaron y siguieron su camino.

Cubiertas extraordinariamente con sus mantos, parecía que tanto ellas como el caballero que las perseguía, tenían un especial cuidado en que nadie les conociera.

Si ellas se cubrían con sus mantos, él se tapaba el rostro con el embozo de su capa.

Unos y otros penetraron en la calle del Humilladero.

Y los tres llegaron a la plaza de San Francisco el Grande. Eran cerca de las diez y media de la noche.

Apenas habían desaparecido nuestros personajes tras el ángulo de la iglesia, dirigiéndose a la plaza de las Vistillas, presentáronse en la esquina tres hombres que miraron a todos, y se detuvieron exclamando:

-¿Por dónde se habrá ido?

-¿Se nos escapará esta noche también? -añadió uno.

-No; es de todo punto necesario que muera -dijo otro.- Ya sabéis que el conde ha dicho que si mañana no está muerto, nuestras cabezas corren peligro, y el conde casi nunca amenaza en balde.

-¡Chist!... -dijo el tercero señalando a la iglesia. -Mirad; por allí va.

-Él es, justamente; pues bien, ánimo, y puñal en mano: vamos a librar al pueblo de ese hombre que es su enemigo.

-O al conde de un hombre que le hace sombra.

-Lo mismo es; para nosotros...

-Mientras nos paguen...

-Lo mismo nos da uno que otro; los tiempos andan muy malos, y es preciso que uno se agencie como pueda.

Y dichas estas palabras, los tres honrados asesinos se dieron a perseguir a su víctima.

Entretanto, las dos damas, también habían cruzado algunas palabras en voz casi imperceptible.

-¿Qué dirá la condesa al ver que tardamos tanto?... -decía la que conocemos bajo el nombre de Dolores.

-Se habrá puesto furiosa; pero cuando sepa los motivos...

-Nos disculpará.

-Ya sabes que la Isabel no tiene más que el primer pronto; en seguida se le pasa...

-Dígalo sino el conde.

-¡Chist!... Calla, Dolores -dijo la dama- nos vienen siguiendo, y hay cosas que no se deben decir tan alto.

-Y ambas, rebozándose más en sus mantos, siguieron su camino más de prisa.

A todo esto, ya habían salido a la plaza de las Vistillas, y se iban acercando al palacio del conde de Santillán.

El caballero seguía detrás de ellas, y a su vez era seguido por los tres asesinos.

De pronto se oyó una voz a sus espaldas que dijo: «Ahora», y los tres rufianes se lanzaron sobre el desconocido.

Éste no tuvo tiempo más que para volverse, tirar de su espada y prepararse a vender cara su vida.

Pero la suerte dispuso las cosas de otro modo.

Tras de los asesinos apareció un hombre con el traje de la gente del pueblo, y blandiendo un enorme bastón, empezó a descargar recios golpes sobre las tres espaldas que tenía a su frente.

-¡Ánimo, señor, descargad sin miedo sobre esa canalla! -dijo el recién llegado al acometido.

Éste no se hizo repetir semejantes palabras, y momentos después los asesinos huían a la desbandada, dejando tres regueros de sangre, señal evidente de que iban bien escarmentados.

Los dos desconocidos quedaron solos.

El primero miró a todas partes buscando a sus damas; pero estas se habían aprovechado de aquel incidente, y desaparecieron.

El desorientado galán se dirigió entonces al que tan generosamente le había favorecido, y dijo:

-Os doy gracias, amigo mío. Contad con mi protección que creo que vale algo en la corte.

-En cuanto a lo primero -contestó el desconocido- hace mucho tiempo que os aborrezco con toda mi alma; y en cuanto a lo segundo, me es completamente innecesaria vuestra protección.

El caballero que había seguido a las damas, se quedó asombrado.

El desconocido continuó:

-¿No me conocéis acaso? ¿Los tres años que han transcurrido os han hecho olvidar mi acento?

-Recuerdo así, muy confusamente, que os he escuchado otra vez; pero no se dónde.

-Yo ayudaré vuestra memoria, señor vizconde. Hace tres años amabais o fingíais amar a una pobre niña, que vivía en la calle de San Miguel.

-¡Luisa!... -murmuró.

-Justamente, Luisa; ella os creyó, os adoraba con toda la vehemencia de su corazón: ¿y ahora os acordáis de lo que os aconteció una noche al salir de su casa?

-Sí -contestó el interpelado con voz sorda.

-Voy a repetíroslo, pues, porque es necesario para la escena que ha de seguirse. Luisa era huérfana, no tenía en el mundo más que un pobre huérfano también, a quien su madre moribunda la había confiado. Éste la adoraba y la hubiera hecho su mujer; pero os presentasteis vos, ocultando vuestra posición y vuestro nombre; ella inocente os entregó su cariño, y el pobre huérfano ahogó su amor con tal de que ella fuese dichosa: ¿y lo ha sido acaso? -preguntó con voz colérica el desconocido.- ¡Eso es lo que hacéis siempre los señores con las hijas del pueblo! Creéis que os pertenecen de derecho, y después que les arrebatéis la flor de su pureza, las pisoteáis sin compasión.

-¡Calla, Antonio! -dijo débilmente el caballero.

-Yo no soy Antonio; soy el vengador de Luisa. Hace tres años nadie os conocía mejor que yo; es verdad que yo os contemplaba sin pasión, y conocía todo lo bajo y asqueroso que ocultaban los pliegues de vuestro corazón. Me parece que no habéis olvidado lo que os dije en aquella noche que os esperé a la salida de la casa de Luisa; decid, ¿os acordáis?

-Sí.

-¿Y cómo cumplisteis aquel juramento? Yo no os exigí más que la amaseis como ella os amaba; añadiendo que el día que Luisa vertiese la primera lágrima por vos, era el último día de vuestra vida. Me prometisteis cuanto quise, y al día siguiente contasteis nuestra conversación a vuestra amada.

-Pero -dijo el vizconde como queriéndose evadir de aquel importuno.

Éste continuó:

-Dejadme hablar, no penséis en escaparos sin oírme; he callado durante mucho tiempo, y tengo necesidad de que me escuchéis. Al saber Luisa lo que entre nosotros había pasado, temió por vuestra vida, y de una manera, la más delicada posible, hizo que me alejara de su casa. Así lo hice, y durante estos tres años os he seguido paso a paso en toda vuestra carrera amorosa y política. Ínterin Luisa ha ignorado todo y vos habéis seguido cumpliendo como debíais, nada os he dicho.

-¡Acabaremos de una vez! -gritó el vizconde haciendo un esfuerzo- ¿Qué es lo que deseas? ¿Quieres oro?

-¡Oro! -dijo el desconocido con amargo desdén- ¿De qué me serviría el oro?... Os cansó Luisa, y la dejasteis sola con su deshonra; se presentó en vuestra casa a pedir pan para su hijo, y la rechazasteis brutalmente... ¡Y aún me ofrecéis oro a mí! ¡A mí, a quien vuestra vida parece poco para lavar el daño que me habéis hecho!

-¿Qué quieres decir?

-Que he venido a mataros -contestó Antonio con una calma terrible.

-¡A matarme!

-Sí; os anuncié que la primera lágrima de Luisa era vuestra sentencia de muerte.

-Entonces ¿por qué me has salvado la vida de los asesinos que querían arrebatármela?

-Porque quería ser yo quien tuviese esa dicha.

-Luego ¿tan decidido estás?

-Sí; y ya que sabéis todos los motivos y mis deseos, creo que ahorraremos palabras inútiles, y lucharemos hasta que uno de los dos quede en el sitio.

La plaza de Oriente no era entonces lo que es hoy.

Ni jardines, ni las casas que constituyen hoy la manzana del teatro Real, se veían aún.

Escombros, casuchas de mal aspecto y medio ruinosas era lo único que se miraba por aquellos alrededores.

El sitio solitario y sombrío, el alumbrado pobre y mezquino, y la noche oscura y lluviosa, todo era a propósito para lances como el de que nos ocupamos.

El conde vacilaba todavía.

El joven sacó una espada del bastón que le había servido para castigar a sus asesinos, y dirigiéndose a su adversario, le dijo:

-Poneos en guardia, porque os aviso que aunque tenga que cruzaros el rostro para obligaros a batiros, lo haré.

-¡Oh, nunca, miserable! -gritó el vizconde a quien este insulto llenó de furor.

Las espadas se cruzaron, y durante algunos momentos no se oyó más que la agitada respiración de los combatientes, y el choque estridente del acero contra el acero.

Después se escuchó un ¡ay! lastimero, y tras este el rumor que produce la caída de un cuerpo.

En seguida el que había quedado en pie, contempló algunos momentos al caído, y exclamó con acento indefinible:

-¡Dios te haya perdonado todo el daño que has hecho!

Casi al mismo tiempo un alcalde de casa y corte, seguido de su cohorte de corchetes, desembocó por la calle de D. Pedro, y se dirigió hacia el sitio del combate.

Capítulo VII. El extraño encuentro que tuvo el caballero don Luis al salir de casa de doña Isabel de Zúñiga

Preocupado caminaba nuestro enamorado don Luis, cuando de pronto parecióle distinguir a lo lejos los faroles de la ronda, y a poco vio un alguacil que se separaba del grupo que había llamado su atención, echando a correr por una de las calles transversales.

-¿Qué desgracia habrá ocurrido -exclamó- cuando tanto corre el corchete y el alcalde de casa y corte? Parece que con su ronda tiene atalayada toda la plazuela.

Esta pregunta que Luis acababa de formular, tenía su explicación en que dos o tres alguaciles habíanse separado del grupo, y dirigiendo sus linternas en opuestas direcciones, parecían explorar todo el terreno hasta donde llegaba la luz que despedían.

De pronto el joven escuchó una voz que gritaba:

-¡Alto!

-¡Alto! ¿a quién? -preguntó el caballero comprendiendo que a él se dirigía la intimación.

-A la ronda -contestó el mismo alguacil que antes le obligara a detenerse.

-¿Y qué quiere de mí la ronda?

-Téngase quedo y no tardará en saberlo.

Luis, que sabía respetar a la autoridad, y sobre todo que conocía perfectamente lo severo que Carlos III se mostraba con los que la desobedecían, detúvose y dejó que se aproximara el alcalde de casa y corte don Leoncio Pérez de Quintana seguido de dos alguaciles.

Tan luego como las linternas de éstos dieron de lleno sobre el rostro de don Luis de Guevara, el alcalde reconociéndole exclamó:

-¿Sois vos, señor don Luis?

-Sí, por cierto, y extráñame sobremanera que me hayáis detenido, señor don Leoncio.

-Perdonad, pero acaba de ocurrir un lance que me tiene profundamente disgustado.

-¿Lance decís?

-Y desagradable por cierto.

-Contad, si os place, señor alcalde, o si podéis hacerlo.

-Responded primero a lo que voy a tener la honra de preguntaros.

-¡Hola! ¿De interrogatorio se trata?

-Pero interrogatorio de amigo, ya que con vuestra amistad me honráis, señor don Luis.

-Preguntad.

-¿Ha mucho que andáis por estos sitios?

-Llegué sin duda cuando vos llegabais, porque al dar vista a la plazuela, vi las linternas de vuestros alguaciles.

-¿Y no habéis oído choque de espadas ni alguna voz que os revelase el calor de una pelea?

-No por cierto. ¿Es decir que se trata de un desafío?

-Se trata de una desgracia que estoy seguro de que os ha de afectar.

-¡A mí!

-Si tal, porque es vuestro amigo la persona de quien se trata.

-¡Mi amigo! Vamos, señor alcalde, vamos a ver quién es.

Y Luis dio algunos pasos.

-Mañana, Su Majestad -decía el alcalde- nos reprenderá severamente, ¡como si nosotros pudiéramos evitar lances de esta especie!

-¿Pero quién ha sido el muerto?

-Presumo que no está muerto, porque me ha parecido que todavía respiraba.

-¿Pero quién es?

-Vuestro amigo, el vizconde de Lazán.

-¡El vizconde!

-Vedle.

Y el alcalde separó a los otros tres corchetes, que se habían quedado custodiando el inanimado cuerpo de Carlos, que así sabemos se llamaba el joven.

-¿Y qué habéis hecho, señor alcalde, desde que habéis encontrado el cuerpo de mi pobre amigo?

-Todo cuanto era posible hacer en semejantes casos. Mandar en busca de una litera y avisar al vecino convento, a fin de poder transportar al herido para que le presten los primeros cuidados, mientras se da parte a la familia.

-Pero, ¿no habéis podido descubrir el adversario del vizconde?

-¿También sois vos de los que creéis que quien hace tales cosas se queda sin más ni más, aguardando a que la justicia le pueda echar el guante?

-Presumo que para esto habrá habido combate; que el combate produce ruido; que el ruido llama la atención de quien lo escucha, y que no es la hora tan avanzada ni tan solitario el barrio, que no haya alguna buena comadre curiosa como la mayoría de las hijas de Eva, que no se haya asomado al ruido de los aceros; que tal vez haya escuchado alguna palabra que pueda daros luz sobre este hecho misterioso.

El alcalde no pudo menos de comprender que había un gran fondo de verdad en lo que el joven acababa de decir.

Sin embargo, con esa especie de intransigencia y esa presunción que suele dar la edad, no quería confesar que Luis tenía razón.

-Ha mucho tiempo, señor don Luis, que la ronda de Pan y huevos y los hermanos del Pecado mortal han pasado por aquí, y bien sabéis que para los barrios extremos de la villa y corte, esta es la señal para que los vecinos honrados se recojan.

-Eso quiere decir -repuso sonriéndose Luis- que nosotros, los trasnochadores, no pertenecemos quizás a ese número de vecinos honrados de quienes acabáis de hablar.

-Líbreme el cielo ni de decir semejante cosa ni de pensarlo siquiera; que precisamente don Luis de Guevara es uno de los caballeros más cumplidos y de mejores costumbres de la corte.

-Gracias os doy, señor alcalde, por el buen concepto que os merezco; mas mucho me temo que tan buena opinión sea hija únicamente de vuestra extremada galantería.

-No por cierto; que distintas veces y aun ante muy nobles señores de la corte hube de manifestarla así.

-Forzosamente me obligaréis a que os crea.

En este momento llegó el alguacil encargado de avisar en el convento de San Francisco, y a poco algunos legos condujeron una litera, en la cual depositaron el cuerpo del vizconde, y lo llevaron al convento.

-Ahora, señor alcalde, si lo creéis conveniente, podré llegar a la casa del vizconde y participar a su familia la desagradable nueva.

-Hacéisme sobrado favor en ello para que yo rehuso; precisamente es la misión más penosa que tiene el cargo que desempeño.

-Lo creo. Pues siendo así, si me dais licencia, me separaré de vos para pasar a la casa del señor conde de Lazán.

-Id en buen hora, don Luis, y os suplico que si mañana en la cámara del rey se censura la falta de vigilancia de las rondas para evitar lances de esta especie, toméis mi defensa, toda vez que ningún caballero que se va a batir viene antes a participárnoslo.

-Descansad, señor alcalde; y a mi vez he de suplicaros también que si en alguna ocasión llegarais a tropezar con los Caballeros del Amor, no hagáis alto en sus locuras, que nada de perjudicial tienen para las buenas costumbres.

-¿Pero también sois vos de los que creen en la existencia de esos caballeros?

-Dicen que todas las noches acostumbran a entregarse a sus correrías.

-Por mí puedo deciros que desde que estoy ejerciendo el cargo con que Su Majestad se ha servido honrarme, no les he visto una vez siquiera, ni ha llegado a mis oídos queja alguna respecto a ellos.

-Suerte habéis tenido entonces.

-Si como suerte lo consideráis, quiera el cielo que siga teniéndola por mucho tiempo.

Tras estas palabras pronunciadas con acento que no se sabía si era amenazador, irónico o de buena fe sincera, separáronse don Luis y el alcalde; aquél para dirigirse a la casa de María, y éste para practicar las diligencias necesarias al esclarecimiento de aquel suceso.

Capítulo VIII. Donde damos al curioso lector algunos antecedentes respecto al vizconde de Lazán

El vizconde de Lazán, hermano de María e hijo por lo tanto del conde del mismo título, protector de Luis, era un galán caballero que tenía fama de ser un tanto altanero con los hombres, un mucho complaciente con las damas y bastante dado a aventuras y galanteos, a despecho del ejemplo morigerado y severo que estaba dando el buen rey don Carlos III.

Más de una vez los alcaldes de casa y corte habían tenido que hacer con el vizconde; mas como éste se hallaba tan perfectamente agarrado y tan buenos valedores tenía, resultaba que los alcaldes solían quedar mal, y el joven siempre quedaba bien.

El rey le apreciaba a pesar de reconocer todos sus defectos, y en más de una ocasión le había reprendido más con la benevolencia del padre, que con la acritud y la dureza del juez.

Don Carlos de Lazán, de quien había sido padrino el monarca en Nápoles, había mostrado en el campo de batalla que era un valiente caballero; pero en los ocios de la corte no era posible, como él decía, más que enamorar a las damas, desesperar a los maridos y apalear a las rondas.

Ya le vimos en los primeros capítulos de nuestra obra, en la cámara de palacio hablar con Luis, y sabemos que pertenecía a aquella famosa asociación de los Caballeros del Amor.

Todo lo que tenía de elegante y de buen mozo, lo tenía de calavera y seductor.

Era rico, y derramaba el oro a manos llenas.

Era joven, y buscaba con frenesí las aventuras.

Era buen mozo, y las mujeres se dejaban prender fácilmente entre sus redes.

Pero era galanteador de oficio, y las mujeres tenían que llorar su abandono al poco tiempo de haberle entregado la esencia de su alma.

Sin embargo, hubo un día en que pareció que el vizconde había variado algún tanto.

La causa fue la siguiente:

Vivía cerca del convento de la Merced.

Una mañana, a las primeras horas de ella, de vuelta de una orgía, se le ocurrió entrar en la iglesia.

Cuatro beatas confesándose y unas cuantas comadres del barrio era lo único que en ella había, y el buen vizconde, después de haber arrojado una mirada de desdén a todas aquellas beldades que fueron, iba a salir del templo, cuando reparó en una joven casi escondida entre la sombra que proyectaba uno de los pilares que sostenía la antigua cúpula.

Iba de luto, y aquel traje negro y las sombras oscuras de la iglesia, hacían resaltar doblemente la pureza del contorno del rostro de aquella mujer, y la mate blancura de él.

Abstraída en el misterio santo que estaba representándose en el altar de la iglesia, no reparó en el apuesto caballero que la contemplaba.

Sin duda debía aquella joven sufrir mucho, porque dos lágrimas transparentes y diáfanas como las de una virgen, brillaron en sus ojos.

El caballero se acercó más hacia donde estaba la joven, y se puso a contemplarla con interés.

Al ligero ruido que hizo éste, alzó aquella sus ojos, volviéndolos a bajar inmediatamente al notar la persistencia con que era observada.

Durante el tiempo que tardó en concluirse la misa, volvieron a cruzarse, y cuando la sagrada ceremonia concluyó, al levantarse la joven para salir, el vizconde mojó sus dedos en la pila de agua bendita y se apresuró a ofrecérsela.

Ella le dio las gracias con un ligero movimiento de cabeza, y tocó suavemente con sus dedos los del caballero.

Salieron ambos a la calle, y la joven tomó una dirección completamente opuesta a la que el vizconde debía seguir.

Éste se la quedó mirando algunos momentos, y después de vacilar durante ellos, se resolvió por marcharse a su casa a descansar.

Pero no pudo hacerlo sin dirigir una última mirada hacia la joven enlutada, y murmurar después conforme se iba alejando:

-Positivamente esta mujer es muy hermosa.

A la mañana siguiente volvió Carlos a la iglesia, y tornóse a encontrar con la joven.

Cuando salió a la calle, la siguió diciéndole algunas de esas frases que tanto halagan a las mujeres, y la vio entrar en una casa de pobre apariencia, situada en la Cava de San Miguel.

Pero aquello no era bastante todavía; necesitaba saber quién era aquella mujer, y con qué medios contaba para subsistir.

Esto lo consiguió fácilmente.

En todos los barrios existen comadres que no se ocupan más que de averiguar las vidas ajenas, llevando al dedillo el alta y baja de cuanto ocurre en la vecindad.

Con una de estas tropezó el vizconde.

Por ella supo que Luisa, así se llamaba la joven, era huérfana.

Que sus padres habían sido un honrado empleado en Hacienda, y una buena y excelente señora, que murieron poco antes dejando a su hija casi en la miseria.

También supo que había un joven que velaba por ella; que a este joven se la habían recomendado sus padres al morir, y que era lo más probable que éste fuese su amante.

Sin embargo, tampoco le omitió la vieja que vivía con Luisita una anciana que estaba encargada por el joven de velar por ella y de hacer cuanto en la casa ocurriese.

Con estos datos formó inmediatamente el vizconde su plan de ataque.

Volvieron a verse en misa, y las palabras se trocaron otra vez.

Al vizconde le había gustado Luisa, y a Luisa no le pareció mal el vizconde.

Entonces no tenía más que una ambición sin límites, que unida al amor, eran las dos pasiones que llenaban por completo su alma.

El caballero era un tanto porfiado, y Luisa se encontró en esa edad que el corazón se abre al amor como las flores entreabren sus cálices a las primeras caricias de las brisas primaverales, y como consecuencia de esto, los dos jóvenes se amaron.

Luisa permitió al vizconde la entrada en su casa; y entonces le tocó sufrir a otra persona.

Antonio, el hermano adoptivo de Luisa, era escultor.

Muchos años antes de estos sucesos, en la casa junto a la de Luisa, vivía una familia compuesta de un matrimonio y un hijo.

El padre era un militar antiguo, cubierto de honrosas cicatrices, que no le servían sino para morirse de hambre y para estar lleno de constantes achaques.

La corta pensión que disfrutaba, no alcanzaba a cubrir sus necesidades, y don Antonio Gil de Mesa era demasiado altivo para pedir nada a sus antiguos amigos y parientes.

Estos pertenecían todos a las mejores familias de España.

El padre de Antonio había querido casarse con una mujer pobre y de una familia honrada, pero no noble, y sus parientes no le habían perdonado nunca este crimen, pues tal era a sus ojos.

Por esta razón el buen anciano no quería pedir nada a su familia.

La madre de Antonio y la de Luisa se hicieron muy pronto amigas.

Y no tardaron los padres mucho tiempo en hacer lo mismo.

En cuanto a los niños, ya hacía mucho tiempo que lo eran.

Y así pasaron los años.

Murieron los padres de Antonio, y éste, que ya era escultor y comenzaba a tener una nombradía muy regular, siguió viviendo en la misma casa, junto a la que vivía Luisa.

Antonio no había olvidado las afecciones de su infancia. Al contrario, al cambiar de sentimiento acreció en intensidad.

Había amado a Luisa como niño, y más tarde la amó como hombre, y con toda la vehemencia de su corazón.

Murieron a la vez los padres de la joven; y su madre, que fue la última, dejó recomendada su hija al escultor, como única persona en quien tenía confianza.

Antonio puso entonces en casa de la pobre huérfana una mujer anciana para que la cuidase, y él trasladó su domicilio a casa de la joven.

Y su amor acrecía cada vez más.

Sólo esperaba que pasase el luto de Luisa para ofrecerle su mano y su posición.

Pero el destino había sin duda dispuesto las cosas de otra manera muy distinta.

Luisa tenía la costumbre de ir a misa todos los dias al convento de la Merced.

Allí encontró al vizconde de Lazán, y ya saben nuestros lectores lo que resultó de aquel encuentro.

Los enamorados tienen indudablemente una doble percepción que les hace adivinar las cosas, aunque estén muy lejanas.

Antonio advirtió una preocupación extraña en Luisa, que le hizo estremecerse.

La observó con más atención que hasta entonces lo había hecho, y presto se convenció de que en el corazón de la joven había un objeto que era necesario conocer.

Algunos días después se le reveló el misterio.

El vizconde se presentó en su casa.

Luisa dijo a su hermano adoptivo el carácter con que la visitaba aquél.

Lo que sufrió el escultor es indecible; pero escondió en lo íntimo de su pecho el amor que le devoraba, y se decidió a sacrificarse por la felicidad de la mujer a quien tanto amaba.

Lo único que hizo fue observar, para obrar en su consecuencia.

No tardó mucho en convencerse de que el vizconde no se uniría jamás con la pobre niña, y por lo tanto se decidió a abordar la cuestión.

Para esto le esperó una noche al salir de la casa de su amada, y le exigió que le explicase las intenciones que abrigaba respecto a la joven.

Interpelado Carlos tan directamente, no tuvo mas remedio que decir que pensaba casarse.

Pero Antonio conocía demasiado a los hombres, y no vio en aquella respuesta la sinceridad que deseaba.

Sin embargo, le amenazó con la muerte si defraudaba las esperanzas de la pobre Luisa, prohibiéndole terminantemente que dijera a ésta palabra alguna de las que entre los dos habían mediado.

Pero el vizconde lo hizo todo al contrario.

Era valiente; pero en aquella ocasión, el ademán resuelto y amenazador del joven no pudo menos de infundirle serios temores.

Luisa era mujer, y amaba al vizconde con su primera, con su única pasión.

Por lo tanto, sintió extraordinariamente la escena habida entre los dos jóvenes.

El de Lazán indicó a su amada que vería sin sentimiento el que Antonio dejase de habitar el mismo techo que la joven.

Ésta, que no tenía más voluntad que la de su amante, se decidió por complacerle.

Para este efecto habló con el escultor, y el joven sintió un dolor terrible cuando comprendió la idea de la joven.

Sin embargo, no exhaló una queja; y comprendiendo inmediatamente de dónde venía aquel golpe que tan profunda herida abría en su alma, quiso hacer por completo el sacrificio, separándose de la joven sin buscar al vizconde, por temor de que cualquier cosa que a éste sucediera había de hacer sufrir a la huérfana.

Al día inmediato, Antonio, casi con las lágrimas en los ojos, abandonaba aquella casa donde había pasado los días más felices de su vida.

Carlos había conseguido su intento.

Había separado a Luisa de su protector; por lo tanto, se había quedado abandonada a merced de un hombre que para nada había de respetar su inocencia y su candor.

El aristócrata no deseaba más que añadir una victoria más al catálogo de sus triunfos, y ya le faltaba muy poco para conseguirlo.

Poseía lo principal, que era el cariño de la joven, y se veía libre de la severa vigilancia de Antonio.

Sin embargo, aunque lejos éste de la casa de Luisa, no por eso dejaba de observar cuanto en ella sucedía.

Entonces el vizconde buscó a uno de sus amigos, y éste encargó al escultor una estatua para uno de sus jardines, obra que necesitaba con tal premura, que no tuvo mas remedio que ponerse a trabajar día y noche en ella.

Como consecuencia de esto, su vigilancia flaqueó algun tanto.

El vizconde aprovechó esta oportunidad.

Era joven, galante, audaz, y Luisa tierna y enamorada, y la consecuencia fue que se durmió un día en los brazos de su amante; y cuando despertó, el ángel de la pureza se había alejado de la joven derramando lágrimas de un dolor profundo.

Y pasaron los días.

A estos siguieron las semanas, y el vizconde empezó a disminuir las visitas, hasta que por fin desapareció por completo.

Luisa lloró entonces.

Lágrimas que al notarlas Antonio, le revelaron cuanto había ocurrido.

Rugiendo de cólera y de desesperación, Antonio se fue a casa del vizconde, y supo que hacía diez días que había marchado de casa.

Luisa era madre.

Antonio fue a verla inmediatamente.

Ni ella ni su hijo carecieron de nada absolutamente.

De los labios del escultor no se escapó la menor reconvención.

En cambio, no olvidó la amenaza que había hecho al vizconde en otra ocasión, y ya vimos en otra parte cómo la realizó tan luego encontró la ocasión para ello.

Capítulo IX. Continúan para Luis las aventuras de una noche

-He aquí una noche que sin saber cómo, se me presenta asaz llena de aventuras.

Y Luis, al pronunciar estas palabras, envolvióse más en la capa y lanzóse resueltamente por la calle de D. Pedro, con dirección a la Puerta de Moros.

-¿Qué diablo de entuerto habrá cometido don Carlos para que le haya acontecido semejante desventura? Él es audaz y provocativo, y no tendría nada de particular que algún marido celoso o algún amante despechado le hubiese puesto en esa situación. ¿Y cómo le digo yo a María el estado en que se halla su hermano? El conde es hombre y puede soportar mucho mejor esa clase de golpes; pero aquella pobre criatura que ama a su hermano más todavía, según creo, que a su propio padre, el estado en que éste se halla, estado que a mi juicio, es desesperado por completo. ¡Demonio de casualidad que me ha conducido por aquel sitio, precisamente en aquellos momentos! En fin; ya no tengo otro remedio que cumplir la misión que me he impuesto a pesar de todo.

Y apresuró el paso, y al desembocar en la plaza de Puerta de Moros, tan preocupado iba, que tropezó con otro embozado que en dirección opuesta se adelantaba.

Tan brusco fue el encuentro, que uno y otro no pudieron menos de retroceder, exclamando Luis:

-¿No tenéis ojos acaso?

-¡Vaya al diablo el importuno! -exclamó el otro.- Mirara él por donde va y no se expondría a tales percances.

El sonido de esta voz sin duda era conocido de Luis, porque dijo:

-Perdonad, caballero; vuestra voz no me es desconocida, y quisiera...

-¡Guevara! -exclamó el desconocido desembozándose.

-Bien había presumido yo -exclamó Luis, estrechando la mano de su interlocutor.- ¿Qué diablos haces por estos barrios, Vicente?

-Estoy desesperado.

-¿Desesperado tú? ¡Tú, el pintor más alegre de la corte, usando ese acento melodramático! ¿Qué te sucede? Habla, pero de prisa que tengo mucho que hacer.

-No tomes a broma lo que te digo: estoy desesperado, y sin embargo, tu encuentro es para mí providencial.

-¿De veras?

-Sí, Luis; cuando sepas la causa de mi desesperación...

-¿Acaso no tienes dinero? ¿Has llevado algunas hembras a casa de Espejuelos y has encontrado busconas donde creíste encontrar buscadas?

-No, no es eso; es mucho más grave lo que me sucede.

Y en el acento con que Vicente pronunció estas palabras había algo que impuso a Luis, obligándole inmediatamente a suprimir la jovialidad de sus palabras, diciendo:

-¡Perdona Vicente! Dime qué es lo que te sucede.

-Una gran desgracia.

-Pues sin duda el diablo anda suelto esta noche por Madrid, porque precisamente acabo de dejar en las Vistillas al vizconde de Lazán, creo que mortalmente herido.

-Prefiriera yo estarlo también en el cuerpo, a no estarlo en el alma.

-Acaba de explicarte. ¿Qué tienes? ¿Dónde ibas por aquí?

-¿Lo sé yo acaso? Una voz interior parece que me está diciendo dónde se halla la causa de mi desgracia, y voy en busca de ella, y no sé cómo ni dónde encontrarla.

-Y el caso es que yo me estoy deteniendo contigo, haciendo falta en otro sitio.

-Vete en ese caso, Luis; déjame abandonado a mi suerte.

-Indigno fuera de llamarte mi amigo, si tal hiciera: vente conmigo, y pues caminas al azar, déjate arrastrar por él, a ver si encontramos la causa de tu quebranto.

-Vamos.

Y los dos caballeros adelantáronse por la Puerta de Moros en dirección a la Cava baja.

-¿Con que no me dirás lo que ha sucedido? -preguntó Luis a su amigo.

-Dime; ¿conoces a ese caballero italiano que ha tres meses llegó a la corte desde Nápoles, y que se llama o se hace llamar el marqués Adelfi?

-¿Que se hace llamar has dicho?

-No sé por qué paréceme que tiene más trazas de bandido, que no de caballero de la corte del hijo de nuestro excelente monarca.

-¿Qué te ha hecho el marqués Adelfi?

-¿Conoces -prosiguió Vicente, desentendiéndose de la pregunta de su amigo- a Lola la Zapatera?

-¿Estás en ti, Vicente? ¿Quién no conoce en Madrid a la maja de más rumbo que se pasea desde Lavapiés a Maravillas? Diera yo el amor de todas las mujeres que me han querido, que no han sido pocas, por una sola mirada amante de los ojos de la Lola.

-Pues esa mirada, reflejo de un amor inmenso, yo la había poseído hasta ahora.

-¡Tú!

-Sí; Dolores ha sido y es el único amor de mi existencia; por esta razón, desde hace tres meses, habéis advertido en mí un retraimiento que os ha sorprendido; yo no he vivido en todo ese tiempo más que para Lola, y Lola tampoco ha vivido sino para mí.

-¿Y siendo tan feliz, y disfrutando toda esa dicha, te quejas ahora y te consideras tan desgraciado?

-Porque Lola ha desaparecido de su casa.

-¿Cómo?... ¿Qué has dicho?

-Que Lola ha desaparecido de su casa -volvió a repetir Vicente.- Esta noche, apenas han tocado las ánimas, han ido a buscarla de parte de una amiga suya, tú la conoces, Concha, la de la ribera de Curtidores, y esta es la hora que todavía no ha parecido. La tía ha ido a buscarla; yo mismo he estado en casa de Concha, y allí no ha ido Dolores; he corrido ya todo Madrid, y esta idea torturadora va tomando cada vez más cuerpo en mi mente, y no sé hasta qué extremo me podrá conducir.

-¿Qué idea es esa? -preguntó Luis vivamente interesado en lo que su amigo estaba diciéndole.

-El marqués Adelfi conoce a Lola.

-¡Toma! como la conocemos todos.

-¡Pluguiera al cielo que así fuera nada más! Pero el marqués no sólo intentó conseguir el amor de Lola, sino que hasta trató de comprarlo.

-¡Vicente!

-Yo no conocía a Lola entonces; ella se encargó de contestarle, y lo hizo de una manera tal, que la dejó libre por entonces; mas, según la tía de Lola, hace tres días que el marqués volvió a rondar la calle, y aun parece que le vieron hablar con un individuo que más trazas tenía de rufián que de hombre honrado, y estaban señalando a la casa de Lola.

-Cuentos de comadres, amigo Vicente, paréceme eso del rufián. La imaginación abulta y desfigura, en momentos dados, hechos completamente inocentes tal vez, y no puedo creer que el marqués recurra a medios tan villanos para ganar el amor de una hembra.

-El hombre que quería comprarlo, ¿no crees que sea capaz de intentar apoderarse de él por la fuerza?

Luis comprendió que su amigo tenía razón; pero sin embargo, le repugnaba haber de convencerse de tamaña vileza.

-¿Y qué piensas hacer? -dijo.

-¿Qué pienso? Situarme en frente de casa del marqués; convertirme en su sombra; seguirle a todas partes; consagrar mi vida, si es necesario, al descubrimiento de lo que presumo, y una vez adquirido este, matarle como a un perro, sea el que quiera el lugar en que se halle y la situación en que se encuentre.

-Con tiento, Vicente, con tiento, que en estos casos es menester no dejarse llevar de los apasionamientos del corazón.

-Es que yo no vivo; es que las horas que van pasadas desde la desaparición de Lola, me parecen siglos de amargura. Quisiera ver a ese hombre, porque me parece que en su rostro he de advertir si es verdad mi sospecha, y siéndolo, yo te juro que presto acabarían mis pesares.

Tan resuelto, tan enérgico, tan implacable fue el acento de Vicente, que Luis no pudo menos de estremecerse.

-Prudencia, amigo mío, prudencia, y yo te aseguro que descubriremos la verdad.

-Dicen que el marqués pertenece a esa maldita sociedad de los Caballeros del Amor, sociedad que no está sino para derramar el llanto y la deshonra en el seno de las más honradas familias; porque sociedad que tiene por armas la violencia y el soborno, no es posible que pueda dar de sí más que lágrimas y desesperación.

-Vicente, que te extravía el dolor, y no quisiera verte injusto. Precisamente el reglamento o las ordenanzas de esa sociedad prohíben la violencia y el soborno.

-¿Perteneces tú a ella? -preguntó Vicente fijando una mirada escrutadora en el rostro de su amigo.

-No -contestó éste inclinando la vista porque le repugnaba mentir.- No pertenezco a esa sociedad; pero sé muy bien de lo que se ocupa.

-De buscar el placer a costa de todos.

-Pero no de la deshonra.

-En fin, yo necesito ver al marqués Adelfi, para saber la verdad.

-¿Quieres creerme, Vicente? -dijo Luis deteniéndose ante el ancho portalón de la casa del conde de Lazán, situada en la calle del Sacramento.

-¿Qué?

-Que dejes a mi cuidado ese asunto, y yo te prometo a fe de caballero que mañana habré descubierto el paradero de Lola.

-¡Tú!, ¿y de qué manera?

-Empleando lo que a ti te falta en estos momentos, que es la calma, la reflexión y la prudencia.

-Pero...

-¿No tienes confianza en mí?

-¡Ay! Luis, cuando se llega a este caso, de todo se duda.

-Pero no de mi amistad. Deja que yo me encargue de todo; retírate a tu casa, y está seguro de que mañana podré decirte «véngate», si a ese extremo se ha llegado, o «sé feliz» si como presumo ha sido la desaparición de Lola.

-¿Y qué es lo que presumes?

-Para decírtelo ahora no tengo tiempo. Estoy a la puerta del palacio del conde de Lazán, y su hijo agoniza tal vez en este momento. Mañana lo sabrás todo.

-Pero...

-Ve tranquilo, que yo te respondo de todo.

Y Luis púsose a llamar con tal fuerza a la puerta del soberbio caserón, que momentos después abrióse ésta con estrépito, apareciendo algunos criados en el zaguán.

Vicente no tuvo otro remedio que resignarse.

Su amigo volvióse hacia él, y le dijo:

-No olvides que te he pedido de plazo hasta mañana.

Y el joven entró en la casa del conde, llegando a poco a las habitaciones de éste.

No habían transcurrido muchos minutos cuando un movimiento extraordinario reinó en toda la casa.

Los criados iban de una parte a otra con aire azorado, y las doncellas de María penetraron en las habitaciones de su señora para prestarle sus auxilios.

La noticia de que Luis había llegado esparcióse al momento.

Poco después, el conde precedido de dos criados con hachones, seguido de otros cuatro que conducían la silla de manos, y cerrando la marcha otros dos, salieron del palacio con dirección al convento de San Francisco.

Luis, después de haber permanecido algunos momentos al lado de María, prestándole consuelos e infundiéndole esperanzas respecto al estado de su hermano, salió también del palacio, preocupado en gran manera.

-¡Diablo! -dijo tan luego como estuvo en la calle.- Bien sabía yo que me esperaba un mal rato con la misión que traje aquí. No puedo decir que la noche tiene desperdicio. Principió admirablemente; pero de tal modo ha ido nublándose, que mucho me temo no termine en deshecha tempestad. El pobre Vicente ha venido a completarla. Creo que ha adivinado bien, y que el marqués Adelfi es quien únicamente podrá darme razón de su preciosa maja. Vamos a la «Casa del Silencio», que si él la ha robado, allí seguramente la he de encontrar.

Y envolviéndose en la capa, porque el frío era cada vez más intenso, tomó la calle del Sacramento adelante, en dirección a la de la Almudena.

Capítulo X. Donde el lector va a saber quién era Vicente y quién Lola la Zapatera

Desde las Vistillas hasta el Rastro, y desde Maravillas a Lavapiés, Dolores la Zapatera era más conocida que el mismísimo rey don Carlos III.

Dolores era una flor que había venido al mundo un día en que la creación estaba de gracia, y se le antojó sin duda reunir todas las perfecciones en un cuerpo humano.

Mas como que hasta en las gracias de esa caprichosa señora suele siempre haber un pero, Dolores que tenía una garganta y unos hombros que envidiaban más de cuatro damas de la corte; unos cabellos rubios como el oro; unos ojos de color de cielo; unas cejas tan primorosamente arqueadas, que más de una vez causaron la desesperación de Goya, el famoso pintor de aquella época; una boca donde había encerrada más sal que la que contenían las famosas salinas de Torre-Vieja, y un talle que provocaba más tentaciones que las que habían afligido al virtuosísimo San Antonio, era sin embargo tan pobre, que apenas hubiera podido mantenerse a no dedicarla su madre al oficio que más tarde le dio el apodo, bajo el cual era más conocida en la corte y fuera de ella que por su nombre de bautismo.

Su padre había sido carpintero; mas con tan mala fortuna, que arreglando un día el marco de un balcón en una casa que estaba construyéndose, cayó a la calle, y aun cuando fue a dar sobre el cerviguillo de un reverendo fraile franciscano que en aquel momento pasaba; no consiguió por eso salvar su vida, sino que, por el contrario, perdió la propia y puso muy en peligro la ajena, pues el reverendo tuvo quebrado el espinazo, y desde entonces no volvió a pasar por delante de ninguna casa en construcción.

Su madre, que era vendedora de ropas en el Rastro, recibió la noticia cuando precisamente estaba vendiendo un rico vestido de paño de Francia que había pertenecido a la camarera de una de las camaristas de la difunta reina, y como siempre hay personas que juzgan que la ocasión la pintan calva y debe aprovecharse cuando se presenta, la que compraba el traje vio en la tribulación de la infeliz mujer su ocasión, y escurrióse bonitamente mientras a la revendedora la llevaban trastornada a una tienda vecina.

Así fue que la madre de Dolores tuvo que llorar su viudez, y además pagar aquel traje de que otra se había aprovechado, y como que carecía de ahorros, y además enfermó después, Dolores vio desaparecer uno por uno los cuatro trapitos que a fuerza de economías y privaciones había podido ir haciéndole su madre.

Muerta ésta, Dolores se encontró sola, teniendo por única riqueza aquella hermosura de primer orden, y su honra, que era todavía superior a su hermosura.

Fuese a vivir al campillo de Manuela, con una tía vieja y achacosa, y ribeteando zapatos, y poniéndoles lazos, y cosiéndoles las costuras, Dolores ganaba lo bastante para tener una saya de seda con alamares negros, un corpiño de alepín con cabos del mismo color, y una mantilla blanca, con la cual y una rosa con que adornaba sus cabellos en la primavera, y una media de seda con que cubría la torneada pierna, y un zapatito bajo de raso que aprisionaba su menudo pie, Dolores se llevaba tras sí todas las miradas, y veía alfombrado su camino por las capas y sombreros de sus admiradores, lo mismo en la romería de San Isidro, que en la verbena de San Antonio, que en la Fuente de la Teja y que en la plaza de toros.

Y no faltaron, que nunca han faltado para las hembras de buena planta, protectores que ofrecieron a la maja el oro y el moro, con tal que se ablandase un poquito no más; pero Dolores sabía muy bien dónde le apretaba el zapato, como que entre ellos andaba, y a oidores de Indias, y a los vireyes jubilados y a los nobles viciosos enviábales por donde habían venido, y se iba al Sotillo con sus amigas a merendar una tortilla de escabeche, y a cantar, con aquella voz de ángel que Dios le había dado, unas tiranas y unas saetas , acompañadas por la vihuela que punteaba el hijo del timbalero de la villa, que era un primor.

En las gradas de San Felipe se hablaba de la Lola, y en el Prado de San Jerónimo, y hasta en la mismísima cámara de Su Majestad no faltaba alguno de sus admiradores que se deshiciera en elogios respecto a ella.

Cuando iba por las mañanas a recoger el trabajo a la tienda del señor Pedro Cordovilla, que era el zapatero de más fama que había en la corte, y se le antojaba entrar a oír misa en las Descalzas Reales o en San Ginés, era de ver las furibundas miradas que le dirigían las beatas, porque la devoción de los hombres quedaba perturbada, y apenas ella se movía para salir, todos se apresuraban, quién a darle agua bendita, quién a tender su capa sobre las gradas de la iglesia para que aquel pie tan hechicero no tuviese que apoyarse sobre la dura piedra.

Pero donde sobre todo brillaba Lola, era en la plaza de toros.

Más orgullosa iba ella en su calesa que el rey en su carroza, y una vez que entraba en la plaza eran de oír las galanas frases con que toreros y majos, nobles y plebeyos saludaban a la encantadora zapatera.

Pero ella con la frente alta, brillantes los negros ojos, sonrientes los labios, recogida con garbo la mantilla, y saludando graciosamente a sus admiradores, seguía impávida su camino hasta llegar a la grada donde tenía su asiento.

En los toros, precisamente, conoció a Vicente González.

Éste era del mismo pueblo que Luis de Guevara.

Hijo de hidalgos y honrados padres, aficionóse de tal modo a la pintura, que no hubo otro remedio que enviarle a Madrid a estudiar el noble arte con el famoso bohemio, Antonio Rafael Mengs, honra y prez de la corte de Carlos III.

Maella, Bayeu y Ramos fueron sus condiscípulos, hasta que la originalidad de Goya le sedujo, y se fue tras de su escuela.

Vicente adquirió pronto celebridad.

Había genio en él; amaba el arte con frenesí, y consagrado a él exclusivamente, no había pensado que en Madrid se encerraban a la sazón multitud de bellezas, y que siendo él joven y apuesto, fácilmente hubiera encontrado quien le correspondiera.

Vio a Luis en Madrid, y la amistad que de niños les había unido en el pueblo, continuó en la corte, a pesar de la distancia que les separaba; pero el pincel de Vicente cada día era más notable, y el joven artista iba adelantando cada día un paso más en su posición.

Las damas de la nobleza comenzaron a encomendar sus retratos a Vicente; la fama de éste fue creciendo, y muchos de los amigos de Luis fueron también retratados por el pintor, que desde aquel momento fue su amigo.

Vicente, como había dicho muy bien Luis, era el más alegre y el más bullicioso de todos los compañeros, y de igual manera que a Luis, le conocían en todos los salones; y en todos los bailes, llamados posteriormente de candil, a Vicente no había maja, ni torero, ni buscona, ni alguacil que no le conociera.

Mas por una coincidencia muy extraña, puesto que tanto alternaba con su sociedad, no conocía a Dolores.

Capítulo XI. Cómo se conocieron la maja y el pintor

Por efecto de una de esas raras casualidades, Vicente había ido a los toros dos o tres veces que Dolores no asistió a la corrida.

El pintor, preocupado siempre con sus trabajos, no disfrutaba de una gran libertad, y de aquí que si bien las noches las tenía libres, en cambio el día le pasaba sumamente ocupado.

Había oído hablar mucho de Lola la Zapatera; pero nada más.

De igual modo ésta había visto algunos retratos hechos por Vicente, y varios cuadros de escenas de majas y toreros; pero no conocía al autor de ellos.

Uno y otra tenían curiosidad por verse; mas la casualidad lo seguía impidiendo.

Una tarde por fin, Vicente fue a los toros, en ocasión en que Lola estaba en la plaza.

Al verla, un grito de admiración estuvo a punto de brotar de sus labios.

Costillares acababa de hacer una de aquellas admirables suertes que sólo él sabía ejecutar y que tanta fama le dieran.

Todo el mundo aplaudía frenéticamente al diestro torero.

Dolores también agitó sus manos, y una rosa que llevaba en la mano, escapándose de ellas, fue llevada por el aire hasta el medio del redondel.

-¡Ay!, ¡qué lástima de rosa!... -dijo la apuesta doncella.

Vicente oyó aquellas palabras, y antes de que nadie pudiera detenerle, bajó las gradas, saltó la barrera y se encontró en medio del palenque.

Nadie sospechaba lo que iba a hacer el joven, y todo el mundo exhaló un grito de espanto al verle dirigirse tranquilamente hacia la fiero.

Vicente conocía mucho a Costillares.

Le había retratado más de una vez, y el torero también profesaba al artista un gran aprecio.

El diestro fijó su atención en Vicente, le conoció y llegándose a él le dijo:

-¿Qué va a hacer su mercé, don Vicente?

-Nada; coger una flor que se le ha caído a la mujer de más rumbo que hay en la plaza.

-¿Pero no ve su mercé que ese bicho es una fiera, y que puede sucederle algún trabajo?

-¡Bah! ¿quién piensa en eso? ¿Vas a matar ya, no es cierto?

-Sí, señor; ahora hacen la señal.

-Pues bien, déjame tu muleta que voy a coger la flor.

-Mas...

-¡Eh, qué diablo! ¿quieres complacerme o no?

-Puesto que su mercé se empeña...

Y el diestro tendió su muleta y su capa a Vicente, que se lanzó inmediatamente frente del toro.

Costillares le siguió murmurando:

-Vamos, será preciso que yo esté a la mira por lo que pueda suceder.

Todo el público que asistía a la función contemplaba con asombro el incidente extraño que ocurrió en medio de la plaza.

La autoridad creyó prudente intervenir, y ya iba a salir un alguacil con este objeto, cuando un grito se exhaló de todas las bocas de aquellos millares de espectadores.

Vicente se había dirigido a coger la rosa; pero el toro más rápido que él, se había interpuesto, y el pintor no tuvo tiempo más que para darle un recorte y prepararse con la muleta.

La manola había ya sospechado lo que el joven iba a hacer; había palidecido y seguía con una agitación extraordinaria aquella escena más extraordinaria todavía.

Y toda la multitud contemplaba fascinada a aquel hombre que vestía con el traje de la clase media de la época, y que con una serenidad pasmosa estaba a muy pocos pasos de un toro que era el más bravo de cuantos se habían lidiado aquella tarde.

La fiera se detuvo algunos momentos delante de Vicente.

Parecía que comprendía la decisión de aquel hombre, y que vacilaba al ir a acometerle.

El pintor, por su parte, esperaba tranquilo la acometida del pujante bruto.

De pronto retrocedió éste algunos pasos y tomó carrera para echarse sobre el intrépido joven.

Éste no se separó casi del sitio en que estaba.

Tendió el trapo a la fiera, y desviando muy ligeramente el cuerpo, la dejó pasar, casi rozando el asta de aquella con su costado.

Un aplauso frenético, atronador, resonó en toda la plaza.

El toro, al verse defraudado en su esperanza, rugió de ira, y revolviéndose con la rapidez del pensamiento, volvió a caer sobre Vicente.

Éste se había ya preparado, y con la espada prevenida y la pupila contellante aguardaba a su terrible enemigo.

Al irresistible empuje del animal, no pudo resistir el pintor, y ambos rodaron envueltos en un torbellino de polvo.

Todos los espectadores arrojaron un grito de angustia.

Dolores se cubrió el rostro con las manos, y un suspiro de dolor se exhaló de su pecho.

Algunos amigos de Vicente empezaron a descender apresuradamente las gradas para ir a buscar a su desgraciado compañero.

Todos los de la cuadrilla corrieron también hacia el lugar donde suponían estaría el cadáver del torero improvisado, y Costillares decía con una ligera emoción:

-¡Pobre mozo! Y no era lerdo para el oficio.

Pero contra todas las conjeturas, al disiparse la nube de polvo en que habían caído envueltos la fiera y el pintor, vieron a éste que se alzaba del suelo lleno de tierra y ostentando orgullosamente la flor de la maja.

Ya no fueron aplausos los de la multitud.

Fueron alaridos de júbilo, gritos de bravos, plácemes, y en fin, la explosión inmensa de la alegría de un público a quien fascinaba y seducía todo lo grande y heroico.

A algunos pasos del joven estaba el toro con la espada del pintor clavada en el corazón.

-¡Bravo, don Vicente! -le dijo Costillares dándole un abrazo.- Su mercé lo entiende, y por mi santa patrona que hemos pasado un rato...

-¡Gracias, gracias! -repuso Vicente estrechando la mano del torero.

Y evadiéndose del círculo que acudía presuroso a felicitarle, volvió a saltar la barrera, y subió las gradas hasta donde estaba Dolores.

Se acercó Vicente hasta ella, y presentándole la rosa un tanto ajada ya, le dijo:

-Aquí tiene usted la flor que tanto deseaba.

La joven no dijo una palabra, y palpitante y ruborizada cogió con trémula mano la flor que el pintor le ofrecía.

Cuando concluyó la corrida, Vicente estaba enamorado furiosamente de la joven.

Días después los dos jóvenes se encontraron, y sus primeras palabras de amor se trocaron.

Esto era en el año de 1786.

La corrida en que Vicente vio a la manola, formó una época en su vida.

El corazón de ambos estaba virgen de amores.

La maja concentró toda su ventura, toda su existencia en el amor de Vicente; y éste, a su vez, no pensó en nada ni en nadie más que en Lola.

De este modo transcurrieron algunos meses.

En este espacio Vicente pintó algunos cuadros que obtuvieron una aceptación extraordinaria.

Se los había inspirado Dolores.

Porque a partir del momento en que se cambiaron sus primeras palabras de amor, de tal modo se apoderó la maja de su pensamiento, que únicamente era ella la inspiradora de todas sus acciones.

Todas las noches iba Vicente a verla: entreteníanse en sabroso coloquio, o bien si era tiempo de verano descendían hasta las frescas alamedas del Manzanares; o bien si era invierno permanecían en casa de la maja, donde al amor de la lumbre y a la luz del enorme velón de metal, mientras ella ribeteaba zapatos o pespunteaba las costuras, Vicente hacía los bocetos de aquellos admirables cuadros que tanto llamaban la atención al ser reproducidos en el lienzo.

Teniendo en cuenta esto, puede comprenderse todo el inmenso dolor que experimentaría el pintor al adquirir el convencimiento de la pérdida de su amada.

Ocurriósele inmediatamente la idea de que aquel rapto había sido obra exclusiva del marqués Adelfi, y gracias a su encuentro con Luis evitóse el que se hubiese dirigido a su casa, provocando quizás un nuevo disgusto para él.

Luis, entretanto, cada vez más preocupado, dirigíase hacia la Casa de los Diablos, según la habían denominado, en busca del remedio para el dolor que aquejaba a su amigo.

Veamos de dónde procedía la extraña denominación de aquel edificio, y dónde estaba situado.

Capítulo XII. En que se cuenta una historia que viene muy a pelo para nuestra novela

A la derecha del monte de Leganitos, en el sitio que hoy ocupa el barrio de Argüelles, se alzaba en la época de que vamos hablando, una especie de capilla en la que un pobre anciano, retirado del mundo, consagraba sus días al culto y a la devoción de la Virgen de los Remedios.

Las limosnas que los devotos vecinos de los alrededores dejaban al piadoso anacoreta, bastaban para atender a su subsistencia y al alimento continuo de una lámpara que ardía constantemente en el altar de la Virgen.

Como a unos cien pasos de la capilla se veía un inmenso caserón por cuyas cercanías evitaban el pasar los supersticiosos habitantes del contorno.

Aquella era la «Casa de los Diablos.»

¿Por qué se la denominaba así?

¿No había bastado la santidad del lugar vecino para desterrar la influencia de los espíritus malignos?

Sentado cabe el hogar en las largas veladas de invierno, el abuelo centenario contaba a su numerosa prole reunida, la historia lúgubre de la Casa de los Diablos.

Las muchachas temblaban de miedo, y los hombres hacían devotamente la señal de la cruz.

¿Cuál era, pues, esta historia?

Era una leyenda, una tradición, una fantasía, hija tal vez de la imaginación de los hombres; pero a la que ellos mismos habían impuesto tal sello de verdad, que los sencillos campesinos la creían como un oráculo.

Oídla, pues.

Muchísimos años antes, una opulenta familia vivía en la «Casa fuerte de los Palomos.»

Don Pedro de Estremoz, doña Aldonza, su esposa, y don Tello, su hijo, componían la familia.

Añadid a esto doce caballos de pura raza en las cuadras; tres traíllas de doce perros cada una; cuatro arneses de corte y ocho de guerra; quince pajes en los estrados; veinte escuderos en las antecámaras, y una falange de dueñas y doncellas en las habitaciones interiores, componían la servidumbre de los condes de Estremoz.

Si aumentamos dos literas para los días de ceremonia, y cien hombres de armas que coronaban los adarves, tendremos una idea aproximada de la importancia de los habitantes del palacio.

Don Pedro era de carácter duro y violento.

Su hijo era tan duro y violento como su padre, y bajo el rostro más poderosamente hermoso, ocultaba un corazón de cieno.

En las cercanías del Pardo se alzaba una humilde vivienda habitada por un anciano caballero y su hija.

Brenda de Atares era pura como el sueño de un niño.

Un día solió de caza don Tello seguido de sus monteros, y se dio a cazar por los bosques del Pardo.

Los ojeadores levantaron un jabalí, y don Tello se lanzó a su persecución.

Al salir a un claro del bosque, don Tello se quedó sorprendido.

Cabalgando sobre una hacanea blanca, un mujer de incomparable belleza descapirotaba un azor, y lo arrojaba en persecución de una garza que cruzaba el espacio.

La jabalina que llevaba el de Estremoz en la mano, se cayó al suelo.

La virgen de Atares se ruborizó extraordinariamente.

Don Tello poseía la alta galantería de la época.

La habló en un lenguaje desconocido para ella, y su alma se adormeció en las suaves inflexiones de aquella voz que tan dulcemente la acariciaba.

Cuando despertó era el anochecer.

Brenda regresó a su castillo cabizbaja y pensativa.

Ya no era la pura virgen de la montaña.

Su aureola de pureza se había quedado prendida entre las zarzas del bosque.

Tello regresó a su casa complacido y satisfecho.

Y las entrevistas se prolongaron durante tres meses.

Al cabo de ellos, el primogénito de Estremoz no volvió al bosque.

Y pasaron nueve lunas.

Al cabo de ellas, el anciano del Pardo fue a pedir al anciano de la corte la honra que Tello le había arrebatado.

Pero Rodrigo de Atares era pobre, y don Pedro de Estremoz inmensamente rico.

Además, un odio inextinguible separaba a aquellas dos familias.

El pobre anciano salió de la casa desesperado.

Entretanto, Tello blasfemaba y se encenagaba en la crápula más espantosa.

Por entonces murió don Sancho IV el Bravo.

Su muerte fue la señal de los graves desórdenes que hubo en Castilla.

Cuatro poderes se disputaban la corona.

El que con más recursos contaba era el de don Alfonso de la Cerda.

Sostenido por los reyes de Francia, Aragón y Granada, guardaba un equilibrio completo con el partido del infante don Juan, el de la regente y el de don Enrique, tío del rey niño.

Los nobles de Castilla escuchando más sus ambiciones que su honor se dividieron también, y tomaron partido por los diversos bandos que se disputaban el poder.

Era una tarde de estío.

Don Tello de Estremoz se retiraba a su casa de vuelta de una cacería.

Cerca de la casa fuerte había un bosque.

En medio del bosque había una cruz de piedra.

Cerca de la cruz una ermita.

Brenda de Atares iba a contar sus cuitas al cenobita de la cruz de piedra.

El cenobita lloraba con ella, y derramaba sobre sus heridas el dulce bálsamo de la religión.

Tello atravesó el bosque en los últimos momentos del día.

Cuando llegó a la cruz, había oscurecido completamente.

De pronto el caballo enderezó las orejas y se detuvo en medio del camino.

Al pie de la cruz, había una figura inmóvil.

-¿Quién eres y qué haces? -dijo el caballero con enojo.

-¡Rogar a Dios por ti, Tello de Estremoz! -contestó el cenobita, pues él era la figura que estaba arrodillada.

-Basta de supercherías, apártate y déjame el paso franco.

-Tengo que hablarte por última vez.

-¿Acaso para repetirme lo que me dices todos los días?

-Sí; Brenda está próxima a ser madre.

-¿Y qué tengo yo que ver con eso? -contestó con un acento despreciativo don Tello.

-Dime, conde de Estremoz, cuando en tus vedados encuentras un cazador furtivo, ¿qué haces con él?

-Las cuerdas de los arcos de mis monteros podrán contestarte mejor que yo.

-Pues si tú has robado lo más santo, lo más puro, la castidad de una mujer, la paz de un anciano, la felicidad de una familia, ¿qué castigo merecerás?

-Ya te he dicho que me dejes. ¿Quién eres tú para meterte en mis operaciones? -dijo don Tello con voz que iba enronqueciendo la cólera.

-Soy un anciano, y tengo el derecho de aconsejar; soy un sacerdote, y revestido de mi sagrado ministerio, las palabras no salen de mis labios, son hijas del Ser, que al sacrificarse por la humanidad entera, no ha llevado más objeto que atenuar el mal cuando la falta se ha cometido ya. Has deshonrado a Brenda;.has llenado de luto una casa en la que hasta ahora había reinado la paz; y ya que aquello no se puede evitar, compensa con tu conducta de hoy tus extravíos de ayer.

-Apártate, anciano, y da gracias a tu buena estrella, que no te haga pagar bien cara la inconveniencia de tus palabras, y guardar tus sermones para los sandios de los villanos.

-Los sandios de los villanos, como tú dices, se avergonzarían de cometer la acción infame que ha ejecutado el caballero más noble de la comarca.

-¡Voto a Dios! que...

-No blasfemes de Dios al pie de la misma cruz en donde murió por nosotros.

-Ya te he dicho que te apartes -gritó Tello con un furor creciente.

-No me apartaré sin llevarme la rehabilitación de Brenda.

-¡Nunca! Déjame el paso franco.

-¡Teme la cólera de Dios! La Santa Biblia lo dice: «Diente por diente, ojo por ojo,» y ¡ay de ti y de los tuyos si no escuchas la voz de tu conciencia!

-¿Y a mí qué me importa tu Biblia, tus palabras, ni tu Dios? Lo que quiero es marcharme a mi castillo, y puedes decir a Brenda de mi parte, que ya que tan fácil fue en dejarse seducir, demasiado honrada está con que un caballero haya reparado en ella.

-¡Calla, blasfemo! No rechaces lo que ignoras; teme la cólera de ese Dios a quien te empeñas en desconocer.

-Ya te he dicho que te apartes.

-Ya te he dicho yo también que quiero la rehabilitación de Brenda.

-¡Nunca!

-¡Pues bien! Acuérdate de lo que dice la Biblia: «Ojo por ojo, diente por diente», conde de Estremoz; esa Providencia de que dudas castigará en tu honra la infamia que has cometido con la noble familia de Atares.

-¡Miserable! -gritó Tello ciego de furor.

Y antes de que el sacerdote pudiera impedirlo, arrimó los acicates a su bridón, que dando un bote furioso salió a galope tendido, atropellando al anciano anacoreta, que quedó en el suelo desmayado.

La guerra civil estaba devastando a Castilla.

Don Pedro de Estremoz tomó partido por la reina regente, o lo que es lo mismo, por el rey niño.

Don Tello, su hijo, por el infante de la Cerda.

La Providencia empezaba a vengar a Brenda.

El padre y el hijo peleaban en opuestos bandos.

En lo más recio de una de las batallas, la lanza del hijo falseó el peto, y atravesó el corazón del padre.

El conde de Estremoz conoció a su matador, y entre los torrentes de sangre que arrojaba por la boca, le envió su maldición.

Aquella noche Tello se entregaba a la orgía más desenfrenada en celebridad de los bienes y señoríos a que la muerte de su padre le daba derecho.

A aquella misma hora, Brenda también espiraba después de haber dado a luz un niño.

Un anciano sacerdote, con el rostro vendado la auxiliaba en sus últimos momentos.

Y se pasaron los años.

El niño que había nacido la noche del 13 de Setiembre de 1304 había cumplido veinte años.

Era el puro retrato de su madre, Brenda de Atares.

Su abuelo le había amado con el mismo cariño que profesó a su hija.

Pero el anciano murió, y el niño quedó bajo la custodia del cenobita de la cruz de piedra.

Nada de cuanto pudiera hacer de él un excelente caballero omitió el cenobita.

A los veinte y un años, Tello de Atares abandonó el castillejo de sus abuelos: dos escuderos le acompañaban.

La corte estaba a la sazón en Burgos.

Era el año 1325.

Acababa de declararse mayor de edad don Alfonso XI.

Tello de Atares se dirigía hacia Burgos.

Próximo a la ciudad, una gritería que se acercaba por momentos lo hizo detener su marcha.

Una señora, cabalgando en un caballo que corría desesperadamente, pasó por su lado como una exhalación.

Un toro la perseguía muy de cerca.

A lo lejos se veían infinitas gentes que corrían y gritaban sin poder impedir la muerte que amenazaba a la dama.

Tello, palpitando de emoción, tomó la lanza de mano de uno de sus escuderos, y revolviendo su caballo, se dirigió intrépidamente al encuentro de la fiera.

Ya era tiempo.

El aliento abrasador de ésta casi lo sentía la dama.

Tello picó al toro con la punta de su lanza, para llamarle la atención.

La fiera volvió sus irritados ojos hacia el temerario caballero, e inclinando su cabeza, se lanzó sobre él.

Tello sostuvo admirablemente el empuje con su poderoso lanzón de roble.

Momentos después, la fiera yacía sin vida.

A algunos pasos de ella, la dama perseguida estaba desmayada sobre el duro suelo.

Se acercó Tello, y quedó sorprendido.

No había soñado nunca un rostro más encantador que el que veía.

Abrió la dama por fin los ojos, y si cerrados habían enamorado al caballero, al admirar la suavidad de aquellas pupilas negras, quedó completamente fascinado.

Entretanto, las gentes que a lo lejos gritaban, se habían acercado.

Un señor anciano, de mirada dura y sesgada, se aproximó a Tello, y le dijo:

-Caballero, os doy gracias por haber librado a mi esposa de la muerte que le amenazaba; si vais a Burgos y para algo os sirve la protección de don Tello de Estremoz, alférez mayor del reino, podéis contar con ella. En cuanto a vos, señora -prosiguió el de Estremoz endureciendo más su acento- podéis despediros de semejantes correrías.

Una lágrima brilló en los ojos de la dama, y a través de ella fijó una mirada en el joven paladín que tan bizarramente la había defendido.

Tello de Atares se ruborizó de placer.

Murmuró algunas palabras; hizo algunas reverencias bastante torpes, y volviendo a cabalgar, siguió su camino hacia Burgos.

Su imaginación iba ocupada por un fantasma peregrino.

Tello había soñado con los sueños de los veinte años, y los había visto realizarse de un modo bastante satisfactorio.

La mirada de la dama le hizo adivinar infinidad de promesas para el porvenir.

Pero la revelación del caballero, destruyó en parte sus ilusiones.

Era casada.

Había un hombre que tenía derecho a pedirle cuenta de su cariño.

Había un hombre que poseía aquel tesoro que él había acariciado más de una vez en su imaginación.

Tello amaba, y amaba con la pasión primera, con la más pura y la más ardiente de su alma.

Al amor le basta un momento para desarrollarse, y el del joven creció en pocos momentos.

Educado en una escuela más rígida que la corte, se reprochaba aquel amor como un crimen.

En este estado llegó a Burgos.

Pasó muchos días sin salir a la calle, por temor de encontrarse con la esposa de don Tello de Estremoz.

Pero la casualidad se la presentó a pesar suyo.

Y la dama se ruborizó al verle; y él sintió que su rostro se encendía también.

Se saludaron, se miraron, se sonrieron, y aquel saludo, aquella mirada y aquella sonrisa, acrecieron doblemente su pasión.

Se alejó de ella, y la encantadora fisonomía de la dama le seguía a todas partes.

Tello sufría horriblemente.

Queriendo poner un término a sus sufrimientos, marchó a la guerra contra los moros.

Buscaba la muerte, y en vez de ella alcanzó laureles.

Se ajustaron las treguas, y Tello volvió a Burgos más enamorado que nunca.

Don Alfonso XI estaba por entonces ocupado en tomar venganza del rey de Portugal, por haber patrocinado y favorecido las miras ambiciosas del infante don Juan el Tuerto.

El conde de Estremoz, consecuente siempre a sus máximas de hacer la guerra al partido donde estaba la lealtad y la justicia, peleaba en favor del rey de Portugal.

Su esposa estaba, entretanto, encerrada en el palacio de Madrid.

Tello preguntó por el conde, y le dijeron donde estaba.

Trató de averiguar el paradero de su esposa, y nadie le dio razón.

En tal estado se le ocurrió hacer una visita a su castillejo, y dar un abrazo al cenobita de la cruz de piedra.

Pero el sacerdote había muerto, y la ermita estaba abandonada.

El castillo estaba muy arruinado, y necesitaba grandes reparos.

Tello quiso esperar hasta la conclusión de la obra.

Para entretener el tiempo, salía a cazar por las cercanías.

Una tarde, cruzaba solo por el bosque, cuando vio venir a lo lejos una dama sola también como él.

Se acercaron, y ambos se reconocieron.

Tello encontró a la esposa del conde de Estremoz.

Ésta halló al caballero que le había salvado la vida en las cercanías de Burgos.

Permanecieron mudos algunos momentos.

Al cabo de ellos se hablaron.

Cuando su encanto se deshizo, Blanca de Fuentidueña era la esposa adúltera del conde de Estremoz.

Y pasaron diez meses.

Se habían ajustado las paces entre los reyes de Castilla y de Portugal; pero el conde de Estremoz no podía presentarse en la corte del monarca castellano.

Era el único a quien no había alcanzado la clemencia de don Alfonso XI.

Blanca de Fuentidueña dio a luz un niño.

Tello de Atares se lo llevó a su castillo.

La condesa de Estremoz, después que se puso buena, solía ir con alguna frecuencia al castillo de Atares, y cuando volvía, cuasi siempre la acompañaba un caballero.

Todas estas imprudencias tenían precisamente que dar su resultado.

Una noche que Tello estaba sentado a los pies de Blanca, enseñándole un relicario que tenía en la mano, vio de pronto alzarse en el fondo de la cámara una sombra que al acercarse hizo exhalar un grito de terror a Blanca.

Su amante se alzó inmediatamente; pero volvió a caer con el corazón partido por el puñal del conde de Estremoz.

Un grito horroroso se escapó de los labios de Blanca, que abandonó la estancia precipitadamente.

-¡Toma tu merecido, infame, mal caballero! -había gritado el conde al caer sobre Tello.

El hijo de Brenda había quedado exánime.

Pero al caer al suelo, rodó también el relicario que tenía en la mano.

Furioso el de Estremoz lo recogió, y ciego de cólera miró el retrato que tenía.

Un grito ronco, de una expresión indefinible, salió de su garganta.

Fijó sus ojos en el joven cuyo rostro iban palideciendo las sombras de la muerte, y exclamó:

-¡Son sus mismas facciones!... ¿Sería acaso?...

Y aterrado no se atrevió a concluir.

Un movimiento que hizo el moribundo llamó su atención, y acercándose a él le preguntó con acento ahogado:

-Decid, ¿este retrato de quién es?

Pero Tello no le oía.

Ansioso de descubrir aquel misterio, llamó a sus criados; pidió agua; roció con ella el rostro del de Atares, y un movimiento seguido de otros más perceptibles, hizo al conde alejar a sus servidores y volver a preguntarle:

-¿De quién es este retrato?

-¡De... mi... ma... dre! -contestó Tello arrojando sus palabras envueltas en sangre.

-¡Dios mio! -gritó el conde fijando en el cielo su vista, y sintiendo agitarse algo en su pecho.

-¡Agua!... -murmuró débilmente el moribundo.

-Y vuestro padre ¿quién es? -preguntó Tello de Estremoz con acento angustiado.

-No... le he cono... cido... dadme... agua!...

-¿No le habéis conocido, decís?

-Había... sedu... cido... a... mi madre... y... la olvidó... agua... a... gua...

Tras el esfuerzo violento hecho para pronunciar estas palabras, se alzó del suelo, y volvió a caer pesadamente.

Era un cadáver.

En cuanto al conde, estaba petrificado.

Largas horas permaneció contemplando el cadáver de su hijo.

Cuando amaneció, se levantó del sillón en que había pasado la noche, y con un acento extraño murmuró:

-Tenía razón el monje de la cruz de piedra: «Ojo por ojo, y diente por diente.»

Y pálido, erizado el cabello, agitándose convulsivamente, salió de la estancia, atravesó por entre sus criados, que le contemplaban mudos de espanto, y de vez en cuando se le oía decir:

-¡He muerto a mi hijo... como maté a mi padre!... ¡Soy un parricida!

Y a estas palabras se seguía una carcajada insensata, horrible, desgarradora.

Después se internó en el bosque y nada más se supo de él.

En cuanto a la esposa adúltera de don Tello, temiendo por la suerte de su hijo, corrió a refugiarse al castillo de Atares.

Este niño fue más tarde cabeza de la familia de los condes de Fuentidueña.

El palacio del monte de Leganitos quedó deshabitado; los criados, asustados de los sucesos de la noche, se escaparon, y esparcieron por los alrededores las noticias de lo que habían visto, abultándolas extraordinariamente.

Los campesinos las creyeron; se las contaron a sus hijos, y de generación en generación fueron creciendo, hasta el punto de decir que los diablos venían todas las noches por el alma de don Tello de Estremoz; pero que irritados al ver que siempre estaba arrodillado junto a la cruz de piedra, recorrían las habitaciones de la casa fuerte, dando gritos espantosos.

Tal era la historia que los aldeanos contaban siempre que se les preguntaba a quién pertenecía aquel ruinoso caserón y por qué se santiguaban al pasar por delante de él, y tal la causa por qué se la llamaba la «Casa de los Diablos.»

A esta casa que todo el mundo creía deshabitada, era donde se dirigía don Luis de Guevara.

Capítulo XIII. Giacomo Zarini

Por el año de gracia de 1785, es decir, un año antes del en que comienza nuestra narración, en una casa del barrio de la Morería, deshabitada algunos años a causa de cierto olor de hechicería que se exhalaba de ella, se había instalado el italiano Giacomo Zarini, no sin haberse anunciado pomposamente como una notabilidad en perfumería, medicina y en decir horóscopos.

Hizo algunas curas con muy buen éxito; compuso muy buenas medicinas bajo la severa inspección de los médicos de la corte, y su fama quedó perfectamente sentada; observaba los ritos de su nueva religión con escrupulosidad; pagaba sus tributos al contado, y nadie tenía que hablar de Giacomo Zarini.

Nadie sabía nada de su vida anterior, y excepto las horas que permanecía en su tienda, era un misterio su existencia.

Sentados estos cortos antecedentes, describiremos, aunque sucintamente, la casa en que vamos a penetrar.

Completamente encajonado entre dos altos y denegridos caserones, se alzaba un edificio de un solo piso, de cuya techumbre sobresalía una chimenea que arrojaba durante la noche densas nubes de un humo negro y espeso.

Una puerta ojival y dos ajimeces sobre ella, era lo único que se veía en el interior; pero atravesando la primera se entraba en un estrecho zaguán, húmedo y bajo de techo, en cuyo fondo se veía una pequeña tienda, sostenida por columnitas delgadas de mármol, dejando ver en el gracioso arqueo de sus techos y en los frisos primorosamente escultados, el buen gusto de la arquitectura oriental.

En los tableros que circulan toda la tienda, se veían vasijas y drogas para confeccionar las medicinas dispuestas por el mismo Zarini.

En cuanto al interior, a excepción de la habitación en que recibía a las personas que iban a que les dijera su horóscopo, nadie conocía la casa; únicamente Lorenzo, criado de Giacomo, y bastante entrado en años, era el que podía dar algunos detalles; pero era un criado, contra la costumbre general, muy reservado, y guardaba fielmente los secretos de su amo.

Sin embargo, nosotros, a fuer de novelistas conduciremos al lector a las diversas habitaciones de la casa.

En el fondo de la oscura tienda, bajo un pequeño banco de herradura, se abría una puerta que dejaba ver una escalera de seis o siete peldaños, que daba paso a un estrecho corredor; a uno de los lados había una habitación sombría, redonda y abovedada, y las celosías que cubrían los ajimeces, dejaban penetrar durante el día una luz opaca que apenas bastaba a iluminar el aposento.

En uno de los rincones había un hornillo apagado a la sazón, y a su lado una gran mesa, sobre la cual se veía un reloj de arena y algunos pergaminos, en los que había caracteres arábigos, escritos con tinta roja.

Esparcidos por el suelo se veían algunos libros, y en los andenes, crisoles, retortas, vasijas, calaveras de diversos animales, pájaros disecados, y otros dos o tres esqueletos perfectamente conservados, cuyos diversos objetos eran capaces de imponer terror en el corazón más valiente.

Junto a la mesa había un sillón de alto respaldo, destinado al mago que a impulso de la vara mágica evocaba las sombras de otras edades.

La escalera que daba a este aposento tenía una puerta que encajaba perfectamente en la ensambladura del corredor, no haciendo sospechar siquiera que hubiera comunicación entre ambas habitaciones.

Siguiendo este corredor, había otra puerta, también oculta bajo la ensambladura, que daba paso a una extensa cámara, antítesis completa de la habitación del nigromante, y cuyos detalles merecen describirse.

Era un salón de regulares dimensiones, cuyas paredes estaban cubiertas de cuero recamado de estrellas de oro, bastante deteriorado en algunos puntos, efecto sin duda del tiempo. El friso, primorosamente trabajado, y el techo, en el que se veían pintados algunos pasajes del Corán, no desdecían del conjunto árabe de todo el edificio.

No tenía ventana alguna, y del techo pendía una lámpara que derramaba sobre el salón una luz pálida y triste.

Al fondo, en la pared, se veía un gran escudo en el que cualquiera un poco versado en la ciencia heráldica, hubiera reconocido el blasón de los condes de Fuentidueña; a entrambos lados había dos arneses completos, uno de corte y otro de batalla, y otros dos inferiores, destinados sin duda para los escuderos; en los espacios que dejaban libres, había colgadas dagas, espadas y puñales, y en los rincones sendas lanzas de roble.

En fin, para completar el extraño mueblaje del salón, se veían en la pared colgados diversos trajes castellanos, desde el coleto del pechero hasta el sayo de brocado del señor. Siguiendo adelante el corredor se encontraba un zaquizamí donde dormía el criado de Giacomo Zarini; un poco más allá el dormitorio de éste, y al fondo una escalera que daba a un patio húmedo y de cortas dimensiones, en cuyo denegrido paredón se abría una puerta pequeña que comunicaba con la calle del Ataúd.

Nos hemos detenido en la descripción de la casa de Giacomo Zarini, pues nos era necesario para el completo conocimiento de tan extraño personaje.

Son las diez de la noche en que a Luis le sucedió lo que ya hemos visto. Largo tiempo ha pasado desde que se cerró la tienda; sentado en un pequeño escabel en su reducido aposento, Lorenzo, el criado de Giacomo, había visto pasar, hora tras hora, las transcurridas desde que anocheció hasta entonces; un candilón de hierro colgado de la pared derramaba una sombría luz sobre los objetos que había en la habitación. El buen Lorenzo, sin duda para matar el tiempo, paseó y rezó un sin número de oraciones, hasta que cansado de pasear y rezar, se acomodó en su asiento y se dispuso a dormir; pero no quiso el destino dejarle gozar de su sueño, toda vez que un golpe seco y fuerte que sonó, le hizo levantarse y dirigirse a la puerta del postigo, la que al abrirse dejó paso a un embozado a quien sin duda conocería mucho Lorenzo, toda vez que le hizo una profunda reverencia, y después de cerrar se dirigió hacia el interior alumbrando al desconocido.

Ambos subieron la escalera, y el caballero tocó en la ensambladura un resorte, y la puerta que daba a la cámara del blasón, y que el lector ya conoce, quedó franqueada; entraron, y habiéndose quitado la capa en que se envolvía el incógnito, dejó al descubierto una fisonomía noble y expresiva, aunque un tanto acabada, y en cuya frente los trabajos, más bien que la edad, habían trazado profundas arrugas. Los ademanes inspiraban esa dignidad de gracia, que en vano se quieren imitar, y que es muy difícil perder.

Su traje era el de un hidalgo pobre; y en su cintura, pendiente de su talabarte de cuero, se veía una espada con una empuñadura de acero y un magnífico puñal.

Desciñóse las armas, y mientras se desnudaba preguntó a Lorenzo, que permanecía inmóvil a alguna distancia:

-¿Quién ha venido?

-Nadie, señor.

Siguió un momento de silencio, y al cabo de él, dijo el desconocido:

-Pronto, creo, mi buen Lorenzo, dejaremos nuestros disfraces, para ser yo el alto y poderoso señor de Fuentidueña, y tú mi montero mayor.

-¿De veras? -dijo Lorenzo, resplandeciendo de gozo su semblante.

-Sí; Floridablanca está amenazado de muerte, y hasta él mismo ha pedido al rey que le deje retirarse.

-¿Y quién ha podido vencer su irresolución?

-Doña Catalina de Sandoval.

-¡Ella! -dijo Lorenzo con un gesto de terror- ¡Ella! Lanza enemigos a su...

-¡Calla! Mi venganza se ha de cumplir, y se cumplirá.

-Pero, señor, ¡eso es horrible!

También fue horrible el crimen. ¡Acuérdate, Lorenzo, acuérdate! Hace veintidos años.

El escudero inclinó la cabeza bajo el peso del recuerdo que su señor acababa de evocar.

-La fortuna favorece mi venganza; la hija ha heredado la hermosura de su madre y un alma enérgica e indomable, que incitada por mí, cumplirá mis deseos. Todos la adoran en la corte, como a su madre; y el marqués del Alcázar y Luis de Guevara están prendados de ella.

-¡También él! ¡Dios mio! -murmuró Lorenzo.

-También la idolatra -dijo el italiano, acentuando marcadamente aquellas palabras.

-¿Y ella le ama? -preguntó anhelante el criado.

-Los dos se aman con un amor de Satanás.

-Pero, señor, vos podéis evitar todos esos crímenes que se preparan; hacedlo, vos tan bueno, tan generoso en otro tiempo...

-Basta, Lorenzo; los pecados de los padres los pagan los hijos, y sus crímenes me vengarán cumplidamente.

Durante este tiempo se había quitado las ropas de hidalgo y puéstose una hopalanda oscura, y en su rostro una barba blanca, que con una peluca del mismo color, le habían transformado en el italiano Giacomo Zarini, sin que fuera fácil reconocer bajo su disfraz al bravo y galante señor de Fuentidueña, según antes él mismo dijera.

-¿Dices que no ha venido nadie? -preguntó Giacomo dirigiéndose al criado.

-Nadie, señor; exceptuando un criado de la vieja marquesa de la Villa, en busca de la pomada que para ella confeccionasteis.

-Es extraño -murmuró el conde paseándose por el aposento- no comprendo cómo María no ha tenido ya un disgusto que la obligue a llamarme en su auxilio conforme le indiqué. Las imprudencias de Luis han de producir forzosamente un conflicto, y temblando estoy que llegue ese caso. ¡Si yo mismo, por satisfacer mi venganza, y poner frente a frente a doña Catalina y al de Lazán, y al marqués del Alcázar frente a Floridablanca, y a Luis en lucha con todos ellos, habré ido más lejos de lo que debía! Hoy que a todos los tengo colocados en la situación que deseaba; hoy que hasta el mismo marqués Adelfi ha venido, sin saberlo él mismo, a proteger mis planes, tiemblo y no sé si la catástrofe podrá sobrepujar a lo que quiero.

Dos golpes que sonaron en la puerta de la tienda, interrumpieron su monólogo, y volviéndose a Lorenzo que también estaba pensativo, le dijo:

-Enciende una luz, éntrala en mi laboratorio y baja a abrir.

Trajo el montero un gran velón de metal, y habiéndolo encendido, lo dejó sobre la mesa de que ya hemos hecho mención. Otros dos golpes que se dejaron oír, demostraban que la persona que estaba a la puerta, no era muy aficionada a esperar.

-Dáte prisa, Lorenzo; que a ella no le gusta esperar.

-¡Con que es ella! -dijo con un acento de terror el buen Lorenzo.

-Lo presumo; anda.

Bajó aquél de no muy buen talante los seis o siete escalones que separaban la tienda de las habitaciones, y abriendo la puerta, penetró por ella una dama envuelta completamente en su manto, que volviéndose a sus escuderos que la conducían en una litera, les dijo con acento imperioso:

-¡Esperad!

Y se entró en la tienda, subió la escalera, y entró en el laboratorio, dejándose caer en una banqueta frente al caballero, que al verla en aquel estado, hizo un ligero movimiento de sorpresa.

La dama, al sentarse, separó el manto que la cubría, dejando ver las bellas facciones de la alta señora doña Catalina de Sandoval; pero que estaban desfiguradas bajo el peso de la gran emoción que sentía.

Sus hermosos ojos negros se veían empañados de lágrimas; sus mejillas estaban densamente pálidas, y sus labios los agitaba un temblor convulsivo.

Al verla en semejante estado, no pudo menos de preguntarle el caballero:

-¿Qué tenéis, señora?

-¡Oh, buen Giacomo! Nunca más que ahora necesito de tu ayuda.

-Pero, ¿qué os sucede?

-Que me está engañando infamemente.

-¿Quién?

-¿Quién ha de ser, sino Luis? El hombre por quien he sacrificado mi honra, por quien hubiera dado mi vida, porque le amaba con todo mi corazón.

-Pero, explicaos, señora, explicaos -dijo Giacomo, que al oír aquel nombre había palidecido levemente.

-Don Luis de Guevara ama a la hija del conde de Lazán, a esa gazmoña que nunca levanta los ojos del suelo, y por quien ha suspirado más de un caballero de la corte.

-Pero, ¿estáis cierta de lo que decís, señora?

-Acabo de saberlo por medio de un aviso misterioso que se me ha dado.

-Y bien, señora -dijo el perfumista perfectamente tranquilo, ¿en qué os puedo yo servir?

-Vosotros poseéis el secreto de ciertas yerbas que matan: pues bien, necesito un tósigo de esa especie.

Ni un solo músculo se alteró en la fisonomía de Giacomo; pero sus dedos apretaron convulsivamente la hopalanda que le cubría, y haciendo un violento esfuerzo, preguntó:

-¿Y qué más?

-Quiero un bebedizo que haga desfallecer de amor, que inspire una pasión vehemente a quien lo tome respecto a la de quien lo recibe; quiero que Luis me adore como yo a él; y quitado el obstáculo de María, podré disfrutar feliz de su amor, sin miedo a ninguna otra rival.

-¿Y nada más queréis, señora?

-Nada más, sino que me cuentes la historia de mi familia, según me has prometido varias veces.

-No es esta la ocesion más a propósito.

-¿Por qué?

¿Olvidáis, señora, que a estas horas suele acudir mi clientela?

-Di que no estás en casa.

-No puede ser.

-Yo te pagaré lo que pierdas de ganar.

-No me comprendéis, señora.

-Dejemos eso a un lado: ¿quieres o no contarme mi historia?

El italiano pareció meditar breves segundos.

Luego dijo:

-Voy a complaceros.

Capítulo XIV. Qué era lo que tenía que decir el conde de Fuentidueña a doña Catalina de Sandoval

Profundamente sorprendida quedó doña Catalina, escuchando el tono misterioso de Giacomo.

Éste, mirándola de un modo insistente, le dijo al cabo de algunos segundos:

-Queréis saber vuestra historia, y hacéis mal a mi juicio en semejante intento. Si habéis pasado veinticuatro años ignorando realmente vuestro pasado; si al casaros, vuestro esposo os tomó como la hija de Mariano Sandoval, refugiado en el reino portugués desde la guerra de 1761; si viuda ya, el marqués del Alcázar no se ha fijado más que en vuestra belleza; si sois rica, joven y hermosa, ¿por qué querer levantar el velo del pasado, donde quizás se escondan para vos lágrimas y desesperación? Gozad de la vida, ya que tan bella se os presenta, y no evoquéis un pasado que a nada bueno puede conducir.

-¿Has concluido ya? -preguntó doña Catalina con frialdad.- Cuanto os dije, creed que fue únicamente por vuestro bien.

-Te lo agradezco; pero puesto que me has dicho que conocías esa historia, que en vano había yo preguntado muchas veces a Mariano Sandoval, necesito que me la digas.

-Ved, señora, que quizás esa historia os lleve a una venganza horrible.

-¿Qué me importa? Habla de una vez.

-Está bien; hablaré, pues que así lo queréis. Escuchadme: Hace veinticinco años próximamente, que entró en Madrid un caballero castellano que había pasado muchos años en América, donde si bien hubo de mejorar su hacienda de un modo notable, en cambio su carácter, que era adusto e irascible de suyo cuando allí marchó, tornósele más sombrío, más violento y menos amable.

Encerróse como un hurón en su antiguo palacio solariego, inhabitado desde que marchó de España, y ni le distraían las fiestas de la corte, ni le atraía el alborozo y regocijo popular.

Apenas se le veía en un paseo o en una diversión. Todo el mundo se extrañaba de tal conducta, y las especies más absurdas, los más ridículos comentarios hacíanse respecto a su aislamiento.

Juzgábanle un hombre sin corazón, y sin embargo, el pobre caballero sufría, y sufría de amores.

Pero sus amores no eran los que el vulgo ve generalmente; no pertenecían al género ni de los amores correspondidos, ni de los desengañados.

Era un amor sin forma, sin objeto; amor que sin un ser a quien aplicarlo, hacía sufrir mil tormentos a la persona que lo sentía.

Había pasado la mayor parte de su vida en América, y más a propósito para combatir que no para amar, casi no había tenido tiempo de comprender lo que era aquella pasión.

Valiente y esforzado en el combate, era dulce y compasivo con el vencido; sus años tal vez se hubieran deslizado del mismo modo, si la fatalidad no le hubiera traído a Madrid de vuelta de América.

Una noche que vagaba distraído por las calles del jardín que tenía en su palacio, una voz dulcísima, rasgando el silencio de su alma, vino a herir las fibras de su corazón, y debilitándose suavemente se perdió en el espacio, remontándose al cielo, como creyó el admirado caballero.

Largo tiempo permaneció en el jardín, esperando que aquella argentina voz volviese a sonar; pero en vano: nada volvió a interrumpir el silencio.

Profundamente contrariado se retiró a su habitación; y allí solo, siempre zumbando en su oído aquel eco maravilloso, despertó su alma del sueño en que yacía, y desplegó ante la asombrada vista del caballero todos los infinitos goces del amor.

Muchas noches volvió a oír aquella voz, y cada una de ellas añadía un quilate más a la violenta pasión que devoraba su pecho.

Buscó en vano entre las damas de la corte, una a quien aplicarle los encantos que él se formaba en su mente, y no hallándola, se refugió a su aislamiento, y en él, soñando con su fantasma, atravesaba una existencia dolorosa y triste.

De este modo pasaron algunos meses, hasta que llegó la primavera, y con ella el bajar al jardín el caballero en las primeras horas de la mañana.

Al lado de su palacio vivía un italiano llamado Zanetti, profesor de música, que había venido de Italia, su país natal, hacía muchos años con Carlos Brochi.

Una mañana que, abstraído en su pensamiento, vagaba por las calles de tilos y limoneros, un ligero ruido que sintió en una de las celosías, le hizo levantar la cabeza, y una mano hermosísima, una de esas manos que hacen adivinar en la mujer a quien pertenece tesoros de hermosura y de pureza, agitó un lienzo de finísima batista, como saludando a su melancólico vecino.

Éste, sorprendido al principio y admirado después, estuvo algunos momentos contemplándola, hasta que al ver la tenaz persistencia de su saludo, se llevó la suya al corazón, y el lienzo, tras otra agitación más violenta, desapareció con la mano que lo sostenía.

Y siguieron por espacio de algunas mañanas estos mutuos saludos.

Y el caballero empezó a respirar más libremente.

Su semblante se fue esclareciendo.

Sus sueños tuvieron un objeto.

Y este objeto fue su vecina, la dueña de aquella mano que con tanto afán le saludaba.

Deseó conocerla, y fue a casa de Zanetti.

El pretexto que empleó para entrar, fue el de aprender música bajo la dirección del entendido profesor.

Al entrar en el aposento de Zanetti, distinguió las esbeltas formas de una mujer en el fondo de un sombrío corredor, y que esta mujer le saludaba con una dulce expresión.

Todo esto fue rápido como el rayo.

Pero en aquel brevísimo instante la mágica belleza de la hija del italiano se desplegó ante los asombrados ojos del caballero.

Zanetti le hizo entrar, y enterado de su deseo, le manifestó que le era imposible acceder a él, puesto que partía para Italia dentro de breves días.

Mas el objeto estaba ya conseguido; sabía que la mujer que amaba vivía allí, y esto era suficiente para él.

Abandonó la casa de Zanetti lleno de alegría.

Al día inmediato, bajó como de costumbre a pasear por el jardín.

Las flores le parecían más aromáticas.

El cielo más puro.

Las auras más suaves, más armoniosas.

Porque su amada, a través de las espesas celosías, prestaba a las flores su aliento.

Al cielo el color de sus ojos.

Y las suaves inflexiones de su voz a las auras.

Y anhelante esperaba aquella mano de marfil, que aunque no podía contar, al menos adivinaría los latidos de su corazón.

Pero la mano no apareció más que un momento.

El suficiente para arrojar un ramito de espino egipcio, en medio del cual campeaba un clavel rojo, y volverse a retirar.

El caballero se apresuró a recogerlo, y un momento después se paseaba completamente abstraído, dibujándose en su rostro una viva satisfacción.

Vos, señora, que debéis conocer las costumbres árabes, comprenderéis el significado de un ramo de estas dos flores; ya sabéis que una flor, una cinta, una hoja arrancada de un árbol, son expresiones de una lengua especial que explica elocuentemente esas pasiones que en las mujeres de aquella raza son más fuertes, más abrasadoras.

Aquel espino egipcio, que significaba la esperanza, y el clavel el amor, eran más que suficientes para llenar de entusiasmo el corazón del caballero, y hacerlo olvidar la contestación de Zanetti, jurando en su interior hablar a aquella mujer, escuchando de sus labios las frases de que eran emblema aquellas flores.

Y pasaron días y se trocaron palabras, y una noche, después de la queda, una mujer se descolgó por uno de los ajimeces de la casa de Zanetti, y cayó delirante en los brazos de un caballero, que un momento después cabalgaba por el camino que conducía a Valladolid, a la portezuela de una litera llevada por robustos jayanes y escoltada por algunos jinetes.

Dentro de la litera iba Alina, hija de Zanetti, y el caballero que cabalgaba a su lado era el alto señor don Manuel de Castañeda, conde de Fuentidueña.

Esos fueron vuestros padres, señora.

Capítulo XV. Donde concluye Giacomo Zarini la historia que estaba contando

Concluidas las últimas palabras, inclinó Giacomo la cabeza como bajo el peso de un dolor terrible; su acento, que por grados se había ido volviendo triste y sombrío, concluyó por asemejarse a un gemido, y durante algunos momentos nada interrumpió el silencio que reinaba en la estancia.

Doña Catalina contemplaba con sorpresa a Giacomo, y aspiraba con avidez sus palabras, ansiosa de conocer los misterios de los que le habían dado el ser y los pormenores de su desgracia; había creído escucharlos de unos labios indiferentes que relatasen su historia del mismo modo que relataran alguna antigua conseja, y no de unos labios que acentuando sus palabras, imprimiesen en ellas el dolor o la amargura que su corazón sentía, y que deplorasen aquellas desgracias que al cabo de tanto tiempo estaban aún frescas en la imaginación del que las relataba: así que respetando la abstracción de Giacomo, nada le dijo.

Al cabo de un momento prosiguió éste:

-Por espacio de un año vivieron en Valladolid, donde vuestra madre abrazó la religión de su amante y se hizo una alta y poderosa señora al enlazarse vuestro padre con ella.

Pero llegó un día en que el portugués entró talando las tierras castellanas, y vuestro padre, fiel a la voz del honor, abandonó los amantes brazos de su esposa y se fue a la guerra, llevando en sí el funesto presentimiento de una desgracia, tanto más terrible, cuanto que era más desconocida.

Y razón tenía en presentir.

¡Desgraciado el hombre que fía su honra en una mujer!...

¡Es un vaso tan quebradizo, que el menor choque basta para hacerlo mil pedazos!...

¡Oh! ¡Si las mujeres comprendieran la inmensidad del amor que hacen sentir!

Pero ellas aman con un objeto particular, y casi nunca al hombre que muere de amor por ellas.

¡Pobre conde de Fuentidueña!... ¡razón tenía en presentir!

Era tan sentido, tan lúgubre el acento de Giacomo al pronunciar estas palabras, que doña Catalina no pudo menos de estremecerse involuntariamente.

Después comprendió que en sus últimas expresiones casi acusaba a su madre, y no pudo menos de decirle:

-Giacomo, si en la vida de mi madre hay algún lunar, no eres tú quien debe reprochárselo: habla.

Repuesto algún tanto Giacomo, prosiguió inmediatamente:

-Por aquel tiempo empezaba a privar con Jovellanos, su amigo el conde de Lazán, tan galanteador como cortesano, y tan astuto como enamorado.

Tiempo hacía que apasionado de vuestra madre, buscaba una ocasión para verla sin testigos, y con la ausencia de vuestro padre lo consiguió.

Introducido por un criado infiel, habló con Alina... y cuando al amanecer salió del palacio... diz que iba delirante de alegría!...

-¡Mientes, Giacomo!... -gritó doña Catalina sin poderse contener.

-¡Por Dios vivo, que mejor hubiera sido que me hubiese engañado! -dijo Giacomo con un acento lúgubre y sombrío; pero en el que sin embargo se traslucía tanta sinceridad, que la dama no pudo menos de estremecerse, y le dijo, interrogándole más con la vista que con las palabras:

-¡Según eso, mi madre!...

-Nada más sé, señora -dijo Giacomo envolviéndose en su reserva habitual.- Lo que pasó con vuestra madre y el conde de Lazán fue un misterio para mí, pero que, sin embargo, tuvo un desenlace terrible.

Una noche estaba el conde de Lazán en la cámara de vuestra madre, sentado a sus pies, cuando de pronto se aparece en el umbral de la estancia el conde de Fuentidueña, pálido, excesivamente pálido, pero severo.

Vuestra madre dio un grito.

Y su amante se puso en pie de un salto, y desenvainó la espada.

Pero el conde sin hacer caso seguía avanzando, y su mirada glacial caía a plomo sobre el rostro de su infiel esposa, que fascinada, no podía apartar la suya de su esposo.

El conde de Lazán, impasible, contemplaba aquella escena con una indiferencia estoica.

Y vuestro padre llegó junto a Alina.

Su mirada se hizo más intensa, más terrible.

Su mano buscó la empuñadura de su daga.

Y brilló el acero en alto.

Mientras que su esposa, paralizada por el terror, nada se atrevía a hacer.

De pronto un grito desgarrador resonó en la estancia. La daga del ofendido esposo se hundió hasta el pomo en el pecho de vuestra madre.

Que cayó al suelo para no levantarse nunca.

El conde de Lazán no pudo menos de palidecer.

Y un estremecimiento frío recorrió su cuerpo al ver el semblante fatídico de vuestro padre, que sin decir una palabra tiró de su espada y avanzó hacia él.

Las espadas se cruzaron.

Ambos luchaban con furor.

Y la ventaja no estaba en favor de ninguno de los dos.

Pero el amante empezó a retroceder.

Aunque sin dar ventaja a su contrario.

El conde redoblaba sus esfuerzos.

Y el de Lazán seguía retrocediendo.

Vuestro padre, en su cólera, no podía adivinar el movimiento de su contendiente.

Y de este modo llegaron cerca de la puerta de la estancia.

Entonces, por medio de un salto, rápido como el rayo franqueó el umbral, cerró la puerta, y la punta de la espada del conde fue a clavarse en ella.

Ciego de furor la hizo saltar de una patada; pero el mal caballero estaba ya muy lejos y no pudo alcanzarlo, haciendo ánimo de arrojarle su guante, al inmediato día, en medio de toda la corte.

Pero ¡ay! No sabía el conde el hombre con quien trataba.

El perfumista con quien os habéis criado, fue llamado por el conde y le confió vuestro cuidado, ocultándole la catástrofe que había amargado sus días.

Mariano le ofreció guardaros como a su propia hija, y os llevó con él.

Entonces fue cuando estalló el inmenso dolor del conde.

Había amado con delirio a su esposa, que en pago le había dado el deshonor y la infamia.

Y cada reproche que hacía al inanimado cadáver de Alina, aumentaba el odio que sentía cada vez más rugiente hacia su infame seductor.

Éste, entretanto, no se había descuidado: y merced a sus buenos oficios con el rey, antes de amanecer fue preso el conde acusado de traición, y al día siguiente confiscados sus bienes.

Calló al decir estas últimas palabras Giacomo, y su palidez cada vez más excesiva, y el temblor convulsivo de sus labios, denotaba lo penoso que le había sido evocar aquellos recuerdos.

Catalina había escuchado aquella historia, y su semblante reflejó enérgicamente los sentimientos que su relato la había inspirado.

Orgullosa con el nacimiento y los títulos de su padre, no podía perdonar al condestable que la hubiera privado de ellos.

Amante y deseosa de las caricias de una madre a quien no había conocido, pero a la que sin embargo había amado, odiaba y sentía crecer más su aborrecimiento hacia el conde de Lazán que había tenido la culpa de que no las pudiera disfrutar, y aunque conocía la ligereza de su madre, su corazón de hija la disculpaba, y hacía recaer todo su resentimiento sobre el hombre que la había seducido.

Y tan pensativa como Giacomo permaneció largo tiempo sin decir una palabra, hasta que al fin le dijo:

-¿Y de mi padre qué ha sido?

Alzó Giacomo vivamente la cabeza; por un momento sus ojos brillaron con una luz fuerte y sombría, sus labios se agitaron convulsivamente; pero al cabo de un momento, tras un esfuerzo poderoso de su voluntad, desapareció aquella expresión de su rostro y con un acento lúgubre contestó:

-Ha muerto destrozado por el dolor, maldiciendo en sus últimos momentos al seductor, y legando a su hija su venganza.

Algunos momentos de silencio se siguieron a las últimas palabras pronunciadas por Giacomo.

Catalina estaba visiblemente impresionada.

La historia contada por el perfumista, o el mago, pues bajo las dos denominaciones se le conocía; las circunstancias en que las había contado y el acento con que hizo el relato, todo contribuía para prestarle cierto carácter de solemnidad que no podía menos de producir sus efectos en la dama del marqués.

Giacomo saboreaba, por decirlo así, todas las emociones que Catalina había ido sufriendo, y especialmente aquella última emoción hija del encargo que suponía hecho por el padre de Catalina.

Cuando creyó haber dejado ya tiempo suficiente para que la dama se hubiese hecho cargo de aquellas frases, dijo:

-¿Tenéis algo más que mandarme, señora?

-Sí; necesito que me digas por dónde has sabido lo que acabas de contarme.

-¿Dudáis acaso de mis palabras? ¿No se avienen quizás con lo que os indicó alguna vez mi compadre Mariano?

-¡Ah!... ¿Con que era pariente tuyo Mariano?

-Sí, señora; por él he sabido todos los pormenores que he tenido la honra de contaros.

-¿Y qué fue de Zanetti?

-¿Del padre de vuestra madre, de vuestro abuelo queréis decir?

-Sí, eso es.

-Murió precisamente a los pocos días de haberse verificado el matrimonio de su hija.

-Pero, ¿y las pruebas de mi nacimiento?

-El conde de Lazán podrá daros cuenta de ellas, porque él precisamente está disfrutando vuestros bienes y vuestro título.

Un relámpago de odio, pero de odio terrible, implacable, de aquel que jamás perdona, que con nada se satisface, pasó por los ojos de doña Catalina.

Aquel relámpago no fue tan rápido que no lo sorprendiera Giacomo, el cual dijo con una expresión inexplicable:

-¡Oh! ¡Si vos, señora, vengarais a vuestra madre!

-¿Y pudiste dudarlo acaso? Te juro que tal ha de ser mi venganza, que supere a la misma ofensa recibida. Ahora bien, Giacomo; no te olvides de lo que antes te encargué. Ve tú mismo a llevármelos, y tales muestras de gratitud te daré, que no tendrás por qué arrepentirte de haberme servido.

Pocos momentos después, doña Catalina abandonaba la casa de Giacomo.

Capítulo XVI. Cómo cumplió Luis la oferta que había hecho a Vicente

Nuestros lectores recordarán que dejamos a Luis de Guevara, precisamente en el momento que llegaba a la Casa de los Diablos, después de haber dejado al pintor a la puerta de la casa del conde de Lazán.

El caballero pasó sin detenerse ante el sombrío salón de la casa, cuya puerta polvorienta y descolorida acusaba el tiempo que permanecía cerrada, y fue a detenerse ante una casita más pequeña y de aspecto miserable que había al lado.

Tocó de un modo particular en una ventana baja que había junto a la puerta, y doblando inmediatamente la esquina, detúvose al pie de una tapia en la cual se abría una puerta enorme, destinada sin duda para que entrasen por ella las sillas de mano, si los dueños de la casa eran personas que tal lujo se permitían, o bien los pesados carruajes de aquel tiempo.

Luis no tuvo necesidad de llamar, porque los golpecitos dados en la ventana eran una señal de antemano convenida, porque inmediatamente que él llegó ante la puerta, abrióse ésta quedando franco el paso hasta una especie de corralón destartalado y sombrío, en cuyo fondo se distinguía el débil resplandor de una luz.

Franqueó la pequeña puerta de donde brotaba la claridad y entró en una habitación sencillamente amueblada, dejándose caer en un sillón de baqueta que había junto a una mesa de roble, sobre la cual estaba el enorme velón cuya claridad se distinguía desde el portalón en el momento que él entró: la estancia estaba sola; pero a poco sin duda la persona que abría la puerta y que se había quedado a cerrarla, practicada esta operación, entró en el aposento.

-Buenas noches, González -dijo Luis saludando al recién llegado, individuo de unos cuarenta años, de fisonomía astuta y reservada, de mirada que jamás parecía fijarse de frente, de perpetua sonrisa en los labios y de cuerpo que casi nunca sabía estarse quieto.

-El cielo os guarde, señor -repuso González haciendo una reverencia- no podía esperar que a semejantes horas viniese vuecencia, y un milagro ha sido que estuviera tan atento para escuchar su seña.

-Eso quiere decir que ibas a recogerte ya.

-Sí, señor, sí.

-¿Es decir que no hay nadie en la casa?

Y Luis, que se había colocado de modo que la sombra proyectada por la pantalla del velón le diese en el rostro, fijó una mirada escrutadora en el semblante de González, que dijo con acento no muy seguro:

-No, señor; no hay nadie.

-¿Estás bien cierto de que no hay nadie? -volvió a preguntar Luis mirando con mayor fijeza a su interlocutor.

-Así he tenido la honra de decíroslo.

Y González, a fin de evitar la persistente mirada de Guevara, dio con la mayor naturalidad una vuelta a fin de sustraerse a la luz que daba en su rostro.

Pero el caballero debió conocer la maniobra, porque dijo:

-Vamos a ver, González, acércate aquí y hablemos con franqueza: no trates de negarme la verdad, porque harto sabes que te conozco; por lo tanto, créeme que te conviene no jugar conmigo a sutilezas y astucias, porque de igual manera que te he puesto en este sitio, te quitaré de él, amén de darte una paliza que te haga perder para lo sucesivo la gana de usar bellaquerías con ninguna persona honrada.

Semejante lenguaje hizo indudablemente su efecto en aquel honrado mozo, que quizás conociese a Luis como persona abonada para hacer lo que decía, toda vez que inmediatamente y con la actitud más humilde que pueda darse, aproximóse al caballero, diciéndole:

-Señor, perdonadme si pude ofenderos; pero a la verdad, habéis de comprender que la situación en que me hallo es sumamente comprometida.

-Comprometida ha de serlo si no me dices la verdad.

-Dijéraosla en buen hora si no temiera que lo pagaran mis orejas.

-Tú verás lo que haces, porque entre pagarlo problemáticamente y pagarlo con seguridad al momento, comprendo qué es lo mejor que puedes elegir.

Y tan resuelto fue el acento de Luis, y tan decidido su aspecto al levantarse de su asiento, que González comprendió que la cosa iba de veras.

Entonces, tomando una actitud en armonía con la nueva situación, dijo:

-Señor, si me prometéis no abandonarme...

-Habla.

-Es que me encuentro seriamente amenazado.

-¡Amenazado! ¿Por quién?

-Por el señor marqués de Adelfi.

-Aquí nadie tiene derecho para amenazarte más que yo.

-Sin embargo...

-En fin, acabemos. ¿Quién está en la casa?

-El señor marqués.

-¿Solo?

-¡Oh! Si estuviese así no tendría caso, pero se hallan con él cuatro de sus amigos.

-¿Y qué hacen?

-Están celebrando un ruidoso triunfo obtenido por el marqués.

-¡Cómo! -preguntó Luis frunciendo el entrecejo.

-Hace poco... digo, no, lo menos hace tres o cuatro horas, llegó una silla de manos cuidadosamente cerrada, que entró como de costumbre en el patio, y de la cual sacaron los mismos mozos una mujer desmayada sin duda, que por orden del señor marqués hice que llevasen al saloncito azul.

-¿Y qué más? -preguntó Luis, cuyo rostro iba nublándose por momentos.

-El señor marqués despidió a los de la silla; quedó solo un momento con la dama, o mejor dicho con la maja, pues maja y muy hermosa por cierto es la paloma que ha caído esta noche en la red.

-Prosigue: ¿cuánto tiempo ha permanecido con ella el marqués?

-El suficiente para hacerla beber unas gotas de no sé qué diablo de droga que llevaba en una botella, con lo cual volvió en sí al momento.

-¿Y qué dijo al ver al marqués?

-Ya no estaba en el aposento.

-¿Cómo?

-Antes de que la maja volviese en sí, marchóse fuera, encargándome que a vos menos que a nadie, si por casualidad veníais, que no vendríais, os dijese nada de lo que había.

-¿Y se quedó aquí?

-No, señor; encargó una gran cena, y dos horas después volvió con cuatro amigos.

-¿Que serán sin duda los que están ahí?

-Sí, señor.

Y González temblaba, adivinando en el rostro de Luis la tempestad que estaba rugiendo en su corazón.

-¿Y la maja? -preguntó éste al cabo de algunos segundos.

-El señor marqués me pidió la llave de la sala donde había quedado encerrada.

-¿De modo que él la tiene?

-Sí, señor.

-¿Y tú no le dijiste que está prohibida la admisión en la casa de ninguna mujer que venga desmayada?

-Hícele ya esa observación; pero a ella me contestó que no sabiéndolo vos, no había peligro alguno; que no podríais saberlo más que por mí, y que me prohibía terminantemente, si en algo estimaba mi pellejo, que saliese de mis labios una palabra, además que vos no vendríais esta noche por aquí.

-Mucha seguridad era esa.

-Nada os oculto, señor; bien sabéis todo lo de iracundo y terrible que tiene el señor marqués, y si vos no me salváis...

-Merecido tienes que te abandone a su saña.

-Pero...

-Ahora bien, villano, ¿no sabes las atribuciones que tienes, atribuciones que nosotros mismos te hemos dado?

-Es que...

-Es que el marqués te ha pagado bien tu condescendencia, y diste o fingiste dar al olvido las órdenes y los deberes que tenías.

-Creed, señor, que hice cuanto pude para impedirlo.

-¿Dónde está preparada la cena? -preguntó Luis desentendiéndose de las excusas que le daba González.

-En el salón de los espejos.

-Está bien.

Y Luis abandonó el sillón, disponiéndose a salir de la estancia.

-¿Dónde vais, señor? -preguntó González lleno de inquietud.

-A hacer lo que debo.

-Ved que el marqués al verse contrariado es capaz...

-¿De qué? -preguntó con altivez el caballero.

-De todo, señor.

-Quédese el temor para los bellacos como tú, muy valientes para faltar a sus deberes y obligaciones, y muy cobardes cuando se ven seriamente amenazados.

-Al menos permitidme que os acompañe.

-¿Necesito acaso tu compañía para nada? Quédate en buen hora en tu portería, mal cumplidor de las órdenes que te dan, que tiempo de sobra tendremos para ocuparnos del castigo que mereces.

-Pero reparad que yo hice cuanto pude; que en el mismo reglamento de la casa se me ordena que obedezca a todos los caballeros de ella.

-Sí; pero también te se limita esa obediencia; y como eso precisamente es lo que no has tenido en cuenta, eso será lo que llevará consigo tu condena.

-Ved, señor, que hasta ahora no falté.

-Ruega al cielo que yo no llegue tarde, porque si desgraciadamente es así, has de pasarlo muy mal.

Y el joven, después de pronunciadas estas palabras, salió del aposento dejando a González terriblemente preocupado con los sucesos que necesariamente habían de sobrevenir.

Capítulo XVII. De qué modo puede principiar un festín

El marqués Adelfi era un italiano que hacía algún tiempo residía en Madrid, cuyo padre había sido uno de los caballeros a quienes Carlos III, durante su soberanía de Nápoles, había distinguido, y el recuerdo de esta distinción sirvió poderosamente a su hijo cuando vino a España.

Bajo un exterior agradable y simpático ocultaba un corazón de cieno, y corrompido y audaz había sido el héroe en más de una aventura escandalosa de que se habló mucho en la corte, llegando finalmente a oídos del monarca, que hubo de manifestar su desagrado al marqués.

Pero Julio, que así se llamaba éste, cuidóse muy poco de que al monarca le agradase o no su conducta, y persistía en ella, aun cuando encubriendo algo más las locuras a que se entregaba.

Como había dicho muy bien el pintor en la entrevista que tuvo aquella noche con Luis, vio a Dolores y se prendó de ella.

Empleó todos los medios de seducción que le sugería su corrompido ingenio; pero Dolores no era mujer que cediera con facilidad, y por el mismo Vicente sabemos todo lo que ocurrió respecto a aquel particular.

Pero así como la maja no era persona que cediese ante las amenazas, tampoco era el marqués hombre que desistiese de un empeno hasta haberle conseguido.

No podía alcanzarlo por los medios decorosos, y estaba resuelto a emplearlos todos para llegar al resultado apetecido.

Con una persistencia extraordinaria, dedicóse a observar quiénes eran las personas de mayor intimidad de Lola; las horas en que ésta entraba y salía en su casa; en fin, adquirió un conocimiento tan exacto de su existencia, que pudo formar un plan completo, contando con la seguridad del éxito.

Sabía la hora en que iba Vicente a verla, y partiendo de esta base preparó la llamada de Lola, por su amiga Concha, cuando precisamente sabía que ésta no estaba en su casa.

La amada de Vicente, sin desconfianza de ningun género, salió de su casa, y no hizo alto en que un hombre que había en una puerta inmediata silbó de un modo particular, y casi inmediatamente una silla de manos que había en una bocacalle cercana se puso en movimiento, conduciéndola los portadores en la misma dirección que llevaba Lola.

Cuando ésta entró en el portal de la casa de su amiga, portal tan oscuro como lo estaba la misma calle que acababa de dejar, volvió a sonar el mismo silbido que a la salida de su casa, y sin saber por qué, Lola, que tenía el alma bien templada, como suele decirse generalmente, no pudo menos de estremecerse.

Entonces, y antes de aventurarse por la tortuosa escalera, dió una voz llamando a Concha.

Pero instantáneamente sintióse cogida por el cuerpo, y sin que pudiera evitarlo, sin tener tiempo para dar un grito, sintió que le cubrían la cabeza con un pañuelo, y sin duda éste debía estar impregnado de alguna sustancia tan fuerte, que instantáneamente perdió el conocimiento.

Entonces, el mismo hombre la cogió en brazos, y como que la silla de manos había llegado precisamente delante de la puerta, metió en ella a la joven, emprendiendo la marcha a buen paso los jayanes que la conducían.

La oscuridad de la noche, la soledad que reinaba por aquella época en los barrios extremos tan luego oscurecía, y la prontitud con que todo fue ejecutado, impidieron que nadie se apercibiera de aquel suceso, y Lola pudo llegar a la Casa de los Diablos, en la forma que hemos oído a González explicar a Luis.

Cuando la maja volvió en sí, efectivamente, como el conserje había dicho al caballero, no estaba el marqués en su presencia; había salido de la casa para ir en busca de sus compañeros de libertinaje, con los cuales tenía celebrada una apuesta que acababa de ganar.

Entre todos los jóvenes que constituían la sociedad de los Caballeros del Amor, era Julio el más libertino y el de peor instinto.

Así es que dentro del círculo en que se hallaba, dentro de aquella misma sociedad que, hasta cierto punto, se arrepentía su mayoría de haberle admitido en su seno, eligió unos cuantos amigos que juzgó los más a propósito para que secundasen sus miras, educándolos convenientemente en su escuela.

A estos amigos era a quienes iba a buscar, porque ellos conocían su empeño por Dolores, y con ellos había apostado que en un plazo determinado había de ser suya de grado o por fuerza.

Como que la apuesta estaba ganada, encargó la cena de que había hablado González, y los cinco jóvenes pusiéronse a cenar alegremente, solemnizando la buena suerte del marqués.

Entretanto, como ya hemos dicho, Lola había vuelto en sí.

La primera impresión fue la de una sorpresa extraordinaria al encontrarse en una habitación completamente desconocida.

Poco a poco fue dándose cuenta de lo sucedido, y no pudo menos de estremecerse al ver que se hallaba sola en una habitación desconocida, a merced de los que allí la habían llevado, y cuyas intenciones forzosamente habían de ser malas dada la felonía que habían usado.

Trató de buscar en su pensamiento alguna explicación para aquello; buscó salida por si acaso podía escaparse de allí; pero vio que la puerta estaba cerrada con llave, que el aposento no tenía balcón alguno y que las paredes estaban acolchadas al objeto, sin duda, de ahogar los gritos que allí dentro pudieran exhalarse.

Tamaño lujo de precauciones hizo comprender a Lola algo de amenazador para su honra.

Y no pudo menos de indignarse contra el que a tales medios recurría.

Precisamente en aquellos momentos ofrecióse a su pensamiento el recuerdo del marqués.

Únicamente él podía haber sido el autor de aquella infamia.

Y esta sola idea alentó su espíritu de tal modo, que alzando la frente que tuviera abatida hasta entonces, pareció hasta que desafiaba el peligro que acababa de presentir.

Entretanto la cena había dado principio, y los amigos del marqués mostrábanse deseosos de convencerse si eran ellos los vencidos en realidad.

Julio les había dicho que verían a Dolores, y todos estaban impacientes por la llegada de este momento.

El libertino caballero, con una perversidad extraordinaria, había calculado que los últimos momentos de la cena eran los más a propósito para aquella presentación.

Precisamente era cuando las cabezas más calientes por los vapores del vino hallábanse más propensas al escándalo, y este era el que deseaba, a fin de obligar por medio de ello a Dolores.

-Temiéndome voy -decía uno de los amigos del marqués- que Julio ha querido convidarnos y se ha valido de semejante estratagema.

-Estás en un error, barón -repuso Julio- sois vosotros quienes me convidáis.

-El caso es que toda la noche estás hablándonos de Lola, y me parece que hubieras debido principiar por traerla y que hubiese cenado con nosotros, prestando mayor encanto a la cena con su donaire y su gracejo.

-He querido reservaros esta sorpresa para los postres.

-Para que estemos ya medio embriagados y sea más fácil hacernos creer que está entre nosotros esta Lola la zapatera, cuando puede ser cualquier otra.

-Esta suposición me ofende.

-Entre nosotros no hay ofensas de ninguna especie.

-Además, la conducta que observas en este asunto se presta a toda clase de suposiciones.

-Vamos, tanto me habéis provocado, que no tengo más remedio que adelantar el momento de la presentación.

Y el marqués levantóse de su asiento, provocando con esta acción una salva de aplausos.

-Por ahí debiste principiar -dijo uno de los jóvenes.

-No, es mucho mejor que haya concluido, porque con eso he dejado a mi hechicera maja el tiempo suficiente para que reflexione acerca de su situación.

-¿Y se conforma con ella? -dijo uno.

-Y ruegue a Dios que el amante que la fortuna le depara, le guarde fidelidad siquiera algunos meses.

-O por lo menos algunos días.

-Lo cual es muy difícil.

-Sin embargo, la Lola es guapa.

-Pero el marqués es inconstante por naturaleza.

-Vamos, callad, lenguas maldicientes.

-Porque decimos la verdad...

-Os prometo guardarle constancia a Lola.

-¿Cuánto tiempo?

-Ocho días.

-¡Bravo, bravo!

Y el marqués, entre las carcajadas y los aplausos de sus amigos, se dirigió hacia la puerta del aposento.

Capítulo XVIII. La conclusión de la cena

Aun cuando el primer impulso del marqués fue dirigirse él mismo al saloncito en que había dejado a Dolores, cambió súbitamente de idea, y llamando a un criado, le dio orden de que hiciese salir a Lola y la condujese al salón en que ellos estaban, sin decirle nada absolutamente.

El criado obedeció.

Lola esperaba de un momento a otro ver aparecer al marqués, y cuando vio al criado le dijo con altanería:

-¿Te manda acaso tu señor?

-No sé de qué señor me habla su merced -repuso el criado, que como todos los que había en aquella casa, era diestro y no se dejaba sorprender con facilidad.

-¿A qué vienes entonces?

-A decirle que puede salir cuando le plazca.

-¿Dónde?

-Donde quiera su merced.

-¿Es decir que tengo libertad?

-Sí, señora.

-Pues vamos a disfrutar de ella.

Y aun cuando Lola dudaba de que se la hubiese traído a aquella casa para dejarla libre poco después, sin embargo concibió alguna esperanza y siguió al criado, aun cuando no exenta de recelo.

Cruzó éste un corredor y abriendo una puerta dijo:

-Ya puede salir su merced.

En aquel momento, el marqués, que para hacer más fuerte la sorpresa había reclamado de sus amigos silencio por algunos momentos, presentóse en la puerta en el momento de aparecer Lola en ella, y cogiéndola violentamente por la mano y atrayéndola hacia sí, dio tiempo al criado para que volviese a cerrar la puerta, dejando a Lola dentro de la estancia.

Una salva de aplausos acogió la entrada de Dolores en la sala.

Ésta, sorprendida al principio, reaccionóse inmediatamente.

-¡Hazaña digna de vos! -exclamó dirigiendo una mirada tal de desprecio al marqués, que éste no pudo menos de sentir el rostro enrojecido por el despecho, por la ira y por la vergüenza.

-Vamos, Lola -dijo uno de los jóvenes alzándose de la silla y ofreciéndole una copa llena de vino- no os hagáis la desdeñosa, y venid a brindar con los Caballeros del Amor.

-Rebajada anda la caballería si vosotros os apellidáis caballeros -repuso la maja haciendo extensiva la mirada de desprecio que fijaba en el marqués a todos sus compañeros.

-Jamás habrá tenido tan honrada compañía -exclamó otro que no había comprendido el sangriento epigrama envuelto en las palabras de la joven.

-Naturalmente -repuso con frialdad Dolores- honrándola yo, muy honrada se encuentra.

-Vamos -dijo el marqués ofreciéndole su mano- en la mesa hay un asiento para ti.

-No os he dado jamás derecho para que me tuteéis, y como yo no acostumbro a admitir cenas de quien no me agrada, rechazo la vuestra y la compañía que me ofrecéis.

Y Dolores dio un paso al pronunciar estas palabras con dirección a la puerta de la estancia.

-Siento mucho decirte, prenda mía, que si para venir encontraste francas todas las puertas, para salir todas están cerradas.

Y el marqués trató de coger nuevamente la mano que Lola había separado violentamente momentos antes.

Pero en aquel momento la puerta del salón se abrió, y Luis apareció en ella.

-¿Quién hablaba de puertas cerradas y de puertas abiertas? -dijo deteniéndose en el umbral de la que acababa de abrir.

La sorpresa que en aquel momento experimentó el marqués, lo mismo que sus amigos, impidióles contestar a la pregunta que se les dirigía.

Lola, que conocía a Luis, y que en él adivinó desde luego un salvador, fue la única que le dijo:

-Estos señores que me han traído aquí a la fuerza, y que aseguraban hace poco que la que aquí entraba, no volvía a salir.

-¿Eso os decían, Lola?

-Sí, señor.

-Pues precisamente vais a demostrarles lo contrario: seguidme si os place, y veréis como ante vos se abren todas los puertas.

Y ofreció su brazo a la maja, que no pudo menos de fijar una mirada de triunfo en el marqués.

Esta mirada, no solamente pareció devolverle el uso de la palabra, sino que excitó su cólera.

Se adelantó hacia Luis, y le dijo:

-Caballero!...

-¿Qué teníais que mandar? -preguntó nuestro amigo.

-Preguntaros con qué derecho no sólo venís a interrumpir nuestra cena, sino que también os entrometéis en mis asuntos particulares.

-¿Habéis olvidado la casa en que estáis? -preguntó Luis mirando fijamente al marqués.

-Dentro de ella tengo tantos derechos como vos.

-¿Recordáis bien los estatutos que habéis jurado cumplir, y obedecer?

-Un poco impertinente encuentro vuestra pregunta.

-Y yo sobradamente atrevida, y hasta indigna vuestra conducta.

-¡Caballero!...

-De mis palabras estoy dispuesto a daros satisfacción, como y cuando gustéis.

-No lo olvidaré.

-Entretanto, debo decir a estos señores, por si acaso lo han olvidado, quo los estatutos de los Caballeros del Amor, asociación fundada por unos cuantos jóvenes alegres, prohíben terminantemente que se emplee la violencia para atraer a este sitio a ninguna mujer, ya sea noble o plebeya; que la mujer que participe de nuestras cenas, o de nuestras diversiones, ha de hacerlo por su propia voluntad; que nada de lo que a la asociación pertenece puede ni debe emplearse en servicios particulares; y finalmente que todo empeño amoroso indica desde luego un principio de amor, y ninguno de los caballeros debe dejarse dominar por ese sentimiento.

-¿Y no es acaso una tiranía todo eso que acabáis de decir? -preguntó el marqués.

-Será todo lo tirano que queráis; pero el caso es que vos lo habéis jurado, y vos mismo acabáis de ser perjuro; y por lo tanto habéis incurrido en el castigo que marcan los mismos estatutos.

-Impórtame poco, ni el castigo a que aludís, ni los compromisos de que habláis; lo único que os digo es que esta mujer me pertenece, y que no seréis vos quien trate de sustraerla a mi poder.

-¿Y de cuándo a dónde -preguntó Lola- tenéis derecho alguno sobre mí? ¿Acaso el desprecio con que os traté desde la primera vez que me ofrecisteis vuestros amores os le ha dado?

-Os quedaréis aquí -dijo el marqués.

-En esta casa -repuso a su vez Luis, que en la misma proporción que Julio se irritaba, hallábase más sereno- mientras yo esté no hay otra voz que la mía, tenedlo entendido: porque todos los caballeros, aun esos amigos que con vos cenaban, me han dado esas atribuciones, y estad cierto que sabré mantenerlas.

Y volviéndose de nuevo a la maja, prosiguió Luis:

-Venid conmigo, Lola; alguien hay que ha perdido la luz de su existencia al perder la de vuestros ojos; venid a devolvérsela, que no es justo que por la felonía de un caballero estéis puesta en evidencia vos, y penando un corazón más noble que el de muchos que se precian de serlo.

-Semejantes palabras... -exclamó furioso el marqués, llevando la mano a la empuñadura de su espada.

-No retiro ninguna de ellas -repuso Luis- y ya antes os dije que os daré todas las satisfacciones que queráis. Tan luego haya dejado a Lola en su casa, volveré a encontraros.

-Pero... reparad, don Luis -dijo uno de los jóvenes que estaba en la mesa- que no merece esta cuestión la pena de que dos cumplidos caballeros crucen sus armas.

-¡Silencio, señores! -repuso Luis- Os suplico que de lo que habéis presenciado esta noche, y de lo que quizás hayáis de presenciar después, no digáis a nadie una palabra.

-Mas...

-Volveré después; y si es que no queréis esperarme tanto, siendo ya tan avanzada la noche, mañana, por todo el día, señor marqués, me tendréis a vuestras órdenes.

Y Luis, después de pronunciadas estas palabras, ofreció de nuevo su brazo a Dolores, mientras que el marqués apretando los puños de coraje, exclamaba:

-Yo os juro que he de cobrarme en vuestra vida la afrenta que me habéis inferido.

Luis no le contestó siquiera.

Contentóse únicamente con mirarle, y volviéndose a todos los demás jóvenes, les dijo:

-Con que, señores, buenas noches, y cuidad de sellar vuestros labios.

Capítulo XIX. Grave compromiso del conde de Lazán

Han pasado ocho días desde que tuvo lugar el encuentro de Luis con el marqués Adelfi en la Casa de los Diablos, y durante este espacio han ocurrido multitud de incidentes que no podemos dejar que queden en silencio para nuestros lectores.

Naturalmente que por más que se trató de encubrir aquel suceso, y por más que, tanto los amigos del uno como del otro, cuando se supo, trataron de disculparse, la verdad se supo, llegó a oídos del rey, y aun cuando no era muy amigo, como ya hemos dicho, del de Adelfi por su desordenada conducta, su deber le obligó a censurar lo hecho por Luis, pronunciando frases un poco duras.

Los amigos del joven manifestáronselo así, y juzgaron conveniente su reclusión; por lo cual, apenas si pudo, valiéndose de una porción de ardides, hacer que llegase a oídos de María la noticia de su estado.

La pobre niña no pudo menos de sentir vivamente aquel contratiempo, máxime cuando motivos tan graves tenía para hallarse profundamente disgustada.

Su padre, días antes de que Luis regresara de su expedición a Sierra Morena, según vimos en el capítulo primero, la había llamado a su aposento, y sin ambajes ni rodeos le hizo presente que el conde de Floridablanca le había pedido su mano para su sobrino el vizconde del Juncal, secretario a la sazón de la embajada de Londres.

Semejante demanda envolvía mayor gravedad de la que parece, porque precisamente el conde de Lazán venía sosteniendo hacía años, un pleito de gran consideración con aquel joven, pleito en el cual se jugaba la mayor parte de su fortuna, y del que precisamente las últimas noticias que había recibido se lo ponían en condiciones desfavorables.

La pérdida de este pleito significaba la ruina para el conde, mientras que aquel casamiento lo conciliaba todo.

A esto debemos unir que el vizconde era un apuesto mancebo de veintiocho años, que en una de sus estancias en la corte, pues hacía años que los deberes de sus cargos diplomáticos le retenían fuera de España, había visto a María al salir de misa de las Descalzas reales, y se había quedado ciegamente prendado de ella.

Fue siguiéndola cautelosamente, y al saber quién era, recordó el pleito que con su padre sostenía, e inmediatamente se fue a ver a su tío, a quien hizo que pidiera su mano.

La alianza de Lazán con el vizconde conveníale por muchos estilos, y supuso desde luego que su hija no haría la menor oposición a un enlace tan ventajoso.

Pero María no mostró la docilidad que su padre esperaba, pues Luis era su primero y único amor.

Luis era quien por primera vez había pronunciado en su oído frases de un lenguaje desconocido para ella, y la pobre niña no podía acostumbrarse a la idea de que sus labios pudiesen decir a otro lo mismo que a Luis dijera, ni que su oído escuchase de otros labios protestas y juramentos a que ella no podía contestar.

El conde extrañó aquella negativa, que juzgó una niñada, esperando que rectificase su opinión al cabo de algunos días y cuando la reflexión le hubiese hecho comprender la situación en que se hallaba.

María no le dio importancia a la demanda de su padre.

Creyó que sus razones le habían convencido, y como que éste no volvió por entonces a decirle nada, embriagada con el placer de ver a Luis, después que hubo regresado de su expedición, ni le dijo nada porque no creyó conveniente alarmarle, ni se acordó más, hasta que su tía, la marquesa de Monte-Santo, se presentó en sus habitaciones un día y principió a hablarle, en nombre de su padre, de aquel enlace y de los bienes que de él podían resultar.

La franqueza que con su padre no había tenido, túvola con su tía.

A ella le reveló que amaba a un caballero que era digno de ella, y que no quería mancillar sus labios con un perjurio, ni destruir su ventura atendiendo a su interés.

La marquesa elogió su proceder, y cuando después habló con su primo el conde de Lazán, le dijo:

-Vamos, Diego, es necesario que te lo quites de la cabeza; no debes violentar la voluntad de tu hija, y obligándola a contraer ese enlace, podrías acarrearte tú un remordimiento y un grave disgusto para María.

-Pero, prima -exclamó don Diego sorprendido- reflexiona el grave compromiso en que me hallo; negarme a lo que me pide Floridablanca, es romper la amistad que siempre nos ha unido, y al mismo tiempo es arruinarme, puesto que según las noticias que tengo, mi pleito está perdido en la real audiencia de Valladolid.

-Comprendo lo que me dices, pero tu hija no ama al vizconde, y como casi siempre sucede en estos casos, cuantos más esfuerzos hagamos para obligarla, sólo servirán para aumentar su antipatía.

El conde quedó tan sorprendido como disgustado de las palabras de la marquesa.

Y se daba a los diablos pensando que por el capricho de una tontuela iba a perder su fortuna y su influencia.

Su hijo hallábase todavía en el lecho a consecuencia de la herida que recibió en las Vistillas, y su estado no le permitía ocuparse en los asuntos de su casa. Luis, de quien precisamente se hubiera valido, dada la amistad que le unía con él, para que aconsejase a la joven, estaba escondido; así era que únicamente en él solo debía confiar para vencer la resistencia de su hija.

En este estado, Floridablanca le dijo un día:

-Querido conde, aún no me habéis dado contestación definitiva a la demanda que en nombre de mi sobrino os hice. Comprendo que asuntos de tal naturaleza no son para tratados con precipitación; pero, amigo mío, ¿quién es capaz de calmar la impaciencia de los enamorados? Mi sobrino no me deja a sol ni a sombra, y deseo poderle dar una contestación satisfactoria.

El conde de Lazán no pudo disimular su turbación, y temeroso de que su amigo lo advirtiera, apresuróse a decirle:

-¿Querréis creer que con el trastorno que ha producido en casa el estado de mi hijo, apenas si me he acordado de lo que tanto me honra y de lo que tantos deseos tengo de que se realice?

-Lo comprendo; pero al vizconde no hay quien se lo haga entender.

-Yo supongo que desde luego, por parte de mi hija, no ha de haber inconveniente alguno.

-Sin embargo, bueno es siempre que conozcáis su voluntad; pues doliérame en el alma que atendiendo a la amistad que os merezco, o a la ventaja que por otros motivos pudiera ofreceros ese enlace, se sacrificase vuestra hija.

-¿Queréis callar? María no se sacrificaría nunca dando su mano a un tan cumplido caballero como vuestro sobrino.

-Vuelvo a repetiros que deseo os cercioréis bien respecto al estado de su corazón.

El conde prometiólo así, y salió de las habitaciones del ministro sin saber apenas cómo poder salir del compromiso en que se hallaba.

Finalmente, adoptó el partido que generalmente se adopta en las situaciones desesperadas; el de la violencia.

Pensó que siendo el dueño de su casa, y dueño por lo tanto de la voluntad de sus hijos, estos no tenían otro remedio que obedecerle, y efectivamente, siguiendo esta máxima, tan luego llegó a su casa entró resueltamente en la habitación de su hija.

Ésta, que se hallaba profundamente afligida por la suerte de su amante, apenas vio a su padre vínosele a la memoria su demanda matrimonial, y principió a temblar cual si presintiera lo que le iba a suceder.

-Hija mía -dijo el conde con acento grave y reposado, que aumentó mucho más el temor de la joven- en este momento acaba el conde de Floridablanca de renovarme su demanda, y hora es ya de que le demos una contestación, que no dudo debe estar en armonía con sus deseos.

-Padre y señor -repuso María con tembloroso acento- duéleme haber de deciros que mi corazón no puede abrigar respecto a ese caballero el afecto que en una esposa se requiere. Yo con alma y vida deseara serviros como a hija bien nacida corresponde; pero ved, señor, que no puede mandarse al corazón, y el mío, ni aun mandándole creo me obedeciera.

-¿Pero tú has pensado, hija mía, que con esa negativa es la ruina de tu padre lo que deseas?

-¡Padre mío! Ved que es muy grande el sacrificio que me pedís, y que carezco de fuerzas para llevarle a cabo.

-Pues no hay otro remedio; el conde de Floridablanca lo desea, y yo a mi vez lo quiero; el vizconde del Juncal es un cumplido caballero, y yo estoy seguro que has de ser dichosa con él.

-No puedo serlo, porque no le amo.

-El amor es cuestión de tiempo y de trato, y como el vizconde es acreedor a todo tu cariño, más tarde, si hoy no, le harás la justicia que se merece.

-Es inútil vuestro empeño: si os empeñáis en que yo le dé mi mano, harto comprendo que no tendré otro remedio que obedeceros; pero, padre mío, labraréis mi desdicha, y bien desdichada soy ya.

-¿Qué has dicho? -exclamó el conde poderosamente excitado por aquellas palabras de su hija.

-Que sufro mucho.

-¿Es decir que tu sufrimiento nace del cumplimiento de tu deber para conmigo? Está bien; yo que quiero cumplir con el que tengo contraído para contigo, yo que quiero ser buen padre, asegurando tu suerte, te declaro terminantemente que desde este momento has de considerarte la prometida del vizconde, celebrándose tu enlace cerca de un mes.

-¡Padre!

-Esa es mi última resolución, y bien sabes que no con facilidad cedo en los empeños que contraigo.

Y el conde, una vez pronunciadas las anteriores palabras, viendo el torrente de lágrimas que brotaba de los ojos de su hija, y temeroso de enternecerse, salió del aposento.

Largo rato permaneció María aturdida, por decirlo así, bajo el peso del inmenso dolor que sobre ella se desplegaba.

Después, la misma inminencia del peligro la hizo sacar, como vulgarmente se dice, fuerzas de flaqueza, y comprendiendo que tenía necesidad de depositar en alguien sus pesares y de pedirle consuelo en aquellas críticas circunstancias, cogió la pluma y escribió una carta que cerró cuidadosamente, dirigiéndosela a Paca Pérez, bordadora de gran fama que había en la corte.

Pero aquella carta, realmente, iba dirigida a Luis.

El caballero estaba oculto en casa de aquella.

Pero la carta de María no pudo llegar a su destino.

El criado encargado de llevarla estaba vendido a doña Catalina de Sandoval, y precisamente esta carta produjo la escena que nuestros lectores presenciaron en casa de Giacomo Zarini, adonde el despecho y los celos de doña Catalina la condujeron.

Capítulo XX. Donde tropieza el conde de Lazán con un auxiliar que no esperaba

Profundamente disgustado estaba don Diego Ortiz de Quiñones con aquella rotunda negativa tan claramente formulada por María.

¿Cómo negar su asentimiento a un matrimonio que tanto le convenía? ¿Cómo hacer a Floridablanca aquel desaire tan marcado, él, que precisamente pasaba por su mejor amigo?

Era imposible; además, aquel matrimonio llenaba por completo sus aspiraciones. Le aseguraba mayor influencia en palacio por medio de su yerno, sin contar con la inmensa dote que alcanzaría su hija, dote en la cual iban incluidas aquellas famosas posesiones, litigadas durante tantos años, y cuyo pleito, si el conde lo perdía, equivalía a su ruina.

De aquí todos sus esfuerzos para hacer que su hija diera la mano al sobrino de Floridablanca, y de aquí también lo profundo de su disgusto viendo que su plan fracasaba por completo.

Alborozado saludó aquél la casualidad que se le presentaba para salvar sus comprometidos intereses.

Acostumbrado a la pasiva obediencia de su hija, no dudó cuando el ministro de Carlos III le pidió su mano para su sobrino, en concedérsela lleno de agradecimiento.

A la primera negativa de la joven, creyó de buena fe que sería una niñada pasajera, una puerilidad hija del natural temor a unirse a una persona desconocida.

Mas cuando después de haberle hablado su tía, la marquesa de Monte-Santo, obtuvo la misma negativa, repitiéndose ésta cuando él le habló, según hemos visto en el capítulo anterior, entonces su furor no tuvo límites, y comprendió que era necesario tomar una resolución extrema si quería salvar aquella situación tan comprometida para él.

Cuando María no quería casarse con el sobrino de Floridablanca, era prueba que amaba a otro.

Pero este otro ¿quién era?

María apenas iba a ninguna parte: Carlos III, desde la muerte de su esposa, no había dado fiestas en la corte, y su austeridad y su severidad de costumbres habíase extendido de tal modo, que aun sus mismos caballeros apenas si daban algún baile en los días más señalados del año.

María llevaba una existencia tan retraída, que asistía a muy pocos, y generalmente acompañada de su tía la marquesa, persona de severísimas costumbres y que apenas si dejaba, como vulgarmente se dice, respirar a su sobrina.

Y sin embargo, indudablemente, cuando María de tal modo se negaba, algunos amores debían andar por medio.

Pero si estos amores existían, ¿por qué la joven no se los había revelado a su padre?

Al ocurrírsele este pensamiento, el conde no pudo menos de estremecerse.

¿Sería alguna persona indigna de ella?

Pensando en esto, estaba abstraído en su meditación y sin saber qué colegir, cuando un criado se presentó en la estancia.

El conde alzó la cabeza y preguntó:

-¿Qué quieres?

-Ahí fuera hay un caballero que desea hablaros.

-¿No ha dicho su nombre?

-No, señor.

-Pues bien, dile que pase.

Y el criado salió de la estancia mientras estaba murmurando su señor:

-¿Quién diablos vendrá ahora?... ¡Si al menos fuera García!...

La puerta de la cámara se abrió en aquel momento, y apareció ante los ojos del conde, la figura gastada, la verdadera personificación del vicio, su íntimo amigo y cómplice García.

-¡Cuánto me alegro que hayas venido! -dijo el conde.

-Y yo mucho más de encontraros.

-¿Por qué?

-¿Por qué me queríais vos? -preguntó García.

-Estoy desesperado.

-Me alegro.

-Estoy furioso con mi hija.

-Mucho mejor todavía.

-María va tomando alas con la protección de su tía.

-Infinitamente mejor -exclamó García frotándose las manos alegremente.

-Pero, ¿qué estás diciendo? -preguntó incomodado el conde.

-Que me alegro de encontraros en tan buenas disposiciones.

-Pero, ¿te has vuelto loco o tratas de jugar conmigo?

-Con vos, no, porque no sois moneda de buena ley; pero sí con vuestro bolsillo.

-Vamos, no me agradan bufonadas.

-¡Ah!... En ese caso perdonad, señor conde -dijo García con cierta gravedad cómica.

Y haciéndole una profunda reverencia, se dirigió hacia la puerta de la habitación.

El conde estuvo a punto de echarse a reír al ver el gesto de su amigo.

Después, al verle que se marchaba de veras, sintió una cólera infinita, y finalmente se levantó de su asiento, y dirigiéndose a él le cogió por un brazo, cuando ya iba a franquear la puerta.

-¿Dónde vas?

-¿No lo veis?... A la calle.

-Vamos, o tú o yo estamos locos.

-Vos me habéis dicho que no estabais para bufonadas, luego el loco debo serlo yo, y como un loco no debe estar en un sitio donde hay una persona tan cuerda como vos, por eso me retiro.

-¡Ea!, no seas así.

-Vos diréis lo que queráis; pero ya es algo difícil que sea de otra manera.

-Vamos, hablemos algunos momentos con formalidad -dijo el conde sentándose, y obligando a que García lo hiciese también.

-Vaya -dijo éste- ya podéis contarme lo que queráis.

-Yo te digo que no sé qué hacer.

-Pues si vos no sabéis...

-He hablado hoy con mi prima la marquesa.

-¿Y qué resultado ha tenido esa conferencia?

-Que nos hemos incomodado una vez más.

-Eso no tiene nada de extraño; si hubieseis hecho lo que yo os decía, que era no casaros...

-Vamos....

-Es verdad que entonces no tendríais lo que ahora tenéis, ni seríais tan gran personaje.

-Pero, García, ¿te has propuesto incomodarme?

-No; yo no me hago jamás esas proposiciones; si vos os incomodáis, será porque así lo queréis. Con que, ¿me estabais diciendo?...

-Que mi hija no quiere hacer lo que yo le digo.

-Eso prueba que tenéis una hija desobediente.

-Eso prueba que entre ella y tú me vais a volver loco.

Y el conde se puso a pasear por la estancia, con la cólera y el furor impreso en el rostro.

García lo estuvo contemplando durante algunos segundos.

-Se comprendía que estaba esperando a que se le pasara el primer instante, que en ciertos caracteres es el más temible.

Efectivamente, el conde, pocos momentos después se dejó caer de nuevo en su silla, diciendo:

-Me veo abandonado de todos, no puedo confiar ni aun en un amigo... ¡y tanto como yo creía en él!

-Vamos; cesad en vuestras lamentaciones, y hablad con formalidad.

-Parece que te burlas de mi desesperación.

-Veo que quien está loco sois vos, pues no comprendéis o no queréis comprender el verdadero sentido de las palabras.

-Perdóname, García -dijo el conde -pero te aseguro que si María no se casa con el sobrino de Floridablanca, mi fortuna corre grave riesgo.

-¡Psh!... -contestó García con indiferencia- lo sentiría por vos únicamente.

-La marquesa de Monte-Santo se muestra intransigente.

-Buen remedio; pasarse sin ella.

-No te comprendo. Ella sola es la que puede decidir a mi hija a que consienta en dar la mano al sobrino de Floridablanca.

-Veo que no entendéis nada, señor conde: parece imposible que un hombre como vos no haya caído en lo principal.

-Pero... explícate.

-Ya habéis dado uno o dos golpes en vano.

-¿Cuáles han sido?

-El haber hablado a nadie del interés que tenéis en que se lleve a cabo ese matrimonio.

-¿Qué había de hacer? -preguntó el conde sorprendido.

-Eso habría estado muy bien para después.

-¿Para cuándo?

-Decidme: ¿qué sacrificio haríais vos con tal que vuestra hija se casase con el sobrino de Floridablanca?

-¿Qué sacrificio dices? La mitad de mis bienes. No sé por qué ese casamiento representa para mí la vida, la tranquilidad.

-Vamos, pues, yo me contento con menos.

-¡Cómo! ¿qué quieres decir?

-Que yo voy a hacer que vuestra hija se case con el sobrino de Floridablanca.

Fue tal el aplomo, tal la serenidad y la confianza con que García pronunció las últimas palabras, que el conde no pudo menos de mirarle sorprendido.

¿Qué era lo que aquel hombre trataba de hacer para conseguir lo que él no podía?

¿Con qué elementos desconocidos trataba para conseguir un resultado maravilloso?

Por otra parte, le halagaba que García fuese quien se comprometiese a ello.

Y la razón de esto se explica perfectamente conociendo el carácter del conde.

García era para él otro objeto de terror.

Entre los dos, según recordamos en el prólogo de nuestra obra, había vínculos poderosos que les unían, y si alguien podía comprometer al conde, era únicamente García.

Estaba seguro de que mientras le pagase bien, callaría; pero ¿y si llegaba a no contentarse con la paga que se le diera, y hacía uso de lo que sabía?

El conde de Lazán no pudo menos de estremecerse retratándose por algunos momentos en su rostro una angustia que desapareció en breve para dar lugar a una expresión más agradable.

Habíasele ocurrido una idea para salvar la situación, y aquello fue sin duda lo que produjo el cambio de expresión.

García no se apercibió de nada.

Preocupado con los medios que iba a emplear, dijo al cabo de un rato:

-Pero el caso es que después de lo que acabo de deciros, nada me habéis contestado.

-¿Y qué he de contestarte? Cumple lo que has prometido, y yo te aseguro que has de quedar satisfecho de mí.

-Sin embargo; yo prefiriera algo a cuenta de esa oferta.

-Si no es más que eso... toma.

Y el conde sacó un puñado de monedas que puso en manos de García, cuyos ojos brillaron codiciosamente.

-Confiad en mí, señor conde, que vuestra hija se casará con el que deseáis.

-Pero te advierto que ha de ser muy pronto.

-Lo sé.

-¿Y persistes en tu compromiso?

-No doy jamás una palabra en balde.

-¿Cuándo volverás?

-Dentro de ocho días.

-¿Qué medios piensas emplear?

-No lo sé; pero no debéis fijaros en los medios si el fin corresponde a vuestros deseos.

-Sin embargo, bueno sería saberlos.

-Eso estaría muy bien pensado cuando yo tuviera trazado el plan; pero como aún he de combinarlo...

-Sobre todo procura evitar violencias.

-Por de contado. Descuidad que indudablemente quedaréis satisfecho.

Y dichas estas palabras, García salió del aposento sonando alegremente las monedas que le diera el conde.

Capítulo XXI. Doña Catalina de Sandoval vista en el interior de su casa

Casi al mismo tiempo que el conde de Lazán encontraba un auxiliar con quien no contaba, la hermosa querida del marqués del Alcázar se encontraba en su tocador.

Era este un aposento de alta cúpula, sostenido por ligeras columnas de mármol blanco.

Dos ventanas abiertas sobre el jardín y festonadas por jazmines y yedra, dejaban penetrar su levísimo aroma, que unido a los que se exhalaban de dos perfumeros sostenidos por dos bacantes de pórfido que había en los extremos de la habitación, la embalsamaban completamente.

Y aquella fragancia enervaba de una manera especial.

Se sentía un deleite infinito al aspirarla, y llenaba el corazón de deseos desconocidos al par que ofuscaba la mente.

De las paredes se destacaban ninfas y sátiros en sus más provocativas danzas; del techo pendía una jaula dorada donde un bello ruiseñor lanzaba en sus brillantes trinos quejas por su perdida libertad; magníficos transparentes puestos en los vanos de las ventanas, hacían más tenue, más misteriosa la luz que por ellas penetraba; divanes de raso azul; una tupida alfombra en la que se hendían los lindos pies de la seductora condesa, y una inmensa luna veneciana sostenida por dos genios de bronce y en cuyos costados se veían dos mesitas de palo santo a las que servían de pedestales aéreos amorcillos y que contenían las esencias, las pomadas y todas esas mil bagatelas tan necesarias en el tocador de una gran señora, completaban el adorno de la estancia.

Sentada en un sillón doña Catalina, sus camareras estaban ya concluyendo su tocado.

A su espalda, reclinado en el diván, un joven con los ojos fijos en el espejo, contemplaba ávidamente el rostro de la dama que se retrataba en el cristal. De tiempo en tiempo sus miradas se encontraban, resplandecían, y los ojos del mancebo se cerraban, no pudiendo resistir la irradiación de las brillantes pupilas de la dama.

La belleza del joven era sumamente notable; pero parecía que su rostro pudiera representar perfectamente en un momento de pasión el divino rostro de un ángel, y en un acceso de odio o de celos la belleza enérgica, sombría y terrible de Satanás.

Por fin, concluyeron su tarea las doncellas de la joven, y a una seña de ésta abandonaron la estancia, quedando solos los dos jóvenes.

-¿Qué tal te parezco, Gil Pérez? ¿Estoy hermosa? -preguntó la dama volviéndose hacia el joven y fijando en él una mirada deslumbradora.

-¡Oh! -contestó aquél, juntando las manos y cayendo de rodillas ante ella- no hay en el lenguaje humano una palabra que baste a expresar tu hermosura; mi corazón la comprende, pero mi labio no sabe decírtelo.

-¿Crees tú que podré fascinar al marqués?

-¿Y a quién no fascinarás tú, Catalina? -dijo Gil Pérez con un acento en que se traslucía una sombra de celos.- Todos los caballeros de la corte suspiran por ti, desde el primero hasta el último, y todos, que indudablemente te aman menos que yo, todos son más felices; ellos obtienen tus sonrisas, tan bellas como el cielo de nuestra patria; tu acento, tan suave como el murmullo de las olas cuando besan nuestras playas; y tus miradas, esas miradas en que yo veía un paraíso; esas miradas, que en algunos momentos que han brillado para mí, me han hecho, o bien un caballero con generosos instintos, o bien el miserable asesino que acecha su presa, se lanza sobre ella clavándole un puñal por la espalda, y se goza tranquila en las dolorosas agonías de su víctima. ¡Oh, Catalina, Catalina! Mírame siempre así, aunque tenga cien crímenes que cometer; o mátame de una vez, porque si llega un tiempo en que tus ojos no se fijen en los míos, por tener otros en quien derramar sus torrentes de amor; en que no oiga ese acento que hiere todas las fibras de mi alma, porque hay otro ser que se duerme bajo sus flexibles inflexiones; en que no vea tu sonrisa que me hace entrever horizontes sin límites de felicidad; en que no me quede la esperanza de estrechar entre mis sedientos brazos esas formas tantas veces adivinadas y deseadas tanto tiempo, porque otro hombre tenga el derecho de contar los latidos de tu corazón, poniéndolo junto al suyo; que tenga el derecho, en fin, de gozar todas esas delicias infinitas que yo he soñado, entonces, Catalina, te mataría, por tener el placer de que me perteneciera tu postrer suspiro.

Durante toda la larga tirada de Gil Pérez, Catalina había estado, por decirlo así, absorbiendo todas sus palabras.

Sus ojos, ora se fijaban amenazadores en el mancebo, ora lánguidos; entornaba sus pestañas y lanzaba a través de la transparente nube una mirada húmeda, impregnada de exquisito deleite en él.

Y sus mejillas se enrojecían.

Y su seno se agitaba con rapidez.

Sus labios se entreabrían abrasadores.

Y de todo su ser se exhalaba un perfume tan incitante, tan voluptuoso, que Gil Pérez, densamente pálido, cayó otra vez a sus pies murmurando:

-¡Oh! ¡Siempre así, Catalina, siempre así!

-Escúchame, Gil Pérez -dijo la dama velando sus ojos y apartando el fluido magnético, por decirlo así, que embriagaba al joven- ya sabes que te amo lo mismo que en Portugal cuando nos conocimos; pero también sabes que antes que a nuestro amor, yo me debo a mi venganza, y tú por afecto a mí te has complicado en ella. Es preciso que el hombre que abusó de la amistad de mi padre, muera; es necesario que expíe en un largo y doloroso tormento los dolores que ha hecho sufrir, y en cuanto al ministro, yo inutilizaré todos los esfuerzos que está haciendo en favor de su país que quiere poner tan floreciente, y este dolor que le torturará, y esa caída tan espantosa que dará, será mi venganza; entonces, libre como el aire y como él caprichosa, me abandonaré en tus brazos, y juntos volaremos a Italia, a aquella tierra, cuna del saber humano, y fijaremos nuestra morada, bien en una gruta a la orilla del mar, donde el murmullo de las olas arrullen nuestro sueño, o en el centro de un bosque sombrío, donde el ruiseñor entone sus cánticos a nuestros amores, y allí solos, lejos de todo el mundo podremos entregarnos sin reserva alguna a nuestra dicha, y mi vida te pertenecerá para siempre.

-¡Oh! -murmuró Gil Pérez cerrando los ojos como si se hiciera la ilusión de que ya estaba en el completo goce de aquella existencia- ¡tanta felicidad me abrumaría!

Y extendió hacia adelante sus brazos.

Y tocaron un cuerpo que se estremeció a su contacto.

Y los brazos le rodearon y atrajeron.

Y el cuerpo se abandonaba dulcemente.

Al través de la finísima batista que lo cubría, se podían contar los latidos de su corazón.

Y los brazos seguían atrayendo el cuerpo hacia sí.

La cabeza de aquel cuerpo, voluptuosa y ardiente, vino a unirse a otra no menos abrasadora e impaciente.

Sus cabellos se tocaron.

Sus alientos se confundieron.

Gil Pérez fue a posar sus labios secos en los frescos y poderosamente excitantes de Catalina; pero ésta, con un movimiento brusco, se separó de sus brazos y se dejó caer en un sillón, preguntando al joven que la contemplaba con desesperación:

-¿Y mi venganza?

-¡Tu venganza! -dijo el joven con tristeza- ¡tu venganza! harto te vengas de mí por haberte amado. Yo te he sacrificado mi vida, ¿y tú qué me has dado en cambio? Excitarme el deseo, ponerme el placer en el borde de los labios y despreciarme luego, irritar mi amor con tus desdenes, torturar mi alma con el aguijón de los celos, tenerme en tu cámara, en tu tocador, en esa dulce intimidad en que tu hermosura provoca sin cesar mis deseos para defraudarlos a cada instante... y esto es insufrible. Ver a ese hombre que te estrecha la mano, que tiene la audacia de llevarla a sus labios, y a quien tú torturas como a mí, gozándote en su martirio, porque tienes un alma infernal en un cuerpo de ángel. ¡Ver a ese Luis de Guevara a quien tú amas, sí, Catalina, porque sé que le amas!... ¿crees acaso que yo que tanto te adoro, yo que hace algunos años te estoy observando, no he comprendido en tu agitación, en el fuego de tul ojos, en ese no sé qué inexplicable que indica el amor, crees tú que no lo he comprendido? Sí, Catalina, y este pensamiento me destroza el alma; a su vista, mi odio dormido en el fondo de mi pecho por la influencia de tus ojos, se despierta, sube hasta mi cerebro, y me hace llevar la mano a la cintura en busca de un arma para partirle el pecho.

-¿Y tendrías valor?... -preguntó Catalina con viveza, no siendo dueña de reprimir un ligero movimiento de temor, que instantáneamente dominó.

-¿Que si lo tendría? -contestó Gil Pérez con exaltación- Sí. ¿No lo tienes tú para destrozar el mío a cada instante? ¿No contienes mi energía, mi odio, mi valor, con una mirada de tus ojos?... Ruégale al cielo, Catalina, que no llegue un día en que tu belleza me desencante, en que tu poder no sea suficiente a dominarme, porque sería un día fatal para nosotros.

Y al decir esto, sus ojos destellaron un fulgor sombrío.

Capítulo XXII. Qué era lo que doña Catalina de Sandoval deseaba

Durante un breve espacio reinó en el aposento un silencio que tenía mucho de embarazoso para los dos personajes allí reunidos.

Fue tan lúgubre, tan fatídico el acento con que el joven pronunció las últimas palabras, que un frío penetrante se introdujo por las venas de Catalina, que inclinó un momento la cabeza bajo el peso de la amenaza de Gil Pérez.

Éste, cruzado de brazos, la contemplaba daguerreotipándose en su rostro con la rapidez del pensamiento, el deseo, la rabia, el amor y el odio.

Catalina alzó su cabeza, y su brillante pupila se fijó dominadora en los ojos del mancebo que sostuvo el choque un breve espacio hasta que los inclinó completamente.

-Vencido siempre -murmuró doña Catalina.

Y sonriendo ligeramente, dijo:

-Créeme, Gil, venguémonos de ese conde miserable, venguémonos en su hija, en su hijo, en todos los suyos, y después nuestro amor nos compensará, a ti de todos los disgustos que has sufrido, a mí de lo mucho que he estado esperando esta venganza.

-¿Pero qué es lo que he de hacer? ¿Qué nueva infamia quieres que cometa? -preguntó Gil con un acento indefinible.

-Tu habilidad caligráfica es menester que se ponga a prueba.

-¡Cómo! -preguntó el joven palideciendo.

-Es preciso que Jovellanos tenga una prueba de que el conde es un traidor que vende los secretos que se le confían al conde de Aranda.

-¡Catalina, lo que me pides es terrible!

-¿Y no vale nada lo que te concedo?

-¡Dios mío! ¡qué horrible infierno! -murmuró Gil Pérez oprimiéndose la cabeza con ambas manos.

-Si no te conviene servirme, puedes dejarlo todo, volverte a tu país y vivir tranquilo; yo encontraré otro que me sirva mejor que tú.

-¿Por qué me tratas tan sin piedad, Catalina? ¿No estás contenta acaso con todo lo que hice por ti? ¿Qué me has concedido en cambio de cuanto me has exigido? ¿Te acuerdas de la tranquila vida que yo hacía en Evora cuando te conocí? No sé qué virtud extraña, no sé qué mágico poder ejerciste para mí que tu mirada me enloqueció, olvidé todo lo que era, todo lo que había sido, todo lo que ambicionaba ser para convertirme en lo que tú quisieras que fuese.

-¿Y recuerdas lo que yo te dije el día en que viniste a ofrecerme tu amor? -preguntó doña Catalina.

-Sí.

-Te dije, yo me debo antes que todo a una venganza; en mi existencia hay misterios que desconozco, que quiero conocer, y que presiento deben arrastrarme a una venganza terrible; el hombre que me ame, el hombre que busque mi amor, es menester que se una a mí para la venganza. Tú lo aceptaste, y por lo tanto no tienes derecho alguno para quejarte.

-¡Oh! Sí, sí, le tengo; porque yo creí que la venganza había de reducirse a matar una o dos personas, aquellas de quienes quisieras vengarte; pero no podía imaginarme jamás que tu objeto fuera hacerme presenciar tus liviandades; arrojarme a cada momento al rostro el mismo padrón de ignominia en que tú te envolvías; reducirme a la bajeza de estar comiendo el pan de un hombre honrado; de un hombre que deposita toda su confianza en mí, y cuya confianza estoy burlando, revelándote sus secretos; no creí que tuviera que presenciar tus vergonzosos amores con el marqués del Alcázar; que hubiera de sufrir con la pasión, que por más que niegues, sientes hacia don Luis de Guevara. ¡Oh!, mucho me has hecho, y me haces sufrir, Catalina; mucho también debes darme para que puedas satisfacer la deuda inmensa que conmigo tienes contraída.

-¿Y es posible que tengas celos del viejo marqués?

-Pero, ¿y de don Luis?

-En cuanto a don Luis ya te he dicho que todo son necias suposiciones tuyas, y no volvamos a hablar más de él si no quieres incurrir en mi enojo.

-Está bien, no volveré a nombrártele; pero recuerda bien lo que te digo, Catalina; si algún día llego a convencerme de que amas a don Luis, si obtengo la evidencia de ese amor, ¡ay de tí! entonces.

-¿Es decir que me amenazas?

-No; te prevengo. Ahora habla, dime, ¿qué nueva infamia he de cometer?

-¡Semejante calificación!...

-Es la exacta; demos a las cosas su verdadero nombre.

-Ya te he dicho lo que es necesario que hagas con el conde de Lazán.

-Falsificar su letra; hacerle aparecer como traidor, y condenarle, más que nada, por ser el padre de María.

-No por ser el padre de María, por ser el hombre a quien persigue mi venganza.

-¡Dichosa venganza, que en el tiempo que llevamos en la corte, no había encontrado todavía el objeto de ella!

-Es que hasta hace pocos días no he sabido lo que el conde representaba para mí.

-Está bien; prosigue.

-En cuanto a su hija, es necesario también devolvérsela al padre, manchada de tal modo, que se avergüence de ella, que maldiga hasta la hora en que la engendró.

-¡Oh! ¡Eso es demasiado!

-Eso es lo que ha de ser -contestó la dama, fijando su poderosa mirada en el mancebo, con una expresión tal, que éste no tuvo otro remedio que inclinar la suya.

-¿Y cómo ha de hacerse eso? -preguntó.

-Los Caballeros del Amor se encargarán de ello.

-Pero te olvidas de que el conde tiene un hijo.

-Ahora está herido; pero ya encontraremos medio de enconar su herida.

-¡Oh! Eres implacable.

-Soy una mujer que se venga, y nada más.

-Quiera Dios que tu venganza no traiga en pos de sí mayores desventuras para los dos.

-¿Qué quieres decir?

-Nada. ¿Tienes algo más que mandarme?

-No es esa la frase que debes emplear, siendo unos mismos nuestros intereses.

-Los tuyos, dirás mejor. No soy más que tu esclavo, bien lo sabes, y de ello te aprovechas.

-¡Oh! no, Gil Pérez; tú no eres mi esclavo, sino mi señor.

-No me dejes que lo sea nunca, porque quizás te arrepintieras muy pronto.

El acento con que pronunció el joven estas palabras vibró de tal manera, que doña Catalina no pudo menos de estremecerse.

Poco después, Gil abandonaba la estancia.

Tan luego como hubo salido de ella, la de Sandoval murmuró con acento indefinible:

-Ve con Dios, imbécil; procura servirme bien, que yo a mi vez procuraré impedir que llegues nunca a ser mi señor.

Capítulo XXIII. Celos de mujeres

¿Cómo había podido doña Catalina sospechar de tal manera los amores de Luis, que se creyese obligada por ellos a espiar las acciones de María, obrando de la manera que ya hemos visto en uno de nuestros anteriores capítulos?

La dama del marqués del Alcázar era excesivamente celosa, y precisamente para aumentar sus celos, el mismo marqués le dijo, aludiendo a la última concesión que el monarca le había hecho:

-Lo que es el tal caballerito tiene muy buenos protectores en la corte, y milagro será que no tenga algo que ver en esta protección una dama muy encantadora, cuyo padre, a lo que parece, es el principal interesado en su favor.

-¿Cómo habéis dicho? -preguntó doña Catalina, que desde el momento en que comenzó a hablar el marqués, no había podido menos de estremecerse y palidecer.

-Sí; hoy en la cámara de palacio se estaba hablando respecto a la fortuna de don Luis, y al interesarme yo por él, pues verdaderamente le aprecio, no ha faltado quien ha dicho que el conde de Lazán le proteje mucho también, y hasta no sé si se ha tratado de algún matrimonio con su hija, que por cierto es una bellísima doncella.

-El conde parece que era muy amigo del padre de don Luis.

-Pero desengañaos, doña Catalina, si no existiera el imán de la hija, por antiguas y poderosas que fueran las relaciones de los padres, no bastarían a tener encadenado constantemente en casa del conde a un mozo de las prendas de don Luis.

-¿Encadenado habéis dicho?

-Sí, a la verdad, porque no de otra manera puede calificarse la permanencia casi perenne de don Luis en esa casa.

-¡Como que está herido de tanta gravedad el vizconde!

-Sin embargo, más herido presumo que pueda estar don Luis por los bellos ojos de doña María.

Fácilmente puede comprenderse todo el enojo que experimentaría la de Sandoval escuchando las palabras del marqués.

La indignación de verse burlada, el amor propio ofendido, los celos, el despecho y la ira de tal manera se alzaron en su corazón, que le faltó el sosiego durante todo el día, y cuando llegó la noche no quiso recibir a don Luis por temor de que éste advirtiera en su semblante la profunda alteración que había en su alma.

El marqués, sin saber lo que hacía, habíale puesto en una situación fatal, y lógico era que recorriese toda la pendiente excitada por sus celos y su mal entendido orgullo.

Desde aquel momento no hubo ya tranquilidad ni reposo para la dama.

A todo trance quiso convencerse de la verdad encerrada en las palabras del marqués, y como que precisamente abundaba en recursos, y la carencia de estos no podía ser óbice para que permaneciese ignorante de lo que la convenía, decidióse a comprar a todo el que se quisiera vender de la servidumbre del conde, y pronto encontró una de las camareras de María y uno de los criados de su padre, que en poco tiempo la pusieron al corriente de todo lo que necesitaba.

La circunstancia de haber ocurrido por entonces el desafío de Luis con el marqués, impidió que el joven se apercibiera del estado de excitación en que respecto a él se encontraba doña Catalina, y aquel mismo incidente favoreció a ésta en gran manera para saber cuanto le convenía, y adquirir una prueba cierta de la felonía usada con ella por el joven caballero.

Aquella carta, como ya hemos dicho en otro capítulo, escrita por María a Luis, carta en la cual se revelaba la nube de desventuras que acababa de presentarse en el cielo de su felicidad, era un arma terrible en manos de doña Catalina.

Arma de dos filos que podía esgrimir lo mismo contra el uno que contra la otra, pues para ella los dos la habían ofendido de igual manera.

El vengativo afán de doña Catalina era más terrible de lo que a primera vista pudiera parecer.

Mujer toda pasión, bien fuera como amada, bien como enemiga, era terrible siempre.

En el primer caso, porque con la mayor facilidad y sólo con una leve sospecha podía llegar a convertirse en lo segundo, y siendo esto no podía ni debía esperarse de ella piedad ni gracia de ninguna especie.

De modo que nuestro amigo, no solamente tenía en contra suya las condiciones especiales en que se encontraba frente a las pragmáticas de Carlos III y a las persecuciones de que pudiera hacerle objeto la familia del marqués, sino que además había concitado en su contra el odio de doña Catalina, que, como hemos dicho, era formidable.

Y como si esto no fuera suficiente, despertáronse también otros rencores en contra suya, rencores que sin tener el carácter, digámoslo así, criminal que los de aquella, ejercieron sin embargo una influencia extraordinaria en la existencia del joven.

Nuestros lectores no habrán olvidado a doña Isabel de Zúñiga, esposa de don Rodrigo de Cárdenas, conde de Santillán, que precisamente la noche en que hicimos conocimiento con don Luis, abandonóse sin recelo alguno al amor que el joven la inspiraba, amor primero y único en su existencia.

Objeto de las conversaciones de la corte el rápido encumbramiento de Luis, cada uno le buscaba un origen distinto, pues los cortesanos en todas las épocas no han comprendido que el verdadero mérito pueda ser protegido, citando siempre por causa para ciertas fortunas el favoritismo o la protección, pero jamás el desinterés y el verdadero mérito.

Recorriendo todos los medios por los cuales podía haber crecido tanto el joven, y analizando todos los elementos que pudieran haber contribuido a su fortuna, cada uno de aquellos caballeros decía su opinión, hasta que hubo alguno que mirando maliciosamente al viejo marqués del Alcázar, dio a entender que no eran ajenas a la elevación de Luis personas que se hallaban en muy íntimo contacto con él.

La alusión hizo fortuna, y desde aquel momento juzgóse que Luis era copartícipe con el marqués en los favores de doña Catalina.

Ya dijimos en su lugar correspondiente, que la esposa del conde de Santillán, falta de los placeres del amor, habíase refugiado en las intrigas y en el enmarañado laberinto de la política; y su marido, si no podía por las circunstancias especiales que para su matrimonio mediaran, satisfacer las aspiraciones de su alma, en cambio para sus aspiraciones y sus cálculos políticos era un auxiliar poderoso.

Consecuencia de esto fue hablar de la fortuna hecha por Luis en tan breve espacio, y de aquí que don Rodrigo dijera a su esposa las versiones que en la corte se daban a aquella fortuna.

Doña Isabel, despertado súbitamente su cariño, habíale depositado grande, impetuoso, ardiente y abrasador en el joven; así fue que al escuchar las indicaciones de su esposo, a pesar del dominio que sobre sí tenía, no pudo menos de palidecer.

Y cuando se quedó sola en su aposento, cuando sin testigos pudo entregarse a su desesperación, rompió a llorar amargamente, exclamando:

-Pero, ¿será posible que Luis me haya engañado de un modo tan villano? No me atrevo a creerlo; aquel acento con que me pintaba su pasión; aquella mirada tan elocuente, y en la cual parecía reflejarse toda la pureza de su alma, no es posible que pudieran engañar. Pero si fuera cierto lo que el conde ha dicho; si otra mujer me disputara su cariño, y esa mujer perteneciese a la condición de doña Catalina, ¿qué infame no sería el proceder de don Luis? Y es verdad -prosiguió después de algunos momentos de reflexión- que nadie más que esa mujer liviana, puede haberle protegido de esa manera. ¡Insensata de mí! Había dado crédito a sus palabras; creía de buena fe que los esfuerzos del conde de Lazán, unidos a los míos y a su propio merecimiento, eran los que habían hecho su suerte; y ahora comprendo, con tanta vergüenza como dolor, que comparándome con una miserable meretriz, ha recibido de ella beneficios, a la par que a mí me mentía palabras de amor y de ternura. Pero, ¿será verdad eso?¿Acaso no sé que en la corte, la acción más insignificante a veces se abulta y se comenta de un modo escandaloso? ¡Duéleme tanto creer que Luis pueda engañarme!... y engañarme, ¿por quién? Por una mujer de oscuro linaje, por una mujer impura, que vive con su propia ignominia. ¡Dios mío! ¡Dios mío! creo que voy a volverme loca. Si al menos otro amor más puro, más grande, más digno que el mío le hubiese dominado, disculpáraselo todavía, porque, a pesar de mi propio amor, comprendo bien lo mucho que he descendido en el nivel de mi propia estimación y de mi decoro; pero la sola idea de ser desdeñada tal vez por una criatura tan indigna, hiéreme a mi pesar, y no puedo acostumbrarme a semejante idea.

Largo tiempo llevóse la dama pensando en lo que su esposo le dijera; supuso que tal vez el desafío que había tenido con el marqués Adelfi reconociera por causa aquellos mismos amores, puesto que en otro tiempo habíase murmurado en la corte de las pretensiones del marqués respecto a doña Catalina, y tomó nuevas proporciones su creencia, en términos que para corroborarla, o mejor dicho, para adquirir mayores datos, rindiendo tributo a costumbres que todavía se conservaban, decidió valerse de Giacomo Zarini, que en su calidad de nigromante podría decirle la verdad de lo que hubiera en este asunto.

Capítulo XXIV. Otro corazón herido

Giacomo Zarini, como sabemos, tenía fama, no solamente de componer drogas y cosméticos, sino también de decir la buena ventura o de levantar horóscopos como en los tiempos de la antigua magia judiciaria.

Pasaba por ser, como ya hemos dicho, el perfumista de la corte, y del mismo modo que vimos a doña Catalina de Sandoval dirigirse a su casa en demanda de un elixir para conquistarse el amor del ingrato amante, y de un tósigo que matase instantáneamente, acudían también muchas damas en busca de pomadas y de cosméticos para embellecerse el rostro.

Doña Isabel de Zúñiga había rendido tributo a la moda, y también era, por decirlo así, parroquiana de la famosa tienda del italiano.

Así fue que no pudo causar extrañeza alguna ver detener la silla de manos de la dama a la puerta de la tienda del perfumista.

Giacomo Zarini, como de costumbre, salió a recibir a la dama, haciendo toda clase de cumplimientos, ofreciéndola aquellos artículos de que sabía hacía ella uso.

Pero doña Isabel apresuróse a decirle en voz baja:

-Necesito hablarte, Giacomo.

-Pasad, si os place, señora: precisamente no hay nadie en estos momentos que pueda veros.

-Importárame poco el que me vieran -repuso con altivez doña Isabel- nada de vergonzoso tiene mi venida a esta casa, y puedo por lo tanto venir como lo hago en pleno día.

-No lo dije por ofenderos.

Y Giacomo se inclinó respetuosamente.

Doña Isabel salió de la silla de manos, y penetró en la tienda del italiano.

Éste la hizo penetrar en la trastienda, subir por una escalera estrecha y tortuosa, y llegar al laboratorio donde ya en otra ocasión le hemos visto.

Una vez allí, dijo la dama:

-Necesito, para tranquilizar a una amiga mía, en cuyo nombre vengo a verte, que me digas lo que hay de cierto en la existencia de un hombre.

-Ardua tarea es la que me encomendáis, señora; pero si me decís el nombre del caballero, preguntaré a toda mi ciencia, y posible es que pueda complaceros.

-He de advertirte de nuevo -repuso doña Isabel- que no soy yo quien interesada viene en tales averiguaciones. Vengo, como te he dicho, en nombre de una amiga mía herida por el desamor de un galán, y queremos conocer lo que hace, lo que piensa y lo que dice el galán.

-¿Cuál es su nombre?

-Don Luis de Guevara.

-Fortuna tiene el caballero -repuso Giacomo, que no pudo menos de sorprenderse al escuchar el nombre pronunciado por la dama, mirándola fijamente al mismo tiempo.

-¿Por qué? -preguntó doña Isabel palideciendo levemente.

-Porque no ha muchos días vino otra dama también con la misma demanda.

-¿Y le dijiste?...

-Lo que la ciencia me decía. Tal vez sería esa dama vuestra amiga.

-Puede...

Giacomo permaneció silencioso algunos segundos.

Hubo un momento en que creyó que doña Isabel obraba por cuenta propia.

Pero de tal modo tenía sentada esta dama su reputación de honrada y digna, tan incorruptible se la creía en cuestiones de honor, que la sospecha nacida en la mente del italiano hubo de desvanecerse al punto.

Entonces juzgó si vendría instigada por doña Catalina, para ver si lo que él le decía estaba en relación con lo que a ella le dijera.

Esta idea le pareció más acertada, y partiendo de esta hipótesis, le dijo:

-¿Es decir, señora, que queréis de nuevo que pregunte a la ciencia?

-Sí; y por tu bien debo decirte que lo hagas con todo tu saber.

Giacomo colocó sobre la mesa algunos instrumentos; puso en un lado un plano bastante imperfecto de Madrid; después en otro lado una esfera, sobre la que puso varias estrellitas negras y blancas; después colocó una pequeña cajita en otro extremo de la mesa, y sacando de una jaula una tórtola, la puso sobre la esfera de donde había sacado las estrellas.

La tórtola, separando unas estrellas y picoteando otras, fue finalmente a poner las dos patas sobre dos, de las cuales una era blanca y la otra negra.

Inmediatamente apresuróse el italiano a coger el ave, volviéndola a encerrar en su jaula.

-Ved, señora -dijo dirigiéndose a doña Isabel- qué número tienen esas estrellas.

Y le señaló las dos que acabamos de mencionar.

-El diez y el veinticinco -repuso la condesa de Santillán.

Entonces púsose Giacomo a hojear el plano de Madrid, diciendo al cabo de algunos segundos:

-Esto es; lo mismo dice la ciencia hoy que dijo ayer; don Luis de Guevara ama a dos mujeres; una rubia y otra morena, que son las dos estrellas que tenéis en vuestra mano; estas dos mujeres habitan en dos barrios distintos de Madrid, señalados con los números que habéis visto en las estrellas; barrios que corresponden a las calles de la Puerta de Moros; barrios que corresponden desde la Cruz del Humilladero hasta las Vistillas, y desde los Caños del Peral hasta Afligidos.

-¿Pero quién vive allí?

-Eso es lo que va a decirnos precisamente esa caja que está colocada en esa esquina de la mesa.

Y Giacomo señaló la caja de que ya hemos hecho mención.

-¿Qué hay en ella? -preguntó doña Isabel.

-Retratos de todas las damas principales que habitan en esos distritos.

-Pues abundante ha de ser tu galería, Giacomo, que precisamente en esos barrios habita la mayor parte de la nobleza.

-Juzgadlo por vos misma, señora; buscad en esa caja los retratos que corresponden a los números indicados, y veréis quiénes son las dos damas de quienes está prendado el caballero.

Doña Isabel se apresuró a hacer lo que el italiano la indicaba.

Los celos excitaban su deseo, y con mano febril púsose a repasar aquellos retratos, no muy bien hechos por cierto; pero que, como había dicho perfectamente, representaban lo más selecto de la nobleza madrileña.

De pronto una exclamación de sorpresa brotó de sus labios.

Acababa de tropezar con el primer número de los dos que había indicado la tórtola.

Era una estrella negra con el número diez, y correspondía a una dama morena que era doña Catalina.

Ya sabemos que respecto a ésta, sabía algo doña Isabel; pero a pesar de ello, no pudo menos de sorprenderse al ver por qué medio tan ingenioso el italiano había acertado.

Y siguió buscando llena de ansiedad la segunda dama; pero cuando este caso llegó, su asombro no conoció límites.

No fue una exclamación, sino un grito de sorpresa lo que de sus labios se exhaló.

El retrato que estaba contemplando, marcado con una estrella blanca, y con el número veinticinco, era el de María Ortiz de Quiñones, hija del conde de Lazán.

La impresión recibida fue tal, que permaneció un buen espacio muda y sin saber qué decir.

Giacomo la contemplaba con una expresión completamente indefinible.

Hubiera sido imposible determinar si en aquella fisonomía era benevolencia o vengativo espíritu lo que la animaba.

-¿Queréis, señora -dijo Giacomo viendo que nada le decía la dama- que recurramos a otro medio para obtener el resultado que deseáis?

-Pero ¿estás seguro -preguntó a su vez doña Isabel saliendo de su ensimismamiento- que es verdad lo que tu ciencia acaba de decirme?

-Sí, señora; las estrellas, para los que hemos estudiado su significación, no mienten jamás.

-¿Con que es decir que don Luis ama no solo a doña Catalina sino también a la hija del de Lazán?

-Amores son estos -repuso con intencionado acento el italiano- que matarán a los otros.

-¿Qué dices?

-Que no ha muchos días, según he tenido la honra de deciros antes, que hube de levantar el horóscopo del nuevo conde de Castro-Nuño, o sea el famoso don Luis de Guevara, y allí encontré que la estrella de doña María eclipsaba a todas las demás que influyen o puedan influir en su existencia.

-¿Y qué dama fue esa que te hizo levantar el horóscopo? -preguntó con intencionado acento doña Isabel.

-Vuestra amiga, señora.

-¡Mi amiga!

-¿No me habéis dicho que no obrabais por cuenta propia sino que veníais en nombre de una amiga vuestra?

-Sí tal.

-Pues esa amiga será sin duda doña Catalina.

-¡Oh! no; nunca semejante mujer puede ser amiga mía.

Fue tal el acento con que la dama pronunció estas palabras, que a su vez contemplóla sorprendido el italiano.

Sin duda se le ocurrió entonces la idea de si había padecido un error, y si realmente doña Isabel, a pesar de sus manifestaciones en contra, obraría realmente por su cuenta.

A fin de asegurarse más de ello, dijo:

-Perdonad, señora; creí que vendríais en nombre de esa dama, y a la verdad debo deciros que positivamente la ciencia ha hablado con verdad, puesto que las noticias que por la corte circulan, están completamente conformes con lo que dicen las estrellas.

-¿De modo que consideras como cierto el hecho de que ese hombre ame a doña Catalina y a doña María?

-Sí, señora.

La condesa de Santillán sentía que el llanto estaba asomando a sus ojos.

Suponiendo que el único amor de don Luis fuera el de doña Catalina, creía que tal vez sus encantos, sus reflexiones y sus protestas, conseguirían vencer en el corazón del caballero el amor de la meretriz; pero desde el momento en que se le ofrecía en lucha un nuevo amor como el que doña María podía inspirar, la lucha tomaba otro carácter, y era muy posible que no pudiese vencer, o por lo menos había el triunfo de costarle sumamente caro.

De aquí la horrible desesperación de su alma; de aquí aquellas lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos; de aquí aquella extraña opresión que estaba poniéndola en un grave compromiso; pues no quería que el italiano pudiera apercibirse siquiera de que era ella una de las damas que estaban prendadas del caballero.

Así fue que se apresuró a levantarse de su asiento; y a fin de pagar a Giacomo el servicio que acababa de prestarle, encargóle diversos frascos de pomadas y de esencias, y poniendo en manos del italiano un bolsillo, le dijo:

-Creo que es inútil recomendarte la mayor prudencia y circunspección.

-Harto sabéis, señora, que jamás he pecado de indiscreto; id tranquila, que de mis labios no saldrá frase alguna que pueda comprometeros.

-Ten presente -repuso con altivez doña Isabel- que no eres tú quien puede comprometerme. Tengo mi honra sobradamente limpia, para que un aliento impuro pudiera mancharla.

Y tras estas palabras, necio alarde de un orgullo mal entendido, la dama abandonó la casa del perfumista.

Una vez en la silla de manos, el llanto contenido por tanto tiempo, y a costa de tan formidables esfuerzos, estalló por fin.

Y desde la casa del italiano hasta la suya, llorando amargamente su desventura, comprendió que la soledad de su alma era tan grande faltándole el amor de don Luis, que apenas se sentía con fuerzas para sobrellevar todo lo inmenso de aquel infortunio.

Sin embargo, aquel llanto la alivió algo, porque así como el rocío refresca la tierra ávida, el llanto es el rocío del corazón abrasado por la devoradora pena.

Capítulo XXV. Donde se ve que Simón, cuando no sabía una cosa, la inventaba perfectamente

Desesperada había salido doña Isabel de casa de Giacomo Zarini.

Había entrado en ella en la inteligencia de que iba a aclarar las presunciones que circulaban respecto a los amores de Luis con doña Catalina de Sandoval; pero se encontró con que, no solamente existían éstos, sino que también estaban por medio los de María, la hija del conde de Lazan; amores, como ya hemos dicho en otra parte, que realmente le infundían temor, tanto por la belleza de la joven, cuanto por el prestigio que le daba su juventud, su pureza y la amistad, que según el mismo Luis le había dicho, unía al padre de éste con el de aquella.

Ya hemos visto que, presa del dolor, del despecho y de los celos, hubo de permanecer largas horas entregada a sus meditaciones.

Cuando de ellas salió, brillaba en sus ojos la resolución.

-Es necesario apartar de mi camino cuantos obstáculos se presenten -dijo.

E inmediatamente envió a llamar por medio de uno de sus criados a Simón.

Poco después, un individuo de siniestra catadura, de mirada torva, de frente deprimida y estrecha, de meloso acento y brusco ademán, presentóse ante ella.

Convendrá que el lector tenga una idea, siquiera sea sucinta, de quién era el nuevo personaje que presentamos a su vista, y qué clase de relaciones le unían a doña Isabel.

Dos años antes de los sucesos que venimos narrando, hallábase doña Isabel en una de sus magníficas posesiones de la oriental Granada.

Finía el mes de mayo.

Solitaria y pensativa encontrábase la bella señora a una hora avanzada de la noche, sentada en un banco de piedra del suntuoso jardín que engalanaba su rica propiedad, gozando del fresco ambiente que suave se deslizaba en aquel delicioso sitio, y abstraída y abismada en sus propios pensamientos.

Un penetrante grito salido del interior de su casa, sacóla de su arrobamiento.

Levantóse doña Isabel precipitadamente.

Sobresaltada e indecisa no sabía qué partido tomar, tanto más, cuanto que al grito primero que escuchó sucedió un serio tumulto. Decidióse por fin, y con paso resuelto y precipitado dirigióse al interior de la casa; no había llegado aún al umbral de su puerta, cuando apareció en él y en el mayor desorden una joven doncella, pálida y descompuesta.

-¿Qué ocurre? ¿Qué alboroto es este?

-¡Ay, señora de mi alma! El pobre Jerónimo...

-¿Qué?

-Mal herido, y el ladrón está ahí.

-¡Cómo! -replicó doña Isabel penetrando en la casa- ¡un ladrón!

-Sí, señora, un asesino que ha penetrado, Dios sabe como, en el aposento de vuecelencia rompiendo un cristal de la ventana.

-¿Y dónde está ahora?

-Encerrado. Por una casualidad providencial, Jerónimo y Ramón, que no se habían aún acostado, al retirarse, parecióles percibir el ruido de un cristal que se rompía, y esto precisamente al pasar por delante de la puerta del gabinete de vuecelencia. Como quiera que Jerónimo había visto a la señora en el jardín, paróse e hizo seña a Ramón de que guardase silencio; aplicó el oído junto al quicio de la puerta; pero como ésta no se hallaba cerrada, entreabrióse y pudo distinguir perfectamente al pícaro ladrón.

Jerónimo, sin detenerse, lanzóse sobre aquel tunante, el cual al verse descubierto trató de escapar; no ha podido conseguirlo; pero en cambio ha mal herido a Jerónimo, el cual sin la ayuda de Ramón, indudablemente perece.

-Subamos.

Cuando la señora y la doncella llegaban a las antesalas del piso principal, multitud de criados y criadas se hallaban en ellas comentando el hecho que Ramón les acababa de referir con sus menores detalles. Al ver a la condesa, adoptaron una actitud respetuosa, aguardando a que ella les dirigiese la palabra.

-Ramón, ¿dónde está Jerónimo?

-En su lecho, señora condesa.

-¿Es grave la herida?

-No, señora, al parecer no lo es, y eso que el pícaro del ladrón trataba de acabarle; pero gracias a Dios, con mi presencia se ha evitado la desgracia.

-¿Y en dónde está?...

-¿El ladrón?

-Sí.

-Encerrado en aquella habitación.

E indicó una puerta que se hallaba colocada precisamente delante de la condesa.

-¿Desarmado?

-¡Ya lo creo!

-Quédate aquí, Ramón; vosotros retiraos a descansar.

Sin replicar una palabra desaparecieron los criados, excepto Ramón, que se quedó aguardando las órdenes de su señora.

-Quiero ver a ese hombre; aguárdame aquí por si me fueses necesario. Abre la puerta.

Ramón no replicó, y abrió la puerta de la habitación donde se hallaba el preso.

Cruzado de brazos y apoyado en una cómoda, estaba el escalador.

Lo que pasó entre éste y doña Isabel no pudo percibirlo; pero es lo cierto que con gran asombro por parte del fiel criado, vio éste salir a doña Isabel del aposento seguida del prisionero, y no con menos asombro, escuchó lo siguiente:

-Ramón, no quiero perder a este pobre; deseo que se escape.

-Señora...

-Esa es mi voluntad. Él por su parte me ha ofrecido...

-Señora -dijo el detenido con bronco y firme acento- yo os juro que no os pesará haberme perdonado, y vale algo en mi boca este juramento.

-Convenido, Ramón, condúcele a la puerta del parque y no se hable más de ello.

Ramón, completamente sorprendido, obedeció y guió al ladrón hasta dejarle libre en la calle.

-Vamos -dijo al verse en libertad aquel bribón- he salido ganancioso habiéndose malogrado este lance. Desde hoy tengo una gran señora por madrina.

Ramón, por su parte, se decía dirigiéndose a su aposento:

-Todos los pícaros tienen fortuna: este tunante ha logrado enternecer a la señora; lo que es a mí también me hubiera convencido. ¡Ea! vamos a descansar.

He aquí lo pensaba en tanto doña Isabel:

-¿Qué hubiera logrado con perder a ese hombre? ¿No vale más haberle convertido en defensor acérrimo de mi persona? Esos tunantes a veces son útiles, y ¿quién sabe si yo algún día podré necesitar de sus servicios?

El tiempo era el encargado de demostrar que la condesa, al libertar a aquel hombre, obedeció a un secreto presentimiento.

-Simón, toma asiento y escúchame con atención. No tengas recelo, que aquí nadie nos escucha.

-Escucho, señora, y estoy bien de pie.

-Como quieras. Supongo, Simón, que no habrás relegado al olvido los beneficios de que me eres deudor.

-En manera alguna; sé perfectamente que la primera visita que tuve la honra de hacer a la señora marquesa, en su casa de Granada, cierta noche hace dos años, pudo valerme un paseo a África; no he olvidado tampoco que desde entonces acá, gracias a su mediación he salido con bien de las manos de los escribas y fariseos, que se empeñaron no ha mucho en envolverme entre sus garras; no ignoro tampoco que es por su excelencia por quien se me han abierto las puertas del Saladero, y finalmente, no puedo menos de confesar que a no tener madrina de tanta valla, no sé qué sería de mi persona a la hora presente.

-Agrádame que tan fiel te sea la memoria, y espero llegado que sea el momento oportuno de manifestarme tu adhesión, que sabrás aprovecharlo.

-Esto me huele a negocio -pensó interiormente aquel cínico bribón.

Y en voz alta, exclamó:

-Mande su excelencia aunque sea un imposible, y ya verá de lo que es capaz Simón Zamarra por servirla.

-Eso me agrada. Procedamos por orden: ¿cómo estás de dinero?

-¡Ay, señora de mi alma! Están tan malos los tiempos, que ya es poco menos que imposible el ganarse honradamente el sustento; tan ligero ando de bolsillos como fuerte de estómago, y lo que más me apura es que tengo algunos atrasos que no sé cómo solventar.

El grandísimo tuno comprendió que era necesario para algo, y con el mayor descaro trató de sacar el partido posible de la situación.

La condesa se dirigió a un secreter de palo de rosa que estaba en un ángulo del gabinete; abrió uno de sus cajones, y de él extrajo algunos billetes de banco que entregó a Simón.

-Toma; he aquí diez mil reales.

Los ojos de Simón brillaron de codicia al asir con su mano aquellos billetes.

-Por ahora -continuó la condesa- creo tendrás lo suficiente.

-Por ahora -pensó Simón- esto quiere decir que tengo una mina que explotar. ¿Qué hay que hacer?

-Helo aquí: Habita la corte un joven que se llama don Luis de Guevara; este caballero ha tenido un lance hace cuatro días con el señor marqués Adelfi; este último está herido gravemente, y el primero ha desaparecido. Me consta que se halla oculto en Madrid, y me es absolutamente indispensable conocer la morada que le sirve de guarida; y esto por todo el día de mañana.

-Aun cuando se escondiera en las entrañas de la tierra, yo le descubriré.

El rostro de Isabel se iluminó de súbita alegría, la cual no pasó desapercibida a los ojos de su interlocutor.

-Confío, pues, en tu eficacia.

-Quedad descansada; pudiera acontecer que sobrevinieran algunos gastos, pues me será preciso valerme de cierta gentecilla...

-Gasta y pide; lo esencial es que mañana sepa yo dónde se oculta don Luis. No eches en olvido el nombre y apellido.

-Don Luis de Guevara: se ha clavado en mi memoria; ahora, madrinita, hasta la vista; quizá tenga que volver por dinero.

-Lo que quieras; pero no pierdas el tiempo.

-Quede tranquila la señora condesa.

Esto diciendo, saludó respetuosamente, y se retiró.

-Entiendo -iba diciéndose para sí el buen Simón- mi madrina y ese don Luis... entiendo, entiendo, pero ¿a mí qué? Lo que sospecho es que tengo un filón entre mis manos.

Doña Isabel quedó abismada en sus pensamientos; pero completamente segura de saber positivamente al siguiente día el escondite que servía de morada a su inolvidable don Luis de Guevara.

Capítulo XXVI. Algunos detalles respecto a la condesa de Santillán, muy necesarios para definir completamente su carácter

La resolución que había adoptado la condesa, era precisamente la más expuesta a sufrir lamentables equivocaciones que imaginarse puede.

Como que a Simón no había podido darle cierta clase de explicaciones; como que la misión de éste no era más que la de observar la vida que llevaba Luis en la casa donde se ocultaba, necesariamente todas sus noticias habían de resentirse de ese espíritu malicioso que caracteriza a las personas de su condición cuando se consideran confidentes de los secretos de sus señores, noticias que forzosamente no podían menos de envenenar el herido corazón de doña Isabel.

Simón, habitando en la misma casa donde se ocultaba Luis; teniendo su habitación condiciones para poder observar cuanto pasaba en la de su vecina, sin poder escuchar las palabras que entre el caballero y la bordadora se cambiaban, interpretaba a su antojo las miradas y las sonrisas de la maja y de Luis, y cuando en realidad entre ellos no existía inteligencia alguna, el rufián Simón les supuso enamorados uno de otro, despertando con sus confidencias sobre este particular nuevos celos en la condesa, que resuelta como ya estaba a llevar las cosas al último extremo, no vaciló en recurrir al medio de separar a Paca de Luis, a fin de cortar por completo aquellos amores.

Para que pueda comprenderse mucho mejor el carácter de doña Isabel, explicándose satisfactoriamente el lector esa extraña mezcla de atrevimiento y de timidez, de orgullo y de humildad, de cariño y de odio, es preciso que, aun cuando muy a la ligera, nos hagamos cargo de sus primeros años, de su incompleta educación, y de la forma y modo con que había crecido y con que aquella naturaleza se había ido formando.

Porque no todos los defectos que en la nueva fase de mujer celosa encontramos en la condesa, eran hijos de maldad de corazón, sino más bien de las condiciones especiales de su primitiva existencia; de los halagos que tanto en su niñez como en su juventud le habían estado tributando.

La condesa era la mujer más hermosa de la corte, según ya hemos dicho.

También era la de más antigua nobleza.

Como noble fue dama de la reina.

Como hermosa, era el ídolo y la desesperación de todos los galanes de la capital.

Carácter atrevido y aventurero, era la personificación fiel de la gran dama de los últimos años del pasado siglo.

Joven y rica, huérfana y encantadora, aquella mujer tenía un atractivo especial.

Sus padres murieron dejándola muy niña.

El colegio de niñas de Leganés la tuvo en su seno durante sus primeros años.

Los dos últimos estuvo en las Salesas.

Desde allí fue a la cámara de la reina.

Había cumplido veinte años.

Alma indomable, no había podido sujetarse nunca al yugo del amor.

El matrimonio la espantaba.

Y desdeñando siempre, sin querer casarse jamás, atravesaba su existencia, mirando con indiferencia las quejas y los suspiros, las miradas y las adoraciones.

Y no era porque a ella no le gustasen las fiestas y las aventuras.

Pero ni en éstas ni en aquéllas se interesaba nunca su corazón.

Su indiferencia glacial le había granjeado el sobrenombre de alma de hielo con que la conocían en los altos círculos de Madrid.

Y sin embargo, no era la condesa una mujer de mal corazón.

Todo lo contrario.

Compasiva y generosa, su mano estaba siempre abierta para el necesitado.

Donde había lágrimas que enjugar, infortunios que socorrer, o penas que consolar, allí estaba la condesita de Plasencia, pues tal era el título de su padre.

Pero el amor la asustaba.

Decía que el día en que amase sería desgraciada, y trataba de no serlo.

Casada, tendría que renunciar a aquella libertad tan dulce que tenía, y no podía avenirse con semejante idea.

Así es que ni amaba, ni quería casarse.

Y de este modo transcurrieron algunos años.

La reina la quería con delirio.

Carlos III la mimaba también, y el ministro hacía lo mismo que los reyes.

La corte toda, como consecuencia de esto, halagaba y adulaba a la encantadora deidad.

Sin embargo, llegó una época en que en la corte se advirtió una cosa extraña.

Sobre aquella frente pura y despejada había una ligera nube.

Aquellos ojos garzos, brillantes y seductores estaban rodeados de un círculo amoratado.

Esto no podía ser más que consecuencia de insomnios o de lágrimas.

Y las lágrimas que dejan surcos de tristeza sobre el semblante, son las lágrimas que arranca el dolor.

¿Por qué padecía la condesa de Plasencia?

No había perdido ningún pariente; no tenía desgracia alguna que lamentar entre sus amigas; sus intereses no habían sufrido quebranto alguno; luego aquellos lágrimas eran el desahogo de un amor desgraciado.

¡Amor!... ¿y a quién? ¿Quién había sido el feliz que había hecho palpitar el corazón de la condesa?

Nadie sabía contestarse a esta pregunta.

Y el hecho es que ella sufría.

Y ninguna persona de la corte pudo averiguar la causa de aquella tristeza.

Los monarcas la preguntaron con interés; sus amigos también, y a unos y a otros les dijo que no tenía nada, y que se encontraba muy bien.

Precisamente por entonces ocurrió la muerte de la reina, y la condesa hubo de dejar el cargo que en el cuarto de su soberana desempeñaba.

Preocupada la corte con aquella sensible pérdida, y embargado el ánimo del monarca por el dolor que le causó, pasó mucho tiempo antes que se ocupara de su antigua protegida, y por entonces tuvo lugar la correría nocturna del conde de Santillán y de sus amigos, de que en otro lugar hemos hablado, correría a consecuencia de la cual doña Isabel exigió terminantemente al conde que le diese su mano.

La altivez de su carácter, aquel indomable orgullo de que tantas muestras había dado durante sus primeros años, no podía soportar que el conde de Santillán pudiera decir nunca que había obtenido de ella el más mínimo favor sin que éste hubiera estado justificado por la iglesia.

El conde que precisamente, como ya dijimos, estaba enamorado de ella y había pretendido su mano, bendijo aquella decisión, sin tener en cuenta el suplicio a que se iba a condenar.

Doña Isabel fue su esposa; pero nunca fue su mujer.

La dama no le perdonó jamás su atrevimiento, y aquel corazón mostróse implacable, sin que ni súplicas, ni protestas ni consideraciones fueran bastantes a vencerla.

El conde vivía desesperado, y en más de una ocasión había arriesgado su vida por el pretexto más fútil, deseando perderla para libertarse del tormento que sufría.

Tal era la condesa de Santillán, y fácilmente puede comprenderse lo dado a extremos violentos que había de ser un carácter semejante.

Capítulo XXVII. Simón encuentra lo que busca

El buen juicio del lector habrá calculado ya la febril impaciencia con que doña Isabel aguardaría las noticias que hacían referencia al domicilio en que se albergaba don Luis.

Siglos se le antojaron los tres días que habían ya transcurrido desde el momento en que su mensajero Simón desapareció de su vista en pos de las huellas del hombre a quien ella amaba, tanto más cuanto que ella había fijado un plazo más breve. La tardanza inexplicable de Simón tenía sumida a doña Isabel en una profunda melancolía.

-¿Qué le habrá acontecido? ¿Cómo ha dejado pasar tres días sin aparecer por aquí? ¿Me habrá burlado ese hombre? ¿Tendré que confiar a otra persona las pesquisas de que se había encargado Simón?

Estos eran los pensamientos a que se entregaba en el momento en que apareció su doncella anunciándole la llegada de la persona esperada con tanta ansiedad.

-¡Ah! -exclamó doña Isabel sin poder contener la alegría que súbitamente se había apoderado de su alma, al saber la llegada de Simón.- Que pase al momento, y en el ínterin escucho a ese hombre no estoy en casa para nadie.

La doncella se retiró bastante admirada de que su señora manifestara tan inusitado afán por hablar con un hombre, que, aunque decentemente vestido, trascendía a legua y media a tunante redomado; pero sea como quiera, se dispuso a cumplimentar las órdenes recibidas, comenzando por introducir en el aposento de doña Isabel a Simón.

Vestía éste, en efecto, un traje de caballero: pero lo llevaba tan mal; hacía tales contorsiones, y se contoneaba tan ridículamente al andar, que nada tiene de extraño adivinara la doncella no ser aquel el traje usual que acostumbraba llevar el personaje esperado por su ama con tanta impaciencia.

Una vez desapareció la doncella, doña Isabel no fue dueña de contenerse y con enojo dijo mirando airada a Simón:

-¿Es esta la manera que tienes de cumplir conmigo?

Simón, impasible, mantuvo con serenidad la terrible mirada que sobre él pasó su interlocutora, pensando entre sí:

-Que descargue la nube; no tardará en aparecer el sol.

-Debías suponer mi impaciencia: ¿Qué has hecho? Explícate pronto.

-Señora; si no he venido antes como era mi deseo, ha sido porque a ello me ha obligado la misión de que me hice cargo.

Doña Isabel desarrugó un tanto el entrecejo, y dijo dulcificando algo más su acento:

-Veremos, pues, de qué manera has invertido el tiempo: escucho.

-No quiero aturdir a su excelencia refiriéndole los innumerables pasos que he tenido que dar, las pocilgas en que he tenido que zambullirme, y la mucha gente a quien he tenido que hablar a fin de adquirir las noticias que buscaba; husmeando aquí y allá, gastando a troche y moche hasta quedarme sin un real, de aquellos que su excelencia me entregó para arreglar mis atrasos, he averiguado lo que interesa a la señora.

La alegría inundó el alma de la condesa, y exclamó:

-¡Ah, por fin!

-Sí, por fin; pero, como he tenido el honor de decir antes, no se ha logrado sin hacer grandes sacrificios. ¡Qué lástima de dinero el que he tenido que gastar!

El bribón quería sacar todo el partido posible de la situación.

-Nada importa el dinero; sírveme bien, y de nada carecerás.

Una imperceptible sonrisa asomó a los labios de Simón.

-Mi gratitud para con la señora condesa, durará tanto como mi vida.

-Corriente, Simón; hazlo así, y yo sabré recompensarte. Ahora vamos a lo que importa, y deja inútiles detalles. ¿Dónde se oculta don Luis?

-En el campillo de Manuela, en casa de una bordadora muy hermosa, mejorando lo presente.

No fue dueña de sí misma doña Isabel; mortal palidez cubrió su semblante.

Simón la observaba atentamente.

-¡Ah! ¿con una bordadora? ¿Y vive sola esta muchacha?

-No; vive con su anciana madre, la cual se halla bastante enferma.

-¿Cómo se llama esa joven?

-Paca Pérez; pero es conocida por Paca la Salada.

-¿Tú la conoces?

-Desde ayer; he alquilado un cuarto que casualmente se hallaba vacío, precisamente lado por lado de la habitación que ocupa la hermosa manola, y para mayor fortuna poseo en mi palacio una ventanita desde la que se divisa el cuarto o nido de la hermosa Paca, y desde mi observatorio he observado sin ser visto, al joven don Luis: por cierto que juraría...

-¿Qué?

-¡Oh! nada, nada, tonterías mías. Sea como quiera, me pareció advertir que los dos jóvenes se miraban de una manera, que... vamos, cualquiera creería que...

Simón parecía recrearse atormentando el corazón de doña Isabel; ésta por su parte sufría lo que no es decible, sospechando lo que querían significar las medias frases lanzadas por Simón; pero quiso aclarar sus dudas de una vez.

-Claro, Simón; tú has creído advertir que esos jóvenes se aman, ¿no es esto?

-Francamente, a mí me parece que la chica no le parece costal de arroz al don Luis, y por su parte la muchacha le mira a él de una manera capaz de trastornar la cabeza a un santo.

-¡Dios mío, Dios mío! -exclamó doña Isabel, apoyando su pálida frente entre sus manos.

Simón la miraba sonriendo malignamente.

-Puedo haberme engañado en mis conjeturas; pero si la señora condesa desea asegurarse de la verdad, nada más fácil hoy por hoy; yo soy un vecino muy observador, y a buen seguro que no se pasará mucho tiempo sin que esté al tanto de lo que haya sobre el particular.

-Sí -dijo doña Isabel separando las manos de su frente.- Quiero que te enteres de lo que entre ellos pueda haber; pero procura no engañarte ni engañarme; la verdad, la verdad pura.

-Descanse su excelencia; yo me enteraré al dedillo.

-Toma, aquí tienes otros diez mil reales; bien ves que no me duele gastar el oro con profusión; pero quiero que se me sirva bien, pronto y lealmente. Marcha ya, y haz por averiguar lo que deseo saber cuanto antes, y avísame sin perder minuto cuando creas que puedes hablar con seguridad.

Simón tomó los billetes, y después de hacer una profunda reverencia salió del aposento de la condesa, diciendo:

-Estaba reventando por llorar, y ansiaba quedarse sola... yo he hecho un gran negocio; tengo las manos en la masa, y a fe de Simón que he de aprovecharme.

Al quedarse sola doña Isabel, al mirarse a cubierto de miradas indiscretas, no trató de reprimir los impulsos de su alma, y llorando amargamente, exclamó:

-¡Dios mío, Dios mío! ¡este es el pago de mi cariño! ¡para esto había yo conservado intacto mi corazón durante los primeros años de mi juventud, para entregárselo entero a un hombre que jugara a su placer con él y lo despedazara sin compasión fibra por fibra! ¡Oh! ¡Luis, Luis! ¡No sabes tú de lo que es capaz una mujer como yo, cuando se halla presa por el tormento de los celos! Mucho, muchísimo te amo; ¡ay de ti, si el inmenso amor que te profeso llega a trocarse por tus desvíos en llama devoradora de odio! ¡Ay de ti, si apelo a la venganza! ¡Ay también de la que sea causa de ello! ¡Infeliz! ¡Más le valiera no haber nacido!

Capítulo XXVIII. Quién era Paca la Salada

Alta, esbelta, altiva la mirada de sus negros y rasgados ojos, ancha la frente, rizado el cabello, pequeño el pie, ligeramente aprisionado en el escarpín de raso carmesí; torneada la pierna, encerrada en la calada media; con la falda de alepín con recortes de terciopelo, delineando la redonda cadera y el corpiño de raso del mismo color que los zapatos, Paca la Salada, bordadora de fino, llevaba por donde quiera que iba un corazón prendido de cada una de las bellotas que adornaban su sayo, y con la sal que derramaba, más de un viejo pisaverde decía que había bastante para compensar la pérdida de las salinas de Torre-Vieja.

Como hermosa, tenía Paca tanta fama como la tenía por sus bordados, y no podía vanagloriarse ninguno de los galanes de oficio de la villa del oso y del madroño, de haber alcanzado de ella el más mínimo favor que pudiese alentar sus esperanzas.

Tan ligera de pies para pasar por encima de las capas que muchas veces a su paso le tendían los mancebos, prendados de su garbo y donosura, como ligera de manos para santiguar al que se hacía sobradamente importuno con las manifestaciones de su amor, era Paca, sin embargo, una criatura sencilla e inocente, que, siempre con la sonrisa en los labios, no comprendía pudieran existir dolores en el horizonte de la vida.

Viuda su madre de un tronquista de las Reales Caballerizas, con la modesta pensión que a la muerte de su esposo le quedara, fue criando a su hija, si no con regalo, con desahogo al menos, y a la par que Paca iba creciendo en hermosura, se desarrollaban las virtudes en su alma y aumentaban las habilidades de sus dedos.

De aquí que no hubiese dama en la corte que no encomendase sus bordados a Paca, ni galán que no la tomase como punto de comparación para dureza de corazón, ni artista que no la considerase como el modelo típico de las majas madrileñas.

Más de una vez Maella había tirado los pinceles desesperado porque no accediendo Paca a dejarse retratar, no le era posible copiar aquel cúmulo de perfecciones.

El mismo Goya, que tanto conservaba en la imaginación las bellezas de aquellos tipos entre quienes vivía, no pudo jamás ni dar a sus ojos la expresión que tenían los de Paca, ni a la boca aquel graciosísimo contorno que le prestaba su sonrisa.

Sin embargo, llegó un día en que aquella franca, leal y alegre fisonomía se vio nublada por las nubes del dolor.

Paca era amiga íntima de Dolores la Zapatera y de Concha, que precisamente eran las dos majas que de mayor fama disfrutaban en la corte.

Las tres constituían el triumvirato de las majas de rumbo, como las llamaban; porque efectivamente las tres eran las que mayor lujo gastaban en el vestir, y las que más crueles se mostraban con los hombres, y las que mejor sabían gastar un doblón de a cuatro cuando llegaba la ocasión.

De la honra de las tres nadie tenía que decir una palabra; y nuestros lectores tienen una muestra del modo con que sabía defender la suya Dolores, en la conducta observada cuando se halló en poder del marqués.

De aquí que fueran tan elogiadas, que tan disputado fuera su amor y que tanto se hablara de ellas, lo mismo en el barrio de Lavapiés y de Maravillas, que en las antecámaras del palacio real.

No había verbena, ni baile ni fiestecita, en que las tres majas no lucieran su garbo; y como que precisamente don Luis de Guevara era uno de los caballeros más aficionados al estudio de las costumbres populares, lo mismo que había conocido a Lola, conoció a sus amigas, en una de las botillerías más frecuentadas a la sazón.

Una noche, contra la costumbre de Paca, entretúvose más de lo ordinario en casa de su amiga Concha, hasta que vino a revelarle la hora que era la plañidera voz de los hermanos del Pecado Mortal, que pasaban por la calle entonando sus melancólicas saetas.

Apresuróse a despedirse de su amiga, y lanzóse a la calle sin temer la soledad que ya reinaba en ella.

Cerca estaba su casa; pero al cruzar una boca-calle inmediata, salieron dos hombres, que algo más alegres de lo regular, intentaron detenerla.

Paca era valiente; pero sin embargo, la ancha mano de uno de aquellos bribones colocóse sobre sus labios para impedirla que gritara, y algo mal trecha podía haber quedado la honra de la maja a pesar de sus bríos, a no aparecer por la misma calle por donde salieran los rufianes, un caballero que, apercibiéndose de lo que ocurría, arrojóse sobre ellos, y tan buen uso supo hacer de su espada, que a los pocos minutos las armas cortas de los bribones de nada les habían servido, y el uno estaba en tierra pidiendo misericordia, y el otro con un chirlo muy regular en el rostro, tomaba apresuradamente la calle adelante, temeroso de que le alcanzase la suerte de su compañero.

El salvador de Paca había sido don Luis.

La maja le conocía ya; habíale visto, como ya hemos dicho, en algún baile, en los toros y en la botillería; pero desde aquella noche, de tal manera su imagen se grabó en el pecho de Paca, que su semblante principió a trocar su rosado matiz por la palidez de la azucena, y con general asombro de sus amigas, que no podían adivinar la causa, principió a separarse poco a poco de su anterior existencia.

Bajo el pretexto del mucho trabajo que tenía, se fue encerrando en su casa, y como que precisamente la enfermedad que por entonces principió a padecer su madre, justificó el retraimiento a que se entregaba, aquella conducta tuvo al menos una explicación.

Luis, que aun cuando muy galante, sabía sin embargo mostrarse comedido y prudente, permitíase bromas y jaleos y algazara con las majas, pero jamás salió de sus labios una frase que pudiera ofenderlas, ni cometió una acción que se hiciese merecedora de correctivo.

Preocupado con las aventuras con las tres damas que ya conocemos, no tenía tiempo para ocuparse de otros amores, y esto unido a su habitual prudencia, que jamás perdió a pesar de las locuras propias de la juventud, contribuía poderosamente para el buen concepto en que las majas y en general todas las gentes de los barrios bajos le tenían.

La conducta usada por don Luis había impresionado vivamente a Paca.

Había visto a Concha, con quien más adelante harán conocimiento nuestros lectores, prendada de uno de los toreros más famosos de su época; a Lola enamorada de Vicente, según ya hemos visto, y sin embargo, su corazón, a pesar de todas aquellas excitaciones para el amor, permanecía completamente mudo.

No había encontrado, como ella contestaba sonriéndose cuando sus amigos la preguntaban, nadie que hiciese palpitar su corazón.

Sin embargo, sin poderse ella misma explicar la causa, llegó un día en que le pareció, al presenciar las amorosas escenas entre Concha y su amante, y al percibir alguna frase de las que se cambiaban entre Vicente y Dolores, que en su corazón se agitaba algo misterioso y extraño que le causaba un dolor indefinible.

No supo en los primeros momentos definir si aquella extraña sensación era hija del placer y de la alegría, o del dolor y de la envidia.

Sin embargo, dominó su impresión, y vio a don Luis, y la verdad fue que sin darse ella misma cuenta, encontrábase perfectamente cuando él se hallaba a su lado.

Pero, a pesar de esto, no dio nada que sospechar a ninguno de sus amigos, porque la verdad era que ni ella misma sabía lo que sentía.

Mas, cuando tuvo lugar el lance de que dejamos hecho mérito; cuando don Luis, acompañándola con el mayor respeto hasta su casa, la hubo dejado en ella, de tal modo vio grabada la imagen del caballero en su pensamiento, que entonces, y sólo entonces fue cuando pudo confesarse que estaba positivamente enamorada de él.

A partir de aquel día, concluyó de desaparecer la alegría del rostro de Paca, y la brillante estrella del campillo de Manuela quedó completamente eclipsada, pues apenas si se la veía alguna vez en la calle.

La enfermedad de su madre había ido agravándose por momentos, y esta era una excusa tan legítima para justificar su ausencia de toda clase de diversiones, que ni aun sus más íntimas amigas pudieron sospechar la causa verdadera de su retraimiento y de su tristeza.

En este estado tuvo lugar el atrevido rapto de Dolores; el encuentro de Vicente con Luis refiriéndoselo, y finalmente, la salvación de la maja, merced a la presencia inesperada del caballero.

Dolores, al día siguiente, refirió a Paca, que estaba llena de cuidado, cuanto le había sucedido, y durante su relato más de una vez se mudó el color en el rostro de la maja; más de una vez también los latidos de su corazón le demostraron todo lo violento de su cariño.

Vicente había acudido inmediatamente que pareció Lola a demostrar a su amigo todo el agradecimiento que hacia él sentía, y a manifestarle al mismo tiempo que en donde quiera que viese al marqués Adelfi estaba resuelto a abofetearle y a escupirle en el rostro, por villano y mal nacido, hasta obligarle que se batiera con él.

Pero, como que Luis tenía pendiente con él el desafío que ya conocen nuestros lectores, hubo de dilatar la satisfacción de su venganza hasta ver el resultado que tenía el duelo de su amigo.

Verificado éste, la situación de Luis fue, como sabemos, bastante comprometida.

El caballero creyó conveniente evitar la primera acción de la justicia, y no quiso permanecer en su casa hasta saber el sesgo que podría tomar aquel asunto.

Vicente entonces acudió en su auxilio.

-Yo te esconderé -le dijo- donde difícilmente podrán encontrarte.

Y habló de ello a Lola, y ésta, a su vez, se fue a casa de Paca, dijo a su madre lo que había, y le pidió que albergase a Luis durante algunos días.

Paca palideció al escuchar aquella demanda; trató de oponerse, más que otra cosa, temerosa de los nuevos dolores que iban a destrozar su corazón; mas de tal modo supo Dolores pintarle a su madre lo ocurrido, así como el digno y noble carácter de Luis, que la anciana, a pesar de no encontrarse muy bien de salud, como ya hemos dicho, recordando el servicio que en otra ocasión prestara el caballero a su hija, condescendió en que se escondiese en su casa.

Una vez bajo el mismo techo, Luis principió a pensar que Paca era excesivamente hermosa.

Y que la bondad de su alma superaba a la belleza de su rostro.

Y que era tan honrada como hermosa, y tan modesta como honrada.

Y en los primeros momentos de estancia en aquella casa, dio aviso de donde estaba a María; escribió también a doña Isabel, diciéndola que estaba en salvo, aun cuando sin revelarle el sitio en que se hallaba; mas después ya no volvió a decirles una palabra, y miraba a Paca con más insistencia de la que la mera amistad exigía, y solía decirle frases con un acento algo más tierno que el que suele usar la gratitud.

Paca se ruborizaba; apenas contestaba a las frases de Luis por más que su corazón latiese con violencia, y estas escenas, algunas de las cuales hubo de presenciar Simón desde su cuarto, sirviéronle de fundamento para juzgar que ambos jóvenes se amaban.

Capítulo XXIX. Un rapto y una puñalada

Mientras Simón abandonaba la casa de doña Isabel, después de haber cobrado la cantidad que aquella le indicara, la condesa, enjugándose con el pañuelo las lágrimas que acababan de asomar a sus ojos, murmuró:

-¡Dios mío! ¿Obro bien u obro mal con el plan que me he trazado? La verdad es que este amor me avasalla, que pierdo la cabeza, que la fiebre de los celos me devora, que me siento impulsada por una fuerza irresistible, y no sé cuando ha de tener término esta inquietud que me consume y este violento afán que me arrebata la calma.

Y de nuevo volvió a caer en la meditación que ya se había hecho, por decirlo así, perenne en ella.

Entretanto, Simón tomaba sus disposiciones para llevar a cabo el proyecto que meditaba.

Y llegó la noche, y con ella el momento oportuno para realizar su propósito.

Estamos en la calle de la Paloma.

En la entrada de ella, hacia la mano derecha, hay una casita de un solo piso.

Sobre la puerta de entrada se ve un balcón ancho, como todos lo eran en la época de que vamos hablando, a través de cuyas mal cerradas maderas se distingue una luz.

Penetremos en el interior de la casa, y veremos una salita decente, aunque pobremente amueblada, y sobre una mesa un enorme velón de metal, cuya claridad es la misma que hemos distinguido a través del balcón.

Sentada cerca de la mesa, una joven estaba ocupada en hacer un bordado sumamente entretenido.

Aquella joven era Paca la Salada.

De cuando en cuando dirige solícitas miradas hacia una alcoba, de la que se exhala un rumor muy parecido a la agitada respiración de un enfermo.

Y así era efectivamente.

Sobre un pobre lecho una anciana dormitaba con la agitación producida por la calentura.

De vez en cuando, la joven volvía su cabeza hacia la alcoba con afanosa solicitud, y satisfecha sin duda con el estado de la enferma, tornaba su vista al balcón, y un gesto de impaciencia se dibujaba en su rostro.

La noche en que la presentamos a nuestros lectores, estaba más impaciente que de ordinario.

Es verdad que hacía ya mucho tiempo que habían tocado las ánimas en todas las iglesias, y Luis, que como sabemos se ocultaba en su casa, salió aquella noche y no había vuelto todavía.

El ruido más ligero que se escuchaba en la calle la hacía poner una atención extraordinaria.

Y cuando aquel ruido desaparecía, su rostro expresaba un tristísimo desaliento.

-¿Qué le habrá sucedido, Dios mío? -decía Paca con los ojos un tanto humedecidos- ¡es tan extraño que venga tan tarde!... y luego no sé por qué mi corazón está tan agitado esta noche: parece que me amenaza una desgracia desconocida, y él en su inquieta palpitación me lo anuncie.

-¡Paca! -murmuró en esto la anciana con voz doliente.

-Allá voy, madre; ¿qué queréis?

-Agua, tengo sed.

Paca se dirigió hacia la alcoba de la enferma, y le dio una bebida que el médico había dejado dispuesta.

La enferma se tranquilizó algún tanto, y preguntó a su hija:

-¿No ha venido don Luis?

-No, señora; y me tiene con mucho cuidado; ¡quién sabe lo que le habrá impedido venir?

-¡Confía en Dios, hija mía! Él y solo Él, te dará la felicidad.

En este momento se oyó un ligero rumor en la calle.

Paca lo escuchó inmediatamente, y su oído esperaba anhelante la llamada de don Luis.

Pero el rumor seguía haciéndose más perceptible, y la seña no se escuchaba.

Un temblor extraño agitó los miembros de la joven.

Su corazón empezó a latir con más violencia.

De pronto el ruido se escuchó más próximo; parecía que era en la escalera de la casa.

Paca se dirigió a su madre, y con un acento lleno de terror, le preguntó:

¡Madre, madre! ¿no oís?

Pero la enferma se había quedado un poco adormecida, y no podía escuchar a su hija.

Un grito ronco, verdadera expresión de un miedo horrible, se exhaló de repente de la garganta de la joven.

Sintió que le tapaban la boca, y que unas manos brutales rodeaban su talle.

Hizo un esfuerzo violento, desasióse, y llena de terror, vio a su lado dos hombres.

Uno de ellos era Simón.

Abarcó éste de una ojeada toda la habitación, y su vista se fijó en el rincón de la sala donde trémula de espanto, estaba la pobre Paca.

-Vamos, palomita, vamos -dijo Simón con una sonrisa sesgada y sarcástica- nuestra red está bien tendida y no tenéis más remedio que seguirnos.

Al escuchar estas palabras, la maja hizo un esfuerzo y se lanzó al balcón con objeto de pedir socorro.

Pero al abrir sus maderas, retrocedió vivamente con los ojos extraordinariamente dilatados, y todo el semblante contraído.

En el balcón había otros dos hombres.

Una carcajada de Simón fue la contestación que obtuvo la pobre niña cuando se arrodilló ante el rufián, diciendo con voz entrecortada por los sollozos:

-¡Oh, tened piedad de mi pobre madre! ¿Qué será de ella si me alejáis de su lado? ¡Está enferma!... ¿Qué queréis de una pobre mujer como yo?

-¡Ea, basta de comedias! -dijo el asesino con su acento ronco y soez- si no queréis venir de grado, os tendremos que llevar a la fuerza.

-¿Pero qué queréis de mí?

-Que nos sigáis.

-¡Oh! vosotros tendréis una madre, tendréis unos hijos que os adorarán y a quienes vosotros adoraréis; por la memoria de ellos, por su vida, dejadme con mi anciana madre; ¿qué será de ella cuando se encuentre sin su hija?

Y Paca se abrazaba a las rodillas de aquellos hombres.

Y regaba sus manos con sus lágrimas.

Pero aquellos hombres eran de piedra, y ni la más pequeña emoción se pintó en sus semblantes.

Simón se volvió hacia su gente, y dijo:

-Vamos, esto es menester que concluya.

Y dio un paso hacia la joven.

Paca retrocedió con los ojos extraordinariamente dilatados.

Simón la miró de una manera extraña, y murmuró:

-¡La moza es un bocado de rey!

Y siguió adelantándose hacia ella.

Y de esta manera, ella retrocediendo y él avanzando, llegaron hasta la cama donde se encontraba adormecida la enferma.

Paca no pudo ya evadirse de caer en poder del rufián.

Arrojó éste un tremendo voto, y su mano asquerosa y brutal se posó sobre el hombro de la joven.

La maja arrojó un grito de espanto.

Entonces, dos satélites de Simón la cogieron por la cintura.

Toda resistencia era inútil.

Tras algunos esfuerzos impotentes, Paca inclinó la cabeza sobre el hombro de uno de sus raptores, y se desmayó.

-¡A la silla de manos, pronto! -dijo el jefe de aquella canalla.

No fue necesario repetir la orden.

La hija de la pobre anciana, fue transportada en brazos de los dos hombres hasta una silla de manos que se veía un poco más arriba de la puerta de la casa.

Pero apenas habían puesto el pie en la calle, cuando se sintieron pasos que se aproximaban, y una voz varonil que preguntó:

-¿Quién va?

-¡Voto a mil rayos! -exclamó Simón- ¡a qué hora llega!

Y desviándose algún tanto de la calle, se escondió en el hueco de una puerta.

El que se acercaba, al ver que no obtenía respuesta alguna, apresuró el paso, y espada en mano se precipitó sobre los raptores de Paca, exclamando:

-¡Alto ahí, canalla!

Pero no pudo decir más.

Al pasar por la puerta donde estaba escondido Simón, una tremenda puñalada que éste le asestó en un costado, le hizo caer al suelo sin exhalar un grito.

-¡Vamos, despachaos! -dijo entonces Simón a sus compañeros.

Y Paca, desmayada todavía, fue encerrada en la silla de manos.

Y momentos después, toda aquella turba se puso en movimiento, no quedando en la calle más que el cuerpo inerte de un hombre que arrojaba a raudales la sangre por una ancha herida.

En cuanto a la anciana, seguía dormitando con ese sueño pesado e inquieto de la calentura.

Capítulo XXX. Vicente llega a tiempo de impedir una desgracia

Apresuradamente se dirigía Vicente a casa de Paca, a fin de dar cuenta a su amigo de una entrevista que acababa de tener con Floridablanca, cuando puede comprenderse cuál sería su sorpresa al tropezar en la calle con un cuerpo casi inanimado y calcúlese el dolor que experimentaría al reconocer en aquel cuerpo bañado en sangre a su amigo Luis.

No sabía qué partido tomar; instintivamente comprendió que el estado de Luis era grave, y hasta temió que el corazón sobre el cual tenía puesta Vicente su mano, dejase de palpitar de un momento a otro.

-¿Qué haré? -se decía- ¿Dónde transportarlo? ¿Quién habrá sido el infame?... ¿Por qué Luis habrá salido a la calle, sabiendo que le era tan conveniente permanecer oculto?... ¿Qué hago yo ahora?

-¡Ah! -exclamó de repente después de algunos momentos de silencio- ¡La ronda de Pan y Huevo ! Ella es nuestra Providencia.

En efecto, en este instante desembocaban por una bocacalle inmediata los hermanos de la ronda mencionada.

Un sacerdote y dos seglares eran los tres hermanos nombrados por el mayor; y esos acompañados de un criado que llevaba una linterna encendida, componían la ronda.

Los hermanos del Refugio, o bien sea la llamada ronda de Pan y Huevo, era una institución piadosísima, de la que, aunque muy a la ligera daremos una idea al lector.

Los hermanos eran individuos de las primeras familias de la corte.

Apenas oscurecía salían ellos a recorrer las calles de la capital, cargados de pan y huevos cocidos, con cuyos alimentos socorrían a los necesitados.

No desempeñaban este cargo criados de la hermandad, sino los mismos hermanos, los cuales no arrojaban ese sustento como una limosna, sino por el contrario, suplicaban al necesitado aceptara su oferta, rogándole no hiciera estéril su caridad.

Para ser admitidos en la Hermandad, no era suficiente título el de caballero; se hacía además necesario que el solicitante fuese decente, virtuoso y bien afecto a obras piadosas, y algunos otros requisitos que serían largos de enumerar.

Al sacerdote de ronda le estaba prevenido el uso de cuello, y a los seglares les estaba prohibido usar montera ni armas vedadas, ni traje indecoroso.

Reuníanse los hermanos en la enfermería del Refugio al toque de oraciones; rezaban ellos las de costumbre, y preparados ya a cumplir la santa misión que se habían impuesto, se dirigían en pequeños grupos, cada uno a su distrito.

Examinaban antes de salir los memoriales que habían entrado en el cepillo, y disponían lo conveniente para socorrer las necesidades de que se les daba aviso.

Si no eran estas muy urgentes, se dejaban hasta las primeras horas del nuevo día, y los hermanos nombrados al efecto cumplían la misión de que se hacían cargo durante las visitas de día.

Por las noches, sólo salían a visitar las rondas y los veedores de incendios, los cuales apenas tenían noticia de uno, debían acudir al sitio del siniestro con camillas para transportar los enfermos o los impedidos.

La ronda no iba a cosa hecha, sino al acaso, y precedida de un criado, con su indispensable linterna, salían del Refugio los dos seglares, llevando en medio al sacerdote.

Si en el camino que seguían, mirando con la mayor atención a uno y otro lado, tropezaban con un ser racional que rendido del hambre y del cansancio, reposaba en el dintel de una puerta, o yacía tendido en medio de la calle, le reconocían brevemente a la luz de una linterna, y le suministraban los auxilios convenientes.

El criado, apenas se detenía la ronda, metía la mano en el canasto de las provisiones, y preparaba una libreta y un par de huevos.

Si aquel con quien tropezaba la ronda, era un enfermo, o un herido, a quien fuera imposible moverse, ni menos tomar alimento, el eclesiástico le exhortaba a que pensase en la salvación de su alma, y reunido en breve consulta con sus dos compañeros, acordaban la traslación de aquel infeliz a la enfermería de la Hermandad. A fin de no perjudicar el estado del paciente, moviéndole sin oír antes la opinión de un facultativo, el criado salía corriendo en busca de un cirujano, y autorizado por éste, le cargaban sobre sus hombros y le conducían a la enfermería.

En España (agrega el autor del famoso libro que lleva por titulo Ayer, hoy y mañana ), hemos dado poca importancia a los nombres de las cosas; pero difícilmente habrá un pueblo en el mundo, más humanitario ni más generoso.

Y téngase en cuenta que lo era cuando menos lo parecía, porque precisamente uno de los achaques de ayer, en materias de caridad, fue el de pregonar pocas cosas y hacer muchas.

Vicente pertenecía a esta benéfica hermandad.

Júzguese, pues, cuán grande sería su alegría al divisar a la ronda de sus cofrades.

Precipitadamente dirigióse a los hermanos, y los condujo junto al cuerpo de su amigo Luis.

Examinado éste, el eclesiástico opinó que la herida parecíale grave, y juzgó conveniente no dilatar los medios necesarios para tratar de salvarle si era posible.

A ruegos de Vicente se desistió de llevar a Luis a la enfermería del Refugio, consiguiendo accedieran a transportarle a una botica muy cercana de aquel sitio, cuyo doctor era amigo de Vicente y también de los hermanos de la ronda.

Adelantóse el criado a prevenir al farmacéutico.

Con el cuidado más grande cargaron los hermanos y el mismo Vicente con el cuerpo de Luis, y tomando cuantas precauciones creyeron necesarias, le transportaron a la cercana botica cuya puerta hallaron ya abierta a su llegada.

Roberto, tal era el nombre del farmacéutico, hizo penetrar en su tienda a la comitiva; cerró la puerta y colocó al herido con ayuda de sus acompañantes sobre un lecho situado en la trastienda, y que era del que se servía pocos momentos antes él mismo.

-Dispensa, buen Roberto, la incomodidad que te proporciono -dijo Vicente con acento conmovido- pero ese joven es uno de mis más queridos amigos.

-Nada he de dispensarte, sí, por el contrario, agradecerte el que me proporciones la ocasión de ser útil a un semejante.

-Paréceme -exclamó el eclesiástico- que ese joven se halla en estado sumamente grave.

-Le examinaré pues.

Con prolijo y detenido cuidado examinó Roberto la profunda herida de Luis. Los circunstantes esperaban ansiosos el fallo facultativo.

Vicente no apartaba la vista del operador, y copiaba e interpretaba a su manera el menor gesto de su fisonomía. Apenas si se atrevía a respirar.

Largo rato duró el examen, y no menos dilatado fue el que sucedió a la primera cura; terminada esta, Vicente hizo seña a los amigos que le rodeaban, y seguido de ellos salió de la trastienda.

-Mi opinión, señores, es que ese joven se halla en estado grave; pero no peligroso, ni mucho menos desesperado.

-Sería conveniente -añadió uno de los dos hermanos- transportarlo a nuestra enfermería.

-No lo creo prudente.

-Entonces, puesto que al quedar aquí es de esperar sea atendido con eficacia, nosotros, hermanos, podremos continuar nuestra ronda -dijo el sacerdote.

-Marchad tranquilos, hermanos; el herido, durante las horas que esté en mi poder, será atendido con toda eficacia.

Vicente apretó agradecido la mano de Roberto.

Los hermanos de la ronda se despidieron, y salieron a la calle en pos de su deber, y en busca de aquellos que pudiesen necesitar de sus auxilios.

Apenas quedaron solos Roberto y Vicente, rompió el silencio el último, y dijo:

-Mi buen Roberto, ¿crees no haberte engañado en tu pronóstico?

-Creo sinceramente lo que he dicho.

-Ahora bien: menester es que continúes tu piadosa obra; el herido, que como antes te he significado, es uno de mis mejores amigos, quizás el más querido y que tiene derechos a mi reconocimiento, hace días vivía oculto a consecuencia de un desafío que tuvo con un noble, al cual hirió gravemente; esta noche, al ir a dar cuenta a mi amigo del estado en que se hallaba el proceso que se le forma, he tropezado con él en la calle en el estado en que acabas de verle. ¿A qué había salido? Lo ignoro. ¿Quién ha podido herirle? No lo sospecho. De todos modos, como comprenderás, no es prudente dar aviso a la autoridad de este desgraciado acontecimiento, puesto que como antes te he dicho, mi amigo se halla en el triste caso, hoy por hoy, de eludir la vigilancia de las leyes. ¿Podré esperar de ti que se quede aquí y no des parte?

-Delicado asunto es este, y grave el compromiso que contraigo por todos conceptos; pero ¿puedo acaso negarte el favor que me pides?

-Gracias, Roberto, gracias -dijo Vicente, abrazando con efusión a su amigo.

-No tienes que dármelas; tranquilízate; aquí estará bien cuidado, y nadie, por lo que toca a mí, sabrá este lance. Mi hermano Enrique es el médico que le destino, y yo mismo seré quien asista al enfermo. Convendría que fueses en busca de mi hermano, a fin de que adelante hoy la hora en que acostumbra venir.

-Al momento; pero quisiera antes ver de nuevo a mi amigo.

-Vamos, pues, allá.

Al penetrar Roberto y Vicente en la trastienda, Luis entreabrió los ojos, y los fijó en Vicente; éste se arrimó al paciente y tomó entre las suyas una mano de Luis.

-¡Vicente, amigo mío!

-Tranquilízate, Luis; tu estado no es grave, y mi buen amigo Roberto cuidará de ti. ¿Pero cómo ha ocurrido esta desgracia?

-No conviene hacerle hablar mucho -dijo Roberto en voz baja a Vicente.

Luis fijó una ansiosa mirada en su amigo, y le dijo, haciendo un gran esfuerzo:

-Para... ha sido robada... Vicente... averigua...

Admirado quedó Vicente de lo que acababa de oír; pero teniendo en cuenta el estado de su amigo, no quiso hacerle hablar más.

-Queda tranquilo, Luis; en este mismo instante voy a comenzar las pesquisas necesarias, y yo te juro que Paca parecerá.

Luis quiso hablar para manifestar su gratitud. Vicente no se lo permitió.

-Conviene que no hables, y que sigas en un todo los consejos de mi amigo Roberto.

Luis indicó con la mirada que le complacería.

-Adiós, pues, y descansa en mi eficacia.

Vicente, acompañado de Roberto, salió de la estancia en que se hallaba Luis.

-He aquí otra desgracia, amigo Roberto. Hay que obrar aceleradamente. Voy, pues, en busca de tu hermano, y después... después Dios dirá; pero es preciso que yo dé con las huellas de Paca.

-¡Que Dios te ayude, amigo Vicente!

-Él te recompense por tu buen proceder, mi buen Roberto.

Dicho esto, se lanzó a la calle sin plan preconcebido; pero, completamente decidido a encontrar a Paca.

Capítulo XXXI. Donde Simón no sabe cómo salir del atolladero

Mientras que Vicente tropezaba con el inanimado cuerpo de Luis, y tenía lugar todo lo que hemos dicho en el capítulo anterior, la silla de manos en que iba Paca dirigióse hacia la puerta de Segovia, la cual pudo franquear merced a que el rufián pronunció al oído del jefe de la guardia el nombre del conde de Santillán, y esto fue suficiente para que la puerta quedase franca, apartándose respetuosamente los guardianes de ella para dejar franco el paso a la silla de manos de un tal elevado personaje.

Simón y los suyos, con la preciosa carga que llevaban, una vez se vieron en las afueras, encamináronse a buen paso hacia la venta del tio Langosta que era un caballero muy digno en un todo de la amistad de Simón y demás gente de su calaña.

Hallábase situada la tal venta en la misma carretera de Segovia, y distante poco más de un cuarto de legua de la capital.

El tío Langosta, a quien Simón anteriormente había confiado algo del negocio que proyectaba, esperaba impaciente la llegada de su amigo; habiendo cuidado de que su morada se hallase libre, pero completamente libre de testigos importunos.

Al divisar desde el umbral de la puerta la silenciosa comitiva que capitaneaba Simón, lanzó un suspiro de satisfacción, y exclamó:

-¡Se hizo el negocio!

Entretanto, Simón y los suyos penetraron en la venta con la silla de manos en la que Paca seguía desmayada.

-¡Bendito sea Dios, compadre! -dijo Langosta- ya creía yo que os había pasado algo desagradable.

-¿Crees acaso que se trataba de una operación tan sencilla como la de hacer cristiano el contenido de uno de tus barriles?

-No lo decía yo por tanto; pero...

-Déjate de peras y manzanas; cierra el portillo y alumbra y guía al sitio donde hemos de depositar el bulto que hemos traído.

Obedeció sin replicar el tío Langosta.

-¡Alumbra!

Aproximóse el ventero, candil en mano, en tanto que Simón con la ayuda de uno de los suyos, sacaba a Paca de la silla de manos.

-¡Nuestra Señora de la Almudena me valga! ¡Vaya una moza de rumbo! -exclamó relamiéndose de gusto el tío Langosta.

-¡Hola vejete! Parece que todavía no has perdido el gusto.

-¡Qué he de perder yo, compadre, qué he de perder! Los ojos son jóvenes siempre.

-Vamos, guía, que la moza pesa que es una bendición de Dios.

-A tu edad no me hubiera yo quejado por sostener semejante carga.

Langosta condujo a Simón y a otro de sus camaradas, que eran los que llevaban en sus brazos a Paca, a una habitación del piso superior, que consistía en una sala con alcoba que comunicaba con un pasillo en donde tenía la puerta de entrada.

Depositaron en el lecho que había en la alcoba el cuerpo de Paca, y salieron inmediatamente de la habitación, bajando de nuevo al zaguán donde habían quedado esperando los demás camaradas de Simón.

-Vaya, Langosta, saca un jarro de lo bueno para que remojen la garganta esos buenos mozos -dijo Simón.

-Y que lo tengo de amigo; arrimaos acá.

Y sacó de un armario mugriento unos cuantos vasos y una jarra grande llena de vino de Arganda.

-Servíos vosotros mismos, y a medida de vuestro deseo.

Hiciéronlo así los circunstantes, llenando cada uno su vaso hasta el tope.

-¡A nuestra mutua salud! -dijo chocando el suyo con el de los otros Simón.

Y apuró de un trago hasta la última gota del fuerte líquido.

-Ahora, caballeros -continuó- podéis retiraros a donde os plazca, y si acaso os necesito nuevamente, que no será difícil, ya sabéis que sé donde encontraros; necesito quedarme a solas un momento con el tío Langosta.

-Vaya, hasta otra -dijo el aludido dirigiéndose a los bribones, que salieron por el portillo cuya puerta les franqueó Langosta, cerrándola de nuevo en cuanto hubo pasado por ella el último de aquellos.

-Toma; he aquí lo ofrecido.

-Venga -dijo alargando la huesosa y negra mano, y tomando con ella las dos onzas de oro que Simón le entregó.

-Ya ves que sé cumplir con los amigos.

-Y yo servirles.

-En eso estamos; pero he de encargarte en gran manera el mayor sigilo.

-Pierde cuidiao, que yo no hablo nunca más que lo que me conviene; pero es preciso que nos entendamos.

-Habla, pero deprisa, que a mí aún me resta algo que hacer.

-Cuando me propusiste este negocio, me dijiste que sólo se trataba de tener guardaa a cierta moza algunos instantes y que en premio a mi servicio me entregarías dos peluconas.

-¿Y bien? -murmuró impaciente Simón.

-La moza -contestó con mucha flema el zorro viejo- está en efeto allá arriba; las dos peluconas las tengo aquí en la mano; pero... tú no me habías dicho que se tratara de dar mulé a naide, y esa moza está...

-Desmayada, estúpido, ¿no lo has conocido?

-Yo no he sido dotor en mi vida, y la verdad sea dicha, en cuanto que vi que no abría ni cerraba los ojos, conociendo las gromas que tú gastas en ciertos casos, se me había figurado...

-Pues te habías figurado mal, ya lo ves.

-Corriente; yo lo decía porque en todo caso quiero tener limpia la concencia; a mí no me gustan gatuperios ni flechurías deshonrosas.

-Sí, si; ya sé que eres todo un buen hombre.

-Esa es la pura.

-Ahora conviene que no te acuestes; yo me retiro, pero no tardaré en volver; voy a tomar órdenes.

-Pero esa moza...

-Vuelvo a repetir que sólo está desmayada; rocíale las sienes con vinagre, y verás como se espavila.

-¿Y si cuando despierta grita?

-No lo hará; pero en todo caso dile que si da voces se expone a morir ella y también don Luis.

-Convenidos; le aplicaré la melecina del vinagre, y éste y el aguardiente me lo pagarás cuando vuelvas, ¿no es esto?

-Toma, miserable avaro -dijo Simón depositando un peso duro encima del mostrador, y que Langosta se apresuró a guardar en uno de sus bolsillos.

-¡Avaro! Bien sabes tú que no lo he sido enjamás; la prueba es que no te cuento el aceite que hace dos horas gasto por tu causa, ni el que gastaré hasta que guelvas , si no tardas mucho.

-Vamos, ya veo te he de estar agradecido. Retira eso hasta que yo vuelva -dijo Simón señalando la silla de manos en que habían traído a Paca.

-Hasta pronto.

-Cuando quieras, compadre.

Salió Simón de la venta, y apresurando el paso como alma que lleva el diablo, se encaminó a Madrid, y una vez en él, tomó el camino más corto para llegar al palacio de la condesa.

Esperaba ésta con gran ansiedad la llegada de Simón, de manera que había dado las oportunas órdenes a fin de que, en cuanto se presentara, fuese inmediatamente introducido a su presencia.

Apenas le vio penetrar en su aposento, y una vez segura que de nadie podía ser oída, dijo dirigiéndose ansiosa a Simón:

-¿Y bien?

-Nuestra es ya la paloma.

La condesa lanzó un suspiro de verdadera satisfacción.

-Pero -continuó el truhán- no ha sido sin dificultades ni compromisos.

-¿Qué ha ocurrido, pues?

-Nos hemos visto precisados a poner fuera de combate a don Luis.

La condesa palideció mortalmente y tuvo necesidad de apoyarse en el respaldo de un sillón para no venir el suelo.

-No se alarme la señora condesa; todo ello no es nada; un pequeño arañazo que le obligará a guardar cama durante cuatro o cinco días.

-¿Y dónde ha ocurrido eso? -preguntó la condesa con voz temblorosa.

-En la calle, en ella nos encontró don Luis, y de tal modo se empeñó en que no lleváramos a efecto nuestro cometido, que nos hemos visto precisados a ponerlo en disposición de que no hiciera inútil nuestro trabajo.

-¿Me aseguras que no ha muerto?

-¡Bah! puede estar tranquila la señora condesa.

-¡Ay de ti, si la herida que le habéis inferido lo conduce al sepulcro!

Dijo esto con acento tan firme y resuelto, y fijó tal mirada en el rostro de Simón, que éste no pudo menos de estremecerse.

-Repito que no hay que tener cuidado.

-¿Qué ha sido de él?

-Lo ignoro; pero no tardaré en saberlo si eso conviene.

-Conviene -dijo lacónicamente la condesa.

-Corriente.

-¿Y ella?

-En parte segura.

-Atiende, pues: asegúrate bien de la incorruptibilidad del guardián o guardianes de esa mujer; averigua dónde se halla don Luis, y estudia la manera de apoderarte de él. Conseguido que sea esto, le conduces con toda la precaución imaginable y con el cuidado que su estado reclame, a mi quinta del Pardo; las puertas de esa posesión se te franquearán con sólo presentar esta tarjeta. Aquí la tienes junto con las señas.

La condesa entregó a Simón una tarjeta con su nombre y escudo de sus armas, y un papel en donde escribió ella las señas de la quinta.

-¿Necesitas dinero?

-Tengo aún.

Simón quería de alguna manera aminorar el resentimiento que la condesa le había manifestado al saber que don Luis había sido herido.

-Pues sin descanso empieza ahora mismo a dar los pasos convenientes.

-Al instante.

La condesa le indicó con la mano que se retirara, y Simón la obedeció al instante, alegrándose de no prolongar la escena.

Apenas se vio en la calle, dirigió sus pasos de nuevo hacia la venta del tío Langosta, haciéndose a sí propio el siguiente raciocinio:

-«Esa señora me dará un serio disgusto si su palomo llega a morir!... la verdad sea dicha, que me ha causado miedo. Afortunadamente no he apretado la mano, y creo que no hay temor de que por ahora le canten el gori-gori a ese señor: soy bastante práctico en esta materia. He sido generoso, no he pedido hoy dinero; pero no importa, ya me arreglaré de manera que lo cobre todo junto.»

Haciendo estas y otras reflexiones por el estilo, llegó a su punto de partida, a la venta; llamó de un modo especial, y no tardó en franquear el portillo el tío Langosta, candil en mano.

-Vamos -dijo cerrando la puerta- más creí que tardarías.

-Déjate de charlar y alárgame un vaso de vino anejo puro.

-Se entiende, hombre; ya sé que a ti te gusta moro.

Dicho esto, escanció en un vaso, que llenó hasta el borde, parte del aloque que contenía un pequeño barril.

-¡Bebe conmigo, hombre!

-Con mucho gusto; no lo hacía por no aumentar el gasto; yo soy un amigo de mis amigos. ¡A tu salud! -dijo apurando de un sorbo el vaso que para sí se había llenado.

-¡A la tuya! -dijo a su vez Simón a su contrincante.- ¿Y esa moza?

-Según lo que me dijiste, la rocié con vinagre, que no he escaseao, te lo juro, y el poco rato de la operación, lanzó un suspiro y entreabrió los ojos.

-Ya ves, pues, como no estaba muerta.

-Sí; ya lo he visto.

-¿Ha dicho algo?

-Ni media palabra. Cerró de nuevo los ojos, y pareció como que descansaba.

-Subamos.

Dirigiéronse ambos al piso superior, y como siempre, el tío Langosta llevaba suspendido de la mano el vetusto candil, cuya amortiguada luz iluminaba el recinto por donde andaban.

Penetraron en la estancia donde se hallaba Paca: el tío Langosta aproximó la luz junto al pálido rostro de la infeliz doncella.

Ésta, sin duda, al contacto del súbito calor producido por la llama del candil, entreabrió sus hermosos ojos, fijando su atónita mirada en el semblante de los dos hombres que la espiaban. Cerrólos nuevamente, y pareció quedar sumida en nuevo letargo.

-La condesa -exclamó Simón- no tiene más que pedir respecto a este asunto.

Dicho esto, hizo una seña al tío Langosta, y ambos salieron nuevamente de aquella habitación dirigiéndose a la tienda.

Una vez en ella, sentóse Simón encima de una pipa, y con tono de mando, díjole a su interlocutor:

-Cuelga ese candil, siéntate y escúchame.

Obedeció la orden el tío Langosta, y escuchó con la mayor atención.

-Conviene en gran manera a una persona a quien sirvo, y que es generosa, el que esa moza que arriba está permanezca oculta en esta casa durante tres o cuatro días. Haz, pues, de manera de ocultarla de un modo tal que nadie pueda apercibirse de ello.

-Todo eso que acabas de decirme está bien; pero yo no me entiendo de andrónimas; a ti este negocio debe valerte mucho, y las onzas que en él antes me endiñaste, son poca cosa para que yo me tome tantas molestias y arrostre denguna clase de compromisos.

-Lo menos que tú te figuras es que esto va a valerme un tesoro, sin duda.

-Tú has hablado arriba algo entre dientes, de una condesa, y esa clase de pájaras suelen pagar bien los asuntos que se hacen por su cuenta.

Comprendió Simón la imprudencia que había cometido, lanzando antes al azar la palabra condesa, que tan bien supo recoger el tío Langosta y que pudo ser oída de Paca; así es que procuró envolver al tío Langosta en el curso de su conversación.

-¡Ja, ja, ja! ¿Con que te has figurado que trataba de una condesa? No seas cernícalo, hombre; esa que tú has creído un título, no es otra cosa que el apodo que lleva cierta mujer de vida un poco airada, a la cual sirvo, y de la que espero sacar alguna utilidad, si bien dista mucho de ser rica.

El tío Langosta creyó o no creyó lo que Simón acababa de decirle; pero lo cierto es que pareció darse por convencido con esta explicación.

-¡Acabáramos de una vez! ¡Hombre, quién había de fegurarse... pero de todas maneras, yo quiero saber lo que ha de valerme este servicio.

-Otras dos onzas.

-Eso es poco dinero. Sean cuatro, y no hay más que hablar.

-Vaya, hombre, sea lo que tú quieras: este negocio se ha hecho para ti.

-No habrás dado tú mal picotazo al bolsillo de esa condesa que no lo es.

-No hablemos más del asunto: a ti te queda confiada la custodia de esa moza, y ya sabes lo que te he encargado: nadie, absolutamente nadie, ha de oler lo más mínimo.

-Pierde cuidiao , hombre, que eso corre de mi cuenta.

-Pues adiós, que aún me restan muchas cosas que hacer -dijo Simón, levantándose y disponiéndose a salir.

-Aspérate un momento, hombre. Nos habíamos olvidado de los alimentos.

-¿Qué alimentos? -repuso con sorpresa Simón.

-La comida de esa moza, hombre de Dios.

-¡Ah! Vamos, ya te entiendo. ¡Se te pagarán, hombre, se te pagarán!

-Pues no hay más que hablar: hasta la vista, mozo bueno.

-Queda a Dios, viejo camándulas.

Dicho esto, lanzóse Simón a la calle, y el tío Langosta atrancó de nuevo el portillo por la parte de adentro, murmurando entre dientes:

-Lo menos que creerá ese mozo es que me he tragao la bola que me ha soltao respecto a la condesia de esa señora. ¡Ea! vamos a dormir por ahora, que denpués ya veré yo si por el hilo descubro la hilaza.

Sacó de un rincón un felpudo; lo colocó en el suelo, junto al mostrador; arrodillóse sobre él; murmuró una plegaria con la mayor unción; se persignó devotamente; apagó la espirante luz del candil; tendióse sobre aquel fementido lecho, y al breve rato quedó dormido.

Capítulo XXXII. El lector hace conocimiento con un nuevo personaje

Dejamos a Roberto velando junto al lecho de Luis: a muy poco de haber salido de la botica Vicente, llamaba a la puerta de ella Enrique, joven médico muy aventajado y hermano de Roberto.

Enterado por el último de cuanto hacía relación con el enfermo, pasó el médico junto con su hermano a la trastienda donde tendido en el lecho, yacía dormitando fatigosamente el herido.

Examinó con escrupuloso cuidado el estado y gravedad de la herida; aprobó los medicamentos aplicados de primera intención por su hermano, y saliéndose con éste de la trastienda, se dirigieron ambos hermanos nuevamente a la sala de la botica a fin de hablar con más libertad sin temor de molestar con su conversación al paciente.

-A juzgar por tu semblante, Enrique, paréceme que no hallas grave la herida, opinando como yo sobre el particular.

-En efecto; no sólo no la creo grave, sino que por ahora no presenta ningún síntoma alarmante. La postración del enfermo obedece más que nada o la pérdida de sangre que ha experimentado; por lo tanto, creo que atendiéndole con esmero, no tardará muchos días en restablecerse. De todos modos, Roberto, hay que variarle de habitación; ahí en la trastienda está mal, y además del continuo ruido producido durante el día por las distintas personas que entran y salen de esta botica, y que indudablemente le molestaría mucho, hay la de no menos peso de que pudiera ser descubierto el asilo de ese joven, y según me has informado, eso podría acarrearlo grandes perjuicios.

-Así es la verdad.

-¿No me dijiste que te habías reservado un cuarto del piso superior que has desalojado?

-Así es; mandé tapiar la puerta que comunica con las habitaciones, con el objeto de utilizar esa pieza como a dormitorio para mí, dejando la de trastienda a Ricardo, mi mancebo. Tengo la ventaja de poderme valer de la escalera misma que mandé construir aquí dentro cuando utilizaba todo el piso; el inquilino que tome en arriendo las demás habitaciones, subirá y bajará por la escalera general de los demás vecinos, cuyo portal de entrada ya sabes que está en la parte trasera de esta botica.

-¡Corriente! Tendrás que confiarte a tu dependiente; ¿tienes confianza en él?

-Como en mí.

-Así debe ser; porque tú te hallas también comprometido para con la autoridad, y aun yo mismo, por no haber dado el correspondiente parte.

-No lo ignoro; pero respecto a Ricardo estoy seguro.

-Creo que sería oportuno trasladásemos ahora al herido aprovechando el estado de postración en que se halla. Supongo que tendrás arriba algún lecho.

-Desde luego; tengo el que destino a mi uso.

-Pues manos a la obra; subamos a nuestro enfermo transportándole en el mismo colchón.

-Un poco penosa será la ascensión, porque la escalera no es muy ancha que digamos: afortunadamente poco hay que subir.

Sin hablar una palabra más, los dos hermanos verificaron el traslado del enfermo, usando toda clase de precauciones en tanto duró la operación.

Entretanto Simón, al salir de la venta del tío Langosta, se dirigió por segunda vez aquella noche a Madrid.

-Pues señor, heme aquí convertido en general de operaciones, y maldito si sé por dónde debo comenzarlas. Lo primero que hay que hacer es indudablemente averiguar qué ha sido de don Luis, y donde se halla. Después... el diablo o mi santo patrón decidirán. ¿Dónde o cómo averiguo yo?.... Juzgo que lo más prudente es ir a ver al Ratón, ponerle en autos, y él, que es fecundo como nadie, seguramente me dará un camino para salir del atolladero; esto me costará algunos realejos, pero de todos modos no soy yo quien pago, y bueno es dar algo que comer a los buenos amigos. Nada, nada, vamos a la guarida del Ratón; quiera el diablo que le halle en su cabal juicio; a menos de tener algún negocio entre manos, ahora no puede estar en otra parte que en la taberna de la Manchega; vamos, pues, allá.

Pensando de esta manera, y decidido ya a confiarse al Ratón, su ilustre amigo, encaminóse Simón hacia los barrios bajos, y después de haber caminado largo trecho, penetró en un estrecho y oscuro callejón sin salida; acercóse sin vacilar a cierta puerta; hizo sonar de un modo particular el aldabón que buscó a tientos, y no se hizo esperar mucho la contestación.

-¿Quién va? -exclamó desde dentro una ronca voz.

-Abre, Pascual; soy un amigo.

-No son estas horas de abrir a nadie.

-¿Ni tampoco al Palomo?

-No -contestó la ronca voz; pero a muy poco oyóse rechinar la llave en la cerradura, y se entreabrió la puerta, franqueando el paso a Simón.

-¡Gracias al diablo! Creí que no querías reconocerme -dijo Simón penetrando en el interior de la taberna.

-¡Toma! -graznó más bien que respondió el introductor- de modo que cuando un hombre duerme, y se despierta de pronto, ¿es fácil que reconozca a los amigos?

-No hay nadie en la casa?

-Abajo están de tertulia, Lamparones, el Currito, Matasiete, el Ratón y dos o tres más.

-Pues mira empieza por guardarte ese durejo.

-¿Es bueno?

-Puedes guardarlo con confianza, que yo no los acuño.

-Asina me gusta. ¿En qué te pueo servir?

-Ante todo trae una luz a ese cuarto -dijo indicando una puerta que había a su izquierda.

Pascual encendió un macizo velón, y seguido de Simón penetró en un estrecho cuartucho de ennegrecidas paredes, cuyo mobiliario consistía en una mugrienta mesa de pino, un banco, también de madera, y tres o cuatro sillas cuyo asiento estaba formado de cuerdas de esparto enlazadas entre sí.

-Tráete dos vasos, dos botellas de lo bueno y algo que roer.

Desapareció Pascual, y a poco apareció trayendo consigo lo pedido; esto es, además del vino un plato con algunos trozos de atún en escabeche, y algunas aceitunas sevillanas en otro plato.

-Aquí está eso -dijo dejándolo todo sobre la mesa.

-Ahora, escucha; deseo hablar con el Ratón un rato a solas; por consiguiente, haz por manera de avisarle que estoy aquí, sin que los demás se aperciban de ello.

-¿Tienes algún asunto entre manos?

-En proyecto por ahora.

Pa que a mí se me escape nada!... -dijo el tabernero.

Y dando media vuelta desapareció.

Poco tuvo que esperar la impaciencia de Simón: transcurridos que fueron breves segundos, apareció de nuevo Pascual acompañado del sujeto esperado con tanta ansiedad.

-Déjanos, Pascual, y procura continuar tu interrumpido sueño.

Giró Pascual sobre sus talones, y desapareció al momento.

-Creía ya que te habías muerto, o cuando menos, que te hallabas viajando -dijo el personaje nuevamente introducido.

Este es un tipo que merece describirse.

De pequeña estatura, de escasas carnes, de escuálido rostro, en el cual había dejado profundas huellas la terrible enfermedad conocida vulgarmente con el nombre de viruela; pequeños y grises ojos, de mirada un tanto atravesada; roma nariz, boca grande, prominente barba, frente deprimida, y abultada cabeza, en la cual abundaban cerdosos y mal peinados cabellos; tenía el traje de este individuo cierta mezcla especial que hacía difícil definirle con propiedad; participaba lo mismo de lo seglar que de lo eclesiástico; era lo que pudiera llamarse, hablando con propiedad, un potpourrí , que lo componían diferentes prendas. Rayaba el sujeto en cuestión en los cuarenta años de edad; su voz tenía más parecido a la de una mujer que a la de un hombre.

-Sí, amigo mío; mis muchas ocupaciones me han impedido durante algún tiempo el gusto de echar contigo un párrafo, apurando, como lo hacíamos en tiempos no muy lejanos, una botella de Arganda en tu amable compañía.

Y acompañó la palabra a la acción, llenando hasta el borde los respectivos vasos.

-Comencemos, pues, nuestra plática, apurando por vía de comienzo el contenido de estos vasos. ¡A tu salud! -dijo apurando el suyo de un solo trago el elocuente Simón.

-¡Sea! -replicó imitándole su amigo- Comprendo que tu venida a esta casa y el empeño que has mostrado por verme a solas, no será sólo por el gusto de que brindemos largo rato, sin más consecuencia que la de halagar nuestro paladar. Ya sabes que soy enemigo de los rodeos, y que en todos mis asuntos me agrada irme directamente al grano, reservando la paja para aquellos menos escrupulosos.

-Efectivamente; debo confesarte que al venir directamente en tu busca, es porque necesito de tus consejos; sé los puntos que calza tu magín y el privilegiado olfato que te distingue; por eso, en el caso presente, no he dudado en hacer de ti mi consejero.

-Deja inútiles cumplimientos -dijo respirando con cierta vanidad el Ratón, y prosiguió en tono un tanto protector y chancero:

-Aquí me tienes dispuesto a oírte y aconsejarte.

Simón guardó silencio breves instantes en que indudablemente aguzara su entendimiento, a fin de que no sorprendiera su digno amigo lo que él tenía empeño en ocultar.

-Parécesme muy preocupado -dijo éste- y te aviso que si obedece tu silencio a rebuscar en tu mente el modo de instruirme a medias del negocio que traes entre manos, me conoces muy poco, pues ya sabes que yo por el hilo suelo sacar el ovillo; con que no seas zarramplín y explícate a tu manera, y yo deduciré de ello lo que me parezca oportuno.

-Voy, pues, a confiarme a ti, en la seguridad de que habrás de guardarme el secreto.

-Los caballeros como yo -dijo irguiendo su descomunal cabeza el Ratón- tienen por principio fijo el de no revelar jamás secreto que se les confía; abrevia, pues, y al asunto.

-He aquí de lo que se trata: sobre poco más o menos, a las nueve de esta misma noche y en el campillo de Manuela, ha sido herido un joven que se llama don Luis, y me conviene en gran manera averiguar qué ha sido de él, quién lo ha recogido y en dónde se halla; todo esto antes de ocho horas.

El Ratón llenó de nuevo su vaso, apuró su contenido, se limpió los labios con el dorso de la mano, y dijo con imperturbable calma:

-¿Cuánto voy ganando si te proporciono los datos que demandas?

-Eso dependerá de la premura con que desempeñes tu comisión, y de la exactitud de tus informes.

-Precisemos: a ti te es conveniente saber cómo y dónde se halla ese don Luis y esto antes de las diez de esta mañana, ¿no es eso?

-Justamente.

-Es ahora la una de la madrugada, sobre poco más o menos; por consiguiente restan escasamente nueve horas para adquirir los informes necesarios; ahora bien: si yo me encargo de todo, en vez de aconsejarte, y te satisfago a la hora convenida, me entregarás cierta cantidad; si te lo participo ganando alguna o algunas horas, la cantidad ascenderá, y si por el contrario, retardo los informes tocados que sean las diez, la cantidad que fijemos disminuirá; ¿qué te parece?

-Aceptado; ponte inmediatamente en campana -dijo Simón incorporándose y como dando por terminada la sesión.

-Poco a poco, amigo; aún nos resta algo: primero, saber dónde debo llevarte las noticias pedidas; segundo y último, convenir en la cantidad que en ese caso u otro de los convenidos, debo percibir por mi trabajo.

-Sea lo que quieras. ¿Tienes pendiente algún asunto con los golillas, que te impidan el venir a encontrarme aquí de ocho a diez?

-Tengo varios y complicados; pero eso no te importe, que aquí vendré.

-Segundo: ¿te parece bien una onza si vienes a las diez, dos si es antes, y media en el caso de retardo?

El Ratón, cuya perspicacia no tenía igual, había adivinado cuánto le importaba a Simón adquirir las noticias pedidas, y juzgó que él no se veía capaz por sí mismo de averiguarlas, y por lo tanto, se propuso sacar todo el partido posible de la situación.

-¡Ta, ta, ta! Estamos muy distantes, querido amigo; por lo tanto, no hablemos más sobre el particular; te agradezco haberme proporcionado ocasión de refrescar las fauces; doy al olvido cuanto me has dicho, vuélvome abajo, y tú busca a otro de menos categoría que el Ratón, y ese quizá te servirá por el mezquino precio que propones.

Simón quedóse sorprendido de la salida del Ratón, y al ver que se disponía a dejarle, le sujetó por un brazo, entre huraño y cortés, diciéndole:

-Los hombres hablando se entienden.

-Sí, ya sé; pero tú eres muy poco espléndido para tus compañeros, y debías saber por experiencia que yo gusto de que se me pague sin regatear; así, pues, ni un solo real he de rebajarte de lo siguiente: diez onzas si es a las diez; doce si a las nueve; por fin, aumentando dos onzas por hora a cuantas me anticipe a la señalada; y pasada que esta sea, con sólo cinco me pagas.

Simón quiso hacer alguna objeción; pero el Ratón no le dejó formular ni una sola frase.

-¿Sí, o no? No admito discusiones sobre el particular.

-¡Sea! -dijo Simón lanzando un suspiro.

-Debo advertirte que cuando vuelvas aquí a esperarme, debes traer contigo el trigo, porque ya sabes que yo acostumbro a hacer aquello de toma y daca.

-Convenido.

-Pues tócala, y adiós.

Chocaron sus manos aquel par de angelitos. El Ratón salió de la habitación; hízose tranquear la puerta de la calle por Pascual, a quien tuvo necesidad de despertar, y una vez al aire libre, aquel diminuto y deforme hombrecillo echó a volar a sus anchas, en pos de las noticias que le convenía adquirir.

Simón satisfizo el importe del gasto hecho, y a su vez salió a la calle y encaminóse a su vivienda dispuesto a tomar descanso por espacio de algunas horas, en la completa seguridad de que el Ratón le traería los datos que le eran necesarios.

Capítulo XXXIII. El Ratón cumple su promesa.-Secuestro de don Luis

A las siete de la mañana penetraba Simón nuevamente en la taberna del Sotanillo, y sin detenerse en la sala del aparador, entróse resueltamente en la sala que ya conocen nuestros lectores. Al entrar en ella, no pudo reprimir un gesto de disgusto al ver sentado junto a la mesa a un viejecillo que apuraba con deleite, sorbo tras sorbo, una copa de aguardiente. Al emprender un movimiento de retirada, el viejecillo bebedor lanzó una homérica carcajada; Simón volvióse con presteza y miró con enojo a su burlón vecino: éste entonces le dijo:

-¿Acaso no conoces ya a tus amigos?

-¡Calle! ¡eres tú!

-Yo mismo soy: acaban de dar las siete; ve contando ese dinero, que yo te pondré al corriente ce por be de cuanto tú anhelas saber.

-¿Se pagará bien?

-Juzga por lo que te ha valido tu primer servicio. Te ofrezco hacer por ti cuanto me sea posible; no te quejarás.

-Confío en ti. Déjame ahora meditar breves momentos.

Simón esperó con ansiedad a que el Ratón acabara sus meditaciones.

Poco duraron estas, pues por lo visto era el Ratón sujeto que concebía sus planes de campaña con maravillosa rapidez.

-¡Esto es! -dijo frotándose las manos lleno de júbilo.

-¿Qué has pensado?

-Ante todo, habrá necesidad de auxiliares subalternos.

-Creo que no nos faltará gente que elegir; eso queda a tu elección.

-Convenido. Ahora atiéndeme -continuó bajando la voz de manera que sólo de su interlocutor fuese oído en caso de que alguien les espiara desde cualquier sitio oculto.- Precisamente el piso superior de la botica se halla desalquilado; la habitación que se le ha destinado al herido, está en el mismo piso y comunica por medio de una puerta, hoy condenada, con los aposentos en cuestión.

-¿Y cómo sabes tú eso?

-¡Oh!- dijo el Ratón- ¿crees que yo hago las cosas a medias? En cuanto averigüé el asilo en que se encontraba nuestro hombre, quise cerciorarme de si se me había engañado; formé mi plan de campaña, y como entre las muchas cosas que ha aprendido en el curso de mi brillante carrera, entra el saber que los enemigos mayores de una familia, suelen serlo, con muy raras excepciones, aquellos individuos asalariados por las mismas, he formado mi plan de ataque; he adquirido algunas noticias referentes al mozo o mancebo de la botica, y me he enterado que el tal dista mucho de ser un Salomón, que es muy aficionado a manejar el cubilete, y que no se desdeña de apurar una botella de Arganda en compañía de un buen amigo. Precisamente estos informes me los ha suministrado un estudiante de farmacia, que es un truhán de primer orden, de quien es muy amigo el citado mancebo. A las cuatro de la mañana sabía ya todo lo que te refiero; a las cinco me he apostado cerca de la botica para espiar la llegada de mi hombre, el cual se me había dicho solía ir a aquella hora a su obligación. Le vi llegar y le paré. Díjele que su amigo y mío, el estudiante en cuestión, me había dado para él cierto encargo, por consiguiente le supliqué buscase medio de salir de la botica a eso de las seis, y que viniese a buscarme a aquella hora en la botillería de la esquina, donde tomaríamos un piscolabis y le diría la misión de que estaba encargado. Quedó conforme el hombre en todo, y entróse en la botica.

Mi objeto, al decirle que fuese primero a ella, era, como puedes comprender el de que tuviera ocasión de observar algo de lo que me convenía sonsacarle, puesto que me constaba no había pasado la noche en la tienda, y por consiguiente nada podía saber de lo que en ella había ocurrido durante su ausencia.

-Vamos, hay que confesar que sabes más que Brijan; eres un grande hombre.

-Con un cuerpo muy chico -observó sonriendo el Ratón.

-Continúa.

-Abreviaré. Compareció el mancebo a la hora y punto de la cita. Inventé un cuento referente a nuestro común amigo el estudiante; le hice beber; le convidé a cenar, fijándole la noche de mañana; aceptó muy complacido, pues dijo que como le toca hacer guardia, una noche sí, otra no, tenía por suya la de mañana; le ponderé la fiesta que nos aguardaba en compañía de varios amigos y amigas , y el pobre mozo, entusiasmado, casi me besó. En fin, poco a poco y con maña, le hice soltar la lengua, y por él supe dónde y cómo está instalado don Luis, agregándome que yo le inspiraba gran confianza, pues por nada ni por nadie haría traición al secreto que le había confiado su amo, el licenciado, a los ojos del cual pasa por un muchacho discreto. Ahí tienes en globo y a la ligera, y ahorrando detalles, el cómo y por qué he sabido lo que te ha admirado antes.

-Veamos tu plan de campaña para efectuar el secuestro de don Luis.

-Primero, conviene que hoy mismo hayas alquilado las habitaciones que comunican con la que ocupa el herido; y eso antes de dos horas.

-Corriente.

-Yo, por mi parte, dispondré lo demás, y a las cuatro reunámonos aquí, donde nos daremos cuenta de lo hecho y de lo que hay qué hacer.

Sin aguardar contestación, el Ratón se levantó, y después de apurar el último líquido que quedaba en la botella, a la cual, durante la conversación, había hecho frecuentes y prolongadas caricias, salió apoyándose en la muletilla de mano que llevaba, primero, del que pudiéramos llamar aposento reservado, y después, de la taberna.

Simón salió también a la calle, muy poco rato después de haberlo verificado su amigo y consultor.

A la hora convenida, viéronse de nuevo aquellos bribones: Simón tenía ya en su poder las llaves de las habitaciones, cuyo alquiler había satisfecho.

-Bien -dijo el Ratón- esta noche queda de guardia en la botica el mancebo; a las doce saldrá de ella el licenciado: entonces penetraré yo, y en tanto que entretengo al mancebo, tú, el Manco, el Mellizo, Jorge, el Largo y Sarapia, espiando la ocasión, abrís, con ayuda de los instrumentos indispensables, la puerta de comunicación; sacáis del lecho al herido; le envolvéis con cualquier cosa; le bajáis por la escalera principal de la casa, y os lo lleváis.

-¿Y cómo?

-¡Válgame Dios, y qué romo eres! Pongo por caso: la operación no podrá verificarse antes de la una; a eso de las doce y media, poco más, Sarapia y el Manco llegan a la esquina de la calle con una silla de manos; llegado que sea el momento oportuno, y mediante una seña que se hace desde el balcón, se aproximan los de la silla; se les abre la puerta de la escalera; penetran en el zaguán; bajáis al herido; lo metéis en ella; os salís, y en paz de Dios.

-¡Magnifico plan!

-Al oscurecer tendrás aquí los cuatro amigos que te he nombrado; se les dan las órdenes oportunas y al avío. Convendría que aprovecharas el resto de la tarde, haciendo conducir a tu nueva morada algunos efectos que justificarán las entradas y salidas que hoy has de hacer en ella con distintos sujetos.

-Ya había yo pensado en ello.

-Por mi porte, aquí me quedo para transformarme en mi habitual figura tan pronto anochezca; pues como comprendes, no he de presentarme a mi nuevo amigo, el mancebo, de distinto modo que lo he hecho esta mañana.

-Yo pensaba que habías adoptado este disfraz por precaución.

-Debía haberlo hecho, porque no me es muy conveniente mostrarme tal cual soy en plena luz del día; pero me he expuesto porque no era cosa de presentarme hecho un vejete para conquistar a un hombre joven, hablándolo de fiestas y bromas. Luego, comprendiendo que tendría que salir nuevamente, vine aquí, que es donde tengo mi guarda-ropa, y me aderecé como ves en un santiamén.

-¿No hay más que hablar?

-Sí, hombre, sí, perdona; hay algo más que hablar.

-¿Y qué?

-¡Hombre, la cuestión de ochavos!

-Mañana por la noche tendrás tu dinero -dijo Simón disponiéndose a salir.

-No olvides que confío en tu largueza.

Salió Simón de la taberna, y en ella se quedó el Ratón esperando la ocasión de variar de traje.

Si consiguieron o no su objeto aquellos truhanes, de sobra lo sabe ya el lector, si se ha hecho cargo del capítulo en que se refiere la escena ocurrida entre la condesa y Simón en la quinta del Pardo. Sólo nos resta decir que el célebre Ratón no quedó muy satisfecho de la prodigalidad de su amigo Simón, y que éste creyó de buena fe tenía ya asegurado su porvenir, pues aquel desalmado no tenía en cuenta para nada los decretos de la Providencia.

Capítulo XXXIV. Qué había sido de don Luis de Guevara

Extraordinario efecto produjo en la corte la desaparición de don Luis de Guevara.

Lo mismo el monarca que los ministros sabían dónde se ocultaba el caballero; pero todos ellos hacían, como vulgarmente se dice, la vista gorda; porque la causa de su duelo con el marqués Adelfi se había sabido, y esto atenuó en gran manera la prevención que contra el joven había.

Así fue que como no se le hizo objeto de persecución alguna, produjo mayor extrañeza aquella desaparición completamente incomprensible.

Sin embargo, como que tiempo antes, al principio de nuestra obra, habíase alejado de Madrid misteriosamente también, calmóse algún tanto la curiosidad general.

Pero como que nuestros lectores no están en el mismo caso en que se hallaban los jóvenes cortesanos del buen rey Carlos III, nos creemos obligados a decirles el paradero del héroe de nuestra obra.

En lo más pintoresco del Real Sitio, al pie de una de aquellas gigantescas montañas, no lejana de uno de los arroyos más cristalinos, se alza una preciosa quinta, que más bien parece la creación de un genio, que la obra del hombre.

Indudablemente la casa aquella había pertenecido en su origen a alguno de aquellos primorosos artistas árabes, que tantos recuerdos de su genio fueron dejando esparcidos por España.

Un primoroso arco de herradura daba entrada a un ancho zaguán pavimentado con anchas losas de mármol.

Una escalera, obra indudablemente más moderna que el resto del edificio, conduce al piso principal.

Magníficos salones adornados con un lujo casi regio, constituyen la parte principal de la deliciosa morada.

Las ventanas que dan luz a aquellos, son unos calados ejimeces que dejan penetrar una débil y suave claridad en los aposentos.

Esto es la fachada principal del edificio.

En cuanto a la espalda de él, la arquitectura ha variado por completo.

Anchas y rasgadas ventanas en las habitaciones bajas, y extensos balcones en el piso principal, dan luz a estancias que indudablemente deben ser las que más se habitan en la casa.

Las ventanas bajas de que vamos hablando, se hallan festoneadas de jazmines y rosas de Alejandría, y hasta los balcones se elevan los delgados y flexibles brazos de las parras que nacen al pie de la casa.

Sobre la puerta principal se ve un escudo de armas, y en los cuatro ángulos del edificio también se ven colocados los mismos blasones.

¿A quién pertenece, pues, aquella casa?

Si lo preguntáis a cualquiera de los aldeanos del Real Sitio, os contestarán llevándose respetuosamente la mano al sombrero:

-¡Oh! El palacio, lo mismo que todo el terreno comprendido desde aquel estribo de la sierra hasta este otro, todo pertenece a la señora condesa de Plasencia.

Ésta, como sabemos, había cambiado, al casarse, su título por el de condesa de Santillán.

Penetremos por la puerta de la casa; no pasemos del piso bajo, e indudablemente nos encontraremos con alguno de los personajes que vamos buscando.

Era una mañana del mes de Noviembre.

La aurora fatigada de su largo viaje, al regresar de los otros hemisferios, a los que había prodigado sus luces, se presentaba indolente y perezosa, y comenzaba a extender las doradas hebras de su nívea cabellera sobre los bosques que constituyen el Real Sitio.

Una de las ventanas que daban al jardín, y que pertenecían a la casa de la condesa, se abrió sin ruido, y una linda cabeza de mujer se asomó a ella.

Breves fueron los instantes que permaneció allí. Sin duda obedeció a un llamamiento interior, porque se le oyó decir:

-Voy en seguida.

Comprendemos que la curiosidad de nuestros lectores se habrá despertado con lo que llevamos dicho, y no queremos dilatarla más.

Penetremos resueltamente en la casa; atravesemos algunas habitaciones, y nos encontraremos en un gabinete abovedado, adornado con suma elegancia, en el fondo de cuya alcoba hay un lecho sobre el que está durmiendo un joven.

Cerca de su lecho, encerrada dentro de una bomba de cristal, hay una luz que indudablemente ha velado toda la noche el agitado sueño del mancebo.

Una mujer joven, la misma que hemos visto en la ventana, ha penetrado en el aposento, y después de haberse cubierto el rostro con una mascarilla de seda, se ha dirigido a aquella; la ha abierto, y ha estado algunos momentos contemplando la perspectiva sublime que la naturaleza le ofrecía.

Pero el joven que dormía en el lecho, despertado sin duda por el débil ruido hecho por la dama, abrió los ojos, y dijo:

-¿Quién está ahí?

-Voy en seguida, mi querido enfermo; soy yo.

Y la joven dejó caer un espeso transparente que cubrió todo el vano de la ventana; apagó la luz, y abriendo las puertas de la alcoba, penetró en ella.

-¿Cómo os sentís hoy, don Luis? -preguntó la dama al caballero.

-¡Ah! ¿sois vos, señora? -le dijo el joven, a quien ya habrán reconocido nuestros lectores.

-Sí; yo misma, caballerito, yo misma que vengo a ver si el médico se ha equivocado en sus predicciones.

-He pasado la noche muy bien; pero os aseguro que mi medicina mejor ha sido veros al despertar.

-¡Hola! ¡Galante estáis por la mañana temprano! -dijo la dama con un gesto de graciosa coquetería.

-No os digo más que la verdad; podéis estar segura de que si así no lo sintiera, me guardara muy bien de deciros nada.

La dama se ruborizó ligeramente.

Contempló al joven durante algunos momentos con una expresión tal, que cualquiera inteligente en el corazón humano, hubiese comprendido desde luego que en aquella mujer había respecto a aquel hombre algo más que la amistad y la compasión.

-Con que hoy me puedo ya levantar, ¿no es cierto, mi bella enfermera?

-Sí tal; así lo dijo el facultativo.

-Y hoy también me revelaréis esos misterios que tanto interés he tenido yo en averiguar, y tanto vos en ocultarlo.

-¿Y qué prisa os corre? -preguntó la dama haciendo esfuerzo en ocultar el embarazo que le causaba la pregunta del joven.

-¿Y aún me preguntáis qué prisa tengo en saberlo? Si comprendierais que durante mi delirio he visto tantas cosas extrañas, de las cuales necesito explicación... Yo he sentido en mí, una noche, una sensación extraña en todo mi ser, una nube de sangre cubrió mis ojos y perdí el conocimiento;

después estaba en una estancia desconocida para mí; mi buen Vicente estaba a la cabecera de mi lecho; luego unos hombres me arrebataron de él; cambié de domicilio; mil fantasmas sangrientos cruzaban sin cesar ante mi vista; más tarde debía ir sin duda en alguna silla de manos porque los dolores que me causaba la herida eran más agudos; sufría mucho, hasta que el exceso de mi padecimiento me hizo volver a perder el sentido: cuando volví en mí, me encontré en esta estancia, y os vi a mi lado, señora: vos habéis sido el ángel que habéis estado constantemente junto a mi lecho, e infatigable siempre y siempre cariñosa, me habéis cuidado con el afecto de una madre, con el cariño de una hermana y con la ternura de...

-¿De quién? -preguntó la dama que había seguido con visible ansiedad el relato del joven.

-De una amante iba a decir; pero perdonadme lo atrevido de esta frase. Ya comprenderéis, señora, que habiendo habido en mí tantos cambios, tantos beneficios inmerecidos y tantas transiciones inexplicables, deseo saber dónde estoy, qué ha pasado en mí y quién sois vos, cuyos cuidados, cuyos desvelos y cuya abnegación han hecho brotar en mi pecho un...

-¿Queréis callar, desgraciado?

Y la joven, haciendo un gesto de adorable confusión, puso su mano mórbida y suave sobre la boca del enfermo.

Éste besó con frenesí aquella mano, y el fuego que tenía en sus labios se comunicó sin duda a la dama, porque su rostro se enrojeció extraordinariamente.

-¿Qué hacéis, caballero? -le dijo.

-¡Perdonadme! Pero estando junto a vos, no sé lo que siento en mí.

-Vamos, vamos, no os alteréis, que vuestra salud no está muy fuerte todavía.

-¡Oh! en cuanto a eso, vos me la dais y me la quitáis; concededme el favor que os pido, y yo también, por mi parte, trataré de acceder a vuestros deseos.

-¿Pero qué necesidad tenéis de esas confidencias ahora?

-Contestando así, me demostráis que no conocéis el corazón humano.

-¿Tanto interés tenéis en saberlo? -preguntó la joven fijando en el mancebo una mirada profunda.

-Os lo repito: si es triste el misterio del tiempo que yo he permanecido así, tengo valor para escucharlo sin temblar; de cualquier modo que sea, necesito saberlo.

-Pues bien, escuchadme, y guardad en lo más profundo de vuestro corazón las palabras que voy a deciros.

La voz de la dama, se había puesto grave y severa.

Los ojos, a través del antifaz, irradiaban una luz deslumbradora, y aquellos ojos se fijaban en el mancebo de una manera que hacían vacilar las pupilas de éste.

Se sentó a la cabecera de su lecho, y le dijo después de algunos momentos de silencio:

-Antes que os hable una palabra respecto a ese misterio desconocido de vos, respecto a esas transiciones que ha habido en vuestra existencia, necesito que, puesta la mano sobre vuestro corazón, me contestéis categóricamente a lo que voy a deciros. ¿Qué es lo que sentís vos respecto a mí?

Luis se quedó mirando fijamente a la joven.

Era tan extraña la pregunta de ésta, encerraba tanto en sí, que el joven no se atrevía a contestar.

-¿No me respondéis? -volvió a preguntar después del momento aquel.

-Me preguntáis lo que siento hacia vos, y os aseguro que ni yo mismo lo podré definir; hay una mezcla tal de sentimientos, que no comprendo si es agradecimiento, amistad, u otra pasión que sería hasta una locura el pensarla.

-¿Por qué?

-Porque ni vos realizaríais nunca los ensueños que yo he tenido, ni yo tampoco podría aspirar a ello.

-¿Y por qué no?

-Señora...

-Pues bien; yo os amo.

-¡Vos!

-Sí, yo; ¿os parece extraño que una mujer le diga a un hombre que le quiere? Os he dicho que os amo, y os lo repito, y tened presente, que lo mismo que os confieso este amor aquí, lo publicaría a la faz del mundo, sin tener por ello que ruborizarme. De amaros a ser vuestra manceba hay una gran diferencia; lo primero será siempre, lo segundo no será nunca; y de esta manera creo que mi amor puedo confesarlo con entera franqueza.

Luis no supo qué contestar.

Aquella pasión tan enérgicamente expresada, le halagaba y le asustaba a la par.

Por otra parte él no podía amar a ninguna mujer.

Había jurado constancia eterna a María, y por ningún estilo debía defraudar las esperanzas que había hecho concebir a la pobre niña.

Pero Luis, a pesar de tratar él mismo de convencerse que amaba a la hija del conde de Lazán, se llevaba un solemne chasco.

Luis estaba en esa edad de transición en que el corazón, no formado todavía, se engaña muchísimas veces en los objetos de sus afecciones.

María fue para Luis la primera flor que encontró en su camino; pero flor que necesitaba estarla viendo continuamente para que no se le borrara de la memoria su perfume.

Mientras veía a la pobre niña, mientras escuchaba su tierna y candorosa voz, mientras leía en los puros destellos de su mirada la virginidad de su alma, se creía que la amaba.

Pero había transcurrido mucho tiempo sin verla, y en cambio había visto siempre junto a la cabecera de su lecho una mujer joven, que debía ser muy hermosa, como un en sueño de placer, y una mujer que posaba en él sus ojos de una manera embriagadora e incitante.

Así fue que insensiblemente la imagen de la dama iba ocupando el lugar que tenía María, y si bien había algunos momentos en que la pobre niña trataba de luchar con la altiva señora, era casi siempre vencida.

Sin embargo, Luis tenía una dosis muy regular de buen sentido, y comprendía que no debía abandonar a la pobre joven que había confiado en su cariño. Con este propósito, que él creyó muy firme, se decidió a contestar a la dama.

-Os he dicho que os amaba -le dijo ésta al cabo de un momento- y aún no me habéis dado vuestra contestación.

-Hay manifestaciones, señora, cuya magnitud es tan inmensa, que anonada nuestro corazón, máxime cuando uno se juzga harto pequeño para obtener una felicidad tan sublime; vos me amáis, y mi corazón se ha estremecido de gozo al escuchar semejantes palabras; pero yo, señora, obedeciendo siempre a los sentimientos de honradez y franqueza que profeso, ni puedo ni debo engañaros: Yo no os amo.

El acento de Luis había temblado ligeramente al pronunciar estas últimas palabras.

La dama le miró profundamente; adivinó lo que pasaba en su corazón, y envolviendo, por decirlo así, al mancebo con el fluido magnético que despedía su mirada, le dijo:

-Escuchadme, Luis, y no equivoquéis las sensaciones de vuestra alma; yo soy la duquesa del Bosque; desde que he nacido me he visto constantemente halagada por cuantas personas me han rodeado; la fortuna ha murmurado en mi oído que era rica; el tiempo me ha dicho que soy joven, y los hombres me han obligado a creer que era hermosa; pero ni la fortuna me ha envanecido, ni mi edad me ha hecho cometer ligereza alguna, ni mi belleza me ha deslumbrado; ni he amado nunca, y el desdén con que he escuchado constantemente las enamoradas frases de los caballeros de la corte, me han granjeado el nombre de «alma de hielo». Y yo era muy feliz entonces. Pero os vi, y mi alma que siempre me había gritado: «desdeña», me dijo entonces: «ama»; y yo os amé con toda la fuerza de mi juventud, con toda la vehemencia de un corazón virgen de amores. Vos, Luis, habéis amado a otra mujer.

-¿Yo, señora? -interrumpió el joven sorprendido.

-Sí: os amo hace mucho tiempo, y no queda particularidad de vuestra vida que no conozca; por eso os he dicho que amabais, pero que hoy lo que sentís hacia mí comienza a ahogar aquella pasión: entre la mujer que habéis amado y yo, existe una diferencia notable; no hablo de la de clase, hablo de la de corazones. Jamás os podría querer María con la vehemencia con que yo os amo; sí, Luis, os adoro como es imposible que nadie en el mundo ame; he concentrado durante largos años en mi corazón tesoros de cariño infinito que hoy son exclusivamente para vos; pedidme cuanta ternura deseéis, cuanta abnegación, cuanto amor quepa en el deseo humano, pedídmelo, porque hay en mi alma veneros riquísimos, en los cuales se puede anegar por completo la vuestra; respondedme, Luis, ya sabéis como yo os amo; ¿creéis vos que podréis amarme de la misma manera?

Capítulo XXXV. Un beso y una decepción

Doña Isabel, que había avanzado demasiado ya en el camino a que su ceguedad y amor la habían conducido, no se hallaba dispuesta a retroceder y sí, por el contrario, a arrostrar el todo por el todo hasta conseguir el objeto que se había propuesto.

-Comprended -exclamó con trémulo acento, después de algunos momentos de silencio, que se siguieron a las vehementes frases de amor con que terminamos el capítulo anterior- ¡cuán grande debe ser el cariño que os profeso, cuando por vos he hecho lo que he hecho, olvidándolo todo, deberes, intereses y hasta mi propio decoro!

Luis comenzaba a sentirse fascinado; sin embargo, el recuerdo de otra mujer se mantenía fijo en su memoria y en su corazón, y esto le hacía no darse por vencido.

-Yo agradezco, señora, con toda la efusión de que es susceptible mi alma el interés que me manifestáis; pero ese noble y grande sentimiento que hacia mí sentís, y del cual no me considero bastante digno, me obliga a hablaros con sinceridad; por eso os repito que mi corazón no es enteramente mío, y no me es posible disponer de él a mi antojo.

Doña Isabel escuchaba temblando las frases que salían de los labios de Luis; empero, no escapó a su gran penetración lo conmovido del acento con que fueron dichas, y esto la hizo recobrar la esperanza de salir victoriosa en la lucha que había emprendido; por lo tanto, continuó, si cabe, con más empeño e insistencia su apasionada conversación.

-Gran dicha posee esa mujer; pero ¿sabrá apreciarla como se merece? ¿No será una de tantas jóvenes frívolas en quienes la pasión dura tanto cual durar puede un ligero capricho? ¿Sabrá amaros con la vehemencia, con el delirio que yo os amo? ¿Sería capaz en un momento dado de mirar con desdén hasta su propia vida, como yo lo haría si la ocasión se presentase?

Isabel estaba sublimemente hermosa; brillantes los negros ojos, encendido el cutis, trémulo el acento y enrojecidos los labios, hubiera hecho languidecer al más austero cenobita.

Luis sintió palpitar su corazón de un modo desusado, y que una nube cubría sus ojos.

Por su parte, doña Isabel comprendía el terreno que iba ganando, y dispuesta a no desperdiciar la más mínima ventaja, continuó aproximándose más a Luis:

-¿Comprendéis la inmensa felicidad que debe embriagar la vida de dos seres que sepan amarse con un amor grande e infinito? ¿No debe asemejarse para ellos el mundo al paraíso? ¿Qué puede importarles todo lo demás que no tenga relación con la dicha que disfrutan? ¿No ha soñado nunca vuestra fantasía gozar de tan inefable placer?

Las últimas palabras las pronunció la enamorada dama tan cerca del rostro de Luis, que éste aspiró con suprema delicia el embalsamado aliento que se exhalaba del apasionado pecho de aquella; y dejándose llevar de sus impulsos, exclamó:

-Sí, sí, en efecto; he soñado más de una vez en eso que decís; y como vos, señora, creo que debe ser la suprema felicidad; pero he dudado siempre en creerla posible, y por más que haya juzgado a mi corazón capaz de amar hasta la sublimidad, me he dicho a mí mismo muchas veces: ¿dónde hallar el corazón de una mujer que sienta del mismo modo?

-Cerca de vos, a vuestro mismo lado está.

-¿Tanto me amáis, pues?

-¿Os puede quedar de ello la más ligera sombra de duda?

-¿No confundís el amor sublime de que me habéis hablado, con el fuerte empeño de un capricho?

-La que como yo a tanto se arriesga por un hombre, ¿merece acaso que se dude de su amor? ¿Creéis, pues, que no he luchado conmigo misma con obstinación durante mucho tiempo antes de hacerme esclava de la infinita pasión que me domina? Sí, Luis, Luis mío -continuó Isabel completamente exacerbada por el delirio de su pasión, y tomando una mano de Luis.- Tu amor es para mí lo que la luz al ciego; mi corazón había permanecido completamente insensible y frío hasta que te conocí; desde entonces late más aceleradamente y con más vehemencia, y sus latidos cesarán por completo el día que se convenciera de que el tuyo no le correspondía.

El suave contacto de la blanca y aristocrática mano que apretaba convulsivamente la suya; la voluptuosa mirada de aquellos hermosos ojos negros que brillaban como el carbunclo a través del aterciopelado antifaz, y por último aquellos frescos y rojos labios que se abrían con frecuencia sólo para brindarle un amor infinito, dejando ver a través de ellos dos sartas de magníficas y blancas perlas, acabaron por trastornar el juicio de Luis, y dejándose arrastrar por la situación, besó con entusiasmo la finísima mano que la dama le había completamente abandonado.

Al contacto de los labios de Luis, sintió Isabel circular con tal ardor su sangre, cual si ardiente lava hubiese penetrado dentro de su cuerpo.

-Sí, sí; tú sabes amar; tu corazón es digno del mío y tu rostro no puede menos de ser tan bello como tu alma.

Luis, por medio de un movimiento rápido, arrebató el antifaz que cubría el bello rostro de Isabel.

El semblante de la condesa, en aquel momento, apareció hermoso como nunca.

Luis quedóse admirado al reconocerla, y experimentó una agradabilísima impresión.

-¡Ah! -exclamó Isabel bajando los ojos.

-¿Vos, sois vos, señora?

-Sí; ¿os pesa de ello, Luis?

-¡Pesarme, cuando os he indicado en más de una ocasión la admiración que me causaba vuestra belleza! ¡Pesarme, cuando he descubierto en vos un manantial infinito de amor sublime! ¡Oh, nunca, nunca! -exclamó Luis completamente embriagado por la belleza de aquella seductora mujer.

Isabel, radiante de alegría, le interrumpió preguntándole:

-¿Me será dable creeros? ¿No os inspiro desprecio o compasión?

-¡Desprecio! ¡compasión! Amor, sólo amor infinito me inspiras.

-¡Oh! recordad que antes me dijisteis que vuestro corazón no os pertenecía.

-Y dije la verdad.

El rostro de Isabel palideció horriblemente al oírle.

Luis continuó:

-La verdad, sí, porque la mujer que desde hace tiempo tiene conquistada por completo mi voluntad, dominado mi corazón, eres tú, tú sola.

Isabel estuvo a punto de desvanecerse; tal fue la inmensa dicha que conmovió su ser al escuchar tales palabras.

Luis rodeó con sus brazos el torneado talle de la conmovida dama que no opuso la menor resistencia para impedirlo.

Tres días han transcurrido desde que tuvo lugar la escena que acabamos de referir.

Isabel, completamente entregada a la dicha que inundaba su alma, había dado al olvido todo lo que no tenía relación con su amor.

Luis constituía para ella su mundo todo.

La verdad, y sólo la verdad, le había dicho al afirmarle que su corazón había permanecido insensible hasta el punto en que a él le había conocido. Su esposo no le había inspirado jamás el menor amor.

Como toda persona que hace alarde de insensibilidad inquebrantable, al sentir Isabel herido su corazón por la flecha del amor, comenzó a renacer a nueva vida, y amó con arrebato, con delirante pasión, con tal entusiasmo y tal ceguedad, que sin tener en cuenta las vallas que se oponían al logro de sus ilusiones, sin calcular el horrible abismo que a sus pies abría, sin que le arredrase la idea de menoscabar su honra, liviana pompa de espuma que se deshace al soplo de la maledicencia, se entregó por completo a sus propias inspiraciones, dejando a su corazón una libertad que la conveniencia y sus deberes no le permitían concederle.

Un día había pasado desde que vio por última vez a Luis, y como quiera que las horas que transcurrían sin verle trocábanse para Isabel en interminables siglos, determinó, a pesar de lo necesario que le era el descanso a Luis para acabar de restablecer su salud, no demorar por más tiempo el placer de verle de nuevo. Dirigióse, pues, anhelante al aposento donde aquel se hallaba, y júzguese cuán grande sería su sorpresa al contemplar vacío el lecho. Latíale con violencia el corazón hasta el extremo de tener que apoyar sobre él la mano como para sujetarle dentro del pecho, de donde parecía querer saltar; miró con extraviados ojos a un lado y a otro de la sala, y convencida al fin de que el hombre a quien tanto amaba, por quien todo lo había sacrificado y olvidado, huía de ella haciéndola sufrir una amarga decepción, lanzó un grito desgarrador, y vacilante e insegura volvióse en dirección a la puerta, en cuyo umbral, cruzado de brazos y contemplándola con una mirada severa, vio la acusadora presencia de su ultrajado esposo.

Isabel, sin exhalar una queja, cayó desvanecida sobre el pavimento.

Capítulo XXXVI. Donde se ve que Paca empieza a hacerse dueña de la situación

Para justificar la desaparición de Luis, necesitamos retroceder algunos días al en que tuvo lugar aquel acontecimiento.

En uno de nuestros capítulos anteriores dijimos que Paca se había quedado en la venta del tío Langosta, bajo su custodia, con encargo especial de Simón de que para nada la dejase salir de ella ni comunicarse con nadie.

El ventero, tabernero o bandido, que de todo tenía el rufián, cumplió tan al pie de la letra su encargo, que la joven no vio en los tres días que se siguieron al en que la dejó Simón en aquel lugar, más ni menos que la figura desagradable del tío Langosta.

También recordarán nuestros lectores que entre el ventero y Simón se cruzaron algunas palabras a propósito de la misión que el primero tenía, alguna de las cuales, a pesar del aturdimiento consiguiente al estado anterior de Paca, llegó a sus oídos.

De momento no pudo hacerse cargo de ello.

Preocupada con la horrible escena que había servido, por decirlo así, de prólogo para su estado, no podía pensar, no podía sentir, no podía razonar, no podía hacer más sino dirigir a todas partes sus atónitas miradas, buscando en vano una solución para aquel estado.

Poco a poco fue recobrándose.

Desde luego comprendió que, por el momento al menos, no había intención de hacerle daño alguno.

Recordó también que la fisonomía de Simón, por más que se le había presentado bastante desfigurado, no le era desconocida.

Y diose a pensar dónde y cómo la había visto.

Y finalmente se le ocurrió que aquel hombre tenía un parecido extraordinario con un individuo que pocos días antes se había mudado a una habitación que había desalquilada en su casa.

Y una vez fija en esta idea, imaginóse que no le habría robado por cuenta propia, digámoslo así, puesto que era viejo, feo, no tenía trazas de ser rico, y la había tratado con alguna consideración, según había tenido tiempo de comprender en las breves frases que cambió con el ventero.

Además, el tío Langosta habíase presentado a ella en los primeros momentos que siguieron al en que volvió en sí, y haciéndola grandes reverencias, ofrecióle muy cortésmente que pidiese cuanto quisiera, que todo le sería concedido menos salir de allí.

De todo esto dedujo la maja, que había misterio encerrado en su rapto, y misterio que era preciso descubrir a todo trance.

Para este efecto decidió abordar francamente la cuestión, tan luego como Simón se presentara en la venta.

Pero éste tardó dos días en hacerlo.

Durante ellos fue Paca afirmándose más en su resolución.

La joven era audaz, no conocía el temor, y antes que ceder cobardemente estaba dispuesta a luchar.

Como que la enojaba aquella reclusión; como que tenía presente el dolor y la inquietud de su madre, a quien había dejado enferma; como que estaba inquieta por la suerte que habría podido alcanzar a Luis, a todo trance decidió hablar al tío Langosta, y cuando éste subió a la hora de costumbre a llevarle el cuotidiano refrigerio, le dijo, encarándose resueltamente con él:

-Vamos a ver, abuelo, ¿cree su merced que yo voy a estarme aquí toda la vida?

El ventero miróla sorprendido, y tratando de eludir la cuestión, haciendo una mueca a manera de sonrisa, repuso:

-Me paece, reina mía, que no se os trata mal en mi choza. Yo comprendo que para ese garbo y esa sal, esta casa es mu probe ; pero no sé por qué imagino que su merced va a tener más suerte que el mismísimo preste de las Indias.

-Vamos, tío... espantajo: o su merced me contesta tan claro como el agua y tan breve como el viento a lo que voy a decirle, o va a saber lo que es una maja del barrio de Lavapiés.

-No hay que encampanarse tanto, mi reina, que yo estoy dispuesto siempre a complacer a todo el mundo.

-En primer lugar, yo estoy acostumbrada a vivir como las aves en medio del espacio, y disfrutando de sol, de aire y de libertad; y como que aquí me ahogo, es necesario que abra la puerta y me deje marchar donde quiera.

-Pero, señora, ¿cree su merced que sea posible falte yo a mis deberes? Aquí donde me ve su merced, soy hombre de mucho aquel, y cuando alguien me da un encargo, por nada de este mundo falto a él.

-Pues si no salgo a la calle necesito por lo menos que me diga el carcelero cuánto tiempo voy a estar encerrada en este calabozo.

-Señora Paca, esa palabreja de carcelero no reza conmigo.

-¿Se ofende su merced? ¿Pues de qué otro modo puedo calificar a quien no me deja salir de aquí?

-Es que yo soy mandao.

-¿Por quién?

-Por mi compadre Simón que tiene grandes conocencias con altísimos señores y señoras de la corte.

-¿Y quién es Simón?

-Su merced se lo puede preguntar cuando venga por aquí.

-Puede no venir nunca.

El figonero se encogió de hombros de un modo tan significativo, que Paca dando un paso hacia él con ademán amenazador, le dijo:

-Quiero salir de aquí, maese bribón, y si no salgo por buenas, forzoso será que salga por malas.

Tan resuelta era la actitud de Paca, y tan enérgica la expresión de su rostro, que el tío Langosta acostumbrado a bravear en su juventud, y a gitanear en su vejez, y que tenía un alma completamente atravesada, no pudo menos de murmurar retrocediendo un paso:

-¡Caracoles con la hembra! ¡Y qué brava viene!

-¿Lo ha oído su merced, abuelo? -volvió a preguntar Paca.

-Abuelo seré cuando tenga nietos. No tengo más que un hijo que se le metió en la cabeza cantar misa.

-¿Con que es cura?

-Para servirle, prenda.

-Pues me parece que le va a salir a su merced otro que va a ser cardenal.

-No pico tan alto, buena moza -repuso el tío Langosta poniéndose en guardia, como vulgarmente se dice.

-¿Con que es decir que no puedo salir de aquí?

-Vuelvo a repetirle que soy un fiel esclavo de lo que se me ordena, y como se me ha dicho que haga lo contrario de lo que vuesa merced desea en ese particular, lo haré así aun cuando me mire tan irritada.

-¿Y esa es resolución formal?

-¡Y tan formal!

Y el tío Langosta, dejando su actitud humilde, irguió algún tanto el encorvado talle, mostrándose dispuesto a rechazar cualquier agresión por parte de la maja.

Ésta comprendió que nada adelantaría por medio de una lucha personal, y dijo:

-Está bien: pues prepárese su merced, porque voy a conseguir mi libertad empleando todos los medios imaginables: en primer lugar, que las paredes de esta casa no son tales que puedan ahogar los gritos de una hembra como yo, y tales los voy a dar, que a una hora u otra alguien los ha de oír y alguien vendrá en mi socorro, y entonces veremos a ver qué contesta su merced.

Esta amenaza no dejó de producir su efecto en el ventero.

A la verdad, las paredes ni las puertas podrían resistir mucho tiempo aquel ataque de nuevo género, y el ancho pecho y el timbre de voz de la maja estaban con harta elocuencia demostrando que tenía un pulmón fuerte y robusto, y que sus gritos era fácil que llegasen a oídos de los arrieros y tragineros que solían parar en la venta.

Sin embargo, intentó luchar, y dijo:

-Esta es una casa completamente aislada; por aquí se acerca difícilmente un cristiano, y por lo tanto se cansaría en balde su merced.

-A pesar de eso, esté cierto de que alguien le ha de oír, y en prueba de ello que voy a dar principio ahora mismo.

Y la joven, reuniendo todas sus fuerzas, lanzó un grito de «socorro», «favor», tan agudo y tan prolongado, que el ventero, temblando como un azogado, se acercó a la puerta de la estancia, exclamando:

-¡Ave María Purísima! Si con esa voz hace temblar toda la casa! Vamos, prenda -prosiguió acercándose a Paca, y con acento lleno de humildad- sosiéguese su merced, que yo le prometo...

-¿Dejarme libre?

-¡Oh! No se ganó Zamora en una hora. Yo me comprometo a dar aviso a mi compadre Simón, y suplico a su merced que espere hasta la noche al menos, y si no ha venido, yo obraré entonces por mi cuenta.

-Muy largo es eso.

-Más lo fuera mañana.

-Por esa razón quiero yo acortarlo.

Y de nuevo volvió la joven a lanzar otro grito, y de nuevo a atribularse el ventero, que exclamó corriendo hacia ella con ademán suplicante:

-¡Por las once mil vírgenes! señora Paca, ¿quiere su merced comprometer a un pobre padre de familia? Cuando yo os digo que hasta la noche no podrá venir Simón, es porque no puede ser de otro modo; os lo juro por la salvación de mi alma.

-Está bien, pues esperaré hasta la noche; pero os prevengo que si tratáis de jugarme una, os ha de pesar, que tengo las uñas bien afiladas y bien suelta la mano.

El tío Langosta comprendió que el caso era apurado.

Felizmente, en la venta, a la sazón, no había ninguna persona extraña, ni por el camino pasaba ningún arriero que pudiese oír las voces de Paca. El ventero, después de dar sus instrucciones al mozo que tenía y a los jayanes que habían traído la silla de manos desde Madrid, fuese precipitadamente en busca de Simón, a quien encontró satisfecho de lo bien que le saliera el rapto de Luis.

La condesa le había pagado largamente sus servicios, repitiéndole sus instrucciones para que condujese a Paca a Toledo, y el rufián se disponía a marchar a la venta para cumplir su encargo.

Al escuchar las quejas del atribulado ventero, sonrióse, y le dijo:

-Vamos, compadre, por poco te asustas.

-Quisiera yo verte en mi lugar.

-Y saldría adelante, tranquilo, y con bien.

-Si no me hubieses dicho que tratase a la hembra con miramientos, hubiérale yo puesto en la boca una mordaza, y no temiera que sus gritos me comprometiesen.

-Sin necesidad de mordaza, ya verás como se viene conmigo más humilde que un perro.

-Me paece que la moza tiene muchas agallas.

-Vivir para ver, compadre.

-¿Es decir que irás esta noche?

-Sí.

-¿Y descargarás mi concencia del peso que tiene con la guarda de esa moza?

-Escrupulosa va volviéndose tu conciencia, Langosta.

-Tan escasa está de peso, que no tiene nada de extraño.

-Vaya, ve a ver si con estas cuatro zacatecas adquiere tu conciencia el peso que le falta.

Y al decir estas palabras, sacó de su bolsillo cuatro monedas de oro que puso en manos del ventero, cuyos ojos brillaron codiciosamente.

-No te olvides que esa moza ha sido tratada en mi casa a cuerpo de rey.

-Lo comprendo, y como yo no falto jamás a mis palabras, te lo pagaré religiosamente.

-No lo decía yo por tanto, que de sobras sabes que jamás he sido interesado.

-¡Ya lo creo!

Y con estas palabras puso término Simón a aquel diálogo, separándose el tío Langosta para volver a su venta, y su companero para hacer los preparativos para el proyectado viaje.

Capítulo XXXVII. Cómo y por quién se libró Paca

Conforme y como había dicho Simón al ventero, presentóse a la hora convenida en la venta llevando una litera de camino, e inmediatamente subió al aposento en que se hallaba la joven.

Al verle ésta apresuróse a decirle:

-Bien habéis hecho en venir, que de no hacerlo, os juro que hubiese habido un escándalo, del cual no sé cómo habríamos salido.

-No hay que impacientarse, hermosa Paca, que todo se andará Dios mediante.

-Pero ¿y mi libertad, que es lo que yo quiero?

-Al momento, prenda; que precisamente cuando Langosta ha llegado a avisarme, ya tenía yo pensado venir esta noche.

-¿Es decir que me dejaréis libre?

-Yo mismo voy a tener la honra de conduciros a Madrid.

-Pudierais muy bien excusarme semejante honra.

-No tal, que siempre me he preciado de cumplidor con las damas.

-Guardar podéis todas esas alharacas para esas grandes damas con quien, según vuestro compadre, tenéis trato tan frecuente, y decidme en el castellano de mi barrio, a quién habéis servido trayéndome aquí, y qué objeto os llevasteis con ello.

-Una apuesta sencilla entre unas damas, apuesta sin otras consecuencias que las que habéis visto.

-¿Y puede saberse el nombre de esas damas?

-Líbreme el cielo de tan gran pecado; que tan alto pican, que hiciéranme pasar algún mal rato si revelara sus nombres.

-Está bien, maese; vamos a mi casa.

-No tan de prisa, reina mía, que he de hacer que prevengan la litera.

-Si ahora no hay para qué usar el tapadillo, ¿para qué la litera?

-¿Creéis acaso que estamos tan cerca de Madrid?

-¿Cómo?

-Hay más de dos leguas.

-¿Pues sabéis que la burla puede costaros cara, señor bribón?

-Protégenme señorías muy altas y no ha de seguirme perjuicio por semejantes burlas.

Paca dominó su cólera puesto que iba a recobrar su libertad, e instó a Simón para que cuanto antes saliesen de allí.

Poco después entraba en la litera, y al irónico saludo que Langosta le hizo, diciéndole:

-Vaya, prenda; me alegraré que guarde su merced un recuerdo de la venta del tío Langosta.

-Yo le juro a fe de Paca, que le tendré muy presente siempre -apresuróse a contestar.

Y la litera se puso en marcha, y Paca diose a pensar sobre la extraña aventura.

Toda la noche lleváronsela andando, y la maja comprendió que habían recorrido más camino de las dos leguas que debían separarles de Madrid.

Y trató de abrir la portezuela de la litera, y vio que estaba cerrada por su exterior.

Llamó entonces con la mano, dando sobre la caja del vehículo, presentándose inmediatamente Simón en la ventanilla.

-¿Pero es que no vemos a Madrid todavía? -preguntó Paca.

-Ya llegaremos; ¡si vamos muy despacio!

Y volvió a cerrar la ventanilla.

Había visto que era ya de día, y recordando a la hora que salieron de la venta, supuso que había tiempo muy de sobra, aun yendo despacio, para recorrer un triste trayecto de dos leguas.

Entonces le ocurrió que cuanto había dicho Simón podía ser un engaño.

Y por primera vez, realmente, desde que había salido de su casa tuvo miedo.

Indudablemente no iban a Madrid, y no yendo a este punto, ¿dónde la llevaban?

Este pensamiento mortificóle de tal manera, que estuvo tentada para llamar nuevamente.

Pero la contuvo la reflexión de que nada adelantarla con el inflexible carcelero que llevaba, exponiéndose tal vez a una nueva humillación.

Mas no por esto se resignó a dejarse conducir donde quisieran.

Por el contrario, formó la resolución de huir, aprovechando la primera oportunidad que se le presentase para ello.

Midió sus fuerzas, vio si tendría valor suficiente para hacerlo, y comprendió que sostenida por el amor por un lado, y por el afecto filial por otro, podría lograrlo.

La ocasión que ella buscaba no tardó mucho en presentarse.

La litera en que iba encerrada, era una pesada caja de madera cuyas ventanillas y portezuelas se cerraban por la parte de afuera, y en la que se podía respirar gracias a un agujero colocado en la parte posterior de ella.

Esta caja era llevada por dos mulas que a su vez eran gobernadas por dos de los secuaces de Simón.

El rufián caminaba a la derecha del vehículo, caballero en un poderoso corcel que Dios sabe a quién habría pertenecido, y le seguían dos individuos más, montados en mulas y armados a la gineta.

Paca no sabía ni quién la acompañaba, ni dónde iba, ni quién era el autor de su rapto.

