El alma enferma : edición ELTeC Sinués de Marco, María del Pilar (1835-1893) Edición ELTEC Borja Navarro Colorado 110397 294 295 2

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Madrid 1865 Imprenta de la Viuda e Hijos de J. A. García Campomanes Madrid 1882 Internet Archive Internet Archive

Español Francés Latín Anotación formato ELTeC y revisión (parcial) del texto : Borja Navarro Colorado

EL

ALMA ENFERMA.

NOVELA ORIGINAL

DE

MARÍA DEL PILAR SINUÉS. TERCERA EDICION

cuidadosamente corregida por la autora.

TOMO I.

MADRID

Imprenta de la Viuda é Hijos de J. A. García Campomanes, núm. 6.

1882

Es propiedad de la autora, y queda hecho el depósito que marca la ley.

Toda esta edición lleva una contraseña reservada.

PARTE PRIMERA. DIAS DE SOL.
CAPITULO I. Lo que era una esposa y una madre en el año de 1855.

En una de las travesías que cortan las aceras — hoy espaciosas — de la calle Ancha de San Bernardo, había, hace bastantes años, una casa modesta y sencilla, pero dé muy decente apariencia.

La travesía existe aun con el nombre de Calle del Noviciado: la casa ha desaparecido; y en el sitio que ocupaba, hay otra tan hermosa y grande, que casi merece el espléndido nombre de palacio.

Sin embargo, este suntuoso edificio dice mucho menos al alma que aquella sencilla casita de dos pisos, pintada de verde en las maderas de los balcones, y cuyo portal, limpio y blanqueado, se cerraba al anochecer por no tener portería, ocupándolo de día un anciano zapatero remendón.

La puerta exterior estaba pintada de oscuro, y tenia, para llamar, un pequeño aldabón de hierro, reluciente y blanco ya en fuerza del uso.

En el piso principal tenia aquella casa dos balcones y una ventana pequeña: y lo mismo exactamente en el segundo.

En un cuartito del patio vivia el zapatero, viudo, y con una hija, viuda también, flaca y enfermiza, que le cuidaba y ganaba algo cosiendo vestidos para los niños de la vecindad.

A las siete de la mañana, el buen hombre se sentaba en una silla baja á la puerta, y se ponia á trabajar: en el verano se sentaba á las cinco.

Se llamaba Vicente; su hija Vicenta; ambos eran buenos, serviciales ó inofensivos: solo una difere/ncia habia entre los dos: el tio Vicente era candido por demás, alegre y un poco hablador. Vicenta era melancólica, pero dulce, y en su clase, era una persona distinguida por su talento natural y lo compuesto y agradable de su lenguaje; hablaba poco y siempre á tiempo; era aseada y casi elegante, á lo que contribuía el ser delgada y bien hecha, á pesar de su endeble salud.

Pero dejemos á la vecindad, que ya nos ocuparemos de ella, y subamos al cuarto principal de la casa.

Eran las dos de una tarde de invierno, cuando en una salita, que servia de comedor, calentándose los piés en un rayo de sol, en tanto que cosia, se hallaba una señora como de unos cuarenta años, de fisonomía algo severa, pero de facciones nobles, correctas y distinguidas.

El comedorcito era modesto: hoy le llamariamos pobre y aun mísero: hoy que son precisos, en las piezas de comer, los chineros llenos de porcelana, cristal y plata, la gran mesa de caoba en el centro y la soberbia lámpara pendiente del techo: hoy que se las guarnece de sillas con muelles y de cómodos sillones: pero entonces las gentes — que no eran menos ilustres que nosotros, porque eran nuestros padres — se sentaban en sillas de anea, y comían al dulce calor del brasero, sin desear otra cosa que un alimento sano y bien sazonado, y la grata y alegre compañía de su familia.

Brasero, y no chimenea — de las que hoy nos consumen veinte reales diarios — modesto y rojo brasero era lo que, además del sol, caldeaba de una manera deliciosa aquel limpio comedor.

La tarima era de pino pulimentado, ya algo desteñido en fuerza del uso, pero lustrado cuidadosamente con cera y aceite dos veces por semana; la copa, de aro estrecho, brillaba y relucia como el oro, en compañía de una pequeña badila para mover la lumbre.

Cubría el pavimento una estera de esparto pintado en informes listas encarnadas y verdes, de esas que nos envia Valencia, y que hoy ni aun nos sirven ya, por las ruinosas exigencias del lujo, para los cuartos de nuestros criados.

Seis sillas de anea y madera oscura guarnecían la pared: é inmediata al brasero, habia cubierta una mesa que esperaba la comida.

El servicio de aquella mesa era tan humilde, tan sencillo, pero tan limpio como todos los demás detalles de la casa.

Cubríala un mantel de lino, algo grueso, y blanco como la nieve: tres cubiertos de plata, delgados á fuerza de usarlos, y seis platos de loza blanca de la más común, repartidos dos para cada cubierto, indicaban que la familia se componía de tres personas: tres servilletas, compañeras del mantel y enrolladas cuidadosamente, señalaban á cada uno su sitio: porque cada una tenia su anillo bordado en tapicería de canevas — entonces se llamaba cañamazo — muy fino, y con sedas de colores fuertes, que dejaban ver en el centro, y bordado también el nombre de su dueño.

Leámosle nosotros, y lo sabremos para tener esto adelantado.

La servilleta colocada con los platos y el cubierto en la cabecera de la mesa, tenía en el anillo el nombre de Pedro.

La que estaba colocada á la derecha de la anterior, tenia el de Amparo.

A la derecha de esta se hallaba colocado el tercer cubierto, más pequeño que los otros dos: los platos eran también de tamaño menor, y así mismo el vaso y la servilleta: esta estaba señalada con el dulce y triste nombre de Dolores.

Habia además en la mesa una botella blanca para tener agua, deslucida ya por largos años de servicios, y una botellita negra con un poco de vino.

Adornaban las paredes un cuadro de la Sagrada Familia, de remota antigüedad, como si los dueños de la casa hubieran querido aquella santa presidencia para sus comidas, y dos cuadritos bordados en cañamazo y sedas por una mano infantil, que representaban dos paisajes como los que todas hemos hecho cuando niñas: una viejecita hilando, y la casita del tío Juan: debajo del primero estaba bordado en letras oscuras de punto de marca, este letrero:

A su querido papá, en el dia de su santo, Dolores Herrera: lo hizo á la edad de diez anos, en el de 1835.

Este era el de la vieja hilando: el de la casita del tio Juan tenia por debajo la siguiente dedicatoria:

Lo hizo Dolores Herrera para su querida mamá en el dia de su santo, á los nueve años de, edad: año de 1834.

Habia en estas humildes obras, en estas dos dedicatorias triviales y llenas de vulgaridad, un encanto y una poesía indecibles: parecia como que se desprendia de ellas un perfume de amor, de obediencia, de sumisión y de humildad, que hoy por cierto no se encuentra en las niñas.

Enfrente de su madre, estaba cosiendo la autora de los dos cuadros: también estiraba sus pequeños pies, para que llegasen al hermoso y alegre rayo de sol, que calentaba los no mucho mayores de su madre.

Doña Amparo — pues ya sabemos su nombre por el anillo de su servilleta — era de estatura mediana, y delgada, sin ser flaca: su cara, que debia haber sido hermosa y simpática, estaba ajada por las frecuentes jaquecas nerviosas que la mortificaban: tenia negros los ojos y los cabellos, estos abundantes y aun brillantes: la nariz delgada, la boca pequeña y adornada de una blanca ó igual dentadura: su frente era ancha y abovedada, lo que hablaba muy alto en favor de su inteligencia: sus mejillas pálidas y finas, terminaban en una barba delicada y redonda: tenía pequeñísimos los pies y las manos, perfección común en las españolas, y, sobre todo, en las andaluzas y madrileñas.

El conjunto de esta señora, que se llegaba á los cuarenta años, era noble y algo severo, según ya queda dicho más arriba: pero, á través de su severidad, se traslucia un elevado talento, y un mundo de sensibilidad y de ternura.

Su traje era modesto: hoy seria de una pobreza vergonzosa: consistía en un vestido de indiana, de fondo oscuro; en un pañuelo de lana de cuadros encarnados y verdes; en un delantal de lana negro y en una toquilla blanca, con cintas muy baratas, de color de plomo ; que abrigaba su cabeza, padecida y delicada.

Las mangas de su traje se cerraban en la muñeca con un botón, porque aún no se habia generalizado la moda de las mangas blancas, tan dispendiosas por las combinaciones que admiten de cintas y de encajes.

Sus pies calzaban media de algodón, muy blanca, y zapato bajo, de raso, ya muy usado pero zurcido con gran primor y paciencia, para disimular los desperfectos del tiempo.

La niña era parecida á su madre, pero mas bonita aún y mas dulce en su hermosura: tenia la tez de ese color trigueño, que no es moreno ni blanco, pero que es un bello medio entre los dos: sus ojos, negros, eran grandísimos, muy rasgados y muy abiertos, y ostentaban el suave y afelpado matiz del terciopelo: sus cabellos, que nacían de un hermoso color castaño claro, en la frente y sienes, parecían negros en las apretadas masas reunidas en dos gruesas trenzas, que caian por su espalda, salían por encima del respaldo de la sillita, en que se hallaba sentada, y descansaba en el suelo: su frente estaba cortada por dos cejas negras, tan finas, que parecían dibuja das por un pincel: su boquita> su nariz, su barbilla adornada de un gracioso oyuelo, formaba un perfil encantador: era enoa ruada como una manzana, fresca como una flor cubierta de rocío: estaba gruesa, y sus formas ostentaban una adorable redondez: sus mejillas, abultadas, se hallaban, al besarlas, frías y apretadas como las de un ángel de plata: su cuello, grueso, era un poco corto: sus manitas estaban llenas de hoyos, y su cintura era ancha, como la de esos niños rollizos que nos presentan desnudos en las pinturas sagradas del pasado siglo.

Dolores era tan hermosa, tan alegre, tan sana, que su nombre parecía una feliz ironía inventada por el orgullo maternal: pero no era así. Doña Amparo, que tenia una tierna devoción á la Virgen en su advocación de Dolores, por lo mucho que ella padecía en su salud, puso á su hija bajo el amparo de aquel nombre triste, y que recuerda de continuo las penas que matirizaron en la tierra á la Reina de los cielos.

Llevaba, como su madre, un vestidito de indiana de color oscuro, corto hasta dejar ver una media muy blanca; unas botitas de piel mate, y la media ajustaba muy bien á su rolliza pierna.

Una criada, gruesa y muy fea, estaba concluyendo de traer lo necesario para la mesa.

Era una de esas criadas que envejecían en el servicio de nuestros padres, y que llegaban á ser consideradas como individuos de la familia.

Simona , que así se llamaba, habia entrado en la casa para niñera de Dolores, y habia tomado tal cariño á sus amos, que, habiendo despedido estos á la cocinera, se quedó ella en su lugar.

Su señora quiso buscar otra niñera: pero ella se opuso fuertemente: era una de esas buenas mujeres apegadas á sus señores, á los que profesan una adhesión sin límites, y cuya raza parece que se ha extinguido sin llegar hasta nuestros dias, en que cada criado es un enemigo formidable.

— ¡No faltaba más, dijo, sino que yo permitiera que la señora hiciera ese nuevo gasto! La niña es ya creoidita y juega sola, y, por lo tanto, yo puedo atender á ella y á la casa.

Pero ya habrá ocasión de dar á conocer á Simona; oigamos ahora hablar á su ama, que la veia ir y venir sin alzar los ojos de su labor.

— Simona , dij o con voz grave y un poco fuerte , ten la sopa pronta, que el señor va ya á venir de un momento á otro.

— Yo ya tengo mucha gana! dijo Dolores, que era algo tragona. ¿Simona qué has hecho hoy para principio?

— Sopa, respondió con flema Simona.

— No digo eso! repuso Dolores enfadada; no te hagas la tonta.

— ¿Qué tonta? ¿no se principia por la sopa?

— Te pregunto qué hay para después del cocido.

Cortapicos y callares, respondió Doña Amparo: plato excelente y que á tí te conviene mucho comer.

Dolores, que miraba á la criada, bajó los ojos á su labor, encarnada y confusa.

La criada, pesarosa de la reprimenda que acababa de sufrir la niña, pasó por detrás de su sillita, se arrodilló en el siielo y cogió la fresca y redonda carita de Dolores entre sus manos, bastas y curtidas.

— Corazón mió, te voy á contar lo que hay, le dijo, y te vas á alegrar.

— Vete! déjame! ya no quiero saberlo! respondió Dolores con enfado.

— Simona, á tu quehacer, y déjala, dijo Doña Amparo gravemente: cuando salga á la mesa, verá lo que hay para comer: antes no debe saberlo: las niñas bien educadas no preguntan esas cosas.

— Señora, dijo Simona: ¿por qué no le permite Vd. ya que guarde la labor? está cosiendo la pobrecita mia desde la diez!

— ¿Ha concluido la tarea? preguntó Doña Amparo sin alzar los ojos de la pieza que estaba repasando.

— Me falta ya muy poco, respondió Dolores con timidez.

— Pues hasta que se acabe, no se deja.

— No! si yo no pido dejarla! repuso la niña con altivez dolorosa: y sus mejillas se pusieron rojas como el fuego, y de sus ojos brotaron en confuso tropel algunas lágrimas. Es Simona la que se mete á hablar...

— Hace mal, porque no conseguirá nada: y tu has de saber que si viene tu padre sin que hayas acabado ese dobladillo, no te sientas á la mesa, y te quedas sin comer.

Dolores no respondió ya una palabra: sacó del bolsillo de su traje un diminuto pañuelo, se secó con él los ojos, haciendo como que se limpiaba las narices, para disimular que lloraba, y siguió cosiendo con una especio de corage doloroso.

— Simona, dijo Doña Amparo, que se irritaba con la presencia de la criada: ¿está la sopa?

— Sí señora, ya está dispuesta; respondió la doméstica.

— ¿Has puesto á templar el agua de tu amo? — Sí señora.

— Que al llamar á la puerta, pongas la sopa en la mesa. — La pondré. En aquel instante sonó lo campanilla. Dolores dejó su almohadilla, y fué á abrir la puerta.

Simona corrió á buscar la sopa, con toda la ligereza que su obesidad le permitía.

Se oyó cerrar la puerta y en el mismo instante algunos sonoros besos, que el padre estampaba en las mejillas de su hija.

Cuando entraron en la sala, D. Pedro llevaba asida á Dolores de la mano: esta saltaba como una cervatilla, olvidada ya de su angustia anterior.

En medio de aquella alegría, de aquel abandono, la niña parecia mil veces más bella que agobiada bajo la severidad de su madre: sus lágrimas se habían secado, y aun quedaban los húmedos surcos en sus mejillas: reia, cantaba, gorjeaba, asida siempre de aquella mano benigna y protectora, que era para todas sus picardigüelas el escudo de Aquiles.

Don Pedro Herrera era un caballero pequeño y algo grueso: podria contar cuarenta y ocho años: su ropa era ya muy usada y de una forma antigua, pero estaba acepillada con esmero: su camisa ostentaba una blancura deslumbradora: su calzado brillaba como un espejo.

Su cara presentaba el tipo de la honradez, de la hidalguía y de la bondad: era sonrosada, llena, de facciones marcadas, que ostentaban una expresión benigna y plácida. Su nariz larga, sus grandes ojos garzos, su ancha y elevada frente con grandes entradas, su boca de labios gruesos, le daban tanta nobleza, que no era posible mirarle sin un profundo respeto, y una simpatía invencible.

— ¿Cómo estás, Amparo? preguntó dirigiéndose á su esposa, en tanto que Dolores le tomaba el bastón y el sombrero.

— Hoy mejor, respondió Doña Amparo volviéndose á mirar á su marido.

Y en su rostro grave brilló un rayo de cariño, como el sol brilla á través de la niebla de la mañana: todas sus facciones se iluminaron y aparecieron bellas y casi jóvenes, hermoseadas por el amor conyugal.

Don Pedro se sentó y tomó sobre sus rodillas á Dolores.

Doña Amparo dejó su labor y se acercó también á su marido.

— Sí, ¡mímala! dijo mirando á su hija: mímala, que lo merece!

— ¿No ha sido buena? preguntó D. Pedro.

Desde las diez está con media vara de dobladillo sin concluirlo! hoy ya sabe que no come.

— ¡Terrible sentencia! dijo con cómico horror D. Pedro. Dolores, hija mia, desarma al instante al juez: anda, anda, dile que la revoque!

Y puso á la niña en el suelo.

— No lo tomes árisa, Pedro, dijo Doña Amparo: esta criatura no quiere trabajar: es una vergüenza: no me hace caso: bien podia aprender de Modesta, que hace primores y solo tiene su edad!

Al oir esta reprimenda, Dolores se detuvo cortada y confusa, sin atreverse á llegar hasta, su madre.

— La sopa se está enfriando, dijo Simona, testigo mudo ó inmóvil de aquella escena.

— Cállate! repuso severamente Doña Amparo: y mirando de nuevo á su hija, prosiguió: — ¿De qué te sirve ser tan amiga de Modesta? ella tan aplicada, tan primorosa, tan dócil... — Y tan sosa! añadió Simona por lo bajo. — Y tú, continuó Doña Amparo, tan inquieta, tan turbulenta! aborreces la labor, y solo deseas correr, cantar y saltar por la casa, como un pájaro en la jaula. — -Vamos, dijo D. Pedro sonriéndose de la verdad de esta comparación: por boy la perdonarás, porque yo me empeño: pero á la otra falta, no me empeñaré, que ya van muchas. — Le he dicho que no comeria si no acababa, y no me he de volver atrás. — Tu harás lo que quieras: si piensas que lo merece, déjala sin comer: solo te decia que la perdonases por esta vez á condición de que mañana se levante una horita más temprano, y acabe la tarea de hoy antes de empezar la del dia.

— Ve á sentarte, dijo Doña Amparo, más contenta de poder permitir á Dolores que comiese, que la misma niña de comer; y da gracias á tu padre.

Dolores fué á abrazar á su intercesor. — Anda, besa la mano á tu madre, y pídele perdón: eres muy mala y muy terca.

Don Pedro dijo estas palabras al oido de Dolores, que fué á besar la mano de Doña Amparo.

Y, sin más retardo, se sentaron á la mesa, pues todos tenian apetito, y Simona estaba impaciente porque la sopa se enfriaba.

Doña Amparo fué la que, según su costumbre, se puso á servir la sopa, empezando por su esposo y terminando por ella.

CAPITULO II. Cómo era una casa decente en el mismo año.

Dejemos comer tranquilamente la sopa á Iospadres y á la hija, servidos cuidadosa y activamente por Simona , y entretanto, vamos, si te place, lector amigo, á pasar revista á la casa, para que la conozcas de una vez, y te admires del modo con que vivían las personas decentes en aquel venturoso tiempo.

Cuando yo vine al mundo, ya el lujo invadía las casas y las personas; derrumbaba las fortunas, y hacia contraer deudas: no obstante, aun he visto yo en mi infancia y aun veo hoy personas que se contentan con lo que tienen, y que viven en una humilde y modesta medianía, que muchos critican, porque muy pocos saben la virtud que encierra.

Esta medianía, esta templanza, esta resignación, que hoy provocan la risa y la burla de los nécios y de los malos, en el año en que empieza esta historia era una cosa natural, según me contaba una anciana abuela mia, que ya está en el cielo: yo misma vi pruebas de esto en casa de aquella noble señora: á pesar de ser su posición magnífica, no solo por su nacimiento, sino por ser la viuda de una elevadísima persona, la modestia, la piedad, la virtud, resplandecían allí, y moraban tranquilas y contentas como en asilo propio.

La casa de mi abuela era también la mia; decia ella que yo era la alegría de su jaula: pera no hacia falta yo para que todo fuese alegre, hermoso y radiante en aquella jaula, cuyos hierros eran los altos árboles de un jardín, cuyo techo era el cielo.

Las cortinas eran damascos antiguos color de oro y de rica seda: el retrato de su difunto esposo presidia en la sala, grave y afable al mismo tiempo: una estera pintada cubría el suelo: la antigua sillería, cuidadosamente conservada, resplandecía de limpieza: por la mañana se abria y limpiaba todo: después se cerraba y se perfumaba con alhucema y cáscaras de manzanas hechas polvo, adquiriendo así la habitación ese perfume de limpieza y como de alegría, que habla tanto de aseo y de buen orden.

Don Pedro Herrera era un antiguo empleado, que, á costa de gran laboriosidad y de largos años de servicio, habia llegado á tener en un Ministerio 16.000 rs. de sueldo.

Doce mil bastaban á su esposa para atender á todas las obligaciones déla casa, inclusas las de pagar ésta y vestir.

Los otros 4.030 se guardaban para dote de Dolores.

¿Cómo se vivia entonces con tan poco? Gracias á la ausencia del extremado lujo que hoy impera en todo.

Don Pedro daba á su casero cada mes siete duros de alquiler, y nadie que viva con decencia, da hoy al suyo menos de 35 ó 40.

Doña Amparo pagaba á su única criada 30 reales de salario cada mes, y hoy damos 160 á una cocinera, 200 á una doncella y 240 á un criado, que sirva á la mesa, compre, y pase el resto del dia durmiendo ó paseándose.

Don Pedro se engalanaba diez años con una misma levita, dos con un solo sombrero, y veinte con la misma capa azul con bandas de terciopelo negro, que el sastre habia renovado dos ó tres veces en tan largo espacio de tiempo.

Doña Amparo vestia de percal para casa, y todas sus galas se reducían, para salir, á un vestido de tafetán negro, á un pañolón de lana fina, gris y negro, y á una mantilla de fondo de tafetán, con guarniciones de blonda catalana, que era la misma que su madre le habia hecho para casarse.

Hoy los hombres que tienen una posición regular renuevan cada estación su vestuario.

Hoy las esposas de esos mismos hombres, nosotras, en fin, tenemos seis vestidos de invierno, seis de verano y seis de baile, total, diez y ocho, y nos parecen muy pocos: cada año se renuevan, porque se hacen antiguos, porque se estropean ó simplemente porque nos cansan.

Los trajes de Doña Amparo, los cosía ella misma, por que eran lisos: hoy los hace la modista y llevan como cuatro veces tela que entonces, por la multitud de sus adornos, costando triple las hechuras que el traje mismo.

Doña Amparo tenia entonces su casa decente con sillas de anea, con una modesta copa de cobre dorado, y con un espejo de media vara en cuadro: los damascos carmesíes de los balcones, habíales heredado de su abuela.

Nosotros creemos deber tener hoy portieres y cortinajes de terciopelo, alfombras de 200 reales vara, sillones de rica seda, mesas doradas, lunas de Venecia colosales, caloríferos en todas las habitaciones, y además la dispendiosa chimenea, que consume 12 reales de leña diarios, gastándola con extrema economía, y que llega á 16 y 20 si no se anda con mucho tiento y mucha mesura.

No es el ánimo de la que esto escribe culpar á la época en que ha nacido ni compararla con otra anterior: solo dice sencillamente de qué modo antes una familia bien nacida y bien educada podia t vivir con decencia con 12.000 reales anuales, y hoy gasta 50.000 sin tener más que los 12.000, porque los sueldos no se han aumentado.

Si este es mal de la época; si los adelantos del siglo le ocasionan , fuerza es resignarse á él: pero laudable seria también que cada uno lo remediase en lo posible, poniendo tasa á sus aspiraciones, y no llevándolas á un terreno demasiado elevado.

La casa habitada por el Sr. Herrera y su familia no era muy grande, pero era lo bastante para que les permitiera vivir con holgura.

Al abrir la puerta de la escalera, se entraba en una antesalita cuadrada, amueblada con dos antiguas banquetas forradas de lana verde, ya algo descolorida, y con una mesa de juego con tablero de damas negro y blanco: sobre esta mesa, habia un hermoso velón de cobre, dorado y brillante, como el oro, con cuatro mecheros y dos pantallas verdes.

A la derecha habia una puerta que llevaba al comedor, despensa y cocina, después de atravesar un pasillo ó corredor.

A la izquierda estaba la sala ó el estrado como se llamaba entonces: esta sala tenia gabinete, y el gabinete alobca.

En la sala habia un trémol — después se han llamado consolas, y últimamente jar di?ier as — que sostenia un espejo de vara en cuadro, con marco de madera oscuro: debajo del espejo, se veia una caja de dulces que habían regalado á Dolores un dia de su santo, y, á cada lado, un florerito, que contenia un pequeño ramo, obra de Dona Amparo, los cuales se conservaban cuidadosamente cubiertos con unas campanas de cristal.

Otra mesita enfrente sostenia una imagen de talla de lo, Virgen del Rosario, y á los pies, en un jarrito, se veia otro ramo de claveles y jazmines, ya maltratados por las injurias del tiempo.

A cada lado de este jarro, habia un pequeño candelero de plaqué, que sostenia una bugía de cera.

En el testero principal habia un sofá de caoba, con asiento de cerda verde y negra, é iguales eran una docena de macizas sillas que le hacian compañía.

Delante del sofá habia un veladorcito, sobre el que lucia un juego de cafe, de antigua porcelana blanca con ramitos de rosas.

Delante del balcón habia cortinas de damasco carmesí, antiguas y muy usadas, pero conservadas con gran esmero, pues su brillo no estaba empañado por el más leve átomo de polvo.

Los dos espejos estaban guarnecidos de targetas de las visitas que habian entrado en la casa, tal vez desde que se habia casado Doña Amparo con D. Pedro: muchas habia ya tan amarillas, que pregonaban á voces su respetable antigüedad: todas estaban sujetas entre el marco y la luna del espejo.

Bajo el sofá, habia dos banquetitas de los mismos materiales de la sillería, que servian para poner los pies á las señoras que iban de visita.

La estera del invierno era de esparto ó pleita, lo mismo que la del comedor, tejida á listas encarnadas y verdes: en el verano se reemplazaba esta con una de paja.

El gabinete estaba adornado con la misma sencillez: enfrente de la puerta habia un pequeño sofá ó confidente de madera verde con asiento de anea: este asiento estaba cubierto con un almohadón de tela de lana amarilla, relleno de mullida lana, y ribeteado de verde.

Las sillas, que no pasaban de seis, eran también de madera verde con asientos de anea; al lado de la puerta habia una cómoda, y sobre ella una imágen del Crucificado; á cada lado de la imágen se veia un candelero de cristal verde, con bugías como las de la sala.

Al otro lado de la puerta habia un antiguo buró, y, en su parte superior, un niño Jesús de cera, encerrado en una urnita de cristales, y vestido de pastor con algodón blanco de enguatar abrigos.

La sonrisa del divino niño parecia alegrar aquel humilde gabinete: unas cortinas de damasco amarillo que adornaban la alcoba y el balcón contribuian á darle también un aspecto risueño y encantador; y así la sala como el gabinete parecía exhalar de los muebles, y hasta de Las paredes, aquel perfume casero de espliego y de manzana que tan bien confeccionaban Las hacendosas manos de Doña Amparo.

La sala no tenia brasero: en el gabinete habia uno pequeño, cuya caja ó tarima era también de azófar, como la copa, brillando ambas cual si fueran de oro.

En la alcoba, y en el testero principal, se veia la gran cama conyugal, de caoba y de hechura de barco: la colcha de damasco amarillo, como las colgaduras, hacian resaltar la blancura de la sábana, que se volvia sobre ella, de hilo finísimo y adornada con una guarnición bordada, lo mismo que los almohadones.

Aquella colcha y aquella rica ropa blanca se quitaba todas las noches, y la cama quedaba con ropa lisa y cubierta con una colcha de indiana, de ramos.

A los pies de la cama habia un armario ropero: y en un rincón una jofaina con su pió, pues aun no se usaban apenas en España los lavabos, que exigen un sinnúmero de objetos de rica porcelana.

Sobre la jofaina y sujeto á la pared, un pequeño y reluciente clavo romano sostenia una toha11a de lino, más blanca que la misma pared, que estaba decorada con un flamante traje de cal.

La sala y el gabinete estaban vestidos de papel de figurones.

En la alcoba había una puerta por la que se pasaba á una salita con alcoba, en la que dormía Dolores: aquella alcobita, blanqueada , hablaba de infancia y de alegría, como su cainita blanca, su altarito á los pies, en el que se veia á la Virgen Dolorosa, rodeada de flores, su sillita, y un pequeño y viejo cofre, guardaropa de la niña y depositario de sus inocentes secretos.

En la salita que servia de tocador á Doña Amparo, habia una mesita cubierta de hule negro, que sostenia un espejito con pie de cartón, un armario y una cómoda para sus mantillas y cofias.

Dentro de la alcoba de Dolores habia un cuartito pequeño, donde Simona dormía cada noche el sueño de los justos y de los fatigados.

El comedor ya le conocemos.

La cocina era un prodigio de limpieza y de brillante aseo.

La despensa, bien provista, estaba asimismo muy bien arreglada, y muy bien guardada por Doña Amparo, que jamás abandonaba la llave.

Dentro del comedor habia otra salita, que era el despacho de D. Pedro.

Allí estaban los dos únicos sillones que habia en la casa, y que el buen señor hacia heredado de un tio, canónigo de la catedral de Toledo.

Los dos muebles no podían ser más venerables: sus brazos abiertos parecían convidar al descanso: el asiento y el respaldo eran de baqueta negra con pequeños clavos dorados.

Dolores — que era muy dormilona — gustaba mucho de echar un sueñecillo en ellos durante la velada, si sus padres la pasaban en aquella sala, lo que solo sucedia en las noclies lluviosas, porque las demás venian algunas gentes, y las pasaban en el gabinete jugando al tute un rato, y otro rato hablando.

Habia en aquella casa algo del suave y dulce ambiente de un convento: la grata paz doméstica, la feliz medianía, que no es ni envidiosa ni envidiada, la sincera devoción que nace del alma y preside todos los actos de la vida, la serenidad de la conciencia, el amor conyugal, el paternal y el materno, el dulce sosiego de la uniformidad feliz, todo esto se transpiraba allí, y todo hablaba á la imaginación, no menos que al alma, de la virtud que mora en el mundo, y de la misericordia del cielo: todo era casto, apacible, bello, diáfano, sosegado como un lago, risueño como un jardín, armonioso como un cántico, perfumado como una floresta, silencioso como un bosque, hermoso, en fin, como todo aquello en que se fija la benigna, soberana y profunda mirada de Dios.

CAPITULO III. Dolores y Modesta.

La comida de la familia Herrera era tan modesta, como su casa, como sus trajes, como su vida, en fin. La habilidad culinaria de Simona no tenia tampoco grande extensión.

Los dias- de santo, algún domingo ú otro cualquier dia que Doña Amparo queria añadir algo á la comida ordinaria, ella era la que elaboraba la adición, con gran primor y maestría, pues entendia tan perfectamente de cocina como de todos los pormenores del arreglo de una casa.

Habíanla educado á ella, como ella educaba á su hija: era tan hábil para bordar, como para mullir un lecho: sabia guisar, asear su casa y hasta lavar, lo mismo que hacer flores, armar papalinas y cortar y coser vestidos: manejaba igualmente el quitapolvos que el telar de hacer bolsillos, el dedal que la escoba, las agujas de la calceta que las cacerolas, y hasta el estropajo, cuando Simona no lo hacia á su gusto.

Sus camisas de novia estaban bordadas por su mano, y también algunas sábanas de las que guardaban sus roperos: y excepto la ropa de su esposo, que la hacia el sastre, no se daba puntada en su casa que no la diese su mano.

Aquel dia no habia ningún extraordinario en la comida: se componia sencillamente de sopa de pan, cocido apetitoso y un plato de picadillo, cosa que gustaba mucho á D. Pedro y á su hija, que tenían siempre buen apetito. Doña Amparo comia poco, y casi siempre de mala gana.

Simona habia ya puesto en la mesa un plato de ensalada, y otro con un pedazo de queso, como final y postres de la comida, cuando Don Pedro dijo á su esposa:

— ¿Quieres que vayamos á tomar un poco el sol? hoy no habia trazas de que saliéramos del Ministerio hasta las tres, pero pensé en tí, y pedí permiso á las dos, calculando que un poco de ejercicio será bueno para tu dolor de cabeza.

— Hoy no me ha dolido, contestó Doña Amparo: y quisiera acabar de repasar esa ropa para que esta noche la almidone Simona, que mañana es dia de plancha.

— ¡Déjate de repasar, mujer! exclamó D. Pedro en tono de cariñoso enfado: si no se plancha mañana, se hará pasado ó el otro.

— ¡Eso es! pasado mañana sábado, dia destinado á la limpieza; al otro, domingo; al otro, lunes, dia de lavado; ¿no ves que cada dia está dedicado á una faena de la casa?

— Pero, querida mia, ¿has de ser esclava de ■esas faenas?

— ¿Y qué remedio? no hay escape si la casa ha de marchar bien, y ha de estar bien arreglada.

— ¿Es decir que no quieres salir? — No es que no quiero, Pedro: es que no puedo.

— Señora, por los clavos de Jesús, no diga usted eso! exclamó Simona: ¡que no puede! ¿por qué no puede? qué repaso le queda ya? ¡las medias de la niña! yo las coseré, y vaya usted á paseo un rato! aquí siempre metida! ¿como no ha de estar mala? y esta criatura; yo no sé como está gorda: jamás pone los piés en la calle! ya se vé! por eso no crece!

— Qué abogada tan famosa del no hacer nada eres, Simona! dijo riéndose Doña Amparo.

— Pero señora, si está Vd. siempre hecha un azacán, y sin por qué! si tuviera los ocho hijos que Dios se le ha llevado, ¿qué seria?

— Ojalá que los tuviera! murmuró la señora tristemente.

— ¿Pero qué haria Vd. entonces, si ahora con una se agobia tanto?

— Haria lo mismo que ahora, ó más.

— Más! yo no sé cómo! si ahora se mata usted de trabajar!

— Trabajaría doble entonces: estaría cosiendo en vez de jugar al tute! Dios da siempr fuerzas para que se cumpla con las obligaciones.

Dolores, que veia á su madre distraída, se acercó al oido de su padre, y le dijo muy que dito:

— Padre! yo quisiera un pedacito más de queso!

Don Pedro cortó una buena rebanada y la dió á la niña, que se puso á comerla con apetito, lo que era muy extraño, pues había yo comido mucho.

— Y después, continuó Doña Amparo, hablando con Simona, tendria ya tres mayorcitos: Teresa y Emilia contarían diez y siete años la. una, y diez y seis la otra: Pedro y Joaquin doce y trece, ¡ay! si vivieran qué feliz seria yo!

— -Vamos, vamos, dejemos esas cosas tristes, y salgamos á tomar el sol, dijo D. Pedro levantándose de la mesa: dame ese gusto, Amparo.

— Hija! tú vas hoy á reventar de comer! exclamó Simona al ver á Dolores que aún engullía queso: señor, ¿por qué le ha dado Vd. más?

— Porque tenia más gana, respondió Don Pedro.

— Si piensas que eso es hacerle un bien, te equivocas, dijo Doña Amparo á su esposo con triste gravedad: ella no sabe nunca cuando ha comido bastante, y luego se pone mala: vamos, corre á vestirte para que andes un poco, niña, que bien lo necesitas.

— Voy á dar gracias, respondió Dolores un tanto avergonzada de su glotonería.

Y cruzando sus manecitas, é imitándola sus padres, empezó á recitar esta oración con voz dulce y clara:

Gracias te damos, Señor, con toda esta compañía, por el pan de cada dia que nos dás con tanto amor! A vuestra gloriosa aurora que es la divina María suplicamos cada dia que nos sea intercesora. Y que sea de tal suerte que no nos falte mañana, conservando el alma sana hasta la hora de la muerte. La bendición del Padre, el amor del Hijo, la gracia del Espíritu Santo sea con nosotros.

— Amen! repitieron en coro los padres y la criada haciendo la señal de la cruz con tierna devoción y recogimiento.

Luego, Doña Amparo volvió á cruzar sus manos, y rezó á media voz un Padre Nuestro y una Ave-María, terminando con Gloria, y contestándola todos, inclusa la niña.

—Señora, dijo Simona: no me acordaba de decir á Vd. que Doña Elena me ha encargado que subiese la niña esta tarde á jugar un poco con Modesta, que está mala y con mucha tos de un fuerte constipado.

— Más le convenia pasearse que subir arriba, objetó Doña Amparo, y más se distraerá paseando con nosotros.

— Pero, madre, Modesta está mala, dijo tímidamente Dolores.

— ¿Y quieres mejor ir á hacerle compañía?

— Sí! porque la pobre no puede salir del cuarto.

— -¿Y qué haréis?

— -Jugar con las muñecas: hacer comiditas con sus cacharros: yo me subiré también los mios, si Vd. quiere, y si me dá una torta de las de manteca lo pasaremos muy bien.

Doña Amparo fué á la alhacena, la abrió, sacó dos hermosas tortas, dos manzanas y algunas nueces, y lo puso todo en el delantalillo de Dolores.

— -Toma, dijo: para merendar y hacer comiditas: que te acompañe Simona, y cuidado con hacer rabiar á Modesta, porque ya sabes que está mala.

Dolores abrazó á su madre, trasportada de alegría, y luego fué á abrazar también á su padre.

Un instante después, llamaba con Simona en la habitación del cuarto segundo.

Una mujer como de treinta años abrió la puerta.

Su aspecto era decente, pero su traje pobre: en su semblante brillaban la bondad, la franqueza y la alegría.

Llevaba un vestido de percal bien cortado y bien hecho , y sus cabellos negros estaban peinados con esmero.

Antes de hablar á la niña y á la criada, gritó llena de alegría:

— ¡Modesta! hija inia, ya tienes aquí á Dolores!

— ¡Ah que entre! que venga! respondió una voz infantil.

Entonces, la mujer que habia abierto la puerta abrazó á la niña, la tomó por la mano, y se entró con ella á las habitaciones interiores.

La casa era pobre, pero brillaban en ella la limpieza y la alegría.

En una salita con alcoba estaba acostada en un lecho pequeño, pero sentada en él, una niña de la edad de Dolores: era rubia, con hermosos ojos azules, y tez blanca como el nácar: en su rostro habia una dulce calma, que contrastaba de un modo extraordinario con la viveza de su amiga.

Sentado delante del balcón, que caia á la calle, un hombre joven y de bella figura pintaba un hermoso cuadro, casi terminado ya: llevaba una bata de lana que debia haber sido de colores vivos; pero que estaba ya deslucida por el tiempo.

Aquel hombro no podia pasar de los treinta y seis años, y era rubio como la niña que se hallaba acostada, aunque la dulce expresión del semblante de su hija, pues sin duda lo era, estaba reemplazada en él por otra expresión enérgica y vigorosa

En una misma cama dormian dos niños, que podian contar dos y tres años de edad; el uno era varón, la menor era una graciosa niña.

— ¡Qué! ¿Ya viene aqui esta picarona? preguntó el pintor, dejando el pincel para tomar la barbilla de Dolores que pasaba por su lado, asida de la mano de su esposa.

— Sí, viene á jugar con Modesta, que se aburre sola, respondió ésta; y tomando en sus brazos á Dolores, la sentó en el lecho de su hija, añadiendo:

— Os voy á traer el cesto de los juguetes, queso y pasas, para hacer comidas.

— Aquí tengo yo tortas y manzanas, dijo Dolores abriendo su bien provisto delantal.

— ¡Oh, qué buenas comidas vamos á hacer! gritó Modesta dando palmadas.

— Hablad bajito, no me despertéis á los pequeños, dijo la esposa del pintor, que se llamaba Elena.

Y tomando su costura, se sentó enfrente de su marido, que continuaba pintando, en tanto que las dos niñas charlaban á media voz sentadas en el lecho.

CAPITULO IV. Dúo de un ruiseñor y un canario.

Lo primero que salió del fondo del cesto de los juguetes fué una muñeca de cartón de gran tamaño, vestida con un deteriorado traje de indiana, hecho de un vesíido viejo de Modesta.

Dolores fué quien la sacó de su encierro, y la miró con cariño á la brillante luz de la tarde que penetraba en la alcoba.

— ¿Cómo se llama por fin? preguntó á su amiga.

Se llama Cesarina, como mi hermana, respondió Modesta.

— ¡Más valia haberla llamado de otro modo! ¡Cuando la nombremos vendrá tu hermana á incomodarnos, creyendo que la llamamos á ella!

— ¿Y qué importa que venga?

— ¿No ha de importar? ¡yo no la quiero al lado cuando jugamos! Y variando de pensamiento con la viveza de imaginación que le era natural, añadió al instante:

— ¿Por qué no le hemos de poner otro vestido?

— ¿A quién? preguntó Modesta.

— ¡A la muñeca! ¡si está tan fea así! ¡parece una criada! ¡dame acá el de color de rosa!

— ¡Es lástima para casa! murmuró tímidamente Modesta.

— ¿Lástima? repitió Dolores soltando una carcajada; y aquella niña, tan tímida y encogida delante de su madre ,parecia transfigurada por una expresión llena de malicia y un espíritu dominante.

Chispearon sus negros ojos, su roja boquita se puso más encarnada, y de su frente parecían brotar rayos de luz resplandeciente.

En aquel instante acertó á mirarla el pintor y exclamó con profanda admiración:

— ¡Qué hermosa es esa criatura!

— Muy hermosa, repitió su mujer; pero si no la tuviera su madre tan sujeta, seria más mala que el mismo enemigo.

— Vamos, continuó Dolores mirando á la*

muñeca, no puedo ver los vestidos pobres

me ponen triste: cuando yo sea grande y dueña de mis acciones, he de ir siempre muy elegante.

— ¡Pero para estar en casa!... observó tristemente Modesta, al ver que su amiga despojaba rápidamente á Cesarina de 'su usado vestido de indiana, y le ponia el flamante de color de rosa, que ella guardaba tanto.

— Para estar en casa, también ha de llevar vestidos lujosos.

— Pues yo, dijo Modesta, para estar en casa,

lo peor; asi dice mi madre, que no quiere vestir nunca, porque los niños le arrugan el traje; y como nosotras, cuando seamos grandes, tendremos niños también, ya ves...

— ¡Que tengamos! repuo Dolores: yo los enviaré con las criadas.

— Yo no, objetó Modesta: que mi madre no nos envía á nosotros.

— ¡Pues, hija, yo no quiero chiquillos impertinentes que lloren y se suban á mi falda! Cuando yo sea grande, estará muy elegante, me iré á paseo, á los teatros, recibiré visitas y me divertiré todo lo que pueda!

— ¿Pero y coser? ¿y zurcir la ropa? ¿y limpiar la casa?

— Nada de eso haré yo.

— ¿Pues quién lo hará?

— Mi madre, como ahora.

— Cuando tú seas grande tu madre ya habrá muerto: ¿no ves cómo murió tu abuela?

— ¡Morir mi madre! repitió Dolores, cuyas mejillas se volvieron pálidas: ¡no, no! eso no puede ser!

— ¿Cómo que no puede ser? Como dice el señor cura que nos ha confesado ya dos veces, la vida es de Dios, y el dia de mañana no le tenemos seguro.

— ¡Antes de quedar sin mi padre ó sin mi madre me quisiera morir yo!

— A pesar de su genio vivo y revoltoso, mira qué buena es! exclamó Elena, levantándose para abrazar á Dolores; y luego añadió:

— ¡Vamos, hijas mías! ¿quién piensa ahora en morirse? ¡jugad y estad alegres, que aun os guardará Dios á vuestros padres durante largo tiempo!

— Pero es que mi madre no está buena, como Vd., señora, murmuró Dolores, por cuyas mejillas corrían gruesas lágrimas: ¡siempre se está quejando de la cabeza!

— Bueno, bueno! nadie se ha muerto aún de dolor de cabeza, niña, dijo el pintor: ¡ea! ¿cuándo hacéis la comida?

— Ahora, respondió Modesta: haremos sopa, cocido y un principio ¿eh, Dolores?

— Y tres principios, respondió la interpelada: ¿teniendo tanto hemos de comer con miseria?

— ¿Pero mañana?

— ¿Qué mañana? ¡para mañana todo estará seco, y ya habrá más!

— Mañana seria dentro de un rato: mira, tu serás la mamá de la niña: yo la criada, y haré la comida.

— ¡Eso es! para mangonearlo todo, ¡así quieres siempre!

— ¿Quieres ser tu la criada?

— ¿Yo? No por cierto! ¡criada! ¡ni aun jugando! vamos, soy la mamá que se lleva á paseo la niña Cesarina.

Dolores tomó en sus brazos á la muñeca y empezó á pasearla por la sala diciánclole mil cosas tiernas y dulces.

Luego fingió que lloraba, y empezó á consolarla con reflexiones; pero el llanto no cesaba 7 y le dió unos cuantos azotes volviéndose á casa, ó sea á la alcoba con ella.

Modesta, la buena y templada Modesta, habia estado sentada en la cama contemplando esta maniobra, y, al parecer, muy pensativa.

— ¡Qué poca paciencia tienes! exclamó dirigiéndose á su amiga: ¡pegar á la niña por tan poca cosa! ¡más valia que yo la hubiera sacado á pasear! ¡pero, calla! ¿sabes !lo que me ocurre?

—¿Qué?

— Que supuesto que no me duele nada, bien me podia vestir, y jugaríamos mejor: voy á pedir permiso á mi madre.

— ¡No lo hagas! dijo resueltamente Dolores: ¡no seas tonta!

— ¿Cómo tonta?

— Si le pides permiso, no te dejará; así, vístete sin decirle nada.

— ¡Me reñiría!

— ¡Cá, boba! ¡tu madre no riñe por esas cosas! ¡si fuera la mia! Conque ven acá y te ayudai é.

Dolores hizo salir casi á la fuerza á su amiga de entre las ropas del lecho, y empezó á vestirla, acabando muy pronto.

Entonces se descubrió toda la hermosura de la figura de Modesta.

Era una niña esbelta, delicada, de una blancura nacarada, y habia en ella algo de pudoroso, de dulce, de suave y de encantador, que decia perfectamente con su nombre.

Cuando estuvo vestida, su amiga la tomó del brazo, y salieron juntas, diciendo Dolores con voz campanuda al aparecer en la puerta de la alcoba:

— ¡Buenas tardes!

— -¡Niñas! ¿que habéis hecho? exclamó Elena: ¿por qué te has vestido, Modesta?

— Se cansaba de estar en la cama, respondió Dolores por la interpelada.

— ¡Y como nada me dolia! objetó Modesta con timidez.

— ¡No importa! ¡ahora te vas á constipar! ¡vas á pDnerte peor!

— Yo la abrigaré, dijo Dolores; y quitándose su pañuelo del cuello, lo echó sobre los hombros de Modesta: la sentó sobre una silla, y se colocó á su lado, prodigándole toda clase de cuidados y atenciones.

Habia en aquella ternura algo de protector y de fuerte, que contrastaba con la débil apariencia de Modesta: se conocia que Dolores quería á su amiga con un cariño íntimo y profundo.

Las miradas de Modesta á su amiga eran tímidas y dulces, y parecía obedecerla con gusto y con cariño.

Una vez sentadas la una al lado de la otra, colocaron á Cesarina en una silla inmediata, y entablaron de nuevo un diálogo animado.

— Yo no sé, dijo Dolores, que era la que tomaba siempre la iniciativa, cómo mi madre me ha dejado subir hoy contigo.

— ¿Por qué? ¿has sido mala? preguntó Modesta.

— No tenia ganas de coser, y me regañó.

— ¡Pero si nunca tienes ganas de trabajar!

— ¿Qué culpa tengo yo de que me guste más andar que estarme sentada? Cuando me encarga sacar cosas de la despensa, ropas de los armarios, y ayudar á Simona á limpiar la sala, estoy más contenta.

— Pues, hija, á mí me sucede lo contrario, objetó Modesta: más me gusta coser y bordar, que no que mi madre me envíe á la cocina á soplar con el fuelle , á limpiar verduras, ó al comedor á poner y quitar la mesa.

— ¡Ay, pobrecita mía! exclamó Elena mirando á su hija con los ojos cubiertos de lágrimas: ¡es que bordar y coser es tu descanso! Como somos pobres, tengo que dedicarte á faenas que no te gustan, ni á mí tampoco que las desempeñes!

— ¿Y qué remedio? repuso apaciblemente Modesta: es muy justo que la ayude á Vd., madre mia, que á Vd. también le gusta más coser los gorritos de Cesarina y de Federico, y hace tcdo Lo que es menester. El padre de mi amiguita Dolores es mucho más rico que nosotros , ¿verdad?

— Si por cierto, hija mia, lo pasa mejor que tu padre, que está enfermo muchas veces y no puede trabajar.

— ¿Rico mi padre? exclamó Dolores: sí, sil rico! Lo que se llama ser rico es un señor á quien hemos ido á ver el otro dia, y que tiene una niña!

— ¿Como nosotras? preguntó Modesta.

— No; es mayor: es casi una señorita: tiene ya catorce años: pero es muy amable, y me ha dicho que vendrá á jugar conmigo, y eso que su padre es Conde.

— ¿Y cómo se llama?

— Se llama Berta.

— Nombre de reina antigua, dijo riendo el pintor.

— Berta llama á su padre Papá, yo dije á mi madre si queria que la llamase Mamá, y me respondió que no; que á Dios y á la Virgen se les llama Padre y Madre, y que no queria modas en eso, porque los padres son la imágen de Dios.

— Tiene razón, observó Elena: en los nombres de Padre y Madre ; tan dulces y tan santos, no deben entrar las modas.

— Berta, prosiguió Dolores, tiene muchos juguetes, y aun se divierte con ellos, á pesar de que ya es grande: vive con su abuelita y con su padre, y todos la miman mucho, y la dejan hacer todo lo que ella quiere. Uno de estos dias vendrá á casa y llamaré á Modesta para que la vea, porque lleva mucho lujo; tanto como esas señoras que pasean en coche, aunque es una niña.

— ¿Cómo habrán conocido D. Pedro y Doña Amparo á esa familia? preguntó Elena á su marido en voz baja.

— Mujer, respondió éste, ya nos lo dijo , y yo no me acuerdo... espera... creo que es un ricachón de Sevilla... un Conde como dice la niña, que ha estado con él en el colegio y ha venido aquí á seguir un pleito y á pasar el invierno.

— Es cierto, yo también oí algo de eso, pero ya no lo recordaba tampoco: si ahora he hecho memoria, es porque al oir decir á la niña que llamaría á mi hija, me ha disgustado: no quiero que Modesta alterne ni se trate con gentes ricas y que viven en la grandeza.

— ¿Por qué? preguntó el pintor: ¿no dicen que lo que sirve hoy para medrar son las relaciones?

— No lo creas, Antonio, esas relaciones solo sirven para despertar la codicia: para hacer gastos superiores á nuestras fuerzas, para sufrir, en una palabra: nadie debe aspirar al

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bien estar mas que por medio de su trabajo y de lo que valga.

— Sí , ya ves qué bien nos vemos nosotros por esa cuenta! observó el artista con cierta amargura.

— ¿Y qué nos falta? exclamó Elena: solo que tengas más salud: por lo demás, tenemos paz y tranquilidad: nos amamos: nuestros hijos están sanos, son hermosos y prometen ser buenos: ¿no es quejarse pedir más á Dios? Yo que lamentaba hace poco el que Modesta tenga que hacer ciertas cosas penosas para su edad, conozco que hacia mal, y que ningún trabajo envilece á la mujer honrada.

Antonio Benavides — este era el nombre del pintor — fijó en su buena esposa una mirada humedecida de lágrimas, y estrechó tiernamente su mano, aquella mano santificada y ennoblecida por el trabajo y las rudas faenas de la familia, y luego se volvió, y cobijó con otra mirada de amor á Modesta, y á los dos niños, que dormian en la misma cuna.

Después de oír las palabras de su mujer, no pensaba ya en la pobreza, ni *en su falta de salud, ni en las fatigas de su por demás humilde existencia.

Las niñas, entretanto, seguian charlando de Berta, de sus magnificencias, de la muñeca Cesarina, de sus comidas en miniatura, que hacian y se comian en seguida, y de todas esas

pequeñas puerilidades de la infancia, con la alegre algara vía , que producirían juntos un ruiseñor y un canario.

El ruiseñor, de voz sonora y armoniosa, era Dolores, mas hermosa, mas fuerte que su compañera.

La rubia Modesta era el dulce y juguetón canario, que solo oponia suaves sonidos al poderoso trinar de su amiga.

¡Dulces é indisolubles amistades de la primera edad! vosotras sois las más verdaderas, las más durables de la vida, porque sois también las más puras y sinceras!

CAPITULO V. Una estrella entre nubes.

La Srta. Amparo García , hija de un Magistrado benemérito, se habia casado á la edad de diez y siete años , con D. Pedro Herrera, joven de veinticinco, honrado, probo, laborioso, y que era escribiente primero de un Ministerio, con el haber de 5.000 reales.

La boda, en punto á interés, no pudo ser más descabellada: pero Amparo no tenia madre, y su padre no pudo resistirla las súplicas de aquella hija única y con tanto extremo amada.

— Cásate, y viviréis conmigo, le dijo: mi mesa será la vuestra; tú manejarás mi sueldo como hasta aquí; unirás á él el de tu marido: pagarás la casa, comeremos á la misma mesa, vestiremos, y lo que sobre será para vosotros: solo me reservaré el dinero que invierto en mis limosnas, y en decir dos misas cada mes por el alma de tu madre, lo que, como sabes, asciende á poco.

Así se hizo. Amparo se casó con el que amaba y fué la administradora inteligente de todos los haberes de la casa.

Era una joven de alma ardiente, de imaginación muy viva, y de corazón sensible: estas dotes, fatales para ella, hacían algo desigual su carácter, porque la igualdad constante y helada procede casi siempre de la absoluta carencia de sensaciones.