Pero decidida como estaba a salvarse de cualquier modo que fuera de aquel cautiverio, más horroroso cien veces que la muerte, comenzó a mirar por los agujeros de que hemos hablado anteriormente, con el objeto de ver si divisaba algún pasajero.

Pero aquellos eran demasiado pequeños, y la vista de la joven no pudo distinguir absolutamente nada.

Sin embargo, resuelta de cualquier modo que fuese a acabar de una vez con aquella situación, empezó a dar golpes sobre la caja de la silla.

Esto produjo el efecto que ella deseaba.

Crujió una llave en la cerradura de la portezuela, y el rostro innoble de Simón volvió a aparecer en ella.

-¿Qué se os ofrece? -le preguntó de mal talante.

-Me siento mal, y quisiera respirar un poco de aire -le contestó la joven.

-Bien podíais haber guardado vuestros males para más tarde.

-Como eso no está en nuestra mano el evitarlo...

-Pues bien, andaremos así un poco de tiempo.

-Es que yo desearía poderme bajar.

-Es imposible.

-Pero ved que dentro de esta caja me ahogo.

-Pues ahogaos en buena hora, que ya me vais moliendo la cabeza con vuestras eternas quejas.

-No os he pedido nada hasta ahora.

-¡Está bien! -Y Simón prosiguió, dirigiéndose a uno de los muleteros- ¡Eh, tú, Gonzalvillo! Cuida de poner las mulas a buen paso, que hemos de llegar a Toledo antes de las nueve de la mañana.

Paca no tuvo más remedio que resignarse a permanecer en la cerrada litera.

Pero quiso su buena suerte que en opuesta dirección a la que ellos llevaban, pasara un grupo de viajeros.

Saludaron a la ligera a los que custodiaban a la joven, y prosiguieron a galope su camino.

La amada de Luis no quiso dejar desaparecer aquella ráfaga de salvación que se le presentaba, pues había escuchado la algazara que movían.

Precisamente aquel grupo se componía de personas alegres y dispuestas para cualquier lance que se les ofreciera.

Ramón de la Cruz, el que más tarde había de dejarnos tan acabados modelos de las costumbres de la época con sus picarescos cuadros, joven a la sazón y amigo de Francisco de Goya, pintor que ya comenzaba a adquirir fama, venía de Toledo donde había ido a ver torear a su amigo José de la Parra (a) Joselito, famoso matador de toros y amante de la maja de más rumbo que había en el Rastro después de Paca y de Dolores, que era Concha, la amiga de éstas.

Acompañábanles dos o tres amigos más y dos criados, y durante el camino proseguían la misma broma y la misma algazara con que habían salido de Toledo.

Paca, como ya hemos dicho, les oyó, y dando fuertes golpes en la caja del vehículo, púsose a gritar desaforadamente:

-¡Socorro! caballeros; ¡Favor! ¡Acudid en mi auxilio!

-¡Mala hembra, a quien Dios confunda! ¡Pues no trata de comprometernos la muy bellaca!

Y dio orden a los muleteros para que avivasen al ganado esperando que los viajeros no se apercibirían de los gritos de la maja.

Pero ésta volvió a repetirlos; Simón tornó a jurar, y el grupo de los viajeros se detuvo.

Joselito había percibido algo, pues aun cuando un tanto confusas, llegaron a sus oídos las palabras de Paca, y entrando en sospechas al momento, pues ya les había chocado aquella litera herméticamente cerrada, refrenó un poco su caballo, se volvió hacia sus amigos, y dijo:

-¿Has oído, Ramón?

-Sí, por cierto; me ha parecido oír una voz de mujer demandando auxilio -contestó el interpelado.

-¿Y crees que debemos dárselo?

-Con mil amores -repuso Goya- porque se me han pasado unas ganas de hacerle una caricia con mis pistolas a ese don descortés, que no ha contestado a la salutación que le hicimos cuando pasamos por su lado, que no he podido olvidar todavía.

-Pues vamos con ellos.

Y diciendo y haciendo, todos volvieron grupas, y se dirigieron hacia Simón que hacía desesperados esfuerzos para alejarse de allí.

-¿A quién lleváis ahí dentro? -preguntó don Ramón de la Cruz con altivez.

-¿Y a vos qué os importa? -respondió de la peor manera posible el agente de doña Isabel.

-Cuando lo pregunto, por algo lo haré; abrid pronto esa litera, o si no la abriremos a la fuerza.

-Seguid vuestro camino, y no os entrometáis en asuntos que para nada os conciernen.

-Ya os he dicho que queremos saber quién va ahí dentro.

-¡Favor! ¡Socorro! -volvió a gritar Paca, que había oído a sus salvadores.

-Ya estáis oyendo -repuso Goya.

-¡Eh! Idos al demonio. Seguid adelante, porque si no...

Y Simón le apuntó con sus pistolas.

Éste no se arredró, sino que al contrario, clavó las espuelas a su caballo y fue a lanzarse hacia el bandido.

Pero Simón, que no perdía de vista sus movimientos, disparó sus armas; y gracias a que el pintor tuvo tiempo para hacer dar a su caballo una vuelta, no sucedió lo que el raptor de Paca hubiera deseado.

Joselito, que vio el riesgo que corría Goya, sacó uno de sus pedreñales, y le disparó con tanto acierto, que uno de los bandidos cayó al suelo para no levantarse más.

Inmediatamente todos sus amigos se arrojaron sobre Simón y el otro bandido, pues los muleteros, juzgando el cuento mal parado y teniendo en cuenta la superioridad de sus adversarios, diéronse a huir con una ligereza que probaba cumplidamente que no se hallaban tan comprometidos en aquel negocio como lo estaban Simón y sus dos compañeros.

La lucha, como puede comprenderse, fue sumamente breve.

Simón cayó atravesado de un balazo, y el otro bandido, no sin haber sacado también algún rasguño, alejóse precipitadamente de aquel sitio sin que le persiguiesen nuestros viajeros, preocupados más bien con ver a la persona a quien acababan de salvar.

El poeta se aproximó a la litera, abrióla, y no pudo menos de exhalar una exclamación de asombro al reconocer a la persona que iba en ella.

-¡Paca! -exclamó.- ¿Qué quiere decir esto?

-¡Joselito! ¡don Ramón! ¡don Francisco! -exclamó a su vez la maja, reparando en las personas que se acercaban a hablarle.

-¿Pero qué ha pasado aquí? -preguntaron todos a la vez.

Paca, a la mayor brevedad, contó lo que le había ocurrido, y como que Simón no daba señales de vida, el otro bandido estaba muerto, y el tercero, lo mismo que los mozos de mulas, habían huido, no fue posible averiguar la verdad sobre aquel suceso.

-¿Ha visto su merced a mi madre? -preguntó Paca al torero.

-Hace siete días que salimos de Madrid para Toledo, y ahora regresamos, y cuando yo salí todavía no había tenido lugar ese lance.

-Vaya, vaya -dijo el pintor- vamos a Madrid cuanto antes, que esta moza tendrá ya ganas de descansar después de lo ocurrido, y Cruz encontrará en esto asunto para uno de sus más excelentes cuadros de costumbres.

Paca, ya tranquila respecto a su suerte, volvió a meterse en la litera, hízose volver en opuesta dirección a las mulas, y todos juntos tomaron el camino de Madrid donde llegaron aquella misma noche, siendo conducida la maja a su casa acompañada por Joselito.

Capítulo XXXVIII. Primeras diligencias practicadas por Paca

-A fe mía que no sé ya cómo componérmelas para tranquilizar a la pobre anciana.

-Otro tanto me pasa a mí, y lo peor de la cosa es que me paece que comienza a sospechar alguna cosa.

-Tan es eso verdad, que me veo apuraa pa contestar a las preguntas que a cada momento me hace: «¿Cómo Paca está tanto tiempo fuera de casa? Vosotras me ocultáis algo; habladme con franqueza; por Dios no me engañéis!» Y la pobre vieja llora de tal modo que me parte las entrañas.

-¿Y qué le vamos a hacer? ¿Cómo nos componemos?

-Yo no desconfío aún de que Paca aparezca; estoy yo muy segura que mi Vicente no dormirá tranquilo hasta dar con ella.

-También Joselillo trabaja sin descanso.

-Nada; es menester continuar mintiendo por no darle un golpe mortal a la pobre vieja.

-Se moriría si en el estado en que está, llegase a saber la verdad.

-¡Toma! Pues si yo que soy joven y estoy buena, cuando Vicente vino a buscarme y me dijo: «Luis está herido; Paca ha sido robada; ve a casa de su madre y ocúltale lo mejor que puedas y sepas lo que sucede, y cuídala», créeme, me quedé tan sorprendía que a poco más me caigo redonda.

-No lo extraño, porque yo creí que Joselillo me embromaba; pero tuve que creerlo cuando tan de veras me pidió que aquí viniera pa que tuviera cuidiao de la pobre enferma.

-Y con hoy van ya cuatro días.

-¡Vamos, esto es una picardía! ¿Qué hace la justicia?

-Dormir, como acostumbra.

-Y en tanto ¿qué habrá sucedío a nuestra amiga?

-Vaya usté a saber.

-Mia, Lola, a veces cuando pienso...

-¿Qué piensas?

-¡Ca! ¡si me da mieo hasta el icirlo!

-¡Ave María! mujer, ¿pues qué es ello? ¿Qué piensas?

-¡Toma! pienso si la habrán asesinao.

-¡Dios nos valga!... ¡No quiero ni pensarlo!

Tal era el animado diálogo que sostenían Lola y Concha en el cuarto de labor de Paca, diálogo que cortó la repentina llegada de Vicente.

-¿Qué hay? -preguntaron con ansiedad y a la vez las dos mujeres.

-Nada, absolutamente -dijo completamente desalentado Vicente, dejándose caer, más bien que sentándose sobre una silla.

-Pues estamos aviadas.

-¿Y qué vamos a hacer? ¿Cómo nos compondremos? ¿Qué le diremos a la pobre vieja?

-Hay que seguir inventando algo para tranquilizarla -dijo Vicente.

-Yo -repuso Lola- ya no sé qué decirle.

-Y la pobre esta noche la ha pasado muy mal.

Vicente, con los codos apoyados sobre sus rodillas, y sosteniendo su abrasada frente con ambas manos, parecía absorto en sus cavilaciones.

-¡Vamos, Vicente, por Dios! No te achiques tú también: no sea cosa que te nos pongas malo con el jaleo que llevas estos días.

Vicente, fijando sus enamorados ojos en la bellísima Lola, lo dijo:

-No te apenes por mí, querida Lola; afortunadamente mi salud es buena por ahora, pero mi corazón sufre horriblemente, horriblemente. ¿Qué ha sido de Paca? ¿Qué ha sido de Luis? ¿Quién puede ser el autor o los autores de semejante atentado? ¿Cuándo se hará la verdadera luz que aclare estos misterios? He aquí, amigas mías, lo que da tortura a mi imaginación; he aquí lo que me desespera.

-¿Es decir que tampoco has podido averiguar nada respecto de tu amigo?

-Nada, absolutamente nada. Mi amigo Roberto y su hermano Enrique me han ayudado eficazmente y me ayudan en mis pesquisas; pero han sido vanos cuantos pasos hemos dado hasta el presente.

-¡Ay Dios mío! -exclamó Concha sumamente afligida- ¿Cómo nos vamos a componer?

Lola, a quien entristecía sobremanera el estado de aflicción en que se hallaba su Vicente, no queriendo aumentar su melancolía, y sí, por el contrario, tratando de animarle, hizo un esfuerzo sobre sí misma, y logrando dominar aparentemente el dolor que sentía su corazón, dijo:

-¡Ea! No hay que desanimarse. Lo que no se ha logrado ayer puede alcanzarse hoy; en el entretanto, no hay más remedio que seguir mintiéndole a la pobre anciana; Dios nos perdonará, porque él ve el motivo que a ello nos obliga.

-¿Pero qué la diremos, en cuanto se despierte y nos acose como acostumbra hacerlo con sus preguntas?

-¿Qué sé yo? Que no ha concluido aún el delicado trabajo que está haciendo en casa de esa señora, donde la hemos dicho que se halla... Que esta mañana ha venido un momento y no ha querido interrumpir su sueño, contentándose con darla un beso... Que tuvo que marcharse apresuradamente porque le conviene no perder ni un momento si ha de concluir el bordado a su debido tiempo, y que nos ha encargado dijéramos a su madre, que no tardaría en regresar aquí... en fin, Concha, hay que hacer de tripas corazón y no desalentar; lo que nos conviene es ganar tiempo, y Dios dirá.

-¡Eres un ángel, Lola! -exclamó Vicente, mirando apasionadamente a su amada. Ésta hizo un delicioso mohín con su boca, y contestó sonriendo:

-Si yo fuera eso que dices, no pasaríamos lo que pasando estamos.

-Un ángel eres terrestre, lo repito, y yo el hombre más feliz del mundo, por haber merecido ser amado por ti.

Lola, con el instinto propio que poseen las de su sexo, comprendió que su amiga Concha no haría muy buen papel allí presenciando una escena de amorosas ternezas, y aunque era muy del gusto de Lola escucharlas, cortó el hilo de la conversación emprendida con tanto calor por Vicente, diciendo:

-¿Queda aprobado mi plan?

-En un todo.

-Es lo mejor que podemos hacer -replicó Concha.

-Pues adelante con él y... pero si no me engaño... ¡Bendito sea Dios! ¡Es ella; Paca, Paca; aquí la tenemos ya!

En efecto, Paca era en persona la que en aquel momento penetró en el cuarto arrojándose en los brazos de sus dos amigas que la besaban llorando de emoción y alegría.

Vicente, que como debe suponerse participaba de la alegría general, deseaba conocer los pormenores que hacían referencia al robo de Paca; pero tuvo la suficiente paciencia para esperar a que se calmasen las mutuas caricias que se prodigaban las tres amigas.

Por fin se desprendieron de los brazos en que se estrechaban una en el seno de las otras, y Paca, enjugándose las lágrimas que se desprendían de sus hermosos ojos, dijo con voz visiblemente alterada:

-Y mi madre ¿cómo está? ¿qué le ha sucedido?

-Tranquilízate; la pobre vieja está muy inquieta por tu ausencia; pero nosotras, ayudadas por Vicente, le hemos hecho creer que te hallabas en la casa de una gran señora, y que te había encargado un bordado delicadísimo, y con la condición expresa de empezarlo y concluirlo en su propia casa; por lo demás, nada le ha hecho falta, a no ser tus caricias, que esas no podían igualarse para ella con las que nosotras dos la hacíamos.

-Quiero verla.

-Ahora no -exclamó Vicente deteniendo a Paca.

-¿Ahora no?... ¿Por qué?

-Porque está durmiendo -dijo Concha- y le hace falta el descanso.

-Os doy mi palabra de no despertarla; pero dejad que la dé un beso.

-Sea; pero procurad no despertarla; una emoción repentina podría perjudicarla -dijo Vicente.

Dirigióse Paca apresuradamente al cuarto donde en su lecho reposaba la pobre anciana, en cuyo semblante se revelaba claramente la pena que atormentaba su maternal corazón.

Paca besó en la frente a su madre, bañándole el rostro con las lágrimas que se desprendían abundantes de sus pupilas; Lola y Concha, que la habían seguido, lograron arrancarla de aquel sitio, temiendo que la enferma despertara de pronto.

-¡Gracias, gracias, amigas mías! gracias, don Vicente -exclamó Paca en cuanto se halló de nuevo en su cuartito de labor, donde volvieron a reunirse los cuatro personajes.

-De nada tienes que dárnoslas, chica: hemos hecho lo que tú harías por nosotras.

-Ya sabes que eso es verdad, Lola.

-Pero ¿quieres contarnos lo que te ha sucedío ? -preguntó Concha.

-Eso es lo que aguardo a oír con impaciencia.

-Antes decidme, amigo Vicente, ¿dónde está él? ¿Qué le ha pasao ?

Lola y Concha dirigieron a Vicente una inquieta mirada. Vicente, por su parte, trató de tranquilizarlas haciéndoles una imperceptible seña, y dijo contestando a Paca:

-Por lo que hace a Luis, os enteraré de todo cuanto le ha ocurrido; nada quiero callaros, porque sería peor andar con mentidas reticencias.

Seguidamente enteró de todo cuanto sabía respecto a Luis, asegurándole que la herida de aquél era leve, como podía ella enterarse, preguntándoselo a Roberto y Enrique, a cuya presencia ofreció él conducirla, para que oyera de sus labios la corroboración de lo que él decía, y concluyó diciéndole que aunque al presente ignoraba por completo el paradero de su amigo, ofrecía hacer cuantos esfuerzos estuviesen a su alcance a fin de averiguarlo.

Paca oyó con la más viva emoción el relato de Vicente, y exclamó:

-¡Dios mío, cuántas desgracias en tan pocos días!

-Tranquilizaos, Paca, y referidnos lo que a vos os ha ocurrido. Tal vez de vuestra narración se desprenda algún dato que pueda darme alguna luz que me guíe para dar con Luis.

Refirió Paca a sus amigos cómo había sido robada; dónde fue conducida primero, y por quién había sido salvada.

Como se trata de hechos conocidos ya del lector, no hay para qué repetirlos nuevamente.

-¡Ah, mi buen Joselito! -exclamó entusiasmada Concha cuando terminó la relación de todo lo que le había ocurrido.

-Sí; a él y a los suyos debo el verme libre de aquel malvado.

-En todo este negocio anda indudablemente una mano poderosa.

-¡Oh! De ello estoy muy segura, y juraría que esa mano es de alguna mujer, Vicente -exclamó Paca mal disimulando los celos que sentía sólo con figurarse tal cosa.

-No me extrañaría -repitió Lola.

-A fe de Paca que yo he de averiguarlo. Amigas mías, os pido el favor de que me aguardéis aquí hasta tanto que dé la vuelta; no os haré esperar mucho.

-¿Dónde vas?

-Mira, Lola, voy a ver a una señora que estoy segura me atenderá, y tal vez con su ayuda pueda averiguar alguna cosa de lo que tanto me interesa.

-Y yo por mi parte voy a ver a Roberto, por si ha adquirido alguna noticia.

-Sí, Vicente, por favor no dejéis de la mano este negocio.

-Bien sabéis la amistad que a Luis me liga, y debéis suponer cuán grande será el interés que tengo en aclarar este oscuro asunto. Esto diciendo, se despidió de las tres amigas y se ausentó a toda prisa.

-Si mi madre despierta en el ínterin que estoy fuera, decidle que os he mandado un recao avisando que hoy vendría.

-¡Anda con Dios, mujer, y él te ayude!

-Descansa en nosotras.

Paca, sin detenerse, salió a la calle, dirigiéndose con acelerado paso al palacio de la condesa de Santillán. En él supo por el portero que la señora hacía tres días que se hallaba en su quinta del Pardo.

Desconcertada quedó Paca con tal noticia, y a pesar del estado en que se hallaba su ánimo no pudo menos de chocarle en gran manera el que aquella señora se hubiese ido a su quinta en estación tan poco a propósito.

Resuelta a hacer por su parte cuanto le fuera dable por adquirir noticias del hombre por quien su corazón se interesaba de una manera tan viva, determinó ir a casa de doña Catalina de Sandoval, señora que le manifestaba gran cariño, y de la que estaba segura Paca se interesaría por ella. Concebir el proyecto y ponerlo en ejecución fue todo una misma cosa.

Llegó, pues, a casa de la señora de Sandoval, y a poco de haberse anunciado fue introducida Paca a presencia de aquella.

-Vale más tarde que nunca -dijo la señora a Paca.- ¿Te has dignado por fin acudir a mi llamamiento?

-Señora, he estado cuatro días ausente de mi casa, bien a mi pesar y sufriendo mucho, por lo mismo no debe extrañaros...

-¿Cómo, cómo es eso?... Explícate, hija, explicate.

Refirió Paca, sin omitir el más mínimo detalle, todo cuanto le había pasado.

Doña Catalina mostrábase admirada y un tanto conmovida.

-Verdaderamente tiene mucho de novelesco lo que me has contado. Y dime: ¿cuál es el objeto que aquí te conduce, querida mía?

-Es de ver si podré, por medio vuestro, saber algunas noticias acerca de un sujeto que me interesa -dijo Paca ruborizándose.

-¿Cómo se llama?

-Don Luis de Guevara.

El rostro de doña Catalina cambió súbitamente de color; no pasó este detalle desapercibido a la perspicacia de Paca.

-¿Y de qué y cómo conoces tú a ese caballero?

-Por habérsele presentado a mi madre un amigo suyo suplicándole le prestase refugio en casa, hasta tanto se pudiera arreglar cierto asunto desagradable, que había puesto a don Luis en el caso de ocultarse.

-¡Ah! Según eso ¿era en tu casa donde estaba escondido?

-Sí, señora.

-Y naturalmente, no pudiendo don Luis resistir a los atractivos de tu hermosura, ¿te habrá hecho el amor?

Advirtió Paca algo extraño en el acento de doña Catalina, y comenzó a sospechar que aquella era quizá rival suya; así, pues, se propuso estar en guardia para no venderse a sí propia y ver si conseguía aclarar la duda que repentinamente había nacido en su alma.

-¡Oh! no, ciertamente; a mi no me ha dicho nunca don Luis ni una sola palabra más allá de la otra; sólo que mi madre está inquieta y también yo lo estoy, pues basta que haya estado en mi casa, sentiría que el pobre hubiese tenido algún mal tropiezo.

-Pues si no es más que eso, tranquilízate, pues presumo que ha tropezado muy a su gusto.

-¿Sabéis dónde está, pues?

-Por lo menos lo presumo. Ese joven está en moda; sé yo de varias damas que por él suspiran, y juzgo que una de ellas, la noble condesa de Santillán, es la que le retiene prisionero en sus amantes brazos.

Juzgue el lector cuánto estaría sufriendo la pobre Paca; sin embargo, haciendo un titánico esfuerzo, supo contenerse y disimuló hábilmente lo que por su corazón estuvo pasando.

-Creo haberos dicho que la señora condesa de Santillán se halla ahora y desde hace tres días en su quinta del Pardo.

-Razón de más para que se trueque en evidencia mi suposición; sí, querida mía, sí; esa mujer, olvidándose de lo que no debiera, habrá encadenado en sus redes al mimado doncel, e indudablemente en la quinta del Pardo, entregadas a las delicias de su amor criminal, vivirán las enamoradas tórtolas gozando las delicias del paraíso; pero nada tendría de extraño que sorprendiera a los palomos el milano.

Doña Catalina ocultaba bastante mal el despecho que la dominaba. Paca quedó completamente convencida de que su interlocutora amaba también a Luis.

-Vaya, pues, señora; mil gracias por vuestra bondad.

-¿Te vas ya?

-He dejado mi madre al cuidado de dos amigas; hace cuatro días que la pobre anciana llora mi ausencia, y tengo deseos de...

-Sí, sí; comprendo que no quieras prolongar su angustia. No olvides traerme cuanto antes el bordado que te encomendé.

-No os haré esperar mucho tiempo.

-Adiós, y repito que estés tranquila por lo que hace a don Luis.

Salió Paca de casa de la señora de Sandoval, dirigiéndose a la suya con el corazón angustiado; pues si bien es cierto que tenía casi la seguridad de haber averiguado lo que deseaba, en cambio había comprendido que el corazón del hombre que ella amaba se lo disputaban otras mujeres a quienes la fortuna había colocado en posición de la que ella distaba mucho.

Capítulo XXXIX. El corazón de una maja

-¡Ah! vamos, ¡gracias a Dios! -exclamó Lola viendo entrar a Paca.- Tu madre se ha despertado y arde en deseos de verte. Allí está Concha con ella.

Paca penetró en la habitación donde se hallaba su madre.

-¡Por fin, hija mía!

-Sí, ya estoy aquí, madre -le dijo Paca besándola con efusión y cariño.

-Hija mía, tú estás pálida, ojerosa, ¿estás mala? -preguntó la anciana con solícito acento.

-No, madre, no; es que estos días he trabajado mucho y tal vez sea eso.

-¡Válgame Dios, hija mía! Te estás quitando la vida.

-¡Bah! no hay miedo; me siento buena por ahora, gracias a Dios.

-¡Ea! -dijo Lola, disponiéndose a marchar con su amiga Concha- Salú y a más ver.

-Adiós, mis buenas hijas.

-Procure usté descansar y ponerse buena pronto.

-Eso, eso; y en llegando que sea ese día lo hemos de celebrar, a fe de Concha.

Despidiéronse las dos manolas de Paca y su madre, y salieron de aquella casa dirigiéndose a las suyas respectivas llevándose tras de sí más de un corazón de algún amartelado galán.

Paca, entretanto, no se apartó aquel día casi ni un momento del lado de su anciana madre.

A la mañana siguiente, hallábase Paca bordando en su cuartito, en tanto descansaba la enferma. La hermosa joven estaba hondamente preocupada, tanto que apenas advirtió la llegada de su amigo Vicente.

-Felices, hermosa Paca, ¿cómo sigue la enferma?

-Bastante mejor, según me parece.

-Vuestra presencia habrá influido mucho en esta mejoría; pero a juzgar por vuestro semblante, paréceme, amiga mía, que de ayer a hoy ha aumentado vuestra melancolía. ¿A qué viene abandonarse de tal manera al dolor?

-No; ¡si yo no estoy triste!

-He ahí una perla desprendida de esos hermosos ojos, que desmienten lo que afirmáis. Si no estáis triste ¿a qué viene llorar? Vamos, Paca, tened completa confianza en mí; reveladme, si me creéis digno de ello, la causa de vuestro pesar.

Paca, con voz que el llanto embargaba, contestó:

-Sí, que tengo en usté confianza.

-En ese caso demostrádmelo, refiriéndome lo que os ocurre.

-Sí, os lo diré todo; tengo necesidad de vuestros consejos.

-Hablad, pues.

-Ocultaros lo que mi corazón siente por Luis, es inútil, pues harto lo sabéis.

-¿Y bien?

-Ya sabéis que ayer me propuse averiguar, si podía lograrlo, por medio de una señora, el paradero de vuestro amigo. La señora es la condesa de Santillán. Fuime en derechura a su casa y no me fue posible hablarla, porque se me dijo se hallaba ausente de Madrid y en su quinta del Pardo.

-No veo el motivo para que eso os aflija de tal manera.

-Es que no es esa la causa. Escuchadme: no siéndome posible ver a la condesa, me fui a ver a la señora de Sandoval; ésta se alarmó tanto cuando vio que me interesaba por Luis, que no le fue posible disimular lo que su corazón sentía, y que yo adiviné al momento.

-¿Qué?

-Doña Catalina ama a Luis. ¡Oh! no me cabe duda de ello.

-Aunque así sea, si él no la ama a ella nada hay perdido.

-Además, doña Catalina me dio a entender claramente que está celosa.

-¿De quién?

-Díjome que indudablemente Luis se hallaría en el Pardo con la condesa de Santillán.

-¡Ah! -exclamó Vicente cual si se fuera desvaneciendo la nube que ofuscaba su vista- Seguid.

-Poco tengo que añadir; según me afirmó doña Catalina, la condesa ama a Luis, y ella es la que le retiene.

-Empiezo a ver claro en este negocio.

-¡Pero es posible eso en una mujer casada, en una gran señora!

-¡Ay, amiga mía! Si pudierais penetrar los secretos de eso que llamamos el gran mundo, estoy seguro que os horrorizaríais.

-¿Comprendéis ahora el por qué estoy triste?

-Sí; pero debo advertiros que no debéis alarmaros.

-¿Creéis acaso que pueda yo figurarme, pobre de mí, el salir victoriosa, teniendo por rivales a dos tan hermosas señoras?

-Y estoy seguro que las venceréis.

-¡Yo!

-Sí, Paca, sí.

-Sería más que tonta en creerlo. ¿Quién soy yo al lado de ellas? ¿Qué valgo?

-Sois la virtuosa y bellísima doncella; sois un cristal puro que no ha empañado ni el más mínimo soplo de corrompido aliento; sois la flor silvestre que se mece ufana y sencilla en purísimo vergel; sois el ángel de bondad y abnegación que la infinita bondad del Señor ha colocado junto a Luis, para velar por él y hacerle feliz. Entretanto, esas señoras que me habéis nombrado, ¿qué son? La una, una mujer que sin tener en cuenta las consideraciones que se le deben a un esposo, por más que éste repose en la tumba, hace gala de los ilícitos amores que la unen a un noble anciano. La otra, una gran señora que teniendo en bien poco su propio decoro y el honor del hombre a quien se uniera en los altares, no vacila en dar pasto, según me habéis manifestado, con sus amores a la maledicencia pública: ambas son dos flores que han perdido la virtud del aroma que un tiempo las embelleciera; dos flores marchitas ya y que no pueden competir en modo alguno con la fragante rosa que se columpia ufana en su tallo, conservando intactos su aroma y su color. Conozco suficientemente a Luis, y tengo la seguridad de que su corazón se inclinará decididamente hacia el lado de la virtud: no tengáis la menor duda de ello; suponer lo contrario, sería inferir una ofensa a la delicadeza de mi querido amigo.

-¡Ah! Si eso fuera verdad, ¡cuán feliz sería yo!

-Sí, mi querida amiga; no dudéis, y dejad obrar al tiempo; él se encargará de demostraros la verdad de cuanto os he hablado. Me retiro en la seguridad de dejaros más tranquila; fiad en el porvenir; de lo que me habéis referido he sacado deducciones, que creo han de serme útiles para hallar al fin a Luis. Hoy trataré de averiguar si se halla ya en Madrid la condesa; mañana volveré a informaros de las noticias que haya podido recoger.

Quedó Paca abismada en profundos pensamientos. Las palabras consoladoras de Vicente no habían logrado desvanecer completamente los recelos que atormentaban su alma. A su manera pensaba y deducía del modo siguiente:

-¿Quién soy yo, por más que diga don Vicente, para presumirme que el hombre que amo con todo mi corazón me prefiera entre las varias mujeres que ambicionan poseer su cariño? ¿Cómo podrá competir la humilde y pobre hija del pueblo con las bellas y ricas señoras que le rodean? ¿No sería demasiado mi orgullo en abrigar la menor esperanza? Podrá tal vez Luis no amar a esas dos señoras por las malas cualidades que tienen; pero entre las muchas de su misma clase y rango, ¿no es fácil que Luis encuentre una que más tarde o más temprano le enamore completamente? Sí, no debo hacerme ilusiones; mucho le amo, más que le podrá amar mujer alguna; pero, desgraciadamente para mí, creo que me he enamorado de un imposible.

Apoyó lánguidamente Paca su abrasada frente entre sus manos, y así permaneció largo rato completamente abstraída en sus melancólicas y tristes reflexiones. De repente varió de posición, y como inspirada por un súbito y leal presentimiento, se dijo:

-¿Acaso no pudiera acontecer que Luis se encontrara retenido, a pesar suyo, en poder de la condesa? Y si eso fuera cierto, ¿no debo yo, por más que esté completamente convencida de que he de sacrificar mi amor encerrándole en mi pecho, no debo, repito, poner de mi parte todo lo posible a fin de salvarle? Sí, este es mi deber; sacrifíqueme yo, pero que él sea feliz. Bien sé que tal vez él ni repare siquiera en mi sacrificio, que por desgracia suele suceder que los altos no reparan en los bajos, y los pisan sin misericordia; pero si muero por él, y al espirar le veo dichoso, moriré contenta.

Capítulo XL. Donde volvemos a hablar de la hija del conde de Lazán

Desesperada estaba María de Lazán desde el momento en que su padre le había anunciado su resolución irrevocable de dar su mano al vizconde del Juncal.

Comprendía perfectamente las razones que le daba el conde; comprendía que, efectivamente, dadas las condiciones en que se hallaba el pleito sostenido entre sus dos casas, aquel matrimonio era de gran importancia.

¿Pero y su amor? ¿Y su corazón que se hallaba tan vivamente interesado, su corazón que amaba por primera vez, que había consagrado todos sus latidos y toda su felicidad al cariño de Luis?

El sacrificio era superior a sus fuerzas: la pobre niña no tenía valor para hacerlo.

Además, precisamente en aquellos momentos, Luis estaba en desgracia.

Hacerle ella traición, sería doblemente inicuo.

Por otra parte su hermano estaba todavía en el lecho, herido a consecuencia de la venganza de Antonio, según vimos en otro lugar; también él la había hablado en el mismo sentido que lo hiciera su padre, y negarse en absoluto a la demanda de éste, tal vez pudiera ser que agravase su estado.

¿Pero cómo podría ella, cediendo a estas consideraciones, mentir al vizconde un amor que no sentía?

¿No tendría éste derecho a exigirle lo que ella por ningún estilo se encontraba con fuerzas suficientes para hacerlo?

En esta lucha, en este continuo malestar, al cual se unía también la incertidumbre en que se hallaba respecto a la suerte que él podría alcanzar por su duelo con el marqués Adelfi, la pobre joven pasaba días de mortal angustia y de zozobra perenne, que hacían palidecer sus mejillas, y que rodeaban sus ojos de ese amoratado color que imprimen las lágrimas y los insomnios.

Y entretanto íbase aproximando el día que, según el conde, debía celebrarse su enlace, y María estaba segura que aun en el mismo altar, no podría menos de negarse a entregarle su mano.

En el momento que volvemos a encontrarla, se halla en su aposento, y precisamente es el mismo día en cuya noche Luis recibió la herida que le infirió Simón.

Ha enviado un mensaje al vizconde del Juncal, y espera llena de impaciencia el momento en que éste se presente en su palacio.

Sentada en uno de los sillones de su cámara, la pobre niña se entregaba a profundas y dolorosas meditaciones a juzgar por las lágrimas que se veían asomar a sus ojos.

Sin embargo, resuelta, mientras viviese Luis, a no dar la mano al vizconde, había formado su plan y se hallaba dispuesta a realizarlo.

Muerto su amante, no hubiera vacilado en casarse, porque sabía que su sentimiento, su pena profundamente arraigada en su alma, la hubieran muerto al poco tiempo de su consorcio; pero vivo Luis, comprendía que no podría amar a otro que a él, y ni quería ni debía llevar al hombre que la confiara su honra, un corazón que abrigaba una pasión inextinguible hacia otro.

Largas horas se pasó con su linda barba apoyada sobre su mano derecha, cuando la voz de un paje vino a sacarla de su meditación.

-¡El señor vizconde del Juncal! -dijo.

-¿El vizconde? Que pase -contestó la joven.

Momentos después se alzó el tapiz que cubría la puerta de la estancia, y el futuro esposo penetró en ella.

Inclinóse con galantería para besar la mano de María, y quedó altamente sorprendido al notar la extraña expresión de su fisonomía.

-¿Qué tenéis, señora? -le preguntó.

-Tengo necesidad de hablar con vos de cosas bastante serias, de cosas que atañen a vuestra felicidad y a la mía.

-¿A nuestra felicidad? Explicaos.

-¿Vos me amáis, no es cierto?

-¡Oh! como los ángeles adoran a Dios.

-Pues bien, amándome como decís, comprenderéis lo imposible que os sería entregar vuestro cariño a otra mujer.

-Pero... ¿qué queréis decir con esto, María? -dijo el vizconde palideciendo, porque entreveía algo de terrible para su corazón.

-Esto significa que no puedo ser vuestra esposa -contestó María haciendo un esfuerzo.

-¿Que no podéis ser mi esposa?... ¿Eso habéis dicho? -dijo el del Juncal con un acento en que se advertía el dolor que aquella revelación le causaba- es imposible, señora, ¿no comprendéis que privarme de vuestro amor sería matarme?

-No moriréis, vizconde, no moriréis; os profeso una amistad demasiado grande para que no pueda consolaros, y vos sois demasiado caballero para exigirme el cumplimiento de la palabra que mi padre os ha dado.

-¿Con que es cierto? ¿Con que no me amáis?... ¡Oh! ¡bien cruel sois, señora! ¿A qué desde un principio no me dijisteis que no me pagabais, que nunca podríais pagar mi cariño? ¿A qué no desengañarme entonces? Tal vez no hubiera sufrido tanto... ¿pero, qué digo? ¡Si entonces os amaba ya con la misma pasión con que os adoro hoy!...

-Escuchadme, vizconde, escuchadme, y guardad en el fondo de vuestro pecho la más grande prueba de amistad que puedo daros confiándoos las amarguras y dolores de mi vida.

-¿Según eso, habéis sufrido mucho? -preguntó con marcado acento de interés el vizconde.

-Muchísimo. Vos sin duda habéis tenido una buena y cariñosa madre que os habrá rodeado con sus atenciones, que os habrá colmado de besos, que habrá pasado largas noches velando vuestro sueño, y que en cambio de sus desvelos, de sus cuidados, sólo os habrá exigido una sonrisa, y ese nombre tan suave de «madre» que vibra tan dulcemente en el corazón de los que nos dieron el ser. Vos tendréis un padre cuyas delicias habréis colmado, habréis poseído una familia en quien depositar vuestras penas, un amigo que os haya consolado; pero yo nada de eso he tenido. ¿No es verdad que me compadecéis?

-¡Sí que habéis sido muy desgraciada! -contestó el vizconde con acento en que se traslucía la emoción que experimentaba- pero ahora -prosiguió- ahora dejadme a mí que yo sea esa madre cuyas caricias no habéis conocido; esa familia, ese amigo, ese esposo, en fin, que os protegerá, que os consolará, y que os compensará con su cariño de todos esos goces de que no habéis disfrutado.

-¡Callad, vizconde! Ya os he dicho que eso no puede ser; escuchadme hasta el fin y comprenderéis que no es culpa vuestra ni mía el no poder aceptar el título de esposa vuestra.

Hizo el vizconde un gesto de dolorosa resignación, y prosiguió la hija del conde de Lazán:

-Ya conocéis el carácter de mi padre, y comprenderéis lo poco dulces que habrán sido sus paternales conversaciones y sus cuidados hacia mí. Entregada siempre a manos mercenarias, mi vida ha sido un desierto inmenso, donde no encontraba ni esos placeres de la infancia, ni más tarde los goces de la juventud. Pasaron los años, y entré en esa otra fase de la vida, en que el alma siente una grande, una imperiosa necesidad de amar, no con el amor que tenemos a los juguetes cuando niños, sino con el amor dulce, reservado, intenso que se siente hacia otra alma que participa de las mismas sensaciones de la nuestra.

-Proseguid, señora -dijo el vizconde con interés.

-Yo oía hablar confusamente de amores; alguna que otra vez sorprendí a mis pajes murmurando palabras de un lenguaje desconocido para mí, a mis doncellas; y todo esto hacía hervir la sangre en mis venas, y en mis largas horas de soledad en mi cámara, mis ojos se llenaban de lágrimas, y entre mis sueños, de entre mi llanto, de entre mis suspiros, brotó un fantasma que se arraigó en mi imaginación, y que a todas horas estaba ante mi asombrada vista. Sus miradas tenían un fluido especial, una irradiación cual nunca había visto en otras, y fijas siempre en las mías, con tanta dulzura, que yo no sabía apartar mis ojos de ellas. Sus labios articulaban algunos sonidos de una armonía tan extraña, tan misteriosa, que mi alma se anegaba de placer. De este modo pasé algunos, muchos días, hasta que al cabo de ellos, vi realizado mi sueño.

-¿Qué decís, señora?

-La verdad, vizconde. Un día vi entrar en mi aposento acompañado de mi padre, a un joven que me miró como nadie hasta entonces lo había hecho. Ruborizada bajé la vista, pero no fue tan pronto que no pudiera ver en su rostro el mismo que yo soñaba. ¿Qué queréis que os diga más? Yo le amé, y él correspondió a mi cariño; me ama, y yo le adoraré toda mi vida. Aquí tenéis, señor, cuanto tenía que deciros; aprecio mucho mi honra y la vuestra para entregaros un corazón en el cual vos no tendríais más que el segundo lugar. Ahora que ya sabéis mi secreto, haced lo que os parezca; decídselo a mi padre si os place así; los excesos de su furor se estrellarán ante mi resolución irrevocable.

Calló María, y durante algún tiempo no se oyó acento ninguno en la estancia.

Había quedado asaz preocupado el vizconde con lo que acababa de oír para que pudiera contestar.

Mil encontrados afectos luchaban en su corazón.

Adoraba a María con el cariño que ella sola era capaz de hacer sentir, y su deber de caballero le obligaba después de la confesión que le había hecho, a renunciar a ella; su egoísmo de amante, y de amante protegido por el padre, le incitaban a seguir adelante su proyectado enlace, forzando la voluntad de María; pero su honor, la delicadeza que le habían inculcado sus padres, se oponían a que hiciese semejante cosa.

Pero tener que renunciar a ella era superior a sus fuerzas; su corazón se desgarraba a semejante pensamiento.

Sin embargo, ahogando sus celos y su dolor, le dijo por fin:

-¿Con que según eso, vuestro amante, el hombre dichoso que posee vuestro amor es?...

-Permitidme, señor, que calle su nombre.

-Está bien, señora; me habéis hablado con franqueza, habéis tenido confianza en mí, y aunque me sea muy doloroso, procuraré hacerme digno, ya que no de vuestro cariño, al menos de vuestra amistad.

-¡Oh! ¡Gracias, vizconde, gracias! -dijo la joven con un acento tal de alegría al ver deshecho su compromiso, que el del Juncal palideció intensamente.

-Hoy mismo escribiré a vuestro padre, anunciándole que me retracto de lo que le había prometido, y será la primera vez que el vizconde del Juncal haya faltado a su palabra.

-¡Tal sacrificio!

-No hay otro remedio: o ser vos desgraciada o serlo yo; y antes que vos lo fuerais, daría mi vida. Siendo yo el que falto, el furor de vuestro padre recaerá sobre mí; y yo puedo resistirlo con más ventaja que vos.

-Pero...

-Es uno de los deberes de la amistad, señora. ¿Queréis que sea vuestro amigo? Pues dejadme hacer lo que debo -contestó el vizconde con una triste sonrisa.

Dichas estas palabras, y besando la mano que María le tendía, le dijo:

-Adiós, María, esta es la última vez que os veo como amante; permitidme que os siga viendo como amigo.

-¡Oh! Siempre.

-Sin embargo, quisiera pediros un favor antes de marcharme.

-¿Cuál?

-Mi existencia, señora, por más que haya vivido en la opulencia y halagado por todo cuanto puede proporcionar la nobleza y el dinero, no ha sido más que un eterno día sin sol y sin luz, día de amargura y de tristeza que acabáis de hacer mucho más terrible con vuestra negativa.

-Ya sabéis las razones que he tenido para ello, y a mi vez debo deciros que amor nacido en tan poco tiempo, y hasta conociendo apenas el objeto amado, no es posible que resista mucho tiempo las pruebas a que el amor de otras nobles damas puedan sujetarle.

-Estáis en un error, señora -repuso el vizconde sonriendo tristemente- los hombres de mi familia no han amado más que una sola vez, y generalmente han sido desgraciados siempre.

-¿Y creéis que de eso puede hacerse regla general, aplicable a vos en ese caso?

-Sí, señora.

El vizconde pronunció estas palabras con un acento tal que María no pudo menos de estremecerse.

-Os digo, señora, la verdad: no hay en la historia de mis antepasados una página de amores que no sea una página de desgracias.

-Vos exageráis, sin duda.

-No por cierto, y en prueba de ello, si me permitís, os haré leer un manuscrito donde estoy seguro que vuestros lindos ojos, que por las muestras que en ellos veo, han llorado mucho, tornarán a llorar por las desgracias de mi pobre familia.

-Duélenme siempre las ajenas desdichas, y las vuestras con doble motivo. Cuando os plazca podréis traerme ese manuscrito; pero recuerdo que antes ibais a pedirme una gracia.

-La de volveros a ver como antes os dije; la de consideraros como amiga, ya que no por esposa, y la de dar de este modo un ligero lenitivo a mis dolores.

-Mucho me temo que mi padre, desde el momento que se aperciba de vuestra negativa, os cierre la puerta.

-Ya haré yo de modo, señora, si vos me autorizáis para ello, de que no se muestre tan severo.

-Pues ¿qué haréis?

-Permitidme que guarde el secreto.

-Dispensado.

Y durante algunos segundos, ambos jóvenes permanecieron silenciosos.

Después alzóse el vizconde de su asiento, y dijo:

-Os ruego que no os ofendáis por la ligera negativa que acabo de formular; pero el temor de ofenderos por una parte, y el ignorar todavía la forma en que he de hacer lo que se me ha ocurrido, me impiden el que os lo diga: más tarde lo sabréis.

-Cuando lo queráis, vizconde.

Poco después, el sobrino de Floridablanca abandonaba la estancia de María, que murmuró después que aquel hubo salido:

-¡Gracias, Dios mío, porque he encontrado otro noble corazón!

Capítulo XLI. El vizconde demuestra a María la funesta estrella que había perseguido a su familia

El proceder del vizconde había llenado de agradable sorpresa a María, que no esperaba tanta generosidad de parte de quien tan inexorable se había mostrado en la cuestión del litigio, que como hemos dicho, había estado sosteniendo con el conde de Lazán.

Así fue que cuando el vizconde se marchó y quedó sola en su estancia y pudo entregarse libremente a sus meditaciones, en medio de las que trataba de ver en su pensamiento la querida imagen de Luis, veía también junto a ella, contemplándola con suplicantes ojos, la del vizconde.

Al día siguiente continuó del mismo modo, y María se reprochaba con mayor violencia aquello que ella calificaba de inconsecuencia.

En estos momentos fue cuando recibió de parte del vizconde el manuscrito que le había prometido, manuscrito que recogió maquinalmente sin atreverse a abrirle, temiendo dar con él mayor incentivo a aquella imagen que parecía ganar en su mente el terreno que iba perdiendo en ella don Luis.

Trató de buscar al lado de su hermano algún reposo para aquella agitación en que su espíritu se hallaba, y le fue completamente imposible.

El joven vizconde de Lazán principiaba a convalecer, aun cuando muy lentamente, de su herida, y el dolor que esta le ocasionaba y el disgusto que le producía el forzado quietismo a que se veía sujeto, teníanle de un humor insoportable.

Si a esto se añade lo que su padre le había dicho respecto a la negativa de María a su enlace con el vizconde, enlace que rehabilitaba su fortuna seriamente amenazada con la pérdida del pleito, se comprenderá muy bien que no estaría en disposición de mitigar las penas de su hermana, sino que, por el contrario, había de acriminarla por su conducta.

Así fue que la pobre niña salió llorando de las habitaciones de su hermano, y llorando volvió a penetrar en las suyas, dejándose caer sobre el blasonado sillón, deplorando entonces más que nunca la desdichada suerte que le había privado de una madre tierna y cariñosa que comprendiese sus penas y las aliviase.

Maquinalmente fijáronse entonces sus ojos en aquel manuscrito, y queriendo consolar sus penas con las ajenas, recordando lo que el vizconde le dijera respecto a su familia, cogió aquel cuaderno y púsose a leerlo.

Desde los primeros momentos interesaba su contenido, y más de una vez durante su lectura llenáronsele de lágrimas sus ojos.

El manuscrito del vizconde del Juncal decía así:

Don Rodrigo López de Paredes.

Por el año de 1440 había llegado a Valladolid, residencia de don Juan II de Castilla, el caballero don Rodrigo López de Paredes, que había permanecido en Francia durante muchos años, y cuya lucida hueste llamó la atención de cuantos la vieron entrar en la capital.

Hervía la corte en parcialidades y bandos qne se hacían encarnizada guerra, y cada uno de ellos trató, desde los primeros momentos, de atraerse al recién llegado.

Pero éste, contestando que únicamente había venido para servir al rey, mantúvose en una neutralidad tanto más de extrañar cuanto que todo el mundo sabía que si el caballero estaba muy sobrado de hierro con sus hombres de armas, en cambio no eran sus rentas bastantes para poderle poner a cubierto de una desgracia.

Frente a la casa donde se aposentaba don Rodrigo, que a la sazón contaba sobre veinticinco años, hallábase la antigua casa solariega de los Zúñigas, representada entonces por la hermosa doña Beatriz y por su hermano don Diego, tan iracundo, mal encarado y altanero como su hermana era hermomosa, sencilla y generosa.

Rodrigo era soltero; mas aun cuando las damas castellanas trataron de demostrarle, desde que llegó a Valladolid, que sabían apreciar en lo que realmente valía su figura arrogante y expresiva y su apuesto continente, no consiguieron que su corazón se diera por entendido.

Son las doce de la mañana. Aún no hace media hora que Rodrigo ha abandonado su lecho, y a través de los vidrios que cubren las altas ojivas de su aposento, tiene fijas sus miradas en los balcones de la casa inmediata, detrás de los cuales aparece de cuando en cuando una linda cabeza de mujer que se retira ligeramente, ruborizada al notar la tenaz mirada de su vecino, fija en su habitación.

El conde no podía disimular un ligero movimiento de impaciencia, cada vez que la traviesa niña retiraba su rostro de la ventana.

Por fin, poco a poco fue venciendo su timidez, fue permaneciendo por más tiempo detrás de los vidrios, hasta que ruborizada alzó sus hermosos ojos y los fijó en los de Rodrigo, que esperando aquella mirada, brillaban sus pupilas con el fuego de un goce, tanto más vehemente cuanto más se había dilatado.

Por un momento, aquellas dos miradas se encontraron, se confundieron en una sola, a través de ella vieron sus corazones, y aquella mirada fue el primer eslabón que unió sus almas para siempre.

La bella niña no acertaba a apartar sus ojos de aquellos otros, que en su más elocuente expresión la llamaban, la acariciaban y le mostraban esos horizontes de felicidad que había soñado tantas veces, y cuya realidad no había conocido todavía.

A aquel llamamiento dulce, amoroso y puro, su pupila se dilataba; sentía en su seno una agitación extraña; y trémula, pudorosa, en sus dulcísimos destellos mostraba a Rodrigo las impresiones de su alma.

Rodrigo comprendía lo que pasaba en el pecho de su vecina, y su mirada se hacía más intensa, más acariciadora; irradiaban sus pupilas un amor tan ardiente, que la pobre niña, subyugada, se dejaba envolver en aquella atmósfera embriagadora que el conde describía en su derredor.

Doña Beatriz de Zúñiga era hija del mariscal don Diego López de Zúñiga, personaje de gran importancia en el reinado de don Enrique III, y aun de mucha más en los primeros años de la minoría de su hijo don Juan.

Privada de su madre al nacer, alejada continuamente de su padre por la política, aquellas afecciones pasaron a una extraña, a su nodriza María, mujer de un antiguo escudero de su padre. María, aunque dotada de esa ternura y sensibilidad exquisita, sólo concedida por la naturaleza a las mujeres, estaba muy lejos de poseer esa segunda vista de una madre, que adivina en su hija el dolor antes que sus labios se lo hayan revelado; no tenía esas grandes al par que sencillas palabras de consuelo que dicta el corazón maternal; no tenía, en fin, esa fibra que descubre la menor lágrima, la más mínima huella de pesar en el rostro de la hija.

Si Beatriz hubiera tenido una hermana, tal vez en ella habría encontrado el alivio que necesitaba; pero como en vez de esto tenía un hermano, cuyo placer consistía en matar los pajarillos que ella cuidaba, y en tronchar las flores que prefería, en vez de amarlo con todo el cariño de su alma, se estremecía involuntariamente a su presencia, y trémula y asustada procuraba evitar encontrarse con él.

Pero cuando su sufrimiento se hizo más terrible, más doloroso, fue a la muerte de su padre. Entonces empezó la verdadera tiranía. Dotado, como ya hemos dicho antes, de un carácter fuerte, irascible y voluntarioso, sacrificaba sin compasión a aquella pobre víctima, que no tenía ni fuerzas para oponerse, ni palabras para desarmar su cólera, ni una persona que la defendiera de los groseros modales de su hermano.

De ahí que esta alma tierna reconcentrase todas sus afecciones, deseando encontrar en una persona una mirada de cariño, una palabra de consuelo, para entregarle en cambio tesoros inmensos de adoración, de lágrimas y de placer.

Una mañana, al abrir las.ventanas de su aposento, reparó en unos ojos que la miraban como nunca lo habían hecho otros.

Y la pobre niña se ruborizó.

Sin atreverse a levantar los suyos.

Temblaba como la hoja en el árbol.

Sus latidos se aumentaban doblemente.

Y una atracción irresistible clavaba sus pies en el sitio donde estaba.

Por fin sus ojos se alzaron; su mirada se cruzó con la de su vecino, y sus pupilas se abrasaron en un beso prolongado de amor.

El misterio estaba revelado.

Beatriz amaba, y era correspondida.

Rodrigo era la realidad del fantasma que habitaba en su pensamiento.

Pronto llegaron a entenderse la dama y el caballero.

Doña Beatriz amó a Rodrigo con su primero y único amor, y éste a su vez sintió por la encantadora Beatriz lo que hasta entonces no sintiera por ninguna mujer.

Durante algunos días fue cielo sin nubes la existencia de nuestros amantes.

Pero al cabo de ellos se nubló de un modo terrible.

Don Diego, el hermano de doña Beatriz, dotado de un carácter colérico, brusco, arrebatado y altanero, verdugo más bien que hermano de la joven, a consecuencia de las banderías en que la corte se hallaba dividida, hízose enemigo de Rodrigo, y las consecuencias recayeron de un modo formidable en su pobre hermana.

Sospechándolo o ignorándolo, el caso fue que prohibió terminantemente a su hermana todo trato con el caballero, y al mismo tiempo la exigió que se casase con otro magnate de la parcialidad que él defendía.

Beatriz sintió que se le oprimía dolorosamente el corazón ante aquella exigencia.

Trató por medio de pretextos de oponerse a ello; pero irritado a su vez don Diego, exigióle un pronto y terminante cumplimiento.

La pobre niña no era posible que accediese a lo que se la exigía.

Su corazón pertenecía a Rodrigo, y carecía de fuerzas para serle perjura.

La cólera de Diego no conocía limites.

Puso en juego todos los recursos que le sugería su ardiente saña, para evitar que su hermana viese al caballero, y como daba la casualidad de que éste habitaba frente a la casa de Diego, hizo trasladar las habitaciones de su hermana a otro punto, y el enamorado galán no pudo menos de sentir extraordinaria opresión al ver que pasaban los días y no sólo no veía a su amada, sino que ni aun sabía nada absolutamente de ella.

En este estado, ocurriósele al monarca salir un día de caza acompañado de sus caballeros.

El conde, aun cuando con el corazón desesperado porque nada sabía de su amada, no tuvo otro remedio que ir.

Los monteros habían descubierto un hermoso jabalí, a más de otras piezas menores, y la cacería prometía ser brillante.

Rodrigo se apostó en uno de los sitios en que la naturaleza desplegaba esa riqueza salvaje que tanto engrandece las vistas del campo.

A su frente se extendía el bosque con sus gigantescos olmos, sus seculares pinos y sus robustas encinas; las malezas entretejidas cubrían los claros que dejaban los árboles. A su izquierda se abría una revuelta senda que conducía al camino y que venía a perderse en un oscuro precipicio abierto en las rocas, y en cuyo tenebroso fondo se distinguía una agua turbia y cenagosa.

A unos cincuenta pasos de este precipicio, se alzaba el castillo señorial, cuyas denegridas torres cerraban el cuadro majestuoso que tenía ante su vista Rodrigo.

Pensativo por demás estaba el conde: aquella mudanza en el cuarto de doña Beatriz, aquella especie de clausura en que su hermano la había puesto, le tenía con alguna inquietud. De cuando en cuando algún ligero rumor venía a sacarle de su meditación, y empuñando la jabalina que tenía a su lado, dirigía al interior del bosque una mirada escrutadora.

Ferrando, que permanecía a algunos pasos de su señor con la ballesta preparada, participaba también de la preocupación del conde.

De pronto, el sonido de una trompa de caza, atravesó el espacio; a su última vibración se reunieron otras ciento que esperaban aquella señal, oyéndose en seguida los ladridos de los perros y los gritos de los monteros que los animaban con sus voces.

A estas seriales, el conde alzó la cabeza, preparó su arma y esperó a que la pieza pasase cerca de él para arrojársela. Entretanto las voces se oían menos distantes, las trompetas resonaban con más fuerza, y la cacería se acercaba hacia donde estaban Rodrigo y su escudero.

Al cabo de un instante, un ruido que se sintió en la maleza les hizo estremecer, y un caballo que salió del bosque desbocado, con una dama encima, les hizo dar un grito de espanto.

Al aparecer el caballo, reconocieron a la que lo montaba, a doña Beatriz, y ambos se lanzaron a socorrerla; pero apartándose bruscamente la maleza, dio paso a un jabalí monstruoso, que con los ojos chispeantes, y arrojando por la boca sangre envuelta en la baba, se lanzó en medio de la plazuela quedando un instante parado, eligiendo sin duda la presa que había de hacer.

Su elección no fue muy dudosa; dando un salto tremendo fue a caer a algunos pasos del caballo de doña Beatriz, que doblemente espantado partió como una exhalación en dirección al precipicio, sin que bastase a contenerle las riendas que con mano trémula empuñaba la joven.

-¡Tú al jabalí, y yo a la dama! -dijo Rodrigo entregando su jabalina a Ferrando y tomando su ballesta.

El riesgo era inminente, el caballo se hallaba próximo a la sima, y sólo un milagro podía salvar a doña Beatriz.

El conde, con el corazón palpitante, pero con la mano bien serena, templó la cuerda, y encomendándose a todos los santos del Cielo, la soltó, y la saeta fue silbando a clavarse en el pecho del corcel, que vaciló un momento y cayó derribando en su caída a su señora, que pálida de terror al principio, se desmayó al conocer la inmensidad del peligro.

Saltar Rodrigo de su caballo, correr a donde ella estaba y levantarla en sus brazos fue obra de un momento. Con la cabeza inclinada sobre el hombro del conde, cerrados los bellos ojos, pálida con esa palidez mate que tanto se asemeja a la muerte, Beatriz estaba sublimemente hermosa; Rodrigo la contemplaba con avidez, y se desesperaba no encontrando un recurso para hacerla volver de su desmayo.

Por fin, un débil estremecimiento que se esparció por todo el cuerpo de la joven, manifestó que volvía en sí, y cuando entreabrió sus ojos, la alegría de nuestro conde fue infinita.

-¡Rodrigo! -murmuró con inefable delicia.

-¡Ángel mío! -dijo el conde arrodillándose junto a Beatriz.- ¡Cuán feliz soy al volverte a ver!

-¡Cuánto te debo, Rodrigo! Sin ti, hubiera perecido indudablemente.

-El ángel protector de nuestros amores, no ha querido sumergirme en la desesperación que tu muerte me hubiera ocasionado -dijo el joven con pasión.

-¡Oh! ¡Y qué cruel hubiera sido morir, cuando el horizonte de mi felicidad se empieza a esclarecer! -contestó Beatriz temblorosa, como si aquel pensamiento le aterrorizase.

-No pensemos ya en lo pasado, y dime ¿por qué motivo te he encontrado en el bosque, cuando yo menos lo pensaba?

-Iba al convento de Santa María del Monte.

-¿Al convento? -dijo el conde con extrañeza- ¿Y a qué?

-A quedarme allí.

-¡Tú!...

-Sí; mi hermano me conducía a él.

-Pero, ¿por qué causa?

-¡Porque te amo! -contestó con un acento tan lleno de sencillez y de pasión la joven, que Rodrigo cayó ante sus plantas otra vez, murmurando:

-¡Oh! ¡Cuán digna eres de que yo te consagre mi amor! -Y después prosiguió- ¿Con que según eso, se halla tu hermano tan opuesto a nuestros amores?

-¡Muchísimo! No contento con haber mudado mis pajes, mis dueñas y mis doncellas, anoche me anunció con peores modales que otras veces, que ya estaba cansado de que su honra la mancillase con mis amores, que toda la corte lo sabía, y que era su resolución irrevocable, que partiese al convento de Santa María, o que olvidase mi amor.

-¿Y tú qué le respondiste? -preguntó Rodrigo anhelante.

-Ya lo ves, marchaba hacia el convento.

-¡Oh! ¡Bendita seas! ¡Cuánto te amo! Y cogiendo una mano que Beatriz le abandonaba, fue a llevarla a sus labios, cuando otra mano se interpuso separándolos violentamente, y una voz que hizo dar un grito a la joven, dijo:

-¡De pie caballero! a ver si como sabéis empañar la honra de una dama, la sabéis defender.

Levantóse el conde y se encontró con el hermano de su amada, que con el furor retratado en su semblante y la espada en la mano, le amenazaba.

Tirar de la suya Rodrigo y lanzarse sobre su adversario, fue una cosa tan rápida que no se puede explicar.

Al verlos Beatriz, se arrojó en medio de ellos exclamando:

-¡Por compasión, envainad esos aceros! Y dirigiéndose a su hermano le dijo: -¡Mátame, satisface en mí tu sed de venganza, pero no le toques a él!

-¡Aparta, infame! -le dijo aquél rechazándola con tanta dureza, que fue a caer sobre el césped desmayada.

-¡Oh! ¡Miserable! -dijo Rodrigo con los labios pálidos de coraje, y cayendo sobre don Diego López de Zúñiga con la espada en alto- Yo vengaré ese ultraje con tu vida.

La lucha fue muy corta.

Rodrigo hacía todos los esfuerzos posibles para vencer a su adversario, que lleno de ira, tirábale tan furiosas estocadas que difícilmente Rodrigo las podía parar.

Finalmente, tratando de esquivar en los movimientos de la lucha el tropezar con el inanimado cuerpo de Beatriz, quedóse un momento en descubierto, y aprovechándose de su descuido, alcanzóle la espada de Diego, que hiriéndole en un hombro, le hizo soltar el arma que tenía en la mano y caer al suelo cerca de su amada.

Ferrando acudió inmediatamente en auxilio de su señor, y mientras tanto, Diego llamando a sus escuderos recogió a Beatriz, la hizo conducir a la silla de manos, y poco después salía del bosque dirigiéndose hacia el convento, a la par que murmuraba:

-Yo te juro, don Rodrigo, que si mi espada no ha conseguido arrebatarte la aborrecida existencia, yo sabré tomar cumplida venganza de ti.

Largos días se pasaron hasta que don Rodrigo pudo abandonar el lecho.

Durante ellos, ni había tenido noticia alguna de Beatriz, ni le fue posible hacer llegar hasta ella ninguna de las referentes a su estado.

Y sin embargo, escenas sumamente fuertes habían tenido lugar entre Beatriz y su hermano.

En vano había tratado don Diego de obligar a ceder a la joven.

Ésta había formulado de una manera clara y precisa su voluntad, y ni los ruegos, ni las consideraciones, ni las amenazas pudieron hacerla ceder.

Convaleciente apenas don Rodrigo, rompióse la tregua que la corte de Castilla tenía ajustada con los moros, y el monarca hubo de reclamar el auxilio de todos los caballeros de sus reinos.

Rodrigo, tanto por obligación, cuanto porque deseaba poner término a una existencia que sin Beatriz se le hacía completamente insoportable, ofrecióse al monarca para ir a combatir con sus lanzas a los musulmanes, y en breve tiempo aderezó su hueste y se dispuso a marchar.

Precisamente por entonces tuvo ocasión el rey de conocer los amores de Rodrigo con la hermana de Diego de Zúñiga.

Interrogó sobre el particular al caballero; refirióle éste lo que había, y el buen monarca don Juan II, tratando de conciliar enemistades que tantas turbulencias estaban ocasionando a su reinado, llamó a don Diego y le pidió para Rodrigo la mano de su hermana.

No era posible desairar al rey, y el de Zúñiga no tuvo más remedio que ceder.

Pero salió del alcázar y murmuró con aquel acento a que él daba tanta expresión:

-¡Rey don Juan, mal hiciste en mezclarte en mis asuntos, porque he resuelto que don Rodrigo no sea el esposo de Beatriz, y no lo será!

Y al día siguiente, cuando la mesnada de don Rodrigo López salía de Valladolid llevando desplegado el pendón de su señor, Diego de Zúñiga salía también de la ciudad.

Las primeras noticias que en la capital se tuvieron de Rodrigo, fueron las de sus triunfos sobre los infieles.

Asentado en el fondo de un ameno valle, a dos leguas de Orihuela, el ejército vencido de Ayub ha establecido sus reales.

Sentado sobre un montón de pieles de tigre, apoyada la cabeza en sus manos, se encuentra el caudillo árabe, solo en su tienda, considerando todo el baldón que sobre él ha de caer por la derrota que ha sufrido.

Es de noche: de cuando en cuando cruzan por el espacio los gritos de los atalayas, que vigilan todas las avenidas del campamento.

Excepto esos gritos, todo reposa en un profundo silencio en el campo de los moros.

Delante de la tienda del emir se pasean dos soldados africanos, cuyo rostro, tan negro como la noche, resplandece bajo las blancas cotas que cubren sus cabezas.

De pronto se detienen, y cruzando sus largas lanzas de dos hierros, quedan inmóviles a la puerta de la tienda.

La causa de su inmovilidad ha sido la aproximación de dos bultos, que conforme se han ido acercando a ellos se han podido distinguir mejor sus formas.

El uno de ellos, cubierto con un largo caftán negro, es un árabe; el otro, armado a la usanza castellana, es un cristiano.

El primero avanzó hasta la puerta de la tienda.

El segundo se detuvo a algunos pasos de ella.

-¡Franquead el paso! -dijo el moro a los soldados.

-¿Quién sois? -preguntaron aquellos.

-Miradme.

Y el árabe, desembozándose del caftán, mostró a los africanos su rostro, sin duda muy conocido de ellos, cuando apartando las lanzas, dijeron:

-Pasad, walí.

Y el walí levantó el tapiz que cubría la entrada de la tienda y se encontró frente a frente con Ayub.

-¡Que el Dios altísimo y único te proteja, emir! -le dijo haciéndole una zalá tan profunda, como el absolutismo musulmán exigía.

-¡Que él sea contigo, Kaleb! ¿Qué me quieres?

-Nuestros atalayas han cogido un cristiano, que venía, según ha dicho, a comunicarte nuevas de un gran interés.

-Bien; mañana me las dirá.

-Es que ha dicho que urge para tu seguridad y la de nuestros soldados, que te hable en seguida.

-¿Eso ha dicho?... ¿Será tal vez algún lazo?...

-Le recogeremos sus armas, y...

-Calla, Kaleb; Ayub-Ebu-al-Gedar no ha temido nunca; que pase.

-¿Quieres que llame a tus soldados para que estén prevenidos?

-No; dejadme solo con él.

Kaleb salió de la tienda, y después de haberse asegurado Ayub de que su yatagán salía con facilidad de la vaina, esperó con seguridad la llegada del cristiano.

Entró éste, se alzó la visera del casco, dejando ver la dura expresión del rostro del hermano de doña Beatriz, don Diego de Zúñiga, y dijo:

-¡Dios te guarde, moro!

-¿Qué me quieres? -le preguntó Ayub.

-Darte lo que deseas.

-¿Y qué es lo que yo deseo? -dijo sorprendido el emir.

-La venganza.

La sorpresa de Ayub crecía, y no pudo menos de exclamar:

-¿Y quién eres tú que así adivinas mi pensamiento?

-Un hombre que como tú desea vengarse, y que te necesita a ti para que le ayudes.

-Habla, ¿de qué modo lavaré mi afrenta?

-Dentro de una hora estará sobre vosotros el conde de Rivadeo con su gente, y seréis vencidos otra vez.

-¡Por Alá! que me das una noticia satisfactoria.

-Escucha hasta el fin; para conseguir nuestro objeto, es menester que todos tus infantes se pongan en marcha y vayan a internarse en los jarales que hay a legua y media de aquí.

-Ya penetro tu intención, quieres dividir mis tropas para hacer más fácil su destrucción; ¿y tú no sabes lo que el emir Ayub hace con los traidores?

-Poco me importa lo que hace -contestó con desdén Diego de Zúñiga- pero si hubiera querido hacerte traición, ¿crees que hubiera venido a decírtelo?

-Es verdad: prosigue.

-Haz que se prepare la caballería, que un pelotón se adelante para hacerles frente y empeñarlos en la acción, en seguida empezaréis a retroceder hacia los jarales; el conde se lanza en vuestra persecución; entretanto otro cuerpo de caballería carga por la espalda sobre los cristianos; a favor de la noche, el conde no puede ver vuestros movimientos, creerá vuestra huida real, y llegará hasta vuestra emboscada con tan poca gente, que seréis, o muy cobardes o muy necios, si no vengáis vuestra derrota.

-No me parece mal -repuso Ayub, después de un instante de meditación- ¿pero quién me responde de que tú no me engañas?

-Mi vida que te entrego, hasta que hayas salido bien de la empresa.

-Aceptado: ¡Hola! ¡Kaleb!

El walí se presentó a la tienda.

-Mis armas, mi caballo, y avisa a mis walíes que se levanta el campo.

Un cuarto de hora después, una masa informe se dirigía con el mayor silencio hacia los jarales de Orihuela, mientras una descubierta de caballería avanzaba por el camino donde había de venir Rodrigo.

Era una mañana del mes de setiembre: un sol de otoño derramaba sus tibios resplandores sobre la ciudad de Valladolid, sol del que la pobre prisionera no podía disfrutar.

Sentada en una tosca banqueta de cuero, la pobre Beatriz miraba pasar tristemente las horas, que se le hacían más largas por la inmensa soledad y aislamiento en que se encontraba.

De pronto la puerta de la cámara se abrió y apareció en el umbral de ella la sombría figura del noble señor don Diego López de Zúñiga, cuyo semblante resplandecía con un gozo cruel.

Un débil grito se escapó del seno de Beatriz, grito intraducible, que tanto podía significar el terror, porque sus males se aumentaran, o la alegría, porque con su venida tuviesen término.

Adelantó algunos pasos el caballero, y fijando en su hermana una mirada de hielo, le dijo:

-¿Es decir, señora, que os habéis empeñado en moriros?

-Al menos muriéndome dejaré de sufrir.

-¡Sufrir!... ¡sufrir! -contestó con acento duro su hermano- ¿y quién tiene la culpa de vuestro sufrimiento?

Alzó sus bellos ojos Beatriz, y los fijó en su hermano con una expresión tan triste, con una especie de acusación tan dulce, que éste no pudo menos de bajar los suyos involuntariamente, contestando a aquella muda acusación.

-¡Ea! dejémonos de niñerías, señora; todo lo que ha pasado démoslo al olvido; desde ahora mismo vuelve a empezar para vos vuestra antigua existencia, y preparaos para formar mañana parte del cortejo de la reina, para recibir a la princesa doña Blanca.

Fue tan grande el asombro que se pintó en el semblante de Beatriz, tan enérgico, tan expansivo, que no pudo menos de notarlo su hermano, que prosiguió sonriéndose:

-¿Qué, te extraña mi conducta ahora?... Bastante sabes que tengo poderosos motivos para ello, y entre ellos, el principal es no tener que temer nada de la persona que me había obligado a usar contigo tanto rigor.

El acento con que pronunció Diego estas palabras, hizo estremecerse a la pobre niña; la expresión que se retrató en su semblante, aumentó su temor, y una sospecha cruel hirió su imaginación tan poderosamente, que sin poderse contener, exclamó:

-¿Y quién es esa persona de quien ya no tenéis que temer?

-Vuestro amante, digo mal, aquel necio que quiso aspirar a vuestra mano.

-¡Rodrigo!... -murmuró con voz débil Beatriz, que empezaba a entrever algo de horrible en la satánica expresión del rostro de su hermano y en su extraño acento.

-Sí, Rodrigo López, ese caballero tan fanático partidario del condestable, cuyas lanzas destrozaron nuestras mesnadas en los campos de Medina.

-Y... ¿qué le ha sucedido?... -preguntó Beatriz, cuyo temblor crecía por momentos.

-Nada; que llevado por su extremada arrogancia, se ha entrado por las fronteras de los moros, y después de haberlos destrozado, ha caído a su vez prisionero, y el alcaide de Baza se habrá cobrado en su cabeza la sangre de sus soldados.

Al oír estas palabras, dichas con la más cruel indiferencia, sintió Beatriz que todas las fibras de su alma se partían en mil pedazos, y tras un grito desgarrador; un grito que expresaba una agonía intinita, cayó casi cadáver sobre el frío pavimento de la estancia.

Lanzóse a socorrerla su hermano; tocó su frente y estaba helada; cortó con su daga los cordones de su vestido, puso su mano sobre el corazón de la infeliz amante, y el corazón no latía; entonces un remordimiento terrible y sombrío se alzó en su pecho, y casi loco se echó fuera de la estancia, gritando:

-¡Hernando, Pérez, Farfán! ¡Todos id en busca del bachiller Cibdadreal, pronto, traedme un médico, que se muere mi hermana! ¡Idos o temed mi cólera!

Temerosos del furor de su amo salieron algunos criados en busca del médico de Su Alteza, el célebre Fernán Gómez de Cibdadreal, y a los pocos minutos volvió Hernando con el célebre bachiller.

Entró éste en la estancia de doña Beatriz, donde don Diego la había hecho trasladar, y desentendiéndose de éste, que sentado en un sitial junto al inanimado cuerpo de su hermana se mesaba los cabellos con desesperación, se puso a observar con una atención profunda a la pobre niña.

En la severa expresión de su rostro, en la tristeza que se esparció sobre él cuando tocó el pulso de la enferma, comprendió Diego que no había esperanza alguna, y dio rienda suelta a su furor, acusándose de ser el verdugo de su hermana.

-No es tiempo ahora de recriminaciones; vuestra hermana vive -dijo Fernán que después de haber aplicado un frasquito de esencia a la nariz de la dama, había sorprendido una débil pulsación en su muñeca.

-¡Oh!... ¡Gracias!... ¿No me engañáis?... Hablad, pedid cuanto queráis, pero salvadla.

-Lo único que ahora quiero es quedarme solo con ella; su estado es grave, y necesito estudiarlo.

-Pero...

-Un médico sabéis que tiene ciertas exigencias que son necesarias satisfacer.

-¿Pero vivirá? -insistió Diego.

-Ahora vive; después os diré si vivirá.

Había en la mirada y en el acento del doctor, un cierto no sé qué, que imponía a Diego de Zúñiga, y sin atreverse a contradecir sus deseos, abandonó la cámara, seguido de las dueñas, doncellas y pajes que en ella había.

Solo ya con Beatriz, sacó de un bolsillo de su ropilla un pomito de cristal herméticamente cerrado con su tapón de oro, lo destapó cuidadosamente y se lo hizo aspirar a la joven, que tras un fuerte estremecimiento y un prolongado suspiro abrió los ojos.

-¿Cómo os sentís, hija mía? -le preguntó con paternal acento el médico.

Beatriz dejó vagar su mirada incierta por toda la estancia, sin fijarla en ningún objeto; pero de pronto una luz terrible hirió su espíritu, y exclamó:

-¡Ha muerto!...

-Vamos, calmaos, y decidme la causa de vuestro dolor; eso os aliviará, porque las penas al confiarlas a otra persona desahogan algún tanto nuestro corazón.

Era tan tierno, tan paternal, por decirlo así, el acento de Fernán, que la pobre niña que hacía tanto tiempo no había oído una voz semejante, se volvió vivamente hacia él, y le preguntó:

-¿Y vos que os compadecéis de mí, vos que me habláis de un modo como nadie lo ha hecho hasta ahora, quién sois?

-Un hombre que ha sufrido como vos, que como vos no ha encontrado en mucho tiempo quien le consuele de sus dolores, hasta que no esperando nada de los hombres volvió sus ojos a Dios; Dios tuvo compasión de él, y desde entonces se ha dedicado a hacer con sus semejantes lo que ninguno hizo por él: a consolarlos en sus dolores morales, y a mitigar sus padecimientos físicos; soy médico y amigo, señora. Ya sabéis quien soy, ahora: ¿queréis dejarme que cure vuestro corazón?

-¡Mi corazón! -repuso Beatriz con una sonrisa triste- ¡Mi corazón está tan profundamente ulcerado, que es incurable!

-No digáis eso, porque me haríais creer que no escucháis ni observáis los consejos que os da el venerable abad de San Diego.

-¿Le conocéis?

-Hace mucho tiempo que es mi único amigo.

-¿Y os ha dicho?...

-Todo lo que de un ángel podía decirme, a pesar de que una madre como la vuestra...

-¿También conocisteis a mi madre?

-¡También!

Sin duda este recuerdo debió excitar en él algo doloroso, porque inclinó la cabeza y permaneció silencioso algunos momentos.

Entretanto, Beatriz, que simpatizó con aquel hombre, tanto por la bondad que se reflejaba en su rostro, cuanto por ser amigo del abad de San Diego y haber conocido a su madre, es decir, a los dos seres a quienes ella había amado y respetado más, desahogó su corazón antes que con las palabras, con un torrente de lágrimas, cuyo peso la estaba oprimiendo hacía algún tiempo.

-¡Llorad, niña, llorad! -dijo- Vos que aún tenéis lágrimas para desahogar vuestra pena, llorad cuanto queráis, y después, si me juzgáis digno de vuestra confianza, decidme la causa de vuestra aflicción.

-¡Ya lo habéis oído, ha muerto él!

-¿Rodrigo? -preguntó sorprendido el médico.

-Sí; ha sido cogido por los moros, que ya le habrán muerto.

-¿Y por dónde habéis sabido semejante cosa?

-Mi hermano me lo ha dicho.

-¡Le reconozco en eso, siempre cruel y vengativo!

-Ya veis como os decía que mi mal no tiene remedio.

-Os equivocáis, lo tiene.

-¿Cuál es? -preguntó anhelante Beatriz.

-La esperanza.

-¡La esperanza! ¿de qué?

-De que tal vez aún viva don Rodrigo.

-¿Qué decís? ¡Dios mío! ¡si fuese cierto!... pero no; vos queréis engañarme, queréis consolarme con esa esperanza que no se ha de realizar nunca.

-Vos no conocéis la costumbre de los moros; antes que todo quieren el dinero, y como no haya muerto el conde en el campo de batalla, me atrevo a responderos de que aún vive.

-¡Dios mío!... ¡haced que sea verdad!

-Rogad, hija mía, rogad al que todo lo puede, y ahora decidme; ¿sabéis dónde han cogido a vuestro amante?

-Me parece que he oído decir algo de Baza.

-¡Ojalá sea cierto!

-¿Por qué?

-Porque en Baza tengo amigos que pronto lo sacarían de su cautiverio.

-Sí, sí -contestó Beatriz animada por las palabras del bachiller- ahora recuerdo que me dijo mi hermano que el alcaide de Baza se cobraría con su cabeza los soldados que Rodrigo le había muerto.

-Entonces confiad; ahora mismo voy a enviar a Baza quien nos dará cumplida razón de todo.

-¡Oh! gracias, gracias, no sé qué encanto tienen vuestras palabras que siento más tranquilo mi corazón.

-Tampoco quiero que os abandonéis a una dulce esperanza, y que después se os defraudase.

-¿Entonces qué he de hacer? -preguntó con angustiado acento Beatriz.

-Poner confianza en Dios -contestó el médico.

Siguióse un momento de silencio, al cabo del cual, dijo éste sacando de su escarcela otro pomito y dándoselo a la joven:

-Tomad; si alguna vez os sentís un malestar extraño en el corazón, pesadez en la cabeza, vértigos y cierta tirantez en los músculos, bebed unas cuantas gotas de lo que contiene este frasco y avisadme en seguida.

-Pero... no comprendo... -dijo Beatriz sorprendida del acento con que el bachiller había dicho las últimas palabras.

-Es muy fácil: vuestra naturaleza está muy predispuesta para una enfermedad que empieza con esos síntomas, y que es necesario combatir inmediatamente. Entretanto, vuelvo a repetiros que os tranquilicéis, que dentro de pocos días tendréis noticias del caballero, y creo que estas os pondrán mejor que podrían hacerlo mis medicinas.

-¡Dios os oiga!

-Cuidad de no dar a entender a vuestro hermano nada de lo que os he dicho respecto a don Rodrigo, ni le mostréis ese pomo.

-¿Por qué?

-Porque no conviene.

-No sé...

-Vamos, sed franca: ¿queréis depositar toda vuestra confianza en mí?

-Siendo el amigo del abad de San Diego, habiéndolo sido de mi madre, y sobre todo habiéndome hablado con ese cariño paternal, al que tanto tiempo no estaba acostumbrada, ¿cómo no he de tener confianza en vos?

-Entonces, no digáis nada a vuestro hermano, y aunque sufráis alguna cosa, acceded a cuanto él os exija.

-Pero...

-Yo velaré por vos.

Después de estas palabras, y de haberle dicho que le remitiría un calmante, que él mismo confeccionaría, abandonó la estancia.

En la antecámara encontró a Diego que esperaba con impaciencia su salida, y le preguntó:

-¿Cómo está mi hermana?

-Fuera de peligro; sólo necesita algunos momentos de reposo, y con la bebida que os traerá mi criado dentro de algunos instantes, confío en que la tendréis completamente buena.

-¡Oh! gracias -contestó con efusión el caballero.

-¿Mandáis alguna otra cosa?

-¿Qué os he de mandar yo, cuando después de lo que habéis hecho sólo deseo serviros?

Mediaron algunas protestas de amistad entre ambos, y tras ellas, abandonó el bachiller el palacio de Zúñiga, y se dirigió hacia su casa.

Era por aquellos tiempos rey de Granada, Mahomed-Ebu-Osman, que escarmentado por los soldados castellanos, había ajustado treguas con don Juan II, enviando por alcaides de sus fronteras, hombres de sano juicio, capaces de contener a sus soldados, si por acaso se les antojaba hacer alguna algara por las tierras de los cristianos.

El alcaide de Baza era uno de estos hombres. Muza-Ebu-Osman, era primo del rey de Granada, y únicamente a él hubiera confiado el monarca granadino la alcaidía de la principal villa de sus fronteras.

Valiente hasta la temeridad, su juventud la había pasado haciendo talas en la tierra de los cristianos, o en los campos de batalla; siempre en las zambras, en los juegos de cañas, de sortija, y en los torneos, había sido el que más había brillado, y añadiendo a esto un corazón magnánimo, una nobleza de sentimientos extremada, y una generosidad sin límites, tendremos una idea aproximada de lo que era Muza-Ebu-Osman en su juventud.

Sin embargo, corrieron los años, y si bien la mayor parte de sus cualidades no se extinguieron, se amenguó por la inmensa avaricia que sustituyó a su excesiva prodigalidad.

Este fue uno de los motivos que le impelieron a solicitar del rey la alcaidía de Baza, donde lejos de las fastuosas fiestas de Granada podría realizar mejor su plan de economía.

Mahomet-Ebu-Osman, que conocía las buenas dotes de su pariente, no titubeó en concedérsela, y el nuevo alcaide reunió en pocos años un capital considerable, capital que en vez de disminuir su avaricia, la excitó más, hasta el punto de tener espías que le avisasen cuando pasaba algún rico señor castellano por la frontera para apresarlo, y exigir después por su libertad un cuantioso rescate.

Aparte de este defecto, Muza-Ebu-Osman era un cumplido caballero, noble, instruido, valiente, y a pesar de sus años casi se le podía disimular su avaricia por las otras buenas cualidades que poseía.

Fátima, su esposa, casada sin amor, joven y unida por las conveniencias de sus familias a un anciano que casi le triplicaba la edad, ahogó toda la fuerza de sus pasiones, todo el ardor de su juventud en una caridad inmensa, en una bondad infinita que derramaba dulce bálsamo en las penas de los desdichados cautivos que gemían bajo el poder de Muza.

Para los musulmanes indigentes era un ángel del paraíso que el profeta ofrecía a sus elegidos.

Para los cristianos que gemían en las mazmorras del alcázar de Muza, era otra Santa Casilda, que bajaba del cielo a socorrerlo y consolarlo.

Fátima, pues, era querida de todo el mundo, y especialmente de su padre.

Ayub, sobrino de Muza, y el mismo que se había apoderado de Rodrigo, merced a la traición de don Diego de Zúñiga, faltando a todos los deberes y a todas las consideraciones, habíase detenido a requerir de amores a Fátima, siendo rechazado altivamente por ella.

El alcázar de Baza era más bien una fortaleza que un palacio. Dominando la población se ve la cima de una pequeña eminencia, sobre cuyos robustos cimientos se asentaba su inmensa mole de piedra, formando cubos, bastiones y murallas cubiertas de saeteras y coronadas de caprichosas y caladas torrecillas que formaban un extraño contraste con los cuatro denegridos torreones que defendían los ángulos del edificio. Un puente de madera sostenido por fuertes cadenas de hierro daba entrada al castillo, que rodeado de un profundo foso, hacía impracticable la entrada para no ser sorprendidos.

Ballesteros africanos, de atezados rostros, paseaban sobre sus adarves, y en lo alto de sus torreones se veían los atalayas; todo indicaba que Muza-Ebu-Osman no era hombre que dejase de tomar bien todas sus precauciones para no ser sorprendido.

Atravesando el puente levadizo que defendía la entrada del fuerte castillo de Baza, se encontraba un ancho zaguán, en cuyo fondo se destacaba una maciza puerta de roble, asegurada por fuertes planchas de hierro, que daba paso a un magnífico jardín, en cuyos costados se abrían otra infinidad de puertas arqueadas y llenas de candados y cerrojos, que ocultaban las mazmorras donde gemían los infelices cautivos de Muza.

A entrambos lados del zaguán se abrían dos magníficas escaleras de escasos y anchos peldaños de oro, en cuyas respectivas mesetas se paseaban constantemente, en la una dos soldados de la guardia berberisca, y en la otra dos eunucos con las manos siempre puestas en las empuñaduras de sus alfanjes, y el ojo siempre alerta y fijo en la subida de la escalera.

La puerta de la derecha daba a los salones de recibir audiencia y habitaciones de Muza-Ebu-Osman.

La de la izquierda daba al serrallo.

Extensas salas, con pavimentos de mármol y calados ajimeces que daban al jardín; tazas de pórfido, en las que se elevaban caprichosos surtidores de agua cristalina; flores en vasos de oro, pájaros en jaulas de nácar y coral, y mullidos almohadones de seda y terciopelo, eran los accesorios de aquella encantadora parte del edificio.

Mujeres de la hermosura más espléndida, desde la griega de purísimos contornos, hasta la doncella castellana de robustas formas y de continente altivo y severo.

Todas las naciones, todas las razas del mundo estaban representadas en el serrallo de Muza-Ebu-Osman.

El moravitho (ermitaño) más austero no hubiera podido menos de arder en un fuego impuro al cruzar aquellas salas, donde entre flores, perfumes y fuentes, la africana de cutis de ébano lucía sus arrogantes formas ante la inmensa luna de acero bruñido que pendía de la pared, donde la indolente hija de la Georgia, envuelta en el manto que su negra y espesa cabellera le presta, se reclinaba con molicie en los mullidos cojines de damasco; mientras que la griega, tipo de pureza de líneas y de belleza de contornos, se miraba con coquetería en las aguas cristalinas que encerraban las tazas de pórfido de las fuentes.

Aquella triple embriaguez de la belleza, de los perfumes y de los cantares, llevaba en pos de sí otra más grande, más impetuosa, más ardiente, que era el amor, y el corazón más insensible, más frío, no hubiera podido resistir aquella tentación que bajo tan seductoras formas se presentaba.

En la misma parte del edificio, aunque algo alejado de las habitaciones de las mujeres de Muza, se alzaba un pabellón, que más bien parecía hijo de la fantasía de un genio, que mansión edificada por los hombres.

Delgadas y airosas columnas de mármol sostenían una cúpula más airosa todavía; pavimentos de mosaico, pájaros y flores, perfumes y seda; todo lo de gusto más rico, más voluptuoso llenaba la estancia de Fátima la Horra (la honesta) mujer legítima de Muza.

Sentada sobre los mullidos cojines de seda damasquina, Fátima, la hermosa entre las hermosas, según la apellidaban los árabes, escuchaba indolentemente los sonidos de la guzla de cuerdas de oro que una esclava tañía, y aspiraba con voluptuosidad el ambiente que agitaba en su derredor otra esclava con un abanico de pluma.

Largas horas pasaron no escuchándose en la estancia más que los flébiles sonidos que arrancaba la esclava de la guzla, hasta que alzando perezosamente Fátima la mano indicó a sus mujeres que se alejasen; tan luego como desaparecieron bajo el elegante arco de herradura que servía de entrada a la habitación se levantó con ligereza y dirigiéndose a un ajimez, fijó al través de las doradas celosías sus ávidas miradas en el jardín.

Sólo entonces sus bellos ojos se animaron, sólo entonces su seno se agitó con rapidez, y sólo en aquel instante aquella fisonomía indolente, como dormida momentos antes, resplandeció con una llama nueva, que al extenderse por su rostro le hacía lucir su espléndida hermosura.

¿Qué había en el jardín que tanto llamaba la atención de Fátima?

Indudablemente no sería Muza-Ebu-Osman, porque en aquel momento se hallaba gravemente ocupado consultando a su consejo de walíes, alimes y wasires sobre un mensaje que el rey de Castilla le había enviado.

Y la mirada de Fátima no era una mirada indiferente, sino tierna, dulce, acariciadora.

Y la agitación de su seno era esa palpitación fuerte, animada del amor.

¿Por qué entonces latía enamorado el corazón de la honesta Fátima, sino era por Muza?

Casada, o mejor dicho vendida por su padre al arrogante pariente del rey de Granada, su corazón había sentido hacia él respeto, pero jamás amor; mas educada por una madre sencilla y buena, nunca había faltado al alcaide de Baza, no porque los más galantes caballeros de las diversas tribus que poblaban la corte de Mahomet no le hubiesen tributado sus obsequios, sino porque la rectitud de su corazón los había rechazado, valiéndole su conducta noble y honrada, el epíteto de la honesta, que le pusieron sus admiradores.

¿Qué significaba entonces la avidez con que miraba al jardín, y la enamorada expresión que tenía su rostro?

Significaba que Fátima era curiosa como todas las hijas de Eva, sea cualquiera la raza a que pertenezcan, y por curiosidad había visto a Rodrigo.

También era muy compasiva, y sus infortunios la habían lastimado profundamente, y aguijoneada sin cesar por la curiosidad y la compasión, que son las avanzadas del amor, la esposa de Muza había mirado más de lo que debía a otro hombre que no era su marido, y que se presentaba bajo la doble aureola de su juventud, de su belleza y de su desgracia, y la consecuencia de todo esto era que Fátima a los veinte y ocho años, y ocho de casada, sentía un amor terrible, punzante, devorador hacia el conde de Rivadeo.

Había luchado con ese amor cuyo solo pensamiento la ofendía; pero demasiado se sabe que las luchas, con esta pasión, la aumentan mucho más; y tras largas noches de insomnio, tras largos días de aislamiento y de lágrimas, la bella mora se convenció de que Rodrigo ocupaba por entero su corazón.

De ahí nacía el afán con que miraba al jardín, y la caridad que afectaba para con los pobres cautivos, caridad que le permitía ver más de cerca al de Rivadeo.

La puerta de la mazmorra, donde sufría por segunda vez todos los horrores del cautiverio el amante de Beatriz, daba en frente de los ajimeces de las habitaciones de Fátima; y ésta, ya que no podía verlo, se contentaba mirando las paredes, al través de las cuales le enviaba todos los enamorados suspiros de su alma, todas las más tiernas miradas de sus ojos.

Aquel día su ansiedad, su impaciencia era más grande; habían llegado a sus oídos vagos rumores de evasión, que frustrada, podía tener terribles consecuencias para los que la habían intentado; y esto la tenía más agitada que de costumbre.

Pero nada veía que pudiera satisfacer su curiosidad; el jardín estaba mudo; nadie pasaba por él que pudiese calmar la febril impaciencia de la enamorada esposa de Muza.

Por fin abandonó el ajimez, y dando con un mazo sobre la plancha de oro, a su metálica vibración un eunuco apareció en la puerta de la estancia.

-Que entre Zaida -le dijo la mora.

Desapareció el repugnante guarda del harem, y al cabo de algunos momentos una mujer anciana entró en la habitación, a cuya vista exclamó Fátima, dirigiéndose con ansiedad hacia ella:

-Dime, Zaida, ¿qué hay?

-Calmaos, señora; dominad vuestra agitación; no corre ningún peligro.

-¡Oh! Gracias -contestó con efusión Fátima, pintándose en su fisonomía una expresión de felicidad inmensa- pero háblame de él; ¿qué ha sido el ruido de esa noche? ¿qué esos rumores vagos que he escuchado en el jardín? Y dime, en fin, ¿qué le sucede? Háblame de él.

-¡Oh! Por Alhá, señora, os ruego que os tranquilicéis.

-¡Si lo estoy! ¿pero tú no comprendes mi impaciencia, no comprendes que yo le amo, y que no puedo escuchar otra cosa que no sea de él?

-Pues por la misma razón que tanto le amáis, es menester que estéis muy tranquila para escuchar lo que tengo que deciros.

-¡Tú!... -dijo asustada doblemente Fátima, tanto por la extraña entonación del acento de Zaida, cuanto por la triste expresión de que se revistió su rostro.

Siguióse a estas palabras un doloroso silencio; la esposa de Muza adivinaba algo de terrible en las extrañas palabras de su nodriza, que estaban en armonía con los presentimientos de su alma y con lo que había escuchado en el jardín.

El amago de una desgracia que pudiera arrebatarle al hombre a quien había adorado con la primera, con la más pura pasión de su alma, le aterrorizaba, hería en lo más íntimo su corazón, y trémula, temblorosa, no acertaba a interrogar a Zaida, temiendo descubrir aquella realidad terrible.

Zaida, por su parte, comprendía el estado de su señora, y temía aumentar su pena con las malas noticias de que era portadora.

Pero Fátima no era de esas naturalezas que tardan en tomar una resolución y sobreponerse a la desgracia que las amenaza.

Alzando altivamente la cabeza, más hermosa todavía bajo aquella auréola de dolor, pero dolor que se dominaba, tranquilizó su rostro, y si bien con el corazón latiendo apresuradamente, preguntó con voz serena a la asombrada nodriza, que no sabía cómo explicarse la extraña transformación de su señora:

-¡Habla! ¿qué hay? ¡Ya estoy serena!

-Pero... -balbuceó la anciana sin atreverse a decir una palabra más.

-¿No me has oído? -volvió a decir la mora con acento duro y un tanto irritado.- ¡Quiero saberlo todo, todo!, ¿lo oyes? ¡Por terrible, por dolorosa que me sea la verdad, necesito saberla!

A tal expresión era imposible seguir guardando silencio.

Zaida lo comprendió así, y contestó:

-Pues bien, señora; bien sabe el Altísimo y único señor, que no quería entristeceros; pero vos lo queréis...

-A lo que importa -la interrumpió Fátima impaciente.

-Anoche se quiso escapar el walí de los cristianos, acompañado de su compañero, y auxiliado por otros que habían sobornado a Alí, el jardinero; pero éste, buen servidor del Dios de los creyentes, lo descubrió todo al emir Ayub, y al poner el pie fuera del jardín, el emir acompañado de sus soldados, los sorprendió.

Calló algunos momentos Zaida, quién sabe si para tomar aliento, o temerosa de entristecer a su ama con lo que seguía; pero Fátima, que anhelante la escuchaba, y que ya estaba resuelta a apurar hasta las heces la copa del padecimiento, le dijo:

-Sigue: ¿qué sucedió entonces?

-Que auxiliados por los que fuera los esperaban, se defendieron algunos instantes, hasta que uno de ellos cayó herido, y entonces el walí de los cristianos, cubriendo a los otros tres con su cuerpo, los obligó a huir, mientras que él hacía frente al emir y sus soldados, y cuando los demás se alejaron, entonces cruzándose de brazos se entregó a sus enemigos.

-¡Oh, siempre noble y grande! -dijo con entusiasmo la mora.- ¿Y después?

-Después, señora, lo cogieron, lo encerraron en la mazmorra, y para evitar otra evasión, lo han cargado de cadenas.

-¡Oh! -dijo Fátima llevándose ambas manos al corazón, cuyos latidos se habían aumentado extraordinariamente durante la relación de la nodriza, y prosiguió después:- Y mi esposo, ¿qué ha hecho? ¿qué piensa hacer?

-El alto Sidy Muza-Ebu-Osman ha reunido su consejo, y creo que el resultado no ha sido el más favorable.

Al oír estas últimas palabras, todo el valor de Fátima desapareció, dejando su lugar al corazón de la mujer.

Torrentes de lágrimas inundaron sus ojos, y suspiros entrecortados salían de sus labios.

Zaida contemplaba con amargura el inmenso dolor de su señora.

Creyente fiel de los dogmas del Korán, aborrecía de muerte a los enemigos del profeta; pero demasiado afecta a Fátima, a quien había criado, y a quien quería con el cariño de madre, no encontraba una palabra para vituperar su conducta, y padecía y lloraba también al ver su impotencia para aliviar el pesar de su señora.

Largo rato pasó ésta entregada a su dolor; y en la estancia no resonó otro ruido que el de los sollozos de ambas mujeres.

Por fin, gradualmente se fueron secando las lágrimas, se debilitaron los suspiros, y Fátima alzó su cabeza, pálido el rostro, pero sereno; en sus ojos brillaba un sombrío resplandor, y dirigiéndose a Zaida, le dijo:

-Es menester salvar al conde.

-¡Salvarlo, señora!... -contestó sorprendida la nodriza, y mirándola fijamente pues creía hijas de su acalorada fantasía las palabras que había pronunciado.

-¡Sí, salvarlo! ¿Acaso crees que no?

-Muy imposible me parece, señora.

-Nada me arredra; yo sabré vencer todos los obstáculos: ¿quieres ayudarme?

-Pero ¿lo decís de veras?

-Nunca acostumbro a decir lo que no pienso hacer: ¿quieres servirme? responde.

-¿Y pudierais dudarlo, señora?

-Entonces, creo que le salvaremos. Ve, averigua cuál ha sido la resolución del consejo, y vuelve a participármela en seguida.

Salió Zaida de la estancia, y Fátima se quedó esperando su vuelta, entregada a serias meditaciones.

La resolución del consejo fue la que lógicamente debía esperarse, dadas las condiciones en que se encontraba Rodrigo.

Había derrotado a los infieles varias veces; el mismo Ayub había sido vencido por él, y ya que tan propicia ocasión se les presentaba para deshacerse de él, no era prudente desaprovecharla.

Ya esta sola razón bastaba para excitar la severidad del consejo con Rodrigo; y si ahora le añadimos el castigo de la tentativa última, de la cual Zaida acababa de hablar a Fátima, puede comprenderse que se había de mostrar inexorable.

Rodrigo y sus compañeros de prisión habían intentado escaparse.

Su fuga fue protegida por una hija de Muza que rivalizaba con Fátima en caridad y afecto hacia los desgraciados, y a quien además impulsaba el amor que profesaba a Osorio, uno de los alféreces de Rodrigo que con él cayó prisionero.

Zoraya, que así se llamaba la hija de Muza, acechó una ocasión favorable, y cuando creyó que podría sin riesgo alguno llevarse a cabo la evasión, los sacó de sus mazmorras: ya se hallaban próximos a abandonar el castillo y a verse en libertad, cuando uno de los carceleros que pudo dar aviso a los soldados, presentóse a tiempo para apoderarse de los presos.

Zoraya, por instigación de Osorio y de Rodrigo, se ocultó a fin de poderles ser útil en lo sucesivo, y los presos fueron conducidos de nuevo a sus mazmorras.

La ira de Muza no conoció límites, y como que precisamente por aquellos momentos llegó a Baza un enviado expreso del bachiller Cibdadreal, médico del rey don Juan II, y amigo además de Beatriz, la respuesta que se le dio por Muza fue la de que Rodrigo y todos sus compañeros eran reos de nuevos crímenes, y que por lo tanto lo que el consejo determinara, sería lo que se hiciera.

El consejo determinó que se les castigase, y al saberlo Fátima dispúsose a poner en ejecución el proyecto que tenía concebido.

Don Rodrigo veía pasar ante sus ojos todas las ilusiones, todos los goces de su vida, goces, ilusiones y esperanzas que desaparecían para no volver jamás.

Nada sabía de Beatriz, y graduando por el pesar tan intenso que sentía, el que sufriría su amada, su dolor se aumentaba, y en veinticuatro horas que habían transcurrido desde que volvió a entrar en la mazmorra, había padecido más que en todos los días de cautiverio que llevaba.

Abstraído en lo más profundo de su pensamiento, no advirtió el ligero murmullo de algunas personas, que al parecer hablaban cerca de su prisión, y sólo salió de su meditación al ruido que hicieron los cerrojos de su puerta al correrse, dejando franca la entrada de aquel antro.

Una mujer se adelantó por ella, llevando una lámpara en la mano, que dejó sobre el pilar que sostenía la cadena de Rodrigo.

Éste, sorprendido al principio, volvió a su estado de completa indiferencia, y alzándose de la paja que le servía de lecho, le dijo:

-¡El cielo os guarde, Zoraya!

Alzó la dama vivamente la cabeza, y fijando en Rodrigo, a través del velo que le cubría el rostro, sus ojos, en los que brillaba un resplandor siniestro, le dijo:

-Te equivocas, cristiano; no soy Zoraya.

-Pues ¿quién sois entonces? -preguntó a su vez el conde con alguna viveza.

-Soy otra mujer no menos hermosa que Zoraya, y tan compasiva como ella, puesto que a lo que parece, también ha venido a visitarte -dijo la incógnita con un leve acento de amarga ironía.

-Padecéis un error, señora; Zoraya no ha bajado a mi prisión; hablo de ella, porque he oído decir que Muza tenía una hija que era el consuelo de los cautivos de su padre, y creí que erais vos.

-Yo soy su esposa.

Y con ademán majestuoso se apartó el velo, dejando ver la hermosura espléndida, provocadora y enamorada de Fátima.

Rodrigo quedó deslumbrado, por decirlo así; la belleza de la mora, de otro género que la de Zoraya, se asemejaba mucho a la de Salonuth, y como la de ésta fascinaba, enloquecía, aunque esta fascinación concluyese en el momento en que se la perdía de vista.

Durante algunos momentos el prisionero contempló profundamente a Fátima, que ruborizada tenía los ojos fijos en el suelo, y aparecía más hermosa aun bajo aquel rubor que encendía su rostro.

-Os doy gracias, señora -dijo por fin el cautivo- pues según habéis dicho, la caridad os ha hecho bajar a mi prisión, y siento no poderos ofrecer donde sentaros, pero ya veis que vuestro esposo no es muy caritativo, y me ha tratado como al último de sus esclavos.

Y con una ligera sonrisa un tanto irónica, y una mirada más expresiva todavía, la indicó aquellas paredes húmedas, aquella paja medio podrida, aquel poste de piedra, al cual estaba sujeto como un malhechor.

El movimiento que hizo arrancó de su cadena un ruido estridente que parecía un gemido, y que fue a herir en lo más profundo del alma de Fátima, que no pudo menos de cubrirse el rostro con las manos, exclamando:

-¡Oh! ¡Esto es horrible!

Y mil entrecortados suspiros salieron de su pecho.

Y torrentes de lágrimas brotaron de sus ojos.

Rodrigo agradecía infinitamente a aquella mujer el interés que parecía tomarse por su suerte.

-¿Lloráis, señora? -le dijo con su voz más tierna, más dulce, más elocuente.

Alzó Fátima sus ojos empapados aún por lágrimas, y al través de ellas dirigió al caballero una mirada tan intensa, tan expresiva, tan poderosamente impregnada de amor, que Rodrigo no necesitó preguntar, no necesitó averiguar qué clase de sentimiento conducía a la mora a su lado, y sorprendido, triste, contrariado, retrocedió algunos pasos, esperando a que Fátima hablase.

Por fin ésta lo hizo.

El movimiento de Rodrigo no se le había escapado.

Las mujeres tienen un instinto especial para conocer la clase de impresiones que causan, y la que Rodrigo sintió, se había retratado demasiado enérgicamente en su rostro, para que ella pudiera dudar.

Mordióse los labios, y amortiguando el brillo de sus ojos le contestó:

-¿Y quién sería capaz de ver tus desgracias sin conmoverse? Aunque pertenezcas a otra religión diferente de la mía, sufres, y el sufrimiento es digno de compasión, cualquiera que sea la persona que lo sienta.

-¡Oh! gracias, señora; ese pesar de que habláis, se disminuye algún tanto, cuando hay personas tan buenas como vos, que se compadecen de él. Ya veis si tendré motivos para estar triste, cuando me veo lejos de mi patria, de mis amigos...

-¿De tu amada tal vez? -se apresuró a decir Fátima con acento incisivo y punzante.

-¿Para qué os lo he de negar? Ya que por mí os tomáis ese interés, permitidme que os confíe todas mis penas, todos mis disgustos; ¡se desahoga tanto el corazón cuando deposita sus pesares en un seno amigo!... ¿pero, qué tenéis?... ¿palidecéis?,... ¿os ponéis mala acaso?

-No... no... no es nada -contestó la mora con voz trémula- tal vez la atmósfera que se respira aquí dentro...

La verdad era que Fátima se encontraba mal; pero no era por la atmósfera, sino porque la franca revelación del caballero destruía todos sus sueños de felicidad, todas sus esperanzas de amor.

Rodrigo prefería deshacer de una vez el encanto de la mora de un modo indirecto, a tener después que avergonzarse por manifestarla un amor que no sentía, o que desdeñar más bruscamente.

En el corazón de Fátima luchaban la pasión y el orgullo.

Como mujer amaba, pero también era orgullosa, y aquel desdén indirecto la humillaba, hería su amor propio, y hacía esfuerzos por ahogar aquella pasión y odiar al prisionero con el mismo furor con que antes le había amado.

Dominándose algún tanto, le dijo:

-¡Ea! sigue tu confidencia, ¿amas, según dices?

-Muchísimo, señora.

-¿Y te corresponden?

-Si así no fuera, un ballestazo de vuestros soldados me hubiera muerto hace mucho tiempo.

-¿Y es muy joven tu amada?

-Diez y siete años tiene.

-¿Siendo tú noble, sin duda también lo será ella?

-Lo es.

-¿Y es muy hermosa?

-Tanto como vos.

Una tinta muy leve de carmín coloreó las pálidas mejillas de Fátima.

Era el primer elogio, la primera palabra algo más dulce, más cariñosa que le había oído a Rodrigo, y aunque llegaba a ella únicamente por la comparación con la otra, sin embargo, su corazón se estremecía de placer.

Pero acto continuo reflexionaba que aquel hombre no sentía por ella más que agradecimiento, indiferencia tal vez, y estos sentimientos, que en todas las razas del universo se distinguen tanto del amor, en el caballero se marcaban con caracteres demasiado significativos para que ella pudiera hacerse ilusiones.

-¿Y tanto la quieres? -le dijo con un acento marcado de celos.

-Con un amor tan grande como la tierra y tan duradero como el sol -contestó con firmeza Rodrigo.

Esta vez ya no fue dueña de contener un ligero grito que partió del fondo de su alma, y de llevarse entrambas manos al pecho, como si quisiera ahogar los latidos de su corazón.

Las últimas palabras del conde le quitaban toda esperanza; y pálida, contraída, desesperada, le dijo con una expresión indefinible, dando algunos pasos para salir:

-Te agradezco la confianza que me has hecho, y procuraré en lo posible endulzar tu suerte. Adiós.

-Él sea con vos, señora -le contestó Rodrigo adivinando la tempestad que rugía en el seno de la mora.

Conteniendo apenas sus lágrimas, salió ésta del calabozo, y ya en el jardín, dio rienda suelta a su llanto, sobre el seno de su fiel Zaida, que no encontraba palabras para consolarla.

Largo rato pasearon por aquellas solitarias calles, contándole la mora sus dolores a la anciana nodriza, que de más experiencia que ella, comprendía todo lo delicado del proceder de Rodrigo, al decirle que amaba a otra antes que ella, arrastrada por su pasión le hubiera obligado a darla una negativa, que seguramente la hubiera afectado más.

Todos estas razones, apoyadas por los consejos, y los consuelos que la edad y el cariño pueden dar, tranquilizaron poco a poco algún tanto a Fátima, cuando un nuevo incidente vino a complicar más la situación de Rodrigo.

En medio de la oscuridad de la noche, oscuridad que se hacía más intensa en los jardines, la esposa de Muza distinguió la confusa forma de una mujer, y recordando al punto la primera exclamación de Rodrigo cuando ella penetró en su calabozo, no pudo menos de pensar:

-¿Si será Zoraya?

Y presurosa trató de averiguar si su presunción era cierta, y no pudo menos de convencerse, llena de cólera, celos y despecho, de que era efectivamente la hija de Muza quien se dirigía al calabozo de Rodrigo.

La momentánea tranquilidad que en ella produjeran las razonadas palabras de Zaida, se desvaneció, y un infierno de celos rugió en su pecho, permaneciendo en el jardín todo el tiempo que estuvo Zoraya en el calabozo de los presos.

Cuando la hija de Muza salió de allí, Fátima no pudo menos de exclamar con voz sorda:

-¡Oh! miserable cristiano, por Alhá te juro que tú y tu miserable cómplice habéis de sufrir tormentos más horribles que los que estoy sufriendo.

Y al día siguiente, tras una noche de insomnio, de pensamientos de venganza y de horribles torturas, envió a buscar a Ayub a quien reveló pintándolo con los más negros colores el nefando crimen cometido por Zoraya y Rodrigo.

Precisamente estaba tratado el matrimonio entre Zoraya y Ayub, así es que la cólera de éste no conoció límites.

Pidió detalles a Fátima, dióselos ésta tal como sus celos se los inspiraron, y creciendo el enojo en el musulmán a la par que la pasión cegaba a la esposa de Muza, formóse la terrible nube que fue a descargar precisamente en el momento en que más daño podía causar a Rodrigo.

Son las once de la mañana, y se halla reunido lo más granado de Baza, en el salón de las grandes ceremonias del castillo.

Formados en semicírculo, se veían los nobles, los sabios, los ancianos y los capitanes de Muza, y a éste mismo en el fondo del salón bajo una especie de dosel teniendo a su derecha a un alférez con el estandarte en cuyo centro campeaba el famoso Le galib ile Alhá, y rodeado de sus guardias, hasta que abriéndose de par en par las puertas, anunció con voz fuerte un maestresala:

-Los nobles enviados por el alto y poderoso rey de Castilla.

Compusiéronse todos los semblantes tomando un continente severo y digno de la gravedad del caso, y avanzaron hasta el centro de la sala nuestros antiguos conocidos Diego de Villanueva y el joven conde de Benavente, seguidos de algunos soldados que se quedaron a la puerta.

Previos los saludos de ordenanza, levantóse Muza de los cojines que le servían de asiento, y les dijo:

-Nobles y valientes enviados del rey de Castilla: Bienvenidos. Todos los poderes del estado, asociado de mis wasires y de mis walíes, hemos impetrado del profeta con el rostro vuelto hacia la Santa Kaaba, que nos iluminase, y nuestra inteligencia esclarecida por la llama divina del querido del Señor, nos ha hecho comprender toda la justicia de vuestra demanda, y por lo tanto hemos accedido a ella. Que pase el cautivo -dijo dirigiéndose a uno de sus oficiales.

Salió éste y a los pocos minutos volvió acompañado de Rodrigo que nada sabía de lo sucedido, y que no pudo menos de sorprenderse al ver al hermano de doña Sol y al de Benavente, mucho más cuando el mismo alcalde, dirigiéndose a él, le dijo:

-Estás en libertad, cristiano. Tu rey nos pide que te entreguemos a él, y accedemos a su deseo. Puedes salir cuando quieras.

Nada expresó el rostro del conde: pudiera decirse que ya le era tan indiferente su libertad como su cautiverio.

Cuando más embebidos estaban sus amigos en felicitarle, se oyó ruido de fuertes pisadas que se fueron acercando hasta que apareció en la puerta la gigantesca figura de Ayub, que armado de todas armas, exclamó al ver al conde en poder de sus amigos:

-¡Eh! ¡Alto ahí! Aún no estás libre, perro cristiano.

Y dirigiéndose a Muza y a los asombrados caballeros que formaban el consejo, añadió con voz en que se advertía una cólera mal contenida:

-Yo, el emir Ayub, ante vosotros, lumbreras y brazos del Islam, y ante vosotros también, emisarios del rey de Castilla, declaro al walí de los cristianos traidor y mal caballero, y le acuso de seducción en la persona de Zoraya, mi prometida, y a ella de cómplice en su fuga de la noche pasada.

-¡Mientes, miserable! -gritó Rodrigo rugiendo de furor y dirigiéndose con los puños cerrados convulsivamente hacia el calumniador.

-¡Mientes! -repitió también Muza pálido de coraje.

-¿Quién estuvo anoche a visitarte en tu calabozo? -preguntó Ayub a Rodrigo.

-Nadie -contestó éste con firmeza.

-Miente este hombre como un cobarde. Anoche estuvieron dos mujeres a verle: la una a prodigarle palabras de resignación, de consuelo, a derramar sobre sus heridas el dulce bálsamo de la caridad; la otra a embriagarse con sus amores, a encenagarse en impuras caricias cuyo término fue estampar el cautivo sus labios en la mano de la infiel ante los ojos del carcelero y ante los míos, que escuché cuanto había pasado. La primera, era Fátima; la segunda, Zoraya. ¿Habrá alguno que me desmienta? Yo lo vi.

Y desnudándose de uno de los guanteletes, lo arrojó al medio de la estancia, exclamando:

-Y lo sostendré contra todo el mundo.

A semejante testimonio, todos enmudecieron. El mismo Rodrigo callaba también, aunque por razones distintas.

Descubrir la verdad era comprometer a Fátima sin salvar a Zoraya.

Y en esta situación, antes que disculparse de un modo que nadie creería ya, resolvió callar y esperar resignado su suerte.

Muza también callaba; pero su silencio era feroz, terrible; dos veces llevó la mano a la empuñadura de oro de su yatagán, y dos veces la volvió a bajar. Por fin dominando algún tanto la tempestad que bramaba en su corazón, dijo a dos de sus oficiales:

-Aliatar, encárgate del preso; y tú, mi buen Abenut, prende a mi hija.

Dirigiéndose hacia los mensajeros castellanos que apenas comprendían lo que pasaba, les dijo:

-Decidle a vuestro rey lo que habéis visto. Decidle que estaba dispuesto a entregarle mi cautivo; pero que ha faltado a todas las leyes del decoro deshonrándome en la persona de mi hija, y que por lo tanto ya no debe esperar salvación más que del señor Altísimo y único, a cuyo justo fallo nos remitimos.

Quisieron oponer alguna resistencia, tanto Diego como el conde de Benavente; pero Muza hizo rodear al conde por sus guardias, y conociendo aquellos su impotencia se retiraron dejándole en manos de sus verdugos, no sin una secreta complacencia del hermano de doña Sol que no podía mirar tranquilo la vuelta de Rodrigo a Valladolid.

Entonces Ayub, volviéndose a uno de sus escuderos que le había seguido, le dijo:

-Ebu-Iaguar corre y publica por los cuatro extremos de la ciudad la acusación que he hecho y lo dispuesto que me hallo a sostenerla, sometiéndolo al juicio del Dios único y vencedor.

Y tras estas palabras, salió de la estancia con el semblante sombrío y amenazador.

Así que se vio solo, Muza dio rienda suelta a su dolor: era padre, y sus sentimientos, aunque ahogados por sus deberes de juez delante de personas extrañas, lejos de ellas renacían y le hacían padecer.

Al cabo de algunos momentos llamó a uno de sus oficiales, y le dijo:

-Que venga mi hija; quiero verla.

Han pasado seis días de los sucesos anteriores.

Un silencio sombrío reina en el castillo de Baza.

Son las doce de la mañana.

Todos los habitantes de la plaza fronteriza a los dominios castellanos, se dirigen con sus trajes de fiesta hacia la campiña.

Todo lo que es bullicio y agitación en la ciudad, en el castillo es calma y abatimiento.

Y no porque nada falte en él.

Al contrario, todos los centinelas están en sus puestos, y sobre la ancha plataforma se ven formados los apiñados pelotones de las tropas berberiscas.

Pero en los semblantes de los centinelas, y en los ademanes de los soldados, vese cierta expresión triste y dolorosa,que oprime el corazón.

El muetzín desde el mirabad de la grande aljama de Baza, ha señalado las doce.

La gran puerta que da al jardín, al cual caen también todas las mazmorras, se abre con un rechinamiento que se asemeja mucho a un gemido.

Un pelotón de etíopes con sus largas picas y sus blancos caftanes abre la marcha.

Después siguen los atabales tocando una marcha fúnebre.

Tras estos viene el verdugo con sus satélites.

Luego todos los oficiales de Muza.

Y más lejos, el pregonero, un hombrecillo seco y jorobado, que lee de cuando en cuando con voz gangosa un pergamino que lleva en la mano.

Detrás de él, sentada en un palanquín cuidadosamente cubierto, y llevado por cuatro esclavos africanos, Zoraya, la hija de Muza-Ebu-Osman, pálida, excesivamente pálida, pero serena, se deja conducir hacia el suplicio.

A algunos pasos del palanquín marcha Rodrigo, con las manos horriblemente encadenadas, pero más altivo, más noble, más hermoso bajo la auréola de su martirio.

Finalmente Ayub, jinete en un soberbio corcel árabe de raza pura, armado de todas armas, llevando a su derecha el estandarte azul con caracteres rojos del profeta y seguido de sus taifas de soldados cerraban la marcha.

Al pasar toda esta comitiva por delante de los soldados y después de los vecinos que corrían al campo, no podían ocultar la pena que les causaba la suerte de la angelical Zoraya, mientras que denostaban a gritos a Rodrigo diciéndole rumi en todos los tonos y con los acentos denigrantes, y los ademanes más despreciativos del mundo.

Zoraya correspondía a aquellas muestras de cariño con una sonrisa melancólica y triste, y algunas veces una lágrima pura y transparente como una perla brillaba en sus ojos.

El conde a cada insulto contestaba con una mirada tan terrible, que los más audaces se estremecían al pensar en lo que podría sucederles si aquel hombre no estuviese sujeto, y a cada desprecio contestaba con una sonrisa cien veces más despreciativa.

Zoraya se sublimaba por medio de su martirio.

Rodrigo adquiría proporciones fabulosas con el heroico silencio que guardó en todos los días que habían mediado desde los últimos sucesos, hasta el en que vamos hablando.

Nada había podido Muza sacar en limpio de la entrevista que tuvo con su hija.

Inocente como estaba de la acusación que se le hacía, negó con indignación los cargos de su padre.

Lo confesó, sí, que había estado en el calabozo; pero que eso no era extraño en ella, toda vez que en otras ocasiones y con otros cautivos lo había hecho.

Muza no sabía qué pensar.

Su corazón de padre la creía; pero su conciencia de juez rechazaba aquella justificación.

Por otra parte, la acusación de Ayub, acusación corroborada por el carcelero, eran pruebas demasiado ciertas para que pudiese dudar.

Sin embargo, faltaba una certeza.

El interrogatorio del conde había sido demasiado corto, y había dado muy pocos resultados.

Nada había dicho.

Le preguntaron, y no contestó.

Le amenazaron, y se encogió de hombros.

Los jueces no sabían qué resolver.

No quedaba más recurso que acudir al juicio de Dios, para ver si el Altísimo e infalible daba la verdadera y justa sentencia a los culpables.

Este, pues, fue el acuerdo definitivo.

Zoraya escuchó semejante fallo resignada, y cuando se quedó sola, se arrodilló y rogó a Dios con todo el fervor y con toda la pureza de su alma.

Cuando concluyó su súplica, estaba más tranquila.

Zoraya había rogado al Dios de los cristianos.

Amaba, y su amante era nazareno.

Y como nada hay que aproxime tanto a Dios como el amor, Zoraya estaba muy próxima a convertirse al cristianismo.

Al saber Rodrigo la suerte que le esperaba, ningún músculo de su fisonomía se alteró.

Con una expresión de indiferencia glacial, escuchó la sentencia.

Después oró también, y puso su confianza en Dios.

Así pasaron dos días.

Durante ellos, en medio del campo se formó un extenso círculo con tablas y árboles, al que se entraba por cuatro puertas que correspondían a los cuatro puntos cardinales.

A la derecha se levantó un estrado magnífico, para el alcaide y sus oficiales.

Las ricas alkatifas (alfombras) de Alepo cubrían las tablas que formaban el pavimento.

El oro, el tisú, la seda, completaban los demás accesorios.

Otras dos galerías que había a los costados, adornadas con más inferioridad, estaban destinadas para los ricos musulmanes.

Y finalmente, para el pueblo, no había estrado ni galerías, sino el duro suelo, y por techumbre el firmamento.

Frente al estrado principal se alzaban dos cadalsos cubiertos de negro.

En el uno de ellos se veía una banqueta, junto a ella un madero perpendicular sujeto al tablado, y grandes haces de maderas resinosas en torno de él.

En el otro había un banco grosero y un hornillo con varios hierros, y a su pie se veían, a duras penas contenidos por esclavos africanos, cuatro caballos de pura raza y cerriles.

Entre los dos cadalsos se alzaba una magnífica tienda, y a su lado otra más sencilla.

En la puerta de la primera, sobre dos astas, veíase en la una un cartel, y en la otra un escudo.

En la puerta de la segunda, nada.

Aquella era la del acusador, la de Ayub.

Esta pertenecía a los jueces de campo.

Algunos soldados guardaban las cuatro entradas de la liza.

De pronto sonaron los atabales.

Y cuatro escuderos, puestos en las cuatro puertas de la valla, leyeron por turno el siguiente cartel:

«Buenos y leales musulmanes: Oíd la sentencia que se ejecutará en la persona de Saida Zoraya, la hija del poderoso y magnífico Sidy Muza-Ebu-Osman, y del traidor rumi que ha abusado indignamente del candor de Saida Zoraya. Si para cuando los muetzines avisen la oración de la tarde no se presenta ningún campeón a pelear por la inocencia de Zoraya, contra el más ilustre de todos los del pueblo escogido, el valiente de valientes, el querido del señor, el emir Ayub-Ebu-Al-Mokar; la paloma sin mancha hasta ahora, la inocente gacela de los bosques, Saida Zoraya, será arrojada a la hoguera, y en cuanto a su miserable seductor, se le sacarán los ojos y el corazón; se arrojarán al fuego, y su cuerpo será despedazado por cuatro caballos del desierto. Esta ha sido la sentencia dictada por el más fuerte de los padres, la poderosa columna del Islam, el poderoso Sidy Muza-Ebu-Osman, en la alcaidía de Baza a 10 de Setiembre del año 842 de la égira.»

Y tras estas palabras volvieron a sonar los músicos sus desacordes instrumentos, y todo volvió a quedar en silencio.

Así pasaron algunas horas.

No faltaron valientes musulmanes, de corazón generoso, que no creyeron la acusación de Ayub, y que aceptando su desafío salieron a combatir con él; pero, ¡ay! eran demasiado débiles para aquel gigante que no tenía en el ejército árabe quien con él pudiese competir.

Todos midieron la arena, y ya nadie más pensó en defender a la inocente hija del alcaide.

Durante algunos momentos, notóse en los rostros de la multitud una marcada expresión de esperanza: confiaban en que Dios haría un milagro y salvarla a la joven.

Pero el tiempo pasaba, el milagro no se realizaba, y a medida que se iba acercando el momento de la ejecución, nobles y plebeyos, ricos y pobres, oficiales y soldados, sentían el corazón dolorosamente oprimido.

El tiempo transcurría con creciente rapidez.

Todas las miradas se dirigían hacia el campo, y de este a las torres de las mezquitas donde habían de aparecer los muetzines.

Y nada se divisaba a lo lejos.

Las cinco de la tarde iban a ser, y con ellas a darse lectura del último pregón.

Se oyó el primer grito del muetzín.

Al mismo tiempo leyeron los pregoneros la sentencia, y los escuderos de Ayub su desafío.

Sonaron por última vez las atakebiras, y nada respondió a su último gemido.

No había esperanza alguna.

Los muetzines seguían chillando en sus mezquitas.

A sus gritos se mezclaban los de la multitud que lloraba, y con vivas instancias pedía el perdón de Zoraya.

Una lágrima brilló en los ojos de Muza.

El pueblo era su esperanza.

Pero secándola prontamente con su mano, revistió su semblante de serenidad, y dio la señal para la ejecución.

Todo el mundo calló.

La misma emoción que sentían, les hizo enmudecer.

Ya los verdugos habían puesto su mano sobre Zoraya, ya acercaban a los ojos de Rodrigo los hierros candentes, cuando un sonido distinto y prolongado, vino a suspender todo aquello y a hacer exhalar de todos los pechos un grito de alegría delirante, infinita, inmensa.

Rodrigo miró a Zoraya, y fijó sus ojos en el cielo con una expresión de gratitud indefinible.

Efectivamente: si por alguien sentía lo que iba a suceder, no era por él, sino por Zoraya, por aquella pobre víctima, de cuya muerte él era la causa involuntaria.

Entretanto el sonido del clarín se oía más claro, más inmediato, hasta que un caballero armado de todas armas, a la usanza castellano, y seguido de dos escuderos, se presentó a la puerta del palenque.

Así que dijo su nombre a los jueces, avanzó hacia el estrado de Muza, se inclinó respetuosamente, dio vuelta, y al pasar por delante del cadalso de Zoraya se llevó la mano al corazón haciéndola un saludo, como convenía a un caballero.

En seguida, llegándose a la tienda de Ayub, se detuvo delante de su escudo, y cogiendo el hacha de armas que llevaba colgada del arzón de su silla, lo hizo pedazos gritando en el árabe más puro y castizo:

-Rompo estas armas porque son las de un traidor y un perjuro; y las rompo del mismo modo que le partiré el corazón, por haber mentido villanamente, diciendo que Saida Zoraya estaba deshonrada.

Una aclamación inmensa fue a herir los oídos del incógnito paladín, mientras que el número de curiosos que se agolpaba a las vallas se aumentaba considerablemente.

Ciego de cólera Ayub salió de su tienda, y cabalgando precipitadamente en un magnífico corcel de batalla, dijo a su contendiente con voz trémula de furor:

-Necesito tu vida, infiel.

-Guarda la tuya, bandido -le contestó el encubierto.

Y ambos partieron a tomar campo a todo el galope de sus cabalgaduras.

Situáronse los jueces en sus puestos, y un instante después, los sonidos de los instrumentos árabes daban la señal de acometer.

Una ansiedad indecible reinaba en todos los espectadores. Con poderoso estruendo se encontraron ambos campeones.

Las lanzas volaron hechas astillas.

La del desconocido falseó el coselete de Ayub, y a no haber sido por el sayo de mallas que llevaba debajo, no hubiese quedado muy bien parado.

En cambio el africano había encontrado al caballero en el guardabrazo izquierdo con tan terrible golpe, que su lanza saltó en mil pedazos.

Nadie dijo una palabra.

Entre aquellos quince mil espectadores no había uno que no siguiese con vivísimo interés todos los incidentes del combate.

Ambos lidiadores echaron mano, el uno a su corvo alfanje damasquino, el otro a su ancha espada de combate.

Entonces, en medio de aquel silencio profundo, se oyó un martilleo horrible, atronador.

Parecía que hercúleos cíclopes estaban golpeando sobre un yunque gigantesco.

Las fuerzas estaban perfectamente equilibradas.

Ayub era más forzudo; pero el desconocido era más ágil.

Los terribles golpes que el moro le dirigía, los esquivaba con maravillosa destreza.

Pronto se vieron por el suelo, plumas, pedazos de tela y trozos de armadura.

Donde caía el alfanje o la espada, arrancaba un trozo de acero envuelto en un centenar de chispas.

El brazo izquierdo del castellano estaba descubierto.

El costado derecho del africano había perdido la pieza de armadura que le defendía.

Y ambos luchaban con furor.

Nadie se atrevía a respirar.

Fijos los ojos en ambos combatientes, todo el mundo esperaba con viva ansiedad el resultado del combate.

La espada del desconocido se alzó con fuerza sobre la cabeza de Ayub.

Cayó sobre su redondo casco, y se partió como si fuera de cristal.

Ambos echaron mano, el uno al hacha que llevaba en el arzón de su caballo.

El otro a su pesada maza de armas.

Y el combate se hacía cada vez más terrible.

Y debía durar muy poco.

Jadeantes ambos de cansancio, únicamente la cólera los sostenía.

Atento cada uno a los movimientos de su contrario, espiaban el menor descuido que pudiera con un golpe asegurarles la victoria.

Cada vez que el hacha o la maza caían, se alzaban tintas en sangre.

La rabia de entrambos se hallaba en su apogeo.

De pronto el hacha de Ayub cayó a plomo sobre el almete del caballero.

Vaciló éste algunos momentos, y a no ser porque su caballo dio una vuelta, indudablemente hubiera sucumbido al segundo golpe que el africano le disparó.

Un grito de angustia salió de todas las bocas.

Sin embargo, se repuso algún tanto el desconocido, y empuñando con ambas manos la pesada maza, la dejó caer con tal furia sobre la cabeza de Ayub, antes que éste pudiera resguardarse, que abrió los brazos y cayó al suelo, exhalando entre bocanadas de sangre el último suspiro.

-¡Le galib ile Alah! -gritó el pueblo entusiasmado.

Zoraya fijó sus humedecidos ojos en el cielo.

Rodrigo también.

Una lágrima brilló en los ojos de Muza.

Otra resbaló por las mejillas de Fátima.

La del primero era de alegría.

La de la segunda de gozo y de desesperación.

Y el pueblo también lloraba y seguía gritando.

Entretanto los atakebiras y los atabales resonaban, y los heraldos anunciaban la justicia del Dios único y misericordioso, cuando un sonido agudo, prolongado, que dominó a todos los demás, resonó en el espacio.

Era el desconocido, que con un pie apoyado sobre el cuerpo del africano, soplaba con fuerza en una preciosa corneta de marfil y oro.

Inmediatamente se notó un movimiento extraordinario entre la multitud.

Mientras que a lo lejos se veía una polvareda inmensa.

El día iba amenguando visiblemente.

Un tropel de moros arrollando las guardias que impedían la entrada en la liza, penetró en ella, y subió al tablado donde se hallaba Rodrigo.

Otro pelotón subió al de Zoraya.

Entretanto la polvareda aumentaba y se acercaba más.

-¡Ya estáis libre, señor! -dijo uno de los árabes a Rodrigo.

-¡Ferrando! -gritó éste con alegría reconociendo a su escudero.

Zoraya, levantada en brazos de los moros, fue bajada al palenque.

-¡Oh! ¡Cuánto quiere el pueblo a mi hija! -murmuraba Muza enternecido.

Pero de pronto se arrugó su frente, se alzó con viveza de su asiento y echando mano a su yatagán, exclamó con furia:

-¡Traición, traición, cerrad las puertas! ¡A ellos, mis valientes caballeros, a ellos!

Y bajó al palenque seguido de sus caballeros y de sus guardias.

La causa de esto había sido que el desconocido había cogido a Zoraya entre sus brazos, seguido de dos pelotones de moros, a cuya cabeza iba Rodrigo, jinete en un caballo que había salido allí sin saber de dónde.

En vano quisieron los soldados oponerse a su salida; poderosamente secundados por otros moros que había fuera, salieron al campo libre, en medio de los gritos del pueblo, de las amenazas de Muza y de las trompetas que se oían más cerca.

Entonces corrieron a la desesperada.

Muza, seguido de sus soldados, les perseguía encarnizadamente.

Por fin, al volver un recodo del camino, un bosque de lanzas se abrió para dar paso a los fugitivos cerrándose a la aproximación de sus perseguidores.

Al frente de estas lanzas se ostentaba el pendón de Castilla.

Depositada Zoraya en los brazos de Nuño y algunos otros criados de Rodrigo, se armó éste a la ligera, y tomando su lanza de manos de un escudero, dijo, volviéndose al desconocido que les había salvado la vida:

-¡Adelante, Osorio, tomad mi enseña, y castiguemos de una vez a esos infieles!

Momentos después no se veía más que un confuso tropel de hombres y caballos, del que se exhalaban de cuando en cuando, en medio de los gemidos de los moribundos y de las imprecaciones de los combatientes, estos dos gritos de guerra:

-¡Le galib ile Alah!

-¡Castilla y León!

El resultado de aquella lucha no pudo menos de ser favoroble a las armas cristianas.

Rodrigo volvió triunfante a Valladolid, y la pobre Beatriz, a quien su hermano había sacado del convento, suponiendo cierta la noticia de su muerte, recibió inmensa alegría al saber que su amante existía.

Inmediatamente trató el caballero de ponerse en comunicación con ella y el abad de San Diego por una parte, y por otra el bachiller Cibdadreal, interesados por ambos jóvenes, hicieron cuanto de su parte estaba para conseguir que la suerte de la pobre niña mejorase algún tanto.

En esta situación ocurrió un incidente que fue el que verdaderamente determinó la suerte de Rodrigo, demostrando hasta qué punto arrastraron sus celos a la desdichada Fátima.

Días después que Rodrigo recobró su libertad, penetraba por una de las puertas de Valladolid una litera tirada por dos robustas caballerías, y a cuya portezuela iba un caballero cubierto con un brillante arnés seguido de dos escuderos que cerraban la comitiva.

Así que entraron en la ciudad, el caballero se acercó al jayán que cuidaba las bestias y le dijo:

-Guía al mesón de maese Nicodemus.

El villano se le quedó mirando con sorpresa, y al cabo de algunos momentos se aventuró a decirle:

-Señor, ¿habéis dicho al mesón de maese Nicodemus? ¿pues no estarían mejor vuesas mercedes, en el «Moro coronado» o en el del «Ciervo real?»

-¿Quién te manda hablar sin que te pregunten? -le dijo el caballero con voz de trueno- ¡Guía y calla!

Se santiguó devotamente el buen jayán, y con la cabeza baja tornó a agarrar del ronzal a sus mulas y se dio a guiarlas por las calles de la regia villa.

Y en verdad que tenía razón para asombrarse y santiguarse.

La casa de maese Nicodemus tenía realmente a peor fama del mundo.

Se contaban cosas horribles de ella.

Se hablaba de orgías desenfrenadas que tenían lugar en las altas horas de la noche.

Se habían oído blasfemias y juramentos horribles.

Y en otras ocasiones, gritos que hacían erizar de espanto los cabellos de los honrados vecinos que vivían en las casas inmediatas.

Y choques de espadas y de copas, y de canciones obscenas.

Y llantos, risas y gritos de placer y de agonía.

Y aun había alguna vieja quintañona que aseguraba, como artículo de fe, que estando ella un sábado a su ventana, a las doce de la noche, sintió un ruido extraño cerca de sí, miró a todas partes y nada vio.

Volvió a repetirse el ruido que se asemejaba al susurro de un beso, alzó la cabeza, y vio infinitas sombras que agitándose en el aire, se dirigían a la casa de maese Nicodemus, y desaparecían por el tejado.

Y aun añadía que las tales sombras se abrazaban y besaban con un escándalo tal, que encendieron de rubor su frente de ochenta años, y la hicieron retirarse a su cama, invocando a todos los santos.

Nosotros no sabemos a quién invocaría en las soledades de su lecho de solterona la buena anciana, sólo sí que la casa de Nicodemus era el terror del barrio.

Estos clamores, estas acusaciones y estos miedos, llegaron a oídos de la justicia, que se decidió a observar la causa de semejantes terrores.

Pero lo cierto fue, que sin saber cómo ni cuándo, las falanjes de corchetes, alcaldes y escribanos, desaparecieron, y que aunque el vecindario siguió diciendo que se oían las mismas voces, juramentos y carcajadas, la justicia contestó que eran aprensiones de los buenos vallisoletanos, y que la casa de maese Nicodemus era una honrada y tranquila posada, y su dueño un cristiano de chapa, que pagaba muy bien sus impuestos, y asistía a misa todos los domingos y fiestas.

Estas razones no calmaron la inquietud de los vecinos, ni las lenguas de las comadres del barrio.

Lenguas e inquietudes que tuvieron nuevo pábulo con haber agregado Nicodemus una taberna a su posada.

Pero la justicia esta vez no se contentó con decir que el tabernero era bueno y honrado, sino que bajo multa de un castellano de oro, prohibió a los habitantes delas casas inmediatas que molestasen a la autoridad con sus quejas, ni al honrado posadero con sus injuriosas suposiciones.

Desde entonces sólo se murmuró en lo interior de las casas; pero al pasar cualquier persona por delante de la puerta de la taberna no se olvidaba de hacer la señal de la cruz, como si esperara ver salir por ella una legión de diablos que quisieran apoderarse de él.

He aquí el motivo del asombro del muletero.

¿Cómo era posible que un señor tan principal prefiriese el mesón de maese Nicodemus al del «Moro coronado?»

Pero en fin, ¿qué remedio? El caballero había dado muestras de incomodarse, y no era muy prudente contrariarle.

En medio de estos pensamientos la reducida comitiva llegó a la puerta del mesón.

Nicodemus salió en seguida a recibir a sus huéspedes, y se llevó respetuosamente la mano a su caperuza.

Llamó el caballero aparte al honrado hostelero, y le dijo algunas palabras en voz baja.

Inmediatamente las maneras de Nicodemus se hicieron más humildes, y llamando a voces a sus criados, y dando él mismo el ejemplo, en un instante estuvo el caballero y dos señoras a quien acompañaba en el mejor cuarto de la casa; los escuderos calentándose en el hogar, las caballerías en la cuadra, y los asadores volteando sobre el fogón.

-¿Estáis cansada? -preguntó el caballero a la más joven de los dos señoras.

-No, Ebu-Ferik; me siento bien.

-Recordad, señora, que estamos en Valladolid, y que vos sois mi prima, doña Aldonza Díaz de Vargas, así como yo don Pedro de Vargas.

-Tienes razón.

-Pero, ¿qué locura ha sido la que hemos hecho? -dijo la otra anciana que aún no había hablado.- ¡Abandonar nuestro alcázar de Baza, por seguir una aventura loca!

-Calla, Zaida; ¿llamas aventura loca a una en que va interesado mi corazón, mejor dicho, una aventura de la cual depende mi felicidad, mi vida?

Los ojos de Ebu-Ferik irradiaron una luz terrible; pero en seguida se dominó, y dijo con voz perfectamente serena:

-Tiene razón la señora, y ni a vos ni a mi nos toca hablar ni contradecir una cosa que desee.

-¿Y cuándo vas a ver a ese amigo tuyo, que nos ha de dar noticias del conde?

-En seguida que vos me lo mandéis.

-Ve a verlo -dijo la joven; pero en seguida repuso- no, no; vendrás cansado y con ganas de comer, descansa y come y después irás.

-Como os plazca, señora.

En esto llamaron discretamente a la puerta, y el posadero entró seguido de dos mozos que llevaban la mesa.

Cubriéronla de manjares y vinos, se sentaron los recién llegados, y maese Nicodemus y sus satélites se retiraron.

Concluida la comida, el caballero se levantó y se dirigió a la puerta, diciendo:

-Voy a cumplir vuestro encargo.

-¡Cuán bueno eres! -dijo la dama con una expresión de sincero agradecimiento.

Ebu-Ferik o Pedro de Vargas, como queramos llamarle, abandonó la estancia.

Salió a la calle, y preguntando llegó a las casas de San Pablo, morada en aquel tiempo de su alteza el rey don Juan II.

Preguntó por los soldados de la guardia morisca del rey, y al primero que encontró, le dijo:

-Oyes, tú, ¿sabes dónde habita el alférez don Diego de Villanueva?

-Sí, señor -le contestó el soldado sorprendido de los modales bruscos del caballero.

-Pues bien, si quieres ganarte un escudo, condúceme a su casa.

-Es que también tengo que desempeñar una comisión de mi capitán.

-¿Tardarás mucho?

-¡Oh! no, señor; en cuanto a eso, ya verá vuestra señoría las buenas piernas y ligereza que tiene Gil Garcés.

-Entonces anda; aquí te espero.

Y púsose a pasear Ebu-Ferik por la plaza de San Pablo, mientras que el soldado echó a correr, hasta que desapareció por una de las boca-calles inmediatas.

Aún no había transcurrido media hora, cuando ya estaba de vuelta el soldado.

-Cuando gustéis, señor -le dijo.

-Vamos allá -le contestó el lacónico caballero.

Anduvieron algunos pasos, cuando al salir de la plaza le dijo el soldado, señalándole a un caballero que se acercaba hacia ellos:

-Mirad, señor; ahí tenéis al que buscáis.

-Gracias, y toma.

Y una moneda de oro cayó sobre la mano del guía, que haciendo reverencias se marchó corriendo a reunirse a sus compañeros; para gastar alegremente la dádiva del desconocido.

Entretanto, éste había estrechado la distancia que le separaba del hermano de doña Sol.

Se encontraron, y el desconocido le dijo:

-No tan de prisa, señor alférez.

Volvióse Diego, y al reparar en el semblante de su interlocutor, no pudo ahogar una exclamación de sorpresa, y dijo:

-¡Ebu-Ferik!

-No tan alto, si os place; Ismael y Ebu-Ferik son dos nombres que no pueden aplicarse a dos caballeros como nosotros; vos os llamáis don Diego de Villanueva, y yo don Pedro de Vargas.

-¿Y qué os trae por la corte, señor don Pedro de Vargas?

-Necesito una casa con todas las comodidades necesarias para que puedan habitarla unas damas.

Los ojos de Ismael se fijaron con una expresión altamente escrutadora en el semblante de Ebu-Ferik, que sostuvo con una calma imperturbable aquel examen inquisitorial.

-¿Acaso Fátima ha venido con vos? -le preguntó.

-Fátima sigue en su alcázar de Baza; es mi prima Aixa y sus esclavas.

-¡Ah! ¿con que es Aixa?... yo creía...

-Habéis creído mal -contestó secamente el moro.

-¿Y queréis una casa tranquila, eh? de apariencia modesta, aunque su interior sea suntuoso y magnífico; ¿no es esto?

-Habéis comprendido perfectamente mi idea.

-Pues bien, la tengo; contad con ella.

-¿Lo decís de veras? ¿y cuándo podremos habitarla?

-Cuando gustéis.

-¿Dónde está?

-Venid conmigo, y os la enseñaré al mismo tiempo que tomáis posesión de ella.

-¡Oh! ¡no sé cómo pagaros!...

-Ya estoy suficientemente recompensado -contestó Ismael lanzando una mirada indefinible a Ebu-Ferik.

Ambos tomaron la calle adelante.

Llegaron a una casa de apariencia bastante mediana.

Diego entró en un zaguán oscuro, se acercó a la pared, tocó un resorte perfectamente oculto a la mirada más perspicaz, y una puerta se abrió en el fondo de él.

Subieron una estrecha escalera, a cuyo final se abrió otra puerta; y cámaras, retretes misteriosos, habitaciones ricamente decoradas se presentaron a la asombrada vista de Ebu-Ferik.

-¿Os gusta la casa? -preguntó Diego.

-Muchísimo; esto supera a todo cuanto yo hubiera podido imaginarme.

-Pues desde este momento podéis disponer de ella.

-Entonces, con vuestro permiso, voy a buscar a mi prima y a traerla a tan encantadora mansión.

-¿Queréis que os acompañe?

-No, sería molestaros demasiado, y...

Salieron a la calle otra vez, despidiéronse y cada uno tomó una dirección opuesta.

Fátima y los esclavos acompañados por Ebu-Ferik se instalaron en la casa que el alférez les proporcionara.

Dos días después llamó a Ebu-Ferik la musulmana, y le dijo:

-Es necesario que entregues a Rodrigo este mensaje, y le sirvas de guía hasta esta casa.

El musulmán palideció, pero se inclinó respetuosamente en señal de acatamiento a las órdenes de su señora.

Ebu-Ferik se había criado con Fátima.

Niño, creció con ella, y cuando la joven pasó a ocupar en el harem de Muza el lugar de esposa predilecta, Ebu-Ferik ocupó también en la pequeña corte del alcaide de Baza el cargo de uno de sus oficiales.

Ebu-Ferik amaba extremadamente a Fátima.

La menor insinuación de ella era una orden para él.

De aquí que cuando la dama le significó su deseo de abandonar el castillo de Baza y trasladarse a Castilla en seguimiento del traidor que la había desdeñado, Ebu-Ferik sintió un dolor horrible en el corazón; pero accedió inmediatamente a acompañarla.

Y él sabía que aquel viaje envolvía la pérdida de sus esperanzas, de su dicha y de su felicidad.

Ebu-Ferik había conocido en otro tiempo al alférez con quien le hemos visto hablar.

Entonces estaba en Granada al servicio de su rey, y si había pasado a Castilla a servir en la guardia morisca de don Juan II, había sido únicamente por el mayor sueldo que tenía.

Fátima, ante la muestra de asentimiento dada por Ebu-Ferik; entrególe la carta de que le hablara, a fin de que la llevase a su destino.

Tiempo hacía que había cerrado la noche.

Rodrigo hallábase en su aposento departiendo con su alférez Osorio, cuando de pronto penetró un paje en la estancia el cual presentándole una carta en una bandeja cubierta con un paño blasonado, le dijo:

-Señor, esto han traído para vos.

Tomóla Rodrigo, leyóla, reflejándose en su rostro la sorpresa, y preguntó después:

-¿Está ahí quien la ha traído?

-Sí, señor.

-Dile que espere.

Salió el paje, y Rodrigo mostró la carta al alférez, diciendo:

-Ved; ¿qué opináis de semejante aventura?

Tomó Osorio la carta, y leyó lo siguiente:

«Si no tenéis miedo, señor don Rodrigo López, seguid al que os entrega esta carta, y veréis a una persona que se interesa por vos.»

-No debéis ir, don Rodrigo; ese es mi parecer.

-¿Y qué se diría entonces? Ya veis lo que ahí se me previene: «si no tenéis miedo...» ¡Hola, Ruiz Gómez! Mi espada y mi capa.

-Al menos, permitidme que os acompañe -dijo Osorio mientras Rodrigo se ceñía la espada y se ponía la capa que un escudero le entregaba.

-No; me citan a mí solo, y solo iré. Con que hasta mañana, Osorio.

-Como queráis, señor; hasta mañana.

Salió Rodrigo, y en una de las antecámaras encontró a un hombre embozado, cuyo rostro ocultaba completamente un antifaz negro. Llegóse a él y le dijo:

-¿Es a mí a quien esperas?

-Sí, señor.

-Pues bien, guía.

Y ambos salieron de la casa.

En cuanto a Osorio, así que se quedó solo en la habitación, salió por otra puerta, atravesó algunos salones, entró en un estrecho corredor, subió una escalera y llamó a una puerta que había frente a ella.

-¿Quién va? -preguntaron desde dentro.

-Abre, Ferrando; abre pronto.

Abrió la puerta el escudero, y le dijo precipitadamente el alférez:

-Toma tus armas y tu tabardo, y vamos a escape.

-Pero ¿qué hay? ¿Acontece alguna desgracia a mi señor? -preguntó un tanto cuidadoso Ferrando.

-Tal vez; pero anda pronto, en el camino te contaré lo que únicamente sé.

Tomó el escudero sus armas, se envolvió en su tabardo, y ambos salieron a la calle, se pusieron a seguir con cautela los pasos del conde y su guía, que marchaban bien ajenos de semejante espionaje.

Cruzaron muchas calles y callejuelas, hasta que al fin se detuvieron en una casa de mediana apariencia.

El guía sacó una llave y abrió la puerta, diciendo a Rodrigo:

-Pasad, señor don Rodrigo.

Entraron ambos en un portal iluminado con un farol que pendía del techo, volvió el desconocido a cerrar las puertas, y subieron una estrecha y tortuosa escalera que los condujo a una cámara bastante pobremente adornada; el encubierto se dirigió a una puertecilla que había a un extremo de la habitación, la abrió y pasaron ambos; de este modo cruzaron algunas salas hasta que llegaron a un reducido aposento donde el guía dijo a don Rodrigo:

-Esperad aquí.

Y sin que éste supiera por dónde había salido aquel, se encontró solo.

En los primeros momentos Rodrigo se creyó a oscuras.

Por fin sus ojos se fueron acostumbrando a las semitinieblas que reinaban en la estancia, y quedó completamente admirado.

Una preciosa bomba de cristal encerraba en su seno una luz, cuyo brillo amortiguaban ricas telas de seda puestas sobre ella, y encajada en un hueco del techo, despedía un resplandor sumamente suave que apenas dejaba percibir los objetos.

Rodrigo siguió en su inspección, y cada vez se encontraba más sorprendido.

Sobre unas paredes forradas de cuero negro se destacaban cuatro ángeles, que a juzgar por las inscripciones arábigas que tenían a los pies, representaban los cuatro arcángeles: Gabriel, Miguel, Azrael y Azrafael, que reconoce la religión islámica.

Los ojos de los cuatro, eran ocho brillantes de un tamaño disforme, que por sí solos valían un tesoro.

Los cinturones que plegaban sus túnicas flotantes estaban asimismo recamados de pedrería, y las inscripciones igualmente.

A entrambos lados de cada ángel, que correspondían a las cuatro paredes del aposento, había dos lunas de acero primorosamente pulimentadas, y cuyos marcos eran anchos listones dorados con cuatro rosetones en las esquinas, y en cada uno de ellos una joya de gran valor.

Un diván ancho con respaldos y capaz de contener dos personas, se veía en medio de la estancia, y perfumeros invisibles la embalsamaban con sus aromas.

Todo allí respiraba riqueza, y voluptuosidad.

Era, más bien que una habitación para personas humanas, la encantadora mansión de alguna hada.

Rodrigo no podía darse cuenta de lo que sentía; semejante riqueza era superior a todo cuanto había visto.

Fascinado, por decirlo así, ante aquella esplendidez, no podía atinar el resultado que tendría su misteriosa aventura.

De pronto se esclareció toda la estancia.

La lámpara que estaba engastada en el techo, impelida por un oculto mecanismo, descendió hasta salir completamente de su álveo.

El resplandor que se exhaló de ella al reflejar sobre los zafiros, las esmeraldas y los brillantes, les hacía brillar con tanta variedad de luces que ofuscaban la vista.

Rodrigo no pudo resistir aquellos torrentes de luz, y cerró los ojos.

Cuando los abrió, la lámpara había vuelto a ocupar su sitio.

La semi-oscuridad que había en la habitación al entrar el conde en ella, volvió a reinar.

El aroma que exhalaban los ocultos perfumeros, se hizo más fuerte, más embriagador.

Un suspiro tierno, dulce, tímido llegó a los oídos del de Rivadeo, y le hizo volver la cabeza precipitadamente hacia el sitio donde había sonado.

Sentada sobre el diván había una mujer, cuyo blanco ropaje se destacaba sobre el oscuro fondo del asiento.

Rodrigo creyó que soñaba.

¿Por dónde había entrado aquella mujer?

¿Acaso alguno de los ángeles que se veían en las paredes había dejado su puesto, y animándose bajo el poderoso aliento de un encantador se hallaba en el diván para arrebatarle el alma como ya estaban fascinados sus sentidos?

Desde que entró en aquella casa, todos fueron misterios; pero los que estaba viendo, palpando, por decirlo así, en aquel instante, eran superiores a todos los demás.

Fijos los ojos en la dama, no encontraba palabras que decirla, ni se atrevía a moverse por temor de que aquel encanto se desvaneciera.

La incógnita tuvo necesidad de romper el silencio.

-Acércate, conde -le dijo- ¿Acaso te causo espanto?

Al sonido de aquella voz, miró Rodrigo más fijamente y con más curiosidad a la dama.

Pero su rostro estaba cubierto por una especie de toca de gasa que impedía ver distintamente sus facciones.

Y sin embargo, aquel acento lo había escuchado él en otra ocasión.

Su sorpresa crecía por momentos.

-¿Nada me respondes? -preguntó la desconocida.

-Dispensadme, señora; pero hay situaciones en la vida, que por lo inesperados nos aturden.

-Yo creía que el conde de Rivadeo no era hombre que pudiera aturdirse por nada de cuanto viera.

-Os contestaré, señora: el conde de Rivadeo, en medio de los peligros, no olvida su serenidad; pero las felicidades le abruman, si bien es sólo por algunos momentos.

-¿Luego la felicidad te dura muy poco y pierdes en seguida el recuerdo de ella? ¿Sabes que eso honra muy poco tu constancia, y augura muy mal para las pobres mujeres que te den esa dicha que tan pronto olvidas?

-Veo con sentimiento que me habéis comprendido mal, o yo me he explicado peor. He querido decir, que la felicidad inesperada me sorprende, me abruma un momento; pero que pasada aquella especie de vértigo que me causa, la olvido un tanto para pensar en el ángel que me la ha concedido. Y ahora que habéis comprendido mi explicación, ¿me permitiréis la honra de besar vuestra mano?

Rodrigo poseía en alto grado la galantería de aquel tiempo.

Después era hombre, y ante aquella poderosa seducción, ninguno hubiera podido permanecer insensible.

En casi todas las situaciones de la vida, ejerce una gran influencia la impresión del primer momento.

Una aventura vulgar no hubiera llamado su atención.

Pero aquella casa, aquella habitación tan fantástica como ricamente decorada, aquellos servidores invisibles, aquellas puertas que se abrían sin ruido, y sobre todo aquella mujer que había entrado en la estancia cegándole, si cabe expresarnos así, con los torrentes de luz que despedía, permitiendo de este modo que no viera por dónde estaba la puerta que le había facilitado el paso, y que se presentaba cubierta de gasas y rodeada de riqueza, débilmente iluminada por una luz artísticamente dispuesta, y circundada de una auréola de blancas nubes de seductora fragancia, le interesaba, le seducía, y exaltaba poderosamente su imaginación.

Una dulce emoción se apoderó de la dama, al sentir el ardiente contacto de los labios del conde.

Se siguieron algunos momentos de silencio.

Por fin, dijo la desconocida:

-¡Álzate, conde, y siéntate a mi lado! ¡Tengo tantos cosas que decirte!...

Fue tan dulce, tan suave el acento de la dama, que Rodrigo creyó escuchar el acento de una de las huríes que el Korán ofrece a sus creyentes.

Y se aferró en esta idea, porque todo cuanto había visto, le revelaba el origen árabe de la dama con quien estaba hablando.

Sentóse en el mullido diván, y el suave perfume que la incógnita exhalaba empezó a turbar sus sentidos.

La agitación siempre creciente de ella, aumentó la de él.

La estrechez del asiento, hacía que sus cuerpos casi se tocaran, y aquel contacto abrasaba al conde.

Éste volvió a coger aquella mano tan mórbida, tan suave, que no deseaba otra cosa.

Cansado de aquella situación, fue a apartar el velo que cubría el semblante de la dama.

Pero ésta hizo un movimiento para impedirlo.

Y sin saber cuándo ni cómo, sus dos cabezas se encontraron y sus labios se unieron.

El velo que cubría a la incógnita cayó por fin al suelo.

Rodrigo no pudo contener una exclamación de sorpresa, ni ocultar un movimiento de disgusto.

Hasta se avergonzó del momento de embriaguez que había tenido.

Y alzándose del asiento, exclamó con un acento en que se advertían cien afectos distintos:

-¡Fátima!

La esposa de Muza, pues era ella, no perdió el movimiento del conde, ni la expresión de su voz.

Húmedos aún de placer sus ojos, una lágrima se vio brillar en ellos.

Había tenido algunos instantes de felicidad infinita, tanto más grande, cuanto que jamás la había disfrutado.

Casada con Muza sin amor, su alma no se había dilatado bajo los ardientes rayos de la mirada apasionada de un hombre.

Era hermosa, y el deseo de Muza se satisfizo.

Fue iniciada en ciertos misterios desconocidos hasta entonces para ella, y su corazón presintió que allí no estaba la felicidad completa.

Vio a Rodrigo, y sintió en su ser una cosa extraña.

Ella, que había desdeñado a los caballeros, que a pesar del rigor de los musulmanes y de la reclusión en que tienen a sus mujeres, habían encontrado medio para decirle que la amaban, deseó al ver al conde, que la mirase, que le indicase que sentía par ella lo mismo que habían sentido los demás.

Pero al revés de esto, el conde no la miró jamás, y esta indiferencia acreció su amor.

Este amor la llevó a su calabozo, y ya sabemos lo que sucedió en él, y las consecuencias de aquella visita.

Pero Fátima amaba con la primera pasión y con el fuego de las almas africanas.

En cuanto supo que Rodrigo se había escapado, no pensó más que en seguirle.

Y ayudada por un servidor fiel, lo consiguió.

Dio una cita al de Rivadeo, y merced al encanto de que con todo gusto árabe supo rodearse, consiguió fascinarle un momento, y en el gozó con todos los goces, con todas las alegrías, con todas las felicidades de que estaba avaro su enamorado corazón.

Mas ¡ay! que aquel velo tan inoportunamente caído vino a deshacer su ilusión.

Comprendió el gusto del amante, y una lágrima sola, pero ardiente, desesperada, amarga, empañó sus pupilas.

Y con un acento sumamente dolorido, contestó a la exclamación del conde:

-No apartes de mí tus ojos con esa expresión más cruel para mí que todas las palabras de desdén que pudieras decirme. ¿Por qué te disgusta mi amor? ¿Acaso no soy bastante bella para agradarte? ¡Oh! ¡si así fuera no perdonaría jamás a Alhá, el no haberme dado esa belleza capaz de inflamar tu corazón! No vuelvas la vista a otro lado; ¡te amo tanto!...

-¡Señora! -murmuró Rodrigo sin saber lo que decir.

Su situación era terriblemente comprometida.

Por una parte le halagaba el amor de aquella mujer, que por él lo había sacrificado todo.

Por otra parte su corazón rechazaba la mentira; pues al decirle que la amaba, la había de engañar.

El conde era un tanto aficionado a las aventuras.

Como a todos los hijos de Adán, no le disgustaban las descendientes de Eva.

La aventura en que se hallaba envuelto ¡era tan seductora!...

Y la mujer heroína de ella ¡era tan hermosa!...

Sin embargo, rechazó aquella voz dulce que tan fuertemente hablaba a sus sentidos, y tomó una actitud serena y reservada.

Fátima prosiguió:

-Mira, cristiano; si el amor se ha de juzgar por los sacrificios, el mío es inmenso. Yo no había amado a nadie hasta que te vi; yo entreveía una felicidad más grande que la que disfrutaba; pero jamás la había deseado. ¿Para qué te presentastes ante mis ojos, si tan cruel habías de ser conmigo que no tengo otra culpa que adorarte con todo mi corazón? ¿Crees acaso que no te amo? ¡Oh! pluguiera a Alhá que fuera eso, porque fácilmente te mostraría lo contrario. Fija tus miradas en las mías, a través de ellas leerás en el fondo de mi alma, y verás el amor que te profeso. ¿Quién podrá amarte más que yo en el mundo? Si hay alguna mujer que te diga semejante cosa, que venga, y cuando ella sea capaz de sacrificar su reposo, su honra y su vida por el hombre a quien adora, entonces creeré no que te ame más que yo, porque eso es imposible, pero sí tanto; y entonces, si tú la amas, tendrás que matarme, porque si no moriría ella, y mi muerte viniendo de tu mano sería aún una felicidad para mí.

-Señora -le dijo el conde esforzándose en dar a su acento una expresión severa- ¿qué preferís en un hombre: una palabra que os halague un momento para daros un desengaño más terrible después, o una palabra franca, leal, que os quite la ilusión en el instante, evitándoos un dolor más terrible? Creo que apreciaréis más la segunda, y esta es la que os voy a decir. No os amo... o mejor dicho, no puedo, no quiero amaros -prosiguió Rodrigo con menos firmeza y bajando sus ojos, no pudiendo resistir la deslumbradora irradiación de los de Fátima- no quiero amaros, porque para ambos sería una desgracia terrible.

-¿Y por qué? -preguntó la dama siempre con los ojos fijos en el conde.

-¿Por qué?... dispensadme si no os lo digo, pero hay cosas que...

-Que cuando se anuncian, se deben decir; ¿qué desgracia pudiera sobrevenirte amándome?

-No he dicho solamente de mí, creo que también he temido por vos; ¿creéis acaso que yo tengo miedo a algo en el mundo? Para mí nada me aterra, pero sí por la persona a quien envuelva mi suerte.

-¿Con que es por mí? ¿por mí temes esa desgracia? y si temes es señal de que me amas... ¡Oh! conde, repite otra vez esa palabra, deja a tu corazón que se desborde, anega el mío en los mares sin fin de felicidad que tus amantes palabras derraman en mi seno, y después que vengan las mayores desgracias: ¿qué dolor más terrible hay para mí en el mundo que sufrir tu desden?... Una mirada amorosa de tus ojos, una sonrisa tierna de tus labios, una palabra de cariño me harán fuerte para desafiar los peligros más grandes; vuelve, vuelve a repetir lo que has dicho, y mi corazón entero irá a dar las gracias al tuyo, confundiéndose en uno nuestros seres.

Rodrigo veía que aquello iba tomando mal giro.

Sabía por experiencia lo que eran los amores africanos.

Salonuth se lo había demostrado bien claro.

Y no quería que Fátima fuese una segunda Salonuth.

Y sin embargo, la esposa de Muza excitaba poderosamente sus deseos.

Aquellos ojos negros, rasgados, húmedos aún y brillando de amor y voluptuosidad, hacían bajar los suyos al conde, que a su pesar los alzaba otra vez, miraba, y el rayo que de las ardientes pupilas de la africana se exhalaba, abrasaba las venas del caballero; aquellos labios encendidos, aquel seno que se aumentaba o se deprimía, a impulsos de una fuerte agitación; aquel perfume lánguido, suave y embriagador que emanaba de Fátima, todo turbaba, todo enloquecía, todo fascinaba al conde, que no era ningún San Antón para resistir las tentaciones que bajo tan bellas formas se le presentaban.

Sin embargo, San Antón venció a Satanás, porque la gracia del Señor le sostenía.

Rodrigo se defendió de Fátima, porque el recuerdo de Beatriz cruzó por su imaginación.

Temió por ella la venganza de la mujer del alcaide de Baza, y recobró su serenidad.

Volvióse a Fátima, y le contestó:

-Habéis interpretado mal mis palabras; no os repetiré que os amo, porque no puedo amaros; ¿creéis que en la vida puedan sentirse dos amores? Yo he amado, he concentrado toda mi vida en una mujer; la he adorado como una madre adora a su hijo, con el más puro, con el más inmenso, con el más desinteresado cariño; pero ha muerto, y mi corazón ha muerto con ella también; ¿cómo queréis que pueda sentir amor hacia vos, cuando ni aun sensaciones tengo ya? Esta es la desgracia que quería evitaros. Comprendo vuestro cariño, y lo horrible que os ha de ser escuchar semejante confesión, pero vos lo habéis querido, y a mi pesar he tenido que complaceros.

Concluyó de hablar Rodrigo, y aún creía escucharle la mora.

La declaración del conde la había aterrado.

Por un momento germinó en su alma un odio profundo, un deseo del hombre que despreciaba su amor.

Pero era tan franco, tan dulce, tan melancólico al mismo tiempo, que aquellas palabras, que salían de un pecho herido, dulcificaban la llaga que en el suyo abrían.

Como se ve, el conde sabía mentir a las mil maravillas.

Pero su mentira tenía un objeto noble.

Alejar de Beatriz el resentimiento de Fátima.

Pero el amor de ésta se acrecía doblemente con la negativa del conde.

La mora era buena, y amaba con delirio.

El amor es la pasión que más purifica el alma y que hace brotar de ella los más generosos, los más grandes sentimientos.

Al engrandecerse, el cariño de Fátima cambió de objeto.

El alma del hombre a quien adoraba, estaba ulcerada terriblemente, y ella quería derramar sobre aquella úlcera el bálsamo dulcísimo del amor.

En el fondo de este pensamiento había bastante egoísmo.

Pero era perdonable, ¡porque amaba tanto!...

Hubo algunos momentos de silencio.

Al cabo de ellos, lo rompió Fátima, diciendo:

-A pesar de lo dolorosa que me ha sido tu franqueza, te la agradezco, conde; más doloroso, más terrible me hubiera sido que desdeñases mi amor por el de otra mujer; pero tú sufres, tú lloras en tu vida un vacío profundo, déjame a mí que enjugue tu llanto, déjame a mí que trate de atenuar el recuerdo de ese vacío. No te hablaré nunca de mi pasión; te hablaré de ella, me dirás su nombre y mis lágrimas correrán al par que las tuyas; mis cuidados, mis atenciones, mis desvelos te rodearán por do quier; seré la madre que padece al ver el sufrimiento de su hijo querido, y que se afana, se apresura a mitigar su pena. ¿Quieres más, cristiano? ¿quieres más? Pídeme consuelos, abnegación, cariño, toda mi vida la sacrificaría por ti. ¡Oh! yo seré tu madre, tu hermana, tu amiga, ¡nunca tu amante! y bien sabe el dios Altísimo y Omnipotente el dolor que esto me cuesta: estar a tu lado, escuchar tu acento, recibir tus primeras miradas será mi única felicidad.

Era tan poderosamente enérgico el dolorido acento de Fátima, que Rodrigo sintió vacilar su resolución.

Pero afirmándose más y más en su idea, repuso:

-No os canséis, señora; para mi alma, ya no hay consuelo; dejadme que siga mi solitaria carrera por el mundo, que el alivio ni lo espero, ni lo deseo tampoco.

-¡Oh! ¡De rodillas te suplico que aceptes mi oferta! ¡No hables de este modo porque sufro extraordinariamente! ¡Ya que desdeñas mi amor, acepta mi amistad! ¡Yo seré tu esclava, lo que tú quieras que sea, pero al menos pueda verte y pueda consolarte!

Fátima había caído a los pies del conde, y llorosa y palpitante se arrastraba ante él.

Rodrigo la rechazó, y le dijo:

-Es inútil; no acepto vuestro ofrecimiento.

Al sonido seco y duro de aquella voz, alzóse vivamente la africana.

Sus ojos se habían secado: una luz sombría se dibujaba en ellos.

Con su instinto de mujer había adivinado que el conde le engañaba.

Fijó en él una mirada intensa, y le dijo:

-Te daba mi amor, y lo has desdeñado; te he ofrecido mi amistad, creyendo en tus dolores, y la rehúsas también; te he suplicado de rodillas, y has rechazado mi súplica; pues bien, guárdate que llegue el día en que tú me supliques también, porque seré inexorable.

Y tocando en la pared, volvió a bajar la luz, volvió a deslumbrarse Rodrigo, y cuando abrió los ojos, la dama había desaparecido.

Aquella aventura le disgustó extraordinariamente.

Sin saber por qué, presentía una desgracia.

Estaba deseando salir de aquella casa; pero el tiempo pasaba y nadie venía a buscarle.

Cansado de esperar, empezó a llamar a grandes voces; mas sus gritos se ahogaban dentro de la misma estancia.

Entonces comprendió el sentido de las últimas palabras de Fátima: comprendió que estaba preso, y que su cautiverio sería ilimitado.

Efectivamente, Fátima estaba desesperada, y su amor había llegado a aquel extremo en que no se repara en nada; ni se detiene ante consideración alguna.

Si don Rodrigo no la amaba porque su corazón pertenecía a otra mujer, tampoco ésta podría disfrutar de su amor.

Prefería verle muerto, a verle en otros brazos.

Sin embargo, no había contado la celosa musulmana ni con el entrañable afecto que al caballero profesaban sus servidores, ni con la fuerza de voluntad y la energía, de él.

Así fue que una y otros inutilizaron por completo su propósito.

Osorio y Ferrando se habían quedado a la puerta de la casa, cuando su señor penetró en ella.

Con suma impaciencia esperaron algún tiempo, impaciencia que se trocó en inquietud cuando pasaron algunas horas y vieron que no salía el conde.

Aguardaron algunos momentos todavía, y aquellos dos hombres se dirigieron una sola mirada, pero con ella se entendieron, y dándose un apretón de manos se dirigieron resueltamente a una de las ventanas bajas sobre la que caía un balcón de madera groseramente trabajado.

Trepar por la ventana y encaramarse al balcón fue obra de algunos segundos para aquellos dos hombres que se sentían dispuestos a sacrificarse por su señor.

Fuertes puertas defendían el paso del balcón a las habitaciones.

Detuviéronse algunos momentos indecisos sobre lo que habían de hacer; pero la inacción no era para ellos larga, porque tirando Ferrando de su daga, la introdujo por las junturas de las puertas, y apoyando sus dos cuerpos con una fuerza prodigiosa, saltaron los barrotes interiores que las defendían y dejaron la entrada franca a los dos escaladores.

La habitación en que se encontraron estaba completamente oscura.

Fueron tentando por las paredes hasta que Osorio exhaló una especie de grito de alegría: había encontrado por fin una puerta.

Alzaron el pestillo, y gozosos, vieron que se abría, dándoles entrada a otra cámara tan oscura como la anterior.

Así sucesivamente, unas veces cediendo las puertas fácilmente, y otras empleando la fuerza, atravesaron muchas habitaciones, al final de las cuales se hallaron en un corredor sombrío, por el que se lanzaron con admirable decisión.

Siguieron bastante rato por él, cuando allá a lo lejos distinguieron una luz débil, y hacia ella apretaron el paso.

Cerca ya, repararon que la luz se hacia más fuerte, y que de pronto una sombra se interpuso entre ella.

Deseosos de encontrar a alguno que les dijera lo que deseaban saber, aunque para ello tuvieran que recurrir a medios violentos, echaron a correr en dirección a la sombra que acababa de salir del centro de la luz y que les parecía que iba a su encuentro.

-¡No te muevas y responde! -gritó Ferrando asiendo por el cuello a la sombra.

Ésta se conoce que no gustaría de semejantes chanzas, porque repeliendo con fuerza al buen escudero, le dijo:

-¡Eh! ¡alto, canalla!...

-¡Ah! ¡loado sea Dios! ¿Sois vos, señor conde?... -exclamó entonces con alegría Osorio, abrazando a Rodrigo.

-¿Pero cómo estáis aquí? -preguntó éste con extrañeza.

-Ferrando y yo, señor, os hemos seguido, y al ver que tardabais, no hemos podido resistir al deseo de saber si os había acontecido alguna desgracia.

-¡Bravos corazones! -contestó el conde conmovido- vamos, vamos a casa, porque tengo deseos de salir.

Y volviendo a tomar el mismo camino por donde habían entrado, abandonaron la casa de Fátima.

Silenciosos fueron todo el tránsito hasta la del conde, y no porque ninguno de los dos servidores no anhelase saber lo acontecido a su señor; pero le veían callado y serio, y ninguno se atrevía a preguntar nada.

Con la libertad de Rodrigo, volvió, es cierto, la felicidad de poder ver a doña Beatriz y concertar la anhelada unión; pero también con ella aumentaron sus peligros.

En primer lugar, aquel desdeñado amante de Fátima, que le servía tan dócilmente en apariencia, pero que sólo deseaba vengarse de ella, era un peligro terrible para Rodrigo, pues del mismo modo que la mora decía que antes que en los brazos de otra mujer, prefería verle muerto, así también Ebu-Ferik decía, que antes de que Rodrigo llegase a poseer a Fátima, le daría la muerte.

Por otra parte, el hermano de Beatriz era otro enemigo formidable de Rodrigo, y si a esto añadimos todo cuanto podía inventar el despecho y los celos en la desesperada Fátima, se comprenderá perfectamente que la situación del caballero no tenía nada de agradable.

Pero éste, para nada se ocupaba de los peligros que pudiera correr.

Al recobrar su libertad de acción, sólo pensó en realizar aquel proyecto tantas veces acariciado, y tantas veces desvanecido.

Dar su mano a Beatriz.

La pobre niña, por su parte, tampoco podía resistir más tiempo los inmensos dolores que le causaban toda aquella serie de venganzas y de animosidades, que sin saberlo, ella misma había excitado.

Rodrigo, que sabía era inútil cuanto tratase de conseguir respecto al hermano de Beatriz, no tuvo otro remedio que dirigirse al abad de San Diego, a fin de que éste bendijera su unión con todo el mayor recato posible, para evitar que nadie pudiese impedirla.

Pero Fátima no lo ignoraba.

La desesperación de la musulmana no conoció límites cuando supo la desaparición de Rodrigo.

Inmediatamente desplegó a su alrededor una vigilancia tal, que verdaderamente puede decirse que no daba el caballero un solo paso que no fuese por ella conocido.

Ebu-Ferik la ayudaba maravillosamente.

Es verdad que con su venganza también se hallaba interesado, y obraba con una actividad y un celo verdaderamente pasmosos.

Así que Rodrigo, sin poderlo presumir y sin poderlo evitar, por lo tanto, estaba espiado.

En esta situación llegó el día destinado para que se verificase su unión.

Doña Beatriz, pretextando la asistencia a una función religiosa en uno de los conventos de Valladolid, salió de su casa y bien pronto su litera se halló fuera de la ciudad, y en camino del monasterio de San Diego.

Al mismo tiempo también Rodrigo, acompañado de su fiel Ferrando, dirigíase por opuesto camino hacia el mismo punto.

A la vez que esto sucedía, Diego de Zúñiga recibía un pergamino sin sello, pero cuidadosamente enrollado, en el cual se le decía:

«Mientras tú estás muy tranquilo en tu casa, tu hermana está entregando su mano al conde don Rodrigo López.

»Si quieres sorprenderlos y evitar esa unión, corre inmediatamente al monasterio de San Diego.»

-¡Ira de Dios! -gritó el hermano de Beatriz dando un puñetazo sobre la mesa de roble que a su lado tenía- ¡por mi nombre, que si es cierto lo que dice este miserable papel, yo les juro que con cien vidas que tuvieran no pagarían bastante mi deshonra!

Y llamando a sus escuderos vistióse apresuradamente, y poco después salía de Valladolid emprendiendo a todo escape el camino hacia el monasterio de San Diego.

Rodrigo y Beatriz hallábanse arrodillados ante el altar, mientras el abad de San Diego celebraba las ceremonias determinadas por el ritual.

En una de las capillas y completamente envueltos en la sombra, estaban Fátima, Ebu-Ferik y don Diego de Zúñiga.

-¡Oh! Hemos llegado tarde -exclamó Fátima con doloroso acento.

-Yo le mataré -murmuro Diego con voz sorda.

-Sí, sí, matadle -dijo la musulmana con acento indefinible.

Ferrando, a corta distancia de su señor, apercibióse de aquellas inmóviles figuras que sigilosamente habían entrado en el templo y que poco a poco habían ido colocándose de modo que pudieran ver perfectamente a los contrayentes, y aun estar cerca de ellos.

La ceremonia religiosa terminó.

Beatriz y Rodrigo estaban casados.

El deseo de ambos, aquella aspiración tantas veces manifestada y que tantas alteraciones había sufrido, realizóse por fin.

Un gemido desgarrador se exhaló de los labios de Fátima al terminar la ceremonia.

Al mismo tiempo un rugido de cólera brotó también de la garganta de Diego.

-Hijos míos -decía al mismo tiempo el abad a los recién casados- mucho habéis sufrido; por luengas contrariedades habéis tenido que pasar; pero felizmente todo ha terminado para vosotros, y únicamente lo que ahora debéis hacer es procurar evitar en cuanto sea posible, los funestos efectos de la cólera de don Diego, que han de ser terribles.

-Más terribles de lo que os parece, padre -gritó en esto la colérica voz de don Diego, que de un salto y antes que nadie pudiera impedirlo, con la daga en la mano arrojóse sobre don Rodrigo.

Un grito desgarrador lanzado por Beatriz hizo comprender a su esposo el peligro que corría.

Trató éste de retirarse para poder sacar la espada; pero la rapidez del movimiento de Diego fue tal que inutilizó la idea de Rodrigo.

-Vas a morir -gritóle.

Pero de súbito, Fátima, sin poderse contener al ver el peligro de Rodrigo, lanzóse en medio de ambos con ánimo de separar a Diego, y éste que tenía alzado ya el brazo para herir, dejóle caer con tan desdichada suerte que la daga fue a hundirse en el albo seno de Fátima.

Un grito de horror brotó de todos los labios.

A este grito se siguió una carcajada que nada de humana tenía, y a ella la caída de un cuerpo.

Beatriz no había podido resistir el peso de tantas emociones, y tuvo que ser conducida fuera del templo, en un estado que verdaderamente inspiraba temor.

El abad condújola a una de las celdas, mientras que Ebu-Ferik, Rodrigo y Ferrando trataban de auxiliar a la desdichada moribunda.

En cuanto a Diego de Zúñiga, lleno de ira y de despecho, había salido tras de su hermana, sin que en aquellos momentos de tribulación se apercibiese Rodrigo de ello.

Fátima estaba en sus últimos momentos.

Fija su mirada, que se iba enturbiando por grados, en la del conde, en sus opacos destellos le daba la vida que por él, y sólo por él estaba perdiendo.

Y sin embargo, en aquel rostro que palidecía por instantes, había una expresión tal de felicidad, que se comprendía que para aquella mujer la muerte era un beneficio inmenso.

Así era. Morir por el hombre a quien había amado, dar su vida por salvar la de él, era para aquella alma dolorida un goce supremo, una ventura que le hacía olvidar el dolor que su herida le causaba.

Rodrigo sufría horriblemente.

Tres mujeres le habían amado.

De ellas ignoraba la suerte de dos, y en cuanto a la tercera era un pobre lirio cuyo tallo habían cortado en la flor de su juventud.

Ebu-Ferik no podía, no encontraba palabras que decir en aquellos momentos.

Amar a una mujer con toda la fe de su alma; concentrar en ella su vida, sus sensaciones, su porvenir; relegar este amor al fondo de su pecho por temor de que su acento empañara la pureza de ángel de aquella mujer; verla después amar a otro hombre, adorarle con la misma fe que ella era amada, y finalmente, ¡verla espirar por haber entregado su vida para salvar la de su ingrato caballero!... Hubiérase dicho que la puñalada de Diego de Zúñiga, al romper el albo seno de Fátima, había roto también todas las fibras del alma del moro.

-¡Rodrigo! -murmuró débilmente la esposa de Muza.- ¡Rodrigo!... acércate más a mí... ¡Déjame que te vea... en mis últimos momentos!...

-Aquí me tenéis, señora, tranquilizaos. ¿Quién os ha hablado de morir? -dijo Rodrigo con un acento que se esforzaba en aparecer tranquilo.

-¿Quién me habla de morir?... esta felicidad que siento brotar en el fondo de mi alma, me dice que es la muerte que se aproxima... ¿quién te habrá amado más que yo en el mundo?... ¡Ah, Rodrigo!... ¡pregúntale a esa mujer que sufre en silencio!... ¡a esa otra que te envía su amor envuelto entre sus insultos, pregúntales si hubieran sacrificado su vida por la tuya!... ¡Ah! ¿por qué no me habías amado como yo a ti?...

-Señora...

-Callad, Fátima; los esfuerzos que estáis haciendo para hablar empeoran vuestro estado; ¿no es cierto, caballero? -dijo Ebu-Ferik dirigiéndose a Jacob, que profundamente pensativo no separaba sus ojos de la moribunda ni había dicho una palabra.

-Dejadla que hable -contestó el médico en voz baja a Ebu-Ferik- dejad que esa alma sublime se desahogue; ¡pobre cisne! permitid que en sus últimos momentos entone el postrer canto a la vida.

-Tenéis razón, señor -contestó Fátima, que con esa percepción extraña que tienen los moribundos, había escuchado las últimas palabras de Jacob- tenéis razón... ¡a qué negarle a un alma que se muere este postrer desahogo!... ¡Oh! ¡Rodrigo!... ¡si cien vidas tuviera, cien vidas perdería gustosa por este único momento de felicidad!... estás a mi lado... fijas tus ojos en los míos... una lágrima acaso brilla en ellos... ¡Oh! ¿por qué no podré beberla como hubiese aspirado tu amor?... ¡Estrecha con tus manos las mías... siento un frío extraño que circula por todo mi cuerpo!... parece que se turba mi vista... ¿iré a morirme ya?...

-¡Desgraciada! -murmuró Rodrigo, conmovido extraordinariamente.

-¿Dónde estás, Alhá? -dijo Ebu-Ferik fijando una mirada insensata en el cielo.

-¡Pobre mujer! -decía Jacob contando en el pulso de Fátima los momentos de vida que le quedaban.

-No veo... ¡Rodrigo!... ¿será cierto que en esa eternidad donde voy a entrar... no te haya de ver más? ¿No he de escuchar ese acento... que a pesar de lo duro que para mí ha sonado siempre... tanto he deseado oír?... ¡Oh! eso no puede ser!... ¡sería el más horrible de los martirios!... Dime... dime si eso es cierto... porque si es así, yo no quiero morir... aún tendrá vuestra ciencia recursos para darme la vida... pero bajáis la vista... nada me respondéis, no tengo más remedio que

-Señora -dijo Jacob- poned vuestra confianza en nuestro Dios; él es infinitamente misericordioso y bueno, y tal vez os dé el alivio que mi ciencia no pueda daros.

-¿Con que no hay remedio!... -dijo Fátima fijando sus miradas extraviadas en todas partes.- ¡Rodrigo!... ¡Rodrigo!... ¿es cierto que me amas?... vuelve a repetirme que ese amor que yo he soñado... me pertenece por entero... ¡Dices que me has amado siempre!... ¡siempre!... ¡qué dulcemente resuena esa palabra en el fondo de mi alma!... vuelve a repetirlo... ¡es tan hermoso oír de boca del hombre que se adora... una expresión de cariño! tú no amas a las demás mujeres... ¿es verdad que no?... ¿qué te importan las amenazas... los halagos... los amores de las demás... cuando mi corazón es tuyo?... ¡Oh, amado mío!... ¡qué bien sabes expresar tu pasión!... ¿qué mujer habrá que no te idolatre!...

El delirio de Fátima iba creciendo por momentos.

Sus mejillas se habían enrojecido, sus palabras, ora tiernas, suaves, acariciadoras, ora doloridas, iban envueltas entre la sangre que brotaba de sus labios.

Sus miradas brillaban de un modo extraño.

Era el último resplandor der aquella luz próxima a extinguirse.

Mudos y profundamente oprimidos aquellos tres corazones, no encontraban una palabra, ni aunque hubieran querido, tampoco hubieran podido pronunciarla.

-¡Oh! -gritó de pronto la mora- este frío glacial que siento en mis venas... este velo que turba mis ojos... este ardor que devora mi pecho... esta es la muerte... ¡Dios mío! ¡Oh! ¡no, no... yo no quiero morirme!... soy joven... la vida tiene mil atractivos... para mí... desde que él me ama... ¡Rodrigo!... -prosiguió con exaltación, y rodeando por medio de un esfuerzo supremo, con sus brazos, el cuello del conde.- ¡Rodrigo!... ¡tú no puedes... tú no debes consentir... que yo muera!... tú me amas... ¿no es cierto?... ¡Oh!... siento una hoguera en mi corazón... las palabras... se ahogan... en mi garganta... dadme... dadme agua... yo quiero vivir... ¡Ah!... ¡no te veo!... ¡Rodrigo!... ¿dónde... estás?... ¡Dios mío!... ¡luz!... ¡vida!... ¡Rodrigo!... te am...

No pudo concluir la frase.

Una bocanada de sangre se llevó aquella alma tan pura, que tanto había amado, y cuya muerte sublimaba su ardiente amor.

Momentos después, tres hombres arrodillados ante el cadáver de una mujer, expresaban en su sombrío silencio, el intenso dolor de que estaban poseídos.

La melancólica luz de la lámpara hacía más poderosamente lúgubre aquel cuadro.

Un ligero estremecimiento de Fátima fue ya la única señal que determinó su tránsito de la vida a la muerte.

Los tres hombres arrodillados junto al cadáver de la infeliz, lloraban silenciosamente.

Beatriz recobró la razón.

Por mediación del monarca, verificóse la reconciliación entre don Rodrigo y don Diego de Zúñiga; pero ni don Rodrigo pudo ya ser feliz, ni tampoco lo fue Beatriz.

El cadáver de Fátima estaba constantemente entre ellos, y dos años más tarde, Rodrigo quedaba viudo.

Don Fernando López.

Era el año 1560.

Por este tiempo había en medio de la frondosa vega de Granada, una casa donde vivía tranquilo y dichoso un anciano, llamado Andrés de Bobadilla, con su hija Clara.

Clara, que no tenía más goce que sus flores, sus cabras, y el cariño de su padre, dichosa con su ignorancia, no anhelaba salir de aquel estado. Hermosa como la tierra en que había nacido, al retratarse su rostro en las aguas del límpido arroyuelo, arrojaba un grito de alegría, y con coquetería infantil se arreglaba sus hermosos cabellos bajo la linda toca que los cubría.

El anciano había sido en su tiempo uno de los guerreros más esforzados, pero no le habían quedado ya más que sus laureles, su recuerdo, su hija, y la lindísima casa que habitaban, que la presencia de Clara hacía más encantadora todavía.

Clara tenía un amante.

Residiendo casi siempre en Granada, iba con alguna frecuencia a ver a su amada y al padre de ésta.

Él, que se llamaba don Fernando López, la profesaba el cariño más tierno, la afección más desinteresada, el amor noble y puro del honrado caballero hacia la joven casta y confiada, que no tenía más goce que verle a su lado.

Y don Fernando no podía amarla de otro modo.

Don Fernando López era el más cumplido caballero de Granada.

Como noble, descendía de reyes.

Como valiente, el mismo emperador Carlos V le había abrazado con orgullo en más de una batalla.

Y como honrado, no había mancha alguna que pudiera empañar la pureza de su blasón.

Había visto un día a Clara en medio de la vega, y su corazón, que hasta entonces sólo había palpitado en medio de los combates, latió rápidamente al contemplarla.

Y la candorosa niña inclinó sus ojos con el rostro encendido de vergüenza, al ver la mirada insistente del gallardo joven.

Y volvieron a verse otra vez, y finalmente, cuando don Fernando supo que Andrés de Bobadilla, aunque en aquel entonces nada poseía, había sido un valiente y honrado soldado, no vaciló en hablar con ella, y declararle el amor que hervía en su pecho.

Por entonces el monarca español no estaba en guerra con nación alguna, y varios caballeros fueron a Granada a admirar la belleza de su suelo y la incomparable hermosura de sus mujeres.

Uno, entre todos, se distinguía por su fuerza en los ejercicios que la requerían, por su destreza en el juego de la sortija, por su bravura en los combates, y por su gallardía en los torneos.

Bruto, arrebatado, casi feroz, encubría aquellos defectos bajo la máscara de una franqueza sin límites.

Ambicioso, bajo, cruel, lleno de todos los vicios de la especie humana, los encubría con la hipocresía más refinada.

Don Fernando, que era bueno y confiado, creyó en él y le llamó su amigo.

Sin secretos para él, una tarde lo llevó a la casa donde vivía el padre de su amada.

Eran las últimas horas de la tarde.

El perfume de los naranjos, el aroma de los jazmines, la fragancia de las rosas embalsamaban el ambiente; sus caballos iban pisando sobre una alfombra de flores.

Murmuraba el aura por entre las hojas de los árboles.

El plácido arroyuelo tendía en todas direcciones sus cintas de plata, liando aquel inmenso y encantador ramillete.

Los pájaros cantaban sobre las copas de los árboles.

Y como exhalándose de aquel centro de poesía la blanca casita de Clara se asemejaba a un grueso brillante engastado en aquel inmenso mar de esmeralda.

Aquellos ajimeces primorosamente festoneados de jazmines y de yerba.

Aquellas primorosas torrecillas.

Aquella naturaleza tan virgen, como virgen era la dueña de la casa, oprimía dulcemente el corazón.

La noche cerraba completamente.

Un concierto extraño, atronador, atravesó el espacio.

Concierto sublime que tenía por salón toda la tierra, y por techumbre la azulada cortina del firmamento.

Los pájaros, esas mil lenguas arpadas que habitan en los árboles, alzaban su himno de gracias al Dios único que les daba la noche como manto para ocultar sus amores, como refresco suave que templase los ardores del día, como sombra bienhechora que envolviera entre sus pliegues sus plácidos ensueños.

En aquel instante una voz dominó todo aquel concierto, cruzó el espacio, y emanada sin duda del trono de Dios, hasta el mismo llegó su vibración.

Era la voz de la encantadora hurí de aquel más encantador paraíso.

Era Clara.

Los ángeles y los pájaros tienen una afinidad inmensa entre sí.

Clara era un querube, y unía su acento al de sus hermanos para saludar al Padre de toda la creación.

Don Fernando y su amigo detuvieron sus caballos.

No querían perder ni una sola nota de aquella armonía sublime.

Había mucho de fantástico, mucho de ideal en aquella noche, en aquella naturaleza y en aquellos acentos.

Cesó la voz de cantar, y aún vibraba en lo intimo de sus corazones.

Llegaron a la casa.

Una sombra blanca, diáfana y pura como la primera sonrisa de un niño, se destacó de las paredes de la quinta, y gritó con alegría infantil:

-¡Aquí está don Fernando, padre!

Y después, ruborosa y palpitante porque vio otra persona extraña, se retiró junto al anciano, ocultando su cándido rostro en su seno.

¡Qué hermosa era Clara!

Tal debió parecerle también al que acompañaba a don Fernando, porque cuando abandonaron la casa iba muy preocupado, y a veces se le oía decir:

-¡Qué hermosa es!

Las visitas se repitieron algunos días.

Al cabo de ellos el caballero abandonó la ciudad de los Gomeles y de los Abencerrajes.

Y don Fernando quedó solo otra vez.

No tenía más consuelo que ir a ver todas las tardes a la encantadora hurí de la Casa del Ángel, como la llamaban los vecinos.

Aquí, la voz argentina de Clara derramaba en su corazón una dulce melancolía.

La suavidad de sus miradas llenaba de deleite su corazón.

Y su pureza de ángel ejercía una influencia tal sobre todo cuanto la rodeaba, que al entrar en el círculo que aquella mujer describía en su derredor, se sentía un goce puro, infinito, prolongado, y que le alejaba a uno de todas las mezquindades de la tierra.

Don Fernando la amaba con un cariño sin límites.

Pero llegó un día en que recibió un dolor horrible.

La guerra ardía de nuevo en el Milanesado y él tenía que ir a cumplir con su deber.

Y hubo lloros y protestas, pero no vaciló en sacrificar su amor por su deber.

Por fin, al cabo de un año volvió a Granada.

Cabalgó en su corcel, y se internó en la vega.

Su corazón no estaba como otras veces.

Un sombrío presentimiento le oprimía.

Sin comprender la causa, temía y deseaba llegar a la Casa del Ángel.

La naturaleza se ostentaba como otras veces; rica, espléndida y riente.

Y sin embargo, al caballero le parecía que aquella hermosura era el último esfuerzo de una existencia próxima a extinguirse.

Los pájaros cantaban en los árboles.

Los arroyos susurraban resbalando sobre el suelo.

Las flores esparcían sus aromas al ambiente.

Y aquel cantar, aquel susurro, aquel perfume, aquella armonía misteriosa de la creación, le parecían un encanto fúnebre, un himno postrero cantado a la vida.

Presa de una violenta agitación, don Fernando clavó los acicates a su corcel, y en su rápida carrera iba cortando el espacio que le separaba de la Casa del Ángel.

Conforme se acercaba, su corazón se oprimía doblemente.

Al cabo la distinguió destacándose de la verde enramada.

Frotóse los ojos porque le pareció ver un blanco sepulcro rodeado de sauces y cipreses.

Llegó a la plazoleta que se extendía delante de la casa, y contra la costumbre, nadie había en ella.

Una soledad, un silencio profundo reinaba por todas partes.

Cada vez más agitado, el caballero echó pie a tierra.

Entró en la casa, cuya puerta estaba abierta, y aunque llamó, no recibió contestación alguna.

Su corazón latió con doble rapidez.

Volvió a llamar, y el silencio continuó.

Aquello parecía un cementerio, y el eco de su voz, al repetirse por todas las habitaciones de la casa, tenía algo de lúgubre, algo de aterrador.

Don Fernando llamó a Clara y a su padre.

Una especie de gemido pareció contestar a aquel llamamiento.

El caballero, palpitante de emoción, se dirigió hacia donde la voz había sonado.

Abrió una puerta y quedó petrificado.

Un grito de horror se exhaló de sus labios.

Tendido sobre el duro pavimento, y horriblemente ensangrentado estaba el cadáver del anciano.

A pocos pasos, sobre unos almohadones de damasco, estaba Clara.

¡Pero en qué estado se hallaba la infeliz! Rotas y destrozadas las ropas que la cubrían, pálida, esparcido por su semblante ese manto lívido de la muerte, era casi un cadáver.

Sus ojos casi vidriados ya, se volvieron hacia don Fernando, que no acertaba a explicarse cómo se había ejecutado aquel drama desgarrador.

El caballero se acercó a Clara para que se lo explicase.

Entre suspiros, entre frases entrecortadas, escuchó una acción infame.

El caballero amigo de don Fernando, había estado hacía dos noches.

Seguido de una turba de escuderos, había entrado en la casa.

El padre quiso defender a su hija.

Y ante su vista, que empezaban a velar las sombras de la muerte, se había cometido el crimen más grande que puede imaginarse.

Clara había sido deshonrada.

Y la pobre niña, perdida su auréola de pureza, tenía necesariamente que perder la vida.

Don Fernando escuchó aquella historia con los labios temblando de cólera y la frente surcada de profundas arrugas.

-¡El nombre de ese infame! -gritó ronco de furor el amante de Clara.

La desgraciada criatura se lo dijo.

Don Fernando profirió entonces un juramento terrible.

Se llevó inmediatamente a la joven a Granada, y la puso en una casa donde pudiera ir poco a poco recobrando sus perdidas fuerzas.

Y al cabo de algún tiempo, Clara dio a luz una niña.

Entonces, don Fernando, después de haber cumplido con el deber que se había impuesto, trató de cumplir su juramento.

Se fue a Madrid, y buscó a don Diego de Acuña, que así se llamaba el infame que deshonró a Clara.

No le habló una palabra de la desgracia de la joven; pero le convidó un día a comer a su casa.

Y después que acabaron, le dijo:

-Escuchadme, don Diego; tengo que contaros una historia.

-¿De amores, tal vez? -le preguntó el mal caballero con la imaginación un tanto oscurecida por los vapores del vino.

-De amores justamente.

-Entonces hablad.

Y don Fernando le relató palabra por palabra lo mismo que le había sucedido.

Y cuando llegó el momento de revelarle el nombre del infame que había abusado de la joven, le dijo:

-El nombre que pronunció Clara, fue el tuyo, Diego de Acuña; ¿lo oyes?...

Don Diego estaba aterrado.

Ante aquella voz vibrante que evocaba ante sus ojos las sombras de aquellas dos personas sacrificadas por sus deseos, su conciencia se estremecía y quedaba sin aliento, sin voz, sin fuerzas para contestar a la agresión del caballero.

Éste prosiguió:

-Diego, ¿te acuerdas de Clara y de Andrés de Bobadilla?

Diego no contestó.

Por medio de un esfuerzo violento se desasió de don Fernando, y quiso levantarse.

Comprendió lo que de él debía esperar, y quiso prepararse para la defensa.

Pero la mano de aquel hombre le detuvo sobre el sitial, gritándole al mismo tiempo:

-¡Quieto, miserable! El término de tu vida ha llegado ya con el cumplimiento de mi venganza. No vas a morir como un caballero; morirás como un perro, y con una muerte digna de la vida que has llevado. Tienes en tus venas un veneno cuyos efectos no tardarás en sentir, y que te quitarán la acción para moverte, para gritar, para todo, menos para escuchar las últimas palabras que voy a decirte.

Un grito ronco, que expresaba la desesperación infinita de la cólera impotente de don Diego, se exhaló de su pecho.

Quiso llevar la mano a la empuñadura de su daga, y la mano volvió a caer pesadamente a lo largo de su cuerpo.

Su mirada fue amortiguándose por grados, y tras algunos esfuerzos, tras de algunos gemidos, tras de diversos ademanes cayó inerte sobre el banco en que estaba sentado.

Una sonrisa de cruel satisfacción se dibujó en los labios de su enemigo.

-Ya ves, Diego -prosiguió el implacable don Fernando- como me he vengado y no te he muerto como caballero, porque no eres digno de que mi acero se escondiese en tu corazón; tú has emponzoñado mi vida, tú has hecho que el mundo para mí no sea más que un desierto; pero yo he vengado como debía la infamia que cometiste con Clara.

Entretanto Diego se revolcaba por el suelo, presa de los más atroces dolores.

Su semblante desencajado y el estertor que se exhalaba de su pecho, demostraban bien claro que aquel hombre, iba muy pronto a dar cuenta a Dios de su conducta.

Efectivamente, un momento después sus miembros se retorcieron en una última convulsión, y don Diego de Acuña quedó convertido en un cadáver.

Don Fernando entonces, sombrío y letal, se acercó a él, se arrodilló; y el ruego que se exhaló de aquel corazón noble y generoso, fue para que el cielo perdonase los extravíos de aquel hombre.

Un instante más tarde salía el caballero de su casa.

Una hora después abandonaba a Madrid.

Llegó a Granada, y se encontró a Clara más hermosa que nunca.

Los pesares habían impreso en su rostro una tinta de melancolía, que era su nuevo encanto.

Don Fernando se acercó a ella, y le dijo:

-Clara, ya estás vengada.

-¿Qué quieres decir? -preguntó la joven sorprendida.

-El hombre que te ofendió, ya no existe.

Y al recuerdo de su deshonra, las lágrimas asomaron a los ojos de la joven.

Y el caballero hizo un esfuerzo, y continuó:

-Aún tengo que cumplir otro deber.

-No sé...

-La hija que tienes, no tiene padre.

Clara miró conojos extraordinariamente dilatados a su amante.

Éste hizo otro esfuerzo más violento, y prosiguió:

-Quiero que lo tenga, y ese padre seré yo.

La joven se quedó durante algunos segundos sin poder decir una sola palabra.

La emoción la ahogaba.

Por fin exhaló un grito en que se exhalaron todas las sensaciones que la agitaban, y cayó desmayada en los brazos del caballero.

El esfuerzo que aquel hombre había hecho, era infinito.

Iba a dar su nombre a un hijo de su enemigo.

Iba a rehabilitar a la pobre mujer deshonrada.

Pero Fernando era el más noble caballero de su tiempo, y aunque con el corazón desgarrado, no quería que la mujer a quien con tanto delirio había querido, tuviera que ruborizarse algún día cuando le preguntasen por la procedencia de aquella niña.

Días después, Clara era la esposa de don Fernando.

Una noche sola pasó el caballero bajo el techo conyugal.

Al día siguiente partió para Flandes, con la firme intención de hacerse matar por algún protestante.

Nueve meses después cayó herido ante los muros de Amberes, al mismo tiempo que un mensajero que le enviaba su esposa, ponía en su noticia que la hija de don Diego había fallecido, y que doña Clara había dado a luz otra niña, que daba grandes esperanzas de vida.

Pero estas noticias no pudieron atenuar el efecto del balazo recibido.

Don Fernando falleció a los tres días, después de haber ido perdiendo gradualmente las ilusiones, y después de haber visto que en su corazón había un vacío inmenso que hizo imposible de llenar la infamia cometida por don Diego de Acuña.

Capítulo XLII. Donde se ve que doña Catalina es implacable en su venganza

Necesario es, antes de continuar, que digamos cómo había sabido doña Catalina lo que dijo a Paca, referente a don Luis, y lo que ella hizo para satisfacer su venganza.

Precisamente, al día siguiente de aquel en que estuvo doña Isabel de Zúñiga en la tienda de Giacomo Zarini, según hemos manifestado en uno de nuestros capítulos anteriores, éste, llevando consigo un pequeño frasquito que contenía un bebedizo, se dirigió a la casa de doña Catalina de Sandoval. Introducido inmediatamente a la presencia de aquella señora, que tenía en Giacomo una ilimitada confianza, se apresuró el perfumista a entregarle el bebedizo de amor que le había encargado.

-¿El efecto de este rojo licor es seguro?

-No tenéis que dudarlo.

-Parece imposible -dijo doña Catalina observando con cierta delicia el líquido que contenía el frasquito- que con sólo algunas gotas de este específico se pueda conseguir lo que no hayan podido lograr cuantos recursos haya empleado una mujer hermosa para hacerse amar.

Giacomo se sonrió, compadeciendo interiormente la necia credulidad de aquella mujer, y le contestó con un tono en que se revelaba la mayor seguridad:

-A do no alcanza el amor, llega la ciencia.

-Eso es verdad, y ya sé yo, Giacomo, que eres todo un sabio.

-Señora, mucho me falta para merecer con justicia ese venerado título; pero hago cuanto está de mi parte para alcanzarlo un día.

-¿Quién duda que lo alcanzarás? Y dejando esto, ¿qué hay de noticias? ¿qué se miente? porque yo hace dos días que no salgo de casa.

-Entonces me explico el no haberos visto durante ellos; pero lo que no comprendo, es el por qué mandasteis a casa a una amiga vuestra, para adquirir las noticias que ya os había dado respecto a los amores de don Luis con María, la hija del conde de Lazán.

-¿Que yo te he mandado a una amiga? -repuso doña Catalina asombrada.

-Sí, por cierto.

-Y ¿quién era?

-¡Pues qué! ¿Lo habéis olvidado?

-Cuando pregunto, por algo será; ¿quién era esa amiga?

-Doña Isabel de Zúñiga.

-¡La condesa!

-La misma condesa de Santillán.

-¿La condesa te dijo que yo la había rogado?...

-No usó vuestro nombre, pero yo creía que era a vos a quien aludía al decirme que cierta amiga le había suplicado viniese a ve Luis; yo, que sabía que aquella señora era una amiga vuestra, aunque sorprendido por la comisión de que se había hecho cargo, referí lo que ya vos sabíais, y que pareció desagradarle en alto grado, a juzgar por la contracción de sus cejas.

Catalina no volvía en sí de su asombro.

-Amigo mío, te engañaste completamente en tus suposiciones.

-¡Cómo!

-Completamente digo, puesto que yo no he encargado ni a la condesa ni a nadie, que te viera y preguntara en mi nombre cosa alguna.

-Entonces, aquella dama...

-Aquella dama -continuó doña Catalina, en cuya alma había nacido negra sospecha- se informó en nombre propio, e indudablemente se valió de una estratagema para entablar contigo conversación y sonsacarte a su placer.

-De manera, que a juzgar lógicamente...

-Doña Isabel, la mujer insensible, invulnerable, como la llaman sus adoradores -dijo Catalina con irónico acento- ha caído presa en las redes de Cupido. Será cosa de ver la cara que pondrá el señor conde, si llega a apercibirse de ello. Tendría curiosidad y además interés en averiguar si es cierta la sospecha que ha nacido en mí, y que, no quiero negártelo, me martiriza cruelmente en este momento. Procura indagar...

-Perded cuidado; haré por mi parte cuanto pueda a fin de complaceros.

-Adiós, pues, y no olvides tu promesa.

Giacomo salió del aposento de doña Catalina; en sus ojos brillaba la alegría que embriagaba su alma.

-¿Amará la condesa a don Luis? ¡Oh! si fuera cierto... el conde de Lazán...

Esto diciéndose, se internó por las revueltas calles en dirección a su vivienda.

Por su parte, doña Catalina, presa el alma por el infierno de los celos, meditaba el modo cómo pudiera averiguar cuanto antes lo que hubiera de cierto en los amores que ella suponía mediaban entre Luis y la condesa.

-¡La altiva condesa de Santillán, doña Isabel de Zúñiga, la desdeñosa dama a quien todos veneran y admiran, la invulnerable virtud de la corte yendo a casa de Giacomo Zarini, y valiéndose de una superchería para averiguar asuntos que se relacionen con el amable y espiritual joven don Luis! ¿Qué quiere decir esto? ¿qué significa? Claro se manifiesta: doña Isabel ama, y el objeto de su amor lo es precisamente el hombre por quien yo tanto sufro. ¡Ah! ¡Desgraciados ellos si mis sospechas se truecan en certidumbres! ¿De qué no fuera yo capaz porvengarme de una manera cumplida?¿Pero cómo averiguar?... ¿De quién valerme para saber?... De éste.

En aquel momento penetraba en su aposento Gil Pérez.

-Vienes como llovido del cielo.

-Gran placer me causa el que no te sea enojosa mi presencia.

-Bien sabes tú que no hay tal, pero en este momento debo confesarte me es doblemente satisfactoria tu vista porque necesito de ti.

-Aquí me tienes, y como siempre dispuesto a convertirme en humilde esclavo de tus menores mandatos.

-No se trata aquí del esclavo sino del amigo.

-Uno y otro soy para ti.

-Siéntate y escucha.

-Habla, pues,¡hermosa mía! -dijo Gil Pérez tomando asiento junto a Catalina.

-No he de negarte, y tú lo sabes, que anhelo vengarme de don Luis...

La mirada de Gil tornóse momentáneamente sombría; doña Catalina lo advirtió, y mirando de un modo fascinador al galán que tan rendido por ella se mostraba, le dijo:

-¿Vuelven de nuevo los celos a emponzoñar tu alma?

-¿Qué quieres? no lo puedo remediar; el solo nombre de ese hombre conmueve y agita de un modo extraño todo mi ser; sé que le has amado, y...

-Sabes que hoy le odio. Creí que estabas convencido de ello, y sentiría que mis palabras y protestas fueran letra muerta para ti.

-Harto sabes que no lo son.

-¿Pues por qué me ofendes con tus dudas?

-Por ser tanto mi amor.

-En ese caso, nada tengo que decirte.

Gil, que amaba con locura, como ya sabemos, a la hermosa viuda, acababa siempre por hacer cuanto ella quería; en esta ocasión, como en todas cuantas doña Catalina se mostraba con él resentida, aquel hombre se rendía a discreción y hubiera hecho hasta imposibles por desarrugar el ceño de su amada.

-Vamos, Catalina -dijo con acento sumiso y tomando una mano de la bella en la que depositó un amante y entusiasta beso- perdona a un pobre loco sus arrebatos; manda, y como siempre, serás obedecida.

Catalina, que indudablemente ya estaba acostumbrada a aquellos cambios favorables para ella, miró a Gil rendido como siempre a su albedrío, y en pago de tal sumisión concedióle una sonrisa.

-Así me gusta. Pero debo advertirte que me ofenden tus continuas dudas; no ama bien el que recela. Yo ansío vengarme por odio, no por despecho, como tu supones algunas veces; el logro de mis fines colmará mi ventura y también la tuya.

Y lanzó a Gil una mirada tan arrebatadora, que éste se sintió enajenado de placer. La astuta viuda sabía poner en juego con gran utilidad para ella, todos los recursos de que disponía.

-Dispón, manda, ¿qué hay que hacer?

-Una cosa muy sencilla: averiguar si es cierto que se aman y corresponden don Luis y doña Isabel de Zúñiga.

-¿Doña Isabel de Zúñiga?

-La misma, amigo mío.

-¡Imposible!

-Pues yo lo creo evidencia.

-Doña Isabel goza fama de austera virtud.

-Ríete de lo que pregona la fama.

-¡Parece increíble!

-Cosas más raras se ven todos los días.

-Vamos, te aseguro que me resisto a creerlo.

-No me acontece a mí otro tanto, y como al confirmarse mis sospechas, mi venganza sería segura, debes suponer mi afán por cerciorarme de lo que haya sobre el particular.

-De modo, que deseas...

-La posición que ocupas cerca de Floridablanca, pone a tu disposición mil medios por los cuales puedes asesorarte convenientemente, y sin que se pase mucho tiempo.

-En efecto; poniendo sobre las huellas del asunto a los sabuesos que yo me sé, no tardaremos mucho en saber de pe a pa lo que de verdad haya en tal negocio.

-Tú y yo debemos desear que llegue cuanto antes el día de la venganza.

-Sí, porque espero que aquel día me hagas el más feliz de los hombres. Sin detenerme, voy a dar principio a las indagaciones.

-No retardes ni un momento el traerme las noticias que alcances.

-En cuanto las adquiera.

Gil besó apasionadamente la mano que Catalina le alargó, y retiróse, llena el alma de gratas ilusiones.

La encantadora viuda había alcanzado de aquel hombre cuanto deseaba en aquel momento, y con impaciencia aguardó el instante en que Gil se presentase de nuevo, a fin de aclarar o desvanecer las dudas que tan cruelmente la mortificaban.

Hubieron de pasar veinticuatro horas mortales, que fueron para la impaciente señora veinticuatro siglos.

-¡Por fin! -exclamó al ver a Gil en su presencia.- ¿Qué hay?

-Mucho y bueno.

El corazón de doña Catalina de Sandoval latía con extremada violencia.

-¿Has averiguado?...

-Los alanos de que me he valido, saben hacer las cosas pronto y bien.

-Habla, pues; te escucho con impaciencia.

-Todo es verdad.

Catalina hizo un soberano esfuerzo para ocultar la sensación horrible que experimentó.

-Con que la condesa...

-¡Oh! es muy curioso. ¡Parece increíble! ¡Quién puede fiar ya en la virtud!

-Deja a un lado inútiles exclamaciones, y explícate sin rodeos.

-Doña Isabel de Zúñiga, la incorruptible condesa de Santillán, perdidamente enamorada de ese nuevo cupido, llamado Luis, ha hecho secuestrar a su doncel, valiéndose de un tuno llamado Simón, y hoy por hoy, la apasionada señora se entrega en su quinta del Pardo a las delicias y arrebatos del amor.

-¡Ah! -exclamó llena de ira y sin poderse contener doña Catalina.

Gil Pérez tradujo aquel grito a su manera, creyéndole hijo de la satisfacción.

-La ocasión para que realices tus proyectos de venganza, no puede ser más propicia.

-¡Oh! ¡en verdad que sí, y te prometo que esta será pronta y ruidosa!

-Réstame darte otra buena noticia. Sabe, amiga mía, que ya pertenezco de hecho, a contar desde hoy, a la famosa sociedad de Los Caballeros del Amor.

-Te doy la más completa enhorabuena, y te ruego que me avises con anticipación tu primera salida de noche en compañía de los Caballeros.

-Así lo haré.

-No lo olvides.

-Pierde cuidado. ¿Estás satisfecha de mí?

-¡Oh, sí! ¡mucho, mucho!

-Eso colma mi alegría. ¿Tienes algo quemandarme? Ordéname; no puedes tú calcular cual es el afán que tengo para que mires cumplida tu venganza.

-Lo adivino; pero no quiero mezclarte por ahora en ella. Déjame, pues; quiero no perder ni un minuto en dar comienzo a mi plan de campaña.

-Avisa, si me necesitas.

-Así lo haré.

-Adiós, pues, y hasta la vista.

-Adiós.

Tan pronto como hubo desaparecido Gil Pérez, doña Catalina se entregó por completo y sin reposo a su despecho. Los vivos celos que sentía aquella mujer, habían comunicado en aquel momento a su semblante una expresión de fiereza capaz de intimidar, no sólo a una mujer, sino al hombre más animoso.

Paseábase agitadamente por su aposento murmurando entre dientes y con voz alterada:

-¿Qué haré?... ¿Qué será más conveniente para no errar el golpe?... ¡Ah! -repuso golpeándose la frente y sonriendo malignamente- ya lo sé.

Sentóse, dicho esto, y escribió rápidamente, pero cuidando mucho de desfigurar la letra, una carta que no era otra cosa que el anónimo que recibió a su debido tiempo el conde de Santillán, esposo de la enamorada doña Isabel de Zúñiga.

-He aquí -dijo agitando el billete con su diestra- el dardo mortífero que disparo; confío en que dará perfectamente en el blanco.

Capítulo XLIII. De cómo un padre recoleto puede servir perfectamente de intermediario en una intriga vergonzosa

El padre Juan José Antonio de la Encarnación, del convento de Recoletos, era un bendito y reverendísimo señor, de abultados y redondos mofletes, ojos pardos y saltones, de ancha y prolongada frente, grande y semi-roja nariz, cuyas ventanas, a fuerza de aspirar rapé, habían tomado proporciones colosales; de boca grande, guarnecida de amarillentos, salientes y fuertísimos dientes; mediana estatura y tan pronunciado abdomen, que bien pudiera, unavez sentado el padre, colocar encima de é1 y con todo descanso hondo plato rebosando en sopa.

Frisaba este santo varón en los cincuenta y cinco años.

La gula era su pasión favorita.

Era amable para con todo el mundo, y muy capaz de hacer un favor al prójimo si el hacerlo no le traía a él la más mínima molestia ni el más leve perjuicio, que de no ser así, tenía siempre a mano el caritativo fraile un pretexto cualquiera para evadirse de la solicitud del demandante.

Tenía muy buenas relaciones en la corte.

Repartía los días de la semana comiendo en casa de algunos magnates, y puede asegurarse que hacía honor a la mesa donde él se sentaba, pues engullía por cuatro., y menudeaba los tragos que era una bendición.

Asimismo tenía destinadas las casas de algunas damas principales, a las cuales acudía con escrupulosa puntualidad el padre recoleto a tomar el chocolate acompañado de exquisitos bollos.

Hablaba poco y despacio, y comía y bebía mucho y de prisa.

Tal era en resumen el nuevo personaje con el que va a trabar conocimiento el lector.

El día en que da comienzo este capítulo, era el destinado por el pater a honrar la sibarítica mesa del ministro Floridablanca, y como supondrá el lector, no se hacía esperar a la hora en que se servía la comida cuotidianamente, antes por el contrario, adelantábase a ella como lo tenía por costumbre, temeroso sin duda de no llegar a tiempo.

-¡Bendígaos el cielo, amado hijo! -dijo con su bronca voz penetrando en el cuarto- despacho del secretario Gil Pérez.

-¡Amen! -contestó brevemente el secretario revolviendo papeles y más papeles.

-Atareadillo andáis, por lo que veo.

-Bien podéis decirlo, padre; tanto y de tal manera lo estoy, que apenas si tendré tiempo de comer, y volver a engolfarme otra vez entre estos papelotes; y bien puede asegurarse que no podré desocuparme en toda la tarde.

-¿Tanto urge la cosa?

-Muchísimo; tanto, que ha de quedar despachada hoy mismo.

-En ese caso, paciencia, hijo mío; la paciencia es una gran virtud -observó el reverendo sepultando sus dedos en la descomunal caja de rapé, y sorbiendo con evidente delicia media libra por lo menos de tabaco.

-Lo que más siento es que hoy debía, a fin de cumplir cierta promesa que le hice, llegarme a la casa de doña Catalina de Sandoval,. y no sé cómo arreglármelo, porque veo imposible el poder salir por lo menos hasta las siete de la noche, y a esa hora precisamente tengo yo qué hacer en otra parte.

-Si el encargo es de tal naturaleza que pueda yo cumplirle, me ofrezco a hacerlo, pues bien sabéis que suelo ir de cuando en cuando por las tardes a tomar el chocolate en casa de esa señora: suponiendo que lo que tengáis que decirle sea cosa que no esté vedada al sagrado ministerio que ejerzo, contad conmigo.

-En efecto -exclamó con grande alegría Gil- me haréis señalada merced.

-Pues decidme lo que ello sea.

-Sencillamente, que los caballeros amigos por quienes me preguntó, han decidido dar esta noche un prolongado paseo.

-¿Nada más que eso?

-Nada más; se trata de unos señores a quienes trata esa dama.

-Pues dad por cumplida la misión; terminado mi paseo acostumbrado, me llegaré a casa de la señora de Sandoval, a la cual comunicaré lo que acabáis de decirme.

Impaciente sin duda el reverendo señor, viendo que se dilataba la acostumbrada hora de hacer la colación, no apartaba sus ojos de la esfera de un gran reloj que encerrado en su correspondiente caja de madera, estaba colocado en el sitio preferente del despacho. Lanzó un prolongado suspiro de satisfacción en el momento en que un criado, adornado con la vistosa librea de la casa, apareció en el umbral de la puerta anunciando con clara voz que la comida estaba dispuesta.

-¡Bendito sea el Señor! Ya comenzaba a desfallecer mi estómago; pues hoy, excepción hecha de unas magras revueltas con jamón y una perdiz escabechada, no ha entrado en mi cuerpo ningún otro alimento.

-¡Ea! Pues pase vuestra paternidad, y desquítese prontamente de la abstinencia que hoy ha sufrido.

Apresuradamente, y sin cuidarse de si le seguía o no el secretario, se encaminó el bendito varón al comedor; se arrellanó en la poltrona que por costumbre solía usar cuando iba a comer a aquella casa, y decidido a pelear heroicamente con sus armas predilectas, que lo eran la cuchara y el tenedor, esperó con visible ansiedad el para él suspirado momento de comenzar la lucha contra los manjares que sucesivamente se le fueran presentando.

Terminada la comida, que fue suculenta, quedóse el buen pater dormitando en su sitial. Según solía, duró la siesta una hora larga, y al despertarse se levantó, despidióse echando su paternal bendición a los criados que danzaban a su alrededor, y no quedándole ya nada que roer en aquella casa hasta su nueva visita, salió a la calle respirando con toda la fuerza de sus pulmones el fresco airecillo que soplaba; dio su acostumbrado paseo, no sabemos si para hacer la digestión o con el deliberado intento de hacer apetito para despachar convenientemente los deliciosos bollos que solían acompañar el chocolate con que le obsequiaba la señora de Sandoval.

Pausadamente llegó a la casa de la mencionada señora, y como quiera que era muy conocido en ella, apenas fue anunciado, obtuvo el permiso de presentarse ante la hermosa viuda.

-Hace ya rato que esperaba a vuestra paternidad; soléis venir más temprano los demás días, que tenéis destinados a honrarme.

-Hija mía -dijo acomodándose en un mullido sillón- hoy he prolongado algo más mi acostumbrado paseo, porque hace días que estoy algo inapetente, y siguiendo los consejos de mi prudente médico, me he excedido andando y a buen paso un largo trecho; de todos modos, el paseíllo creo que me ha sentado bastante, bien, porque me encuentro perfectamente dispuesto a saborear el rico soconusco y los magníficos bollos con que soléis obsequiarme.

Doña Catalina tocó un timbre, y dio orden al criado que se presentó para que se le sirviese al instante el chocolate.

No tardó éste en aparecer seguido de otro criado, trayendo ambos el servicio pedido; sirviéronle al reverendo padre un tazón de grandes dimensiones lleno de chocolate, colocándole delante una bandeja con seis hermosos bollos, confeccionados por las reverendas madres Agustinas. A su vez, doña Catalina tomó la jícara para ella destinada y la mitad de un bollo que a pequeños trozos dividió con el cuchillo. Retiráronse los domésticos y el inapetente fraile embistió a paso de carga y dando fin con pasmosa actividad a los manjares antes expresados. Zambullóse entre pecho y espalda el agua que contenía el gigantesco vaso para él destinado, limpióse los labios con la servilleta, aspiró con delicia un buen polvo de rapé, lanzó un suspiro de satisfacción, y exclamó dirigiéndose a su interlocutora:

-La verdad sea dicha, que los bollos que os proporcionáis son deliciosos y suculentos.

-Confeccionados están por santas manos; me los hacen de encargo las reverendas madres Agustinas.

-¡Que Dios las bendiga y les conceda su suprema gracia!

-Así sea -repuso hipócritamente doña Catalina.

-Habéis de saber, querida hija, que he recibido para vos cierto encargo.

-No adivino cuál pueda ser.

-El secretario del ministro, el señor Gil Pérez, que está hoy sumamente atareado, me ha rogado al saber que esta tarde tendría yo el gusto de veros, que os dijese que vuestros amigos saldrán esta noche a paseo.

-¿Mis amigos? no sé cuáles puedan ser -dijo doña Catalina, que realmente en aquel momento no comprendía el significado que podía encerrar el aviso que le mandaba su íntimo amigo y adorador Gil Pérez.

-¿No os ha dado más detalles?

-Absolutamente ninguno otro más.

-Es por cierto bien extraño; por más que haga, no caigo...

-Pues hija, os repito que sus palabras han sido estas: «Decidle que los caballeros, sus amigos, saldrán esta noche...»

-¡Ah! Vamos, ya sé de lo que se trata.

En efecto, doña Catalina comprendió se la avisaba, según ella había rogado se hiciera, dándole cuenta de que aquella noche hacía su primera salida por las calles, el que pudiera llamar su esclavo, Gil Pérez, en compañía de los Caballeros del Amor.

-He cumplido, pues, mi comisión.

-Y por ello quedo muy agradecida a vuestra paternidad, y si no os sirviera de molestia, a mi vez os rogaría, puesto que para regresar a vuestro convento tenéis necesidad de pasar por la casa del ministro, que tuvierais la amabilidad de entrar en ella, y a nombre mío dijerais al señor secretario que esta noche, entre ocho y nueve de la misma, me avistaré con los caballeros mis amigos, paseando por la Cruz del Humilladero y el atrio de San Millán; como él, de fijo, les acompañará en su paseo y les hará saber el punto y hora donde deben hallarse conmigo, podrá tener efecto el encuentro; se trata, padre mío, de hacer una buena obra.

-Siempre habéis sido vos muy caritativa.

-Hago lo que puedo: consolar al prójimo. Hoy, por ejemplo, trato de reconciliar a una desgraciada familia, y para ello necesito que me acompañen esos caballeros cuyo concurso me es muy necesario.

-Pues quedad tranquila; veré al señor Gil Pérez.

-No olvidéis la hora y el sitio.

-Entre ocho y media y nueve de la noche, por la Cruz del Humilladero y el atrio de San Millán.

-Perfectamente.

-Ea, pues, ya es hora de que os deje.

Con gran dificultad pudo el reverendo levantar su pesada mole del sillón donde se hallaba sentado.

-Dadme vuestra bendición, y hasta el próximo lunes.

-¡Sed bendita de Dios, querida hija!

Doña Catalina besó sonriendo la seráfica mano que le tendió el reverendo, y después de ofrecerla éste no dejaría de acudir el lunes a verla de nuevo, salió del gabinete de la bella viuda, haciendo retumbar el pavimento con sus pesados pasos.

-Todo sea por amor de Dios -exclamó al verse en la calle- iré a ver al señor secretario; hagamos este sacrificio en pro de la humanidad.

Caminando pausadamente, se dirigió hacia la casa del ministro.

Capítulo XLIV. María se encuentra en un grave compromiso

La lectura del manuscrito había producido en María una impresión sumamente penosa.

Efectivamente, hay familias que parecen predestinadas a que el infortunio se cebe en ellas con violencia, y la del vizconde se hallaba en este caso.

Pero lo particular era que, como éste manifestara a María, las desdichas de su familia no habían tenido otro origen ni reconocido otra causa que el amor.

Sin saber por qué, sin explicarse ni poderse dar cuenta la hija del conde de Lazán de la razón que la impulsara, fue lo cierto que no cesó de pensar en todo el día en aquel funestísimo destino que presidía la suerte de aquella familia.

Más de una vez, durante la lectura, habíanse llenado de lágrimas sus ojos, había palpitado su corazón con el desasosiego amoroso de aquellas damas, que tanta influencia ejercían en las vidas de sus respectivos amantes.

La imagen de Luis no estuvo tan presente en la imaginación de María, como lo estuvo la del vizconde.

Y cuidado, que la pobre niña había derramado muchas lágrimas en aquellos últimos días especialmente.

Posterior a la visita que le hizo el vizconde, y en la cual le manifestó María la imposibilidad en que se hallaba de amarle, había ocurrido la desaparición de Luis de casa de la maja.

María cesó de recibir noticias de él.

A la horrible soledad en que la sumía la voluntad de su padre, agregábase aquella inmensa soledad del corazón, soledad en la cual no había más que lágrimas, sollozos y amargura.

Su hermano, el vizconde, yacía en el lecho donde le había conducido la intemperancia de su conducta.

Su padre, preocupado con la solución de aquel pleito en el cual iba envuelta su ruina, solución que únicamente su hija podía darle por medio de su matrimonio con el vizconde, apenas si la veía y si lo hacía era con ceñudo rostro y desagradable aspecto.

De aquí que la joven no tuviera más consuelo que el llanto, ni más confidente de su desdicha que las mudas paredes de su estancia.

En estos momentos fue, como ya hemos dicho, cuando recibió el manuscrito del vizconde.

Al día siguiente de haberlo leído recordábale todavía.

Le parecía escuchar el acento melancólico y triste con que el vizconde le había dicho:

-Ved, señora, si leyendo tanta desdicha tenéis un resto de compasión en el alma para el representante hoy de todos esos desgraciados.

Y efectivamente, en su alma había compasión para aquellas desdichas.

Al día inmediato a la lectura de aquellos papeles, la doncella favorita de María, la que estaba enterada tanto de sus amores como de sus desgracias, presentóse en el aposento de la joven, precisamente en los momentos en que ésta se hallaba más inquieta y desasosegada.

-¿Dadme vuestra venia, señora? -dijo Micaela desde el umbral de la puerta.

-Adelante.

La doncella penetró en la estancia, cuidando al hacerlo de cerrar la puerta tras de sí.

-¿Por qué cierras la puerta?

-Porque tengo un encargo reservado para vos.

-¿Para mí?

-Sí, señora, para vos.

-¿Y qué es ello?

-Esta carta -dijo mostrándole una la doncella.

-¿Y de quién es?

-Ya podéis presumirlo, señora; ¿hubiera yo admitido para entregároslo un billete que no fuera de don Luis?

El corazón de María palpitó con violencia, y su rostro se coloreó levemente.

Tomó la carta con mano trémula María, y Micaela, a fuer de prudente y astuta, abrió de nuevo la puerta que antes cerrara, quedándose a la mira por la parte de afuera, por si acertaba a llegar alguien.

He aquí el contenido de la carta:

«María:

«Os supongo informada del desgraciado lance cuyas fatales consecuencias me obligan a vivir encerrado y oculto, hasta tanto que los que se interesan por mi suerte alcancen el indulto apetecido.

»Entre todos los sinsabores que me agobian en estos momentos, el más doloroso para mí, el que menos me resigno a sobrellevar, es el de verme privado de vuestra adorada presencia, el de gozar la inefable dicha de mirarme en vuestros bellos ojos, y oír vuestra purísima y argentina voz.

»¿Qué felicidad puede existir para aquél que ha entrevisto el paraíso, y desciende repentinamente al infierno?

»¡Oh! Si mi pluma fuese bastante hábil para saber retratar exactamente los sufrimientos de mi corazón, el vuestro, tierno y generoso, no podría menos de compadecerme.

»Añádense a mis desgracias la de verme obligado a molestaros suplicándoos un favor que os puede causar violencia concederme, pero que se hace indispensable, si tenéis en algo mi existencia.»

María, al llegar a este punto de su lectura, apartó los ojos de la carta, y exclamó con acento conmovido:

-¡Dios mío! Tiemblo de seguir leyendo. ¡Su existencia amenazada!

Largo tiempo permaneció sin determinarse a continuar la lectura, pero al fin se resolvió a hacerlo entre temerosa y anhelante.

«Se hace indispensable que os vea y os hable; vos, sola vos podéis, por más que ahora no os lo podáis explicar, salvar mi amenazada vida.

»A pesar del riesgo que corro si soy descubierto, esta noche, entre ocho y media y nueve, os aguardaré en el atrio de San Millán; si desatendéis mi ruego, señal evidente será del poco interés que os inspiro, y en tal caso ¿qué me importa lo demás? ¿Para qué conservar una existencia que me sería odiosa sin vuestro amor?

«¿Qué arriesgáis con acceder a mi súplica? Nada; sin necesidad de que descendáis de la silla que os conduzca, yo, de pie junto a la portezuela, podré comunicaros lo que sólo de vos puede ser oído. Accediendo me daréis dos veces la vida, una en el mero hecho de poderos contemplar, y otra evitando por vuestra mediación el inminente peligro que la amenaza.»

María tuvo necesidad de enjugar con su pañuelo las lágrimas de que estaban inundados sus ojos.

»¿Querrá (terminaba la carta) la mejor, la más bella y pura de todas las mujeres, desatender el reverente ruego de su apasionado esclavo

Luis de Guevara?»

Absorta y pensativa quedóse la sensible joven al terminar la lectura.

-¿En qué podré yo influir tan directamente para desviar el mortal golpe que le amenaza? ¿Qué podrá ser? Dudar de la sinceridad de Luis, es inferirle una ofensa; y por mucho que me ame, por muchos que sean sus deseos de verme, le conozco bien, y le creo incapaz de apelar a una indigna farsa; si no acudo al llamamiento, no lo dudo, no cuidará de ocultarse y entonces está completamente perdido, y de salir, por más que nadie me lo impide, ¿qué pretexto aparentaré? ¡Oh! ¡Dios mío! ¿qué es lo que debo hacer?

Tales eran los pensamientos en que se hallaba embebida la candorosa y bella hija del conde de Lazán.

-Negarme al inocente favor que de mí solicita sería hasta una inhumanidad, puesto que según me afirma va su vida en ello; es, pues, hasta un deber en toda alma piadosa el de evitar una desgracia, tanto más cuando para alcanzarlo no hay que hacer grandes sacrificios. Debo acceder; estoy decidida a ello, y puesto que hoy hay ejercicios en la ermita del Humilladero, acudiré a ellos, y a la salida, pretextando cualquier cosa, haré que se dirija la silla que me conduzca al lugar de la cita a la hora convenida.

La sensible joven estaba, como acaban de revelárnoslo sus propios raciocinios, dispuesta a acudir al llamamiento que se le hacía.

Guardó cuidadosamente la carta en lugar seguro, y de nuevo volvió a abismarse en sus reflexiones.

Sacóle de ellas la voz de Micaela, su doncella.

-¿Tiene algo que mandarme la señora?

-No.

-Entonces, me retiraré.

-Haz lo que gustes.

-Ya en el umbral de la puerta Micaela, detúvola la voz de María.

-¡Micaela!

-Señora -dijo la doncella llegándose de nuevo junto a María.

-¿Mandaste que estuviera en disposición de acompañarme la silla de manos?

-Perdonadme, pero nada he mandado.

-¡Pues qué! ¿No te dije esta mañana que deseaba asistir en tu compañía a los piadosos ejercicios que hoy tienen lugar en el Humilladero?

-Señora, me atrevo a aseguraros que nada me habéis ordenado.

La pobre muchacha tenía sobrada razón. María, por su parte, aunque haciéndose gran violencia en mentir, había ideado aquel medio para que ni remotamente pudiera sospechar ni aun la misma Micaela el principal objeto a qué obedecía su salida.

-Es, pues, bien extraño; yo creía que te lo había encargado.

-¿Queréis que de las órdenes oportunas?

-Sí; que esté la silla, los criados y tú dispuestos a la hora conveniente; esto es, después del toque de ánimas.

Salió la doncella del aposento de su señora, a fin de transmitir las órdenes que de ésta recibiera.

María parecía satisfecha de haber hallado un medio que, sin dar que sospechar a nadie, le facilitaba el complacer la petición que le hiciera el hombre que tan simpático le era a su corazón.

A la hora convenida, se presentó vestida y arreglada convenientemente la predilecta doncella en el gabinete donde ya la estaba esperando, dispuesta a marchar, la hija del señor conde de Lazán.

Señora y doncella se metieron en la silla de manos que las aguardaba ya con sus conductores, dispuesta en el zaguán de la casa, y una vez dentro de ella las dos mujeres, se emprendió la marcha en dirección a la ermita del Humilladero.

Capítulo XLV. Donde Gil Pérez intenta cometer una felonía

Reverentemente arrodillada se hallaba María junto a su doncella en el pequeño templo, y aun cuando aparentemente tranquila, distaba mucho de estarlo.

Realmente se hallaba muy inquieta.

Las horas corrían velozmente, y estaba ya muy próximo el instante en que debía acudir al punto designado por Luis.

Al fin terminaron los religiosos ejercicios.

María se apresuró a salir de la ermita seguida de su doncella, a la cual dijo:

-Me duele horriblemente la cabeza.

-Sin duda será efecto de las luces, y...

-Creo -repuso María al respirar el fresco ambiente de la calle- que no había de sentarme mal dar un pequeño paseo.

-Por lo menos no creo que os perjudique; sin embargo, a estas horas...

-Demos una vuelta por estas inmediaciones. Dirigíos hacia San Millán -dijo dirigiéndose a sus criados, a la par que entraba en la silla de manos.

Cerca estaban de sonar las nueve, cuando esta se alejaba de la ermita del Humilladero en dirección de las gradas de San Millán.

Ama y doncella guardaban profundo silencio.

La primera, según juzgará el discreto lector, estaba entregada por completo a sus propios pensamientos.

La segunda no se atrevía a desplegar los labios, temerosa de molestar con alguna inconveniencia a su señora.

Como se ve, Micaela era una doncella modelo, pues si bien es verdad que no carecía del defecto de que solían adolecer y adolecen en el día las jóvenes de su clase y condición, por lo menos tenía la virtud de no tomarse la libertad de hablar cuando comprendía que no debía hacerlo.

Por poco que hubiera pensado María en la extraña forma con que se le diera la cita, en lo intempestivo de la hora, y en lo inconveniente del sitio, no habría podido menos de comprender que era imposible que hubiese cometido Luis la incomprensible ligereza de dar cita semejante a una dama de tan elevada alcurnia.

Pero María no vio más que el compromiso que la unía con el conde, que éste se hallaba en peligro, y hasta reprochándose como un crimen las horas que había estado pensando en el vizconde, apresuróse a ahogar bajo el peso de su olvido las impresiones que éste con su conducta le produjera.

Sin embargo, no era lo que la joven había estado sintiendo todo el día la dulce inquietud, el impaciente anhelo del corazón enamorado que espera gozar la inefable dicha de hablar algunos momentos con el objeto amado.

Era más bien el punzante dolor de un peligro desconocido; era el presentimiento de un daño, tanto más amenazador, cuanto menos definido estaba.

La pobre niña achacábalo a la zozobra consiguiente a la acción que iba a cometer, pues de sobra sabía que contravenía las disposiciones de su padre con semejante entrevista; pero su corazón la arrastraba hacia ello, y sabido es que nada resiste a su incontrastable fuerza.

Al salir de la ermita, no pudo menos de estremecerse.

La oscuridad de la noche, oscuridad que todavía hacía más densa la mortecina luz de los faroles que algunos años antes habían comenzado a ponerse en las calles, oprimióle tristemente el pecho, y no fue dueña de contener un movimiento de espanto que llamó la atención de la doncella.

Pero su discreción obligóle a callar, y únicamente cuando su dueña le habló, según vimos al empezar el capítulo, fue cuando contestó.

Sin embargo, conforme iban internándose por lo que hoy es plaza de la Cebada, la inquietud de María iba en aumento.

La doncella percibía el ligero temblor que de vez en cuando agitaba los miembros de su señora, y finalmente le dijo:

-Señora: ¿qué tenéis?

-¿Lo sé yo acaso? -repuso casi maquinalmente María.- La oscuridad que nos rodea me asusta, y...

-¿Queréis que de orden para que nos vuelvan a casa?

-¿Crees acaso que exista por aquí algún peligro?

-Me parece que no, y en todo caso, ya sabéis que llevamos, además de los lacayos que llevan la silla, otros cuatro; dos con los hachones, y dos armados por lo que pueda ocurrir. De mí sé deciros que no tengo temor alguno; pero si vos queréis...

-No, continuemos, que ya no hemos de estar lejos de la villa.

-Ya lo creo; si no me engaño, estamos ya en el hospital de la Latina.

Efectivamente, en aquellos momentos la silla de manos llegaba delante de aquel edificio.

Entonces, en el silencio de la noche, percibióse, aun cuando lejano, una especie de alarido que hizo estremecerse a María.

-¿Qué es eso? -dijo.

-No os asustéis, señora; son los hermanos del Pecado Mortal que van cantando sus saetas.

-Te aseguro que estoy en una disposición de ánimo fatal.

-Lo cual no puede menos de sorprenderme cuando siempre os he visto tan animosa.

-Es que en estos momentos voy vagando por entre lo desconocido.

-No os comprendo...

-¿Acaso me has visto salir alguna noche a estas horas?

-Cierto; no había caído en ello.

-Esto por una parte, y por otra el pensar que mi padre pudiera descubrir el verdadero motivo de esta salida, me tienen sumamente inquieta.

-¿Pues a qué venir entonces por aquí?

-Porque lo ha querido él -repuso María con voz apenas perceptible.

-¡Él! -exclamó Micaela sorprendida.

-Sí, mujer; don Luis, que a todo se arriesga por verme.

-¡Os ama tanto!...

-Suya era la carta que te dieron esta mañana, según presumiste, y en ella me pedía que viniese a verle, pues su existencia se hallaba en grave riesgo.

-¿Dónde habrá pasado todos estos días? ¿no os lo ha dicho?

-No, y por cierto que me extraña.

-Ahora os lo dirá.

-¿Oyes? -dijo de pronto María prestando atención.

-Serán sin duda, o los hermanos del Pecado Mortal, o los de la ronda de Pan y Huevo.

-El rumor parece anunciar una reunión numerosa.

Efectivamente, oíase a no larga distancia del sitio en que las jóvenes se hallaban, algunas carcajadas y voces cual si hablaran algunas personas.

En este momento uno de los criados se aproximó a la portezuela de la silla.

-Ya estamos en San Millán, señora -dijo- ¿Qué ordenáis ahora?

-Acercaos al atrio -repuso María.

La silla se puso en movimiento nuevamente, pero de súbito los dos hachones que llevaban los criados fueron arrojados violentamente al suelo.

Percibióse choque de espadas, la silla quedó inmóvil, y en la portezuela aparecieron dos o tres individuos, que sin ceremonia alguna cogieron a María y a su doncella, diciéndoles:

-El menor grito, la más ligera voz que deis, os cuesta la vida.

Y uniendo la acción a la amenaza, las afiladas puntas de dos puñales pusiéronse ante el pecho de las dos aterradas mujeres.

-¡Dios mío! -exclamó María- ¿Qué quiere decir esto?

-Ya lo sabréis.

Entretanto, los criados de la joven estaban portándose como buenos.

Lo mismo los que llevaban los hachones que los dos que iban a manera de descubierta, echaron mano a las espadas y arremetieron con la media docena de enemigos que parecían haber brotado de la verja de San Millán.

-¡Favor! ¡Socorro! -gritaban.

-¡Presa de los Caballeros del Amor! -decían a su vez los acometedores- dejadla, que ya sabéis que no nos duele el puño.

Pero los criados no estaban en ánimo de ceder, y únicamente cuando uno de ellos cayó herido mortalmente y el número de los acometedores aumentó con dos de los que se habían aproximado a la silla de manos, fue cuando empezaron a cejar.

María y Micaela permanecieron mudas de terror y de espanto; pero en cambio, los criados gritaban desaforadamente:

-¡Favor! ¡Socorro!

-¡Ánimo! -gritó una voz a corta distancia- ya voy a socorreros.

-¡Pronto! -dijo a su vez Gil Pérez, pues él era quien mandaba la cuadrilla de rufianes, que fingiéndose Caballeros del Amor, habían acometido a los guardadores de doña María- ¡acabad con esa gente!

Y dando el ejemplo, tendió a sus pies a otro de los criados.

Pero los dos que quedaban habían conseguido resguardarse contra la pared, y alentados por el auxilio prometido seguían haciendo esfuerzos de valor.

-¡Atrás, canalla! -gritó la misma voz que había prometido auxilio.

Y una espada terrible, porque desde el primer momento dejó tendido en tierra a uno de los rufianes y desarmado a otro, llegó a tiempo de variar por completo la faz del combate.

Este fue ya muy breve.

El choque de las espadas, los gritos de los combatientes y las voces de algunos vecinos llamaron la atención de una ronda, y a su aproximación declaráronse en precipitada fuga Gil Pérez y los suyos, dejando sobre el lugar de la lucha los cadáveres de tres de sus compañeros.

El caballero que tan oportunamente había llegado en socorro de María, era precisamente el vizconde del Juncal, que se dirigía a su casa situada en la calle de D. Pedro.

Inmediatamente que supo por los criados quieén era la dama que iba en la silla de manos, aproximóse a ella.

María había concluido por desmayarse, y fue menester prodigarla prontos y eficaces socorros para que volviera en sí.

El vizconde no pudo menos de sorprenderse del extraño capricho que había tenido la joven de ir a semejantes horas por aquellos sitios.

Pero se guardó bien de decir una palabra, y procuró tranquilizar a María en cuanto le fue posible, acompañándola hasta su casa.

Capítulo XLVI. Lo que puede suceder en la romería de San Eugenio

Los que vivimos en pleno siglo XIX y hemos tenido la suerte de presenciar las romerías a que en la actualidad acude el buen pueblo madrileño, apenas podemos imaginarnos lo que eran aquellas antiguas fiestas, para las cuales estaban haciéndose preparativos seis meses antes de que llegasen, y de las que había siempre materia para hablar otros seis después que habían pasado.

De modo que entre la esperanza de lo porvenir y el recuerdo de lo pasado, pasábase el año hablando de la fiesta.

Y era de ver allí cómo las majas lucían su garbo, los manolos y los chisperos hacían alarde de su rumbo y de su fantesía, como decían ellos, y la clase media y la aristocracia, confundiéndose con el honrado gremio de la manolería, solazábase con su alegría, y a veces también servía de solaz a las majas, cuyos dichos y cuyas agudezas tenían por blanco a aquellos pacíficos y honrados vecinos, víctimas expiatorias de algún pellejo de Arganda vaciado con más presteza de la que para el equilibrio de ciertas cabezas conviniera.

Dejando aparte la romería de San Isidro, que se llevaba la fama no sólo entre las fiestas de primavera, sino entre todas las del año, la romería de San Eugenio era la que mayor boga tenía entre las gentes de Maravillas y del Avapiés, de las Vistillas y del Barquillo, y el afán de ir a coger bellotas al Real Sitio del Pardo era únicamente el pretexto para desocupar algunos pellejos de mosto y embaularse algunas tortillas del rico jamón de Candelario o de escabeche de Laredo.

Es verdad que solía haber alguna cabeza rota y algún brazo estropeado; pero ¿qué importaba eso, si el día se había pasado alegremente, y podían los romeros regresar a Madrid trayéndose el taleguito lleno de bellotas del Pardo, objeto aparente de aquel día de broma y de jaleo?

Así como no hemos podido comprender las rosquillas de San Isidro, ni los buñuelos de las verbenas, tampoco podemos comprender las bellotas del día de San Eugenio, porque no sabemos que ninguno de esos benditos santos, cuyas festividades se solemnizan con aquellos comestibles, hubiesen merecido su canonización ni por haber comido rosquillas de Fuenlabrada, ni por haberse dado un hartazgo de buñuelos, ni por haberse estado engordando con bellotas.

Pero, en fin, el pueblo ha dado en conferirles semejante especialidad, y cuando él lo hace, él sabrá por qué.

Precisamente tres días después de aquel en que Paca había sabido por doña Catalina de Sandoval la sospecha que abrigaba, o mejor dicho, la semi-seguridad de que don Luis estaba en la quinta de la condesa de Santillán, era el día de San Eugenio, día en el cual hubiera sido un delito de lesa manolería el que Paca, Concha y Lola, es decir, la flor y nata de las Vistillas y Avapiés no se presentasen en el Pardo, en la incómoda calesa tirada por el jaco, empenachado y lleno de cascabeles, y llevando en el estribo cada una de ellas un majo en calidad de amante o de pretendiente.

A punto había estado Paca de no poder asistir a aquella romería, a no llegar tan oportunamente en su socorro el cronista, por decirlo así, de las majas, el famoso pintor de sus costumbres y el torero más conocido en todos los redondeles de la España de pan y toros del erudito don Melchor Gaspar de Jovellanos.

Felizmente, el estado de su madre había ido mejorando; primero merced a los cuidados de que la hicieron objeto Concha y Dolores, y después a los de la misma Paca.

Por lo tanto, nada hubo que se opusiera a que se presentase la joven con sus compañeras en la característica romería.

Sin embargo, otro motivo tenía Paca para asistir a ella.

Precisamente el día antes, sin decir a nadie sus propósitos, había tomado una calesa dando orden al calesero de que la condujese al Pardo.

Una vez en el Real Sitio apeóse, y encargando al dueño del vehículo que le esperase en un sitio que le indicó, dirigióse resueltamente hacia el palacio.

Un primo de su padre estaba empleado en él, y después que hubieron cruzado las frases de ordenanza, le dijo:

-¿Y Venancio por dónde anda?

-Le tenemos empleado ahora -repuso el pariente de Paca.

-¿De modo que no trabaja en los jardines?

-No; hace cuatro o cinco días estuvo aquí la señora condesa de Santillán, y como supimos por el mayordomo que quería aumentar el servicio de su casa, le hablé yo y al momento entró allí tu primo.

-Me alegro mucho.

-Si quieres verle ya le enviaremos a llamar; precisamente está aquí la señora condesa que vino hace unos cuantos días, como te he dicho, y a quien le sucedió una aventura bastante rara.

-¿De veras? -preguntó Paca para quien todo cuanto decía su tío tenía gran interés.

-Figúrate que como esta señora es tan caprichosa como todas ellas (eso es aparte) ocurriósele salir hace noches por el camino de Madrid, y según parece, cerca de la Puerta de Hierro tropezó con un caballero que estaba herido gravemente: como es tan compasiva y tan buena se lo trajo a la quinta.

-¿Y sigue todavía en ella?

-Sí, por cierto.

-¿Y sin duda mi primo habrá estado cuidándole?

-Alguna vez creo que ha entrado. Con que, vamos, ¿quieres que le llame?

-¿Para qué? ya iré yo misma.

-Como quieras; es verdad, ya tienes motivos para conocerle porque en vida de tu padre, que en gloria esté, más tiempo pasabais en el Real Sitio que en Madrid.

-Ya lo creo.

Paca estaba impaciente por salir de la casa de su tío.

El verdadero objeto de su viaje había sido el de ver a éste a fin de alcanzar por medio de su primo alguna noticia referente a lo que sucedía en casa de la condesa, pues sabido es que en los pueblos todo se sabe con facilidad.

Así fue que su alegría no conoció limites cuando supo que su primo estaba precisamente en aquella misma casa que tanto deseaba conocer.

Desde aquel momento, solo anheló dirigirse a ella.

Porque Paca había concebido uno de esos proyectos audaces, que solamente a una mujer se le ocurren.

Quería saber si don Luis se hallaba en la quinta de doña Isabel de grado o por fuerza; si la amaba, correspondiendo a la pasión que ella sentía por él, o si únicamente estaba allí retenido por la fuerza.

En este caso, estaba resuelta a salvarle.

¿Cómo? No lo sabía. ¿Qué medios podría emplear ella, débil mujer, sin recursos y sin experiencia alguna? Los ignoraba, pero no por eso era menos firme su resolución.

Desde el momento en que Luis había entrado en su casa buscando un asilo bajo su techo, habíase impuesto la obligación de salvarle y de defenderle aun cuando para ello hubiera de exponer su vida.

Tenía muy presente de una parte el proceder de Luis la noche en que la salvó de la brutal acometida de los dos borrachos que encontró en la calle; y de otra, su amor nacido de aquella noche, que había ido tomando cuerpo desde entonces, y se había aumentado en los días que permaneció el caballero guarecido bajo su techo.

Capítulo XLVII. Paca y Luis

Apresuradamente se dirigió Paca hacia el palacio de la condesa.

Conocedora como era de las costumbres de las grandes señoras, puesto que con frecuencia se veía obligada por el oficio que tenía a tratarlas, supuso muy bien que dada la hora que era, no se habría levantado doña Isabel todavía.

En su consecuencia, como lo que ella deseaba era ver a Venancio, su primo, una vez que hubo llegado a la quinta preguntó al portero por él, y una vez que éste le hubo manifestado que estaba dentro, suplicóle que le hiciese salir.

No tardó mucho en presentarse en la portería el primo de Paca, que era un robusto jayán de veintidós años, colorado de rostro y un tanto romo de ingenio, el cual, tan luego como la vio, le dijo abrazándola alegremente:

-Adiós, prima; ¡válgame la virgen de la Paloma, y que rebuena moza que estás!

-¡Mira, prima, que haber venido al Pardo para obligarme a mi a hacer estos papeles!...

-También cuando triunfemos conseguirás lo que deseas.

-Ya sabes, prima, lo que yo quiero.

-Pues ya hablaremos de eso. Anda, que ya me voy hacia la puerta de la tapia.

Y Paca separóse de Venancio, y momentos después iba a detenerse ante una pequeña puerta que había en la espalda de la quinta.

A poco abrióse esta, y apareció Venancio en ella.

-¿Y la condesa? -preguntóle Paca en voz baja.

-Duerme todavía.

-Pues aprovechemos el tiempo; anda.

Y Paca, empujando a su primo, hízole adelantar por un corredor largo y estrecho; hízole cruzar por un pequeño patio, volvieron a penetrar en nuevos corredores, hasta que finalmente fueron a detenerse ante una puerta que abrió Venancio, no sin decir a su prima:

-Te encargo que seas muy breve, y sobre todo que mires lo que haces.

-Tú vigila, y si oyes algo, ven al punto a avisar.

Y Paca, con el corazón palpitante, encendido el rostro, pero resuelta y altiva, penetró en el aposento.

Luis estaba bien ajeno de aquella visita.

Hubo un momento, como ya hemos manifestado, en que cegado, digámoslo así, por el encanto que aquella mujer describía a su alrededor, creyó que realmente todos los fantasmas de amores que en su imaginación había quedaron eclipsados por la espléndida belleza y el ardiente amor de doña Isabel.

Pero a aquella embriaguez sucedió la calma, y don Luis comprendió que era muy distinto aquel amor que por algunos momentos había halagado sus sentidos, al verdadero, al único, al legítimo sentimiento del amor tal como él le concebía.

Y desde este momento principiaron a desfilar ante su calenturienta mente las imágenes de todas las mujeres a quienes había amado.

Doña Catalina de Sandoval, María de Lazán, doña Isabel de Zúñiga, y finalmente Paca, sucesivamente fueron hablando a su corazón, sin que ninguna de las tres primeras dejasen en él la huella de un verdadero amor.

Sin embargo, al aparecer en aquella especie de cosmorama intelectual la figura de Paca, sucedió una cosa extraña.

Efecto quizás de la situación excepcional en que había visto a la joven, efecto de la simpatía que necesariamente debía haber entre la persona salvada y el salvador, fue lo cierto que aquella imagen quedóse buen espacio fija en su pensamiento.

Es verdad que él había salvado el honor de la maja la noche en que estuvo a punto de ser víctima de la brutal agresión que ya hemos mencionado.

Pero esto en nada disminuía el proceder noble y generoso, la afectuosa solicitud con que Paca se había portado con él, y finalmente, el interés que estaba tomándose durante los días que estuvo en su casa para asegurar su suerte.

Entonces, durante aquellas largas horas de soledad y de meditación, fue analizando uno por uno todos los encantos de Paca, fue haciéndose cargo una por una de todas las virtudes que había en su corazón, virtudes y encantos de los cuales no se hiciera cargo hasta aquellos momentos, a pesar de las muchas veces que la había encontrado, ya en la botillería, ya en las fiestas, ya en los corrales de la comedia, ya en la plaza de toros, y encontró que efectivamente había en ella un número mayor de perfecciones que en otras muchas mujeres que había conocido.

Sin embargo, atribuyó la persistencia con que el recuerdo de Paca tomaba cuerpo en su mente, a la amistad, a la gratitud, pero nunca a otro sentimiento más tierno.

Así fue que al aparecer en su estancia, precisamente en los momentos en que estaba ocupándose de ella, la joven, tendió hacia ella los brazos por un impulso irresistible, y hubiese exhalado una exclamación de sorpresa a no impedírselo la misma Paca, que llevándose graciosamente el dedo a los labios, dijo con recatado acento:

-Callad, señor; pudieran oíros.

El estado de Luis era relativamente satisfactorio.

Cuando salió de Madrid, recordaremos que el mismo médico que le hizo la primera cura aseguró que la herida era cosa insignificante, y fue adelantando rápidamente en los dos o tres días que habían transcurrido.

Únicamente lo intempestivo de la hora, pues Paca, con toda intención, había ido muy temprano al Real Sitio, fue causa de que todavía estuviera en el lecho.

-Pero, Paca -repuso don Luis cuando la joven se hubo aproximado a él- ¿qué quiere decir esto? ¿Cómo es que os encontráis aquí?

-No podemos perder tiempo -dijo la maja en voz baja y un tanto temblorosa- sé que os aprisiona aquí el amor de una mujer.

-¿Quién os lo ha dicho?

-No hace al caso ahora. Lo que debéis hacer, es responderme con toda franqueza. ¿Os halláis en este sitio por vuestra propia voluntad, o estáis retenido por fuerza?

-Retúvome hasta ahora este maldito rasguño que recibí hace algunas noches a la puerta de vuestra casa.

-¿Es decir que el amor de doña Isabel?...

-Cuidado, Paca, cuidado con las palabras que pronunciáis, que siendo el honor de las damas cristal tan puro, el menor aliento basta para empañarle.

-¿Os interesáis por ella, señor?

El acento de Paca vibró de un modo extraño al hacer esta pregunta.

Don Luis la miró con atención.

-Me intereso por gratitud -repuso.

-Está bien; en ese caso no debo permanecer aquí. Quedad con Dios, señor, y aliviaos pronto.

Y Paca se dirigió hacia la puerta de la estancia.

Capítulo XLVIII. Cómo se libró don Luis de manos de doña Isabel

El caballero siguió mirando lleno de asombro a la maja.

El acento empleado por ésta, su agitación, su misma impaciencia, aquel movimiento tan rápido al escuchar sus palabras, movimiento en el cual había cierto despecho que no se pudo ocultar a los ojos del caballero, hiciéronle comprender que tal vez en aquello se encerraba un misterio, sin que sospechara en lo más mínimo que pudiera este ser un misterio de amor.

Sin embargo, interesóle tanto la actitud de Paca como su conducta, y le dijo deteniéndola casi cuando iba a franquear la puerta del aposento:

-Paca, ¿dónde vais?

-Puesto que para nada os hago falta, puesto que no puedo seros útil en nada, dejadme que me aleje.

-¿Pero os marcháis enojada?

-No, por cierto; ¿qué razón tengo yo para ello? ¿en qué pudiera fundar mi enojo?

-¿Queréis explicarme cuál ha sido la razón de vuestra pregunta?

-¿Cuál?

-La de si estaba en esta casa por mi voluntad o por fuerza.

-¿Pero estáis, señor, por vuestra propia voluntad?

-Trajéronme sin ella aquí, y hoy tal vez me holgara de poder salir.

-¿Por qué no se lo habéis manifestado a la señora condesa?

-No es para este momento referiros las razones que a ello puedan oponerse.

-¿Pero vos querríais salir de esta casa?

-¿De qué sirve que tuviese deseos, si existen obstáculos que lo impiden?

-No es eso lo que yo os pregunto, señor; no es de los obstáculos de lo que yo quiero hablaros; deseo que realmente, con entera claridad, me digáis si queréis evadiros del poder que os sujeta aquí.

-Y si os lo dijera, ¿qué haríais?

-Sacaros de aquí.

-¡Paca!

-Ya lo habéis oído. Guardárame muy bien ni de obligaros ni de obligarme, a no partir de vos la petición; pero una vez resuelto, dejad todo lo demás a mi cuidado.

-Difícil creo que podáis conseguirlo.

-¿Por qué? ¿Por hallaros bajo el poder y la vigilancia de una mujer celosa? no os importe, señor.

-¡Bravo, mi bella heroína! Veamos de qué manera cumplís con vuestra misión.

-En todo caso, podéis contar que no será por falta de voluntad, ni de esfuerzos para conseguirlo.

-Pero ¿qué interés os mueve en mi favor? ¿Qué pude yo hacer para inspirar vuestro afán de servirme?

-¿No os debo acaso la conservación de mi honra?

-Es decir que únicamente la gratitud es la que os impulsa -repuso Luis con acento en el cual no era difícil advertir el despecho.

-No más, señor -repuso Paca ruborizándose enteramente.

-Está bien. ¿Qué otra cosa podría yo apetecer?

Paca salió de la estancia de Luis tan profundamente afectada, que su primo, que como sabemos estaba esperando. y vigilando para que nadie pudiera interrumpirles, no pudo menos de decir:

-Prima, ¿qué tienes? ¿Te ha dicho algo ese caballero que te pueda ofender?

-Calla, simple -contestó la joven- ni don Luis es capaz de faltar a nadie, ni yo tampoco soy hembra que consienta a nadie que lo haga.

-Yo lo decía únicamente...

-Está bien; no hablemos más sobre ese particular, que de asuntos más graves hemos de ocuparnos

-¡Cáspita, prima! ¿sabes que vas infundiéndome temor con tus asuntos, y mucho me temo que esas conspiraciones no te produzcan algún disgusto?

-¿Qué he de hacerle? Comprometida ya, no hay otro remedio que seguir adelante.

-Sí, pero tú ¿qué ganarás con todo eso?

-Servir a los que quiero.

-Que si te ven en un aprieto, maldito si se acordarán de ti.

-Vamos, primo, no hables de lo que no entiendes; no te ocupes de eso y atiende lo que voy a decirte.

-Está bien: habla; tú sabes más que yo, y no podrás decir nunca que te he desobedecido.

-Es necesario que mañana ese caballero abandone este palacio.

-¡Toma! ¿qué necesidad tiene para eso de nosotros la señora condesa, que es quien bajo unas órdenes muy severas, nos ha prohibido, no sólo que le dejemos salir, sino que ni aun prestemos oídos a ninguna de sus proposiciones, no sólo para huir de aquí, sino ni aun para llevar mensaje de ninguna especie, que pueda levantar aquellas órdenes y dejarle en libertad?

-Ahí está el caso, que como la condesa es enemiga política de don Luis, éste no puede pedirle su libertad; libertad que tampoco ella le concedería.

-Ya comprendo.

-En su consecuencia, es menester que tú lo hagas.

-Pero ¿tú sabes, prima, a lo que yo me expongo?

-A que la condesa te despida, en cuyo caso entrarás al servicio de don Luis, con lo cual habrás ganado un amo que tendrá siempre algo que agradecerte.

Venancio mostrábase un tanto reacio para conceder a su prima lo que deseaba.

Si bien prestaba crédito a sus palabras, no lo hacía en absoluto; y era don Luis sobradamente galán, y Paca sobradamente hermosa, para que no entrase por algo en aquella supuesta conjuración el amor.

Sin embargo, tales razones supo usar Paca, de tal modo le habló, y tanta habilidad demostró para comprometerle, que finalmente dijo que al día siguiente él mismo sacaría a don Luis de su prisión.

La condesa, con toda previsión, había hecho retirar de la habitación del caballero las ropas que llevaba cuando le hirieron, y que Simón, precavido a su vez, llevóse consigo al apoderarse de él en la farmacia del licenciado Roberto.

De aquí que hubo precisión de subvenir a semejante necesidad, encargándose Paca de comprar las ropas necesarias y enviarlas aquella misma tarde a fin de que todo estuviera dispuesto.

Al día inmediato era, como ya hemos dicho, el en que se celebraba la romería de San Eugenio.

Desde bien temprano, el trayecto que media entre la coronada villa y la Puerta de Hierro y entre ésta y el Pardo, veíase cruzado por vehículos de todas las especies conocidas entonces, y más que todo, por una multitud que a pie entretenía lo fatigoso del camino con sus carcajadas, con sus chistes y con sus cantares.

Paca, Concha y Dolores, el triunvirato de la gracia y de la belleza, presentóse en la romería superando si cabe a los años anteriores en la riqueza de los collares y en el gusto de los trajes.

Vicente, Joselito, don Ramón de la Cruz y todos los aficionados a la broma, al jaleo y a la alegría que reinaba siempre en las fiestas de las majas, todos se hallaban en el Pardo, y todos ellos no pudieron menos de admirar la gracia y la hermosura de Paca.

Sin embargo, había en su rostro una nube de impaciencia y aun de zozobra que quitaba a su rostro gran parte de su alegría; pero sin embargo, tal era la belleza de aquel semblante, que aun esto mismo constituía otro de sus encantos.

Cuando llegó la hora en que había quedado con Venancio, sin decir nada a sus amigas, separóse de éstas y momentos después se reunía con su primo, que le dijo:

-No hay un momento que perder; la señora parece que trata de trasladar a don Luis a otra prisión más segura, y según tengo entendido, piensa hacerlo esta misma noche.

-Vamos allá.

Y los dos primos se dividieron del mismo modo que el día anterior, yéndose Venancio por el interior de la casa hasta el aposento de don Luis, y Paca a la puerta de la tapia.

No se hizo esperar mucho la llegada del caballero.

Merced al traje facilitado por Paca, traje perteneciente a las clases del pueblo, podía perfectamente pasar por en medio de los mismos criados de la condesa, que difícilmente le hubiesen reconocido.

Cuando se vio en completa libertad, estrechó con efusión entre las suyas la mano de Paca, diciéndole:

-Gracias, gracias; no olvidaré jamás lo que habéis hecho por mí.

-Es necesario que os alejéis de aquí, señor -dijo Paca, tratando de ocultar su turbación- alguien pudiera reconoceros, y a pesar de todo mi valor, muriérame de pena si lo llegaba a presenciar.

Luis miró a la joven del mismo modo que lo había hecho el día anterior, y sonriendo con una expresión que hubo de aumentar el temblor y la turbación de Paca, le dijo:

-No paséis temor, que por evitaros el más leve disgusto, evitaré caer en manos de mis enemigos.

Poco después, Luis, reunido con Vicente, permaneció casi todo el día por aquellas inmediaciones, hasta que llegó la noche y a favor de ella entró en Madrid yendo a hospedarse a la casa de Vicente.

Pocos momentos después de haber salido Luis de la quinta de la condesa, ésta entraba en la habitación de aquél, encontrándose a su marido, y produciéndose el desmayo de que hablamos en otro lugar.

Capítulo XLIX. Marido y mujer

El conde de Santillán hizo conducir a su esposa al gabinete que ésta habitaba en la quinta; la depositaron en el suntuoso lecho que en él había, y el conde, terminada que fue esta operación, mandó alejar del aposento a los criados, quedándose solo al cuidado de la enferma.

Era el conde de Santillán hombre que rayaba en los treinta años de edad. Su rostro, sin ser hermoso, no dejaba de ser simpático. Alto, bien proporcionado, y de maneras distinguidas, pasaba plaza de petimetre en la corte.

Su moreno rostro estaba en el momento en que lo presentamos a nuestros lectores, cubierto de mortal palidez. Sus grandes y negros ojos parecían querer saltársele de sus órbitas, y brillaban de un modo siniestro.

Agitadamente medía la estancia a grandes pasos, limpiándose de cuando en cuando con el blanco pañuelo el frío sudor que abundante bañaba su ancha frente.

Roncos y apagados suspiros exhalaba de cuando en cuando, y sus trémulos labios se abrieron al fin para murmurar:

-¿Con que es cierta mi desgracia? ¿El infame anónimo que he recibido, y cuya lectura ha trastornado mi ser, dice la verdad?¡Oh! aún dudo; Isabel es incapaz... ¿pero es que yo estoy ciego? ¡Desgraciado de mí y desgraciados de ellos!

Ni una sola frase más pronunciaron sus labios en el largo tiempo que medió hasta que la condesa comenzó a volver en sí, y abrió de nuevo sus ojos.

-¿Cómo os sentís, señora? -preguntó el conde llegándose junto a ella.

La condesa, a quien confundía la presencia de su esposo, no acertaba a responder.

El conde, sin que le fuera dado ocultar la emoción de que se hallaba poseído, continuó:

-Jamás me hubiera imaginado os fuese mi presencia odiosa hasta el punto de haceros perder el sentido su vista.

-¡Oh! -repuso con débil voz la condesa- no creáis...

-Yo creo lo que veo, amiga mía. Vuestro desvanecimiento es muy elocuente.

-Según del modo que vos lo traduzcáis -dijo doña Isabel incorporándose en el lecho.

Fugaz como una exhalación cruzó por la mente del conde un sombrío pensamiento, y fijando una mirada acusadora en el rostro de su esposa, exclamó:

-Yo puedo perdonarlo todo, señora; puedo ahogar en mi pecho, sin que asomen a mis labios, los sufrimientos de mi alma; puedo vivir muriendo desesperado por causa de vuestros rencorosos desvíos; vos podréis jugar a vuestro albedrío, haciéndole pedazos, con mi ulcerado corazón; pero ni vos podéis, ni yo debo ni quiero consentir se convierta en frágil juguete el sagrado de mi honor.

-Señor conde: ¿es a vuestra esposa a quién os dirigís? -preguntó con firme y desdeñoso acento doña Isabel.

-Sí; a mi esposa es: a la noble condesa de Santillán, doña Isabel de Zúñiga, a la desdeñosa dama de corazón de hielo, modelo de virtuosos ejemplos y honestísimas costumbres, es a la que me dirijo.

El acento irónico del conde hizo asomar el carmín en las entonces pálidas mejillas de doña Isabel, la cual interrumpió a su esposo, diciéndole:

-Dejad a un lado irónicas reticencias, y explicaos con claridad.

-Efectivamente, creo que a entrambos nos conviene una franca explicación.

-No la demoremos pues.

-Sea: harto sabéis, señora, el profundo y respetuoso amor que os profeso, y el desdén a que por vuestra parte vivo condenado desde el día en que os llamasteis condesa de Santillán. Cuantas pruebas de tierno cariño pueda dar el hombre más enamorado al dulce objeto de su amor, os las he dado yo, señora; si libertino en mis mocedades, he procurado borrar con mi actual conducta los extravíos de la pasada. Bien lo sabéis; jamás desde nuestro enlace ha asomado a mis labios, para con vos, el mandato, antes por el contrario, han prodigado la súplica, y vuestros menores caprichos se han convertido en órdenes para mí. Esclavo sumiso y reverente, esperaba que a fuerza de amor, de constancia y de solicitud, alcanzaría en tiempo más o menos lejano ablandar vuestro endurecido corazón; funesto error del que despierto ahora. En tanto llegaba el suspirado día en que reconocierais vuestra injusticia, vivía yo, sufriendo por vuestros desdenes; pero completamente tranquilo respecto a vuestra virtuosa conducta. Jamás he celado vuestros pasos, porque al hacerlo hubiera creído inferiros un agravio; así es que a vuestro antojo habéis abandonado la corte en distintas ocasiones, dirigiéndoos a cualquiera de nuestras posesiones sin que yo haya opuesto a ello el más mínimo obstáculo, ¿no es cierto?

-No puedo negarlo.

-Nada, pues, hubo de extrañarme, atendida la rareza de vuestro carácter, el saber hace tres días que os hallabais aquí, a donde no hubiera venido a molestaros a no ser por cierta carta en la cual se me significaba que era de todo punto necesaria mi presencia en esta quinta.

-Nada puedo deciros respecto a esa misiva que me significáis haber recibido, porque nada sé de ella ni de su contenido, pero algo puedo contestaros a vuestras anteriores quejas.

-Estoy ansioso por escucharos.

-Seré breve.

-Como mejor os plazca.

-¿De qué modo conseguisteis mi mano? ¿lo habéis olvidado ya?

-Señora... -balbuceó el conde.

-Ejerciendo conmigo una violencia -continuó la condesa.

-No fue tan grande la falta por mí cometida entonces que mereciese tan duro castigo.

-No debéis quejaros del desvío que os he manifestado, porque os advertí de él.

-Pero no podía yo imaginar que fueran eternos vuestros rigores.

-Vos podíais pensar lo que tuvierais por conveniente; pero yo estaba resuelta a cumplir mi ofrecimiento.

-Eso quiere decir...

-Quiere decir que no sé a qué vienen vuestras quejas, puesto que ya debíais haberos acostumbrado a considerar nuestro alejamiento como cosa invariable.

El corazón del conde se hacía pedazos dentro del recinto estrecho en que se albergaba. Las frases de la condesa, lejos de disipar, aumentaban las crueles angustias que desde hacía algunas horas habían venido a aumentar los dolores que desde largo tiempo minaban el alma enamorada de aquel hombre. Sin poderse apenas contener, dijo a su esposa:

-Perfectamente, señora; ¿pero qué me decís a fin de disculpar la pérdida de vuestro decoro?

-Señor conde; hasta ahora he podido no amaros, pero no dejaros de creer caballero.

-¡Ah! ¿Con que, según vos, deja de ser caballero el hombre que pide cuentas de su honra?

-Eso es, pues, lo que vos me exigís.

-Sí, eso os exijo. Este infame papel que abrasa mi mano -repuso el conde estrujando un papel escrito- me da cuenta de vuestras liviandades.

El rostro de doña Isabel tomó el color de un cadáver al oír el apóstrofe de su esposo.

-Según eso, vos creéis...

-Al leer lo que aquí se me dice, a tener frente de mí a su autor, le hubiera cortado el brazo con que se atrevió a escribir lo que os ofende y me ultraja; la indignación que me produjo tal escrito superaba al desprecio que me inspiran aquellos que se valen del pérfido anónimo, sirviéndose de él como de un arma matadora y vil; vine aquí para entregároslo y haceros conocer que la maledicencia se ocupaba de nosotros, y al llegar a esta quinta, sé que en ella ha habitado durante vuestra permanencia un hombre joven; esta noticia concuerda con la que se me da en el anónimo; os busco por toda la casa, y os hallo al fin en un aposento que no es el vuestro, y al verme en su umbral lanzáis un grito desgarrador y os desvanecéis. ¿Podéis contestarme ahora si creéis que dejé de ser caballero porque osé interrogaros preguntándoos: qué habéis hecho, señora, de mi honra y de vuestro decoro?

Durante breves momentos permaneció la condesa con la frente inclinada sobre su pecho; pero irguiéndola nuevamente, contestó con seguro y firme acento:

-Dispuesta me hallo a todo, y se aviene mal con mi noble carácter el hipócrita fingimiento; así, pues, voy a contestaros con toda la sinceridad de mi alma, y sin que ni poco ni mucho trate de atenuar mi culpa a vuestros ojos.

-¿Confesáis, pues?...

-Que ni os amé, ni os amo, ni jamás podré amaros; que mi corazón, virgen hasta hace poco del sublime sentimiento del amor, despertó por fin del letargo en que yacía adormecido; ama, y ama con toda la vehemencia de que él es capaz; he luchado por vencer la pasión que en él ha nacido, pero he luchado inútilmente; ella es más grande que mi voluntad.

-¡Señora!... -dijo el conde cuyas facciones estaban trastornadas, acercándose más hacia su esposa.

-Podéis matarme, ya lo sé; hacedlo; no quiero manchar mis labios con la mentira.

Temeroso, sin duda, el conde de no poderse contener si permanecía más tiempo en aquel aposento y en presencia de aquella mujer a quien tanto amaba, y la cual acababa de confesarle la pasión que por otro sentía, hizo un esfuerzo supremo sobre sí mismo, y logrando dominarse, miró a su espopa con ojos extraviados, en tanto que se apartaba de ella, y con voz cuya vibración hubiera hecho estremecer a otra mujer menos animosa, o quizá menos abismada en sus propios pensamientos, le dijo al retirarse:

-No se hará esperar mi resolución.

La condesa, cuyas fuerzas habían agotado las encontradas emociones que había experimentado en el transcurso de tan pocas horas, inclinó con desaliento su abrasada frente sobre el blando cojín de su lecho, y exclamó tan luego hubo desaparecido su esposo:

-Corazón, ¿por qué no te arranqué cuando diste el primer latido de amor?

Capítulo L. Los osos del río

En las afueras de la ex-puerta de Segovia, y en las inmediaciones del río Manzanares, en medio de un grupo de casas, había una más pequeña que las demás, casa cuyos inquilinos por efecto de lo poco que se presentaban en público, por la quietud que siempre reinaba entro ellos, y por la carencia de ruido que en ella se advertía, habían dado en llamar los vecinos de las inmediaciones la Casa de los Osos.

Toda la casa estaba ocupada por una misma familia, y lo mismo los amos que los criados, tan misteriosamente obraban, tan poco se les veía y tan insociables se mostraban para todo el mundo, que se les denominaba con el calificativo de osos, y bajo este nombre quedaban incluidos los amos y los criados.

Nadie sabía de dónde habían llegado los primeros, ni cuántos eran los segundos.

Lo único que se sabía positivamente era que aquellos tenían siempre su mano abierta para los pobres, que donde había miseria siempre alcanzaban sus beneficios, y que si les llamaban osos, no era por otra cosa más que por su insociabilidad.

Jamás hablaban con nadie, a nadie veían, y solamente un criado anciano y tan agreste como ellos, era el único que se veía diariamente ir a la capital a comprar los artículos que necesitaban para el consumo.

Por conjetura sacaban las gentes que vivían en los alrededores, que los osos eran dos, puesto que decían algunos mozos de los lavaderos inmediatos, que en las altas horas de la noche habían visto pasearse a dos personas, que observándolas sin ser vistos, vieron que desaparecían tras la puerta de la casa que tanto preocupaba su atención.

Sin embargo, a pesar de aquella curiosidad despertada con un motivo tan justo, no hubiera quedado de seguro ninguna persona de aquellos contornos que al saber que a los osos les sucedía alguna desgracia, no hubiese acudido inmediatamente a tratar de remediarla.

Esto nacía de los beneficicos que, como antes hemos dicho, prodigaban a manos llenas.

Pero como nosotros no podemos atenernos solamente a las hablillas del vulgo, justo es que tratemos de penetrar el misterio que envolvía a los habitantes de la casita de la Virgen del Puerto.

Franqueemos la puerta de entrada, y atravesando un estrecho y oscuro corredor, dejemos aparte una puerta que daba al salón en donde ya han asistido nuestros lectores a una de las reuniones que celebraron los amigos del pueblo.

Subamos una escalera de peldaños estrechos y carcomidos, al final de la cual hallaremos una puerta que nos permitirá el paso a una salita de paredes ennegrecidas y agrietadas, a cuyo final nos encontraremos otra que, abierta a su vez, nos conducirá a una estancia que forma un extraño contraste con todo lo que hemos visto anteriormente.

Figuraos, lectores míos, un aposento octogonal, cuyas paredes están cubiertas de raso azul, y cuyo suelo desaparece bajo una tupida alfombra.

No hay ventana ninguna en esta habitación.

Del techo pende una magnífica lámpara cuyas luces son las únicas que iluminan el aposento.

En el fondo de él, sobre una mesa de palo santo con primorosas molduras, se veía una magnífica luna veneciana encerrada en un marco ovalado de la misma madera.

No había sillones en la habitación, pero en cambio tenía magníficos almohadones de damasco del mismo color que el forro de las paredes.

Dos perfumeros colocados a entrambos lados de la mesa, embalsamaban por completo aquel aposento encantador.

Reclinada, más bien que sentada sobre los mullidos almohadones, se veía una mujer de hermosura incomparable.

La estatuaria griega estaba representada en ella admirablemente.

Sobre su rostro ligeramente moreno destacaban dos ojos negros y rasgados, cuya brillante radiación era imposible resistir.

De una frente ancha y despejada se desprendía una nariz casi recta, bajo de la cual una rosa entreabrió sus pétalos dejando percibir dos hileras de dientes blancos y brillantes como el marfil, y pequeños e iguales como los de un niño.

Asentad esta cabeza, rodeada de anchas trenzas de cabellos negros, sobre unos hombros modelados con una delicadeza infinita; añadidle como adherentes un talle de una flexibilidad extrema, ponedle un pie y una mano en miniatura, y tendréis una idea de quién era la dama que se reclinaba voluptuosamente sobre los mullidos cojines de la oriental habitación.

Cuando la presentamos a nuestros lectores, estaba sola.

Parecía presa de serias meditaciones, porque su frente se hallaba surcada de algunas arrugas, y su actitud era asaz meditabunda y pensativa.

El traje que vestía la dama era negro completamente, lo que hacía resaltar doblemente su espléndida belleza.

Sin duda sus pensamientos fueron sucesivamente ennegreciéndose más, porque su rostro tomó una expresión de odio tan implacable que casi causaba miedo.

De pronto, una pequeña puerta que había en la estancia, se abrió casi sin ruido, y un caballero joven y hermoso, pero con una hermosura tan fatídica como la de la dama, penetró en ella, y le dijo con un acento muy respetuoso, pero nada más:

-Cuando gustéis, Alina.

-Estoy a vuestra disposición.

Y la dama, al decir estas palabras, arrojó una mirada de tan indescriptible expresión sobre el caballero, que éste no hubiera podido menos de sorprenderse si hubiera podido interceptarla.

Pero estaba también muy preocupado, y con la cabeza apoyada sobre el pecho se entretenía en medir a grandes pasos la anchura de la sala.

Alina, puesto que ya sabemos que este era el nombre de la dama, se levantó, y dirigiéndose a otra puertecita, desapareció por ella, reapareciendo pocos momentos después cubierta completamente con un ancho manto negro. También el caballero estaba asimismo vestido con su traje de calle, y en cuanto vio a la enlutada, le ofreció galantemente el brazo, y sin trocarse entre ambos una palabra más bajaron la escalera, y en el zaguán se encontraron con un anciano que tenía en la mano una linterna.

Salió el criado, pues tal lo parecía el anciano por su traje de la casa, precediendo a sus señores, y después de haber cerrado la puerta con un grueso candado, se dio a caminar con dirección a la puerta de Segovia, alumbrando el camino con la linterna que llevaba.

No sabemos si hemos dicho ya que era de noche, pero si ha sucedido así, suplicaremos a nuestros lectores que nos dispensen esta repetición.

Era de noche, y muy oscura, lectores míos, y doblemente tenebrosa en aquellos tiempos en que no se conocían los faroles que hoy alumbran la puerta segoviana, ni los que igualmente iluminan los lindos jardines de la Cuesta de la Vega.

Por lo tanto, nuestros amigos de la casa de la Virgen del Puerto, tropezaron más de una vez, y aun si nuestras noticias no son inexactas, hubieron de dar un resbalón tal, que casi los labios del caballero hubieron de rozar la frente de la dama, haciéndola que se ruborizase extraordinariamente, rubor que pasó desapercibido a favor de la oscuridad de la noche.

En este estado, y sin que se hubiese cruzado palabra alguna entre ambos, llegaron nuestros personajes muy cerca de la casa del conde de Lazán, que habitaba el generalísimo francés.

-¿Os acordáis, Alina, de hoy hace diez años? -dijo por fin el caballero con un acento concentrado.

-Sí.

-¿Recordáis lo que os dije aquella noche memorable?

-Yo estaba sola en la misma quinta de mis padres, contemplando ante mi vista el cadáver del senador Aldobrantini; miraba el escudo de mi casa hecho pedazos, deshonrada mi antigua estirpe, cuando os presentasteis vos, y me dijisteis si quería vengarme. La sangre italiana corría en mis venas, y acepté con reconocimiento la oferta que me hacíais.

-Y la he cumplido. Yo tenía poderosos motivos para vengarme del conde, y todos los años, a la misma hora, ya sabéis que en cualquier parte que se haya encontrado, nosotros, como dos sombras de maldición, hemos ido siempre a ser los nuncios de alguna desgracia para ese hombre; hemos tratado de envenenar su vida y lo hemos conseguido, pero no con el veneno que mata instantáneamente, sino con ese otro que consume día por día, mes por mes y año por año, y que arrebata hasta la última creencia que pueda hacer agradable la vida.

-Venganza terrible, en la cual nosotros sufrimos tanto como el mismo de quien queremos vengarnos.

-No lo creáis, Alina; el sufrimiento nuestro es un exceso del mismo goce que sentimos. ¿Creéis que no se goza con una venganza?

-Demasiado, pero ¡cuesta tan caro! -contestó la joven con un acento particular.

-¿Estáis cansada ya?¿Os pesa el haber emprendido este camino?

-¡Nunca! Mi venganza es justa, y jamás vacilaré ante ella; pero hay cosas...

Y la encubierta dama arrojó sobre el misterioso caballero otra mirada como la que le dirigió cuando estaban en la casa.

El joven, esta vez como entonces, no pudo reparar en ella, y sólo le dijo:

-Acabad, señora.

-Son asuntos míos particulares, que para nada tienen que ver con nuestro proyecto.

Y tras estas palabras, volvieron ambos a su anterior silencio, y apretaron el paso hacia el palacio que ocupaba el conde de Lazán.

Pensativo se hallaba el conde en sus habitaciones, cuando la aparición de un criado llegó a arrancarle de sus meditaciones.

-Una dama y un caballero -le dijo el criado- solicitan vuestra venia para hablaros.

-¿Por qué has dicho que estaba en casa? -repuso el conde de mal talante.

-Como el señor conde nada me había dicho...

-Está bien; que pasen.

Un momento después, Alina y su misterioso acompañante, hallábanse en la estancia del conde.

Al verlos éste, no pudo menos de exclamar con acento en que vibraba tanto la cólera como el terror:

-¡Alina Aldobrantini! ¡Mario Monteleone!

-Sí -repuso la joven con severo acento- las dos víctimas de tus impurezas, conde. Hoy hace diez años que mi padre murió asesinado por ti, ¿recuerdas la fecha?

-¡Oh!

-Y hoy hace diez años y tres meses que la mujer que amaba fue villanamente ultrajada por ti, conde de Lazán -repuso el joven que ya sabemos se llamaba Mario.

-¡Callad, callad! -exclamó el conde con acento en que vibraba el terror.

-¡No, no es posible callar, especialmente en el aniversario de aquellas dolorosas escenas: acuérdate de todos los crimenes que has cometido; recuerda bien todo lo que ha sucedido desde entonces: por donde quiera que has ido, te ha perseguido nuestra venganza; piensa que de lo que de existencia te quede has de vernos del mismo modo acusándote constantemente, arrojándote al rostro lo indigno de tu proceder!

-¡Piedad! ¡Perdón!

-No existe para ti -repuso Alina- ¿Puedes devolvernos acaso lo que nos has arrebatado?

-¡Dejadme! ¡Alejaos de aquí!

-Pronto vas a quedar complacido; nuestra misión hoy está cumplida ya, conde de Lazán; ruega al cielo, porque el año que viene no te vengamos a ver, pues si volvemos, es muy posible que hayas tenido que llorar en tu familia una nueva desgracia, mayor todavía de la que has tenido con tu hijo.

Y tras estas palabras, Alina y Mario, silenciosos como habían entrado, semejantes a dos fantasmas del remordimiento, y sin que el conde se atreviera a detenerlos, salieron del aposento, abandonando poco después el palacio.

Capítulo LI. De cómo cumplió García sus promesas

Al siguiente día en que tuvieron lugar los acontecimientos que hemos narrado en el capítulo anterior, el conde de Lazán se hallaba solo en su aposento, cuando acertó a entrar en él su antiguo amigo y confidente García.

El lector no habrá indudablemente olvidado la comisión que el conde había confiado a este personaje.

-Vamos, vale más tarde que nunca -exclamó el conde al ver aparecer a García.

-Pues créame el señor conde, que bien a pesar mío he retardado este momento.

-Lo que yo creo es que te hice un encargo, y que tú no has cumplido como me ofreciste.

-Eso es mucha verdad; pero ya sabéis, señor conde, que muchas veces el hombre propone y Dios dispone.

-Cuando se trata de complacer, se ponen los medios para conseguirlo; lo demás son pretextos más o menos capciosos.

-No, a fe mía; yo hubiera venido a veros cuando os lo ofrecí, pero se ha atravesado en mi camino nada menos que todo un señor de casa y corte, y este buen sujeto ha sido la causa de mi tardanza.

-¿Un alcalde de casa y corte?

-Sí, por cierto, pues tal creo que lo sea don Leoncio Pérez de Quintana.

-¿Y a santo de qué?...

-A santo de que estaba yo con varios caballeros amigos míos en la botillería de Canosa echando una cana al aire, cuando acertó a pasar por allí su señoría, y so pretexto de que hablábamos demasiado alto, se empeñó el señor alcalde en que trasladáramos nuestra residencia; y como quiera que es un señor sumamente galante, nos proporcionó alojamiento en la cárcel, en cuyos aposentos he tenido el honor de vivir unos cuantos días.

-Si en vez de entregarte a excesos, te hubieses ocupado de lo que debías, no te hubiera ocurrido ese suceso que lamentas.

-¡Oh! perdonad, yo no lamento nada; vos sois el que...

-Sí, es verdad, yo soy; ¿a ti qué te importa que yo sufra más o menos?

-Si el señor conde me hace el honor de recordar algún hecho antiguo, comprenderá la injusticia de su reproche.

El conde palideció y arrugó sombríamente el entrecejo.

Los recuerdos de su pasada juventud le atormentaban de continuo, y no pudo menos de estremecerse al oír a García.

-Sí, sí; ya sé... -balbuceó el conde.

-Bueno es que no lo olvidéis, porque me parece que en aquella ocasión me porté de modo tal, y tan a vuestro gusto, que bien merece recordarse.

El implacable García parecía recrearse en mortificar al conde.

-Yo no lo niego; pero no es de eso de lo que se trata.

-Ya sé de lo que ahora se trata; pero me habéis acusado, y me defiendo.

-Estás insufrible, y pareces recrearte mortificándome.

-He aquí otra acusación.

-Tú debes suponer la impaciencia que me domina, y sin embargo, nada has hecho para calmarla. A consecuencia de tu encarcelamiento, nada has podido hacer, y heme aquí que hoy me hallo en el mismo caso que el día en que te confié la delicada comisión de que te hiciste cargo.

-Tampoco eso es enteramente exacto; hoy estáis desgraciado en vuestras apreciaciones.

Contrastaba singularmente la humorística calma de García con la febril impaciencia que dominaba al conde. Éste exclamó:

-¿Has averiguado algo?

-Según vos, nada; porque nada me importan vuestros asuntos.

-Hombre, ¡por las once mil vírgenes, deja a un lado las lamentaciones y las quejas! Nada tiene de particular que haya vertido la frase a que aludes, teniendo en consideración el estado en que me hallo, y que tú conoces perfectamente. Yo no dudo de ti; sé que me has servido bien.

-Hasta el extremo de hallarme unido íntimamente a vos en cierto comprometido asunto.

-Sí, hombre, sí; eso es muy cierto -replicó el conde con tembloroso acento.

-Así me gusta, que lo reconozcáis. Si hubiera yo podido prever que su señoría, el señor don Leoncio Pérez de Quintana, tenía un genio como el que tiene; si se me hubiese ocurrido que desde la famosa botillería hubiesen de dar con mi cuerpo en la cárcel los caballeros golillas que hasta ella me escoltaron, yo os protesto hubiera procurado evitarlo a toda costa; pero como os he dicho al empezar nuestra conversación, el hombre propone... y un alcalde de casa y corte dispone. Sin embargo, como yo no olvido jamás lo que no conviene olvidar, apenas me fueron abiertas las puertas del palacio que don Leoncio me dio por morada, en vez de ir a holgarme con mis amigos, en celebridad del fausto acontecimiento, me fui a donde creí conveniente que debía ir, en busca de los datos que me pedisteis.

-¡Ah! -exclamó el conde con marcada ansiedad.

-Sí, señor conde; el buen García no ha perdido su tiempo, ha corrido de ceca en meca, y merced a su discreción y diligencia, y en virtud de cierto dinerillo ofrecido a los caballeros que me han ayudado en mis pesquisas, he podido lograr saber lo que tanto se me había encargado.

-¿Con que sabes?

-Tened en cuenta, señor conde, que debo algún dinero a los honrados sujetos que me han prestado su generosa ayuda.

El buen García no quería en manera alguna que el conde hiciera caso omiso de lo que a él más le interesaba.

-Eso es lo de menos.

-No, por cierto; eso es lo de más.

-Quiero decir -añadió el conde a punto ya de dar al traste con su paciencia- que es lo de menos el tener que hacer por mi parte un nuevo sacrificio; esto es, que no te hará falta lo que necesites para saldar esa deuda.

-Convenido; eso es precisamente lo que me tenía un tanto inquieto, porque hay ciertos compromisos que son sagrados, y un hombre como yo no gusta de faltar a ellos.

-Me parece -repuso el conde un si es no es picado- que jamás he dejado de mostrarme espléndido.

-No lo niego.

-Pues al hecho.

-Sé ya a lo que obedece la obstinación de vuestra bella hija en no querer admitir la mano del señor vizconde.

-Sepamos.

-Yo no sé de qué frase valerme para evitaros una desazón.

-¡Pues cómo! ¿qué hay? -preguntó el conde sumamente alarmado.

-Hay que doña María tiene un amante.

El conde se levantó, cual movido por un resorte, del asiento que ocupaba, y con la faz lívida y ronco acento, dijo a García:

-Mientes.

-Pues, no señor; no miento -respondió con el mayor descaro García.

-¡Un amante, mi hija!... Vamos, no puedo creerlo.

-En eso haréis lo que os acomode; pero la verdad es verdad siempre.

-¡Oh! Si fuese cierto, si fuese cierto... -dijo el conde golpeando violentamente con el puño el pupitre que cerca de él había.

-Vais a lastimaros la mano, señor conde, y con eso no conseguiréis el resultado que deseáis.

-¿Y habrás indagado quién es el favorecido? -preguntó el conde sin hacer caso de la maliciosa observación que acababa de hacerle García.

-¡Toma! Ya lo creo; a mi no me gusta hacer las cosas a medias.

-¿Quién es?

-Un amigo vuestro.

-¿Amigo mío?

-¡Ya lo creo! ¡como que se trata nada menos que del elegante joven don Luis de Guevara!

-¡Don Luis! -exclamó en el colmo de su asombro el conde.

-El mismo que viste y calza.

-No es posible; tú sueñas.

-Pues señor, hoy estáis muy inclinado a dudar.

-¿Pero estás seguro de ello?

-Tan seguro, como seguro estoy de que tengo que entregar hoy mismo veinticinco peluconas amarillas a los amigos que me han ayudado a descubrir el misterio.

El conde comprendió que su buen amigo no relegaba al olvido la cuestión de maravedises, y a fin de que no le hiciera más observaciones sobre el particular, se apresuró a poner en sus manos la cantidad que García suponía adeudar a los que le habían ayudado a adquirir las noticias que acababa de suministrar.

-Toma, y paga -dijo el conde con acento un tanto irónico.

-Puedo aseguraros, señor conde, que siento tengáis que hacer este nuevo desembolso; pero ¿qué remedio? no es cosa mía, y yo nada puedo hacer.

-Ni yo creo haberte regateado, ni mucho menos suplicado que se me sirva de balde.

-Eso es muy cierto; pero creo que tampoco dudaréis de mi caballerosidad.

El conde sabía de sobras hasta donde rayaba la caballerosidad de García, y dijo:

-No la he puesto nunca en duda.

-Eso me consuela; por lo demás, no pongáis en duda lo que os llevo dicho, porque tengo pruebas.

-¡Pruebas!

-¡Vaya, y seguras!

-Haz el favor de explicarte con claridad y sin circunloquios.

Capítulo LII. Los proyectos de García

-Pues como antes tuve ya el honor de deciroslo, al salir del alojamiento que me había proporcionado la generosa magnanimidad de don Leoncio, anhelante por adquirir las noticias por vos demandadas, acudí a ciertos amigos a cuyo fino olfato no escapa nada, como se les ponga sobre la pista. Pusiéronse mis lebreles a husmear, y ayer por la mañana uno de ellos me aseguró estaban ya sobre las huellas del negocio en cuestión. ¿Creo que desearéis suprima ciertos detalles poco interesantes?

-Sí, sí; suprime lo que no me interesa.

-Corriente. Es el caso, pues, que valiéndose ya de unos, ya de otros, me pusieron en contacto con cierto mozo que sirve a cierta dama, a quien por lo visto no parece el don Luis costal de paja.

-¿Y qué?...

-Supe por él, que su ama estaba celosa porque había descubierto los amores que mediaban entre vuestra hija y el señor de Guevara.

-Pero ¿eso qué prueba?

-Eso mismo dije yo a mi hombre.

-¿Y qué contestó?

-Mediante ciertas ofertas, le hice cantar de plano. Díjome que por la tarde debía llevar una carta que se suponía ser de don Luis, sin serlo. Le propuse que me entregase a mí la carta cuando la tuviera en su poder; convínose a ello, y a la hora y en el sitio convenido, nos vimos y me entregó el susodicho billete, el cual yo me ofrecí a llevar. Con las precauciones consiguientes, abrí la carta, y después de enterarme de su contenido, la cerré de nuevo sin dejar la menor huella de la profanación.

-¿Y qué decía? -preguntó el conde con impaciencia.

-En ella suplicaba don Luis de una manera tiernísima a vuestra hija, que por la noche, a eso de las nueve, buscase un pretexto cualquiera, a fin de verse con él en el atrio de San Millán.

-¿Y con qué objeto se mandaba esa carta a María?

-Con dos.

-¿Cuáles eran?

-Primero, cerciorarse de si eran o no efectivos los susodichos amores; segundo, apoderarse de vuestra hija, caso de que acudiera a la cita convenida, porque sería prueba evidente de que ella y don Luis se amaban.

-¿Y María?... -preguntó con afán el conde.

-Acudió.

-¿Acudió?

-¡Vaya! acompañada de una doncella y los criados que conducían la silla de manos.

-Sí, sí; ahora lo comprendo todo; he aquí el motivo del asalto a la silla por aquellos rufianes, de cuyas manos la rescató el vizconde. ¡Don Luis de Guevara! ¡El hijo de mi amigo!

-Ya, ya; en cuestiones de faldas, fiad en los amigos.

-¡Abusar así de la confianza con que era recibido en esta casa! ¡Oh, yo les juro que ambos sentirán el peso de mi legítimo furor!

-Creo que no debéis entregaros a él por completo, si no queréis echarlo todo a rodar.

-¿Qué pretendes, pues? ¿Acaso he de mirar con indiferencia asunto de tamaña importancia?

-Nada de eso, pero yo en vuestro lugar lo tomaría de distinto modo.

Durante breves momentos guardaron silencio ambos personajes. El conde se paseaba, mostrando en todos sus movimientos el furor de que se hallaba poseído. En cambio García permanecía cómodamente sentado, afectando la mayor tranquilidad.

El conde fue el primero que se decidió a hablar.

-Vamos a ver, ¿qué es lo que tú harías en mi caso? Aconséjame, porque yo no sé qué hacer.

-Lo primero, calmar la indignación que os domina por completo.

-¿Crees acaso que eso sea muy fácil?

-Creo que el hombre debe tener sobre sí bastante imperio para hacer aquello que mejor le parezca; la fuerza de voluntad es una gran virtud.

-Déjate de moralidades que no son del caso, y habla.

-Precisemos la cuestión. Vos pretendéis casar a vuestra hija, ¿no es eso?

-¿A qué preguntar lo que se sabe?

-Para concretar y deducir lógicamente lo que convenga hacer. Un obstáculo imprevisto habéis encontrado al querer realizar vuestros deseos; ese obstáculo es don Luis; pues nada más sencillo.

-No te comprendo.

-Que el obstáculo desaparezca.

-¿Cómo?

-El cómo importa poco; lo esencial es que desaparezca.

-¿Y con eso crees que mi hija?...

-Vuestra hija, por de pronto, se obstinará en su resolución.

-Entonces...

-Entonces se la encierra en un convento, se inventan mil patrañas para hacerla creer que el objeto de su amor, menospreciándola, ha desaparecido de la corte llevándose consigo a tal o cual mujer a la cual ama frenéticamente; entonces el despecho logrará lo que no ha obtenido la obediencia.

Quedóse el conde pensativo durante algunos instantes.

-Creo que no vas por mal camino -exclamó de pronto el conde.

-¡Oh! yo siempre elijo los caminos más cómodos.

-Y en el caso de que adoptara tu pensamiento, ¿te encargarías tú de que don Luis?...

-En habiendo el dinero necesario para los gastos que se originan, no tengo ningún inconveniente en responder del éxito.

-No hablemos del dinero.

-No, señor conde, no, al contrario: el dinero es la llave maestra que...

-Ahora como antes no me has entendido, y francamente esas repeticiones son de muy mal gusto.

-Yo no he querido ofenderos, sino aclarar...

-Sí, sí, te comprendo; y para que tú también me entiendas, te diré que dispondrás en un caso del dinero necesario.

-Perfectamente; ahora disponed a vuestro antojo.

-¡Oh! gran violencia tengo que hacerme para no dar rienda suelta a mi indignación. No puede ya caberme la menor duda acerca del innoble proceder de don Luis, y esto me exaspera hasta el punto de que, a tenerlo delante, no me sería dado contenerme. Es un infame, un mal caballero el que así abusa de la confianza que se le concede.

-Es joven.

-¿Y eso basta? -dijo el conde cuyo furor iba en aumento.

-Siempre es alguna disculpa; vos también lo habéis sido.

La frente del conde se nubló de un modo muy visible.

-¡Oh! sí, yo también lo he sido, y harto me atormentan los recuerdos de mi juventud.

-¡Bah! eso no debe inquietaros; imitadme; yo relego el ayer al más oscuro rincón del olvido; lo que fue, fue, y ya no hay modo de evitarlo.

-Debiera no haberse ejecutado -contestó el conde profundamente conmovido.

-¿Quién sujeta sus pasiones en la florida edad de la juventud?

-La conciencia, que luego nos atormenta, debiera hablar más alto en esa edad de locuras y disipación.

-¡La conciencia! ¿Y qué es eso? Confieso francamente que oigo hablar de ella cual si se tratara de un mito.

-¡Dichoso tú; no puedo yo decir otro tanto!

-Yo creo que la conciencia es acomodaticia, y si os hallarais ahora en estado de poder apreciar mis disertaciones, yo os haría ver...

-No, no; déjalo para mejor ocasión.

-Convenido. Resolved.

El ánimo del conde fluctuaba entre mil encontradas dudas; así es que no se determinaba a decidir en la grave cuestión que tanto le preocupaba.

-Decidir... decidir... eso se dice fácilmente.

-Y más fácilmente se hace.

-Sin embargo, creo que sería conveniente que yo tuviese una explicación con don Luis y con María antes de determinarme.

-Vos podéis hacer lo que gustéis; pero yo no lo apruebo.

-¿En qué razón te fundas?

-En una sencillísima.

-¿Y cuál es?

-¿Vos estáis o no sobrexcitado?

-Lo estoy, ¿a qué negarlo?

-Perfectamente. Habéis dicho antes, si mal no lo recuerdo, que a tener delante a don Luis, no seríais dueño de conteneros.

-Es verdad.

-Pues bien, juzgad vos mismo el final que tendría la escena de la explicación vuestra con el susodicho caballero.

-¡Chit! calla.

El conde vio antes que su interlocutor a un paje que hacia él se adelantaba y que traía en su mano una bandeja de oro, en la cual había una carta.

Capítulo LIII. El conde recibe una noticia inesperada

-Está bien -dijo el conde tomando la carta- podéis retiraros.

Una vez fuera el paje, el conde, sin abrir la carta exclamó:

-Es del vizconde, y sin duda me recuerda en este billete la promesa que le hice.

-Es lo más probable.

-Hoy me es preciso salir de esta situación, y saldré; basta ya de condescendencia.

-Obrad, pues, con energía.

El conde abrió la carta y leyó para sí su contenido, que era el siguiente:

«Señor conde de Lazán:

»Mi respetable amigo: circunstancias imprevistas y que no me es dado evitar, me obligan hoy a desistir del honor que yo mismo había solicitado respecto a mi enlace con vuestra adorada hija.

»Adjunta os remito una cesión firmada por mí, de todos los bienes que constituyen el litigio que ambos tenemos pendiente, y que desde ahora queda terminado en favor vuestro; pues he comprendido estudiando a fondo la cuestión, que es vuestro todo el derecho, por más que los tribunales hayan fallado en contra; y como por encima del dictamen de los señores jueces está mi conciencia, no quiero violentarla gozando de unos bienes, que, según ella, os pertenecen por completo; por lo tanto, os ruego encarecidamente admitáis la cesión que tengo el honor de remitiros, y os suplico a la par dispenséis las molestias que os haya podido ocasionar en el transcurso del litigio que hemos sostenido.

»Tengo el honor de ofreceros mis respetos, y repetirme vuestro afectísimo amigo:

El vizconde del Juncal.»

Atónito se quedó el conde con tan inesperada salida. ¿A qué podía obedecer el repentino cambio del vizconde respecto a María? ¿Qué circunstancias eran esas a que aludía en la carta?

García estaba contemplando al conde y tratando de adivinar en su fisonomía lo que aquél le ocultaba; pero la verdad es que no había sacado nada en limpio de su observación, y al terminar el conde la lectura de la carta, viendo que éste permanecía entregado a sus pensamientos, le pareció oportuno advertirle su presencia. Al efecto, se levantó y dijo:

-Si estorbo...

-No; quédate -contestó el conde al mismo tiempo que tiraba del llamador.

Presentóse el mismo paje portador de la carta a muy poco tiempo después de haber sonado la campanilla.

-Pasad aviso a doña María de que deseo verla, y que la espero.

El paje saludó respetuosamente y se retiró.

-Os aconsejo de nuevo que hagáis acopio de calma y de prudencia.

-Tú juzgarás.

¿He de presenciar la entrevista?

-Sí, pero oculto en ese gabinete -respondió el conde indicando a García la puerta de un aposento que comunicaba con la habitación donde se hallaban ambos en aquel instante.

-Como gustéis.

-Desde ahí podrás oír perfectamente cuanto aquí hablemos.

-Procuraré no perder una palabra.

-¡Oh! yo te aseguro que en breve sabré a qué atenerme.

-Eso es cosa que debíais ya saber.

-Yo me entiendo.

-Siendo así, no digo nada, y con gran satisfacción me parece observar que estáis ahora menos impresionado, y por lo tanto, en mejor disposición que antes para sostener cara a cara una explicación con vuestra bella hija.

-No te engañas.

-Es lo más prudente.

-Retírate, porque creo que se aproxima.

-Os recomiendo mucha calma.

Dicho esto, se ocultó García en el aposento que antes le indicara el conde.

Presentóse María, y a juzgar por la palidez de su semblante, bien podía asegurarse que la bella joven estaba sufriendo horriblemente.

El conde fijó en ella una mirada severa, y le dijo con aire de enojo:

-Es preciso que hoy hablemos de cierto asunto que no ignoras, y que sepamos de una vez a qué debemos atenernos.

-Estoy a vuestras órdenes.

-Siéntate y escucha.

La joven obedeció el mandato del conde. Este continuó:

-¿Has tenido alguna entrevista recientemente con el señor vizconde del Juncal?

-Sí, señor; hace dos días.

-¿Qué pasó en ella?

-Nada que merezca especial mención.

-¿No te habló de su amor?

-Así lo hizo en efecto -contestó María, cuyo rostro se coloreó ligeramente.

-¿Insistió en ofrecerte su mano?

La joven guardó silencio, y el conde continuó:

-Espero oír la contestación a mi pregunta.

-No puedo negar que el vizconde me reiteró su ofrecimiento.

-Y tú...

-Yo... -balbuceó María.

-Tú ¿qué le respondiste? sepamos.

-Negué de nuevo mi consentimiento -contestó la joven, respetuosa, pero enérgicamente.

-Aguardo oír razones que justifiquen la conducta que sobre ese particular observas, estimando en poco mi mandato.

-Yo, señor, no menosprecio vuestras órdenes.

-Entonces, ¿por qué no me has obedecido aceptando la mano del vizconde?

-Porque...

La pobre niña temblaba, y no sabía qué contestar.

-Sepamos; no son lágrimas, sino razones las que de ti espero.

En efecto, de los ojos de María brotaba un raudal de llanto.

-¿Te obstinas en callar? ¿Crees acaso que desconozco los motivos en que se funda tu negativa? ¿Has creído que se me podía burlar con facilidad? Ten entendido, pues, que vives engañada; sé perfectamente que has dado oídos, teniendo en poco el respeto que me debes, a un miserable que ha abusado de la confianza que en él tenía yo depositada.

-Padre mío, yo...

-No niegues, porque sería inútil, pues te repito que estoy muy bien informado, y sé a qué atenerme respecto a ese particular.

María, cada vez más asustada, no acertaba a pronunciar una sola palabra. El conde, cuya exaltación iba aumentándose por grados, sin tener en cuenta los sufrimientos de su hija, que claramente se retrataban en su hermoso semblante, continuó increpando el mal proceder que con él se tenía.

-Una joven honesta y respetuosa no debe dar oídos a galanteos que no estén autorizados por el asentimiento paternal, y mucho menos debe hacerlo sabiendo que la persona que se los dirige no es aquella a quien su padre se inclina. ¿Conoces hasta dónde raya la caballerosidad del vizconde?

-Conozco algunas de sus bellas cualidades.

-Y a pesar de ello le has desairado.

-Yo... yo...

-¡He aquí el gran recurso de las mujeres! Balbucear palabras, derramar abundantes lágrimas y nada más; con esto creen que basta y sobra para justificarse cuando se las acusa; pero ya te he significado, al dar comienzo a nuestra conversación, que quiero saber claramente si estás o no dispuesta a obedecerme, a fin de que yo pueda obrar según lo reclama mi dignidad. ¿Te obstinas en rechazar la mano del vizconde?

-Padre mío -exclamó María con voz embargada por el llanto- bien conocéis vos...

-Nada de evasivos. ¿Estás dispuesta a obedecerme gustosamente?

-Gustosamente...

-O disgustada, lo mismo da.

María hizo un gran esfuerzo sobre sí misma, y decidida a arrostrar del todo la cólera del conde, respondió:

-No deseo por ahora contraer matrimonio.

-¡Ira de Dios! -repuso el conde sin poderse contener.- ¿Has llegado acaso a acariciar la idea de que yo consienta al fin en autorizar tus locos amoríos?

-No, padre mío, no.

-No creas ni por un solo momento, que deje pasar sin el correctivo debido la desobediencia de que haces gala.

-Creed, padre mío, que quisiera...

-Lo que tú quisieras no lo conseguirás; me sobra energía para evitarlo, y a fin de demostrártelo claramente, empezaré por alejarte del hombre a quien amas.

-Quizá estéis engañado -se atrevió a observar María, que en efecto creía que el conde hablaba por meras sospechas.

-Engañado, engañado... no; harto me consta, y para que te convenzas de una vez, te diré que sé que tu bello Amadís se llama don Luis de Guevara.

Capítulo LIV. Donde se tocan las consecuencias de haber obrado mal

Anonadada quedó María después de oír pronunciar al conde el nombre de don Luis.

El conde, dispuesto a confundirla más y más, si era posible, no apartaba de ella su severa mirada.

-Juzgo que no abrigarás ya la menor duda de que conozco todos tus secretos.

-Sí; reconozco que he obrado mal no dándoos parte de los sentimientos que abrigaba mi corazón; pero confío en que vuestra paternal bondad sabrá dominar vuestro justo enojo, y me perdonaréis.

-¿Eso crees?

-Mi única culpa consiste en haber oído las palabras de amor que don Luis me ha dirigido.

-¡Villano! ¡Quién podía esperar de él tamaño proceder!

-Quizá don Luis espere el momento oportuno...

-¿De qué?...

-De hablar con vos, y manifestaros...

-Es tarde para eso.

-No, padre mío; no lo es, si vos me queréis ver feliz -dijo suplicando tiernamente la pobre joven.

-¡Feliz! ¿Acaso dejarías de serlo con el vizconde?

-Pero, puesto que ya sabéis...

-Puesto que sé hasta donde ha rayado tu audacia y el atrevimiento de un joven insensato, pretendes que en recompensa otorgue yo mi permiso para que se verifique un día vuestro enlace, ¿no es eso?

-Yo me atrevo a esperar que, dando al olvido nuestra falta, nos otorguéis ahora vuestro perdón, y más adelante no pongáis obstáculos a la felicidad de ambos.

-Jamás, no lo esperes. Lejos de eso, sabré obligarte a que comprendas tus deberes y obedezcas mi mandato, y en cuanto a don Luis, yo le haré conocer el peso de mi justo furor.

María cayó de rodillas a los pies de su padre, y juntando ambas manos, convulsa y temblorosa la voz, la pobre niña se propuso desarmar el furor de que aquél se hallaba poseído.

-¡Padre, querido padre, no desatendáis mis ruegos!

-Antes desatendiste tú los míos, obligándome a convertirlos en mandatos.

-Por lo que más améis en este mundo, doleos de mi aflicción.

-Levántate y cesa de suplicar inútilmente; tus ruegos redoblan mi animosidad.

María se levantó; pero temiendo no poder sostenerse en pie, se sentó en el sillón que más cerca tenía.

-El vizconde es un noble caballero, un dignísimo joven cuya mano anhelaría conseguir más de una de nuestras hermosas y opulentas damas; yo le he ofrecido la tuya; pero tú te propones contrariarme; pues bien, te manifiesto que estoy resuelto a ser obedecido, o de lo contrario, acabarás tus días en la soledad de un claustro; estoy decidido a ello. Tú decidirás.

-¡Dios mío, Dios mio! -exclamó para sí la desolada joven.

-¿Callas? ¿Te obstinas aún?... no sé cómo me es dado contenerme.

El conde calló porque percibió los pasos de una persona que se dirigía indudablemente en su busca.

Apareció el paje, y al verle el conde preguntóle al punto:

-¿Quién te ha llamado?

-Señor, una dama que acaba de llegar me ha rogado con tanta insistencia que os pase recado, que no he podido menos aun a riesgo de afro ntar vuestro enojo.

-¡Una dama! ¿ha dicho su nombre?

-Díjome que se llamaba Alina.

-¡Alina!

Y el semblante del conde descompúsose de tal modo, que no pudo menos de advertirlo su hija.

-Padre mío, ¿qué tenéis? -le dijo.

-Nada -contestó secamente el conde- vete a tus habitaciones, que ya veré yo lo que dispongo respecto a ti.

María obedeció silenciosamente, mientras su padre volviéndose hacia el paje, prosiguió:

-En cuanto a esa dama, que entre; y cuida mucho de que nadie llegue a interrumpirnos. Si tú hubieras cumplido con mis órdenes, no me viera yo en este caso.

El paje, un tanto confuso por la reprimenda que acababa de recibir, salió del aposento, penetrando a poco en é1 la dama a quien ya conocen nuestros lectores, compañera del extraño personaje que habitaba en las inmediaciones de la Virgen del Puerto.

El conde había procurado dominar la primera impresión, y al entrar Alina, le dijo:

-¿Es decir, señora, que os habéis propuesto, en compañía de Monteleone, martirizarme constantemente? ¿Por qué no concluís de una vez con mi existencia? Si tanto os he ofendido, si realmente tenéis motivos sobrados para quejaros de mí, ¡concluid de una vez con todo! Es preferible a la existencia a que me habéis condenado.

-El quitaros la vida, señor conde, fuera todavía haceros sobrado favor; recordad toda la magnitud de vuestros crímenes, ved las muchas lágrimas que habéis hecho derramar, y comprenderéis que todavía fuimos sobrado generosos con la venganza que hemos querido tomar.

-¿Es decir que os parece poco sujetarme al tormento de veros, de escuchar vuestras frases preñadas de amenazas, y temblar siempre, yo que jamás he conocido el temor?

-Eso prueba cumplidamente lo empañada que tenéis vuestra conciencia.