Comunmente se confunde un carácter vivo y apasionado, ya en el amor, ya en la ira, con un mal carácter. ¡Deplorable error! hay índoles llenas de bondad, de abnegación, de grandeza, de generosidad, y hasta de heroismo, que son [impetuosas y arrebatadas, y casi pudiera decir que lo son todas aquellas que salen del círculo común: la completa serenidad del ánimo nace casi siempre de una alma fria y egoísta: cuando á la bondad natural van unidos el talento, la sensibilidad, y un raciocinio exacto, por grande que sea aquella bondad, solo se da á quien la merece, y tcdo lo que es bajo y ruin exaspera hasta la ira y hasta la violencia.

Amparo era violenta: pero la perfecta y cristiana educación que había recibido, contenia los arrebatos de su carácter impetuoso, y la obligaba á dominarse, pero haciéndola sufrir mucho más: para aquella alma delicada y llena de elevación, eran martirios lo que para otras mujeres son cosas insignificantes: esclava de la dignidad y del bien parecer, jamás alzaba la . voz, y aunque muchas veces se proponía tomar medidas enérgicas, en lo que su razón conocía ser necesarias, la natural dulzura y nobleza de sus sentimientos se lo impedia, y casi siempre dejaba al que la efendia en la impunidad.

Afortunadamente, su padre y su marido la adoraban: y esto la libertaba de muchas penas, si bien las tenia en otras mil cosas de su retirada vida doméstica, empezando por las que le causaban los criados, que era muy opuesta á cambiar.

Jamás pudo tener con ellos la sangre fria necesaria para inponerles su voluntad: tomaba disgustos mortales por lo que otras solo se incomodan levemente, y ellos dejaban pasar su arrebato, y hacían después lo que querian.

Para decirlo de una vez: el carácter de Amparo, á un tiempo benigno y arrebatado, y la bondad de su alma estaban en completa oposición con la rectitud de su razón, que le hacia ver clara, distinta y aterradora la falta, donde quiera que existiese, sin tener la energía de castigarla, si no muy rara vez.

Puede suponerse lo que aquella delicada y generosa naturaleza, lo que aquel claro y sano juicio padecerían en las diversas circunstancias de la vida doméstica, que son el calvario de toda mujer honrada, digna y pundonorosa: su marido, al que siempre amó con la más constante ternura, aumentaba aún sus sufrimientos, porque su carácter no estaba dotado de mayor fortaleza, y en vez de sostenerla en las pruebas de la vida, era el primero de los dos que se anonadaba, y era ella, por lo mismo, la que tenia que darle valor.

Un suceso'inesperado y terrible para Amparo, vino inopinadamente á sumergirla en el más profundo dolor; su padre murió casi de repente, víctima de una aguda pulmonía.

Las sombras del pesar y las de una medianía muy próxima á la pobreza envolvieron á un mismo tiempo á los dos esposos: ya tenían dos hijos: muerto el anciano, quedaban reducidos al cortísimo haber del empleado, que, á pesar de no tener la vida las necesidades que hoy cuenta, no llegaba para sufragar las mas indispensables.

Entonces empezó para Amparo ese martirio lento, pero doloroso, que ocasionan la delicadeza del organismo y la escasez de los medios: el instinto de lo bello, y la imposibilidad de lograrlo: la sensibilidad de los instintos, y la precisión de avenirse á las más duras ocupaciones y á los cuidados mas dolorosos y más amargos.

Pero la mujer cristiana y fuerte no debia desmayar ante la prueba, sino armarse de valor, y esto fué lo que hizo Amparo.

La doncella y el criado fueron despedidos, y solo quedaron una criada para la cocina y otra para atender al cuidado de los niños.

El matrimonio se ciñó á toda clase de privaciones, sin quejarse, sin murmurar de la suerte, sin nombrarlo siquiera.

Se acabaron las noches del teatro, donde tanto disfrutaba la pobre Amparo , cuya salud había sido arruinada por el nacimiento de otros ocho hijos.

Se sustituyeron en su mesa los platos delicados, por otros mucho mas humildes; y ella fué la que tomó sobre sí todas las tareas de la doncella y planchadora, no menos que la vigilancia de la cocina y de la limpieza de la casa.

Por más que S3 ria el sexo fuerte, y por más que la mujer buena los llene con paciencia, con valor y con resignación, los deberes domésticos son árduos y duros, cuando los medios son escasos, cuando el servicio está caro y pervertido, mal que desde hace muchos años venimos experimentando: solo se hacen menores aquellos deberes cuando se descuidan ; pero Amparo no tenia carácter para descuidarlos, y mas fácil que esto sucediese, era que fuera víctima de sus afanes, como justamente fué lo que sucedió.

A sus cavilaciones para sufragar con la extrema escasez de sus medios todas las obligaciones de su casa, se unian sus padecimientos físicos y la continua violencia que se hacia para aparecer tranquila y contenta cuando su espíritu permanecía en un abatimiento completo.

Su alma era una estrella que cercaban de continuo las negras nubes de su suerte.

De este modo pasaron algunos años: en ellos

su posición mejoró algún tanto, porque su esposo ascendió en su carrera, si bien con aquella lentitud angustiosa y extrsma que acompaña siempre á la probidad y á la absoluta ignorancia de lo que es intriga, adulación ó engaño: el Sr. Herrera ascendió según se dice, por sus pasos contados, y solo cuando le correspondía por rigurosa escala; pero al fin ascendió, y su familia, compuesta de su esposa y nueve hijos, tuvo algún respiro y algunas ventajas, en la precaria situación en que vegetaba.

Otro acontecimiento vino á afirmar el bienestar doméstico de Amparo: la entrada de Simona en la casa, muchacha ruda, pero honrada, y que se apegó á sus amos con un afecto profundo y lleno de lealtad.

La muerte de sus hijos abrió nuevas heridas en el corazón de Amparo, y su salud, ya delicada, se alteró para siempre y de una manera profunda: todos los niños fueron volando al cielo, y solo quedó á su lado Dolores, que era la menor, y que á la muerte de sus hermanos solo contaba algunos meses.

La pobre madre estuvo á las puertas del sepulcro, pero Dios decretó que aun debia permanecer en la tierra, y se alivió, aunque no pudo volver á estar del todo buena.

Ambos esposos reconcentraron en aquella última hija el cariño sin límites que habian profesado á todos los demás: solo que la manifestación de aquel amor era diferente y en consonancia con el carácter de cada uno.

Doña Amparo — ya se la llamaba así desde hacia algunos años — estaba en la precisión de reunir en sí, para educar á su hija, toda la entereza de los dos, porque D. Pedro, excesivamente débil, era instrumento de todos los caprichos de Dolores, que algo voluntariosa, habia llegado á dominar á su padre.

Por eso su madre la corregía y castigaba alguna vez, pues de lo contrario hubiera crecido como un arbolito inculto, y su carácter, vehemente ya, se hubiera convertido en duro y obstinado.

Vamos ahora á encontrar á los dos esposos, que se habían sentado en uno de los bancos de piedra del paseo para que Doña Amparo descansara de la fatiga, natural en una persona que sale muy poco de su casa.

El aire libre y la vista de la naturaleza, tan hermosa y risueña, habían producido en el alma de aquella pobre mujer, enfermiza y apasionada, el efecto acostumbrado en todas las almas de su temple.

Sus mejillas, pálidas, se habían sonrosado: un destello de juventud animaba sus negros ojos, aun hermosos y llenos de ternura: su pecho se había dilatado con el ambiente embalsamado del campo, y se creía transfigurada y dichosa.

Hablaban á la sazón los dos esposos de lo que era para ellos lo más interesante de la tierra: de su hija.

Sin duda hacia ya rato que se ocupaban del mismo asunto, porque en el semblante de los dos habia marcadas huellas de una emoción profunda.

— ¡Qué hermosa será cuando tenga cinco ó seis años mas! decia D. Pedro con entusiasmo.

— Cuando la veo al lado de la niña esa que ha llegado de Sevilla, repuso Doña Amparo, es cuando conozco lo que vale: ¿te acuerdas cuánto nos la ponderaban antes de verla?

— ¡Vaya si me acuerdo! pero no llega á nuestra Dolores, ni de cien leguas!

— ¡Si Dios quisiera que lograse un buen partido! no digo yo un hombre rico, que no soy ambiciosa: sino un hombre de buena posición, y que la hiciese feliz...

— De buena posición sobre todo; nuestra hija, Amparo, padecería en una situación humilde.

— ¡Ella! exclamó la madre ofendida en su amor propio de madre: ella padecer, es decir, ¿enojarse porque era pobre? eso no, Pedro: le he dado yo muy cristiana educación para que suceda semejante cosa.

— Ya lo sé: ¿pero no ves que es bastante vanidosilla?

— Lo que veo yo es que el dejársela llevar a Doña Angustias, nos la echa á perder: esa andaluza me inspira una aversión que no puedo vencer!

— Entonces, como dice la buena Elena, ¿por qué la recibimos?

— ¡Qué sé yo! respondió Doña Amparo: no podemos darnos otra razón sino la de que es pobre.

— Ciertamente: si fuera rica...

— ¡Oh! si fuera rica, ya la hubiera yo dicho veinte veces que no volviera á poner los piés en casa.

— Y hubieras hecho muy bien: no te hubiera yo reconvenido por ello, dijo D. Pedro muy sério, y como si alguna vez, desde que habia doblado el cuello á la coyunda del matrimonio, hubiese reconvenido á su mujer: pero así, como la pobre está tan mal, dirá ella misma que tenemos malas entrañas.

— ¡Si fuera como sus hermanos! añadió Don Pedro, ¡qué Doña Tecla tan buena y qué Don Atilano tan bendito!

— Doña Angustias es el Judas de la casa, y lo que no puedo sufrir es que siempre está enseñando á la niña á desobedecernos: luego, ¡como tú eres tan blando!

— ¿Y qué quieres que haga, mujer?

— ¡Reprender á Dolores; castigarla cuando da motivo para ello!

— ¿Pero cuándo lo da?

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— A cada momento: la niña, por más que tú te empeñes, es mala! ¡y como soy yo sola la que la corrige, al fin ha de tomarme manía!

— ¡Manía!

— Sí: ¡te quiere más que á mí! ya lo sabes tú; y créelo, Pedro, ¡eso me hace desgraciada!

La expresión de paz y de tranquilo bienestar que animaba el rostro de Doña Amparo, desapareció al decir estas palabras, sustituyéndola otra de verdadero y agudo pesar.

— Amparo, dijo su marido tomándole una mano con ternura: ¿por qué te aflijes sin razón? Hay en tí una fatal propensión á ver todas las cosas por el lado malo y oscuro, y tú eres, pobrecita mia, la que más sufres en esto: ¿que la niña me quiere más que á tí? ¿cómo ha de ser eso si á tu lado vive, y apenas me ve á mí? ¿y cómo he de reprenderla yo si la veo tan pocas horas, y no hace nada que sea digno de reprensión?

— Pedro, repuso tristemente la señora de Herrera, no he hallado jamás en tí la ayuda moral que necesito; y pues ha sido y es la voluntad del que todo lo puede el que yo sufra las consecuencias de tu debilidad de carácter, no debo quejarme de ello: ¡pero te aseguro que, á pesar de tu indiferencia por corregir el carácter faerte de nuestra hija, no eres tú el que más la quiere!

— ¡Amparo! ¿es posible que has de estar quejándote siempre, y buscando motivos de tristeza para tí y para mí?

— ¡Ay, Pedro! respondió la pobre mujer: ¿con quién quieres que tenga confianzas si no contigo? ¿á quién quieres que me queje?

— Pero mujer, ¿de qué te quejas ahora?

— De lo de siempre: ya lo sabes: ¡de que eres débil y haces que yo sea odiosa á Dolores, porque le parezco demasiado severa cuando me compara contigo! ¡Pedro, ese no es modo de educar á los hijos! no es quererlos más, el dejarles salir siempre con su gusto: ¡si se desplomase sobre Dolores una gran desgracia, no serias tú quien la ayudase á salir de ella! ¡seria yo, que sé quererla mejor!

— Vamos, vamos, deja esas ideas tan tristes, repuso el Sr. Herrera, cuyo alegre y bonachón semblante se habia ido entristeciendo poco á poco: ¡desgracias, desgracias! ¿quién piensa ahora en semejante cosa? nuestra niña no sera jamás desgraciada, porque Dios es justo, y ya nos ha probado bastante quitándonos todos nuestros demás hijos: Dolores será dichosa, porque será buena y muy linda: la casaremos con el hombre que ella ame, y vivirán á nuestro lado y tendrán hermosos niños que alegrarán nuestra vejez: piensa así, que esto es más natural, y no te empeñes en^ver fantasmas negros en el porvenir.

— ¡Así pensaba también mi pobre padre y murió antes de ver realizados sus deseos! murmuró Doña Amparo, á cuyos ojos asomó una lágrima: ya sabes que Dios le llamó á sí, ¡y cuánto perdimos con su muerte!

— ¡Ya lo sé! ¡pero esa no es una razón para que Dios se nos lleve también á nosotros! Además, aunque eso sucediera, ya tenemos algunos ahorrillos para la niña, y casándose con un hombre laborioso no lo pasarán del todo mal: pero, vamos, que el sol se va escondiendo, y hace frió para tí.

Don Pedro se levantó: imitóle su esposa, y se apoyó en su brazo, tomando lentamente el camino de su casa: el buen señor iba esforzándose en alegrar á su mujer, que parecía dominada por la melancolía de sus últimos pensamientos, referentes á la educación, al carácter y al porvenir de su hija.

CAPITULO VI. Dos santos y un demonio.

A lo último de la calle de San Bernardo, y en el cuarto tercero de una casita de humilde apariencia , vivia una familia compuesta de tres individuos, únicos amigos y tertulianos del matrimonio Herrera; de aquel matrimonio tan bueno, tan modesto y tan apreciable.

La distancia que separaba las dos casas era corta: y además el gran cariño que las dos familias se profesaban, la acortaba mucho más.

Dicha familia constaba de un señor mayor, alto y delgado, jubilado con 6.000 rs. por unos dolores nerviosos que ocho años antes le habian tenido baldado y sufriendo como un mártir, del que ostentó toda la ejemplar paciencia.

Los dolores pasaron por fin, gracias á Dios; pero quedó jubilado, gracias á los hombres, que ya habian puesto á otro en su sitio, y á sus años, que llegaban á sesenta.

Don Atilano Carmona era soltero, porque en su timidez jamás se habia atrevido á decir á una mujer que le gustaba, aunque realmente le hubiera gustado, lo que era también algo dudoso, por cuanto simpre fué muy amante de su familia, que reunia para él todas las perfeciones de la tierra, y jamás pensó en el matrimonio.

Su familia, en la época que da principio esta historia, se hallaba reducida á una hermana viuda, llamada Doña Tecla, y que contaba doce años ménos qne él, por lo que algunas veces le decia sencillamente, esta muchucha, siguiendo la costumbre de su juventud.

El otro individuo de la familia era una andaluza llamada Doña Angustias, viuda de Carmona, pues habia estado casada con un hermano de Doña Tecla y D. Atilano, que recien nombrado subteniente, de cadete que era, se dejó prender en las redes de la salada malagueña, fea como un coco, y desvergonzada como una moza de rumbo.

Seis años después de casada, mató á su marido, al que llevaba cerca de quince, á fuerza de disjustos.

Armábale cada hora una cuestión, y el desdichado ni tenia voluntad ni pensamiento propio, porque hasta de esto queria disponer la rumbosa Angustias, que no perdia ocasión de desacreditarle con las amigas con quienes tomaba chocolate, y, do decir que le habia hecho favor en casarse con él.

Pero á la muerte de aquel favorecido mortal, ella quedó en la posición más precaria: se habia casado sin Real licencia, y no le quedaba un cuarto de viudedad, ni un cuarto ahorrado, porque todo lo gastaba en chocolate, y en echar algunas copitas de noyó y perfecto amor, amen de los repetidos cigarritos ó pitiyos, como ella los llamaba, y que más bien parecia cada uno el envoltorio de dos cuartos de azafrán.

Don Atilano y Doña Tecla eran tan benditos, que jamás pensaron ni por un instante en culpar á su hermano Juan — á quien cuadraba el nombre á las mil maravillas, por ser tan bendito como ellos — jamás pensaron, repetimos, en culparle por su disparatado casamiento con una mujer que podia ser su madre, pues tenia treinta y tres años y él solo diez y siete.

Amaban tanto al pequeño, como ambos le llamaban, que por' nada del mundo hubieran querido disgustarle, ya que por su mala suerte 11 andaba el pobrecito por esos mundos de Dios.»

Los dos hermanos siguieron viviendo con su sueldecito, con su invariable arreglo, y cuando podian enviaban los ahorros de sus 10.000 rs. al pequeño, ahorros que su esposa convertia luego en copitas de perfecto amor, en pitiyos y en pinturas para su sandunguero rostro, que no tenia nada de femenil, y si mucho de hombruno, por su gran bigote, sus cabellos negros, cresposy relucientes, su tez basta y encendida, y su atrevida mirada.

¿Cómo habia podido atrapar aquella feroz solterona á un lindo y delicado muchacho de diez y siete años, modesto, pundonoroso, bien educado, y criado por una madre ejemplar, y después por su suave y apacible hermana Tecla? Solo se explica esto por la ley invencible de los contrastes.

Juan habia visto á Angustias en casa de un oficial de su cuerpo, casado con una parienta de aquella: y la astuta malagueña, que era ya mujer de mucha historia, y que desconfiaba de hallar marido, empezó á hacerle tantos arrumacos, que aturdió al pobre y sencillo muchacho.

Así lo contaba ella á otra de sus amigas al poco tiempo de su enlace, entre las azuladas bocanadas de humo que dejaba escapar de sus marchitos labios.

— Chica — referia ella; — al ver á ese boquirubio, perdí los estribos: ¡ya vés tú! yo que hacia poco habia despedido'y desairado á un Conde y á un general!

— ¡Es posible! exclamó socarronamente la amiga: pues yo nada he sabido de esos elevados pretendientes!

— Hija, eso se dice cuando ya pasó: yo, ya se vé, como vivia muy regularmente con mi orfandad... ya ves tú, orfandad de general...

— Yo creí que tu padre era solo capitán, querida Angustias.

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— Pues creías mal, era general: y yo, que solita con mi criada lo pasaba muy bien, no quería perder mi libertad y los despedí... pero llegó ese diablillo de Juan, y ya vés, si él me volvió á mí el juicio, yo le mareé á él, que era pajarito del primer vuelo.

— ¡Y tanto! pensó la amiga, profundamente dolida de Juan. Pero mujer, prosiguió en voz alta, teniendo orfandad de general, ¿por qué ibas con un vestido de alepín tan corto y tan viejo?

— Ahí verás, respondió Angustias, con el pasmoso descaro, que suelen ostentar las de su calaña: para lucir mi pié, que no es feo.

— Muy lejos estoy yo de creerlo tal, repuso la amiga, que era lista y no se dejaba alucinar por la subtenienta: pero el tener el pié bonito, si es una razón para llevar el vestido un poco corto, no lo es para llevarlo viejo.

— Queria ahorrar, respondió Doña Angustias.

— Y con tal tendencia al ahorro, ¿por qué perdiste la orfandad de general, por el sueldo de subteniente?

— -Ya te he dicho que me enamoré. En efecto, la malagueña no podia estar más enamorada al parecer: no dejaba al pobre Juan ni á sol ni á sombra: iba siempre colgada de su brazo: y á pesar de que debia tener algunos ahorros de su orfandad de general, la primera paga de su esposo se la gastó toda en hacerse un traje de seda decente.

El subteniente Carmona murió á los veintitrés años, de una afección al pecho, producto de los muchos sinsabores que su terrible y dominante esposa le ocasionaba: entonces, ésta, que casi nunca habia escrito á sus cuñados, les dirigió una carta, escrita, según decia, con sangre de su corazón, en la que les pintaba su orfandad, su abandono y los peligros á que quedaba expuesta en su temprana viudez.

— Pobrecita! tiene razón! exclamó Doña Tecla, que lloraba á lágrima viva: á mí me compadece mucho, porque, al fin, ha sido la esposa de nuestro pobre pequeño.

— ¿Y qué haremos? dijo D. Atilano muy pensativo: nosotros no podemos enviarle más que muy poco! y al fin ella no tiene de qué quejarse! puede trabajar!

— ¡Ay, hermano mió! el trabajo de una pobre mujer produce tan poco!

— Ciertamente: pero ya ves que yo estoy muy delicado: estos dolores se van extendiendo cada vez más: tengo miedo á que me jubilen, lo que no tardarán en hacer, si sigo así, yendo dos dias á la oficina y quedándome cuatro en cama.

—Pero lo que hagamos por esa pobrecita, alegrará á nuestro Juan en el cielo.

— Pues bien, mujer: escríbele que se venga á vivir con nosotros: es lo más que podemos hacer.

— ¡Dios te bendiga, hermano mió! dijo la buena señora abrazando á D. Atilano: á mí se me había ocurrido también esa idea; pero no me atrevía á proponértela: ya sabes que en todo gusto de obedecerte: ahora mismo voy á escribirle.

Doña Tecla se encerró en su cuarto, y escribió esta carta con su letra antigua, gruesa y redonda.

"Mi querida hermana: así Atilano como yo, hemos leido con gran pesar tu carta, y en su contestación, y en nombre de los dos, te ofrezco esta tu casa para que vengas á habitarla con nosotros en buena y amigable compañía, y en paz y gracia de Dios.

"No es mucho lo que podemos ofrecerte, y esta es la primera vez que, así Atilano como yo, sentimos ser pobres, porque si fuéramos ricos, tu hallarías á nuestro lado más comodidades y opulencia: pero no te faltarán á sus horas las dos comidas y el desayuno, todo limpio y aseado, y un cuartito que es pequeño, pero que está bañado casi todo el dia por el sol: además, tendrás cariño y paz, que es lo principal y lo más estimable.

"Te mando cuatro duros para ayuda de los gastos de viaje: es cuanto tengo, porque la mala salud de mi pobre Atilano no me permite ahorrar más, como antes hacia, y lejos de eso, todos mis pobres ahorrillos han salido para pagar dos novenas de leche de burra que lleva tomadas, y una untura muy cara que le doy cada noche en las piernas, sin que por eso se alivie de sus dolores, que no le dejan sosegar. ¡Cómo ha de ser! ante todo, sea alabada y adorada la santa voluntad de Dios! *

"Adiós, querida hermana. Atilano te saluda con afecto cordial, y también tu hermana, que desea abrazarte y te quiere de veras. — Tecla.

— ¡Jesús, esta gente ha de ser más tonta que Picio, y más beata que un fraile de la Merced! exclamó Doña Angustias arrojando la carta con desden: pero así y todo yo haré lamia: por lo pronto voy á Madrid, y con mi ingenio yo haré algún negocio: me acuerdo que me gustó mucho cuando estuve allá por mis quince años, con aquel calavera de G-eromo, el estudiante de farmácia, mi primer amor: ¡qué buenos cuartos le gastamos á su padre, fingiéndose enfermo para que le mandase desde Cádiz! y cómo llamaba yo la atención de todos en el Prado, con mi falda corta y guarnecida de madroños y mi mantilla de cachucha, y mi peineta de á cuarta! nadie le echaba el pió adelante á la malagueña! Ahora, que sé un poco más, no dejaré de hacer fortuna.

Con tan bellas y cristianas disposiciones, partió Doña Angustias desde Granada, donde se hallaba, á Madrid, para aprovecharse del cariñoso amparo que le brindaban los hermanos de su esposo.

Al verla, quedaron sorprendidos D. Atilano y Doña Tecla: era esta una señora bajita y delgada, de color quebrado, ojos azules muy dulces y cariñosos, nariz pequeña y recta, y boca algo marchita ya, pero que habia sido muy linda.

Contaba entonces esta excelente señora cuarenta y ocho años: los restos de una belleza, que sin ser deslumbradora, habia estado llena de atractivos, se descubrían aun en sus facciones plácidas y dulces: su traje invariable era un vestido de lana carmelita: un pañuelo negro de merino en invierno, y de crespón en verano: una papalina de una blancura deslumbrante que dejaba ver, por delante, sus cabellos rubios que empezaban á ser blancos, y una mantilla de gros con guarniciones de tul liso.

Doña Tecla hacia tres años que usaba los mismos guantes de piel negra: es verdad que durante el verano los reemplazaba por unos mitones de S3da del mismo color, que eran un modelo de primor en el ramo de zurcido, lo mismo que sus zapatos de rusel escrupulosamente cerrados sobre las medias blancas como la nieve, por medio de unas estrechas cintas negras que remataban en un lacito.

De la limpieza del pañuelo de bolsillo de Doña Tecla y de toda su ropa interior no hay que hablar, porque lo mismo que su cofia desafiaba á la misma nieve.

En cuanto á D. Atilano, era muy alto y muy delgado: catorce años hacia que llevaba la misma levita azul, que ya habia perdido el pelo á fuerza de cepillarla su hermana con el mayor esmero: su estrecho pantalón negro dibujaba lo exiguo de sus piernas, y su chaleco, negro también, dejaba ver una camisa muy blanca y planchada por la primorosa Doña Tecla: esta deslumbrante camisa estaba cerrada en el pecho por dos grandes botones de plata que formaba cada uno una estrella.

Pero lo que más caracterizaba á D. Atilana era su sombrero: un sombrero de anchas alas — entonces se llevaban pequeñitos — que le habian comprado cuando dejó la gorrita que llevaba á la escuela, que él cuidaba y cepillaba con minucioso esmero, y que aun estaba flamante,, á pesar del tiempo trascurrido.

Cada dia al volver á su casa de su cuotidiano paseo, le encerraba en su caja de cartón, donde pasaba la noche con todo abrigo y comodidad.

Entre aquellas dos figuras raras y prosaicas,, pero apacibles, candidas y llenas de honradez, cayó como una bomba la alta y robusta Doña Angustias, llena de vanidad, de arrogancia y de pretensiones.

Notables eran por cierto la cortedad, el embarazo, la timidez, con que la buena y santa Doña Tecla esperaba á la viuda de su hermano; ésta, muy contrariada al llegar á la fonda donde paraba la diligencia, al ver que no la esperaban sus cunados, que ella creia iban á salir á buscarla con una magnífica berlina, entró en un coche de alquiler y dio orden al cochero de que la llevara á la calle Ancha de San Bernardo número 102.

Una criada anciana, que servia á los dos hermanos, y habia sido niñera de Doña Tecla, abrió la puerta con solicitud, y la viuda del subteniente entró como una avalancha.

Era una mujer alta y bastante corpulenta: su tez era basta y encendida: sus oj$s negros y pequeños, de mirada maligna y dura, estaban separados por espesas cejas negras y ásperas, y guarnecidos de pestañas muy espesas, pero muy cortas, señal segura da dureza de corazón, así como las largas y convexas lo son de sensibilidad.

Sobre su delgado labio superior, se extendía un bigote negro, que le habia envidiado más de un adolescente: tenia la frente estrecha y deprimida, la nariz regular y la barba cuadrada completamente.

Su cabello, bastante escaso, era negro y reluciente, con ese brillo peculiar de las cabelleras cerdosas, y que se adquiere con el uso continuo y repugnante de la grasa.

Por lo demás, no habia en ella nada que agradase por la delicadeza de la forma: tenía el talle echado á perder y grueso, porque jamás llevaba corsé: el cuello corto y rollizo: solo su pió y su mano eran pasables, ventajas que hacia lucir con una insistencia bastante importuna.

Traia para el camino un traje lanilla, estropeado y viejo, porque era en extremo desaseada: una manteleta antigua, de seda, y lustrosa á fuerza de haber prestado largos servicios, y un sombrero de paja, aunque se estaba en el mes de Enero, componian su presuntuoso, ridículo y deteriorado atavío.

Pendiente del brazo llevaba una bolsa de terciopelo con boquilla de acero, y sus manos, encendidas por el polvo del camino, no tenían guantes.

— ¡Jesús! exclamó entrando: ¡quién había de pensar que me habían Vds. de dejar sola sin conocer á un alma viviente! ¡sofocación como esta pocas veces la he pasado!

Dicho esto, se dejó caer en una silla y empezó á echarse aire con el abanico de una manera furiosa.

— Hermana mia, repuso con dulzura Doña Tecla: como hoy estaba Atilano bastante mal, ni él ha podido salir, ni yo me atreví á dejarle.

— A lo menos, objetó Doña Angustias que parecía muy sofocada, podían Vds. haber enviado á un criado!

— ¡Solo tenemos á Simplicia, y como la pobre es tan vieja!...

— ¡Se busca otra joven!

— Querida hermana, dijo Doña Tecla que, en medio de su mansedumbre verdaderamente angelical, estaba dotada de una gran firmeza de carácter: más vale que te vayas á recoger, pues vendrás cansada: tienes tu cuartito dispuesto y té hecho, por si lo quieres tomar; yo misma lo he preparado.

— No quiero té, respondió desabridamente la malagueña.

— ¿Tomarás mejor chocolate?

— Tampoco me gusta á estas horas: lo que tomaria de buena gana es una copa ó dos de Málaga seco con bizcochos para poder después fumar un cigarro.

¡Beber vino! ¡fumar! Doña Tecla se quedó con la boca abierta al oir aquellas monstruosidades: luego, y como si las palabras no hallasen paso entre sus labios, dijo balbuceando:

— Lo que es Málaga, no lo hay en casa: como no lo gastamos...

— Envié Vd. á comprarlo á la Simplicia, que lo habrá en Madrid.

La viuda trataba de Vd. á su cuñada, con una especie de irónico respeto ó, mas bien, de conmiseración despreciativa.

— Hay un inconveniente, respondió entonces la voz áspera de Simplicia, que haciendo como que arreglaba el comedor donde se habían sentado, miraba de reojo á la rumbosa andaluza.

— ¿Qué inconveniente? preguntó Doña Angustias con mucho retintín.

— Que yo no puedo ^alir ahora de casa.

— ¿Cómo?

— Que no salgo ahora de casa, ea! repitió Simplicia con enfado: no hay para qué echarme esos ojazos, que á mí no me come la gente.

— ¡ Ay, Dios! ahora recuerdo que el coche está á la puerta, esperando el cochero que le pague! Cuñado, ¿tiene V. algo suelto?

Don Atilano. que estaba recostado en un viejo sillón de baqueta, y que no había desplegado los labios, llevó la mano al bolsillo del chaleco.

— Déme Vd. : yo iré á cambiar, dijo Simplicia alargando á la viuda su gruesa mano.

— ¿No acabas de decir que no puedes salir? preguntó aquella echándole una mirada de basilisco.

—Para eso es diferente, respondió resueltamente la criada: siempre debe haber gana de pagar al que se le debe: pero nunca debe haberla para ir á gastar el dinero en golosinas.

— Para sacar dinero tengo que abrir mi cofre y no ha llegado todavía, dijo Doña Angustias, que se ahogaba de ira: y al fin... es una peseta lo que necesito.

— Aquí está, dijo D. Atilano, á quien se le fi

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guraba aquella mujer una sierpe infernal, acostumbrado, como se hallaba, á la suavidad y dulzura de su hermana.

Y puso la peseta en la mano de Simplicia, añadiendo:

— Baja y despide al cochero.

— -¡No podria venir á pié el sargento de granaderos! murmuró la vieja sirvienta: y si viene en coche ¿por qué no se lo pagará ella? Esto hacia falta á mis amos, que viven con la economía del mundo.

Simplicia era aragonesa, que es lo mismo qus decir que, aunque brusca, no tenia hiél ni guardaba rencor: así, pues, no hubo cosa que pudiese complacer á su huéspeda que ella no hiciese, en cuanto le dijo su señora:

— Simplicia, hazlo por no incomodarme á mí: ya sabes que la pobre no tiene más amparo que nosotros, y por esto mismo debemos tratarla todos con más miramientos que si fuera rica.

Inútil es decir que Doña Angustias se aprovechó grandemente de la delicadeza de este cristiano modo de pensar, y que su arrogancia y su desden para sus cuñados, como ella decia, crecieron hasta un punto increíble.

Doña Tecla se levantaba temprano, ayudaba á Simplicia en todas sus labores, limpiaba la casa, que dejaba como una tacita de plata, y luego se ponia á recoser pacientemente las deterioradas camisolas de su hermano.

Doña Angustias se levantaba tarde , se componía ridiculamente con sus pingos, y se marchaba á ver á algunas amigas (que habia hallado con sorprendente facilidad, porque se metía en todas partes), y volvia á la hora de comer: después salia de nuevo para ir á casa de la Marquesa P... ó déla Marquesa A... pues ella, que aunque habia estado casada con un subteniente habia sido por hacerle mucho favor, y como hija de general, no se trataba con gentes de otra calaña.

Por la noche se iba de tertulia: porque era cierto que tenia acceso en algunas casas decentes, en las que hacia gracia por su incesante verbosidad y por sus chuscadas andaluzas.

Era además la Gaceta de todas las novedades del dia, la que sabia todos los chismes, y contaba las historietas secretas de las personas conocidas.

Basta ya de los antecedentes de esta familia, á la que volveremos á encontrar en la acción de esta historia.

Por ahora no hay más que decir sino que los diez años que habian pasado sobre los dos hermanos, les habian hecho más sufridos, más apacibles y mejores cristianos, así como á la viuda malagueña la habian hecho más entrometida, más mordaz, más chismosa, más habladora y más holgazana de lo que antes era.

Esta tenia además una amistad íntima: la de una tal Doña Toribia, patrona de huéspedes y prestamista, gran usurera y gran bribona.

En su casa se jugaba largo, y allí había hecho Doña Angustias algún dinerillo, con el cual iba atendiendo á sus gastos de copitas y y pitiyos.

CAPITULO VII. Siete años más tarde.

Pasamos por alto siete años de esta historia, durante los cuales nada ocurrió de nuevo: los individuos de ella envejecieron un poco más: los cincuenta y seis de Doña Angustias eran más perversos, más mordaces que los cuarenta y nueve: los de Doña Amparo mas tristes y más enfermizos: los de Dolores, que cumplia quince, más hermosos que un ramo de flores.

Era siempre la niña redonda y sonrosada que hemos conocido: su estatura llegaba apenas á mediana, pero estaba torneada con esquisita gracia y primor: bajo su pura frente, se abrian sus ojos negros y rasgados, llenos de luz y candidez, de alegría y de viveza, de sensibilidad y de ternura.

En su boca de coral y perlas, habitaba constantemente la sonrisa: parecían sus cejas trazadas por la mano de Murillo, y su talle, delgado de cintura, ostentaba en la garganta, hombros y seno, una graciosa y seductora redondez.

Dolores no era menos bella en su parte moral, que en la física: dócil, amable tierna para con sus padres, primorosa para toda clase de labores, se hadan lenguas de ella, como vulgarmente se dice, todos los amigos de su casa, que no pasaban de cinco.

A tres de estos les conocemos ya: eran Don Atilano, Doña Tecla y Doña Angustias, aunque es forzoso decir que esta inspiraba poca confianza y mucho despego á Ja prudente Doña Amparo.

Los otros dos tertulianos eran un compañero de oficina de D. Pedro, y el Sr. Cura de la parroquia de San Márcos.

Dolores se levantaba temprano é iba á misa, con su madre, á la cercana iglesia: después volvían á casa, tomaban chocolate con D. Pedro? 3^ la hija peinaba á la madre; en seguida se peinaba á sí misma la hermosa madeja de cabellos castaños, sedosos y graciosamente ondulados que adornaba su peregrina cabeza.

Hecho esto, ayudaba un poco á la criada al arreglo de la casa . y después se sentaba á coser ó á bordar al lado de Doña Amparo.

Por la noche jugatan al tresillo ó al tute los cinco amigos de Herrera y de su esposa, ó por mejor decir los cuatro, porque Doña Angustias rara vez asistía, y eso por poco rato: la viuda prefería, por más lucrativo, el juego de cttsa de Doña Toribia la prestamista y patrona de huéspedes, al de sus vecinas.

Dolores tomaba su labor y se sentaba junto al vetusto quinqué para trabajar en su bordado ó en su tapicería: á las diez dejaba la labor, y tenia permiso para leer hasta las once en el Almacén de niños, Veladas de la quinta, ó Viajes de Enrique Wanton al pais de las monas: obras que, con algunos Ejercicios cuotidianos y Semanas Santas, componiau la reducida biblioteca de su padre.

A las once la tertulia se dispersaba; Dolores besaba la mano á sus padres y se iba á un cuartito, tan arreglado como la celda de una monja, con las paredes blancas, y cuyo solo mueblaje eran una cama con una cortina y un cobertor de percal blanco, una mesita con un tocador de palmo en cuadro, una silla, un costurero, un armario para guardar su vestido de tafetán negro, hecho de otro de su mamá, y dos de lana que componían toda su guarda-ropa: sobre la mesa del tocador habia un jarrito de cristal blanco que casi siempre tenia flores frescas, regalo de D. Pedro á su hija.

Habia en aquella celdilla cierto perfume de gracia, de frescura y de inocencia, que arrobaba el alma: el blanco lecho: el cestillo de la labor de Dolores: el Crucifijo colocado en el testero principal del cuartito, coronado con una rama de boj y otra de olivo bendito: el almohadón puesto á los pies de la santa efigie, donde Dololores se arrodillaba para rezar sus oraciones de mañana y noche: las cortinillas de la ventana, recogidas con lazos de color de rosa: y por último, el ramo de humildes flores, colocado en el jarrito de blanco y limpio cristal, formaban un conjunto lleno de encanto y de pureza.

Cada noche, al entraren su cuartito, rezaba Dolores arrodillada en el almohadón bordado por su mano, y luego se acostaba para dormir, como decia su padre, toda la noche en un sueño.

Don Pedro seguía mimándola, y dejándola salir en todo con su gusto.

Su madre seguía siendo severa para ella, amonestándola con gravedad, reprendiéndola con firmeza y elogiándola .cuando no estaba delante: inspirándole, con la mejor lección, que es el ejemplo, la modestia y el amor á todas las virtudes cristianas, que traen la paz al hogar doméstico, y conservan al alma su dulce tranquilidad.

Entre aquellos dos santos y protectores afectos, crecía Dolores como la bella flor, que tiene sol abundante, riego y céfiros que acaricien su corola.

Tenia además otro afecto que la hacia muy feliz: el de Modesta, la hija del pintor del cuarta segundo de su casa, aquella niña rubia y fresca, con la que jugaba cuando ella lo era también.

Modesta se habia hecho una joven tan linda como su amiga; sus padres la amaban tanto como D. Pedro y Doña Amparo amaban á Dolores: solo que estaban cambiados los papeles, porque en casa de Modesta, la madre era la que mimaba, y el padre el que reprendia y castigaba.

¿Pero qué importa que sea el padre ó la madre el que use de gravedad ó de ternura? Lo esencial, lo preciso en las santas alegrías de la familia es que exista el equilibrio, tan difícil de sostener, de la ternura y del respeto, del amor y de la consideración. Dolores, reprendida alguna vez por su buena madre, acariciada siempre por su padre, era dichosa. Modesta, mimada por su madre, y reprendida por su padre, lo era también: después veremos los efectos que cada uno de estos métodos produjo.

Los caractéres de las dos amigas diferian bastante. Dolores era apasionada, vehemente, un tanto arrebatada y otro poco vengativa: amaba hasta el delirio y era capaz de aborrecer hasta la crueldad: así lo decían sus negros ojos, sublevada frente, el redondo y puro contorno de sus mejillas y la firme brillantez de su mirada, en la que sobresalía, sin embargo, el exquisito pudor de la virgen adolescente.

De toda la persona de Dolores brotaba la pasión: los efluvios de su alma se escapaban en corrientes eléctricas en sus miradas, en sus sonrisas: aquella alma fresca, virginal, palpitaba en su voz, en su andar, en su mirada, en su modo de hablar, ora lento y suave, ya apresurado y un tanto violento: chispeaba en su sonrisa, que formaba un hoyo bastante grande en medio de cada una de sus mejillas, y se daba k conocer en todas sus acciones, jamás frias ó calculadas, sino súbitas é irreflexivas.

— Esta hija nuestra está dotada de todas las cualidades, de todas las propensiones, que han de hacerla completamente desgraciada, decia algunas veces Doña Amparo á su esposo.

— ¡Válgate Dios, mujer! respondia invariablemente el buen señor: ¡siempre has de pensar tristemente! ¿por qué dices eso?

— Porque lo siento así. Dolores no será dicho* sa, porque es demasiado apasionada, y ya empieza á exigir más de lo que el mundo puede darle.

No era el talento de D. Pedro todo lo penetrante que necesitaba ser para comprender los temores de su esposa, dotada de una sensibilidad mucho más esquisita que él: así es que se contentaba con encojerse de hombros, y respondía:

— ¡Mi pobre Amparo, pareces ave de mal agüero! ¿porqué cavilas en lo que tan léjos está?

La buena y amante madre callaba, y volvía á quedar sola, como lo habia estado toda su vida, con sus tristezas y sus presentimientos.

Era un alma llena de melancolía y como desterrada, que nadie sabia ni se cuidaba de alegrar.

Algunas veces contemplaba á Modesta y se decía suspirando:

— ¡Cuan dichosa seria yo, si mi hija se la pareciera!

En efecto, como ya dije más arriba, nada tenian de común las dos amigas, á pesar del tierno amor que se profesaban.

Modesta no era tan alegre como Dolores; pero era más igual, y esto consistía en que sentía con mucha menos vehemencia: no era generosa hasta el heroismo; pero daba de buena gana lo que tenia: no reia nunca á carcajada, ni lloraba con sollozos hondos y profundos, porque no sentia con intensidad ni la alegría ni el dolor: obede3Ía sin esfuerzo cuando pensaba que iba á salir á paseo y su padre la mandaba quedarse en casa: le gustaban todos los manjares, pero de todo comia poco, al revés de Dolores, que comia por diez de algunas cosas que le gustaban con pasión, y no podia vencerse á probar otras que detestaba.

En una palabra. Dolores había nacido para ser dominada por una excesiva sensibilidad, por una extrema vehemencia en sus afectos, para amar, para padeoer, para ser desdichada, en fin. Modesta para ser feliz y hacer la felicidad de todos los suyos.

Porque ¿hay algo más bello y más sereno que esas existencias, puras como la superficie de un trasparente lago, tranquilas como el bosque durante las horas de medio dia, y en cuyas almas cantan, como cantan los pájaros en la espesura sus himnos, la paz y la alegría?

¿Y hay algo más grande, pero más sombrío, más desigual y más tempestuoso que -esas naturalezas ardientes, entusiastas, desordenadas, que gozan en un instante siglos de ventura, ó de desesperación?

Tal era el contraste que presentaban aquellas dos niñas que entraban apenas en la vida, y que, desde sus primeros pasos en ella, se hallaban unidas con los lazos de la más tierna amistad.

Dolores era el mar con su aspecto grandioso y deslumbrante, ora reflejase en él el sol, ora lo agitase la bramadora tempestad.

Modesta era el arroyo apacible, en cuya orilla siempre brotan flores, y cuyas claras ondas están constantemente puras y azuladas, dejando ver en su seno dorada arena y limpias piedrecillas.

— Mamá, dijo un dia Dolores aturdidamente, Modesta tiene novio.

— Niña, no me gustan las bachillerías, respondió severamente Doña Amparo: ¿qué es eso de novio á la edad de Vds.? Modesta debe ahora pensar solo en trabajar y en aprender lo que le falta que saber.

— Ella me ha dicho que tiene novio, insistió Dolores.

— Pues yo te digo, que site habla de esas tonterías, te separaré de su trato.

— Pero mujer, ¿por qué no te enteras de lo que es? preguntó D. Pedro, que tomaba el sol, y fumaba su cigarro después de comer: ven acá, hija mia, siéntate- aquí á mi lado y cuéntame qué novio es ese.

— Es, dijo Dolores, un estudiante que está de huésped ahí enfrente en casa de Doña Toribia, la amiga de Doña Angustias.

— ¿Un estudiante? preguntó con enojo Doña Amparo.

— Sí, mamá: un estudiante de leyes: joven, y muy guapo, que se ha enamorado de Modesta de verla coser por las tardes en el balcón.

— Eso es lo que resulta, prorumpió Doña Amparo, de dejar á las niñas como loritos en los balcones: ¡no te verán á tí!

— Yo lo creo! repuso tristemente Dolores: ni siquiera me deja Vd. ponerme á coser ó á bordar al lado de los cristales!

— ¡Ya se vé que no! el buen paño en el arca se vende; y sobre todo, no me gusta que te vean los estudiantes de ese lobo marino de Doña Toribia: ¡vecindad más escandalosa! daria yo la mitad de lo que he de comer porque esa mujer se marchase á otra parte! vamos! acaba la historia del novio, ya que por desgracia la sabes.

— Pues bien, mamá: Luciano, como le llama Modesta, le envió una cartita con la mujer que les hace los mandados, á la que ella contestó.

— ¡Contestó!

— Sí, señora: ¿qué había de hacer?

— ¡Entregársela á su madre sin abrirla! ¡eso debió hacer!

— ¡Bah, bah! exclamó Dolores: para que ni siquiera se la hubiera enseñado! Modesta la abrió y la leyó; contestó á ella, y después enseñó á su mamá la carta y la contestación.

— ¿Y qué decian?

— La carta, que era muy linda, que tenia cara de ángel bueno, y que esto habia hecho que el que la escribia se enamorase de ella perdidamente.

— Claro, opinó D. Pedro: lo que se dice siempre en tales casos: ¿le pedia respuesta el galán?

— ¡Perico! ¡que poca formalidad tienes! observó Doña Amparo.

— Ya se vé que le pedia respuesta, dijo Dolores: y la carta está escrita con una letra tan preciosa! y dice unas cosas tan bonitas! Modesta tomó cuatro cuartos, envió á la mandadera por un pliego de papel con los márgenes calados, y respondió á Luciano que le estaba muy agradecida, así por la opinión que tenia de ella, como por el afecto que le manifestaba: pero que ella, si bien le hallaba á su vez agradable, no se determinaba á seguir relaciones á escondidas de sus padres: le aconsejaba que buscase medios para conocerles y tratarles, y le ofrecia corresponder al cariño que le manifestaba, siempre que sus padres nada tuvieran que oponer: pero antes de mandar la carta, se la enseñó á su madre.

— ¿Y qué dijo? preguntó Doña Amparo con curiosidad.

— ¿Qué dijo? la abrazó: y dijo que tenia mucho juicio; pero entristeciéndose después, añadió:

— Hija mia, ese caballero, como te ha visto decentita, creerá que tienes algo, y no sabrá que bordas y coses para una tienda: cuando lo sepa puede que se le pase el entusiasmo, porque los hombres busoan el dinero ante todo.

— Vamos, no puedo soportar que una madre hable á su hija con mimos, cuando ésta se ha hecho culpable de imprudencias. Y la carta se envió al estudiante?

— Con la mandadera, contestó Dolores.

— A la mandadera esa la hubiera yo puesto de patitas en la calle, y hubiera clavado todos los balcones aunque me hubiera tenido que alumbrar con luz de aceite! dijo Doña Amparo.

— ¡Jesús, mamá! pues Vd. bien se casó! esclamó Dolores.

— ¡Bien dicho hija mia! has dejado á tu madre derrotada! exclamó D. Pedro, riendo á no poder más: ¿qué respondes á eso, severo predicador?

— Responderé, dijo Doña Amparo resentida, lo que no debia responder: responderé que yo no me casó contigo por medio de cartas y recaditos, sino que me viste, y antes de decirme "buenos ojos tienes», me pediste á mi padre, y éste entonces me consultó á mi: responderé que la primera vez que te vi era ya con el título de novio: y en fin, ya que me obligas á ello con tus pullas, te diré que entre nosotros no habia la desigualdad que existe, al parecer, entre ese joven, hijo sin du.da de familia pudiente, cuando le sostiene en Madrid siguiendo una carrera, y Modesta, hija de un pintor, y que trabaja para un almaoen de modas.

— Amparo, dijo D. Pedro: algunas veces te dejas arrebatar del enojo hasta el extremo de olvidar tu bondad natural: es acaso alguna falta en una joven, el trabajar en obras de primor para ayudar á sus padres?

— No digo yo que lo sea.

— Ojalá me dejaran, dijo Dolores, bordar también para fuera, y así tendría algún vestido más.

— No te hace falta ninguna á tí el trabajar para otro, repuso su madre: quiero que conserves tu independencia, que pases alguna privación, y no que vayas á bajar la cabeza delante de los comerciantes, y que ellos miren de mala manera tus primores: trabaja para tus padres.

— Una carta acaba de traer el cartero, dijo Simona entrando, y dándola á D. Pedro.

— ¡De Sevilla! esclamó éste: y creo que conozco la letra!

— ¿La conoces? repitió Doña Amparo: pues es extraño, porque hace ya largo tiempo que nadie te escribe: solo tu amigo el Conde de Elven cuando vivia...

— ¡Ah, sí! ¡pobre y buen Gonzalo! exclamó Don Pedro enternecido: mi amigo, mi solo amigo, ó por mejor decir, mi hermano! cuánto nos queriamos! y luego dicen que en las clases elevadas no hay buenos sentimientos!

— Eso es hablar por hablar, repuso Doña Amparo: en todas las clases hay de todo: tu amigo, á pesar de ser Conde, era todo un caballero y tenia un corazón de oro!

— Pero papá, qué hace Vd. ahí con la carta entre los dedos y sin abrirla? dijo Dolores con su genuina impaciencia.

— ¡Qué imprudente eres, niña! esclamó enojada Doña Amparo.

— Tiene razón, repuso D. Pedro: con todo me distraigo, aunque á decir verdad, no es extraño que me produzca este efecto la memoria de mi querido Gonzalo: veamos de quién es esta carta.

Don Pedro volvió el sobre para romper el nema, y vio impresa, en lacre de un elegante color claro, una corona de Conde: la letra era de mujer, fina y correcta, pero de forma un poco antigua.

Desdobló el papel satinado, grueso, y que exhalaba un suave aroma, y leyó en voz alta lo

que sigue:

"Mi querido amigo: hace mucho tiempo que guardo con Vd. el mismo silencio que con todos los que lo eran de mi inolvidable esposo; pero hoy que le necesito, acudo á Vd. sin preámbulos ni rodeos, y acudo también á su digna esposa, invocando el sagrado titulo de madre, pues se trata de mi hijo.??

Don Pedro volvió la carta y buscó la firma: decia: La Condesa de Elven.

— Deseo, dijo Doña Amparo con grave dulzura, saber para qué nos necesita la Condesa, señora á quien estimo mucho desde que tuve el gusto de tratarla, aunque por pocos dias, cuando hace doce años hizo con su esposo un viaje á Madrid: hazme el favor de seguir, Pedro.

"Gonzalo, aquel niño, de quien tanto hablaba yo á Vds. cuando fuimos á esa — continuó leyendo D. Pedro — mi querido y único hijo, que entonces quedó aquí con mi padre, va á esa corte á estudiar el doctorado y á graduarse, porque, como él dice muy bien, no basta en la sociedad ser Conde, es preciso ser algo más: ha heredado los nobles pensamientos y la bella presencia de su padre.??

— Vete, niña, dijo Doña Amparo á Dolores.

Esta, que escuchaba atentamente la carta, hizo un mohin de descontento, pero salió sin atreverse á replicar una palabra.

— ¿Por qué le dices que se vaya? preguntó admirado D. Pedro.

— ¿No oyes que la Condesa elogia la figura de su hijo?

— ¿Y eso qué importa , si al fin le ha de ver? Pero ahora que repaso esto, veo que has hecho bien: oye lo demás que dice:

"Ya sabe Vd., amigo mió, todos los peligros de que está lleno Madrid para los jóvenes: Gonzalo es crédulo, bueno, entusiasta: se dejará prender fácilmente en las redes de esas criaturas que pululan por esa corte con tanta abundancia: pero tengo, para evitarlo, un remedio: el recomendárselo á Vd.: ¿y sabe Vd. por qué? porque me han hablado de una hija que Vd. tiene, de una preciosa niña, á la que yo conocí de tres años, y que ya era un serafín: ahora me han dicho que es una joven encantadora.

«Mi querido Herrera, si Gonzalo y Dolores se aman, no contraríe Vd. su mutua afición: sé que debe ser buena, pura, inmaculada, siendo hija de tan buena madre: sé que poseerá todas las virtudes: ¿qué importa que no posea riquezas? El Conde de Elven es opulento, y solo deseo para él una mujer rica en virtudes: es un matrimonio en el que he pensado muchas veces, y seré dichosa si se realiza. n

— ¡Diosmio! exclamó Doña Amparo, cuyo pe

cho palpitaba de entusiasmo, y cuyas pálidas mejillas se habian vestido de un leve sonrosado: ¡Dolores Condesa! mi hija lograr una suerte tan brillante! verse libre para siempre de penas y de escaseces! ah¡eso seria demasiada felicidad!

— Tienes razón, Amparo, repuso D. Pedro, por cuyas mejillas se deslizaba una lágrima: eso seria demasiada felicidad.

— Acaba de leer la carta de esa excelente señora, dijo Doña Amparo: veo que ya se está acaband.o.

— En efecto, repuso D. Pedro, ya se acaba y dice así:

"El 20 de este mes llegará á esa mi hijo: suplico á Vd., amigo mió, que le busque un hospedaje, en una casa decente y situada en paraje céntrico: llevará consigo un solo criado en calidad de ayuda de cámara: reitero mis súplicas, para que mire por él: uno de estos dias escribiré implorando su ternura y su interés para mi hijo, á su digna esposa y mi querida amiga: entre tanto, no olviden Vds. que tiene solo veintitrés años y que necesita de sus consejos.