-En fin, concluyamos de una vez; ¿qué es lo que queréis de mí?

-Hoy no vengo para hablaros de mi venganza; no es Alina Aldobrantini la que se presenta a acusar al conde de Lazán por la muerte de su padre, por su felicidad perdida; es la defensora de una causa justa, que viene a demandar una legítima reparación.

-No os comprendo.

-Vuestro hijo ha estado gravemente herido, ¿y sabéis quién le hirió y qué causa hubo para su herida?

-¿Acaso lo sabéis vos?

-Sí, señor conde.

-Decídmelo, porque yo os juro que me mostraré completamente inexorable con él.

-Precisamente, vos menos que nadie tenéis derecho para castigar al que ha herido al vizconde.

-Explicadme vuestras palabras, porque llenándome estáis de confusión, y hartas llueven ya sobre mi espíritu.

-Vuestro hijo, siguiendo el digno ejemplo que su padre le diera, vio una honrada joven cuya belleza tuvo la suerte sin duda de excitar sus deseos; consiguió hacerse amar de ella, y después, como de costumbre, la abandonó.

-¿Y algún rival, sin duda, ha sido el autor de su herida?

-Era un rival mucho más digno que el vizconde.

-¡Alina!

-Mucho más digno que vos también.

-Reparad que estáis en mi casa, y es a mí a quién habláis.

-Vos no debéis olvidar el derecho que tengo para hablaros así, y las gracias que habéis de darme.

-Terminemos de una vez.

-El que ha herido a vuestro hijo es un joven escultor, sumamente honrado, que amaba a Luisa, que así se llama la joven de quien os hablo, y que al ver el amor de vuestro hijo, no vaciló en dominar el suyo, en sacrificarse, creyendo que de aquella manera labraba la felicidad de Luisa.

-Pero bien; ¿a dónde vais a parar?

-Luisa, la desventurada joven, seducida y abandonada villanamente por vuestro hijo, necesita una rehabilitación.

-¿Qué queréis decir? ¿intentáis acaso obligarme a que case a mi hijo con esa virtuosísima señora?

-No tan irónico os mostréis, señor conde; que alguna más virtud existe en esa pobre niña, que en muchas damas de las que vos sin duda estáis acostumbrado a tratar.

-Virtud que tiene primero por guardador a ese escultor de quien habéis hablado, que no sabe después resistirse a mi hijo, que ahora sabe Dios a qué otro nuevo peligro se verá expuesta, francamente, señora, tiene tan poco de segura, que no diera por ella absolutamente nada.

-Está bien; lo siento por vuestro hijo.

-¡Mi hijo! si eso me lo decís en son de amenaza, ya sabrá defenderse contra ése escultorcillo.

-Escultorcillo le habéis llamado, y viénenme ganas de contaros una historia a propósito de ese escultor.

-Perdonad, señora; pero no estoy para perder el tiempo escuchando historias de ese género.

-Os interesa más de lo que creéis; y habéis de escucharla, porque he venido con ese objeto.

El conde dirigió una mirada terrible a la joven, mirada que ésta sostuvo de un modo tal que obligó al conde a bajar la suya, diciendo después con acento entre furioso y humilde:

-¡Hablad!

Entonces Alina púsose a referir al conde un suceso ocurrido veinte años antes, suceso que nosotros, en nuestra calidad de novelistas, transformamos bajo la forma que verán nuestros lectores en el capítulo inmediato.

Capítulo LV. Qué hizo el conde de Lazán veinte años atrás

- I -

Sobre las cuatro de la tarde de uno de los días del mes de marzo de 1766, un hombre, una mujer y un niño adelantábanse trabajosamente por el camino que desde la frontera francesa llegaba hasta la corte de España.

Una jornada faltaba a nuestros viajeros para llegar a Madrid, y sin embargo, en vista de la lentitud con que caminaban y de la fatiga y abatimiento que se retrataban en el rostro del hombre y de la mujer, comprendíase perfectamente que no podrían pasar de una venta que a corta distancia del lugar en que se hallaban distinguíase sobre una pequeña eminencia.

La mujer iba cabalgando sobre un asno, llevando en sus brazos un niño de unos dos años durmiendo sobre su regazo.

Envolvíase en su luengo manto, que la servía sin duda tanto para resguardarse del frío, cuanto para evitar las miradas indiscretas.

El hombre caminaba al lado de su compañera, y si su traje demostraba lo poco desahogado de su posición, el polvo que llevaba encima, lo tardo y lento de sus pasos, el abatimiento de su mirada y la triste expresión de su rostro demostraban también de un modo elocuente que la jornada había sido larga sin duda, y que otras anteriores había hecho ya, y que el cansancio iba apoderándose de él de un modo formidable.

Con la cabeza baja caminaba, y únicamente cuando se sentía tal vez a punto de desfallecer, alzaba los ojos, fijábalos en su compañera, un resplandor extraño brillaba en ellos, y enderezando su estatura daba algunos pasos con energía hasta que otra vez tornaba a dominarle el anterior decaimiento.

La cabalgadura en que iba la mujer, apenas podía andar tampoco, amenazando a cada momento depositar en el suelo su carga y tenderse a su lado para no levantarse más tal vez.

Buen espacio caminaron sin que se cambiase la más ligera frase entre los dos viajeros.

De pronto el pobre jumento dio un tropezón tan fuerte en una piedra que había en medio del camino, que la mujer perdió el equilibrio, y hubiera caído al suelo, a no encontrarse tan cerca su compañero que pudo sostenerla, y sostener también al animal que vaciló a la violencia del choque.

Al brusco movimiento que hizo la mujer, separósele el manto que la cubría.

-¿Te has asustado, Azucena? -preguntó con cariñosa solicitud el viajero.

-No -repuso la interrogada con un acento dulcísimo y suave.

-¿Irás muy cansada, es verdad? -volvió a decirle su compañero.

-No es mi fatiga la que me molesta, es tu cansancio, Pedro; es el ver cómo te sacrificas por mí. Llena está mi alma de dolores viéndote andar, hace tantos días, y sufrir del modo que estás sufriendo.

-¡Oh! pero todo tendrá su término pronto -repuso Pedro con acento sombrío.

-¡Dichosa venganza, que a tal extremo nos ha conducido! -dijo Azucena con acento indefinible.

-Yo te juro que la duquesa de la Jaridilla, ha de arrepentirse más de una vez de su proceder contigo.

-Calla, Pedro -repuso la joven con el semblante ligeramente alterado por el terror.

Y hemos dicho la joven, porque efectivamente joven y hermosísima era la viajera que iba sentada sobre el jumento.

Como quiera que después de pronunciadas las anteriores palabras, tornó de nuevo a envolverse en el manto, aprovecharemos los momentos en que permaneció descubierta para presentarla a nuestros lectores lo mismo que a su compañero.

- II -

Ambos eran jóvenes y hermosos.

Azucena tenía efectivamente en su rostro algo de esa blancura aterciopelada de la flor cuyo nombre llevaba.

Dentro del óvalo que formaba aquel semblante, destacábanse dos poderosos ojos negros, rasgados, dominadores, ligeramente velados por una pestaña larga y espesa, y cubiertos por unas cejas primorosamente perfiladas.

La frente era ancha, despejada y algo prominente en el centro.

En la boca de aquella mujer estaba encerrada toda la pureza y toda la frescura de una niña, a la par que toda la delicadeza de detalles que un artista hubiese deseado para una de sus obras maestras.

Los dientes, esmaltados e iguales, encerrábanse dentro de unos labios rojos y encendidos que formaban el contorno de aquella boca encantadora.

La nariz era recta, acusando desde luego en el origen de la joven algo de las asiáticas.

Si añadimos a este rostro una barba redonda, digno complemento de él, y encerrándole dentro un marco de negros y rizados cabellos, tendremos, una ligera idea de lo que era el semblante de Azucena.

Su traje era algo más rico que el de su compañero; pero lo mismo en el del uno que en el de la otra, había algo que les daba carta de naturaleza entre los gitanos, que poco tiempo antes, y en virtud de una pragmática de Carlos III, habían sido reducidos a la vida civil.

Efectivamente, aunque de cuatro o seis años más Pedro que Azucena, parecía también esa belleza típica, por decirlo así, de la raza asiática; y sus ojos también eran negros y rasgados, y su nariz de una pureza extraordinaria, y su continente altivo y dominador.

Azucena podría tener unos diez y ocho años.

Pedro representaba veinticuatro.

El gitano, pues así podemos calificarle sin temor de herir su susceptibilidad, arregló cuidadosamente los pliegues del manto de su mujer, pues legítimamente lo era Azucena, diciéndole:

-Necesario es que lleguemos cuanto antes a la venta para que puedas descansar, y adquirir yo también alguna noticia respecto a la duquesa, que, según juzgo, debe haber pasado por aquí hace dos o tres días.

-¿Tanto la temes? -preguntó Azucena.

-Entre ella y yo hay un duelo pendiente: por ella murió mi padre, por ella -prosiguió Pedro bajando la voz, y con acento en que vibraba el despecho, el dolor y la ira- fue deshonrada y muerta mi hermana; ya tú ves si tengo motivos para odiar a esa mujer.

-Dicen que es muy hermosa -exclamó Azucena fijando al través de su manto una mirada insistente en Pedro.

Éste, a su vez, fijó otra mirada escrutadora en su compañera, y después, afectando un aire indiferente, repuso:

-Sí que es muy hermosa.

En aquel momento, el niño que Azucena llevaba en brazos, el cual no se había despertado a pesar del violento choque anterior, hizo un ligero movimiento.

Esto sin duda despertó la atención de Azucena, que dijo:

-Pero todavía no me has dicho, Pedro, este niño a quién pertenece.

-Ya lo sabrás -repuso el gitano frunciendo el entrecejo- a la duquesa.

-Lo que yo quiero saber, es quién es su padre.

-Su padre... su padre... su padre... no te importa para nada.

Durante algunos segundos no se cruzó palabra alguna entre ambos personajes.

Una expresión sombría y terrible esparcióse por el rostro de Pedro.

Azucena caminaba también sumamente preocupada. De pronto alzó la cabeza, y dijo:

-Parece, según he oído, que la duquesa era muy aficionada al trato y diversiones de la gente de nuestra raza.

-No hables de esas cosas, Azucena, tú no entiendes de ello, y mejor fuera también que no tuvieses que entender jamás.

- III -

Entretanto, merced a un esfuerzo supremo hecho por el jumento, que quizás había comprendido la proximidad de la cuadra, salvaron la pendiente en cuya cima se hallaba la venta, y apenas llegaron a ella, sorprendióles la animación y el movimiento que en ella reinaba.

En el patio, y bajo un cobertizo de madera, hallábase una pesada carroza de camino con algunas maletas atadas a la zaga, y otro coche de peor aspecto lleno de cajas y baúles, guardados uno y otro vehículo por una media docena de lacayos.

En las cuadras apenas había espacio, ocupado todo por las mulas de los coches, y por los caballos de los criados.

El ventero y todos los mozos de la casa corrían de una a otra parte con el aspecto de personas muy ocupadas en el hogar, alrededor del cual había sentada una turba de mozos, palafreneros y lacayos; ardía un manojo de sarmientos que esparcía un benéfico calor por toda la estancia, y los fogones, las marmitas, y las cacerolas y los asadores apenas tenían reposo, dernostrándose con esto la abundancia de huéspedes que había en la posada.

Precisamente al llegar Pedro y Azucena a lo alto de la eminencia en que la posada estaba situada, por el camino de Madrid que al mismo sitio conducía, distinguióse una nube de polvo que hizo exclamar a Azucena al distinguirla:

-¿Qué es aquello, Pedro?

-Parece una tropa de jinetes que avanza rápidamente hacia este sitio.

-¿Qué podrá traer esa gente aquí? -exclamó Azucena con inquietud.- Si fueran soldados que saliesen a nuestro encuentro...

-¡A nuestro encuentro! ¿Por qué?

-El rapto de este niño...

-¿Quién puede saberle todavía?

-Un propio puede muy bien haber pasado delante de nosotros.

-No tengas miedo, Azucena; entremos y reposarás.

En aquel momento el ventero apareció en la puerta de la posada.

-Decid, maese -exclamó Pedro dirigiéndose hacia él- ¿podrá vuestra merced darnos para mi esposa y para mí buena cama, buena cena y buen pienso para nuestra cabalgadura?

-No queda un rincón en la venta que no esté ocupado. Hásenos descolgado por aquí una dama de muchas campanillas, acompañada de una turba de criados y camareras que se han apoderado de todo.

-Es que nuestro dinero paréceme que es tan bueno como el de esa dama -repuso fieramente Pedro.

-No se lo niego a su merced -repuso con un tantito de sorna el ventero, fijando una mirada irónica en el miserable aspecto de los viajeros- pero si hubiera sabido antes que habíais de venir, habría dicho a la excelentísima señora duquesa de la Jaridilla que pasase de largo, pues no podía darle albergue en mi posada.

- IV -

El nombre pronunciado por el ventero tuvo la virtud de dominar instantáneamente la ira que el tono de sus palabras habían despertado en el corazón de Pedro.

Un estremecimiento extraño conmovió tanto al gitano como a su compañera.

Azucena maquinalmente estrechó contra su seno al niño, cubriéndole con el manto, mientras que Pedro, mirando audazmente al posadero, le dijo:

-¿Habéis dicho que la duquesa de la Jaridilla está en la venta?

-¿La conoce su merced?

-Acaso: -repuso secamente el gitano- dejadnos entrar, y después le llevaréis un recado de mi parte.

En este momento los jinetes en quienes nuestros viajeros habían reparado al llegar a la venta, habían seguido adelantándose por el camino; y mientras Pedro hablaba con el ventero, ganaron terreno de tal modo, que al pronunciar las últimas palabras el gitano, estaban a pocos pasos del ancho portalón que formaba la entrada.

Aquellos jinetes eran soldados de guardias walonas.

Eran doce, e iban mandados por un oficial al cual acompañaba otro caballero.

Éste, de altanero y hermoso semblante, aunque un tanto repulsivo, adelantóse hacia el grupo formado por Pedro y Azucena, gritándoles:

-¡Paso franco, mendigos!

Al sonido de aquella voz, estremecióse la gitana, y volviéndose súbitamente Pedro, hallóse de frente con el jinete.

Un relámpago de odio brilló en sus ojos.

Su mirada fijóse en él, y con acento en que la ira sofocaba el respeto, dijo:

-Bien sabéis, señor conde, que no somos mendigos.

Y permaneció firme en su puesto, sin hacer caso de Azucena, que con acento suplicante, le decía:

-¡Pedro!

El conde refrenó algún tanto su caballo, y frunciendo algún tanto el entrecejo, y nublando de un modo poco tranquilizador el semblante, exclamó:

-¡Mendigo o no, apártate de ahí!

-No vayáis tan de prisa, señor; tengo a mi mujer enferma y cansada, necesito reposo para ella y la venta está ocupada.

-¿Y yo qué tengo que ver con todo eso? -gritó el caballero.

-Pero tengo que ver yo -repuso Pedro conteniéndose a duras penas.

-Vamos, no estoy para bellaquerías; apártate de ahí, o haré saltar mi caballo por encima de ti.

-¡Oh! -exclamó Pedro en cuyos ojos brilló un relámpago de cólera, y cuyos puños se apretaron convulsivamente- no lo haréis así.

-¿Me provocas?

-Líbreme Dios de cometer tal pecado, que el señor conde de Lazán pasa por ser un modelo de mansedumbre y de prudencia.

-¡Miserable!...

Y el conde lanzó su caballo con tanta violencia sobre el gitano, que éste no pudo apartar a tiempo la cabalgadura de Azucena, recibiendo ésta el choque, cayendo al suelo y dando un grito, al mismo tiempo que el niño, bruscamente despertado, rompía a llorar amargamente.

La cólera cegó a Pedro, el grito de Azucena y el llanto del niño hiciéronle palidecer horriblemente, y sacando una daga que llevaba bajo la chupa, lanzóse sobre el caballero, cogiendo violentamente las bridas del caballo.

El conde, que al hacer su anterior movimiento habíase prevenido, al ver brillar la hoja de acero en manos del gitano, sacó una pistola del arzón de la silla, y disparó a boca de jarro sobre el gitano.

Éste no pudo decir una palabra.

Al ruido de la detonación siguió un grito desgarrador, horrible, indescriptible, grito lanzado por Azucena.

Después siguióse la caída de dos cuerpos.

El gitano abrió los brazos, y cayó como una masa inerte.

La bala le había deshecho el cráneo.

Azucena dio un paso hacia el conde, y alzando las manos al cielo, exclamo el caer sobre el cadáver de Pedro:

-¡Maldito seas, conde de Lazán!

- V -

Al mismo tiempo una mujer, atraída por el rumor de las voces, por el rumor de la contienda, apareció en el balcón que caía precisamente sobre el portal.

Aquella mujer era joven y hermosa.

Iba vestida, aun cuando de viaje, con un lujo extraordinario, y al reconocer a Pedro, que a la sazón echaba mano a la daga para lanzarse sobre el conde, su semblante cubrióse de un encendido carmín, murmurando:

-¿Por qué viene Pedro tras de mí?

Y apenas tuvo tiempo para acabar esta frase, porque sonó el pistoletazo del conde, y el gitano cayó muerto.

Entonces, al anterior carmín sucedió en el rostro de la dama una densa palidez, apoyó sus dos manos en el balaustre de madera del balcón, y exclamó con un acento sordo y amenazador, a la par que en sus ojos temblaba una lágrima:

-¡Desgraciado de vos, señor conde de Lazán!

Y separóse del balcón, dejándose caer sobre un canapé que había en la estancia.

Fácilmente puede comprenderse el tumulto que se seguiría a la caída de los cuerpos de Pedro y de Azucena.

Todos los mozos de la venta, los lacayos de la duquesa de la Jaridilla, algunos arrieros que estaban calentándose en el hogar y los guardias walonas que iban acompañando al conde, todos se agruparon a la puerta, mientras el posadero decía:

-¡Válgame el cielo, y qué desgracia tan grande!

El conde arrojó una mirada de desdén sobre el cuerpo de Pedro, y dijo:

-Merecido lo tenía, porque era un bribón de marca el tal Pedro Linares.

-Siendo así -exclamó el ventero santiguándose- ¡que Dios le haya perdonado!

Y volviéndose a los mozos que rodeaban con entereza a Azucena, les dijo:

-A ver, entradme vosotros a esa buena moza y al chiquillo al cuarto del portal, y haced que vuelva en sí. Tú, Alonso, lleva a la cuadra ese animal, para que si se ha de morir no vaya a darnos ese espectáculo a la puerta.

Los mozos y los arrieros cogieron en brazos a Azucena y al niño, otros ayudaron a levantar al borrico, y después de esto, mozos, arrieros y soldados penetraron en el ancho zaguán de la posada.

En aquel momento una camarera de la duquesa aparecía en la escalera que al primer piso conducía, pidiendo informes respecto a lo ocurrido.

-Decid, maese -preguntó entonces el conde, que todavía no había podido dirigirse al posadero- ¿esta duquesa y esos escuderos pertenecen acaso a la noble y alta señora duquesa de la Jaridilla?

-Sí, señor -repuso el interrogado.

-En ese caso, oíd, prenda -prosiguió el conde dirigiéndose a la doncella- decid a vuestra señora que el conde de Lazán, enviado expresamente por nuestro buen rey y señor don Carlos III, desea ofrecerle sus respetos.

Al escuchar la misión que el conde traía, y la calidad de éste, lacayos y arrieros inclináronse respetuosamente.

La doncella desapareció presentándose poco después, anunciando al conde que su señora le otorgaba su venia, pudiendo pasar cuando gustara a su aposento.

Dio el de Lazán sus disposiciones para que se alojaran como pudieran los guardias walonas que le habían acompañado, y arrojando una bolsa a los pies del ventero para que se le entregase a la gitana como indemnización por la muerte de su marido, subieron a las habitaciones ocupadas por la duquesa.

Entretanto, y en virtud de lo dispuesto por el ventero, Azucena fue trasladada al cuarto que había en el portal, cuarto que servía para el mozo que se quedaba de vigilante por la noche por si acaso llegaba algún viajero a deshora, y en el cual estaban hacinados y en confuso desorden los sacos de cebada y de avena, aperos de labranza, muebles de algunas habitaciones y el colchón que constituía la cama del mozo que allí dormía.

Extendióse aquel en el suelo, y sobre él se depositó el cuerpo de la gitana.

Extendióse una manta en el otro extremo de la habitación, y allí se puso el cadáver del gitano.

Grandes esfuerzos costó el hacer volver en sí a Azucena; pero cuando abrió los ojos y ante ellos se ofreció el ensangrentado cuerpo de su esposo, un ¡ay! desgarrador se exhaló de sus labios, volviendo a cerrarlos de nuevo.

Pero esta vez fue por poco tiempo.

Vuelta a la vida, el sentimiento embargó todo su ser, y desbordando el torrente de su llanto, subió éste hasta sus ojos, y rompiendo por entre sus párpados, dos raudales de lágrimas principiaron a resbalar por sus mejillas.

Entonces, los mozos y los arrieros, comprendiendo que lo principal había pasado ya, siguieron el ejemplo del ventero, que, aproximándose a Azucena, le dijo:

-Vamos, niña, ha sido una gran desgracia, ya lo veo; pero la verdad es que tu marido provocó al conde, y con estos señores sale siempre mal parado el que se mete. Tú eres joven, eres hermosa, y el mundo es grande; y ¡qué demonio! como que con tus lágrimas no has de volverle a la vida, consuélate con que mucho peor hubiese sido que tú hubieses muerto también. El señor conde me ha dado esto para ti. Ello es verdad que estos señores cometen sus demasías, pero ¡qué demonio! también saben repararlas, y como dicen que los duelos con pan son menos, puesto que tienes pan, da treguas a tus dolores, y el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Y el ventero, convencido de su filosófica peroración, y convencido de que había hecho su efecto, dejó la bolsa que el conde le diera junto a la cama, y salió del aposento seguido de las demás personas allí reunidas, a quienes el discurso del ventero parecióles tan bueno, que no sabiendo nada mejor que decir tomaron el prudente partido de callar.

Azucena, apenas si se hizo cargo de lo que acababan de decirle.

Completamente abstraída en su dolor, apenas si tenía la conciencia de lo que la rodeaba.

- VI -

Largo tiempo permaneció llorando.

El velo de lágrimas que cubría su vista impedíale ver, y únicamente cuando en un momento de tregua alzó los ojos fijándose en el cadáver de su esposo, irguióse de repente, y adelantándose hacia él se arrodilló a su lado, y con un acento indefinible, con una expresión en que se revelaba todo un mundo de dolores, de celos y de desesperación, murmuró:

-¡Ay, Pedro! ¡Bien había adivinado mi corazón que la duquesa de la Jaridilla había de ser tu perdición! Tú no has sabido jamás todo el infierno de angustias en que he vivido, porque yo había comprendido que tú amabas a la duquesa, porque yo sabía que entre ella y tú existía un secreto, que a pesar de todos mis esfuerzos no había podido penetrar. ¡Oh, tú no me veías cuando a solas en mi habitación, surcaba por mis mejillas el amargo llanto de los celos; porque yo te amaba, Pedro; te amaba con el primero, con el único amor de mi existencia; y muerto tú, no sólo te juro no amar a ningún hombre, sino que desde este momento me consagraré a vengarte! Yo buscaré a ese conde miserable, a quien tú odiabas porque había sido el amante de la duquesa; yo buscaré a ésta también, y al uno por tu amor, y al otro por mis celos, te juro que han de sufrir todo lo que yo he sufrido.

Y de nuevo tornó a llorar la gitana, pasándose de este modo algunos minutos, hasta que sintiendo ruido en la puerta de la estancia, depositó un beso en los helados labios del gitano, secó sus lágrimas y se levantó, volviéndose hacia la puerta.

Un ligero grito se exhaló de sus labios.

En el umbral de ella estaban la duquesa, el conde de Lazán, el ventero, y detrás de ellos, pero mirando al través de la puerta, los mozos, los lacayos, los arrieros y los guardias, asombrados de que una tan gran señora descendiese a visitar a una tan humilde mujer.

Durante algunos segundos la mirada de la gitana, insistente, poderosa y enérgica, estuvo fija en la de la duquesa.

En aquella mirada había un deseo tal de saber quién era la persona que ante sí tenía, que intuitivamente, si así podemos expresarnos, hubo de adivinarlo; porque adelantándose hacia ella, le dijo:

-¿Sois vos, señora, la duquesa de la Jaridilla?

-¿Qué se te ofrece? -preguntó la interrogada un tanto desconcertada por la pregunta de la gitana.

-Ya que habéis venido, quiero hablar con vos.

Había tal imperio en aquel «quiero», que lo mismo el conde que la duquesa no pudieron menos de estremecerse.

Y sin duda la dama hubo de ver en los ojos de la gitana algo que la obligase a acceder, porque dijo:

-Bien; habla cuanto quieras.

-Ha de ser con vos sola.

-¡Conmigo!

-Señora -dijo el conde, que hasta entonces no había terciado en la conversación- dejad a esa pobre mujer, a quien sin duda su dolor extravía, y puesto que ya habéis satisfecho vuestro capricho, salgamos de aquí si os place.

-¿Todavía tienes valor de hablar, conde de Lazán? -exclamó Azucena dando un paso con ademán amenazador hacia el conde- ¿Todavía te atreves a levantar tu voz en presencia de aquella a quien has arrebatado la luz de sus ojos? ¡Oh! ¡maldito seas, conde de Lazán! Valiérate más no haber nacido que haberte puesto en frente de mí, porque te aseguro que torrentes de lágrimas has de derramar por cada gota de la sangre de mi esposo.

El conde, a pesar de toda su audacia, no pudo menos de impresionarse escuchando las palabras de la gitana.

Ésta, en uno de los movimientos que hizo, tropezó con la bolsa que el ventero al marcharse había dejado al lado de su cama.

Fijó sus ojos en ella, asombróse al propio tiempo; pero recordó sin duda después, y la ira se reflejó de tal manera en su rostro, que al verle coger la bolsa, la duquesa maquinalmente retrocedió algunos pasos.

Pero Azucena no se fijó en ella.

Cogió la bolsa, como ya hemos dicho, y adelantándose hacia el conde le dijo con un acento imposible de describir:

-Ahora recuerdo que me han dejado estas monedas de tu parte; es sin duda el precio en que estimas la sangre derramada. ¡Toma, conde miserable, este oro está abrasando mis manos, porque viene de la infamia de la venganza. No has muerto a Pedro porque te hubiese faltado al respeto; le has muerto porque entre los dos mediaba un secreto terrible que yo descubriré algún día, y ¡ay entonces de ti! ¡tú has muerto de un pistoletazo a mi marido; tú morirás a manos del verdugo!

Y Azucena arrojó la bolsa a los pies del conde, y cogiendo de la mano a la duquesa, que estaba aterrada por lo que oía, prosiguió diciendo:

-Arrojad de aquí a toda esa gente, que he de hablar con vos sola, señora.

- VII -

La duquesa, dominada por aquel acento, hizo que se alejaran todas las personas que la rodeaban, y cerrando la puerta de la estancia, quedóse sola con Azucena.

Ésta enjugóse el llanto que pugnaba por salir de sus ojos, y atrayendo junto a sí a la duquesa, y llevándola delante del cadáver de Pedro, le dijo con voz sorda:

-¿Le conocéis, señora? ¿recordáis las veces que vuestros ojos se han encontrado con los suyos? ¿recordáis las frases que entre ambos se han cambiado? ¡Cuán ajena estaríais de que había en el mundo una pobre gitana que conocía vuestro secreto, que ha estado viviendo desesperada, llevando la sonrisa en los labios y la muerte en el corazón, porque sabía que el hombre a quien amaba, el hombre que era su vida, el hombre que le había jurado amor, fe y constancia al pie del altar, ese hombre os amaba a vos, señora, a vos que sois quien le ha muerto!

-¡Yo! -exclamó la duquesa con tembloroso acento.

-Vos, sí; vos sois quien le ha muerto; porque por vos venía a Madrid.

-Pero ¿qué estás diciendo?

-La verdad; yo no sabía quién erais vos, yo no os conocía, yo no sabía más sino que existía una duquesa de la Jaridilla, a quien mi Pedro amaba. Vos le inferisteis alguna ofensa hacía algún tiempo, y Pedro venía a Madrid para vengarse de vos, señora; y yo os juro que su venganza, que es la mía hoy, será tan grande que todo el llanto de vuestra existencia no es bastante para llorarla.

-¿Pero de qué tenía que vengarse Pedro de mí? -exclamó la duquesa terriblemente herida por las frases de la gitana- ¿Qué venganza es la que tú puedes tomar de mí? ¿Quién eres tú para poder amenazarme?

-Quien tiene derecho para ello. Ahora ya estáis advertida, señora; os he traído junto al cadáver del hombre a quien burlasteis, para que recordéis siempre mis palabras. Su venganza es la mía, y yo os juro que presto, muy presto, habéis de sentir todo el peso de ella.

-Desprecio tus palabras, hijas del mismo dolor que te agobia. La duquesa de la Jaridilla está demasiado alta para que tus amenazas puedan alcanzarla.

-Pues le alcanzarán, no lo dudéis. Ya os he dicho cuanto tenía que deciros, os he avisado porque no quiero que jamás podáis culpar a nadie del daño que os suceda. Podéis salir, y dejadme que sola reze las últimas oraciones junto al cadáver del hombre a quien habéis muerto.

Tras estas palabras Azucena tornó a arrodillarse junto al cadáver de su marido, mientras la duquesa, maquinalmente, presa de un extraño terror, abría la puerta del aposento y salía de él, no sin arrojar una última mirada sobre el cadáver de Pedro y sobre la mujer que junto a él estaba arrodillada.

Al poco tiempo percibióse un movimiento y una agitación extraordinaria en la venta.

La duquesa, a pesar del propósito que había formado de pasar en ella la noche, dio orden, al salir del cuarto de Azucena, de ponerse en marcha inmediatamente.

Los lacayos engancharon las mulas a la carroza, los guardias que el rey había enviado a recibirla y escoltarla, montaron a caballo, y no tardó mucho en tomar el camino de la corte la excelentísima señora duquesa de la Jaridilla, dama que había sido de la reina doña María Luisa de Sajonia, esposa del rey don Carlos III, y a quien ésta había profesado un cariño extraordinario, afecto que también le profesaba el monarca, en términos, que al saber que regresaba a la corte después de algunos años de ausencia, apresuróse a enviarle aquella escolta de honor para que la acompañase, y uno de los caballeros de su corte para que la recibiese.

Cuando se hubo perdido a lo lejos el rumor de la ruedas de los carruajes y las pisadas de los caballos, alzóse Azucena del suelo, y dijo dirigiéndose al cadáver:

-Adiós, Pedro, reposa en paz, que cuando vaya a reunirme contigo, podré decirte:

-Estás vengado cumplidamente.

Y salió del aposento y llamó al ventero, y dándole algunas monedas de oro, le dijo:

-Tome vuesa merced; ahí tiene lo bastante para que se entierre con decencia a mi marido y se digan algunas misas por su alma. En el cementerio del pueblo inmediato, enterradle y poned sobre su tumba una losa, para que yo sepa donde encontrarle. Haga vuesa merced lo que le digo, para que no tenga que reprenderle cuando vuelva por aquí; ahora deme el niño que llevaba en brazos cuando caí al suelo; y como presumo que mi cabalgadura no estará en disposición de emprender el camino luego, ved si en vuestras caballerizas tenéis algún caballo que pueda conducirme hasta Madrid: le compro, y le pagaré al contado.

El ventero, hablándole de aquel modo, mostrábase propicio siempre.

Prometió hacer lo que Azucena quería; facilitóle el caballo, al cual hizo trasladar todos los efectos que el jumento llevaba; pero en cuanto al niño, no pudo complacerla del mismo modo.

Buscósele por todas partes, interrogóse a todos los criados, pero no fue posible encontrarle.

En medio de la confusión producida por la muerte del gitano y el desmayo de Azucena, los mozos vieron que uno de los arrieros cogía al niño y entraba con él en la posada.

Después no volvieron a verle.

- VIII -

Sin embargo, uno de los mozos puso en manos de la joven un papel que dijo le había dado uno de los guardias walonas, al ponerse en marcha la comitiva de la duquesa.

Aquel papel que Azucena tomó con mano trémula, decía así:

« Azucena: te he amado como un loco, y me has desdeñado.

»Te casaste con un hombre que no te amaba, y le entregaste tu corazón desdeñando el mío.

»Hoy me vengo de ti; tienes un hijo, y este hijo crecerá en mi poder aborreciendo a su madre. El día en que te lo devuelva, te lo devolveré de tal modo, que maldecirás hasta la hora en que le concebistes.

Mariano López.».

-¡Oh! -murmuró Azucena estrujando el papel entre sus manos- el miserable, como que ha permanecido dos años fuera del pueblo, ha creído sin duda que el niño era nuestro. ¡Infame cien veces! No sabe en realidad todo el daño que me ha hecho. ¿Qué hago yo ahora de mi venganza? ¿cómo realizarla, cuando me han arrebatado el elemento más indispensable? Pero no por eso me dejo abatir; no temas, Pedro mío, ignoro los medios que emplearé, pero yo te juro que quedarás vengado.

Y guardando aquella carta, y envolviéndose en el manto, sin temor a lo avanzado de la noche, y sin preocuparse por lo que pensar pudieran las gentes de la venta, subió a caballo, y poco después iba galopando por el camino de Madrid.

Capítulo LVI. No hay falta que no lleve su castigo

Durante el relato de Alina, el conde había significado en su semblante la impresión que recibía.

Aquella historia, referida casi con los mismos detalles con que nosotros la hemos transcrito a nuestros lectores, oprimió dolorosamente el ánimo del conde de Lazán, que precisamente, como veremos, hallábase en aquellos momentos agitado por dolores de mayor consideración.

Así fue que tan luego hubo terminado la joven, le dijo:

-Pero ¿será posible que os mostréis tan implacable en vuestra venganza, que vayáis eligiendo los momentos en que más daño puedan hacerme vuestras palabras?

-Recordad, señor conde, lo grave de la ofensa que me inferisteis. En aquellas horas de agonía, sobre el cadáver de mi padre, caliente todavía, juré tomar en vos cumplida venganza, y ya veis que no he faltado a mi juramento. Debéis desengañaros, la enormidad de vuestros crímenes lleva en sí también una enormidad de expiaciones, y aun cuando yo no viniese a recordaros todo lo que habéis hecho; aun cuando yo en estos momentos no me convirtiese en la voz de vuestra conciencia, el mismo remordimiento que habíais de sentir en esas horas de soledad y de quietud, en que el pensamiento se concentra en sí mismo y en que la mente se empeña con abrumadora persistencia en evocar el pasado, sería indudablemente más terrible que cuanto yo os pueda decir.

-¡Oh! no -repuso el conde con acento desconsolador- no hay nada para mí tan terrible, no hay nada que más me desespere, que el temor de veros aparecer ante mi vista, y el recuerdo que dejáis en mi corazón después que os habéis marchado. Hace años que os estoy viendo constantemente, tanto en los aniversarios de aquel desdichado suceso, cuanto en las situaciones más importantes de mi vida; y os juro que desearía más bien que me hubieseis arrancado la vida de una vez, que no sujetarme al tormento a que me estáis sujetando.

-Si hubiésemos obrado de ese modo, habría sido vengar un crimen con otro crimen, habría sido convertirnos en asesinos como vos lo fuisteis, y es necesario que resalte la diferencia notable que existe entre las víctimas y el verdugo.

-Como si no estuvierais siendo verdugos más terribles y más implacables que yo.

-Pero...

-¿No os conmueve el ver la profunda amargura de que me hallo poseído, los dolores que me rodean, los disgustos, que tanto en el seno de mi familia cuanto fuera de ella, me asedian? Para vosotros nada hay que os contenga; creí que el dolor infundía respeto, pero sin duda vosotros lo juzgáis de otro modo, y al dolor que por un estilo me agobia, añadís vosotros otro dolor más terrible.

-No somos nosotros, conde; es la consecuencia natural de vuestras culpas; no habéis sembrado más que desventuras por donde quiera que fuisteis, y justo es que sólo recojáis llanto y desesperación.

El conde nada pudo decir.

Encontraba tal vez lógico lo que decía la joven, y no encontraba palabra alguna que oponer; quizás abatido por el mismo dolor quedóse sin fuerza para luchar contra aquella enemiga tan implacable.

Alina le contempló silenciosamente durante algunos segundos.

Por un momento resplandeció en su rostro una ligera tinta de compasión, tinta que se desvaneció inmediatamente para dar lugar a aquella misma expresión implacable que revelaba lo profundo del encono que sentía hacia el conde.

-¿Habéis comprendido bien toda la historia que os he contado? -le dijo después.

-¿Por qué volvéis a recordármelo? ¿Quién os ha podido enterar tan minuciosamente de lo ocurrido en aquel día?

-¿Quién puede haber conservado en su imaginación, grabadas con imperecederos caracteres todas las escenas de aquel día?

-¿Quién creéis que haya podido conservar fijas en su memoria hasta las palabras que pronunció en aquellos momentos de prueba? Azucena únicamente, aquella pobre, viuda por vuestra culpa, es quien ha conservado fijos en su pensamiento todos los incidentes de aquel funesto día.

-¡Azucena también! ¿Es decir que todos se han conjurado en contra mía?

-Todas las víctimas se han ido reuniendo en derredor de su verdugo.

-Y ¿qué es lo que intenta Azucena? ¿Qué venganza quiere contra mí?

-La infeliz no quiere venganza alguna, la única arma que hubiese podido esgrimir, desapareció sin saber cómo ni cuándo aquel mismo día; y desde entonces, resignada con su suerte, aun cuando odiándoos con toda su alma, ha ido pasando la infeliz sin revelar a nadie esa historia, hasta que la casualidad me hizo encontrarla.

-Casualidad bien extraña, por cierto.

-Pero hay más todavía, señor conde; hay más que Azucena ignora y que tal vez vos ignoráis también, según la resolución que adoptéis en vista de lo que os he dicho.

-No os comprendo.

-Ya sabéis la acción que ha cometido vuestro hijo; ya sabéis también que Luisa es un ángel de bondad, es un ángel cuyas alas vuestro hijo ha arrastrado por el cieno. ¿Estáis dispuesto a que cumpla vuestro hijo como debe?

-Explicaos mejor.

-Luisa necesita una reparación; ¿creéis que vuestro hijo debe dársela?

-¿Qué cantidad cree necesaria esa desventurada para cubrir su honra?

-¿Qué habéis dicho? ¿Creéis acaso que el honor mancillado, el corazón herido, la esperanza y la ventura destruida, pueden rehabilitarse con un puñado de oro?

-¿Pues qué queréis entonces?

-¿Qué quiero? Lo que toda mujer honrada tiene derecho a exigir del hombre que tan villanamente la ha engañado: Luisa es digna de vuestro hijo.

-¿Esto más?

Y el conde, olvidando por aquello que él creía humillación los disgustos que había evocado la presencia de Alina, alzó, fieramente la cabeza, mirándola con altivez.

-¿Es decir que juzgáis que no debe rebajarse el señor vizconde de Lazán hasta dar su mano a la joven que ha seducido y abandonado?

-No hubiera ella sido fácil, ni no se hubiese mi hijo atrevido.

-Sabéis que vuestro hijo tiene fama de burlador de damas y buscador de aventuras; es decir, la misma que vos teníais, y comprendo que le disculpéis por esa misma razón.

-Pero ¿qué tiene que ver?...

-¿Sabéis quién es Luisa?

-Vos lo habéis dicho, una pobre huérfana, y yo os juro que, pues me dijisteis también el nombre del que ha herido a mi hijo, yo sabré encontrarle.

-Vos le dejaréis en paz.

-¡Señora!

-Y le dejaréis, no porque yo os lo mande, sino porque vos mismo habéis de evitar el tropezaros con él siquiera.

-¿Cómo?

-Azucena no sabe, como antes os dije, lo que yo sé; Azucena no conoce a Luisa ni a Antonio, pero en cambio los conozco yo.

-¿Y qué me importa los conozcáis o no? ¿Creéis acaso que siempre voy a ser vuestro juguete? Todo tiene sus límites en este mundo, y la desesperación le tiene también. Vos me habéis desesperado, y yo os juro que sacaré fuerzas de esa misma desesperación, pará oponerme de hoy en adelante a vuestros propósitos.

-¿Es esa vuestra última resolución, señor conde?

-Vos misma la habéis provocado; no contenta con haberme acibarado la existencia, tratáis también de arrastrarme hasta la deshonra.

-¿De modo que juzgáis una deshonra la unión de vuestro hijo con Luisa?

-Lo mismo eso que vuestra exigencia de que desista de vengarme del que ha herido a mi hijo.

-Pues las dos cosas tendréis que hacer.

-¡Jamás!

-No pronunciéis esa palabra, e, porque acostumbrado debéis estar a que cuanto os he dicho o yo he querido, se haya realizado.

-Pues yo os juro que no os saldréis con este último deseo.

-Lo mismo que con los demás.

-Pero ¿es que os habéis propuesto desesperarme?

-No sabéis quién es Luisa, y es preciso que lo sepáis.

-Ya os dije que no necesitaba saberlo.

-Luisa, señor conde de Lazán, es la hija de Pedro y de la duquesa de la Jaridilla.

-¿Qué decís?

-Y Antonio es el hijo de la duquesa de la Jaridilla y del atolondrado calavera y burlador de mujeres, el conde de Lazán.

-¡Bondad divina!

Y el conde, completamente abatido por aquel último golpe, sepultó la cabeza entre sus manos.

-Ya veis -dijo Alina- como haréis lo que yo quería.

El conde no pronunció una palabra.

Un sollozo desgarrador se exhaló de sus labios, sollozo que sin duda tuvo la extraña virtud de conmover a Alina, que, palideciendo algún tanto y revelando en su rostro una ligera emoción, respetó el dolor del caballero, y salió de la estancia silenciosamente, mientras que éste se quedaba murmurando:

-¡Dios mío, Dios mío! ¡Cuánto os he ofendido para que así me estéis castigando!

Capítulo LVII. Triunvirato de majas

Seis días después de las escenas a que han asistido nuestros lectores en los anteriores capítulos, hallábanse reunidas en casa de Paca sus dos amigas, Concha y Lola.

Luis había abandonado definitivamente tanto la casa de la bordadora, como la de su amigo, donde, como sabemos, había ido a refugiarse después que hubo regresado del Pardo, porque habiendo entrado ya en vías de curación la herida del marqués Adelfi, hacíase inútil guardar precaución de ningún género.

El marqués no había hecho reclamación alguna; el rey amenguó su enojo sabiendo que el marqués estaba fuera de peligro, y por lo tanto, hacíase completamente inútil la precaución del joven.

Sin embargo, como que Luis no podía olvidar ni el encantador semblante de la maja, ni el servicio que de ella había recibido, todos los días iba a verla, y Paca, a pesar de su natural desenvoltura y de aquel valor de que había dado tan repetidas muestras, especialmente mientras estuvo en poder de Simón, no podía menos de sentirse turbada e inquieta en su presencia.

Vicente, lo mismo que sus amigos, conocían la verdadera causa de la inquietud y del abatimiento de Paca; pero, sin embargo, ninguno de ellos habíase atrevido a decirle una palabra, ni aun el mismo Luis, y eso que realmente el joven caballero encontraba cada vez más bellísima a la maja.

En el momento en que las encontramos nuevamente están preocupadas, y contra su costumbre, silenciosas.

Cada una ocupada en su labor, no hacen más que dirigir de vez en cuando su mirada hacia la puerta, cual si esperasen la llegada de una persona.

De repente Concha, fijando los ojos en sus amigas, exclamó:

-Pero, chicas; ¿qué diablo tenemos las tres, que estamos aquí sin decir una palabra?

-Tienes razón -contestó Lola- pero esto no prueba sino lo mucho más que queremos a nuestros hombres, de lo que ellos nos quieren, porque la verdad es que si las tres nos hallamos preocupadas, es debido únicamente a esa endemoniada conspiración en que no sé por qué se han metido.

-¡Toma! Se han metido porque don Tadeo les ha comprometido, y ellos se creen que van a hacer la felicidad de España.

-Y mirándolo bien -repuso Concha- la verdad es que Floridablanca lo está haciendo cada vez peor.

-¿Y crees tú que el conde de Aranda lo haga mejor que Floridablanca?

-¡Toma, pues ya lo creo! Así lo dice Joselito, y me parece que no podréis negarme que tiene motivos para saberlo.

-Buenos motivos te de Dios. Mira, Concha, la verdad es que nosotras no entendemos nada de eso; pero si Vicente hubiera de creerme, no se hubiera metido en un berengenal que sabe Dios cómo va a concluir.

-Pero, chica, si los hombres no hacen, ¿quién lo ha de hacer? Nadie está contento con el conde de Floridablanca, y el rey no se atreverá a quitarle mientras que el pueblo no manifieste de un modo ostensible su descontento; ¿no lo crees tú así también, Paca?

-No sé de lo que hablabais -repuso Paca separando la mirada de la labor.

-Vamos, ¡válgame la Virgen de la Paloma! ¡y qué tonta estás, hija! ¿Es decir que a ti te están hablando las personas, y tú como si tal cosa? Pues te aseguro que lo que es para esto no merecía la pena siquiera de que una se molestase en venir a verte.

-¿Qué queréis que os diga? Estoy preocupada sin saber por qué. Mi misma madre tiene también esa manía. Me habla muchas veces, y tan distraída estoy que apenas le contesto.

-¿Y tú no sabes en qué consiste esto? -preguntó Concha con acento ligeramente irónico.

-¿Cómo queréis que lo sepa? A podérmelo explicar, debéis comprender que ya le habría puesto remedio.

-Es que hay cosas, querida Paca, que no se remedian con tanta facilidad. O mucho me engaño yo, o las tuyas pertenecen al número de esas.

Paca no pudo menos de sentir que el rostro se le enrojecía al escuchar las palabras de su amiga.

Dolores, a fin de alentarla algún tanto, apresuróse a decir:

-Vamos, mujer, que tienes tú también unas ocurrencias, que si no fuera por lo mucho que nos queremos, harían que nos incomodásemos.

-¡Toma! ¿y por qué? porque digo la verdad. Paca no tiene más ni menos sino que está enamorada.

-¡Jesús mil veces! -exclamó la aludida con voz débil y haciéndose mucho más violenta su turbación.

-Sí, hija, sí; y es en vano que trates de disimularlo, porque todo el mundo lo conoce, y yo he querido decírtelo varias veces, y siempre ha habido algún inconveniente.

-Y aun cuando así fuera -dijo Lola- ¿qué de particular tendría?

-El estar enamorada, nada a la verdad, porque en el mundo estamos para eso; pero lo que sí tiene, es el que nada nos haya dicho a nosotras, cuando sabe que entre las tres no hay secretos.

-¡Pero si estás equivocada, Concha!... ¡si yo no tengo, secreto alguno!... ¡si yo no amo a nadie!...

-Eso se lo explicas a otro.

-Lo que oyes.

-¿A quién podría yo amar? ¿Quién veis que entre en mi casa que realmente merezca ser amado?

-Eso no lo digas, di más bien que no tienes confianza en nosotras, que quieres reservarte tus secretos; pero no digas que en tu casa no entra hombre alguno que no sea digno de ser amado. Creo que si mi Joselito no se me hubiese presentado antes, y no me quisiera como me quiere, si me hubiese dicho algo, con la mejor voluntad le digo que sí.

-Pero, chica, ¿qué estás diciendo? -exclamó Lola.

-Yo soy así, ya lo sabéis; el pan, pan; y el vino, vino; lo que tengo en el pecho lo llevo en los labios, y si algún señor hay en la corte que pudiera haberme hecho tilín, es sin duda don Luis de Guevara.

-¡Ah!

Paca, con el rostro encendido por la emoción que experimentaba, no fue dueña de ahogar aquella exclamación que acabó de venderla.

-¿Lo ves? ¿Comprendes que yo tenía razón cuando decía que estabas enamorada?

-¡Dios mío! ¡qué desgraciada soy!

-¡Desgraciada! Y ¿por qué?

-Porque la vergüenza me consumirá si como tú llegan otras a comprender el estado de mi corazón.

-¿Y qué hay de malo en ello? -dijo Lola- ¿qué de particular tiene que te hayas enamorado de un real mozo? Mientras que en tu conducta no haya nada que te obligue a bajar la cabeza, ríete de lo que te diga el mundo.

-¿Y de lo que diga él?

Concha y Dolores se miraron silenciosamente.

Ambas comprendieron lo que quería decir su amiga, aludiendo quizás a la indiferencia del caballero.

-Vamos, Paca -dijo Concha después- muy descontentadizo fuera, si no te encontrase más perfecciones y más honra, o tanta por lo menos, como tienen todas esas señoras con quienes él se trata.

-Y sobre todo, después de lo que por él has hecho.

-¿Quién piensa en eso ahora?

-Él, si de agradecido se precia.

-Es que yo no quiero que me ame por gratitud.

-Que te ame y te corresponda, sea por lo que quiera.

Iba a replicar Paca, cuando una tosecilla seca que se percibió en el interior de la estancia, hizo exclamar a Concha:

-¡Y dale si es pesado y machacón este vejete! Ya vendrá ahora con alguna historia para Joselito.

Capítulo LVIII. El tentador

-¿Dan vuestras mercedes licencia? -dijo una voz cascada y débil, contestando a las últimas palabras de Concha.

-Adelante, don Tadeo -repuso Paca, al mismo tiempo que murmuraba Lola:

-No sé qué haría para evitar que este viejo hablase con Vicente.

Don Tadeo, puesto que ya sabemos que así se llamaba la persona que acababa de entrar en el aposento de las majas, era un hombrecillo de unos cincuenta años, bajito, delgado, y de fisonomía astuta y sagaz.

Su mirada, recelosa y apagada por los cristales azules de los anteojos que llevaba constantemente, era tan perspicaz y escrutadora, que difícilmente se le podía ocultar nada.

Era tan meloso su acento, mostrábase siempre tan excesivamente cortés y agasajador, que no podía menos de llegar a ser molesto, fastidioso y repugnante, lo que dicho y hecho a tiempo, hubiera hecho de aquel individuo una persona simpática.

Vestía humildemente, pero iba sumamente limpio; decía que había pertenecido a la servidumbre del duque del Infantado, de cuya casa había salido por haberse indispuesto con el mayordomo, y que el señor duque, generoso como lo era con todos sus dependientes, le había señalado seis reales diarios mientras viviese.

Con esta módica suma se iba sosteniendo, ayudándose sin embargo con otros emolumentos de una procedencia tan dudosa como la de aquél.

Don Tadeo se había mudado a la casa de Paca, y ocupaba precisamente el mismo cuarto que anteriormente habitaba Simón, y desde donde había estado haciendo sus curiosas observaciones respecto a la maja y a Luis.

Aquella habitación era un magnífico observatorio para la casa de la joven.

Don Tadeo se hizo bien pronto amigo de todos los vecinos.

Con todos se mostraba tan obsequioso, tan afable, que se captó la benevolencia del vecindario.

Sin embargo, a los pocos días surgieron algunas disputas entre los vecinos, cosa muy rara hasta entonces, y estas disputas no fueron más ni menos que consecuencia de habladurías y chismes de don Tadeo.

Pero tenía la rara habilidad de hacer que ninguno de aquellos chismes se le pudiesen achacar como tales, y únicamente se le podía tachar de ligero en decir palabras que pudiesen producir una excisión.

Si se le hacía algún cargo por ello, pedía mil perdones, daba mil excusas, mostrábase tan dolorosamente afectado por lo ocurrido, que no había más remedio que disculparle, y aun que pedirle perdón por el mal rato que haciéndole cargos por aquello se le había ocasionado.

En casa de Paca había entrado, lo mismo que en las demás, y en ella conoció, no solamente a Lola y a Concha, sino a Joselito y a Vicente.

Con una destreza superior a cuanto podamos decir, procuró desde los primeros momentos ver de qué pie cojeaban, como vulgarmente se dice, y presto comprendió que, como a la mayoría de los españoles gustábales murmurar del gobierno.

Una vez hecho este descubrimiento, el viejecillo en la soledad de su habitación restregóse las manos sumamente satisfecho, murmurando:

-¡Van a quedar satisfechos de mí!

Desde este momento don Tadeo comenzó a hacer el papel de conspirador.

Había muchos descontentos, según decía, del gobierno de Floridablanca, y únicamente el conde de Aranda podía remediar aquella situación tan desdichada.

Verdaderamente, el famoso ministro de Carlos III había tomado algunas disposiciones que fueron recibidas con desagrado.

Sus enemigos aprovechábanse de ellas para aumentar la guerra que le hacían, y conociendo él la tempestad que se iba formando, había solicitado ya del rey que se le permitiera retirarse del poder.

Pero Carlos no accedía, y la opinión pública, irritándose doblemente por la resistencia que encontraba, mucho más formidable; porque se la estaba excitando por quien tenía en ello interés, era fácil que llegase a producir un conflicto.

Circularon sátiras y libelos contra el ministro, y precisamente de ello sacó partido el viejecillo para engañar a Joselito y a Vicente.

Lo mismo el torero que el pintor hablaban respecto al gobierno más por lo que oían a la generalidad, que por verdaderas combinaciones, así fue que las primeras frases de don Tadeo les hallaron un poco reacios.

Sin embargo, éste no se desanimó por el primer ensayo. Con suma destreza fue sacando a los jóvenes los hábitos, las costumbres y las aspiraciones de uno y de otro, y de este modo consiguió halagar a cada uno por su propio flaco.

Cuando las jóvenes vieron a sus amantes comprometidos, o por lo menos muy adelantados en este terreno, instintivamente adivinaron un peligro, y aun cuando no pudieron definir cuál fuera, el cariño les hizo ver el riesgo, y apresuráronse a combatirlo.

Mas la casualidad dispuso las cosas de otro modo.

A pesar del afecto que a don Luis de Guevara profesaba el monarca, afecto del cual tan repetidas pruebas le diera al presentarse en palacio, Carlos III le echó una reprimenda, y Floridablanca, a su vez, reprendióle también, diciéndole que no era aquel el modo de pagar los favores que había recibido de la corte.

La casualidad de que en aquellos momentos se hallase el ministro bajo la impresión producida por la lectura de uno de aquellos papeles escritos contra él, dio a sus palabras una acritud y una dureza impropias por completo de su carácter.

Además, precisamente no reparó que al censurar la conducta de don Luis había dos o tres personas delante, lo cual acabó de mortificar a éste, contestando con alguna destemplanza, con lo cual aumentó el enojo del ministro.

Don Luis salió de su cámara profundamente resentido, y dirigiéndose a casa de Paca, según tenía por costumbre, dio rienda suelta a su cólera, sin reparar que estaba allí don Tadeo.

No desperdició éste la ocasión.

Apenas salió don Luis de casa de la maja, fuese tras él, alcanzóle a no muy larga distancia, y tan buena maña se dio, de tal modo supo aprovecharse de las mismas armas que él diera, que el joven, con la impremeditación propia de la edad y la irritación consiguiente a lo que él juzgaba ofensa, entró en la conspiración ofreciéndose al conde de Aranda por medio de don Tadeo.

La adquisición de don Luis sirvió al astuto viejo para vencer la resistencia que le oponían Vicente y Joselito, y precisamente el día antes el en que nosotros presentamos en escena a don Tadeo, habíanse comprometido, aun cuando de palabra, los dos jóvenes.

De aquí el disgusto de las majas, de aquí las palabras que les hemos escuchado, y de aquí la poco benévola acogida que hicieron a don Tadeo al presentarse éste en la habitación.

-¿Saben sus mercedes, señoras mías, que al entrar aquí se percibe un olor de gloria que encanta?

-Pues, don Tadeo -repuso Concha con desenfado- me la da de preciso, porque me parece que la gloria que su merced alcance, bien me la pueden clavar en la frente.

-¡Je!... ¡je!... ¡je!... -repuso el viejezuelo con su falsa sonrisita- esta Concha siempre ha de estar de broma.

-¡Pues no sé cómo es eso, porque tengo ganas de llorar!

-¡Jesús, María y José! Unos ojos tan hermosos como esos, no se han hecho para estar empañados por las lágrimas, y bien me sé yo que cuando el señor Joselito se haya quedado con el abasto de las carnes, por obra y gracia del señor conde de Aranda, brillarán esos ojos de alegría que será un contento.

-¿Pero quiere su merced decir que sucederá eso?

-¡Pues ya lo creo! Y muy pronto.

-¿Pero y si antes, como por desgracia hay en el mundo tanto soplón, se descubre y me los cogen a todos?

-Vamos, Dolores, que cuando vea su merced a mi señor don Vicente, pintor de la real cámara de nuestro buen monarca don Carlos III, dará por bien empleados los disgustos que hoy pueda experimentar, porque con trescientos o cuatrocientos doblones de costas, podrán dejar ya esos lindos dedos de ribetear escarpines.

-¡Oh! jamás he pensado en eso.

-Pero más de una vez habrá pensado mi señor don Vicente, y a mí también, aun cuando viejo, no deja de ocurrírseme que es muy doloroso que un rostro tan hechicero y unos encantos tan peregrinos, hayan de vivir oscurecidos en una modesta habitación de estos barrios.

-Nosotras no hemos querido nunca más que ganarnos honradamente la vida, y poseer el cariño de nuestros hombres.

-Pero, hija, no quita lo cortés a lo valiente, y bien puede hacerse lo uno procurando el adelantamiento en lo demás.

-¿Y cree su merced que a mi Joselito le darán ese empleo?

-El mismísimo conde de Aranda -repuso don Tadeo bajando la voz y mirando a todas partes como si temiese que le escucharan- me ha empeñado su palabra, y la palabra de un caballero como él es muy sagrada.

-¡Jesús! ¡tengo una gana de que deje esa vida tan arrastrada que lleva!

-Ya se ve que sí. Expuesto a dejar la piel en las astas de un toro... ¿y todo por qué? por unos miserables ducados que maldito si valen la pena que hacen pasar.

-Ya tiene razón su merced en eso.

-Lo mismo le sucede a mi Vicente. ¡Cuántos que valen mucho menos que él, solamente porque han tenido favor, están ganando lo que quieren y disfrutando de las mayores consideraciones!

-¡Como que hoy es el tiempo en que únicamente medran los que Floridablanca quiere que medren!

-Pues esto está muy mal hecho, porque al fin y al cabo el que lo merezca, justo es que se lo den.

-Esa es la tendencia del señor conde de Aranda, y ya ven sus mercedes como todos los buenos españoles hemos de ayudarle.

-Eso es verdad -dijo Lola.

-Yo, con tal de ver a mi Joselito tranquilo...

-Y yo lo mismo digo respecto a Vicente.

-También para don Luis habrá la suya -dijo don Tadeo mirando intencionadamente a Paca, que apenas había levantado los ojos de su labor.

-¿Y qué pueden hacer a don Luis después de haberle dado el rey, nuestro señor, el condado de Castro-Nuño?

-Todavía hay muchas mercedes que hacerle, y el señor conde tiene ya en la mente lo que ha de hacer para premiar los servicios que no ha mucho prestó en las colonizaciones de Sierra-Morena.

-Don Luis -dijo Paca alzando finalmente la cabeza- es muy posible que no acepte merced alguna del monarca, porque de ese modo creería, y con razón, que se le pagaba por el servicio que había prestado.

Capítulo LIX. Donde don Tadeo se ve obligado a hacer grandes esfuerzos para triunfar

Las palabras pronunciadas por Paca, no pudieron menos de impresionar a sus amigas.

-¡Pues es verdad! -dijo Lola- Parece que lo que don Tadeo nos propone, es simplemente comprar los servicios de nuestros hombres.

-Una de dos- prosiguió Paca- o lo que se desea es justo, o no lo es.

-¿Y quién duda que sea justo el cambio de gobierno que el reino está deseando? -dijo el viejo que no pudo menos de estremecerse al escuchar las palabras de Paca.

-Pues si es justo, los que contribuyan a que se realice no pueden ni deben apetecer otra recompensa que la satisfacción de haber contribuido al bien general.

-Eso prueba lo noble de su corazón -repuso don Tadeo mordiéndose los labios con cólera- pero permítame su merced que le diga que también el desinterés tiene sus límites.

-En el terreno en que estamos hablando no hay límite alguno; o se hacen las cosas desinteresadamente, o no se hacen.

-Chica, tú has hablado poco, pero bueno.

-Y me parece que Vicente no volverá a pensar en adquirir ese título ni esos adelantos en su posición que don Tadeo dice, si ha de ser por esos medios.

-Pues mira tú a quien se lo dices -repuso Concha- en cuanto venga Joselito, ya verás lo que yo le digo.

-Vamos, señoras mías, reparen sus mercedes que están un tantico obcecadas, y estos asuntos no son para tratarlos así.

-No sé lo que quieren decir esas palabras.

-Si Joselito hubiese pedido, por prestar su ayuda y la de sus amigos al señor conde, el empleo que antes dije, estaría en su lugar calificar de indigno el pedir semejante paga por un servicio del cual al fin y al cabo se podría prescindir.

-Pues eso debía hacer precisamente su merced -repuso Lola.

-No comprendo.

-Prescindir de Vicente y de Joselito, y buscar otros que se prestaran mejor, y que tal vez sirvieran más.

-¡Válgame el Santo Cristo de las Guardias! ¡Y qué impresionables que son las mujeres!

-¿De veras? ¿lo cree así su merced?

-Sí, señora.

-¿Y en qué se funda?

-Sencillamente, en que hace un momento se entusiasmaban a la idea de los adelantamientos que iban a alcanzar sus futuros, y ahora de repente, porque Paca ha soltado una palabra hija de su honrado corazón, ha sido lo bastante para que muden de ideas.

-Es que Paca tiene razón.

-¡Si yo no lo niego!...

-Pues entonces...

-Lo que quiero decir, es que no todos los casos son iguales.

-Para obrar bien, todos lo son -dijo Paca.

-¡Ay! hija mía, en el mundo es necesario dejar que la cabeza obre también.

-De todas esas retóricas, don Tadeo, nosotras no entendemos una jota. Aquí se dice lo que se siente, sin meternos ahora en lo que la cabeza dice, lo que debe decir y lo que habla el corazón y todas esas tonterías. Nuestros hombres si en ese fregado se meten, es porque lo creen justo; si lo creen justo nada merecen por ello, y para no ganar nada y exponerse a que algún alcalde de casa y corte, de con ellos en la cárcel, y se pudran allí hasta Dios sabe cuándo, vale más, mucho más, que se estén tranquilos en sus casas.

-Tiene razón Concha -añadió Dolores.

-¿No estás tú en lo mismo que yo, Paca?

-Ya se ve que sí.

-Pero vengan acá sus mercedes; voy a convencerlas en un momento.

-¿De qué?

-De que no es eso lo que creen.

-¡Pero, qué! ¿Su merced trata de hacernos comulgar con ruedas de molino?

-¿No es justo que los hombres honrados, los de buena fe, ayuden al triunfo de la justicia y de la razón?

-¿Y quién niega eso?

-Ya llegaremos al final; tengan un poco de paciencia, que todo se ha de andar. Pues si aquello es justo, también lo es que se otorguen recompensas y mercedes a los que tienen verdadero derecho para ello, es decir, a los hombres honrados que pueden producir con su conducta un verdadero beneficio al rey y a la nación.

Concha y Dolores se miraron sin saber qué decir.

Colocada la cuestión en aquel terreno, verdaderamente no podía rechazarse la idea de aquellos dos destinos.

Las dos majas, que se veían batidas, por decirlo así, con sus propias armas, fijaron sus ojos en Paca, como tratando de pedirle auxilio, puesto que no sabían qué decir.

Pero la joven había vuelto a su anterior preocupación.

Don Tadeo paseó su mirada triunfante de una a otra de las majas, no pudiendo menos de felicitarse de la distracción de Paca, pues era la enemiga de quien más recelaba.

Concha, viendo que no encontraba una frase con que rebatir, en realidad, lo dicho por don Tadeo, y viendo que Paca no se había apercibido, dijo:

-Con que, chica, ¿has oído lo que ha dicho don Tadeo?

Éste volvió a inquietarse, fijando su mirada anhelante en Paca, que levantó la cabeza a la interrogación de su amiga.

Pero felizmente, en aquel momento entraron Vicente y Joselito en la estancia.

Al verlos, el viejo dirigióse a su encuentro, y estrechándoles las manos, les dijo:

-Todo va bien, amigos míos ¿han hecho algo sus mercedes en pro de nuestro objeto?

-Sí por cierto -dijo Joselito- yo cuento con una cincuentena de compañeros, que cada uno de ellos, si llega el caso, se batirá como un león.

-Pero, Joselito -dijo Concha terciando en la conversación- ¿lo has pensado bien?

-¡Pues no he de pensarlo, mujer! Las arbitrariedades y los abusos de Floridablanca no pueden tolerarse más.

-Todo el mundo está indignado ya -añadió Vicente.

-Pero ¿y si os sucede alguna cosa? -dijo Lola.- Acaso el conde de Aranda, o los que sustituyan a Floridablanca ¿podrán, compensarnos la pérdida que experimentemos?

-Si en eso pensásemos, nada se haría.

-Eso mismo digo yo.

-Hay muchos señores -añadió Joselito- que están metidos en la danza.

-Y la piel de ellos, guarda la vuestra.

-Ya han visto sus mercedes la lista que les he manifestado, y en ella hay nombres muy importantes.

-Eso nos recuerda que nosotros debemos también poner los nuestros en ese compromiso -dijo Vicente.

-Sí, en verdad -repuso don Tadeo- también el señor don Luis de Guevara me ha dicho que vendría a firmar esta tarde.

-Pues vamos a poner nuestros nombres.

-¡Joselito, mira lo que haces! -dijo Concha que volvía a sus anteriores temores.

-Ya sé yo lo que hago, prenda; y don Tadeo no es persona que nos quiera mal.

-Pero eso de poner tu nombre en ese papel, es muy grave; si cayera en manos de los amigos de Floridablanca, me parece que todos tendríamos que llorar.

-¿Quién piensa ahora en eso? -dijo Vicente cogiendo la pluma para firmar.

Don Tadeo miraba ávidamente a los dos jóvenes.

Comprendíase que tenía un gran interés en aquellas dos firmas.

Dolores, al ver la acción de su amante, se estremeció, y maquinalmente fijó sus ojos en el viejo.

Entonces, presa de una angustia inmensa, presintiendo tal vez una desgracia, dirigióse hacia el pintor, y cogiéndole el brazo, le dijo:

-¡Vicente, por Dios! ¡no firmes ese papel!

Don Tadeo palideció intensamente.

Volvióse el pintor sorprendido, y al ver la palidez y la agitación de su amada, no pudo menos de exclamar:

-¡Lola! ¿Qué tienes?

-Que no firmes eso.

-¿Pero por qué?

-Por... no lo sé, pero no quiero que te comprometas de ese modo.

-Nada, nada -dijo entonces don Tadeo, sacando, como vulgarmente se dice, fuerzas de flaqueza- no contraríe su merced los deseos de su amada; otra vez será de los nuestros.

-¿No comprendes que eso es una tontería? -dijo Vicente contestando a lo que la maja le había dicho.

-Será lo que tú quieras, pero yo no estoy tranquila.

En este momento llamaron a la puerta de la casa, y poco después don Luis de Guevara entró en la estancia.

Al verle Paca, coloreáronse sus mejillas, y su rostro se animó por completo.

En breve espacio se puso al corriente de lo que ocurría.

-Vaya, ¡qué diablo! -exclamó- lo que importa es que derribemos de una vez a Floridablanca.

-¡Pero, señor! -dijo Paca- ¿Vais a ganar acaso algo con que caiga el conde?

-No; pero ¿qué importa eso? Me ha ofendido, y basta.

-Lo que es estas jóvenes -dijo don Tadeo- son partidarias sin duda del ministro, cuando tanto abogan por él.

-Tenga un poco más comedida la lengua, señor don Tadeo -dijo Concha- aquí no tenemos preferencia alguna, ni por Floridablanca ni por nadie.

-¡Pero si vosotras no entendéis de esto!

-Vamos, vamos, don Tadeo -dijo Luis- os he dado mi palabra de firmaros esta acta, y bueno o malo, jamás he faltado a ella; dadme el papel, y concluyamos.

-Reparad, don Luis, en lo que os he dicho.

-No tengáis miedo, Paca; todo ello no pasará de un motín como dicen que fue aquel otro contra Esquilache: mucho ruido, y salirse el pueblo finalmente con lo que quería.

-Así será, señor don Luis -repuso Tadeo- Usía ha puesto el dedo en la llaga.

-Pues firmemos -añadió Vicente.

-¿Es decir que de nada sirven mis ruegos? -exclamó Lola.

-Lo mismo que los míos -añadió Concha.

-Como que no tienen razón de ser en estos momentos...

Y el pintor al pronunciar estas palabras, cogió la pluma y firmó al lado de su amigo Luis de Guevara.

Joselito imitóle a su vez, mientras las tres mujeres estrechamente abrazadas, demostraban en sus semblantes la contrariedad que experimentaban.

No pasó mucho tiempo sin que don Tadeo, después de haber doblado cuidadosamente el pliego que contenía las firmas de nuestros amigos, abandonase la estancia de las jóvenes, y dirigiéndose a su cuarto les contempló durante algunos segundos, murmurando después:

-Lo que es el marqués Adelfi y doña Catalina de Sandoval, han de quedar bien satisfechos de mí. Esto se llama matar dos pájaros de un solo tiro.

Capítulo LX. Ojeada retrospectiva

Las últimas palabras pronunciadas por don Tadeo nos obligan a retroceder.

Es necesario que sepan nuestros lectores lo que sucedió, tanto en casa de doña Catalina de Sandoval, como en la de doña Isabel de Zúñiga, para que pueda apreciarse debidamente el trabajo de aquel astuto viejo.

Como que con estos antecedentes se enlazan también otros sucesos no menos interesantes, suponemos que nuestros lectores no han de ver con disgusto esta semi-digresión, máxime cuando tan importante es.

Doña Catalina había creído que su anónimo dirigido al conde de Santillán produciría un terrible efecto.

Juzgaba que el esposo ofendido tropezaría con el culpable amante, y la espada del conde la vengaría de la deslealtad de don Luis.

Pero nada de esto sucedió.

El criado que a su completa devoción tenía en casa de doña Isabel, le dijo que, sin saber cómo ni cuándo, la jaula estaba vacía cuando llegó el esposo, y lo que es más todavía que en aquella desaparición no había tenido arte ni parte doña Isabel.

Don Luis había desaparecido sin dejar huella alguna por donde pudiera suponerse que estaba.

Durante algunos días doña Catalina, a pesar de toda su vigilancia, no pudo descubrir el paradero de su infiel amante, hasta que éste se presentó en la corte, una vez que estuvo convencido de que no se le había de perseguir.

Para que se sobreseyera el proceso formado a consecuencia de aquel desafío, no fue ajena la doña Catalina, puesto que con mucho fundamento supuso que una vez tuviese la seguridad de que no había de seguirsele perjuicio alguno, se presentaría, y de este modo le sería mucho más fácil averiguar lo que hacía. El inesperado desenlace que tuvo la tentativa respecto a la hija del conde de Lazán, disgustóla profundamente, haciendo severos cargos a Gil Pérez, cargos completamente infundados, puesto que ya sabemos que a no ser por la inesperada aparición del vizconde del Juncal, la pérdida de la joven era segura.

El joven, una vez libre ya, más por compromiso que por verdadero afecto trató de ver a la hija del conde de Lazán; pero en el mismo momento que se disponía a pasar a su casa, recibió una carta del conde, carta que le hizo cambiar de resolución, impresionándole de un modo extraordinario.

Decía así:

«Señor don Luis de Guevara:

»Francas hallasteis las puertas de mi casa, y la amistad que al padre había profesado, hícesela también extensiva al hijo.

»Vos mejor que yo sabéis cómo pagasteis tanta amistad y tan noble confianza.

»Las puertas que se abrieron para el hijo de mi amigo, para el hidalgo que necesitaba amparo y protección, y que se mostraba respetuoso y agradecido, se han cerrado para el caballero pérfido y desleal.

»Dentro de breves días mi hija dará su mano al vizconde del Juncal, y únicamente cuando entre vos y ella se haya interpuesto el sagrado vínculo de otro matrimonio, será cuando podréis volver a la casa que tan mal habéis sabido apreciar.

»Entretanto os ruego que olvidéis hasta su propio nombre.

El conde de Lazán.»

Fácilmente puede concebirse el efecto que la lectura de semejante misiva, había de producir en nuestro amigo.

No podía comprender cómo ni por dónde había sabido el conde aquellos amores, acabándole de sorprender la docilidad con que sin duda María cedía a su voluntad, cuando iba a casarse con el vizconde.

Durante algún tiempo permaneció sin saber qué hacer.

Después cogió una pluma, y dirigió una carta a María.

En ella le pedía una entrevista; le indicaba lo que su padre le había dicho, y la conjuraba en nombre de su antiguo amor, a que le diese una explicación respecto a aquel matrimonio concertado tan repentinamente y tan próximo a verificarse.

Teniendo en cuenta que precisamente el medio de que se había valido doña Catalina para hacer que la joven saliese de su casa la noche en que Gil Pérez debió apoderarse de ella, fue también otra carta de don Luis, pidiéndole una cita, carta cuya letra había sido hábilmente falsificada por Gil, debe comprenderse que la joven no se mostraría muy dispuesta a acceder a semejante petición.

Por otra parte, la extraña conducta que Luis había seguido con ella, aquel extraño silencio que se siguió a su repentina desaparición de Madrid, no pudieron menos de influir poderosamente en su ánimo.

La joven ignoraba que don Luis había sido herido, que después había estado en poder de doña Isabel, y que posteriormente, en Madrid, en los días que permaneció en casa de Vicente, tuvo que adoptar dobles precauciones, tanto para que no dieran con él los que le perseguían, cuanto para evitar que la misma doña Isabel descubriese donde estaba.

Porque el joven, por el relato que Paca le hiciera cuando por primera vez la vio en el Pardo, comprendió que la condesa de Santillán había sido su verdadera raptora, y no únicamente por evitarse él un percance, sino por evitárselo también a Paca, hubo de procurar que su existencia no fuese de nadie conocida.

Pero María todo esto lo ignoraba; no había visto más sino que el joven no le había dado noticias de sí en todo aquel tiempo, y que la única vez que lo hizo, ocurrióle una aventura que daba a sospechar si habría sido intencionado aquel suceso.

De aquí que no contestase a la carta del joven, que éste se resintiera por ello, y que su enojo recayese por completo sobre la joven que de tal modo se había olvidado de su amor.

Entonces marchó a ver a doña Catalina.

La dama recibióle entre altiva y cariñosa.

No había en ella ni la dosis bastante de prudencia ni de educación para comprender lo difícil de su situación, y esto precisamente fue lo que la perdió.

-Inútil es que os disculpéis -dijo a Luis, que trataba de ocultar su aventura- porque conozco perfectamente que los hombres son por lo regular olvidadizos y desagradecidos.

-Paréceme, señora, que no diréis eso por mí, pues bien sabéis que de bien nacido me precio, y ni soy ingrato para el amor, ni desagradecido para el bien que se me hace.

-Inútil es cuanto me digáis; sé perfectamente todo lo que de vos puedo esperar.

Esto, dicho con una entonación que no pudo menos de desagradar al joven, hízole fijar su mirada interrogadora en la dama.

Esta, a su vez, sin amenguar la tiesura de su aspecto, continuó:

-Hice por vos todo cuanto una mujer enamorada puede hacer; llegué hasta comprometer mi reputación y mi fortuna; y vos, juzgando cosas baladíes ambas, habéis hecho lo que mejor os ha convenido en todo este tiempo, hasta que arrepentido sin duda, o necesitado quizás, habéis vuelto a mí tratando de proseguir la farsa que en otro tiempo estuvisteis representando conmigo.

Todo el orgullo de don Luis sublevóse al escuchar la grosería de aquella acusación.

Habríase apresurado a enjugar el llanto, a mitigar las quejas, si con las unas y con el otro se le hubiese presentado doña Catalina.

Pero desde el momento en que no solamente altanera sino insultante se le mostraba, arrojándole al rostro los favores que pudiera haberle hecho, el orgullo y el amor propio del joven se sublevaron, y alzándose de su asiento, dijo fijando en la dama su mirada brillante de cólera y de indignación:

-Señora, creo que no me habéis conocido, y a mi vez deploro yo también el no haberlo hecho hasta ahora.

Y tras estas palabras, y antes que la dama del marqués del Alcázar hubiese tenido tiempo para decir una palabra, abandonó el joven el estrado, dejándola confusa y suspensa.

Únicamente después que hubieron pasado algunos segundos, fue cuando se dio cuenta de lo que había sucedido, y retorciéndose las manos llena de desesperación, murmuró:

-¡Miserable de mí! ¿qué es lo que yo he hecho? Razón tiene en abandonarme y despreciarme.

Y un torrente de lágrimas brotó de sus ojos, y comprimidos sollozos brotaron por fin de su pecho.

Largo tiempo permaneció así.

Al cabo de él ue calmándose su agitación, cesaron de correr as lágrimas, y con acento ligeramente alterado, exclamó:

-¡Necia de mí! ¿Si él me amara, no hubiera comprendido que en las palabras que acabo de pronunciar no había más que todo el despecho hijo de los celos? Sí; no tiene duda, ni me ama ni me ha amado, como dijo Giacomo Zarini; yo no le he servido más que de escabel para su fortuna, y una vez conseguida esta, no ha buscado más que un pretexto para abandonarme. ¡Oh! pero yo le aseguro que no ha de burlarse de mí, ya que la casualidad hizo, sin que pueda explicarme la razón, que el conde de Santillán no le hallase en su palacio, ya encontraré medio de castigarle de otro modo. ¡Hola! -prosiguió aproximándose a la puerta de la estancia, y dirigiéndose al paje que apareció en ella- avisa inmediatamente a don Tadeo.

El paje saludó respetuosamente, mientras doña Catalina se quedaba murmurando:

-Veremos si este viejo miserable, que tanto me debe, sabe pagarme en proporción de los favores que le hice; y como así lo haga, yo le juro a don Luis que ha de guardar memoria de mí.

Pero súbitamente volvió a gritar en ella el amor que por el caballero sentía.

Porque en doña Catalina había mucha parte de sensualidad, mucha parte de las faltas de educación, hijas de la condición en que se criara y del repentino cambio que en su posición se verificara; pero la verdad era que en medio de todo esto había amado y amaba al caballero con el único amor que había tenido en su existencia.

A la explosión de este mismo amor siguióse pronto otro rapto de indignación, producido por el recuerdo, tanto de la indiferencia que don Luis acababa de demostrarle, cuanto por la convicción de los nuevos amores a que se había entregado.

En este nuevo momento, en esta nueva fase, digámoslo así, de aquella existencia que había dado comienzo para ella con las revelaciones de Giacomo, apareció el paje en la puerta de su aposento, y le anunció la llegada de don Tadeo.

Capítulo LXI. Volvemos a encontrarnos con antiguos conocidos

No habremos olvidado la escena que tuvo Alina con el conde de Lazán cuando fue a hablarle en favor de Luisa.

Conocido nos es ya también el origen de ésta, y por lo tanto, justo es que veamos lo que hizo la joven después que hubo salido de casa del conde.

Una vez en la calle, la joven entró en la silla de manos, y poco después deteníase en la casita de la Virgen del Puerto, con gran extrañeza de las pocas personas que vivían por aquellos contornos, que no estaban acostumbradas a que saliesen de día los dueños de la misteriosa casita.

Al entrar Alina en sus habitaciones, preguntó a uno de los dos criados:

-¿Y mi hermano?

-Está en su cuarto. ¿Quiere la señora que le avise? -dijo el criado.

-No. ¿Ha venido Luisa?

-No, señora.

-Cuando venga, haz que entre inmediatamente.

El criado se inclinó respetuosamente, y Alina penetró en su aposento cerrando la puerta tras de sí.

-¡Qué horrible soledad, Dios mío! -murmuró soltando el manto que le cubría, y dejándose caer en un sillón.- Apenas puedo comprender cómo se han deslizado tantos años de mi existencia, en medio de este inmenso desierto. Hay momentos en que hasta la misma venganza a que me entrego, esa venganza a la cual he consagrado mi existencia, me abruma, me enoja, se me hace insoportable, porque realmente me veo sola, no en la soledad de la venganza, digámoslo así, porque en eso Mario me acompaña; me encuentro sola en la vida íntima, en la de las dulces satisfacciones del alma. ¡Cuántas veces al volver la vista a mi pasado siento que se llenan de lágrimas misojos, y que un profundo desfallecimiento se apodera de micorazón! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué desgraciada me ha hecho ese miserable!

Y Alina escondió la frente entre sus manos, permaneciendo en aquella postura largo espacio.

Efectivamente, la existencia de la joven era bien triste.

Consagrada por completo a la venganza desde que junto al cadáver de su padre Mario y ella se consagraron a perseguir a su verdugo, no habían cesado un día en su tarea.

Abandonaron su país por seguirle; pero de tal modo guardaban las apariencias, de tal manera procuraban cumplir la especie de pacto fraternal que ambos jóvenes habían hecho, que únicamente se veían a las horas de comer, o en los momentos en que se reunían para presentarse ante el conde de Lazán.

Uno y otro vivían bajo el mismo techo; pero sus habitaciones y su servicio eran totalmente distintos.

Los dos criados que tenían, pertenecían a la casa de Alina.

Entregados por completo a la venganza, sólo se ocupaban de ella, y consecuentes con la idea que se habían propuesto, hicieron al conde de Lazán pasar días llenos de una amargura infinita.

Donde quiera que iba el conde, iban ellos también.

Únicamente les acompañaban los dos antiguos criados de Alina, que adoraban a su señora con un cariño casi fanático, y que no habían querido separarse de ella en los azares y peligros a que se iba a exponer.

Jamás tuvo el conde enemigos más encarnizados que ellos.

Evocaban sus recuerdos, hacían que los remordimientos torturasen su conciencia, que los peligros amenazasen su vida; y si para distraerse se quería entregar a cualquiera diversión, la pálida faz de Alina, o la más lívida aún de Mario, venían a enturbiar sus placeres.

En resumen, el plan de Alina produjo sus resultados.

La vida del conde era un martirio continuo que a cada instante aumentaba más su intensidad.

Alina, como hemos dicho, permanecía sentada en su estancia, sin que diera otra señal de existencia que el imperceptible movimiento de su seno al respirar.

La italiana era una mujer hermosa hasta lo infinito.

Y para añadir un encanto más a los que poseía con tanta usura, el dolor había estampado en su rostro una palidez mate, sobre la que resaltaban doblemente sus negros y rasgados ojos y sus cejas y pestañas aterciopeladas.

Largo rato llevóse la joven entregada a su preocupación.

Y tal era esta, que no advirtió el ligero ruido que hizo una puerta al abrirse, ni el leve rumor de las pisadas de un hombre que penetró en la estancia.

Era Mario.

Se adelantó hacia ella, y después de haberla contemplado algunos momentos, le dijo con voz vibrante y armoniosa:

-¡Siempre lo mismo, Alina!...

-¡Ah!... ¿Sois vos? -exclamó ésta alzando la cabeza y fijando sus ojos en el joven.

-Sí, yo soy, que os encuentro preocupada como siempre.

-¿Y qué otra cosa queréis que haga? ¿Acaso mi suerte puede proporcionarme otros motivos de placer?

-Yo creía que había llegado a ocupar en vuestro corazón un lugar que me diera derecho a toda vuestra confianza, a ser yo el consuelo de todos vuestros males, y...

-¿Y no lo sois acaso?... ¿No sois vos mi único, mi mejor amigo?...

-¡Amigo! -dijo con un acento intensamente triste Mario- ¿amigo sólo?

-¿Pues qué queríais?... -preguntó Alina.

Y sus manos oprimieron convulsivamente la finísima batista de un pañuelo que tenía sobre sus rodillas.

Y su seno se agitó algo más de lo ordinario.

Y una emoción vaga, desconocida, que en vano trató de ocultar, se apoderó de todo su ser.

Mediaron algunos momentos de silencio.

Al cabo de ellos, le dijo:

-Mirad, Alina; llevamos bastantes años de vivir juntos como dos hermanos, y jamás os he dicho la menor palabra que pudiera ofenderos; sin embargo, hoy voy a hablaros de otro modo que hasta ahora lo he hecho.

-No comprendo que significa...

-Desde que tuvo lugar el acontecimiento que nos unió, creí que en mi corazón no cabía más sentimiento que el de la venganza; pero hace algunos meses que he sabido que aún podía albergar otro más dulce, más santo, más puro, que era el amor.

La agitación de la joven se hacía más crecida cada vez.

Y el acento de Mario era más tierno también, más insinuante.

Éste prosiguió así:

-Viviendo bajo vuestro mismo techo, viéndoos continuamente junto a mí, admirando sin cesar vuestra belleza, sentí en mi pecho una cosa desconocida; lo achacaba al principio al deseo insaciable de mi venganza; pero ¡ay, Alina! me equivoqué. Aquel desasosiego, aquel mal extraño, se agravaba de día en día, hasta que llegó un momento en que analicé con detención mi alma, y comprendí que os amaba por desgracia mía.

El joven se detuvo otra vez.

Fijó su vista en la dama, pero el semblante de ésta era impasible.

Mas, a pesar de esto, los latidos de su corazón redoblaron su fuerza, y sus dedos oprimieron con más fuerza el pañuelo.

Mario continuó:

-He dicho que os amo por desgracia mía, porque no he abrigado nunca la esperanza de que vos me correspondáis; vuestro corazón, más fuerte que el mío, vive sólo para la venganza, por manera que sólo tengo un sufrimiento más que añadir a los míos. He querido ahogar esta pasión en su germen, pero nació gigante ya, y no ha podido menos de rebosar hasta mis labios para decíroslo: Alina, os amo con un delirio indescriptible: ¿qué puedo esperar para este cariño?

-Lo que deseáis -le contestó con resolución Alina- ese cariño taninmenso como el vuestro.

Hay situaciones en la vida imposibles de describir.

La en que se encontraba Mario es una de estas.

La manifestación repentina de la dama, y su manera de explicarse no pudieron menos de sorprenderle extraordinariamente.

Alina comprendió lo que pasaba en el corazón de Mario, y le dijo al cabo de algunos momentos:

-¿Os ha extrañado acaso la franqueza de mi manifestación?...

-Os lo diré francamente; no la esperaba.

-Pues bien, escuchadme y comprenderéis mi conducta. Os conocí en una época bien aciaga para mi existencia, os vi tan muerto para el amor y la felicidad como yo lo estaba, y ansiosa de venganza como vos, me uní al hombre que podía ayudarme. El padecimiento tan terrible que tenía entonces, se amenguó con el tiempo, y pude mirar más detenidamente las cosas y las personas que me rodeaban. Entonces reparé en vos; me parecisteis hermoso y noble, sufríais también y yo aspiraba a consolaros. Vos siempre estabais grave y silencioso, parecía que no poníais atención a lo que os decía, y que no os cuidabais para nada de mí, y esto me mortificaba extraordinariamente. En resumen, comencé por aborreceros, y he concluido por amaros con toda la fuerza de mi alma; ahora he comprendido que lo que sentí por ese infame conde de Lazán no fue más que una fascinación; pero que mi alma guardó intacta la purpurina flor de sus amores para vos; sí, Mario, os amo como se ama en nuestro país, con una pasión infinita, pero susceptible de un odio tremendo si es defraudada, y a tal estado llegaba ya, que si vos no me hubieseis dicho nada, yo habría roto este silencio que me hacía daño.

-Gracias, Alina, gracias; no podéis comprender cuánto bien me hacéis con esas palabras; he sufrido tanto callándoos la pasión que me consumía!...

-Pues ya han cesado vuestros sufrimientos y los míos, hoy sólo debemos pensar en que nos amamos, pero...

-¿Qué? Alina hablad -le dijo Mario sorprendido de la interrupción de la joven.

Esta vaciló todavía algunos momentos; pero instigada suavemente por su amante, le dijo:

-Creo que será inútil que os diga, que antes que a nuestro amor nos debemos a nuestra venganza.

-No os comprendo.

-El amor -le contestó Alina- es siempre exigente; ¿no es cierto?

-¡Oh! Ya lo creo; como que esto forma la mejor parte de sus encantos.

-¿Según eso , vos?...

-¡Alina!

-Pues sobre eso quiero hablar; comprendo perfectamente que entre dos almas que se amen, esas exigencias sean muy naturales y muy justas; pero nosotros estamos hoy fuera de la regla común; tenemos una misión que cumplir, y hasta entonces no debemos abandonarnos a nuestro cariño: ¿me habéis comprendido ahora?

-Sí, Alina; os comprendo y os admiro.

-¿Y consentís?

-Sí -dijo con no muy seguro acento el joven.

-Gracias, Mario, gracias; ahora creo que os adoro más.

Y la dama tendió su mano al joven.

Lo atrajo hacia sí, y antes de que él pudiera comprender la idea de su amada, acercó ésta los labios a su frente.

Al contacto de aquellos labios ardientes se estremeció Mario, y atrayendo a su vez a Alina, unió su boca con la de su amada.

-Basta -le dijo ésta- ya hemos santificado nuestra unión; ahora nuestra venganza.

-Tenéis razón; no podemos entregarnos a esta hasta que no hayamos cumplido con aquella. Me han dicho que habéis estado en casa del conde.

-Sí; tenía necesidad de hablarle y de sacar partido también del lance que a su pobre hija le ocurrió la otra noche.

-¿Le habéis dicho algo de Luisa?

-Precisamente ese fue mi principal objeto.

-¿Le habréis dicho quién era?

-No he tenido otro remedio.

Y Alina refirió a Mario toda la escena que nuestros lectores han presenciado en casa del conde.

Cuando concluyó, dijo el joven:

-Parece imposible que ese hombre sea tan duro, que no vea en todo cuanto le sucede el justo castigo de la Providencia.

-Mucho ha llorado; pero presumo que tiene mucho que llorar todavía. Por supuesto, que lo que se puede sentir es lo que sufren otras personas por su culpa.

-¿De modo que Luisa no puede abrigar esperanza alguna?

-De momento, no.

-Eso quiere decir que confiáis para más adelante.

-Sí; he concebido un proyecto.

-¿Cuál?

-Necesito saber dónde está la duquesa de la Jaridilla.

-¡Ah! Comprendo.

-Procurad averiguármelo, y quizás lo que yo no he podido conseguir, lo alcance la duquesa.

-¿Y Azucena?

-Cuando sea necesario, se presentará también.

-¿De modo que estáis resuelta a jugar eltodo por el todo?

-Sí; la suerte de esa pobre criatura me ha interesado tanto, que estoy dispuesta a hacer cuanto sea posible en su favor.

-Ya sabéis que, aun en esto, que es exclusivamente vuestro, podéis contar conmigo.

-Hoy no debéis decir ya que esto es exclusivamente mío; la protección que vamos a ejercer respecto a Luisa es de los dos.

En este momento apareció en el aposento uno de los criados anunciando la presencia de Luisa.

Capítulo LXII. Para qué llamaba doña Catalina a don Tadeo

Don Tadeo era el mismo ser zalamero, adulador, astuto y sagaz a quien hemos visto en casa de Paca.

Un día dijo doña Catalina a Gil Pérez:

-Necesito que me proporciones un hombre discreto, un malvado a quien yo pueda tener siempre en mi poder para evitar que me haga traición; pero que tenga talento, que no carezca de formas, y al cual se le pueda dar una idea para que la desarrolle.

-¿Qué piensas hacer de ese hombre? -le preguntó Gil Pérez.

-Un agente diestro para todos mis negocios, una persona que pueda suplirte, cuando tú, por efecto del cargo que desempeñas junto a Floridablanca, no puedas trabajar por mí.

-Está bien; pero cuida de engañarme.

-Te advierto que lo necesito viejo, o cuando menos de una edad que pueda alejar toda clase de sospechas.

-Dices bien. Tendrás lo que deseas.

Precisamente a la sazón había en Madrid, y estaba en la cárcel de la villa, un individuo que había sido agente político del embajador español en Roma, el cual le había remitido a España, acusándole de infidelidad.

Por su destreza, por su astucia, por su sagacidad había conseguido alcanzar aquel puesto, y efectivamente había llegado a prestar muy buenos servicios; pero llegó un momento en que se le descubrió que a la vez que cobraba del gobierno español, estaba también cobrando de la corte pontificia, y reduciéndole el embajador de España a prisión, envióle al ministro Floridablanca para que se le juzgara con arreglo a la felonía cometida.

Floridablanca mostróse inexorable con él, y la suerte de don Tadeo, que tal nombre llevaba el pobre diablo, era bastante crítica.

En este estado tuvo lugar la petición que doña Catalina hizo a Gil Pérez.

El joven secretario de Floridablanca dirigióse hacia la cárcel de villa un tanto pensativo, porque el asunto era de suyo espinoso y comprometido, y como que por efecto de la posición que ocupaba cerca del ministro, era conocido en la cárcel y conocido también de don Tadeo, una vez en presencia de éste, apresuróse a entrar en materia, diciendo:

-Amigo don Tadeo, vengo en nombre de una persona que se ha interesado por vos, aun cuando a la verdad poco interés merecéis habiendo sido tan torpe vuestra conducta, y deseo que tengáis en cuenta el verdadero estado en que os halláis.

-Os confieso con entera ingenuidad -repuso el redomado viejo que desde luego comprendió que se le necesitaba- que no he podido comprender bien lo que me queréis decir.

-Negaros que vuestra posición es un poco crítica, me parece que sería una necedad.

-Desde luego, porque yo mismo lo conozco.

-Por lo tanto creo que estáis en el caso de aceptar cualquiera proposición razonable que tienda a mejorar vuestra situación.

-Hablad, explicaos; que presumo no ha de ser difícil que nos entendamos.

-Es el caso, como os he dicho antes, que hay una dama que se interesa por vos.

Lo cual quiere decir que me necesita.

-Creo que aún más la necesitáis vos, y os digo esto a fin de que no tengáis exigencias exageradas que no habían de contribuir más que a perjudicaros.

-¿Cómo no he de comprender que necesita de mí esa dama, cuando si así no fuera pudiera muy bien haberse dirigido a cualquier otro?

-Paréceme que pecáis un tanto de presuntuoso, señor don Tadeo.

-Y vos de reservado, señor don Gil.

-¿En qué os fundáis para ello?

-En lo mismo que vos para lo otro.

-Dejémonos de palabras inútiles, y vamos realmente a lo que importa.

-Precisamente eso es lo que estoy deseando.

-Una dama, como os he dicho, oyéndome hablar respecto a vos, y como que el asunto vuestro ha dado tanto que decir, manifestóme su interés de tal manera, que juzgué oportuno ponerme a su disposición para veros.

-¿Y qué desea de mí esa dama?

-En primer lugar, que seáis discreto, obediente, reservado y habilidoso.

-¿Y qué servicios exige?

-Ella misma os los dirá cuando a ella os presentéis.

-Pero si tan mal están mis negocios, si tan desgraciada es la suerte que me amenaza, ¿cómo va esa dama a conseguir mi libertad?

-Si no la obtiene de un modo, la obtendrá de otro -repuso Gil Pérez bajando la voz.

-¿Es decir que se trata de mi evasión?

-¡Ya lo creo! Pero es necesario que no perdáis de vista el que continuáis más sujeto que antes.

-No comprendo.

-Desde el momento en que salgáis de la cárcel, quedáis a merced completa de la dama de que os hablo, y es preciso que le seáis tan fiel, y la sirváis con tanta lealtad como merece serlo la persona que con una sola palabra suya pudiera sumiros después en un lóbrego calabozo.

Don Tadeo quedóse pensativo un momento.

La proposición era tentadora; pero también el compromiso con que se le amenazaba era verdaderamente grande.

-Podéis pensar todo el tiempo que gustéis -déjole Gil Pérez- pero en el momento en que os decidáis, tened en cuenta lo que hacéis, porque la dama de que os hablo, será inexorable, y yo que he mediado en este asunto, lo seré quizás más que ella.

-Y decidme, señor Gil, ¿cuánto irá ganando en ese negocio?

-Por de pronto ganáis la libertad, que me parece es un beneficio harto importante.

-No os lo niego; pero cuando van a hacerse cierta clase de trabajos, cuando hay comisiones particulares que evacuar...

-¿Quién os ha dicho tal cosa?

-Es una deducción lógica, pues presumo que esa dama no será tan filantrópica que ponga en libertad a un pícaro como yo por el solo placer de hacerlo.

Gil Pérez se mordió los labios.

-Se os pagará con arreglo a la importancia de los servicios que prestéis.

-¿Y cuándo no tenga servicios que prestar? Porque debéis comprender, mi excelente señor, que si no se presenta ocasión en algún tiempo de prestar servicio, no sería justo que me muriese de hambre, o me fuese a servir a otro dueño.

-Por ningún estilo.

-Ya veis si tengo razón.

-Pues bien; se os darán treinta ducados al mes, y las comisiones o servicios especiales serán recompensados según su importancia.

-Eso ya es otra cosa.

-Pensadlo bien, sobre todo, porque como vos tenéis propensiones a la infidelidad, si aquí cometieseis alguna, podría, según os dije antes, costaros sumamente cara.

-Descuidad, que la experiencia me ha servido.

-¡Quiéralo el cielo!

Don Tadeo aceptó.

Su fecunda imaginación sugirióle los medios para engañar a la dama cuando lo creyese necesario, y la posición que se le ofrecía era sumamente ventajosa para que no la aceptase.

En su consecuencia, pocos días después, y precisamente cuando estaba ya a punto de verse la causa, evadióse don Tadeo de la cárcel, sin que a pesar de cuantas diligencias se habían practicado, se le hubiese podido encontrar.

Y natural era que así sucediese.

El viejezuelo se hallaba oculto en el mismo palacio de doña Catalina.

Una vez que hubieron pasado los primeros momentos de peligro, dijo ésta llamando a su presencia a don Tadeo:

-Ya habéis visto lo que hice por vos; pues tened en cuenta que del mismo modo que soy poderosa y fuerte para defender a los que me sirven bien, soy dura e inexorable con los que me engañan. Estáis advertido ya; obrad como más conveniente creáis.

Don Tadeo adoptó las precauciones que la misma doña Catalina le indicó, y cambiando de domicilio y hasta de hábitos y costumbres, trasladóse desde el barrio de Maravillas, donde siempre había residido cuando estaba en Madrid, al del Rastro, donde era totalmente desconocido.

La casualidad hizo que fuese a vivir a la misma casa donde vivía Paca. Pero como ésta, a la sazón, no se hallaba en ella, porque la noche anterior había ocurrido el rapto de que ya tienen noticia nuestros lectores, ni vio a la joven en aquel día, ni se enteró tampoco de las circunstancias por efecto de las cuales no estaba en su casa.

Por el momento, lo que a don Tadeo le convino fue orientarse respecto a la vecindad que tenía y a los elementos de que podía echar mano en caso de necesidad.

Todos los días se presentaba en casa de Catalina apenas había cerrado la noche, por si algo se la ofrecía, según quedaron convenidos, y a esta obligación no faltó un momento, dedicando los restantes a enterarse minuciosamente de todo lo que podía importarle referente a las gentes de su casa.

El día en que doña Catalina le envió a llamar, precisamente era el mismo en que había visitado a Paca, pues había visto en su casa al poeta Ramón de la Cruz, el torero Joselito, al pintor Vicente González, a don Luis de Guevara, y a algunos otros caballeros que no se desdeñaban de frecuentar el trato de las majas como Paca la Salada, Lola la Zapatera, y Concha, que eran las que realmente ponían la ley en aquellos barrios.

Una vez en presencia de la dama el vejete, inclinándose respetuosamente ante ella, le dijo:

-¿Qué tiene que mandarme la noble dama doña Catalina de Sandoval?

-Ha llegado el momento de servirme -repuso ésta con acento breve e imperioso.

-Mandad, que bien sabéis soy vuestro humilde siervo.

-¿Conocéis por casualidad, o habéis oído acaso alguna vez hablar de un caballero que se llama don Luis de Guevara?

Al escuchar este nombre no pudo menos de felicitarse el viejezuelo por la casualidad que aquella misma mañana le había conducido a casa de Paca, donde indudablemente pensaba adquirir las noticias respecto a las que dolía Catalina le pudiera decir.

Así fue que contestó sin vacilar:

-Sí, señora; tengo esa honra.

-¿Y de qué le conocéis?

-¡Oh! Eso fuera muy largo de contar -repuso don Tadeo dándose importancia- básteos, saber, señora, que le conozco del mismo modo que conozco también a otra porción de personajes.

Capítulo LXIII. Doble misión que recibe don Tadeo.-Los celos de doña Catalina

Sorprendida quedó doña Catalina escuchando al viejezuelo que era muy conocido de don Luis, y hubiera deseado alguna explicación respecto a un conocimiento que, dadas las condiciones distintas de entrambos personajes, no podía menos de reconocer un origen sumamente interesante.

Sin embargo, dominó aquella curiosidad, puesto que el mismo don Tadeo parecía eludir el dar explicación alguna, y puesto que lo principal para ella estaba conseguido, toda vez que su servidor conocía a la persona que ella deseaba, le dijo:

-¿Pero vuestras relaciones con don Luis son de simple conocimiento de la persona, o de trato íntimo?

-Hasta ahora han sido de mero conocimiento; pero mañana, si os agrada, podrán convertirse en relaciones íntimas.

-No comprendo lo que queréis decir.

-Me parece, señora, que para serviros no tenéis tampoco necesidad de conocer más. Decidme lo que deseáis, y yo os prometo satisfaceros cumplidamente.

Doña Catalina quedó pensativa durante algunos segundos.

Fijó sus ojos en su interlocutor con una marcada expresión de curiosidad, y hubo sin duda de desistir en el conocimiento que se proponía adquirir respecto a lo que pasaba en el fondo de su pecho, porque separó la vista con disgusto, murmurando:

-Vamos, es inútil cuanto haga.

-¿Decíais, señora? -exclamó don Tadeo, que había conocido perfectamente lo de que se trataba.

-Nada. Decía que necesito me sirváis con entera fidelidad; que lo que os voy a decir no salga jamás de vuestros labios; pues sabiendo, como sabéis, que os halláis en mi poder, la menor imprudencia os podría costar muy cara.

-Inútil es, señora, que me hagáis semejante advertencia; conozco perfectamente lo que os debo, mi noble y excelente señora, y no debéis por ningún estilo sospechar en mí la más leve sombra de felonía.

-Sin embargo, no creo que esté de más el advertiros...

-Nada debéis advertirme, porque sé las obligaciones que tengo respecto a vos.

-Siendo así, es preciso que a todo trance y sin mezclarme en ello para nada, puesto que si yo hablo y obro así, lo hago en nombre de una amiga a quien deseo servir, es preciso, os repito, que me averigüéis de un modo exacto lo que hace don Luis de Guevara.

-Lo sabréis.

-Quiero conocer su vida, hora por hora; quiero saber sus amores, sus amistades, todo, en fin, lo que constituye la existencia íntima de una persona.

-Está bien, señora.

-Pero, guardaos bien de que pueda apercibirse que soy yo quien os dio semejante encargo.

-¿Creéisme tan falto de razón que no sepa las condiciones de una tan noble dama como vos, para que os fuese a comprometer?

-Está bien.

-De momento, puedo deciros casi que el caballero don Luis de Guevara gusta de la vida de la gente alegre.

-¿Cómo?

-Da la coincidencia de que en la casa que habito viven algunas majas, y precisamente nuestro don Luis va a verlas con sobrada frecuencia.

-¿Cómo habéis dicho? ¿Sospecháis que don Luis ame a alguna?

-Ni lo negaría ni me atrevería a asegurarlo tampoco -repuso el truhán que había sonreído imperceptiblemente escuchando el acento empleado por la dama, comprendiendo que era una cuestión de celos únicamente la que así la obligaba a obrar.

-¿En qué os fundáis para ello? -volvió a preguntar doña Catalina cada vez más interesada.

-En que le veo con mucha frecuencia en aquella casa, en que una de las majas especialmente es bastante hermosa, y en que el don Luis ha tenido siempre fama de ser muy enamorado.

-¡Oh! Callad -exclamó la dama sin poderse contener.

-Perdonad, señora, no había creído ofenderle, ni tampoco ha sido ese mi ánimo.

-Está bien; haced lo que os he dicho y procurad cumplir el encargo pronto y bien.

Don Tadeo comprendió que su misión estaba concluido.

Sin embargo, quiso asegurarse algo más y dijo:

-Pero en el caso en que saliesen ciertas las presunciones respecto a la existencia del tal don Luis, en el caso de que estuviere prendado de alguna de esas hembras de que os hablé, ¿qué debo hacer?

-Herir sin piedad ni gracia -contestó doña Catalina con implacable acento.

-¿Cómo?

-Quiero decir -repuso la dama conteniéndose inmediatamente- que con don Luis tiene esta amiga mía motivos particulares de resentimiento. Y si él persiste en su impertinencia, y se entrega a vergonzosos e inconvenientes amores, podréis obrar de manera que quede completamente castigado, con lo cual presumo que habéis de complacer mucho a mi amiga.

-¿Y bajo qué forma puede darse ese castigo?

-Eso es cosa vuestra; no soy yo quien debe daros el patrón de ello. Puesto que tenéis talento y no os falta maldad procurad que el castigo esté siempre en relación con la falta cometida.

Don Tadeo salió de casa de doña Catalina plenamente convencido de que ésta amaba a don Luis, que don Luis la habría amado algún tiempo hasta que se excusó de ello, y que deseando vengarse del ingrato que la había olvidado, confióle a él la misión de hacerlo.

Pensativo iba nuestro hombre por la calle, pensando en los medios de realizar en todas sus partes el deseo de doña Catalina, cuando de súbito viose detenido por un individuo que le dijo, dándole una palmada en el hombro:

-¿Qué es eso, don Tadeo? ¿Ya no se acuerda su merced de los buenos amigos?

Alzó los ojos el taimado viejo, y al ver la persona que ante sí tenía, que era un mocetón de algunos treinta años, alto, grueso, fornido, cejijunto, mal encarado y poco simpático, no pudo menos de decir:

-¡Calle! ¿Sois vos, mi querido señor Gaetano?

-El mismo que viste y calza.

-¿Y el señor marqués Adelfi?

-Retiénele en el lecho cierta estocada que le puso a dos dedos de la muerte, y precisamente hace dos o tres días que os estuvo nombrando.

-¿De veras? ¡Qué excelente señor! ¡Acordarse de un personaje tan ruin como yo! ¿Y qué decía, amigo Gaetano, qué decía?

-Que si os tuviera a mano, había de confiaros una empresa de gran importancia.

-¿Y creéis piense todavía del mismo modo?

-Sí tal.

-Forzoso será acudir entonces a su presencia, que el ilustre marqués era persona que pagaba bien; ¿os acordáis, Gaetano?

-¡Ya lo creo! Y doy gracias al diablo por esta casualidad, pues tenía encargo de buscaros.

Don Tadeo había servido en Italia, como ya hemos dicho, de agente secreto al embajador de España en Roma.

Con éste motivo había recibido distintas misiones para el reino de Nápoles, y como que el marqués Adelfi, padre de nuestro héroe, era muy importante personaje, por medio de él había conocido a su hijo, a quien había servido también en algunas de sus empresas amorosas.

Gaetano era una especie de bravo, mitad bandido, mitad mayordomo que el joven marqués tenía a su servicio, y como que los bribones se entienden fácilmente, él y don Tadeo supieron hacerlo durante el tiempo que éste permaneció en Nápoles.

De aquí su conocimiento, de aquí, según decía Gaetano, el deseo que el marqués tenía de encontrarle, y de aquí la alegría experimentada por el italiano al tropezar tan inesperadamente con él.

Entrambos tunantes se dirigieron hacia la casa del marqués.

Éste, como ya hemos indicado, hallábase convaleciendo de la herida que le había inferido don Luis.

Al ver al viejezuelo, exclamó:

-¡Gracias a todos los diablos del infierno que pareciste!

-Podéis creer, señor -contestó con su más meloso acento el aludido- que a saber que estabais en Madrid y que me necesitabais, hubiera acudido inmediatamente a vuestro lado.

-¿Y decís que no sabíais que estaba en Madrid, vos que todo lo sabéis, y que de todo os ocupáis? Vamos, maese, dejadnos en paz con vuestras excusas, y contestad categóricamente a lo que voy a deciros.

-Preguntad, señor marqués.

-¿Conocéis a un don Luis de Guevara, que pasa por ser uno de los caballeros más galantes de la corte?

Don Tadeo le contempló asombrado.

Verdaderamente era una coincidencia muy extraña que las dos personas que le habían buscado, quizás para cometer un crimen, tuvieran el mismo objetivo.

-¿Por qué me miráis así? -preguntóle sorprendido el marqués- ¿Acaso no conocéis a la persona de que os hablo?

-Le conozco perfectamente -repuso don Tadeo.

-Entonces, ¿qué quiere decir esa expresión de asombro?

-Que me sorprende que un caballero como vos, tenga motivos de resentimiento con don Luis, a quien siempre he creído...

-Concluid; ¿a qué viene esa detención?

-Le he creído algo loco; algo altanero si queréis, pero nada más.

-Será lo que queráis, pero a mí me estorba don Luis, y es necesario que me le quitéis de enmedio.

-¿Queréis que muera? -preguntó don Tadeo, que no pudo menos de estremecerse.

-Oídme unos momentos, maese bribón, y pensad después lo que habréis de hacer para complacerme.

Y el marqués púsose a referir entonces a don Tadeo todo lo que había mediado en el asunto de Lola, hasta el momento en que fue herido en su desafío con don Luis.

-¿Qué decís a esto, maese? -preguntóle cuando hubo concluido.

-Que tenéis razón en querer tomar la revancha, señor -repuso el miserable.

-Perfectamente. Veo que nos entendemos, y todavía nos entenderemos mejor. Necesito que veáis el medio de apoderaros de Dolores, y de otra maja muy amiga suya llamada Paca, inutilizando por de contado a todos los hombres que puedan estorbar la ejecución del plan que forméis.

-¿Es decir que vos no habéis pensado nada?...

-Nada absolutamente más que vengarme de don Luis, arrebatándole esa maja a quien, según noticias, ama, y castigando a Lola por su esquivez.

-Está bien -repuso el vejete con aire pensativo.

-¿Qué os parece? ¿Saldréis bien con vuestra empresa?

-De otras más difíciles he salido, con que me parece que también saldré de esta.

-No economicéis nada, y por lo que pueda ocurrir, sabed que tengo una casa a propósito donde poder llevar a las mujeres.

-Muy bien; eso ya es una ventaja.

-Aprovechadla, y formad un plan acertado.

Poco después don Tadeo abandonaba la casa del marqués, sumamente preocupado por lo que acababa de oír.

Capítulo LXIV. Cómo se habían reunido los libertinos

La extraña proposición hecha por el marqués Adelfi, no habrá podido menos de extrañar a nuestros lectores, aun cuando por lo poco que de este personaje hemos indicado, ha debido comprenderse todo lo de vengativo que tenía su carácter.

En esta ocasión, su venganza había recibido un poderoso, incentivo.

Uno de sus amigos, precisamente el compañero en todas sus calaveradas, tan libertino y pervertido como él, el barón del Pinar, había estado a verle dos o tres días antes.

De igual manera que el marqués se había prendado de Lola la Zapatera, el barón había encontrado que Paca era sobradamente hermosa para que pudiera ser prenda de algun chispero de los del barrio de Maravillas, o de algún manolo de los del barrio del Avapiés.

De igual modo que el marqués había entrado algunas veces en la botillería de Canosa, en ocasión en que se hallaban en ella las tres majas, acompañadas de Vicente, Joselito, y de algún otro compañero de éste, y como ambos eran conocidos lo mismo de los toreros que del pintor, acercábanse a las mesas, y pasaban en sabrosos pláticas hasta el momento en que los hermanos del Pecado Mortal comenzaban su ronda, momento en que terminaba la tertulia.

Hubo un momento en que el barón, acechando una ocasión oportuna, se aproximó a la maja en los momentos en que ésta iba también a hacer entrega de sus labores y a visitar algunas de sus amigas, y deteniéndola, le dijo:

-Pero, vamos a ver, Paca, ¿es posible que hayáis de mostraros tan esquiva conmigo?

-Señor barón, las mozas de mi clase, si son poco para llegar a convertirse en usías, son mucho para descender hasta mancebos.

-Pero es que yo os quiero mucho.

-Y yo agradezco ese amor; pero no puedo hacer nada más.

-Es que me estoy muriendo por ti -proseguía el barón apeando ya el tratamiento a la joven.

-Pues, señor barón, que avisen a la parroquia para que le cubran a usía los sepultureros.

-¿Tomas a burla lo que te digo?

-Si en serio lo tomase, no volvería usía a escuchar una palabra de mis labios.

-¿Por qué?

-Porque a quien me ofende, sé castigarle como merece.

-Está bien; pero no olvides que a pesar de cuanto de él dudas, mi cariño es cierto; que una gota de agua consigue horadar una peña, y que si tu corazón es de roca, mi amor tiene confianza en ser el agua que le quebrante.

-Vamos, usía no sabe sin duda lo que se dice.

-Por saberlo tanto, te hablo de esa manera.

-Vamos, señor barón, aléjese de mi lado, que yo no merezco semejantes compañías.

-Es que yo quiero acompañarte.

-¿Pero es que no comprende usía, que no gusto yo de lacayos con tan noble librea?

Y la maja se detenía, cuadrábase delante del barón de tal modo, que éste avergonzado, y no queriendo quizás provocar un escándalo, alejábase de Paca, no sin murmurar:

-Por más que tú digas, tarde o temprano has de caer en mi poder.

Como que precisamente se hallaba en el mismo caso que el marqués, contábanse uno y otro recíprocamente el escaso adelanto que hacían en sus amores, y en el medio empleado por el italiano para alcanzar el amor de Lola, vio el barón la marcha que debía seguir.

Sin embargo, el inesperado desenlace que tuvo aquella aventura obligóle a meditar algo más.

Lo mismo que el marqués, pertenecía a la asociación de los Caballeros del Amor, y fácilmente podía exponerse al mismo percance que el marqués, si la joven era violentamente conducida a aquella casa.

Podían en buen hora celebrar todas las bacanales, todas las orgías, todas las fiestas en que de buena voluntad tomasen parte las mujeres que les acompañaban; pero por ningún estilo podían hacerlo con mujeres que fuesen conducidas allí por medio del engaño o de la ficción.

Conociendo esto el barón, buscó una casa a propósito para llevar a cabo sus planes, fingiendo al mismo tiempo haber desistido del amor que manifestaba a la maja.

Por otra parte, Paca no estaba para apreciar el inesperado cambio verificado en la conducta de su perseguidor.

Merced a la especie de alejamiento fingido por éste, no conoció, o por lo menos no pudo tener, si lo advirtió una noticia exacta respecto a lo ocurrido a Paca durante los días que permaneció fuera de su casa.

Lo mismo Vícente, que Joselito y don Luis, callaron aquel suceso, y como que cada uno de los interesados en él no tenían gran interés en que se descubriera, el barón, si bien supo que Paca faltaba de su casa, no conoció la verdadera razón que para ello había.

El espionaje que tenía establecido era sumamente ligero, hallándose reducido tan sólo a enterarse de si en casa de la joven entraba algún galán, y si éste la acompañaba cuando salía a la calle.

Como que nada de esto había, no supo ni la existencia de Luis en la casa, ni el rapto de la maja.

Sin embargo, desde el momento que ésta regresó a su casa, las noticias del barón variaron completamente de aspecto.

La maja tenía un galán.

Y este galán no sólo la acompañaba cuando bien lo parecía, sino que iba a verla a su casa.

Semejantes noticias no pudieron menos de hacer un efecto extraordinario en el barón.

Puesto ya éste sobre aviso, bien pronto averiguó que el galán de Paca, o por lo menos quien ellos se presumían lo fuese, era el caballero don Luis de Guevara.

Este descubrimiento acabó de llenar de cólera al barón.

Mas sin embargo, hábil en el disimulo, más a propósito para las guerras de emboscadas y de astucia, que para las guerras leales, disimuló perfectamente su despecho; pero en cambio activó con doble violencia los medios que pensaba emplear para conseguir su objeto.

En su consecuencia, juzgando más conveniente para sus planes que fuese el otro el que tomase sobre sí la responsabilidad de aquella empresa, dirigióse hacia la casa del marqués Adelfi.

Éste me sacará del apuro -dijo.

Y en armonía con esta idea, apenas se presentó en sus habitaciones, le dijo:

-Vamos a ver, ¿en qué disposición te encuentras, Julio?

-¿Sobre qué? -exclamó el marqués sorprendido por la pregunta de su amigo.

-No es para una aventura activa.

-Pues no te comprendo.

-¿Acaso has resuelto abandonar la aventura que te ha puesto en el estado en que te hallas?

-¡Oh, no! -exclamó el marqués cuyo rostro tomó una expresión implacable.- Yo le juro a don Luis, que tan luego pueda abandonar este fementido lecho, ha de darme cumplida cuenta de esta herida.

-¿Y es eso todo lo que anhelas?

-¿Cómo?

-¿Es decir que te resignas con la burla de que Dolores te hizo objeto?

-Jamás.

-¡Bravo! Así es como quiero verte -repuso el barón que no había podido menos de sentir alguna inquietud ante el silencio de su amigo respecto a aquel asunto.

-¿Por qué me has dicho eso? -preguntó éste.- ¿Sabes algo acaso?

-Sé muchas cosas respecto a las cuales he venido a hablarte.

-¡Hola, hola! habla.

Y el marqués se incorporó en la cama, vivamente interesado por lo que acababa de decirle su amigo.

-¿Es decir que deseas vengarte de Lola y de su amante?

-Y de todos los que me han ofendido. ¿Acaso crees tú que puede satisfacerme pensar que todos ellos están gozando ahora con mi daño?

-Pues yo voy a comunicarte algo que ha de encenderte más en ira.

-Habla; concluye de una vez, porque con todas estas reticencias me vas enojando ya. ¿Acaso Paca se ha suavizado algo contigo?

-Absolutamente nada; por el contrario, he sabido lo suficiente para desear que de una vez le pongamos término a lo que tanto nos molesta.

-Según eso, ¿tú has pensado algo ya?

-No; he venido aquí para que entre los dos lo combinemos.

-Pero...

-La cuestión es, que don Luis de Guevara ama a Paca.

-¡Cómo! ¿qué has dicho?

Entonces el barón púsose a referir a su amigo todo lo que ya conocen nuestros lectores respecto a este asunto.

-Perfectamente -dijo el marqués después que hubo concluido aquél- he aquí por donde vamos a quedar completamente vengados uno y otro.

-Esa es la misma idea que se me ocurrió a mí desde un principio.

-¿Es decir que tenemos, o mejor dicho, que tienes una casa donde en caso necesario pueden ser conducidas nuestras dulcineas?

-Sí; pero ¿de qué modo van a ir?

-Esa es la cuestión; que se hace muy necesario no excitar sus sospechas.

-Y cuenta tú que si ellos llegan a oler alguna cosa, han quedado inutilizados todos nuestros esfuerzos.

-Desde luego esa ha sido una de las razones que he tenido yo para venir a verte a fin de que combinemos el medio seguro para desembarazarnos de ellos y apoderarnos de ellas.

El marqués quedóse algunos momentos pensativo.

Realmente, dado su carácter vengativo y tenaz, la proposición que acababa de hacerle su amigo era realmente tentadora.

Como ya tuvimos ocasión de decir en otro lugar, Dolores para él, no era más que un empeño.

No sentía respecto a ella ese cariño, esa profunda simpatía, ese amor ardiente y abrasador que en momentos dados oscurece la mente, y que obliga al hombre a cometer locuras.

Habíale seducido la belleza de Lola, habíanle irritado los desdenes de la joven, creció su afán con la burla que de su esperanza hizo don Luis, y cada día que pasaba anhelaba con mayor violencia su curación a fin de tomar venganza cumplida, tanto en el hombre que de un modo tan inesperado le arrebató su presa cuando más segura la creía, como en la mujer que tantos y tan repetidos desprecios le había dado.

Uniéndose ahora a su venganza particular el saber que don Luis amaba a Paca, aumentó el gozo que le producía la idea del daño que podría causar el satisfacer las aspiraciones de su amigo, y en su consecuencia, dedicóse a buscar cuál sería el mejor medio que podría emplear para realizar su propósito.

Al cabo de un buen rato de reflexión, exclamó:

-Si yo tuviera aquí a un don Tadeo que conocía en Nápoles, pronto nos habría él sacado de todos los apuros.

-¡Y qué! ¿no está aquí?

-No lo creo; en fin, le daré encargo a Gaetano para que vea si le puede encontrar.

-¿Y si no está, hemos de abandonar por eso nuestra empresa?

-Por ningún estilo; entonces pensaremos lo que debemos hacer.

-¿Y por qué no lo pensamos desde ahora?

-Déjame, que harto he hecho escuchándote; no te impacientes, que tiempo de sobra nos quedará para pensar.

El barón, que como ya hemos dicho, quería, como vulgarmente se dice, sacar el ascua con mano ajena, no quiso insistir más por el momento, y dejó a su amigo que resolviese aquel asunto como más conveniente juzgara.

El marqués llamó a Gaetano, que era un criado, como sabemos, en completa armonía con su amo, y le dio el encargo de que viera de encontrar a don Tadeo.

Gaetano dedicóse sin perder momento a cumplir el encargo de su señor; pero, desgraciadamente, a pesar de haber concurrido a todos los sitios donde las gentes de su especie tienen por costumbre asistir, no pudo dar con la persona que buscaba, hasta que la casualidad le deparó su encuentro en el momento que ya han visto nuestros lectores en otro lugar.

Capítulo LXV. Singulares coincidencias.-Cómo suelen encontrarse las personas que menos se buscan

Don Tadeo estaba sumamente orgulloso de las dos misiones que se le habían confiado.

Porque estaba seguro de que cualquiera de los dos habría de dejarle, no solamente la gran ganancia de aquel negocio, sino la fama que había de proporcionarle, puesto que siendo tan elevada la categoría de aquellos personajes, no habían de dejar de recomendarle para otros asuntos del mismo jaez.

Se le habían dejado elegir los medios para inutilizar a las personas que podían estorbarle, y como que era para don Tadeo punto de honra el salir bien de aquel asunto, dedicó todos sus esfuerzos a conseguirlo.

Doña Catalina habíale dado un medio; pero este se ceñía exclusivamente a don Luis, que era quien a ella le interesaba.

Era menester que aquel medio se hiciese extensivo para todos.

Era preciso que todos ellos quedasen heridos por el mismo golpe a fin de que no fuese fácil que el que quedase libre inutilizara sus esfuerzos.

-Pues, señor -murmuró el bribón después de largas horas de haber estado meditando- la verdad es, que no encuentro medio más aceptable que el de la conspiración; pero este tiene un mal, y es que doña Catalina podrá hacer cuanto le dé la gana respecto a don Luis para evitar el que salga de la cárcel, o que a mí me persigan a consecuencia de lo que don Luis pudiera declarar; pero, respecto a los otros, ya no estamos en el mismo caso, y la cosa más insignificante basta para verse uno en un compromiso; así es que aquí tenemos que pensar el medio que ha de emplearse con el uno y con los otros, medio que, sin embargo, vaya ligado de tal manera con la acción principal, que no forme más que una. Para esto es necesario que pensemos un poco, mejor dicho, es necesario encontrar una prisión aparente donde poder llevar a Joselito y a Vicente, y que me los aseguren allí hasta que sea necesario. En cuanto a ellas, aun cuando sobre una, puesto que para mi el encargo es únicamente de Paca y de Dolores, ya se arreglarán ellas por allí, y una mujer que es joven y es guapa encuentra fácilmente acomodo. Con que así, lo más esencial es una casa que reúna las condiciones que yo necesito para el plan que me he propuesto.

Don Tadeo prosiguió reformando o modificando en cuanto le fue posible el plan que conviniera, y dedicóse, como había dicho, a buscar la casa que mejor respondiera a su objeto.

Informándose entre la gente que mejor podía servirle, habláronle de un cierto individuo que tenía una venta en extramuros de Madrid, más allá de la famosa puerta Segoviana, llamado el tío Langosta, el cual tenía la conciencia lo suficiente ancha para no retroceder ante ningún crimen.

Habláronle ventajosamente de lo retirado y tranquilo de aquel sitio, de la astucia y de la sutileza que el ventero desplegaba para engañar a todo el mundo y para que las autoridades nada pudiesen sospechar, y como que precisamente estas condiciones le convenían por completo, aprovechó un momento oportuno para trasladarse allí y tratar como se debía el asunto que tanto le importaba.

Sobrado conocido nos es ya el tío Langosta por el tiempo que en su casa permaneció Paca, y por las conversaciones que entre él y Simón habían mediado.

Uno y otro eran maestros en el arte de las sutilezas y del disimulo, y durante algún tiempo estuvieron observándose recíprocamente, como hacen dos tiradores de primera fuerza cuando la suerte o la casualidad les coloca frente a frente.

Sin duda el conocimiento de su propia fuerza debió recíprocamente inspirarles confianza, porque el tío Langosta dijo:

-Vaya, señor mío, deje su merced de andarse con repulgos, y dígame a lo que viene. Uno y otro paréceme que valemos algo más que muchas gentes que nos rodean; por lo tanto abandonemos esos medios vulgares de tratar de engañarnos uno a otro, y dígame su merced qué quiere de mí, que yo a mi vez le pediré lo menos posible por el servicio que le haga.

-Pues bien, maese, así me agradan a mí las gentes; hablemos como dos compañeros que tratan de hacer un negocio beneficioso para entrambos.

-Es que debo advertir a su merced una cosa -dijo el ventero.

-¿Qué?

-Que si ha de venir su merced haciendo ocultaciones de algún género, y no refiriéndome más que a medias lo que desea, le vale más, mucho más callárselo todo, porque yo no soy de los que se contentan con medias confidencias.

-Pero habéis de tener en cuenta, que a veces hay secretos que a uno no le pertenecen, y que por lo tanto no puede ni debe hacer uso de ellos.

-Mire su merced que yo soy perro viejo, que no comulgo con ruedas de molino, y comprendo bien que cuando ha venido a verme, es porque me necesita, y necesitándome, justo es que trate de saber realmente de lo que se trata.

-Pero...

-Nada más me hable su merced; yo soy así, clarito, y digo lo que siento.

Don Tadeo comprendió que se hallaba a merced del ventero.

Éste era sobradamente astuto, como ya hemos dicho; conocía la situación en que se hallaba, y trataba en su consecuencia de sacar el mejor partido de ella.

Por otra parte, como había dicho muy bien, gustábale conocer detalladamente los negocios en que tomaba parte, resultando de aquí, que como su curiosidad se había excitado con lo que ya le había dicho don Tadeo, quería llegar hasta el fin en sus descubrimientos.

Éste, a su vez, no era aficionado a entregarse con tanta facilidad; mas en aquellos momentos no tenía más remedio que hacerlo, porque si se le cerraba a la banda en absoluto, el ventero no quería ayudarle, podía realmente encontrarse en un grave compromiso.

-¿Sabéis, maese, que sois sobradamente exigente?

-Líbreme Dios de semejante cosa -repuso hipócritamente el tío Langosta, pero póngase su merced en mi lugar, y obraría de igual manera.

-¿Es decir, que está dispuesto a no ayudarme, en el caso de que no quiera decirle?...

-Ya se lo he dicho.

-¿Y me promete usted reservar cuanto yo le diga?

-¡Hombre de Dios! Eso no se dice siquiera. ¿No comprende que tan interesado estoy yo en callarlo, como lo está su merced?

Don Tadeo comprendió que en aquello tenia razón el viejo, y en su consecuencia, le refirió respecto a la misión que tenía, todo lo concerniente a la cuestión de las majas, sin revelarle el nombre de quien obraba.

Sin embargo, como en su conversación hubo de pronunciar algunos nombres que el ventero conocía ya, por habérselos oído a su compadre Simón, púsose en guardia, principió a hacer preguntas, don Tadeo no tuvo otro remedio que contestar, llegando finalmente a saber el tío Langosta casi lo mismo que sabía don Tadeo.

Éste, para concluir realmente su misión, digámoslo así, le dijo cuando hubo concluido:

-Con que, maese, ya lo sabéis todo, ¿me ayudaréis ahora?

-Falta, señor, que hablemos de lo principal.

-¡Diablo! ¿y qué entendéis vos por lo principal?

-Lo principal creo yo que es, y mucho me extraña por cierto vuestro asombro, la cuestión de dinero, respecto a la cual nada me habéis dicho, siendo así que es lo de que primeramente debiéramos habernos ocupado.

-Es verdad, pero si omití deciros nada, en cambio para mí sabía lo que os había de dar, porque además del servicio que os he demandado, quiero pediros otro.

-Hable vuesa merced, que precisamente pagando bien yo estoy dispuesto a hacer todo cuanto se me pida.

-¿De veras?

-Ya lo verá su merced.

-Pues necesito seis hombres dispuestos a todo, y que sepan representar perfectamente el papel que les tengo destinado.

-¿Y no es más que eso?

-¿Os parece poco, maese?

-¡Ya lo creo! ¡Como que tengo yo un compadre que ni pintado para esas cosas!...

-Pero ¿y los demás? Como supongo que vuestro compadre no será más que uno sólo...

-Buscados por Simón, puede su merced descansar tranquilo.

-Pues, entonces, avisad a vuestro compadre; decidle lo que hay, y si le conviene el negocio, que me espere aquí mañana, que vendré al oscurecer.

-Una palabra antes que se marche su merced: ¿habrá cuchilladas en este negocio?

-¿Por qué lo decís?

-Porque cuantas mayores probabilidades haya de peligro, más caro se ha de pagar.

-Podéis decirle a vuestro compadre que se le pagará como si el peligro existiera.

-En ese caso, estamos entendidos.

-Entonces, hasta mañana al oscurecer.

-Hasta mañana.

Y don Tadeo abandonó la vivienda de aquel bandido con trazas de ventero.

Capítulo LXVI. Los dos compadres

Aunque tranquilo con las explicaciones que don Tadeo le había dado, no estaba sin embargo satisfecho Langosta de su completa sinceridad.

Sabía que aquel hombre era un tuno muy redomado, y a pesar de no faltarle a él una buena dosis de malicia y socarronería, sucedíale lo que a todos los que carecen de instrucción, que desconfían siempre de las personas instruidas y de cierta posición, porque les parece que en todo les engañan.

Hemos visto que, a pesar de los rodeos de que don Tadeo se había valido, no había tenido más remedio que confesar la verdad, y entregar su plan secreto a la discreción de Langosta.

Pero éste, luego que su interlocutor se alejó, quedó contemplándole un rato, y luego empezó a pasearse por delante de la venta, mientras pronunciaba el monólogo siguiente:

-Este don Tadeo anda siempre metido en unos negocios... la verdad es que con su protección podría uno ganarse muy bien la vida, si él fuera hombre de bien... pero no se puede tener confianza, porque. .. ¿quién confía en esa especie de picapleitos , que a lo mejor le hace a uno ver lo blanco negro?... Y eso que yo le paré a tiempo y le hice cantar claro... ¡Cantar claro!... Falta saber si verdaderamente cantó, o si me ha contado un cuento para salir del paso, y nada más... ¡Demonio! Esta gente leida y escribida le pone a uno en unos apuros, en unas dudas... casi, casi valdría más que no se acordaran de uno para nada... He aquí un hombre que no sabe qué hacer... estoy navegando entre dos aguas... Si le sirvo por una bicoca y él hace a costa mía un buen negocio, sería una lástima y hasta un desdoro para Langosta, que tiene fama de ser el más listo en diez leguas a la redonda, haberse dejado engañar por ese avechucho... pero ¿y si no le sirvo, y el negocio se presenta bien, y él se vale de otro, y ese otro se chupa la breva que yo debía chupar?... ¡Caramba! Tengo la cabeza como un bombo... Dejemos descansar esta idea un poco a ver si se me ocurre entretanto algún pensamiento bueno, y veamos si estos muchachos... ¡Tuerto!

El que había sido llamado de esta suerte, en virtud de la falta de un ojo que sufría, apareció en la puerta de la venta, diciendo.

-Aquí estoy.

-Acércate aquí.

-Ya estoy.

-¿Qué hace ese caballero que llegó hace poco?

-Está escribiendo ínterin se le prepara la comida.

-¿Mataste el gato pardo?

-Sí, señor; por cierto que está que parece un cabrito.

-Mejor; lo que has de procurar es que esté tierno.

-Lo estará, señor; ¡y echa un olor! Hasta aquí llega, y conforta.

-Bueno. ¡Valiente conejo se va a comer ese señor! ¿Y el caballo?

-Listo.

-¿Cómo listo?

-Quiero decir que ya le he puesto su correspondiente ración de paja, y le he dado a oler el medio celemín de la cebada.

-Eso, eso. Vaya, veo que eres un mozo aprovechado, Tuerto. Si así continúas, no te pesará haber entrado a mi servicio.

-Espero que siempre estará usted contento de mí. Yo sirvo con celo y buena fe; puedo tal vez equivocarme, porque todos estamos expuestos a ello, pero nunca lo hago con mala intención; y sobre todo, lo principal es que lo mismo sirvo para un barrido que para un fregado; a todo me avengo.

-Eso es lo prencipal, y más en estas casas, donde, como ves, tan pronto tiene uno que rozarse con un arriero, como con un personaje muy encopetado.

El Tuerto no mentía; lo mismo servía para un fregado que para un barrido, como en su lenguaje había dicho.

Era uno de esos caracteres que lo mismo se adaptan al bien que al mal. Todo dependía de los que le dirigían o le aconsejaban.

Déjase comprender que no era la venta del tío Langosta la mejor escuela de costumbres que se le proporcionaba.

Hacía poco tiempo que había entralo a servir en ella, y el ventero le había dado, y aun le daba diariamente, instrucciones que ya hemos visto lo morales que eran, y de qué manera el mozo las llevaba a cabo.

Pero no era eso sólo lo que Langosta buscaba en él.

Quería tener un confidente, un interlocutor, una especie de asesor en momentos dados, pues estaba acostumbrado a que sus dependientes le secundasen fielmente en sus proyectos.

Por otra parte, es sabido que la gente de su clase, por más que se hallen colocados en distinta categoría, suelen prescindir de ella con frecuencia, y tratar ciertos asuntos en el terreno de la amistad y de igual a igual.

Pero desconfiado y receloso, como a los de su esfera acontece, iba sondeando al mozo poco a poco antes de otorgarle su confianza.

En cambio el fámulo sostenía el examen perfectamente.

Podía en realidad sostenerle.

No era un criminal endurecido, no era todavía ni siquiera un bribón consumado.

Era lo que llamamos un mozo avispado, listo, dispuesto a ejecutar puntualmente lo que le ordenaban, y a ganar el jornal que por ello le pagaban.

Naturaleza egoísta y utilitaria, aquella manera de obrar era calificada por él de una honradez a su modo.

Para él no existía en el mundo más que el que le pagaba y tenía el derecho de mandarle, y él, que recibía y tenía la obligación de obedecer.

Poco le importaba que los actos que ejecutaba resultasen en perjuicio de otros, con tal que él cumpliera fielmente con su deber.

Y no era que le faltara inteligencia o buen sentido para conocer y discernir lo malo de lo bueno, lo digno de lo reprobado, sino que a las ideas que dejamos enunciadas, venía a unirse una indolencia, una indiferencia que le impedía obrar de otro modo.

Muchas veces, en distintas ocasiones de su vida, la conciencia le había reprochado ciertos servicios en que se había empleado; pero él respondía siempre a las reconvenciones de la conciencia: «¿Qué me importa a mí todo eso? Yo no he de hacer más que servir a quien me paga: si eso está mal hecho, la culpa será suya y no mía.» Y se había quedado muy tranquilo, hecha esta reflexión.

Así se apresuró a responder a las últimas palabras de su amo:

-Lo que menos me importa a mí son las personas que vengan: yo tengo obligación de servirlas, y lo mismo me da, sea quien sea.

-Sin embargo, hay que guardar la distancia debida. A un trajinero no se le puede, no se le debe servir con el aquel que un conde, pongo por caso.

-¡Toma! Pagándolo ¿por qué no?

-No me entiendes, muchacho.

-¡Vaya si os entiendo! Pero yo repito que el que paga y manda tiene derecho a que le sirvan, y que tanto vale un ochentín en manos de vos, vervingracia, como en las del mismísimo conde de Floridablanca.

-Sí; pero el servicio ha de ser siempre más esmerado para el último.

-Si lo paga mejor, es claro que sí.

-No, no; no es eso: ya hablaremos en otra ocasión de este particular: no estás tú al corriente de las cosas: hay que desasnarte , muchacho. Déjame ahora y cuida bien del conejo.

-Está bien, señor.

Langosta pronunció la palabra conejo levantando la voz, porque vio asomarse a una ventana que caía sobre ellos al caballero para quien se aderezaba el guiso a que aludía.

El Tuerto se retiró, y el ventero, fingiendo que no había visto al viajero, continuó paseando por delante de la puerta.

El caballero, después de aspirar por un momento el aire libre y pasear una mirada por el contorno, se retiró cerrando la ventana, mientras que el ventero, una vez solo, había vuelto a caer en su meditación.

-Nada, lo dicho -continuaba- este don Tadeo... es preciso estar prevenido... ¡Cáspita! Y ahora que me acuerdo... le he oído decir varios nombres, y entre ellos uno... sí, es el mismo que decía aquella muchacha que estuvo aquí encerrada... aquella Paca... cabal; don Luis... el mismo que viste y calza... es verdad que hay muchos burros de un pelo, y un nombre no es bastante... ¡Demonio! Convendría averiguar esto, porque si fuera lo que yo me figuro, tendría doble ganga... ¿Cómo saldría yo de estas dudas?... ¡Ah! Ya sé... mi compadre Simón... sí, sí... ninguno mejor que él puede averiguarlo, y ponerme al tanto.

E inspirado por esta idea, entró en la venta, y despachó al mozo con encargo de buscar a su compadre en varios sitios, cuyas señas le dio, y decirle que viniera en seguida.

Entretanto quedó él al cuidado de la cocina, y sirvió al viajero la comida, entreteniéndole con distintas conversaciones para impedirle fijar la atención en el plato que se le presentaba, y se le hacía pasar por excelente conejo.

No tardó Simón en llegar sin más tiempo del necesario para trasponer la distancia que separaba su casa de la venta, pues precisamente cuando el Tuerto llegó, se disponía a salir para reunirse con varios amigos a quienes pensaba contratar para cierto negocio.

Como sabía que su compadre Langosta no acostumbraba a llamarle, y mucho menos con urgencia, a no ser para algún asunto de grandísimo interés, se apresuró a seguir al Tuerto, y al mismo tiempo y departiendo llegaron a la venta.

En aquel punto acababa el tío Langosta de levantar los manteles de la mesa del viajero, y al divisar a su compadre, no pudo contener una exclamación, pues a decir verdad, no esperaba verle tan pronto.

-¡Carape! Eso se llama exactitud -dijo.- Entre usted aquí, compadre. ¡Tuerto! Llévanos un jarro de Valdepeñas ligítimo, y dos vasos allá drento, al jardín, y no me llames para nada, ni para nadie.

-Voy allá.

-¡Ah! No creo que piense en irse ahora ese señor, porque nada me ha dicho; pero si quisiera marcharse y te pidiera la cuenta, le dices que el cuarto, la cuadra y la comida de él y del caballo, es todo junto cincuenta y cuatro reales.

-Está bien.

Y mientras llevaba el jarro y los vasos, murmuraba el mozo:

-Caros se venden en esta venta los gatos y la paja.

Entretanto, y después de remojarse el gaznate, el tío Langosta abordó la cuestión sin rodeos.

-Compadre -dijo a Simón- ¿conoce usted a un tal don Tadeo?...

-Sí, señor; no siga usted.

-¡Canario! No sea usted súpito, y déjeme decirle de qué se trata.

-Desde que ha empezado usted a hablar y a pronunciado ese nombre, me he figurado el asunto. Hay una conspiración.

-Sí, señor.

-Bueno; pues a mí me ha dado el encargo de buscar unos cuantos, disfrazarnos bien, y como si fuéramos la ronda, prender a los conspiradores, y llevarlos a un encierro.

-¿Y no le ha dicho a usted adónde les van a encerrar?

-Ni adónde les vamos a encerrar, ni adónde les vamos a prender. Me ha dicho que él vendrá con nosotros.

-¡Valiente trucha es el tal don Tadeo! No, el que a él se la pegue...

-Pues ¿qué hay?

-Mire usted si sabe ese hombre más que Briján. A usted no le ha dicho adónde han de llevar los presos, y a mí no me ha dicho quiénes eran los que hacían de ronda. Gracias a que somos compadres... El encierro adonde han de llevar ustedes a los conspiradores, es esta venta: el mismo donde estuvo en otra ocasión la Paca.

-Ya. ¿Y sabe usted quiénes son esos conspiradores?

-Sé de alguno; y por eso lo he enviado a llamar a usted. Don Tadeo ha venido a encargarme que lo tenga todo dispuesto: yo... la verdad, no me gustaba mucho ese negocio, porque mañana u el otro puede descubrirse, y los que no tenemos nuestras cuentas muy corrientes con la justicia...

-Bueno; al grano.

-Nada, que me hice de pencas por varias razones; la primera porque me venía con arrodeos... ¡Misté a mí, que siento crecer la yerba!... Entonces ya no tuvo más remedio que cantar claro... yo todavía me hice de rogar, porque he olido que en ese negocio se han de atravesar muchas pesetas, y... la verdad... uno no va tampoco a servir por un pedazo de... pan... Ya que uno se comprometa, que sea con alguna utilidad.

-Pero ¿no acaba usted, compadre?

-Voy allá. Pues decía que yo procuré sacar el mejor partido posible, y entretanto ver si podía hacerle hablar, porque a veces también sabe usted que por el hilo se saca el ovillo... y dicho y hecho... don Tadeo nombró a algunos de los que vendrán presos, y entre ellos a un don Luis.

-¡Don Luis! -exclamó Simón.

-Yo entonces pensé si ese don Luis tendrá algo que ver con aquel otro de Paca... aunque por el nombre sólo no se puede sacar mucho en claro...

-Sí, sí; po hay duda; es el mismo -dijo Simón.- Voy al punto a averiguarlo, compadre; y si mis sospechas son ciertas, tenemos doble ganga.

-¡Cómo!

-Precisamente hay personas que pagan muy bien las noticias que se les den de don Luis, y yo le había perdido la pista hacía unos días.

-Pues ya lo sabe usted.

-No; todavía no lo sé, aunque lo sospecho. Pronto tendré la certeza.

-Compadre, no olvide usted que yo le he dado la noticia.

-¿Quiere usted callar? Eso no se dice entre nosotros; esa es una mina que nosotros dos aprovecharemos.

Y despidiéndose del ventero, salió apresuradamente a hacer pesquisas respecto a don Luis, para dar noticias de él a la condesa de Santillán.

Capítulo LXVII. De cómo llegó a noticias de doña Isabel lo que se proyectaba contra don Luis

Simón caminaba hacia Madrid embebido en sus reflexiones.

Conquistar nuevamente la confianza de doña Isabel era el pensamiento que con más tenacidad germinaba en su cerebro.

Hallar ocasión de volver a explotar aquella rica mina cuyo filón podía dar aún mucho de sí.

-Si yo me atreviera, pensaba, a ir a su casa, nunca mejor ocasión que esta. Los antecedentes que acaba de suministrarme el tío Langosta me sirven a las mil maravillas. ¿Qué puede sucederme? La buena señora estará airada en contra mía, eso es natural; pero también lo es que yo me justifique, y eso puedo hacerlo con facilidad porque realmente yo no tengo culpa alguna de que se hayan torcido los negocios que me confió y que yo llevé a efecto debidamente. Estoy seguro que cuando deje entrever el peligro que corre su don Luis, se apresurará a emplear de nuevo mis servicios y en ese caso ya vuelvo yo a estar en grande. ¡Ea! pues, ánimo y emprendamos la batalla.

Esto diciendo, se encaminó decididamente hacia la casa de doña Isabel.

Llegado que hubo a ella, no vaciló y se hizo anunciar.

Doña Isabel se sorprendió, pero no le negó audiencia.

Entró Simón en el gabinete de la dama y la saludó humilde y respetuosamente.

La dama le miró con marcada frialdad y aun casi sin dignarse mirarle.

-Señora... -se atrevió a decir Simón con acento temeroso.

-¿Qué se te ofrece? ¿A qué vienes?

-Vengo a disculparme.

-¿De qué?

-Malo -pensó Simón- la señora está más cargada de lo que yo creía.

-Las muchas atenciones que debo a su excelencia me obligan a que trate de justificarme.

-No he pedido yo esa justificación.

-Es muy cierto; pero le es muy duro a un hombre que trata de servir lealmente, el creer que le pueda acusar...

-¿Acusar?...

-Créame la señora condesa, que en cuantos asuntos ha tenido la bondad de ocuparme, he cumplido fielmente; no ha sido mía la culpa si el término de los negocios no ha respondido a mis deseos y a mis trabajos. Si la señora condesa tuviese la amabilidad de prestarme atención por un momento...

-Habla.

Simón guardó silencio algunos momentos, durante los cuales trató de recoger sus ideas.

-¿Y bien? -dijo doña Isabel con marcada impaciencia.

-Perdone la señora condesa mi silencio, reflexionaba el modo como debía dar comienzo a mis descargas. Empezaré, pues, por la desaparición de aquella joven que se me encargó vigilara, teniéndola depositada en parte segura.

-¿Cómo cumpliste tu cometido? -repuso con duro acento doña Isabel.

-Fielmente, señora.

-El resultado desmiente esa afirmación.

-No fue mía la culpa.

-¿Pues de quién?

-De la casualidad.

-¿De la casualidad?

-Esa es la verdad, señora condesa.

-Es muy cómodo para cierta gente el que se mezcle la casualidad en todos los asuntos que se les confía.

-Yo había depositado a la joven en cuestión, en seguro sitio.

-No lo sería tanto cuando salió de él en cuanto quiso.

-Aprovechó la ocasión en que, según las órdenes que yo había recibido, la trasladábamos a sitio más lejano y seguro.

-De haberlo hecho como era debido, no hubiera ella podido libertarse.

-Hízose, y, créame la señora condesa, cuanto era dable; pero en el momento que habíamos comenzado nuestro viaje, la prisionera, que es una moza resuelta y de empuje, encontró modo de libertarse.

-Pues ¿qué hizo?

-Comenzó a dar voces a tiempo justamente que cruzaban por el camino algunos jóvenes calaveras; oídos los gritos por ellos, nos detuvieron, y como nosotros opusimos resistencia, se entabló encarnizada lucha, durante la cual pudieron nuestros contendientes sacar de la litera a la manola y libertarla, en tanto que nosotros, vencidos por el número, después de una desesperada resistencia, tuvimos que huir como nos fue dado, maltrechos y aporreados. Ya ve la señora condesa cómo se debe a la casualidad y no a falta de solicitud la libertad de la susodicha joven.

-Cuando se paga bien hay derecho a exigir mejor cumplimiento.

-¿Qué podía yo hacer?

-Prever toda clase de obstáculos y obrar a la segura.

-Pero...

-No son brazos lo que hace falta en determinadas ocasiones, es cabeza.

-Yo, señora condesa...

-Y cuando no se cuenta con el suficiente entendimiento, no se admiten ciertas comisiones.

Simón estaba confuso y aun avergonzado, aunque ello parezca inverosímil.

-Yo creí haber tomado bien mis medidas.

-Los resultados se han encargado de desmentir tus pretensiones.

-Puedo asegurar que mi buen deseo...

-El buen deseo -dijo desdeñosamente doña Isabel- no es suficiente. Además que ya sé yo lo que para la gente de tu calaña significa el buen deseo.

-Créame la señora condesa...

-Yo creo lo que veo, y me extraña que hayas tenido la audacia de presentarte ante mi vista después de lo ocurrido.

-Eso probará a su excelencia, que si ha habido torpeza por mi parte, no ha habido mala fe.

-Lo que me prueba es otra cosa.

-Puedo jurar...

-¿Acaso la gente como tú no juran en falso cuantas veces les conviene? Tú te has dicho a ti mismo: «Es preciso encontrar el modo de engañar a la señora condesa, y que ella cuide generosamente de saciar mi inagotable sed de oro» Ni más ni menos.

Como se ve, doña Isabel había comprendido perfectamente el intento que a su casa había conducido de nuevo a aquel tunante.

Simón comprendió que le habían visto el juego, y que por lo tanto no era factible que él ganase la partida. Sin embargo, le quedaba, según él, el gran recurso de qué echar mano, y por lo tanto aún abrigaba la halagüeña esperanza de reconquistar la confianza de la ofendida dama.

Resuelto a dar el último golpe, se determinó a jugar el todo por el todo, y revistiéndose de audacia, dijo con seguro acento:

-Se ha engañado la señora condesa respecto a mis intenciones.

-No trato de discutirlas.

-Puedo probar lo contrario...

-No pido explicaciones.

-Y estoy muy seguro de que su excelencia se convencerá de que se ha equivocado al calificarme.

-¿Equivocado? ¿Acaso has creído que yo he podido creerte otra cosa de lo que eres? ¿Hay necesidad de calificar a un miserable, a un canalla?

Otro cualquiera de seguro se hubiera desconcertado, pero Simón era hombre en quien no hacían gran mella las verdades que se le dirigían, por más que éstas fueran tan duras como las que acababa de escuchar.

-No puedo negar -contestó tranquilamente- que mi conducta pasada, antes de conocer, para dicha mía, a la señora condesa, era depravada; pero desde aquel entonces procuré enmendarme, y lo conseguí.

-Reincidiendo a cada momento en tus bellas hazañas.

-Apartándome -contestó con la mayor seguridad- del mal camino que había emprendido, y procurando hacerme hombre de bien.

-No sé qué debe admirarme más, si tu audacia o mi paciencia.

-Si admití, y aun pedí dinero a su excelencia...

-¿Qué me importa a mí el dinero que te he dado?

-Él sirvió para la gente que tenía precisión de buscar, y como sé que sin oro nada de ella se consigue, me vi precisado a pedirlo.

-Está muy bien; yo no pido cuentas.

-Yo no puedo olvidar lo que debo a su excelencia.

-Puedes hacer lo que gustes respecto a eso, y si no tienes nada más que exponer, puedes retirarte.

-Si la señora condesa aún tuviera la bondad de oírme un momento más, la pondría al corriente de algo que le interesa.

-¿A mí?

-Tal creo.

-¿Qué es ello.

-Se trata de don Luis.

Simón fijó los ojos en el semblante de doña Isabel, que palideció densamente al escuchar el nombre que acababa de pronunciarse.

-¡Don Luis!

-El mismo, señora condesa.

Doña Isabel se repuso instantáneamente, y contestó procurando que su acento no revelara la emoción profunda que su alma sentía:

-¿Qué ocurre?

-Algo muy grave.

-¿Y puede importarme el asunto a mí?

-Según y conforme.

-Explícate, pues, con claridad.

-Es el caso que yo, deseoso de justificarme a los ojos de la señora condesa, he procurado sin decirle nada, servirla.

-¿Vas a encomiar tus servicios?

-Nada de eso -contestó humildemente aquel solapado bribón.

-Pues suprime las digresiones.

-Creyendo que podía interesar a su excelencia todo lo que referirse pudiera a don Luis, me propuse vigilarle de cerca a la joven que antes fue mi prisionera, y aun trato de ponerme en contacto con algunas otras personas, a fin de dar cuenta a su tiempo de lo que conseguido hubiera en mis pesquisas.

-¿Y hoy vienes a eso?

-Justamente.

-Pues, habla.

-En primer lugar, estoy plenamente convencido de que Paca ama con toda su alma a don Luis.

-Y él... -repuso afectando la mayor indiferencia doña Isabel, a pesar del rudo combate que en su pecho se libraba.

-Él, por su parte, aparenta corresponder al amor de la manola.

El corazón de la dama latía con extremada violencia.

-Hace en ello muy bien.

La aparente tranquilidad de doña Isabel comenzaba a desorientar a Simón.

-Ese caballero es el niño mimado del bello sexo, porque también suspira por él, aunque sin verse correspondida, doña Catalina de Sandoval.

-¿También eso has averiguado?

-Sin que me quede duda de ello.

-¿Has concluido ya?

-Aún no.

-¿Hay más?

-Resta lo grave.

-Sepamos.

-Doña Catalina, ansiosa por tomar venganza del hombre que la desdeña, ha tenido bastante astucia para hacer que éste se mezcle con tres de sus amigos en cierta conspiración.

-Ya entiendo.

-El momento de prender a don Luis está cercano, y su perdición es segura; yo puedo librarle; tengo medios para ello. ¿Quiere la señora condesa que le libre?

-Si ese caballero conspira, comete una falta imperdonable, y es justo que expíe su delito. No puedo dedicarte más tiempo; por lo tanto, demos por terminada esta entrevista.

Simón no se atrevió a replicar, saludó y salió de aquel aposento, diciendo para sus adentros:

-Me he llevado chasco: creo que el filón no da ya más oro.

Doña Isabel, en cuanto se vio sola, dio rienda suelta a su contenido llanto.

-¿Haré bien en abandonarle a su destino? ¿Debo salvarle? ¡Que no sea yo dueña de arrancar de mi corazón este amor que me avasalla!

Sumida en tales reflexiones, quedó hasta el momento en que su doncella favorita le anunció que ya estaba dispuesta la litera que debía conducirlas a la novena.

Capítulo LXVIII. Conferencia

Dejemos a doña Isabel encaminarse a las Descalzas Reales, y volvamos entretanto al palacio del conde de Lazán.

Sabemos que el vizconde del Juncal, a consecuencia de su entrevista con María, y con una delicadeza digna de los mayores elogios había escrito al conde de Lazán renunciando a la herencia, causa del litigio que entre las dos familias había, en favor del conde, a pesar de habérselos adjudicado a él los tribunales, y renunciando asimismo a la mano de María, so pretexto de compromisos anteriores.

Aquella renuncia sorprendió de tal manera al de Lazán, que no supo durante largo rato si agradecer o si ofenderse por ella, si considerarla como un favor o como un desaire.

Su primer movimiento tan luego como pudo recobrarse de su sorpresa, fue llamar a su hija, y tener con ella la explicación a que hemos asistido, y en la cual la tierna niña, no acostumbrada el fingimiento ni a faltar a la verdad, confesó sin rodeos que amaba a don Luis.

La consecuencia inmediata de esta confesión, ya hemos tenido ocasión de verla en la misiva que el conde dirigió al joven prohibiéndole volver a poner los pies en su casa en castigo de haber abusado de su amistad sorprendiendo el corazón de una inocente niña.

Y por fin conocemos igualmente todas las intrigas puestas en juego por unos y por otros, hombres y mujeres, rivales en amor y enemigos políticos para desesperar y perder a don Luis, ya derrumbando el pedestal de su poder e influencia en palacio, ya infiriéndole una herida mortal en el corazón haciéndole perder el amor de la que él adoraba como a una divinidad con un cariño, tan puro y casto como el objeto a quien estaba consagrado.

En virtud de todas estas intrigas habían conseguido que María, engañada sobre las verdaderas intenciones de don Luis, y creyendo que se burlaba de ella, no sólo se negara a asistir a la cita que éste le pedía con tanta instancia, sino que ni aun se dignara siquiera contestarle.

Tal era el estado en que este asunto se hallaba en el momento en que entramos en el palacio del conde y llegamos a su cámara, donde le encontraremos.

Severo, cejijunto y altivo, ora paseaba con agitación por aquella vasta estancia, ora se paraba un momento delante de una mesa sobre la cual había un pupitre, y encima de él un pliego que el conde contemplaba, tomándole, releyéndole, y arrojándole de nuevo donde estaba, volviendo a pasear y pronunciando palabras sin coherencia.

-¡Oh! no es posible -decía- no es ni siquiera aceptable semejante disculpa... esto es un agravio... y sin embargo, no puede expresarse en términos más delicados... ¡Ira de Dios! Ni aún me es dado enojarme, y manifestar mi enojo.. He aquí las consecuencias... ¡Y aún hay quien desea tener hijas! ¡Oh! las mujeres... las mujeres son la deshonra de las familias, y la ruina de las casas.

Y como si su conciencia lo reconviniera por aquella blasfemia con que envolvía una horrible acusación, sin reparar en ello, a su madre y a todas sus parientas, paróse de repente, permaneció un segundo como ensimismado, y continuó diciendo:

-Es cierto: ¿qué podía hacer ella, pobre y cándida niña, que ignora completamente las astucias de los hombres, contra los poderosos medios que para interesar su corazón habrá empleado el libertino más famoso de Madrid? Pues qué, ¿no es sabido que tal es su habilidad que ninguna mujer se le resiste?... ¡Por mi nombre! daría cualquier cosa por tenerle en mi presencia para castigar su osadía...

Y cruzaba a largos pasos la estancia.

Luego volvía a pararse y continuaba su monólogo, diciendo:

-Es el caso que no puedo tampoco mostrarme enojado con él: conmigo siempre ha sido atento, respetuoso, deferente; con María no se ha extralimitado en lo más mínimo de las consideraciones que deben guardársela; siempre nos ha guardado toda clase de miramientos... ¡Oh! ¡Terrible posición la mía! Parece que todos se han confabulado para ofenderme de tal suerte, que no me sea posible desahogar mi enojo con ninguno, y tengo que convertirlo en desesperación...

Aquí llegaba de sus reflexiones, cuando se levantó el pesado cortinaje que cubría la puerta de comunicación con la antecámara, y un criado con la librea de la casa apareció en el dintel, diciendo:

-El señor vizconde del Juncal pide permiso para entrar.

-¡Ah! que pase. El cielo me lo envía.

El conde trató de dar a su rostro una serenidad que en su ánimo no existía, y se adelantó a recibir al vizconde, que al presentarse en la puerta se inclinó respetuosamente, y dijo:

-Sentiría, señor conde, haber llegado en mala hora.

-Nunca lo es aquí para vos; en cuanto a nosotros, siempre hemos estimado como muy buenos los momentos que os habéis dignado concedernos vuestra grata compañía.

-No sé cómo agradecer tamaña honra, señor conde.

-Dando de mano a los cumplimientos y tomando asiento, pues tenemos que hablar.

-Así lo creo, cuando habéis estimado oportuno llamarme...

A una indicación del conde tomó asiento el joven en un cómodo sillón, y ocupando el dueño de la casa el que se hallaba colocado junto al pupitre, continuó:

-¿Sabéis que he recibido vuestra carta?

-Sí, señor conde; pues si no me equivoco la veo encima de vuestro pupitre.

-En efecto, es la misma -dijo el conde doblándola.

-Os suplico que no atribuyáis a curiosidad un hecho sumamente natural. La tenéis extendida, conozco mi letra, y como no han mediado entre nosotros otras comunicaciones por escrito, al verla casualmente, he deducido que es ella.

-No pretendo atribuiros defectos que no tenéis. Mi acción de doblar la carta no ha sido tampoco otra cosa que uno de esos actos impremeditados, sin intención de agraviaros.

-No cabe en mi imaginación semejante idea, señor conde.

-En esta carta renunciáis a todos vuestros derechos respecto a la herencia que de tantos años vienen litigando nuestras familias.

-Así es, señor conde.

-Derechos que hoy os ha afirmado el tribunal fallando en vuestro favor.

-En efecto.

-Pues bien, reconociendo en vos la mejor buena fe al hacer esta renuncia...

-Sentiría que la pusieseis en duda.

-Y agradeciéndoos, como es debido, tamaña generosidad...

-No hay en ello ningún mérito que agradecer.

-No puedo aceptar tan noble desprendimiento.

-¡Cómo! -exclamó el vizconde saltando de su asiento, pues no esperaba aquella contestación.

-Como lo oís. No necesito recordaros la historia de ese pleito porque en él mismo la habréis visto. Nuestros antepasados, sobrado susceptibles en estas materias, daban gran importancia a veces a nimiedades, y así como en casos de honra no admitían otra transacción que la espada, en asuntos de intereses no toleraban otro arreglo que los tribunales, olvidando el adagio que enseña que por malo que sea un arreglo amistoso, siempre será mejor que la engañosa tramitación de un pleito. Esto fue causa del que nos ocupa.

-Lo sé.

-A la curia le convenía dar largas al asunto, como que se trataba de una herencia cuantiosa, y de esta suerte ha venido trasmitiéndose, por decirlo así, de generación en generación hasta nosotros.

-Todo eso es muy cierto.

-Un poco más práctico yo en asuntos de esta especie, consideré que por el camino que íbamos, sólo conseguiríamos destruirnos mutuamente, haciendo que sobre nuestras ruinas se levantaran otros, y engordaran con nuestros despojos. Desde entonces dime a cavilar buscando un medio de terminar el litigio de un modo honroso, cuando la casualidad vino a favorecer mis deseos. El amor que manifestasteis a mi hija allanaba el camino, y por medio de él, por medio de un matrimonio, podía perfectamente darse por terminado sin desdoro ni humillaciones para ninguno.

-Así lo comprendí yo también.

-¡Juzgad con qué gozo acogería yo las proposiciones que en este sentido se me hicieron! Pero este gozo se ha convertido en pena con vuestra carta.

-No alcanzo la razón.

-Si no os conociera tanto, podría mirar esa carta como una ofensa.

-¿Ofensa?

-Sí por cierto. Esa renuncia que yo no os he pedido; esa renuncia, precisamente en el momento en que los tribunales han fallado en vuestro favor; esa renuncia, en fin, que nada autoriza, sino lejos de ello, cuando igualmente renunciáis a la mano de mi hija, tiene todos los visos de un regalo... por no decir de una limosna.

-Ruégoos, señor conde, que os dignéis dar otra interpretación a mis intenciones. Si yo hubiera pensado que en el paso que daba existía para vos la menor humillación, seguramente nada hubiera hecho.

-Así lo he considerado, y por eso os hablo como amigo: de otra suerte os lo diría si sospechara en vos el pensamiento de deprimirme.

-Me habéis hecho justicia.

-Sin embargo, a pesar de todo mi buen deseo, siento deciros que me es imposible aceptar vuestra renuncia.

-No veo la razón.

-Cuando no fuera la de decoro, habría siempre la dificultad de armonizar la renuncia de los bienes con la renuncia de la mano de mi hija: es decir que la generosidad primera parecía paga del desaire segundo.

-Señor conde, me duele en el alma que un exceso de pundonor os haga interpretar mis actos de un modo que ni por asomo me ha ocurrido.

-Observad que os he dicho parecería : esto os debe probar que no soy yo, sino la sociedad, quien lo juzgaría así.

-La sociedad se equivocaría.

-¡Se equivoca tan a menudo! Y sin embargo, no tenemos más remedio que pasar por sus equivocaciones. Así, pues, yo espero que apreciando mis razones, retiraréis esa renuncia.

-Señor conde...

-Creería que, en efecto, teníais la intención de humillarme, si no lo hicieseis.

-Es que...

-No hablemos más de eso, sino vengamos al segundo extremo de vuestra misiva, o sea la renuncia de la mano de mi hija.

-Siento que compromisos anteriores...

-Vizconde, sois el joven más delicado y generoso que conozco. Si todas vuestras excelentes prendes no os hicieran apreciable, bastaría para ello vuestra conducta en la ocasión presente.

-No alcanzo, señor conde... -balbuceó el joven.

-El sacrificio es inútil. Yo he hablado con mi hija, y sé que no otros compromisos, sino la confesión que ella os ha hecho de un amor insensato, es lo que os ha decidido a dar este paso, a riesgo de poneros en mal lugar, cargando con todas las responsabilidades del rompimiento de una palabra.

-Creed, señor conde...

-Es en vano negar. Lo sé todo, y por lo mismo tampoco puedo aceptar esa renuncia. Mi hija obedecerá a su padre, y será vuestra esposa.

-Debo haceros presente, señor conde, que no pretendo ni acepto el papel de tirano.

-¿Y quién os dice que lo seáis?

Es una tiranía imponerme a vuestra hija sin su amor, y yo no aceptaré jamás su mano así.

-Mi hija es harto joven para conocer cómo se debe amar a un marido, y yo os respondo de que será vuestra esposa.

-¡Nunca, si ha de ser para hacerla desgraciada y ser yo también infeliz!

-Vos no tendréis que quejaros de vuestra esposa. Es honrada y sabe cuáles son sus deberes.

-Pero la violencia puede matarla.

-No habrá violencia: el convencimiento os la entregará. ¿La aceptáis de esa suerte?

-¡Ah! ¿Por qué negarlo? Eso sería mi mayor ventura.

-Descuidad, pues; yo la hablaré, y espero hacerla conocer lo que la conviene, y que os dé gustosa su mano.

-En ese caso, mi renuncia...

-Todo quedaría arreglado de esa suerte.

Despidióse tras esto el vizconde, y el padre de María volvió a quedar solo, pensando quizá en el medio de obtener de su hija el consentimiento que tanto deseaba.

Capítulo LXIX. Proposiciones

La conferencia con el vizconde abrió una nueva serie de reflexiones en la imaginación del conde de Lazán.

No se cansaba de ensalzar su conducta delicada y generosa, por más que no le fuera dable aceptar sus ofrecimientos.

El desprendimiento con que renunciaba a una herencia cuantiosa sin que al parecer le costara ninguna pena, la serenidad con que al renunciar a la mano de María, asumía él toda la responsabilidad, y para evitarla a ella disgustos, se declaraba culpable exponiéndose a las reconvenciones que podían dirigirle por su ligereza en romper una palabra empeñada, eran otros tantos actos que el conde no sabía cómo agradecer.

Y sin embargo, la verdad es que al no aceptar la herencia que le regalaba el vizconde, quedaba casi arruinado el padre de María.

El conde de Lazán había gastado en otro tiempo con bastante prodigalidad; su hijo no tenía mucho más juicio, y entre caballos, toreros, juego y queridas, las rentas y aun los pedazos del patrimonio se desmoronaban insensiblemente.

Ni siquiera se les había ocurrido pensar que una parte de aquellas posesiones estaba en litigio, y que el día en que los tribunales fallaran, si lo hacían en contra suya, no sólo perderían el dominio y la posesión de lo que se trataba, sino que hasta se les exigiría el pago de las rentas; y si este caso llegaba, se verían en grande aprieto.

Ninguna de estas consideraciones se había ocurrido a los de Lazán, y tranquilos, como si jamás hubieran de ser desposeídos habían continuado gastando.

Es verdad que tampoco podían hacer otra cosa, puesto que no les era dable rebajar un punto de su posición y de su influencia en la corte; así que aun conociendo su desgracia, aun sabiendo a ciencia cierta su ruina, no habrían menoscabado en lo mas mínimo su orgullo, y sólo era posible remediar aquella catástrofe con el matrimonio concertado, única solución honrosa que para semejante apuro existía.

En esta situación, todas las esperanzas del conde estaban en su hija, y como que su buen sentido no le ocultaba la posición en que iba a quedar como consecuencia de su negativa a aceptar la renuncia del vizconde, trataba de hacer que a toda costa se verificara aquel enlace que había de dejarle en pacífica posesión de lo que a la sazón tenía.

Bien se imaginaba que tal vez su yerno le pediría cuentas, y habría de dárselas cumplidas, lo cual también era otro apuro para él; pero fuera de que no era seguro este paso, dados el cariño y el respeto que a María y a él respectivamente profesaba el del Juncal, quedaba siempre el recurso de arreglar este asunto, como vulgarmente se dice, a puerta cerrada, y esto le haría variar grandemente de aspecto.

El vizconde era generoso, compasivo, desinteresado, y si sabía que su exigencia ponía en compromiso al padre de su esposa, seguramente renunciaría a ella, o la modificaría; y en cuanto al conde, no se consideraría ofendido ni humillado por concertar un acomodamiento con su hijo político, y se resentiría profundamente hasta de que se lo propusiera el que, en el caso contrario, debía considerar como un extraño.

Así pensaba paseando con agitación o parándose y permaneciendo durante algunos segundos cruzado de brazos, mirando al suelo, con la cabeza inclinada sobre el pecho y enteramente absorto en sus reflexiones.

Al cabo de un rato de meditación, levantó la cabeza, pasóse la mano por la frente, y exclamó:

-Sí, sí: esto es: no queda más remedio. Por otra parte, no creo que sea tan gran sacrificio.

Y agitando la campanilla de plata de su escribanía, dijo al criado que se presentó a la puerta:

-A la señorita que la espero aquí.

El criado saludó respetuosamente y desapareció para volver luego y anunciar que la señorita le seguía.

-Dejad paso -dijo el conde- y que no se nos interrumpa.

El doméstico sostuvo la tapicería ínterin entraba la joven, e inclinándose luego respetuosamente, se alejó.

María avanzó algunos pasos en la estancia, y se quedó parada a corta distancia de su padre.

-Acércate -le dijo éste- y siéntate a mi lado, pues tenemos que hablar.

Hízolo así la joven, y el conde continuó:

-No quiero preguntarte si has reflexionado acerca de nuestra última entrevista; no quiero recordarte tampoco cuál ha sido la conducta de don Luis: sólo deseo poner en tu conocimiento que he recibido una carta del vizconde, que para evitar repeticiones, puedes leer.

Y esto decía presentándole el billete que hemos visto sobre el pupitre, el cual la joven recorrió rápidamente.

-¡Noble conducta la del vizconde! -exclamó María.

-Compárala con la del otro, y deduce las consecuencias.

-Padre mío...

-Óyeme ahora. Muchísimos años hace que entre la familia del vizconde y la nuestra se sigue un pleito sobre posesión de unas fincas, que constituyen la mayor parte de nuestro patrimonio. No necesito decirte que los gastos que a uno y a otro nos ha producido este malhadado litigio, han sido inmensos; y más a mí, porque, conociendo que la pérdida de esos bienes sería casi nuestra ruina, he debido defenderlos con más tenacidad, y a toda costa.

-Ya lo sé, padre mío.

-Hace algún tiempo deseaba yo evitarme estos gastos, que en último término me llegarían a producir el mismo resultado que si perdiera mi patrimonio, y no hacía más que meditar qué medios emplearía para ello, cuando la casualidad vino a secundar providencialmente mis proyectos. El vizconde te vio, y te amó...

-Me lo confesó, y yo no acepté su amor.

-Así es; pero él creyó que en aquella ocasión dictaba tu respuesta la cortedad, la sorpresa, ese pudor propio de la joven que oye por primera vez sonar en su oído la palabra amor. Por esta causa él no se desanimó, y siguió amándote, esperando que el tiempo y su rendimiento te harían al fin participar de sus sentimientos, y confesárselo.

-No he podido hacer más que agradecerlo.

-Yo vi en este sentimiento la mano de la Providencia, y consideré salvada nuestra dignidad y nuestra posición. La familia del vizconde no desmerece en nada de la nuestra; él es un joven, que a sus notables prendas físicas reúne excelentes cualidades morales; esta alianza nos honra; él la deseaba, y por mi parte no tenía que hacer más que aceptar, para que el larguísimo pleito que nos venía consumiendo quedara transigido, y nosotros continuáramos en posesión de un patrimonio, que de una o de otra manera al fin había de recaer en vosotros.

-Conozco perfectamente vuestro pensamiento, pero...

-Juzga tú si acogería con gusto su petición -continuó el conde sin pararse ante la contestación de su hija, cuando en ella veía la conclusión de todos los disgustos y el renacimiento de la paz en nuestra familia.

-El destino no quiso...

-Nuestra mala suerte te hizo conocer a don Luis, que si por su nacimiento en nada desmerecía de nosotros, no era por su conducta digno de tu mano ni de tu cariño.

-Vos, padre mío, no le juzgasteis así cuando le protegisteis.

-Esa reconvención, María...

-¡No, padre mío! ¡Líbreme el cielo de reconveniros! Trato solamente con esto de disculpar el afecto que pudo inspirarme; pues si vos, con más experiencia, más edad y más conocimientos, os habéis equivocado y le habéis prestado toda vuestra influencia y apoyo, no es de extrañar que yo le cobrara cariño, careciendo de esas circunstancias.

-Enhorabuena; no necesito repetir lo que desde entonces hasta ahora ha pasado: renovaríamos nuestra conversación anterior, y hay cosas que vale más no tratar dos veces.

-Es cierto.

-Pero si prescindo de esto, no puedo menos de manifestarte nuestro estado actual, de decirte que hoy mismo, hace pocos minutos, he tenido una entrevista con el vizconde.

-¿Se ha presentado?

-Le mandé yo llamar. ¿Debía dejar sin contestación su misiva, cuando abrazaba extremos tan trascendentales?

-Aunque agradeciendo su generoso proceder, nuestra dignidad no nos permite aceptar la cesión que de esos bienes nos hace, y especialmente cuando los tribunales acaban de fallar a su favor. Sería recibir una limosna.

-Tenéis razón, padre mío.

-Pero al no aceptar, tenemos que devolver; y no sólo los bienes, sino las rentas que en tantos años de posesión hemos disfrutado, o entablar nuevo recurso.

-¿Y por qué no devolver?

-Porque esa devolución es nuestra ruina, porque no bastaría el resto de lo que poseemos para satisfacerle lo que se le debe, y nos veríamos literalmente en la calle y sin un real. ¿Te parece esta perspectiva de mendicidad digna del conde de Lazán?

-¡Dios mío!

-El único medio es volver a entablar recurso, no con esperanza de ganar, pues estoy convencido de que eso no será, sino para dar largas al asunto, para dilatar la entrega todo lo más que me sea posible, y evitar, si puedo, que al menos durante mi vida vean nuestros émulos cómo se derrumba y desaparece la casa de Lazán.

-Hacedlo, pues, padre mío.

-Pero ese medio es costoso. Tú no sabes los sacrificios que me he tenido que imponer para hacer que el pleito dure hasta hoy. Resultaría, por consiguiente, que le haría vivir algunos años más, y cada vez sería más espantosa la miseria que esperaría al que tuviera que entregar los restos de esta fortuna.

-Qué hacer entonces?

-No hay otro medio hábil para terminar honrosamente este desagradable asunto, que tu matrimonio con el vizconde.

-Padre...

-María, no te hago el agravio de suponer que continúes amando al que no es digno de ello.

-De ninguna manera.

-En ese caso, y puesto que tu destino es unirte a alguno, mejor es el vizconde que otro. Tú misma has confesado que te era simpático, te ama, nos aprecia, y sus cualidades lo harán ser un buen esposo.

-Pero no le amo, padre mío.

-Por otra parte, ¿permitirás que haciéndose él mismo responsable del rompimiento de su palabra, como ves en su carta, provoque un lance en que acaso tengas que lamentar la muerte de tu padre o de tu hermano?

-¡Cielos! ¿porqué?

-¡Cómo! ¿Piensas acaso que aunque yo esté penetrado de la verdadera causa de su renuncia, puedo dejar esta carta sin otras explicaciones? ¿Crees bastante decir que compromisos anteriores le obligan a ello?

-Pero ¿no ha hablado con vos?

-No importa; eso dice la carta, y eso es una evasiva, un subterfugio para encubrir un desaire, y ese desaire no puede recibirle el conde de Lazán.

-¡Dios mío! ¿Con que no hay esperanza?

-No te exijo, ni él lo hará tampoco, que vayas inmediatamente al altar: ¿quién sabe si al fin el trato continuo y el mutuo aprecio podrá convertir la simpatía en amor? Basta que alientes sus esperanzas; basta que le prometas ser su esposa.

-Padre mío, perdonadme: esa promesa no puedo hacerla todavía.

-Puedes, sin embargo, emplear toda tu voluntad en olvidar un amor indigno de ti.

-¡Oh! Eso si que lo haré.

-Basta con eso.

-Permitidme a ese fin ir a ver a mi tía, la abadesa de las Descalzas Reales. Sus consejos, tal vez me sean útiles en la profunda pena que me aqueja.

-Vé, hija mía, y que el cielo te ayude y te proteja.

-Mañana mismo la veré.

Y la joven se alejó con el corazón prensado por el dolor.

Cuando se halló sola rompió a llorar; pero poco después la reflexión vino a reconvenir al sentimiento, y sus lágrimas se secaron.

Era que a pesar del amor que profesaba a Luis, el orgullo de haber sido pospuesta a otra, y el despecho de haber sido engañada, se revelaban en ella, y la gritaban que era una debilidad indigna verter llanto por un traidor.

Al día siguiente, precisamente a la misma hora en que doña Isabel de Zúñiga se dirigía a la novena, llegaba también a la puerta del locutorio la hija del conde de Lazán.

La abadesa de las Descalzas Reales bajó un solo momento, el preciso nada más para dar un cariñoso beso a su sobrina, con quien se disculpó por no poderla atender en aquella ocasión a causa de la novena, pero invitándola a que fuera al día siguiente por la mañana, ya que tanto deseaba consultarla sobre asuntos de interés, según le decía.

María, una vez allí, entró en el templo, donde el concurso y la música hacían pasar una tarde agradable.

Allí encontró gran número de personas conocidas, pues sabido es que en la época que nos ocupa, las funciones religiosas eran verdaderos puntos de reunión adonde acudían las damas de la corte, más por exhibirse que por verdadera religiosidad, y los hombres para ver a las mujeres, para pasar el rato, o para comentar la música que se había tocado o la elocuencia del predicador que había hecho la plática.

Doña Isabel vio entrar a María en el templo, y al observar la palidez de su rostro, se sintió un momento conmovida; pero no tardó en recordar que era su rival, y la dirigió una mirada en que se encerraba un odio profundo.

La función terminaba: los circunstantes se iban retirando, y María continuaba pidiendo realmente al cielo fuerzas para olvidar a Luis, y doña Isabel seguía mirándola y espiando tenazmente todos sus movimientos.

Por fin María acabó su oración.

Levantóse, enjugó una lágrima que aún se balanceaba en sus párpados, próxima a caer, y se dirigió a la puerta del templo.

Al llegar a la pila del agua bendita, encontró a doña Isabel que, con maliciosa sonrisa, la presentó los dedos mojados, diciéndola:

-Mucho habéis orado; deseo que el cielo oiga vuestras oraciones.

-Gracias -respondió la joven humedeciendo sus dedos en los de la condesa de Santillán.

-No lo dudéis; Dios escucha los ruegos, cuando son justos. Si habéis suplicado por quien sea digno de vuestras súplicas...

-Por mí misma, señora.

-¡Bah! ¿Y no iba unido a vos el recuerdo o el nombre de alguna otra persona?

-No comprendo lo que me queréis decir.

-¿De veras?

-Bien sabéis que yo conozco pocas personas. Vos, en cambio, cuya posición en la corte os pone en el caso de alternar con los que gozan del favor real...

-¡Hola! ¿Todo eso sabéis?

-¿Quién no lo sabe en Madrid, señora?

-En efecto; en Madrid todo se comenta. Ved; hasta ha habido quien ha dicho que vos rompíais vuestra boda con el vizconde del Juncal, a causa de otros amores.

-Supongo que nada ofensivo a mi decoro habrán añadido.

-De ningún modo; así creo que habrán interpretado también mis relaciones con las personas favorecidas por Su Majestad.

-No he citado a nadie, señora.

-Yo quiero ser más explícita, porque al propio tiempo voy a haceros una advertencia por vuestro bien: don Luis se ha hecho ya imposible para las dos.

-¡Ah, señora!...

-El noble que desciende al indigno terreno de tratar amores con una menestrala, y viviendo en su compañía, es indigno de que ninguna mujer de su clase acepte el menor homenaje suyo.

-Pero sabéis...

-Mucho más de lo que vos imagináis. Os miraba como una rival, pero hoy os compadezco y vengo a deciros: ¿Queréis ser mi aliada? Ambas nos vengaremos.

María la miró como no comprendiendo lo que le decía, y exhalando un ligero grito se dejó caer en los brazos de su doncella.

Capítulo LXX. Los celos de doña Isabel de Zúñiga

El ligero desvanecimiento que produjeron en María las palabras de doña Isabel, satisfizo algún tanto, aun cuando en parte insignificante, el celoso anhelo que existía en el corazón de la dama.

Hizo ademán de prestarle algunos socorros; mas como en un brevísimo espacio recobró la joven el uso de sus sentidos, doña Isabel apresuróse a salir del templo penetrando bruscamente en la silla de manos que a la puerta la esperaba.

-A casa al momento -dijo a los criados.

Y obedeciendo estos su orden, en breve espacio salvaron la distancia que les separaba del palacio de Santillán.

Una vez la condesa en su cámara, dio orden para que inmediatamente fuesen a buscar a Simón y le introdujesen en su aposento, y dejándose caer en un sillón murmuró con dolorido acento:

-¡Dios mío! ¿En qué pude yo ofenderte para que de tal modo me hayas castigado! ¿He sido yo culpable de encontrar en mi camino un hombre que precisamente viniese a responder a la necesidad inmensa que de amar existía en mi corazón? ¿Por qué presentármele así para que yo le hiciera entrega de toda mi alma, si había de corresponderme con tamaña deslealtad? ¿Qué es lo que siento dentro de mi corazón? Apenas acierto yo misma a dar cuenta de las sensaciones extrañas que experimento.

Y doña Isabel, alzándose del sillón, púsose a pasear por la estancia, diciendo el cabo de algunos momentos:

-Antes no podía escuchar el más sucinto relato respecto a una desgracia sin que mis ojos se llenaran de lágrimas y se oprimiese mi corazón dolorosamente, y tan cambiada me encuentro hoy, que experimento una cruel satisfacción haciendo el daño, como acaba de sucederme con esa pobre niña. ¡Pobre niña, he dicho! -prosiguió la dama con irónica expresión- ¡Pobre niña he dicho, cuando ha sido ella precisamente la que ha venido a arrebatarme el bien de que disfrutaba! ¿Pero ha sido ella sola? ¿Es ella la verdadera culpable de mi estado? No, hay otra mucho más miserable, hay otra que con cien vidas que tuviera no pagaría el daño que me ha hecho, y a la cual yo he dejado impune, haciendo sufrir en cambio la menos culpable.

El atento de doña Isabel vibró tan implacable al aludir a la otra dama que le había arrebatado el cariño de don Luis, y que sin duda era doña Catalina, que apenas parecía posible que un rostro tan encantador pudiese expresar tan fielmente la celosa y terrible venganza de un corazón tan destrozado.

-Esa doña Catalina de Sandoval -prosiguió la dama- esa mujer sin pudor, y cuyas intimidades con el marqués del Alcázar le han dado alguna representación en la corte, es más culpable, infinitamente más que la desdichada doña María a quien mis celos acaban de herir.

La dama dejóse caer sobre su anterior asiento, y escondiendo la cabeza entre sus manos, permaneció un buen espacio en aquella actitud.

Después bruscamente la separó, y dijo:

-Pero ¿puede haber mujeres culpables donde existe un hombre criminal? No ha sido doña Catalina, ni doña María, ni aun yo misma las culpables de lo que ha sucedido; aquí el único culpable lo ha sido don Luis; don Luis cuyo ambicioso corazón sin reconocer freno ni límite de ninguna especie, ha solicitado el amor de cuantas ha visto, engañándolas como a mí me ha engañado, fingiéndolas lo que no sentía, y haciéndonos sufrir tormentos inconcebibles.

Y otra vez volvió a callar, permaneciendo abatida breves segundos, hasta que alzando nuevamente la cabeza, murmuró:

-¿Puede existir mayor avilantez, falsía mayor que la de que ha estado dando tan repetidas pruebas don Luis? ¿Por qué vino a despertar mi alma que dormía, si su propósito era únicamente burlar mi fe? ¡Oh! ¡Quisiera conocer un tormento que pudiera igualar al mío, siquiera para hacer que lo gustase, y compensara al menos lo mucho que he sufrido!

Otra vez volvió a ocultar el rostro entre sus manos, hasta que de pronto, cual si hubiera concebido repentina idea, alzóse del asiento, exclamando:

-¿Y no he de decirle a don Luis todo lo inicuo de su proceder para conmigo? ¿No he de arrojarle al rostro todo el dolor que hay en mi corazón, dolor envuelto con la infamia de su conducta? Sí, sí; voy a escribirle, será el primero y el único billete que tendrá mío, pero de tal manera estará escrito, que aun cuando quisiera llevar su felonía hasta el último extremo, haciendo vergonzoso alarde de mi carta, como quizás lo habrá hecho de mi amor, no se atreverá a ello por el poco favor que le resultaría de ser conocido lo que le digo.

Doña Isabel, a la par que decía estas palabras, presa de una agitación febril, se aproximó a una mesa y se puso a escribir.

Temblábale el pulso; la ira que sentía oscurecía su razón, y las lágrimas de los celos y del despecho, subiendo hasta sus ojos, la impedían ver lo que escribía.

Rasgó dos o tres hojas del papel, no satisfaciéndole sin duda las ideas que había trazado en él, o la forma en que las había emitido.

Finalmente, su razón fue serenándose algún tanto y pudo escribir lo siguiente:

«Caballero:

»Apenas sé cómo comenzar una carta a la cual la torpeza y doblez de vuestra conducta han creado dificultades que no sé de qué manera salvar.

»He procurado ver el medio de dominar mi justa indignación, de evitar que el corazón herido atropelle lo que el decoro y la sensatez exigen, pero todo es imposible.

»Tal os habéis portado conmigo, tuvisteis un modo tan indigno de proceder con la mujer que tantas y tantas pruebas os dio de su amor, que apenas, si encuentro una frase que pueda expresar verdaderamente todo lo grande de la felonía que habéis cometido.»

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -murmuró doña Isabel interrumpiendo su escrito- ¡Si aun cuando recuerdo todo lo que me ha hecho, no puedo cesar de quererle!

-¿Por qué no continuáis vuestra carta, señora? -dijo en esto una voz a espaldas de doña Isabel, mientras que una mano sobradamente ligera arrebataba el papel en que ella escribía, antes de que pudiese impedirlo.

Estremecióse la dama, y un grito se exhaló de sus labios al reconocer, en la persona que acababa de hablarla, a su esposo.

Volvióse vivamente, y el conde, a dos pasos de ella, tenía en su mano la carta que acababa de coger.

Irguióse con altivez la dama, y dijo:

-Caballero, ¿cuándo os he dado derecho para que os apoderéis de los papeles que estoy escribiendo?

-Tomad, señora -contestó don Rodrigo entregando la carta que había cogido- no necesito tenerla en mi poder, toda vez que antes me había enterado de su contenido.

-Acción bien indigna por cierto.

-Supongo que no trataréis de quitarme el derecho que ante el mundo tengo, por lo menos, de conocer todo aquello que haga mi esposa, y con lo cual pueda poner en ridículo mi honor.

-Paréceme que ya os dije un día lo que había sobre el particular: si no me es infiel la memoria, y tened en cuenta que no suele sérmelo tratándose de asuntos de tal naturaleza, recuerdo, pues, que os hube de decir que amaba a otro hombre; que si bien ante los hombres era vuestra esposa, ante Dios mi corazón estaba libre, y por lo tanto, había hecho donación de él a quien mejor me había parecido; hube de añadiros también que quien como vos, por medio de una felonía únicamente, había podido ganarse mi mano, no podía nunca aispirar a otra cosa, ni debía quejarse por una situación que él y sólo él había creado. ¿No fue eso todo lo que os dije, señor conde?

-¡Oh, señora! Es que hay cosas que aun cuando se digan, ni deben, ni pueden creerse.

-Sin embargo, motivos teníais respecto a mí para creer cuanto yo dijera.

-Es que esos motivos, permitidme que os diga que si los habéis tenido, fue únicamente gracias a la condescendencia mía.

-¿A vuestra condescendencia?

-Sí, señora.

-Vamos, conde, permitidme que juzgue una chanza lo que no es posible que vos digáis en serio.

Doña Isabel había conseguido reponerse.

En los primeros momentos sobrecogióse de tal modo al reconocer la voz de su esposo, que tal vez si éste hubiera intentado cometer cualquier violencia, no se hubiese hallado con fuerzas para impedirlo.

Pero pronto se sobrepuso a aquella pasajera debilidad.

Recordó que en la carta que estaba escribiendo no se hallaba el nombre de la persona a quien se dirigía, y esto la tranquilizó.

Porque a pesar de cuantas quejas abrigaba respecto a don Luis, la sola idea de que corriese un peligro, la afectaba dolorosamente.

Y precisamente sabía que su esposo ignoraba hasta entonces el nombre de su amante.

Así es que su primera idea fue la de si ella habría cometido la imprudencia de estamparlo en la carta.

Mas ya segura de que no, y además, vista la actitud tomada por el conde, recobró su serenidad, y pudo afrontar la escena que previó desde luego que iba a seguirse.

Porque desde la que nuestros lectores presenciaron, el mismo día en que se escapó Guevara de la quinta del Pardo, había eludido con suma destreza toda explicación con su esposo.

Habían cruzado sí algunas palabras más o menos intencionadas, alusiones hechas sobre aquellos sucesos; pero nada más.

Y no era porque don Rodrigo no estuviera muriéndose de celos.

Ya hemos dicho que amaba a su esposa; pero desde que supo por el anónimo primero, y por los mismos labios de doña Isabel después, que ésta amaba a otro hombre, desarrollóse su amor de un modo poderoso, y sintió unos celos horribles.

Celos que le destrozaban el corazón, y que hacían de su existencia un tormento insoportable.

Pero aquel hombre, valiente y arrojado ante el enemigo, era débil y tímido ante su esposa.

Porque doña Isabel era una mujer valiente.

Desde el primer día se le había impuesto de un modo poderoso y enérgico, y él cedió fascinado por el extraño poder que ella había ejercido desde el primer momento en que la vio.

La condesa sabía perfectamente la fuerza que tenía, y usaba de ella, y aun quizás abusaba; pero realmente ella se había mostrado sumamente franca con don Rodrigo al celebrar su matrimonio, y no tenía éste motivo de queja, toda vez que asintió a casarse con una mujer que le dijo que ni le amaba, ni le amaría jamás, y que nunca la exigiera cuentas respecto a los sentimientos de su corazón, porque no se las daría.

Capítulo LXXI. De qué modo puede interrumpirse la conversación de dos esposos

Las últimas palabras de doña Isabel irritaron doblemente al conde, que sin poderse contener la dijo:

-Señora, no hablo de chanza, porque tampoco, de chanza fue la ofensa que me inferisteis, os he hablado con verdad, y paréceme que reunís a una ligereza que calificar no quiero, sobrada impudencia para hacer alarde todavía de lo que debierais ocultar.

-Lo ocultara si antes no lo hubiera prevenido -repuso doña Isabel.- Si al enlazarme con vos lo hubiese hecho en las condiciones en que otros matrimonios se verifican, estad cierto, señor, que os lo ocultara.

-¿Y creéis acaso que en el mero hecho de haberos casado conmigo en las condiciones que lo hicisteis y por haber yo asentido a lo que me dijisteis vos, os halláis autorizada para poner mi nombre en ridículo y para mancillar mi reputación? Si yo os he confiado mi honra, señora, no ha sido para que la arrastréis por el lodo.

-¿Y creéis acaso que no sé yo guardar mi decoro?

-Mal guarda su decoro la que esconde bajo el techo conyugal a un amante, y la que tiene que reprocharle quizás un abandono o una traición de la manera que vos lo hacíais en esa carta cuya continuación he venido a interrumpir.

Efectivamente, el conde había entrado en la cámara de su esposa momentos después que doña Isabel se había puesto a escribir, y tan abstraída estaba en su propio pensamiento que no advirtió el rumor producido por sus pasos.

El conde se adelantó con suma precaución hasta colocarse detrás de su esposa, y aun cuando con alguna dificultad leyó todo lo que ésta con mano febril había ido escribiendo.

Realmente en lo que el conde acababa de decir tenía razón; doña Isabel no podía por ningún estilo prevalerse de las condiciones especiales y de lo que en su matrimonio había mediado para cubrir de ignominia el nombre de su esposo.

Ella misma lo comprendía así, que no era la condesa de Santillán mujer de tan limitado talento que se creyese autorizada para proceder del modo que lo hiciera.

Así fue que a las frases de su esposo, apresuróse a contestar:

-Ya os dije, señor, días pasados, cuando de este asunto me hablasteis, que os había faltado; que realmente yo no tenía derecho para entregar mi corazón a ningún otro hombre; que erais dueño de mi vida, y que podíais hacer de ella el uso que por más conveniente tuvieseis.

-Pero si es que yo no puedo hacer ese uso, Isabel; si es que yo os amo con un cariño como jamás pensaba que pudiese amar.

Doña Isabel comprendió que en aquel amor estaba su verdadero peligro.

De sobra sabía que de nada la hubiese servido su voluntad para oponerse al amor de su esposo, si no le hubiera dominado desde el principio; pero siempre había temido que el cautivo rompiese su cadena y exigiera lo que de derecho le correspondía.

Precisamente toda la fuerza de doña Isabel para sostener aquella situación tan violenta había consistido en el exacto cumplimiento de sus deberes.

El conde no podía reprocharle la acción más insignificante, no podía formular contra ella la acusación más leve; así era que dominaba doña Isabel con la grandiosidad de su sacrificio, la grandeza de los mismos derechos que don Rodrigo había adquirido con su enlace.

Pero desde el momento en que ella había descendido de aquella altura, desde que el conde pudo no solamente reprocharla, sino vituperarla por haber llevado la deshonra y la vergüenza al hogar doméstico, la situación de ella podía variar mucho.

En vez de ser ella quien acriminase, no tenía otro remedio que sufrir las recriminaciones de su esposo, y esto, dado el carácter orgulloso de la dama, era realmente terrible para ella; sin embargo, no se intimidó, a pesar de tener en contra suya todo lo desfavorable de su situación.

Había creído que el conde habría olvidado ya el amor con que en otro tiempo la persiguiera, en cuyo caso estaba segura.

Mas desde el momento en que este amor tornaba a mostrarse, y se mostraba realmente gigante, según se desprendía de las palabras que el conde acababa de decir, el peligro paral ella arreciaba, y había de serle muy difícil poderle evitar.

Sin embargo, trató de luchar.

Mostrar que tenía miedo era declararse vencida, y ser vencida en aquellas circunstancias hubiera sido para doña Isabel el colmo del envilecimiento.

Si cuando no tenía mancha ninguna en su honra, si cuando estaba virgen su corazón no había permitido al esposo que se aproximase a ella, consentir que entonces lo hiciera estando llena por completo su alma con el cariño de otro hombre, hubiese sido, según el modo de pensar de doña Isabel, la acción más inicua que pudiera existir.

-Bien sabéis, señor -dijo después de algunos momentos de silencio- todo cuanto os dije antes de verificarse nuestro enlace; os habíais atrevido a mí, y no quise que hubiese un hombre en el mundo que pudiese decir jamás que había logrado de mí un favor sin ser mi esposo.

-Bien los habéis concedido a otro.

-¿Y no os dije que me reservaba la libertad de mi corazón?

-Sí, señora.

-¿No os dije también que no me era posible responderos de lo que sucedería el día de mañana?

-Es verdad.

-¿Y no accedisteis vos a todo cuanto os dije?

-¡Oh, sí, por mi mal!

-¿Podéis por lo tanto acusarme de desleal? ¿Podéis decirme con entera verdad que yo os he faltado? Responded, caballero, responded con entera franqueza.

-Yo no puedo responderos más sino que os amo.

-Y yo no puedo corresponderos.

-Es que soy vuestro esposo -repuso el conde con acento tembloroso de ira y de amor.

-Por más que seáis mi esposo, quiero concederos también que sois caballero y me empeñasteis vuestra palabra, y vuestra palabra debéis cumplirla.

-¡Doña Isabel!

-Cuanto vos digáis será inútil.

-Pero si según se desprende de esa carta que estabais escribiendo, han correspondido a vuestro amor con la falsía; si el miserable en quien fiabais ha burlado vuestro amor, ¿por qué no obráis del mismo modo?

-Porque eso fuera igualarme a él en la doblez y en la falsía, y yo he obrado siempre con lealtad. Bueno o malo, favorézcame o no, digo siempre la verdad, y en su consecuencia, a la doblez y a la falsía con que me traten, jamás corresponderé con otra falsía y otra doblez, sino que sufriré, lloraré, tal vez trate de vengarme, pero no otra cosa.

-¿Y por qué no admitirme en vuestra venganza? ¿Porqué no darme un lugar en ella?

-Porque fuera locura en mí admitirlo, y rebajaros vos demasiado.

-Pero ¡decidme quién es ese hombre, señora! Ardo en deseos de conocerlo, así como ardo en deseos de vengaros y de vengarme. Si vos comprendierais, doña Isabel, el horrible tormento a que vos misma me habéis condenado, de fijo que tendríais alguna piedad de mí. Ya sabéis, porque así os lo dije cuando de mi amor os hablé por primera vez, que os amaba con un cariño extraordinario, cariño que finalmente me llevó al extremo que sabéis, extremo que he deplorado mucho más de lo que os imagináis, y respecto al cual diera toda mi vida por hacérosle olvidar.

-Pero no comprendo a qué pueda venir todo eso, señor conde. Harto sabéis ya mi modo de pensar respecto a ese asunto, y en su consecuencia, ni vos debéis hablar más sobre él, ni yo escuchar lo que indudablemente renueva heridas pasadas.

-¿Y las mías? -preguntó don Rodrigo con acento desesperado.- ¿Acaso creéis que nada signifiquen y que nada valgan? Vamos, doña Isabel; convenceos de que habéis procedido con una ligereza tan grande, que a no ser quien es vuestro esposo, y a no amaros tanto, es muy posible que hubieseis tenido un grave disgusto. Pero de todos modos, guardaos, señora, guardaos mucho, porque la paciencia tiene sus límites también, y tal podría ser el despecho que me produjese mi amor herido, tal la ira que hicieran nacer mis celos, que llegare a ofuscárseme la razón, y no sé hasta donde podría llegar entonces.

La amenaza del caballero devolvió a la dama la energía y la resolución que pudieran haberle faltado a seguir el conde otra marcha distinta.

Alzóse fieramente de su asiento, y fijando una mirada altiva en el conde, le dijo:

-¿Qué habéis querido decirme con eso, señor conde?

-Nada, doña Isabel; hoy no quiero deciros nada, pero tal vez mañana pudiera ser mucho.

-¿Quiere decir que me amenazáis?

-No; os prevengo, y bien sabéis que desgraciadamente para vos os halláis en esta cuestión en un mal terreno.

-¿Es decir que suponéis sin duda que por esa consideración vaya ahora a humillarme ante vos?

-¡Doña Isabel!

-Estáis en un error. Yo podré confesar mi falta, podrá reconocer que he obrado mal; pero estad cierto que ni me humillaré ante vos, ni os pediré perdón, porque motivos no existen para ello, ni podéis aterrarme con todas las amenazas y con todos los propósitos que abriguéis.

-Deploro que os descompongáis de tal manera, doña Isabel, cuando para ello no os di motivo -repuso el conde visiblemente afectado por las palabras de su esposa- pero ved lo que hacéis, porque a pesar de vuestra altivez, a pesar del tono y del aspecto que tomáis, y con el cual creéis poderme intimidar, es posible que cese de ser lo que hasta ahora he sido para convertirme en...

-¡Caballero!

-Dejadme que concluya.

Pero el conde no pudo conseguir su intento por más que doña Isabel no se opuso.

Precisamente de súbito se alzó el tapiz que cubría el hueco de la puerta, y un paje dejó franco el paso a Simón.

Éste se había presentado en el palacio espontáneamente y sin que los criados que en su busca se habían enviado hubiesen dado con él.

El bribón, a pesar de que la última vez que habló con la condesa, había sido tan bruscamente tratado por ella, comprendiendo que quien necesita no debe ser quisquilloso, y que los que sirven a los grandes deben sufrir sin quejarse de sus impertinencias, como que sin duda le convendría volver a verla, hizo caso omiso de su anterior conducta, y fue a su casa.

Los criados, como que habían recibido orden de ir a buscarle al momento, al verle se alegraron, y se apresuraron a hacerle pasar a la estancia de su señora.

El conde había entrado en ella, como sabemos, pero dio la casualidad que los criados no lo sabían, y creyendo que su señora estaría sola, hicieron entrar al bandido.

Sorprendido quedó éste, y no lo quedó menos el conde que advirtió al momento la turbación de su esposa.

Porque efectivamente, doña Isabel, a pesar de todo su dominio, no pudo prescindir de alterarse al ver a Simón en presencia de su esposo.

Capítulo LXXII. A qué iba Simón a ver a doña Isabel

Desvanecida a los pocos instantes la impresión que había producido tanto al conde como a doña Isabel la repentina aparición de Simón, dijo el primero dirigiéndose al último con altanero acento:

-¿Quién sois y con qué derecho os presentáis aquí sin demandar antes para ello el permiso oportuno?

Simón no supo qué responder y se contentó con mirar a doña Isabel como suplicando su inmediata intervención.

La noble dama aunque no enteramente repuesta del todo, tomó la palabra.

-Yo había dado orden de que se le buscase e introdujese a su llegada.

-¡Ah! eso es distinto; no hay que extrañar la sorpresa que me ha producido la aparición de ese hombre porque no os suponía en relaciones con gente de tal jaez.

El conde pronunció sus, últimas palabras acentuándolas con marcado desprecio.

Doña Isabel pareció no advertirlo, y contestó:

-Es el mandadero del convento de Capuchinos.

-¡Mandadero! -dijo el conde fijando su escrutadora mirada en la persona del perillán- nadie lo diría -objetó con cierta ironía- más bien tiene trazas de soldado.

Simón no las tenía todas consigo y deseaba de todas veras que tuviese pronto término aquella escena.

-Comprendo que tendréis que tratar de graves asuntos con el mandadero de la Santa Comunidad, y no quiero robar el tiempo a las piadosas obras en que indudablemente querréis invertirlo.

-No es asunto de tanta perentoriedad.

-Nada, señora, os dejo libre; tiempo nos queda sobrado a nosotros de vernos y hablarnos.

El conde saludó a su esposa, y al retirarse lanzó una severa mirada a Simón que no supo soportarla sin bajar los ojos.

En cuanto el conde desapareció, doña Isabel sin dignarse casi mirar a su interlocutor le preguntó:

-¿Se te ha dicho que deseaba verte?

-Nada sabía -contestó humildemente Simón.

-¿Y no pudiste comprender en nuestra última entrevista que sin ser llamado no debías presentarte aquí?

-Perdóneme su excelencia; pero yo juzgaba que el otro día, que tuve el honor de hablarla, estaba la señora condesa de bastante mal humor por circunstancias que no están a mi alcance adivinar ni comprender, y a consecuencia de ello creía yo que era debido el serio modo con que recibió a éste su humilde y leal criado.

-¡Ah! ¿eso creíste?

-Sí, excelentísima señora, eso creí; pero no por eso dejé de considerar ser de mi obligación el cuidar de enterarme de todo aquello que pudiera interesarla.

-Al fin me convencerás de tu leal solicitud.

-Haré cuanto pueda para ello.

-Sin embargo, sobre ser ese punto difícil de conseguir, has agregado hoy un nuevo motivo de disgusto con tu repentina aparición.

-No ha sido mía la culpa, créalo su excelencia, pues apenas he llegado y preguntado por la señora condesa, se me ha introducido al instante a su presencia.

-Bien; dejemos eso, y sepamos qué ocurre, y cuál es el motivo que aquí te ha conducido.

Simón había comprendido perfectamente que cuando el criado de confianza de doña Isabel se había apresurado a franquearle el paso, era señal evidente de que ésta deseaba verle; por más que nada le había indicado el doméstico, estaba plenamente convencido que aquella vez no saldría del palacio de la condesa tan despechado y mohíno cual lo había hecho en la anterior ocasión; por lo tanto, completamente tranquilo sobre el particular, contestó sin vacilar y con resuelto aunque respetuoso tono:

-He venido a dar a la señora condesa noticias que la importan.

-Mucho saber es eso.

-Digo lo que creo.

-Habla.

-Se trata de don Luis.

El bribón usaba de ese nombre cual de un talismán, porque estaba muy seguro del efecto que causaba el oírlo a doña Isabel.

-¿Y bien? -replicó la dama sin que le fuera dado disimular su emoción.

-Creo recordaréis que el otro día hablé de la intriga en que cierta dama había logrado mezclarle.

-En efecto, algo recuerdo.

-También indiqué que la trama, o mejor dicho la conspiración en que toma parte el susodicho joven, era conocida de alguien allegado del gobierno, y que éste había tomado las medidas necesarias a fin de castigar con severa mano a los conspiradores.

-Sí, sí, recuerdo algo de eso -dijo con impaciencia doña Isabel.

-Entonces, me ofrecí porque podía hacerlo, a impedir que los golillas echasen el guante a don Luis.

-¿Y hoy?

-Como se me ordenó que nada hiciera...

-¿Qué? -preguntó con visible afán doña Isabel.

-Nada hice por no disgustar a su excelencia.

-¿Y es eso todo?

-No; hay algo más.

-Pues sepámoslo.

-La orden de prender a don Luis de Guevara está ya dada.

Mortal palidez cubrió el rostro de doña Isabel. Simón continuó:

-He creído que esto podría importaros, y he aquí el motivo de mi venida.

La condesa, repuesta algún tanto de la desagradable impresión que le produjo el saber que estaba ya dada la orden para encarcelar a don Luis, adoptó de nuevo una actitud reservada, y contestó con severo acento:

-Creo también que el otro día te indiqué que es muy justo se castigue al que delinque. ¿No es eso?

-Así fue.

-Pues por ahora no he variado de modo de pensar.

-Es que yo no creo que don Luis haya delinquido.

-Esa será cuenta de sus jueces.

-¡Desgraciado del que cae en manos de esos respetables señores!

-Pues lo más prudente es procurar no caer.

-Tuve la honra el otro día, de indicas a su excelencia que doña Catalina de Sandoval, sea por despecho, sea por lo que fuere, era la que había tendido la red en que inadvertidamente había caído el noble joven a quien me refiero.

-Edad tiene suficiente, y bastante criterio, para saber a ciencia cierta lo que hace.

-¡Oh! señora, los amigos a veces son causa de que los hombres más avisados cometan multitud de torpezas.

Doña Isabel guardó silencio.

Simón decíase entre sí: -No quiere dar su brazo a torcer; sin embargo, no me cabe duda de que me había mandado llamar, y el llamamiento no obedece a otra cosa más que a la cuestión de mi hombre; pero está visto que quiere hacerme ver que si se interesa al fin por él, lo hace únicamente movida por la compasión. Hagamos bien el papel.

Como se ve, no estaba muy desacertado el ladino Simón en sus reflexiones. Engañar a aquel tuno era punto menos que imposible, y por más esfuerzos que doña Isabel hiciera a fin de convencerle que ya nada le importaba don Luis, no era muy fácil que interiormente se convenciera Simón por más que verbalmente dijera lo contrario.

-Es el caso -dijo rompiendo de nuevo el silencio el muy bellaco- que me temo mucho lo pase muy mal ese noble mancebo.

-No está en mi mano remediarlo.

-¡Oh, no digo yo tal cosa!

-Pues, entonces...

-Francamente, yo creía que siquiera fuese por compasión, no hubiera desagradado a la señora condesa el terciar en el asunto.

-Cansada estoy de hacer bien, y de recibir mal premio.

-¡Ah! yo ignoraba que don Luis...

-¿Quién te habla de ese caballero? -repuso gravemente la dama.

-Creí que aludía a él la señora condesa.

-Sin duda te has imaginado que no tengo yo cosas más serias en qué pensar, cuando crees...

-Yo nada creo, ni tengo motivos para ello -se apresuró a decir Simón, comprendiendo que era eso lo que deseaba aquella señora excelentísima.

-¿Qué puede importarme a mí ese joven?

La pobre condesa olvidaba, al obrar cual lo hacía, que Simón tenía de sobra motivos suministrados por ella misma para poder apreciar en lo justo lo que podía haber mediado entre ella y don Luis, y creía fácil cosa el convencer a su taimado interlocutor de que nada podía haberle importado nunca el joven de quien se trataba. Hay que convenir en que en ocasiones dadas, las personas de más claro criterio suelen obrar lo más inocentemente que darse pueda. Doña Isabel se hallaba en uno de esos momentos; Simón sabía demasiado a qué atenerse, y estaba dispuesto a ganar la batalla, fuese como fuese.

-Comprendo que a la señora condesa no le importe ese joven gran cosa; pero atendido el generoso corazón y compasivos sentimientos que en él abriga el de su excelencia, y teniendo por mi parte en cuenta la protección que en tiempo no muy lejano se dignaba dispensar a don Luis, me había imaginado que no vería con gusto la ruina de ese caballero.

-No le deseo mal alguno.

-¡Oh! eso desde luego me lo figuro, porque la señora condesa no quiere mal a nadie; pero confieso que había creído de buena fe le sería grato hacer algo en pro de un amigo que se halla expuesto a un inminente peligro; espero que su excelencia se digne perdonar mi equivocación.

Por lo visto, Simón quería tratar el asunto bajo forma distinta. Para él, el principal objeto era el de que se le ordenara hacer algo, y eso estaba seguro de conseguirlo, con gran provecho por su parte.

-Equivocado completamente, no -dijo doña Isabel.

-En ese caso...

-Quiero decir que la suerte de ese joven no puede serme del todo indiferente, siquiera sea por las relaciones que han existido entre mi familia y la suya.

-No está malo el pretexto -pensó Simón, y agregó en alta voz:

-Indudablemente ese es un motivo, que hasta cierto punto obliga a la señora condesa a mirar con algún interés a esa persona.

-Por eso le he dispensado en anteriores ocasiones mi protección.

-Facilito es engañarme a mí -seguía pensando el taimado Simón.- Después de la de marras, ¿creerá esta señora que se me puede hacer tragar el anzuelo? Deseando está ella encargarme que haga cuanto pueda por su pichón; ¡qué suerte tienen algunos hombres!

-Desde luego me figuré siempre -repuso contestando a doña Isabel- que el interés que la señora condesa ha manifestado en pasadas ocasiones hacia ese caballero, era debido a relaciones de familia.

-Desgraciadamente para él, no ha sabido apreciar en lo que valían mis consejos y mis beneficios.

-Algo hay que perdonarle a un joven.

-Sí; pero no quiero dar lugar a torcidas interpretaciones.

-¿Y qué motivo hay para ello?

-El vulgo es malicioso y lenguaraz, y sería harto sensible para mí el que hubiera quizá quien supusiera en mí actos e ideas que jamás he tenido ni pienso tener.

-No es fácil que tal cosa suceda.

-Pero podría suceder, y yo tengo en mucha estima mi propio decoro.

-No veo la razón de que nadie se entere de lo que nada lo importa.

-No comprendo cómo don Luis se ha cegado hasta el punto de no meditar lo que hacía al meterse a conspirar.

-Ha seguido a algunos amigos suyos que de buena fe como él se han metido en la boca del lobo, y preveo que el resultado ha de serles fatal: las órdenes expedidas me consta que son severas.

-Siendo así, veo que será preciso hacer algo por ese muchacho.

-Si no, créame la señora condesa, que lo va a pasar mal.

-Ante todo, no quiero que mi nombre suene para cosa alguna en este asunto.

-Descuide su excelencia.

-¿Cuentas con medios para poder por tu parte librarle del golpe que le amenaza?

-Aunque hoy es algo más difícil que lo era el otro día, atendido al estado en que se halla el asunto, yo removeré tierra y cielo siempre que se trate de hacer algo que la señora condesa ordene.

-Se supone que necesitarás dinero.

-Tal creo, pero en este momento no puedo asegurarlo, y ruego a su excelencia que crea no es el oro el móvil que me obliga a servirle con tanta solicitud, sino el agradecimiento.

-Tiempo habrá de pedir -pensó Simón- hoy conviene hacerme el desinteresado.

-Preciso será creerte al fin.

-Hablo con la mayor sinceridad.

-De todos modos, no te abstengas de pedirme lo que sea necesario.

-Así lo haré cuando sepa a qué atenerme.

-Procura, pues, salvarle.

-Lo haré.

-Y como desearía poder reconvenirle de viva voz y aconsejarle prudentemente, quisiera vieras el modo de proporcionarme una entrevista con él.

-Contad con ello. ¿Tiene algo más que mandarme la señora condesa?

-Puedes retirarte.

Simón saludó, y salió del gabinete de la condesa, diciéndose para sí:

-Está muertecita por él, eso ya lo sabía yo. Hay que convenir en que ese don Luis es un mozo afortunado.

Capítulo LXXIII. Donde Simón, por querer salir del paso, da lugar a un nuevo compromiso

Muy satisfecho de sí mismo se disponía ya Simón a bajar la escalinata que conducía a la planta baja del palacio, cuando sin saber por dónde, se le apareció en frente nada menos que el altivo conde de Santillán, el cual, con imperativo modo, le dijo:

-Sígueme.

Simón no se atrevió a replicar, y siguió al conde hasta el propio aposento de éste.

Una vez dentro del gabinete, el caballero con la mayor tranquilidad del mundo, se llegó a la puerta, la cerró, guardóse la llave en uno de los bolsillos de su chupa, llegóse a una mesa, abrió varios cajones, de uno de ellos sacó una pistola de arzón, la examinó con detenimiento y Simón la miró con espanto, de otro cajón extrajo una abultada bolsa de seda, cuyo contenido, que era el de una fuerte suma en monedas de oro, vació encima de la mesa, hecho lo cual, sentóse con la mayor imperturbabilidad en el magnífico sillón que se hallaba colocado junto a la susodicha mesa, y que estaba situado precisamente frente por frente de la puerta de entrada que antes había cerrado.

Simón empezaba a sentirse mal, y a pesar de la agradable vista que le proporcionaba el montón de oro que frente de sí tenía, hubiera dado algo bueno por encontrarse lejos de aquel sitio.

El pálido y severo semblante del conde, su grave continente, la acción de cerrar la puerta y guardarse la llave, y sobre todo, la larga pistola que el caballero tenía colocada al alcance de su mano, no daban muy buena espina a aquel tunante, que cual todos los valientes de oficio tenía chico corazón en lances apurados.

El conde fue el primero en romper el silencio.

-¿Cómo te llamas?

-Simón -balbuceó éste.

-¿En qué te ocupas?

-Señor, yo...

-Comprendo; siendo varias tus ocupaciones, no sabes en este momento a cuál de ellas dar la preferencia, ¿no es esto?

La turbación de Simón aumentaba por grados y muy visiblemente.

El conde le observaba muy atentamente.

-En una palabra -continuó el conde- tú eres lo que en buen español se llama un bribón de siete suelas.

-Eso de llamarme bribón... -gruñó Simón haciendo un movimiento brusco.

El conde tomó la pistola, y con ella apuntó a la cabeza de su interlocutor; éste se puso densamente pálido, y comenzó a temblar como un azogado.

-Quieto -dijo el conde apuntando.

-¡Por Dios, señor conde! ¿Qué intentáis hacer?

-Sencillamente, despedazarte el cráneo en cuanto hagas otro movimiento que no me parezca del todo bien.

Copioso sudor bañaba la frente de Simón, el cual interiormente se encomendaba a todos los santos y santas cuyos nombres le eran conocidos. Por fin, procurando mover apenas los labios, e inmóvil cual si fuera una estatua, se determinó a implorar gracia.

-¡Por las once mil vírgenes, señor, tenga su excelencia piedad de mí, que ningún daño le he hecho!

-Eso es lo que saber quiero.

-Puedo jurar...

-Debo advertirte que hago poco caso de ciertos juramentos.

-¿Qué quiere, pues, que haga el señor conde?

-Responder con franqueza a lo que yo te pregunte.

-Estoy dispuesto a ello.

-Bien entendido, que estoy dispuesto a castigarte, caso que trates de engañarme.

-Yo diré la verdad de lo que sepa.

-Si así lo haces, cuenta con mi recompensa; aquí, como ves, tengo a mano oro con que saciar tu codicia.

-Ya lo veo -dijo Simón dirigiendo una mirada ambiciosa al montón de oro.

-En mi mano, cual puedes observarlo, está esta pistola cuyo tiro es seguro, y debo advertirte que me envanezco de ser un gran tirador.

-No lo pongo en duda -contestó temblando de nuevo el interrogado.

-Ahora bien, opta por una de ambas cosas.

-Por mi parte la elección está hecha.

-¿Eliges?...

-El oro, señor conde, el oro; me resigno.

-Corriente; tuyo será el dinero si me sirves bien.

-¿Qué hay que hacer?

-Ponerme al corriente de aquello que te pregunte.

Demasiado comprendió Simón lo que el conde podía desear saber; pero él revolvía en su mente el modo de desviarle del verdadero camino con dos fines; primero con el de no perder a la condesa, y segundo con el de embrollar la cosa de manera que él pudiera sacar provecho. Bien resuelto a hacerlo así, se apresuró a contestar con el tono de la más perfecta probidad:

-Pregunte el señor conde y procuraré satisfacerle.

-Así has de hacerlo si tienes algún apego al oro, y sobre todo a tu vida.

-Aprecio en cuanto valen ambas cosas.

-Más vale así: comienzo, pues.

Breve pausa siguió a las palabras del conde.

Simón aprovechó aquel pequeño intervalo o tregua, si se nos permite la frase, para reponerse del todo y prepararse a contestar de un modo oportuno.

El conde meditaba el cómo entablar sus preguntas de cierta manera; en una palabra, le repugnaba tener que hablar de cosas que tan de cerca atañían a su honor con un hombre tal como el que tenía delante de sí; pero últimamente se decidió a hacerlo fuera del modo que fuera, porque anhelaba saber a qué atenerse con completa seguridad.

-¿Qué clase de servicios has prestado y prestas en la actualidad a la señora condesa?

-Ninguno que tenga nada de particular -contestó con el mayor aplomo Simón.

-Alguno será.

-Bien escasos, a fe, según la gratitud que la debo.

-Pero ¿de qué género de servicios son?

-La mayor parte de ellos se han reducido a ser portador de parte de la señora condesa, de algunos auxilios en pro de determinadas personas cuyo estado era lastimoso.

-Eso es muy laudable; pero indudablemente habrás también sido portador de alguna otra misión para alguno que no estuviera en tan precario estado.

-Señor, yo...

-Nada de reticencias; la verdad, sólo la verdad.

-Es el caso, señor conde, que no sé qué contestar a su excelencia.

-Vamos, veo que prefieres el plomo al oro.

Y apuntó de nuevo a Simón.

-Prefiero el oro; créame el señor conde -se apresuró a decir.

-Pues a ganarlo en buena ley.

-De eso trato.

-Debo advertirte que los límites de mi paciencia son algo escasos, y al par es bueno que sepas que suelo tener caprichos bastante raros; y es el caso, que me ha entrado cierta comezón de disparar sobre ti, por ver la figura que hará un tunante de tu calaña clavado a una puerta.

-Puede el señor conde tirar sobre mí si le acomoda; yo por mi parte ni puedo impedirlo, ni hacer otra cosa que decir cuanto sepa de lo que me pregunte.

-Eso último es lo que yo deseo que hagas.

-Pues repito, que estoy dispuesto a ello.

-En ese caso, quiero saber si alguna vez has traído a la señora condesa algún encargo de algún caballero, o al revés, si es ella la que te ha confiado la misión de que a alguno te dirijas.

-Algo hay de eso, señor conde.

Como se puede comprender, el hábil Simón había formado ya su plan, y de aquí el que mostrara tanta serenidad.

-Sepamos.

-Sobre todo, ruego al señor conde que no me comprometa.

-Yo he nacido caballero, y no lo olvido con facilidad.

-Ya me lo figuro, pero no extrañe su excelencia que le haya hecho tal petición, porque puedo tener que nombrar a algún caballero cuya posición actual sea tal, que pudiera perderme con facilidad.

-Nada temas; habla.

-Después de todo, nada malo puede deducirse de lo que a mí se me ha confiado. Todo se reduce a alguna corta entrevista.

El conde escuchaba con febril impaciencia.

-Estoy, estoy; no pases adelante; sólo quiero saber el nombre del caballero en cuestión.

-Vuelvo a repetir a su excelencia, que nada que pueda ofender a mi señora, la condesa, ni puedo decirle, ni creo tenga la menor importancia la amistad que une a mi señora doña Isabel y al caballero don Gil Pérez.

-¿Se trata del secretario del conde de Floridablanca? -dijo verde de coraje.

-Comprenda el señor conde si ese caballero podría perderme.

-Basta; estoy satisfecho; toma.

Y alargó a Simón un puñado de oro, que aquél tomó trémulo de alegría.

-Procura dejarte ver conmigo; acaso te necesite, y no te pese de ello.

-Quedo a vuestra disposición.

El conde se levantó; abrió la puerta y franqueó el paso a Simón, que salió por ella muy satisfecho de sí propio.

-Te clavaste, amigo -iba diciendo para sí- yo he hecho lo que he podido por salir en bien del paso; ahora arréglate como puedas.

El conde penetró de nuevo en su gabinete, del que sólo había salido para guiar a Simón; dejóse caer desalentado en el mismo sillón que antes ocupaba, y murmuró:

-Lo entiendo todo perfectamente; mis opiniones contrarias a las de Floridablanca, y mi amistad con el de Aranda han inducido al secretario Gil Pérez a hacer la corte a mi esposa, con el doble fin de deshonrarme y sorprender mis secretos. ¡Oh! ¡Juro al cielo que mi venganza no ha de hacerse esperar!

Capítulo LXXIV. Donde María comprende que debe obedecer a su padre

Repuesta María en pocos momentos, no quiso entrar a reposar en el convento, como la aconsejaba la doncella, sino que volvió a ocupar la silla que hasta allí la había conducido, y regresó a su casa.

Aquella noche fue cruel para ella.

No podía arrojar de su corazón el amor que profesaba a don Luis, si bien su dignidad herida la aconsejaba romper completamente con el que a su entender había traicionado, tan villanamente su cariño.

Por más que su corazón se desgarrara al tener que arrancar ella misma de él la imagen querida que tanto había acariciado, no dejaba de participar de lo que podríamos llamar preocupaciones de raza, y que consistían en que un noble se deshonraba y deshonraba a su familia desde el momento que miraba con amor a una plebeya, y mucho más si esta era una menestrala.

Se les dispensaba con facilidad, se les perdonaba una distracción, un galanteo, un capricho con una mujer del pueblo, y a veces hasta se celebraban las circunstancias que a aquel hecho habían acompañado; pero semejantes relaciones na podían ni debían tomarse jamás en serio, so pena de convertirse en el ludibrio de todo el círculo más o menos aristocrático que frecuentaba el interesado.

María llevaba algo más lejos sus exigencias.

Sus rectos principios, su sentimiento de justicia, ni aún podía tolerar esos amores de burlas por todos tolerados, y que tan en boga estaban: creía que lo malo, malo era en todas las esferas y condiciones, y no sabía qué ley o qué principio autorizaba ese privilegio para que lo que se consideraba en una clase como una afrenta, se permitiera en otra como moneda corriente; así es que exigía en el hombre que aspirara a su amor, no sólo que la amara, sino que le fuera consecuente y fiel hasta el extremo de no faltarle ni por espacio de una hora.

Todas las razones en que los libertinos de su época se apoyaban para disculpar sus atentados a la moral, las miraba como sofismas que su recto juicio no podía aceptar.

Júzguese, en vista de esto, cuál debía ser la agitación en que pasó la noche.

Pero ni una sola de sus doncellas se apercibió de sus lágrimas y de su profunda pena.

Al amanecer del siguiente día, dispúsose a ir a las Descalzas Reales, como había convenido con su tía en la tarde anterior; pero cuando la hora se acercó, y después de haber reflexionado detenidamente sobre el paso que iba a dar, llamó a su doncella, le ordenó que deshiciera su tocado, y envió un recado a su tía excusándose de asistir a la entrevista, y aplazándola indefinidamente.

Terminadas entrambas operaciones, dispuso que la dejaran sola, sin duda para pensar mejor lo que tenía resuelto.

Entonces sacó de un cajoncito, hábilmente disimulado en un mueble, varias cartas atadas con una cinta verde, y desligándolas, fue leyéndolas una por una con una atención, con un detenimiento, que no parecía sino que se había propuesto estudiar una por una todas las frases de que se componían.

Hubiérase podido adivinar el contenido de aquellos billetes con sólo examinar el rostro de la joven.

Ya severo, ya risueño, era un espejo fiel donde se reflejaban todas las impresiones que recibía con la lectura de aquellas misivas.

A veces se le escapaban palabras incoherentes; pero que revelaban bien a las claras el estado de agitación de su ánimo, y el resultado de la comparación a que en su mente sujetaba a aquellas palabras:

-¡Traidor! -decía.- ¡Qué bien lo finge!... ¡Y decir que todo esto es una mentira!... Parece imposible... ¡Dulcísima, bellísima perspectiva!... ¡Ah, no hay palabras para calificar esta conducta!... Abrir las puertas del cielo, para después hacer rodar hasta el abismo... ¿Es posible que un caballero, que un noble que disfruta del favor del rey, arrastre su dignidad hasta el extremo de sostener torpes y repugnantes amoríos con una bordadora, con una menestrala, con una de esas mujeres cuyo nombre va siempre acompañado de un mote?... ¡Libertino!... ¿Y es cierto que yo le amo a pesar de eso?... No, no; yo no puedo, yo no debo amarle... Sal de mi corazón, culpable amor: sal, y si te niegas a salir seré capaz yo misma de arrancarte y arrojarte del sitio en que te anidas... No; la hija del conde de Lazán no debe oír frases de amor, que no son más que la repetición de las que se han dicho a otra mujer a espaldas suyas... ¡Y aquella cobarde emboscada!... Ahora ya no dudo de que fue dispuesta, o por lo menos autorizada por él... ¡Qué infamia!... Sí, sí; doña Isabel dice bien: es imposible para las dos... ¡Y ella! ¡La condesa de Santillán! La que pasa en la corte por una virtud indomable!... ¡Dios mío! ¿a quién creer? ¿en quién confiar?

Y apoyando la frente en sus manos, dejó correr sus lágrimas, que al menos servían de alivio al terrible sufrimiento que le martirizaba.

Por fin, ya más tranquila volvió a doblar y a atar cuidadosamente las cartas, las guardó en el sitio que antes ocupaban y se asomó a la ventana qua daba al jardín.

Aquella vista pareció alegrarla un poco.

Destacábase su bello y regular busto entre las madreselvas que festoneaban la ventana, y el delicioso aroma que esta delicada planta esparcía por el aire, parecía que era el perfumado aliento de aquella celestial criatura, cuya belleza no bastaba a destruir ni la pena que la torturaba, ni la palidez que el insomnio había esparcido sobre su rostro.

Apoyó un momento el codo en el alféizar de la ventana y el rostro en la mano, y continuó diciendo:

-Tiene razón mi padre... Los Lazán no pueden descender un ápice del puesto que ocupan en la escala social, y sólo este matrimonio puede conservársele... por otra parte, el vizconde me ama, es galante, atento, respetuoso... la prueba de ello es su carta... en nuestra conversación se mostró amable, rendido... no creo pecar de confiada esperando que me dará tiempo para amarle... seremos por ahora buenos amigos...

Y resuelta, como obedeciendo a un pensamiento, a una fuerza superior, bajó al jardín en busca de la fresca brisa matinal para templar el ardor de su frente.

Largo rato paseó, meditando mientras aspiraba el suave perfume de las flores, y consultando de tiempo en tiempo la altura del sol, como si esperase un momento dado.

Por fin, debió llegar este, cuando la joven volvió a su habitación, y dijo a su doncella:

-Pregunta si está en casa mi padre, y puede recibirme.

No tardó en volver, diciendo que el señor conde estaba en casa, y parecía ocupado; pero que no habiendo dado ninguna orden en contrario, creían que no tendría inconveniente en recibir la visita de su hija.

María bajó, y al entrar en la antecámara vio levantarse por cortesía a una joven que en ella estaba.

Su belleza llamó la atención de la hija del conde de Lazán, quien después de corresponderla con una graciosa inclinación cabeza, le preguntó:

-¿Esperáis a alguien?

-Sí, señorita; he traído una carta al señor conde de Lazán.

-¿Y ha de contestaros?

-¡Oh! no tengo prisa.

-Puedo recomendarle que apresure el despacho.

-No, señorita; suplícoos que nada le digáis.

-Sea, pues. ¿Cómo os llamáis?

-Luisa.

María, sin detenerse más, entró en la habitación de su padre, a quien encontró hondamente preocupado, y con una carta en la mano, que estrechaba con violencia.

Antes de pasar adelante, séanos permitido hacer una digresión para manifestar al lector qué causa producía aquella agitación del conde, y el contenido de aquella carta.

Precisamente, al propio tiempo que María recorría el jardín buscando alguna distracción a sus penas, y la firmeza necesaria para sus resoluciones, disponíase el conde de Lazán a salir, y su ayuda de cámara daba la última mano a su traje, cuando un lacayo se presentó anunciando que había en la antesala una joven que deseaba ver al señor conde.

-¿Qué quiere? -preguntó éste con sequedad.

-Dice que es portadora de una carta.

-¿Y por qué no la ha entregado?

-Ya se lo hemos dicho; pero insiste en que debe entregarla en propia mano.

-Vamos, comprendo; vendrá a pedir con pretexto de cualquiera cosa.

-No parece que tiene traza de pedir: lejos de eso, ha dicho que tanto como a ella interesa esa carta al señor conde.

-¿A mí? ¡Bah! ¿quién hace caso?... Que espere.

El criado saludó y salió.

El conde acabó de vestirse con toda tranquilidad, y cuando lo tuvo por conveniente salió a la sala, tiró del cordón de la campanilla, y dijo al criado que apareció en la puerta:

-Que entre esa joven.

Nuestros lectores conocen ya a Luisa, la infeliz joven seducida por el vizconde de Lazán, y cuya seducción había costado al mancebo una estocada que le había tenido a las puertas de la tumba; por consiguiente, nos creemos dispensados de hacer su retrato.

La joven se presentó, y su belleza, así como su aire de modestia, no pudo menos de llamar la atención del conde, que resuelto a hablarla con dureza, modificó inmediatamente su acento, y la dirigió la palabra con afabilidad en estos términos:

-¿Por qué razón... qué causa motiva ese deseo que habéis manifestado de hablar conmigo?

-Señor conde, tenía que entregar esta carta en propia mano.

-Siento haberos hecho esperar; por esto dije que podíais...

-Darla a los criados... lo sé, y lo hubiera hecho por no molestar; pero me habían exigido y había prometido entregarla en mano propia.

-Venga, pues, esa interesante misiva.

-Aquí está, señor conde.

Y la joven le entregó un billete, retirándose luego dos pasos discretamente.

El conde la abrió, miró la firma, sus cejas se fruncieron, sus labios murmuraron un juramento, y fijó una mirada irritada en la joven que la sostuvo con una suavidad inexplicable, y le dijo:

-¿Me permitiréis, señor conde, retirarme a la antecámara ínterin os enteráis de esa carta? Allí esperaré vuestras órdenes.

El conde de Lazán no encontró palabras que contestar, y la joven salió a la antesala.

Repúsose el conde, paseó una mirada en torno, y viéndose solo, fijó sus ojos en la carta, y leyó lo siguiente:

«Señor conde:

»Nada me habéis contestado acerca de nuestra última entrevista, y por consiguiente os escribo para notificaros que la portadora es Luisa, la hija de la marquesa de la Jaridilla, la joven seducida por vuestro hijo, y causa de la herida que hoy le retiene en el lecho.

Alina.»

Sorprendido quedó con su lectura el de Lazán, y ya se disponía a llamar a Luisa, cuando llegaron a anunciarle la visita de su hija.

-Que pase -dijo el conde tratando de reponerse.

Sin embargo, no lo consiguió tan completamente como deseaba, pues su hija, al entrar, le dijo:

-¿Qué tenéis, padre mío?

-Nada, María.

-Os encuentro demudado.

-No es nada, te lo aseguro. ¿Cómo es que hoy te veo tan temprano?

-Porque tengo que hablaros.

-¿Y es urgente la conferencia?

-Según: Yo creo que ciertos propósitos cuanto antes se lleven a cabo mejor.

-¿Has visto a tu tía?

-La vi ayer; pero sólo pude saludarla, pues los deberes de la función religiosa reclamaban todo su tiempo. Me citó para hoy, pero como no he creído necesario molestarla, lo envié recado de que no iría.

-¿Pues no querías pedirle consejos?

-Ya no los considero precisos.

-¡Cómo!

-Sí, padre mío. He reflexionado, y comprendiendo la justicia de vuestras observaciones, cedo a ellas y estoy dispuesta a dar mi mano al vizconde del Juncal. Sólo os suplico que me permitáis hablar con él, a fin de que por acuerdo mutuo podamos fijar las condiciones.

-Gracias, hija mía; no esperaba otra cosa de tu cariño filial, y de los principios que te hemos inspirado. No dudes de que el cielo te recompensará haciéndote feliz y aumentando en todo tu prosperidad.

-Y ahora, padre mío, dadme vuestra bendición.

-Mis brazos, hija querida, pues sólo así puedo darte a conocer cuánto te quiero.

Y el conde la abrazó cariñosamente.

-Ahora recuerdo -dijo María- que he encontrado en la antesala una joven...

-Sí, ya sé... -balbuceó el conde frunciendo el ceño.- Me ha traído esta carta...

-Eso me dijo.

-Cuando tú entraste me ocupaba de ella.

-En ese caso no os quiero estorbar, pues veo que os preocupa mucho.

-Cierto que...

-Hasta luego, padre mío.

Y después de inclinarse respetuosamente, salió la joven en dirección de su estancia.

Capítulo LXXV. El conde de Lazán experimenta una nueva contrariedad

-Por vez primera durante mucho tiempo, me es dado saborear la dicha de verme complacido en alguno de mis deseos. ¡María es un ángel!

Así se expresó consigo mismo el conde en cuanto quedó solo en su gabinete; pero la momentánea sensación de placer que acababa de experimentar con el asentimiento otorgado por su hija referente al enlace que deseaba imponerla el conde, desapareció rápida, cediendo su lugar a la negra melancolía que cual dueño absoluto se había apoderado del corazón de aquel hombre desde hacía largo tiempo. Fijó maquinalmente la vista en la carta de Alina, lanzó un suspiro, y dijo:

-Los designios de la Providencia son inescrutables.

Agitó el cordón de la campanilla, y a muy poco apareció un criado.

-A esa joven que aguarda en la antesala, que pase.

El criado se retiró, y a muy breves momentos Luisa penetraba en el gabinete del conde.

-Dejadnos solos.

Saludó el criado, y obedeció la orden que le acababa de dar el conde; éste continuó dirigiéndose a la joven que permanecía de pie, y con los ojos inclinados hacia el suelo, le dijo:

-Sentaos, joven.

Luisa obedeció maquinalmente, sentándose en la silla que más cerca de sí tenía.

-Aproximaos más. ¿Acaso os causo espanto? -dijo el conde procurando dulcificar la voz cuanto le fue posible.

-Respeto sí me lo infundís, pero no espanto -contestó la bella joven tomando asiento más cerca del conde.

El anciano caballero clavó sus ojos en el rostro de Luisa, cual si quisiera leer a través de él los arcanos de su joven corazón.

La desgraciada y modesta niña no pudo resistir el fulgor un tanto siniestro que brillaba en las negras pupilas que en ella se hallaban fijas.

-Prefiero que sea así como lo decís, porque por regla general, el que sabe respetar no suele mentir.

-Yo he procurado siempre no manchar mis labios con la mentira -contestó con natural ingenuidad Luisa.

-Habéis hecho bien; y os aconsejo que en adelante y por bien vuestro, no variéis de sistema.

-Procuraré por lo menos hacerlo.

-En ese caso ¿podré esperar que respondáis con entera sinceridad?

-No lo dudéis, señor conde.

-Corriente. ¿Tenéis noticias exactas acerca de vuestro verdadero origen?

El rostro de Luisa se coloreó instantáneamente, y después de breve silencio contestó la bella joven con acento conmovido y apenas perceptible:

-No, señor conde.

-¿Ni habéis tratado nunca de inquirir noticias que puedan daros luz sobre ese particular?

-Durante mucho tiempo creí que eran mis padres, los dos honrados ancianos en cuya compañía vivía; a la muerte de aquél a quien yo creí que debía el ser, supe que no me ligaba a él ni a su buena esposa otro lazo que el de la gratitud. Mi madre adoptiva se hallaba en estado muy grave de salud cuando espiró su marido, y no tardó en seguirlo a la tumba. ¡Dios sea servido recompensar a ambos en la otra vida lo que hicieron en esta por la desventurada huérfana!

De los ojos de Luisa se desprendieron algunas lágrimas al invocar la memoria de aquellos a quienes tanto cariño y gratitud debía.

El conde, que continuaba sin apartar la vista del rostro de su interlocutora, se conmovió algún tanto al observar el abundante y silencioso llanto de aquella criatura que delante de sí tenía, y cuya suerte había amargado más y más con alevosía premeditada su propio hijo.

-Tranquilizaos, joven, y perdonadme el que necesariamente me vea forzado a renovaros recuerdos que han de seros dolorosos. ¿Os halláis en disposición de poder continuar contestando a mis preguntas?

-Hablad, señor conde, yo procuraré satisfaceros.

El conde pareció reflexionar durante algunos instantes.

-He de hablaros de mi hijo.

Luisa se conmovió visiblemente.

-Dispuesta estoy a contestaros.

-¿Sabíais quién era él cuando le conocisteis?

-¡Oh! no señor; os lo juro. Siempre le creí un modesto artista, sin más fortuna que su trabajo y su honradez. Únicamente supe la verdad, cuando ya no me era posible rechazarle de mi lado.

-¿Él os había ofrecido?...

-Su mano y su nombre.

El conde frunció las cejas, y continuó su interrogatorio, que como debe suponer el lector, martirizaba de un modo indecible a la pobre Luisa:

-Decidme, ¿qué clase de relaciones os unían al joven que tuvo el desgraciado lance con mi hijo?

-Las de la amistad más pura.

-¿Le conocéis desde hace mucho tiempo?

-Sí, señor conde; ese joven era vecino mío desde mucho antes que espirasen los honrados ancianos que me habían prohijado, y a su muerte me ofreció su desinteresado amparo, que en ninguna ocasión ha desmentido. Jamás el hermano más cariñoso pudo desvelarse con tanta ternura por su querida hermana, como lo ha hecho Antonio por mí.

-Bien ha demostrado su interés hacia vos, en el lance que ha tenido con Carlos.

-¡Ah, señor! no hubiera yo querido que las cosas llegasen a tal extremo.

-Lo creo; no tratéis de sinceraros.

-Si mi sangre toda pudiese borrar la doble desgracia que hoy lamento, la vertería muy gustosa y sin exhalar una queja.

-¿Seréis bastante franca para decirme las esperanzas que hoy alimentáis?

-¡Ah, señor! en esto como en todo os diré la verdad.

-Deseo oíros.

-Habéis hablado de esperanzas, ¿decidme cuál puede abrigar mi humildad?

-¿Creéis que Carlos os haya olvidado?

-¿Existiría yo acaso, si eso creyera?

-Entonces, señal evidente es que no las habéis perdido todas.

-Las que se relacionan con mi felicidad futura, todas, absolutamente todas, las he perdido.

-¿En qué os fundáis?

-Señor conde, ¿qué le es dado esperar a la modesta costurera, perdida ya a los ojos de Dios y a los propios ojos de su corruptor, siendo éste el ilustre hijo del muy noble conde de Lazán?

-Vos y yo lo sabremos en breve.

Con mano convulsiva agitó el conde la campanilla, y al criado que se presentó al sonido de aquella, le preguntó:

-¿Sabes si don Carlos se halla fuera del lecho?

-Está leyendo en su gabinete.

-Ve y dile que se llegue aquí al instante.

Apenas se ausentó el criado, Luisa, temiendo ser testigo de alguna escena borrascosa, se levantó e hizo ademán de marcharse.

-Quedaos, joven, quedaos.

-Por favor, señor conde, yo no quisiera ser causa...

-Os he dicho antes que en breve sabríais lo que os era dado esperar.

En aquel momento penetró en el gabinete don Carlos, el cual hacía sólo dos días que empezaba a abandonar el lecho durante algunas horas del día. La palidez de su rostro se aumentó hasta el punto de asimilarse al de un cadáver, cuando se fijó en la presencia de Luisa.

-Sentaos -le dijo el conde, al advertir que apenas le era dado permanecer de pie sin vacilar.

Carlos se apresuró a obedecer la orden santiguarse.

La casa de maese Nicodemus tenía realmente la peor fama del mundo.

Se contaban cosas horribles de ella.

Se hablaba de orgías desenfrenadas que tenían

-Decid más bien que no debéis negarlo.

-Así es, en efecto.

-¿Nada significa para vos su presencia en este sitio?

-Yo... padre...

-Son inútiles las reticencias que tratéis de usar para justificaros a mis ojos. Responded sinceramente, y advertid que os lo mando.

-Preguntad.

-¿Es cierto que habéis ofrecido uniros ante Dios en los altares con esta joven?

Carlos guardó silencio, contentándose con bajar la cabeza; Luisa aguardaba ansiosa la respuesta del hombre a quien tanto amaba, y cuyo silencio no comprendía.

-¿Olvidáis que os he hecho una pregunta? Contestad concretamente a ella.

-Es verdad -dijo Carlos con débil voz y sin osar a levantar la frente.

-Y si a favor de promesas por vos hechas repetidas veces, y apoyándoos en el amor que habíais logrado inspirar a una huérfana desvalida, habéis conseguido apoderaros de su inmaculada honra, ¿por qué no habéis tratado de cumplir lo que habíais prometido? Contestad.

-Temí vuestro enojo.

-Antes debió conteneros esa consideración. ¿Amáis a Luisa, o habéis mentido al asegurárselo así?

-No he hecho otra cosa que seguir en eso los impulsos de mi corazón.

-Entonces, apresuraos a reparar vuestra falta.

-¡Cómo! Me proponéis...

-¿Crees acaso, y no extraño que así lo creas, que te desdorarías con unir tu noble clase a una mujer de plebeyo abolengo?

-Confieso que...

-Aunque eso no debía en manera alguna ser motivo suficiente para que tú cumplieras como hacerlo debe siempre un honrado caballero, debo manifestarte, que esa joven por ti engañada, debe el ser a persona de alta jerarquía.

Luisa, a quien Alina había dado a entrever algo, aunque muy vago, respecto al asunto de su nacimiento, hizo un significativo movimiento, pero se contuvo ante la severa actitud del conde. Además, hay que confesarlo: en aquel momento el corazón de Luisa estaba pendiente de la resolución que adoptara su adorado Carlos.

Carlos, por su parte, hubiera muy gustoso aceptado el permiso que le concedía su padre, y con gran contentamiento suyo se hubiera apresurado a reparar su falta; pero recordaba el artículo escrito en los estatutos de los Caballeros del Amor, en que se prohibía terminantemente a sus adeptos el contraer matrimonio bajo ningún pretexto ni por ninguna causa, por sagrado que fuera, so pena de batirse con todos los demás caballeros el que faltase a tan sagrado juramento, y esto, como es de suponer, le impedía a él ofrecer su mano a la mujer a quien amaba.

Luisa, cuyo corazón palpitaba con extremada violencia, parecía tener la vida concentrada en la contestación que se esperaba de los labios del hombre a quien ciegamente amaba.

El conde a quien empezaba a irritar el incomprensible silencio de su hijo, tomó de nuevo la palabra.

-Y bien, caballero, ¿no os apresuráis a solicitar la mano de la joven aquí presente? Contestad: ¿queréis o no queréis reparar vuestra falta cumpliendo como honrado dando a Luisa el nombre de esposa vuestra?

Carlos hizo un heroico esfuerzo sobre sí mismo y por fin contestó con empañada voz:

-No puedo hacerlo; es imposible de todo punto.

Luisa, al oír tan inesperada respuesta, se levantó cual movida por resorte del asiento que ocupaba, quiso dar un paso, pero vaciló y cayó sin sentido sobre la mullida alfombra que cubría el pavimento.

El conde acudió en socorro de la desgraciada joven, la levantó entre sus brazos y la colocó lo mejor que pudo en el ancho sillón que él antes ocupara. Después miró a su hijo y con reconcentrado furor, le dijo:

-¿En qué se funda vuestra negativa?

-¿No os basta, padre mío, el que os diga que no puedo aunque quiera cumplir como es debido?

-No, no me basta; ¿es acaso eso una disculpa digna?

-Creed que nadie más que yo anhelaría complaceros.

-Pues entonces, cumplid como es debido.

-Repito que no es posible.

-¡Sois un miserable!

- ¡Padre! -dijo Carlos poniéndose de pie y temblando de coraje.

-Un miserable, lo repito; solo habéis venido al mundo para darme un disgusto tras otro.

-Yo... padre mío...

-Salid, salid inmediatamente de mi presencia.

Carlos inclinó la cabeza, y se retiró.

El conde agitó por tercera vez la campanilla.

-Al momento, que vengan las doncellas de la señorita para atender a esa joven.

El doméstico salió precipitadamente del gabinete en busca del auxilio pedido. Entonces el conde, dando rienda al dolor que le atormentaba, exclamó:

-¿Puede haber más contrariedades acumuladas en contra mía? ¿Cuándo terminarán mis aflicciones? ¿Cuándo pondréis término a mi sufrir, Supremo Dios!

Capítulo LXXVI. La prisión

La misma noche, y a la misma hora poco más o menos en que tenían lugar en casa del conde de Lazán los acontecimientos que hemos narrado en el anterior capítulo, se hallaban reunidas en casa de Paca sus amigas Dolores y Concha, y sus tres pretendientes; esto es: don Luis, Vicente y Joselito.

Entretenidos se hallaban nuestros personajes en sus sabrosas pláticas, cuando de repente vieron aparecer en la sala en donde se hallaban, a don Tadeo, el cual con el semblante alterado y fingiendo hallarse en extremo conmovido, dijo al aparecer:

-¡La paz de Dios sea en esta casa!

-Viene su merced, al parecer, muy alterado.

-Y no en vano, Joselito -contestó don Tadeo- porque he venido jadeando a fin de poderos comunicar una noticia poco grata.

-¿Cuál? -preguntaron a coro las tres mujeres.

-¿Qué ocurre? -exclamó don Luis.

-Ocurre -dijo bajando la voz don Tadeo- una cosa sumamente grave.

-¡Hable su merced por Dios! -observó Paca.

-No os alarméis, hijas mías.

-Pero sepamos de una vez lo que hay -repuso Vicente.

-Hay, que los señores de golilla y vara, como a buenos sabuesos que son, han olfateado la conspiración en que nos hallamos mezclados.

-¡Jesús! -exclamó Paca con desfallecido acento.

-El corazón me lo daba -agregó Dolores.

-También a mí, bien lo sabéis -dijo Concha.

-¡Eh! No hay que amilanarse, que no está todo perdido.

-¿Cree su merced que ignoran nuestros nombres?

-Nada de eso, Joselito; y aun tengo seguro aviso de que se nos anda buscando.

-¡Ay, Virgen mía! -dijo Paca llorando.

-No te aflijas, Paca; aún no estamos en poder de esos señores que nos buscan, y a fe de Luis que me llamo, te aseguro que como no se den mucha prisa en echarnos encima la garra, trabajo les ha de costar conseguirlo mañana.

-Bien lo decía yo; bien me oponía en que os enredarais en ese asunto; pero no queréis nunca hacer caso de las mujeres, y al fin henos aquí llorando ya vuestras locuras.

-Tiene razón Dolores que le sobra, y la tenemos Paca y yo también en lamentarnos de que no nos hayáis hecho caso cuando os advertíamos que no os comprometieseis. ¿Qué nos importa a nosotras que gobierne éste o aquél? ¡Válganos Dios, y qué disgusto tan grande! ¡Ay Joselito de mi alma! ¿Qué será de mí si te llegan a prender?

-No te apures antes de tiempo, mujer -contestó Joselito tratando de consolar a su amada Concha.

-¡Vaya! Dejémonos de inútiles lamentaciones, y sepamos a qué atenernos.

-Tiene razón Vicente -dijo don Luis.

-¿Qué hacemos? -preguntó Joselito.

-Según mi opinión, lo más oportuno es buscar un sitio seguro donde ocultarnos por de pronto.

-Aprobado por mi parte -contestó Vicente.

-También por la mía -dijo Joselito.

-Desde luego eso es lo más prudente, pero también juzgo que lo será el no salir de aquí hasta hora más avanzada.

-No opino lo mismo que su merced, señor don Luis.

-Sepamos por qué, señor don Tadeo.

-Cuanto más tardaremos en salir, menos gente transita por las calles, y por consiguiente más fácil es llamar la atención de los corchetes, en tanto que ahora, entre el tropel de personas que cruzan de un lado a otro plazas y calles, es mucho más fácil escurrir el bulto sin tanto peligro de ser reconocidos.

-Eso es mucha verdad -repuso Concha.

-Francamente, me es muy duro tenerme que separar tan pronto de tu lado.

-Hombre, no falta más sino que ahora te detengas por eso: ya no estaré yo tranquila hasta tanto que tenga la certeza que estáis todos en parte segura: a fe de Concha que esta noche no pegaré los ojos.

-¿Qué se decide? -preguntó don Tadeo.

-¡Por Dios, amigos! Seguid el prudente consejo de don Tadeo; estoy temblando como una azogada; a cada momento se me figura que estoy viendo aparecer por esa puerta la imponente figura de un alcalde de casa y corte rodeado de los ministriles que os han de prender.

-Vamos, Paca, tranquilízate; enjuga esas preciosas lágrimas.

-¡Ay, Luis! ¡No sé por qué se me oprime el corazón de un modo extraño!

-¡Y a mí también! -dijo Dolores.

-Estos hombres no quieren nunca hacer caso de nuestros consejos, y en cambio se fían de los de cualquiera: ¿quién sabe si el mismo que les metió en ese lío ha sido el mismo que habrá soltado la lengua?

-Vaya, Concha, no digas eso.

-Es que yo, Joselito, tengo el corazón muy leal, y hace tiempo que me predico el disgusto que ahora estoy pasando.

-¡Ya no tiene remedio, hija mía!

-Por eso os decíamos antes que miraseis lo que hacíais.

-Vaya, Dolores, hay que convenir en que Joselito acaba de decir la gran verdad: «ya no tiene remedio». A lo hecho, pecho: ¿qué adelantamos ahora con hablar de cosas pasadas? Nada, absolutamente nada; veamos el modo de remediar el conflicto en que nos vemos, y asunto concluido.

-Eso es hablar en razón -dijo don Tadeo.

-Pues, ea, decidamos tranquilamente cuándo debemos salir de aquí y a dónde nos dirigimos; con eso puede que recobren su perdida tranquilidad estas bellas muchachas cuyos semblantes revelan el terrible miedo que se ha apoderado de sus sensibles corazones.

Luis, en tanto que hablaba, miraba apasionadamente a Paca, de la cual tenía cogida una mano entre las suyas.

-Por mi parte -dijo Vicente- estoy dispuesto a hacer cuanto se indique.

-Y yo lo mismo -agregó Joselito.

-Convengamos, pues, en que siguiendo el consejo de don Vicente, el cual ha merecido la aprobación de estos jóvenes, hay que salir de aquí inmediatamente.

-Convenido -dijeron a la vez Vicente y Joselito.

-Falta ahora saber si conviene que busquemos para todos el mismo refugio, o bien que por separado cada uno trate de hallar el suyo.

-Paréceme, amigo Luis, que habíamos de pasarlo algo mejor estando reunidos.

-Dice bien su merced, don Vicente.

-No opino yo lo mismo, Joselito.

-Pues, hable, su merced.

-Eso es, exponga su pensamiento el señor don Tadeo.

-Creo que estando juntos se pierden todos al perderse uno, mientras que buscando asilo separadamente, podemos acaso salvarnos todos, o por lo menos no es fácil que todos nos perdamos.

-Dice muy bien su merced -repuso Concha.

-No soy de la misma opinión -agregó Vicente.

-¿Y por qué? -preguntó Concha.

-¿Qué me importa a mí salvarme, si mis amigos se llegan a perder?

-Bravo, Vicente, bravo; pensamos de igual manera -dijo don Luis ofreciendo su mano a Vicente.

-Y yo también digo lo mismo.

-Pues entonces, Joselito, está decidido: lo que sea de uno será de todos.

-Nada tengo que oponer -agregó don Tadeo hipócritamente.- Pero urge, señor don Luis, que procuremos ponernos en salvo.

-Sea cuando ustedes quieran.

-¡Jesús! -exclamó Paca aterrorizada al ver aparecer en el umbral de la puerta la severa figura de un alcalde de casa y corte, rodeado de sus correspondientes alguaciles.

-Te has perdido -murmuró Concha por lo bajo mirando a Joselito.

-No se nos había engañado -dijo el magistrado a uno de sus acompañantes.

Y penetró en la sala.

-¿Quién es el llamado don Luis de Guevara?

-Aun cuando no es muy oportuno el modo de saludar de su señoría, no hallo inconveniente en decir que yo soy el sujeto que acaba de nombrar.

-No me hallo en el caso de recibir lecciones del señor de Guevara -objetó el hinchado alcalde.

-Ni yo pretendo sentar plaza de pedagogo del señor alcalde.

-Excusemos pláticas que no son del caso; don Vicente González...

-Heme aquí -respondió el aludido.

-¿El torero llamado Joselito?...

-Para servir a su señoría, así me llaman.

No hay para que decir el espanto y consternación de que se hallaban poseídas las majas; agrupadas las tres, estaban temblando, y de sus hermosos ojos corrían abundantes lágrimas.

El alcalde, después de haber hablado algunas palabras en voz baja con uno de sus ministriles, tomó de nuevo la palabra dirigiéndose a los tres hombres antes citados:

-Pues, señores míos, en nombre del Rey, (que Dios guarde) daos a prisión.

-¿De qué se nos acusa? -preguntó don Luis.

-De conspiradores contra el leal gobierno de su señoría el señor conde de Floridablanca.

-¿Y a mí? -repuso don Tadeo.

-¿Quién sois vos?

-Don Tadeo...

-Basta -dijo el alcalde sin dejarle terminar- no tengo respecto a vos orden alguna.

-Pues es muy justo que a mí se me prenda también.

-¿Por qué razón?

-¡Oh! Callad -dijo don Luis admirado de la leal abnegación de don Tadeo.

-No, señor don Vicente; no ha de ser así sin que por mi parte diga en presencia del señor alcalde, que yo también formaba parte de la conspiración.

-Podrá ser así, pero no gusto en extralimitarme; y como quiera que no he recibido orden alguna que haga referencia a vuestra persona, no procedo a prenderos por más que en ello tuviera gran gusto, baste que os confesáis también conspirador, pero pierda cuidado su merced que no lo olvidaré, contentándome interinamente con que se vigile con eficacia hasta el momento oportuno.

-¿Qué habéis hecho don Tadeo? ¿Qué ha logrado vuestra leal pero imprudente revelación?

-He cumplido como bueno, y eso me basta, don Luis; ahora venga lo que venga.

-Vamos, señores.

-¡Un momento; señor alcalde, no se los lleve tan pronto por piedad! -exclamó Paca juntando ambas manos en ademán suplicante y con voz entrecortada por la emoción.

-¿Quién es esta moza?

-Señor alcalde -dijo don Luis pálido de coraje- esta joven tiene honrado nombre y vuestra vara no os releva de que cumpláis con los deberes que impone la cortesía a todo hombre que es bien nacido.

-Muchos bríos tiene el mozalvete -dijo el alcalde mirando insolentemente a don Luis.

-Tengo los que me acomodan, señor alcalde.

-Ya procuraremos que se os aplaquen, basta ya de conversación; seguidme.

Las majas se arrojaron cada una en brazos de su respectivo prometido, y ellos procuraron desprenderse de aquellos tiernos lazos del mejor modo que les fue posible.

Don Luis, Vicente y Joselito salieron de la habitación, y entre una doble fila de corchetes atravesaron el patio; en la calle y guardadas por alguaciles había dos sillas de mano. En una hicieron subir a don Luis, y a Vicente y Joselito en la otra.

Tadeo se separó de las majas ofreciéndolas trabajar sin descanso en favor de los presos, y lleno de gozo interior se perdió en el laberinto de las calles.

Las sillas de mano se pusieron en movimiento, y escoltadas convenientemente tomaron sus conductores distinto camino después de haber hablado en voz baja y breves momentos el señor alcalde con uno de los alguaciles que no era otro más que Simón en cuerpo y alma.

El señor alcalde guiaba la escolta que acompañaba la silla en que iba don Luis, y aquella que seguía a la en que iban Vicente y Joselito era mandada por Simón, el cual se encaminó con su comitiva en dirección al camino de Toledo.

Después de media hora de marcha, se detuvo la comitiva mandada por Simón a la puerta de la venta del tío Langosta. Ambos honrados personajes hablaron en voz baja muy pocas palabras.

-Corriente.

-En ti confío, Langosta; mucho ojo, tu pellejo responde de los presos.

-Descuida, Simón, que no se han de escapar.

Después de tomadas las medidas convenientes, colocados ya los presos en lugar que Langosta juzgó seguro, Simón y los suyos regresaron a Madrid.

En tanto, don Luis era conducido al castillo de Villaviciosa, donde el alcaide le admitió a su llegada, después de haber examinado la oportuna orden que le entregó el señor alcalde de casa y corte que escoltaba al preso.

Capítulo LXXVII. María concede su mano al vizconde

Continuaba Luisa en casa del conde de Lazán, en donde se le procuraban los remedios que la gravedad de su estado hacía necesarios.

El conde se hallaba indeciso sobre el partido que debía tomar; preocupábale grandemente el estado de aquella joven, y la negativa formal de su hijo, respecto a darle su nombre. Desde el día anterior en que había tenido lugar la borrascosa escena que conoce el lector, el anciano conde no había dejado de pensar en ella y en las funestas consecuencias que de sus resultas podían sobrevenirle.

Profundamente preocupado se hallaba, cuando el criado le anunció la llegada del señor vizconde del Juncal, al cual había enviado una misiva. Procuró el conde desvanecer, siquiera fuese por un momento, la negra melancolía que le dominaba, y fingiendo una alegría que se hallaba muy lejos de poseer, recibió al caballero mencionado, al que estrechó la mano entre las suyas con verdadera efusión.

-Bien venido sea a mi casa el señor vizconde.

-Ese, como comprenderá el señor conde, es mi mayor deseo.

-Hacedme la señalada merced de tomar asiento, pues deseo que conversemos un corto rato sobre el asunto que a ambos nos interesa.

-Debo confesar al señor conde -dijo el de Juncal después de tomar asiento- que estaba muy lejos de esperar el favorable cambio que, según su carta, se ha operado en el ánimo de su señora hija.

-Y sin embargo es así, ni más ni menos.

-¿No será que el buen deseo del señor conde hacia mí, le hagan ver las cosas bajo un prisma engañoso?

-Nada de eso, amigo mío; puedo aseguraros que María, acepta espontáneamente y sin ningún género de violencia, la mano con que la honráis.

-Dejando aparte que el honrado y favorecido fuese yo en ese caso, no debéis extrañar las dudas que se me sugieren, y que en manera alguna os ofenden. ¿Cómo explicarme cambio de tal naturaleza en tan breves días?

-Eso no sabré explicároslo yo; pero lo que sí puedo aseguraros, es que mi hija, sin apremio de ninguna clase por mi parte, me ha colmado de alegría, concediendo por su propia voluntad lo que antes negara a mis ruegos y mandatos.

-Convendréis, sin embargo, en que es bien extraño tal modo de proceder.

-¿Y por qué, amigo mío?

-¿Cómo por qué?

-Y lo repito.

-No me parece el carácter de María muy mudable.

-Y la hacéis justicia en eso.

-Entonces más en mi abono.

-María es una joven de muy recto criterio.

-No lo he puesto jamás en duda.

-Siendo, pues, discreta y honrada, ¿tiene algo de particular que haya meditado con calma, y como resultado de sus meditaciones se haya verificado el cambio que tanto os sorprende?

-Pudiera muy bien ser eso que decís, y no me halagara a mí poco el que así fuera; pero ¿qué queréis, señor conde? Estoy tan poco acostumbrado a los favores de la fortuna, que no puedo avenirme con la idea del repentino cambio, que a ser sincero, llenaría mi alma de inmensa felicidad.

-Pues me congratulo en poder anunciaros que esa dicha que ambicionáis poseer es vuestra completamente.

-¡Ah! Si así fuera, creed, señor conde, que me consideraría el más feliz de los mortales, y vos habríais sido el embajador dichoso de mi ventura.

-Desde luego, pues, me engalano con ese pomposo título.

-¿Tan seguro estáis de lo que decís?

-Señor vizconde, no acostumbro yo a chancearme nunca, y menos en asuntos tan delicados.

-Perdonad, que no ha sido mi ánimo ofenderos.

-Así lo creo; y es más, comprendo que amando, como en distintas ocasiones me habéis afirmado amar a María, comprendo, repito, que el mismo exceso de vuestra dicha os haga dudar de ello; pero yo me reservo el medio de convenceros completamente, disipando por completo hasta la menor de vuestras enemigas dudas.

-¿Y cuál es ese medio prodigioso?

-No tardaréis en conocerlo.

-Os ruego humildemente no prolonguéis mi martirio.

-Merecíais que retardara el momento que anheláis.

-¡Oh, por Dios, señor conde!...

-No; no quiero llevar mi venganza hasta ese extremo dijo sonriendo el conde.

-Contad con mi eterna gratitud.

-Vuestra amistad me basta.

-Con ella bien sabéis que podéis contar.

-Así lo creo, y aun me figuro que antes de mucho se aumentará algún tanto.

-¿Vais a darme a conocer?...

-¿El medio eficaz de convenceros de que es cierto lo que os he hablado? Sí, señor vizconde, en el acto.

Agitó la campanilla y apareció el criado.

-Guiad al señor vizconde al gabinete de mi hija. Id, señor vizconde, allí hallaréis sin duda las pruebas de cuanto os he dicho.

Saludáronse ambos personajes, y el vizconde, a quien precedía el criado, se encaminó al gabinete de María y a muy poco de haber sido anunciado, penetró en él después de otorgada la venia para ello que no se hizo esperar.

El rostro de la encantadora joven se coloreó ligeramente al aparecer el vizconde delante de ella.

-Pasad, amigo mío -dijo María con dulce y amistoso acento.

-Gracias mil os doy por haberme permitido una vez más el ponerme a vuestros pies.

-Vos, caballero, honráis siempre la casa que pisáis.

-Yo agradezco en lo que vale la buena opinión que acerca de mi persona habéis formado.

-Suéleme agradar el hacer justicia a todo el mundo; pero os suplico no permanezcáis de pie, señor vizconde.

-Apresúrome a aceptar vuestro permiso.

El vizconde, cuyo corazón palpitaba con extremada violencia, tomó asiento cerca del que ocupaba la encantadora María.

-He entrado en vuestro aposento, bella María, acariciando una esperanza, ¿saldré de él habiéndola perdido?

María bajó sencillamente los ojos y contestó:

-No quisiera ser yo causa de que la perdierais.

-En vos sólo consiste el que la conserve.

-Si es así, no será difícil que la consigáis.

La emoción del vizconde crecía por momentos, y en cambio la pobre María se hallaba en uno de los instantes más difíciles de su vida. Tenía ante sí al hombre cuya mano había rechazado no hacía muchos días, y al que al presente estaba dispuesta a unirse no sólo sin violentar su voluntad sino hasta casi sintiéndose inclinada a él; juzgue, pues, el lector si en efecto era un tanto violenta su posición.

-Conocéis perfectamente, tan bien quizá como yo mismo, el estado de mi corazón respecto a vos, y yo conozco cuál era hasta hace poco vuestro modo de pensar respecto a mí, ¿me será dado creer el favorable cambio que se me ha asegurado habéis experimentado en mi favor? ¿podré creer que sea tanta mi felicidad?

-El que os ha hablado de él debe estar bien informado.

-¡Oh! apenas me atrevo a creer tanta ventura, ¿pero acaso el sí por mí apetecido es debido a vuestra sumisión? -preguntó el vizconde con voz alterada.

-Es espontáneo.

El rostro del vizconde palideció de pura alegría.

-¿Y me será dado saber a qué se debe tan favorable cambio?

-A vuestra solicitud, a vuestro muy noble proceder, a la lectura del manuscrito que me confiasteis, a mis meditaciones sobre todo lo que os llevo dicho, y a los impulsos de mi corazón que al fin ha hablado en favor del que creo que lo merece.

-¡Bendito sea este instante que ha de ser uno de los más felices de mi vida! ¡Benditos los labios que tales palabras acaban de pronunciar! Perdonadme, María, si la emoción que experimento me hace pronunciar un diluvio de palabras. Para colmo de mi felicidad, réstame oír de vuestros labios las últimas que han de coronar el edificio de mi dicha: ¿aceptáis gustosa mi nombre?

-Señor vizconde, vuestra es mi mano.

-¡Bendita sea! -dijo éste doblando en tierra una rodilla e imprimiendo amorosa y respetuosamente sus labios en la blanca mano que María le alargó.

Capítulo LXXVIII. Al siguiente día de la prisión de don Luis

Don Luis se paseaba agitadamente por su calabozo; las más lúgubres ideas se amontonaban en su mente. ¿Á qué obedecía el haberle separado de sus amigos? ¿Acaso su culpa no era igual a la de aquellos? ¿Cómo Tadeo no figuraba en la lista de los conspiradores? ¿Qué suerte le estaba reservada?

De repente le sacó de sus meditaciones el ruido producido por el chirrido de la cerradura de la puerta de su calabozo; esta al fin giró sobre sus goznes y franqueó el paso a una dama a la cual acompañaba uno de los llaveros.

-Dentro de una hora abrid de nuevo; para entonces ya habré concluido y podré salir.

-Está bien, señora -murmuró con ronca voz el llavero, el cual desapareció cerrando tras sí la pesada puerta que acababa de abrir.

Una vez libre de importunos testigos, la dama avanzó hacia a don Luis, y descubriendo el rostro que antes cubría tupido velo, le dijo:

-¿No me esperabas, verdad?

-¡Doña Catalina! -exclamó admirado don Luis.

-Sí, doña Catalina de Sandoval en persona.

-¿Qué venís a hacer aquí, señora?

-Vengo a verte.

-¿A verme?

-No comprendo a qué viene esa admiración.

-¿Queréis que no me sea dado sorprenderme al saber que sólo por verme habéis venido hasta este triste lugar?

-Así discurren los ingratos.

-No os comprendo.

-Amárasme a mí cual ya sabes que yo te amo, y sin necesidad de explicaciones comprendieras mi venida.

-Señora, no creo que sea esta ocasión ni sitio oportuno para hablar de ciertas cosas -contestó don Luis con visible enojo.

-No opino yo de esta manera, antes por el contrario, juzgo el sitio muy a propósito y la ocasión la más conveniente para que hablemos de lo que nos importa.

-Confieso mi torpeza; no lo comprendo.

-En breve se aclararán tus dudas.

-Explicaos.

-Eso haré y por partes: ¿sabes por qué estás aquí?

-Lo sé.

-¿Estás seguro de ello?

-Estoy seguro de lo que se me ha dicho al prenderme.

-¿Y fue?

-Que se me prendía por conspirador.

-Ese fue el pretexto.

-¡Cómo!

-Pero no la causa -dijo Catalina interrumpiendo a don Luis.

-¿Decís que no estoy preso como conspirador?

-Eso digo. Si así fuera, no tendría el alcaide de esta fortaleza la orden de permitirte solazarte durante algunas horas del día, paseando por los patios de este castillo.

-En efecto, eso se me ha dicho.

-Permiso que terminará tan pronto como se entreguen al privado ciertos papeles que te comprometen muy directamente. Hasta ahora, no sabe nada el conde de Floridablanca respecto a tu complicidad con los conspiradores.

-Entonces, ¿por qué se me ha preso?

-¿No lo adivinas?

-A fe que no.

-Pues yo soy la causa de tu encarcelamiento.

-¡Vos!

-Sí, yo he alcanzado el auto de tu prisión.

-¿Y con qué objeto?

-Eso es lo que te haré conocer.

-Hacedme la merced de explicaros.

-¿Crees que se puede ofender impunemente el amor propio de una mujer?

-Señora, yo no creo haber dado motivo...

-Harto te consta lo contrario.

-Puedo aseguraros...

-Mucho me has ofendido, tú no lo ignoras; yo por mi parte he procurado vengarme a mi manera.

-¿Podréis explicarme en qué consisten las ofensas que os he inferido?

-¿Y osas preguntarme tal cosa?

-Ya lo veis -respondió tranquilamente Luis.

-¿Tan pronto has olvidado tus promesas?

-No sé que estas sean de tal naturaleza, que merezca se tomen en cuenta como a ofensas.

-Promesa hecha y no cumplida, infiere afrenta.

-No tenemos el mismo modo de ver las cosas.

-Pues yo lo miro así.

-En suma, ¿de qué os quejáis?

-De tu ingratitud.

-¿De mi ingratitud?

-De tu deslealtad, de tu perfidia.

-Señora, ¿habéis venido aquí con el solo objeto de insultarme?

-He venido para que sepas lo que de mí puedes esperar y lo que debes temer.

-En suma, ¿qué pretendéis?

-¿Qué puedo yo pretender, a no ser tu amor? Ese amor que colmó un día mi dicha, y sin el cual para mí no existe la felicidad.

-¿Es, pues, vuestro amor terrible?

-¿Eso dices?

-¿Qué más hicierais; si me odiarais?

-Sí, dices bien; terrible, tanto como inmenso; capaz de todo lo sublimemente bueno y de todo lo horriblemente malo. Te amo, y bien lo sabes tú, cual no ha de ser capaz de amarte mujer alguna sobre la tierra; quiero, cual en otro tiempo, reinar sola y en absoluto en tu corazón, y desgraciada de aquella que me dispute ese preferente lugar, y desgraciado también de ti si llega eso a suceder.

-¿Acaso no soy libre para amar a quien más me acomode?

-No -replicó doña Catalina con airado y firme acento.

-He ahí una cosa que yo ignoraba -dijo don Luis con tono ligeramente sarcástico.

-Tú juraste amarme eternamente, y yo creí en tus juramentos.

-No digo lo contrario.

-¿Y cómo has cumplido lo jurado?

-No lo recuerdo, señora.

-¡Ah! ¿no lo recuerdas? -repuso doña Catalina en cuyos ojos brilló un relámpago de ira.

-No, y os suplico que procuréis tranquilizaros -contestó aparentemente tranquilo don Luis.

Doña Catalina, cuyo estado de exaltación iba en aumento, le replicó sin tratar de dominar la cólera de que se hallaba poseída:

-Yo procuraré refrescar tu memoria.

-¡Oh, no os toméis esa molestia!

-Has cumplido, postrándote a los pies de doña Isabel de Zúñiga, de la incorruptible dama, de la virtuosa y fiel esposa, cuyo inquebrantable honor se ha quebrado en tus manos cual frágil cristal al contacto del duro diamante. Has cumplido, rindiendo tus obsequios a la bella hija del conde de Lazán, y a otras varias que no quiero enumerar; así has cumplido.

-Y bien, señora, no trato de negaros que sea verdad parte de lo que acabáis de decir; pero creo que al hacerlo, en nada os he ofendido.

-¿Tal supones?

-Hago más; lo afirmo.

-¿Es posible que de ese modo proceda aquel que se llama caballero?

-Señora, hablemos en razón. Decidme: ¿he ocupado yo solo y por entero vuestro corazón? ¿Habéis prodigado a mi sola persona vuestras amantes caricias?

-¿Y puedes dudarlo?

-Hago más que dudar, pues que me consta lo contrario.

-¿Te atreves a afirmar?...

-Contesten por mí el señor marqués del Alcázar y algún otro caballero.

-¿Quién, quién? -preguntó airada la despechada dama.

-El buen secretario del muy noble señor conde de Floridablanca, el señor Gil Pérez, a quien distinguís y favorecéis.

-Eso es una impostura; ese hombre me ama, es mi esclavo, pero no mi amante; lo juro.

-Pues creed que el vulgo lo comenta de otro modo.

-¿Y qué me importan a mí las murmuraciones del vulgo? Bástame saber que es mentira la imputación.

-Ni pretendo recriminaros, ni tengo derecho para ello; sois dueña de vuestro amor y de vuestra persona, como yo lo soy de mi corazón y de mi personalidad.

-Concluyamos.

-Eso deseo.

-Obran en mi poder papeles que te comprometen.

-Así creo haberlo oído antes.

-Dentro de veinticuatro horas puedo hacer que se te abran las puertas de esta prisión y se te franquee el paso fuera de esta fortaleza.

-Y espero que si de vos depende, en breve me veré libre.

-Ese es mi mayor anhelo.

-Entonces, señora, ¿por qué no os apresuráis a cumplirlo?

-He de poner mis condiciones.

-Hablad.

-¿Comprendes la suerte que te espera si los papeles de que te he hablado llegan a manos del ministro?

-No ha de ser muy lisonjera.

-Me complazco en que veas tan claro.

-¡Oh! No suelo hacerme ilusiones en determinados momentos.

-Ahora bien: yo puedo darte a elegir entre la muerte y la libertad.

-Por más que no crea que mi vida corra riesgo, no quiero discutir y elijo la libertad.

-Pasemos a las condiciones.

-Es verdad; lo había olvidado.

-Sé que veneras la memoria de aquella a quien debes el ser, hasta la superstición.

-¡Oh, mi santa madre! -dijo conmovido don Luis.- Sí; la venero y respeto; es sagrado para mí su recuerdo.

-Pues bien -repuso doña Catalina- júrame por su sagrada memoria amarme eternamente, ser mío, enteramente mío, y en breve te verás libre.

-Señora -contestó gravemente don Luis- no me es dado hacer tal juramento.

El rostro de doña Catalina se tornó horriblemente pálido, y con acento convulso preguntó:

-¿Por qué?

-El corazón no se manda, y ya tuve el honor de indicaros en otra ocasión lo que de mí podíais esperar; amistad sincera y leal; pero amor... imposible.

-¡Imposible! -murmuró temblando de ira doña Catalina pasándose la mano por su pálida y contraída frente.

-Siento que a hablaros así me hayáis obligado teniendo motivos sobrados para prever cuál pudiera ser mi respuesta.

Guardó silencio breves momentos la desairada dama, y al fin, procurando dominar la agitación de su pecho, dijo mirando a don Luis de un modo especial:

-Mucho amáis a esa mujerzuela.

-¿A quién os referís?

-A esa maja desgarrada que os ha vendido sus encantos.

-Doña Catalina -contestó con airado tono don Luis- esa, a quien llamáis mujerzuela, es una honrada y modesta criatura; y, sabedlo, no pertenece al género de las que hacen comercio de su honra.

-Con mucho ardor tomáis su defensa -agregó la ofendida dama adoptando el sistema del desprecio y dejando de tutear a don Luis.

-Hago lo que debo, y más se merece, creedlo.

-¿Acaso la amáis de veras?

-Podéis burlaros cuanto queráis; pero si tenéis empeño en que satisfaga a esa pregunta lo haré cumplidamente.

-Me complaceríais en extremo.

-Pues bien; oídlo: la amo, la amo como nunca amé, con delirio, ella es mi ilusión, el complemento de mi felicidad.

Doña Catalina no fue dueña de sí misma al oír la franca respuesta de don Luis.

-¡Ay de ella! -dijo con ronca voz.

-¿Qué significa esa amenaza?

-Advertiros que a contar desde este momento, tendrá esa mujer en mí una enemiga terrible e implacable.

-Y ¿osaréis... -preguntó don Luis con emocionado acento- osaréis intentar?...

-Todo, todo, por vengarme cumplidamente -contestó la implacable dama.

-Comprendo que, ofuscada, intentéis contra mí el tomar venganza; pero no puedo creer que la ejerzáis en la persona de quien nada os ha hecho.

-¿Nada? ¿Decís que nada me ha hecho? ¿No acabáis de herir mortalmente mi corazón al decirme que amáis a esa maja cual nunca habéis amado? ¡Oh, temblad, temblad por ella que queda enteramente en mi poder y lejos de vuestra protección!

Don Luis leyó en los ojos de doña Catalina la seguridad del peligro que corría Paca, y tembló ante la inminencia de aquel peligro, y haciendo un esfuerzo para dominar su cólera procuró calmar la fiereza de su interlocutora.

-Doña Catalina, no puedo yo creer que vuestro sensible corazón se endurezca hasta el punto de cometer un crimen.

-Pues creedlo, vos me le habéis despedazado, y yo procuraré hacer otro tanto con el vuestro.

La cerradura rechinó; había transcurrido la hora y el llavero acudía a cumplir la orden que se le diera.

-Por última vez -dijo rápidamente doña Catalina- la libertad con mi amor si juráis.

-Yo no blasfemo.

-Entonces, temblad por vos y por ella.

En este momento giró la puerta a impulsos del la mano del llavero, y éste se presentó en el calabozo.

-Señora -dijo humildemente- ha pasado la hora.

-Os sigo -contestó doña Catalina lanzando a don Luis su última y vengativa mirada.

-Señor caballero, si gustáis, podéis seguirme; el señor alcaide me ha ordenado os dijese os espera en el patio, por si gustáis respirar el aire libre durante algunos momentos.

-Aprovecho con sumo gusto tan cortés invitación -contestó don Luis cuya frente ardía.

Doña Catalina, que había guardado silencio, repuso aparentando la mayor dulzura:

-Ya seréis afortunado, señor don Luis, si en tanto que permanezcáis en esta fortaleza, se os concede tan inapreciable bien; mucho lo dudo.

Don Luis nada contestó, aunque comprendió perfectamente la amenaza.

Como cosa de una hora hacía que doña Catalina había abandonado la fortaleza.

Don Luis gozaba en el patio del castillo del inefable bien de respirar el aire libre, y mantenía con el alcaide, que lo era un cumplido caballero, amigable conversación; el preso había simpatizado por completo con aquél a cuya guarda se había confiado su persona.

-Alejad de vos las preocupaciones, porque os lo repito, joven, cuando en el auto de vuestra prisión no se mencionan ciertas frases que yo me sé, cosa es clara que no ha de ser largo ni duro vuestro cautiverio. Encomendé que se os diera un calabozo que nada tiene de repugnante, aparte de los cerrojos -agregó sonriendo el alcalde.

-Y yo os lo agradezco en el alma.

-Nada tenéis que agradecerme; soy esclavo de mi deber, pero cuando puedo, sin faltar a él, tener algunas consideraciones con aquellos cuya custodia se me confía, lo hago con mucho gusto, y experimento al hacerlo, grata satisfacción.

-Eso prueba la bondad de vuestra alma.

-Eso prueba que también yo he estado encerrado más de una vez.

-Sin embargo, no todos los que lo han estado y se ven en vuestro caso, hacen lo mismo que vos.

-Tanto peor para ellos. Creedme, yo gozo el día que le digo a uno de los encarcelados: «estáis libre».

-Lo creo.

-En cambio, cada nuevo huésped que me llega tengo un disgusto.

-Y por desgracia eso se verificará a menudo.

-Y tan a menudo; no pasarán muchos minutos sin que me llegue uno.

-¿Creéis?...

-Lo sé positivamente porque he tenido ya el conveniente aviso.

-Lo siento por el preso y por vos.

-Gracias, amigo mío.

-Esto de poder respirar el aire libre da media vida -dijo don Luis aspirando con delicia el fresco ambiente.

-Pues creo que de ese placer no se os privará por ahora.

-¡Dios haga que así sea! -contestó lanzando un profundo suspiro don Luis.

-¡Eh! ¿Qué os decía yo?

-¿Qué ocurre?

-Ved, he ahí -dijo el alcaide marcando un punto del camino que al castillo conducía -ved ahí una silla de manos y los señores golillas.

-¡Ah! Ya comprendo, en esa silla de manos...

-Viene mi nuevo huésped.

Efectivamente, a los pocos momentos llegó al castillo la silla y sus guardianes.

No tardó en aparecer el preso acompañado de los alguaciles que le custodiaban.

-¡Qué veo! -exclamó don Luis.

-¿Qué os ocurre? -le preguntó el alcaide.

-Me sorprende que sea el caballero que aquí se dirige el preso.

-¿Le conocéis?

-Algo.

El alcaide se encaminó al encuentro del recién llegado.

Don Luis murmuró:

-¿Por qué habrán preso al conde de Santillán?

Capítulo LXXIX. El conde de Floridablanca

Nos es de todo punto necesario dar a conocer a nuestros lectores, siquiera sea muy ligeramente, los principales acontecimientos de la época a que hacemos referencia, especialmente aquellos que se relacionan más directamente con alguno de los personajes históricos de quienes hacemos mención en el trascurso del relato que venimos refiriendo, y hemos esperado para hacerlo, precisamente el momento en que nos es de todo punto indispensable presentar a nuestros lectores uno de los hombres de más significación política de aquellos tiempos, tal como lo era el conde de Floridablanca, privado del señor rey D. Carlos III.

Perdone, pues, el lector el pequeño paréntesis que nos vemos obligados a hacer, cediendo un pequeño espacio al juicio de un reputado historiador respecto al eminente jurisconsulto que acabamos de nombrar.

Es innegable que Carlos III fue uno de los monarcas españoles que con más gloria suya y mejor acierto rigió los destinos de la española monarquía. Su principal talento, según nuestra humilde opinión, fue el tino con que supo elegir los hombres de que se rodeaba, y entre ellos figuró en primera línea el hábil político, el eminente hombre de Estado conde de Floridablanca.

Como quiera que el principal objeto que nos guía en esta ocasión es el de dar a conocer a nuestros lectores en qué estado se hallaba la privanza del conde de Floridablanca en el momento en que tuvieron lugar los acontecimientos que hemos referido en el primer tomo de esta novela, así como en los que sucesivamente tenemos que referir, nos concretaremos a hacer de ello una ligera reseña.

Apenas si ha habido ningún grande hombre que no haya tenido sus detractores, y no había de ser una excepción el buen conde de Floridablanca, mucho menos teniendo, como tenía, sobra de talento y participación en el poder.

Una de las creaciones de más utilidad e importancia y de más trascendencia para el sistema general de una buena gobernación que se debiera al genio de Floridablanca, fue sin disputa la Junta de Estado, y que por lo mismo no sin razón se la denominó después Gobierno del señor rey D. Carlos III.

A pesar de la conveniencia y utilidad de esta creación, del mérito indisputable de la Instrucción reservada para su gobierno, y del que a los ojos de los sabios y de los políticos contrajo el autor de este documento memorable, esta misma obra dio ocasión y sirvió de pretexto a los enemigos de Floridablanca, para tratar de indisponer al monarca con su primer ministro, representándosela como una invención para influir en los negocios de todos los departamentos a costa de rebajar la autoridad soberana, cuando en realidad de verdad y como lo exponía el mismo conde al rey, lo que con esto disminuía era la arbitrariedad ministerial, puesto que cada secretario del despacho sometía los asuntos de su ramo al juicio de los otros, y todos juntos se sujetaban a las reglas y principios consignados en la Instrucción, modificados y aprobados por el monarca, que por otra parte quedaba en libertad de conformarse o no con lo que le propusiera la junta de ministros.

Por otra parte, sus reformas administrativas, en cuya parte se veía la tendencia a favorecer a las clases pobres y a mejorar la condición de los hombres laboriosos, así en las profesiones literarias como en las industriales, y a reducir los privilegios de la nobleza y de las clases exentas, le habían suscitado enemigos entre estas últimas, que hablaban con cierta ironía y menosprecio de su modesta alcurnia, y de cierta familiaridad y franqueza en sus modales que conservaba a pesar de los muchos años de poder ministerial, que hubieran podido enorgullecer a cualquiera otro, y de lo cual hacían objeto de sarcasmo, en vez de hacerlo de merecimiento, no pocos de los que pertenecían a la antigua grandeza española.

El más encarnizado enemigo de Floridablanca entre los que tenía en la clase noble, lo era indudablemente el conde de Aranda, que aunque le había felicitado por su elevación al ministerio, y no podía menos de reconocer su gran talento y habilidad administrativa y política, no podía avenirse con el carácter del privado tan diametralmente opuesto al suyo.

Jurisconsulto y nacido en el estado llano Floridablanca, militar y aristócrata de cuna aún más que de costumbres Aranda, ingenuo y terco éste en demasía, acostumbrado a hacer prevalecer sus dictámenes, y propenso a irritarse cuando no eran seguidos o hallaban alguna oposición; aquél más reservado y más flexible, aunque no muy paciente para sufrir censuras hechas con aspereza o con aire de superioridad; ya en su larga y frecuente correspondencia oficial como confidencial, en concepto de ministro de Estado el uno y de embajador el otro, habíanse cruzado muchas veces entre los dos palabras y frases ya en tono serio, ya en lenguaje semi-festivo, bien irónicas, bien agrias y algunas veces cáusticas, que por más que la política y la cortesanía acudieran a endulzarlas con algún correctivo, expuesto en son de franqueza que modificara su acritud, es de admirar que entre dos personajes da tal calidad y ambos puntillosos, no pararan en rompimiento.

A consecuencia de haber enfermado su esposa doña Teresa en París, tuvo el de Aranda que mandarla a España, y no pudiendo sobrellevar sino con gran disgusto esta separación, resolvió abandonar la embajada de aquella nación, que le estaba confiada, e hizo dimisión de su cargo en mil setecientos ochenta y siete, la cual le fue aceptada por el monarca, y en virtud de ello regresó a España nuevamente el conde de Aranda. A su llegada a Madrid no demostró al ministro más simpatías de las que había manifestado por escrito en tanto fue embajador en la nación vecina. El general conde de O'Reilly era también enemigo de Floridablanca que había sido relevado a instancia suya del mando de Andalucía, pero que no acertaba a vivir en la corte sin el favor y las atenciones que en otro tiempo había gozado y de cuya pérdida culpaba también al ministro predilecto del rey. Por ser dos condes los que más se significaban en contra del que lo era de Floridablanca, consignó un escritor de aquella época la frase de un político que dijo: «Tres condes hay en Madrid que no pueden caber juntos en un saco.» Con lo cual predecía no habían de tardar en estallar las desavenencias surgidas entre dichos personajes, como así sucedió en efecto.

El primer pretexto que tomaron los dos primeros para indisponer al segundo en el ánimo del monarca que tanto la amaba y favorecía, fue un Real decreto que se publicó en diez y seis de mayo de mil setecientos setenta y ocho, designando a las personas a quienes se había de dar el tratamiento de excelencias. Lo que sirvió de asidero al de Aranda para querellarse ante el monarca contra el decreto de veinte y cinco de mayo, fue la última parte en que se declaraba iguales en honores militares a todos los que tenían el tratamiento entero de Excelentísimos, pero viendo que nada se resolvía a su demanda, dirigió otra representación al ministro de la Guerra para que revocase el decreto de veinte y cinco de julio, exponiendo los repetidos lances que iban a sobrevenir entre los jefes militares de provincia y los nuevamente condecorados.

Al mismo tiempo que estos acontecimientos tenían lugar, comenzó a circular una amarga sátira contra Floridablanca, y de rechazo también contra Campomanes, cuyo título era: «Conversación que tuvieron los condes de Floridablanca y de Campomanes el 20 de Junio de 1788.»

En este escrito se censuraba el decreto de honores militares y además se acumulaban un sinnúmero de cargos calumniosos contra aquellos dos esclarecidos magistrados, y tal documento alcanzó gran boga entre la nobleza y la clase militar, habiendo contribuido mucho las damas de la corte a la propagación de semejante libelo el cual servía de sabroso entretenimiento y daba materia a la murmuración en las tertulias y reuniones.

Agregóse al mencionado y calumnioso escrito cierta fábula titulada El Raposo, la cual vio la publicación en el Diario de Madrid (4 de Agosto 1788); en ella se pretendía retratar al conde de Floridablanca haciendo de su persona y carácter una apología tan indigna como infame. De esta fábula tuvieron el atrevimiento de mandarle a él mismo unas copias manuscritas a San Ildefonso, en una de las cuales creyó reconocer la letra de cierta dama de la nobleza que le era muy conocida.

El más grande hombre tiene sus defectos y formaban parte de los de Floridablanca el no saber sobreponerse a ciertos ataques mostrándose por el contrario sensible a tales pequeñeces.

Ordenó al superintendente de policía que investigara el origen y autores de los escritos que contra él circulaban y del objeto que se proponían sus enemigos.

Recayeron sospechas sobre algunos personajes militares que eran conocidos por desafectos al ministro y sobre ellos se hizo sentir el ministerial enojo. Para alejar políticamente de España al consejero de Guerra marqués de Rubí, nómbresele para la embajada de Prusia, so pretexto de necesitarse allí un general de sus circunstancias. Comprendiólo él, hizo renuncia y en las contestaciones que tuvo con el ministro expresóse con bastante destemplanza y a consecuencia de esto, se le envió de cuartel a Pamplona. Diose el mando de la provincia de Guipúzcoa al inspector general de caballería don Antonio Ricardos. Al conde de O'Reilly la comisión de hacer un reconocimiento en las costas de Galicia. Hízose salir a su cuñado don Luis de las Casas a su gobierno de Orán, y hasta se significó al marqués de Aranda los inconvenientes de recibir en su tertulia personas que sin duda eran tenidas por enemigas del ministro de Estado.

A pesar de haber revocado el rey el decreto sobre honores militares y de los destierros políticos de que hemos hecho mención, no cesaron sin embargo los ataques que de continuo se dirigían al primer ministro. De ser aquellos y tal vez algunos otros generales los que a su juicio habían formado empeño en desacreditarle o indisponerle con el rey y conspirar para su caída, infiérese harto claramente del escrito de defensa que le obligaron a hacer. Sea como quiera, es el caso que tanto mortificaba a Floridablanca aquella especie de persecución, que a pesar de continuar gozando de la confianza del monarca, quiso responder a todas las acusaciones que se le dirigían, presentando el rey un difuso y concienzudo escrito, que contenía una relación de todos sus actos ministeriales desde 1777, con el título de Memorial a Carlos III. Notabilísimo documento, cuyo contenido ensalzan todos los historiadores que de él se han ocupado, y del cual dice un historiador extranjero: «Honra su memoria este trabajo, como hombre y como ministro, y puede considerarse como la última de sus ocupaciones en el reinado de Carlos III.»

He aquí como terminaba el notable escrito a que nos referimos:

«Justo será ya dejar en reposo a V. M., y acabar con la molestia de esta difusa representación. Sólo pido a V. M., que se digne desdoblar la hoja que doblé en otra parte, cuando referí la bondad con que V. M. se dignó ofrecerme algún descanso. Si he trabajado, V. M. lo ha visto, y si mi salud padece, V. M. lo sabe. Sírvase V. M. emplearme en algunos trabajos propios de mi profesión y experiencia, allí podré hacerlo con más tranquilidad, más tiempo y menos riesgo de errar. Pero, señor, líbreme V. M. de la inquietud continua de los negocios, de pensar y proponer personas para empleos, dignidades, gracias y honores; de la frecuente ocasión de equivocar el concepto en esta y otras cosas, y del peligro de acabar de perder la salud, y la vida en la confusión y atropellamiento que me rodea. Hágalo V. M. quien por quien es, por los servicios que le he hecho, por el amor que le he tenido y tendré hasta el último instante, y sobre todo por Dios nuestro Señor, que guarde esa preciosa vida los muchos y felices años que le pido de todo mi corazón. Real Sitio de San Lorenzo, a 10 de octubre de 1788.»

Ya conoce ahora el lector en cuál estado se hallaban los asuntos del conde de Floridablanca en el momento en que vamos a ocuparnos de dicho personaje.

Capítulo LXXX. Los consejos del conde de Fuentidueña

Cuatro días habíanse transcurrido desde los acontecimientos que hemos narrado en los capítulos anteriores.

El conde de Floridablanca hallábase solo en su despacho, y a juzgar por su actitud, se podía deducir que se encontraba profundamente preocupado.

La luz que despedía la animada llama del quinqué, colocado sobre la mesa, daba de lleno sobre el inteligente rostro del eminente hombre de Estado.

La casi imperceptible contracción de sus cejas, la tristeza de su mirada, fija a la sazón en un papel escrito que ante sí tenía, decían bien claramente que el ministro experimentaba alguna contrariedad reciente, que había venido a aumentar el número de los disgustos que de continuo le asediaban.

Cuando más abstraído se hallaba en sus meditaciones, sacóle de ellas la voz de un criado, que anunció respetuosamente, aunque en voz alta:

-El señor conde de Fuentidueña.

A una seña del ministro se retiró el criado, apareciendo en breve el personaje que acababa de anunciar.

El conde de Fuentidueña y Giacomo Zarini eran una misma persona.

El conde de Floridablanca había sido su amigo. Cuando el primero pasó a Roma, a tratar el delicado asunto de la expulsión de los jesuitas, el segundo le prestó cierta clase de servicios, muy dignos de ser tomados en consideración, y tal proceder aumentó más y más la amistad que unía a ambos personajes.

Andando el tiempo, perdiéronse de vista, y a pesar de hallarse el conde de Fuentidueña en Madrid desde hacía dos años, no acudió a su antiguo amigo hasta que lo juzgó oportuno, y Floridablanca, no sólo le recibió con verdadero cariño, sí que también, merced a su influjo, consiguió rehabilitar por completo a su amigo, al que fueron devueltos sus títulos y honores.

Dada esta breve explicación, pasaremos a explicar la escena que entre los dos amigos tuvo efecto.

Al aparecer el conde de Fuentidueña en el despacho del ministro, éste se incorporó y le alargó la mano, que aquel estrechó con efusión entre las suyas.

-Vengo a darte las gracias.

-No merecía la pena de que por eso te molestases.

-Lejos de ser así, tengo gran placer en poder expresarte de viva voz la gratitud que hacia ti experimenta mi corazón.

-Gran cosa es el hallar a un leal entre tanto ingrato.

-No has de contarme jamás en el número de esos últimos.

-¡Dios lo haga y así lo deseo!

-¿Acaso dudarías?

-Siéntate, amigo mío.

El conde de Fuentidueña aceptó la invitación, y conociendo que a su amigo le aquejaba algún pesar, le dijo con tono de leal solicitud:

-Algo te sucede. ¿Qué nueva contrariedad amarga tus instantes?

-Nueva, tú lo has dicho, pero del mismo género que otras muchas de las que me mortifican.

-¿Sería indiscreción el preguntarte?...

-No, amigo mío; se trata de un nuevo desengaño.

-¿Un desengaño?

-Sí -dijo el de Floridablanca melancólicamente- y son tantos y tantos los que vengo sufriendo de algún tiempo a esta parte, que aquí para entre los dos te diré que ya se me va apurando la paciencia.

-En efecto; carga pesada es la que descansa sobre tus hombros desde hace ya largos años.

-Carga que deseo soltar, te lo aseguro.

-¿Es cierto, pues, que has intentado presentar la dimisión al monarca?

-No.

-Pues el vulgo así lo murmura.

-Pues hoy por hoy se engaña; no trato de presentarla.

-¡Ah! -dijo con visible satisfacción Fuentidueña.

-Y digo eso hablando en puridad; porque hace ya días que la presenté.

-¿Eso has hecho?

-Sí, mi buen amigo; empero, a pesar de las sólidas y buenas razones en que fundé mi respetuosa petición, mi amado monarca no ha tenido a bien concederme el descanso que tanto he menester.

-Y, perdóname que así me exprese; el rey ha obrado muy juiciosamente en ello.

-Líbreme el Señor de censurar el más mínimo de los actos de mi soberano; pero, créeme, amigo mío, la carga va haciéndose en extremo pesada, y yo voy perdiendo la fuerza que hasta hoy me ha ayudado a sobrellevar su peso.

-Comprendo los sacrificios sin cuenta, los sinsabores y los desvelos que soportas, pero la patria y el rey necesitan de ellos, y eres tú demasiado buen español y leal súbdito para no continuar sacrificándote en pro de la una y por el bien del otro.

-Yo haré cuanto pueda, pero temo poder poco tiempo.

-¿Qué te lo hace creer así?

-Lo que antes te signifiqué, los desengaños.

-¿Hasta ese extremo te mortifican?

-Sí, no puedo negártelo. Cada día un nuevo escrito que me calumnia, a cada hora una nueva intriga fraguada en mi desdoro, a cada momento nuevas y más complicadas conspiraciones en contra mía; los amigos de ayer, enemigos hoy y unidos éstos a aquellos que más favores me deben; esto se me hace insoportable, te lo confieso; a cada nueva decepción que sufro, experimenta mi corazón un rudo golpe. ¿Quién hubiera de decirme que el conde de Santillán fuera uno de mis más ardientes detractores? ¿Ni quién pudiera imaginarse tampoco que don Luis de Guevara se revolviera en contra mía? El primero jamás dejó de tener aficiones hacia el conde Aranda, pero a pesar de no haberle podido atraer jamás a mi bando, nunca le hubiera creído capaz de ejercer la calumnia en mi persona; el segundo me ha encontrado dispuesto siempre a protegerle y a encumbrarle, y sin embargo, hame puesto en la dura alternativa de tener que tomar severas medidas en su contra.

-¿Está preso?

-Sí.

-¿Y el conde?

-También.

-Has obrado cuerdamente.

-Sí; me ponen en el caso de tener que desterrar a unos y encarcelar a otros, y como quiera que el tener que proceder con tal dureza, me repugna, de aquí el que quisiera se me hubiese permitido retirarme del poder.

-La patria necesita de ti, y ella es primero.

-Bien conozco que en los momentos actuales pudiera ser un inconveniente mi retirada, y comprendo en parte la negativa del rey a acceder a mis deseos.

-¿Quién pudiera sustituirte dignamente?

-El mismo conde de Aranda.

-Yo respeto mucho tu opinión, pero perdóneme el general si no le creo el más a propósito para ocupar el alto cargo que tú ejerces.

-¿Y eso por qué?

-Es demasiado impetuoso su carácter, se arrebata fácilmente, cree siempre que su opinión es la mejor, y de ella no se separa por más que se le ocurra un desatino; es de aquellos que creen que basta con la buena intención, y esa no es la cualidad más sobresaliente que ha de adornar al que gobierna.

-Aunque así sea, otro habrá sin ese que pueda sustituirme.

-No sé verle.

-¡Diablo! -dijo el conde sonriendo- ¿y si yo muriera hoy o mañana?

-En ese desgraciado caso, habría que elegir a alguno a fin de que ocupara el lugar que tú dejaras, bien lo comprendo; pero no quiere decir que se hallase el que pudiere sustituirte dignamente para la prosperidad y bienestar de la patria.

-Amigo mío, la amistad que me profesas hace que creas mi sustitución más difícil de lo que es en realidad.

-Pues son muchos los que piensan como yo.

-Así será, no lo dudo; pero yo me permito creer lo contrario.

-Porque siempre fue mucha tu modestia.

-No; porque realmente pienso así.

-Sea lo que tú dices, pero aun así tropezaría con mil dificultades tu sustituto.

-¿Cuáles?

-Hace ya años que estás al frente de los negocios del Estado.

-Esa es una gran verdad.

-Aparte de tu reconocida habilidad política, ¿crees que sería muy fácil el que se impusiera en poco menos que en horas de los intrincados negocios que tú tienes hoy tan a la mano, el nuevo ministro, mucho más teniendo en cuenta el actual estado de cosas de Europa?

-Eso pudiera ofrecerle algunas dificultades.

-Y algo graves.

-No lo niego.

-Pues creo que aunque fuese esa la única y sola razón, es por sí sola bastante poderosa para obligarte a continuar en el puesto que ocupas.

-Bien a pesar mío -repuso tristemente el ministro.

-¡Oh! si me permitieras que te diera un consejo...

-¿Y por qué no, amigo mío? jamás de nadie los he desatendido si me han parecido oportunos.

-Como siguieras el camino que yo te indicara, pronto te hallarías libre de las dificultades que tus enemigos siembran a tu paso, dificultades que se vuelven en contra de la nación.

-¿Y qué crees que es necesario hacer para conseguir eso?

-Sencillamente, matar.

-¡Oh! jamás; la sangre me repugna.

-Tampoco soy yo sanguinario, pero en ciertas ocasiones se hace indispensable el derramar una poca a fin de evitar que corra mucha.

-No digo lo contrario.

-Si tuvieras tiempo que perder, podría referirte cierto pasaje histórico en que danzó uno de mis antepasados y que es ahora muy del caso.

-Habla, amigo mío, te escucho con atención.

El conde de Floridablanca dio orden al conserje que en tanto él no lo llamara, no se permitiera interrumpir la conversación que iba a tener con el conde de Fuentidueña para anunciarle la llegada de persona alguna.

Una vez de nuevo solos los dos amigos, el conde de Fuentidueña dio comienzo a la ofrecida historia que es la que sigue.

Capítulo LXXXI. Qué era lo que ocurría en Valladolid el año de gracia de 1440

Sumamente preocupada se encontraba la corte del rey don Juan II de Castilla, a consecuencia de un suceso grave en sí y mucho más por las consecuencias que pudiera traer en pos de sí.

El príncipe don Enrique, que a la sazón contaba quince años, y con el que ya empezaba a privar un doncel de su cámara, que se llamaba don Juan Pacheco, abandonó a instigación suya el alcázar y se fue a la casa del almirante de Castilla, enemigo de don Álvaro de Luna y partidario del rey de Navarra y del infante don Enrique. Tal suceso, acaecido en medio del día y a la faz de una corte asaz dividida y turbulenta, no pudo menos de causar sensación, y se aumentó considerablemente cuando al ir el conde de Castro y Ruy Díaz de Mendoza, mayordomo mayor del rey a decir al príncipe que se volviese al alcázar, les impuso por condición el destierro del doctor Periáñez, Alonso Pérez de Vivero, contador mayor del rey, y Nicolás Fernández de Villamizar, hechuras los dos últimos del condestable, y acérrimos defensores suyos los tres.

Tal respuesta, que era un reto al poderoso privado, puso en terrible confusión al débil rey; pero que instigado por su esposa doña María, que odiaba al favorito, odio cuyos motivos explicaremos más adelante, accedió al fin, y las órdenes de destierro fueron firmadas.

Un acontecimiento de esta especie, que si no demostraba una completa caída, por lo menos daba a entender que el poder del condestable amenguaba, no pudo menos de ocasionar grandes reuniones de los partidarios de entrambas facciones, que acudieron en seguida a las casas de sus respectivos jefes.

Describir el furor que se apoderó de don Álvaro al saber la separación de sus tres amigos, sería imposible; baste decir, que el doctor Periáñez era su cabeza, Pérez de Vivero su corazón, y Fernández Villamizar su brazo.

Él los había elevado, los había ennoblecido, y ellos le pagaban con una adhesión sin límites.

Paseándose a largos pasos en la extensa cámara de su palacio, estaba don Álvaro de Luna, abstraído completamente en sus ideas.

Hernando Velasco, su paje favorito, se mantenía de pie a respetuosa distancia, contemplando tristemente el mudo dolor de su amo.

El conde de Fuentidueña, su amigo más íntimo, sentado en un dorado sillón, se entregaba también a análogos pensamientos que el condestable.

Largo tiempo permanecieron en silencio, hasta que don Álvaro, parándose delante del paje; le preguntó:

-¿Pero estás cierto de lo que me has dicho, Hernando?

-Por desgracia, demasiado; he visto yo mismo las órdenes de destierro.

-¿Y tan perentorias eran que no han podido venir a darme el adiós de despedida?

-Como que no se les daba más tiempo que el preciso para montar a caballo y partir.

-Han querido evitar que yo viera al rey y le hiciera variar de resolución; esto significa que o me temen o me desprecian. Vete, mi buen Hernando, descansa, que bastante necesidad tendrás de hacerlo.

Salió el paje, y el condestable se dejó caer en un sillón, donde sepultando la cabeza entre sus manos, permaneció largo tiempo, que nosotros aprovecharemos para dar a conocer a nuestros lectores estos dos nuevos personajes.

Don Álvaro de Luna, hijo del antiguo copero del rey don Enrique III y de una mujer de baja esfera, fue puesto por su tío el arzobispo don Pedro de Luna en la cámara del rey don Juan, cuando éste era aún muy niño.

Dotado de una inteligencia superior a su edad, comprendió el inmenso partido que podía sacar de la situación en que la corte se encontraba.

Doña Catalina de Lancaster, madre del rey, era asaz impresionable todavía para no reparar en el travieso paje, y sobradamente hermosa para que a éste no le satisfaciese su conquista.

Dado este paso, el segundo sólo dependía del tiempo. Muchos años consagró a apoderarse del corazón del rey, y como por su suerte éste era demasiado débil, abandonó en manos de su favorito una corona harto pesada para aquellas sienes femeniles.

La hábil negociación de Tordesillas, que dio por resultado el casamiento del infante don Enrique con la hermana del rey y el casamiento de éste poco antes con doña María de Aragón, añadieron al favorito el título de conde de Santisteban de Gormaz y el señorío de la villa del mismo nombre.

Entonces su ambición se desembozó completamente, y la nobleza castellana se apresuró a coligarse contra aquella potencia que se elevaba y que amenazaba a sus fueros y privilegios. Esto, como era natural, tuvo sus consecuencias, que fueron las de obtener el condestable nuevas rentas y nuevos señoríos, para sostener las lanzas que le hacían falta para sofocar las rebeliones que su poder siempre en aumento le suscitaba.

El enemigo más poderoso que tenía era la reina: él lo conoció así, y procuró inutilizarla por medio del amor. Doña María tenía esa hermosura bravía de la edad media, de pasiones fuertes y abrasadoras; el amor del niño rey no bastaba a aquella alma fogosa, y el audaz condestable tan enamorado como ambicioso, añadió aquella nueva flor a la corona de sus triunfos; mas como la pasión de la reina era cada día más exigente, y el fuerte del condestable no era la constancia, de ahí que aprisionado en las redes de otros nuevos amores, se olvidó de doña María, olvido que ésta no le perdonó, aborreciéndole tanto como antes le había amado.

El aspecto de don Álvaro, en la época que lo presentamos al lector, causaba una mezcla de miedo, veneración y lástima imposible de describir.

Joven todavía, pues sólo tendría cuarenta y cinco años, la grandeza de los pensamientos que en su imaginación bullían, habían surcado su frente de profundas arrugas; la costumbre de mando y el orgullo que le dominaba, habían dado a su boca una expresión desdeñosa y altiva; y los inmensos dolores que había sufrido, las decepciones de que era víctima, y la continua lucha que estaba sosteniendo, habían impreso en su semblante una sombra de hastío, de desaliento, imposibles de describir; únicamente aquel corazón soberbio que jamás se abatía, se reflejaba en sus grandes ojos negros, en los que podía decirse que se había reconcentrado toda su vida.

Tal era, a grandes rasgos, el opulento magnate, el alto y poderoso condestable de Castilla, el privado del rey don Juan II.

En cuanto al conde de Fuentidueña, poco tenemos que decir; criado con don Álvaro, creció con él, con él entró en la cámara del rey, y más que amigos se profesaban el cariño de hermanos; era el depositario de todos sus triunfos, sus zozobras y sus pesares; era el único corazón en quien depositaba toda la amargura que atesoraba el suyo, y el único que lo prestaba fuerzas, y con cuyo apoyo pudiera contar.

Ya que conocemos a entrambos, justo será que volvamos al punto en que suspendimos nuestra narración.

Algún tiempo trascurrió sin oírse otro ruido en la estancia que la respiración anhelante del condestable, y algún que otro murmullo que se escapaba de los labios del conde, cuando aquél, alzando su cabeza y sacudiéndola como si quisiera alejar las ideas que lo preocupaban, volviéndose al de Fuentidueña, le dijo:

-¿Qué piensas de lo que está sucediendo?

-Que si esto hace el príncipe ahora que es un niño cuando tenga cinco años más, nos va a dar mucho que hacer.

-No ha salido el golpe de él, no; todo ha sido obra de Pacheco, ese doncel que yo introduje en su cámara, y que hoy, como todas mis hechuras, se vuelve contra mí.

-Buen remedio; inutilízalo antes de que pueda hacerte daño.

-¿Y de qué me serviría? ¿Crees tú que la muerte de un hombre pueda alejar de mi cabeza el golpe que me amenaza? Moriría uno y quedarían cien; haría lo mismo con aquellos, y brotarían otros nuevos; la reina, vengativa como mujer, y doblemente como mujer desdeñada, es un enemigo poderoso, al cual no puedo destruir sin causar mucho ruido; el rey de Navarra, el infante don Enrique, los condes de Castro, de Benavente y otros, Alonso de Zúñiga y su primo Diego; estos Zúñigas, a quien Dios confunda, y que son mis más encarnizados enemigos, todos ellos no me causarían espanto en un campo de batalla; pero en Valladolid, donde tengo tantos adversarios, donde habita un rey débil, que se inclina al último parecer; que lo mismo que ha firmado las órdenes de destierro de mis amigos, firmará mañana la de mi muerte, si se lo dicen, me dan miedo; ¡a mí que nunca lo he conocido!

-Pues reunamos nuestras lanzas, y arrojémosles de la ciudad.

-¿Y crees tú que si no hubiera tenido mis gentes en Bonilla, estaría en el caso en que me encuentro? Caro hubiera pagado ese rey que se entromete a gobernar casas ajenas y esa nobleza que en su mayor parte me debe lo que es, el haber atentado a mi poder; pero estoy solo, completamente solo.

-No te entiendo.

-¿De qué me sirves tú, y dos o tres cientos de buenas y leales lanzas, contra las fuerzas de mis enemigos? ¿De qué me sirve mi astucia si no puedo prever de donde viene el golpe? ¿Crees tú que yo hubiera podido precaver que ese Pacheco, ese hombre alzado por mí del polvo, pagara mis beneficios hiriéndome en lo más sensible de mi corazón, en mi amistad? -Y prosiguió el condestable con un acento de amargura inmensa.- A pesar de que no debía extrañarme eso, porque a cuantos he hecho beneficios, otros tantos me han sido ingratos; yo he ennoblecido a mis criados, y se han vuelto contra mí, yo casé al infante don Enrique con doña Beatriz, que le llevó en dote el señorío de Villena, y está trabajando para mi ruina; y, finalmente, he hecho respetar a Castilla por los moros, he ajustado la paz de Portugal, he hecho de ella un reino que respetan hasta los extranjeros, y en pago el rey sacrifica mis afecciones, me abandona a mis propias fuerzas, y me deja a merced de esa turba de rebeldes, que desean mi caída para disputarse mi puesto.