« Adiós, mi querido Herrera: implora á usted conmigo, en favor de su hijo aquel Gonzalo que ya está en el cielo y que amaba á usted tanto como se merece, y tanto como lo estima su sincera amiga

La Condesa de Elven.

«Sevilla 10 de Enero de 1842.»

— ¡Y estamos ya á 15! dijo Doña Amparo: Pedro, no te descuides en buscar hospedaje para Gonzalo, pues solo debe tardar cinco dias en llegar.

— Ahora mismo voy á salir, dijo D. Pedro. Y en efecto, tomó este su sombrero y su caña de Indias, y se lanzó á la calle.

CAPITULO VIII. Un novio para la niña.

Doña Amparo, la piadosa y triste mujer, la paciente esposa, la tierna, pero severa madre, se trasformó de un modo muy sensible, después de oir leer á su esposo la carta de la noble y digna Condesa de Elven.

¡Un novio para la niña! ¡un novio rico, brillante, de linda y elegante figura, y sobre todo, Conde! A esta idea, su corazón latía apresurado y una nueva vida circulaba activamente por las venas de la excelente señora.

Era humilde, por sus piadosas creencias, por su tierna devoción, y por natural carácter: pero era también madre idólatra de su hija, y se volvia looa de gozo ante la bella suerte que la Divina Providencia deparaba á su Dolores.

Ni por un instante se le ocurrió la idea de que los jóvenes podian no agradarse recíprocamente: ¡no agradar su hija, siendo tan linda, tan fresca, tan encantadora! ¡eso no era posible! ¡no podia suceder!

Dolores, que era muy perspicaz, notó en su madre algo extraño: salieron juntas, y esta compró para la joven un bonito traje de lana y seda: cuando ya estuvo la tela en casa, llamó á Elena, la madre de Modesta, y le dijo:

— Amiga mia, Vd. tiene más habilidad que yo para hacer vestidos, y le suplico dirija este que quiero se haga Dolores.

— Con mucho gusto, Doña Amparo, respondió la buena Elena: yo lo cortaré y las dos niñas lo coserán á mi vista.

A las dos horas, se hallaba cortado el traje; Modesta y Dolores cosian en él con gran actividad, en casa de la primera.

— Yo no sé lo que le pasa á mi madre, decia Dolores á su amiga, mientras cosía rápidamen, te: hoy me ha arreglado las rayas del peinadoy aunque me he estado más tiempo que el de costumbre en el tocador, no me ha reñido: además, ayer me compró un corsé nuevo, y me ha dado un pedazo de muselina.para que me haga cuellos.

— Todo eso es muy raro, dijo Modesta, y también me lo parece el que tu madre por la vez primera de tu vida quiera que te hagas un traje de toda moda; pero ya verás como así que lo vea hecho quiere que te los corte siempre mi madre, que se pinta sola para eso, como para todo.

— Antonio, dijo al pintor su esposa: ¿que querrá pedirme esta chiquilla que así me adula? — Lo que quiero pedir á Vd.. madre mia, es que me quiera siempre, repuso Modesta, abrazando con ternura á su madre.

Cesarina, que ya contaba nueve años, y Federico, que contaba diez, se unieron á su hermana para acariciar á Doña Elena.

Dos dias después, el vestido nuevo se habia concluido y, al ver á su bija ataviada con él, la grave y reservada Doña Amparo estuvo á punto de dejar escapar un grito de alegría: tan linda la encontró.

En efecto, Dolores parecia más alta: el cuerpo bien y graciosamente cortado, realzaba la elegante redondez de su talle: estándoselo mirando extasiados D. Pedro y su esposa, entró Doña Angustias en la habitación.

— ¿Qué es eso? dijo con su descaro habitual: ¿vestido nuevo? ¡hola, hola! bien se conoce que se espera al Condesito de Elven.

— Señora, nosotros no esperamos á nadie, repuso gravemente Doña Amparo; y el hacer yo un vestido á mi hija no significa sino que se lo quiero hacer.

— ¡Ya! insistió la viuda: pero se lo quiere usted hacer, porque viene un forastero, joven y buen mozo, y espera como es natural, que Lolita le guste.

— Ya sabe Vd. que quiero que se la llame Dolores y nada más.

— ¿Y qué más da?

— Que tengo devoción á los Dolores de la Virgen, y no conozco ninguna santa que se llamo Lola.

— Vamos, Amparito, no hay que enfadarse por tan poca cosa

— Tampoco me gusta que me llame Vd. Amparito.

-¿No?

— No señora, Doña Angustias.

— ¿Y por qué no suprime Vd. el don?

— Porque no debo: así como Vd. no debe suprimirme el mió: somos ya demasiado personas mayores para eso: 4 lo menos por mí lo digo.

— Lo puede Vd. decir por Vd., pero por mí, no: aun no creo que he llegado 4 la edad en que es preciso el don.

— ¿Dice Vd. eso con formalidad?

— Sí, señora.

— Pues cada loco con su tema, la llamaré 4 usted Angustitas si Vd. quiere; pero 4 mí, 114meme Vd. Amparo 4 secas, y no me venga usted con diminutivos, ni con llamar Lola 4 Dolores; niña, anda 4 quitarte el vestido, que ya hemos visto que est4 bien.

Dolores salió muy preocupada con las palabras de la andaluza.

¿Qué quería decir aquello de Conde joven y elegante? ¿era por la llegada de aquel Conde por lo que le hacían tanta cosa nueva, por lo que su madre se resignaba algún tanto 4 las leyes de la moda?

Dolores no hallaba otra razón, y se dijo que, en efecto, era la llegada del Conde la que obligaba á su madre á ser un tanto condescendiente.

Mientras ella se alejaba reflexionando así, decia la andaluza á Doña Amparo:

— ¡Jesús, señora! paréceme que está Vd. erizada toda de púas! qué despego el de Vd.! sale uno de su casa para respirar un poco, y le va peor que en ella donde pensaba hallar la distracción y el solaz!

— Donde mejor ¡está cada uno es en su casa, repuso Doña Amparo; y cuando en ella se halla mal se halla peor fuera: ¿pero qué le pasa á us_ ted en la suya?

— ¡Poquita cosa! ¿no sabe Vd. lo que son mis cuñados?

— Dos santos, respondió D. Pedro: todos lo sabemos.

— ¡Sí, dos santos! eso es! eldia ménos pensado los canonizan! respondió desabridamente Doña Angustias: buenos santos te dé Dios!

— ¿Pues qué quejas tiene Vd. de ellos? preguntó Doña Amparo.

— ¿Qué? ya me han pedido dos duros en dos veces, y no llevan maldita la traza de devolvérmelos.

— ¡Ay, pobrecitos! exclamó Doña Amparo: en qué necesidad tan grande se verá Doña Tecla para pedir á Vd. dinero! ya se vé! las cosas esrán cada dia más caras; les han subido el alquiler de la casa... ayer me decía que tendría que despedir á la criada, por no poder mantenerla.

— Pues eso faltaba! exclamó iracunda Doña Angustias: despedir á la criada! ¿y quién nos servirá entonces?

— Usted debia servir á esos dos pobres ancianos, respondió Doña Amparo: Vd. debia ayudar al menos á la pobre Doña Tecla, en vez de ser ella la que cose y plancha la ropa de usted ? que se pasa el dia de casa en casa haciendo visitas, y, lo que es peor, sin entrar en ninguna iglesia.

— Pero, señor, ¿podrá saberse á qué vengo yo á esta casa? gritó Doña Angustias, que se sofocaba, y cuyo semblante sonrosado naturalmente, estaba de color de púrpura: señora, aun le parece á Vd. poco con regañar á todas horas con su familia, que también la emprende usted conmigo?

— Yo me indigno contra todas las injusticias, respondió gravemente y sin alterarse la señora de Herrera: Vd. cobra su pensión, y se la guarda entera en el bolsillo, teniendo la serenidad de vivir á espensas de sus pobres cuñados, que no tienen ninguna obligación con Vd. : y llega á tanto su mal corazón, que vé Vd. á la infeliz Doña Tecla, que va á misa con los zapatos rotos, sin que le mueva la conciencia á comprarle unos!

— Cuando Dios no le dá para calzado, no querrá que vaya á la iglesia, opinó con su genuino é inimitable descaro Doña Angustias.

— No es eso, respondió D. Pedro: es que Dios permite que haya mártires en la tierra, para ejemplo de los demás, y para que nos enseñen la resignación y la mansedumbre.

— Que Vds. se queden con Dios, dijo la andaluza levantándose: tengo que hacer. Simona? llama á Lolita para darle un beso.

La gruesa criada, que se hallaba arreglando los¡ chismes en la mesita de tocador, se hizo la sorda: era la antagonista más formidable de la andaluza.

— Perdone Vd., respondió Doña Amparo fríamente; Dolores está en su cuarto ocupada.

— Pues abúr, dijo Doña Angustias: hasta la vista.

— Abúr dijo el diablo por no decir adiós, observó Simona: esa petardista, entremetid , chismosa, merecia que se le diera con la puerta en las narices; ¿para qué querrá besar á la niña, si siempre está oliendo á mistela y á noyó?

Al salir la viuda á la pequeña antesala ó recibo, sin que nadie la compañase, oyó la dulce voz de Dolores, que cantaba en su cuartito, en tanto que se quitaba el vestido nuevo que se habia probado, y se ponia su traje de casa.

Doña Angustias, que no se paraba en barras, siguió la dirección de la voz y entró en el cuarto de Dolores.

— ¡Jesús! exclamó esta asustada: no lahabia oido á Vd. entrar.

Ya me iba, respondió la viuda: pero he entrado á darte la enhorabuena por el novio que te ha salido.

— ¿Un novio á mí? si no se nada!

— Lo creo: tu madre llegará dia en que se cosa la boca á pespunte para no hablar: mi pobre Lolita, debes desear casarte cuanto antes para salir de su insufrible tutela; yo no he visto genio como el suyo, ni he conocido madre que tenga á su hija más esclavizada: si vives, pobrecita mia, como ratón en boca de gato! sin respirar, sin salir, sin tener una amiga... eso no es vivir! pobre niña, y cuánto te conpadezco!

La viuda dijo todo esto de un tirón y sin tomar asiento. Dolores, aunque preocupada, sobre todo con la idea del novio de que hablaban, y del cual ninguna noticia tenia, no dejó de pensar que Doña Angustias tenia razón al hablar de la tiranía de su madre.

De esta suerte una gota de negro cieno, arrojada en un arroyo puro y azulado, basta para enturbiarlo, siquiera sea momentáneamente, y quién sabe si el principio nauseabundo y destructor queda para siempre en las aguas, antes tan limpias y saludables.

— Vamos Doña Angustias, dijo Dolores: hábleme Vd. de ese novio, ya que Vd. sabe más que yo: hasta hoy, puede Vd. crerlo, nadie me ha dicho buenos ojos tienes.

— Y por cierto que no es mala vergüenza, respondió la andaluza: á tu edad, hija mia, ya traia yo á cinco ó seis al retortero: con dos de ellos hablaba por la reja de mi casa.

— ¿Con los dos á un tiempo?

— No, inocente: venia el uno de las doce á las dos, y el otro de las dos á las cuatro.

— Y cuándo dormia Vd.?

— Cuando se ama, no se necesita ni comer ni dormir: tú comes mucho^ ¿no es verdad?

— Sí señora, tengo buen apetito, respondió Dolores suspirando, como si esto fuera una gran desgracia.

— Claro es: vives como una marmota. ¡Jesús! solo de verte así, tan oprimida, tan encerrada, me dá pena.

— Y á los otros novios, ¿dónde los veia usted? preguntó Dolores, para quien la cuestión de novios era la vital.

— Los veia en casa de una amiga: á casa no podían venir, porque, hija mia, todas las madres se parecen, aunque hay pocas tan raras como la tuya: estoy segura de que no te deja jamás un instante á solas con el Conde.

— ¡Con el Conde! ¿qué Conde es ese?

— Ya veo, cariño mió, que estás en babia: escucha lo que tu padre, que es un bendito, contó á Atilano, y este me contó á mí: dice que tu padre estudió con el Conde de Elven, un caballero andaluz: ¿no has oido tú nada de eso?

— Sí, señora, sé que ha sido su único amigo, y que se querían más que hermanos.

— Esta amistad vivió á través del tiempo, lo que no es extraño, atendido á que los dos eran lo que se llama dos pobres hombres: el Conde dicen que tenia mucho de santurrón: murió hace algunos años, y dejó un hijo: ahora va á venir á Madrid á estudiar, y la Condesa, que debe ser otra beata, le recomienda á tu padre para que le lleve de la mano por temor de que se lo roben.

— Pero, y eso ¿qué tiene que ver con que yo tenga novio?

— Que el novio es el Condesito de Elven: su madre dice que desearia que se enamorase de tí, y que os casaseis: ya ves si seria una brillante suerte: con que, hija, no la desperdicies por las rarezas de tu madre.

— ¿Pues mi madre no querrá que me case con él? Yo creo que ningún pero habrá que ponerle á un Conde.

— Ningún pero: á lo que se los pondrá será á todo lo que hagas: no querrá que habléis á solas, no te dejará de la manga, y el Conde se aburrirá: mira, niñita, que los Condes están muy mimados, y hacen todo lo que quieren.

— ¿Y él querrá hablarme á solas?

— ¿Quién lo duda? todos los amantes desean hablar á solas con sus amadas: ¡y si supieras qué cosas tan dulces les dicen á las niñas! cosas que nunca les dicen delante de sus papas.

— ¿Son acaso cosas malas?

— No por cierto: son muy buenas: les dicen que son lindas — cuando lo son como tú — que las quieren mucho, que las harán dichosas, que solo por ellas viven, en fin, otras muchas y tiernas cosas.

La viuda calló y fijó los ojos en el bello rostro de la niña: esta estaba transfigurada: palpitaba su corazón aceleradamente: sus mejillas estaban cubiertas del más vivo encarnado: sus ojos brillaban: la primera chispa del amor y de la juventud habia prendido en el pecho de la adolescente: amaba ya al Conde antes de conocerle.

— Con que, hijita, prosiguió la viuda, no ser tonta: buscar alguna ocasión de ver á solas al Conde: así se entienden las gentes, y, sobre todo los amantes, que huyen de la publicidad y de la luz: los muchachos se aburren de tener que hacer la corte á los papás, y debes contemplar á tu novio, que es Conde.

— ¿Qué más dá que sea Conde ó no? preguntó cándidament^ Dolores.

— ¿Cómo qué más dá? ¿y los convites? ¿y las carretelas, las joyas, el abono en los teatros, las galas, la envidia que causarás á todas? ¿te parece eso poco?

— ¡Pues qué! ¿Acaso, señora, es una dicha el ser envidiada? pregunto la joven: á mí me parece que la envidia hace sufrir, y no quisiera yo que nadie fuera desgraciado por mi causa.

— Eres una inocente, dijo Doña Angustias: por ahora no te meto en más confusiones que decirte que ates cortito al Conde: todas esas marmotas que vienen á tu casa por la noche, hablan del novio de la niña, y ya ves que, si la boda se desgraciase, seria una campanada. Adiós, hija mia: me marcho, y ya vendré yo aquí de vez en cuando para ayudarte con mis consejos.

La vieja arpia salió del cuartito de Dolores, atravesó la antesala, y bajó la escalera á paso de lobo.

Entre tanto decia D. Pedro á su esposa en tono de cariñosa reconvención.

— Pero, Amparo, ¡cómo tratas á esa pobre mujer! ¡yo no sé en verdad cómo viene!

— Yo sí lo sé, respondió Doña Amparo: viene porque no tiene vergüenza, ni jamás la conoció. Pedro, yo no me sé explicar lo que siento cuando veo á esa mujer: se apodera de mis venas un frió mortal: me hace su vista el efecto de una gran culebra que estuviese para arrojarse á mí: me da el corazón que esa mujer, que es una bribona sin alma y sin entrañas, nos ha de traer alguna gran desgracia: la temo, la temo mucho, Pedro, y más ahora que hemos hallado un novio para la niña: ¿de qué no será ella capaz? ¿qué chismes no revolverá, si la dejamos penetrar algo de este vital asunto? Todavía creo haberla tratado con sobrada blandura: ya que se ha cumplido mi anhelo, ya que hemos hallado un novio para la niña, y un novio tan completo, andemos con mucho cuidado, no sea que el enemigo, en forma de viuda soldadesca, se meta en medio del negocio y dé al traste con él.

CAPITULO IX. Gonzalo.

Unos quince dias después de lo referido en el capitulo precedente, y á eso de las nueve de la noche, la tertulia de casa de Herrera se hallaba más bulliciosa y animada que jamás se la habia visto.

Sentados en derredor de la mesa de tresillo estaban Doña Tecla, D. Atilano, Doña Amparo y el bueno y anciano Cura, que tomaba también parte en el juego.

Don Pedro, sentado á un lado entre las dos señoras, liaba algunos cigarrillos de papel, Doña Angustias tejia unas medias caladas, y echaba de cuando en cuando una mirada torva sobre un grupo verdaderamente encantador que se hallaba á poca distancia de ella.

Aquel grupo se componia de Dolores y del Conde de Elven.

Ella bordaba, ó más bien tenia un bastidorcito sobre la falda, para hacer ver á su madre que estaba ocupada, y tranquilizar su exigente severidad.

Era Gonzalo de Elven un hermoso, simpático y elegante joven: su estatura alta y bien proporcionada, su talle gallardo, sus bellas manos, armonizaban en gracia y distinción con su rostro expresivo á la par que desdeñoso.

Tenia la tez morena, el cabello negro y los ojos grandes, rasgados y de un gris ceniciento que se parecia mucho al sombrío matiz de la pizarra.

Un fino bigote negro adornaba su labio superior y hacia parecer más linda su boca, que era pequeña y ostentaba un acarminado color: sus dientes, muy pequeños, se asemejaban al nácar: su color pálido, las orejas que resaltaban en sus mejillas, su hermosa y elevada frente, y la expresión desdeñosa de su sonrisa decían que su naturaleza era apasionada, pero versátil, y que su carácter tenia más de altivo que de tierno.

Su elegancia era esquisita: vestia, con una soltura llena de gracia, un lindo traje de interior, pues habia buscado por sí mismo un hospedaje cerca de casa de Herrera, y no salia de la suya más que para ir á ella.

Apoyado en la silla de Dolores, la veia bordar, y le hablaba en voz baja.

— No me respondes á lo que te pregunto, le decía amorosamente.

Dolores, colorada como una cereza y sin atreverse á levantar los ojos, contestó: ¿Y qué quieres que te diga?

— Que sí!

— Y si luego es que no? — Será porque tú quieras. Dolores se extremeció con tal violencia, que se clavó la aguja con que bordaba, en la yema del dedo.

Alzó hacia el Conde* sus hermosos ojos negros, y le dijo:

— No sé, Gonzalo, por qué tienes ese gusto en mortificarme: para qué quieres que te conceda esa cita? no vienes aquí siempre que quieres? no pasas aquí todo el dia? no sabes que nos hemos de casar dentro de un año, según la voluntad de nuestros padres? ¿por qué pides más?

— Y te ofendo acaso porque desee hablarte á solas? preguntó el Conde con aire resentido.

— Dolores, no te veo dar una puntada, en toda la noche, dijo Doña Amparo, que de cuando en cuando levantaba la vista de las cartas para observar á su hija con aire severo.

La joven se puso más encarnada todavía: bajó la vista á su labor, y se puso á bordar activamente.

Entre tanto que tenia lugar esta reprimenda maternal, decia Doña Angustias .á Gonzalo: — ¡Firme en ella! á pocas instancias más, cederá.

— ¿Tiene Vd. ya avisada á esa mujer? preguntó el Conde.

— ¡Sí, señor! ¿así me habia de estar ahora?

usted salga con la promesa de la niña, y lo demás corre de cuenta mia.

Después de estas palabras, cambiadas rápidamente, Gonzalo se volvió de nuevo hácia Dolores, que avergonzada de haber sido reprendida ásperamente delante de todos, y en presencia de Gonzalo, apenas podia reprimir sus lágrimas.

— El carácter de tu madre es insoportable para mí, dijo en voz baja á la joven: ¿no es una tiranía la sujeción en que te tiene? Vamos, tranquilízate, así que nos casemos, te haré yo tan dichosa, que olvides todas tus penas de ahora.

Una sonrisa iluminó el semblante encantador de Dolores, y la aguja volvió á caer de su mano.

— Por eso, prosiguió el Conde, por eso deseo poder hablarte á solas: ¡tengo tanto que decirte! En tu casa jamás logramos un instante de

libertad cree, Dolores mia, que me voy

aburriendo de lo que pasa.

— Y lo que es por mí, no extraño nada que suceda así, dijo Doña Angustias tomando parte en la conversación: niña, piensa en que nada adelanta con dedicarte todo su tiempo, escepto las horas que necesita para sus estudios, porque el Argos de tu madre jamás cierra ni los oidos ni los ojos.

Dolores calló: el Conde sacó del bolsillo de su chaleco un magnífico reloj inglés, y miró la hora.

— Son cerca de las once, dijo en voz baja; Dolores, ¿me voy sin ninguna esperanza?

— No puedo dártela, respondió la niña en voz baja también y trémula.

— Eso es porque no me quieres... porque nada soy para tí, repuso colérico Gonzalo: y en este caso no te extrañes que yo obre como debo? y como mi orgullo herido me aconseja.

— ¿Y qué harás? preguntó Dolores aterrada, y levantando su rostro cubierto de palidez. — ¡Toma! ¿qué ha de hacer? intervino Doña ngustias: ir á pasar algún rato á casa de la Marquesita de Valdeflores, que le adora: lo sé de buena tinta.

— ¡Una... Marquesa... te ama!... murmuró Dolores, fijando en el Conde sus grandes ojos, dilatados por un doloroso asombro.

— Sí, respondió Doña Angustias por el Conde: una viuda de veintitrés años, con dos carruajes y una hermosura maravillosa: una hechicera joven, á cuya casa voy muchas tardes á tomar chocolate.

— Deja á Doña Angustias, y responde, que me voy, dijo Gonzalo: ¿no quieres concederme una hora de conversación? Tengo que hablarte de nuestra próxima boda.

— ¿ Vas ahora á casa de la Marquesa? preguntó Dolores con voz honda y triste.

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— Si tú no le concedes lo poco que te pide, sí, opinó Doña Angustias.

— Señora, por Dios, déjela Vd. y no la mortifique, dijo Gonzalo indignado: quiero que sea ella la que decida, y no que le haga Vd. la forzosa: no, Dolores: que me digas que sí ó que no, me voy ahora mismo á mi casa, como todas las noches, á acostarme: ten la seguridad de que solo á tí amo en este mundo.

Gonzalo, dichas estas palabras, se levantó y dio vuelta á la mesa donde se jugaba, como si^quisiera dejar tiempo á Dolores para reflexionar.

— Hija, complácele, dijo Doña Angustias acercándose al oido de la joven: mira que yo sé que la Marquesita está muy enamorada de él.

El Conde dió otra vuelta por el aposento, y volvió al lado de Dolores.

— Consiento en que nos veamos á solas., dijo ésta con voz agitada: ¿pero dónde?

— Doña Angustias te enterará de todo, respondió Gonzalo con rapidez: adiós, vida mia.

Dicho esto, le estrechó la mano apasionadamente y á hurtadillas de todos; dió las buenas noches en general, y se marchó

— Ahora, dijo la subtenienta al oido de Dolores, voy yo á seguirle los pasos, y sabrás á dónde vá.

En efecto, se levantó y se fue detrás del Conde.

Este cruzó la calle, y entró en su casa: Doña Angustias se entró tras él, y le siguió como una sombra y sin dificultad , porque Gonzalo se hospedaba en casa de su íntima amiga Doña Toribia, que tenia casa de huéspedes y era prestamista.

El Conde ocupaba la mejor habitación de la casa: constaba de una gran sala con dos gabinetes, todo tapizado de damasco, todo elegante y suntuoso.

Apenas el ayuda de cámara hubo cerrado la puerta y se preparaba á desnudar á su amo, volvió á levantarse el picaporte para dar paso á Doña Angustias que entró mostrando bajo sus formidables bigotes una repugnante sonrisa.

— Vete, Casimiro, dijo el Conde á su criado.

— ¿Hay alguna novedad? preguntó Gonzalo con altivez, y sin ofrecer asiento á la subtenienta.

— Ninguna: si no que he oido que la niña consentia, y vengo á tomar órdenes, respondió esta. Se verán Vds. aquí mismo; á Dolores la traeré yo mañana por la tarde, y vengo á saber lo hora que es la mejor para Vd. , y á que me haga las advertencias que quiera.

— Una sola tengo que hacerte, dijo el Conde á la arpía: si deseo ver á Dolores á solas, es por el motivo que ya sabes, por la continua vigilancia y severidad de su madre, que me fati

120 ga: porque casi no le he abierto mi corazón, casi no he podido decirle que la quiero, que me casaré con ella muy pronto, que solo ambiciono llamarla mia: esto es lo que deseo, y no seducirla y abusar de su candor, como Vd. supone; y esté usted segura de que á ser su madre un poco más razonable, jamás hubiera yo acudido á semejantes medios.

— Ya, ya estoy en ello, respondió Doña Angustias con una sonrisa de Satanás: las madres, con tanto tirar de la cuerda, hacen á veces que se rompa: pero yo no espero, Sr. Conde, que eso suceda en esta ocasión: á pesar de todo, el matrimonio, á la edad de Vd. y con una muchacha pobre y oscura como Dolores, no es nada agradable.

— Eso es cuenta mia, repuso Gonzalo con altivez: y debo decir á Vd. que deseo recogerme: aquí tiene Vd. por sus buenos oficios: por lo demás, ninguna advertencia tengo que hacerle: mañana no saldré de casa más que para ir á la de Dolores; me volveré temprano aqui para no dar sospechas, y esperaré á que Vd, la traiga: al marcharse le daré á Vd. otra moneda como esta.

El Conde, puso una onza de oro en la mano de la subtenienta, que salió apresuradamente.

— ¿Qué hay? le preguntó Dolores así que se sentó á su lado.

— Ha entrado en su casa, y Casimiro me ha dicho que se ha acostado al instante: de tí depende, hija, el inutilizar las astucias de la Marquesita.

— ¿De qué modo? pregunto Dolores tristemente.

— ¿De qué modo? dándole pruebas de tu cariño, para que no crea mayor el de la otr.a; pero adiós, niña, que voy á preparar nuestro negocio de mañana.

— ¡ Ay, Dios mió! qué arrepentida estoy de lo quehe hecho! exclamó Dolores: cuánto me pesa haberle ofrecido acudir á donde él diga! yo tiemblo!

— Vamos á dormir, que son las once y media , dijo la andaluza á sus cuñados con el imperio que acostumbraba: yo no sé esta noche cómo estáis tan despavilados; justamente hoy, que me estoy yo muriendo de sueño.

— Vamos, mujer, respondió Doña Tecla, ¿por qué no has dicho antes que te querías recoger?

— ¿Por qué no se ha ido Vd. sola á la cama? dijo Doña Amparo: no parece sino que anda usted con los piés de estos señores!

— Vaya, vaya, amigos mios, muy buenas noches, dijo D. Pedro temiendo una respuesta brusca de la subtenienta.

Los tertulianos, en cuyo número se contaba el bueno y anciano sacerdote, bajaron la escalera para retirarse, alumbrados por Simona, y se dirigieron cada uno á su casa.

Don Pedro y Doña Amparo volvieron á la sala, en la que hallaron á Dolores con la cabeza entre las manos.

Al oír á sus padres, se extremeció convulsivamente, y alzó los ojos; la luz dio en su semblante, y su madre exclamó al ver el encarnado subido de sus mejillas:

— ¡Dios mió, hija! ¿qué tienes?

— Me duele la cabeza, repuso la joven.

— Te habrás resfriado; vete á acostar, dijo Don Pedro besándola en la frente.

— Anda á la cama, hija mia: ahora te entrará Simona una taza de flor de malva, y yo iré á arroparte bien para que sudes, añadió Doña Amparo. — No, no, mamá, solo necesito descanso: dijo Dolores: buenas noches.

La joven besó la mano de su padre: hizo lo mismo con la de su madre y se fué á su cuartito, alumbrada por Simona, que llevaba una vela en un candelero de bronce, brillante como el oro.

¿Dormia entre tanto el Conde de Elven? ¿estaba tranquilo? No: ordenó á Casimiro que dejase ardiendo la lamparilla situada á la cabecera de su cama, y se entregó á sus pensamientos»

Digamos algo de este joven, que tan importante papel debia jugar en la vida de Dolores.

Ya sabemos que era huérfano de padre, y que le habia criado su madre, señora piadosa, sencilla, llena de virtudes y que le adoraba.

La inmediata, constante y exquisita vigilancia de la Condesa de Elven, no habia podido impedir que Gonzalo se entregase, con otros jóvenes de su edad y clase, á algunas calaveradas sin trascendencia: quiere decir, que jugaba alguna vez, que cenaba de cuando en cuando con sus amigos, y que habia debido algunas fáciles conquistas á la encantadora belleza de su figura, á su alta cuna y á sus grandes riquezas.

Las madres de los amigos de G-onzalo tenian aquellos pasatiempos de sus hijos por la cosa más natural, y tal vez los consideraban acertadamente: pero la Condesa ni aun sospechaba que existiesen: su alma pura, llena de candor como la de una niña, no sabia nada de pasiones, ni de seducción: creia que su hijo favorecía á jóvenes que estaban necesitados, y que eran dignos de sus socorros; y para que gastase con más libertad, le señaló sus rentas, aun antes de que llegase á su mayor edad.

Los seres desgraciados socorridos por el Condesito eran los toros, las orgías, el juego y la cantatriz más en boga, amen de los ramos de flores, de las cajas de dulces, enviadas á la señorita de la nobleza á quien se dedicaba, porque el Conde estaba dotado de un paladar especial, así para el amor como para todos los manjares, y le gustaba probar seguidamente lo más tosco y lo más delicado.

Aquel joven, dotado de un gran talento, de una figura bella y distinguida, y de inmensas riquezas, tardó poco en ser el ídolo de todos los sevillanos; pero habiendo volado ya como la mariposa entre las bellas flores.de aquellos vergeles, formó un decidido empeño en ir á Madrid ? con el pretexto de estudiar el doctorado y de graduarse.

La buena y sencilla Condesa, que no sospechaba ni remotamente las desordenadas pasiones que se albergaban en el alma de su hijo, ni la violencia de un carácter, que era y habia sido siempre para ella dócil y sumiso, pensó de golpe en el matrimonio de Gonzalo con Dolores ? de cuya belleza y cristiana educación habia oido hacer grandes elogios á una amiga suya que la habia conocido en casa del pintor, padre de Modesta, al ir á encargarle un cuadro.

Significó á su hijo su pensamiento, y le enseñó la carta de su amiga, que, en el párrafo referente á Dolores, decia así:

"Es hija, según creo, del honrado D. Pedro Herrera, el amigo que tanto quería tu marido 1 y aunque, como sabes, no soy observadora, la vista de esa preciosa criatura me ha llenado de admiración: si algún día viene Gonzalo á esta Babel, no será malo que la vea: se enamorará de ella, y no pensará en locuras ni desórdenes. n

Esto que escribía la amiga de la Condesa, no habia sido dictado por el pensamiento sano, y humanitario de que Gonzalo pudiese casarse con la hija del pobre Herrera: aquella señora miraba á la joven como un entretenimiento honesto, que preservaría al joven de otros entretenimientos peligrosos, y que podia dejar cuando ya no hiciese falta.

Pero en el alma humanitaria de la Condesa, en aquella alma noble, elevada y tierna, no podia caber tan ruin pensamiento: pensar en la hija del amigo de su esposo, era pensar en que su hijo se casase con ella; y estaba tan exenta de ambición, de vanidad, de pretensiones para ella y para su hijo, que nada le pareció tan natural, como enlazar al rico Conde de Elven con la pobre hija del modesto empleado D. Pedro Herrera.

— ¿No es linda? se dijo: ¿no está criada con recogimiento, por una madre ejemplar? ¿no es hija de un hombre honrado? ¿pues qué mal hay en que se casen y en que sean dichosos? ¿qué más puede desear mi hijo, ni yo para él?

En tanto que la buena y piadosa madre discurría así, otros pensamientos muy diferentes ocupaban á su hijo: pensaba con delicia en lo mucho que podría exponer al juego en Madrid: en las lindas actrices de sus teatros: en los restaurants, donde hay comidas para el paladar más exquisito, y apenas fijó por un instante sus pensamientQs en aquella Dolores que su madre, de propósito, le habia elogiado tanto.

Al verla, quedó deslumhrado por la candida, fresca y encantadora belleza de la joven: la incansable vigilancia de su madre convirtió á sus ojos en un imposible la seducción de Dolores, y se la hizo mil veces más preciosa; pero cada vez que la joven le hablaba de su enlace, el Conde tenia trabajo en no soltar la carcajada, porque ni por un instante pensó en que Dolores Herrera pudiera ser la Condesa de Elven.

Vano, gastado, duro de corazón, pervertido por las malas compañías, no podia haber sido el destino más cruel que arojando á aquel joven en el camino esmaltado de flores que atravesaba Dolores, como una negra sombra que liabia de enlutar todo su porvenir.

CAPITULO X. La araña urde su tela.

Así que se hallaron en su casa D. Atilano, Doña Tecla y Doña Angustias, dijo esta última á aquella:

: — Tecla, mañana es preciso que saques á paseo á Dolores.

— ¡Mujer, si no puedo salir! respondió la buena señora: ya ves, desde que hemos despedido á Simplicia, tengo que estar á todo, porque esta pobre chica es para poca cosa.

— ¿Y por qué has despedido á Simplicia?

— Porque no podia darle tres duros de salario: porque era malgastadora, y lo que antes le pasaba, ahora no era posible: todo sube: todo va de mal á peor.

Al decir esto, aquella santa señora arreglaba con sumo esmero la lamparilla que cada noche se quedaba en la alcoba de la viuda, y la que, durante las eternas tinieblas del invierno, consumia una razonable cantidad de aceite, gasto inútil, y que por nada del mundo se hubiera permitido hacer ninguno de aquellos dos angelicales hermanos.

Muchas noches se habia puesto enferma Doña Tecla, efecto de la excesiva debilidad de su temperamento, y del excesivo trabajo doméstico á que se dedicaba; y sin embargo, el temor de gastar un poco de azúcar ó de carbón apenas le permitia tomar una taza de té, pasándose sin ella, á no ser que el mal creciese extraordinariamente .

Ella era la que lavaba y aplanchaba las ya viejísimas camisas de D. Atilano, de largo tiempo usadas y nunca repuestas: ella la que mullía el pobre lecho en el que su hermano descansaba sus doloridos miembros: ella la que quitaba el polvo á todos los muebles de la casa, la que arreglaba la humilde salita, adornada con seis sillas de anea, una mesa antiquísima y pulimentada, con los piés en forma de espiral, y un espejo de media vara en cuadro: en fin, la buena y resignada Doña Tecla tomaba sobre sí todos los más pesados quehaceres de la casa, aderezaba la comida ó el jpucherito, como ella decia, acudía á la limpieza, y atendía á todo, y esto solo porque lo pasasen lo mejor posible sus hermanos, que con el mismo cariñoso dictado designaba al amable y suave D. Atilano, y á la malvada, dura y exigente viuda Doña Angustias.

Ni una sola vez pensó aquella paciente y santa criatura en que su hermana pudiera ayudarle en las faenas de la casa, tan pesadas ya para su débil salud: ni una sola vez se dijo que podia imponerse privaciones y no exigir regalos ni servicios: para ella, y según su parecer, siempre Doña Angustias era pobre y desvalidasiempre debia considerarla y atenderla, porque dependia de ellos y porque era viuda de su pobre Juan.

Algunas veces se permitia D. Atilano la si guiente observación.

— Mujer, es una vergüenza lo que hace Angustias.

— ¿Pues qué hace? preguntaba muy admirada la buena señora.

— ¿Qué hace? Estar corriendo todo el dia, chismoteando y enterándose de lo que pasa en la vecindad: y no hace lo que debia hacer: que es ayudarte en algo, y darte algún regalito de su pensión.

— Sí, como es tan larga!

— ¿Tan largos son nuestros haberes?

— No es lo mismo: nosotros no dependemos de nadie, porque somos hermanos legítimos, y lo tuyo es mió: pero ella solo es cuñada, y depende de nosotros.

— ¿Y su pensión?

— La gastará en limosnas. A esta respuesta concluyente, D. Atilano enmudecia: porque era tanta su afición á dar limosnas, que no podia condenar en este punto la de los demás. No salia nunca con algún cuarto en el bolsillo, que no lo diera á los pobres, aunque á decir verdad, eran pocas las veces que podia salir con un solo maravedí.

— ¡Válgame Dios! exclamó Doña Angustias contestando al aserto de Doña Tecla de que todo iba de mal en peor: siempre estás quejándote, mujer: siempre estás llorando: á nadie más que á tí oigo decir que las cosas se encarecen; pero ya entiendo las indirectas: eso es decirme que aquí incomodo.

— ¿Eso piensas? exclamó toda afligida la candorosa señora, cuya alma virginal tenia la sencilla credulidad de una niña: ¿cómo es posible que así me juzgues?

— A las pruebas me remito, dijo Doña Angustias: despides á una criada de forma, porque dices que gasta mucho.

— Y es verdad: no podíamos sostener el gasto que teníamos.

— ¡Caramba, déjame hablar! tomas una chiquilla, y ahora dices que no puedes salir por estar al cuidado de la casa.

— Y digo bien.

— ¿Qué cuidado necesita la casa? ¿será el de la cocina? ¡no pasamos de sota, caballo y rey!

— Hermana, respondió Doña Tecla con su nunca desmentida mansedumbre: ya sé que no te tratamos como mereces y estás acostumbrada, pero bastante lo sentimos Atilano y yo: ya ves, 6.000 reales de jubilación no dan para nada, porque la casa nos cuesta la mitad, y las cosas están por las nubes: yo, por más que discurro, no puedo mejorar ni la mesa ni el trato: pero procuraré hacerte siquiera los domingos alguna cosa apetitosa, aunque sea poco, y para tí sola, que nosotros con pan y paz lo pasamos muy bien.

— ¡Alma de Dios! ¿quién te pide nada? respondió ásperamente Doña Angustias: quita allá, y no me creas golosa, que no lo soy, y si lo fuera, de sobra tengo casas donde regalarme, sin que tú te canses en hacerme guisados: ahora, solo se trata de sacar á paseo á esa chiquilla, que no cesa de pedirme que la acompañe.

— Y ¿por qué no lo haces? preguntó Doña Tecla: tú la puedes acompañar, porque ninguna obligación te llama.

— ¿No sabes que su madre no me puede ver? á mí la pobre Lolita me dá pena, porque de estar ahí siempre encerrada, se pone mala y se aflige y está descolorida: pero ¿cómo le digo yo á la arpía de su madre que me la deje?

— ¿Arpía Amparo? preguntó estupefacta Doña Tecla: pues si es más buena que el pan! si la conozco desde que éramos chiquititas! si á nadie quiere mal!

— Más que ámí, interrumpió Doña Angustias con su voz de bajo: ¿si me querrás decir que es una paloma sin hiél!

— Siempre lo fué: pero, en fin, dejemos esto, que tú no la quieres y yo sí , y no podemos tener igual parecer en este punto: la cosa es que la niña quiere salir á paseo, verdad? —Sí.

— Pues yo la llevaré.

— Es que quiere que sea mañana.

— Mañana será: mientras yo arreglo las cosas, irá por ella Atilano, y la sacaré á dar una vuelta, eh! aquí tienes la lamparilla, hermana; acuéstate y descansa.

La viuda tomó la débil luz que ardia dentro de un vasito que contenia aceite y agua, y se encaminó á su cuarto, que, como ya sabe el lector, era el mejor adornado y el más confortable de la casa.

Poco después, Doña Tecla descansaba en su alcobita blanqueada, y dormía un apacible sueño entre el blanco hilo de sus usadas sábanas y bajo una colcha zurcida en mil partes por su diestra é infatigable mano.

Don Atilano se habia acostado desde la escalera y dormía también el sueño de los justos r solo Doña Angustias no podia reposar, porque el azoramiento de su criminal conciencia la tenia desvelada.

Así que la aurora echó al mundo sus primeras luces, saltó de su lecho, que jamás dejaba hasta las diez, y se fué á la cocina: allí se hallaba el braserito, que cada mañana arreglaba Doña Tecla, y que hasta después de bien encendido, ó hecho una granada, como ella decía, no le llevaba á la salita habitada por su hermano, que era donde hacia labor.

La viuda llenó el brasero de carbón, y empezó á aventarle para encenderlo: más apenas aquel combustible, tan negro como su alma, se convirtió por un lado en lumbre, le dejó, le envolvió ligeramente y se dijo:

— Esa sandia se emborracha con el tufo mucho más que yo con cuatro botellas de lo puro: se pondrá como nueva, y seré yo quien salga con la niña, con lo que está hecho el negocio.

Aun pensaba en esto, cuando oyó que se levantaba Doña Tecla: tomó entonces el brasero y lo llevó á la salita de labor, que D. Atilano jamás cerraba, aunque dormia en la alcoba.

Cuando salió de allí, entró en su cuarto, y volvió á salir llevando en la mano un pañuelo de batista todo desgarrado.

Doña Tecla se hallaba ya en la cocina: la viuda le mostró el desgarrón y le dijo, con su aspereza acostumbrada:

— Oyes, mujer, tú que aun ves bien para zurcir, y lo haces con tal primor, hazme el favor de echar unos pasos en este pañuelo.

Doña Tecla, lisonjeada, agradecida, casi enternecida por aquella alabanza — primera frase no muy ágria que había oído en boca de su cuñada — le respondió:

— Con mucho gusto: así que haga el chocolate y deje dispuesto el almuerzo para que lo haga la muchacha, iré y te lo compondré lo mejor que pueda.

— Ya tienes el brasero arreglado bajo la mesa ? añadió Doña Angustias.

— ¡Vaya! ¿por qué te has incomodado en eso?

— Para quitarte un cuidado, ya que te doy otro.

Doña Tecla apresuró sus quehaceres: pero era tal la lentitud de su esmero y su gran proligidad, era tal su pulcro aseo, que no acabó hasta cerca de las once.

— ¿No va tu hermano á buscar á Lolita? preguntó la andaluza, que jamás llamaba por su nombre á D. Atilano.

— Ahora mismo, respondió el buen señor: arreglándome estaba para eso.

— Vé en tanto que yo remedio este percance, dijo Doña Tecla, sentándose á la mesa de labor, bajo la cual estaba el brasero sin encender, yenebrando con bastante trabajo una aguja muy fina.

Don Atilano salió, y su buena hermana puso manos á la obra, en tanto que Doña Angustias se fué á su cuarto diciendo que iba á aviarse*

Cuando volvió á entrar, aunque compuesta para salir, llevaba su delantal de casa y su pañuelo de color indefinible, pues aquella mala mujer envilecía la desgracia hasta el punto de explotarla y de hacer alarde de su pobreza, pobreza que era mayor á causa de su viciosa vida de jugadora.

Cuando entró en la salita de labor, Doña Tecla se hallaba con la cabeza inclinada sobre la mesa: al oir los pasos de su cuñada, quiso levantarla y no pudo.

Una infame alegría se reflejó en el rostro de la viuda, que preguntó con voz melosa á la inocente señora:

— ¿Qué es eso? ¿estás mala?

— No sé: respondió Doña Tecla con acento débil: me ha dado un gran dolor de cabeza... ¡tengo mucha angustia en el estómago, y un enorme peso en las sienes!

— Sal al aire libre, repuso Doña Angustias: ven y abriré la ventana.

La buena señora intentó á ponerse en pié: pero no pudo sostenerse y cayó de nuevo sobre su asiento.

En aquel momento se oyó la campanilla de la puerta de la habitación: la muchacha que servia á los hermanos fué á abrir, y un instante después se oyó la dulce voz de Dolores que decia:

— ¡Buenos dias!

— Solo siento no poder sacar á esta niña, dijo Doña Tecla con voz sorda y dolorida: ¡después de haberla hecho venir!

— Yo saldré con ella, observó Doña Angustias con mucha naturalidad: la verdad es que

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lo que tú tienes no es peligroso, y tal vez será la causa el haber encendido mal el brasero.

— Eso debe ser, respondió Doña Tecla, porgue yo me levanté buena y muy buena.

— Pues no hables más, opinó la viuda: te daré antes de marcharme una tacita de café, te recuestas un poco, y tan buena: yo sacaré á la niña, y su madre no necesita saber si la has acompañado tú ó yo.

— Para todo hallas salida, dijo Doña Tecla: quisiera tener tu despejo, y no sirvo para nada: pero no te entretengas en hacerme café, que la muchacha sabe ya, y, además, está Atilano á la vista. Dolores te agradecerá el que adelantes el paseo.

— Y otro también, murmuró Doña Angustias: vamos, niña.

Y esto diciendo, se despojó de su delantal y de su pañolón, y quedó dispuesta para echarse á la calle: envolvióse en su mantilla, y salió seguida de Dolores, que, absorta y triste, apenas pronunció una palabra.

Ella y la viuda tomaron calle abajo, como si fueran á salir por la puerta que está al fin y que es una de las que llevan á la campiña: pero luego dieron un largo rodeo, y por una callejuela de travesía cortaron y entraron en casa de Doña Toribia.

— Dios mió!... tengo miedo! exclamó Dolores con voz trémula, y quedándose inmóvil en medio de la escalera: esto que hago, señora, es vergonzoso.

— ¿El qué? preguntó Doña Angustias; el con^ ceder media hora de conversación á solas al hombre que tanto quieres, que te quiere tanto y que en breve ha de ser tu marido?

— Este paso es malo, es culpable! murmuró Dolores, cuyo rostro se ponia blanco como las hojas de la azucena: volvámonos, señora, tengo miedo.

— ¿De qué? yo no me separaré de tu lado: vamos, criatura desecha escrúpulos de monja: si habéis de hablar de vuesta boda, así ha de ser, porque tu madre ni te deja hablar jamás con él, ni se aparta de tu lado: ese es el mejor medio de aburrir á los hombres, y te aseguro que el Conde lo está de veras con tal espionaje...

— ¿Lo sabe Vd? preguntó ansiosamente Dolores.

— Como que me lo ha confesado: todas las bodas — me decia — necesitan acordarse entre los que las han de contraer: yo no sé lo que pensará Dolores, ni ella sabe lo que pienso yo: ya se vé, esa madre suya no nos deja un instante de libertad, y acabaré por aburrirme y volverme á Sevilla, si ella no me concede una entrevista.

— Vamos! dijo la joven empezando á subir la escalera: no quiero que diga nunca que no le amo, ó que por mí ha quedado el que nos casemos.

— Y haces bien, hija mia: porque la Marquesita de Valdeflores está con un ojo muy abierto para quitarte esa preciosa conquista.

Hablando así, llegaron á lo alto de la escalera: la puerta se hallaba abierta, y en su umbral el Conde de Elyen.

— Gracias, Dolores, dijo éste tomando á la joven por lo mano: jamás olvidaré esta prueba de amor.

Y pasando por debajo del suyo, el trémula brazo de la joven, se internó con ella en el largo corredor que precedia á sus habitaciones.

Dolores, como avisada por un instinto secreto, volvió la cabeza para ver si la seguia Doña Angustias.

Era que el pudor gritaba en aquella alma candorosa y buena más alto que su propio amor, y eso que este era tan grande que la llenaba toda.

La viuda seguia sus pasos, y la tranquilizó con una oficiosa seña.

Llegaron al ostentoso saloncito de Gonzalo: este hizo sentar á Dolores en un precioso sillón, y se sentó también á su lado, diciéndole frases llenas de ternura.

Dolores, al oirías, olvidó á Doña Angustias y al mundo entero, y correspondió á las protestas de su prometido esposo con otras llenas de amor.

Tres horas después , volvían Doña Angustias y Dolores á casa de D. Atilano.

Al salir, le pareció á la joven oir que Gonzalo decía á su guardiana algunas palabras en voz baja, y que á estas seguía un ruido metálico.

Pero estaba tan absorta en los sueños de su amor, que no pudo fijarse durante mucho tiempo en ningún pensamiento que la apartase de él, y volvió al bello país de sus ilusiones.

Doña Tecla se hallaba algo más aliviada del estrago que habia hecho en su cerebro aquel malhadado brasero: la viuda encareció la precisión de que Lolita fuera conducida á su casa inmediatamente, y, en efecto, salió la joven acompañada de D. Atilano.

— ¿Has paseado, hija mia? le dijo su padre besándola en la frente, pues ya habia vuelto de la oficina.

Dolores palideció al sentir sobre su frente el beso paternal, y agitó todos sus miembros un temblor: pero, venciendo su emoción, respondió:

— Sí, papá: he paseado.

— ¿Quién ha ido contigo?

— Doña Tecla, respondió la joven con mal segura voz.

CAPITULO XI. Amor.

En tanto que la desgraciada hija de Herrera era conducida con tan negra perfidia á la casa del Conde de Elven, de aquel hombre que ella amaba con toda su alma, que todos creían bueno, noble y pundonoroso, y que era ya un libertino sin corazón y sin fé, retrocedamos un poco, y subamos al cuarto segundo de la casa de la joven, y nos hallaremos en medio de la familia del pintor, cuya posición habia variado muy poco desde el principio de esta historia.

Elena, que ya contaba cerca de treinta y ocho años, era siempre la esposa alegre y llena de abnegación, la madre ejemplar y cristiana.

El pintor, cuya salud se habia robustecido considerablemente, trabajaba siempre, y desde hacia algunos años, sus obras, que ya eran conocidas por la mayor asiduidad que podia dedicarles, eran buscadas y pagadas de una manera razonable.

Modesta era una bella niña que iba á cumplir diez y seis años, y que tenia novio, como ya sabemos por Dolores.

Cesarina contaba nueve, y prometía ser muy linda: no iba á ningún colegio, y aprendía, bajo la vigilancia de su madre y de su hermana, el gobierno de la casa y las labores de su

sexo.

Federico aprendía á leer, escribir y contar en un colegio inmediato, y en las horas desocupadas le daba su padre lección de pintura: contaba diez años, esto es, uno más que su hermana.

Estas tres criaturas eran buenas, sensibles y encantadoras: pero Modesta sobrepujada á todos en perfecciones físicas y morales.

Su padre la llamaba la alegría de la casa; su madre la adoraba: y criada entre aquellos dos amores, tan blandos, tan dulces, la índole de la niña, suave por sí misma, se habia hecho verdaderamente angelical.

No obstante, Antonio ostentaba algunas veces un poco de severidad, sobre todo desde que Modesta tenia novio, frase que llena de alegría el corazón de una joven de quince años y de zozobra el de su padre.

Ya tenemos algunas noticias acerca de quién era el novio de Modesta, pues en una convesacionno muy lejana, te acordarás, querido lector, que dijo Dolores, hablando con sus padres, ser un estudiante de leyes que estaba de huésped en casa de Doña Toribia, á quien habia conocido en razón de su vecindad.

Todo esto era en efecto verdad: el joven se había prendado de la casta y dulce belleza de Modesta, y había pasado muchas horas mirando aquel bello y sonriente rostro, á través de los" limpios cristales, cuando lo levantaba de su labor.

Pero Luciano Ponce de León, hijo de una noble familia andaluza, que le tenia siguiendo en Madrid su carrera, empezó á hacer señas á la joven y le escribió su declaración, con la firme intención de pasar el tiempo lo más divertidamente posible, y no pensando en que aquella pobre muchacha— -de la cual no tardó en saber que tr ajaba para uno de los almacenes de modas — pudiera llegar á ser jamás su esposa.

Y no se crea que el caudal de Luciano pudiera hacerle pensar en un brillante enlace: nada de eso: su familia, si bien nobilísima, era pobre: pero Luciano sabia que pensaban casarle con una prima suya que era muy rica, y algunas veces decia á sus amigos:

— Yo todo lo tengo seguro: la nobleza y el dinero.

La digna, franca y espontánea respuesta que dió Modesta á su rutinaria declaración amorosa, no le desconcertó: se dijo que aquello era una fórmula de niña bien criada, pero que ya cambiaría de modo de pensar, obligada por sus asaltos, y por sus continuas asechanzas desde su balcón.

Sin embargo, nada de esto sucedió. Modesta, después de enviar su carta con el permiso de su madre, no volvió á mirar al estudiante.

La joven amaba y respetaba tanto á aquella madre cariñosa, dulce y amante, que seguía á ciegas el consejo que le habia dado, que era este:

— Hija de mi alma, ya le has hecho ver que no te es indiferente: ahora quieta y firme, que él vendrá si te ama: y si no viene, importa poco, porque es confesar que no te quiere.

Modesta esperó, y no le faltaba razón para ello: porque Luciano, al ver que nada adelantaba por los medios ordinarios de ataque, y que el dulce y sonriente rostro de Modesta apenas se levantaba de la labor más que para volverse al interior de la habitación donde se hallaba su familia, apeló á otros medios.

Una tarde, ya al anochecer, vió salir de la casita á Modesta y á otra señora, joven aún, y que, según lo que pudo columbrar, creyó bien parecida.

Corrió al portal, en el que trabajaban el tio Vicente y su hija Vicenta.

— Buen hombre, dijo Luciano dirigiéndose al anciano: ¿me podría Vd. decir quiénes son esas dos señoras que acaban de salir de aquí?

— No, señor, respondió el tio Vicente con su sonrisa más maligna: es tarde, y mi vista corta.

— ¿Para qué lo quiere Vd. saber, caballero? preguntó afablemente Vicenta.

— Deseaba asegurarme si son las señoras del cuarto segundo, respondió algo confuso el que preguntaba.