-¡Oh! pero ese caso no llegará jamás: diez espadas de traidores no valen tanto como la de un leal, y en último caso, abandonaremos la ciudad, nos retiraremos a cualquiera de las villas más cercanas, apellidaremos la tierra, reuniremos nuestras mesnadas, dejaremos flotar al aire nuestros pendones y veremos quién vence en la lucha.

¿Y tú crees que nos dejarían salir de Valladolid, ni que yo tampoco lo había de abandonar? Desengáñate, Gutierre, no no nos queda más remedio que luchar, luchar y morir con honor si llega el caso, que llegará; ya me faltan las fuerzas, esta lucha incesante me cansa, aún no se ahoga una conspiración, cuando brota otra nueva. Yo he servido al rey con lealtad, y si me ha dado cargos y dignidades, ha sido en premio de mi sangre derramada por su causa; yo he gastado mi vida en estas luchas continuas; mi carácter, siempre franco y leal, ha tenido que doblegarse a ser traidor para sorprender las traiciones de mis enemigos; enemigos que tenía y tengo, porque he aspirado a la unidad de la corona, a la centralización del poder, porque no podía soportar la mengua de que en un reino hubiera cien nobles que fueran más reyes que el de legítimo derecho lo debía ser; he luchado, he sido envuelto en un torbellino de infamias y de traiciones, y he podido contrarrestarlo hasta ahora, porque os tenía a vosotros que erais mis brazos; pero hoy, que poco a poco os irán alejando de mi lado; hoy, próximo a quedarme solo, tengo miedo; estoy débil, viejo, porque esta continua guerra ha secado mi corazón, ha encanecido mis cabellos y ha destruido mi cuerpo; aislado completamente, después de haber sido tanto tiempo verdugo, me llegará a mí la vez de ser víctima; entonces -prosiguió con un acento en que se traslucía una agonía infinita- irá mi nombre a la posteridad envuelto con el odio de mis enemigos, que harán de él una página sangrienta en la historia; pasaré como una de esas nubes terribles que dejan tras sí una huella profunda de luto y desolación. Moriré sin haber sido comprendido siquiera.

Al pronunciar estas últimas palabras volvió a inclinar la cabeza, y el conde no pudo menos de sentir y respetar el inmenso dolor de su amigo. Por fin, al cabo de algún tiempo, le dijo:

-¡Qué diablo! No hay que perder la esperanza; quizá todavía tengamos algún remedio.

-¡Oh! si yo pudiera contar con el conde de Rivadeo, no me apuraría.

-¿Y por qué no?

-¿Crees tú que no lo habrán ya atraído a su partido el infante y los condes?

-Mucho lo dudo; creo que don Rodrigo es el único caballero que hay hoy en la corte, y el único también que esté decidido a no servir a nadie más que al rey; como riquezas, no creo que haya ningún noble en Castilla que pueda competir con él excepto tú, y como dignidades, un hombre que está enlazado a la casa real de Francia, tampoco es posible que le halague más un blasón, comprado a costa de una rebeldía.

-Si yo supiera que podía contar con su apoyo... -dijo el condestable, mientras que su rostro volvía a resplandecer con una ráfaga de esperanza.

-Nada se pierde con tantearle; háblale tú mañana, y si es de los nuestros, el triunfo es seguro.

-Ya lo creo; auxiliado por sus soldados, poco me importarían todos los rebeldes de Valladolid.

Precisamente el conde de Rivadeo había llegado de Francia pocos días antes, donde había estado sirviendo al frente de sus lanzas reuniendo una hueste bastante numerosa, y todos los bandos en que se hallaba dividida la corte a la sazón todos le saludaron como una esperanza, creyendo que se inclinaría hacia el lado de alguno.

Pero el noble caballero no se mostró dispuesto a patrocinar rebeldías ni a servir ambiciones.

Respetuoso con el monarca, formuló tan claramente su opinión respecto a las banderías de la corte, que los señores castellanos no pudieron menos de confesar que o el conde de Rivadeo tenía más ambición que todos ellos y aspiraba al poder apoyado por sus soldados, o era un solemne belitre que no entendía nada en materia de conspiraciones.

Largo rato siguieron hablando, combinando el medio de atraerse al conde de Rivadeo, cuyo objeto veremos más adelante si pudieron conseguir.

Antes de que sigamos adelante con nuestra narración, nos es preciso retroceder dos días antes de que el príncipe abandonara el alcázar.

Son las cinco de la tarde. Estamos en la cámara de la reina doña María de Aragón, esposa de don Juan II. Los últimos rayos del sol penetraban a través de los vidrios de colores que cubrían las ojivas del alcázar de Valladolid, y su luz triste y opaca revestía de una tinta fantástica todos los objetos de la habitación.

Sentada en un nada cómodo sitial, apoyada la cabeza en sus manos blancas como el armiño, doña María de Aragón se hallaba entregada a serias meditaciones.

Nada interrumpía el silencio que reinaba en la estancia, más que el acompasado pasear de los donceles que hacían la guardia a la puerta, y el ligero crujir de sus armaduras.

La reina doña María de Aragón era una dama que podría tener unos veinticuatro años; su hermosura era espléndida, si se nos permite decirlo así, era esa belleza característica a la edad media, y cuyos tipos más pronunciados pertenecían a las razas aragonesa y navarra; cutis ligeramente moreno, ojos negros, rasgados, abrasadores, pelo negro, boca y nariz regular, labios encendidos y dientes de marfil. Tal era la reina doña María; dotada de pasiones violentas, amaba con frenesí y odiaba con furor.

Niña aún, las razones de Estado la hicieron casar con un rey niño también, y asaz enamorado para que la admirase el primer día, y al segundo abandonase sus brazos por los de otras de sus cortesanas.

Casada sin amor, olvidada por su esposo en medio de una corte que todo era aventuras galantes y conspiraciones, no podía hacer otra cosa que conspirar y dejarse enamorar.

Don Álvaro, que contaba con la poderosa hermosura de la reina para embriagar a don Juan II, no pudo menos de temblar al ver que salían falsas sus esperanzas; y que la reina, entregada a sus enemigos, era un arma terrible, y que tal vez pudiera darles la victoria.

En tal situación, él, que tanto tenía de galante como de ambicioso, pensó inutilizar aquel instrumento por medio del amor, y lo consiguió.

Así pasó algún tiempo hasta que empezó a entibiarse aquel cariño, viniendo poco después el olvido.

Acabado el amor, vino a ocupar su lugar el odio, y doña María, excitada por los émulos del privado, puso en juego cuantos medios pudo para derribarle. Difícil era, puesto que en aquellos días en que parecía haberse eclipsado completamente su estrella, aquel hombre dominaba, hacía temblar a los mismos que creían tenerlo en su poder. Sin embargo, estando en Valladolid todos sus más poderosos enemigos, teniendo el condestable todas sus lanzas repartidas en diversos puntos lejanos de la corte, interceptadas todas las comunicaciones, poco se podía prolongar su caída.

En tal estado las cosas, y con semejantes esperanzas, la presentación en Valladolid del conde de Rivadeo al frente de siete mil peones y tres mil caballos, hizo variar completamente el estado de las dos facciones.

Habían notado en don Rodrigo demasiada afición al rey para venderse a los rebeldes, y don Juan II para ellos representaba a don Álvaro de Luna.

Forjáronse mil planes, hiciéronse mil tentativas, pero el de Rivadeo permaneció firme, encerrado entre su lealtad y su honor.

La reina, contrariada al ver aquel refuerzo tan poderoso, como no esperado, que se venía al condestable, se desesperó y ponía en tortura su imaginación buscando un medio para deshacer aquel obstáculo.

Tal era la situación en que se encontraba la reina doña María de Aragón en el momento que la presentamos al lector.

Mucho debían preocuparla sus pensamientos, cuando no advirtió que un paje alzaba el tapiz que cubría la puerta, y que anunció:

-El señor conde de Rivadeo.

Alzó la reina sus ojos y los fijó en el joven que, llegándose a ella, le hizo una reverencia y arrodillándose, dijo:

-¿Me permitiréis señora, que tenga la honra de besar vuestra mano?

-Tomadla, pues lo merecéis; sois el único que se acuerda que en una de las cámaras del alcázar habita una pobre mujer que tiene un esposo que la abandona, y una corona de nombre.

-Señora, permitidme que os diga que el rey don Juan, si se aleja de vos, no es por su voluntad; demasiado veis el estado en que se halla Castilla, para que no comprendáis que los negocios son los que le arrebatan de vuestro lado.

-Y entonces ¿de qué le sirve el condestable? -dijo doña María con un acento de marcada ironía.

-Hay asuntos que sólo un rey puede despachar.

-Tal vez el irse a adormecer en los brazos de alguna de las cortesanas que le arroja su privado.

-¡Señora!...

-¿No tenéis que contestarme? Conocéis que mis palabras son verdaderas, y os calláis.

-Lo que veo es que estáis muy prevenida contra el condestable.

-¡Prevenida contra el condestable! ¿pues qué, lo juzgáis vos más favorablemente?

-Veo en él, el delegado de mi rey, y como tal le juzgo.

-Y esas tropelías que a nombre de un rey, que en nada ni para nada se toma su parecer se hacen, esas justicias que se ejecutan, esas vejaciones de los pueblos, todo eso ¿cómo lo juzgáis?

-Como una cosa necesaria, para obligar a una nobleza turbulenta y orgullosa, a que reconozca el poder de un legítimo señor.

-¿Luego vos le admiráis? -dijo la reina con un acento en que se notaba el despecho que sentía.

-Sí, señora; le admiro, porque únicamente él pudiera hacer lo que ha hecho; porque él únicamente pudiera sostener la lucha tantos años con los dos poderes más formidables del reino, la Iglesia y la nobleza; porque únicamente él pudiera, sin perjuicio de las contiendas civiles que tienen dividido el reino, haber ajustado las paces con Portugal, rechazado los moros de sus fronteras, y sostenido la guerra con el rey de Navarra. Creedlo, señora, para los tiempos que atravesamos hace falta un hombre de hierro que haga respetar las leyes y la corona.

-¡Unas leyes dadas por él, y una corona que casi es suya también! Por Dios, señor conde, que os ha hechizado ese hombre, como dicen que ha hechizado al rey.

-Me han hechizado sus hazañas. Don Álvaro podrá ser ambicioso, pero eso no quita para que sea un buen caballero.

-¿Y sin duda por efecto de esa admiración que le profesáis, habéis puesto a su disposición vuestras mesnadas?

-Mis gentes y yo, hemos venido exprofeso a servir al rey, y el condestable es la personificación de su señoría don Juan II; todo lo que sea en su servicio lo haré, y el día en que no quisiera prestarles mi apoyo, me volvería a Francia; pero asociarme a esos bandos de rebeldes, nunca lo haré.

Miróle profundamente doña María, y mordiéndose los labios con furor, dejó caer la cabeza entre sus manos, permaneciendo largo rato en esta postura; Rodrigo la contemplaba sin atreverse a romper el silencio que reinaba en la cámara: el día declinaba visiblemente y los débiles rayos de luz que penetraban por las ventanas bastaban apenas a iluminarla, revistiendo de sombras las paredes del aposento, de cuyo fondo oscuro se destacaba la bella figura de doña María de Aragón. Por fin ésta alzó la cabeza, brillando en sus ojos dos lágrimas, a través de las cuales lanzó a don Rodrigo una mirada intensa, dolorida, una de esas miradas capaces de tornar a un esclavo en señor, y a un caballero en asesino.

El conde sostuvo aquella mirada con valentía, pero poco a poco sus pupilas no pudieron sostener la dulce irradiación de las de la reina, y con voz conmovida la preguntó:

-¿Lloráis, señora?

-Sí; lloro porque me veo sola, abandonada completamente en las soledades inmensas del alcázar; lloro, porque no tengo un corazón que se asocie a mis pesares, que me consuele y me dé fuerzas en la lucha que estoy sosteniendo; lloro, porque entre tantos caballeros como hay en Castilla, ninguno presta su apoyo a una pobre reina que se ve sin esposo, porque el condestable se lo arrebata; a una pobre madre que se ve sin hijos, porque ese mismo condestable los aleja de su lado; lloro, en fin, porque me veo escarnecida, humillada por ese hombre que, nacido del polvo, se alza orgulloso y trata sin respeto a una mujer, nieta de reyes, y esposa de su monarca.

-Calmaos, señora, calmaos; deploro la fatalidad que ha hecho que vos y don Álvaro vayáis por distinto camino, pero no está en mi mano poderlo remediar. Lloráis porque os falta un corazón que se asocie a vuestros pesares; uno tengo, grande, enérgico, leal, y que me atrevo a ofreceros. ¿Queréis aceptarlo? Tendréis ese amigo que apetecéis, amigo que os consolará, y que siempre permanecerá leal a su rey.

-Acepto vuestra oferta -contestó la reina con efusión, y después preguntó con encantadora coquetería:

-¿Y seguiréis siendo partidario del condestable?

-Señora -dijo Rodrigo con respetuosa entereza; los hombres de mi raza, nunca han faltado a su palabra; he jurado pleito homenaje al rey don Juan II, y si mañana, otro que el condestable se me presentase investido con los poderes de Su Señoría, le obedecería, porque él no me representaría, tal o cual nombre, sino al rey.

No pudo contenerse la reina; hizo un ligero movimiento de despecho, ocasionado por las últimas palabras del conde, pero reponiéndose en seguida, dijo:

-Dejemos ya esa conversación; vos me habéis ofrecido vuestra amistad y yo la he aceptado; más habéis hecho vos, que hace seis días que me conocéis, que mis castellanos que hace años me tienen a su lado; ¡no podéis figuraros cuánto bien me habéis hecho! -prosiguió la reina, queriendo ocultar bajo aquellas palabras de afecto, el profundo disgusto que la causaba la lealtad fanática del conde- me parece que ya no estoy tan sola en el mundo. ¡Oh! la amistad es el consuelo de las almas doloridas, y creo que voy a rogar a Dios esta noche con más fervor, puesto que he encontrado el amigo que tanto anhelaba.

-Vos me recordáis una cosa que había olvidado, la hora de vuestras oraciones.

-Sí, el bálsamo de los que sufren, es la oración; ahora en vez de uno, tendré dos consuelos. Id con Dios, señor conde, y no dejéis de venir mañana.

-Es demasiada honra para mí, para que la olvide. ¡El cielo guarde a vuestra alteza!

Y besando la mano que la reina le tendía, se dirigió a la puerta, se inclinó profundamente, y desapareció tras el tapiz que la cubría.

De esta escena que, como hemos dicho en otro lugar, se había verificado dos días antes que el conde de Fuentidueña hubiese celebrado la entrevista con el condestable, entrevista con la cual hemos principiado esta historia, tuvo don Álvaro noticias al participarle su amigo que el conde de Rivadeo había contestado clara y categóricamente que él no defendía más que al monarca; y que, puesto que don Álvaro era quien le representaba, estaba a su lado para defenderle.

-Pero -añadió el de Fuentidueña- el conde de Rivadeo opina del mismo modo que yo, Álvaro. Es necesario matar si no quieres ser muerto. Hubo un tiempo en que la nobleza castellana se rompía antes que doblegarse, mientras que hoy se doblega cuando se cree más débil; obtiene favores y alcanza mercedes a fuerza de humillaciones: todas las olvida mañana cuando se cree fuerte para imponerse. Por lo tanto, antes que se doblegue, rómpela.

-Déjame, Gutiérrez, no hablemos de eso. Más que sostenerme a fuerza de sangre, quisiera hacerlo por medio de dádivas; prefiero ganarme voluntades a encender odios.

-Y ya ves cómo te pagan.

-Plegue al cielo que reconozcan su error, antes que me obliguen a cerrar con ellos en campo abierto, que yo dispuesto me hallo a transigir.

El conde de Fuentidueña le contempló durante algunos segundos con tristeza, diciéndole por fin:

-¡Plegue al cielo que no tengas que arrepentirte algún día de no haber seguido mi consejo y el del conde de Rivadeo!

Son las cuatro de la tarde de uno de los últimos días del mes de mayo. En el palacio del condestable había vuelto a reinar, si no real, al menos aparentemente la antigua alegría.

El rey de Navarra, el infante don Enrique, y todos los nobles rebeldes, habían ajustado paces con el rey de Castilla, y la causa de don Álvaro iba muy despacio; pues don Juan II, siempre bajo la influencia de su favorito, no le daba grande impulso.

En el fondo de su rica y extensa cámara, sentada en un blasonado sillón doña Juana de Pimentel, esposa del condestable, se encontraba asaz preocupada.

De pie junto a ella, Diego de Villanueva, luciendo su airosa figura, mal encubierta bajo los pliegues de su blanco alquicel, fijaba una mirada intensa en doña Juana.

Al presentar a nuestros lectores este nuevo personaje, no podemos menos de darles algunos antecedentes.

El señor Diego de Villanueva era un alférez de la guardia morisca que tenía a su servicio el rey don Juan II.

Había llegado a la corte con más ambición que dinero, y con algunas recomendaciones, merced a las cuales consiguió llegar al puesto que ocupaba.

Hervía la corte en intrigas; los bandos y las rebeldías ofrecían a los audaces ancho campo para medrar, y Diego de Villanueva no rehuyó la ocasión que se le presentaba.

Trájose consigo a su hermana llamada doña Sol, tan audaz y tan ambiciosa como él, y una y otro jóvenes, hermosos y calculistas, pusiéronse al lado de los que conspiraban contra don Álvaro de Luna, y no fue por cierto su ayuda de las menos importantes para aquellos.

Diego de Villanueva encontró que doña Juana de Pimentel, esposa de don Álvaro, era una dama sobradamente bella, y que no debía amar en demasía a un esposo que tantas infidelidades le había hecho, y sin reparar en las mercedes que de aquél había recibido, principió a sitiar la fortaleza de su honor.

Al mismo tiempo doña Sol, conocedora también de las galantes costumbres del condestable, y de la disolución de la corte en que vivía, trató de enredarle en sus redes, y desde los primeros momentos pudo abrigar la seguridad de que su espléndida hermosura había producido un gran efecto en don Álvaro.

Los rebeldes no podían comprender el objeto de las maniobras de los dos hermanos, pero como que les daban resultado, y por el uno y por la otra sabían cuanto les convenía, dábanse por muy contentos con la adquisición que habían hecho.

Hubo alguno, como el conde de Fuentidueña, que desconfió de los dos hermanos: se lo dijo así a su amigo; pero éste no quiso hacer caso alguno del aviso conforme había hecho ya con otras cosas.

Doña Juana de Pimentel, hija de los condes de Benavente, era, siete años antes, una bellísima joven, de mirada dulce y tranquila, mejillas sonrosadas, labios de coral siempre sonrientes, talle voluptuoso y pie y mano de niña. Sin haber sentido el amor, su padre con algunos puntos de ambición, vio en don Álvaro una potencia que se elevaba, pensó que aquel hombre llegaría a ser el primero en la corte; que él, como casi toda la nobleza, estaba siempre en lucha con la corona, y que le sería muy conveniente estar emparentado con el hombre que le pudiera hostilizar, y como las mujeres en aquella época sólo servían, o para monjas o para sellar pactos y afirmar alianzas, la presentó al paso del favorito, que ansioso de grandeza y de añadir otro blasón al suyo, aunque tuviese la barra de bastardía, toda vez que este bastardo era hijo de don Enrique II de Castilla, la vio, le pareció bien, la pidió a su padre, y celebróse el desposorio con la pompa que a tan elevados personajes correspondía.

Conseguido el objeto, doña Juana quedó arrinconada en su cámara como un mueble inútil, y del que ya se ha sacado todo el partido que se quería.

Casada sin amor, iniciada en ciertos misterios de la vida, y abandonada más tarde, las pasiones que yacían dormidas en el corazón de la esposa del condestable se despertaron con doble fuerza, y en la inmensa soledad de sus aposentos vertió bastantes lágrimas y exhaló algunos suspiros.

De ese modo pasó algunos años, al cabo de los cuales se le ocurrió mirarse a una ancha luna de acero bruñido que tenía en su tocador, y se encontró bastante hermosa para poder alcanzar algún consuelo.

Presentóse en los saraos y en las fiestas, pero el carácter severo y enérgico del condestable, alejaba de su esposa las adoraciones, y sólo se le tributaban esas galanterías que los caballeros de todos tiempos han tributado a las señoras.

Doña Juana se desesperaba, y su deseo acrecía más y más.

En esta época se presentaron en la corte doña Sol y don Diego de Villanueva.

Al ver a ella, se enfureció de celos.

Viéndole a él, suspiró de impaciencia.

Pasaron días, y el alférez se entregaba a otros amores que la hacían temblar de cólera.

Y ella guardaba para él sus más seductoras sonrisas.

Sus miradas más lánguidas, más incitantes.

Su acento más suave, más acariciador.

Y sin embargo, Diego nada le decía, aun cuando todo lo observaba.

Y ella le maldecía, y después le amaba más.

Por fin, llegó un día en que la miró con más atención, y ella devoró aquella mirada.

Se llegó a hablarla, y el amor se mezcló en su conversación, y aspiró con delicia aquel lenguaje que no había oído jamás.

Y su corazón se dilató, se vivificó, por decirlo así, y en pocos días, bajo el influjo de aquella pasión, se trasformó; su hermosura se desarrolló, y al cabo de siete años de casada, en la época que la presentamos, era de las primeras damas de la corte, en cuanto a belleza.

El condestable, entregado a sus sueños de ambición, siempre con conspiraciones que ahogar, con enemigos que descubrir, y con si es, no es, amado de doña Sol de Villanueva, ni pudo atender a la revolución que se operó en su esposa, ni pudo sospechar la causa de ella.

Nuestros lectores nos dispensarán estas digresiones, necesarias para conocer bien los tipos que presentamos, y nos seguirán dispensando su benevolencia hasta el final, en casos análogos al presente.

Después de un momento de reflexión, doña Juana alzó sus bellos ojos hasta el joven, y con un acento un tanto dolorido, le dijo:

-¡Vos no me amáis, Diego!

-¿Por qué, señora?

-Porque si me amarais no me diríais lo que acabáis de decirme.

-¿Que no os amo yo? Preguntadlo al aire que recoge en su vuelo los suspiros que lejos de vos exhalo, preguntadles a las paredes de mi estancia, a todos los sitios donde voy, mudos confidentes de mis amores, si os amo: interrogue vuestro corazón al mío, y verá si en él hay o no amor, adoración sin limites, suprema, infinita hacia vos, señora. ¿Qué os he dicho yo, para que digáis que no os amo? Decídmelo, porque yo no lo recuerdo.

-Me habéis pedido mi honra, y si me amáis como decís, comprenderéis que por lo mismo que yo os adoro, no debo acceder a vuestra petición.

-Siento haberme equivocado, señora -contestó el alférez con un acento en que se advertía un profundo dolor.

-¿Por qué? -preguntó sorprendida y anhelante doña Juana Pimentel.

-Porque creía que había encontrado el corazón que buscaba, porque yo, cansado de ver villanas que se me rendían, porque las honraba demasiado el que un caballero las dijera amores; damas que me tendían los brazos, y con las manos recogían las joyas que las regalaba, o me dejaban a mí por otro amante; cansado, en fin, de ver el vicio en toda su hediondez, y la degradación en su mayor grado, deseaba encontrar una mujer honrada de quien el vulgo nada tuviera que decir, una mujer de la cual por hallarse a una altura superior a la mía, no pudiese yo nunca creer que me amase por el interés; una dama como vos, que aunque casada, tuviera el corazón virgen de amores, y me entregase su tesoro, que yo guardaría en lo profundo de mi alma; una mujer que, teniendo algo que sacrificar, no vacilase en hacerlo, cayendo en mis brazos ruborosa y palpitante, entregándome su honra, como lo había hecho con su corazón; una mujer, en fin, que fuese mía, exclusivamente mía, pues aunque llevase el nombre de otro, a aquel se entregaría por deber, a mí por el corazón, por el amor, es decir, por los únicos lazos poderosos que hay en la vida. Todo esto, señora, que yo había soñado, creí encontrarlo en vos, y vos misma me habéis hecho conocer que me he engañado.

Era tan triste el acento del alférez al pronunciar las últimas palabras, que doña Juana, con voz sofocada por los sollozos, fijando en el joven una mirada larga, dolorida, intensa, levantándose hasta poner sus labios tan cerca de su rostro, que casi su aliento le rozaba la mejilla, murmuró:

-Pero ¿y mi deber?

-¡Vuestro deber! ¿Vuestro deber decís, señora? Un deber que se os ha impuesto y que vuestra alma rechaza, un deber que no lo es; porque si el condestable se casó con vos, fue por su ambición, por añadir un timbre más a su blasón, y si vuestro padre asintió a ese casamiento, fue porque adivinaba el futuro poder de vuestro esposo, es decir, que ambos especularon con vos...

Los ojos de la esposa del condestable se llenaron de lágrimas, que resbalando por sus mejillas, esparcían por su semblante una belleza triste, que le daba doble atractivo.

Las duras palabras de Diego, al levantar aquel velo que ella misma se había atrevido a descorrer, aunque comprendía todo el cieno que a través de él había, la afectaban doblemente; pensaba en la inmensa dicha que hubiera podido poseer, si cuando soltera hubiera conocido a Diego, felicidad que ya había muerto, pues no podía amarlo abiertamente; la sociedad que sacrifica una mujer, ligándola con vínculos que no comprende, hasta el momento en que su alma despierta de su letargo, y que le pide cuentas estrechísimas, si por un acaso busca la dicha que ella misma se ha arrebatado, se interponía cual un espectro aterrador entre ella y Diego.

El alférez contemplaba la lucha que estaba sosteniendo doña Juana, y temblaba por su resultado. La rendición de la esposa del condestable, no significaba sólo para él el triunfo de una mujer joven y hermosa: significaba la venganza de doña Sol, y el premio que de ella conseguiría.

Por fin, la dama con voz un tanto conmovida, le dijo:

-Me habéis herido, Diego; me habéis mostrado la verdad desnuda, y no sabéis cuánto daño me habéis hecho.

-Sensible me ha sido, señora, porque un dolor vuestro lo siento yo mil veces más, pero era necesario; era preciso que vos conocierais la infamia del tráfico que con vos se había hecho, para que aceptarais con doble entusiasmo mi cariño, para que llegue un día, en que completamente desengañada de esos falsos deberes que la sociedad os ha impuesto, os arrojéis delirante en mis brazos, os entreguéis por entero a mí, que os juro guardar en lo profundo de mi alma, el depósito sagrado de vuestra honra. ¿Hay alguien en el mundo que os ame más que yo, señora? Decídmelo; ¿ha habido alguna persona que compadecida de vuestros dolores se haya atrevido a arrostrar la cólera de vuestro esposo para consolaros? ¿Hay alguien que viva como yo con vuestra mirada, sonría con vuestra sonrisa y llore con vuestras lágrimas? Decídmelo, señora, y si existe la juzgaré más digna de vuestro amor, más digna de que la entreguéis ese tesoro de ternura que tanto ansío, y cuya posesión colmaría mi orgullo.

Era tan dulce, tan acariciador el acento del alférez al pronunciar estas palabras, era tan brillante, tan magnética la irradiación de sus negros ojos, que doña Juana se sentía fascinada, arrastrada hacia él por el imán irresistible de aquel amor tan tierno, tan grande, que nadie le había dicho todavía; sin embargo, haciendo un postrer esfuerzo, exclamó:

-¡Diego, Diego; yo os adoro y siento a pesar mío una fuerza extraña que me impele hacia vos! Si me amáis, ¿por qué me exigís una cosa de la que vos mismo os avergonzaríais después? Si lo que yo os he inspirado ha sido amor, ha sido esa pasión purísima que tiene en sí misma goces infinitos, sin tener que recurrir a ese placer natural que tan pronto concluye, dejando en pos de sí la vergüenza y el hastío, ¿por qué me pedís ese materialismo que alejaría de nosotros la castidad de nuestro amor? Decidme que mi hermosura tan sólo os ha inspirado deseo, y aunque esa confesión me desgarre el alma, al menos me habréis hablado con franqueza y os lo agradeceré.

Doña Juana se encontraba en uno de esos momentos supremos que hay en la vida, e impulsada por su amor, fascinada por el acento apasionado de su amante, sentía decaer su firmeza. Aquellas teorías que el alférez sentaba sobre sus deberes, aquella contraposición entre su esposo, interesado por su grandeza y su poder, y Diego que sólo la amaba por su corazón, no aspirando a más recompensa que su amor, acababa de cegar su entendimiento; sus sienes ardían, y sólo seguía defendiéndose por un resto de pudor, que el menor esfuerzo de su amante haría desaparecer.

Éste lo comprendió así, y se decidió por apurar definitivamente la situación, diciéndola:

-Habéis dicho, señora, que el verdadero amor se contenta sólo con las dulces palabras que brotan de los labios de dos amantes, y eso no puede ser cierto, señora; ¿cómo es posible que el amor, más impetuoso cuanto más grande, se contente con tan efímera recompensa? Decid que mi amor os cansa, decid que nunca me habéis amado, y nos evitamos, vos el que os moleste con mi presencia, y yo el deciros amores que os han de impacientar.

Y diciendo esto se dirigió hacia la puerta de la cámara con el semblante un tanto contraído por el amor y la desesperación.

Al verlo así doña Juana, incapaz de contenerse más, se levantó de su asiento, y dirigiéndose a él, echándole los brazos al cuello, exclamó con voz trémula y agitada:

-¡Oh! ¡Diego! ¡Diego! ¡Tuya soy, pero no te vayas!

Y ruborosa, palpitante, cayó en los brazos del alférez que asaz interesado en su triunfo, depositó su carga en el mismo sitial donde estaba antes. Se arrodilló junto a ella, y estampó un beso ardiente, apasionado, en una mano que no podía, ni pensaba en retirarse.

Y al contacto de aquellos labios se estremeció doña Juana, y lanzó una mirada voluptuosa y apasionada a su amante, que éste pagó con otra no menos abrasadora: y el seno de la esposa del condestable palpitaba con mayor agitación.

Y el fuego que los abrasaba, encendía sus mejillas y secaba sus labios.

De pronto sus brazos se entrelazaron.

Sus rostros se aproximaron tanto, que sus alientos se confundían.

Sus miradas se absorbieron una en otra, y por un movimiento febril sus labios se chocaron, y un beso ahogado, ardiente, arrebatador, resonó en el aposento.

A este pequeño ruido se siguió otro, y apareció en la puerta de la cámara, la sombría figura del condestable que severo, y fijando una mirada letal y amenazadora sobre los amantes, avanzó hasta la mitad del aposento.

El momento era supremo.

Doña Juana quedó inmóvil, palideciendo intensamente.

Cerró los ojos para no ver el golpe que le había de herir.

Diego más sagaz, más astuto, más dueño de sí, no perdió la serenidad en aquellos momentos.

Sin moverse de la postura en que estaba, y sin aparentar que había visto al ultrajado esposo, prosiguió cual si continuara la conversación empezada:

-Ruégoos, señora, que me perdonéis el atrevimiento de esta petición, pero si vos no alcanzáis de vuestro noble esposo la gracia que os demando, ¿a quién se la podré pedir?

Estas palabras detuvieron al condestable, cuya fisonomía se esclareció algún tanto.

-¿Qué era lo que pedíais a mi noble esposa, caballero? -preguntóle.

Diego afectó perfectamente una sorpresa que ya había pasado, y alzándose rápidamente del suelo, dijo:

-¡Perdonad, señor!

-Os he preguntado qué gracia era la que pedíais a mi esposa.

-Le demandaba gracia para uno de los soldados de la guardia morisca que se halla en grave riesgo de morir por consecuencias de una falta que ha cometido.

-¿Y os interesáis por él, vos que sois su jefe?

-Sí, señor.

-Está bien. Idos en paz, don Diego: la gracia que demandasteis a mi esposa, yo os la otorgo en su nombre y por los méritos de doña Juana mi esposa, a quien podéis dar las gracias.

-Tanta bondad...

-La merecéis. Id, caballero; id en paz.

Diego se inclinó respetuosamente y salió del aposento de doña Juana, satisfecho de haber librado el terrible compromiso en que se hallaba.

La esposa del condestable, a pesar de haber visto que se desvanecía la nube que se formara, no pudo recobrar su tranquilidad tan pronto.

Don Álvaro, sorprendido al principio por la actitud del alférez, creyó finalmente en lo natural de su explicación, y si alguna sospecha concibió desvaneciósele al punto.

Preocupábanle asuntos de mayor importancia, y realmente lo que acababa de presenciar era insignificante en comparación de las rebeldías que se veía obligado a reprimir.

Sin embargo, tan buena maña supo darse, y tan a partido se dieron los rebeldes vencidos por las mercedes que les hizo, que consiguió dominar por completo la situación.

Los días han trascurrido, y con ellos la esperanza de derribar el condestable.

Durante este periodo en que la espada había cedido el puesto a la diplomacia, si este nombre podemos dar a las intrigas palaciegas a que se recurrió para abatir el orgullo del privado, los pobres pueblos habían respirado un poco más libremente, y el pechero, vasallo de algún gran señor, abandonaba el hierro de la lanza por el arado, para fertilizar sus esquilmados campos.

Sin embargo, como la ambición no puede nunca dominarse del todo, comprendieron los caudillos más revoltosos que el mejor medio para atacar a su enemigo con alguna ventaja, no era el de la corte, sino el del campo.

Allí donde desplegando sus banderas, reuniendo sus mesnadas, y saqueando a sus pueblos con enormes pechos y alcabalas, al par que ellos se hacían aborrecibles, hacían que lo fuera también aquel que tenía la culpa de todo.

Comprendido esto, y creyendo que el condestable no podría enviar con la rapidez necesaria las tropas que hacían falta para contener la insurrección, los condes de Castro y Benavente, el infante don Enrique, el almirante y otros señores levantaron sus huestes, y estableciendo sus reales en Medina, enviaron a la corte un farsante para que en su nombre negase al rey el pleito homenaje que le habían hecho, si no separaba de su lado al favorito.

Sorprendido quedó el monarca con semejante noticia, y más furioso se puso el condestable por la escasez de tropas que tenía.

Este levantamiento que corrió de boca en boca por toda la ciudad, llegó a oídos del conde de Rivadeo que ansiando una ocasión en que poder servir a su rey, exponiendo su vida, corrió al alcázar, en ocasión en que el rey estaba en consejo con sus cortesanos, consejo en el cual también se encontraba don Álvaro.

Previa la oportuna venia, penetró Rodrigo en la regia estancia, y un momento después le preguntó el rey:

-¿Qué os parece, conde, del mensaje que se han atrevido a mandarnos el infante don Enrique y mis buenos vasallos los condes de Castro y Benavente?

-Que mensajes de esa especie no tienen más que una contestación -respondió el de Rivadeo con su habitual franqueza.

-¿Y cuál es?

-Que aderecen vuestros nobles y leales vasallos sus mesnadas, y ellos sean los que les lleven la respuesta en los hierros de sus lanzas y en las pelotas de sus bombardas.

-Ya lo habéis oído, señores -dijo el monarca volviéndose hacia los demás caballeros- el parecer del conde está en completa armonía con el mío; reunid vuestros soldados, y dando al aire nuestros pendones, vamos a castigar la audacia de esos rebeldes.

-No se trata ahora de eso, señor -contestó el condestable- cada uno de nosotros sabe lo que debe de hacer en este caso; la cuestión ahora es que el remedio urge, y mis lanzas están en mi castillo de Piedrahita, mis arcabuceros en Escalona y mis gentes en Rioseco; que necesito tres o cuatro días para reunirlos, lo mismo que les sucede a todos estos señores, cuyas huestes están diseminadas en sus diversas villas y lugares; la cuestión ahora no es de consejos, es de socorros.

Inclinó el rey la cabeza, y el fugitivo relámpago de majestad y valentía que había brillado en su fisonomía, desapareció bajo el peso de las palabras del privado, volviendo a su indiferencia habitual, de la que no fue suficiente a distraerlo el murmullo de asentimiento con que los caballeros acogieron las últimas palabras del condestable.

Rodrigo no se desalentó por estos murmullos, antes al contrario, irguiendo la cabeza con noble altivez, y dirigiéndose a todos en general, contestó:

-Cuando yo doy un consejo, es porque si veo que nadie lo toma me encuentro dispuesto a ejecutarlo. Creo, señor, que recordará vuestra alteza, que el día que entré en Valladolid os ofrecí mi sangre y mi mesnada, y una y otra están dispuestas, esperando solamente vuestro permiso para ir a derramarla, luchando con vuestros enemigos.

Esta conclusión sorprendió a todos los cortesanos, que hacía tiempo estaban esperando ver a qué bando se inclinaría aquel poderoso auxiliar, y doblemente a don Álvaro, que contaba con un apoyo inmenso; pues los soldados de Rodrigo, toda gente aguerrida y aleccionada en una escuela más adelantada que la castellana, eran doblemente terribles en un campo de batalla.

Volvió don Juan II la cabeza hacia su privado, consultándole con su tímida mirada lo que había de contestar, y aquél, que temía que se le escapase su inesperado socorro, dijo dirigiéndose al rey:

-¿Habéis oído, señor, la oferta que nos hace el conde de Rivadeo?... Ofertas como esa, solo a un rey toca admitirlas y premiarlas; pues cuando los caballeros leales faltan, el que se halla dispuesto a sacrificar su vida por la legítima causa, sólo en el poder de un monarca está el demostrarle su agradecimiento.

Volvió el rey la cabeza hacia el conde, y alentado por las palabras de su favorito, le dijo:

-Mi parecer está conforme con el del condestable, y acepto vuestro socorro con efusión. No sé lo que podréis desear, pero si en pago del servicio que me hacéis, deseáis algo que esté en el poder de un rey concedéroslo, hablad y seréis satisfecho.

-Señor -contestó Rodrigo- el aceptar cualquiera merced de vuestra mano, sería venderos mi sangre y la de mis soldados; dejad que pierda mi vida en vuestra defensa, y estoy suficientemente recompensado.

Un murmullo de admiración que se oyó entre todos los cortesanos, fue el elogio mayor que se pudo hacer de la acción del conde.

Efectivamente, había motivos para ello; porque en aquella época en que un noble ponía precio a su lealtad, causaba extrañeza que un caballero espontáneamente ofreciese a un rey su formidable apoyo, pidiendo por toda recompensa la honra de verter su sangre por la causa real.

Don Juan II fue el que más se admiró del proceder del conde.

En su calidad de poeta, cuya alma habían fecundizado las dulces trovas de Juan de Mena y del docto marqués de Santillana, tenía el gusto exquisito de lo bello y de lo grande, y el conde de Rivadeo, bajo su doble aureola de valentía y desinterés, le admiraba tanto como los héroes de Homero, y puesto en parangón con el hijo de Príamo y con el amigo de Patroclo, dudaba si existía más valor y más nobleza en Héctor y en Aquiles, que en Rodrigo de Villandrando.

Otra persona todavía admiraba más al conde, si bien su admiración nacía de su mismo egoísmo; esta persona era el condestable, para el cual, el socorro de Rodrigo representaba el poder, su existencia de mando y su reinado absoluto.

Para él no había héroes griegos ni troyanos; sólo había un hombre que ponía a su disposición tres mil combatientes, y en aquella época en que no tanto se contaba por el número cuanto por el valor, puestas aquellas tropas frente a las insurrectas, aunque inferiores en gentes, ganarían la victoria que le aseguraba su posición.

Considerado bajo ese punto de vista, el más admirado, el más contento, y el más agradecido de todos era el favorito, y mientras el rey lo comparaba a los héroes ensabiados por el parnaso griego, le contestó don Álvaro:

-Permitidme, caballero, que en nombre de Su Alteza y en el de todos los señores que componen su consejo, os dé las gracias por el servicio que acabáis de prestarnos, gracias y expresiones que son infinitamente frías, para lo que sienten nuestros corazones.

-Señor condestable -interrumpió Rodrigo- hacedme el obsequio de cesar en vuestros elogios, que no merezco, pues no he hecho más que lo que debía, y como vos dijisteis antes muy bien, el tiempo vuela y desearía suplicaseis a Su Alteza me conceda su venia para marchar inmediatamente contra los rebeldes.

-Ya lo oís, señor -dijo el favorito dirigiéndose al monarca- el conde de Rivadeo espera que le concedáis la honra de besar vuestra mano para partir con sus lanzas hacia Medina.

-No mi mano, sino mis brazos, concederé yo al leal vasallo que va a derramar su sangre en mi defensa -contestó el buen rey.

Y uniendo la acción a la palabra, se levantó del blasonado sillón, y tendiendo los brazos al conde, que se había adelantado algunos pasos para besarle la mano, le estrechó en ellos con la misma efusión y el mismo cariño que si hubiera sido su hijo.

Dado el ejemplo por el rey, fue seguido inmediatamente por el condestable y demás señores, que a porfía le prodigaban los plácemes y enhorabuenas, a los que el conde puso término, diciendo:

-Ea, señores, puesto que el monarca se ha servido admitir mi oferta, dejemos para cuando vuelva vencedor todas esas expresiones, y haced en cambio votos para que triunfe de los enemigos de mi rey.

Y volviéndose hacia el monarca, le dijo:

-Dentro de una hora salgo de Valladolid, y dentro de dos días sentaré mis reales frente al enemigo, y con la ayuda de Dios, antes de seis sabréis mi victoria.

Y después de haber besado la mano que el rey le tendía nuevamente, abandonó la estancia.

Los rebeldes fueron vencidos de nuevo en el campo de batalla, pero tornaron las luchas de corte, digámoslo así, y don Álvaro de Luna apenas se daba tregua en deshacer pactos y en destruir alianzas, que sólo contra él se formaban.

Es verdad que la batalla de Olmedo fue un golpe terrible para los rebeldes; mas sin abatirse por ello, volvieron a empezar sus conspiraciones y a dar que hacer a los amigos de don Álvaro.

El conde de Fuentidueña, su verdadero y leal amigo, decíale:

-Mata, Álvaro, mata; ya te he dicho que la nobleza castellana se doblega únicamente, y es necesario romperla: dale al verdugo trabajo, y así podrás sostenerte.

-Repúgname, como te he dicho, emplear semejantes medios; puesto que lo que quieren son villas y señoríos, démoselas en buen hora.

-Sí, como se le arroja al perro el hueso que ha de roer; pero llegará un día en que no tendrás huesos que arrojarles, y entonces tú serás la presa que se disputarán.

Las palabras del conde no pudieron menos de hacer alguna impresión en el ánimo de su amigo.

Sin embargo, como el condestable sentía más bien desprecio que temor hacia aquella nobleza viciosa y turbulenta, prefirió continuar empleando el sistema de la corrupción, que hasta entonces, según hemos visto, le había dado algunos resultados.

Conociendo hacía ya mucho tiempo el condestable, que su más poderoso enemigo era el rey de Navarra, había procurado amenguar su odio ligándole, por medio de su astuta política, con el trono de Castilla.

Para realizar este plan, era necesario un casamiento entre el príncipe don Enrique, hijo de don Juan II, y la princesa doña Blanca, hija del monarca navarro.

Aceptada la propuesta por ambas partes, no pudo consumarse el matrimonio por la corta edad de los contrayentes, pero quedaron ya irrevocablemente prometidos, aunque el navarro nunca dejó de atacar el poder del favorito.

Pasaron los años hasta que llegó el de mil cuatrocientos cuarenta, del cual vamos hablando, y habiéndose hecho más encarnizada, más tenaz la lucha que el privado estaba sosteniendo contra los parciales del rey y del infante, pensó que ya era llegada la hora de reunir a los reales prometidos, para cuyo efecto una comisión, compuesta de lo más escogido del reino, fue a recibir a la desgraciada princesa que más tarde, después de ser repudiada por su impotente esposo, había de morir bajo el peso de la ambición de su hermana, perdiendo las dos coronas a que su nacimiento y su enlace con el príncipe don Enrique le daban derecho.

En Logroño entregó el príncipe don Carlos de Viana a los caballeros castellanos, su encantadora hermana, separación que no pudieron hacer sin derramar lágrimas, como si hubieran tenido el presentimiento de lo que había de sucederles.

Todo el camino fue una serie de festejos para doña Blanca.

Los nobles señores feudales la obsequiaban al pasar por sus castillos, y en todos los pueblos de su jurisdicción se celebraban grandes fiestas y se hacían los más sinceros votos para que aquella princesa tan buena y tan hermosa, fuera feliz en el suelo de Castilla, cosa que todo el mundo dudaba, atendido lo corrompida que estaba el alma del príncipe don Enrique.

De diversión en diversión, y acariciada siempre, llegó por fin doña Blanca a Rioseco, donde salieron a recibirla sus padres y la reina doña María de Aragón, juntamente con doña Beatriz la hija del rey de Portugal don Dionís, que se hallaba en Valladolid a la sazón, y del almirante de Castilla, padrinos de los regios cortesanos.

-Vamos, señora, contestadme con franqueza; hace una hora que estoy preguntando, y aún no me habéis querido contestar.

Así decía el condestable a doña Sol de Villanueva, sentado en uno de los blasonados sitiales de la cámara de la hebrea, el mismo día en que la princesa de Navarra había llegado a Rioseco.

Vestido con suma elegancia, gallardo todavía a pesar de sus años, del peso enorme de los negocios y de las luchas continuas, don Álvaro fijaba su ávida pupila en doña Sol.

Esta, jugando distraídamente con las plumas de su precioso abanico de nácar y oro, no daba muestras de haber escuchado lo que su interlocutor acababa de decir.

Al cabo de un momento alzó su hermosa cabeza, y lanzando al condestable una mirada llena de voluptuosidad, le preguntó:

-¿Qué me decíais, señor condestable?

-Veo, señora, que os soy muy indiferente, cuando tan poca atención ponéis en lo que os digo -contestó aquel con un acento en que se notaba un tanto de amargura y de orgullo herido.

-¿Que me sois indiferente me habéis dicho? -y un fuego extraño brilló en los ojos de la dama- ¿que me sois indiferente?...

Y después, como temiendo haber dicho demasiado, bajó la vista ruborizada, prosiguiendo:

-Dispensadme, pero...

-¿Que os dispense, señora?... que os dispense cuando esa misma distracción me ha permitido oír...

-¿El qué? -dijo la dama alzando la cabeza con altivez.

-Nada, señora.

Y siguió un momento de silencio, al cabo del cual volvió a decir el condestable:

-Os preguntaba, si podía contaros como amiga o como enemiga. En la situación en que me encuentro, casi enteramente aislado, necesito saber quiénes son de veras mis enemigos.

-¿Y habéis podido dudar de mi amistad, señor condestable? De poco os puede servir, es cierto, pero franca, leal, cuanto puede haber en mi corazón para endulzar vuestros pesares, todo os pertenece. Dicen que la amistad es el bálsamo más dulce que hay para las heridas del alma; que Dios, compadecido de los dolores del hombre, hizo brotar en otros corazones un sentimiento, una fibra, cuya vibración, exenta de todo egoísmo, de todo interés, adormeciera los pesares de aquellos; una especie de crisol, donde al confiarse las penas se purificasen, devolviéndolas al mismo que las sentía, dolientes siempre, pero más dulcificadas, más suaves, trasformadas en una dulce melancolía, sin aquellos raptos de desesperación que llevan consigo todos los dolores.

Era tan tierno, tan acariciador, y al mismo tiempo tan verdadero el acento de doña Sol; estaba tan hermosa bajo aquella aureola de compasión y de ternura en que se envolvía; brillaba en sus ojos un sentimiento tan profundo, tan penetrante, que el condestable se sentía magnetizado por aquella mirada, adormecido por aquel acento, y subyugado, por decirlo así, por el hálito de pureza y de hermosura que exhalaba aquella mujer.

Todavía permaneció algunos momentos escuchando las lejanas armonías de aquella voz que se iba perdiendo gradualmente por los arcos de la habitación, y cuando su última vibración se perdió completamente, experimentó una sensación parecida a la del mendigo que ve tristemente perderse en el occidente el último rayo del sol que calentaba sus entumecidos miembros. Entonces, como quien despierta bruscamente de un sueño dulcísimo, dijo:

-Proseguid, señora; ¡resonaba tan dulcemente vuestra voz en mi alma!... Tenéis razón; la amistad es un don precioso, y creo que disfrutaba ya de sus favores; seguid, seguid; no sé qué magia, no sé qué encanto particular tenéis, que no se os puede ver sin sentir, oíros hablar sin amaros, y amaros... sin llegar a la idolatría.

-Creo, señor condestable, que saltamos ese escalón tan peligroso que hay de la amistad al amor.

-No será mía la culpa, en ese caso.

-¿Pues de quién?

Y una mirada lánguida, intensa, fascinadora, fue a herir de lleno al condestable, mientras que la agitación del seno de la dama le revelaba los latidos de su corazón.

-¡De vos! -contestó don Álvaro, trémulo aún por la emoción que experimentaba.

-¿De mí?

-Sí, doña Sol; os lo he dicho antes, y ahora os lo repito: estar a vuestro lado sin hablaros de amor; mirar vuestros ojos sin embriagarse en su dulce irradiación; ver vuestro seno agitarse y no ansiar que esa palpitación le pertenezca a uno por entero, es imposible, señora; de mí sé deciros, que he entrado cuerdo en vuestra casa y saldré loco de ella.

-Veo que no en vano se dice en la corte, que sois un galanteador consumado.

-Cuando el corazón habla, no hay nada de galantería en su lenguaje.

-¡El corazón!... ¿Vuestro corazón es el que habla?

-¿Y qué os sorprende, señora?

-Que agostado por la política, por los negocios, saturado por los amores infinitos que habéis sentido, me parece muy extraño que aún sintáis agitarse vuestro corazón.

-¡La política!... ¡Los amores!... Tenéis razón; la primera es el gusano que roe nuestro corazón, y los segundos los verdugos de nuestra alma. La política, cuando es noble, grande y poderosa, cuando tiende a un fin de honor y gloria, hace brotar en nuestro pecho sensaciones nuevas, goces infinitos; pero cuando en vez de esto tiene que rebajarse hasta impedir mezquinas ambiciones, salvar asechanzas y lazos tendidos a un hombre porque ocupa un puesto más elevado que los demás; cuando en vez de la gloria de una nación, sólo se ven campos talados por los bandos rebeldes, brazos arrancados a la industria, cadalsos y ejecuciones, y por cualquier parte que se tienda la vista, no se ven más que cadáveres y sangre, y nuevas traiciones y nuevos insultos, entonces nuestro corazón se contrae, se ahoga, y llega hasta a perder su sensibilidad.

Era tan sentido, había tanta amargura en el acento del condestable, que no pudo menos de mirarle doña Sol con una expresión de interés y de odio.

Don Álvaro prosiguió:

-Yo era bueno, señora, sentía grandes deseos de gloria, y mi cabeza concebía vastos planes. Desde muy niño había fijado la vista en mi patria, había sondeado sus heridas y me encontraba con alientos para curar el mal de raíz. Yo veía un pueblo que había sido grande y poderoso, convertido en juguete de las ambiciones mezquinas de los ricos-homes, cada uno de los cuales se creía rey en sus villas y fortalezas. Gobernado por una mano débil, doña Catalina de Lancáster, era un autómata que se movía bajo la dirección del buen condestable don Ruy Lope Dávalos, dirección no por cierto la más acertada. Entonces ambicioné, pero mi ambición fue noble, fue la de libertar a mi patria de aquel yugo de hierro con que cien reyezuelos la oprimían, y durante largos años, me dediqué a cautivar el alma del rey, y lo conseguí; entonces necesité oro para comprar hierro, di espadas a mis pajes, ennoblecí a mis escuderos, armé mis mesnadas, y deseando sofocar aquella tiranía que pesaba sobre el estado llano, le cargué con nuevos gravámenes; mis pajes, mis escuderos y mis hidalgos, se volvieron contra mí, y engrosaron las filas de los rebeldes; entonces me vi precisado a acumular nuevos tesoros para hacer frente a tantos enemigos, y se me acusó de avaricia; quise poner a cubierto y conservar intacta la dignidad real, y se me llamó traidor; quise reunir en mi los poderes que el rey no sabía manejar, y se me trató como el más vulgar de los favoritos. Entonces me atacaron al descubierto: después de haberme herido en mis sentimientos, en mi honra y en mis ideas, quisieron herirme en el cuerpo; la sangre corrió; los pobres vasallos, víctimas inocentes de los caprichos y las ambiciones de sus señores, caían muertos en los campos de batalla. La desmoralización que yo había querido cortar, había vuelto a desarrollarse, y desde entonces, señora, estoy sosteniendo una lucha que ha encanecido mis cabellos, en la que por fin perderé la cabeza, y sin embargo, en medio de estas contiendas yo he hecho que respeten a Castilla, Navarra, Aragón y Portugal; he ajustado las paces con el moro, que si bien ya las ha roto, otra vez tendrá que aceptarlas; he reprimido las rebeliones de los nobles, que aunque siempre brotan de nuevo, esa es una partida que yo juego con ellos, partida que si me dan tiempo suficiente aún espero ganársela. Pero ¿qué creéis que después de haber vencido me quedará, señora? Un vacío inmenso en mi pecho, un remordimiento frío, punzante, desgarrador, y en todas partes creeré estar viendo los espectros sangrientos de esas víctimas, que aunque yo no haya tenido la culpa de sus rebeliones, sin embargo, a mí me acusarán de sus muertes. He ahí lo único que me quedará, unido al grito de reprobación de todo ese pueblo para quien yo soñaba una era de felicidad, y al que le he arrebatado sus hijos, sus hermanos y sus padres: ese remordimiento y esa maldición será lo único que me restará.

Calló concluido de decir esto el condestable, y su cabeza se inclinó pesadamente como bajo el peso de aquel remordimiento y de aquella maldición.

Doña Sol fijó en él una mirada indescriptible; con su instinto de mujer, admiraba todo lo grande que había en aquel hombre, pero con su sentimiento de hija, y de hija herida en la honra de su madre y en la vida de su padre, el odio sofocaba su admiración.

Tan pensativa como el condestable quedó algunos momentos, y su pensamiento no tuvo más objeto que buscar un medio para herir más dolorosamente a aquel hombre que tan herido estaba.

Había observado hacía ya tiempo, la solicitud, el interés con que la miraba el condestable; había advertido en su acento un tanto más que amistad; el amor se había mezclado alguna vez en sus conversaciones, y ella comprendió que para aquel hombre a su edad ya, sería el amor un dolor terrible.

Torturar aquella alma con los dolores de los celos.

Anegarla otras veces con los goces infinitos de la pasión.

Mezclar un tanto de acíbar en la dulzura de su amor.

Enloquecerlo; hacer esclavo suyo a aquel hombre que a su vez había esclavizado a su rey.

Acabar de desesperar aquel corazón que tan desesperado estaba, fue el pensamiento de la hebrea.

Así concebido, fue prontamente puesto en ejecución.

Alzó la cabeza, fijó una de sus más enloquecedoras miradas en el privado, y con un acento dulce, compasivo y tierno, le dijo:

-No seáis tan desconfiado, señor condestable, que no todos os maldecirán; tal vez habrá alguien que os admire... yo... que siento hacia vos... alguna compasión.

Y doña Sol, aparentando confusión, bajó modestamente la vista, encendido de rubor su rostro. Sorprendido por aquella voz, despertado, por decirlo así, el condestable de aquel sueño sombrío, por aquel acento dulcísimo, levantó la cabeza, y su mirada anhelante se encontró con la ardiente de la dama, cuyas reticencias y confusión, le hicieron exclamar cogiéndole una mano, que sólo opuso una débil resistencia:

-¿Habláis de vos, señora?

-¿Y por qué no? -dijo al cabo de un instante doña Sol con voz resuelta- esos que la canalla os cita como crímenes, para mí son hechos grandes: ¿tenéis acaso la culpa de que los hombres sean bajos y cobardes? Os lo repito, os admiro, como admiro todo lo grande, todo lo altivo, todo lo noble que hay en vos; os admiro tanto como desprecio a esa turba de caballeros y ricos-homes, cuya alma, incapaz de un sentimiento leal, no es más que una sentina de crímenes y traiciones, y si creéis que mi amistad puede endulzar vuestras penas y mitigar vuestros dolores, tomadla entera, os la ofrezco, grande como vuestro corazón, capaz de sacrificarse por vos, como os habéis sacrificado por vuestra patria.

El amor había sido siempre el lado vulnerable de don Álvaro, y la adulación es otra pasión que todos los hombres sienten; él, hombre también, la conocía, y era imposible qua pudiera resistir a un amor que de aquella manera le adulaba; así que contestó:

-Gracias, señora, gracias; vuestra respuesta ha superado cuanto yo podía esperar; he soñado con vuestro amor, he visto con él horizontes de felicidad, pero jamás había creído que se llegara a realizar mi sueño.

-Creo, señor condestable, que nada os he dicho de amor -dijo doña Sol- y creo que nunca me atrevería a ello.

-¿Por qué?

-Porque lleváis fama de no haber amado nunca.

-Quien eso dice no me conoce, señora, o mejor dicho, no os conoce a vos; si en esas voces creéis, pedidme una prueba que pueda demostraros si os amo o no.

-Cuidado, caballero, cuidado con lo que ofrecéis, porque tal vez cayera en la tentación -contestó la dama, irradiando de sus ojos un resplandor tan ardiente, tan intenso, tan enamorado, que acabó de trastornar la razón del condestable, que cayó a sus plantas, diciéndole:

-Os amo, señora, os amo; y no me sería doloroso sacrificio alguno con tal que os pudiera probar mi amor; pedidme una prueba, señora, pedídmela, y por costosa, por grande que sea la tendréis.

-Pues bien, sea. Dadme un pergamino con vuestra firma.

Fijó don Álvaro su mirada penetrante en el rostro de la hebrea, así que oyó su extraña demanda, y una duda horrible cruzó por su imaginación; pero era tan encantadora, tan pura, tan inocente la expresión de su rostro, que desechó toda sospecha, y le dijo:

-Concedido, a pesar de que no deja de parecerme extraordinario lo que me habéis pedido.

-Pues por esa misma razón lo he hecho; si os hubiera pedido una villa o una fortaleza, sólo hubiese sido para vos una mujer vulgar que se vende por un puñado de oro, y que no sirve más que de pasatiempo y de hastío a un hombre como vos; pero si me entregáis esa firma, veréis en mí la mujer que necesitáis, y yo en vos al hombre que busco. Ahí tenéis pergaminos en esa mesa, y plumas también; en la mano lleváis vuestro sello, con que podéis satisfacer mi capricho; ¿pero vaciláis? ¿Me había engañado acaso?...

-No, señora -contestó el condestable con acento resuelto- voy a concederos lo que pedís.

Y llegándose a la mesa, firmó el pergamino, le puso el sello, y entregándoselo a doña Sol, le dijo:

-¿Y ahora me amaréis?...

-Creo que llegaré a hacerlo -contestó la dama.

La debilidad del condestable fue realmente terrible en aquellas circunstancias.

Aquella firma en blanco puesta en un momento de embriaguez y de amor, fue un arma poderosa que si por el momento no utilizaron sus enemigos, les sirvió sin embargo más adelante para ponerle en un grave aprieto.

Merced a ella, hiciéronse entregar algunos de los mejores castillos y fortalezas en que mayor confianza tenía don Álvaro, consiguieron ganar fingiendo con aquel pergamino una orden de prisión contra Alonso Pérez de Vivero, contador mayor del reino, hechura y amigo íntimo del condestable, y la coalición que contra él se formó por consecuencia de todos estos resentimientos, de todas estas venganzas, y sobre todo por la vergonzosa debilidad suya, amenazó de un modo gravísimo su seguridad.

Entonces el conde de Fuentidueña volvió a recordar a su amigo las frases que tantas veces le había repetido.

-Es necesario matar; es preciso herir a tus contrarios en la cabeza, porque si no en ella te herirán.

-¿Pero cómo he de herir a tantos? -dijo entonces el condestable- por doquiera brotan enemigos, y si a destruirlos fuera por ese medio, sobrada tarea tuviera el verdugo.

-Pues que la tenga, Álvaro, que la tenga. Bien te dije que esa doña Sol había de ser tu ángel malo; desechaste mi consejo entonces, y ya ves las consecuencias.

-Razón tuviste; pero yo te juro que ya que así lo han querido, ya que en esta corte llena de rebeldías y parcialidades, de ambiciones y desafueros, no hay otro remedio que matar para no ser muerto; de tal modo mataré, que ha de quedar memoria de mi venganza.

-Témome mucho, mi pobre Álvaro, que ya sea tarde.

-¿Qué quieres decir?

-Que los remedios aplicados en tiempo oportuno suelen dar resultado; cuando se aplican tarde irritan doblemente el mal en vez de calmarlo.

-Sobre todo -dijo don Álvaro- la felonía que más enciende mi cólera es la de Alonso Pérez de Vivero.

-No es más ni menos que la misma de los otros.

-No ha de tardar en sentir el peso de mi enojo.

-Cuidado ahora, Álvaro, cuidado ahora con el modo y forma en que has de aplicar el remedio.

Razón tenía el conde de Fuentidueña en decir a su amigo que obrase con prudencia en la nueva senda que trataba de emprender.

Precisamente la mayor enemiga que el condestable tenía, era la misma reina doña Isabel de Portugal, a quien él había traído a ocupar el trono de Castilla después que hubo muerto doña María de Aragón.

El ascendiente que ejercía sobre su esposo, hizo que a su alrededor se agruparan todos los descontentos, y como que de ella partían todas las intrigas y todos los avisos, la conspiración había tomado un aspecto formidable.

Vehemente en sus odios, como lo era en todas sus pasiones, el condestable, mientras que a don Diego de Villanueva hacía que le diesen muerte sus mismos soldados, arrojaba al contador mayor del rey, Alonso Pérez, por una ventana de su misma casa a la calle, y desterró a doña Sol, persiguiendo encarnizadamente a los demás conspiradores.

El verdugo tuvo tarea que desempeñar, corrió la sangre, pero como había dicho muy oportunamente el de Fuentidueña, era ya tarde para emplear aquellos medios que por otra parte no podían hacer más que enconar el daño.

Pocos días después, don Álvaro de Zúñiga recibía una cédula del rey don Juan II, concebida en estos términos:

«Don Álvaro de Zúñiga, mi alguacil mayor, yo vos mando que prendades el cuerpo de don Álvaro de Luna, Maestre de Santiago; e si se defendiere, que lo matéis.»

En virtud de esta orden tomáronse las disposiciones necesarias, y don Álvaro entregóse a los que iban a prenderle.

Su muerte fue la que lógicamente debía esperarse, dados los odios, enemistades y ambiciones que le rodeaban.

El conde de Fuentidueña, conforme no le había abandonado en los momentos de su privanza, tampoco le abandonó en los de su desgracia.

A pesar de no querer hacer alusión alguna a lo pasado, en la entrevista que había tenido, el mismo condestable hubo de decirle:

-Pluguiera al cielo, mi buen Gutiérrez, que en tiempo oportuno hubiese escuchado tus consejos. Tratar de satisfacer la ambición haciendo concesiones es violentarla más; si yo hubiese dado al hacha del verdugo los ambiciosos que me demandaban villas, no habría llegado al extremo en que me hallo.

El conde no supo qué contestar.

Contristábale la desgracia de su amigo, y mucho más le contristaba porque ya se la había anunciado.

Don Álvaro de Luna había concitado en su contra tantas enemistades y tantos odios, que únicamente con su muerte podían satisfacerse.

El sangriento desenlace del drama de su vida tuvo lugar poco después en la plaza del Ochavo de Valladolid, viéndose en el duro trance de ser enterrado de limosna el que tan omnipotente había sido poco tiempo antes, y cuya voluntad no había reconocido límite alguno.

Capítulo LXXXII. Doña Catalina empieza a tener miedo

Cuando el conde de Fuentidueña terminó su relato, díjole al de Floridablanca que le había escuchado con religioso silencio:

-Y bien, amigo mío; ¿qué me dices respecto a lo que acabas de oír?

-Que tu relato me ha conmovido, pero no me ha convencido.

-No acabarán, pues, nunca tus disgustos, si contemporizas con tus enemigos.

-No quiero ensañarme en su daño.

-Pues seguramente ellos lo harían contigo.

-Puede ser; pero yo jamás apelaré a medidas extremas que repugnan a mi conciencia, nunca, amigo mío.

-¡Quiera Dios que sin violentar tus sentimientos, puedas hallar el modo de desembarazarte de los escollos que embarazan tu camino!

-¡Cúmplase la voluntad del que todo lo puede!

-¡Vaya, pues! Harto tiempo he robado ya a tus trabajos; hora es de dejarte libre y de que me llegue a mi perfumería.

-¡Pues qué! ¿Aún conservas tu establecimiento?

-Ya lo creo; aún soy, cuando me conviene serlo, Giacomo Zarini el perfumista.

-¿A qué obedece ese disfraz?

-A muchas cosas.

-Siendo así, nada digo; haga el noble conde de Fuentidueña lo que mejor le acomode.

-Mi tienda es un depósito de secretos, y yo el guardador de todos ellos, y créeme hay más de uno que ha de admirarte el día que te le confíe.

-No lo dudo.

-Algún día me será dado poder aclararte algunos misterios, y envueltos en ellos hallarás a algunos personajes de los de clase más elevada de la corte.

-Nada tiene de particular.

-Tiene mucho, y tal espero que juzgues en llegando la ocasión.

-Estoy poco acostumbrado a admirarme ya de nada.

-Allá veremos.

-Convenido.

Despidiéronse cordialmente ambos amigos; el conde de Fuentidueña se retiró, y el de Floridablanca entregóse de nuevo a sus profundas y graves meditaciones.

En el gabinete de doña Catalina, el cual ya conoce el lector, tenía lugar una escena de distinta índole que la que acabamos de referir, y precisamente en los mismos momentos, entre la hermosa viuda y el cada día más enamorado secretario Gil Pérez.

La dama, lánguidamente reclinada en un magnífico diván, escuchaba desdeñosamente a su interlocutor.

-Paréceme que ya no me es posible hacer más por complacerte.

-¿Acaso -repuso la dama- me he quejado?

-Eso pudieras hacer, cuando por ti me he convertido en poco menos que en un bandido.

-Lo que mucho vale...

-Mucho cuesta, es cierto; pero a mí me ha costado mucho el no conseguir nada hasta ahora.

-¡Oh, Dios mío! -dijo la dama haciendo un gesto de impaciencia- siempre lo mismo, eres incansable.

-Voy creyendo que he sido harto necio.

-¡Cómo! ¿Por qué?

-¿Por qué?... por haber sido harto dócil hasta el presente. Por ti lo he hecho todo, absolutamente todo, hasta bajezas.

-¿Bajezas?

-Varias.

-Te has vuelto muy delicado.

-¿Dime si no es una bajeza el modo como he procedido con el conde de Santillán?

-No acierto a verla.

-¿Es una acción digna, el hacer que prendieran a ese caballero, haciéndole pasar plaza de conspirador, en vez de acudir al sitio que con él había convenido, a fin de cruzar nuestras espadas? Tú supiste, no sé cómo, que debía batirme con el de Santillán, y a ruegos tuyos desistí del lance y procuré, según me lo ordenaste, que se le redujera a prisión.

-Todo eso lo hice, o mejor dicho, te lo aconsejé por tu bien.

-¿Por mi bien?

-No quise que expusieras tu vida, arriesgándola en un lance que podía haberte sido fatal.

-La muerte no me intimida.

-Pues yo creí hacerte un favor.

-Lo mismo creerías -añadió sarcásticamente- cuando me rogaste que con la ayuda de unos truhanes, procurase robar a la bella María, ¿no es cierto, amiga mía?

-Eso ya varía.

-Y también -continuó Gil sin atender a doña Catalina- por mí, indudablemente has procurado que se encierre a don Luis de Guevara.

Al oír el nombre de Luis, frunció la dama sus hermosas y arqueadas cejas, densa palidez nubló su faz, y con trémula voz, respondió:

-¿A qué viene ahora hablar de don Luis?

-Ese nombre tiene la virtud, cuando le oyes pronunciar, de animarte de un modo notable.

-Mucho ciegan los celos.

-Sin embargo, más ciega el amor.

-No digo lo contrario.

-Pero hoy, créelo, empiezo a ver bastante claro.

-Lo que estás, es insoportable.

-He llegado a creer, que mi presencia te es enojosa menos cuando has menester de mis auxilios.

-¿Eso crees? -dijo la dama sonriendo de un modo tentador.

-Lo creo firmemente.

-¿No piensas terminar este capítulo de recriminaciones?

-A su debido tiempo.

-¿Y hay para mucho? -preguntó la dama desdeñosamente.

-Procuraré ser breve.

-Si te conviene extenderte en él, por mí no lo dejes; despáchate a tu gusto y cumplidamente.

-Cada palabra que sale de tus labios, es una nueva prueba de tu alevosía; he sido tu juguete, tu esclavo, ya no me es posible dudarlo; pero no es fácil que en adelante continúes jugando conmigo del mismo modo. El esclavo ha logrado por fin romper sus cadenas.

-¿De veras? -repuso con dulce acento doña Catalina lanzando una tentadora mirada a Gil.

-¡Oh! ¡no lo dudes!

-Vaya, señor liberto; os doy mi enhorabuena.

-No son ya amorosas miradas, ni tentadoras promesas las que han de sujetarme nuevamente a tu yugo.

-He perdido ya por completo el ascendiente que sobre ti ejercía -dijo sonriéndose.

-Ríe cuanto gustes; pero cree que estoy decidido a romper como te lo he dicho, no sólo las cadenas con que me has tenido sujeto, sino también a vengarme, caso de que hoy me aleje de tu lado, sin que te hayas decidido a darme seguras pruebas de que al fin correspondes a mi amor.

-¿Hablas de venganza?

-Eso he dicho.

-¿Es decir, que me amenazas?

-Creo que sí.

-¡Oh! ¡eso ya es algo más que emanciparse; es constituirse señor!

-De eso trato.

-Pues creo que lograrlo, ha de serte algo difícil.

-No tanto como juzgas.

¡Ah! olvidaba que eres secretario del primer ministro -agregó la dama sarcásticamente.

-No vas muy mal, que digamos.

-¿Tratas de hacerme prender?

-Nada de eso.

-¿Quizá pretendes desterrarme?

-Tampoco.

-Más aún: ¿será cosa de que me decapiten?

-Ríe, ríe cuanto quieras.

-Si luego he de llorar, todo lo que ahora ría llevo adelantado.

-¡Llorar! no sé si es fácil en ti; pero de seguro que te haré sufrir.

-Vamos, señor don Gil, veo que será cosa de seguiros el humor.

-Haz lo que gustes.

Doña Catalina, por más que lo disimulaba, comenzó a inquietarse al observar la seguridad con que Gil hablaba, y sin saber por qué, tenía el corazón oprimido; decidióse, por lo tanto, a emplear cuantos medios estuviesen a su alcance para descubrir cuál era la venganza que pensaba tomar aquel a quien siempre había mirado con el más profundo desdén.

-Cree, amigo mío, que empiezo a sentir miedo.

-Puedes no sentirlo en este momento, pero más tarde... veremos.

-¿Y quién te ha suministrado los medios para vengarte de mí?

-Tú misma.

-¡Ja, ja, ja! Eso sí que es gracioso.

-Y sobre todo original.

-Verdaderamente lo es, por no decir inverosímil.

-Pues es así, ni más ni menos.

-Por supuesto, ¿no querrás decir el medio de que piensas valerte para realizar tu venganza?

-No tengo por qué ocultarlo.

-Con que ¿no tendrás inconveniente en decírmelo?

-Ninguno.

-Eso se llama ser galante.

-Por no perder la costumbre que he contraído a tu lado.

-¡Pues, ea! Sácame de esta horrible ansiedad; dime cómo te arreglarás para hacerme subir las terribles gradas del patíbulo.

-No trato yo de que las subas.

-Puedes alabarte de que me haces pasar el tiempo de sorpresa en sorpresa.

-Eso más tendrás que agradecerme.

-Así es, en efecto.

-Me place que lo reconozcas.

-¿Con que, volviendo a nuestro asunto, según manifiestas, piensas vengarte de mí, pero descargando el golpe sobre otra persona?

-Esa es la verdad.

El corazón de doña Catalina latía con extremada violencia; su miedo había ido aumentándose gradualmente.

-Y ¿quién es esa persona?

-¿Tienes empeño en saberlo?

-Curiosidad por lo menos.

-Pues ni más ni menos que el joven y galante caballero don Luis de Guevara, hoy preso a tus instancias y por mis sugestiones en el castillo de Villaviciosa.

El rostro de doña Catalina se cubrió de mortal palidez.

Gil, que la observaba atentamente, continuó dirigiéndose a ella y adoptando a su vez un tono sarcástico:

-Parece que te ha hecho efecto la noticia; la lividez mortal de tu semblante lo dice bien claramente.

La hermosa viuda, algún tanto repuesta, replicó gravemente:

-No creo que hagas semejante cosa.

-Parece que has desechado ya el tonillo sarcástico y desdeñoso con que me hablabas hace un momento.

-¡ Ea! Basta ya de bromas; hablemos como buenos amigos y con algún juicio.

-¡Que me place! -contestó Gil gravemente.- Te he dejado quejarte desde que has entrado, y creyendo quo no llevarías a mal la broma, me he chanceado un poco; veo que esto te ha disgustado y que has creído seriamente que no agradecía tus servicios y me burlaba de tu amor.

-Motivos me has dado para ello.

-No creía que lo llevarías tan a mal.

-Concluyamos, Catalina: no me es dado resistir por más tiempo los sufrimientos que me torturan el corazón, despedazándole sin piedad; por conseguir tu amor he hecho grandes sacrificios, hora es ya de que me otorgues el premio ofrecido. ¿Estás decidida a cumplir tus ofrecimientos?

-Amigo mío, pocos días han de pasarse sin que te halles plenamente convencido de la sinceridad del amor que te profeso.

-Ha de ser hoy -dijo Gil con firme acento y levantándose del asiento que ocupaba.

-¿Hoy? -repitió temblorosa doña Catalina.

-Hoy o nunca.

-Entonces...

-Decide.

Doña Catalina contestó valientemente:

-Entonces, nunca.

-Está bien; adiós. No se hará esperar mi venganza.

Gil, sin aguardar contestación, salió airado del gabinete de la bella viuda.

Esta guardó silencio breves momentos, pero al fin exclamó, cual si aún tuviera delante de sí a su desdeñado amante:

-Lucharemos, y veremos quién vence a quién.

Capítulo LXXXIII. Las majas y don Tadeo

Dejamos a las tres majas en el momento en que los golillas acababan de llevarse, en calidad de presos, a sus tres amantes.

El desconsuelo de las jóvenes era superior a todo encarecimiento.

Largo rato, después que se habían quedado solas, se contentaron con llorar, sin proferir ni una sola palabra; pero al fin Lola rompió el silencio.

-Es menester hacer algo.

-¿Y qué podemos nosotras? -contestó Concha.

-Pues no hay remedio, hay que procurar por lo menos averiguar el sitio a donde se los han llevado. ¿No es verdad Paca?

-Sí, soy de tu opinión, Lola.

-Con llorar y gemir nada se alcanza. Creedme, amigas, enjuguemos nuestras lágrimas y pensemos lo que haya que hacer.

-¿Quién sabe lo que harán con ellos? -repuso Concha.

-¡Maldito sea el que les hizo meter en ese negocio! -dijo Lola.

-¡El tal señor don Tadeo! miren como a él no se lo han llevado; a fe de Concha os digo que se me están pasando por la imaginación unas ideas...

-¿Sobre qué? -preguntó Lola.

-Sobre arrancarle los ojos a ese vejete si no nos ayuda.

-No, pues lo que es yo no tengo mejores pensamientos que tú, y en cuanto le eche la vista encima, te prometo que ha de oír cosas que no creo sean de su gusto. Vamos, Paca, por Dios, enjuga tus lágrimas que hartas hemos derramado ya, y algunas más tendremos que verter si no me equivoco.

-Lola -dijo Paca con voz ahogada por la emoción y sin dejar de llorar- yo quisiera poder secar mis ojos; pero en vano lo procuro; las lágrimas no caben en mi pecho e inundan mis ojos.

-A mí me pasa lo mismo -replicó Concha.

-¿Acaso creeréis que yo soy de estuco? Bien sabes que no, y si he procurado dominar mi llanto es haciendo un grande esfuerzo, porque comprendo que es preciso pensar en algo en favor de aquellos pobres muchachos. Por mi parte estoy decidida a todo, y aunque tuviera que ir a ver al rey lo haría.

-¿Crees que eso te sería muy fácil?

-No lo sé, Concha; pero yo estoy dispuesta a intentarlo si es necesario, ¿qué no haría yo por Vicente?

-¿Y yo por mi Joselito?

-Esta -dijo Lola señalando a Paca- es la que más puede hacer.

-¡Yo!

-Sí, tú.

-Pues habla, que mi interés no es menor que el vuestro.

-Ya lo creo, y por lo mismo es menester que sobreponiéndote a tu dolor te dispongas a hacer algo.

-Y ¿qué puedo yo hacer, Lola?

-Tú conoces a ciertas empingorotadas señoronas, para las cuales has trabajado.

-Es verdad -añadió Concha.

-No lo niego -dijo Paca.

-Pues hija -continuó Lola- es necesario que te avíes, y sin pérdida de momento vayas a ver a alguna de esas damas a quienes conoces, y le ruegues y le llores hasta conseguir te ofrezca hacer algo en favor de nuestros amigos; yo creo que lo alcanzarás.

-Haré cuanto queráis, pero mucho me temo sean inútiles los pasos que voy a dar.

-¡Quién sabe! Yo no desconfío tanto.

-Ni yo.

-¡Dios haga que no os equivoquéis!

-¿Vas a salir en seguida?

-Sí.

-Pues, ea, avíate y en marcha; las cosas, así, en calentito -repuso Lola.

En un instante se atavió Paca, a quien ayudaron sus dos amigas.

-¿Quieres que te acompañemos?

-No, Lola, ¿para qué?

-Pues aquí te aguardamos.

-Y en tanto que tú vas a ver a esas damas, nosotras rezaremos a la Santa Virgen, porque nos saque en bien de ese laberinto -dijo Concha.

Ya Paca había dado algunos pasos hacia la puerta, cuando apareció en su umbral don Tadeo.

-¡Don Tadeo! -dijeron a coro las tres majas al divisar el viejecito.

-El mismo, el mismo, hijas mías -contestó penetrando en la habitación y tomando asiento.- ¡Uf! dejadme descansar; vengo molido.

-Pero está su merced libre.

-En tanto que los otros pobres, Dios sabe dónde están y cómo lo pasan en estos momentos -replicó Concha, rompiendo a llorar.

-Y ¿quién tiene la culpa de todo? ¿Quién les metió a conspirar a esos pobres muchachos? Su mercé tan sólo.

-Tiene razón Lola en lo que dice. ¿Cómo se explica que los hayan preso a ellos y vos estéis en libertad?

-¿Quién sabe, Paca -repuso Concha- el gato que habrá ahí encerrado?

-En mal hora conocieron a su mercé, pero si a nosotras nos hubieran creído, no se encontrarían ahora encarcelados, Dios sabe dónde.

-¡Vamos, hijas mías, calma; calma por Dios! -contestó por fin don Tadeo, procurando dar a su acento un tono de conmoción que estaba muy lejos de sentir.

-¡Calma! Eso se dice con facilidad -dijo Concha.

-Como a él no le duele... -repuso Lola.

-No puedo explicarme que se os deje libre, estando tanto o más comprometido que ninguno de ellos en esa maldita conspiración -añadió Paca.

-Repito que aquí hay gato encerrado -volvió a decir la maliciosa Concha.

-No hay gato ni ratón que valga -contestó sofocado don Tadeo, a quien las tres majas acusaban sin dejarle casi tiempo de respirar. ¿Se me quiere oír?

-Y ¿qué podrá su mercé decir para justificarse?

-Lola, yo no necesito justificarme.

-¿Que no? -replicó la airada maja.

-No necesito hacerlo, porque ya lo hice a su debido tiempo.

-¿Cuándo y cómo? -preguntó Concha.

-¿Cuándo? Hace pocas horas, y aquí mismo. ¿De qué modo? Acusándome en presencia del mismo alcalde de casa y corte. ¿Tan pronto lo han olvidado?

-Eso es muy cierto -dijo Paca.

-Pero muy extraño -añadió Concha.

-Y tanto como lo es -agregó Lola.

-Si no se me deja hablar, no podremos entendernos.

-Hable su merced -dijo la cada vez más angustiada Paca.

Las tres majas guardaron silencio; don Tadeo, después de haber hecho las ceremonias de llevarse el pañuelo a los ojos como para enjugarse las lágrimas, que en efecto no habían asomado a ellos, dijo:

-Comprendo esa aflicción; no me sorprende ver esos juveniles y hermosos ojos inundados en ardientes lágrimas, porque mi corazón profundamente conmovido se explica perfectamente cuánto y cuánto estarán sufriendo los apasionados corazones que se encierran en esos enamorados pechos. Yo hubiera deseado participar del infortunio en que están sumidos mis queridos amigos; no me explico cómo se me ha dejado en libertad estando tanto o más comprometido que ellos en el asunto que ha originado su prisión, y bien claro lo he demostrado acusándome yo propio y en voz alta en presencia del señor alcalde de casa y corte. Nada he conseguido, y si he de hablar con entera franqueza, diré que ahora celebro encontrarme libre.

-¡Oh! Ya lo creo -dijo Lola irónicamente.

-Sí, pero me alegro, no para aprovecharme de la libertad en que se me deja, procurando ponerme a salvo de lo que es fácil que me acontezca antes de mucho, sino para trabajar con ahínco en favor de los encarcelados.

-¡Ah! -exclamó Paca -Si eso hace su mercé, mi gratitud será eterna.

-Vaya si lo haré; es más; he comenzado ya a hacer algo.

-¿De veras? -preguntó algún tanto animada Concha.

-Como lo digo -contestó don Tadeo.

-¿Qué ha hecho su merced? -repuso con afán Lola.

-Sí, sepamos, digo, si es que se nos puede decir.

-Sí, Paca, sí puedo decirlo.

-Pues esperamos con ansiedad saberlo.

-Tan pronto como salí de aquí, loco, desatentado y sin idea fija, me dirigí a casa de un amigo, persona muy influyente en la corte.

-Bien pensado.

-No interrumpas, Concha.

-No lo puedo remediar, Paca.

-Continúe su merced -dijo Lola.

-No hallé a mi amigo en su casa -continuó diciendo don Tadeo- pero determiné esperarle en ella; en tanto le esperaba reflexioné, y de mis reflexiones deduje que lo primero y más conveniente era tratar de saber el sitio a donde han sido conducidos nuestros amigos.

-Sí, eso es lo más indispensable -dijo Paca.

-Poco tardó en llegar mi amigo; le dije el asunto que a verle me había conducido, y le rogué que sin pérdida de tiempo procurase averiguar lo que me convenía saber.

-Y ¿qué contestó? -preguntó la impaciente Concha.

-Tomó otra vez el sombrero y se dispuso a salir nuevamente en pos de las noticias que yo le había demandado, ofreciéndome hacer cuanto pudiera por complacerme. Salió de su casa, y yo con él, y nos separamos quedando en volver a vernos a las dos horas; he dado algunos otros pasos que tienden al mismo fin, porque es de todo punto necesario que sepamos a qué atenernos; las dos horas de plazo están próximas a espirar, pero he querido antes de volver a casa de un amigo llegarme aquí a fin de que mis amigas sepan que trabajo sin descanso.

-Hágalo su mercé por las once mil vírgenes -suplicó juntando las manos Paca.

-¡Oh! no hay cuidado, que yo he de hacer aún imposibles en pro de nuestros encarcelados.

-¿Y no sería bueno que ésta -dijo Lola señalando a Paca -haga algo?

-Y ella ¿qué puede hacer? -preguntó el viejecillo.

-Nosotros la habíamos aconsejado que fuese a ver a alguna dama de las que conoce.

-Y ¿con qué fin, Dolores?

-Con el de interesar en nuestra causa a alguna persona influyente.

-Por ahora eso no es menester.

-¿Lo cree así su mercé?

-Sí, Paca.

-¿Por qué razón? -preguntó Dolores.

-Por una sencillísima.

-Y ¿cuál es, don Tadeo?

-La de no convenir que sean muchas las personas que se ocupen de este asunto.

-Lo contrario creo yo.

-Pues mal creído, amiga Concha.

-A mi me parece que cuanto más gente de influjo se empeñe en favor nuestro, tanto más fácil ha de ser conseguir algo.

-O no.

-¡Cómo!

-Hay que tener en cuenta, bella Dolores, que según las personas cuya influencia se busque, puede perjudicarse grandemente la situación de nuestros amigos.

-Confieso que no lo entiendo.

-Ni yo -replicó Concha.

-Cuando su mercé habla así, sus motivos tendrá para ello.

-Bien dice Paca; hijas mías, hay que andar con mucho tiento en estos negocios; figuraos por un momento que la persona a quien ésta se dirija, goce a los ojos del ministro de una opinión poco favorable, aun ignorándolo ella misma, cosa muy fácil en estos tiempos, pues es muy bastante el que a uno le unan ciertas simpatías con persona contraria en opiniones a las del señor conde de Floridablanca, para que éste le mire ya con marcada prevención.

-Siendo así...

-Y así es, y como la pobre Paca desconoce por completo, según presumo, las opiniones políticas o amistades que tenga la persona a quien piense dirigirse, pudiera muy bien suceder que fuera peor el remedio que la enfermedad.

-Dice bien su mercé.

-Vaya, déjenme hacer a mí, y con la ayuda de Dios todo se andará.

-¿Volverá su mercé? -preguntó Dolores.

-Tan pronto como haya adquirido las noticias de que voy en pos.

Don Tadeo salió de la habitación con paso apresurado, y al verse en la calle exclamó con aire de satisfacción:

-He logrado lo que me proponía; las majas todo lo esperan ya de mí; ¡pobrecillas! no saben ellas la sorpresa que les preparo; sigamos representando la comedia, que el desenlace está ya cercano.

Capítulo LXXXIV. Don Tadeo continúa la comedia

-Vaya -dijo Dolores tan pronto como don Tadeo hubo salido- veo que el buen viejo está dispuesto a hacer algo.

-No faltaba más sino que nos dejara en la estacada, cuando él tiene la culpa de todo lo que ha ocurrido.

-Eso es verdad, Concha.

-Vaya si lo es.

-De todos modos, gran cosa es que procure remediar el mal que ha causado -dijo Paca.

-Mientras lo consiga.

-No tengo yo gran confianza, Dolores.

-Cuando pienso -añadió la aludida- que aún no hace cuatro horas tenía a Vicente tan cerca de mí, y ahora ni sé dónde está ni cuándo podré verlo, me ahoga la pena.

-Por eso mismo le tengo tanta manía a don Tadeo. ¡Qué queréis! No lo puedo remediar, no me pasa el tal hombre de los dientes para adentro.

-Sin embargo, Concha, ponle buena cara, no sea que se enoje y nos abandone, que es lo único que nos faltaba.

-¡Cuándo querrá Dios que podamos vivir tranquilas! -exclamó Concha suspirando.

-La verdad es que de algún tiempo a esta parte todo son contratiempos; y esta pobre aún ha sufrido más que nosotras -dijo Dolores señalando a Paca.

-¡Sabe Dios los que aún me restan que sufrir!

-No adelantes el mal tiempo.

-Dolores, no sé por qué, pero el corazón me predice que he de sufrir mucho.

-Nada tiene de extraño que hoy le tengas agitado e inquieto; eso mismo nos pasa a nosotras, ¿no es verdad, Concha?

-Pues si yo estoy que se me puede ahogar con un vaso de agua.

-Es que a mí desde hace días me anuncia alguna desgracia, y ¡qué queréis que os diga, amigas mías! pero es la verdad que tengo así como un presentimiento de que algo muy triste ha de ocurrirme.

-No nos faltaba más sino que tú cayeras enferma.

-¡No lo quiera Dios! -repuso Dolores.

-Vaya, vaya; no parece sino que son pocos los motivos que nos afligen por desgracia en este momento, cuando procuramos aumentarlos calculando las desdichas nuevas que puedan sobrevenirnos.

-Dice bien Concha; vamos, Paca, es menester hacer de tripas corazón, y no dejarse abatir de mala manera por lo que puede sucedernos; desecha esa idea que te atormenta aumentando tus sufrimientos actuales.

-Procuraré hacerlo, pero temo no poderlo conseguir.

-Todo se puede cuando se quiere.

-No todo, Dolores -replicó Concha.

-Claro, porque si todo se pudiera alcanzar con sólo desearlo, ya tendríamos en libertad a nuestros amigos, ¿no es eso?

-Justamente.

-¡Mira qué salida!

-Pues por eso te decía que no todo lo que se quiere se puede -contestó Concha muy satisfecha de su penetración.

-¡Oh! si la fuerza de voluntad bastase, si a costa de un sacrificio pudiera evitarse el conflicto en que nos hallamos, yo os aseguro que poco tiempo tendríamos que deplorar la separación de nuestros galanes.

-Lo mismo que Paca, digo yo.

-Y yo también -afirmó Concha.

-Pero todo es en balde; poco o nada podemos y me temo que es mayor de lo que imaginamos el peligro que corren.

-¿Quieres callar, Paca?

-¿Crees que puedan estar encerrados muchos días? -preguntó Dolores.

-Mucho lo temo.

-¿Y por qué? vamos a ver, ¿por qué?

-Porque no es cosa de juego, según sospecho, eso de conspirar, y tú ya ves, Dolores, que si al señor conde de Floridablanca se le antoja darnos un mal rato, bien puede hacerlo.

-Eso es lo que yo no sé, si puede o no puede.

-¿Quién podrá impedírselo?

-Mira, Paca, no sé qué contestarte a eso, pero se me antoja que el rey es más que el señor conde.

-Dice bien Dolores -replicó Concha.

-Sí, pero el rey...

-¿Qué?

-¿Qué caso ha de hacer de nosotras, pobres mujeres del pueblo?

-Oye tú, chica -dijo Dolores a Paca- nuestro buen rey don Carlos III, es, según dicen, el padre del pueblo; y si eso es verdad, que yo no lo sé, nosotras somos sus hijas, y no hay ningún padre que mire llorar sin consuelo a sus hijos, sin compadecerse de ellos.

-No te hagas ilusiones -replicó tristemente Paca.

-Pues ten entendido que en último caso he de tentar yo ese recurso.

-Y yo contigo -añadió Concha.

--¿Creéis que es tan fácil ver al rey?

-Eso es lo que no sé, pero se prueba -dijo resueltamente Dolores.

-Claro está.

-Tengo yo para mí, que a tres mozas como nosotras lo somos, vamos, bien puede decirse sin vanidad, no mal parecidas, no ha de serles difícil ablandar a los carceleros de palacio.

-Ya ves tú si yo querría que así fuese, pero mucho temo que no vamos a conseguir nada.

-Eso ya lo veremos si llega el caso.

-Haga Dios que no llegue -dijo Paca.

-Mucho tarda el vejete, ¿no os parece? -exclamó Lola con visible impaciencia.

-Y ¿quién sabe lo que aún tardará? -repuso Concha.

-Quizá su amigo no habrá vuelto a su casa, y en ella le estará esperando todavía don Tadeo; él querrá traernos noticias ciertas.

-Y así debe hacerlo, Paca, porque lo que es yo no me acuesto sin saber dónde han metido a mi Vicente.

-¿Te parece a ti que yo podría dormir tranquila sin saber cuál es la suerte de mi Joselito, ni ésta la de don Luis? ¡No faltaba más!

-¡Oh! Creo que yo tardaré algunos días en dormir tranquila -dijo Paca.

-Está visto que tú te has propuesto quitarnos toda esperanza. Yo ya estoy que se me puede ahogar con un cabello y tú acabas de desanimarme. ¡Y ese vejete sin venir! así se hubiera quebrado una pata antes de conocer a Vicente.

-No una, las dos debía de haberse roto antes de dar con mi Joselito y con Luis.

-Callad -dijo Paca- oigo pasos en el patio.

-Él será sin duda.

-Sí, él es.

En efecto, don Tadeo, rebujado en su capa, era el que acababa de atravesar el patio; apenas penetró en la habitación, las tres majas se le aproximaron, y casi al mismo tiempo le preguntaron:

-¿Qué hay?

-¿Qué ha sabido su mercé?

-¿Dónde están?

-Déjenme respirar -contestó el asediado don Tadeo, fingiendo un gran cansancio.

-¿Ha sabido algo el amigo de su mercé? -preguntó Lola.- ¡Uf! vengo molido.

-¿Tanto ha corrido?

-Tome asiento -dijo Paca ofreciéndole una silla que Tadeo se apresuró a aceptar.

-Vaya si he corrido y no poco; motivo sobrado he tenido para ello.

-¿Pues qué ha ocurrido?

-Que me venían a los alcances.

-¿Quién? -preguntaron a coro las mujeres.

-Un sabueso.

-Es decir, un alguacil, ¿no es eso? -preguntó Lola.

-Poco más o menos.

-Y ¿desde dónde le ha seguido?

-Desde que he salido de la casa de mi amigo, querida Paca; se conoce que me había visto entrar en ella, y esperaba mi salida pegado a la esquina que da frente por frente, poco más o menos, al portal de la susodicha vivienda; desde que pisé la calle advertí a mi hombre, y como me puse sobre aviso pude observar que me seguía recatadamente; cuando me convencí de ello, apreté el paso y le he mareado haciéndole cruzar indistintamente, plazas, calles y callejuelas; al fin perdió la pista y cuando estuve seguro de que ya no era vigilado, me dirigí aquí.

-Y ¿qué hay? -preguntó con ansiedad Paca.

-Sí, sepamos -agregó Lola.

-Hable su mercé -repuso Concha.

Don Tadeo procuró revestir su fisonomía de un aspecto conmovido, abrió y cerró muchas veces los ojos fijándolos ya en una, ya en otra de las majas, y por último exclamó:

-La cosa es grave, muy grave, hijas mías.

Imposible nos fuera describir la consternación que al oír tales palabras se estereotipó en el rostro de cada una de las tres impacientes jóvenes.

-¡Dios mío! -dijo Paca derramando abundantes lágrimas.

-¡Válganos Dios!

-Pero sáquenos su mercé de esta horrible ansiedad -repuso a su vez Lola.

-Sé dónde están.

-¿Dónde?

-Vuestro don Luis...

-¡Acabad, por la Virgen Santa! -dijo la joven cuya agitación apenas la dejaba hablar.

El hipócrita y malvado viejo parecía recrearse con el dolor de aquellas infelices.

-Si no sé cómo deciros...

-¿Qué?

-Vamos, vamos, hija mía, procurad calmaros.

-Pero ¿no conoce su mercé que con esas medias palabras me está matando?

-Esto es insufrible -dijo Lola.

-Acabe de una vez -replicó Concha.

-Pues sea.

-Gracias a Dios.

-Calla, Concha -repuso Lola tapando con una mano la boca de su amiga.

-Don Luis está preso en el castillo de Villaviciosa.

-¿Y no están con él sus amigos?

-No, Paca.

-Pues y esos ¿dónde están?

-Don Vicente y Joselito, en la cárcel de corte.

-¡Válganos la soberana Virgen! Ahora mismo voy a verles.

-Y yo también.

Lola y Concha se disponían a salir; don Tadeo las detuvo.

-¿Adónde van?

-¿Dónde quiere que vayamos? A verlos.

-Lola, eso es imposible.

-¿Y por qué?

-Porque no los dejan ver de nadie.

-Pero, hombre, ¿a nosotras podrán impedirnos?...

La pobre Concha no podía convencerse de que a ellas se les pudiera impedir el ver y hablar a sus amantes.

-Como que están incomunicados.

-Y eso ¿qué significa?

-Significa, Lola, que está cada uno encerrado en su respectivo calabozo, en el cual no penetra nadie más que su carcelero.

-¡Dios nos ampare! -exclamó Concha dejándose caer sobre una silla y rompiendo a llorar.

-¡Maldito sea el momento en que conocieron a su mercé! -dijo en un arranque de cólera la impetuosa Lola.

-Bien sabe Dios cuánto me pesa lo que ha ocurrido -contestó con acento compungido don Tadeo.

-Su mercé tiene la culpa de todo.

-Lola... ¿quién había de imaginarse?...

-Edad suficiente tiene su mercé para saber lo que se hace.

—Pero...

—No hay pero que valga; ¿quién le mandaba comprometer ha esos buenos chicos? ¿qué les importa ha ellos que mande Juan o Pedro?

-¡Oh! lo que es eso...

-Tan buenos son los unos como los otros, y el que paga, paga; no crea su mercé que yo me doy por satisfecha con lo que ha hecho.

Lola se irritaba más y más por momentos.

-Yo haré cuanto pueda.

-Es menester que nosotras podamos ver a esos pobres chicos.

-Tal es mi deseo, Lola.

-No basta desearlo.

-Y pondré los medios para conseguirlo.

-Sí, don Tadeo, por amor de Dios, vea de conseguir esos permisos.

-Perded cuidado, Paca.

-En su mercé confío.

-Podéis hacerlo con entera confianza.

-¿Y no ha podido averiguar su mercé el motivo por qué los han separado?

-No me ha sido posible averiguarlo, Paca.

-¿Por qué será? ¡Dios mío! ¿Por qué será?

-¿Qué pensarán hacer con ellos? -dijo llorando Concha.

-No hay que alarmarse, hijas, no hay que alarmarse.

-¿Quiere su mercé que no nos alarmemos pasando lo que pasa? ¿Cree que no tenemos corazón?

-Nada de eso, Lola, nada de eso.

-Pues entonces...

-Hay que tener calma, hay que sobreponerse a las circunstancias. Ahora mismo voy a ver a una persona que nada puede negarme, y, o poco he de poder, o vuelvo con los anhelados permisos. Adiós.

Sin esperar contestación, colocóse el chapeo, se envolvió en la capa y se lanzó fuera del aposento.

Capítulo LXXXV. Don Tadeo da parte al marqués Adelfi de cuanto ha hecho

El marqués de Adelfi, casi completamente restablecido, envuelto en una magnífica bata, se hallaba en su aposento entreteniéndose en hacer una revista escrupulosa en su correspondencia galante, cuando le anunciaron la llegada de don Tadeo.

-Que pase inmediatamente -dijo el marqués a su criado.- Veremos qué noticias me trae ese tunante.

-Felicísimas noches tenga el señor marqués.

-Adelante, adelante.

Don Tadeo, que había saludado desde el umbral de la puerta, penetró en el aposento.

-A lo que parece, vuestra señoría se halla ya completamente restablecido.

-Así es, buen Tadeo.

-Dios sea loado.

-Heme ya en disposición de lanzarme de nuevo a la palestra.

-Comprendo que a la juventud no le place hallarse ociosa.

-Decís gran verdad, y tanto es así, que no sabiendo qué hacer en este momento me entretenía en repasar estas epístolas, que pertenecen a ciertas palomas con quienes he pasado ratos deliciosos.

-Lo creo, señor marqués.

-Supongo que tendréis alguna noticia interesante que darme.

-Así es la verdad.

-¿Qué ocurre?

-La comedia está por terminar, falta sólo el desenlace, y es preciso que los protagonistas de él se dispongan a presentarse al público.

-Dejaos de metáforas, habladme con claridad.

-Convenido.

-Pues adelante.

-Creo que ya resta poco que hacer para que se logre lo que tanto anheláis.

-Si eso fuera verdad...

-Los galanes están enjaulados, y las palomas deshechas en lágrimas.

-¿Y qué?

-Que ahora sólo resta llevarlas al palomar, donde pueden aguardarles los milanos.

-Y eso ¿lo creéis fácil?

-Facilísimo.

-¿Cómo conseguirlo?

-Ellas ven en mí a un ángel tutelar.

-¡Ja, ja, ja! Eso sí que es bueno -exclamó el marqués.

-Pues es así, ni más ni menos.

-No lo dudo.

-Puede creerlo el señor marqués.

-Cruel será el desengaño.

-No tanto.

-¿Cómo?

-Juzgo que me han de querer más cuando todo se descubra.

-Pues no me lo explico.

-Cuando haya sucedido lo que el señor marqués desea, y también su amigo el señor barón del Pinar, ellas no podrán menos de convenir en que son felices, y bajo este supuesto ¿a quién sino a mí deberán su felicidad?

-Eso es muy cierto.

-Pues entonces digo bien cuando supongo que su cariño hacia mí ha de aumentarse.

-¿Y si se resisten?

-Claro es que se resistirán, pero como yo supongo que el señor marqués y su amigo ya cuentan con eso, me figuro que aunque sea a la fuerza saldrán victoriosos.

-Eso desde luego; una vez en nuestro poder han de sucumbir de grado o por fuerza, yo respondo de ello.

-Pues una vez hayan sucumbido, como la cosa no tendrá remedio, se avendrán con su posición y habrán de convenir en que sus repulgos anteriores eran ridículos, no lo dude el señor marqués.

-Sí, nada tendrá de particular; he visto yo eso tantas veces que no me admirará verlo una vez más.

-¡Oh! eso, seguro.

-Entonces lo principal es conducirlas a la casa que a prevención tiene tomada mi amigo.

-Eso corre de mi cargo.

-Y ¿cuándo podrá suceder eso?

-Tan pronto como el señor marqués quiera.

-¿De veras?

-Y tan de veras; lo tengo yo todo muy bien dispuesto.

-Esperad.

Tocó el marqués un timbre y apareció un criado.

-Inmediatamente, Pedro, llegaos a casa del señor barón del Pinar y decidle que le aguardo, que venga inmediatamente.

El criado inclinó la cabeza y se retiró.

-Dentro de breves minutos estará aquí el barón, vive muy cerca.

-¿Y si no le hallan en su casa?

-Sí le hallarán, porque hace poco salió de aquí en dirección a ella.

-Entonces no he dicho nada.

-Me agradaría saber cómo os habéis arreglado para llevar adelante la trama.

-Pues no tengo inconveniente en referirlo.

-Entonces, en tanto que esperamos la llegada del barón, podemos entretener el rato.

-Como guste el señor marqués.

-Dad principio.

Don Tadeo refirió minuciosamente todo lo que había hecho, sin ocultar el más mínimo detalle. El marqués le escuchó con la mayor atención.

-¿Es decir que sólo aguardan esos permisos? -dijo el marqués cuando don Tadeo hubo acabado su narración.

-Nada más.

-Entonces es cosa hecha -repuso el marqués frotándose las manos con satisfacción.

-Digo, a menos que el señor marqués y su amigo desperdicien la ocasión -dijo sonriendo de un modo cínico aquel vejete depravado.

-En cuanto a eso no hay cuidado.

-Así lo presumo.

-Supongo que os hará falta algún dinero.

-Ese nunca viene mal, sobre todo en época como la presente.

-Tomad, por ahora.

-El marqués entregó un bolsillo bien repleto de oro a don Tadeo, quien se estremeció de placer a su contacto.

-Cuente el señor marqués con mi eterno agradecimiento.

-Yo gusto de recompensar a los que me sirven bien.

-Conocida me es ya la generosidad del señor marqués.

-El señor barón del Pinar -anunció el criado.

El barón penetró en el gabinete.

-Amigo mío, te he mandado llamar para darte una grata sorpresa.

-¿Y cuál es? -replicó el barón.

-Paciencia, querido, paciencia; por de pronto tengo el gusto de presentarte al señor Tadeo.

-El aludido se inclinó respetuosamente; el barón le examinó con atención y exclamó con cierta alegría:

-¡Ah! es el señor...

-De quien yo te he hablado en más de una ocasión, haciendo el elogio que se merece.

Don Tadeo se inclinó de nuevo y repuso humildemente:

-El señor marqués me honra demasiado.

-Hago justicia a vuestros méritos. Ea, vamos a lo que importa.

-¿De qué se trata? -preguntó el barón.

-De nuestras majas -respondió el marqués.

-¿Cómo está el asunto?

-En magnífico estado, señor barón -repuso don Tadeo.

-¿Será posible?

-Tan posible, que cuando lo juzguemos oportuno, se las conducirá a la casa que tienes preparada.

En los ojos del barón brilló un relámpago de infernal alegría.

-¿Y eso podrá ser?

-¿No acabas de oírlo? -repitió el marqués.

-Sin embargo, se me ofrece una dificultad -repuso don Tadeo.

-¿Ahora salimos con esa? -dijo un tanto amostazado el marqués.

-¿Qué dificultad es esa? -preguntó el barón.

-El pecar por carta de más... -respondió el vejete sonriendo.

-¿Por carta de más?

-Sí, señor marqués.

-Explicaos lisa y llanamente.

-Dos son las majas que ustedes esperan y desean, ¿no es eso?

-Justamente.

-Pues bien, señor marqués, yo me veo precisado a ofrecerles tres, sin que la que añado desmerezca en nada de sus amigas.

-Por mucho trigo... -dijo riendo el marqués.

-Eso es lo que yo he pensado -continuó don Tadeo.

-Se busca un buen amigo y se le hace ese obsequio.

-Ciertamente, marqués, que no ha de faltarnos algún goloso a quien contentar.

-Con que, Tadeo, ¿cuándo damos el golpe?

-Yo enjaularé hoy a una de las palomas y mañana por la noche a las otras dos; ¿está bien así?

-Perfectamente -contestó el marqués.

-Entretanto yo dispondré lo necesario.

-Y no olvides, barón, el buscar a un buen amigo.

-Corre de mi cargo.

-Pues si me otorgan permiso...

-Id con Dios, Tadeo.

-Convendrá que mañana nos veamos -dijo el barón.

-Eso desde luego; me pasaré por aquí a recibir órdenes.

-Id, pues, a vuestros quehaceres.

-A la orden, señor marqués; Dios guarde al señor barón.

En cuanto se vio en la calle don Tadeo, tomó el camino que conducía a la vivienda de Paca.

Así que las majas le vieron entrar, instintivamente se pusieron de pie y a la par le preguntaron:

-¿Qué hay?

-Buenas noticias.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó Lola.

-Paquita, arreglaos; sois esta noche la más afortunada.

-¿Cómo? -dijo Paca con cierta emoción.

-He podido a costa de mil trabajos conseguir permiso para que veáis esta noche a don Luis.

-¿Y nosotras? -preguntaron a la vez Dolores y Concha.

-Hasta mañana, imposible.

-¡Válganos Dios! -dijo Concha.

-¡Esta es buena! -murmuró Dolores.

-Hijas mías, no estaba en mi mano el conseguir que para hoy se me dieran los tres permisos, y gran cosa es que se me hayan ofrecido para mañana.

-¿Y si mañana no los dan?

-Lola, os empeño mi palabra de que mañana estarán en mi poder.

-¡Qué remedio! Hay que conformarse.

-Lola mía -dijo Paca- si a costa de cualquier sacrificio por mi parte...

-Vamos, calla, tonta; ¿qué culpa tienes tú? -respondió Dolores.

-Por lo menos nos consuela el que una de las tres pueda ver esta misma noche al hombre a quien ama.

-Dice bien Concha; ¡ea! acaba de arreglarte.

-Ya estoy.

-Vamos -dijo don Tadeo.

-Que contamos con su promesa.

-Descuidad, Concha.

-Mire su mercé -añadió Lola- que es horrible nuestra inquietud.

-Me hago cargo de ella.

-No quiero pensar lo que yo haría si mañana salía fallida mi esperanza.

-Lo mismo digo -agregó Concha.

-No hay que desanimarse; mañana será el gran día -dijo don Tadeo con intención bien distinta de la que se figuraban tenía las majas.

-Adiós, Paca.

-Adiós, Lola.

-Anímale.

-Quiera Dios que pueda hacerlo, amiga Concha.

Diéronse las majas estrechos abrazos, y por fin don Tadeo consiguió verse en la calle con una de las palomas que había ofrecido a la voracidad del gavilán.

Valióse el vejete de mil mañas, y merced a ellas consiguió dejar a Paca en la casa tomada con anterioridad por el barón del Pinar.

-Ya tenemos enjaulada una; ahora vamos a descansar.

Capítulo LXXXVI. Don Tadeo cumple lo que ofreció al marqués y al barón

Decir que Concha y Lola pudieron conciliar el sueño durante toda la noche, sería faltar por completo a la verdad, y nosotros, a fuer de verídicos narradores, no queremos en manera alguna cometer tan grave falta y por consiguiente conste que, haciendo justicia a las desconsoladas majas, consignamos que estuvieron desveladas, sin que les fuera posible ni por un solo momento, olvidar a sus respectivos galanes.

Amaneció, y con afan inusitado esperaron la llegada de don Tadeo, pero trascurrieron una tras muchas horas, llegó la tarde, sobrevino la noche, y el esperado sujeto no parecía.

Acababan de sonar las nueve y la impaciencia de Concha y Dolores había llegado a su colmo.

-¡Al fin! -exclamó Dolores.

-¡Gracias le sean dadas al Señor! -repuso Concha.

-Hijas mías -dijo don Tadeo, que era a quien ambas majas se dirigieron al verle entrar- no he deseado yo menos el poder llegar aquí. Déjenme descansar un momento.

-Descanse en buen hora, pero entretanto sáquenos de dudas.

-Estoy dispuesto a ello, amable Concha.

-¿Cómo estamos de permisos? -preguntó Dolores.

-Concedidos.

-¡Ah! -exclamaron las dos majas respirando con satisfacción.

-Sí, hijas mías, he podido vencer las dificultades que se presentaban y que no eran pocas, pero a Dios gracias, he conseguido mi objeto.

-Eso es lo principal.

-¿Le han dado a su mercé el permiso por escrito?

-No, Concha.

-Y entonces ¿cómo nos arreglaremos?

-Sencillamente.

-Pero ¿cómo?

-La dama, porque es una dama la que tamaño servicio nos hace, lleva la complacencia hasta servirnos de introductora.

-Dios se lo pague.

-Que cuente con nuestro eterno agradecimiento -dijo Concha.

-No lo haría por todo el mundo, porque es cosa harto difícil de conseguir lo que solicitábamos; pero he sabido conmover su corazón, y por fin ha accedido a servirnos y lo que es más, está dispuesta a trabajar en favor de la libertad de nuestros amigos.

-¿Será posible?

-Sí, Lola, sí; y estoy seguro de que en cuanto os conozca crecerán las simpatías de esa buena señora en favor de nuestros encarcelados amigos.

-Ya estoy rabiando por conocer a esa dama -dijo Concha.

-Pues a mí se me hacen siglos los minutos.

-Cada cosa a su tiempo -replicó don Tadeo.

-¿Es cosa de tardar mucho en ir? -preguntó con marcado afán Lola.

-Media hora escasa.

-Una eternidad me va a parecer.

-Amiga Concha, es preciso sujetarnos a esperar la hora que se nos ha indicado; no era cosa de que yo impusiera condiciones.

-No lo digo yo por tanto, su mercé debe hacerse cargo de la impaciencia con que aguardamos el momento de poder ver a esos desdichados.

-Sí que me hago cargo, Concha, pero no está en mi mano anticipar el tiempo.

-Quien ha aguardado tantas horas, bien puede esperar algunos minutos más.

-Lola habla razonablemente.

-Y con todo nuestro afán por saber algo de lo que directamente nos interesa, nada hemos preguntado de Paca.

-Es verdad ¿qué ha sido de ella? -preguntó Lola.

-Ha quedado en Villaviciosa.

-¿Allí ha pasado la noche? -dijo asombrada Concha.

-Sí; la sobrina del alcaide, que es una bellísima y tierna joven, se ha interesado por Paca y la ha permitido quedar en su compañía. Ayer noche no pudo ver vuestra amiga a don Luis; hasta hoy no le habrá sido posible hablarle, y aun eso a través de una espesa reja.

-Fortuna y grande ha sido que la madre de Paca se halle fuera de Madrid.

-Quiera Dios que su hermana la detenga en Alcobendas largo tiempo, porque si regresa cuando aún duren estos jaleos, es bien seguro que la salud que haya recobrado en aquel pueblo la perderá en breve aquí.

-Confiemos en Dios, Lola, Él todo lo puede.

El cínico vejete no dudaba en pronunciar el sagrado nombre del Omnipotente, cuya justicia debía hacerle temblar.

-No desconfío yo de su bondad -replicó Dolores- que ningún mal he hecho nunca a nadie y sé que él protege a los buenos.

-Así es, no lo dudéis hijas mías -replicó hipócritamente don Tadeo.

-Pues si he de hablar francamente -dijo Concha, mucho me temo que Dios nos tiene algo olvidadas.

-No digas eso, Concha.

-Pues lo digo.

-Muy mal hecho, amiga mía.

-Pues ¿qué queréis? yo pienso así, y eso que no tengo nada de irreligiosa.

-Es que estáis exasperada en este momento.

-Sí que lo estoy desde ayer; de buena gana le hubiera puesto al señor alcalde de casa y corte los cinco mandamientos en la cara al muy groserote. Si me hubiera dejado llevar de mi genio, le araño.

-¡Demonio! -pensó entre sí el vejete- Dios me libre de caer en tus manos. Y luego dijo en alta voz:

-Eso hubiera sido muy mal hecho.

-Peor estuvo lo que él hizo -observó Lola.

-¿También vos os contuvisteis?

-Y no poco -contestó la maja.- Créame su mercé que sé hacerme respetar.

-No lo dudo.

-Trabajo le mando al que quiera jugar conmigo.

-¿Tan fiera sois? -repuso sonriendo malignamente don Tadeo.

-Una leona, cuando me enfurezco.

-Y yo una pantera -añadió Concha.

-Pues está divertido aquel a quien acometáis.

-Alguno que se atreviera a propasarse conmigo, de fijo que se quedaba sin ojos.

-Divertidos van a quedar los nobles señores a quienes sirvo -pensó don Tadeo.

-Mire su mercé, señor Tadeo -añadió Dolores- aquí donde me ve, no le tengo miedo a nada en el mundo.

-Pues ese valor puede seros perjudicial en alguna ocasión.

-Que no me busquen, y es seguro que yo no me meteré con ningún nacido.

-Ya, pero supongamos que se os presenta una ocasión de esas inesperadas en que el resistir en demasía es empeorar la situación: entonces, lo más prudente es rendirse a la fuerza de las circunstancias y tener conformidad.

-Cada uno piensa a su manera; a mí el peligro no me espanta.

-Ni a mi tampoco -replicó Concha.

-Cada loco con su tema.

-Dígole a su mercé, que si una fuera de miel, se la comerían las moscas.

-Y en este Madrid que hay tanto moscón -añadió Concha.

-Afortunadamente a nosotras ya nos conocen y no nos molestan con sus picaduras.

-Más vale así.

-Ya lo creo -dijo Lola.

-Aparte de que soy muy bastante para defenderme, estoy bien segura de que mi Joselito había de hacer alguna fechoría al que se me atreviera. ¡Dios nos libre de ello, porque creo que sería capaz de matar al que lo intentase!

Don Tadeo se llevó el pañuelo a las narices para disimular la turbación que se pintó en su semblante. Las majas, bien ajenas de lo que contra ellas se tramaba, por pura casualidad habían conducido la conversación a un punto que desagradaba en extremo al hipócrita viejo que las había vendido, y deseando variar de rumbo procuró llamarles la atención sobre otro asunto.

-Encargo eficazmente que midan sus palabras delante de la dama a quien voy a presentarlas; esas señoras forman queja de cualquier cosa.

-Pierda su mercé cuidado -contestó Lola.

-Ya sabemos cómo hemos de conducirnos.

-No lo dudo, Concha, pero he creído ser un deber mío el advertirlo.

-Creo que ya ha pasado la media hora -dijo Lola.

-Según el reloj de mi corazón, medio siglo -repuso Concha.

-¡Pues, ea! Pongámonos en marcha.

-Estoy deseando estar ya en la cárcel.

-Primero, Lola, hemos de ir en busca de nuestra introductora.

-¿Y a dónde?

-¡Toma! a su casa.

-¡Válgate Dios! ¡Otro inconveniente! -dijo contrariada visiblemente Concha.

-¡Otro inconveniente! -exclamó don Tadeo.

-Claro está -repuso la impaciente maja.- Dios sabe el tiempo que nos detendrá en su casa esa señora.

-No creo que sea mucho.

-Dios lo haga -agregó Lola.

-Esa dama sabe el deseo que tenemos de hablar con nuestros amigos, y creo no retardará el momento.

-Si es tan buena como me la figuro, seguramente que nos complacerá cuanto antes.

-Eso mismo creo yo -repuso don Tadeo.

-¿Y es hermosa? -preguntó Lola.

-Muchísimo.

-¿Y joven?

-También es joven.

-Ahora tengo más confianza -dijo la preguntadora Lola.

-¿Y por qué? -preguntó a su vez don Tadeo.

-¡Toma! El por qué salta a la vista.

-Pues hija, como yo soy algo miope, no alcanzo a distinguirlo.

-Claro es que siendo joven y hermosa ha de tener algún galán.

-Es probable.

-Y también lo es que ame.

-También.

-Pues si ama, comprenderá perfectamente nuestra inquietud, y pondrá los medios de terminarla cuanto antes.

-Así lo creo también -replicó el taimado viejo.

-Cuando su mercé guste -dijo Concha.

-Andando, pues.

Las majas, después de cerrar la puerta de la habitación, cuya llave se guardó Lola, siguieron a don Tadeo.

El astuto viejo supo eludir hábilmente las preguntas que durante el camino y de cuando en cuando le dirigían respectivamente las majas.

Lola, a quien el camino parecía excesivamente largo, dijo:

-Pero ¿vive en Madrid esa señora?

-Pues claro está -contestó don Tadeo.

-Nunca acabamos de llegar.

-Muy retirada vive esa dama del centro -agregó Concha.

-Es que yo he dado ex profeso muchos rodeos.

-¿Con qué fin?

-Hijas mías, no hay que olvidar que se me vigila.

-Es verdad.

-Ea, por fin ya hamos llegado.

La emoción de que se hallaban poseídas las dos jóvenes, no las permitió fijarse en la posición que ocupaba ni en el aspecto de la casa a donde habían llegado. Siguieron a don Tadeo; subieron por la ancha escalera, llegaron a un saloncito y después de haber hablado su acompañante con un sirviente, que vestía librea, alguna palabra en voz baja, condujo don Tadeo a Concha y a Lola a otro salón decorado con bastante lujo, y en el cual, además de la puerta que les había franqueado el paso, había dos más, colocadas colateralmente.

-Aguárdense aquí un momento; voy yo mismo a avisar a la señora.

Don Tadeo se ausentó por la misma puerta por donde había entrado, la cual se cerró tras él.

A los pocos minutos de la desaparición del vejete, se abrieron de golpe las dos puertas colaterales; por una de ellas, salió Paca, cuyo semblante estaba densamente pálido; por la otra, penetraron en el salón el marqués de Adelfi, el barón del Pinar y un joven y elegante caballero, amigo sin duda de los dos anteriores.

Dolores y Concha quedáronse asombradas al ver semejantes e inesperadas apariciones.

Capítulo LXXXVII. La revelación

Alina, al siguiente día de aquel en que a Luisa le sobrevino el inesperado accidente que le privó del sentido en casa del conde de Lazán, se hallaba hondamente preocupada a consecuencia de una lacónica carta que acababa de recibir, en la cual el conde lo significaba que su protegida se hallaba indispuesta.

¿Qué había, pues, pasado? ¿A qué atribuir la repentina enfermedad de la joven? ¿Qué escena habría tenido lugar en casa del conde de Lazán?

Estos eran los pensamientos a que estaba entregada la habitante de la solitaria casita de la Virgen del Puerto.

Sacóla de sus meditaciones la voz de uno de sus criados que la anunció la llegada de Antonio; apresuróse Alina en otorgar el permiso solicitado, y el joven apareció en el aposento acto continuo.

-Dispensadme, si vengo a molestaros -dijo Antonio al penetrar en el gabinete de Alina.

-Estáis desde ahora dispensado; ¿qué ocurre?

-Ocurre, señora, que estoy alarmado.

-¿Y eso? ¿De qué se trata?

-Se trata de Luisa.

-¡Ah!

-Sí, de Luisa que desde ayer falta de su casa.

-Tranquilizaos, Antonio.

-¡Oh! hasta tanto que no sepa lo que ha sido de aquella a quien llamo hermana, imposible me será recobrar la calma.

-Comprendo vuestra inquietud.

-No quiero negaros que es grande; esa hermosa joven parece que ha nacido para sufrir únicamente.

-¿Quién sabe el destino que el Señor la reserva?

-Mucho me temo que tenga poco de halagüeño; pero esto no es del caso: ¿tenéis algún indicio que nos sirva para encontrarla?

-Algo más que eso.

-¡Bendito sea Dios!

-Sé dónde está y cómo está.

-Esto me tranquiliza algún tanto, aunque me parece bastante extraño que Luisa se haya determinado a pasar una noche entera fuera de su casa.

-Ha tenido que conformarse a la fuerza.

-¡A la fuerza! -dijo Antonio algún tanto admirado.

-Sí, amigo mío, no ha estado en su mano evitarlo.

-Pues ¿qué la ha ocurrido?

-Un accidente que la acometió inesperadamente y que la obligó a guardar cama desde el momento en que le sobrevino.

-¿Y la habéis visto vos desde entonces? -preguntó Antonio, cuya agitación crecía por instantes.

-No, no la he visto.

-¿Y creéis que está bien asistida?

-De ello no me cabe la menor duda.

-¿Podéis indicarme la casa en donde se halla?

-No tengo inconveniente.

-Hacedme ese señalado favor.

-Se halla en casa del señor conde de Lazán.

-¿Cómo? -exclamó Antonio poniéndose densamente pálido.- Perdonad, señora, ¿habéis dicho?...

-Que se halla en casa del señor conde de Lazán -repitió Alina.

-¡Ah! todo lo comprendo -murmuró Antonio.

-¿Qué es lo que comprendéis?

-Las causas que han podido motivar el accidente de Luisa.

-¿Cómo os las explicáis?

-Deduzco que a consecuencia de alguna escena terrible, mi pobre hermana experimentó el repentino mal que la privó del sentido. Aquel miserable, portándose como un mal caballero portarse suele es indudablemente la causa de esta nueva desdicha que aflige a Luisa, pero ¡vive el cielo! juro que he de vengar esta nueva ofensa; pronto se ha olvidado de que aún existo yo.

La exaltación de Antonio había llegado a su colmo.

Alina procuró tranquilizarle.

-No os ofusquéis, Antonio; para acusar se necesita tener pruebas del delito, de lo contrario corre uno riesgo de equivocarse lastimosamente.

-De seguro que no calumnio a nadie en este momento.

-¿Quién os lo asegura?

-Mi corazón.

-El corazón suele engañarse.

-No me engaña el mío tratándose del señor hijo del conde de Lazán, estoy muy seguro de ello, tanto que he formado ya mi resolución.

-¿Puedo saber cuál es?

-La de irme en derechura a casa del señor conde.

-¿Y con qué objeto?

-Con el de tener una entrevista con el jefe de esa familia.

-¿Con el conde?

-Sí, con el conde, por más que esto os admire, señora.

-Y ¿qué os proponéis?

-Tratarle como merece; llamarle al cumplimiento de su deber, y si no soy atendido, si me recibe con insolencia, juro que ha de pesarle.

-Vos no haréis eso que decís.

-¿Quién ha de impedirmelo?

-La reflexión.

-Cuando me decido a hacer una cosa, la hago y no reflexiono.

-Pues hacéis muy mal.

-No sostendré lo contrario, pero lo hago así.

-Os creía más juicioso; siento haberme equivocado.

-Hay momentos, señora, en que el juicio casi se pierde por completo, y yo me hallo ahora en uno de ellos.

-Pues es preciso que desistáis del proyecto que habéis formado.

-¿Desistir yo de ir a ver al conde y llenarle de denuestos? perdonadme, pero no es posible.

-¿Con qué derecho vais a insultar a ese caballero?

-Ya os he dicho que no me cabe duda de que Luisa ha sido insultada en esa casa; tal creo, y en vano se tratará de hacerme creer lo contrario; por lo tanto, estoy resuelto a que el conde escuche de mis labios palabras que quizá nadie hasta ahora se haya atrevido a dirigirle.

-¿No comprendéis que es una imprudencia el presentaros en esa casa, y que pretendáis tener una entrevista con el padre de aquél cuya sangre habéis derramado hace pocos días?

-Pues cuide mucho el señor conde de no ponerme en el caso...

-¿De qué? -preguntó con cierta emoción Alina.

-De que derrame también la suya.

-¡Jesús! -exclamó Alina llevándose ambas manos a los ojos cual si temiera ver ya correr la sangre de que se hablaba.

-Sí -continuó el exasperado joven- estoy completamente resuelto a que el señor conde escuche cuanto tengo que decirle, y lo estoy mucho más aún a vengar por completo a Luisa.

-Joven, dejadme a mí el cuidado de velar por la que llamáis vuestra hermana; yo os fío que lo haré cual hacerlo pudiera la más cariñosa madre.

-No dudo yo de vuestro cariño, pero...

-¿Pero qué?

-Dispensadme si creo que vos nada habíais de lograr.

-Algo más que vos -repuso Alina.

-Así será, pero ya he tenido el honor de deciros que cuando formo una resolución es muy difícil, por no decir imposible, hacerme desistir de ella.

-La generosidad de vuestro corazón, el cariño que profesáis a Luisa y la impetuosidad de vuestro carácter, podrían, si realizáis vuestro intento, conduciros a un extremo fatal.

-No temo a la muerte.

-Ya sé que tenéis valor, pero ¿a qué exponeros inútilmente?

-El peligro me atrae, y... perdonad, señora, si os dejo, pero estoy impaciente, temo por Luisa, y me ausento.

Alina se levantó bruscamente del asiento que ocupaba, se dirigió a la puerta, la cerró y se guardó la llave.

Antonio se sorprendió y dijo un tanto amostazado:

-¿Qué hacéis, señora?

-Ya lo veis; cerrar.

-¿Qué intentáis, pues?

-Evitar que cometáis un crimen.

-Señora, os suplico que me franqueéis el paso.

-Imposible por ahora: más tarde, cuando hayáis desistido del intento de ir a ver al conde de Lazán para insultarle.

-De eso no desistiré nunca.

-Si desistiréis.

-No, y mil veces no; todo cuanto a mi pobre Luisa han hecho sufrir los individuos de esa familia aborrecible, he de vengarlo yo; y os advierto, señora, que cuanto más me detengáis, tanto más se aumentará mi furor.

-¿Acaso ese furor pensáis ejercerlo también en contra mía?

-¡Ah, señora! Eso jamás; bien sabéis a quien aludo; yo agradezco la intención que os induce a disuadirme, pero como, aunque con sentimiento mío, no puedo complaceros, os ruego que no me detengáis.

-Pues es inútil que roguéis, porque os detengo.

-Entonces, quiere decir que ya que cerráis la puerta, me será preciso...

-¿Qué?

-Salir por el balcón.

Antonio se abalanzó a uno que cerca de él había y abrió de par en par las vidrieras. Alina entonces exclamó con temblorosa voz:

-¡Deteneos!

-Franqueadme, pues, la puerta.

-Lo haré así -contestó Alina.

-Gracias, señora.

Alina se dirigió a la puerta y la abrió.

-¿Nada hay, Antonio, que os pueda buenamente hacer desistir de vuestra idea?

-Nada.

-Pues entonces, será preciso apelar al último recurso.

-Será inútil, señora; dispensaos esa molestia; nadie podrá impedir que lleve a cabo mi resolución.

-Pues os equivocáis; algo habrá que lo impida; yo os lo aseguro.

-Quedad con Dios, señora.

Antonio se dirigió a la puerta de salida.

-Una sola palabra -dijo Alina.

Antonio se detuvo.

-La escucho, señora.

-¿Sabéis quién es el hombre a quien estáis dispuesto a insultar?

-El conde de Lazán.

-Es... vuestro padre.

Antonio se quedó atónito al escuchar tan súbita como inesperada revelación; guardó silencio durante algunos momentos, y por fin exclamó:

-¡Imposible! Yo he conocido a mis padres.

-Aquellos que conocisteis como tales, no lo eran; vuestros padres verdaderos lo son el conde de Lazán y la duquesa de la Jaridilla.

-Pruebas, pruebas de lo que decís -exclamó Antonio en el mayor grado de agitación.

-¡Pruebas! Pues bien; venid conmigo, y os las daré tales que no os dejen lugar a la duda.

Capítulo LXXXVIII. Azucena la gitana

Entre el laberinto inextricable de tortuosas callejuelas que componían en aquella época el barrio de la Morería, a pesar de las nuevas edificaciones y embellecimientos que se iban llevando a cabo, veíase un estrecho callejón sin salida, cuyo fondo lo formaba una casa de apariencia mezquina y sombría.

La soledad de aquellos barrios, la oscuridad en que estaban, el temor que acompañaba a la mala fama que pesaba sobre aquellas calles, contribuían a hacerlas más solitarias y pavorosas, especialmente en cuanto cerraba la noche.

Y no porque faltaran transeúntes, pues no cesaban de verse circular bultos informes, que, semejantes a negros fantasmas, se deslizaban junto a las paredes, sino porque el mismo silencio, la misma precaución de que se rodeaban, las daba cierto aspecto misterioso que oprimía el corazón.

¿Quiénes eran estos misteriosos transeúntes?

La Morería, como su nombre lo indica, fue sucesivamente barrio habitado por moros y judíos, y de ellos, como un patrimonio, como una tradición, pasó a poder de gitanos y demás gente de su estofa.

Con unos y con otros fueron las industrias a que con especialidad se dedicaban, y si los moros vendían armas y tafiletes, en los chiribitiles judíos se iba a buscar perfumes, bebedizos y horóscopos, y en los tugurios gitanos, remedios para y contra el amor y buena-venturas.

Achaque español ha sido siempre una superstición extraordinaria, de que ni aun en la actualidad están libres, no ya las personas, en particular las mujeres, poco ilustradas, sino también aquellos que por su educación y posición social parecían hallarse al abrigo de estos absurdos; júzguese, pues, con cuánto más motivo se hallarían difundidas estas creencias en el tiempo a que nos referimos.

Empero la conciencia, juez regulador de las acciones humanas, por más que el hombre no quiera oír su voz, le advierte, y a veces con harta severidad, cuando obra mal, y la conciencia entonces como ahora dice a los que se abandonan a semejantes supersticiones, que cuando menos son ridículas; y esa es la razón de que ninguno se atreva a confesarlas en alta voz, ni manifieste sus visitas a los agoreros con la franqueza con que anuncia otras visitas.

Así es, que tanto entonces como ahora, o se han hecho esas visitas de noche, o valiéndose de algún otro pretexto.

Y este mismo era el motivo de aquella extraña circulación de sombras por la noche en el barrio de la Morería, sombras que no eran otra cosa que señoras, a veces de la más encumbrada posición social, que iban en busca de alguna receta en relación con el amor, o a saber la buena ventura.

Allí vivía una gitana en la época que vamos describiendo, llamada por los suyos Azucena, y conocida por este nombra por todo Madrid.

Era Azucena la nata y flor de las gitanas: nadie se ponía en jarras y decía un chiste con más salero que ella; ninguna cogía con más garbo una mano para examinar las rayas que cruzan la palma en todas direcciones; nadie esparcía sobre la mesa con más gracia las cartas de una baraja; y por último, nadie sabía encontrar palabras para consolar, para animar, para dulcificar malas noticias como ella.

A pesar de los cuarenta y ocho años y de su color tostado, sus facciones eran aún regulares, y de sus ojos se escapaban miradas provocadoras, que pocos años antes debían haber sido irresistibles.

En sus labios vagaba siempre una sonrisa, que con trabajo se podía definir si era de dolor a causa de sufrimientos, de desprecio por motivo de decepciones, o de burla como resultado de un cruel escepticismo: sin embargo, no carecía de gracia, y contribuía a acentuar más aquel rostro, que no era del todo antipático.

Vestía un traje abigarrado como todas las de su raza, que se complacen en hacerse notar por lo extraordinario de esta circunstancia.

Por lo regular sus pies y piernas iban siempre desnudos, lo cual no impedía que estuvieran sumamente limpios: una corta basquiña con guarniciones y flores, todo de colores chillones, hacía resaltar sus redondeadas formas, que la agitaban con un aire sin igual; un corpiño de velludo con alamares y golpes, una sarta de corales que rodeaba cuatro veces su cuello y unas arracadas le descansaban en los hombros, y unas agujetas clavadas en su profusa y negra cabellera, acababan de formar un conjunto gracioso y simpático.

A su aire exterior se unían su amabilidad, su carácter complaciente, sus conocimientos quirománticos y cartománticos, y sobre todo el buen éxito con que se empleaban sus medicamentos y sus buenos oficios en ciertos corretajes, lo cual la hacía ser buscada por toda la gente principal de Madrid.

La casa en que habitaba, aunque de mezquina apariencia, no carecía de comodidades, y hasta de recursos.

Un oscuro y reducido zaguán mediaba entre la puerta de la calle y la que daba entrada al interior de la casa, y varias mirillas, ocultas unas, visibles otras, permitían a los de dentro ver qué clase de persona llamaba a la puerta, y en su consecuencia hacer lo que a sus intereses conviniera.

Una vez traspuesta esta segunda puerta, se subía por una escalera estrecha al primero y único piso que la casa tenía, y por un corredor nada claro, se llegaba a una antesala, en torno de la cual había un banco de madera.

Desde ella se entraba en otra sala rodeada de almohadones, y por último, en un pequeño gabinete, verdadero santuario donde la sibila pronunciaba sus oráculos.

En aquellas dos antecámaras, era fácil de comprender que debían reunirse las personas que iban a utilizar sus servicios o conocimientos; pero como la distinción de clases era tan marcada en aquel tiempo, hubiera cometido una falta imperdonable, dejando mezcladas la aristocracia con la clase media; y Azucena, que había pasado toda su vida entre la nobleza, que sabía sus secretos, los detalles más íntimos de las historias de cada casa y de cada individuo, las minuciosidades de la etiqueta, y los grados de orgullo más o menos legítimo de sus consultantes, no cayó en ese error, y dando a cada uno lo suyo, como ella decía, era querida de cuantos la trataban.

La salida se efectuaba por distinto camino que la entrada.

En el gabinete de la gitana se veía una puerta pequeña, que daba salida a un corredor, el cual daba la vuelta para unirse en la mediación al que iba a parar en la escalera.

De esta suerte evitaba entorpecimientos en la entrada y salida.

Una gitana, no se sabe si amiga, parienta o criada, pues siendo casi de igual edad que Azucena, ésta, tan pronto le dirigía la palabra en tono amistoso como imperativo, velaba para que el tránsito estuviera expedito, y cuidaba al propio tiempo de introducir a las consultantes que esperaban su turno, porque a pesar del cuidado que Azucena tenía de citar a horas especiales a sus visitantes cuando se la prevenía de antemano, solía, sin embargo, suceder que se presentaran de improviso algunas, en cuyo caso era forzoso organizar un turno.

Hemos dicho que Azucena conocía la historia de toda la nobleza, y preciso es que añadamos que esa circunstancia la había decidido a abrazar la profesión a que se dedicaba.

¡Cuántos acontecimientos decía leer en las cartas que había oído o presenciado hacía largos años, y que perfectamente notorios para ella, eran de todo punto desconocidos para el consultante!

¡Cuántos otros había predicho como vaticinio estudiado en una raya de la mano, y sin embargo no eran más que el resultado de un raciocinio, la consecuencia lógica de sucesos, que se venían realizando y contribuyendo como otras tantas concausas a un acontecimiento final e irremediable!

Y este conocimiento de Azucena, hacía que con toda seguridad pudiera responder a los que la consultaban, y esta seguridad aumentaba su fama, especialmente entre la nobleza, que era quien con sus numerosos regalos sostenía a la gitana.

Su amable conversación le proporcionaba también datos continuamente, pues tenía bastante habilidad para obtener indirectamente noticias al hablar con unos, ya de otros, ya de ellos mismos, y su imaginación las conservaba y se las presentaba en el momento oportuno como un libro abierto.

A casa, pues, de Azucena se encaminaron Alina y Antonio, ella con paso rápido y desembarazado, y él sombrío y meditabundo.

Ignoraba adónde le conducía; pero tenía fe en ella, y no temía que le engañara, a pesar de la violencia que le costaba creer en la diferencia de origen que le habían anunciado, y dejar de mirar como a sus padres a aquellos que como tales había amado.

-¿Pero no me explicaréis?... -dijo al fin devorado por la impaciencia.

-Nada todavía: os he ofrecido pruebas, y las tendréis. Seguidme.

-Pero ¿a dónde vamos?

-Donde podáis obtener esas pruebas que deseáis, donde pueda poneros de manifiesto con todos sus detalles cuanto yo os he dicho un testigo presencial de vuestra vida.

-Y ¿quién es?

-¿Habéis oído hablar de una gitana que habita en el barrio de la Morería, y es conocida y buscada por toda la nobleza de Madrid?

-¿Azucena?

-La misma.

-¿Quién no ha oído hablar de ella? Su fama es general, y no hay quien no acuda a oír sus necedades.

-¿Necedades llamáis a sus vaticinios?

-No puede decírseles, ni merecen otro nombre.

-Luego ¿vos no creéis en ellos?

-De ningún modo; y si la prueba de mi nacimiento es algún vaticinio de esa gitana, desde luego os advierto que es inútil que os toméis ninguna molestia, porque no he de creerla.

-Mal podría tomar como prueba una predicción. Los pruebas del pasado las constituyen hechos o documentos, y sólo en ese sentido os he ofrecido daros pruebas.

-Luego ¿existen documentos?

-Ignoro si Azucena posee o sabe quién posea pruebas escritas; respecto a hechos, ella conoce perfectamente todos los que se refieren a vuestro nacimiento, y os los referirá.

-Lo veremos.

Así siguieron hasta llegar a la puerta de la casa de Azucena.

No bien penetró en la estancia Alina, dejando a Antonio en la antecámara, salió a recibirla Azucena, y con acento afable, le dijo:

-Tiempo hace que no os había visto, señora; ¿cuál es la buena fortuna para mí que os conduce a esta casa?

-Acompaño a un joven...

-¿A un joven?

-Sí.

-¿Y qué quiere?

-Yo le he ofrecido que vos le referiréis la historia de su nacimiento.

-¿La ignora él quizá?

-Sí.

-¿Y estáis segura de que yo la sé y puedo referírsela?

-Lo estoy.

-¿Quién es, pues, ese joven?

-No lo he de decir. Veamos si su aspecto hace renacer en vos la memoria de los sucesos a que debe la existencia.

-Hacedle entrar.

Alina se acercó a la puerta, hizo una seña, y Antonio se presentó resueltamente.

Azucena fijó en él los ojos y exhaló un grito, diciendo:

-¡Ah! Te conozco.

-¿A mí? -repuso Antonio.

-Sí, sí; ya sé quién eres.

-¡Cómo!

-Tienes el mismo rostro de tu madre, y algo de la fiereza de tu padre.

-¿Conocisteis a mis padres?

-Les conozco.

-Mis padres han muerto.

-Tus padres viven, joven.

-Mis padres eran modestos, honrados...

-Tus padres son nobles, de elevada alcurnia, y gozan de la consideración pública y del favor real.

-Es una calumnia.

-Es la verdad.

-Pruebas de ella necesito.

-Las tendrás, joven.

-¿Cuándo? ¿Cómo?

-Ahora mismo. Sentaos, y oídme esa historia.

Los tres tomaron asiento, y Azucena comenzó a hablar.

Capítulo LXXXIX. Quiénes eran los padres de Antonio

Con voz grave y reposada, comenzó su relato Azucena en la siguiente forma:

Hará próximamente unos veinticinco años, había en la corte de España una dama de elevada alcurnia, joven, de una hermosura excepcional y dueña absoluta de un patrimonio inmenso. Los reyes le dispensaban su alta protección, no tan sólo porque la amaban todo cuanto es capaz de amar un rey a un súbdito suyo, sino porque les inspiraba sumo interés aquella niña, casi libre absolutamente y representante única de un nombre esclarecido.

En aquella época estaba muy de moda entre las señoras más encopetadas, el tomar bajo su protección ya comediantas o cómicas que llamaran la atención de los aficionados, ya estudiantes sin recursos y con talento, ya toreros o gitanos que, entre la gente del bronce de los barrios bajos de Madrid fueran los más ternes, y hasta muchas veces bandidos terribles por sus fechorías, a quienes tenían a gala las tales señoras librar a todo trance del justo castigo que la justicia en sus fallos les imponía.

También florecía en aquella misma época un hombre de alta jerarquía, cuyo carácter y circunstancias no quiero describir porque todos le conocéis, que estaba perdidamente enamorado de la dama en cuestión.

Cuanto puede inventar la mente de un hombre apasionado para conseguir al dulce objeto de sus sueños, otro tanto puso en juego el amador para enternecer el alma de la joven señora.

Todo fue inútil. Susurrábase en la corte que el corazón de aquella dama pertenecía por completo a un hombre de la más humilde procedencia. Los hechos que voy a referir probarán que aquellos rumores no carecían de fundamento.

La joven, por seguir la costumbre de la época, dispensó su protección a un gitano de gentil presencia, que a una voz de tenor de las más favorecidas, reunía toda la gracia de la tierra de María Santísima para entonar un Vito, una Soleá, un Zorongo, o unas playeras que llegaban al alma.

He dicho que la joven dama había dado su corazón al gitano, pero aquel amor no había pasado ciertos límites: el gitano amaba también con delirio a la dama, y nunca se había atrevido a revelar su afecto más que en sus cantares, delante de todo el mundo, cuando nadie podía murmurar. La dama había comprendido que aquellas brillantes improvisaciones, aquellas imágenes atrevidas que la ardiente imaginación meridional de nuestra tribu concibe con tanta facilidad y poesía y expresa con tal vigor, emanaban de un corazón que la dedicaba todos sus latidos, todas sus aspiraciones, y el suyo no fue sordo a aquellos acentos. Insensiblemente, sin darse cuenta de ello, sin quererlo tal vez, el fuego que en uno ardía se comunicó al otro, y ambos se consumían sin llegar nunca a comunicarse por medio de una declaración el estado de sus almas.

Y es que entrambos comprendían la distancia que los separaba, y no trataron nunca de salvarla.

El noble, entretanto, no cejaba en su propósito.

Hombre muy acostumbrado a hacer en todo y por todo cuanto se le ocurría, le irritaba el encontrar dificultades, y no pudiendo conseguir el interesar en lo más mínimo a la dama, decidió hacerla suya a todo trance.

Ambos pertenecían a la real servidumbre, aunque en distintas categorías. El hombre rodeó a la dama de espías y de criados pagados que le enteraban minuciosamente de todo cuanto la joven hacía.

Un día la dama hacía la guardia a la reina que se sentía indispuesta. Pasó la noche en vela en la regia alcoba: al amanacer llamó a una compañera y se retiró a descansar algunos momentos a la cámara de damas de servicios.

Dejóse caer, sin desnudarse sobre la cama. Antes de conciliar el sueño sintió sed y recordó que sobre una mesita próxima había visto algunas confituras y refrescos. Sirvióse una naranjada, en la que notó un gusto algo amargo. Sin darle importancia bebió con afán y procuró dormirse.

El sueño que concilió fue en verdad fatal para la dama, bien es verdad que no era natural. Había bebido un narcótico que la puso a disposición de aquel hombre infame que abusó torpemente de aquella víctima, insensible a sus torpezas.

La dama no comprendió todo lo horrible de su estado, hasta algún tiempo después. La infeliz se hallaba en cinta.

Procuró ocultar su vergüenza y su estado a los ojos de todo el mundo.

Lo que más la atormentaba era que ignoraba quién fuese autor de su desgracia. No sabía a quién debía exigir una reparación.

Ni se atrevía a intentar averiguarlo porque temió que sus pesquisas se volvieran en contra suya, es decir, que en vez de descubrir al criminal diesen a conocer su deshonra.

El autor de tal hazaña, como tenía montado un seguro espionaje, lo que no sabía de su víctima, lo adivinaba.

Así es que comprendió lo que pasaba en su alma y quiso darle un alivio, no sé si por caridad o por cálculo.

La joven recibió un anónimo en el que se la decía quién era el que había abusado de ella, dándole tantos detalles del hecho que no pudo dudar de su veracidad.

Aquel anónimo estaba escrito, sin duda, con el propósito de ver si la joven, cediendo a lo horrible de su situación, se allanaba a un arreglo que facilitara su casamiento con aquel infame.

Todo el orgullo de una mujer ofendida en lo más sagrado, se rebeló contra aquella idea y la indiferencia que hasta entonces había mostrado al hombre que la solicitó, se trocó en un odio mortal.

Pero la situación se iba haciendo a cada momento más crítica.

La joven solicitó de los reyes un permiso de cuatro meses para visitar sus posesiones y cambiar de aires con objeto de reparar su salud que sentía algo quebrantada. El permiso fue concedido en el acto.

El mismo día en que se le concedió, recibió la dama una carta firmada por el causante de su desgracia en la que con las más humildes frases y la más viva insistencia se la suplicaba una entrevista en su casa para arreglar ciertas cuestiones de honor, según decía.

La joven no creyó prudente negar lo que se la pedía.

Verificóse aquella.

Fue fría, reservada. Él mostróse atento, cortés, en algunos momentos apasionado. Ella fría, desdeñosa, altiva, ni siquiera quiso honrarle con su irritación.

Se convino en que lo que se diese a luz se encargaría el padre de ocultarlo y de cuidar con esmero de su educacion y subsistencia, dando a la madre noticias de su paradero. Después se separaron como se habían reunido: fríos e indiferentes.

A su debido tiempo, la joven, en una apartada quinta de su propiedad, dio a luz un niño que con arreglo a lo convenido se llevó un criado de aquel hombre.

El niño fue llevado a Madrid y, por un azar de la suerte, entregado al gitano que amaba a la joven dama.

Este gitano hacía tiempo que había contraído matrimonio con una mujer de su raza que la amaba con idolatría. El gitano creyó hallar en las caricias de su esposa el olvido de su pasión y no lo consiguió.

Había tenido un niño casi al mismo tiempo que la dama tuvo el suyo; mas por desgracia, murió, y aprovecharon la ocasión que les brindó un criado del noble que tenía el encargo de buscar quien se encargase del hijo de su amo, para aceptarlo; pero el gitano, que no era tonto, quiso conocer quiénes eran los padres de aquel niño, y a fuerza de tenacidad e investigaciones averiguó la verdad.

Con dolor y alegría a un tiempo supo quién era la madre; pero tuvo suficiente abnegación para no manifestarlo a nadie más que a su esposa para recomendarla velase con solícito cuidado por aquel niño.

Aquí debo hacer una aclaración: la mujer del gitano era tal vez la única persona que con seguridad había adivinado que su marido amaba a la dama y que era correspondido.

Al saber quién era la madre de aquel niño, lo aceptó con júbilo, porque teniéndole a su lado pensaba hacer de él algún día un instrumento de venganza de las infidelidades de su esposo. La pobre estaba en la creencia que el verdadero padre de aquella criatura era su marido.

-¿Pero no diréis el nombre de todos esos personajes? -exclamó Antonio sin poder contener su impaciencia.

-Espera, joven, espera. Pronto lo sabrás todo -respondió tristemente Azucena.

-Continuad -murmuró el joven.

-Un hombre de humilde condición, al parecer -prosiguió la gitana- había solicitado mucho cuando soltera a la que después fue esposa del cantador. Ya casados, pareció desistir de sus pretensiones, pero no era así, antes como la fiera que acecha a su víctima, esperaba una ocasión propicia para reincidir en sus intentos.

Aquí continuó Azucena refiriendo al joven todos sus detalles del asesinato de su marido en la venta por el conde de Lazán, que ya conocen nuestros lectores por la relación de Alina.

El relato había sido largo, fatigando a la gitana, que por ser parte principal en aquel drama, necesariamente había de conmoverse al recordarlo.

Azucena calló. Antonio respetó unos momentos su silencio; mas después, viendo que éste se prolongaba, preguntó:

-¿Y aún no podemos saber todos los nombres de los personajes que toman parte en esa historia?

-Sí, por cierto -respondió la gitana- la dama era la duquesa de la Jaridilla; el noble infame que todos conocemos, el conde de Lazán; y el gitano, el pobre Pedro Colmenares mi marido.

-¿De modo que aquel niño?... -balbuceó Antonio.

-Aquel niño eres tú.

-¿Pues cómo esta familia?...

-Ahora lo sabrás.

Capítulo XC. Continuación del anterior

Nuestros lectores saben ya por boca de Alina los sucesos de la venta en la ocasión en que el conde de Lazán iba mandando la escolta que debía acompañar a Madrid a la duquesa de la Jaridilla, y nos creemos por tanto dispensados de hacer una repetición inútil.

Sin embargo, como nos interesa ponerles al corriente de la historia de Antonio, nos permitirán que pasando por alto este paréntesis, que pueden continuar en su respectivo sitio, volvamos a dejar la palabra a Azucena desde el momento en que desapareció el niño que pasaba por hijo suyo.

-Poco después -continuó- recibí una carta que decía lo siguiente: «Bastante tiempo me has despreciado y yo te he amado sin esperanza: ha llegado mi vez: me llevo tu hijo: vente a mi lado, y serás amada, obedecida, considerada y le tendrás; pero si sigues despreciando mi amor, no volverás a saber de él.» ¡Juzgad del efecto que su lectura me haría! No era, sin embargo, el amor que al niño profesaba lo que más me atormentaba; debo confesarlo en honor de la verdad.

-Y yo lo comprendo -dijo Antonio- no era hijo vuestro...

-Justamente; pero al perderle, perdía un arma poderosa, mucho más en aquellos momentos, y una mina preciosa que explotar.

Cuando un poco más tranquila de los sucesos que habían conmovido mi ánimo pude mirar de frente mi situación, comencé a hacer diligencias; pero ni el niño, ni Mariano, su raptor, se encontraban por ninguna parte.

Entonces, ¡misterios del corazón! entonces creo que sin saber por qué, acaso por ese golpe atrevido, empecé a pensar en Mariano continuamente.

Sabía que en su vida había más de una página oscura, más de un hecho reprobable; no ignoraba que ponía su brazo al servicio de quien mejor le pagaba, y que su ocupación ordinaria era el robo: todo esto me era conocido, y a pesar de la repugnancia que esos antecedentes me inspiraban, a pesar de haber sido la causa principal de mis desaires anteriores, esa conducta, unida a la circunstancia de estar yo casada, a pesar de tanto como había aborrecido aquella vida tortuosa, mi pensamiento se fijaba sin cesar en él, y sentía en esa idea cierta complacencia.

¿Sería el deseo de recobrar el niño?

No lo sé, pero lo cierto es que había trascurrido un año, y nada sabía de él; que pasaron dos, y hacía continuas indagaciones; que llegaron los tres, y llevaba recorrida casi toda España; y que cerca de cumplirse los cuatro, pude averiguar en Madrid que por el tiempo en que ocurrió la muerte de mi marido, él se había presentado en la capital con un niño de corta edad.

Desde entonces ya no tuve sosiego.

Continué sin cesar mis pesquisas, y ¿qué podré decir? esta curiosidad contrariada, este misterio en que él se había envuelto obraron más poderosamente sobre mi imaginación, que toda la solicitud y el rendimiento con que antes me había requebrado de amores.

Aquel hombre, a quien tantas veces había yo rechazado con aspereza, era ahora amado por mí; amado con verdadera pasión, amado con delirio, hasta el extremo de ansiar su presencia, de temer que me hubiera olvidado durante el tiempo trascurrido.

Esta idea me atormentaba incesantemente, y agitada por ella no hallaba sosiego ni estabilidad en ninguna parte.

Un día... me hallaba yo en Granada, y al atravesar una callejuela me pareció ver a Mariano entrar en una casa, como huyendo de mí; me llegué, pregunté por él, y no me supieron dar razón. Volví al día siguiente, y sucedió lo mismo; al tercer día me entregaron un billete que sólo contenía estas palabras: «No te han engañado: voy a Madrid: si me amas allí nos veremos: tu presencia será señal de que puedo esperar que corresponderás a un amor que aún te conservo tan firme como el primer día.»

-Es decir -observó Antonio- que era un ardid suyo.

-Sí tal; pero a mí no me importaba, ni tenía tiempo para reflexionarlo. Sabía que aún me amaba, y ya tenía bastante: no quería más que poseer su amor.

Sin detenerme arreglé mi viaje y parti inmediatamente para Madrid.

Recorrí todos los sitios que, según mis noticias, acostumbraba frecuentar y en ninguno me dieron razón de él: todos me respondían que hacía ya bastante tiempo que al parecer faltaba de Madrid.

Creí que había sido una sangrienta burla de parte suya, y aquello, que debía haberme hecho olvidarle y aun odiarle, no sirvió más que para aumentar la pasión que como una hoguera me devoraba.

-Tan cierto es -observó Alina- que los extremos se tocan, y que el odio exagerado está muy cerca del amor.

-Por fin -continuó la gitana- una noche en que sentada junto al fuego me entretenía en ver subir las chispas y perderse en el espacio; en uno de esos momentos en que parece que la mente duerme, pues no se conciben ideas, y hasta la mirada es completamente perdida, oí llamar a mi puerta con cautela. Levantéme con cuidado, y acercándome a la ventana divisé un hombre. No necesité preguntar quién era: mi corazón me lo decía a voces. -¡Mariano! -exclamé abriendo la puerta. -¡Silencio! -replicó él en voz baja y tapándome suavemente la boca con la mano. -Entremos: tengo que hablarte. -Así lo hicimos. Tomamos asiento uno a cada lado del fuego, y entonces me explicó la causa de su desaparición, porque en efecto, había desaparecido, al menos en apariencia.

-¿No era, pues, un ardid?

-No, señor; la casualidad, o por mejor decir, mi destino había ordenado las cosas de esta suerte. Al llegar a Madrid, Mariano se había propuesto vivir tranquilamente en su casa, conservar el niño a su lado y esperar mi llegada, que no debería en su concepto retardarse mucho; pero sus recursos eran escasos, y ayudado por aquella criatura pronto dio fin de ellos. No sabía, ni tenía voluntad de trabajar, y no faltó quien le hiciera algunas proposiciones que ya no eran nuevas para él. El hambre es mala consejera, y todos sus buenos propósitos desaparecieron como el humo.

Pocos días después, a consecuencia de un robo de consideración, pusiéronse en movimiento todos los corchetes no sólo de Madrid, sino de toda España, y la mayor parte de los que en él habían tomado parte cayeron en poder de la justicia.

Mariano resistió todo el tiempo que pudo por no alejarse de Madrid, ya escondiéndose en una casa, ya en otra; mas al fin tan acosado se vio, que no halló otra salvación que apelar a la fuga. Entonces, según me dijo, viéndose precisado a abandonar el niño, lo hizo dejándole en una escalera, y averiguando después quién lo había recogido para poder darme razón, si algún día se reunía conmigo.

Por él supe que el niño pasaba en aquella ocasión por hijo de un honrado militar retirado, llamado don Antonio Gil de Mesa, que aunque pobre había acogido con bondad aquella criatura que tal vez creía extraviada o hija de padres miserables, y que sin embargo estaba muy lejos de sospechar que debía la vida a un crimen, y a dos personas de la primera categoría entre la aristocracia.

Tal es la historia de vuestro nacimiento, y ninguna prueba mejor que referiroslo la primera interesada en este asunto.

Capítulo XCI. Después de la historia

Antonio quedó pensativo.

Las dos mujeres se miraron sorprendidas de la actitud del joven.

Y efectivamente, no faltaba motivo para ello.

Ningún extraño que hubiera oído la historia relatada por Azucena, hubiera podido adivinar, por el continente de Antonio, que el destino de éste estuviera tan íntimamente ligado a aquella.

No parecía sino que no le importaba lo más mínimo todo lo que había oído.

De pronto, dirigiéndose a Azucena, preguntó:

-¿Y dónde está ahora Mariano López García?

Aquella pregunta desconcertó a las dos mujeres.

A Alina porque no podía comprender en aquellas circunstancias el por qué de ella.

Azucena, al contrario: porque comprendía demasiado la razón que la motivaba, y adivinando las consecuencias de la respuesta, tuvo miedo.

-No lo sé -limitóse a contestar.

-¿No lo sabéis, o no lo queréis decir? -insistió el joven, acompañando sus palabras con una mirada escrutadora.

Azucena no pudo resistir aquella mirada.

-Voy a hablarte con toda franqueza -dijo resueltamente.- Mariano es un hombre que me infunde temor. Estoy ligada a él con lazos que desearía romper, que quiero, que ansío deshacer; pero como le conozco mucho, cada vez que en ello pienso, siento desmayar mi corazón sólo al reflexionar de lo que es capaz.

-Mas en esta ocasión -replicó el joven- nada tenéis que temer.

-Lo supongo -respondió la gitana- pero no puedo decir nada, porque en realidad nada sé.

-Vos, la mujer de toda su confianza, la que tanto le quiere, ¿no sabéis nada? -preguntó Antonio extrañado y mirándola con desconfianza.

-Imposible parece -murmuró Alina.

-Pues nada hay más cierto -contestó Azucena con convicción.- Está muy avezado al crimen, y como siempre tiene que arreglar cuentecitas con la justicia, todas las precauciones le parecen pocas. Además, aunque verdaderamente me quiere, aunque sabe que le pertenezco, tampoco ignoro que no es el cariño el lazo que a él me liga, y por consiguiente, para su seguridad, procura tenerme siempre en la mayor ignorancia.

Antonio, que la escuchaba con la mayor atención, comprendió lo lógico de las razones que expuso la gitana, y comenzó a mover la cabeza de arriba abajo con desaliento.

Alina, que era la más indiferente en aquella conversación, fue la única a quien se le ocurrió una idea luminosa.

-¿Y ese hombre -preguntó- siempre se ha portado con vos del mismo modo?

Azucena miró a su interlocutora fijamente, como si en aquella mirada quisiera leer la intención que envolvía la pregunta.

-Del mismo modo -respondió- con muy poca diferencia.

Antonio comprendió la intención de Alina, y con viveza preguntó:

-¿Luego en alguna época no se mostró tan desconfiado?

-Al principio de nuestras relaciones -contestó Azucena- aunque un poco reservado, solía ser algo más expansivo.

-¿Y en esos momentos de expansión, nunca os confió sus planes, sus relaciones, su género de vida? -continuó el joven.

-Nunca -respondió la interpelada.- Sólo algunas palabras sueltas que a veces se le escapaban, algunos recados, que en un lenguaje ininteligible para mí, solían darle en mi presencia; la inseguridad y falta de orden en las horas en que podía verle, y sobre todo, los distintos sitios en que le veía, me hicieron en un principio concebir sospechas, y después me afirmaron en que aquel hombre era un criminal temible, y capaz de todo lo malo que se pueda imaginar.

-¿No recordáis ahora qué sitios eran los que él frecuentaba más? -interrogó Antonio.

-Ninguno -contestó.- Estoy segura de que no le vi nunca dos veces en un mismo lugar.

-¡Mucho debe temer cuando tanto se reserva! -objetó Alina.

-Mucho.

-¿Por qué concepto? ¿De quién? -se apresuró a interrogar el joven.

-Por muchos conceptos muy diferentes. ¿De quién? De la justicia y de varios particulares -se apresuró a contestar Azucena.- Mas debo advertirte -continuó- que todo esto no son sino deducciones mías y nada más.

-Habéis dicho antes -insistió Antonio- que algunas veces le dieron en presencia vuestra recados ininteligibles, ¿recordáis si los que llevaban aquellos recados, eran siempre las mismas personas?

-Pocas veces -contestó la gitana después de recordar un momento.- Sólo recuerdo a un muchacho delgaducho, sucio y harapiento, de naturaleza enfermiza, que cuatro o cinco veces, en presencia mía, le trajo cartas que le entregaba sin pronunciar una palabra.

Viendo Antonio que no podía sacar nada en limpio, comenzaba a desmayar en su intento, cuando súbitamente se le ocurrió una idea.

-Decidme -continuó preguntando a la gitana- si estuviera en vuestra mano el acabar con la vida de ese hombre, ¿lo haríais?

Azucena titubeó un instante.

-No hay nadie que le odie tanto como yo -dijo resueltamente- pero me infunde un miedo atroz. Sé de lo que es capaz.

-Nada temáis: decid no sólo lo que sepáis, sino lo que habéis deducido.

-En mi concepto es un bandido entre ciertas clases de la sociedad; un intrigante con otras, y un bribón de siete suelas con todos. Estoy en la convicción de que lo mismo vende su brazo al que se lo paga para cometer un asesinato, que asalta por su cuenta una casa para robarla, o se introduce en un ministerio para sorprender un secreto de Estado y venderlo. Ese es Mariano López.

-Bien; ¿y de qué medios nos valdríamos para poder vigilarle durante algún tiempo?

-En primer lugar necesito tu formal palabra, y la vuestra, señora, de que nunca, en ninguna circunstancia, suceda lo que suceda, manifestaréis a nadie, ¿lo entendéis? a nadie absolutamente, que habéis tenido conmigo ninguna clase de relaciones, y sobre todo, que nunca le hemos tomado en boca para nada.

-Podéis estar tranquila por mi parte -contestó Antonio.

-Y por la mía -afirmó Alina.

-Pues bien; sé que frecuenta algunas veces una venta situada más allá de la puerta segoviana, cuyo dueño tiene por mote el tío Langosta. En aquella venta creo yo que suelen reunirse los dignos compañeros de López a concertar sus planes criminales.

-Antes habéis hecho mención de un muchacho a quien habéis visto cuatro o cinco veces. Si le volvierais a ver, ¿le conoceríais?

-De seguro. Y puedo dar sobre él un pormenor muy interesante: un día vino a traer a López una carta. Entrególa, y al retirarse ocurriósele a López alguna cosa, y le llamó con el nombre de Mosquito; ese debe ser el mote del chico.

-¿No recordáis nada más que pueda ayudarnos en nuestras indagaciones?

-Nada absolutamente.

-O he de poder poco -murmuró Antonio- o yo he de ver a ese hombre.

-Dios lo haga -dijo Alina.

-Sobre todo -encargó Azucena- acuérdate, Antonio, de que en tus manos está mi vida; no cometas alguna imprudencia.

-Descuidad -se apresuró a decir Alina.- Antonio no es ningún niño. Además, no hay peligro por ahora, pues si desea ver a López, no es con objeto de hacerle ningún mal, sino para ver si por su medio puede aclarar alguna duda que respecto a su pasado tiene.

Antonio no contestó: hizo un gesto afirmativo, pero en su interior pensó:

-¡Quién sabe!

Pocos momentos después se separaron.

Capítulo XCII. Donde se ve que García se pone a trabajar por cuenta propia

Pocos días después de la escena que acabamos de referir, veíase sentado a una mesa de un inmundo cuchitril que pomposamente llamaban la sala de una asquerosa taberna situada en la calle de Dos Mancebos del barrio de la Morería, a un hombre vestido con un traje hasta cierto punto indefinible.

Para el vulgo, y llamamos vulgo a todo el que no se fija en ciertos detalles, aquel traje no tenía nada de particular.

Para un observador, aquel traje daba lugar a serias consideraciones.

Era un vestido acomodaticio, que convenía a todas las clases de la sociedad.

El que lo llevaba podía alternar sin llamar la atención con un noble, un covachuela o un chispero, sin que estos notasen una gran diferencia.

Había de todo en él: era una especie de enciclopedia, si es que esta palabra se puede aplicar a las prendas de vestir.

La prenda principal, la que los sastres en su lengua técnica llaman de cuerpo, era una especie de casaca corta, término medio entre esta y la chaqueta que usaba la gente del pueblo. De buen paño de Segovia, con botones de acero y sin ningún adorno, lo mismo podía llevarla un hombre acaudalado que un jornalero.

La chupa era de seda, pero de color oscuro y sin ningún adorno; cuadraba perfectamente con la otra prenda, y reunía las mismas circunstancias.

El calzón negro, de buen corte y excelente género, no desdecía de lo anterior.

Llevaba medias azules de lana de las llamadas de paten: zapatos de becerro con hebillas de acero, y completaba el traje una capa parda, pero de buen paño, y un chapeo salamanquino que cubría una redecilla de seda de color oscuro.

Los puños, cuello y pechera de la camisa, buenos, mas de dudosa limpieza, y el modo de llevar el traje, era lo que formaba el contraste.

Como hemos dicho, estaba sentado ante una mugrienta mesa sobre la cual se veía un jarro, un vaso, un plato con dos chuletas asadas, otro plato con algunas aceitunas, un cuchillo con mango de cuerno y un gran pedazo del rico pan que siempre han comido los habitantes de la coronada villa.

Ni más mantel ni más servilleta que un gran pañuelo de yerbas que tenía sobre las rodillas, ni mas tenedor que sus dedos, de los cuales se servía con gran desenfado, enjugándolos de cuando en cuando con el pañuelo.

Comía con gran apetito, pero aunque parecía entregado exclusivamente a esta ocupación, en una pequeña y pertinaz arruga que se dibujaba en su entrecejo, se leía fácilmente que aquel hombre estaba preocupado con alguna idea fija.

Y así era.

Aquel hombre era nuestro antiguo conocido Mariano López García.

Lo que le preocupaba tenazmente durante su almuerzo era que no podía explicarse el objeto de la prisión de don Luis.

¿Por qué se le había hecho disfrazar de alcalde de casa y corte, simulando un personaje, y cómo era que la orden de prisión, siendo falso el portador, fuese verdadera?

En esta contradicción, su sagacidad le dejaba entrever un misterio, y misterio de aquellos que, para hombres como él, siempre dan productos, y aunque no estaba descontento del modo como le habían remunerado aquel servicio, él no estaba acostumbrado a hacer las cosas a medias, y quería sacar al negocio, como él le llamaba, todo el jugo que pudiera dar de si.

Recordando todas las circunstancias que habían mediado en aquel acontecimiento, nada sacaba en limpio, porque ni Simón ni don Tadeo habían dejado entrever nada.

Lo que más le chocaba, era que habiendo cogido juntos a los presos, luego les hubieran llevado a distintas prisiones.

Pero en lo que involuntariamente se fijó más, fue en la inexplicable conducta de don Tadeo.

Aquella tenacidad del viejo en que también le prendieran a él: aquellas exclamaciones, aquellas salidas de tono, que, contra su costumbre prodigó, llamaron poderosamente la atención de nuestro hombre, que pareció entrever en ellas la clave de aquel misterio.

Y no le faltaba razón para ello.

Conocía demasiado al vejete para no saber que cuando éste ponía empeño en hacer creer una cosa en que tenía parte activa, era porque le convenía extraviar la opinión de los demás, y había siempre que creer, para estar en lo cierto, lo diametralmente opuesto a lo que él se empeñaba en probar.

Ergo, si el viejo extrañó tanto la prisión de don Luis y sus compañeros, era prueba cierta de que sabía muy bien lo que había de suceder, y tal vez él era el principal interesado en que sucediese.

De deducción en deducción, concluyó López por sacar en limpio que don Tadeo era el principal interesado en que aquella prisión se verificase: que se había valido de Simón como agente auxiliar, y éste a su vez le había empleado en aquella ocasión como instrumento inconsciente de los planes del viejo.

López tenía su amor propio y le repugnaba que se le diesen papeles tan insignificantes, cuando se sentía capaz de desempeñar en aquella comedia las partes principales.

Y tan capaz se creía, que, comparándose con don Tadeo y con Simón, juzgábase superior a entrambos.

Y hasta cierto punto no iba descaminado.

Instruido, perspicaz, conocedor del mundo, acostumbrado a tratar con todas las clases de la sociedad, de buenos modales, cuando le convenía, dotado de un físico no despreciable y de un valor y osadía a toda prueba, poseía él solo más circunstancias recomendables reunidas para la vida aventurera que hacía, que los otros dos juntos.

Podría alguno de ellos aventajarle en alguna, pero no las poseían todas como él las poseía.

Demasiado comprendía López todo esto, y he aquí el motivo de por qué no se prestaba con facilidad, o al menos con gusto, a prestar ciertos servicios.

Resolvió emanciparse de aquella especie de tutela y trabajar, como suele decirse, por cuenta propia.

Para esto procuraba desentrañar aquel asunto, y viendo que de los hechos no deducía ninguna consecuencia de que pudiera sacar partido, resolvió sacarlo de las personas.

El que aparecía más comprometido en aquella trama era don Luis, por lo que a don Luis trató de explotar; y ya que a él directamente no pudiese, porque estaba preso e incomunicado, trató de averiguar las personas que por el joven pudiesen tomarse mayor interés para dirigirse a ellas.

Recordó que don Luis tenía relaciones amorosas con María de Lazán: ya no necesitaba más: en un minuto combinó su plan y resolvió ponerlo en ejecución sobre la marcha.

Dio una palmada sobre la mesa.

Una maritornes rolliza y sucia se apresuró a acudir al llamamiento.

Pagó López el gasto que había hecho, encasquetóse el castoreño, tomó la capa que tenía sobre una silla contigua, y embozándose con ella se lanzó a la tortuosa y estrecha calle de Dos Mancebos.

Pocos minutos después, un criado le introducía en un elegante gabinete donde María de Lazán, medio recostada en un canapé, le recibió asombrada.

Aunque López conocía muy bien a la joven por el continuo trato que había tenido con su padre, ella sólo le conocía de vista; y cuando el criado lo anunció diciendo que solicitaba una entrevista perentoria de gran interés, lo hizo pasar, maravillada de que aquel hombre tuviera, aunque fuera indirectamente, ningún asunto que tratar con ella.

-Beso los pies de usía -dijo López al entrar, con el más humilde acento, y haciendo una profunda cortesía.

La joven le consideró atentamente. Recordó aquellas facciones, y sintió en su corazón un sentimiento repulsivo hacia aquel hombre.

-¿Quién sois? ¿Qué se os ofrece? -preguntó con sequedad.

-¿Quién soy? -respondió López con descaro.- Eso es lo de menos. Soy un hombre que en este momento molesta la atención de usía, con la convicción de que le presta un gran servicio.

-¿A mi? -preguntó la dama sorprendida.

-Si no precisamente a usía, a alguna persona que aprecia.

-No sé a quién podéis referiros. Hablad, y sobre todo sed breve.

-Lo seré. ¿Conoce usía a don Luis?

La joven no esperaba aquella pregunta, así es que naturalmente se sorprendió, pero prevenida como estaba contra aquel hombre, dominó su sorpresa y con la mayor tranquilidad, contestó:

-Sí por cierto.

-Pues don Luis está preso en el castillo de Villaviciosa.

-¡Pobre don Luis! -dijo la joven con la mayor naturalidad y la más fría indiferencia.

Aquel continente desconcertó a López.

-¿Y no se sabe cuál es el motivo de su prisión? -preguntó la dama.

-Hasta ahora no, señora, mas si usía tiene interés en saberlo, yo me comprometo a averiguarlo y aun a algo más...

-¡Interés! -Exclamó la joven en el colmo de la admiración.- ¡Ah! Ya comprendo. ¿Es acaso ese caballero la persona por quien suponéis yo debo interesarme?

-¡Yo, señora!... Creía que en efecto...

-¡Pues habéis creído mal, señor mío! -repuso la joven con severidad.- Ese caballero es un buen amigo, de quien deploro el triste lance; mas, ¿con qué motivos os atrevéis a suponer que yo pueda interesarme por él?

-¡Señora! Perdone usía un error nacido quizá de un excesivo buen celo.

-Vais perdonado. Salid.

Y con un gesto que hubiera envidiado una reina ofendida, señaló a López la puerta.

Este no supo o no pudo dominar la situación. Saludó cortésmente y salió.

Capítulo XCIII. La tabla de salvación

-Pues señor, me he lucido -dijo García no bien hubo salido del aposento de María- me he llevado chasco y reverendísimo, pero yo no salgo de esta casa sin la esperanza por lo menos de hacer un buen negocio, que no ha nacido mi persona para trabajar por segunda mano y a las órdenes de tunantes de baja estofa. Nada, nada, hay que ver a mi amigo el señor conde; pasemos a su gabinete.

Y sin detenerse en meditarlo, se encaminó hacia el susodicho aposento.

Anunciado convenientemente y obtenido el permiso, penetró en la estancia en donde se hallaba el conde.

-Mucho me alegro que se te haya ocurrido venir a verme.

-Según parece -pensó García- he tenido una feliz ocurrencia; algo, es algo.

Y contestó en alta voz:

-Como quiera que hacía ya algunos días que no había tenido el honor de veros, me ha parecido conveniente venir por si ocurría algo en que pudieseis necesitarme.

-Y has acertado.

-Pues lo celebro infinito.

-Sí, García, es necesario que como en otras ocasiones, me sirvas en esta con la mayor eficacia.

-¡Oh! descuidad, señor conde.

-Cada día se amontonan sobre mí nuevas contrariedades.

-Pues no hay más que tener valor y procurar vencerlas.

-Hasta mis propios hijos se conjuran en mi daño.

-¿Qué os han hecho?

-Nada agradable.

-Doña María...

-No; esta vez se trata de mi hijo Carlos.

-Pues ¿qué ha ocurrido?

-Lo bastante para desesperarme.

-Calma, señor conde, calma.

-Quiero enterarte minuciosamente de la escena que ayer tuvo lugar en este mismo gabinete, y comprenderás lo poco halagüeño de mi situación.

-Escucho.

El conde refirió a su confidente García los pormenores ocurridos entre Luisa, su hijo Carlos y él, pormenores que ya conoce el lector.

García escuchó atentamente y al terminar el conde, dijo:

-No puedo explicarme la negativa de vuestro hijo.

-Negativa que refluye en mi contra.

-Tampoco comprendo eso.

-¿Tú recuerdas a Alina?

-¿No he de recordarla?

-Ya sabes si tengo o no motivos para temerla.

-Lo sé.

-Pues de ella se trata.

-¿Ella?... ¿Pues qué tiene que ver?...

-Bástete saber que protege a Luisa, y que es Alina la que exige que mi hijo cumpla la palabra que empeñó a la joven.

-¿Y vuestro hijo, a pesar de que según decís confiesa amarla, se niega a darle su mano?

-Sí.

-Pues señor, sigo en el limbo.

-Estas inesperadas contrariedades sólo a mí me ocurren.

-Algún obstáculo muy grande debe impedir a vuestro hijo el complaceros, y esto es muy lógico, puesto que obedeciéndoos no haría otra cosa que realizar su deseo.

-¡Cuando te digo que hay para volverse loco!

-No tanto, señor conde.

-Es preciso que yo sepa a qué atenerme.

-Convenido; eso es lo más oportuno.

-Tú quedas encargado de averiguarlo.

-Se hará lo posible para conseguirlo -dijo García dándose importancia.

-Otro encargo he de hacerte.

-Ya sabéis que deseo complaceros.

-Y tú no ignoras que sé recompensarte.

-Crea el señor conde, que a ser mi posición lo que debía ser, no admitiría yo retribución alguna cuando tengo la suerte de poder hacer algo en su servicio; pero la desgracia me persigue y no me es posible rehusar los dones que vuestra generosidad me proporciona.

El conde sabía demasiado a qué debía atenerse respecto a García.

-No se trata ahora de eso.

-Verdad es que no creo tener necesidad de sincerarme a los ojos del señor conde; me conoce lo suficiente su excelencia.

-Es cierto.

-Pues nada hay que hablar; indíqueme lo que se le ocurre que yo por mi parte procuraré complacerle.

-Me es absolutamente necesario averiguar el paradero de dos personas.

-¿Cuáles son?

-La una, la señora duquesa de la Jaridilla.

-¡Ah! -exclamó con sorpresa García.

-La otra -continuó el conde- es la gitana Azucena.

-¿Azucena?

-Sí; me es sumamente necesario hallarla.

García se guardó muy bien de decirle que la gitana vivía en su compañía, antes por el contrario, se propuso sacar el partido posible de la situación.

-No lo creo muy fácil.

-Todo lo es, cuando se ponen los medios para conseguirlo.

-No dude el señor conde, yo los pondré, pero preveo...

-¿Qué? -replicó el conde.

-Que tendré que poner mucha gente en campaña.

-Pues a ponerla.

-Ya se ve, esas gitanas dan la vuelta al mundo sin fijarse en parte alguna, y el demonio que les siga la pista.

-A ser una cosa sencilla, maldito el mérito que tendría el dar con ella.

-No digo yo lo contrario; pero es preciso convenir en que hay que remover cielo y tierra por conseguir ciertas cosas, y lo que más me repugna es tener que valerme de cierta gentuza cuyo contacto me irrita -dijo afectando cierto desdén que tenía mucho de cómico.

-García -repuso el conde- ya sabes que no reparo en el precio.

-Así es, pero yo conozco a esos truhanes a que hago referencia y me duele tener que pasar por sus exigencias, que suelen ser exageradas.

-Cuando no hay más remedio, se pasa por lo que pidan.

-Esto va bien -pensó García.- Sospecho que voy a hacer un gran negocio.

-¿Tanto interesa al señor conde hallar a las personas que ha indicado? -observó en voz alta.

-Sí, mucho, mucho.

-Siendo así...

-Se trata de mi hijo.

-¿Pues qué? ¿Don Carlos tiene algo que ver con esas dos mujeres?

-Torpe andas hoy, cuando no comprendes que me refiero al que nació de la duquesa.

-¡Ah, vamos, ya caigo! -dijo García golpeándose la frente.

-¡Gracias a Dios! -replicó el conde.

-¿Queréis, sin duda, poner en limpio?...

-Quiero evitar desgracias que preveo.

-¿No sabéis dónde esta el hijo de la duquesa?

-En Madrid, según creo.

-¿Y no sería más conveniente que os dirigieseis a él?

-Antes me es indispensable ver a Azucena y a la duquesa.

-¿Creéis que eso sea necesario?

-Indispensable.

-Siendo así, no queda más camino que procurar encontrarlas.

-Y en ti confío.

-Podéis hacerlo, en la seguridad de que no descansaré hasta conseguirlo.

-Esta lucha maldecida a que el destino me lanza, está acabando con mi vida, y quiero poner un término a mi continuo sufrir.

-Ya es hora de que lo consigáis.

-Todo se conjura contra mí; cada día me cercan mayores peligros, y me es indispensable hallar el modo de conjurarlos de una vez y pronto.

-¿Qué hay respecto a doña María?

-Esa es un ángel.

-¡Ah, por fin!...

-Sí; accede a mis deseos.

-¿Está pronta a obedeceros?

-Así parece.

-Pues no deja de admirarme.

-No deja de ser extraño que al menos en esto haya logrado lo que anhelaba.

-Y tanto como lo es.

-Pues, sí, García, al fin ha accedido a dar su mano al vizconde.

-Más vale así.

-Por lo menos la sumisión de María me libra de un grave conflicto.

-Mucho ha de haberos costado el conseguir esa sumisión.

-Nada de eso.

-¿Pues cómo?

-No extraño que no estando en antecedentes te sorprendas, porque lo mismo me pasó a mí, pero es lo cierto que espontáneamente se ha resuelto a complacerme.

-Hay que convenir en que el corazón de la mujer es un enigma.

-Esa es la verdad.

-¿Quién había de decir?... en fin, lo repito, más vale así.

-García, me parece que estás perdiendo un tiempo precioso -dijo con impaciencia el conde.

-¡Oh! no creáis que dejo de pensar en lo que conviene.

-Pues no creo que sea en este gabinete donde puedes hallar lo que yo necesito.

-Pero sí pensar en lo que debo hacer.

-¿Y has pensado ya algo?

-He revuelto en mi magín el nombre de todos los tunantes que conozco, y entre ellos he elegido los que juzgo más a propósito para lograr nuestro objeto.

-Pues a buscarlos -repuso el conde con inusitado afán.

-Eso haré cuanto antes.

-Pero observo que no te mueves.

-Es que no se cómo decir al señor conde...

-¿Qué? Vamos, habla.

-Francamente, me cuesta trabajo y hasta me causa rubor tener que confesar...

-¡Acabarás con mil diablos! -exclamó el conde cuya paciencia no era mucha.

-Pues ea, sin ceremonia; no tengo un cuarto.

-¡Ah! vamos, por fin te explicaste.

-Es que la gente a quien voy a ver, no se decide a dar un paso sin que antes se les dé algún anticipo, algún dinero.

-Toma.

-El conde alargó un bolsillo de seda repleto de oro a García.

-¿Bastará con eso? habla.

-Por ahora, sí.

-Pues pide más cuando lo juzgues necesario.

-Así lo haré, porque repito al señor conde que preveo será necesario gastar mucho oro si hemos de alcanzar lo que desea.

El conde lanzó un profundo suspiro y contestó:

-Si no hay más remedio, habrá que gastarlo.

-En ese caso voy a dar comienzo a las pesquisas.

-No olvides tampoco el procurar saber cuál sea el obstáculo que impide a mi hijo Carlos el obedecerme.

-No olvido nada de cuanto hemos hablado.

-Y ven a darme conocimiento cuanto antes te sea posible, del estado en que te halles respecto a tus averiguaciones.

-Tan pronto como adquiera algún dato vendré.

-Pues adiós.

-Quede con él el señor conde.

García salió contentísimo, y cuando se vio en la calle, murmuró:

-Feliz ocurrencia he tenido; de esta hecha me hago hombre.

Y sin duda para celebrar la fortuna que había tenido, se decidió a entrar en una botillería a apurar una botella de su vino favorito, que lo era el tinto de Arganda.

Capítulo XCIV. García y Azucena

El vino dicen que alegra a los corazones. Es verdad: García es un buen ejemplo de ello.

Supongamos por un momento que García, como vulgarmente se dice, era un hombre sin corazón: metáfora muy usual, pero gráfica.

Pues bien; aun suponiendo que es verdad la hipérbole en el individuo que nos ocupa, el Arganda que había trasegado a su estómago afirmaba la verdad del proverbio.

Todo esto quiere decir que el bandido salió contento de la botillería.

Contento por dos razones: la primera por el resultado de su entrevista con el conde de Lazán, después por la dosis de zumo de uva que se había propinado.

Pero en medio de su alegría entrevió dos nubes.

La primera era María de Lazán, cuyo recibimiento no le hizo maldita la gracia.

La segunda era Azucena.

¡Extraña coincidencia! Dos mujeres enturbiaban el sol de la felicidad de un hombre, por más que este hombre fuera más o menos digno de este título.

Y es que ellas tienen una soberana influencia sobre ellos , por malos, por despreciables que sean.

En cuanto a María de Lazán, estaba muy alta para que López García se atreviera a ella, siquiera fuera indirectamente. Resolvió, pues, tener en cuenta lo que con ella le había pasado, para vengarse en ocasión oportuna.

Azucena era distinto. La tenía en su poder, era, por decirlo así, su esclava y podía cebarse en ella impunemente.

Para López era artículo de fe que ella era la que había enterado de todo a la italiana.

Furioso con la idea de que la gitana era una espía perpetua de sus acciones, y receloso como hombre que de todo tiene que temer, resolvió tener una explicación categórica con la gitana para saber con seguridad el alcance de sus revelaciones y poder conjurar el peligro que le ocasionasen, y en caso de convenirle, romper de uno u otro modo con aquella mujer.

A este fin se dirigió en busca de Azucena.

No tardó en encontrarla.

Con un pretexto fútil, llevóla a una de tantas tabernas donde tenía vara alta, es decir, donde era muy dueño de hacer cuanto le viniere a las mientes, sin peligro de que nadie le estorbara.

Sabía muy bien que allí aunque mediara una escena violenta, no le preguntarían nunca lo más mínimo, porque el dueño del establecimiento le necesitaba muy a menudo, y sacaba gran producto de las francachelas a que estaba López tan acostumbrado.

Hizo pasar a la gitana a un cuarto interior, cerró con llave la puerta y se sentó ante una mesa que había en medio de la habitación.

Azucena sospechó una escena borrascosa. Entró en el cuarto y se quedó de pie apoyándose en la mesa, fijando con afán sus hermosos ojos negros en su amante que esquivaba sus miradas.

Sentado López, levantó la vista y dijo imperiosamente a la gitana, indicándole una silla:

-Siéntate, que tenemos mucho que hablar.

Azucena obedeció en silencio.

El bandido se rascó la frente, buscando ínterin un medio de abordar pronto la cuestión sin que Azucena se alarmase.

De pronto, cogió un vaso, le llenó y se lo bebió de un solo trago.

Escanció otro a la gitana y con breve acento la dijo:

-Bebe, que es bueno.

-Gracias, no tengo sed -respondió ella.

-Como quieras.

Luego cogiéndola una mano la dijo con un acento indefinible en el que no era fácil distinguir el afecto que lo inspiraba:

-Hace muchos días que no te veo. ¿Qué ha sido de tu vida en todo este tiempo?

-Lo de siempre -respondió tranquila la gitana.

-Yo he tenido mucho que hacer... -repuso él- No puedes figurarte el trabajo que tengo. Los tiempos están muy malos y para ganar un doblón se necesita sudarlo.

-¡Cuando no es pascua!... -replicó la gitana con indiferencia.

-A ti no te sucede lo mismo -continuó López.- Vosotras las gitanas tenéis una gran ventaja; con sólo mover la lengua tenéis lo suficiente para ganaros la vida: nosotros los hombres es distinto. Tenemos que ingeniarnos de mil maneras y aun a veces no basta el ingenio: hay que recurrir a otros medios que suelen proporcionar graves compromisos.

Aquí se detuvo y miró a la gitana.

Esta le escuchaba, al parecer con indiferencia, pero en realidad, con sus cinco sentidos, como suele decirse.

No sabía dónde el bandido iría a parar después de tanto circunloquio y trataba de adivinarlo. Presentía una tempestad, pero aún no vislumbraba los primeros relámpagos. Trató, pues, de producirlos.

-No sé yo que el obrar bien pueda nunca producir compromisos -murmuró dulcemente.

-¡Ira de Dios! -exclamó el bandido con voz de trueno, descargando un puñetazo sobre la mesa.- ¡Ya volvemos a la misma canción! ¿Quién te mete a averiguar si lo que yo hago esta bien o mal hecho?

-No veo motivo para que te enfades por mis palabras -replicó ella sonriendo.- Dices que hay medios de ganarse la vida que pueden proporcionar graves compromisos ... Pues bien, es que esos medios no serán legales, de lo contrario, no veo qué compromisos puedan producir.

-Las mujeres no deben nunca meterse en lo que no las importa -dijo en tono sentencioso López.

La gitana no contestó nada a aquel exabrupto, porque en realidad no había nada que contestar.

Hubo algunos momentos de silencio semejantes a la calma que precede siempre a toda tempestad.

Al cabo García la interrumpió de un modo brusco.

-¿Conoces a una italiana que se llama Alina? -preguntó de pronto.

Azucena se puso en guardia.

-Sí, por cierto -respondió sin titubear.

-¿Y de dónde la conoces?

-Extraño mucho que me hagas tal pregunta.

-¿Por qué?

-Porque en el género de vida que llevo, sabes que es lo más fácil del mundo adquirir relaciones con una persona sin acordarse después cuándo ni cómo se la ha conocido.

-Es verdad, pero si es difícil recordar a la persona, no es más fácil acordarse de un nombre sin tener presente al que lo lleva. Así, pues, dime; ¿qué clase de relaciones has tenido con esa mujer?

-Las que tengo con todas las personas que de mí se sirven.

-¿Y nada más? -preguntó López con acento amenazador.

-Nada más.

-¡Mientes!

-¡Cómo!

-¡Que mientes, digo! Tú has tenido relaciones más intimas con esa mujer.

La gitana no se desconcertó. Con admirable aplomo dijo encogiéndose de hombros:

-No sé a qué te refieres.

-¿Con que no lo sabes? ¡Azucena, no me hagas salir de mis casillas! Di toda la verdad de lo que sepas. Tú has tenido con esa Alina confidencias muy importantes, y sobre todo, muy imprudentes. Habla, y no hagas que me enfade, pues ya sabes cómo las gasto.

-Te repito que no sé a qué te puedes referir.

-¿No quieres hablar?... Si te digo que lo sé todo, ¿entiendes? todo. Que me has comprometido de mala manera, refiriendo a esa mujer cosas que debía ignorar, y que me he salvado de un grave compromiso, gracias a mi buena suerte y a mi habilidad. Con que di, ¿cómo es que has llegado a adquirir relaciones tan íntimas con esa mujer?

Azucena comprendió que en todo aquello había un fondo de verdad, pero no se pudo explicar cómo se había traslucido.

Decidió sacar todo el partido posible de la situación: temió que se le tendía un lazo y trató de evitarlo.

-Es muy posible -dijo- que esa mujer esté enterada de ciertas cosas que no debiera saber, pero también es cierto que no soy yo quien se las ha comunicado.

-¡Tú, y sólo tú!

-Te juro que no es cierto.

-No jures, porque no te he de creer. Hay cosas de mi vida que sólo tú sabes y ella no las ignora. He ahí una prueba. Además, te diré que hay otra persona que ha terciado en tus conferencias con la italiana y hasta te la nombraré: esa persona es Antonio. Desmiénteme ahora.

Azucena se vio perdida. Así y todo, para defenderse, se decidió a jugar el todo por el todo.

-Y si todo eso es verdad, ¿qué harás de mí? -preguntó sonriendo y con el tono más dulce del mundo.

Aquella calma desbarató a López.

Brilló un relámpago en sus ojos. Cogió el jarro que tenía delante, vertió el liquido que aún contenía en su vaso, y después, sin darse cuenta de lo que hacía, estrelló el jarro contra la pared.

-¿Con que, es decir -exclamó por fin- que tú me vendes?

-No, por cierto.

-Pues, entonces, ¿por qué has descubierto mis secretos?

Azucena guardó silencio.

-¡Hablarás al fin! -gritó López enfurecido.

-¿Y qué harás de mí? -preguntó de nuevo tranquilamente la gitana.

-¡Rayos y truenos! No lo sé. Matarte.

-¡Pues mátame! -dijo ella con el tono más glacial del mundo.

López no sabía lo que le pasaba. De pronto, dijo:

-Escucha, Azucena, no nos acaloremos. Se me ha propuesto un negocio que nos puede dar pingües resultados. Te necesito. ¿Quieres ayudarme? Todo lo daré al olvido.

-Según sea ese negocio.

-No lo sé. Te pondrás en contacto con el conde de Lazán, y él te enterará.

-¿Quién? ¿yo con ese hombre? ¡Nunca!

-Mira, Azucena, que sólo a ese precio te perdono tu falta.

-Haz lo que quieras. He dicho que no.

-¿No?

-No.

-¡Perra! -gritó el bandido cogiéndola bruscamente por el cuello y derribándola de un modo brutal.

La gitana lanzó un grito de espanto.

Iba a arrojarse el verdugo sobre su víctima, sabe Dios con qué propósito, cuando se oyó un golpe violento, y la puerta se abrió de par en par.

Era el tabernero, a quien el golpe del jarro llamó la atención, y que al oír el grito temió un compromiso.

Capítulo XCV. María se interesa por don Luis

A pesar de que María había significado a García no importarle nada el que don Luis se hallara preso, nosotros, más duchos que el solapado bribón que se proponía explotar la compasión de la hermosa y sensible joven, sabemos positivamente que María no había dicho la verdad, antes por lo contrario, sentía muy de veras el contratiempo que sufría su antiguo galán.

Apenas García había desaparecido, cuando María quedó sumida en honda meditación.

¿Volvía acaso a revivir en el corazón de la hermosa doncella el amor que en tiempo no lejano sintiera hacia don Luis?

¿Tendría que deplorar el vizconde del Juncal los efectos de la prisión del que fue su rival?

No; María ni por soñación pensaba en faltar a la sagrada palabra que había empeñado, y lo que es más, gustosísima accedía a llamarse vizcondesa del Juncal, pero no por eso dejaba de interesarse por la suerte de sus amigos.

La desgracia de don Luis no le era indiferente; la deploraba y deseaba hallar medio de remediarla; por eso meditaba.

Seguramente halló la joven una buena idea, a juzgar por la dulce sonrisa que se dibujó en sus rosados labios.

Tocó el timbre y apareció su doncella.

-Pasad al gabinete de mi señor padre, y si está solo prevenidle que deseo hablarle.

La doncella desapareció, y a los pocos momentos apareció de nuevo.

-El señor conde se halla solo en este momento, y me ha dicho que os esperaba.

-Está bien; cuando llegue el señor vizconde, que no puede tardar, que se le introduzca en el gabinete de mi padre.

-Seréis obedecida.

María se dirigió al aposento del señor conde; apenas penetró en él, su padre avanzó hacia ella tendiéndole una mano que la joven se apresuró a llevar a sus labios.

-¿Qué hay, hija mía? ¿Tienes algo que comunicarme?

-Así es, padre mío.

-¿Será acaso referente a esa joven?

-Algo hay de eso.

-Pues, ¿qué ocurre? -preguntó el conde con algún sobresalto.

-Luisa no hace más que llorar a todas horas.

-Esa niña va a conseguir enfermar seriamente.

-Tal creo, y en verdad que me causa gran lástima su desventura.

-El señor don Carlos, mi hijo y tu hermano, es quien tiene la culpa de todo, y a decirte la verdad, no sé cómo salir del pantano en que me ha metido.

-Mucho será que no se consiga hacerle entrar en razón.

-Difícil lo juzgo, porque se ha pronunciado en abierta rebelión.

-Ya sabéis que él me profesa gran cariño, y poco he de poder, o he de conseguir que cumpla como es debido.

-Sí, hija mía, sí; procura convencerle por bien suyo y de esa infeliz joven, y aun por el mío propio.

-Dejadlo en mi mano.

-Él habla de un obstáculo: ¿cuál puede haber que le impida cumplir con lo que debe, no oponiéndose a ello ni su gusto ni su voluntad?

-Puede que él abulte en su imaginación un compromiso cualquiera, adquirido entre sus jóvenes amigos; en fin, yo os prometo hacer cuanto pueda, a fin de convencerle.

-Tú eres el ángel bueno de esta casa.

-Pues también este ángel -dijo la joven sonriendo- tiene algo que pediros.

-¿Qué puedes tú desear y que yo te niegue, si está en mi mano el concedértelo?

-Quizás os parezca algo imprudente mi petición.

-Partiendo de ti, dudo mucho que así me parezca.

-Se trata de hacer algo por un desgraciado.

-Haré lo que pueda por él, baste que te tenga a ti por mediadora.

-Ante todo, debo advertir que el sujeto a quien me refiero, no sospecha siquiera que por él me interese.

-¿De quién se trata?

-El señor vizconde del Juncal -anunció el criado.

-Bien venido sea el señor vizconde -dijo el conde apresurándose a estrechar entre las suyas la mano del recién llegado.

-Dichoso yo, que al entrar en vuestra casa, se encuentra mi mano con la de un amigo, y mis ojos con los de un serafín.

Al decir sus últimas palabras el vizconde, dirigió su amorosa mirada hacia la bella María; las mejillas de ésta coloreáronse ligeramente, pero se apresuró a contestar a la galantería que se le acababa de dirigir:

-A falta de serafines, puede el señor conde lisonjearse de hallarse entre personas que le estiman en lo que vale.

El vizconde se inclinó cortésmente.

-Tomad asiento, amigo mío, llegáis precisamente en el oportuno momento en que la futura vizcondesa del Juncal, estaba rogándome interpusiese mi valimiento en favor de un desgraciado.

-Si acaso mi presencia...

El vizconde hizo ademán de levantarse del asiento que ocupaba, como para retirarse; María se apresuró a detenerle, diciéndole:

-Antes por el contrario, deseaba que el señor vizconde llegara cuanto antes, porque también necesito de su apoyo en favor de mi protegido.

-Contad con él desde ahora.

-¿Tan grave es lo que le sucede a ese por quien imploráis?

-Lo supongo, aunque no lo sé a punto fijo.

-Pues sepamos quién es y de qué se trata -dijo el conde.

-Se trata de un encarcelado.

-¿Cómo se llama?

María vaciló un momento antes de contestar a su padre, pero su vacilación fue momentánea; se trataba de hacer un bien, esto era todo, y por lo tanto nada tenía que temer.

-Se llama don Luis de Guevara.

El vizconde palideció al oír tal nombre; el conde frunció las cejas, lanzó a su hija una severa mirada, y contestó con mal contenido enojo:

-¿Decís que es?...

-Don Luis de Guevara -replicó tranquilamente María.

-Pues a la verdad me extraña tal ruego en favor de ese sujeto.

-¿Y por qué, padre mío?

-¿Acaso lo ignoráis? -repuso severamente el conde.

-Mala interpretación se ha dado a mi súplica.

-Hay que convenir en que es algo inoportuna.

-Padre mío, no sé si lo es o no; yo sólo sé que se trata de un desgraciado, cuya suerte ni me es, ni puede seros a vos del todo indiferente.

-La amistad que un tiempo me unió a ese caballero, la rompió él mismo, bien lo sabéis.

-Sin embargo -repuso el vizconde- amigo mío, según parece, a vuestra señora hija le interesa vivamente la desgracia de su antiguo amigo.

-Así es la verdad, señor vizconde.

-Pero ¿os habéis vuelto loca? -repuso el conde bruscamente.

-No veo por qué razón me hacéis esa pregunta.

-Ese nombre no debían pronunciarlo jamás vuestros labios.

-¿Y por qué, padre mío?

-Vamos, indudablemente, os estáis chanceando, pero debo advertiros que la broma me desagrada; démosla por terminada.

-Seguramente creí que se me comprendería mejor.

María miró al vizconde al decir sus últimas palabras, y se levantó del asiento que ocupaba.

-Siento mucho haber disgustado a mi padre y al señor vizconde; dejo de importunarlos, y les ruego me permitan retirarme.

-Me atreveré a suplicar a la bella María que se detenga un momento.

María se sentó nuevamente.

-Deseo justificarme -prosiguió el vizconde.

El de Lazán se sorprendió, y no ocultó su sentimiento; así es que dijo:

-¿Justificaros vos, señor vizconde?

-Esa es la palabra.

-Pues no lo comprendo.

-Si me lo permitís trataré de explicarme con claridad.

-Os ruego que lo hagáis.

-Lo mismo vos, señor conde, que yo, hemos delinquido, y justo es que demandemos humildemente perdón.

-¿Y en qué consiste nuestro delito?

-En no haber sabido interpretar cual era debido los sentimientos de mi bella cuanto generosa futura. No quiero tratar de ocultar el mal efecto que al pronto me ha producido el oír pronunciar el nombre de don Luis, pero muy pronto me he convencido de lo injusto de mi prevención, y seguro como lo estoy de haber formulado al pronto un mal pensamiento, hijo de mi egoísmo amoroso, suplico mi perdón, y ofrezco hacer cuanto se me pida en obsequio del encarcelado caballero.

El vizconde acababa de ganarse por completo el corazón de María; ésta le dirigió una mirada de gratitud, y su galante pretendiente se creyó con ella recompensado con creces. El conde al ver el giro que tomaba el asunto, mostróse también algo más afable, y dirigiéndose a su hija, le dijo:

-Comprenderás, María, que nada tiene de particular el que yo haya interpretado equivocadamente tu petición, y debes figurarte cuánto me alegra el reconocer mi error.

-Celebro infinito que se haga justicia a los sentimientos de mi corazón, y celebro más aún que para reconocerlos no se haya hecho preciso el que yo me sincerase.

-No se hable, pues, más de ello; dejemos a don Luis que se arregle.

-Con permiso del señor conde quisiera que nos ocupáramos algo de él.

-Sea como vos queráis.

-Gracias. Decidme, María, ¿conocéis la causa que ha originado el arresto de Guevara?

-Según se me ha significado lo es cierta conspiración en que se hallaba comprometido.

-¡También conspirador! ¡Oh! -murmuró el conde.

-¡Mal negocio es ese! -dijo con verdadero sentimiento el vizconde.

-Por lo visto ese caballerito es un mala cabeza; opinión muy distante había formado de él en otro tiempo.

-Hay que ser indulgente con la juventud, señor conde.

-A pesar de todo no quisiera yo que le aconteciera ningún quebranto, siquiera por ser hijo de un muy mi amigo, pero no le estaría mal una lección que le sirviera de correctivo para en adelante.

-Veremos qué se puede hacer por él; no es cosa de desairar a mi bella futura.

-Contad con mi eterna gratitud; por de pronto me es sumamente grato el poder daros las gracias por haberme comprendido.

-Me galardonáis espléndidamente, y yo procuraré hacerme digno de los favores con que me honráis. Ahora, con vuestro permiso, me retiro.

-¿Qué? ¿Ya nos dejáis?

-Bien a pesar mío -contestó el vizconde mirando a María.- Voy a ver a mi señor tío y a suplicarle otorgue la libertad al pobre encarcelado.

-¿Volveréis?

-Con vuestro permiso lo haré para daros cuenta de mi comisión.

-Hacedme la merced de ofrecer mis respetos al señor conde de Floridablanca.

-Lo haré con sumo gusto.

Despidióse el vizconde, y saliendo del palacio del de Lazán, se dirigió al del primer ministro del señor rey don Carlos III.

Capítulo XCVI. Una acción infame

En uno de nuestros capítulos anteriores dejamos a Lola y a Concha llenas de sorpresa ante la inesperada aparición de Paca por una parte, y del marqués Adelfi y el barón del Pinar por otra.

Respecto a la de estos dos individuos, que, como dijimos, iban acompañados de otro caballero desconocido para nuestros lectores, puede suponerse muy bien, dado lo que anteriormente dijimos, el objeto que se llevaba, pero en cuanto a Paca, es distinto, y preciso nos es dar alguna explicación.

La dejamos precisamente en aquella casa donde ella de buena fe había creído que estaba aquella señora que la facilitara ver a su amante, y para verla entrar ahora en la estancia en que se hallaban sus amigas, natural era que algún incidente extraño la obligase a ello.

Paca quedó en una habitación esperando a don Tadeo que la había asegurado que iba a ver a su protectora.

Hasta aquel momento no sintió desconfianza alguna.

Pero el ver que la puerta por donde salió don Tadeo se cerraba tras él sin ruido alguno, no pudo menos de estremecerse.

Entonces fue cuando realmente comprendió que había cometido una imprudencia.

Pero ya era tarde para retroceder.

Esperó algunos minutos esperando que llegase alguien a quien poderle preguntar, y viendo que trascurrían sin que nadie se presentara, avanzó resueltamente hacia la puerta por donde había entrado e intentó abrirla.

Pero aquella puerta estaba cerrada.

¿Cómo y quién la había cerrado? No había oído rechinar la cerradura, ni había percibido rumor de persona alguna por la habitación exterior.

¿Cómo podía, pues, haberse realizado aquel milagro?

Recordó la sorpresa de que había sido víctima en otra ocasión, y tembló.

Sin embargo, recordó la puerta por donde había marchado don Tadeo, y cruzó nuevamente la estancia para llegar hasta ella.

Pero del mismo modo que la otra, esta se había cerrado también por el exterior.

Entonces sintió miedo.

Su ánimo se amilanó a pesar de su fortaleza, y aquella prisión en que se hallaba la aterró.

Inclinó la cabeza algunos segundos, y las rosas de sus mejillas desaparecieron por completo.

Un buen espacio llevóse dominada por la influencia del terror.

Después levantó la frente.

Estaba pálida, sumamente pálida, pero serena.

Había considerado el peligro que corría, y reunió todo su valor para arrostrarle dignamente.

Consideró desde luego que aquello no era una prisión, que allí no estaba su amante, sino que se le había tendido un lazo con aquel pretexto.

Este lazo no podía tener otro objeto que el de mancillar su honra.

Este pensamiento la devolvió el valor.

Todo el amor que sentía hacia don Luis despertóse de repente más grande, más impetuoso, más vehemente que nunca, y este amor la dio fuerzas para luchar.

Porque comprendió que lucha había de sostener, y que tal vez estaba muy próxima.

Y no se engañó en ello.

Un ligero rechinamiento que oyó a su espalda obligóla a volver la cabeza en aquella dirección.

El marqués Adelfi apareció en una puerta cuya existencia no había podido sospechar la joven.

Repúsose Paca inmediatamente de la sorpresa que aquella aparición la produjo, murmurando únicamente:

-¡El marqués Adelfi!

Después, sonriendo con cierta expresión de desprecio, prosiguió:

-Ya me lo figuraba.

-¡El cielo te guarde, Paca! -dijo el marqués desde la puerta.

-No me guarda mucho cuando ha permitido que venga a este sitio -contestó la maja afectando un desenfado de que realmente carecía.

-¿Tan mal te encuentras aquí?

-Donde esté usía, yo debo encontrarme mal siempre.

-No me es nada lisonjera tu contestación.

-Pues ya debía estar usía acostumbrado a lo franco de mi lenguaje.

-¿Por qué me das tratamiento?

-Para enseñar a usía la distancia que hay entre los dos, distancia que el señor marqués parece haber olvidado.

-Si distancia existe, tu belleza es capaz de acortar todas las distancias.

-Dejémonos de mi belleza ahora, que otras cosas me interesan más.

-¿Puede saberse qué cosas son esas?

-Primero y principal, quiero saber dónde estoy.

-Ya lo ves, en una casa.

-Pero esta casa ¿a quién pertenece?

-A ti, puesto que estás en ella.

-Yo no tengo más casa que la mía.

-Por eso esta es tuya.

-En mi casa, señor marqués, existe honra, y aquí presumo que no hay más que infamia.

-¡Paca!

-¡Señor marqués!

Y la maja dirigió una mirada tal a Adelfi, que éste no pudo menos de inclinar los ojos a pesar suyo.

Pero esto duró muy poco.

Soltó una carcajada franca y ruidosa, y dijo:

-Vamos, chica, déjate de esos alardes de orgullo y altivez que por cierto a nada conducen, y déjate arrullar por el placer, ya que entre el placer te encuentras.

-Vamos, señor, usía no sabe lo que se habla.

Y la maja hizo uno de esos movimientos llenos de gracioso desdén, peculiares, por decirlo así, a las mujeres de su clase.

-Sobrado que lo sé -repuso el marqués un tanto mortificado.

-Si en algo estima usía complacerme, ruégole me diga para qué me han traído aquí.

-Yo, desde luego, no he sido.

-Ya lo sé, ha sido ese zorro de don Tadeo, que a pesar de sus años y de su hipócrita hombría de bien, comprendo ahora que no debe ocuparse más que de tercerías miserables.

-Mal le tratas.

-Es que todavía trato peor a los que de él se valen.

-No lo harás así.

-Vamos, señor -repuso Paca dando un paso hacia el marqués- necesito salir de aquí.

-Ya se ve que saldrás, para otra estancia donde de fijo has de divertirte más.

-Está usía en un error, saldré de aquí para la calle.

El marqués se sonrió.

Paca comprendió el significado de aquella sonrisa, y dijo:

-¿Se acuerda usía lo que le sucedió cuando intentó cometer una infamia con Lola?

El marqués palideció a este recuerdo.

El golpe dirigido por la maja había dado en el blanco.

-¿Por qué evocas ese recuerdo ahora?

-Para decirle que del mismo modo que entonces se libró mi amiga, me libraré yo ahora.

-Imposible.

-Por más que don Luis esté preso, y preso por vos sin duda, puesto que ahora comienzo a comprender toda esta horrible infamia, nunca faltará un salvador cuando se trata de cometer un crimen.

-Repara, prenda, que aquí no hay crimen alguno, y en todo caso, el crimen será de amor.

-Basta; ya dije a usía que quería salir de aquí, y como que de mí no ha de conseguir nada, por su propio bien lo ruego que concluyamos de una vez.

-Siento decirte, Paca, que padeces un error.

-¿Sobre qué?

-Sobre las intenciones que me atribuyes.

-¿No son ciertas?

-No.

-Pero...

-No es por mí por quien has venido aquí.

-¿Por quién entonces?

-Recuerda alguien a quien tú hayas despreciado.

-Yo no he despreciado ni desprecio sino que a los que tratan de infamarme.

-¿Y es infamarte quererte?

-Según y cómo sea el cariño.

-No te muestras tan esquiva con don Luis.

-Porque don Luis, principia respetándome.

-Yo te juro que por ahora harto tiene que hacer por sí.

-Presumo que ha tomado el señor marqués sin duda alguna una venganza digna de sí mismo.

-Y tan digna.

-Vuelvo a repetir lo que antes dije; pierdo el tiempo aquí y necesito ganarlo en mi casa. Dé usía orden de que me dejen salir de aquí, porque si yo soy muy poco para aspirar a ser esposa de un noble señor, soy en cambio mucho, muchísimo para servir de juguete a cuatro mentecatos como usía.

-¡Paca, repara lo que dices!

-Por reparada, señor marqués; yo nunca he dicho más que lo que siento.

-¿Y sientes?...

-Mucho desprecio hacia los que me han traído aquí.

El marqués comprendió que no podía luchar con la joven.

Era sobradamente fuerte, había en ella demasiada energía y su misma bajeza le vencía en su lucha con ella.

-Está bien -dijo- voy a ver si sabes salir de aquí.

-Abridme paso.

-Voy a complacerte; pero no te quejes de mí si no das con la salida.

-Déjeme sola usía, franquéeme la puerta, y yo le juro que llegaré al fin que me he propuesto.

-Lo veremos.

Y el marqués, sonriendo irónicamente, volvió a desaparecer del mismo modo que había entrado.

Paca, en cuanto se hubo quedado sola, dejó que asomara a su rostro el desaliento que había en su alma.

Precisamente comprendía que se hallaba en poder de un enemigo implacable de Luis, que a todo trance había de procurar causar un disgusto al joven caballero.

Una lágrima brilló en sus ojos, lágrima que se apresuró a secar cuando sintió el rumor de la puerta por donde había entrado que se abría y vio que aparecía en ella un criado.

-Franca está la puerta -dijo éste a Paca.- Podéis salir cuando os plazca.

-Al momento -repuso la joven lanzándose hacia el paso que se le acababa de ofrecer.

El criado se sonrió del mismo modo que poco antes lo había hecho el marqués. Paca encontró una puerta cerrada en su marcha; abrióla y se halló en el aposento en que estaban sus dos compañeras.

Capítulo CXVII. García es un gran diplomático

Dejamos a García y a la gitana en una taberna, en una situación algo crítica.

Aquel tabernero, tal vez en su vida había hecho otra buena acción.

Y aun aquella no la inspiró la bondad, sino el egoísmo.

Al entrar García en la taberna, conoció que venía de mal talante.

García le advirtió que si oía algún ruido no hiciese caso. Así lo hizo, pero vio la cosa tan seria que no quiso tener palabras con la justicia, y cortó por lo sano. Violentó la puerta sin llamar.

-¿Quién te ha llamado? ¿A qué vienes aquí? -preguntó el bandido con voz hosca.

-Nadie; pero he visto que te ibas a comprometer, y yo soy muy amigo de mis amigos -respondió el tabernero con tono zalamero.

-Gracias: otra vez no te metas donde no te llamen.

Y entregando una moneda de oro al dueño de la casa, sin esperar la vuelta, cogió la capa y el sombrero, y salió sin mirar siquiera a Azucena.

Apenas se abrió la puerta, ya estaba aquella en pie y sonriente.

-¿Qué ha sido eso? -preguntó el tabernero, apenas salió García.

-Nada: caricias de enamorados -respondió riendo la gitana.

Y marchóse teniendo la precaución de tomar distinta dirección que el bandido.

-Por fortuna llegué a tiempo, si no, tenemos una desgracia en casa -se quedó refunfuñando el tabernero.

Así terminó aquella escena que iba tomando muy mal aspecto.

Sigamos a García en su marcha por las calles de la corte.

Aquella noche había hecho milagros de prudencia; pero, como vulgarmente se dice, había tragado mucha bilis.

Conocía que la gitana le hacía mucha falta, y por esto usó con ella tanta mónita.

La alegría que experimentaba al salir de casa el conde de Lazán se le había aguado.

Su tentativa con la gitana había fracasado por el momento, pero aquello no le atormentaba mucho. Tenía intención de volverla a probar, y no desesperaba de conseguir su propósito.

Al salir de la taberna, tomó sin rumbo fijo por la primera calle que se le presentó.

Eran las seis y media de la tarde. Es decir, en aquella época era completamente cerrada la noche.

Las calles de Madrid estaban oscuras como los negocios de un quebrado.

El piso era infernal. Amén de que el empedrado no existía, y el municipio de la villa maldito si se preocupaba nunca porque sus administrados siempre estuvieran en grave peligro de perniquebrarse, por los muchos hoyos y otros excesos que había en el piso, no faltaban gran número de ventanas con rejas salientes, colocadas a conveniente altura para que, con la absoluta falta de luz, cualquier prójimo se rompiese el bautismo.

De modo que era un gran atrevimiento salir después de acostarse las gallinas, por aquellos laberintos, y se necesitaba una gran habilidad y una extremada práctica para no sufrir algún percance.

Para García aquello era una bicoca.

Sabía al dedillo todas las trochas y vericuetos, que así se pueden llamar, de las calles de Madrid, y se podía apostar a que con los ojos vendados, era capaz de ir a cualquier parte sin tropezar, y lo que es más, hasta dando un rodeo a cada esquina y a cada puerta en cuyo umbral pudiera esconderse algún prójimo de malas intenciones.

Era para él muy temprano y decidió aprovechar aún algunas horas antes de irse a acostar.

¿Qué haría en aquel tiempo? Esto fue lo que se puso a reflexionar, parado en una esquina.

Al cabo de algunos momentos de vacilación tomó su partido.

Le convenía averiguar a toda costa a dónde se habían llevado a Joselito y al pintor los supuestos esbirros.

No le faltaron motivos para creer que el tío Langosta debía saber algo de su paradero, si es que no era su propio guardián.

Fundábase para ello, en que no ignoraba que don Tadeo solía aprovechar muy a menudo los servicios del tío Langosta; conocía a fondo a éste, y en todos sus detalles la distribución interior de la venta.

Sabía que en esta no faltaban habitaciones donde fácilmente se podía tener secuestrado a un par de individuos, sin que los habituales parroquianos de la casa pudiesen notar lo más mínimo.

Como según las deducciones que le hemos visto hacer antes de visitar a María de Lazán, en aquel asunto era don Tadeo la verdadera alma del negocio, se resolvió a probar fortuna, y dirigió sus pasos hacia el puente de Segovia.

Andaba bien, y en pocos minutos franqueó la distancia que separaba al puente de la venta, no sin tener que haber dado el acostumbrado ¿quién va? a algunos bultos sospechosos con que tropezó en su camino.

La puerta de la venta estaba entornada; empujóla para entrar, y un ruido infernal de campanillas, acompañado de los ladridos de un enorme mastín, saludaron su llegada.

-Cállate, Gazuza -gritó García con voz de trueno, dirigiéndose al perro.

-Gazuza, aquí -gritó una voz cascada desde el interior de la casa.

Y asomó el tío Langosta por la puerta de una habitación que daba al vestíbulo de la venta.

No puede darse figura más repugnante que la que el viejo presentaba en aquel momento.

Cubierta la cabeza con un gorro de lana azul algo grasiento, por bajo del cual asomaban unos mechones grises, que venían a confundirse con los conatos de patillas que le adornaban los carrillos; sus chupadas mejillas, sus pómulos salientes, sus espesas cejas, que venían a reunirse sobre la nariz, como queriendo ocultar aquellos ojillos grises de comadreja; su boca hundida, que desprovista de dientes, desaparecía completamente entre la barba y la nariz; todo aquel conjunto, alumbrado por la tenue luz del candil que llevaba en la mano, le daban a aquella cabeza el aspecto de la de un chacal, animal cuyos instintos poseía el viejo en grado superlativo.

Al ver a García, no pudo reprimir un ademán de sorpresa.

-¡Pues no recibís de noche a la gente con poco escándalo! -exclamó el recién llegado.

-¡Carape! -replicó el viejo.- ¡Tanto bueno por mi casa y a estas horas! ¿Qué buenos vientos te traen?

-¡Pues, ahí verá usted! -contestó sonriendo García y procurando amoldar sus modales y lenguaje a los de su interlocutor.- No tengo nada que hacer esta noche, y dije: pues a cenar con el tío Langosta que hace tiempo no le he visto.

-Pues en tu vida has pensado más santamente -respondió el viejo ínterin para su capote maldita la gracia que le hacía- justitamente tengo en el corral un par de pollos que están deseando verse en la sartén, para que se los coman dos buenos amigos.

-Yo los pago, tío Langosta -replicó el bandido, que sabía la avaricia del ventero- y a más un par de botellas de Arganda de primera, de lo que se da a los enfermos.

-Nada faltará. Pero oye; eso de que tú lo pagas, de noche y estando los dos solos, no se dice. De día, pase. Por eso soy ventero para ganarme la vida, pero solo con los amigos, también me gusta echar una cara al aire.

-Como voacé mande, por eso no reñiremos.

A todo esto habían entrado en la habitación.

Era ésta un paralelogramo irregular, espacioso, alto de techo, desahogado, pero muy sucio. En el centro se veía una gran mesa de madera de pino, que de puro grasienta había tomado un color indefinible; dos bancos con las mismas circunstancias estaban colocados a los lados de la mesa.

Pendía del techo un velón de bronce de cuatro mecheros, que bien pesaría su media arroba bien cumplida.

Al extremo de la habitación, y paralela a la puerta de entrada, había una chimenea donde humeaban dos troncos medio apagados.

Al entrar García en aquel aposento, abarcó con una mirada todo su conjunto, y le llamaron poderosamente la atención dos sillas colocadas junto al hogar, de modo que parecían denunciar a dos personas a quienes se había sorprendido en una conversación confidencial que hubieran tenido que interrumpir.

Aquella observación produjo necesariamente otras.

Si el tío Langosta estaba solo en la venta, según él decía, ¿cómo es que tenía el velón encendido y fuego en el hogar?

García resolvió salir pronto de dudas.

-¿A quién tiene usted en casa, tío Langosta? -preguntó tomando una silla.

El viejo en aquel momento apagaba el candil y le colgaba de un clavo.

-¿Qué decías, muchacho?

Aquella pregunta no la hacía porque fuese sordo el interpelado; era para ganar tiempo y preparar la respuesta.

Así lo comprendió García.

-Que si hay en la venta alguien más que usted.

-Pues... el Mosquito: ya lo sabes, el muchacho. ¿Con que decíamos que un par de pollos?

-Lo que siento es la tardanza.

-¡A ver, Mosquito! -gritó el viejo dirigiéndose a la puerta lateral que estaba entreabierta.

-¿Qué manda su mercé? -contestó una voz incolora, pues al oírla nadie podría decir si pertenecía a un joven o a un viejo, a un hombre o a una mujer.

-Enciende el farol, vete al corral y mata un par de pollos, pero listo, listo. Nosotros mientras tanto iremos preparando todos los adminículos. Y juntando el dicho al hecho sacó una sartén de un armario; limpióla con un papel de estraza, removió el fuego, puso unas trevedes en el hogar; en fin, hizo todas las operaciones preliminares, indispensables para el acto cruento de freír un par de pollos.

Pronto estuvo tendido sobre la mesa un sucio mantel, las dos botellas ocuparon el sitio de preferencia, y los pollos casi cantando pasaron de la sartén al plato, y de allí paulatinamente y remojados con el de Arganda, a los estómagos de los dos comensales.

Todo esto había tenido lugar sin que mediara una palabra.

Alguna que otra pregunta sin ningún interés, cuchufletas, bromas de cierto género que la pluma no puede ni debe reproducir, dignas de aquellos dos hombres escogidos , fue todo lo que medió hasta que llegó el solemne momento de los postres.

Reducíanse estos a un pimiento en vinagre, un pedazo de queso de Villalán, y un par de puñados de bellotas del Pardo.

Aquel era el instante escogido por García, para averiguar lo que le interesaba saber.

Así como al descuido entabló el siguiente diálogo:

-Y diga usted, tío Langosta, ¿hace mucho tiempo que no ha visto usted a Simón?

-Pues precisamente ayer tarde estuvo aquí. ¿Te interesaba verle?

-Unas miajas. Ando algo escaso de cuartos, y como tenemos una cuenta pendiente, resultado de un negocio que hace pocos días hicimos juntos, quería ver si me aflojaba algunos escudos.

-Con que negocio ¿eh?

-Nada, una miseria. Según creo, cosas de amores. Pero ¡qué demonios! ¡a bien que usted lo debe saber!

-Estas son las primeras noticias que tengo.

-Tío Langosta, su mercé es muy cuco: no es amigo mío. Me niega cosas que yo sé muy bien que voacé las sube.

-Muchacho, ¿qué estás diciendo? ¿Cómo te había de negar a ti, que eres mi amigo, una cosa que, según tú dices, no tiene nada de particular, y más siendo asunto en que también juega Simón? Ya sabes que entre nosotros no hay pan partido, de consiguiente ¿a qué viene esa toná?

-¿De veras que su mercé no sabe nada?

-Ni esto -contestó el viejo con ademán expresivo.

-Pues es el caso que yo había contado con voacé, para, que me facilitara uno de los cuartos de esta casa, para tener por unos cuantos días un par de prójimos a la sombra. ¿No hay más vino, tío Langosta?

La pregunta no podía ser más oportuna. Las botellas presentaban la más exacta idea del vacío. Pronto se renovaron.

-Con que, voacé dirá -continuó García escanciando los dos vasos.

-Pues es el caso, muchacho, que no te puedo complacer como quisiera, porque los dos cuartos que a ti te pudieran servir los tengo ocupados.

García no pudo contener un suspiro de satisfacción.

Aquella pequeña expansión no pasó desapercibida para el ventero, en cuyos delgados labios casi se dibujó una imperceptible sonrisa.

-¿No bebe más usarcé? -preguntó el bandido volviendo a llenar los vasos.

-Muchacho, me vas a poner hecho una uva -balbuceó el viejo.

-¿Con qué tiene ocupados los dos cuartos? ¿Pues no me ha dicho antes que no había nadie en la venta?

-Y lo repito. En la venta no hay más que Gazuza, el Mosquito, el Morrongo, el tío Langosta y tú.

Para pronunciar estas palabras invirtió el ventero lo menos minuto y medio. Después apoyó el brazo sobre la mesa, sobre el brazo la cabeza, y casi instantáneamente unos sonoros ronquidos anunciaron a García que el tío Langosta descansaba en los brazos de Morfeo.

-¡Ah! Viejo taimado, ya sé lo que quería saber. Vicente y Joselito están aquí. ¡Mosquito! -gritó García.

El muchacho asomó su cabeza por la puerta.

-¿Qué se ofrece? -preguntó.

-Condúceme a donde están esos hombres.

El asombro se pintó en la macilenta cara de Mosquito, que no contestó.

-¿No me has entendido?

-Si su mercé no se explica más claro...

-Que me lleves a los cuartos donde están encerrados esos hombres. ¿Lo comprendes ahora? ¡Animal!

Los ojos de Mosquito se dilataron desmesuradamente.

-¿Qué cuartos, ni qué hombres son esos?

-Los dos cuartos que tiene ocupados el tío Langosta, ¿cuáles son?

-¡Toma! Los dos de arriba.

-¿Y quién hay en ellos?

-Pues, nadie.

-¡Cómo! ¡Bribón! ¿No hay en ellos dos hombres?

-Lo que hay en ellos son sacos de cebada.

Un rayo no hubiera producido en García el efecto que le produjeron aquellas palabras. Levantóse, hizo que le acompañara Mosquito, y vio que en efecto en los dos cuartos no había más que cebada.

Despechado se embozó en la capa, y salió bufando por la carretera de Madrid.

Entretanto el tío Langosta soltaba una homérica carcajada exclamando:

-¡Eres un pillo muy tonto!

Capítulo XCVIII. Continúan las pesquisas de García

Malhumorado y cariacontecido salió García de la venta del tío Langosta. Iba por aquella carretera que se lo llevaban los demonios, como vulgarmente se dice.

Con la soledad y el fresco de la noche, la reflexión lo fue calmando y le dio lugar a considerar tranquilamente su situación.

Comprendió perfectamente que había sido juguete del viejo, y se lamentó de no haberle hecho sentir el peso de su enojo, aunque se hubiese visto descubierto y expuesto por consiguiente a las iras de Simón y don Tadeo.

Cuando hubo recobrado por completo su sangre fría, volvió a pensar en su tema favorito, es decir, en procurar saber el paradero de los presos.

En vista de lo que le había sucedido en la venta, ya no le quedó la menor duda de que al torero y a Vicente los tenían allí ocultos.

Lo peor del caso era que ya estaba dada la voz de alerta, y en lo sucesivo le sería más difícil proseguir sus investigaciones.

-¡Aquí del ingenio! -dijo para su capote García cuando llegó a este punto de sus reflexiones.

Lo que necesitaba en primer lugar era hallar quien le confirmase sus conjeturas.

Después le era preciso buscar auxiliares.

Poco antes de llegar al puente de Segovia, detúvose de pronto y diose una palmada en la frente. Había encontrado todo lo que buscaba.

Hasta entonces no se le había ocurrido lo que primero debía haber pensado.

Para saber con certeza dónde estaban los presos, ¿había nada más natural que interrogar a los que los habían llevado?

Precisamente los seis u ocho rufianes que, disfrazados de corchetes, habían contribuido a la farsa, quién más, quién menos, todos le eran conocidos.

Pero también Simón los conocía y eran gente de su devoción, por lo que García debía irse con cuidado.

Empezó a recordarlos uno a uno con todos sus circunstancias, para ver a cuál de ellos podría abordar con más probabilidades de éxito.

Entre todos ellos había uno de quien García se había servido en muchas ocasiones. Llamábase Morales, rufián de primera, tahúr de manos listas y bebedor como pocos. Era hombre de pelo en pecho: terrible espadachín de manos prontas.

Aquél era el que más probabilidades presentaba. Decidió en el acto ir en su busca.

Media hora después, llamaba García de un modo particular a la puerta de una casa situada en uno de los callejones del Avapiés.

La puerta se abrió sin previa interpelación al que llamaba. García penetró resueltamente en un portalillo oscuro y estrecho: cerró él mismo y se internó por un corredor a cuyo extremo se veía un tibio resplandor.

Este provenía de un descomunal velón de cuatro mecheros que, colgado del techo, procuraba alumbrar una lóbrega sala, negra y ahumada, aspecto medio figón, medio taberna, donde se veían cuatro o cinco hombres de siniestras cataduras que apuraban un jarro de vino jugándolo a los naipes.

-¡Buenas noches, caballeros! -saludó García desde el umbral.

Al punto aquella gente dejó su juego: saludaron todos uno a uno al recién venido con más o menos cordialidad, según el grado de sus relaciones, e invitándole a beber prosiguieron su juego.

Morales era uno de ellos. No jugaba.

A una seña de García levantóse de su asiento, y haciéndose el distraído desapareció por una puertecilla que se veía en el fondo de la sala, frente a la puerta de entrada.

En un rincón de la estancia, al lado de una mesa donde se veían dos pellejos de vino, algunos jarros blancos de Talavera y un barreño, dentro del cual había algunos vasos de vidrio, estaba sentada a un brasero, dormitando y con un enorme gato en la falda, una bigotuda moza de unos veintiséis o veintiocho años, capaz de derribar un tabique de un puñetazo.

A aquella mujer dirigióse García, y dándole una familiar palmada en un hombro:

-Oyes tú, Maruja -le dijo.- ¿Qué hay de bueno que echar a perder?

-Pues como haya maíz, de bueno no falta.

-¿Sirve esto? -preguntó poniendo en su mano un mejicano.

-¿Qué quieres? -dijo la moza tomando el duro.

-En el reservado está Morales esperándose. Éntranos unas lonjas de jamón, pan, unas aceitunas, un cacho de buen queso y un par de jarros de lo bueno.

Y desapareció por la misma puerta por donde había entrado su digno compañero.

Éste esperaba en un cuarto tan sucio como la sala. Había en él una mesa de pino que suda la mugre, y tres taburetes de madera que reunían iguales circunstancias. Una vela de sebo, colocada en un candelero de barro, casi disipaba las tinieblas.

Estaba muy ajeno Morales de que aquella noche había de tener un rato de francachela, así es que se sorprendió alegremente cuando en pos de García vio aquel escarnio del bello sexo entrar con las provisiones.

Colocadas estas sobre la mesa, salió la moza, y García, después de cerrar la puerta, sentóse en frente de Morales.

No puede imaginarse un tipo más repugnante que el de este individuo.

Alto, cetrino, de enmarañados cabellos negros, cejijunto, de ojos vivos y saltones y barbilampiño; tenía una cicatriz que arrancando de la sien izquierda iba a parar bajo su mandíbula derecha. Aquella cicatriz, el color de su tez y sobre todo su voz, aguardentosa hasta producir náuseas al que la oía, hacían de aquel hombre un ente repulsivo por excelencia.

Comprendiendo que cuando se le obsequiaba de aquel modo por algo era, sin andarse con rodeos, apenas se vio solo con García se apresuró a preguntarle:

-¿Hay negocio?

-Según. ¿Tienes mucho dinero?'

-Ni un maís.

-¡Mucha prisa te has dado!

-¿Hablas por el que me dio Simón?

-Pues, claro.

-¡Si fue una miseria! ¡Ya ves tú, una miserable jara!

-¿Nada más? Bien que para lo que hicisteis...

-Verdad. Pero dejemos eso. ¿Por qué me has preguntado si tenía dinero?

-Muy sencillo. Porque te conozco y sé que si no lo tienes podré contar contigo.

-Ya sabes que los amigos siempre pueden contar conmigo.

-Pues no hablemos más y toma a cuenta.

-¿Un doblón? ¿Tú me adelantas un doblón? ¿Quién es el muerto?

-No se trata de matar a nadie.

-Pues no lo entiendo. ¡Ah! sí. ¿Hay que apoderarse de alguien?

-Tampoco. No tengas prisa, ya lo sabrás. Lo que ahora necesito de ti es tan sólo una cosa.

-Habla.

-Necesito saber si eres mi amigo, es decir, si puedo contar contigo en todo y por todo. Yo sé lo que tú vales, y entre otros muchos de quien podía echar mano, te he dado la preferencia. Hay tela cortada y no faltará lobén.

-Te he dicho antes que los amigos siempre pueden contar conmigo. Ahora debo decirte otra cosa. Tengo por máxima de que «el que paga, manda» de consiguiente, si me pagas soy tuyo en cuerpo y alma.

-Perfectamente. Nos entenderemos. Ya te diré lo que hay que hay que hacer. Ahora vamos a escondernos eso -dijo indicando las lonjas de jamón y el vino.

En aquel momento daba la una en el reloj de San Lorenzo.

Acometieron con brío con lo que tenían delante.

A poca entró la bigotuda, y con ronca voz preguntó:

-¿Tenéis para mucho rato? Porque voy a cerrar.

-Oye, tú, Maruja -contestó García.- Cierra: nosotros nos quedamos aquí. Trae otra vela por si esta se concluye... Aunque mejor será que no te acuestes, porque necesitaremos de ti. Toma.

Y le dio otro duro.

La Maritornes iba a replicar, pero aquel argumento redondo puso un candado en sus labios. Con toda la amabilidad de que podía ser capaz, exclamó:

-¡Vivan los hombres rumbosos! -Y añadió: -Si ocurre algo, aquí fuera estoy.

Salió la moza, dejando otra vez solos a los dos compinches.

-¿Sabes por qué he querido que nos quedásemos aquí? -preguntó García.

-Ni me importa saberlo. Eres el amo; cuando lo haces, tus motivos tendrás.

-Así me gusta. ¡Bebamos y ancha Castilla! Vamos a echar la noche a perros.

Y con las lonjas, desapareció el queso, el pan y las aceitunas, y sobre todo el vino que ambos a dos trasegaban con maravillosa presteza.

Al poco rato fue preciso que Maruja lo renovase todo porque aquellos hombres tenían un apetito presupuestívoro y una sed de esponja.

Cuando estuvieron satisfechos, de comer se entiende, que lo que es de beber nunca se saciaban, volvieron a reanudar su interrumpida conversación.

-¿Con que dices -preguntó García- que Simón no te dio más que una jara? ¡Qué miseria!

-¡Y tanto! ¡Una triste jara por andar toda la noche de ceca en meca!

-¿Es verdad, que tú no viniste conmigo a Villaviciosa?

-¡Qué había de ir! ¡A mí siempre me toca bailar con la más fea!

-¿Pues qué hicisteis?

-Andar toda la noche por sendas y vericuetos para hacer perder la pista.

-¿Y adónde fuisteis a parar?

-Voy a darte una prueba de que soy tu amigo. Me preguntas una cosa a la que no debía contestar, porque es un secreto que pertenece a Simón, y no debo revelarlo, pero a ti te lo voy a confiar. Eres reservado y creo que no abusarás.

-Descuida. Hazte cuenta de que cae en un pozo.

-Pues bien. Fuimos a la venta del tío Langosta y allí dejamos los presos.

-Ya; para trasladarlos desde allí a otro lugar.

-No por cierto. Aún están allí.

-¿Cómo es eso? ¡Si esta tarde he estado en la venta merendando y no he notado nada de particular!

-¿Tan tonto eres que crees que van a tenerlos a la vista de todo el mundo, para que haya después un compromiso?

-Es que la casa no es muy grande, y dos hombres a quienes se encierra contra su voluntad, no se ocultan tan fácilmente.

-Estás en un error.

-Explícate.

-En la venta hay sitio para ocultar cómodamente, no dos hombres, sino aunque sean treinta.

-Algo aventurado es lo que dices. Conozco la distribución de la casa y no sé dónde los puedan meter.

-¿Qué has de conocer? En la venta hay un escondrijo donde cabe un batallón.

-¿En qué sitio?

-En un subterráneo.

-¿Y por dónde se entra?

-Por dos sitios distintos. Por una puerta disimulada que hay detrás del hogar de la sala baja, y por una trampa que hay en el pajar.

García recordó entonces la colocación de aquellas dos sillas que tanto le llamaron la atención. Ya sabía lo que deseaba.

-¡Maruja! -gritó.- Tráenos aguardiente y ven aquí a hacernos compañía.

A las cuatro de la mañana, los dos bandidos y la bigotuda hacían retemblar la casa con sus descomunales ronquidos. Los tres estaban sencillamente borrachos.

Capítulo XCIX. Tras de una pista

-¡Calle! -exclamó García despertándose- quiere decir que hemos pasado la noche en este blando lecho. ¡Eh, amigo Morales! Basta de siesta.

-¡Eh! ¿Qué hay?

-Hay que nos hemos dormido como dos mentecatos.

-¡Pues es verdad! -contestó Morales desperezándose y bostezando a la vez.

-Y a juzgar por las señas está bien entrado el día.

-¡Demonio, qué mal sabor tengo en la garganta!

-Ese mal sabor desaparece en tomando cierto cordial que yo me sé.

-Las medicinas no se confeccionan para mi estómago.

-Calla, estúpido, que ya sé yo que tú no desdeñarás el apurar el contenido de...

-¡Dios me libre! -replicó Morales interrumpiendo a su amigo.

-¡Eh, buena moza! -dijo en alta voz y golpeando fuertemente la mesa el buen García.

-¿Qué ocurre? -preguntó la sucia maritornes que acudió al llamamiento.

-Ocurre que tenemos las fauces secas -dijo García.

-¿Pues tienen más que refrescarlas sus señorías? -contestó con cierto retintín la sirvienta.

-Dices bien, señorías; ese es el tratamiento que a ambos se nos debe.

-Pues por eso se lo aplico.

-Y no haces más de lo que debes. ¿Qué hora es, prenda?

-Están al sonar las once.

-¡Cuerpo del diablo! Pues apenas hemos dormido...

-¡Ya lo creo! -replicó Morales- como que eran más de las cuatro cuando todavía estábamos charlando por los codos.

-Me duelen todos los huesos.

-Y a mí -repuso Morales.

-Pues a fe que los colchones eran de pluma.

-¡Oiga! ¿también te permites tú gastar cuchufletas, fregatriz endemoniada? ¡Ea! a ver cómo nos traes una botella de lo anejo, y sin bautizar, ¿estamos? listo.

-No se incomode el señor caballero, que al punto será servido.

Esto dicho, se alejó la maritornes.

-¿Comprendes ahora de qué medicina te hablaba?

-Veo que eres un gran doctor, amigo García.

-En las aulas que yo he cursado, se aprende mucho y bien.

-Pues a fe que tampoco he tenido yo malos catedráticos.

-Lo sé, amigo Morales, lo sé, y te estimo en lo que vales.

-Y puedes contar conmigo a pies juntillos en todo y por todo.

-No lo ignoro ni lo olvido.

-Aquí tienen sus mercedes lo que han pedido -dijo la moza depositando sobre la sucia mesa dos vasos y una botella, cubierta de polvo.

-Así me agrada; esta señora viste el traje de ceremonias.

García quitó las telarañas que cubrían el tapón de la botella, y la destapó acto continuo.

-¡Ea! -añadió llenando los vasos- ¡a nuestra próspera fortuna!

-Así sea -respondió Morales.

Ambos camaradas apuraron de un solo trago el contenido de su respectivo vaso, saboreándolo con delicia.

-Cobra lo que se adeuda.

García puso un doblón en la sucia mano de la sirvienta.

-Al momento vuelvo.

-Camarada Morales, me parece que ya es hora de que salgamos a respirar el aire.

-Lo creo muy conveniente.

-Necesito refrescar mis ideas.

-Aquí está la vuelta.

-Eso para ti -dijo García dándole a la maritornes una pequeña moneda de plata.

-Dios se lo pague a su señoría.

García y Morales salieron de aquella zahúrda. En cuanto el aire acarició sus frentes, exclamó el primero aspirando con cierto placer el fresco ambiente:

-Convengamos en que allí dentro no se respira.

-O se respira mal, que es lo mismo.

-Conviene, pues, que demos un paseito; ¿qué te parece?

-Aceptado, si no es muy largo.

-¿Tienes qué hacer?

-Hombre, hay cierta dama que debe aguardarme con alguna impaciencia.

-¿Desde cuándo?

-Desde ayer a las nueve de la noche.

-¡Bah! -exclamó sonriendo García- no es mucho que digamos.

-Sí, algo más ha sido en otras ocasiones.

-Entonces, ya estará acostumbrada a esperar. ¿Conozco yo a esa señora?

-No lo creo.

-Tú has sido siempre hombre de buen gusto; no dudo, por lo tanto, que sea bella la dama de tus pensamientos.

-Regularcilla, nada más que regularcilla.

-¿Y se llama?

-Antonia la Buñolera.

-Tiene simpático título.

-La pobre se desvive por mis pedazos, y vivimos en la mejor armonía del mundo.

-Vamos, eres lo que se llama un hombre feliz.

-Sí; amén de algún disgustillo que de cuando en cuando oscurece el cielo de nuestra dicha.

-¿Cómo es eso?

-Mi señora la buñolera, es un tanto caprichosa.

-¡Ya!

-Le agrada que le digan chicoleos.

-Estoy.

-Con este motivo suele salir a menudo de su casa y tarda más de lo conveniente en regresar a ella; aparte de esto y de la mala lengua que tiene, puedo asegurarte que es un ángel de candor y de inocencia.

-Pues amigo Morales, te doy la más cordial enhorabuena y como quiera que noto estás algo impaciente por ir a rendir tus respetos a los pies de tu idolotrada buñolera y yo pienso alargar mi paseo, no quiero detenerme más.

-Yo voy muy a gusto en tu honrada compañía.

-¡Oh! no lo dudo.

-Por un buen amigo, por un caballero como tú, dejo yo a todas las buñoleras del mundo habidas y por haber.

-Gracias, gracias -dijo García cantoneándose y dándose cierto tono- ya sé yo que tú sabes apreciar a los hombres de mi estofa y mi talento.

-¡No faltaba más!

-Eso acredita tu ingenio y tu nobleza.

-Mujeres, los hombres como yo, las hallan a escoger.

-Es así.

-Pero no los amigos como tú.

-Gran verdad es esa; pero, en este momento, sin faltar a mi amistad, puedes ir a cumplir con tu bella Antonia.

-Siendo así, me alejo; caso de que me necesites...

-Sí, ya sé donde encontrarte.

-Pues adiós, tenme presente.

-Adiós; no te olvidaré.

Los dos camaradas, después de estrecharse las manos, se separaron tomando distintas direcciones.

-Es menester coordinar mi plan -pensaba García en tanto discurría por las calles sin dirección fija.- Yo he de dar con el quid de la cosa, he de coger los hilos de la trama que se teje; tengo ya algunos cabos y yo soy hombre que por el cabo saco el ovillo. ¡Vaya! ¿no le he de sacar? Y una vez alcanzado esto, el filón está ya en mi mano y me redondeo de una vez. Hora es ya de que me haga con una posición desahogada, y poco he de poder o he de salirme con la mía.

Así reflexionaba el buen García, en tanto que continuaba paseando por las distintas calles de la coronada villa; pero por más que torturaba su magín, no daba con una idea salvadora y esto le desesperaba. De repente lanzó un ahogado grito de alegría, se embozó rápidamente y apresuró el paso.

-He ahí mi hombre; sigámosle.

García, recatándose cuanto le era posible hacerlo, se puso en seguimiento de un individuo que le llevaba alguna delantera.

-¡Oh! Mi buen amigo don Tadeo, no os perderé de vista seguramente hasta saber a dónde os dirigís, yo os lo prometo.

Don Tadeo era en efecto la persona a quien García a prudente distancia seguía los pasos.

El vejete caminaba apresuradamente, y al parecer también pretendía ocultarse, a juzgar por el empeño que tenía en cubrir su rostro con el embozo de su parda capa, y las miradas recelosas que de cuando en cuando lanzaba a uno y otro lado de las calles por donde cruzaba.

Al fin se detuvo frente al portal de cierta casa de buena apariencia, y después de haberse cerciorado de que nadie le observaba, se decidió a entrar.

-¿Esas tenemos? ¿Visitáis a doña Catalina de Sandoval, señor don Tadeo? Ya veo claro. Esperaré a que salga el vejete, y a mi vez haré yo una visita a la hermosa viuda; mucho me engaño, o tengo ya el cabo de la madeja.

Capítulo C. Continuación del anterior

Poco rato tuvo que aguardar García.

Don Tadeo, tomando las mismas precauciones que había adoptado al entrar, salió de la casa de doña Catalina y se alejó rápidamente.

-Ya salió la raposa; ahora entrará el lebrel.

Sin encomendarse a Dios ni al diablo, entróse resueltamente en el portal de la casa.

Salióle al paso un criado y le dijo con tono bastante agrio:

-¡Eh, amigo! ¿A dónde se va?

-¿No lo veis? Arriba.

-¿Y cree su merced -dijo socarronamente el criado- que no hay más que subir?

-Creo que eso es lo más necesario para llegar arriba, a menos que tengáis vos la bondad, señor don nadie, de subirme en brazos.

El criado se amoscó al oír el título que García le aplicó, y con agrio tono le dijo:

-¡Ea, largo de aquí!

-¿Con quién cree que habla el muy bellaco?

-¿Será tal vez su señoría el señor duque del desaliño? -repuso el criado muy satisfecho de su sarcasmo.

-Soy quien soy, y si le siento encima la mano, puede que se convenza de mi nobleza el muy truhán, sin necesidad de exhibirle mi título nobiliario.

La mirada con que García acompañó sus últimas palabras infundió cierto temor al desatento criado, de modo que dulcificando un tanto la voz, repuso:

-Yo no puedo permitir la entrada de aquellos a quienes no conozco.

-Hablarais así desde un principio, señor mentecato; a las gentes de mi alcurnia no se les grita, ni mucho menos se les amenaza.

-Perdone su señoría, pero yo... -repuso el criado medio confuso indicando el traje de García.

-El hábito no hace al monje; ¿lo ignoráis?

-Eso es muy cierto.

-Tanto lo es, que a saber vos con quien habláis, no es fácil que permanecierais cubierto.

Instintivamente el criado se descubrió, y temeroso de haber dado un paso en vago, balbuceó:

-Perdóneme su excelencia si inadvertidamente me he interpuesto.

-Quedáis perdonado por esta vez.

García, sin dignarse decir una palabra más, subió la escalera que conducía a las habitaciones de doña Catalina.

El criado, cuando le vio desaparecer, murmuró por lo bajo:

-No me cabe duda de que es un noble caballero.

García por su parte, revestido de la mayor audacia, apenas llegó a un salón que servía de antecámara, avanzó hacia una doncella, que a la sazón pasaba por aquel sitio, y en voz alta le dijo:

-Anunciad a doña Catalina al noble caballero don Mariano López de García.

-¿Os espera la señora? -preguntó la doncella.

-Creo que eso no os importa a vos.

-Sin embargo...

-No hay sin embargo que valga.

-Pero, es que yo...

-Nada, nada; no tengo tiempo que perder; por lo tanto, me anunciáis o me marcho, y salga lo que salga.

-Esperad, pues -dijo la doncella a quien había impuesto la decisión de García.

-Aguardo.

La doncella penetró en el gabinete de doña Catalina.

-¿Qué ocurre?

-Señora, solicita entrar un caballero que dice llamarse don Mariano López de García.

-¡Oh! ¡no estoy ahora de humor para recibir a nadie! Que vuelva.

-Debo advertir a la señora, que el susodicho caballero, viendo que me negaba a pasar recado, se disponía a marcharse; pero advirtiéndome que luego resultaría lo que resultaría si llegaba a ausentarse.

-¿Cuál es su porte?

-No es seguramente el de un elegante.

-¡Es extraño!

-¿Quiere la señora que lo haga retirar?

-No; ha despertado mi curiosidad.

-Entonces...

-Que entre.

Retiróse la doncella, y a los pocos momentos apareció García.

-Se me ha dicho que teníais afán de verme.

-Así es la verdad.

-¿Qué solicitáis?

-Nada.

-Entonces...

-No vengo a solicitar.

-¿A qué venís, pues?

-A haceros un señalado favor -repuso audazmente García.

-¿A mí? -dijo con cierto desdén doña Catalina, mirando despreciativamente de arriba abajo a su interlocutor.

-A vos, señora; como lo habéis oído.

-¿De qué modo pensáis favorecerme?

-Hablándoos de cierta persona que os está engañando.

-¿Qué decís?

-La verdad.

-¿De quién se trata?

-De don Tadeo.

-¡Ah! -exclamó llena de sorpresa doña Catalina.

García comprendió que había hecho efecto, y como conociendo los amores de la viuda con don Luis, suponía que éste había sido preso por orden de ella y don Tadeo, su encargado de negocios en aquel asunto, continuó hablando con el mayor aplomo.

-Conozco cuánto se ha hecho en contra de don Luis y sus amigos.

-¿Luego don Tadeo?

-Don Tadeo hace un negocio.

-¿Qué objeto os ha movido a venir a revelarme su traición?

-Uno muy lógico.

-¿Cuál?

-El de agradaros.

-¿Agradarme?

-Sí.

-Explicaos con más claridad.

-Lo haré así porque mi norma es la franqueza; me he propuesto agradaros a fin de que utilicéis mis servicios, y esto porque sé que el que tiene la dicha de entrar a vuestro servicio, como sea leal, no tiene por qué quejarse. Que don Tadeo vende vuestros secretos no hay para qué probarlo desde el momento que veis lo bien informado que me hallo de todos ellos, y aun pudiera añadir que espera sacar buen provecho de los secretos que le confiáis revelándoselos a otra dama.

García sabía muy bien que no hay mujer que no tenga celos de otra, y como había oído cierto rumrum acerca de los amores que entre don Luis y doña Isabel de Zúñiga suponía el vulgo, creyó de muy buen efecto la suposición que acababa de hacer.

El lector juzgará de si acertó o no en su suposición.

-¡Ah! tal vez la condesa...

-Eso es, la señora doña Isabel de Zúñiga.

Doña Catalina se puso pálida, y a los ojos de García no escapó el mal efecto que había causado a la hermosa viuda el nombre de la condesa.

-Don Tadeo se expone mucho; no se juega conmigo con facilidad.

-Don Tadeo es un ente vulgar, es un avaro insaciable, y sólo anhela acumular oro.

-Yo sé pagar; pero también sé vengarme.

En los ojos de doña Catalina brilló un relámpago de ira.

-Y es muy justo.

-¿Con que vos sabéis que don Luis se halla?...

-En el castillo de Villaviciosa -dijo García.

-Así es en efecto.

-Puedo afirmaros, señora, que estoy bien informado de todo.

-Está bien. ¿Decís que deseáis servirme?

-Con alma y vida.

-Pensadlo bien antes.

-El paso que acabo de dar prueba que estoy bien decidida.

-Siendo así, os tomo desde luego a mi servicio.

-No tendréis por qué quejaros de ello.

-Ni vos de mi generosidad.

-Mandadme.

-Lo primero, por ahora, es que tratéis de averiguar lo que fragua don Tadeo, qué plan es el suyo, en fin, todo lo que pueda convenirme.

-Descuidad.

-Debo advertiros que me convencen las pruebas, no las palabras.

-Por mi parte estoy dispuesto a probar todo lo que os diga en lo sucesivo.

-Tomad por de pronto por las noticias que hoy me habéis proporcionado.

Doña Catalina entregó un bolsillo a García.

-Acepto, señora, este don porque me hallo en situación algo lastimosa.

-En adelante, si me servís bien, os será dado vivir con algún desahogo.

García se despidió de doña Catalina, bajó la escalera con aire triunfal, miró con insolencia al criado que al entrar le cerró el paso, y salió a la calle radiante de alegría.

-Lo dicho, dicho; de esta vez me redondeo. ¡Pobre don Tadeo! me inspira lástima.

Capítulo CI. García se pone a husmear

Nuestro héroe estaba de suerte.

Todo le salía a pedir de boca.

De doña Catalina había conseguido mucho más de lo que ambicionaba su deseo, y eso que ambicionaba mucho.

Ahora le faltaba, para obrar con toda seguridad, que las majas le facilitaran algunos antecedentes que necesitaba. No desesperaba de conseguirlos a fuerza de habilidad.

Ignorante de lo que a aquellas había sucedido, se dirigió a casa de Paca con el corazón henchido de esperanzas.

Pocos instantes tardó en trasladarse al domicilio de aquella.

Al subir la escalera, procuró dar a su semblante y apostura todas las trazas de un hombre de bien.

-¡Ave María! -dijo al llegar a la puerta de la habitación que estaba entornada.

-¡Sin pecado concebida! -contestó desde dentro una voz joven y femenina.

-Adelante quien sea -repuso la misma voz.

García entró en el cuarto.

Una joven de unos veinticinco años, limpia como un pájaro, de rostro alegre y sonrosado que indicaba una conciencia tranquila, vistiendo el airoso traje de maja, se adelantó a recibirle.

-¿En qué hay que servir a su mercé? -preguntó la joven.

-Ucé perdone -dijo el bandido- me parece que me he equivocado.

-¿Buscaría su mercé acaso a una joven que se llama Paca?

-Ciertamente.

-Esta es su casa.

-¿Y no podría verla?

-No por cierto, no está.

Aquella respuesta desconcertó a García. Acordóse de que la maja tenía madre.

-¿Y a su madre? -preguntó.

-Su madre está gravemente enferma. Con todo, si usarcé gusta esperar un momento, le preguntaré si puede recibirle. ¿Cuál es la gracia de usarcé?

-No me conoce. Venía a hablar a la hija de un asunto del mayor interés para ella en que, por casualidad, he tenido que terciar y del cual debo enterarle, pero supuesto que la hija no está en casa, no me parece inoportuno hablar a la madre si está en disposición para oírme.

-Lo veré. Sírvase su mercé tomar asiento: vuelvo en seguida.

García quedó solo.

No dejó de extrañarle que teniendo a su madre enferma de cuidado, Paca no estuviera en casa; pero atribuyó su ausencia a que la joven sin duda estaba haciendo averiguaciones para saber el paradero de don Luis.

La simpática desconocida no se hizo esperar.

-Puede usarcé pasar -dijo desde la puerta.

García entró en el cuarto de la enferma.

La modesta habitación, sumamente aseada, estaba tibiamente alumbrada por una débil claridad.

La pobre anciana yacía en el lecho en una completa inmovilidad.

Estaba completamente atrofiada. Al notar la desaparición de su hija, a su vuelta del pueblo, recayó gravemente en la terrible enfermedad que padecía.

Su calentura le dejaba algunos intervalos de lucidez, y afortunadamente para García, estaba en aquel momento en uno de aquellos intervalos.

Tenía una confusa idea de que en su casa pasaba algo de extraordinario; pero ignoraba completamente los detalles de la desaparición de su hija.

Algunos caritativos vecinos que se apercibieron de su estado, se apresuraron a prodigar a la pobre anciana sus cuidados.

La bondadosa joven que ahora la acompañaba, era una de tantas vecinas. Llamábase Clara y era gran amiga de Paca, por lo que se tomó más interés que los demás en asistir a la enferma.

Como hemos dicho, en el momento de entrar García en el cuarto, encontrábase la anciana en la libre posesión de sus facultades intelectuales.

Clara se apresuró a presentar al desconocido.

-Este caballero -dijo- quisiera hablar con su merced de un asunto interesante.

-No tengo el gusto de conoceros -dijo con débil voz la enferma después de fijarse en él un momento.

-Vengo de parte de un caballero que usarcé debe conocer muy bien. Un tal don Tadeo... -se apresuró a decir García con gran aplomo.

Al oír aquel nombre, la anciana se estremeció.

Clara se sobresaltó. Pasando al lado de García, le dijo en voz baja:

-Por caridad suplico a usarcé se vaya con cuidado. Paca hace algunos días que falta de casa, y se marchó con ese señor que usarcé acaba de nombrar. La anciana no lo sabe.

García quedó estático.

¿Luego la maja también había sido secuestrada?

Aquella noticia hizo salir al bandido de sus casillas.

Lo más raro era que, al parecer, se había marchado voluntariamente... ¡Y con don Tadeo!

Esta última circunstancia acabó de sumir a García en un mar de confusiones.

Trató de inquirir de Clara cuantos detalles supiera sobre el particular.

Todo inútil.

La joven no sabía más que lo que sabían los demás vecinos.

Paca se había marchado con aquel viejo, no se sabía dónde.

A las pocas horas, vino su madre: Clara entró en la habitación para enterarse del estado de su salud y se encontró a ésta, sola y sumida en el mayor desconsuelo.

La pobre anciana poca o ninguna luz podía dar sobre el particular. Una crisis que la sobrevino poco después de la aparición de Clara, había borrado de su memoria todo recuerdo.

En sus momentos de lucidez, repetía maquinalmente el nombre de Paca y el de don Tadeo.

Eso era todo lo que sabían.

García no se dio por vencido.

Necesitaba luz a todo trance y estaba dispuesto a hacerla, apurando todos los medios, hasta de la misma oscuridad, es decir, de lo que la anciana pudiese revelar.

A este fin no vaciló en interrogarla sin guardar ninguna consideración a su delicado estado.

-Decidme -dijo interpelando a la enferma.- ¿Hace mucho tiempo que conocéis a don Tadeo?

La anciana le miró fijamente, agitó los labios como si tratase de responder, pero no se percibieron las palabras.

El bandido soltó para su capote una cáfila de imprecaciones.

-¿Qué sabéis de Paca? -insistió levantando la voz.

-¡Paca! -murmuró con acento apenas perceptible la enferma, manifestándose en su rostro descolorido una viva emoción.

García concibió una momentánea esperanza.

Inútil también.

La anciana volvió a su inmovilidad.

-Decid lo que sepáis -gritó aún tenazmente García.

El mismo resultado.

El bandido estaba desesperado.

Iba ya a dirigir otra pregunta a la enferma, cuando Clara, temiendo por ésta, se interpuso y con un acento en que había algo de reconvención, le dijo:

-La enferma, según veo, no está para nada. Hice mal en hacer entrar a usarcé. Además, usarcé dijo que venía de parte de ese don Tadeo, y por las preguntas que he oído, se conoce que este recado no era más que un pretexto. Ruego a usarcé deje en paz a esta pobre anciana.

Tentado estuvo García de echarlo todo a rodar, pero un resto de prudencia le contuvo; era tan atinada la observación de la joven, que no tuvo mas remedio que ceder.

Así pues, murmuró algunas excusas y dejó aquella habitación confuso y corrido con lo que le pasaba.

Capítulo CII. Continuación del anterior

Otra amarga decepción acababa de sufrir García.

El estado de la madre de Paca lo imposibilitaba de averiguar nada por aquel lado; pero así y todo, sabía ya que la joven se había marchado con don Tadeo, y esto venía a confirmar sus sospechas respecto al viejo.

Para él ya no cabía la menor duda de que la desaparición de la maja, estaba íntimamente ligada con la prisión de don Luis y el secuestro en la venta de Vicente y Joselito.

Un suceso era complemento del otro; pero ¿cuál de cuál?

Más claro. ¿Se había verificado la prisión del joven, para que éste no impidiese el secuestro de la maja, o bien se había secuestrado a la maja para que ignorase la prisión de don Luis?

En todo caso, ¿a quién reportaban utilidad aquellos atentados?

¿A don Tadeo?

No era posible. En concepto de García, no era más que un instrumento.

Sí; mas ¿Instrumento de quién?

Si lo llegaba a averiguar, estaba seguro que habría encontrado un filón, que explotado fácilmente, le daría pingües resultados.

Y para averiguarlo, el mejor medio era ver si podía tener una entrevista con los secuestrados en la venta.

Resuelto a obtenerla a todo trance, pertrechó su bolsa, pues sabía que el oro es la mejor llave para abrir todas las puertas, y sobre todo las confiadas a la salvaguardia del tío Langosta, y tomó el camino de la venta.

Serían las once de la mañana del día siguiente al en que visitó a la madre de Paca, cuando García se presentó en casa del tío Langosta.

Estaba éste sentado en un poyo, próximo a la puerta tomando el sol, cuando vio de lejos al bandido.

Una sonrisa maliciosa resbaló por sus labios, y sus ojillos grises se animaron un momento. Pero aquello fue un relámpago.

Con la mayor naturalidad del mundo se levantó para recibirle, y abrazándole, exclamó:

-¡Hola, buen mozo! ¿Vienes a comer conmigo?

-Todo pudiera ser, tío Langosta. Pero antes quisiera hablaros de un negocio muy serio, en sitio donde nadie nos pudiera oír.

Al oír el viejo la palabra negocio, sus facciones se animaron.

Olió dinero, y para él no había perfume más exquisito.

-Ven conmigo -contestó.

Y entraron ambos en la venta.

-¡Mosquito! -gritó el ventero.

-¿Qué manda su mercé? -respondió la voz indefinible del muchacho desde la cocina.

-Ten cuidado de la puerta, que tengo qué hacer -le encargó el viejo.

Y dirigiéndose a su compañero, dijo señalando la escalera:

-Sube.

García no se hizo de rogar.

Subieron al único piso alto de la casa.

La escalera terminaba en un corredor a donde se abrían varias puertas.

El ventero sacó del bolsillo una llave; la del último cuarto de la izquierda.

Era un cuartito algo menos suelo que lo que hasta ahora hemos visto de aquella casa.

El tío Langosta le llamaba el cuarto de las confidencias, porque en él recibía a los amigos que iban a comunicarle algún asunto grave.

Entró García: el ventero desde la puerta le preguntó:

-¿Has tomado las once?

-No; y no vendrá mal alguna cosa. Unos torrados y una copa de aguardiente.

-Espérame un momento.

Y con una ligereza impropia de sus años, bajó y volvió a subir en un momento trayendo lo pedido.

Entrambos se sentaron, cogieron un puñado de torrados y royéndolos empezaron su diálogo.

García abordó la cuestión de frente.

-Tío Langosta -dijo sonriendo con benevolencia, -voacé es muy cuco. Anteanoche jugó conmigo como se juega con un niño, pero no le guardo rencor por eso. Me estuvo bien el chasco, por tonto.

EL rostro del tío Langosta rebosó de cándida inocencia.

-No sé de qué hablas -exclamó.

-Dejemos eso a un lado y vamos a lo que ahora interesa, -continuó García.- Aquí, en esta casa, sé yo que hay dos hombres encerrados...

Un enérgico ademán cortó la palabra al ventero que iba a interrumpir.

-Es inútil que voacé lo niegue. Lo sé de buena tinta. Me consta. No se trata de libertarlos ni mucho menos. Se trata de tener con ellos una entrevista. De esta entrevista nadie tendrá conocimiento más que nosotros. Aseguro que no hay peligro de ningún género, y en cambio deseo saber cuánto vale este servicio.

Y al decir estas palabras sacó una enorme bolsa de seda, por entre cuyas mallas se reflejaba un color amarillento que alegró el alma del ventero.

Después de reflexionar un momento rascándose la cabeza, contestó:

-¡Muchacho! ¿sabes lo que me pides?

-Un favor que no cuesta nada y que estoy dispuesto a pagar y a agradecer.

-¿Estás seguro de que no costará nada?

-Os respondo de ello.

-¿Y del secreto?

-Soy yo el principal interesado en que no se sepa.

-¿Palabra de amigo?

-Y de compañero leal.

-Pues ya que te empeñas...

-¿Qué?

-Que no habrá más remedio que servirte. Tienes un modo de pedir las cosas que es preciso tener el corazón de piedra para negarlas.

E involuntariamente tendió la mano.

García puso en ella cuatro onzas.

El ventero las hizo desaparecer instantáneamente en el bolsillo de su chupa, y levantándose de su asiento murmuró:

-Pues cuando tú estás tan espléndido es porque debe ser cosa gorda.

-¡Quién sabe! -respondió García.

-Espera un poco, que explore el campo -dijo el viejo marchándose.

Bajó rápidamente, llamó a Mosquito, habló con él en voz baja y volvió a subir donde le esperaba García.

-Baja -le dijo.

Aquél no esperó más. Entraron en la sala donde dos noches antes habían estado cenando.

El viejo se dirigió al armario. Abrió una de sus hojas e introdujo el brazo.

Sin hacer el menor ruido, el armario se corrió automáticamente hacia la derecha, dejando descubierto en la pared el marco de una puerta.

Después metió la mano en el bolsillo y sacó una llavecita y un silbato. Dio este a García y abrió la puerta, diciéndole:

-Entra y cuando quieras que te abra, toca ese pito.

El bandido entró sin vacilar.

Encontróse en un pequeño corredor débilmente alumbrado por una pequeña claraboya.

Tuvo que detenerse un momento para acostumbrar sus ojos a la oscuridad que allí dominaba.

Al extremo del pasillo había seis escalones, delante de los cuales se veía una puerta cerrada.

García avanzó resueltamente, y notando en la puerta una especie de pomo de picaporte, lo empuñó y abrió.

Apenas entró, la puerta sola, obedeciendo a un contrapeso colocado en la parte exterior, se volvió a cerrar de golpe.

Entonces notó el bandido con espanto que aquella puerta no se podía abrir por la parte de dentro, a causa de estar cubierto exprofeso el pasador.

La habitación donde se halló no tenía nada de terrorífica.

Era un aposento cuadrado, claro y limpio. Recibía luz y ventilación, como el pasillo, por una claraboya practicada en el techo, pero tan alta que era un disparate el pensar en alcanzarla.

Dos cómodas camas, una mesa donde aún se veían algunos platos con restos de un buen almuerzo, cuatro sillas con asiento de enea y una gruesa estera que cubría el pavimento, componían el ajuar de aquel encierro.

Al entrar el bandido, Vicente estaba leyendo sentado a la mesa. Olvidábamos decir que también había algunos libros y recado de escribir.

Joselito, tendido en una cama, fumaba con indolencia un cigarro.

Ambos se levantaron extrañando la visita.

-Señores, muy buenos días -dijo García saludando cortésmente.

Los presos le reconocieron y concibieron una esperanza.

Por fin vemos a alguien -exclamó Vicente.

-¿Nos dan suelta ya? -preguntó Joselito.

-Todo pudiera ser -dijo el bandido- pero aún hay que tener paciencia.

-¡Pues qué! ¿Se han convencido ya de nuestra inocencia? -preguntó el pintor.

-¡Vuestra inocencia!... -dijo García con sorpresa.

-¿Ya sabrán que nosotros no conspiramos? -interrumpió el torero.

-Señores, poco a poco -exclamó el bandido.- ¿Saben sus mercedes dónde están y por qué están encerrados?

-Estamos... -balbuceó Vicente- si no me engaño en una cárcel, porque se nos cree conspiradores. ¿No fue usarced mismo el que nos prendió?

-Pues están en un gran error.

-¿No lo dije? -exclamó Joselito.- Pues si estuviéramos presos por conspiradores, ni estaríamos juntos, ni hubieran dejado libre a don Tadeo.

-No hay tal cosa -continuó García.- Están aquí presos porque tienen algún enemigo muy poderoso a quien sin duda estorban.

Los dos presos se miraron en silencio, pensando que todo podía ser.

-¿No recuerdan usarcedes quién pueda tener interés en tenerlos aquí encerrados?

Ninguno contestó.

-¡Y don Tadeo! -continuó.- ¿Saben usarcedes quién es ese hombre? Pues es, ni más ni menos, quien les ha hecho encerrar.

Los presos permanecieron silenciosos y reflexivos. Al fin, Vicente preguntó:

-¿Quién sois en realidad? ¿Cómo sabéis todo eso?

-Poco importa mi nombre con tal de que me justifiquen los hechos. Soy un hombre -dijo bajando la voz- que os puede devolver la libertad. Lo sé todo, porque forzosamente he tenido que mediar en vuestra prisión.

El preso anhela, ante todo, verse libre; así es que cuando ve una probabilidad de conseguirlo, todo lo demás lo olvida, todo es secundario. Así les sucedió a los dos jóvenes: aquel hombre podía librarlos, ya no les importó quién era.

Le ofrecieron cuanto quiso con tal de verse libres.

Pero aquello no era tan fácil. Por otro lado García no se contentaba con promesas, así es que pidió antecedentes.

Incidentalmente se habló de las majas, y García les enteró del secuestro.

Al saber aquella noticia, Vicente exclamó:

-Ya sé por qué estamos aquí: estorbábamos al marqués Adelfi y a sus compañeros.

García lo comprendió todo.

Lo vio claro como la luz del día.

Don Tadeo era instrumento del marqués.

Después prometió hacer cuanto estuviera en su mano para facilitar la evasión de los presos, asegurándoles que antes de veinticuatro horas estarían en libertad.

Despidióse de ellos entre promesas y protestas, recomendándoles la prudencia y el disimulo con su carcelero, y sacando el silbato, le tocó.

El tío Langosta no se hizo esperar.

Despidióse de él dándole las gracias por el favor, y tomó, la carretera de Madrid.

Al salir de la venta no se cuidó de si alguien le espiaba. Tan gozoso iba.

Pero apenas había andado cincuenta pasos, un hombre que estaba oculto tras de un cercado, le vio pasar, y murmuró por lo bajo:

-El tío Langosta ha hecho bien en avisarme. Ese tunante me quiere jugar alguna mala pasada. Le habremos de escarmentar.

Y entró en la venta.

Capítulo CIII. En donde García continúa haciendo de las suyas

A toda prisa tomó García el camino de Madrid.

No bien llegó a la coronada villa, se encaminó hacia la casa del marqués Adelfi.

-¿Está en casa el señor marqués? -preguntó al primer criado con quien tropezó.

-Está -contestó lacónicamente el aludido.

-Pues hacedme la merced de anunciarme.

-No es fácil que os reciba.

-Decidle que desea hablarle una persona enviada por don Tadeo.

-¡Ah! en ese caso...

-Decídselo así.

El criado, que conocía muy bien al vejete que nombró García, se apresuró a pasar recado: no tardó mucho en volver a donde aguardaba el demandante y le dijo:

-Seguidme.

García siguió al doméstico, y éste le guió hasta la puerta del aposento del marqués.

-Aquí es; entrad.

-Corriente -repuso García, y sin detenerse abrió la puerta y se coló de rondón.

El marqués le miró de pies a cabeza, y le preguntó:

-¿A qué os manda don Tadeo?

-Es el caso -respondió audazmente García- que no me manda aquí el tal sujeto.

-¿Es decir que os habéis valido de un engaño para llegar hasta mi presencia?

-Exactamente.

-Me gusta el descaro -repuso el marqués con visible enojo.

-Creo que el señor marqués hace mal en enojarse.

-Yo hago lo que me acomoda, señor mío.

-Estáis en vuestro derecho.

-Y también lo estaré llamando a mis criados y ordenándoles que os pongan en la calle inmediatamente.

-El señor marqués puede hacer lo que guste, y aun sin llamar a sus criados yo estoy dispuesto a marcharme, pero luego quizá le pese el no haberme querido oír.

-Tengo el tiempo tasado; os oiré otro día, buen hombre.

-Bien pueden esperar las majas -replicó García insolentemente.

-¿Qué decís? -exclamó atónito el marqués.

-Digo que os conviene escucharme, porque vengo a advertiros de un grave peligro; pero puesto que el señor marqués tiene que hacer, con irme por donde he venido estoy del otro lado.

García hizo un movimiento como para retirarse.

-Deteneos.

-Me detengo -contestó García flemáticamente.

-¿Qué peligro es ese de que habéis hablado?

-Ante todo, permítame el señor marqués que tome asiento, estoy molido.

-Está bien; sentaos.

-¡Aja, ja! ¡esto es otra cosa! -dijo sentándose el perillán.

-Sepamos lo que hay.

-Lo primero que debo advertiros es que don Tadeo os ha vendido.

-¡Cómo!

-El cómo no lo sé; pero sé que os vende.

-¿Podéis probarme lo que decís?

-Muy fácilmente.

-Allá va -pensó García.- Veamos si doy en el blanco.

-Hablad, pues.

-Las majas están en vuestro poder, y eso se sabe por don Tadeo.

-¡Oh! yo le juro... -murmuró trémulo de ira el marqués.

-Acerté y di el golpe -díjose entre sí García, y repuso en voz alta: -Don Tadeo es un vejete taimado, capaz como Judas, de vender aunque sea a su padre por dinero; pero es más astuto que el mal apóstol, y saca más provecho de sus ventas del que sacó aquel con la de su maestro y señor.

-Pues yo soy hombre que ni olvida ni perdona.

-Así debe ser todo el mundo.

-¿Podéis indicarme el peligro que corro?

-No hay inconveniente; a eso he venido. Los novios de las majas saben el favor que tratáis de dispensarles, y han jurado vengarse.

-Están imposibilitados de hacerlo.

-Pueden no estarlo dentro de poco.

-Eso no es fácil.

-Vaya, y tanto como lo es; puedo aseguraros que está en mi mano que recobren la libertad.

-Tanto podéis? -dijo el marqués sarcásticamente.

-Yo no; pero alguna otra persona, sí.

-No lo dudo.

-Ahora bien; yo puedo ser de gran utilidad al señor marqués.

-¿En qué sentido?

-Sirviéndole, y evitando que esos jóvenes, hoy encarcelados, puedan ejecutar su anhelada venganza.

-¿De qué modo? ¿Acaso oponiendo algún obstáculo a su libertad?

-¿Qué se lograría con eso? ¿Retardar unos días más o menos el golpe?

-Eso mismo iba a objetaros.

-Ya habéis visto que yo me he adelantado a contestaros.

-¿Qué haríais, pues, para librarme del peligro? -preguntó con cierto afán el marqués.

-Soy hombre de trazas imaginarias, y además lo mismo sirvo para un barrido que para un fregado.

-Creo entenderos.

-En habiendo barro a mano, quiero decir oro, nada hay dificil para mí.

-¿Es decir que si se os pagara bien?...

-Si se me pagara bien, podría suceder que esos mancebos lo pasaran mal.

-¿Es decir que me libraríais de ellos?

-Indudablemente.

-¿Quién me responde de vos?

-Seguramente no será ningún alcalde de casa y corte; de modo que si el señor marqués no tiene en mí bastante confianza es inútil que hablemos.

-Pues que ¿no hay más que fiar así en el primer desconocido?

-Pero yo soy un desconocido que conozco muchos asuntos reservados del señor marqués, y de ello le he dado no hace mucho una prueba.

-Convengo en ello, pero eso no basta.

-¿Qué beneficio pudiera resultarme de engañaros, privándome de que en adelante os sirvierais de mí? ¿Creéis que un buen parroquiano es cosa de despreciar en los tiempos que alcanzamos?

-Todo eso es verdad, pero ¿por qué os habéis inclinado a mi favor en lugar de ayudar a mis enemigos?

-La cosa salta a la vista.

-Pues la mía no alcanza a verla.

-La libertad de esos jóvenes no depende de mí; saben respecto a vos y por conducto de don Tadeo cuanto yo les pudiera decir, de manera que nada tendrían que agradecerme ni que pagarme.

-Eso es mucha verdad.

-Además, que sirviéndoos fielmente en esta ocasión, no es fácil que me echéis en olvido y es probable que estéis siempre pronto a hacer algo por mí.

-Veo -dijo el marqués apeando el tratamiento que daba a García- que eres un bribón muy juicioso, y me convienes.

-Sin modestia puedo afirmar al señor marqués que hace una magnífica adquisición.

-Desde ahora quedas a mi servicio.

-Convenido.

-¿Cómo te llamas?

-García, señor marqués.

-Pues bien, García, a contar desde hoy tú has de ser el depositario de mis secretos.

-Convenido.

-Lo primero que te encargo es que vigiles al tal Tadeo.

-No hay cuidado.

-Y respecto a esos tres galanes...

-No han de estorbar al señor marqués; lo juro.

-Hay que andar listo.

-Eso queda a mi cargo.

-¿Parece que no debes estar muy sobrado de dinero?

-Muy falto de él, sí que lo estoy.

-Toma, por ahora.

El marqués puso en las manos de García un puñado de monedas de oro.

-Para empezar ya hay bastante, pero debo advertir al señor marqués que el viaje que hay que hacer emprender a los tres susodichos amantes, ha de ser algo largo, y por lo tanto muy costoso.

-Nada te hará falta.

-En ese caso todo irá bien, señor marqués.

-Confío en tu promesa.

-Podéis confiar.

-Adiós, pues, y hasta mañana.

-Hasta mañana.

García se dispuso a salir; el marqués hizo un ademán, y le detuvo.

-Espera.

-¿Tenéis algo que mandarme?

-Sí.

-Decid.

-Don Tadeo me ha hecho traición.

-Así es la verdad.

-Creo haberte dicho que ni olvido ni perdono.

-No lo he olvidado.

-Te recomiendo a don Tadeo.

-No olvidaré el encargo.

-Nada más por ahora.

García se inclinó y dejó solo al marqués.

-El conde de Lazán, doña Catalina de Sandoval, el marqués Adelfi... tres minas cuyo filón promete ser abundante y que yo explotaré a mi sabor. Aún me parece divisar en lontananza algún negozuelo más; las cosas se complican y cada nuevo personaje que descubro en estos enredos es un tesoro más que ha de venir a aumentar el mío. Conviene no perder tiempo; decididamente debo procurarme una nueva entrevista con don Vicente y con Joselito; el tío Langosta es ambicioso, y untándole la mano me dejará penetrar en el encierro; después armados ellos dos con las armas que yo les proporcione, impondremos silencio al ventero y nos salimos muy tranquilos por la puerta; lo que venga después, el diablo sólo es capaz de saberlo ahora. ¡Ea! manos a la obra, vamos a procurarnos las armas que necesito, y al avío.

Este razonamiento iba haciéndose el desalmado García desde que salió de la casa del marqués y en tanto que se dirigía a la suya; pero una vez hubo formulado su plan, varió de dirección. Sin duda no tendría en su casa las armas que necesitaba o no querría dar a sospechar nada de lo que intentaba a la gitana que con él vivía.

Capítulo CIV. De cómo tal va por lana que vuelve trasquilado

-¿Quién va?

-Abre, Langosta.

-Allá voy -contestó la avinada voz del ventero.

Después de un breve rato de espera, exclamó García con destemplado tono:

-Si no quieres abrir a un amigo, dilo y me iré.

-No seas tan súpito, gachó -dijo abriendo el portillo el tío Langosta.

-¡A Dios gracias! -repuso penetrando en la venta García.

-¡Quién demonio había de creer que vendrías por aquí a estas horas!

-Tenía precisión de hablarte, y a eso he venido.

-¡Ea! pus garla cuanto quieras, hijo mío.

-Cierra el portillo y escúchame.

-Cierro y escucho.

-Me parece que no vendría mal refrescarme un poco las fauces.

-Eso nunca viene mal.

-Pues saca una botella de Arganda, que es mi vino favorito, y la apuraremos entre los dos en amor y compaña.

-Hombre, me gusta que vengas a vesitarme, porque echamos un buen trago entre palabra y palabra, y aluego lo pagas bien.

-Pues hazme la razón, amigo -dijo García llenando los dos vasos que Langosta había traído junto con el Arganda.

-A tu salud -gruñó el tío Langosta.

-A la tuya -contestó García.

Ambos chocaron su vaso respectivo, y apuraron su contenido sin respirar.

-Moro y muy moro -dijo García chocando el paladar con su lengua.

-No bautizo yo el aloque que vendo a los amigos; ya sabes que tengo concencia estrecha. Y aunque soy probe , no me gusta quitar nada a naide.

-Ya sé que eres honrado.

-Lo tengo a gala; yo hago algún favor por los amigos; pero no me meto en cosas feas; ¿estamos?

-Y haces muy bien.

-Con que, vamos a ver, sin trampantojos, ¿qué es lo que quieres icirme?

-No se trata de nada que pueda perjudicarte en lo más mínimo, y para que te convenzas, no sólo te diré el favor que de ti necesito, sino que quiero confiarte hasta el por qué de la cosa.

-Así me gusta; que seas franco.

-Se trata que me dejes hablar un momento por segunda vez con los dos hombres que aquí tienes encerrados.

-Eso es mu grave -repuso el tío Langosta rascándose socarronamente una oreja.

-¿Qué perjuicio te puede resultar de eso? Ninguno.

-Nenguno, nenguno; eso pronto se ice .

-Y es la verdad; perjuicio a ti ninguno, y sólo ganancia para tu bolsillo.

-¿Qué demonio de jaleo traes entre manos?

-Eso es lo que voy a decirte, probándote en ello toda la confianza que me inspiras.

-Charla, pues.

-Me conviene saber el paradero de cierta gitana.

-¿De una gitana?

-Sí; esa mujer posee el secreto de un asunto muy interesante para cierto conde; uno de esos hombres, tengo la seguridad de que si quiere puede indicarme el lugar donde se halla. El caballero por cuenta de quien trabajo, me ha ofrecido una buena recompensa el día que logre presentarle a la gitana en cuestión, y ya ves tú que no es cosa de desperdiciar una ganga tal en los tiempos que alcanzamos, tanto más, cuanto que este asunto no es de los comprometidos.

-Eso es verdad; pero ¿de qué medios piensas valerte para hacer cantar a los dos pájaros que están enjaulados?

-¡Toma! diciéndoles la verdad, y además ofreciéndoles que procuraré que se les ponga cuanto antes en libertad; prometer no es cumplir.

-Ya; pero, ¿y si te engañan dándote señas falsas?

-Lo tengo todo previsto.

-¿Y cómo?

-Les digo que hasta averiguar si me han engañado o no, me abstendré de dar ningún paso en favor de ellos.

-Vamos, veo que eres hombre que lo entiende.

-No soy muy tonto.

-¿Y cuánto voy ganando?

-Ahora la mitad de mi caudal; mira.

-García enseñó dos onzas.

-Una jara por barba.

-No tengo más ni aquí, ni en casa.

-No estás mu rico, que digamos.

-Ya ves si me hace falta realizar ese negocio.

-Ya lo veo: y si lo realizas ¿qué hay para mí?

-La cuarta parte de lo que me den.

-¿Quién me asegura que no me engañarás?

-Así me ahorquen si no te cumplo ese juramento; es la única garantía que puedo darte.

-Para que veas que soy un cabayero, doy fe a tu promesa; vengo la jara.

-Ahí la tienes.

-Pero sólo media hora te premito que hables con los presos.

-Tengo suficiente.

-Pues entonces, entendíos.

-No hay más que hablar.

-Toma el silbato.

-Es verdad, ya no me acordaba -dijo García tomándolo.

El tío Langosta tomó el candil y echó a andar; García le siguió.

Llegaron a la habitación del armario; Langosta oprimió el resorte, que ya conocen nuestros lectores, y García, conocedor ya del terreno que pisaba, salió por la puerta tan pronto como la abrió el ventero.

-Adiós y buena suerte.

-No te hagas esperar en cuanto oigas el sonido del silbato.

-No hay cudiao.

Langosta se sonrió malignamente, cerró la puerta, oprimió por segunda vez el resorte del armario y éste quedó colocado en su primitivo lugar. Terminada esta operación, el ventero se dirigió precipitadamente a los aposentos del piso superior.

García llegó a la sala donde estaban los presos.

-¡Ah! ¿vos aquí?

-En persona; vamos, veo que el tío Langosta es pródigo.

-¿Por qué lo decís? -preguntó Vicente.

-Por ese candil que os presta su luz.

-Y gracias -replicó Joselito.

-¿Qué tenemos de novedades? ¿Cuándo podremos salir de aquí?

-Don Vicente, eso dependerá de lo que ahora hablemos.

-Pues hablad -repuso Joselito.

-Hay que tener en cuenta, señores, que yo me expongo mucho.

-Se os recompensará generosamente -se apresuró a decir Vicente.

-¿No se me podría indicar la recompensa?

-Contad con que no será escasa; os empeño mi palabra y esta es sagrada.

-Así lo creo, don Vicente, y sobre el particular nada tengo que añadir; fáltame ahora decir que una vez fuera de aquí se me ha de dar palabra de que os ocultaréis en el sitio que elijáis, por lo menos durante veinte y cuatro horas, tiempo preciso para que yo arregle ciertas cosas que impidan a la gente que os tiene presos el que hagan una de las suyas.

-Hombre, ¿será cosa de que tengamos que vivir a la sombra mucho tiempo?

-Señor Joselito, cuando las cosas convienen, se hacen.

-Contad con nuestra palabra.

-En ese caso, don Vicente, quedan zanjadas las cláusulas del contrato.

-¿Y cuándo calculáis que podremos salir de aquí? -preguntó con afán Vicente.

-Hoy mismo.

-¡Hoy! -exclamaron a la vez don Vicente y Joselito.

-Esta misma noche y dentro de pocos minutos.

-Y ¿por qué medios? observó Vicente.

-Atended: he aquí tres puñales.

García sacó las tres armas.

-Y ¿qué hay que hacer? -preguntó Joselito.

-Poca cosa; toco este silbato, acude el tío Langosta, abre esa puerta, me abalanzo a él puñal en mano, vosotros le amenazáis con el vuestro, el viejo se acoquina y negocio listo.

-Nada de sangre.

-No hay cuidado, don Vicente, no habrá necesidad de tanto. ¿Qué opináis del medio que os propongo?

-Me parece bien -dijo Joselito.

-Es sencillísimo -agregó García.

-En efecto. ¿El ventero está solo? -preguntó Vicente.

-Tal creo, pero aunque halláramos a nuestro paso un par de hombres más, tenemos armas y valor.

-Decís bien.

-Pues ¡ea! las cosas cuanto antes.

García aplicó el silbato a sus labios, y lanzó un prolongado silbido.

-Ahora coloquémonos junto a la puerta.

García se colocó en medio de Joselito y Vicente, y un poco más cerca de la puerta que sus dos compañeros.

Poco tuvieron que esperar.

Abrióse por fin la puerta, y apareció el tío Langosta en su umbral.

García, rápido como el pensamiento, se abalanzó sobre el ventero, lo sujetó, y poniéndole la punta del puñal en el pecho, le dijo:

-Guía y calla.

-Me gusta el modo que tienes de recibir a los amigos.

-Adelante -repuso García dando un empellón a Langosta.

Al llegar a la puerta que cubría ordinariamente el armario, dijo García:

-Por esta vez hemos ganado la batalla.

Y se dispuso a franquear el paso; pero el pisar el marco de la puerta, se encontró frente a frente de cuatro mozos que lo encaraban las enormes bocas de sus trabucos.

-Atrás -dijo una ronca voz.

García palideció horriblemente, y dio un paso atrás sin soltar al ventero.

Vicente y Joselito, aunque eran valientes, comprendieron, que era inútil la resistencia, y retrocedieron también.

-Suelta a ese hombre -dijo la misma voz que antes había hablado.

García vaciló en obedecer.

-Si no le sueltas inmediatamente, te abraso el alma.

García soltó entonces al tío Langosta que se apresuró a unirse con sus salvadores, y al verse junto a ellos, dijo socarronamente:

-Amigo García, has perdido la jugada.

-¡Ea! Haceos atrás.

Los mozos, apuntando siempre a García y a sus dos compañeros, penetraron en el pasillo y fueron avanzando por él hasta que llegaron a la puerta de la habitación que hasta entonces había servido de cárcel a Vicente y a Joselito.

-Soltad esos puñales.

Los presos dejaron caer las armas.

-Está bien; ahora entrad ahí.

-Siempre habéis salido ganando, porque ahora en vez de dos, sois tres los enjaulados.

García, Vicente y Joselito penetraron en la habitación, y así que lo hubieron efectuado, la puerta se cerró, no sin que antes el tío Langosta dijese en son de chunga:

-Descansa a gusto, pichón.

Capítulo CV. En el cual se refiere lo que les había acontecido a las majas

No es para descrito el efecto que produjo en las majas la aparición del marqués y sus compañeros.

Sobre todo en Paca.

La pobre joven no podía olvidar a su madre, de quien hacía cuatro días no tenía ninguna noticia, y por cuyo estado de salud temblaba.

Al ver a sus compañeras, no se creyó tan desgraciada.

Comprendió cuál era el objeto que sus infames perseguidores se proponían, y resolvió afirmarse en su resolución de no ceder a sus sugestiones aunque le costase la vida.

Concha y Lola no pudieron contener una exclamación de alegría al ver a su amiga.

Sin acordarse para nada de que estaban en presencia de sus perseguidores, arrojáronse en brazos unas de otras, confundiéndose sus lágrimas y sus lamentos.

Era un cuadro conmovedor el que presentaban aquellas tres hermosas mujeres, a quienes su belleza hacía igualmente desgraciadas.

El marqués Adelfi, gran admirador de la belleza en todas sus formas, no dejó de fijarse en aquel grupo, y con un cinismo irritante, exclamó:

-En verdad que si nuestras hermosas ingratas se pudieran contemplar en este momento, comprenderían que no hay hombre que resista a tantos encantos y justificarían nuestra conducta.

El barón y el caballero asintieron con una sonrisa a aquellas palabras.

Paca las oyó, y dirigiendo al marqués una mirada en la que se pintaba el más soberano desdén, se limitó a contestar:

-¡Maldita la hermosura que puede llamar la atención a hombres como vos!

El marqués se mordió los labios de coraje, y dirigiéndose a sus compañeros, les dijo:

-Pero, señores, ¿hemos venido aquí para enternecernos? ¿Están aquí estas mujeres tan sólo para llenarnos los oídos con sus jeremiadas?

-No por cierto -se apresuró a contestar el barón.- Otro objeto muy distinto nos ha reunido; y no sé qué hacemos, que no procuramos convencer a estas jóvenes para que sean razonables.

-Pues manos a la obra -añadió el caballero.

-Me parece, Paca -dijo el marqués dirigiéndose a ésta- que te irás convenciendo de que la resistencia es inútil. Ya ves que tus compañeras siguen la misma suerte y de que estáis completamente en nuestro poder; por consiguiente deja vanos escrúpulos y date a partido.

-Si la salvación de mi alma estuviera en vuestra mano, señor marqués, y de vos dependiera el dármela, estad seguro de que, a costa de lo que pedís, mi alma se perdiera -contestó la maja con altivez.

-Señores, una idea -dijo de repente el barón.- Estas niñas se profesan un cariño fraternal, dejémoslas solas en esta estancia por algunos minutos y tal vez adelantaremos tiempo ahorrándonos algún trabajo.

-No está mal pensado -contestó el marqués.- Así tendrán más libertad para comunicarse sus pensamientos y tal vez se le ocurra a alguna de ellas lo que ya se les debía haber ocurrido a las tres: esto es, capitular.

Las jóvenes no contestaron una palabra.

-Con que, niñas, ya lo oís -continuó el barón.- Aquí os dejamos solas para que charléis cuanto tengáis por conveniente. No os quejaréis por nuestra falta de amabilidad: estáis presas, pero ¡cuántas quisieran hallarse en vuestro lugar! Si no estáis libres, nadie tiene la culpa más que vosotras. Dentro de media hora volveremos; a ver si os dejáis de tonterías y os ponéis de acuerdo. De lo contrario, aún no sabéis lo que vuestro despecho puede perjudicaros.

Y dichas estas palabras, se retiraron los caballeros dejando solas a las tres majas.

Verse solas y echarse a llorar las tres, fue todo uno.

Su dignidad ofendida las obligaba a hacer frente al peligro con serenidad y como desafiándolo, cuando estaban en presencia de sus perseguidores; pero al perder a estos de vista, su debilidad femenil se manifestó por completo, y un raudal de lágrimas inundó aquellos bellos semblantes.

¡Los lágrimas! Dicen que son patrimonio exclusivo de la mujer, pero se dice en tono de mofa y de vilipendio para el sexo débil. Lo que hay de verdad, es que la organización sensible y delicada de la hembra, se sobreexcita con mucha facilidad, y de ahí esa abundancia de humor seroso que destilan pupilas que el hombre quisiera ver siempre serenas.

Y, ¡proporcionan tanto consuelo a un corazón oprimido!

¡Qué hombre habrá, por endurecido que sea, que no se haya visto obligado a llorar alguna vez en su vida!

Recuerde cuánto sufría antes de derramar lágrimas, qué dulce alivio experimentó cuando las hubo vertido y comprenderá que en la mujer es muy natural este desahogo, sin que por lo general entre en él para nada el artificio.

Esto no quiere decir que no haya regla sin excepción.

Hay mujeres que abusan de ellas, pero es muy fácil distinguir la verdad de la mentira, por poco práctico que se esté en la materia.

Nos ha sugerido estas reflexiones, si se quiere inoportunas, la situación en que se veían aquellas pobres jóvenes.

Si alguno de los libertinos que las perseguían, hombres avezados al vicio y que por sistema acostumbraban prescindir de ciertos sentimientos que son inherentes a la condición del hombre, si uno de ellos, repetimos, al dejarlas solas se hubiera quedado oculto espiándolas, por desnaturalizado que fuese no hubiera podido menos de conmoverse al ver aquel gran dolor traducido en lágrimas.

Desgraciadamente para las majas, a ninguno se le ocurrió tal idea.

Al contrario, se retiraron a un apartado gabinete, donde se hicieron servir unos bizcochos y unas copas de Jerez con que entretener su ociosidad y que les dieran más bríos en su odiosa empresa.

Dejémosles combinando planes para el porvenir y solazándose con la idea de una próxima y dulce victoria, y volvamos a la habitación donde quedaron las tres majas.

Pasados los primeros momentos de natural expansión, secos los ojos y algo más tranquilos los espíritus, considerándose todas menos desgraciadas al verse juntas, comenzaron a reflexionar sobre su situación.

Paca, como la más preocupada, fue la que llamó la atención de sus compañeras con estas palabras:

-Esos hombres nos quieren perder decididamente.

-Y lo peor -añadió Concha- es que no veo ningún medio de salvación.

-¡No ha de haberlo! -replicó Lola- basta que no nos separemos ya, para que no puedan conseguir sus intentos.

-¡Qué tonta eres! -observó Paca- ¿Crees tú que nos permitirán estar mucho tiempo juntas?

-Como que han dicho que dentro de media hora volverán -aseveró Concha.

-¿Y qué hacemos? -preguntó Lola cándidamente.

-Resistirá todo trance confiando en Dios -respondió Paca con resolución.

-Parece mentira -observó Concha- que tú, Lola, que en otras ocasiones tienes tanto valor estés ahora tan apocada.

-Te diré -replicó la aludida- es que ahora ellos no están aquí, y al verme encerrada en esta casa como una fiera y a merced de tantos hombres, siento un miedo cerval. Si tuviera que habérmelas con un hombre sólo, ¡maldito el respeto, que me causara! pero con tantos...

-No es esta ocasión de ser valientes -apoyó Paca- y sin embargo, ¡ay de nosotras si el valor nos abandona! Aquí lo que hay que hacer es tener calma, serenidad y entereza. De algo nos ha de servir la astucia que los hombres atribuyen a nuestro sexo. Procuremos ganar tiempo, porque yo creo imposible que no haya nadie que no sepa lo que nos pasa y procure averiguar nuestro paradero.

Repugnaba al carácter impetuoso de las otras dos majas tener calma en momentos tan críticos, pero no tuvieron más remedio que tener que amoldarse a las circunstancias y reconocer la bondad del consejo de su compañera.

Resolvieron, pues, adoptar un lenguaje y unas maneras que hicieran creer a los caballeros en una próxima victoria, y para que no extrañasen tan brusca mudanza, debían presentar al pronto un continente afligido, pero resignado; oírlos con alguna amabilidad; contestarles con pocas palabras, pero de doble sentido, y que no las comprometiesen a nada, dejándoles entrever algunas esperanzas, a fin de conseguir dar largas a las pretensiones de aquellos.

Apenas habían concluido de concertar la táctica que debían seguir, se abrió la puerta por donde habían marchado los tres amigos, y entraron estos.

Venían risueños.

-Veamos hermosas -dijo el marqués con zalamería.- ¿Qué habéis resuelto? ¿Nos dais la muerte o la vida? ¿Concedéis o no un premio a nuestro cariño?

Es tan grosero eso de hacer el amor, de solicitar los favores de una mujer en comandita, que aunque ninguna de las tres jóvenes había recibido lo que se dice una esmerada educación, su dignidad se sublevó, y no pudiéndose contener Paca, que era la mas prudente, se apresuró a contestar:

-Paréceme, señor marqués, que no sienta bien en un caballero eso de dirigirse a tres mujeres, solicitando para otros favores que tal vez éstos individualmente pudieran conseguir sin rebajarnos de ese modo.

-¡Hola! -contestó el marqués.- Te me vienes con escrúpulos de monja. Los admito, con tal de que lo que has supuesto sea una verdad. Caballeros, mi dulce capricho dice que tal vez estas niñas nos concederán sus favores. Esto ya es algo. Me alegro de veros tan humanas, y espero que en breve dejaréis de ser esquivas, por lo que os adelanto mi más cordial enhorabuena. Haréis perfectamente, porque si no lo hubierais pasado muy mal.

No hay nada que sobreexcite tanto a una mujer irritada como las amenazas.

La mujer cede ante la fuerza de las circunstancias, al dolor, a los tormentos, a la persuasión, a las dádivas, al cariño, hasta a la fuerza; pero nunca a las amenazas.

Ante estas redobla su valor, y lejos de amilanarse se crece en el peligro y saca fuerzas hasta de su misma flaqueza para resistir, las más veces, victoriosamente.

Por muy prevenidas que estuviesen las majas contra toda clase de asechanzas, por resueltas que estuvieran a disimular sus sensaciones, aquel ataque a su dignidad de mujer, hecho de un modo tan brusco, las sublevó.

Lola, sin poderse contener, exclamó:

-¡Cuidado, chicas, con estos señoritos, que acostumbran desayunarse con niños crudos! ¿Qué se habrán figurado de nosotras? ¿que nos asustamos como palomas? Pues aún no les hemos enseñado los dientes. Se conoce que no están acostumbrados a tratar más que con hombres de alfeñique o con mujeres de poco más o menos.

Y la boca de la maja continuó echando pestes, obligada por una más que justa indignación.

Sus compañeras no se quedaron atrás, y la cosa se iba ya embrollando, cuando el barón cortó por lo sano, proponiendo a sus compañeros, que en vez de tener con las majas más consideraciones, las abandonasen a su suerte, dejándolas encerradas hasta que el tiempo se encargase de domar a aquellas fieras.

Se aprobó la proposición, y llamando a un criado, le dijo el barón:

-Estas mujeres quedan aquí encerradas. Cada una de ellas ocupará uno de los gabinetes que dan a la antesala: esta y esta sala están a su disposición: pueden reunirse y hacer todo lo que tengan por conveniente; pero quedan en completa incomunicación con todo el que no sea de la casa. Proveed a todas sus necesidades como hasta aquí, y mucha vigilancia.

Y dirigiéndose a las jóvenes, dijo:

-Niñas, sin saberlo os habéis ganado un encierro perpetuo. Aquí estaréis hasta que el fastidio y el aburrimiento os obliguen a llamarnos y a tratarnos con más amabilidad que hasta ahora. Sois muy dueñas de hacer cuanto se os antoje; pero no intentéis evadiros, ni poneros en comunicación con nadie de fuera, porque las consecuencias serían fatales, no sólo para vosotras, sino también para otras personas que os son queridas. Saldréis de aquí cuando seáis condescendientes. No os quejéis; vosotras lo habéis querido. Os tratamos con rigor, porque con rigor nos habéis tratado.

Y pronunciado aquel discurso, salieron los tres caballeros de la estancia.

Las majas quedaron mudas de asombro.

Capítulo CVI. En donde se ve que más puede la constancia de una maja que la audacia de un caballero

Veinte y cuatro horas habían trascurrido desde que el marqués Adelfi y sus dos amigos habían abandonado a las majas. Estas, de los tres gabinetes que se les habían destinado, sólo habían ocupado uno en el que reunidas habían pasado las largas horas que llevaban de cautiverio; tenían resuelto no separarse ni un sólo momento, a fin de poder defenderse mejor de los ataques de sus enemigos.

Apenas probaron un bocado de los suculentos manjares que les fueron servidos, tanto a la comida como a la cena.

En el momento que volvemos a presentarlas a nuestros lectores, hallábanse las tres amigas sentadas una junto a la otra y mantenían animada conversación.

-No hay más que tener paciencia -decía Paca.- ¿Qué conseguirás con desesperarte, Lola? Nada, absolutamente nada.

-Es que parece que esto lleva trazas de ser largo; a juzgar por el tiempo que hace nos trajeron esa luz, debe ser ya muy tarde, y francamente, me voy aburriendo.

-Eso es lo que ellos pretenden; bien sabes lo que dijeron, que nosotras pediríamos gracia, ¿no fue así?

-Sí, eso dijeron -contestó Lola a Concha- pero creo que nos conocen muy mal esos bribones.

-Yo no puedo quitarme de la cabeza al tunante de don Tadeo -dijo Concha.

-Ni yo -replicó Lola- os aseguro que el día que logre echarle la vista encima, no ha de ir a Roma por la penitencia.

-¡Infame! -murmuró Paca.

-Mi corazón es muy leal; no sé por qué, pero al tal vejete nunca le pude pasar de los dientes para adentro.

-Ya tenías razón para ello, Concha; el muy solapado... y a todo esto ¿qué será de mi Vicente y de sus amigos?

-Dios lo sabe -contestó Paca enjugándose una lágrima.

-Digo que es divertida nuestra situación; vamos, no lo puedo remediar, estoy furiosa pensando en lo que nos sucede -dijo Lola levantándose del asiento que ocupaba y paseándose agitadamente de un extremo a otro del aposento.

-Sosiégate por Dios, amiga, y ten en cuenta que necesitamos de todo nuestro ánimo para evitar los peligros que nos rodean.

-Paca tiene razón.

-No digo yo que no la tenga pero ¿qué queréis? la impaciencia me mata. ¡Dios mío! ¡qué hermosa es la libertad! me parece que hace ya un año que estoy encerrada.

-Lo mismo nos pasa a todas -contestó Concha.

-Ni sé cómo tenemos cuerpo para resistir tantas desgracias.

-Aún tengo miedo que hemos de pasar algo más -repuso Concha.

-¿Qué temes? -preguntó Lola.

-Temo que traten de separarnos, y que en lugar de estas cómodas habitaciones nos metan en algún subterráneo oscuro y húmedo.

-Sólo eso nos faltaba -repuso Lola golpeando con su diminuto pie el pavimento.

-Creo que Concha hace bien en pensar todo lo más malo de parte de nuestros perseguidores; por mi parte estoy preparada.

-Ya hacen bien en traernos el pan y las viandas cortadas suprimiendo los cuchillos, porque os aseguro que cometería un disparate si tuviese un arma en mi poder.

-¿Qué harías, Lola?

-Defenderme hasta morir -contestó la airada maja.

-Eso haré yo, sin arma alguna -replicó Paca.

-Y yo lo mismo.

-Claro está; pero no podéis negarme que teniendo un puñal o un cuchillo nos podríamos defender más cómodamente.

-No nos queda más recurso que el que os vengo diciendo desde que estamos juntas: poner nuestra confianza en Dios.

-Paca dice bien; veamos venir y procuremos tranquilizarnos.

-No puedo acostumbrarme a la idea de que estoy presa.

-Pues mira, Lola, la pobre Paca lleva una noche más que nosotras de encarcelamiento y sola, que es peor.

-Es que ella tiene más paciencia que yo y más pesquis.

-Hay que sosegarse amiga, porque si no eres capaz de enfermar.

-Mira, Concha, creo que ya tengo calentura.

-Efectivamente, estás ardiendo.

-Por lo mismo, Lola, te pido por Dios que procures tranquilizar tu espíritu; no quieras aumentar nuestras penas.

-Haré lo que tú quieras, Paca.

-¿Crees que yo no estoy tan deseosa como tú de verme libre?

-Claro está.

-Digo, pues yo... -agregó Concha- no veo la hora de echar a volar.

-No os asusten amenazas ni tormentos, ni os dejéis engañar con promesas ni halagos.

-¿A mí con esas? están frescos.

-Ellos lo intentarán todo -repuso Paca.

-Que intenten lo que quieran; será bien inútil.

-Lo mismo digo -dijo Concha.

-¿Oís?

-¿Qué hay, Paca?

-Creo oír pasos.

-Efectivamente -contestó Lola aplicando el oído.

-No hay duda; ellos son.

-Me alegro.

-Por Dios, Lola, juicio.

-No hagas alguna de las tuyas -suplicó Concha.

-No tengáis cuidado.

-Que no noten el menor síntoma de impaciencia en ti.

-No lo notarán.

-Ven a sentarte junto a nosotras.

Lola obedeció a Paca. Las tres majas estrecharon cuanto pudieron las distancias de tal modo, que parecían estar sentadas en un pequeño sofá.

-Vamos a ver qué nos dicen.

-Lo mismo de ayer, Lola.

-Y nosotras les daremos la misma contestación -dijo Concha.

-Es menester mostrar entereza, pero no miedo.

-Déjalos por mi cuenta.

-No -repuso Paca- tú estás demasiado alterada.

-Eso es verdad.

-Deja que sea yo quien conteste todo lo posible.

-Corriente.

-Ya están aquí.

En efecto los pasos se aproximaban.

-¿Se nos permite pasar adelante? -dijo el marqués sin llegar a la puerta.

-No hay inconveniente -contestó Paca.

Los tres amigos penetraron en el aposento.

-Mirad- dijo el marqués- ahí tenéis reunidas las tres gracias.

-Bellísimo grupo -añadió el barón.

-Y bien, amados pimpollos, ¿cómo lo habéis pasado desde ayer?

Lola hizo un movimiento como para contestar; Paca la contuvo tocándola con el codo.

-¿Habéis perdido el uso de la palabra? -continuó diciendo el marqués.

-En verdad que fuera esa gran desgracia, pues nos privaría del encanto de oír el dulcísimo acento de tan hermosas cuanto angelicales criaturas -repuso Aguilera.

-Paréceme que la bella Dolores tiene deseo de dejarnos oír su armoniosa voz -dijo el barón, el cual devoraba con la vista a la susodicha maja.

-¡Oh! ¡Si pudiera deciros todo lo que se me ocurre! -contestó por fin Lola, a la que no le fue dado contenerse por más tiempo.

-¿Quién te impide decir lo que piensas?

-Señor barón...

-Adelante, adelante; no te pares, bellísima Lola.

-¿Podremos saber, caballeros, cuánto tiempo ha de durar nuestro encierro?

-Eso consiste en vosotras -contestó el marqués.

-¿En nosotras? -repitió Paca.

-Claro está; en cuanto se ablanden esos pechos de granito, que sí se ablandarán, volveréis a ser libres como los pájaros, y lo que es más, podréis asombrar a las gentes con la riqueza de vuestros trenes.

-Nosotras deseamos continuar siendo pobres.

-Ya cambiaréis de modo de pensar.

-No es fácil, señor marqués.

-Estas damas no se han dignado ofrecernos asiento -dijo Aguilera con aire impertinente- y como creo que la visita será un tanto larga, opino que aun a riesgo de parecer impolíticos nos acomodemos del mejor modo que podamos.

Los tres caballeros se acomodaron perfectamente, tomando cada cual un taburete.

-¡Aja, ja! -dijo aproximándose con su asiento el marqués hacia Paca.

Esta se levantó, y sus dos amigas la imitaron.

-Hágase atrás el señor marqués, que no he menester tenerlo tan cerca para oírle cuanto decir quiera.

-No hay que exaltarse -contestó el aludido retirándose a regular distancia.

Las tres amigas volvieron a sentarse.

-Por lo visto continuamos de mala data.

-¿Qué se había figurado el señor barón? ¡Canastos con el hombre y qué terco es!

-No tanto como tú, hermosa Lola.

-Tenga entendido pues su señoría o su excelencia, que yo no sé cómo debo llamarle, que a mí me verá siempre de la misma manera.

-Eso está por ver.

-Pues ya lo verá, y le advierto, aunque ya debía saberlo por experiencia, que me gustan poco las bromas.

-Ya se desarrugará ese hermoso ceño.

-Feo o hermoso, cuando esté delante de mí le verá siempre como ahora.

-A fe que sienta mal tanta esquivez en tan bellas mujeres -repuso Aguilera.

-Peor sienta tanta picardía en unos que se llaman caballeros.

-Hermosa Paca, ¿os tratarían mejor acaso en iguales circunstancias los groseros y rústicos hijos del pueblo?

-Los hijos del pueblo no son capaces de hacer lo que vosotros hacéis validos de la impunidad. ¿Con qué derecho se nos tiene encarceladas?

-Pues no creo que la cárcel que se os ha destinado sea tan despreciable: ¿son tan bellas como esta vuestras habitaciones?

-A nosotras nos gustan más aquellas -contestó Lola.

-Pícaro gusto es el vuestro.

-Observo -dijo a su vez Aguilera señalando a Concha- que esta preciosa joven, aún no ha desplegado los labios.

-Eso prueba mi fastidio -respondió la maja aludida.

-Por fin se ha dejado oír.

-Habló poco, pero bueno -añadió el barón sonriéndose.

-Mejor es lo que me callo.

-Pues, hija, muy mal hecho en callarse nada.

-A ser yo hombre, señor barón, muchas y muy buenas cosas os dijera, pero ya se ve, os las habéis con tres pobres muchachas y os la echáis de guapos ante ellas; me gustaría ver la cara que pondrían estos valientes si vieran asomar por esa puerta a los tres individuos que yo me sé. No me toques, Paca, se quejaban de que no hablaba y ya les he dado gusto.

-Muy bien, ahora yo, ¿no es eso?

-Por mi parte podéis hacer lo que os acomode.

-Esos tres individuos, a fe de Aguilera, me tienen sin cuidado y soy muy capaz de disputar los favores que de ti solicito y que espero alcanzar muy pronto.

-Pues espere su merced sentao.

-¡Ea! Basta ya de contemplaciones inútiles -dijo el barón pálido de rabia.- Sepamos de una vez qué es lo que debemos esperar. Lola, ten entendido que me hallo dispuesto a todo.

-¡Pues ya! -respondió la maja.

-¿Qué decides?

-Ni quiero contestar a esa insolencia.

-Está bien.

-Y la bella Paca ¿tampoco se muestra hoy más humana que ayer?

-El señor marqués podía ahorrarse la pregunta.

-Vamos, está visto que a las tres les dura aún el enojo.

-Y durará siempre.

-¿Siempre, hermosa Paca? Permíteme que lo dude.

-Dude cuanto quiera.

-Pues si me prestáis atención unos momentos, os diré algo que os conviene saber, según presumo.

-Con tal que no sea muy largo -replicó Lola de mal talante.

-No será largo -replicó el barón.

-Si es así, mejor que mejor -contestó Concha.

-Vuestros rendidos galanes, esto es, los llamados Luis, Vicente y Joselito...

-¿Qué? -exclamaron a la vez las tres jóvenes.

-Calma, hermosas mías.

-¿Qué les pasa a esos hombres? -preguntó afanosa Paca.

-Esos hombres están en nuestro poder; tenemos, como no lo ignoráis, gente que nos sirve bien; si mañana a esta misma hora seguís resistiendo a nuestras súplicas, no esperéis verlos más.

-¿Seríais capaces?... -preguntó trémula Paca.

-De todo -contestó sonriendo infernalmente el barón.- Pensadlo bien.

-Nosotras lo tenemos bien pensado y por más que os manchéis con la sangre de esos inocentes, nada habéis de lograr, a no ser el nombre de asesinos.

-Vosotras decidiréis.

Los tres amigos se levantaron y salieron del aposento en que quedaron las majas; éstas, apenas dejaron de oírse las pisadas de sus perseguidores, dieron rienda suelta al mal comprimido raudal de sus lágrimas.

Capítulo CVII. La diplomacia del libertinaje

-Amigos míos -dijo Aguilera así que los tres seductores se hallaron en el salón- paréceme que esas mozas no se dan a partido.

-Son tres virtudes romanas -repuso el marqués.

-No sé lo que son, pero creedme, a la buena nada se consigue de ellas.

-Lo voy temiendo.

-Tenedlo por seguro.

-Pues lo que es yo no cejo -replicó el barón.

-Tampoco yo; cueste lo que cueste, he de triunfar de esa mujer.

-Amigo marqués, aguza el ingenio; porque, lo repito, y soy voto en la materia, esas mozas son tres rocas berroqueñas.

-Pues hay que ablandarlas.

-¿Y cómo, barón?

-No lo sé, Aguilera, pero ello hay que lograrlo.

-Quizá valiéndonos del mimo y el halago -objetó el marqués.

-Eso ya lo hemos probado -contestó el barón.

-¿Pues, qué hacer?

-Meditemos -dijo Aguilera.

-Eso es; calcule cada uno de nosotros un plan, y expóngalo luego a la general aprobación, y el que mejor nos parezca aquel adoptamos.

-Muy bien dicho, barón.

-Pues a ello -repuso el marqués.

Los tres jóvenes guardaron inmediato silencio. Cada cual daba tormento a su imaginación a fin de hallar el medio que les allanara el camino para conseguir el objeto que se habían propuesto.

Quizá no se tomaran la molestia de meditar tan largo rato si se tratara de ejecutar una buena acción; hay ciertos seres que parecen nacidos exclusivamente para el mal, y sólo cuando de hacerlo se trata es cuando se hallan en su elemento.

¿Pertenecían a esa malvada clase los tres caballeros? Casi sin temor de que el lector pueda abrigar dudas sobre el particular, nos atrevemos a asegurar que sí.

¿Pero eran igualmente perversos los tres?

¿No sobresalía en malignidad alguno de ellos?