— Son las mismas. Doña Elena y su hija Modesta: ahora van á entregar los bordados de la niña á una tienda de la calle del Carmen, y por cierto que son primorosos.

— Ya lo creo! la canastilla de una novia, observó el tio Vicente; la de la señorita que se va á casar con el Sr. Marqués de Villaflorida.

— ¡Qué! ¿Modesta ha bordado la canastilla de la Marquesa de Villaflorida? exclamó Luciano.

— Sí, señor, respondió Vicenta. ¿Pero de qué se admira Vd.?

— De nada, Berta es prima mia: pero adiós, señores, y hasta otro dia: ahí va eso, buena mujer, para que hoy refresque con este anciano, que, según supongo, será su padre

— Caballero, observó Vicenta, ni mi padre ni yo necesitamos del dinero de Vd.; guárdelo en hora buena para otros más necesitados: le hemos dicho lo que deseaba saber porque á nada nos compromete: esa señorita está bien guardada bajo la custodia de su madre, y además usted tiene cara de hombre honrado á carta cabal: si le he hecho un favor diciéndole lo que sabia y Vd. deseaba, tanto mejor; estoy bastante pagada con el gusto de haberle servido.

Luciano quedó admirado de esta respuesta á La par delicada y noble; pero su afán por seguir á Modesta y á su madre, solo le permitió dar las gracias en pocas palabras y echar á andar tras ellas.

— ¿Llevará buen fin? preguntó el tio Vicente con su socarrona sonrisa.

— Padre, respondió Vicenta, ahora no: pero el fin malo se volverá bueno.

— ¿Te parece eso?

— Sí señor: así como el fin bueno de ese señor, que dicen es novio de la Srta. Dolores, se volverá malo.

— ¿Mujer, eso piensas?

— Sí señor: y le diré por qué: Doña Amparo es muy severa y aburrirá al novio de su hija: de modo que si este no la quiere mucho, dirá: «saquemos lo que podamos, y á otra parte con la música:» Doña Elena es amable, buena y condescendiente con su hija, á la que cria con miel y no con hiél: así es que la muchacha ve en ella una amiga, y no le oculta nada: no dejará ella de contarle casi todo lo que le diga ese caballero, y así la madre sabe si hay peligro ó no: al paso que la Srta. Dolores le tiene á su madre un miedo atroz, y todo se lo ocultará.

— ¿No tiene á su padre, que es más bueno que el pan? observó el tio Vicente.

— Padre, es que hay cosas que se dicen á una madre y á un padre no, respondió Vicenta.

— ¿Y eso por qué?

—Porque la madre es mujer como nosotras, y con el padre siempre causan vergüenza ciertas confianzas: la madre debe ser la amiga: el padre, el amparo: yo le decia á mi madre cosas que nunca he dicho á Vd.

— Hija, tendrás razón, respondió el buen hombre: siempre he dicho yo que tenias más talento que algunos sábios, y que los libros té sirven de mucho: pero no quisiera que á esa niña, más hermosa que un ramo de flores, le sucediera nada malo.

— Pues le sucederá, dijo Vicenta sacudiendo tristemente la cabeza: en esa casa todo anda mal, por lo que toca á los génios; y luego está por medio el abejorro de Doña Angustias, que, á mi ver, anuncia desgracias.

— ¡Pobre mujer! dijo el zapatero.

— Padre, es una petardista: comiendo acá y allá y sin trabajar nunca ni ocuparse más que en saber vidas ajenas. Ella será la que lleve la corderilla al matadero.

— ¡Calla, mujer!

— Yo sé lo que es el Sr. Conde, por ese ayuda de cámara que le dió su madre para que le cuidase y que ya sabe Vd. que se ha empeñado en casarse conmigo.

— Y hablando de eso, hija, ¿por qué no le quieres?

— No quiero separarme de Vd. , ni exponerme á que le mire á Vd. mal.

— Creo, hija, que no hay peligro: el Sr. Casimiro me parece muy bueno, ¡y ya vés qué boda harias!

• — No era mala, porque él tiene dinero, y ganado honradamente; pero, padre ¿á qué variar? Bien se está San Pedro en Roma.

— Mejor está en el cielo, hija.

— Ya pensaremos eso. Vicenta se entró en su pobre pero limpia cocina para aderezar la cena, y el tio Vicente se acercó más á la puerta para aprovechar la última claridad del dia, dando algunos puntos en una suela.

Entre tanto que el padre y la hija departian acerca de la suerte de las dos niñas, y de la suya propia, Luciano habia alcanzado á la madre y á la hija.

Ambas vestian modestamente, pero con elegancia: en la calle y de cerca, encontró Luciano mucho más linda á Modesta de lo que le habia parecido sentada detrás de las pequeñas vidrieras de su balconcito: á través del ligero velo de tul que la cubria, parecia mucho más hermosa su rubia cabeza: era alta mas bien que baja, de formas delicadas y graciosas.

Su madre tenia el aspecto decente, y cierta distinción en todo su porte, en su traje y en su modo de andar, que acusaba su honrada cuna y excelente educación: llevaba un vestido negro de seda usado, pero decente, y un pañolón oscuro.

Modesta adivinó que Luciano se acercaba: le sintió, por decirlo así, detrás de ella y volvió la cabeza: su conmoción al verlo fué tan grande, que su madre no pudo menos de notarla, y se volvió á su vez.

— ¡Ah! dijo con la mayor naturalidad: ¡es ese caballero vecino nuestro!

Luciano aprovechó la ocasión, y se acercó á las dos señoras, saludándolas cortésmente.

Elena habló de mil cosas con a mable sencillez: del tiempo sereno que estaba haciendo, de las mejoras de Madrid, y de otros objetos indiferentes: cuando llegaron á la puerta del almacén de bordados, el joven iba á despedirse temiendo humillarlas.

— Puede Yd. entrar con nosotras, caballero, dijo Elena: nuestro objeto es muy sencillo: se reduce á entregar estas labores de Modesta y á cobrar su importe: vea Yd., ella las lleva.

Luciano hubo de entrar: pero con alguna repugnancia, porque su vanidad se resistía á que le vieran acompañando á una pobre bordadora, á él tan elegante, tan pulcro, tan metido en la buena sociedad.

La joven abrió su paquete, y salieron de él algunos pañuelos, decorados con el bordado más exquisito.

— ¡Bien, muy bien, señorita! dijo con entusiasmo una mujer de edad que se hallaba detrás del mostrador: es una obra primorosa: ¡qué limpieza! ¡qué perfecta ejecución! Señora, añadió hablando con Elena, voy apagar esta obra más de lo que acostumbramos: hay tres pañuelos: ahí ván seiscientos reales.

Y puso en la mano de Elena esta cantidad.

— ¿Le ha comprado á Vd. ya su señora madre el vestido de muselina de lana color de rosa que le aconsejé que se pusiera para hacer lucir sus hermosos cabellos rubios? preguntó con bondad la almacenista á Modesta.

— No, señora, respondió ésta ruborizándose.

— Ha sido porque ella no ha querido, observó Elena: en vez de su traje, me hizo comprar otros para sus hermanos: pero con esta suma se comprará el suyo sin falta.

— Dentro de diez dias es mi santo, dijo la almacenista, y doy una pequeña fiesta: siesta señorita me hace el favor de lucir en ella su preciosa voz y su vestido rosa, me causará un vivo placer.

Modesta levantó hasta su madre sus dulces y serenos ojos, y mostró su rostro encantador, animado por una luminosa sonrisa.

— Vendremos, dijo Elena sonriendo también á su hija: de todos modos, siento algunas veces, señora, el que esta niña sepa tan perfectamente la música para no lucir nunca sus buenas facultades y su excelente método de canto.

— Daremos en honor suyo, dijo la almacenista, una pequeña fiesta semanal: este caballero, volviéndose á Luciano, á quien supongo amigo de Vds., queda convidado á ellas.

El estudiante se inclinó sin conceder ni negarse.

— Adiós, señora, dijo Elena: vendremos sin falta, y Modesta traerá el vestido rosa, y mostrará en él su habilidad de modista; se hace muy bien sus trajes, y hace también los mios y los de su hermana.

— Aquí hay más labor, dijo la almacenista: gorros de noche y chambras para la novia que Vd. sabe, la Sra. Doña Berta Ponce de León, que se casa en segundas nupcias con, el marqués de Villaflorida: no hay que darse gran prisa, hija mia: hay bordados para medio año: nunca vi canastilla como esta: pero calla! ahora que veo bien á este caballero, creo que conozco su cara! sí: ha estado aquí con la novia y con su padre.

Modesta palideció. — Es verdad, respondió Luciano: soy primo hermano de Berta y acompañé á esta y á su padre cuando vinieron á encargar su canastilla.

Las mejillas de Modesta recobraron su bello y delicado color de rosa como por encanto.

Salieron del almacén: la joven madre — pues Elena era joven y bella — volvió á entablar la conversación de mil cosas alegres y ligeras: ni una sola alusión hizo á la fiesta á que todos habían sido convidados: al llegar á la puerta de su casa, dijo á Luciano:

— Caballero esta casa está á la disposición de Vd . : mi esposo y yo tendremos mucho gusto en que la favorezca alguna vez.

Luciano saludó y dirigió á Modesta una larga mirada de despedida.

— ¿Yo venir de visita? se dijo al alejarse: ¡en eso pienso! á casa de una bordadora! no faltaba más!

Al dia siguiente, así que se levantó, se asomó al balcón, á pesar de estar la mañana muy fria.

Modesta, sentada detrás de sus cristales, cosía una tela color de rosa: como si hubiera adivinado, á través de la distancia, que Luciano la estaba mirando, alzó los ojos y le saludó sonriendo.

— Ya está haciendo el traje para el concierto, pensó el estudiante: hoy pasaré por la calle del Cármen y entraré en el almacén de bordados para ir á esa fiesta, que tendrá que ver: no quiero dejar de reírme un rato, y además así la veo sin comprometerme.

Luciano salió, pasó por la calle del Cármen, y entró á ver á la almacenista, que le preguntó:

— Caballero, verá Vd. á la señorita Modesta?

— Si Vd. lo desea, sí, señora, respondió Luciano.

— Pues bien, le suplico le dé ese libro.

— ¿Está en francés? dijo admirado el joven.

— Si por cierto: Modesta posee muy bien ese idioma, así como el italiano, que pronuncia con una dulzura sorprendente cuando canta: es una criatura completa: es verdad que para hacerla tal, ha contribuido en gran manera la educación que le han dado sus padres, los que han pasado mil escaseces para proporcionarle maestros: este excelente libro me lo tenía pedido su madre para ella: son las Conversaciones familiares por Mme. Le Prince de Beaumont.

— Se lo daré, señora, dijo Luciano muy contento, en su interior, de tener un pretesto que le obligase á ir á casa de la joven.

Después de hacer su visita á la almacenista, salió de allí ofreciendo volver, y se dirigió á casa de Modesta.

Esta cosía aún en su vestido color de rosa; Cesarina bordaba á su lado; su padre pintaba un magnífico cuadro; su madre cosía ropa blanca; Federico estudiaba sentado en un rincón, con atención sostenida y profunda.

La habitación estaba limpia y arreglada por una mano joven é inteligente: sillas cómodas llenaban los ángulos: una mesa, colocada en el centro, contenia labores de costura, calcetas empezadas y algunos lienzos: algo más allá, un velador redondo se hallaba ocupado por algunos albums y por un jarro de cristal azul que sostenía un ramo de flores de los campos, ó, más bien, de yerbas verdes, por cuanto se estaba en la estación más rigurosa del año: el piano que liabia servido para la enseñanza de Modesta, y que ahora servia para dar ésta lecciones á sus hermanos, lucia toda su hermosura, que era notable, en el testero principal de la habitación.

Modesta llevaba un vestido usado, una esclavina negra, y sobre ella vuelto un cuellecito muy blanco: sus hermosos cabellos rubios, enroscados en gruesas trenzas, adornaban su cabeza de arcángel, que parecia esparcir una luz sueve y dulce en torno suyo.

— Bien venido, caballero, dijo el pintor levantándose cortésmente para recibir á su visita y descubriendo su elevada estatura, envuelta en una bata de colores vivos: mi mujer me ha dicho que es Vd. vecino nuestro, y que anoche tuvo la bondad de aconpañarlas á ella y á mi hija: mucho me alegro de que haya Vd. venido á tomar posesión de esta casa, que ya sabe es suya.

Y diciendo estas palabras, ofreció al estudiante un asiento.

Luciano, una vez allí, sintió haber subido: se hallaba muy bien: pero le parecia que la presencia del padre de Modesta le ligaba con un compromiso, á causa de que era muy fácil adivinase el objeto que le llevaba: las benévolas y graves palabras del artista le tranquilizaron, sin embargo , bien pronto. Luciano era inteligente en bellas artes, y sobre ellas versó la conversación.

— Creo que toda persona que siente y piensa debia ser artista, solo por la felicidad que reporta el serlo, dijo el padre de Modesta: yo he pasado algunos años en la pobreza, y hoy vivo, con mi familia, en una modestia próxima á la escasez; pero esta felicidad tranquila que me rodea, esta independencia de afectos, esta libertad completa, estas sensaciones, de las que soy dueño, no se pagan con todos los tesoros de la tierra: el cultivo de las artes despoja al alma de las negras sombras de la emulación y de las congojas de la vanidad: creyéndose el artista el ser más dichoso de la tierra, á nadie envidia: solo pide salud y pan, supremos bienes que el Dios de misericordia le escasea pocas veces.

— ¡Ay Dios mió! pues tú, mi pobre amigo, has estado enfermo bastante tiempo, observó Elena con su sinceridad acostumbrada.

— Es cierto, sí, muy cierto, querida mia: pero ya estoy fuerte y bueno, alegre y contento con verme entre vosotros! entre vosotros, que sois mi dicha! Por todos los tesoros del mundo, no cederia hoy una de mis hijas, y únicamente pido al cielo que preserve del amor durante muchos años el corazón de Modesta, para que no se aparte de mi lado y del de su madre.

— ¡Oh, sí! añadió Elena, no deseamos nosotros, en verdad, que se case nuestra hija! y solo pedimos al cielo todas las noches, rezando juntos su padre y yo, que nos la guarde durante largo tiempo.

Luciano era demasiado perspicaz para no sospechar que estas palabras estuviesen destinadas á producir un efecto contrario al que aparentaban: es decir, que las hubiesen pronunciado los padres de Modesta justamente para hacerle desear el casarse con ella: pero vio retratada una emoción profanda en el noble y grave rostro del pintor, vió lágrimas en los ojos de Elena, y se dijo á sí mismo con íntima convicción:

— Todo se finge menos esto.

Desapareció, pues, á sus ojos el lazo que temía, y se halló con más libertad y más confianza entre aquella honrada familia.

Cuando salió de casa de Modesta, no sabia á dónde ir, y buscó un paseo solitario para entretener el tiempo, que le pesaba de una manera extraña: hubiera deseado dormir hasta que diese, al siguiente dia, la hora de ir á casa del pintor.

En su segunda y tercera visita, fué recibido con la misma grave cordialidad: á la cuarta, los niños se acercaron á él y empezaron á hablarle como á un amigo: aquel dia se comió delante de Luciano, y este pudo apreciar el extremado orden de aquella buena familia, y la suave resignación con que sobrellevaba su pobreza.

Modesta, delicada criatura, sujeta á un continuo y prolijo trabajo de aguja, estaba casi siempre privada de apetito, por estar también privada del ejercicio, tan necesario á su edad; pero con heroicos esfuerzos ocultaba á sus padres lo que sufria, y comía con la mayor alegría las legumbres ó las verduras, sazonadas por la amorosa mano de su madre, que no pudiendo estimular de otro modo el paladar de la joven, ponia el esmero y el cariño al servicio de su hija.

Luciano procuró hacerse muy amigo de aquella familia, y pronto tuvo franqueza bastante para enviar á los niños una bandeja de pastelillos que, en rigor, se dirijía á Modesta; un ramo de flores cada mañana iba á alegrar los ojos de la bordadora; y estas atenciones, unidas á la vista de Luciano, obraron el milagro de hermosear la ya encantadora belleza déla joven.

Llegó el dia del concierto, y Luciano fué á él con la familia del pintor.

La reunión era pequeña y sin pretensiones: en un saloncito vestido de una linda tela de seda azul, y muy bien iluminado, se hallaban reunidas cuarenta personas.

Modesta estaba encantadora: su vestido color de rosa hacia resaltar la nacarada blancura de su dulce rostro, y el dorado matiz de sus magníficos cabellos, que guarnecían su frente en espesos rizos: su talle, de una gracia y elasticidad maravillosas, lucía toda su perfección con el acertado corte de su vestido: era, en fin. la mas bella joven de aquella pequeña fiesta.

Cantaron algunas otras señoritas, y luego fué ella conducida al piano por su padre, acompañándola su maestro, que también habia sido convidado.

Luciano quedó sorprendido al oiría: aquella voz era, á la par, de plata y de seda: argentina y flexible; dulce y pastosa, y unido á todo esto, se admiraba un excelente método de canto.

— ¡Es una maravilla! exclamó uno de los oyentes dirigiéndose al padre de la joven: ¡cómo es posible reunir en tan corta edad la dulzura de un ruiseñor y la garganta de un canario!

— Pues bien poco dinero me ha costado, amigo mió, respondió el artista: solo tres años ha tenido maestro mi bija: pero su disposición es maravillosa para todo lo que sea el cultivo de las artes: otro tanto ha sucedido con la pintura: me ha costado pocos desvelos, y he sacado mucho fruto.

— ¿Por qué no la ajusta Vd. en un teatro? esa voz es un tesoro.

— Yo! exclamó el pintor haciéndose atrás con horror: yo ajustar á mi hija para que divierta á un público caprichoso! jamás! prefiero que se ocupe de labores... anónimas, como son sus bordados: nunca debe despojarse una joven del santo velo de su pudor, y su mayor mérito consiste en estar oculta , como entre nubes: cantará para sus padres , para sus hermanos y para su marido.

Algunos días después , Luciano reiteró á Modesta la declaración de su amor.

— Repito á Vd. lo que dije en mi carta, respondió la joven: yo no soy ingrata al afecto de usted; pero no le corresponderé si esto no es del agrado de mis padres.

— Ya lo sé, contestó Luciano: y solo quiero que me autorice Vd. para hablarles de mi amor y de mis esperanzas. Modesta, al lado de usted y de los suyos, solo puede alimentar el alma buenos y nobles sentimientos: los mios son tan honrados como Vd. merece; ¿quiere Vd. que hable ahora mismo á sus padres?

— ¡Oh, si! sí! exclamó la joven, en cuyos ojos brilló instantáneo y deslumbrante el rayo de su amor.

Luciano, que habia hablado en voz baja, la levantó, y formuló la petición de la mano de Modesta, dirigiéndola á sus padres.

— Solo siento, añadió, que soy pobre: que me faltan dos años para acabar la carrera, y que, después de concluida, no puedo ofrecer á Modesta más que una posición mediana.

— ¿Qué dices tú, niña? preguntó el artista.

— Que le amo! respondió la joven ocultando su rostro cubierto de confusión en el pecho de su madre.

— Ninguna de las tres objeciones que Vd. me ha lieclio, lo son ya para mí, repuso el pintor, ni lo son tampoco para su madre: queremos la dicha de nuestra liija y nada más: puede esperar dos años, y cuatro también, porque es muy joven, y ya sabe Vd. cuan poca prisa tenemos por separarla de nuestro lado: está acostumbrada á la pobreza, y la medianía es, para su carácter moderado, la felicidad: solo siento, por mi parte, añadió el buen padre, que este contrato la separa ya de mí: hoy lo digo, como lo dije en otra ocasión; quisiera que mis hijas no se casaran jamás.

Desde aquel dia, la vida abrió para Modesta sus puertas de oro: aquel amor era como el hilo de agua clara y sonora enviado á un huerto virgen y frondoso, para que fertilece todos sus frutos y haga abrir todas sus flores: en el alma pura y casta de la joven, se elevó un perpetuo cántico de alegría y de amor: ella que ya encontraba la vida agradable y dulce, la encontró desde entonces llena de bellezas, y comprendió mejor toda la hermosura de la eterna, porque el amor santo y legítimo hace entrever los reflejos del cielo.

El pintor y su esposa dejaban á su hija en una razonada libertad, porque sabían, en su claro talento, que el amor tiene alas, y necesita espacio para volar; que es peligroso comprimir sus espansiones, y que há menester de cultivo como las más delicadas flores.

A la vista de sus padres y de sus hermanos, crecia aquel cariño. Luciano, que tenia todas las ocasiones que necesitaba para hablar á Modesta, nada más le pedia, y esperaba tranquilo y feliz la época de su casamiento, como se espera una dicha que está segura, y á la que no se opone ninguna de las tiranías de la tierra.

En tanto que Dolores, víctima por una parte de la apasionada vehemencia de su carácter, y por otra de la severidad maternal, era conduda por la mano de Doña Angustias á su perdición, vendida lo mismo que se vende para llevarla al matadero á la inocente cordera, Modesta bordaba, y Luciano, sentado al lado suyo, la contemplaba y seguía con una atenta mirada el ágil movimiento de los dedos de marfil de su amada.

Cantaba al sol un canario, émulo de la garganta de su joven ama: un gato rubio y grueso sensentado gravemente en la tarima que sostenía el brasero, aprovechaba un rayo del dorado Febo, que hacia más subido el matiz de su sedosa piel.

Un perrillo de casta indefinible, pero tan rollizo como el gato, su antagonista, apoyaba su dos patitas delanteras en el brasero y se calentaba el hocico, dormitando con perezoso abandono.

Elena andaba de acá para allá, preparando, con ayuda de Cesarina, un gran cesto de planchado, que debia despachar, como ella decía, aquel mismo día.

Federico estudiaba su lección de piano, con la atención propia de su carácter reflexivo.

—Mamá estará cansada esta noche y no es cosa de incomodarla, respondió Modesta levantando hácia el expresivo y simpático semblante de su novio su dulce y rosada cara.

Luego, alzando un poco más la voz, dijo á su hermano:

— Federico, ese la es sostenido, y lo haces sencillo.

— ¡Ah! deja, deja que te abrace, hermana! exclamó el niño corriendo hácia su maestra: cuánto me ha hecho rabiar ese dichoso la: no atinaba yo lo que era, y la lección no salia; á no ser por tí, para rato tenia yo fiesta!

— ¿Por qué no me lo has preguntado antes? dijo Modesta, devolviendo al pequeño Federico sus caricias.

— Claro está; opinó Cesarina: yo, cuando me sale mal la labor, se la doy á Modesta, y ella la arregla.

— Mira, Cesarina, dijo Luciano; ven acá que te voy á decir una cosa.

La niña se acercó y el estudiante le dijo al oído algunas palabras.

— ¡Ah, si, sí! ahora mismo se lo voy á decir! gritó alegremente Cesarina: madre, dice Luciano, que si Vd. quiere, iremos al teatro!

— Y yo digo, respondió Modesta, que Vd. mamá, estará muy cansada y no tendrá gana de salir hoy, porque está de planchado.

— Iremos en coche, opinó Federico.

— Tienes razón, querido: iremos en coche, dijo Luciano.

— Eso es, Jalón por media vega, dijo Elena, que era aragonesa, y nacida á orillas de aquel hermoso rio, que á veces no riega media vega, sino la vega entera: ¿y cómo, querido Luciano, quiere Vd. ir con los chiquillos y todos? En caso, vaya Vd. con Antonio y Modesta.

— No faltaba más! exclamó Luciano: ya encargué ayer un palco muy grande, y estaremos muy bien.

— Aquí está papá, dijo Federico al oir la campanilla, y corriendo á abrir.

— Buenos dias á todos, dijo el pintor al entrar: Elena, niñas, Federico, prepararse para ir al teatro esta noche: es buena función, y aquí hay billetes.

— Al decir estas palabras echó sobre el velador seis asientos de galería.

— Ahora estaba hablando Luciano de palco y de ir en coche, observó Oesarina, porque decia Modesta que mamá estaría cansada de aplanchar para ir á pié.

— Nada de palco, opinó el artista: los pobres debemos ir como pobres que somos: por lo demás, tu madre tendrá coche é irá en él al teatro acompañada de Modesta: nosotros saldremos antes á pié para buscar los sitios que nos corresponden y esperarlas sentados: ¿acomoda, señor Ponce? Si Vd. no quiere ir á un asiento tan modesto, no se violente, y vaya á otro mejor.

— El mejor sitio para mí es aquel en que Vds. estén, respondió el joven; y pocas veces habré asistido á una función con más placer que hoy.

Modesta dirigió á su novio una mirada llena de agradecimiento: pero al mismo tiempo una exclamación de su hermana la hizo mirar á otra parte.

— Dolores sale ahora de casa de Luciano: dijo la niña.

— ¿Qué dices? preguntó su madre.

— Que acá vienen Dolores y Doña Angustias: ahora salen de casa de Luciano.

— La habrá llevado el sargenton de la viuda á visitar á su amiga Doña Toribia, observó cándidamente Elena.

— ¿No vive ahí el Conde de Elven? preguntó el pintor en acento bajo á Luciano.

— Sí, señor, respondió éste: ¿acaso sospecha usted?... Eso seria horrible.

— Sospecho que hay sombras donde vuelan los murciélagos, dijo el pintor señalando á Doña Angustias, que al lado de Dolores cruzaba la calle en dirección á su casa: los padres severos en demasía son como las esposas tiranas; por no conceder algo, lo pierden todo.

CAPITULO XII. Berta

Diez ó doce dias después de lo que queda referido en el capítulo precedente, Luciano Ponce se hallaba á eso de la una del dia en un elegante gabinete, y en grata conversación con una joven y un señor de mucha edad.

El continente, la postura y hasta la exp sion del semblante del futuro esposo de Modesta, ofrecian una mezcla de cumplido y de franqueza, de cordialidad y de ceremonia. Conocíase que se hallaba allí en su centro: que aquella era la sociedad en que habia nacido y se habia criado: pero que estaba su pensamiento muy lejos de allí.

— Pero hombre, ¿qué haces que no te se ve? preguntó la joven, que era muy hermosa, con tono de cariñosa reconvención.

— Puedes figurártelo, prima mia, respondió Luciano.

— ¡Qué! aún sigue tu devaneo con la bordadorcita?

— Sí por cierto.

— Para broma es ya bastante larga.

— No es broma, Berta, sino cosa muy formal. — ¿Tratarás de casarte con ella? — Sin duda.

— Pero ¿y mi hermana? ¿mi hermana que te cuenta como á su prometido esposo?

— ¿Rita? ya sé yo que su corazón está ocupado y bien ocupado: eso es una broma tuya, y como tal me hace reir: pero en el terreno délo formal, te digo que me casaré con Modesta: la amo con ese amor santo, puro y fuerte, hijo del corazón, de la cabeza, y de todo aquello, en fin, en que se aposentan la reflexión y el afecto *

— No quiero combatir unas ideas en que yo misma abundo, dijo la joven: creo, y papá que está aquí lo sabe, que para casarse es lo principal tener amor ála persona á quien enlazamos nuestra suerte, y tenerle además estimación: á todo esto, ingrato amante, aun no sabes una novedad.

— No, hasta que tú me la digas.

— Es novedad que se ve, y te la voy á presentar.

Berta iba, al decir estas palabras, á tirar de la campanilla. Pero el anciano, que estaba presente, dijo:

— Espera: yo iré á buscar la novedad. — El Sr. Conde de Elven! anunció un ayuda de cámara, alzando la cortina al mismo tiempo que su señor iba á salir.

El joven cedió el paso al anciano saludándolé con respeto, y luego penetró él en la estancia donde habían quedado solos los dos primos.

Gonzalo se adelantó, y saludó con gracia y soltura a la joven y con cortesía á su primo.

— ¿Cuándo es el buen dia? preguntó el Conde á Berta después de los primeros saludos.

— El sábado que viene, respondió ella.

— ¿Ha descansado Rita?

— Creo que sí: yo no la he visto hoy por haber estado ocupada en examinar algunas piezas de mi canastilla de boda, cuya ejecución es lo más primoroso que se puede imaginar.

— Modesta la borda, dijo Luciano con tanto orgullo como hubiera podido ostentar al decir:

— Han dado un trono á mi prometida.

— ¡Ah! ¿es ella la que se ha encargado de mi ropa blanca? preguntó Berta: pues tiene unas manos divinas, y he de hacer que se quede con parte de ella en memoria mía: justo es que tenga el gusto de usar algo.

— Eres muy buena, Berta, dijo Luciano conmovido, y alargando su mano á la joven.

— No, respondió ésta: soy justa y nada más: siempre me ha parecido una inhumanidad que las jóvenes que trabajan para nosotras vistan miserablemente; y cuando vivia nuestra abuelita y nos traían á Bita y á mí la ropa blanca que encargaba para nosotras, así Bita como yo regalábamos á la bordadora algunas piezas para que las usase.

— Que ella vendería enseguida, dijo el Conde.

— Eso, caballero, ya no era cuenta nuestra, respondió Berta gravemente.

— Aquí está la novedad, dijo el anciano entrando, y trayendo de la mano á una preciosa joven.

— Ya no lo es, dijo Luciano: este caballero, al preguntar si Rita había descansado; me ha dicho que estaba aquí.

— Mientras se cruzaban estas palabras, el Conde de Elven no separaba sus ojos de la deliciosa figura de la recien llegada.

Parecía tener diez y siete años, y jamás ha podido soñar un pintor una hermosura más delicada, pero al mismo tiempo más desdeñosa y altiva.

Su tez suave, blancay pálida , era mat e y bruñida: dos grandes ojos grises y [rasgados, guarnecidos de negra seda, se abrian bajo unas cejas suaves y delicadas, del color de las pestañas.

Sus cabellos largos y ondeados, eran espesos y del más bello color castaño; mirados á cierta luz, tenian los brillantes reflejos del raso: y donde se reunian en apretadas trenzas, ostentaban el matiz de grandes masas de terciopelo.

Su nariz era tan perfecta como la de una estátua romana: su boca era una rosa á medio abrir: llevaba hábito de Jesús Nazareno, es decir morado, con largo cordón morado y amarilo.

— Vedla aquí, ataviada todavía con su hábito monjil, dijo Berta: la hemos traído para que esté en mi boda, y para que se quede ya al lado de mi padre, á quien mi nuevo casamiento deja solo.

Rita, que aun no haK° pronunciado una sola palabra, alzó los ojos del suelo para volverlos á su hermana, pero en el camino tropezaron con la tenaz mirada del Conde de Elven.

A pesar de la altivez escrita en todas sus facciones, aquella mirada la hizo ruborizar.

— Yo tuve aquí una amiga cuando era niña, dijo Berta, y quisiera saber, señores, si alguno de Vds. dos, que conocen á todas las beldades de Madrid, me daba alguna razón de ella.

— ¿Luego es una beldad? preguntó Luciano.

— Debe serlo, dijo el anciano; de niña era ya una maravilla de hermosura.

— Papá dice bien, observó la joven: su cara era adorable: la pobrecita tenia ocho años cuando yo contaba ya catorce, de modo que ahora, que he cumplido veintidós, debe tener ella diez y seis: me alegraría de hallarla, porque la quería mucho, y me daba lástima.

— Pues ¿qué tenia? se atrevió á preguntar Rita.

—Tenia lo más pesado de la tierra: unos padres de los que se llaman chapados á la antigua, que no le dejaban libertad ni para respirar: además estaban, á no dudarlo, en mala posición, porque á la niña nada le enseñaban, más que su madre á coser y á hacer calceta.

— Educación casera, dijo el padre de Berta, — Aquella pobre niña, continuó la joven, se extasiaba delante de mis juguetes: era alegre y rosada, llena de gracia y de viveza: jamás vi criatura más bella: se llamaba Dolores, y este triste nombre, que en su edad parecia una anomalía, no dudo que algún dia le cuadrará muy bien.

— ¿Dices que se llamaba Dolores? preguntó Luciano á su prima, que se habia entristecido al recordar á su amiga de la niñez.

— Sí, rrespondió ésta: Dolores Herrera; ¿pera qué le pasa á Vd. Conde? me parece que boy se halla descolorido.

— No estoy muy bueno, respondió Gronzalo con voz mal segura.

— Yo sé dónde vive tu amiga, observó Luciano: es vecina de Modesta, y habita en la calle del Noviciado.

— Allí ha vivido siempre, dijo el padre de Berta.

— ¡Ah, yo iré á verla! exclamó la joven con entusiarmo: iré con Rita, y tú nos acompañarás, Luciano.

— Con mucho gusto, respondió éste: yo iré muy honrado con vosotras.

— ¿Es posible, señora, que piense en visitar á gentes tan insignificantes, estando tan cerca de casarse? preguntó Gonzalo, cuya palidez había aumentado, y que tenia pintada en el rostro una violenta contrariedad.

— Pues qué, porque me case he de cerrar mi corazón á todo otro afecto? repuso Berta: eso seria natural en mi hermana, si estuviese próxima á casarse, pero no en mí, que ya lo he estado otra vez.

— Este caballero, dijo Luciano mirando con una intención sostenida al Conde, conoce bien á Dolores, que es, por cierto, tan hermosa como prometía de pequeña.

— ¡Ah! dijo Rita con lentitud: ¿el Conde conoce á esa Dolores?

— Vine recomendado á su padre, que era amigo del mío, por una precaución de mi madre, que temia careciese aquí de un mentor, respondió fríamente el Conde.

— Y yo tengo oído, caballero, que hay un proyecto de boda entre Vd. y la señorita deHerera, repuso Luciano con acento firme.

— ¡Se hacen en el mundo tantos proyectos! respondió el Conde.

— Este debe ser, á no dudarlo, apoyado por el consentimiento de Vd., observó el futuro esposo de Modesta, que conociendo que había una venda ante los ojos de su prima Rita, quería arrancarla.

— Podré saber, caballero, con qué derecho se toma Vd. la molestia de hablar de mis proyectos, ó mejor dicho, de los de mi madre? preguntó con altivez Gronzalo.

— Sí señor, respondió fríamente Luciano: con el derecho que todo hombre tiene á hacer respetar la verdad y la reputación de una joven honrada.

— Y en qué ofendo yo la reputación de la señorita de Herrera?

— Siendo notorio para algunas personas que usted iba á casa del Sr. Herrera con la intención de casarse con su hija, y negando ahora esa intención, da Vd. á entender que ha hallado alguna causa que se lo impida.

— He hallado la causa de que no me gusta esa joven para hacerla mi esposa, á pesar de su decantada hermosura, respondió el Conde.

— Y no ha hallado Vd. ninguna otra?

— No debo ni quiero dar á Vd. explicaciones acerca de este particular.

El Conde, dichas estas palabras, se levantó; saludó, en general, á Berta, á su padre y á su hermana, y salió, más bien como persona que huye, que como persona que se ausenta.

— ¿Por qué le has armado pendencia al Conde? qreguntó el anciano á su sobrino.

— Tío, respondió éste, solo le he dicho políticamente que mentía, porque lo ha hecho: amaba á Dolores y su casamiento estaba concertado para dentro de algunos meses: qué ha sucedido, no lo sé, aunque me lo figuro: lo cierto es que la pobre niña está enferma moralmonte hace muchos dias, y que ya empieza á estarlo físicamente también: ¿por qué no hay alguna pena para los que hieren el corazón, así como las hay para los que hieren el cuerpo?

CAPITULO XIII. Sombras.

Dolores no era ya la misma niña inocente y hermosa que hemos conocido.

La culpa manchaba su frente, que, aunque permanecía blanca á los ojos del mundo, no lo estaba ya á los ojos de Dios.

Una sombra tan negra como su conciencia envolvia su corazón.

No veia á Gonzalo ya: después de su funesta cita, después de aquel primer paso en el mal, á que la habia conducido la mano fatal de Doña Angustias, habia notado en él una frialdad creciente y progresiva.

¿Y qué tenia de extraño?

La flor estaba marchita y deshojada, y él la habia arrojado con desden.

Porque Dolores, apenas cometida su falta, se habia arrepentido de ella: al salir á la calle con Doña Angustias, para volver á casa de sus padres, el asombro embargó su ánimo.

Eltorpe amor del Conde de Elven armonizaba con la oscuridad de su habitación, y Dolores lo vió todo bello y explendente, porque lo iluminaban las luces de su puro amor.

Pero, al salir á la calle, la luz del cielo le hizo ver la mancha de su conciencia, y el frió de la muerte se apoderó de su corazón.

Tembló de su culpa, más por sus padres que por sí misma, y se dijo que ya era indigna de volver á cobijarse bajo aquel techo que la habia visto nacer, y que era el asilo de todas las virtudes.

La infeliz criatura pensó morir de vergüenza y de dolor al sentir sobre su frente, á su vuelta á casa, el beso paternal: aquel beso que ya no merecia.

Desde casa del Conde, la habia conducido á la suya Doña Angustias, según ya sabemos: desde esta última fué D. Atilano quien la acompañó.

De esta suerte, aquel anciano, lleno de virtud, de mansedumbre y de honradez, fué cómplice, lo mismo que su santa hermana, en la perdición de la hija de Herrera.

— ¡Qué pálida vienes! dijo Doña Amparo al ver entrar á su hija, con su habitual acento entre regañón y triste: ¿qué tienes? ¿qué te sucede?

— No estoy muy buena: respondió Dolores sacando fuerzas de flaqueza.

— Mejor te hubiera probado estarte cosiendo que salir á paseo, opinó Doña Amparo: ¡pero ya se vé, ese afán de salir de las niñas!... vé á tu cuarto, desnúdate y recuéstate un rato.

Dolores obedeció con presteza, y agradeció á su madre como un beneficio el que le permitiese ir á llorar con toda libertad.

Así que se bailó sola, las lágrimas saltaron de sus ojos con ímpetu desbordado: después de llorar largo rato, sintió su corazón aligerado del peso que le oprimía: en medio de su angustia, veia la luz consoladora del amor de Gonzalo; de Gonzalo, con quien tan pronto iba á casarse.

Compuso en lo posible su semblante y rezó á los pies de la santa imagen de la Virgen que tenia en su cuarto, rogándole que no la desamparase.

Por la noche, y á la hora de costumbre, vino el Conde: sentóse al lado de Dolores, y esta aprovechó un instante, en que su madre no la miraba, para decirle en voz baja:

— Gonzalo, ¡qué desgraciada soy!

— ¿Pues qué te pasa? preguntó el joven sinceramente admirado.

— ¡Y tú me lo preguntas! murmuró la joven dolorosamente.

— ¡Está claro! ¿ocurre algo de nuevo?

— ¡Ocurre que soy muy culpable!

— ¡Bah! ¡bah! ¡qué tontas vulgaridades! respondió el Conde: ¿eres culpable porque me amas? ¿no vas á ser muy pronto mi mujer?

— Sí, pero á pesar de eso, dijo Dolores con entereza, me creo muy culpable y no reincidiré en la misma culpa!

— ¡Y es ese tu amor! ¿crees una culpa el darme una prueba de él?

— Gonzalo, respondió Dolores, ¡el hombre que tales pruebas pide, no ama!

— Niña, repuso Gonzalo; metida en este agujero, tienes las ideas del año uno de tus padres: ya las mujeres severas y monjiles acabaron: ahora la más coqueta, la más despreocupada, es la más encantadora.

Estas palabras fueron muy poco inteligibles para la inocente hija de la cristiana Doña Amparo: su cabeza volvió á ser invadida muy pronto por el angustioso pensamiento que la preocupaba, y dijo al Conde en voz baja y suplicante:

— Gonzalo, por Dios, haz todo lo posible para que nos casemos cuanto antes!

— ¡Qué prisa tienes por ser Condesa! dijo él levantándose.

— No, respondió la joven, que apenas podia contener sus lágrimas: no tengo prisa por ser Condesa, sino porque pongas á salvo mi honor.

— Vuelves á las frases de melodrama, dijo Gonzalo alejándose de ella.

Dio una vuelta por la sala bostezando, y añadió en alta voz:

— Tengo jaqueca, y me voy á la cama.

Dolores le dirigió una mirada de triste asombro.

—Buenas noches, señores, dijo como si no la liubiera visto: me retiro.

— Buenas noches, contestaron en coro los presentes.

Dolores nada dijo: una horrible luz acababa de iluminar su entendimiento: su dolor fué más fuerte que su voluntad, y dejó escapar un largo sollozo, sepultando la cabeza entre sus manos.

Su madre la miró con severidad, y el señor Cura dijo paternalmente:

— Vamos, hija mia: ¿hay desavenencia? Esas son nubes de verano que el viento deshace.

— Pero, tonta, ¿á qué es llorar así? observó Don Pedro: déjale que ya se le pasará.

— Ve á acostarte, dijo secamente la severa madre, que no podia comprender las exterioridades en las jóvenes.

Dolores salió bañada en lágrimas, y pasó llorando la noche entera .

Al dia siguiente, no fué Gonzalo por la noche.

Dolores fué presa de mil angustias: más de veinte veces corrió á la puerta de la escalera para ver si oia el ruido de las pisadas de Gonzalo. Aquel amor se habia aferrado á su corazón como el musgo á la roca.

La velada pasó, y Gonzalo no vino.

Al entrar en su alcoba para acostarse, dijo Doña Amparo á su esposo:

— Mañana ve á ver si está enfermo el Conde: me da pena la niña.

— Más me da á mí, repuso el anciano: me quebranta el corazón su tristeza, porque la quiero más que tú.

— Pedro, respondió Doña Amparo; no es que la quieras más que yo: es que tu cariño por ella semeja el manantial cuyo cauce es ancho y le hace desparramarse por la campiña, perdiendo toda su fuerza y su hermosura en inútiles alardes, y sin hacer ningún beneficio: el mió es el arroyo contenido por una compresa, pero que así que esta es removida, se convierte en caudaloso y claro rio que todo lo anima y fertiliza: antes de ahora te lo he dicho muchas veces: si alguna gran desgracia viniese sobre nuestra hija, si fuese víctima de un amor desgraciado, si fuese esposa sin ventura ó madre infeliz, no seria en tí en quien hallase consuelo y protección, sino en mí: su infortunio seria la palanca que removiese la compresa de mi severidad, que hoy creo necesaria, y mi amor por ella el rio caudaloso que diese consuelo y frescura á su corazón abrasado por las tormentas de la vida: los caracteres débiles solo sabéis gritar ó irritaros por la culpa ó la desgracia: los fuertes nos hacemos superiores y hallamos disculpa y socorro en las fuentes de la religión.

Doña Amparo clecia la verdad, porque aquella virtuosa mujer la decía siempre.

Al dia siguiente fué D. Pedro á ver á Gonzalo: pero le dijeron que habia salido.

— Habrá sido sin duda para ir á casa, se dijo el buen señor, y volvió para asegurarse si sra así.

— Ha venido el Sr. Conde? preguntó á Simona, que le abrió la puerta. — No, señor, respondió ésta. Por la noche fué el Conde: estuvo media hora y se marchó diciendo que iba á velar á un amigo enfermo.

Después tardó tres dias en volver: y cuando lo hizo, fué de dia, y habló casi en tono de ceremonia.

Cuando se marchó, dijo Doña Amparo á su hija con un acento tan suave, que la joven la miró asombrada:

— Dolores, hija, no pienses más en ese hombre.

Dolores calló: comprendió por intuición que aquella suavidad de su madre, tan desacostumbrada en ella, ocultaba un consuelo, y que, pues la consolaba, su desgracia debia ser muy grande.

— Me parece un necio que no te conviene, prosiguió Doña Amparo: ya ves lo informal que es: la primera vez que vuelva, le dices que se vaya con la música á otra parte, y así verá que no tienes por la suprema felicidad el ser Condesa; no te faltará un buen marido, que el buen paño en el arca se vende.

— Y en el arca se pica, observó Simona, que se hallaba presente y á la que su señora no consentía que tuviera novio.

— Calla tú, habladora, dijo Doña Amparo: es feo vicio el que tienes de meter en todo tu cucharada! pero, hija, ¿qué te pasa? ¡qué pálida estás! tus labios tiemblan! Dolores, no te aflijas así, hija mia... llora, llora! mas quiero ver tus lágrimas que no ese dolor seco y mudo.

Una sonrisa llena de violencia, hija de un supremo esfuerzo de su voluntad, apareció en el desencajado rostro de Dolores.

Ya sabia fingir, cosa que hasta entonces habia ignorado, porque no hay cosa tan ignorante como la inocencia.

Doña Amparo ordenó á Simona, sin que Dolores lo oyese, que cuando viniese el Conde se le dijese que no se hallaban en casa.

Al mismo tiempo hizo que su esposo escribiese á la Condesa de Elven, diciéndole que no aviniéndose los caractéres de los dos jóvenes, renunciaba para su hija el honor de aquel enlace, sin que por eso dejase de estar siempre á su disposición, como amigo leal que habia sido de su esposo.

Estas dos precauciones no podian ser más inútiles. Gonzalo no volvió, ni se cuidó de excusarse: suponia para él muy poco aquella pobre gente, y se dijo que solo para las ideas beatas y antiguas de su madre podia tener su opinión y su amistad alguna importancia y algún valor.

En cuanto á la Condesa, sintió mucho aquel rompimiento, que á su parecer aseguraba la felicidad de su hijo en la difícil senda del matrimonio.

Un mes pasó: Doña Angustias, recelosa, no iba tampoco a casa de Herrera: temia la cólera del honrado padre, si es que llegaba á descubrirse la infame venta que habia hecho de su hija. Sin embargo, en las dos ó tres veces que estuvo, recomendó eficazmente á Dolores el silencio más completo acerca de su cita con el Conde.

La salud de Dolores empezó á decaer: desapareció la fresca redondez de sus mejillas; el llanto señaló dos surcos en ellas, y sus ojos perdieron su hermoso brillo, antes tan dulce y tan alegre.

Un dia se dijo: — Voy á escribir á Gonzalo: que me diga á lo menos el motivo de su abandono: porque ¿en qué he podido yo ofenderle? ¡oh, Dios mió! ¿será que ame á otra?

Esta idea la aterró.

Todavia tenia esperanzas, y un nuevo amor en el Conde era la muerte de ellas: aun pensaba que iba á venir: aun creia escuchar á cada instante sus pasos en la escalera: si leia su carta, vendría sin duda!

Levantóse del lecho: eran las dos de la mañana, y el sueño no habia visitado aun los ojos de la joven: ardia una lamparilla sobre la mesita de su cuarto, y se dijo que aquella débil luz bastaba para escribir su carta.

Tomó un pliego del humilde papel que ella usaba, y que era blanco, liso y muy diferente por cierto del que usaba el Conde para dirigir convites á las cortesanas, con las que tenia tan frecuentes relaciones, en su vida de calavera opulento.

Dolores empezó así con pulso tembloroso por la fiebre y la debilidad:

"No creo que te hayas olvidado de mí, Gonzalo; te he amado mucho para eso, te amo aún, y creo que el amor verdadero tiene el privilegio de dejar en el alma del ser amado una durable huella: pero si es así, ¿por qué no vienes á verme como antes? ¿qué te he hecho? ¿qué quejas tienes de mí?

"G-onzalo, te suplico que te dejes ver siquiera una vez para que me digas lo que á mí no me es dado adivinar: no te puedo explicar cuánto he llorado, porque no me creerias, y además, viéndome, te convencerás mejor de que estoy enferma de alma y cuerpo .

"Adiós, Gonzalo: no ha dejado un instante de amarte tu Dolores

Después de escribir este inocente y triste billete, la joven se recostó en su lecho: pero en vano sus ojos quisieron hallar el sueño y el descanso: las lágrimas acudian á ellos en tropel desbordado, y corrían hasta empapar la blanca almohada en que apoyaba su fatigada cabeza.

Así que el alba empezó á asomar en el Oriente, oyó á Simona que, hacendosa y madrugadora, se ocupaba ya en las faenas de la casa: Dolores, que no se habia desnudado, se levantó al instante, y salió en busca de la muchacha con la carta en la mano.

— Simona, le dijo: me vas á hacer un favor que te estimaré toda mi vida. — ¡Jesús, señorita! exclamó la criada, que habia llamado de tú á Dolores hasta los doce años, pero que ya la trataba con respeto: ¡como madruga Vd.! ¡pero, Dios mió! ¡qué descolorida está Vd., qué ojerosa! por fuerza que está mala!

— No estoy buena, Simona, respondió Dolores: siento desvanecimientos á la cabeza, temblores repentinos... qué se yo! me siento muy mal!...

— Y no se desayuna, ni duerme, con que estamos medrados! exclamó Simona: si con el hombre mejor se debia de encender el horno! esas son las ausencias del Sr. Conde: pero es que han regañado Vds. ó qué? ya no se le ve el pelo.

— Sí, nos hemos enfadado, Simona, dijo la jóven deseando disculpar á su infiel amante: yo le regañé... fui injusta con él... mira, llévale esta carta en la que le digo que le perdono, y verás qué pronto vuelve.

— Señorita, dijo Simona rascándose la oreja: ya sabe Vd. que su madre es opuesta á cartitas, y que si lo sabe...

— ¿Por qué lo ha de saber?

— Vamos venga la carta y se la daré á Casimiro, que todos los dias viene á ver á Vicenta, la hija del zapatero.

— Gracias, Simona, gracias, exclamó Dolores con efusión: te deberé más qne la vida.

Y la pobre niña abrazó, llena de gozo, á la buena y complaciente Simona.

CAPITULO XIV. Tinieblas.

Algunos dias después, se hallaban en el despacho de D. Pedro, éste, su esposa y su hija; Simona se hallaba también allí, pero casi oculta en un rincón, desde el cual contemplaba llorando una triste escena.

Dolores, desmayada, ocupaba uno de los vetustos sillones de que ya hablamos: su madre, de pié á su lado, aplicaba á la fina nariz de la enferma un pañuelo empapado en agua de colonia, y dejaba correr por sus mejillas anchas lágrimas, que caian hilo á hilo.

Don Pedro, [al otro lado de Dolores, le tenia asida una mano, y su honrada y venerable fisonomía retrataba el dolor más agudo.

El doctor acababa de llegar. — ¡Dios mió! la perderemos también como á todos los otros! murmuró Doña Amparo con voz desgarradora.

— Por esta vez, no señora, dijo el médico, que era un hombre brusco y áspero, pozo de ciencia para curar, según se le llamaba, pero de tan deabridas maneras, que podia asegurarse

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que hacia casi siempre tanto daño al alma como bien al cuerpo: vamos, prosiguió: dígame Vd. lo que padece esta niña: qué síntomas ha notado en ella; me parece que hay aquí tanto mal moral como físico, por lo ménos.

— Tal vez, caballero, dijo D. Pedro: ella tenia un novio, el primero... á quien quería con el alma: este muchacho no sé por qué ha dejado de venir á casa; desde entonces mi pobre hija se puso triste; dejó de comer, y perdió el sueño y la alegría.

— ¿Y después?

— Después empezó á quejarse dé la cabeza, de mareos, de indisposición de estómago...

Don Pedro se detuvo, al ver que el médico fruncía el ceño.

— ¿Con que dice Vd. que padecía de mareos y que se quejaba del estómago?

— Si, señor, añadió Doña Amparo á las explicaciones de su marido: después empezó á padecer desvanecimientos y desmayos: en dos dias le han dado tres, y, alarmados, hemos enviado á llamar á Vd.

El doctor no respondió nada: se quitó lentamente sus guantes, y se acercó á la inanimada niña.

Enseguida asió su mano, que estaba fría, y dijo:

— Hay fiebre hace dias... esto es solo un espasmo nervioso ocasionado por la debilidad: va á volver en sí; venga una cuchara de plata. Simona corrió á buscarla. El médico sacó del pecho una redomita y puso en ella unas gotas de su contenido, aplicándola después á los labios de Dolores, que las tragó maquinalmente.

Un instante después abrió sus hermosos y tristes ojos negros.

— Vamos, señorita, incorpórese Vd., y valor, dijo el médico con tono duro: está Vd. afligiendo á sus padres: ¿puede Vd. ponerse de pié?

— Sí, señor, balbuceó Dolores; y apoyándose en los brazos del sillón, consiguió levantarse con sumo trabajo.

— ¿Puede Vd. dar algunos pasos? — Haré lo posible.

— Apóyese Vd. en el brazo de su padre. Don Pedro, que ya había acudido al lado de su hija, le presentó el brazo, y Dolores dió algunos pasos por la estancia.

— Basta, dijo el doctor; y mirando á Simona, añadió:

— Retírese Vd. La criada obedeció admirada.

— Caballero, dijo el médico brusca y sardónicamente: lo que esta señorita tiene no es mal de cuidado: dentro de seis meses, habrá terminado sin duda alguna.

— ¡Cómo! exclamó Doña Amparo, ¿ha de estar mi hija enferma seis meses todavía?

— Tal vez mejorará antes: pero es posible que eso malestar, que siente hace tres meses, dure aun seis más.

Don Pedro abrió asombrado los ojos: un instante después, brotó de su mirada un relámpago sombrío: acercóse al médico, y le asió con violencia de un brazo.

— ¿Qué ha dicho Vd.? le preguntó iracundo.

— Que esta señorita está en cinta de tres meses, respondió el doctor con la mayor naturalidad.

— ¡Mentira...! infame mentira...! exclamó Don Pedro, cuyo rostro se cubrió de una púrpura arrebatada, y en cuya frente se hinchaban sus venas de una manera horrorosa.

Doña Amparo lanzó un gemido, y cayó desplomada en el suelo sin voz y sin color.

¡La honra inmaculada de aquella familia, conservada durante tantas generaciones, venia al suelo hecha jirones!

El doctor se sonrió compasivamente, ante el insulto del pobre padre, y luego, tomando de la mano á Dolores que permanecia pálida y muda, le dijo:

— Señorita, la verdad, porque el mal ya está hecho: ¿ha tenido Vd. alguna cita con su novio?

— ¡Una, una sola! balbuceó la joven á cuyos ojos secos no acudió una lágrima.

— Basta con eso, repuso el doctor: ¿podrá usted negar la evidencia de mis palabras?

— No, señor, respondió Dolores con amarga entereza.

— Nada tengo ya que hacer aquí, dijo el médico: vea Vd. caballero, la causa del desvío de ese amante que debe ser un infame: engañó á esta pobre niña y huyó como un cobarde. Las niñas no debían ser tan fáciles en dar citas á sus novios.

Dicho esto con tono sentencioso, el doctor se encasquetó su sombrero, y salió de la estancia, sin más cumplidos.

CAPITULO XV. Noche profunda.

Las cinco de una bella tarde de Abril serian, cuando Dolores se hallaba con sus padres en la misma habitación que ya conocemos: los acompañaba el Sr. Cura de la parroquia de San Marcos, que era el que por la noche jugaba al tute en la tertulia en más dichosos tiempos.

Porque á la sazón no habia tertulia, y el tétrico silencio imperaba en aquella casa, poco tiempo antes tan alegre y tan risueña.

Dolores, sentada en una silla baja, cosia una pieza de tela blanca.

Su madre, sentada enfrente de ella, hacia calceta, y de vez en cuando alzaba sobre su hija una mirada de conmiseración profunda.

Don Pedro, sentado en un rincón de la estancia, tenia la cabeza oculta entre las manos, y los codos apoyados en los brazos del sillón que ocupaba.

De vez en cuando, un extremecimiento convulsivo recorría todo su cuerpo.

A su lado estaba sentado el Sr. Cura.

En los padres de Dolores habia habido, en el espacio de pocos dias, una extraordinaria y dolorosa transformación.

Doña Amparo siempre delgada, parecia la sombra de sí misma.

Una extrema palidez cubria sus facciones: sus ojos, aun hermosos y expresivos, se habían hundido á fuerza de llorar.

Dolores conservaba su hermosura de diez y seis años, pero ya ajada y marchita: era una flor que el cierzo habia agostado, y que ya no debia volverse á levantar con su frescura y lozanía.

Ya no habia rosas en sus mejillas, ni alegría en sus ojos, que brillaban con sombrío fuego: pero su belleza era tan grande y tan hechicera, que resplandeccia aun entre las tinieblas de su dolor.

— Vamos, amigo mió, ánimo: dijo el Cura, que acudía allí para consolar aquel gran desastre: ¿á qué es desesperarse así? Apure Vd. ese cáliz que Dios le envía, y ponga todos los medios para que no se haga más amargo.

— No puedo con mi desgracia, señor, respondió D. Pedro alzando la cabeza, y descubriendo su semblante tan lleno y sonrosado en otros dias, y ahora flaco y pálido. El desgraciado parecia haber envejecido veinte años, en tan breve espacio de tiempo.

Su mirada desolada y triste se fijó en su hija, y de sus ojos amortiguados brotaron chispas de furor.

— Vayase Vd. de aquí, señora, le dijo: no la llamo á Vd. señorita, porque la considero unida á un hombre, que merecidamente la abandona y la desprecia.

— ¡Perdón, padre mió! exclamó Dolores dejándose caer de rodillas, sin atreverse á llegar hasta el anciano.

— ¿De qué la he de perdonar yo? preguntó Don Pedro amargamente: ese perdón pídaselo Vd. á sí misma! para Vd. es el mal, más que para mí y para su madre, porque si es verdad que nos da la muerte, lo es también que nos da el descanso; pero Vd. ¿qué ha de esperar ya en el mundo? ¿qué hombre honrado le dará su nombre, ni querrá que sus hijos lleven el de Vd.? ¡el de Vd. que es el mió, siempre tan puro y tan honrado, y que Vd. ha arrojado al desprecio de las gentes!

— Retírate, hija mia, dijo el Cura á Dolores, al ver que D. Pedro, sofocado por la ira y el dolor, habia vuelto á sepultar el semblante entre sus manos.

Dolores dejó su humilde postura; una lágrima única y silenciosa rodó por su mejilla, y salió con paso lento de la estancia.

— Pedro, dijo Doña Amparo, que se habia aproximado á su marido; lo que haces no es justo, ni cristiano: aun prescindiendo de que es tu hija, es acaso caritativo acosar así á una pobre criatura caida? ¡no es esa la doctrina de Jesucristo!

— ¡Ay!... es que me muero!... es que la pena me ahoga!... exclamó el anciano que parecía sufrir en efecto de una manera cruel: ¿cuándo, Dios mió me llamarás á tu seno?

— ¿Y yo, Pedro? exclamó Doña Amparo que se deshacía en lágrimas: ¿y yo? ¿no soy nada para tí? Si te vas de este mundo, yo te seguiré y entonces ella quedará sola!., sola!., ¿lo oyes? ¡qué horrible palabra!

— Vamos, amigos mios, eso es ofender á Dios., dijo el Sacerdote: Simona, añadió levantando la voz, un vaso de agua,

La criada lo trajo al instante, y el buen Vicario se lo hizo beber á D. Pedro: luego dijo á Doña Amparo:

— Siéntese Vd. aquí y hablemos con calma, y como personas de razón: los extremos á nada bueno conducen. Señora Doña Amparo, Vd., verdadero y santo amparo de su hija en esta calamidad, ¿por qué no hace que escriba al Conde? dicen que ya ha vuelto de Sevilla: este paso nada cuesta , á nada compromete, y tal vez ablandaría su corazón duro y helado.

— ¡Ay, Sr. Cura! respondió Doña Amparo con profunda tristeza: ya le escribió antes de que se marchase de Madrid! ella me lo ha confesado!

— ¿Y no ha respondido?

— ¡Ni una sola palabra!

— ¿Se sabe de cierto que la carta llegó á su poder?

— Sin ningún género de duda: Simona se la dió á su ayuda de cámara , que le aseguró haberla entregado en propia mano.

El Sr. Cura quedó pensativo y silencioso: después de un rato, dijo:

— Quieren Vds. que vea yo al Conde? ¿que le hable, que le haga oir la voz de su deber y de su honor?

— ¿Oyes lo que dice el Sr. Cura, Pedro? preguntó Doña Amparo.

En vez de responder á lo que su esposa le decía, levantó el anciano su abatida cabeza: sus •ojos irritados extendieron en torno suyo una mirada en la que brillaba el extravío, y murmuró:

— ¡Esa mujer!., dónde hallaré yo á esa mujer!..

— Vamos, Pedro, por Dios, no pienses en eso... ten conformidad... ya sabes que esa furia, que vendió á nuestra pobre hija, ha salido de casa ■de sus hermanos, y que ni estos mismos saben de ella.

— ¡Y no poderla matar yo! . . ¡Cómo se aliviaría mi pecho de esta rabiosa sed de venganza que me acosa! exclamó aquel hombre, de condición toda su vida tan blanda y apacible.

— Dios nos manda perdonar, amigo mió, observó el Sacerdote con dulzura: obedezcámosle, para que á nuestra vez seamos perdonados: vamos, voy á casa del Conde ahora mismo: ya sé donde vive, pues se mudó de ahí enfrente.

— ¡Ah, sí! murmuró sombríamente D. Pedro: así arrebataba toda esperanza á su víctima: ¿por qué no hay una ley que haga enterrar vivos á esos asesinos de la honra ajena? ¿por qué un padre ultrajado no puede matar á la hija culpable y á su cómplice?

— ¡Pedro, Pedro, yo no te conozco! exclamó llena de terror Doña Amparo: tú, tan bueno, hasta tan débil con Dolores, ahora eres duro y feroz! bien te decia yo que, si algún dia era desgraciada, no seria tu amor el mas eficaz y consolador para ella!

Don Pedro no respondió: agitaba todo su cuerpo un violento temblor, una agitación convulsiva: su rostro estaba pálido como el de un cadáver y sus ojos vidriosos y extraviados.

— ¡La convulsión! ¡la convulsión otra vez! exclamó con terror Doña Amparo: Dolores, Simona, acudid!

Las dos llegaron presurosasy ya era tiempo: D. Pedro se habia desplomado en el suelo, entre horribles sacudimientos, sin que todos los esfuerzos del Sr. Cura y de Doña Amparo bastasen á sujetarle.

Al ver á su hija, el semblante de D. Pedro expresó de nuevo la aguda y feroz pena que sa pintaba en él siempre que fijaba en aquella doliente fisonomía sus miradas.

Quiso hablar, y no pudo: sus dientes apretados no daban paso á ningún sonido; pero fué tan terrible la expresión de su fisonomía, que Doña Amparo dijo á Dolores: — ¡Retírate, hija mia!

— ¡Madre, madre! ¡y nada he de hacer para aliviarle! ¿y no he de poder ni aun verle? gimió la desventurada niña.

— Hija resígnate á la voluntad de Dios.

— Ya está aquí el señor médico: conozco su modo de subir la escalera, dijo Simona oyendo antes que nadie el ruido de unos pasos muy lejanos aún: corrió á abrir la puerta, y entró después seguida de un hombre de dulce y reposada fisonomía y de mediana edad.

Era un nuevo doctor, llamado para asistir á D. Pedro, que no habia querido volver á ver al que le habia revelado la falta de su hija.

El doctor, sin dejar de la mano su sombrero, se acercó rápidamente al enfermo, y dijo con acento breve:

— -Es preciso acostarle... al instante; llevémosle á la alcoba.

Ayudado del Sr. Cura, trasportó él mismo al enfermo, y entre los dos y Doña Amparo le desnudaron, acostándole en su lecho.

— Voy á ver á ese hombre, dijo el Vicario en voz baja á Doña Amparo.

— Y yo también, añadió una voz triste y profunda á espaldas del Sacerdote.

Era la de Dolores: estaba allí vestida de negro, y cubierta con una mantilla muy usada, pues Doña Amparo había ya vendido , entre algunas otras prendas de valor, la que tenia de blondas, para atender á los gastos de la enfermedad de su esposo, después de consumir todos los ahorros que constituían el dote de Dolores.

La desgraciada familia liabia llegado rápidamente á la miseria.

— ¡Que dices, hija! exclamó Doña Amparo.

— Madre, respondió Dolores con una resolución sombría: sola iba á pedir á ese hombre con mi honra que me arrebató, la vida de mi padre, y el padre que mi hijo necesita: ¡si va el Sr. Cura, tanto mejor! ¡iré en su compañía!

— Dice bien Dolores, observó el Vicario; irá conmigo, y nada tiene que temer: su vista hará más fuerza que la mia en ese hombre, que no dudo cederá.

— ¡Ay! ¿y qué haremos con que ceda? exclamó llorando la pobre madre: ¿qué felicidad puede prometerse esta infeliz criatura unida á él?

— No espero ni deseo otra, repuso la joven, que la de devolver á Vds. la paz y la tranquilidad: si él es un mal esposo, me diré que esa es mi cruz y mi expiación. Vamos, Sr. Cura: madre, rece Vd. por mí á la Virgen de los Dolores, en tanto que estoy léjos de Vd.

El Sacerdotey la joven salieron juntos: atravesaron algunas calles, y llegaron á la del Cármen, deteniéndose en una hermosa casa situada enfrente del templo que lleva esa santa advocación.

Dolores caminaba contrabajo: una angustia indescriptible le impedia respirar: su extrema palidez, su triste mirada, su traje negro, la hacian asemejarse al genio de la desesperación.

El bondadoso Sacerdote conoció lo que pasaba en aquella alma, tierna y enérgica al mismo tiempo, que se destrozaba de dolor.

— Hija mia, le dijo afectuosamente: ¿por qué te abates? Ahora tén buen ánimo, que tal vez tus penas tocan á su fin.

— ¡Ay padre mió! respondió Dolores: ¡yo no sé qué amargo presentimiento se ha apoderado de mí, que tiemblo más que nunca!

— Aquí debe de vivir el Conde, dijo el Vicario entrando en la suntuosa casa, que ya ha desaparecido, para dejar lugar á la construcción de dos ó tres modernas jaulas.

Dolores no le oyó: se hallaba en la puerta de pié, y mirando absorta á algunas personas lujosamente ataviadas que salían de la iglesia que se elevaba delante de sus ojos como un puerto de consuelo y de esperanza.

— Es una boda, dijo un hombre que se hallaba en el umbral de una tienda inmediata, dirigiéndose á la joven.

— ¿Una bodaPrepitio maquinalmente Dolores.

— Sí, señorita: una boda de la grandeza: la del Sr. Conde que vive en ese cuarto principal, con una señorita déla aristocracia: creo que la novia se llama Doña Rita Ponce de León.

Puede asegurarse que Dolores no oyó lo que le decían, porque su vista se hallaba fija en las dos personas que salian de la iglesia á la sazón, que eran las más bellas y elegantes, y á las que la gente, que pasaba casualmente y se habia detenido á ver el festejo, saludaba con esta exclamación:

— ¡Los novios, los novios!

Un agudo grito salió de los labios de Dolores, arrancado de su corazón.

Habia reconocido á Q-onzalo, que, dando el brazo á una preciosa joven, salia del templo con el rostro lleno de alegría.

El Vicario oyó aquel grito: siguió la dirección de los estraviados ojos de Dolores, y comprendiendo algo de lo que pasaba, acudió á sostenerla, creyendo que iba á desmayarse.

Pero Dolores no llegó á perder el sentido: el exceso de su indignación venció al de su dolor, y en aquel instante mismo dejó de ser la niña tímida y llorosa, para convertirse en la mujer fiera, arrogante y vengativa, que ya habia de ser todo el resto de su vida.

Un subido y repentino carmín cubrió sus facciones: su ojos lanzaron rayos de furor: sus dientecitos se chocaron con un ruido que daba miedo: por su frente corrían menudas gotas de sudor helado: todo su cuerpo temblaba con la

destrozadora convulsión de la ira: sus finos labios, tan dulces antes, tan carmíneos, estaban casi azules: la bella, suave, dulce, tierna y alegre Dolores, habia desaparecido, y quedaba la Dolores terrible, dura, osada y cruel: la virgen adorada é inocente, habia dejado el sitio á la mujer burlada y escarnecida.

En tanto que Dolores habia ido pasando por esta transformación, los novios se habian ido acercando y habian llegado á la puerta de su casa, en cuyo umbral se hallaban la joven y el Sr. Cura.

Al entrar el Conde dando el brazo á su esposa, Dolores se puso delante de él, pálida, terrible, rígida: levantó su mano, y descargó en el rostro de Gronzalo una bofetada, que resonó estridente á larga distancia.

El Conde, aturdido, se volvió y se halló cara á cara con aquella fatídica y enlutada figura, que le miraba con una cólera helada.

— Te he marcado en el rostro por infame, por cobarde, por embustero, dijo la joven: nada querría de tí, aunque pudieras devolverme mi honor, porque aun me queda más, que el que me darías con tu nombre.

Dichas estas palabras, volvió la espalda, y echó á andar á lo largo de la calle con paso lento y fatigoso.

Un escándalo provoca siempre la hilaridad, y la plebe grosera no se detiene á pensar cuánto dolor suele haber en el fondo de él: todas las personas allí reunidas tomaron el partido del poderoso, y empezaron á reir y á silbar á Dolores, que volvió liácia ellas su rostro trastornado por el dolor y la cólera.

Algunos, que habían reparado en su estado, le dirigieron dicharachos groseros é insultantes: los chiquillos, ávidos siempre de la novedad y de los alborotos, corrieron tras ella, y hubo alguno que le arrojó piedras.

El Ministro de Dios fué el que defendió y amparó á aquella desventurada criatura; alcanzóla en su carrera, abriéndose paso entre el gentío, y se puso á su lado.

— Dejadnos, hijos, dijo á la infame turba, volviéndose con la incomparable majestad de la religión caritativa: ¡respetad una gran desgracia... y un gran dolor!

Los perseguidores de la joven se dispersaron silenciosamente.

— Hija mia, dijo el anciano Sacerdote: Dios nos manda perdonar y condena la cólera: pídele perdón de la tuya y espera en él.

— ¡De la casa de Dios ha salido la desgracia de toda mi vida! respondió Dolores con voz sorda y amarga risa: ¿no se ha verificado en ella su casamiento, ese casamiento que hace imposible la reparación de mi honor? ¡Dios me abandona como todos!

— ¡Dios no abandona jamás á los que sufren! dijo el Sacerdote: y tu hallarás su mano providente para ampararte, ¡pobre hija mia!

El silencio reinó hasta que llegaron á la humilde casita ocupada por la joven y sus padres, antes tan alegre, y ahora desolada porque la muerte habia entrado en ella.

Dolores y su venerable compañero subieron la escalera, y encontraron abierta y entornada la puerta de la habitación.

Al entrar en la salita, de la que poco antes habian salido, hirió sus ojos un tristísimo espectáculo.

Don Pedro Herrera, tendido en su lecho, lívido, desencajado por una agonía terrible, apenas respiraba.

El doctor, de pié al lado del lecho, le contemplaba con silenciosa angustia.

Un Sacerdote, aun revestido con las insignias de la iglesia, acababa de administrarle la Extremaunción. Doña Amparo sollozaba de rodillas junto al lecho. Simona lloraba en un rincón.

Hallábanse allí también los padres de Modesta, Doña Tecla, D. Atilano y hasta el tio Vicente y su hija, que habian subido á acompañar á Doña Amparo y á Dolores en tan amargo trance.

La joven se acercó al lecho con paso rápido, miró á su padre con desencajados ojos, y lanzó un grito.

Al eco de aquella voz, el anciano abrió los suyos, y clavó en su hija una mirada empañada por las sombras de la muerte.

Dos veces movió los labios, sin que de ellos saliera ningún sonido: por fin, un esfuerzo sobre humano dio paso á su voz, y preguntó á su hija con acento congojoso: — ¿Le has... visto?... — Sí, padre mió, respondió la joven. — ¿Y... qué?

Dolores calló. — Habla... dijo el moribundo. —Se ha casado!... Don Pedro alzó al cielo sus ojos: lanzó un débil suspiro, y puso su ya helada mano en la cabeza de Dolores.

— ¡Dios te perdone como yo! dijo con voz que apenas se oia.

Volvieron á cerrarse sus ojos, sin que separase su diestra de la cabeza de su hija, que permanecía de rodillas, pálida, convulsa, pero sin derramar una lágrima.

La desdichada esposa, arrodillada al otro lado del lecho, se habia apoderado de la otra mano que bañaba con su llanto.

— En el cielo te espero... Amparo, dijo Don Pedro de repente: ¡adiós... hija... he sido algo duro... contigo... porque te queria... mucho... mucho... no me llores... que era aquí... muy desgraciado!...

Después movió la cabeza con las ansias de la muerte, y tras una corta pausa, añadió con voz firme:

— ¡Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu!..

Con la última palabra, exhaló su postrer suspiro.

— Recemos, hermanos, dijeron los Sacerdotes. Dolores cayó desplomada al suelo.

PARTE SEGUNDA. TEMPESTADES.
CAPITULO I. La hija del pecado.

En una lluviosa noche de invierno, y en una pequeña habitación, llamada por decoro sotabanco, pero que más merecia el nombre de bohardilla, se hallaban dos mujeres de aspecto muy diferente, pero igualmente triste.

Muchas conjeturas podian hacerse acerca de la edad de una de ellas: á primera vista parecía una anciana: pero, mirándola con cuidado, se conocia que no habia aun pasado de los límites de la edad madura, y que aquella anticipada vejez era el fruto de grandes y acerbos dolores, que, aunque soportados con resignación cristiana, habian dejado en su persona una desoladora huella.

Era una mujer de estatura mediana, lo que se descubría, á pesar de estar sentada en una silla pequeña, por la delicadeza de sus proporciones, que debían haber sido admirablemente distinguidas cuando conservaban un sello elegante en medio de la miseria que allí reinaba y que, sin duda, castigaba como un azote su existencia.

Su tez, que se conocia haber sido de un moreno suave y aterciopelado, presentaba un tinte densamente amarillo, y de ese que no engaña ni al ojo más inesperto: el sepulcro reclamaba ya á aquella víctima tierna y resignada, á juzgar por la sublime expresión de sus grandes y hermosos ojos negros, que se habrían bajo unas cejas delicadamente trazadas.

Guarnecían su frente arqueada, noble y llena de una santa pureza, dos bandas de cabellos casi del todo blancos, que ocultaba después una gorra de nevada muselina, atada bajo su barba, fina y graciosa, con dos cintas de la misma tela: un vestido negro de lana, ya claro en fuerza del uso, y un pañolón en peor estado, . completaban su atavío.

Su bella boca estaba marchita por un dolor inmenso, pero mudo: sentada en una silla de anea, de pies cortos, cosia con afán una tela muy basta y muy morena, que contrastaba con el delicado y perfecto corte de sus manos, y que debia ser equipo para las tropas de la guarnición, labor cruelmente penosa, y miserablemente pagada.

Cerca de ella, sentada en una silla igual, habia una joven, pálida también, pero muy blanca, y delgada casi hasta la trasparencia.

Conocíase que esta era hija de aquella: pero los rasgos de la belleza de la madre, ya débiles y casi borrados, resplandecían en la hija con un encanto indecible, á pesar de ser también muy triste su aspecto.

La joven aparentaba á lo sumo diez y siete años: su rostro presentaba un óvalo prolongado naturalmente, y alargado por las penalidades de la miseria y el dolor: parecía, además, que acababa de salir de una grave dolencia: en fin, en su persona y en su semblante faltaba aquella flor de la primera juventud, aquella frescura que habia derecho á esperar en una niña de su edad.

Sus mejillas se conocía que habían sido redondas y sonrosadas, pero á la sazón se hallaban adelgazadas y hundidas: sus grandes ojos negros, rasgados y llenos de belleza y de expresión, eran tristes como la noche: una mata de cabellos castaños se enroscaba detrás de su cabeza con una 'gracia descuidada y natural.

En su boca, prolongada por la extrema delgadez que se advertía en ella, habia un pliegue que le daba una expresión profundamente melancólica: se conocía que aquella niña habia llegado á ser mujer, y mujer desdichada, antes de haber probado las dulzuras de la adolescencia: aún se adivinaba la graciosa redondez de formas, que ya, y acaso para siempre, habia perdido: aún se la adivinaba jugando con un pajarillo, y se la adivinaba también ruborizándose bajo la primera mirada de amor.

Pero todo esto desaparecía bien pronto: el alma fluctuaba en una desconsoladora indecisión al ver la amarga sonrisa que de vez en cuando enseñaba sus blancos dientecitos, y la candida tersura de aquella frente joven: se la quería creer pura, inocente é infantil, y solo se la creia desgraciada, horriblemente desgraciada, y agobiada tal vez por el remordimiento y la desesperación.

Vestia de luto: pero un luto dos veces triste por lo desteñido y deteriorado.

Un vestido de indiana negro, descolorido por el uso, dibujaba los contornos de su talle, llenos de esa gracia púdica de la juventud: a causa del frió de la noche, llevaba anudado á la garganta un pequeño pañuelo de seda negro, que hacia resaltar la diáfana y encantadora blancura de su tez.

Sus párpados, guarnecidos de dobles, largas y rizadas pestañas negras, parecian agobiados por un gran peso, pues apenas los levantaba de sus manos cruzadas, que descansaban sobre sus rodillas.

Entre estas dos mujeres habia una cuna muy humilde, en la que descansaba una criatura que apenas contaria un mes.

Al ver á aquella niña, cualquiera se hubiera quedado suspenso: á ninguna de las dos mujeres se le podia atribuir su propiedad.

La una era demasiado anciana para ser su madre.

La otra era demasiado joven y demasiado hermosa para tener aquella hija.

Porque la criatura era fea, desagradable y enfermiza por lo que se podia juzgar en tan tierna edad.

El aspecto de la cuna no podia menos de alegrar la vista. El de la criatura entristecía.

Era aquella de mimbres, pero sus ropas estaban tan blancas, tan bien aplanchadas y rizadas, que encantaban los ojos, como sucede siempre que se ve la pobreza unida al aseo y al primor.

La criatura no tenia el color sonrosado, casi purpúreo, propio de su corta vida: estaba pálida, demacrada y parecia espirante: su frente, prominente á la par que estrecha, su nariz chata, sus ojos pequeños y hundidos, su boca muy grande, decian que para que aquella niña no fuese un monstruo de fealdad, era necesario que la naturaleza hiciese uno de esos milagros con que algunas veces demuestra su poder , cambiando una gran fealdad infantil por una, gran belleza adolescente.

214 La habitación no podia ser más misera, y el mobiliario guardaba con ella una triste armonía.

Era un aposento de bastante capacidad, pero completamente abobar dillado: en la parte que el techo descendía hasta una de las dos estrechas ventanas que le daban luz, habia colocados dos catres de tijera, encubiertos con buena y decente, aunque modesta, ropa blanca: las sábanas y almohadas eran de hilo: los cobertores, de indiana oscura con ramos sueltos azules, y estaban guarnecidos de un fleco.

Una cómoda antigua, una mesa con un tocador y dos baúles limpios y cuidados, pero de remota fecha, componían el ajuar de la habitación.

En un ángulo, habia un velador pequeño que sostenía un veloncillo de bronce, limpio y brillante como el oro, y cuyo único mechero estaba encendido: colocado al lado suyo, habia un brasero muy pequeño de azófar con la tarima pulimentada, y, calentándose al calor de la poca lumbre que habia en su fondo, se hallaba un gato grueso y rubio sentado sobre sus patas traseras.

Cerca del brasero se hallaban también sentadas las dos mujeres.

Llamábase la de más edad Doña Amparo. La joven Dolores. La niña, Lágrimas, y era hija de la anterior.

Sí! aquella joven tan bella y tan triste, aquella criatura, que parecia pasar apenas los límites de la infancia, era madre.

Doña Amparo cosía con afán, como ya se ha dicho más arriba, á la mísera luz del velón. Su hija, inmóvil, nada hacia. — La niña dormía.

A la espalda de las dos mujeres habia una puertecilla cubierta con una cortina de indiana, que llevaba al retrete que servia de cocina.

— Hija, dijo la señora que cosia, con voz cascada y débil: son las nueve y aun no has tomado el caldo: ya hace rato que lo puse á calentaa... voy á traerle...

— No, no, madre mia, yo iré dijo la joven levantándose con trabajo: yo, que no hago nada iré á buscarlo.

Dolores se levantó: pero al dar el primer paso, sintió desvanecida su cabeza, y hubiera caido, á no apoyarse en la silla en que se hallaba sentada poco antes.

— ¡Pobrecita! ¡qué débil estás! exclamó la madre: ya se ve! no comes... no te alimentas... no quieres hacer un esfuerzo sobre tí misma... y debías hacerlo... sí, Dolores! si no por tí, al menos por esa criatura!...

Una expresión de odio y de dolor se pintó en el rostro de Dolores, quien, en vez de mirar á la cuna, volvió la cabeza al lado opuesto.

— Hija, siéntate otra vez, dijo su madre, y óyeme con atención, porque quizá son los últitimos consejos que podré darte: yo estoy tan débil... tan achacosa... tan quebrantada, en fin, que tal vez... muy pronto te dejaré, pobre hija mia!...

— ¡Oh, no, no, madre! gritó Dolores con tan vibrante acento, que la criatura despertó y echó á llorar: ¡dejarme Vd!... morirse!... antes me lleve Dios mil veces!... antes se lleve á esta criatura... y se la llevará!... pues qué! había de dejarme el tormento, el martirio, la vergüenza, y arrebatarme el consuelo, el amparo, la santa compañía de mi madre, de mi adorada madre!... no! no lo hará, porque entonces dudaría de todo, en nada esperaría... y nada creería ya!...

Al acabar de hablar Dolores, su blanco y pálido rostro se cubrió con un carmin arrebatado, como señal de la vehemencia de su razonamiento, y la desventurada ocultó entre las manos el semblante, bañado en lágrimas amargas.

— Cálmate por Dios, Dolores, exclamó la anciana: ese modo de sentir vehemente, que tienes, te asesina, hija: si Dios me llama, ¿qué haré sino ir? Solo le he pedido vida para ampararte en el trance fatal de tu maternidad, hija mia, y para ser yo sola la que supiera tu desgracia: tal vez tuve la impía esperanza de que la hija de tu falta no alcanzase vida, y entonces tu honra quedaba ménos manchada, á lo ménos á los ojos del mundo: pero la hija del pecado vive... ha sido justo criarla y acogerla, como hija tuya, y dos veces hija mía que es: ahora bien, Dolores, de esta niña quiero hablarte por la primera vez... es mi deber decirte que eres inhumana con ella, y que la aversión que le profesas es un delito á los ojos de Dios: no hagas, hija mia, que lleve conmigo, al morir, el amargo dolor de dejarla desamparada!

Reinó el silencio durante algunos instantes.

Dolores levantó la cabeza y secó sus lágrimas con una especie de fiereza.

— Madre, dijo, yo no sé por qué, pero no puedo ménos de detestar á esta criatura: lo siento, y, sin embargo, me es imposible dominar la profunda aversión que me inspira... su vista me recuerda mi falta... aquella falta que costó la vida de mi noble y querido padre... de aquel padre por el que yo hubiera dado la esperanza de ser madre... aquella falta, que también la lleva á Vd. al sepulcro!

Las lágrimas de la joven volvieron á correr de nuevo.

— Y bien, hija mia, repuso Doña Amparo: esta pobre niña no ha pedido venir al mundo.

— Yo tampoco la he llamado á él ni la esperaba! no fui ni aun seducida, madre mia: todo se lo he confesado á Vd. como si me hallara á la hora de mi muerte su infame padre me engañó del modo más inaudito... ¡oh, mi perdida inocencia! ya no volverás á coronar jamás mi frente con tus aromadas flores... jamás, jamás!

Los sollozos ahogaron por tercera vez la voz de Dolores: conocíase que su corazón se destrozaba: su madre, con la niña en los brazos, pues la habia sacado de la cuna, se acercó á ella y la tomó dulcemente de la mano.

— Valor, hija mia, le dijo: tu falta no es irreparable... oye... tal vez hallarás un hombre de honor que te dé su mano, si tú obras como cristiana y mujer honrada: Dolores, una falta no es un delito... cria á tu hija... acéptala como á tu expiación, y como á una expiación bendícela y da por ella gracias á Dios: el nacimiento de esta criatura ha sido la causa de todas nuestras penas, de todas nuestras desgracias, y ya ves que yo la quiero con ternura.

— Es que Vd., madre mia, es una santa.

— No, hija mia: soy una pecadora, dijo la viuda de Herrera con tristeza: mucho he faltado, y una gran parte de tu desgracia pesa sobre mi conciencia: he sido siempre demasiado severa para tí, y no te inspiré esa consoladora confianza que toda madre debe conquistar en su hija: pero tu padre era para tí condescendiente ccn exceso, y yo pensaba que debía poner un remedio á este mal.

La puerta, al abrirse, interrumpió á la pobre madre, que volvió á sentarse sin dejar á la niña de los brazos.

CAPITULO II. Martirio silencioso.

Otras dos mujeres entraron en aquella mísera habitación.

Era la una Elena, la antigua vecina de la familia de Herrera , la esposa del pintor y madre de Modesta , y la otra Vicenta, la hija del zapatero del portal de la calle del Noviciado.

La primera traia en la mano un paquetito liado en papel de seda. La otra una pequeña cesta con tapas, colgada de su brazo derecho.

Elena habia variado poco: su talle principiaba á ser ligeramente obeso: su fisonomía conservaba la expresión tranquila que comunica una existencia plácida y feliz.

En cuanto á Vicenta, era la misma mujer delgada, algo severa, en medio de la plácida dulzura de su semblante, y naturalmente distinguida.

Se habia casado, por fin, con el ayuda de cámara del Conde de Elven, cuando este se casó con Rita Ponce, la prima de Luciano.

Con los ahorros de Casimiro, habían puesto una excelente tienda de comestibles, que cuidaban los dos esposos, haciéndola producir: el tio Vicente no habia querido dejar su oficio de remendón, aunque vivia con sus hijos cuidado como un príncipe: retirado en su cuartito, cumplía con sus parroquianos, y cada tarde salia á llevar su obra.

— Padre, ¿por qué se empeña Vd. en trabajar? le preguntaba Vicenta: ¿acaso le falta algo?

— Me faltaría la ocupación, respondía el tio Vicente: es decir, me faltaría lo que más me gusta.

— Vayase Vd. á paseo.

— Prefiero trabajar: toda mi vida lo he hecho, y es como estoy mejor.

— Querida Dolores, dijo la madre de Modesta después de los primeros saludos: aquí te traigo dos pañuelos para que los bordes cuando puedas: no digo ahora que aun no estás restablecida: no corren prisa y esperarán á que los puedas hacer: el importe lo han traído adelantado: tómalo.

Y Elena presentó algunas monedas á la joven, que iba á tomarlas.

Vicenta, que habia entrado con su cesta en la reducida cocina, volvió á salir trayendo puesta en un plato la taza de caldo que estaba á calentar.

— Aquí está esto que presumo será para la señorita, dijo presentándosela á Dolores: pero, ¡Dios mió! exclamó: qué pálida está usted r ¿qué siente?

— Está muy débil, respondió Doña Amparo: no se repone nada, y por lo mismo, querida amiga, prosiguió volviéndose á la esposa del pintor, no podrá bordar esos pañuelos acaso en largo tiempo: bueno es que Vd. los vuelva á recoger.

Dolores, que estaba tomando las monedas, las dejó caer en la mano de Elena, y alzó al cielo una mirada de desesperación.

Pero advirtiendo que su madre la miraba, moderó la expresión de su fisonomía, tomó el caldo que le presentaba, Vicenta y lo sorbió con esfuerzo.

— Conozco, señora, dijo después, elinterésque usted se toma por aliviar nuestra mísera posición: pero, ya lo ve Vd., mi madre se opone á ello.

— No, no soy yo, observó Doña Amparo: es que estás aun muy delicada para empeñarte en esas tareas.

— Yo me voy, dijo Vicenta: ya sé que están ustedes, sino buenas, para ir pasando, y tengo que volverme, porque me esperan para cenar mi padre y Casimiro.

— Y porque ya nos ha dejado Vd. en la cocina las provisiones para mañana, repuso Dolores con una sonrisa muy triste: ¿por qué nos obliga á aceptar lo que no podemos pagarle?

— ¡Bali! dijo Vicenta, que se puso muy colorada: ¿qué vale eso? un poco de arroz para que prueben el nuevo que ha llegado... nada... vergüenza es nombrarlo... hasta mañana, señora: hasta mañana señorita: que la noche sea buena.

La madre y la hija quedaron solas con la esposa del pintor.

Doña Amparo colocó de nuevo en la cuna á la raquítica criatura, á la que tan bien cuadraba el triste nombre de Lágrimas. La niña dormía profundamente.

— Vamos á hablar claro, amigas mias, dijo Elena, tomando, con el ademan afectuoso que le era natural, las manos de Doña Amparo y de su hija: yo he probado por todos los medios que han estado á mi pobre alcance, á hacer aceptar á Vds. algún socorro, y de ningún modo lo puedo conseguir: al mismo tiempo me parte el corazón el ver que desde la muerte de la pobre Simplicia que esté en gloria, nadie cuida de Vds.: tú, Dolores, has pasado los últimos meses de tu embarazo de un modo que no sé como saliste con bien de tu trabajo.

— ¡Ojalá que hubiera muerto en él! murmuró la joven sombríamente.

— Eso, hija mia, no es hablar como cristiana, repuso Elena.

— Jesucristo ha dicho: el que quiera entrar en el reino de mi padre, tome su cruz y sígame, observó suave y tristemente la viuda de Herréra: tu cruz es pesada, hija mia: pero Dios te la ha dado: adoremos su santa voluntad.

— Pues bien, amiga mia, prosiguió la madre de Modesta, dirigiéndose á Doña Amparo: yo he venido hoy aquí con la intención decididade hablar á Vd. con franqueza: háganos Vd. el favor á mi esposo y á mí de aceptar una corta cantidad mensual, que les ayude á ir pasando hasta que hayan desaparecido todas sus deudas... deudas que nada tienen de vergonzosas, pues han sido ocasionadas por la larga enfermedad del Sr. Herrera, por la de Vd., y por el alumbramiento de Dolores.

— Gracias, querida Elena, respondió Doña Amparo: estimo en todo su valor la caritativa intención de Vd. y de su marido; pero Vds. necesitan lo que poseen: sus haberes son modestos, y tienen tres hijos.

— Nos reduciremos un poco más.

— Le repito á Vd. mi gratitud.

— Pero, señora, las dos están Vds. en muy mal estado de salud, dijo tristemente Elena, usted, sobre todo... me temo una desgracia...

— Dios me llamará á sí sin que tenga una larga dolencia que aumente los sufrimientos de mi pobre hija... así lo espero de su bondad.

— Señora, dijo Elena entre triste y ofendida: yo creí que Vd., tan buena cristiana, no rehusaría como una limosna lo que es el don de la verdadera amistad.

— Se equivoca Vd., respondió la viuda con dolorosa dignidad: lo que Vd. quiere darnos es una limosna.

— ¡Señora! exclamó Elena ofendida del todo. — Lo repito, es una limosna, porque Vd. nos

desprecia. —¡Yo!

— Sí, Vd. y su esposo, y si no ¿por qué no quiere Vd. traer nunca consigo á su hija?

— Es una joven soltera...

— Y podría, mancharse con el contacto de la mia, que soltera también, lleva en la frente una mancha vergonzosa: yo comprendo eso muy bien, querida Elena, y no me quejo: en el lugar de Vd. haria lo mismo: pero permítame Vd. que rehuse sus socorros, que, por más generosos que sean, no van envueltos en la estimación: los considero como una limosna, y no me es dado admitirlos.

— ¡Dios mió, Dios mió! y no poder hacer nada por ellas! exclamó la esposa del artista, alzando al cielo sus ojos bañados en lágrimas.

— Espero que Dios no nos abandonará, repuso la viuda.

— Dios nos ha olvidado ya, añadió sordamente Dolores: ¡oh, si muriendo yo ahora mismo supiera que ese hombre iba á ser infeliz, con qué placer exhalaría el último suspiro! ¡pero no! esta es la justicia de la tierra! él es dichoso después de causar la muerte de mis padres! y yo, perdida por el miserable, seré siempre la más infeliz de todas las criaturas!

Un agudo grito de la viuda de Herrera se confundió con las palabras de su hija: la desgraciada señora, atacada tiempo hacia de un aneurisma agudo que habia llegado á su último período, no habia podido resistir al exceso de su dolor al oir á su hija descubrir la herida mortal que llevaba en el alma.

Tiempo hacia que aquella débil existencia se sostenia solo por el esfuerzo enérgico de su voluntad: habia rogado á Dios que le concediese fuerzas únicamente hasta el nacimiento del fruto de la deshonra de su hija, porque esta, cuyo carácter violento, comprimido en su infancia por la severidad de su madre, habia estallado de repente, dió á conocer, durante su embarazo, el odio profundo con que esperaba á aquella criatura.

Doña Amparo pidió, pues, al cielo con toda la vehemencia de su natural y tierna devoción la vida necesaria hasta que Dolores fuese madre: idólatra de sus hijos, sabia hasta qué estremo puede influir en una mujer la vista del fruto de sus entrañas, y se dijo que la ternura penetraría en el corazón de Dolores, endurecido por el dolor, así que depositase el primer beso en la frente de su recien nacido.

— Entonces, se dijo, podré morir tranquila, porque mi pobre hija, no solo aceptará sino que amará su cruz, y esa infeliz criatura ya no correrá ningún peligro.

¡Pero ay! la desgracia guardaba sus más crueles é ingeniosos refinamientos para la viuda de Herrera.

En vez de ser su nieto una criatura hermosa, un varón del que Dolores hubiera debido esperar un dia apoyo y consuelo, dio ésta á luz una criatura fea, enfermiza, antipática, y que prometia arrastrar una vida agonizante y angustiosa.

Al verla Dolores, no sintió hácia ella más que un profundo disgusto mezclado con el horror que inspira el aspecto de un instrumento de tortura .

La viuda de Herrera puso á aquella niña desgraciada al amparo de la Virgen de las Lágrimas: ella misma la tuvo en la pila bautismal, dejando á Simplicia al cuidado de Dolores.

Pero como si el nacimiento de aquella niña fuese la señal de mayores contrariedades, dos dias después de haber venido ella al mundo, la pobre y leal Simplicia fué atacada de una pulmonía fulminante, que le arrebató la vida en pocas horas, quedando las dos infelices mujeres privadas de la compañía y de los servicios de aquella fiel y cariñosa mujer.

El carácter de Doña Amparo habia sufrido una prodigiosa trasformacion; trasformacion que se obra siempre en las almas de su temple cuando las desgracias las acosan, y que ella misma habia anunciado en tiempos mejores á su esposo.

Cuando el Sr. Herrera se doblegaba á todos los gustos, á todas las pequeñas tiranías de Dolores, su esposa le decia:

■ — No eres tú quien, á pesar de tu debilidad para con ella, la quieres mejor: si la desgracia la aflige algún dia, si fuese criminal, en tí hallaría su juez; en mí su consuelo.

Y así se verificó: D. Pedro, como todos los caracteres débiles, fué duro en su enojo, y sucumbió al peso de su dolor. Doña Amparo fué el solo, verdadero y santo amparo de su hija, como lo habia sido de muchos é ignorados dolores en el tiempo en que era dichosa.

Para consolar á aquella hija, á la que, á pesar de su aparente severidad, habia idolatrado siempre, su carácter se transformó del modo más completo y más heroico: toda su dureza pasada se volvió suavidad: todo su descontento habitual se trocó en indulgencia: toda su severidad en consuelos.

Hizo de sí misma el sacrificio más completo para dedicarse á aliviar aquel gran infortunio: pero en su alma se anidaba un dolor tan inmenso, que toda la dulzura de su cristiana piedad no alcanzaba á suavizar: el tierno y cariñoso compañero de su vida, aquel con quien hubiera deseado vivir y morir, habia ya dejado el mundo: su alma volaba hacia él: su cuerpo dolorido se inclinaba hácia el sepulcro en busca de la paz y del sosiego: y aunque deseaba permanecer al lado de su hija, veia con secreto consuelo que pronto se iban á desatar los lazos de su vida.

Sin embargo, aquellas violentas alternativas morales de dolor y de esperanza, aquel apego á la vida por su hija, y aquellas aspiraciones á la muerte y al cielo donde ya descansaba su esposo; el terrible martirio que le imponía la certidumbre de dejar sola y abandonada á Dolores, la pena acerba que le ocasionaba el ver el desvío y la mortal aversión que la desgraciada joven sentía hacia su hija, esta perpetua batalla minó de tal suerte la delicada constitución de la noble señora, que desarrolló en ella un aneurisma agudo y que no hubiera dejado á la ciencia esperanza alguna, si la ciencia hubiera intervenido en aquella dolencia que ella ocultó hasta á los ojos de su hija, con el ¡más delicado y exquisito esmero.

Pero la Providencia habia ya marcado el término de su carrera. Dolores, que solo veia á su madre algo achacosa en un principio, advirtió con espanto, desde algunos dias antes, que decaía con una rapidez horrible; al oiría quejarse con tanta amargura de su suerte y deplorar la desigualdad espantosa de su destino con el de su seductor, la desventurada madre cayó exánime y la terrible impresión que le produjeron las quejas de su hija, fué la última que debia sentir.

La esposa del pintor ayudó á la débil y quebrantada Dolores á colocar en el lecho á la anciana: después la misma Elena salió para buscar á su médico, sin que la enferma hubiese abierto los ojos ni recobrado los sentidos.

Dolores, pálida é inmóvil, se hallaba al lado del lecho contemplando á su madre con una mirada sombría.

Poco tardó en llegar el facultativo, acompañado de la señora de Bena vides, y examinó á la enferma en tanto que Dolores fijaba en él sus ojos con una ánsia indescriptible.

— ¿Hay esperanzas, Sr. Doctor? preguntó Elena.

— Ninguna, señora, respondió el facultativo: es caso desesperado: hace largo tiempo que esta pobre mártir vive muriendo: el mal ha hecho rápidos é incurables progresos, porque se halla apoyado en la parte moral: la muerte tardará poco en llegar, y será casi instantánea.

— Voy, pues, á que manden llamar á un Sacerdote, repuso Elena, que no podia reprimir las lágrimas.

Sentóse Dolores cerca del lecho, y se preparó á ver morir á su madre con una calma terrible.

Cuando llegó el Sacerdote con los Santos Sacramentos, no hizo movimiento alguno.

Doña Amparo se confesó con sumo trabajo: pero lo habia hecho en la parroquia dos dias antes, y su alma, por otra parte, conservaba toda la pureza y piedad de una santa: recibió la Extremaunción y cayó sobre las almohadas sin color y sin voz.

Pocos instantes después, entreabrió los ojos y llevó la mano al corazón como si sintiese una angustia desgarradora: un estertor doloroso levantó su pecho: en su ansiedad se incorporó, extendió los brazos á su hija, luego á la cuna de su nieta, quiso hablar y solo lanzó dos gemidos inarticulados.

Después se desplomó en el lecho dando un profundo suspiro.

Era el último.

Elena rompió en sollozos. Dolores no derramó una lágrima: pero al enviar la aurora su. primera luz, aun permanecía con los ojos secos, fijos con una desoladora expresión, en el cadáver de su madre, mártir silenciosa é ignorada, pero heroica.

CAPITULO III. La protectora.

Elena salió temprano dejandoallí á un*, vecina caritativa , pues por nada del mundo hubiera dejado sola á Dolores al lado del cadáver.

La expresión de los ojos de la joven le aterraba. La idea del suicidio estaba escrita en su mirada.

El pintor y sus hijos sintieron profundamente la muerte déla señora de Herrea: de aquella mujer modesta, modelo de todas las virtudes cristianas, y que tan desgraciada habia sido.

Modesta fué la que más se afligió: la habia acariciado mil veces de niña, cuando era amiga de Dolores.

La llegada de Luciano moderó algún tanto su dolor.

— ¡Dios mió! exclamó el joven: ¿qué va á ser ahora de esa pobre criatura?

— Voy á traerla aquí con nosotras, dijo Elena: toda consideración se olvida ante una desgracia semejante: sí, Antonio: añadió mirando á su marido con aire suplicante: aunque no se ha casado aun Modesta, hay que olvidar el qué dirán y traernos á esa desgraciada y á su hija.

— No me opongo, dijo el pintor: ve á buscarla cuando quieras.

— No hagan Vds. nada hasta que yo vuelva, que será pronto, dijo Luciano levantándose: voy á casa de mi prima la Marquesa de Villaflorida: es muy buena, muy rica y acude siempre á esa clase de desgracias.

— ¡Ah! ¡esa protección seria más provechosa que la nuestra para la pobre Dolores! exclamó la señora de Benavides: si, Sr. Ponce, vaya usted: la Marquesa es casada y no tiene jóvenes en su casa: en último extremo, aquí está la nuestra abierta para esa desdichada niña.

Luciano salió: media hora después volvió, y dijo á la familia del pintor:

— Esta noche irá Berta á buscar á Dolores con su coche: ahora vamos nosotros, señora, á consolarla y á cuidar de los tristes pormenores del entierro.

— Vamos, dijo Elena.

— Mamá, observó Modesta llorando de nuevo: yo quisiera ir también á ver á Dolores.

— Imposible, respondió su padre con autoridad: la verás otro dia.

Luciano y la madre de su prometida llegaron á casa de Dolores; esta y la cuna de su hija fueron trasladadas á la habitación de la pobre vecina: pero apenas se vio allí, la joven, que se habia dejado conducir como una sonámbula, se escapó de las manos que la sujetaban y volvió corriendo y desolada al lado del cadáver.

— Hija mia, le dijo Elena dulcemente: vente conmigo: ¿qué consigues con estar aquí? ven y descansa, que yo cuidaré de todo aquello en que tu no puedes pensar.

— No! respondió Dolores: aquí estaré hasta que se lleven lo que me resta de mi madre! demasiado pronto me quedaré sin ella.

Volvió á sentarse, dicho esto, junto al lecho donde reposaba el cadáver, sin echar de ver que faltaba la cuna de su hija....

Las ocho de la noche serian, cuando un coche se detuvo á la puerta de la pobre casa: una figura elegante y esbelta de mujer puso el pió en el estribo y saltó al suelo.

Vestía de negro y cubría su cabeza un velo negro también. Subió con paso rápido hasta la bohardilla de Dolores, y, empujando la puerta entreabierta, penetró en la triste habitación.

Elena no habia querido abandonar á la pobre huérfana, que permanecía, en su misma desolada postura, sentada al lado del lecho mortuorio.

El cadáver se hallaba, desde por la mañana, depositado en la iglesia parroquial: pero Dolores no podia separarse del sitio que habia ocupado, como si para ella tuviese un imán irresistible. La buena Elena le habia llevado á la niña dos veces en el trascurso de aquellas amargas horas, pues la pobre criatura lloraba de hambre: pero la desgraciada joven, al darle' el alimento de su seno, no habia podido hacerlo de otro modo que volviendo la cabeza, para no ver á aquella inocente criatura, á la que acusaba de la pérdida de sus padres.

La situación de la madre de Modesta era tan violenta, que, al ver entrar á la dama, exclamó sin poder contener su alegría: — ¡Ah! gracias á Dios! La recien llegada la saludó con la cabeza, y luego se aproximó á Dolores, á cuyo lado tomó asiento.

Entonces levantó su velo, y dejó ver un semblante noble y hermoso.

Apenas llegaría á los veintitrés años: su tez blanca y pálida, con esa distinción que tanto difiere del color de la enfermedad, estaba alumbrada por dos hermosos ojos del color de la mar cuando está en calma, coronados de cejas negras y de pestañas largas y sedosas: su cabello oscuro no llegaba á ser negro: formaba su boca un arco caprichoso de coral rosado, y su nariz arrancaba delicada y noblemente de una frente ancha sin ser grande, y elevada sin desproporción.

Su estatura, que pasaba algo de los límites regulares, era esbelta, gallarda y de exquisitas proporciones: sus manos perfectas: su talle de una elegancia flexible y suelta á la par.

— Mi querida Dolores, dijo con una dulce voz y tomando la mano de su amiga: ¿no me conoces? mírame bien y verás como yo existo en el mundo de tus recuerdos.

Volvióse lentamente la joven: fijó en la Marquesa sus ojos hundidos por el dolor: pasó las manos por la frente, como si quisiera separar las nieblas de los tristes pensamientos que la asediaban, y luego dijo con voz débil:

—Berta!

— Sí, Berta, repitió la Marquesa: Berta, que viene á tí en el dia del infortunio: cuando llegué á Madrid, hace algunos meses, mi nuevo matrimonio y tus desgracias me impidieron verte: pero ahora vengo á buscarte para llevarte conmigo.

— Contigo! repitió Dolores: ¡ah! si supieras!...

— Todo lo sé, y todo puedo desafiarlo: ¿por ventura, no estoy casada? Dolores, nada temas ya por mí, ni por tí tampoco: una falta es á veces una desgracia, pero nunca un crimen: vendrás á mi casa donde verás á mi hermana: ¿no es verdad? Acuérdate cuando de niñas jugábamos juntas: yo no lo he olvidado, ni tampoco á esta señora, añadió volviéndose graciosamente hácia Elena, con la que creo que voy á emparentar en breve.

Dolores permaneció silenciosa é inmóvil: la Marquesa prosiguió:

— Deseo, mi pobre amiga, proporcionarte, si me es posible, la posición que la desgracia te ha arrebatado: aun hallaremos un hombre estimable que te ame y á quien tu puedas amar, que te dé su nombre: pero mira, para eso es preciso que demos á criar á esta niña lejos de tí: ¿consientes en ello?

Un rayo de alegría inmensa iluminó, como por encanto, la abatida fisonomía de la huérfana.

Al verlo, el corazón de Elena se oprimió dolor osamente: una mala madre era, para ella tan amante de sus hijos, una cosa monstruosa, casi incomprensible; al verla de cerca, se sentía poseída de horror.

— ¡Cómo! exclamó Dolores: ¿esta niña se criará lejos de mí?

— Sí, respondió la Marquesa, que equivocó el sentido de estas palabras: es preciso.

— Pero, Dios mió! ¿habrá de separarse de su hija? exclamó Elena.

— Repito, mi querida señora, que á mi parecer es forzoso; el mundo, la sociedad en que Dolores va a vivir, perdonan una falta; tal vez la olvidan: pero no soportan el alarde de ella.

— Sin embargo, señora, repuso la madre de Modesta: la buena, la cristiana, la ejemplar madre de Dolores jamás hubiera permitido que se separase de su hija: decia, que pues que se había cometido la falta, era preciso valor para sobrellevar sus consecuencias. ■

— ¿Hablo yo, por ventura, de abandonará esta criatura? preguntó con altivez ia Marquesa: no, señora: se cuidará con esmero de conservar y de fortalecer esa frágil existencia: una buena y robusta nodriza alcanzará mucho más que su madre.

— Vamos, dijo Dolores levantándose con una especie de fiereza; vamos, Berta: yo acepto tu protección tan franca, tan noble, tan completa: tu no tienes hijas solteras á las que mi amistad pudiera perjudicar: hay compasión que tiene el aspecto de limosna: hay caridad que tiene todos los rasgos de una noble protección.

— ¡Dolores! exclamó la madre de Modesta: ¿qué dices? ¿hablas así por mí? ¡ah pobre niña! ¡te desconozco! ¡creo que se abre delante de tus ojos una senda fatal!

— Señora! repuso con altivez Berta: estajoven va á mi casa, donde no verá más que ejem^ píos de virtud!