Lo natural es que así fuese, y de ello nos convencerán ellos mismos cuando expongan el plan que cada uno haya combinado.

Desde luego sabemos que el barón era muy cobarde, y esta ya es una cualidad que nos hace prejuzgarle con alguna prevención.

Nunca fue la cobardía compañera de la grandeza de alma; la historia de la humanidad así nos lo enseña.

Por lo regular, cuanto más cobarde es un hombre, tanto más temible es como enemigo, pues las armas que suele emplear hieren a traición y a mansalva.

La calumnia, la difamación y hasta el asesinato, son los poderosos auxiliares de que se vale la cobardía.

¡Qué no será capaz de inventar un hombre falto de valor al querer ejercer una venganza! Todo cuanto hay de ruin, de execrable.

El barón pertenecía al género de esos hombres.

-Por mi parte no se me ocurre más que un solo medio -dijo rompiendo el silencio Aguilera. -¿Tenéis ya vuestro plan?

-Bueno o malo ya le he ideado -contestó el marqués.

-¿Y tú, barón?

-Algo se me ha ocurrido.

-Veamos, pues.

-Procedamos por orden; tú has sido el primero en concebir tu idea, expónla, y después lo haré yo; al barón le toca ser el último.

-Tendría que ver, que lo último fuese precisamente lo bueno.

-No dudo yo, barón, de que así sea.

-Tienes razón, marqués; no hay quien le gane en tener ciertas ideas a nuestro amigo.

El barón se sonrió con aire de satisfacción.

-Ea, Aguilera, rompe el fuego -dijo el marqués.

-El medio que se me ha ocurrido es muy sencillo.

-Sepámoslo.

-Proveámonos de muchas y ricas alhajas, amontonemos a los pies de nuestras palomas torcaces un monte de oro, y puede que deslumbradas se consideren dichosas en acceder a nuestros deseos.

-Ya has oído que las hemos ofrecido riquezas.

-Ofrecer, no es dar, barón; la vista del oro y los brillantes suele producir vértigo a determinada gente.

-Eso es verdad -contestó el marqués.

-Adelfi, expónnos tu idea.

-Consiste esta, en hacerlas viajar de grado o por fuerza, y una vez en lejanas tierras, al verse sin amparo ¿qué remedio les quedará más que suplicar nuestra protección?

-No está mal; llegó tu turno barón.

-Vamos, despacha.

-Oíd.

-Te escuchamos.

-Según lo que yo opino, convendría cambiar totalmente de rumbo.

-Explícate sin ambages.

-De eso trato, marqués.

-No se interrumpa al orador.

-Supongamos que mañana nos presentamos ante las majas, y nos fingimos apesadumbrados por nuestro anterior modo de proceder para con ellas.

-No me gusta eso.

-Calla y oye, marqués.

-Sigue.

-Las ofrecemos la libertad.

-Lo que es por ese medio sí que te aseguro...

-Pero, hombre, déjale acabar de hablar.

-Pues si eso es un disparate.

-Cuando haya llegado al fin me lo dirás, Adelfi.

-Pues continúa.

-Ellas se apresurarán aceptar la oferta, nosotros les decimos que en prueba de que nos otorgan su perdón se dignen aceptar un pequeño refrigerio, las hablamos de sus galanes a los que también se supondrá que libertamos, ellas aceptan gozosas, los vinos están preparados de antemano, cenan, beben y después...

-¡Magnífico! -exclamó entusiasmado el marqués.

-Aunque el medio me repugna algo...

-Déjate de repulgos -replicó el barón.

-Francamente, eso será cometer una villanía.

-No digo yo lo contrario, amigo Aguilera; ¿pero qué miramientos hemos de guardar con gente de esa calaña?

-Dice bien el barón, paréceme que Concha bien vale que acalles esos escrúpulos.

-Mucho me gusta esa moza, pero prefiriera alcanzarla a costa de un tesoro.

-Pues el único medio de conseguirlo es el que ha propuesto el barón.

-Sea, pues, como queráis.

Decididamente Aguilera era el menos malo, y el barón el menos bueno.

-Así me gusta -dijo alegremente el marqués.

-De esta hecha, amiga Lola, no me escapas.

-¿Quién cuidará de que se preparen los vinos? -preguntó el marqués.

-Corre a mi cargo -contestó el barón.

-Mira que conozcamos las botellas.

-¿Soy tonto acaso?

-Nada de eso -repuse Aguilera.

-¿Necesitas dinero?

-Por ahora no, marqués.

-Dispón si acaso de mi bolsa -dijo Aguilera.

-Corriente.

-Procura que la cena sea espléndida.

-Ya sabes que me pinto solo para eso.

-Es verdad.

-¿Qué nos hacemos ahora? -preguntó Aguilera.

-Salir a dar un paseo.

-Yo no os acompaño.

-¿Y eso, barón?

-Me quedo a fin de dar ciertas órdenes.

-Sí, sí, no lo descuides.

-Estoy tan interesado como tú, marqués, en este negocio.

-No lo dudo, aunque es mucho concederte.

-Haces bien en no dudarlo, porque no ignoras que esa maja me tiene vuelto el juicio desde hace ya algún tiempo.

-Creo -repuso Aguilera- que los dos estáis bastante embabiecados.

-¿Pues y tú?

-Debo confesar que aunque sólo desde ayer conozco a Concha, estoy un tanto impresionado; son muchos ojos aquellos.

-¡Ea, ea! Marchaos.

-Adiós, barón.

-Hasta luego.

Aguilera y el marqués se marcharon. El barón llamó al criado de su confianza a fin de darle las órdenes que consideraba oportunas.

Capítulo CVIII. Una doble sorpresa

Al día siguiente, como las cuatro de la tarde, se hallaban reunidas las tres majas en la que llamaremos la sala común.

Como es muy natural, la conversación versaba sobre el tema obligado de su mutua desgracia.

Las pobres mujeres parecía que se habían conformado con su suerte, y para proporcionarse algún alivio, se complacían en recordar los tiempos pasados.

Esto, que al pronto les daba consuelo, concluía por amargar todas sus conversaciones, porque involuntariamente recordaban escenas de su vida pasada, que comparadas con la presente, de preciso habían de producirles el más deplorable efecto.

Así es que cada reunión terminaba entre lágrimas, lamentos y suspiros, y como cada una de ellas tenía miedo de estar sola, siempre estaban reunidas, y siempre hablaban de lo mismo, de modo que aquello era un verdadero valle de lágrimas.

Pero a ninguna de las tres jóvenes le había pasado por la imaginación siquiera, la idea de terminar aquella situación, cediendo a los deseos de sus perseguidores.

Lejos de ello, cada día se afirmaban más en su resolución.

Aquel día estaban, como de costumbre, entregadas a sus tristes reflexiones, cuando con general sorpresa vieron entrar al marqués Adelfi.

Que éste, desistiendo de su propósito de dejarlas abandonadas en su encierro, las visitara, no tenía nada de particular.

Lo que sí les llamó la atención, fue el continente con que se presentó.

El libertino traía bien ensayado su papel.

En vez del aire de calavera que le era tan peculiar, afectaba la mayor gravedad.

Con aire mesurado y grave, saludó cortésmente, y con acento compungido, se expresó de este modo:

-Sin duda extrañaréis mi presencia en este sitio y a estas horas, después de la determinación que respecto a vosotras habíamos tomado. Esto merece una explicación, y os la voy a dar. Conocemos que son inútiles nuestros esfuerzos, para doblegar vuestra virtud, y desistimos de nuestro propósito.

-¿Pues entonces, por qué no nos dejáis en libertad? -preguntó la impaciente Lola.

-A eso voy. Esta noche quedaréis absolutamente libres...

-¿De veras? -interrumpió Concha.

-Con una condición.

-¡Malo! -exclamó Paca por lo bajo, pero de modo que el marqués la oyó.

-Nada temáis -continuó aquel.- No se trata de perjudicaros en lo más mínimo, ni en vuestra virtud, ni en vuestra reputación. Sólo se trata de enalteceros.

-Veamos la condición -dijo Paca.

-Vuestra resistencia a nuestras pretensiones -prosiguió el marqués con hipócrita acento- nos ha maravillado. Nos ha hecho comprender que la virtud en la mujer no es una palabra vana. Sin saberlo, nos habéis dado una gran lección, que os agradecemos con toda el alma; y vengo en nombre de mis amigos, a suplicaros os dignéis asistir a una cena que os tenemos dispuesta, en prueba de nuestro agradecimiento y en celebración de vuestra libertad.

¡Libertad! ¡Mágica palabra que hace estremecer todas las fibras del alma del oprimido! ¡Cuántos sacrificios impones con sólo invocar tu nombre! ¡Cuántos milagros operas por la sola virtud de su significación!

El corazón de las majas se dilató al oír aquella palabra, que sin duda tiene origen divino, según su sobrenatural poder.

Ya no se acordaron de sus sufrimientos; de que eran víctimas de una brutal arbitrariedad que la ley castiga; olvidaron la sinrazón de sus verdugos, y recibieron aquella noticia hasta con agradecimiento.

No pensaron en que tal vez se las tendía un lazo, por acordarse de que aquella noche serían libres.

Sólo Paca, algo más precavida que sus compañeras, se atrevió a hacer una observación oportuna.

-Y ¿dónde tendrá lugar esa cena? -preguntó.

-En esta misma casa: en el comedor. Con las puertas abiertas -se le contestó.

-Y ¿quién deberá asistir? -insistió la joven.

-Vosotras, el barón del Pinar, el caballero Aguilera y yo.

-¿Qué os parece? -dijo la joven interrogando a sus compañeras.

-Lo que tú dispongas -se apresuró a contestar Lola.

-¿Será alguna nueva añagaza, señor marqués? -preguntó intencionadamente la maja.

-No sé qué puede haber en ello de particular -replicó compungido aquel.- Cierto que tenéis razón en desconfiar de nosotros y porque reconozco vuestro derecho no trato de sincerarme. Sólo os diré que es la única recompensa que deseamos: os ruego que no los cambiéis con una negativa, que en último resultado no os producirá ningún beneficio.

Era lógico, al parecer, cuanto el marqués decía. Era un sofisma que para las majas tenía gran traza de verdad.

Depusieron, pues, sus recelos, y aceptaron.

Quedaron convenidos en que a las siete tendría lugar la cena y que, verificada esta, un coche las conduciría a sus respectivos domicilios.

El marqués se retiró ebrio de contento.

Las majas, apenas quedaron solas, se entregaron a los más exagerados trasportes de alegría, y formando los más lisonjeros planes para el porvenir, esperaron con la mayor impaciencia la hora convenida, que debía ser la de su libertad.

Los caballeros fueron puntuales. A la hora señalada, el criado anunció a las majas que la cena estaba dispuesta y que las estaban esperando en el comedor, a donde podían pasar.

Las jóvenes le siguieron.

El comedor estaba adornado como para una gran fiesta.

El barón había desempeñado su cometido a las mil maravillas.

Nada de cuanto el más refinado gusto hubiera podido inventar en aquella época, se había escaseado.

Cualquier observador despreocupado, hubiera fácilmente comprendido que con aquel fausto se trataba de deslumbrar a los comensales.

Una rica alfombra cubría el pavimento. En las paredes abundaban costosas cornucopias con arandelas que sostenían bujías de cera perfumada, matizadas de distintos colores. Dos enormes candelabros de bronce dorado, obra artística de gran valor, sostenían veinticuatro bujías, descansando sobre la mesa.

La mantelería era de lo mejor que habían traído a Madrid los comerciantes flamencos. La vajilla de plata sobredorada llamaba la atención por su riqueza y por su forma. La loza era de lo más selecto que se había elaborado en la real fábrica de la Granja. La cristalería era de lo más artístico que había salido de la entonces reputadísima manufactura de Madrid.

Cómodos sillones ofrecían holgado asiento.

Un riquísimo aparador, además de contener todo lo indispensable para un lujoso servicio de mesa, sostenía espléndidos fruteros cargados de las más sabrosas frutes, y bellísimas compoteras de cristal tallado llenas de las más ricas confituras que hacían la delicia de los gastrónomos de aquellos tiempos, además de gran número de caprichosas botellas, que por el color de ámbar y de rubí de los líquidos que contenían, daban a entender que para llenarlas se habían puesto a contribución las más famosas bodegas de España.

Las majas quedaron maravilladas al ver el aspecto que presentaba el comedor.

Jamás, ni en sueños, habían visto tanto fausto.

Los caballeros, que, como había dicho el criado, las esperaban, las condujeron cortésmente de sus respectivos asientos.

Colocáronse alternados.

Al lado derecho del marqués estaba Paca, dando frente a la puerta de entrada. A su derecha se colocó el barón que a su vez tenía al lado a Concha y a continuación de ésta se sentó Aguilera. Entre éste y el marqués sentóse Lola.

Comenzó la cena.

Los platos eran suculentos y exquisitos.

Cada caballero sirvió a la maja que tenía a su derecha.

Las jóvenes apenas tocaron a los manjares.

La conversación de los caballeros era alegre, animada y de buen tono, sin que ni aun por casualidad se pronunciase una palabra que pudiera herir la susceptibilidad de las majas, ni que pudiera ser una alusión a lo pasado.

El único criado que servía a la mesa, escanció vino en todos los vasos.

Como si las majas se hubieran puesto de acuerdo, ninguna de ellas lo probó.

Los caballeros las animaban a comer y a beber dando ellos el ejemplo, pero en vano.

Notando el marqués que no habían bebido, fingió suponer que aquel vino no las gustaría y mandó traer Pajarete, al que él llamaba el vino de las damas.

A fuerza de instancias, las jóvenes humedecieron sus labios notando en aquel vino un ligero gusto amargo; mas como ninguna de ellas lo había probado nunca, supusieron que aquel sería el natural del vino.

El marqués y sus compañeros al verlas beber, cruzaron una mirada de inteligencia y desde aquel momento se animó la conversación de un modo inesperado. Aquella reserva que hasta entonces había reinado por parte de ellos, desapareció por completo. Algunas frases atrevidas, mezcladas con los más libres galanteos se dirigieron a las jóvenes que, confusas y aturdidas, no podían darse cuenta de lo que las pasaba.

Hasta la atrevida Lola, sintió que Aguilera se apoderó de su mano y estampó en ella un ardiente beso. En otras circunstancias era seguro que aquel beso le hubiera valido un bofetón, pero entonces la joven sin saber por qué, dejó de ser lo que acostumbraba ser. Sintió hervir su sangre pero no pudo hacer ningún ademán. Poco más o menos, lo mismo les sucedía a Concha y a Paca.

Y es que, para refinamiento de maldad, el narcótico que en el Pajarete habían bebido era de aquellos que paralizan todas las facultades menos la vista el oído y la inteligencia. Afortunadamente para las majas, la dosis que habían tomado era muy pequeña y habría bastado la más leve sensación para que se destruyese el efecto.

Comprendiólo así el marqués y para que las jóvenes bebiesen más, propuso a sus compañeros un brindis.

Llenaron sus copas de Jerez, y las de las majas de Pajarete.

Levantóse Adelfi, y con la copa en la mano, brindó diciendo:

-Señores, brindo por los felices amores de nuestras ingratas majas.

Sus compañeros apuraron las copas respondiendo al brindis con una carcajada.

Después Adelfi cogió con la mano izquierda la copa de Paca, y rodeando con su brazo derecho el cuello de la joven, procuró abrirle la boca para verter en ella el contenido de la copa.

La joven comprendió la idea, y a pesar de su atrofia aún pudo cerrar los dientes lo suficiente para que el marqués no pudiese realizar su intento.

Poco más o menos sucedía igual a sus compañeros.

-¡Diablo! -dijo el marqués riendo. Estas condenadas chicas por no darnos gusto ni aun quieren brindar por su felicidad.

-Si me dais una copa, yo lo haré por ellas -dijo una voz robusta y con sereno acento desde la puerta.

El marqués y sus compañeros se levantaron como impulsados por un resorte.

Paca y sus compañeras hicieron lo propio, dando un grito de alegría.

A los ecos de aquella voz, el vértigo que las dominaba había desaparecido.

El caso no era para menos.

Don Luis, con los brazos cruzados, tranquilo y sereno, estaba en el umbral de la puerta; detrás de él se veía a Vicente y a Joselito que claramente daban a entender con sus miradas las intenciones que les animaban.

El marqués, repuesto de su sorpresa, preguntó con altanería:

-¿Qué buscáis aquí, caballero? ¿Cómo habéis entrado en esta casa?

Don Luis, sin inmutarse, contestó adelantando un paso:

-Busco a esas pobres mujeres. ¿Cómo he entrado aquí?... El señor os lo dirá.

Y señaló a un capitán de guardias walonas, que, seguido de algunos soldados, se adelantaba.

-¿Cuál de estos señores -preguntó el capitán- es el marqués de Adelfi?

-Yo soy -balbuceó el aludido palideciendo.

El capitán le miró, y con acento autoritario, pronunció estas palabras:

-En nombre del rey, daos a prisión.

FIN DEL TOMO PRIMERO
Tomo segundo
Capítulo I. Antecedentes a los capítulos anteriores

En el mismo momento que en casa del conde de Lazán tenía lugar la escena en que María rogaba al vizconde alcanzara el perdón de don Luis, Antonio se hallaba en la de Alina, pidiéndole consejo.

Si la curiosidad del lector es tanta, que quiera sorprender parte de la conversación, síganos, y sin cansarnos en el camino, y en menos de un santiamén, nos trasportaremos al sitio donde el joven y la dama se hallan, y como poseemos un precioso talismán, por virtud de él permaneceremos invisibles a los ojos de Alina y Antonio.

¿Estáis, pues, completamente decidido?

-Lo estoy; quiero tener una explicación con mi padre.

-Pero.....

-Nada temáis; sé lo que me impone el deber filial, por más que él haya desconocido los que le imponía su calidad de padre.

-Si es cierto que tan decidido estáis a obrar prudentemente, no me niego a acompañaros.

-Gracias, señora.

-Antes meditadlo; consultad hasta donde podéis contar con vos mismo, dando semejante paso.

-Lo tengo bien meditado.

-Entonces, contad conmigo.

-Luisa, sólo por Luisa lo hago.

-Os creo, amigo mío, y ya sabéis no me intereso yo menos por ella.

-Es preciso que Carlos cumpla con ella como debe hacerlo un caballero.

-Y no dudo que el conde, a instancias mías, así se lo habrá exigido.

-Ahora sabemos a qué atenernos.

-Pues cuanto antes, será mejor.

Alina y Antonio se dirigieron a la morada del conde; éste, que parecía predestinado a que no se le dejara a solas y tranquilo un momento, se exasperó cuando su criado le dijo que una dama y un joven deseaban verle; mas como quiera que por las señas que el criado le dio, reconoció a Alina en la dama, no pudo negarse a recibirla.

Al penetrar Antonio en el gabinete del conde, sintió que el corazón le palpitaba de una manera desusada dentro del pecho.

El rostro del anciano se cubrió de mortal palidez al reconocer al joven que acompañaba a Alina.

-Señor conde -dijo Alina con el sarcástico tono que usaba siempre que se veía con él- este joven me ha suplicado vivamente que le condujera a vuestra presencia, y yo, contando con el comedimiento de ambos, he accedido a su súplica.

El conde no se atrevía a hablar; por último, dijo:

-Habéis hecho bien. ¿En qué puedo serviros, joven?

-No se trata de mí, padre mío -dijo Antonio tristemente.

El conde no pudo reprimir un marcado movimiento de sorpresa al oír las frases de Antonio; éste que lo advirtió, repuso:

-Tranquilizaos; todo lo sé.

-¿Y venís sin duda a reclamar..... -balbuceó el conde sin osar fijar sus ojos en el joven .

-¿Reclamar para mí?.... Estáis en un error; nada espero y nada solicito; al nacer, desheredóme el Señor del cariño de mis padres, y como ésta es la mayor de las desgracias para un hijo, nada me importa perder lo demás que pudiera corresponderme.

-Yo..... -murmuró el conde inclinando la frente hacia el suelo.

-No os acuso, señor; y os suplico que no inclinéis vuestras canas ante mis negros cabellos; levantad la frente, fijad vuestros ojos en los míos, y no leeréis en ellos ni el más mínimo reproche; si puedo acusar, no quiero hacerlo; no temáis, por lo tanto, que mis labios se abran para inferiros la menor ofensa; si acaso se mueven será únicamente para suplicar, aunque nada en favor mío.

El respetuoso y noble lenguaje de Antonio, confundía más y más al conde, y es bien seguro que en su corazón estaba librando ruda batalla de encontrados afectos.

-Vuestro respetuoso lenguaje -dijo por fin- me anima a creer que se anida en vos un alma noble y un corazón elevado y generoso. Podéis creer que estoy dispuesto a hacer cuanto me pidáis, si está en mi mano hacerlo.

-Yo os doy por ello las gracias anticipadamente; se trata de la joven Luisa.

-Antonio, conozco a esa joven, está en esta casa actualmente, y bien sabe Dios que he procurado hacer por ella cuanto me ha sido posible.

-Y me atrevo a esperar que seguiréis insistiendo en hacerla feliz -dijo Antonio.

-Yo bien lo quisiera, pero.....

-¿Qué obstáculos se oponen a ello? -preguntó Alina.

-El más inesperado -respondió el conde.

-¿Y es?.... -repuso respetuosa pero vivamente Antonio.

-La negativa de Carlos.

-Se niega el señor vizconde a cumplir su palabra?

-Sí, Alina; se niega.

-¿Qué motivos alega para tal proceder? -dijo Antonio.

-Se los calla, pero sostiene que le es imposible, por más que ese fuera su deseo, el dar su mano a Luisa.

-¿Eso dice?

-Sí.

-Y vos, ¿qué decís?

-¿Qué queréis que diga ni haga yo, Alina? Sufrir y callar.

-Mandar es lo que debéis hacer, señor -repuso Antonio.

-Lo he hecho y se ha negado.

-Él dio su palabra y debe cumplirla; si no lo hace se le debe obligar.

-¡Obligarle! ¿Y cómo hago yo eso si él se obstina en desobedecerme?

Antonio estaba visiblemente agitado, sus ojos despedían chispas; Alina procuró calmarle temiendo que sobreexcitado como se hallaba cometiese alguna imprudencia.

-Veamos a Luisa, Antonio; sepamos lo que ella dice.

-No, yo no quiero verla; hacedlo vos.

-Así lo haré.

-Suplico al señor conde interponga su influencia, a fin de evitar una catástrofe entre el señor vizconde y mi humilde persona. Con vuestro permiso me retiro, procuraré veros hoy nuevamente, señora.

Antonio saludó y salió de aquel gabinete profundamente conmovido.

El conde, al verle marchar, cubrióse la frente con las manos, y exclamó con acento desesperado:

-¡Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo!

-Mientras alentéis -contestó Alina con profético acento.

-¡Por piedad, señora, tened compasión de mí!

-¡Piedad! ¿Acaso la tuvisteis vos de mí?

-No niego mi culpa.

-Vuestras culpas dijerais mejor, señor conde.

-Sí, mis culpas, razón tenéis; pero ¡ay! harto las expío.

-Dios es justo.

-Pero no cruel.

-¿Acaso creéis que es crueldad la que sobre vos ejerce?

-Lo que creo es que mi vida no es vida; que los acontecimientos en mi contra se suceden unos a otros con tal rapidez, que hacen imposible que goce ni un solo minuto de bienhechora calma.

-¿Acaso os figuráis que vuestras víctimas gozan ni han gozado del menor consuelo, a contar desde el instante en que os conocieron?

-Yo.....

-Vos sois un egoísta; tanto, que sólo os acordáis de vuestros actuales sufrimientos, sin tener en cuenta los que sufren los otros por culpa vuestra. Vos no habéis sufrido ni es posible que fuerais lo que yo, y sin embargo, no me quejo de la justicia divina, y eso que entre nosotros dos media la diferencia del verdugo a la víctima; bien lo sabéis.

-Es cierto -contestó el conde con voz ahogada.

-No es esta ocasión de recordaros vuestros crímenes, ni yo he venido a eso. ¿Tenéis inconveniente en que vea a Luisa?

-Ninguno, señora.

-Pues os suplico que me conduzcáis a su presencia.

-Aguardad un instante.

El conde tiró del llamador, y acto continuo apareció un criado.

-¿Sabéis -le dijo el conde- si está sola en el gabinete que se le ha destinado, la joven forastera?

-Hace ya bastante rato que entró en él la señorita.

-Está bien; retiraos.

El criado obedeció.

-¿Queréis verla al instante?

-Sí -respondió Alina.

-Venid, pues.

Capítulo II. Una alianza femenina

Razón tenía el criado del conde al asegurar que hacía ya largo rato que María se hallaba en el gabinete de Luisa.

Las dos jóvenes habían simpatizado desde el primer momento en que se vieron; María era muy buena, y desde que tuvo conocimiento del motivo que produjo el accidente de Luisa, comenzó a sentir afecto hacia aquella joven a la cual no conocía, pero cuyos sinsabores sabía comprender.

No se separó de su lado en tanto estuvo privada del sentido, y cuando Luisa volvió a la vida se halló a su lado a una hermosa joven desconocida, pero de rostro angelical.

María dijo a la joven enferma quién era, y le aseguró que se interesaba por ella.

En breve ambas joven es no tuvieron secretos una para otra.

Estaban reunidas la mayor parte del día.

María, después que el vizconde del Juncal salió del gabinete del conde en dirección al palacio de Floridablanca, pidió permiso a su padre para retirarse, y obtenido éste, la joven salió de aquel aposento y se dirigió al que ocupaba Luisa, a la que encontró anegada en lágrimas.

-¿Qué es eso, amiga mía? ¿Qué tenéis?

Luisa, sin dejar de verter lágrimas, contestó con seguro acento:

-¿Qué queréis que tenga, sino dolores que llorar?

-No me gusta que os entreguéis de ese modo a la desesperación.

-¿Y qué hacer en el estado en que me hallo?

-Esperar.

-Mejor dijerais, desesperar.

-Eso nunca debe hacerlo un alma cristiana.

-¿Y cómo puedo yo hallar alivio a mi quebranto, si el único que hacerlo puede se niega a ello? ¿Qué será ya de mí en el mundo?

-¿No tenéis en mí una hermana cariñosa?

-Angelical. ¿Creéis que a no ser por vos me hubiera detenido ni un solo instante más en esta casa, desde el momento en que recobré el sentido?. Por vos, sólo por vos he permanecido en ella.

-Y habéis hecho lo que debíais.

-Sin embargo, estoy determinada a. abandonarla para siempre.

-¡Ah! No, vos no haréis eso, amiga mía -dijo María profundamente conmovida.

-Sí, lo haré; y sólo por veros me he detenido.

-¿En tan poco tenéis mi amistad y mi cariño?

-Ambas cosas aprecio en lo mucho que valen, pero mi propia dignidad hacen imposible mi permanencia por más tiempo en la casa que es propiedad de mi seductor.

-Aún no, querida Luisa; esta casa es de mi padre.

-Viene a ser lo mismo.

-¡Oh! perdonad, hay alguna diferencia.

La conversación fue interrumpida por la presencia de la doncella que anunció al conde y a Alina.

-¡Querida Luisa! -dijo Alina al entrar precipitándose en sus brazos.

-Vos, ¿vos aquí, señora? -exclamó Luisa estrechando en su seno el de su protectora.

-Me retiro, señora; os dejo juntas a las tres y estad seguras de que de antemano apruebo lo que resolváis.

El conde se inclinó y abandonó el aposento.

-Alina, he aquí la protectora de quien os he hablado; ésta -dijo señalando a María- es la hija del señor conde y bien puedo aseguraros que ha sido, desde que estoy en esta casa, mi ángel bueno.

Las dos personas aludidas se saludaron cortés y afablemente.

-Celebro en el alma que tan a buen tiempo hayáis llegado, señora -dijo María.

-¿A buen tiempo? -replicó Alina.

-Sí, porque espero que me ayudéis a convencer a mi rebelde amiga.

-¿De qué se trata, pues?

-Quiere abandonarme.

La pobre Luisa no cesaba de llorar por más que hacia esfuerzos para evitarlo.

-Luisa -respondió Alina- debéis reflexionar antes de decidiros a nada.

-¡Reflexionar! -replicó la afligida joven .

-Sí, ante todo, hija mía, es preciso no entregarse a la desesperación.

-Eso es precisamente lo que yo le aconsejo.

-¿Cómo pretendéis que en mi estado actual me pare en reflexionar, ni cómo es posible que deje de abandonarme a la pena que me devora? ¿Creéis que es fácil olvidar al hombre que se ama y que nos ha hecho infeliz? ¿Es natural que no se desespere la mujer que se ve rechazada por el mismo que juró amarla eternamente?

-¿Rechazada?

-Sí, Alina, sí; rechazada o despreciada.

-No digáis eso, Luisa.

-¿Acaso en mi misma presencia no rechazó mi mano?

-Yo sé bien que mi hermano no os desprecia.

-Los hechos vienen a probar lo contrario -dijo Luisa.

-Pues yo os aseguro que Carlos os ama.

-Así me lo había jurado, pero ya cayó, aunque tarde, la venda que cubría mis ojos.

-Luisa, yo veré a don Carlos y sabremos definitivamente, a qué atenernos.

-No, Alina, no; si hasta hoy he sido bastante débil para suplicar, en adelante quiero ser bastante fuerte para sufrir.

-No se trata aquí de súplicas, sino de imposiciones.

-¿Y creéis que yo podría aceptar la mano de un hombre que me la ofreciera con repugnancia? Nunca, nunca.

-Así y todo, debéis admitirlo.

-¡Oh! jamás.

-Luisa -repuso Alina gravemente- no se trata aquí de vos, se trata de algo más sagrado, de algo que únicamente os puede devolver el vizconde; de vuestro honor.

Luisa inclinó hacia el suelo su hermosa y pálida frente.

Alina continuó:

-Comprendo el gran esfuerzo, el sacrificio que debe imponerse la mujer que se vea obligada a desposarse con un hombre a quien ama, y del que no es amada; pero todo eso y mucho más debe hacer aquella que estima en lo que vale el inmaculado tesoro de su honra, cuando ésta ha sido torpemente profanada por el mismo de quien se exige la debida reparación. Cumpla don Carlos como debe, dejad a cubierto vuestro honor, y sepárese en buen hora de vuestro lado, que no han de faltaros corazones amigos que os atiendan en vuestra soledad.

-Dice muy bien esta dama, además que os repito, amiga mía, que Carlos, lejos de despreciaros, tendría a gran dicha el unirse a vos.

-¿Cómo, pues, se explica tal contradicción en su modo de proceder?

-Esto es lo que yo no sé, señora; pero puedo aseguraros que él jura y perjura que ama a Luisa, pero que un sagrado juramento se opone a la mutua felicidad de ambos.

-Eso es incomprensible.

-Inverosímil decid más bien -añadió Luisa.

-Todo lo que queráis; pero Carlos no miente en esto, estoy segura de ello.

-Hay, pues, que averiguar cuál pueda ser el motivo que lo impide proceder cual debe hacerlo.

-Eso es lo que yo trataba de descubrir.

-Y hay que averiguarlo forzosamente.

-Contad desde luego con mi ayuda.

-Con ella cuento.

-Es menester lograr hacer feliz a mi reciente, pero querida amiga.

-¿Cómo pagaros a ambas el interés que os inspiro?

-A mí, amándome mucho -dijo María imprimiendo sus labios en la frente de Luisa.

-Y a mí, dejándoos guiar por nuestros leales consejos.

-Sea lo que queráis, pero aunque os lo agradezco, creo, serán inútiles vuestros esfuerzos; mi causa está perdida.

-No lo miro yo así -replicó María.

-Ni yo tampoco; tenéis en vuestro apoyo la razón.

-De poco vale esta cuando se hace caso omiso de ella.

-Por encima de los hombres está Dios, y él vela por los desgraciados.

-Bajo su égida me acojo.

-Hacedlo así, y procurad tranquilizar vuestro abatido espíritu.

-Lo intentaré, aunque juzgo difícil conseguirlo.

-María, a vos os la confío; me ausento, pero no he de tardar en volver a poner en vuestro conocimiento lo que sea necesario hacer, a fin de salir victoriosas en esta lucha.

-Marchad tranquila, que yo no he de abandonar a mi desolada amiga.

Capítulo III. El vizconde del Juncal explora el terreno

-Mucho siento, señor vizconde, el que no os sea posible hablar en este momento con el señor ministro vuestro tío.

-¿Pues y eso, señor Gil Pérez? -preguntó altamente sorprendido el vizconde del Juncal, pues él era el que hablaba con el secretario.

-El señor conde está en este momento tratando graves asuntos de Estado, y ha prohibido en absoluto el que nadie entre a molestarle.

-¿Podrá alcanzarme también a mí esa orden?

-Sé lo que el señor marqués os estima, conozco la satisfacción que le produce el veros, pero me hallo en el caso de aseguraros que a vivir su padre, tampoco le recibiera el ministro en su despacho en este momento.

-En ese caso no habrá mas remedio que esperar a mañana, a menos que acontezca lo mismo que hoy.

-Eso no es fácil.

-Creed que lo siento; pero ya que no puedo pasar por otro camino, esperaré.

-Si fuera cosa que yo pudiese hacer, lo haría con gusto.

-Él exclusivamente es el que puede servirme en lo que necesito alcanzar.

-Dadlo por hecho.

-¡Quién sabe!

-Siendo cosa vuestra, con seguridad.

El vizconde se propuso, sin dar a conocer el motivo que allí le conducía, averiguar en qué estado se hallaba la causa de don Luis.

-A lo que parece, vos en este momento no tenéis gran cosa que hacer, señor secretario.

-Así es la verdad y quizá haya de estarme un par de horas con los brazos cruzados.

-Váyase por cuando no os dejarán parar un momento.

-Así es la verdad, señor vizconde.

-Vaya, pues no viene mal de cuando en cuando un poco de descanso.

-Según y conforme.

-Pues ¿cómo así?

-Hay momentos en que el trabajo distrae y el descanso aburre.

-Lo comprendo, pero hay que convenir en que hay ciertos trabajos que han de seros harto penosos.

-No digo lo contrario.

-Por ejemplo ¿no habría de seros además de pesado triste, el tener que trabajar contra un amigo?

-Figuraos, señor vizconde, que me he hallado en ese caso más de una vez, y calculad lo que habré sufrido al tener que cumplir con mi obligación en semejantes casos.

-Y en tiempo como el actual, os halláis expuesto a cada momento a sufrir contrariedades de esa especie.

-No lo quiera Dios.

-Así os lo deseo.

-Y yo os lo agradezco; hartos disgustos me proporcionan los acontecimientos últimos.

-Pues ¿qué ocurre? digo, si es que puede saberse.

-¡Oh! No es ya ningún secreto; me refería al conde de Aranda.

-¿El encarnizado enemigo de mi tío?

-Justamente; ese buen conde y los suyos no nos dan un momento de sosiego.

-Ahora recuerdo que he oído hablar algo de conspiración,.¿hay algo?

-Algo se sospecha.

-Pues, o yo lo he soñado, o he oído citar hasta nombres.

-Bien pudiera ser; ¡se miente tanto!

-Sí; estoy seguro de haber oído citar algunos nombres, y entre ellos el de don Luis de Guevara.

Pérez palideció al oír pronunciar el nombre de don Luis, pero se repuso instantáneamente, y dijo con marcado aire de menosprecio:

-¡Bah!

-¿Qué significa esa exclamación?

-Don Luis es un botarate.

-Pero se asegura que está preso.

-Y en el castillo de Villaviciosa -con testó el secretario.

-Pues ¿qué ha hecho?

-Se dice que conspiraba.

-El demonio es el tal don Luis; ¿quién pudiera imaginarse que le diera por ahí? Lo que es yo lo creo porque lo veo.

-Bueno es que aprenda a ir viviendo.

El vizconde comprendió perfectamente que el secretario era un enemigo de don Luis.

-Mucho le llorarán algunas damas a quienes conozco.

-No veo que haya motivo para tanto.

-¡Oh! Las mujeres son exageradas, y sólo le faltaba a ese mozo el convertirse en terrible conspirador y estar encerrado y custodiado con gran vigilancia para ser el ídolo de las bellas.

-O para caer en ridículo.

-No lo creáis, amigo.

-Convengo en que seria interesante a estar considerado como un conspirador terrible cual le habéis pintado.

-¿Y no es así?

-¡Cá! Nada de eso -contestó sonriendo Gil Pérez.

-¿Pues no decís que está en Villaviciosa?

-Sí, pero calculad qué miedo se le tiene, cuando se le permite pasear por el castillo.

-¡Bah! Entonces no será grave su causa, ni serios los temores que inspire su evasión, según lo que acabáis de manifestarme.

-Pues claro está; se le ha puesto preso por lenguaraz.

-En ese caso es sólo un correctivo.

-Por eso os decía que lo que es esta vez no ha logrado hacerse héroe de novela el simpático don Luis.

-Capaz es de sentir que no le destierren.

-Pues no creo que estaría de más el que lo hicieran.

-¿Y por qué?

-Para enseñarle a vivir.

-Volvería luego con gran reputación, y entonces empeoraría en vez enmendarse.

-Eso pudiera ser fácil.

Convencido ya el vizconde de que la causa de don Luis no era grave, procuró dar por terminada la conversación; al efecto se levantó del sillón que ocupaba.

-¿Os vais ya, señor vizconde? -dijo Pérez poniéndose también de pie.

-Sí, es ya algo tarde y tengo alguna visita que hacer; os ruego que cuando podáis hagáis saber a mi tío que he venido, y que mañana volveré, porque me es indispensable hablarle.

-Quedará complacido el señor vizconde.

Saludáronse ambos personajes, y el vizconde se retiró.

-El tal don Luis tiene un mal enemigo en el secretario, y creo que en esta ocasión voy a dispensarle un gran servicio librándole de las manos del señor Gil Pérez.

Esto pensando, llegó el vizconde a su casa y entró en ella resuelto a escribir a María lo que le había ocurrido, y ofreciéndola no pasar a verla sin haber obtenido el perdón deseado.

Capítulo IV. En donde Antonio se alarma seriamente por la suerte de sus amigos

Antonio, desde la casa del conde de Lazán, se encaminó a la vivienda de Azucena. Apenas entró en ella, la gitana le salió al encuentro.

-Os estaba esperando.

-Pues aquí me tenéis -respondió el joven .

-Estáis agitado, convulso, ¿qué os sucede? -preguntó la gitana con afanoso cariño.

-Tantas y tales cosas, que no sé cómo tengo valor bastante a resistirlas.

-¡Válgame Dios, hombre!

-Vos podéis contribuir a calmar algún tanto mi agitación.

-Pues si en mí consiste, estad tranquilo.

-Deseo que me digáis una cosa.

-¿Respecto a los encargos hechos?

-Eso después.

-¿De qué se trata?

-De mi madre.

-¿De vuestra madre?

-Sí.

-¿Qué queréis saber?

-Su paradero. ¿Lo sabéis vos?

-Lo sé.

-Pues es preciso que me lo digáis.

-¿Qué pretendéis?

-Verla y hablarla.

-Eso no os será muy fácil.

-¿Por qué razón?

-Porque vuestra madre no sale nunca de su palacio, y no recibe en él a nadie absolutamente.

-Yo veré el modo de quebrar esa consigna.

-Difícil es que lo alcancéis.

-Nada hay difícil para un hijo que quiere ver a su madre.

-Quiera Dios que lo consigáis; yo anhelo vuestra felicidad.

-Así lo creo.

-De ello os he dado pruebas.

-Es verdad; en fin, dejemos ahora eso, que ya me indicaréis el sitio en que vive mi madre en tiempo oportuno. Ahora desearía saber si habéis adquirido alguna noticia respecto a los asuntos que lleva entre manos García.

-Os diré cuanto he sabido.

-Os escucho.

-Cautelosamente seguí los pasos a García, que se dirigió a casa de una cierta maja que se llama Paca.

-¿Paca?

-Ese es su nombre, según me han informado.

-Seguid.

-Desde ese sitio, mi hombre se dirigió a casa del marqués Adelfi, y cuando salió de allí encaminó sus pasos hacia el camino de Toledo y entró en la venta de un viejo, al que apellidan el tío Langosta.

-¿No os fue posible averiguar el motivo que a aquellos sitios le había llevado?

-No; lo único que he sabido es que la Paca y dos de sus amigas, una de las cuales se llama Lola la zapatera, han desaparecido, se ignora lo que ha sido de ellas.

-¡Lola! -exclamó Antonio que sabia por Vicente se llamaba así la mujer a quien el pintor amaba.

-¿Decís Lola?

-Sí, Lola la zapatera.

-No hay duda; aquí hay algún misterio que es preciso aclarar.

-¿Qué puede importaros todo eso?

-Siempre me importa evitar una infamia si es posible, y, o mucho me engaño, o en todo esto se está cometiendo una muy grande; además, habéis de saber que sospecho que esa Lola es la mujer a quien ama un amigo mío muy querido, y ahora recuerdo que el marqués Adelfi que acabáis de nombrar es enemigo de Vicente; no sé por qué, pero temo que se haya cometido una felonía.

-¿Os vais?

-Sí; voy en busca de Vicente.

-¿Olvidáis vuestras penas por las que suponéis en los de más?

-Sin olvidar las mías, me es dado procurar el alivio de las ajenas.

-¿Volveréis?

-Sin duda, puesto que habéis de decirme el sitio donde se halla el palacio de mi madre.

Sin añadir una sola palabra, Antonio se lanzó fuera de la casa de Azucena, y en cuanto se vio en la calle avivó el paso para llegar cuanto antes a la de su amigo Vicente.

El leal corazón de Antonio parecía gritarle que su amigo, o alguna persona de él querida, corría inminente riesgo, y estaba ansioso por acallar sus fatídicos presentimientos.

Al llegar a la puerta de la casa del pintor tropezó más bien que encontró a Pedro, criado de aquél.

-¿Ha salido tu amo? -preguntó Antonio al criado.

-¡Mi amo! desgraciadamente ha salido -respondió Pedro con acento lastimero.

-¿Qué quiere decir ese tono?

-¿Acaso ignoráis?....

-Cuando pregunto, claro está que ignoro.

-Pues mi pobre amo está preso.

-¡Preso!

-Ni más ni menos.

-¿Y por qué?

-Lo ignoro.

-Cuéntame los detalles que sepas.

-Muy pocos son.

-Sean los que quieran.

-Lo que únicamente sé es que un pobre viejo a quien mi amo favorecía de vez en cuando, vino a verme para darme la triste noticia de que mi amo estaba preso.

-¿Cómo lo supo él?

-Según me dijo, pasaba por cierta calle, cuyo nombre no recuerdo, era de noche y le llamó la atención el ver paradas a la puerta de una casa dos sillas de manos custodiadas por algunos alguaciles; haciéndose el distraído, el pobre hombre, se quedó con un palmo de boca abierta al reconocer en uno de los presos a don Vicente y en otro a su amigo Joselito.

-¡También Joselito!

-Así parece; según me dijo, eran tres los presos.

-¡Tres! ¿Quién era el otro?

-No lo conocía el viejo; mi amo y Joselito subieron a una silla de manos, y el otro a otra con el señor alcalde de casa y corte.

-¿Y a dónde los llevaron?

-Lo ignoro; pero las sillas no siguieron todas la misma dirección.

-¡Es particular!

-Aquella en que iba mi amo y el señor Joselito fue la que siguió el buen viejo, y según opina, se los llevaron a Toledo.

-¿A Toledo?

-Sí; porque éste fue el camino que tomaron los que conducían la silla; el anciano, en cuanto llegó al camino que a esa ciudad conduce, se volvió a Madrid porque juzgó locura seguir más adelante.

Antonio había escuchado con la mayor atención a Pedro; cuando el criado terminó su relato, repuso:

-Poco he de poder o he de aclarar este misterio.

-Haced algo por mi pobre amo.

-Descuidad, Pedro, que no he de descansar.

-¡Oh! si yo supiera dónde se halla, fuese como fuese iría a verle.

-Ya sé que le estimas.

-Desde que sé que está preso ni vivo ni descanso.

-Tranquilízate, que mucho será que yo no alcance a saber algo.

-Vos tenéis amigos y es fácil que algo podáis hacer en su favor.

-Lo intentaré por lo menos.

-Si a costa de mi libertad pudiera alcanzar la suya, no dudaría un momento en aceptar el cambio.

Pedro decía lo que sentía; era lo que puede llamarse un criado modelo.

-Sin necesidad de eso, veremos de librarle.

-Confío que me diréis lo que sepáis.

-Pierde cuidado, que yo procuraré enterarte. Adiós, Pedro.

-El cielo os guarde, señor Antonio.

Capítulo V. Don Ramón de la Cruz

-No hay duda -iba diciendo mentalmente Antonio- aquí hay algún misterio que es necesario esclarecer. ¡Presos Vicente y Joselito! ¿qué delitos pueden haber cometido? El pintor es un hombre incapaz de hacer daño a nadie, y el torero lo mismo; además es sumamente particular que también Lola haya desaparecido. ¿A quién me dirigiría yo?

Esto pensando levantó la cabeza, y cual si el cielo hubiese oído su exclamación, Antonio vio a cierta distancia de sí, entre un grupo de alegres joven es, el ya reputado poeta don Ramón de la Cruz.

Llegóse Antonio al susodicho grupo y saludó cortésmente.

-¿De dónde bueno y a estas horas, tan rebujado en la capa, pálido y cariacontecido sale mi buen amigo Antonio?-dijo el poeta.

-Vengo de dar un largo paseo.

-¿Se medita acaso una divina creación a la que vuestro cincel haya de dar vida?

-Que medito, es verdad, pero en nada divino, os lo aseguro; tiene mucho de humano lo que ahora me preocupa.

-¿Quién es ella? pregunto yo, como acaso lo haría si le fuera dado hallarse en mi lugar el ingenioso don Francisco de Quevedo.

-Ellos y ellas danzan en mis cavilaciones.

-Ese plural me asusta -dijo sonriendo don Ramón.

-Algo asustado ando yo con lo que pasa.

-En verdad que ahora me fijo en que habláis con un tono que comienza a alarmarme. ¿Qué os sucede, Antonio?

Don Ramón diciendo esto se apartó un tanto del grupo donde se hallaba.

Antonio, cuidando no ser oído de los demás joven es, dijo a don Ramón bajando la voz:

-Temo mucho que nuestro amigo Vicente y el buen Joselito hayan sido víctimas de una perfidia.

-¡Eh! ¿cómo es eso? -repuso seriamente el poeta.

-Creo que seria conveniente que nos alejáramos de aquí para poder hablar.

-Tenéis razón. Queridos amigos -dijo en alta voz y festivo tono a sus compañeros de reunión- el buen Antonio necesita de mi ayuda en este momento; no creáis que se trate de un lance de honor ni cosa por el estilo, sino simplemente de presentarme en cierta casa donde me asegura hallaré más de un tipo a quien copiar en mis desdichados sainetes.

-¡Magnifico! -exclamó uno.

-No desperdicies la ocasión.

-Y haz luego que con chispeante pluma nos des a conocer los descubrimientos que hagas.

-Así lo haré, descuida.

Antonio y el poeta se alejaron a buen paso del grupo de los alegres joven es.

-Vamos a ver, Antonio, ¿qué hay?

-¿Sabéis qué ha sido de Vicente?

-¿De Vicente?

-Sí, y de Joselito.

-Hace algunos días que no he visto a ninguno de los dos.

-Pues yo acabo de saber algo que a ellos se refiere.

-¿Qué les sucede?

-Están presos.

-¿Presos? -exclamó el poeta en el colmo de la admiración.

-Presos, amigo mío, presos.

-¿Estáis seguro de ello?

-Y tan seguro como estoy.

-¿Quién os lo ha dicho?

-Pedro.

-¿Pero por qué han sido presos?

Antonio refirió a don Ramón todo cuanto Pedro le había dicho.

-Cosa es que me sorprende cuanto me referís, amigo Antonio, pero hay quien es fácil pueda aclarar algo mis dudas; vamos, acompañadme.

-¿Adónde?

-A casa de Lola la zapatera.

-Nada lograréis con dar semejante paso.

-¿Y por qué?

-Porque tampoco hallaréis a Lola en su casa.

-¿Pues dónde está?

-Ella, y dos de sus amigas, han desaparecido, y creo que se ignora el sitio en dónde se hallan.

-El poeta no acertaba a dar crédito a lo que oía.

-¿Que han desaparecido?

-Así es la verdad. ¿Qué opináis de todo esto?

Don Ramón de la Cruz permaneció silencioso algunos momentos.

-Creo, amigo mío -dijo por fin- que aquí no se juega limpio.

-Lo mismo opino yo.

-Las majas indudablemente han sido víctimas de alguna felonía.

-Y mucho me equivoco o en todo esto danza el marqués Adelfi.

-Lo mismo creo yo, porque conozco como vos el hecho pasado, y más que vos, de lo que es capaz ese marquesito.

-Pues hay que hacer algo por el buen Vicente.

-Más que algo; hay que averiguar donde le tienen encerrado, hay que sacarlos a él y a Joselito de su prisión, hay que averiguar qué ha sido de las majas y procurar salvarlos, si es tiempo aún.

-Pues manos a la obra.

-Dejadme hacer a mi; esta noche procuraré averiguar algo que nos ilumine, y decidiremos lo que haya que hacer.

-Sea como vos decís.

-¿Me habéis dicho que fueron presos nuestros amigos, por la noche?

-Sí.

-¿Que salieron ambos de una misma casa?

-En compañía de otro.

-¿Que Joselito y Vicente subieron a una misma silla y escoltados convenientemente se les condujo hacia el camino de Toledo?

-Así me lo ha referido Pedro.

-O mucho me engaño, amigo mío, o a nuestros amigos se les fue a prender a casa de una de las majas.

-¿Suponéis?

-Como estoy tan acostumbrado a combinar argumentos, no me es del todo difícil adivinar, sacando lógicas deducciones, el enredo de una trama sin conocer más que parte de la obra. Joselito y Vicente seguramente se hallaban, como os lo he dicho, en casa de alguna de las majas. ¡Ah! -dijo pegándose una palmada en la frente- ya sé quién es el otro preso.

-¿Que lo sabéis?

-Estoy seguro.

-¿Pero cómo habéis podido?....

-Las deducciones, Antonio, las deducciones.

-No os comprendo.

-Atendedme: las majas son tres íntimas amigas; Vicente es el galán de Lola, Joselito de Concha y don Luis de Guevara de Paca; no me cabe duda, don Luis es el incógnito prisionero. ¿Vais comprendiendo?

-Sí -dijo Antonio admirado de la perspicacia del poeta.

-¿Pedro no os ha precisado el nombre de la calle donde tuvo lugar la ocurrencia?

-No.

-¡Qué lástima! Sin embargo, nada hay perdido; todo se reduce a que nos dirijamos a las tres casas, a una en pos de la otra.

-Vamos allá.

-Esperad.

-¿Habéis pensado en otra cosa?

-No, pero a fin de no andar en vano, bueno es que calculemos a cuál de las casas hemos de dirigirnos primero.

El poeta pareció reflexionar algunos momentos; de pronto, dijo:

-Hay que ir primero a casa de Paca.

-¿Por qué dais a esa la preferencia?

-Paca tiene ausente a su madre, pues según creo, está en un pueblo cercano, a donde fue a restablecer su quebrantada salud. Paca es el ídolo de Lola y Concha, y hallándose sola, caso de que sea verdadera mi primera apreciación, esto es, que hayan sido presos nuestros amigos en casa de una de ellas, desde luego puede asegurarse que el acontecimiento tuvo lugar en la morada de la maja que os he indicado.

-¿Y cómo podremos averiguarlo?

-Facilísimamente: en la misma calle hay cierta barbería cuyo dueño tiene muy suelta la lengua; si ha ocurrido o no el lance, él debe saberlo; el tal barbero suele charlar conmigo de lo lindo cuando me ve, y como es hombre de chispa, me agrada oírle. Vamos allá y el buen Bartolillo nos sacará de dudas sobre el particular.

-Vamos pues.

-Andando.

-Bien venido sea el festivo poeta don Ramón de la Cruz a esta humilde casa.

-No me agradezcas, amigo Bartolillo, la visita, porque es interesada.

-¿En qué puedo serviros?

-No se trata de eso; pero este amigo mío y yo, hemos andado mucho esta noche, teníamos algo que hacer por estos barrios, y concluida nuestra comisión, he decidido entrar en tu casa para tomar en ella un poco de reposo.

-Alégrame en el alma tal determinación.

-¡Aja, ja! -dijo el poeta arrellanándose en un sillón de baqueta- perfectamente, aquí se está bien y abrigado.

Antonio tomó asiento en el otro sillón.

-Verdaderamente está fría la noche.

-Y a propósito para pasar una hora agradable oyendo narrar algún cuentecillo de aquellos que el buen Bartolillo cuenta con tanto primor; habéis de saber, amigo Antonio, que el maestro aquí presente es un gran cuentista.

Bartolillo hubiera dado una oreja porque alguno de sus habituales tertulianos hubiere oído elogio tal a él dirigido por el insigne poeta don Ramón de la Cruz. A falta de oyentes, se contentó con lanzar un profundo suspiro de satisfacción y contestó dándose cierto tono:

-No merezco yo tanto.

-Vaya si lo mereces, y aun algo más, porque tu verdadero mérito consiste en que tus narraciones, casi todas son puramente hijas de tu fantasía.

-Así es la verdad.

-Y debo advertiros, Antonio, que cuantos sucesos ocurren en este barrio, Bartolillo los sabe y los cuenta adornándolos maravillosamente. ¿Con que no se miente nada por estos contornos? ¿No hay ninguna historieta que relatar?

-Eso nunca falta.

-¡Pues, ea! Echa por esa boca; venga el cuento.

-¿Preferís cuento o historia?

-Hombre, si hay historia, venga la historia.

-Vaya si hay historia, y curiosa.

-¿De amores?

-De todo hay.

-Cuenta pues; con eso puede que halle yo en tu narración algún tipo del que echar mano cuando me convenga. ¿Entran en ella muchos personajes?

-Varios, y alguno conocido vuestro.

El poeta y Antonio cruzaron entre sí una mirada de inteligencia.

-¿Que yo conozco?

-Ya lo creo; tanto que temo os sea más conocido que a mí el relato.

-Has logrado picar mi curiosidad, ¿de quién se trata?

-De la sal de este barrio, de una de las maravillas de Madrid; de la maja Paca.

-¡Paca! ¿Pues qué la ha ocurrido?

-Os diré cuanto sepa.

-Empieza pues.

-Antes de ayer, a tiempo que me disponía a cerrar mi tienda, con gran sorpresa mía veo que se inunda la calle de golillas, y mi sorpresa subió de punto al observar que traían dos literas de mano y que hicieron alto con ellas junto a, la puerta de la casa en que vive Paca; la noche estaba oscura como boca de lobo; picóse mi curiosidad y me puse en observación de modo que no pudiera ser visto por los ministriles, de cuyas afiladas uñas el Señor me libre.

-Amén -repuso el poeta.

-El jefe de aquella negra manada, entróse con cuatro o cinco de sus satélites en el portal de la casa susodicho, y a poco rato volvieron a salir, por supuesto con su correspondiente presa.

-¡Hola!

-Sí señor; los golillas custodiaban a tres hombres; encerraron a dos de ellos en una silla, y en la otra al otro, y después de una breve pausa, desaparecieron por distintas calles, lo cual me prueba que los presos no iban al mismo encierro.

-¿Y después?

-Nada más; al siguiente día pude averiguar que un cierto viejecillo vecino de la maja, se llevó a ésta no se sabe donde y lo más sorprendente es que ese mismo viejo se llevó ayer a otras (los majas amigas de Paca, y a estas horas ninguna de ellas ha vuelto a parecer.

-¿Y quién era ese viejo? ¿cómo se llama?

-No sé más sino que le llamaban don Tadeo, y que al parecer era muy amigo de los novios de las majas.

-Verdaderamente es curiosa la historieta, y será cosa de que procures contarme el desenlace cuando nos volvamos a ver.

-Procuraré hacerlo así .

-Ea! pues, Bartolillo; hasta otra.

-¡Qué! ¿ya os vais?

-Hemos descansado lo muy bastante, y nos has entretenido admirablemente; pero ya es tarde y yo tengo qué hacer.

-¿Algún sainetillo? -preguntó riéndose el barbero.

-Mucho me temo tener que trabajar en un drama -dijo de cierto modo don Ramón.

-A mí me agradan mucho más los sainetes.

-Por lo demás suelen tener un final alegre.

-Justo; por eso me agradan tanto.

-Veremos; ya te diré cuando nos veamos, si he encontrado trama para el sainete o argumento para un drama. Ea!

-Buenas noches -repitió maquinalmente Antonio.

-Salud y hasta la vista -dijo Bartolillo.

Los dos amigos salieron de la barbería y se alejaron de ella a buen paso.

-¿Qué os dije yo?

-Habéis acertado en todo.

-Sí, porque ya habéis visto que Bartolillo no se ha hecho de rogar.

-¿Qué hacemos?

Lo primero averiguar en qué cárcel se hallan nuestros amigos; ahora separémonos; yo voy donde quizá alcance alguna noticia.

-¿Cuándo hemos de vernos?

-Mañana.

-Dónde y a qué hora?

-A las diez de la mañana, y en la puerta del Sol.

-No faltaré; adiós.

-Adiós.

Ambos amigos se separaron, tomando cada cual dirección distinta.

Capítulo VI. Don Ramón de la Cruz se decide a visitar a Floridablanca

A la hora convenida, se hallaron en el punto anteriormente destinado, don Ramón de la Cruz y Antonio. El primero, fue el último en llegar al sitio de la cita.

Antonio, así que se juntó al poeta, le dijo:

-¿Qué hay?

-Poca cosa.

-¿No habéis podido adquirir noticias acerca del sitio en que se hallan nuestros amigos?

-He averiguado que don Luis se halla preso en el castillo de Villaviciosa.

-¿De manera, que respecto a Vicente y Joselito?

-Nada he podido inquirir.

-¿Y respecto a las majas?

-Nada sé.

-¿Qué hacemos pues?

-Hace ya bastantes horas que me dirijo a mí mismo la pregunta que acabáis de hacerme, y hasta el presente, nada he podido contestarme.

-Lo peor del caso es, que se me figura que las majas corren inminente peligro, y sin más antecedente que el que sabéis, me atrevería a acusar de lo que las pueda acontecer, al marqués Adelfi.

-Tengo un dato, al parecer insignificante, pero que da gran peso a esa sospecha.

-¿Cuál es?

-El marqués, y su buen amigo el barón del Pinar, hace dos días que no se dejan ver apenas en parte alguna, y en ellos, que suelen estar de sobra en todas partes, se me hace extraño, pero muy extraño.

-¡Que no pudiera yo hallar un medio para poder descubrir este misterio! Daría cualquier cosa por conseguirlo.

-Calma, calma, amigo Antonio; todo se andará.

-Pero el tiempo pasa, y ¡quién sabe si antes de poco llegaremos tarde!

-Quizás lo sea ahora ya, si son ciertas nuestras suposiciones.

-Me ocurre una idea.

-Sepamos.

-El camino más corto para averiguar el paradero de nuestros dos amigos, es irse en derechura a hablar con el primer ministro.

-Todo consiste en que él lo sepa y quiera decirlo.

-Si están efectivamente presos, el marqués de Floridablanca no debe ignorarlo.

-Así debe ser.

-Dicen que el primer ministro os aprecia mucho.

-Por lo menos se ríe mucho con mis sainetes.

-¡Oh! yo no pongo en duda que os atenderá si a él acudís.

-¡Quién sabe!

-Probadlo. ¿Qué tiene de particular que un amigo se interese por la suerte de otro y trate de averiguar su paradero?

-La verdad es que no tiene de particular.

-Pues entonces, ¿a qué devanarnos los sesos? Vamos a ver al ministro.

-¡Demonio! Sois muy súbito.

-Es que creo no es cosa de perder tiempo.

-No se pierde el tiempo cuando se reflexiona.

-A veces, sí.

-Será como vos queráis, pero yo opino lo contrario, y la prueba de ello es que revolviendo mi magin he encontrado la manera de que nos presentemos al ministro, escudados con la protección de persona a quien él pueda tener más cariño que el que a mí me profesa.

-Y esa persona.....

-Es el señor vizconde del Juncal.

-¿Creéis que accederá?....

-¿A qué? ¿A acompañarnos? Desde luego.

-Pues, cuando gustéis.

-Vamos allá; ésta es hora en que creo hallaremos aún al vizconde en su casa.

-Efectivamente, me parece muy acertado el paso que vamos a dar.

-Al fin convendréis conmigo, en que es mucho mejor meditar las cosas; pero os suplico no aceleréis tanto el paso, porque me hacéis sacar los bofes, como se dice vulgarmente.

-Perdonad; pero es tal mi impaciencia que.....

-No es menor la mía, que quiero yo mucho a Vicente y a Joselito, y estimo en lo que valen las buenas prendas que adornan a las majas; sin embargo, no me es dado apresurar tanto el paso como deseara, y habéis de acomodar el vuestro al mío si queréis que no reviente.

-Líbrenos Dios de semejante catástrofe.

-No diría otro tanto algún escritorzuelo que yo me sé.

-Mucho puede la envidia.

-Como que es prima hermana de la soberbia, y una y otra hijas legítimas de la ignorancia.

-Si tenéis envidiosos, no os faltan admiradores.

-¡Ay, amigo mío! Aunque soy muy joven aún, voy creyendo que los segundos pueden menos que los primeros.

-No tenéis vos razón para decir eso.

-Al tiempo, Antonio, al tiempo. ¡Admiradores! -dijo el poeta con amarga ironía- ¿qué queréis que me sea dado esperar de ellos, a mi, pobre pigmeo, cuando aquel coloso que se llamó Cervantes murió poco menos que olvidado?

-¿Creéis que pasará hoy lo mismo que sucedió entonces?

-Exactamente igual o quizá peor; dejémonos de filosofías, puesto que hemos llegado ya a casa del señor vizconde.

El poeta se entró de rondón en el portal y Antonio le siguió.

-¿Está en casa el señor vizconde?

-Está -contestó cortés pero lacónicamente un criado.

-Hacedme pues la merced de anunciar a don Ramón de la Cruz y a un amigo suyo.

-Al instante.

-A juzgar por el criado, espero un buen recibimiento por parte del señor -dijo Antonio apenas quedaron solos.

-¡Oh! estad tranquilo; el vizconde es todo un caballero; bien hacéis en sacar consecuencias como la que acabáis de hacer; no lo dudéis, el ejemplo del amo sirve de mucho a los criados; así podréis observar comúnmente, que en la casa donde impera un señor vano y orgulloso, son los criados groseros hasta la exageración, y en cambio, éstos suelen ser corteses y hasta amables cuando dependen de persona afable y cariñosa.

-El señor vizconde tiene mucho gusto en recibir a los señores, y cuando gusten pueden pasar -dijo el criado al aparecer de nuevo.

-Tened la bondad de guiarnos.

Pocos segundos después el poeta y Antonio se hallaban en presencia del vizconde, que se apresuró a alargar su mano a don Ramón.

-Sea muy bien venido a esta casa mi querido amigo don Ramón de la Cruz, y quien le acompaña.

-Bien hallado sea el excelente caballero a quien vengo a saludar.

Don Ramón se apresuró a presentar al vizconde a su amigo Antonio, y después de esta corta ceremonia, dijo:

-Venimos a pediros un señalado servicio.

-Hasta donde yo alcance podéis contar conmigo.

-Siempre he confiado en vuestra bondad.

-Ante todo, tomad asiento.

Los dos amigos se sentaron junto al vizconde.

Éste continuó:

-Esto es; ahora sepamos de qué se trata y en qué puedo seros útil.

-Se trata de suplicaros tengáis la amabilidad de acompañarnos a la presencia de vuestro tío el señor marqués de Floridablanca, al cual hemos de hacer cierta petición, aunque sencilla, de gran interés para nosotros.

-He aquí una de esas casualidades de que vosotros los poetas hacéis tanto uso.

-¿Cómo? -preguntó admirado don Ramón.

-¿No es una casualidad que me pidáis os acompañe al sitio donde precisamente iba a dirigirme en breve?

-En efecto, bien merece ese nombre -repuso el poeta.

-Así es, pues; daos por satisfechos, porque por lo que hace a mí, os acompañaré con sumo gusto a la presencia de mi amado pariente.

-Gracias mil.

-¡Bah! no merece la pena. ¿Os parece bien que nos dirijamos allá?

-Cuanto antes mejor.

-Servíos aguardarme un instante; no tardo en salir.

El vizconde se retiró.

-¿Qué os ha parecido?

-Una bellísima persona.

-Tiene un corazón de oro.

-Bien se le conoce.

-Cada vez estoy más contento de haber dado este paso; ahora ya no dudo que sabremos a qué atenernos respecto a nuestros amigos dentro de breves instantes.

-Quiéralo Dios.

-Y como el buen marqués esté de humor, le hablaré de las majas, de su extraña desaparición y.....

-¿De nuestras sospechas?

-También.

-No vayáis a comprometeros.

-Descuidad, que si yo me lanzo, no es fácil que resbale.

-No dudo de vuestro ingenio.

-Llamadle mi prudencia, y será mejor.

-Uno y otro poseéis.

-Soy pues más rico de lo que me figuraba -dijo sonriéndose el poeta, y continuó diciendo:

-¿Habéis hablado alguna vez con el ministro?

-Jamás.

-Dentro de poco no podréis decir lo mismo.

-Claro está -contestó Antonio sonriéndose a su vez.

-Ya tenemos aquí de nuevo al vizconde.

-Cuando gustéis, señores, estoy a vuestras órdenes.

-Vamos pues.

-¡En marcha!

El vizconde, el poeta y Antonio, salieron a la calle y se dirigieron al despacho del señor marqués de Floridablanca.

-¡Señor Gil Pérez! -dijo el vizconde entrando en el gabinete del despacho.

-¡Oh! señor vizconde, sed bien venido; vuestro señor tío os espera.

-Pues con vuestro permiso voy a verle; seguidme, amigos míos.

Don Ramón y Antonio siguieron al vizconde, y con él penetraron en el despacho del primer ministro.

-El secretario, apenas aquéllos se alejaron, exclamó:

-¡Calle! ¿Qué pretenderán pedirle al ministro don Ramón de la Cruz y Antonio el escultor?

La presencia de los nombrados personajes parece que no fue muy del gusto del señor secretario.

Capítulo VII. Floridablanca firma la orden de poner en libertad a don Luis

-¡Adelante, querido sobrino! ¡Oh! -exclamó el ministro al ver al poeta. -¿Está aquí también el ingenioso poeta don Ramón de la Cruz?

Floridablanca miró después a Antonio con alguna sorpresa; el vizconde se apresuró a decir:

-Este joven es un amigo que en compañía de nuestro querido poeta viene a solicitar no sé qué gracia de mi querido tío, al que también yo vengo a molestar pidiéndole algo.

-Pudiera llamarse, por lo que veo la vuestra, una sociedad para pedir en comandita -dijo sonriendo bondadosamente el señor marqués.

-Así es, querido tío.

-De modo, señor sobrino, que vuestra visita es interesada.

-No puedo negarlo.

-Den comienzo, pues, las peticiones, y veremos a ver lo que a ellas se puede contestar; tú llevas la palabra; sé tú el primero.

-Vengo a solicitar del señor ministro el perdón de un preso.

El poeta y Antonio se admiraron de la similitud que con la de ellos tenia la petición del vizconde.

-Sepamos de quién se trata -dijo Floridablanca.

-De un conspirador -contestó tranquilamente el vizconde.

-¡Hola! Nada menos que un conspirador! ¿Quién es?

-Don Luis de Guevara.

El poeta miró a Antonio, y apenas pudo contener una exclamación de sorpresa. Floridablanca se sonrió y dijo a su sobrino con amable acento:

-¿Es decir, señor sobrino, que venís a solicitar el indulto de un enemigo de vuestro tío?

-Hablando con sinceridad, no puedo creer que don Luis sea lo que se llama un verdadero enemigo, y aun añadiré que me ha sorprendido, y no poco, saber que se entrometa en asuntos políticos. De todos modos, si mi petición puede molestaros, la retiro en el acto.

-¡Molestarme! Nada de eso. Tengo para mí que el joven don Luis es más loco que culpable, y con los días que lleva de arresto, ha purgado ya muy suficientemente la falta que haya podido cometer.

-Es decir.....

-Que desde luego quedas complacido, querido sobrino.

-Gracias, infinitas gracias os doy por ello.

-No tienes que dármelas, porque me es mucho más grato firmar un perdón que ordenar un castigo. Sepamos ahora lo que desea el discreto don Ramón de la Cruz y su joven amigo.

-Señor, nosotros deseamos saber el paradero de dos amigos a quienes hace cuatro días se ha encarcelado sin que nos haya sido posible averiguar a qué cárcel hayan sido conducidos.

-¿Quiénes son esos amigos?

-El pintor don Vicente González, y Joselito, el torero.

-¿Estáis seguro, don Ramón, de que han sido reducidos a prisión?

El poeta contó con todos sus detalles el caso, tal como a él se lo había n referido, sin omitir la desaparición de las majas.

El marqués de Floridablanca escuchó con suma atención el relato, y terminado éste, contestó afablemente:

-No tengo conocimiento de tales prisiones, y me llama la atención lo que me habéis referido respecto a las tres majas; presumo que la justicia no ha danzado en nada de esto, y sospecho que vuestros amigos y amigas han sido víctimas de alguna superchería indigna.

-Tal es también mi creencia.

-Pronto saldremos de dudas.

El ministro tiró de un llamador que cerca de sí tenia, y al instante se presentó un ujier.

-Decid al señor secretario que venga inmediatamente.

El ujier se retiró.

-Doy a vuestra excelencia las gracias por la molestia que se toma.

-Amigo don Ramón, cumplo con mi deber en este momento y nada más.

-Es verdaderamente raro cuanto habéis referido, amigo don Ramón; conozco a las personas que habéis nombrado y me interesa su suerte; creo, como mi tío y como vos, que pueden haber sido víctimas de alguna perfidia.

-Señor vizconde; no sé por qué, pero desde que supe la desaparición de las tres majas estoy sumamente inquieto; me atrevo a asegurar que han sido víctimas de algún libertino.

-Tranquilizaos, joven -dijo el ministro gravemente a Antonio. -Si es como suponéis, se pondrán todos los medios posibles por descubrir su paradero, y castigar a la persona o personas que resulten culpables.

-¿Hay permiso?

-Adelante, señor secretario.

Gil Pérez penetró en el despacho y saludó reverentemente al ministro.

-A vuestras órdenes, señor.

-¿Qué sabéis vos respecto a la prisión de don Vicente González el pintor, y Joselito el torero?

-Ignoraba que se hallasen presos.

-¿De manera que en la notificación diaria que se os hace, no consta el nombre de ninguno de esos sugetos?

-Estoy seguro de ello.

-Ya lo veis, señores; vuestros dos amigos no se hallan en manos de la justicia. Señor secretario, habéis de saber que los sugetos que os he nombrado fueron presos, al parecer, por agentes de la autoridad; por lo tanto, dictad las órdenes que creáis más oportunas a fin de poner en claro este asunto.

-Inmediatamente.

El secretario se inclinó, e hizo un movimiento para retirarse.

-Aguardad; extended una orden que yo firmaré, levantando el arresto de don Luis de Guevara.

El secretario palideció al oír tal mandato, mordióse el labio inferior, y contestó servilmente:

-Así lo haré.

-Id, y traédmela inmediatamente.

El secretario se retiró.

-Ya lo veis, señores, hago cuanto está en mi mano; pero bueno seria que por vuestra parte procuraseis indagar algo; sería muy conveniente tener algún indicio.

-No he de descansar yo hasta que consiga dar con la clave de este misterio, y casi me atrevería a señalar al autor de esta tenebrosa trama.

-¿Tenéis alguna sospecha según eso?

-Tengo casi la evidencia.

-¿Y respecto a quién, señor poeta?

-Respecto al marqués Adelfi.

-¡Adelfi!

El poeta contó en breves palabras lo que el lector ya conoce, respecto al primer rapto de Lola la Zapatera, organizado por el marqués Adelfi.

-Razón tenéis en sospechar del marqués, habiendo ocurrido ese lance, y voy por mi parte a dar orden de que se le sigan los pasos.

-Si vuestra excelencia quisiera poner a mi disposición alguna gente, yo me encargaría con gusto de esa misión.

-No tengo en ello ningún inconveniente.

Floridablanca escribió algunas líneas en un papel, firmó lo escrito, y se lo entregó al poeta.

-Tomad; he ahí una orden; tenéis a vuestra disposición a un oficial de guardias walonas y un pelotón de soldados.

-Entonces, o mucho me equivoco, o antes de veinticuatro horas pongo en claro este negocio.

-Mucho me alegraré que así sea.

-Señor, aquí está la orden -dijo el secretario penetrando de nuevo en el despacho con un papel escrito que entregó al ministro.

Éste le firmó acto continuo, y después se lo entregó al vizconde.

-Toma, vizconde, es la orden de libertad a favor de tu protegido. Señor secretario, no echéis en olvido mis encargos.

-Con vuestro permiso voy a dar las órdenes oportunas.

-Id, pues.

El secretario se inclinó respetuosamente y se retiró.

-No os detengáis, señores; conozco que os halláis impacientes por dar comienzo unos a sus investigaciones, y el otro por hacer uso del perdón que lleva en la mano.

Después de las consiguientes protestas de gratitud, el vizconde, el poeta y Antonio salieron del despacho del ministro.

Cuando estuvieron en la calle, dijo el poeta dirigiéndose al vizconde:

-Gracias por todo, amigo mío.

-Vos me tenéis siempre a vuestra disposición, y lo mismo vuestro joven amigo. ¿No tenéis más que mandar?

-Poco o nada valgo, pero tal cual soy me ofrezco con el corazón al señor vizconde.

-Señor vizconde, me convendría que don Luis, al llegar a Madrid, supiese que le es muy conveniente verse conmigo.

-Lo sabrá

-Gracias; os estimaré le hagáis indicar que me hallará en mi casa, o en ella se le dirá el sitio donde yo me halle.

-Perded cuidado; el hombre que pienso mandar a Villaviciosa dentro de breve rato, comunicará a don Luis lo que deseáis.

-Con vuestro permiso, pues, nos retiramos.

-¿Vais a dar comienzo a las investigaciones?

-Vamos a combinar el plan de ataque.

-Adiós, pues, y buena suerte.

El vizconde se separó de Antonio y el poeta, y se dirigió hacia su casa.

Por lo que hace a los dos joven es amigos, no llevaban rumbo fijo, y por lo tanto será cosa de seguirles los pasos si queremos averiguar a dónde van a parar.

Capítulo VIII. Donde se verá lo que concertaron hacer don Ramón de la Cruz y Antonio

-¡Ea, amigo Antonio! Hay que aguzar el magin, y como quiera que con el estómago vacío se suelen tener malos pensamientos, opino porque entremos en cualquier hospedería donde a la par que tomemos algún refrigerio, podamos discutir tranquilamente lo que haya que hacer. ¿Qué os parece?

-Como queráis.

-En ese caso poco tenemos que andar, pues al revolver la esquina encontraremos cuanto nos hace falta.

Los dos amigos, sin añadir una sola palabra, se encaminaron hacia la hospedería del León, que como había dicho muy bien el poeta, estaba poco distante del sitio en que hablan decidido acudir a ella.

Seguramente el poeta debía ser un buen parroquiano de la casa, porque apenas entró en el establecimiento se apresuró a saludarle gorro en mano un sugeto gordinflón, de redonda cara y colorados carrillos.

-¡Mi señor don Ramón de la Cruz! -dijo el barrigudo, quebrándose a puro hacer cortesías.

-El mismo que viste y calza, señor Benito; ante todo quiero un cuarto reservado donde mi amigo y yo podamos estar a nuestras anchuras.

-¿El gabinete verde?

-El color me es indiferente como el sitio sea retirado.

-Venid, pues.

Ambos amigos siguieron a Benito que los condujo a un pequeño gabinete, bastante bien arreglado, y que se hallaba colocado en uno de los extremos de la casa.

-¡Magnífico! -exclamó el poeta.

-¿Os agrada?

-Sí; ahora mándanos alguna cosa que mascar y una botella de Valdepeñas.

-Al instante.

El gordinflón, con una ligereza de la que nadie le hubiera creído capaz, giró sobre sus talones y desapareció.

-No habían trascurrido cinco minutos, cuando apareció un mozo y después de cubrir convenientemente con blanco y fino mantel la mesa que estaba en el centro del gabinete, colocó encima una fuente en la que humeaban sendas lonjas de jamón, un platito lleno de aceitunas sevillanas, una botella del vino que se había pedido, pan, cubiertos y cuchillos.

-¿Han menester algo más sus mercedes?

-Por ahora no; puedes marcharte, que ya llamaremos si algo se ofrece.

Apenas el mozo salió, Antonio se levantó del asiento que ocupaba, como para cerrar la puerta; el poeta le contuvo diciéndole:

-¿Qué vais a hacer?

-Cerrar la puerta.

-Nada de eso.

-Creo que seria conveniente que nadie pudiera oírnos.

-Por lo mismo no es prudente cerrar la puerta; desde aquí dominamos el largo corredor a cuyo extremo nos hallamos, y si algún indiscreto quiere enterarse de lo que no le importa, le veremos asomar a bastante distancia, y en ese caso haremos lo que nos convenga.

-Hay que convenir en que es mucho vuestro ingenio.

-La que es mucha, es mi prudencia, como ya os lo dije ayer.¡Ea! Introduzcamos algún lastre en el estómago.

Diciendo y haciendo, el poeta sirvió a Antonio una lonja de jamón, se apoderó él de otra, y sin detenerse más que el tiempo preciso, dio comienzo a la destructora obra, para la cual se hallaba en felices disposiciones.

-¡Aja, ja! -dijo después de haber apurado un sendo trago de vino.

-Este calorcillo resucita a un muerto; heme aquí dispuesto a discurrir, más que pudiera hacerlo el estudiante más endiablado.

Antonio, que al par que comía pensaba, dióse con la palma de la mano un golpe en la frente, exclamando:

-¡Eso es!

-¿Qué os pasa, amigo mío?

-¿Cómo demonio no se me ha ocurrido antes?

-¿Qué queríais que se os ocurriese con el estómago vacío?

Pero sepamos.....

-Atando cabos creo haber dado con el verdadero sitio en donde se hallan nuestros amigos.

-¡Oh! Eso seria una gran cosa; explicaos.

-Ayer fui a ver a cierta persona, y por ella supe la desaparición de las majas.

-¿Y bien?....

-La persona a quien me refiero estaba encargada por mí, de vigilar los pasos a cierto tunante.....

-¿Esas tenemos, amigo Antonio?

-Sí, me convenía averiguar cierta cosa que a su tiempo sabréis.

-Adelante.

-El tunante en cuestión, sin sospechar que era vigilado, estuvo al siguiente día de la desaparición de las majas, en casa de éstas, y de allí.....

-¿A dónde fue desde allí?

-A cierta venta que hay en el camino de Toledo.

-¡Camino de Toledo! -repitió pensativo el poeta.

-Justamente, y como recuerdo que Pedro me dijo que el anciano que siguió la silla en que iban encerrados Vicente y Joselito tomó ese camino, creo que nada tendría de particular, supuesto que nos consta que no había tal orden de prisión.....

-Eso es, eso es -repuso el poeta con seguro acento. -En esa venta hay gato encerrado; creo que habéis dado en el quid, amigo mío.

-Unid a esto, el que el tunante a quien yo había encargado se vigilase, lleva entre manos algún asunto en que danza el marqués Adelfi, porque me consta que ambos han tenido una entrevista.

-Nada, nada; la cosa está resuelta; hay que ir a esa venta.

-Vamos allá,

-Todavía no.

-¿Pues qué hemos de aguardar?

-Primero, a que sea de noche.

-¿De noche?

-Sí, amigo mío, sí; de noche todos los gatos son pardos.

-No os comprendo.

-Mirad; suponed que al oscurecer nos dirigimos a la susodicha venta y detrás nos siguen algunos soldados; entramos nosotros en el que suponemos sitio del peligro, los soldados se ocultan por los alrededores, y a una señal convenida de antemano, entran al asalto y no dejan títere con cabeza; si esta operación se lleva a cabo de día, los soldados pueden llamar la atención del ventero y ¿quién sabe lo que pudiera resultar?

-Tenéis razón.

-Además, juzgo muy conveniente que procuremos informarnos algo respecto a la clase de persona que sea el tal ventero; bueno es saber con quien hay que habérselas.

-Es cierto.

-También es muy prudente procurar indagar algo acerca del marqués Adelfi; esto es, poner los medios de saber qué es de él y dónde se mete.

-Yo cuidaré de ello.

-Y yo de lo otro.

-Convenido.

-Sobre todo, Antonio, mucha cautela.

-Perded cuidado.

-Bien, confío en ello.

-¿Dónde nos veremos?

-En esta misma casa a las cinco.

-Corriente.

-Apuremos el último trago.

-Sea.

-A que todo salga a medida de nuestros deseos.

Después de haber bebido, don Ramón llamó al mozo, éste compareció y el poeta satisfizo el gasto.

Una vez en la calle, despidiéronse los dos amigos y se separaron.

Don Ramón se dirigió de nuevo al despacho del primer ministro.

Antonio encaminó sus pasos hacia la morada del marqués Adelfi.

Capítulo IX. El tío Langosta recibe un susto regularcillo

-¿Hace mucho tiempo que esperáis? -preguntó el poeta a Antonio.

-Minutos solamente.

-Pues si no estáis muy cansado, emprendamos nuestra excursión, y por el camino hablaremos.

-Andando -dijo Antonio.

Y se lanzó a la calle.

-¿Dónde nos dirigimos?

-A la venta.

-¿Habéis adquirido algunos datos?

-Preciosos; ¿y vos?

-Nada he podido averiguar respecto al marqués; he procurado encontrar al bribón de García, porque estoy seguro de que él lo sabe todo, pero no he podido dar con él.

-Más afortunado yo que vos, he sabido que el ventero de quien sospechamos es un soberbio bribón, muy amigote de la gente de mal vivir; en una palabra, un viejo solapado capaz de todo.

-Bueno es saberlo. ¡Lástima que no tengamos el menor indicio del sitio donde puedan estar ocultas las majas!

-Después de adquirir las noticias que os he dicho, me encontré casualmente con el secretario del ministro; he tenido la feliz ocurrencia de pedirle su auxilio para dar con el escondite de las majas y se ha mostrado tan propicio en complacerme, que me ha ofrecido destacar un ejército de lebreles a la husma del nido que las oculta, ordenándoles que tan pronto como descubran algo lo pongan en mi conocimiento.

-¿Y si no os encuentran?

-Irán a mi casa, y me dejarán escrito en un papel lo que me conviene saber.

-Vamos, el señor secretario es todo un hombre.

-No podéis imaginaros el interés que demuestra por descubrir el paradero de las majas; cualquiera diría que una de ellas es su novia o su hermana.

-Más vale así.

-Ya lo creo, puesto que él dispone de elementos de que nosotros carecemos.

-¿Y los soldados?

-Estarán en el sitio convenido.

-¿Habéis hablado con el oficial?

-Sí, y es amigo mío; un joven de excelentes prendas.

-Entonces, mejor que mejor.

-Paréceme que el tío Langosta va a llevarse un susto regularcillo.

-¿Tenéis ya plan formado del modo cómo hayamos de entablar la cosa?

-Desde luego.

-Con tal que no nos engañemos en nuestras suposiciones.....

-En ese caso todo quedará reducido a hacer nuevas indagaciones.

-¿Supongo que me enteraréis del modo cómo pensáis proceder respecto al ventero?

-Prestadme atención; arrimaos más.

Don Ramón bajó tanto la voz, que no nos fue posible oír lo que comunicaba a su amigo, pero todo se reduce a tener un poco de paciencia, puesto que hemos de ver del modo que se gobierna para reducir a la obediencia al tío Langosta.

-¿Estáis enterado?

-Perfectamente.

-¿Y qué os parece?

-El mejor modo de salir de dudas cuanto antes.

-Sí, será cosa de pocos minutos.

-Aquella debe ser la venta.

-Indudablemente.

-Poco nos falta ya para llegar a ella.

Poco después entraban en casa del tío Langosta.

El ventero estaba dormitando detrás del viejo y grasiento mostrador.

Don Ramón y Antonio, así que entraron recorrieron con la vista el tenducho, y nada de particular observaron en él digno de llamar la atención.

-A ver, ventero -dijo el poeta levantando la voz -sacadnos una botella de Arganda y dos vasos, y traedlo todo a esta mesa.

-Voy en seguida a servir a sus mercedes refunfuñó el tío Langosta.

-Ligero, ligero, señor mío, porque tengo el estómago más frío que un carámbano y deseo hacerle entrar en calor.

-Aquí está lo pedido -dijo el viejo mirando al poeta, que era el que le había dirigido la palabra.

-¡Demonio! Hace aquí más frío que en mitad del camino, -repuso don Ramón llenando los vasos.

-Ya se ve -contestó el tío Langosta -sus mercedes no estarán acostumbrados a salir de su casa, que será muy abrigadita, y nada tiene de extraño que no se hallen muy a gusto por estos andurriales.

-Así es la verdad.

- Pus es claro; los probes no tenemos más remedio que acomodarnos del modo que podamos.

-¿Que tan poco produce esta venta?

-Poco menos que nada; gracias a alguno que otro arriero, que sino era cosa de morirse de hambre.

-Pues es extraño, porque la casa está colocada en muy buen sitio, y por este camino transita mucha gente.

-Lo que es aquí entra mu poca.

-¿Es decir que no se hace negocio? -preguntó el poeta que era el que llevaba la voz.

-Nenguno.

-¡Vaya! Entonces quizá pueda conveniros el que venimos a proponeros.

-El tío Langosta abrió cuanto le fue posible sus pequeños ojos y los fijó con sorpresa en el rostro de su interlocutor.

-¿Su merced me va a proponer un negocio?

-Sí; un negocio de faldas, ¿comprendes?

-Ni esto -dijo el ventero haciendo chocar el extremo de la uña de uno de sus pulgares con los pocos dientes que le quedaban.

-Vaya, viejo marrullero, ¿tan mal te vendría que un par de buenas mozas habitasen aquí unos cuantos días?

-¡Bah! Eso no es posible.

-¿Por qué, pagándolo bien?

-¡Chit! callad ahora, delante de esa gente.

El poeta se refería a un oficial de guardias walonas que acompañado de ocho soldados acababa de penetrar en la tienda.

El tío Langosta se inmutó ligeramente al verlos.

No pasó desapercibida a los ojos del poeta la mala impresión que la vista de los soldados había producido al ventero, y esta circunstancia le afirmó en la creencia de que en la venta había gato encerrado.

-¡Voto a mi nombre! Que oscuro está esto -exclamó el oficial al entrar.

-¿En qué puedo servir al señor oficial?

-Primeramente sacando algunas botellas para que los chicos -dijo señalando a sus soldados-se mojen las fauces con su contenido, después encendiendo una luz para que nos veamos los dedos, y finalmente despachando deprisa.

-Al momento.

-¿Dónde vais?

-A buscar lo pedido.

-Encended antes ese candil.

El tío Langosta obedeció sin replicar; el imperativo tono que usaba el oficial le aturdía.

-¡Buenas noches! -dijo tan pronto como ardió la llama del candil.

-Un par de vosotros id a ayudarle a trasportar esas botellas.

-No hay necesiá de que se molesten.

-Sois muy viejo y no os vendrá mal esa ayuda; si vais solo será cosa de que tengáis que hacer muchos caminos.

-Como gustéis -dijo el tío Langosta.

-Cerrad antes la puerta.

-¿La puerta?

-Sí.

-¿Y por qué?

-Porque entra por ella un vientecillo de todos los diablos; el que quiera entrar que llame.

-Ya; pero es el caso que mis parroquianos.....

-¡Vaya y qué reparón sois! cuando nos vayamos nosotros podréis tenerla abierta cuanto tiempo gustéis.

-Obedezco.

El tío Langosta se aproximó a la mesa donde estaban el poeta y Antonio y les dijo por lo bajo:

-¿Quieren sus mercedes quedarse o desean salir?

-Hemos de hablar luego contigo; nos quedamos.

-Como gusten sus mercedes -contestó.

Y después se dirigió a la puerta la cual cerró según se le había ordenado.

-Ahora el vino.

Dos soldados, a los cuales de antemano seguramente habría prevenido el oficial, siguieron al viejo ventero.

Apenas desaparecieron de la tienda, el oficial se aproximó a don Ramón, y le dijo:

-Ya veréis qué pronto despachamos este asunto.

-Lo principal era asegurarse de que el ventero no pudiese comunicarse con nadie, y esto ya está conseguido -dijo el poeta.

-Dejadme hacer a mí -objetó el oficial.

-Quiera Dios que no nos hayamos equivocado en nuestras conjeturas -replicó Antonio.

-Como estén aquí, daremos pronto con ellos, yo os lo prometo.

Callóse el oficial y se separó de los dos amigos, porque oyó los pasos de sus dos soldados y del ventero que se aproximaban.

-Aquí está todo -dijo el viejo colocando las botellas encima del mostrador.

-¡Pues, ea! destapad y servid, que llevo prisa.

-Al momento -contestó destapando las botellas el tío Langosta y llenando los vasos.

-Vaya, muchachos, para adentro.

Y el oficial y sus subordinados apuraron de un solo trago el contenido de los vasos.

-¿Qué le ha parecido el mosto al señor oficial?

-Regular -contestó el aludido.

-¿Puedo ya abrir la puerta?

-Antes hemos de hablar los dos.

-¿Conmigo? -preguntó algo desconcertado el tío Langosta.

-Contigo, viejo marrullero.

-Cuando el ventero reparó en ello, se encontró ya rodeado por los soldados.

-¿Qué quiere su mercé de mí? -dijo sin que le fuera dado ocultar el miedo que sentía.

-Sencillamente fusilarte, si antes de cinco minutos no me entregas los sugetos que tienes encerrados en esta casa.

El tío Langosta se puso pálido como un cadáver, y apenas pudo balbucear:

-Señor oficial, estáis engañado.

-Amarradle -dijo por toda contestación el oficial.

Los soldados obedecieron, y en breve espacio el ventero estaba perfectamente asegurado.

-¡Por Dios, señor, tened compasión de este viejo que ningún mal ha hecho!

-Arrodilladle.

Los soldados obligaron sin gran esfuerzo al ventero a que obedeciese.

-Pero esto es una picardía -murmuraba el azorado viejo.

-¿Entregas esa gente? -preguntó el oficial.

-Si no sé nada.

-Preparen -dijo fríamente el jefe.

Los soldados obedecieron.

El tío Langosta estaba a punto de desmayarse.

-¡Por la virgen de la Paloma!

-Peor para ti si no quieres ceder; de todos modos, en cuanto estés tumbado, haré remover toda la casa, y al fin averiguaré lo que te obstinas en callar. ¿Hablas?

-Si no sé nada.

-Apun.....

Al encararle las armas los soldados, el tío Langosta no pudo resistir más, y se apresuró a decir:

-Hablaré.

-Desatadle.

Una vez desatado el tío Langosta, lanzó un suspiro de satisfacción, y dijo:

-Gracias.

-No te permito hablar ni una sola palabra; guía pronto.

El ventero, sin chistar tomó el candil, y echó a andar, seguido de cerca por el oficial, los soldados, el poeta y su amigo Antonio.

Dos horas después, Joselito y Vicente puestos en libertad, abrazaban a su amigo don Luis en la casa de don Ramón de la Cruz, donde se trasladaron desde la venta.

En cuanto a García desapareció inmediatamente que se vio libre, sin que nadie pudiera darse cuenta de por dónde y cómo se había marchado.

Fuego graneado de preguntas y respuestas armóse entre nuestros amigos, cuya cólera recordando lo pasado, era tan desmedida como su desesperación al saber lo que había sucedido con las majas.

Cuando más animada estaba la conversación, presentóse en la casa del célebre sainetero, un individuo demandando hablarle con urgencia.

Salió don Ramón de la Cruz y encontróse con un alguacil enviado por el alcalde encargado de descubrir el paradero de las majas.

Con él estuvo hablando largo rato y cuando volvió a entrar en la habitación en que se hallaban sus amigos, les dijo:

-Hay que continuar la caza; apresuremos.

-¿Dónde hemos de ir? -preguntó Joselito.

-Primero en busca del oficial de guardias y de sus soldados.

-¿Y luego? -preguntó don Luis.

-Luego hemos de ir a sorprender agradablemente al señor marqués Adelfi y a sus pobres prisioneras.

Como puede suponer el lector, no se hicieron de rogar los galanes de las majas, y tanto y tan de prisa movieron los pies, que apenas trascurridos algunos minutos desde que el poeta habló, se hallaban ya en la casa donde celebraban alegre festín el marqués y sus dos amigos, y como sabemos llegaron muy a tiempo para impedir que se consumara la perfidia proyectada.

Capítulo X. Donde se ve que doña Catalina no cedía fácilmente en sus empeños

Terriblemente furiosa hallábase doña Catalina dos días después de los sucesos que llevamos expuestos.

Gil Pérez le envió a decir que don Luis estaba en libertad, y semejante noticia aumentó mucho más el efecto al saber después por medio de un criado de confianza que envió a casa de Paca, que ésta también se hallaba en libertad.

-¿Cómo había sucedido esto? ¿Qué incidentes habrían ocurrido? ¿Qué era lo que había dado lugar a la libertad del uno y a la evasión de la otra, cuando don Tadeo la dio tantas y tantas seguridades?

Durante algún tiempo permaneció doña Catalina abrumada, si así podemos expresarnos, bajo el peso de su mismo infortunio.

Y decimos infortunio, porque realmente aquella mujer que o había vacilado en hacer de sus gracias una mercancía que vendiera al marqués del Alcázar al precio más alto posible; que había hecho de Gil Pérez un instrumento para sus criminales planes; sedienta de venganza y sin haber conocido jamás ningún sentimiento digno y elevado, había llegado a amar con toda la violencia de su corazón a don Luis.

Este amor pagado por el joven con el desden, la irritaba.

Los celos habían nacido de repente al calor de su misma pasión, y doña Catalina estaba resuelta a todo, según hemos visto por los actos llevados a cabo, desde el momento en que se convenció de que en el corazón del caballero ocupaba ella un lugar muy insignificante.

Para vencer aquel rebelde cariño, que ya se le había manifestado contrario, creyó la dama haber dado un gran paso separando a Luis de Paca, y encerrando a aquél en una prisión con la amenaza de no recobrar la libertad sino al precio de su amor.

Ya vimos en otra parte la respuesta que dio Luis a las pretensiones de doña Catalina; pero ésta creyó perfectamente que todo ello no pasaría de un alarde de orgullo que concluiría por desvanecerse en el momento en que se convenciera de que no le quedaba otro recurso.

Así fue que la noticia de su libertad, como que destruía todas sus esperanzas, la llenó de desesperación.

Trascurridas aquellas primeras horas de cólera y de dolor, cogió la pluma y envió a, llamar a Gil Pérez.

Poco tiempo después el secretario de Floridablanca hallábase en presencia de la dama.

Notable cambio se había verificado en el joven desde el momento en que por vez primera le presentamos a nuestros lectores.

Débil, tímido, irresoluto, mostrando en la expresión de sus ojos lo avasallador y poderoso del amor que sentía hacia doña Catalina, era entonces la verdadera personificación del esclavo, que no tiene más voluntad ni más pensamiento que obedecer a su señor.

Ahora, por el contrario, la actitud del joven era más resuelta; fijaba su mirada en la dama con altivez, y su acento había perdido aquellas serviles inflexiones para trasformarse en el varonil y enérgico del hombre que tiene conciencia de su propio valer.

Doña Catalina había advertido aquella trasformación; había comprendido que aquella presa comenzaba a escapársele de las manos; pero trató de resistirse hasta el último momento, y en honor de la verdad debemos decir, que había habido hasta entonces ocasiones, en que realmente, el triunfo había quedado de su parte.

Tan luego como Gil Pérez penetró en el aposento en que se hallaba doña Catalina, ésta, fijando su irritada mirada en el joven, le dijo:

-¿Quieres explicarme quién ha puesto en libertad a don Luis?

-El mismo Floridablanca.

-Pero alguien se lo habrá pedido; el ministro no hubiera obrado con tanta ligereza, a no haber alguien que le hablara.

-¿Quién lo duda?

-¿De modo que mi deseo, mi voluntad, no han sido nada para ti?

-Me parece que hice en este asunto cuanto pude.

-¡Hacer! ¿Y qué es lo que has hecho?

Y doña Catalina miró fijamente a Gil, quien sostuvo a su vez aquella mirada, diciendo:

-Mira, Catalina, paréceme que ya es tiempo de que abandones ese acento de superioridad de que tratas de revestirte; he hecho, como en varias ocasiones te he dicho, más de lo que debía, y tan más de lo que debía ha sido, que me has obligado a cometer infamias que me sonrojan cada vez que las recuerdo, haciéndome despreciar una debilidad que tú no has sabido pagar como debías.

-¿Es decir que ha llegado ya el momento de que me arrojes al rostro los favores que me has dispensado?

-No; lejos de mí la idea de semejante cosa. Guárdese únicamente para ti, que siempre acostumbras hablar de lo que has hecho, sin acordarte de lo que has dejado por hacer.

-¿Te olvidas acaso de las condiciones con los cuales viniste a Madrid conmigo?

-No las olvido.

-Veníamos a hacer fortuna, y veníamos en busca de una persona, que conociendo los secretos de mi familia, había de mostrarme los medios que tenia que emplear para vengarla. Tú te comprometiste a ayudarme en mi venganza; tú, sin reparar en los medios, te comprometiste a todo; tú aceptaste el cargo de secretario de Floridablanca, para poder servir mucho mejor mis aspiraciones, y finalmente, aceptaste mi situación tal como yo mismo me la creé, convencido de lo que con ello ibas ganando.

-¿Y sabes, Catalina, por qué acepté todo eso? ¿Sabes por qué me resigné al inicuo papel que me confiaste en la vergonzosa comedía que estabas representando? Porque te amaba, Catalina; porque te amaba como tú jamás podrás comprender.

-Como me sigues amando hoy.

-No; hoy no te amo.

Y el acento de Gil Pérez vibró de tal modo, que la dama no pudo menos de estremecerse.

-¿Es decir -repuso -que para ti he dejado de ejercer influencia alguna?

Y su mirada lanzó tan poderoso fulgor, que por un momento hizo vacilar la resolución de Gil.

Catalina invocó todas las seducciones de otro tiempo.

Comprendió toda la importancia de aquella pérdida, y quiso tentar el último esfuerzo para evitarla.

Pero Gil consiguió dominar aquella impresión.

La mirada seductoramente dominadora de la dama, fue a perderse ante la estudiada impasibilidad de Gil, el cual contestó después:

-No puede existir influencia alguna, desde el momento en que se adquiere el convencimiento de la falta del cariño. Una vez caída la venda de los ojos, difícilmente vuelve a extenderse sobre ellos; y tú me la has arrancado de tal modo, que no hay medio alguno de resarcir lo perdido. Yo te he visto vender tus gracias a un anciano libertino, que te daba por ello la posición que apetecías y los medios de realizar esa venganza, venganza insensata que es muy posible no consigas realizar. Yo sólo sé lo que he sufrido, teniendo que transigir con esa necesidad que me impusiste, y que yo fui bastante débil para aceptarla. Pero desde el momento en que dejaste de cumplir todas tus promesas, desde el momento en que me pude convencer de que no era para ti más que un miserable instrumento, a quien pagabas con un puñado de oro, servicios que nadie te hubiera hecho, y que más que a tu venganza estaba yo sirviendo a otro nuevo amor, tras el cual servía a tus celos, entonces, Catalina, hubo momentos en que tendí la mano en busca de un arma para haberte dado la muerte. No tuve valor para ello; recordé que te había amado, que te amaba todavía, y en vez de darte la muerte, procuré arrancar de mi corazón aquel insensato amor que tantos disgustos y tantas bajezas me había impuesto.

-¿Y lo has conseguido? -preguntó con voz sorda doña Catalina.

-Me parece que sí.

-Y sin duda, en tu deseo de venganza, habrás contribuido a alcanzar la libertad de don Luis.

-No soy tan miserable como todo eso. Don Luis nada me debe por su libertad.

-Es extraño que estando tan resentido conmigo, y teniendo que vengar tantas humillaciones y tantas infamias, no hayas tratado de sacar partido de aquello mismo a lo cual habías contribuido.

-Eso te probará que a pesar de tus ofensas, y a pesar de los engaños de que me has hecho víctima, soy siempre mejor, mucho mejor que tú.

-Lisonjero has venido hoy, Gil.

-Pluguiese al cielo que siempre lo hubiese estado en este sentido, que tal vez no tendría hoy que deplorar tantas infamias.

-¿De modo que resueltamente te niegas a continuar sirviendo?

-Sí, y ten presente, Catalina, que cuanto hagas para obtener el amor de don Luis, ya sea empleando el halago, ya la violencia, todo será inútil. Todo ello no puede producirte más que disgustos, y aumentar el odio que te profesa don Luis.

-Agradezco el consejo, mucho más, porque no te lo he pedido.

-Tienes razón, y como supongo que nuestra entrevista, después de la manifestación que acabo de hacerte, ha terminado, me retiro, si me das tu permiso.

Doña Catalina no pudo contestar; contentóse únicamente con hacer un ligero movimiento de cabeza, tras el cual Gil Pérez abandonó el aposento.

Capítulo XI. Don Tadeo comprende que ha cometido una tontería

Doña Catalina siguió con la vista a Gil Pérez, que desapareció sin mirarla.

En cuanto estuvo segura de no ser vista, operóse un cambio extraordinario en su fisonomía.

La cólera, el despecho, los celos, el dolor, comprimidos durante la anterior escena, estallaron de repente.

-¡Miserable! -exclamó con rugiente acento -después de cuanto hice por él, ahora me abandona; ¡oh! pero ese abandono debe tener otra razón que la que él me ha dado; Gil Pérez ha dejado de amarme porque otro nuevo amor ha nacido en su corazón. ¿Pero qué amor es ése? ¿a quién ama ese miserable que sabe todos mis secretos y que puede ponerme en un grave compromiso como lo ha hecho ya sin duda? porque indudablemente el autor de la libertad de Luis ha sido él; él, que para vengarse ha recurrido a semejantes medios; él ha puesto en libertad también a esa maja y a todos los demás que, según me dijo don Tadeo, habían sido cogidos con ellos. Yo necesito saber la verdad de todo esto; confúndense mis ideas y en el revuelto caos en que se turba mi imaginación, apenas acierto a pensar lo que realmente me conviene hacer.

Y doña Catalina apoyó la ardorosa frente sobre sus manos, permaneciendo en aquella postura durante un buen espacio.

Cuando la abandonó, fue para dar orden de que buscasen inmediatamente a don Tadeo y le dijesen que necesitaba verle.

Muy ajeno estaba el taimado viejo de lo que había ocurrido.

Precisamente en la nueva casa donde se había ido a refugiar después del secuestro de Paca y de sus amigas, estaba saboreando las comodidades que lo proporcionaba el oro que aquella empresa le había dado.

Don Tadeo tenia costumbres muy extrañas.

Mientras estaba ocupándose en algún negocio, su actividad era grande, no sosegaba, apenas se daba descanso alguno y su imaginación, fértil en recursos, siempre estaba trabajando.

Pero una vez realizada la empresa y recogida la cantidad en que estaba estipulada, dedicábase única y exclusivamente a disfrutar de cuanto el oro puede proporcionar.

En el momento en que doña Catalina andaba buscándole, acababa nuestro truhán de comer y se hallaba todavía bajo la impresión de los vapores de una buena comida.

Así fue que le costó bastante trabajo decidirse a abandonar el cómodo sillón para cruzar de un extremo a otro el Madrid de aquel tiempo, cuyo perímetro, si no tan extenso como en el día, era ya bastante considerable. Una vez en presencia de la dama, ésta, cuya excitación en nada había cedido, la dijo con iracundo acento:

-¿Sabéis, don Tadeo, que estoy muy furiosa con vos?

-Señora ¿en qué he podido desagradar a usía?

El viejo tembló al pronunciar estas palabras.

Como su conciencia le remordió por pasados pecadillos, temió que la altiva dama fuese conocedora de alguno, y que la hubiera desagradado que fuese su cómplice o un agente el autor de tal fechoría.

-Harto debéis saberlo, maese solapado; y bien podíais desde el momento en que todos nuestros planes han ido por tierra, haber venido a darme cuenta de ello.

-Señora, ignoro lo que usía quiere decirme, y le suplico tenga a bien decírmelo porque me hallo envuelto en un mar de confusiones, del cual no sé cómo salir.

-Tratáis de disimular conmigo, y bien sabéis que a mí no se me engaña con facilidad.

-Vuelvo a repetir a usía, que ignoro completamente lo que quiere decirme; que ahora mismo estoy sufriendo por esa ignorancia en que me hallo, y que a todo trance hubiese querido evitar a usía una incomodidad, y a mí el disgusto de tener que escuchar sus reconvenciones.

En el acento de Tadeo advertíase la sinceridad.

Doña Catalina, hábil en el conocimiento de las personas, especialmente las de la índole de don Tadeo, no pudo menos de convencerse de que, o en realidad éste no sabia nada, o si lo sabia era un bribón tal, que difícilmente se le podría sacar una palabra.

-Pero -le dijo mirándole fijamente -¿de veras me aseguráis que no sabéis nada de cuanto ocurre?

-Puedo jurar a usía, que desde el momento en que di por terminada mi empresa, no he vuelto a salir a la calle, más que el día que estuve aquí, que fue hace cuatro o cinco.

-Lo recuerdo -dijo Catalina a quien aquella alusión hízole recordar un nuevo incidente.

Aquel era el día en que, como sabemos, García fue a verla a consecuencia de haber visto salir de su casa a don Tadeo.

-Decidme -exclamó la dama una vez que esta idea se la hubo ocurrido -¿conocéis a cierto individuo que se llama García?

-¡García!....

-Sí, uno de quien sin duda os debéis haber servido en esta empresa.

-Paréceme, señora, que le recuerdo; efectivamente. ¿Acaso tiene usía algo que decirme respecto a él?

-Puede que sí, mas, por ahora, ocupémonos del asunto principal.

-Usía dirá.

-Don Luis se encuentra en libertad.

Don Tadeo dio un respingo, exclamando:

-¿Cómo ha sido eso?

-Si hubieseis vigilado como debíais, si no dejaseis en un abandono tan grande los negocios, no tendríais que preguntarme hoy cómo estaba don Luis en libertad.

Don Tadeo comprendió las consecuencias que para él podía tener la noticia que acababa de recibir, y se apresuró a contestar:

-Os juro, señora, que de tal modo he de ponerme ahora a seguirle, que uno de los dos habremos de sucumbir en la empresa, pues, como usía comprenderá, esta es para mí cuestión de vida o muerte.

-Es que hay más todavía.

-¿Cómo más?

Y don Tadeo fijó la temblorosa mirada en la dama.

-Todas las personas de quienes vos, para dar más colorido a este asunto, os deshicisteis, todas se hallan libres.

-¡Señora!

-Lo que oís, maese descuidado, y así vuelvo a llamaros otra vez.

-Pero, ¿las majas también están libres?

-Sí tal.

-Entonces, ¿qué ha hecho el marqués Adelfi? -exclamó don Tadeo.

Era la primera vez que pronunciaba aquel nombre delante de doña Catalina.

Así fue que ésta se le quedó mirando, diciéndole:

-¿Cómo? ¿Qué nombre habéis pronunciado?

-El del marqués Adelfi.

-¿Y pusisteis en su poder a las majas?

-Sí, señora.

-Entonces principio a explicarme lo que hasta ahora no he podido comprender.

-¿Y qué era?

-La prisión del marqués Adelfi.

-¿Está preso?

-Sí.

-¿Eso quiere decir que todo se ha perdido?....

-Indudablemente, y vos, don Tadeo, no debéis estar a estas horas muy bien hallado.

-Lo creo, lo creo.

Y el viejezuelo tembló como un azogado, porque la libertad de aquellos seis personajes representaba para él otros tantos peligros.

-Pero no puedo explicarme, no acierto a comprender como vos misma, señora, no pudisteis impedir que esas gentes recobraran su libertad.

-¿Lo sabia yo acaso? Ha sido una sorpresa que no me explico. El marqués Adelfi preso, representa, como debéis comprender, el descubrimiento de todos nuestros planes, y en su consecuencia la destrucción de todas mis esperanzas.

Don Tadeo no sabia qué decir.

Aquel golpe le había anonadado.

Juzgaba que mientras pagase al tío Langosta del modo que lo había hecho, podía contar con que ni Joselito ni Vicente saldrían de la venta.

Respecto a don Luis, existiendo realmente la orden de prisión, y hallándose en una fortaleza del Estado, únicamente podía recobrar la libertad por medio de otra orden, y esto, dadas las condiciones de aquel asunto, no era tan fácil.

En cuanto a las majas, juzgábalas en tan buenas manos, que no habían de escapar con facilidad, y por lo tanto hallábase completamente tranquilo respecto a cuanto pudiera ocurrir como consecuencia de aquel asunto.

De aquí que le produjesen tanto efecto las noticias de la dama.

Y dióse a pensar sobre lo que acababa de oír.

Y si doña Catalina no había sido la que puso en libertad a don Luis, ni la que reclamó la prisión del marqués Adelfi, ¿quién había sido entonces?

La dama ignoraba por completo dónde se hallaban Joselito y Vicente; ignoraba también dónde estaba Paca y sus compañeras; por lo tanto, no podía ser ella la que se hubiese puesto a dar la libertad a personas que no sabia donde estaban, y que de hallarse libres, ella misma comprendía que le habían de perjudicar.

Si todas ellas, y en un momento dado, habían conseguido recobrar su libertad, era preciso convenir, en que o bien algún traidor había tomado cartas en aquel asunto, o bien que por medios totalmente desconocidos para él, habían quedado inutilizados todos sus esfuerzos.

El resultado para él era siempre el mismo.

Las majas le conocían, conocíanle todas las personas que en aquel asunto terciaban; por lo tanto, el peligro para él era de todos modos formidable.

Y el traidor o la persona interesada en contra de él, debía forzosamente haber puesto a todos en autos de la parte tan activa que él había tomado en el asunto, de modo que en aquellos momentos, debía estar ya seriamente amenazado.

-Vamos, don Tadeo -dijo doña Catalina viendo el silencio del viejezuelo y la impresión que le causaban las palabras pronunciadas por ella -¿no recordáis si alguien ha podido jugaros alguna mala pasada?

-No lo creo.

-Ese García de quien yo hablé antes, ¿es realmente vuestro amigo?

-Ni amigo ni enemigo; le tomé a mi servicio para una empresa particular, y le he pagado y nada más.

-Pues precisamente ése es quien sin duda lo ha enredado todo.

-¡Cómo!

Entonces doña Catalina refirió a don Tadeo lo que ya saben nuestros lectores respecto a la entrevista que tuvo con él.

El asombro del viejo no tuvo límite.

-¡Oh! señora-exclamó -juro a usía que yo sabré lo que hay de verdad en todo eso, y si ese miserable me ha engañado, como parece desprenderse de lo que usía ha dicho, yo le juro que se ha de acordar de mí.

-Está bien, don Tadeo; pláceme en gran manera encontraros en tan excelente disposición; pero ahora vamos a otra cosa.

-Usía dirá.

-Es menester, en primer lugar, que me averigüéis a quién ama el señor Gil Pérez, y tened presente por vuestra vida, que la menor traición que se me haga, se paga sumamente cara.

-Puede usía estar segura de que respecto a ese particular el no tiene nada que temer.

-Así lo quiero y así lo espero, don Tadeo, pero os prevengo que no os fiéis mucho del tal García.

-Desdichado de él si yo averiguo como cierto lo que usía acaba de suponer.

-Desde luego que lo averiguaréis. Pero aún no hemos concluido -prosiguió doña Catalina comprendiendo por un movimiento de don Tadeo que trataba de marcharse.

-Hablad, señora.

-Es necesario que ya que tan mal ha salido, sea por vuestra culpa o no lo sea, la empresa contra don Luis y sus amigos, que emprendáis otra para rehabilitaros y para haceros realmente acreedor a mi aprecio.

-Dispuesto estoy a todo, y cuando a usía le hablaron de mí, no le mintieron al asegurar que servia para toda clase de empresas; por lo tanto, tengo la seguridad de que no he de ser en otra tan desgraciado como en ésta.

-Pues bien, necesito que forméis un plan para apoderaros de la hija del conde de Lazán.

-¿Y dónde he de conducirla?

-Formad vos el plan, participádmelo después, y yo os diré si es admisible o no.

-Pero.....

-Pensad en el medio de robarla, que después yo os diré donde la habéis de conducir.

-Está bien.

-Os prevengo que es empresa que se intentó ya una vez y fracasó; por lo tanto meditadlo bien, para que no nos suceda lo mismo ahora.

-Puede usía estar tranquila, que en el plan que yo forme, no ha de quedar probabilidad alguna que no esté prevista.

-En eso confío, y por última vez os encargo que penséis que en esta empresa habéis salido mal, y que es preciso veáis de recobrar cuanto habéis perdido.

Poco después don Tadeo, preocupado por todo lo que la dama acababa de decirle, salió de su palacio murmurando:

-Bien había yo hecho en desconfiar de García, pero me lo había pintado Simón como tan leal y tan fiel, que no vacilé en admitirle. Muchos precauciones necesito tomar para evadirme de la vigilancia de que ese hombre me hará objeto; pero si él es astuto, no lo soy menos y veremos quién vence a quién.

Al mismo tiempo también, doña Catalina tornando a caer en su anterior meditación, decía:

-Distraída con esos desdichados amores he estado olvidando el duelo que hay pendiente entre el conde de Lazán y yo, y hora es ya de que en ello piense. Este miserable, por la cuenta que le trae y por lo obligado que viene, hará que su empresa salga adelante y una vez la hija del conde de Lazán en mi poder, veremos si él tiene que humillarse ante mí.

Capítulo XII. Qué era lo que había hecho cambiar en tan alto grado al señor Gil Pérez

Indudablemente el lector habrá extrañado la energía de que el secretario Gil Pérez había hecho gala, y la frialdad con que había tratado a doña Catalina en las últimas visitas que aquél había hecho a la dama, de quien tan enamorado se manifestara durante largo tiempo.

La misma doña Catalina no podía darse cuenta del cambio que en aquel hombre se había verificado.

Nosotros sabemos a qué atenernos sobre el particular, y a riesgo de pasar por indiscretos vamos a descubrir el misterio.

Sobre poco más o menos, un mes antes de los últimos sucesos que acabamos de referir, el señor Gil Pérez tuvo la humorada de acudir a la plaza de toros.

La corrida que debía verificarse aquella tarde había llevado al circo taurino un considerable número de espectadores de ambos sexos.

El secretario, que al parecer estaba algo taciturno, apenas ponía atención en los agudos dichos que se oían por do quiera; uno de sus amigos tocándole en el hombro, le dijo:

-Hombre, aquí no te des aires de diplomático; deja ese gesto para cuando te halles en tu despacho, esto es, en el ejercicio de tus altas funciones.

-¿Qué quieres? no tengo humor.

-¿Pues por qué venías?

-Porque te has empeñado en ello, y por ver si lograba distraerme.

-Pues procura hacerlo.

-Lo he intentado, pero inútilmente.

-Parece mentira que ni logren alegrarte los hermosos rostros de que estamos rodeados.

-Pues ya lo ves -dijo el secretario melancólicamente.

-Vamos, sé franco; ¿no te haría olvidar todas tus penas aquella divina y sandunguera maja?

-¿Cuál?

-Mira hacia la derecha, ¿no ves aquella manola cuya falda es color grana, adornada con alamares negros? Hombre, precisamente está cerca de ella nuestro amigo Andrés.

Gil Pérez miró hacia el sitio que su oficioso amigo le indicaba, y al reparar en la mujer de que aquél había hablado, sintió repentinamente que su corazón se estremecía, y no pudo contener una exclamación admirativa.

La maja en cuestión era Concha, la novia de Joselito.

-¡Ah! ¡Dices bien! -exclamó el secretario devorando con la vista a la hermosa maja.

-¿Convienes conmigo?

-Sí -contestó con tembloroso acento Gil Pérez sin apartar los ojos de su objetivo.

-¡Son muchos ojos aquellos ojos!

-Es verdad.

-¿Hay acaso coral que pueda compararse al de sus labios?

Observa la gracia que imprime a todos sus movimientos; y si por casualidad la hubieses visto, como yo la he visto subir a una calesa y hubieses tenido la dicha de admirar su diminuto pie y parte de su torneada pierna, dirías conmigo que esa maja es capaz de trastornar el juicio a un santo.

Gil Pérez parecía completamente fascinado en la contemplación de la divinidad que su amigo le encarecía; no podía darse a sí propio cuenta de lo que sentía, pero nosotros podemos asegurar que la imagen de la hermosa viuda a quien adoraba Gil Pérez, había momentáneamente desaparecido por completo de su imaginación.

-Hombre, cualquiera creería al mirarte que eres una estatua; veo que te ha hecho efecto esa moza, más vale así.

En aquel momento hirió los aires el acento del clarín; la lidia iba a dar comienzo.

El amigo del secretario dijo:

-Vamos, chico, siéntate que vas a llamar la atención si ahora permaneces en esa posición.

Gil Pérez se sentó maquinalmente, pero no se fijó en ninguno de los innumerables incidentes de la lidia.

Palmadas, gritos, silbidos, nada oía; todo su ser se hallaba embargado completamente en la contemplación de Concha.

Terminó la corrida sin que se diera cuenta de ello, tanto que su amigo tuvo necesidad de decirle:

-¿Piensas permanecer aquí hasta el día del juicio final?

-No había notado.....

-Pues hombre, se necesita estar en babia.

-Salgamos, salgamos -dijo Gil atropellando a cuantos hallaba a su paso a fin de salir cuanto antes de la plaza.

-¡Demonio! Antes tan quieto y ahora bullicioso! ¿Qué mosca te ha picado?

Una vez fuera del circo taurino se reunieron los dos amigos; Gil Pérez dijo en voz alta, pero como hablando consigo mismo:

-¡Qué hermosa mujer!

-Parece que te ha flechado la maja.

-Allá va, quiero seguirla.

-Estás endemoniado, ¿cómo has de seguirla a pié?

Por toda contestación, Gil Pérez se acercó a un calesero, habló con él en voz baja, y luego dirigiéndose a su amigo, le dijo:

-Sube.

Una vez acomodados en la calesa, el conductor sacudió un fuerte latigazo al jamelgo que tiraba del vehículo, y éste se puso en movimiento.

-¿Dónde vamos?

-En seguimiento de la maja -contestó Gil Pérez.

-Vamos, ya lo entiendo; quieres saber dónde vive.

-Eso mismo.

-¿De manera que estás decidido a poner sitio a la plaza?

-Estoy decidido a todo por hacerla mía.

-No sé por qué, pero se me figura que te ha de costar algún trabajillo el conseguir tu objeto.

-¿Sabes acaso algo? -preguntó con afán Gil Pérez.

-Nada absolutamente; pero una moza tal, no es posible que deje de tener algún aspirante.

-Así sera, pero yo estoy resuelto a todo.

-No creía yo que tu sangre se encendiera con tanta facilidad.

-Ríete cuanto quieras; pero lo cierto es, que ninguna mujer me ha hecho una impresión tal, cual la que he sentido y siento desde que he visto a esa maja; será una locura, todo lo que quieras, pero puedo asegurarte que estoy verdaderamente enamorado.

-La moza vale la pena; pero verla y amarla así de repente, vamos, es una cosa bastante rara, amigo mío.

-No lo niego; pero es tal y cómo te lo he dicho.

-Peor para ti, y si llego a sospecharlo, te dejo entregado a tus cavilaciones, sin llamar tu atención hacia una mujer que puede ser para ti causa de disgustos en lo sucesivo.

-No; por de pronto creo que me has hecho un favor inmenso.

Indudablemente Gil Pérez se acordó en aquel momento de doña Catalina.

La calesa detuvo su marcha; bajaron de ella Gil Pérez y su amigo.

La calesa en que iba Concha también se había detenido; bajó de ella la maja, y se metió en su casa.

Gil Pérez pagó al cochero, después tomó el brazo de su amigo, y le dijo:

-Vámonos; sé cuanto deseaba.

Gil Pérez buscó y encontró ocasión de hablar con Concha; la maja rechazó sus proposiciones; el secretario no cejó por eso, y volvió segunda vez a la carga; pero obtuvo igual resultado que la vez primera.

Diariamente rondaba Gil Pérez la calle en que habitaba Concha; Joselito lo observó, y a no ser por las súplicas de su amada, el torero de seguro la hubiera emprendido de mala manera con el porfiado rondador.

Llegado el lunes próximo a aquél en que Gil Pérez conoció a la maja, el secretario acudió a la plaza, y entró en ella muy temprano, a fin de ver dónde se colocaba Concha, y buscar sitio cerca de ella. Iba con su amigo, con el que sostenía animada conversación.

-Pues estás adelantado.

-Dádivas quebrantan peñas-dijo el secretario.

-Mucho me temo que la maja sea más dura que esas frágiles piedras de que hablas.

-No he de perdonar medio para conseguirla.

-Pues según el resultado que has obtenido las dos veces que la has hablado, no auguro feliz término a tu tentativa.

Entretanto la gente iba invadiendo el circo.

De pronto Gil Pérez hizo un movimiento brusco.

-¿Qué ocurre? -preguntó su oficioso amigo.

-Allí está; ven.

Y sin detenerse, empujando a unos y tropezando con otros, logró acercarse al sitio donde estaba Concha, pero no le fue posible colocarse a su lado porque desgraciadamente para él aquel sitio estaba ya ocupado; de todos modos consiguió sentarse a corta distancia de la hermosa maja.

Concha hizo un movimiento de disgusto en cuanto vio a Gil Pérez; pero éste no se apercibió o no quiso apercibirse de ello y clavó en ella los ojos mirándola de modo que llamó la atención de cuantos estaban cerca. El amigo del secretario advirtió las risas y los cuchicheos que producía la insistente mirada del secretario, y le dijo por lo bajo:

-Amigo Gil, estás siendo objeto de la murmuración general.

-¿Qué me importa?-contestó el secretario apartando por un momento la vista de su objetivo y paseándola arrogante por entre el círculo de los murmuradores.

La corrida dio comienzo.

Joselito, desde el redondel advirtió la presencia del secretario cerca de su Concha y palideció; la maja lo advirtió y procuró tranquilizarle enviándole una amorosísima mirada.

Momentos antes que terminara la corrida, Gil Pérez abandonó la plaza.

-Me alegro de que hayamos salido antes, porque de este modo evitamos tropezar con el tropel de la gente.

-Por eso lo he hecho -contestó Gil Pérez.

-¿Y a dónde vas ahora?

-A esperar a Concha a la puerta de su casa.

-¿Qué te propones?

-Que me escuche.

-Te rechazará de nuevo.

-¡Quién sabe!

-En fin, amigo mío, haz lo que quieras; te veo en mal camino.

-¿Y por qué?

-Porque esa hembra ha trastornado tu juicio hasta un punto inconcebible; esta tarde has estado llamando la atención grandemente de las gentes que nos rodeaban.

-No sé por qué.

-Hombre, si parecía que te querías tragar a la maja según la miraban tus ojos.

-¡Qué quieres! hay cosas que no se pueden disimular.

-Debo advertirte que me ha parecido que tienes un rival preferido.

-¡Cómo! -dijo el secretario poniéndose pálido.

-Sí, lo que oyes; creo que tienes un rival y preferido, te lo repito.

-¿Desde cuándo has adquirido esa certeza?

-Desde esta tarde.

-Explícate.

-Cuando ha salido a la plaza la cuadrilla, después del saludo de reglamento, se han aproximado cerca del sitio donde nos hallábamos algunos de los lidiadores; entre ellos salió Joselito; éste ha mirado a la maja de un modo muy expresivo, y ella le ha pagado tal mirada con otra, por la cual a habértela dirigido a ti, te hubieras considerado el más dichoso de los amantes; créeme, Joselito y Concha se aman; no me cabe duda de ello.

-No lo creo -contestó secamente el secretario.

-Peor para ti.

-Ni creas que aunque así fuera, dejaría yo de pretender el amor de Concha.

-¿No vive ahí?-dijo el amigo señalando una casa.

-Sí, ahí vive-contestó Gil Pérez suspirando.

Los dos amigos paseaban por la calle sin alejarse gran cosa de la morada de Concha.

De repente apareció en la calle una calesa.

Dentro de ella iba Concha, y sentado a sus pies Joselito.

El secretario, al advertir la presencia del torero, se puso trémulo de rabiosos celos. Joselito, tan pronto como divisó al secretario, hizo un movimiento como para saltar del carruaje; Concha adivinó la intención de su novio, y le contuvo, diciéndole en tono suplicante:

-Joselito, no me des que sentir.

-¡Concha!....-dijo el torero.

-¿Qué te puede importar a ti ese hombre ni otro alguno, siendo tú el dueño de mi corazón?

Joselito se contuvo, tanto por no disgustar a Concha, cuanto por no armar un escándalo en medio de la calle.

El secretario, empujado por su amigo, se retiró de aquel sitio.

-¿Qué te decía yo?

-A pesar de ese hombre, y del mundo entero, esa mujer será mía.

¿Comprende ahora el lector, por qué Gil Pérez, al saber la desaparición de las majas, facilitó a don Ramón de la Cruz cuantos medios estuvieron a su alcance, a fin de descubrir el sitio donde estuviesen ocultas?

¿Va explicándose a qué se debía el cambio del señor secretario respecto a doña Catalina?

Gil Pérez había roto las cadenas en que le aprisionaba la hermosa viuda; pero se vela sujeto a los lazos con que le había esclavizado la belleza de Concha.

De la desaparición de las majas, culpaba el secretario a doña Catalina; no es de extrañar, que creyéndolo así, sintiese rencor hacia ella.

Capítulo XIII. Donde se explica lo que hizo el conde de Santillán después de la entrevista que tuvo con Simón

El lector no habrá seguramente olvidado el efecto que en el ánimo del conde causó la noticia que le diera Simón respecto a ser Gil Pérez el amante de la señora condesa.

A poco de haber salido Simón de la estancia del conde, éste la abandonó también, salió a la calle y se dirigió a la morada donde habitaba Gil Pérez.

Llegado que hubo a la habitación del secretario del primer ministro, se hizo anunciar debidamente, y no tardó en verse frente a frente de la persona a quien ansiaba ver.

Gil Pérez se apresuró a recibir galantemente al conde, diciéndole en cuanto le vio:

-Dígnese honrar el señor conde de Santillán un asiento en mi casa.

Esto diciendo, aproximó un cómodo sillón hacia donde se hallaba aquél.

El conde, por su parte, sin dignarse siquiera contestar a la galantería del secretario, le dijo seca y gravemente:

-¿Puede escucharnos alguien?

-Absolutamente nadie -contestó Gil Pérez tan admirado de la pregunta como del tono con que se la había hecho.

-Es muy grave lo que tengo que deciros, e impórtame mucho que nadie más que vos me oiga en este momento.

-Repito que aquí estamos en sitio donde de nadie podemos ser oídos; por lo tanto, puede el señor conde hablar sin el menor recelo.

-Pocas palabras bastarán, para entendernos: lo sé todo, absolutamente todo, y estoy dispuesto a que zanjemos el asunto con las armas en la mano, y esto cuanto antes.

Gil Pérez estaba atónito, y no sabia darse una razón de lo que acababa de decirle el conde, así es que contestó con mal seguro acento:

-¿En qué puedo haber ofendido yo al señor conde?

-Tal pregunta os atrevéis a hacerme?

-Justo es que os la dirija ignorando de lo que se trata.

-¿Intentaréis acaso negar?

-¿Qué he de negar si no sé de lo que se me acusa?

-¡Puede darse atrevimiento más villano!-dijo el conde en alta voz, pero como hablando consigo mismo.-¿Con que vos no comprendéis la causa de mi enojo?

-Ni me la explico siquiera.

-A la injuria que venís haciéndome ha tanto tiempo, añadís el sarcasmo de la burla?

-Señor conde, yo.....

-Vos sois un miserable, un cobarde -replicó el conde en el colmo de su exasperación.

-Tengo dadas muchas pruebas de lo contrario -contestó Gil Pérez, pálido de coraje.

-Pues yo necesito cerciorarme de vuestros bríos, señor seductor.

-Creo que seria muy conveniente, señor conde, que en vez del insulto usarais el lenguaje de la claridad, a fin de que yo por mi parte, pudiese desvanecer el error de que os supongo víctima.

-Cuanto más negáis, más me afirmo en las seguridades que se me han dado.

-¿Respecto a qué?

-¿Es decir que pretendéis que sea mi propio labio el narrador de mi deshonra?

-Necesariamente debo desear que os expliquéis.

-¿Es decir que vuestra perversión llegó hasta su extremo?

-Señor conde, acabad de una vez. ¿De qué se trata?

-De vuestros livianos amores -dijo por fin el conde devorando al secretario con la vista.

-¿De mis amores?

-Sí, de vuestros criminales amores, y yo estoy decidido a daros el castigo a que os habéis hecho acreedor.

-¿Castigarme?

-Seguramente; demos punto a esto, y vamos a lo que importa.

Gil Pérez se devanaba los sesos por saber a qué atenerse, y su natural aturdimiento hacíale aparecer como verdadero culpable a los ojos del irritado y celoso conde.

-Confieso, señor conde, que no sé darme razón de vuestro enojo.

-Vos podéis encastillaros en vuestro sistema de negar; por mi parte no he de añadir ni una palabra más sobre los motivos que contra vos tengo; oíd sólo lo que me resta que advertiros.

-Decid lo que gustéis.

-Creo que no ignoraréis que en la corte se me respeta.

-Lo sé.

-Quizá sepáis también algunas de mis buenas y malas cualidades.

-No me he ocupado jamás en averiguarlo.

-Entre las últimas figura en primer término una decisión a toda prueba; cuando resuelvo una cosa la llevo a cabo a todo trance.

-Eso no deja de tener sus inconvenientes.

-Por eso es un defecto; pero está tan arraigado en mi modo de ser, que no hay forma ni modo de curarme de él.

-Lo siento por vos.

-Es el caso, que ahora estoy decidido a batirme con vos y a matar o morir, y de esta resolución no hay nadie que sea capaz de disuadirme.

-¿Y si yo me negara a complaceros?

-¿Si vos os negarais?-repitió el conde con colérica ironía.

-Sí; suponed que me niego, ¿qué hacéis en ese caso?

-¡Oh! es muy sencillo; os obligaría a aceptar el duelo.

-¿Tendréis la bondad de explicarme cómo?

-Hay mil medios para conseguirlo.

-¿Cuáles son?

-En primer lugar me seria muy fácil afrentaros públicamente.

-Os atreveríais.....

-A todo, porque ya os he dicho que estoy resuelto a morir o matar.

-¿Según eso estáis desesperado?

-No he venido aquí a discutir con vos, sino a proponeros un duelo.

-Sobre mí pesan obligaciones sagradas.

-Ninguna debe haber mayor para el que es caballero, que la de no negarse a dar satisfacción de los agravios que haya podido inferir.

-Pero es que yo.....

-No quiero pretextos ni he de escucharlos; Si sois caballero, lo cual empiezo a dudar.....

-¡Señor conde!....-dijo ya casi fuera de sí el secretario.

-Pues bien, si sois caballero, no debéis dudar en empuñar una espada para batiros lealmente con un rival.

-Es que ni soy, ni he sido rival vuestro.

-Sea como vos queráis; entonces debéis batiros con el hombre que os llama infame y cobarde.

-Esto ya es demasiado.

-Debéis batiros con el hombre que está dispuesto a escupiros al rostro en público, si os negáis a satisfacerle.

-Basta ya -exclamó Gil Pérez en el colmo del furor.

-Ni creáis que me contentaría con sólo esa venganza; hablaría al señor conde de Floridablanca, y o mucho me equivoco, o habíais de perder el alto destino con que os honra.

-Sabe Dios, señor conde, el sacrificio que he tenido que hacer para contenerme, oyendo el diluvio de insultos con que me habéis obsequiado desde el principio de nuestra entrevista; pero hoy por hoy, me veo obligado a obrar así por más que me pese.

-¿Es decir, que os negáis?

-Es deciros, que a no tener yo poderosos motivos que me obligan a refrenarme, no hubiera querido saber las razones que a insultarme os obligaban; sólo hubiera visto el insulto, y de él hubiera procurado haceros arrepentir; pero hoy.....

-¿Hoy, qué? -preguntó el conde sin poderse contener.

-Hoy tengo motivos que me impiden obrar como quisiera, y por lo tanto, eso me da lugar a preguntaros si tenéis certeza de la falta que me achacáis.

-Si no la tuviera, no procedería cual lo hago.

-¿Y no pudiera haber en ello algún error?

-¿Sabéis que me estoy convenciendo de una cosa? -dijo el conde variando de tono repentinamente.

-¿De cuál?

-De que sois un miserable.

-¡Oh!-murmuró Gil Pérez lanzando una terrible mirada al conde.

-Sí; únicamente un miserable mal nacido, es capaz de buscar tantos subterfugios para evitar un duelo a muerte.

-Yo no la temo.

-Yo creo todo lo contrario.

-Pues estáis en un error.

-Demostrádmelo prácticamente, de ese modo me convenceré.

-¿Pues no hay mas que decirle á un hombre, quiero que me mates o matarte?

-Cuando se tiene buena sangre, eso basta.

-En momentos dados quizá; pero no siempre.

-Nada más tengo que añadir.

-A mí me falta, pues, deciros algo.

-Sed breve.

-No quiero batirme.

-¿No?

-No -dijo el secretario resueltamente.

-Ateneos a los resultados.

-Yo espero que lo meditaréis mejor.

-Lo tengo bien meditado.

-Haced, pues, lo que gustéis.

-Creo que os he dicho antes lo que estoy resuelto a hacer.

-Pero yo no os he indicado los medios que tengo para evitarlo.

-A no estar en vuestra casa, ¡vive Dios que había de haber puesto ya en ejecución mi proyecto!

-Vale más que no lo intentéis.

-Así lo hago, porque para moveros se hace necesario que el insulto sea público.

-Suponéis.....

-Aquí a solas, creo que aunque os abofeteara no lograría mi objeto.

-¡Ira de Dios! Señor conde, abusáis demasiado de mi indulgencia.

-Mejor dijerais que no os atrevéis a sacudir vuestra cobardía.

-Pensad lo que gustéis.

-Adiós, pues.

-Id con él.

-En mi casa aguardo vuestra resolución; pero debo advertiros que mañana estoy decidido a obrar enérgicamente.

Sin esperar contestación el conde salió del gabinete del secretario.

Capitulo XIV. Gil Pérez se decide a obrar en contra del conde de Santillán

Aturdido quedó Gil Pérez con el brusco e inesperado ataque del conde de Santillán.

Apenas el secretario se vio libre de la presencia del irritado caballero, empezó a reflexionar las causas que hubieran podido dar origen al rencor manifestado por el conde.

-De todo cuanto me ha dicho -decíase el secretario- sólo me es dado traslucir que me cree su rival en amores, ¿a quién se referirá? ¿A doña Catalina? ¡Imposible! ¿Tal vez a Concha?.... vamos, no sé a qué atenerme; lo cierto es que ese demonio de hombre está empeñado en batirse conmigo, y yo no debo exponerme hoy; necesito el tiempo para otras cosas que me interesan más, y el caso es que él no desistirá, y si me insulta en público me veré obligado a batirme. ¿Qué hacer?

El secretario pareció meditar durante algunos minutos.

-Esto es lo mejor-dijo al fin. -Bueno será procurarle un encierro el señor conde; puede que la soledad le devuelva el juicio que parece haber perdido. Sí, sí, es lo mejor; procuremos evitar un percance.

Gil Pérez se vistió convenientemente, y salió de su casa.

En cuanto llegó al despacho del señor ministro y después de haberle saludado respetuosamente, dijo:

-¿Tiene algo que encargarme su excelencia?

-Preguntaros si habéis adelantado algo en vuestras averiguaciones respecto a los descontentos.

-Sé positivamente que se conspira.

-Eso ya me lo dijisteis ayer.

-Pero ayer ignoraba el nombre de uno de los principales conspiradores.

-Eso ya es algo.

-Tengo la seguridad de que el sugeto a quien me refiero es el principal agente del señor conde de Aranda.

-¿Y quién es él?

-El señor conde de Santillán.

-¿También ese caballero se mezcla en la política?

-Así parece.

-No creía yo tal cosa; ya sé que es muy amigo del de Aranda, pero no me había cruzado por la imaginación que le ayudara en sus descabelladas empresas.

-Pues le ayuda y hay más.

-Sepamos.

-El conde procura ganar prosélitos y compromete a un sin número de jóvenes los cuales más tarde llorarán su extravío, pero cuando no puedan ya evitar el castigo.

-Muy grave es la acusación que fulmináis contra el conde.

-Pero desgraciadamente es fundada.

-Así lo creo, que no habíais de atreveros a tanto sin justificados motivos.

-Claro es.

-Al fin esa gente promoverán un motín.

-¿Y no será triste que paguen multitud de inocentes las culpas de unos cuantos?

-Más que triste será doloroso, y hay que buscar el medio de evitarlo.

-Eso es lo que yo procuro.

-Y hacéis muy bien; duéleme en el alma el tener que ejercer el castigo; por consiguiente he de agradeceros cuanto hagáis a fin de aminorar el número de delincuentes.

-No sólo puede disminuirse el número, sino hasta ser más leve el castigo de los verdaderos culpables.

-Ese es mi deseo -dijo bondosamente Floridablanca.

-Si se les da tiempo para obrar, antes de mucho tiempo habrá aumentado el número de los sediciosos y será mayor también el castigo a que se habrán hecho acreedores los que hoy resultan ser jefes de la conspiración.

-Eso es innegable.

-Puede evitarse mucho, imponiendo leve pena hoy a los que mañana se habrán hecho quizá merecedores de duro castigo.

-Ni aun en broma me place tener que hacer sentir a nadie el peso de la ley.

-Quizá dentro de breves días no os sea dado ser misericordioso; no por lo que en contra de vuestra excelencia se haga, que eso ya sé yo que lo despreciáis, sino por el decoro de nuestro señor rey, a quien Dios guarde.

-Bien sabe Dios que no ansían tanto mis enemigos el poder, como yo anhelo dejarlo cuanto antes; ya es hora de descansar y el buen rey Carlos III, hubiérame hecho señalada merced admitiendo la dimisión que de mi cargo hice.

-¿Quién, a no ser vuestra excelencia puede llevar a puerto seguro la nave del Estado?

-Señor Gil, ya sabéis que soy enemigo de la adulación.

-Lo sé y por lo mismo no la uso; en lo que he dicho no hay más que verdad pura.

-De todos modos, es muy triste verme obligado continuamente a tener que castigar a gentes que anhelan mi caída.

-No la desean para el bien de la patria, sino para el propio medro.

-¡El conde de Santillán conspirador!

-Ni más, ni menos.

-A fe, a fe, que me duele tener que privarle de su libertad.

-Vale más hoy que mañana; nadie se muere por estar en un castillo un par de meses.

-Ayer don Luis, hoy el conde; ¿quién será mañana?

El gran político apoyó la frente sobre la diestra mano, y permaneció silencioso algunos minutos.

El secretario no se atrevió a interrumpir el silencio, y esperó tranquilamente a que el ministro le dirigiera la palabra.

-Tenéis razón, Gil -dijo por fin. -Vale más imponer hoy leve pena, a tener mañana que decretar fuerte castigo.

Compréndase la alegría que estas palabras producirían en el ánimo del secretario; sin embargo, supo disimularla perfectamente.

-¿Puedo extender la orden?

-Extendedla.

-En el acto.

-Cuidad de advertir en ella que se le permita pasear por el castillo.

-Así lo haré.

-Id y traédmela.

Gil no se lo hizo repetir; pasó a su despacho y en un momento extendió la orden de prisión del señor conde de Santillán, al cual se debía conducir al castillo de Villaviciosa. Hecho esto, entró de nuevo en la cámara del ministro, al que entregó el papel que acababa de escribir.

Floridablanca lo leyó detenidamente, y después de firmarlo y sellarlo, se lo devolvió al secretario, diciéndole:

-Es un trastorno que hubiera deseado evitar al conde; pero consuélame el que no he de tenerle encerrado por mucho tiempo.

-Él se lo ha buscado, y gracias a vuestra bondad sale mejor librado de lo que él mismo podía prometerse.

-No hablemos más de ello.

-¿Tiene algo que encomendarme su excelencia?

-La prontitud en el despacho de algunos expedientes que obran en vuestro poder, y que parecen eternizarse en él.

El secretario sorprendióse, pero se repuso al punto y contestó respetuosamente:

-Descuide su excelencia, que no me daré punto de reposo.

-Así debéis hacerlo; ya sabéis que no me agrada que los demandantes tengan que esperar más de lo que es justo y os consta no es de mi gusto el tener que hacer uso de la reprensión.

-Siento haber dado lugar a que su excelencia haya tenido que enojarse conmigo.

-No estoy enojado; os advierto solamente; desde hace ya algún tiempo andáis harto distraído, y no es bien que por vuestros propios asuntos pongáis en descuido los que os están encomendados. Id; espero que en lo sucesivo no tendré que advertiros nuevamente.

Gil Pérez saludó, y salió del despacho del ministro dirigiéndose al suyo.

-Siempre que tiene que firmar alguna orden por el estilo de ésta -iba diciéndose el secretario abanicándose con el pliego que acababa de firmar Floridablanca -se pone de mal talante.

Una vez instalado en su sillón tocó un timbre, y dijo al ujier que se le presentó:

-El oficial de guardia.

Retiróse el ujier, y a poco entró en el gabinete del secretario un oficial.

-Acercáos.

El recién llegado obedeció humildemente.

-Dios os guarde, caballero.

-¿Ocurre alguna novedad?

-Por ahora ninguna.

-Está bien; tomad, e inmediatamente dad cumplimiento a esa orden.

-Al momento -dijo el oficial tomando el papel y leyéndole.

-Cuando esté cumplimentada, venid a darme cuenta.

-Así lo haré.

-Entended que ahí se trata de conducir al castillo de Villaviciosa a cierto caballero, y que yo no deseo que vos vayáis hasta el citado castillo, sino que me deis cuenta de cuándo se ha puesto en camino el preso hacia su destino.

-Entendido.

El oficial saludó y se retiró.

-Será cosa de ver la cara que pondrá el buen conde de Santillán cuando se le notifique la orden de prisión. Lo siento, pero es el único medio que se me ha ocurrido; cuando salga del castillo, es fácil que se hayan calmado sus ideas batalladoras y después de todo, si entonces persiste en ellas y yo he conseguido ya el amor o la posesión de la mujer que me enloquece, no he de tener reparo en cruzar mi espada con la del señor conde.

No había trascurrido una hora, cuando el oficial apareció de nuevo en el despacho del secretario; éste al verle exclamó:

-¿Qué hay?

-Listo todo.

-¿El señor conde?...

-Caminando bien escoltado hacia el Castillo de Villaviciosa.

-¿Le habéis visto?

-Tal como se me había ordenado.

-¿Qué dijo, al intimársele la orden de prisión?

-Manifestó sorprenderse mucho.

-Lo creo -dijo sonriéndose el secretario. -¿Nada habló?

-Nada.

-Está bien; retiráos.

-El oficial obedeció.

-Ya tiene don Luis un compañero con quien distraer sus ocios.

El secretario se sonrió irónicamente y se dedicó tranquilamente al despacho de ciertos documentos.

Merced a esto, el conde de Santillán fue conducido al castillo de Villaviciosa, donde le vio don Luis de Guevara, creyendo el secretario de Floridablanca verse libre por algún tiempo de aquel importuno enemigo.

Sin embargo, el secretario se engañaba y a su tiempo veremos las consecuencias de su acción.

Capítulo XV. Donde sabemos por fin lo que fue de García después que recobró la libertad

Apenas García se vio fuera de su encierro con sus compañeros, según dijimos en uno de nuestros capítulos anteriores, se apresuró a separarse de ellos procurando que nadie se apercibiese de la fuga, como también manifestamos.

En cuanto se vio solo, respiró con más alegría; indudablemente la compañía de los soldados no era muy de su gusto.

Sabemos que García sacaba partido de cualquier cosa, pues como tenia pocos escrúpulos y ninguna vergüenza, nada le arredraba con tal de hacerse con algunas monedas de oro.

Durante los días que había vivido en forzosa y estrecha comunidad con Vicente y Joselito, había oído a este último distintas veces hablar de Gil Pérez, secretario del primer ministro, y aun el torero suponía que el secretario pudiera muy bien ser origen de su prisión, pues le constaba que amaba frenéticamente a su Concha.

Desde que García supo estos antecedentes, se propuso sacar provecho de ellos en cuanto se viera en libertad.

-Heme ya, pues, libre -dijo al separarse de sus compañeros.-Hay que hacer algo a fin de aumentar mi peculio. Es indispensable que me haga con los recursos necesarios a fin de solidar mi posición. Vamos a ver al señor Gil Pérez y a ofrecerle mis servicios, y si, como supone Joselito, está tan enamorado de la maja el bueno del secretario, no dejará de atenderme. Las tales majas son para mí una mina, y a no haber sido por la jugarreta del tío Langosta, Dios sabe cuánto habría sacado a estas horas de uno y otro amante. A mí lo que me conviene es que se enrede la cosa, porque como dice el proverbio: «A río revuelto...» Si, como no lo dudo, me gano la confianza del secretario del ministro, habré dado un gran paso, pues me puede servir de mucho su protección. Tengo delante de mí un hermoso porvenir. El asunto del conde de Lazán y la duquesa de la Jaridilla, ha de serme muy provechoso porque sé donde están los muchachos y esto ha de valernos sendos doblones. Vamos, indudablemente estoy en la buena.

Esto pensando, dirigió sus pasos hacia el despacho del secretario del ministro.

Cuando llegó a la antesala, salióle al encuentro un ujier, que le dijo con tono altanero:

-¿A dónde vais?

-Al despacho del señor secretario -respondió García.

-¿Creéis que no hay más que llegar y entrar?

-Lo que creo es que para entrar es menester llegar -dijo desenfadadamente García.

-Bueno será, pues, que os paréis.

-Hace rato que lo estoy, desde que habéis tenido la amabilidad de dirigirme la palabra.

-Ahora debo añadiros, a lo que os llevo dicho, que podéis volveros por donde habéis venido.

-¿Por qué razón?

-Por varias.

-¿Puedo saber cuáles sean?

-No hallo inconveniente en decíroslas.

-Me favoreceréis en ello grandemente.

-Primera razón: el señor secretario no está en su despacho.

-Basta; os hago gracia de las demás -dijo García en tono zumbón.

El ujier, que como todo aquél a quien fatiga poco el trabajo, estaba siempre dispuesto a reírse a costa del prójimo, quiso lucirse con García, en la seguridad de que sus camaradas celebrarían que les diese un buen rato. Contestó, pues, a García haciéndole una profunda reverencia, y diciéndole irónicamente:

-Gracias, señor excelentísimo.

Los porteros, ujieres y alguaciles celebraron la agudeza y gracia de su compañero. No era hombre García que se desconcertara con facilidad; así es que repuso con mucho aplomo:

-Señor lacayo.....

-Yo no soy lacayo -replicó el ujier con altivez.

-Tal os creía yo.

-Pues se ha engañado su excelencia. Pero no hay que extrañarlo, la falta de costumbre os habrá inducido a error.

-Yo he de recomendaros a mi querido amigo Gil Pérez, y si esto no basta, el mismo ministro, que me trata con alguna deferencia, sabrá la galantería con que se me ha recibido.

El aplomo con que García habló, y su altanero tono desconcertaron por completo al ujier y a los compañeros que le hacían coro; así es que confuso y avergonzado, dijo:

-No ha sido mi ánimo ofenderos, señor.

-Pues me habéis ofendido, sabedlo; y no soy yo hombre que tolere que se me suba nadie a las barbas, y mucho menos la gente menuda.

-Señor, yo .....

-Basta, por esta vez vais perdonado; pero tened mucho cuidado en lo sucesivo. Ahora indicadme, si lo sabéis, el punto donde me sea fácil hallar al señor secretario.

-Ahora, en su casa.

-Está bien.

-¿Queréis las señas?

-No me hacen falta.

García miró con desden a la turba que le rodeaba, y dejándolos confusos y aturdidos se encaminó a la calle.

-¡Habrá canalla igual! -dijo al verse fuera de la morada del ministro -si me llego a amilanar, se divierten conmigo grandemente: por fortuna tengo yo más conchas que un galápago. De todos modos, he de procurar adecentarme algo; el traje que visto es poco a propósito para inspirar confianza; gracias a la generosidad del conde de Lazán, de doña Catalina y del marqués, mi bolsa se halla bien provista y no será gran sacrificio para mí despojarme de algunos doblones. Tengo tiempo para todo; voy a la prendería de Juan el Manco, me proveo por poco dinero de lo necesario, y después me presento al secretario de un modo conveniente.

Giró García sobre sus tacones, arrebujóse bien en su capa y se dirigió a casa del prendero.

Poco tuvo que andar para llegar al punto a donde se dirigía.

-¡Ah de casa! -dijo penetrando en una pequeña tienda en cuyas paredes se veía colgado un gran número de prendas de vestir pertenecientes a ambos sexos.

-¿Qué se ofrece? -contestó con voz atiplada un hombrecillo desde la trastienda.

-Veros, en primer lugar, señor Juan.

-¡Calle, pues si es el buen García! -dijo presentándose el dueño del establecimiento.

-El mismo que viste y calza.

-¿Y qué de bueno os trae por aquí?

-El procurarme nuevos y más elegantes arreos.

El prendero lanzó una mirada desdeñosa a la ropa que llevaba García.

-Efectivamente, vuestro equipaje se halla en estado lastimoso.

-¡Pse! qué queréis; ¡el pobre ha viajado tanto!....

-Sí, ya es razón le deis algún descanso.

-De eso trato.

-¿Y deseáis?....

-Un traje completo, desde sombrero a zapatos.

-¿Cosa buena?

-Buena, elegante, seria y barata.

-Muchos requisitos son ésos; sin embargo procuraré complaceros.

-Así lo espero.

-Pasad al cuarto reservado.

-Guiadme, pues.

El prendero y García pasaron a un cuartito en el centro del cual había colocado en la pared un espejo de cuerpo entero, aunque a decir verdad, la luna no era muy clara que digamos; cuatro sillas y un pequeño canapé completaban el ajuar del cuarto.

-Aquí, después de vestido, podréis examinar a vuestro sabor cómo os sientan las prendas que elijáis.

-Pues id trayendo para acá cuanto me haga falta.

-Podría proporcionaros el traje completo de cierto marqués que marchó ayer de Madrid.

-Según el estado en que se halle y si me sienta bien, veremos si hacemos negocio.

-Está nuevo completamente; el referido marqués sólo usó una semana los vestidos.

-¡Demonio! entonces gastará mucho.

-Es un inglés muy rico.

-Pues ea, sacadme los deshechos de ese noble lord.

-Aguardad.

No tardó en comparecer el señor Juan llevando un gran canasto dentro del cual había un completo traje y varios pares de zapatos y algunos sombreros.

-Lo primero que habéis de hacer es probaros el calzado; en cuanto al traje, si os gusta su tela y color, por lo demás no creo haya dificultad, porque presumo ha de estaros pintado.

Hizo García lo que le indicó el señor Juan y no tardó en hallar unos zapatos a su medida.

-¡Ajá! éstos me van perfectamente.

-Elegid ahora sombrero.

Probóse García, uno tras otro, cuatro sombreros y por fin exclamó:

-Éste creo que es el que mejor se me acomoda.

-Os cae perfectamente y ya parecéis otro.

-Por lo que hace a las extremidades ya estoy arreglado; procedamos ahora a lo más interesante.

El señor Juan fue sacando una tras otra las prendas que constituían el traje que él aseguraba había pertenecido a un opulento noble inglés.

-¿Qué tal os parece?

-Hombre, la tela aparenta ser buena, pero el color.....

-Color esmeralda; es elegante y serio.

-¡Esmeralda! no lo hubiera dicho nunca; si dijerais verde botella, tal cual; pero lo que es esmeralda.....

-Si le vierais de día, seria otra cosa; ya se sabe que de noche.....

-Sí, ya estoy; de noche todos los gatos son pardos; en fin, si me está bien y el precio no es exagerado, me quedaré con el traje.

-¡Pues al avío!

En un abrir y cerrar de ojos, García se despojó de sus vestidos y se embutió dentro del nuevo traje.

-¡Demonio! El señor marqués está algo más flaco que yo.

-No creáis tal.

-Pues hombre, no lo comprendo, si yo apenas puedo mover los brazos.

-Os está justo.

-Pero eso es algo incómodo.

-Si queréis vestir a la moda es preciso que os sujetéis a ella.

-Si es moda, ya no digo nada.

-Estáis hecho un marqués.

-Algo se me ha de haber pegado del antiguo propietario.

-La verdad es que lleváis el vestido con mucho donaire y desembarazo.

El prendero procuraba halagar la vanidad de García, y seguramente lo consiguió.

-Como que estoy acostumbrado a vestir bien.

-Ya se os conoce.

-Veamos, ahora una capa, de buen género, porque hace un frío de todos los diablos.

Fuese el prendero a la tienda, y al poco rato entregó a García la prenda pedida.

-Con esto en los hombros bien se puede resistir el frío.

-Es un buen confortante -dijo García ya con la capa puesta. -Veamos el precio.

-Total, y no he de rebajaros un maravedí, ocho doblones.

-¡Demonio!

-¿Vais a regatear? No pagáis ni la cuarta parte de su valor; pero si no os acomoda, nada hay perdido.

-Veo que no hay medio de haceros rebajar ni un medio; tomad, ahí tenéis los ocho doblones; en cuanto a esa ropa, os la regalo.

-Se la daré en vuestro nombre al primer mendigo que acierte a pasar por aquí.

-Como gustéis; buenas noches.

-Id con Dios.

García salió de la tienda y contoneándose apresuró el paso hacia la casa del secretario.

-Lo que es ahora, dudo mucho que se metan conmigo los lacayuelos insolentes. Con el traje que visto y mi aire de gran personaje, estoy seguro de dar golpe donde quiera que me presente.

Capítulo XVI. García se entiende con Gil Pérez

-Pasad recado al señor secretario; decidle que desea hablarle del negocio de la maja el caballero García.

El criado a quien García dirigió las anteriores palabras en tono resuelto y altanero, inclinó la cabeza haciéndole humilde acatamiento, y contestó:

-Voy al momento.

-Ventajas de mi nuevo traje -dijo García pavoneándose por la antesala en cuanto desapareció el criado. -Está visto que es una gran cosa el vestir con cierta elegancia.

-Cuando gustéis, podéis pasar a ver al señor secretario.

-Guiad, pues.

-Seguidme.

El criado condujo a García al gabinete donde se hallaba Gil Pérez.

El secretario miró fijamente al recién llegado, y le dijo:

-Habéis dicho que teníais que hablarme de.....

-Del asunto de la maja; es la verdad.

-Hablad, pues.

-Ante todo he de haceros mis proposiciones, y cuando sepa si son o no aceptadas hablaré.

-¿Se trata, según eso, de imponerme condiciones?

- De imponer, no; sí de proponer.

-Eso me agrada más; decid, que ya os escucho.

-Vengo espontáneamente a ofreceros mis servicios, a cambio de algún oro y vuestra protección.

-Veo que no gastáis rodeos.

-A mí me agrada ir derecho al asunto.

-Más vale así.

-Creo que es lo mejor; ¿a qué conducen los rodeos?

-Hasta ahora sé lo que pretendéis, pero no qué clase de servicios son los que podéis prestarme.

-Los que más os interesan.

-¡Oiga! ¿Y puedo, sin pecar de curioso, saber cuáles son?

-A eso he venido precisamente.

-Pues os escucho.

-Creo que el criado que me ha anunciado os habrá dicho algo de cierta maja.

-En efecto -dijo Gil Pérez sin que le fuera dado ocultar el interés que sentía hacia la persona que aún no se había nombrado.

-Se trata de Concha.

-¿De Concha?

-De la misma.

-¿Sabéis vos dónde se oculta? -preguntó el secretario con alterado acento.

-Puedo saberlo.

-Hoy mismo he puesto yo al servicio de cierto caballero algunos de mis mejores sabuesos, a fin de que averigüen lo que haya sobre el particular.

-De ese modo, si la maja consigue hoy su libertad, tendrá el doble placer de celebrar también la de su galán.

Gil Pérez palideció.

-¿Su galán?

-Su novio, o lo que sea; me refiero al torero Joselito.

-¿Han dado ya con él?

-No hace muchas horas.

-¿Estáis seguro de ello?

-Como que he presenciado la escena.

-¿Qué escena?

-La que ha tenido lugar cuando el caballero oficial de guardias walonas ha logrado que el zamacuco del ventero, que tenia secuestrados a Joselito y a Vicente, diera suelta a ambos.

-¿Estaban, pues, en una venta?

-En la del camino de Toledo, cuyo dueño es el llamado tío Langosta. Ya veis, señor secretario, si estoy bien informado sobre el particular. Ahora bien, habladme con franqueza: a mí me consta que estáis perdidamente enamorado de la maja Concha: ¿deseáis hacérosla vuestra? ¿sí o no?

-¿A qué negarlo? ése es el mayor de mis deseos, el complemento de mis ambiciones, la mayor de las dichas que anhelo.

-¿Según eso la amáis mucho?

-Por conseguir a esa mujer, lo sacarificaría todo, absoluta mente todo. Os hablo de esa manera, porque me habéis demostrado que estáis algo enterado de ello.

-Perfectamente enterado, decís bien; por eso me he presentado ante vos con tal franqueza, y si no lo lleváis a mal, continuaré como he comenzado; de ese modo juzgo que nos entenderemos con más facilidad.

-Sea como vos queráis.

-Siendo así, continúo: convendréis conmigo, en que el principal escollo en que indudablemente habréis de tropezar para el logro de vuestros fines, es vuestro preferido rival; Joselito.

-Convengo en ello -contestó el secretario.

-Pues bien; si aceptáis las condiciones que al principio os he propuesto, yo os libraré del escollo y os allanaré el camino para lo demás.

-Si así lo hicieseis.....

-Yo, por más que parezca algo inmodesto el decirlo, soy hombre de ingenio fecundo, y de ello os daré pruebas muy en breve si quedamos entendidos.

-A mi vez, debo haceros algunas advertencias.

-Es muy justo.

-Debéis comprender que me es sumamente fácil, atendiendo a mi posición, el castigar al que pretenda burlarse de mí.

-Lo comprendo perfectamente.

-Ya estáis avisado.

-Como pienso serviros con lealtad, no temo el castigo.

-Está muy bien; contad conmigo, pues, en todo y por todo, siempre que por vuestra mediación obtenga lo que deseo.

-Entendámonos-se apresuró a decir García -yo quitaré los escollos de vuestro camino y os facilitaré los medios de que os veáis a menudo y a vuestro sabor con la moza en cuestión; lo demás es cosa vuestra.

-Aceptado.

-Además, ya sabéis que en el asunto aquél de la hija del conde, os serví fielmente y no fue culpa mía el que el negocio no saliera a gusto vuestro.

-No os he hecho por ello ningún cargo.

-Sin embargo, me habéis recibido con algún recelo y cual si no me conocierais.

-Desde el lance a que os referís, a la fecha, ha pasado ya algún tiempo y apenas me acordaba ya del asunto, y en cuanto a haberos recibido con alguna frialdad, no debéis extrañarlo, porque, hablando con entera franqueza, no tengo acerca de vos muy buenos antecedentes.

-La calumnia no respeta nada; vos, sin embargo, me conocéis desde mucho tiempo atrás.

-Dejémonos de quejas y vamos a lo que importa.

-Es que me dolía tener que hablar con vos cual si fuéramos desconocidos; pero no se hable más de ello.

-¿Seguramente querréis dinero?

-Eso no viene nunca mal; ítem más ahora que he tenido que equiparme lujosamente como veis, a fin de no excitar la hilaridad de vuestros domésticos; mi bolsa ha quedado hueca completamente.

-Aquí van treinta doblones por ahora.

García tomó las monedas que Gil Pérez le alargó.

-Falta me hacían.

-Servidme bien y no os ha de pesar de ello.

-Nada tendréis que reconvenirme, porque habéis de saber que tengo gran ansiedad por crearme una posición; yo no he nacido, como vos sabéis, para vivir miserablemente; por lo tanto, debéis comprender cuán grande sea mi afán por salir de una vez de miserias.

-Lo comprendo, y habéis de lograrlo según os portéis conmigo; háceme gran falta una persona de clara comprensión y de probada fidelidad para multitud de negocios, y si en vos encuentro lo que me falta, presto os hallaréis en el caso de pasar una vida cómoda y regalada.

-No ha de quedar por mí.

-A ver, pues, cómo os arregláis, a fin de que Joselito me deje el campo libre cuanto antes.

-Eso es cuenta mía; yo os prometo que el torero ha de estorbaros poco tiempo.

-¿Tenéis ya plan concebido?

-Ninguno por ahora, pero no tardaré en tener varios; la intriga es mi elemento.

-Hay que hacer las cosas de manera que mi nombre no suene en nada.

-Eso desde luego.

-En mi posición, lo más mínimo puede comprometerme.

-Lo comprendo así.

-Y es conveniente que sepáis que el torero tiene muy buenos amigos.

-Ya me lo figuro.

-Amigos que tienen influencia cerca del primer ministro.

-¡Diablo!

-Tanto es así, que el haber salido del encierro en donde se hallaban, tanto Joselito como Vicente, se debe a ciertas influencias que se han acercado al señor conde de Floridablanca, del cual han obtenido cuantos medios han juzgado necesarios para dar con el sitio en donde estaban el torero y su amigo.

-Ahora me explico la presencia del oficial y los soldados.

-El ministro fue el que los puso a disposición del señor don Ramón de la Cruz, a fin de que le prestasen la ayuda necesaria.

-No ha sido malo el susto que se ha llevado el tío Langosta.

-Así, pues, hay que andar con pies de plomo.

-Descuidad; mañana vendré a comunicaros el plan que haya adoptado. ¿Tenéis algo que mandarme?

-Nada más, sino lo que ya sabéis.

-Adiós, pues.

-Hasta mañana.

García salió muy satisfecho de la casa del secretario Gil Pérez.

-Ya sabia yo que nos entenderíamos; ahora sí que creo estar a punto de realizar el negocio que ha de redondearme. Hay que servir fielmente al amigo Gil Pérez; voy, pues, a madurar el plan conveniente para quitar de en medio a Joselito.

Embozóse en su flamante capa, inclinó su sombrero hacia la izquierda, tosió con aire de satisfacción y echó a andar, perdiéndose pronto por entro el confuso laberinto de calles que constituían ya en aquella época los llamados barrios bajos.

Capítulo XVII. El conde de Santillán en el castillo de Villaviciosa

Justo es que digamos alguna cosa del conde de Santillán, quien, según vimos en otra parte, fue encerrado en el castillo de Villaviciosa. Al siguiente día de su permanencia en él, sostuvo con el alcaide de aquella fortaleza amistosa conversación, y el conde pudo averiguar que aunque se le acusaba de conspirador, se le encargaba al susodicho alcaide tuviese con el preso toda clase de consideraciones.

Ya sabe el lector por lo que referente a él dijimos cuando estuvo preso don Luis, que el alcaide era un cumplido caballero.

Al tercer día de su permanencia en la fortaleza, el conde fue invitado a almorzar con el alcaide.

El conde, durante el almuerzo, permaneció bastante silencioso y taciturno; el alcaide le dijo:

-¡Qué diablo, señor conde! Despejad esa frente; ni aquí se os trata mal, ni creo tampoco que se os detenga mucho tiempo.

-No tengo, amigo mío, queja de vuestro amable trato, antes por el contrario, os estoy altamente reconocido.

-Nada de gratitud; hago lo que puedo y santas pascuas.

-No impide eso el que vuestro modo de proceder sea en extremo noble.

-Creed, señor conde, que la mayor pena que puede imponérseme es la de tener que ser riguroso con aquellos cuya custodia se me confía.

-Atendiendo a vuestro carácter, hay que creerlo así.

-Yo también he estado preso alguna vez y sé lo que es llorar perdida la libertad, aunque sea por pocos días.

-¡Oh! si os fuera dado comprender cuánto diera yo por no haber sufrido este percance en las circunstancias presentes! ¡Acusarme a mí de conspirador! harto sé de quien procede el golpe.

-¿Sospecháis?

-Más que sospechas, tengo certeza de lo que digo.

-Si en efecto sois inocente de lo que se os acusa, es una vileza el que se os tenga aquí detenido.

-Poco me importaría en cualquiera otra ocasión el verme privado por algunos días de mi libertad, pero en la presente, sufro lo que no es decible.

-¿Puedo hacer algo por vos?

-Mucho podéis.

-¿Sin faltar a mi deber?

-Sin faltar en lo más mínimo.

-Hablad, pues.

-¿Podéis proporcionarme papel y recado de escribir?

-No me está prohibido el proporcionaros esos objetos.

-¿Podríais hacer llegar a manos del señor conde de Floridablanca una carta escrita por mí?

-Puedo.

-Pues si esto hacéis, estoy seguro de estar libre mañana.

-Contad con todo lo que me habéis pedido.

-Y vos con mi eterna gratitud.

-Seguidme.

El alcaide le condujo a una habitación en la cual había una mesita-escritorio.

-Ahí tenéis todo lo necesario.

-No sé cómo pagaros tanta bondad.

-Con no hablarme más de ello; escribid cuanto gustéis, os dejo solo; voy a dar una vuelta por el castillo.

El conde escribió una carta al ministro en la que le decía que jamás había conspirado, que un asunto de honra le hacia necesaria la libertad por algunos días, pasados los cuales empeñaba su palabra de honor de volver a constituirse en prisión; suplicaba a Floridablanca le otorgase la señalada merced de permitirle salir del castillo encareciéndole la imperiosa necesidad en que se hallaba de ventilar por sí mismo la cuestión de honor en que se veía comprometido.

Terminada la carta, el conde la cerró y esperó con ansiedad la vuelta del alcaide; llegó éste por fin, y le dijo:

-Señor conde, paréceme que hoy ha de ser día de gracias.

-¿De qué lo deducís?

-Acabo de recibir un pliego del ministro y en él se me ordena dé libertad a don Luis de Guevara.

-¡Cuánto diera por tener igual fortuna!

-¿Habéis terminado vuestra carta?

-Hela aquí.

-Dentro de media hora saldrá del castillo una persona de toda mi confianza hacia Madrid, y se la entregará al sugeto encargado de ponerla en manos del señor ministro; el mensajero que saldrá de aquí montará un buen caballo a fin de llegar cuanto antes a la corte, y regresará a escape en cuanto obtenga la contestación.

-No he de olvidar yo nunca vuestras finezas.

-Con que guardéis de mí un buen recuerdo, me doy por satisfecho.

-Dejara yo de ser bien nacido, si de otro modo obrara.

-¿Tenéis confianza en que vuestra carta surta efecto?

-La tengo; el conde de Floridablanca es hombre de honor, me conoce, y creo no dudará de lo que en ella le digo.

Poco ha de tardar en tenerla en su poder.

-Cuidad de advertir le sea entregada en sus propias manos.

-De eso os respondo yo.

-Es que hay cerca del ministro, persona dispuesta a perjudicarme cuanto le sea posible; esa persona es el secretario.

-Nada sospechará el señor Gil Pérez.

-Siglos han de parecerme las horas que tarde en saber el resultado de mi demanda.

-No hay más que tener paciencia, amigo mío.

-Si supierais de lo que se trata, comprenderíais mi impaciencia.

-Creo que algo grave debe ser cuando tan inquieto os halláis.

-Básteos que os diga que es un asunto de honor el que a Madrid me llama.

-Sea como quiera, debéis tranquilizaros; vos ponéis de vuestra parte los medios posibles, lo demás lo hará el que deba.

-Con vuestro permiso me retiro, las sienes se me parten.

-Id, pues, a descansar y dejad a mi cuidado el asunto.

Retiróse el conde, y el alcaide fue a despedir al mensajero que debía llevar a Madrid la carta para el ministro.

Sorprendido y no poco quedó el de Floridablanca al leer el contenido de la carta del conde, y se apresuró a librar la orden de poner en libertad al preso de Villaviciosa.

-Tomad, amigo mío -le dijo al que le había entregado la misión- ahí os entrego, y con mucho gusto, la orden que ha de servir para devolverle la libertad al señor conde de Santillán.

-Con vuestro permiso, señor, voy a entregar este pliego al mensajero que ha de llevarlo al castillo.

-Id con Dios.

Cumpliendo las órdenes que recibiera del alcaide, en cuanto el mensajero tuvo en su poder la contestación que aguardaba, picó espuela a su cabalgadura y a todo correr se puso en camino hacia el castillo de Villaviciosa.

En cuanto el conde supo la fausta nueva, alargó su mano al alcaide, diciéndole:

-Amigo mío, acabad de completar el favor.

-¿En qué puedo serviros?

-En proporcionarme un buen corcel a fin de ponerme en camino inmediatamente.

-¿No podríais aguardar a mañana?

-Mañana por la mañana deseo tener ventilados ya mis negocios -dijo el conde con amarga sonrisa.

-Pero, señor conde, ¿vais a poneros en camino a esta hora?

-Si vos me complacéis, ése es mi deseo.

-Pedro -dijo el alcaide llamando a uno de sus sirvientes- ensillad a Morillo.

El mozo desapareció inmediatamente.

-Vais a quedar complacido; pero la verdad, siento que os pongáis en camino en noche tan fría y oscura.

-Fría llevo el alma y oscuro el pensamiento, amigo mío.

-Holgárame de tener noticias vuestras, si éstas han de ser faustas, porque a deciros verdad, me causa alguna inquietud el malestar en que os miro sumido.

-Agradezco el interés que me manifestáis; por lo demás, faustas o infaustas sabréis noticias mías, os lo aseguro.

-Dios mediante, confío en que a vuestra llegada a la corte podáis arreglar a satisfacción los asuntos que allí os llaman.

El conde guardó silencio.

Comprendiendo el alcaide que la conversación sobre aquel particular, afectaba visiblemente al conde, díjole variando de tema:

-El Morillo es un noble animal que ha de conduciros a Madrid en el menor tiempo posible; es como si dijéramos mi caballo de batalla.

-Del mal rato que le voy a hacer pasar, procuraré se le recompense llegado que hayamos a mi casa.

-¡Bah! Morillo está muy acostumbrado a prestar servicios semejantes, y no ha de sorprenderle la corrida que le preparáis.

-¿Es, pues, valiente?

-No desmiente su buena raza, os lo aseguro.

-Mañana os será devuelto por uno de mis criados.

-Os lo agradeceré, porque Morillo suele prestarme señalados servicios.

-Descuidad.

-Estoy completamente tranquilo.

-Señor -dijo Pedro- en el patio espera Morillo.

-Está bien; allá vamos.

El alcaide y el conde bajaron al patio.

-¿Qué os parece, señor conde? -dijo el alcaide pasando la mano por el lomo a Morillo.

-¡Hermosa estampa!

-Y mejor sangre, yo os lo afirmo. Pedro, conduce a Morillo.

El alcaide en compañía del conde se adelantó al portillo a fin de dar la conveniente orden para que se franqueara el paso.

-¡Ea! señor conde, ya tenéis la puerta abierta.

Gracias a vuestra solicitud.

-No; gracias al señor ministro.

-A uno y a otro.

El conde cabalgó con la ligereza del jinete consumado.

-Adiós y buena suerte, amigo mío.

-Adiós y gracias -repuso el conde estrechando la mano que el alcaide le alargó.

Después picó espuela al corcel y se alejó ligero cual flecha que parte del arco.

Capítulo XVIII. El conde y la condesa de Santillán

Al llegar el conde a su casa, después de ordenar se cuidara bien al pobre Morillo, que estaba muerto de cansancio, y empapado en sudor, dirigióse a las habitaciones de su esposa.

Tropezó en la antesala con la doncella de doña Isabel, y el conde llegóse a ella, y le preguntó:

-¿Duerme la señora condesa?

-Hace un momento ha salido de su habitación, y entonces no dormía.

-Pasadla recado; decidla que me es indispensable verla al instante.

La doncella, sin responder una palabra, penetró en el gabinete de su señora.

Doña Isabel, a contar desde el día en que perdió la esperanza de ver recompensado el amor que sentía hacia don Luis, sintió presa su alma de una amargura infinita; todo cuanto pasaba a su alrededor le era indiferente; huía del bullicio, y pasaba la mayor parte del tiempo entregada a la soledad.

Desde el día en que Simón fue sorprendido por el conde, no había vuelto a ver a su esposo, y aunque supo la prisión de éste, no hizo nada por su parte, a fin de salvarle de su cautiverio; más podemos asegurar: no le afectó la desdicha que pesaba sobre aquél cuyo nombre llevaba.

En el momento en que entró la doncella, a fin de ánunciarle la llegada del conde, doña Isabel se hallaba embebida en sus reflexiones, y a juzgar por la tristeza que se reflejaba en su semblante, nada debían tener de risueños los pensamientos fijos en su mente.

-Señora -dijo la doncella a media voz.

-¿Qué ocurre?

-El señor conde acaba de llegar, y solicita hablaros.

-¿El señor conde? -exclamó poniéndose aún más pálida de lo que estaba.

-El mismo, señora.

Doña Isabel guardó silencio durante algunos segundos, pasados los cuales, dijo:

-Y bien, que pase.

A poco de haber desaparecido la doncella, se presentó el conde.

Doña Isabel ni siquiera se tomó la molestia de mirarle.

El conde, trémulo de ira, y sin guardar las buenas formas que en toda ocasión había usado al hablar a su esposa, comenzó diciendo:

-¿Tanto os embarga el pensamiento de vuestro criminal amor, que ni siquiera advertís que estoy en vuestra presencia?

-Debo advertiros que no he de tolerar me faltéis al respeto de un modo tan poco digno; por lo tanto, si continuáis del modo que habéis comenzado, me retiraré.

-¡Os sorprende mi lenguaje! más me sorprende a mí vuestra criminal conducta. Seguramente no esperabais mi visita.

-Ni la esperaba ni la deseaba.

-Lo creo, señora, y alabo la franqueza con que me decís vuestro modo de pensar respecto a mí.

-Tiempo hace que sabéis cómo pienso respecto a vos.

-Decís bien; pero si he podido sobrellevar con santa resignación vuestra cruel y eterna indiferencia, no ha de sucederme lo mismo respecto a lo demás.

-No sé a lo que aludís, ni creo que haya dado motivo que excite vuestro enojo, señor conde.

-¿Eso os atrevéis a decir?

-Eso digo -repuso tranquilamente doña Isabel.

-Si hasta hace poco tiempo he sido bastante cándido para tranquilizarme con sólo oír las frases que habéis tenido por conveniente decirme, para disipar las sospechas que en contra de vuestra conducta haya podido tener, hoy, sabedlo bien, señora, hoy no puede ya suceder lo mismo.

-Hoy deberé, pues, limitarme a no contestar a vuestras acusaciones.

-¿Cómo os sería dado justificaros?

-Probando su falsedad; mal camino habéis elegido para conquistaros mi afecto; no es insultando a una dama como se puede ganar su corazón.

-Por más que ése haya sido, y vos lo sabéis, mi más constante anhelo, no trato ya de conquistar un imposible; me contento con pedir cuentas de la honra que os confié.

-Según eso, venís decidido.....

-A obtener una clara confesión de vuestro crimen.

-¡De mi crimen! -dijo temblando interiormente doña Isabel.

-Sí, vuestro crimen; a menos que la muy noble, altiva y honestísima señora doña Isabel de Zúñiga, condesa de Santillán, crea no es criminal en una mujer casada el completo olvido de sus deberes.

-Señor conde, es muy poco digno de un caballero el insultar así a una señora.

-Menos noble y menos digno es en una dama el faltarle a su esposo, pisoteando su honor.

De los ojos de doña Isabel se desprendieron abundantes lágrimas.

-No bastan ruines sospechas, desatentados celos, para fulminar tal ofensa contra el decoro de una señora.

-No se trata aquí de ridículos celos, ni menos son sospechas las que alimento; estoy completamente seguro de lo que digo.

-¿Que estáis seguro? -dijo doña Isabel fijando una penetrante mirada en el semblante de su esposo cual si quisiera leer en él.

-Segurísimo.

Doña Isabel se revistió de valor, y por más que la repugnara mentir, replicó al conde con la mayor energía:

-Mentís.

-¡Os atrevéis a lanzarme un mentís!

-Me atrevo porque afirmáis estar seguro de lo que no lo estáis.

-¿A qué ha obedecido mi prisión, señora?

-¿Qué tengo yo que ver con vuestra prisión?

-Harto bien lo sabéis.

-Seguramente deliráis.

-Afortunadamente conservo entera mi razón.

-En ese caso decís lo que no creéis.

La exaltación del conde crecía por momentos.

-Yo digo siempre la verdad, señora.

-Sólo os faltaba levantarme la mano, señor conde- dijo doña Isabel al advertir el ademán con que su esposo avanzó hacia ella.

-¡Oh! me haréis olvidar de todo- repuso el conde deteniéndose.

-¿Pretendéis acaso que os diga ser yo la causante de vuestro encierro? ¿Por qué ese afán por atribuirme faltas que no he cometido?

-Comprendo vuestro miedo, señora; hacéis bien en no confesar.

-Si algún miedo tengo es debido a la exageración de vuestros ademanes; en cuanto a confesar, ¿qué queréis que os confiese?

-Nada; quiero evitarle esa pena a vuestra lengua; hablaré yo por vos.

-Como gustéis.

-De que lo sé todo, absolutamente todo, os daré una prueba evidente.

-Deseo oírla.

-No habréis echado en olvido a Simón, seguramente.

Doña Isabel no pudo ocultar el efecto que le causó oír pronunciar aquel nombre en boca de su esposo.

-¡Simón!

-¿Os inmutáis? Lo comprendo perfectamente.

-¿Creéis acaso que una escena de esta naturaleza pueda ser agradable a una persona, que como yo no se encuentra bien de salud?

-Habréis, pues, de armaros de paciencia, porque a pesar de vuestros nervios tendréis que oírme.

-Sé a qué atenerme respecto a vuestra galantería.

-Continúo.

-Continuad.

-Simón habló conmigo después que salió de vuestro gabinete.

-¿Y qué?-replicó con firmeza doña Isabel, creyendo que Simón nada había revelado.

-¿Qué? Simón no quería revelar nada de lo que yo quería saber, pero el argumento de una pistola, con la cual amenacé su vida, y el aspecto de un montón de oro que puse a su vista, y cuya posesión le ofrecí, cambiaron la decisión de aquel tunante, y al fin habló.

-¡Habló! ¿Y qué dijo? -preguntó verdaderamente afectada doña Isabel.

-¡Lo que yo ya sospechaba, lo que yo me temía! -dijo el conde con acento conmovido.

Doña Isabel estaba verdaderamente aturdida; por fin acertó a decir:

-¿Y vos, le disteis crédito?

-¿Acaso me quedaba otro recurso?

-Simón os engañó..... el miedo y el deseo de adquirir el oro que le ofrecisteis.....

-No, no, señora; Simón no me engañó al asegurarme que teníais un galán; de ello me dejó completamente convencido por mi eterna desgracia.

Doña Isabel guardó silencio.

-Y bien, señora, ¿qué tenéis que decir a esto?

-¿Qué queréis que os diga, cuando vos aseguráis dar crédito a Simón?

-¿Es decir que no negáis? -dijo el conde arrebatada mente.

-¿Puedo yo impedir que se me galantee?

-Señora ¿podré yo acaso impedir que la justa cólera que me ciega haga que mi mano dé fin a vuestra existencia?

-Hacedlo y no lo digáis.

-¿Es decir que no teméis el castigo?

-La misma muerte me fuera preferible a vuestras amenazas.

-¿Tanto me aborrecéis?

-¿Os he amado acaso nunca?

-¡Ah! -dijo el conde echando mano convulsivamente al puño de su espadín.

-Ahora estáis poniendo los medios para que os desprecie.

-A no ser yo quien soy, hubiera ya bañado mi espada en vuestra sangre vil.

-Limpia es, tanto o más limpia que la vuestra; por lo demás, nada os impide cometer esa hazaña.

-No; eso no seria bastante castigo; mayor ha de ser el que trato de imponeros.

-Afortunadamente no soy asustadiza.

-Está bien, señora; veremos qué semblante ponéis a la vista del cadáver ensangrentado de mi aborrecible rival.

Doña Isabel tembló creyendo que se trataba de don Luis.

-¿Daréis, pues, un escándalo?

-Estoy decidido a todo, y no han de pasar muchas horas sin que me haya bañado en la sangre de vuestro afortunado galán.

-¿Seréis capaz de entregar vuestra honra a la maledicencia pública?

-Seré capaz de todo; lo que yo quiero es vengarme.

-Pero advertid.....

-Dejadme, señora; vos lo habéis querido.

-¿Vais?

-En busca del hombre que me ha robado el honor, y os juro que en breve habrá dejado de existir.

El conde fuera de sí salió del aposento de su esposa.

Doña Isabel, al verse sola, dio rienda suelta a sus lágrimas y exclamó:

-¡Dios me perdone y tenga piedad de don Luis!

Capítulo XIX. Floridablanca se entera de la conducta observada por Gil Pérez en el asunto de la prisión del conde de Santillán

Salió el conde de su casa decidido a ir en busca de su rival, pero antes quiso avistarse con el ministro a fin de darle las gracias, al par que deseaba informarle de la conducta observada por su secretario.

Anunciado convenientemente fue al instante introducido a la presencia del señor conde de Floridablanca.

-Sed muy bien venido, señor conde.

-Ha de perdonarme su excelencia, que venga a molestar su atención en hora tan temprana.

-Hacedme el favor, señor conde, de suprimir el tratamiento; gusto más de que mis amigos me traten con llaneza; por lo demás en nada me molesta vuestra visita, antes al contrario, me es sumamente agradable.

-Yo os doy gracias por todo, señor; y os las doy repetidas por haber accedido a la súplica que os dirigí desde el castillo de Villaviciosa.

-Si injustamente se os había conducido a aquella fortaleza, al firmar la orden de vuestra libertad, no habré hecho otra cosa que obrar con justicia.

-Preso me hallaba sin haber dado motivo para ello.

-Señalado estabais como conspirador.

-Se me ha calumniado.

-No diré yo lo contrario, y hablando francamente, sorprendióme no poco la noticia.

-Sí tengo amistad con el señor conde de Aranda, pero jamás me he mezclado en pro ni en contra de los asuntos políticos de aquel caballero.

-Sé que el de Aranda es muy vuestro amigo, pero esto nada tiene de reprensible ni censurable; habéis de creer que no he procedido en contra vuestra sin que se me haya hecho creer que habíais dado motivos para ello.

-Conozco vuestra rectitud, señor ministro, y sé perfectamente que jamás obráis a impulsos de bastardas pasiones; tengo la seguridad de que se me ha calumniado a vuestros ojos y hasta me atrevería a nombrar a la persona que ha tratado de perderme.

-No forméis juicios temerarios.

El ministro no podía creer que su secretario hubiese obrado por espíritu de venganza; juzgaba que se le había engañado; y que si esto argüía una torpeza indisculpable, no era una acción criminal.

-Puedo asegurar al señor conde de Floridablanca, que no me equivoco en el juicio que he formado.

-Creo que habéis sido víctima de un error.

-Si os dignáis escucharme, fácil me será convenceros de lo contrario.

-Escucho con sumo gusto.

-Existe un hombre, a quien jamás había ofendido ni apenas tratado, y que ha tomado a su cargo el procurar mancillar mi esclarecido nombre; cuando me apercibí de la afrenta que me infería o pretendía inferirme, fuí a verle y le traté cual merecía su infame e innoble proceder; arrebatado y furioso le propuse un duelo a muerte; perdóneme el señor ministro, hablo con el amigo.

-Y el amigo es el que os escucha; continuad.

-Viendo el sugeto a quien me refiero, que yo estaba decidido a matar o morir procuró disuadirme y trató de negarse, mejor dicho, se negó a darme cumplida satisfacción con las armas en la mano. No es la ofensa que me ha inferido, de aquellas que se satisfacen con palabras, sino con sangre, por lo tanto le advertí que en mi casa esperaba su decisión, advirtiéndole que si persistía en negarse a batirse, donde quiera que le viese había de insultarlo y afrontarle de modo tal que no pudiera excusarse de cruzar su acero con el mío.

-¿Y cuál fue su decisión?

-A las pocas horas de hallarme esperándole en mi casa, recibí con sorpresa la visita de un señor alcalde de casa y corte que me intimó que le siguiera.

-¿Y creéis?...

-Que vuestro secretario, valiéndose de la calumnia, logró arrancaros la orden de mi prisión.

-Luego el señor Gil Pérez, es.....

-El hombre que me ha ofendido y del cual había yo reclamado cumplida reparación, ya veis, señor, si tengo motivo justificado para acusarle.

El noble y severo rostro del ministro se inmutó ligeramente.

-Razón tenéis en quejaros, y no la tengo yo menos en deplorar que se haya abusado de mi confianza.

-Confianza que burlará a cada momento, no lo dudéis.

-No será así, porque yo pondré el correctivo debido.

-He querido sincerarme a vuestros ojos del criminal intento que se me atribuía, y aseguraros que en ningún tiempo me ha ocurrido la idea de conspirar en contra de vuestra persona; os empeño mi palabra de honor de que así es la verdad.

-Os creo, señor conde, os creo, y a mi vez os ruego me dispenséis las molestias que os hayan podido ocasionar vuestros días de cautiverio.

-En vuestra posición, señor, nada tiene de particular que os veáis precisado a proceder duramente en determinadas ocasiones, y no es vuestra la culpa de que se haya abusado de la noble confianza que teníais depositada en un ser indigno de merecerla.

-Permitidme un momento, señor conde.

Floridablanca escribió precipitadamente algunos renglones, cerró el billete por él escrito y tocó el timbre.

-Esta carta al momento a su destino.

El ujier tomó el billete y se retiró.

-Amigo mío -dijo el ministro dirigiéndose al conde.- La carta que acabo de mandar a su destino, va dirigida al señor Gil Pérez; su contenido habrá de alegrar poco al señor secretario, yo os lo prometo.

-Por duro que seáis en vuestra carta, algo más me propongo serlo yo de viva voz.

-¿Tratáis de verle?

-Es de todo punto necesario.

-¿No valdría más que procuraseis olvidar?

-¿Olvidar? imposible, señor, imposible -dijo el conde con alterada voz.

-¿Tan grave es, según eso, la ofensa que os ha inferido?

-Como he tenido el honor de indicároslo antes, es de tal naturaleza, que hace imposible el que vivamos ambos.

-¿Habéis meditado bien las consecuencias?

-En el estado en que me hallo se hace imposible el meditar.

-¿No os arredra el pensar el trastorno que vais a ocasionar a vuestra noble esposa?

El rostro del conde se contrajo al oír nombrar a la condesa, y aunque se repuso instantáneamente, no pasó desapercibido a los ojos del ministro el efecto que aquel nombre había producido.

-La condesa habrá de conformarse con lo que yo haga.

-Eso desde luego, pero no podrá menos de deplorarlo.

-No diré yo lo contrario -repuso con amarga ironía el conde.

-Amigo mío, a saber yo antes lo que os ocurre, cuando vos hubierais salido del castillo no hubiera ya estado en la corte vuestro enemigo.

-Hubiera ido en su busca al fin del mundo.

-Quiere decir que nada hubiera conseguido con alejarle.

-Únicamente hacer más duradero mi suplicio.

-Muy decidido os veo.

-Matar o morir es lo que ambiciono.

-¿Tan fiel servidor como sois de Su Majestad echáis en olvido sus mandatos? ¿Olvidáis la pragmática?

-Nada olvido; sé a lo que me expongo, pero el que desea morir, ¿qué puede temer?

-Sin embargo, yo debiera.....

-Es al amigo a quien hablo, y el amigo el que ha ofrecido escucharme.

-Razón tenéis, tal os he ofrecido.

-A no ser así, me hubiera abstenido de dar a entender cual es mi irrevocable resolución.

-Quizá no se os ha ocurrido una cosa.

-En mi situación actual, poco o nada se me ocurre.

-Por eso mismo, creo de mi deber llamaros la atención sobre cierto punto.

-Me favoreceréis en extremo indicándomelo.

-Tan pronto como se divulgue la noticia de vuestro duelo, la murmuración se cebará en vos; no faltará más de un atrevido y más de una envidiosa que digan: ¿por qué se habrá batido el conde a no ser por celos? Vuestra esposa es una hermosísima dama en cuya reputación no ha podido cebarse el afilado diente de la calumnia, y no perderá, yo os lo aseguro, la ocasión que vais a ofrecerle de morder a su satisfacción.

-De gran peso son vuestras reflexiones y capaces por sí solas de hacerme retroceder en la decisión que he formado, a no ser de tanta gravedad la ofensa que he de vengar; téngome por hombre algo prudente, y cuando me he resuelto a obrar de un modo tal que pueda ofrecer pasto a la maledicencia pública, calculad, señor, si ha de ser causa bastante la que me obliga a persistir en mi proyecto.

-¿No pudierais quedar satisfecho de otro modo?

-Imposible.

-¿No puedo yo solventar a vuestra satisfacción tan desagradable asunto?

-Agradezco en lo que vale vuestro valioso apoyo, pero en este caso es ineficaz.

-Lo deploro en el alma.

-Así lo creo y no por eso os quedo menos agradecido; en cambio he de pediros un señalado servicio.

-Hablad, señor conde.

-Estoy perfectamente reconocido a la caballerosidad que conmigo ha usado el señor alcaide del castillo de Villaviciosa.

-Siempre ha sido un cumplido caballero.

-Os suplico, pues, le hagáis constar he venido a haceros presente su noble comportamiento para conmigo.

-Así lo haré.

-Os lo estimaré mucho, porque jamás olvidaré su noble proceder.

-De gran satisfacción me sirve el haber confiado tan delicado cargo a una persona digna y honrada; son tantas las decepciones con que uno tropieza a cada momento, que se hace preciso admirar al que cumple bien con sus deberes.

-Podéis estar orgulloso de vuestra elección respecto a ese sugeto.

-Yo le significaré la estimación que me merece.

-Según os indicaba en mi carta, estoy dispuesto a daros cuantas pruebas juzguéis necesarias respecto a mi inocencia, caso de que no os basten las que os he dado.

-Estoy plenamente convencido.

-Pues si me lo permitís.....

-¿Os alejáis ya?

-¿Para qué negar que me hallo impaciente por terminar de una vez el desagradable asunto de que os he hablado?

-Bastante castigado queda ya, creedme; las breves líneas que he dirigido a vuestro ofensor, han de haber derribado de pronto sus más caras ilusiones.

-Créame el señor ministro, que alguna conservará aún y ésa yo me encargo de destruirla antes de mucho.

-Puesto que nada es bastante a haceros desistir de vuestro empeño, obrad como mejor os parezca, señor conde.

-Suceda lo que quiera, mientras viva he de recordar con agradecimiento vuestra leal y franca solicitud.

-En cambio yo deploraré siempre que os aventuréis en un paso arriesgado.

-Dios lo ha dispuesto así; adiós, pues, amigo mío.

-Id con Él, señor conde.

Ambos personajes se despidieron con gran cariño.

Apenas salió el conde del aposento del ministro, éste murmuró:

-¡Infeliz caballero! mucho temo que tu mal sea de aquellos que sólo hallan alivio con la muerte.

Entretanto el conde de Santillán se dirigía a casa del secretario.

Capítulo XX. Inesperada sorpresa del secretario Gil Pérez

Entretanto que los dos condes mantenían entre sí la conversación que acabamos de narrar, hallábase Gil Pérez en su casa disponiéndose para ir a su despacho a casa del ministro, cuando de repente entró su criado y le entregó un billete.

-¿Qué me querrá el ministro? -dijo el secretario reconociendo la letra- veamos.

Apenas fijó Gil Pérez la vista en el contenido de la carta, cuando palideció de un modo alarmante.

-¿Qué quiere decir esto? -exclamó con voz convulsa, y después de pasarse la mano por los ojos cual si quisiera de este modo aclarar su vista. -Apenas puedo creer lo que he empezado a leer; veamos.

He aquí lo que el secretario leyó nuevamente:

«Cuando se ocupan ciertos destinos públicos, se hace necesario obrar con rectitud y hombría de bien; vos, o sois torpe o poco honrado; cualquiera de ambos defectos os imposibilita el seguir ejerciendo junto a mí el delicado cargo que os había confiado.

Floridablanca.»

Calcule el lector el efecto que produciría la lectura de semejante carta en el ánimo del secretario.

Un golpe de tal naturaleza echaba por tierra en un momento sus más caras ilusiones.

¿Cómo Floridablanca, que siempre le había tratado con el mayor cariño, le despedía de su lado sin ni siquiera haberle llamado para oír sus descargos?

¿A qué obedecería el enojo del ministro? ¿Cuál sería la causa que le había obligado a mostrarse tan severo?

Extraviábase la mente de Gil Pérez en un confuso dédalo de conjeturas, y ninguna de ellas le parecía ser la natural.

Más de media hora pasóse cavilando; de pronto dióse una palmada en la frente, y exclamó:

-Catalina, no hay duda, Catalina es la que poniendo en juego su maquiavélica influencia ha logrado por algún medio para mí desconocido irritar en contra mía el ánimo del ministro. ¿Quién es capaz de adivinar lo que habrá inventado ella para vengarse de mí? ¡Oh! como así sea, tiemble a su vez la pérfida dama; no he de tardar mucho en saber lo que ha motivado mi inesperada caída, aun quizá pueda despejar el nublado; vamos a ver al señor ministro.

En el momento en que Gil Pérez se disponía a salir de su habitación, presentóse en ella el señor conde de Santillán.

A la vista del citado personaje, el secretario retrocedió dos pasos.

-Tenga muy buenos días el señor don Gil Pérez. Paréceme que os ha sorprendido mi visita; seguramente no me esperabais.

-Verdaderamente..... -balbuceó el secretario- no creí.....

-Ya; como que me suponíais muy entretenido en el castillo de Villaviciosa, al cual valiéndoos de malas artes lograsteis que se me condujera.

-Cumplí con mi obligación -dijo el aturdido secretario.

-Mentís villanamente.

-Señor conde, debo advertiros que no estoy dispuesto a tolerar vuestras inconveniencias.

-Tomad el asunto como mejor os cuadre, pero yo he de deciros que vuestro proceder ha sido el de un cobarde. ¿Qué hombre que se llama caballero por eludir un lance se vale de los reprobados medios de que vos habéis echado mano? ¿Creíais acaso que mi cautiverio había de ser eterno? Mucho en ese caso os habéis equivocado en vuestros cálculos, pues ya veis que sólo ha durado días.

-Repito que al solicitar la orden de prisión, creí cumplir un deber; días hacia ya que se me había avisado andabais en tratos con el señor conde de Aranda, y yo había dado largas al asunto; os presentasteis en mi casa y sin que yo pudiera explicarme la razón, os empeñasteis en tener conmigo un lance; no miedo, sino razones particulares me impedían admitir el duelo a que me provocabais, y a fin de evitar cumplierais vuestro ofrecimiento de insultarme públicamente, me valí de los datos que en contra vuestra se me habían suministrado, a fin de apartaros de mí durante algún tiempo; he aquí todo.

-Ya comprendo las razones que os obligaron a libraros de mi persona; sin duda creísteis por tan ingenioso medio disfrutar tranquilamente de vuestros ilícitos amores, pero poco ha durado vuestra tranquila felicidad; otra vez me presento yo y doy por tierra con vuestras risueñas ilusiones.

-Ésta, como la otra vez, me habláis un lenguaje que no entiendo.

-Pues ésta, como la otra vez, vengo decidido a que me deis cumplida satisfacción con las armas en la mano.

-¿En qué he podido yo ofenderos?

-Os advierto que ese sistema no ha de valeros para libraros de mi venganza; hoy mucho menos que nunca, pues son dos las causas que me obligan a pediros una reparación.

El secretario no sabia cómo librarse del conde, y viendo que de nada le servia adoptar el lenguaje de la persuasión, cambió de rumbo completamente, así es que decidido a todo, le dijo al conde:

-He dicho ya las causas que me obligaron a proceder en vuestra contra y observo que sois harto jactancioso al creeros que el miedo sólo me hizo adoptar una medida extrema; tened, pues, entendido que no acostumbro temblar, pero no estoy en el caso de dar satisfacción al primero que le antoje pedírmela. Me habéis hablado de amores y no sé lo que puedan tener de común los míos con los vuestros; explicaos con claridad y yo os juro que si me dais razones bastantes, seré con vos en duelo al instante; pero os advierto que de no hacerlo así, no he de prestarme a servir de blanco a vuestros caprichos.

-¿Capricho llamáis a mi resolución? -dijo el conde trémulo de coraje.

-Por tal la tengo hasta ahora.

-¡Vive Dios que no he visto cinismo igual!

-Ni yo testarudo semejante.

-Poco es una vida, mil quisiera yo que tuvierais para arrebatároslas una en pos de la otra.

-¿Sabéis lo que sospecho, señor conde?

-¿Qué me importa a mí lo que vos sospechéis?

-¿Os habréis unido acaso con mi enemigo para perderme?

-¿Qué decís?

-Digo que empiezo a ver claro en este asunto.

-Abreviemos razones y salgamos.

-No podía yo sospechar que mantuvieseis relaciones con esa dama ni menos hubiera creído nunca que os hiciera servir de juguete.

-¿Qué osáis decir?

-Que servís de instrumento a una execrable mujer.

-¿Creéis que voy a dar crédito a la farsa que estáis inventando?

-Aquí no hay farsa ninguna. ¿Negáis que doña Catalina de Sandoval?...

-¿Qué tiene que ver esa..... dama conmigo?

-Ella ha jurado perderme.

-¿Y qué tengo yo que ver con eso?

-Pues si no es lo que había imaginado, hablad de una vez, y decidme de qué amores se trata; no es cosa de que vaya a batirme ignorando el motivo que a tal lance me conduce.

De pálido que estaba el rostro del conde, tornóse lívido; hizo un supremo esfuerzo para sobreponerse a la situación, y contestó:

-Puesto que lleváis vuestra impudencia hasta el extremo de hacerme sonrojar, paso por ello con tal de que no os sea ya posible hallar excusa que evite nuestro duelo.

-Contad conmigo en cuanto os haya oído.

-¿Creéis que un esposo ultrajado tiene razones de sobra para buscar al ladrón de su honra y arrastrarle a un duelo a muerte?

-Lo creo.

-¿Y permanecéis impasible?

-No veo motivo en lo que lleváis dicho para alterarme ni poco ni mucho: habláis de honra y de ultrajes, ¿a quién os referís?

-¿A quién queréis que me refiera? A vos, a mí.

-¡Cómo!.... decís?....

-Digo, que sois un miserable, y mi esposa la más vil de las mujeres.

La sorpresa de Gil Pérez no reconoció límites al escuchar la acusación que el conde fuera de sí acaba de fulminar. Comprendió entonces que una fatal equivocación había dado margen a las violentas entrevistas que con el conde había tenido, dando aquellas lugar a la prisión del uno y a la pérdida del otro.

El conde, viendo que nada contestaba Gil Pérez, avanzó un paso hacia él, y con ademán y acento amenazador, dijo:

-¿Estáis ya satisfecho?

-Lo que estoy es admirado de vuestra revelación.

-¿Procuraréis aún buscar nuevos pretextos?

-No, señor conde, no son pretextos lo que busco.

-Entonces terminemos cuanto antes.

-¿Y si yo os dijera que estáis equivocado?

-¿Todavía?

-¿Si os asegurara que ni aun de pensamiento os he ofendido?

-Creería que era un subterfugio.

-Sois víctima de un engaño, señor conde.

-Tengo pruebas de lo contrario.

-¿Quién os las ha suministrado?

-Vuestro agente.

-¡Mi agente!

-El mismo, que sorprendido y amenazado por mí, pronunció al fin vuestro nombre maldito, señalándoos como amante de la que en mal hora lleva mi nombre.

-Pues os ha engañado villanamente y yo os lo probaré.

-¿Lo probaréis?

-Sí.

-¿De qué manera?

-Diciéndoos el nombre del verdadero galán.

-¿Y quién es?

-Persona a quien conocéis mucho.

-Acabad de una vez: ¿se llama?....

-Don Luis de Guevara.

-¡Don Luis!

-A ése y no a mí es a quien debéis buscar; a ése y no a mí debierais haber hecho blanco de vuestras iras; de hacerlo así, ni vos hubierais ido al castillo de Villaviciosa en calidad de preso, ni yo tendría hoy que sufrir las consecuencias de vuestra prisión.

Perplejo quedó el conde al oír las quejas del secretario, así es que contestó:

-En breve sabré si me habéis dicho la verdad, y temblad si habéis mentido.

-Ya os he dicho que no acostumbro temblar nunca, y mucho menos cuando no he delinquido.

Salió el conde de la estancia del secretario, llevando un infierno en el alma y con más ansiedad que nunca por tomar venganza de aquél que le había robado el honor.

Capítulo XXI. Qué había sucedido en la venta del tío Langosta

Tiempo es ya de que digamos a nuestros lectores qué había ocurrido en la venta de Langosta después que de un modo tan inesperado recobraran su libertad, lo mismo Joselito y Vicente que García, según vimos en otro lugar.

Precisamente aquella noche tenia que ir a ver al encubridor Simón, para tratar de otro asunto, de los que siempre llevaban entre manos aquellos bribones.

A la hora convenida, que seria próximamente una después de aquellos sucesos, Simón, acompañado de dos individuos de su jaez, llegó a la venta.

No dejó de sorprenderles el hallarse la puerta abierta, y a oscuras la especie de tienda en que tenia la costumbre de estar el viejo ventero.

-¡Diablo! Esto está como boca de lobo - dijo uno de los camaradas de Simón.

-¡Eh, viejo camándulas! -gritó éste- sal y enciende una luz.

-Pues nadie parece -repuso el primero que había hablado, viendo que nadie respondía.

-No deja de ser extraño que abandone la tienda el tío Langosta -dijo Simón.

-¡Bah! ¿y qué le han de robar? Maldito si tiene un cuarto en el cajón, y en cuanto al vino hay que ir por él a la cueva.

-Además -observó el otro- son tan contadas las personas que entran aquí, que de seguro no tiene miedo el viejo de quedar mal con sus parroquianos.

-De todos modos, sabia que yo había de venir esta noche, y es bastante extraño que no esté aquí.

-Tendrá cerca alguna bruja amiga y habrá ido a requebrarla.

-¿No puedes hablar nunca en serio, Bernardote?

-Qué quieres, Simón, cada uno gasta lo que tiene, y como el dinero abunda poco, lo despacho pronto; así es que he de reducirme a gastar lo queme queda, que es el buen humor.

-Pues a fe que no debieras quejarte.

-Yo no me quejo.

-Es que no tendrías tampoco razón para ello.

-Cualquiera que te escuchara creería que nadaba en oro -replicó Bernardote.

-No diré yo tanto; pero desde la noche en que trajimos los pájaros aquí, no te ha faltado.....

-Sí, un miserable jornal.

-¿Puedes quejarte? a contar desde aquel día tú y éste -dijo señalando al otro camarada, que permanecía mudo- vivís a mis expensas, y lo que es el trabajo dudo mucho que os haga enfermar. Que durara es lo que tú quisieras.

-Lo mismo digo yo.

-Tan y mientras no haya otra cosa, no digo yo lo contrario.

-Gracias al diablo que se te oye.

-Pues si lo mismo digo yo que Bernardote: tan y mientras no haya otra cosa, bueno es esto; pero la verdad es que la paga es muy poca.

-Habló el buey y dijo mu -exclamó Simón un tanto enojado.

-A buen seguro que tú sacas la tripa de mal año; por eso no te quejas.

-Sin duda te figuras que me hago rico.

-Algo de eso murmura de ti el Ratón.

-El Ratón es un ingrato; no hace mucho tiempo le proporcioné los medios de ganarse una porción de oro y en pago se entretiene en despellejarme; luego se quejan si uno no se acuerda de ellos.

-Según él dice, a él le debes el haber salido airoso en tu empresa.

-Él dirá lo que quiera. Lo mismo que el tal García: ¿os parece bien lo que intentó?

-Anda que bien se lo haces pagar.

-Aún hago poco; veremos a ver lo que dispone don Tadeo.

-Guárdate de García; el día que él pueda.....

-Ya cuidaré yo de que tarde en poder.

-¡Diantre! esto de hablar con el gaznate seco no me agrada mucho.

-Anda, pues; revuelve por ahí, que algo encontrarás.

Bernardote se levantó y trasteando por un lado y otro dio por fin con algo de lo que buscaba.

-Esto es otra cosa -dijo colocando encima de la mesa dos botellas llenas de vino de Arganda y tres vasos. -Bebiendo se espera con más comodidad.

-¿Sabéis que empieza a inquietarme la ausencia del tío Langosta?

-¡Bah! maldito lo que se perderá aunque se haya muerto!

-Este Miguel no abre la boca como no sea para decir un disparate -dijo Simón.

-No sé por qué.

-Porque sí.

-Pues mira, eso no me convence.

-Porque tu cabeza es de madera.

-¿Qué quieres? cada uno tiene las entendederas que Dios le ha dado.

-Hoy sentiría yo muy de veras cualquier percance que le hubiera pasado a Langosta, porque necesito de él.

-¡Ah! ya.

-¿Lo has entendido al fin?

-Ahora sí.

-¡Lástima fuera! -exclamó Bernardote.

-Calcula el compromiso que me caía encima, teniendo que guardar a esos pájaros que aquí están enjaulados.

-Y dime, Simón, ¿crees que durará esto mucho?

-Eso depende de las circunstancias; don Tadeo decidirá.

-También el tal don Tadeo es un zorro de cuenta.

-Está visto que vosotros murmuráis de todo el mundo.

-Claro está que tú le defiendes, ¡como que los dos os entendéis!

-Yo hago lo que me parece, ¿estamos?

-No me grites, que no soy sordo -dijo Miguel al cual parecía le empezaba a hacer efecto el vino que había bebido.

-Es que ya me están cansando tus murmuraciones.

-Pues tápate los oídos.

-Mejor será taparte la boca.

-¿Y con qué mano harías tú eso?

-Con cualquiera de las dos -contestó Simón bastante amostazado.

-Me gustaría verlo.

-Vamos, señores -dijo Bernardote- ¿vais ahora a enfadaros?

-Veo que ése se ha propuesto que le dé una lección.

-Pues mira, si todos los que me han de asustar a mi son, como tú, me río de todos ellos, porque me sobra a mi coraje para ti y para otros cinco como tú.

-Vaya, Miguel, sosiégate -repuso Bernardote.

-Tienes suerte de que me hago cargo que es el vino el que te hace hablar.

-No necesito yo beber para llamarte bravucón y para hacerte un chirlo en la cara si me lo propongo; has de saber que me tienes ya harto con tus fanfarronadas, y hace ya días que a no ser por Bernardote te hubiera yo cruzado la cara, señor guapo.

-¿A mí? -replicó Simón poniéndose de pié.

-A ti y a más que vengan -respondió Miguel levantándose a su vez.

-¡No faltaba más sino que por una tontería fuerais a regañar -dijo Bernardote poniéndose en medio de los dos contendientes.

-El me provoca.

-Porque tú me insultas, y a fe de Miguel que a no ser por éste ya estarías revolcándote en tu sangre.

-Vale más que nos revolquemos en vino -exclamó el mediador.

-Tiempo nos queda para arreglar este asunto a solas -dijo Simón.

-Siempre que quieras me encontrarás dispuesto.

-Hoy no puedo, porque ya sabes que tengo otros compromisos, pero en cuanto ésos cesen ya te buscaré.

-Si vienes cara a cara, te aguardaré tranquilo.

-Vamos, bien, basta ya; los hombres cuando deben callar, callan.

-Tienes razón, Bernardote, y a fe de Simón que por ahora doy el asunto al olvido.

-Yo no diré una palabra hasta que tú me busques.

-Corriente, así me gusta; anda, Miguel, en la trastienda hay un armario y en él varias botellas; tráete un par de compañeras de las que antes traje.

Miguel fue en busca de lo pedido.

La verdad es que la decisión de su contrincante impuso a Simón, así es que se apresuró a variar de conversación haciéndola recaer de nuevo sobre el ventero. No mentía al asegurar que estaba inquieto, porque lo estaba realmente; no sabia cómo explicarse la ausencia de su compadre Langosta.

Miguel trajo lo que se le había pedido.

Bernardote llenó los tres vasos hasta el tope.

-Apuremos el vino y pelillos a la mar.

En un momento quedaron vacíos los vasos.

-Francamente, estoy más que inquieto; no es natural la tardanza de Langosta.

-La verdad es, Simón, que también a mí me extraña.

-¿Habrá sucedido algo en esta casa desde ayer? -dijo Simón.

-Hombre, ahora me fijo en una cosa.

-¿En qué, Bernardote?

-En aquella mesa y los vasos que hay encima.

-¿Y son muchos?

-A ver: uno, dos, tres..... ocho.

-No había yo caído en ello.

-Pues ya ves, Simón, que eso prueba que no hace mucho estaba aquí el tío Langosta.

-Eso es verdad, porque alguien habrá servido a esa gente -replicó Simón.

-Toma, ¿quieres apostar a que el demonio del vejete está en la cueva? -dijo Bernardote.

Puede; vamos a verlo.

-No, quédate aquí guardando la tienda.

-¿Para qué? Cerraremos la puerta; ya a esta hora ¿quién puede venir?

-Cerremos, pues.

-Ahora procuraremos encender una luz -dijo Simón después de haber cerrado la puerta.

-Aquí tengo yo avíos.

Sacó Bernardote lo necesario.

-Busquemos antes algo que podamos encender.

-Es verdad, Simón; busquemos.

Tentando por uno y otro lado dieron al fin con el candil que estaba en el suelo.

-¿Qué es esto? ¡Calle, el candil! Pero creo que no tiene gota de aceite.

-Acércate, Miguel; lo encenderemos; afortunadamente aceite creo que no nos ha de faltar.

Miguel se aproximó a Bernardote, y en breve tuvieron luz.

-Recuerdo que el viejo tiene por esta trastienda una botella con aceite; exploremos el campo; veamos el armario. ¡Aja, ja! hela aquí.

Efectivamente, la botella que Miguel agarró contenía aceite; llenaron el candil, despavilaron con los dedos la torcida, y pronto alegre llama alumbró el sitio en que se hallaban los tres camaradas..

-¡A Dios gracias! Desde que hemos entrado en la venta hasta ahora, hemos estado sumidos en tinieblas; no sé ni cómo he podido dar con las botellas.

-Por el olfato -contestó riéndose Bernardote. -Tú tienes una gran nariz, amigo Miguel.

-¿No os ha llamado la atención una cosa?

-¿Cuál?

-Ese candil que tú has encontrado en el suelo -dijo Simón con aire preocupado.

-¿Qué ves en ello de particular?

-Mucho.

-Explícate.

-Si Langosta estuviera en la cueva, no habría ido a oscuras.

-¡Calle! Pues es verdad.

-Además, ¿qué había de hacer tanto rato allá abajo?

-No te preocupes, hombre, que nada le habrá sucedido al viejo.

-Nada, lo mejor es registrar por todos los rincones, a ver si damos con algo que nos ilumine.

-¿Quién te asegura que no haya bajado a la cueva donde quizá entierra su dinero, y allá abajo le ha dado algo que le imposibilite el subir?

-Gritaría.

-¿Y si no puede? Ten presente que Langosta es viejo y no come por no gastar.

-Dices bien; vamos allá.

Simón y sus dos compañeros se dirigieron a la cueva.

Capítulo XXII. En donde el lector verá que Miguel y Bernardote aprovecharon la noche

Inútil fue la pesquisa; el tío Langosta no parecía.

La inquietud de Simón llegó a su colmo.

Nuevamente arriba los tres camaradas, se sentaron al rededor de la mesa, y comenzaron a deliberar.

-¡Por vida de Satanás, que esto empieza a ser grave! -dijo Simón frunciendo el entrecejo.

-Pues no hay que darle vueltas; aquí no está -contestó Miguel.

-¿A qué demonios puede haber salido?

-Toma, Dios sabe; algún negocio que le habrá caído como llovido del cielo, y él no es hombre que desperdicie las ocasiones que se le presentan.

-Ello hay que hacer algo para ver si se da con él.

-Dispón lo que quieras.

-Es el caso que no se me ocurre nada -dijo Simón.

-¿No conoces los nidos a donde él suele acudir cuando va a Madrid? -preguntó Miguel.

-¿Pero no comprendes que no es posible que haya ido tan lejos?

-¿Qué sabemos? A mí me parece lo más prudente que tú vayas a ver si das con él, si es que tanto te conviene verle.

-¿No me ha de convenir?

-Pues entonces.....

-Habré de hacerlo así.

-Por si acaso tardas en volver y él no parece por aquí, ¿qué hacemos nosotros? -preguntó Bernardote.

-No os mováis de este sitio.

-Corriente; pero ten en cuenta que si tu ausencia se prolonga, nosotros aquí corremos riesgo de morirnos de hambre.

-Toma; caso, que no lo creo, que yo me retardara algo, ahí tienes lo bastante para que podáis pasar el día.

Simón alargó a Bernardote algunas monedas de plata.

-Está muy bien.

-No abandonéis la casa hasta que uno de los dos aparezca.

-Descuida, esto es, a menos que volváis mientras tengamos algo que roer.

-¿Pues qué? ¿No había yo de venir mañana?

-Hombre, ¿qué sé yo lo que puede ocurrirte? Tú eres hombre de muchos negocios, y quizá alguno de ellos pudiera entretenerte a pesar tuyo.

-No pases cuidado, que no retardaré la vuelta.

-Adiós, pues.

-Adiós.

-Salióse Simón por el postiguillo.

-¡Ea! -dijo Bernardote cerrando de nuevo -henos ya dueños y señores de un establecimiento.

-¡Vaya un establecimiento!

-De todos modos, preferible es estar aquí a tener que emprender una caminata como la que va a hacer Simón, digo, y con el frío que hace.

-Cuando él la hace, su cuenta le tendrá.

-Vaya, tú tienes manía a nuestro camarada.

-A no ser por ti, esta noche le hubiera yo dado una lección, pero le juro.....

-Eres un imbécil en querer reñir con Simón; se entiende, por ahora; él tiene varios negocios entre manos, se vale de nosotros; sirvámosle, pues, y si podemos apropiarnos alguno de los asuntos que él dirige, entonces.....

-Tienes razón, entonces me encargo yo de despacharle el pasaporte.

-Eso es; veo que me has entendido.

-¿Sabes que verdaderamente es raro que el tío Langosta haya desaparecido?

-Yo me malicio que algo ha pasado aquí.

-Lo mismo creo yo.

-En fin, ello dirá.

-Y dime, ¿no corremos nosotros peligro?

-No te entiendo.

-Si, como creemos, ha ocurrido alguna cosa en esta casa y viniera a ella la justicia, ¿no pagaríamos nosotros el pato?

-¡Bah! no hay cuidado; mañana abrimos la puerta, y caso que se presentara alguien sospechoso, decimos, si se nos pregunta, que acabamos de llegar con objeto de beber un trago y que esperamos a que alguien nos despache; además que no creo venga nadie.

-¡Quién sabe! no olvides que hay aquí gente detenida.

-En fin, sea lo que quiera; no creo que puedan hacernos nada.

-¿No te parecería bien que aprovecháramos el tiempo?

-¿De qué modo?

El tío Langosta es hombre de dinero.

-También creo yo que ha de tener un buen gato.

-¿No sería una buena broma que diéramos con él y se lo guardáramos nosotros?

-Hombre, bien pensado.

-Pues demos comienzo al registro.

Creo que perderemos el tiempo; es muy tunante el viejo; Dios sabe en qué sitio tendrá la hucha.

-Nada perdemos en probar.

-A ello; de todos modos no tengo sueño y eso me distraerá.

-¿Por dónde empezamos el registro?

-Por la cueva.

-Vamos, pues, que yo no he nacido para estar ocioso.

-Bueno fuera que desplumáramos al tío Langosta.

-Vaya por los que él habrá desplumado en este mundo.

-Eso podrá servir de descargo a nuestras culpas.

-¿Quién lo duda?

-Pues no nos detengamos y procuremos hacer esa buena obra.

-Andando.

-Bueno será buscar alguna cosa con que poder remover la tierra.

-Busquemos, que no ha de faltar por aquí algo que sirva para el caso.

-He aquí una barrita de hierro.

-Probemos.

-Pues bajemos cuanto antes.

Y Miguel y Bernardote, sin añadir una palabra más, descendieron a la cueva.

Si efectivamente el tío Langosta había depositado sus ahorros en ella, gran riesgo corría su fortuna.

Los dos bandidos emprendieron con ardor la tarea; registraron minuciosamente cuantos trastajos y toneles se hallaban en la cueva sin resultado alguno.

-Hay que confesar que no somos afortunados.

-Pronto desmayas -dijo Miguel.

-No tengo confianza ninguna en hallar nada.

-Pues yo sí.

-¿En qué la fundas?

-Voy a decírtelo.

-Vamos a ver.

-Durante las varias veces que hemos estado aquí y hemos permanecido largas horas en esta gazapera, he observado que el tío Langosta bajaba muy a menudo a esta cueva, sin calcular que nadie se fijase en él.

-¿Y qué?

-Que el vejete no bajaba aquí a humo de pajas.

-Sí, pero ¿quién sabe dónde tiene escondido su gato, caso de que lo haya depositado aquí?

-No hay atajo sin trabajo.

-Eso es verdad.

-Tú, con ese aro de hierro, remueves la tierra por un lado, y yo con mi barra, lo haré por otra parte.

-Prefiero valerme de este gran clavo que acabo de encontrar.

-Como quieras; pero trabaja a conciencia.

-Una vez puesto, no he de dejar nada por mirar -dijo Bernardote escarbando la tierra.

-Calcula, si diéramos con lo que buscamos, la cara que pondría el tío Langosta cuando se enterara.

-Sería cosa de ver.

¡Atención! -exclamó de repente Miguel con voz alterada.

-¿Qué ocurre?

-Ven, ven; creo que he dado con lo que buscamos.

Bernardote fue corriendo al sitio donde estaba Miguel cavando con las manos.

-¡Será posible!-dijo.

-Aguarda -repuso Miguel trabajando con ardor.

-Pero, ¿qué has notado?

-He tropezado con una argolla. Debo advertirte que la tierra de este sitio, estaba al parecer algo movida, y como yo soy un poco observador, no ha escapado a mi vista tan buena señal, por eso he dado comienzo a mi faena por aquí; mira, ya está la argolla descubierta.

-En efecto -dijo Bernardote con alegre acento.

-Escucha.

Miguel golpeó con su barra cerca de la argolla.

-No hay duda; ahí hay alguna caja o cosa por el estilo.

-Ayúdame a quitar la tierra.

En pocos minutos quedó hecha la operación. Apartada la tierra, quedó perfectamente descubierta la parte superior de una cajita de hierro, en cuyo centro estaba fijada una argolla.

-Nuestro es el gato -exclamó Bernardote en el colmo de la alegría.

-¿Qué te decía yo?

-¡Eres un grande hombre!

-Veamos, pues, lo que hay dentro.

Bernardote aseguró la argolla, tiró de ella hacia arriba, y sin gran esfuerzo extrajo la cajita del sitio que ocupaba.

-¿Pesa mucho? -preguntó con ansiedad Bernardote.

-Bastante.

-Ábrela pronto.

-¡Demonio! ¿cómo se abre esto?

-¿Está cerrada?

-Y sin cerradura.

-Entonces será por medio de algún resorte.

-Mucho será que no demos con él.

-A ver, déjamela.

-Toma -dijo Miguel entregando la caja a Bernardote.

-No veo señal alguna que indique.....

-Tal vez en la argolla.

-Veamos.

No tardó Bernardote en dar con el resorte que, en efecto, residía en la argolla.

-Ya dimos con el quid.

-Pues alza la tapa.

Bernardote obedeció y lanzó un grito de alegría.

-¡Qué hermoso brillo!

-A ver, a ver.....

Bernardote depositó en el suelo el contenido de la caja.

-Contemos.

-Contemos.

Sentados ambos camaradas en el suelo, comenzaron a contar una tras otra las monedas, que eran onzas de oro.

-Cuarenta y dos -dijo Bernardote.

-Cincuenta y ocho -gritó a su vez Miguel dando fin a su operación.

-Total, cien onzas.

-¡Buen hallazgo!

-Cincuenta por barba.

Que ya es algo.

-Dame ocho y estamos a mano.

-Helas aquí.

-Ahora procuremos dejar las cosas como estaban.

En un momento colocaron la cajita en el sitio que antes ocupaba, la cubrieron de tierra y sin gran trabajo volvieron a dejar arreglado el sitio del depósito tal y como estaba cuando Miguel hizo el descubrimiento.

-Listo -dijo Miguel.

-No hay quien sea capaz de adivinar el registro que acabamos de practicar; arriba, chico.

-¿Sabes lo mejor que podríamos hacer ahora?

-Tú dirás -respondió Bernardote.

-Largarnos.

-¡Quita allá! si eso hiciésemos ya tendría el tío Langosta seguros datos de quienes le habían despojado de sus mejicanas, mientras que permaneciendo aquí no maliciará con tanto fundamento.

-Como tú quieras; me es igual.

-Busquemos donde tendernos, y lo que fuere sonará.

Acomodáronse del mejor modo que les fue posible, apagaron la luz y no tardaron aquel par de angelitos en roncar de lo lindo.

El dinero adquirido a costa de tantas infamias y tan ocultamente guardado, no había de servirle al tío Langosta de gran provecho.

Capítulo XXIII. Por fin aparece el tío Langosta

Varias fueron las pesquisas hechas por Simón; en vano fue ir de una en otra taberna de las que aquél solía frecuentar; inútilmente visitó las madrigueras a donde de vez en cuando solía acudir aquél a quien con tanto afán buscaba.

Amaneció el día, y rendido y fatigado de tanto andar, fuese Simón a su alojamiento con el fin de descansar algunas horas decidido a continuar sus investigaciones.

Despertóse ya muy entrado el día, y sin darse punto de reposo emprendió de nuevo sus pesquisas.

Todo fue inútil; nadie había visto al tío Langosta.

Desesperado ya de poder averiguar nada, determinó volver de nuevo a la venta, pues calculó que sus camaradas, o estarían aburridos ya de esperar, o se habrían marchado tal vez.

No las tenía todas consigo Simón, pues no sabía a qué atribuir la desaparición del ventero; la única esperanza que le quedaba era la de hallarlo en la venta, por lo cual a fin de calmar su ansiedad, apresuró cuanto pudo el paso.

-¿Qué hay? -exclamó al entrar en la venta.

-Aburrimiento de sobra -contestó de mal talante Bernardote.

-¿Es decir que no ha parecido? -dijo con desaliento Simón.

-Ni muerto ni vivo, y ya estábamos resueltos a marcharnos.

-Es particular -murmuró Simón sentándose junto a la mesa al rededor de la cual se hallaban sus compañeros.

-Dígote que nos hemos divertido; después de una mala noche, peor día.

-¿Qué os ha ocurrido?

-¡Diantre! Una friolera -respondió Bernardote que era el que llevaba la voz.

-¿Pero qué? Sepamos.

-Que tenemos el estómago como un tambor.

-¿Pues no te didinero?

-Sí, pero como aquí no hay nada a propósito para poder condimentar los alimentos, hemos tenido que conformarnos con mascullar pan y queso, y francamente, Simón, no es esa comida muy de mi gusto.

-¿Si creerás que he disfrutado yo de algún opíparo banquete?

-Hombre, con dinero y en Madrid, creo que ha de haberte sobrado donde ir a almorzar y a comer.

-No estoy en ayunas, pero puedo asegurarte que es muy poco el alimento que ha entrado hoy en mi cuerpo, y eso que he triscado de lo lindo.

-¿Y nada has averiguado?

-Nada absolutamente -con testó con desaliento Simón.

-¿Y qué hacemos?

-No lo sé.

-No creo que sea cosa de que esperemos aquí toda la vida.

-Aguardemos a que cierre la noche.

-Poco ha de tardar.

-Pues esperemos ese poco.

-Hagamos ese sacrificio a la amistad -dijo Bernardote mirando a Miguel.

-Como queráis -contestó éste.

-Por más que me devano los sesos no puedo alcanzar nada de lo que sucede. Comprendería haber encontrado muerto al tío Langosta, pero no me sé explicar el que haya abandonado su casa.

-No deja de ser extraño.

-Y ahora que me acuerdo; ¿cómo estarán los presos sin haber tomado nada en todo el día? -dijo Simón.

-¡Toma! Pues es verdad; y nosotros que hemos pasado aquí el día no hemos caído tampoco en ello.

-¡Vaya, pues! Es menester que veamos cómo están, y proporcionarles algún alimento; digo, si es que están aquí todavía.

-¡Hombre! Si se habrá largado con ellos el tío Langosta.

-También podría ser. Vamos a verlo.

Y los tres se pusieron en movimiento dirigiéndose hacia el interior de la casa.

Pero en este momento un nuevo personaje se presentó en la venta.

Era don Tadeo.

Al ver al viejo, Simón se levantó inmediatamente del asiento que ocupaba, y fue a su encuentro.

-¿Qué hay? -preguntó con afán.

-Eso pregunto yo, ¿qué hay? -dijo con visible enojo don Tadeo.

-¿No sabéis lo que sucede?

-Más de lo que quisiera saber.

-Pues sacadnos de dudas.

-Encended la luz y cerrad la puerta.

Bernardote cerró la puerta mientras que Miguel encendía la luz.

-¿Dónde está el tío Langosta?

A tan inesperada pregunta miráronse atónitos Simón y sus dos compañeros.

-¿Ahora salimos con eso? Yo creía que su mercé nos daría noticias de él, y veo que está tan enterado como nosotros.

-¿Qué diablo dices?

-¡Toma! la verdad. Desde anoche no sabemos donde está el tío Langosta; yo he corrido uno por uno los sitios que él suele frecuentar, y en ninguno le han visto.

-Creo que todos me vendéis, y.....

-No lo crea su mercé; digo la verdad; anoche llegué con este par de buenos mozos, y el tío Langosta no estaba ya aquí.

-¿Y encontrasteis la puerta abierta?

-De par en par.

-De modo que el guardián y los presos han desaparecido.

-¡Cómo! ¿Los presos? -dijo con gran sorpresa Simón.

-Sí, señor, sí; los presos que os había confiado están en libertad. Me ha venido a encontrar hoy cierta persona y me ha echado en cara semejante falta. Yo no estoy en el caso de pagar y de que se me sirva mal.

-Pero don Tadeo, si eso no puede ser. ¿Cómo han podido fugarse?

-¡Fugándose! -exclamó don Tadeo pegando un furioso golpe sobre la mesa.

-¿Y está bien segura de ello la persona que os lo ha dicho?

-Tan seguro estuviera yo de los que me sirven -contestó don Tadeo lanzando furiosa mirada a Simón.

-Pero bien, aun cuando así sea, ¿soy yo culpable de que se hayan fugado?

-No lo sé; pero de fijo no lo soy yo.

-Vaya usted a saber cómo habrá sucedido.....

-Ese García, ese diablo, habrá tenido la culpa; si vosotros hubieseis hecho lo que os dije cuando me contasteis sus propósitos respecto a esta casa, no habría sucedido.

-¿De modo que García también está libre?

-Lo presumo -contestó don Tadeo.

-Pues ahora me explico menos la desaparición de Langosta.

-¿Habéis mirado bien toda la casa?

-Toda.

-¿Entonces cómo no sabíais la fuga de los presos?

-Porque ahí no hemos mirado. Precisamente ahora íbamos a verles.

-¡Torpes! -exclamó con desprecio don Tadeo- no haber caído en eso.

-Tiene razón su mercé, ¿pero qué hemos de hacerle ya? -repuso Simón.

-Vamos a la habitación de los presos -dijo el viejo con impaciencia.

-Es que ahora caigo que no podremos entrar en ella- dijo Simón.

-¿Por qué?

-Por una razón muy sencilla.

-¿Cuál es?

-El armario tiene un resorte.

-¿Y qué?

-Que yo no conozco el mecanismo.

-Pues si tu no le conoces, yo sí.

-Entonces andando.

-Alumbrad.

Simón tomó la luz, y todos se dirigieron precipitadamente a la pieza donde estaba el armario.

Don Tadeo había dicho la verdad; conocía perfectamente el mecanismo, y en breve dio muestra de ello.

Una vez franco el paso, penetraron uno en pos de otro en el escondrijo.

Llegados a la puerta de la pieza que había servido de prisión a Joselito, Vicente y García, la abrieron, y al entrar en ella vieron al tío Langosta tendido sobre una cama.

Al ruido que hicieron al entrar, incorporóse trabajosamente el ventero, y al reconocer a sus amigos, exclamó con desfallecido acento:

-¡Gracias a las once mil vírgenes! Si tardáis mucho en acudir, creo que las lío.

Seguramente Miguel y Bernardote no hubieran deplorado tal acontecimiento.

-Vamos, levanta de ahí -dijo Simón.

-Ayúdame, hombre, que apenas puedo moverme.

-¿Qué tienes? -preguntó bruscamente Simón ayudando a Langosta.

-Que llevo casi día y medio sin comer; calcula tú cómo estaré.

-Salgamos de aquí cuanto antes.

No tardaron en hallarse todos en la tienda.

El tío Langosta se apoderó con avidez de un trozo de pan que había encima de la mesa; restos sin duda del frugal banquete con que se habían regalado Miguel y Bernardote horas antes.

-Danos cuenta de lo que ha pasado aquí -dijo impaciente don Tadeo.

-Espere su mercé que tome aliento.

El tío Langosta devoró, más bien que comió, el pan y bebió un sendo trago de vino.

-Esto ya es otra cosa -dijo después- y ahora voy a referir cómo Dios me dé a entender todas mis desdichas, que no han sido pocas en estos dos días.

-¡Ea! abreviar, y sepamos lo más importan te -repuso, cada vez más impaciente el viejo.

Capítulo XXIV. Donde don Tadeo adquiere algunos detalles del tío, Langosta

El ventero procuró nuevamente restaurar sus fuerzas con sendos tragos de vino, y cuando ya se creyó en disposición de poner en orden sus ideas, como él decía, púsose a referir lo que le había ocurrido desde el momento en que Antonio y don Ramón de la Cruz entraron en la venta, hasta que auxiliados por los soldados procedieron contra él, obligándole a que les indicase el sitio en que los presos estaban.

-Ya ve su merced -prosiguió al llegar a este punto- que no podía negarme a descubrir el escondite, eran once contra mí y el susodicho oficial parecía poco amigo de bromas; di no me ha salido el susto del cuerpo; jamás he tenido tan en peligro el pellejo, podéis creerlo.

-¿Y cómo no te llevaron preso?

-¡Toma! más que eso quería el bribonazo de García.

-Con que García ¿eh? -dijo Simón cruzando una mirada con don Tadeo.

-Le dijo al oficial que debía mandarme colgar de una viga, y a no ser por un joven que hablaba muy bien y a quien llamaban don Ramón, lo hubiera pasado muy mal; pero gracias a él, se contentaron con dejarme encerrado en la conejera, fiando mi libertad a la suerte.

-Si hubieras cumplido bien mis órdenes, te hubieras evitado el peligro y ahora nosotros tendríamos siquiera asegurado a ese pícaro García.

-Yo creía que estaba bien seguro donde estaba.

-Pues ya ves el resultado -dijo don Tadeo cada vez más enojado.

-Es verdad, pero ya no hay remedio.

Y el tío Langosta fijó la vista en las botellas vacías que había sobre el mostrador, y dijo:

-Por lo que veo, se ha bebido de lo largo, mientras que yo estaba muriéndome de hambre y de sed por allá dentro. ¿Y quién va a pagarme todo esto?

-¡Habrá miserable! -contestó Bernardote- después que le acabamos de salvar, se atreve a reclamar unos cuantos reales.

-Mira, hijo, cada uno es libre de pedir lo suyo; si yo fuera rico, nada me importarían unos cuantos pesos más o menos, pero en mi estado de probeza.....

-Vamos, basta; ya se pagará todo el gasto.

-Has hablado como un ángel, Simón.

Don Tadeo, que durante este diálogo había permanecido silencioso y preocupado, exclamó:

-Simón, hay que remediar en lo posible este fracaso.

-Se hará lo que se pueda.

-No solamente tenemos a García, a quien juzgo ya un enemigo bastante temible, sino que también tenemos a los que estaban presos aquí, y sobre todo a las majas.

-¡Diablo! ¡Diablo! -dijo Simón rascándose la cabeza- lo peor de todo es que haya hembras por en medio.

-Mala cosa es -añadió sentenciosamente el ventero- por una moza, alcarreña por cierto, estuve yo cuatro años encerrado.

-¡Buena obra nos ha hecho el tal García! Lo que parece imposible es que vosotros, que fuisteis quienes me lo proporcionasteis, no le conocieseis mejor.

-Eso, Simón -repuso Langosta- él fue quien le trajo.

-Y tú también, viejo marrullero -exclamó Simón- no quiere ahora el ventero echar el cuerpo fuera!....

-Vamos, vamos; pensemos ahora, más que en incomodarnos, en ver de remediar el daño -dijo don Tadeo.

-Como caiga otra vez bajo mis uñas, yo le aseguro que se acordará de mí-añadió el tío Langosta.

Simón y don Tadeo eran los que más temían a García, especialmente el último, pues sabía cuanto había ya intentado en su daño.

-Sin perjuicio de lo que se nos mande hacer respecto a los otros, soy de parecer que por la cuenta que nos tiene nos pongamos sobre la pista de nuestro común enemigo; si no podemos apoderarnos cuanto antes de García es fácil que nos dé un que sentir -arguyó don Tadeo.

-¿Quién sabe si ya nos habrá delatado?

-Todo podría ser, Simón, y si no lo ha hecho hoy, puede hacerlo mañana.

-Hay que procurar evitarlo, y yo por mi parte haré cuanto pueda; creo que podré contar con vosotros dos -dijo Simón dirigiéndose a Bernardote y Miguel.

-Mientras haya cuartos, cuenta conmigo.

-Lo mismo digo yo que Bernardote.

-Corriente.

-Decidme, muchachos -preguntó Langosta- ¿ha estado la casa sola mucho tiempo?

-Desde que llegamos nosotros ni un minuto -contestó Miguel.

-Dios os lo pague.

-Si eres tan pobre, ¿qué te pueden robar? -preguntó Simón.

-¡Toma! botellas, vasos, tonterías; pero que cuestan dinero y yo no tengo para gastar.

A Miguel y Bernardote les retozaba la risa por el cuerpo, pero disimulaban perfectamente.

-Con que tú, Simón, quedas encargado de echar el guante a García.

-Yo os prometo que poco he de poder o no se me escapará.

-Si lo atrapas tráemelo aquí -dijo Langosta cuyos ojos brillaron cual si fueran dos ascuas de fuego.

-¿Para que se te escape otra vez?

-Pierda cudiao su merced, que antes se me escaparía el alma del cuerpo.

-Bien, lo primero es que esté en nuestro poder -replicó Simón.

-Dices que uno de los jóvenes que en unión de los soldados y el jefe salvaron a los secuestrados, se llamaba.....

-Don Ramón -contestó Langosta.

-Bueno es saberlo, ya me figuro quién es; ¿y el otro?

-Antonio oí que don Ramón le llamaba.

-Procuraré informarme de quiénes son.

-¿Y por qué? ¿Qué falta hace eso?

-Siempre es bueno saber de quien hay que guardarse.

-Verdad es -contestó Simón.

-Puesto que nada hacemos aquí, vamos fuera -replicó don Tadeo.

-En marcha, pues -dijo Simón.

-Y esto ¿quién lo paga? -exclamó Langosta señalando los restos de la comida de los bandidos.

-Toma, hombre, no parece sino que no nos hayas de ver más.

Simón entregó a Langosta algunas monedas de plata.

-Está bien, pero.....

-¿Qué se te ocurre?

-Preguntar a don Tadeo si le vendría bien arreglar nuestra cuenta.

-No tengo tiempo para eso, ahora -repuso de mal talante el viejo.

-Mire su mercé, el caso es que yo.....

-¿Tienes acaso desconfianza?

-No, pero.....

-¿Pero qué?

-Hay muertes repentinas, y en ese caso ¿a quién reclamaba?

-Más perdería yo si eso sucedía.

-Creo que.....

-Te he dicho que ahora no puede ser, déjate ver mañana conmigo.

-Es que a mí no me conviene dejar la casa sola, porque mis parroquianos.....

-Pues si no puedes ir a Madrid, peor para ti -dijo don Tadeo, un tanto amoscado.

-¡Vaya que está gueno esto!

-Ya te traeré yo el dinero -dijo Simón.

-¿Me das tu palabra?

-Sí, hombre.

-Corriente, ya estoy más conforme, porque tú has cumplido siempre.

Tadeo, Simón y sus compañeros salieron de la venta y emprendieron la caminata hacia Madrid.

¡Vaya un tuno marrullero y desconfiado! -exclamó don Tadeo.

-No hay que hacerle caso.

-En castigo debería no acabarle de pagar.

-No hagáis eso.

-¿Por qué?

-¡Toma! el por qué salta a la vista.

-No sé verlo.

-Pues hombre, claro está que el tío Langosta, caso de no pagársele lo que se le debe, trataría de tomar venganza.

-Me río yo de lo que él pudiera hacer.

-No le conocéis bien.

-¿Tan temible es? -preguntó sonriendo irónicamente don Tadeo.

-Más de lo que podéis figuraros.

-Nunca lo hubiera dicho.

-Además, podemos di necesitarle.

-Eso es ya otra cosa.

-Creedme, lo mejor es quedar en paz con él.

-Así lo haré, bien a pesar mío.

-Seguro estoy de que no dormirá tranquilo hasta que tenga en su poder él dinero que tenéis que darle.

-Permita Dios que cada real se le vuelva una víbora que le destroce. En buen berengenal nos ha metido.

-Bien, pero comprenda su merced, que si la cosa ha pasado como él lo cuenta, no tenía otro remedio que ceder -dijo Simón.

-En fin, con lamentarnos no hemos ya de sacar nada; por lo tanto, lo mejor es que lo dejemos estar, y que nos ocupemos solamente de García.

-Pero ¿por qué tanto empeño con él?

-Porque tenemos necesidad de vengarnos, ya que otra cosa no podamos hacer.

-Eso, desde luego; una buena puñalada y.....

-No; una puñalada es poco. Es menester, una vez que se le haya encontrado, seguirle, descubrir sus planes, destruírselos, y matarle después.

-No está mal pensado eso -repuso Simón sonriéndose.

¿Qué os parece, muchachos?

-Que está muy bien pensado -dijo Bernardote.

Entretanto habían llegado a Madrid, y don Tadeo dio a cada uno las instrucciones que juzgó más convenientes para el mejor éxito de su plan, y todos se separaron, quedando convenidos en los puntos en que debían verse.

Capítulo XXV. Volvemos a encontrarnos con nuestros amigos

Es muy natural y justo que el lector desee saber algo de nuestras majas, a quienes dejamos en el momento de recobrar su libertad, y deber nuestro es el procurar satisfacer en lo posible tal curiosidad.

Una vez libres del poder de sus perseguidores, Paca, Dolores y Concha, renació de nuevo la alegría en sus corazones, y no sabemos si fue la principal causa de ello el verse en libertad ellas, o bien el saber por sí propias que habían salido ya del encierro aquéllos a quienes adoraban.

Las tres se abrazaron y besaron con infantil cariño, y en tanto que se procedía a la prisión del marqués Adelfi, dijo Dolores por lo bajo a Paca y a Concha:

-Ahora somos verdaderamente felices.

-Tú y ésta si, pero yo.....

-¿Acaso no tienes también ahí a tu don Luis? -repuso Concha.

-Y aun cuando así sea, ¿qué adelanto con eso? Yo le amo, ya lo sabéis, pero en cambio, respecto a él, no sé nada.

-Ya se explicará, no tengas cuidado -dijo alegremente Dolores.

-Un desengaño me causaría la muerte.

-Vaya, no pienses ahora en cosas tristes.

-Cuando gustéis -dijo en alta voz Vicente.-¿Vamos?

-No deseo yo otra cosa -exclamó Lola.

Las tres amantes parejas se pusieron en camino en dirección a la casa de Concha, que era la que estaba más cerca de los barrios donde a la sazón se encontraban.

Llegados a la puerta de la casa de la maja, se detuvieron.

-Vamos para adentro -dijo Lola.

-Sí, hoy debe hacerse aquí un poco de tertulia-repuso Joselito.

-No hallo en ello inconveniente -agregó Luis.

Una vez en la sala, y encendida la luz, sentáronse, y dio principio la general conversación.

-Vamos a ver: ¿quién va a ser la que nos haga relación de lo ocurrido? -preguntó Vicente.

-Cualquiera; yo, si queréis.

-Habla, pues, Lola.

No se hizo ésta de rogar, y en breve hubo relatado cuanto había ocurrido a contar desde el instante en que el alcalde de casa y corte redujo a prisión a los tres amigos.

-Por lo que veo, el señor don Tadeo es un solemne bribón.

-Bien te lo decía yo, Joselito -dijo Concha.

-Pues te prometo que no irá a Roma por la penitencia el día en que yo le eche la vista encima.

-No vayas a comprometerte ahora, por Dios te lo pido.

-No te alarmes, que no ha de llegar la sangre al río tratándose de ese viejo truhán.

-En cambio, el señor marqués Adelfi y sus dignos amigos..... -dijo Vicente con reconcentrada ira.

-Déjalos en paz -contestó Lola.

-Mucho hemos de agradecerles a Ramón y a Antonio; merced a su eficacia, nos vemos libres, y hemos podido llegar a tiempo de evitar vuestra perdición.

-Razón tienes, Vicente; a ellos les debemos la felicidad de que ahora disfrutamos -dijo don Luis mirando amorosamente a Paca.

-¡Pero qué! ¿No hemos de celebrar tan fausto acontecimiento? -preguntó Joselito alegremente.

-Me parece bien tu idea -respondió Vicente.

-¡Pues, ea! Veréis cuán pronto estoy yo aquí de vuelta con alguna friolera.

-¿No sería mejor dejarlo para otra ocasión?

-¿Por qué, reina mía? -dijo el torero contestando a su maja.

-Porque ya es tarde.

-Cualquier hora es buena para celebrar una fiesta.

-Es que yo no me encuentro del todo bien-repuso Concha.

-¿Pues qué tienes? -preguntó alarmado Joselito.

-Nada, pero conozco que no me haría provecho tomar ahora nada.

-Dejémoslo, pues, para mejor ocasión -dijo don Luis.

-Sea así; mañana será otro día, como decía el pícaro del vejete que nos tenía encerrados; vaya un tunante más redomado.

-Creo que corre peligro de morir de hambre en el mismo sitio que nos guardó a nosotros.

-No lo creas, Vicente: los que le pagaban ya cuidarán de libertarle.

-Esta lección hemos de procurar sea la última; vivamos prevenidos, porque sino el día menos pensado tendremos otro disgusto, creedme.

-Dice bien, Vicente -dijo Concha.

-Vosotras, más que nosotros habéis de andar con tiento; no os fiéis de nadie y aun cuando se os diga algo en nuestro nombre, no hagáis caso de ello. A nosotros es más difícil que nos sorprendan.

-Pues yo creo, Joselito, que vosotros sois los que más habéis de temer una picardía -dijo Lola.

-Unos y otros hemos de vivir prevenidos, ya que milagrosamente hemos escapado de la red en que habíamos caído. Desde mañana formaremos nuestro plan de campaña, y mucho será que entre todos no hallemos medios suficientes para librarnos en adelante de las tramas que se urdan contra nosotros.

-Hablas como un sabio, Vicente.

-¡Ea! vámonos ya; Concha necesita algún descanso y nosotros también; acompañadme hasta la puerta de casa e id después a dejar a Paca en la suya.

-Dicho esto, Lola se levantó y los demás la imitaron.

Despidiéronse de Concha y se ausentaron.

Cuando las majas quedaron en sus respectivas casas, los tres amigos celebraron una pequeña sesión en la calle.

-El estómago me está dando voces -dijo Joselito.

-Otro tanto hace el mío, y puesto que nuestras palomas descansan ya tranquilamente en sus nidos, bueno fuera que pensáramos en nosotros.

-No hay más entonces que andar unos cuantos pasos más o menos, y poco hemos de tardar en hallar lo necesario para fortalecernos.

-Dice muy bien, don Luis.

-Andando pues, y de ese modo podrás ponernos al corriente de lo que te ha ocurrido durante tu cautiverio y nosotros te contaremos lo que nos ha acontecido.

-Es verdad, puesto que desde que nos hemos vuelto a ver, casi nada hemos podido hablar respecto a nosotros.

Pusiéronse en marcha los tres amigos.

Al doblar en una esquina, tropezaron con cierto individuo, al que no conocieron, porque llevaba el rostro casi enteramente cubierto con el embozo de su capa.

El desconocido, en cuanto hubieron pasado los tres amigos, se puso recatadamente en su seguimiento, murmurando entre sí:

-No creo que me hayan conocido; este traje me desfigura por completo, y lo que es la cara no han podido vérmela; bueno será seguirlos.

El mismo hosterero que por la mañana recibió también a don Ramón de la Cruz, se apresuró a servir a don Luis y a sus dos amigos, en cuanto entraron en su establecimiento.

-¡Oh! señores! cuánto bueno por esta casa! A fe que -vuestra ausencia durante tantos días, me tenía alarmado.

-También nosotros hemos sentido vernos privados de venir aquí -contestó don Luis.

-Se trata de que nos deis bien de cenar.

-Pierda cuidado el señor Joselito, que ha de quedar satisfecho.

-Eso es lo que deseo.

-Al instante quedarán sus mercedes servidos.

-¿Está desocupado mi cuarto favorito?

-Completamente, señor don Luis.

-Pues vamos a él.

Un instante después, estaban instalados los tres amigos en un pequeño y decente aposento.

Dos mozos se apresuraron a cubrir la mesa con todo lo necesario, y no se hicieron esperar mucho los manjares.

El hombre que había seguido recatadamente los pasos del torero y sus dos compañeros, entró poco después que ellos en la hostería.

-¿Tenéis -le dijo al dueño- algún cuarto cerca del que hayáis destinado a los tres hombres que han llegado hace poco?

-Le tengo.

-¿Podré enterarme desde él, de lo que hablen esos sugetos?

-Sólo los divide un tabique de madera, y a poco que levanten la voz.....

-¿Supongo que seréis discreto?

-Serlo, es el mejor medio para ganarse el sustento.

-Guiadme, pues.

-¿Tomaréis algo?

-Falta me hace a la verdad.

-¿Qué queréis que os sirvan?

-Una buena cena.

El dueño del establecimiento instaló al curioso desconocido en un pequeño cuartito a espaldas de aquél en que se hallaban los tres amigos.

-Perfectamente -dijo bajando la voz.-Haced porque se me sirva pronto, y bien.

-Yo mismo he de hacerlo; con eso creo que quedaréis complacido.

-Está bien.

Poco se hizo esperar el hosterero, el cual traía todo lo necesario.

-Está bien; traedme de una vez las viandas que hayáis de servirme, y marchaos hasta que os llame.

-Así lo haré.

-No olvidéis ser prudente.

-Pierda su merced cuidado.

En cuanto nuestro hombre tuvo ante sí algunos platos con vianda y se vio solo, empezó a despacharse a su gusto procurando al par que comía aguzar el oído a fin de apercibir lo que se hablaba en el aposento contiguo.

-¿Qué te ha parecido nuestro relato? -preguntó Vicente a don Luis.

-Curiosísimo; y hay en él una cosa que me sorprende.

-¿Cuál es?

-El interés que se tomaba por vosotros el individuo que por salvaros quedó a su vez preso.

Al oír esto el individuo que estaba a la escucha, prestó mayor atención, y casi puede decirse que no respiraba por no perder una palabra de la conversación sostenida en el cuarto vecino.

Joselito fue el que contestó a don Luis, diciendo:

-¡Toma! Aquel hombre obraba movido por el interés.

-Qué sé yo; en todo esto hay algo que no me gusta, aunque no acierto a explicarme el verdadero motivo.

-¿Qué podemos temer del tal individuo? -preguntó Vicente.

-¡Quién sabe! ¿No os llama la atención, el que apenas se vio libre procurara separarse de vuestro lado?

-En efecto, el caso es algo raro -respondió Joselito.

-Parecía lo más natural que se hubiera despedido de vosotros.

-Pues no lo ha hecho, tanto que, según te he significado antes al relatarte cuánto nos había ocurrido, me sorprendió y no poco el ver que se había escurrido a la callada.

-Créeme, Vicente, ese hombre es un bribón.

Al oír la última frase pronunciada por don Luis, el individuo que tenía pegado el oído junto al tabique de madera, se rascó la nariz de un modo singular.

-Quizá no te equivocas en tu juicio -dijo Vicente dirigiéndose a Luis; y éste le replicó:

-Creo muy prudente que viváis muy sobre aviso respecto al tal hombre; cuando le veáis habladle amablemente, pero sed cautos.

-Pierde cuidado; por mi parte así lo haré.

-También yo -repuso Joselito.

-Echemos, pues, el último brindis -dijo Luis llenando los tres vasos.

-Por nuestra pronta y deseada felicidad.

-Así sea -replicó Vicente.

Una vez apurado el líquido que contenía el respectivo vaso de cada uno de los amigos, salieron del aposento que ocupaban; don Luis satisfizo la cuenta y los tres amigos se alejaron a buen paso hacia sus respectivas viviendas.

El individuo que había estado escuchando cuanto dijeron sus vecinos, seguro ya de que aquéllos habían despejado el campo, llamó al hosterero.

-¿Qué manda su merced?

-Saber cuánto os debo.

-Una friolera, señor.

-¿Basta con eso? -dijo dándole medio doblón de oro.

-Basta y sobra, caballero -dijo con la mayor cortesía el hosterero.

-Entonces, buenas noches.

Sin aguardar contestación salió nuestro hombre de la hostería.

-Casualidad ha sido el encontrarlos, y buena idea tuve al seguirlos; desconfían de mí; bueno es saberlo.

Indudablemente que el discreto lector habrá sospechado ya desde el principio, que el curioso personaje no era otro que el señor García, a quien la casualidad había puesto sobre el camino de nuestros amigos a las pocas horas de recobrada su libertad, pudiendo merced a esta circunstancia hablar mejor después a Gil Pérez, según vimos en otra parte.

Capítulo XXVI. Donde se verá que Joselito corre un grave peligro

Dos días estuvo en cama Concha, a contar desde la noche en que recobró su libertad.

Desde el primer día en que se halló restablecida, acudió por la noche a la novena que se celebraba en San Cayetano a la Inmaculada Concepción.

Como es de suponer, Joselito la acompañaba hasta la puerta de la iglesia, y allí iba a esperarla, a fin de acompañarla a su casa a su salida del templo.

Tres o cuatro días después del restablecimiento de Concha y a la hora de costumbre, fue Joselito a ver a su maja, la cual ya se hallaba disponiéndose para salir.

Largo rato hacía ya que los dos amartelados tórtolos estaban en agradable conversación, cuando el torero preguntó:

-¿Vas también hoy a San Cayetano?

-Todos los días, hasta que concluya la novena.

-Cuatro días te faltan di.....

-Parece que lo sientes.

-Sentirlo no, pero deseo que termine cuanto antes, porque se pasa mejor el rato cuando nos reunimos con los amigos.

-Poco antes de venir tú se ha ido Lola.

-Y yo, cuando he venido, me separé de Vicente.

-¿Quieres serme franco?

-¿Cuándo dejo yo de serlo?

-Hoy por lo menos.

-No te entiendo.

-Cuando has entrado venías pálido y convulso, y sin embargo no has querido satisfacer mi curiosidad.

-Es que tú te has empeñado en creer que me había pasado algo, y no me quieres creer.

-Y no te creo.

-Pues entonces, ¿cómo te he de convencer?

-Diciéndome la verdad.

-¡Pero mujer!

-Jura por mi salud que nada te ha ocurrido.

-¡Dios me libre!

-¡Hola! parece que te he pillado.

-No..... quiero decir que es muy feo eso de jurar.

-Entonces; ¿por qué lo haces otras veces?

-Sí, es verdad, pero.....

-No hay pero que valga; ¿no comprendes que no diciéndome lo que te ha ocurrido, voy yo a creer que es una cosa muy mala?

-Pero si no vale la pena.

-¿Ves, cómo al fin confiesas?

-Soy un torpe, y en mirándome tú con esos ojazos que Dios te ha dado, ya no sé lo que me digo ni lo que me hago.

-Sepamos lo que ha pasado.

-Nada absolutamente de particular; al embocar esta calle poco menos que tropecé de manos a boca con el impertinente de Gil Pérez, y he tenido que hacer un gran esfuerzo para contenerme; eso es todo.

-Pues no eres mal tonto en preocuparte por ese necio.

-¿Qué quieres que te diga? cuando le veo se me vienen unos deseos de hacerle algún regalo, que tú no te puedes figurar.

-Acuérdate que me has jurado no comprometerte.

-Pues por eso me contengo.

-Y así debes hacerlo.

-Después de todo, hay que confesar que merece algún perdón el que un hombre se prende de ti, hasta el extremo de volverse loco, porque eres tú mucha mujer, créeme.

-Y tú un adulador de primera.

-Yo digo la verdad: ¿quién no se marea viéndote? sería preciso no tener nada aquí dentro.

Y Joselito se golpeó el pecho.

-Hora es ya de que te vayas -dijo Concha, mudando repentinamente de conversación.

-¿Ya?

-Primero es la obligación que la devoción, y yo he de trabajar.

-No veo la hora en que sólo trabajes para mí.

-Vaya, vete, vete -dijo Concha con el rostro encendido y bajando los ojos.

-Es que te hablo con formalidad.

-¿Sobre qué?

-Sobre que es preciso que no se retarde el día de nuestra felicidad.

-Pero, hombre, ¿no quieres acabar de irte?

-¡Pues si acabo de llegar!

-Digo, y hace más de una hora que estamos charlando como dos cotorras.

-A tu lado las horas me parecen minutos.

-Manuela está ya acabando las faenas de la cocina, y en cuanto acaba se va, y ya sabes que no estando ella en casa no quiero que tú estés.

-Creo que ya podías tener en mí sobrada confianza.

-Y la tengo, pero no quiero yo ir en lenguas de nadie; me gusta verte y hablarte, y eso no lo dudes, pero siempre delante de la gente. Sabe Dios lo que alguna mala lengua habrá supuesto al ver que faltaba de casa tres días.

-¡Yo que oyera hablar!....

-Mejor es que no hablen.

-Dices bien.

-¿Vendrás para acompañarme a la novena?

-¿Querías tú que faltara?

-Podrías tener algo que hacer.

-Por ti lo dejaría todo.

-¿Dirás siempre lo mismo?

-Aunque viviera mil años.

-Allá veremos, ea; adiós.

-Adiós, pues, y hasta luego.

-Aquí me tienes, tan puntual como un reloj.

Así dijo Joselito al entrar en casa de Concha a la hora convenida.

-Aguarda un momento; en seguida termino mi tarea.

-Fea está la noche, y si no te encuentras del todo bien, te aconsejo que suprimas hoy la novena.

-Me encuentro muy bien, a Dios gracias, y yendo a tu lado no me intimida la oscuridad.

-Haces bien, porque para llegar a ti, sería preciso que me atravesaran el corazón de una puñalada.

-¡Ave María purísima! ni en broma me gusta que digas eso.

-¡Bah! no seas tonta.

-No sabes tú el estremecimiento que he sentido al escucharte.

-No seas medrosa.

-Bien, no hablemos pues más de eso.

-Hablemos de lo que quieras.

-¿Has vuelto a ver a Vicente?

-No.

-¿Y a don Luis?

-Tampoco.

-Hoy no he visto a Paca.

-Cuando se acabe la novena podemos ir allá.

-Veremos.

-¡Manuela! -dijo Concha llamando.

-¿Qué hay? -contestó presentándose una anciana de bondadosa faz.

-Bien, ya veo que está usted a punto.

-¿Y tú no te arreglas? Llegaremos tarde.

-Al momento estoy.

Concha se entró en otra habitación, y cortos instantes después salía de ella completamente ataviada para salir a la calle.

-¡Bendito sea ese rumbo y esa sal! -dijo Joselito al verla.

-¿No ve usté, señá Manela, qué loco éste?

-Joselito está siempre alegre, y no me extraña nada de él.

-¿Vamos? -dijo Concha.

-Vamos, pues.

Manela apagó la luz del velón; después de haber encendido una mariposa cerró la puerta, y salió tras la enamorada pareja.

-Bien dijiste que estaba la noche fea.

-Sí que lo está -agregó Manuela.

-Y húmeda sobre todo.

-Aligeremos el paso, porque ya se habrá empezado la función.

-¡Bah! lo mismo da llegar un poco antes que después -dijo el torero.

-A mí no -contestó Manuela.

-No haga usté caso de este loco -dijo Concha.

-A mí, a tu lado es donde me gusta llegar con puntualidad.

-Más te valiera hacer eso cuando se trata de la Virgen.

-Pues si tú eres mi Virgen, mi cielo y mi todo.

-Calla, no sea cosa que Dios te castigue.

-¿Pues en qué le ofendo?

-En eso que dices.

-Pues no lo entiendo.

-Lo primero es lo primero.

-Por eso, para mí lo primero eres tú.

-Después de Dios.

-Se entiende.

-¡Vamos! calla y no digas más disparates, que ya estamos delante de la casa de Dios.

-Aquí te aguardaré a la salida.

-¿No entras?

-No; aprovecharé el rato que tú estás en la novena, despachando cierto asunto que me interesa.

-Procura no faltar; está la noche muy oscura, y no me gustaría tener que volver a casa sin tu compañía.

-No tengas cuidado que aquí me encontrarás.

-Pues hasta luego.

-Adiós, alma mía.

Concha y la señora Manuela entraron en el templo.

Joselito se embozó, y se alejó de aquel sitio.

A la hora poco más o menos en que el torero calculó que la función religiosa estaba por concluir, volvió de nuevo al sitio convenido.

Subió las gradas que conducían al templo, y recostado en una de las pilastras que adornaban el pórtico aguardó a que terminase la función. Si Joselito no se hubiera hallado distraído, si hubiese observado la pilastra que estaba colocada a su derecha, y se hubiese fijado en un bulto que al parecer era un hombre que procuraba recatarse resguardándose detrás de la mencionada pilastra, es muy factible que hubiese recelado algo y se hubiese puesto sobre aviso, pero nada vio, y por consiguiente, tampoco receló lo más mínimo.

A muy poco de estar esperando el torero, terminó la novena, y la escasa gente, que merced a lo desapacible de la noche había acudido a ella, comenzó a salir del templo.

Las últimas personas que salieron de la iglesia lo fueron Manuela y Concha.

Joselito al ver a la maja, extendió en el suelo su capa, y junto a ella, e hincando en tierra una rodilla, exclamó:

-¡Bendita seas, reina de mi alma!

En el mismo instante, Concha lanzó un grito desgarrador.

Un hombre, el mismo que se ocultaba desde hacia rato tras una de las pilastras, se acercó rápida y cautelosamente hacia el torero y en el momento que éste hincaba en tierra la rodilla, sacó un puñal y le levantó para herir traidoramente por la espalda a Joselito. Al grito de la maja, su amante volvió la cabeza, y por medio de un brusco movimiento pudo evitar el fatal golpe que le amenazaba, y en el mismo instante el agresor se vio sujeto por el brazo en que sostenía el arma.

Joselito, al reconocer a su salvador, dijo, procurando levantarse:

-Ánimo, don Luis, que allá voy yo.

El asesino no perdió la serenidad en aquel momento supremo.

Cambió rápidamente de mano el puñal, y antes de que nadie pudiera impedirlo, le hundió en el pecho de don Luis, quien cayó a tierra inmediatamente, exhalando un gemido de dolor.

-¡Ah, tunante! -exclamó Joselito lanzándose hácia él.

Pero fue tan rápido todo, que a pesar de la cortísima distancia que separaba a unos de otros, el asesino pudo escapar por la boca-calle inmediata.

Al mismo tiempo, un anciano que perfectamente envuelto en su capa había seguido con visible atención todos los movimientos del asesino, separóse de la pared al verle huir, y echó calle adelante en su seguimiento, murmurando:

-¡Magnifico! Vaya por donde el bueno de García me ha quitado de en medio a don Luis. Casi, casi debía perdonarle lo que hizo antes por lo de ahora, pero sepamos dónde va, que el saber no ocupa lugar.

Entretanto las pocas personas que se apercibieron del suceso, cuidándose más bien del herido que de perseguir al asesino, lo cual no era muy fácil, dadas las condiciones de aquellos barrios, tuvieron que dejarle escapar, bien a pesar suyo.

Joselito y Concha lanzáronse de los primeros en auxilio de don Luis.

-¡Ah, bribón! -exclamó el torero con acento en que se revelaba, tanto el dolor que sentía por la desdicha del caballero, cuanto la cólera que le inspiraba el asesino.

Éste, por las palabras del viejo, en quien nuestros lectores habrán reconocido a don Tadeo, era García.

Capítulo XXVII. Cenizas de amor

Siguiendo el relato de otros acontecimientos, hace tiempo que no hemos hablado de la condesa de Santillán, después que hubo celebrado con su esposo la entrevista que ya conocen nuestros lectores a consecuencia de la declaración que Gil Pérez le hizo respecto a los amores de su esposa con don Luis de Guevara.

Como que precisamente se trata de hechos anteriores a los que acabamos de referir en el último capítulo, hechos que van relacionados también con el caballero traidoramente herido por García, nos vemos precisados a suspender en aquel punto nuestra narración a fin de darlos a conocer.

Según vimos en el capítulo en que se refirió la entrevista celebrada entre ambos esposos, la impresión que sintió la condesa fue terrible.

En el mismo capítulo a que nos referim os nos hicimos cargo también de la extraordinaria irritación del conde, que no solamente se veía obligado a deplorar la ofensa inferida a su honor, sino que además tenía que escuchar las frases duras y desdeñosas de su esposa, cuyo amor no había podido alcanzar jamás.

Durante los primeros momentos que se siguieron a la salida de don Rodrigo de la habitación de su esposa, ésta permaneció serena y altiva cual se había mostrado durante toda la escena anterior.

Mas tan luego se hubo convencido de que su esposo se había alejado, una trasformación completa se verificó en ella.

El dolor en su expresión más desgarradora se mostró en su rostro.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -gritó con explosión- no permitas que él muera y que sea yo la causa de su muerte.

Después se dejó caer completamente abatida en un sillón, del cual se levantó a los pocos momentos como asaltada por una súbita idea.

-Pero el conde ha dicho que iba a matarle -exclamó- es preciso que Luis se salve a toda costa.

Detúvose nuevamente murmurando al cabo de algunos segundos:

-Pero ¿merece acaso ese don Luis el interés que por él me tomo? ¿No me ha dado al olvido? ¿No está preso en las redes de otros amores? ¿No alimentaba otra pasión a la par que a mí me mentía también? ¿Por qué tomarme, pues, tanto interés por quien ni de mí se acuerda ni es digno siquiera de mi amor?

Siguióse nuevo momento de silencio a estas frases hasta que de súbito y en un arranque lleno de ternura y de pasión, dijo:

-¿Y qué importa que él no me ame para que yo acuda a salvarle la vida? ¿Podría yo vivir si él muriese?

Y tras estas palabras envolvióse la dama en un cumplido manto, cuyo velo le cubría perfectamente el rostro, y aprovechándose de las sombras de la noche que habían empezado ya a extenderse sobre la coronada villa, descendió por una escalera de servicio al ancho portalón de su palacio, encontrándose poco después en la calle.

Apenas pensó en las consecuencias del paso que iba a dar.

En su ceguedad, en la agitación que le producía la sola idea de llegar tarde en socorro del hombre a quien amaba, no pensó en el riesgo que corría encontrándose a aquellas horas sola y en medio de las calles de Madrid, en aquella época no muy seguras.

En breve espacio salvó la distancia que le separaba de la casa de don Luis.

Necesitaba llegar cuanto antes a ella.

Y una vez que hubo llegado, lo primero que preguntó a los criados fue si había ido alguien a buscarle hacia algunas horas.

Cuando le contestaron que nadie, respiró llena de satisfacción.

Llegaba a tiempo todavía.

Pero don Luis no estaba en su casa.

Ésta fue una contrariedad terrible para la dama.

Quizás el conde se habría encontrado con él, habría seguido una explicación al encuentro, y tras la explicación tal vez sobrevendría un desafío.

-Necesito ver a don Luis inmediatamente; que venga -dijo a los criados que la contemplaban curiosamente.

-¿Desea esperarle su merced? -preguntó uno de ellos.

-Sí, conducidme a su habitación.

Los criados vacilaron.

-¿Sabe su merced lo que ha pedido? -exclamó uno.

-Si queréis aguardarle, podéis hacerlo en el portal.

-Os he dicho que me conduzcáis a su habitación.

Y tan imperioso y tan altanero fue el acento empleado por la dama al pronunciar estas palabras, que los criados no pudieron menos de mirarse unos a otros, diciendo uno de ellos por fin:

-Venid, señora; venid, si os place.

-Guiad.

Y doña Isabel, dirigiéndose a los criados que allí quedaban, les dijo:

-Tan luego como llegue, avisad a vuestro señor que hay una dama que le espera.

Y siguió al criado, que le condujo hasta la habitación de su señor.

Parte del objeto de doña Isabel estaba conseguido.

Sólo faltaba que llegase don Luis pronto, y que no se hubiese encontrado antes con el conde.

El criado la dejó sola, y una vez así, pudo entregarse en absoluto a sus reflexiones.

¿Creería don Luis lo que ella le iba a decir?

¿Se revertiría de la prudencia suficiente para evadir un choque con el conde?

¿Tenía ella influencia suficiente en su corazón para mandarle?

Todos estos pensamientos aumentaban su desasosiego y su zozobra.

Poco tiempo llevaba en aquella situación, cuando alzándose el tapiz que cubría el hueco de la puerta, apareció en ella don Luis.

Alzóse vivamente doña Isabel de su asiento, y durante breves segundos estuvieron contemplándose.

Turbada y confusa estaba la dama.

Curioso e impaciente estaba el caballero, en términos, que no pudiendo dominar su impaciencia, y viendo que la dama permanecía callada, exclamó:

-¡Señora!

Doña Isabel entonces, comprendiendo lo que aquella exclamación significaba, dijo alzándose el velo que cubría su rostro:

-¿Me conocéis, caballero?

-¡Doña Isabel! -exclamó éste dando un paso hacia ella, ¿Vos en mi casa? ¿Qué hice yo para merecer tamaña honra?

-No podem os perder tiempo, don Luis; asunto muy grave es el que aquí me trae.

-Hablad, señora, hablad. ¿En qué puedo complaceros?

-Salvándoos.

El joven contempló lleno de asombro a doña Isabel.

-¡Salvándome, habéis dicho! -exclamó.

-Sí tal, van a venir a mataros.

-¿Y eso os asusta? ¿Y eso os obliga a venir a estas horas a mi casa? No paséis cuidado, que no tan fácilmente se deja matar don Luis de Guevara.

Y el acento con que el caballero pronunció estas palabras, fue completamente sereno. No se advertía en él ni jactancia ni tampoco el deseo de hacer alarde de su destreza y valor.

Doña Isabel sintió que se despertaba su amor con mayor violencia, y tal vez sus ojos anduvieron en aquellos momentos, por más esfuerzos que hizo, algo indiscretos, porque don Luis, que debió ver algo más de lo que quisiera en su mirada, no pudo menos de arrugar la frente, diciendo después:

-Grande es el agradecimiento que vuestra acción me inspira, señora, y no puedo comprender que a tanto llegasen mis merecimientos; pero a la par debo también deciros que el paso que disteis esta noche ha sido asaz aventurado, y deploraría, más que el riesgo que corro, cualquier cosa que os pudiera acontecer, por insignificante que fuera.

-Salvaos, señor don Luis, que eso es lo principal. En cuanto a mí, hace tiempo que hice abnegación completa de mi vida, de mi reposo, de mi tranquilidad, con tal de veros feliz.

-¡Señora!....

Y don Luis no supo qué contestar.

Aquella alusión a su pasado que él mismo había destruido, aquella evocación de juramentos y de promesas holladas por él, y por él condenadas al olvido, avergonzóle, y bajó los ojos por no encontrarse con la reprochadora mirada de la condesa.

Ésta comprendió, sin duda, lo que pasaba en el corazón de su amante, y sonriendo tristemente dijo:

-No inclinéis la frente avergonzado; no habéis sido culpable por el rápido desengaño que hacia mí sentisteis, ni yo os quiero hacer reproche alguno por vuestra anterior conducta, ni la ocasión presente es a propósito para ello. Si ante los ojos del conde mi esposo he perdido la honra, si tal vez en la vergonzosa participación que en vuestro corazón me disteis con la dama del marqués del Alcázar, ésta sabe y conoce, como de ello me ha dado más de una prueba, toda la violencia de un fuego que vos encendisteis, y que a pesar de todo di no se ha extinguido, ¿qué puede ya importarme cualquier otra cosa que me suceda? Ha pasado tanto por mí en muy poco tiempo que nada puede sorprenderme ya. Creedme, don Luis; alzad la frente y tratad de evitar el golpe que os amenaza.

-¿Pero de qué golpe se trata? ¿Cómo habéis podido descubrir que yo esté a punto de ser víctima de un atentado?

-Lo que me sorprende, es que no lo hayáis sido ya. Desde esta mañana estoy temblando por vos y vacilando entre mi deber y mi antiguo amor, entre el despecho y el cariño; he pasado horas muy crueles durante todo el día, hasta que finalmente me he decidido por arrostrarlo todo.

-No os comprendo.

-El conde ha llegado a Madrid.

-Acabo de saberlo en casa del conde de Lazán.

-Pero lo que no sabéis es que ha salido de Villaviciosa más enterado sin duda de lo que había entrado allí.

-¡Cómo!

-El conde ya en otra ocasión supo que habíais pasado en el Pardo algunos días, y con este motivo medió entre nosotros una explicación un tanto violenta. Entonces no sabía quién erais, hoy por el contrario, lo sabe.

-¿Quién puede habérselo dicho?

-Lo ignoro, pero lo sabe y me ha manifestado su resolución de daros la muerte.

-Está en su derecho si se cree ofendido.

-¿Estáis en vos? -gritó doña Isabel con explosión.- ¿Queréis acaso que yo muera también?

Iba a contestar don Luis, cuando la súbita aparición de un criado cortó la palabra en sus labios.

Al verle, el caballero volvióse iracundo hacia él, diciéndole:

-¿De cuando acá se atreven mis criados a penetrar en mi aposento sin que yo les llame?

-Perdone vuestra señoría -repuso humildemente el criado- pero la necesidad oblígame a ello.

-¿Qué quieres?

-El señor conde de Santillán acaba de llegar y solicita con urgencia ver a vuestra señoría, habiéndome dicho que si no pasaba recado sabría él penetrar hasta esta estancia.

Capítulo XXVIII. Amante y esposo

Sorprendido quedóse don Luis al oír el anuncio de su criado.

La condesa, pálida y temblorosa llegóse a él y en voz baja, pero conmovida, le dijo:

-Ya lo veis, don Luis, está ahí.

-Y bien, señora.....

-Pero es que viene decidido a mataros.

-Será lo que él quiera y lo que Dios disponga.

-Huid, don Luis.

-No es mi costumbre volverle la cara al peligro; lejos de eso, suelo aguardarle sereno y sin temblar.

-No desatendáis mis ruegos; huid.

-Vos sois la que debéis salir, señora.

-¿Yo?

-Sí, vos.

Don Luis se dirigió al criado, que separado convenientemente aguardaba sus órdenes, y dijo:

-¡Andrés!

-Señor.

-Guía a esta dama por ahí -dijo indicando una pequeña puerta- hasta el zaguán, y cuando se halle fuera ya de casa, puedes decirle al señor conde que le aguardo.

-¿Desatendéis, pues, mi ruego?

-Cumplo como debo, señora.

Nada más dijo la condesa, y siguió a Andrés, que la aguardaba junto a la puerta que su señor le había indicado.

A muy poco rato apareció delante de don Luis el señor conde de Santillán.

-Regocíjome, señor conde, de que hayáis recobrado vuestra libertad, y agradezco en el alma vuestra visita.

-Os doy gracias por lo primero; respecto a lo segundo, no sé hasta qué punto podáis, después de haberme oído lo que tengo que deciros, agradecerme la molestia que puede proporcionaros mi presencia.

El conde llegó a casa de don Luis de noche, y muchas horas después de haber salido de la casa de Gil Pérez, y procuró durante este intervalo, dominar cuanto le fuera dable su agitación, pues no quería, al presentarse a don Luis, hacerlo de un modo inconveniente; así, pues, tranquilo en apariencia, procuró presentarse delante de su rival.

Don Luis contestó cortésmente a las palabras del conde.

-Vuestra presencia me es siempre sumamente agradable.

-No diré que algún tiempo atrás dejara de ser como aseguráis; pero al presente, permitidme que lo dude.

-Hoy como ayer, os lo aseguro.

-Pues si es así, verdaderamente tenéis un modo bien raro de probar vuestro cariño.

-No comprendo la razón.

-Eso es más extraño todavía.

-Confieso mi torpeza.

-En ese caso, puesto que no queréis entenderme.....

-No es que no quiero, es que realmente no os entiendo.

-Entonces -dijo el conde con tembloroso acento- si tenéis a bien escucharme, procuraré hacerme comprender.

-Me tenéis enteramente a vuestra disposición.

-Es el caso, y vos lo sabéis, que yo tengo una esposa, a quien amo, a quien amé -se apresuró a decir el conde, enmendándose a sí mismo.

-Muy digna la creo de lo primero; en cuanto a lo segundo, no me lo explico.

-¿No os lo explicáis? -repuso el conde palideciendo.

-Debo advertir al señor conde, que no acostumbro mentir.

-No digo yo tanto; pero hay ocasiones en que se hace forzoso el disimulo.

-Podrá ser así; pero no creo hallarme yo ahora en uno de esos casos.

-Perdonadme; no lo creía yo así.

-Pues es como os lo digo, ni más ni menos.

El conde, que se hacía gran violencia, a fin de acallar su enojo, contestó:

-Continúo, pues, mi relato.

-Continuad.

-Esa mujer, a quien os he dicho que amaba y que llevaba mi nombre, lo ha mancillado.

-¡Señor conde!....

-Sin tener en cuenta -dijo éste no atendiendo a don Luis- lo que se debe a sí propia, al lustre de su cuna y a la honra de mi linaje, olvidándose de todo, haciendo de todo caso omiso, se ha entregado por completo en brazos de un amante. ¿Comprendéis bien cuál sea la horrible situación en que me hallo?

-Comprendo que a no estar ofuscado.....

-¡Ofuscado! desgraciadamente no lo estoy.

-Las apariencias, muchas veces, señor conde, suelen engañarnos lastimosamente.

-No son apariencias, sino tristes realidades las que deploro.

-¿Tan seguro creéis estar de vuestra desgracia?

-Tanto, que no cabe ya más seguridad.

-Doña Isabel pasa por ser un modelo de virtud, y no hay libertino en la corte que pronuncie sin el respeto debido su nombre.

-Alguno de esos libertinos a quines aludís, se propuso indudablemente vencer la inexpugnable fortaleza, y al fin lo ha conseguido.

El conde iba acalorándose por grados; don Luis presentía que el desenlace de la escena sería funesto para uno de ambos; pero, caballero ante todo, procuraba hallar medios de poner a cubierto de los furores del conde a doña Isabel.

-Algún necio, que tratando de vengarse de los desdenes de doña Isabel, la habrá calumniado; eso será todo.

-Pues no es eso todo; habéis de saber, que antes de que se me condujese preso al castillo de Villaviciosa, tuve una entrevista con aquél a quien se me había indicado como favorecido amante de la perjura esposa; cuanto aquél me dijo para sincerarse, fue desechado por mí, y me obstiné en que midiese sus armas con las mías; a consecuencia de mi injustificado arresto, no pudo verificarse el lance; pero en cuanto me vi de nuevo en libertad, fuime de nuevo en busca del que yo juzgaba afortunado seductor; esto ha sido hoy.

-Y al fin.....

-Al fin se ha justificado.

-En ese caso.....

-Sí, en ese caso no es aquél, sino otro el que me ha ofendido. Gil Pérez me ha nombrado al hombre causa de todos mis males, y ¿sabéis vos quién es ese hombre? ¿No lo imagináis siquiera, señor don Luis?

-Empiezo a comprender.....

-¿Comprendéis la amargura del hombre que a par de la infamia de la esposa se ve en el horrible caso de deplorar el engaño del amigo? ¿Comprendéis si hay razón bastante para que el hombre tan cruelmente ofendido se presente ante su ofensor, y le diga, don Luis, uno de los dos estamos de más en el mundo?

El conde dijo las últimas palabras poniéndose de pié y aproximándose a don Luis; éste que esperaba ya una cosa parecida, le dijo tranquilamente:

-Según eso, creéis que yo soy.....

-El amante de doña Isabel de Zúñiga -repuso con ronco acento el conde.

-Empiezo por deciros que no he de negarme yo, si en ello persistís, en cruzar mi espada con la vuestra; pero deseo antes que me escuchéis.

-Inútil ha de ser que procuréis convencerme.

-No trato de excusar el lance, ni vos podéis pensar eso de mí.

-En ese caso, hablad.

-¿Sólo por el dicho del señor Gil Pérez dais por seguro que yo os haya ofendido tan gravemente?

-Tengo además otras razones

-No trataré de ocultaros que hubo un tiempo en que amé o creí amar a doña Isabel.

-Al fin nos iremos entendiendo.

-¿El que yo la amase, puede en ningún caso probar que fuese correspondido? Galanteé a la señora condesa, pero ésta, digna y severa, recibió como debía mis importunos galanteos.

-Obligación es de todo caballero no confesar los favores con que le distingue una dama, y vos, preciso es confesarlo, cumplís fielmente tal precepto.

-Cumplo con mi conciencia, eso es todo.

-¿Y si yo os dijera que tengo datos que corroboran lo dicho por Gil Pérez?

-No podéis tener ninguno que comprometa el decoro de vuestra esposa.

-Os engañáis.

-¿Que me engaño?

-Sí.

-¿Cuál es el dato?

-Uno muy sencillo; preguntaros quién os cuidó y asistió en mi quinta del Pardo.

Capítulo XXIX. Continuación del anterior

Por más que se sorprendió y no poco don Luis al oír las últimas palabras pronunciadas por el conde, no se desconcertó por eso, y sin manifestar la más mínima alteración, contestó:

-Eso es verdad; tengo que agradecer a la señora condesa las más delicadas atenciones; fuí herido en el Real Sitio a consecuencia de una reyerta que sostuve con varios monteros, y a no dar para mí la feliz casualidad de que acertara a pasar por el sitio en donde caí bañado en mi sangre vuestra esposa, quizá no hubiera yo conservado la vida; fui en efecto trasportado a vuestra quinta y atendido con el mayor esmero.

-¿Cómo no habíais de serlo, siendo el afortunado galán de la propietaria de la quinta?

-A su caridad y no a su amor debí mi salvación.

-Muy obcecado estáis.

-Convencido, queréis decir.

-Ni el dicho de Gil Pérez, ni mi estancia en vuestra quinta del Pardo, pueden dar tal convencimiento.

-Mucho menos es necesario.

-Será como vos queráis, pero cuando se tiene una esposa como la vuestra, no debe dudarse de su fidelidad con tanta ligereza.

-Es que yo no dudo; empecé por ahí y hoy..... hoy no me cabe ya duda de mi infortunio.

-¿Puede ser culpable vuestra esposa de que yo la haya amado?

-No, pero sí lo es en amaros.

-A ser cierto, razón tuvierais. Comprendo que queráis batiros conmigo por sólo el hecho de haberla yo en otro tiempo galanteado; pronto estoy a complaceros, pero no comprendo que podáis mostraros quejoso de ella.

-¿Persistís en que no es vuestra amante?

-Ni sus labios han pronunciado jamás para mi frase que me diera derecho a concebir esperanzas, ni mucho menos me ha concedido el más ligero favor en mengua de su decoro.

-Es inconcebible, pues, que ella diga lo contrario.

-¡Ella! -dijo, admirado don Luis.

-Sí; no ha negado que os ama. ¿Podréis explicarme esta contrariedad?

-De una manera tan sólo.

-Bastante difícil lo juzgo.

-Ofendida vuestra esposa de que hayáis puesto en duda su honor, indignada por vuestras acusaciones, quizá en un arranque de exasperación haya podido deciros cosa semejante.

-Dijo lo que sentía.

-En vuestro estado actual así lo creéis, no lo dudo; pero estad seguro de que no existe lo que os imagináis.

-Don Luis, debéis comprender que a mi edad no se juzga con tanta ligereza, y cuando se ama como yo he amado, es necesario estar íntimamente convencido del delito para decidirse a obrar cual yo lo hago. Si la suerte os es contraria, si por mi desgracia sobrevivo al duelo que irremediablemente ha de tener lugar entre nosotros dos, la infiel esposa recibirá el condigno castigo a que se ha hecho acreedora.

-He ahí lo que yo deploro.

-Lo comprendo así.

-A tener yo la convicción de que había de bastaros con mi sangre, creed que no os la escatimaría.

-El favorecido de tan gallarda dama bien puede mostrarse generoso.

-Mal interpretáis mi sentimiento.

-Hago justicia.

-Infiriendo una ofensa a quien no la merece.

-Es difícil que nos entendamos sobre ese punto.

-Porque no queréis pesar bien las razones que os he dado.

-Cuando el convencimiento moral de un hecho se arraiga en el alma, ¿quién es capaz de arrancarle de allí?

-El criterio.

-Convengo, pues, en que el mío está embotado.

-Embotado no, pero sí alucinado.

-Puede que así sea, pero esto no quita que yo vea el asunto a mi manera; en negocios de honra soy bastante meticuloso.

-Otro tanto me sucede a mí.

-En ese caso debéis comprender que deseo nos entendamos de una vez y terminemos cuanto antes.

-Estoy a vuestras órdenes, siempre que me ofrezcáis una cosa.

-¿Y es?....

-Que os deis por satisfecho con el resultado de nuestro duelo.

-¿Cómo?

-Que no pretendáis después vengar en vuestra esposa ofensas que no existen.

-Eso es cuenta mía.

-Y también mía.

-¡Vuestra! -dijo el conde en el colmo de su admiración.

-Sí, mía; porque yo no puedo permitir que las faltas que yo haya podido cometer las pague un inocente.

-¿Y creéis que yo haya de permitiros que seáis mi juez?

-No es tal mi pretensión.

-Os lo repito, procederé como mejor me cuadre, y ya os he significado antes que no pienso dejar sin el condigno castigo a la esposa adúltera.

-¿No os arredra el temor de ser injusto?

-Obraré según mi conciencia, y eso me basta.

-Por más que sienta ser molesto, habéis de permitirme que insista en tratar de probaros que sois víctima de una fatal alucinación.

-Debéis comprender que estoy violento teniendo que discutir un asunto como el que aquí debatimos; el rubor enciende mi semblante; sin embargo, no podréis decir que no haya por mi parte procurado mantenerme en los límites de la mayor prudencia.

-Ni vos podréis negar mi comedimiento.

-Conforme; pero eso no quita el que yo tenga que hacerme gran violencia al tratar del para mí triste asunto que aquí me ha traído.

-¿Y qué culpa tengo yo, ni qué culpa tiene vuestra esposa de que vos no queráis prestar oídos a la razón?

-Don Luis, os suplico que no persistáis en tratar de convencerme; cuantos argumentos empleéis para ello serán completamente inútiles, estoy enteramente resuelto a matar o morir.

-No trato yo de haceros desistir de ese proyecto.

-Entonces quiere decir que estamos completamente conformes; dignaos nombrar las personas que deban entenderse con las que yo elija.

-Respecto a eso, mi opinión sería que ventiláramos a solas el lance.

-Como gustéis.

-No hay necesidad de hacer partícipe a nadie del motivo que alegáis para batiros conmigo.

-Eso me agrada, y no puedo menos de agradecéroslo.

-El lance tendrá lugar cuando vos lo juzguéis oportuno, pero antes debo deciros, para que veáis cuán lejos estoy de lo que vos suponéis, que yo amo, y amo con delirio a una mujer que me corresponde y que no es ciertamente la señora condesa.

Al terminar don Luis su peroración, se oyó un ligero ruido que la puerta de escape hizo al girar sobre sus goznes. Los dos adversarios dirigieron instintivamente la mirada hacia aquel sitio, y júzguese cuál sería la sorpresa de ambos al ver aparecer a la señora condesa de Santillán.

Capítulo XXX. Terceto de amor y celos

Más que confundido, atónito se quedó don Luis con tan inesperada aparición.

El conde, trémulo de ira, no acertaba a despegar los labios.

Doña Isabel, grave y severa, se adelantó hacia el sitio donde se hallaba su esposo.

-Y bien, caballero, ¿qué decís a esto? ¿negaréis todavía?....

-En verdad, señor conde, que no acierto a explicarme.....

-Eso lo haré yo, con la venia de ambos -dijo doña Isabel.

-¿Intentaréis acaso justificaros? -preguntó el conde casi fuera de sí.

-Intentaré decir la verdad.

-Nunca creyera llegase a tanto vuestro cinismo.

-Señor conde, oídme y luego juzgaréis.

-Hay para volverse loco -repuso el conde con desesperado acento.

-He venido a esta casa con objeto de impedir se lleve a efecto ese duelo que proyectáis, y que es más injusto que digno.

-¡Señora!....

-Dejadme continuar.

-¿Creeréis que tenga calma suficiente para oíros?

-Así lo espero, por lo menos.

-Mucho fiáis en mi paciencia.

-Repito que al venir no tenía otro objeto que el de evitar el desafío, y habréis de convenir en que os mostrabais injusto, cuando me hayáis escuchado.

-¿A tanto os obliga el temor que tenéis por vuestro amante?

-No trato de negaros que he amado a don Luis, pero ¿quiere decir esto que haya faltado a mis deberes? De mi corazón podía disponer libremente, porque así os lo advertí desde que a consecuencia de una felonía, me obligasteis a aceptaros por esposo; de mi honor ni he dispuesto, ni he pensado en disponer, y esto es cuanto podéis exigirme. Ya lo habéis oído, el mismo don Luis os ha asegurado amar apasionadamente a otra mujer; vuestro nombre no ha padecido menoscabo, ¿de qué os quejáis?

-No habíais vos de asegurar lo contrario.

-Callaría cuando me acusarais, y no me atrevería a defenderme.

-De todos modos yo necesito una reparación.

-¿De qué, y por qué? Abiertos hoy mis ojos a la luz -dijo intencionada y tristemente doña Isabel- debo a mi vez tratar de que vos reconozcáis vuestra injusticia con el debido tiempo.

-¿Según vos, todo queda ya olvidado? -repuso el conde con amarga ironía.

-A menos que fuerais un insensato, eso debo esperar.

-Pues esperáis muy mal; ese duelo se efectuará.

-¿Seréis capaz de insistir?

-El señor conde sabe -dijo gravemente Luis- que me tiene a su disposición; me basta con que reconozca que su esposa no es culpable.

-¿No es culpable, decís, y confiesa ella misma....?

-Que no os amo -se apresuró a decir doña Isabel- que he amado a otro, esto es lo que me habéis obligado a confesar. Vos no tenéis derecho a exigirme amor, ni tenéis poder para impedir que mi corazón se interese por otro.

-En el mero hecho de confesar esa pasión, me inferís un agravio.

-Me habéis precisado a hablar; he dicho que amé, sin ofender vuestro decoro ni el mío; hoy no amo ya, si así no fuera, me arrancaría yo misma el corazón que late muerto para el amor dentro mi pecho.

-De modo, que intentáis....?

-Que precedáis cuerdamente, que no entreguéis vuestro nombre a la maledicencia pública y que no llenéis de dolor a la mujer a quien don Luis ama.

-¿Acaso no puede serme funesto a mi el lance?

-¿Y a qué fin provocarlo?

-A fin de ver si pongo término al infierno de mi vida.

-Soportad con resignación el peso de vuestra cruz; la felicidad ha muerto para nosotros dos, y ya que yo inocente sufro por culpa vuestra, no pretendáis hacer nuevas víctimas.

Don Luis presenciaba silencioso la escena que tenía lugar entre los esposos, y compadecía con todo su corazón el dolor de ambos.

Los pensamientos del conde vagaban en un mar de confusiones y no acertaba a decidirse de un modo concreto.

La conciencia le argüía:

¿Cómo pedirle cuentas a la mujer que no había deshonrado su nombre, sólo porque amaba a otro hombre, cuando desde el punto y hora en que a ella se enlazó quedó advertido de tal peligro?

Saliendo por fin de su silencio, dijo con aparente calma:

-¿Qué exigís, pues, de mí, señora?

-En primer lugar que renunciéis a batiros.

-¿Y después? -repuso con cierta amarga ironía el conde.

-Que me acompañéis.

-¿Dónde?

-Donde únicamente debo y puedo yo vivir en adelante.

-¿Y es?...

-En un convento.

-¿Pensáis, pues, encerraros?

-Pienso retirarme del mundo.

-Muy sensata es vuestra determinación; pero si la conciencia no os remuerde, si no habéis faltado a ninguno de vuestros deberes, ¿por qué os imponéis vos misma el castigo?

-¿Creéis que después de las escenas que han tenido lugar entre vos y yo, me sea dable continuar viviendo en vuestra compañía?

-No he dado yo lugar a esas escenas.

-Sea quien quiera el culpable, han tenido efecto; por lo tanto, se hace ya imposible que vivamos bajo un mismo techo.

-Tenéis razón, señora -replicó el conde con amargura, dirigiendo una mirada de odio a don Luis.

Doña Isabel sorprendió esta acción, y dijo con severo acento:

-Creo que no intentaréis cosa alguna que pueda refluir en menoscabo de mi honor. Os he manifestado ya mi última determinación; es cuanto tenía que deciros.

Capítulo XXXI. Donde se ve que la casualidad se pone también algunas veces al lado del crimen

Profunda sorpresa causaron en las personas allí reunidas las palabras pronunciadas por la condesa.

Lo que menos podían imaginarse ni su esposo ni don Luis, era que tomase aquella extraña determinación.

-Pero ¿estáis en vos, señora? -exclamó el conde al cabo de algunos segundos de silencio.

-Paréceme, caballero -repuso doña Isabel- que es la mejor determinación que he podido tom ar la que acabo de anunciaros.

-Pero reparad, señora, que soy vuestro esposo, y yo quien debe daros el permiso para lo que deseáis.

-Por vuestro propio bien, por vuestra misma tranquilidad y sobre todo porque es mi único deseo, porque así es mi voluntad, si así queréis que me exprese, debéis acceder a ello.

Y la incontrastable energía, la violencia de carácter de la noble dama vibró de tal manera en sus palabras, que el conde, acostumbrado a ceder ante la firmeza de aquel carácter, inclinó la cabeza más bien dominado que convencido.

Luis a su vez dio un paso hacia doña Isabel.

-Señora -la dijo- el señor conde tiene razón; mas sobre el derecho que respecto a vos tiene, existe otra razón que me parece debo someter a vuestra consideración. Vuestra juventud, vuestra belleza ¿son dignas acaso de que vayan a confundirse y a marchitarse en el claustro?....

-Señor don Luis -dijo la dama con acento cuyo verdadero valor no pudo menos de apreciar el caballero- cuando la esperanza se pierde sobre la tierra, necesario es que fijemos los ojos en el cielo.

-¡Oh! vuestro amor, vuestro maldito amor!-exclamó el conde con acento desesperado.

-Dueño sois, señor conde -repuso vivamente la dama- de tomar mi vida si creéis que en ella exista una mancha que pueda empañar el lustre de vuestro honor; pero no tenéis derecho alguno para motejarme ni para censurar un sentimiento que la desgracia hizo no pudiese abrigar respecto a vos.

-¡Señora!

-En cuanto a vos, don Luis, cábeme la satisfacción al salir de esta casa donde por primera vez he entrado, de haber conseguido evitar una desgracia, que vencedor o vencido el uno o el otro, hubiera sido para mí completamente irreparable.

-Puedo aseguraros, doña Isabel, que sois la dama más digna de consideración y respeto que hay en la corte.

-Poco es lo que me decís, y mucho al mismo tiempo lo que me lisonjeáis.

Don Luis comprendió perfectamente el sentido de aquellas palabras.

Inclinó la frente y permaneció silencioso.

El conde que con irritados ojos escuchaba las frases cambiadas entre doña Isabel y su rival, no pudo contenerse por más tiempo, y dijo bruscamente dirigiéndose, a su esposa:

-Salgamos de aquí, señora; salgamos.

-¿Estáis en vos? debo yo preguntaros ahora -dijo la condesa- ¿si conseguí entrar aquí dentro sin ser conocida, tratáis de ser vos mismo el pregonero de lo que podría ofenderos?

-¡Pero! ¿tratáis de ultrajarme más quedándoos aquí? -gritó el conde con acento desesperado.

-¡Señor conde! -dijo don Luis.

-No es a vos a quien me dirijo -repuso el de Santillán con aspereza.

-Pero indirectamente me ofendéis.

-Habéisme ofendido a mí mucho más, y sin embargo, por amor y respeto a esa dama, que es mi esposa, me domino y nada os digo. Tratad de hacer vos lo mismo.

-Señor don Luis -repuso doña Isabel con acento severo- cesad de hablarme, si os place, porque realmente vos sois quien menos derechos tiene para ello. En cuanto a vos, señor conde-prosiguió la dama dirigiéndose a su esposo- como no me dejasteis explicar, juzgasteis mal de mi intención, y esto no arguye mucho que digamos en favor vuestro.

-¿Pero no comprendéis lo que estoy sufriendo? ¿No comprendéis que únicamente por esta vergonzosa debilidad que respecto a vos experimento, por esta pasiva obediencia a que mi desventurado amor me conduce, estoy en este sitio y no he dado ya la muerte al que ha sido más dichoso que yo? ¿Cómo queréis que pueda consentir en dejaros aquí?

-Os he prohibido que habléis más de muerte; no quiero llevar sobre mi conciencia la sangre de ninguno de los dos, máxime cuando no es la mancha de mi honra de aquellas que puedan llevar la vergüenza sobre vuestra frente. Harto os dije al daros mi mano, que me reservaba la libertad de mi corazón: no he sido vuestra, pero de nadie he sido tampoco. Mi corazón era mío, y de él dispuse libremente; por lo tanto, pongamos término ya a esta discusión, y pues sola entré en esta casa, dejadme que salga sola también.

-Permitidme que os acompañe.

-Acompañadme de lejos si os place, pero no que los criados de don Luis puedan sospechar al veros a mi lado que es vuestra esposa la persona a quien habéis venido a sorprender en esta casa.

Las razones de doña Isabel no dejaban de tener fuerza.

Realmente los criados podían sospechar, y estas sospechas habían de herir el mismo decoro del conde.

-Está bien, señora, obrad como mejor os plazca.

-Os he anunciado mi resolución de retirarme a un convento, y pues lo avanzado de la hora impide que hoy lo haga, mañana para tranquilidad vuestra, y quizás para reposo mío, abandonaré mi casa y os haré conocer mi última voluntad.

-Pero.....

-Basta, os dije. Ya sabéis que mi resolución no suele quebrantarse con frecuencia, y en esta ocasión menos que en otras. ¡Adiós, don Luis, sed feliz con la mujer a quien amáis: éste es mi único deseo!

-¡Oh, señora! -exclamó el caballero con acento conmovido.

-Vos mismo lo dijisteis hace poco, -y me felicito y os felicito al mismo tiempo de que hayáis encontrado la felicidad apetecida, felicidad que no siempre se encuentra en el mundo. Ahora llamad a un criado para que me conduzca hasta la puerta de esta casa.

Y doña Isabel cubrióse el rostro con el velo de su manto, adoptando tal actitud, e imprimiendo a su acento tal fuerza de autoridad, que el joven no tuvo otro remedio que obedecer.

Estaba dominado.

Doña Isabel habíase acrecido de tal manera durante aquella escena, tan dueña se había hecho de la situación, digámoslo así, que lo mismo el conde que don Luis apenas podían hacer más que callar y obedecer a aquella enérgica voluntad.

Momentos después, la dama guiada por un criado salía de casa de don Luis.

Su esposo lanzóse en seguimiento suyo tan luego como la supuso en la calle; pero antes de salir del aposento, dijo a su rival:

-Supongo, caballero, que después de todo lo ocurrido, a pesar de las explicaciones mediadas, somos enemigos irreconciliables.

-Como gustéis, señor conde. Siempre tendré la honra de estar a vuestras órdenes.

Y tras estas palabras, el esposo de doña Isabel abandonó la estancia.

Una vez solo el caballero, no pudo menos de murmurar:

-¡Pobre doña Isabel! ¡funesto le ha sido mi amor! Pero, ¿acaso ha estado en mi mano el evitar lo sucedido? ¿Podía yo prever que llegase un día en que mi corazón se inclinase hacia un objeto determinado, único, al cual realmente estoy seguro que amo? Comprendo todo lo doloroso que para la condesa ha de ser lo que sucede; pero, ¿acaso no vale más mi franqueza, por triste que serle pueda, que no estarla engañando con un amor mentido? ¡Lástima de juventud y de hermosura, destinadas a marchitarse en el interior de un claustro! ¿Pero será posible que el amor de la condesa pueda conducirla a semejante extremo?

Don Luis quedóse pensativo al hacerse semejante pregunta, y durante algunos segundos estuvo paseándose por la estancia visiblemente agitado.

De pronto, exclamó:

-¿Y por qué la desesperación no puede conducir a semejante extremo? ¿Acaso si el amor de Paca llegase a faltarme podría yo vivir? No, todavía no me he atrevido a interrogarla directamente; sin embargo, paréceme adivinar que en su corazón existe el mismo amor que yo ambiciono; pero si esta esperanza no me alentase, si en perspectiva no viera la felicidad con ese cariño, más todavía que doña Isabel sería yo capaz de hacer.

Don Luis no había ido a su casa en aquellos momentos más que para cambiar de traje, y volver a salir inmediatamente.

Era precisamente la hora en que acostumbraba visitar a Paca.

En casa de ésta solían reunirse las tres jóvenes, y desde allí solían algunas noches dirigirse, bien a la botillería de Canosa, bien a un baile para el cual hubiesen sido previamente invitadas.

-Necesario es que esta noche tenga una explicación con Paca -decía Luis a la par que cambiaba de traje, como ya hemos dicho- quizás la encuentre sola, cuando yo vaya, y de este modo podré hablarla con más libertad.

Y se apresuró a vestirse, saliendo de su casa precipitadamente.

Para llegar más pronto a la casa de su amada, ocurriósele cruzar la calle de Embajadores, pasando por delante de San Cayetano en el instante mismo en que Joselito tendía su capa en el suelo, y pronunciaba las frases que ya conocen nuestros lectores.

El sonido de la voz del torero al dirigir a su amada el requiebro que debemos recordar, llamó poderosamente la atención de Luis, quien hubo de fijarse detenidamente en el grupo formado por aquellos personajes.

Entonces se apercibió de la figura de García, medio oculta por una de las columnas que hay en la puerta.

Y vio su acción cuando levantó el puñal, y se le echó encima sin calcular las consecuencias que podía tener su acción.

Capítulo XXXII. De qué manera pueden enredarse las cosas

Eran las siete de la mañana.

Don Tadeo, que la noche anterior había corrido como un desesperado siguiendo a García, el cual caminaba más de prisa que el más ligero galgo por ponerse a salvo de la justicia, se hallaba aún en cama durmiendo como un bendito.

Simón penetró en la habitación del viejecillo, abrió los postigos de la ventana, y al inundarse de claridad el cuarto, don Tadeo despertó sobresaltado.

-¡Eh! ¿quién anda ahí?

-Soy yo -dijo Simón.

-Pues ¿qué hora es?

-Las siete bien dadas.

-¡Demonio! he dormido más de lo regular; ya se ve, anoche di una carrera capaz de reventar a un caballo.

-¿Pues y eso?

-¡Caprichos! -contestó don Tadeo lanzándose fuera del lecho, y vistiéndose apresuradamente.

-Alguna pista seguiríais.

-Sí; me propuse seguirle los pasos a un amigo nuestro.

-¿Amigo?

-¡Vaya! ¡y tanto!

-¿Por qué, pues, no os acercasteis a él, y de ese modo quizá no os hubierais fatigado?

-No sé si hubiera sido muy del gusto del citado amigo el verme junto a él; además, es el tal muy dado a bromas y temí no me jugara alguna pesada.

-¿De quién se trata, pues?

-¿No calculas....?

-No, no caigo.....

-¡García, hombre, García! -dijo riéndose con aire zumbón don Tadeo.

-¡Pillastre! ¿y por fin supisteis a donde iba?

-No; se me escurrió después de haberme hecho andar media hora.

-Pues yo haré lo posible para que no se me escape; no estaré tranquilo hasta que le tenga en mi poder, porque, hablando francamente, le temo.

-¡Bah! por ahora puedes dormir tranquilo.

-¿Habéis cambiado de parecer?

-No.

-Pues entonces, no me explico esa calma, tratándose de un hombre tal.

-Cuando yo hablo así, mis motivos tengo para ello.

-¿Pero qué motivos son?

-Yo me entiendo y bailo solo.

-No comprendo a qué viene esa reserva conmigo -dijo Simón un tanto amoscado.

-Déjate de tontunas y vamos a lo que importa. ¿El negocio que te encargué....?

-Hoy quedará zanjado a vuestro gusto.

Los ojos del vejete brillaron de un modo extraño.

-¿Se ha conseguido....?

-Todo; hoy, cuando la paloma salga de hacer sus oraciones en las Descalzas Reales, se dirigirá a la plaza de Afligidos, y allí la mozuela, que ya la estará esperando, la guiará a casa de su pobre madre. No se llevará mal chasco al recibir vuestra visita.

El desalmado Simón se chanceaba de todas veras, cual si se tratase de una verdadera broma.

-La chicuela está bien aleccionada.

-Amaestrada por vos, no puede menos de hacer perfectamente su papel.

-¡La niña promete!

-Es lista como un diablo.

-Y luego como es bonitilla y sabe llorar tan perfectamente, ¿quién no se compadece de ella?

-¡Es una verdadera alhaja!

-Yo sé elegir bien.

-Si algún día tuviese una hija, me congratularía de que se pareciese a esa pequeña perla.

-No eres tonto que digamos.

-Cada uno pide lo que lo conviene.

-Pues señor, veremos si hoy salgo ya de este asunto; deseando estoy sea hora de poder cerciorarme de ello.

-Si la joven cumple lo que prometió a la chicuela, todo saldrá a medida de vuestros deseos.

-¡Oh! en cuanto a eso, la hija del conde de Lazán es mujer de palabra.

-Pues, entonces, no hay cuidado.

-Quiéralo Dios, porque la persona a quien sirvo, es de carácter irascible, y gracias a García se muestra un tanto recelosa.

-Ese mozo es nuestra pesadilla.

-Ya veremos la manera de deshacernos de él.

-Como yo le siente la mano encima, quedará servido.

-Tiempo hay para eso.

-Por más que digáis, yo soy de opinión.....

-Ya sé yo lo que me hago, y te repito que hoy por hoy nada tenemos que temer.

-Es que yo le conozco mucho.

-García me consta que tiene por qué guardarse de la justicia, y por más que lo desee, no podrá darse a luz durante algún tiempo.

-Si todos los que tienen algo que temer se escondieran, entonces.....

-Sí, quieres decir que no andarías tú por las calles con tanto desparpajo.

-Ni su mercé tampoco -dijo con descaro Simón.

-No digo lo contrario.

-Sin embargo, nos ocultamos poco.

-Hay cosas de cosas.

-El diablo que os entienda.

-¿Tienes o no confianza en mí?

-La tengo.

-Pues si es así, nada temas de nuestro común enemigo. Trabajemos tranquilamente y unidos, y procuremos pasarlo lo menos mal posible.

-Eso es lo que yo deseo.

-En cuanto tenga a la paloma enjaulada, iré a dar parte de ello, y al mismo tiempo, espero no volverme sin algún peso en los bolsillos.

-Precisamente ando escaso de dinero, y cuento con eso.

-Tú siempre dices lo mismo; eres insaciable.

-No, que vos.....

-Yo tengo muchos gastos.

-No son flojos los míos.

-Tú atesoras, yo empleo mis ganancias disfrutando de la vida.

-¿Que atesoro? Pues si no tengo un real.

-Mira, soy yo muy machucho ya para que se me engañe; tú, además de los negocios que yo te confío, tienes otros muy productivos; eres bastante parco en tus gastos y poco espléndido para pagar a los que te ayudan, por consiguiente ya ves si es dable presumir con algún fundamento que te estás redondeando.

-¡Qué más quisiera yo!

-Buen provecho te haga, a ti te gusta guardarlo y a mí me agrada gastarlo proporcionándome cuantas comodidades puedo; de algún modo he de desquitarme de los malos ratos que me proporciona de cuando en cuando la profesión que ejerzo.

La campana del reloj de la vecina iglesia dio ocho campanadas.

-Las ocho -dijo Simón.

-Hora en que la bella María estará alzando sus preces al Señor.

-De aquí a poco estará seguramente a buen recaudo.

-Y lo más bonito del caso, es que ella misma por su pié irá a meterse en la ratonera. Vamos, lo digo con orgullo, tengo yo muy buenas ideas.

El vejete se frotaba las manos con gran satisfacción.

-Eso no se os puede negar.

-Ea, acompáñame al comedor; tomaré un bocado y después iré a ofrecerle mis respetos a la linda hija del ilustre conde.

Simón y Tadeo pasaron al comedor.

Una vieja estaba cubriendo la mesa.

-¡Demonio! ¡van a poner la mesa! ¿yo creía que sólo se trataba de alguna friolera?

-Como hoy tengo algo que hacer, dije que se me dispusiera el almuerzo para esta hora. Poned dos cubiertos -dijo don Tadeo a la criada.

-¿Con que me convidáis?

-Bien lo merecen las seguridades que me has dado.

-Acepto de muy buena voluntad.

-Corriente; tenemos aún una hora larga de que disponer y bien podemos reforzar un tanto el estómago por lo que pudiera acontecer.

-Eso nunca viene mal.

-Ea, siéntate.

Simón se colocó en el sitio que don Tadeo le indicó.

Almorzaron opíparamente; don Tadeo era hombre que no se escaseaba nada.

-¿Qué tal? -preguntó terminado el desayuno el vejete.

-Perfectísimamente.

-Sí, ya he visto que no lo hacías del todo mal.

-¡Demonio! como que los manjares eran a cual más suculento, me he aprovechado.

-Esto es vivir; lo demás son tonterías.

-Veo que lo entendéis.

-Estoy muy bien acostumbrado. ¿Levantemos el campo?

-Cuando queráis.

-En marcha.

-¿Me necesitáis para algo?

-Por ahora no; a las doce déjate ver conmigo y en mi casa.

-Pues hasta entonces.

Simón se alejó de don Tadeo; éste se encaminó en derechura a la casa donde, merced a su engaño, debía hallarse la bella hija del conde de Lazán.

-¿Ha venido? -preguntó con ansiedad don Tadeo, apenas llegó a la casucha, a un satélite que en ella le esperaba.

-Sí, está encerrada en el sitio que indicasteis.

La alegría de don Tadeo llegó hasta su colmo al recibir la fausta nueva.

-¿Y la chicuela?

-Yo estaba escondido cuando llegó con la joven, y una vez encerrada la última, volvió a salir a la calle la chicuela; así es que no pude hablarla.

-Está bien.

-¿Tenéis algo que mandar?

-Si vuelve la niña, que me aguarde.

-Está bien.

-Por lo demás, ya sabes lo que has de hacer.

-Me acuerdo perfectamente.

-Corriente.

El viejo bribón, lleno de alegría, se entró en un pequeño aposento que tenía una puerta que franqueaba el paso al aposento en donde se hallaba la prisionera. Sacó la llave de su bolsillo y la hundió en la cerradura, diciéndose para sus adentros:

-Ahora sí que quedará contenta doña Catalina.

Abrió la puerta y la franqueó.

Sentada en un rincón del cuarto, pálida y llorosa, había una joven.

Don Tadeo se adelantó hacia ella.

La cautiva volvió el rostro, y al fijar su mirada en la de don Tadeo, éste exclamó altamente sorprendido:

-¡Qué veo! ¡No es ella!

Capítulo XXXIII. Donde el lector se enterará de los medios que sehabían puesto en juego para secuestrar a la hija del conde de Lazán

Dos días antes de aquél en que tuvo lugar el suceso que hemos referido en el capítulo anterior, y como a eso de las cho de la noche, se hallaban reunidos Simón y don Tadeo en casa del segundo.

-Es preciso de todo punto -decía el viejo.-Estoy comprometido y esa joven ha de desaparecer.

-¿Y cómo efectuar el robo de dama tan principal? Tened en cuenta, que ya una vez se intentó llevar a cabo, y gracias a las gracias los raptores pudieron salvar el pellejo.

-No sucederá ahora otro tanto.

-Mejor, pero dudo mucho del buen éxito.

-Tengo yo un plan magnífico.

-Entonces no he dicho nada.

-¿Conoces tú a la Raposa y a su hija Andrea?

-Ni aun de vista.

-Dentro de algunos minutos no dirás lo mismo.

-Según eso, voy a conocerlas.

-Como que al instante vamos a su casa.

-Pues andando.

-No ha de pesarte el conocimiento que vas a hacer; madre e hija valen un tesoro.

-¿Tan hermosas son?

-No se trata de eso.

-Yo creía.....

-Pondero su habilidad, su astucia.

-¡Ah! ya entiendo.

-Bueno será que estés en pormenores.

-Escucho.

-Eusebia, llamada por mal nombre la Raposa, es una mujer como de unos treinta y seis años de edad, de bastante buen aspecto y no despreciable rostro, sobre todo tiene magníficos ojos negros sombreados por largas pestañas.

-Cállese su mercé, que se me está haciendo la boca agua.

-No es del todo una leja, te lo aseguro. Pero no es el físico lo que más vale en ella; tiene cualidades morales muy sobresalientes.

-Miel sobre hojuelas.

-Se dedica a la útil profesión de mendigar.

-Pues no lo entiendo; con regular figura y buen palmito.....

-Ella sabe muy bien lo que se hace.

-Así será; pero no es muy envidiable que digamos tal modo de vivir.

-¿Qué sabes tú? Escucha: Andrea es una niña que a lo sumo contará ahora doce abriles, y es mucho más hermosa que su madre; la niña tiene tan precoz talento, que es capaz de darle veinte y falta al más corrido de los tunantes que andan por Madrid.

-Mucho decir es eso.

-Pues es así, ni más ni menos. Eusebia, vestida sencillamente, y afectando un aire de una desgraciada viuda, con su hija al lado implora en determinadas horas la pública caridad; esto la rinde mayores provechos de los que tú te imaginas, amen de algunos otros negocillos que aprovecha de cuando en cuando.

-Convengo en todo eso; pero no me explico en qué puedan contribuir Eusebia y su chiquilla en el asunto que llevamos entre manos.

-Ahora lo verás.

-Deseando estoy saberlo.

-Desde hace ya algún tiempo suelo visitar a la fingida viuda.

-¡Ya! -dijo Simón maliciosamente.

-Ayer, por fortuna mía -continuó Tadeo, sin hacer caso de la picaresca exclamación lanzada por su digno amigo- supe que la hija del señor conde de Lazán era una de las personas que más a menudo socorrían a Eusebia cuando con ella tropezaba en la puerta de las Descalzas Reales.

-¿Y qué?

-La bondadosa dama se digna acariciar a la pequeña Andrea, y últimamente parece ser que le ofreció pondría los medios a fin de evitar el que tuviera que seguir mendigando.

-Continúo a oscuras.

-Pronto verás claro.

-Pues adelante.

-Supón, por un momento, que Eusebia se pone gravemente enferma.

-Convenido.

-Continúa suponiendo que Andrea impetra, llorosa y afligida, la protección de doña María.

-Corriente.

-Da por sentado que la dama se conmueve, y que ofrece acceder a los ruegos de la muchacha, esto es, acudir en auxilio de la enferma.

-¿Y si se contenta con dar algunas monedas a la chica?

-Eso procurará evitarse.

-¿De qué modo?

-Sencillamente haciendo que Andrea indique a doña María que su moribunda madre quiere confiarla un secreto.

-¿Y creéis que se trague la bola con tal facilidad?

-Cuando tú conozcas a Andrea quedarás contestado.

-Pues señor, el plan me parece bueno pero de difícil ejecución. Con que quedamos en que doña María acepta y va a casa de Eusebia.

-Sí, pero Andrea aguarda a la dama en la plaza de Afligidos, y desde aquel sitio la guía a la casa que tú tienes alquilada por aquellos barrios para lo que pueda ocurrir. Una vez en el nido, la pequeña mendiga hace penetrar a la joven en el cuartito del centro, y ya dentro de él, cierra la puerta de golpe, y hete aquí el pájaro en la jaula; tú ruedas la llave de la puerta del otro aposento, que comunica con el que te he citado, y punto concluido. ¿Qué te parece la idea?

-Buena, no puedo negarlo; ahora sólo falta que la chicuela sepa convencer a doña María.

-Pierde cuidado, que por ella no ha de malograrse la cosa.

-Siendo así, pudiera ser que se obtuviese un buen resultado.

-Ahora que ya estás enterado, vamos a ver a la pobre viuda y a su agraciada hija.

-Vamos a la pocilga.

-¿Pocilga?

-Supongo que no vivirá en un palacio.

-Seguramente que si te llevara a la casa a donde se encamina cuando se retira de pedir su cuotidiana limosna, hablarías con razón al calificarla como lo has hecho; pero la viuda en cuestión, tiene dos casas, una en la que aparenta vivir, y otra donde realmente habita, y ésta, que es a la que voy a ,conducirte, es en extremo decente.

-Voy creyendo que la tal viuda tiene más conchas que un galápago.

-Ya verás, ya verás.

-Rabiando estoy por conocerla.

-Pues echa a andar.

Como nuestros lectores comprenderán, esta escena era a consecuencia del encargo hecho por doña Catalina a don Tadeo cuando la evasión de las majas y de los presos.

Poco después el viejo y Simón entraban en casa de la famosa mendiga de quien hablaron tanto.

Los dos amigos fueron introducidos en un pequeño saloncito decorado con cierto lujo, aunque con poco gusto.

Eusebia fue la que les abrió la puerta y guió al aposento indicado.

En la chimenea del saloncito ardían profusión de troncos.

-Este calorcillo vuelve el alma al cuerpo -dijo don Tadeo sentándose.

Simón estaba admirado; aquél era más lujo del que él había imaginado a pesar de la advertencia de don Tadeo. También encontró muy de su gusto a la supuesta viuda de la que no apartaba sus ojos.

-Es que yo soy muy friolera -dijo Eusebia.

-Es verdad -contestó don Tadeo.-Vaya, Simón, toma :asiento; amiga Eusebia, ahí tienes el amigo de quien en alguna ocasión te he hablado.

Eusebia miró descaradamente a Simón, y contestó:

-Sea muy bien venido a esta casa.

-A fe, a fe -dijo bruscamente el aludido- que deseaba conoceros.

-¿Puedo saber la causa?

-Por el retrato que don Tadeo me ha pintado.

-Creo que no te había exagerado.

-Aun me parece os habéis quedado corto.

-Este don Tadeo -repuso Eusebia- me pondera más de lo que valgo.

-Te hago justicia; pero dejemos eso, ¿y la pequeña?

-No está en casa.

-Lo siento.

-No puede ya tardar en venir.

-En ese caso, menos malo; la esperaremos.

-¿La necesitáis?

-A ti y a ella -contestó don Tadeo.

-Ya sabéis que estamos dispuestas a complaceros.

-Ya lo sé.

-¿De qué se trata?

-De ponerte enferma.

-Eso es sumamente fácil.

-Tanto más cuanto que con no acudir mañana a las Descalzas Reales ya has concluido tu papel.

-No acudiré.

-Andrea es la que ha de trabajar.

-No quedará mal seguramente.

-En ello confío.

-Como dependa de ella, no sé de lo que se trata, pero dadlo por hecho.

-Además yo la aleccionaré.

-Bastará con poca cosa.

-No es tan sencillo el asunto -dijo Simón tomando la palabra.

-Bien se ve que no conocéis a Andrea -replicó Eusebia con cierto orgullo maternal.

-Ya sé que es un dije.

-No porque sea hija mía, pero don Tadeo la conoce bien y puede afirmaros si vale o no vale.

-Sí, en cuanto a eso ya estoy informado.

-Ya te he dicho, amigo Simón, que habías de agradecerme el conocimiento.

-Ya se ve que os lo agradezco.

Simón devoraba con la vista a Eusebia.

En lo poco o mucho que valemos, basta que os haya acompañado don Tadeo, estamos prontas, a serviros.

-Lo mismo ofrezco respecto a mí.

-Bien, bien, basta de cumplidos; franqueza ante todo.

-Pues ya nos lo hemos dicho todo -replicó Simón.

-¿Dónde diablos ha ido Andrea?

-A cumplir cierto encargo mío -contestó Eusebia- me extraña no esté ya de vuelta, pero no puede tardar.

-¿Has ido hoy a las Descalzas Reales? -preguntó don Tadeo a la viuda fingida.

-No me ha sido posible.

-Mejor que mejor, con eso mañana la niña podrá decir que desde hoy has tenido que meterte en cama.

-Ahí está -dijo Eusebia al oír sonar un aldabonazo.

En efecto, no tardó Andrea en presentarse en el saloncito.

Capítulo XXXIV. Continúan los antecedentes

No había exagerado don Tadeo en la pintura que había hecho de la niña.

-Buenas y santas noches -dijo al entrar.

-Gracias a Dios que has llegado -repuso don Tadeo.

-¡Cómo ha de ser! no todo lo que se desea se obtiene.

-¿Has tenido acaso algún contratiempo?-preguntó la madre.

-Ninguno, pero según he oído, don Tadeo deseaba mi llegada, y como yo no he podido venir antes, por eso dije lo que sus mercedes oyeron.

-Tiene razón que le sobra -exclamó Simón.

-Sabe más que Merlín, ya te lo había dicho.

-No sé aún todo lo que saber deseo, pero yo me daré maña y con el tiempo, quién sabe a dónde llegaré.

-¿Qué duda tiene? tú has de lograr verte envidiada de muchas.

-Y poquito que lo deseo, don Tadeo.

-Pues no desesperes de alcanzarlo.

Simón escuchaba alelado a aquella niña que con tal despejo se expresaba.

-Esta noche he venido a proporcionarte los medios de que puedas darme en breve una nueva muestra de tu habilidad.

-¿Qué hay que hacer?

-Escucha bien.

-Toda yo soy oídos.

-Es preciso que mañana por la mañana te cubras con tus harapos de mendiga, y acudas a las Descalzas Reales.

-¡Toma! Eso lo hago todos los días casi, hoy ha sido una excepción. ¿Qué más?

-Has de procurar mostrarte en extremo contristada, y hasta llorosa.

-¿A quién hay que engañar? -preguntó Andrea con el mayor desparpajo.

-A la hija del señor conde de Lazán.

-Lo siento, porque tanto ella como la joven que suele acompañar desde hace algunos días, son muy buenas.

-¿Y eso qué le hace? -replicó aquella madre modelo de buen ejemplo.

-Nada, lo siento; pero se la engañará -dijo con aplomo la chicuela.

-No creas que se trata de una cosa sencilla.

-Explíquese, pues, el señor don Tadeo.

-Es menester hagas entender a doña María, que tu madre se halla sumamente enferma, casi agonizando.

-Lo creerá. ¿Qué más?

-Díle que ha significado tener que revelar un secreto de importancia para ti, y que únicamente a ella quiere comunicárselo.

-Está bien.

-Procura que te dé hora para el siguiente día; ofrece aguardarla en la plaza de Afligidos, desde cuyo punto, tú la guiarás a tu casa, que has de decir se halla en uno de los callejones próximos.

-Muy bien.

-Si acaso al llegar al punto indicado quisiera ir hasta tu casa en la silla, procura que desista de ello; díle, por ejemplo, que llamaría la atención de la gente del barrio; en fin, inventa algo.

-Quedo enterada.

-¿Confías en salir airosa de tu cometido?

-¡Vaya, tan segura como estoy!

-Mira que es negocio que me interesa mucho.

-¡Cuándo os he dejado mal!

-Nunca, eso es verdad.

-Entonces ¿por qué tanto temor?

-Por la gravedad del asunto.

-Otros más delicados he desempeñado.

-No digo lo contrario.

-Tratándose de su mercé, ¿qué no haré yo por complacerle?

-No has de quejarte, si todo sale a medida de mis deseos.

-Una cosa hemos olvidado.

-¿Qué cosa?

-Las señas de la casa a donde he de conducir a la caritativa dama.

-Creo que lo mejor será que mañana, antes de acudir al templo, te acompañe a ella Simón, a fin de que no dudes, y también para enseñarte la habitación donde cuidarás que entre doña María, cerrando tú, cuando llegue ese caso, la puerta desde la parte de afuera.

-Me parece bien.

-Entonces yo vendré tempranito a buscarte -dijo Simón.

-Convenido.

-¿Confías ahora que conoces la alhaja de que voy a servirme, en que el negocio salga bien?

-¡En verdad que estoy admirado! -contestó Simón.

-¡Bah! eso no es nada -dijo Andrea haciendo un mohín.

-Te vaticino un gran porvenir.

-Hace tiempo que se lo tengo yo pronosticado -replicó don Tadeo poniéndose en pié. Simón hizo otro tanto.

-¿Ya os vais? -preguntó Eusebia.

-Sí, ya es tarde, y mañana la pequeña ha de madrugar.

-Os aguardo a las siete -dijo Andrea a Simón.

-No faltaré.

Cuando los dos dignos camaradas se hallaron en la calle, dijo don Tadeo:

-Con franqueza, ¿qué te han parecido?

-La madre una gran mujer, y la hija una perla.

A la hora convenida se hallaba Andrea ya esperando a Simón; llegó éste, y ambos se fueron a la casa que don Tadeo destinaba para que le sirviese de encierro por de pronto a la hermosa María.

Una vez orientada, se dirigió la niña al templo de las Descalzas Reales. Largo rato hacia que esperaba cuando llegó una silla de manos, en cuya portezuela ostentaba el escudo de armas de la casa de Lazán.

Apenas se habían apeado de la silla doña María y Luisa que la acompañaba, cuando Andrea, llorosa y afligida, se aproximó a las jóvenes.

-¿Qué es eso, hija mía? ¿Qué es lo que te aflige? -dijo con bondadoso acento la hija del conde.

-¡Ay! señora de mi alma; una gran desgracia..... mi madre.....

-¿Qué le ocurre? ¿Cómo no vino ayer? ¿Cómo no la veo hoy?

-Porque está muy malita -contestó la niña derramando abundantes lágrimas.

-Vamos, vamos, no te aflijas.

-Mi madre se muere; no hay remedio para ella.

-No desconfíes de la Providencia. ¿Puedo yo hacer algo por ella?

-Eso me ha hecho venir hoy.

-Habla pues, ¿qué quieres?

-Me ha dicho mi madre que os viera, y en nombre de lo que más amarais os rogara os dignaseis ir a verla, porque tiene que confiar un secreto del que depende mi bienestar, y en nadie más que en vos, que sois un ángel, quiere depositarlo.

-Pues hija, no te aflijas, que yo iré.

-¡Dios os lo pague! -dijo la astuta niña tratando de arrodillarse.

-Quieta, quieta; toma, he aquí estas monedas; cuida bien a. tu madre. ¿Te ha dicho cuando deseaba verme?

-Como se encuentra tan malita, me ha dicho que si accedíais y os dignabais mañana ir a verla, se creería feliz aunque luego muriera.

-No querrá Dios dejarte huérfana, pero de todos modos iré. ¿Dónde habitáis?

-¡Ay, señora! en un casucho muy feo y triste, que está en un callejón cerca de la plaza de Afligidos; si queréis, en la plaza os esperaré y os guiaré.

-Corriente; mañana terminada la misa iré a buscarte.

-Dios os lo pague.

-Anda, corre al lado de tu madre, y cúidala mucho.

Andrea se separó de las dos jóvenes y se alejó.

Luisa y María entraron en el templo.

Por la tarde enteró Andrea a Simón del buen éxito obtenido, y aquél quedó en ir al siguiente día a darle cuenta a don Tadeo. El lector sabe ya lo que hizo.

Sintiéndose doña María indispuesta, y no queriendo dejar de prestar algún consuelo a la pobre mendiga, rogó a su amiga Luisa cumpliera por ella el encargo, advirtiéndole dijese a la enferma que al siguiente día, a poco que pudiese iría ella a verla.

Luisa muy gustosa ofreció cumplir la comisión.

Fuese al templo a la hora de costumbre. Al salir de él, dijo a sus conductores:

-Conducidme a la plaza de Afligidos y parad en ella.

Al llegar al sitio indicado, paró la silla, y Luisa se apeó, en el instante en que se adelantaba hacia ella Andrea.

-¿Y doña María? -dijo la niña contrariada.

-No está hoy muy buena; mañana vendrá ella, guía, amiga mía.

Andrea disimuló perfectamente su disgusto y guió a Luisa a la casa que ya conocen nuestros lectores. Una vez en ella hizo entrar a la joven en un aposento, cuya puerta, según se le había encargado, cerró la niña por la parte de afuera.

-No es culpa mía; yo he cumplido.

Y ligera como una corza, salió de aquella casa y se dirigió a la suya.

He aquí explicada la sorpresa que manifestó don Tadeo al encontrarse con Luisa en vez de hallarse con doña María.

Capítulo XXXV. Donde Luisa se ve detenida contra su voluntad

-¿Podréis explicarme -dijo Luisa con tono algo imperioso a don Tadeo- lo que significa esto?

-Yo..... yo.....

-¿A qué obedece esta superchería?

Don Tadeo estaba furioso y confundido.

-Nada me es dado deciros, señora.

-Hacedme pues la merced de franquearme la puerta.

-Eso no está en mi mano.

-¿Qué es entonces lo que pretendéis? -preguntó la joven con el mayor sobresalto.

-No os alarméis.

-No es posible que me tranquilice en tanto permanezca aquí.

-Haré lo posible porque salgáis cuanto antes; es cuanto puedo hacer.

-Pero, ¿qué se pretende? ¿Por qué se trataba de conducir aquí a doña María? ¡Quién pudiera imaginar que aquella tierna niña tendiera un lazo de tan mala ley! ¡oh! por piedad no prologuéis mi agonía!

-Repito que en este instante nada me es dado hacer. En breve volveré, y seguramente entonces me será lícito dejaros en libertad.

-¿Y por qué no ahora?

-Porque no soy yo el que mando.

-¿A quién obedecéis?

-Permitidme que no os conteste sobre ese particular.

-Pero esto es una infamia.

-Yo no hago más que obedecer.

-Puede pesaros la tal obediencia.

-No diré lo contrario, pero entretanto cumpliré con la misión que se me ha impuesto.

Luisa comprendió que era inútil rogar a aquel anciano, por lo tanto se determinó a aguardar resignada la solución de aquel misterio.

-¿Ofrecéis volver cuanto antes?

-Os lo ofrezco.

-Aguardaré con impaciencia vuestra vuelta.

-No me haré esperar.

Don Tadeo salió de la habitación por la misma puerta por la cual había entrado, cuidando de cerrarla tras sí.

-¿Cómo demonios ha sido esto? Furiosa se pondrá doña Catalina. ¿Qué hago yo ahora?

Pareció reflexionar durante algunos instantes.

-Nada, nada, vamos a arrostrar las iras de la soberbia dama.

A buen paso se dirigió a casa de doña Catalina.

-¿Qué noticias me traéis? -preguntó la dama al solapado viejo en cuanto le vio.

-Dos -se apresuró a contestar.

-¿Y son?....

-De diversa índole: una halagará vuestro deseo de venganza.

-¿Y la otra?

-Destruye por el pronto vuestros vengativos planes.

-No entiendo.

-Me explicaré.

-Comenzad por la noticia adversa.

-Todo lo tenía divinamente dispuesto a fin de que doña María de Lazán cayese hoy en mis manos.

-¿Y qué?....

-Sin poderme explicar el cómo, me he visto defraudado.

Don Tadeo expuso a la dama cuanto había hecho el día anterior y lo que Simón le había dicho aquella misma mañana.

Doña Catalina frunció el entrecejo, y al terminar don Tadeo su narración le dijo con dureza:

-Hace ya algún tiempo que no se os puede encargar nada.

-Señora, no es mía la culpa, como acabáis de oírlo. No podréis menos de confesar que el plan estaba admirablemente urdido.

-Pero el resultado, nulo.

-Yo veré luego a Andrea y sabré qué ha sido esto.

-¿Y la otra noticia?

-Se trata de don Luis.

Doña Catalina palideció.

-¿Qué hay?

-Hay, que ayer noche, en el atrio de San Cayetano, cayó mortalmente herido.

Extraña lucha de encontrados sentimientos se agitaron en el corazón de la dama al oír las últimas frases pronunciadas por don Tadeo.

El sentimiento de la venganza predominó, y sonriendo irónicamente, dijo la vengativa viuda:

-Prefiero que sea la muerte la que me lo arrebate.

Dicho esto guardó profundo silencio.

Al cabo de algunos segundos don Tadeo se atrevió a decir:

-¿Qué me ordenáis hacer?

-¿Respecto a qué? -contestó la dama, saliendo de su abstracción.

-Respecto a la joven que está en mi poder.

-Haced lo que queráis; ponedla en libertad.

-Eso no puede ser.

-¿Por qué?

-¡Toma! porque una vez libre, vendrá el conde en conocimiento de cosas que es bueno las ignore.

-¿Qué puede saber que a mí me comprometa?

-Si no vos, yo corro peligro, y bueno es evitarlo.

-Pues bien; ¿qué os encargué hicierais con doña María?

-Habíais encargado se la condujera a una mancebía.

-Haced, pues, lo mismo con esa joven.

A pesar de lo malvado que era don Tadeo, no pudo menos de oír con cierto horror la cínica indicación de doña Catalina.

-¡Cómo! ¿pretendéis que esa joven?....

-¿Acaso me importa más que la otra?

-No digo eso, pero como creo que contra ella no sentís rencor.....

-En el mero hecho de ser amiga de doña María, la odio ya.

-¿De modo que determináis?....

-Os la entrego, haced de ella lo que queráis.

-Está bien.

-Pero no seáis débil, puesto que oportunamente me habéis indicado el peligro que se correría dejándola en libertad.

-Perded cuidado.

-¿Es hermosa?

-Mucho.

-Entonces no ha de faltaros donde colocarla -dijo irónicamente.

-Lo procuraré.

-Quiero que os informéis del estado en que se halla don Luis.

-Lo haré así.

-Y participádmelo cuanto antes.

-Está bien.

-¿Qué aguardáis?

-Señora..... yo.....

-¿Acabad? -dijo con enojo la dama.

-Como ya sabéis, me veo precisado a valerme de gente a la que hay que pagar, y por más que el asunto de doña María se haya malogrado, no tengo más remedio que cumplir mis compromisos.

-Yo no escatimo el oro, en cambio vos me servís bastante mal.

-Siento que me reprendáis tan duramente cuando os consta que sólo una casualidad funesta ha podido entorpecer los planes mejor dispuestos.

-Sea como quiera, yo pago y deseo que se me sirva.

-Y yo lo hago fielmente.

-Tomad.

Doña Catalina alargó a don Tadeo un bolsillo repleto de oro.

-Sentiría, señora, que me juzgarais interesado -dijo don Tadeo guardándose el bolsillo.

-Sé a lo que atenerme respecto a vos.

-¿Imagináis?

-Basta; no me creo obligada a daros satisfacción.

-¿Cuándo queréis que vuelva?

-Tan pronto como averigüéis lo que os he encargado.

-Está bien, ¿tenéis nada más que mandarme?

-No; estoy convencida de que no podéis o no sabéis, proporcionarme los medios de venganza que yo anhelo, y a contar desde hoy, por mí misma me encargaré de ello.

-¡Vos, señora!

-Sí, yo, y a buen seguro que el aborrecido conde de Lazán, sentirá en breve el mortal golpe que deseo descargar sobre él.

-Calculad los riesgos a que os exponéis.

Doña Catalina lanzó una despreciativa mirada a don Tadeo.

-¿Creéis que soy yo de esas mujeres que se intimidan fácilmente? Si en vez de haberme fiado de vos, hubiese hecho por mí misma lo que debía, ya estaría completamente vengada. A bien que no es tarde aún.

-Sin embargo, si para algo necesitáis de mi ayuda.....

-Está bien; salid.

Don Tadeo saludó humildemente, y confundido y admirado salió del aposento de la vengativa dama, murmurando a sus solas:

-¡Diantre! esta dama es más peligrosa de lo que yo había imaginado; en fin, por hoy salimos del paso; vamos a ver cómo se explica Andrea, después determinaré lo que tenga por conveniente respecto a mi bella prisionera.

Capítulo XXXVI. Donde Giacomo Zarini se muestra sumamente complaciente con doña Catalina

En cuanto cerró la noche, doña Catalina, que desde el momento en que se marchó Tadeo, se había entregado a sus hondas reflexiones, se levantó del sillón que ocupaba y tocó el timbre.

Al instante se presentó la doncella.

-Ayudadme a vestir.

-¿Va a salir la señora?

-Sí.

Merced a la eficaz ayuda de la doncella, pronto estuvo doña Catalina completamente ataviada.

-¿He de acompañaros?

-No.

-¿Mando disponer la silla?

-No es necesario.

-Está bien.

-Si alguien viniese a preguntar por mí, durante mi ausencia, decidle que me espere, especialmente si fuese persona conocida.

Sin esperar contestación, salió la dama de su aposento, y a los cortos instantes pisaba ya la calle.

Sin detenerse en parte alguna, atravesando una tras otra calle, llegó por fin a un apartado callejón, en el cual penetró resueltamente. Una vez en él, pocos pasos más tuvo que andar para llegar al sitio que se había propuesto, y que no era otro que la tienda del perfumista Giacomo Zarini.

-¡Dios te guarde, Giacomo! -dijo la dama al penetrar en la tienda.

-¡Oh! señora! ¡Tanto bueno por mi casa! -contestó el aludido ofreciendo a doña Catalina una banquetilla para que descansase.- ¿Venís sola?

-Sola vengo.

-Una dama tan hermosa como sois, creo que se aventura demasiado, lanzándose a la calle a estas horas sin tener quien la acompañe.

-No soy medrosa. Además, necesitaba hablarte, y he preferido venir a verte sin testigos de vista.

-¿Tanto os conviene hablarme?

-Mucho.

-Estoy a vuestra disposición.

-Es secreto lo que tengo que decirte.

-En ese caso llamaré a un dependiente, y vos podréis decirme cuanto juzguéis necesario en mi cuartito reservado. ¡Felipe! Felipe! Cuidad de la tienda -dijo a un jovencito que se presentó a poco de ser llamado- en tanto que esta dama tiene a bien seguirme a mi despacho donde tomaré nota de lo que se digna encargarme. Cuando gustéis, señora.

Giacomo guió a doña Catalina a la trastienda; una vez en ella, la hizo bajar tres peldaños que conducían a un corredor al extremo del cual se hallaba el despacho del perfumista.

-Aquí estaremos perfectamente.

-¿Nadie podrá oírme más que tú?

-Nadie; hablad sin temor.

-Pues bien, Giacomo -dijo doña Catalina tomando asiento en un cómodo sitial de banqueta.- Estoy resuelta a no demorar la venganza que hace tiempo sabes que acaricio.

-Estáis en vuestro derecho.

-Desde el día en que me enteraste de algunos pormenores referentes a la historia de mi madre, vivo intranquila.

Cuantos medios he intentado a fin de poder amargar la existencia del aborrecido conde de Lazán me han salido fallidos; todos aquéllos de quien me he valido, se han portado con torpeza, así es que he resuelto no fiar ya de nadie y hacer por mi propia mano lo que hasta ahora había confiado a la ajena.

-¿Lo habéis meditado bien?

-Estoy completamente decidida.

-Ya comprendo, ¿queréis indudablemente que os prepare algún licor de aquellos mortíferos y que no dejan huella del crimen?

-Nada de eso.

-¿Entonces qué apetecéis?

-Saber si podré disponer de esta casa el día que lo crea necesario.

-Desde ahora otorgo mi venia para ello, y es más; os enseñaré de ella lo que es conocido de mí solamente.

-¿Qué quieres decir?

-Aguardad.

Giacomo cerró la puerta por donde habían entrado. Después acercóse a un testero de la pared, tocó un resorte, y en el acto quedó abierta una puerta de una sola hoja perfectamente disimulada.

-Nadie creyera que existía ahí esa abertura -dijo doña Catalina.

-Aún hay más; seguidme si gustáis.

Doña Catalina siguió a Giacomo.

La puerta secreta franqueaba el paso a una pequeña y oscura sala, a uno de cuyos extremos había una escalera de caracol.

-Agarraos a mí si no veis -dijo Giacomo.

-Poco o mucho veo algo.

-Pues subid.

Llegados arriba, recorrieron un estrecho corredor, al final del cual se veía una pequeña puerta. Giacomo sacó una llave y abrió.

Pasaron ambos personajes por la susodicha puerta.

-Esta sala -dijo el perfumista- y los demás aposentos que veréis, pertenecen a otra casa que tiene puerta de entrada por este callejón.

Giacomo abrió una ventana a la cual asomó doña Catalina. Después enseñó a la dama las varias habitaciones de que constaba el piso.

-¡Esto es admirable! -exclamó doña Catalina.

-¿No es verdad que sí?

-Ya lo creo; puede uno entrar a esta casa por la puerta del callejón, y sin que nadie lo sospeche salir por tu tienda.

-Ése es mi principal objeto.

-¿De manera que pones a mi disposición?....

-Ésta y la otra casa.

-No te quejarás de mí.

-Bástame, señora, complaceros.

-La hija del conde de Lazán ¿suele venir a tu tienda?

-Ayer sin ir más lejos estuvo en ella.

-Bueno es saberlo.

-Viene muy a menudo.

-Corriente, hemos terminado por hoy.

-¿Nada más tenéis que decirme?

-Por ahora no.

-Ya sabéis que estoy dispuesto a ayudaros en todo y por todo.

-Gracias, Giacomo.

-Vamos, pues.

-Sí, vamos; cuando sea necesario te avisaré.

-Quedo a vuestras órdenes.

Giacomo y Catalina regresaron al despacho; una vez en él cerró el perfumista la puerta secreta, terminado lo cual ambos se dirigieron a la tienda.

-Señora, pasado mañana tendréis en vuestro poder los perfumes y cosméticos que acabáis de encargarme.

-Confío en vuestra palabra; adiós.

La dama se alejó de la tienda con paso rápido.

Capítulo XXXVII. Coincidencias que todas ellas vienen a refluir contra el conde de Lazán

Nuestros lectores no deben haber olvidado la situación excepcional en que se hallaba el conde de Lazán, amenazado por el vengativo anhelo de doña Catalina de Sandoval acechado continamente por la venganza de Alina, y rodeado de enemigos que todos ellos esperaban con ansia el momento de poderle herir mortalmente.

Había tratado de parar el golpe respecto a Alina, incitando a su hijo para que se casara con la mujer a quien había comprometido, mujer, que como sabemos, había resultado ser la hija de la duquesa de la Jaridilla; pero desgraciadamente un obstáculo con el cual no había contado, obstáculo nacido de su propio hijo, había inutilizado todos sus esfuerzos.

Carlos de Lazán, oponiéndose a dar su mano a Luisa, esterilizó todos los esfuerzos de su padre.

Y aquella resolución era tanto más extraña cuanto que según él mismo confesaba, amaba en realidad a Luisa, que por otra parte, y aun cuando de humilde condición, era digna de sentarse en el trono del Monarca.

Procuró, en los días que habían trascurrido desde que Luisa fue conducida a su casa, vencer aquella resistencia de su hijo, pero todos sus esfuerzos eran inútiles.

-Hay razones -contestaba el joven- que impiden el que yo dé mi mano a Luisa, y por lo tanto, padre mío, es inútil que tratemos de ese particular.

El conde insistía en querer conocer aquellas razones, y trataba de averiguar si algún otro compromiso, consecuencia de la galante vida de su hijo, podría ser causa de aquella negativa, pero nada de esto consiguió descubrir, y Luisa quería a cada momento abandonar aquella casa; incitaba a Alina para que la unión se verificase, como medio para que cediese ella en su persecución; irritábase a su vez Antonio, viendo que su hermana adoptiva no alcanzaba la reparación debida, y todas estas quejas, y todos estos disgustos, desplomándose sobre el conde, teníanle profundamente contrariado y sin saber qué partido ni qué resolución tomar.

En estos momentos, precisamente, llegó a sus manos una carta misteriosa que le hizo estremecer de terror.

«La hija, y única heredera del conde de Fuentidueña -decía la carta- ha descubierto al fin, al seductor de su madre y al matador de su padre.

»¡Vivid alerta, conde de Lazán, que está próximo vuestro castigo!»

Todo lo que este billete tenía de lacónico guardábalo sin duda también de terrible, porque el conde significó de tal manera en su semblante el profundo espanto de su corazón, que no había lugar a duda alguna.

¿Qué misterio encerraba su vida, respecto a aquella familia que tanto efecto le causaba su recuerdo?

Si tenemos en cuenta la historia que Giacomo Zarini había contado en otra ocasión a doña Catalina de Sandoval, se comprenderá que efectivamente, razón, y grande, había para que el conde se inquietara.

Aquella venganza, en el momento que despertase había de ser implacable.

El conde de Lazán, en su larga carrera de aventuras, no había hecho más que sembrar vientos, y lógico, muy lógico era, que no recogiera en la edad madura otra cosa que tempestades.

El mismo día en que Luisa había salido de casa del conde para dirigirse, como de costumbre, a la iglesia de las Descalzas, sola, puesto que María no la pudo acompañar, presentóse Antonio en casa de Alina, diciéndola:

-Señora, permitidme que otra vez venga a molestaros: pero tal es el interés que por mí os habéis tomado y tales las muestras de afecto que me disteis, que ellas mismas me impulsan a incomodaros de nuevo.

-No os comprendo -dijo Alina sorprendida ante la actitud del joven.

-Hace algunos días que por vuestra iniciativa, Luisa fue a casa del conde de Lazán, en demanda de una reparación a que tenía derecho.

-¿Y qué queréis decirme con eso?

-Hablasteis de la influencia que ejercíais en el ánimo del señor conde, supusisteis que bastaba que vos quisierais, para que Luisa alcanzase lo que deseaba.

-Y así era la verdad.

-Permitidme que os diga que los hechos han venido a desmentir completamente vuestra esperanza.

-¿Creéis acaso que el conde de Lazán no accede a ese matrimonio?

-El caso es que no se realiza.

-¿No habéis visto vos mismo a vuestro padre, no le habéis hablado, no os ha manifestado las razones que había para que esa unión no se verificase, razones ajenas por completo a su deseo?

-Sí, señora, todo eso me lo ha dicho, pero no me convence.

-¿Pues qué queréis entonces?

-Que esa unión se verifique.

-¿Por qué no habláis directamente al vizconde? Vos, como hermano, podríais conseguir mucho más.

-¿Os olvidáis, señora, de la herida que le ha retenido tanto tiempo en el lecho?

-Es verdad, esa herida os separa; y según dicen, vuestro hermano es de los que no olvidan con facilidad esa clase de negocios.

-Tampoco yo los olvido, y por lo mismo, para no exponerme a provocar una nueva escisión prefiero que seáis vos quien le hable.

-¿Es decir que deseáis que vea otra vez al conde?

-Os lo suplico.

-¿Pero no veis que nada puedo hacer? ¿No comprendéis que no es él quien puede devolver a vuestra hermana la honra que ha perdido?

-Harto lo sé, pero un padre siempre tiene medios para obligar a sus hijos.

-Es que los del conde, amigo mío, paréceme que no son modelos de obediencia.

-Sin embargo, si vos con los elementos que contáis para amedrentar a mi padre, os imponéis de una vez, él obligará a su hijo.

-¿Pero vos habéis visto a Luisa?

-Ha días tuve una carta de ella en que me decía que completamente inútil su estancia en casa del conde; que no quería estar pasando por el sonrojo de aquel desprecio y que por lo tanto viera de encontrar un medio para sacarla de allí.

-¿Y vos qué hicisteis?.

-He esperado, poniendo freno a mi impaciencia, hasta que hoy finalmente decidíme por venir a veros.

-¿Es decir que contáis conmigo para que yo os ayude?

-No tengo otra persona más que vos.

Alina quedóse algunos momentos pensativa.

Después tendió la mano a Antonio, diciéndole:

-Voy a complaceros. Es muy posible que ignoréis siempre la magnitud del sacrificio que voy a hacer por vos, pero voy a demostraros el verdadero afecto que os profeso.

-Grande también será mi reconocimiento, y creed que el reconocimiento en persona que tanto ha sufrido como yo, es mucho más grande que en aquéllos que siempre han sido felices.

-Alina se levantó de su asiento.

-Esperad un momento, vuelvo en seguida para ir con vos a la casa del conde de Lazán.

La joven abandonó la estancia.

Atravesó algunas habitaciones hasta que llego a las que ocupaba su compañero de venganza Mario de Monteleone.

Desde el momento en que, como vimos en uno de nuestros capítulos anteriores, uno y otro se habían revelado el amor que recíprocamente sentían, aquella venganza objeto primitivo de su unión, aquel afán con que hasta entonces persiguieron al conde entibióse en tales términos que apenas si se ocupaban de él.

Es verdad que Mario y Alina tenían mucho que decirse.

Habían vivido juntos muchos años, es verdad, pero uno y otro, embebidos únicamente en el propósito que abrigaban, apenas si se veían, cruzaban las palabras que las circunstancias exigían, y fuera del objeto común para el cual se habían unido, eran, puede decirse, completamente extraños el uno para el otro.

Mas desde el momento en que uno y otro, al apercibirse de su aislamiento respectivo, pensaron que había otra existencia para ellos más venturosa que la de su venganza, en el momento que al abrir los ojos a la luz se vieron mutuamente, un cambio extraordinario empezó a verificarse en sus sentimientos.

Y cuando los labios confirmaron lo que iniciaron los ojos, hízose la trasformación más sensible.

Y hablando de sí propios mucho, ocupáronse muy poco en lo ajeno

De aquí que su venganza respecto al conde de Lazán se hubiese entibiado, en términos que casi apenas hablaban de ella.

Al ver Mario a Alina entrar en su aposento, una expresión de alegría inundó su rostro; y preguntóla vivamente:

-¿Qué quieres, Alina?

-Voy a salir -le dijo ésta.

-¿Dónde vas?

-A casa de nuestro enemigo.

-¡De nuestro enemigo! -repuso Mario frunciendo ligeramente el entrecejo- desde que te amo me parece que aborrezco menos al conde.

-Pues estamos en idéntica situación.

-¿Y para qué quieres verle? ¿para qué vas a renovar antiguas heridas que no pueden producirte más que disgusto?

Alina le refirió el objeto que a aquella casa la llevaba.

-¿Y qué piensas hacer? -preguntó Mario.- ¿Cómo puedes obligar al conde a que ordene a su hijo semejante unión?

-No lo sé, pero confío en que triunfaré, porque voy resuelta a todo.

-No te comprendo.

-Voy resuelta a sacrificar, para ver si alcanzo la felicidad de esa pobre niña, a sacrificar hasta mi propia venganza.

-La nuestra, querrás decir.

-¿De veras?

-Sí, Alina; no quisiera en el próximo día de nuestra unión, al estrecharte entre mis brazos, conservar recuerdo alguno de odio en el corazón.

-¡Oh! ¡qué bueno y qué noble eres! ¡Quiera el cielo que el conde aprecie en lo que vale nuestra nueva actitud!

Ve y tráeme pronto la noticia de que has alcanzado lo que deseas.

Capítulo XXXVIII. Resultado de la acción llevada a cabo por los dependientes de don Tadeo

En breve espacio encontráronse Alina y Antonio, en casa del conde de Lazán.

Durante el camino apenas si cruzaron alguna palabra.

Preocupados ambos, sólo pensaban en llegar cuanto antes a la casa del conde, para cuyo efecto Antonio excitaba a los jayanes que llevaban la silla de manos en que iba la dama a que apretasen el paso cuanto les fuera posible.

Una vez en casa del conde, solicitada su venia para verle e introducidos en su presencia, dirigióse la italiana al padre de María, diciendo:

-Señor conde, siento volver a molestaros, pero sospecho que sin duda no habéis tenido en cuenta que la impaciencia es mala consejera, y la mía está diciéndome que no habéis cumplido como debisteis.

Antonio, desde que entró en la estancia de su padre, manteníase en aquella actitud severa y grave adoptada por él desde el primer momento en que supo los lazos que les unían.

Aquella especie de seriedad y de repulsión, no podían menos de herir al conde que en medio de los disgustos que le rodeaban, tal vez en el nuevo afecto de aquel hijo habría encontrado un lenitivo para sus dolores.

Al escuchar las palabras de Alina, así como desde luego había supuesto al verla entrar que no había de ser nuncio de buenas noticias para él, comprendió que los reproches iban a tomar un carácter más formidable, carácter que había de herirle con mayor violencia porque su hijo los iba a escuchar.

-Explicaos, señora; que no acierto a comprender lo que en estos momentos pueda motivar vuestro enojo.

-Siento que seáis tan flaco de memoria, obligándome a recordar lo que, podéis creerme, hubiese querido dar al olvido.

-Si os referís al enlace de mi hijo con esa bellísima joven respecto a la cual tiene contraídos deberes que yo soy el primero en reconocer, bien debéis comprender, Alina, que no es mía la culpa si ya no se ha verificado.

-Paréceme que tan vuestra es como del vizconde.

-¿Creéis que por librarme de los tormentos que sufro no habría yo hecho cuanto posible fuera?

-Señor conde -repuso Antonio hablando por primera vez tengo para mí que cuando un padre ordena, el hijo no tiene otro remedio que obedecer.

El conde no pudo menos de fijar sus humedecidas pupilas en Antonio.

-Eso es lo que debía de ser -dijo- pero desgraciadamente no es así.

-¿De quién es la culpa en ese caso?

-Del padre que no ha sabido cumplir desde el principio con su deber -repuso con amargura.

Siguiéronse algunos momentos de silencio.

Antonio y Alina habían comprendido el verdadero sentido de las palabras del conde.

Y uno y otra tuvieron prudencia suficiente para respetar toda la amargura que se encerraba en aquella confesión.

¿Qué fuerza podía tener el conde para obligar a su hijo a que le obedeciera cuando precisamente él mismo le había prestado alas para su desobediencia?

Antonio se aproximó lentamente al conde y le dijo:

-Señor, comprendo perfectamente más que lo que habéis dicho, lo que habéis querido decir; pero ved también que es muy doloroso el que por un capricho de ese joven, de vuestro hijo, tenga que sufrir una joven honrada y buena todas las consecuencias, no sólo de la pérdida de su honra, sino de la mofa y del escarnio hecho a su debilidad.

-Comprendo cuanto me digas.

-¿Y comprendiéndolo no le ponéis remedio?

-Tu hermano.....

-Señor conde, no puedo aceptar más parentescos que aquéllos que se pueden mostrar a la clara luz del sol, y si a esto se une la fatal división que entre el señor vizconde y yo existe, comprenderéis que ni puedo ni debo considerar como hermano a quien ha seducido, ha deshonrado y no concede la justa rehabilitación que merece a una joven a quien había considerado como una hermana querida, como la única familia que tenía en el mundo.

-¿Pero no te he reconocido yo? ¿No confieso que soy tu padre?

-Confesadlo en buen hora, yo os respeto como tal; pero nada más me exijáis. Ordenad a vuestro hijo que cumpla como debe, hacedle que muestre más con las obras que con las palabras su honradez y caballerosidad, y yo, si amarle no puedo porque entre él y yo existe la sangre vertida por mí, al menos le veré sin odio alguno, en gracia de la felicidad que haya dado a Luisa.

-Tiene razón Antonio -repuso Alina- y parécenme de tal manera justas sus exigencias, que son precisamente las mías también.

-¿Pero qué puedo hacerle yo, cuando mi hijo, sin querer darme explicación alguna, me confiesa que hay obstáculos insuperables que a ese matrimonio se oponen?

-¿Pero qué obstáculos son ésos? ¿Tiene acaso contraídos compromisos más sagrados con otra mujer? ¿No la encuentra quizás bastante noble para elevarla hasta su altura?

-No, no es nada de eso, porque precisamente he tratado de preguntarle sobre ello.

-¿Y os dijo?....

-Que amaba a Luisa; pero que le era imposible casarse con ella.

-Pues mandadlo, y se os obedecerá.

-¡Cuán poco conocéis, Alina, el carácter de mi hijo!

-Ved que tanto me intereso en esa unión; tanto quiero la felicidad de Luisa y la tranquilidad de Antonio, que hasta mi propia venganza, que es tan justa como sabéis, abandonaría con tal de ver realizado este enlace.

A estas palabras, cruzó por el rostro del conde un relámpago de alegría, al cual sucedió inmediatamente una expresión de extraordinario abatimiento.

-¡Es imposible! -murmuró.- Conozco por desgracia el carácter de mi hijo, y en este asunto ha pronunciado sin duda su última palabra.

-Entonces vos mismo, señor conde, debéis comprender que no puede permanecer Luisa más tiempo en esta casa. Me lo manifestó ella misma hace días y ahora comprendo que tenía razón.

-¿Acaso tiene que quejarse de nosotros? -repuso el conde.-¿No hace mi hija por ella cuanto puede? ¿No la considera como una hermana y yo no la trato también como una hija?

-Para la que ha entrado en esta casa en demanda de honra, debéis comprender, señor conde, que el cariño y el afecto son muy gratos, no os lo niego, pero no bastan a llenar el vacío que ya existe.

-En su consecuencia -dijo Antonio- juzgando ya muerta la esperanza de mi pobre hermana y juzgando imposible su rehabilitación, fume hoy en busca de esta señora a suplicarla me acompañase para que junto a ella abandonase Luisa una casa donde no ha podido encontrar más que un nuevo aumento en su amargura.

-¿Es decir que persistes en tu idea?

-¿Qué otro remedio me queda?

Iba el conde a replicar, cuando de súbito percibióse en la vecina estancia, rumor de voces, y un momento después abrióse con violencia la puerta del aposento y María se precipitó en él, exclamando:

¡Oh! padre mío, ¡qué desgracia!

Y al ver las dos personas extrañas que había en la cámara de su padre, dirigióse a Alina, prosiguiendo:

-No creáis, señora, no he tenido yo la culpa; la casualidad únicamente ha impedido que como de costumbre la acompañase.

-No os comprendo -dijo Alina.

-Pero habla, hija mía, explícate. ¿Qué quiere decir este estado de agitación en que te veo?

-¿Dónde está mi hermana, señora? -preguntó Antonio que desde el momento en que vio entrar a María y escuchó su exclamación, estremecióse cual si presintiera una desgracia.

-Pues precisamente de ella es de quien hablo -dijo María- de mi pobre Luisa, que no sé dónde está.

-¡Cómo! -exclamaron a la vez las tres personas que se hallaban reunidas en el aposento.

Entonces María púsose a referir que lo delicado de su salud la impidió aquella mañana ir, como de costumbre, a las Descalzas Reales, y hacer las limosnas correspondientes a aquel día; que en su lugar había ido Luisa, la cual se hizo conducir hasta la plaza de Afligidos, en cuyo punto la esperaba una mendiga, a cuya madre había de socorrer; que se había ido con la niña, y que los criados, cansados de esperar, hacia más de tres horas, acababan de llegar dando parte de lo ocurrido.

-Señor conde -gritó Antonio fuera de sí, apenas hubo terminado María su relato- vos, y únicamente vos sois responsable de eso.

-¡Antonio! -exclamó Alina sorprendida por la cólera del joven.

-Observad bien la negativa de vuestro hijo a devolver a mi hermana la honra que le ha quitado; observad también que nadie mejor que él debía saber la costumbre que tiene de ir a misa todos los días con vuestra hija, y lógico y natural es también que supiera que iba hoy sola, y bien merece una querida como Luisa el sacrificio pecuniario que semejante lazo puede haberla costado.

-¡Caballero! -exclamó María ofendida por las palabras de Antonio.

-Ve lo que dices -repuso a su vez el conde.

-Nada me digáis, señor. Si estuviese aquí vuestro hijo, del mismo modo, os juro que se lo dijera también. Él y solamente él ha sido el raptor de Luisa -replicó Antonio con creciente cólera.

-Miente villanamente quien tal diga -gritó un acento colérico desde la puerta de la estancia.

Volviéronse todas las miradas en aquella dirección, y vieron al vizconde Carlos de Lazán que, pálido por efecto de la emoción que sentía, iba a penetrar en la habitación cuando apercibió las últimas palabras de Antonio.

Al reconocerle éste, un rugido de cólera brotó de su garganta.

Fue a lanzarse sobre él, pero el conde de Lazán se interpuso, diciendo:

-Antonio, ¿olvidas el lugar en que te encuentras?

-Dejadle, padre -repuso Carlos- tengo una cuenta pendiente con ese villano, y ya que la ocasión se me presenta quiero solventarla.

-¡Oh! ¡miserable! -gritó Antonio a quien la cólera cegaba.

-Señor conde -dijo a su vez Alina, mientras que María hacia esfuerzos para contener a su hermano- ved las consecuencias de los pasados errores.

El conde, al escuchar estas palabras, fijó una mirada indefinible en Alina.

Después, viendo que a pesar de todos los esfuerzos los dos jóvenes estaban a punto de acometerse, cogió violentamente a Carlos por un brazo, hizo lo mismo con Antonio, y con un acento cuya verdadera expresión en vano trataríamos de describir, exclamó:

-¡Carlos! ¡Antonio! deponed vuestros enojos, deponed vuestros rencores que me están matando; vosotros no podéis ser enemigos porque los dos, sabedlo de una vez, los dos sois mis hijos.

Capítulo XXXIX. Los dos hermanos

Profunda sorpresa causaron las palabras del conde, en todas las personas reunidas en el aposento.

Los dos jóvenes detuviéronse al sonido de aquella voz que llena de severidad y de amargura, les revelaba el parentesco que les unía y los deberes que recíprocamente tenían.

María contempló asombrada a Alina, a su padre y a sus hermanos, y apenas sabía ni qué actitud tomar ni qué decir.

La italiana a su vez, a pesar de los motivos de aborrecimiento que respecto al conde tenia, como que le veía tan lleno de amargura, tan profunda y tan justamente alterado en vista de la multitud de penas que sobre él se desplomaba, no pudo menos también de sentirse conmovida.

Antonio fue quien primero rompió el silencio que se siguió a las palabras de su padre.

-Señor -dijo- habéis hablado en nombre de vuestra autoridad, habéis con vuestras palabras hablado tanto a mi corazón como a mi cabeza, y comprendo y deploro el extremo a que mi mismo dolor me conducía.

Y volviéndose hacia el vizconde, continuó:

-Perdonad, hermano; os he ofendido y lo siento, pero el dolor de ver a Luisa mendigando vanamente un nombre y una posición a que tan legítimo derecho tiene, y al ver finalmente que desaparece, que la roban, y que la roban habiendo estado en vuestra casa, se ha perturbado mi razón y he ido más lejos de lo que debía.

Y al decir esto tendió su mano a Carlos, que durante algunos segundos permaneció inmóvil.

El conde no pudo menos de dirigir una mirada suplicante a Carlos, el cual dijo con un ligero acento de reproche:

-Duéleme todavía la herida que me inferisteis y que me ha obligado a permanecer en el lecho tantos días.

-¿Para qué recordar ahora lo pasado? -dijo el conde.

-Padre mío, a mi pesar se ocurre a mi memoria -contestó Carlos.

-Escuchad, señor vizconde -dijo Alina comprendiendo por la actitud que iba tomando Antonio, que había llegado el momento de intervenir.- Debéis comprender que esa misma herida de que os lamentáis y que vuestro hermano deplora también, fue por esta misma mujer a quien decís que amáis; por lo tanto, si ese amor existe, paréceme que en vez de andar ahora despertando pasados odios y quizás prestando pábulo a rencores nuevos, debéis congratularos de que la mujer a quien amáis, tenga en vuestro mismo hermano un valedor tan enérgico y tan decidido.

-Tenéis razón, señora -repuso el vizconde tendiendo a su vez la mano a Antonio- olvidemos lo pasado y pensemos únicamente en el presente.

-Ahora bien, señora -dijo el conde dirigiéndose a Alina- ¿Creéis todavía que puedo sufrir dolores más grandes que los que llevo sufridos? ¿Creéis que exista un padre en el mundo más lleno de angustias que lo estoy yo?

Alina no contestó.

Comprendió que el conde tenía razón, y al objeto de separar la conversación del terreno en que estaba, dijo:

-Puesto que el pasado ha muerto, y sólo una vez debemos ocuparnos del presente, preciso es aunar todos nuestros esfuerzos a fin de encontrar a Luisa.

-Tenéis razón -exclamó Carlos- y yo os juro que, o pierdo la vida en semejante empresa, o sabré encontrarla.

-¿Y si la encontráis -dijo Alina- la haréis vuestra esposa?

El vizconde no contestó.

Nublóse su frente, y durante algunos segundos mostró en su semblante la lucha que en su corazón sostenía.

Después dijo con acento un tanto conmovido:

-Pues que mi hermano la ama, puesto que ella debe estarle agradecida por sus desvelos y sus cuidados, y puesto que yo, por razones especiales mías, no puedo hacerla mi esposa, yo se la cedo gustoso a mi hermano.

-¡Oh!-exclamó Antonio con una expresión indefinible.

- Eso es imposible -gritó a su vez el conde lleno de emoción- Antonio no puede ser el esposo de Luisa.

-¿Por qué razón -preguntó Carlos- si yo que soy el que amándola renuncio a ella obligado por circunstancias superiores a mi voluntad?

-Quien ha cometido el yerro, es quien únicamente debe remediarlo.

-Pero si es que yo no puedo.....

-Pero ¿a qué hablar ahora de todo eso que es prematuro en demasía? Paréceme que lo primero de todo es encontrar a Luisa. ¿No os parece lo mismo que a mi, señora?

Y María al pronunciar estas palabras, fijó sus ojos en Alina como buscando su apoyo.

Ésta se lo concedió inmediatamente.

-Sí, señora -la dijo- paréceme que cuanto antes deben dedicarse todos los esfuerzos a encontrar a Luisa. Es preciso ver a los criados que llevaban la silla de manos, es preciso interrogar a todos los vecinos inmediatos al lugar donde ha ocurrido el hecho, hasta encontrar algún rastro que pueda conducirnos al punto que deseamos.

-¿Pero quién puede haber robado a Luisa? -exclamó Antonio- ¿qué enemigos podía tener? ¿qué amores podía haber excitado o qué deseos podía haber encendido cuando precisamente el único a quien ella ha amado es mi hermano, y hacía mucho tiempo que apenas ponía el pié en la calle?

-Corramos en su busca, Antonio -dijo el vizconde.

-Sí, sí -exclamó María- buscad a la pobre Luisa, cuya suerte me tiene llena de inquietud, máxime recordando el peligro que yo corrí en otra ocasión, cuando estuve a punto de caer en manos de esos malditos Caballeros del Amor.

Carlos no pudo menos de estremecerse.

-Esperad -dijo Alina apenas hubo terminado María- esas últimas palabras que acabáis de pronunciar me han sugerido una idea.

-¿Cuál?

-¿No acostumbráis ir a misa todos los días a la misma hora?

-Sí, señora.

-¿No debíais de haber ido hoy como de ordinario?

-Como que había quedado con esa mendiga en ir a socorrerla.

-¿Y no creéis que únicamente esta equivocación haya sido la causa de la desaparición de Luisa?

-¡Cómo! -exclamó el conde.

-Si tenemos en cuenta la tentativa dirigida en otra ocasión contra María, si tenemos en cuenta que a ella se dirigió esta mendiga, fácil es que contra vuestra hija estuviera dirigido el golpe, y que únicamente la casualidad haya hecho que sea Luisa la víctima.

-Tenéis razón -dijeron a la vez Antonio y Carlos.

-Es indicio que debe tenerse en cuenta.

-Pero ¡Dios mío! -exclamó María trémula de espanto ¿será posible que tan amenazada me encuentre? ¿qué enemigos puedo tener yo? ¿a quién hice daño cuando a nadie he querido mal?

-Si el tiro ha partido de los Caballeros del Amor -dijo Carlos- yo os prometo que pronto lo sabré.

-Vamos a interrogar a los criados -dijo Antonio.

-Y después a buscarla donde quiera que se encuentre.

Y los dos jóvenes salieron del aposento, quedando únicamente Alina, María y el conde.

-Ven, hija mía -dijo éste dirigiéndose a la joven- y di a mi secretario que ponga una carta para el conde de Floridablanca, diciéndole lo que acaba de ocurrir.

Esta orden no era más que un pretexto para alejar a María de la estancia.

Una vez solos Alina y el conde, dijo éste:

-Ya lo veis, señora, hice cuanto pude por complaceros; pero ya habéis oído la respuesta de mi hijo.

-En esa respuesta existe un misterio incomprensible.

-Pero misterio que, conocido su carácter, le impedirá constantemente cumplir como debe, y en ese caso, ¿no comprendéis que es muy triste me vea yo condenado a sufrir ese martirio que me habéis impuesto y del cual me habéis prometido relevarme únicamente bajo la condición de ese matrimonio?

-Señor conde, mucho daño me hicisteis en otro tiempo: el recuerdo de aquel funesto día no se ha borrado ni se borrará jamás de mi corazón; sin embargo, os veo tan castigado hoy; en las arrugas de vuestra frente y en el encanecimiento de vuestros cabellos se descubre tal mundo de dolores, que depongo mi resentimiento y os juro no olvidar el daño que me hicisteis; pero sí no volver a molestaros con mi venganza.

-Gracias, señora; pero podéis quedar tranquila, porque son tantas las espinas que hay en mi conciencia, que ellas bastan para dejaros completamente vengada.

-Sin embargo, conde, Dios es piadoso siempre, y un sincero arrepentimiento quizás podrá llevar a vuestro corazón parte de la calma que perdisteis.

Todavía permaneció un buen espacio Alina en la casa del conde esperando a ver si daban algún resultado las diligencias practicadas por los dos jóvenes; pero hubo de retirarse a su casa finalmente con el desconsuelo de no haber podido saber qué había sido de Luisa.

Capítulo XL. Un personaje misterioso

Tiempo es ya que nos ocupemos de nuestro antiguo amigo don Luis de Guevara, a quien dejamos en una situación bastante crítica.

El cuidado que reclamaba la herida que acababa de recibir, según vimos en el capítulo correspondiente, atrajo toda la atención de Joselito y de Concha, permitiendo a García escapar, aprovechándose de la libertad en que había quedado.

En breve espacio reunióse un buen número de personas junto al herido.

Joselito estaba desesperado.

Por su causa había recibido don Luis aquella herida, y todos sus esfuerzos en aquellos momentos de angustia y desesperación estaban cifrados en ver si podía hacer que recobrase el herido el conocimiento.

Trasportaron al herido al próximo hospital de la Latina a fin de que le fuese hecha la primera cura, y precisamente en el mismo momento en que iban cuatro mozos de buena voluntad a levantar el que ya parecía cadáver, aproximóse al grupo un individuo cuyo trajo parecía más bien el de un hidalgo pobre, que no el de un caballero de elevada alcurnia, el cual preguntó qué había sucedido allí.

Concha había tomado la palabra tiempo hacia, lamentando la falta de seguridad que había en la corte, falta de seguridad que daba margen a que ninguna persona honrada pudiese transitar por las calles apenas oscurecía.

Y de su boca salieron sapos y culebras, como vulgarmente se dice, contra los alcaldes de casa y corte, contra las rondas, contra todo aquello, en fin, que debiendo velar por la seguridad pública no lo hacia, dando con ello lugar a lances de aquella especie.

Merced a esta locuacidad, encontróse el desconocido hidalgo con que supo todo cuanto deseaba y algo más que sin duda no debió presumir, porque al escuchar el nombre del herido caballero tomó su semblante una expresión extraña, y dijo:

-Dígame, buena moza, ¿ése don Luis de Guevara no es un caballero joven, simpático, procedente, según creo, de Andalucía?

-El mismo, señor -respondió la maja- y tan simpático, y tan generoso y galán era don Luis, que no había maja, ni en Lavapiés ni en Maravillas, que no le hubiera admitido gustosa sus obsequios, ni señorona de la corte que no le amase, ni caballero que no se honrase siendo su amigo.

-Por lo visto, era su merced muy amiga del caballero -dijo el desconocido con acento ligeramente irónico.

-Pues, sí señor, y si usarcé me lo dice en tono de mofa, tenga presente, que lo que es de Concha Palomares, nadie ha tenido en su vida que decir una palabra, y que cuando yo digo que don Luis es todo un caballero, es porque puedo decirlo, porque yo y mis amigas le debemos muchos favores, y sobre todo porque es bien público y notorio su proceder.

-Nunca tuve ánimo de ofenderla.

-Es que por si acaso.....

-¿Y decía su merced que don Luis privaba mucho en la corte? -preguntó el desconocido.

-¡Ya lo creo! como que es el ojito derecho del conde de Floridablanca, y tiene como padrinos principales al señor conde de Lazán, al marqués del Alcázar, y qué sé yo qué otros duques y marqueses. Ya ve usarcé si sería triste que ese bribón hubiese puesto fin a su existencia.

El desconocido habíase quedado pensativo e iba siguiendo a la comitiva que se aproximaba al hospital, fijando de vez en cuando una mirada indefinible en don Luis, que en brazos de Joselito y de otros tres individuos, no daba señal de vida.

Concha, en medio de su dolor y de su locuacidad, preocupábase al pensar cómo daría a Paca una noticia que tanto trastorno había de producirla.

El desconocido tomó pié de aquí para seguir haciendo preguntas y averiguaciones, resultando de todo, que cuando llegaron al hospital de la Latina, en cuyo sitio quedóse provisionalmente don Luis, aquél sabía todo cuanto Concha conocía respecto a la existencia que había llevado el joven caballero en la corte.

Cuando se encontró solo y pudo estar seguro de que nadie le veía, detúvose, y fijando una mirada implacable en el edificio donde había quedado don Luis, murmuró:

-Gracias al diablo he conseguido dar contigo, don Luis de Guevara, y yo te juro, que si con vida sales de ésta, has de llevar un recuerdo eterno de mi venganza. El infierno sin duda hizo que te cruzases en mi camino, y como continúe prestándome su apoyo, ¡ay de ti hijo de don Francisco de Guevara!

Y aquel extraño personaje dióse a andar como persona a quien urge llegar pronto a su destino, penetrando finalmente en una casa de humilde apariencia, situada en la Cava Alta de San Miguel.

Un criado de fisonomía poco simpática a la verdad, salió a recibirle.

Entraron juntos en una habitación adornada con sencillez, y allí, dejándose el desconocido caer la capa en que se envolvía, dejó ver el semblante duro, bravío y malvado de un hombre que frisaría con los cuarenta años.

En aquel momento su semblante estaba esclarecido por un siniestro resplandor.

El criado debió encontrar sin duda que aquello era inusitado en su amo, pues le dijo:

-Paréceme, señor, que no os han salido mal las cuentas esta noche.

-No lo sabes tú bien, Campillo -repuso el desconocido.

No podrás imaginarte a quien he encontrado.

-¿A quién, señor?

-Al hijo de don Francisco de Guevara.

-¿No fue ése el capitán que en Méjico?....

-Sí; no prosigas. ¿Está ahí mi hijo?

-Sí, señor.

-Está bien; dispónte para salir a la calle.

El desconocido púsose a pasear por la habitación cual si estuviera meditando algún plan, y después murmuró:

-Según me ha dicho esa maja tan habladora, y cuyas revelaciones han sido tan importantes para mí, parece que una de sus amigas se halla vivamente interesada por él. Principiemos por ahí; esa maja ha dicho que no se atrevía a darle a su amiga semejante noticia; yo la he aconsejado que no lo haga tampoco de momento al menos. Envenenémosla desde ahora.

Pero, ¿de qué modo puedo yo decirlo a esta mujer que pueda realmente herirla?

Y el desconocido se detuvo algunos segundos, hasta que dándose una palmada en la frente, exclamó:

-Ya tengo el medio; calumniemos, que la calumnia deja siempre, algo tras de sí. Según esa mujer me ha dicho, uno de los protectores de don Luis es el conde de Lazán. Éste tiene una hija, ¿por qué no hemos de suponer que la herida que ha recibido don Luis sea efecto de celos o de rivalidades? Sobre todo, lo principal es crear dificultades, crear disgustos y llenar de amargura el corazón de ese hombre, si es que en él dejó un átomo de vida el puñal de aquel bribón.

Y diciendo estas palabras púsose a escribir una carta que entregó a Campillo tan luego éste se presentó dispuesto para salir a la calle según su amo lo ordenara.

Éste le dio las señas de la casa de Paca, y momentos después, mientras Campillo se dirigía a evacuar su comisión, el desconocido entraba en otra habitación de la misma casa donde se hallaba un joven de unos diez y seis años ocupándose en el manejo de armas.

A primera vista comprendíase que entre el joven y el desconocido, debía existir un parentesco muy cercano.

Ambos tenían la misma fisonomía, aun cuando con las variaciones naturales en la diferente edad de ambos personajes.

La misma dureza de líneas, la misma mirada penetrante, la misma frente deprimida y estrecha, la misma expresión finalmente repulsiva había en uno que en otro, aun cuando en realidad un observador entendido habría asegurado desde luego mayor grado de perversidad en el joven cuando tuviera la edad del desconocido.

-Ya veis, padre mío -exclamó el joven suspendiendo las estocadas que estaba dirigiendo al maniquí que había en medio del aposento- cómo procuro cumplir con vuestros deseos.

-Así, hijo mío, ése es un ejercicio digno de ti, y tanto más necesario hoy, cuanto que tienes, como ya te he dicho algunas veces, deberes muy sagrados que cumplir.

-Podéis creer, señor, que nada olvido y que sólo apetezco tener la edad suficiente, pues bien sabéis que corazón no me falta para vengar a mi pobre madre.

-Eso es lo que no debes olvidar nunca, y precisamente de ello he venido a hablarte.

-Decid, padre mío, decid, que bien sabéis lo dispuesto que me hallo a derramar mi sangre si es preciso por lavar la afrenta que se nos ha inferido. Pero si mal no recuerdo, vos mismo me habíais dicho que no sabíais dónde habían ido a parar los miserables que asesinaron a mi madre.

-Precisamente el destino ha hecho que encuentre al principal.

-¿De veras? -grito el joven corriendo hacia su padre, y reflejándose en su juvenil semblante la expresión de un gozo cruel y de un ardiente espíritu de venganza.

-Sí, hijo mío, sí -repuso el esconocido fijando con satisfacción su mirada en el joven- pero, cálmate, que para alcanzar lo que tan justamente apetecemos, es preciso obrar con una circunspección y un tino extraordinarios.

-¿Y por qué no dirigirnos de frente al miserable, sea cual fuere su condición, y asesinarlo, aun cuando después nos esperase la muerte?

-No por cierto; la venganza que respecto a ese hombre vamos a tomar, es preciso que sea tan grande como su crimen. Es necesario herir a ese hombre en sus afecciones, en sus sentimientos, en su honra, en todo aquello, en fin, que llora el hombre con lágrimas de sangre, y para lo cual no encuentra remedio alguno.

-Comprendo, padre, comprendo -dijo el joven cuyos ojos brillaron con sombría expresión.

-Ahora, como es posible que la lucha se entable más pronto de lo que nosotros creemos, y como que en esa lucha, por más que yo trate de evitarlo, es fácil me sorprenda la muerte, necesito que sepas realmente toda la gravedad de tus deberes, por la misma grandeza del crimen que tienes que vengar.

-¡Oh, sí, sí, padre! Tiempo hace que os he preguntado cómo había sido la muerte de mi madre, qué, circunstancias eran las que para ello habían mediado, y jamás me lo habéis querido decir.

-Porque no había llegado el tiempo todavía; pero ahora es distinto. Escúchame, Felipe, y no olvides lo que te voy a decir.

Capítulo LXI. El vengador de su madre

Hace algunos años, como tú sabes -dijo el desconocido dando comienzo a la historia que había indicado- residíamos en Méjico.

Mis desgracias, mis propias locuras, pues de tal modo puedo calificar muchos arrebatos de mi juventud, habíanme reducido a un extremo tal, que tú viniste al mundo precisamente en la época más calamitosa de nuestra existencia.

-Harto lo sé -repuso con amargura Felipe, que ya sabemos que así se llamaba el joven.- Lo que es los primeros años de mi vida fueron bien poco satisfactorios.

-Todo ello se lo debes al padre de la persona que hoy me he encontrado.

-Continuad.

-Tu madre -prosiguió el desconocido con alguna vacilación- había aprendido allá en otro tiempo y por distracción algo de quiromancia, y como esto proporcionaba un medio para ganar la subsistencia allá en Méjico, donde son muy dados a estas cosas, tratamos de utilizarla, y efectivamente por de pronto pudimos respirar con mayor libertad.

-Si mal no recuerdo -dijo Felipe-paréceme que estaba prohibida esta ciencia.

-Ya lo creo, como que los bandos del Virey lo tienen prohibido; pero ¿quién hace caso de los bandos cuando hay buenas monedas que ganar? Tu madre y yo, saltamos por encima de los bandos, y en los primeros meses, como te he dicho, la abundancia volvió a reinar en nuestra casa.

Un día entró en ella a las altas horas de la noche un capitán que hacía algún tiempo residía en Méjico.

-Necesito saber -dijo a tu madre-si tu ciencia es realmente tan grande como dicen.

-La ciencia -con testó tu madre-es la misma en todas partes: yo no soy más que su intérprete; preguntadme lo que queráis saber, señor capitán Guevara, y os lo diré.

-¿Sabéis cómo me llamo? -exclamó aquél sorprendido.

-Yo sé cuanto necesito saber, y a veces más también de lo que saber quisiera. Por esta razón -prosiguió tu madre siento me hayáis venido a ver.

-¿Que lo sientes? ¿Tienes la pretensión de adivinar lo que te vengo a decir?

-Me lo presumo al menos.

-Veamos.

-Preguntad; pero os ruego que antes de hacerlo meditéis bien; no sea que después os pese lo que queréis saber.

-Están pesándome ya -contestó el capitán-tus necios consejos y tus impertinencias. He venido aquí para saber, y bueno o malo quiero saberlo todo.

Tu madre no insistió más.

El capitán estaba casado, tenía en España su mujer y su hijo, y deseaba saber noticias de ellos.

Hacía meses que lo ignoraba todo; sus cartas no obtenían contestación, y desesperado ya iba en busca de aquel medio para saber lo que necesitaba.

Tu madre le dijo lo que la ciencia le había enseñado.

El capitán habíase casado en segundas nupcias con una mujer frívola y liviana que maltrataba a su hijastro y engañaba a su marido.

El capitán salió furioso de nuestra casa.

Al día siguiente embarcóse en un buque que se dirigía a Cádiz, y meses después llegaba a su casa.

Pero la mujer había sido advertida ya, y al llegar su esposo supo de tal manera engañarle, que cuando un año después volvió a Méjico, lo primero que hizo fue tratar de vengarse de la miserable hechicera que se había atrevido a mancillar con su inmunda lengua la honra de su esposa.

-¿Eso hizo el capitán? -dijo Felipe que seguía con anhelante impaciencia el relato de su padre.

-Sí, hijo; tu madre fue delatada a la Inquisición por el capitán; nuestros pocos bienes fueron confiscados y tú y yo, merced a mi ligereza en obrar, pudimos evitar la suerte que nos aguardaba.

-¿Pero y mi madre?

-Tu madre fue quemada en uno de los autos de fe, que se celebraron en Méjico poco tiempo después.

Un silencio verdaderamente terrible se siguió a las últimas palabras del desconocido.

Felipe, tembloroso de ira, excesivamente pálido, brillantes los ojos y apretados los dientes, expresaba la inmensa cólera que le abrumaba.

Su padre, pálido también y con el semblante contraído, parecía realmente sufrir con la evocación de aquellos recuerdos.

Al cabo de algunos minutos, que el joven necesitó para poder encontrar una frase que expresara su pensamiento, dijo:

-¿Y el capitán, padre?

-El capitán no estaba ya en Méjico cuando yo pude volver.

-¿Y no le buscasteis?

-Dijéronme que había muerto en una expedición contra los indios sublevados.

-¡Ira de Dios! -exclamó Felipe apretando los puños de coraje.

-Pero no era así -prosiguió el padre- aquel hombre había vuelto a España; aquel hombre tuvo ocasión de convencerse de la infamia de su esposa, y entonces, al darle muerte en un arrebato de ira y de celos, sintió un remordimiento profundo por lo que había hecho con tu pobre madre.

-Remordimiento tardío; remordimiento que en nada excusa la infamia cometida. Y vos, ¿no supisteis encontrar en su pecho paso para vuestra espada?

-Supe por un amigo suyo lo que acabo de referirte. Corrí al pueblo en que residía, y hacía precisamente dos años que aquel hombre, lleno de remordimientos y afligido al mismo tiempo por la infidelidad de su esposa y la muerte que se vio obligado a darle, había salido de allí en compañía de su hijo, sin que supiera dónde había ido a parar.

-¿Pero estaba en España?

-Tampoco lo sabia.

-Haberle buscado.

-¿Y acaso hemos hecho otra cosa en el tiempo que hemos estado recorriendo este país?

-¡Oh! Yo os juro, padre mío, que lo que vos no pudisteis alcanzar, ha de alcanzarlo mi obstinada voluntad.

-Camino, como te he dicho antes, tenemos adelantado para ello. Hace años encontrábame yo en Sevilla en ocasión que varios jóvenes caballeros pasaron por mi lado, separándose a los pocos pasos de mí. Uno de ellos tomó otra dirección, y sus compañeros le dijeron: -Adiós Guevara.- Hirióme aquel apellido y entonces me fijé en la persona a quien pertenecía.

Era un vivo retrato del infame capitán; pero cuando quise seguirle, cuando a él me fuí a dirigir al objeto de cerciorarme de si era él la persona que yo buscaba, confundióse entre la multitud que invadía la plaza y nada pude conseguir.

-Desgracia habéis tenido, padre.

-Déjame concluir.

-¿Habéis descubierto algo?

-Sí; ya te lo he dicho antes.

-Hablad.

Entonces el desconocido púsose a referir a su hijo lo que ya saben nuestros lectores referente a su encuentro con Luis.

Extraordinaria alegría causó a Felipe aquel descubrimiento, y durante un buen espacio padre e hijo lleváronse hablando, pensando en lo que deberian hacer para el caso en que don Luis llegase a curar.

Capítulo XLII. Donde Luisa cuando menos lo espera ve brillar una luz salvadora

Diez días han trascurrido desde que tuvieron lugar los últimos acontecimientos que ya conoce el lector.

Explicaremos los sucesos que habían acontecido en este intervalo.

Luisa permanecía en poder de don Tadeo.

Una vieja era la encargada de su custodia.

La habitación que servía de encierro a la joven tenía un balcón que miraba a un pequeño jardín perteneciente a la casa y que estaba circuido por altísimas tapias. Este jardincillo lindaba con el magnífico parque del palacio de la duquesa de la Jaridilla.

Don Tadeo visitaba diariamente a la joven.

Hacía ya tres días que Luisa se hallaba prisionera.

Don Tadeo la visitó a la hora de costumbre, y como lo había hecho en los días anteriores, procuró tranquilizar a Luisa.

-Pero -decía la joven- ¿ha de ser eterno mi cautiverio?

-No lo creo así -contestó el viejo astuto.

-Si se prolonga mi situación no sé si me será dado resistirla.

-¿Tan mal se os trata?

-Lo único que puedo deciros es que me siento sumamente débil.

-Tened paciencia; hasta el fin nadie es dichoso.

-Consentid por lo menos que pueda esparcirme algunas horas del día dando un pequeño paseo por ese jardincillo.

-Bien; todos los días, cuando venga la buena Ruperta a traeros la comida, le daré orden de que se os abra la puerta y os deje bajar al que llamáis jardín; ya sabéis que Ruperta, luego de haberos servido, se marcha de nuevo, y no vuelve hasta que oscurece; durante todo este tiempo, podréis pasearos a vuestro placer; pero al consentiros eso habéis de ofrecerme una cosa.

-¿Cuál?

-La de que seáis más dócil y procuréis tomar el alimento necesario.

-Haré lo que pueda.

-En ese caso, conformes.

-Procurad, por Dios os lo pido, que se me deje libre cuanto antes.

-Por mi parte haré cuanto me sea dable.

-En vos confío.

-Podéis tener confianza. Adiós, pues.

Don Tadeo salió del aposento donde estaba la joven cerrando tras sí la puerta.

Dirigióse el viejo en busca de Ruperta que aguardaba sus órdenes en uno de los cuartos cercanos al que ocupaba Luisa.

-Ruperta -dijo don Tadeo- desde hoy consentirás que la joven a quien custodias, se esparza por el pequeño jardín.

-¡Cómo! ¿consentís?....

-Sí; cuando haya comido la acompañas, abres la puerta del jardín y la dejas en él, y cuando vuelvas al oscurecer si permanece aún en aquel sitio la joven, la acompañas de nuevo a su habitación. Eso sí: cuando salgas a la calle, mira de cerrar bien la puerta de entrada de esta casa.

-Verdaderamente, aunque se la permita pasear por el jardín, no hay cuidado que pueda escaparse.

-¡A no ser que tuviera alas! Las tapias son extremadamente altas y no temo que las escale.

-No es fácil.

-He accedido a sus súplicas porque temo se ponga mala y no me conviene.

-Pues si un pájaro come más que ella.

-Me ha ofrecido que en adelante procurará tomar más alimento.

-La muy melindrosa..... hacer dengues cuando está tratada a cuerpo de rey!...

-Ya se irá acostumbrando.

-Yo ya hubiera acabado con todos sus melindres.

-A mí no me conviene el método que tú empelarías.

-Porque sois muy bueno.

¡Qué tal sería la vieja cuando admiraba la bondad de don Tadeo!

-Cada uno se entiende; tu obligación se reduce a servirla y a vigilarla cuando estás en casa y a dejar las puertas bien cerradas cuando te ausentes de ella.

-Y eso es lo que hago.

-También me conviene la hagas entender que hago cuanto puedo por alcanzar su libertad.

-Lo hago constantemente.

-No olvides el ponderar mi bondad y el sentimiento que me causa el verla encerrada.

-¡Oh! descuidad, que para mentir me pinto yo sola.

-Sí, sí, ya lo sé. ¿Quedas enterada de todo, eh?

-Perfectamente.

-Sírveme bien, que no ha de pesarte.

-Ya me conocéis.

-Espero que dentro de breves días, daremos compañía a la paloma enjaulada.

-¿Pensáis emparejarla?

-Sí.

-Puede que si se coloca a su lado un lindo pichón, se consuele algo más.

-Regularmente, no será un pichón.

-Ya; un palomo.

-Nada de eso; una paloma.

-¡Dios nos asista!

-¿Qué te asusta?

-Si una da tanto que hacer ¿qué harán dos?

-No te dé cuidado, que ya las colocaremos pronto.

-Siendo así.....

-Tú serás su guía.

-Haré lo que me mandéis.

-Ea, adiós.

-Adiós.

Llegó la hora de la comida.

Ruperta entró en la habitación de Luisa, llevando en un cesto el servicio de mesa y algunas viandas.

-Espero que hoy -dijo a la joven en tanto preparaba la mesa- estaréis algo más contenta; se me ha dado orden para permitiros pasear por el jardín.

-Sí, ya lo sé -contestó tristemente Luisa.

-¿Tampoco eso os alegra? -gruñó la grosera vieja.

-Indudablemente me consuela algo el tal permiso.

-Vamos, comed.

Luisa se acercó a la mesa y se sentó.

Por más esfuerzos que la joven hacia, apenas podía pasar bocado.

-Qué es eso? ¿tampoco hoy coméis más de lo que tenéis por costumbre? A ese paso pronto no podréis sosteneros de pié.

-¿Qué queréis? me es imposible por más esfuerzos que haga, el comer algo más; no tengo apetito.

-¡Um! -dijo la vieja- no se dónde iremos a parar.

-Quizá a la noche, después de haber dado un paseíto.....

-En fin, veremos.

-Yo haré cuanto pueda por complaceros.

Las lágrimas se escapaban con profusión de los bellos ojos de Luisa.

-¡Lagrimitas! Pues hija no hay para tanto.

-¿Cómo queréis que no llore en mi situación?

-Pues gracias a que habéis dado con don Tadeo que es un buen hombre y que se interesa por vos.

-¡Oh! ¡Cuánto le agradecería que procurase ponerme en libertad!

-Ya lo procura.

-¿Queréis decir que sinceramente se interesa en ello?

-Me consta.

-¡Dios se lo pague! -exclamó la pobre joven.

-Seguidme, si queréis pasar al jardín.

Luisa siguió a Ruperta, la cual, después de dejar a la joven sentada en uno de los dos bancos de piedra que en el jardincillo había, se alejó.

Cuando Luisa se vio sola, dio rienda suelta a su contenido llanto.

Las altas tapias que circuían el jardín, pertenecían, las de la derecha al patio de la casa donde celebraban sus reuniones los Caballeros del Amor, y las de la izquierda al parque de la señora duquesa de la Jaridilla.

La casa de dicha señora tenía un hermoso mirador, desde el cual se dominaba por completo el jardincillo en donde se hallaba Luisa.

La señora duquesa, que desde hacía largos años llevaba una vida completamente retirada, solía pasar algunas horas del día en el susodicho mirador a fin de gozar de la magnífica vista que desde aquel sitio se descubría.

El primer día que Luisa bajó al jardín, hallábase la señora duquesa en el mirador.

Al fijar por casualidad la señora duquesa la vista en el sitio en que se hallaba llorando amargamente la desconsolada joven, se sorprendió altamente la dama, pues no recordaba haber visto jamás a persona alguna en aquel sitio, y llamóle grandemente la atención el llanto que abundante vertía Luisa.

En un momento en que la triste joven alzó sus ojos al cielo como implorando la protección del Ser Supremo, la duquesa pudo contemplar perfectamente sus hermosas facciones; la noble señora se conmovió profundamente, y exclamó:

-¡Oh! ¡Qué exacto parecido al retrato de Colmenares! ¡Bah! Estoy delirando.

Pasóse la mano por la frente como para alejar de ella algún recuerdo quizá doloroso, después miró de nuevo a la joven, y lanzando un profundo suspiro se alejó del mirador.

Seis días hacía ya que Luisa gozaba del permiso concedido por don Tadeo de poder disfrutar algunas horas del día esparciéndose por el jardín, y aquel era el sitio predilecto donde la joven se entregaba por completo a su dolor; la señora duquesa de la Jaridilla veía diariamente a Luisa desde el mirador y sin poder explicarse la razón llegó a interesarse vivamente por ella.

-No hay más -díjose para sí la dama al sexto día de contemplar a la joven.- A esa pobre niña le ocurre alguna gran desgracia. Y es muy extraño, a nadie más que a ella y a una grosera vieja suelo ver. Aquí hay algún misterio, y quiero aclararlo.

Salió del mirador la noble dama, y bajó a sus habitaciones; una vez en ellas, le dijo a una de sus doncellas:

-Decidle a Aguilar que venga.

Aguilar era un joven servidor de la duquesa y había nacido en aquella casa.

-Sígueme, Aguilar -dijo la duquesa al paje.

Y se encamino al mirador: una vez en él, la duquesa señaló a Luisa, y dirigiéndose a su paje, le dijo:

-¿Ves a aquella joven?

-¡Calle, es la misma! -contestó Aguilar.

-¿La conoces?

-No; pero la he visto algunas veces asomada al balconcillo de la casa que da al jardín, y siempre he observado que llora.

-Indaga quién vive en esta casa.

-Así lo haré.

-Hoy mismo.

-Nada más fácil.

Señora y paje se retiraron.

Por la noche Aguilar se presentó delante de su señora.

-¿Qué has averiguado?

-Poco o nada.

-Explícate.

-Según mis informes, la casa está. deshabitada; los vecinos sólo ven entrar en ella a un viejo y a una vieja, pero creen que no viven ahí.

-¿Y nada te han dicho de la joven?

-Nada.

-Aquí hay misterio, pues.

-Tal creo.

-Quisiera ponerme en comunicación con esa niña.

-Pues eso es muy fácil.

-¿De qué manera?

-Ya sabéis que yo trepo por los árboles como una ardilla.

-Y bien

-El sicómoro que hay cerca las tapias toca con su copa el borde o cornisa de las mismos; subo a él y lo tiro una carta.

-Pero esa ascensión es sumamente peligrosa.

-¡Bah! las ramas del sicómoro son muy fuertes y yo treparé por ellas sin ningún riesgo.

-Corriente -dijo la duquesa- escribe cuatro renglones significándole que eres el paje de la dama que se asoma al mirador, y que ésta desea saber si es víctima de alguna infamia, que procure escribir cuatro renglones cuyo papel podrá atar al cabo del cordón que tú le arrojes.

-Está bien, señora; lo haré así.

-Pues mañana, a la hora que yo suba al mirador, baja tú al parque, sube al árbol y cuando yo te lo indique por medio de una seña, déjate ver de esa joven y arrójale la carta.

-Obedeceré.

-Sobre todo cuida de no lastimarte en tu ascensión.

-Perded cuidado, tengo fuerza y agilidad.

-Bueno es que estés prevenido.

-Lo estaré.

-Retírate ya.

Aguilar, saludando respetuosamente, se retiró.

Al siguiente día y a la hora de costumbre subió la señora duquesa al mirador. Aguilar esperaba ya al pié del árbol, y en cuanto distinguió a su señora, comenzó a trepar al alto arbusto con la misma agilidad de un consumado saltimbanqui; cuando llegó cerca del nivel de la tapia, se paró, aguardando a que su señora le hiciera la señal convenida.

No tardó la duquesa en indicar a su paje cumpliera sus órdenes.

Aguilar ascendió hasta el fin, apoyó una mano en la cornisa de la tapia mientras se sujetaba con la otra a una de las ramas del árbol; asomó la cabeza hacia el jardín y tiró la carta que llevaba envuelta en una piedra a los pies de Luisa, que sentada en un banco nada había visto, por tener los ojos inclinados hacia el suelo.

Grande fue la sorpresa de la joven cuando al ruido que produjo la carta al caer se fijó en ella; sin embargo, la recogió del suelo, y temblando de emoción la leyó. Terminada la lectura, dirigió la vista al mirador, y al ver en él a una dama, juntó entrambas manos como en acción de gracias. La duquesa le indicó el árbol en que se hallaba Aguilar; la joven miró hacia allí y vio al paje, el cual deslizó hasta el suelo un cordón de seda, a cuyo extremo había atada una piedra. Luisa hizo la demanda que aguardase, miró al rededor de sí, cogió un trocito de caña que vio en el suelo, pinchó con un alfiler una de sus venas, y con su propia sangre trazó al respaldo de la carta que se le había arrojado las siguientes líneas:

«Me trajeron engañada a esta casa; no sé qué va a ser de mí; en nombre del cielo, señora, procurad salvarme.

Luisa.»

Corrió, terminado su escrito, al sitio donde estaba la piedra atada al extremo del cabo que sostenía Aguilar; ató el papel, y el paje tiró del cordón y se apoderó del escrito. Luisa miró de nuevo a la dama del mirador y le envió un beso con la mano.

Por desgracia de Luisa, Ruperta, que por casualidad había regresado antes de la hora de costumbre, había observado desde una ventanilla a la joven cuando ataba la carta al cordón que le arrojaba el paje desde el árbol.

Capítulo XLIII. Donde se verá que don Tadeo no cejaba en sus infames propósitos

Don Tadeo, a fuerza de fatigar su mente a fin de encontrar el medio de desenojar a doña Catalina y ganarse de nuevo su confianza, había combinado un plan diabólico, del cual debía resultar la perdición de doña María Lazán, el mismo día y poco más o menos a la misma hora en que Luisa por los medios que no ignora el lector, daba cuenta de su triste posición a la señora duquesa de la Jaridilla.

Don Tadeo se hallaba en su casa en compañía de Simón, con el cual trataba de un asunto interesante al parecer.

Oigámosles:

-Veremos a ver cuál sea el resultado que obtenga el mensajero.

-Francisco sabe muy bien lo que se hace, es un bribón redomado con cara de hombre de bien; estoy seguro de que se habrá proporcionado el modo de ver y hablar a solas con doña María, y si la letra de la carta que debe entregarle es igual a la de doña Luisa, entonces no hay nada que temer.

-Respecto a la letra, está divinamente falsificada, Simón, tanto que yo al lograr que Luisa escribiera algunos renglones solicitando su libertad, la cual yo le hice creer dependía de la voluntad de un caballero a quien yo servía, a fin de tener muestra de su letra y firma, puedo asegurarte que la carta que mandé escribir a Gasparillo parece escrita por la propia mano de Luisa, pues al cotejar la falsa con la verdadera letra, no hay quien sea capaz de distinguir la una de la otra.

-Entonces todo depende de que doña María se determine a salir sola de su casa.

-El contenido de la carta fingida, no podía ser más apremiante, y si la hija del conde de Lazán ama de veras a Luisa no me extrañará que se determine a acudir a la cita.

-Pues si acude, se divierte.

-Lo que es menester es que acuda; no sabes tú cuánto me interesa conseguirlo.

-Lo sospecho por el afán que demostráis.

-Temo que de conseguir o no la captura de esa joven, pueda depender mi futura felicidad.

-¡Diablo!

-Sí, Simón; la persona a quien sirvo está como ya te lo he dicho varias veces, furiosa en contra mía, a consecuencia de haber errado el otro día el plan que debía poner a su disposición la persona de la bella hija del conde.

-¿Tanto la odia?

-Infinitamente, a lo que sospecho.

-¿Qué diablos le habrá hecho esa joven?

-Ni lo sé ni lo quiero saber; eso no me importa nada, lo que sí me interesa y mucho, es no perder el filón que exploto desde hace algún tiempo.

-También me interesa a mí eso.

-Como que puede decirse que te llevas tú la mayor parte.

-Vamos, que no será tanto.

-Puedo asegurarte que yo sólo me embolso una pequeñez si se compara con las cantidades que te entrego.

-En primer lugar -contestó Simón con cierta ironía- dudo mucho el que no os quedéis vos mucho más de la mitad de lo que os entrega, y en segundo, yo he de satisfacer con la parte que me entregáis a la gente que nos presta su ayuda.

-Veo que no te podría convencer y desisto de procurarlo.

-Sí, hacéis bien, sería inútil.

-Mucho tarda Francisco.

-Amigo, él vendrá cuando pueda.

-Sí, no digo yo lo contrario, pero es tanta mi impaciencia que los minutos me parecen siglos.

-Pues no hay más remedio que conformarse.

-Demasiado lo sé.

-Hablando de otra cosa, ¿sabéis que ya pica en historia la desaparición de García? cuidado que yo he revuelto Madrid entero; pero nada, no hay quién sepa darme razón del tal hombre.

-Quizás haya muerto -contestó sonriendo infernalmente don Tadeo.

-Gran gozo sería el mío a ser eso verdad; pero lo dudo mucho. La mala yerba...

-Sea como quiera, él ha desaparecido de en medio y eso es lo que más nos interesa por de pronto.

-Es verdad; vaya, ése que llama es seguramente Francisco.

Don Tadeo se apresuró a ir abrir la puerta; en efecto, los aldabonazos que habían sonado eran producidos por la mano de Francisco.

-¿Y bien? -preguntó con gran afán don Tadeo al recién llegado.

-Su merced queda completamente servido.

-Has logrado.....

-Sí, Simón; me he arreglado de manera que he visto y he hablado a solas con la joven doña María. ¡Cáspita! ¡y qué moza tan de rechupete es la tal hembra!

-Al grano, al grano, cuéntame la esencia de la cosa.

-Sepa su merced que para lograr una entrevista, he tenido.....

-Suprime toda la paja, cuéntame tan sólo el efecto que la carta ha producido en doña María.

-Corriente, allá voy.

-Explícate, pues.

-Después de haber leído detenidamente el billete, fijó la dama sus hermosos ojazos en mí, y puedo aseguraros que aquellos ojos son capaces de marear a un santo de piedra.

-Hombre, ¿acabarás con dos mil de a caballo? -dijo don Tadeo completamente exasperado.

-A mí me agrada dar a cada uno lo que es suyo; si esa moza está retebella, ¿por qué no le he de decir?

-Porque eso no me importa a mí nada.

-Está bien, no se enfade su merced.

-Vamos, continúa.

-Pues, como digo, me miró de arriba abajo con aquellos ojos tan retrecheros, y después me dijo: «-¿Estáis enterado del contenido de esta carta? -Sí, señora, contesté.-¿Y estáis dispuesto a ayudar en todo y por todo a mi querida amiga? -Lo estoy. -En ese caso-contestó ella-la salvaremos: aguardadme mañana a las diez de la mañana en la plaza de Afligidos como se me indica en esta carta y juntos iremos a salvar a la pobre Luisa; tenéis cara de hombre de bien, conozco perfectamente la letra de mi amiga y sé que nada tengo que temer al seguir sus instrucciones.» Ya lo sabéis todo.

-Dadme un abrazo, Francisco -dijo don Tadeo loco de alegría.

-Creo que he cumplido a vuestra satisfacción.

-No he de negártelo, y ya verás que no escaseo la recompensa.

-Así lo espero, porque el paso que he dado es muy expuesto.

-¡Bah! no tengas miedo, que nada ha de acontecerte por ello.

-Sin embargo, Simón, ya sabes que tengo alguna cuentecilla pendiente con los señores de gola y tola y no me agradaría en modo alguno el caer de nuevo en sus manos.

-Aquí estoy yo para todo -exclamó con aire de importancia don Tadeo.

-Bueno es saberlo.

-Si mañana acude la joven al sitio convenido, ya sabes adonde debes llevarla.

-Descuide su merced.

-Simón y yo estaremos observando a corta distancia y os seguiremos hasta el sitio donde debes dejar a la joven, allí me haré yo cargo de ella y tú habrás ganado lo que se te ha ofrecido.

-Todo eso está muy bien; pero yo quisiera que su merced me hiciera ahora un favor.

-¿Cuál?

-Tengo cierto compromiso de honra y necesito algún dinerillo.

-¿Cómo? ¿cuánto te hace falta?

,Me bastarán dos doblones de oro.

-Helos aquí -dijo don Tadeo entregando a Francisco dos monedas.

-Eres un derrochador, jamás podrás juntar una cantidad decente.

Mira, Simón, a mí me gusta pasar la vida alegremente, todo eso llevo adelantado por si acaso algún día me echan el guante y me colocan en sitio donde no pueda distraerme.

-Dice bien Francisco.

-Claro está, el dinero se ha hecho redondo para que ruede.

-Sí hijo mio, sí -dijo don Tadeo golpeándole familiarmente las espaldas a Francisco- dices bien, diviértete, hijo, diviértete y no hagas caso ninguno de lo que te diga Simón.

-¿Hay algo más que hacer?

-Nada -respondió don Tadeo.

-En ese caso, hasta la vista.

-Sé exacto mañana.

-No dejaré de serlo por la cuenta que me tiene.

Don Tadeo acompañó a Francisco hasta la puerta, y después de cerrarla, cuando aquél hubo desaparecido volvió a entrar de nuevo en la sala donde estaba Simón.

-Este negocio me parece que ha de salirme a pedir de boca.

-No cantéis victoria todavía.

-¿Dudas acaso?

-Ni dudo, ni dejo de dudar.

-Te vas volviendo muy desconfiado.

-La experiencia es madre de la ciencia, dicen.

-En ese caso, por razón natural debo tener yo más que tú.

-Sin embargo, veo que os vais volviendo confiado como un mozalvete inocente.

-¿En qué te fijas para creer eso?

-¡Demonio! ¿qué os pasó hace pocos días? Cuando más segura creíais la victoria, un azar inesperado dio por tierra todos vuestros cálculos.

-Es verdad, pero no todo ha de salir siempre mal.

-Ojalá sea como vos decís.

-Y así será, no lo dudes; tengo gran confianza en ello.

-Pues nada; no falta tanto tiempo para salir de dudas.

-Daría de buena gana cuatro doblones porque estuviéramos ya a la hora convenida y a fin de distraer mi impaciencia voime a la hostería de Santiago a regalar un tanto mi estómago. Si quieres acompañarme se te convida.

-Aceptado.

-Sí, lo que es tú no desperdicias ninguna de las ocasiones que se te presentan.

-Pues a qué estamos? cuando vos me obsequiáis, gusto tendréis en ello.

-Así es la verdad.

-Pues entonces, ¿de qué os admiráis?

-Yo no me admiro, sólo he tenido gana de gastarte una broma.

-Por tal la he tomado.

-Vamos a darnos un gran día: a ver qué te parece mi plan.

-Sepámoslo.

-Primero: a la hostería de Santiago.

-Aprobado, ¿qué más?

-Segundo: daremos un paseíto y a la vuelta de él nos pasaremos por la casa donde tengo encerrada la paloma, a fin de dar mis órdenes a la tía Ruperta.

-Convenido, ¿y después?....

-Después..... nos llegaremos a hacer una visitita a la pequeña Andrea y a su buena madre.

-Perfectamente -dijo Simón con alegría.

-En casa de nuestra buena amiga saborearemos algún pastelillo y humedeceremos las gargantas con cierto vinillo que yo me sé.

-Magnífico plan.

-¿Merece tu aprobación?

-Por completo.

-Pues andando; vamos.

-Vamos.

Al siguiente día, y a las diez de la mañana, una dama llegóse a un hombre que al parecer la estaba aguardando en la plaza de Afligidos; pocas palabras dijéronse en voz baja, y acto continuo se alejaron de aquel sitio.

Dos hombres que desde oculto sitio habian presenciado lo que acabamos de referir, echaron a andar tras la consabida pareja, y uno de ellos dijo a su compañero en voz baja y con alegre acento:

-De esta vez no se me escapa doña María.

Capítulo XLIV. Efecto que produjo el mensaje del desconocido

Verificada, según ya hemos dicho en otro lugar, la primera cura de Luis en el hospital de la Latina, trasportósele a su casa con el esmero que exigía su estado.

Concha y Joselito acordaron finalmente no decir nada a Paca mientras les fuese posible ir disimulando la verdad; pues no sabían ni de qué modo decírselo, ni aun si obrarían bien en manifestárselo.

Porque uno y otra sabían perfectamente lo mucho que Paca amaba a Luis, y conociéndolo, temían el efecto de una noticia semejante.

El corazón de Paca, como ya en otra ocasión hemos dicho, había estado hasta entonces virgen de amores; así era que al despertar de aquella especie de letargo en que había vivido, amó con toda la violencia de su alma.

Presumía, como ya hemos tenido ocasión de ver, que era amada también.

Algunas frases pronunciadas por Luis parecían demostrar le que en el corazón del caballero existía parte del fuego en que ella se abrasaba; pero ni de Luis había sabido jamás una manifestación espontánea de sus sentimientos, ni ella tampoco había procurado con sus coqueterías o con su astucia provocar de su parte aquella manifestación.

Sorprendióla aquella noche la tardanza de Concha y de Joselito.

Respecto a Luis, no podía decir lo mismo, porque el caballero iba unas noches, otras no, por impedírselo las atenciones de su posición.

Lola y Vicente hacía tiempo que habian llegado.

El pintor había Visto a Luis aquel mismo día, y se habian despedido hasta la noche. En cambio, Joselito, con el cual había pasado un rato en la botillería de Canosa, le manifestó al separarse de él, que no hacía más que ir a San Cayetano en busca de Concha, y que iba inmediatamente a la casa de su amigo.

En su consecuencia así lo manifestó Vicente, y de aquí el que todos estuvieran impacientes viendo que no llegaban los que se habian anunciado.

Cuando llegaron por fin, no pudo menos de sorprender a todos la expresión que advirtieron en sus semblantes.

Y era natural: la impresión recibida por Concha y Joselito había sido terrible. En primer lugar, por el peligro que había corrido el torero, y en segundo por la situación gravísima en que había quedado don Luis.

Así fue que su entrada en la habitación produjo un fuego graneado de preguntas que aumentaban su turbación.

-Que no tenemos nada -dijo Concha aparentando que se incomodaba a fin de que la dejasen en paz.-Vaya si estáis pesados con vuestras preguntas.

-Pues hija, tú dirás lo que quieras; pero lo cierto es que ni tú ni Joselito estáis como de ordinario: uno y otro parece que habéis tenido algún disgusto, y esto se os conoce de un modo que en vano tratáis de negarlo.

Generalmente sucede que cuando uno hace más esfuerzos para ocultar una cosa, a no tener muy vivamente desarrollado el arte del disimulo, más fácilmente se vende el secreto y esto precisamente era lo que ocurría a nuestros amigos.

Cuanto mayores esfuerzos hacían para dominarse, más se aumentaba su turbación, y lo mismo Lola que Vicente y Paca no podían menos de comprender que algo les había ocurrido, y que este algo no se lo querían decir.

De aquí resultó que la conversación languidecía, que Paca se mostraba ofendida, que Dolores estaba impaciente, y que Concha y Joselito no sabían de qué modo encontrar un pretexto para marcharse al momento, poniendo así término a una situación tan violenta.

En este momento presentóse en la casa Campillo, el criado del caballero desconocido que, como sabemos, había ido de parte de éste a casa de Paca. Preguntó por ésta y después de haberle entregado la carta que llevaba diciendo que no tenía contestación, marchóse dejando a la maja sin saber ni de quién era aquella carta, pero temblando cual si presintiera una desgracia.

Quedóse algunos momentos en la misma puerta inmóvil y con la carta en la mano.

Después entró en la salita donde estaban reunidos sus amigos y siempre dando vueltas al misterioso papel, exclamó:

-No sé por qué tengo miedo de abrir esta carta.

-Pero mujer -dijo Concha- ¿por qué no has preguntado de quién era?

-¡Si apenas he tenido tiempo! Marchóse tan pronto que no he sabido ni qué decirle siquiera.

-Vamos, mujer, ábrela -añadió Dolores.

-Si es que me sucede una cosa extraña; tengo deseos de saber qué, dice, y sin embargo tengo miedo.

-Pues no eres tú poco miedosa, chica -dijo Lola.

-Feliz tú que eres tan valiente.

-Y al fin y al cabo la carta será de don Luis.

Concha y Joselito se miraron y se estremecieron.

-¿Y para qué me había de escribir a mí don Luis? -dijo Paca.

-¡Ea, qué demonio! -dijo Vicente-así no hemos de estar toda la noche.

Paca lo comprendió de igual manera, y juzgando que era atención ridícula la suya, abrió la carta y fijó sus ojos en ella.

Pero desde que leyó las primeras líneas, una palidez extraordinaria se esparció por su semblante, y cuando concluyó quedóse inmóvil, mientras que dos silenciosas lágrimas brillaban en sus ojos y bajaban resbalando por sus mejillas a perderse en el escote de su corpiño de seda.

-¿Qué es eso, Paca? -dijeron sus amigas.

La joven no pudo contestar.

Tendió la carta a Vicente y el pintor leyó lo que sigue:

«Paca: siento la mala noticia que voy a darte, pero a la verdad va le más que lo sepas antes que después, y sobre todo que lo sepas por boca de un tan amigo tuyo como yo lo soy.

Tú amas a don Luis, pero éste, que para nada se cuida de tu amor y que se entretiene con cuantas en él confían, ha sido herido mortalmente esta noche a la puerta de San Cayetano.

El puñal que le ha herido, por más que parezca que iba dirigido contra diferente persona, era sólo para desorientarle; para él únicamente se había afilado.

Prefiero decirte la verdad entera a ocultártela como creo que harían algunas de tus amigas. De este modo sabrás en lo sucesivo a qué atenerte.

Yo velo por ti; ya te avisaré lo que debes hacer.

Don Luis de Guevara es un bribón y no debe importarte gran cosa su pérdida.»

-¡Miserable y villano debe ser quien ha escrito esto! -exclamó Vicente estrujando la carta de ira.

-Y desde luego revela tener un corazón sumamente infame cuando se goza en dar una noticia semejante -dijo Lola.

-Pero si eso no puede ser verdad..... -exclamó Vicente.

-Vamos, Paca -exclamó Joselito comprendiendo que había llegado el momento de hablar- lo que esa carta dice no es verdad en el sentido absoluto.

-¿Pero es verdad? -exclamó Paca.

-Ya que lo sabes -repuso Concha- y que has pasado el trago más gordo, ¿para qué te lo hemos de ocultar?

-¿Eso es decir que vosotros?....

-Sí, Vicente; nosotros lo sabíamos, porque lo hemos presenciado.

-¡Lo habéis presenciado!

-Sí.

-¿Y ha sido por venganza de alguna mujer? -preguntó Paca en quien los celos comenzaban a hacer su efecto.

-Me guardaré muy bien de decirlo -repuso Concha.

Y entonces refirieron todo lo que ya saben nuestros lectores, que había ocurrido a la puerta de la iglesia de San Cayetano.

Con profunda ansiedad y llenos de lágrimas los ojos, fue siguiendo Paca el relato de sus amigos, y cuando llegaron éstos al mal pronóstico hecho por los facultativos, rompió a llorar amargamente diciendo:

-Yo únicamente he sido la causa de su desgracia; por venir a verme sin duda le ha sucedido eso; la venganza tal vez de alguna de aquellas damas que le amaban lo ha puesto en este caso.

Vicente habíase quedado pensativo después que Concha y Joselito hubieron concluido.

El torero no pudo menos de decirle:

-Con que vamos, don Vicente ¿qué opina de esto su merced?

-Hombre, francamente -exclamó el pintor- no veo yo este asunto completamente claro, y no sé qué pensar de esta carta dirigida a Paca sin firma alguna, al poco tiempo de ese suceso, y aludiendo en ella a vosotros sin duda cuando dice que quizás sus amigos se lo oculten.

-Pues es verdad -dijo Concha.

-¿Vosotros habéis hablado con alguien de este particular? -dijo Dolores.

-Mi Joselito no lo sé -repuso Concha- pero yo por mí sí que he hablado, y por cierto que ahora caigo en que no tenía muy buenas trazas que digamos aquel señor.

Y Concha refirió entonces las preguntas que el desconocido la dirigiera, y todo lo demás de que el lector ya tiene noticia.

Capítulo XLV. Paca se convierte en enfermera de don Luis de Guevara

-Pues ese hombre precisamente ha sido quien ha escrito la carta que ha recibido Paca -dijo Vicente, una vez que Concha hubo concluido.

-Pero, mujer -exclamó el torero- ¿por qué no me enviaste a mí ese caballero con sus preguntas? Ya le hubiese arreglado yo.

-¿Tú? ¡Válgame Dios! ¡Cómo eres tan previsor! ¿A quién se le podía ocurrir una cosa semejante?

-En fin, el mal ya está hecho, y lo único que podemos evitar es que tenga mayores proporciones, porque, a decir verdad -continuó Vicente- no me da muy buena espina ese individuo que no sabemos quién es, que viene a dar a Paca una noticia, no por el solo placer de decirla que Luis está herido, sino para malquistarlo en el caso de que cure, excitando sus celos y haciendo que se separen y riñan dos personas que se aman.

-¿Pero, cómo hemos de reñir -repuso Paca- cuando no hemos tenido explicación de ningún género?

-Precisamente eso es lo que me prueba la maldad de ese hombre; él cree que las relaciones existen, juzgándolo por lo que Concha le ha dicho, y deseando hacer daño sin duda a Luis, a quién debe aborrecer por causas que nosotros desconocemos, ha obrado de esa manera.

-Pues es cierto -dijo Joselito.

-¿Pero quién es ese hombre?

-Yo creo que si le viese ahora no le conocería.

-Pues será menester vigilar mucho a Luis, y yo desde este momento me voy a su casa a instalarme en su cabecera.

Y efectivamente, Vicente lo hizo así.

Acompañó a Lola a su casa, despidióse de Joselito, que le prometió avisar a Ramón de la Cruz y a otros amigos del caballero, y se instaló resueltamente en la casa de su amigo.

Entretanto Paca sufría horriblemente.

Una vez sola con su madre, volvió a leer la carta que Campillo la llevara.

Todo el veneno que en aquellas líneas se encerraba, fuese poco a poco inoculando en su corazón.

Como Vicente había supuesto muy bien, en aquella carta resplandecía la intención más perversa que imaginarse pueda.

Aquellas alusiones respecto a otros. amores, aquel afán de hacer resaltar, como una venganza de mujer, un hecho que bien pudiera ser casual, y al mismo tiempo demostrando que lo hacía por el bien de ella, eran la prueba más patente de una intención perversa.

Largas horas llevóse aquella noche llorando amargamente la joven.

Su pensamiento estaba fijo en Luis.

Desde que le conocía habíale visto víctima en distintas ocasiones, de asechanzas, de lazos, de ataques, en algunos de los cuales también ella se había encontrado envuelta.

Y estos lazos y estas asechanzas, eran promovidos por la venganza de otras mujeres.

¿Por qué aquella nueva herida no podría ser hija, como decía el anónimo, de una nueva venganza mujeril?

Es verdad que Luis la había dicho una porción de veces que ninguno de aquellos amores había interesado su corazón, que no habian sido más que fuegos fatuos que le habian seducido un momento sin dejar huella alguna tras de sí.

Mas a pesar de esto, ¿no podían ser aquellas frases hijas de un momento de despecho o quizás de algún cálculo que respecto a ella hubiese podido formar?

Aquella maldita carta estaba sin cesar delante de su vista.

Aquella venganza femenina de que en ella lo hablaba, la punzaba dolorosamente.

Sin embargo, ella amaba a Luis con toda su alma.

El anónimo podía hacerla sufrir, pero no podía matar el amor que ella sentía.

Figurábasele verle en el ensangrentado lecho, entregado a mercenarios cuidados, sufriendo horriblemente y buscando a su alrededor con la mirada angustiada y abatida un rostro verdaderamente amigo que le alentase y un acento cariñoso y tierno que le infundiera fuerzas y valor.

Y ante aquel espectáculo que a su vista se ofrecía, lloraba, temblaba, sentía oprimírsele dolorosamente el corazón y no sabía qué hacer.

Horrible noche fue aquella para la pobre Paca.

Amaneció el día y los primeros resplandores del alba viéronla sentada junto a su lecho, llenos de lágrimas los ojos y pálido y marchito el semblante.

Y conforme las horas habian ido pasando, su inquietud y su zozobra habian ido en aumento también.

No podía vivir en aquella mortal angustia.

Necesitaba saber cómo seguía Luis.

-¡Madre mía! ¡madre mía! -dijo estrechando entre sus brazos a la que le diera el ser- si don Luis se muero yo me moriré también.

La pobre madre la contempló un breve espacio.

También el llanto corrió por sus mejillas, y dijo a su hija después de algunos momentos de silencio:

-Ve, hija mía, ve a saber cómo está don Luis.

-Madre, es que estará solo, y no tendrá quien le cuide.

-Cúidale en buen hora -repuso la anciana- págale con tus cuidados el haber sido tu salvador dos veces.

Paca salió precipitadamente a la calle.

No era entonces la maja atrevida y resuelta que andaba despacio contoneándose ligeramente y dirigiendo altaneras miradas a todas partes.

Era la mujer afligida que tiembla por la suerte de una existencia amada, frágil vaso de cristal que el más ligero choque puede hacer pedazos.

Cruzó las calles sin ver a nadie.

¿Para qué quería ver, si llevaba ante sus ojos la imagen de Luis y esta imagen bastaba por sí sola para eclipsar todas las demás que se la pudieran presentar?

Junto al lecho del caballero encontróse a Vicente.

-¡Paca! -exclamó éste al verla.

-¿Ha muerto? -preguntó con voz débil y alentando apenas viendo la cadavérica palidez del herido y que tenía los ojos cerrados.

-No -contestó el pintor.

-¿Vivirá?

-Sí; tal ha sido el parecer de los médicos.

-¡Ay! ¡loado sea Dios! -exclamó Paca, sintiendo su corazón desahogado del inmenso peso que le abrumaba. ¡Bendito seáis señor Vicente, bendito seáis por el bien que acabáis de hacerme!

-Vamos, Paca, calmaos.

-Dejadme, señor Vicente, dejadme que le cuido, dejadme que pueda ser yo la primera que reciba su mirada cuando el cielo le otorgue ese beneficio.

-Pero, ¿estáis en vos?

-Pensad que me moriría de pena si no estuviera a su lado.

Vicente no encontró frases que oponer al deseo de Paca.

Precisamente, como la joven había presumido muy bien, en la casa del caballero se carecía de los elementos más indispensables para hacer frente a un contratiempo como el que le había ocurrido.

En los primeros momentos Vicente procuró atenderá todo de la mejor manera que pudo.

Pero hacía falta allí la mano solícita y cuidadosa de una mujer.

Hacían falta el desvelo, la cariñosa solicitud de la mujer cuyas delicadas atenciones, cuyo inmenso cuidado jamás llega el hombre a tener.

Vicente comprendió todo lo que podría ganar su amigo con los cuidados y las atenciones de Paca, y cedió finalmente.

La maja quedó instalada junto al lecho del herido, que no tenía conciencia alguna de lo que pasaba a su alrededor.

Poco después que Paca hubo entrado en casa de don Luis, dos individuos hablaban recatadamente a no muy larga distancia del portal de aquélla.

-¿Con que esa maja -decía uno de ellos- es la misma a quien le diste la carta anoche?

-Sí, señor.

-¿Y has venido siguiéndola desde su casa?

-Lo mismo que anoche seguí también a ése otro don Vicente que no ha salido todavía, según me habéis dicho.

-Está bien, ahora vigila la casa por si sale la maja é ingéniate de manera que puedas adquirirte relaciones dentro de esa plaza.

-¿Y quién vendrá a relevarme?

-Felipe o yo. Esta noche es preciso averiguar todo lo que anoche combinamos.

-Parece que todavía debo tener algunos amigos por aquí, y quizás sepamos más de lo queremos.

-Te engañas, Campillo -repuso su compañero con acento implacable.- Yo necesito saber mucho de ese hombre, porque cuanto más sepa, más medios podré poner en juego para herirle.

-Tenéis razón, averiguaremos cuanto se pueda.

-Yo también voy a ocuparme de saber algo en las Gradas de San Felipe.

-¡Hola! ¿Vais al mentidero?

-Allí se habla de todo y alguien encontraré que conozca a mi don Luis, y me permita prepararle una buena jugada para el caso de que cure de ésta.

-Haréis bien, que lo merece todo.

-Guárdate bien de referir la verdad a mi hijo.

-Aun cuando la supiera, señor; el lobezno no reniega de su origen.

-Vigila, Campillo, vigila; y si por casualidad esa maja no sale de ahí, ya veremos de utilizar eso mismo en provecho nuestro.

Y el padre de Felipe, a quien sin duda deben haber ya conocido nuestros lectores, separóse de su criado tomando la calle adelante, mientras Campillo se acercaba a una fuente inmediata, tratando de trabar conversación con unas mozas que habian ido a llenar sus cántaros.

Paca pasó todo el día bien ajena de que de ella se estuviese ocupando nadie.

Toda su atención, todo su cuidado estaban concentrados en Luis.

Para ella no existía nada en el mundo más que él, y hasta de su propia madre se olvidaba contemplándole.

Cuando el médico llegó por la tarde, preguntóle afanosa su opinión.

Ésta fue que el joven estaba muy grave, pero que no existía peligro inmediato.

Recomendó mucha quietud; que si volvía en sí no se le dejara hablar, y después de reconocerle la herida nuevamente se retiró.

Vicente aquella noche dejó a su amigo confiado a los cuidados de Paca.

Capítulo XLVI. Dos rivales

Paca sufría horriblemente con los padecimientos de Luis.

Sin vacilar hubiera dado una parte de su existencia por mitigar los sufrimientos del herido.

Aquel estado de aletargamiento en que se hallaba, aquella postración en que le veía sumido la aterraban, y jamás súplicas más fervientes se dirigieron al cielo, que las que brotaban de los pálidos labios de la maja.

En vano Vicente la había rogado que se entregase al reposo algunos momentos siquiera.

Paca se había posesionado de la cabecera del enfermo y no había fuerza ni consideración alguna que la obligasen a abandonarla.

Vicente compartía con ella los cuidados respecto a Luis, pero el pintor tenía sus obligaciones, tenía sus compromisos que cumplir y no podía estar como Paca con tanta asiduidad cerca del herido.

La maja había confiado su anciana madre a los cuidados de Concha y de Dolores, y haciendo abstracción completa de todo, según hemos dicho, consagróse única y exclusivamente al cuidado de Luis.

Cinco días iban trascurridos de este modo, sin que el caballero hubiese reconocido nada de cuanto le rodeaba.

La fiebre le consumía, su enfermera se desesperaba viéndole que ni oía ni conocía lo que a su lado pasaba, pero el médico seguía sosteniendo su opinión de que el peligro más inmediato había pasado ya.

Un día, como de costumbre, hallábase Paca sentada a la cabecera del herido contemplándole con tanto dolor como desesperación, y dejando resbalar por sus mejillas aquellas lágrimas que se veía obligada a ocultar cada vez que alguno de los criados penetraba en el aposento.

De pronto parecióla sentir rumor en la habitación inmediata, y se apresuró a enjugarse los ojos.

Alzóse el tapiz que cubría el hueco de la puerta, y un ahogado grito de sorpresa se exhaló de sus labios.

Doña Catalina de Sandoval estaba en su presencia.

Por un momento, la mirada de aquellas dos mujeres se encontró, y si en la de Paca no había más que el enojo consiguiente al verse frente a frente de una persona respecto a la cual sabía todo el daño con que había amenazado a Luis, en cambio en el de doña Catalina resplandecían en su más gráfica expresión, los celos, la cólera, el despecho y la mala voluntad.

Durante un buen espacio, ninguna de las dos dijo una palabra.

Una y otra sabían que amaban a la misma persona, una y otra se encontraban frente a frente junto al lecho del hombre a quien amaban, y las dos estaban midiendo sus fuerzas para el rudo ataque que iban a sostener.

Paca fue quien primero rompió el silencio.

Conoció que su adversaria podría quizás sacar partido de romper el ataque, y se le adelantó, diciendo:

-¿Tendréis la bondad de decirme, señora, qué es lo que se os ofrece en este sitio?

-Para que te conteste es menester saber primero con qué carácter estás en esta casa.

-Presumo que con algún carácter más que vos.

-Te conocí en un tiempo siendo bordadora honrada, ¿por acaso hoy pasaste de manceba de don Luis a ser su enfermera?

Enrojeciéronse las mejillas de Paca, y sus ojos despidieron un fulgor sombrío.

Durante algunos segundos permaneció sin contestar, porque era tal la fuerza de su indignación, que ahogaba las frases en su garganta.

-¿No sabes qué contestarme? -preguntó con insolencia doña Catalina, viendo el silencio de la joven.

-Lo que no sé, señora, es de qué manera podré contestar que pueda devolver la ofensa recibida sin que por esto me falte a mí propia como vos lo acabáis de hacer.

-¿Acaso tratas de igualarte a mí?

-Guárdeme Dios de tan ruin pensamiento.

El acento con que pronunció Paca estas frases hirió vivamente a su rival.

Había en él una intención tal que la dama no la pudo desconocer.

-Me parece que has tomado mucho vuelo desde que te has dedicado a las aventuras.

-Nada de particular tendría, señora, si tal hubiese hecho, cuando tan perfectas maestras existen en la corte.

Doña Catalina se mordió los labios de ira.

-Atrevida te has vuelto, Paca -dijo.

-Os suplico, señora -dijo la joven desentendiéndose de estas palabras- que penséis que el estado de don Luis es muy grave, y que pudiera nuestra conversación serle perjudicial.

-¿Tanto te interesas por él?

-Algo más que vos.

-Se comprende.

-No-repuso Paca herida por el acento que había usado doña Catalina- estoy segura de que vos no lo comprendéis.

-¿Por qué?

-Porque presumo que sois incapaz de obedecer a un móvil como el que a mí me ha conducido junto a este lecho.

-¿Tratas de hacer un alarde de filantropía intentando encubrir con ella tu verdadero sentimiento?

-No tal, señora; eso no se guarda para nosotras, las mujeres del pueblo.

-¡De veras!

-El disfraz de los sentimientos no es patrimonio nuestro: decimos lo que pasa en nuestro corazón juzgamos tal y como nos lo dicta nuestra conciencia, y obramos en virtud de nuestros impulsos.

-Luego confiesas.....

-¿Qué?

-Que le amas.

-¿Por qué negarlo? -repuso Paca contemplando a Luis y bajando la voz- le amo como vos, señora; vos, que os encontráis aquí en su mismo aposento, ni le habéis podido amar ni lo sabréis amar nunca; le amo con un amor grande, único, impetuoso, ardiente; amor que no tiene otra significación que sacrificarse por el ser a quién se ama; amor que no tiene límites ni término, que es capaz de todo lo grande y que no concibe la ruindad y la bajeza; amor, en fin, señora, que no está impulsado por el egoísmo; amor que no piensa en si será o no correspondido, pero que en cambio está dispuesto a realizar siempre los más grandes sacrificios. Ése es mi amor, señora; ése es el amor que confieso con orgullo, porque en él no hay nada que me haga bajar la frente.

Trémulo el labio de ira, centelleante la mirada de despecho y agitado el seno por encontradas emociones, estuvo escuchando doña Catalina la franca manifestación de su rival.

-¿Dónde has aprendido -la dijo- esa manera de describir el amor? ¿en la botillería de Canosa, en la Cazuela del corral del Príncipe o en las gradas de la Plaza de toros?

-Lo he aprendido, señora, donde vos no podréis aprender nunca: en el corazón; para aprender en él necesitarais en primer lugar tenerlo, y como que de él carecéis, es imposible que podáis recibir sus lecciones.

-Paréceme que te sobra audacia y olvidas, sin duda, que puedo hacerte pagar muy cara tu osadía.

-¿Y vos, señora, olvidáis también que no es este vuestro puesto y que carecéis de derecho para motejarme?

-¿Y qué derecho es el tuyo en este sitio?

-El de enfermera. No he aspirado ni aspiro a otro. Seis días llevo velando, sin moverme de aquí, a ese desgraciado a quien quizás la venganza de alguna mujer sin corazón ha puesto en ese estado. Seis días hace que estoy consagrando mi tranquilidad, mi reposo, mi vida para cuidar al hombre que por dos veces no ha vacilado en arriesgar la suya en defensa de la mía, y podéis estar segura, señora, de que me encuentro dispuesta a permanecer de igual modo hasta que recobre la salud o hasta que exhale el último aliento. Ved ahora si yo que estoy dispuesta a obrar de este modo, tendré o no derecho para permanecer aquí y para hablaros como lo hago.

-Perfectamente, mucho tendrá que agradecerte don Luis cuando recobre la salud.

-Ni he pensado en su amor para amarle, ni tampoco he pensado ahora en su gratitud para servirle.

-¡Notable desinterés!

-Vuestra ironía no puede hacerme ninguna mella.

-Pero quizás pueda hacerte mella mi indignación.

-¿Quién sabe si habré tenido ya ocasión de experimentarla? y ya veis como a pesar de todo me encuentro aquí dispuesta a agradeceros, en nombre de don Luis, vuestra visita y a rogaros que no la prologuéis demasiado, porque los médicos han prohibido que se hable en esta habitación y hace ya bastante tiempo que estamos hablando.

-¡Es decir que llevas tu osadía hasta el extremo de despedirme de aquí!

-Líbreme el cielo de semejante cosa; pero como supongo que deberéis interesaros por don Luis y que interesándoos no habéis de querer su mal y no queriendo su mal habréis de respetar las prescripciones facultativas, creo que no debéis tomar a ofensa lo que acabo de deciros.

-Está bien, no creía encontrarte ni tan alta ni tan audaz; pero no te olvides de que torres algo más elevadas las he destruido al solo impulso de mi voluntad.

-Mal camino lleváis, señora, porque yo suelo ceder alguna vez a la súplica, pero jamás a las amenazas.

-Es que mis amenazas se encuentran plenamente justificadas.

-Ignoro a que pueda referirse esa justificación; pero de todos modos vuelvo a repetiros, señora, lo que antes os dije; considero este como mi puesto legítimo y digo legítimo porque es muy natural que trate de prestar mis auxilios a quien por mí se ha sacrificado dos veces, a quien cuando yo tal vez por las intrigas o la injusta venganza de alguna amiga vuestra me encontraba en grave peligro, no vaciló en exponer su existencia por salvar la mía: por lo tanto ni todas vuestras amenazas, ni todas vuestras súplicas, ni aun las mayores violencias podrían hacer que abandonase este lugar, mientras que no se encuentre restablecido o muerto el caballero a quien sirvo.

-¿Y si yo quisiera ocupar ese lugar, y si yo que como tú o tal vez más que tú me creo con mayores derechos quisiera hacerlos valer y te arrojase de aquí como te mereces, ¿qué dirías entonces?

-Que no me marcharía tampoco.

-¡Paca!

-Esa es mi última resolución, señora.

-Mira lo que haces, que mi cólera puede conducirme tal vez donde no quiero llegar.

-Llegad en buen hora, pero estad segura de que no os temo, y no os temo en primer lugar porque está la justicia de mi parte, porque mi pasado, señora, al revés de lo que sucede en el de algunas a quienes vos conocéis bastante, no existe mancha alguna, porque yo soy completamente libre para obrar como mejor me plazca, mientras que vos no lo sois, y en fin porque juzgo algo más apegada al bienestar de que disfrutáis para ir a arriesgarle por un hombre que vos misma sabéis que no os ama.

-¿Con que tú sabes todo eso? -dijo doña Catalina silbando materialmente cada una de sus palabras.

-Vos debéis saberlo mejor que yo.

-Pues bien, jugando la posición como tú dices resuelta y dispuesta a todo, yo te demostraré que no me dejo ultrajar impunemente.

-Podéis obrar como os plazca.

La calma y la serenidad de que estaba alardeando Paca, irritaban con mayor violencia a doña Catalina.

La maja comprendía que había llegado el momento supremo de su existencia, y procuraba luchar con las mayores ventajas posibles.

-Yo te juro que a despecho tuyo ocuparé yo ese lugar.

-Y yo os juro a mi vez, señora, que aun cuando tuviera que recurrir al ministro, o aun cuando tuviera que hablar al monarca en persona, vos que tal vez habéis sido la misma que habéis atentado contra su existencia, no os quedaréis aquí.

Estas últimas palabras acabaron de exasperar a doña Catalina.

Dio un paso con ademán amenazador hacia la maja a la par que decía:

-¡Oh! miserable mujer! yo te aseguro que te has de acordar de mí.

-Tened cuidado, señora -repuso Paca con una calma extraordinaria- don Luis se encuentra muy grave, y los médicos han prohibido que se le moleste: no me obliguéis a que tenga que obrar de otra manera.

Doña Catalina furiosa, doblemente irritada por lo mismo que no había conseguido vencer a aquella indomable voluntad, salió de la estancia murmurando:

-No me engañaba el anónimo que he recibido; esa mujer se ha apoderado de él por completo y se cree dueña de todo; pero ¡ay! de ella y ¡ay de él lambien si es que llega a salvarse!

Paca, a su vez, al convencerse de que doña Catalina había salido ya de la casa dejóse caer de rodillas, junto al lecho del herido, y elevando sus ojos al cielo exclamó:

-¡Madre mía! ¡madre de mi alma! ¡tú que eres el consuelo de los que sufren y el alivio de los que lloran, mira mi llanto madre mía, mira los peligros que me amenazan, y ten piedad de mí!

Cuando vino Vicente y le refirió lo ocurrido, el pintor no pudo menos de indignarse aconsejándola que por ningún estilo permitiera que aquella dama cuidase en lo más mínimo de don Luis.

Capítulo XLVII. Padre e hijo

Desde el momento en que el conde de Lazán tuvo noticias de la desaparición de su hija, había comprendido que la joven había sido víctima de alguna trama infernal; conocía demasiado a María para suponer ni por un solo momento que por su propia voluntad se había alejado de la casa paterna.

Como debe suponerse, hizo el conde cuantos esfuerzos le sugirió la imaginación a fin de poder averiguar el paradero de su hija, pero todo fue inútil; nada, absolutamente nada le fue dado averiguar.

Pasadas veinte y cuatro horas desde que se notó la desaparición de María, el conde determinó poner en conocimiento del vizconde del Juncal el triste acontecimiento que le sumía en la desesperación, y le rogaba se interesase por tratar de adquirir alguna noticia que pudiera darles luz respecto al sitio en donde podía hallarse la joven.

Al siguiente día de haber escrito al vizconde, obtuvo de éste una contestación que anonadó al desdichado conde, y para mayor desgracia recibió, al par de la del vizconde, una carta de Floridablanca, cuyo breve y serio contenido acabó de llenar de amargura el alma del afligido padre.

El contenido del billete que le dirigió el vizconde, era el siguiente:

« Señor conde: poco antes de recibir la carta que me habéis mandado, tenía ya noticias de la desaparición de María.

Durante algunas horas he reflexionado profundamente.

He aquí el resultado de mis reflexiones:

Primero María se negó a hacerme feliz, concediéndome su mano; después estuvo a punto de ser víctima de un atentado cerca de la iglesia de San Millán; cuando menos lo esperaba, me anunciasteis que vuestra hija espontáneamente se dignaba aceptarme por esposo; noticia que ella misma me confirmó, y últimamente, cuando yo creía que estaba cercano el día de mi completa ventura, María desaparece.

Dejo a vuestra consideración el calcular el efecto que tal noticia puede haberme producido.

Completamente convencido de que aquí se encierra un misterio impenetrable para mí, me veo en la dura, pero imprescindible necesidad de manifestaros que abrigo el convencimiento íntimo de que he sido durante algún tiempo víctima de una superchería, de la cual nunca pude creer capaz a quien como vos se enorgullece con el honroso título de caballero.

Toda relación entre nosotros queda rota a contar desde este momento, y bendecid a Dios porque en esta ocasión no os pida cuenta de vuestra incalificable conducta.

El vizconde del Juncal.»

La carta del ministro decía así:

«Señor conde: deploro el triste acontecimiento de que os lamentáis, y lo deploro tanto más, cuanto que desde ahora considero ya de todo punto imposible, que en ningún caso mi sobrino pueda enlazarse ya con vuestra bella y desgraciada hija.

Queda vuestro,

Floridablanca.»

En el momento en que acaba de leer ambas cartas, presentamos al conde de nuevo a los ojos del lector.

Un rayo que hubiera caído cerca de él no le hubiera causado el terrorífico efecto que en su ánimo produjo la lectura de los dos billetes.

Apoyados ambos codos sobre una mesa y escondiendo la frente entre sus manos permaneció largo rato. Su cabeza era un volcán; acumulábanse en ella multitud de sucesos pasados y presentes, y tal era la confusion de sus ideas, que hubo momentos en que temió con justa razón que se le extraviara el juicio.

Al ruido que hizo su hijo Carlos al penetrar en su estancia, levantó el conde la cabeza; estaba horriblemente pálido.

-Y bien, padre, ¿qué habéis sabido?

-¿Yo?....

-Vuestro semblante pálido y descompuesto anúnciame el estado de vuestra amargura.

-¡Ah! no; no te es dado comprenderlo bien.

-¿Qué nueva desdicha tenemos que lamentar?

-Lee -dijo el conde con voz apenas perceptible alargando las dos cartas a su hijo.

Conforme Carlos iba leyendo la misiva insultante del vizconde, en su rostro se reflejaba la terrible indignación que le dominaba.

-¡Oh! -exclamó tirando sobre la mesa la carta- este hombre supone.....

-Afirma que le he engañado villanamente -contestó el conde.

-Tal afirmación pudiera costarle la vida -dijo el joven cuyos ojos despedían rayos de indignación.

-Lee esta otra carta.

No bien Carlos hubo hecho lo que se le mandó, cuando se dejó caer abatido sobre un sillón, exclamando:

-Comprendo hasta donde alcanza vuestro infortunio.

-Hay con menos, motivo a volverse loco.

-¡Padre! -replicó el joven profundamente conmovido.

-Mi desgracia es cierta.

-Sí, el ministro.....

-El estilo de su carta lo manifiesta claramente; mi favor ha concluido, y si además el vizconde reclama ahora sus derechos a la fortuna que durante tanto tiempo me ha disputado, nuestra ruina es completa.

-¿Será acaso tan villano?....

-No sé lo que hará, pero todo lo temo.

-¡Qué cúmulo de desventuras!

-¡Oh! si te fuera dado adivinar mis sufrimientos, te horrorizarías; bien estoy ahora pagando mis extravíos juveniles; la justa mano de la Providencia castiga oportunamente mis faltas; la vida que arrastro desde hace algún tiempo es un infierno; golpe tras golpe, desdicha tras desdicha se suceden con una rapidez increíble; mis fuerzas se agotan; temo que no me sea dado resistir tan duros embates muchos días más.

-Por Dios, padre mio, no desesperéis.

Carlos estaba profundamente conmovido; la aflicción de su anciano padre había traspasado de dolor su filial corazón.

-¡Que no desespere! ¿qué recurso puede ya quedarme habiendo perdido por último la gracia del rey?

-Quizá se halle algún medio para reconquistarla nuevamente.

-Ninguno veo.

-Lo que vos no pensáis puedo pensarlo yo.

-Ha deserte imposible, hijo mio.

-¡Quién sabe!

-¿A qué mano deberé la desaparición de tu hermana?

-¿No podéis calcularlo?

-No.

-Los emisarios que habéis expedido

-Hasta ahora nada han conseguido.

-¡Oh! Todo esto es muy extraño; primero la desaparición de Luisa, luego la de mi hermana; no hay duda, ambas son víctimas de la venganza de una misma persona.

-No lo dudo.

-¡Y no sernos dado coger un cabo del hilo!

-¿Quién es capaz de adivinar de dónde nace la intriga causa hoy de mi completa desdicha?

-Poco he de poder o al fin he de averiguarlo.

-Por mi parte me hallo incapaz de intentarlo.

-Dejadlo a mi mano.

García también ha desaparecido, él podía haber adquirido datos que quizá nos dieran alguna luz.

-¿Y no sabéis dónde se puede hallar a ese sugeto?

-Ya mandé buscarle.

-¿Y no se le ha encontrado?

-No.

-Pues bien, ya veré si yo por mí solo puedo remediar tanta desventura.

-Nada has de lograr; mi felicidad consiste en la muerte.

-Desechad tan tristes ideas.

-Hace ya largo tiempo que estoy apurando la copa del dolor, y este último golpe me encuentra ya sin ánimo para resistirle.

-Es menester, pues, no desalentarse.

-Antes de mucho aguardo recibir otra fatal nueva.

-¿Qué nueva desdicha teméis?

-Una orden de destierro.

-¿Creéis que el rey?....

-Todo lo crea ya; y si acontece lo que preveo, nuestra ruina es inevitable. ¿Hasta cuándo, Dios mio, ha de durar mi suplicio? ¿Habré de legar a mis hijos por toda herencia la deshonra y la miseria?

De los ojos del joven Carlos se escaparon algunas lágrimas al oír las exclamaciones sentidas del autor de sus días; a costa de su sangre toda, hubiera deseado en aquel instante mitigar el dolor en que se hallaba sumido su anciano padre.

-Padre, fiad en mi; a vuelta de los muchos disgustos que haya podido daros, procuraré en esta apurada y triste ocasión hallar el modo de mitigar en lo que me sea dado vuestras terribles angustias.

-¿Qué podrás tú, desdichado?

-No tengo la pretensión de hallar un remedio suficiente a curar vuestros sufrimientos morales.....

-Únicamente Dios -interrumpió el conde con acento triste- pudiera hacerlo; pero le ofendí demasiado y no es dable que su severa justicia se ablande en sus rigores para conmigo.

-Dios es infinitamente bueno y suele apiadarse del que sinceramente se arrepiente de sus faltas.

-¿Acaso puede existir un hombre que esté más arrepentido que yo de mis pasados extravíos?

-No desconfiéis pues, si es así, de alcanzar un día el celestial perdón.

-Así sea -exclamó el conde derramando amargas lágrimas.

-Así, padre, llorad, el llanto calma las penas.

-¡Ah! hijo, ya mis ojos están escaldados de tantas lágrimas como han vertido.

-Dichosos aquéllos, padre, a quienes es dado desahogar las penas de su corazón vertiendo por sus ojos copioso llanto.

-Yo he apurado ya el mío; apenas me quedan lágrimas que derramar.

-Procurad tranquilizaros.

-En vano será que lo intente.

-Lo que Dios haya dispuesto, aquello ha de ser; ¿a qué, pues, afligiros de un modo tal?

-Es que la conciencia, juez invisible, pero severo, que se agita en el ser de los mortales, tortura mi alma sin piedad, y ni de noche ni de día dejo de oír su acusadora voz.

-Sois exagerado en extremo.

-Carlos, presérvete Dios de colocarte en situación igual a la mía.

Carlos guardó breve silencio; contempló tristemente a su padre que escondía su abrasada frente entre sus heladas manos, lanzó un profundo suspiro, se levantó del sillón en que estaba sentado y aproximándose al conde le dijo triste y cariñosamente:

-Lo que sea de vos, padre mio, será de mí.

-¡Dios te lo premie, Carlos! -dijo el conde alargando su diestra al joven, el cual la tomó y besó con profundo respeto.

-Adiós.

-¿Dónde vas?

-A ver si encuentro camino que nos conduzca al fin al puerto de salvación.

-Trabajo inútil, para mi mal no existe ya remedio alguno.

-En mí está el intentar buscarlo, y eso he de hacer constantemente y desde este momento.

-Haz, pues, tu voluntad; yo nada espero.

Carlos saludó a su padre y se retiró.

Capítulo XLVIII. Carlos se presenta ante la Duquesa de la Jaridilla

Al salir del aposento de su padre, el vizconde entró profundamente pensativo en el suyo.

-¿Qué hacer, cómo parar el golpe que nos amaga? ¿a quién dirigirme a fin de que interceda por nosotros con el rey? El vizconde del Juncal ha inferido a mi padre una doble ofensa; si dejándome llevar del impulso de mi corazón busco a ese hombre y lavo en su sangre el insulto con que ha mancillado nuestra honra, ¿no será abrumar más las penas que afligen ya al desventurado autor de mis días?

Guardó silencio largo rato, y al fin, como iluminado por una súbita y feliz idea, exclamó:

-¡Ah! ¡qué rayo de luz! la duquesa de la Jaridilla.....

-Ella goza de gran favor en el ánimo de nuestro soberano y también Floridablanca aprecia mucho a esa noble dama. Indudablemente la duquesa debe estar terriblemente prevenido en contra de mi padre, pero existe entre ambos un vínculo, Luisa puede ser nuestro ángel de salvación. No hay que vacilar, por violento que me sea dar semejante paso, no veo otro camino en la situación presente. Vamos, pues, a ver a la señora duquesa de la Jaridilla.

Formada su resolución, no se detuvo Carlos a meditar las consecuencias que pudieran surgir de la entrevista que anhelaba tener con la noble dama.

Con apresurado paso se dirigió el afligido mancebo hacia el palacio de la señora duquesa de la Jaridilla; una vez en él entró resueltamente y dirigiéndose a un paje, que no era otro que Aguilar, le dijo:

-Necesito indispensablemente hablar a la señora duquesa.

-El paje, que conocía aunque sólo de vista al joven, le contestó:

-¿Ignoráis, acaso, que mi señora ahora no recibe a nadie?

-No lo ignoro.

-Entonces, señor vizconde, no extrañaréis que bien a pesar mio, me niegue a anunciaros.

-¡Oh! si supierais de cuanto interés es lo que tengo que decir a la señora duquesa, indudablemente os apresuraríais a complacerme.

-No dudo que os sea necesario verla, pero.....

-Quizá ella misma sea la más interesada en oírme; se trata de una joven a quien vuestra señora no puede menos de estimar en mucho.

Aguilar creyó por instinto que se trataba de la joven prisionera, así es que contestó:

-Eso varía de aspecto; voy a anunciaros a mi señora: aguardad aquí.

Grande fue la sorpresa de la señora duquesa cuando su paje favorito la anunció el deseo manifestado por el vizconde, y con enojado acento, díjole a su paje:

-¿No sabes que a nadie recibo?

-Lo sé, señora.

-Entonces, ¿a qué anunciarme tal visita?

-Es, señora, que el vizconde viene profundamente conmovido, y manifiesta ser de gran interés lo que ha de revelaros.

-¡A mí! dijo la duquesa entre desdeñosa y admirada.

-Eso me ha significado.

-¡Es verdaderamente extraño!

-¿Le diré, pues, que no podéis recibirle?

-No; hazle entrar.

El paje se retiró.

-¿Qué ha dicho? -preguntó Carlos con afán en cuanto vio a Aguilar.

-La señora.....

-¿Se niega a recibirme?

-No.

-¡Ah! -exclamó respirando con cierta satisfacción el demandante.

-Bien podéis creer que sois una excepción.

-Nunca podéis figuraros cuánto agradezco vuestra solicitud.

-Seguidme -dijo Aguilar.

A los cortos momentos después se hallaba el vizconde en presencia de la severa dama.

-Perdonad, señora, el que me haya atrevido a turbar la soledad a que vivís entregada.

-Sentaos, caballero, y expresadme a qué debo el honor de vuestra visita.

Carlos saludó y tomó asiento a corta distancia de la duquesa.

-Señora, aunque sin ningún título a vuestros ojos que pueda justificar lo suficiente el paso que vengo a dar.....

-Serenaos, caballero; estáis, por lo que veo, tristemente afectado.

-No puedo negarlo.

-¿En qué puedo serviros?

-Podéis ser el ángel salvador de mi familia.

-¡Yo! -dijo la duquesa palideciendo.

-No ignoro que tenéis motivos de queja contra mi padre.

-Si eso sabéis, ¿cómo solicitáis gracia alguna de mí?

-Porque sé hasta donde raya vuestra bondad.

-¿Creéis que sea tanta, que pueda olvidar las ofensas que se me infieren?

-Los ángeles no conocen la venganza.

-Desgraciadamente soy una simple mortal como cualquiera otra, y por lo tanto me hallo sujeta a las imperfecciones humanas.

-Vuestro corazón es noble y generoso.

-Mi corazón está hecho pedazos dentro de mi pecho.

-Compadeceos de las desgracias que nos afligen, que son muchas, y evitad la que nos amenaza cercana; el enojo del rey.

En breves y sentidas frases refirió Carlos la desaparición de María y el contenido de las cartas de Floridablanca y del vizconde.

La duquesa le oyó atentamente y en cuanto el joven hubo terminado su triste narración, dijo:

-Duéleme de lo que acontece a la hermosa María y si estuviera en mi mano significaros donde se halla, lo haría muy gustosa; respecto a lo demás ¿qué queréis que os diga?

-Noble duquesa, vos podéis desenojar al ministro; grande es vuestro valimiento.

-¿Pretendéis que vaya a interesarme por el hombre al que tantos pesares debo?

-Señora, es mi padre.

-Su castigo es justo.

-Pero es mi padre -dijo el joven de cuyos ojos se desprendieron algunas lágrimas.

La duquesa estaba conmovida.

-El, siquiera tiene un hijo cerca de sí -exclamó la dama con melancólico acento.

-Quizá Dios os conceda en breve igual ventura.

-¿Qué queréis decir?

-Que mi padre.....

-¿Otra vez el conde?

-El conde ha buscado ansioso a cierta joven a quien deseaba colocar a vuestro lado para que de ella recibierais el cariño a que sois acreedora.

Carlos, comprendiendo que no hay madre que no desee ardientemente hallar, si lo ha perdido, el fruto de sus entrañas, insistió en favor de su padre a fin de interesar a la duquesa en su pro.

-¿Y qué resultado dieron las pesquisas? -preguntó la dama con visible afán.

-El de encontrar a la joven a quien se buscaba.

-¿Decís? -replicó con creciente interés la duquesa.

-Digo la verdad.

-¿Y por qué, pues, no está aquí?

-La joven de quien se trata se hallaba algo indispuesta; estuvo en mi casa durante algunos días; repuesta al fin, empezó a acudir con mi hermana al templo, y.....

-Continuad.

-Hace unos doce días que ha desaparecido é inútilmente hemos hecho cuanto nos ha sido dable para encontrarla.

-¡Es extraño! -dijo la duquesa cuyo corazón latía con violencia.

-Señora, os he dicho la verdad. Pero ¿qué tenéis? estáis profundamente conmovida. ¿Os halláis indispuesta?

-¡Oh! no; escuchad.

-Decid, señora.

La dama contó cuanto sabía respecto a la prisionera que vivía encerrada en la casa cercana.

-¿Está aún en esta casa? -preguntó Carlos.

-Ayer por lo menos estaba; pero a contar desde el día en que mi paje le arrojó la carta no baja al jardín; se conoce que sólo la permiten asomarse al balcón que cae a él. Yo no me he atrevido a dar parte a la justicia por temor a que sus secuestradores cometieran con ella alguna infamia al verse descubiertos, y esperaba hallar el medio de poder salvarla sin exponer su existencia.

-¿Se divisa el balcón de que me habéis hablado desde vuestro mirador?

-Perfectamente.

-¿A qué horas suele estar en él esa joven?

-La mayor parte del día.

-¿Tenéis inconveniente en que yo la vea?

-Os lo iba yo a suplicar.

-Entonces pronto sabremos si el corazón me engaña.

-¿Suponéis? dijo la duquesa con emoción.

-Supongo que sea Luisa; la joven que mi padre anhelaba presentaros.

-¡Dios mio!

-Sí, esa es mi creencia.

-Si fuera ella.....

-Fiad en mí, que yo la salvaré.

-Seguidme, vizconde.

-Vamos, señora.

-¡Oh! apenas puedo sostenerme en pié; me es imposible el dar un paso.

-Si os dignáis mandar que se me guíe al sitio conveniente, iré sin vos; y al punto que me cerciore de si mi creencia es o no cierta vendré a daros cuenta de ello.

-Sí; eso es lo mejor.

La duquesa tiró de un llamador y no tardó en acudir Aguilar a su llamamiento.

-¿Qué ordenáis, señora?

-Aguilar, guía al señor vizconde al mirador.

-Está muy bien.

-Indícale el balcón de la joven cautiva.

-Así lo haré.

-Yo, señor vizconde, aquí quedo, esperando vuestra vuelta.

-Tan pronto como haya visto a la joven me pondré a vuestras órdenes.

El vizconde y Aguilar salieron del salón y se dirigieron al mirador apresuradamente.

El paje llegó arriba mucho antes que el vizconde; éste le preguntó:

-¿Está en el balcón?

-Sí, llorando como siempre -contestó Aguilar.-Mirad, dijo indicando con el índice de su derecha mano- allí, señor vizconde.

Siguió Carlos con los ojos el sitio que le indicaba Aguilar é instantáneamente sus labios murmuraron:

-¡Luisa!

Capítulo XLIX. Carlos se compromete a salvar a Luisa

-¿La conocéis, señor vizconde?

-¡Oh! mucho.

-Tan hermosa y tan desgraciada como parece.

-Lo es más de lo que podéis imaginar -contestó con emoción el vizconde.

-De buena gana arriesgaría mi vida por salvarla.

-Quizá os recuerde la promesa.

-Cuando queráis, siempre que no se oponga a ello la señora duquesa.

-Yo os prometo que no ha de oponerse.

-Tal creo, porque manifiesta gran interés por esa joven.

-Alguno más tendrá ahora.

-¿Bajamos ya?

-No.

-¿Qué aguardáis?

-El momento en que dirija aquí sus ojos para que advierta mi presencia a fin de significarla que yo sé dónde está.

-¡Pobrecilla! Eso quizá la dé alguna esperanza. ¿Qué miráis?

-Calculo la altura de la tapia.

-Mucha es.

-Por mucha que sea, no me arredra.

-Mirad.

-Luisa tenía en aquel momento la vista fija en el mirador; en cuanto reconoció a Carlos sintió vivísima emoción. El vizconde por medio de algunas señas procuró hacerla entender que tuviese confianza en él. La joven no contestó a ninguna de sus señas. Carlos la saludó, y dijo a Aguilar:

-Ya me ha entendido, estoy seguro de ello.

-No ha contestado a ninguna de las señales que habéis hecho.

-Quizá dentro de la habitación hay alguien.

-Tal vez la pícara vieja que de cuando en cuando se asoma con ella al balcón.

-Algo de eso debe ser.

-¿Y cómo indicarle el día en que debe estar preparada?

-Muy fácilmente.

-No lo atino, porque si se le arroja una carta, la persona que haya en la sala lo advertirá.

-Hay un medio para evitar eso.

-¿Cuál?

-¿Conocéis algún pintor?

-Más de uno.

-Id inmediatamente en busca de uno, y en una tira de papel blanco de unos cuatro palmos de largo por tres de ancho, encargadle que ponga en letras bastante grandes, para que ella pueda distinguirlas las siguientes palabras:

«Luisa, esta noche a las doce, dejad los postigos entornados.»

-Entiendo.

-Esa es obra de pocos minutos.

-Indudablemente.

-En cuanto el letrero esté concluido os venís aquí y procuráis aprovechar un momento en que la joven fije la vista en este sitio a fin de enseñarle.....

-Entendido.

-Eso ha de ser hoy mismo.

-No he de tardar media hora en hallarme aquí de vuelta.

-Vamos, pues, a ver a la señora duquesa.

-Sí, y aprovecharé la ocasión de pedirle permiso para ir a casa del pintor.

-Vale más que no perdáis el tiempo, yo he de hablar a solas con la señora duquesa y entretanto vos tenéis tiempo de volver con el letrero.

-No tengo inconveniente en complaceros.

El vizconde y Aguilar abandonaron el mirador, el segundo fuese a cumplir el encargo que se le hiciera y el primero entró en la habitación de la señora duquesa.

-¿Qué hay? -preguntó la noble dama con marcado interés.

-Es ella, señora.

Al oír tal respuesta la duquesa que se hallaba de pié, vaciló y tuvo que apoyarse en el respaldo de un sillón por temor de caer sobre el pavimento. Carlos se aproximó a ella, y cariñosamente la dijo:

-Valor, señora.

-¡Dios mío! ¿La habré hallado al cabo y no me será dable estrecharla entre mis brazos? ¿Cómo salvarla? ¿De qué medio valerme para conseguir su libertad?

-Es sumamente fácil, señora.

-No tanto como imagináis.

-¿En qué fundáis vuestros recelos?

-¿Quién nos dice que esa casa no tenga alguna salida secreta, de la cual se valgan las personas que aguardan a mi.....a esa niña -se apresuró a decir la duquesa- en el momento en que vieren entrar gentes extrañas en su morada? ¿Quién nos asegura que no se la llevarán a donde jamás me fuera dable dar con ella?

-Justos son estos temores.

-Ya veis, pues, si tengo razón para dudar en la elección del medio que emplear se deba para salvar a esa desgraciada.

-Me atrevo a rogaros que dejéis a mi cargo ese negocio.

-¿Vos intentaréis?....

-Rescatarla.

-¡Oh! si eso hicierais.....

-Eso haré y, o la salvaré, o perderé la vida en la demanda.

-Acción tan noble y generosa bien vale de mi parte un sacrificio.

-¿Cuál, señora? -preguntó Carlos con vivo interés.

-¿Qué habéis solicitado de mí?

-¿Será posible que condescendáis?....

-Vuestro generoso ofrecimiento me obliga a ello.

-¡Oh! señora, mi gratitud será eterna.

-No será menor la que os deba yo a vos si conseguís el noble objeto que os habéis propuesto.

-No se han de pasar muchas horas sin que sepamos a qué atenernos.

-¿Cuándo intentaréis salvarla?

-Esta noche.

-¿Por qué medios?

-¿Supongo no tendréis inconveniente en que vuestro paje me preste su ayuda?

-¿Cómo he de tenerlo estando yo tan interesada en ese asunto?

-Entonces, fiad en mí.

-¿Pero no podéis explicarme vuestro plan?

-No le tengo aún del todo formado; solamente me es dado deciros que a las once estaré aquí; vuestro paje y yo penetraremos en el parque, y desde él, con la ayuda de Dios primero y con mi ingenio y mi valor después, se hará lo demás.

-Meditad mucho, no sea cosa que vayáis a perderos sin salvarla.

-Es demasiado noble la causa que defiendo para que dude del éxito de mi tentativa.

-Mucho os deberá vuestro padre de hoy en adelante.

-A vos, señora, no a mí.

-A vos, a vos tan sólo; lo que yo estoy dispuesto a hacer ¿por quién lo haré?

-Lo haréis porque tenéis un noble corazón.

-No me supongáis mejor de lo que soy; -el interesarme como lo haré en favor del conde, se deberá sólo al servicio que espontáneamente os habéis brindado a hacerme.

-Hasta la noche pues, noble señora.

-Quiera el cielo ayudaros, generoso joven.

Carlos se inclinó respetuosamente, y con el corazón lleno de júbilo y de esperanza se separó de la noble duquesa de la Jaridilla.

Capítulo L. Donde había ido a parar María de Lazán

En medio del profundo disgusto que reinaba en casa del conde de Lazán, recibió éste una carta en que se le decía lo siguiente:

«Conde: si recuerdas la carta que no hace muchos días te se dirigió, comprenderás perfectamente de dónde ha partido el golpe que te hiere.

No busques a tu hija, porque serán inútiles tus diligencias; y el día en que la encuentres, estoy segura que te ha de pesar el haberla encontrado.»

-¿Qué quiere decir esto, Dios mio! -exclamó el conde después que hubo leído la carta que acabamos de mencionar.

Precisamente en los momentos más amargos de mi vida vienen a desplomarse sobre mí todos las calamidades. Todos los extravíos, todos los errores de mi vida pasada parece que se han dado cita para hacerme tocar las consecuencias hoy, cuando más agobiado me encuentro. Esta hija de Fuentidueña, este nuevo espectro de un pasado que yo deploro, hoy que ya no tiene remedio, ¿quién es? Si mal no recuerdo, el conde no tuvo ningún hijo. ¿Si entonces me lo ocultarían y el difunto conde legaría esta venganza a su heredera? No sé qué pensar, ni qué decir, ni qué hacer.

Y el conde, abismado en sus reflexiones, sepultó la cabeza entre sus manos permaneciendo así un largo espacio.

La desaparición de su hija le había realmente anonadado.

En brevísimo espacio, se le habían juntado tantas contrariedades, que había momentos en que realmente desfallecía bajo el peso del dolor.

Cuando esperó en vano el regreso de su hija, cuando los criados le dijeron que la habian conducido a la calle de Leganitos, que había descendido de la silla de manos diciendo que la aguardasen, y que sin embargo no había vuelto, de la misma manera que había sucedido con Luisa, el dolor de aquel padre no conoció límites.

Y fue necesario que su hijo agotase todas las reflexiones y le infundiese todas las esperanzas imaginables para que fuera, sino tranquilizándose, alentándose un poco por lo menos.

Después recibió el nuevo golpe de parte del futuro esposo de su hija, y de parte también del mismo Floridablanca.

Aquellos dos raptos verificados en tan pocos dios y llevados a cabo con una audacia tan extraordinaria no pudieron menos de excitar la atención de las autoridades, y pusiéronse en juego todos los elementos que la administración de justicia en aquella época tenía a sus alcances.

Pero desde el momento en que Floridablanca manifestó al conde, como sabemos, su desabrimiento, juzgando tal vez la desaparición de María como un subterfugio para eludir un matrimonio que a la joven había repugnado al principio, las pesquisas de la autoridad disminuyeron, y el conde se vio obligado a hacer uso de sus propios recursos para buscar a su hija.

Entonces fue cuando Carlos, viendo el abatimiento de su padre, se dirigió a la duquesa de la Jaridilla del modo que hemos visto en otro lugar.

Antonio se portó en aquellas circunstancias del modo que era de esperar, dada la nobleza de sus sentimientos.

No vio las faltas cometidas por su padre, no recordó lo que el vizconde había hecho con Luisa, no vio más que el dolor de ambos, y sin descuidar el seguir dando pasos para encontrar a ésta, ayudóles activamente en sus pesquisas respecto a María.

Marchóse inmediatamente a ver a Azucena.

Pero García no había parecido por su casa hacía muchos días, y nada pudo saber por aquel lado.

Al mismo tiempo, supo Antonio por Joselito y por su amigo Ramón de la Cruz la desgracia que le había sucedido a don Luis, y en semejante cúmulo de desgracias no sabía realmente, ni a cuál atender, ni qué medio encontrar para atenuarlas.

¿Cuál había sido entretanto la suerte de María?

Nuestros lectores recordarán que sin desconfianza de ningún género había ido siguiendo a la persona que se le presentó para conducirla hasta el punto en que Luisa se hallaba.

En su afán de contribuir a tranquilizar a su padre, y quizás a contribuir a que su hermano devolviese a la joven el cariño a que ella se creía con tan legítimo derecho, no calculó que era muy extraño que Luisa la escribiese una carta para que fuese a buscarla, cuando si había medio para que ella entrase en su prisión, con mayor motivo debía haberlo para que ella hubiese salido.

Nada de esto pudo pensar, ofuscaba su corazón el deseo; y en su consecuencia, sin desconfiar, sin comprender toda la importancia del paso que iba a dar, ni apreciar las consecuencias que iba a tener, siguió a su conductor, sin comprender que se alejaban de la calle de Leganitos, que atravesaban otras de peor especie, doblemente amenazadoras en aquella época, hasta que finalmente se detuvieron ante un caserón destartalado, de agrietadas paredes y de repugnante aspecto, a cuya puerta llamó de un modo particular el individuo que la acompañaba.

-¿Es aquí donde está Luisa? -preguntó la joven a su compañero.

-Sí, señora; pero ruego a vuestra merced no pronuncie en estos momentos ese nombre, porque nos es preciso ahora adoptar una porción de precauciones.

-¿Pero la encontraremos?

-¡Silencio!

En este momento abrióse la puerta de la casa.

Un individuo, de aspecto un tanto repulsivo, apareció en ella.

El que acompañaba a María cruzó algunas palabras en voz baja con él, y el paso quedó franco para la joven.

Cruzaron el ancho zaguán, perdiéronse por un corredor estrecho, largo y débilmente alumbrado, franquearon una puerta que en el fondo había, cruzaron después varias habitaciones, y finalmente llegaron a una pequeña cámara modestamente amueblada en la cual dijo a María su compañero:

-Sírvase vuestra merced esperar, que voy en busca de la persona que os aguarda.

Y el desconocido abandonó el aposento. Cerróse la puerta tras de él, y María quedóse sola.

Entonces sintió que por su mente cruzaba algo de extraño; un relámpago de desconfianza que la impulsó sin saber cómo a dirigirse a la puerta por donde había entrado y a la otra por donde su guía había desaparecido.

Ambas estaban cerradas por fuera.

La ligera sospecha que había brotado en la mente de la joven, creció de un modo tal en breves segundos, que cubrió su rostro de mortal palidez y heló de espanto su corazón.

Durante algún tiempo permaneció inmóvil; no se atrevía ni aun a respirar al objeto de percibir el más leve rumor que pudieran hacer en la vecina estancia.

Pero aquella casa parecía la mansión del silencio.

Nada se percibía en ella, ningún rumor llegaba a los oídos de la joven, y aquella extraña quietud aumentaba todavía su terror.

La habitación en que se encontraba estaba muy modestamente amueblada, según hemos dicho; pero no carecía tampoco de lo más indispensable.

Sobre una mesa había algunos fiambres, en los cuales no reparó la joven a su entrada en el aposento, pero que después al recorrerle advirtió, probándole con esto, que se había pensado sin duda en hacer de aquella estancia su prisión.

Durante toda la noche la joven permaneció atenta, temblando de miedo y no pudiendo comprender la suerte que le estaba destinada.

Dejando a un lado el propio temor, pensaba en el inmenso disgusto de su padre, en el trastorno que podría haber en su casa, reciente todavía la desaparición de Luisa que tanto disgusto había ocasionado.

A la madrugada rindióla el sueño algunas horas.

Sentada habíase quedado en una silla, cuando ligero rumor que hizo la puerta al abrirse, la despertó.

El mismo hombre a quien había visto la noche anterior franquearle la puerta de la calle, se presentó a su vista.

Levantóse inmediatamente, y corrió hacia él, diciéndole:

-¿Dónde estoy? ¿Qué quiere decir esto? ¿Por qué me habéis dejado encerrada aquí?

-¡Callemos, señora! -le dijo aquel hombre tratando de suavizar la aspereza de su acento- estáis aquí porque así ha convenido a las personas que os trajeron: nada temáis, porque no se trata de haceros daño alguno, pero debo deciros, por vuestro propio bien, que os resignéis con vuestra suerte, que comáis, pues ya veo que no habéis tocado los manjares que os había dispuesto, y que tengáis paciencia hasta el día en que os pongan en libertad.

-¿Pero con qué derecho me tienen aquí? ¿Quién me ha traído aquí? -preguntó María a quien las frases de su carcelero tranquilizaban muy poco.

-Siento no poder contestaros a esas preguntas; pedidme cuanto queráis y yo pueda daros; pero no me preguntéis nada respecto de las personas a quienes obedezco.

-¿Y no comprendéis que el día en que llegue a descubrirse dónde estoy, vais a correr grave peligro? ¿Creéis acaso que mi padre y mi hermano no han de hacer diligencias para encontrarme?

-Ésas no son cuentas mías, señora.

-Si me pusieseis en libertad, si me llevaseis al lado de mi padre, podéis contar desde luego con que habríais hecho vuestra suerte.

-Prefiero no hacerla y obedecer a quien me manda, y puesto que nada queréis, y hablar de estos asuntos no me conviene, el cielo os guarde, señora.

Y el carcelero salió, dejando a María llena de mayores inquietudes, y mucho más preocupada por la suerte que iba a correr.

Capítulo LI. Amor de viejo

Aunque el lector habrá sospechado ya a qué obedecía la prohibición que a Luisa se le había impuesto de no salir de su aposento, no estará de más que digamos cuatro palabras sobre el particular.

Cuando la vieja carcelera de la joven vio a don Tadeo, le contó cuanto había visto.

Recuérdese que Simón y don Tadeo, después de haber hablado con Francisco, y haber adquirido la certeza de que la hija del conde de Lazán caería en breve en su poder, habían dispuesto celebrar la noticia yéndose a comer a la hostería de Santiago.

Terminado el opíparo banquete, los dos camaradas fuéronse a dar un paseo, y cuando de darlo regresaban, llegáronse a la casa en donde estaba encerrada la pobre joven.

Apenas supo don Tadeo lo que había ocurrido aquella tarde, dijo:

-¿Ésas tenemos? Pues se acabó el paseo.

-Muy bien hecho -gruñó la vieja. -Cuantas más contemplaciones gastéis, peor que peor.

-Por ahora queda prohibido que salga de su habitación, y de aquí a unos días, ya buscaré yo nuevo alojamiento para esa paloma.

-En no dejándola salir del cuarto, no hay cuidado.

-Es verdad, porque desde el balcón no puede comunicarse con nadie.

-No entiendo por qué no habéis mandado fuera de Madrid a la cautiva -dijo Simón.

-Yo me entiendo, amigo mío.

-¿Qué ventajas os proporciona el guardarla? Gastos únicamente.

-¿Querías que la soltara y que por ella se supiese lo que a mí no me conviene que se sepa?

-En ese caso, amigos tenéis que habitan lejos de la corte y les podíais haber obsequiado mandándoles a esa muchacha.

Los ojos de don Tadeo brillaron de un modo singular.

-¡Eso, nunca!

-¡Canastos! Cualquiera diría que la moza os ha flechado, según el interés que por ella parecéis tomaros. ¡Ja, ja, ja! Tendría que ver.

-Mira, Simón; el vino que has bebido se te ha subido a la cabeza, y dices cosas que no tienen pies ni cabeza.

-Pues apostaría cualquier cosa a que no me he equivocado.

-Ba, ba, dejemos eso; aguárdame aquí.

-¿Vais a ver a vuestro pimpollo?

-Voy a donde quiero.

-Está bien; aquí quedo aguardando.

Don Tadeo se dirigió a la habitación que ocupaba Luisa.

En cuanto la joven le vio entrar, corrió hacia él, y le preguntó:

-¿Traéis alguna nueva feliz para mí?

-Antes por el contrario, me veo precisado a daros un pequeño disgusto.

-¡Dios mío! ¿Qué nueva desgracia?....

-De ella vos tenéis la culpa.

-¿Yo?

-Vos misma.

-Explicaos.

-Solicitasteis y obtuvisteis permiso de poder pasearos algunas horas durante el día por el pequeño jardincillo que hay en esta casa.

-Es verdad -contestó la joven temblando.

-¿Y qué uso habéis hecho del permiso que os concedí?

-Yo.....

-Tened entendido que lo sé todo.

-¡Dios mío!

-No falta quien os ha visto atar un papel al extremo de un cordón.

Luisa estaba más muerta que viva.

Don Tadeo la devoraba con la vista.

-Bien comprenderéis que después de haber abusado así de mi confianza, me veo en la necesidad de prohibiros que bajéis más al jardín.

-Pero ¿hasta cuándo ha de durar mi cautiverio?

-Eso dependerá en parte de vos misma.

-¿De mí?

-Como lo oís.

-¿Qué debo hacer, pues?

-Ser amable.

-No os entiendo -dijo Luisa con cierto temor que no acertaba a explicarse.

-¿No me entendéis?

-No por cierto.

-Me explicaré, pues.

-Espero que nada que no deba oír me diréis.

-Creo que no habrán pasado desapercibidas a vuestros ojos las finezas que os he dispensado; ¿no es así?

-Y ¿qué queréis darme a entender con eso? -contestó la joven dando un paso hacia atrás.

-Quiero decir que estáis amenazada de un gran peligro, que vuestra vida corre riesgo y que yo sólo puedo salvaros.

-Pues bien, tened piedad de mí.

-Ya os he dicho que eso depende de vos.

-Pero ¿qué habéis querido significar?

-He querido decir que es necesario, si queréis salvaros, que seáis mía.

Luisa lanzó un grito de horror.

-¡Ah! callad, callad; sois un infame.

-Soy un hombre que quiere salvaros.

-No continuéis, no quiero escucharos.

-Pero como aquí mando yo, tendréis que atenderme mal que os pese.

-Habéis arrojado al fin la máscara con que encubríais vuestro rostro.

-Sí; me ahogaba con ella, mejor es que me conozcáis tal cual soy.

-¿Pero en qué he podido yo ofenderos para que así conspiréis en mi daño?

-No resistáis a mis deseos y nada tendréis que temer.

-Antes la muerte.

-Reflexionadlo bien.

-Huid, apartaos de mi presencia.

-No; que habéis de escucharme.

-¿Para qué perder el tiempo?

-Os interesa oírme.

-Decid, pues, lo que gustéis.

-Según tengo entendido, amáis mucho a doña María de Lazán.

-¿Qué queréis darme a entender? -preguntó Luisa sobresaltada.

-Que estáis destinada a correr la suerte que ella correrá.

-Y es.....

-Mañana vuestra amiga quedará en mi poder.

-No lo creo.

-Haced lo que gustéis, pero yo os fío que la hermosa doña María mañana estará bajo mi dominio, y cumpliendo con las órdenes que tengo, pasado mañana la aristocrática joven pasará a ser la alegría de un lupanar ¿comprendéis?

-Comprendo que la infeliz María es víctima de una infame maquinación, pero en vano se querrá vencer su virtud.

-¡Ja, ja, ja! buen caso harán de su virtud las gentes de que se verá rodeada; de grado o por fuerza, sucumbirá a manos de los libertinos a quienes será entregada; no tengáis duda de ello.

-¡Es posible tanta infamia!

-Ahora bien; si vos no accedéis a mis ruegos, tendréis el mismo porvenir.

-¿Y no teméis que al fin se descubran vuestras maldades?

-Tengo bien resguardadas las espaldas.

-Si los hombres no, Dios sabrá castigaros.

-Dios no se ocupa de lo que aquí abajo ocurre.

-¿No tenéis, pues, temor a nada?

-Ni tengo por qué tenerlo.

-¿Tan endurecido está vuestro corazón?

-Mi corazón sólo sabe palpitar de emoción cuando estáis cerca de mí.

-Huid, huid de mi presencia; me causáis horror.

Luisa estaba trémula, estaba convulsa, se sentía desfallecer.

-Sí, voy a marcharme.

-Hacedlo cuanto antes, por Dios os lo pido.

-Más que eso haré.

-¡Dios mío, Dios mío! -exclamó la triste joven cubriéndose el rostro con las manos.

-Tres días tenéis de plazo para decidir de vuestra suerte, y hasta que venza el plazo no volveré a presentarme a vuestra vista.

-Será inútil que volváis.

-Pues volveré, tenedlo entendido.

-Yo no he de prestar oídos a vuestras vergonzosas proposiciones.

-Peor para vos, porque en ese caso ya os he dicho la suerte que os espera.

-Confío en Dios.

-Meditad bien, ya os lo he dicho; tres días tenéis de plazo.

Sin añadir una palabra más, don Tadeo abandonó aquel aposento y se dirigió al sitio donde le aguardaba Simón.

En cuanto Luisa se vio sola se postró de hinojos, y derramando un mar de lágrimas, se puso a orar con fervor.

En cuanto don Tadeo llegó al sitio donde habían quedado aguardando Simón y Ruperta, le dijo a esta última:

-En cuanto salgamos, sube al aposento de la prisionera, y después de dejarle las provisiones necesarias para acabar el día de hoy, cierra de nuevo la puerta y no aparezcas por allí hasta mañana por la mañana a la hora en que debas llevarle nuevas provisiones, ¿lo entiendes?

-Está bien.

-Cuida de no contestar a ninguna de las preguntas que te dirija, sean las que quieran.

-Así lo haré, perded cuidado.

-En ti confío.

-Podéis tener confianza, que no han de ablandarme a mí los lloriqueos de esa melindrosa.

-Pues hasta mañana.

-Hasta mañana.

-¿Vamos?

-No deseo otra cosa -contestó Simón.

-Pues andando.

Los dos bribones uno en pos del otro salieron a la calle.

-¿Sabéis, amigo don Tadeo, que habéis bajado con el semblante descompuesto? ¿qué os ha ocurrido allí arriba?

-Nada de particular.

-A mí con ésas .....

-¿Qué quieres que me haya ocurrido?

-Lo sospecho.

-¿Qué sospechas?

-Lo que os he indicado antes de que subierais a ver a vuestra .....

-Chit! habla bajo que alguno pudiera oírte.

-Pues bien, como os decía, presumo que esa moza os ha hecho tilín.

-¿A qué negártelo? es verdad.

-¿Veis como yo decía bien? y qué, ¿no consiente?

-Se resiste.

-Pues venced su resistencia.

-¡Oh! no ha de escaparme, yo te lo prometo.

-De ello me alegraré.

-No hablemos de eso más.

-Convenido; apretemos el paso porque estoy deseando llegar a casa de Andrea.

-Sospecho que también tú has caído en las redes del amor; la madre y no la hija es la que tú deseas ver.

-Franqueza por franqueza; es verdad.

-Te doy la enhorabuena porque es mujer que vale cualquier cosa y ésa es plaza fácil de conquistar.

En esto llegaron a la puerta de la casa que ocupaban las mendigas de San Cayetano.

-Ea! para arriba.

-Subamos pues.

Capítulo LII. Aparición inesperada

Cuando Carlos salió del palacio de la duquesa de la Jaridilla, fuese en derechura a su casa, y una vez en su aposento, llamó a su ayuda de cámara a fin de encargarle le proporcionara en el término de cuatro horas y costasen lo que costasen, ciertos objetos que el vizconde juzgaba necesarios para procurar la evasión de Luisa.

El ayuda de cámara, que era mozo listo y que en más de una ocasión había proporcionado a su señor los útiles necesarios para llevar a cabo empresas por el estilo de la que ahora se trataba, ofreció a Carlos que antes de la hora que le había señalado, quedarían en su poder los objetos pedidos.

Por su parte, Aguilar, el paje de la duquesa, había hecho cuanto el vizconde le encargara, y una vez en su poder el letrero que se le había pedido, voló hacia el palacio, y una vez en él, informó a la señora duquesa del encargo que el vizconde le había hecho, preguntándole si ella estaba conforme en que obedeciera.

Otorgada la venia de la duquesa, Aguilar subió al mirador, y espiando el momento oportuno, extendió el letrero de modo que la joven Luisa pudiese hacerse cargo del escrito.

Una vez convencido el paje de que la cautiva quedaba enterada de lo que la convenía saber, abandonó el mirador, y se dirigió de nuevo al aposento de su señora.

-He cumplido mi encargo.

-¿Crees que se habrá enterado?

-No me cabe duda de ello.

-¿Te ha significado por medio de alguna seña?....

-Sí, aunque apenas se ha movido; se conoce que tiene mucho miedo; indudablemente está muy vigilada.

-¡Infeliz! -exclamó la duquesa lanzando un profundo suspiro.

-¡Quiera el cielo que el señor vizconde logre el noble objeto que se ha propuesto!

-Tiemblo a pesar mío.

-Poco tiempo se ha de pasar para salir de dudas.

-En cuanto el señor vizconde llegue, ponte a su disposición, y proporciónale todo aquello que te pidiere.

-Está muy bien, señora duquesa.

-Si por acaso el vizconde deseara hablarme, introdúcelo al momento en mi habitación.

-Así lo haré.

-¿Crees que alguien además de la joven haya podido ver el letrero en el momento en que lo has extendido en el mirador?

-Creo que únicamente ella lo ha visto.

-¡Dios lo quiera! Retírate.

El paje obedeció; la duquesa quedó abismada en sus reflexiones.

Las once acababan de dar en el reloj de la vecina iglesia, cuando don Tadeo penetraba en la misteriosa casa donde estaba encerrada la desdichada Luisa.

-Durmiendo me estaba ya, de modo que no sé cómo he acertado a oír vuestra seña; si tardáis un poco más, de fijo que no os oigo y tenéis que volveros sin entrar.

-Pues me hubiera divertido.

-¡Qué queréis! Tengo el sueño muy pesado, y como me levanto tempranito, al sonar las diez de la noche los ojos se me cierran a mi pesar; hoy, como sabía que habíais de venir, he hecho un esfuerzo; pero ya no puedo tenerme en pié.

-Dame la llave.

-Aquí la tenéis; seguramente vuestra paloma estará dormida -dijo sonriendo la repugnante vieja.

-Está bien. Te advierto que es necesario que estés muy alerta.

-¡Cómo, señor! ¿No queréis dejarme descansar? Reparad que mis fuerzas se agotan, que soy vieja, y.....

-Tienes más malicia y más pecados que el mismo Satanás tu patrón -repuso don Tadeo con una entereza superior a su aspecto y a sus años. ¡Ea! basta de gazmoñerías, y a vigilar para cuando vengan cuatro buenos mozos acompañando a Simón, y a los cuales debes colocar cerca, muy cerca de la cámara de ese pimpollo.

-Pero.....

-Ya lo has oído.

-Y decidme, señor -repuso la vieja con tembloroso acento- ¿tardarán mucho Simón y sus compañeros?

-Tras de mí venían.

El rostro de Ruperta expresó la satisfacción que le causaba la noticia.

-En ese caso, lo mejor será que no cierre la puerta.

-Haz lo que quieras.

-Siempre me evita un trabajo.

-En cuanto lleguen.....

-Haré lo que habéis dicho.

-Después te vas a dormir, y oigas lo que oigas, aunque la casa se hunda, no salgas de tu cuarto.

-Perded cuidado, que en cuanto me tienda, aunque el mundo se desplome no he de levantarme.

-Eso es lo que debes hacer.

-Eso es lo que haré.

-¿Nada te ha preguntado al llevarle la cena?

-Nada; como de costumbre, llora, gime y apenas prueba bocado.

-Pues esto ha de acabarse.

-No deseo yo otra cosa.

-Quedarás complacida.

La vieja se dirigió hacia la puerta, y don Tadeo al aposento de Luisa.

La desdichada joven había comprendido perfectamente el sentido de las palabras estampadas en la tira de papel que el paje le mostró desde el mirador, y esperaba con impaciencia la hora indicada.

El más leve rumor que llegara a sus oídos era lo muy suficiente para que su corazón latiera apresuradamente.

No podía, por más que en ello había pensado, calcular cómo le seria fácil llegar hasta el balcón a la persona que en su ayuda debía acudir; y que era por el balcón por donde pensaba penetrar no le quedaba duda, puesto que se le encomendaba que no lo tuviera cerrado, y sí sólo entornado; Luisa había cuidado de cumplir el tal encargo.

Rezando se hallaba por el buen éxito de su salvación, cuando le pareció percibir cierto rumor de pasos en la antesala.

Contuvo la respiración, y no acertó a levantarse del suelo en el que se hallaba postrada de hinojos.

Cuando oyó el ruido producido por la llave al girar en la cerradura, Luisa estuvo a punto de morir de miedo, y éste se aumentó cuando al abrirse la puerta vio aparecer en su umbral la repugnante figura de don Tadeo.

-¿Estáis implorando el favor del cielo?

-¿A qué venís a estas horas? -dijo la joven temblando.

-A advertiros que hoy espira el plazo que os dí.

-Tiempo tenéis mañana de enteraros de mi respuesta.

-Soy hombre que gusto de cumplir lo que ofrezco.

-Retiraos; mañana os escucharé.

-Vengo sumamente cansado y paréceme justo descansar durante algunos minutos.

Luisa no acertaba a hablar, el miedo anudaba la voz en su garganta.

Don Tadeo tomó asiento tranquilamente.

-¿Recordáis lo que os dije respecto a María?

-¿Qué? -preguntó afanosamente la joven.

-A estas horas, la bella hija del conde de Lazán habrá ya colmado la felicidad de unos cuantos libertinos afortunados.

-¡Qué horror! -exclamó Luisa cubriéndose el rostro con las Manos.

-Podéis creer que os digo la verdad.

-¡Imposible, imposible!

-No dirán otro tanto aquéllos a quienes habrá favorecido con más o menos resistencia.

-¡Pero eso es inicuo!....

-Y lo mejor del caso es que ya no es posible salvarla.

-¿Y qué os había hecho esa infeliz joven para perderla tan inhumanamente?

-A mí, nada.

-¿A qué entonces tal crueldad?

-No soy yo quien la ha ordenado.

-¿Quién ha sido pues?

-Eso no os lo puedo yo decir.

-Cuando el señor conde se entere de la villanía que habéis cometido.....

-Ya os dije hace tres días que tenía las espaldas bien resguardadas.

-Yo creo que voy a volverme loca, ¡Dios mío!

-No hay para tanto.

-¿Creéis acaso que tengo el corazón de piedra?

-No creo tal, pero vos no tenéis motivo para quejaros.

-¡Que no tengo motivos!

-No; lo repito.

-¿Osáis decir?....

-Comparad vuestra situación con la de la hija del conde.

-¡Mi situación! -dijo con melancólico acento Luisa.

-Desde que estáis en mi poder he procurado que se os guarde todo género de atenciones.

-Yo os lo agradezco, creedlo.

-He procurado evitar que se fulminara en contra vuestra una sentencia cruel.

-Dios os lo recompensará.

-Calculad lo que seria de vos a estas horas.

-¡Oh! no existiría ya.

-Sí existiríais, pero ¿cómo, y en dónde?

-Yo hubiera muerto antes de cubrirme de infamia.

-¡Bah! -exclamó aquel viejo cínico.

-Y lo mismo hará María.

-No lo creáis.

-¿Qué mujer que se estima en algo no sabe defenderse cuando de su honor se trata?

-¿Cómo defenderse donde se halla?

-Cómo, no lo sé; pero de seguro que se habrá defendido.

-Para tenerse que rendir a discreción.

Los ojos del malvado viejo brillaban de un modo infernal al posarse sobre la hermosa joven.

Luisa imploraba interiormente el celestial favor.

De cuando en cuando y disimuladamente miraba hacia el balcón.

-Y bien, ¿habéis meditado ya?

-¡Meditar! ¿Sobre qué?

-Sobre lo que os dije la última vez que os vi.

-Yo no pude creer que un hombre que me ha demostrado algún afecto pudiera hacerme proposición que a mi honra atentara.

-Pues hablé muy formal, y así me pareció que lo entendíais.

-Creí que habríais reflexionado mejor, y os habríais apiadado de mí.

-Cuando a mi edad se apasiona un hombre, no reflexiona.

-No es posible que vos.....

-Pues lo es; desde el punto y hora en que os vi, sentí penetrar en mi corazón el fuego de un desatentado amor, y a contar desde aquel instante vos sois mi único pensamiento; en vos nada más pienso de noche y de día, y antes que perderos, seria capaz de cometer mil crímenes.

Júzguese el terror que escuchando tales palabras experimentaría la desvalida joven.

-¡Oh! ¡Tened piedad de mí! -dijo juntando ambas manos en actitud suplicante.

-¿Por qué no la tienes de mí?

-No os acerquéis.

-¿De qué te vale resistir?

-Apartaos, digo.

-He venido resuelto a que sucumbas, y sucumbirás.

-Daré voces.

-Serán inútiles; estamos solos, nadie te oirá.

-¡Virgen pura, valedme!

-Ni Dios, ni el diablo, han de arrancarte de mis brazos.

Don Tadeo avanzó hacia Luisa; ésta, despavorida, sintió que le faltaban las fuerzas, quiso hablar, no pudo conseguirlo, y al intentar dar un paso para huir de don Tadeo, cayó desvanecida.

El infernal viejo se sonrió diabólicamente, y al ir a levantar a la joven entre sus brazos, exclamó:

-De grado o por fuerza serás mía.

-Todavía no -dijo una enérgica voz.

Don Tadeo volvió asombrado la vista hacia el punto de donde aquella partía, y se quedó mudo de espanto al ver en el balcón a un joven que con el semblante demudado, le miraba con marcado enojo.

Era don Carlos de Lazán, como ya lo habrá presumido el lector, el que tan a tiempo acudía a salvar a Luisa.

Capítulo LIII. La duquesa de la Jaridilla y el conde de Lazán

Han pasado seis días de los sucesos narrados en los capítulos anteriores, días llenos de peripecias y de acontecimientos que han ejercido en nuestros personajes una influencia extraordinaria.

En primer lugar debemos decir que el vizconde don Carlos de Lazán no había vuelto a presentarse en su casa.

No había revelado a su padre ni el paso que había dado respecto a la duquesa, ni el descubrimiento que de Luisa había hecho.

Así era que había salido de su casa sin prevención de ningún género; por lo tanto, al conde en los primeros momentos no se le ocurrió el que pudiera haberle sucedido nada.

En cambio la duquesa de la Jaridilla no estaba en el mismo caso.

De su casa había partido la expedición para libertar a la joven; ella misma, llena de ansiedad y de inquietud, estaba esperando en la puerta que daba al jardín tratando de preguntar a cada uno de esos mil rumores de la noche, cuando llegaba Luisa.

Pero las horas trascurrieron, y ni la joven ni su salvador se presentaban.

¿Qué había ocurrido? Aguilar tampoco parecía, y un silencio de fatídico agüero reinaba por todas partes.

Algunas horas trascurrieron.

La duquesa llegó a sentir miedo.

Llamó entonces a varios de sus criados y les dio orden de que escalasen la tapia y vieran si podían entrar en la casa inmediata.

Resuelta a todo para calmar la impaciencia que la devoraba, aceptaba de antemano las consecuencias que pudiera tener el paso que trataba de dar.

Los criados se armaron, tomaron las precauciones que el caso requería, y escalaron la tapia.

Pero con gran sorpresa suya les fue imposible forzar ninguna de las puertas, ni ventanas o balcones que daban al jardín de la casa, objeto de sus afanes.

No se oía el más pequeño ruido dentro de ella; puertas y ventanas parecían estar completamente barreadas por, la parte interior, según la resistencia que oponían, y la duquesa no juzgó prudente por estilo alguno aumentar su violencia entrando en la casa de aquel modo.

Imposible nos fuera describir exactamente las angustias y el tormento que durante aquella larga noche pasó la ilustre dama.

Los primeros resplandores del alba sorprendiéronla sin haberse recogido todavía en el lecho.

Habían sido vanos sus esfuerzos para conseguir averiguar por la parte exterior a qué casa pertenecía aquel jardín, aquel pabellón y aquella fachada que estaba lindando con la suya.

Precisamente todas eran casas mezquinas y pobres habitadas en su mayoría por gente maleante, muy poco comunicativa, que se prestaban poco para responder a las preguntas que se les hacían.

Cuando la duquesa juzgó que era hora conveniente, escribió una carta al conde de Floridablanca, y poco tiempo después recibía la visita de un alcalde de casa y corte, al cual acompañaban varios alguaciles.

El conde ponía a su disposición todos aquellos representantes de la autoridad a fin de que procediese a un registro minucioso de aquella misteriosa casa, penetrando en ella por la medianía del jardín.

Efectivamente, los alguaciles escalaron la tapia, y como que ya estaban en otras condiciones y tenían otro fuero, violentaron puertas y balcones; pero todas sus pesquisas fueron inútiles.

La casa estaba completamente vacía.

Ni Luisa, ni Carlos, ni el paje Aguilar se encontraban en ella.

¿Dónde habían ido a parar? ¿Qué había sucedido allí?

Los alguaciles y el alcalde, registrando minuciosamente la casa, encontraron la comunicación que tenía con la de otra calle; pero tampoco se pudo dar con el vecino que ocupaba la habitación intermediaria.

Misterio era aquel impenetrable que llenó de espanto a la duquesa.

Durante algún tiempo, no supo qué resolver.

Finalmente dio orden a sus criados de que preparasen la silla de manos, y momentos después se hacía conducir a la casa del conde de Lazán.

Éste se encontraba a la sazón algo preocupado con la tardanza de su hijo.

Como que Carlos no estaba en el mismo caso que María y Luisa, y no era tampoco la primera vez que sucedía que dejase pasar en claro una noche de ir a su casa, no le llamó la atención el que al preguntar por él aquella mañana le dijeran sus criados que no había ido en toda la noche.

Sin embargo, no dejaba de sorprenderlo que habiendo demostrado tanto interés por Luisa, y estando afectado por la pérdida tan reciente de María, se permitiera las diversiones a que suponía había de estar entregado para faltar de aquella manera.

Orden acababa de dar a sus criados, para que en el momento de llegar lo avisaran, cuando se le anunció la llegada de la nobilísima duquesa de la Jaridilla.

Al escuchar este nombre el conde, a pesar del dominio que sobre sí tenía, y a pesar de los dolores que había sufrido, sintió algo en su corazón, que al agitar su mente prodújole un desvanecimiento que hizo necesarios algunos momentos de reposo antes de contestar.

Procuró reponerse cuando le fue dable, trató de amortiguar en su pensamiento los recuerdos que de otras épocas le ocurrieron, y presentóse en la cámara donde se hallaba la duquesa, si no tranquilo, por lo menos en disposición de hacer frente a la entrevista que se le había anunciado.

-Señor conde -dijo la duquesa sin darle tiempo a que él pronunciase una palabra- por más extraño que os parezca que al cabo de tantos años de silencio y de incomunicación con vos, venga a romperlo ahora de una manera tan extraña, podéis creer que no he podido pasar por otro punto.

-No es, señora, lo que me extraña el que hayáis venido a romper este silencio; que tales tiempos corremos y tales desdichas han llovido sobre mí, que hasta mis mayores enemigos debieran compadecerse de mí. Pero lo que sí me extraña y no acierto a comprender es que la noble duquesa de la Jaridilla haya querido honrar mi casa, habiéndome bastado para que yo fuese a la suya el envío de un sencillo mensaje.

-Es que mi impaciencia no reconocía término.

-¡Vuestra impaciencia!

-Decid, conde, ¿ha venido vuestro hijo?

-¿Qué queréis decir, señora? ¿Acaso le ha sucedido algo a mi hijo?

-¿Pero ha venido desde ayer?

-No, señora.

-¡Ay conde, conde! ¡Cuán caras estamos pagando las pasadas locuras!

-Pero ¿qué queréis decir, señora? Explicaos por piedad.

-Vos estáis pagando con la pérdida de vuestra hija María los pasados errores; yo con la pérdida de mi pobre Luisa estoy pagando también los extravíos de mi juventud.

-¿Qué habéis dicho, señora? ¿Cómo sabéis que vuestra hija?....

-Ya sé que vos no habéis tenido la culpa de esa desaparición, ya sé que habéis hecho cuanto de vuestra parte ha estado para recobrarla; pero la fatalidad nos persigue, y está visto que no podemos luchar con ella.

-Pero permitidme que me asombre, señora; si yo no he hablado con nadie sobre ese particular, y menos en el sentido del parentesco que os unía con Luisa, ¿cómo es posible que sepáis lo que yo mismo había ignorado hasta hace poco?

Entonces la condesa respondió, refiriendo al conde todo cuanto saben ya nuestros lectores: primero, en lo referente a la simpatía, hija del primer momento en que conoció a Luisa, y después lo que pasó desde el momento en que Carlos se presentó en su casa.

El asombro del conde no conoció límites.

Pero este asombro se trocó en profunda amargura y desesperación cuando supo que su hijo había desaparecido en aquella misteriosa casa.

-¿Con que también mi hijo? -gritaba aquel padre con desesperado acento.- ¿Qué es lo que se han propuesto esos miserables, que me persiguen con tanto rigor? Confesad, señora, que si faltas puedo yo haber cometido, es muy duro también el castigo que por ellas se me impone; mi hija perdida, deshonrada tal vez; mi hijo muerto quizás, ¿queréis decirme, señora, si por acaso hay en el mundo una suerte más desdichada que la mía?

-Si que la hay, conde. ¿Olvidáis acaso la suerte a que a mí me condenasteis?

-Por piedad, duquesa, no aumentéis más mis dolores con vuestras reconvenciones.

-No trato de hacerlo; pero os quejáis, y a vuestras quejas tengo forzosamente que oponer las mías. ¿Sabéis la suerte a qué me habéis condenado? ¿Sabéis que del miserable abuso que hicisteis de mi hermosura nació toda la serie de tormentos que vienen devorando mi existencia más de veinte y tres años? ¿Qué habéis hecho de mi vida, señor conde? Condenarla a una perpetuidad de angustias, llorando siempre la suerte de unos hijos a quienes apenas he conocido, y viéndome obligada a encerrarme en lo más retirado de mis habitaciones para que nadie pueda advertir el profundo dolor que me tortura a mí, a quien por tantos títulos debiera el mundo considerarme feliz y satisfecha!

-Todavía podéis serlo -repuso el conde con voz sorda-si habéis perdido una hija, tenéis en cambio la seguridad que os queda vuestro hijo.

Capítulo LIV. Continuación del anterior

Las últimas palabras del conde produjeron un efecto extraordinario en la duquesa.

Fijó una mirada asombrada primero y anhelante después en su interlocutor, y le dijo:

-¿Qué habéis dicho? ¿qué habéis hablado de mi hijo?

-Que vive, que yo le he reconocido, y que vos podéis ser dichosa mientras que yo eternamente debo ser desgraciado.

-Pero ¿estáis en vos, conde? ¿Dónde está mi hijo? ¿Cómo sabiendo que mi hija y mi hijo vivian no me lo habéis dicho antes? ¿no comprendíais que todo os lo hubiera perdonado por semejante noticia? ¡ay conde! veo que a pesar de los años trascurridos, la maldad ha echado profundos raíces en vuestro pecho, y todavía queréis vengar el desden y el desamor de otro tiempo.

-No tal, duquesa, juzgáisme apasionadamente todavía.

-He sufrido ya demasiado para ser perverso como suponéis; si no os había hablado de vuestros hijos, es porque a la una quería devolvérosla ya completamente feliz, y en cuanto al otro, no ha tenido tiempo de poder pensar ni aun en sus padres tratando de descubrir el paradero de sus hermanos.

-Pero si está aquí mi hijo, ¿por qué no le llamáis? ¿No estáis comprendiendo que tengo necesidad hoy más que nunca de un cariño y de un afecto que me compense el de esa hija a quien apenas he podido ver?

-No está en mi casa, señora.

-¿Que no está en vuestra casa?

Y la duquesa fijó sus asombrados ojos en el conde.

-No ha querido deber nada a su padre -repuso éste con amargura.

-¿Pero no le habéis abierto vuestros brazos?

-Ha vacilado en arrojarse a ellos.

Había tanta amargura en estas palabras, que la duquesa de la Jaridilla no pudo menos de sentirse conmovida.

Y respetando un dolor que comprendía, aun cuando felizmente no lo había experimentado, aún permaneció algunos momentos en silencio.

Después, viendo que el conde permanecía callado, le dijo:

-¿Dónde vive mi hijo, quiero decir -prosiguió interrumpiéndose- nuestro hijo?

-Lo ignoro.

-¿Lo ignoráis y sois su padre? -exclamó la duquesa sin poderse contener.

-No ha querido decírmelo jamás, pero hoy vendrá, como de costumbre, y aun cuando abrigo la seguridad de que al saber la desgracia de Carlos querrá también lanzarse en su busca, sin embargo, yo os prometo que irá a vuestra casa.

-Pero decidme, conde, ¿puede nuestro hijo mirar frente a frente a sus padres sin verse obligado a bajar la vista?

-Precisamente en eso estriba su fuerza.

-Entonces no tengáis cuidado, yo le haré que os ame y os respete.

-¡Amarme! ¡respetarme! no, duquesa, he llegado al triste caso de ser un objeto indigno de respeto y de cariño. Solo, sin hijos, sin una sola persona que por mí se interese, en nada espero y en nada tengo confianza.

-Sin embargo, el dolor es digno de respeto y yo os juro que os compadeceré siempre.

-¡Compasión!.... eso es lo único que podré merecer a las personas que más quieran hacer por mí; ya veis, señora, si debe ser divertido mi estado.

-Siento no poder daros más que compasión, porque al padre que me devuelve a mi hijo quisiera concederle, sino cariño, porque los méritos vuestros fueron bien pobres para conseguirlo en otro tiempo, al menos una amistad bastante a satisfacer esa necesidad de afecto en que os halláis; pero no debéis quejaros porque ni aun esa amistad pueda concederos si recordáis que con vuestra criminal acción me pusisteis a merced de un hombre que, dueño de mi secreto, tenía un arma siempre contra mí; que a ese hombre, por uno de esos arcanos profundos que hay en el corazón, llegué a amarle más tarde y que vos disteis muerte a ese hombre ante mi propia vista.

-¡Oh! duquesa, duquesa, ¿para qué recordarme ese pasado ahora?

-Para que comprendáis que en medio de vuestra soledad no puedo daros más que el cariño de vuestro hijo.

-Gracias, señora, gracias por lo que tratáis de hacer por mí.

La duquesa contempló durante algunos segundos a aquel anciano, más encorvado y más encanecido que por el peso de los años, por los dolores que de poco tiempo antes le venían afligiendo, y le dijo con voz conmovida:

-Valor, conde; no desesperéis, que ¿quién sabe todavía si al encontrar a vuestra hija la encontrareis digna de vos y con su cariño llenareis ese vacío de que hoy os lamentáis?

-¡Dios lo quiera!

-Os encargo -dijo la duquesa disponiéndose a marchar que me enviéis a vuestro hijo con un pretexto cualquiera, si es que directamente no quiere ir.

-Estad cierta de que irá.

-¿Cómo se llama?

-Antonio.

-Pues enviádmele, conde, enviádmele y yo os prometo devolvéroslo completamente transformado.

Cuando la duquesa de la Jaridilla hubo salido de la casa del conde de Lazán, quedóse éste murmurando con la expresión del más profundo dolor:

-¿Con que es decir que todos han de ser más dichosos que yo? He perdido a mi hija; he perdido a esa otra hija que hubiera sido feliz con Carlos, y finalmente he perdido a éste también, y cuando como única esperanza iba a refugiarme en el amor de Antonio, viene a quitármelo también su misma madre. ¿Qué va a ser de mí, Dios mío, qué va a ser de mí?

Buen espacio llevóse así el conde, cuando de pronto un criado, penetrando en el aposento, llamó su atención.

-¿Qué quieres? -preguntóle su amo alzando la cabeza.

-Señor, un mercader flamenco dice que quiere hablar con usía.

-¿Un mercader flamenco?

-Trae diversas telas y otros objetos de su comercio.

-Váyase en paz el buen mercader, y valiérate más tener mayor entendimiento para comprender que no es mi estado para ocuparme en la compra de paños ni tonterías.

-Es que me ha manifestado que no viene para que usía le compre nada, sino porque tiene que hablar de un asunto importante.

-¿Eso dijo?

-Sí, señor.

-Hazle entonces que llegue; ¿quién sabe si me traerá alguna noticia que pueda regocijarme?

Salió el criado y un momento después, un individuo de rostro un tanto bravío, cerrado de barba y cubiertos los ojos por unos anteojos verdes, vistiendo con sencillez aun cuando con gran limpieza, penetró en el aposento haciendo cortesías y reverencias.

-¿Dices que tienes que hablarme de un asunto importante? -le preguntó el conde al verlo.

-Sí, señor -repuso el mercader con marcado acento extranjero- y si usía me da licencia.....

-Desde luego. Vete -prosiguió el conde dirigiéndose al criado que acompañaba al mercader.

Una vez solos, dijo éste:

-Señor conde, yo sé, y por ello siento gran pesar, que usía ha sufrido en poco tiempo una porción de desgracias.

-Públicas son y nada tiene de extraño que haya llegado a tu noticia.

-Es que mis noticias tal vez las ignora el señor conde.

-No te comprendo.

-Usía conoce el dolor que le hiere, pero desconoce el origen.

-¡Cómo!

-Que no sabe de dónde ha partido la mano que le ha dado el golpe.

-¿Y acaso la conoces tú?

-Sí, señor.

Y tanta convicción había en el acento del mercader al pronunciar estas palabras, que el conde no pudo menos de sentirse lleno de asombro.

-¿Y cómo has podido tú penetrar en los secretos de mi vida?

Téngase presente que el conde, en virtud de las cartas anónimas que había recibido, juzgaba que las injusticias que le habían sobrevenido eran consecuencia del odio de la heredera del conde de Fuentidueña.

De aquí que le sorprendiera doblemente la afirmación del mercader.

-La casualidad -repuso éste-o tal vez la misma Providencia, que no ha permitido sin duda que el crimen quede impune.

-Explícate.

-El autor del robo de vuestra hija, señor, ha sido un hombre.

-¡Un hombre! ¿Estás en ti?

-Se lo juro a usía.

-Pero ¿cómo ha de ser un hombre cuando yo he recibido un anónimo en que una mujer?....

Y el conde se detuvo comprendiendo que iba a descubrir lo que sin duda ignoraba su interlocutor.

Pero éste había comprendido sin duda.

En el primer momento quedóse un tanto desconcertado, pero al escuchar las últimas palabras sonrióse, y dijo:

-Ya lo sé, señor, ya lo sé; han dicho a usía que es consecuencia de una venganza mujeril.

-Cierto.

-Pues eso es una farsa para desorientar a usía. Vuelvo a repetirle que ha sido un hombre, y precisamente lo sé porque tuve ocasión de asistir en sus últimos momentos a uno de los que la robaron, y el cual murió pidiendo perdón a Dios de todos sus crímenes.

-¿Y sabes dónde está mi hija? -preguntó el conde con voz anhelante.

-Eso no lo se, pero conozco al raptor, y usía puede encontrarle por un medio.

-¡Oh! ¡Su nombre, pronto su nombre!

-Precisamente usía le ha abierto su casa y su corazón; usía le había protegido, y el miserable ha abusado de un modo infame de esa confianza.

-¿Pero estás cierto de lo que dices? -preguntó el conde que no pudo menos de estremecerse a la idea que le habían sugerido las palabras del mercader.

-Demasiado, por desgracia.

-Pero sepamos ese nombre.

-Creí que con lo que antes indiqué hubiese usía caído en ello. Ese miserable es don Luis de Guevara.

-¡Don Luis! Cuidado, cuidado lo que dices.

-Os lo juro, señor.

-¡Oh! miserable, yo te prometo, que si es verdad lo que acabas de decir, su vida.....

-En grave peligro se halla, y no podéis por el momento, tomar la venganza que queráis.

-¿Qué dices?

-Que por efecto de una venganza mujeril, consecuencia del rapto de vuestra hija, don Luis cayó herido gravemente de una puñalada la misma noche, y el criado que le acompañaba cayó también por defenderle. De sus labios moribundos recogí esta confesión que os hago, y que no he podido venir antes a hacérosla porque la ronda me cogió y harto me ha costado poder probar mi inocencia.

-Ahora recuerdo que he sabido que don Luis estaba herido. ¡Miserable cien veces! Cuando yo le he franqueado mi casa, mi cariño, mis influencias, todo, todo, y pagarme de esa manera..... Yo le arrancaré ahora mismo el secreto.....

-Permitidme, señor, que os diga que nada podréis adelantar ahora.

-Nada me digas.

-La fiebre le devora; un delirio horrible perturba su razón hace muchos días, y todo vuestro empeño será inútil para alcanzar lo que deseáis.

-Pero ¿y mi hija?

-Si nada podéis saber, ¿qué adelantáis con encender más vuestra cólera?

El conde comprendió que el mercader tenía razón.

Además, estando don Luis en el estado en que se hallaba, no habría podido ver a la joven, y por lo tanto, el peligro que para la honra de ésta pudiese haber habido en otro caso, no existía.

El mercader, por su parte, se esforzó en calmarle, haciéndole comprender que no por dilatar su venganza debía dejar ésta de ser más segura, y satisfecho sin duda del buen éxito de su misión, salió poco después del aposento del conde.

Capítulo LV. Donde se explican algunas cosas que al lector le habrán parecido un tanto confusas

El mercader recogió sus paños, que había dejado en la antecámara del conde, y salió a la calle murmurando con acento lleno de satisfacción:

-Pues señor, mis propósitos van realizándose mejor de lo que me imaginaba. De tal manera estoy sembrando de abrojos el camino que ha da recorrer don Luis, que si sale de ésta yo le juro que no ha de escapar a mi venganza.

Y apresuró el paso y en breve tiempo fue a ganar la casa en que vivía.

Apenas entró en ella, arrojó la peluca y los anteojos que daban nuevo aspecto a su semblante, y volviéndose a su criado que a pocos pasos de él contemplaba su trasformación, le dijo:

-Vamos, Campillo, paréceme que debemos estar de enhorabuena.

-¿Acaso habéis adelantado algo, señor? -preguntóle Campillo.

-Vengo de casa del conde de Lazán.

-¿Y le habéis visto?

-Lástima fuera que no le hubiese visto. Ya es sabido que cuando me propongo una cosa la realizo de un modo u otro. A nadie como a ti, le consta si en estas circunstancias ha ido saliendo al pié de la letra todo cuanto yo quería.

-Y lo más grande es que vais a realizar vuestra venganza cuando menos lo esperabais.

Nuestros lectores deben haber reconocido ya en el mercader flamenco que había estado en casa del conde de Lazán, al desconocido que sorprendiendo la confianza de Concha sacóle respecto a Luis todas las noticias que le convenían.

El odio de este hombre hacia la familia de nuestro amigo y por lo tanto contra éste, era extraordinario.

Habíase manifestado desde el momento en que en uno de los capítulos anteriores le vimos contar a su hijo, a su modo, la historia origen de su venganza, y en todos los actos que habían ocurrido posteriores a aquel suceso.

Merced a una astucia superior, y secundado poderosamente por su hijo y Campillo, había llegado a descubrir, no sólo todas las relaciones que tenía el joven en Madrid, sino algunos de los incidentes que le habían ocurrido últimamente.

Empleó hábilmente el soborno, y supo que antes era muy amigo del conde de Lazán; que de pronto dejó de ir a su casa; que María había estado a punto de caer en manos de unos malhechores a quienes dispersó el vizconde del Juncal; que éste había pedido la mano de la joven, y finalmente, sino en todos sus detalles, en globo al menos, fue sabiendo lo suficiente para utilizarlo en beneficio de sus planes.

Al mismo tiempo también averiguaba sus relaciones con el marqués del Alcázar, y más que todo las que le unían con doña Catalina.

De igual manera también supo que había frecuentado mucho la casa de los condes de Santillán, y que la condesa repentinamente se había retirado al convento de las Salesas Reales, y que el conde estaba desesperado.

Respecto a Paca ya sabía todo cuanto necesitaba, porque Concha con la mayor inocencia del mundo se lo había dicho.

De todo esto formó su composición.

En su consecuencia, escribió al vizconde del Juncal una carta, en la que le decía que aquella desaparición de María no había sido más ni menos que una añagaza de que se habían valido el padre y la hija, de acuerdo con don Luis de Guevara, para romper aquel matrimonio.

El vizconde se irritó al ver un proceder tan indigno, máxime cuando él se había portado tan noblemente, y se dirigió en seguida al conde de Floridablanca, su tío, siendo resultado de esta conferencia las dos cartas que vimos recibió el conde de Lazán en uno de nuestros capítulos anteriores.

Después de esto, enterado el desconocido, como ya hemos dicho, de la existencia que llevaba doña Catalina, y ganando como ganó a uno de sus pajes favoritos, envióle una carta anónima también, en la que le decía que cuidando a don Luis y velándole cariñosamente hallábase una mujer muy amada del caballero.

Los celos de la dama irritáronse fácilmente con aquella carta, y la escena que había mediado junto al lecho de don Luis, y de la cual en otro lugar nos hemos ocupado, fue la consecuencia inmediata de ello.

El desconocido sabía perfectamente todo lo que acontecía entre aquellos personajes, porque había ganado precisamente a uno de los criados del caballero, y por él estaba al tanto de todo.

Sabía la opinión de los facultativos, y en su consecuencia juzgó muy conveniente, para acabar de comprometer a Luis, ir a ver al conde de Lazán y dar el paso que nuestros lectores han tenido ocasión de ver en el capítulo anterior.

Dadas estas explicaciones, pueden comprenderse muchas de las escenas que llevamos expuestas, escenas que debieron necesariamente aparecer un tanto confusas cuando se carecía de los antecedentes necesarios.

El desconocido, después que se hubo despojado de su traje de mercader flamenco, dijo a su criado:

-Lo único que siento es no poder saciar en el padre mi venganza del modo que espero satisfacerla en el hijo.

-Sin embargo, señor, créome que harto satisfecho podéis estar, porque lo que es el padre no ha de vivir muy contento viendo a su hijo desesperado.

-No es lo mismo, Campillo.

-¿Y si por casualidad todos esos trabajos que habéis hecho y estáis haciendo no os diesen el resultado que apetecéis? ¿y si en la demanda que habéis emprendido os alcanzase una derrota?

-Siempre me quedaríais tú y Felipe, y éste estáte seguro que sin vacilar clavaria su puñal en el corazón de don Luis.

-¡Señor! ¡Ved qué es horrible lo que decís! Don Felipe convertirse en asesino de su.....

-Silencio -repuso el desconocido mirando atentamente a todas partes- ¿para qué le he estado yo criando y nutriendo su venganza más que para cuando llegue ese caso?

-Pero.....

-Véte, Campillo, basta ya y ponle coto a tu lengua para que nunca pueda saber Felipe lo que aquí hemos hablado.

El criado inclinó humildemente la cabeza y salió del aposento, mientras el desconocido se sentaba en una silla, dedicándose a poner en orden algunos papeles que había sacado de uno de sus bolsillos.

Capítulo LVI. Donde se prueba que Don Tadeo era un hombre previsor

Dejamos en uno de nuestros capítulos anteriores a don Tadeo sorprendido por la súbita aparición de Carlos de Lazán.

Pero esta sorpresa le duró bien poco.

Retrocedió disimuladamente hacia la puerta de entrada, ligero como el relámpago sacó la llave de la cerradura, salió a la antecámara y cerró por la parte de afuera.

En cuanto se vio libre, llevóse un pequeño silbato a los labios, silbó de un modo particular y no tardaron en acudir Simón y sus camaradas.

-¿Qué ocurre? -preguntó Simón.

-Hay que asegurar a un hombre que está ahí y ha entrado por el balcón ¿Venís armados?

-Como que al oír la seña hemos comprendido que debíamos prevenirnos.

-Pues adentro, no sea cosa que los pájaros nos vuelen.

Don Tadeo abrió la puerta.

Simón y los suyos penetraron por ella en el aposento de Luisa y encararon sus armas al pecho de don Carlos que sostenía entre sus brazos el desfallecido cuerpo de la joven.

-¡Alto! -gritó Simón con opaco acento.

-¡Miserables! -exclamó Carlos cuyos ojos desprendían rayos de ira.

-Desarmadle, y al menor movimiento que haga, dadles muerte a los dos.

Mientras que Simón cumplía la orden de don Tadeo, los otros cuatro bribones no cesaban de apuntar a la joven pareja.

Don Carlos sólo llevaba espada, y con ella no podía intentar la defensa; así, pues, no pudo poner resistencia.

-Átale ahora.

-¡Vive Dios! -dijo el joven con colérico acento.

-Pronto, u haced fuego.

Simón ató perfectamente las manos del vizconde.

No bien habían acabado esta operación, cuando Aguilar, creyendo que tal vez a don Carlos no le seria posible colocarse en la escala para descender con Luisa si alguien no le prestaba su ayuda, se decidió a trepar al balcón bien ajeno de lo que arriba estaba pasando.

Apenas el joven llegó a cabalgar sobre la barandilla de hierro, cuando fue advertida su presencia por don Tadeo, el cual dijo señalándole:

-¡Agarradle!

No le fue posible ya huir al valeroso paje, y comprendiendo que la resistencia era inútil, se rindió.

-Atadle también.

-No creáis, canalla, que tiemblo; juro a Dios, que a no ser porque una espada no es suficiente a defenderse de cinco bocas de fuego.....

-Bien, bien ya creemos que eres valiente.

-Viejo zorro, si en vez de trabucos empuñarais espadas, ya os hubiera dicho si era valiente o cobarde.

-¡Ea, listo! -dijo Simón después de haber atado al paje.

-Cierra el balcón.

Simón, después de recoger la escala de cuerda que pendía de la baranda, cerró el balcón.

-¿Qué más hay que hacer?

-Ven y tú también, Zurdo; vosotros quedaos aquí vigilando.

Simón y el Zurdo salieron del aposento en pos de don Tadeo.

-Simón, es de todo punto necesario que salgamos todos de aquí antes de un cuarto de hora; tú, Zurdo, inmediatamente ve a casa del tío Roque y que traigan cuanto antes dos literas y que venga para conducirlas gente de la nuestra.

-Perded cuidado.

-Tienes buenas piernas y por eso te he elegido a ti.

-Ábranme la puerta.

-Agarra ese candil y baja.

Llegados al zaguán, don Tadeo abrió la puerta.

Cuando vuelvas habrá aquí uno esperando; da tres golpes de aquella manera sobre la puerta.

-Entendido -dijo el Zurdo.

Y se lanzó a la calle.

-Comprendes, Simón, que hay que temer...

-Desde luego, cuando los que esperan a la gente que hemos preso arriba se cansen de esperar, es fácil que den parte y allanen esta casa.

-Eso mismo he calculado.

-¿Y adónde hemos de ir?

-A la venta de Langosta.

-Después de la ocurrencia del otro día, aquella casa es sospechosa a la justicia.

-Pues ahora, menos que nunca creerán que se ha llevado allí a nadie.

-Eso es verdad.

-Conviene que te adelantes y prevengas al viejo.

-Larga es la caminata, pero veo que no hay otro remedio.

-Ve a buen paso, porque antes de quince minutos presumo que estarán las literas aquí e inmediatamente echaremos a andar; afortunadamente la gente que habita en este callejón es de aquélla que no extraña nada.

-Por eso busqué la casa en este sitio; además, a estas horas no es fácil que haya nadie asomado a los balcones.

-Lo menos tenemos una hora a nuestra disposición, porque algún rato han de esperar los que aguardan el resultado de la evasión, y entre dar aviso y una cosa y otra, ¿qué menos que una hora?

-Sin embargo, haréis bien en abandonar la casa cuanto antes.

-En cuanto estén aquí las literas.

-¡Ah! bueno será que digáis a Tomasillo que coloque un pañuelo en la boca de los presos, no fuera cosa que empezaran a dar voces una vez en la calle.

-Sabe Tomasillo.....

-Divinamente; no hayáis miedo que se ahoguen; empapa los pañuelos con cierto líquido que lleva siempre consigo en un frasquito, y no hay cuidado.

-Anda ya, Simón.

-Dejadme subir por la capa.

-Llévate la luz, y no te detengas.

En menos de un minuto volvió a aparecer con la capa encima de sus hombros.

-¡Ea! adiós.

-Adiós.....

Simón se lanzó a la calle, y don Tadeo, después de cerrar la puerta, se dirigió al aposento donde le esperaba su gente.

-Tomasillo -dijo al entrar.

-Presente -con testó con atiplada voz uno de los corifeos.

-Me ha dicho Simón que pones los pañuelos.....

-¡Ah! sí; ya sé.....

-Cuida no se ahoguen.

-No hay cuidado, los preparo con ciertas gotas que yo me sé.

-Está bien.

Esta conversación la sostuvo don Tadeo con Tomasillo en voz baja.

Luisa hizo un movimiento.

-Rociadle el rostro con algunas gotas de agua -ordenó don Tadeo.

El mismo Tomasillo se apoderó de una botella llena del líquido mencionado que había sobre la mesa y roció el rostro de la joven; poco tardó ésta en lanzar un suspiro y abrir los ojos.

-¿Dónde estoy? -exclamó con voz desfallecida.

-A mi lado, pimpollo.

-¡Ah! -dijo la infeliz cubriéndose el rostro con las manos.

Don Tadeo habló por lo bajo con uno de aquellos bandidos que en el acto salió de la habitación. Después el vejete dirigióse de nuevo a Luisa y sonriendo con malignidad infernal le habló de esta manera:

-Ahí tienes a tus apuestos salvadores, míralos.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!

-Éstos, como cuantos intenten salvarte, caerán en mi poder.

-¡Ah! miserable -contestó don Carlos rugiendo de cólera y haciendo esfuerzos inútiles por deshacer la ligadura que sujetaba sus manos.

-Sí, sí; forcejea, forcejea, que no has de lograr desligar tus aristocráticas manos.

-¿Y no temes mi venganza?

-Tú eres el que debe temer la mía.

-Yo te desprecio.

-¿Me desprecias, eh? Pues aún no sabes todo lo que me debes. Tu hermana.....

-¿Qué?....

-Tu bella y virtuosa hermana.....

-¿Qué quiere decirme tu infame lengua?

-Una cosa que ha de causarte gran placer.

-Prefiero ignorarla.

-No escuchéis a ese viejo canalla, don Carlos -dijo el noble paje.

-Como yo soy el que manda aquí, señor paje brabucon, se ha de hacer aquello que yo quiero.

-Como algún día tropiece contigo, sapo maldecido, he de aplastarte como a un insecto dañino.

-Creo, señor paje, que eso os será algo difícil.

-Como no me mandes asesinar, confío en poder cumplir algún día lo que te he dicho.

-Pues aguarda hasta entonces. Ahora bien, señor don Carlos de Lazán, vuestra noble hermana doña María, está.....

-¿Dónde? -preguntó con afán el joven.

-En un miserable lupanar a donde se la condujo.

El rostro de don Carlos se contrajo de horror, y exclamó:

-¡Oh! si tuviera libres las manos, había de arrancarte la lengua y azotarte con ella el rostro.

-No contestéis a esa víbora -dijo el paje.

Luisa estaba deshecha en llanto.

El infernal viejo miraba a sus víctimas recreándose, en sus tormentos.

-Estáis en mi poder, y nadie os podrá librar de él.

-Eso está por ver.

-¡Pobre paje! pierde las esperanzas.

-La esperanza es lo último que se pierde.

-Pienso que no ha de durarte mucho la que abrigues.

-Piensas muy mal, viejo zorro.

-Cuando te veas alojado en el palacio que te destino, presumo que no brabatearás como lo haces ahora.

-No me asusto yo tan fácilmente, y lo mismo ahora en este sitio que después en el que sea, no he de cansarme de aplicarte los nombres que te mereces.

-Yo sabré evitarlo.

-Te advierto que no me espanta la muerte.

-Hoy por hoy, me basta con hacerte enmudecer.

-¿Vas a amordazarme?

-Veo que tienes alguna penetración -dijo sonriendo diabólicamente don Tadeo.

-De un viejo pícaro como tú, todo lo espero.

-¡Tomasillo!

-Presente -contestó el aludido.

-Muéstranos tu habilidad.

-¿A los tres?

-A los tres.

Tomasillo se procuró tres pañuelos, pidiéndoselos al uno y al otro de sus compañeros, sacó un frasquito del bolsillo, y esparramó algunas gotas de su contenido en los tres lienzos.

-¿Por quién empiezo?

-Por el paje, que es el más parlanchín.

Por más esfuerzos que hizo Aguilar, no pudo evitar que Tomasillo colocara un pañuelo en su boca, de modo que le impidiera por completo hablar; don Carlos y Luisa no dijeron una sola palabra, ni hicieron el más ligero movimiento a fin de impedir a Tomasillo que ejerciera en ellos su habilidad.

Pocos minutos habían trascurrido después de terminada esta operación, cuando se dejó oír un agudo silbido.

-¡Ea! ya está abajo lo que nos hace falta; muchachos, apoderaos de esa gente, y seguidme.

Los sicarios de don Tadeo no se hicieron repetir la orden; así es que tardaron muy breve rato en hallarse con los tres prisioneros en el zaguán.

El Zurdo había cumplido pronto y fielmente el encargo que le diera don Tadeo.

En menos tiempo que se necesita para describirlo, don Carlos y el paje fueron encerrados en una litera y Luisa en la otra.

-Andando; salid.

Las dos literas, convenientemente escoltadas, fueron sacadas a la calle.

Don Tadeo fue el último en salir, cerró la puerta, embozóse hasta los ojos, y dijo:

-Seguidme.

Capítulo LVII. El tío Langosta vuelve de nuevo a ser carcelero

Jadeando de cansancio llegó Simón a la puerta de la venta. Tres fuertes aldabonazos interrumpieron el silencio de la noche.

-¿Quién va? -dijo desde adentro el tío Langosta.

-Abre.

-¿Quién eres?

-¿No conoces ya a Simón?

Breve silencio siguió a esta respuesta; por fin, el ruido que produjo la llave al introducirse en la cerradura significó a Simón que el viejo se determinaba a abrirle.

-Gracias a todos los diablos -dijo al ver franco el portillo.

-A buena hora te ocurre venir aquí.

-Déjame pasar y cierra.

Al parecer, no de muy buena gana dejó el tío Langosta penetrar a Simón en la tienda, y después de cerrar la puerta, le preguntó con brusco tono:

-¿Qué se te ofrece?

-¿Qué es eso? ¿A qué viene ese tono?

-Viene a lo que viene -contestó urañamente el ventero, en tanto que despavilaba la mecha del candil.

-¡Calle! estás pálido, demudado, ¿estás acaso enfermo?

Langosta lanzó una mirada feroz a Simón, y le contestó:

-He estado y estoy enfermo, y dado a los diablos.

-¿Qué te ocurre?

-¡Oh! ¿acaso lo ignoras?

-Déjate de gruñir, y habla; no estoy yo para perder el tiempo.

-Sábete, pues, que me han robado -dijo el tío Langosta derramando dos gruesos lagrimones.

-¡Robado!

-Lo que oyes; los ahorros que había adquirido a costa de tantos afanes me han sido hurtados.

-¿Y no sospechas quién puede haber verificado el robo?

-Demasiado.

-¿Quién calculas que haya sido?

-¿Quién puede ser más que tus amigos?

-¡Qué dices! -exclamó Simón admirado.

-Digo que momentos antes de ser sorprendido por los soldados, acababa de ver íntegro mi tesoro; desde que me sacasteis de mi encierro no he abandonado la casa un solo instante, y esta tarde, cerca del oscurecer, fui a sacar algún dinero, y me hallé desbalijado completamente.

-¿De modo que crees?....

-Creo lo que es natural; a poco de salir los soldados de aquí, viniste tú con tus dos camaradas, y ellos permanecieron en esta casa hasta el momento en que estuve yo en libertad. ¿Quién sino ellos pueden haber sido los ladrones?

-Dices bien.

-¿Y qué me hago yo ahora?

-Tener paciencia y dejarlo a mi mano, que yo averiguaré lo que haya de cierto en el asunto, y en caso de que tus sospechas sean verdaderas, habrán de devolverte la cantidad robada.

-Sí, por Dios; Simón, hazlo así; porque sino me muero de disgusto.

-Ya sabes que entre nosotros no nos es permitido despojar a un caballero de lo que le pertenece, y una vez probado el hecho, ellos verán de arreglarse a fin de devolverte ese dinerillo.

-Me vuelves el alma al cuerpo.

-Bien, descansa en mí y hablemos de lo que importa.

-Di lo que quieras, que ya te escucho.

En breves palabras enteró Simón a Langosta del asunto que allí le había llevado a tal hora.

-¿Estás enterado?

-Sí, pero se me ocurre una dificultad.

-¿Cuál?

-Hombre, ¿no crees tú que después de haberse sabido lo del encierro de los otros, es muy fácil que la justicia venga a registrar esta casa sospechando que puedan estar en ella esas personas de que me hablas? Pues si yo estoy admirado de que los golillas no hayan venido ya a pedirme cuentas de lo pasado.

-Ahora menos que nunca debes tener recelos.

-Pues mira, los tengo.

-Bien, don Tadeo cuidará de librarte de esos temores.

-Francamente, no me atrevo a hacer lo que me pides.

-Pues mira, si quieres ganarte algunas onzas y hacer de modo que te se devuelvan las que te han birlado, no dejes de aprovechar esta ocasión de servirnos.

-¡Qué remedio! Haré lo que me pides -dijo Langosta lanzando un profundo suspiro.

-Vaya, hombre, deja de gemir.

-¡Qué quieres que haga, si la pena me mata!

-¿No te he dicho ya que nada perderás?

-Sí; échale un galgo al dinero; Dios sabe donde pararán ya a estas horas mis hermosas mejicanas.

-Paren donde paren; ellos procurarán reunirte una igual cantidad, aunque para ello les sea preciso robar al mismo rey.

-Eso me tiene a mí sin cuidado mientras se me devuelvan mis amarillas.

-Se te devolverán; ahora saca una botella del de Arganda que quiero remojar las fauces.

-Y a propósito, no olvides que has de satisfacerme aún el gasto que hiciste con aquellos canallas.

-Eso te lo abonaré hoy mismo, pero date prisa, que tengo sed.

El tío Langosta desapareció, y al poco rato presentó a Simón una botella llena del vino pedido, y dos vasos.

-Aquí está el mosto.

-¿Y según parece también quieres tú remojar el paladar?

-Hombre, supongo que no tendrás inconveniente en convidarme.

-Bebe todo lo que quieras, que pronto estoy a pagarte el gasto que hagas.

El tío Langosta llenó de vino hasta el borde los dos vasos, diciendo:

-Ya sabes que eres el amigo que más aprecio.

-Mientras te dé a ganar algún dinero.

-A tu salud -dijo el ventero apurando de un solo trago el contenido de su vaso.

-A la tuya -contestó imitándole Simón.

-Según me has dicho, esa gente no puede ya tardar.

-Me extraña ya que no estén aquí.

-¿Te parece que nos sirvamos de la misma sala en que estuvieron encerrados los otros?

-No; soy de opinión de que a la joven la coloques en el cuarto donde estuvo la maja.

-¿Y los otros?

-Los colocas en la bodega.

-¡Demonio! -dijo el tío Langosta abriendo desmesuradamente los ojos.

-¿No tiene buenos cerrojos la puerta?

-¡Oh! eso sí.

-Pues entonces.....

-Pero hombre, allá abajo van a estar muy mal.

-Vaya para cuando han estado bien.

-Aquello es muy húmedo.

-Mejor, con esto estarán frescos.

-En fin, sea como tú quieras.

-Es el sitio que me parece mejor y más seguro.

-Lo que es de allí, como no se les abra la puerta no es fácil que salgan.

-Pues eso es lo que se pretende.

-De todos modos, bueno será que don Tadeo busque cuanto antes otro sitio donde guardarlos.

-Él verá lo que se hace.

Un prolongado silbido hirió de repente los oídos de Simón, el cual exclamó:

-Ése es D. Tadeo.

-Voy, pues, a abrir el portillo.

El tío Langosta se levantó del asiento que ocupaba y fue a descorrer el cerrojo.

Poco tardó en entrar en la venta el viejo don Tadeo.

-¿Ha ocurrido alguna novedad? -le preguntó Simón.

-Ninguna; tras de mí vienen encerrados en sus literas -contestó el viejo.

-Entonces, asunto concluido.

-¿Has dispuesto ya el sitio donde hay que encerrarlos? -preguntó don Tadeo al ventero.

-De eso acabamos de hablar con Simón.

-¿Qué habéis decidido?

-La joven se colocará en una habitación reservada que éste tiene arriba -contestó Simón.

-¿Y ellos?

-Los colocaremos en la bodega.

-¡Magnífico! -repuso el infame vejete, frotándose alegremente las manos.

-Yo decía que allí estarán muy mal.

-Aún quisiera yo que tuvieras un sitio peor donde poder alojarlos.

-Pues peor que la bodega, ni hecho de encargo.

-Allí, pues, acomodaremos a tus nuevos huéspedes.

-Por Dios, don Tadeo, procure su merced sacarme cuanto antes a esa gente de casa, que ya sabe lo que pasó la otra vez.

-Pierde cuidado, que yo me encargo de todo.

En esto llegó la gente que conducía y escoltaba las literas.

El tío Langosta abrió del todo la puerta.

Cortos instantes después quedaban instalados en la bodega don Carlos y Aguilar; y en una de las habitaciones del piso superior la desdichada Luisa.

Verificada esta operación, volvieron a reunirse en la tienda aquellos malhechores.

Los conductores de las literas habían ya desaparecido con éstas.

-Tú, Simón, te quedas aquí con esos tres hasta nueva orden; yo me vuelvo a Madrid en compañía del Zurdo.

-Espero que no tardaréis en volver.

-Antes de las diez de la mañana me tendrás aquí; ¡ea! buenas noches.

Don Tadeo y su acompañante el Zurdo se encaminaron de nuevo hacia Madrid.

El ventero atrancó y cerró perfectamente la puerta.

Simón y sus camaradas se acomodaron del mejor modo que les fue posible en la habitación que les destinó el tío Langosta.

Luisa, deshecha en llanto, prosternada de hinojos en su encierro, oraba con fervor.

Don Carlos y Aguilar maldecían de su suerte en el lóbrego calabozo donde yacían sepultados.

Capítulo LVIII. Giacomo Zarini comienza a comprender que puede llegar su venganza más lejos de lo que pensaba

Han pasado algunos días después de las escenas que acabamos de referir.

Respecto a la situación de nuestros personajes, no se ha agravado la de los que dejamos en poder de sus enemigos, ni la esperanza ha llegado a dulcificar la de los que estaban desesperados por la carencia de noticias de las personas queridas.

Únicamente dos de los personajes que han representado un papel en nuestro libro podemos decir que se encontraban realmente satisfechos.

Era el uno Paca.

Era el otro el misterioso desconocido a quien hemos visto perseguir con tan rudo encarnizamiento a nuestro amigo Luis de Guevara.

Ambos con aspiraciones diversas y en virtud de sentimientos distintos estaban satisfechos por una razón idéntica.

Esta razón era la mejoría que se advertía en Luis.

Efectivamente, los médicos le habían declarado fuera de peligro.

Es verdad que existía aquel aplanamiento, digámoslo así, aquella falta de sensibilidad que sigue a las grandes crisis; es verdad también que muchas horas le duraba el delirio, que existía una debilidad asombrosa que paralizaba las fuerzas del enfermo, suspendiendo, si así puede decirse, hasta sus facultades intelectuales, pero a pesar de esto la ciencia había dicho que estaba ya fuera de peligro, y realmente la ciencia no se había engañado hasta entonces.

Hubo algunos momentos en que al entreabrirse sus ojos y al fijarse con asombrada expresión en los objetos que le rodeaban, detuviéronse de un modo especial en el semblante de Paca.

Parecía que aquella mirada expresaba una alegría, una felicidad suprema que hacía estremecerse de gozo a la joven.

Tal vez quería formular un pensamiento, tal vez algunas frases pugnaban por salir de sus labios; pero su debilidad era tan grande que tornaba a cerrar los ojos mientras que sus labios se agitaban convulsivamente, dejando escapar algunas incoherentes frases.

Paca tenía la convicción de que había sido reconocida, y Vicente y Antonio y Joselito y Ramón de la Cruz aseguraban también que el caballero conocía ya perfectamente a las personas que rodeaban su lecho.

De aquí que la maja se mostrase más satisfecha llegando a decir a sus amigos:

-Dentro de pocos días, según la opinión de los facultativos, entrará en el período de la convalecencia, y desde este momento abandonaré ya esta casa.

-Por ningún estilo -respondió Vicente- por derecho propio ocupáis ese puesto, y hasta que Luis se restablezca del todo no abandonaréis esta casa y entonces -proseguía sonriendo de un modo harto expresivo- tengo la presunción de creer que tampoco saldréis de aquí.

Paca se sonrojaba comprendiendo lo que Vicente quería decir, y formaba el propósito firme de abandonar aquella casa tan pronto como pudiera ya conocer el peligro de sostener una explicación con el herido.

Por la misma razón que Paca estaba alegre, lo estaba también el desconocido.

Ambos, aun cuando por distinto fin, habían deseado ardientemente el restablecimiento del caballero.

El desconocido habíase informado diariamente respecto al estado de Luis, y cada noticia de mejoría que adquiría arrancaba de sus labios una exclamación de gozo.

-La Providencia -murmuraba con satánica expresión se pone de mi parte y me le entrega.

Otra persona también mostrábase bastante satisfecha con el éxito que iba alcanzando la curación de Luis.

El conde de Lazán, pues éste era quien también se alegraba de la mejoría de nuestro amigo, había estado en casa del caballero tan luego el mercader flamenco, o sea el misterioso desconocido, hubo salido de la suya, encontrándose con que realmente habíale dicho la verdad aquél al asegurarle que no había posibilidad de entenderse con don Luis en aquellos momentos por la grave situación en que se hallaba.

Paca le recibió, y precisamente en los momentos que él mostraba más irritación por un estado que contrariaba tan poderosamente sus esperanzas, llegó Vicente.

Paca se apresuró a dejar al conde con el pintor, a quien ya conocía el de Lazán, y entre ambos mediaron palabras bastante agrias, porque el conde se empeñaba en entrar en la habitación del herido cuando éste no estaba por ningún estilo en disposición de contestar a las preguntas que se le dirigieran.

Tras de las contestaciones hubieron de llegar finalmente las explicaciones, y al escuchar el pintor la acusación que a su amigo se le hacía, rechazóla indignado, diciendo:

-¿Y es posible, señor conde, que hayáis podido dar crédito a semejante infamia? ¿Tan en poco tenéis la honra de don Luis que podáis dar crédito a lo que cualquier miserable con mejor o peor intención quiera deciros?

-No tal -repuso el conde un tanto más templado- pero uniendo al relato que el mercader me hizo lo que yo ha tiempo sabía, comprendo que el despecho es mal consejero y que ningún otro que don Luis puede llevar a cabo semejante acción.

-Por Dios vivo, señor conde -exclamó el pintor lleno de ira- que si otro que vos se atreviese a inferir semejante inculpación a mi pobre amigo, no habría de quedar muy bien parado.

-La amistad os ciega, Vicente.

-Y a vos el dolor, señor conde; pues de no ser así paréceme que deberíais conocer lo sincera y digna de respeto que ha sido siempre para mi amigo vuestra amistad y vuestra honra.

-Todo lo ha olvidado para cometer la villanía que os acabo de referir.

-Y que no solamente no creo, sino que os ruego, señor conde, que tampoco lo creáis, pues creyéndolo ofendéis al amigo a quien tendisteis vuestra mano.

El acento de Vicente llevaba impresas una sinceridad y una convicción tan grandes, que el conde casi llegó a dudar de lo que antes creía.

Sin embargo, en aquellos momentos tornó a recordar que su hija le había amado antes, que aquellos amores se habían desarrollado y sostenido completamente en la sombra, cual si se hubiera tratado de una mala acción, sin que por boca de Luis se hubiese sabido una palabra.

¿Qué de particular tenía que quien había obrado así, cediendo a un pensamiento ruin de venganza hubiese querido sembrar el llanto y la desdicha en la casa de donde su mismo proceder le alejara?

Así fue que contestó al pintor con algún despego:

-Siendo vos tan su amigo como sois, natural es que le defendáis.

-Defiendo la razón, señor conde; que no de tal modo me ciega la amistad, que dejara de ver lo que digno de vituperio es únicamente.

-¿Es decir que no me dejáis ver a vuestro amigo?

-Verle podéis en buen hora; mas será inútil vuestro empeño; pues como antes os dije y os dijo también esa moza que está cuidándole, desde que le hirieron a mi pobre Luis, no está ni estará en muchos días para responder a pregunta alguna que se le haga.

El conde salió furioso de aquella casa.

Y no pasó un día sin que tratara de informarse del curso que seguía aquella herida, que en tan mal hora había ido a contribuir a que el conde no pudiese arrancar al caballero el secreto que tanto le interesaba.

Así era, que lleno de impaciencia y de alegría al mismo tiempo, recibía las noticias del adelanto que en su estado iba experimentando el herido.

Uno de los días, coincidiendo, por decirlo así, con el mismo en que Paca había formado su resolución irrevocable de abandonar la casa de don Luis tan luego éste se hallase en disposición de poderse pasar sin sus cuidados, doña Catalina, que también había recibido aquel día noticias respecto al adelanto que se observaba en el caballero, hizo que preparasen la silla de manos, y a poco se detenía ante la puerta del perfumista Zarini, que acudió solícito a abrir la puerta del vehículo, preguntando a la dama con acento respetuoso:

-¿En qué puedo serviros, señora?

-Necesito hablar contigo -contestó doña Catalina en voz baja.-¿Tienes alguien en la tienda?

-Nadie en este momento.

La dama entonces entró seguida de Giacomo, quien le dijo una vez que hubieron franqueado la puerta:

-Permitidme, señora, que os sirva de guía.

Pasó delante de ella, y llamando a su criado, hízole que ocupase su puesto por si alguno de los parroquianos llegaba, y subió la escalera que separaba la tienda de sus habitaciones particulares.

Una vez en el estrecho corredor donde éstas se hallaban, en lugar de penetrar en el saloncito que al hablar por primera vez de este personaje describimos, dirigióse hacia el fondo del corredor y abrió una pequeña puerta.

-Pasad, señora -dijo a la dama, deteniéndose respetuosamente en el umbral, mientras doña Catalina franqueaba la entrada en el aposento.

Éste en nada se parecía al saloncito en que se hallaban los escudos y en el cual Giacomo Zarini era el noble conde de Fuentidueña.

No se veían en las paredes más que vasares conteniendo retortas, crisoles, alambiques, redomas de distintas clases, frascos con espíritus o esencias y pomitos llenos de pomada o de opiatas.

En algunas alacenas, cuidadosamente cerradas, conservábanse eficacísimos venenos, según decía el perfumista; y en una pequeña estantería que había en uno de los lienzos de pared, se veían varios volúmenes encuadernados en viejos pergaminos, obras todas ellas de inexplicable valor, según decía Zarini, cuando se trataba de una experiencia nigromántica.

En el centro de la estancia había una mesa de roble, primorosamente tallada, sobre la cual se veian compases, esferas, pergaminos, etc., y a entrambos lados de la mesa dos antiguos sillones de alto respaldo con el asiento de baqueta.

Una vez dentro de la estancia doña Catalina y el perfumista, la dijo éste, señalándola uno de los sitiales:

-Servíos tomar asiento, señora.

Capítulo LIX. Continuación del mismo asunto

Doña Catalina contempló curiosamente todos los objetos que la rodeaban, y una vez que se hubo sentado, dijo:

-¿Sabes, Giacomo, que tu casa está completamente llena de misterios? Esta habitación es distinta de la en que me has hecho entrar otras veces ¿acaso tienes ocupada aquélla.?

-¿No habéis dicho que mi casa está llena de misterios? ¿por qué os extrañáis entonces?

-Es que cuando yo vengo a hablar contigo, necesito que nadie se entere de lo que hablo.

-Paréceme, señora, que os he dado siempre pruebas de una discreción extraordinaria.

-Sin embargo, una imprudencia.....

-No las he cometido jamás.

-A nadie más que a ti, le tiene cuenta el no cometerlas.

El perfumista no contestó, permaneciendo durante algunos segundos silenciosos entrambos personajes.

Al cabo de ellos, dijo doña Catalina:

-¿Y esa mujer?

-Precisamente de ella quería hablaros, señora.

-¿Ocurre algo de nuevo?

-Ocurre que estoy arrostrando un compromiso, en el cual, no solamente arriesgo mi fortuna, es decir, el honrado fruto de mi trabajo, sino que también arriesgo mi vida.....

-Explícate, porque no comprendo bien lo que quieres decir.

-El conde, señora, es poderoso; el conde ama a su hija y si llega, como llegará un día u otro a descubrir la participación que yo he tenido en la desaparición de su hija, podéis comprender que no he de quedar muy bien parado.

-Y mi protección entonces ¿de qué sirve?

-No basta a veces la voluntad.

-No te comprendo, y bien sabes que me agradan las situaciones bien despejadas, ¿acaso estás arrepentido de servirme? ¿has mudado de opinión ya? -dijo la dama con acento un tanto severo.

-No tengo por costumbre cambiar tan fácilmente, señora; no he hecho más que advertiros de la situación en que nos hallamos, o mejor dicho en que yo me hallo, rogándoos que la meditéis con calma y que tratéis de sacar pronto de aquí a esta joven, que francamente, no creo que pueda en realidad serviros para satisfacer vuestra venganza.

-En cuanto a lo primero, es decir, en cuanto a ti pueda referirse, no debes pasar cuidado alguno, puesto que yo velo por ti, y desgraciado del que se atreviera a causarte el menor daño; respecto a lo segundo, ya es distinto y no puedo comprender, vuelvo a decirte, todo ese afán que pareces mostrar hoy, para hacerme que desista de lo mismo que tú me estuviste incitando a hacer, porque al hablarme de lo legítima que era mi venganza, realmente me incitabas a que la llevase a cabo, y de tal manera has conseguido despertar mi rencor, que yo te juro que el conde de Lazán ha de guardar eterna memoria mía.

-Pero bien, señora, ¿qué objeto os proponéis con tener guardada a esa joven?

-El de vengarme.

-¿De qué modo?

-Ya lo verás, porque en esa venganza se encierran a la par otras dos.

-¿Otras dos?

-Sí, Giacomo; todo el mundo dice que yo soy omnipotente en la corte; que el favor de que disfruto es tal, que nada se me resiste, y sin embargo, un hombre me ha hecho traición, una mujer me ha insultado y otra se ha burlado de mí.

El acento con que pronunció estas frases doña Catalina, no pudo menos de hacer estremecer a Giacomo.

Había en él una amenaza tal, que el perfumista fijó sus ojos en la dama con una expresión que ésta debió comprender, porque dijo:

-¿Encuentras sin duda extraño mi acento? ¿Te sorprendes de que una mujer pueda abrigar tanto odio en su corazón, no es verdad? Eso debe probarte lo grande de la ofensa que todos ellos me han inferido.

-Así lo creo, pero lo que no concibo es cómo las personas a quienes os referís han podido cometer una falta tan grave.

-Todas confiaban en mi indulgencia, todas estaban abusando de mi bondad, y todas creyeron que del mismo modo que les había perdonado unas injurias, perdonaría las demás.

-¿Y puede saberse, sin temor de ser indiscreto, quiénes son esas personas que tan mal están con su propia tranquilidad?

-¿Por qué no? Nadie mejor que tú sabe todo cuanto yo hice por Gil Pérez.

-¿Y os ha engañado acaso?

-Sí, de un modo inicuo, como yo no podía esperar, como no era posible que pudiese creerme jamás.

-¿Es decir que ha roto toda clase de relaciones con vos?

-Sí -contestó con voz sorda doña Catalina.

Zarini no pudo menos de contemplar durante algunos segundos el contraído semblante de la dama, y como si respondiera a su propio pensamiento, hijo tal vez del conocimiento que había adquirido en aquella muda observación, murmuró:

-¡Pobre Gil Pérez!

-¡Oh! sí -exclamó doña Catalina, que escuchó la frase de su interlocutor y comprendió su verdadero sentido; -¡pobre de él! porque te aseguro que seré implacable.

-¿Y en qué se relaciona Gil Pérez con la venganza que tratáis de tomar de doña María?

-Nada, no es a él a quien me refiero, es a don Luis de Guevara.

-¡A don Luis!

-A don Luis.

-De ese más que de nadie quiero vengarme.

El arranque con que la dama pronunció estas palabras, la expresión de salvaje energía que les dio fue tal, que Zarini se levantó de su asiento, diciendo:

-Pero señora, ¿estáis en vos?

-¿Qué quiere decir eso? -exclamó doña Catalina entre sorprendida e irritada.

-Quise decir -contestó Giacomo tratando de disimular que me extraña vuestro odio hoy, cuando tanto le amabais ayer.

-Pues, por esa misma razón que le amaba, le aborrezco ahora. Todo cuanto es, todo cuanto fue, lo debe a mí; mi amor sirvióle para crecerse, para elevarse, para alcanzar una posición cual nunca debió esperar, y sin embargo, ese miserable burló primero mi amor amando a la hija del conde de Lazán, al mismo tiempo que a doña Isabel de Zúñiga; y finalmente, para hacer más violenta su escena, no ha mucho que se entregaba al amor indigno de una miserable bordadora, a la cual yo misma había dado de comer muchas veces.

-¡Jesús! ¿así obró don Luis?

-Así; pero mi venganza ha dado ya comienzo, y ninguno de ellos puede escapar.

-¿Y no os valiera más, señora, dar al olvido a los que os ofenden?

-¿Cómo has dicho?

-Dar al olvido a los que os ofenden, ¿acaso con vuestra venganza vais a devolver a vuestro corazón la perdida tranquilidad y ventura?

-Sí.

-Jamás he visto que se adquiera por semejantes medios.

-¡Giacomo!

-Señora, los que así faltan y así olvidan favores recibidos, sólo merecen desprecio.

-No.

-Cuanto más tratéis de vengaros, mayor importancia les dais.

-¿Es decir que tú quieres que sigan burlándose de mí?

-Líbreme el cielo de tal idea, mas lo que os digo es únicamente por vuestro bien.

-Es un bien que no comprendo, y por lo tanto puedes abstenerte de hablarme más en este sentido.

-La confianza que me disteis, prestóme atrevimiento para ello.

-Lo mismo don Luis, que las mujeres a quienes ama, que los amigos que le protegen, y que tal vez le han incitado a que así me engañe, todos ellos han de sentir el peso de mi cólera.

De nuevo volvió a estremecerse el perfumista.

El acento con que doña Catalina pronunció las frases anteriores vibraba con tal expresión de odio y de venganza, que se comprendía realmente que no había de retroceder por nada ni por nadie para conseguir la realización de sus planes.

A pesar de que él mismo, como había dicho muy bien doña Catalina, había contribuido eficaz y poderosamente a despertar los vengativos instintos de la dama, obedeciendo tal vez a interesadas miras, es lo cierto que al escucharla, que al comprender todo lo que había de amenazador en su acento y el extremo a que podía conducirla aquel irreflexivo afán de venganza, no pudo menos de temer las consecuencias que de ella podrían resultar.

Únicamente en aquellos momentos en que su mirada penetró, por decirlo así, en el corazón de doña Catalina, fue cuando conoció todo lo de fríamente perverso que en él había, y quizás en lo íntimo de su conciencia se arrepintió de haber impulsado a la dama en una pendiente en la cual él mismo podría resbalar.

Intentó templar su enojo, aun cuando sin oponerse abiertamente a sus proyectos; pero doña Catalina era tenaz en sus propósitos, había concebido su plan y caminaba derecho a su realización sin que consideración ni temor alguno pudieran hacerla desistir de él.

Capítulo LX. Donde volvemos a encontrarnos de nuevo con el desconocido enemigo de don Luis

Precisamente el mismo día en que doña. Catalina, según acabamos de ver, estuvo en casa de Giacomo, habíale ocurrido momentos antes un incidente que llamó su atención y que fue realmente lo que hubo de decidirla a ir en busca del perfumista.

Este incidente fue una carta que recibió, en la cual se la decía lo siguiente:

«Señora, un amigo vuestro, puesto que vos sois enemiga de don Luis de Guevara, se dirige a vos para ofreceros su ayuda, ayuda que no es de despreciar puesto que se trata de un hombre que como vos aborrece y que como vos está dispuesto a agotar todos los medios para conseguir su objeto.

Nada de cuanto habéis hecho desconozco y, creedme, señora, si como enemigo soy poderosamente terrible, como amigo no tengo precio.

«Un solo detalle bastará para convenceros, tanto de lo que respecto a vos sé, cuanto de lo que puede serviros el que tiene la honra de dirigiros estas letras.

«Estuvisteis no hace muchos días en casa de don Luis y encontrasteis a su cabecera una mujer que arrogándose derechos que a vos no debieron gustar gran cosa, os irritó con tanto más motivo, cuanto que no hallabais medio para tomar venganza cumplida de aquella mujer.

«Yo, obrando por vos, he preparado vuestra venganza cual vos misma no podíais esperar.

«En estos momentos el padre de don Luis conoce ya su estado, y una vez conocido podéis estar segura de que en estos momentos se encuentra ya en camino para Madrid, y su llegada os presta ancho campo para vengaros de la mujer que os ha ofendido.

«Por este detalle podéis comprender si os conozco y si os puedo servir.

«Esta noche, después de las ánimas, tendré la honra de pasar a veros. Entretanto, y si lo juzgáis conveniente, podéis tomar informes acerca del capitán, vuestro humilde servidor

Martín de Rocamora.»

La lectura de esta carta produjo en doña Catalina sensaciones distintas, sobre las que predominó desde luego la de utilizar a aquel hombre que tan precisos datos le daba, y que demostraba desde luego grandes disposiciones para secundar sus propósitos.

Pero antes de todo y puesto que él mismo se lo indicaba, pensó tomar informes respecto a él.

Porque verdaderamente era un tanto aventurado lanzarse sin preparación alguna a depositar su confianza en un desconocido.

Porque el paso era sumamente aventurado, y aun cuando aquel individuo, parecía hallarse muy bien enterado respecto a su situación particular, era preciso andar con pies de plomo.

Ninguno le pareció mejor para darle los informes que ella necesitaba que el perfumista, y en su consecuencia, se dirigió a su casa.

La circunstancia de haberse enredado en otra conversación, como ya hemos tenido ocasión de ver, y el disgusto que la produjeron las observaciones que aquél le hizo, fueron causa de que entre el enojo y el nuevo orden de ideas que en ella despertaron las palabras de Zarini, se olvidó de lo principal, y regresó a su casa sin haber podido saber quién era aquel extraño capitán que a ella se había dirigido.

Y llegó la noche, y el marqués del Alcázar, su viejo amante, abandonó sus habitaciones, y poco después del toque de ánimas, uno de los criados de la dama, entró en el aposento anunciando a su señora la llegada del capitán don Martín de Rocamora.

Llena de curiosidad la dama, apresuróse a hacer que lo franqueasen la entrada en sus habitaciones.

La fisonomía del individuo a quien nuestros lectores han visto como simple particular en la calle la noche en que fue herido don Luis, como mercader flamenco en casa del conde de Lazán y con otros disfraces en diversos puntos, había sufrido otro cambio notable para presentarse en casa de doña Catalina.

Largos mostachos, surcada la mejilla derecha por una profunda cicatriz y mirada descarada y provocativa, tales eran los detalles más esenciales de aquel rostro, que al ser visto por la dama, no fue dueña de dominar cierta impresión de terror.

-Señora -dijo el desconocido, y así debemos calificarle puesto que el nombre y el empleo con que se había anunciado a doña Catalina eran tan mentidos como el de mercader flamenco bajo el cual se presentó al conde de Lazán- dispensadme si me atreví a molestaros.

-Nada de eso -repuso doña Catalina con afabilidad, indicando a su interlocutor una silla para que tomase asiento.

No tenéis que pedirme perdón alguno, puesto que debisteis comprender estabais perdonado desde el momento en que os franqueaba la entrada de mi casa.

-Pues siendo así, debo suponer que mis servicios deben estar aceptados.

-Todavía no.

-Permitidme que me sorprenda en ese caso.

-No hay lugar para sorpresa alguna, toda vez que yo necesito saber las condiciones con las cuales me prestáis vuestra ayuda.

-¡Oh! señora! ¿por qué hablar ahora de eso?

-Porque precisamente es lo primero que debemos hablar.

-Pues aun a riesgo de disgustaros, debo deciros que es lo último en que habría pensado.

-Vos diréis lo que mejor os plazca; pero yo haré lo que mejor me convenga.

-Como gustéis.

-Conque, vamos a ver: ¿con qué condiciones venís a mi servicio?

-Imponedlas vos misma.

-Necesito también saber en lo que me podéis servir.

-En cuanto vos queráis.

-Muy lato es eso.

-Pues toda esa latitud abrazan mis servicios.

-¿Y si yo no necesitara tantos?

-Bien sabéis que los necesitáis.

-¿Yo?

-Sí, vos, señora.

Y el desconocido fijó una mirada audaz en la dama.

Ésta sostuvo con firmeza esta mirada, y dijo después:

-Paréceme que sabéis demasiado, señor don Martín.

-Cuando me conozcáis mejor, lo podréis apreciar más.

-Empiezo a tener deseos de ello.

-Ponedlo a prueba.

-¿De qué modo?

-Muy sencillo, preguntándome cualquier incidente de vuestra vida pasada.

-¿Tanto la conocéis?

-Desde que enviudasteis y vinisteis a Madrid.

-¿Y antes?

-Alguna cosa también.

-Perfectamente: ¿es decir que habéis procurado pertrecharos para venir a verme?

-Todo ello por serviros únicamente, señora.

-Muchas gracias.

-No las merezco, porque precisamente al serviros voy a servirme yo también.

-¡Hola!

-¿Qué queréis? Natural es que uno trabaje para sí.

-¿Y vos quién sois, don Martín? -preguntó doña Catalina mirando fijamente a su interlocutor.

-Ya os lo he dicho en mi carta; un capitán.....

-¿De los ejércitos del rey nuestro señor, o de aventuras?

-De lo que más os convenga.

-¿Vuestro pasado?

-Es tan oscuro como el vuestro.

-Mucho decir es.

-Si interrogáis a vuestra conciencia comprenderéis que tengo razón.

-¿Y vuestro presente?

-La venganza.

-¡La venganza!

-Lo mismo que vos.

-Es que yo tengo motivos.....

-Yo también.

-Y vuestra venganza no puede ser idéntica a la mía.

-Pues lo es.

-¿Y se refiere?

-A don Luis de Guevara, lo mismo que la vuestra.

Capítulo LXI. El desconocido llega a imponerse a doña Catalina

La dama se quedó mirando al desconocido.

-Os repito -dijo éste- que el objetivo de mi venganza es don Luis, lo mismo que os sucede a vos.

-¿Y por qué le odiáis?

-¿Por qué lo odiáis vos?

A esta pregunta, digámoslo así, tan natural, no pudo menos de quedarse doña Catalina suspensa durante algunos segundos.

La mirada que el desconocido fijaba en ella la turbaba de un modo extraordinario, y por primera vez aquella mujer, acostumbrada a dominar a todo el mundo, hallábase dominada a su vez, o por lo menos hallábase muy expuesta a estarlo.

Cuando pudo vencer aquella especie de turbación, dijo:

-Le odio porque me ha engañado.

-Os ha engañado amando a otras mujeres; pero vos no habéis tenido en cuenta, señora, que en la situación en que os halláis, él era verdaderamente el engañado.

-¡Cómo!

-Muy sencillo; ¿no compartíais vuestro cariño entro don Luis y el señor marqués del Alcázar? Pues si vos dabais el ejemplo de semejante dualidad de amor, ¿por qué os extrañáis que hiciese don Luis una cosa parecida?

La observación era justa, y esta justicia precisamente fue lo que irritó a doña Catalina, quien dijo:

-¿Sabéis, señor don Martín, que es un tanto impertinente vuestra observación?

-Será todo lo que queráis, pero es verdadera, señora.

-¿Y si yo os dijese que a pesar de toda esa verdad, no quiero, ni puedo consentir que de ese modo se me engañe?

-Eso ya es distinto; mas también debo añadiros, que no sé cómo llevaría el señor marqués del Alcázar ese deseo de venganza, si llegase a conocer las causas de él.

-El marqués del Alcázar no tiene que ver nada conmigo en este asunto, y deseo que no mezcléis más ese título en la conversación que estamos sosteniendo.

-Como gustéis.

-Don Luis me ha engañado, y tengo necesidad, no solamente de vengarme de él, sino de cuantas personas hayan contribuido directa o indirectamente a ayudarle en ese engaño.

-Ya veis como yo os he ayudado.

-Hablemos con claridad, caballero, porque francamente no deja de parecerme muy extraño que os hayáis dirigido a mí cuando vos por lo visto contabais con medios propios, digámoslo así, para llevar adelante vuestro plan.

-Poco a mi juicio tiene que adivinar eso, señora; dos venganzas reunidas tienen más probabilidades de éxito que no una, y por lo tanto, lógico era que tratase de unirme a vos.

-¿Pero quién os dijo o cómo supisteis lo que yo intentaba?

-Desengañaos , señora; para que una cosa no se sepa, no hay más que un remedio.

-¿Cuál?

-No hacerla.

-Pero alguien os habrá dicho..... alguno tal vez de los que me han servido.....

-No os molestéis, señora, en averiguar quién me ha dicho o cómo he sabido lo que a vos se refiere, la cuestión es que lo sé y como lo que sé, me sirve, vengo a vos a fin de que nos unamos.

-Y si yo no quisiera?

-El mal seria para vos.

-!Para mí!

-Ya lo creo, como que penderíais un aliado que os puede servir de mucho.

-Observo que no es la modestia vuestro fuerte.

-Jamás presumí de modesto, señora, porque aquello de que no tengo seguridad me lo callo y únicamente hablo de lo que estoy resuelto a hacer porque cuento ya con los medios para ello.

-¿Y tendréis la bondad de decirme, señor don Martín, cuál es la causa de vuestra venganza respecto a don Luis y hasta qué extremo tratáis de llevarla?

-Mi venganza, y permitidme que así os lo diga, señora, obedece a razones más elevadas que la vuestra; en mi venganza hay algo más que el amor propio ofendido, va envuelta en ella una de esas formidables historias de sangre que no pueden satisfacerse mientras quede con vida uno de los individuos de las dos familias enemigas, y por lo tanto, podéis comprender que el extremo donde yo he de llegar es el último a que puede llegarse, es a la muerte de don Luis; pero no la muerte que vos habéis tratado de darle por medio de un solo golpe y de un solo dolor, la muerte que yo quiero es primero la del alma, la de la honra, la de la estimación, y la del cuerpo la última de todas.

Tal fue el acento del extraño personaje que hablaba con doña Catalina, tan frío y amenazador fue su lenguaje y tanta crueldad había en él que la dama se estremeció.

El desconocido que la contemplaba fijamente y cuya mirada parecía perderse en las misteriosas profundidades del corazón de su interlocutora, debió sorprender aquel estremecimiento porque sonriéndose irónicamente, dijo:

-Parece que os han hecho efecto mis palabras, señora.

-Observo que os la dais de adivino o pretendéis serlo, por lo menos.

-Generalmente, cuando yo tengo una pretensión, es porque no se halla lejos la certeza; y en este caso debo deciros que la certeza existe, y que por consecuencia de ella vos en estos momentos estáis arrepentida de haberme escuchado, y de haberme dejado conocer vuestros designios.

-¿Y qué diríais si así fuera?

-No os diría más, sino que yo he venido aquí en la seguridad de contar con vuestro apoyo, y que ese apoyo no puede faltarme.

-Mucho asegurar es eso.

-Ya veis si sabré lo que digo.

-Y yo a mi vez, ya que así me provocáis, debo aseguraros que llevar la venganza al extremo que vos queréis no lo haré nunca.

-Ya lo pensaréis mejor, y conoceréis que no os queda más recurso que aceptarme por compañero.

-Es sobrado atrevimiento el vuestro.

-No es más ni menos que el atrevimiento de una persona que sabe muy bien a lo que se compromete.

-Pues señor mío, con todo vuestro atrevimiento, con todo ese aire de superioridad de que parece tratáis de revestiros, y con el cual sin duda os habéis propuesto imponerme, debo deciros que no me agradan vuestros propósitos, y que así como hasta ahora me pasé sin vos, espero pasarme en lo sucesivo.

Y doña Catalina fijó una mirada de triunfo en el semblante de su interlocutor, satisfecha sin duda de la prueba de energía que acababa de dar.

Pero el desconocido la contemplaba sonriéndose.

-¿Lo habéis pensado bien, señora? -la dijo con intencionado acento.

-Yo pienso muy bien las cosas antes de decirlas.

-Pues me parece que en este caso habéis obrado muy de ligero.

-¿Tendréis también la pretensión de darme lecciones?

-¿Y por qué no?

Y la mirada con que acompañó el desconocido sus palabras estaba tan llena de superioridad, de firmeza y de orgullo al mismo tiempo, que doña Catalina no tuvo otro remedio que bajar la suya.

Sin embargo quiso luchar, y dijo:

-¿Pero es que tratáis a la fuerza de imponerme vuestra amistad?

-Tarde lo habéis comprendido.

-¿Con que es verdad? ¿Con que queréis imponeros por medio de la fuerza?

-Señora, o yo no sé explicarme, o sois vos muy inocente, o no entendéis nada en asuntos de esta especie.

-Vuelvo a repetiros lo que antes os dije, pecáis por sobra de atrevido, y tentaciones me están dando de haceros pagar un poco caro vuestro atrevimiento.

-Pues procurad dominar esas tentaciones, porque de no, fácil fuera que yo también tuviere otras, y podéis estar segura de que las mías habían de haceros bastante daño.

-¿En qué sentido?

-Señora, nos estamos desviando del objeto principal, y francamente esto de perder el tiempo, para quien está acostumbrado a utilizarle, es bastante triste.

-Pero, bien, ¿cuál es vuestro objeto?

-Muy sencillo, ayudaros y que me ayudéis.

-Es decir que m e necesitáis, es decir que ese tan decantado poder de que habéis estado hablándome, queda reducido liso y llanamente a una demanda de apoyo, que no sé si me será conveniente concederos.

-Veo, señora, que tenéis el don de las equivocaciones, y lo siento, porque verdaderamente me es simpático vuestro carácter; pero divagáis de una manera tan extraña, juzgáis los hechos y las personas de una manera tan rara, que realmente inspira lástima ver que tan bellas disposiciones estén tan mal dirigidas. Os necesito, no os lo niego; pero en cambio vos me necesitáis mucho más.

-¿Que yo os necesito? No lo comprendo.

-Figuraos por un momento, y os ruego que esto no lo toméis más que en el sentido de una suposición, que un día me pasa por la cabeza decirle al marqués del Alcázar algo respecto no sólo de vuestros amorosos devaneos, sino también del uso que habéis hecho de su influencia y de sus relaciones. ¿Qué creéis que haría el marqués?

Doña Catalina se estremeció.

Aquella suposición era verdaderamente terrible.

En el tiempo que llevaba hablando con el desconocido, no había caído en que éste pudiera imponérsele de tal modo, que llegase a ser una continua amenaza para ella.

Sus últimas palabras no la dejaron duda alguna.

Comprendió que aquel hombre iba resuelto a todo, y que o necesitaba romper abiertamente inutilizándole por completo, o debía transigir con sus exigencias.

El primer medio parecióle más aceptable, y en consecuencia dijo:

-Pues figuraos, a vuestra vez, ya que en este terreno nos hemos puesto, que yo no creo prudente condescender a vuestros deseos, y que una vez conocido vuestro propósito, procuro inutilizaros no dejándoos que salgáis de esta casa.¿Qué diríais entonces?

-No diría más -repuso el desconocido sin alterarse en lo más mínimo- sino que vos no compendiáis vuestros propios intereses. En primer lugar, porque irritado yo con semejante proceder, haría alguna revelación al marqués, que no había de agradaros mucho, en segundo, porque penderíais un auxiliar que puede serviros de gran cosa. Ya veis como desconocéis por entero vuestra situación y vuestros intereses.

Doña Catalina comprendió que tenía razón, pero como que ignoraba las exigencias que podría tener, como que no sabía en realidad dónde iba a parar aquel hombre, le dijo:

-Y en el caso de que yo, armonizando mis intereses con mi decoro, me aliara con vos, ¿de qué manera podríais servirme? y ¿de qué modo podría yo serviros?

-Muy sencillamente: yo no necesito de vos más que la impunidad, si así me puedo explicar, para los actos que realice, en mi servicio.

-¿Y tan desinteresado sois que vais a ocuparos en mi servicio única y exclusivamente por el placer de hacerlo?

-Ya os dije antes, que a la par que a vengaros de don Luis, voy a vengarme yo también.

-¿Y empezasteis ya?

-Desde luego, y puedo aseguraros que va mi venganza por mejor camino que la vuestra.

-Sepamos.

-Vos habéis recibido de don Luis desdenes que os han llegado al alma, le habéis hecho favores que creisteis le tendrían perpetuamente ligado a vos, habéis sido insultada por una mujerzuela, que colocada junto al lecho del caballero desleal ha creído que era patrimonio suyo aquella casa y aquel hombre, habéis salido del aposento donde entrasteis arrepentida tal vez de lo que habíais hecho, sin saber qué partido tomar para castigar el desamor del uno y vengar la injuria de la otra.

-¿Y vos podéis darme todo eso? -preguntó doña Catalina con voz anhelante.

-Dentro de poco lo tendréis.

-¿Cómo?

-El padre de don Luis llegará de un momento a otro.

-¿Quién le ha enviado a buscar?

-Yo, pero en nombre vuestro.

-¿En nombre mío?

-Tenía la seguridad de que al fin acabaríamos por entendernos, y no vacilé en ganar tiempo.

-¿Y qué ha de hacer el padre de don Luis?

-Antes que ir a ver a su hijo vendrá a veros, y me parece que sabéis ya demasiado para que deba daros lecciones respecto a lo que habéis de decirle a fin de ganar su confianza, y que sea él quien realmente se encargue de vengaros de Paca.

-Pues en ese caso, ¿para qué necesitáis, como decís, mi protección?

-Para cuando llegue un caso, como llegará, en el cual se requieran ciertas medidas extremas.

Puede comprenderse perfectamente, que dadas las condiciones en que ambos personajes se hallaban, no tardarían mucho en llegar a un completo acuerdo.

El desconocido salia poco después de casa de doña Catalina, conforme en otra ocasión le vimos salir de casa del conde de Lazán, demostrando en su semblante todo lo innoble del gozo que sentía.

Capítulo LXII. Donde el marqués Adelfi encuentra lo que no podía esperar

Mientras tenían lugar los sucesos que acabamos de relatar a nuestros lectores, Concha y Dolores, hechas dos brazos de mar, como dice nuestro buen pueblo, habían ido a ver a su amiga Paca, la cual, como ya sabemos, estaba cuidando a su don Luis, convaleciente aún de la grave herida que, como ya hemos dicho, recibiera.

Caminaban nuestras dos majas distraídas y sin cuidarse ni en poco ni en mucho de los chicoleos y requiebros de los transeúntes, cuando al atravesar una calle se hallaron sorprendidas por la no muy agradable presencia del marqués de Adelfi.

Por un movimiento instintivo, Dolores aceleró su marcha tomando al mismo tiempo el brazo de Concha, la cual, desconocedora del móvil que obligaba a Dolores a acelerar su paso, la dijo de esta suerte:

-No corras, no tenemos prisa.

Mira -dijo Dolores.

Y más bien con la vista que con la acción, señaló al marqués, que habiéndola visto ya, aceleraba también su paso dirigiéndose al encuentro de aquel par de buenas mozas.

Ni los vestidos que en aquella época se usaban, ni la debilidad propia del sexo femenino, permitía a las que del marqués se escapaban, poner entre ellas y éste la distancia que hubieran deseado, antes por el contrario, el libertino marqués se acercaba cada vez más, logrando, por fin alcanzarlas.

-¡Alto, alto ahí! -dijo.

Y con su acción, es decir, extendiendo los brazos, paró a Dolores y Concha.

¿Qué hay, y qué se le ofrece? -dijo ésta, mirando provocadoramente al marqués- es de día -añadió- y a la luz del sol y en mitad de una calle, ni vos podéis intimidarnos, ni nosotras temer de vos; dejadnos, pues, seguir nuestro camino.

Una palabra, Dolores -dijo el marqués, sin contestar a Concha.

¡Vos aquí! -exclamó Dolores.

Yo aquí -contestó el marqués- y tan enamorado y rendido como siempre. Comprendo -continuó diciendo- que el verme os haya costado sorpresa, pues en efecto, es sorprendente ver en Madrid a quien de Madrid fue desterrado, cuando menos lo esperaba. Después que fuí preso por los walonas, recibí la orden de salir de Madrid y de trasladarme a Guadalajara; pero el rey don Carlos III, ve ya próximo su fin; pronto el príncipe de Asturias será rey, y el poder de Floridablanca u de vuestro don Luis por tanto, se habrá disipado como el humo. Soy, pues, libre -continuó diciendo- y de esta vez juro a Dios que os he de poseer.

-¡Jamás! -contestó Dolores.

-Muy pronto -exclamó el marqués.

Y en sus ojos ardió una llamarada, mezcla de ira y deseo.

-Deja al señor -dijo Concha- porque a palabras necias, oídos sordos, y nada más necio que el orgullo de estos señores que, infatuados con sus riquezas, piensan que todo se les debe de derecho. Aquí, señor mío -continuó diciendo- no estamos en Italia; aquí somos españoles, y si los italianos, si Esquilache y Grimaldi han podido privar con los reyes, en cambio no han privado con el pueblo, y nosotras, bien lo veis, somos hijas del pueblo, de ese pobre, pueblo que, vosotros, los extranjeros, habéis empobrecido y al cual no le habéis dejado más que su honra, quizás porque ésta no tiene valor para vosotros.

Concha, como diríamos hoy, hablando el lenguaje técnico, no se achicaba ante el marqués. Concha, personificación de aquel revoltoso y avieso pueblo bajo, que produjo el motín contra Esquilache, no se intimidaba jamás, y burlona unas veces y bravía otras, nunca el temor la dominaba hasta perder su carácter.

El pueblo español es quizás de todos los pueblos el más indomable, debiendo esta cualidad característica a su energía y a su constancia.

El gran capitán del siglo, el héroe de Italia, de Egipto y de Austria, no pudo vencer el no importa de los españoles, y sin embargo, la España de Godoy no era ni con mucho, tan bravía y altiva como la de su antecesor Carlos III.

Los chisperos y manolas de Lavapiés y las Vistillas, del Rastro y el Mundo Nuevo han ido poco a poco perdiendo su carácter, y los que cuando don Ramón de la Cruz y Goya pintaban, el uno en sus sainetes y el otro en sus tapices, valían como ciento, valieron mucho menos después, y hoy día apenas si valen algo, habiendo perdido su carácter especial, su modo particular de ser, que tanto valor les daba.

Concha, como ya hemos dicho, era uno de esos tipos fieros y sin mezcla, una de esas manolas de rompe y rasga, cuya vida aventurera, pero honrada, haciéndolas perder todo miedo, las convertía en inexpugnables castillos de virtud, sólo asequibles por el amor y el halago. Amante de un torero, había llegado por razón de afinidad, a no temer ni aun la muerte, siendo la antítesis y contra-posición, en cuanto a carácter, de su amiga y compañera Dolores.

Ésta al ver al marqués se había sorprendido; Concha indignado. Dolores, dulce, tímida, pero honrada, teniendo como tenía una gran virtud, hubiera muerto antes que ser deshonrada por el marqués, al cual, sin embargo, no hubiera nunca injuriado.

Si se nos permite la frase, Dolores, resistente como la piedra, no tenía como ésta, fuerza activa: podía ser labrada, pero no labrar; resistir la acometida ajena, pero no acometer; mientras que Concha, por el contrario, alma elástica, al ser víctima de una acción, desarrollaba en sí, aun contra su voluntad, una reacción igual y contraria a la presión recibida.

Ante estas dos majas, pues, dulce y tímida la una, enérgica y brava la otra, aunque ambas igualmente honradas, se encontraba, como ya hemos dicho, el libertino marqués Adelfi, el cual procurando desentenderse de la más temible de sus enemigas, se dirigió nuevamente a Dolores, exclamando:

-Un momento no más, un momento, Dolores, porque estoy desesperado y soy capaz de todo, aun contra mi voluntad, contra todos mis deseos; mi corazón no es mío sino vuestro, y mi vida, que arrastro entre lágrimas y desdenes, es un continuo martirio. Condenado al eterno suplicio de desear inútilmente, mi vida es un purgatorio.

-¡Jesús, María y José! -dijo Concha, riendo alegremente y en tono de completa befa. -Vamos, Dolores, vamos, y mandaremos decir unas cuantas misas para que el señor salga de purgatorio, donde de seguro si está él, no deben estar las ánimas benditas. Yo creo que el señor, más que en el purgatorio, debe estar en el infierno, a juzgar, no sólo por sus hechos, sino por su cara de condenado.

-Condenado a desear sin poseer, condenado a vivir muriendo eternamente y lleno de desesperación y de celos -dijo el marqués, dirigiéndose a Dolores. -Pero yo no puedo vivir así -continuó- yo no puedo vivir martirizado incesantemente por vuestro desden, y cuésteme lo que me cueste, os juro que seréis mía. Mucho tiempo hace que os sigo, mucho que sufro, mucho que os amo, y mis sufrimientos es preciso que tengan término y mi amor correspondencia.

-Voy a contestaros por última vez; amo, marqués, y soy amada -dijo Dolores, reflejando en su mirada todo el fuego de su pasión, todo el amor de su alma.

Como esos metéoros que deslumbradores y brillantes vemos atravesar en las noches de estío la azulada y serena bóveda celeste, la pasión de Dolores brilló un momento en sus ojos al decir las anteriores palabras, palabras que despertaron en el malvado corazón del marqués Adelfi, todo un infierno de ira, de odio y de rencores.

-¿Quién detiene el rayo cuando dos nubes se chocan? Os vi y os amé -dijo el marqués, con más rabia que ternura. -La piedra que se desprende de las enhiestas rocas, rueda hasta el fondo del abismo, y rueda fatalmente aumentando en velocidad sin que nada ni nadie logre detenerla, y yo soy esa piedra que desprendida rueda, y rueda fatalmente sin que pueda detenerme ni pararme nada. A dónde voy no me importa; ¿qué obstáculos tengo que vencer? ¿qué precipicios habré de atravesar? sean los que quieran, no pienso en ellos ni puedo pararme ante los obstáculos, porque la pasión me arrastra, porque estoy loco, y aun sabiendo que el precipicio me espera, corro a estrellarme en él. Amadme, sed mía, y dadme vuestro amor por Dios.

-Perdón por Dios, hermano, que aquí no damos limosna -dijo Concha agarrando el brazo de Dolores e intentando continuar su marcha.

-No, no -dijo el marqués extendiendo los brazos y deteniendo así a las dos majas- no, callaos -dijo dirigiéndose a Concha- y oídme, vos, Dolores, aun cuando sea por última vez. Os amo, sufro y todavía vos exacerbáis mis sufrimientos.

«Amo y soy amada,» me decís, y vuestros ojos brillan al decir vuestros labios la pasión que vuestra alma alberga; ¡cuánto queréis a Vicente! ¡Oh! ¡cuánto le queréis! y ¡cuánto daría yo porque me amarais de ese modo!

-Imposible, marqués; no tengo más que un corazón, y todo él es de Vicente; yo os compadezco; yo, a pesar de lo que me habéis hecho sufrir, a pesar de vuestras infamias, a pesar de los lazos que me habéis tendido no os odio ni puedo odiaros, ¿qué más queréis que haga? sino mi cariño, os doy mi compasión. Dejadme, pues.

-No puedo, no puedo, Dolores -dijo el marqués, y un suspiro se escapó de sus labios, porque el amor hasta en el alma de los malvados es causa de dulces y tiernos sentimientos.

Yo ardo -continuó diciendo, siendo interrumpido por Concha, que exclamó en son de burla:

-¡Agua! agua aquí para apagar el incendio del señor: ¡hombre! ¿queréis dejarnos en paz? ni que fuerais lego de San Francisco, que todo se le vuelve pedir para el convento.

-Pobre porfiado... -dijo el marqués.

-Saca mendrugo -interrumpió Concha-pero no dice el refrán si el mendrugo que saca es blando o duro, y vos, señor marqués, me parece a mí que vais a sacar de todo esto algo que sea muy duro. Pues podía ser la hija de mi madre la que tuviera que aguantaros, que entonces ibais a ver lo que era bueno. Vaya, dejadnos en paz, si no queréis que una manola os enseñe a lo que saben sus manos.

-¡Concha! -exclamó Dolores, deteniendo la hostil acción de su amiga.

-Calla tú y no seas tonta, y ya que tú eres demasiado buena, déjame que te espante las moscas, o por mejor decir, los moscones; y no lo digo por vos -contestó Concha, señalando, al decir las últimas palabras, al marqués- tú por lo buena que eres debieras llamarte confitura; pero, hija, hazte de miel y te comerán las moscas, sobre todo con estos usías lechuguinos. Vamos, quitad de enmedio y llamad a la otra puerta, porque ésta está cerrada.

-No para todo el mundo, pues, ¡vive Dios! que yo sé, ya que habláis de puertas, que la de vuestra casa está siempre abierta por vos para Joselito y franca para Vicente amante de esta señora, a todas horas del día y de la noche.

-¡Marqués! ¡marqués! -dijo Dolores- y sus mejillas se colorearon por el rubor, y sus ojos brillaron indignados -eso es infame, marqués, eso es infame; la honra que no podéis manchar con vuestros impuros amores, la mancháis con vuestras aun más impuras y criminales palabras. Ni Concha ni yo tenemos amante, y eso harto vos lo sabéis.

-Y aunque lo tuviéramos ¿qué? -dijo Concha interrumpiendo.-Aunque tuviéramos amante ¿qué os importa a vos? ni ¿con qué derecho os metéis en nuestras acciones? ¡Ea! a paseo.

Y tomando el brazo de Dolores, echó a andar resueltamente.

El marqués, por un movimiento instintivo, asió a Dolores por el vestido queriendo detenerla, y tan violenta fue la sacudida, tanta fuerza desplegó el marqués para detener a Dolores, que no solamente se detuvo ésta, sino que dio un paso atrás primero y después, y vacilante otro viniendo a caer en los brazos del marqués, el cual trémulo, convulso, loco por su pasión y su lascivia, depositó un beso en los labios de la joven.

Un «¡ah!» de indignación exhalado por Dolores; un ¡«miserable!» iracundo, pronunciado por Concha y un tremendo empujón dado por un hombre que rápido como el relámpago se lanzó sobre el marqués, fueron el resultado de aquel beso robado a la virtud por la lascivia, a la honradez por el libertinaje.

-Sin duda no habíais contado conmigo, señor marqués -dijo aquel brusco interlocutor del de Adelfi.

Y mientras el marqués se incorporaba y Dolores dirigía una mirada de gratitud a su inesperado salvador, Concha alegre y sonriente, le saludaba y acariciaba con sus ojos porque aquel inesperado salvador de Dolores, aquel brusco y rudo arrollador del marqués, era el corazón, el alma, el pensamiento de Concha, era en fin y en una palabra, el torero Joselito.

Capítulo LXIII. De cómo había llegado Joselito tan oportunamente

En el momento de terminar nuestro capítulo anterior, hemos visto aparecer a nuestro buen amigo el torero Joselito, poniendo fin con su brusca intervención a las demasías del marqués Adelfi, y a los sustos y temores de las dos majas.

La oportuna aparición de Joselito que, como vulgarmente se dice, vino como llovido del cielo, necesita una explicación y nosotros vamos a dársela a nuestros lectores.

Joselito, aquella mañana, no teniendo cosa mejor en que ocuparse, se había dedicado a inquirir noticias, y ávido de ellas, había dirigido sus pasos a casa de don Ramón de la Cruz, o sea don Ramón el sainetero, como le nombraban en Lavapiés, las Vistillas y el Campillo, campos por regla general de sus sainetes y de sus estudios.

Don Ramón de la Cruz Cano, el inmortal autor del «Manolo» , tragedia para hacer reír o sainete para hacer llorar; de las «Comedias de Maravillas» , de «Los hombres solos» y de otras cien joyas literarias, vivió más que humilde, pobre y hasta miserablemente en una de las más desvencijadas casas de la calle de Toledo, sin que su importancia ni su valor menguara a causa de su pobreza.

Simpático al pueblo bajo por sus obras y por su pobreza, era igualmente simpático para los altos y poderosos señores de la corte que admiraban su talento y estimaban su donaire; pudiendo decirse de él como de Goya que eran ambos no sólo la personificación, sino el espíritu de su época, la cual vive hoy para nosotros, más que por la historia, por los tapices y lienzos del pintor, y por las obras del sainetero.

Por razón de su popularidad, pues, por lo muy buscado y muy querido que era, don Ramón de la Cruz Cano a quien todo el mundo hablaba, a quien todos preguntaban y respondían, era una especie de Correspondencia de España viva, como diríamos hoy, centro de todas las noticias, pasadizo de todas las conversaciones, eco y eco chispeante y lleno de intención y gracia de cuanto en Madrid se hacía, se decía o se pensaba.

Supongamos una Correspondencia de España admirablemente escrita, llena de aticismo, de sátira, de gracejo, y desde luego podremos asegurar lo buscada y deseada que seria, y don Ramón de la Cruz Cano era esto que suponemos: un ejemplar vivo, pero único y por lo mismo de más valor y más buscado, de todos los cuentos, de todos los chismes, de todas las noticias, hechos, dichos, anécdotas y murmuraciones de la apicarada villa y corte de Madrid.

Por estas razones, pues, don Ramón de la Cruz que a todos conocía, que a todos trataba, que con todos, grandes y pequeños, era afable y cortés, era solicitado por todos, siendo esta misma la razón por la cual nuestro amigo Joselito, ávido de noticias, dirigió sus pasos a casa del popular sainetero, centro el mejor de ellas, y amigo particular de nuestro buen torero, al cual dispensaba una marcada benevolencia y una franca simpatía.

-Dios te guarde, Joselito -díjole don Ramón afablemente cuando éste entró en su casa-¿qué tal y cómo van Concha, Dolores y nuestro buen amigo Vicente?

-Concha y Dolores bien -le contestó el torero- en cuanto a Vicente, el demonio me lleve si le veo, ni le oigo desde que don Luis fue herido. Y a propósito de don Luis, ¿tenéis noticias de él?

-Las tengo y buenas -contestó don Ramón. -Su estado mejora, y ojalá que el estado de nuestro Estado estuviera como el de don Luis está.

-¿Con que según eso, la cosa no marcha bien?

-¿Qué es bien? mal, muy mal -exclamó don Ramón.

-Decidme, decidme algo -repuso Joselito.

-Después: -vamos ahora a buscar a Vicente; en el camino podré contarte algo- dijo don Ramón.

Y tomando su capa, tan noble como los Osunas, pues sino Téllez de Girón, era la tal un girón puro, ambos se disponían a salir, cuando Goya y algunos otros amigos invadieron la no muy extensa habitación del sainetero.

-Me doy la enhorabuena -dijo éste-al ver en mi casa tanto bueno: sentaos, señores, y decidme qué buen viento os trae. Aquí, don Francisco -añadió señalando al mismo tiempo a Goya una silla junto a la que él ocupaba.

-¿Qué tenemos de Godoy? -dijo Goya sentándose al lado de don Ramón.

-Parece ser que el rey ha tenido a bien desterrar al favorito de su regia nuera -contestó éste.

Antes de continuar ocupándonos de la conversación tenida por nuestros personajes, debemos hacer una aclaración histórica. El Godoy que Carlos III se vio obligado a desterrar para evitar el escándalo de sus relaciones con María Luisa de Parma, esposa del entonces príncipe de Asturias y después rey de España con el nombre de Carlos IV, fue don Luis Godoy, hermano del famoso príncipe de la Paz, que desde simple guardia de Corps llegó a serlo todo en España, merced a las liviandades de María Luisa y a la falta de dignidad del apático rey don Carlos IV.

Por lo visto, María Luisa de Parma sentía un amor de familia, pues Luis primero y Manuel después, fueron ambos amantes de la adúltera reina, tormento de su suegro Carlos III y oprobio de su marido.

Sabido es que la reina María Luisa fue siempre, como princesa y como reina, hostil a Floridablanca, al cual eran muy adictos cuantos en casa de don Ramón de la Cruz se hallaban reunidos, razón por la cual se hablaba de ella con una libertad espantosa.

-¡Decidnos, decidnos lo que sepáis! -dijo Goya.

-Carlos III caza, el príncipe de Asturias imita a su padre, y por no ser menos, María Luisa anda también de caza, o por mejor decir, a caza, aunque con desgracia por ahora, puesto que el rey le ha espantado la res, haciéndola perder el rastro -contestó don Ramón.

-Ella encontrará la pista -dijo uno de los caballeros que con Goya habían entrado.-María Luisa es buena cazadora, y si una pieza se le ha huido espantada por el rey, pronto sabrá hallar otras.

-Dejemos en paz a la primera -dijo otro de los caballeros, visitas de don Ramón-y decidnos, qué dicen de Francia.

-En Francia -contestó don Ramón -dicen el mon Dieu, según habréis oído en el cantar, y hacen bien en decir mon Dieu y en llamar a Dios, porque aquello está muy malo.

-¿Qué hay, pues? -preguntó uno.

-No hay, habrá -contestó don Ramón-y lo que habrá en Francia, ni yo os lo puedo decir, ni nadie lo puede prever; pero de todos modos, yo creo que lo que haya habrá de ser algo grande.

-Decís bien, don Ramón -dijo Goya- pero pase lo que pase en Francia, yo creo que los asuntos de nuestros vecinos nos interesan de todos modos algo menos que los nuestros propios. Los asuntos de la corte no andan muy bien, y la salud del rey anda aun peor que los asuntos de la corte. Se dice que el rey -añadió- anda enfermo y decaído, y si muriera, su heredero, dominado como está por doña María Luisa, podía traernos grandes acontecimientos, y la muerte del rey ser causa de grandes males.

-No lo creas -dijo uno- el rey ha recomendado a su hijo que siga teniendo por ministro a Floridablanca, y mientras Moñino continúe gozando la privanza, no andaremos mal del todo.

-Malo es que muera el rey -dijo don Ramón. -La princesa de Asturias odia a Floridablanca, y buena prueba es de ello que el marqués Adelfi está ya libre, habiéndosele visto en Madrid.

-¡En Madrid el marqués Adelfi! -exclamó Joselito mezclándose por primera vez en la conversación.

-Sí, en Madrid -le contestó don Ramón.

-Lo siento por Dolores -volvió a decir el torero- y lo siento con tanta más razón, porque si el marqués continúa en sus propósitos y vuelve a las andadas, va a haber algo serio. ¡Mala peste de extranjeros, y que no se los llevaran a todos los demonios!

-Amen -dijo don Ramón- aunque por ahora no corren esos vientos. Carlos III se va, el príncipe don Carlos, o por mejor decir, su esposa doña María Luisa, viene, y con ella, viene también el de Adelfi, su paisano y su gran amigo.

-¡Dios los cría y ellos se juntan! Pues tan bueno es el uno como la otra -dijo Joselito añadiendo a continuación- pues yo, por lo que pueda tronar, voy a buscar a Vicente y a decirle que el marqués ha llegado, para que esté a la mira y vea lo que se hace.

-Espera -dijo don Ramón deteniendo al torero- yo también tengo que ir hacia casa de don Luis; no faltará alguno de estos señores que quiera acompañarnos.

-Yo soy de la comitiva -dijo Goya.

-Y yo.

-Y yo-añadieron casi a un tiempo dos de los caballeros.

-Entonces vamos todos -dijo don Ramón-y dispensadme, señores, si abrevio la honra que me hacéis al abreviar vuestra visita. La llegada a Madrid del marqués Adelfi que, como todos sabéis, es un gran libertino, puede interesar grandemente a Vicente, cuya novia, la Dolores, es objeto de las constantes asechanzas del marqués, y yo debo prevenir a aquél.

-Prevenidle, que haréis bien -dijo Goya-y vámonos todos hacia allá, con lo cual tendremos noticias de la herida de don Luis.

-Yo puedo ir solo -dijo Joselito- y yo os daré noticias.

-No, vamos todos. Estos señores, a no dudar, habrán de ir a las gradas de San Felipe, y pues de camino nos coge, tú nos acompañarás a todos y todos te acompañaremos.

Don Ramón de la Cruz y sus visitantes echaron a andar dirigiéndose hacia las gradas de San Felipe y de paso a casa de don Luis, sin que por el camino la conversación fuese menos política ni menos libre que lo había sido en casa del afamado sainetero, el cual, en la calle, decía así a sus amigos, continuando la interrumpida conversación:

-Buenas cosas va a haber en España en cuanto el rey don Carlos muera.

-Vos debíais ser ministro -dijo uno de los caballeros a don Ramón- nadie mejor que vos -añadió- conoce a nuestro pueblo, y nadie mejor por tanto para guiarle y dirigirle.

-Bien se está San Pedro en Roma -contestó don Ramón- yo, si algo valgo es como sainetero, y para ser ministro es preciso saber hacer comedias, y aun diré que tragedias algunas veces. Mi misión es hacer reír dejando que Floridablanca, el rey, los príncipes, los ministros y los cortesanos hagan llorar a los españoles, y a lágrima viva por cierto.

-Bien podríais decir que a lágrima muerta -dijo Goya- porque esto huele a muerto, y muerta está ya nuestra pobre nación.

Al decir estas palabras Goya, el grupo de nuestros conocidos se encontraba frente por frente a casa de don Luis, y Joselito dirigiéndose a don Ramón decía:

-Yo, don Ramón, puedo subir, y si estos señores no quieren molestarse, yo traeré noticias suyas.

-Pues anda -dijo don Ramón- y vuelve presto, trayéndote, si don Luis está mejor, a Vicente, porque yo tengo que hablarle. No subiremos todos -añadió- porque algunos de estos señores no tratan a don Luis, y la visita por tanto podría ser inoportuna. Ve tú, ve y vuelve pronto, que aquí te esperamos todos.

Joselito desapareció entrando en casa de don Luis, y don Ramón de la Cruz, Goya y sus amigos continuaron en la calle esperando a Joselito y hablando de política, porque la política es, ha sido y será la eterna comidilla de los españoles.

Dejémosles conversar tranquilamente, y esperemos el momento en que nuestro torero, después de haber hablado a Vicente y saludado a don Luis, vuelve a aparecer en escena seguido del amante de Dolores.

Pero esto requiere un capítulo aparte.

Capítulo LXIV. Continuación del anterior

Una maja, una de esas majas, admirables tipos, que viven aún, y vivirán eternamente en los tapices de Goya, pasó en el momento que tomamos nuestra relación, por delante del grupo formado por los que esperaban a Joselito, llamando la atención de todos y arrancando a don Ramón uno de esos picarescos chicoleos propios y característicos de nuestro buen pueblo bajo.

-Todavía -dijo Goya a don Ramón- sois pecador, y pecador impenitente.

-¿Qué queréis? -contestó éste- soy flaco, bien lo veis, y no es extraño que tenga alguna flaqueza; la carne me seduce por hambriento y mal alimentado, y a fuerza de vivirlo mal en la tierra, nada tiene de particular que quiera un cacho de cielo, y me parece que la maja que acaba de pasar es un soberbio cacho.

-Por lo visto, vos nunca saldréis de entre esa gente a la cual dedicasteis vuestras obras, vuestro talento y vuestro genio.

-Y hasta mi alma -repuso don Ramón. -Una maja idolatro porque las majas, como dice nuestro cantar, que ya conoceréis, corresponden con todas sus circunstancias, y en las usías son las correspondencias falsas y tibias.

-Ésa, esa es la verdad, don Ramón -dijo Joselito, presentándose en escena seguido de nuestro amigo Vicente- creo que decís verdad, y ¡vivan los manolos y manolas y las gentes de circunstancias, y no las que son filis y para nada valen!

Sin contestar al torero, don Ramón tendió la mano a Vicente, el cual se había quitado el sombrero al llegar al grupo, diciendo cortés y afablemente:

-Dios guarde a ustedes, señores.

-Bien venido seáis -dijo Goya- y bien venido seáis doblemente si traéis buenas noticias. ¿Cómo está don Luis?

-Mejor de día en día, pues aunque su herida fue grave, Dios y la Virgen de la Soledad nos le han sacado en bien para consuelo de sus amigos y para mal de algún pícaro -contestó el amante de Dolores, cuyo rostro, ceñudo y nada tranquilizador, anunciaba a las claras que Joselito le había enterado ya del regreso a Madrid del malvado marqués de Adelfi, su rival, desdeñado, es cierto, pero no menos temible ni menos odiado por Vicente.

-¿Con que don Luis está mejor? -preguntó de nuevo Goya.

-Mejor, sí señor, mejor, o hablando más propiamente, bien ya -volvió a contestar Vicente.

-Continuemos, pues, nuestra marcha hacia las gradas de San Felipe -dijo don Ramón.

Éste, Goya, Joselito, Vicente y los caballeros amigos de Goya y don Ramón emprendieron la marcha hacia el famoso mentidero de San Felipe, centro de los desocupados, ociosos y maldicientes de Madrid, desde algunos siglos hace.

El famoso mentidero, o sean las gradas de San Felipe, donde estaban las antiguas covachuelas, era en efecto el punto de reunión donde desde la época de Felipe III y aun antes, se comentaban cuantos sucesos ocurrían en la noble villa y corte de Madrid, pues en aquellos tiempos en los cuales la prensa no existía, las malas lenguas, la gente aviesa que no podía escribir, propalaba sus epigramas, sus sátiras y noticias en el famoso mentidero donde siempre había un gran auditorio.

El periodismo de hoy, las tertulias y los casinos han hecho inútiles ya las gradas de San Felipe, las cuales han dejado de ser, siendo sustituidas como centro de murmuración por los cafés, periódicos y casinos y habiéndose levantado en sus solares la casa de Cordero y el ministerio de la Gobernación.

Al lugar que hoy es Puerta del Sol, se dirigían, pues, nuestros amigos, cuando Joselito que marchaba el primero de la reunión conversando con Vicente, que un poco más atrás pero a muy corta distancia le seguía, vio el beso que el impuro marqués de Adelfi depositó en los purísimos labios de Dolores.

Rápido como el relámpago, veloz como el pensamiento nuestro torero, como ya hemos dicho, repelió viva y rudamente al marqués, el cual rodó por los suelos sin poderse valer, mientras Joselito le increpaba por su acción, y las dos majas sonreían con gratitud la una y con amor la otra a nuestro animoso torero.

El marqués Adelfi, arrollado por la brusca acometida de su contrario, revolviéndose vivamente lleno de ira y desnudando la espada sediento de venganza, se dirigió contra Joselito, el cual le esperaba tranquilo y sin inmutarse.

-Venid, venid -le decía con una sangre fría irritante.

Y arrollándose la capa al brazo y desenvainando un pequeño puñal se disponía a defenderse del marqués, cuando Vicente que interpelado por don Ramón de la Cruz se había vuelto para contestarle quedándose por tanto un poco detrás de Joselito, pero que sin embargo había visto la acción del marqués, llegó en socorro de nuestro torero, acometiendo al de Adelfi por la espalda y enviándole a rodar por segunda vez y a considerable distancia, merced a un soberbio empellón.

-No, tú, no, Joselito -dijo- yo soy quien debe castigar la audacia de ese miserable, que si hasta ahora ha escapado a mi indignación, juro a Dios que hoy no lo sucederá lo mismo.

Por segunda vez el marqués volvió a incorporarse, pero cambiando de objeto, dirigióse espada en mano contra Vicente, que inerme pero animosamente le esperaba.

Un ¡ay! escapado de los labios de Dolores, un ¡asesino! dicho con más ira que indignación por Concha y un tremendo terno de Joselito, sonaron al mismo tiempo y mientras el valiente torero deseando evitar un asesinato y salvar a Vicente, se interponía entre éste y el marqués.

Lo que acabamos de referir, tuvo lugar en un segundo, a pesar de lo cual don Ramón de la Cruz, Goya y sus amigos que habían visto correr a Joselito primero y a Vicente después, llegaron al sitio de la acción antes que la escena terminara.

Oportuna fue su llegada y útil su presencia, pues Goya, que conocía al marqués, le dijo severamente:

-Reportaos , señor marqués, reportaos , porque no es noble ni digna vuestra acción; vuestro contrario está sin armas, y vuestra espada que brilla desnuda en vuestra mano, másque una amenaza para él, es un oprobio para vos.

-He sido insultado -contestó el marqués- he sido villanamente acometido por la espalda y cobro mi deuda y vengo mi ofensa como puedo. Si el señor en vez de espada sólo sabe manejar el pincel y los colores, peor para él.

-Ved lo que decís, marqués -dijo Goya en cuyos ojos brilló un relámpago de ira- ved lo que decís, o por mejor decir ved con quien habláis, porque yo soy quien os habla, y yo, señor marqués, manejo los pinceles sin que esto me impida tener la espada en la mano y no como vos, como vos ahora enfrente de un hombre sin ella, sino enfrente de su contrario, cara a cara y hierro contra hierro.

Joselito, en el momento que vio a su amigo Vicente defendido por la presencia de Goya y sus amigos, cogiendo del brazo a las dos majas y echando a andar, les dijo:

-Venid, venid conmigo las dos, y no os dé cuidado por lo que pase.

-¿Pero y Vicente? -dijo Dolores entre un triste suspiro.

-Vicente, ahora no; pero cuando Dios quiera, que debe querer pronto, matará al marqués. No temáis, pues, que un buen mozo español no puede morir a manos de un petimetre extranjero, sobre todo, cuando vale tan poco como el marqués Adelfi vale. Venid, pues -volvió a repetir Joselito.

-¡No, no, por Dios! -replicó Dolores.

Y dos lágrimas, dos purísimas lágrimas surcaron sus blancas y rosadas mejillas.

-No seas tonta -dijo Concha tratando de convencer a su amiga- vente y no tengas cuidado, pues no le arriendo la ganancia al extranjero, como se descuide con Vicente. Don Francisco Goya es todo un hombre, y tú sabes bien, que tu novio es para él como su hijo. Ven -añadió.

Y más bien arrastrando que guiando a Dolores, desapareció con ésta, doblando la inmediata esquina mientras Joselito, que escoltaba a las dos majas, siguiendo a dos pasos de ellas, decía para sus adentros:

-No, lo que es el italiano no vuelve a amenazarme a mí, porque en cuanto yo deje a éstas, le busco para darle una estocada que ni las de Pepe-Hillo o Costillares.

En tanto, y mientras el diálogo anterior había tenido lugar entre las dos majas y nuestro torero, en la calle, entre Goya, Vicente y el marqués Adelfi tenía lugar una escena interesantísima presenciada por don Ramón de la Cruz y sus amigos, los cuales, si bien interesados por Vicente, no se encontraban parte en la contienda.

-¡Sois un miserable, marqués; sois un miserable! ¡Y vive Dios, que ya es tiempo que ponga coto a vuestras demasías! -decía el novio de Dolores; el cual, centelleante la mirada, pálido el semblante y demudado el rostro por la ira, que no por el temor, aparecía soberbio, magnífico y hermoso como un arcángel. -Habéis -añadió- perseguido a la que yo amo con asechanzas sólo de un rufián, la habéis ofendido, habéis llegado a manchar su rostro con vuestro impuro aliento, y esto, ¡ira de Dios! os va a costar la vida, no por celos, no porque yo tema que Dolores llegue a amaros, sino porque sois un gusano miserable que con vuestra impura baba mancháis cuanto tocáis, y yo voy a aplastaros con el pié para que no volváis a manchar la purísima corola de ninguna hija de España. Un inmundo gusano, es siempre un peligro para las bellas flores, y vos, como todos los extranjeros, de la corte sois los impuros gusanos que habitáis el jardín de España, pretendiendo manchar con vuestras impurezas las rosas de nuestras hermosas españolas. ¡Ladrones de honras, destruís las ajenas por envidia , porque no teniendo honra propia, no podéis apreciar la ajena!

-Habláis más que hacéis, ¡y por la madona! que si esgrimierais la espada como esgrimís la lengua, seríais un adversario harto temible. Afortunadamente veo que movéis con más facilidad la lengua que las manos -dijo el marqués dirigiéndose a Vicente; el cual dio un paso hacia el de Adelfi, con intención sin duda de probarle que sabía manejar las manos tan bien como la lengua.

Por un movimiento rapidísimo, Goya se interpuso entre los dos contendientes, exclamando:

-Esto se arregla de otro modo, marqués; supongo que tendréis dos amigos que esta tarde quieran acompañaros hasta la Casa de Campo; daos un paseo por allí, y en el mismo lugar nos encontraréis, pudiendo convenceros, por vos mismo, de que mi amigo el pintor, como todos los pintores, o por mejor decir, como todos los españoles, dejamos volar las manos con más facilidad que las palabras.

-Entiendo -dijo Adelfi- y os prometo que me encontraréis esta tarde en la Casa de Campo, esperando únicamente me digáis a qué hora tendré el gusto de veros.

-A las cinco -contestó Goya- esperadnos junto a la fuente de la entrada, y desde allí iremos reunidos a un lugar que yo conozco, y que me parece muy a propósito para el objeto que deseamos.

-¡Está bien, y hasta las cinco! -dijo el de Adelfi.

Y saludando a Goya y a los demás que con él estaban, tomó la calle arriba, doblando luego una esquina inmediata.

Capítulo LXV. De como un pillo sale al fin definitivamente de escena, y de como la providencia se puso de parte de Luisa y del vizconde

El duelo concertado en el capítulo anterior, entre el marqués Adelfi y el novio de Dolores, tuvo lugar aquella misma tarde.

Vicente había atravesado de una estocada al marqués, que quedó tendido en el campo, siendo conducido ya cadáver a Madrid, por dos amigos suyos.

Contra lo que generalmente sucede, la razón y la honradez habían vencido a la sin razón y el libertinaje, y el valor sereno puesto a raya a la habilidad y maestría.

Vicente había matado a su contrario, en lo cual no se perdió nada. Una estocada más y un pillo menos; dicho lo cual a guisa de oración fúnebre del marqués, cuyas livianas aventuras terminaron de este modo, sigamos el relato de nuestros principales personajes.

Tiempo hace ya que no nos hemos ocupado de Luisa y del vizconde de Lazán, los cuales fueron conducidos, como nuestros lectores recordarán, a la taberna, o por mejor decir, a la cueva de ladrones y secuestradores que con el título de taberna, poseía el tío Langosta junto a la famosa puerta segoviana, entrada del primitivo Madrid o sea del Madrid viejo.

Luisa y el vizconde se habían perdido para sus familias y amigos, y aun cuando una y otros por su parte, y los agentes de Floridablanca por la suya habían hecho todo género de pesquisas para encontrar a nuestros dos amantes, las pesquisas habían sido inútiles, y vanos y sin ningún resultado los pasos dados para descubrir tanto el paradero de éstos, como el de la hermosa María, hija del conde de Lazán.

Todo había sido en vano. Dadivas, exploraciones y diligencias se habían hecho inútilmente, y ni las dos bellas ni el galán parecían.

Antonio, aquel pobre niño abandonado, que criado con ella sirvió a un tiempo de hermano y padre a la rendida amante del vizconde de Lazán, estaba desesperado por la desaparición de Luisa, cuyo paradero se había jurado a sí mismo descubrir.

Una tarde, precisamente dos días después de la muerte del de Adelfi, Antonio que, al azar y sin rumbo ni dirección fija, vagaba preocupado por las calles, buscando en su intranquila imaginación un indicio que le guiara en la empresa de encontrar a la que tan fraternalmente quería, oyó dos palabras sueltas, que fijando su atención le obligaron a pararse y a escuchar, poniéndole desde luego sobre la pista que buscaba.

-Ni ella ni el vizconde se nos escaparán -decía el tío Langosta dirigiéndose a un personaje al cual Antonio no conocía y que era don Tadeo.

Las palabras del tío, sacaron a Antonio de su preocupación y despertaron su curiosidad, sobre todo cuando mirando a quien tal había dicho, nuestro joven reconoció en el autor de estas palabras, al famoso tabernero, cuya conducta y fama no eran de las mejores y en cuya taberna sabía Antonio muy bien que en otra época habían sido secuestrados Vicente y Joselito.

Nuestro joven, procurando no llamar la atención del viejo y receloso tío Langosta ni de su interlocutor, trató sin embargo de escuchar lo que hablaban, pudiendo oír algunas otras palabras sueltas, las cuales confirmaron sus sospechas y presentimientos.

-Mira que el conde de Lazán es muy amigo de Floridablanca y puede mucho -decía el interlocutor del tío Langosta dirigiéndose a éste- y que si el vizconde llega a escapársenos, vamos a tener que sentir.

-No se nos escaparán -contestó el tabernero- ni tampoco la Filis que tengo en casa y que no hace mas que llorar todo el día.

Antonio, que había oído las anteriores palabras, no dudó ya de lo que se trataba y seguro de que Luisa y el vizconde se encontraban en poder de aquel par de miserables, resolvió librarlos de sus manos.

¿Cómo conseguir esto? Antonio necesitaba saber dónde y cómo se encontraban los dos amantes, y continuó escuchando.

-Me parece a mí-decía el tabernero -que la chica os ha vuelto el juicio, y como yo sé como las gastáis, me temo que no salga libre de vuestras manos.

-No saldrá, Dios mediante -contestó don Tadeo. -Esa joven es una yema en confitura, y yo como soy ya viejo, soy goloso, y me gusta mucho el dulce.

-No la habéis probado aún y ya os relaméis de gusto sólo al pensar en ello -dijo el tío Langosta.

-La boca se me hace agua -respondió don Tadeo mientras Antonio sin poderse contener, y de un salto se colocó entre nuestros dos personajes.

Sorprendidos éstos callaron al notar la brusca presencia de Antonio, y éste que si bien no pudo evitar su movimiento instintivo, comprendió en seguida que no era aquélla la ocasión de castigar como hubiera deseado la liviandad y las infames palabras de don Tadeo, reprimió su ira y pasó de largo sin castigar la audacia del viejo y sin decir nada ni a éste ni al tabernero, deteniéndose sin embargo a observarlos a ambos desde una distancia conveniente.

-¿Qué mosca le habrá picado a ése? -dijo don Tadeo al ver la brusca acción de Antonio. -Habrá oído algo?

-Creo que no -contestó el tabernero, que fija su mirada en el joven, decía entre dientes- creí que era; pero no, no es.

-¿Quién? -le preguntó don Tadeo.

-Nadie; no es quien yo pensaba -contestó el tío Langosta echando una última mirada a Antonio, y luego volviéndose a don Tadeo añadió: -sigamos en nuestros negocios.

Los dos tunantes continuaron bastante tiempo aún en amigable y animada conversación, siendo observados por Antonio, el cual, gracias a la Providencia, se vio sorprendido por un auxiliar inesperado.

Nuestro buen amigo el torero Joselito, que alegre como unas pascuas se dirigía a casa de Concha, tropezó por casualidad con nuestro joven, al cual se dirigió diciendo:

-¡Hola, don Antonio! Parece que estamos a la espera.

-¡Bien venido, Joselito; porque vas a serme útil! -le contestó nuestro joven.

Y en dos palabras puso al torero al corriente de lo que sucedía, acabando por señalarle el grupo que don Tadeo y el tío Langosta formaban.

Joselito, que como nuestros lectores recordarán, tenía con éste una cuenta pendiente, la de su detención en la taberna, hubiera de buena gana saldado su débito administrando al viejo tabernero una vuelta de cachetes; pero Antonio le detuvo temeroso de perder la ocasión que de salvar a Luisa se le presentaba.

Contenido por Antonio, aunque a duras penas, nuestro torero, ambos permanecieron en acecho, hasta que por fin, el tío Langosta y don Tadeo echaron a andar, y tras ellos, a larga distancia y recatándose convenientemente, sus acechantes Antonio y Joselito.

Unos iban en pos de otros.

Delante los dos criminales viejos, y detrás, y a la larga, nuestros jóvenes amigos, continuaron hasta la Puente Segoviana, donde don Tadeo y el tío Langosta se separaron, no sin que el primero dijera antes al segundo:

-Quedamos en que esta noche saldrás del cuidado de la chica. Ahí van esas nueve onzas, y esta noche te entregaré lo restante.

Y al decir esto, puso en manos del tabernero nueve de esas entonces nuevas y relucientes medallas de Carlos III, que hoy vemos con dificultad, y que apellidamos peluconas.

Guardóse las onzas el tío Langosta, no sin que Antonio y Joselito vieran la operación y pudieran escuchar las siguientes palabras que dijo el tabernero:

-Os espero esta noche, y en dándome lo convenido por haberla guardado y mantenido tantos días, podréis llevaros la moza. Ahí tenemos la silla de manos en que vino, y pagando, por supuesto, no han de faltaros ni cuatro robustos gallegos que la lleven, ni otros cuatro buenos mozos que la escolten; no haga el diablo que vaya a escaparos en el camino.

-No se me escapará -contestó don Tadeo.

Y tomando la calle de Segovia arriba se dirigió hacia Madrid, mientras el tío Langosta, tranquilo, o por mejor decir, alegre y satisfecho, se metía en su taberna.

Antonio y Joselito discutían en tanto sobre lo que habían de hacer, lo cual no dejaba de ofrecer dificultades.

Entrar en la taberna como Antonio quería, era sin duda una temeridad, pues, sobre que la morada del tío Langosta era el centro habitual de toda la gente brava y mal andante de Madrid, su dueño no era hombre que se asustase fácilmente, y Antonio y Joselito además no tenían arma alguna.

-Nos van a aporrear -decía el torero- sin que consigamos nada, porque el tío Langosta tiene siempre a su alrededor quien salga por él y le guarde las espaldas.

-Tienes razón -contestó Antonio- yo estoy loco y no sé ni lo que digo ni lo que hago. Piensa tú lo que hemos de hacer, y Dios quiera que encuentres un medio de rescatar a Luisa.

Antonio y el torero callaron, y éste, después de rascarse dos o tres veces la cabeza y de pensar un rato, dijo al fin con tono alegre:

-¡Pues, eso es!

-¿Y qué es eso? -le preguntó Antonio.

-Eso es lo que hemos de hacer, y lo primero que hemos de hacer es quitarnos de aquí en medio. Demos la vuelta a la esquina, no vayamos a ser vistos por los de la taberna y a excitar sus sospechas.

Y diciendo y haciendo, Joselito echó a andar, sin ver si Antonio le seguía.

No bien nuestros amigos estuvieron en sitio a propósito, Joselito se detuvo, y sin esperar a ser interpelado, siguió diciendo de esta suerte:

-Si hubiéramos entrado en la taberna, sobre que nos hubieran molido los huesos, nada hubiésemos conseguido, y es preciso que ese par de bribones no se rían de nosotros. Yo conozco aquí cerca una buena mujer que tiene cinco hijos, y esos cinco y esa buena mujer, nos van a servir admirablemente para lo que yo quiero, que es vigilar la taberna sin que puedan infundir sospechas. Yo, pues, voy a levantar mi ejército de acechadores, los cuales, si Luisa sale, si como parece ser tratan de llevársela en una silla de manos, seguirán a los que la lleven y sabremos donde para. Si no sale, mejor, porque entonces no hay que andar tanto. Idos, pues -añadió- ¡id y traeos unos cuantos walonas y yo respondo de que rescataremos a Luisa.

-¿Pero, y si ese viejo -dijo Antonio- vuelve antes que lo esperamos y quizás?...

-Sé lo que vais a decir y no hay cuidado; ese viejo no entrará en la taberna, a no ser que antes me haya matado a mí, y no es el hijo de su madre el que pueda mandarme al otro barrio. Corred pues, que por aquí estamos seguros y yo me encargo de todo.

-Me salvas más que la vida -exclamó con efusión Antonio y estrechando la mano del torero. -¿Con qué podré yo pagarte? -añadió.

-De eso ya hablaremos luego; ahora lo importante es que andéis ligero y no perdamos el tiempo.

-No le perderemos -contestó Antonio. -Voy a ver a Floridablanca, voy a traerme cuantas autoridades y cuantos soldados sean necesarios para sorprender y castigar a estos hediondos y empedernidos criminales, y para salvar a mi querida Luisa.

-¡Así sea, y Dios lo haga! -exclamó el torero echando a andar hacia una de las casuchas inmediatas al puente de Segovia, mientras Antonio, más que corriendo, volando se dirigía hacia Madrid.

Dejemos correr a nuestro joven, y sin seguir a Joselito veamos el resultado de las diligencias de éste.

Cuatro o cinco chiquillos desharrapados seguidos de una vieja desgreñada y tan exhausta de ropas como de carnes, aparecieron en la puerta de la casa en la cual entrara Joselito, sentándose la vieja sobre una piedra que al lado de la puerta había y poniéndose a jugar los chicos en torno de la taberna del tío Langosta.

Desde una de las ventanas de la casa, además, Joselito viéndolo todo pero sin poder ser visto, acechaba, ojo avizor, la famosa taberna en la cual hubiera sido completamente imposible que hubiera entrado ni salido nadie sin que los chiquillos, la vieja o Joselito lo notaran.

La taberna, pues, estaba vigilada, y vigilada perfectamente.

¿Lograrían, sin embargo, nuestros amigos su intento?

¿Llegarían a salvar a Luisa?

En montería no basta levantar la pieza; es preciso rematarla, y nuestros amigos aun cuando estaban sobre la pista de un crimen, ni tenían a todos los criminales en la madriguera, ni estaban seguros de que en ella se encontrara Luisa objeto de las investigaciones de los unos y prueba y cuerpo del delito de los otros.

Don Tadeo, además, podía llegar de un momento a otro a la taberna, y a pesar de que Joselito había prometido a Antonio que no llegaría a entrar, tales podían ser las circunstancias, tal el acompañamiento que don Tadeo trajera, que nuestro torero no pudiera evitar que el repugnante viejo realizara tal vez un nuevo crimen.

Los dados, pues, estaban sobre la mesa.

¿Ganarían la partida don Tadeo y el tío Langosta? ¿La ganarían, por el contrario, Antonio y Joselito?

Veamos el capítulo siguiente.

Capítulo LXVI. De como Antonio logró al fin salvar a Luisa

La noche se venía encima a pasos agigantados.

Madrid, cuyo alumbrado público de hoy no es de los mejores, merced al retraso con que el ayuntamiento paga a la empresa del gas, apenas si en la época a que nos referimos tenía algún alumbrado, y esto gracias a Sabatini el de los carros y el de los faroles.

Joselito, que llevaba ya algunas horas acechando desde la ventana la taberna del tío Langosta, dejó su observatorio lanzándose en medio de la calle, y dando la orden de retirada a la desgraciada vieja y a los desharrapados chiquillos, que había colocado como exploradores, escuchas y centinelas, al rededor de la sospechosa taberna. Pasó todavía un largo rato, antes de que nuestro torero convertido todo él en ojos, viera bulto alguno que entrara o saliera de la taberna, pero al fin sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, distinguieron un grupo de cinco personas que, apareciendo en lo alto de la calle de Segovia, bajaban en dirección al puente.

Apartóse nuestro torero a un lado, y pegándose a la pared de una de las casas, dejó pasar a los del grupo, reconociendo en uno de ellos a don Tadeo, al cual había visto por la tarde en compañía del tío Langosta.