— ¿Y que importa? exclamó Elena con una vehemencia hija de la más profunda convicción: la desgracia, la desesperación, han secado su alma! no! no es la misma Dolores que yo he conocido, que yo he acariciado, que he mecido con mi hija, la que ahora me echa en cara duramente el que la separe de ella! su madre pensaba de otro modo, y decia que ese era mi deber! la frente de una joven se empaña con el más leve soplo , y he querido guardar la blanca pureza que resalta todavía en la de mi hija! ¿hay en eso crimen? Ninguna de Vds. dos lo puede decir; la una no es madre, la otra reniega de su hija, y no merece este sagrado nombre.

Un largo silencio siguió á estas palabras: Elena se levantó por fin; cubrió su cabeza con la modesta mantilla, que se habia quitado, y se dispuso á salir.

— Tiene Vd. razón, respondió Dolores con amargura; debe Vd. guardar mucho ásuhija para que no pierda su casamiento, arreglado por usted y por su padre con tan paciente lentitud: acaso viéndome á mí, acaso compadeciéndome, perdiera algo á los ojos de su novio, y la amistad es conveniente que deje lugar al egoísmo.

— ¡Ah, qué injusto cargo! exclamó Elena; ¿sabes que si esta señora está aquí es porque Luciano, el prometido de mi hija, ha ido á enterarle de tu soledad y de tu desgracia? Pero no te culpo, prosiguió la esposa del pintor; te compadezco, pobre niña: no sé qué voz secreta me dice que vas á ser muy infeliz... que pones el pié en tina senda de espinas... Dios vele per tí, y no te castigue por separar de tu lado á tu hija. Adiós y en cualquiera desgracia que te veas, acuérdate de mí y de mi familia, que tanto te ha querido y te compadece.

Elena salió.

— Vamos, dijo Berta, no bien hubo desaparecido: salgamos también nosotras, y olvida, Dolores, los tristes augurios de esa buena y sencilla mujer.

Dolores echó sobre su cabeza una vieja mantilla, y dió algunos pasos hacia la puerta, seguida da su protectora.

La buena vecina, que habia ayudado á Elena en sus cuidados para Dolores y su hija, apareció en la puerta de su bohardilla y, al verla salir exclamó:

— ¿Y la niña, señoras? la pobrecita está durmiendo en mi cama, pero yo no puedo hacerme cargo de ella: tengo tres hijos y...

— Tómela Vd. en brazos, y síganos, interrumpió Berta: no deseamos de modo alguno que usted se encargue de esa criatura, y, por el contrario, será Vd. muy bien recompensada de los cuidados que se ha tomado por ella.

— ¡Qué mala madre! se dijo la vecina saliendo con la pequeña Lágrimas en los brazos y mirando á Dolores con enojo: ni siquiera ha pensado en su hija al dejar su casa, quizá para no volver más.

Las dos mujeres salieron de la miserable habitación que habian ocupado Dolores y su madre, y la joven cerró con llave la puerta del cuarto guardándola después en su bolsillo.

— ¿Por qué no dejas todo lo que queda ahí dentro á esta buena mujer? preguntó Berta: ya no volverás nunca á la pobreza mientras viva yo, querida mia.

— Déjame que conserve estos últimos recuerdos de mis padres, Berta, respondió Dolores: pagaré esta pobre habitación y la conservaré para venir á ella alguna vez á llorar y á pensar en los que tanto me han querido.

La Marquesa no respondió, y las tres mujeres bajaron la escalera subiendo después á la berlina de aquella, que esperaba, y las condujo á su casa al trote de su magnífico tronco.

Dolores, al partir el coche, sacó su pálida cabeza por una de las ventanillas, y envió un largo y doloroso adiós á la paredes y al mísero portal de aquella casa, donde habia perdido á su santa y buena madre.

CAPITULO IV. Oro y seda.

Berta, al llegar á su casa, ordenó á la camarera, que se presentó, que tomase á la niña conducida por la buena vecina, y que la entregase á su ama de llaves.

— Al instante, añadió, saldrá uno de los criados á buscar una nodriza, pero con la precisa condición de que sea campesina y que habite en un pueblo cercano.

Inclinóse la joven, y desapareció para cumplir aquellas órdenes.

La Marquesa se volvió á la vecina y le puso en la mano dos monedas de oro.

— Esto es para Vd., le dijo, y para recompensarle todos los cuidados que ha tenido con mi amiga.

Estas palabras fueron acompañadas con un ademan de despedida casi regio, y dejaron atontada á la pobre mujer, que hubiera querido hablar y no pudo hacer otra cosa que andar hácia la puerta.

La Marquesa y su protegida entraron en un lindo saloncito, pues todo esto había tenido lugar en la antecámara.

— Dolores, dijo Berta: estarás aquí como en tu casa: serás una señorita huérfana que vive á mi lado: liarás la misma vida que yo, participarás de todas mis diversiones: en una palabra, ocuparás el lugar de la hermana que se ha casado poco hace... ya sabes con quién.

La Marquesa vaciló al pronunciar estas palabras.

— No te comprendo, Berta, repuso Dolores: no conozco á tu hermana, pues cuando yo te conocí habia quedado en Sevilla: tampoco sé quién es su marido.

— Conoces á los dos, dijo tristemente la Marquesa: á los dos los viste el dia que se casaron... y yo también te vi á tí... estabas, cuando salimos de la iglesia, en el portal de la casa que iban á habitar Gonzalo... y su mujer.

— ¡Cómo! es él...

— El marido de mi hermana: pero no temas nada: ahora viven en París; y si algún dia vuelve aquí, espero que tu corazón estará de nuevo bastante ocupado para mirarle con indiferencia.

Dolores hizo un violento esfuerzo para serenar su semblante y su voz, y respondió:

— Cree que sabré respetar la tranquilidad de tu hermana.

— No espero nada malo de tí, dijo la Marquesa abrazándola: sé cómo has sido educada, y sé que una desgracia no pervierte el alma, sino que muchas veces la eleva: pero conozco un poco á los hombres, y tú eres muy hermosa: dentro de algunos meses, cuando vuelvas á ser dichosa y á estar alegre, tu belleza será el encanto y el asombro de todos.

—Mi buena Berta, tú me lisonjeas para hacerme olvidar mis penas, dijo Dolores con una triste sonrisa y tomando una mano de su amiga: ¡gracias! pero sabe que ni deseo sentir amor ni tampoco inspirárselo á nadie.

— Eso ya vendrá luego: ahora déjame que te entere de mis asuntos domésticos y de familia: mi padre ha vuelto á Sevilla, donde vive pacíficamente en su casa: mi hermana se halla por ahora con casa puesta en París: yo vivo, pues, aquí sola con mi marido, quien, á pesar de algunas rarezas suyas, me hace feliz, por que posee las mas nobles cualidades: tú le conocerás y le apreciarás: ahora bien, mi querida Dolores, yo soy rica, y tú no debes pensar más que en ser dichosa á mi lado: puedo, desde luego, hasta ofrecerte una fortuna, aunque modesta, para que te ayude á hallar un esposo de regular posición social: no pienses en otra cosa que en estar linda y en ser feliz: sigúeme, que voy á instalarte en tu cuarto.

Berta, al decir estas palabras, tomó de la mano á Dolores, y abriendo una puerta oculta bajo un tapiz, se hallaron ambas en una espaciosa antecámara vestida de seda de Lyon verde con listas rosa.

Un largo y mullido diván la circuía: molduras doradas cortaban la pared en cuadros de grandes dimensiones, y hacían resaltar los delicados colores del tapiz: una preciosa alfombra de terciopelo de lana, con los mismos colores del tapiz, cubria el pavimento.

Dolores contempló asombrada aquella linda antecámara: la pasión al lujo, á la pereza, á la molicie, que tantas veces le había reprendido severamente su buena madre, renacia en ella ahora con una fuerza inusitada: su bello rostro, marchito, se reanimó con el colorido de la salud, sus ojos lanzaron rayos de alegría; la sangre coloreó sus labios, que se entreabieron con una hechicera sonrisa.

La Marquesa observó aquella mutación, y abrazó á Dolores riéndose con la franca y sincera alegría que le era natural.

— Si este efecto te produce la antesala, ¿qué será el resto? exclamó gozosamente; ven, ven, que quiero disfrutar cuanto antes de tu sorpresa.

Esto diciendo, la condujo á una estancia primorosa que se descubría á través de una puerta entreabierta.

Al entrar allí, Dolores no pudo reprimir un grito, quedando luego deslumbrada y muda.

Era una sala octógona, vestida alternativamente de sedería rosa, con listas de plata y lunas de Venecia.

Una pequeña chimenea, cincelada en mármol blanco ocupaba el testero que daba frente á la puerta, y ofrecia á la vista una obra maestra del arte: sobre ella estaba engastado uno de los espejos de la pared.

La sillería era de limonero, tallado, con la tapicería de seda rosa: algunos graciosos cuadros ovalados, encerrados en marcos muy sencillos, decoraban las paredes: en la chimenea ardía un alegre fuego; en la meseta, dos pequeños candelabros de plata sostenían ocho bugías de rosada cera, y de pié, junto á ella, esperaba una camarera, elegantemente ataviada, para ofrecer sus servicios á Dolores.

— Te dejo para que Florina te vista, dijo la Marquesa: ahora te pondrá ella en posesión de tu dormitorio y de tus gabinetes de tocador y de baño: así que te hayas vestido, vé al comedor donde te esperaré yo, para hacerte compañía, pues ya comí con el Marqués á la hora de costumbre.

Berta, dicho esto, salió dejando á su protegida sola con la doncella.

Era esta una muchacha que parecía contar veinte años, de fisonomía atrevida y linda: por desagradable que le pareciese el aspecto de su nueva señora, no lo manifestó, y la ofreció sus servicios con la más exquisita finura y las más delicadas atenciones.

Pasaron al tocador, donde ya estaban encendidos las bugías, y donde Dolores quedó extasiada de nuevo, y empezó á preparar todos los objetos que habían de emplearse para la inmediata y completa trasformacion de la joven.

De un pequeño ropero sacó un peinador blanco guarnecido de encage.

De un mueblecito de Boulé, que habia costado en Paris 500 francos, tomó peines de concha y de marfil, orquillas y largos alfileres de plata para recoger los cabellos.

Un diminuto estante de palo de rosa, cerrado con cristales y fijo en la pared, mostraba en sus aparadores variedad de primorosos frasquitos llenos de exquisitas pomadas, de los que Florina tomó uno.

En un lavabo de pórfido, se ostentaba orgullosamente un magnífico servicio de plata cincelada, y Florina llenó de agua cristalina la jofaina, perfumándola después por medio de una crecida cantidad de agua de lirio y rosa que tomó de otro frasco.

Cuando todo estuvo preparado, se dirigió á Dolores y le preguntó:

— ¿La señorita querrá tomar baño? — Sí, respondió Dolores sin cortarse, y con el mismo imperio que si toda la vida hubiera existido en medio de aquel lujo deslumbrador.

Florina tomó una bugía, abrió una puertecita y Dolores se halló en un gabinete, cuyo pavimento desaparecía casi por completo ocupado con una gran pila de mármol blanco.

En derredor habia una fila de macetas cargadas de flores preciosas y plantas aromáticas.

El agua del baño estaba igualmente perfumada.

Del techo pendia una linda lámpara de bronce cincelado, sostenida por una cadena.

Dolores sintió un placer indecible al sumergirse en aquella agua tibia y perfumada; todas las nieblas de su aflicción le parecia que quedaban allí, así como el malestar físico y el quebrantamiento que imprime al cuerpo un gran dolor moral.

Cuando salió al dormitorio, caldeado por calentadores invisibles, perfumado con un delicado aroma; cuando extendió sus miradas por aquel lindo aposento forrado de damasco azul; cuando las fijó en su lecho, cubierto de seda blanca y celeste y cerrado con cortinas bordadas; cuando á la luz de la lámpara de alabastro, que pendia del techo de su alcoba, contempló aquella estancia semejante á un nido de hadas, su pecho se dilató, y se dijo que hasta entonces no habia comprendido la vida ni la felicidad.

Sentóse delante de su tocador, y entregó sus hermosos cabellos á la habilidad de Florina.

Esta sacó un partido inmenso de aquella espléndida madeja: los rizos y las trenzas brotaron bajo su mano, y luego los enlazó con gracia suma con cintas de terciopelo y hebillas de azabache, adorno que el luto permite.

— Mírese Vd., señorita, le dijo después con orgullo, y dígame si la he peinado á su gusto.

— ¡Oh, sí! estoy muy bien! contestó Dolores con una sonrisa de aprobación.

En aquel momento, el débil gemido de una criatura muy pequeña llegó hasta los oidos de Dolores, penetrando á través de los tapices de la habitación.

La joven se extremeció, ménos de piedad que de sorpresa y de pavor.

Aquel débil acento venia á recordarle su vergüenza, en medio de la nueva vida que veia desplegarse tan brillantemente ante sus ojos.

La puerta del tocador, al abrirse, la distrajo de sus reflexiones.

— La Sra. Marquesa desea que salga usted un instante, con permiso de la señorita, dijo un ayuda de cámara vestido de negro, desde la sala, y dirigiéndose á la camarera.

Florina salió á una señal de asentimiento de Dolores: el ayuda de cámara la siguió, y la joven quedó sola.

Entonces sepultó entre ambas manos su rostro, abrasado de rubor, y quedó inmóvil durante algunos instantes.

— ¡Ah! se dijo: mientras esa criatura viva, yo soy despreciable y estoy manchada irremisiblemente. ¿Por qué Dios, que se lleva tantos niños adorados de sus padres, no me libra de este ser miserable que es mi oprobio?

— ¡Dolores! dijo una dulce voz á su espalda. La joven se volvió rápidamente, y se halló con la bella figura de Berta, quien en pió delante de ella, le presentaba á la pequeña Lágrimas, cuya muerte pedia á Dios en aquel instante como un favor.

— Querida mia, dijola Marquesa dulcemente: mira, esta pobrecita llora de hambre: solo tú puedes acallarla, porque hasta mañana no puede venir la nodriza: dale el pecho para ver si se duerme... no quería yo que por ahora volvieras á verla, pero es preciso.

La jó ven desvió los ojos, con profundo hastio, de aquella pobre niña pálida, delgada y enfermiza: pero la tomó y la aplicó á su pecho.

— Dolores, continuó la Marquesa, comprendo tu desvío por esta niña: pero lamento que la pobrecita no tenga madre y la excesiva dureza que le demuestras: se criará lejos de tí, hasta que sea crecida, pero jamás podré avenirme á dejarla desconocer su origen... es un crimen renegar de sus hijos, crimen que Dios castiga y del que pide á veces una terrible cuenta. Ahora, que ya está alimentada, despídete de Lágrimas y devuélvemela: al amanecer la entregaré yo misma á su nodriza.

Dolores devolvió á la niña sin besarla siquiera. Berta iba á reconvenirla sin duda, pero pareció arrepentirse porque de sus labios no salió ningún sonido, y una expresión de piedad reemplazó al enojo que, durante algunos instantes, liabian retratado sus hermosas facciones: tomó á la pequeña Lágrimas en sus brazos, y salió de la estancia con paso ligero y estrechándola cariñosamente contra su pecho.

Un instante después, volvió á entrar Florina, que habia estado ocupada por su ama para que no viese la escena precedente.

Dió la última mano al tocado de Dolores, y luego le puso un precioso traje de luto, de seda, cubierto con una túnica de Chantilly y adornado graciosamente de lazos de cinta de raso.

— La comida y la Sra. Marquesa esperan en el comedor á la señorita, dijo Florina: su hermanita duerme.

Al oir la palabra hermanita, Dolores miró sorprendida á la camarera, que continuó:

— Al instante se quedó dormida en los brazos del ama de llaves, que, como ha tenido tantos niños, sabe cuidarlos muy bien: mañana muy temprano vendrá la nodriza, que es de un pueblo vecino.

Dolores comprendió que la servidumbre de la casa creia que su hija era su hermana, y su hermoso rostro se iluminó de nuevo con un rayo de alegría.

Florina tomó una bugía en una palmatoria de plata y la precedió hasta el comedor.

Era este elegantísimo: las paredes estaban cubiertas de finísimo cuero de Córdoba: los muebles eran de encina tallada: cubría el pavimento una gruesa alfombra de Oriente, y á través de los armarios colosales , brillaba la vagilla de plata, la porcelana de Sevres y el cristal tallado del servicio diario.

La Marquesa, sentada en un sillón, esperaba á su protegida: salió á recibirla, la hizo sentar á la mesa y la sirvió ella misma con aquella gracia encantadora que era propia y como natural en ella.

— Esta noche, le dijo, la pasaré contigo, y haré compañía á tu luto algunas otras: tú debes guardar el más riguroso retiro durante tres meses á lo ménos: mi querida Dolores, ningún uso de la alta sociedad prohibe llorar á una madre, y la tuya merecía este homenaje de tu parte: después, el mundo te llamará y te tenderá sus brazos: pero, ¡Dios mió! prosiguió Berta, al ver que dos torrentes de lágrimas caian por las mejillas de Dolores: ¡voy á hablarte de tu madre cuando vas á comer! ¡esta mala costumbre de decir siempre lo que pienso! ¡ah! ¡qué imprudente soy! ¡perdóname querida Dolores!

— ¿Acaso olvido yo jamás á mis padres? repuso tristemente la joven: no, Berta: ellos viven siempre en mi corazón.

Dolores apenas pudo ya probar ningún alimento: la misma Berta se sentó á la mesa y tomó de algún plato para animarla: pero todos sus esfuerzos fueron vanos.

— Vamos á mi cuarto y alli nos servirán el café, dijo la Marquesa levantándose de la mesa: he querido tomarle contigo, y tal vez, antes de que acabemos, vendrá mi marido que ha salido á un negocio urgente.

Las dos amigas pasaron, en efecto, al gabinete de la Marquesa; era precioso y estaba vestido de tela de seda blanca bordada de grandes ramos de rosas: la suntuosidad y el buen gusto sobresalían en los menores detalles: grandes mesas de mármol sostenian magníficos espejos de gusto antiguo, y marcos esculpidos con flores y frutas: respirábase allí ese perfume, penetrante y suave al mismo tiempo, propio de las damas y de las casas de alta clase: aquel perfume se exhalaba de los muebles y hasta de la misma persona de la Marquesa. En el centro de la estancia, y ya servido sobre un velador de laca, humeaba el café, color de rubí, en tazas de plata cincelada, que ostentaba las armas de la Marquesa de Villaflorida.

Berta habia cambiado el traje negro, con que habia ido á buscar á Dolores, por otro de seda de color gris perla, magníficamente decorado de encages blancos: algunas sartas de perlas, de un tamaño extraordinario, se enlazaban entre sus cabellos, peinados en trenzas con un gusto sencillo y exquisito: perlas de mayor tamaño adornaban sus orejas, su cuello y sus brazos: por debajo de su traje se veia su piececito calzado de raso blanco. Berta estaba, en una palabra, vestida, según su costumbre, con la más rica esplendidez y la más distinguida elegancia.

— ¡Dios mió! qué elegante y qué hermosa estas! esclamó Dolores al verla bien alumbrada por la profusión de bugías que ardian en el gabinete, ¿esperas mucha gente?

— No, respondió sencillamente la Marquesa: estaremos solas: me visto siempre bien, por mí misma y por mi marido: no he comprendido nunca que las mujeres se vistan para los estraños, y -nunca para sí mismas.

— Sin embargo, la costumbre...

— Es una mala é innoble costumbre: ¿no es una misma lo que más se debe apreciar? ¿no se cometen muchas faltas por el egoísmo? ¿pues por qué el egoísmo no ha de inspirar algo bueno? El vestir bien, el vivir con decoro, es laudable cuando se hace por consejo del buen gusto y de la propia dignidad: pero es un alarde de vanidad ridicula, el gastar solo para que los demás lo vean y lo envidien, añadió Berta: siéntate, querida mia, y tomemos el café, que se está enfriando: ya te iré explicando poco á poco mis teorías, y veras de qué modo me he formado mi felicidad.

— ¡ Ay! tienes elementos para ser muy dichosa ? y he aquí todo! exclamó Dolores con una amargura que no se escapó á la perspicacia de la Marquesa. Berta, tú no has conocido nunca la desgracia.

— Te equivocas, respondió la Marquesa: fui en mi primer matrimonio muy desgraciada, y no era, por cierto, la culpa de mi marido, que me adoraba, ni mia que le amaba también: lo era de mil pequeñeces de la vida, mil nadas del hogar doméstico, mil ligeras nubes pasajeras, al parecer, pero que se multiplicaban hasta empañar el cielo azul de nuestro amor: el arte de vivir me lo ha enseñado mi segundo esposo, y á él debo la felicidad de que disfruto: tú le verás y le estimarás en lo mucho que vale, mi querida Dolores.

Las palabras de la Marquesa fueron seguidas de un leve ruido: la cortina de seda se habia levantado para dar paso al Marqués.

CAPITULO V. Pronósticos.

Contaba el esposo de Berta diez años más que esta, es decir, que estaba cerca de cumplir los treinta y cuatro.

Era de elevada estatura, y pocas carnes: su color moreno y animado hacia resaltar la belleza de sus facciones, algo pronunciadas, y sus grandes ojos negros cargados de dulzura y de melancolía.

Habia en su fisonomía esa expresión que se puede llamar mansedumbre del mando: y que significa que el hábito de mandar y de ser obedecido habia quitado á sus facciones, si es que alguna vez la habia tenido, la costumbre de expresar la ira ó la amargura.

Lo primero que se le concedía eran las cualidades de hombre fuerte y decidido, hermoso pasaporte que tanto facilita al sexo varonil el viaje de la vida: á la segunda mirada, se le aclamaba como hombre de una distinción suprema y de una urbanidad exquisita.

Berta sabia, mejor que nadie, cuánta verdad decia el exterior de su marido: todas las nobles cualidades, que prometía, existian en su alma, como existen las perlas dentro de una conclia de nácar.

Si el Marqués hubiera nacido en una esfera más baja, hubiera tenido defectos: habia en él una excesiva propensión á la molicie y al fausto, y un profundo desprecio hácia toda persona indigna, que no sabia ni queria ocultar, y que le granjeaba muchos enemigos; pero estos enemigos, aunque le arañaban, no lograban herirle.

Ha dicho una mujer, que escribe, que en tanto que una persona sube, le tiran los envidiosos de los piés; pero que si logra subir á la cima, le envian incienso desde abajo: el Marqués habia nacido en la cima, y nadie le habia tirado nunca hácia el suelo para hacerle caer.

Amaba con idolatría á su mujer, pero sin ceguedad: conocia sus defectos, y quizá, á causa de ellos, la amaba más: hubiera dado los mejores años de su vida por encontrarla soltera: pero la halló viuda, y se dijo:

— Aceptaré su viudez como la nube del azul de mi cielo, y le haré olvidar los pesares que ha sufrido en su primer enlace.

En la época en que los presento á mis lectores, apenas hacia un año que se habian enlazado: dos hijos malogrados, habian causado á Berta una melancolía mortal, y su marido, para distraerla, discurría mayores refinamientos en las opulencias de su vida.

— Ya está aquí Dolores , querido Adriano, dijo la Marquesa señalando á su amiga: ven y siéntate á nuestro lado.

La joven se volvió, y el Marqués, á la vista de su hermosura, hizo un violento movimiento de sorpresa.

— ¿No es cierto que es muy bella? dijo Berta: creo que la hallarás superior á todas mis alabanzas, que acusabas, sin embargo, de exajeradas.

— Veo ahora que no lo eran, repuso el Marqués, que se habia repuesto al instante de su pasada emoción, y que has sido muy parca en ellas: esta señorita es muy bella.

Dolores levantó sus grandes ojos negros para mirar al que así le hablaba: y aquella mirada deslumhró de nuevo al Marqués, quien, á pesar de ser hombre de mundo, hubo de inclinar la suya.

— Toma café con nosotras, Adriano, dijo la Marquesa, cuya nobleza, en la que habia también mucha candidez, no pudo adivinar los tumultuosos sentimientos que se desarrollaban á su vista: toma mi taza, y yo pediré otra ; para mí.

Diciendo estas palabras, se levantó para agitar la campanilla.

Cuando Berta volvió á su asiento, los ojos de Adriano y de Dolores se hallaban vagando sobre diferentes objetos de la habitación, y la Marquesa, alegre con la presencia de su marido y de su amiga, fué la que tomó la palabra para animar á entrambos.

— Dolores, le dijo, esta noche te acostarás pronto, y yo recibiré solo á algunos íntimos amigos nuestros que vienen cerca de las diez: ya verás, cuando los conozcas, cuánto te agradan: el uno es un señor de alguna edad, alegre, y que dice á todos lo que piensa, aunque su franqueza desagrade: otro es un diplomático, que solo sabe hacer cortesías y hablar de notas: el tercero es un coronel, que me ha referido más de cien veces las batallas en que se ha encontrado y en que se ha distinguido.

— No es tu relación la más á propósito para que tu amiga forme buen concepto de las personas de nuestra intimidad, dijo el Marqués sonriéndose.

— ¿Por qué no? repuso Berta: entre estos defectos que sobresalen, ella les encontrará mil bellas cualidades ocultas como la rosa entre las espinas: ¿quién está exento de defectos? debe aceptarse la amistad tal como es y no exigirle la perfección suprema, pues si de ese modo pensasen todos, nadie nos querría por amigos, por lo mismo que también estamos llenos de defectos: el más viejo, que es el americano excesivamente franco, te ha de gustar, Dolores: no he visto persona más espléndida, más generosa, ni de trato más delicado en medio de su ruda franqueza: extremos difíciles de conciliar, pero que, sin embargo, él concilia con su gran talento: basta, en fin, para su completo elogio, que te diga que podia ser colosalmente rico y solo posee una fortuna mediana por su afán de socorrer las necesidades, y hasta los despilfarro^ de sus amigos.

Pero, añadió la Marquesa, veo que estás fatigada, mi pobre Dolores, y que, á pesar de la influencia del café, tus ojos se cierran, lo que no es extraño después de tantas malas noches: retírate á descansar y mañana será la velada más larga.

Dolores, contenta con el permiso, porque en efecto tenia mucho sueño, se levantó y saludó al Marqués bastante torpemente: era la niña que jamás habia pisado los umbrales del gran mundo; la hija de la honrada clase media, que habia recibido una educación muy casera y muy humilde.

De esto mismo se resentían todos sus modales, llenos de encogimiento: sentada, no sabia qué hacer de sus manos: su andar era torpe y sin gracia, porque la embarazaba mucho su suntuoso vestido: y podia llamársela, sin ofenderla, una joven muy bella, pero muy vulgar.

El Marqués, que se habia puesto en pió para despedirla, libre ya de la fascinación que sobre él ejercían los ojos do fuego de Dolores, no le concedió una mirada al salir, y así que dio sus primeros pasos para alejarse, se volvió de espaldas, tomó un libro que habia sobre un velador y se puso á hojearle distraídamente.

Berta volvió al instante al lado de su marido — ¿Qué te parece mi protegida? le preguntó con alegre apresuramiento.

— ¿Me pides mi parecer acerca de su parte física ó de lo que he podido vislumbrar de la moral é intelectual? respondió el Marqués.

— De una y otras, dijo Berta; pero supongo que, excepto de su belleza, poco podrás haber juzgado de lo demás en tan pocos minutos.

— Sin embargo, respondió el Marqués, puedo hablarte un poco de todo.

— Veamos.

— Tu amiga me parece muy bonita, hoy que está débil y enferma: dentro de dos meses á lo más, será una mujer muy bella, y tan interesante, que merecerá sin duda el dictado de irresistible.

— Bien! gritó la Marquesa batiendo las palmas: en el primer caso, vas más allá de lo que yo creia: veamos en el segundo.

— Te hablaré ahora, no ya de su persona, sino de sus maneras: estas son hoy torpísimas, sin gracia ni encanto alguno: pero estudiará las tuyas y las copiará: por lo que será en breve una mujer muy distinguida y elegante.

— En este punto pensamos del mismo modo, dijo Berta: solo necesita ver para aprender, por que está dotada de mucho talento: la pobre niña ha recibido de sus padres una educación del todo casera, y además nunca ha visto gente más que de esa clase, que no tiene maneras ni elegancia.

— -Sí: tiene mucho talento, repitió el Marqués: y si tú le dieras maestros de música, pintura é idiomas, llegaría en un año á ser un prodigio; pero, créeme querida Berta; cásala cuanto antes, y que la eduque su marido.

— Por qué dices eso?

— El alma de esa joven ha perdido toda su pureza, todo el perfume de pudor que se albergaba en ella, y que algún dia debió reflejar so_ bre su semblante: es una mujer muy peligrosa.

— ¿Para tí? preguntó la Marquesa con una ironía en la que habia alguna amargura.

— Yo no la temo, respondió el Marqués: pero ¿quieres que, según mi costumbre, te diga la verdad?

—Sí.

— Pues bien: si yo fuese un poco vulnerable , ya habría sucumbido. — ¿Tan bella te parece?

— Más que su belleza, me hubieran subyugado sus miradas: tú no puedes comprender la expresión que habia en sus ojos al dirigirse á mí... á mí, el marido de su amiga y bienhechora: á ti jamás te mirará de ese modo, y aun conmigo lo hacia sin la menor intención de seducirme... creo que involuntariamente mirará asi á todos los hombres.

— Tú la juzgas mal! repuso Berta con enfado: el amor propio os hace ver á los hombros cosas que solo existen en vuestra imaginación... ¿Tiene acaso la culpa la pobre Dolores de que sus ojos sean negros y grandes?

— No, como no la tiene tampoco de hallarse dotada de una fatal naturaleza: ella no querrá ser peligrosa, pero lo es; ¿qué más da para tí, para mí, y para todos los demás? Y luego, querida mia ¿te parece cosa natural que, á los dos dias de perder á su madre, tenga aliento ni aun para ver la luz? ¿crees que son indicios de un buen corazón el separarse voluntariamente de su hija, y ese profundo odio que le manifiesta? Berta, tú eres buena y juzgas á los demás por tu nobleza misma: pero yo, que soy ménos bueno que tú, creo que ¡esa mujer, viéndose deshonrada, y siendo causa por su misma vergüenza de la muerte de sus honrados padres, solo una cosa, debia y podia hacer; morirse de dolor.

— ¡Oh, Dios mió! qué severo eres! exclamó la Marquesa con alguna indignación: lo mismo que todos los hombres! cuanto más larga es la historia de sus aventuras, ménos perdonan á las mujeres sus extravíos!

— No quiero negarte eso: el egoísmo del hombre exige tanta más pureza cuantas más víctimas han hecho sus pasiones: y no hablo por mi, que he sido poco aficionado á aventuras: hablo en general: tú quieres hacer de esa niña perdida una mujer honrada... y creo que no podrás conseguirlo.

— ¿Por qué no? todo depende de que le encuentre un buen marido.

— ¿Tanto poder nos concedes? preguntó Adriano tomando la mano de su mujer.

— Un poder inmenso! siempre es la mujer lo que su esposo quiere que sea.

— Pues oye lo que voy á decirte para que no abrigues esperanzas vanas, mi querida Berta.

— ¿Vas á destruirme mis ilusiones?

— Vale más que te las destruya, que no que las abrigues para verlas defraudadas más tarde: Dolores se habrá de casar con un hombre que valga poco: es decir, con un hombre que se deje alucinar solo por su belleza.

— ¿Por qué?

— En primer lugar, porque es preciso decirle que tiene una hija.

— ¡Eso jamás! exclamó Berta: rebajarla así á los ojos de su marido!

El Marqués miró á su esposa retratándose en su semblante la más profunda admiración.

— ¿Qué es ; pues, lo que piensas hacer? le preguntó.

— Cuidar yo de esa niña, educarla como si fuese mia!

— ¿Y engañar á un hombre de bien? á eso te diré yo igualmente: ¡jamás! ¿no ves que si algún dia la mano soberana de Dios descubriese ese secreto , nunca os lo perdonaría ni á ella ni á tí el burlado esposo? No, no, Berta! que cargue esa mujer con el peso de su deshonor, y no le aceptes como tuyo, porque jamás lo consentiré.

El Marqués calló, dejando á su esposa tiempo para reflexionar.

— ¡Dios mió! eres muy severo! repitió la Marquesa: ¿qué marido le hallaremos entonces?

— Ya te he dicho que uno que valga poco: mas para ella bastará: te encargo que la hagas ir á alguna vez á ver á su hija y que no seas tú sola la que cargues con todos los cuidados de esa culpable maternidad.

— ¡Qué poca caridad! murmuró la Marquesa: aun puedo exclamar otra vez: ¡estos son los hombres!

— Y yo te repetiré que tienes razón: Berta, con la falta cometida por tu amiga, con su fatal carácter, duro y apasionado, vengativo y entusiasta, lleno, en fin, de terribles contrastes, y con las ardientes pasiones que duermen en el fondo de su alma, y que solo esperan la ocasión de desarrollarse, no habrá hombre que no la juzgue como yo, á no ser algún tonto á quien alucine: tu, acaso, podrías ser el ángel de su redención: la mujer, y una mujer como tú, podría transformarla por la piedad, podría trocar en mansedumbre el fiero carácter que descubrió al abofetear en la calle á su seductor: pero créeme: ella no querrá ser buena, sino seguir por la pendiente qee le señalan las pasiones tumultosas, que la harán su esclava; nada hay en ella ya de puro, de suave, de dulce: todo eso desapareció bajo el soplo de la seducción y de la venganza que ruge en el fondo de su alma, sin que ella misma se aperciba de ello.

CAPITULO VI. Los contratos de boda.

Cerca de un año después de esta conversación, se hallaba reunida una numerosa tertulia en el salón de la Marquesa.

Una guirnalda de elegantes mujeres se estendia en derredor de la estancia , y cada una cambiaba con sus amigos palabras amables y dulces sonrisas.

Al extremo del salón y recostada en un canapé de seda, se hallaba Dolores, elegantemente vestida y rodeada de una nube de jóvenes apuestos que la llenaban de requiebros y de lisonjas.

El traje de la joven era de una coquetería deslumbradora.

Hallándose próximo el término de su luto, llevaba vestido blanco con bordados negros.

Su traje, de tafetán blanco, dejaba ver una garganta hechicera, nevada y hecha á torno: un cinturon de raso negro, ajustaba su talle esbelto y elegante, y una larga cadena de azabache rodeaba su cuello.

Dolores se había desfigurado mucho, pero todo en ventaja suya.

Había crecido en aquel año lo bastante para que su estatura, que podía antes llamarse pequeña, pasara algún tanto los límites de la regular.

La candida redondez de sus formas y de sus facciones, habíase convertido en una esbeltez graciosa y delicada; su rostro había adquirido un óvalo prolongado: sus mejillas no tenían ya el florido encarnado que perdieron con su fatal maternidad: eran ahora blancas como el nácar, pálidas sin perder su frescura, y hacían resaltar la expresión de sus rasgados ojos, llenos de fuego y de viveza.

Nada más intachable y puro que aquel seductor y movible semblante, que expresaba en un momento los más opuestos y contradictorios sentimientos.

Su frente decia en su corte noble y gracioso cuán grande era el talento profundo y meditabundo de Dolores: levantábanse sus cabellos en gruesas trenzas: y su actitud, llena de la más refinada coquetería, hacia lucir con ventaja todas las perfecciones de su talle y del estrecho pié, que asomaba como una tercera parte por debajo del borde de su traje.

Ya no era aquella Dolores de aire encogido y casi tosco que hemos conocido en el capítulo anterior: ya no era una niña tímida y ruborosa; era una jó ven encantadora y elegante: nadie, como ella, habia llegado á poseer el arte de jugar con esas mil bagatelas, cuyo manejo es la desesperación de las mujeres de poco trato: su mano, cubierta de un fino guante color de perla, se mostraba al descuido y sin que ella pareciese saberlo, enredando sus dedos la rica leontina de su reloj: tenia apoyados sus menudos pies en un almohadón moruno con una actitud llena de gracia, y se reclinaba mullidamente en el respaldo del canapé, volviendo la cabeza para escuchar á los que le hablaban.

En suma, Dolores había copiado, — según el Marqués presumía, — todas las maneras de Berta, perfeccionándolas aún con su admirable talento.

Hacia el centro del salón se hallaba sentada la misma Berta, la que también demostraba en su persona una trasformacion no ménos notable, pero mucho más triste que la de su protegida.

Su admirable hermosura parecía haberse marchitado bajo el soplo de una pena secreta: sus ojos estaban hundidos y rodeados de anchos círculos oscuros: sus mejillas estaban pálidas: .su sonrisa era violenta y dolorosa: solo su traje conservaba su espléndida elegancia y su exquisito buen gusto.

Vestía de seda verde, con aderezo de esmeraldas y brillantes: pero aquel espléndido atavio no alcanzaba á ocultar su mortal tristeza, á los ojos perspicaces de algunas mujeres.

— Yo no sé lo que tiene la Marquesa, decia una joven hermosa y elegante al diplomático que casi siempre hablaba de notas, y que se habia manifestado apasionado admirador de Berta: ¿no vé Vd., amigo, cómo se marchita?

— Sí, respondió el diplomático: algo desmejorada está: pero siempre me parece encantadora.

— A mí me gusta más esa joven que ahora tiene á su lado.

— A mí no, respondió el diplomático: la belleza provocativa de esa joven solo sirve para hacer resaltar la noble hermosura de la Marquesa .

La dama se mordió los lábios: siguiendo la táctica de muchas otras, habia querido ensalzar á una mujer, solo para deprimir á otra.

— Me parece que este matrimonio empieza á torcerse, decían entre tanto dos amigos en el hueco de una ventana: la Marquesa está muy triste, y el Marqués se ha dedicado ahora á la política y á la caza, cosas en que nunca habia pensado hasta hoy.

— Me parece que el diablo ha entrado aquí bajo la forma de Dolores Herrera: lo que es el Marqués no sabe ocultar la impresión que le causa... Véale Vd. en este instante.

— ¿Dónde está?

— Recostado en aquella puerta. Y los dos amigos se volvieron para mirar al Marqués, quien, en efecto, contemplaba á Dolores como estático.

— ¡Oh! ¡qué mirada! dijo uno de los dos amigos: ¡si reparase en ella la Marquesa, no le gustaría mucho!

— Creo que el haber reparado en otras semejantes es la causa de que se vaya poniendo flaca y triste... pero también habrá visto esa, porque va hácia su marido.

En efecto, Berta habia observado la distracción de su marido, y una dolorosa sonrisa entreabrió sus labios: se levantó; cruzó el salón con lento paso, y se acercó al Marqués.

— ¿Adriano? le dijo con dulzura. El Marqués se extremeció, y se volvió rápidamente.

— Ahí dentro, en las mesas de juego, no hay animación alguna, prosiguió la Marquesa: bueno seria que dieses una vuelta, pues hace falta que dos personas se sienten las primeras y se determinen á empezar.

— Tienes razón, y voy allá, repuso el Marqués: ¡ah! aquí viene uno que empezará de buena gana conmigo.

Adriano dijo estas palabras señalando á un nuevo personaje que acababa de entrar.

Era un hombre alto, muy moreno, con cabellos negros y rizados, y que parecía frisar en los cuarenta años.

Sus ojos, negros también, tenían una mirada dura, pero en ellos aparecía casi de continuo una expresión de dulzura melosa y pérfida.

Hijo de un rico colono americano, habia dilapidado todo el caudal que heredara de su padre, ya prodigando su dinero por vanidad, aparentando socorrer necesidades, que solo eran originadas por el desorden, ya entregándose él á todos los caprichos del lujo y de la disipación.

Llamábase Florestan de Benavente: era elegante en sus maneras, expléndido en sus gustos, amable en demasía en su trato, magnífico en su traje, con esa rica sencillez, que constituye el verdadero buen gusto: pero bajo aquel exterior brillante, se ocultaban una alma dura y helada, un egoísmo á toda prueba, y un desencanto de la vida que tocaba en lo más alto del ateísmo.

Tal era el hombre que había sabido conquistar, con su atractivo exterior, la simpatía y estimación de la Marquesa. Berta, cuyo noble instinto solo veia el lado bueno de todas las cosas, no había podido penetrar con su mirada de ángel aquella dura corteza y sondear los abismos de aquella alma que se replegaba á su vista con el más exquisito cuidado.

Otro motivo tenia para estimará Florestan: éste se habia manifestado apasionado de Dolores desde el instante en que la vió: pero de un modo tal, que no dejaba la menor duda acerca de la verdad de su amor.

Este era cierto: aquel hombre, que solo habia visto en la mujer un lindo juguete que habia arrojado cuando llegaba á serle molesto, se enamoró de la señorita de Herrera con esa pasión de los sentidos, que es de escasa duración, pero que se presenta con una fuerza inusitada.

Vio su hermosura, y nada más. Se informó, con prolijo y exquisito cuidado, de sus antecedentes, y poco tardó en saberlos todos.

Aquella hermanita de pocos meses que se criaba en un pueblo, dio que sospechar á su experiencia: se informó de la edad de los padres de Dolores cuando murieron, y sacó en consecuencia la verdad.

Mas el convencimiento de lo cierto solo la Marquesa podia dárselo, y á adquirirlo se dirigieron todos sus esfuerzos.

Pintóle la pasión que sentia por Dolores, y aseguró que, aunque estuviese manchada de un modo indeleble, no dejaría de amarla.

Berta abrió los lábios para decirle que la mancha existia; pero volvió á cerrarlos sin pronunciar una palabra. Quería más pruebas de aquel amor. Ella podia acaso confesar la desgracia de Dolores á su futuro esposo: pero no á un simple apasionado de sus gracias.

Benavente leyó como en un libro en el corazón de la Marquesa, y se dijo que era suya la victoria.

Declaróse amante de Dolores; y á los pocos dias de rodearla de los más delicados obsequios, pidió su mano á la Marquesa, que le dijo necesil a ha algunos dias para meditarlo y consultar con Dolores.

Al cabo del plazo prefijado, le fué hecha por Berta, con voz trémula y conmovida, lo que él llamaba la gran revelación.

Contestó él que amaba más á Dolores desgraciada que feliz, y que miraria como á su hija á la pequeña Lágrimas.

Decidióse, pues, la boda de Dolores y en la noche de que hablamos debian firmarse los contratos.

Berta y Dolores tenian en la mano preciosos ramilletes, regalo de Benavente.

La Marquesa esperaba con una ánsia secreta que llegase el diadelmatrimoniodesuamiga. La oculta pena que la devoraba y marchitaba su juventud y su hermosura, traia su origen de la pasión hácia Dolores que habia visto desarrollarse y crecer en el corazón de su marido. ¡De su marido, que habia sido el primero en amar á aquella joven de malos instintos!

El era el detractor de Dolores: él era el que cada dia le mostraba una aversión más profunda: y sin embargo, él era quien no podia separar de ella los ojos y quien habia perdido el sueño y el apetito. Huia de su presencia cuanto le era posible; y hacia algunos dias que, bajo diferentes pretestos, comia siempre fuera para no verla ni aun en la mesa.

Estas son las pasiones verdaderamente temibles: son las únicas que resisten k los argumentos de la razón, porque la razón es la primera en condenarlas, y, á pesar de todo, se adhieren al corazón como el áspid á un rico y dorado fruto para devorarlo.

Berta, con su admirable instinto de mujer, conoció el peligro, y lloró la imposibilidad de remediarlo: ¿qué podia hacer? Su mismo esjDOso conocia tal vez que existia: porque ¿acaso no huia de Dolores? ¿no evitaba todas las ocasiones de verla? Y siendo así, ¿no era más desgraciado que culpable?

Su elevado talento le aconsejó guardar silencio y acelerar la unión de Dolores con el brillante americano.

La joven, por su parte, no adivinaba nada de lo que pasaba en torno suyo: su pasión por el lujo y los placeres, pasión que tantas veces le habia reprendido su buena madre, cuando, niña aun de ocho años, mostraba tal propensión á la pereza, se habia desarrollado de un modo increible.

Dolores soñaba con una existencia brillante y rodeada de todos los refinamientos de la opulencia, y, sin amar al americano, creia amarle, cuando solo estaba alucinada por sus deslumbradoras ofertas.

Volvamos al salón en la noche en que da principio este capítulo.

Benavente se dirigió á saludar á la Marquesa y después fué al sofá donde se hallaba Dolores, rodeada de tina turba de jóvenes elegantes, quienes, como ya be dicho, la colmaban de lisonjas y galanterías, que ella encontraba bastante insulsas.

— Cedamos el paso á este dichoso mortal, dijo uno de ellos retirándose algunos pasos del canapé.

Los demás le imitaron, y Benavente, agradeciéndoles la atención con una sonrisa, tomó asiento al lado de Dolores, que le miraba con una sonrisa de ángel. Cuando ya le tuvo á su lado, paseó ella una mirada sobre toda aquella turba que se retiraba, y luego la volvió llena de satisfacción hácia su futuro esposo. Le parecia el más distinguido y el más elegante de todos.

En efecto: Benavente estaba verdaderamente seductor.

Su traje, completamente negro, se adaptaba á las prescripciones de la más rigorosa moda, y hacia resaltar la blancura de su camisa de batista y de su rica corbata blanca: tres pequeñas perlas lucian en su pechera, y su calzado y sus guantes eran la desespercion de los elegantes, que no podían adivinar, porque él no lo decia nunca, el comerciante que le surtia de estos admirables efectos.

La placa de una encomienda, tachonada de brillantes, se veia en su costado izquierdo.

Su fisonomía era el más bello complemento de este conjunto deslumbrador: apenas representaba los treinta y ocho años, que hacia ya dos ó tres que habia cumplido: su tez tenia el moreno limpio y dorado del ámbar, y hacia parecer más hermosos sus grandes ojos negros, tristes y sombríos, y á veces irresistiblemente apasionados: su abundante cabello negro se rizaba naturalmente sobre su frente y sienes: bajo su bigote negro y fino, — por el exquisito cuidado que en él empleaba, — se veian brillar sus dientes de nácar y el carmín subido de sus lábios.

Algunos de sus detractores decían que se pintaba, que gastaba corsé, y que el negro de su cabello era debido á una tintura exquisita, con la que ocultaba sus muchas canas.

Pero estas aseveraciones no habían llegado á los oídos de Dolores, y, aunque así hubiera sido, lo hubiera atribuido á calumnias ó al poder de la envidia.

— Vengo, amada mia, dijo el americano mirando tiernamente á Dolores, de dar la última mano á tu gabinete de tocador.

— ¿Tan pronto preparas eso? preguntó Dolores sonriéndose.

— ¿Pronto? dentro de veinte días me pertenecerás, y este espacio, que para mí significa una eternidad, quiero hacerle más breve ocupándome de tí, y de todo lo que te concierne: los trajes, que te dedico, han llegado ya también de París: son preciosos y realzarán tu belleza de un modo maravilloso: hay uno de tisú color de marfil bordado de perlas, que te hará asemejar á la reina Blanca!

Dolores se sonrió, y en sus bellas y expresivas facciones brilló un rayo de alegría.

Hubo un rato de silencio, al cabo del cual prosiguió el americano con singular aplomo:

— Además de los cajones que contienen los vestidos, hoy han llegado de París otros muchos objetos preciosos: entre ellos, una primorosa, cuna de bronce y marfil.

Dolores se hizo atrás con un movimiento convulsivo, y su semblante se cubrió de palidez.

— No te debo esta confianza, prosiguió tristemente Florestan, y lo siento: pero ello es que sé tu desgracia y que quiero ayudarte á soportarla.

Dolores bajó la cabeza y nada contestó: estaba abrumada de vergüenza y en aquel instante odiaba á la Marquesa, por haber vendido su secreto.

— Mucho se perdona á la que ha amado mucho, continuó con voz melosa Florestan, y yo te perdono á tí.

— ¡Yo no amaba á aquel hombre! observó tímidamente Dolores: solo año y medio hace que le conocí y ya le he olvidado.

El rubor que coloreó las mejillas de Dolores y el rayo que lanzaron sus ojos, desmentían estas palabras. Decían claro que se acordaba de su seductor para odiarle: pero que no le había olvidado.

Así lo comprendió Benavente, y su mirada expresó también un violento rencor.

— ¡El día en que encuentre á ese hombre, dijo, le mataré!

— ¡Oh! ¡le matarás! exclamó Dolores asiendo entre sus manos, que temblaban de emoción, las de su prometido, sin pensar en que muchas miradas podían fijarse en ella: ¿le matarás, vengarás mi afrenta, y la muerte de mis padres? ¡Si eso te debiera, toda mi vida seria tu esclava!

— Le mataré, repitió fríamente Benavente: es para mí un tormento inexplicable el saber que te recibo manchada, cuando creo que la luz ofende aun la aparente pureza que Berta te ha conservado á los ojos del mundo: tomo como mía la injuria que ese hombre te ha inferido, y donde quiera que le halle le escupiré al rostro y le mataré.

Otra pausa siguió á estas palabras: el americano fué el que de nuevo rompió el silencio.

— Pero, prosiguió, el que yo aborrezca á ese hombre no es una razón para que tu hija viva en el abandono; la amo porque es tuya: la Marquesa, al hablarme de tu desgracia sin duda por los sugestiones de su marido, me ha significado su deseo de hacerse cargo de la niña; pero yo no debo consentirlo, y no lo consentiré; la adoptaré por mia y vivirá á nuestro lado.

— ¿Cómo se explicará su existencia á las personas extrañas? preguntó Dolores, que temblaba.

■ — Con la verdad: respondió Benavente.

— ¡Cómo! ¿diciendo que es mi hija?

— Sí; solo así me absolverá la sociedad si mato á su padre; esto es muy fácil, pues aunque á la muerte de tu madre se dijo que esa criatura era tu hermana, las sospechas hubieran tardado muy poco en surgir; ahora nada importa que nazcan y se conviertan en certidumbre.

— ¡Ver á todas horas a esa criatura que tanto aborrezco! exclamó Dolores: ¡no, no! eso jamás! á ese precio, Florestan, jamás seré tu esposa.

Extremecióse el americano al escuchar estas palabras: la posesión de Dolores era lo que más le interesaba en el mundo entonces, y¡ por conseguirla hubiera cedido á todo.

— No hablemos más de eso por ahora, dijo: yo, que te amo tanto, no puedo hacerte sufrir: se hará tu voluntad, porque solo quiero tu dicha.

Luego continuó hablándole de amor y embriagándola con algunas promesas de aquellas á las que él sabia dar tan singular encanto y dulzura, pero que no eran, sin embargo, otra cosa que el empalagoso sabor de las frutas de su país.

Dolores y Florestan eran dos actores que hacían una comedia, y que se engañaban mutuamente: no obstante, Dolores era una actriz muy inferior á su futuro; toda la ventaja, desuparte, estaba en que principiaba por engañarse á sí misma.

Florestan, por el contrario, era el que alucinaba á Dolores en tanto que él veia muy claramente la verdad.

Sabia, ó presumía al menos, que su pasión por Dolores debia tener muy corta duración: comprendía que algún dia podía rebelarse ante el yugo que su carácter violento le impondría, y deseaba sujetarla por medio de su hija á una gratitud que le hiciese olvidar todos sus extravíos, y todos los excesos de que no pensaba enmendarse en lo sucesivo.

La Marquesa fué invitando á los concurrentes para pasar al salón donde iban á firmarse los contratos. Ella misma dió el ejemplo, tomando el brazo de Florestan.

El Marqués dió el suyo á Dolores, la miró, quiso hablar, y la voz espiró en su garganta.

La Marquesa vio todo esto, é hizo retroceder hacia el corazón las lágrimas que se agolpaban á sus ojos.

Después de firmar los contratos, en los que el Sr. Benavente ponia una cantidad muy respetable, y Dolores diez mil duros, que era el dote que le regalaba la Marquesa, pasaron los convidados al buffet, expléndidamente servido, terminando la noche con un baile, que se llamó de confianza, pero que estuvo muy brillante.

CAPITULO VII Al año de matrimonio.

Vamos á París, lector amigo, á encontrar á la señora de Benavente, que así se llama Dolores Herrera desde hace un año, que ha pasado desde mi capítulo anterior.

El París de 1852 no era, por cierto, el París de hoy: por mí sé decir que el de hoy me encanta, y lo afirmo después de haber vivido en él bastante tiempo.

A los que por aquella época estuvieron, he oido decir que les encantaba igualmente. París ha encantado siempre: esta populosa villa es la hada del placer y de la locura.

La alegría, la pasión, la vida, están allí en el ambiente, y se suben al cerebro como una deliciosa embriaguez.

La civilización es un néctar para ciertas organizaciones privilegiadas, pero un veneno mortal para quien no tiene muy segura la cabeza, la razón muy recta y muy severa, y el corazón muy puro. Con estas armas se puede vivir en cualquiera parte, y no hay que temer á los miasmas de París.

Pero, en aquella época, vivían allí algunas personas amigas nuestras que no tenian ninguno de estos preservativos, y que habian cedido al influjo de aquella atmósfera cargada de perfumes emponzoñados.

Antes de ir en busca de Dolores, á la que tal vez no podremos hallar hasta el capítulo siguiente, vamos, lector amigo, á un lindo y pequeño palacio situado en la calle de Rívoli, y cuyo exterior, del tiempo del renacimiento, le daba el aspecto más precioso que se puede imaginar. Como á las tres de una bella tarde de Marzo, un bonito cabriolé se detuvo á la puerta de aquel encantador edificio, y un elegante joven bajó de él casi sin tocar al estribo.

El portero sacó la cabeza por el ventanillo de su bien acondicionado retrete, cerrado con cristales como el despacho de una botica, y saludó con rendimiento al que subia.

Acto continuó anunció con la campana, y de un modo particular, la llegada del caballero.

Antes de que este llegase á la mitad de la escalera, se oyeron pasos precipitados y se abrió con estrépito la puerta de la habitación.

Aquel joven era el amo de la casa, y nosotros le conocemos, pues se llamaba el Conde de Elven.

Cruzó la antecámara con paso rápido, y dijo al criado que le habia abierto la puerta:

— Juan, que desenganchen: volveré á salir, pero á pié.