-¡Diablo! -dijo para sí nuestro torero- van a la taberna y yo no puedo evitar el que don Tadeo entre. Ellos son cinco y yo uno, y si entro en contestaciones con ellos me van a quitar de en medio sin que pueda conseguir nada. ¡Por vida de Dios, cuánto tarda Antonio!

Mientras esto pensaba Joselito, don Tadeo y sus acompañantes entraron en la taberna y nuestro torero resuelto a intentarlo todo, acudía de nuevo al auxilio de la vieja y los chiquillos a los cuales llamó, acudiendo todos inmediatamente.

-Mirad, hijos -les dijo- mirad esos hermosos cinco pesos que os regalo, ofreciéndoos otros cinco más, si me servís como Dios manda. Yo voy a entrar en la taberna y puede ser muy bien que no vuelva a salir, pero salga o no, voy a deciros lo que tenéis que hacer si queréis ganaros otros cinco duros.

La vieja, con avara prontitud, cogió el dinero que Joselito tenía en la mano, y vieja y chiquillos, igualmente conmovidos por la metálica elocuencia del torero, exclamaron casi a un tiempo:

-Y ¿qué hemos de hacer? ¿Cómo hemos de serviros? ¿Qué tenéis que mandarnos?

-Quiero mandaros que observéis bien la taberna; quiero que si sale una silla de manos, la sigáis, averiguando en dónde para, y quedándoos uno de vosotros de centinela por si volvieran a sacarla del primer punto donde la lleven. Esto quiero que hagáis, y como pudiera suceder muy bien que no os vuelva a ver, quiero que si viene un caballero con algunos alguaciles o soldados, le preguntáis si se llama don Antonio, y si os dice que sí, que le digáis a él cuanto hayáis visto y observado.

-Así se hará -contestó la vieja a Joselito.

-Está bien, madre -repuso el torero- pero oiga usted aún. Cuando venga ese amigo mío con el alcalde y los walonas, dígale su merced, que yo he entrado en la taberna, y le encargo que le diga esto, porque quién sabe lo que a mí puede sucerme. Si estando yo dentro sale la silla de manos, que los chicos la sigan, y cuando ese amigo venga que le digan a dónde la han llevado, y que le enseñen el camino.

-¿Tenéis algo más que mandarnos?

-Nada más que esto, aunque si no volvéis a verme, os ruego le digáis también a ese amigo que vendrá, dónde y cuándo me he perdido.

Y diciendo esto, nuestro torero se dirigió hacia la puerta de la taberna, la cual estaba ya cerrada a piedra y lodo.

Una, dos, tres, hasta cuatro veces llamó inútilmente nuestro torero, sin que nadie acudiera a su llamamiento, ni diera contestación a sus repetidos golpes.

-Pues, o me abren o echo la puerta abajo -decía aporreando de nuevo la puerta con más fuerza- porque yo estoy decidido a entrar y entraré, pese a todos los demonios del infierno.

-¿Quién va? -dijo en este momento y desde adentro una voz dura, agria y desabrida que olía de cien leguas a voz de matón o de bandido.

-Abrid -contestó Joselito con imperativo acento.

-A estas horas bien sabéis que está prohibido -volvió a replicar el de adentro- y que no se puede abrir; pasad, pues, de largo, y dejadnos dormir en paz.

-Abrid os he dicho, o echo la puerta abajo.

-Echadla si podéis -replicó la voz de dentro- pero os advierto que es muy fuerte, y que si continuáis no dejándonos dormir con vuestros golpes, me vais a obligar a meteros una bala en la cabeza. ¡Ea, idos, y buenas noches!

Joselito, a pesar de estas palabras y de la amenaza que envolvían, siguió aún un largo rato aporreando la puerta de la taberna, hasta que cansado al fin, exclamó con desaliento:

-¡Nada! no puedo entrar. Nada puedo hacer, y quién sabe mientras yo me canso inútilmente, lo que dentro pasará.....¡Don Tadeo es capaz de todo, y Antonio no acaba de venir!

Y diciendo estas palabras, nuestro torero soltó un solemne y redondo taco, y como una fiera enjaulada se puso a dar vueltas alrededor de la taberna, tal vez buscando un punto cualquiera, una tapia o una ventana por donde penetrar en ella.

En una de las vueltas y revueltas que Joselito daba, su oído percibió o creyó percibir un grito que le llenó de espanto, aumentando su desesperación y su agonía.

Hemos dicho que Joselito oyó o creyó oír un grito, y hemos dicho mal, porque efectivamente, dentro de la taberna, inmenso, infinito, lleno de angustia y desesperación había sonado uno de esos ayes del alma, uno de esos gritos que, última expresión de un alma que se rompe, no se borra jamás de la memoria del que una vez llega a oírlos.

¿Qué causa tenía aquel grito? ¿Qué pasaba dentro de la taberna?

Nuestro torero se lo figur venganza.

-Sí, hijo mío, s í -repuso el nuestros lectores.

En una sala subterránea de la taberna, en una especie de calabozo infecto, Luisa, pálida, agitada, trémula por la ira y el horror, rechazaba las ofertas, seducciones y amenazas del libertino y repugnante don Tadeo.

-Muerta sí, pero vuestra jamás -decía valientemente la joven, apoderándose al mismo tiempo de un afilado cuchillo que sobre una desvencijada mesa se veía, y que sin duda para partir el pan y los demás alimentos había dejado sobre ella el tío Langosta. -No os acerquéis; no me toquéis, porque os juro que si bien no os heriré ni verteré vuestra sangre, verteré la mía en cambio -añadía Luisa.

Y sus ojos reflejaban el entusiasta ardor de los mártires.

-Yo no quiero llegar al crimen; la idea de asesinaros me espanta, pero no la de defenderme, y si para defenderme de vos; si para ser digna del que amo me obligáis a matarme, caiga sobre vos mi muerte, y caigan sobre vos y gota a gota toda mi sangre, todas mis lágrimas, todas mis amarguras y dolores.

-¡Oídme, Luisa! -dijo don Tadeo suspirante.

-¡No, no quiero oír os! Sois infame, y vuestra infamia me mancha aún con sus palabras. ¡Idos; no puedo más; estoy cansada de sufrir, y antes que prolongar este martirio, antes que sufrir un momento más vuestra odiosa y repugnante presencia, os juro que me mataré! Retiraos, pues, y retiraos pronto, si no queréis que me mate -dijo nuestra joven.

Y tal era su ademan, tal la irrevocable resolución de morir que en su acento y en sus ojos revelaba, que don Tadeo retrocedió medroso.

-¡No, no, por Dios, ya me iré! -dijo aterrorizado.

Y dio dos o tres pasos hacia la puerta, a la cual no llegó sin embargo.

-Estoy lejos de vos, no tenéis por qué temer. Oídme, pues -añadió don Tadeo después que instintivamente se hubo acercado a la puerta de la habitación- yo os amo, Luisa, y os amo más, mucho más que el vizconde os amaba. Yo seré vuestro esclavo; yo os haré mi mujer; yo os daré cuantas riquezas deseéis, pero amadme por compasión.

-Yo no puedo amar más que al vizconde -contestó Luisa. -Mi alma es suya, suyos mi voluntad y mi pensamiento, y tras de él se lanza esclavo mi enamorado corazón.

Una idea siniestra, una de esas ideas traidoras y fementidas que harían honor a Judas, atravesó en aquel instante por el pensamiento de don Tadeo, obligándole a sonreír gozoso, y a pronunciar entre dientes estas palabras:

-Si se desmayara al decírselo... -esto balbuceó don Tadeo.

Luego, levantando la voz y dirigiéndose a Luisa, añadió:

-Amáis mucho al vizconde, y me dais lástima, ¡pobre niña! Me habéis hecho comprender lo inmenso de vuestra pasión, y yo, que estaba desesperado, que os amo tanto como vos amáis al vizconde, no quiero haceros sufrir más; no quiero aumentar vuestra desgracia, tan grande y aun mayor que la mía, y voy a devolveros vuestra libertad porque ya no puedo tener celos. Amáis al vizconde, es cierto; pero el vizconde no os ama ya.

-¿Que no me ama él? -exclamó Luisa.

-Los muertos no aman -contestó don Tadeo.

Y mientras la joven, que creyó la fatal noticia, sentía afluir a sus ojos el llanto, y agonizante y desfallecida caía sobre una silla que estaba al lado de ella, don Tadeo, como el tigre que se lanza hambriento sobre la codiciada presa, impetuoso se arrojó sobre la joven, murmurando:

-Os he desarmado y sois mía.

Un ¡ay! un ¡ay! infinito sonó entonces, llegando a los oídos de nuestro torero, y al mismo tiempo a los de Antonio, que seguido de un alcalde y de un respetable número de walonas, llegaban en aquel momento a la puerta de la taberna.

-¡Abrid en nombre del Rey! -dijo el alcalde llamando por tres veces y repitiendo otras tres las mismas sacramentales palabras sin recibir contestación alguna.

Razón por la cual el representante de la ley y de la autoridad mandó echar la puerta abajo.

A la voz de abrid en nombre del Rey, el tío Langosta y los que dentro de la taberna estaban, atentos únicamente a su salvación y viendo el pleito mal parado, no se cuidaron de avisar a don Tadeo, y cuidadosos de sí mismos únicamente y buscando una salida, se dirigieron hacia un corralito que la taberna tenía, cuya tapia saltaron en un momento, escapando después de la autoridad como alma que lleva el diablo.

Joselito, que por una casualidad, la de haberse retirado de la puerta mientras la autoridad llamaba a ella, vio la huida del os miserables bandidos que en la taberna estaban, y que reconoció en uno de los que saltaban las tapias al tío Langosta, con el cual tenía una cuenta pendiente, como nuestros lectores recordarán, echó a correr en pos del viejo, sin cuidarse para nada de lo que pudiera suceder o hubiese sucedido en la taberna.

-Llegó la mía -decía corriendo a todo correr detrás del tío Langosta, el cual notando que le seguían, aceleraba aún más su ya muy precipitada marcha.

Dejemos al viejo bandido y a nuestro buen torero correr uno en pos del otro, y volvamos a la taberna.

En el momento en que don Tadeo precipitándose sobre Luisa, exclamó, como ya hemos dicho, os he desarmado, sois mía, la puerta de la taberna era abierta por la autoridad, y Antonio, el alcalde y los walonas entraban en aquel sombrío antro de la desmoralización y del crimen.

Los quejidos y ayes de dolor de Luisa, sirvieron a sus salvadores de gula, y cuando don Tadeo, brillante la lúbrica mirada, secos por la emoción los lascivos labios, se disponía a deshonrar a Luisa, la cual tras una breve pero desesperada lucha yacía desmayada, Antonio, el alcalde y los walonas, entraron en la habitación.

Luisa, pues, estaba salvada y pura y sin mancha su honra.

Capítulo LXVII. La doble vida

Bien ajena estaba Paca de lo que respecto a ella habían estado tratando doña Catalina y el misterioso enemigo de don Luis.

Para ella, como ya hemos dicho varias veces, no había más existencia, no había más goce, no existía otra aspiración que la de la curación de Luis.

Por consagrarse exclusivamente a ella lo había sacrificado todo; había abandonado su casa, había dejado a su madre, había renunciado hasta a la amistad y al afecto de sus amigas.

Toda su existencia estaba concentrada en aquel lecho donde Luis había pasado días tan terribles.

Felizmente el estado del joven había mejorado de un modo notable.

Precisamente en el día que vamos hablando los médicos habían declarado al caballero fuera de peligro.

Únicamente su curación completa era cuestión de tiempo.

Una convalecencia más o menos larga y un gran esmero era todo lo que exigía el estado del herido.

La dicha inundaba el corazón de Paca; aquella noticia había devuelto, sino el color a sus mejillas, porque las continuadas vigilias y los padecimientos se lo habían arrebatado, por lo menos una tranquilidad y una especie de bienestar desconocido hasta entonces para ella inundaba su pecho.

Sentada, como de costumbre, a la cabecera del lecho de Luis, espiaba con afán el momento en que el caballero abriese los ojos.

Los médicos habían ordenado una medicina para realentar sus perdidas fuerzas, y esperaba impaciente ver el resultado que se le anunciara.

Momentos antes había salido Vicente con Joselito que había ido a buscarle al objeto de dirigirse a las Gradas de San Felipe, según dijimos en el capítulo anterior, y la joven habíase quedado más satisfecha, porque podía con más libertad dar libre curso a su pensamiento.

Rato hacia que Paca estaba sola.

Luis dormía con una tranquilidad que hacía mucho tiempo que no disfrutaba, cuando de pronto un violento ruido que produjo sin duda la torpeza de algún criado en un aposento inmediato le despertó bruscamente y sus ojos se dirigieron llenos de asombro de un punto a otro de la estancia, fijándose definitivamente en Paca, con una expresión de felicidad extraordinaria.

La joven, al sentir el ruido y al ver el efecto que en Luis había producido, no pudo menos de decir:

-¡Jesús, qué torpeza!

Y fue a levantarse para reprender al criado que la cometiera.

Pero Luis hizo un movimiento y con acento un tanto débil, la dijo:

-Paca ¿dónde vais?

Detúvose la maja y un vivo carmín coloreó sus mejillas.

El acento del joven la había hecho estremecer.

-Voy -dijo- a ver quién ha hecho este ruido.

-Dejadle -repuso Luis- yo le bendigo, puesto que al despertarme me ha permitido veros.

-Callad, señor.

-¿Por qué?

-No debéis fatigaros hablando.

-Si no me fatigo.....

-El médico me tiene encargado que no os deje hablar.

-¡Malhaya el médico que así trata de tiranizarme!

-¡Oh! no tal, por el contrario, señor, bien haya el médico que así os ha curado.

-No, Paca; más que el médico estoy en que me curaron vuestros cuidados.

Paca se ruborizó.

-Vuelvo a suplicaros, señor -dijo con tembloroso acento- que no habléis.

-¿Sabéis lo que me pedís?

-Yo no hago más que trasmitiros la orden que se me ha dado.

-Pues cumplido vuestro encargo, no tiene ya porque preocuparse vuestra conciencia.

Y el herido trató de sonreírse.

Paca permaneció inmóvil.

Verdaderamente, en el estado en que se hallaba, era lo único que podía hacer.

Luis prosiguió, viendo su inmovilidad:

-Pero ¿qué es eso, Paca? ¿Acaso estáis ofendida conmigo?

-¡Oh! no! - exclamó vivamente la joven.

-Entonces ¿por qué no venís? ¿por qué os alejáis de mí? ¿me profesáis rencor porque desatiendo las prescripciones facultativas?

-Eso, justamente -repuso la joven utilizando aquel pretexto para justificar su turbación.

-Pero considerad que precisamente el médico no ha tenido en cuenta sin duda que la mejor medicina que para mí existe no es la que en la botica pueden hacer.

-Pues ya veis como ésa es la que os ha curado.

-Estáis en un error.

-¿Cómo?

-Lo que a mí me ha curado han sido vuestros cuidados, vuestras atenciones, y vuestro afecto.

De nuevo tocóle a Paca ruborizarse, estremecerse. y de nuevo sintió vehementes deseos de alejarse de allí.

Porque estaba viendo que sin quererlo ella misma, a pesar de todos sus esfuerzos y contra toda su voluntad iba a dejar entrever el secreto que guardaba en su corazón.

Pero a pesar de esto, carecía del valor necesario para romper por todo y salir de allí.

Parecía que en aquella habitación habían echado raíces sus pies.

Hubiera deseado evitar que el instante de la expansión del agradecimiento la hubiese pillado sola, pero como hemos dicho, Vicente se había marchado y la joven no tenía otro remedio, que afrontar por completo aquella situación, o evitarla alejándose de allí.

Luis no pudo menos de apercibirse de la especie de indecisión que en la joven se advertía.

Luis hacía días que venía observando a Paca.

Es verdad que le estaba prohibido el hablar, pero en cambio, aun cuando aparentaba dormir en muchas ocasiones entreabría los ojos y no dejaba de sorprenderle la tristeza que advertía en la joven, las lágrimas que algunas veces surcaban sus mejillas, y sobre todo aquel cuidado que ponía en todo lo que a él se refería.

El afecto o la simpatía que el caballero había experimentado respecto a Paca y de lo cual nos hemos ocupado varias veces, fue tomando mayor cuerpo, resultando de aquí que deseó ardientemente el momento en que la prescripción facultativa dejara de tener tanta fuerza sobre él para poder demostrar a la joven el verdadero estado de su corazón.

¿Cómo se explicaba, visto el afán y la cariñosa solicitud anterior, aquella especie de desvío con que ba joven le trataba en aquellos momentos en que más que nunca debía estar satisfecha por su restablecimiento?

Luis, a pesar de que todavía su estado no le permitía sostener una conversación importante, resolvió averiguarlo.

-Paca -dijo después de algunos momentos de silencio- ¿tendréis la bondad devolver a ocupar, aun cuando no sea más que por breves momentos, el sitio en que tantas veces os he visto aquí a la cabecera de mi lecho?

-Tengo que hacer algunas diligencias -repuso la joven- tan luego haya cumplido ese encargo, volveré.

-Dejad para luego lo que tengáis que hacer, y venid aquí; tengo necesidad de hablar con vos.

-¿Pues no estáis hablando?

-¿Acaso me negaréis, estando mejor, lo que me concedisteis cuando enfermo?

La maja no pudo, ni encontró medio de continuar rechazando la demanda del caballero.

Trémula, vacilante, sin poder ocultar la agitación que experimentaba, fue a sentarse en la silla en que durante tantas noches y tantos días había estado rogando fervorosamente al cielo que tuviese, piedad de su dolor, y la concediese la vida de aquel hombre.

-Decidme, Paca -dijo Luis al cabo de algunos momentos- ¿queréis explicarme por qué bendición de la suerte os he encontrado junto a mi lecho al recobrar la vida?

-Era deber mío, venir aquí, sabiendo que vos necesitabais cuidados y socorros.

-Pero ¿cómo lo supisteis? ¿Quién os dijo?....

Paca refirió en breves palabras lo que ya saben nuestros lectores.

Luis, dijo entonces:

-¡Cuánto tengo que agradeceros! abandonar vuestra casa, los cuidados de vuestra madre, todo, por consagraros al trabajo de velar por un pobre herido cuya vida, creedlo, Paca, será corta para pagaros lo que habéis hecho por ella.....

-Os suplico, señor -dijo Paca con voz conmovida- que tengáis la bondad de callar: vuestro estado no es todavía tan satisfactorio como fuera de desear y no conviene que hagáis abuso alguno de vuestras fuerzas.

-Vuelvo a repetiros lo que os dije en otra ocasión: el mejor alivio que existe para mí es el veros a mi lado y presumo que más que los apósitos y vendajes que se han puesto en mi herida me han curado las lindas manos que los colocaban.

Y don Luis trató de coger las de Paca intentando llevarlas a sus labios.

Pero la maja se apresuró a retirarlas.

-Si así continuáis -dijo- vos mismo me obligaréis a que me aleje.

-¡Oh! no, eso fuera darme la muerte, después de haberme dado la vida y no creo que tratéis de ser tan cruel.

-¡Oh! no -repuso Paca como arrastrada a pesar suyo por aquel acento tan querido.

Luis la contempló durante breves segundos.

La mirada de Paca tropezó precisamente en aquel momento con la de Luis.

Y sin duda no pudo resistir aquel choque, porque con el rostro encendido y agitado el seno apresuróse a bajar los ojos, temerosa quizás de que en ellos pudiera verse más de lo que ella quería.

Sin embargo, Luis había ya visto.

Su corazón palpitó con mayor rapidez.

-Paca, amiga mía -dijo después de algunos momentos; es necesario que tengamos una explicación; hace mucho, muchísimo tiempo que están vagando por mis labios frases en las que va envuelta una pregunta que por un exceso de delicadeza no me he atrevido a formular; ¿creéis poder contestarme con la franqueza que yo necesito?

-No comprendo.....

-Si vuestro corazón no se muestra dispuesto a comprender, será difícil; sin embargo, tan explícito ha de ser mi lenguaje, tan clara la pregunta, que estoy seguro no habéis de encontrar dificultad para contestar, por poco que vuestro corazón se halle dispuesto a hacerlo.

Paca comprendió que el momento del peligro había llegado.

Entre dos corazones predispuestos ya para unirse, establécese cierta especie de comunicación misteriosa de percepción que permite adivinar, si así podemos expresarnos, lo que cualquiera de las dos personas piensa o va a decir.

Paca adivinaba lo que Luis intentaba decirla, y como carecía de fuerzas para resistir, y por otra parte tenía muy en cuenta la diferencia de posiciones que entre ambos mediaba, y era sobradamente altiva y honrada para descender a convertirse en querida de Luis, había deseado evitar que llegase aquel momento.

Luis continuó:

-Paca, es preciso que me seáis franca: ¿amáis a alguien?

A semejante pregunta la turbación de Paca aumentó con mayor violencia, y con voz trémula dijo:

-No sé por qué me preguntáis....

-Es verdad; no he debido preguntaros, he debido principiar yo por hablaros.

-No hagáis tal, señor; ved que podréis empeorar vuestro estado y doliérame en el alma que pudieran decir que por mi culpa...

-Culpable fuerais si no me dejarais hablar; mas como precisamente debe ser muy breve, tanto mi pregunta como nuestra contestación, os suplico que me dejéis hablar, yo os prometo que después callaré cuanto queráis.

-Pero....

-Dejadme que acabe de hablar; decid, Paca; ¿tenéis fe en mis palabras?

-¡Oh! mucha -contestó la joven casi maquinalmente.

-Pues bien, os amo con toda mi alma.

-¡Oh!...

Y la maja se llevó entrambas manos al rostro cubriéndosele para evitar que pudiera verse en él todo el efecto que aquella declaración había producido.

-¿Os he ofendido acaso? -prosiguió Luis con dolorido acento. -¿no existe en vuestro corazón un lugar para mi pobre amor? responded, Paca; prefiero una contestación que me dé la muerte a un silencio desdeñoso que me cause la desesperación.

-Ni lo uno ni lo otro -repuso Paca arrastrada por la magia de aquel acento.

-Entonces....

-Pues bien, don Luis -repuso la joven, incapaz de contenerse por más tiempo- os amo; ignoro si este amor será mi eterna desesperación o mi ventura, pero lo que sí puedo aseguraros desde luego es que jamás, a pesar del amor que os tengo, llegaré, a ser vuestra manceba. Ahora ya sabéis lo que yo quería dejar encerrado en el fondo de mi pecho: haced de ese amor el uso que os plazca, pero no perdáis de vista que si no he nacido para ser vuestra esposa, menos he nacido para ser vuestra querida.

Iba a replicar don Luis, cuando abriéndose de súbito la puerta del aposento apareció en él un caballero a cuya vista exclamó don Luis con acento indefinible:

-¡Mi padre!

Capítulo LXVIII. El padre de don Luis

La severa figura del padre de don Luis, sin que Paca pudiera explicarse la razón, le produjo una impresión extraordinaria.

El anciano, porque así era y de fisonomía grave y altiva, al aparecer en la puerta de la alcoba de su hijo, frunció terriblemente el entrecejo y se detuvo, fijando su mirada tanto en la maja como en su hijo.

Don Francisco de Guevara había recibido un día, ocho antes de su llegada a Madrid, una carta concebida en los siguientes términos:

«Don Francisco: cuando recibáis ésta poneos en marcha al punto, si queréis evitar grandes males a vuestro hijo.

Herido, aun cuando ya por fortuna fuera de cuidado, la persona, causa de su herida, se halla a su cabecera, sin querer comprender que su sola presencia ha sido y será la que nuevas desgracias, sobre las que ya ha sufrido, haga caer sobre él.

Merced a esos amores indignos, a esa unión tan inconveniente ha conseguido enemistarse y romper con todas las personas de la corte, que se habían interesado por él hasta el punto de alcanzarle una posición como no podía esperarla.

Hasta el mismo monarca al saber lo que sucedía, le ha retirado su protección.

Y sin embargo, don Luis sigue ciego y su manceba apenas se separa de él.

Vuestra presencia solamente puede poner término a una situación que a todos está perjudicando notablemente.

Si venís a Madrid, como no dudo, en vista de esta carta, dirigíos inmediatamente y antes de ir a vuestra casa, a la de doña Catalina de Sandoval que habita en la plaza del Cordón, y en cuyo nombre os escribo y adquiriréis mayores detalles que podrán serviros para la entrevista que después habéis de tener con vuestro hijo.

Es preciso cortar el mal de raíz, y únicamente vos podéis hacerlo.

Vuestro humilde servidor que os besa las manos,

Álvaro González.»

Fácilmente se puede comprender el efecto de semejante carta en un carácter como el de don Francisco.

Inmediatamente hizo sus preparativos de marcha, y acompañado de un criado, cuatro horas después tomaba el camino de la corte.

Una vez en Madrid, en virtud de lo que en la carta se le decía, dirigióse a la plaza del Cordón.

Doña Catalina, prevenida ya en virtud de la carta que conocemos, carta escrita por el misterioso enemigo del joven caballero, dio a don Francisco tales noticias respecto a su hijo, que el anciano apenas podía creerlas.

-No os imaginéis, señor -decía doña Catalina- que provenga de él todo el mal; esa mujer es perversa.

-Desengañaos, señora -repuso el anciano- que si mi hijo no hubiese olvidado por completo todo lo que debe a su nombre, de nada hubiesen podido servir las malas artes de esa mujer.

-Vuestra edad y vuestra experiencia deben haceros comprender la influencia que ejercen los encantos de una mujer en la gente moza y enamorada, y si esos encantos se encuentran en un cuerpo cuya alma es completamente perversa, no culparéis tanto a vuestro hijo.

-Queréis disculparle, y francamente, señora, no merece disculpa.

-La verdad es que bien caro ha pagado su amor y me parece que sobrado castigo ha tenido con los lances en que ya se ha encontrado por causa de él.

-Tuviera más cabeza y no se olvidase de tal modo de quienes, y no hubiese tenido que lamentar todos esos percances a que os referís, pero yo os prometo que pondré término a todo eso.

-Una cosa debo rogaros.

-Decid.

-Que no digáis a don Luis por dónde habéis sabido las noticias que os he dado.

-Y harto favor me habéis hecho comunicándomelas, y no comprendo por qué mi hijo.....

-Entre vuestro hijo y yo, han mediado algunas cuestiones referentes precisamente a eso mismo, y no quisiera que pudiese nunca achacar a venganza lo que únicamente es por su bien.

-Comprendo vuestras razones.

-Mi deseo único es que don Luis, como ya os he dicho, adelante y prospere, para lo cual hice cuanto de mi parte estuvo.

-Y que yo os agradezco en el alma, señora.

-Don Francisco salió de aquella casa desesperado.

Jamás hubiera podido creer que se viese obligado a oír lo que doña Catalina le había dicho respecto a su hijo.

Así fue que con aquella disposición de ánimo llegó a su casa y como que precisamente la primera persona a quien vio allí era la misma de quien le habían hablado, acentuóse mucho más la severidad de su rostro, y cuando su hijo viendo su silencio y su inmovilidad, le dijo:

-¡Padre mío! ¿qué tenéis que tan ceñudo os miro cuando habéis venido a darme la grata sorpresa de vuestra presencia?

-Poco debe importarte lo ceñudo de mi rostro, cuando tan bien acompañado te encuentro.

Y estas frases de don Francisco fueron pronunciadas con una entonación y un ademán tan desdeñoso, si así podemos expresarnos, que a la vez que el rostro de Paca se enrojecía de vergüenza, el semblante de Luis, no podía ocultar cierta expresión de disgusto que no pasó desapercibida para el anciano, obligándole a decir:

-No era esta la compañía con que creí encontrarte, y no me extraña el estado en que te hallas, desde el momento en que te veo con quien te tratas tan íntimamente.

-¡Padre mío!....

-Reparad, señor -dijo Paca haciendo un esfuerzo para dominar el efecto que estaban causándole las palabras del anciano. -Reparad, señor, repito, que el estado de vuestro hijo inspira temores todavía a los médicos.

-Nada os he preguntado -dijo secamente don Francisco- y como que ignoro el derecho y la posición que ocupáis j unto al lecho de mi hijo, me creo excusado de contestaros.

-Padre -se apresuró a decir don Luis ofendido por las palabras del anciano- Paca, que así se llama esa joven, ha sido el ángel que ha acudido solícito a cuidarme, cuando precisamente más necesitado estaba; en su conducta no hay nada reprochable: en la mía tampoco existe nada, ni de que tenga que arrepentirme, ni de que tenga de avergonzarme.

-Valiérate más en vez de hacer defensas que nadie te exige y que a nada conducen, haber pensado mejor el medio de evitar el mal que sufres; tal vez si así hubieras pensado, no te encontrarías en la situación en que te hallas, y esta joven, como tú dices, no tendría necesidad de hallarse a tu cabecera.

-Señor -repuso Paca alzando con altivez la frente- jamás hubiera podido imaginarme que al acudir en pos de una desgracia, al tratar de prestar mis auxilios a un caballero que sufría y que se encontraba falto de familia, falto de amigos en esas horas del dolor, no creía, repito, que su padre me hubiese hecho escuchar frases tan crueles como las que han llegado a mis oídos. Yo tenía con don Luis contraída una deuda de gratitud- prosiguió Paca con mayor firmeza- don Luis me había salvado la vida y la honra en momentos dolorosos para mí; ¿no tenía yo acaso el deber de acudir a su lado en el momento en que se hallara necesitado de mis auxilios? ¿No debía sacrificar mi vida, si preciso fuese, por salvar la suya?

-Valiera más que antes no la hubierais comprometido -repuso don Francisco severamente.

-¡Cómo! ¿qué queréis decir?

-Basta ya de frases inútiles. Hoy me encuentro yo al lado de mi hijo, y no necesita otros auxilios que los míos: podéis por lo tanto abandonar esta casa, en la que quizás fuera mejor no hubierais entrado jamás.

Y el anciano, que había ya entrado en el aposento, señaló a Paca con un ademán la puerta.

La joven sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

Era tan inesperado, tan nuevo, digámoslo así, lo que la sucedía, que apenas si podía darse cuenta de aquellas palabras.

Luis no pudo contenerse.

-¡Padre! -exclamó- ved lo que decís, que Paca no ha dado lugar a que así se la califique y yo sé por otra parte respetar el nombre que llevo. Ignoro quién pueda haberos dado esas noticias que así os obligan a hablar, pero debéis tener en cuenta, señor, que siquiera por lo que esa pobre joven ha hecho en pro de vuestro hijo, no es justo que así salga de esta casa.

-¿Y qué es lo que ha hecho? Valiera más que nunca la hubieras conocido y no habrías tenido que sufrir el desdén de los que te han protegido ni yo el dolor de saberlo. Salid, señora -prosiguió cada vez con más dureza dirigiéndose a Paca- vuestra presencia aquí es innecesaria.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó la maja desecha en llanto.

-Padre, ¿queréis verme morir de dolor?

-Quiero salvar tu honra y tu decoro.

-Ya me marcho señor, ya me marcho -dijo Paca con acento tembloroso- pero por el bien de vuestro hijo, no por el mío, os ruego no aumentéis vuestros rigores ni os mostréis tan duro con él.

-Y la joven al pronunciar estas palabras arrojando a través de sus lágrimas una última mirada sobre Luis, abandonó el aposento.

-¡Padre mío.! -dijo el caballero con arranque a la par que la maja desaparecía- la ausencia de esta mujer será mi muerte.

-Su presencia te la estaba causando y no solamente hacía eso sino que también te perjudicaba por razones que no son para este momento el explicarte.

-Cuanto digáis, señor, no puede compensar la pena que acabáis de causarme.

-¡Ingrato! y eso le dices a tu padre que apenas ha tenido noticia de tu situación se ha apresurado ha venir a tu lado?

Semejantes palabras contuvieron por el momento todas las frases que estaban a punto de brotar de los labios de don Luis.

Sin embargo, el recuerdo de la escena que acababa de suceder no se borró de su pensamiento y decidió aprovechar el primer momento que creyera oportuno para disuadir a su padre de la equivocada idea en que estaba respecto a Paca.

Capítulo LXIX. Donde el conde de Lazán recibe dos alegrías

Lleno de satisfacción se mostraba Antonio por haber contribuido tan eficazmente a la libertad de Luisa y del vizconde.

Éste, especialmente, abandonó desde el primer momento de su libertad la actitud fría y reservada en que siempre había permanecido respecto a Antonio, y tendiéndole su mano, le dijo:

-Gracias, hermano; el servicio que acabas de hacerme no se borrará jamás de mi corazón; desde este momento han desaparecido todas las razones que habían impedido mi matrimonio con tu hermana. Justo es que, puesto que tú has arriesgado tu vida para devolvernos la libertad, yo a mi vez la arriesgué también para dar a Luisa el nombre a que tanto derecho tiene.

-No os comprendo, señor vizconde -dijo Antonio sorprendido por las palabras de su hermano.

-¿No quieres tutearme? ¿Todavía me conservas rencor cuando yo te abro mis brazos? ¿No quieres arrojarte en ellos porque me juzgas indigno de ti?

-¡Oh! no.

-Pues entonces.....

-Me he propuesto permanecer en la misma esfera en que me hallo. Oscuro, nadie podrá decir jamás nada que pueda empañar mi honra; brillando mañana a vuestro lado, aun cuando vuestro padre me reconociera, todo el mundo tendría derecho a motejarme como bastardo.

El vizconde no supo qué contestar por un momento.

Razón era la que su hermano acababa de darle, pero deseando desvanecerle aquella idea, le dijo:

-No será el primer ejemplo que de esto hay en el mundo.

-Y porque otros prefieran a su estimación el brillo de una posición menos verdadera que la adquirida por el trabajo y los sufrimientos, ¿creéis que debo yo obrar como ellos?

-En fin, Antonio, no discutamos ni hablemos más de eso. Aun cuando yo acepte las razones que me das, aun cuando yo juzgue que quizás obras bien obrando así, no puedo ni quiero permitir por ningún estilo que dejemos de considerarnos como hermanos.

-¿Acaso no he procedido yo como tal?

-No habrás procedido del todo sino abandonas ese vos tan enojoso como fuera de lugar.

-Pues bien, le abandono, pero no me exijas nada más.

-Gracias, hermano, gracias y crea que aun cuando me hayas podido juzgar como un aturdido y como un libertino sin fe y sin conciencia, motivos poderosos de un falso honor, si así puedo expresarme, me impidieron obrar de otra manera.

-He ahí una cosa que no puedo comprender.

-Pues en ello está realmente la clase de mi conducta respecto a Luisa, especialmente en este último periodo.

-No te entiendo.

-Hace tiempo pertenezco a esa asociación de jóvenes de buen humor, alegres más que corrompidos, que se denominan «Los Caballeros del Amor.»

-¿Qué estás diciendo? Así me explico que mi pobre Luisa hubiera de sufrir tanto al ver que la habías abandonado. Esa sociedad no tiene otro objeto que la perdición de las pobres mujeres que cometen la locura de dar crédito a las frases de cualquiera de sus individuos.

-No, Antonio; el vulgo ha formulado cargos contra esa sociedad, le ha prestado multitud de formas que por lo regular todas se alejan de la verdad.

Y el vizconde en breves palabras refirió a su hermano el objeto y la tendencia de la asociación, tal como nosotros la hemos descrito en los primeros capítulos de nuestra obra.

-Pero con todo eso -dijo Antonio cuando su hermano hubo acabado de hablar- no veo el por qué de tu conducta en los días que han precedido a tu prisión, sabiendo ya que Luisa pertenecía a una familia tan distinguida.

-Una sola palabra te lo explicará.

-Di.

-El individuo perteneciente a la sociedad, que se casa, tiene que batirse con los demás hasta que, o quede herido gravemente o muera.

-¿Pero estás en ti?

-Juzga tú ahora si es prudente que yo quiera condenar a mi esposa a una viudez tan inmediata a nuestra boda.

Antonio quedóse sin saber qué decir.

Verdaderamente la situación era bastante difícil.

Todo este diálogo habían ido sosteniéndole nuestros dos amigos en voz baja, mientras escoltaban la silla de manos que conducía a Luisa.

Cuando terminaba el vizconde su relato, hallábanse casi a las puertas de la casa del conde de Lazán.

Antonio había de subir antes a prevenirle la salvación de su hijo, pues en el estado de excitación en que se hallaba, cualquiera impresión fuerte le hubiera sido perjudicial tal vez.

-Cuidado, Antonio -le dijo el vizconde- que reveles a nuestro padre una sola palabra de lo que te acabo de decir.

-No tengas cuidado, presumo que esto había de serle muy doloroso.

-El mismo favor te pido para con Luisa. Evitémosles todos los dolores que podamos.

-Tienes razón.

Y Antonio separóse a poco del vizconde y de Luisa, subiendo a las habitaciones de su padre.

El conde estaba, como de costumbre, pensando en sus hijos.

Y toda su ira, todo su profundo dolor recaían sobre don Luis, el cual, según las frases del desconocido, era el verdadero causante de su desgracia.

Su impaciencia por encontrarle en disposición de poder contestar a sus preguntas, era inmensa.

Todos los días enviaba a preguntar por su estado, experimentando una gran satisfacción, según dejamos ya expuesto en otra parte, ante las noticias de su mejoría.

En este estado le encontró su hijo.

Inmediatamente preguntóle como de costumbre.

-¿Has sabido algo?

-No vengo tan desorientado como otros días -repuso el joven.

-¿De veras? -exclamó el anciano vivamente.

Y levantándose con precipitación, prosiguió aproximándose a su hijo:

-¡Habla, Antonio, habla por piedad! ¿Qué has sabido?

-Estoy sobre la pista del sitio en que se hallan Luisa y mi hermano.

-¿Y María?

-En cuanto a ésa, nada puedo deciros, señor.

-¡Oh! ¡Sabe Dios dónde el infame la tendrá escondida!

-Padre, permitidme que os diga que es obrar con sobrada ligereza juzgar a don Luis capaz de semejante infamia.

-¿Pues quién sino él puede haber tenido valor bastante para deshonrar mis canas y llenar de luto mi corazón?

-¿Quién sabe? Los mismos tal vez que se han apoderado de Luisa y del vizconde.

¿Sabes quiénes son!

-Presumo que sí.

-Lo presumes ¿y no has ido ya en su busca? ¿y les has visto?

-Sí, señor.

-Pero ¿y mi hijo?

-También le he visto.

-¿De veras?

-Y a Luisa también.

-¡Oh, corramos, corramos en su busca!

-Calmaos; os suplico que no obréis con tanta precipitación.

-¡Que no vaya con precipitación! ¿Pues tú sabes los días tan amargos que yo he pasado?

-Los he juzgado por los míos.

-¿Y por qué no he de ir en busca de mi hijo?

-Porque él mismo se dirige hacia aquí.

-¿Dónde está? ¿Qué te ha dicho? ¿Quién le había retenido la noche en que trató de salvar a Luisa?

Todas estas preguntas fueron hechas con tanta rapidez y todas eran tan distintas, que Antonio apenas pudo decir más que:

-Ya vendrá, señor, y él os lo podrá explicar mejor que yo.

Esto no podía satisfacer la impaciencia del conde.

Así fue que cogió a su hijo por el brazo y le dijo:

-Vamos, vamos en busca de mi hijo.

Entonces Antonio le confesó que ya estaba en su casa, y momentos después el conde abrazaba con efusión a Carlos y a Luisa.

-¿Pero y tu hermana? y tu hermana a quien ese miserable retiene sin que podamos saber dónde? -dijo el conde pasados los primeros trasportes.

-¿Quién? -preguntó Carlos, al cual nada le había dicho su hermano respecto a la creencia en que estaba su padre.

-Don Luis, ese miserable a quien yo franqueé mi casa y que me ha pagado robándome mi hija.

-¿Pero qué estáis diciendo?

-Hermano -exclamó Antonio- nuestro padre dando crédito a un mercader que sabe Dios quién será, acusa a don Luis de Guevara de semejante infamia.

-Tengo pruebas.

-¡Pruebas! -exclamaron admirados los dos jóvenes.

-Pruebas, sí, ayer mismo recibí un aviso misterioso que supongo debe ser de ese mismo mercader, aviso en el cual se me dice que tal vez dentro de poco pueda anunciarme el lugar en que mi hija se encuentra, lugar sin duda donde hizo don Luis que la condujesen.

-Pero eso no quiere decir que realmente fuese don Luis el autor de semejante secuestro, y sino, bien estáis viendo que ni mi hermano ni Luisa lo fueron por don Luis.

-Nada tiene que ver lo uno con lo otro. Esto ha podido ser muy bien la jugada de algunos miserables, mientras que lo de mi hija ha sido realmente obra de don Luis, y como te he dicho ya en otras ocasiones, esto tiene su explicación en el despecho que ha debido sentir al tener noticia del próximo casamiento de María.

-Tal vez tengáis razón, padre -dijo Carlos-y no puedo comprender cómo hayáis podido dejar que pasase tanto tiempo sin cruzar el rostro del villano que así nos ha ofendido.

El conde refirió entonces a su hijo el estado en que se hallaba don Luis; mas como que las últimas noticias que se habían recibido respecto a la salud del joven eran ya más favorables, Carlos, con la impetuosidad de mozo y con el dolor que sentía por el largo cautiverio de su hermana, incitó a su padre a que le siguiese.

Precisamente en aquel momento penetró un criado en el aposento con una carta que entregó al conde, diciendo:

-Esto ha traído para usía un hombre a quien no conozco.

-¿De parte de quién?

-No ha querido decírmelo, y únicamente me ha encargado que se la entregase a usía inmediatamente.

El conde miró el sobre de aquella carta entonces, y dijo:

-A propósito: algún aviso sin duda de mi mercader flamenco.

-Alguna nueva impostura -repuso Antonio.

-No seas así, hermano -dijo el vizconde- nadie más que yo ha querido a Luis; pero veo que no está desprovisto de fundamento lo que dice nuestro padre.

Entretanto el conde había abierto la carta y una exclamación de alegría se exhaló de sus labios al enterarse de su contenido.

-¿Qué es eso, padre? -preguntó vivamente el vizconde ¿qué dice ese papel?

-Oíd.

Y el conde leyó lo siguiente:

«Señor conde: una casualidad ha hecho que pueda descubrir el paradero de vuestra hija.

Sin embargo, dejadme que os lo calle hoy, porque tengo un verdadero interés en que el día que os lo diga, pueda sin riesgo alguno llevaros hasta donde se encuentra.

Básteos saber por el momento que se encuentra perfectamente y que no corre peligro alguno, pues don Luis, a pesar de seguir mucho mejor de su herida, no se halla todavía en disposición ni de salir a la calle, ni aun de abandonar el lecho.

Una noticia debo daros por lo que pueda conveniros.

El padre de don Luis ha llegado a Madrid, y su primera medida ha sido separar del lado de su hijo a la manceba que se había aposentado en su casa.

No dejéis de estar prevenido para el momento en que recibáis mi aviso, pues os aseguro que según lo que me imagino, será menester que correspondáis inmediatamente a la llamada de mi carta.

Vuestro servidor más humilde y más respetuoso.

El mercader flamenco.»

Capítulo LXX. El aviso del mercader

Las afirmaciones que en la carta de que hablamos en otro lugar, se hacían respecto a don Luis, arrancaron más de una exclamación de cólera al vizconde, que, según hemos tenido ocasión de ver, no encontraba desprovista de fundamento la creencia de su padre respecto a que fuese Luis el autor del secuestro de su hermana.

Antonio comprendió que, obcecados como se hallaban su padre y su hermano, nada adelantaría contradiciéndoles, y aun como sucede en muchos de estos casos, hubo momentos en que creyó que real y positivamente podría haber sido Luis el autor de aquella felonía, toda vez que con colores tan verdaderos y con acento de tan profunda convicción, lo aseguraban el conde y su hermano.

Días después de estos sucesos, Antonio hablaba con Vicente de este asunto, y el pintor le aseguró, bajo su honrada palabra, que estaba seguro, segurísimo de que Luis no era el autor de aquella infamia.

Y la afirmación de Vicente no podía ser sospechosa para Antonio, conocida como le era la amistad que a entrambos les unía.

Con aquella prueba, digámoslo así, de lo mismo que él en distintas ocasiones había defendido, se fue aquel día nuestro amigo a la casa de su padre con el propósito de manifestárselo.

Pero ya era tarde.

Cuarenta y ocho horas hacía que el conde y Carlos, sabedores de que el médico había ya permitido a don Luis que abandonase el lecho, no pudiendo dominar por más tiempo su impaciencia habíanse dirigido hacia su casa.

La escena que entre el conde y su hijo y don Francisco me dio, fácilmente pueden imaginársela nuestros lectores.

Duramente increpado don Luis por el vizconde, de nada le sirvió que se alzase indignado contra la acusación de que era objeto.

Se le hacían cargos por sus amores primitivos con doña María, y hasta se justificaba el secuestro de ésta con el despecho de que naturalmente debía hallarse poseído desde el momento en que se le había prohibido, aun cuando con mucha política, la entrada en aquella casa.

Don Francisco tomó, como era lógico, la defensa de su hijo, máxime cuando habían mediado ya explicaciones entre él y don Luis, en virtud de las cuales habíase modificado notablemente la apreciación del anciano respecto a las acciones de su hijo.

Las negativas de uno y otro no sirvieron más que para producir mayor irritación en los que ofendidos se creían, y de aquí que quedase aplazado un lance de honor para cuando don Luis se hallase en disposición de manejar la espada.

Por lo tanto, la llegada de Antonio diciendo lo que Vicente le asegurara, no fue suficiente a evitar el daño causado ya.

Sin embargo, algo modificó el pensamiento del conde.

¿Podría mentir con tanto descaro un cumplido caballero como era Luis, y hacerse además su padre, a quien había tenido siempre por un hidalgo, pobre es verdad, pero sumamente honrado, solidario de la infamia cometida por su hijo?

Había además otro amigo, honrado también, que lo afirmaba, y la verdad era que la única prueba que existía eran las aseveraciones de aquel mercader flamenco a quien él no conocía, y que se había presentado en su casa sin que nadie pudiera saber el verdadero objeto que le llevaba a ella.

De este modo fueron pasando los días.

Durante ellos, estuvo esperando la noticia que le había ofrecido la carta del mercader, y ni esta noticia llegaba ni se sabía por ningún otro conducto lo que había sido de María.

Diariamente enviábanse recados por el conde y por su hijo, a fin de saber los progresos que iba haciendo la curación de Luis, y precisamente en el día que vamos hablando el vizconde recibió noticias directas de don Luis que le manifestaba, que habiendo podido salir ya a la calle, se hallaba por completo a su disposición.

Lleno de alegría recibió aquel recado el vizconde. Precisamente era uno de los asuntos que trataba de dejar resueltos antes de su matrimonio, para el cual estaba practicando todas las diligencias necesarias.

Disponíase ya para elegir las personas que habían de apadrinar el duelo, cuando su padre entró en sus habitaciones con una nueva carta que había recibido del mercader flamenco concebida en los términos siguientes:

«Señor conde:

El momento tan vivamente deseado por mí ha llegado al fin.

Sé dónde se encuentra vuestra hija, conozco la hora en que don Luis trata de verla esta noche, y estoy dispuesto a conduciros a presencia del uno y de la otra. a fin de que evitéis la consumación de un crimen, castigando cual se merece al agresor.

A las ocho de esta noche, estad vos solo en la plaza de Afligidos, y a la persona que se os acerque diciéndoos « mercader flamenco» contestádle únicamente «el conde de Lazán.»

Entonces esta persona os dirá, «seguidme» y podréis seguirle sin recelo alguno porque os conducirá hasta el lugar que deseáis.

En cuanto a vuestro hijo, que se halle prevenido también en el mismo sitio, dispuesto para lo que pueda ocurrir, pero que no os acompañe, porque tal vez echase a perder todo nuestro plan su presencia.

Si llega el momento de necesitar su auxilio, siga sin recelo alguno a la persona que se presente y le diga «seguidme en nombre de vuestro padre.»

De este modo veréis que he cumplido mi palabra devolviéndoos la ventura que os han arrebatado.

Quedo esperando el momento en que pueda daros de palabra mi parabien más completo, rogando a Dios por vuestra dicha.

El mercader flamenco.»

La lectura de esta carta modificó, como era consiguiente, los propósitos del vizconde, apLazándo su venganza para el momento oportuno.

Luisa, lo mismo que Antonio, no creían que Luis tuviese participación en aquel asunto, y cuando éste tuvo noticias de lo que se preparaba para aquella noche, se decidió a seguir a su padre y a su hermano, a fin de evitar, si le era posible, la desgracia que preveía.

Llenos de impaciencia, padre e hijo esperaban la hora convenida.

Y algún tiempo antes de que ésta llegase, hallábanse ya en la plaza de Afligidos espiando afanosamente todas las bocacalles inmediatas por si podían distinguir a la persona que se les anunciaba en la carta recibida por la mañana.

Cuando sonaron los toques de ánimas en todas las iglesias de Madrid, el conde y su hijo distinguieron un bulto que apareció por una de las calles inmediatas y que fue acercándose cautelosamente hacia donde ellos estaban.

El conde se separó de su hijo y se adelantó hacia él, diciéndole:

-Buen amigo, ¿es a mí a quien buscáis?

-«El mercader flamenco» -murmuró el recién llegado en voz baja:

-«El conde de Lazán» -contestó inmediatamente el padre de María.

-Pues seguidme.

Y el que acababa de hablar púsose en marcha, mientras el conde a su vez le decía a su hijo:

-No te muevas de aquí.

-Impaciente esperaré el momento en que pueda creerse necesario mi concurso.

Y el conde siguió a su guía que presto se internó por una de las boca-calles que desembocan en la mencionada plazuela.

Poco después habían cruzado dos o tres callejuelas más, hasta que finalmente se detuvieron ante una casa de mezquina apariencia al lado de la cual, o muy próxima por lo menos, estaba la que habitaba el perfumista Giacomo Zarini.

-¿Es aquí donde se halla mi hija? -preguntó el conde a su silencioso guía.

-Ignoro lo que me queréis decir -repuso éste. -Yo no hago más que cumplir la orden que se me ha dado y no sé nada más.

El conde se dejó guiar por el interior de aquella casa, de la misma manera que lo había hecho por la calle, y de este modo atravesaron algunos corredores, hasta que penetraron en un pequeño salón circular que tenla cuatro puertas.

Viendo la apariencia de la casa, jamás hubiera podido creer el conde que tuviese tanto fondo.

Durante el espacio que tardaron en recorrer los corredores y habitaciones que separaban el salón en que había entrado de la puerta de la calle, hubo el conde de manifestar su extrañeza por lo largo del camino que recorrían; pero su guía permaneció mudo, sin demostrar siquiera ni aunque hubiese oído las palabras del conde.

Llamó la atención de éste aquel prolongado silencio, y al verse en la habitación de que hemos hecho mérito, solo y sin la persona a quien precisamente iba buscando, no pudo menos de decir:

-Pero y mi hija, ¿dónde está?

-Vuelvo a repetiros, señor -repuso el guía- que no sé nada de lo que me preguntáis, y únicamente puedo deciros que éste es el sitio en que debéis esperar.

-¿A quién?

-No lo sé.

Y el guía, saludando al conde, salió del aposento.

Éste sintió aumentarse su inquietud.

-¿Qué quiere decir esto? -exclamó.

Y temiendo alguna celada, aseguróse de si su espada podría salir fácilmente de la vaina, y principió a recorrer el aposento enterándose de si todas las puertas que en él había estaban o no cerradas.

De pronto parecióle percibir varios rumores hacia distintos lados del salón.

Detúvose y a poco se abrieron tres puertas, y tres personas diferentes aparecieron en ellas.

Eran éstas doña Catalina de Sandoval, el perfumista Zarini y el mercader flamenco, o sea el implacable perseguidor de Luis.

Capítulo LXXI. Donde Zarini se muestra tal como es

Un grito de sorpresa estuvo a punto de brotar de los labios del conde.

La reunión de aquellas tres personas era tan inesperada, tenía tan poco que ver con el asunto de que se trataba, que no podía darse cuenta del objeto que aquella reunión pudiera tener.

Doña Catalina iba cubierta con un velo; mas a pesar de que el conde en los primeros momentos no pudo ver bien su semblante, comprendió desde luego que no era aquella su hija.

-¿Qué quiere decir esto? -exclamó al cabo de algunos segundos, viendo que ninguno de los personajes allí reunidos le decía una palabra.

Y volviéndose al mercader, prosiguió:

-¿No me habíais dicho que aquí encontraría a mi hija?

-Y la encontraréis -repuso el interpelado- que yo jamás falto a mis palabras.

-Pero, ¿cuándo? ¿cómo? -prosiguió el conde con impaciencia.

-Eso dependerá -dijo doña Catalina-del tiempo que tardemos en terminar nuestra entrevista.

-Nuestra entrevista.....

-Sí por cierto. ¿Sabéis, señor conde de Lazán, quién soy yo?

Y doña Catalina levantóse el velo que cubría su rostro.

-Me parece, señora, que más de una vez he tenido la honra de saludaros.

-¿Y es ése todo el recuerdo que de mí tenéis?

-¿Qué otro puedo tener?

-Habíame parecido que deberíais, recordando vuestros tiempos pasados, tener un poco más de memoria.

-No me parece que he venido aquí, señora, para estar haciendo inútiles excursiones hacia el pasado. He venido en busca de mi hija, según se me ha prometido, y no acierto a comprender el motivo de esta reunión.

-Zarini -dijo doña Catalina dirigiéndose al perfumista- recuérdale al señor conde, ya que es tan frágil de memoria, quién soy.

-Os he dicho, señora, que ya os conozco -repuso el de Lazán con impaciencia.

-Es -dijo Zarini- que doña Catalina de Sandoval, es al mismo tiempo la única, la absoluta heredera tanto en la venganza, como en los bienes del conde de Fuentidueña.

-¡Ah!

-Y el conde no pudo decir más.

Aquella revelación le dejó aterrado.

La presencia de aquella mujer en tales momentos envolvía, por decirlo así, una amenaza tan grande, que aun cuando el conde no podía definir a qué se refería, la verdad era que sentía oprimírsele el corazón bajo la presión de un dolor desconocido.

-Paréceme, señor conde -dijo doña Catalina- que habéis recordado ya...

-Pero también me parece, señora, que no era éste el momento más oportuno para haber evocado semejantes recuerdos. Jugar con el dolor de un padre, tomar como pretexto para atraerle aquí la angustia y la amargura que le devoran, no es ni puede ser nunca, por más que creáis que mi proceder de otro tiempo para ello os autoriza, la manera más digna de tomar una venganza.

-Es que debéis tener presente, señor conde, que no me he valido de ningún pretexto para haceros venir, es que el pretexto que he usado no es tal pretexto sino que es la verdad.

-¡La verdad! luego mi hija...

-Vuestra hija se encuentra en esta casa.

-¡Mi hija aquí! ¿dónde está? pronto, señora, decidme dónde la puedo hallar y pedidme en cambio cuanto queráis.

-¡Pediros! ¿y qué podréis darme vos cuando por el contrario tanto tenéis que necesitar de mí?

-¿Qué quiere decir esto? ¿qué intención es la vuestra?¿por qué no queréis revelarme dónde se halla mi hija?

-Si os lo he dicho... si se encuentra aquí... pero decidme, señor conde, ¿recordáis bien lo que hicisteis con mi padre?

-¡Otra vez, señora!

-Otra vez y ciento, porque ha llegado el momento de cobrar con creces todo el mal que me habéis causado.

¡Oh! me parece que comienzo a comprender.

-Mucho os ha costado, que prevenido debíais estar ya por mis cartas y sobre todo debíais tener presente que cuando una hija como yo se lanza a llevar a cabo una venganza, es porque ya ha reunido todos los elementos necesarios para ella y ante nada retrocede ni hay consideración alguna que la haga desistir de su empeño. Di, Zarini -prosiguió doña Catalina dirigiéndose al perfumista -tú que me has revelado todos los misterios de mi casa, ¿crees que hay razón bastante para vengarme del conde de Lazán?

-Sí, señora -repuso el perfumista con acento ligeramente alterado.

-Vengaos en buen hora, si yo no os niego la justicia de vuestra venganza, lo que os niego es la razón de que en estos momentos hagáis nada contra un padre que viene ansioso de encontrar a su hija.

-¿Recordáis lo que os dije en una de mis cartas? -preguntó doña Catalina con un acento que no pudo menos de hacer estremecerse a los circunstantes.

-No quiero recordarlo ahora, sólo quiero saber dónde está mi hija.

-Pues para eso os he llamado precisamente, para decíroslo.

-¿De veras?

-¿Podéis dudarlo?

-¡Oh! señora! Decídmelo por piedad: ¿dónde está mi hija?

-Como vos supondréis, al tener noticia de lo que con mi padre habéis hecho, al conocer en toda su horrible desnudez la infamia tan espantosa de que había sido víctima; sentí un afán, un irresistible deseo de venganza que con nada se podía satisfacer; me veía pobre, me veía huérfana, me veía sin nombre, mientras que vos poseíais todo cuanto de derecho me pertenecía.

-¡Oh! ¿Por qué no me disteis la muerte entonces?

-Porque con vuestra muerte no podía yo satisfacer la sed que me devoraba; porque yo, para vengar los horribles dolores que había sufrido por vuestra causa, y vengar al mismo tiempo lo que habíais hecho con, mis padres, tenía necesidad de haceros gustar dolores tan amargos como los míos; era menester que vuestra agonía guardase una relación, sino idéntica a la mía, al menos muy relacionada con ella.

-Pero, ¿dónde queréis ir a parar? ¿No comprendéis, señora, que me estáis haciendo morir con esa lentitud?

-Precisamente eso constituye una parte de mi venganza; precisamente deseaba yo veros abatido, desesperado, sufriendo en sólo veinte minutos de impaciencia y de espera todo un mundo de angustia y de desesperación.

-¡Oh! señora! ¡Ved que es horrible lo que estáis haciendo! -exclamó el conde con acento desesperado.

-¿Y lo que vos habéis hecho?

-¿Pero queréis decirme por piedad dónde está mi hija?

Vosotros que permanecéis inmóviles ahí sin conmoveros por mi dolor, ¿sois servidores de esa dama, o tenéis algo que vengar en mi ancianidad y en mi dolor?

-En vano os dirigís a ellos, conde de Lazán, entrambos me pertenecen, porque entrambos conocen la justicia de mi causa, y en cuanto a tu hija, vas a saber lo que ha sido de ella, y recuerda que te valiera más, mucho más no encontrarla, que hallarla en el estado que la vas a ver.

-¡Dios mío! ¡esto es para volverse loco! -exclamó el conde levándose ambas manos a la frente lleno de desesperación.

-Tu hija ha sido robada por mí; tu hija, en estos momentos, habrá sido víctima de las brutales caricias de.....

-¡Calla, calla, miserable mujer!

Y el conde en un arranque de indignación y de furor tiró de la espada, y fue a lanzarse sobre doña Catalina.

Pero arrojáronse inmediatamente sobre él Zarini y el mercader flamenco, pues así seguiremos llamando al misterioso enemigo de don Luis, y de poco le sirvió la resistencia que opuso.

En un momento quedó desarmado.

-¡Satisfechos podéis estar de vuestra hazaña! -dijo con voz conmovida el conde de Lazán. -¡Y aún os atreveréis a llamaros caballeros! ¡Imposible me parece que tanta ruindad pueda existir ni el pecho de una mujer, ni en el de ningún hombre, sea la que quiera su condición! ¡Habéis hecho bien! ¡Habéis llevado a cabo una hazaña de la cual podéis estar orgullosos! ¿Creéis acaso que una mala acción puede excusar otra? Por ningún estilo; si villano fui yo obrando de manera que pudiese concitar el enojo y el deseo de venganza de esa dama, más villanos fuisteis vosotros consintiendo lo que habéis consentido, y llevando a cabo el desarme de un anciano, y de un padre a quien tan grave ofensa se acaba de inferir!

-¿No quieres ya ver a tu hija? -dijo doña Catalina con irónico acento, sonriéndose con una risa que verdaderamente hacía daño.

-Sí; quiero ver a mi hija aunque no sea más que para maldeciros con mayor fuerza.

-¿Y qué me importan a mí vuestras maldiciones? ¿Creéis acaso que voy a afectarme por ellas? ¿No comprendéis que yo os he estado maldiciendo día por día, hora por llora, desde el momento en que supe toda la indignidad de vuestra conducta? ¡Ah! señor conde, todas vuestras frases no pueden afectarme de ningún modo, porque ya presumía que las había de escuchar, porque me he recreado antes de que este caso llegara con ellas, porque sabía muy bien que habían de ser hijas del inmenso dolor que os torturase.

-¡Pero mi hija!

-Abridle esa puerta, y que llegue hasta donde está su hija.

Y doña Catalina señaló la cuarta puerta que había en aquella estancia.

-Dejadle que vaya a ver a su hija, si es que doña María, en su desesperación, no ha sabido ya encontrar un medio para arrancarse la vida.

-¡Oh! ¡Maldita seáis! -exclamó el conde en el paroxismo de la desesperación.

Y se lanzó hacia la puerta que doña Catalina había señalado momentos antes.

Pero Zarini se adelantó, diciendo:

-Un momento, señor conde, y vos también, señora, permitidme un solo momento.

El acento empleado por Zarini; la actitud tan solemne que tomó, el siniestro fulgor que despedían sus ojos, de tal modo llamó la atención que hasta la misma doña Catalina hubo de quedarse suspensa, murmurando:

-¿Qué quiere decir esto?

-Esto no quiere decir más -repuso Zarini- sino que vos habéis hablado ya y ahora me toca a mí.

-¿Y qué es lo que tienes que decir? -preguntó con altivez doña Catalina.

-Algo que vos no esperáis, y por de pronto debo deciros que en verdad no habéis renegado de vuestro origen.

-¡Cómo!

-Sois tan infame y tan perversa como lo fue vuestra madre.

Y volviéndose hacia el conde de Lazán que al sonido de aquella voz, vibrando de un modo tan distinto de como hasta entonces le oyera, no había podido menos de hacer un movimiento de asombro, exclamó con voz fuerte y poderosa:

-Conde de Lazán ¿me reconoces? yo soy el conde de Fuentidueña, yo soy el marido ultrajado por ti, yo soy el hombre a quien tú has reducido a la miseria, y esa mujer que ves ahí, ésa que de tal modo te ha insultado, ésa a quien tú has maldecido, a quien yo he estado nutriendo por espacio de tantos años en la venganza, ésa, conde de Lazán, ésa es tu hija.

-¡Oh! -exclamaron a la vez doña Catalina y el conde.

-Largos años -prosiguió el conde de Fuentidueña- he estado guardando mi venganza; pero por fin la he conseguido tan cumplida, tan grande, tan inmensa como había sido el ultraje. Ahora ya puedes ir al encuentro de tu hija.

Y el de Fuentidueña abrió de un golpe la puerta del aposento.

Entonces una exclamación de sorpresa brotó de todos los labios.

En el umbral de aquella puerta aparecieron María sostenida por el vizconde del Juncal y nuestro amigo don Luis.

Veamos cómo había podido verificarse la reunión de estos tres personajes.

Capítulo LXXII. Por qué circunstancia imprevista el vizconde del Juncal descubrió dónde estaba María

En el momento que comenzamos este capítulo, un grupo de diez o doce soldados completamente ebrios penetró dando grandes voces en la taberna del Ojazos, sita en el barrio de Afligidos y a espaldas de la casa del perfumista con la cual se comunicaba, si bien entre las dos y en comunicación con ambas, mediaba una casita de pobre y ruin apariencia, construida a la malicia como muchas de aquellos tiempos.

-Vino, vino; aquí, patrón -dijo uno de aquellos súbditos de Baco dando un tremendo puñetazo sobre una de las apolilladas mesas, que al recibir el golpe lanzó una nube de polvo.

Un chicuelo, prototipo de impudencia y de descaro, salió al encuentro del grupo, y dirigiéndose al soldadote que tan tremendo porrazo descargara momentos antes sobre la mesa, le dijo insolentemente:

-Vamos a ver, ¿qué hay? siempre será mayor el ruido que las nueces, y la bulla que el gasto hecho; ¿qué se os ofrece? -añadió.

-Se me ofrece -contestó el soldado- que te traigas al instante media docena de cuartillos del blanquillo de Yepes.

-¿Y para eso tanta bulla? -dijo el chico- media docena de cuartillos para todo un ejército, capaz de beberse el río Ebro si el Ebro fuera de vino.

-Anda, racimo de horca, anda y tráete lo que he dicho, si no quieres que de una coz te haga yo andar y desandar el camino.

Y levantando el pie quiso acompañar la acción a la palabra, si bien con tan mala suerte, que perdiendo el equilibrio al alzar el pie, y después de dos o tres pasos en falso, dio un tremendo batacazo contra una de las mesas.

-El que lo coja, para él -dijo riendo el chiquillo.

Y una carcajada general acogió estas palabras del muchacho, el cual ágil como una ardilla y satisfecho de su habilidad y de su ingenio, se dirigía a servir a los soldados, mientras su brusco interlocutor, el soldadote del puntapié, se levantaba mohíno entre la risa y algazara general.

-Ni la del ángel rebelde ha sido mayor caída que la tuya -dijo al soldado que se incorporaba uno de sus compañeros, el cual si bien con poco aprovechamiento había pisado algunos años los claustros de la Universidad de Salamanca. -El hombre es débil -añadió- y está siempre expuesto a caer en la tentación.

-Valiente tentación -dijo otro. -No sabía yo que a las mesas de las tabernas se les llamaba tentaciones.

-A cualquiera se le va un pie -dijo mohíno y de mal talante el aludido en el momento en que el chico depositaba sobre la mesa los seis cuartillos pedidos y unas cuantas cazuelas o vasijas de barro, receptáculos que en la taberna de Ojazos reemplazaban habitualmente los vasos.

El soldadote que había tratado de sacudir el polvo a Medio diente, así se llamaba el chico, quiso volver a hacerlo, no bien éste dejó sobre la mesa las vasijas; pero sus compañeros se interpusieron y le calmaron.

-Haya paz entre los ruines -dijo el soldado ex-alumno de Salamanca. -Este chiquillo, aquí donde lo ves, es una brava pieza, y por lo tanto, en vez de reñir con él, debes tratar de ser su amigo. Haced, pues, las paces, y sed buenos amigos.

Y diciendo y haciendo, o por mejor decir, diciendo y cogiendo al chico por el cogote, le levantó a una formidable altura, dejándole caer desde ella en los brazos del soldado, el cual olvidando su anterior resentimiento, le abrazó con tanta fuerza y entusiasmo, que el chico lanzó un ¡ay!

-Ni el de Judas fue peor que éste -dijo Mediodiente respirando con toda la fuerza de sus pulmones no bien se vio libre del soldado. -Si así abrazáis a vuestras novias, el demonio me lleve si no las descostilláis.

Rieron los soldados de la ocurrencia, y mientras los unos reían y los otros juraban o cantaban, y todos a porfía daban fin del de Yepes, un caballero entró en la taberna, sentándose junto a una de las mesas inmediatas.

Aquel caballero que había entrado era un antiguo conocido nuestro, puesto que era don Luis de Guevara, al cual, su amor a Paca y una carta falsa pero firmada por ésta, habían conducido hasta la taberna del Ojazos.

Sentóse, como hemos dicho, nuestro caballero, junto a una de las mesas inmediatas a la que ocupaban los soldados, sin que éstos, entretenidos en beber, reír y blasfemar, notaran su presencia.

-Aquí todo lo que hay es bueno- decía Mediodiente, el cual, excitado por el vino que los soldados le daban y por el placer y risas con que lo oían, charlaba hasta por los codos. -Si supierais..... -añadió.

Y nuestro chicuelo, medroso de lo que iba a decir, calló súbitamente.

-Si supierais..... ¿qué? -exclamaron a una dos o tres soldados.

-Lo que hay aquí, y que aun cuando no se vende es lo mejor que se ha visto..

-¿Y qué es ello? -dijo el soldado leguleyo- ¿acaso vino moro?

-Aunque vino, no es vino, ni moro ni cristiano -repuso el chicuelo- sino algo mejor que eso. La taberna del Ojazos -añadió- guarda hoy una cosa que yo me sé, y que bien vale un tesoro.

-¡Habla, habla! -dijeron a coro los soldados, cuya curiosidad estaba ya excitada.

-Más vale callar -dijo el chico.

-¿Cómo que callar? Después que nos has hecho creer un cuento es preciso que acabes de contarnos, no vayan estos caballeros a figurarse por lo menos que esta taberna es una cueva donde un mago guarda una princesa encantada.

-Algo hay de princesa -dijo el chico.

-Pues cuenta, hijo, cuenta -repuso el soldado alumno de Salamanca, dando al chico al mismo tiempo un ancho cuenco de vino.

Bebiólo el rapaz, y bajando mucho la voz y en tono misterioso, dijo de una manera casi imperceptible:

-Ahí dentro hay una mujer oculta.

-¡Que se vea! ¡Que se vea! -prorrumpieron a una los soldados poniéndose súbitamente de pie y buscando con ávida mirada el sitio donde aquella una que decía Mediodiente, podía estar oculta.

-Yo os diré dónde está con tal que no le digáis al Ojazos que he sido yo quién lo ha hecho.

-Te lo juramos por nuestra conciencia -dijeron los soldados.

-Mal juramento es, porque no la tenéis -contestó el chico- pero sea lo que Dios quiera.

Y echó a andar hacia el interior de la taberna seguido de los soldados, que en revuelta confusión, más bien le empujaban que seguían.

Triste el pálido semblante, llorosos sus bellos ojos, María, la hija del conde de Lazán, se encontraba en una de las habitaciones de la casa, que con comunicación a ambas, se hallaba situada entre la taberna del Ojazos y la casa del perfumista.

Preocupado su pensamiento, abismado su espíritu en sí mismo, María no sintió el infernal estrépito ni la horrorosa gritería de la ebria soldadesca que a su habitación se aproximaba, hasta que aquella turba de miserables, completamente borrachos, se presentó ante sus ojos.

-¿Qué buscáis aquí? ¿Qué quereis de mí? -dijo María, dando dos o tres pasos hacia ellos.

Y aquellos miserables, aquellos borrachos, sorprendidos por la espléndida hermosura de María, callaron un momento y retrocedieron un paso.

Nada más fácil que sorprender a una turba. Una palabra, un gesto, una mirada, bastan a veces para detener a las masas, las cuales pueden volver a ser irritadas con igual facilidad por otro gesto cualquiera.

Si se nos permite una comparación, diremos que las masas y el mar son de igual naturaleza, pues cualquier viento las enfurece y cualquier viento las calma, siendo ambas, masas y mar, igualmente temibles, ciegas y brutales.

Hemos dicho que la soldadesca se sobrecogió un momento ante la incomparable hermosura de María, pero repuestos después, uno de aquellos furiosos abarcó con su brazo la cintura de la joven, diciéndola balbuciente:

-Ven, prenda, ven a beber con nosotros, y ya verás lo que es bueno.

-¡Socorro! ¡favor! -gritó María.

Y sus palabras y su aliento quedaron suspensos en sus labios, cayendo desmayada en los brazos del rudo soldadote que abrazada la tenía.

Como sigue la detonación al fogonazo en un arma de fuego; como el ígneo relámpago sigue al ronco trueno; al grito de María, a las palabras de ¡socorro! ¡favor! por ella pronunciadas, siguió un poderoso ¡ira de Dios! y más copiosa que lluvia torrencial, una abundantísima lluvia de cintarazos, que espada en mano, dejaba caer don Luis sobre aquella chusma ebria.

Volviéronse los soldados.

-¡A él! -gritó Mediodiente que había recibido un poderoso cintarazo.

Y todos a un tiempo acometieron a don Luis, el cual de un solo salto se colocó al lado de María, a la cual no reconoció sin embargo, porque hostigado por la soldadesca, ni aun tuvo tiempo para mirar el semblante de la joven.

-¡Canallas, miserables! -decía don Luis, comenzando a herir con la punta de su espada a sus contrarios, a los cuales hasta entonces no había administrado más que algunos golpes de plano. -Vais a morir todos.

Y revolviéndose como un león enjaulado, hería sin piedad ni compasión, mientras la soldadesca arremolinada se defendía y aún trataba de ofender a don Luis, con los bancos y sillas del aposento.

Un estrépito infernal se armó en aquella reducida habitación y tan grande fue que no solamente llegó hasta la taberna y casas inmediatas, sino que hasta desde la calle era oído llamando la atención de varios vecinos y transeúntes.

Un caballero que en el momento en que esto sucedía pasaba por la calle, oyó también el estrépito, y sea que por su carácter aventurero o por otra cualquier circunstancia aquello le interesara, se lanzó a la taberna guiándose por el sonido y diciéndose a sí mismo:

-Pues yo he de ver lo que es eso.

Uno contra muchos, don Luis, a pesar de su arrojo y de su valor no podía tener a raya sin embargo a la soldadesca que furiosa y estimulada por el vino, por el ardor del combate y por el olor de la sangre ya vertida, quería a todo trance apoderarse de María.

Sus fuerzas se gastaban en aquella desigual lucha y aun cuando decidido a vencer o morir hacía prodigios de valor, comprendía con desesperación que iba a ser al fin vencido.

-¡Ánimo! -gritó en aquel entonces el caballero que hemos visto entrar en la taberna. -¡Ánimo! -volvió a decir- que aquí teneis quien os ayude contra esta turba de miserables que muchos en número acometen a un hombre solo.

Reanimóse don Luis con estas palabras, y desnudando su espada el que tal había dicho, mientras el uno de frente, acometió el otro a sus contrarios por la espalda.

Volviéronse furiosos algunos de los soldados y uno de ellos aquel soldado ex-alumno de Salamanca, reconoció al joven que en auxilio de don Luis venía.

-¡El vizconde del Juncal! ¡el sobrino del ministro! -exclamó.

Y tanto el que tal dijo como sus compañeros que tal oyeron, pusieron pies en polvorosa.

Dos o tres heridos y un muerto, María y sus salvadores, don Luis de Guevara y el vizconde del Juncal, quedaban únicamente en las habitaciones.

Capítulo LXXIII. Continúan los antecedentes sobre los sucesos anteriores

Hemos dicho en el capítulo anterior que don Luis había recibido una carta de Paca, carta que le obligó a dirigirse a la taberna de Ojazos, y en otros capítulos manifestamos que el conde de Lazán y su hijo, juzgando al joven autor de la desaparición de María, habían estado en su casa, y exaltados por su misma cólera, habían denostado duramente al herido sin que las razones dadas por el joven fuesen bastantes a modificar la creencia en que estaban.

Efectivamente, a pesar de que Antonio, como ya manifestamos, había tratado de hacerles desistir de aquella creencia, padre e hijo, impacientes viendo que pasaban los días, que nada sabían de su hija, y que el estado de don Luis iba adelantando, presentáronse en su casa una mañana.

Los criados no les pusieron impedimento alguno, y franqueáronles el paso hasta la habitación en que el joven convaleciente se hallaba sentado en un sillón, teniendo a muy corta distancia a su padre, que al ver al de Lazán y a su hijo, no pudo menos de inmutarse.

Algo de las presunciones que el de Lazán tenía, habíale dicho don Francisco de Guevara a su hijo y éste le había contestado con una ingenuidad tal, que no dejaba lugar a duda alguna de que aquellas suposiciones eran completamente injustificadas.

La aparición de ambos, como ya hemos dicho, inmutó algún tanto a don Francisco que temió alguna otra nueva escena inconveniente para su hijo, y deseando evitarla después de las primeras frases un tanto frías y ceremoniosas que entre ellos se cambiaron, dijo:

-Muy delicada es todavía la salud de mi hijo, y como su cabeza se halla bastante débil, si os place pasaremos a otra habitación donde podremos con mayor libertad hablar.

-Precisamente el objeto que aquí nos trae -repuso el vizconde- se refiere a vuestro hijo, y con él únicamente debemos entendernos.

-Es que.....

Iba a continuar don Francisco, pero su hijo le interrumpió diciendo:

-Dejadles, padre, dejadles, que puesto que tienen algo que tratar conmigo, justo es que les escuche.

-No pretendo que me escuchéis solamente -repuso el vizconde con acritud.

-¿Pues qué pretendéis entonces? - preguntó con alguna- altivez don Luis.

-Que me contestéis a las preguntas que voy a haceros.

-Luego ¿se trata de un interrogatorio?

-Como todo crimen lo lleva consigo -repuso el padre de María.

-Señor conde -se apresuró a decir don Francisco- reparad las frases que vertéis.

-Todas son todavía pálidas para denostar la acción de vuestro hijo.

-Pero, señores; ¿tendréis la bondad de decirme clara y terminantemente de qué se me acusa? -exclamó don Luis medio incorporándose en el sillón en que estaba sentado- ¿persistís todavía en la idea de que yo he sido el raptor de vuestra hija?

-¿Tendréis acaso la cobardía de sostener vuestra negativa? -preguntó el vizconde.

A pesar de la palidez que cubría el rostro de don Luis, advirtióse en él todo el efecto que semejante insulto le causaba.

Un relámpago de ira brilló en sus ojos, y con acento alterado dijo:

-Recordad, vizconde, que habéis sido mi amigo.

-¿Y qué queréis decirme con eso?

-Que vos dijisteis muchas veces que no podíais ser amigo de ningún cobarde y de ningún mal caballero.

-Por esa razón he renunciado a vuestra amistad.

-¡Oh!

Y don Luis hizo un movimiento como si hubiera tratado de arrojarse sobre el vizconde.

-Pero su herida recordóle al punto la imprudencia que trataba de cometer, y mal de su grado volvió a caer sobre el sillón, diciendo:

-Don Carlos: ¿cómo podremos calificar la acción de insultar a un hombre que no puede defenderse?

-No temas, hijo -se apresuró a responder don Francisco- aquí está tu padre que recoge las palabras contra ti dirigidas, y que exige al señor vizconde de Lazán la satisfacción que nuestra honra ultrajada reclama.

-Justificadas están las palabras de mi hijo -repuso el conde-y ya tuve ocasión de deciros, don Francisco, todo cuanto había en este asunto.

-Y yo os dije entonces y os vuelvo a repetir hoy, que no podía creer a mi hijo culpable de semejante infamia.

-¿Pues quién otro puede ser? -preguntó impetuosamente Carlos de Lazán.

-¿Quién otro? -dijo don Luis.-¿Acaso es a mí a quien toca averiguarlo? ¿He ido yo acaso a acusaros por la herida que a traición me infirieron? Vosotros sois los que debisteis averiguar quién o quiénes habían sido los raptores de doña María a quien he respetado siempre lo bastante para mancillar su honor. ¿Qué pruebas tenéis para acusarme?

-Pruebas tenemos -repuso el conde.

-¿Dónde están? ¿Quién os las ha dado?

-En primer lugar, vos mismo.

-¡Yo!

-Sí, vos; recordadlo bien.

-No os comprendo.

-¿No os atrevisteis a poner vuestros ojos en mi hermana? -preguntó el vizconde.

-¿Y eso era un crimen acaso? Podría ser una falta excusable con la misma belleza y el candor de vuestra hermana; ambos cedimos tal vez a la simpatía, a la misma intimidad de las relaciones que teníamos desde que yo vine a Madrid, pero hubo un momento en que cayó de nuestros ojos la venda, y yo no he tenido para doña María más que el respeto y la consideración que debía tenerla.

-Si vos cedisteis, fue obligado por la fuerza.

-¿Por la fuerza?

-Porque mi hermana, cumpliendo sus deberes, mejor que vos cumplisteis con los vuestros, os obligó a separaros de ella.

-Y el despecho -añadió el conde- despecho injusto y a todas luces indigno, os ha movido a dar un paso tan criminal como éste.

-Vamos, señor conde, tened la bondad de no hacer tales afirmaciones; vuelvo a repetiros que nada sé de vuestra hija, y que desearía únicamente encontrarme en disposición de poder ayudaros en vuestras pesquisas.

-Jamás creí que pudiera llevarse la impudencia hasta el extremo que lo estáis haciendo. Responded por última vez, ¿queréis decirnos dónde habéis llevado a mi hermana?

-Señor vizconde -dijo don Francisco cortando la frase con que iba a contestar su hijo- he tenido la honra de deciros que Luis es ajeno por completo a la desgracia que deploráis y que yo deploro también, y al afirmaros esto, creed que lo hago con la completa convicción de que es verdad, y siendo así, habéis de comprender cuánto me estoy violentando para no haber castigado ya, cual debía, vuestro incalificable lenguaje.

-Reparad, don Francisco -dijo el conde- que la herida que hemos recibido es muy profunda.

-Pero no tanto que os haga olvidar lo que a nuestra honra se debe.

-Padre -dijo el vizconde-¿vinimos a esta casa a gastar lastimosamente el tiempo en vanas palabras?

-¿Y qué otra cosa queríais hacer?

Y el acento de don Francisco al hacer esta pregunta vibró de un modo tan severo y tan enérgico al mismo tiempo, y su mirada adquirió tan imponente expresión que el joven no pudo menos de conmoverse algún tanto.

Pero su conmoción fue breve.

Repúsose al punto, y dijo volviéndose a su padre:

-Padre mío, veo que de momento nada podremos hacer aquí; lo mismo don Francisco que su hijo se han propuesto ocultar el hecho; y como que el uno por anciano y el otro por el estado en que se halla no pueden darnos la única reparación que necesitamos, esperemos a que don Luis se encuentre en disposición de manejar una espada, y entonces veremos si tiene valor suficiente para seguir sosteniendo su impostura.

-Callad, vizconde, que aun herido y todo estáis poniéndome en el caso de que trate de vengar vuestros ultrajes.

Y don Luis, lívido de coraje, consiguió levantarse del sillón y dar algunos pasos hacia su adversario.

Pero el conde de Lazán se adelantó, diciendo:

-Sosegaos, don Luis; lo mismo mi hijo que yo daremos tregua a nuestro enojo, que fuera indigno de nosotros cruzar nuestra espada con quien apenas puede sostenerse.

-En cambio -repuso don Francisco- yo puedo hacerlo; yo que creo inocente a mi hijo del crimen que le imputáis, que sufro y siento arder mi sangre bajo el fuego de vuestros ultrajes, dispuesto me hallo a daros cuantas satisfacciones queráis, con tal que pueda vengar las ofensas que nos inferisteis.

-No sois vos el culpable, caballero.

-Lo soy desde el momento en que hago míos los actos de mi hijo y todas las frases que pueden ofenderle.

-¡Don Francisco! el amor de padre os ciega.

-Lo mismo que a vos os ciega la ira, haciéndoos sordo a la voz del honor y de la amistad.

-¿Qué queréis decir? -preguntó el de Lazán.

-Que mi amistad ha sido siempre sincera para vos, que había creído que conocíais mi lealtad y mi honradez lo bastante para no poner jamás en duda mis palabras, y que cuando así lo habéis hecho es prueba evidente de que he dejado de ser vuestro amigo.

-Si apadrináis a vuestro hijo, si queréis disculpar sus actos ¿cómo es posible que crea en vuestra amistad?

-Salgamos de aquí, padre; salgamos de aquí para que no digan nunca estos señores que nos hemos prevalido de su debilidad para continuar nuestros insultos.

Don Luis había vuelto a caer en el sillón y en su impotencia para responder cual hubiera deseado a las provocaciones del joven, contentóse con dirigirle una mirada tan terrible que el vizconde hubo de comprenderla, porque dijo:

-Os comprendo, don Luis; enfrenaré mi enojo hasta que estéis en disposición de manejar una espada, pero ¡ay de vos si cuando ese caso llegue no os encuentro dispuesto a darme vuestra vida por la honra que nos habéis quitado!

-Tomad la mía cuando gustéis -replicó don Francisco.

-Ya os dije que no es con vos, señor, con quien debo dejar terminado este asunto.

-Cesad, don Francisco -dijo el conde que había tenido siempre por un modelo de honradez y de lealtad al anciano- y dejemos que vuestro hijo pueda responder cumplidamente a los cargos dirigidos contra él.

-Pero mis palabras no bastan a convenceros...

-De la rectitud de vuestras intenciones, desde luego; mas no de la sinceridad que suponéis en vuestro hijo.

Todavía lleváronse un buen rato hablando sobre aquel mismo tema.

Don Luis, a pesar de que en la situación en que se hallaba cualquiera excitación le era perjudicial, no pudo menos de exaltarse en algunos momentos, siendo necesario que su mismo padre le recomendara dos o tres veces la prudencia y que suplicase al conde de Lazán que se llevase de allí a su hijo que estaba provocando de un modo inconveniente a quien no se podía defender.

Don Luis prometióles que tan luego como pudiera ponerse frente a ellos les daría aviso, y ya hemos visto en uno de nuestros capítulos anteriores que cumplió su palabra y que si aquel encuentro no se había verificado, fue únicamente a consecuencia del aviso dado por el mercader flamenco de que encontrarían reunidos a don Luis y a doña María, como ya hemos visto.

Capítulo LXXIV. Qué había sido de paca la Salada

Una vez solos padre e hijo, después de la escena que acabamos de referir, don Francisco exclamó:

-¡Oh! no pudiera imaginarme que tuviera que escuchar semejantes palabras. Imposible parece que el hijo mío haya podido dar lugar a ellas.

-Padre, podéis estar cierto, que de la acusación hecha por esos caballeros y de la cual yo os juro que han de darme estrecha cuenta, me hallo completamente libre.

-¿Pero entonces en qué se fundan?

-¿Lo sé yo acaso? No puedo deciros más, sino lo mismo que ya os dije en otra ocasión. Ha tiempo amé a doña María, y ella creyóse también sin duda que me amaba; y digo que debió creérselo, porque casi de común acuerdo, uno y otro desistimos de nuestro amor, pero sin violencia, sin que mediase entre nosotros escena alguna que provocase aquel rompimiento. Uno y otro comprendimos que habíamos equivocado la amistad que nos unía, con el amor, y al reconocer nuestro error, uno y otro tomamos dirección opuesta.

-¿Pero qué cúmulo de circunstancias son las que pueden haber contribuido para determinar de tal manera una excisión semejante?

-Lo ignoro, padre mío. Solo puedo deciros que tengo una porción de enemigos, enemigos que con entera franqueza os aseguro que no sé cómo se han formado, puesto que no recuerdo haber hecho daño a nadie.

-Eso no importa -repuso tristemente don Francisco. -Hay personas de tan ruin corazón, que no haciéndoles más que beneficios, le pagan a uno solamente con terribles ingratitudes. Yo, desgraciadamente, puedo decir mucho de eso.

Don Luis miró sorprendido a su padre, y no pudo menos de decirle:

-¿Habéis tropezado con alguno de esos miserables, padre?

-Sí; y me temo que alguno de ellos se mezcle en tu juego, y sea el causante de todo esto.

-¿Qué queréis decir?

-Nada. Yo me encargo de averiguar la verdad. Esa mujer que estaba junto a tu cabecera el día que yo llegué, ¿quién es? ¿la conoces bien?

Don Luis palideció al escuchar esta pregunta.

Comprendió que su padre se refería a Paca, y hablarle de ella en el sentido en que su padre parecía querer hacerlo, era una cosa superior a sus fuerzas.

Así fue que se contentó con responder secamente:

-Mucho la conozco, padre.

-¡Pluguiera al cielo -repuso don Francisco- que jamás la hubieses conocido si había de ser causa de tu desdicha!

-Padre -repuso don Luis con acento al par que respetuoso, firme y resuelto. -Os dije, cuando hablamos de eso el primer día, que era muy grande la deuda que yo tenía contraída con esa mujer. Os dije, que la amaba con todo mi corazón, y os suplicaría que nada más volviéramos a hablar respecto a este asunto.

-¿Pero es acaso a una mujer de su especie a la que tú puedes aspirar?

-¿Qué queréis, señor? el amor no repara en condiciones, y Paca, siendo honrada, vale para mí tanto como la más noble dama.

-Pero.....

-Teniendo en cuenta que si a ella le falta nobleza, con la que a nosotros nos sobra, hay bastante para ennoblecerla.

-¿Es decir que estas resuelto a hacerla tu esposa?

-Ya os lo dije y os demandé vuestra venia.

-¿Y no comprendes que tal vez esa persecución de que estás siendo objeto, reconozca por causa ese desdichado amor?

-¿Y qué queréis? ¿que ceda por ese temor a vergonzosos amores o exigencias indignas? Vamos, padre mío; comprended que más digno soy de vos dando mi mano a una mujer plebeya, pero honrada; a una mujer a quien debéis realmente la vida de vuestro hijo; a una mujer que por él ha perdido hasta su honra, único patrimonio que tenía, comprended que es más digno esto, que no asentir a la vergonzosa pasión de esa doña Catalina o de cualquier otra dama de su misma estofa, de las muchas que abundan por la corte.

-Tampoco exijo yo semejante cosa; pero el caso es, que sin saber cómo ni cuándo, te encuentro enemistado con lo principal de la corte; que el conde de Lazán y su hijo, que era mi antiguo amigo y que ha sido tu primer protector, es hoy tu encarnizado enemigo; que esa doña Catalina que por buenas o malas artes ocupa una posición elevada, también es tu enemiga; que el conde de Santillán deja por ahí decir frases que te ofenden y que me hieren, y precisamente estas familias son de las principales; todas ellas han contribuido poco o mucho a tu elevación, y ya ves cómo te tratan hoy.

-¿Qué queréis que os conteste a eso? Tal vez el conde tenga motivos para lo que dice de mí, motivos por cierto que en nada pueden lastimar mi honra; pero vuelvo a repetiros otra vez que ni doña Catalina puede quejarse, ni de quejarse tiene motivos el conde de Lazán, pues no solo soy ajeno al rapto de su hija, sino que deseo habérmelas con sus raptores.

-Si desistieras de esa unión, tal vez cediese el rigor de los que te persiguen.

-Pero, ¿quién me persigue?

-¿Lo sé yo acaso? ¿Crees que si yo lo supiera, aun cuando viejo y achacoso, no hubiera buscado ya mi espada el camino de su corazón? Pues precisamente eso es lo que me asusta; el que aquí luchamos con lo desconocido; el que no sabemos de dónde viene el golpe que nos hiere.

Don Luis quedóse pensativo algunos momentos.

Su padre le contemplaba en silencio.

Después alzó el joven resueltamente la cabeza.

-Es inútil -dijo- no renunciaré a Paca, ante ninguna clase de temores. Los hombres de mi raza, y usted lo sabe perfectamente, padre, no han retrocedido jamás ante el peligro.

Don Francisco inclinó tristemente la cabeza.

Agradábale aquel arranque de su hijo; pero al mismo tiempo temía un funesto desenlace en aquella especie de extraño duelo que estaba verificándose entre Luis y sus misteriosos adversarios.

Ante enemigos francos, desembozados y leales, el anciano no solo no hubiera retrocedido, sino que se habría adelantado hacia ellos, considerando a su hijo como un miserable, si llegaba a volverles la espalda.

Pero en la situación en que se hallaban, variaban por completo las cosas.

El adversario se envolvía en la sombra.

Tiraba el golpe y escondía la mano, como vulgarmente se dice.

Era luchar con un fantasma, y esta clase de luchas no las comprendía el anciano caballero.

Así fue que resolvió libertar a todo trance a su hijo, a pesar suyo.

Para esto no había más remedio que sacrificar a Paca.

Y lógico era que el padre no mirase más que a su hijo en aquella ocasión.

Nada más le dijo; no insistió más sobre el asunto que había servido de objeto a su conversación y se ocupó únicamente en averiguar con suma destreza dónde Paca vivía.

No le fue esto difícil, teniendo en cuenta que todos los amigos de su hijo la conocían.

Dos días después el noble anciano se presentó en casa de la maja.

Paca, desde que había salido de casa de Luis, estaba triste y apenada.

Amaba con frenesí, con idolatría a aquel caballero que por ella había expuesto su vida, y cuando ella quería tener el mérito de haber contribuido única y exclusivamente a su curación, cuando creía que nadie podría separarla del lecho de aquel hombre tan querido, se encontraba no sólo alejada de él, sino que lo había sido ignominiosamente, cual si hubiese cometido un crimen.

Paca había salido llorando de casa de su amante, y llorando continuó los días que desde entonces habían trascurrido.

En vano Concha y Dolores habían tratado de consolarla.

Conocía que en las desfavorables condiciones en que don Francisco se hallaba respecto a ella, difícilmente se le podría atraer a la razón, y realmente no se engañaba.

Joselito y Vicente, Ramón de la Cruz y todos los amigos de don Luis, hablaron a don Francisco en sentido completamente favorable a la joven, pero nada alcanzaron.

El rostro del anciano permaneció constantemente severo mientras de esto se le hablaba, y únicamente sabía decir.

-Mi hijo ha cometido una locura, de la cual felizmente procuraré salvarle.

Y como se comprenderá semejantes frases no eran las más a propósito para devolver la calma y la esperanza a la pobre Paca.

Todos los días, y por todos los medios imaginables, procuraba adquirir noticias del hombre que amaba, y un día por fin, Vicente pudo decirle que había encontrado una ocasión en que Luis le dijo:

-Di a Paca que tenga confianza en mí; que el primer día que salga a la calle, para ella será mi primera visita; y que no haga caso de lo que ha sucedido, porque mi padre está ofuscado.

Paca, a pesar de esto, continuó recelosa, y temiendo siempre un triste desenlace para sus amores.

De este modo pasaba sus días, cuando una mañana sintió llamar a la puerta de su casa.

Apresuróse a abrir, y una exclamación de asombro se exhaló de sus labios.

Don Francisco de Guevara estaba en el umbral de la puerta.

-Permitidme que os hable dos palabras -le dijo con severo acento.

-Pasad, señor-murmuró la joven, presintiendo alguna desgracia.

Y efectivamente, razón tenía en presentirlo.

Don Francisco iba como padre que trata de evitar una desgracia para su hijo.

Pintó con los colores más sombríos a Paca, la situación en que se encontraba don Luis; las asechanzas de que estaba siendo objeto; y finalmente, que todo esto no reconocía por causa, más que su desatentado amor.

-Y bien, señor; ¿qué queréis que haga? -preguntó la maja con los ojos llenos de lágrimas.

Don Francisco le expresó su angustia y su desesperación, viendo a aquel hijo, único que tenía, expuesto sin cesar, y temiendo a cada paso por su existencia y hasta por la misma posición que tenía, toda vez que sus enemigos no se detenían ante nada, y de nuevo volvió Paca a decir:

-Basta, señor; explicadme vuestro deseo y yo os juro que aun a costa de mi felicidad procuraré complaceros.

Don Francisco le significó entonces lo que era menester que hiciera para salvar a su hijo.

Era preciso que renunciase por completo a su amor; pero que esta renuncia, debía ser ella quien la hiciese, pues de otro modo quedaría subsistente aquel amor, origen ya de tantos disgustos para Luis.

Fácilmente se comprende lo que semejante exigencia costaría a la maja.

Precisamente, lo que se la pedía era superior a sus fuerzas.

No solamente se la exigía que renunciase a aquel amor con el cual había estado viviendo, sino que también se la pedía que fuese ella quien tomase la iniciativa en aquel rompimiento.

Don Francisco no se presentó en aquellos momentos del modo que lo hizo al llegar por primera vez a casa de su hijo.

Por el contrario; mostróse afectuoso, suplicante y apenado, y a sus ruegos, no tuvo valor bastante para resistirse Paca.

Como consecuencia de aquella entrevista, dos días después recibió don Luis una carta en la cual su amada le decía, que habiendo reflexionado acerca de las diferencias de posición que entre ellos mediaba, comprendía que no podían subsistir sus relaciones.

Que ambos, merced a aquellas diferencias, no podían ser los amantes queridos que ella había soñado tantas veces, y que una vez que él ya estaba bueno y que para nada le hacía falta, procurase olvidarla, que ella a su vez trataría de hacer lo mismo.

Luis no creyó por ningún estilo en la verdad de aquella carta.

Contempló a su padre después de leerla, y el noble anciano estaba tan poco acostumbrado a mentir que se turbó ante la interrogadora mirada de su hijo.

Éste no le dijo una palabra; pero en cuanto encontró ocasión para ello, le dijo a Joselito:

-Dile a Paca que he recibido su carta, y que no creo en ella. El primer día que salga yo, escucharé de sus labios la confirmación de esa carta.

Y efectivamente, Luis no dijo más, que revelase el proyecto que había concebido.

El día que salió, se dirigió a casa de Paca.

Como que había tenido muy buen cuidado de que ni Joselito ni Vicente, ni aun su mismo padre supiesen ni el día ni el momento en que iba a verificar su primera salida, ni Paca pudo evitar el hallarse en su casa, ni don Francisco el que su hijo fuese a ver a la maja.

Puede comprenderse la escena que se seguiría a la presentación de don Luis.

El joven le exigió que se ratificase en todo cuanto en aquella carta dijera, y Paca no lo pudo hacer.

La consecuencia inmediata fue que después de cambiadas aquellas primeras palabras de explicación, la pasión se desbordó de sus almas, y entregáronse a una de aquellas escenas en que apenas veían, ni pensaban, ni sentían más que en sí y para sí mismos.

Cuando don Luis regresó a su casa, don Francisco le esperaba inquieto.

-Padre -le dijo el joven- os agradezco lo que habéis hecho; pero sucédame lo que quiera, estoy resuelto a casarme con Paca.

-¿Qué quieres decir? -exclamó el anciano que comprendió lo que había ocurrido.

-Que he visto a Paca, y la he encontrado tan amante, tan bella y tan pura como siempre.

-¿Pero no reflexionas que de nuevo te lanzas en el camino de las aventuras y de los peligros?

-Iré prevenido constantemente.

-Mira que vas a perder tu posición; reflexiona que los que hasta hoy te han protegido, han de volverte mañana la espalda.

-No me la volverá el rey, y mientras tenga su favor, impórtame poco de lo demás.

Don Francisco comprendió que seria inútil cuanto dijera a su hijo, y no tuvo otro remedio que inclinar la frente ante aquella resolución.

De este modo llegaron al día en que el conde de Lazán y su hijo recibieron el aviso de que encontrarían a doña María en amorosa plática con el caballero don Luis de Guevara.

Capítulo LXXV. Que termina con un desenlace inesperado

Veamos ahora por qué causa don Luis, convaleciente, pudo encontrarse en la taberna en aquellos momentos.

Aquella misma tarde había recibido un misterioso billete, según dijimos en el capítulo anterior, concebido en estos términos:

«Don Luis: acontecimientos ocurridos después que habéis salido de mi casa me obligan a veros sin falta alguna esta misma noche.

Se nos espía, y no podemos vernos ni en mi casa ni en lugar donde nadie nos pueda sorprender.

Estad después del toque de ánimas en la taberna del tío Manquito, en el barrio de Maravillas, y Joselito entrará a buscaros cuando convenga que salgáis.

Os lo ruega encarecidamente,

Paca.»

Precisamente Luis había ido aquella mañana, como de costumbre, a la casa de Paca.

Tres días hacía que salía a la calle, y sus visitas eran únicamente para la joven.

Le debía explicaciones por la escena que había tenido lugar en su casa el día en que llegó su padre, y por la que después tuvo lugar en su casa.

Fácilmente se entienden y se disculpan los enamorados, y Luis y Paca se entendieron a las pocas palabras.

Así fue que no dejó de ir a su casa, y por lo tanto hubo de prestar completo crédito a una carta que se refería a la visita hecha por él aquella misma mañana, máxime cuando no conocía la letra de Paca.

En su consecuencia, aquella noche, a la hora convenida, llegó el joven a la taberna, y ya hemos visto el resultado que tuvo su visita.

Todo ello había sido obra de su misterioso e incansable perseguidor.

La letra de Paca había sido hábilmente falsificada, valiéndose para obtener algunas letras de la maja, de multitud de medios a cual más ingenioso.

A sus fines convenía sin duda la presencia de Luis en aquel sitio, y necesario es convenir en que su plan hubo de salirle a las mil maravillas.

La entrada de los soldados en la taberna, taberna desde luego frecuentada en lo general por gentes de mal vivir, todo había sido obra del desconocido, así como también el miserable que con sus excitaciones y sus noticias había encendido el lúbrico deseo de los soldados, era una hechura suya.

Mientras había tenido lugar la entrevista de doña Catalina con el conde de Lazán, el vizconde estábase paseando, como sabemos, por la plaza de Afligidos, donde siguiendo las instrucciones que en la carta recibida aquel día se le daban, debía aguardar el momento en que se presentasen a buscarle.

Un cuarto de hora después que su padre se hubo alejado de él, reparó que un jovenzuelo se le aproximaba con precaución.

Juzgando no fuese algún ratero de los muchos que se aprovechaban de la semi-oscuridad que reinaba por aquellos sitios, adelantóse hacia él y le dijo:

-¿Quién va?

-Uno que os viene buscando -repuso el mozalvete, que no era otro que Felipe, el hijo del desconocido a quien ya en otra ocasión vimos cuando su padre le refería el motivo de su venganza respecto a Luis y a su padre.

Felipe pronunció las frases que ya se le indicaban en la carta, y entonces el vizconde siguióle sin recelo, diciéndole:

-¿Me espera mi padre? ¿Ha encontrado a mi hermana?

-Presumo que se trata de sorprender a don Luis en el momento en que trate de realizar sus infames propósitos.

-¡Corramos! -dijo el vizconde, apretando los puños de coraje.

-No tan deprisa, señor caballero -dijo Felipe-que hemos de escuchar una señal para que subáis al puesto en que os aguardan.

-¡Una señal!

-Sí, por cierto; la que nos indique que don Luis ha sido cogido.

-¿Y si no lo fuera, encontraríamos a mi hermana?

-Sí, señor.

-En cuanto al otro miserable, si esta noche no cae en mi poder, ya sé yo dónde encontrarle.

-¡Oh! sí, señor vizconde; herid sin temor tan luego como le halléis, porque no es digno de piedad ni gracia.

El acento con que Felipe pronunció estas palabras vibró de tal modo, a pesar de los cortos años del mancebo, que el vizconde no pudo menos de mirarle sorprendido.

-¿Y tú qué sabes? -le dijo.

-Es que le conozco, señor.

-¿Le conoces?

-Sí tal, y por cierto que si vos no le matáis no ha de faltar quien lo haga.

-¿Quién lo había de hacer?

-Ya se vería entonces.

-¡Pero, muchacho, me sorprende lo que estáis diciendo!

-¿Qué queréis? cada uno tiene sus secretos en este mundo.

-¿Y los tienes tú ya, siendo tan mozo?

-Ahí veréis.

Parte de este diálogo había tenido lugar a la puerta de la casa donde había entrado el conde de Lazán.

Cuando el vizconde iba a contestar a las últimas frases de Felipe, resonó un agudo silbido, e inmediatamente exclamó el mozuelo con una expresión indescribible:

-¡Arriba al momento, que el pájaro ha caído ya!

Y guiando a Carlos, que había sacado la espada, metióse en el portal, siguiendo el mismo camino que medía hora antes había recorrido el conde.

Aquel silbido fue lanzado por el mercader flamenco, precisamente en el momento en que doña Catalina había indicado al conde que podía abrir la cuarta puerta del salón y marchar en busca de su hija.

Las últimas palabras pronunciadas por Zarini, revelando el verdadero parentesco que existía entre doña Catalina y el conde, dieron lugar a que el vizconde llegase a la habitación en que había tenido lugar aquella entrevista, al mismo tiempo que se abría la puerta, apareciendo María, don Luis y el vizconde del Juncal.

Dijimos ya que la aparición de éstos produjo una exclamación de sorpresa en las personas allí reunidas, aumentándose ésta, viendo aparecer casi detrás del vizconde de Lazán la severa figura de don Francisco de Guevara, que no pudo menos de detenerse en el umbral de la puerta, asombrado ante el espectáculo que a su vista se ofrecía.

Poco antes, y en ocasión en que don Francisco se hallaba en su casa, habíase presentado un hombre, solicitando con urgencia hablarle.

Una vez en su presencia, le dijo:

-Señor don Francisco, vengo a avisarle para que me siga al punto, si quiere salvar a su hijo.

-¿Qué habéis dicho? -exclamó el anciano caballero levantándose de su asiento como movido por un resorte.

-Que el conde de Lazán y su hijo han tendido una celada al vuestro; que la casualidad ha hecho que haya podido enterarme, y que a la vez que he ido a avisar a algunos de sus amigos, he creído conveniente noticiároslo, por si queréis como padre acudir en su socorro.

-Habéis hecho bien y os lo agradezco, y ¡ay de los miserables si a medios tan indignos han recurrido para vengarse!

Y ciñéndose apresuradamente el espadín, lanzóse a la calle, siguiendo al desconocido y llegando a la casa consabida en el momento que acabamos de ver.

Al ver el vizconde de Lazán a don Luis al lado de su hermana, arrojóse sobre él con tal rapidez, que apenas el caballero tuvo tiempo para dar un paso atrás y sacar la espada.

-Ahí le tenéis, herid sin miedo -dijo el desconocido al vizconde.

-¡Miserable! -gritó don Francisco tirando a su vez de la espada, y arrojándose sobre el desconocido.

-¡Oh! ¡don Francisco! ¡don Francisco! -gritó éste con un acento en el cual se advertía todo el odio y toda la rabia concentrada quizás durante un largo período- al fin os encuentro, al fin la aborrecida sangre vuestra y de vuestro hijo voy a verlas correr ante mi vista.

-¡El hechicero de Méjico! -exclamó don Francisco con un acento indefinible.

-Sí, el hechicero de Méjico que ha encontrado al fin la ocasión de vengarse.

-Padre -gritó el mozuelo que sirvió de guía al vizconde- aquí estoy yo para ayudaros.

-¡Bien! hijo -gritó con voz ronca el hechicero, como le había denominado don Francisco- cumple con tu deber.

Y su espada cruzóse con la de don Francisco, que a pesar de sus años le atacaba valerosamente.

Todo esto que nosotros hemos tardado algún tiempo en referir, había tenido lugar con una rapidez extraordinaria.

María, al ver a su padre, habíase lanzado a él, y estrechamente abrazados padre e hija, apenas se apercibían de lo que a su alrededor pasaba.

El vizconde del Juncal al ver la acción de Carlos que no pudo prever, interpúsose entre Luis y Carlos; mas no pudo hacerlo tan pronto, que la espada de éste no hubiese tocado ya en el hombro de Guevara.

Entonces sucedió una cosa extraña.

Aun cuando la herida había sido muy insignificante, Luis vaciló, y habría caído al suelo a no sostenerle el vizconde que dijo a Carlos:

-Ved lo que hacéis, caballero; ved que a él debéis la salvación de vuestra hermana.

-Su perdición querréis decir -repuso Carlos lleno de cólera, viendo que se le escapaba la ocasión apetecida.

-Os digo que todos hemos sido víctimas de un error, y por mi fe de caballero os aseguro que don Luis es inocente de cuanto hayáis podido pensar, y de cuanto yo mismo he pensado también.

El acento con que el vizconde del Juncal había pronunciado estas palabras, llevaba impreso tal carácter de convicción, era tan resuelto y tan firme al mismo tiempo, que el vizconde de Lazán no pudo menos de quedarse un tanto suspenso.

Don Luis se había desmayado.

La lucha que anteriormente sostuviera con los guardias había hecho que su herida, mal cicatrizada todavía, se le abriese, y habíase ido sosteniendo hasta aquel momento, merced únicamente a un poderoso esfuerzo de su voluntad.

La brusca acometida de Carlos obligóle a hacer un movimiento demasiado impetuoso, y esto, más que la ligera herida que le hizo el joven en el hombro, determinó la caída y el desvanecimiento consiguiente a ella.

Preocupados Carlos y el vizconde del Juncal con el herido, no se apercibieron de lo que acontecía entre el mercader flamenco o el hechicero, según queramos llamarle, y don Francisco, cuando de pronto, un grito que resonó en la estancia, les hizo a todos fijarse en el terrible drama que en el otro extremo del salón había tenido lugar.

Doña Catalina acurrucada, si esta frase podemos usar, en el rincón opuesto, desde el momento en que el conde de Fuentidueña había hecho su inesperada revelación, parecía no ver ni fijarse en nada de cuanto la rodeaba.

Zarini o el conde de Fuentidueña, había fijado su atención única y exclusivamente en el grupo formado por el conde de Lazán y María, y abstraído en sus meditaciones hubiera podido decirse apenas si tenía conciencia del mundo en que vivía.

Así fue que al grito exhalado por don Francisco al caer mortalmente herido, fue cuando tan sólo alzó la cabeza vivamente, y rápido como el pensamiento, obedeciendo más que todo a un movimiento instintivo, tiró de la espada, y cayendo sobre el desconocido le atravesó el pecho.

-¡Ah, miserable! Has muerto a uno de los mejores caballeros de España, pero tu crimen no ha de quedar impune.

Capítulo LXXVI. Dos muertos y una loca

Digamos antes de proseguir, cómo el vizconde del Juncal después de la carta que en otro lugar vimos había dirigido al conde de Lazán rompiendo su compromiso con María, y acusando tanto a ésta como a su padre de haber llevado a cabo una superchería para conseguir de él que renunciase los bienes objeto del pleito que habían sostenido, casándose ella con don Luis, pudo mudar de opinión.

Una vez puestos en fuga los guardias, el vizconde pudo darse cuenta realmente de la situación y de las personas a quienes había salvado.

Entonces, recordando el anónimo que había recibido y en el cual se le decía que el conde y María le habían engañado; que fue lo que dio margen a su carta dirigida al conde, apresuróse a saludar ceremoniosamente a Luis y a María tratando de salir después de aquel inmundo lugar.

Pero Luis, a quien su padre había dicho las prevenciones que contra él abrigaba la casa del conde de Lazán y que posteriormente tuvo ocasión de oír de sus mismos labios las quejas que contra él existían, no quiso desperdiciar la ocasión que se le presentaba para dejar las cosas en el punto que debía.

Así fue que le detuvo y provocó una explicación.

Ésta, dadas las personas entre quienes mediaba, fue tan completa como podía esperarse.

María explicó en breves palabras todo lo ocurrido; el vizconde a su vez dijo también lo de los anónimos que recibiera y la carta que había escrito al de Lazán, y así pudo explicarse Luis la escena que en su casa había tenido lugar y las voces que respecto a él circulaban en la corte.

Uno y otro por su fe de caballeros juraron que cuanto habían dicho era verdad y como que el vizconde amaba verdaderamente a María y ésta de su primer amor a don Luis no conservaba más que un recuerdo sumamente débil, no fue difícil que se llegaran a entender.

Después de esta explicación que fue breve porque el caso no exigía otra cosa, trataron de salir de allí.

Luis propuso que se buscara una silla de manos, pero pareciéndoles sentir rumor de voces hacia el otro extremo del aposento en que se hallaban, por no salir por la taberna y mucho más habiendo dicho María que aquella misma tarde sus guardias la habían hecho cambiar de domicilio, y que había ido al sitio a que se hallaba cruzando habitaciones interiores, pusiéronse a buscarlas, y efectivamente dieron con un corredor por el cual dijo la joven que había pasado.

Al final de este corredor encontraron una estancia más capaz, y desde ella percibieron más claras y más distintas las voces que ya antes escucharan.

Entonces se acercaron a la puerta.

Trataron de abrirla, pero se convencieron de que estaba cerrada por la parte opuesta.

Intentaron llamar, cuando la puerta se abrió violentamente, y nuestros lectores saben ya lo que ocurrió a su aparición.

Explicado esto, continuemos nuestro relato.

La mortal herida recibida por don Francisco no había sido hecha por la espada de su adversario.

Felipe, el hijo de éste, el rapazuelo que había ofrecido a su padre ayudarle, al ver que éste se encontraba un tanto apretado por la espada de don Francisco, y que la sangre manchaba ya su traje, señal de que la espada del anciano le había tocado, no vaciló ya, y sacando un puñal, hirióle por la espalda, aprovechándose de un momento de descuido del anciano.

Pero de poco le sirvió su villana acción.

Ya hemos visto que el de Fuentidueña, vuelto en sí por el grito de don Francisco, se apresuró a vengarle, aun cuando las heridas que ya tenía el hechicero de Méjico o el mercader flamenco, según queramos llamarle, hubiéranle producido tal vez la muerte, pues solamente por un efecto de su mismo coraje y de su odio hacia don Francisco, puede decirse que estaba sosteniéndose.

Al verlo morir, su hijo se arrojó sobre él.

Del mismo modo, el conde de Fuentidueña, el de Lazán y María se aproximaron a don Francisco.

Doña Catalina permaneció inmóvil.

-¿Y mi hijo? -preguntó con voz débil el anciano caballero.

Entonces se fijaron todas las miradas en el grupo formado en la habitación inmediata por Carlos y el vizconde del Juncal tratando de hacer que volviese en sí don Luis.

-Ha salido en busca de auxilios -dijo el de Fuentidueña, que se hizo cargo de la situación y no quiso agravar el dolor del anciano diciéndole la verdad.

-Todo será inútil -dijo con voz cada vez más débil don Francisco- entiendo demasiado en heridas, y sé que la mía es mortal.

Fuentidueña o Zarini, pues nuestros lectores le conocen ya por ambas denominaciones, que también poseía conocimientos quirúrgicos, no pudo menos de convenir en que don Francisco tenia razón.

-Decidle a mi hijo -prosiguió el anciano, teniendo necesidad de detenerse a cada palabra- que desconfíe de ese hombre con quien acabo de batirme. Es un infame que no merece más que la muerte. La vida de mi hijo estará en peligro mientras ese miserable subsista..... Yo creí..... haberle muerto en Méjico.....

-Nada temáis, don Francisco -dijo el de Fuentidueña- yo le he dado el castigo que merecía.

-¡Y yo que le había creído! -murmuró el conde de Lazán.

-¡Gracias! -dijo don Francisco con voz expirante. -¡Gracias, señor, por haber..... librado..... a mi hijo..... de ese hombre!.... señor conde -prosiguió dirigiéndose al padre de María- tened fe en la palabra de un moribundo..... mi hijo nada..... ha hecho que pueda..... mancillar vuestro..... honor! ¡Oh!

Y el anciano entró en el período de la agonía revolviéndose entre las postreras convulsiones.

-¡Dios mio! -exclamó María cayendo de rodillas. -¡Tened piedad de su alma!

-¿Y mi hijo?....-volvió a murmurar don Francisco abriendo lentamente los ojos. -No le veo..... Cómo..... ha podido dejar a..... su..... padre en estos momentos.....

-Pronto vendrá -dijo Fuentidueña terriblemente afectado por aquella escena.

-¡Oh!..... ya no le veré..... ya no le veré más..... me ahogo..... no..... no puedo..... más..... ¡Hijo mío!..... ¡Hijo mío!..... Yo..... yo te..... bendigo!

Y don Francisco abrió la mano cual si tratara de bendecir a su hijo; hizo un esfuerzo para incorporarse, y después cayó al suelo pesadamente.

Acababa de espirar.

Al mismo tiempo, el misterioso personaje, causa de aquellas últimas catástrofes, agonizaba también.

Su hijo y el criado, a quien ya conocemos, y que era precisamente el que había ido a buscar a don Francisco, le tenía estrechamente abrazado.

-¡Oh! padre! -decía Felipe con voz ahogada por el dolor- ¡yo os vengaré!

-¡Sí, hijo! -murmuraba el moribundo con acento en que vibraba una cólera impotente- yo muero llevándome conmigo al padre, gracias a ti, pero queda el hijo.

-También morirá a mis manos.

-Mientras quede uno de esa familia maldita, no descanses..... no des tregua a tu venganza..... pero haz que sea horrible..... no mates de..... una vez.....

-¡Os comprendo, padre, os comprendo!

-Pero, señor -decía el criado con voz suplicante- ved que ya es demasiado lo que habéis hecho.

-Calla, calla..... -le dijo el moribundo encontrando todavía en su acento un poco de energía para hablar a su criado- y por tu vida..... por lo mucho..... que me debes..... ni una pa-

labra..... Tú, hijo mío..... no olvides..... que..... tu padre..... te lega..... su..... venganza ¡Ah!.... ¡Qué horrible!.... fuego me devora!

-Yo os juro.....

-Sí, hijo -murmuró el herido, aproximando sus labios al oído de su hijo para que nadie pudiera escucharle- véngame..... haz..... que..... don Luis..... muera deses..... perado.....¡Oh! no puedo..... no tengo..... ya..... fuerzas.....

-¡Padre! ¡padre!....

Y Felipe trató de incorporar a su padre que volvió a caer con la rigidez de los cadáveres.

Siguiéronse algunos momentos de silencio.

Durante ellos no se escuchó más que el murmullo producido por las oraciones que María estaba rezando junto al inerte cuerpo de don Francisco.

Dos horas después las rondas avisadas oportunamente por el vizconde del Juncal, se hacían cargo de los dos muertos, y don Luis, que había vuelto ya en sí merced a los auxilios del médico a quien se envió a buscar, era conducido a su casa, habiéndose procurado que ignorase, por el momento al menos, la suerte de su padre.

Los dos vizcondes no le abandonaron un instante, y el conde de Lazán acompañado de su hija se dirigió a su casa terriblemente afectado por los sucesos de aquella noche.

En cuanto a doña Catalina, que había permanecido, como ya hemos dicho, acurrucada en un rincón del aposento desde que Fuentidueña la hizo su última revelación, al dirigirle la palabra y al tratar de sacarla del estado en que se hallaba, lanzó una carcajada histérica, desconsoladora, carcajada que revelaba una perturbación completa de sus facultades mentales.

Efectivamente, las impresiones que había experimentado fueron tan violentas que su cerebro no pudo resistirlas.

Cuando la condujeron a su casa y los médicos enviados a buscar la reconocieron, todos estuvieron conformes en su opinión.

Estaba loca.

El conde de Fuentidueña al abandonar sombrío y solo aquella casa, teatro de tantas horribles escenas en tan corto espacio, murmuró con acento indescribible al penetrar en su laboratorio que tenía comunicación con ella:

-¡Dios mío! ¿habré ido acaso demasiado lejos en mi venganza?

Capítulo LXXVII. Donde don Luis de Guevara adquiere algunas noticias que le interesan

Algunos días habían trascurrido desde la funesta noche en que murió don Francisco de Guevara, y en que doña Catalina perdió la razón.

El conde de Lazán había recobrado a su hija; habíanse reanudado las relaciones entre ésta y el vizconde del Juncal, y todo parecía caminar prósperamente para aquella familia que tan rudamente castigada había sido especialmente en sus últimos años.

En cambio, en casa de don Luis todo era desolación y tristeza.

La muerte de don Francisco, ocurrida en las circunstancias que hemos visto, y que el vizconde del Juncal y el conde de Lazán creyeron de su deber referir al joven con todos sus detalles, no pudo menos de afectarle, máxime desconociendo aquella venganza que tantos disgustos le había proporcionado hacía algún tiempo, y desconociendo también a la persona o personas de quienes debía recelar.

Porque lo mismo el vizconde que el padre de María hubieron de decirle que el enemigo de su padre había dejado un hijo que entre la confusión consiguiente a los acontecimientos de aquella noche, había desaparecido, acompañado de otro personaje que había asistido a los últimos momentos de su padre.

En vano trataba Luis de recordar algo que hubiese oído a su padre, y que pudiera servirle de indicio para llegar al esclarecimiento de aquellos hechos, que tan misteriosamente se le referían.

En vano más tarde, al hacerse cargo de cuantos papeles y de cuantos documentos existían en su casa solariega, buscó algo que pudiese darle luz sobre lo que tanto anhelaba saber.

Así fue, que desesperado por la inutilidad de sus esfuerzos, no tuvo otro remedio que tratar de dar al olvido la causa por la cual había muerto su padre, así como los peligros que a él pudieran amenazarle, toda vez que le era imposible averiguar nada.

Sin embargo, precisamente en los momentos en que el joven caballero más desesperado estaba por la carencia de un indicio que pudiera revelarle aquel misterio, otros personajes de quienes él nada podía sospechar, estaban precisamente ocupándose de este asunto.

Campillo, el escudero a quien hemos visto recoger el último suspiro del falso mercader flamenco, cada vez más preocupado, salió de la casa en que había ocurrido la muerte de su señor, conduciendo a Felipe en quien el dolor y la ira apenas le dejaban ver por dónde iba.

-¡Oh, noble padre mío! -murmuraba Felipe con acento en que vibraba de un modo poderoso el vengativo afán- yo te juro que completaré tu venganza algún día. Mucho has hecho tú, quitando la vida al que tanto te ofendió; pero como que a ese hombre le queda un hijo, yo haré con él lo que tú has hecho con su padre.

-Callad, señor -exclamó Campillo que como ya hemos visto en algunas ocasiones, había tratado de disuadir a su difunto amo respecto a la prosecución de la venganza que se propuso real izar- paréceme que más es esta hora de rogar por el alma de vuestro padre mi señor, que no de hacer alarde de vuestros vengativos impulsos; venganza que con verdad os digo, no debéis acometer siquiera.

-Vamos, Campillo -repuso el mozo con ofendido acento- mi padre te reprendía muchas veces por ese conciliador afán de que hacías alarde, y no quisiera yo tener que hacer contigo lo mismo que mi padre.

-Es que yo miraba las cosas de un modo distinto que vuestro padre, y de un modo distinto también que las veis vos. Creedme, vuelvo a repetiros; amenguad el enojo que sentís hacia don Luis, y estoy cierto que haréis una buena acción.

-¿Y te atreves todavía a hablar así estando aún caliente el cuerpo de mi padre?

-Sí tal; y vos sabéis que quería a vuestro padre como a un hermano; más todavía, porque le era deudor de la vida; pues cuando a pesar de ese cariño os hablo de esa manera, debéis comprender que tendré razones para ello.

-¿Qué razones son ésas?

-No puedo decíroslas.

-¿Por qué?

-Es un secreto que existe entre vuestro padre y yo, y bien sabéis que no he hecho traición jamás a los secretos de mi señor.

-Está bien -repuso Felipe al cabo de algunos momentos de silencio y de meditación- tiempo de sobra me queda para pensar lo que debo hacer.

Y tras estas palabras, Felipe penetró en su posada seguido del escudero, quien le dijo:

-Necesitamos recoger cuanto tenemos aquí, y cambiar nuestro domicilio inmediatamente.

-¿Por qué?

-Porque reconciliados el conde de Lazán y el vizconde con don Luis de Guevara, son todos poderosos, y bien pronto podían dar con nosotros.

-Razón tienes; ocultémonos ya que así lo quiere la suerte; pero ¡ay del día en que yo pueda mostrarme frente a frente a don Luis de Guevara!

Y el acento de Felipe, a pesar de sus años juveniles, respiraba un odio tan grande, que no pudo menos el buen Campillo de estremecerse.

-Yo lo que haré -dijo- será rogar al Todopoderoso para que separe de vuestra mente todo pensamiento de venganza.

-Ruego inútil, Campillo; yo la llevaré a cabo.

El escudero inclinó tristemente la cabeza y siguió a su amo que apresuradamente se puso a recoger algunos efectos.

Poco después salían de la casa amo y criado.

Alejáronse de aquellos sitios sin decir una palabra y cruzando varias calles fueron a parar a los barrios opuestos al que habían habitado.

Pronto encontraron nueva posada.

Campillo arregló a su joven amo en una de la calle de Toledo, y allí decidieron esperar los acontecimientos.

Al día siguiente, Felipe se dirigió a averiguar lo que había pasado en la casa donde había muerto su padre, y Campillo una vez solo exclamó:

-¡Señor, es impío lo que va a suceder! mi amo llevó su venganza hasta un extremo que apenas se puede concebir. Yo cometí la imprudencia, llevado de mi gratitud, de prestarle un juramento, juramento inicuo que me veo obligado a callar. Pero yo no quiero. no puedo permitir que suceda esto.

Y el pobre hombre quedóse pensativo un buen espacio, murmurando después lleno de ira:

-Nada; no se me ocurre ningún medio para salvar esta situación que me aterra, no por hoy, sino por mañana, por mañana cuando don Felipe sea hombre y quiera llevar a cumplido efecto la promesa que ha hecho a su padre.

Y otra vez volvió a pensar, y sin duda esta vez debió ser más feliz en su propósito, porque se dio una palmada en la frente diciendo:

-¡Ah, buena idea! Nadie puede aconsejarme más que el conde de Fuentidueña, que anoche estaba también en la casa maldita donde mi señor entregó la vida. Él, que también impulsado por el demonio de la venganza contribuyó a que se cometieran los crímenes que allí tuvieron lugar, y que en su rostro demostraba que se hallaba arrepentido de lo que había hecho, él podrá aconsejarme mejor.

Y Campillo, satisfecho con la buena idea que se le había ocurrido, apresuróse a prepararse para salir.

Y decimos a prepararse, porque murmuró:

-¿Dónde diablos tendré yo ahora aquellos papeles que mi señor me entregó hace tiempo por si acaso moría? Es preciso que los busque, porque el conde no conoce en todos sus detalles la historia sombría de estos sucesos.

Y diciendo así, púsose a registrar la vieja maleta donde guardaba todos sus efectos, hasta que dio con una especie de abultado pliego que guardó cuidadosamente, diciendo:

-Ni aun yo mismo sé el contenido de lo que aquí se encierra; pero según mi señor me dijo, ésta es la verdad de lo que ha pasado, y como que están destinados a entregarse precisamente cuando la catástrofe sea irremediable ya, no dudo que será cierto todo cuanto en ellos se diga. El conde es un caballero prudente y entendido y podrá aconsejarme lo que debo hacer.

Campillo aprovechó los momentos en que su amo estaba fuera de casa, como ya hemos dicho, y se lanzó a la calle.

Resueltamente se dirigió hacia la casa de Giacomo Zarini, y poco después se encontraba en presencia del perfumista.

-¿Me conocéis, señor? -le preguntó.

El conde de Fuentidueña se le quedó mirando fijamente, diciéndole después:

-Sí, estabas anoche al lado de tu amo cuando quitó la vida al noble don Francisco de Guevara.

-¿Y ningún otro recuerdo tiene su merced de mi persona?

-Ninguno -repuso el conde.

-¿No se acuerda su merced del antiguo capitán Armendáriz?

-¡Cielos! ¿eres tú su escudero? ¿aquel Campillo que tantos servicios le prestó en Méjico?

-El mismo, para servir a vuestra merced.

-Triste muerte ha tenido tu amo, aun cuando bien merecida por la ruindad de pensamiento que siempre había tenido. ¿Y qué es lo que quieres de mí?

-Vengo, señor, a pediros un consejo. Vos que habíais soñado con la venganza, según en algunas ocasiones que hablabais con mi señor pude entender, vos que sabíais que mi amo también iba tras de ella, podréis aconsejarme lo que debo hacer hoy que él ha muerto y la ha legado a su hijo. Yo conozco esa venganza, es terriblemente monstruosa, y sin embargo no puedo impedirla porque un juramento sella mis labios, y bien sabéis que yo jamás he hecho traición a mi señor.

Zarini, o Fuentidueña, según queramos llamarle, quedóse breves; segundos contemplando al escudero.

Su frente se nubló de un modo extraordinario al aludir Campillo a su venganza, y dijo después:

-Ignoro de qué se trata y no puedo comprender la clase de consejo que me pides. Sabía que tu amo perseguía encarnizadamente a don Francisco de Guevara; me eran conocidas algunas de las ruindades empleadas por él en Méjico; pero a todas mis preguntas sobre las causas que para obrar así le impulsaban, permaneció mudo siempre.

-Por eso, señor, para que sepáis de lo que se trata y podáis aconsejarme bien, os traigo unos papeles que mi señor me confió tiempo hace.

-Mal guardas el secreto de tu amo -repuso severamente el de Fuentidueña.

-Reparad, señor, que yo no sé lo que en esos papeles se encierra.

-¿No te lo dijo tu amo?

-Díjome únicamente que se los entregase a su hijo, si él moría en el momento en que aquél hubiese dado muerte a don Francisco de Guevara o a su hijo don Luis.

-Y puesto que don Francisco ha muerto ¿por qué no has cumplido el encargo de tu amo?

-Porque antes de espirar mi señor encomendó a su hijo la continuación de su venganza; porque me prohibió que dijese una sola palabra; porque mantuvo todos los encargos que me había hecho, y francamente, señor, yo siento remordimientos que me atormentan al pensar en lo que va a suceder.

-Sin embargo, tu amo debió tener razones para obrar así.

-Hay venganzas, señor, que parecen justificadas por ofensas graves inferidas anteriormente, pero la de mi señor no estaba en ese caso.

Fuentidueña quedóse pensativo algunos momentos y dijo después:

-¿Y bien, qué es lo que quieres que yo haga?

-Que leáis, señor, esos papeles y puesto que sabéis ya el destino que tienen, que me aconsejéis lo que debo hacer.

-¿Pero has reflexionado que obrando así olvidas por completo el secreto de tu señor?

-Vuelvo a repetiros que yo obro como que ignoro lo que esos papeles contienen; podrá acusárseme de abusar de la confianza depositada en mí, pero cuando os enteréis de la verdad, espero que habréis de disculparme.

-Está bien; yo a mi vez te digo que leeré esos papeles y procuraré olvidar su contenido.

Y el conde tomó el pliego que Campillo le entregaba, añadiendo:

-Mucho es lo que exiges, puesto que quieres que te aconseje, sin embargo, en vista de lo que aquí se encierre obraré cual mi conciencia me dicte.

-En vestra prudencia confío, señor, y por eso vine a consultaros.

Poco después Campillo abandonaba la casa del perfumista.

Capítulo LXXVIII. El odio de Armendáriz

Una vez que se hubo quedado solo el conde de Fuentidueña, volvió y revolvió entre sus manos el papel que acababa de dejarle Campillo, murmurando:

-¡Oh, qué mala consejera es la venganza! ¡Si yo pudiera evitar ahora las consecuencias de la mía!.... Pero eso es imposible; el mal ya está hecho, y mucho tengo que llorar porque muy grande también ha sido la desdicha. Tal vez Campillo haya hecho bien en traerme esos papeles, porque quizás así pueda evitarse una desgracia; pero, verdaderamente, ¿tengo yo derecho a inmiscuirme en los secretos y en los misterios de una familia? No sé si obro bien o mal en ello, pero la intención que me guía es noble y generosa, y bien puede disculpárseme la acción en gracia del pensamiento.

El conde llamó a su escudero, y dándole expresa orden de que a nadie quería ver, púsose a leer aquellos documentos que decían así:

Papeles para entregar a mi hijo don Felipe, el día en que haya dado muerte a don Luis de Guevara.

Hoy que has realizado ya mi venganza; hoy que me has librado de cualquiera de los dos individuos de esa familia, a quienes quisiera haber hecho sufrir los horribles tormentos por que yo he pasado, quiero que sepas la verdad entera, a fin de que sufras también, porque es muy justo que sufras algo siquiera de lo que ha padecido el que por tantos años creíste tu padre.

Campillo te entregará esos papeles, a pesar de los necios escrúpulos que le acometen.

Al fijar tu vista en ellos, el día en que hayas dado muerte bien a don Francisco de Guevara, bien a su hijo don Luis, estoy seguro que el remordimiento que has de sentir acibarará tu vida por completo, y mi última aspiración habrá quedado con eso satisfecha.

Basta ya de exordio y entremos de lleno en la cuestión.

Hace años, en un pueblo de Andalucía, vivía un noble caballero que merced a su influencia, a su dinero y a su nobleza atropelló indignamente a un pobre hidalgo que no tenía otros recursos que el modesto destino que desempeñaba.

El hidalgo era mi padre, don Pedro Armendáriz.

El noble caballero, don Lucas de Guevara.

El hidalgo tenía un hijo que llevaba su mismo nombre.

El caballero tenia también un hijo que se llamaba don Francisco.

El noble mostróse completamente satisfecho el día en que supo que había causado la completa ruina del hidalgo, y que éste se había visto obligado a salir del pueblo.

Pero no contaba con que don Pedro Armendáriz llevaba un odio profundo en su corazón contra el que había causado su desgracia, odio que se aumentó al ver que su esposa, profundamente desesperada por las desgracias que les habían sobrevenido, sucumbía bajo el peso de ellas, exhalando su postrer aliento en medio de la mayor miseria.

Entonces hizo un juramento terrible.

Sobre el cadáver de aquella infeliz, juró vengarse cumplidamente de quien tenía la culpa de todo, y supo cumplirlo.

Un día circuló la noticia de que estaba ardiendo una de las mejores posesiones que tenía el noble don Lucas de Guevara.

Fueron inútiles todos los esfuerzos hechos para apagar el incendio, y las ruinas de aquella gran hacienda, eran de gran consideración para la fortuna del caballero.

Poco después esparcióse la voz por aquella comarca, de que se había formado una partida de bandidos que andaban saqueando todos aquellos pueblos, sin que hasta entonces se hubiese podido dar con ellos.

Bien pronto, dos de los cortijos de don Lucas fueron saqueados por los bandidos.

Más tarde, su mismo hijo don Francisco cayó en poder de ellos, y le exigieron por su rescate una suma considerable, que no tuvo otro remedio que entregar el atribulado padre, que no podía comprender cómo se desplomaban sobre él tantas y tan repetidas calamidades.

Un día, se vio preso; se le había delatado al Santo Oficio, y se vio en apuros para poderse librar de las iras de aquel terrible tribunal.

Durante el tiempo que estuvo en las prisiones de Sevilla, el resto de sus haciendas habían sido destruidas por el incendio o por el saqueo; su misma esposa había caído en poder de los bandidos, que la dejaron de tal modo, que hubo de considerar como un beneficio la muerte que le sobrevino después.

Don Lucas creyó volverse loco.

No podía comprender, qué era lo que él había hecho en el mundo para padecer tan horrible castigo, y cada vez que contemplaba a su hijo, llenábanse de lágrimas sus ojos, considerando el porvenir que le aguardaba.

En cambio Armendáriz, enriquecido merced a la nueva vida a que se entregaba, había enviado el suyo a la Universidad de Salamanca, donde le hacía estudiar, ignorante de lo que hacia su padre.

Por fin, don Lucas de Guevara no pudo soportar por más tiempo tan repetidas desventuras, y cayó gravemente enfermo.

Cuando estaba en sus últimos momentos, un fraile penetró en su casa y se aproximó a su lecho.

Solicitó quedarse solo con el moribundo, y una vez conseguido esto, alzóse la capucha que cubría su rostro.

Don Lucas, entre las sombras de la muerte, conoció a su implacable perseguidor.

Armendáriz estaba allí, y Armendáriz le reveló todo cuanto había hecho para vengarse de su proceder de otro tiempo.

Trémulo de espanto, escuchó don Lucas las frases de su enemigo, y no pudiendo soportar aquel relato, cerró los ojos, siendo presa de un accidente que Armendáriz creyó mortal, y que le obligó a abandonar el lecho y la casa de don Lucas.

Sin embargo, éste volvió en sí todavía; pero fue por pocos momentos, y sin tener conciencia alguna de lo que había sucedido.

Así fue que nadie pudo explicarse qué era lo que había pasado entre él y el fraile, ni quién era éste.

Don Lucas murió, y su hijo don Francisco encontróse por toda herencia con las deudas que su padre había contraído durante su enfermedad.

Pero el joven no se desanimó; comprendió que no tenía otro remedio que tratar de hacer carrera en el ejército, y marchóse inmediatamente a la corte, donde consiguió que le hicieran alférez en uno de los cuerpos que a la sazón estaba en la guerra.

Entre tanto Armendáriz, alcanzado un día con su partida por los vecinos de los pueblos ayudados por las tropas destinadas a su persecución, murió de resultas de las heridas recibidas.

Sin embargo; antes de morir confió a uno de los suyos el encargo de que marchase a Salamanca y entregase a su hijo unos papeles en los cuales estaba consignada su postrera voluntad.

Esta se reducía a recomendarle la prosecución de su venganza en la persona del hijo de don Lucas de Guevara, revelándole los motivos que para ello tenía, y al mismo tiempo indicándole dónde encontraría los fondos que había ido enterrando para el caso de que falleciese.

El joven estudiante de Salamanca, que con gran aprovechamiento se había dedicado a la medicina, leyó atentamente aquellos papeles, y formó el propósito de cumplir en un todo con la voluntad de su padre.

Terminó su carrera, recogió el dinero, fruto de los latrocinios de su padre, y tomó lenguas respecto al lugar en que podría encontrarse don Francisco de Guevara.

Este había adelantado merced a su valor y a sus nobles parientes, y había marchado a Méjico.

Armendáriz no se detuvo un momento.

Hizo sus preparativos, y se embarcó para el mismo sitio.

Días antes de hacerse a la vela, una noche que se retiraba a su posada en Cádiz, escuchó unos lamentos que partían de una callejuela inmediata.

Como que Armendáriz no tenía nada de cobarde, apresuróse a tirar de la espada, dirigiéndose en socorro del que tan lastimeramente se quejaba.

Tres rufianes tenían acorralado a un pobre diablo que no se podía defender porque estaba herido, y estrechaba convulsivamente entre sus manos una pequeña bolsa de cuero, de la cual trataban aquellos de apoderarse.

Armendáriz cayó sobre los rufianes, púsoles en precipitada fuga, y dirigióse al punto en socorro del herido, a quien trasportó en sus brazos hasta una taberna vecina.

El herido era un pobre escudero que se había quedado sin acomodo, y los tres bribones, que le habían visto sacar la bolsa para pagar el gasto que había hecho en el figón donde cenara, fueron siguiéndole hasta llegar a aquella callejuela solitaria donde le acometieron, y donde le hubieran muerto indudablemente, a no ser por el auxilio del joven médico.

Curóle éste la herida, enteróse de todos los detalles que se acaban de referir, y una vez curado, le hizo la proposición de si quería pasar a su servicio.

Aceptó el agradecido mozo, y desde este momento Campillo no se separó más del joven don Pedro Armendáriz.

Llegaron a Méjico, y como que el médico era una especialidad para cierta clase de enfermedades de la vista, y los españoles que continuamente estaban llegando a aquel puerto sentíanse atacados todos por esta clase de afecciones, bien pronto la fama de Armendáriz se extendió por todas partes.

Sin embargo, él no había ido a Méjico para curar enfermos únicamente.

Había ido en busca del objeto de su venganza, y bien pronto supo que don Francisco de Guevara era no solamente de las personas más consideradas en Méjico, sino que hasta se hablaba de que iba a contraer enlace con la hija de uno de los oidores de aquella Chancillería.

Una noche Armendáriz fue llamado para asistir a una enferma que se encontraba de suma gravedad.

Esta enferma era doña Inés Pérez Sarmiento, hija del oidor don Cristóbal, y precisamente la misma con quien se hablaba de que iba a casarse don Francisco.

La joven se hallaba enferma de gravedad.

Sin embargo Armendáriz se comprometió a curarla, y de tal modo hizo uso de su ciencia, y tanta asiduidad y tantos cuidados empleó, que consiguió salvar la vida a la joven.

En sus visitas, en sus prolongadas estancias en casa del oidor, vio algunas veces a don Francisco, y no pudo menos de sorprenderle la frialdad con que trataba a una tan hermosísima dama como doña Inés.

Supo que el proyectado enlace era hijo únicamente de una deuda de gratitud contraída por el oidor respecto a don Francisco, el cual había tenido ocasión de salvarle la vida en una sublevación de algunos indios del interior, en ocasión que se hallaba entre ellos el padre de doña Inés.

Estudió un poco a la joven, y vio que en su corazón no había cariño alguno respecto al capitán; y como que no se explicaba la frialdad e indiferencia de éste, tratándose de una joven tan bella y que para él representaba una fortuna, trató de averiguar la causa y supo que don Francisco estaba prendado de una preciosa joven hija del campanero de la catedral, cuyo amor había conseguido no presentándose a ella con su nombre y categoría, sino como un simple alférez aventurero, llamado Francisco sin otro apellido ni otro patrimonio que el de su valor y su esfuerzo.

Armendáriz sintió un gozo cruel cuando supo esto, y cuando tuvo ocasión de ver a la joven, inmediatamente trazóse el plan que creyó darle mejores resultados en la venganza que proyectaba.

Capítulo LXXIX. Armendáriz toma las formas más a propósito para herir a su adversario

El campanero de la catedral, era un pobre soldado llamado José, el cual había quedado ciego a consecuencia de una herida, y a quien se le había dado, más como limosna que como otra cosa, el cargo de campanero de la catedral.

Su hermosa hija Carlota, único recuerdo que le quedaba de una idolatrada esposa, muerta algunos años antes, era realmente un modelo tanto de belleza como de virtudes.

Don Francisco la vio, se prendó de ella y no queriendo que para nada pudiera entrar en el amor que la joven sintiese hacia él, la más pequeña parte de egoísmo, no quiso hacer ostentación ni de la posición que en el mundo ocupaba ni de su nobleza, y con su nombre de pila únicamente y fingiéndose un triste alférez, como hemos dicho, presentóse en la modesta vivienda de José, donde pronto consiguió interesar el corazón de su hija y captarse la benevolencia y el afecto del anciano soldado.

Si Francisco estaba prendado de Carlota, Carlota amaba con toda la fuerza de su alma a Francisco.

La circunstancia nueva del servicio que habla tenido ocasión de prestar al oidor Pérez Sarmiento, y el ser precisamente un lejano pariente de don Francisco, el virey que a la sazón había en Méjico, hicieron que entre éste y el oidor se tratara el matrimonio de Inés y el gallardo capitán, sin tener en cuenta si los corazones de ambos jóvenes hablan simpatizado, ni si podrían amarse bastante para ser felices en el nuevo estado que se les destinaba.

En estos momentos fue cuando Armendáriz se presentó en escena, dándole la casualidad un papel que representar en medio de nuestros amigos.

Un día Armendáriz, con el pretexto de visitar la catedral de Méjico, entró en la casa del campanero.

Intencionadamente dejóse en ella un álbum donde se velan algunos dibujos de otros monumentos que habla visitado.

Al día siguiente, con el pretexto de recoger el libro, volvió a la casa de José.

Carlota, con la gracia que la distinguía, apresuróse a devolvérselo, escuchando algunas galantes frases de los labios de Armendáriz.

Este prolongó su visita durante un buen rato, so pretexto de la afección a la vista que había privado de ella al anciano soldado.

Cuando encontró una ocasión favorable, puesto que Carlota había entrado en las habitaciones interiores, dijo Armendáriz:

-Me parece que ayer vi salir de vuestra casa a una de las personas más principales de Méjico.

-No sé a quién podéis referiros, señor, porque son tan pocas las personas que aquí vienen, y mucho menos de esa categoría, que no sé de quién podéis hablar.

-Es un joven oficial.....

-¡Ah! ya caigo: ¿Os referís al alférez Francisco?

-De alférez iba efectivamente, que eso fue lo que me chocó.

-¿Por qué?- preguntó el soldado sorprendido.

-Porque aquel alférez es capitán; y si bien se llama Francisco, como habéis dicho, es el noble don Francisco de Guevara, sobrino del virey de Méjico.

-¡Caballero! Ved lo que estáis diciendo.

-Sé siempre lo que digo.

-Pero.... ¿por qué.... siendo la misma persona -exclamó José dolorosamente afectado- me ha ocultado su nombre y su posición? Vamos, señor, vos sin duda le habréis confundido con algún otro.

-Os aseguro que le conozco bien, y que le vi perfectamente, y ahora siento el haber cometido la indiscreción de revelar, digámoslo así, su incógnito, cuando él quizás tuviese sus razones para hacerlo. Precisamente le vi hablando con vuestra hija.

-Naturalmente, como que es su prometido, como que me tiene pedida su mano.....

-¡Que os tiene pedida su mano!-exclamó Armendáriz con una sorpresa admirablemente fingida- ¿pues, y entonces doña Inés Pérez Sarmiento?

-¿Y quién es esa señora?

-La hija del oidor de ese apellido, prometida de don Francisco de Guevara.

-¡Oh! imposible! -exclamó con violencia el anciano.

-Tened presente que no he mentido jamás -repuso fríamente el joven médico.

-Pero señor, ¿qué infamia entreveo en todo esto?

Y el pobre José apretábase la cabeza entre las manos, desesperado ante aquel descubrimiento tan inesperado.

-¡Pobre hija mía!-murmuraba.

-Siento, vuelvo a repetiros-dijo Armendáriz -haberos dado ese disgusto, y.....

-Por el contrario, caballero, mucho tengo que agradecéroslo, pues tal vez nos hayáis salvado de un grave peligro.

-Mas.....

-Os ruego que no os excuséis, porque.....

Y el anciano no pudo proseguir.

Carlota entró en la estancia precipitadamente, diciendo:

-¡Padre! ¡padre! Ya está ahí Francisco.

Armendáriz se levantó disponiéndose a marchar.

-Os suplico -dijo el ciego al médico- que permanezcáis aquí algunos momentos, si esto no os molesta.

Carlota miró a su padre sorprendida por la severidad que había en su acento.

-¿Qué tenéis, señor?- le dijo.

-Ya lo sabrás cuando llegue el caso- repuso el soldado.

Y dirigiéndose a Armendáriz prosiguió:

-¿Queréis hacerme la merced que os he pedido?

-Ignoro que es lo que queréis hacer y sentiría que mis imprudentes palabras hubiesen dado lugar a un disgusto.

-Por el contrario os repito que me habéis hecho un gran favor.

Carlota miraba sorprendida a uno y otro sin acertar a explicarse el sentido de aquellas palabras.

-¿No habías dicho que venía Francisco? -preguntó José dirigiéndose a su hija.

-Le he visto desde la ventana que atravesaba la plaza y ya debe estar cerca.

Y la joven se aproximó a la puerta de la casa que daba a la calle.

-Es preciso que vuestra presencia acabe de anonadar al culpable- dijo el ciego en voz baja al médico.

-Cómo gustéis- contestó éste.

En este momento Carlota se volvió hacia su padre diciendo:

-Ya esta aquí.

Efectivamente, pocos instantes después el gallardo capitán don Francisco de Guevara penetraba en la modesta estancia del ciego, fijando una mirada enamorada en la joven.

Grave, severo, silencioso, el campanero esperó las primeras palabras del joven oficial.

Carlota, preocupada con la presencia de su amante, no podía ocuparse de otra cosa, por lo tanto no leyó en el rostro de su padre la tempestad que rujía en su corazón.

-Muy buenos días- dijo Francisco al entrar, inclinando al mismo tiempo la cabeza ante Armendáriz al que reconoció inmediatamente.

El joven, siguiendo sin duda una costumbre ya establecida por mucho tiempo, cogió la mano de Carlota besándola respetuosamente.

Después acercándose a José le dijo:

-¡Qué!¿no me decís nada? José, soy yo, Francisco.

-El cielo os guarde, noble caballero- contestó el campanero con gravedad.

-¡Padre!- exclamó Carlota sorprendida.

El capitán retrocedió un paso aterrado.

¿Quién podía haber dicho al anciano la categoría que ocupaba en la alta sociedad de Méjico?

Un momento de silencio embarazoso para todos reinó entre los cuatro personajes.

José lo rompió, diciendo:

-¿Os sorprendéis de que conozca vuestra nobleza? es natural; pero lo que no lo es, para lo que no encuentro calificación alguna posible es para el proceder que habéis tenido conmigo.

-Pero, padre, ¿qué estáis diciendo?

-Calla, hija mía- contestó el campanero que prosiguió dirigiéndose a Francisco- ¿por qué el día que vinisteis a decirme que amabais a mi hija, que habíais resuelto hacerla vuestra esposa, no me añadisteis también que erais noble, que ocupabais una alta posición en el mundo? Yo entonces os habría contestado lo que debía, y jamás hubierais vuelto a ver a la que no puede llegar a ser esposa de un noble caballero como vos.

-Perdonadme, señor- dijo el joven con voz balbuciente- yo comprendí desde luego que os opondríais a nuestros amores sabiendo mi posición y por eso os la oculté; pero ya que se ha descubierto, el caballero don Francisco de Guevara os repite lo mismo que os dijo el alférez Francisco; amo a Carlota y mis juramentos son sagrados siempre.

-Basta, caballero- exclamó el ciego con impetuosidad- ¿qué habláis de juramentos, cuando estáis para casaros con la hija del oidor don Cristóbal Pérez Sarmiento?

-¿También sabéis?....-dijo Francisco palideciendo de una manera intensa.

-¡Pero, Dios mio! ¿qué quiere decir esto?

Y Carlota al pronunciar estas palabras se dejó caer en los brazos de su padre, llorando amargamente el desengaño que acababa de sufrir.

-Ya veis vuestra obra- dijo José- os creíais que yo ignoraría siempre el proyecto de ese enlace y confiabais en que podríais burlaros impunemente de la hija del pobre ciego.

-¡Señor!.... me ofendéis diciéndome esas palabras.

-Más me habéis ofendido vos.

-Yo os juro que no se verificará ese enlace.

-Y yo no os creo.

-¿Y por qué?

-Nos habéis engañado una vez, y es muy difícil que pueda renovar la confianza.

-¿Pero quién os ha informado?

-Yo, caballero- dijo Armendáriz dando un paso hacia Francisco.

-¡Vos!...- exclamó asombrado Francisco- no comprendo el objeto que os habéis llevado en eso.

-Ha sido un impulso de mi corazón, y jamás he resistido ninguno de ellos.

-¿Y sabéis que vuestra intervención en este asunto pudiera costaros muy cara?

-Pensad, señor dan Francisco- dijo el campanero con un acento en que se advertía una dignidad suprema- pensad que estáis en mi casa.

-No lo olvidaré, señor- contestó el joven confundido por la majestad que emanaba de aquel anciano ofendido.

Después dirigiéndose José hacia el médico, le dijo:

-¿Tendréis la bondad, caballero, de decirme vuestro nombre?

-¿Por qué no? me llamo Pedro Armendáriz.

-¿Armendáriz decís?-exclamaron a la par el campanero y su hija.

-¿Qué encontráis de extraño en él?- preguntó el médico sorprendido.

-¿Sois ese médico español de quien tantas curas, especialmente en las enfermedades de la vista, se están refiriendo?

-¿También ha llegado hasta vosotros la noticia de mis curaciones?- preguntó sonriéndose Armendáriz.

-Como que esas curas van acompañadas de actos de bondad que realmente os enaltecen, nada tiene de extraño.

-Suerte y nada más.

-No por cierto, caballero- dijo don Francisco- no es la suerte solamente; es vuestra habilidad, es vuestra ciencia.

-Y decidme, señor- preguntó anhelante Carlota- ¿creéis realmente que la ciencia puede devolver la vista al que una vez la ha perdido?

-Mucho puede al menos.

-¡Dios mío! ¡si me atreviera!....

Y Carlota paseó su mirada anhelante desde su padre al médico, sin atreverse a enunciar su pensamiento.

-¿A qué os habíais de atrever, joven?- dijo Armendáriz.

-¡Padre mio!- exclamó Carlota abrazando al anciano- ¡Si la ciencia hiciera un milagro!....

-¡Carlota! ¿qué quieres decir?

-Yo os lo explicaré.

-No os lo preguntaba a vos, caballero- contestó con dignidad el anciano- y por lo tanto, teniendo en cuenta que esta humilde casa no es vuestro lugar, me atrevería a rogaros que nos hicieseis la merced de no volver a acordaros de nuestra pobre existencia.

-¡Oh, padre mío! ¡padre mío!-exclamó Carlota, a quien las palabras de su padre habían hecho recordar la verdad de su situación.

-Reparad, señor José- dijo Francisco- que no me habéis dejado explicarme.

-¿Para qué he de escuchar vuestras explicaciones? ¿qué fe pueden merecerme vuestras palabras, cuando merced a un engaño habéis entrado en esta casa, y sosteniéndole habéis permanecido en ella? Hoy que el desengaño ha llegado, hoy que vuestra conducta se ha visto tal cual es, debéis comprender que vuestra presencia aquí todavía, es un nuevo ultraje que nos estáis haciendo.

Capítulo LXXX. Lealtad contra falsía

Durante algunos segundos permanecieron en silencio las cuatro personas reunidas en la modesta habitación del ciego.

Francisco contemplaba tristemente, tanto al anciano como a su hija, mientras que Armendáriz se recreaba en aquella situación creada únicamente por él.

Su mirada estaba devorando, si así podemos expresarnos, los encantos de Carlota.

Había momentos en que el impuro fuego del deseo ardía en aquella mirada, fuego que la fuerza de voluntad dominaba instantáneamente, impidiendo que de él se apercibieran las dos únicas personas que podían verlo.

¿Por qué Armendáriz era tan ruin en sus pasiones, como grande en sus conocimientos?

El deseo de venganza contra Francisco, era vehemente, poderoso; pero al mismo tiempo, con una astucia superior a todo encarecimiento, sabía dominarle de manera que nadie pudiese comprenderlo.

Desde el momento que supo que estaba tratado el enlace del capitán con doña Inés Pérez Sarmiento, propúsose estorbarlo.

Y como comprendió en la frialdad de entrambos, frialdad verdaderamente sorprendente tratándose de dos personas próximas a casarse, que algo debía mediar en aquello que era necesario averiguar, se propuso utilizarlo en beneficio propio, y para los fines que conocemos.

En su consecuencia, a la par que trataba de averiguar el origen de aquella frialdad por parte de Francisco, procuró hacerse un lugar en el corazón de doña Inés, y lo consiguió.

La hija del oidor, sentía hacia el médico que la había salvado la vida, una gratitud extraordinaria.

Así que no fue difícil trocar aquella gratitud en amor.

Sin embargo, Inés no había ocultado al médico los compromisos que la ligaban con Guevara; pero compromisos contraídos por su padre, y en los cuales para nada entraba su corazón.

Armendáriz, para quien el amor de doña Inés representaba únicamente una posición, la prometió remover de tal modo el obstáculo que podía oponerse a su cariño, que no les volviese a molestar más.

Pero la joven le rogó que no tratase de emplear el rigor, prometiéndole hablar a su padre y romper un compromiso que no había de hacer más que su infelicidad.

Seguro por esta parte, Armendáriz averiguó, como ya hemos dicho, los amores de Francisco con Carlota; vio a la joven y la lubricidad de su pasión excitóse ante aquellos encantos jurándose a sí propio, llegar a poseerlos algún día, no tan solo por vengarse de Guevara, sino también para satisfacer su sensualidad.

Para esto era preciso mucha astucia, mucha calma y mucha prudencia, y el médico poseía gran dosis de cada una de estas cualidades.

Conocidos ya los propósitos y la situación en que Armendáriz se hallaba, podremos comprender mucho mejor todo lo que va a seguirse.

Dijimos que las últimas palabras del ciego, habían causado profunda impresión en las personas allí reunidas.

Carlota, apoyada la pura frente sobre el pecho de su padre, al cual tenía abrazado, lloraba silenciosamente.

-¡Oh, caballero! ¿qué es lo que habéis hecho?- exclamó don Francisco dirigiéndose a Armendáriz.

-Decid más bien- repuso el anciano- que vuestra conducta es únicamente la que os ha puesto en ese caso.

-Estáis condenándome sin oírme, señor.

-¿Y qué necesidad tengo de oíros? ¿Acaso vuestros hechos dejan de hablar con sobrada elocuencia?

-¿Y qué sabéis de mis hechos?

-Lo bastante para rogaros de nuevo que os alejéis de aquí.

-Pero.....

-¡Padre! ¿por qué no le dejáis que se explique?

Y Carlota alzó sus ojos llenos de lágrimas hacia el anciano, cual si éste hubiese podido contemplar la aflicción que se retrataba en ellos.

-Carlota, calla, que no es prudente muestres tu dolor delante del hombre que le ha causado.

-Bien sabe el cielo- exclamó don Francisco- que daría mi vida entera por evitar una lágrima de esos ojos tan queridos.

-Pues francamente- contestó Armendáriz con frialdad- mal se concibe ese sentimiento, al lado de lo que habéis hecho.

-¡Caballero!

-Yo ignoraba vuestra conducta en esta casa- prosiguió Armendáriz.- Os había visto alguna vez en casa de doña Inés, y al veros aquí ayer casualmente, hoy he preguntado por vos; os he dado vuestro verdadero nombre, he dicho la situación en que os hallabais respecto a doña Inés, y bien sabe el cielo que deploro en el alma la pena que he causado a ese noble anciano y el profundo dolor de que se halla poseída su hija.

-¿Es decir que vos encontráis censurable mi conducta?- preguntó don Francisco.

-¿Y quién no ha de encontrarla?- exclamó impetuosamente José- cualquiera que sepa lo que habéis hecho, no podrá menos de considerar como una infamia el haber abusado de la situación de un pobre ciego y de la inocente credulidad de su hija.

-¡Padre, por piedad!- exclamó Carlota temerosa de la cólera que vibraba en las palabras del anciano.

-A ser cierto todo- contestó el capitán alzando fieramente la cabeza- razón tendríais.

-¿Y no lo es acaso?- preguntó el ciego.

-¿Tendríais valor para desmentirme?- preguntó Armendáriz.

-Escuchad dos palabras- dijo don Francisco después de algunos momentos- y escuchadlas vos también, José. Ayer por la mañana estuve a ver a Inés, a la cual encontré sola, y tuve una larga conferencia con ella, y recíprocamente nos revelamos el estado de nuestros corazones.

-¿Qué decís, caballero?-preguntó vivamente Armendáriz.

-Ella me dijo que os amaba, así como yo también le dije que mi corazón no guardaba para ella más que una amistad sin límites.

-¿Es verdad eso, Francisco?-preguntó la hija del campanero fijando sus ojos, en los que brillaba una lágrima, en el semblante del joven.

-Sí, Carlota; le dije que te amaba, que solo a tí podría amar en el mundo, y que a pesar de cuantos esfuerzos hicieran, estaba resuelto a no ser su esposo. Entonces, y puesto que ya conocía el nombre de la persona a quien amaba doña Inés, me hice un deber de buscarle para decirle como os digo ahora: Armendáriz, vos poseéis el corazón de la hija de don Cristóbal Pérez Sarmiento; pero como no sois noble, si no soy yo, cualquier otro os arrebatará mañana ese tesoro. En este caso, hagamos un pacto. ¿Veis ese anciano? ahí tenéis al padre de la que ha de ser mi esposa. Haced uno de esos milagros que aprendisteis en el estudio de la ciencia, devolvedle la vista y os juro, que iré a echarme a los pies del rey para decirle: Señor, dadme un título de nobleza para el hombre que, inspirado por Dios, ha devuelto la vista a uno de sus semejantes; y tenedlo por muy seguro, Armendáriz: el rey me concederá esa gracia, y podréis ser entonces el esposo de doña Inés. Esta es la alianza que os ofrezco, ¿queréis aceptarla?

Había tanta sinceridad en el acento de don Francisco; respiraban tanta franqueza y lealtad sus palabras; era tan atrevida, tan buena, tan generosa su proposición, que por un momento nadie pudo decir una palabra.

La emoción embargó todas las lenguas, y tanto José como su hija no pudieron hacer otra cosa más que admirar el proceder de don Francisco.

Carlota fue la primera que rompió aquel encanto que les embriagaba, y se abrazó de nuevo a su padre, exclamando:

-¡Veis, padre, qué mal habríais juzgado a Francisco!

En cuanto al médico, fingiendo una emoción que no sentía, se acercó al hijo de don Lucas de Guevara, y tendiéndole la mano, le dijo:

-¿Tenéis algún hermano, caballero?

-Soy el único descendiente de mi familia- repuso aquel.

-Y yo también soy solo, ¿queréis aceptar mi fraternal cariño?

Y los dos jóvenes se abrazaron con efusión.

-¿Con que, os comprometéis a devolver la vista a esté anciano?- preguntó Francisco a Armendáriz.

-Sí, ahora me voy a estudiar de nuevo, evocaré todos los recursos de la ciencia, y dentro de ocho días vendré completamente confiado en Dios, para arrancar de los ojos del pobre ciego la venda que le impide ver la luz.

-¡Dios mío! ¿será posible?-murmuró José.

-Ya lo oís, padre mío- dijo Carlota- dentro de ocho días.

-Dentro de ocho días estaré a vuestro lado, confiando en Aquel que todo lo puede; hasta entonces tened confianza, y sobre todo haced un acopio de valor para que no vacile en el momento supremo vuestra firmeza.

-¿Os vais ya?-preguntó Francisco a Armendáriz.

-Sí- le contestó éste.

-Y yo también- dijo Francisco- voy a casa de don Cristóbal a participar a doña Inés todo cuanto ha ocurrido, digo, si es que mi buena Carlota no me lo impide.

-Ahora no tendrá celos- dijo Armendáriz sonriéndose.

-Nunca los he tenido- contestó la joven con sencillez- y ahora desde luego que los tendría mucho menos.

-Desearía- dijo José dirigiéndose a Francisco- que antes de marcharos me perdonarais algunas de las palabras que os he dicho, pero en mi afecto de padre creo que cabe alguna disculpa.

-No me digáis eso- contestó Francisco- tuvisteis razón en cuanto me dijisteis porque yo os había engañado; pero ya sabéis también la razón que a ello me impulsaba; yo amo a Carlota, la he amado desde que la vi, porque la pureza de ángel que resplandecía en su rostro era la pureza de ángel que yo había soñado para la mujer que fuera mi esposa; porque yo no he amado nunca los títulos, yo no he buscado en la mujer más que la honradez, la virtud, y la pureza, y Carlota reúne esas tres cualidades en un grado eminente; la he amado por que yo buscaba un ángel, y ángel la he visto cuando estaba a vuestro lado calmando con sus dulces palabras vuestras horas de martirio; sí, Carlota- prosiguió el joven dirigiéndose a la huérfana y estrechando sus manos con efusión- te amo porque debo amarte, porque existe una obligación para amar todo lo noble, todo lo hermoso; porque hay un sentimiento inexplicable en mi alma que me impele hacia tí, porque Dios ha puesto en el corazón una fibra que se estremece al ser herida por la mirada de una mujer, y esa mujer es la que la Providencia ha destinado para que sea nuestro ángel de consuelo, y siendo este amor que yo experimento una emanación del cielo, imposible es que se borre nunca.

-Gracias, Dios mio!- murmuró con una expresión inefable la joven.

-¡Benditos seáis, hijos míos!- murmuró el anciano tendiendo sus manos como si tratase de bendecir a los jóvenes.

-Ahora quedad con Dios, y hasta mañana.

-¿Tan pronto te vas?- dijo Carlota fijando sus ojos en su amante.

-Ya sabes que es preciso.

-Bien, anda con Dios; pero no dejes de venir mañana.

-¿Crees acaso que estoy satisfecho lejos de tí?

Armendáriz estaba excesivamente violento.

Aquella inesperada revelación hecha por Francisco, acababa de destruir todo el plan que había formado.

Sin embargo, se había captado la confianza del joven capitán, y esto era ya un gran adelanto para sus ulteriores proyectos.

Habíasela granjeado al mismo tiempo para satisfacer su ambición, y como que en su corazón todo era ruin y mezquino, no vaciló en utilizar cuantos beneficios pudieron provenirle del joven a fin de poderle herir precisamente con las mismas armas que él le facilitara.

Capítulo LXXXI. El doble juego de Armendáriz

Aquella noche Armendáriz hablando con su amada le refirió la escena que había tenido lugar en casa del ciego, y ella a su vez le corroboró lo que Francisco le había manifestado por la mañana.

Uno y otra tributaron grandes elogios al caballero, y doña Inés manifestó al médico, que había dado ya algún paso respecto a su padre, en el sentido que le indicara.

El oidor, que amaba a su hija con delirio, no había encontrado más razón para oponerse que la del compromiso contraído con don Francisco, y la falta de nobleza por parte de Armendáriz.

Pero una y otra razón debía vencerla el capitán Guevara, puesto que había ofrecido al médico, si conseguía devolver la vista el anciano, impetrar él mismo del monarca la nobleza para el que tan señalado milagro habría hecho.

De aquí que nuestros amantes se sintiesen aquella noche más que otra alguna halagados por la esperanza.

Cuando Armendáriz se retiró de casa de su amada, no pudo menos de murmurar:

-No creí yo haber adelantado tanto en tan poco tiempo.

Verdaderamente la fortuna me favorece, y si no llega una mala hora para mí, estoy seguro que el tal don Francisco ha de pagarme con creces todo lo que su padre hizo al mío.

Y llegó a su casa, y como de costumbre Campillo le esperaba en ella.

-¡Bravo, Campillo!- exclamó al verle-nuestros negocios caminan viento en popa, y necesario es concluir de herir a ese hombre en mitad del corazón.

-Pues heriremos, si a su merced le place así- repuso el criado.

-Doña Inés me ama y será mi esposa; pero tengo necesidad también de arrebatarle la que ha de serlo suya.

-¡Cómo!

-Sí, la hija de ese ciego ha encendido también en mi pecho devoradora pasión, y no solamente por venganza, sino por impetuoso deseo me he propuesto que sea mía.

-¿Y de qué modo?

-Apoderándome de ella.

-¡Señor!

-Te encargo de buscar a los tunantes que han de robarla, que por cierto no faltan por aquí, y de buscar una casa lejos, bastante lejos de Méjico, donde poderla ocultar.

-Plácenme tan poco semejantes comisiones, que únicamente por ser vos quien sois y porque os debo la vida, préstome a complaceros.

-Se agradece, señor Campillo; porque realmente el servicio que me hacéis es grande y no se cómo pagárosle.

-Siendo feliz después de haberos vengado de los que os ofendieran.

-Pues quedamos en que te encargas de todo.

-Trataré de serviros y me valdré para ello de aquel tunante a quien curasteis no ha mucho, y que según dijo tenía varias causas pendientes.

-Obra como quieras en todo y por todo- díjole su amo.

Cuatro días después hallábanse nuevamente reunidos en casa del ciego Armendáriz y Francisco.

La amistad que unía a los dos jóvenes desde el día de su explicación, iba en aumento.

Francisco, con motivo de las atenciones del servicio, no había podido ir a ver a Carlota más que una vez.

La pobre joven, a pesar de que había dicho que no tendría celos de doña Inés, era imposible que estuviese tranquila habiendo llegado las cosas hasta el punto que ya conocen nuestros lectores.

La presencia del joven oficial tranquilizó por completo a la hija del campanero.

Al mismo tiempo Armendáriz también le causaba una alegría inexplicable.

La dijo, que había pasado aquellos días estudiando, y que abrigaba la íntima convicción de que la ciencia guardaba todavía remedios para devolver la vista al pobre anciano; por lo tanto, que tuviese esperanza, que había escrito a un pueblo del interior, pidiendo unas yerbas que le hacían falta, y que tan luego como se recibieran, que había de ser dentro de seis u ocho días, practicaría la operación que había de volverle la vista al pobre José.

Semejante noticia, como se comprenderá perfectamente, llenó de alegría a toda la reducida familia de la catedral.

Y las horas trascurrieron demasiado rápidamente para los amantes que estaban embebidos en su dicha, y para nuestro médico que, ora hablando con el campanero, ora contemplando a los jóvenes, se encontraba combinando por completo el plan que había de poner en su poder a la joven.

Pero como que cada uno tenía sus obligaciones particulares, por muy penoso que les fuera el separarse de aquella familia, hacia la cual, aunque muy distintas, sentían los dos grandes afecciones, no tuvieron más remedio que despedirse, citándose unos y otros para el día inmediato, en que de nuevo se repetirían las mismas esperanzas y las mismas protestas de cariño.

-¿Me acompañáis, Armendáriz?- preguntó Francisco al médico disponiéndose a dejar la casa del ciego.

-Según hacia donde os dirijáis.

-Yo voy al palacio del virey, está mi compañía dando la guardia en aquel sitio, y uno de mis criados me espera a algunos pasos de aquí con el caballo dispuesto; pero si queréis, podremos llegar hasta mi casa y tomaremos otro caballo para vos.

-Mil gracias, milord; tengo que ir al otro extremo donde también creo que hay una pobre mujer que necesita de mis auxilios.

-En este caso, no quiero deteneros: vuestra misión es altamente noble y grande para que yo trate de impedir que la cumpláis por cualquier estilo que sea.

-Si no fuera por eso, desde luego que tendría sumo gusto en acompañaros.

-Quiere decir, que será otra vez.

-Con que, Carlota- dijo Armendáriz dirigiéndose a la joven- os dejo, y es posible que no os vea durante algunos días.

-¡Cómo! - exclamaron a la par Francisco, Carlota y José.

-Mañana regularmente marcharé a un pueblo cercano de aquí, donde quiero hacer otra operación. Me detendré lo menos cuatro días, de modo que llegaré a tiempo para recibir las yerbas que necesito, y pediré al cielo la ayuda que he menester para devolveros la vista.

-¡Oh! ¡cuánto tendré que agradeceros!- exclamó el campanero con efusión.

Armendáriz trató de evadirse a las pruebas de afecto y de agradecimiento que aquella familia trataba de tributarle.

-Así fue que dirigiéndose a Francisco, le dijo:

-¿Os venís, amigo mío?

-Sí, vámonos.

Y el oficial se acercó a Carlota, imprimió sobre la pura frente de la joven un ósculo tan puro como ella, y después de haberse despedido de José, se dirigieron hacia la puerta de la casa.

-Padre mío- dijo la joven- ¿queréis que acompañe a Francisco, como en otras ocasiones lo he hecho?

-¿Y por qué no, Carlota? Anda, hija, y vuelve pronto que Francisco también tiene que hacer.

Y tras estas palabras del campanero, Armendáriz y los dos amantes abandonaron el techo que hasta entonces les cobijara.

Una vez en la calle, el médico se dirigió hacia uno de los extremos de la plaza, mientras que Carlota y Francisco se dirigían hacia el opuesto, donde estaba el escudero de quien el joven había hablado.

Allí cambiaron ambos amantes una última palabra de amor.

Después Francisco montó a caballo, y desapareció perdiéndose a poco entre las revueltas calles que formaban entonces aquel barrio de Méjico.

Precisamente en estos momentos, mientras la joven estaba embebida en su conversación con Francisco, dos hombres penetraban en la casa del campanero.

A pesar de ser una plaza el sitio adonde daba la puerta de la habitación del ciego, era muy poco concurrido, tanto por estar en uno de los barrios más apartados, cuanto por estar lloviendo a la sazón.

Si el campanero hubiese tenido vista, de seguro que al fijarla en aquellos dos hombres se hubiera estremecido.

Su mirar torvo, lo heterogéneo de sus trajes y armas y lo siniestro de sus cataduras, nada bueno auguraban y predisponían muy poco en su favor.

Sin embargo, por más precauciones que trataran de usar, José percibió algún ruido, y preguntó:

-¿Quién va?

-Servidor- contestó uno de ellos, mientras el otro a una indicación de su compañero desaparecía por las habitaciones interiores.

-¿Y qué se os ofrece?- preguntó el ciego al que le había saludado.

-Que tuvierais la bondad de contestar a una pregunta que he de haceros.

-Decid, y si puedo aliviaros, lo haré con mucho gusto.

-¿No sois vos el encargado de la limpieza de la Catedral?

-Sí señor, aun cuando, como comprenderéis, la falta de la vista no me permite hacerlo; pero mi hija cuida de subsanar esta falta de su padre.

-Lo mismo da para mi objeto.

-Decid cuál es.

-Se trata de un objeto que ha debido quedarse olvidado ayer, junto a uno de los altares de la Catedral.

-Nada me ha dicho mi hija.

-Pues es extraño, porque mi señora me ha dicho que se lo dejó aquí.

-Tal vez no haya reparado en él. Ahora vendrá, y podréis acompañarla si gustáis.

-Pronto- dijo en esto el hombre que estaba hablando con José, dirigiéndose hacia el interior por donde había desaparecido su compañero.

-¡Qué!- preguntó el ciego a quien había sorprendido aquella frase.

-He dicho que pronto tiene que ser, porque tenemos prisa.

El individuo que hablaba con José había visto por la ventana que daba a la plaza, que Carlota regresaba hacia su casa, y avisó a su compañero a fin de que no le sorprendiese.

Éste se presentó en seguida, y mostró a su amigo los moldes que había tomado en cera de alguna de las cerraduras.

A tiempo salió, porque un momento después entraba Carlota.

Saludó a los desconocidos, y dijo volviéndose a su padre:

-Padre, ¿qué desean estos señores?

-Vienen a reclamar un objeto que dicen se ha dejado una señora junto a uno de los altares.

-¿Qué clase de objeto es?- preguntó Carlota.

-Un pañuelo bordado.

-No lo he visto.

-Pues mi señora asegura que aquí se quedó.

-Vuestra señora podrá decir lo que tenga por conveniente, pero yo puedo aseguraros que esta mañana mismo recorrí toda la iglesia tan luego se hubo cerrado la puerta, he mirado como tengo de costumbre por todas partes, y nada he visto.

-Muy extraño es.

-¿Os atreveríais a suponer que os lo ocultábamos?- exclamó el anciano soldado a quien ya comenzaba a impacientar la persistencia del criado.

-Yo no os digo eso.

-Tal vez vuestra ama le haya perdido en otra parte, y crea que se lo dejó aquí.

-En fin, yo con decir lo que me habéis manifestado, he cumplido mi encargo.

-Así debe ser.

-Vaya, guárdeos el cielo, y no tengáis tan mal genio, buen anciano.

-Cuando me parece que se duda de mí, justo es que me incomode.

Los dos hombres salieron de la habitación de José, y Carlota no pudo menos de decir cuando se alejaban:

-¡Jesús, padre! si vierais qué fachas tienen los dos.

-¿Quién sabe si serán algún par de bribones que pensaban recoger alguno de los objetos que tenemos aquí depositados? Pero yo les aseguro que ciego y todo.....

Y el ciego completó su frase con un ademan sobradamente enérgico para una persona de su edad y estado.

Entretanto los dos hombres habían salido a la plaza, y lejos ya de la casa exclamaron:

-La primera parte nos ha salido bien.

-¿Sacaste el molde de la puerta de la espalda?

-Sí; aquí está.

-¿Y te has orientado sobre la disposición de la casa?

-Sería capaz de andar por ella a ojos cerrados.

-De modo que merced a esa puerta.....

-Podremos llegar a la habitación de la muchacha sin que nadie, ni ella misma se aperciba.

-Perfectamente.

-Por supuesto que todo debe hacerse al amanecer, porque aun cuando esa puerta da a un sitio poco transitado, el diablo podría hacer que pasase alguien, y.....

-Pues es natural, hombre, es natural; ¿cómo quieres que de día nos propusiera Guzmán que verificásemos el rapto?

-Es que Guzmán tiene cosas muy peregrinas.

-Pero nosotros somos los que exponemos el pellejo y poco importa lo que él diga.

-Cierto.

-Con que ahora lo primero de todo es que nos haga esa llave.

-Y después a cobrar la primera cantidad por nuestro trabajo.

-Y luego a la pulpería del Rubio a gastarlo con nuestras mozas, ¿no es así?

-Hasta que finalmente nos cuelguen por haber sido imbéciles.

-¡Bah! ¡alguna vez hemos de morir!

Y se encogió filosóficamente de hombros el que acababa de pronunciar las anteriores palabras y siguió a su compañero por la calle adelante.

Capítulo LXXXII. Algunos antecedentes sobre Guzmán y sus compañeros

Don Gaspar de Guzmán, como pomposamente se hacía llamar el individuo a quien habían aludido los dos bribones que habían estado en casa del ciego, era un jugador de mala ley, un espadachín de primera, un rufián con ínfulas de caballero, y en resumen un miserable cuyos dados estaban siempre preparados para hacer todas las fullerías posibles, y cuyo puñal se hallaba a merced del que le pagaba mejor.

Perseguido siempre por la justicia, él más listo que ella, la había burlado constantemente..

Sin embargo, una noche se vio en grave aprieto.

Había hecho una herida sobradamente profunda a un caballero; la ronda que andaba en acecho se lanzó tras él, y precisamente iba corriendo perseguido por ella, cuando encontró a Armendáriz que iba a abrir la puerta de su casa.

Verlo, concebir la idea de entrar en el portal, y arrojarse a ejecutarla, fue todo cosa de un momento.

Pero había tropezado, como vulgarmente se dice, con la horma de su zapato, y al tratar de acometer al médico, sintióse sujeto con tal violencia por la muñeca, que exhaló un grito de dolor y soltó la espada que llevaba en la mano.

-¡Ira de Dios!- exclamó con voz sorda.- Me habéis vencido; pero no importa, salvadme, me vienen persiguiendo; si me salváis la vida, os juro que será vuestra siempre.

Armendáriz, que era perspicaz, comprendió al punto el partido que podía sacar de aquel bribón.

Abrió la puerta, y empujándole hacia dentro le dijo:

-Cuidado, amigo, que conforme tengo el puño, tengo los ojos, y os dejo seco de un tiro si tratáis de hacer algo.

Y bajándose y recogiendo la espada de Guzmán y sacando un pistolete que montó en seguida, entró en el portal, cerró la puerta y dejó dentro al bandido.

A tiempo lo hizo.

En aquel momento aparecieron los alguaciles por el otro extremo de la calle.

Armendáriz hizo que el rufián subiese a su habitación.

Estuvo examinándole a placer, y sin duda comprendió que le serviría, porque después que le hizo cenar y tranquilizarse, engolfóse con él en una conversación que duró hasta cerca de amanecer.

Guzmán le ofreció su cooperación, y a la mañana siguiente, no atreviéndose a salir, quedóse allí mientras Armendáriz iba a tomar lenguas sobre lo ocurrido la noche anterior.

La autoridad estaba buscando a Guzmán; pero de tal modo supo disfrazarle Armendáriz, que pudo salir por la noche a buscar los dos individuos que le hacían falta en el negocio del médico.

Muy pronto desapareció entre el intrincado laberinto de callejuelas del arrabal; pero se conoce que era muy práctico en aquel terreno, porque sin detenerse, sin vacilar en ninguna calle, atravesó una porción de ellas, deteniéndose finalmente delante de una puertecilla baja, estrecha y carcomida, a través de la cual se oían gritos, voces, carcajadas y juramentos, formando un conjunto que nada tenía de tranquilizador ni de agradable.

Guzmán estuvo escuchando algunos segundos junto a aquella puerta, y al cabo de ellos, exclamó:

-¡Cómo se divierten los chicos! su alegría se exhala de una manera un poco enérgica, pero en cambio, siempre tienen su brazo y su bolsa a disposición de sus amigos; entremos; vamos a sorprenderles en medio de sus placeres.

Entonces, Guzmán dio dos golpes, guardando cierto intervalo del uno al otro, en la puerta de aquella casucha.

Y la llamamos así, porque darlo el nombre de casa a aquel mezquino amasijo de argamasa y piedra, sería hacerla demasiado favor.

No tenía más que un piso, y estaba casi completamente arruinado.

Es verdad que tampoco tenía mucho que envidiar a las otras casas subvecinas.

En la época de que vamos hablando, el arrabal era un hacinamiento confuso de riqueza y de miseria, de vicio y de corrupción, de hipocresía y de infamia.

Allí vivía esa clase de perdidos que vistiendo un traje raído y sufriendo toda clase de privaciones, acumulan hora por hora, una moneda, a las que ya guardan en sus arcas.

Los comerciantes de mala ley, las mujeres de vida alegre y los hombres que teniendo cien oficios distintos no tienen uno conocido, acababan de poblar aquel inmenso cuartel de Méjico.

Como consecuencia de la clase de gentes que allí habitaban, las pulperías los figones y las mancebías, abundaban extraordinariamente.

Allí había sus tiendas especiales; tenían sus costumbres particulares, y eran, por decirlo así, un nuevo pueblo adherido a la ciudad.

Al penetrar en aquellas calles, se advertía todo lo deforme, todo lo asqueroso, todo lo repugnante de la población que allí se animaba.

De los portales de aquellas casas se exhalaba un ambiento fétido y nauseabundo que ahogaba la respiración.

Allí no había más que vicio y maldad, y éste se aspiraba, se tocaba, por decirlo así, según lo densa que era la atmósfera que había en todo aquel arrabal.

Tal era el sitio donde había penetrado Guzmán, y donde también penetraremos nosotros en su seguimiento.

A poco de haber llamado el aventurero, una voz bronca, gutural y avinada, preguntó desde dentro:

-¿Quién va?

-¡Eh! abre con mil diablos, si no quieres que te muela los huesos.

Inmediatamente se abrió la puerta de aquella casa.

Nosotros, que nos hemos propuesto ya seguir al jugador y aventurero Guzmán en toda su carrera, avanzaremos también tras él, pero tendremos que detenernos en el dintel de aquella puerta, porque nos será completamente imposible dar un paso.

Los gases contenidos en una estancia infinitamente pequeña para el número de personas que contenía, se agolpan hacia el punto de salida que se les ofrece, y chocando en nuestro semblante, nos hace impracticable el paso.

Sin embargo, haremos un esfuerzo, y penetraremos en aquella cloaca.

La densidad de la atmósfera que allí reina, nos impedirá por un momento ver nada absolutamente; pero poco a poco nuestros ojos se acostumbrarán, y podremos distinguir el interior.

Es este una especie de salón, cuyo techo cubierto de hollín, está cruzado por algunas vigas viejas, negras, carcomidas y tortuosas, en las cuales hay colgado una especie de candil de hierro con dos mecheros, el cual esparce una débil y moribunda claridad en aquella estancia, dándole un aspecto aterrador.

Casi tan negras como el techo se ostentan las paredes, en las cuales se ven trazados, tal vez con las puntas de los puñales ensangrentados todavía, refranes obscenos, palabras groseras y escandalosas, o pensamientos hijos de la horrible fantasía de las personas que los han trazado.

El pavimento de aquella reducida sala, guardaba una completa armonía con el desmantelado techo y las ruinosas paredes.

Por todo el rededor de aquel salón, corrían unas especies de tablones, muchos sotenidos por gruesos pies de madera, fuertemente clavados en el suelo.

En el centro de la estancia, se distinguía una copa de hierro, en la cual se quemaba una gran cantidad de paja, y en uno de los extremos había un mostrador lleno de vasos de estaño y de jarros para contener el vino, el ron o el aguardiente que pidieran los consumidores.

Aquella casa era pulpería, mancebía , casa de dormir, y constantemente tenía establecidas las mesas de juego.

Aquel era el templo donde el vicio recibía un culto constante.

Los sacerdotes y sacerdotisas de aquel templo, eran tan repugnantes como la deidad a quien adoraban.

Al penetrar nosotros en aquel antro, nuestras miradas necesariamente habrán de vagar de un punto a otro.

Si recorriésemos aquellas mesas, nuestro corazón se oprimiría dolorosamente.

Veríamos entre la sociedad que las rodea una porción de mujeres a quienes la desgracia ha tocado con su dedo maldito.

¡Qué mujeres, Dios mío!

La belleza de la forma, la pureza de los contornos, todo ese perfume casto y espiritual que demuestra la virginidad del alma y de la materia en la mujer, todo estaba allí completamente borrado, nada existía. Rostros marchitos casi, cuando empezaban a colorearse con las rosas de la juventud, labios que aún no habían concluido de pronunciar una palabra infantil, y ya se plegaban a impulso de una contracción nerviosa, para pronunciar una asquerosa palabra, horrible y totalmente repugnante.

Todo cuanto el vicio ha podido crear de más deforme, todo estaba allí reunido.

Alrededor de una mesa, se veía media docena de hombres con los trajes tan rotos, que apenas merecían de tales el nombre, y manchados de cerveza o de licores, que retratada en sus ojos la codicia y presa de una fiebre aniquiladora que siempre se apodera del jugador, contemplaban constantes el cubilete en que agitaba los dados uno de ellos.

Más allá otro grupo combinaba un robo, o tal vez pensaba en algún asesinato.

En otro lado.... ¿pero a qué ocuparnos en describir grupo por grupo, los que llenaban aquella asquerosa estancia?

Ya hemos dicho que todo cuanto de asqueroso, todo cuanto de repugnante pudiera tener el vicio, todo estaba daguerreotipado allí.

Y para hacer más doloroso aquel repugnante cuadro, aquellas mujeres medio embriagadas las unas, o ebrias ya del todo las otras, se dejaban caer por el suelo o se reclinaban sobre los hombros de sus compañeros que pagaban sus caricias repeliéndolas bruscamente.

Guzmán contempló durante algunos segundos aquel cuadro.

Varias cabezas se volvieron hacia el recién llegado, expresando en las miradas que se le dirigían, bien la ira o el temor, bien la satisfacción de encontrar un rostro conocido cuando temían otra cosa.

A pesar de lo bien disfrazado que iba Guzmán, los ojos de aquellas gentes, cuando no estaban cerrados por la embriaguez, tenían condiciones muy especiales.

Sabían traspasar todos los disfraces y desmenuzar todas las formas.

Así fue, que hubo algunos que lo reconocieron al cabo de un segundo de observación.

Entre ellos, uno se levantó y corrió hacia él.

-¿Qué diablos vienes a hacer aquí?- le dijo.

-¡Toma! visitaros- contestó con calma Guzmán.

-Pero ¿no comprendes que tu asunto de anoche ha hecho mucho ruido, y el virey ha dado orden de que te presenten muerto o vivo?

-Trabajo le mando.

-Siempre serás el mismo; imprudente hasta la exageración.

-Yo tengo confianza en mí y en vosotros.

-Demasiada.

-Ninguno habéis de venderme.

-Aquí hay de todo, Guzmán, ya lo sabes.

-Sin embargo, el interés aquí como en todas partes es lo primero, y a todos os interesa el que yo viva.

-Desde luego, y si alguno te ofendiera.....

-Ya lo sé- contestó Guzmán estrechando la mano del que acababa de hablarle- eres un buen amigo y te agradezco tu interés; por tu propio bien te aconsejo yo a mi vez, que no te muevas de aquí esta noche.

-¿Por qué?- preguntó el que acababa de hablar, con tembloroso acento.

-Porque corren malos aires para tí, Moscardón. Lo dicho, quédate y no salgas; sigue bebiendo en tu mesa y no llamemos la atención.

Moscardón, puesto que ya sabemos que así se llamaba el que se tomaba tanto interés por Guzmán, se alejó volviéndose hacia su mesa.

Pero en el mismo instante levantóse otro individuo, y aproximándose a Guzmán, le dijo:

-¿Qué te ha dicho Moscardón?

-Me ha ofrecido su amistad.

-Pues no te fíes de él.

-¿Por qué?

-Porque esta mañana le he visto yo salir de la casa del oidor Pérez Sarmiento.

-Me lo figuraba.

-El Moscardón es un tuno.

-Pues ya sabes lo que acostumbro yo hacer con ellos.

-¿Es decir que me das permiso?

-Para todo, con tal que no hagáis ruido.

-Ya le buscaré yo cuestión.

-No, mientres esté yo aquí. Después que haya salido, obra como te parezca.

-Es que yo quisiera castigarle delante de tí.

-No me conviene. Podría sobrevenir alguna ronda.

-¡Chico! ¿cómo tan prudente?

-Necesidad obliga.

-Eso es otra cosa. Tú sabrás lo que te haces.

-¡Y vaya si lo sé! Como que te mando que te retires inmediatamente, porque estamos llamando la atención.

-Como que todos te hemos conocido.

-Pues haced como si no me conocieras.

Separóse el bandido ante una indicación más enérgica hecha por Guzmán, y éste volvió a quedarse inmóvil algunos momentos.

Capítulo LXXXIII. Los amigos de Guzmán

Las palabras que le había dicho el segundo bandido, nublaron por algunos momentos la frente del rufián.

-Siempre he de tropezar con algún traidor- murmuró.

Después, volvió a pasear su mirada penetrante sobre todos los rostros que podía distinguir desde el sitio en que se hallaba, y volvió a decir:

-Y mientras no haya más que eso, tal cual. Pero, ¿quién me asegura que no hay otros?

Después se dirigió hacia el dueño de la pulpería.

Era este un mestizo deforme de cuerpo y de avieso y patibulario semblante, el cual, aun cuando hizo un gesto de disgusto al oír su voz, saludóle afablemente, al ver que a él se dirigía.

-¿Están Roberto y el Diablo?- le preguntó.

-Sí, señor Guzmán, pues no faltaba más que mis favorecedores predilectos no hubiesen venido- contestó el Moreno con una voz tan falsa como su rostro, y arrojando sobre Guzmán una mirada más falsa todavía.

-¡Hola!... ¡qué amable estás esta noche, Moreno! se conoce que te ha enseñado Roberto a tener modos.

Los ojos del Moreno lanzaron un relámpago de cólera.

Guzmán aparentó no verlo, y dio algunos pasos para dirigirse hacia donde estaban sus amigos.

-¿No queréis tomar alguna cosa, señor Guzmán?- le dijo el Moreno al verlo.

-¡Ah!.... sí, mándame un jarro de aguardiente, que hace un frío esta noche!....

Y Guzmán, después de haber apartado con los pies a dos mujeres que estaban tendidas cerca de la copa de hierro, se dirigió a uno de los ángulos de la estancia.

Allí se veían cuatro hombres que jugaban con frecuencia y bebían en la misma proporción que jugaban.

Junto a ellos había dos mujeres.

Uno de ellos iba a tirar los dados cuando Guzmán se acercó a la mesa.

-¡Juego!....-dijo éste.

Todos se volvieron precipitadamente, exclamando:

-¡Guzmán!

-¡Toma, hermoso!- le dijo una de aquellas mujeres ofreciéndole un vaso de ron-toma, tendrás frío y esto te dará calor.

-No quiero, hermosa- le contestó nuestro hombre fijando su vista en los dados, al par que arrojaba una moneda sobre la mesa.

-Ven, siéntate junto a mí- le dijo otra mujer pasando su brazo al rededor de su cintura.

-¡Quita, mujer!- la contestó rechazándola bruscamente.

-Seis- dijo entonces el que tenía el cubilete después de haber contado los puntos que marcaban los dados.

-Mal punto tienes- dijo Guzmán.

-Ahora yo.

-Tira, Roberto.

-Nueve- repuso éste después de haber arrojado los dados.

-Anda, Roberto.

Este cogió a su vez el cubilete y lo agitó, exclamando después que vio lo poco que había sacado.

-¡Diablo de suerte!

-Vamos a ver yo- dijo Guzmán.

-Mira- lo interrumpió una de las mujeres- si ganas, me prestarás un ducado; quiero beber aguardiente, y Roberto dice que es muy caro.

-Y a mí me darás otro para comprar tortas.

-¡Eh! silencio- gritó el aventurero tirando los dados.

-¡Cuatro!- exclamaron todos.

-He perdido- dijo fríamente Guzmán- otra vez ganaré.

-¡Hombre!.... jamás te he visto con esta calma- dijo Roberto.

-¿Qué quieres? me he hecho filósofo.

-¡Bravo!.....

-Aquí tenéis vuestro aguardiente, señor Guzmán- dijo en esto el Moreno poniendo sobre la mesa un vaso descomunal.

-¡Gracias, amigo Moreno, gracias!

-¿No quieres jugar más?

-No, Diablo, ni tú tampoco

-¿Cómo?

-Tú y Roberto me pertenecéis esta noche.

-¿Qué es eso?- gritó una de las mujeres que les acompañaban, con el rostro encendido por el ron y la ginebra que habían trasportado a su estómago- ¿quieres llevarte a nuestros maridos?.... pues no lo conseguirás, ¿no es cierto, Diablo?.... tú no irás....

-Vamos, menos charla; ya sabéis que no me agrada.

-Es que no te lo llevarás.

-Mejor, buscaré a otros- dijo con indiferencia Guzmán.

Y dio algunos pasos para retirarse.

Entonces Roberto se volvió hacia él, diciéndole:

-¿Pero te vas a marchar?....

-Sí- contestó fríamente Guzmán.

-Es decir que ya no representamos nada absolutamente...

-Quien no representa nada para vosotros, soy yo.

-No digas eso.

-No le hagáis caso- dijo una de las mujeres- eso es para comprometeros más.

-No tenéis la culpa vosotras- dijo Guzmán con desdén- sino los hombres que se empeñan en sostener a semejantes víboras.

Las dos mujeres se dieron por ofendidas con aquellas palabras.

Y aun trataron de levantarse sobre Guzmán, y lo hubieran hecho a no haberlas detenido Roberto y Diablo.

-¡Nos ha llamado víboras!...- gritó la una.

-¡Nos ha insultado!...- ahulló la otra.

-Pues aun no os he dicho todo cuanto merecéis.

-¡Ea!- dijo Roberto- dejad a los hombres que despachen sus negocios.

-No queremos- exclamaron las dos especies de serpientes- nos habéis ofrecido aguardiente y lo queremos.

-¡Al infierno las habladoras!- añadió Guzmán.- Vaya, vaya, os veo muy entretenidos, y a mí me corre mucha prisa...

-¿Pero qué es ello?- preguntó el Diablo.

-¿Para qué os lo he de decir, si no me habéis de prestar ayuda?

-Sin embargo.....

-Nada, pasad buena noche y con tal que estéis al lado de esos demonios de mujeres, ¿qué os importa que vuestro amigo se hallo en una situación apurada?

-¡Hombre, no digas eso!

-No le hagas caso, marido- dijo una.

-Dejadle que se marche- añadió la otra.

Los dos hombres, a pesar de estas palabras, estaban dispuestos a seguir a su amigo, y lo hubieran hecho a no haber proseguido aquellas diciendo:

-La noche está muy fría, y mejor estamos aquí.

-Pero ya ves- dijo Roberto a la que tenía a su lado- si hay alguna utilidad.....

-¿La gastarás conmigo?

-¡Quién lo duda!

-Os equivocáis- dijo Guzmán, a quien no se le había escapado nada de aquella escena- no hay utilidad.

-Entonces, déjale- dijo una.

-¡Justo, justo; que se vaya y que venga el ron!- gritó el Diablo.

-¡Bravo!- murmuró Guzmán con expresión de infinito desprecio- sois unos hombres.....

-¡Guzmán!

-Os lo vuelvo a repetir; puesto que para vosotros nada significa la amistad, desde ahora mismo rompo.

-¿Qué quieres decir?- exclamaron los dos perdidos a la vez.

-Que no sois mis amigos.

-¿Por qué?

-Porque me veis en un peligro, y valen más para vosotros los abrazos y las caricias de esas miserables criaturas, que su amigo.....

-¡Nos llama miserables!....- gritaron las dos mujeres al mismo tiempo que se iban a lanza sobre Guzmán.

-¡Eh!.... ¡fuera de ahí, mujeres o demonios!- dijeron a la vez Roberto y el Diablo.

Y al mismo tiempo las repelieron de una manera tan brusca que fueron a caer contra la mesa.

Inmediatamente se acercaron a Guzmán.

-Y bien, ¿qué queréis?- les dijo éste.

-Nos has dicho palabras.....

-Que estoy dispuesto a sostener- con testó Guzmán con altanería.- No me ha gustado jamás echar en cara los beneficios que he hecho, pero debo deciros que mi comportamiento para con vosotros ha sido muy distinto.

Lo mismo Roberto que su compañero, al escuchar las palabras de Guzmán, llevaron instintivamente sus manos a las empuñaduras de sus puñales.

Sus ojos resplandecieron de cólera, y sus feroces semblantes se revistieron con tintes más sombríos aún.

Pero aquello no fue cosa más que de un momento.

Roberto apagó el brillo de sus ojos, y dijo tendiendo una mano a Guzmán:

-Somos amigos; vamos donde quieras.

Guzmán apretó aquella mano entre las suyas y no dijo una palabra.

-Yo también te seguiré- dijo a su vez el Diablo.

-Pues bien, venid conmigo.

-¿Pero dónde vamos?

-¿No tenéis confianza en mí?

-Sí, hombre, sí.

-Pues entonces, ¿a qué esas vacilaciones?

-Nada, vamos contigo donde quieras.

Guzmán, seguido de sus compañeros, salió de la pulpería.

Aquel repentino cambio, aquella paz realizada tan inoportunamente, no pudo menos de llamar la atención de los constantes comensales de la pulpería.

Especialmente el Moreno lo sintió más que ninguno.

Guzmán, el Diablo y Roberto, eran entre toda la canalla que allí se reunía; los que llevaban la voz.

Nadie se atrevía a decirles una palabra.

Representaban la fuerza, y ya se sabe que los malvados no respetan otra ley que aquella.

Así era que ver a los tres gefes de toda aquella toifa de bribones estar a punto de llegar a las manos, era un espectáculo curioso por demás.

El Moreno especialmente, lo observaba todo con profunda atención.

Y aun debemos decir, que esperaba lo que a su juicio iba a suceder con extraordinaria alegría.

Según su cálculo, iba a tener lugar una riña.

Y una riña entre aquellos tres valentones, necesariamente había de ser sangrienta.

Esto representaba para él, algún cadáver, quizá algún herido.

Porque eran sus enemigos los tres.

Bebían y comían lo mejor de su casa, y le pagaban a golpes.

Es verdad que cuando habían ganado al juego, derramaban el dinero a manos llenas.

Y en esta lluvia, una parte y no pequeña, alcanzaba al tabernero.

¡Pero esto sucedía tan pocas veces!....

Así era que pedía al cielo con todo el fervor de su alma, que se batiesen, y que murieran ya que no los tres, dos por lo menos.

Pero contra todos sus deseos, nada de lo que él esperaba sucedió.

Los tres hombres se reconciliaron, y salieron de la pulpería, según hemos visto, mientras que el Moreno quedábase mirando con desconsolados ojos al cielo, murmurando entre dientes:

-¿Qué daño habré hecho yo para que el cielo me castigue no dejando que esos hombres se maten entre sí?

Capítulo LXXXIV. La realización del rapto

Una vez que los tres bandidos se encontraron en la calle, Guzmán, dirigiéndose a sus compañeros, les dijo:

-La verdad es, amigos míos, que me he mostrado bastante duro con vosotros.

-¿Quién se acuerda ya de eso?- repuso el Diablo.

-Era necesario que obrase así.

-Ya se ve; como que nos habíamos olvidado de nuestro compromiso- añadió Roberto.

-En cambio yo no lo he olvidado nunca.

-Tienes razón.

-Siempre que me habéis necesitado he estado junto a vosotros.

-Sí, sí, es cierto.

-Pues bien; la única vez que he tenido necesidad de buscaros no os he encontrado más que a fuerza.....

-Olvida eso, Guzmán.

-Sea; lo olvido y allá va mi mano.

Y Guzmán tendió su mano que los otros estrecharon con efusión.

-¿Y qué es lo que quieres?

-Que me ayudéis.

-¿A qué?

-A salvarme.

-¿A salvarte?- exclamaron los dos hombres asombrados.

-Sí.

-¿Pues qué te sucede?

-Estoy perseguido; me he podido escapar, gracias a mi ligereza y a mi suerte.

-¿Qué estás diciendo?

-La verdad.

-¿Pero qué has hecho?

-Si no hubieseis estado tan alejados de mí lo sabríais; eso prueba vuestro interés por mí. Cometí una torpeza con uno y me persiguen.

-¿Según eso te reconocieron?- preguntó Roberto, que como su compañero no había podido menos de sentir toda la fuerza del reproche de su amigo.

-Justamente.

-¿Y qué quieres que hagamos nosotros? ¿De qué manera te podremos salvar?

-Ayudándome.

-¿A qué?

-A robar a una mujer.

Los dos bandidos se quedaron mirando a Guzmán como si no le hubiesen comprendido bien.

Efectivamente que se necesitaba toda la audacia de aquel hombre para atreverse a pensar en un robo, cuando tenía, por decirlo así, un pie puesto ya en la primera grada del cadalso.

Así fue, que a sus compañeros no pudo menos de sorprenderles aquella extraña proposición.

Y al sorprenderlos les llenó también de una admiración profunda hacia el hombre que tenía tan firme la cabeza, a pesar de tenerla tan comprometida.

Guzmán los contemplaba sonriéndose, y al cabo de algunos segundos les dijo:

-¿Qué os parece mi idea?

-¡Hombre!.... tú tienes ganas de chancearte sin duda.

-No lo creáis; hablo con toda formalidad.

-Pero ¿estás decidido a que ese rapto se lleve a efecto?

-Sí; ¿no os digo que es mi salvación?

-No te comprendo- dijo el Diablo.

-Ni yo tampoco- añadió Roberto.

-Esa mujer es mi ángel tutelar; pero estamos perdiendo un tiempo precioso, y quizás cuando lleguemos ya sea tarde.

-¿Pero nos explicarás?....

-La mujer que vamos a robar nos servirá de rehenes para asegurar mi vida.

-¿Pues quién es?....- preguntó Roberto.

-Una pobre muchacha.

-Vamos, tú quieres burlarte- dijo el Diablo.

-Si lo tomáis de esa manera.....

-No te incomodes.

-Os empeñáis.....

-No es que nos empeñamos, pero hay cosas que sorprenden; tú mismo lo conocerás así. ¿Cómo es posible que podamos creer nosotros que de una mujer tan insignificante pueda depender tu salvación?

-Ya lo veréis, y estoy seguro que quedaréis satisfechos.

-En fin, sea lo que tú quieras.

-¿Estáis dispuestos a seguirme?

-Hombre, no sé a qué vienen esas dudas, cuando puedes estar convencido de la verdad de cuanto te hemos dicho.

Entonces Guzmán condujo a sus compañeros cerca de la casa donde vivía José, explicándoles lo que de ellos necesitaba.

Fácilmente se comprende que al saber lo mismo Diablo que Roberto la humildad de clase a que pertenecía Carlota, su sorpresa había de ser extraordinaria.

¿Cómo era posible que la pobre hija de un campanero a quien por caridad le habían confiado el puesto que ocupaba, pudiera servir de garantía para el perdón de Guzmán?

-¿Pero hombre, estás en tu juicio?- preguntó el primero.

-¿De qué apuros va a sacarte esa muchacha?

-¿Qué sabéis vosotros?

-No comprendo las razones que tengas; pero, francamente, eso de exponernos a tener un percance sin que te resulte un beneficio positivo, es menester meditarlo.

-Pero si os pago, cabezas malditas, ¿por qué gruñir tanto?

-Mira, Guzmán, aquí no se trata de que pagues o dejes de pagar; si es por servirte, lo mismo éste que yo, nada te queremos interesar; pero.....

-¿Pero qué? Acaba.

-Que esa mujer, ¿cómo es posible que pueda contribuir poco ni mucho a tu salvación?

-Muy sencillo.

-Explícate- dijo Roberto.

-Eso es, habla y nos convenceremos- añadió el Diablo.

-Figuráos que esa muchacha es muy linda.

-¿Y estás prendado de ella acaso?

-Callad, imbéciles, ¿os creéis que Guzmán desciende a semejantes debilidades?

-Hombre! creo que tú serás como los demás.

-Estáis en un error. Yo, a Dios gracias, no me enamoro más que de una onza de oro.

-Pues entonces.....

-Entonces, hay un galán que está prendado de la doncella; tiene valimiento cerca del virey, y puede conseguir mi perdón.

-Eso es otra cosa.

-Pero Guzmán, ¿tú has tenido en cuenta que esos señores suelen muchas veces ofrecer lo que después no cumplen?

-Este lo cumplirá.

Tan resuelto fue el acento con que Guzmán pronunció estas palabras, que sus dos compañeros no pudieron menos de inclinar la cabeza, diciendo:

-Pues chico, tú sabrás lo que haces.

-De sobra que lo sé.

-Dispón cuando se ha de verificar ese rapto.

-Lo más pronto posible.

-¿Quieres que vayamos esta noche?

-No. Es menester realizarlo dejando la menor huella posible.

-Entonces tú dirás cómo.

Guzmán se lo explicó y a consecuencia de estas explicaciones, fue la entrada de los dos bandidos en casa del ciego, bajo el pretexto que vimos en otro lugar, pero realmente para tomar los moldes de la cerradura de la otra puerta y enterarse de la disposición de la mezquina casa.

Bien ajenos estaban, lo mismo José que su hija, del golpe que contra su dicha se preparaba.

Una vez hecha la llave y todo dispuesto, dos días después de aquel en que Armendáriz había dicho que se marchaba fuera de Méjico, Carlota que se había despedido de su padre confiada en el porvenir que precisamente aquel día más que nunca se lo había pintado risueño y agradable su amante, retiróse a su habitación y recogióse en el lecho entregándose a uno de esos sueños de felicidad, propios de la cándida y hermosa juventud.

José, a su vez, halagado por la esperanza que Armendáriz había derramado en su corazón, y por la dicha de su hija, durmióse tranquilamente.

Próximamente a la madrugada, abrióse silenciosamente la puerta que daba a la parte más solitaria del sitio en que se alzaba la catedral, y el Diablo y Roberto penetraron en el interior de la casa.

-Abre un poco la linterna- dijo el primero al segundo con recatado acento- no sea que haga el diablo mi patrón que tropecemos y se despierten los pájaros.

-¿Sabes cuál es el cuarto de la muchacha?- preguntó Roberto.

-Sígueme y calla.

Los dos bandidos penetraron por un largo corredor, al final del cual estaban, la una frente a la otra, las habitaciones del padre, y de la hija.

Andando cautelosamente convenciéronse primero de que el ciego continuaba roncando, y después entraron en el cuarto de la joven.

A tientas llegaron hasta el lecho, y entonces Roberto, a la par que abría la linterna para ver la operación que iba a practicar, puso un pañuelo a manera de mordaza sobre la boca de la joven.

Ésta, al verse sorprendida de súbito por la luz, abrió los ojos; mas el grito de espanto que fue a exhalar quedó ahogado por la mordaza de Roberto.

Toda resistencia era completamente inútil.

Las fuerzas de Carlota eran impotentes para medirse con las de aquellos dos bribones, y bien pronto el terror y la ira produjéronle un desmayo que facilitó en gran manera la tarea de aquellos.

Pocos momentos después Carlota se hallaba encerrada en un carruaje al lado de Guzmán.

Durante un buen espacio la joven continuó desmayada, sin que su raptor hiciera diligencia alguna para socorrerla.

Felicitábase por aquel desmayo tan oportuno, que hacía menos comprometida la situación.

Una vez fuera de la ciudad, cuando apenas principiaba a amanecer, murmuró el bandido:

-Pues señor, terminó felizmente la primera parte de mi empresa; veremos cómo concluye la segunda.

Y sacando la cabeza fuera de la ventanilla, dijo a Roberto, que iba guiando el carruaje:

-Para un momento, Roberto, y vamos a quitarle a esta buena moza el pañuelo, que ya no es necesario.

Detúvose el carruaje, y Roberto y su compañero descendieron del pescante, y abriendo la portezuela ayudaron a su amigo en la comprometida empresa de quitar la mordaza a la joven.

Y decimos comprometida, porque si daba la casualidad de que la joven recobrase el conocimiento al mismo tiempo de quitarle el pañuelo que hacia el oficio de mordaza, y comenzaba a gritar, era fácil que los vendedores de las inmediaciones que en aquellos momentos se dirigían a la capital, se apercibiesen de ello, y en este caso pudieran pasarlo mal.

Sin embargo, era menester hacerlo, porque Guzmán, a la débil claridad del crepúsculo, había advertido el encendido color del rostro de la joven y la dificultad de su respiración, y temió que pudiera sobrevenirle algún grave accidente.

-No tengáis cuidado- dijo a sus compañeros que manifestaron aquellos temores.- Todavía tardará algunos minutos en volver en sí, y con que apretéis un poco y podamos entrar por esa vereda que hay a la derecha, en poco tiempo nos hallaremos en el bosque, y entonces que nos echen un galgo.

-Pues, manos a la obra.

Efectivamente, quitaron el pañuelo de la boca de Carlota, que exhaló un suspiro de bienestar, y el carruaje partió inmediatamente con mayor rapidez.

A poco entraron por la vereda indicada por Guzmán, y felizmente ganaron el bosque al mismo tiempo que Carlota volvía en sí.

-Pues, señor, llegó el momento de la gran escena- dijo Guzmán, observando los primeros movimientos de la joven.

-Afortunadamente, aquí me importan ya muy poco sus gritos.

Carlota abrió los ojos, y su mirada atónita fijóse en el interior del carruaje.

Después por un movimiento puramente maquinal, trató de lanzarse fuera de él.

Pero la mano de Guzmán la detuvo, diciéndole:

-Cuidado, niña; de aquí no se sale con tanta libertad.

Carlota lanzó un grito de terror.

No se había apercibido de aquel hombre que iba al lado de ella, y al escuchar su voz, y al sentir el contacto de sus manos se estremeció, y exclamó con voz trémula:

-¡Dios mio! ¿Dónde estoy? ¿Qué queréis hacer de mí?

-Muchas preguntas son esas para contestaros de un modo que os pueda satisfacer.

-Pero, ¿quién sois vos? ¿Por qué me habéis sacado de mi casa?

-El quién yo sea, debe importaros muy poco; y respecto a todo lo demás, tiempo de sobra tendréis para saber la suerte que os aguarda.

-¿Pero, y mi padre?

-Vuestro padre sabrá oportunamente dónde estáis, y tened por muy cierto que ya se consolará.

-¡Oh!- exclamó Carlota, rompiendo a llorar amargamente.- Yo no quiero ir con vos. Dejadme salir de aquí.

Y la joven volvió a querer lanzarse sobre la portezuela del coche.

Pero otra vez Guzmán que no la perdía de vista, la contuvo diciéndola:

-Vamos, niña, sed razonable, y mirad que vuestro traje no es el más a propósito para andar por esos caminos y a estas horas.

La joven se apercibió entonces de la ligereza de su traje, y que para cubrir su cuerpo la habían envuelto los bandidos con sus capas.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!- murmuró cubriéndose el rostro con las manos y llena de vergüenza.

Pero de súbito reaccionóse poderosamente, y antes de que Guzmán pudiera impedirlo, sacó el cuerpo por la ventanilla, gritando con acento desconsolador:

-¡Socorro! ¡Socorro!

Pero en aquel momento se detuvo el carruaje.

Habían llegado al punto de su destino.

Carlota, a pesar de su resistencia y de sus gritos, quedó encerrada y perfectamente segura en el interior de una casa situada en lo más espeso del bosque, casa ignorada tal vez por efecto de la posición que ocupaba y de lo poco frecuentados que eran aquellos contornos.

Capítulo LXXXV. Cómo recibió Francisco la tremenda noticia

Puede presumirse perfectamente la profunda sorpresa que se apoderaría de José, cuando a la mañana siguiente, vio que se había despertado sin que fuese su hija la que como de costumbre entrase en su habitación a hacerlo.

En el primer momento creyó que estaría indispuesta, y esta creencia fue tomando alarmantes proporciones al ver que por más que la llamaba no le respondía.

Arrojóse del lecho, vistióse apresuradamente, y lleno de mortal inquietud, entró en el cuarto de su hija.

Aproximóse a su lecho; principió a tentar, y advirtió el desorden en que se hallaba; mas no pudo encontrarla por ninguna parte.

Todavía la esperanza le sugirió un medio para calmar momentáneamente la angustia que le consumía.

Creyó que habría ido a hacer la compra como tenía por costumbre todas las mañanas después que él se había levantado, que volvería pronto y que todo ello no pasaría de una falsa alarma.

Mas trascurrieron las horas y Carlota no parecía.

Entonces el pobre ciego salió a la calle; dirigióse a las tiendas donde solía comprar su hija, visitó a las personas a quienes conocía, y en todas partes hubo de alcanzar la misma contestación: Carlota no había parecido por allí.

Entonces regresó a su casa.

Tal vez durante su ausencia, la joven hubiera regresado.

Pero esta esperanza se desvaneció bien pronto.

No había vuelto su hija.

Entonces el dolor y la desesperación del anciano, no conocieron límites.

-¡Carlota! ¡hija mía!- exclamaba el pobre ciego con acento desesperado y sollozante.- ¿Qué ha sido de tí? ¿Dónde estás que no respondes? ¿Me has abandonado acaso? ¿Tan cruel has sido que no has vacilado en llenar de amargura y de dolor el corazón de tu padre?, responde, hija mía; responde por piedad, ¿dónde estás?

Pero nadie respondía a los lamentos del anciano.

Apenas si alguno de sus vecinos o de sus conocidos se presentaba en aquellos momentos a deslizar algunas palabras de esperanza en su oído, marchándose después, y dejándole solo con su profundo quebranto.

Hubo un momento, en que el pobre hombre creyó que Francisco había sido el raptor de su hija.

Y cogiendo su bastón, dispúsose a dirigirse a la posada que habitaba, o al cuartel, o al mismo palacio del virey, hasta encontrar al que de tan indigna manera le engañara.

Pero en seguida se desvaneció aquella sospecha.

No era posible que Francisco que con tanta franqueza y lealtad le había hablado, que tan noble y tan generoso se mostrara, fuese a cometer una acción tan vituperable.

Tornó a dejarse caer abatido en la silla de donde momentos antes se levantara, y allí permaneció hasta que la voz del mismo Francisco vino a sacarle de su desdichada situación.

-Buenos días, José- dijo el capitán entrando en el aposento como de costumbre.

-¡Ay! hijo mío- exclamó con dolorido acento el ciego- qué desgraciados somos!

-¿Qué es eso, José? ¡lloráis! ¿qué advierto en vos que sin saber por qué está llenándome de angustia? ¿Dónde está Carlota?

El anciano rompió a llorar como un niño.

-¡Hablad por piedad! ¿Dónde está Carlota?

-No lo sé.

-¿Que no lo sabéis?

-No. Tan desesperado estoy que he llegado hasta a dudar de vos.

-¡De mí!

-Sí, hijo mío; sí. Cuando me he levantado hoy ya no estaba Carlota en casa.

-¿Y no habéis oído nada que os pudiera revelar?....

-Nada.

-¡Pero Dios mío! ¿qué quiere decir esto?-exclamó Francisco a quien el dolor comenzaba a oscurecerla razón.

-Eso es lo que yo estoy preguntándome desde que ha amanecido y para lo cual no he encontrado todavía respuesta.

-Pero algo habrá que nos pueda dar alguna luz sobre lo ocurrido.

-No, no hay nada. Desde que me he levantado ya no encontré a Carlota en su habitación.

-Es decir que se había marchado antes de que vos os levantáseis.

-Sí; pero lo más extraño es que la puerta estaba cerrada.

-¡Cómo!

-Sí, cerrada.

-¿Pero también lo estaba la que da al lado opuesto de la plaza?

-No he reparado en ello. Venid, don Francisco, venid y quizás vos podáis apreciar de distinto modo que yo, lo ocurrido.

Y el anciano, seguido de Francisco, se dirigió hacia la puerta por donde efectivamente habían salido los raptores de Carlota.

Pero merced a la llave de que estos iban provistos, y cuyo molde, como sabemos, tomaron el día que estuvieron en la catedral a reclamar aquel objeto perdido por una dama, pudieron cerrar la puerta perfectamente.

-Ya veis que nada se encuentra por aquí que confirme nuestras sospechas, ¿no es verdad?-preguntó el ciego al caballero.

-Llevadme al cuarto de Carlota.

El ciego hizo lo que Francisco deseaba, y apenas hubo entrado en él exclamó:

-¡Pues si están aquí las ropas de Carlota!

-¡Cómo!- dijo José.

-Ya lo creo, ¿qué quiere decir esto? en esta habitación se advierte el desorden consiguiente a una lucha, no fuerte, pero que ha debido durar algunos momentos. ¿Y nada habéis oído?

-Nada, ¿no lo estáis oyendo?

-Carlota ha sido robada.

-¿Pero por dónde han salido sus raptores?

-Eso es lo que vamos a ver.

Y Francisco púsose a observar detenidamente todos los objetos que le rodeaban.

Salió del cuarto de Carlota y se fijó en el suelo.

-Aquí hay huellas que no son de Carlota- dijo.

-¿Qué dirección siguen?- preguntó afanosamente José.

-Se confunden y se pierden, y no puedo acertar.... ¡Ah!- prosiguió Francisco deteniéndose ante un objeto que acababa de llamar su atención.

-¿Qué habéis visto?

-Aquí hay un pequeño fragmento de capa. Sin duda se enganchó en este clavo, y en la precipitación con que iban los raptores, tiraron de ella, sin cuidarse de que dejaban este indicio.

-Pero la dirección que estáis siguiendo, es la de la puerta que da al otro lado de la plaza.

-Pues por aquí es por donde han salido.

-¿Pero cómo, si está cerrada?

-¿Y no sabéis que hay llaves que abren todas las puertas?

-¿Y quién puede haber robado a mi hija?

-Eso es lo que necesitamos saber, y yo os juro que lo sabremos.

-¡Oh! sí, sí, corred! Dios mío, ¿por qué no tendré yo vista para poder auxiliaros en vuestras indagaciones?

-No tengáis cuidado; yo basto para todo.

Pero desgraciadamente no sirvió de nada la voluntad a don Francisco.

En vano su tío el virey puso en movimiento todos los grandes elementos de que podía disponer.

Carlota no parecía.

Nadie la había visto.

El robo se había verificado con tanta discreción, que no hubo persona que, a pesar de la crecida recompensa ofrecida a quien diese algún indicio, pudiera darle positivamente.

Don Francisco estaba desesperado.

Cada día iba una multitud de veces a la Catedral, a participar al ciego lo inútil de sus pesquisas, y a ver si éste había adquirido por casualidad alguna noticia que pudiera servirle de guía.

Pero nada absolutamente podía adelantarse.

Un misterio profundo envolvía la desaparición de Carlota.

-¡Oh! la vista, la vista!-exclamaba sin cesar José.- Si yo la tuviera, yo la encontraría. Es necesario que aviséis a vuestro amigo; él me ofreció dármela, y quiero que cumpla su promesa.

-Según dijo, hoy debe llegar.

-¡Oh! vedle, vedle, y que venga al punto!

Efectivamente, Armendáriz llegó aquel día a Méjico.

Conforme había ofrecido don Francisco, se dirigió inmediatamente en su busca.

-Amigo mío- exclamó arrojándose en los brazos de su amigo- estoy desesperado; Carlota ha sido robada.

-¿Estáis en vos?- exclamó el traidor con una sorpresa admirablemente fingida.

-Sí que lo estoy, por desgracia.

-¿Pero estáis seguro de que Carlota ha sido robada?

-Vos mismo os convenceréis de ello cuando podáis en realidad apreciar los detalles en que yo me he fijado.

-Pero explicaos.

Don Francisco refirió a su amigo lo que había observado, y terminó su relato diciéndole:

-Ahora venid conmigo, porque aquel pobre padre está lleno de angustia y desesperación.

-Lo comprendo. ¿Pero qué ha hecho vuestro tío? ¿Es posible que teniendo a su disposición tantos medios, no se haya podido descubrir el paradero de esa joven?

-Nada absolutamente.

-Vamos, valor, amigo mío, valor- dijo Armendáriz estrechando la mano de Francisco- ahora estoy junto a vos y yo os juro que uniremos nuestros esfuerzos para encontrarla.

-¡Cuán noble y generoso sois!- exclamó Francisco verdaderamente afectado por las palabras de su amigo.

Armendáriz estaba haciendo violentos esfuerzos para dominar la profunda alegría que sentía.

Adivinaba el dolor del joven, comprendía muy bien su inmensa desesperación y con ella se recreaba, y su perverso corazón se estremecía de gozo.

Francisco le llevó consigo a casa del viejo.

Apenas José supo que estaba allí, le dijo:

-¡Señor doctor, por piedad, devolvedme la vista!

-Calma, amigo mío, calma- repuso Armendáriz- recobraréis la vista pero es menester que calméis esa agitación que os devora.

-¡Calmarla! ¿Y sabéis con qué se puede calmar únicamente?

-Con lo que no está en nuestra mano poderos dar, ya lo sé; pero por lo mismo es preciso que pongáis de vuestra parte cuanto sea posible.

-Yo quiero encontrar a mi hija.

-Nosotros también.

-Sin embargo, ¿quién podrá hacerlo con más afán que su padre?

-Perdonad, José; no os dejéis cegar por el dolor, ¿creéis acaso que yo no habré hecho cuanto posible fuera para devolvérosla?

-Harto lo sé; no lo digo por vos; no toméis por ofensa mis palabras.

-Vuelvo a recomendaros la calma, porque de ese modo estoy seguro que no hacéis más que empeorar vuestro estado.

-¿Podéis darme la vista?

-Con la ayuda de Dios, creo que sí.

-Pues entonces invocadla como yo la invocaré también y rasgad esta venda que me impide marchar en busca de mi pobre hija.

-Debo advertiros una cosa- dijo Armendáriz después de algunos momentos de reflexión.

-¿Qué?

-Que en el estado general de irritación en que os halláis, pudiera seros fatal esa operación.

-¡Doctor!

-Sí, amigo mío- prosiguió éste dirigiéndose a Francisco, que había pronunciado la anterior exclamación lleno de temor- no me atrevería a responder de una operación llevada a cabo en semejantes condiciones.

-Ya lo oís, José- dijo Francisco- es preciso que tengáis calma y reflexión.

-Pero mi hija está reclamando mi auxilio- exclamó el pobre ciego con acento desesperado.

-¿Y acaso creéis que con vuestro ardiente anhelo vais a conseguir mejorar su estado?

-Ya lo sé, ¿pero quién puede evitar esto tratándose de una hija querida?

-En ese caso, no penséis en recobrar la vista.

-¡Oh! tened piedad de mí.

-Por lo mismo que la tengo, por lo mismo que me afecta doblemente vuestro estado, no quiero, no debo acceder a lo que me pedís.

-¡Oh!

-Vamos, José, no os desesperéis de ese modo, por el mismo cariño que profesáis a vuestra hija, por ese mismo afán que tenéis de poderos consagrar a su encuentro, procurad serenaros para que Armendáriz pueda operar con seguridad.

-¿Cuántos días podré tardar en ver?- preguntó el ciego al cabo de algunos momentos de reflexión.

-Según sea el estado general. Si estáis tranquilo y obedecéis ciegamente mis prescripciones, es cuestión de seis días.

-¡Seis días aún!

-Y si continuáis así, entonces de nada respondo.

-Pues bien, emplead toda vuestra ciencia y dadme la vista. Yo os respondo que permaneceré resignado.

-Eso es lo que debéis hacer- dijo Francisco.

-De esa manera ya podremos entendernos mejor- repuso Armendáriz tomando el pulso al ciego, aun cuando ya veo que no es vuestra resolución tan firme como quisiera.

-¿Por qué?

-Porque estáis agitado todavía.

-Y lo estaré mientras no encuentre a mi hija; ea, señor doctor, a muerte o a vida, haced la operación.

Armendáriz miró a Francisco como dudando respecto a lo que había de hacer.

El capitán a su vez mostróse vacilante y temeroso, y dijo:

-Amigo mío, obrad en todo como os dicte vuestra conciencia.

-¡La vista! ¡la vista!- volvió a gritar el ciego, con acento tembloroso por el llanto.

-Pues bien, os la daré; pero conste que os he avisado antes de lo que puede aconteceros.

-¡Oh! ¡gracias!- exclamó con efusión el anciano.

Armendáriz prometió entonces volver dentro de poco, pues necesitaba algunas drogas, indispensables para los preliminares de la operación, y salió de la casa de José.

Capítulo LXXXVI. Una operación desgraciada

Una vez Armendáriz fuera de la casa de José, su semblante brilló con una expresión de satánico placer y murmuró con indefinible acento:

-Por fin, voy a principiar a saborear mi venganza. Carlota quedará sola en el mundo, Francisco me impulsará a que lleve a cabo esa operación en que José perderá la vida, y su hija sabrá que ha sido por él, y después que tenga destrozada el alma y deshonrado el cuerpo, se la dejaré a Francisco para que sea su eterno remordimiento y su constante pesadilla. ¡Oh! padre mío, yo te aseguro que ha de vengarte dignamente tu hijo.

Y cada vez más lleno de satisfacción, cada vez más seguro de aquel éxito respecto al cual tanto había calculado, llegó a su casa y Campillo no pudo menos de sorprenderse al ver su alegría.

-Sí, Campillo- contestó a su escudero que le contemplaba asombrado.- Estoy próximo a ser feliz; creo que pronto, muy pronto, saborearé por entero mi venganza.

-Cuidado, señor; no os dejéis alucinar por apariencias que mañana pudieran quedar defraudadas.

-No tengas cuidado. ¿lla venido Guzmán?

-No señor; pero ha enviado a uno de los suyos.

-¿Y qué dice?

-Que todo marcha perfectamente.

-¿De modo que la doncella?....

-Va estando algo más resignada.

-Así debe hacer, porque de otro modo, el mal sería para ella.

-Pero, ¿cuándo vais?....

-No te impacientes, Campillo; ya llegaré. Es menester que no deje obstáculos a mi espalda.

El escudero miró con asombro a su señor, pero como éste se alejó de su lado sin añadirle otra palabra, no juzgó conveniente hacerle más preguntas.

Armendáriz entró en su pequeño laboratorio, y durante algún tiempo estuvo ocupándose en confeccionar algunos colirios de que había de hacer uso en la operación que proyectaba.

En esta ocupación le sorprendió la llegada de Francisco.

El joven, puesto en cuidado por las palabras del médico, fue a su casa tan luego encontró medio de separarse de José.

No había podido hacer desistir al anciano de aquel vehemente deseo de recobrar la vista.

La carencia de noticias que había respecto a Carlota, era un poderoso aliciente para que a todo trance quisiera hallarse en disposición de marchar en busca de su hija.

Mientras la ciencia le había dicho que era imposible que volviese a ver, había lamentado su suerte, pero estaba resignado con ella.

Mas desde el momento en que con un fin tan perverso como el que ya conocemos, se le había hecho concebir la esperanza de recobrar aquel órgano tan importante, el buen hombre se sentía consumido por una impaciencia abrumadora, y no había reflexión ni consideración bastante poderosa para hacerle desistir.

Con esto había contado Armendáriz.

Pero Francisco, comprendiendo que positivamente podía encerrarse un grave peligro para el anciano, quiso consultar antes con el médico y el amigo, y en su consecuencia penetró en la casa de éste.

-Casi tenía la seguridad de que vendríais- díjole Armendáriz al verle.

-¿Por qué?

-Porque interesándoos por la salud de ese pobre anciano, mis palabras han debido llamar vuestra atención.

-Es verdad.

-Mi deber me obliga a ser franco siempre.

-¿Es decir que creéis?....

-Que en el estado en que José se halla, es un tanto aventurada la operación.

-¿Pero puede resultar grave peligro para su existencia?

-Ya lo creo; puede perderla.

-¡Oh!

-Ya veis si es menester que yo decline toda mi responsabilidad. En circunstancias normales, es decir, estando ese hombre tranquilo, respondo de salir airoso; pero de otra manera, no sé lo que resultará.

-¿Y quién le hace desistir de esa idea?

-Grave es el compromiso.

-Porque en el estado en que hoy se encuentra, si se le dice que no se hace, quizás sea peor.

-Bien pudiera ser.

-¿Y qué hacemos?

-No lo sé. ¿No se sabe nada de Carlota?

-¡Qué se ha de saber! Parece materialmente que se la ha tragado la tierra; porque mi tío ha puesto en movimiento a toda la policía de Méjico; ha enviado expresos a todas partes para que se vigilen los caminos y se detenga a toda persona que pueda parecer sospechosa; pero hasta la fecha, cuantas diligencias han practicado, han sido ineficaces.

-Mucha desgracia ha sido.

-Y tanto. No podéis imaginaros lo que yo daría por conocer al autor de tan infame crimen.

-Ya podéis estar seguro- repuso hipócritamente Armendáriz- que si yo le conociera, habríais quedado completamente vengado.

-Gracias, amigo mío; no esperaba menos de vos.

-Tanto me afecta vuestra desdicha, podéis creerlo, como si a mí mismo me sucediera.

-Horrible es, amigo mío, y os aseguro que no saben los autores de esa infamia todo el daño que me han hecho.

-¡Quién sabe si en el momento que menos podamos pensar, nos encontraremos con la que tanto amáis!

-Sin embargo, tal vez la encuentre en un estado, que se haya hecho completamente imposible para mí.

-¡Oh! no digáis eso.

Todavía continuaron algún tiempo hablando de esto, hasta que finalmente dijo otra vez Armendáriz:

-Con que vamos a ver, Francisco ¿qué hacemos respecto a José?

-Lo ignoro.

-Ved que yo no quiero afrontar por mí solo toda la responsabilidad que consigo lleva la operación de que se trata.

-Pues yo no sé qué aconsejaros. Si se le dice a José que no se le puede hacer, es fácil ocasionarle la muerte.

-¿Y si por desgracia la operación da un funesto resultado?

-¡Callad!

-Yo debo ponerme en lo peor.

Los dos jóvenes quedáronse profundamente pensativos, siendo verdadera en Francisco la zozobra, la inquietud y la duda que esperimentaba; mientras que por el contrario en Armendáriz era completamente fingida.

Después de algunos momentos de permanecer en este estado, Francisco alzó la cabeza, y dijo:

-Armendáriz, amigo mío; hagamos una cosa.

-Decid.

-Vamos a ver a José nuevamente; hablémosle, o mejor dicho, habladle vos con esa misma franqueza que me habéis hablado; significadle vuestros temores, y veamos si mis razones de amigo, y las vuestras de médico, consiguen hacerle desistir de su propósito.

-Me parece que será inútil vuestro deseo.

-Lo hemos de intentar todo antes de aventurarnos en esa operación peligrosa.

-Decís bien. No me opongo a vuestro deseo; marchemos.

Efectivamente, pocos momentos después los dos jóvenes dirigíanse nuevamente hacia la casa de José.

Éste se hallaba al cuidado de una anciana.

Cada día que pasaba hacíaselo más grande, más imperiosa, más exigente, si así podemos expresarnos, la necesidad de ver a su hija.

Y esta necesidad, desde el momento en que Armendáriz le hubo dado esperanzas de recobrar la vista, convirtióse en un deseo tan ardiente, tan impetuoso, que no vivía, no sosegaba, y cualquier persona que entraba en su casa parecíale que había de ser el médico que iba para devolverle la vista.

Habíale dicho Armendáriz que en el estado de excitación en que se hallaba era sumamente aventurada la operación.

Y procuraba tranquilizarse y no podía conseguirlo, porque la impaciencia, la inquietud, la angustia le dominaban.

En este estado llegaron Armendáriz y Francisco a su casa.

Al rumor que produjeron al entrar, alzóse vivamente del sillón, y exclamó:

-¿Quién es?

-Tranquilizáos, José; somos nosotros- contestó Armendáriz.

-¡Ah! ¿sois vos, señor doctor? ¿Venís dispuesto a arrancar esta maldita venda que cubre mis ojos?

-Calma, amigo mío- dijo Francisco, que no podía menos de sentirse dolorosamente afectado ante la impaciencia y el dolor del anciano.

-No me habléis de calma- contestó éste- no me habléis de sosiego desde el momento en que permanezco ciego, y mi pobre hija no ha parecido.

-Pues, precisamente por esa misma operación os recomiendo la tranquilidad y el reposo; precisamente para asegurar el éxito de ella os exijo de nuevo la quietud.

-¿Queréis callar?

-Haced lo que os dice Armendáriz; ved que de otra manera esa misma esperanza, que todos tenemos, no tendrá otro remedio que desvanecerse.

-¡Que desvanecerse! ¿Por qué?

-Porque no me atreveré a operar en la situación en que os halláis.

-¡Pero no habíais dicho!....

-Que os devolvería la vista.

-¿Y no lo haréis?

-No, continuando como estáis.

-Decid que tenéis miedo, decid que desesperáis del resultado. que vuestra ciencia es impotente para devolverme la vista, que habéis querido entretener mi esperanza para después decid.... pero, ¡Dios mío! estos hombres no tienen entrañas, ¡jugar con el dolor, con la desesperación de un padre!....

Y el pobre anciano dejóse caer abatido sobre el sillón cubriéndose el rostro con ambas manos.

-Vamos, José, no desesperéis así- dijo Francisco- Armendáriz tiene confianza, pero es menester que le ayudéis, porque de continuar en esa mortal agitación corréis grave peligro.

-¿Pero decís que tiene esperanzas?

-Sí.

-Entonces qué me importa la muerte si he podido ver lo bastante para encontrar a mi hija?

-Es que el peligro es más inmediato- repuso el médico.

-¡Y qué me importa! no habladme de peligros, ni decidme nada que pueda obligarme a desistir de esa idea que vosotros mismos hicísteis nacer en mí.

Efectivamente, en vano fueron todos los esfuerzos hechos para hacerle desistir de aquella idea, de aquel propósito.

Armendáriz regocijábase interiormente de aquella decisión y finalmente fingió ceder a la exigencia del anciano, diciendo a Francisco, cuando salieron momentos después:

-Mucho dudo que me salga bien; por la primera vez en mi vida tiemblo ante el resultado de esta operación; pero suceda lo que quiera tengo la conciencia tranquila toda vez que le he dicho lealmente mi opinión.

Al día siguiente Armendáriz principió a operar a José.

Dos días más tarde comenzó éste a ver alguna cosa.

Felicitábanse Francisco y el buen anciano por el éxito alcanzado; pero Armendáriz moviendo la cabeza, decía al joven capitán:

-No tengamos confianza, amigo mío; yo no tengo ninguna, la fiebre devora a ese pobre hombre y esa fiebre es precisamente el peor enemigo que tengo.

Y la predicción de Armendáriz se cumplió por desgracia.

Conforme pasaban los días, aumentaba la impaciencia del anciano.

Y al aumentar su impaciencia crecía más violentamente la fiebre; y finalmente, al sexto día, cuando había conseguido recobrar la vista, declarósele con tal intensidad una congestión, que en breve espacio fueron inútiles todos los auxilios de la ciencia, y el pobre anciano falleció pocas horas después.

Capítulo LXXXVII. Donde Armendáriz tropieza con una decepción

Profundamente disgustado quedó Francisco ante el funesto desenlace que había tenido la operación de José.

Y era mayor su disgusto, porque realmente él había sido quien instigó a Armendáriz para que llevase a cabo la operación, toda vez que éste, con un maquiavelismo superior a todo encarecimiento, no hizo más que oponer obstáculos a fin de excitar los deseos con más vehemencia.

De aquí que Francisco, al ver el estado en que el anciano se ponía por efecto de las negativas del médico, no tuvo otro remedio que insistir a fin de que complaciera a José, ocasionándole, como él mismo decía, la muerte.

Armendáriz, a su vez, en vano hacia esfuerzos para dominar su alegría.

Su propósito habíase realizado en todas sus partes, y la muerte del ciego no fue debida al estado de irritación, digámoslo así, en que se encontraba, sino a las medicinas preopinadas por él, las cuales determinaron la congestión que le llevó al sepulcro.

Sin embargo, delante de Francisco procuró siempre ocultar aquella alegría tan indigna.

Aparentaba una tristeza y un disgusto iguales a los que sentía el capitán, y de este modo ganábase doblemente sus simpatías.

Al día siguiente de haber tenido lugar la muerte de José, hallábase Armendáriz en su posada, saboreando, digámoslo así, las angustias y las torturas que había de sufrir el capitán en el momento en que supiese la verdad, cuando entró Campillo, y le dijo:

-Señor, ahí fuera está quien quiere veros.

-¿Quién es?

-Paréceme que se trata del bribón de Guzmán.

-¡Hola, qué novedades ocurrirán!

-A mí me ha parecido que era él.

-Dile que entre.

Salió el escudero, y pocos momentos después Guzmán se encontraba en el aposento.

El doctor fijó una mirada ansiosa en el rostro del bribón, y le dijo:

-¿Qué sucede, Guzmán?

-No tenéis que alarmaros- repuso éste con calma- la moza está completamente tranquila.

-Entonces, ¿a qué vienes?

-Ya lo sabréis.

-¿No ha sabido nada absolutamente de la muerte de su padre?- preguntó el doctor bajando la voz y mirando fijamente a Guzmán.

La sorpresa que éste experimentó revestía un carácter tal de sinceridad, que el doctor no pudo dudar respecto a su ignorancia.

-Efectivamente, Guzmán no tuvo noticia alguna de lo ocurrido en la casa del ciego.

Desde el día en que sus compañeros robaron a Carlota, nada había sabido, permaneciendo consagrado únicamente al cuidado de la joven.

De aquí que aquella noticia le sorprendiera de un modo extraordinario.

-Pero explicadme cómo ha sido esto- dijo.

-¡Toma! muy sencillo: que ha muerto.

-¿Pero de pena?

-No; quiso recobrar la vista, y a pesar de mis observaciones, no tuve otro remedio que complacerle.

-¿Y murió de la operación?

-Sí.

Guzmán miró profundamente al doctor.

Con aquella mirada quería penetrar no solamente el fondo de su pensamiento, sino hasta lo más profundo de su alma.

Armendáriz no pudo resistir aquella tenaz mirada.

Y de mal talante, le dijo:

-Con que, vamos a ver, explícame a qué has venido.

Guzmán se sonrió ligeramente mostrando aquella sonrisa que había comprendido la verdadera causa de la muerte de José, y contestó:

-He venido para que hablemos.

-¡Para que hablemos!

-Sí señor.

Y tan resuelto fue el acento con que el bandido pronunció estas palabras, que Armendáriz no pudo menos de ponerse en guardia adivinando o presintiendo alguna exigencia por parte de su cómplice.

-Vamos a ver, ya te escucho- le dijo.

-¿Recordáis perfectamente los términos de nuestro contrato?- preguntó Guzmán después de algunos momentos de silencio.

-¿Por qué me haces esta pregunta?

-Servíos contestarme primeramente.

-¿Los recordáis?- volvió a insistir el bandido.

-Bien, sí; los recuerdo.

-¿Estáis satisfecho de mí?

-¿En qué sentido?

-En el de haber cumplido con mi deber.

-No comprendo el objeto de tal pregunta.

-Necesito vuestra contestación categórica.

-Nadie mejor que tú, puede saber si has cumplido lo que me ofreciste.

-Yo soy un hombre que tengo conciencia a mi manera, y a lo que me comprometo lo cumplo siempre.

-Así me gusta.

-A mí también me gusta que cuando yo cumplo, se obre conmigo de igual manera.

-¿Tienes alguna queja de mí?

-Tal vez; por eso os pregunto si recordabais las condiciones de nuestro contrato.

-¿Otra vez con el contrato? Vamos, Guzmán, estás de sobra pesado y no me place de ningún modo hablar tanto del mismo asunto.

-Pues lo siento por vos.

-¿Cómo?

-Porque aun cuando os moleste, he de insistir en ello.

-Mas.....

-Permitidme que os recuerde lo que sin duda habéis olvidado ya.

-¿.No te he pagado religiosamente?

-Me pagasteis en dinero.

-¿Y qué más quieres?

-Que no era eso lo convenido y bien veis que os habéis olvidado de lo más esencial.

-¿Y qué es lo esencial?- preguntó con acento un tanto irónico Armendáriz.

-Lo esencial es, que dijisteis que me salvaríais la vida, es decir, que me alanzaríais el perdón en cambio del servicio que os iba a prestar.

-¿Y no te la he salvado evitándote en los días que te tuve en mi casa el que cayeses en manos de la justicia?

-No, porque me persiguen.

-Cuenta tuya será desde pasado mañana el evitar ese peligro.

-¿Es decir que desde pasado mañana ya no me necesitáis?

-No.

-Luego únicamente mientras os he servido me habéis guardado la vida, no por mí sino por la cuenta que os traía.

-Ciertamente, y necio fuiste en creer otra cosa.

-Está bien.

El acento con que Guzmán pronunció estas palabras, llamó la atención de su interlocutor.

En él vibraba más que el convencimiento, el despecho, la resignación forzada, la fuerza de unas circunstancias que le obligaban a callar cuando hubiera deseado destrozar a la persona que acababa de destruir su esperanza.

Armendáriz le contempló en silencio algunos segundos.

Adivinó parte de la tempestad que rujia, y tratando de desvanecerla, dijo:

-El haberte evitado el peligro más inmediato, representa ya la salvación de tu vida que yo te ofrecí.

-No por cierto, lo que representa es el servicio que os estuve haciendo.

-Sea como quiera. Ese servicio te lo he pagado de un modo y de otro; mas para que no creas que dejo de ser agradecido y que no doy más todavía de aquello que ofrezco, ahí tienes y desde pasado mañana en que yo iré a hacerme cargo de la cándida paloma que tienes enjaulada, quedas en libertad de obrar a tu antojo.

-Libertad que quizás me conduzca a las manos de los que me persiguen.

-Con dinero se sale de todas partes, y aquí tienes cincuenta onzas que harán cegar a todos los alguaciles de la Chancillería de Méjico.

Y al decir estas palabras, Armendáriz sacó de un cajón de la mesa la cantidad expresada que puso en manos de Guzmán.

Guardóla éste y dijo:

-Gracias, y me alegro de que me hayáis hablado así; ahora ya sé a qué atenerme.

-¿Y vuelves a hacerte cargo de Carlota?- preguntó Armendáriz, viendo que Guzmán se levantaba de su asiento disponiéndose a marchar.

-Sí, señor, hasta el último momento cumpliré lo que he prometido.

-No me negarás que obro del mismo modo.

-A vuestra manera.

Armendáriz volvió a mirar a su interlocutor, el cual, afectando la mayor indiferencia, despidióse del médico.

Este quedóse pensativo tan luego como el bribón se hubo marchado, hasta que de repente, ocurriéndosele sin duda una idea, llamó a Campillo y le dijo:

-¿Sabes que estoy temiendo una cosa?

-¿Qué es, señor?

-Que Guzmán me va a hacer traición.

-¿En qué os fundáis?

-En que no está contento con lo que hice por él.

-¿Y qué pensáis hacer?

-Ponte en camino al momento, y marcha al sitio donde se encuentra Carlota.

-¿Con qué objeto?

-Con el de ver si Guzmán ha llegado ya, y si no está en su sitio espérale hasta que vuelva.

-Y en este caso ¿qué debo hacer?

-Tienes sobrado talento para comprender al verle, si realmente viene de hacernos traición.

-Mucho esperáis de mí.

-Te conozco bien.

-¿Y si sospecho que os vende?

-Mata sin piedad ni gracia, Campillo- repuso con acento feroz el médico- es menester salvarnos a todo trance, porque yo necesito vengarme.

-Está bien- repuso Campillo con acento de disgusto- quedaréis servido.

-Vete, Campillo, vete, y pon en tu mirada toda la perspicacia que necesitas. El padre de Carlota ha muerto; pasado mañana Carlota quedará muerta también para ese hombre.

Campillo contempló a su señor con cierta expresión de dolor y de compasión, y salió del aposento.

Poco después marchaba hacia el lugar donde ya saben nuestros lectores que estaba encerrada Carlota.

Cuando él llegó, Guzmán hacía poco que había llegado.

Campillo nada encontró que lo hiciera concebir sospecha alguna.

El bandido a su vez mostróse sorprendido por la llegada intempestiva del escudero de Armendáriz; mas éste procuró encontrar un pretexto que justificase su visita.

Después regresó a Méjico.

El doctor quedó completamente tranquilo.

Todo el siguiente día lo empleó en acompañar a Francisco y en dar algunos paseos, por si se podía encontrará Carlota.

Al inmediato pretextó tener que salir a visitar a un enfermo en las cercanías de la capital.

Pero donde se dirigió fue a la quinta donde estaba Carlota.

Mas con gran sorpresa suya, encontróse las puertas abiertas y completamente deshabitado el edificio.

Una exclamación de cólera brotó de sus labios, y una vez convencido de que ni Carlota ni sus guardianes estaban allí, volvió apresuradamente a Méjico.

Capítulo LXXXVIII. Qué había sido de Carlota

Guzmán, aun cuando había ocultado admirablemente su disgusto, la verdad era que salió furioso de casa de su cómplice.

Armendáriz le engañaba de un modo grosero e indigno.

Le había prometido salvarle la vida si le ayudaba, y una vez que él le sirvió, es decir, una vez que el médico hubo conseguido realizar sus propósitos con su ayuda, procuraba eludir el compromiso contraído, merced a una sutileza de mala ley.

Porque decir y escudarse con que él ya había salvado la vida de Guzmán durante aquellos días, era una manera de eludir el compromiso bastante equívoca, y Guzmán que había podido apreciar realmente el servicio que prestara al médico, sintió por completo el chasco sufrido.

El bandido había sido previsor, felizmente.

Usando la astucia unas veces y preguntando directamente otras, supo, si no con todos sus detalles, con los bastantes al menos para formar opinión, que el médico odiaba a Francisco y que el rapto de Carlota no obedecía más que a este mismo odio.

Y supo quién era Francisco y su posición en Méjico.

Y hubo momentos en que teniendo en cuenta la gran amistad que reinaba entre Armendáriz y el capitán, supuso fundadamente que este podía ser el medio de que aquel se valiera para conseguir su perdón.

Pero al ver que sus esperanzas habían quedado defraudadas, y que Armendáriz daba muestras con ello de una insigne mala fe, formó a su vez el propósito de vengarse cumplidamente.

Y cuando salió a la calle no pudo menos de murmurar:

-Yo te juro que te has de acordar de mí.

Hubo momentos en que se detuvo indeciso en el camino que había de tomar.

Pensó quedarse en Méjico algunas horas, para llevar a cabo el plan que concibiera.

Mas después se dijo que no era conveniente, pues tal vez Armendáriz sospechando algo de él, le hiciera seguir con el propósito de conocer sus intenciones.

Como se ve, Guzmán había apreciado perfectamente el modo de pensar del médico.

Por más que él había disimulado el despecho y la profunda cólera que sintiera al verse defraudado en su esperanza, Armendáriz podía haberse apercibido, y en este caso desconfiar de él, seguirle y desbaratar su venganza.

Esta idea le detuvo.

Y sin desistir por eso de su vengativo empeño, volvió al punto donde se encontraba Carlota; y entrando en su habitación escribió algunas líneas en un papel, y llamando a Roberto le dijo:

-Roberto, es menester que hagas uso de toda tu astucia.

-No te comprendo- repuso el aludido.

-Vas a marchará Méjico.

-¡Que me place! Precisamente esa víbora como tú llamas a mi mujer estará desesperada con mi ausencia.

-Es menester que no la veas.

-¿Cómo?

-Lo que te digo. Nadie debe saber que estás en la ciudad y sin que pueda comprenderse de dónde ni cómo llega esta carta, es preciso que obre en poder del capitán don Francisco de Guevara antes de tres horas.

-¿Tanto te interesa?

-Como que va en ello mi vida.

-¡Diablo! entonces sí que es grave el asunto.

-Ya tú ves.

-Te prometo que la carta quedará entregada tan luego llegue yo a Méjico.

-Te encargo una cosa, Roberto.

-¿Cuál?

-Que no entres en ninguna pulpería .

-¡Demonio! ¿y si se me seca el gaznate?

-Te aguantas o vienes a remojarlo a este sitio.

-Dura es la condición.

-Pero la cumplirás porque yo lo quiero.

-Está bien.

En este momento y cuando Roberto iba a salir para cumplir el encargo de Guzmán, llegó Campillo que, como sabemos, iba enviado por su amo.

Guzmán presumió inmediatamente la verdadera misión que llevaba, y esto le hizo desear con mayor vehemencia realizar su venganza.

Bajo un pretexto hábilmente buscado, hizo salir a Roberto sin que se excitasen las sospechas de Campillo.

Pocas horas después regresaba éste diciendo que su misión había quedado cumplida y la carta entregada al capitán.

Francisco se hallaba precisamente en uno de esos momentos más desesperados cuando recibió el misterioso papel que le enviaba Guzmán.

Éste estaba concebido en los siguientes término:

«Señor capitán:

»Habéis perdido una mujer a quien amabais. Víctima de un lazo grosero os la han arrebatado; pero todavía podéis recobrarla.

»Para esto estad mañana a las cinco de la tarde en el bosque de cocoteros a la derecha del camino de las tres cruces en la plazoleta donde está el manantial que ya conocéis.

»Ni a vuestro mejor amigo reveléis el contenido de esta carta; ni aun a vuestro padre si viviera deberíais hacerlo, va en ello la salvación de la mujer que amáis.

»No dejéis de cumplir lo que se os pide y estad cierto que volveréis a ser feliz.

Un amigo que os quiere.»

Fácilmente se comprende el efecto que semejante carta produciría en el joven.

Hubo un momento en que pensó correr al encuentro de su amigo Armendáriz y mostrársela.

Felizmente recordó lo que se le ordenaba y supo contenerse y no quiso ver en todo el día al médico a fin de evitar aquel peligro.

Al día siguiente a la hora convenida estaba en el bosque.

Miró por todas partes y no vio a nadie en el sitio que se le indicaba.

Sentóse sobre un tronco y así permaneció algunos minutos.

De pronto sintió un ligero ruido a pocos pasos de él.

Alzó la cabeza y vio delante de sí a Guzmán.

El joven le había visto algunas veces en Méjico y conocía sus hazañas, así fue que en el primer momento trató de lanzarse sobre él.

Pero el bandido iba prevenido ya.

Sacó una pistola y apuntando al joven, le dijo:

-Ya veis; estoy prevenido. Habéis recibido mi carta por lo que veo.

-¿Dónde está Carlota?- preguntó Francisco inmediatamente.

-De ella vengo a hablaros.

-Quiero verla.

-De eso mismo trato yo también- le contestó Guzmán con una calma admirable.

-Pues, vamos.....

-¡Eh! ¡alto! señor mío, no vayáis tan de prisa.

-¿Qué quieres decir?

-Antes tenemos que hablar los dos.

-¡Hablar los dos!.... ¿y de qué?

-De Carlota.

-¿Y qué tienes que decirme respecto a ella? ¡Oh!.... no sé cómo me contengo.....

-Más perderíais vos que nadie; para que Carlota os sea devuelta, es necesario que yo me presente a mis compañeros sano y salvo, y además.....

-¡Miserable!....

-Seré todo lo miserable que queráis, pero si antes de que anochezca no he vuelto al sitio en que están esperándome, mañana es muy posible que solo encontréis el cadáver de Carlota.

-Oh!....

-Ya veis como tenemos necesidad de hablar despacio, y por esta razón elegí este sitio; parece que la naturaleza le ha dispuesto para entrevistas de esta especie.

-Acabemos de una vez, ¿qué quieres?

Un tanto equívoca era la promesa, pero Francisco no tuvo otro remedio que conformarse con ella y saliendo del bosque montó en el caballo que había dejado a la entrada de él en poder de su escudero y tomó precipitadamente el camino de Méjico.

Gran trabajo costó a Francisco alcanzar lo que deseaba.

Se trataba de un famoso criminal y fue necesario que el joven agotase todos los recursos de su elocuencia para decidir al virey a perdonar a Guzmán.

Una vez que el joven tuvo en su poder aquel documento, apresuróse a marchar al sitio convenido y una vez allí, Guzmán cumpliendo su palabra entregó a Carlota.

Por esta razón Armendáriz al día siguiente encontróse totalmente vacía la casa del bosque.

Capítulo LXXXIX. Donde Armendáriz se ve obligado a aplazar su venganza

Como una bomba cayó Armendáriz en su casa, al regresar de su desdichada expedición.

Lleno de esperanzas, forjándose en su imaginación cien proyectos para el porvenir, recreándose con la idea de los dolores que iba a ocasionar a su enemigo, había llegado al bosque.

-Voy a principiar a ser feliz.

Así había dicho a Campillo al salir de su casa.

El escudero no pudo menos de contemplarle lleno de dolor.

Porque le repugnaba aquella venganza que tan temibles huellas había de dejar.

Y quedóse pensativo, deplorando la escena que presentía, y más aun el profundo abismo que se iba a abrir entre aquellos dos jóvenes que parecían unidos por esa amistad tan sincera, en el momento en que llegara a descubrirse la verdad.

Y de tal modo se absorbió en la serie de reflexiones que a cada paso iban ocurriéndosele, que pasaron algunas horas antes que el buen Campillo se apercibiera de que estaba todavía en las habitaciones de su señor.

Iba a salir de ellas, cuando el doctor se presentó a su vista.

Al verle, no pudo menos de exhalar un grito de sorpresa.

Efectivamente, razón había para ello.

Armendáriz expresaba en su rostro la furiosa borrasca que en su espíritu había.

La palidez, la convulsiva agitación de sus miembros, la ira y el despecho que en su mirada brillaba, daban a su aspecto un tinte especial que hacía daño.

-¿Qué tenéis, señor?- preguntó Campillo.

-¡Oh! ese hombre ha hecho lo que me temía!

Y el acento de Armendáriz era ronco y temible al decir estas palabras.

-¿Qué hombre?- preguntó Campillo presintiendo que algo extraño había pasado.

-¡Quién ha de ser, imbécil! Guzmán.

-¿Pues qué ha hecho?

-Valiérate más haber cumplido mejor ayer con el encargo que te di.

-No sé de qué podáis tener queja.

-De todo.

-No os entiendo.

-Si tú, en vez de contentarte con juzgar por las apariencias, hubieses observado con detención y te hubieses quedado allí, algo habrías podido responder.

-¿Pero de qué?

-De lo que ha pasado.¡Ah! pero yo le juro!...

Y Armendáriz se puso a pasear por el aposento.

Campillo le contemplaba sin atreverse a hacerle pregunta alguna.

El médico, en breve se dejó arrastrar por la cólera que sentía.

Y olvidándose, sin duda, dónde y delante de quien estaba, exclamó:

-¡Y pensar que ayer mismo le tuve al alcance de mi mano y le dejé escapar!..... ¡Oh! pero yo le encontraré aun cuando se esconda en el centro de la tierra! Pero, entretanto, yo he quedado burlado. ¡Burlado yo! yo que tan bien lo había calculado todo!

-¿Qué decís, señor?- preguntó Campillo que al escuchar las últimas palabras comenzó a adivinar.

-Que es preciso que al punto busques a Guzmán.

-¿Con qué objeto?

-Con el de matarle.

-¡Señor!....

-Obedéceme y no trates de hacerme desistir de mi propósito.

-Pero ved, señor, que puede cegaros la ira del momento; que quizás sean injustificadas vuestras sospechas, que.....

-¿Acabarás, con mil diablos que te lleven?- repuso Armendáriz, cuya cólera estallaba con violencia.- No hay apariencias que valgan; no hay sospechas injustificadas; no hay más que una verdad completa, y esa verdad es que Carlota ha desaparecido de donde estaba.

-¿Qué decís, señor?- exclamó sorprendido Campillo.

-Que no hay nadie en la casa del bosque.

-Pero Guzmán....

-Ese miserable ha debido tener la culpa de todo. Ese me ha hecho traición porque no he querido pedir al virey el perdón de su crimen.

-Mas ¿en qué sentido creéis que puede haberos hecho traición ese hombre?

-¿Y qué sé yo? Únicamente puedo apreciar el hecho, no las formas ni el plan que ha seguido.

-¿Y no habéis ido a la casa de esa joven?

-¿Cómo a su casa?

-A la de su padre, es decir, donde vivía.

-¿Para qué?

-Por si estaba en ella.

-¡Qué necio eres! ¿Crees acaso que Guzmán habrá dejado libre a Carlota?

-Entonces.....

-Lo que habrá hecho habrá sido ocultarla en cualquier parte, a fin de hacer de ella el arma con que tratará de amenazarme para que le consiga su perdón.

-Tenéis razón.

-Por eso te he dicho que le busques.

-¿Y dónde?

-Cuenta tuya es esa.

-Pero si vos suponéis que se habrá ocultado en algún sitio ignorado por nosotros.....

-El mérito está en descubrirlo.

-Lo intentaré.

-Hazlo al punto.

-¿Y no se os ha ocurrido una cosa?

-¿Qué?

-Si Carlota le habrá ganado con sus ofertas y sus dádivas, y se habrán entendido con don Francisco.

-¡Oh, no me lo digas!

-Porque esa desaparición tan súbita en un carácter como el de Guzmán, no puede obedecer más sino al interés. Si le han ofrecido más que vos le disteis, ya tenéis explicada la verdad.

-¡Oh! En ese caso, que no me había ocurrido por cierto, y que es el peor que podía suceder, Francisco sabría ya la verdad.

-O tal vez no.

-No lo creas; si Guzmán ha llegado a entenderse para alguna cosa con Guevara, forzosamente ha debido tratarse de mí.

-Pronto podemos salir de dudas.

-¿Cómo?

-Averiguando lo que ha pasado en casa del capitán.

-Tienes razón. Vete al punto a informarte de la verdad, y en ese caso es menester que a todo trance nos pongamos a obrar, toda vez que nos hallaremos completamente vendidos.

-No comprendo lo que queréis decir, puesto que tendríamos muchos enemigos a quienes combatir.

-Don Francisco únicamente.

-Pues ¿y Guzmán y esos otros dos compañero que con él estaban?

-Desengáñate, que el principal es quien nos estorba.

-Eso desde luego.

-Por lo tanto, averigua lo que ha pasado en casa de don Francisco.

-Dentro de una hora lo sabréis todo.

-Eso quiero.

Campillo disponíase a salir del aposento, cuando sintió que llamaban a la puerta de la casa.

Apresuróse a abrir, y su asombro no conoció límites al ver en su presencia al capitán Guevara.

No fue dueño de contener un pequeño grito, que fue sorprendido por el recién llegado.

-¿Qué te pasa, Campillo, qué te pasa?

-Nada, señor,- repuso el escudero tratando de serenarse.

-¿Y tu amo?

-Disponiéndose estaba para salir, pero bien sabéis que tratándose de vos.....

-Sí, sí, quiero verle y más hoy que precisamente le traigo una buena noticia.

-Como escasean tanto en el día esas buenas señoras, apresurémonos a comunicársela.

Y el escudero y el capitán dirigiéronse hacia la habitación del médico.

Cuando éste vio a su amigo, no pudo menos de palidecer.

Sin embargo, en el rostro de Guevara había una tan franca expresión de alegría, que Armendáriz no pudo menos de decir:

-¿Qué os sucede, don Francisco? ¿Qué cambio se ha operado en vuestra suerte que de ese modo ha conseguido desanublar vuestro rostro?

-¿No lo adivináis?

-¿Cómo queréis que adivine cuando pueden ser muchas las causas?

-Para mí no hay más que una.

-Carlota.....

-Justo, amigo mío; Carlota solamente podía quitarme a devolverme la felicidad, y Carlota me ha sido devuelta.

Armendáriz abrió extraordinariamente los ojos.

Su atónita mirada, de tal manera debió expresar lo que sentía, que su amigo no pudo menos de decirle:

-Pero ¿qué tenéis? ¿De qué nace la impresión que en vos advierto?

-Perdonadme, amigo mío- contestó Armendáriz tratando de reponerse- la misma alegría que me habéis hecho experimentar, la dicha de veros contento y feliz me han impresionado, por lo mismo que no esperaba la buena noticia que me acabáis de dar.

-Gracias, amigo mío- repuso Guevara estrechando afectuosamente las manos del doctor.

-Pero explicadme cómo ha sido esto- dijo éste.

-De un modo que apenas me lo acierto a explicar. Figuráos que ayer recibo una carta anónima, para que fuese cerca del camino de las tres cruces, donde se me darían noticias de Carlota.

-¿Y fuisteis sin duda?- dijo el doctor.

-Naturalmente.

-¿Y a quién encontrasteis allí?

-Un bribón, a quien había tenido ocasión de conocer por sus escándalos y sus locuras, y a quien mi tío el virey andaba buscando para aplicarle el castigo que merece por sus fechorías.

-¿Guzmán se llama ese individuo?

-Sí, por cierto; ¿de dónde lo sabéis?- preguntó sorprendido Guevara.

-He oído algo respecto a ese hombre- dijo Armendáriz comprendiendo la imprudencia que había cometido, y tratando de enmendarla.

-¡Tunante efectivamente era el mozo!- repuso el capitán dándose por satisfecho con la explicación de su amigo- y digo que es un tunante porque llevó a cabo el robo de Carlota con la idea únicamente de obligarme, según me ha dicho, a que le alcanzase el perdón de mi tío.

-¿Y lo habéis hecho?

-¿Qué otro recurso me quedaba para recobrar a la mujer que amaba?

-¿De modo que ese rapto no ha obedecido más que al interés personal de ese bribón?

-Nada más.

Armendáriz respiró.

Guzmán no le había delatado, y por lo tanto podía seguir disfrutando de la confianza de Guevara, y aprovecharse de ella para herirla mejor.

-Pues, vamos, me alegro muchísimo y me felicito por lo que ha sucedido.

-Juzgándolo así he querido venir a participároslo.

-¿Y dijisteis a Carlota la muerte de su padre?

-¡Qué otro remedio me quedaba!

-¿De modo que la habréis llevado a su casa?

-No, está en el palacio de mi tío.

-¡Hola!

-De dónde no saldrá más que para ser mi esposa.

El médico no pudo menos de morderse los labios con violencia.

-¿Y ese Guzmán- dijo- podrá impunemente volver a sus pasadas fechorías?

-Lo dificulto un poco.

-¿Por qué?

-Porque ha salido de Méjico.

-¿Que ha salido de Méjico?

-Ha sido una de las condiciones impuestas por mi tío para conceder el perdón, y precisamente en esta misma mañana ha salido con una conducta de dinero que se va a embarcar para España.

Armendáriz comprendió que por el momento se le había escapado su venganza.

Mas, sin embargo, no por eso desistió de ella.

Felicitó cordialmente a su amigo, fingió tomar una parte activa en su alegría, pero interiormente se ratificó, digámoslo así, en el odio que le profesaba.

Capítulo XC. Cómo se vengó Armendáriz de Guevara

Lo que Guevara había dicho a Armendáriz, era una verdad.

Carlota le había sido entregada fielmente por Guzmán previa la presentación del salvo-conducto, digámoslo así, expedido por el virey en su favor.

Gran trabajo hubo de costarle al capitán decidir a su tío a que firmase aquel documento.

El virey que precisamente había mostrado tan formal empeño en apoderarse del bandido, no podía resignarse a concederle la libertad, y únicamente los esfuerzos de Guevara, la desesperación de que el joven se hallaría poseído en otro caso, y la misma fuerza de las circunstancias, toda vez que Guzmán había dicho, que a no ser con aquella condición, no solamente no entregaría a la joven, sino que le quitaría la vida, le obligaron a ceder.

Pero no quiso por ningún estilo que pudiera reírse a su costa, y exigió que saliese de Méjico inmediatamente.

Guzmán a quien por ningún estilo convenía presentarse delante de Armendáriz a quien había conocido perfectamente, aceptó aquella condición y salió, conforme había dicho Guevara, en el mismo día.

El bandido había tomado el dinero de Armendáriz, y de don Francisco la completa salvación de su vida, y lo importaba muy poco cambiar de teatro para sus hazañas.

Carlota fue conducida por Guevara a la casa de su tío, puesto que manifestó su formal propósito de casarse con ella a la mayor brevedad.

Y así sucedió efectivamente.

Con todas las precauciones imaginables, Guevara la reveló la muerte de su padre, muerte ocurrida por su afán de recobrar la vista, y pasados algunos días de aquella revelación, y dado, por lo tanto, tiempo para tributar a la memoria del anciano padre, el llanto filial, postrera ofenda que su hija podía hacerle, el capitán la significó su propósito de llevar a cabo el enlace proyectado.

Carlota no encontró razón que alegar contra semejante deseo.

Armendáriz también, siguiendo en su papel de amigo aparente, le aconsejó que era lo que debía hacer para ponerse a cubierto de cualquier asechanza que contra ella pudiera intentar tal vez el mismo que antes la robara; y la unión se verificó con tanta alegría de Francisco como despecho y cólera del médico.

Éste, a su vez, exigió de su amigo que hiciera cuanto de su parte estuviese para que el oidor le concediese a su hija.

Y merced a los buenos oficios de Guevara y de su tío, cedió el magistrado y Armendáriz fue el esposo de Inés.

Durante los primeros días de aquellas dos bodas, todo fueron felicidades.

Inés, que amaba realmente a su esposo, era completamente dichosa.

Carlota y Guevara, que recíprocamente se adoraban, entreveían un porvenir de ventura y de felicidad en los días que siguieran a los de su unión.

Sin embargo, no transcurrió mucho tiempo sin que aquel cielo que parecía había de brillar constantemente despejado, se nublase.

Precisamente a los pocos días que Carlota hubo dado a luz a su hijo, a quien se puso por nombre Luis, cuando más parecía que debiera estar contenta y satisfecha, viósela de pronto entristecerse y caer en una profunda melancolía de la cual ni las cariñosas frases de su esposo, ni los maternales goces eran suficientes a distraerla.

Al mismo tiempo Inés también se encontraba afectada de un mal semejante.

Pero así como Carlota procuraba ocultar su disgusto a todo el mundo, también Inés se lo reservaba de un modo extraordinario.

Inés y Carlota eran amigas íntimas.

Don Francisco al dejar de ser amante de la hija del oidor, había ocupado el puesto de un verdadero amigo.

Y visitaba con frecuencia a los recién casados, y como que las ocupaciones de Armendáriz le retenían mucho tiempo fuera de su casa, sucedía que muchas veces cuando Guevara iba a verle, era Inés quien le recibía.

En cambio de esto el médico iba a casa de su amigo con muy poca frecuencia.

Carlota no había hecho aprecio de las frecuentes visitas de Guevara, porque ella también quería extraordinariamente a Inés.

Sin embargo, un día, recibió un anónimo en el que se le decía lo siguiente:

«Carlota, abre los ojos y mira con atención.

»¿Nada observas en tu marido que excite tu curiosidad? Pues realmente estás muy ciega.

»Siento llamar tu atención, pero el deber me lo ordena. Mira bien y te convencerás de lo que digo.»

La hija del ciego sintió cierto malestar inexplicable al leer aquellas cortas líneas.

Sin embargo, trató de desechar de su memoria aquel papel destinado a excitar sus recelos; mas no lo pudo conseguir.

A su pesar, observaba a Guevara con más atención que antes.

No podía adivinar a qué trataría de referirse aquel anónimo; pero desde luego presentía que no había de ser bueno.

Mas en la conducta de su esposo no encontró nada de extraño, nada que pudiera justificar aquel aviso que se le daba.

Siguió observando hasta que finalmente abandonó aquella especie de espionaje a que había sujetado al hombre que tanto la amaba, y se arrepintió de su proceder.

Y colmó de caricias y de afecto a su esposo en desagravio de la que antes hiciera.

Pero desgraciadamente esto duró poco.

Llegó otro día en que Carlota recibió de un modo misterioso y extraño una nueva carta.

Al verla conoció la letra.

Y tembló, porque temía que ocurriese algo que pudiera detener su felicidad de que disfrutaba.

Durante algún tiempo estuvo sin leerla.

Pero finalmente el demonio de la curiosidad la venció, y en mal hora lo hizo.

La segunda carta decía así:

«Por segunda vez te escribo, Carlota.

»Creí que el aviso que te dí en mi primera, hubiera sido suficiente a sacarte de la punible confianza en que te adormecías; pero he visto que es menester usar de un reactivo más poderoso.

»Te compadezco, y únicamente el afecto que me inspiras, puede obligarme a descorrer el velo que abra tus ojos.

»Tu marido te engaña.

»Frase terrible es esta, que como acerada punta ha de herir tu corazón.

»Tu marido te engaña, y la infame cómplice es tu amiga más íntima, la misma que más pruebas de afecto y de cariño te está dando.

»¿No has observado las repetidas visitas de Guevara a casa de Armendáriz?

»Inés está sola casi siempre; ya se ve, como médico, su esposo no siempre puede encontrarse en su casa.

»Inés, como tú sabes muy bien, es una gran señora, y todavía debes recordar tu humilde origen.

»Tú comprenderás lo que debes hacer ahora.

»Adiós, y aun cuando te haya causado un grave disgusto, no por eso dejo de ser tu amigo verdadero.»

Fácilmente se comprenderá el efecto que produjo semejante carta.

Carlota permaneció durante un buen espacio sin poderse dar cuenta de lo que sentía.

Tan de repente se había desplomado sobre ella aquella inmensa mole de dolor, que no podía con exactitud analizar ni definir la clase de impresión recibida.

Con aquel papel entre sus manos, contemplándolo fijamente, aun cuando ya sin ver sus letras, inclinada la frente y temblorosos los labios, estuvo hasta el momento en que rompió a llorar, desahogándose así algún tanto su oprimido corazón.

-¡Oh! Dios mío! ¡Dios mío!- exclamaba con sollozante acento.- ¿Será posible que mi esposo me haya engañado así?

Y entonces comenzó a recordar incidentes, en los cuales jamás se había fijado, y puesta ya en el camino de las sospechas y de las suposiciones, desde aquel momento puede decirse que desapareció la paz y la ventura de su alma.

Trató de ocultar a don Francisco lo que sentía; pero sobradamente comprendió el caballero que algo extraño tenía lugar en el corazón de su esposa.

Y en vano era que le preguntase la razón de su disgusto, en vano que tratara de averiguar la causa de alguna lágrima que sorprendió en sus ojos.

Carlota se disculpaba siempre del mejor modo que podía, y como que realmente en la conducta de Guevara no había nada reprochable, como que éste no era posible que sospechase de lo que se trataba, continuó del mismo modo visitando a Armendáriz y viendo a Inés.

Carlota recordaba que el joven había estado para casarse con ella, que era hermosa, rica, noble y de un trato distinguido, y no podía menos de confesarse que tenía mayores perfecciones que ella.

En todas las frases, en todas las acciones, por más inocentes que fueran, veía Carlota algo que justificara lo que el anónimo decía, y este era un tormento que forzosamente más tarde o más temprano había de acabar con su existencia.

Francisco, que amaba con delirio a su esposa, advirtió con tanto dolor como asombro la notable alteración de su salud.

Y llamó a Armendáriz y le encargó que viese a su esposa, y a todo trance la curase.

El médico celebró varias entrevistas con Carlota, y al cabo de ellas un día dijo a su amigo:

-¿Sabéis, amigo Guevara, que juzgo el estado de vuestra esposa sumamente delicado?

-¿Qué queréis decir, Armendáriz? explicáos.

-Presumo que hay una gran afección moral; que si hoy no ha determinado todavía un padecimiento físico de importancia, no ha de tardar mucho en presentársenos, y como que precisamente ha de venir sostenido por aquella misma afección, no sé hasta dónde nos podrá conducir.

-¿Pero a ese padecimiento moral no le encontráis alguna razón?

-Me ha preocupado bastante y francamente, amigo mío, no sé por qué juzgo que quizás en el corazón de Carlota existe algún recuerdo anterior a la época de vuestro conocimiento, recuerdo que ha despertado hoy sin duda, y que la atormenta y la persigue sin cesar.

-Armendáriz, tened presente que semejante suposición parece envolver una ofensa contra mi esposa.

-Guárdeme el cielo de intentar ofenderla, os digo mi opinión justificada con la práctica y por el conocimiento que he adquirido del corazón humano.

Guevara quedóse un tanto pensativo.

La intencionada frase de Armendáriz produjo su efecto.

¿Qué recuerdo podía existir en el corazón de Carlota?

Indudablemente debía ser un recuerdo de amor.

Y si este recuerdo tomaba tales proporciones, significaba que no había en ella, respecto a él, un cariño suficientemente poderoso para matar todos aquellos recuerdos.

De la misma manera que Carlota, sintió el capitán una dolorosa punzada en el corazón.

El doctor, que adivinaba la impresión recibida por su amigo, gozábase en su padecimiento.

Con una habilidad cruel consiguió amargar no solamente la existencia de Carlota, sino la de su esposo; y finalmente la de doña Inés.

¿Por qué la esposa de Armendáriz tampoco era feliz?

Este, una vez alcanzado su objeto, mostróse tal como era, y la infeliz doña Inés tropezó con el mayor de los desengaños que podía haber recibido.

Áspero, brutal, egoísta y ambicioso mostróse Armendáriz; y la pobre esposa que de tal modo vio destruidas sus ilusiones, no pudo menos de estremecerse al considerar todo lo profundo del abismo que se abría a sus pies.

No podía quejarse a su padre porque precisamente aquella unión se había verificado por la voluntad de ella, no por las excitaciones del anciano oidor, y finalmente éste falleció al poco tiempo de una fiebre maligna, y doña Inés se quedó sola, sin tener un corazón amigo en el cual desahogar sus penas.

De aquí que todas las personas que más o menos directa mente estuvieran unidas a Armendáriz, todas tenían que sufrir su maléfica influencia.

Guevara, menos sufrido que su esposa, y más incapaz de disimular que ella, la habló en el sentido a que autorizaba, por decirlo así, la indicación hecha por el doctor; y puede comprenderse perfectamente cuál no sería el dolor de la joven al ver que la reprochaba su esposo por lo mismo que ella estaba sufriendo respecto a él.

Llena de prudencia, resuelta a padecer y a sufrir, no contestó a su acusación con otra del mismo género.

Siguió callando, y este fue su mal.

Quizás una explicación categórica y franca hubiese dado por resultado despejar aquella incógnita en que unos y otros se hallaban envueltos; pero Carlota continuó callando, continuó sufriendo; su salud no pudo resistir aquel perenne combate, y finalmente a los dos años de haber dado a luz a su hijo falleció, dejando a su esposo sumido en la mayor desesperación.

Antes de morir aquella pobre mujer, que no podía sospechar que su enemigo único, implacable y terrible era Armendáriz, le reveló llorando la verdadera causa de su muerte, confiándole al mismo tiempo los dos anónimos que despertaron sus sospechas, para que algún día se los entregase a su esposo después de su muerte.

Jamás Carlota se habría atrevido a dar un paso semejante, toda vez que en aquellos papeles se pronunciaba el nombre de la esposa del médico, a no haber sido porque éste, con toda la perversidad propia de su corazón, y fingiendo una amistad y una confianza ilimitada respecto a Carlota, la reveló los disgustos domésticos que sufría, disgustos nacidos por la deslealtad de su esposa y la infidelidad de su amigo.

Carlota le compadeció también; juntos hablaron de sus penas, y la infeliz no creyó obrar mal depositando aquellos papeles en su poder.

Poco después de haber fallecido Carlota, Inés, la esposa de Armendáriz, sucumbía también, víctima del terrible desencanto que le produjera la conducta de aquel hombre a quien tanto había amado.

Campillo había hecho todo lo posible por templar el dolor de su señora.

Pero todo fue inútil, y la infeliz Inés, lo mismo que Carlota, no fueron más que dos víctimas sacrificadas por la implacable venganza del doctor.

Capítulo XCI. Elena de Solís

La muerte de su esposa afectó profundamente a don Francisco, tanto y a tal extremo, que decidió alejarse de la americana tierra.

En vano el virey, su tío, procuró disuadirle; formada ya su resolución, la puso en práctica tan pronto como le fue posible.

Contaba, a la sazón, su hijo Felipe dos años de edad.

Buscó don Francisco una buena mujer que se decidiera a embarcarse con él a fin de cuidar del tierno niño, y una vez hallado lo que necesitaba, se alejó de Méjico con el firme propósito de no volver jamás a pisar su suelo.

Pero el hombre propone y Dios dispone.

Apenas llegado a Cádiz recibió una carta, cuyo contenido decía así:

«Francisco: ha llegado la ocasión de que sepas lo que hasta hoy has ignorado.

»Tienes un enemigo terrible, pertinaz e implacable.

»Ese enemigo lo soy yo

»Quiero que conozcas hasta qué punto te odio y que juzgues por lo que llevo hecho lo que soy capaz de hacer.

»Lloras la pérdida de tu adorada Carlota, muerta cuando apenas entraba en el florido abril de su existencia.

»No ha sucumbido víctima de la afección que supones.

»La bella joven te amaba con delirio; yo envenené su corazón derramando en él la terrible ponzoña de los celos.

»Inés, mi esposa, fue objeto inocente de las amarguras que hicieron bajar al sepulcro a la tuya. Hícela creer que posponías su amor por el que te inspiraba Inés, y tal creencia, que se arraigó en el alma de tu Carlota, fue causa de su prematura muerte.

»Existe entre ambos la sangre de mi padre derramada por el tuyo, y la tradicional venganza que he heredado sabré cumplirla sin que nada sea capaz a detenerme.

»Antes de exhalar tu esposa su último suspiro, me entregó los anónimos que te incluyo, a fin de que te los diera a su debido tiempo.

»Cumplo fielmente el encargo.

»Pasa tu vista por el contenido de los billetes que te adjunto, y espero que reconocerás la letra.

»Ya estás prevenido; ahora vive en la seguridad, que aunque te ocultes en el más ignorado rincón del mundo, allí sabrá alcanzarte la venganza de este tu mortal enemigo,

Armendáriz.»

Cuando Francisco terminó la lectura de la terrible carta, apenas si sabía darse cuenta de lo que por él pasaba.

Instintivamente desdobló el paquete que se le había remitido, y leyó al azar uno de los anónimos a que hacia referencia Armendáriz.

El lector conoce ya lo que decían aquellos escritos.

-¡Infame!- murmuró trémulo de ira- No serás tú quien hayas de molestarte en correr a mi encuentro, que yo he de volar al tuyo, a fin de derramar hasta la última gota de tu innoble sangre.

Dispuesto a cumplir lo que se había ofrecido a sí mismo, dejó a su hijo al cuidado de una persona de toda su confianza, y creyendo encontrar en Méjico a su mortal enemigo, se embarcó de nuevo hacia aquel punto.

Inútiles fueron sus pesquisas; Armendáriz había desaparecido.

Regresó a Europa, la recorrió entera, pero en parte alguna pudo encontrar las huellas del hombre a quien deseaba hallar.

Aburrido al fin, tornó a Cádiz, y desde allí partió hacia Cabra, en compañía de su hijo y de la mujer que del niño cuidaba.

Seis años habían transcurrido desde que la bella Carlota había bajado al sepulcro.

Don Francisco arrastraba una vida solitaria.

La caza era su pasión y a ella se dedicaba de continuo.

Cierto día en que vagaba por el campo con su escopeta al hombro y seguido de un hermoso lebrel, hirió sus oídos el lejano son de una trompa. Comprendió Francisco que próximos al sitio en que él se encontraba debían hallarse algunos cazadores, y como quiera que gustaba de la soledad, decidió desviarse del camino que aquellos seguían.

De repente vio levantarse a lo lejos delante de sí una nube de polvo; el camino que seguía don Francisco estaba rodeado de precipicios por ambos lados.

Levantaba el polvo la desesperada marcha de un fogoso corcel que desbocado avanzaba rápidamente.

Tras del caballero, formaba un recodo el camino. El noble bruto, ciego, loco, caminaba en línea recta y era indudable que se precipitaría en el abismo que se hallaba al extremo de la senda que recorría.

Cabalgaba sobre el desenfrenado corcel una amazona que hacía desesperados esfuerzos por contener la impetuosidad de su cabalgadura.

El peligro era inminente.

Don Francisco atendiendo solo a los nobles impulsos de su generoso corazón, sin tener en cuenta el terrible riesgo a que se exponía, lanzóse sobre el caballo, clavó sus uñas en la ternilla de la nariz del desbocado potro y a costa de grandes esfuerzos y con la ayuda de su bravo lebrel que hizo presa en una de las orejas del furioso bruto, refrenó éste en su vertiginosa carrera.

Ya era tiempo; solo le separaban del precipicio unos tres metros escasos.

La amazona, agotadas sus fuerzas, víctima de la fuerte emoción que había experimentado, perdió el sentido y hubiera dado con su cuerpo en tierra a no haber acudido don Francisco en su auxilio recogiéndola entre sus brazos.

No sabiendo qué hacer el noble caballero en la situación en que se encontraba, temeroso de que el accidente que había sobrevenido a la dama que yacía en sus brazos pudiera serle fatal, hallábase perplejo y desalentado, cuando quiso la suerte que acertara a pasar por allí un pobre leñador que con su carga al hombro se dirigía a su cabaña.

-¡Eh! buen hombre, venid aquí- le gritó don Francisco.

-¿Qué se le ofrece a su mercé?- dijo el campesino aproximándose.

-Un fatal accidente que de improviso ha acometido a esta dama la ha privado del conocimiento y es menester hacer algo en su auxilio.

-Mi cabaña no está muy lejos de este sitio, Y puedo ir a ella y volver en un momento.

-Antes busquemos un punto dónde podamos acomodarla.

-Mire su mercé- repuso el leñador señalando una pequeña hondonada que se hallaba situada a la izquierda del camino- allí hay yerba abundante y puede servirla de lecho.

-Verdad es, no había reparado en ello; suelta tu carga y ayúdame a fin de que la transportemos con mayor comodidad.

-Dice bien su mercé; uno solo difícilmente podría llegar allí abajo.

El caballero y el campesino condujeron el inanimado cuerpo de la dama al pequeño prado, y acomodáronla en el sitio que juzgaron más conveniente.

-Ahora- dijo don Francisco- vuela hacia tu cabaña y trae algo con que poder socorrerla.

-Tardaré diez minutos todo lo más.

El buen labriego dióse a correr con todas sus fuerzas.

El caballero contemplaba pensativo el hermoso semblante de la joven que tenía delante de sí.

-¡Cuán bella es!- exclamó.- No se por qué, pero me siento fuertemente impresionado, y mi corazón late apresuradamente. ¡Estará destinado este casual y desgraciado acontecimiento a influir directamente en mi futuro destino!

Pasóse el joven la mano por la frente, cual si quisiera desechar de ella un funesto pensamiento, exhaló triste suspiro y permaneció silencioso hasta la llegada del campesino.

El buen hombre traía un cántaro lleno de agua, y una vasija dentro de la cual había un poco de vinagre.

Roció don Francisco el rostro de la joven con el agua, en tanto que el leñador procuraba hacerla aspirar el vinagre.

Algunos segundos después se escapó un suspiro del pecho de la paciente, y poco tardó en abrir sus ojos.

-Toma- dijo alargando su bolsillo al leñador el caballero- guárdate eso, y procura encontrar a los compañeros de esta dama que seguramente la estarán buscando por estos alrededores; condúcelos aquí.

-¡Dios bendiga a su mercé!- contestó el buen hombre.

Y acto continuo se alejó de aquel sitio.

La bella joven había vuelto en su acuerdo; al pronto dejó vagar su mirada por uno y otro lado sin fijarla en ningún punto, después la dirigió sobre don Francisco, y con voz apenas perceptible, dijo:

-¡Qué es esto! ¿dónde estoy?

-Dónde no corréis ya ningún peligro.

-Sí, ya recuerdo- exclamó incorporándose- he estado próxima a perecer, víctima de la fogosidad de mi corcel, y gracias a vuestra generosa ayuda me he salvado; gracias, caballero, gracias.

Los hermosos y negros ojos de la joven se encontraron con los de su salvador, y éste sintió que su corazón se inflamaba al influjo de aquella mirada.

-Yo me considero muy feliz en haber podido contribuir a libraros del peligro que habéis corrido; he hecho lo que otro cualquiera hiciera en lugar mío.

-No todos son bastante generosos para exponerse a perder la existencia por salvar la de su prójimo, y vos habéis expuesto la vuestra por mí.

-En aquel terrible trance no me paré en meditar las consecuencias que pudieran sobrevenirme.

-Eso una clara señal de la nobleza de vuestra alma; en tanto viva doña Elena de Solís ha de guardar hacia vos profunda gratitud.

-Ese es sobrado premio a recompensarme; yo consideraré este día como uno de los más felices de mi vida, estad segura de ello.

-¿Me será lícito conocer el nombre de mi salvador?

-Vuestro rendido esclavo se llama Francisco de Guevara.

Tan insinuante y apasionada fue la mirada con que el caballero acompañó sus frases, que Elena sintió se cubrían de rubor sus mejillas, en tanto que su corazón latía apresuradamente.

Después de una corta pausa, don Francisco tomó la palabra:

-¿Queréis apoyaros en mi brazo para llegar al camino con objeto de ver si distinguimos a vuestros compañeros de expedición?

-Acepto vuestro galante ofrecimiento; seguramente estarán buscándome por estos contornos.

-Ya he mandado yo a un campesino a fin de que procure dar con la gente de vuestra comitiva.

-Esa es una nueva atención que tengo que agradeceros.

-Todo ello no vale el inmenso placer que experimenta mi corazón al escuchar la melodiosa frase que sale de vuestros rosados labios.

Elena guardó silencio e inclinó púdicamente hacia el suelo sus rasgados ojos, a la par que alargaba su mano para apoyarse en la que lo tendía el galante caballero.

Apenas llegaron al camino, cuando oyeron el confuso son de lejano vocerío que iba aproximándose gradualmente.

-Ese rumor lo producen seguramente aquellos que vienen en vuestra busca.

-Es posible que así sea.

-Mirad, allí vienen- dijo don Francisco indicando un punto determinado del camino.

En efecto, cortos minutos después, dos amazonas y algunos caballeros se hallaban junto a Elena y su salvador.

Diéronse por todos las más expresivas gracias a don Francisco; éste contestó cortésmente a todo el mundo, y después de dirigir una expresiva mirada a Elena, a la cual la joven correspondió, despidióse de la comitiva y se alejó de aquel sitio.

Indudablemente el acontecimiento que había tenido lugar una hora antes, había de influir poderosamente en el futuro destino del joven caballero.

El lector tendrá ocasión de convencerse en breve de lo que indicamos.

Capítulo XCII. Don Francisco de Guevara disfruta algunos momentos de felicidad

En el desierto que constituía la vida de Guevara, acababa de vislumbrar un oasis.

La aparición de Elena impresionóle de un modo extraordinario, y aquel amor que creía completamente muerto, aquel corazón que él había creído no podía latir más por el amor de ninguna otra mujer, en su impaciente agitación le reveló lo contrario.

Había jurado mantenerse fiel a la memoria de Carlota.

El triste convencimiento que hubo de adquirir respecto a lo ocurrido en la muerte de su esposa, reavivó con más violencia el cariño que por ella sintiera, y su dolor no tuvo límites entonces.

Tal vez a no contenerle la consideración de su hijo, y los deberes que respecto a él tenía contraídos, hubiese puesto fin a su existencia para terminar de este modo aquel martirio a que le había sujetado la infame revelación de Armendáriz.

Al menos si hubiera podido encontrarlo, si hubiera podido satisfacer su sed de venganza dándole muerte, quizás habría calmado algún tanto el padecimiento que le acosaba.

Pero nada de esto pudo tener lugar.

Aquel miserable habíase sustraído de tal manera a sus pesquisas, que por ninguna parte le pudo encontrar.

Armendáriz había seguido una marcha en completa armonía con su carácter.

Hería, pero escondía el cuerpo, de modo que su adversario sintiese el golpe sin poder coger la mano que se lo daba.

Y como había presumido que su adversario no cesaría de ir en su busca hasta encontrarle, desplegó una habilidad extraordinaria para eludir sus pesquisas.

Y sin embargo, constantemente le veía.

Estaba cerca de él, observaba sus menores movimientos, no se le escapaba ninguna de su acciones, y en resumen, Guevara hallábase vigilado de un modo especial por su adversario.

Pero éste nada sabía.

Si no había dado al olvido en absoluto todo aquel pasado tan lleno de angustias y de dolores para él, era por efecto de la misma intensidad de sufrimiento que le había proporcionado.

Sin embargo, la vista de la dama de quien hemos hablado en el capítulo anterior, modificó notablemente su modo de ser.

Tal vez encontró en ella un extraño parecido con su adorada Carlota; quizás el recuerdo de ésta pudo hacerle ver en las facciones de la joven a quien había salvado de un peligro inminente, rasgos de aquel semblante adorado; pero el resultado fue que aquella noche regresó el caballero a su casa asaz pensativo y preocupado, que durmió poco, y que esperó impaciente el inmediato día, por si encontraba ocasión de volver a tropezar con la encantadora beldad.

Y se dirigió al bosque.

Y cual si hubiera sido de mutuo acuerdo, no tardó mucho la joven en mostrarse cabalgando en su hacanea.

Preocupado había entrado en el bosque don Francisco, y preocupada también avanzaba por él la dama.

Y tan preocupada iba que no reparó en Guevara que, apoyado en el tronco de un árbol la contemplaba, hasta que un movimiento de su cabalgadura se lo indicó.

Alzó los ojos entonces, y vivísimo carmín coloreó sus mejillas, al encontrarse con la anhelante mirada del caballero.

Refrenó inmediatamente el caballo, y Guevara separándose del árbol se aproximó a ella, diciéndole:

-Perdonadme si me he atrevido a interrumpir vuestro paseo; pero un vago presentimiento de mi corazón estaba diciéndome que os encontraría aquí y hallábame ansioso por preguntar si os habéis tranquilizado ya, respecto a la emoción que sufristeis ayer.

-Gracias os doy por vuestro interés, y mi buena tía os estuvo esperando hoy para dároslas también.

-¡Vuestra tía!

-Sí tal, porque creímos que nos hubieses honrado viniendo a nuestra humilde casa.

-Fuera yo el honrado, señora- repuso don Francisco y si no fui a veros, creed que no fue por falta de deseos, sino porque no juzgaseis de atrevimiento lo que realmente era una necesidad de mi corazón.

De nuevo se ruborizó la dama.

El acento con que don Francisco pronunció las anteriores frases, vibró de una manera tal, que demostraba claramente lo verdadero de su sentimiento.

-Siempre seréis bien recibido en nuestra casa- dijo Elena- que desde ayer es vuestra.

-Procuraré ir a veros; lo que únicamente os ruego es, que no consideréis como abuso si os visito con alguna más frecuencia de la que generalmente se usa en estos casos.

-Un caballero como vos, no puede abusar jamás.

-Doliérame en el alma que os llegase a enojar mi presencia.

-¡Queréis callar!

-A veces suele estorbarse un coloquio amoroso, suele interceptarse una mirada de cariño, y la persona que se hace reo de tal crimen, difícilmente llega a obtener su perdón.

-En este caso no puede existir crimen, porque no hay causa que lo motive.

-Permitidme que lo dude.

-¿Por qué?

-Dama de tan altas prendas como vos, cuyos ojos van encendiendo hogueras que difícilmente pueden apagarse y cuyo acento vibra tan armoniosamente en el corazón, no es posible que subsista sin que tenga más de un rondador ante sus rejas y más de un galán que la dirija enamoradas frases.

-Galante habéis venido hoy, señor capitán.

-No son galanterías las frases que acabo de pronunciar, y la prueba de ello debéis tenerla en que son las mismas que tantas y tantas veces debéis haber escuchado.

-Formáis juicios sobradamente aventurados.

-No os comprendo.

-Nadie me ha tributado esos elogios, ni ante mis rejas existe rondador alguno, ni hay galán que se haya abierto paso hasta mi corazón.

-Oh no digáis tal. ¿Creéis que el sol puede estar sin adoradores?

-El sol es el rey de los astros- repuso Elena sonriéndose.

-Reina sois vos de las mujeres- repuso con entusiasmo el caballero.

Elena no pudo menos de sonrojarse.

En la vehemencia con que Guevara se acababa de expresar, adivinó un peligro tal vez, y así fue que procuró poner término a aquella entrevista, diciendo:

-Ahora que os he dado las gracias y que os he significado el deseo que tiene mi tía de veros, ¿me permitiréis que me retire?

-Si escuchara la voz de mi corazón, os negaría ese permiso.

-Pero como vuestra cabeza es algo más recta que vuestro corazón, estoy segura que accederéis.

-Con harto pesar mío.

-Temo que exageráis.

-Si yo os dijera que desde ayer hasta ahora he permanecido en una noche eterna, ¿qué me diríais?

-Que sabéis decir muy bellas palabras, pero que por lo mismo que son tan bellas, apenas si se les puede dar crédito.

-No me hagáis tal ofensa.

-Muy lejos de mi ánimo está el hacérosla. Pero veo que nos vamos entreteniendo demasiado.

-¡Si vos pudierais comprender cuán feliz soy!....

-¿No lo erais acaso ayer?

-No tal.

-Pláceme entonces haberos proporcionado esa felicidad.

-Es que le falta mucho todavía para ser completa.

-Cuidado no os vayáis convirtiendo ya en ambicioso, caballero.

Y la joven pronunció estas palabras haciendo un gesto de agradable coquetería.

-¿Y quién al veros no ha de sentir ambición?

-Si no pongo término a vuestras galanterías.....

-¿Os marcháis ya?

-Es necesario.

-Ved que me dejáis sin vida.

-¡Os burláis de mí!

-Pecado es ese del que nunca tuve que arrepentirme. Vamos, señora, os confieso que no sé ni lo que siento ni lo que deseo desde ayer tarde.

-Pues cuando lo penséis bien, resolved lo que más conveniente creáis.

Y la joven saludó graciosamente al caballero, e impulsando su cabalgadura hacia adelante, alejóse de aquel sitio, no sin volver la vista más de una vez para contemplar a don Francisco.

-¡Oh, qué hermosa mujer!- exclamó éste contemplándola hasta que la hubo perdido de vista.

Doña Elena de Solís, huérfana de un hidalgo arruinado, había sido educada por una tía, hermana de su madre, que si bien era de ilustre alcurnia, hallábase tan escasa de bienes de fortuna como el difunto don Cristóbal de Solís.

Educó la buena señora a su sobrina cual convenía a una dama de sus condiciones, y en la modesta casa que en el otro extremo del pueblo ocupaban, no habían entrado jamás otras personas que el confesor de la dama, y algunas antiguas amigas tan severas en sus costumbres como ella misma.

Sin embargo, algunos meses antes de esos sucesos habían ido a establecerse en aquel punto unos primos de la joven recién casados, que se habían criado en la corte, y por lo tanto, traían mucho que contar y costumbres que diferían en gran manera de las que tenían doña Elena y su tía.

La joven simpatizó con su prima, mientras que la tía, a quien no podía menos de chocar todo aquello a que no estaba acostumbrada, no vio con buenos ojos la intimidad establecida entre sus sobrinas.

Mas como que realmente ella podía hacer muy poco por Elena, como que la asustaba la idea de que a su fallecimiento pudiera quedarse sola en el mundo y como que tal vez aquellas relaciones podrían hacer algún matrimonio para la joven, porque sus primos se trataban con todos los nobles de las cercanías, no se opuso abiertamente a aquella intimidad, y precisamente con ellos iba el día anterior cuando en el bosque le ocurrió el percance que ya conocen nuestros lectores.

Guevara retiróse aquella noche a su casa en una disposición de ánimo parecida a la de la noche anterior.

La imagen de Elena no se separaba un momento de su imaginación.

Quería sobreponerse a aquella idea, quería desecharla de su pensamiento, quería no acordarse más de ella, pues juzgaba que era hacer una ofensa a la infeliz Carlota, y sin embargo, toda su voluntad era impotente para dominar la impresión recibida.

Al día siguiente presentóse en casa de la tía de Elena.

La anciana le recibió afectuosamente, y como que el capitán tenía fama en el pueblo de honrado y valiente y noble, bien pronto establecióse cierta intimidad entre Elena y su tía y el noble caballero.

Y cada día que pasaba, hallábase éste más prendado de la joven.

No habían vuelto a encontrarse en el bosque.

Parecía que Elena esquivaba las ocasiones en que pudiera encontrarse sola con Guevara.

Y no era porque le fuese indiferente; al contrario, si Guevara quedó vivamente impresionado al verla, también ella no pudo separar de su mente desde aquel día la imagen de su salvador.

Pero parecíale que en don Francisco había más del galante caballero que no del verdadero enamorado.

Y de aquí que procurase dilatar una explicación a fin de dar tiempo a conocer mejor a la persona respecto a la cual sentía una tan marcada predilección.

Mas como que ambos se sentían poderosamente atraídos uno hacia otro, por más que Elena tratara de evitarlo, forzosamente había de llegar el día en que se entendieran por completo.

Y llegó efectivamente.

Guevara, que espiaba afanosamente todos los momentos en que Elena salía de su casa, la sorprendió en uno que se dirigía hacia la quinta de sus primos.

Enamorado e impaciente el caballero y enamorada y anhelante Elena, sin pensarlo uno y otro brotó la palabra «amor» de sus labios, y encadenadas una con otras, sus corazones se entendieron inmediatamente.

Guevara era amado.

Un rayo de felicidad habíase mostrado a su vista.

Y tan ansioso se encontraba de ella que no quiso dilatar por mucho tiempo su posesión.

La palabra «matrimonio» comenzó a circular por el pueblo, y efectivamente, pocos días después anunciábase oficialmente, digámoslo así, a entrambas familias.

Dos meses después, el capitán Guevara era el esposo feliz de doña Elena de Solís.

Capítulo XCIII. Donde se nubla de un modo horrible el cielo de ventura de que disfrutaba el capitán

Guevara creyó que para siempre se había fijado la estrella de su ventura.

Su hijo Luis, que era un mancebo de diez años, quería entrañablemente a su madrastra, que era un ángel de bondad y de cariño.

El capitán amaba cada día más a su esposa, y este amor se aumentó notablemente, si es que podía aumentarse, cuando al año de casados tuvieron un hijo.

Durante todo el tiempo transcurrido desde su regreso a España, después de la muerte de Carlota, no había oído hablar una sola vez de Armendáriz.

Exceptuando la famosa carta de que hemos hecho mención en otro lugar, parecía que había muerto, toda vez que ni las diligencias practicadas por el capitán, dieron resultado alguno, ni posteriormente se tuvo noticia de él.

Sin embargo, algunos meses antes de que naciera el hijo de Elena, recibió Guevara una carta cuya letra despertó al punto dolorosos recuerdos en su pensamiento.

Vaciló en abrirla, mas como que era peor la duda que el conocimiento de la verdad, rompió el sobre y leyó lo que sigue:

«Guevara: te doy la enhorabuena por tu nueva boda y puedes comprender, puesto que te es conocida mi carta anterior, que debo alegrarme de todo corazón de un enlace que ha de proporcionarme nueva ocasión para herirte.

»No digas que no he sido leal. Te aviso antes para que te prevengas, pero ten la seguridad de que por donde menos lo esperes y por donde menos tú te puedas figurar, ha de caer sobre tí el peso de la venganza de

Armendáriz.»

Fácil es de presumir el efecto que había de producir en el capitán la lectura de aquella carta, en la que iba envuelta una amenaza tan terrible.

De nuevo volvieron a dar comienzo sus pesquisas.

Así como en otro tiempo la carta que recibiera estaba fechada y dirigida desde Méjico, la de ahora hablase escrito y dirigido, a lo que parecía, desde Málaga.

Hacia este punto dirigióse el caballero para hacer sus investigaciones.

Mas a pesar de todo, aun cuando empleó cuantos recursos podía sugerirle el afán de que su dicha no se viese turbada como la otra vez, de tal modo se ocultaba Armendáriz, que no fue posible descubrirlo.

Elena sorprendióse por el extraño cambio que se había operado en su esposo, y aun cuando le preguntó varias veces, no pudo obtener de él la explicación que apetecía.

Así pasaron algunos meses, y como que Guevara no tuvo ocasión durante ese tiempo de experimentar quebranto alguno que pudiera prevenirle de Armendáriz, llegó a sospechar si el propósito de este sería mantenerle siempre en jaque bajo la presión de aquellas amenazas.

En su consecuencia dio otra vez al olvido aquel incidente, y como que su mujer y sus hijos se esforzaban por colmarle de caricias y de afecto, olvidó en sus brazos todas las amarguras que le anunciaba su terrible adversario.

Un día decidió Francisco acompañar a su hijo a Salamanca, a cuya universidad iba a estudiar.

Sin saber por qué, Elena vio con cierto disgusto que se aproximaba el día de la partida de su esposo, partida que trató de diferir bajo multitud de pretextos, hasta que finalmente no tuvo más remedio que dejar se llevase a cabo.

El hijo de Elena seguía creciendo entre los halagos y las ternezas de su madre, y era necesario que Luis, que así se llamaba el primogénito de Guevara, fuese recibiendo la educación que convenía al ilustre nombre que llevaba.

Esta fue una de las consideraciones que más decidieron a Elena a dejar que se alejase su esposo de la población.

Tampoco don Francisco alejóse de ella verdaderamente satisfecho.

Y mucho menos lo hubiese hecho a poder escuchar el siguiente diálogo que tuvo lugar en la noche del mismo día en que él salió de Cabra, entre dos personajes sobradamente conocidos ya de nuestros lectores.

Eran éstos Armendáriz y Campillo.

Hallábanse departiendo tranquilamente en una venta, situada en el camino de Cabra, y de tal modo estaban ambos transformados, que hubiérale sido sumamente difícil a Guevara, aun auxiliado por el mismo odio que contra Armendáriz sentía, haberles llegado a reconocer.

Merced a los conocimientos químicos que poseía el médico, lo mismo su rostro que el de Campillo habían sufrido tan notable variación, que cualquiera los hubiera tomado por dos verdaderos gitanos, a no escucharlos en sus momentos de soledad, y en los cuales se creían lejos de las miradas indiscretas.

Sus trajes en completa armonía con su rostro, acababan de disfrazarles, y en el país estaban pasando hacia muchos años como unos chalanes un tanto acomodados que llevaban la vida nómada y vagabunda de todos los individuos de su raza.

Merced a esa independencia, digámoslo así, Armendáriz sabía perfectamente cuánto hacía Guevara, sin que éste hubiese podido sospechar nunca, a pesar de habérselo encontrado varias veces, que tan cerca de sí tenía a su adversario.

En el momento de que vamos hablando, Campillo y Armendáriz, según hemos indicado, se ocupaban, encerrados en uno de los cuartos de la venta, de la marcha de Guevara.

-¿Con que dices que se ha quedado sola la dama?- preguntaba el médico.

-Sí señor.

-¡Ay, Campillo, cuánto ansiaba ya que llegase este momento!

-¿Pero es posible, señor, que todavía penséis así?

-¿Y cómo quieres que piense?

-Deberíais relegar al olvido el deseo que desde hace largos años domina por completo vuestro ser; de este modo, creedlo, seríais mucho más feliz.

-Déjate de inútiles sermones, y vamos a lo que importa. ¿Viste al capitán de esa temible banda de foragidos?

-Le he visto.

La última pregunta de Armendáriz hace de todo punto necesaria una explicación.

Una cuadrilla de bandidos, capitaneada por un hombre feroz y sanguinario, hacia pocos días había sentado sus reales por aquellos contornos, y sus continuas correrías habían llevado el pánico a los sencillos habitantes de aquellas comarcas.

En vano había tomado providencias la chancillería de Granada a fin de estirpar a los malhechores que asolaban el país.

Estos, protegidos como siempre en Andalucía por los mismos cortijeros, burlaban las pesquisas de sus perseguidores.

Tan pronto como Armendáriz tuvo conocimiento de la llegada de los bandoleros, concibió el proyecto de utilizar los servicios de aquellos desalmados a fin de poder realizar con su ayuda el vehemente deseo de vengarse de su enemigo.

Primero pensó presentarse ante la cuadrilla y por medio de un golpe de audacia supeditarla a su mando, mas luego la reflexión le hizo ver los innumerables obstáculos que había de oponérsele y desistió por entonces de aquella idea.

Más tarde se decidió a entablar negociaciones con el feroz bandido que capitaneaba a sus compañeros, y a este fin el mismo día a que nos referimos en este capítulo, dio sus instrucciones a Campillo, y éste, aunque haciéndose violencia, se dispuso como lo hacía siempre, a cumplir la voluntad de su señor.

El fiel criado salió de la venta, y como quiera que ya estaba informado del punto donde solían permanecer los bandidos, dirigióse hacia aquel sitio.

Apenas entrado en el espeso pinar denominado del Monte, detuvo su paso al herir sus oídos un ronco acento que le gritó:

-¡Alto!

Como surgido de debajo de la tierra, presentóse delante de Campillo un hombre de feroz aspecto.

-¿Qué buscas aquí?

-A tu capitán- contestó con imperturbable tranquilidad Campillo.

-¿Y qué tienes tú que hablar con Malasangre?

-Esa es cuenta de él y mía, pero no tuya.

-Y si yo te hospedara una bala en mitad del corazón ¿de quién sería cuenta?

-Tuya y del diablo, pero en el caso de realizar tu intento, podrías malograr el buen negocio que vengo a proponer a tu jefe.

-Eso ya es otra cosa, tratándose de negocios no he dicho nada.

El bandido aplicó un silbato a sus labios y lo hizo sonar de un modo especial.

No tardó en presentarse otro individuo de la misma catadura.

-¿Qué ocurre, Bigotazos?- dijo el recién llegado dirigiendo una fiera mirada a Campillo.

-Acompaña a este chalán a la presencia de Malasangre: parece que tiene que proponerle un buen negocio.

-Echa a andar pues.

Campillo siguió al bandido, y cortos momentos después llegaron arribos al sitio donde se hallaba Malasangre jugando a los dados con algunos de sus subordinados.

-Allí lo tienes- dijo señalando el grupo donde se encontraba su capitán.

-¿Quién de vosotros es Malasangre?- preguntó audazmente Campillo.

-¿Qué me quieres?- contestó con bronca voz poniéndose de pie un hombre de elevada estatura y atléticas proporciones.

-Quiero hablar contigo.

-Echa ya por esa boca.

-No puedo, en tanto que no estemos solos.

-¡Ea, holgazanes! despejad el campo; ¿no habéis oído que este hombre ha de hablarme a solas?

Refunfuñando obedecieron la orden de su capitán los individuos que se hallaban en aquel sitio.

Malasangre tomó asiento en el tronco de un árbol, y revistiendo su voz de cierta autoridad, exclamó:

-Sepamos lo que quieres.

-Vengo a hablarte de parte de mi señor.

-¿Quién es, y cómo se llama?

-Eso te lo dirá él mismo, no estoy yo autorizado para tanto.

-¿Y qué pretende el hombre a quien sirves?

-Hablar contigo a solas y fuera de este sitio.

-Sin duda que tú te has figurado que soy yo algún niño de teta; tentado estoy a llamar a mi gente para hacerte pernear pendiente de la rama de un árbol.

-Tú harás aquello que mejor te acomode, ¿pero qué lograrás con eso?

-Quitar de enmedio un espía.

-¿Supones que yo lo soy?

-Ello salta a la vista; vienes a proponerme que salga de este sitio, y esto es poco menos que pretender que me entregue a manos de los sabuesos que me persiguen.

-No es ese mi objeto y te lo probaré.

-Habla.

-Mi señor ha de proponerte un negocio que a ti puede proporcionarte grandes utilidades, y a él la realización de una venganza que proyecta llevar a cabo. Mañana a la caída de la tarde te diriges al camino, y te reúnes a mi amo en el sitio de los cuatro cruceros; puedes tender la vista a lo lejos, y si ves algo que no te acomode, te retiras.

-Acepto, con una condición.

-¿Cuál?

-Antes de ponerme en marcha vendrás tú a este sitio, y permanecerás en él, al cuidado de mi gente, hasta que yo regrese.

-Aceptado- contestó Campillo sin vacilar.

-Entonces no hay más que hablar; aquí te aguardo.

Malasangre acompañó a Campillo hasta dejarle fuera del pinar.

Armendáriz escuchó sin interrumpir la narración que lo hizo su criado, y cuando aquel hubo terminado, dijo dando muestras de gran alegría:

-Veo cercano el día en que se complete mi venganza.

-¿Estáis, pues, determinado a ir a ver a Malasangre?

-Ya sabes que no acostumbro variar de resolución.

-Por desgracia es verdad.

-¡Por desgracia!

-¿Qué duda tiene de que es una desgracia el persistir durante tantos años en realizar una serie interminable de venganzas? Harto habéis hecho sufrir ya a vuestro enemigo; perdonadle ya.

-¡Perdonarle! seguramente que debes estar loco, cuando tal cosa te atreves a decirme. Yo no puedo, ni debo, ni quiero perdonar al hijo de aquel que derramó la sangre de mi padre, y sea esta la última vez que te atrevas a proponérmelo.

-Yo, señor.....

-Basta; mañana a la hora convenida irás a buscar al capitán en tanto que yo te espero en el sitio designado.

-Está bien.

-Malasangre ha de quedarme agradecido del regalo que yo pienso hacerle, y don Francisco adquirirá el convencimiento de que yo no olvido ni perdono.

-¿Tenéis algo más que ordenarme?

-Puedes entregarte al descanso.

Campillo se retiró.

Armendáriz dejando vagar por sus labios una pérfida sonrisa, se entregó a sus vengativas reflexiones.

Capítulo XCIV. Proposiciones de Armendáriz

Bien agena estaba Elena de la tempestad que contra su ventura estaba formándose.

Al día siguiente Armendáriz y Campillo salieron de la venta y se dirigieron hacia el lugar indicado.

Donde el médico juzgó conveniente, se detuvieron a fin de que Campillo fuera a reunirse con los bandidos, quedando en poder de ellos, según el convenio que nuestros lectores han visto en el capítulo anterior.

Armendáriz se recostó contra un árbol, mientras su escudero se adelantaba tranquilamente hacia el punto en que estaba esperándole Malasangre.

El terreno elegido para la entrevista era una gran llanura, pues el bandido, temeroso de que se le tendiese alguna emboscada, había tratado de asegurarse antes de todo.

Así fue que Campillo hubo de andar buen espacio, hasta llegar a un espeso olivar donde se vio detenido por la frase sacramental de:

-¡Alto!

-Esperando estoy- dijo el escudero.

Poco después destacáronse del olivar dos bandidos que se aproximaron a Campillo, mientras que otro tercero quedaba de vigía atalayando todo el campo.

-Vamos; delante- dijeron los bandidos al criado del doctor.

-Ya debíais haber comprendido- repuso éste tranquilamente- que acostumbro usar de buenos modales, y que no me intimidan ni las amenazas, ni los brutales aspectos.

-¿Qué quieres decir con eso?

-Que gastéis mejores modos.

-¡Por vida del diablo! ¿Queréis acaso darnos lecciones?

-¿Por qué no?

-Sino mirara.....

Y el bandido amenazó a Campillo levantando el encaro y cogiéndole por el cañón.

Éste palideció de ira. Brillaron sus ojos con un fuego sombrío, y quizás se hubiera arrojado sobre el bandido a no escucharse en aquel momento la voz de Malasangre, que gritó:

-¡Eh! ¿Qué diablos hacéis?

-Ya lo veis- repuso tranquilamente Campillo- vuestra gente que se conoce que no está muy bien educada.

-Calla, y ven aquí- dijo el capitán de aquella turba.

Poco después el escudero se hallaba cerca de él.

-¿Y tu amo?- le preguntó.

-Esperándote como te dije.

-¿Estás decidido a quedarte con los míos mientras yo hablo con tu amo?

-Ya te lo dije ayer.

-Te advierto que al menor movimiento que hagas para escaparte, será el último de tu vida.

-No tengas cuidado; no me escaparé. Lo único que has de hacer es encargar a los tuyos que me traten con alguna consideración; pues sería fácil que sucediera una desgracia.

-Me agradas porque eres valiente.

-Hace tiempo que lo sé- repuso tranquilamente el escudero.

-Y si quisieras quedarte para siempre en mi compañía.....

-No lo he pensado.

-Pues piénsalo.

-Está bien; pero véte, que mi señor debe impacientarse ya, y es muy capaz de venir en tu busca.

-Voy a evitarle ese trabajo.

Malasangre dio las últimas instrucciones a los suyos, y se alejó del olivar.

Su mirada perspicaz recorrió toda la llanura buscando algo que pudiera excitar sus recelos, y cuando se hubo convencido de que nada había que excitase sus sospechas, adelantóse sin cuidado hasta donde le esperaba Armendáriz.