El criado se inclinó, é iba á marcharse: pero su amo le detuvo con una seña.

— ¿Ha salido la Sra. Condesa? le preguntó.

— No, Sr. Conde, respondió el criado: se halla en el salón.

Sin hablar más palabras, el Conde siguió adelante, cruzó dos ó tres antecámaras más, amuebladas con esplendidez, y en las que habia algunos criados, y se halló en el salón, cuya cortina de terciopelo levantó con respeto uno de los lacayos.

Hallóse entonces en frente de su mujer á cuyo lado, y sentado con una familiaridad poco respetuosa, habia un hombre que vestía el uniforme de Coronel.

Rita Ponce, Condesa de Elven, llegaba á los diez y nueve años de su edad, y en su figura delicada habia un aire tan infantil y afeminado, que aun no se le concedia tan escasa suma de dias sobre la tierra.

Reclinada indolentemente en un ancho y cómodo sillón, jugaba con un frasquito de cristal de roca con tapón de oro, que pendia de un brazalete colocado en su muñeca derecha: sus piés enanos se cruzaban sobre un almohadón de Argel, bordado en sedas.

Su cabeza, que parecia abrumada por el peso de sus hermosos cabellos negros, estaba mimosamente inclinada hacia el hombro derecho.

Vestia de seda azul, lo que decia maravillosamente con su tez de nieve, muy blanca por sí misma y realzada además por un delicado blanquete.

Pintados igualmente estaban los extremos de sus rasgados ojos negros, y sus finos labios: más que á una mujer, se parecia Rita á una de esas delicadas figuras que nos representan los grabados de modas.

— ¡ Ah! eres tú, querido? dijo al ver á su marido, con voz dulce, quebrada y llena de afectación.

El Coronel se levantó para saludar al Conde: pero este pasó por delante de él, y le dijo fríamente:

— Buenos dias, caballero. Luego, acercándose á su esposa, prosiguió:

— Querida Hita, ponte el sombrero y vamos.

— ¿A dónde? preguntó lánguidamente Rita, y sin levantarse de su sillón.

— Al bosque: ya sabes que esta mañana quedamos en eso.

— Sí, pero estoy tan atacada de los nervios! respondió la Condesa, dirigiendo al Coronel una mirada de inteligencia: mi querido amigo, dispénsame... me hallo indispuesta, y no puedo salir.

— El aire libre te hará bien.

— Podrá ser! pero no tengo ánimo para ir á buscarlo... haré abrir los balcones; vete solo al bosque.

Estas réplicas, hechas en tono dulce y mimoso, tenían, sin embargo, un acento tal de negativa, que el Coronel presintió alguna escena desagradable, y se levantó para marcharse.

Era un hombronde seispiés, de formas atléticas, y largos bigotes rubios.

Saludó, y se dirigió á la puerta, sin que el Conde le mirase siquiera.

En cambio, la delicada Rita siguió al Goliat con una mirada llena de interés.

Así que salió el Coronel, la cólera de Gonzalo estalló como una explosión.

Sus facciones, siempre bellas y correctas, se vistieron de púrpura: sus ojos despidieron llamas: acercóse á su esposa con aire amenazador y le dijo con ira:

— ¡Ya he dicho á Vd., señora, que no quiero que reciba á ese hombre.

— ¿Y por qué? preguntó Rita dulcemente. — ¡Porque no me gusta!

— ¡Esa es una razón para que no le recibas tú, pero no para que me prives á mí de recibirle!

— Pues le prohibo á Vd. que vuelva á verle.

— Siento mucho la prohibición, porque no podré obedecerla.

— ¿Es decir que seguirá ese hombre entrando en mi casa contra mi voluntad?

— ¿Qué remedio? ese es el mundo, amigo mió: á mí tampoco me agradan muchas cosas: ¿pero hemos de echar las gentes á la calle?

— Cuando molestan, sí: y eso es justamente lo que haré con el Coronel y con ese americano.

— ¿También te es antipático el Sr. de Benavente?

— En sumo grado: señora, las coqueterías de usted están repartidas entre esos dos hombres, á ninguno de los cuales puedo sufrir: no quiero que vuelvan aquí, y no volverán.

— ¡Otro tanto podría decir Benavente de usted, caballero! observó Bita, que se irguió con soberbia después de tan largo debate: también podia detestar á Vd. como antiguo adorador de su mujer.

— Hace ya mucho tiempo que lo fui, y él sabe que en el dia no trato de verla: esa es una excusa muy pueril, señora, y aseguro á Vd. que no me hace olvidar mi resentimiento por la ligereza de su conducta.

— Amigo mió, dijo Bita volviendo á su desdeñosa dulzura: me duele la cabeza y estoy fatigada de tanta disputa: te suplico que me dejes tranquila.

— ¿Te obstinas en no salir?

— Sí por cierto. El Conde tomó su sombrero, y se marchó sin decir una sola palabra más, dirigiéndose á los jardines de las Tullerías, donde se encontró con algunos amigos y tuvo que ocultar con una sonrisa la mortal inquietud de su espíritu.

Por fin, aquel fingido sosiego llegó á ser verdadero, y se fué á comer al club, donde ahogó sus pesares con algunas copas de vino del Rhin.

Poco después de haberse marchado él, la cortina del salón volvió á levantarse, y el lacayo de la antecámara anunció: — Mr. Florestan de Benavente.

El americano no habia perdido nada de su agradable aspecto: sus ojos estaban negros y brillantes: sus cabellos se conservaban negros también y lustrosos: su talle era de una elegancia perfecta: solo Dolores hubiera podido decir cuánta decrepitud física y moral se ocultaba bajo aquel perfumado exterior.

Dolores le aborrecía ya. Rita le habia dado uno de tantos afectos de pocos dias como llenaban su vida frivola y sin objeto.

En cuanto á él, amaba con la primera pasión verdadera, que habia abrigado, á aquella joven delicada como un junco, perezosa como una criolla ó inconstante como una mariposa.

Viéndola tan débil, que hubiera podido aplastarla con un dedo, hacia tres meses que venia siendo la víctima de todos sus caprichos.

Sus mimos, su coquetería inofensiva, el cuidado que ponia en su persona, su carácter de niña consentida, le volvían loco á él, antiguo veterano en las lides amorosas, azote de todas las mujeres de gran mérito, y que jamás habia creido en el poder del amor.

El americano S3 sentó al lado de la joven Condesa, tomó su mano y la besó, reteniéndola entre las suyas.

— ¡Qué ojeras tiene Vd., Rita! dijo luego mirándola atentamente: ¿está Vd. enferma?

— Lo que estoy es cansada, respondió ella llevando á la frente la mano que tenia libre: acabo de tener una reyerta con mi marido.

— Y yo, dijo Florestan, otra con mi mujer: ¡oh, qué insoportable yugo! á no ser por mi hija...

— ¡Ah, sí! Vd. tiene una hija! exclamó Rita: ¡cuánto me gustan los niños! quisiera verla.

Y aquella imaginación infantil produjo en el acto pensamientos dulces, porque todo el semblante de la Condesa se iluminó con los rayos de una cándida y verdadera alegría.

— Selaenviaréá Vd. mañana, dijo Florestan.

— Pero ¿querrá su madre?

— No querrá: pero querré yo. Aquella contestación y el tono con que fué dada, anunciaban una terrible reyerta doméstica, en la que la víctima debia ser la pobre esposa; pero Rita no hizo alto en esto, y preguntó:

— ¿Cómo se llama su hija de Vd.?

—María de la Luz, respondió Benavente: en América hay muchas de este nombre: me agradaba, y se lo puse: le está muy bien, pues aunque solo cuenta tres meses, es hermosa como un rayo de luz.

— Y la otra... ¿sigue con mi hermana? preguntó Rita poniéndose colorada, s — ¿Quién, la hija de Dolores? sigue con la romántica Marquesa, porque ningún otro apoyo tiene en el mundo.

— ¡Pobre criatura! murmuró Rita, yo no tengo hijos, y, si su padre no se opusiera, me la traería.

—¡Usted!

— Sí! más compasiva que sus propios padres, yo me haría cargo de su suerte.

— Vd., Rita, es un ángel! exclamó con entusiasmo Benavente: cosa extraña es, en efecto, que Vd. y yo hayamos deseado protejer á esa pobre criatura y que ni su padre ni su madre hayan pensado en sacarla de su destiero: á decir verdad, esta prueba de duro corazón de mi mujer empezó á desilusionarme respecto á ella: yo quise amparar á su hija, y ella no lo consintió.

— Otro tanto me sucedió á mí respecto al Conde, dijo Rita: cuando Berta me escribió el abandono de esa niña, traté de que la trajese, y él se negó á ello.

— No, me respondió: te amo demasiado para imponerte el tormento continuo de su vista: jamás la desatenderé, pero que viva lejos de nosotros.

Esta conducta me pareció fríamente odiosa, y me dije: — pues que esto hace con su hija, ¿qué puedo yo esperar pasado su primer entusiasmo? Cerremos el corazón al amor, para no sufrir, porque las penas alteran el rostro y vuelven malo el carácter.

Rita dijo todo esto jugando con su pomito, que de cuando en cuando llevaba negligentemente á su fina nariz para aspirar la delicada esencia que contenia. Luego continuó:

— He visto á su esposa de Vd. hace pocos dias, querido Florestan, y me ha parecido bellísima: su hermosura es tan perfecta, tan interesante, que debe hallar muy pocas rivales aun en París.

— No le niego yo su hermosura, respondió el americano, y tanto ménos puedo hacerlo, cuanto que con ella me cautivó hasta llevarme al altar. Pero hay en ella algo que me espanta y me hiela al mismo tiempo: además, su natural impetuoso y dominante se aviene mal con el mió, que lo es también... Rita, solo de los contrastes vive el amor, y la debilidad es para mí el mayor de los actractivos. Dolores es hoy una de las mujeres más distinguidas que yo conozco: me he complacido en cultivar sus naturales disposiciones para la música, para la pintura, para los idiomas: de todo ha tenido maestros, y su educación es perfecta: sin embargo, yo no la amo, y á ser más dado á preocupaciones, á tener otro carácter, el lazo que nos une estaría ya convertido en un nudo que me estaría ahogando, y que trataría de desatar: por fortuna, no es así, y veo con satisfacción que Dolores empieza á vivir á su gusto: come sola, sale sola y recibe á quien quiere: esta libertad es la única que puede conservar la paz entre nosotros.

Flor están, al llegar aquí, miró á la Condesa, cuya superficialidad natural, cansada de escuchar tanto rato, habia buscado una postura cómoda: reclinada en su sillón, de modo que estaba en él como acostada, habia apoyado la frente en la mano y parecía abrumada de fastidio.

Benavente, á pesar de la dureza de su carácter, no sintió ningún acceso de cólera á la vista de aquel despreciativo silencio: solo una tristeza profunda se pintó en sus facciones, y se acercó tímidamente á aquella linda muñeca que le dominaba tan por completo.

— Rita, le preguntó con ternura: ¿está Vd. enferma? ¿la molesto acaso?

— Tengo jaqueca, respondió la joven.

— ¿Quiere Vd. que me retire?

— Sí... deseo estar sola y descansar.

— Adiós pues, Condesa, dijo tristemente Florestan; volveré á la noche.

La joven le contestó solo con un lánguido movimiento de cabeza. Florestan salió, volviendo dos ó veces la cabeza para mirarla, como si la desdeñosa criatura tuviera para él atracción irresistible.

FIN DEL TOMO PRIMERO.
TOMO II.
CAPITULO VIII. Desencanto.

El capricho que Florestan de Benavente habia concebido por Dolores, pasó muy pronto. La posesión le apagó, y, como sucede casi siempre, ya no vió en su mujer más que los defectos que tenia, que eran algunos.

El embarazo y el alumbramiento ajaron algún tanto la belleza de Dolores, y esto disgustó profundamente á su marido. Por su parte, ella fué desencantada de un modo más pronto y más terrible, porque jamás habia estado enamorada de Florestan.

Su penetrante talento descubrió, á los ocho dias de casada, toda la sequedad de corazón, toda la vanidad, todo el helado egoismo de aquel hombre gastado y endurecido en los desórdenes. Despojado de sus cosméticos y de sus afeites, Benavente apareció viejo y repugnante á los ojos de aquella esposa de diez y ocho años, bella y delicada. Le vió con los cabellos y los bigotes canos, despojado de su postiza dentadura y de su corsé, y le causó horror y casi miedo.

Así engañada, Dolores se refugió en la dulce esperanza de ser madre; ella, que tanto odiaba á su primera hija: ella, que á costa de la mitad de su vida hubiera deseado olvidar á la hija de su pecado, empezó á desear con ansia la llegada al mundo de la hija de su matrimonio.

¡Oh, encanto supremo de la virtud! ¡tú dejas al corazón la pureza de los afectos, y rodeas de luz los mismos que el mal cubre de negras sombras! ¡los goces ilícitos solo son un recuerdo de tus puros y legítimos encantos! ¡todo aquello que la religión cubre con su velo, es bello, bueno y consolador!

Luz nació hermosa como el amor. Por la primera vez, después de largo tiempo, Dolores no se opuso al deseo de su marido en cuanto al nombre de esta niña, pues ella era verdaderamente el rayo de luz que llegaba á alumbrar la fatigosa y sombría existencia de su madre.

No bastaba, sin embargo, el amor materno para llenar á aquella alma apasionada y ardiente, lastimada ya con muchas decepciones: la niña no podia acompañar la perpetua soledad de Dolores, porque su esposo se habia entregado por completo al juego, que absorbía los restos de su caudal, y á la disipación, en medio de la cual habia vivido toda su vida.

Dolores le reconvino un día que le habia estado esperando durante mucho rato para salir con él, y se quejó de su falta de atención»

Benavente le respondió con una risa burlona, exasperando á la joven, que le llamo grosero é insolente.

El americano, frió en la apariencia, pero con el semblante cubierto de palidez, se acercó á su mujer, y asió el brazo de ésta entre sus dedos, que apretó como si fuesen tenazas de hierro.

— Querida mia, le dijo con la espantosa risa que tanto decia, y que Dolores habia analizado con tanto terror: guárdate siempre de oponerte á mis acciones: ningún derecho tienes á pedirme consideraciones, además de haberte hecho el favor de casarme contigo: solo me debes gratitud, y, al menos, exijo de tí prudencia.

Dolores sufrió aquella brutal presión y el ultraje que encerraban las palabras de su marido, sin articular una palabra, sin exhalar una queja; pero desde aquel dia le profesó un odio mortal.

Desatada ya su máscara, no era Benavente hombre que retrocediese por nada: acortó á su mujer la pensión que le daba para sus alfileres, y dos meses después se la retiró del todo. Dolores, por su parte, y dando por excusa el porvenir de su hija, hizo asegurar los diez mil duros de su dote, y privó á su marido de aquel recurso, en el que fundaba algunas esperanzas de salvación.

Desde entonces, la guerra se declaró entre los dos esposos de una manera sorda, pero terrible.

Una circunstancia inesperada vino á poner algún dique á los desórdenes de Benavente: vio á la Condesa de Elven en la Opera, y se enamoró de ella con locura: con esa última locura de los hombres que han hecho muchas, y que tan desastrosa es en la edad madura.

Desde aquel dia, se ocupó solo de ir á los sitios donde ella iba, y consiguió hacerse amigo de uno de los amigos de la casa, que le presentó á Rita.

Como ventaja, tenia ya el título de amigo de la Marquesa de Villaflorida, y le fué muy fácil poder visitar con frecuencia la casa de los Condes de Elven.

Poco á poco aquella pasión fué tomando proporciones colosales. Benavente odiaba á Gonzalo; pero no como autor de la seducción y del abandono de la pobre Dolores, sino como esposo de Bita.

Mientras tanto, el alma de Dolores se iba ennegreciendo cada dia más y más. Hervia en ella el deseo de vengarse del hombre que la habia perdido, con la misma fuerza que el dia en que le vió salir de la iglesia casado con otra mujer: por no verle, habia huido siempre del trato de Eita; pero aquel odio se acrecentaba cada vez que recibia un ultraje de su marido al echarle en cara su desgracia y la existencia oculta de la hija de su falta.

El desprecio, el horror que le inspiraba su marido, eran al mismo tiempo de una naturaleza tal/ que en vano habia procurado vencerlos: nada suavizaba, por lo mismo, la amargura que invadia el ánimo de Dolores.

Esta existencia vacía no podia prolongarse durante largo tiempo, y mucho menos cuando los obsequios y las declaraciones rodeaban á la joven por todas partes; su belleza verdaderamente admirable, llamaba la atención siempre que salia, de esa multitud elegante que pulula en París, y en los altos círculos se la empezaba á encarecer, preguntándose unos á otros si conocían á la hermosa española.

Algunos de los más atrevidos lograron penetrar en su casa; y Dolores, aburrida de su soledad, empezó á aceptar sus galanteos, figurándose llenar así el vacío inmenso de su corazón.

De esta suerte se hallaban las cosas cuando tenían lugar las escenas del capítulo precedente, desde el cual proseguiremos el hilo de esta narración.

Florestan, despedido por la Condesa, se encaminó á su casa con la cabeza pesada y abrumado de ese cansancio moral que sucede á las grandes y repetidas agitaciones del espíritu.

Amar del modo que él amaba á su edad y á una mujer como Rita, era arrastrar una existencia envenenada á cada instante.

Habitaba con su mujer una bella casa en la rué Vivienne; pero era necesario que pensase ya

LO

en abandonarla, pues le era imposible satisfacer los cuantiosos alquileres que exigía. La ruina le iba envolviendo con sus negras alas; mas él, absorto en su amor, no se cuidaba de evitarla.

Llegó á su casa y pidió la comida para dentro de media hora.

— ¿Dónde está la señora? preguntó al criado que se habia presentado para recibir sus órdenes.

— La señora no come encasa, respondió aquél; salió á las dos, y no ha vuelto, dejando dicho que comería con Mme. de Reneville.

— ¿Ha preguntado alguno por mí?

— No, señor.

— Es preciso que yo haga entrar de nuevo á mi mujer en la vida ordinaria, se dijo Benavente, así que quedó solo: aunque poco aficionado á los goces del hogar doméstico, me canso de hallar el mió sin calor: esta soledad es insoportable... oh! si Rita me amase!... pero no! no me ama, ni me amará jamás.

La campanilla de la escalera sonó en aquel momento, y poco después el ayuda de cámara anunció:

—¡El Sr. Coronel! La persona que hemos hallado en casa de la Condesa de Elvenfué la que entró: al verla, el rostro deFlorestan expresó una violenta contrariedad.

— Querido, dijo el recien llegado: hoy estoy de un humor perverso: el Conde nie ha hecho un desaire delante de su mujer, y al segundo le envío mi tarjerta: así, pues, vengo á comer, á pasar el tiempo contigo sabiendo que tu mujer nunca está en casa.

— ¿Por qué te obstinas en ir á casa del Conde? preguntó Florestan dirigiendo al Coronel una mirada profunda.

— ¿Qué se yo? se me figura que solo por dar al Conde en la cabeza: su mujer me gustaba mucho, pero ella ha sido la primera que se cansó de mis visitas: á la verdad, eso me duele poco, porque en nosotros tales cuestiones son siempre de amor propio, y ella creo que se cansa lo mis* mo de todos y que no quiere á nadie: pero ese marido ha dado ahora en la ridicula manía de estar celoso cuando no lo habia estado jamás: si le ves, díle que imite tu ejemplo.

— ¿Cómo mi ejemplo?

— Tu mujer sale, entra y hace lo que le parece sin que le pidas cuenta: ahora se habla de ella como de una notabilidad, y tú estas tan tranquilo y contento con eso como debe estarlo un hombre de mundo.

— ¿Y qué he de hacer? No veo ningún mal en que mi mujer guste.

— Ni yo tampoco... pero vamos, vamos querido, veo que no me quieres entender y que será mejor que pasemos al comedor, porque yo me estoy muriendo de hambre.

CAPITULO IX. La familia Warner.

Dolores corría la pendiente que conduce á la deshonra y á la ruina: no podia ser otra cosa estando unida á un hombre como su marido, y teniendo tal predisposición para dejarse llevar de todos los arrebatos de su imaginación.

Sin embargo, su corazón no estaba ocupado más que con el amor de su hija, y esto la salvó durante algún tiempo. Tal vez en el gran libro del destino no estaba escrita todavía la hora de su perdición.

Una noche de insomnio, en que daba vueltas en su suntuoso lecho agitada por siniestros pensamientos, se acordó de los bellos días en que sentada, niña aún, al lado de su madre en aquel pequeño comedor bañado de sol, se sometía á las reprensiones y á los castigos, que se la imponían, de mala gana, y dejando escapar de sus ojos lágrimas coléricas.

Aquel lindo cuartito: aquel brasero lleno de rojas ascuas, y cuyo azófar estaba tan brillante como el oro; aquel gato que dormitaba sentado á su dulce calor; aquel rayo de alegre sol que, penetrando por los limpios cristales del balcón, bañaba la tarima de pino pulimentado y el gato; aquella criada gruesa y alegre; y, coronando todo esto, las nobles y venerables figuras de sus padres, arrancaron lágrimas á sus ojos, y la trasportaron á los bellos y serenos dias de su infancia, á aquellos hermosos dias de sol, y de tan puras y consoladoras memorias.

Postróse de rodillas detrás de las cortinas de su lecho y rezó, porque algunos pensamientos conducen á la oración, como si fuesen blancas alas que llevan el alma al cielo.

Como le sucedia muchas veces, la memoria de sus padres la condujo á detestar al que habia sido su verdugo: asila desdichada no podia abrigar un pensamiento sano y consolador, sin que le trajese en pos otros muchos amargos y desconsoladores.

Pero refugiándose á la luz para huir de las sombras, volvió á pensar en su madre, y en el inmenso bien que hacia á los pobres aun en medio de su modesta fortuna.

— ¿Por qué no he de ser yo caritativa también? se preguntó la joven; esto, al menos me daria algunas horas de felicidad que llenasen el vacio de mi amarga existencia... y ahora recuerdo que hace dos ó tres dias, al pasar por la antesala, oí á mis doncellas hablar de una familia desgraciada é indigente de la vecindad... yo la socorreré... sí: la caridad y el amor de mi hija, deben bastar para llenar mi vida.

Estos propósitos trajeron el sueño á Dolores, que ya desconfiaba de cerrar sus ojos al reposo en toda la noche.

Al amanecer, se levantó más alegre y animada de lo que habia estado en mucho tiempo: aquella alma enérgica no podia querer nada sino con extremada vehemencia.

Su doncella, asustada con el sonido de su campanilla, sacudida á una hora tan extraña, acudió despavorida.

— No te asustes, le dijo su señora: estoy buena: pero no puedo dormir, y te he llamado para que me informes de quién es una familia muy pobre que dicen vive en la casa inmediata.

— En efecto, señora, contestó la camarera disimulando el enojo que le causaba el que la hubieran hecho levantar tan temprano para tan poca cosa: es una familia muy pobre y muy honrada, compuesta de una viuda con dos hijos: su marido, pintor alemán que se ocupaba de asuntos religiosos, murió después de una larga enfermedad que dejó arruinada á su familia: la pobre mujer cose para un almacén de modas, y cuida de sus hijos: el mayor es varón y se llama Frantz: no cuenta más que diez años, y se aplica á la pintura de un modo prodigioso: un antiguo amigo de su padre le da lecciones por caridad: la niña tiene ocho años, y se llama Ida: también aprende á pintar: pero su pobre madre, aun joven y hermosa, se consume en un trabajo ímprobo para mantenerlos: ha debido ser una mujer muy bella, pero está marchita por los trabajos y por la miseria: su marido se llamaba Warner y era hombre de gran mérito; pero de poca suerte.

— Gracias, dijo Dolores: ya sé todo lo que deseaba saber: ahora déjame.

La camarera se retiró, y su señora alzó al cielo sus manos unidas.

— Gracias, Dios mió! exclamó: al ménos en este gran desierto, en el que solo hallo personas metalizadas ó corrompidas, podré hablar con alguna criatura noble que me recuerde á mi madre!

Fué á la cuna de su hija y contempló con delicia su tranquilo sueño: la pequeña Luz era admirablemente hermosa: abundantes y sedosos cabellos castaños, que prometian ser negros para más adelante, se rizaban alrededor de su blanca frente: sus cerrados párpados, anchos y trasparentes como el marfil, ocultaban dos ojos como dos estrellas, rasgados, negros y brillantes: su boquita diminuta, su nariz sonrosada, su frente llena de gracia y majestad, todo ofrecia para lo sucesivo una admirable hermosura.

— Hija mia! yo conquistaré para tí simpatías y benciones! murmuró Dolores: haré el bien en tu nombre, que será respetado y querido! sí! yo quiero salir de Qsta apatia mortal que me consume, quiero hacer bien y mis padres nos protejerán desde el cielo!

Dolores se levantó, se puso un vestido oscuro y envolvió su cabeza y su rostro con un velo negro: luego, sin decir nada á nadie, bajó la escalera y salió á la calle.

Al poner ella el pié en el umbral de la puerta para salir, retrocedió espantada.

Su marido iba á entrar al mismo tiempo después de una noche pasada en el desorden y en la orgía: venia del todo ebrio, y su aspecto no podia ser más horrible.

Su levita, desabrochada completamente, dejaba ver su rica camisa arrugada y rota: su corbata, desatada, flotaba, como la vela de un barco despezada por el viento: su sombrero, echado hacia atrás, dejaba escapar algunos mechones de cabellos descompuestos y enmarañados; tenia los ojos hinchados y rojos, la boca entreabierta y §stúpi da y traia los brazos colgando.

Dolores retrocedió llena de horror: su marido pasó, tambaleándose y sin reconocerla, por delante de ella.

Tal impresión hizo este encuentro en la j ciñen, que iba á volver á subir: pero el temor de ver otra vez á aquel hombre, la decidió á salir á la calle, para cumplir su piadoso objeto.

Entró en la casa inmediata, y preguntó en la portería por Madame Warner.

— Quinto piso, puerta número 2, dijo una voz cascada desde el fondo del chirivitil.

Dolores cruzó rápidamente el patio, y empezó á subir la escalera latiéndole el corazón de un modo inusitado.

Llegó al quinto piso, llamó á la puerta número 2, y se abrió enseguida por la mano de un hermoso niño.

— ¿Hádame Warner? preguntó Dolores con voz algo trémula

— Aquí es, señora,' respondió Frantz: pase usted por aquí.

Luego, levantándola voz, añadió:

— ¡Hamá, mamá ! aquí hay una señora que te busca.

Dolores siguió el camino que el niño le indicaba, y después de cruzar un pasadizo largo, precedida por Frantz, se halló á la puerta de una modesta salita.

Todo en ella respiraba una pobreza digna y honrada: advertíase allí un buen gusto inteligente luchando con la miseria, y una poesía natural que lo embellecía todo.

Las paredes, cubiertas con un ínfimo papel de fondo claro con ramos verdes, conservaban esa limpieza que comunmente falta en las habitaciones de los pobres: sobre una mesita de caoba, restos de pasado bienestar, se veia una ninfa tallada en mármol, ante la cual lucían dos jarros de cristal que sostenían dos ramos de flores de los campos: blancas colgaduras cerraban dos camas, una de ellas grande, y en la que .debían dormir Ida y su madre, y otra más pequeña de la propiedad de Frantz.

Una alfombra muy modesta, pero cuidadosamente conservada, cubria el pavimento: la chimenea estaba adornada con un espejo ovalado y encerrado en un marco formado por flores y frutos esculpidos en maderas finas: debajo, un reloj de bronce, antiguo, señalaba la hora, y los lados estaban ocupados con candeleros de lo mismo, que sostenian bujías blancas como la espuma, y adornadas de arandelas de flores.

Cerca de la ventana, Margarita Warner bordaba una pieza de preciosa batista: era una mujer que no pasaba de treinta años, de admirable y exquisita belleza, si bien un tanto ajada por las penas.

Su estatura alta y esbelta decia, lo mismo que sus formas delicadas, que había nacido en la tierra donde Goethe pensó la Margarita de Fausto: como aquella, era rubia, de ojos serenos y grandes, de facciones llenas de encanto y poesía: tal hubiera sido la heroína del poema inmortal, si hubiera llegado á ser esposa y madre feliz.

Una palidez suave vestía su rostro, y una tristeza exenta de desesperación resaltaba en toda su persona: era una mujer encantadora, que aun podia haber alcanzado grandes triunfos de hermosura, á no haberse dedicado por completo á sus hijos.

Aquella figura bella, dulce, grave, estaba llena de majestad: viuda y madre, aun se admiraba en ella á una de esas encantadoras jóvenes alemanas, tan bellas de cuerpo y alma, tan puras é irreprensibles.

Sus cabellos rubios estaban recogidos en apretadas trenzas detrás de su cabeza, y se levantaban sobre la frente en gruesas ondas naturales.

Llevaba un vestido de lana oscura, admirablemente cortado, y que hacia resaltar la gracia delicada de su talle: el escote de aquel traje era cuadrado, y descubría una camiseta de batista plegada, que subia hasta el cuello, guarnecida de un estrecho encajito, resto quizá de su traje de novia.

Las mangas, estrechas y casi cerradas en el puño, dejaban ver sus manos un poco largas y blancas como el marfil.

Tal era Margarita Warner: Dolores, que habia vivido entre unos padres muy honrados, pero muy prosáicos; al lado de un esposo más prosáico todavía, y rodeada en París, desde hacia algún tiempo, de la horrible prosa de los vicios y desórdenes humanos, llegados al más alto grado, quedó muda, estática ante aquella aparición tan poética y tan pura.

Al lado de Margarita se hallaba sentada una niña, blanca como la azucena del valle, rubia como un rayo de sol naciente: sus ojos eran azules como el cielo, y todas sus facciones eran copia de las de su madre, bañadas además con el encanto incomparable de la infancia.

Era una criatura delicada, esbelta, adorable, y en cuyo sereno rostro resplandecía una especie de candor reflexivo y pudoroso.

Aquella niña no debia ser bulliciosa y juguetona, sino melancólica y pensadora, como su madre.

Su pobre vestidillo de lana azul, muy viejo ya, tenia la hechura alemana del de su madre, y sus cabellos rubios, que jamás, según la costumbre de su país, habian sido oprimidos en trenzas, caian, en gruesos tirabuzones sobre sus hombros y espalda.

Margarita se levantó saludando profundamente á Dolores, que sintió cubrirse sus mejillas de rubor al pensar que aquella mujer, en cuya frente estaba escrita la santidad de toda una vida irreprensible, se inclinaba delante de ella, manchada desde tan joven, y en cuya alma se abrigaban tan negros pensamientos.

Así el murciélago, cuando deja su oscuro nido en las bóvedas de un arruinado castillo, y saliendo al campo, ve el firmamento azul tachonado de estrellas, se avergüenza de su fealdad y de su miserable destino, y envidia al pobre jilguerillo que revolotea en un espacio tan puro.

— ¿Qué tiene que mandarme la señora? preguntó Madame "Warner con voz dulce y con acento extranjero.

Dolores vaciló algunos instantes antes de responder.

No se atrevia allí, delante de aquella noble mujer, que tenia la presencia y los modales de una dama, á decir que habia ido á socorrer su miseria: y por otro lado no sabia qué pretextodar á su visita.

Conociendo, sin embargo, que era preciso dar alguno, aceptó el asiento que le ofrecia Margarita, y respondió:

— -Deseaba encargar unos bordados, y me habian encaminado aquí...

— En efecto, señora, yo bordo, respondió sencillamente Madame Warner, y si la obra no es muy larga, podré encargarme de ella: hago esta salvedad, porque como soy sola y estoy al cuidado de mis Hijos, puedo adelantar poco.

— Ninguna prisa me corre lo que quiero encargar á Vd., repuso Dolores: son batas de noche, gorras... cosas sin importancia ni gran precisión...

Detúvose aquí Dolores, y se quedó como estática, mirando, ó más bien, admirando al hijo de Margarita.

La hermosura de este niño era mil veces superior á la de su madre y su hermana.

Tenia los cabellos de ese castaño dorado y sedoso que Murillo da á sus Vírgenes: los ojos de un azul semejante al de la pizarra, las mejillas pálidas , con la suave blancura del jazmín.

Dos tendidas cejas negras, como dibujadas con tinta china , cortaban su frente ancha y elevada, en la que ya se advertía la triste altivez del genio: sus ojos grandes, rasgados, pensaban y hablaban: dos magníficas filas de perlas guarnecían su boca, de un dibujo puro y caprichoso: cuando la vista de la señora de Benavente cayó sobre él, se hallaba sentado de lado, y su puro y correcto perfil se destacaba de entre una masa de cabellos que se agrupaba en abultados y lustrosos rizos, mucho más oscuros que los de su hermana.

— ¡Oh, señora! ¡qué hermoso es este niño! exclamó Dolores, cuya imaginación poética y apasionada habia estado siempre envuelta en los velos del positivismo, y se desenvolvía de su helado sudario al aspecto de tantas bellezas físicas é intelectuales y al calor del fuego sagrado del entusiasmo.

— ¡Se parece á su padre! respondió Margarita dejando escapar un suspiro.

— Permítame Vd., señora, una pregunta, dijo Dolores á aquella joven madre. ¿Hace ya mucho tiempo que perdió Vd. á su esposo?

— Hace cuatro años, señora. — ¿Murió en París?

— Sí, señora: y yo hubiera partido al instante para Alemania, á no haber sido su expresa voluntad que se educase aquí su hijo: ¡ah, señora! ¡solo el deber de cumplir este deseo supremo es lo que me hace permanecer aquí!

— ¿Tiene Vd. aversión á París?

— ¿Y cómo no tenérsela, si aquí los desengaños y las penas han cortado el hilo de la vida de mi esposo?

— ¿Fué desgraciado?

— ¡Mucho! la envidia se ensañó con él, y ya que no pudieron cortar las alas á su genio, cortaron los lazos de su vida. Yo le amaba desde niña, y, al perderle, el mundo se convirtió para mí en un inmenso desierto, donde no hallo otra compañía que mis hijos: si él hubiera dispuesto que volviese á mi patria, aun seria ménos infeliz: vive mi padre, y á su lado hubiera hallado algún consuelo: pero Frant me dijo que me quedase en París, y yo quiero obedecerle.

Dolores bajó la cabeza, cubierta su frente de nuevo con un doloroso rubor; ¡aquella mujer obedecía tan escrupulosamente á su marido, y ella habia desobedecido á su madre, que le habia mandado expresamente guardar á su hija!

Por la primera vez pensó entonces sin horror en la hija de su culpa; y se dijo que quizá padecería hambre y frió en poder de aquella aldeana que la habia reemplazado á ella.

Estos pensamientos fueron una gota de rocío que refrescó su alma escandecida por otros muchos de odio y de amargura.

La vista de aquella existencia pobre, pero tranquila y digna: de aquella buena madre tan joven, tan hermosa, tan modesta y tan retirada: de aquellos niños que crecían amparados por el amor y el deber, parecía como que consolaba su espíritu fatigado.

— Señora, dijo á madame Warner: suplico á usted que venga á mi casa, — aquí inmediata, — para elegir las telas de los bordados: yo las enviaría á Vd., pero deseo que honre con su presencia mi habitación... soy desgraciada... ¿quiere Vd. ser mi amiga?... no he tenido nunca ninguna; y lo deseo tanto!...

— ¡Cómo, señora! ¿se puede vivir sin la amistad? exclamó Margarita, en cuyos grandes ojos se retrató un asombro lleno de candidez: á mí me seria imposible!

— No se hallan amigas siempre que se desean. Yo tampoco las había buscado hasta ahora.

— No lo extraño, continuó Margarita: es Vd. muy joven... casi una niña: mientras las ilusiones llenan el corazón, no hay amigas más fieles que ellas.

— Yo las he perdido ya todas !

— Todas! repitió Margarita con una nueva

2(f sonrisa: ¡oh, mi querida niña! y cuántas veces han ele renacer todavía!

— No! respondió Dolores: la vida no tiene más que una sola primavera! el campo se cubre cada año con nuevas flores y nuevas galas: solo hay una época en la vida, floreciente y hermosa!

— ¡Pobre joven, murmuró madame Warner: ¿no es Vd. madre?

— Sí por cierto: ya tengo dos hijas. Dolores pronunció estas palabras con un supremo esfuerzo: pero, después que salieron de sus labios, le pareció que su corazón descansaba.

Ya confesaba la existencia de la pobre Lágrimas: es verdad también que solo á aquella noble mujer, se la hubiera confesado sin rubor y sin amargura.

— ¿Y se queja Vd? preguntó la alemana: luego, como corrigiéndose, añadió:

— Perdone Vd. á una madre el que piense que serlo es la mayor felicidad de la tierra: ¿vive Vd. separada de sus hijas?

— De la una, sí: pero esta es una historia triste que le contaré á Vd. algún dia.

— Siempre he amado más á los desgraciados que á los venturosos, dijo madame Warner: la felicidad acompaña por sí sola; dichosa yo sí, con el calor de mi afecto, puedo hacer que renazca en el corazón de Vd. la bella flor de sus ilusiones!

— Son flores que una vez secas y marchitas, no renacen jamás.

— Pero su aroma está siempre en el cielo, — respondió la alemana con aquel lenguaje poético propio de su país,— y la oración le hace descender de nuevo á la tierra. Yo he sido poco dichosa en este mundo, pero jamás completamente infeliz.

— Hé aquí el precio de los primeros bordados, dijo Dolores levantándose para irse y dejando sobre la mesa un bolsillo lleno de dinero, único que entonces poseía: mañana, amiga mia, la espero á Vd.

— Mañana iré, y cobraré la labor después que esté ejecutada, dijo Margarita con dignidad.

Y levantándose también, tomó el bolsillo y lo dejó en las manos de Dolores.

Esta se puso encarnada de confusión y de pena: la indigencia rechazaba su caridad: pero reflexionando que al ménos llevaba consigo la satisfacción de aquel nuevo afecto, tal vez el único sincero con que le era dado contar, se resignó y después de saludar á Margarita y de echar una última mirada sobre sus hijos, que jugaban en un extremo del aposento, salió de aquella pobre casa más consolada, y con más fortaleza en el alma para sobrellevar los dolores de su vida.

CAPITULO X. En Madrid.

Vamos á encontrar á algunos conocidos, de los que estamos ausentes hace algún tiempo, lector amigo, pero á los que según creo no has olvidado.

Entremos de nuevo en la calle del Noviciado, y después en la modesta casita que habitó Dolores en compañía de sus padres, y que aun habita el pintor Antonio Bena vides con su esposa y sus hijos.

Ya se han cumplido los dos años que faltaban para que Luciano Ponce de León, primo de Berta y de Rita, acabase su carrera de Abogado.

Ha llegado el dia de la boda con Modesta, que fiel y tranquilamente le ha esperado bajo la sombra de sus buenos padres, y en medio de las ocupaciones de una vida laboriosa.

Modesta ha cumplido ya diez y ocho años. Luciano veintisiete: los dos se conocen y se aman lo bastante para estar seguros de ser dichosos siempre en una vida común.

Hé aquí la base de todos los enlaces felices, que, por más que se diga lo contrario, dan envidia, y no poca, á todos los que hallan en distracciones culpables un lenitivo a los disgustos del matrimonio.

El dia mismo del casamiento, que debe celebrarse á las ocho de la noche, Modesta y su madre, levantadas desde el amanecer, se ocupan en arreglar en dos grandes cestos una crecida cantidad de loza blanca, comprada el dia anterior para el servicio de mesa de los novios.

Nada ha cambiado en aquella pacífica morada: solo el piano ha desaparecido, pues siendo comprado para Modesta, su padre lo ha hecho colocar en su casa, á pesar de la resistencia de los novios, que decian que era muy justo que quedase para Oesarina.

— No, observó el padre: Cesarina tendrá pronto un piano alquilado, y de aquí á un año tendrá otro que yo compraré: no es justo, hija mia, que porque te cases dejes perder tu habilidad: debes, por el contrario, emplearla ahora para complacer y distraer á tu marido. Un piano es un amigo doméstico: es el amigo de las veladas, y no pocas veces el consolador de las tristezas, porque, por dichoso que uno sea, nunca le faltan ocasiones de sufrir.

El piano fué, pues, conducido á la casa de los novios, situada en la plazuela de Santo Domingo.

Modesta acabó de arreglar las últimas tazas en el gran cesto que esperaba la criada, y se levantó.

Entonces se pudo ver su graciosa talla, y las lindas proporciones de su cuerpo.

Su hermosura habia perdido el sello indeciso de la adolescencia, desapareciendo á la vez algo de su carácter vago é inocente: ya no era linda, sino bella, pero habia tal armonía en sus facciones y era tan simpática y tan amable, que se olvidaba que pudiera ser más hermosa.

— Mamá, dijo á Elena, que estaba acabando de llenar el otro cesto: voy con Tomasa para ver cómo coloca todo.

— ¡Qué empeño! exclamó su madre: si es ya casi la hora de almorzar, y Luciano va á venir! lo mejor será que lo deje Tomasa de cualquier modo ahora, y luego iremos las dos á arreglarlo.

Modesta, acostumbrada á obedecer, se resignó y aun pareció contenta con lo que se le prometia.

— ¿Qué hay de extraño en que desee ver su casita? preguntó el padre: yo lo hallo muy natural! Vamos, hija, yo te acompañaré.

Modesta miró á su madre, perpleja, y sin atreverse á admitir.

— Vé, le dijo ésta, y volved pronto para almorzar.

Modesta entró en su cuarto, cambió su bata de mañana por un sencillo traje, cubrió sus cabellos con una mantilla, y se asió del brazo de su padre.

— Enviadme al instante á Tomasa, dijo Elena, la necesito aquí.

— Yo quisiera ir con papá y Modesta! dijo Cesarina.

— Y yo! dijo Federico á su vez: es tan bonita la casa de Modesta!

— Ustedes se quedan conmigo, respondió Elena: no faltaba más sino que me dejaran sola! Tú, Cesarina, te entretendrás en colocar los postres: y tú, Federico, en hacer dos ramilletes para la mesa.

— Pero si la comida no es hasta después que se casen! observó la niña.

— ¿Qué importa? hacienda hecha no trae prisa: además, después tienes que ayudar á Teresa á poner la mesa: ya sabes, ocho cubiertos: los novios, Doña Tecla y D. Atilano, vosotros dos, tu papá y yo: á ver si hoy te luces, y recuerdas las lecciones que te he dado: sobre la mesa del comedor lo tendrás todo: pero la colocación es cosa tuya.

— De modo, dijo Federico, que Doña Angustias se quedará sola en casa?

— ¿Cómo ha de venir si está paralítica? observó juiciosamente Cesarina.

— Hasta luego, mamá, dijo Modesta dando un beso á su madre.

— Que no tardéis , Antonio, advirtió Elena; son las once; á las doce á almorzar; ya sabes que no me gustan los retardos: además que no es regular que Luciano se halle sin vosotros.

Modesta y su padre salieron seguidos de Tomasa, que iba cargada con la loza.

— De modo, observó Federico volviendo á su tema anterior, que porque la pobre señora esté así... impedida, se ha de quedar sola en casa?

— ¡Qué pesado es! exclamó Cesarina mirando á su madre.

— Esa insistencia honra mucho á tu hermano para que yo se la reprenda, dijo la buena madre: se compadece de una mujer desgraciada, y la compasión es una virtud.

Luego, volviéndose á su hijo, añadió:

— Tranquilízate, Doña Angustias no se quedará sola.

— Pues quién irá á compañarla?

— Vicenta.

¿La hija del tio Vicente, que fué nuestro portero? — La misma.

— Pues si ella misma ha dicho mil veces que Doña Angustias era una mala mujer! observó Cesarina, que sentía su derrota, y el que dieran la razón á su hermano.

— No lo dudo: lo diria cuando estaba lejos de aquí y la creía buena y sana: pero así que la ha visto enferma y desvalida, ya no dicenada, sino que va á cuidarla y á hacerle compañía cuando Doña Tecla y Don Atilano tienen precisión de salir.

— ¡Y qué mal genio tiene Doña Angustias! observó Cesarina.

— Como todos los enfermos, repuso Federico.

Díjolo Blas, punto redondo! exclamó la niña; tú en todo te has de meter: qué ridículo es eso en un chiquillo de la estatura de un perro sentado!

— Mira la granadera, que tiene que ir cantando para que no la pisen, porque no se la vé, replicó el hermano mayor muy picado.

— Tampoco me meto á hacer de maestra como tú: y sino vamos á ver; papá ha estado muy malo! pues á ver si tenia el genio de esa Doña Angustias, que solo de verle la cara da miedo.

— Todos los genios no son iguales, y todos los padecimientas tampoco.

— Es claro! tú de todo entiendes.

— Hijos mios, dijo la buena madre volviendo la cara, y haciendo desaparecer de sus facciones la propensión á la hilaridad que antes se veia en ella: es cierto que todos los males son males: también lo es que unos son más dolorosos y terribles que otros: pero es una verdad incontestable que, según el carácter de una persona, asi sufre más ó menos.

Nada conseguiríamos dejándonos llevar de la desesperación en medio de nuestras dolencias: la ira enciende la sangre, y las aumenta de un modo considerable: la fiebre arde en las venas: la razón se pierde: y, como he oido decir varias veces al Sr. Vicario de San Marcos, siempre que uno se deja dominar de la ira, hay que sufrir sus consecuencias.

Hay otra cosa además, que hace llevaderas las enfermedades: la paz de la conciencia: una persona buena, caritativa y piadosa, que se ve enferma, puede decir: Dios quiere probarme: hágase su santa voluntad — A Doña Angustias debe hacerla desgraciada; en medio de sus males, la certidumbre de haberlos merecido, porque asi ha sido en efecto: su carácter ha hecho siempre la desgracia de todos los suyos: de su marido, que, según he oido, era bueno: de sus cuñados, qLie son dos personas excelentes: hace dos años que dejó su compañía, y se fué no sabemos dónde, porque de nadie se despidió: cuando la salud le faltó y se vio sin ningún recurso, volvió al lado de los suyos, que la recibieron completamente paralítica, del mismo modo que la habían recibido buena y sana al enviudar.

Pero ya está aquí Tomasa de vuelta: ayudadla para que prepare lo antes posible el almuerzo.

En tanto que la madre razonaba así con sus dos hijos pequeños, la mayor, con su padre, se extasiaba en su modesto, pero limpio y primoroso nido nupcial.

De común acuerdo, se había alquilado para los novios un cuarto bajo en una casita nueva.

Lo primero que se habia procurado habia sido por un despacho para Luciano, de aspecto elegante y con buena luz: esta habia sido la única exigencia de la novia.

El novio, por su parte, solo pensaba en que Modesta tuviese un lindo tocador, y una bonita sala para que se dedicase á sus labores.

Una y otra cosa se habian conseguido, como se consigue casi siempre lo que es bueno y justo.

El despacho era primoroso: se habia amueblado con objetos de caoba, tapicería de cuero de Rusia, y algunos bustos de bronce de gran mérito.

Una buena alfombra, y delante de la ventana cortinas de lana y seda verde, acababan de darle un aspecto severo y distinguido á la par.

La alcoba nupcial era de lo más lindo que puede imaginarse: estaba tapizada de una tela de seda, á listas azules y blancas: dos camas doradas, separadas por una mesita de noche, de caoba, con tablero de mármol blanco, lucían sus cobertores y sus cortinas de muselina, con viso azul; una graciosa lámpara, que formaba un ramo de flores, pendía del techo por medio de un cordón de seda también azul: una cómoda de palo santo, antigua, comprada de lance, un elegante lavabo, y un sillón bordado en tapicería por Modesta y Cesarina, con grandes ramos de flores sobre fondo azul, completaban el mueblaje de aquella habitación, que, como dice una escritora francesa, debe ser la más cuidada y graciosa de la casa.

Un Crucifijo y un cuadro al óleo que representaba la Virgen de la Esperanza, se elevaban entre los dos lefios: y debajo de las sagradas imágenes, enlazados con una cinta de raso de color de rosa, se veian una palma pequeña y un ramo de romero bendito.

A los pies del lecho de Modesta, y cubierta con un tapiz de damasco azul, habia una puertecita que llevaba á su tocador.

Este era muy sencillo: una mesita vestida de muselina blanca, con trasparente de color punzó ocupaba el testero principal, y sostenia un espejo ovalado con marco tallado de madera negra: sobre la mesa se veian cajas, frascos elegantes, y esos objetos delicados y graciosos que tanto estiman las jóvenes.

Delante de la ventana, que era muy baja, dos macetas, de loza blanca, ostentaban la una un rosalito thé, y la otra un jazmin, galante atención de Luciano hácia su bella prometida.

Un divancito de seda punzó y dos ó tres pequeños sillones, completaban aquel sencillo mobiliario: á un lado de la puerta, habia un ropero: al otro un mueblecito para guardar encajes, joyas, guantes y cintas.

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Los dos rincones se hallaban ocupados por dos pequeños aparadores, cargados de exquisita perfumería y de cajas de horquillas, de alfileres y de peines.

Modesta fué ante todo al comedor, que era muy reducido: estaba éste amueblado con seis sillas de rejilla, y una mesa pulimentada, sobre la que caia una lámpara muy sencilla: en la pared habia un armario, que fué donde Modesta empezó á colocar la loza blanca, que le habia comprado su madre, con gran cuidado y simetría.

— Mientras yo hago esto, papá, anda tú á dar un vistazo á la sala de recibir, dijo Modesta, y dime si te gusta: esa, mi tocador y el despacho, los ha amueblada á su gusto Luciano: el dormitorio, el comedor y su cuarto de vestirse se han decorado al mió.

El pintor entró, y se sonrió con placer al aspecto de la salita: cuatro cuadros, pintados por él con gran esmero y perfección, ocupaban los cuatro principales lados de la pared: una sillería de seda color de paja le daba el más risueño aspecto: una bonita mesa sostenía un espejo ovalado, y dos jarros de bronce y porcelana, de forma antigua, ostentaban dos bellos ramilletes de flores.

Cortinas blancas y bordadas caían delante de los balcones, pendientes de pasadores de caoba: en cada rincón se elevaba, sobre una pilastra, una bella copia de escultura, ejecutada en yeso oscuro imitando el bronce.

Por último, una lámpara, rodeada de hugías, pendia del techo, ostentando en el centro un ramillete de margaritas y prímulas azules.

— ¡Qué linda sala! ¿no es cierto, papá? preguntó Modesta, que habia llegado callandito echando sus brazos al cuello de Bena vides con un movimiento lleno de alegría.

— Muy linda, respondió el pintor: su vista me llena de gozo y de tristeza á un tiempo: de gozo, porque ella me promete que serás feliz: de tristeza, porque te voy á perder, hija mia! ¡ah! ¿por qué no puedes vivir siempre á mi lado?

CAPITULO XI. La boda.

A las siete de aquella tarde, y en tanto que el digno Vicario de San Marcos hacia encender las luces y colocar sobre el altar lindos ramos de flores frescas, Modesta, ayudada de su madre y de su hermanita, se ocupaba de su toilette de novia.

La buena Elena procuraba en vano reprimir sus lágrimas. Nunca viste una madre á su hija por la última vez sin sentir una profunda pena dentro de su alma.

Afectada igualmente Modesta, sentia también las lágrimas en los ojos.

El cuarto de la joven, que habia ocupado siempre en compañía de su hermanita, era el que servia de tocador: en pié, delante de su espejillo de soltera, le abrochaba su madre un blanco traje de muselina muy sencillo, pero que marcaba todas las perfecciones de su talle.

Después que le tuvo ajustado, Cesarina trajo una rosa blanca y una rama de azahar, y la misma Modesta las colocó entre las trenzas de sus hermosos cabellos castaños.

Un velo blanco , de túl ? completó el atavío de la novia, que recibió de manos de su madre unos guantes blancos y un precioso abanico de nácar.

— Este es regalo de la Marquesa, le dijo procurando hablar con voz firme: hace poco rato, y en tanto que tú te peinabas, han llegado sus regalos y esta carta para tí que tu padre y yo hemos leido ya.

Modesta la abrió á su vez, y leyó lo que sigue:

"Mi querida primita (permíteme qne te dé este nombre): he llegado de Italia hace algunas horas, con mi esposo y mi hijo, á tiempo para ser la madrina de tu boda con Luciano: mi primer cuidado ha sido ir á ver á mi pobre Lágrimas al pueblo donde se cria, y me he quedado sorprendida: se ha robustecido mucho, y promete ser, sino bonita, al menos muy graciosa: ¡pobrecita! tú la amarás también, porque como yo, has sido amiga de su madre!

"Cumplido ya este deber, me apresuro, Modesta mia, á enviarte una memoria, modesta como tú nombre, como tu carácter y como tus costumbres: es un pequeño aderezo de perlas, que he llevado yo; otro de coral de Nápoles comprado allí para tí, dos trajes de poco valor, algunos encajes, y un abanico muy sencillo: acéptalo todo como un recuerdo mió, y úsalo pensando en mí.

"El Marqués y yo estaremos en tu casa á las siete y cuarto: creo que tu buena madre, al ver que tardaba en escribir, habrá ya buscado otros padrinos: pero cualesquiera que ellos sean, deben cedernos el sitio á nosotros, que ya dijimos á Luciano que queríamos serlo.

«Adiós; te abraza hasta muy pronto tu prima,

Berta».

Al acabar de leer Modesta la firma de la Marquesa, se oyó detenerse á la puerta un carruaje.

— Ya están aquí, dijo Federico.

— ¡Ay, mamá! exclamó la novia: ¿y van á comer aquí esos señores?

— Es lo natural, respondió Elena, y en ello nos complaceremos todos.

— ¡Pero si no se habia contado con ellos!