Como había dicho muy bien Campillo, ya comenzaba a impacientarse.

Así fue que al ver que Malasangre se acercaba, se adelantó a su encuentro, y le dijo sin preámbulo alguno:

-¿Eres tú Malasangre?

-¿Eres tú el que me espera?- preguntó a su vez el bandido.

-Sí, y por cierto que ya me iba cansado de esperar.

-Poca paciencia tienes.

-Tan poca que si tardas un cuarto de hora más me planto en medio de los tuyos para decirte que no tenías palabra.

-¡Rayos del cielo! Nadie ha podido decir eso todavía a Malasangre, ni aun cuando pudiera, ninguno se hubiese atrevido a hacerlo.

-Yo hubiera sido el primero.

-No te arrendará la ganancia en ese caso.

- ¡Quien sabe! Pero en fin, como que estás aquí y no es cuestión de perder el tiempo en bravatas inútiles, vamos a lo que importa.

-Tu dirás.

-¿Estás dispuesto a servirme?

-Según y cómo.

-Muy sencillo; se trata de una mujer y un niño y un caserío que entrar a saco.

-Prosigue.

-La mujer y la casa te la dejo, y el niño me lo entregas.

El bandido se rascó la cabeza, y preguntó después:

-¿Hay riquezas en la casa?

-Las bastantes para compensar el peligro que has de correr.

-¿Es hermosa la mujer?

-Muy hermosa.

-¿Hay quien defienda la casa?

-Un criado viejo y tres doncellas.

-Ten cuidado si me engañas.

-¡Qué necio eres! ¿no comprendes que tengo más interés que tú en no engañarte?

-¿Y si en la casa no hubiera lo que tú dices?

-¿De qué?

-De esas riquezas que me pintas.

-No son riquezas fabulosas, pero sí las bastantes, como te he dicho, para pagaros el servicio que vais a hacerme.

-Pero cuando tú quieres el niño solamente, ese niño debe valer mucho dinero.

-Ninguno.

-No lo comprendo entonces.

-Ese niño representa una venganza.

-¡Bah! Tontería; no me conviene el negocio.

Y el bandido volvió las espaldas, alejándose de Armendáriz.

Éste palideció intensamente.

Hubo un momento en que su mano se dirigió al cinto en busca de una de las pistolas que llevaba en él.

Pero la reflexión le detuvo, y lanzándose en seguimiento de Malasangre, le dijo:

-¿Dónde vas?

-A reunirme con los míos- contestó aquél.

-¿Es decir que no crees lucrativa mi empresa?

-No.

-¿Y desistes de ella?

-Desde luego.

-Alguna razón tendrás.

-Sí por cierto.

-¿Cuál es?

-Que no quiero ser instrumento de tu venganza.

-¿Cómo?

-¿No has dicho que ese niño te ha de servir para realizar una venganza?

-Sí.

-Pues yo no quiero ayudarte.

-¿Por qué? vuelvo a preguntarte.

-Porque no me compensa lo que me voy a perder.

-¿Estas en tí?

-Ya lo creo.

-Pues, francamente, no te comprendo.

-Uno solo de mis hombres que pierda en la refriega, no hay dinero bastante, no digo yo en esa casa, sino en otras de mayor importancia, para pagar su vida.

-Y sin embargo, la arriesgas a veces por lanzarte al camino a desbalijar a un pobre diablo que no lleva ni un ducado encima.

-Hay otra razón también.

-Explícate de una vez, que si hay medio de entendernos, yo te juro que nos entenderemos.

Malasangre fijó una intensa mirada en su interlocutor.

Con ella trató de leer hasta el fondo de su pecho.

Y debió conseguir su objeto, porque dijo:

-Escucha.

-Habla- dijo impaciente Armendáriz.

-Supongo que a tu venganza le darás un gran valor.

-Tanto, que a ella estoy sacrificando mi vida hace muchos años.

-De modo que tú no eres lo que pareces.

-No.

-Ya lo he comprendido, y esto presta mayor valor a la situación.

-Te repito que no te comprendo.

-Más claro, yo con mi gente daré el golpe que pretendes, pero todo cuanto encuentre en esa casa, todo ha de ser para mí.

-Ya te lo he dicho; todo menos el niño.

-No, el niño también.

-Imposible.

-Pues busca otro que lo quiera hacer.

Y de nuevo Malasangre volvió a separarse de su interlocutor.

Armendáriz vio que so le escapaba la ocasión de las manos.

Hubo un momento en que adivinó la idea del bandido, y de nuevo su mano fue a buscar la culata de sus pistolas.

Pensó que dando muerte a Malasangre, por medio de un golpe de audacia podría imponerse a su cuadrilla y llevar a cabo lo que se proponía.

Pero este plan tenía sus inconvenientes.

Y calmándose, trató de llegar a una avenencia.

-Pero... escucha, Malasangre- dijo.

El bandido se detuvo.

-¿Qué quieres?- le preguntó.

-Que nos entendamos.

-Bajo las bases que propones, es difícil.

-No lo creas.

-Habla.

-¿Cuánto quieres por ese niño?

-Al fin has dado en ello dijo.

-¿Cuánto quieres?

-Malasangre reflexionó.

-Quiero... quinientos ducados.

-No- contestó resueltamente Armendáriz.

-Reflexiona...

-Nada; no te doy esa cantidad. ¿Crees acaso que soy tan necio que no comprenda tu propósito? ¿Acaso supones que me faltan medios y valor para llevarlo a cabo sin necesitar de ti?

-¡Rayos y truenos! ¿pues por qué has venido a buscarme entonces? Responde.

-Porque tú tienes ya la gente reunida, mientras que yo tendría que esperar a reunirla.

-Veo que entiendes el negocio.

-Bastante.

-¿Y cuánto me darás tú?

-En buena ley, te doy bastante con dejarte el botín y la mujer.

-Eso lo adquiero yo en cualquier cortijo que ataque.

-O no.

-En fin, ¿cuánto me das por el niño?

-Doscientos doblones.

-Poco es.

-No hay más.

Tan resuelto fue el acento de Armendáriz, que el bandido comprendió que no sacaría más partido.

En su consecuencia, permaneció silencioso breves momentos, hasta que dijo por fin:

-Está bien; acepto.

-Ya lo presumía.

-Dime dónde y cuándo se ha de dar el golpe.

Armendáriz se lo explicó, añadiendo:

-Sobre todo, te encargo la mujer. Es preciso que la dejéis completamente imposible para su esposo.

-Te comprendo. Mi gente sabe apreciar en lo que verdaderamente vale una mujer hermosa.

-Dos días que la tengáis entre vosotros es lo suficiente.

-Está bien.

-Dentro de tres días, en este mismo sitio, recogeré el niño.

-Y me darás el dinero.

-Convenido.

Los dos miserables se dieron la mano, y poco después Malasangre se reunía con sus compañeros dejando en libertad a Campillo.

Capítulo XCV. La infamia de un perverso

¡Cuán agena estaba la esposa de Guevara de la desdicha que sobre ella se iba a desplomar!

Precisamente cuando Armendáriz estaba formando tan indignos planes para destruir su reposo y su ventura, ella, pensando solamente en su esposo, se congratulaba juzgando que no había de ser larga su estancia en Salamanca y que pronto volvería para no separarse de su lado.

Y contemplaba a su hijo y se sonreía llena de placer en sus infantiles gracias, y ya le parecía un siglo el tiempo que llevaba separada del hombre a quien tanto amaba.

Porque Elena había concretado todo su cariño, toda su ventura, su vida entera en su esposo y en su hijo.

En su casa, como había dicho muy bien el médico, no había más que dos criadas y un criado, soldado viejo que había acompañado a su señor, lo mismo en Italia que en Méjico, que amaba cuánto él amaba y aborrecía lo que no era del agrado de éste.

La casa solariega de don Francisco de Guevara, mitad cortijo y mitad mansión señorial, estaba situada a un extremo de la población, completamente aislada de las demás.

Una tapia alta la cerraba por la parte posterior que daba al campo, mientras que por la fachada principal, el ancho portalón quedaba cerrado por sólida puerta chapeada de gruesos clavos y reforzada por el interior, con fuertes barras de hierro.

Las ventanas y postigos estaban asimismo perfectamente defendidos, y no era empresa tan fácil como parecía entrar en el edificio sin tener algún cómplice dentro de él.

Malasangre, como experto capitán, quiso recorrer antes que todo la fortaleza que iba a acometer.

Para este efecto, perfectamente disfrazado, se dirigió al caer la tarde hacia la población.

Paso y repasó por delante de la casa, dio la vuelta, observó las precauciones que se tomaban para cerrar las puertas y sacó en limpio que, o era preciso penetrar en ella a viva fuerza, o buscarse un aliado dentro de ella.

Lo primero ofrecía graves inconvenientes.

En primer lugar, daría un gran escándalo, alarmaría la población, lanzaríanse en masa contra ellos y podría ser fácil que alguno o algunos sucumbieran en la empresa.

En segundo lugar, se exponían a que en el tiempo que podría mediar entre el ataque y la entrada en la casa y la alarma del vecindario, la dama y su hijo se refugiasen en alguna habitación más retirada, para entrar en la cual, hubiera de sostener un nuevo ataque, el cual ya no podía tener el carácter de seguro, porque se veían obligados a combatir con los del pueblo que acudirían en defensa de la esposa de Guevara.

Estas razones le hicieron desistir del ataque a mano armada.

Era preciso usar la astucia.

Era menester buscar un medio para crearse aquel aliado que necesitaba.

Después de haberse orientado perfectamente respecto a la disposición de la casa y puertas de entrada, regresó a donde estaba la gente, y durante el camino fue formando su plan.

Cuando se reunió con sus compañeros, ya había pensado lo que se debía hacer.

Al día siguiente llamó a uno de ellos, y llevándosela aparte, le dijo:

-Oye, tú, Zorro, tengo que darte un encargo de confianza.

-Ya sabes que todos los que me diste siempre los desempeñé a tu satisfacción y a la mía- repuso el Zorro con suave acento, y fijando su mirada recelosa y astuta en el capitán.

-El que voy a darte ahora es el más grande de cuantos has llevado a cabo.

-Que me agrada ya sin conocerlo. Habla y sepamos lo que es.

-Quiero entrar en una casa que es fuerte, que se cierra herméticamente en cuanto se pone el sol, que las puertas y las ventanas están barreadas, y que no quiero emplear la fuerza para conseguir mi intento.

-Pues muy sencillo; compra a uno de los criados, y que te abra la puerta.

-Eso sería largo, y yo necesito entrar mañana.

-Ya es otra cosa.

-Por eso he pensado en tí.

-¿Para que te abra la puerta?

-Sí.

-No hay inconveniente si consigo entrar en la casa.

-Eso es cuenta tuya.

-¿Es decir que dejas a mi elección los medios?

-Naturalmente; ya sabes lo que quiero, tú piensa ahora, pon en prensa tu magín para que te sugiera la idea salvadora.

-¿Cuál es la casa?

-Está en Cabra.

-¡Hola! ¿vamos a meternos en poblaciones importantes? Cuidado, Malasangre, en el camino somos los amos; no por meternos en poblado vayamos a caer en las garras del lobo.

-De tí depende.

-Pues si depende de mí, ya sabes que yo no comprometo jamás a los míos.

-Por eso te he llamado.

-Dime ahora qué casa es de las de Cabra, la que llama tu atención.

-La de Guevara.

-¡Buena es! Ya tienes razón en decir que se cierra bien, y es sólido todo lo que hay en ella.

-¿De modo que la conoces?

-Como te conozco a ti. Cuando era muchacho, más de una vez había jugado en el corral, como que mi tío era criado del padre del actual propietario.

-Mejor que mejor.

-Pero ya es empresa la que tratas de acometer.

-Ayúdame tú y venceremos.

-Dispuesto estoy a ello.

-Es menester que entres dentro de la casa.

-Entraré.

-Y que nos facilites, a tu vez, la entrada.

-Está bien.

-Nosotros estaremos desde las once de la noche esperando tu aviso, por lo tanto, para esa hora tenlo todo dispuesto.

-Dispuesto estará.

Y el Zorro se separó de su capitán, que le dijo:

-Pero, oye, ¿cómo vas a entrar?

-No lo sé, pero entraré. No me preguntes nada, porque en este momento no sé lo que voy a hacer, pero estáte seguro que todos entraréis allí mañana por la noche.

Malasangre conocía demasiado al Zorro para dudar de sus palabras.

En su consecuencia, dedicóse únicamente a arreglar lo más conveniente para la expedición, dando las instrucciones necesarias a su gente.

Aquella tarde presentóse en la casa de Guevara un pobre viejo que imploraba la caridad pública.

La casa de Guevara, aun cuando no era de las más ricas de la comarca, estaba abierta siempre para todos los pobres.

Elena se hallaba en aquellos momentos sentada en el ancho zaguán de la casa.

-Pasad, buen anciano- dijo al mendigo- recobrad vuestras fuerzas y descansad.

-¡Ay, señora!- repuso éste dejándose caer en un banco- he andado tanto que apenas me puedo mover.

-¡Válgame Dios! ¿Y estáis solo en el mundo?

-Completamente solo. Tenía una hija que era mi único sostén, mi sola esperanza, señora. Dios se la quiso llevar consigo y me quedé abandonado y desvalido.

Y el mendigo acompañó estas palabras con algunas lágrimas que acabaron de enternecer a la dama.

-Tranquilizáos, buen viejo, y puesto que Dios lo ha hecho, no hay otro remedio que conformarse con su santísima voluntad.

-¡Y si viera su merced cuánto he sufrido desde entonces!....

-¡Ya lo creo!

Elena, conmovida, ordenó que dieran algunas viandas al mendigo, le socorrió generosamente, y viendo que se quejaba en tan gran manera del cansancio y del abatimiento producido por él, dijo al criado que le dejase aquella noche dormir, no precisamente en el pajar o en la cuadra, según costumbre de muchas de las personas que suelen echárselas de generosas, sino que por el contrario, le ordenó que le dispusiese una de las habitaciones de la planta baja, donde el mendigo pudiese verdaderamente encontrar el reposo de que tan necesitado se hallaba.

Si Elena hubiese sido mas suspicaz y no hubiese estado tan compadecida de aquel hombre, no habría podido menos de sorprenderle la expresión de maligna alegría que brilló en su rostro al escuchar la orden anterior.

Pero esta expresión fue instantánea.

El brillo de aquellos ojos se extinguió inmediatamente, y Elena solo pudo ver en el rostro del anciano mendigo la expresión del más sincero reconocimiento.

-Válgame, Dios, señora- exclamó- ¿qué hice yo para alcanzar tantas mercedes?

-No son mercedes el cumplimiento de un deber que todos tenemos respecto a los desvalidos.

-Si todos le cumplieran.....

-Allá se las avengan con su conciencia los que desatiendan la miseria de los pobres. Por mi parte, haré siempre por ellos cuanto pueda, educando a mi hijo en este mismo sentido.

Durante lo que restaba de día, el mendigo, con una destreza extraordinaria y usando de multitud de subterfugios, se enteró de la distribución de la casa, de las entradas y salidas, y finalmente de cuanto podía contribuir al mejor resultado de la empresa que se trataba de acometer.

Ni Elena ni las criadas podían sospechar nada y únicamente el mendigo les inspiró interés y compasión.

No así el escudero, que como viejo y lleno de experiencia, era desconfiado y no hacía más que observar al mendigo.

Varias veces intentó éste entrar en conversación con él, pero siempre la eludía temeroso de comprometerse.

Y llegó la noche, y al recogerse Elena, encargó nuevamente a Marcos, que así se llamaba el soldado, que condujese al mendigo a su habitación y cuidara de que al día siguiente al marcharse se llevara bien repletas las alforjas.

Algo refunfuñó el buen Marcos al escuchar tales encargos, pero como que amaba a Elena tanto como a su señor, y sabía que la bondad únicamente dictaba todas sus acciones, resignóse a obedecer no sin jurarse interiormente que por su cuenta tomaría cuantas precauciones juzgase necesarias.

En virtud de esto, cuando dejó el mendigo en la habitación que la caridad de su señora le destinara, cerró la puerta, echó la llave por la parte exterior y se la guardó retirándose después tranquilamente.

El buen escudero creíase así completamente a cubierto de cualquier intentona que pudiese querer realizar algún malvado; pero esta tranquilidad hubiera desaparecido si le hubiese sido dable ver la sonrisa que vagó por los labios del mendigo al oír cerrar la puerta.

La ventana que daba a la calle, estaba como todas las de la casa, reforzada por la parte interior con un grueso barrote de hierro.

Para mayor seguridad el perno en que la barra encajaba, tenía un candado cuya llave también recogió Marcos.

Pero una vez solo el mendigo y convencido de que todo el mundo estaba recogido ya, apresuróse a registrar el interior de sus ropas y sacó de ellas destornilladores y hierros preparados en forma de llaves maestras, así como también una pequeña palanca del mismo metal y una finísima sierra, instrumento de gran utilidad en aquellos momentos.

En primer lugar aseguróse de que los tornillos de la cerradura de la puerta podían salir con facilidad, y tomando la sierra se dirigió hacia la ventana cuyo barrote trató de cortar sin hacer ruido alguno.

Sacó también de entre su raído traje un reloj que sabe Dios a quien habría pertenecido, y mirándole dijo:

-Todavía tardará Malasangre lo menos una hora en llegar por aquí y mucho se puede hacer en sesenta minutos.

Y con mayor aliento prosiguió su tarea, murmurando:

-Si en este negocio no me da el capitán mayor parte que a mis compañeros, juro que se ha de acordar de mí.

Poco después el barrote de hierro estaba cortado y el Zorro a quien ya habrán conocido nuestros lectores en el supuesto mendigo, abrió la ventana.

Capítulo XCVI. Continuación del anterior.- Consumación de la infamia

La callo a que daba la casa de Elena estaba completamente desierta.

El Zorro recurrió con su mirada escrutadora, uno y otro lado de ella, y dijo:

-Nada, todavía no han venido. Antes de ver si es necesario facilitarles entrada por aquí, es preciso que nos orientemos respecto al estado de la puerta.

Y haciendo jugar diestramente el destornillador, la puerta de su aposento quedó franca. y el bribón hallóse en un momento en el ancho zaguán de la casa.

Todas las precauciones del buen Marcos habían quedado por tierra.

La astucia y la precisión del bandido, inutilizaron por completo sus propósitos.

El Zorro, después que se hubo asegurado de que nadie le observaba, adelantóse con precaución a la puerta que daba a la calle, y comenzó a tentarla hasta encontrar las barras que la defendían.

Marcos había usado en ésta de las mismas precauciones que puso en práctica en la ventana del aposento.

-Pues, señor, no hay más remedio que hacer con ésta lo mismo que con la otra- murmuró el Zorro.

La operación era más difícil, y había de llevarse más tiempo porque las barras eran más gruesas; pero felizmente, como estaban cruzadas y la una aseguraba a la otra, cortada la de encima, quedaba libre la de abajo.

Una vez esta operación practicada, el Zorro volvió de nuevo a la ventana del aposento que se lo había destinado, y murmuró:

-Ahora, ya deben estar aquí.

Efectivamente, una vez que se hubo asomado a la reja, imitó con una destreza tal el canto del mochuelo, que difícilmente hubiera podido nadie hacer la distinción que realmente existía.

Inmediatamente otro canto semejante respondió al suyo.

-¡Ya están aquí!- dijo el bandido.

Y entonces lanzó un silbido agudo, y momentos después un hombre presentábase en medio de la calle.

El Zorro llamó su atención, y un momento después hallábase junto a la ventana.

-¿Qué hay, Zorro?- preguntó el recién llegado.

-¿Qué hay, Sacristán ?- preguntó el primero, reconociendo al que acababa de hablar.

-Que ya estamos aquí.

-¿Cuántos venís?

-Todos.

-¿Cómo todos?

-Como lo oyes. El capitán no ha querido dejar nada al azar, y ha traído aquí toda la partida.

-¿Dónde está el capitán?

-Allí, detrás de aquella casa, y él es quien me ha enviado para que hable contigo.

-Dile que es menester que se aproxime.

-Pero si él quiere saber..

-Todo ha ido bien; pero dile que venga.

El bandido se retiró, y momentos después, Malasangre se acercaba a la ventana.

-Te he llamado- dijo el Zorro- porque no hay necesidad de que entre toda la partida.

-Necio!- repuso el capitán- ¿crees que yo necesito tus avisos para saber lo que tengo que hacer?

-Como el Sacristán me ha dicho que habéis venido todos....

-Naturalmente; necesito tener completamente vigilados los alrededores, porque si nos sorprendieran....

-Comprendo.

-¿Tienes franco el paso?

-Sí.

-¿Por dónde entramos?

-Por la puerta.

-¿Tienes las llaves?

-No, pero tengo las mías. Podéis venir cuando queráis.

Malasangre se separó de la puerta, y el Zorro salió del aposento lanzándose hacia el portal.

Poco después estaba en la puerta.

Con mano ejercitada introdujo en la cerradura las llaves maestras de que iba prevenido, y un momento después la puerta giraba rechinando sobre sus goznes.

Pero en el mismo momento el Zorro exhaló un grito y cayó al suelo como una masa inerte.

-¡Ah! traidor!- dijo Marcos,- pues él era, que sospechando y receloso, parecióle entre sueños percibir algún ruido, y levantándose de la cama tomó su arma y bajó a recorrer la casa.

Precisamente llegó al portal en el momento en que el bandido abría la puerta a sus compañeros, y comprendiendo la traición y desesperado por no poder impedirla, al menos trató de castigarla.

Puñal en mano acometió al Zorro, y este, que se hallaba completamente desprevenido, recibió el golpe en mitad del corazón.

Malasangre y los suyos, que estaban ya en la puerta, al escuchar el grito y percibir la caída del cuerpo de su compañero, comprendieron lo que había, y en un momento, a la par que impedían que Marcos cerrase la puerta, le rodearon, y antes de que él pudiera defenderse se vio cercado, desarmado y herido mortalmente.

Malasangre dijo a los suyos:

-La boca al momento para que no hable.

Y efectivamente, una mano grosera se apoyó sobre los labios de Marcos, mientras que la aguda hoja de un puñal penetraba en su pecho.

A esta siguieron otras, y cuando Malasangre juzgó que el escudero estaba muerto, dijo:

-Arriba todo el mundo y cuidado. Tú, Sacristán, quédate en la puerta.

Los bandidos iban provistos de linternas sordas, pues Malasangre, con una previsión a toda prueba había procurado que nada faltase por lo cual se pudiese malograr la empresa.

Elena y las doncellas sorprendidas en medio de su sueño no pudieron oponer resistencia alguna.

Los bandidos se esparcieron por toda la casa, y el saqueo y la deshonra dejó sus terribles huellas impresas en aquel, momentos antes pacífico y tranquilo hogar.

La brutalidad de aquellos miserables fue tal, que la desventurada Elena quedó desmayada sin tener casi la conciencia de lo que a su alrededor pasaba.

Su hijo fue arrebatado de sus brazos, y cuando los bandidos dejaron ultimada su obra a satisfacción de su jefe, éste ordenó la retirada.

Los primeros resplandores del alba comenzaban ya a iluminar las calles del pueblo, cuando toda la partida ganaba el olivar donde parece que tenían establecido su cuartel general.

Entretanto las gentes del pueblo habíanse ido levantando para dedicarse, a sus faenas agrícolas, y los primeros individuos que pasaron por delante de la casa de Guevara se apercibieron de que la puerta estaba abierta, y que en el zaguán había dos hombres tendidos.

Inmediatamente corrió la voz, entraron en la casa, y el cuadro que a su vista se ofreció fue terrible.

Las dos criadas estaban muertas, y Elena continuaba desmayada.

Cuando volvió en sí, merced a los auxilios de las personas que fueron llegando sucesivamente, miró a todos lados llena de espanto.

Frases incoherentes se escaparon de sus labios, y finalmente al fijar sus ojos en la cuna vacía de su hijo, lanzó un grito desgarrador y volvió a perder el sentido.

Cuando tornó a la vida fue para perder la razón.

Al día siguiente, Armendáriz, que ya sabía lo ocurrido, puesto que tanto él como Campillo habían estado en la población confundidos entre los grupos que constantemente rodearon la casa durante la mayor parte del día, se dirigió hacia el sitio en que estaban los bandidos.

Una vez cerca del olivar, el vigía que estos tenían por aquella parte le intimó que se detuviera.

-Di a tu capitán- repuso Armendáriz- que aquí está la persona que espera.

-Poco después el médico estaba en presencia del capitán.

-¿Vienes dispuesto a cumplir tu palabra? le preguntó Malasangre.

-Nunca falto a ella. ¿Dónde está el niño?

-Por ahí está durmiendo bajo un árbol.

-Tráele.

-¿Traes el dinero?

-Sí.

-De ese modo nada tengo que decir, aun cuando debía hacerte pagar la vida del compañero que ha quedado muerto allí.

-Prevenido venía para ese caso, y aquí tienes cien ducados más por esa vida.

-Veo que entiendes los negocios.

-No necesitaba tu aprobación para saberlo.

Malasangre se mordió los labios, y separándose algunos pasos del sitio en que estaba, volvió a los pocos instantes trayendo consigo al niño de Guevara.

-Toma y daca- dijo.

-Ahí tienes.

Y Armendáriz arrojó en tierra una bolsa bien repleta que el bandido se apresuró a coger.

-Espera y contaré- dijo.

-Cuenta en buen hora.

El médico se apoderó del niño, que seguía durmiendo, y contempló tranquilamente a Malasangre que contaba las monedas de oro.

-Está bien- dijo éste.

-Entonces, adiós.

-Debo decirte que tu encargo se ha cumplido a conciencia. Aquella mujer ha quedado imposible para su marido.

-Lo sé.

Y Armendáriz, tras esta lacónica respuesta se separó de su interlocutor, reuniéndose poco después con Campillo, que tenía dos caballos del diestro.

-Al fin realicé lo que quería- dijo con una expresión de gozo feroz.

-¡Pero cuánto os ha costado!- repuso el criado.

-Diez años de mi vida, veinte que hubieran sido necesarios, diéralos gustoso por el placer que siento pensando en el dolor que ese hombre ha de experimentar.

Campillo no contestó una palabra, y montó a caballo siguiendo a su amo, que se alejó a buen trote de aquel sitio.

Entretanto, don Francisco de Guevara estaba bien ajeno del terrible golpe que acababa de asestarle su miserable adversario.

Todo su afán era llegar a Salamanca, dejar a su hijo bien recomendado a un antiguo compañero suyo que allí residía, y regresar inmediatamente a su casa, donde el amor de su mujer y de su otro hijo le estaban llamando.

Sin embargo, sin que pudiera explicarse la razón, era la verdad que caminaba preocupado, y que muchas veces Luis tenía que decirle:

-¿Pero qué tenéis, padre mío? ¿qué inquietud os agobia? ¿qué pesar os mortifica, que pasáis horas enteras sin decirme una palabra?

Don Francisco entonces alzaba la cabeza, procuraba sonreír, y decía:

-¡Cá, hombre! no tengo preocupación alguna, estoy agitado, inquieto, sin saber por qué.

-Pues esa agitación para la cual no tenéis motivo alguno, es la que yo quiero que evitéis.

Guevara se sonreía, mas sin embargo continuaba con la misma preocupación y el mismo abatimiento.

Y este creció de punto cuando estuvieron en Salamanca.

No veía el momento de volver a su casa, y precisamente la víspera del día en que se iba a poner en camino, recibió una carta que le enviaba su familia, dándole cuenta de lo ocurrido, y pintándole la necesidad de su inmediato regreso.

-¡Oh! ¡Bien me lo estaba anunciando el corazón!

E inmediatamente se puso en camino, y al llegar a su casa, al ver el estado de Elena al referirle lo que había ocurrido por lo que pudo presumirse por el estado en que se encontró a la infeliz, aquel hombre sintió que su corazón se desgarraba, y habría sucumbido quizás a no contenerle el recuerdo de su otro hijo.

Dos días llevaba de estancia en Cabra, cuando recibió una carta cuya letra le hizo estremecer.

La había visto en circunstancias bien terribles para él.

Era de Armendáriz, y decía así:

«Ya has visto cómo cumplo mis palabras. Tu mujer ha quedado completamente imposible para tí. Tu hijo muerto, tu casa saqueada, tu mujer deshonrada y loca, deben probarte que mi venganza ha sido completa.

»Sin embargo, no está satisfecha todavía, y día llegará en que recibas un nuevo golpe más formidable que los que acabas de sufrir, obra única y exclusiva de tu enemigo, a quien llamabas en otro tiempo el hechicero, y que gracias a su ciencia, ha podido permanecer cerca de tí espiándote sin que conocieras que bajo su disfraz se ocultaba el implacable

Armendáriz»

Capítulo XCVII. La terminación de la historia

Excusado es decir el efecto que la carta anterior produjo en Guevara.

Hacía tiempo que no había vuelto a recibir noticia alguna de aquel miserable.

Juzgábale ya olvidado tal vez, cuando al reaparecer de aquella manera, se había presentado mucho más terrible y mucho más infame que nunca.

Don Francisco creyó morir de desesperación, porque cuantas diligencias practicó para encontrar a aquel hombre, fueron lo mismo que habían sido en otro tiempo, completamente inútiles.

Entonces desesperado, sin vínculo alguno que le sujetase en aquel país, siéndole por el contrario odiosos todos los lugares que le recordaban la presencia de Elena, los abandonó tan luego falleció ésta, que fue a los pocos meses de haber él regresado de Salamanca.

Era demasiado poderosa la impresión que la infeliz esposa había recibido, y tras de la perturbación de sus sentidos, vino el aniquilamiento, digámoslo así, de la materia, y la desdichada sucumbió en medio de los mayores sufrimientos.

Entonces Guevara se marchó para siempre de aquel país.

Su hijo ignoró por el momento los terribles incidentes que habían tenido lugar en su casa.

Continuó sus estudios en Salamanca, mientras su padre iba a buscar la muerte en las guerras que tuvieron lugar durante los primeros años del reinado de Carlos III.

Donde quiera que estuvo, siempre tuvo presente la imagen de Armendáriz, y hubiera dado gustoso la vida por poder dar la muerte al que tan desgraciado le había hecho.

Pero ni pudo encontrar lo que deseaba en el campo de batalla, ni tampoco la casualidad le hizo tropezar con su enemigo.

Cansado de pelear, enfermo de cuerpo y enfermo de alma, llorando siempre a aquellas dos mujeres a quienes tanto había amado, y a aquel hijo víctima inocente de la venganza de un malvado, pues él suponía que su hijo segundo había muerto, regresó a Cabra, donde se halló su pobre hacienda destruida, y por todo porvenir para su vejez la miseria.

Reunido con su hijo Luis, gallardo mancebo, más apto para dar estocadas que para seguir la carrera de las leyes, recordó que tenía muy antiguas relaciones con varios nobles que en la corte disfrutaban de gran influencia, y allá envió a su hijo recomendándole eficazmente.

En los primeros capítulos de nuestra obra, vimos ya que don Luis supo abrirse paso, y que el monarca y Floridablanca lo distinguieron con su aprecio, devolviéndosele algunos bienes y un título que otro monarca había quitado a uno de sus antepasados.

Tal fue la historia que el conde de Fuentidueña, o sea nuestro antiguo conocido el perfumista Zarini estuvo leyendo con atención extraordinaria durante un buen espacio.

Cuando hubo concluido, no pudo menos de murmurar:

-¡Oh! qué horrible es todo esto! ¡pobre don Francisco de Guevara! ¡cuánto ha debido sufrir! Y la verdad es que todavía queda una semilla tremenda de la venganza de Armendáriz. Ese hijo de don Francisco, ese hermano de don Luis, nutrido en el odio y en el aborrecimiento hacia los suyos, puede ocasionar desgracias que aterren doblemente por los vínculos que unen a los que hoy representan ese antagonismo que dividió a Guevara y Armendáriz. Ignoro qué he de decir a ese escudero cuando venga a pedirme mi parecer, porque es en verdad comprometida su situación.

Y Zarini, más preocupado que había estado nunca por la propia venganza, estúvolo por la agena.

Cuando Campillo se presentó en su casa, le dijo:

-¿Sabes, amigo, que la tal historia de tu amo, es ni más ni menos que la historia de un gran bribón?

-Razón tenéis, señor; pero a pesar de eso debéis recordar que yo le debo la vida, y con todos sus defectos y todos sus crímenes le he amado siempre y hoy le recuerdo con tristeza.

-Eso habla bastante en tu favor y te recomienda para todo.

-¿Qué opinión habéis formado de esos ligeros apuntes escritos por mí?- preguntó Campillo a quien lo que más interesaba era aquello.

-Que en ellos se encierra una historia de crimen.

-Sí, eso ya lo sé.

-Antes de todo, contéstame a una pregunta.

-Decid, señor.

-¿Dónde estuvisteis desde que os fuisteis con el hijo de Elena?

-En Holanda y en Suecia.

-¡Diablo si os fuisteis lejos!

-Era el único medio de salvar la piel, pues Armendáriz sabía de sobra lo que valía Guevara y le tenía miedo, aun cuando aparentaba otra cosa.

-Lo comprendo.

-Guevara le hubiera buscado por todas partes y habría concluido por encontrarle finalmente, permaneciendo en España.

-¿Y qué hicisteis de aquel niño que robasteis?

-Perdonad, señor, que no fui yo.

-Escucha; tan criminal es el que lleva a cabo un crimen como el que ayuda a su perpetración o lo encubre.

-Tenía tanto que agradecerle.....

-Esa razón podrá atenuar algún tanto tu culpa, pero no te exime de ella.

-Cierto, cierto.

-Y supongo que habéis criado a ese niño como si fuera hijo de Armendáriz.

-Sí, señor.

-¿Noticiándole el odio que el médico preparaba a su amigo?

-Justamente.

-Ya comprendo la idea que se llevaba en ello.

-Idea horrible que jamás he podido quitar de su cabeza.

-Es decir que ese mancebo aborrecerá a su hermano.

-Con un aborrecimiento mayor que el de la persona que le ha criado, porque tiene toda la vehemencia de pasiones de los Guevaras y el odio se las ha aumentado.

Zarini quedóse pensativo un momento.

-¿Qué pensáis que debo hacer, señor?- dijo.

-¿Fiastes a tu amo guardar ese secreto?

-Sí, señor.

-Te exigiría él semejante juramento, ¿no es así?

-Así fue.

-Ya se ve; temería que tu conciencia destruyese su obra.

-Tentado estuve muchas veces de hacerlo, y por esa razón a fin de ajustar mi conducta de un modo positivo a lo que la prudencia ordene, es por lo que he venido a consultarnos, haciéndoos leer ese manuscrito en el que están consignados multitud de incidentes desconocidos de todo el mundo.

-Difícil es el consejo que me pides.

-Pero vos tenéis más experiencia, estáis más ducho en lances de este género; conocisteis a mi señor en Italia, y podéis aconsejarme de manera que mi conciencia se satisfaga.

-Obedeciendo a los impulsos de mi corazón te aconsejaría de un modo, pero teniendo en cuenta la inviolabilidad de un juramento no me atrevo a resolver, de un modo tan absoluto.

-Pero ved que se trata de un crimen.

-Mirarlo debiste antes cuando cometiste otro.

-La gratitud cerraba mis labios.

-Pues el perjurio no debe abrírtelos hoy.

-¿Eso decís, señor?

-Faltarías a tu conciencia y a tu deber.

-Pero.....

-Me pides mi opinión y te la doy.

-¿Es decir que me condenáis?....

-Al mismo suplicio que tú te impusiste ya.

Reinaron algunos momentos de silencio.

Campillo sentía aumentar su angustia.

Creyó que el conde de Fuentidueña, en cuya experiencia fiaba, desatase, digámoslo así, su lengua.

Pero en vez de esto exhortábale a callar; le hablaba de deberes, cuando él hubiera querido precisamente eximirse de estos mismos deberes.

Y en tan gran manera expresó su rostro la contrariedad que experimentaba, que el mismo Fuentidueña hubo de advertirlo, y le dijo:

-¿Parece que te sabe mal lo que te he dicho?

-Francamente, señor, ¿por qué os lo he de ocultar?

-Un medio tienes para transigir, digámoslo así, con tus deberes y con tus sentimientos.

-Decid.

-¿Quieres evitar el encuentro de esos dos hermanos?

-Sí, señor.

-Pues bien, llévate de España ese mancebo.

-¿Pero no sería mejor hacerle comprender los vínculos que le unen a don Luis?

-¿Crees acaso que el mal no es ya demasiado profundo? ¿Crees que con eso evitarías el odio y el aborrecimiento que se profesan esos dos hermanos?

-Si de ese modo lo miráis.....

-Campillo, conozco más que tú el corazón humano, y cuando el veneno de la envidia y del odio se ha inoculado en él del modo que sucede en el de ese mancebo, no hay medio ya de curarlo.

-Pero es horrible lo que decís, señor.

-Todo lo horrible que tú creas; pero no por eso es menos verdad.

-¿Y juzgáis que la ausencia?....

-Es el único remedio para evitar ulteriores males. Es muy mancebo todavía el hijo de Armendáriz; tal vez la presencia de objetos nuevos, quizás algunos amores, cosa muy común en la gente moza, le distraigan, y sin esfuerzo por tu parte consigas el objeto que te propones.

-Mucho lo dudo.

-Me has pedido mi opinión, y te la doy. Ahora fuera de eso, obra como mejor te plazca.

El escudero permaneció algunos momentos pensativo.

Al cabo de ellos, dijo:

-Tal vez tengáis razón. Puede muy bien que ese medio propuesto por vos, sea el único que consiga salvar una situación, respecto a la que no he podido encontrar solución favorable; pero comprendo que ese viaje debe emprenderse a tierras muy lejanas; es menester que los objetos que vea, lo seduzcan por la novedad.

-Marchad a América, puesto que la elección para esos viajes depende de tí únicamente, y como que hoy, después de lo ocurrido, no tenéis otro remedio que alejaros de España, fácilmente puedes llevar a cabo este proyecto.

-Antes, señor, quiero pediros un último servicio.

-Habla.

-Las memorias que habéis leído, deseo que continúen en vuestro poder. Quizás la muerte me sorprenda de un momento a otro, y para el caso de que tal sucediera, os las confío a fin de que evitéis la catástrofe, en el caso de que pudiera llegar.

-¿Y no ves, buen Campillo, que yo tampoco soy joven ya? ¿No ves que el dolor también se ha cebado en mí, destruyendo toda mi energía y todo mi poder?

-Sin embargo, más fácil es que vos os conservéis que no yo, y en último caso, haced de este legajo lo que más os plazca; transmitidlo a uno de vuestros amigos, o dejadle que perezca con vos, y yo habré descargado siempre mi conciencia de un peso que la abruma.

-Está bien; acepto ese legajo, y haré cuanto a mi alcance esté, a fin de pensar lo que más conviene en el caso probable de que yo dejase de existir.

-Gracias os doy, y puedo aseguraros de que me alejo más tranquilo de lo que he estado hasta ahora.

Efectivamente, Campillo siguió las instrucciones que lo diera el conde de Fuentidueña.

Felipe aceptó gustoso la indicación de marchar a América, y pocos días después, consiguiendo burlar las pesquisas de los alcaldes de casa y corte y de toda la turba alguacilera puesta en movimiento para descubrir al autor de la muerte de don Francisco, salieron de Madrid, de donde pasaron a Francia, en uno de cuyos puertos se embarcaron para América.

Fuentidueña quedóse con el manuscrito del escudero, y como había dicho muy bien, preocupóle en gran manera lo que había de hacer con él para el caso de que falleciera.

Capítulo XCVIII. Qué hizo el conde de Lazan después que hubo recobrado a su hija

En el capítulo LXXVI de este tomo, vimos que el conde de Lazan había conducido a su casa a María, mientras que su hijo y el vizconde del Juncal acompañaban a don Luis a la suya.

Antonio, que como sabemos, habíase propuesto seguir a su padre y a su hermano, a fin de ver si podía evitar la desgracia que preveía, halló frustradas sus esperanzas, porque con la oscuridad de la noche, lo incompleto del alumbrado y las precauciones que se veía obligado a adoptar para que no le viesen, les perdió de vista.

Cansóse de dar vueltas caminando a la ventura, y regresó a su casa con la esperanza de que tal vez habrían vuelto ya.

Pero no era así.

Padre e hijo estaban a la sazón sobradamente preocupados con los acontecimientos ocurridos en la casa donde habían ido, y no podían hacerse cargo, con el dolor propio, de impaciencia que en su casa reinaba.

Cuando regresó el conde, solo con María, de pasados los primeros transportes de alegría entre Luisa, Antonio y la hermosa hija del de Lazan, Antonio preguntó a éste:

-¿Y mi hermano?

-Ya vendrá después- contestóle el conde secamente.

-¿Pero don Luis?....

-Está herido.

-¿Por mi hermano?

-Si.

Y el conde encerróse en una reserva que no pudo menos de llamar la atención de Antonio, y que lo obligó a no hacerle otra pregunta.

Además de lo que a sus hijos se refería, el incidente de doña Catalina, aquella venganza llevada a un extremo tan terrible por el perfumista conde de Fuentidueña había acabado de abatirle.

Antonio no insistió en sus preguntas, porque comprendió que le mortificaba, y esperó con ansia un momento en que poder hablar con María.

La pobre joven estaba refiriendo a Luisa sus padecimientos durante el tiempo que había durado su cautiverio, y después exigió que ésta le contase los suyos.

El conde se retiró a sus habitaciones, y entonces pudo Antonio satisfacer su curiosidad.

-Dime, hermana- exclamó.- ¿Por qué se halla tan preocupado nuestro padre? ¿Qué ha pasado con don Luis?

-Cuando yo pude reconocer a mi padre- repuso María- ya le encontré presa de una agitación que ha ido en aumento desde entonces.

-Pero si ya te ha encontrado....

-Eso le he dicho yo, preguntándole qué tenía; pero me ha dicho.....

-¿Qué?

-Que yo no sabía nada.

-Vaya una cosa extraña. ¿Y dices que don Luis está herido?

-Mi hermano se arrojó sobre él antes de que tuviésemos tiempo de impedirlo, y le infirió una nueva herida.

-¿Grave?

-Ignoro lo que será, pero el vizconde ha ido acompañándole, y esperamos su vuelta para conocer la verdad.

Antonio se dispuso para ir a casa de su amigo, y avisar en caso necesario a Vicente y demás compañeros.

La muerte de don Francisco de Guevara, por si sola, comprendía que debía haber causado un gran efecto en su hijo; con que si se añade la nueva herida recibida por un convaleciente, se comprenderá que no había de ser muy satisfactorio el estado del joven.

Así lo comprendió Antonio, y por eso quería dirigirse hacia su casa.

Pero cuando iba a salir del aposento, presentóse un criado:

-¿Qué hay?- preguntó Antonio.

-El señor conde, que tengáis la bondad de pasar a sus habitaciones.

-Al momento.

Y Antonio se dirigió hacia dónde estaba su padre.

Este se hallaba en un estado de profundo abatimiento.

Sentado en un sillón con el rostro oculto entre sus manos, apenas podía definirse si dormía o velaba, pues su inmovilidad era completa.

Y tal debía ser su abstracción, que no se apercibió de la llegada de Antonio hasta que éste le dijo:

-¡Padre mío!

Alzó entonces la cabeza y murmuro:

-¡Ah! ¿eres tú? me alegro que hayas venido.

-¿Me necesitáis, padre?-preguntó Antonio.

-Sí; quiero darte un encargo que estoy cierto cumplirás exactamente.

-Podéis estar seguro de ello.

-¡Hijo mio!- prosiguió el conde-procura siempre obrar bien; y ahora que eres joven no trates de crearte espinas que puedan herirte en la vejez.

-¡Padre!

-Todos, todos los pecados de mi juventud, como acusadores fantasmas están presentándose sucesivamente, y todos me agobian y me desesperan.

Y el anciano conde expresó en su rostro un desaliento tal que su hijo no pudo menos de sentirse dolorosamente afectado.

-¡Vamos, padre!- le dijo- dejáos ahora de pensamientos que os puedan entristecer.

-¡Ay! por desgracia estos pensamientos toman hoy forma y cuerpo, y se desarrollan sus proporciones de un modo tal, que me aterran cuando me amenazan.

-Cuidado, padre, no dejéis que se os apoderen de la mente esas alucinaciones que pueden seros fatales.

-No son alucinaciones.

-Entonces.....

-Y la prueba de ello, es que te llamo para que te encargues de ver a personas que esta noche se han presentado delante de mí, produciéndome uno de los dolores más atroces de mi vida.

-Contadme, padre, contadme lo que ha pasado.

-Ha sido horrible, Antonio, verdaderamente horrible.

El joven estaba impaciente.

Comprendía desde luego que en el abatimiento de su padre, en la situación en que se hallaba, debían entrar por mucho incidentes ocurridos antes de los que María había presenciado, y estaba curioso por conocerlos, más que todo por si podía prestar algún alivio a aquel anciano.

Porque Antonio había olvidado ya por completo el abandono en que su padre le tuviera; todos los disgustos que había sufrido se borraron por completo de su mente, para no pensar más sino que aquel anciano era su padre, y que sufría.

El conde de Lazan le refirió detalladamente las escenas que habían precedido a la aparición de don Luis y de María con el vizconde del Juncal, hasta llegar al momento en que doña Catalina se había vuelto loca.

-Hijo mío- prosiguió el anciano- es menester que hagas lo que no puede hacer tu padre, ya que estás enterado de todo.

-Decidme lo que deseáis.

-Que averigüéis qué ha sido de esa pobre mujer, hija engendrada en mal hora para ser el postrer cuchillo de mi garganta.

-¿Y dónde creéis que puedan darme las noticias que deseáis?- preguntó Antonio.

-Tal vez en la misma casa donde han tenido lugar tan terribles dramas, aun cuando mejor te será dirigirte al mismo conde de Fuentidueña.

-¿Dónde encontrarle?

-Es verdad; el conde ha permanecido muchos años oculto bajo la denominación del perfumista Zarini.

-He oído hablar de él.

-Pues bien; ese te podrá decir algo, porque él se ha quedado junto a esa desventurada.

Descuidad, que satisfaré vuestro deseo.

-Gracias, mi noble Antonio, pero te ruego que de nada de esto se enteren tus hermanos. Harto he tenido ya que avergonzarme delante de ellos.

-No paséis temor. ¿Queréis que vaya ahora?

-No; avanzada está ya la noche y te expondrías a no encontrar la casa. Mañana tienes tiempo para todo.

-Así lo haré.

-Excuso decirte que, como supongo que esa pobre doña Catalina por su estado, se verá tal vez abandonada del marqués del Alcázar, pues a los amantes viejos no les agradan las enfermedades que revisten cierto carácter, lo dispongas todo de manera que la infeliz no carezca de cuanto le sea necesario en su triste situación.

-Todo cuanto me digáis lo haré, y podéis creerme, padre, que si en mi mano estuviera devolveros la tranquilidad que lloráis perdida, lo haría, aun cuando hubiera de costarme el más grande de los sacrificios.

-Ya lo sé, hijo mio, ya lo sé, y tu mismo comportamiento es un motivo más de remordimiento para mí.

Poco después entró el vizconde en su casa, de regreso de la de don Luis.

-¿Qué han dicho los médicos?- preguntó su padre al verle.

-Que la herida no reviste carácter de gravedad más que por haberse abierto la antigua.

-Ya es suficiente. Está de Dios sin duda- prosiguió el anciano- que cuantos pasos doy de algún tiempo a esta parte, todos ellos se vuelvan en mi daño.

-No penséis en eso, padre mío- dijo Antonio, a quien realmente estaba afectando el profundo abatimiento y el malestar de su padre.- Si la intención con que obrasteis obedecía como entonces creísteis, a un deber que como padre teníais, por ningún estilo debe preocuparos lo que podrá haber sido una fatalidad, pero en la cual vos no tenéis culpa.

Lo mismo el vizconde que Antonio, esforzáronse para calmar los dolores de aquel pobre anciano, a quien los desaciertos de su vida parecían habérsele reunido en un momento determinado para desplomarse sobre él y aturdirle, digámoslo así, con su inmensa pesadumbre.

Antonio dirigióse a cumplimentar los deseos de su padre, al día siguiente, conforme habían quedado.

Comprendiendo que realmente lo mejor que podía hacer era dirigirse al perfumista, puesto que como su padre le había dicho, él era quien se había quedado en la casa cuando ellos salieron de ella, hízolo así, y en poco tiempo se encontró en la morada del susodicho sugeto.

También Zarini, de la misma manera que le pasara al conde, llevóse aquella noche completamente en claro, haciéndose la misma pregunta que en otra ocasión le escuchamos ya:

«¿Habría llevado acaso más lejos de lo que debía su venganza?»

La misión de Antonio cumplióse inmediatamente.

El conde de Fuentidueña o Zarini había recogido a doña Catalina, y comprendiendo, sin duda, que él únicamente había sido el autor de aquella catástrofe, habíase propuesto en expiación sin duda de su culpa, consagrarse exclusivamente al cuidado de aquella mujer.

En vano Antonio alegó los derechos de su padre; Fuentidueña se mantuvo firme constantemente sin acceder por ningún estilo a los deseos manifestados por Antonio, y éste no tuvo otro remedio que regresar al lado de su padre, haciéndole presente que no debía pasar cuidado alguno por la dama, toda vez que Fuentidueña se encargaba no solamente de ella sino de darle al conde cuantas noticias pudiese apetecer referentes a su estado.

Nosotros lo dejaremos en este punto a fin de ocuparnos de otros personajes no menos importantes de nuestra obra, y de los cuales hace ya tiempo que no hemos hablado.

Capítulo XCIX. Donde volvemos a tropezar con García

Érase el anochecer de un día del mes de Diciembre, poco antes de los últimos sucesos. Acababan de dar las oraciones en las iglesias, capillas y conventos que entonces poblaban la coronada villa. A aquella hora, y en aquella época, los pacíficos madrileños comenzaban a dejar sus habituales ocupaciones, y a retirarse a sus respectivas moradas en busca de la cena que nunca acostumbraba servirse más tarde de las ocho, cuando se oía el toque de ánimas.

Desde las seis a las siete, se acostumbraba ver en las calles afluyentes a la Puerta del Sol, numerosa concurrencia por la causa arriba expresada; pero en dando las siete, todo volvía a su estado normal, es decir: las calles empezaban a estar desiertas; solo se veía alguno que otro transeúnte que apresuradamente ganaba su domicilio; los cofrades del Pecado mortal , que iban entonando sus saetas : tal cual coche que pausadamente y revolviendo con trabajo las esquinas a causa de su mucha balumba y pesada mole, llevaba o traía a sus empalados dueños de una u otra visita o a sus casas; los faroleros que aún no habían acabado su cometido de encender los problemáticos faroles que pretendían dar luz a la capital, y alguna devota que iba a renovar el aceite de los farolillos o lámparas que ardían ante las imágenes de los retablos de su mayor devoción, que había en las calles.

En la noche a que nos referimos, Madrid tenía otro aspecto.

En las calles Mayor, del Arenal, Platerías, de la Almudena, cuesta de Santo Domingo, y en fin, en todas las afluentes al Palacio Real, se veía un gran gentío.

La puerta del Sol, las calles de Carretas, Montera, Alcalá, Carrera de San Jerónimo, Preciados, del Carmen y todas las que allí converjen, estaban intransitables por la concurrencia que por ellas pululaba.

¿Qué sucedía para que los madrileños estuvieran a aquellas horas fuera de casa ?

¿Se preludiaría algún motín?

De ningún modo. La gente discurría lentamente, en pequeños grupos, hablando entre sí con viveza, pero sin levantar la voz. Hasta parecía que trataban de amortiguar el ruido de sus pisadas.

Las patrullas de guardias españolas y walonas que discurrían por las calles, cumpliendo su cometido de vigilar por la conservación del orden, no eran más numerosas ni mayores de lo que solían ser de ordinario, y en su aspecto tranquilo y confiado se veía claramente que nada temían de la multitud.

De cuando en cuando se veía bajar por la calle del Arenal en dirección a la Puerta del Sol o al prado de San Jerónimo, algún coche que por la librea de los lacayos se veía pertenecía a la casa real o a algún grande de España, que con toda la velocidad que las calles y el vehículo permitían, pasaba entre la multitud que apresuradamente le abría camino dirigiendo a él con ansiedad sus miradas, y que después de verle pasar quedaba haciendo comentarios.

Algo muy grave debía ocurrir, y efectivamente, un acontecimiento de una importancia trascendental para todos los españoles comenzaba a tener lugar.

Desde las cinco de la tarde, toda la facultad de Medicina de la Real Casa, había sido llamada a Palacio.

El rey Carlos III, se decía que estaba gravemente enfermo.

En aquel entonces, tal noticia, por sí sola, ya era un acontecimiento.

A averiguar, pues, lo que tuviese de verdad, echáronse los madrileños, y aquí tenemos explicado el inusitado movimiento que se veía en las calles de la coronada villa.

Entre los varios grupos que, desde la Puerta del Sol, por la calle del Arenal se dirigían a Palacio, hubiera llamado la atención de cualquier observador, un hombre que embozado hasta la nariz y caído el sombrero de anchas alas hasta los ojos, seguía el paso de la muchedumbre con visible impaciencia, que no hablaba con nadie, que ni preguntaba ni contestaba a las preguntas que algún curioso le hacia, limitándose solo a seguir su camino y observar el aspecto de los grupos y en particular el de determinadas personas que, por razones que él sin duda sabría y nosotros ignoramos, le llamaban la atención.

Iba nuestro hombre por la acera izquierda de la calle y estaba ya a la altura de la Escalerilla, cuando subió por esta y vino a dar de manos a boca con él otro hombre que, por la traza, pretendía dirigirse a la Puerta del Sol.

Entre ambos se cruzó una recíproca mirada y de ambos escapó una exclamación, de sorpresa en el uno, de satisfacción en el otro.

El que acababa de aparecer, se dirigió al otro resueltamente y con tono breve, seco e imperioso, le dijo:

-Sígueme.

Y echó a andar por una calle de travesía.

El primer incógnito no esperó a que le repitiesen la orden; le siguió.

Cruzando varios callejones y, de seguro, sin más rumbo que el de evitar la gente, anduvieron el uno del otro en pos por espacio de un cuarto de hora.

Al fin, en una calle desierta y delante de una casa, a través de cuya puerta entreabierta se veía luz, se detuvo el que servía de guía, volvió por primera vez la cabeza a ver si el otro le seguía, y al distinguirle, pocos pasos detrás de él, entró resueltamente en la casa.

Era una taberna del más ruin aspecto.

Detrás de un desvencijado y sucio mostrador, sentado en un banquillo de madera y con los pies apoyados en una tarima cuadrada en la que se encajonaba un brasero de barro donde se veían algunos carbones encendidos, dormitaba el tabernero, viejo de la más repugnante traza.

Al entrar el desconocido, levantó el tabernero la cabeza, reconocióle sin duda y atenciones le debería, pues levantóse con presteza y quitándose el gorrillo de estambre que cubría su despoblada cabeza, iba sin duda a saludarle con su más expresivo cumplido, cuando el recién llegado, sin dejarle hablar, le dijo:

-¡Chito! ¿Tienes gente?

-Estamos solos como dos espárragos.

-No, si acaso como tres.

Y señaló al que le seguía, cuya sombra se dibujaba en la penumbra de la puerta.

-¿Este caballero viene con su merced?- preguntó el viejo.

-Conmigo viene.

-¿Y en qué puedo servirles?

-Entra luz al cuarto; pan, un pedazo de queso de Herencia y una botella del mejor Valdepeñas que tengas.

-¡Como un rehilete!- dijo el tabernero desapareciendo.

El segundo embozado no había atravesado el umbral.

-Entra, hombre- le dijo el primero- aquí estamos bien: sin ojos que nos puedan conocer, y sin oídos que nos escuchen.

El incógnito entró a tiempo que el tabernero volvía a aparecer con un candelero de barro en la mano en el que ardía una vela de sebo.

-Pasen si gustan sus mercedes, que aquí estarán como unos embajadores- dijo indicando un cuarto interior.

Aquel hombre, por lo visto, era muy aficionado a las comparaciones.

Nuestros dos desconocidos entraron.

El que guiaba, después que salió el tabernero, cerró por dentro la puerta con un cerrojo que tenía, puso la luz sobre una mesa mugrienta donde se veía lo que había pedido antes, y sentándose sin cumplimientos, dejó el sombrero y la capa sobre una de las cuatro sillas de Vitoria que había en la estancia.

Su compañero le imitó sin hablar palabra, y desprovistos ambos del chapeo y la capa, podemos nosotros reconocer con sorpresa, en el conductor, al famoso Gil Pérez, antiguo conocido nuestro, y en el conducido a otro bribón que nuestros lectores no habrán olvidado: al perínclito García.

Gil Pérez, sin decir una palabra, partió pan, partió queso y escanció vino en los dos vasos.

Después dijo:

-Tomemos un refrigerio y remojemos la palabra, que creo tenemos mucho que hablar.

Y comenzó a dar el ejemplo.

García le contemplaba asombrado.

¿Cómo el ex-secretario de Floridablanca, el hombre de buenas maneras y finos modales usaba aquel lenguaje?

Pero García acostumbraba saber el por qué de las cosas sin preguntarlo, y en aquella ocasión no quiso dejar tan laudable costumbre.

Así, pues, sin titubear, siguió el ejemplo de su compañero.

Ambos comieron y bebieron; pero ninguno llegó a apurar el vaso de vino que tenía delante. Algo grave se debía tratar cuando se tomaban los dos la precaución de ser sobrios, sobre todo en el beber.

Cumplida aquella especie de formalidad, de rigor entre cierta especie de gentes, Gil Pérez sacó dos excelentes cigarros de la Habana, alargó uno a García, y después de haber encendido entrambos, en un tono agridulce dijo el ex-secretario a García:

-¿Dónde diantre has estado metido hasta ahora?

-Donde he podido. Escurriendo el bulto para que la justicia no pudiera tener relaciones conmigo.

-¿Tan poca confianza te inspira mi protección?

-Vuestra protección, señor Gil Pérez, no tengo la menor duda de que vale mucho; pero he creído prudente no malgastarla inútilmente.

-¡Cómo, inútilmente!

-Hubiera sido malgastarla inútilmente si hubiera apelado a ella sin ninguna necesidad. Ahora creo que ya casi estoy fuera de peligro y sin ninguna necesidad de molestaros: en otra ocasión la podrá utilizar.

-Sea, como quieras. Y ahora dime: ¿es así cómo cumples lo que ofreces?

-¿Por qué lo decís?

-¡Joselito está vivo y sano!....

-En cambio hay otro prójimo a quien no le ha sucedido otro tanto.

-¿Qué quieres decir?

-¿Pues qué? ¿Ignora su merced lo que me pasó en San Cayetano?

-Absolutamente.

-¿De veras?

-Cuando se tratan asuntos de esta índole, no sé mentir.

García le miró un momento con desconfianza; luego se encogió de hombros, y refirió a Gil Pérez sin omitir el menor detalle todo lo acontecido en San Cayetano, y cómo la puñalada que debía recibir Joselito la recibió don Luis de Guevara.

Gil Pérez le escuchó con la mayor atención, y al concluir el bandido su relato, el ex-secretario quedó meditando algunos instantes.

De repente levantó la cabeza, y mirando fijamente a García, le dijo con sombrío acento:

-Ese torero me estorba.

-Pues si estorba....- contestó el bandido haciendo un ademán expresivo.

-Es preciso que te encargues de este asunto.

-¿Cómo, cuándo y con qué condiciones?

-Condiciones las mismas. En cuanto a lo demás....

En aquel momento sonó en la puerta un golpecito dado de un modo particular.

Gil Pérez se levantó, llegóse a la puerta, abrió y escuchó algunas palabras que el tabernero le dijo en voz baja. Luego volvió a cerrar y dirigiéndose a García le dijo:

-Es preciso que te deje ahora mismo. Mañana a las once, paséate por el mentidero de San Felipe, yo te encontraré. Mañana hablaremos y concertaremos nuestro plan. ¡No te olvides, a las once!

-A las once allí estaré.

Y los dos dignos compañeros abandonaron la taberna tomando distintas direcciones.

Capítulo C. En el mentidero de San Felipe

A las nueve de la mañana, no a las a once, como Gil Pérez había indicado a García, ya estaba el ex-secretario en el punto de la cita.

¿Por que tan temprano?

¿Es que Gil Pérez temía que se le pasase la hora?

Nada de eso: el solapado bribón estaba muy avezado a las intrigas políticas, para no jugar siempre, como dice el vulgo, con cartas dobles.

A las nueve y diez minutos, un hombre de sospechosa catadura, vistiendo un traje algo heterogéneo, mitad de militar, mitad de paisano, con ese aire peculiar de los matones y oliendo a la legua a tahúr, fullero y perdonavidas, llegó al mentidero desde la Puerta del Sol.

Era demasiado temprano para que un hombre de buena vista que buscase a alguno, no viese a la primera ojeada si estaba allí la persona deseada: la gente no acudía allí hasta después de las diez y media; por consiguiente, a las nueve eran muy contados los individuos que allí se detenían.

Así y todo, el matón de quien nos ocupamos, buscaba a Gil Pérez, éste estaba allí y nuestro hombre no le vio.

Y es que Gil Pérez arriesgaba algo importante en aquella entrevista y tenía tomadas sus precauciones para evitarse algún lance desagradable.

El perdonavidas no hallando a su hombre, se decidió a esperarle, y para no fastidiarse esperando, resolvió pasearse a lo largo de las gradas.

A la segunda vuelta que dio, cuando menos podía imaginárselo, oyó a su espalda una voz conocida que le saludó, diciéndole:

-Buenos días, Rodríguez; así me gusta.

El aludido se volvió y dio de manos a boca con Gil Pérez, que con su sonrisa particular continuó diciéndole:

-Ya sé que hace ocho minutos que me esperas, pero estaba muy ocupado y no podía venir a reunirme contigo. Ahora sígueme y hablaremos.

Y echó a andar.

Rodríguez no se hizo de rogar: le siguió.

Hemos nombrado dos veces a este individuo y no hemos dicho quién es, confiando en que el lector recordará haberlo visto en otra parte; mas como hace mucho tiempo que esto sucedió, procuraremos ayudar su memoria.

Rodríguez es uno de los sicarios de Simón, a quien vimos por última vez en cierta taberna, punto de reunión de los bribones y malvados.

Como entonces trazamos su retrato para presentarlo en debida forma, excusamos ahora repeticiones que siempre son enojosas, porque con la anterior indicación creemos habrá suficiente para recordarlo.

Gil Pérez y Rodríguez se dirigieron a la misma taberna donde en la noche anterior tuvieron la conferencia el primero y García.

En el mismo cuarto y sentados a la misma mesa, tuvieron el diálogo siguiente:

Tiene la palabra Gil Pérez.

-Sé que eres hombre para sacar de un compromiso a un amigo.

-Según como ese amigo, se porte conmigo.

-El amigo ofrece una protección oficial de tanta importancia que puede librar a un hombre de la horca.

-¡Algo es! Pero eso, con verlo basta.

-¿De modo que no crees?...

-¡Dios me libre de dudarlo!

-Entonces ¿por qué dices?.....

-Veo que vuesa merced no me ha entendido y lo siento.

-Explícate pues.

-Cuando yo acepto un compromiso, cargo con todos las consecuencias.....

-Eso me gusta.

-Solo que siempre deseo saber antes.....

-¿Qué?

-¡Claro! Cuánto voy ganando.

-Me gusta tu franqueza, y a mi vez voy a pagarte en la misma moneda. Eres mozo que me inspiras simpatía y confianza y voy a darte una prueba.

-Venga la prueba.

-Tú aun no sabes de lo que se trata. Si es asunto de poca o mucha importancia.

-Es verdad.

-Pues bien. Ahí van media docena de onzas por vía de préstamo no reintegrable, más claro, como un regalo, y dime ahora cuánto quieres ganar para que yo pueda contar contigo.

Y las seis peluconas, brillantes, lustrosas, deslumbradoras, estaban sobre la mesa.

Rodríguez miró a Gil Pérez de un modo particular.

Parecía que con aquella mirada quería leer toda el alma de Gil Pérez, pero con harto trabajo, por mucho fuego que despidieran sus pupilas, se quedaron heladas ante la fría epidermis del ex-secretario que sonreía con el aire más cándido y bonachón del mundo.

Rodríguez era hombre, como sabemos, acostumbrado a arreglar aquella clase de negocios. En su vida aventurera había tenido que habérselas con bribones de tomo y lomo. Gil Pérez le desconcertó. Nunca había tratado con nadie que tuviera aquella táctica.

Después de dudar un momento, dijo rechazando el dinero:

-Guarde vuesa merced esas monedas, que sin ese regalo puede contar conmigo.

-¿De veras?- preguntó Gil admirado de aquella generosidad.

-¡Vuesa merced sabe mucho! No tengo más que decirle. Veamos, ¿de qué se trata?

-Primero, toma y guárdate eso: es mi gusto que te des un par de días buenos a mi salud.

Y viendo que Rodríguez aún titubeaba, añadió:

-A las diez y media me esperan, no tengo tiempo que perder. ¿Recoges ese dinero?

E hizo ademán de levantarse.

El rufián cogió las onzas una a una, y las guardó en una de sus faltriqueras.

-Así me gusta. Veo que eres razonable- dijo Gil.- Ahora hablemos.

-¿Qué hay que hacer?

-Por ahora, nada más que procurar verme cada dos horas. De tu cuenta corre el cómo: pero solo verme y que yo te vea. Hablarme de ningún modo, y por consiguiente, ni acercarte a mí, a menos que yo te llame.

-¿Nada más?

-Por ahora, nada más. Tal vez de aquí a dos horas tendrás algo que hacer: ve siempre prevenido para todo .

-Siempre lo estoy.

-Mejor. Dime, tú conoces a García, ¿no es verdad?

-¡Y tanto!

-Pues bien; a ese, le verás alguna vez conmigo. Procura que él no te vea, y cuando se separe de mí, si yo no te encargo otra cosa, espíale y dame cuenta de todos sus pasos. Sobre todo, haz que él de ningún modo sospeche de tí.

-Pierda usarced cuidado. ¿Qué más?

-Ahora, nada.

Rodríguez se levantó de la mesa en ademán de tomar la puerta.

-Escucha- dijo Gil.

Rodríguez volvió.

-Aún no me has dicho qué es lo que exiges por tus servicios.

-Por ahora nada. Cuando conozca más a fondo lo que he de hacer, hablaremos de eso. Entretanto, hasta luego.

Y se fue.

-¡Tate!- reflexionó el ex-secretario- este tunante es más ladino de lo que yo creía. Con que cuando conozca más a fondo lo que ha de hacer....¡Bah! Ya procuraré que no lo sepa nunca. Entretanto yo puedo decir con Cervantes: «Dábale el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él....» Sí, sí; no está mal urdido mi plan. Conseguiré mi objeto y no dejaré el menor rastro, la más leve huella.

Y salió de la taberna dirigiéndose al Mentidero.

A las once menos cuarto llegó a él; con su vista de águila, a pesar de la mucha gente que pululaba por allí, distinguió en seguida a García que, cerca de la puerta de la Iglesia y confundiéndose con los que entraban en misa, procuraba inspeccionar el terreno recatándose.

Gil Pérez dio un rodeo, entró en la iglesia por la otra puerta, y fue a salir por la que daba a las gradas. Acercóse a la pila del agua bendita y allí tosió fuerte.

García conocía demasiado aquella tos.

Volvióse, vio a su hombre, y a una seña casi imperceptible de éste, le siguió a distancia.

Gil tomó por la calle Mayor, atravesó la Puerta del Sol en su longitud, siguió por la carrera de San Gerónimo hasta la botillería de Canosa, y allí entró.

En aquella época del año, en casa de Canosa y a aquella hora, nunca había nadie; a eso de las tres o a las ocho, solían verse algunos oficiales de walonas; en las restantes horas del día, soledad completa.

García llegó dos minutos después.

Un mozo soñoliento se acercó a servirles.

Pidieron agua con panales.

Se los trajo, y mandaron al mozo que los dejara solos.

Como la propina fue por delante y no fue mezquina, el mozo no puso reparos.

Sentados a una de las mesas, en la más retirada en un ángulo oscuro de la tienda, frente a frente uno de otro, tuvieron una conversación en extremo animada, pero en voz tan baja, que no nos fue posible oír más que algunas frases sueltas, como por ejemplo:

-Que no vayamos a errarla....- decía Gil.

Y poco después añadía:

-¿Y ella?

A lo que contestó García:

-También; no hay cuidado.

Y nada más.

Al cabo de más de media hora de aquel misterioso diálogo, concluyó Gil diciendo:

-Corriente; confío en tí y no hay más que hablar.

Y se levantó de la mesa.

García le imitó, y se disponía a salir con él, cuando Gil le dijo:

-No; tú, primero. Toma por donde quieras; pero dímelo para que yo tome contraria dirección.

-Tiene usarced razón; me iré hacia el Prado.

-Pues anda con Dios, y mucho pulso.

García sonrió de un modo siniestro y salió.

Un minuto después salió Gil; le siguió con la vista, y después miró a su alrededor como si buscara a alguien.

Pronto encontró lo que buscaba.

Del fondo del portal de la casa de enfrente se destacó una sombra, que a medida que se acercaba a la luz tomaba cuerpo, y que por fin diseñó claramente la figura de Rodríguez.

Gil, como al descuido, dirigió una mirada en la dirección que había tomado García.

Rodríguez salió a la calle y tomó aquella dirección.

Con el aire más inocente del mundo, se dirigió Gil hacia la Puerta del Sol.

Capítulo CI. Lo que puede suceder durante unas rogativas

Dos días después del encuentro de Gil Pérez con García, esto es, el 12 de Diciembre de 1788, Madrid estaba de duelo.

Acababan de administrarse los últimos auxilios de la religión a S. M. el rey don Carlos III.

En todas las iglesias de Madrid y del reino, se hacían públicas rogativas por su salud, y el pueblo madrileño, que quería al monarca entrañablemente por las excelentes cualidades que le adornaban, llenaba los templos y oraba con fervor para que el Supremo Hacedor restituyese la salud y la vida a aquel a quien tanto debía España.

Aquella tarde se habían trasladado procesionalmente y con gran solemnidad a Palacio, el cuerpo de San Isidro, las reliquias de Santa María de la Cabeza y el cuerpo de San Diego de Alcalá.

Perdida la esperanza en los auxilios de la tierra, se invocaban los del cielo.

Nunca como ahora puede aplicarse el modismo de que todo Madrid asistió a la procesión.

Dejáronse las santas reliquias en la Real Capilla, que fue hasta donde el público las acompañó; y luego, con solo el acompañamiento de la corte, se trasladaron a la cámara real, donde el regio enfermo, presa de una fiebre inflamatoria, debía adorarlas en su agonía.

La tarde era fría y nebulosa, se auguraba una gran nevada, y el cierzo del Guadarrama, iba, como de costumbre, sembrando pulmonías sobre la coronada villa.

Hacia el anochecer, después de restituidas las reliquias a sus respectivos templos, se veía poca gente por las calles. Solo alrededor de las iglesias se veían algunos devotos que iban o venían de pagar el tributo de oraciones por la regia salud que sin cesar les pedía la plañidera voz de las campanas.

Nosotros vamos también a trasladarnos a una iglesia, pero no a rezar; es más mundano nuestro propósito.

Vamos a seguir a un hombre que, envuelto en larga capa, y calado el sombrero hasta las cejas, se dirije a san Cayetano.

Son las seis de la tarde.

Antes de llegar a la puerta del templo, como a unos seis pasos de distancia, aquel hombre se detiene un momento, dirige una escrutadora mirada a cuanto le rodea, examina cuidadosamente a los que entran en la iglesia y se descubren, y a los que salen y van a cubrirse, y satisfecho al parecer de aquel examen, entra resueltamente en el templo.

Mientras toma agua bendita, explora el terreno, permanece un momento indeciso, hasta que al fin, ve un hueco entre un altar y un confesonario a donde no llega ningún rayo de luz, y allí se dirige y se arrodilla con el aire más místico del mundo.

Suponemos que nuestros lectores habrán adivinado que aquel hombre es Gil Pérez.

El sitio escogido por él, no podía ser más a propósito para sus fines.

Envuelto en la sombra, cerca de la puerta, no podía entrar nadie en la iglesia por aquella puerta, y acercarse a tomar agua bendita, que él sin ser visto, no lo viera.

Como si la hubieran puesto expresamente, sobre la pila del agua había una lámpara que alumbraba a una imagen del Bautista, cuyos pálidos destellos iluminaban perfectamente el rostro de todo el que allí se acercase.

Gil esperó como cosa de un cuarto de hora.

De repente, un relámpago se escapó de sus ojos. Sin duda había llegado la persona que él esperaba.

Dos majas de airoso talle y gentil continente estaban entonces tomando agua bendita. Una de ellas, ínterin se persignaba, daba algo la espalda a Gil; la otra estaba completamente de frente. Las dos jóvenes se dirigieron hacia el interior de la Iglesia.

Nuestro hombre continuó acechando.

Dos minutos después entró un hombre que se dirigió a la pila, pero en vez de tomar agua, exploró los contornos.

Aquel hombre era García. Sabía que estaba allí Gil y le buscaba; por fin le halló.

Aproximóse a él con el mayor disimulo, y en voz muy baja, le preguntó:

-¿Ya han entrado?

-Sí.

-¿Qué hago? ¿Todo o parte?

-¡Todo!- contestó Gil después de un instante de vacilación.

García se levantó y se fue.

Gil dejó transcurrir algunos minutos más.

Dirigió una mirada a las dos majas y también salió.

Apenas había salido a la calle, cuando sus ojos deslumbrados aún no se habían acostumbrado a la oscuridad, percibió, o mejor dicho, presintió que alguien se le acercaba.

Otro hombre también embozado se le arrimó y le dijo:

-Se ha ido.

Ya lo sé.

-¿Continúo espiándole?

-No; tú te quedas aquí vigilándola a ella.

-¿Hasta que vuelva a su casa?

-Si yo no vuelvo antes, sí.

Aquel otro hombre era Rodríguez, que sin esperar más órdenes entró en la iglesia.

Gil continuó su camino rápidamente.

Sin titubear, sin ningún tropiezo atravesó varias callejuelas.

Dadas la oscuridad de las calles y el detestable estado del piso, parecía mentira que un prójimo pudiera marchar con tanta ligereza sin sufrir ningún menoscabo en su individuo.

Y lo más particular es que Gil tenía en su marcha algo del andar del gato o de la serpiente, porque sus pasos no hacían ningún ruido; no andaba, se deslizaba.

De pronto se detuvo; orientóse bien del sitio donde se hallaba, y se arrimó al hueco de una puerta. Allí se pegó tanto, que su cuerpo desapareció completamente en la sombra.

Así permaneció por espacio de un cuarto de hora.

La campana de un reloj vecino comenzó a dar unos cuartos.

Gil contó con impaciencia.

Eran las siete menos cuarto.

-¡Todavía!- murmuró el ex-secretario para su capote con despecho.

Es que creía que eran las siete.

Como a veinte pasos más allá de donde Gil estaba en acecho, había una casa que, sobresaliendo de las demás limítrofes como una media vara, formaba un rincón donde se podían ocultar muy bien hasta dos hombres, sin que el transeúnte pudiese sospechar lo más mínimo.

Aquel rincón era el que Gil vigilaba porque allí creía que estaba oculto García.

Como es fácil de comprender, los rincones que formaba la casa eran dos; uno, antes de llegar a ella, perfectamente visible para Gil y otro más allá, que era donde suponía se hallaba el bandido esperando.

Ahora falta saber a quién esperaban y con qué fin.

Para ello es preciso que retrocedamos a San Cayetano en busca de las dos majas que allí dejamos.

Las dos jóvenes, como antes dijimos, se arrodillaron donde les pareció conveniente, y juntaron sus oraciones a las de los demás fieles. Entregadas a ellas estuvieron como unos veinte minutos, luego se sentaron sobre la estera que cubría el pavimento, de ese modo peculiar a las mujeres del pueblo.

Las dos volvían a menudo la cabeza hacia la puerta, como si esperaran a alguien.

No sabemos si nuestros lectores habrán adivinado que las dos jóvenes no eran otras que Concha, la novia de Joselito el torero, y Lola la zapatera, amada de Vicente el pintor.

Así se comprenderá fácilmente a quién esperaban, considerando que, después de las peripecias y peligros a que las pobres chicas se habían visto expuestas y que ya se conocen, no irían solas en aquella hora a la iglesia.

En efecto, sus respectivos novios las habían acompañado hasta la puerta, quedando en volver a buscarlas de allí a media hora que ellos invertirían en adquirir noticias respecto al estado desesperado del rey.

A las siete menos cinco minutos, Joselito y Vicente estaban de vuelta en la Iglesia. Las dos jóvenes al verles entrar se levantaron y se dirigieron a la puerta.

Los dos mancebos las esperaban junto a la pila. A fuer de verdaderos españoles, les ofrecieron galantemente el agua santa que ellas tomaron dando las gracias con su más cariñosa sonrisa.

Una vez en la calle, cada cual con su pareja y platicando respecto al gran acontecimiento del día, se dirigieron a sus casas respectivas.

Primero acompañaron a Lola a su morada. Vicente, según costumbre, se quedó un rato pelando la pava; y Joselito y Concha, despidiéndose de sus compañeros, hicieron rumbo a casa de la última.

Esta vivía en la misma casa que nos es tan conocida: llegó a la puerta de ella, y sin entretenerse a charlar con su novio como acostumbraba, porque la mujer en cuya compañía estaba, se hallaba enferma y hacía mucho rato que no la había visto, subió sola las escaleras sin permitir que Joselito subiese a acompañarla.

La joven, como sabemos, había de subir al tercer piso. El torero cuando se vio solo en la calle, tuvo como un presentimiento y por medida de precaución se descolgó un par de pistolas que llevaba colgadas a la cintura, armándolas debajo de la capa; después, en lugar de volver por donde había venido, tomó calle abajo, pensando quién sabe en qué.

Poco después la calle quedó sola al parecer.

Gil, desde su escondrijo, vio con celosos ojos pasar a la feliz pareja.

Después, esperando siempre que García cumpliría con su deber, se volvió todo ojos y oídos esperando percibir un grito, un gemido, la caída de un cuerpo inerte que le anunciase que todo había terminado; pero nada de esto oyó.

Devorado por la impaciencia resolvióse a ir a ver lo que podía haber sucedido.

Por precaución, en vez de seguir calle abajo, volvió atrás y dio vuelta a la manzana. Llegó a la puerta de la casa de Concha y no notó nada de particular.

Aquello le extrañó en gran manera.

Empujó las maderas de la puerta, y vio que estaba abierta. Resolvióse a entrar y apenas había atravesado el umbral, un hombre que salió de la oscuridad, le asestó una terrible puñalada en el pecho.

El ex-secretario exhaló un grito estridente y ahogado, dio dos pasos atrás y cayó aplomado en medio de la calle.

El asesino oyó aquel grito, hizo un movimiento de sorpresa, y cuando vio caer al herido bajóse a reconocerle.

Al ver las facciones contraídas de Gil Pérez, se oyó un enérgico voto, y García, que él era, refunfuñó por lo bajo:

-Ira de Dios! ¡También esta vez me equivoqué!

Después, con una filosofía digna de mejor ocasión, dijo:

-Es Gil; debe llevar mucho dinero encima; no lo perdamos todo.

Y con una tranquilidad incomprensible, desbalijó al muerto de cuantos papeles, dinero y objetos de valor pudo encontrarle.

Entregado a esta operación, no notó que un hombre, mejor dicho, un fantasma, había salido de un portal próximo y se acercaba a él recatándose.

Cuando García hubo efectuado su registro, que lo hizo de rodillas, fue a levantarse y no pudo. Una tremenda puñalada que le penetró por la espalda, atravezándole el corazón, le había hecho caer de bruces, sin exhalar un gemido, sobre el cuerpo de su víctima.

Rodríguez, que era el fantasma, dijo para sí:

-¡El torero muerto! García también.... Gil Pérez es mío! Vamos por la chica.

Y penetró en el portal de la casa de Concha.

La calle permaneció unos momentos sin más gente que aquellos dos cadáveres que nadaban en un charco de sangre.

Luego se oyó el sordo murmullo de una conversación sostenida por dos hombres que remontaban la calle y cuyos pasos se percibían claramente.

Aquellos dos hombres, como unos veinte pasos antes de llegar al informe grupo que formaban los cuerpos exánimes de Gil Pérez y de García, se detuvieron.

Ambos, en medio de la oscuridad habían distinguido un bulto sospechoso en medio de la calle, y por eso se habían detenido.

Al mismo tiempo se oyeron sordos y ahogados gemidos de mujer, e imprecaciones varoniles en el interior de la casa de Concha.

Al oír aquello, ya no titubearon los dos hombres; avanzaron resueltamente uno por cada acera de la estrecha calle.

Cuando vieron que el bulto informe que ellos no podían distinguir eran dos cadáveres, se sobrecogieron de horror, pero no de espanto. Además, la puerta de la casa de Concha, abierta de par en par, y la especie de lucha que parecía tener lugar en la escalera, les animó.

Cuando iban a franquear el umbral, un hombre cargado con una especie de fardo, salía de la casa. Al ver a los dos desconocidos, dejó el fardo en tierra, y con una osadía superior a toda ponderación, tiró de la espada y se puso en guardia.

Un enérgico: ¡Rinde esa espada o te abraso! y la vista de un par de pistolas que lo apuntaban al mismo tiempo que otra espada desnuda estaba dispuesta a cruzarse con la suya, le rindieron.

Tiró la espada y la daga al medio de la calle, y dijo:

No he hecho daño a nadie, dejadme huir.

-¡Eso allá lo veremos!- dijo el de las pistolas.

En esto apareció por el extremo de la calle una ronda.

-¡Ah de la ronda, aquí! ¡Favor al rey!- gritó uno de los dos recién llegados.

Los alguaciles no se lo hicieron repetir.

Los dos aparecidos inopinadamente, eran Joselito y Vicente el pintor.

El primero, maquinalmente, había pasado por la puerta de casa de Lola, donde como se recordará Vicente había quedado pelando la pava.

Al verse los dos amigos, Joselito confió a su compañero el presentimiento que había sentido al salir de casa de Concha, y por consejo de Vicente volvían con tanta oportunidad.

El fardo que Rodríguez se llevaba, era nada menos que la pobre Concha desmayada, y con un pañuelo que le cubría la boca con peligro de asfixiarla.

Pronto se llamó al alcalde de casa y corte de cuartel, y cada uno fue a su destino: Rodríguez a la cárcel; Joselito y Vicente, simplemente arrestados, a pesar de la declaración de Concha y de Rodríguez, hasta que se esclareciese la verdad, y los dos cadáveres al depósito del hospital.

Al tenderlos en las parihuelas daban las ocho y tres cuartos, y las campanas de todas las iglesias de Madrid continuaban pidiendo con su plañidero acento, oraciones por la salud del rey.

Capítulo CII. Donde se explican algunos hechos ocurridos en el anterior

Por lo que hemos visto en el capítulo precedente, el plan que Gil Pérez y García se proponían realizar era: matar a Joselito y apoderarse de Concha.

En efecto, esto era lo que se proponía el ex-secretario.

Su preocupación constante era la maja, pero sabía que mientras viviera el torero nunca la poseería. Para deshacerse, pues, del uno y apoderarse de la otra, combinó con García en la botillería de Canosa el plan que no les pudimos oír, pero que luego hemos visto realizar, aunque con un efecto desastroso para sus autores.

Gil Pérez era muy previsor: para que García no lo vendiera, encargó a Rodríguez que lo espiara con el propósito de que, muerto el torero, muriera también García por mano de Rodríguez, y así no quedaba ningún rastro por donde se pudiese averiguar el verdadero autor del doble delito de asesinato y rapto.

Cuando al salir Gil de San Cayetano encontró a Rodríguez, le encargó que vigilara a la chica, y el rufián así lo hizo siguiéndola hasta su casa. Como sabía que García debía estar oculto por allí, él por su parte, se escondió también en el hueco de una puerta, algunos pasos antes de llegar al sitio donde Gil estaba en acecho.

Cuando vio a Gil que iba a dar vuelta a la manzana de casas, creyó que todo estaba concluido. Esperó algunos minutos más, para ver si se llevaban a la maja y después despachar a García según la orden que tenía; hasta que al fin, viendo que nadie se movía y que en la calle reinaba la mayor tranquilidad, se decidió a salir de su escondrijo y explorar el terreno.

No pudo hacerlo con más oportunidad.

Llegó en el momento en que García acababa de matar a Gil, creyendo que era el torero.

También Rodríguez se lo creyó, y por su parte con matar a García no hizo más que cumplir con sus órdenes.

Vamos ahora a explicar dónde estaba oculto García, y cómo con tanta facilidad, Rodríguez solo, se apoderó de una moza tan de rompe y rasga como Concha.

El ex-secretario era hombre que sabía hacer las cosas bien.

Desde el momento que decidió la muerte de Joselito y el rapto de Concha, rodeó a los dos amantes de espías que no los perdían un momento de vista, y que le tenían al corriente de todo cuánto hacían y decían.

Se recordará que Concha vivía en el tercer piso de la casa de vecindad. Por una casualidad, en la mañana de aquel mismo día, se desocupó una habitación del segundo.

Un cuarto de hora después, una mujer de decente porte ya la tenía alquilada, y en su poder las llaves. Aquella mujer era otro instrumento de Gil. En aquella habitación se escondieron dos hombres, escogidos por él mismo, que debían estar a las órdenes de García o de Rodríguez.

El plan era, si Joselito acompañaba a Concha a su habitación, dejarlos subir: cuando el torero bajara, asesinarle en el portal; el mismo asesino pedir socorro a Concha, y cuando ésta, como es natural, acudiera, apoderarse de ella en la escalera auxiliado por los dos hombres: sujetarla bien, taparle la boca y llevarla en brazos a una callejuela próxima donde ya estaba prevenida una litera en la que-se la trasladaría donde Gil ordenase.

Si por el contrario, Concha subía sola la escalera, los dos hombres que debían estar en acecho, podían fácilmente sorprenderla, sujetarla y encerrarla en la habitación de que disponían, hasta que García hubiese despachado al torero y fuera a buscarla, o Rodríguez hubiera hecho otro tanto con García, y fuera él el que se la hubiera de llevar.

De todo este plan, como fácilmente se comprenderá, estaba enterado Rodríguez, y así queda explicado todo lo que pasó.

García no estaba oculto en el rincón donde lo suponía Gil, sino en el portal de la casa del lado de la de Concha. Vio y oyó perfectamente la despedida de los dos amantes y, al cerrar Concha la puerta de su casa, el bandido iba a cumplir su cometido con el torero que tenía a cuatro pasos de distancia, cuando percibió un ruido que no le gustó mucho. Era el piñoneo de las llaves de las pistolas de Joselito, cuando éste las montó como se recordará. A García no le convenía que en el asunto mediaran armas de fuego porque son muy escandalosas.

A fuer de hombre precavido, dejó marchar al torero, contentándose por el momento con apoderarse de la maja, prometiéndose no dejar pasar aquella noche sin que ambos asuntos quedasen terminados. Luego entró en la casa. La sorpresa de Concha se había verificado. Al llegar la joven a un rellano de la escalera que había en el primer piso, una manta diestramente arrojada le apagó la pajuela que llevaba encendida en la mano, y la envolvió de pies a cabeza.

No pudo lanzar un grito.

Unos brazos robustos la suspendieron, y sintió que se subían escaleras, y después la dejaban en el suelo. La joven no había perdido el conocimiento; intentaba forcejear, quería gritar... todo inútil. Al fin, viendo que la dejaban quieta, resolvió esperar.

Dos hombres, cerca de ella, hablaron en voz baja: eran García que había subido a ver cómo marchaba el asunto.

Luego la joven sintió que la levantaban en brazos y que bajaban algunos escalones; después no sintió nada; la manta que la envolvía, y sobre todo el pañuelo que la cubría la boca, la produjeron los primeros síntomas de la asfixia y se desmayó.

García bajó a la calle, precediendo al que llevaba en brazos a Concha, a quien mandó le esperara en el primer piso. Él entretanto bajó a la calle por si ocurría alguna novedad, cuando en el portal dio de manos a boca con Gil, a quien tomó por el torero.

Lo que luego sucedió ya lo hemos visto.

Rodríguez entró en la casa en busca de Concha; por la inmovilidad del cuerpo de la maja, supuso que si no estaba muerta, debía faltarle poco.

Hizo que la descubriesen el rostro y a favor de un poco de agua, la joven recobró el conocimiento y con él los bríos.

De ahí los gemidos que oyeron Joselito y Vicente.

Pero tres hombres son demasiado para una débil mujer.

Pronto estuvo otra vez agarrotada y sujeta.

Rodríguez ordenó a los dos hombres que se encerraran en su cuarto y no se diesen a luz hasta el día siguiente, cuanto más tarde mejor, y cargando con la maja bajó la escalera.

Con decir que los espías de Gil, habían informado a éste de que Concha y el torero irían aquella noche a las rogativas, ya está todo explicado.

Capítulo CIII. Ojeada retrospectiva

Recordarán nuestros lectores, y si no lo recuerdan, nuestra misión es recordárselo, que en el capítulo LXX, se dijo que el conde de Lazan había recobrado a su hijo, el vizconde Carlos, quien había sido secuestrado al querer salvar a Luisa, su amada; la hija de la duquesa de la Jaridilla y de un gitano que murió a manos del conde.

Los años y los desengaños para nadie pasan impunemente, mucho menos para hombres de corazón gastado que malogran los mejores años de su vida rindiendo tributo a sus pasiones.

Nadie había sido tan amigo de satisfacer las suyas como el conde de Lazan.

Recuerden sino nuestros lectores los actos de su vida que a la pública consideración hemos expuesto, y convendrán con nuestro aserto.

El conde sentía su alma corroída por esos implacables gusanos que se llaman los remordimientos.

Se dice vulgarmente que el diablo, harto de hacer mal, se metió a fraile: eso, poco más o menos, le sucedía al conde.

Quien siembra vientos, recoge tempestades, dice un antiguo refrán.

Había sembrado el de Lazan muchos vientos durante su juventud, para que no fuese tempestuosa su vejez.

Carlos, María, Antonio, todos, hijos del de Lazan, ¿proporcionan a este acaso ni un momento de goce de esos que el dulce sentimiento de la paternidad, el más noble, el más santo de los sentimientos que se anidan en el corazón del hombre, suele proporcionar a todos los que tienen la dicha de ser padres?

No; porque aquellos hijos no son hijos de ninguna afección noble, todos son hijos de espúreas pasiones, de deseos violentos e impuros, de aspiraciones ilegítimas que hasta el corazón rechaza, que no satisfacen, que no deleitan, que lo más que consiguen es halagar los sentidos embotando la razón sin proporcionar satisfacciones al alma.

Cada uno de aquellos hijos, en vez de ser un símbolo de dicha y de ventura, es el torcedor amargo de un remordimiento.

Unos, hijos del azar, del capricho; otros de la ambición y del orgullo, con su sola presencia gritaban a su padre con uno de nuestros grandes poetas contemporáneos:

Me engendraste sin amor, me engendraste por sorpresa,

y ¡desgraciado el padre en cuyos oídos resuenan constantemente reproches tan crueles!

Mas dejando a un lado consideraciones que, si bien son del caso, no hacen más que dilatar nuestro relato, lo cierto es que el de Lazan sentía pesar ya sobre su alma la fría losa de la realidad que desvanece todas las aspiraciones, que mata todas las esperanzas sepultándolas en el vacío inmenso de la duda que con la edad y la experiencia crece y se desarrolla en un corazón sin fe.

Y como el conde de Lazan, no la había tenido en su vida, de ahí que procurase, por ese instinto natural que obliga al hombre en su edad caduca, impulsado por el más refinado egoísmo, a reparar, como le sea posible, los daños que en su juventud haya causado, devolver en bien todo el mal que a sus víctimas ocasionara.

La duquesa de la Jaridilla, con todos sus defectos, era una de tantas: a la duquesa por consideraciones sociales primero, y luego por cierta afección que aun le profesaba, trató, pues, de proporcionar algún momento de satisfacción, ya que tantos de amargura le había proporcionado, devolviéndole a su hija.

Ya sabemos que trató de efectuarlo; pero los disgustos de que fue víctima a causa del desbaratado enlace que tanto convenía a sus intereses, y el secuestro de sus hijos, absorbieron su atención de tal manera que no pudo realizar su propósito; y tal vez ya no hubiera pensado en ello, tan preocupado estaba, si su hijo Antonio no se lo hubiera recordado.

El noble joven, inspirado por sus hidalgos sentimientos, aprovechó un momento oportuno para recordar a su padre sus propósitos; y una mañana en que notó que el conde no estaba tan entregado a la melancolía, como hacía días acostumbraba estarlo, le dirigió la siguiente pregunta:

-¿Qué día haréis a dos personas felices?

El conde al pronto no comprendió el significado de estas palabras, así es que mirando fijamente a su hijo, le preguntó:

-¿Qué quieres decir?

-¡La pobre Luisa!....

-¡Ah! tienes razón y agradezco que me lo hayas recordado. Cuando sea oportuno.

-Con vuestro permiso, yo creo que nunca mejor que ahora.

-Te equivocas, la duquesa no está en Madrid.....

-Mi madre - dijo el joven acentuando de un modo particular esta palabra- ha llegado hoy de Aranjuez.

-No lo sabía- contestó el conde sin darse por entendido del retintín con que Antonio le contestó.

-Y bien, ¿creéis que se le pueda dar la feliz nueva de que Luisa está aquí?

-Hay que irse con mucho tiento.

-¿Por qué?

-En primer lugar, Luisa no sabe quién es su madre; hay que prepararla y también a la duquesa.

-¡Oh! No temáis. Yo me encargo, si no tenéis inconveniente, en participar a mi madre una nueva tan feliz.

-No, Antonio, no.

-¿Qué, hay alguna dificultad?

-¿Dificultad? Ninguna.

-Pues entonces.....

-Déjame a mí, Antonio: tú, pobre hijo mío, aun no entiendes de esas cosas, ni quiera Dios que nunca llegues a entender! Tú no sabes que hay alegrías que matan como el mayor dolor!... que hay alegrías que no se quisieran sentir porque en vez de dilatar el alma, la oprimen!... porque lejos de proporcionar un consuelo, no hacen más que renovar una mal cicatrizada llaga!

-Pero una madre.....

-¡Una madre!... Te suplico, hijo mío, que no hablemos más sobre el particular!

Era tal la exaltación que dominaba al conde, se expresaba con tanto calor, hablaba con tal convicción, que Antonio, comprendiendo todo el dolor que se albergaba en aquella alma, creyó prudente no insistir por el momento para no exacerbar más el disgusto que su padre sentía.

Así pues, se calló; y por entretenerse en algo, cogió un libro de una mesa próxima y fingió que leía, cuando en realidad no hacía más que esperar que se pasara aquel momento de exaltación.

Poco tardó.

El conde, que se paseaba agitado por la estancia, al fin se detuvo; tomó asiento cerca de su hijo y con el tono más cariñoso, le dijo:

-Me has dicho que tu madre está ya en Madrid. ¡Es extraño que no me lo haya hecho saber escribiéndome o enviándome algún recado!

-Perdonad, padre mío, tenía yo el encargo de participároslo.

-¡Ah! ¿Y cuándo ha venido?

-Anoche.

-Está bien. Tú tienes muchísima razón. Es un delito que la pobre Luisa ignore por más tiempo quién es su madre.

-¡Ah! ¡Gracias, padre mío!

-¡Gracias! ¿por qué? Yo soy quien debo dártelos, porque me proporcionas esta ocasión de prestar este pequeño servicio a la duquesa.

-¡Mi madre os lo agradecerá eternamente!

-No tiene nada que agradecerme. Bastantes lágrimas la hice derramar. Justo es que al fin obtenga un premio.

-Si queréis, voy enseguida.....

-No, tú no debes hacerlo: eres demasiado joven, y tu inexperiencia cegada aun más por tu cariño, tal vez te hiciera cometer una imprudencia.

-Entonces.....

-Déjame a mí: yo prepararé a Luisa: le diré quién es su madre, y luego ya combinaremos el medio de que la duquesa vea a su hija sin peligro para su salud.

-Como gustéis.

-Anda, avisa a Carlos y a María que estén dispuestos para salir cuando yo les llame.

-¿Y Luisa?

-Tienes razón. Pásate por su cuarto, y díla nada más que voy a hacerla una visita: cuidado que se te escape ninguna palabra imprudente.

-Perded cuidado.

-¡Anda, ve, pobre hijo mío!

-¡Gracias, gracias, querido padre!

Y el joven cogió la mano que el conde le tendía, y se la besó con la mayor efusión y respeto, marchándose a cumplir la orden que se le había confiado.

El conde se quedó mirando la puerta por donde el joven había salido.

Después se contempló la mano que aquel había besado.

Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Tal vez eran las primeras que en su vida había derramado.

-Es preciso!- se dijo- él es virtuoso, y besa esta mano que nunca ha dispensado ningún beneficio! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Eres muy grande, muy misericordioso, cuando a un hombre como yo otorgas tales consuelos!

Y repuesto de su emoción y enjugándose los ojos, salió de la estancia.

Capítulo CIV. La hija sin madre

Luisa estaba en la habitación que en casa del conde se le había destinado, entregada a sus meditaciones, cuando Antonio fue a participarle que el conde quería verla.

Por más que el joven fue muy mesurado y prudente en sus palabras, y ninguna se le escapó por donde su hermana llegase a comprender de qué se trataba, había retratada tal alegría en su semblante. se expresaba con tal vehemencia, que Luisa no pudo menos de presentir que iban a darle alguna fausta nueva.

Muy poco tardó el conde en llegar a la estancia donde se hallaban los dos jóvenes.

De una sola ojeada comprendió que Antonio había sido reservado.

Tendió su mano a Luisa, y llevándola a un canapé la hizo sentar a su lado, preguntándole cariñosamente por su salud y si se había repuesto de la agitación del día anterior.

-Me encuentro muy bien, y desde que estoy en vuestra casa disfruto la misma calma que si me hallara en la de mis padres- contestó la joven tristemente.

-Antonio- dijo el conde dirigiéndose a éste-¿has avisado a Carlos y a María?

-Esperaba vuestra llegada para hacerlo. Si me lo permitís.....

-Sí, ve; déjanos solos unos momentos.

Antonio salió, saludando afectuosamente con un movimiento de cabeza a Luisa.

-¿Con que, como si os encontrarais en la casa de vuestros padres?- preguntó el conde para reanudar la conversación.

-Lo mismo.

-¿Creo que no los habéis conocido?

-No, señor.

-¡Pobre joven! ¿Y no tenéis ninguna noticia, ningún indicio por donde pudierais averiguar quiénes son, si acaso existen?

-No, señor.

-¿Ni habéis tratado nunca de indagar?....

-No me han faltado deseos y alguna vez lo he intentado, pero ¿qué podía hacer una pobre mujer sola, sin relaciones y sin recursos?

-Muy poca cosa en verdad. ¿Y no conserváis ninguna esperanza de encontrarlos?

-¡Esperanza! La esperanza es el consuelo de los desgraciados. Si no hubiera esperanza en el corazón del que sufre, sería insoportable la vida. Yo nunca he desesperado, y, si queréis que os diga la verdad, desde que estoy en esta casa, mis esperanzas, que estaban casi muertas, se han reanimado.

-¿De veras?

-No sé por qué, mi corazón me dice que este velo que cubre mi existencia va a descorrerse muy pronto.

-Es extraño. Eso será porque alguno habrá tratado de reavivar esas esperanzas, prometiéndoos hacer averiguaciones.

-No, señor, de ningún modo. No tengo ningún motivo para esperar nada, y con todo, nunca como ahora he sentido tanta fe en la creencia de que pronto encontraré a mi familia.

-Y hacéis bien en tenerla.

-¿Con que no me engaña mi corazón? ¿Pues qué, señor conde, acaso vos sabéis?....

-Sosegaos, pobre niña, y no os excitéis tan pronto. Yo sé alguna cosa.

-¡Ah Dios mío! Decidme, señor conde, por caridad os lo pido,¿mis padres, viven? ¿Desean verme? ¿Procuran averiguar mi paradero? ¡Ah! Cuán feliz me habéis hecho tan solo con decirme que los conocéis!

-Vuestro nacimiento debe quedar oculto como ha permanecido hasta ahora.

-¿Y yo no he de conocer a mis padres?

-Sí: conoceréis a vuestra madre y tal vez muy pronto la veréis.

-¡Ah pobre madre mía!¿ Y mi padre?¿Acaso a ése no puedo conocerle?

-No.

-¿Por qué?

-Ha muerto.

El conde pronunció estas palabras con un acento sordo y lúgubre que estremeció a Luisa.

Es que eran el eco de un remordimiento.

La joven quedó silenciosa y con los ojos bajos por unos momentos.

Con las manos cruzadas y moviendo los labios sin articular palabras, estaba Luisa prodigando a su padre la mejor caricia que puede prodigar un hijo. Una oración por el reposo de aquel a quien debía el ser.

Involuntariamente, casi sin darse cuenta de ello, tal vez el conde, que comprendió lo que la joven hacía, la secundó en su plegaria. Quizá no había rezado en su vida.

Después, pasada aquella primera emoción, Luisa preguntó con timidez:

-¿Me habéis dicho que tal vez pronto vería a mi madre?

-Sí; puede ser.

-¿Como puede ser? ¿Acaso hay algún impedimento?- profirió temerosa la joven.

-No hay más impedimento si acaso, que el que vos creéis.

-¡Qué el que yo cree!

-Hoy mismo la veréis si me prometéis tener calma y no sobreexcitaros.

-¡Ah! ¡señor conde! Es tan grande, tan inmensa la alegría que siente mi alma que, no temáis nada, soy muy feliz y la felicidad no mata.

-¡Dichosa vos que lo creéis así!

-Con que.... decidme, señor conde, y perdonad mi natural impaciencia, ¿veré hoy a mi madre?

-Os he dicho que sí. Pero, decidme, ¿no deseáis saber quién es? ¿Cuál es su posición? ¿A qué clase de la sociedad pertenece?

-Es mi madre. Ya no deseo saber más. ¿Acaso entre las madres hay diferencias?

Aquella pregunta, emanada de un corazón sin doblez, hija de un noble sentimiento, del más tierno cariño filial, impresionó vivamente al conde.

Muy por lo bajo, de modo que la joven no lo oyera, murmuró para sí:

-¡Hay seres que no merecen tener hijos!

Tal vez aquella reflexión se la aplicaba a sí mismo.

Después, pasándose la mano por la frente, y levantándose del asiento, dijo:

-Estad prevenida; saldréis con María, Carlos y Antonio que os llevarán a los brazos de vuestra madre.

La joven no supo qué contestar: tomó la mano del conde y la besó con efusión.

El de Lazan salió de la estancia precipitadamente, murmurando:

-El peor castigo para los malos, es que Dios les coloque entre los buenos y que ellos mismos comparen.

Capítulo CV. La madre sin hija

El conde de Lazan se trasladó inmediatamente al palacio de la duquesa de la Jaridilla.

La duquesa le recibió inmediatamente fue anunciado.

Con su acostumbrada afabilidad, pero con un aire más grave del que acostumbraba tomar, en cuanto entró en la estancia donde la esperaba el conde, se dirigió a él alargándole la mano, que el conde tomó y besó respetuosamente.

-Esperaba vuestra visita, pero no tan pronto- le dijo.- Os doy mil gracias por la molestia que os he ocasionado.

-De ningún modo, duquesa, creed que tengo un verdadero placer en prestaros este pequeño servicio. Además, cumplo con un deber de conciencia y sería hasta criminal, si os retardase por más tiempo un momento de dicha que os puedo proporcionar.

-¡Conciencia!.... ¡Criminal!.... ¡Qué lenguaje!.... Permitidme, conde, que me admire! ¡os encuentro muy cambiado! ¿Estáis malo? ¿Qué os sucede?

-No lo extrañéis, señora, son tantas las desgracias que en pocos días han caído sobre mí, que no se cómo no he sucumbido al peso de ellas!

-¡Pues qué! Acaso Carlos o María!...

-A Dios gracias; no tienen la menor novedad.

-¡Pues entonces!...

-¿Pero no sabéis?.... Me robaron a mi hija María: a consecuencia de esto se desbarató un casamiento en proyecto que debía emparentarme con el conde de Floridablanca. Mi hijo Carlos también fue secuestrado.... en fin, son tantos los disgustos que en pocos días he recibido que no sé cómo mi pobre cabeza ha tenido fuerzas para soportarlos sin volverme loco.

-¡Hay una Providencia, conde!- dijo la duquesa con solemnidad.

-Bien lo veo; y demasiado que siento el justo, pero severo castigo que me impone.

-Dad gracias a Dios por esas desgracias que os ha enviado. Con ellas os habéis regenerado, ellas han abierto vuestros ojos a la luz.

-¡Oh! Sí, sí; cúmplase la voluntad divina.

-¿Sabéis, conde, que nunca hemos sido verdaderos amigos?....

-¡Yo, sí!

-Hasta cierto punto!

-¡Cómo!

-Si confundís el noble sentimiento de la amistad con otra afección menos pura y más interesada, tenéis razón, lo habéis sido.

-¡Oh! no, de todo corazón.

-Sea como queráis, no discutamos por eso. Convengamos en que vos erais.... amigo mio. Yo en cambio, ya sabéis que no podía, que no debía ser vuestra amiga.

-¡Tenéis razón!

-Pues bien: os veo otro hombre. Sé que hoy vais a prestarme un señalado favor que no olvidaré nunca. Por mi parte olvido pasados agravios y esta es la mano de una fiel y desinteresada amiga.

El conde tomó aquella mano, que en otro tiempo la lascivia le había obligado a acariciar con delirio, con un respeto como si tomara la mano de una santa imagen.

-Ahora que nos hemos reconciliado- prosiguió alegremente la duquesa- decidme, amigo mío, ¿no me traéis ninguna buena nueva?

-¡Oh! Sí por cierto.

-Vamos, pues decid, que me tenéis impaciente, ¿qué es de mi hija? ¿Dónde está?

-Vuestra hija vendrá pronto a veros.

-¡Hija de mi alma! ¿Y cuándo, cuándo la veré?

-Os he dicho que muy pronto.

-Ya, sí, pronto, pero no me decís cuándo.

-Ni os lo diré mientras os vea en ese estado.

-Pues, qué, conde, ¿creéis que me suceda nada malo? No lo creáis. He sufrido tanto, que las cicatrices de las llagas que hay en mi alma, la han endurecido y puesto a prueba de todas las emociones.

-Os engañáis, duquesa; esas lágrimas que resbalan por vuestras mejillas, os contradicen.

-¡Es que estas lágrimas son de alegría!

-Ya lo sé, mas también la alegría mata.

-No lo creáis. Lo que mata es la impaciencia y vos me estáis matando con vuestro silencio.

-¡Duquesa!....

-¿Dónde está mi hija?

-Cerca, muy cerca de aquí.

-¿Y por qué no hacéis que yo la vea?

-Pero, señora, por Dios os lo pido; calmáos.

-Pero si es imposible, conde.... si vos que sois hombre, no sabéis, no podéis saber lo que somos las madres!

-Si, señora, si, lo comprendo.... Yo también soy padre y....

-¡Padre!.... ¿Y qué es un padre?.... Vos no habéis sido padre hasta que la desgracia os ha enseñado a serlo.

El conde no supo qué contestar a tan acerbo reproche.

La duquesa comprendió al momento que había hecho mal en dejarse arrastrar por su exaltación y que había tratado al conde con demasiada dureza.

Cogió la mano del conde, que había quedado anonadado, y con su más cariñoso acento le dijo:

-Perdonad, mi buen amigo, a una pobre madre este arrebato de locura. No he sabido lo que he dicho. solo sé que os he ofendido sin tener razón para ello. Pero vos comprendéis mi dolor y sabéis que no sabía lo que decía.

-Duquesa, os sobra razón para decir lo que habéis dicho. Me habéis hecho daño, mucho daño, pero con justicia, y os perdono con toda mi alma.

En aquel momento se oyó rodar un carruaje que se detuvo delante del palacio de la duquesa.

El conde adivinó quién venía en él, y trató de ganar tiempo.

-¿Con que estáis decidida- dijo- a ver hoy mismo a vuestra hija?

-¿Quién lo duda?

-Pues hoy la veréis.

-¿Dónde?

-Aquí mismo

-¡Aquí! ¿Habéis dicho que vendrá aquí?

-Sí.

-¿Y cuándo?

-Mucho antes de lo que os figuráis.

-¿Con quién?

En aquel momento se levantó el cortinón de terciopelo que cubría la puerta de la estancia, y un ujier dijo:

-Su excelencia el señor vizconde de Lazan con su señora hermana y otra señorita, desean ver a la señora duquesa.

Aquel anuncio dejó a la de la Jaridilla inmóvil como una estatua.

Aquella joven que acompañaba a Carlos y a María, ¿era su hija?

Sin poder hablar, instintivamente miró al conde como preguntándole.

Éste comprendió lo que aquella mirada significaba, y respondió con un movimiento afirmativo de cabeza.

La duquesa se levantó nerviosa, convulsa y con acento apenas perceptible, acompañado de un movimiento que decía más que la palabra, murmuró:

-¡Que pasen!

Carlos entró delante conduciendo a Luisa de la mano.

Detrás venía María que daba la suya a Antonio.

Carlos se adelantó como para presentar a Luisa, murmurando algo cortado estas palabras:

-¡Señora duquesa!.... Padre mío!...

La duquesa permanecía inmóvil devorando con los ojos a su hija, y respirando con dificultad.

El conde, no pudiendo soportar más aquella escena, se decidió a acabar pronto.

Tomando la mano de la duquesa y como presentándola a Luisa, dijo con solemne acento:

-La señora duquesa de la Jaridilla que desea abrazar a su hija.

Madre e hija cayeron llorando en brazos una de otra.

Renunciamos a describir la escena de lágrimas que allí tuvo lugar.

Besos, abrazos, exclamaciones, suspiros entrecortados, cuantas manifestaciones tiene el cariño, se prodigaron unos a otros.

El conde tenia razón: había proporcionado a la duquesa un momento de felicidad:

Capítulo CVI. Proyectos felices

Desde aquel día comenzó para la duquesa de la Jaridilla una nueva era de felicidad.

Aquella pobre mujer, cuyo corazón era todo amor, y que había tenido la desgracia, en su vida agitada, de no poder casi condensar en un ser, preferido por su corazón, sus más caras afecciones, ahora tenía a su lado dos prendas, por las cuales en su amarga soledad había vertido abundantes lágrimas. Sus dos hijos.

Una espina laceraba aun cruelmente su corazón.

A la faz del mundo no podía manifestar el cariño que les profesaba, sin dar lugar a la murmuración y al escándalo.

Para evitarlos, no tenía más remedio que legitimar a sus hijos.

En cuanto a Antonio, no la era posible de ningún modo.

Además, Antonio era hombre y valía lo suficiente para poderse abrir paso por entre la sociedad, sin que le sirviese de rémora el, en aquel entonces, denigrante calificativo de bastardo.

En cuanto a Luisa, era diferente.

Sobre ser más fácil el reconocerla y legitimarla públicamente, era indispensable efectuarlo si no se quería malograr su porvenir. Porque ¿qué importaba que su madre la dotase espléndidamente; que la nombrase heredera de su cuantiosa fortuna; que la joven estuviese adornada, tanto física como moralmente, de las más brillantes cualidades, si no tenía un nombre, si no podía justificar su procedencia?

Y en aquella época de preocupación, ¡desgraciada la mujer que careciese de esta circunstancia!

Desde luego podía asegurarse que, como dice el vulgo, se quedaba para vestir imágenes. Y si por un azar conseguía llamar la atención de algún hombre, se guardaría éste muy bien, si en algo se tenía, en desear hacerla su mujer; se creería honrarla aun con solicitarla para su manceba.

La duquesa sabía bastante del mundo para no conocer todo esto, y quería lo suficiente a su hija para no querer hacerla desgraciada para siempre.

Así es que aprovechó todas sus numerosas y valiosas relaciones para procurar legalizar el reconocimiento de su hija.

No era esto tan fácil como parece por las circunstancias que se atravesaban.

No había ninguna esperanza de salvación para la vida del septuagenario Carlos III.

Aquel rey había sido demasiado bueno para que no preocupara a todos el estado en que se hallaba. Así, pues, no había ningún golilla que trabajara, ni ningún covachuela que asistiera a su oficina, a pesar del saludable rigor con que acostumbraba tratarse a los morosos en el cumplimiento de su deber; pero como los secretarios de Estado y los jefes de negociado daban el ejemplo, no cuidándose más que de seguir con ojo avizor todas las peripecias de la enfermedad del rey, todos les imitaban, y era inútil intentar en aquellos días la formación de un expediente, porque no había nadie dispuesto a dar una plumada.

Con todo, a fuerza de importunar a personas de tanta influencia como el conde de Floridablanca, consiguió la duquesa la seguridad de que dentro un breve plazo podría llamar públicamente hija a Luisa, sin que los maldicientes pudieran cebarse en ella.

Cuando tuvo esta seguridad, entregóse de lleno a la alegría que, como es natural, inundaba su corazón.

Como es fácil de comprender, Luisa, desde el primer momento, pasó a vivir con su madre.

Quería también la duquesa que hiciera lo mismo Antonio; pero la severidad de principios del joven y la rectitud de su carácter, eran un obstáculo, si no insuperable, al menos muy difícil de vencer.

Deseosa la duquesa de allanarlo, hizo algunas indicaciones bastante directas a su hijo; pero éste, si las comprendió, y nosotros así lo creemos, no quiso darse por entendido.

Viendo, pues, que las indirectas y los subterfugios no daban ningún resultado, resolvió la de la Jaridilla abordar la cuestión de frente, y para realizarlo, aprovechó la primera ocasión que se le presentó de encontrarse a solas con Antonio, para plantear la cuestión.

Se encontraban, pues, solos madre e hijo en un gabinete interior de las habitaciones de la duquesa, en el momento en que los presentamos a nuestros lectores.

La duquesa sentada al clave, preludiaba un aria de la última ópera que se había cantado con éxito en Madrid.

Antonio leía.

De pronto la duquesa se levantó y fue a colocarse a espaldas de su hijo, y apoyándose en el respaldo del asiento que ocupaba, y asomando la cabeza por encima de su hombro, le preguntó:

-¿Qué lees?

- Las cartas eruditas de Feijóo .

-Jesús! Qué cosa tan insípida!

-Señora, por Dios, no digáis tal blasfemia!

-Señora! Yo creía que ya era hora que me dieras más dulce título.

Antonio calló.

-¿No merezco una contestación siquiera?

-¿Qué queréis de mí?

-Jesús! qué serio te has puesto para hacerme esa pregunta!

-Es que no acierto a comprender por qué me habéis hecho otra.

-Yo!

-Sí, por cierto.

-Si no te explicas más claro!....

-A eso voy.

Y dejando el libro, y cogiendo cariñosamente a la duquesa de la mano, la hizo tomar asiento a su lado.

Después, con acento grave, interrogó a su madre de este modo:

-Hace muchos días que oigo de vuestros labios palabras que, tal vez yo me engañe, encierran un doble sentido.

-No sé a qué te refieres!

-Ahora mismo acabáis de decirme que si es hora que os dé un dulce título.

-Es verdad.

-Decidme por caridad, qué significan las reticencias de otros días y las palabras de hoy.

-Agradezco, Antonio, que hayas planteado con tanta franqueza la cuestión, porque ya es hora que entre nosotros dos medie una explicación.

-Me alegro.

-Antonio, responde clara y categóricamente; no tengas empacho en decirlo, ¿es que hasta aquí, en estos instantes en que nadie nos oye, te avergüenzas de darme el dulce nombre de madre?

Antonio se estremeció, y no dijo nada.

-¡Vamos, responde, hombre!- insistió la duquesa.

-No es eso.

-¿Pues qué es, entonces?

-Sabéis que os amo.....

-Lo empiezo a dudar!

-Pues no lo dudéis! Os amo más que a todo lo que para mí puede tener atractivo en el mundo. Os respeto, como ningún hijo ha respetado a la que le llevó en su seno. Quisiera llamaros madre a gritos y prodigaros ante todo el mundo mi ternura filial y mis caricias; pero sabéis muy bien, que esto no es posible, y he resuelto no entregarme nunca a las expansiones que mi corazón desea; que mi boca no se acostumbre a pronunciar ciertas palabras, las más gratas a mis oídos, por si llega algún día en que las deba olvidar.

-¿En que las debas olvidar? ¿Qué significa?....

-Tengo otros hermanos a quienes amo, y a quienes de un modo u otro pudiera mañana perjudicar, si no en sus intereses, en su nombre: no quiero que llegue ese caso.

-¡Antonio, hijo mío, tú desvarías!

-¡Que desvarío!

-Sí, desvarías a fuerza de atormentar tu imaginación buscando pretextos para no acceder a mis deseos.

-¡Vuestros deseos! Sepamos cuáles son.

-Antonio, yo quiero que vivas a mi lado, que no te separes de mí.

-Imposible, señora.

-¿Por qué?

-Vuestra reputación sería víctima de los maldicientes.

-¿Y qué me importan sus murmuraciones?

-¡Cómo!

-Sí, ¿crees acaso que por que tú no estés a mi lado dejaran de causarme tanto daño como puedan?

-Sí; pero entonces es muy fácil acallarlas, cuando si yo estoy aquí....

-¿Qué?

-¿Cómo contrarestar las hablillas? Además, tengo otra razón más poderosa para proceder así, y si me permitierais?...

-¿Qué es? Habla.

-No toméis de ningún modo por un reproche mis palabras, porque nada hay más lejos de mi imaginación.

-Di.

-Por mi desgracia, me ha tocado en suerte el verme absolutamente privado de usar el nombre de mis padres. Pues bien, me he propuesto hacerme uno propio. No me toméis por orgulloso, hasta ahora he vivido sin el que debía ser mío; dejadme continuar del mismo modo.

-Conozco el noble sentimiento que te guía, y no me opongo a que obres así; pero Antonio, hijo mío, no te separes de mi lado!

-¡Imposible! Vuestro cariño y el de mis hermanos, tal vez me harían olvidar mis propósitos. No temáis: me veréis todos los días, a todas horas. ¡Si yo en ninguna parte estoy más a gusto que a vuestro lado! ¡Si no podéis imaginaros lo que cuesta a mi corazón el no acceder a vuestro ruego! Pero, os lo suplico, no insistáis porque es imposible.

La duquesa había tenido tiempo suficiente para conocer la entereza de carácter de su hijo, y conoció que seria inútil cuanto intentase; así, pues, resignóse a no ver satisfecho su deseo, al menos por entonces.

En aquel momento entró Luisa en la estancia, y madre a hijo, con una sola mirada convinieron en doblar la hoja en la conversación que tenían entablada.

Capítulo CVII. Proyectos matrimoniales

Como era natural, no tardó en terciar Luisa en la conferencia.

Pero esta versaba ahora sobre otro asunto.

Ya no se trataba de Antonio: era Luisa la protagonista.

-Con que ¿cuándo tenemos un buen día?- preguntó Antonio sonriendo.

-¿Por qué concepto?- contestó Luisa.

-¡Calle! ¿Te haces la desentendida?

-En verdad que no sé de qué me hablas.

-Ya te lo diré, hija mía- dijo la duquesa interviniendo.- Se trata de tu casamiento, ¿no es verdad, Antonio?

La joven se ruborizó.

Su hermano se limitó a sonreír, haciendo un signo afirmativo.

-Vamos- continuó la duquesa.- No veo motivo para que te pongas colorada.

-¿Yo, madre mía?

Y la pobre Luisa, de sonrosada que estaba, se puso como una amapola.

-Es hora ya que tanto tú como Carlos tengáis el premio de vuestra constancia.

-Lo que es por mí, por ahora no hay prisa.

-¡Bobilla! ¿Crees tú que eso que dices, es verdad?

-Sí, madre mía, yo no miento nunca.

-Si yo no digo que trates de engañarnos.... Antes al contrario, la que sale verdaderamente engañada eres tú.

-¿Por qué?

-Porque crees positivamente que ahora ya tu corazón está satisfecho hallándote como te hallas al lado de tu madre y en medio de tu familia; pero eso es ahora, cuando no está Carlos delante.

Al oír nombrar a su amante, las mejillas de la joven volvieron a colorearse rápidamente.

-¿Lo ves?- observó su madre-, ¡con solo oírle nombrar ya no sabes lo que te sucede!

-No lo creáis, madre mía. Negar yo que le quiero, sería negar la evidencia, pero ahora no me sucede como antes: aunque nunca he dudado de su cariño, antes había muchos momentos en que dudaba que llegara a conseguir la dicha de ser su esposa. Ahora es diferente; sobre este particular estoy muy tranquila, y mi cariño parece que sin disminuir, ha cambiado de aspecto sin darme yo misma cuenta de ello.

-Yo te lo explicaré.

-¿Vos?

-Sí, hija mía. Carlos despertó en tí ese amor, que acrecieron las dificultades que había de que fuera tu esposo. En el corazón humano hay una invencible predisposición a querer vencer lo que aparece imposible. Cuantas más dificultades se presentan para conseguir el anhelado objeto, tanto más crece el afán de conseguirlo. Pues bien, ahora esas dificultades que antes te se presentaban, han desaparecido; de ahí que tu amor ha tomado una nueva fase; antes era volcán abrasador que destruía cuanto se oponía a su paso, ahora es suave rescoldo en que se conserva ese sagrado fuego sin disminuir su fuerza, pero también sin abrasar. ¿Comprendes el símil?

-Perfectamente. Y creo que tenéis mucha razón, aunque yo nunca me había detenido a analizar los motivos del cambio que en mí sentía.

-Pues no tengas la menor duda que es eso- dijo Antonio que hasta entonces había permanecido en silencio.

-¿De modo que tú también crees?....

-Me parece que cuanto antes te enlaces con Carlos será mejor.

-Mi madre es quien lo ha de disponer. Por mi parte lo dejo todo completamente a su arbitrio.

-Y por la mía- dijo la duquesa- te aseguro que haré cuanto esté en mi mano para que pronto, muy pronto, seas tan feliz como mereces.

Un ujier anunció al conde de Lazan.

-Que pase!- dijo la de la Jaridilla.- No podía llegar en ocasión más oportuna.

Entró el conde, quien después de saludar afectuosamente a la duquesa y estrechar la mano de Antonio, besó a Luisa cariñosamente en la frente.

-¿Parece que hay reunión de familia?- preguntó.

-Casi, casi- contestó la duquesa.

-Lo celebro, porque yo venía resuelto a provocarla.

-¿De veras?

-¡Y tan de veras! Hay un asunto muy grave de que tratar, y es preciso que se resuelva en familia.

-¿De qué se trata?

-Se trata de labrar la felicidad de estos chicos, querida duquesa.

-¡Qué casualidad! Nosotros estábamos tratando de lo mismo.

-Tanto mejor. Carlos está rabiando por ser marido cuanto antes, y me parece que a Luisa esto no le debe saber mal.

Luisa se ruborizó sonriendo.

-¿Y qué dice el señor conde respecto al particular?- preguntó Antonio.

-El señor conde- contestó el aludido- ya sabes que no desea otra cosa que ver felices a todos sus hijos.

Estas últimas palabras las dijo el conde con marcada intención.

Antonio no pestañeó.

La duquesa que también las comprendió, miró fijamente a su hijo como procurando averiguar en su fisonomía el efecto que le habían causado; pero el examen fue infructuoso, porque ni un solo músculo de la cara de Antonio se contrajo, ni el más imperceptible movimiento descubrió lo que en su corazón encerraba.

-Ahora- continuó el conde- solo falta que vos, señora duquesa, fijéis el día en que se ha de celebrar el matrimonio.

-Por ahora no me es posible- contestó aquella- me faltan algunos documentos que tendré a la mayor brevedad, pero que aún no sé cuándo, y que son indispensables.

-¿Habrá algún entorpecimiento?- preguntó el conde con interés.

-Ni pensarlo. Puedo aseguraros que de aquí a un mes, lo más, todo estará corriente.

-Bravo! En cuanto a las capitulaciones- prosiguió el de Lazan- conocéis, señora, mi caudal, como yo mismo. Dejo a vuestra conciencia.....

-¿Queréis callar, conde?- se apresuró la duquesa a replicar- ¿Quién se acuerda ahora de semejantes pequeñeces?

-Dispensadme, señora- interrumpió Antonio- que me mezcle en una cuestión a la que soy completamente ageno. ¿Vos llamáis pequeñeces a unas capitulaciones matrimoniales?

La pregunta de Antonio podía parecer interesada, pero tanto el conde como la duquesa, sabían que aquella pregunta tenía un fin completamente distinto del que aparentaba.

Aquella pregunta no la inspiraba el egoísmo: al contrario, era hija de la más previsora generosidad.

Así lo comprendieron todos, por lo que el conde se apresuró a cortar la conversación diciendo en el tono más alegre del mundo:

-Bah! Bah! Querido Antonio, en esta ocasión te has equivocado, contra tu costumbre. Si la señora duquesa se ha valido de esa palabra, ¿no conoces que lo ha hecho en tono de broma? ¿Quién se ocupa ahora de cuestiones de intereses? Si la felicidad está, según dicen, reñida con el dinero, ¿a qué queremos ahora nosotros confundirlos? Somos todos ahora demasiado felices para ocuparnos de asuntos tan baladíes! Espero a Carlos dentro de algunos instantes y puesto que todos estamos ya de acuerdo, comenzaremos a hacer las cosas en debida forma.

Como si hubiera sido esto una mágica evocación, presentóse un ujier que anunció al vizconde.

-¿No lo dije?- repuso el de Lazan.- Ya le tenemos aquí.

Carlos entró alegremente: saludó a la duquesa primero, a quien besó la mano, luego a Luisa, después a su padre y por último a Antonio con un fraternal apretón de manos.

-Has llegado oportunamente- exclamó su padre.- Espera, hombre, espera, no tomes asiento que antes debemos hacer otra cosa para no perder tiempo.

Y se levantó del sillón que ocupaba yendo a reunirse con su hijo que estaba aun de pie en medio de la estancia.

La duquesa estaba sentado en el centro del estrado, teniendo a su izquierda a Luisa.

Antonio ocupaba un sillón a la derecha de su madre, pero algo separado de ella.

El conde había estado sentado en otro sillón, al lado de la joven, y en frente de las dos señoras el ujier había colocado otro sillón para el vizconde.

Como hemos dicho, el conde se levantó de su asiento, apartó el sillón destinado para su hijo y cogiendo a éste con su mano derecha, con el tono más solemne, dijo:

-Señora duquesa de la Jaridilla: mi hijo, el vizconde Carlos de Lazan y vuestra preciosa hija, se aman: tengo el honor de permitirme la libertad de pediros para mi hijo la mano de esta señorita. ¿Queréis honrar al vizconde y honrarme a mí, concediéndola?

Aunque aquella petición parecía, por las circunstancias, que debía tener algo de cómica, supo el conde revestirla de tanta gravedad, que todos los presentes no la consideraron más que en lo que realmente era, en la petición formal de un padre, que solicita para su hijo la mano de una joven.

La duquesa se conmovió profundamente.

Levantóse con dignidad y tomando la mano de su hija, dijo con trémulo acento:

-Señor conde de Lazan, mi hija y yo, nos consideramos muy honradas con vuestra petición. Las dos, pues, accedemos a ella con mucho gusto y quiera el cielo sean nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos más felices que lo han sido sus padres.

Estas últimas palabras, que partían del fondo del alma, fueron pronunciadas entre sollozos.

También el conde estaba conmovido.

En cuanto a Antonio, involuntariamente se había puesto en pie.

El vizconde se adelantó y tomando la mano de la duquesa la besó con respeto, pronunciando, presa de la más viva emoción estas palabras:

-¡Madre mía! Permitidme que desde hoy os dé este dulce nombre, para hacer por mi parte todo cuanto esté en mi mano para labrar la felicidad de Luisa.

El ujier que había introducido a Carlos, se presentó tímidamente en la puerta de la estancia, diciendo:

-Si la señora duquesa permite...

-¿Qué ocurre?- preguntó ésta.

-Un criado de la casa de su excelencia el señor conde de Lazan, trae un pliego urgente para el señor vizconde.

-¿Para mí?- preguntó Carlos con sorpresa.

-¿Qué será?- dijo el conde.

-Pronto lo sabremos. Que entre- ordenó la duquesa.

Entró el ayuda de cámara, en persona, del vizconde.

-¿Qué hay?- preguntó éste.

-Apenas salió de casa su excelencia, se presentó un hombre desconocido con este pliego. Se le dijo que lo dejara que ya se os entregaría y respondió que era de la mayor importancia que vuestra excelencia se enterase cuanto antes del contenido. Por eso me he tomado la libertad de venir a traerlo.

Y entregó a Carlos un pliego cerrado.

El criado se retiró.

Previa la venia de la duquesa y del conde, procedió el vizconde a abrir el pliego.

Un oculto presentimiento le decía que allí se encerraba algo de terrible para él, así es que su mano estaba algo trémula al romper la nema.

Era una especie de oficio.

A la vista del sello que lo encabezaba, una mortal palidez cubrió el rostro de Carlos.

Con turbados ojos leyó su contenido. Al concluir la lectura, presa de la mayor agitación, dio a Antonio el pliego, exclamando:

-¡Lee, querido Antonio, lee y admira hasta dónde me persigue la desgracia!

El conde cogió a su hijo del brazo, y le preguntó:

-¿Pero qué es eso? ¡Carlos! ¿Qué te pasa?

Carlos no podía articular una palabra.

Todos dirigieron su vista a Antonio, que después de haber leído el papel, se lo había guardado.

-¿Qué es?- preguntó el conde con afán.

Antonio, con lúgubre acento respondió:

-¡Que Carlos no se puede casar!

Capítulo CVIII. Dificultades imprevistas

El contenido de aquel funesto pliego era el siguiente:

Lo encabezaba un sello especial con el lema: «CABALLEROS DEL AMOR.»

Después seguía el texto, que decía al pie de la letra:

«Por cuanto vos, Carlos, vizconde de Lazan, caballero del Amor , nos consta estáis en vísperas de contraer matrimonio sin cumplir con lo que terminantemente ordenan los estatutos de nuestra sociedad, por el presente se os intimida desistáis de vuestro propósito, si no queréis incurrir en las penas que los propios estatutos aplican a los prevaricadores.- Dado en la residencia de la Sociedad, el día 12 del mes de Diciembre del año de gracia de 1788.- El presidente.»

Y había una rúbrica o signo particular algo parecido al que acostumbran usar los notarios.

En los estatutos de aquella desalentada Sociedad, había una cláusula que prohibía a todos los socios el contraer matrimonio, según ya manifestamos en otro lugar, bajo la pena de tener que batirse con todos sus consocios.

Lo que equivalía a decir: «o el celibato o la muerte.»

Creemos inútil describir el efecto que las palabras de Antonio produjeron en todos los circunstantes.

Pasados unos momentos, el conde de Lazan, que silencioso y sobreexcitado se paseaba por la estancia, se detuvo delante de Antonio, que pálido como un muerto no pronunciaba una palabra.

Con acento breve e imperioso preguntóle el conde:

-¿Qué dice ese papel?

-Este papel dice lo que habéis oído.

-Dámelo.

-No puedo.

-¿Por qué?

-Porque no me pertenece.

-Me lo dará Carlos.

-Tampoco os le dará.

-¿Que no?

-Al menos, no debe dároslo.

-¿Pero de quién es ese pliego?

-Tampoco os lo puedo decir.

-¿Es decir que aquí se encierra un terrible misterio?

-Algo.

Luego se dirigió a Carlos que ya estaba repuesto de su estupor:

-¿Aclararás lo que aquí pasa?

-Ahora no, padre mío.

-¿Cuándo?

-Más adelante; no sé.

-¿Y mi palabra? ¿Y tu amor?

-¡Os suplico que no me atormentéis!

-¡Pero di algo, desdichado, habla!

-No puedo; Antonio ha contestado ya por mí.

El conde miró fijamente a sus dos hijos: de pronto, como si una idea luminosa hubiera brotado de su mente, dióse una palmada en la cabeza, y dirigiéndose a la duquesa la dijo con cariño:

-Señora: me veo en la precisión de dejaros para ver de aclarar este misterio. No temáis: eso no ha sido más que una pequeña rémora que con la ayuda de Dios, creo conseguiré desaparezca: entretanto confiad en mi buena voluntad y en mis deseos.

Luego dirigiéndose a Luisa la dijo:

-Ánimo, hija mía: Carlos te adora, estoy seguro de ello. Nadie, que yo sepa, puede interponer su voto en este asunto; eso no es más que una nubecilla pasajera que por un momento ha oscurecido el sol de vuestra felicidad, pero no temas, pronto se desvanecerá. Adiós, y mucho valor.

Y salió precipitadamente.

La duquesa, sin darse cuenta de lo que hacía, escuchó distraída al conde, y ni aun le contestó.

Luisa, por su parte, sollozaba en silencio, apoyada su cabeza en el hombro de su madre.

Ninguna de las dos podían en aquel momento darse cuenta de lo que pasaba.

Antonio aprovechó aquel instante de estupor de las señoras para coger a Carlos, y llevándoselo al otro extremo de la estancia, le preguntó en voz baja:

-¿Qué piensas hacer?

-Ahora nada, pero tú me lo dirás.

-¡La situación es muy crítica!

-Por eso hay que considerarla con calma.

-¿Crees que el conde conozca el origen del pliego?

-No creo que tenga motivo para ello.

-Entonces ¿qué es lo que sospecha?

-No lo sé.

-Me parece conveniente que te vayas.

-¿Por qué?

-¿No ves que ahora aquí tu situación es violenta?

-Es verdad.

-Vete.

-¿Sin despedirme?

-Sin despedirte. Déjalo a mi cuidado. Toma.

Y le devolvió el pliego.

-Adiós.

Y tomando el vizconde su sombrero se fue, sin que ni aun lo notaran las señoras, tan rápido había sido aquel diálogo y tan abstraídas estaban.

Aun tardó Antonio algunos instantes en pronunciar ninguna palabra.

Al fin, se acercó a la duquesa, y la dijo:

-Carlos se ha ido avergonzado y sin saber lo que le pasa; me ha encargado os presente sus excusas, y yo lo hago con tanto mayor gusto cuanto soy el único que sé no tiene la culpa de nada lo que ha sucedido.

-¿Lo crees así?

-Estoy persuadido; es más, estoy seguro de ello.

-Entonces, cómo se explica.....

-Son misterios que más tarde o más temprano se aclaran, pero que ahora no es dado revelar. No desesperéis.

-¡Pero mi pobre hija!....

-Nada temáis. Sabéis que ejerzo sobre ella alguna influencia. Os suplico me dejéis solo con ella unos momentos.

-¡Cuán desgraciada la ha hecho su destino!

-Si todas sus desdichas son como esta, yo os aseguro que nada tenéis que temer por su porvenir. Id tranquila.

-Luisa., hija mía, me veo obligada a dejarte: he de escribir algunas cartas, no te desconsueles así, pobre hija mía: Antonio dice que esto no será nada, que todo se arreglará y ya sabes que cuando él asegura una cosa es porque la tiene bien meditada.

-¿De veras, hermano mío?

-Con él te queda, que él te dirá cuanto hace al caso.

Y salió la duquesa dejando solos a sus dos hijos.

Antonio fue a ocupar el lugar que ocupaba la duquesa.

Luisa, aunque al oír las palabras de su madre había cobrado algún ánimo, al ver el aspecto que presentaba la fisonomía de Antonio al quedarse con ella sola, perdió todas las esperanzas que había concebido.

En efecto, el rostro del joven, grave y serio por naturaleza, estaba en aquel momento impregnado de cierto tinte de tristeza que daba frío.

-Luisa, hermana mía- dijo con conmovido acento- sé que amas mucho a Carlos, y ya sabes tú que nadie, después de tí, conoce como yo lo que le quieres.

-Es verdad.

-¿Es cierto que no podrías acostumbrarte a vivir sin él?

-¿Qué quieres decir? Me das miedo, Antonio.

-Me conoces demasiado, Luisa, y sabes muy bien el cariño que te profeso para que no creas que si de mis labios brotan palabras que emponzoñen tu alma, brotan a mi pesar y obligadas por el irresistible impulso de la necesidad.

-¿Qué significan esas frases lúgubres?

-¡Luisa! Pobre niña, hija como yo de la desgracia! Por fortuna la Providencia en su inmensa sabiduría, conociendo y previendo las tempestades que habíamos de correr en el tempestuoso mar de la vida, dotó nuestras almas de una fortaleza, de un temple que no conocen, que generalmente no poseen los escogidos por el destino. Eres digna de mejor suerte, pero por ahora aun no te toca disfrutarla.

-¡Pero acabarás con tus palabras enigmáticas!

-Perdona, hermana, es que no tengo el valor necesario para destrozar tu corazón destruyendo tus esperanzas.

-¡Habla, habla por Dios! si descubriendo la horrible realidad no he de sufrir más de lo que ahora sufro!

-Pues bien: sábelo de una vez: Carlos no puede, o mejor dicho, no debe ser tu esposo!

-¡Antonio! ¿Qué es lo que dices? Tú, tú pronunciar semejantes palabras!

-¡Sí, Luisa, sí!

-¡Pero!.... Yo me voy a volver loca! Dime, Antonio, dime! ¿He oído mal? ¿Has dicho que Carlos no debe ser esposo mío?

-¡Eso he dicho,

-¿Y por qué?

-He ahí hasta donde llega nuestra desgracia. Sabiéndolo, ni puedo ni te lo debo decir.

-¿Es acaso que otra mujer tiene mejor derecho que yo a su mano?

-No. Ni aun sospeches de su fidelidad. Carlos te ama y nadie te puede disputar su corazón. No es eso.

-Pues si no es eso, todo lo demás importa poco. Carlos será mi esposo.

-Conserva esta esperanza si te halaga, pero debo advertirte que el efímero consuelo que te presta, no compensa el que luego vendrá amargo desengaño.

-Pero ¿qué horrible misterio es este que no se ve en él sino tinieblas, terror y muerte?

-Dime, y responde a una pregunta que antes te hice: ¿tú quieres a Carlos más que a nadie?

-Más que a nadie.

-Si estuviera en tu mano evitarle una desgracia, ¿se la evitarías?

-Se la evitaría.

-Si con tu vida pudieras redimir su vida amenazada, ¿darías tu vida por la suya?

-Daría mi vida por la suya.

-¿Todo eso harías por él?

-¿Y quién lo duda?

-Pues bien, sábelo ya: la vida de Carlos está en peligro si insiste en ser tu esposo.

-¿Y quién la amenaza?

-No quieras saber más.

-Pero es criminal y hay en el mundo leyes que castigan.

-¡Ay, hermana mía! Que hay culpables con tanta culpa, que la ley con toda su previsión, no puede alcanzarles.

Luisa se echó a llorar amargamente.

Antonio la dejó que se desahogara.

Al cabo de algunos instantes la joven se serenó, secó sus lágrimas, y con acento casi sereno, dijo a su hermano:

-¿Te acuerdas, Antonio, de lo que has hecho en otro tiempo por mí?

-No sé a lo que te refieres.

-¿Ya no recuerdas cuando castigaste cruelmente a Carlos porque creíste trataba de burlarse de mí, y le obligaste a jurar que haría cuanto estuviera en su mano para llegar a ser mi esposo, aunque para ello tuviera que arrostrar el enojo de su familia?

-Sí, lo recuerdo. ¿Mas a qué viene evocar sucesos que ya el tiempo borró?

-No los borró. Si los evoco es porque me convenzo que efectivamente a Carlos amenaza un gran peligro, cuando tú, el defensor de mi honra, mi único apoyo durante tanto tiempo, me aconsejas que debo perder la esperanza de ser su esposa.

-Es decir, perderla del todo, no.

-¡Cómo! ¿Se puede esperar?....

-Nada. Pero ¡quién sabe! En el mundo suceden tantos casos imprevistos que bien pudiera ser.....

-Vicisitudes.... Casos imprevistos.... ¿Es decir que todo puede depender de un azar?

-Precisamente.

-Es muy arriesgado confiar en el azar. Ya sé lo que debo hacer.

-¿Tú?

-Sí, yo. ¡Pues qué! Porque me ves débil mujer ¿crees que no soy capaz de tomar alguna resolución atrevida?

-Pero es que esa resolución puede ser arriesgada.

-No temas, procederé con cautela. ¿No dices que la vida de Carlos está amenazada?

-Sí.

-¿Puedo contar contigo si te necesito?

-Siempre.

-Entonces.... demos tiempo al tiempo. Yo velaré por su vida.

-Y yo también.

-Gracias, mi buen hermano. Deja que piense, que medite, que combine mi plan; después te consultaré, y entre los dos malo ha de ser que no consigamos nuestro objeto, que es desvanecer ese peligro. Adiós, Antonio.

Y se fue serena, satisfecha, y casi confiada.

Capítulo CIX. En el que se prepara otro matrimonio

Han pasado dos días del en que tuvo lugar la tumultuosa escena, según vimos en el capítulo LXXI, en que murió el padre de don Luis, y éste quedó bastante mal herido.

Estamos en la habitación que ocupa el joven Guevara.

Son las cuatro de la tarde, es decir, casi el crepúsculo vespertino, porque en Madrid, en el mes de noviembre, como esté algo cubierto el tiempo, y casi siempre lo está, a aquella hora ya se han de servir de luz artificial en la mayor parte de las viviendas.

Una mujer de gentil continente, hermosa, Paca en fin, la amada de don Luis, acababa de encender un velón de bronce con pantalla verde, que está colocado sobre una mesita en el centro de la habitación.

En el ángulo más apartado, casi oculta por unas grandes cortinas, hay una cama en la que yace Guevara, que medio soñoliento, balbucea palabras incoherentes.

Paca, constituida en enfermera voluntaria de su amante, una vez encendida la luz, tomó de sobre la mesa un vaso cubierto con un papel blanco, una cuchara de plata, y dirigióse a la cama.

Corrió la cortina. El herido tenía descubierto medio cuerpo, porque en su pesadilla había hecho algunos movimientos violentos que habían esparcido la ropa.

La enfermera procuró cubrirle bien; después le administró una cucharada de la poción que el vaso contenía y que el herido tomó maquinalmente, y se sentó en una silla al lado de la cabecera del enfermo, vigilando solícita sus menores movimientos.

El enfermo continuó aun como un cuarto de hora en aquel estado de sopor.

Al fin, la medicina que se le había administrado produjo su efecto.

Un prolongado suspiro salió de su pecho acompañado de un débil quejido.

-¡Luis! ¡Luis!- llamó muy quedito la joven.

-¿Quién es? ¿Quién me llama?- contestó el herido con débil voz.

-¡Ah! ¡Gracias, Dios mío! Ya ha vuelto al conocimiento.- murmuró Paca.

-¿Quién me ha llamado?- insistió don Luis, cuyos ojos apenas podían distinguir los objetos en la media oscuridad que envolvía la estancia.

-Soy yo. ¿Qué, no me conoces?

Y la mano de la enfermera fue a buscar la del herido.

-¿Qué, tú? ¡Paca! ¿Qué es esto, tú aquí?

-Sí, Luis mío, yo misma.

-¿En mi casa?

-Sí, en tu casa.

-¿Cómo es esto? ¿Y mi padre?

-No preguntes por ahora más, porque no puedo contestarte.

-¿Por qué?

-Ha ordenado el médico que hables poco.

-¡Pero si eres tú la que ha de hablar!

-Es que también ha mandado que no te se dé conversación.

-Con todo, yo quisiera saber.....

-Por ahora, nada. Conténtate con saber que yo estoy aquí para asistirte; que nadie se opone a que yo esté en esta casa; que tu herida, según dice el médico, no es de mucha gravedad, y nada más. Con que así, ten paciencia, Luis mío, como yo la tengo, y a ponerte bueno pronto.

-¡Son tantas las cosas que deseo saber!....

-Ya lo sabrás todo cuando puedas saberlo, entretanto, a callar, o me voy de aquí para que no hables.

Y la joven se levantó.

-No, no te vayas. Yo callaré.

-Así me gusta.

Y por espacio de unos tres cuartos de hora, los dos amantes continuaron en silencio. El con los ojos cerrados procurando recordar sucesos. Ella vigilando por si volvía otra vez la calentura que merced a la medicina que se le administraba cada media hora acababa de desaparecer.

El silencio fue interrumpido por la llegada del médico.

Paca encendió una vela que había preparada en una palmatoria, y acercóse a la cama con el facultativo.

Este hizo varios preguntas, reconoció cuidadosamente al herido, le pulsó con atención, examinó su lengua y su estado mental con dos o tres hábiles preguntas y declaró con satisfacción para entrambos amantes que la calentura, con todos sus síntomas había ya desaparecido por completo: que el estado del herido no podía ser más satisfactorio: que ya podía tomar algún alimento y que, como la herida no interesaba ningún órgano esencial, tan luego como empezara a cerrarse, se podría levantar; en fin, que creía que de allí a ocho o diez días, don Luis ya podría salir a la calle.

Todos estos lisonjeros pronósticos, fueron hechos sin dejar de ponderar el peligro del herido y el cuidado con que había debido tratarle, y el esmero con que lo había hecho la primera cura, y su gran práctica en las operaciones quirúrgicas, y su gran reputación debida a su superior inteligencia, y el magnífico estuche que poseía que le facilitaba y aseguraba extraordinariamente el éxito de las operaciones y la infalibilidad de su diagnóstico, etc., etc., etc., ponderaciones y encarecimientos todos que no tenían mas fin que asegurar una buena recompensa en su día.

La visita fue pues, no de médico, sino de comadre chismosa.

Al fin, como todo en el mundo, se acabó.

Cuando el Hipócrates tomó el sombrero para marcharse, Paca, que estaba a su lado, le preguntó en voz baja:

-Don Luis todavía no sabe la muerte de su padre. ¿Se la podré participar sin peligro?

-El herido se encuentra ahora en disposición de recibir toda clase de emociones.

-Es que ésta es muy violenta.

-Nada temáis. ¡Si está ya bueno! ¡Completamente bueno! Cerrado el ojal que le abrieron, lo demás está todo en su estado normal.

-¿De modo que no habrá peligro?...

-¡Peligro! Peligro siempre lo hay.

-¿Cómo decís?....

-Me explicaré, hermosa joven, me explicaré. La noticia que vais a comunicarle es de aquellas que por sí solas suelen ocasionar enfermedad. Porque, dominando la moral al temperamento físico, influye sobre la organización de un modo que la trastorna, ¿me entendéis? ¿Explico bien mi idea? Pues hablo cuando se trata de una persona sana, de una persona en su estado normal. Ahora, hacedme el favor de decirme, cuando se trata de una persona que está débil por la pérdida de sangre, y muy quebrantada por la larga dieta y la calentura que al pronto se le declaró y que, gracias a Dios, ya está cortada, decidme, repito, si tal noticia, con tales circunstancias, ¿no puede ocasionar un trastorno?

-Entonces es que hay peligro, y no se la debo comunicar.

-No es eso; veo que aun no me habéis entendido.

-Si habéis dicho tantas cosas.....

-Todas ellas eran necesarias para que me comprendieseis.

-Pues, confieso mi torpeza; no os he entendido.

-Para abreviar. ¿Vos creéis que si a don Luis, en su estado normal, se le comunicase de repente esa noticia, le produciría tal impresión que le pudiese ocasionar enfermedad?

-¿Que le pudiese ocasionar enfermedad? Me parece que no.

-¿No? Pues entonces comunicadle la noticia, porque don Luis está ahora como en su estado normal.

-¿Sin peligro?

-Sin ningún género de peligro. Yo respondo.

-Muchas gracias.

Y el sucesor de Avicena, después de saludar muy orondo y grave, tomó la puerta.

Don Luis, desde su cama, a medida que se prolongaba el diálogo, se iba impacientando.

Comprendía que de algo grave suyo se trataba, y cuanto más duraba la consulta, más se aumentaba su curiosidad.

Cuando el médico se marchó, Paca se acercó al lecho, y tomando la mano de su amante, le dijo cariñosamente:

-¿Con que estamos de enhorabuena, Luis mío? ¿Con que pronto, muy pronto te levantarás, y en breves días estarás completamente bueno?

-Así parece.

-Ya lo has oído. El médico lo asegura.

-¿De modo, que ya podremos hablar sin ningún peligro?

-Tal creo.

-Pues, vamos, refiéreme, si lo sabes, todo lo que aquí ha pasado desde el momento en que fuí herido, qué es de mi padre, y cómo es que te encuentro aquí.

-En primer lugar, conviene para mayor claridad que vayamos por partes.

-Mejor será.

Y la joven, con esa delicadeza, con ese tacto exquisito que poseen las mujeres, sobre todo si están enamoradas, comunicó a Luis con los detalles que ella sabía por referencia, todo lo sucedido, sin omitirle la muerte de su padre.

Excusamos encomiar la discreción de que hizo alarde Paca al comunicar esta última fatal noticia. Bastará decir que, si bien Luis se impresionó como era muy natural, como al fin era hombre de mucho corazón y no escaso entendimiento, no le produjo el efecto que hubiera producido a otro hombre que no hubiera estado adornado de sus circunstancias.

Pasada la primera emoción y cuando la resignación y la conformidad cristiana, tomaron en el ánimo del joven el natural imperio, cuando Paca le vio si no tranquilo, resignado, continuó su relato de este modo:

-Ya comprenderás que apenas supe lo que pasaba me vine aquí.

-¿Y quién te enteró de todo?

-Vicente y Joselito.

-¿Y ellos, por dónde lo han sabido?

-No puedo decírtelo porque lo ignoro.

Luis calló algunos momentos.

No podía comprender en qué consistía que el vizconde Carlos, debiéndole estar agradecido, fuese su agresor.

Aquella idea no se borraba de su imaginación dominándole por completo.

Paca, a quien no gustaba aquel silencio porque quería tener distraída la mente de su Luis, a fin de que no se pusiera melancólico, procuró reanudar el diálogo interrumpido diciendo:

-Sabiendo ya todo lo que ha pasado, creo no tendrás inconveniente en que, al menos hasta que te levantes, yo permanezca aquí siendo tu enfermera.

-Quiero más que eso: quiero que no salgas ya de esta casa.

Paca le miró de un modo indefinible. Aquella mirada encerraba todo un mundo de reconocimiento y de gratitud, porque la joven comprendió el verdadero sentido que tenían las palabras de su amante.

Iba Luis sin duda a esplanar su idea, cuando sonó en la puerta de la estancia un golpe dado de un modo particular.

Sin duda los dos jóvenes conocían muy bien a quien llamaba de aquel modo, porque ambos a dúo contestaron:

-¡Adelante!

Era Antonio.

-¿Cómo está Luis?- preguntó desde el dintel a Paca que era la única persona que veía.

-Adelante, amigo mío, adelante- contestó el herido con voz débil.

Antonio se acercó a la cama y al ver el buen aspecto que presentaba la fisonomía de Luis y su estado satisfactorio, sintió una inmensa alegría.

Luego, fijándose en Paca, no pudo menos de exclamar:

-Perdonad, amiga mía, que al entrar no os haya felicitado por vuestro proceder.

-¿Porqué?- preguntó la joven admirada.

-Por que cumplís vuestro deber. Porque estáis donde debéis estar.

La joven hizo un gracioso mohín, encogiéndose de hombros.

Luis sonrió con satisfacción.

-¿No sabéis, amigo mio?- dijo el herido.- Vamos pronto a tener un gran día.

-¿Pues cómo?

-En cuanto esté bueno, y haya consagrado algunos días al recuerdo de mi padre, vamos a casarnos.

-¡Es muy justo!

-Paca ya no sale de aquí. Esta misma noche vendrá su madre y tomará desde hoy posesión de su casa la que hace tanto tiempo la tomó de mi corazón.

-¡Ah! Luis mio!- pudo tan solo exclamar la joven en cuyas pupilas se vieron aparecer dos brillantes lágrimas de alegría.

-Así me gusta- exclamó Antonio.- Basta de calaveradas, y a retirarse a la buena vida. ¡Dichosos los que pueden hacerlo!

Y un hondo suspiro se escapó de su pecho.

-Ahora, amigo Antonio- continuó don Luis- quisiera que me aclaraseis ciertas dudas si es que está en vuestra mano el aclararlas.

-¿Veamos qué dudas son?

-¿Sabéis todo lo que pasó en aquella taberna?

-Sé alguna cosa; pero no mucho.

-Con eso basta. Vamos a ver. ¿Sabéis que mi agresor fue el vizconde de Lazan?

-Eso se dice.

-Pues bien: vos que sois tan su amigo, ¿no sabéis qué motivo le impulsó para atacarme?

-Lo ignoro absolutamente.

Don Luis movió la cabeza con aire de duda.

-¿Por qué cúmulo de circunstancias la señorita de Lazan se encontraba en aquella casa y entre aquella gente?

-Me preguntáis cosas, que estoy seguro a estas horas aun ignora el alcalde de casa y corte, encargado de formar el proceso.

-Tal vez tengáis razón.

-Soy de parecer que no procuréis ahora averiguar el porqué de lo que allí pasó. A mi ver, en todo ello debe encerrarse algún secreto terrible.

-¡Puede ser! Pero como por una inconcebible casualidad, yo me he vuelto, sin saberlo, actor en ese drama, y por cierto con un papel no muy favorecido, no extrañéis desee saber algo de lo que tan directa y cruelmente me ha interesado.

-Razón tenéis por demás; pero creedme, don Luis, dejad a la justicia, a vuestros amigos y sobre todo al tiempo, que esclarezca lo que ahora está envuelto en las negras tinieblas. El mal ya está hecho: conformidad, pues, y no penséis más en ello, que se avienen mal proyectos de boda y tétricas preocupaciones.

-Me parece que lo mejor- se atrevió a decir Paca que había oído callando todo aquel diálogo- es que lo des todo al olvido.

-Hay golpes muy crueles que tarde o nunca se olvidan- replicó don Luis.

-Pues delante de mí, no se vuelva a hablar de ello- exclamó Paca en un tono joco-serio.

Y desde este momento, la conversación tomó otro giro, hasta que Antonio se marchó, deseando a los dos jóvenes toda suerte de felicidades.

Capítulo CX. Malos pronósticos

Ha transcurrido un mes desde que sucedió lo que referimos en el capítulo anterior.

A pesar de todos los pronósticos del médico, don Luis aún no está en disposición de salir a la calle. Gracias a los cuidados de Paca que le ha asistido con el interés que es de suponer, el herido está bien, pero no del modo que auguraba el galeno.

La herida, aunque no interesaba ningún órgano esencial, era muy profunda y había roto algunos tejidos, que para volver al estado normal necesitaban mucho cuidado, y sobre todo la poderosa ayuda del tiempo.

Cuidado y esmerada asistencia no faltaban, pero sí el tiempo; de ahí que hubiera aquel retraso que, quien debía, no supo prever.

Una tarde, estaba don Luis levantado, envuelto en una cómoda bata y arrellanado en un sillón, matando el tiempo entregado a la lectura, mientras Paca le había dejado solo un momento para atender a las obligaciones de la casa, cuando se presentó el simpático Joselito que fue a visitarle.

En el rostro del torero se veía que alguna preocupación le dominaba.

Entre los dos amigos medió el siguiente diálogo:

-Muy buenas tardes, don Luis.

-Felices, Joselito.

-¿Cómo va ese valor?

-De valor, perfectamente.

-¿Y de fuerzas?

-Esas ya no van tan bien.

-¿De veras?

-Y tan de veras.

-En cualquiera ocasión lo siento, pero en esta más.

-¿Por qué?

-Por nada.

-No; por algo ha de ser. ¿Qué pasa en esta ocasión?

-¡Nada! No vale la pena. Yo lo arreglaré.

Don Luis miró al torero fijamente.

Joselito se inmutó un poco y se apresuró a decir:

-¡Nada, don Luis, nada!

-¿Pero qué es ello? ¿Se puede saber?

-Si su mercé estuviera en disposición de poder salir a la calle, mucho que sí; pero estando débil y en mala disposición....

-¿Pues qué es cosa mía?

-Es cosa.... de todos. De su mercé, de Vicente y hasta de don Carlos de Lazan.

Al oír aquel nombre, don Luis se estremeció.

Luego con severa entonación dijo:

-Joselito, es preciso que yo sepa eso.

-Pero si su mercé no puede.....

-Sí puedo. Si eres amigo mío, es preciso que yo, ahora mismo lo sepa todo.

-Pues señor, allá va. Pues es el caso que Vicente y yo, como buenos amigos de nuestros amigos, habíamos determinado casarnos el mismo día que su mercé, a fin de que hubiera más solemnidad y más jolgorio.

-Muy bien pensado y os doy muchísimas gracias.

-Hasta aquí todo va bien. Pero es el caso que ayer nos encontramos nuestro amigo y yo a una gitana.....

-Vamos, ¡ya! Que ofreció decir la buenaventura y Dios sabe lo que aseguró.

-Nada de eso. Es una gitana que por lo visto nos buscaba.

-¡Qué!

-Así como suena, y que nos buscaba no para decirnos la buenaventura, sino para decirnos algo de algún amigo nuestro.

-¿De mí tal vez?

-De su mercé y del vizconde de Lazan.

-A ver, a ver. ¿Cómo fue eso?

-Muy sencillo. Nos encontró en la calle y encarándose conmigo:

-Adiós, Joselito- me dice.

-¡Dios te guarde, cuerpo bueno!- dije yo, por decir algo.

-¡Me han dicho que te casas!

-Así me parece.

Y reparando en Vicente el pintor, exclamó:

-¡Calle, que es tu amigo Vicente! Y este no se casa también?

-También, si no dispones otra cosa.

-¿De fijo que también se casa don Luis de Guevara?- preguntó.

-¡Pues no faltaba otra cosa!- dije yo algo escamado.

-¿Tienes ocasión de verle?

-Cuando quiera.

-Pues dile a don Luis que eso no sucederá.

-¿Por qué?- pregunté yo.

-Porque él y don Carlos de Lazan y algún otro que yo sé, se verán antes muertos que casados.

Don Luis se echó a reír al oír aquello.

Joselito con mucha gravedad continuó:

-No se ría su merced, porque la cosa es más seria de lo que parece.

-Veamos.

-Tanto Vicente como yo, al oír aquellas palabras nos quedarnos sin saber lo que nos pasaba, porque la verdad, aunque todo eso de las gitanas sean embustes, saben decirlos de un modo, que desconciertan al hombre más templado.

-Algo hay de eso.

-¡Pues no ha de haber! Pues, como iba diciendo, ella, sin hacer mucho caso de la cara que nosotros poníamos, continuó: Si verdaderamente eres amigo de don Luis, repítele lo que has oído, para que no le coja desprevenido, y dile, que si quiere tener más explicaciones, que me busque, que ahí tiene las señas de mi casa. Y se largó, dejándome este papel.

Era una cuartilla bastante manoseada, donde en caracteres casi indescifrables se leía escrito:

«Calle de la Morería baja, número 5, segundo piso, número 3.»

Eran unas señas claras y terminantes de un domicilio, pero sin nombre de la persona que en él pudiera morar.

Después de reflexionar don Luis si aquello pudiera ser una añagaza de algún enemigo suyo, siguió preguntando:

-¿Y qué más?

-Que nosotros sospechamos todo lo malo que se puede sospechar y tomamos nuestras precauciones.

-¿Y cuáles son?

-En la casa que dice ese papel, vive verdaderamente una gitana.

-Eso.....

-Voy allá.

-Es una mujer que pasa de los cuarenta y cinco, limpia y decente todo lo que puede serlo una gitana. En su casa no entra nadie, y aun ella misma sale muy poco; vive sola y con alguna comodidad; tiene muy buenas maneras, es muy caritativa con los pobres, y en la casa, que es una casa de vecindad, nadie sabe cómo se llama.

-¿Y qué os parece?

-Que esa mujer tiene interés en hablar con su mercé sin venir a su casa, y creo que no hay ningún peligro en ir a la suya. Además, allá iremos todos.

Don Luis reflexionó unos momentos.

-Esta noche iré a verla- dijo por fin.

-Yo creo que no es escopetazo de pícaro.

-¿Cómo?

-Que si su mercé no está en disposición, con dejarlo para más adelante.

-No, no, cuanto antes mejor.....

-¿De modo que es cosa resuelta?

-¡Y tan resuelta!

-Sin que pueda haber ningún perjuicio para la salud.

-Creo que no.

-Pues entonces, quedemos en la hora en que ha de ser la visita.

-¿Para qué?

-Porque allá hemos de ir todos, y es preciso avisar a Vicente.

-No es necesario.

-¡Cómo se entiende! Vale más un por si acaso , que un ¡Quién se lo había de figurar! Y hombre prevenido, vale por dos.

-A vuestro gusto.

-¿Pues a qué hora?

-A las siete, aquí.

-Entendidos. Pues hasta las siete.

-Adiós.

Salió el torero, y don Luis quedó solo entregado a sus reflexiones.

Capítulo CXI. Un aviso intencionado

En efecto: a la hora convenida, Vicente y Joselito, bien pertrechados, se presentaron en casa de don Luis.

Éste estaba ya vestido y listo.

Como no tenía fuerzas para manejarla y más le serviría de estorbo que de otra cosa, dejó la espada, pero se enganchó a la cintura un par de pistolas seguras, perfectamente cargadas y cebadas.

Después, muy bien abrigado, muy poco a poco y apoyándose en los brazos de sus dos amigos, llegaron paso tras paso a la casa de la calle de la Morería.

Por pura precaución se examinó bien el portal, que como de casa de vecindad estaba alumbrado por una lamparilla que ardía delante de una imagen de la Virgen de la Almudena.

Ni el portal, ni la escalera, ni los corredores tenían traza de sospechosos.

Vivía mucha gente en aquella casa, y era aun bastante temprano para que no fuera una temeridad el intentar cualquier aventura de mal género.

Esto tranquilizó a los tres amigos, que subieron al segundo piso y llamaron a la puerta señalada con el número 3.

La puerta estaba solo entornada.

Cualquiera hubiera dicho que la persona que allí vivía esperaba aquella visita.

Al oír los golpes contestó desde dentro una voz femenil:

-¡Adelante!

Los tres compañeros entraron con algún recelo.

Una mujer, sentada a una mesa de pino que había en medio de la estancia y dando la espalda a la puerta, parecía muy absorta leyendo un cuaderno manuscrito.

Cuando hubieron entrado y vuelto a entornar la puerta don Luis y sus amigos, se levantó la mujer como para saludarles.

Entonces dio de lleno en su rostro la luz de los dos mecheros del velón de bronce que ardía sobre la mesa.

Aquella mujer era Azucena, la viuda de Colmenares a quien ya recordarán nuestros lectores.

Sonriente, tendió la mano a don Luis diciéndole:

-Gracias por la visita, porque sé que no estáis bueno.

-¿Luego verdaderamente tenías interés en hablarme?

-Después lo sabréis.

Y dirigiéndose a los compañeros de don Luis les dijo:

-Señores: gracias por lo bien que habéis cumplido mi encargo. Lo que he de decir a don Luis, solo él lo debe oír. En mi casa no corre ningún peligro. De consiguiente, os suplico que nos dejéis solos.

Joselito y Vicente miraron a su amigo, que les hizo una seña de aquiescencia.

-Pues entonces, abajo esperamos- dijo el torero que salió seguido de su compañero.

Cuando hubieron salido, la gitana, con mucha afabilidad, preguntó:

-¿Me permitís que cierre la puerta?

-Haz lo que quieras.

-Gracias.

Y cerró con llave.

Después, tomando el velón, dijo:

-Entrad, que aquí estaremos mejor, y habrá menos peligro de que nadie nos oiga.

Y cogiendo también el cuaderno que antes leía y había quedado sobre la mesa, precedió a don Luis a otra habitación contigua.

Aquella pieza se conoce que era el sancta sanctorum de la casa.

Era el dormitorio de la dueña.

Perfectamente esterada, con limpias cortinas en las dos ventanas que la ventilaban y alumbraban, y en la cama de nogal que se veía, con las indispensables cornucopias, buenas sillas de Vitoria y un canapé bastante cómodo con sus correspondientes alzapiés, parecía mentira que en aquella casa pudiera haber una habitación amueblada con tanto lujo.

En medio de la habitación ardía un reluciente brasero de cobre, con el carbón ya pasado para que no hiciera tufo, quedaba al ambiente una templada y agradable temperatura.

La gitana dejó el velón y el cuaderno sobre la cómoda, y después, tomando al joven de la mano y acercándolo al canapé, le dijo con solicito interés:

-Sentaos, don Luis, con toda la comodidad que podáis, porque nuestra entrevista es posible que sea algo larga.

Después le puso un alzapiés y le acercó el brasero para que pudiera calentarse las manos.

Cuando le pareció que el joven estaba de un modo conveniente, se sentó a su lado y tomó la palabra.

En su acento había algo de solemne y sibilítico.

A haber sido aquella mujer una gitana vulgar que iba a decir la buenaventura a cualquiera de los muchos inocentes que aun creen en esas supercherías, no hubiera dejado de llamar la atención y de impresionar grandemente la prosopopeya de que se revistió.

-Vuelvo a repetiros las gracias por haber venido- dijo.- Ya sabía que no defraudaríais mis esperanzas y que acudiríais a mi voz.

-Aquí me tienes. ¿Qué quieres de mí?

-Sin saberlo, estáis amenazado de un gran peligro.

-¿Puedo saber cuál?

-Para eso os he hecho venir.

-Habla.

-Sé que os vais a casar muy pronto. ¿Es cierto?

-Cierto.

-¿Es verdad que el vizconde de Lazan trata de hacer lo mismo?

-Así dicen.

-¡Infelices! ¿Y no sabéis que no os podéis casar?

-¡Cómo!

-¡Cómo se olvidan las cosas hechas sin discernimiento!

-¿Qué quieres decir?

-¿No pertenecéis los dos a esa sociedad maldita, titulada Los Caballeros del Amor ?

-Si.

Este monosílabo costó un trabajo inmenso a don Luis.

-¡Y así olvidáis los estatutos de esa Sociedad! ¡Vos en particular que sois su presidente!

-¿Quién te lo ha dicho?

-Poco os importa. Yo sé todo lo que me conviene saber.

-¿Y qué?

-¿Con que no recordáis nada?

-No sé a qué te refieres.

-Pues yo os lo recordaré.

Y levantándose, se acercó a la cómoda y tomando el cuaderno, lo mostró diciendo:

-Mirad; los estatutos de la Sociedad.

Don Luis sintió que un sudor frío inundaba todo su cuerpo.

-Ahora leed.

Y buscando el sitio oportuno, acercó la luz y el cuaderno a don Luis, que balbuciente leyó:

ARTÍCULO 42. Ningún individuo que forme porte de la Sociedad, podrá contraer matrimonio.

ARTÍCULO 43. El caballero del amor que infringiere el artículo anterior, falta a su fe de caballero y al respeto a las consideraciones que debe a todos y a cada uno de ellos y les debe una satisfacción que deberá darla tan luego como se le reclame, con las armas en la mano.

-Basta- dijo la gitana.- ¿Recordáis ya?

-Eso no importa.

-Sí, ya sé lo que vais a decirme; no importa, si no hay quien reclame esa satisfacción, ¡pero como lo hay.....

Una víbora que hubiera picado a don Luis, no le hubiera producido más efecto.

Levantóse pálido y trémulo y con azorado acento preguntó:

-¿Quién?

-¿Quién es el último que ha entrado a formar parte de la Sociedad?

-El conde de Santillán.

-¿Sabéis porqué se ha hecho caballero del amor?

-Lo ignoro.

-Porque su mujer no le quiere.

-¿Y qué tiene que ver?....

-¡Es que recela de que a quien su mujer ama es a vos!

-¿Y qué?

-Desgraciado, aun no veis claro? El conde sabe vuestro próximo casamiento, anhela vengarse y aprovecha la ocasión. ¿Y ahora, lo comprendéis?

-Todo.

-¿Qué vais a hacer?

-Ahora no lo sé. ¿Y dime qué intención te guía con avisarme?

-El mismo peligro corréis que corre Carlos de Lazan. Tanto a vos, como a él, deseo salvaros, porque aunque a él debiera aborrecerle por ser hijo de quien es, y aunque odio de muerte a la de la Jaridilla, sacrifico mi odio al cariño que profeso a Luisa, y en particular a Antonio. Ese es mi secreto.

-Comprendo. Gracias.

-Ahora, ¡Dios os ilumine!

-Así lo espero.

Y sin acordarse de su abierta herida, bajó desalado la escalera, se reunió con sus compañeros y llegó a su casa sin hablar palabra, y hasta casi sin darse cuenta de ello.

Capítulo CXII. Más complicaciones

Desatalentado y loco llegó don Luis a su casa.

En vano sus compañeros le preguntaron la causa de su sobreescitación.

No contestaba más que con monosílabos o con palabras incoherentes.

Apenas había tenido tiempo para reponerse de su agitación, le entraron un pliego cerrado que un hombre acababa de traer para él.

Con mano convulsa leyó su contenido que era el siguiente:

Había en el encabezamiento el sello de la Sociedad. Luego seguía el texto:

«El presidente de la Sociedad Los Caballeros del Amor, no debe ignorar que hay algún socio dispuesto a faltar al artículo 42 de los estatutos. Por si lo ignora, hay un caballero que cree de su deber participárselo para que cumpla y haga cumplir lo que está escrito y todos hemos jurado guardar. En la residencia de la Sociedad, el 13 de Diciembre de 1788.» En vez de firma y rúbrica había un signo especial.

Debemos advertir que los caballeros en su correspondencia oficial entre sí, cada uno de ellos, en vez de firma, usaba un signo particular que adoptaba el día que ingresaba en la Sociedad, y por el cual se reconocían sin que hubiese peligro de que si por casualidad alguna comunicación cayese en manos de un extraño, se pudiese averiguar quién era el autor.

El presidente, al tomar posesión de su cargo, se incautaba de una especie de estampilla o sello que lo servía para autorizar todas las comunicaciones.

Creemos indispensable la anterior explicación porque así se aclararán ciertos hechos que en otro caso aparecerían confusos.

Como la Sociedad hacía mucho tiempo que no había necesitado hacer uso de ningún género de comunicaciones, porque los asuntos de que se ocupaba no las exigían, la estampilla del presidente estaba siempre en el domicilio de la corporación, y cualquier socio, por un uso o por un abuso que se les toleraba, se servía de ella cuando lo creía oportuno sin dar aviso al que solo la podía hacer servir. Además, la herida de don Luis autorizaba al vice-presidente para usarla.

Esto explica que don Carlos de Lazan recibiese una comunicación, como ya hemos visto, fechada el 12 de Diciembre y firmada o signada por el presidente, cuando este no tuvo conocimiento del asunto hasta la noche del día siguiente.

Apenas había tenido don Luis tiempo de reflexionar todo lo que le acontecía, cuando le entraron una carta.

Decía así:

«Carlos, vizconde de Lazan, caballero del amor, al presidente de esta Sociedad, tiene el honor de notificarle que hallándose dispuesto a faltar al art. 42 de los estatutos, no tiene inconveniente en cumplir lo que previene el art. 43, a saber: a dar satisfacción de su falta con las armas en la mano a todos sus compañeros, empezando por el presidente. En su consecuencia, puede este designarle armas, sitio y hora. Dado en Madrid el 13 de Diciembre de 1788.-Carlos de Lazan»

El vizconde en esta ocasión había prescindido de toda fórmula y firmado con su nombre aquella especie de cartel de desafío.

Aquello era superior a la paciencia de don Luis.

Sin parar mientes en su debilidad, armóse de espada, daga y pistolas y suplicó a sus amigos que le acompañasen.

Llegado al domicilio de la sociedad, dejó a sus compañeros en la puerta y dándose a conocer entró en el local donde acostumbraban los socios tener sus reuniones.

Allí estaban el de Lazan, el conde, de Santillán y dos o tres caballeros más.

Al entrar don Luis, levantóse Carlos del asiento que ocupaba y dirigióse al recién venido, saludándole ligeramente con la cabeza.

Sacó luego del bolsillo la comunicación que había recibido y se la mostró diciéndole:

-Ayer recibí esta comunicación firmada por vos.

-¿Ayer?

-Sí, por cierto.

-Perdonad. Esta carta vuestra de desafío y vuestras palabras, son las primeras noticias que tengo de este asunto.

Carlos conocía la hidalguía de carácter de don Luis y que era incapaz de forjar una mentira: así es que algo desconcertado dijo:

-¿Cómo se explica esto? Leed ahí.

Don Luis se enteró de la comunicación y con la mayor tranquilidad, recordando lo que había dicho la gitana, respondió:

-En verdad os digo que no sé nada de lo que todo esto significa. Solo veo que se ha usado de mi estampilla sin mi consentimiento. Lo demás tal vez alguno de estos señores nos lo podrá explicar.

Estas últimas palabras fueron dichas en un tono bastante alto, para que todos lo oyesen.

Sin embargo, nadie contestó.

Carlos, que ya sabemos que creía tener motivos de resentimiento contra don Luis y que deseaba vengarlos, respondió en tono de mofa:

-Pues nadie se da por entendido.

-Pues ¡vive Dios! yo haré que alguno hable.

Y levantándose don Luis, se dirigió al conde de Santillán y a los otros caballeros, y con reposado, pero amenazador acento, les dijo:

-Señores: un abuso incalificable ha tenido lugar en esta Sociedad.

-¿Cómo?- preguntaron los caballeros, menos el conde que calló.

-Usando de mi signo y de mis atribuciones.

-¿Con qué fin?- preguntó ahora intencionadamente el de Santillán.

-¡No importa el fin!- respondió airado el presidente.

-Aunque sobrara la razón, debía haberse puesto antes en mi conocimiento!

-¿Y qué deseáis?- preguntó uno de los caballeros.

-Deseo, señores, se me diga si alguno de los aquí presentes tenía conocimiento de este hecho.

-Por mi parte no- contestó uno.

-Yo tampoco- dijo otro.

El conde calló.

-Y vos, conde de Santillán, ¿no sabéis nada?

-Algo se me alcanza del hecho- respondió el aludido con la mayor frescura.

-Pues bien, espero de vuestra hidalguía digáis lo que sepáis

-Con mucho gusto.

-¡Gracias a Dios!- suspiró el de Guevara.

Carlos y los demás circunstantes prestaron atención.

El conde no era cobarde, como no lo era ninguno de los caballeros, además le impulsaba el despecho, la rabia, los celos que tenía de don Luis, como ya sabemos; todo estaba fraguado por él. Él había preparado aquella escena, la esperaba, y por eso estaba allí dispuesto a arrostrar todas las consecuencias.

Con eso está dicho que preparado a todo evento y no falto de bravura, tuvo toda la serenidad que la situación exigía.

Mesurado, sonriente, un tanto incisivo en sus palabras, comenzó a hablar.

-Es el caso, señores- dijo- que dos caballeros del amor van a faltar a los estatutos que han jurado guardar. El caso es muy sencillo. Ha llegado a mi noticia. He pensado ponerlo en conocimiento del presidente, pero después he reflexionado que mal podría castigar el delito quien es también delincuente, porque debo decir que uno de los dos infractores es don Luis de Guevara, aquí presente. Como sabía que estaba en cama herido, hice lo que cualquiera de mis compañeros hubiera hecho en mi lugar; puse una comunicación al vizconde de Lazan, que es el otro reo, usando la estampilla del presidente, en la que le avisaba que se tenía conocimiento de la falta que iba a cometer por si aun cabía arrepentimiento. ¿No es esto verdad, señor vizconde?

-Es cierto.

-Y luego recordé al presidente que estaba faltando a sus deberes.

-¡Caballero! ¡Mirad lo que decís!- gritó don Luis lleno de cólera.

-Lo tengo muy mirado, señor presidente- respondió el de Santillán con gran flema.- Examinad detenidamente y sin apasionamiento vuestra conducta como individuo de la Sociedad, y después como su presidente, y ved qué calificativo merecéis. Además, si os parecen algo duras mis palabras, dispuesto estoy a satisfaceros del modo que tengáis por conveniente; pero antes levanto mi voz en defensa de los fueros de la Sociedad, y exijo se de a esta cumplida satisfacción.

El reto no podía ser más formal y categórico, pero la intención también estaba descubierta.

Los otros dos caballeros allí presentes, abogaron por los fueros de la Sociedad: como que ignoraban la inicua trama que a pretexto de la supuesta falta se urdía; y dieron toda la razón al de Santillán.

Carlos y Luis comprendieron que habían caído en un inicuo lazo; pero como el primero ya sabemos que tenía una mortal ojeriza al segundo y calculaba que si en la lucha salía vencedor, hería a la Sociedad en su presidente y tal vez la cosa ya no tuviese más consecuencias, sostuvo con tenacidad su carta de desafío e insistió en batirse. Don Luis, en realidad no odiaba a Carlos; mas después de lo que con él le había sucedido y que no acertaba a explicarse, a falta de otra aclaración y como en revancha de lo que por él había sufrido, no rehuía el duelo.

De mejor gana se hubiera batido con el de Santillán, porque sabía el verdadero móvil de su conducta rastrera; pero no lo pudo conseguir por la oposición que le hicieron los otros caballeros.

Lo único que pudo lograr fue que si en su lucha con don Carlos quedaba vencedor, después se batiría con el conde.

Como en los duelos entre los caballeros del amor , era costumbre los presenciasen cuatro testigos todos de la Sociedad, que no fuesen parte interesada, y además era preciso comunicar a la Sociedad que aquellos duelos eran castigo a una falta, se aplazó para el día siguiente por la noche en que toda la corporación estuviese reunida, el nombramiento de testigos y las condiciones del combate.

Se tuvo también en cuenta el estado de don Luis, aunque no se habló ni una palabra de ello para no herir su susceptibilidad, para concederle dos días más en que pudiera fortalecerse algún tanto.

Capítulo CXIII. La muerte del rey

A la noche siguiente, como a las diez y media de ella, en el mismo local de la noche anterior, estaba reunida toda, o la mayor parte de la Sociedad.

Se dio conocimiento de todo lo ocurrido.

El conde de Santillán fue el acusador.

La Sociedad tomó en cuenta la acusación, y por una gran mayoría se decidió que se cumpliera lo que prevenían los estatutos.

Procedióse, pues, al nombramiento de testigos, a la elección de armas, al arreglo de los turnos, por si los dos reos al segundo duelo no quedasen fuera de combate, a la designación de sitio y otras formalidades de costumbre.

Muy atareados se hallaban los caballeros en aquellas minuciosidades, y así habían transcurrido dos horas, es decir, eran las doce y media, cuando entró uno de los caballeros, que venía de la calle, y cuando supo el por qué de la reunión y el asunto que se estaba tratando, exclamó:

-¿Y ha de ser mañana el duelo?

-Mañana- le contestaron a coro.

-¡Imposible!

-¿Por qué?

-Señores- dijo levantando la voz- reclamo por un momento la atención de todos los aquí presentes.

Un gran silencio siguió a aquellas palabras.

-Por lo que veo- continuó el caballero- aquí se ignora lo que pasa.

-¿Qué pasa?

-Hace un cuarto de hora escaso, Su Majestad el rey don Carlos III ha pasado a mejor vida.

Aquella noticia produjo un efecto indescriptible.

Eran tantas las simpatías que aquel monarca se había conquistado entre sus vasallos, que hasta aquella sociedad cuyo lema era libertinaje y escándalo, le pagó con sus sentimientos un justo tributo de gratitud por el mucho bien que le debían los españoles.

-¡Qué desgracia para España!- fue la exclamación general.

-La pérdida de tan buen rey- continuó el portador de la infausta nueva- bien merece un pequeño sacrificio por nuestra parte.

-Sí, sí- contestaron todos unánimes.

-Pues bien, propongo que por quince días suspendamos todas nuestras aventuradas empresas.

-¡Cómo!- preguntó alguno no muy conforme con aquella idea.

-Oidme- gritó el iniciador.

-Que hable.

-Con motivo del luto de la corte, se prohibirán toda clase de regocijos por algún tiempo- Las bodas, aunque en sí no lo son siempre, son una causa de ellos, y sabéis que en tales circunstancias se acostumbran prohibir; pues bien, si esto sucede, ninguno de los que ahora creemos delincuentes llegará a serlo, y por consiguiente, tiempo hay para castigarles. Paso, pues, por unos días a nuestras hazañas, y paguemos este ligero tributo a la memoria de quien ha hecho tanto para España.

Esta proposición fue bien recibida por la mayor parte, con frialdad o indiferencia por algunos, y con disgusto por unos pocos.

Hubo por consiguiente alguna discusión, pero al fin prevaleció la idea propuesta, y quedaron aplazados los desafíos para de allí a quince días, es decir, para el 1.º de enero.

Ya que hasta Los Caballeros del Amor rindieron tributo a su manera a las grandes virtudes del rey Carlos III, nosotros, que tenemos el deber de relatar en estas Memorias de su tiempo algunos de los hechos culminantes de su reinado, no podemos menos de tributarlo nuestro humilde homenaje, presentando a la consideración de nuestros lectores unos apuntes biográficos de la vida de aquel rey, que, aunque ligeros, basten para conocerlo y apreciarlo.

Aquí deja de hablar el novelista para hacer plaza a la historia.

Documentos auténticos, crónicas verídicas, historiadores de fama y dignos de crédito nos suministran los datos que nos hemos tomado el trabajo de reunir y coordinar. Hemos procurado conciliar la verdad con la concisión, y creemos no sentirán nuestros lectores que prescindamos por algunos momentos del asunto primordial de esta obra, para dar a conocer minuciosamente esta simpática figura, que orna tan brillantemente nuestra historia patria.

Del rey don Felipe V y de su segunda esposa doña Isabel Farnesio, princesa de Parma, nació el infante don Carlos el 20 de enero de 1716.

Era el quinto hijo que tuvo el rey don Felipe, pues de su primera esposa doña María Luisa de Saboya, hubo a don Luis que nació en 1707, que subió al trono por abdicación de su padre en 1724, y murió en el mismo año después de un efímero reinado.

El segundo fue Felipe que vivió seis días.

El tercero, Felipe Pedro Gabriel que nació en 1712 y murió en 1719.

El cuarto, lo fue Fernando, que heredó la corona a la muerte de su padre en 1746, y era el VI de su nombre en la cronología de los reyes de Castilla.

Gracias a la diplomacia e intrigas que la reina Isabel puso en juego a costa de la sangre y los caudales de los españoles, por el mucho influjo que ejerció sobre su esposo y el grande amor que profesaba a sus hijos, don Carlos, el primogénito, partió de Sevilla para Italia a tomar posesión de los ducados de Toscana, Parma y Plasencia en 20 de octubre de 1731, es decir a los diez y seis años no cumplidos. A pesar de su tierna edad y del poco tiempo que ejerció su soberanía en aquellos Estados, ya supo captarse las simpatías de sus vasallos.

En 10 de mayo de 1734, hizo su entrada don Carlos en Nápoles, en medio del regocijo y de las aclamaciones del pueblo, con el carácter de virey de don Felipe V, rey de Nápoles; pero cuando aun se celebraba con públicos festejos la entrada del príncipe español, llegó el acta de cesión del rey su padre, fechada en 22 de abril del mismo año, por la cual trasmitía al don Carlos, todos los derechos que España pudiera tener al reino de las Dos Sicilias.

En enero de 1735, pasó a la isla de Sicilia para tomar posesión de ella y el 3 de julio siguiente, se coronó en Palermo, con toda pompa y magnificencia.

En 9 de mayo de 1838, se desposó por poderes, en Dresde, con la princesa María Amalia de Sajonia, hija del elector Augusto III rey de Polonia y sobrina del emperador de Alemania.

Reinó en las Dos Sicilias hasta el 6 de octubre de 1759 en que para venir a tomar posesión de la corona de Castilla, vacante por la muerte sin sucesión de su hermano don Fernando VI, cedió el trono a su segundo hijo don Carlos, que lo fue el VIII de su nombre en aquel reino.

Mucho debieron los napolitanos a don Carlos VII en los veinticuatro años y tres meses que allí reinó.

Y bien le manifestó aquella nación su agradecimiento en el modo como lo despidió.

El abate Beccatini, historiador contemporáneo, haciendo referencia a aquella despedida, se expresaba de este modo:

«Todo el pueblo, grandes, pequeños, hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos, de toda edad, condición y sexo, estaban sobre la ribera para ser testigos oculares de la partida de su amado dueño, y pocos eran los que podían contener las lágrimas de dolor al ver que se les ausentaba, y de alegría al verle sublimado a mayor y más poderoso solio: todos recordaban lo mucho que había hecho por ellos, sus beneficios, los peligros acaecidos en la guerra, la marina restablecida, el comercio ampliado, las letras y las artes protegidas, los edificios ensalzados, y especialmente el famoso hospicio bajo el Cabo de China para recoger los mendigos, y la grandiosa villa de Caserta....»

«Los que recordaban cuál estaba el reino de Nápoles veinte y cinco años antes, mirado solo como la capital de una provincia lejana y despreciada en el fondo de Italia, sujeta a los caprichos de un gobernador inconstante, sin fuerzas, sin marina, sin crédito, se quedaban pasmados y estáticos al ver este reino creado, o por mejor decir, resucitado de nuevo, y en el cual florecían las leyes, la ciencia, la población, el comercio terrestre y marítimo, la disciplina militar, la bandera napolitana navegando en el Canal de la Mancha y en Constantinopla.... Portici con su Museo lleno de curiosas antigüedades, sacadas de Pompeya y Herculano, sirviendo de admiración a todos los extranjeros.... el palacio de Cappo di Monte con su soberbia galería y su rara colección de medallas, la policía y el buen gusto por todas partes, la capital hermoseada y enriquecida con nuevas calles, fortificaciones de primer orden, paseos amenos, la nación napolitana, en fin, otra de la que había sido a principios del siglo....»

No es extraño que Nápoles viera partir con dolor, y que España esperara con ansia a un príncipe que dejaba allá tan gloriosos recuerdos y traía aquí tan halagüeñas esperanzas.

Era Carlos III hombre de mediana estatura, no obeso, pero fuerte de complexión; formaba contraste la blancura natural de su cuerpo con el color tostado y curtido de rostro y manos, como expuestos siempre a la intemperie por el ejercicio diario de la caza.

Su fisonomía ofrecía casi en un momento dos efectos y aun sorpresas opuestas.

La magnitud de su nariz presentaba a primera vista un rostro muy feo; pero pasada esta impresión, sucedía otra mayor, que era la de hallar en aquel semblante casi espantoso, una bondad, un atractivo y una gracia que inspiraban amor y confianza.

Enemigo de la sujeción y de la etiqueta, gozaba cuando se podía despojar de sus ricos trajes de gala y quedarse en su sencillo y desahogado vestido ordinario que lo constituían, el indispensable calzón negro, chupa y guantes de ante o de gamuza, casaca de paño de Segovia, chorrera de encaje en la camisa, pañuelo de batista al cuello, sombrero de ala ancha, medias de lana o hilo, según la estación, y zapatos de becerro ordinario con hebillas de acero.

Mal conocían su carácter y sus inclinaciones los que le retrataron con armadura de guerrero.

Ordenado y metódico en todas sus costumbres, tenía arreglados todos los actos de su vida con una regularidad matemática que se complacía en seguir con la mayor exactitud.

La distribución de su tiempo era ésta invariablemente.

A las seis entraba a despertarle su ayuda de cámara favorito Pini, hombre honrado, que dormía en la pieza inmediata a la real alcoba.

Se vestía, rezaba un cuarto de hora y estaba solo ocupado en su cuarto interior hasta las siete menos diez minutos que entraba el sumiller, duque de Losada.

A las siete en punto, hora que daba para vestirse, salia a la cámara, donde le esperaban los dos gentiles hombres de guardia y media guardia y los ayudas de cámara.

Se lavaba y tomaba chocolate, y cuando había acabado la espuma, entraba de puntillas con la chocolatera un antiguo repostero llamado Silvestre, que había traído de Nápoles, y como si viniera a hacer algún contrabando, le llenaba a hurtadillas de nuevo la jícara: siempre tenía el rey para este fiel criado alguna frase de tierna solicitud.

Al tiempo de vestirse y del chocolate, asistían los médicos, cirujano y boticario, según costumbre, con quienes tenía un rato de conversación.

Oía la misa, pasaba a ver a sus hijos, y a las ocho se encerraba a trabajar solo hasta las once, el día que no había despacho.

A esta hora, venían sus hijos a su cuarto, pasaba con ellos un rato, y luego otro con su confesor o con el conde de Aranda mientras fue presidente, y a veces con algún ministro.

Salía después a la cámara, donde estaban esperando los embajadores de Francia y Nápoles, y después de conversar un rato con ellos, hacía una seña al general de cámara, que mandaba al ujier llamase a los cardenales y embajadores, que se unían a los de la familia y departía con ellos amigablemente hasta la hora de comer.

Lo hacía en público dirigiendo la palabra a unos y a otros mientras estaba a la mesa.

Concluida la comida, recibía a los extranjeros o a los del país que disfrutaban de esta merced por gracia, o con ocasión de llegada o despedida.

Volvía después a la cámara, donde estaban los embajadores y cardenales de antes y alguno de los ministros residentes o algún otro individuo del cuerpo diplomático, con quienes pasaba a veces media hora en corro de pie.

Es opinión general de todos los que llegaron a tratarle con alguna intimidad, que ningún soberano de Europa sabía sostener mejor una conversación, con más amenidad, majestad y agrado, cosa bastante difícil si se considera que la sociedad era casi siempre la misma y parecía que siendo diario, se habían de agotar los asuntos.

Después de comer dormía una ligera siesta en el verano, nunca en invierno, y luego salía de casa hasta la noche, primero con su hermano el infante don Luis, y después con el príncipe de Asturias su hijo.

Al volver del campo le esperaba la princesa y toda la familia real.

Se contaba y repartía la caza, hablaba de lo que cada infante había hecho por su parte, y despedidos los hijos, daba el santo y la orden para el otro día, y pasaba al cuarto de sus nietos.

Después venía al despacho, y si entre este y la cena, que era a las nueve y media, quedaba algún rato, jugaba al revesino para ocuparle.

Cenaba siempre los mismos platos: una sopa, un pedazo de asado, regularmente ternera, un huevo fresco pasado por agua, ensalada aliñada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de vino de Canarias, dulce, en el que mojaba dos pedacitos de miga de pan tostado, bebiéndose el resto.

Hacía que le pusieran siempre un gran plato de rosquillas cubiertas de azúcar.

A la mitad de la cena soltaban los criados los perros de caza favoritos, que subían como furias a colmarle de caricias y a devorar las rosquillas que su dueño les distribuía, y que se disputaban con encarnizamiento.

Aquel rato era el de más expansión para el rey, que gozaba extraordinariamente con los saltos y demostraciones de alegría de sus favoritos cuadrúpedos.

Después de la cena rezaba como un cuarto de hora o veinte minutos, luego salía de la cámara, se desnudaba, daba la hora al gentil hombre de servicio para las siete del día siguiente, se retiraba con el sumiller y se metía en la cama.

Tal era la vida interior del rey Carlos, según la refiere un testigo ocular digno del mayor crédito.

De su acendrado amor a la justicia certifican y deponen unánimemente cuantos han dejado escrito algo de este monarca.

A los dos meses de haber sido jurado como rey de España, una desgracia inmensa le sobrevino, que amargó el resto de sus días.

La reina María Amalia de Sajonia, «reina amable, amabilísima reina, y de un corazón extremadamente justo y bueno,» como la califica un historiador italiano; que desde antes de venir a España sufría quebrantos en su salud, adoleció de tal manera, que a pesar de todos los auxilios de la ciencia, pasó a mejor vida el 27 de setiembre de 1760, a la florida edad de treinta y seis años.

«Este es el primer disgusto que me ha dado en veinte y dos años de matrimonio,» dicen que exclamó el rey, y aunque su edad no excedía de cuarenta y tres años, hizo propósito y resolución de no contraer otro enlace, dando así un testimonio del eterno amor que se proponía conservar a la virtuosa y amable compañera que acababa de perder; y de tal modo lo cumplió, que, dando a sus vasallos un ejemplo de pureza de costumbres, en veinte y ocho años de viudez ni aun la malignidad cortesana, tan propensa a escudriñar e interpretar a su modo todas las acciones de los reyes, encontró nunca ni aun apariencias que pudieran darle pretexto a críticas que empañaran y deslustraran en lo más leve su reputación de irreprensible en esta materia.

Por lo mismo no extrañaremos sea verdad que alguna vez se vanagloriara entre personas de su confianza de haber conseguido conservar una virtud, no muy común por cierto en su familia.

Refiriéndose a este asunto, se cuenta por persona digna de fe, que en un momento de expansión le decía el rey al prior del Escorial: « Gracias a Dios, padre mío, no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio: a esta la amé y estimé como dada por Dios, y después que ella murió, me parece que no he faltado a la castidad, aun en cosa leve, con pleno conocimiento.»

Además de esta rara virtud que tanto le enaltece, poseía otras que le ayudaban a conquistar los corazones de sus súbditos.

Trataba con gran afabilidad hasta a las personas de más humilde condición, era jovial y chancero y tenía propensión a remedar a otros, lo que hacía con mucha gracia.

En cuanto a sus cualidades intelectuales, si el talento de Carlos no rayó en el más alto punto de la escala de las inteligencias, tuvo por lo menos razón clara, sano juicio, intención recta, desinterés loable, ciego amor a la justicia, solicitud paternal, religiosidad indestructible, firmeza y perseverancia en las resoluciones.

Si le hubiera faltado grandeza propia, diérasela y no pequeña el tacto con que supo rodearse de hombres eminentes, el tino de haber encomendado a los varones más esclarecidos y a las más altas capacidades de su tiempo, y puesto en las más hábiles manos la administración y el gobierno de la monarquía.

Dadas estas noticias del carácter y prendas personales de Carlos III, pasaremos a bosquejar lo más lacónicamente que nos sea posible los beneficios que durante su reinado reportó España de su paternal solicitud.

Hombre maduro ya y acostumbrado a manejar las riendas de un Estado cuando vino a España, él, que supo hacer de Nápoles, antigua provincia de otros reinos, devastada y empobrecida por continuas guerras y la codicia de los vireyes, un reino floreciente, mucho más se debía esperar de él en España, que bajo el paternal gobierno de su hermano Fernando VI, hacía trece años que gozaba de una paz octaviana, que había recibido un notable impulso en sus gérmenes de riqueza y que le entregó a su advenimiento al trono henchidas de numerario las arcas del Real Erario.

Y en efecto: a plantear mejoras, a protejer y fomentar el trabajo nacional, a crear establecimientos útiles, a desarrollar la enseñanza, a fundar instituciones laudables, a corregir abusos, a reorganizar todos los ramos de la administración de un modo ventajoso para el país; a hacer en fin, cuanto pudiera tender al brillo y prosperidad de España, dirigió todos sus esfuerzos, y sin el malhadado Pacto de familia con Francia, que le comprometió en guerras ruinosas y estériles, no cabe la menor duda que España durante aquel reinado hubiera llegado al apojeo de su esplendor.

Así y todo, después de la muerte del Emperador Carlos V, nunca nuestra nación se había visto tan respetada, tan animada y tan temida, como bajo el cetro de Carlos III.

Habrá pesimistas que tal vez olvidarán lo que hizo por lo que hubiera podido hacer; mas los españoles de su tiempo no analizaban tanto, y como el instinto de la guerra está por desgracia muy desarrollado entre nosotros y solo las guerras fueron la rémora que encontró don Carlos para poder realizar todos sus grandes planes, todos, o casi todos sus contemporáneos agradecieron los beneficios recibidos sin acordarse, o al menos procurando olvidar los que hubieran debido recibir.

Madrid, en particular, no olvidará nunca aquella época.

¿Y cómo olvidarla, si todo, o casi todo lo que la corte tiene de notable se debe a la enérgica iniciativa de aquél rey?

Así, pues, no es de extrañar que todas las clases de la sociedad vistieran luto el 15 de diciembre de 1788, cuando se supo que la noche anterior, a las doce y cuarenta minutos de ella, acababa de espirar.

Y aquel luto era verdadero, porque lo sentía el corazón de todos los españoles.

Con trece hijos premió Dios el amor de los regios cónyuges. Cuatro de ellos murieron siendo muy niños.

Los demás fueron los siguientes:

Don Felipe Pascual que nació en 1747; excluido de la sucesión por su imbecilidad: murió en 1777.

Don Carlos, príncipe de Asturias, que heredó el trono: nació en 1748.

Don Fernando, rey de Nápoles y Sicilia, nació en 1750.

Don Gabriel que nació en 1752, casó con María Ana de Portugal, y murieron ambos pocas semanas antes que su padre.

Don Pedro, don Antonio y don Francisco Javier, que también le precedieron a la tumba.

Doña María Josefa, que nació en 1744; era contrahecha y no fue casada.

Doña María Luisa, que nació en 1745, y casó con el archiduque Leopoldo, primeramente gran duque de Toscana y después emperador.

Aquel insigne monarca después de haber regido durante veinte y nueve años a España, espiró en medio de las lágrimas de todos sus vasallos.

A su muerte, faltábanle pocos días para cumplir setenta y tres años de su edad.

De propósito hemos omitido el mencionar los establecimientos públicos que creó o fomentó, los hombres ilustres a quienes protegió e hizo brillar, el sinnúmero de mejoras que en toda España inició, la reorganización del ejército y armada, la del sistema tributario, el impulso que dio a la agricultura, al comercio, a las artes, a todos los ramos del saber humano y a todo cuanto en bien de España contribuyera, porque la índole de esta publicación nos lo impide, porque sobrado conocido, aunque solo sea por referencia, y sobre todo, porque, como dijimos al comenzar estos mal perjeñados apuntes , solo hemos tratado de rendir un tributo a su memoria.

Capítulo CXIV. Los amigos de confianza

Todas las campanas de las iglesias de Madrid doblan a muerto.

Cada cuarto de hora suena el estampido de un cañonazo.

La corte está en pleno luto.

Se están verificando los funerales del rey don Carlos.

Los alrededores de palacio están atestados de gente de todas edades, sexos, clases y condiciones.

Allí se encuentra literalmente todo Madrid.

Porque fuera de allí y hasta la puerta de San Vicente que es por donde debe salir el fúnebre cortejo con dirección al Escorial, no se encuentra un alma por calles, callejones, plazas ni plazuelas y hasta nos atrevemos a asegurar que en el interior de las casas hubiera costado ti-abajo encontrar a nadie.

Con todo, como no hay regla sin excepción, nosotros sabemos de una casa donde no solo se encontrará a sus habituales moradores, sino también algunas personas extrañas.

A ella vamos a trasladar a nuestros lectores.

Vamos, pues, a casa de don Luis de Guevara.

El caballero, envuelto en ancha bata de abrigo, está hace rato escribiendo sentado a una mesa.

¿Qué es lo que escribe?

Véamoslo: cartas, muchas cartas.

Seguramente presiente un fin desastroso a su última aventura y, a hurtadillas de Paca, que aun ignora todo lo ocurrido, en los pocos ratos que no está ésta a su lado, se despide de sus amigos o procura poner en orden sus intereses.

Como hemos dicho, hace ya rato que escribe cuando recibe la inesperada visita de Joselito.

El torero era un buen amigo de sus amigos y no podía vivir desde que temía que don Luis estuviese en peligro.

Porque lo mejor del caso es que ni él ni Vicente sabían realmente de lo que se trataba, pues a excepción de las palabras enigmáticas que Azucena les encargó dijesen a don Luis, éste por su parte, aun no les había dicho nada.

Con todo, sospechaban que nada bueno podía resultar para su amigo, y el afecto que le tenían les hacía estar alerta.

-Muy buenos días, don Luis- dijo el torero, entrando y saludando.

-Muy buenos, Joselito.

-¿Cómo vamos de salud?

-De salud bien, pero bastante débil.

-¿Y de valor?

-De valor nunca mal.

-Más vale así.

-¿Porqué lo dices?

-Porque creo que su mercé ha de necesitarlo mucho.

-A Dios gracias, nunca me ha faltado.

-Ya lo sé.

Y los dos amigos guardaron silencio.

Al cabo Joselito lo rompió.

-¿Parece que su mercé tiene hoy mucha correspondencia?

-Alguna.

-¡Demontre, pues es una friolera! ¡Seis, siete, nueve cartas!

-¡Y las que he de escribir aún!

-¡Pues apenas tiene amigos fuera su mercé!

-No son todas para amigos.

-¡Ya! Sí, habrá también alguna amiga!

-¡De todo hay!

-Lo supongo.

Y volvieron a callar algunos minutos.

Otra vez volvió a la carga Joselito.

-Don Luis, ¿su mercé es amigo mío?

-¡Vaya una pregunta!

-¡Motivos hay para hacerla!

-¿Puedes dudarlo?

-¡Tal vez, sí!

-¡Cómo!

-¡Don Luis! ¡Su mercé no tiene confianza en sus amigos!

-¡Estás en un error!

-¡Y el hombre que no se fía de sus amigos, debe inspirar desconfianza!

-¡Joselito! ¡Esas palabras!...

-Me salen del corazón y se me escapan de la boca.

-Es que pecan de imprudentes.

-¡Como su mercé quiera! Pero yo soy así, a la pata la llana, y he de decir las cosas como las siento.

-Pero sepamos, ¿qué es ello?

-¿No ha dado todavía su mercé en ello?

-¡No es fácil!

-¡De modo que aun habré de decirlo?

-Si no, ¿cómo te he de entender?

-¡Válgame Dios! ¡Y qué duras entendederas!

-¡Eh! Acaba de una vez.

-Pues allá va. Su mercé corre un gran peligro.

-¿Yo?

-Sí, señor. Y su mercé lo oculta a sus amigos

-¡Joselito!

-Y eso está muy mal hecho.

-¡Pero si no hay tal cosa!

-Es inútil negarlo, don Luis. La gitana le dio sin duda a su mercé algún aviso que es verdad, y su mercé nos lo ha callado.

-Cierto que no me engañó, pero no es lo que te figuras.

-¿Y no se puede saber lo que es?

-Joselito, hay cosas en que se interesa el honor de un hombre y hay que callarlas.

-Si solo fuera el honor.....

-¿Qué quieres decir?

-¡Por vida del rey de bastos! Que si la cuestión fuera solo de honra, yo me callara como un muerto, pero hay otra cosa de por medio.

-¿Qué cosa?

-La gitana lo que hizo fue avisar a su mercé de que su vida estaba en peligro, y ese aviso, por lo que veo, estaba fundado.

-¿Lo crees así?

-¡Pues no lo he de creer!

-¿Y en qué te apoyas?

-En la conducta que su mercé sigue con todos nosotros, en cien mil cosas, hasta en esas mismas cartas.

-¡Qué tontería!

-Llámelo su mercé como quiera, pero esa es la fija.

-Te digo que estás equivocado.

-Entonces, vamos por partes, y hágame su mercé el favor de explicarme alguna de las muchas cosas que aquí pasan y que yo no entiendo.

-Veamos.

-En primer lugar, ¿resultó cierto el aviso de la gitana?

-Hasta cierto punto.

-¿Cómo hasta cierto punto?

-La gitana me envió aquel recado para obligarme a que fuera a su casa.

-¿Tan solo por eso?

Don Luis titubeó.

El torero insistió:

-¿Esa sola fue la causa?

El carácter de don Luis repugnaba el fingimiento, así es que, no pudiendo resistir más a las instancias de su amigo, exclamó:

-Joselito, te ruego que no me preguntes más.

-Luego ¿yo tengo razón?

-No es eso.

-¿Pues entonces?

-Pero ¿no conoces que es que yo no puedo hablar?

-¿Y por qué?

-Porque mi honor me lo impide.

Joselito se encogió de hombros y no contestó.

Después de algunos minutos de un enojoso silencio, preguntó el torero:

-¿Y no pueden los buenos amigos servir de algo?

-Tal vez sí.

-Pues aquí estoy yo.

-No: por ahora, no.

-¿Pues cuándo?

-No sé: muy pronto quizá: veremos!

-¿De modo, que aun no se sabe cuándo será la cosa?

-¿Qué cosa?

-¡Qué sé yo! Ese intríngulis que trae revuelto a su mercé!

-¡Ya puedes asegurarlo!

-Don Luis: yo no entiendo de perfiles. Comprendo que cuando en un asunto anda de por medio interesada la honra de una persona, se haga lo que se pueda para sacarla limpia; pero también comprendo otras cosas!...

-Y son....

-Que muy bien puede suceder, que cuando un prójimo estorba, se le tienda un lazo comprometiendo hasta su honra, para tenerlo más seguro.

-¡Verdad!

-¿He dicho algo?

-Algo más de lo que crees.

-¿Sí? Pues si su mercé de buenas a buenas no quiere hablar conmigo, porque no le inspiro bastante confianza.....

-Te digo y repito que no es eso.

-O por otra causa. Yo he de conseguir que su mercé hable.

-¿Y cómo?

-¿Cómo? Metiéndole los dedos en la boca para que lo suelte todo.

-¡Será de ver!

-¡Y tanto como será! Si yo no tengo bastante retórica para convencer a su mercé, ya buscaré yo a quien la tenga.

-¿A quién?

-Esa es cuenta mía. Hasta después.

Y tomando el sombrero, se fue.

Don Luis se quedó pensativo.

¿Adónde iba el torero?

En busca de sus amigos, sin duda.

¿Y debía verlos? ¿Debía contarles lo que le sucedía?

El torero había estado en lo justo al suponer que todo lo que a don Luis le pasaba, podía muy bien no ser más que un lazo.

Eso era verdad. Así lo comprendía él mismo; pero a pesar de todo ¿debía hablar?

Más de tres cuartos de hora estuvo el caballero haciéndose esta misma pregunta sin atreverse a contestarse a sí mismo.

Sumido en estas cavilaciones estaba, cuando volvió a presentarse el torero.

Pero esta vez no venía solo.

Le acompañaban don Ramón de la Cruz y Vicente el pintor.

-Señores, ¡tanto bueno por mi casa!- dijo el joven estrechando las manos de estos dos últimos.

-Sí, amigo don Luis- contestó el poeta.- No hemos podido resistir a los ruegos de nuestro amigo Joselito, que decía era indispensable aquí nuestra presencia si queríamos evitarnos una desgracia.

Don Luis miró al torero con aire severo.

Aquel no le dejó hablar.

-Y aun no han venido todos los que he ido a buscar, pero uno que falta, no tardará.

-No hay ninguna molestia si de vuestro servicio se trata- se apresuró a decir don Ramón.

-Señores- replicó don Luis- yo agradezco a todos la buena voluntad, hasta a Joselito, que por ser oficiosa ya casi me está perjudicando. Aquí no hay más que el buen celo de nuestro amigo que se ha empeñado en salvarme de no sé qué peligros imaginarios que él se ha forjado en su mente y de que yo no tengo noticia.

-Bien, bien, don Luis- se apresuro a decir el torero.- Aun nos falta aquí un amigo, a quien no he podido hallar en su casa: le he dejado recado, y creo no tardará en venir: cuando él esté aquí, se presentará la cuestión en debida forma, y sus mercedes decidirán de parte de quién de nosotros dos está la razón.

Como si se hubiera estado esperando que Joselito hubiera acabado de pronunciar aquellas palabras para llamar, se oyó un golpecito en la puerta de la estancia.

-Ya está ahí nuestro amigo- exclamó el torero.

-Adelante quien sea!- gritó don Luis.

El recién venido entró.

Era nuestro amigo Antonio.

Después de los correspondientes saludos, tomó asiento entre sus compañeros.

-Señores- dijo- ¿a qué debo la honra de verme con tan agradable compañía?

-Joselito nos lo dirá- contestó el poeta.

-A eso voy.

-Oigamos.

Don Luis no estaba tranquilo.

-Pues es el caso, señores, que nuestro amigo Vicente y yo, nos encontramos un día a una gitana que nos dio para don Luis un recado algo alarmante.

-¿Una gitana?- preguntó Antonio con interés.

-Sí, por cierto- contestó Vicente.

-¿Y no se puede saber qué recado es el que dio?- insistió Antonio.

-¡Pues ya lo creo! El recado era ni más ni menos que don Luis no se podría casar con Paca, porque moriría antes.

Antonio no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

-Y ¿qué más?- preguntó.

-Que aquella noche fue don Luis a ver a la gitana, que nosotros le acompañamos, y luego a otro sitio; que desde aquel día está triste y preocupado; que yo barrunto que le amenaza un gran peligro; que le he preguntado y se calla como un poste, y que he llamado a sus mercedes para que me ayuden en mi buena obra.

Todos callaron.

-Señores- dijo por fin Antonio- lo que Joselito intenta es muy noble y generoso; pero don Luis no puede hablar. A mi me consta.

Todos, incluso el de Guevara, le miraron con asombro.

-Si mis compañeros no tienen inconveniente- continuó- déjenme a mi este asunto. Yo sé de lo que se trata. Conozco el peligro en que está nuestro amigo, y casi hasta por culpa de quién está en ese peligro. Dispensadme; yo, como don Luis, tampoco puedo hablar, porque es un secreto que no me pertenece, pero eso no me impide obrar; y yo os prometo que haré cuanto me sea posible para sacar incólume a don Luis.

El de Guevara no volvía en sí de su asombro.

¿Cómo, si Antonio no era caballero del amor, poseía aquel secreto?

En vano se devanaba los sesos para averiguarlo.

Sus amigos, previa una ligera discusión, aceptaron el pensamiento de Antonio y se ofrecieron a ayudarle cuando lo hubiere menester.

Luego se despidieron y marcharon cada uno en la dirección que le convino.

El último que salió fue Antonio.

Presentía que le habían de preguntar algo.

Él por su parte también deseaba una cosa.

Cuando se encontraron solos los dos jóvenes, don Luis le preguntó:

-¿Cómo, si no sois de los nuestros, sabéis eso?

-No os importe, y nada temáis. ¿Cómo se llama la gitana y dónde vive?

-Se llama Azucena y estas son sus señas.

Y le dio un papel.

-Perfectamente. Ahora, adiós.

-¿Os vais sin decirme nada?

-Hoy nada puedo deciros.

-¿Mañana?

-Mañana.... Dios dirá.

Y saludando, se marchó.

Capítulo CXV. Corazón de madre

Antonio salió de casa de don Luis en extremo preocupado.

Sabía el odio que a la de Jaridilla profesaba la gitana; lo temía todo de aquella mujer, y hasta llegó a sospechar que era ella la que había delatado a los caballeros del amor las dos bodas en proyecto, con el único objeto de vengarse de aquel modo de la duquesa; por otro lado no se explicaba cómo siendo esto así, había avisado a don Luis, porque, como hemos visto, éste no lo había comunicado detalles de su entrevista con la gitana.

Resuelto a saberlo todo y a intentarlo todo, dirigióse a casa de su madre para probar un recurso extremo.

Encontró a la duquesa desnudándose el traje de luto de corte que aquella mañana había vestido por tener que asistir a una ceremonia regia.

Introducido que fue en el cuarto de su madre, cuando ésta acababa de vestir una sencilla bata de abrigo, la dijo:

-¿Cómo os halláis, madre mía?

-¿Cómo quieres que me encuentre? ¿Cómo puede encontrarse una madre, viendo destruida para siempre la felicidad de su hija?

-No tanto.

-¿No dijiste tú mismo que, razones poderosísimas impedían la realización de esa boda? ¿No dijiste que obstáculos insuperables para vencer, para los cuales era completamente impotente la voluntad, y obstáculos en que quizás iba envuelta la muerte, eran los que habían determinado la resolución de Carlos?

-Sí, madre mía.

-Entonces, cómo dices ahora.....

-A pesar de todo, no creo que por ningún estilo debamos considerar perdida toda esperanza.

La duquesa miró sorprendida a su hijo.

Durante algunos segundos ambos permanecieron en silencio.

De repente preguntó Antonio mirando con fijeza a su madre:

-¿Os acordáis, madre mía, de Azucena?

Al oír pronunciar el nombre de la gitana, la duquesa palideció intensamente; los recuerdos de pasados tiempos se agolparon a su imaginación en confuso tropel, y helado sudor corrió abundante por su pálida frente.

Después de una ligera pausa, con acento casi apenas perceptible, exclamó:

-¡Azucena!

-¿La recordáis, madre mía?

-¡Y cómo pudiera haberla olvidado! A qué me preguntas...

-Para significaros una particularidad en que conviene fijarse.

-¿Cuál es?

-Azucena pertenece a una raza nómada; los gitanos ni olvidan ni perdonan.

-Y bien.....

-Azucena, madre mía.....

-¿Por qué te detienes? Continúa.

-La gitana, bien lo sabéis, os odia mortalmente.

-¿Y qué me importa a mi su odio?- replicó la duquesa con cierto desdén.

-¡Oh, señora! No hay enemigo, por pequeño que sea, que deje de ser terrible.

-Pero ¿qué es lo que tú crees?

-Creo que Azucena hará cuanto esté a sus alcances por vengarse de vos.

-Vénguese en buen hora, pero ¿qué tiene que ver esto con la desgracia de que me lamento?

-Mucho, mucho, madre mía.

-¿Según eso supones?....

-Supongo que Azucena es la causa de que Carlos se haya negado a contraer enlace con mi hermana.

-Eso es inverosímil.

-Pues yo lo creo muy lógico.

-¿Cómo puedes suponer que el vizconde haya procedido del modo que lo ha hecho, solo porque Azucena haya mediado en el asunto? ¿De qué medios puede haberse valido esa mujer para lograr tal cosa?

-¿Habéis oído hablar de cierta asociación que se denomina Los Caballeros del Amor?

-Sí, pero muy vagamente.

-De esa sociedad, pues, es de la que Azucena se ha valido para obligar a mi hermano a rechazarla mano de Luisa.

-Explícate por Dios, porque cada vez me confundo más y más. ¿Qué relación puede existir entre esa asociación y Azucena, ni qué puede influir?....

-Pronto lo comprenderéis.

-Ansiándolo estoy.

-Según los estatutos de la sociedad que os he nombrado, ninguno de los asociados puede contraer matrimonio, so pena de tener que batirse aquel que lo intente, uno por uno con todos los asociados.

-¿Y bien?- preguntó la duquesa anhelosamente.

-Carlos, madre mía, forma parte de los caballeros del amor, y el pliego que recibió momentos antes de aquel en que debía celebrarse su matrimonio con Luisa, no era otra cosa que una formal prohibición emanada de los caballeros a fin de que no contrajese el sagrado lazo.

-¡Dios mío!- exclamó la duquesa verdaderamente afectada.

-Y hay más; Carlos está resuelto a batirse con don Luis de Guevara, que es el que preside la asociación a que aludo.

-Y Azucena, ¿qué participación puede haber tenido en todo esto?

-Ella no sé por dónde; pero me consta que estaba enterada de los estatutos de la sociedad de que forman parte así don Luis como mi hermano, y en su afán por vengarse de vos, es seguro que Azucena es la que ha advertido a los caballeros del paso que Carlos iba a dar.

-Sí, dices bien, Antonio, ella habrá sido sin duda. ¡Pobre hija mía!

-Si Luisa tiene que renunciar a la esperanza de verse unida a Carlos, mucho me temo que le cueste la vida tal contrariedad.

-Sí, la pobre niña ama con toda la fuerza de su alma, y no me admiraría tuviésemos que llorar su pérdida, si no se encuentra medio de que su enlace se verifique.

-Exactamente ese es mi juicio.

-¿Y habrá permitido Dios que después de tanto anhelar, al conseguir estrechar a mi hija entre mis amantes brazos solo me sea dado verla derramar abundante llanto y sufrir cruel tormento?

Dos ardientes lágrimas se desprendieron de las pupilas de la duquesa. Antonio se conmovió profundamente, y aproximándose a su madre tomóla cariñosamente una de sus manos, y después de aplicar en ella sus amorosos labios, dijo:

-No hay que desesperar aun, madre mía; la bondad del Ser Supremo es inagotable y su piedad es infinita; esperémoslo todo de él, y hagamos nosotros por nuestra parte todo aquello que nos sea lícito hacer, a fin de evitar la catástrofe que nos amenaza.

-¡Catástrofe inevitable!

-Inevitable- replicó Antonio- si nada ponemos de nuestra parte para impedirla.

-¿Y qué nos es dado hacer para evitarla?

-Mucho se puede intentar; pero una de las cosas que juzgo más urgente es la de procurar que Azucena desista de su venganza, pues de lo contrario serían inútiles cuantos esfuerzos hiciéramos en pro de Luisa.

-¿Tanto poder supones que tenga esa gitana?

-Supongo que es capaz de todo por dar cima a su venganza, ¿y quién puede adivinar los medios que pondrá en práctica para conseguir satisfacer cumplidamente sus vengativos deseos?

-¿Y ves tú algún medio que sea suficiente a hacerla desistir?

-Tan solo uno pudiera dar el resultado apetecido.

-Póngase pues en práctica, cueste lo que cueste.

-Gran sacrificio ha de costaros el adoptar mi consejo.

-Pronta estoy a darle cuanto su ambición pueda pedirme.

-No se trata de sacrificar intereses materiales, que esos ya sé yo que tienen poca importancia a vuestros ojos.

-Pues si las riquezas han de ser insuficientes para calmar el rencor de Azucena, ¿qué es lo que yo puedo hacer para reducirla a que desista?

-Solo una cosa fuera quizá bastante a hacerla renunciar a su venganza.

-Temo que os sea muy penoso el sacrificio.

-¿Cuál puede haber por grande que sea, que me niegue yo a hacer, si él puede redundar en bien de mi querida hija?

-A veces lo más sencillo es lo que ofrece mayores dificultades.

-Expón tu idea sin temor de ninguna clase.

-Conste que lo hago porque es el único camino que creo nos resta en la ocasión presente.

-Habla, hijo mío, habla.

-Pues bien, juzgo oportuno que vos habléis con Azucena.

-¡Yo!- replicó la duquesa sin poder contener el mal efecto que le había producido el consejo que acababa de darle su hijo. - Intentas.....

-Únicamente así, quizá logre vencerse la vengativa saña de la gitana.

La duquesa guardó silencio durante breves instantes, pasó repetidas veces su mano por la frente, cual si quisiera desechar de ella los funestos pensamientos de un pasado que tantos sinsabores le habían hecho sufrir, y al fin, exclamó después de exhalar un profundo suspiro:

-Está bien, que venga Azucena.

-¡Que venga!- replicó Antonio.

-¿No juzgas necesario que le hable?

-Sí, pero.....

-¿Qué es, pues, lo que pretendes?

-Seguramente que no habré aclarado bien mi pensamiento. Intentar que Azucena se decida a venir a esta casa es punto menos que imposible.

-Entonces, ¿cómo he de hablarla?

-He ahí el sacrificio de que antes os hablé.

-¡Cómo! intentas acaso que yo.....

-Es el único medio, madre mía, de que Azucena se muestre propicia a acceder a lo que solicitamos.

-¡Y he de humillarme hasta ese extremo!

Todo el orgullo de la noble sangre que circulaba por las venas de la dama, se sublevó ante la idea de tener que humillarse hasta el extremo de ir a implorar compasión a una gitana, mujer de la más baja extracción.

Antonio comprendió hasta qué punto estaba sufriendo el amor propio de su madre; pero como quiera que juzgaba indispensable que aquella diera el paso que él acababa de aconsejarle, no desistió de su empeño, y a fin de convencer a la duquesa, le dijo con persuasivo acento:

-A los ojos de Dios, madre mía, no hay nada que humille a un padre cuando se ve en el caso de solicitar gracia en favor de su hijo; yo bien sé que a tratarse de vos únicamente, prefirierais exponeros a todo género de contrariedades y peligros antes que ir a impetrar compasión de una persona tal cual lo es Azucena; pero sois madre y madre amantísima, y estoy bien persuadido de que al fin pospondréis el orgullo de vuestra noble raza, ante la consideración que acabo de exponeros.

-¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué de tormentos le estaban reservados a mis últimos días!

-Enjugad esas lagrimas, mi querida madre, y no perdáis la esperanza de conseguir disfrutar aún el bienhechor consuelo de que tanto habéis menester.

-Tienen tus palabras, querido Antonio, el don de atenuar los sufrimientos de aquel que las escucha; quien como yo tiene un hijo tan noble y cariñoso, no tiene derecho a llamarse desgraciada. Seguiré tu consejo y haré cuanto creas conveniente a fin de procurar la dicha de mi Luisa.

-Sois la mejor y más bondadosa de las mujeres- dijo Antonio besando con cariñoso respeto la despejada frente de la noble dama.

-Soy madre, Antonio, y como has dicho muy bien antes, no hay sacrificio, por grande que sea, que no esté dispuesta a llevar a cabo en pro de sus hijos la que es acreedora a tan sagrado título.

-Iréis, pues, a ver a Azucena?

-Iré- respondió la duquesa después de exhalar un suspiro.

-¿Cuándo?

-Cuando tú lo juzgues conveniente.

-Mi opinión es que no debéis demorar la entrevista.

-En ese caso saldré ahora mismo, y me dirigiré a casa de la gitana.

-Procurad atraerla a vuestro favor.

-Haré cuanto me sea dado por conseguirlo.

-Y espero que lo alcancéis.

-Dios me tome en cuenta la violencia que me impongo en este momento.

-El en su infinita justicia, sabe apreciar debidamente las buenas y malas acciones que ejecutan los mortales.

Momentos después la duquesa y su hijo salieron a la calle y se dirigieron hacia la casa que habitaba la gitana Azucena.

Capítulo CXVI. Cómo pudo saber Luisa la verdad

Luisa había estado escuchando desde la estancia próxima la conversación que acababan de sostener Antonio y la duquesa, pues constantemente andaba espiando cuanto pudiera darle alguna luz respecto al suceso que la afligía.

Enterada del motivo que había obligado a Carlos a suspender su enlace proyectado, como asimismo del desafío que debía tener lugar entre don Luis de Guevara y el vizconde, determinó evitar por cuantos medios estuvieran a su alcance que llegara a tener efecto el proyectado duelo.

Largo rato permaneció entregada a la meditación, pero en vano daba tormento a su mente a fin de hallar en ella una idea que fuera bastante a indicarla el medio oportuno de que debía valerse para realizar su noble intento.

Por fin, tras larga meditación se resolvió a ir en busca de su amante, al cual procuraría disuadir de su empeño.

Resuelta a hacer lo que había proyectado, llamó a la doncella que estaba a sus órdenes e hizo que se dispusiera a acompañarla.

Media hora escasamente habría trascurrido desde que la duquesa había salido de su casa cuando Luisa penetraba en la del conde de Lazan.

Informada por uno de los criados de que el vizconde se hallaba en su aposento, la joven se dirigió hacia el sitio indicado, y efectivamente halló a Carlos en su habitación, en momentos en que al parecer éste se disponía a abandonarla.

Gran sorpresa produjo en el joven la inesperada cuanto repentina aparición de Luisa, a la cual no había vuelto a ver desde el fatal instante en que se vio precisado a comunicarla la imposibilidad en que se hallaba de cumplir la sagrada promesa que la hiciera en otros tiempos.

El apasionado joven no pudo ver sin profundo sentimiento las huellas del dolor que se reflejaban en el bello y pálido rostro de su amada.

Repuesto un tanto de su sorpresa, aproximóse a Luisa, y con acento cariñoso a la par que admirado, le dijo:

-¿Has venido sola?

-Sola no, que adonde quiera me acompaña la inmensa pena, el profundo dolor de que has llenado mi corazón.

-¡Luisa!- murmuró el vizconde confuso y con voz apenas perceptible.

-Sospecho que nada queda en tu pecho de aquel amor que jurabas profesarme.

Carlos fijó amorosa mirada sobre el rostro de su interlocutora, y con acento que revelaba la tristeza de que se hallaba poseído, replicó:

-¡Dices que no te amo!

-Eso he dicho, que no otra cosa puede creerse al juzgar tu proceder para conmigo.

-Las apariencias suelen ser engañosas las más de las veces; seguro estoy por más que digas lo contrario, de que en el fondo de tu alma estás plenamente convencida del amor que te profeso. ¿A no ser así, qué pudiera obligarme a mentirte?

-¿Y si me amas, por qué no cumples la sagrada promesa que me hiciste?

-Porque no puedo, Luisa, porque me es de todo punto imposible; quizá algún día te convenzas plenamente de los esfuerzos sobrehumanos que habré emprendido para realizar nuestro dorado ensueño. Cree que existe una causa poderosa, la cual me impide que hoy por hoy cumpla con mi sagrado deber.

-¿Qué causa puede ser bastante a impedírtelo?

-Una, que me es imposible revelarte.

-Y sin embargo, yo conozco cuál es.

La admiración del vizconde creció de punto al oír la afirmación que acababan de pronunciar los labios de Luisa.

-Dices que sabes.....

-Todo, absolutamente todo, Carlos.

-Imposible- exclamó el vizconde completamente convencido de que Luisa no podía conocer la verdadera causa que le había obligado a desistir de efectuar el enlace convenido.

-Espero probarte lo contrario.

-Explícate.

-Sé que perteneces a una asociación que se denomina «Los Caballeros del Amor.»

-¡Ah! tú sabes.....

-Sé- prosiguió diciendo Luisa- que existe en los estatutos de esa sociedad un artículo que prohíbe severamente a los asociados el contraer matrimonio, y sé por último que aquel que haya intentado faltar a tal precepto debe batirse en tanto pueda sostenerse en pie uno tras otro con todos sus compañeros de asociación. ¿Es cierto?

-¿Quién ha podido informarte de tales pormenores?

-¡Qué importa el cómo lo haya podido averiguar! ¿Es o no verdad lo que acabo de decirte?

-Pues bien, Luisa mía, es cierto.

-Como también lo es que tienes un lance pendiente con don Luis de Guevara. Inútil es que intentes negármelo porque me consta.

Carlos en su afán por calmar la pena de Luisa, procuró ocultar la emoción que le dominaba, y contestó:

-No es cierto lo que te han dicho referente al duelo.

-Lo es, Carlos, lo es; ya te he dicho que me consta.

-¿Acaso no han podido engañarte?

-No, porque a mí directamente nadie me ha dicho nada.

-Entonces, con mayor motivo debes dar crédito a mis palabras.

-Eso pudiera ser, a no haber querido la casualidad que sorprendiera la conversación de dos personas que estaban muy agenas de que yo estuviera escuchando cuanto decían; el sugeto que ha hablado de tu desafío está muy bien informado, y su palabra no puede ponerse en duda.

-Y bien- repuso Carlos a quien no le era dado fingir por más tiempo.- No puedo negarte que es factible que se verifique el acontecimiento de que has hablado.

-¡Oh!- exclamó Luisa en tono suplicante a la par que cogía entre las suyas una mano de su amante.- Ese duelo es imposible; no puede verificarse.

-¿Cómo impedirlo?

-Mil medios hay de que echar mano.

-Ninguno puede haber que sea compatible con mi honor.

-¿Qué motivo hay para que así expongan su vida dos hombres?

-Tú lo has dicho antes, unos estatutos los cuales he jurado acatar.

-Pero ese juramento no puede tener ningún valor a los ojos de Dios.

-Pero sí a los ojos de los hombres, y éstos lanzarían sobre mí el deshonroso anatema de la cobardía.

-¿Y así por una puerilidad vas a condenarme a perpetua desesperación? ¿No sabes que en tu amor cifro toda mi felicidad, y que al perderte ha de desgarrarse mi corazón? ¿No has llegado a concebir hasta qué punto te idolatro?

-¿Y crees, Luisa mía, que es menor el cariño que te profeso? ¿Crees que no diera gustoso hasta la última gota de mi sangre por evitarte el más mínimo sinsabor? ¡Qué no hiciera yo por restituir a tu pecho la perdida calma cuando tú eres la más bella de todas mis ilusiones!

-¡Oh! sí, te creo, te creo! porque no me fuera dado existir, a no ser cierto lo que acabas de decirme! Nacimos el uno para el otro, y común ha de ser nuestra desgracia o nuestra felicidad.

-Esa es la idea que de continuo me atormenta.

-¿Que te atormenta, dices?

-Sí, puesto que a no haberme conocido, no hubiera sido yo obstáculo a tu futura dicha, mientras que hoy......

-Hoy, si tú me amas tanto como dices, pueden convertirse en realidad nuestras más queridas aspiraciones.

-¿Y eso cómo conseguirlo?

-Muy sencillamente; basta solo que tú quieras.

-No comprendo.

-Los estatutos de la malhadada sociedad a que perteneces son el obstáculo que se atraviesa en el camino de nuestra dicha ¿no es esto?

-Y bien.....

-Pues nada mas fácil que eludir el cumplimiento de eso que tú llamas un deber.

-Eludir.... ¿porqué medio?

-Ausentándote de España, fijando tu residencia en cualquier punto del extranjero, al cual iré yo a reunirme contigo, acompañada de mi madre.

-El amor te ciega, vida mía.

-¿Por qué me dices eso?

-Porque lo que has propuesto, ni puedo ni debo hacerlo.

-Di más bien que no quieres, que puede más en ti la soberbia que el amor.

-La soberbia no, pero sí mi honor; éste jamás dejaré que sea pisoteado por ningún viviente. ¿Cuál nota echaría sobre mi honra apelando a la huida, para burlar los compromisos en que estoy empeñado? La de cobarde, y antes que tal cosa pueda acontecerme, sacrificaría gustoso mil vidas que tuviera.

-¡Triste de mí!

-Enjuga esas preciosas lágrimas, que al resbalar de tus párpados caen sobre mi corazón y lo anegan en un mar de desventura.

-¿Cómo quieres que seque mi llanto, sabiendo el peligro a que vas a exponerte?

-No será esta la primera vez que haya expuesto mi vida.

-Por lo mismo que eres valiente, nadie osará echar sobre tí la nota que tanto te intimida.

-Desengáñate, Luisa, no hay posibilidad de evitar el duelo.

-Sí lo hay- dijo la afligida joven adoptando una heroica resolución.

-Te cansas en vano.

-Con no contraer matrimonio, cumples lo que has jurado a tus compañeros y ya no hay para qué exponerte a los azares del combate. Sufra yo sola, llore eternamente mi desgracia, pero résteme siquiera el consuelo de saber que tu vida no corre ningún peligro.

-Digna es tu abnegación del noble corazón que late dentro de tu pecho, pero yo no he de dejar de cumplir mi deber para contigo, adoptando el extremo recurso que me queda.

-Pero es que yo no quiero que te expongas a morir y estoy resuelta a impedirlo.

-Es ya imposible.

-¿Por qué?

-Porque yo no he dado lugar a que se me emplace, sí que por el contrario me he adelantado enviando un cartel de desafío a aquellos que no hubieran dejado de hacerlo, al tener como tenían noticia de mi proyectado enlace.

-¿Y crees que esos hombres tengan el pecho de roca? ¿Concibes tú que puedan escuchar indiferentes las súplicas de una desolada joven?

-Intentarías acaso.....

-¿Y por qué no? todo he de intentarlo antes que resignarme a llorar tu muerte.

-¡Oh! tú no harás tal- observó el vizconde con grave acento- tú no querrás que yo maldiga el instante en que pude conocerte.

-¡Hasta tal extremo habías de llevar tu enojo!

-No lo dudes; encerraría en lo más hondo del pecho el amor que te profeso, y caso de librar mi vida en el combate, huiría lejos de tí para no volverte a ver jamás.

-¿Qué recurso, pues, me queda?

-El de conformarte con los decretos del Altísimo.

-Él no puede aprobar tu intento.

-Ni yo puedo consentir que se dude ni por un solo instante de mi honor.

-¿Por qué, pues, no pensar en lo que hacías cuando atentaste contra el mío?

-Perdóname, Luisa, perdóname y deja de atormentarme.

-¿Es decir- que estás resuelto a desatenderme? ¿Nada pueden para tí mis lágrimas? ¿Decretas inhumano mi eterna desesperación?.....

-Yo.....

-Di que no me amas, que no me has amado nunca.

-Porque te amo, y porque soy esclavo de mi honor, cumpliré con mi sagrado deber.

Luisa iba a replicar, pero el vizconde se alejó precipitadamente dejando a la joven a solas con su dolor.

-¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?- exclamó bañada en llanto Luisa- ¿a quién acudir en mi mortal conflicto? Veamos si María puede darme una idea luminosa. Ella es ya el último recurso que me resta.

Y abandonó el asiento que hasta entonces habla ocupado, y con paso vacilante se dirigió a las habitaciones que ocupaba María, la bella hija del conde de Lazan.

Capítulo CXVII. Donde interviene el vizconde del Juncal

En tanto que Luisa mantenía con su amante el diálogo de que hemos dado cuenta en el anterior capitulo, en el aposento de María se hallaban ésta, su futuro el vizconde del Juncal y el conde de Lazan.

Ocupábanse del fallecimiento del señor rey don Carlos III, y el vizconde manifestaba su vivo sentimiento por tener que retardar su enlace a consecuencia del luto que había de observar la corte.

En el momento en que los presentamos a nuestros lectores, el vizconde hacía uso de la palabra.

-Confío fundadamente, en que antes de la terminación del luto, el nuevo monarca me otorgará el permiso que deseo obtener; mi señor tío será el que obtenga la real venia.

-Si el conde toma cartas en el asunto, no hay duda alguna que recabará la orden, pero de todos modos creo conveniente no precipitarse, pues de lo contrario, pudierais indisponeros con el nuevo monarca.

-Perded cuidado, señor conde, que ya procuraremos dar el paso con la oportunidad debida; de todos modos, conceptúo que no ha de pasarse un mes sin que la bella María lleve mi nombre.

La enamorada joven a quien el vizconde había aludido, inclinó púdicamente los ojos hacia el suelo, en tanto que sus mejillas se cubrían de rosado tinte.

El conde de Lazan, después de exhalar un suspiro, dijo:

-He aquí que si mi señor hijo Carlos no se hubiese obstinado en hacer sufrir a la pobre Luisa, hubieran podido celebrarse casi a la par ambas bodas.

-Pobre amiga mía, ¡cuán desgraciada es!- exclamó María con profundo sentimiento.

-¿Pero Carlos no ha dicho en qué funda su negativa?

-No hay quien lo arranque ni una palabra sobre el particular; únicamente sostiene que no está en su mano cumplir como él deseara hacerlo.

-Es por cierto, bien extraño- repuso el vizconde- no veo qué clase de obstáculo pueda impedirle labrar la felicidad de aquella hermosa joven y la suya propia.

-Aquí se encierra algún misterio que no me ha sido dable penetrar por más que he intentado hacerlo.

-Mucho le he ostigado a mi hermano- dijo María- a fin de obtener de su parte una clara explicación; pero todo ha sido inútil y es el caso que su tristeza aumenta de día en día.

A este punto llegaban de la conversación, cuando Luisa apareció repentinamente en la habitación.

María corrió al encuentro de su amiga, y ambas jóvenes se abrazaron tiernamente.

El conde no fue dueño de reprimir su sorpresa, y exclamó:

-¿Y eso, Luisa, ocurre en casa alguna novedad? ¿qué significan esas lágrimas?

-¿Puedo acaso dejar de derramarlas?

-Vamos, amiga mía, siéntate y tranquilízate.

Las dos jóvenes tomaron asiento una junta a otra cerca del sitio que ocupaba el vizconde, y éste después de haber saludado galantemente a Luisa, le dijo:

-No hay que desesperarse de ese modo, pues de lo contrario corréis riesgo de que se altere vuestra salud.

-¡Ah! señor vizconde, es tan grande y profunda mi pena que no hallo consuelo bastante a mitigarla.

-¿Has visto a Carlos?- exclamó María.

-¿Persiste en su malhadada determinación?- repuso el vizconde.

-Sí- contestó anegada en llanto la pobre Luisa.

-¿Pero no habéis podido deducir por sus palabras cuál pueda ser la causa que le obligue a proceder del modo que lo hace?

-La conozco, señor vizconde.

-¿La conoces?- replicaron a la joven el de Lazan y su hija.

-Perfectamente, y mi venida a esta casa ha sido con objeto de ver si podía disuadirle de que se batiera.

-¿Tiene acaso mi hijo algún lance pendiente?

-Sí, señor conde.

-Explícate, querida amiga, y veamos entre todos de encontrar un medio que sea bastante a impedir se realice ese duelo que nos has indicado.

Luisa, cual si de repente la hubiese iluminado una idea salvadora, exclamó:

-Vos, señor vizconde, podéis acaso devolverme la tranquilidad.

-¡Oh! como en mi mano esté el concedérosla, podéis contar que no dudaré un momento en serviros.

-Habla, querida Luisa, acláranos tus palabras, dinos, si lo sabes, con quién ha de batirse mi hijo y cuál sea la causa que ha motivado el lance.

-Habéis oído, señor vizconde, hablar de una sociedad que lleva por nombre «Los Caballeros del Amor?»

-Algo, aunque muy vagamente- respondió el aludido.

-Pues sabed que la susodicha sociedad es causa de los males que me afligen.

La admiración de los oyentes de Luisa subió de punto al oír las palabras anteriores.

El conde, sospechando que las facultades mentales de Luisa habían sufrido algún trastorno, dijo con acento conmovido:

-¡Hija mía! ¿qué tiene que ver esa sociedad de que nos has hablado, con los asuntos particulares de mi hijo?

-Mucho, señor conde, mucho, y de ello os convenceréis en cuanto me hayáis oído.

Luisa refirió cuantas noticias ella había adquirido respecto a los estatutos por los que se regían los Caballeros del Amor.

Cuando hubo terminado su relato, dijo el conde:

-¿Estás bien segura de que sea cierto lo que acabas de referirnos?

-Segurísima- contestó Luisa.

-¿Y has hablado de ello a mi hermano?

-Sí.

-¿Y qué te ha contestado?

-Primero trató de negar; pero últimamente, ha confirmado cuanto acabo de decir.

-¿Y con quién debe batirse Carlos?- preguntó el conde.

-Con don Luis de Guevara.

-¿Pertenece también don Luis a los Caballeros del Amor?

-El es su presidente, y Carlos uno de los adeptos.

-Hay que impedir por cuantos medios quedan a nuestro alcance- dijo María afanosamente- que se verifique el duelo proyectado.

-Inútiles han sido mis ruegos; Carlos no quiere desistir, y solo veo un camino para impedir que tengamos que llorar el fatal acontecimiento que nos amenaza.

-¿Qué medio es el que te se ha ocurrido?

-El único, señor conde, en cuyos resultados se puede tener alguna confianza.

-Pues sepamos tu plan y procuraremos adoptarlo. ¿Qué es lo que hay que hacer?

-Nosotros nada.

-¿Pues entonces quién?- preguntó el de Lazan.

-El señor vizconde.

-¡Yo!- replicó el aludido.

-Vos únicamente.

-Hablad pues, y si de mí depende, no hay para que deciros que haré cuanto sea necesario hacer.

-Vuestro tío, el señor conde de Floridablanca, pudiera hacer de modo, que el nuevo monarca tuviera conocimiento de la asociación a que pertenecen Carlos y Guevara, y enterado de los estatutos que rigen en esa malhadada sociedad, él podría disolverla con su solo mandato, a par que exigir a los Caballeros el completo olvido de los rencores que entre ellos pudieran existir.

-Me parece acertada tu idea- exclamó el conde.

-Decís bien, Luisa, y estoy seguro- repuso el vizconde- que mi tío sabrá encontrar el medio de destruir una asociación tan perjudicial a la sociedad.

-¿Quedáis, pues, en hacer?....

-Descansad, Luisa; tomo a mi cargo este asunto, y poco he de poder o no se ha de retardar el momento en que Carlos se vea libre de los obstáculos que se oponen a su felicidad.

-¡Bien haya la idea que se me ocurrió de entrar en este aposento antes de salir de esta casa!

-¡Cómo! ¿Hubieras podido marcharte sin darme antes un abrazo?

-Perdona, querida María, pero nada extrañes teniendo en cuenta el estado en que me hallo.

-Lo comprendo, amiga mía, lo comprendo- dijo la hija del conde besando cariñosamente a Luisa.

-¿Queda mi hijo en su aposento?

-Ha salido de él momentos antes de que yo me dirigiera a este.

-¿Y sabes a dónde ha ido?

-No, señor conde; no sabiendo qué palabras oponer a mis súplicas, se ha retirado, dejándome anegada en llanto.

-¡Cuándo querrá Dios que de una vez y para siempre terminen mis sobresaltos!- exclamó el conde con profunda melancolía.

-Procurad, señor conde, desechar de la mente las ideas que os afligen y confiad en mi eficacia; dentro de breves momentos hablaré con mi señor tío, y éste no tardará en poner en conocimiento del monarca la existencia de esa sociedad que es necesario extinguir. Una vez esto alcanzado, Carlos podrá entonces entregar libremente su mano a Luisa, y he aquí que se cumplirá el deseo que antes manifestabais, realizándose a la par las bodas de vuestros hijos.

-¡Quiera Dios que así sea para bien de todos!

-Y así será, señor conde; el corazón me lo augura.

-Ya lo oyes, querida Luisa; espero que las palabras del señor vizconde atenuarán un tanto tus tristezas.

-Eterno ha de ser mi agradecimiento por el interés que me manifiesta este caballero.

-Nada tenéis que agradecerme; yo estaré suficientemente recompensado con haber podido hacer algo en pro de las personas a quienes ama tanto mi María.

-Y ésta os suplica encarecidamente- dijo la bella futura del vizconde- que no demoréis el dar el paso que proyectáis.

-No he de tardar en hacerlo, y sería muy conveniente que entre tanto el señor conde, procurase avistarse con su hijo, a fin de retenerle, no sea cosa de que mis esfuerzos se inutilicen.

-¿Pues qué teméis?

-Pudiera acontecer, que si Carlos sale a la calle, tropezara con don Luis, y exasperados ambos jóvenes, llevaran a cabo momentáneamente el proyectado duelo.

-No creo que en las actuales circunstancias, sin dejar trascurrir el tiempo debido, hicieran uso de las armas.

-Verdaderamente no es probable- dijo el vizconde.

-No obstante- agregó María- no está de más el preverlo todo.

-Procuraré informarme del sitio en que se halla Carlos, y haré cuanto pueda por retenerle a mi lado.

-También yo hablaré con Antonio, a fin de que ponga de su parte cuantos medios estén a su alcance para impedir el encuentro de Carlos con Guevara.

Luisa abandonó su asiento, y María le dijo:

-¿Te vas ya?

-Sí.

-¿Supongo que algo más tranquila que cuando habéis venido?

-Por lo menos, señor vizconde, llevo en mi corazón una esperanza. ¡Quiera Dios que en breve no se desvanezca!

-Antes bien me atrevo a decir que ha de convertirse en hermosa realidad; no ha de hacerse esperar mucho el resultado que ha de producir el paso que voy a dar. Tan pronto como adquiera las noticias necesarias, vendré a ponerlas en conocimiento del señor conde, para que éste a su vez os las comunique, mi bella amiga; y pues vais a marcharos, permitidme que os acompañe hasta vuestra casa, desde la cual pienso dirigirme a la de mi noble pariente.

-¡Oh! no os molestéis, señor vizconde; esperándome está mi doncella.

-Eso no impide- dijo María- para que te niegues a aceptar el ofrecimiento de mi futuro.

Besáronse las jóvenes repetidas veces, saludó el vizconde a su bella prometida, estrechó la mano del de Lazan, y se retiró en compañía de Luisa y de su doncella.

Al llegar a la puerta del palacio de la Jaridilla, el vizconde del Juncal le dijo a Luisa:

-Quedad tranquila, pues, o mucho me equivoco, o no se han de pasar muchas horas sin que quede disuelta por completo la funesta sociedad causa de vuestros amargos sinsabores.

Capítulo CXVIII. Por qué circunstancias volvemos a encontrarnos con la condesa de Santillán

Azucena estaba interesada en la salvación, tanto de don Luis, como de Carlos de Lazan.

Su orgullo se había visto satisfecho con ver en su casa y en actitud suplicante, a la altiva duquesa de la Jaridilla, su rival en otro tiempo y a la cual tanto habían odiado.

Puede comprenderse muy bien, que muchos de los secretos que sabía la gitana, le eran conocidos por García.

La muerte de éste, muerte que supo como no podía menos al identificarse su persona en el depósito de cadáveres, la quitó, si así podemos expresarnos, un gran peso de encima.

Conocida como le era la existencia de aquel hombre; viéndose ligada a él, tanto por los vínculos del afecto, que por una de esas aberraciones de la humana naturaleza, habíase desarrollado tan violentamente en su corazón, y además dominada por la maldad del miserable no pudo menos de respirar tranquila en el momento en que la misma muerte se encargó de dejarla libre de aquella carga que tan penosa se le iba haciendo cada día.

Unos secretos habíales podido sorprender en los momentos de expansión de García, momentos que eran muy raros, y únicamente cuando el vino desataba su lengua; y otros merced a su astucia y a su perspicacia.

Es verdad que García, según vimos en otro sitio, había comenzado a desconfiar teniendo con ella escenas sobradamente violentas; mas la serenidad de que dio muestras en aquellos difíciles momentos, la salvó y desde entonces ella procuró saber cuanto la fue posible y él se hizo más reservado y receloso.

Pero a pesar de esto, y valiéndose de todas las artes que en grado tan superlativo poseía, averiguó algo más tal vez de lo que a García conviniera, lo cual la sirvió para conocer la idea que el conde de Santillán se habla llevado al ingresar en la sociedad de los Caballeros del Amor.

Y aun cuando en la sombra, fue siguiendo todos los pasos de aquella venganza.

A ella la importaba muy poco la muerte de Carlos de Lazan.

Precisamente por el dolor que hubiera de recibir el conde, estaba dispuesta a dejarla que se verificase.

Pero también se hallaba amenazado don Luis de Guevara.

Y ella, aun cuando sin tener relaciones con él, interesábase por aquel gallardo joven, tan apuesto, tan simpático y, tan generoso con todo el mundo.

Sobre todo, ella le debía una especie de expiación.

García había intentado matarle, según ya sabemos.

De aquí los pasos que dio, y de aquí también los que por consecuencia de la entrevista con la duquesa vamos a ver qué intenta llevar a cabo.

Meditabunda como siempre, preocupada como de costumbre, volvemos a encontrarla al día siguiente del en que la de la Jaridilla estuvo a verla.

-Difícil es poder conciliar tantas cosas- murmuraba- y no sé ni de qué medios valerme ni qué recursos emplear para conseguir evitar la catástrofe que se prepara.

De repente su fisonomía se esclareció, y levantándose de su asiento, exclamó:

-No hay otro remedio. El enemigo peor que tienen, lo mismo el vizconde que don Luis, es el conde de Santillán, y a todo trance es preciso deshacernos de él. Tal vez en el corazón de la condesa existan todavía las cenizas del pasado amor, y si consiguiéramos reavivar aquel antiguo fuego, tal vez pudiésemos alcanzar algo.

Y Azucena, rápida en la ejecución como en la concepción del pensamiento lo había sido, preparóse para salir a la calle, y poco después hallábase en las Salesas Reales, donde como sabemos, habíase retirado la condesa de Santillán, desde el momento en que hubo de renunciar al amor de Guevara.

Solicitada la venia para penetrar en la celda de doña Isabel, ésta fijó su curiosa mirada en la gitana, diciendo después:

-Sepamos qué queréis de mí, buena mujer.

Azucena contempló breves segundos a la dama.

Y desde luego comprendió que el ascetismo no había sido tan poderoso en ella que borrara el recuerdo de aquellos amores, y que todavía era fácil sacar algún partido.

En su consecuencia, resolvió ir, como vulgarmente se dice, derecha al objeto y dijo:

-Señora condesa, mi venida tiene un objeto que quizás va a renovar una antigua herida que en su corazón existe; pero no puedo menos de hacerlo así, pues a ello me obligan altas y poderosas razones.

Doña Isabel palideció.

Quizás aquella antigua herida a que aludía la gitana, presintió de lo que se trataba, y sus punzadas revelaron a la dama algo de lo que se le iba a decir.

Y decimos esto, porque volviéndose hacia la gitana, la dijo vivamente:

-¿Venís a decirme algo de don Luis?

-Como adiviné la existencia de esa herida....- exclamó Azucena con acento de triunfo.

-Vamos, despachad; ¿qué queréis?

-Pediros un favor.

-¿En nombre de quién?

-En el mío.

-¿Pues no dijisteis que don Luis?...

Y la condesa no pudo disimular un movimiento de despecho.

-Os dije que iba a renovar una antigua herida, y no os he engañado, señora.

-Pero.....

-Y veo que acerté, y presumo que no ha de quedar desairada mi pretensión, desde el momento en que vuestro corazón ha respondido a la indicación que hice.

-Pero bien, ¿qué es lo que queréis?- preguntó la condesa impaciente.

-Don Luis está en peligro.

-¡En peligro! ¿y con esa calma os estáis? Responded qué peligro le amenaza.

-La muerte tal vez.

-¿La muerte habéis dicho?

-Sí, señora.

-Pero explicaos; ¿qué clase de muerte es esa? ¿quién lo amenaza así?

Y la condesa fijaba su mirada anhelante en la gitana, que comprendió la perturbación que había sembrado en su espíritu con aquella noticia.

-¿Sabéis quién amenaza en primer término a la vida de don Luis?

-¿Quién?

-Vuestro esposo.

-¡Oh!

-Ya veis si con razón os dije que iba a renovar antiguas heridas en vuestro pecho.

La condesa permaneció algunos momentos pensativa.

Después alzó la cabeza y fijó su mirada escrutadora en la gitana diciendo:

-Lo que me habéis dicho, ¿es verdad?

-Os lo juro- repuso Azucena extendiendo la mano delante de un crucifijo que había en la celda.

-Hablad y sepa yo con toda verdad lo que queréis decir.

Entonces Azucena refirió a doña Isabel lo que ya conocen nuestros lectores, referente al ingreso del conde de Santillán en la sociedad y a los pasos que había dado en contra de nuestros amigos.

-¿Y qué queréis que haga yo?- repuso doña Isabel, tan luego acabó Azucena.

-Vos podéis conseguir de don Luis, lo que ninguna de nosotras podemos alcanzar.

-¿Queréis acaso que le haga desistir de ese desafío?

-Sí, señora.

-¿De qué modo?

-Que disuelva la sociedad, que rompa en absoluto los lazos que a ella le unen, que no se deje imponer por sus gestiones o por amenazas y que desprecie lodo cuanto del conde pueda provenir.

-Y sospecháis que don Luis ha de prestar fe a mis palabras?

-¿Por qué no?

-Está bien- repuso la condesa- intentaré este último recurso, aun cuando sin esperanza.

-¡Oh! señora, si vos no la tenéis, ¿quién la ha de tener entonces?

Azucena salió del convento un tanto más consolada.

Presumía que la voz del antiguo amor, había de influir algo en aquel corazón altivo.

Había procurado excitar lo menos posible los celos de la dama; pero sin embargo, no era posible prescindir de hacerlo, y la palidez de doña Isabel había demostrado que en realidad aquel terrible aguijón seguía punzando en su alma con una violencia extraordinaria.

Una vez sola doña Isabel, dejóse caer ante el reclinatorio y rompiendo a llorar exclamó dirigiendo los ojos al cielo:

-¡Dios mío! ¿por qué no habéis permitido que arroje por completo de mi pecho esta pasión que a mi pesar todavía me avasalla y me consume? ¿Por qué la suerte me obliga a encontrarme otra vez frente a frente con el autor de mis desventuras? Dadme fuerzas, Señor, para que al volverle a ver pueda soportar dignamente la ruda prueba a que he de sujetarme.

Y dejó caer la cabeza sobre las manos, permaneciendo largo tiempo en aquella postura.

Cuando alzó la cabeza, su semblante estaba más sereno.

Las lágrimas habían desaparecido, aun cuando todavía sus huellas estaban frescas.

Dirigióse a una mesita que había en la celda, sacó de uno de sus cajones una hoja de papel y trazó sobre ella algunas líneas con temblorosa mano.

Firmóla y llamando a la sirviente que según los preminencias de aquel santo asilo pueden tener las personas que en él residen, le dio aquella carta con orden de que la llevara inmediatamente a casa de don Luis de Guevara.

Pero sin duda la criada hubo de pensar de un modo distinto que su señora, toda vez que marchó directamente a la casa en que vivía el conde de Santillán, solicitando con urgencia hablar con él.

Conocida debería de ser ya, puesto que el conde se dispuso a recibirla al saber quién era.

-¿Ocurre alguna novedad?- preguntó al verla en su aposento.

-Sí, señor conde; ved esta carta que se me ha confiado hace un momento.

El conde cogió la carta que la criada de su esposa acababa de mostrarle.

Y después de dar entre sus manos cien vueltas a aquella carta, concluyó por abrirla, usando de una destreza extraordinaria a fin de no destruir el sello que la cerraba.

La carta no encerraba más que una simple invitación a don Luis, para que se presentase a la mayor brevedad posible en el convento de las Selesas.

-Está bien- dijo después de haberla leído- hora es ya de que concluya este estado; yo sé lo que debo hacer, y lo haré, cueste lo que cueste, y caiga quien caiga.

Y después de estas palabras volvió a cerrar la carta y se la entregó a la infiel servidora, diciéndola:

-Puedes llevarla a su destino.

Y a la par sacó algunas monedas de oro que puso en manos de su indigna agente.

Bien ajeno estaba don Luis de que en aquellos momentos estaba, por decirlo así, jugándose su suerte.

La proximidad de su desafío con el vizconde y la perspectiva de los nuevos incidentes que pudiesen surgir en el caso de que la suerte le fuese favorable en el primer duelo, teníanle preocupado, no precisamente por el temor que la muerte le inspirase, sino por Paca, a quien indudablemente costaría la vida cualquier desgracia que a él le pudiera acontecer.

Había sufrido demasiado la infeliz por efecto de aquel amor; eran demasiados los golpes que sobre su corazón había descargado la suerte, y era menester que, siquiera en aquellos momentos, tuviese alguna compensación.

Así fue que cuando su criado le entró aquella carta, diciéndole que la persona que la llevaba esperaba contestación, estuvo un buen espacio mirando la letra del sobre, sin poder saber a quién pertenecía.

Abrióla por fin, y una exclamación de asombro hubo de brotar de sus labios.

Rápidamente recorrió aquellas líneas, y enterado de su contenido, dijo:

-Di a la persona que ha traído esta carta, que enterado de ella, iré después donde se me indica.

El criado obedeció, y una vez que don Luis se quedó solo, volvió a leer aquella carta, murmurando después:

-¿Qué podrá quererme doña Isabel? ¡Si volverán a surgir nuevas complicaciones en mi existencia!

Y preocupado con aquella nueva idea, impaciente por saber lo que la noble dama querría de él, apresuróse a marchar al convento, donde llegó una hora después de haber recibido el mensaje de la condesa.

Ésta había necesitado hacer un poderoso esfuerzo sobre sí misma para recibir al caballero de un modo completamente en armonía con la nueva situación en que uno y otro se hallaban.

Sin embargo, al anunciársele que estaba allí, su corazón comenzó a palpitar con inusitada violencia y necesitó dejar que transcurriesen algunos minutos antes de presentarse a don Luis.

Un tanto confusa y alterada presentóse a saludarle.

Éste, después de los primeros momentos, la dijo:

-Señora, considerando vuestros deseos como órdenes para mí, ya veis que me he apresurado a ponerme a vuestra disposición: ¿qué tenéis que mandarme?

-No tengo derecho alguno para ello, y lo más que puedo hacer es suplicaros.

Y el acento de la condesa temblaba al pronunciar estas palabras, porque todavía la voz de don Luis vibraba de un modo dulcísimo en su corazón.

-¡Suplicarme decís! no os comprendo.

-Don Luis, procuremos economizar tiempo que a los dos nos conviene, y ved que por vuestro bien solamente me ocupo.

-Gracias señora, pero permitidme que os diga que si de mi bien se trata, harto bien encuentro pudiendo contemplaros una sola vez al menos.

-Callad, don Luis, que tales palabras ni es digno de vos el pronunciarlos ni de mí el oirlas, máxime en este sitio y en estas circunstancias.

-Dispensad.....

-Estáis dispensado, y os suplico que me escuchéis con atención.

-Hablad, señora.

-Sé que vais a casaros, y pláceme que de una vez deis la felicidad y la ventura a quien tiene ya por muchas razones que vos sabéis, derechos adquiridos para ello.

-¡Señora!....

-Pero sé también, y por esto os llamo, que os halláis en grave riesgo de naufragar tal vez a la orilla del puerto, y yo quiero salvaros.

Capítulo CXIX. Cómo puede interrumpirse una conferencia, y cómo puede terminar un antiguo resentimiento

Profundamente sorprendido se quedó don Luis al escuchar las palabras de la condesa.

¿Cómo se encontraba tan enterada de lo que a él se refería?

¿Cómo había podido saber el peligro en que él se hallaba y qué clase de medios eran los que pensaba para salvarle?

Todas estas preguntas se las hizo don Luis en aquel momento, no siéndole posible decir una palabra en contestación a las pronunciadas por doña Isabel.

Cuando pudo reponerse un poco de aquella profunda impresión, dijo:

-Bendita seáis, señora, por vuestros buenos deseos. Bendito también el afán que demostráis en mi favor, pero puedo aseguraros que ignoro absolutamente lo que queréis decir.

La condesa dirigió una mirada de reproche al caballero, y exclamó:

-¡Don Luis!

-Os repito lo que antes os dije: no sé de qué queréis hablar.

-¿Lo decís de veras?

-Como tengo por costumbre.

-¡Oh! Siendo así vos mismo os habéis condenado.

-¡Condenarme!

-Naturalmente.

-No os comprendo.

-¿No me habéis dado vos mismo derecho para que-dude de vuestras palabras?

Tan oportuno y tan justo era el reproche, que don Luis se mordió los labios sin saber qué contestar.

La condesa comprendió lo que pasaba en el corazón de don Luis, y queriendo poner término a su confusión, le dijo:

-Vamos, dejemos el pasado y pensemos únicamente en el presente.

-Es que me habéis dicho.....

-Vos y yo sabemos que tengo razón, por lo tanto demos, como ya os he indicado, por concluido este asunto, y tratemos de vuestro peligro.

-Pero ¿quién os ha dicho tal cosa?

-Me basta con saberlo y con que vos sepáis que lo sé.

-Pero bien; aun cuando así sea, ¿qué he de hacer yo para evitar ese peligro?

-Todo.

-Me conocéis poco, doña Isabel, si creéis que porque yo conozca la existencia del peligro que corro, he de dar pasos para evitarlo.

-Hay cosas que deben evitarse siempre.

-Yo no puedo evitarlo de modo que pueda considerarse como una cobardía.

-¿Y por ese necio pundonor, y permitidme que así lo califique, no vaciláis en arriesgar vuestra existencia y en hacer desgraciada a una persona que os ama de veras?

-No sé a lo que podáis referiros, y francamente, desearía que os explicaseis más.

-Corta es la explicación.

-Pero si no me la dais......

-¿Para qué, cuando la sabéis mucho mejor que yo?

-Sin embargo.....

-Vamos, don Luis; ya que os habéis propuesto que hable, no tendré otro remedio que hacerlo. Os vais a casar; hay una mujer que está confiada en vuestra palabra, que os ama, que no puede vivir sin vuestro amor, y a pesar de eso, no vaciláis en lanzaros a una lucha en la cual, de cien probabilidades, hay noventa y nueva en contra vuestra.

-¿Pero cómo habéis podido saber?

-El cómo no os importe, vuelvo a repetiros; lo esencial aquí es el hecho que constituye la situación de que quiero libraros.

-¡Cuán buena sois, y cuánto debo agradeceros!

-A mí nada absolutamente. Cumplo mi deber tan solo.

-¡Si todos lo cumplieran como vos!

-No se trata ahora de mí; se trata de que sepáis el lazo que os han tendido.

-Paréceme, señora, que estáis en un error. Aquí no hay lazo alguno; yo he olvidado compromisos que tenia contraídos, y mis compañeros se han encargado de recordármelos.

-¿Estáis seguro de que han sido vuestros compañeros?- preguntó la condesa, fijando una mirada insistente en don Luis.

-Mis compañeros, sí señora- repuso éste con alguna inseguridad.

-¿Y no habéis visto en ella la enemiga saña de un adversario encubierto?

-¡Señora!

-Vamos, don Luis; sedme franco y no os expongáis con esos alardes de nobleza y de caballerosidad, a satisfacer una venganza ruin y mezquina.

Durante algunos momentos, ni don Luis dijo una palabra ni la condesa añadió otra frase a las que pronunciaron.

Por fin, dijo el caballero:

-¿Y es para esto para lo que me hicisteis la honra de llamarme?

-¿Acaso fui indiscreta obrando así?

-¡Líbreme el cielo de pensar siquiera semejante cosa!

-¿Pero evitaréis el riesgo que os amenaza?

-Decidme de qué modo, señora.

-¿Cómo he de saberlo yo?

-Cuando se conoce la enfermedad, fácil es aplicarle el remedio.

-Pues el mío sería radical.

-Si me lo explicarais.....

-Se trata solamente de cometer una pequeña traición.

-¿Y queréis que yo salve la vida a costa de semejante mancha en mi honor?

-Paréceme que me desconocéis.

-Vuestra proposición.....

-No se trata en ese sentido.

-Entonces vuelvo a deciros lo que os he repetido varias veces; no os entiendo.

-Decidme; si esa sociedad a la cual pertenecéis y que tan extraños estatutos tiene, fuera castigada cual merece; si los caballeros que la componen quedasen sujetos a las leyes en menosprecio de las que se han reunido, ¿no creéis que vuestro compromiso quedaría completamente roto?

-¡Cómo, señora! ¿presumís siquiera que yo pudiera ser el delator?

-No; pero podéis ser el que la disuelva. ¿No la formasteis vos?

-En unión de mis amigos.

-¿Y ni vuestros amigos, ni vos pudisteis sospechar que llegase un día en que os vieseis frente a frente y con la espada en la mano para defender las prerogativas y los derechos de esa misma asociación?

-No, señora.

-Pues bien. Hablad con don Carlos de Lazan, y estoy segura que entre ambos, llegaréis a un acuerdo que evite la efusión de sangre, y que os deje completamente garantidos para lo sucedido.

-¡Oh! es imposible.

-Imposible, porque vos queréis.

-Las leyes del honor son muy severas, y demasiado os consta que he procurado no esquivarlas nunca.

-Pero ved que tenéis otros vínculos contraídos.

-Todo lo que vos queráis.

-Y que eso no es más que un falso pundonor que os ciega y que puede causaros graves perjuicios.

-¡Cómo ha de ser!

-¿Es decir, que persistís en batiros?

-Sí, señora.

-¿Y no pueden nada para vos mis reflexiones?

-Si mi padre viviera y tal cosa me exigiese, podéis estar cierta que a pesar del cariño que le profesaba, le desobedecería.

Tan resuelto fue el acento de don Luis al pronunciar estas palabras, que la condesa comprendió todo lo inquebrantable de su resolución.

-De manera- dijo- que queréis servir de instrumento a la venganza del conde de Santillán?

-¡Cómo! ¿también sabéis?....

-Todo; lo sé todo.

Iba don Luis a replicar, cuando de súbito y abriéndose la puerta de la celda, presentóse una novicia toda acongojada diciendo algunas palabras al oído de la condesa, palabras que la hicieron estremecer.

Guevara advirtió este efecto, y adelantándose hacia doña Isabel la preguntó:

-¿Qué tenéis, señora?

-Nada. Permitidme algunos segundos.

Y dirigiéndose a la novicia, la dijo:

-Id, hija mía; decid a la abadesa lo que sucede, y que necesito al punto su presencia aquí para justificar esta conversación.

La novicia se inclinó silenciosamente, y salió de la celda por una puerta interior.

-¿Pero me explicaréis?....- dijo don Luis.

-Pronto tendréis la explicación- repuso doña Isabel fijando una ansiosa mirada en la puerta del aposento.

Esta se abrió de súbito, y en el dintel de ella aparecieron el conde de Santillán, seguido de un alcalde de casa y corte a quien acompañaba un escribano.

-Ved, señor alcalde- dijo el conde señalando a don Luis y a su esposa.- Mi noble cónyuge admite visitas en su celda de religiosa, sin el beneplácito de su esposo, a quien tiene prohibido que penetre en este lugar.

Don Luis se estremeció de ira, y tal vez en un arrebato de cólera hubiese cometido una imprudencia, a no detenerle doña Isabel que adelantándose majestuosamente hacia los recién llegados, preguntó:

-¿A qué debo la honra de ver a la justicia en la puerta de mi celda sin haberme pedido siquiera venia para llegar hasta aquí?

-Señora- repuso el de Santillán con enojado acento.- El esposo ultrajado no necesita pedir venia ni autorización, cuando trata de castigar a la esposa infiel.

-Medid bien vuestras palabras, señor conde- repuso don Luis con una calma que hacia más terrible todavía la intención que envolvía su frase- porque pudiera ser que padecieseis un error, y sabéis que los errores suelen a veces pagarse caros.

-¿Qué hacíais en la habitación de mi esposa?- preguntó el conde.

-Me hablaba de vos, señor conde- contestó doña Isabel.- Me decía que le diese alguna explicación sobre la villanía que habíais cometido entrando a formar parte de cierta asociación, en la cual no pueden entrar más que, o los jóvenes solteros, o los viudos, y como yo no he pronunciado votos todavía, como nuestro matrimonio no está disuelto, que yo sepa al menos, si prestasteis juramento de hallaros en completa libertad, jurasteis en falso; y ya sabéis el castigo que se da a los perjuros. Vos, señor alcalde, podréis explicárselo mejor al señor conde.

-¡Señora!

-Y tened presente, señor alcalde, y así podéis hacerlo constar, que nuestra entrevista ni era contraria a las reglas establecidas en esta santa casa, ni podía juzgársela en un sentido vergonzoso, puesto que la señora abadesa, que hace un momento ha salido de aquí, ha estado presenciándola.

El conde no pudo menos de desconcertarse algún tanto.

Y este desconcierto se aumentó al ver que se abría la puerta interior que desde la celda comunicaba con el resto del edificio, apareciendo en ella la abadesa, que hizo un movimiento de sorpresa al ver a las personas allí reunidas.

Doña Isabel volvióse hacia ella sin perder un momento su aplomo y serenidad, y en breves palabras la puso al corriente de lo que ocurría.

El conde trató de hablar a su vez.

Pero la superiora del convento, impidiéndole que hablara, se dirigió al alcalde, diciéndole.

-Extráñame sobremanera, señor alcalde de casa y corte, veros en este sitio.

-Señora abadesa, el señor conde rogóme que viniese a tomar acta de lo que viera y oyese.

-Y vos, que debéis ser sin duda novel en la carrera, olvidasteis que las Salesas Reales disfrutan de privilegios o inmunidades, entre las cuales existe la de que no podéis vos entrar en este sitio.

-Mas.....

-Y como no debo, ni puedo, ni tengo necesidad de daros otra explicación, os mando que salgáis de aquí, prometiéndoos recurrir en queja a quien debo.

-Señora abadesa, yo he sido quien le rogué me acompañase- dijo el conde.

-Pues vuestro tanto de culpa tendréis en este asunto.

Y la abadesa señaló la puerta al alcalde y al escribano, los cuales seguidos del conde salieron de la celda.

Capítulo CXX. Terminación del anterior

-¡Oh, señora!- exclamó don Luis tan luego se quedaron solos- no es posible que os imaginéis el poderoso esfuerzo que he tenido que hacer para no olvidar el sitio en que me hallo.

-Por eso he procurado anticiparme siempre a vos cuando tratabais de hablar.

Y después, volviéndose doña Isabel a la abadesa, prosiguió:

-Mucho tengo que agradeceros, señora, y creedme que no se me olvidará con facilidad la poderosa ayuda que me disteis.

-Cumplo con mi deber nada más, volviendo por los fueros e inmunidades de la casa- respondió la prelada- mas por vuestro propio bien debo preveniros que no repitáis demasiado entrevistas como ésta, pues la escena de hoy pudiera reproducirse, y vuestro esposo, aleccionado por lo ocurrido, podría presentarse con alguna autorización especial, y en este caso sería completamente ineficaz mi poder.

-Os agradezco la advertencia, y os prometo que en lo sucesivo procuraré no exponerme a nuevas sospechas. Don Luis tendrá en cuenta mis súplicas, y no se expondrá locamente a peligros como el que está corriendo en estos momentos.

-Ya os dije lo que sobre ese asunto me ordenaba el honor y después de lo que acaba de suceder, comprenderéis que debo ratificarme en mi resolución.

-Pero ved que es locura lo que tratáis de hacer.

-No os lo niego.

-Y cuando mi amistad os ruega.....

-Bien sabe el cielo que vuestra amistad, doña Isabel, tiene para mí un valor tan grande, que nada puede compararse con ella, y sin embargo, cuando en este caso la desatiendo, adivinaréis que razones muy poderosas me obligan a ello.

-Pero eso es buscar una muerte cierta.

-Procuraré defender mi vida cuanto sea posible.

-Si yo misma os he indicado los medios para alcanzar ese resultado sin exposición.

-Dispensadme, doña Isabel, son medios inaceptables para mí.

La condesa no pudo ocultar la desfavorable impresión que le causaba la tenacidad del caballero.

Este adivinó en su semblante lo que en su corazón pasaba, y la dijo:

-Comprendo, señora, la contrariedad que habéis de experimentar, cuando así veis defraudados vuestros buenos propósitos; mas ya os di las razones, y repitiéndoos lo mucho que os agradezco el favor que me hicisteis, permitidme que me retire, que harto he abusado ya de vuestra bondad.

Y don Luis al decir estas palabras dispúsose a marchar.

En vano fue que doña Isabel intentara nuevamente hacerle desistir.

El caballero no quiso dar palabra alguna que a nada le comprometiera, contentándose única y exclusivamente con prometer que haría lo posible por defender su vida.

Lo mismo la abadesa que doña Isabel, influyeron nuevamente, al objeto de evitar la catástrofe que presumían; mas nada fue posible alcanzar, según ya hemos dicho, y don Luis salió del convento de las Salesas resuelto más que nunca a llevar adelante sus propósitos.

En cambio, doña Isabel quedóse doblemente desolada.

Y decimos doblemente, porque aun cuando don Luis nada le había dicho respecto a su marido, la verdad era que ella había visto en sus ojos algo tan amenazador y tan temible mientras el conde estuvo allí, que presumió desde luego un desenlace fatal tras de aquella escena.

Nada sospechó de la mujer que la servía, y aun cuando desde luego tuvo el convencimiento de que alguien le había hecho traición, nunca se la pudo ocurrir que la misma mujer de quien ella estaba sirviéndose hubiese sido la causante de todo.

En su consecuencia, a poco de haber salido don Luis del convento, escribió una carta a su marido, carta en la cual le decía lo siguiente:

«Señor conde de Santillán:

»Si no os tuviera por desdicha mía tan conocido, el paso que habéis dado hoy probárame suficientemente todo lo de que sois capaz.

»Sé perfectamente todas las infamias que instigado por vuestro odio tramasteis contra don Luis de Guevara.

»Para prevenirle contra ellas, le llamé a mi celda, y podéis estar seguro que he de hacer cuanto me sea dable, al objeto de que no os salgáis con vuestro ruin propósito.

»Vivid prevenido, pues sobre la infamia del hombre está la Providencia para destruirla, y sobre todo mi voluntad enérgica e incontrastable que ya conocéis, y que hará cuanto sea posible para inutilizar vuestros ruines propósitos, aun cuando tuviera que recurrir al mismo monarca.

»He tenido que repetiros varias veces cómo conseguisteis el que yo os diese mi mano; he tenido precisión de recordaros los pactos que entonces mediaron; vos, se conoce que los habéis olvidado, y es menester que haya alguien que os los recuerde.

»Temed, por lo tanto, la hora de la justicia, pues si la dejáis que suene, se mostrará inexorable en ella,

Isabel.»

Cuando esta carta fue entregada al conde por la doncella de la condesa, hallábase aquel lleno de despecho y revolviendo cien proyectos en su imaginación, que pudiesen darle el resultado que apetecía.

Este era el de comprometer a su esposa de una manera que no tuviese más remedio que sujetarse a su voluntad.

Respecto a don Luis, confiaba en llevar a cabo una venganza que le dejase completamente satisfecho.

Así es, que únicamente pensaba en doña Isabel, y por ella más que por nada había dado el paso del convento.

Pero este paso, como hemos visto, le resultó infructuoso.

Y su cólera y su deseo de venganza se aumentó con más violencia por lo mismo que había quedado chasqueado otra vez.

-Responde- dijo a la criada que le entregó la carta que acababa de leer y que estrujaba furioso entre sus manos- ¿ha permanecido mucho tiempo don Luis en el convento?

-No, señor.

-¿No has podido escuchar nada de lo que allí han hablado?

-Palabras sueltas no más.

-¿Y por qué no más que palabras? ¿No te pago para que espíes, para que observes y para que digas?

-Es que la señora abadesa no se separó de la celda hasta después que se hubo marchado don Luis.

-¡La abadesa! si yo pudiera vengarme de ella también.....

La criada le miró, y cual si se gozara en su disgusto, le dijo:

-¡Oh! es muy amiga de la señora condesa.

-No me hables de esa amistad porque más se enciende mi cólera al oirlo. Dí, ¿es cierto que había estado con mi mujer durante toda su entrevista con don Luis?

-No, señor.

-¡Cómo!

-Cuando entrasteis en el convento, fue una novicia a avisarla y entonces corrió inmediatamente a la celda de doña Isabel.

-Conque, ¿es decir que me han engañado?

-No os dije que eran tan amigas.....

-Está bien; si el infierno quiere ayudarme, yo te juro que esa amistad les ha de costar muy cara.

-¿Qué he de contestará la señora?- preguntó la criada a quien el mensaje que había traído le agradaba muy poco, puesto que no le había proporcionado más que disgustos sin utilidad alguna.

-Dile que presto tendrá noticias mías, y noticias que no han de ser de su agrado.

Y el conde hizo una seña a la criada para que saliese de la estancia, y una vez solo volvió de nuevo a leer la carta.

Terminada que fue su lectura, exclamó:

-¿Qué propósito será el que se propondrá esta mujer? ¿querrá acaso por el amor de su don Luis llevar el escándalo hasta el extremo de revelar las vergonzosas condiciones de nuestro contrato de boda? ¡Ira de Dios, que si tal hiciera, pusiérame en evidencia y avergonzado quedara para siempre!

Y principió a dar paseos por la estancia.

-Pero no es posible que tal haga; se estima en mucho a sí propia, y ella habría de ponerse en ridículo también. Sin embargo, mujer es para hacerlo con tal de conseguir su objeto.

Y quedóse pensativo hasta que prosiguió con altanería:

-¡Oh! ¿y he de doblegarme acaso por el temor que me inspira su misma audacia? En la deshonra que ella trate de arrojar sobre mí, queda envuelta también; por lo tanto,¿por qué tanta preocupación? Ahora me aconsejaré de mis amigos y veremos su opinión.

Así diciendo, dirigióse al punto en que los Caballeros del Amor celebraban sus misteriosas reuniones.

No hacía mucho tiempo que se encontraba allí cuando apareció de repente en la estancia, nuestro amigo don Luis de Guevara.

Durante el tiempo que había trascurrido, don Luis habíase serenado por completo, y tranquilo, sonriente y afectuoso, se acercó al lugar en que estaba el conde y le dijo:

-¿Queréis hacerme la merced de escucharme dos palabras?

-¿No podéis decirlas delante de estos caballeros?- preguntó el de Santillán con alguna impertinencia.

-De haberlo podido hacer, hiciéralo sin necesitar vuestra indicación, amigo mío. Pero necesito que sean a solas, y ya sabéis que no es mi virtud favorita la paciencia.

-Id, conde- le dijeron sus amigos.

El de Santillán no tuvo otro remedio que separarse de ellos, y siguió a don Luis hasta otra estancia inmediata.

Una vez en ella don Luis cambió súbitamente de acento y de expresión en su semblante y dijo:

-¿Sabéis para lo que he venido a buscaros, señor conde?

-¿Para qué?- preguntó éste con insolencia.

-Para mataros.

-Ya sé que tarde o temprano ha de suceder eso.

-No, es que va a ser ahora mismo.

-Tened más calma, don Luis; ya veis si yo la he tenido por tanto tiempo.

-Os digo que vamos a batirnos ahora mismo.

-Pero.....

-Os llamaré cobarde delante de todos vuestros amigos, os escupiré en el rostro si es necesario, os azotaré con la hoja de mi espada hasta que os obligue.

-¡Oh!

-Ya veis si estoy resuelto.

-¡Miserable de vos!

-El miserable lo es quien después de haber escuchado lo que os he dicho, no ha desenvainado ya su acero.

-Tiempo me queda para ello.

-Ninguno. Responded; ¿os batís ahora mismo, sí o no?

-Ahora no.

-Pues bien; escuchad.

Y don Luis, ciego de ira, se dirigió a la puerta de la estancia y llamó a los caballeros que habían quedado en la inmediata.

-¿Qué hacéis?- exclamó el conde con voz sorda.

-Señores- dijo don Luis- Os he llamado para que escuchéis la felonía del miserable a quien habéis acogido en vuestro seno mientras que yo estaba enfermo.

-Callad, don Luis- gritó el conde interrumpiéndole.

-¿Os batís?- le preguntó éste.

-Me batiré- repuso con rabia el conde.

-¡Loado sea Dios! Ahora, caballeros, os ruego deis vuestra palabra de honor de que nada diréis de cuanto aquí suceda.

Los caballeros la dieron, y poco después don Luis y el conde, espada en mano, lanzábanse el uno sobre el otro en la misma sala en que se hallaban, y en presencia de los caballeros.

Pocos segundos llevaban de estarse batiendo, cuando un ¡ay! lanzado por el conde y su caída inmediatamente revelaron que la espada de don Luis había sido afortunada.

Capítulo CXXI. Astucia de mujer

Efectivamente, el conde de Santillán había caído al suelo con el corazón atravesado por el arma de su adversario.

El conde de Santillán tenía fama de gran tirador, pero don Luis no le iba en zaga, y precisamente en los momentos que hablamos, la ira y el justo deseo de castigar a quien tanto le ofendiera, prestábale menos destreza.

La muerte del conde, que fue casi instantánea, hizo comprender a los caballeros allí reunidos el compromiso en que se hallaban.

Vigentes como estaban todas las disposiciones contra el duelo, relacionado por medio del parentesco el difunto, la verdad era que don Luis para evitar un mal precisamente había caído en otro peor.

-Don Luis- le dijeron algunos de sus amigos- es necesario que inmediatamente veáis de ocultaros.

-¿Por qué señores?- preguntó el joven- ¿no me he batido acaso en buena ley?

-Todos estamos dispuestos a jurarlo así, pero bien conocida os es la pragmática del buen rey Carlos III, que en gloria esté, y como que no está derogado, lo mismo vos que nosotros estamos sujetos a ella.

Don Luis comprendió que realmente los caballeros tenían razón, e inmediatamente buscó sitio donde esconderse, al menos durante los primeros días, mientras se practicaban las primeras diligencias, y lo encontró en la casa de su amigo Vicente.

Entretanto los caballeros daban parte de lo ocurrido; recogióse el cadáver del conde, extendiéronse las diligencias primeras y se dictó auto de prisión contra don Luis de Guevara.

Entretanto el vizconde de Lazan, sabedor de lo ocurrido, juzgó que quizás por aquel medio había tratado don Luis de evadir el compromiso pendiente con él, y en su consecuencia, como que tampoco se podía prolongar su estado de un modo indefinido, tan luego supo a fuerza de destreza y de astucia el sitio donde se escondía, apresuróse a enviarle una carta en la cual le exigía terminantemente que si dispuesto estaba a batirse con él viera de hacerlo en el más breve plazo posible, puesto que a todo trance quería salir de aquella situación anómala y difícil.

Semejante acicate, lógico era que encendiese en ira el corazón de nuestro amigo, el cual contestó a aquella carta diciendo que aquella misma tarde y detrás de las tapias de la Real casa de campo, solos y sin testigos, podrían encontrarse y dejar satisfecho lo que en mal hora los estatutos y disposiciones de aquella sociedad habían acordado.

Efectivamente, en virtud de esta disposición, a las cinco de la tarde próximamente, don Luis que había salido cautelosamente de casa de su amigo, recatándose el rostro y cruzando las calles más extraviadas y en que era menos posible que pudiese ver a nadie conocido, hallábase en el sitio en que había citado a su adversario.

No se hizo esperar éste.

Cinco minutos hacía que estaba allí el de Guevara, cuando llegó el vizconde de Lazan.

Cruzaron los primeros saludos y dijo cortésmente el recién llegado:

-Siento, señor don Luis, que las circunstancias nos hayan colocado en esta situación; pero debéis comprender que no tenemos otro recurso; que sin faltar a nuestra fe de caballeros, no podemos ni nos queda otro recurso que llegar a este extremo. Yo por mi protesto en este instante que me bato con vos sin resentimiento alguno, sin que en mi corazón exista odio o rencor de ninguna especie.

-Gracias, señor vizconde; hago mía vuestra protesta en todas sus partes, y a no mediar el compromiso que tenemos pendiente con las mujeres que amamos, compromiso que nos obliga a defender nuestro amor hasta morir, yo os juro que rompería mi espada antes que cruzarla con la vuestra.

-Pero como no podemos prescindir.....

-No tenemos otro remedio que, con voluntad o sin ella, dar satisfacción a eso que nosotros mismos hemos creado.

-Esto sí que se llama- repuso Carlos tristemente a la par que se quitaba la casaca y el sombrero y los dejaba sobre un árbol- herirnos con nuestras propias armas.

-Así es lo cierto.

-Lo que verdaderamente me place, es que hayáis enviado al otro mundo a ese conde de Santillán, verdadero causante de la situación en que estamos.

-Hace tiempo que debí hacerlo.

Entretanto uno y otro adversario habíanse ido despojando de las prendas que les estorbaban, y una vez terminado, diéronse un postrer apretón de manos, tras el cual empuñaron las espadas previo el conocimiento del terreno, y se dispusieron con la mejor voluntad a darse violentamente la muerte.

Aquel falso pundonor llevado hasta la exageración, iba tal vez a producir una irremediable desgracia.

Pero la Providencia lo había dispuesto de otro modo.

Y decimos la Providencia, porque precisamente en el momento en que para poner cuanto antes término a la lucha, se iba a tirar a fondo Carlos de Lazan, dos jóvenes se precipitaron en el lugar del combate.

Destacándose de entre los árboles inmediatos y lanzándose sobre los dos caballeros, detuvieron sus brazos diciendo:

-¿Pero qué hacéis, Dios mío?

-¡Paca!- exclamó don Luis al reconocer a su amada.

-¡Luisa!- decía a su vez el vizconde.

Y ambos se detuvieron, mientras que las dos jóvenes continuaron:

-¿Con que esta es la confianza que os habíamos inspirado, que no quisisteis decirnos lo que ibais a hacer?

-Vamos, apartaos- dijo Luis rechazando suavemente a Paca.

-No me separo de aquí que no hayáis guardado ese acero.

-Imposible.

-Pues imposible es también que yo me aleje.

Un diálogo semejante sostenían al mismo tiempo, Luisa y el vizconde.

Éste, de igual manera que Guevara, trató de separar de allí a Luisa; pero la joven le contestó del mismo modo que la maja lo había hecho a su amante.

La situación de los dos adversarios se hizo realmente muy crítica con aquella interrupción.

Felizmente un nuevo acontecimiento, con el cual ninguno contaba, fue a salvar a unos y otros de la difícil situación en que se habían colocado.

Iban nuestros dos amigos a comenzar de nuevo el combate, cuando se escuchó en la vecina arboleda una voz que dijo:

-¡Alto en nombre del rey!

Y cuando los jóvenes volvieron la cabeza en la dirección en que se había percibido la voz, encontráronse con un alcalde de casa y corte que, seguido de varios alguaciles, llegó hasta donde ellos estaban, diciéndoles:

-Señores, siento verme en la precisión de arrestaros como contraventores de las disposiciones vigentes, y por lo tanto os intimo que entreguéis vuestras espadas.

-¡Eso jamás!- gritó don Luis.

-Ved que os lo intimo en nombre del rey, caballero.

Guevara palideció, e iba a contestar con demasiada acritud, cuando el vizconde se le adelantó diciendo:

-Si al señor don Luis o a mí nos exigiese el rey lo que acabáis de pedirnos, al rey en persona nos veríamos obligados a decirle que no lo podíamos hacer.

-¿Y no comprendéis el grave compromiso que arrostráis?

-Todo lo sabemos.

-Pero si.....

-No os molestéis, señor alcalde; harto sabemos lo que nos aguarda de no cumplimentar vuestra orden, pero es ya una resolución irrevocable.

-¿De modo que no queréis entregar las espadas?

-No.

-Entonces vais a ponerme en el caso.....

-¿De qué?

-De que os suplique tengáis la bondad de acompañarme no muy lejos de aquí.

-Como gustéis-, eso es otra cosa.

En vano fue que las señoras interpusieran su influencia para evitar que aquel caso se realizara.

Carlos y don Luis no tuvieron otro remedio que seguir al alcalde, dejando a sus amadas sumidas en la mayor desesperación.

La presencia de aquellas dos jóvenes en el lugar del combate, así como también la del alcalde, hacen necesaria una explicación.

Recordarán nuestros lectores que Luisa se había enterado perfectamente de la conversación que sostuvieron Antonio y la duquesa, y que había aprovechado el primer momento que pudo para dirigirse a la casa del conde de Lazan.

Allí vio a Carlos, y nada pudo saber de él, pero en cambio vio después a María y al vizconde del Juncal, y éstos le dieron palabra de que harían lo posible, no solo por impedir aquel duelo, sino también para acabar con aquella asociación de jóvenes de buen humor que en aquellos momentos particularmente, estaba provocando tan graves conflictos.

Sin embargo, Luisa no se conformó con esto.

Comprendió que era necesario algo más enérgico y poderoso para alcanzar el resultado que se proponía.

Para esto trató de sacar a Antonio con maña algo que a don Luis se refiriese, y la conversación misma le dio conocimiento de Paca, la amada de Guevara.

Así fue que trató de averiguar dónde vivía Paca, y sin decir nada a nadie de su proyecto, salió de su casa, diciendo a su madre que iba a otra parte, y se dirigió dónde vivía la maja.

Bien ajena se hallaba ésta de la visita que iba a tener y del objeto que encerraba.

Así fue que al ver a la dama, sorprendióse, con doble motivo porque no la conocía, y mucho más lo quedó al decirla ésta después de cruzadas las primeras palabras:

-Vos amáis a don Luis de Guevara, ¿no es cierto?

-Señora.....

-No tratéis de negarlo; lo sé y vengo a ayudaros a que le salvéis, y a que vos también me ayudéis a salvar al hombre a quien amo.

-¡Dios mio!- exclamó la maja tan luego supo la verdad.- Si mi amor le ha de dar muerte, no quiero que muera; yo le ahogaré dentro de mi pecho y renunciaré a la felicidad de su cariño.

-¡Oh! ¡no! nada conseguiréis con eso; ellos se batirán.

-¿Qué hacer entonces?

-Escuchadme.

Y Luisa explicó a Paca su plan, consistente en establecer una vigilancia completa respecto a don Luis, así como ella también la tendría respecto a los dos.

En consecuencia de esto, sin saberlo ellos mismos, fueron objeto de un espionaje constante, merced al cual Paca supo el recado que don Luis había recibido y su salida de la casa de Vicente.

Al mismo tiempo, Luisa, que tenía comprado a uno de los criados de Carlos, supo por éste que aquella tarde a las cinco, su amo había de estar detrás de las tapias de la Casa de Campo.

Luisa dio aviso de esto a Paca, y reunidas las dos, pues ambas presumieron de lo que se trataba, fueron al sitio indicado.

En cuanto al alcalde, era enviado por Floridablanca, pues había sujetado a una vigilancia rigurosa al vizconde de Lazan, y tan luego el corchete encargado de espiarle le vio salir de su casa, fue siguiéndole, mientras que otro compañero suyo iba a dar cuenta al alcalde del sitio hacia dónde parecía dirigirse.

Capítulo CXXII. De qué modo quedaron terminadas las diferencias entre don Luis y el vizconde

La duquesa de la Jaridilla y Luisa, obrando cada una separadamente, habían contribuido a un mismo fin.

Porque el resultado que tuvo el duelo entre ambos jóvenes fue debido única y exclusivamente a los esfuerzos de ambas, pero especialmente a los de Luisa.

Ni Carlos ni don Luis podían sospechar la parte que la joven había tenido en aquel asunto.

Así era que no podían explicarse cómo tan oportunamente había llegado aquella ronda para completar, digámoslo así, los esfuerzos de ambas jóvenes.

-Pero, señor alcalde- decía don Luis a la par que hacia a Madrid se dirigía- ¿no podréis decirme cómo tan oportunamente pudisteis llegar?

-Dispensad, señor don Luis, si no puedo contestaros a semejante pregunta. Tal vez el señor conde de Floridablanca, a cuya presencia tengo orden de conduciros, os lo dirá.

-¿El conde de Floridablanca?- exclamaron a la par, tanto don Luis como el vizconde.

-Sí, señores.

-¿Pero cómo sabía el conde?...

-Lo ignoro.

-¿Y pensáis conducirnos por Madrid en la misma forma en que ahora vamos?- preguntó el vizconde, a quien realmente se le hacía sumamente duro penetrar en Madrid rodeado de alguaciles.

-Precisas son las órdenes que tengo, y realmente, el delito que cometisteis desobedeciendo los edictos de Su Majestad, merece que seáis tratados con severidad.

-Pero es que un caballero, antes que verse conducido entre corchetes como un malhechor, vende cara su vida.

Y el vizconde al decir estas palabras fue a lanzarse sobre el alguacil que llevaba su espada.

Felizmente el alcalde adivinó su intención, y le sujetó el brazo, diciéndole rápidamente y en voz baja:

-Hacedme la merced, señor vizconde, de estaros quieto, pues si entablaseis la lucha con los míos, empeoraríais vuestra causa doblemente. Dadme vuestra palabra de marchar directamente a casa del conde, y yo os prometo libraros de nuestra presencia, tan luego entremos en Madrid.

-¿Habéis podido sospechar nunca que dejase de cumplir aquello que el deber me ordena?

-Tenéis la sangre muy moza todavía, y fácil es que os hiciera cometer alguna locura.

-Cuando se trata del honor, creed que mi sangre sabe perfectamente contenerse y cumplir como debe.

-Y respecto a mí, ¿qué pensáis hacer, señor alcalde?- dijo don Luis, que había permanecido silencioso durante el anterior diálogo.

-Lo mismo que acabo de decir al señor vizconde. Vuestra leal palabra me basta, si es que queréis dármela.

-Pero ¿de qué se nos acusa? ¿por qué tratarnos con semejantes precauciones?

-Extraño que me hagáis esa pregunta, vos que precisamente tenéis en contra vuestra la sangre del conde de Santillán.

-El señor vizconde puede deciros si obré bien o mal dándole muerte.

-Y tan no obró mal don Luis- repuso Carlos- que a no ser él, yo le hubiese quitado la vida.

-Pero eso no excusa en manera alguna vuestra desobediencia.

-En materias de honor, todas las disposiciones resultarán siempre en la práctica imposible de ser atendidas.

-Por vuestro propio bien, señores, os suplico que no uséis ese lenguaje cuando os encontréis en presencia del señor conde de Floridablanca.

-Jamás he sabido disfrazar mis sentimientos, y si toca este punto, he de contestarle forzosamente en ese sentido.

Hablando de este modo, llegaron nuestros amigos a la Puerta de Segovia, en cuyo punto el alcalde devolvió sus espadas a los dos jóvenes, y despidiendo a la ronda que le había acompañado, marchó un poco detrás de ellos a fin de no perderles de vista.

-Y bien, ¿qué pensáis de esto, don Carlos?- dijo el de Guevara al vizconde tan luego se hubo separado de ellos el alcalde.

-Que estoy viendo que si hemos de persistir en cruzar nuestras espadas por mantener lo que dicen esos estatutos que nosotros hemos hecho, lejos de Madrid hemos de ir.

-Opino lo mismo, aun cuando yo creo que para mi las consecuencias de la inopinada aparición del buen alcalde han de ser un poco más funestas que para vos.

-No os comprendo.

-Muy sencillo, yo tengo dos causas y una de ellas algo más grave puesto que en ella se encierra la muerte de un hombre.

-Es que en ese asunto yo también debo cargarme mi tanto de culpa, toda vez que, como ya os he dicho, si vos no le hubieseis dado muerte, yo le hubiese buscado, y os juro que habríale tratado sin compasión alguna lo mismo que vos.

Entretanto Luisa y Paca que habían venido siguiendo, aun cuando a muy larga distancia, a sus amantes, no podían explicarse la aparición de aquella ronda tan fuera de hora y de ocasión, y ambas temían si aquello que por el momento había contribuido a salvar la vida de alguno de los dos no les sería peor después.

-¿Y qué vamos a hacer?- decía Luisa a Paca a la par que se encaminaban hacia Madrid.

-Ignoro lo que vos haréis, señora- repuso la maja- pero de mi sé deciros que seguiré a don Luis donde quiera que vaya, que seré su sombra, y que el acero que haya de herir su pecho, encontrará el mío antes que el suyo.

-Lo mismo que vos hiciera yo también si la situación en que la suerte me ha colocado me lo permitiera; pero hasta el paso que he dado esta tarde, ¡quién sabe cómo será comentado mañana por los criados que están esperándome con la silla de manos ahí cerca de la Puerta de Segovia!

-Lo comprendo y os compadezco.

-Por eso os preguntaba antes qué era lo que íbamos a hacer.

Paca quedóse algunos momentos pensativa.

Al cabo de ellos, dijo:

-¿Queréis creerme, señora?

-Hablad.

-Como habéis dicho muy bien, vos tenéis ciertas conveniencias que guardar, conveniencias por las cuales las gentes de mi clase podemos saltar impunemente; por lo tanto, ya que hemos evitado el peligro más inmediato, entrad en vuestra silla de manos y haced que os conduzcan a vuestra casa.

-¿Pero cómo sabré lo que sucede?

-Yo iré a decíroslo.

-¿Es decir que vos les iréis siguiendo?

-Sí, señora, y os juro que averiguaré cuanto sea necesario.

-Pero.....

-Nada digáis, porque ni es prudente que vayáis por las calles de Madrid como puedo ir yo, ni con vuestra silla de manos tampoco podríais seguir a los que tanto interés tenemos ambas en no perder de vista.

Luisa no pudo menos de comprender que Paca tenía razón.

Sin embargo, repugnábale que la maja le superase en aquellas demostraciones de cariño, cuando realmente ella amaba a Carlos de igual manera que Paca amaba a don Luis.

Trató de resistirse durante algún tiempo.

Pero una vez que hubieron llegado a la Puerta de Segovia, Paca se detuvo y señalándole la silla de manos que los lacayos estaban guardando cerca del puente, dijo:

-Ved, señora; de aquí no debéis pasar, ni aun cuando pudierais sería prudente que lo hicieseis. Haced que os conduzcan a vuestra casa y yo, como os he dicho, iré a participaros lo que ocurra.

Luisa no tuvo otro remedio que resignarse.

Exigió nuevamente a la joven que no dejase de ir a avisarla, y entrando en la silla, dio orden a los criados de que la condujesen a su casa.

Paca siguió a don Luis y al vizconde, no dejando de sorprenderle la maniobra del alcalde y de los alguaciles, obligándola a murmurar:

-¿Pues dónde van el vizconde y Luis? ¿qué misterio será este?

Y cada vez más llena de curiosidad, siguió adelante hasta que vio que los dos caballeros penetraban en la casa de Floridablanca.

La joven, resuelta a todo, fue a detenerse en una bollería que había en frente de la casa del ministro, a fin de no perder de vista la puerta por donde viera entrar a los dos caballeros.

La sorpresa de nuestros amigos no tuvo límites cuando al entrar vieron reunidos en aquel sitio a todos sus compañeros, es decir, a todos los individuos que componían la famosa sociedad de los Caballeros del Amor.

Pero muy pronto puso término a sus reflexiones la aparición de Floridablanca.

El semblante del ministro nada de tranquilizador tenía.

Severo y grave saludó ligeramente y en general a todas las personas allí reunidas, y tomando asiento e invitando a los caballeros a que hicieran lo mismo, dijo poco después:

-Señores, duéleme en extremo ver a la juventud española, a las personas que por su cuna, por su ilustración y por su riqueza, más lustre y más honor podían dar a su país, duéleme, repito, verles como se ocupan de asuntos tan fútiles como el que aquí me ha hecho traeros, asuntos que a la verdad os honran tan poco como a la nación que os cuenta como sus hijos predilectos.

Detúvose algunos momentos el conde, sin que ninguno de los allí presentes se atreviese a decirle una palabra.

Floridablanca prosiguió después dirigiéndose a don Luis:

-No podía imaginarme nunca que don Luis de Guevara, la persona a quien nuestro inolvidable monarca don Carlos III, que en gloria esté, había honrado con su confianza, que por sus luces y su inteligencia tanto parecía prometer, fuese a deslucir los blasones de su escudo y a oscurecer su fama y buen nombre en empresas mezquinas y vergonzosas que necesitan de las sombras de la noche y del misterio de la soledad para realizarse. Y en vos, caballero, es tanto más censurable lo que habéis hecho, cuanto que sois el creador de esa asociación indigna, cuyo objeto es el libertinaje y la crápula, y cuyo fin suele dar por resultado dramas como el que ha producido la muerte del conde de Santillán y el desafío en que habéis sido sorprendido con el vizconde de Lazan.

-Permitidme, señor conde- repuso don Luis- no que trate de defender mis actos, sino de vindicarme algún tanto de ciertos cargos que me habéis hecho.

-Hablad; tendré un verdadero placer si esa vindicación resulta una verdad.

-En primer lugar debo deciros que el objeto de la sociedad no fue más que el de proporcionarnos algunos momentos de solaz, sin que de ello pudiera resultar jamás daño de tercero. Si de esto se han extralimitado alguna vez varios individuos pertenecientes a la sociedad, ha sido prevaliéndose de mi ausencia y sufriendo el castigo a que se hicieron acreedores. Nunca estuvo en la mente de sus fundadores, todas personas pertenecientes a las clases más elevadas de la nación, comprometerse en empresas vergonzosas en las cuales pudiera quedar mal parado su honor y su buen nombre.

-¿Y creéis acaso que es honroso ese famoso artículo de vuestros estatutos, por el cual hacéis una especie de voto de soltería, que no excluye, sin embargo, el que os entreguéis a toda clase de amores ilegítimos, obligando a batirse con todos los individuos de la asociación a aquel que trate de unirse a una mujer con los sagrados vínculos del matrimonio? ¿Es eso lo que de vosotros tiene derecho a esperar vuestro país? Respondedme con franqueza, señor don Luis, y vos también, señor vizconde, ¿si hubieseis sabido que vosotros, los primeros, os habríais de encontrar en el caso que vuestros estatutos previenen, los hubieseis firmado y aprobado?

Ni el vizconde ni don Luis se atrevieron a contestar.

Repugnábales mentir, y la verdad era que nadie más que ellos deploraban aquella cláusula de su reglamento.

Floridablanca comprendió lo que pasaba en el corazón de ambos jóvenes, y dijo después:

-Señores: propio de gente moza es el crearse compromisos que llega un día se les hacen pesados y les producen complicaciones como la en que hoy os encontráis todos envueltos. Pero lo que vosotros no podéis hacer por pueriles susceptibilidades, acabo de hacerlo yo en nombre de Su Majestad el rey don Carlos IV, y al disolver vuestra sociedad rompo todos los compromisos que recíprocamente contrajisteis, y de enemigos en que por la fuerza de las circunstancias os habíais colocado unos respecto a otros, quiero, y tal es la voluntad del monarca, que os tornéis en amigos cariñosos cual antes erais; y que vuestra sangre, en el caso de ser derramada, séalo única y exclusivamente en su servicio.

Durante algunos segundos permanecieron en silencio todas las personas allí reunidas.

Realmente la solución dada por el ministro a aquel negocio, era la única decorosa y digna que había.

Don Luis fue quien primero se decidió.

Comprendió que las palabras de Floridablanca eran justas y tendiendo la mano al vizconde, y volviéndose al mismo tiempo hacia los demás caballeros, dijo:

-Señores: nadie más que yo sabéis que ha guardado y sabido guardar los estatutos de nuestra sociedad; mas desde el momento en que sobre nuestra voluntad se impone la del rey que Dios guarde, depongo todos mis rencores, y os ofrezco a todos mi leal amistad, suponiendo que a ninguno se os ocurrirá por este paso que doy poner en duda mi valor y mi hidalguía.

Estas palabras de don Luis rompieron el mutismo de sus compañeros.

Todos aceptaron gustosos aquella solución, todos estrecharon las manos del vizconde y de Guevara, y todos empeñaron su palabra de honor de no volver a constituir una asociación que la voluntad del monarca acababa de destruir.

Capítulo CXXIII. Donde queda terminada nuestra obra

Fácilmente puede comprenderse la impaciencia y el temor con que Paca estaría esperando la salida de don Luis.

Vio salir de la casa del conde a los caballeros que, como sabemos, había en el despacho del ministro, y en vano buscaron sus ojos el verdadero y único objeto de sus ansias.

Floridablanca no había querido que saliese don Luis con los demás, y una vez que se encontraron solos le reprendió severamente por lo que había hecho con el conde de Santillán, y finalmente le dio a entender que todo quedaría arreglado y que con motivo de la elevación al trono de Carlos IV, se le indultaría.

Al mismo tiempo exigió que la reconciliación entre él y Carlos fuese realmente sincera, y ambos jóvenes volvieron nuevamente a estrecharse la mano dándole su palabra de que en lo sucesivo no volvería a tener motivos para disgustarse.

Después de esto, Carlos y don Luis salieron de casa del ministro.

Cuando Paca los vio salir solos y demostrando en su conversación y en sus movimientos hallarse en la mayor armonía, su corazón se estremeció de gozo.

-¡Oh! está libre- murmuró.

Y fuese tras ellos aunque procurando que ninguno de los dos la viese.

Únicamente cuando Carlos y Guevara se separaron para dirigirse cada uno a su casa, creyó que podía aproximarse a don Luis.

El caballero caminaba bastante distraído.

Lo que le había ocurrido durante aquella tarde era más que suficiente para impresionarle hondamente.

Así que Paca necesitó, no solo acercarse a él sino tocarlo ligeramente en el hombro para que se volviese.

-¡Paca!- exclamó el joven sorprendido al reconocer a su amada a la mortecina claridad que despedían los faroles.

-Sí, señor, la misma- repuso la maja con un ligero acento de reproche- Paca a quien vos hacéis estar sin vida por vuestras locuras.

-¿Pero qué haces a estas horas por aquí?

-¿Qué he de hacer? Seguiros.

-¡Seguirme!

-Si tal; después de lo ocurrido esta tarde ¿queríais que os abandonase?

-¡Alma de mi alma!- exclamó Luis con apasionado acento.

-Bien os cuidáis de vuestra alma, según vos decís, cuando tanto la hacéis sufrir.

-Yo te prometo, que hoy que me encuentro libre ya, te consagraré mi existencia por completo, y no me separaré más de tí.

-¡Oh! ¡quiéralo el cielo!

-Ya se ve que lo querrá.

-Ahora vais a acompañarme, caballero, puesto que como decíais os halláis libre.

-¿Dónde vas?

-A casa de la duquesa de la Jaridilla.

-¿Para qué?

-Para decir a Luisa el desenlace de una escena que tanto nos ha hecho sufrir.

-Y a propósito de eso, ¿cómo es que habéis llegado en tan buena ocasión al lugar del combate? ¿quién os dijo....?

Paca refirió entonces a su amante todo lo que ya conocen nuestros lectores referente a lo que Luisa había hecho.

El caballero no pudo menos de agradecer a su amada aquel interés de que tan repetidas muestras le había dado, y prometiéndole que pronto cesaría aquella situación tan anómala, apresuróse a acompañarla a casa de la duquesa.

Paca manifestó a Luisa todo cuanto sabía, y la alegría de la joven no reconoció límites.

Fácilmente se comprende que una vez desaparecidos todos los obstáculos que se oponían a la unión, tanto de Carlos como de don Luis, las diligencias proseguirían con actividad, y bien pronto se anunciaron oficialmente, si así podernos expresarnos, aquellos matrimonios.

Ninguna extrañeza causó en la corte la noticia de los matrimonios, tanto de Luisa con el vizconde de Lazan como del vizconde del Juncal con María; pero en cambio la produjo, y grande, la de la boda de don Luis de Guevara con Paca.

El joven, sin embargo, no desistió, y la triple ceremonia estaba dispuesta para el mismo día.

El conde de Lazan regocijábase con la idea de que al fin sus hijos iban a ser felices después de tantos disgustos y contrariedades como le habían proporcionado las consecuencias de su borrascoso pasado.

Reconciliado con la duquesa de la Jaridilla, disfrutando del favor del nuevo monarca, pareció en realidad que la fortuna le sonreía.

Sin embargo, la víspera de la unión de sus hijos, recibió una carta que le hizo despertar bruscamente de aquella dicha en que tan satisfecho se encontraba.

Aquella carta estaba firmada por Alina y por Mario.

Es decir, por las dos personas que le tenían jurado un odio mortal.

En aquella carta Alina solicitaba una última entrevista.

Cuando esta se presentó en su aposento, no pudo menos de decirla con un acento lleno de amargura:

-¿Es posible que no se haya satisfecho todavía vuestra venganza?

Alina contempló tristemente aquel rostro abatido por los dolores, y en el cual con tan gráficos caracteres estaba escrita la zozobra y la desesperación, y repuso:

-¿No recordáis lo que os dije en circunstancias bien solemnes para vos? No solamente soy yo quien renuncia a mortificaros más, digámoslo así, sino también Mario en cuyo nombre vengo a veros.

-¡Mario también!

-Sí, conde, para nosotros también ha brillado un rayo de luz, y no es justo que al comenzar a ser felices tratemos de gozarnos con los dolores de los demás. Sé que vuestros hijos se van a casar, sé que con su dicha habéis de regocijaros, sé que Antonio, noble y generoso corazón, no solo no os ha dirigido el más mínimo reproche por la conducta que con él seguisteis y el abandono en que le dejasteis por espacio de tantos años, sino que no queriendo aceptar nada de vos, está resuelto a marchar a Italia, y es muy posible que nos acompañe en nuestro viaje.

-¡Vuestro viaje!- exclamó sorprendido el conde.

-Sí; Mario y yo, una vez verificado nuestro enlace, regresaremos a Italia; los dos tenemos allí santos recuerdos que reclaman nuestra atención, y no es justo que por tanto tiempo les tengamos dados al olvido.

-¿Y decís que Antonio intenta marcharse con vosotros?

-Sí; Antonio tiene verdadera alma de artista, y en Italia puede encontrar cuanto su ardiente imaginación necesite.

Además, bien sabéis que Antonio había conocido a Luisa en circunstancias que ignoraba el parentesco que les unía, que su corazón se interesó demasiado, y que hoy debe sufrir por más que con una fuerza de voluntad poderosa esté dominando sus dolores.

-¡Oh! siempre los pecados de mi juventud mortificando mis postreros años!....

Y el conde sepultó la cabeza entre sus manos permaneciendo de este modo un buen espacio.

Alina le contempló tristemente, y levantándose después de su asiento, se aproximó al anciano y le dijo:

-Señor conde, lo hecho ya no tiene remedio, procurad con vuestro arrepentimiento borrar esas faltas de la juventud, y puesto que el cielo ha comenzado a por donaros permitiéndoos que realicéis todas esas aspiraciones de vuestra vida, seguid implorando su benevolencia, y estad seguro que os la

acabará de conceder por completo.

El conde estrechó entre las suyas la mano de Alina, y murmuró con débil voz:

-¿Es decir, que vos me perdonáis también?

-Sí, señor; en mi nombre y el de Mario, os otorgo un perdón tan cumplido, como fue grande vuestra falta.

-Gracias, gracias- repuso el conde sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.

Poco después, Alina pasaba a las habitaciones de María, a la cual felicitaba por su próxima unión, y a su vez le participaba la suya también.

Epílogo

El matrimonio de don Luis con Paca, se celebró en el mismo día que los del vizconde del Juncal y de Carlos de Lazan.

Los reyes fueron padrinos de estas dos últimas bodas, y el conde de Lazan, a pesar del dolor que sentía por la situación de doña Catalina y por la próxima marcha de Antonio, que como Alina había dicho, estaba resuelto a marchar a Italia, experimentó una verdadera satisfacción.

Poco después, Vicente y Joselito conducían también al altar, en la parroquia de San Lorenzo, a la cual pertenecían las dos majas, a Lola y a Concha, promoviéndose con tal motivo en el popular barrio, la broma y el jolgorio consiguientes.

Guevara, para sustraerse de alguna manifestación que hubiera podido ser ofensiva para Paca, se retiró a una preciosa quinta, que en las inmediaciones del Pardo adquirió, donde en la segunda parte de nuestra obra tendremos ocasión de encontrarles.

Respecto a los demás personajes que han figurado en el curso de nuestra narración, poco es lo que ya tenemos que decir.

El perfumista Zarini o sea el conde de Fuentidueña, arrepentido, digámoslo así, de los funestos resultados de su venganza, máxime después de haber leído el manuscrito que Campillo le entregara, tuvo una entrevista con el conde de Lazan, reconciliáronse en ella, y el de Fuentidueña se hizo cargo de doña Catalina de Sandoval, a cuyo cuidado consagró los últimos años de su existencia.

La condesa de Santillán, libre ya por la muerte de su esposo, desengañada por completo y destrozada el alma por el desamor de aquel don Luis, a quien tanto había amado profesó en el mismo convento de las Salesas, renunciando para siempre a todas las pompas y placeres mundanos.

Don Tadeo y todos los demás bribones que en sus fechorías le habían ayudado, encontraron finalmente el castigo que merecían.

En cuanto a Campillo y al supuesto hijo de Armendáriz, que tan maléfica influencia había ejercido en los últimos momentos del padre de don Luis, ya dijimos que se habían alejado de España, y en la obra que con el título de La maja de maravillas publicaremos a continuación de ésta, volverán a encontrarles nuestros lectores.