— No está la comida tan escasa, que no puedan participar de ella.

— Pero ¿y el servicio? ¡Dios mió! ¿que van á decir?

— El servicio dará de sí, como la comida, para dos personas más.

— ¡Pero unos Marqueses! ¡qué mal vamos á quedar!

— Hija mia, respondió gravemente la madre: nunca quieras parecer más de lo que eres, porque esto conduce infaliblemente al ridículo: más vale aparentar un poco ménos: los Marqueses de Villaflorida saben que tu padre es un pobre artista: su primo, al elegirte, lo sabia también: solo tenemos, pues, la obligación de vivir con decencia, pero no con lujo: eso se queda j)ara ellos, que son ricos: el aseo es el lujo de los pobres: y ese lo encontrarán en la humilde casa de tus padres: nunca te dejes llevar de esa ridicula vanidad que cree deber vasallaje al lujo y á la ruinosa ostentación: semejante modo de obrar disgusta á los altos personajes, porque creen que se les quiere igualar; disgusta á nuestros iguales, que lo toman á menosprecio: y disgusta por fin, y provoca la envidia de los que son más pobres que nosotros: esto que te digo, hija mia, lo he observado siempre, y siempre he sido respetada y estimada: no pases pena por esas pequeñeces, que son mezquindades de la vida: esas son las penas buscadas: las más dolorosas y las que nadie compadece: tus futuros primos, estoy segura de ello, comerán con el mayor gusto en nuestra loza blanca y sencilla, y si no, peor para ellos, pues serán vanidosos y pueriles: nadie tiene el deber de ofrecer más que lo que posee, ni de caer en el desorden de las deudas por complacer ó acatar la vanidad de los otros.

Modesta guardó silencio: su madre prosiguió: — Modesta mia, los consejos que te doy están basados en la experiencia: tú eres lo que yo era al casarme: una joven sencilla y buena, sin pretensiones de ningún género, ni otra ambición que la de ser amada de tu marido y hacerle dichoso: pero yo no tenia que luchar con el escollo que te ofrece á tí la suerte: yo era hija de un maestro de música, y me casé con otro artista, tan pobre como yo: apenas he tenido relaciones, y, desde luego, no he tenido ninguna amiga: he vivido siempre ignorante y feliz, entregada á los cuidados de mi casa, y amando á mi marido y á vosotros: tú... es diferente: te casas con un hombre de clase elevada: has de tratar con gente elevada también: como el esposo es el que hace linaje, tú has de dejar el modesto apellido de tu padre por el ilustre de Ponce de León: y á pesar de todo esto, tu posición en el mundo, hija mia, va á ser mucho más difícil que la de tu madre; porque si tu posición es buena, tus haberes serán tan modestos y más que los que me daban á mí el trabajo de tu padre y el mió reunidos.

Este es el escollo terrible de la clase media: su buena educación, sus hábitos, sus gustos, sus aspiraciones, están al nivel de la alta clase: sus medios de subsistencia, son exiguos, casi nulos, comparados con los de aquella: pues bien, hija mia: es preciso hacer callar á los caprichos de la imaginación: es preciso que tengas resignación y valor para ceñirte á tus medios de fortuna, sin desear más que aquello qee puedas alcanzar: es preciso que, si posees diez, gastes solo seis y guardes cuatro para una enfermedad, una época que tu marido tenga la desgracia de carecer de trabajo, ú otras mil de las tristes eventualidades de que está sembrada nuestra vida: que la templanza presida siempre todas tus acciones, y es el mejor modo de que seas dichosa.

Modesta escuchó todas estas prudentes amonestaciones, con la atención religiosa que siempre que la hablaba concedía á su buena madre; esta sencilla mujer, que el gran mundo hubiera llamado vulgar, si la hubiera recibido en su seno, habia sabido hacerse dueña del corazón de sus hijos desde que la razón de estos empezó á despuntar.

— Mamá, dijo Modesta abrazándola, haré siempre lo que tu cariño me previene, y no pasará un dia de mi vida sin pedirte consejo y ayuda: de esta suerte seré dichosa, porque no me apartaré del buen camino.

Madre é hija volvieron á abrazarse, y mezclaron sus lágrimas: lágrimas dulces, y que tenian su origen en el amor que entrambas se profesaban.

Aun se hallaban abrazadas, cuando el pintor llegó á interrumpir aquella tierna escena.

— Vamos, dijo con una voz que, á pesar de su afán porque apareciese firme, era trémula: todos están ya esperándoos en la sala: ya han llegado los Marqueses, Doña Tecla y D. Atilano: vamos, venid: también el Sr. Cura ha enviado á decir que ya espera en la parroquia.

Modesta y su madre enjugaron sus ojos y salieron á la pobre salita donde recibía sus escasas visitas la esposa del pintor.

Berta se hallaba sentada en el sofá, al lado de la humilde Doña Tecla , vestida, según costumbre, con su traje de alepin carmelita, su gorrita blanca, y su mantilla de tafetán adornada de una blondita: aquel semblante apacible, y bien pudiéramos decir santo, no habia perdido la expresión de candida dulzura que la animaba dos años antes; solo la escasez, las privaciones, y el asiduo trabajo á que aquella pobre señora se entregaba, le habian vestido de una palidez más intensa, y que tenia algo de enfermiza: sus dulces y tranquilos ojos azules se habian undido: su frente habia adquirido la tersura amarillenta del marfil: era un alma, y no un cuerpo: y se adivinaba que no estaba lejos el dia en que debia volar al cielo.

Don Atilano presentaba también pocas variaciones en su alta y delgada persona: la calma de su carácter le hacia de una blandura extrema: apenas sabia el buen señor una palabra de las pasiones ó de las borrascas de la vida: desde los doce años, no habia pisado un teatro; quince tenia cuando entró la última vez en un café: á pesar de sus sesenta y ocho años, Don Atilano Carmona se hallaba aun en la edad de la inocencia: todavía se ruborizaba al mirarle á la cara una mujer durante un segundo.

El aseo de su flaca y venerable persona era extremado: una larga levita de paño azul, hecha diez y seis años hacia, y blanca ya en las costuras, envolvia su delgado talle, y velaba una parte de sus prolongadas piernas; un chaleco de piqué, color de ante, de una limpieza deslumbradora, y de una fecha cercana á la de la construcción de la levita; una camisa de nevada blancura, con un cuello muy almidonado que le llegaba á las orejas; una corbata blanca muy armada y con un lazo cuyas dos puntas imitaban dos orejas de liebre, y un pantalón negro, que pardeaba algún tanto, estrecho y corto hasta dejar ver dos dedos de sus medias de algodón blanco, y sus zapatos de cordobán lustrado, completaban su atavío.

Berta ofrecia, con Doña Tecla el más perfecto contraste: la Marquesa, desde el casamiento de Dolores, habia recobrado la tranquilidad, la animación y la alegría, porque su marido parecía haber olvidado también el fatal capricho que sentia por su joven protegida, y que ya se iba convirtiendo en formal pasión.

Estaba más hermosa, más alegre, más animada que nunca: Berta amaba á su marido, y este era entonces feliz.

Vestía la Marquesa de negro, con algunos brillantes que reian locamente en sus pendientes, en sus brazaletes, y en un alfiler que sujetaban su gola de encajes.

Su marido vestía igualmente de negro: la palidez de su semblante y el abatimiento de sus miradas habían desaparecido: paseábase á lo largo de la sala con D. Atilano, hablando con él de diversos asuntos.

Hay ocasiones, en que es de mejor gusto sustituir las reglas de la etiqueta con la confianza, que observarlas estrictamente. Modesta y su madre, al aparecer en la puerta del salón, se sintieron aliviadas de un gran peso al ver al Marqués paseándose como pudiera hacerlo en su propia casa, y á la Marquesa en amigable conversación con Doña Tecla.

Al ver á la novia y á su madre, ambas dejaron el sofá.

— ¡Oh, qué linda estás, primita mia! exclamó la Marquesa corriendo hácia la joven y abrazándola con ternura: muy favorablemente me habia hablado Luciano de tí; pero hasta ahora no he llegado á saber lo que vales!

— ¡Señora! murmuró Modesta toda ruborizada.

— ¡Cómo, señora! ¿no quieres tratarme con franqueza? ¿no soy prima de tu marido? Pues en ese caso lo soy tuya también: trátame como á tal, ó me enfadaré si no.

— Pues bien, prima mia: digo que me haces demasiado favor, y que las exageraciones, que se dispensan al amor, porque al fin es ciego, debe enmendarlas la amistad.

— ¡Oh, qué ingeniosa respuesta! exclamó el Marqués: veo, señorita, que, según también nos habia asegurado Luciano, su talento es igual á su belleza y á su gracia.

— Aquí está Luciano, dijo Federico, que se habia quedado al lado de la puerta.

En efecto, el novio que se habia marchado á vestirse, volvia elegante y severamente ataviado con un rico traje negro.

— Vamos, si estamos todos, dijo: ya hace rato que nos esperan en la iglesia.

— Tú no vengas, Elena, dijo el pintor: no harias otra cosa que llorar, y lo mismo Modesta: créeme; quédate en casa, y recíbenos con alegría, pues una boda no es un entierro.

El Marqués ofreció su brazo á la novia

El novio ofreció el suyo á Doña Tecla.

La Marquesa se asió al de D. Atilano.

El padre iba detrás de todos, llevando de la mano á sus dos hijos menores y pudiendo apenas contener el llanto que se agolpaba á sus ojos.

Todos subieron á los tres carruajes que esperaban á la puerta: los novios y sus padrinos á la berlina de estos.

Doña Tecla, con los dos niños, á la berlina de alquiler que habia traído á Luciano.

Don Atilano y el pintor á otra de alquiler también.

Un cuarto de hora después, los novios, con las manos enlazadas, recibían, á los piés del venerable Cura de San Márcos, la bendición nupcial que enlazaba para siempre sus destinos.

La comida fué alegre, á pesar de la tristeza de Elena, cuyo corazón se partia de dolor al pensar en que iba á separarse de su hija.

Todos, y los Marqueses los primeros, hicieron perfectamente los honores á la sencilla comida de boda, servida en loza blanca y nueva, muy humilde, pero muy limpia.

— ¿Con que se halla Vd. jubilado, Sr. Carmona? preguntó á los postres el Marques á Don Atilano.

— Sí, Sr. Marqués, respondió éste: ya hace algunos años.

— ¿Y con qué haber?

—Me han dejado seis mil reales.

— ¡Es bien poco! dijo Berta fijando sus hermosos ojos en su marido con una expresión muy significativa.

— Somos poca familia, Sra. Marquesa, observó Doña Tecla, que era bastante orgullosa: solólos dos y la viuda de nuestro hermano menor.

— Que está paralítica, añadió muy condolida Elena.

— ¡Dios mió! ¡dos ancianos y una enferma! murmuró dolprosamente la Marquesa.

— Vamos á ver, Sr. Carmona, dijo el Marqués: ¿quiere Vd. aceptar un empleo en mi casa? Me haría en ello un gran favor, porque necesito una persona de toda confianza: tengo oficinas para la administración de mis bienes, que son cuantiosos, me hace falta un cajero que guarde los valores, y que el primer dia de cada mes pague á los empleados: ¿quiere Vd. ser este cajero? Le ofrezco doce mil reales de sueldo, que hacen diez y ocho con los seis que el Gobierno le da.

El pobre anciano no supo responder; su natural apocado y pusilánime se dio á conocer entonces, porque juntó las manos y se puso á derramar lágrimas sin acertar á decir una sola palabra.

— Vaya, está dicho, observó la Marquesa: hoy es último de mes: Sr. Carmona, desde mañana empieza su cargo de Vd.: desde las diez de la mañana hasta las tres de la tarde: así podrá cuidar mejor á la pobre enferma.

— ¡Buena prenda es! murmuró el pintor, que no podia sufrir á Doña Angustias.

— Ahora vamos á acompañar á los novios á su casa, y nosotros á la nuestra, dijo la Marquesa: hace ya mucho rato que no veo al niño.

La Marquesa se levantó y todos la imitaron saliendo poco después para casa de los novios, donde los esperaba ya una joven sirvienta buscada por Tomasa, y de las excelentes prendas que aun se hallaban entonces.

— Mañana, dijo la Marquesa, vendré á admirar, mis queridos primos, vuestro delicioso nido: Ahora quedad con Dios.

Berta abrazó á la nueva esposa, subió al carruaje con su marido y se alejó.

Los padres subieron con sus hijos y con sus viejos amigos: la madre encendió la lámpara del dormitorio por su misma mano, cerró las maderas de los balcones y arregló todos los pormenores de la casa para la comodidad de los jóvenes esposos: ordenó á la criada cómo habia de prepararles el desayuno con arreglo á su gusto, y luego abrazó de nuevo á su bija, conteniendo sus lágrimas.

— Vamos, mujer, que ya me duele verte llorar tantas horas seguidas, dijo el pintor á su esposa: hijos, hasta mañana: vosotros y nosotros comeremos con Doña Tecla y D. Atilano en casa del Marqués.

Doña Tecla, Cesarina y Federico abrazaron á Modesta, y aun D. Atilano se atrevió á estrecharle la mano, no sin ponerse muy colorado.

CAPITULO XII. Dos cartas.

Dos meses después de casada, recibió Modesta la siguiente carta fechada en París:

"Mi querida Modesta: Muchas veces me habrás llamado ingrata y olvidadiza, y sin embargo, no soy ni lo uno ni lo otro: solo he sido siempre muy desgraciada, y la desgracia hace olvidarse de todo menos de llorar.

"Mi marido... vale más que no te hable de él: estas cosas no son buenas para que la pluma las estampe; si no para confiarlas á una amiga con su mano entre las nuestras.

"Te creo ya casada y dichosa: tú, Modesta, has recibido del cielo uno de esos destinos tranquilos como un lago, trasparentes y puros como el cielo: yo he sido dotada con una estrella fatal: quizá era uno de esos pocos seres privilegiados, destinados á un perpetuo martirio para conquistar con él la gloria de los justos: sin embargo, no he sabido luchar, y voy cayendo de abismo en abismo.

He hallado hace algún tiempo una amiga buena, noble y leal y que me ha hecho pensar en tí: su dulce influencia me hace ceder á todo lo bueno, y me ha dado, á no dudarlo, el pensamiento de esoribirte: ¡si la conocieras, la amarías, porque es angelical, y porque es además viuda de un gran pintor como tu padre!

"Tú, digna hija de un artista, tú, Modesta, buena, sencilla, poética, la sabrías apreciar mejor que yo, que toda mi vida he sido prosaica: y á pesar de eso, es tal el encanto de Margarita, que funde la dura capa de hielo que envuelve todos mis pensamientos, y les da el dulce calor de la sensibilidad.

"Nada quiero decirte de mis asuntos conyugales, porque, si aun no te has casado tú, no quiero revelarte cosas que debes ignorar, y si estás casada, no quiero tampoco apesadumbrarte; tú debes ser muy dichosa, y no deseo alterar la plácida tranquilidad de tu vida.

"Solo te hablaré de un rinconcito azul de este nebuloso cielo: tengo una hija: una niña hermosa como un ángel y que se llama Luz: ya cuenta cerca de un año, y es el encanto de mi vida.

"¿Y... mi hija mayor? Ya ves si será grande el influjo que ejerce sobre mí la virtud de Margarita, cuando ha dado entrada en mi corazón al afecto de madre para con esa niña! Modesta, aunque eres muy inocente y presumo que ignorarás la parte más amarga y más terrible de mis penas, no creo que ignores el primer capítulo del libro de mi desgracia... y bien... yo odiaba á esa hija desventurada y ahora me interesa y me compadece su destino... ¿Sigue bajo la protección de Berta? No me he atrevido á escribir á ésta, porque mi funesta belleza, — que solo he conocido que exista para labrar mi desdicha — la causó á ella también terribles disgustos que tuvo la generosidad de ocultar, pero que yo adiviné muy bien... dime tú pues, mi buena Modesta, si mi hija está aun amparada por su caridad, porque yo desearía tenerla conmigo... la idea que esa criatura desventurada gime en una aldea, de que no conoce más cuidados que los mercenarios que el dinero paga, roba la tranquilidad á mis dias y el sueño á mis noches!... mi marido, al casarnos, quería traerla á nuestro lado; y aunque ahora ha cambiado mucho para mí y yo para él, le recordaré su deseo de entonces.

"Adiós, mi buena y querida Modesta, escríbeme para decirme que eres dichosa, y para hablarme de Lágrimas.

"Te abraza tu amiga,

Dolores

Cuando la joven terminaba la lectura de esta carta, sonó la campanilla déla puerta de entrada.

— Es Luciano, se dijo enjugándose las lágrimas que bañaban sus ojos: él también se alegrará de saber de mi pobre amiga.

Y corrió á su encuentro con la carta abierta en la mano.

— ¿Qué es eso? ¿por qué estás tan conmovida? preguntó Luciano admirado.

— ¡Toma, lee! ¡carta de Dolores!

— ¡Ah! ¿ya dió señales de vida? preguntó Luciano con alguna frialdad.*

— ¡Cómo! exlamó Modesta: ¿no te alegras de saber de ella?

— Mas quisiera que para nada se acordara de tí: no me ha sido jamás simpática esa joven, y temo que acabará mal; pero vamos á tu cuarto, y leeré su carta, para que no me llames injusto.

Ambos esposos entraron en el tocador de Modesta, y su marido, sentándose, leyóla carta de la señora de Benavente con atenta lentitud.

— Si me das permiso, voy á romper esta carta, dijo después á su mujer: no te conviene tenerla ante la vista.

— ¡Dios mió! ¿qué te ha hecho mi pobre amiga? exclamó la joven.

— Nada: pero hay en esta carta algo duro y helado, que petrificaría también tu corazón si fuese ménos bueno y tierno, y que, á lo ménos, te hará sufrir: yo te aconsejaría que no le contestases: pero de hacerlo, que sea lo más lacónicamente posible: no le hables de tu dicha, de tus ilusiones: porque, por más que ella te diga, no te comprendería.

— ¡Ouán injustos sois todos los hombres! ¿no vés cómo desea llevar á su lado á su hija?

— ¿Y eso qué prueba? un capricho , ó acaso que la soledad la abruma... pero, mi querida Modesta, no quiero entristecerte, prosiguió Luciano, tomando entre las suyas las manos de su mujer: deseo que creas toda la vida á las mujeres buenas como tú, y como tú, dulces, sencillas y piadosas: ¡deseo que no conozcas jamás de cerca una de esas naturalezas desordenadas como la de Dolpres! uno de esos caracteres de hierro, vengativos, firmes, helados... déjalos que hagan su triste carrera, y sigue tú por la fácil senda de la virtud y de la resignación cristiana.

— ¿Pero no quieres que responda á esta carta?

— Ya te he dicho que lo hagas, si lo deseas, pero con reserva: la reserva es una de las pocas cualidades que recompensa largamente á quien la posee: me retiro á mi despacho á fin de dejarte en completa libertad.

Luciano salió después de besar á su esposa en la frente: esta quedó pensativa y triste durante algunos instantes.

Luego se sentó delante de su pequeño bufete, y escribió á su amiga las siguientes líneas.

"Mucho placer he recibido con tu carta, mi querida Dolores: ya sabes que fuiste la sola amiga de mi infancia, y jamás he podido olvidar aquellos venturosos ratos que pasábamos las dos, con nuestros juguetes y muñecas, al lado de mi buena madre.

"Veo que tú no eres feliz, y lo siento, aunque no me ha sorprendido: jamás he visto á tu marido, pero sé que tenia muchos más años que tú, y, á mi parecer, se ha de hacer juntos la carrera de la vida: como quiera que sea, no eres del todo desgraciada: puesto que tienes dos hijas que te sirvan de consuelo y compañía.

"Lágrimas sigue en la aldea. Berta llegó de Italia, donde ha estado bastante tiempo, para ser madrina de mi casamiento, verificado hace dos meses: quién es mi marido no hay para qué decírtelo, ni tampoco que soy feliz: él ha sido mi primero, mi solo y mi único amor: es verdad que merece ser amado así, y que ni á mis ojos, ni en mi entendimiento, hallo con quién compararle.

"Yo he sido más dichosa que tú: pero escucha, Dolores, porque tan ignorante y falta de mundo como soy, me atrevo á decirte una opinión mia, á la que irá unido un consejo: si la primera te parece necia, no me hagas caso... si el consejo te lo parece también, perdónalo á mi buen deseo.

"Mira, yo creo que todos nacemos destinados á sufrir, ya de un modo, ya de otro: las personas de gran talento son, en mi pobre opinión, las predestinadas á las grandes luchas, porque Dios, en su bondad, da el trabajo según las fuerzas: las débiles se agitan en un terreno más mezquino, y solo tienen que combatir con vulgares contratiempos: pues bien, amiga mia, yo creo que tú perteneces á los primeros y yo á los segundos: si Dios te da penas más grandes, es porque sabrás combatirlas mejor que yo; ten valor, pues, para mirar frente á frente á la desgracia, y para vencer las dificultades de tu situación.

"Ten paciencia y confianza en Dios, y pídele la fortaleza necesaria: en las grandes pruebas, él es el solo consolador.

» A fines de mes van á esa un amigo de Luciano y su esposa, y ellos te pueden llevar á Lágrimas: el domingo pasado fui á verla con Berta á casa de su nodriza: está cambiada completamente, y si no bonita, es en extremo graciosa: si me la quisieras dejar, yo me la quedaría: pero conozco que en ninguna parte estará la pobre niña como al lado de su madre.

"Adiós, mi querida Dolores: en medio de la dicha tranquila en que vivo, al lado de mi esposo, de mis amados padres, de mis queridos hermanitos, siempre tiene un recuerdo para tí, tu invariable amiga,

Modesta

Terminada la carta, fué la joven con ella en la mano al cuarto de su marido.

— Está escrita por tí, y basta para que sea una obra perfecta, dijo Luciano después de haberla leido: en ella hay una parte de tu alma, que es el reflejo más bello que podias darle.

Luciano cerró la carta: la que, después de ponerle Modesta el sobre, fué enviada al correo.

CAPITULO XIII. El ángel bueno y el ángel malo.

Algunos dias después, Dolores escribió á Berta rogándole que le enviase á Lágrimas con los amigos de Luciano, y dándole gracias en los términos más afectuosos por los cuidados que le debia su desgrciada hija.

La carta terminaba con estas palabras:

"El cariño que profeso á mi hija menor me ha hecho conocer que tampoco podia olvidar impunemente á su hermana: ambas han hallado vida en mi seno, y olvido que la una me ha traido la desgracia.

"Adiós Berta: y si alguna vez piensas en mí con amargura, acuérdate de que soy desgraciada, acaso más que cuando tu generosa bondad me acogió en tu casa: el matrimonio me ha traido nuevos y más crueles sinsabores: es un lazo odioso que detesto, y que considero como una pesada cadena que comprime todos los afectos más nobles del corazón.

"Tal vez tu pura moral hallará absurda esta opinión mia: ya sé que para tí es sagrada la palabra matrimonio: yo creo que el género humano seria mucho más dichoso si se aboliese.

»Florestan no me ama ya: yo á él le profeso una cosa muy parecida á la aversión; y sin embargo, henos aquí perdidas las ilusiones de entrambos, y atados con unos lazos que solo puede desatar la muerte.

"Perdóname, Berta, y compadece esta naturaleza fatal que he debido al cielo: esta imaginación que todo lo vuelve sombrío: esta alma enferma, que se alberga en un cuerpo joven y lleno de vida: esta sed insaciable de mi espíritu, que busca algo, y no sabe lo que es.

"Si pudiera rezar! pero la oración se escapa fria de mis lábios: todo lo que he visto y tocado es lodo, menos tú y Modesta, que sois dos flores delicadas: más ¡ay! de qué os sirve vuestros aroma y pureza! solo de recrear á vuestros esposos, hombres llenos de defectos y que seguramente valen mucho ménos que vosotras!

"¡Berta! ¡me canso de vivir! y no me doy la muerte, porque la voz de mis padres, tan veneranda para mí, resuena en mis sueños, y me dice, — ¡vive! ¡esa es tu expiación! ¡ese es tu deber!

"Quiero ver si la inocente sonrisa de mi hija desterrada, calma este huracán desolador, que brama y se enfurece en el fondo de mi alma: ¿no te acuerdas, cuando éramos las dos niñas, el pavor que nos causaban los dias que el viento azotaba los cristales? ¡pues este pavor es el que hiela ahora á todas horas mi espíritu! ¡qué horrible torbellino hay dentro de él! ¡Este París con su oropel, con su galantería, con sus diversiones, es un terrible desierto para mí; en ninguna parte hallo la santa verdad, el amor, el entusiasmo, la fé, que se albergaban en mi corazón en dias más bellos, y que tan temprano me arrebató la traición de un hombre: todos los afectos que mi belleza inspira son impuros: venga, pues, mi hija, y tal vez sus inocentes abrazos traigan la paz á mi alma: dos años mayor que su hermana, ya sabrá sonreirme. Berta, mis hijas son el pedazo del cielo azul de esta noche horrible que me envuelve.

"Cómo he llegado á caer en este marasmo moral, es cosa que no sé: á fuerza de verlo todo pequeño, á fuerza de despreciarlo todo, todo lo he aborrecido; y es que en mi caráctér duro, violento y dominante, que mi pobre y santa madre conocía tan bien, no hay ni un átomo de indulgencia: si en el cielo se puede llorar, yo creo que allá arriba llorará también, al verme envuelta en tan terrible naufragio.

"Adiós, Berta: mi destino se va ennegreciendo cada dia más: solo hay aquí una débil luz, que aún me enseña el buen camino: una pobre viuda, tan grande, tan noble como yo soy pequeña y miserable: ¿por qué no puedo imitarla? ¿por qué me pesa tanto la cruz de la vida, que Dios quiere que lleve sobre mis hombros? No lo sé, ni lo adivino en las meditaciones de mis largas noches sin sueño. ¡Dios mió! ¡tan marchita á los diez y ocho años! solo arde en mi corazón una llama que anima mi vida: ¡el deseo de la venganza!

Dolores

Esta carta pinta, mejor que todas las explicaciones, el estado moral de Dolores.

Tal vez los lectores inocentes, aquellos cuya juventud conserva aún todas sus ilusiones, me acusen de haber creado un tipo que no existe: pero no es así: existe, y de ello responde la autora de este libro.

De aquel temperamento fatal, solo se podia culpar á la desgracia: si Dolores hubiera seguido viviendo al lado de sus buenos padres, si no hubiera sido ultrajada, vendida en su primer amor, si se hubiera casado con el Conde, ó con otro joven de posición más modesta, jamás hubiera faltado á sus deberes, pues su alma era noble y generosa.

Pero la mano aleve de Doña Angustias la precipitó desde el luminoso centro de amor y de ternura en que vivia, á un abismo de tinieblas: la muerte le arrebató á su padre, víctima de la vergüenza de su falta: la desesperación hizo presa de su madre; su amante se casó con otra; ella misma, sintiendo ya su corazón helado por el dolor y el desengaño á la edad en que el de otras mujeres aun no ha empezado á animarse, se unió á un hombre que no amaba, y este hombre se fué despojando del barniz de amor y de distinción que le hacia tolerable á sus ojos, y quedó en la. desnudez de sus vicios y de su prematura decrepitud, del mismo modo que un pordiosero arroja el manto recamado de oro, que robó para cubrirse, y muestra sus andrajos y sus llagas.

Hasta después de casada con aquel hombre , no se habia sentido Dolores verdaderamente degradada á sus propios ojos. Y este odioso lazo solo podia desatarle la muerte.

Aunque no amase á su marido, quiso saber al ménos la causa de su desvío, segura de que procedia de una mujer: ya no era el amor, sino el amor propio herido lo que en ella se sublevaba y gritaba enfurecido: indagó, y á través de los desórdenes de la vida de aquel viejo y atildado Florestan, descubrió su pasión por la Condesa de Elven.

La que le habia arrebatado á su amante, le arrebataba también á su marido, quien, ya olvidadas esas consideraciones que pueden llamarse el pudor del matrimonio^ la trataba de la manera más brutal.

Ciegamente enamorado de los mimos, de la languidez y del aspecto dulce de Rita, todo en Dolores le parecia odioso: su naturalidad le irritaba; su belleza le parecia dura; su elegancia vulgar; y muchas veces, después de un altercado, se permitió decir á su mujer:

— Eres mi esclava, y yo dueño absoluto de mis acciones: yo te rehabilité y te di una posición casándome contigo, pues estabas perdida á los ojos del mundo.

Dolores devoró estas ó parecidas injurias: sola, en aquella inmensa ciudad, donde á nadie conocia, siempre sola con sus sombríos pensamientos, se preguntaba algunas veces si estaba tan destituida de mérito que así la despreciase un hombre tan abyecto en lo moral y en lo físico como su marido.

¡Desgraciada! no sabia que para tales hombres cuanto más grande es la perfección, más la detestan siendo suya la mujer que la posee!

Su primer impulso fué ir y llenar de injurias á la Condesa; pero echó una mirada sobre sí misma, y retrocedió llena de amargura.

— ¡No! dijo: no quiero ponerme delante del marido de esa mujer que tanto me ha afligido y ultrajado: ¿acaso es el amor de Florestan un bien que merezca disputarse? Busquemos distracciones por otra parte.

Dolores se abonó en el mismo dia á la ópera, aceptó algunas invitaciones de comidas y soirées y se mandó hacer algunos trajes nuevos y elegantes, que no pudo pagar, porque su marido no le daba ya ni la más pequeña cantidad para alfileres.

Contentóse, pues, con encargar á la modista que llevase la cuenta á su marido.

Florestan frunció el ceño de un modo terrible, al ver aquel documento, y llamó á su mujer.

— Dolores, le dijo: á consecuencia de algunas empresas desgraciadas, mis haberes se lian reducido mucho: te lo advierto para que no contraigas más deudas, que no podré pagar: toma esta cuenta, que tengo que devolverte insolvente.

— Pero, caballero, repuso la joven con indignación: ¿no se considera Vd. en el deber de vestir á su esposa?

— Mi esposa no necesita por ahora de esos trajes.

— ¿Y de dónde quiere Vd. que yo los pague ya que están hechos?

— Es cosa en la cual nada tengo que ver. Lágrimas de despecho brotaron de los ojos de Dolores: quiso hablar, y la cólera anudó la voz en su garganta.

Tuvo, pues, que contraer una deuda de ocho mil francos, que una de sus amigas le prestó al instante.

Era aquella una de esas aventureras que, bajo las formas de la más perfecta elegancia, viven de esplotar á los incautos, y la única mujer que visitaba á Dolores con alguna asiduidad.

Se llamaba Coralia, y se decia viuda de un general muerto en una de las campañas de Napoleón; pero nadie habia conocido jamás á Mr. de Senanges, que era como ella nombraba á su difunto marido, y cuyo apellido conservaba.

A pesar de sus treinta y seis años, Coralia era aún admirablemente hermosa: bien es verdad que el tocador tenia mucha parte en su belleza.

Sus cabellos negros y sus ojos azules formaban un precioso contraste: tenia la boca graciosa y fresca, y el talle elegante y lleno de distinción.

Sus maneras eran exquisitas: su talento penetrante, y su poética manera de expresarse prestaban un encanto indecible á su conversación: era algo melancólica y no poco estudiada en todas sus palabras y ademanes; pero este estudio estaba teñido, por decirlo así, de una gracia tan delicada y seductora, que se la admiraba tal como era, y no se la deseaba de otro modo.

Mme. de Senanges conoció bien pronto con su gran talento cuánto partido podria sacar de Dolores y de qué modo podria empujarla hácia el abismo de la perdición en que ella habia caido desde hacia tanto tiempo.

El origen de aquella vida de molicie y de placer habia sido el mismo; solo que Coralia era hija de padres humildes, y conoció á su seductor en el taller de una modista.

Abandonada por él ; y sin hallar, como Dolores, una protectora como la Marquesa de Villaflorida, adulada, solicitada, buscada por cien adoradores, Coralia, que no tenia fuerzas para luchar, se dejó caer en los brazos del placer y en la vida cómoda, blanda, fácil y elegante con que se la brindaba.

Dolores la conoció por casualidad: en unas corridas de caballos tenian los asientos en la misma tribuna y muy inmediatos: hablaron durante el espectáculo: ambas se hallaron encantadoras y se separaron amigas.

Al dia siguiente, Dolores fué á visitar á madame Senanges, que la recibió con entusiasmo y la acarició con efusión.

Dolores se creyó dichosa con la adquisición de aquella amiga, por la que olvidó casi del todo su reciente amistad con Margarita "Warner.

Todas las buenas semillas que la mano de aquella habia depositado en el corazón de Dolores, fueron destruidas por el soplo abrasador de Coralia: eran el ángel bueno y el ángel malo de aquella joven alma, que fluctuaba, enfermiza y triste, sobre los negros abismos de la duda.

CAPITULO XIV Cieno.

Serian las nueve de una serena noche de Mayo cuando Dolores, sola en un saloncito de confianza, donde tenia costumbre de estar, se hallaba jugando con su pequeña hija Luz, la que se reia sobre su falda.

La señora de Benavente habia comido sola: ya hacia muchos dias que le sucedia lo mismo, y si le hubiera dicho su marido que queria comer con ella, lo hubiera sentido mucho, pues prefería la soledad á semejante compañía.

La antorcha nupcial puede arder débilmente por poco tiempo: si no la reaniman el amor ó el sacrificio, se estingue por completo.

La habitación estaba bien amueblada: los balcones, abiertos por sentirse ya una temperatura agradable, dejaban oir el continuo rodar de los carruajes y el tumulto de la calle Vivienne.

Del techo pendia una lámpara de alabastro que daba una luz plácida y velada, y sobre una consola liabia un candelabro dorado cargado de bugías.

Un criado alzó de pronto la cortina de seda, y anunció:

— La Sra. Vizcondesa de Senanges!

Tras el anuncio, entró Coralia en el salón.

Su traje de seda lila era de una sencillez encantadora: un sombrerito, de blonda blanca, dejaba ver las masas de sus soberbios cabellos negros.

En sus rosadas orejas brillaban dos diaman-r tes de cuatro mil francos cada uno.

Era de estatura casi igual á la de Dolores, y delgada, por la que su aspecto era tan juvenil como lleno de gracias.

La doncella de Dolores acudió á recoger el sombrero de la Vizcondesa, pues ya sabia que, cuando iba á aquella hora, era para pasar largo rato al lado de su señora.

— ¡Ay, querida mia! exclamó Cor alia: muy mal has hecho en no venir á dar una vuelta al bosque: te has perdido un espectáculo divertidísimo: el de ver á tu marido sólito con la Condesa, y al Conde á caballo siguiendo la carretela de su mujer con una mirada de fuego, y no atreviéndose á llegar hasta ella por no faltar á las leyes del buen tono.

Al hablar así Mme. de Senanges jugaba con la rica cadena de su reloj, y manifestaba la misma ligereza é indiferencia que si hablase 4 Dolores del asunto más trivial.

Esta, por su parte, hizo también un gesto de suprema indiferencia.

— Pues sábete, dijo Coralia respondiendo á aquel gesto, que todos te compadecen.

— ¿Por qué? preguntó Dolores admirada: lo que me sucede á mí es demasiado común para que se fije la atención en ello.

— Te equivocas: es muy común, en efecto, que los maridos gusten más de las esposas ajenas que de las suyas propias; pero lo que no se ve es que las esposas abandonadas hagan lo que haces tú! ¡que se metan en el rincón de su casa! Todos creen que sientes con un dolor de muy mal gusto la conducta de tu marido y que te pasas la vida llorando: por eso dicen: "¡Pobre joven.??

— No he salido contigo, dijo Dolores, porque no me sentia buena hoy.

— Escucha, amiga mia, dijo Coralia tomando la mano de Dolores en tanto que la pequeña Luz se iba durmiendo tranquilamente sobre las rodillas de su madre: me han dicho que haces visitas á una pobre mujer de la vecindad... á no sé qué viuda... que vive de bordar... ¿es eso cierto?...

— Sí, respondió Dolores como ruborizada de esta confesión: solo hace tres meses que la conozco... me dijeron que era muy desgraciada... y quise socorrerla.

— ¡Ah, ah, ah! ¡la caridad! exclamó Coralia entre una carcajada: pobre niña, ¿no sabes que tal vez ella te ha enviado esos informes para explotarte?

— ¡Si le daba dinero á cuenta de unos trabajos que le encargué y no lo admitió!

— Para engañarte mejor después.

— ¡No! exclamó Dolores: ¡es imposible! si tú la vieras...

— Renuncio á ello: la pobreza me causa horror y me da malos pensamientos: ¿á que ha sido esa mujer la que te ha inspirado la idea de que pidas á tu otra hija?

— No... ella nada sabe de mi triste historia; pero es verdad que, al verla tan feliz rodeada de sus hijos, tan dichosa en su pobreza, he pensado en reunir yo también á mis dos hijas en torno mió.

— ¿Ya ha llegado la mayor?

— La espero mañana.

— ¡Oh, qué vida te aguarda, pobre amiga mia! exclamó Mme. Senanges, uniendo las manos con terror: esclava para siempre de estas dos niñas y sacrificando por ellas tu juventud y tu belleza...

— ¿De que me sirven ni la una ni la otra? preguntó Dolores con amargura: una y otra se consumen en el tédio, y deseo darles alguna ocupación.

— ¡Pero qué terrible ocupación! en fin, el mal está hecho: has pedido á tu hija, y te la envian: ahora solo hay que mirar la cuestión por el lado bueno: tal vez la presencia de esta niña te dé la venganza de su padre.

Coralia dejó escapar estas palabras como al descuido y jugando con las cadenillas que pendian de su brazalete, rematando en preciosos dijes esmaltados de pedrería: por el contrario, al oirías Dolores, dejó asomar á sus ojos toda su alma.

— ¿La venganza? repitió con voz sorda y anhelante.

— La venganza más completa, querida Dolores: yo, si estuviera en tu lugar, haria pasar á la niña todos los dias por delante de sus ojos, y la enseñaría á que le llamase papá: verías la dengosa Rita, que te entretiene á tu marido, la cara que pondría.

— ¿Y que me importa que le entretenga? preguntó Dolores con triste indiferencia: ¿acaso le amo yo?

— Sin embargo, tu amor propio debe estar terriblemente lastimado, repuso la aventurera, que como un espíritu infernal se complacía en atizar el fuego de todas las malas pasiones de Dolores: esa mujer se casó con el Conde sabiendo que era tu novio, y luego, sin amar á tu marido, porque vale muy poco para su juventud y su belleza, juega con él como para decirte: — ya ves que siempre voy delante de tí.

— No, Coralia, repuso Dolores: no supongo en esa joven tan depravadas intenciones: no dudo que ella sabia que Gonzalo debia haberse casado conmigo; pero creo que siempre ha ignorado la existencia de Lágrimas: ¡oh! ¡la causa de mi desgracia es el haber puesto mi primer amor en un hombre cuya clase era mucho más elevada que la mia! ¿por qué le traeria el destino ante nis ojos? ¿por qué no me ha cabido la suerte de unirme á un joven modesto de la clase media, de la clase de mis padres y de la mia? ¡aquel se hubiera honrado llamándome su esposa: este creyó honrarme eligiéndome para su querida!

— ¡Magnífica suerte es la que echas de ménos! exclamó Coralia riendo á carcajadas ¡la clase media! ¡bella sociedad! ¡bellas costumbres! ¡vida agradable!

— ¡Mis padres fueron en' 1 ella muy dichosos! dijo Dolores en voz baja y enjugando una lágrima que pendia, como una gota de rocío, de sus largas pestañas.

— Pero, querida mia, eso no es decir que tu puedas serlo, repuso Coralia dejando su tono zumbón por otro sério, pues aquella peligrosa mujer sabia cambiar de expresión con la más rara facilidad: yo respeto mucho la memoria de tus padres y creo que su modestia y sus virtudes les haria fácil una existencia pobre, ignorada y oscura: desgraciadamente los hijos no nos parecemos casi nunca á los padres, y cada nueva generación aspira á más: por eso adelanta la civilización; de lo contrario, el mundo estaría estacionado: vamos, por Dios, Dolores, no te desanimes! ¿tu marido te ultraja? ¡véngate de él!

— ¿De qué manera?

— ¿No está ahí lord Sheridan? ¿no está ahí el Conde, que asi que vea á su hija volverá á tus piés?

— ¡Lord Sheridan! repitió Dolores como admirada.

— Lord Sheridan que te ama, que está loco por tí! Si fueras libre, bien pronto serias una de las más grandes señoras de la orgullosa Inglaterra.

El ruido de un carruaje y la campanilla del portero, que anunciaba una visita, suspendieron en los lábios de Dolores la contestación que iba á dar.

Un instante después se oyó el llanto de una criatura pequeña.

Dolores, que habia depositado á su hija menor dormida sobre los cojines del sofá, se levantó como movida por un resorte.

— ¡Aquí está ya mi hija! dijo, y por un movimiento irresistible se lanzó á la puerta al mismo tiempo que alzaba un criado la cortina.

Un caballero joven, seguido de una criada que llevaba en los brazos una criatura como de dos años y medio, se detuvo en ella y saludó á Dolores.

■ — Caballero, dijo ésta invitándole á ocupar un asiento: no esperaba á mi hija hasta muy tarde esta noche, ó mañana de madrugada: por eso no me ha encontrado á la llegada de usted para recibirla.

Al decir estas palabras, recogió á Lágrimas de los brazos que la conducian, sentóse y la colocó sobre sus regazo, abrazándola con melancólica ternura.

La niña estaba, en efecto, desconocida: sus negros ojos hacian olvidar su nariz algo levantada y su tez morena por la intemperie y embastecida por la vida del campo: su boca era bonita, y una hermosa cabellera negra se rizaba sobre su frente y sienes.

Lágrimas, si no era una niña hermosa, era una criatura llena de gracia.

— Hemos tardado, en efecto, menos de lo que esperábamos, dijo su conductor, y ahora que ya dejo á la niña enpoder de Vd. , señora, le pido el permiso de retirarme.

Levantóse dicho esto y saludó á Dolores con alguna frialdad: era que conocia á Ooralia, pues habia pasado largas temporadas en París.

Dolores, á un tiempo admirada y ofendida, no quiso dirigirle ni una palabra de cortesía y se limitó á saludarle con la misma glacial espresion que él habia usado.

La pequeña Luz se habia despertado á la llegada de su hermana.

Luz, al ver á la otra niña, acalló el llanto y se puso á jugar con ella: era la primera vez que veia á otra criatura de aquella edad cerca de ella, y su aspecto la llenó de alegría haciéndola prorumpir en ruidosas carcajadas.

En cuanto á Lágrimas, se inclinó sobre el rostro de su hermanita, y lo besó tiernamente dos ó tres veces, quedándose después meditabunda y pensativa.

CAPITULO XV. El padre.

Algunos dias después de la llegada de Lágrimas, se hallaba Dolores sola, como de costumbre, y lánguidamente reclinada en un sillón.

Su actitud era la de una persona que sufre uno de esos dolores sordos, lentos, que no tienen ni el consuelo de las lágrimas; hacia ya mucho tiempo, mucho, que Dolores no sabia llorar.

Milord Sheridan la asediaba más cada dia: era un hombre gallardo, joven, elegante, algo frió, y que la amaba con la caballerosa ternura que es el non plus ultra de la pasión en la nebulosa Inglaterra.

Delante de Dolores habia un velador; y sobre él, un vaso del Japón, de forma artística, sostenia un soberbio ramillete [de camelias y violetas de Parma.

Tendidas sobre unos almohadones morunos, riendo y gorjeando como dos pájaros, se hallaban Lágrimas y Luz.

El ramo era regalo diario de milord Sheridan, que lo enviaba cada mañana con su lacayo.

Eran las seis de la tarde. Dolores dejaba resbalar por sus cabellos un rayo ya débil del sol, y ataviada con un precioso traje de raso carmesí, adornado de encajes negros, se asemejaba á una bella estatua de la melancolía.

De cuando en cuando, empero, se volvía para echar una mirada sobre las dos niñas, que iba á caer sobre Luz empapada de ternura.

Las dos criatura se hallaban vestidas de blanco y con igual primor.

El criado de la antesala alzó la cortina y envió al gabinete de su señora, con su campanuda voz, este anuncio: —¡El Sr. Conde de Elven!

Dolores se levantó quedándose lívida: un rayo, que hubiera caido á sus piés, la hubiera petrificado menos.

El Conde entró llevando el sombrero en la mano, y se inclinó ceremoniosamente delante de ella.

Luego dejó su sombrero en un sillón y, arrodillándose en la alfombra, tomó á Lágrimas entre sus brazos y cubrió de besos su carita morena.

Ante aquel espectáculo, Dolores sintió que su corazón palpitaba aceleradamente.

Gonzalo sabia que aquella era su hija: iba á verla... ¡y quién sabe si á llevársela!

Este último pensamiento cambió el curso de las ideas de la joven.

— ¡Oh! ¡Coralia tenia razón! pensó: esta niña trae á su padre á mis pies.

Tiró del cordón de la campanilla y se presentó el lacayo de la antecámara.

— Que venga el aya, dijo con voz breve y helada.

— ¡Qué, señora! exclamó Gonzalo levantando la cabeza y dejando de nuevo á Lágrimas en el sitio que ocupaba: ¿no quiere Vd. darme el placer de que abrace á mi hija?

— No comprendo á Vd., caballero, respondió Dolores midiéndole con una ojeada de profundo desprecio; y viendo el aya que entraba, añadió:

— Querida miss Ofelia, suplico á Vd. que se lleve á mis hijas.

La inglesa obedeció como un autómata, llevándose á las dos niñas.

El Conde y Dolores quedaron solos y frente á frente en un terrible y amenazador silencio.

Ella fué la primera [que halló fuerza para hablar.

Volvióse en su sillón y miró al Conde durante algunos minutos con atención.

Gonzalo hubo de inclinar los ojos ante aquella mirada amenazadora.

— Señor Conde, dijo ella con voz lenta y dejando caer una á una sus palabras: le estoy á usted mirando de esta suerte para ver si siento levantarse en mi pecho un movimiento de humanidad, un recuerdo solo de aquella ternura que le dediqué á Vd... y nada... nada... mi corazón está muerto... y muy muerto por la mano de Vd!..

— ¡Perdón, Dolores! exclamó el Conde con voz baja y trémula, y uniendo las manos.

La joven se levantó y dió algunos pasos muy despacio hasta llegar á él: entonces le puso la mano sobre el hombro y murmuró con lentitud:

— ¡Perdón! ¿quieres que te perdone, feliz esposo de la bella y opulenta Rita Ponce de León? ¡devuélveme la fé, el amor y la virtud que me quitaste! ¡devuélveme los padres que me has robado! ¡mi inocencia que has marchitado para siempre! ¡mi castidad ultrajada! ¡el pudor cuyos restos te arrojé á la cara al marcarte mi mano el dia de tu boda! ¡mi libertad encadenada para siempre á un hombre indigno! ¡devuélveme todo eso... haz que yo sea lo que era... y te perdonaré!..

El silencio siguió á estas palabras. — ¿A qué has venido aquí, ilustre Elven? prosiguió Dolores separando la mano de la espalda de Gonzalo y cruzando sus brazos sobre el pecho, con una amargura helada, mortal por decirlo así: ¿á qué has venido? ¿á ver á tu hija? ¡ya lo has conseguido... más por última vez! la deshonra de su nacimiento ha caido sobre mí... sobre mí sola... tú has quedado siendo el noble, caballeroso y opulento Conde de Elven: esa niña, pues, es mia: bien cara la he comprado, y no te cederé ni un instante de su vida!

— Dolores, exclamó el Conde, óyeme y no me condenes así sin escucharme! ahora he venido, es verdad, porque sabia que estaba aquí nuestra hija: esta hija que yo sabia que existia... comprendo tu amarga risa, ante lo que llamarás, y con razón, monstruosa indiferencia... pero, ¿qué quieres? yo no me atrevía á verte: sabia que te había ofendido cruelmente... pero anoche supe que habia llegado á tu casa una niña de dos años, criada bajo el amparo de Berta... supe que esta niña habia venido á tu lado... y ya lo vés, pasando por todas las consideraciones, sin pensaren tu justa indignación al verme... ¡aquí estoy!...

— ¿Y qué quieres? volvió á preguntar Dolores.

— ¡Mi hija! ¡dame á mi hija! ¡tú tienes otra... á mí me ha negado el cielo la dicha de ser padre!

— ¡Sí, te ha negado la dicha de tener esos hijos que el mundo llama legítimos, que la sociedad acoge bajo su amparo! ¡ha castigado bien la cobarde crueldad que has usado conmigo! ¡pero te lo repito, esta niña es mia! ¡tú renunciaste á ella... no esperes, pues, que te ceda ni una sola de sus miradas! se llama Lágrimas, ¿comprendes? ¡así la llamó mi pobre madre! ¿para qué quieres tú que ese triste nombre altere tu dicha doméstica?

El Conde guardó silencio: todas las heridas de Dolores se abrían para dar paso á aquella facundia amarga que brotaba de sus labios, y él, mudo de vergüenza y de dolor, no sabia articular un solo acento.

Dolores, fatigada de su propia emoción, pues aquella alma de hierro tenia por cárcel un cuer po harto frágil, se sentó de nuevo y cruzó sus dos brazos sobre su pecho para comprimir su agitación.

Estaba verdaderamente hermosa: sus mejillas pálidas hacian parecer más grandes y más brillantes sus rasgados ojos negros: algunos rizos de sus cabellos, de un castaño oscuro y sedoso, se deslizaban por sus hombros, destacándose admirablemente sobre el color subido de su traje: su pecho agitado se levantaba en tumultuosos movimientos de ira, del mismo modo que el mar se agita en tanto rueda el trueno por los cielos: temblaban sus rosados lábios como tiemblan las hojas de una flor batidas por el viento, y de cuando en cuando levantaba el superior una sonrisa convulsiva enseñando sus menudos dientes.

No, no hubierais podido reconocer en aquella hermosa mujer indomable y fiera á la casta y suave Dolores, que tres años antes amaba á Gonzalo con tan entusiasta ternura: Dolores habia muerto con sus padres: la esposa de Florestan en nada se le parecia.

— -Dolores, dijo el Conde, debo darte alguna excusa por débil qué sea: cuando yo vine de Sevilla, ni era lo que mi madre creia ni lo que parecí á tus padres: la riqueza, las malas compañías, los desórdenes, en fin, habían estragado mi buen natural, y no creia en la virtud de las mujeres: después de aquella malhadada cita, pensé en que tú eras una mujer como todas, en que no merecías más que otras, que habían corrido tu misma suerte: además, todos mis amigos, jóvenes, ricos y disipadores, se burlaban de mis amores y de mis compromisos contigo... para ellos, el casamiento era un negocio; el amor un placer: dije á mi madre que no te amaba y que quería casarme con Rita, á la que ya conocía desde Sevilla, y que era la sola mujer que habia hecho impresión en mi alma: mi madre me hizo mil reflexiones; pero uno de mis amigos de allí se encargó de convencerla de que tú amabas á otro, y de que este matrimonio debia hacernos igualmente desgraciados... ello es que yo me vi casado casi sin saber que iba á casarme... después, mi buena madre descubrió la verdad, y el pesar de tu desgracia y el abandono en que yo te habia dejado, ocasionaron su muerte!

Soporté esta pérdida con una resignación de que en otra ocasión no me hubiera creido capaz: yo amaba á Rita: por un amargo sarcasmo de la suerte, la amaba más desde que era mi mujer; la amaba más cada dia: la posesión había apagado siempre mi amor, la posesión lo avivaba entonces: ¡no Hubiera sido así si Rita me hubiera amado á mí!

Como sucede comunmente, el amor ahuyentó todos los malos pensamientos, y trajo todos los buenos: volví á ser justo, tierno y generoso: Rita me manisfestó desde luego algún despego» y creí vencerlo á fuerza de amor y consideraciones... ¡vana esperanza!... Dios, siempre justo, me castigó con los mismos tormentos que yo habia ocasionado: Dios tenia decretado que nunca seria feliz!

Mi mujer tuvo mil adoradores: su gracia, su perfecta educación , su extrema juventud, su elevada clase, todo atraía en derredor suyo á lo más escogido de la alta sociedad: la traje aquí, y aquí sucedió lo mismo.

Mil veces pedí al cielo un hijo para mi consuelo y compañía: el cielo me lo negó siempre.

Las relaciones más durables en mi mujer han sido las de tu marido: he llegado hasta á olvidar todos los preceptos de la dignidad de esposo, quejándome á Rita de su intimidad con Benavente; pero ella me ha respondido como siempre:

— ¿Crees tú que yo puedo amar á semejante hombre? hazme más favor.

Pero su intimidad sigue, acaso por uno de esos caprichos femeniles que forman el carácter de Rita, acaso porque sienta un afecto verdadero por ese hombre: no la creo culpable: su coraron es demasiado frió para eso: es una niña que ve en cada hombre un juguete, y que gusta más del que más la halaga: pero yo estoy solo y triste: en vano he procurabo volver á mi vida de disipación y de aventuras: nada llena el inmenso vacío que deja en mí la indiferencia de esa mujer.

Berta, cuando nos ha escrito, jamás nos ha hablado de esa niña que se criaba bajo su protección: su delicado corazón creyó deber ocultar á su hermana el triste secreto de su nacimiento; pero yo he sabido, porque tu marido lo dijo á Rita, que ibas á traerte á una niña hija tuya, y que ya tenias al casarte con él: Rita me lo dijo á mí: mi corazón me avisó y he venido para decirte: — Dolores, tú tienes dos hijas! dame pues la mia, para que me vengue de los martirios de mi matrimonio, y para que acompañe mi soledad!

— Y yo, repuso Dolores, te respondo: — Gonzalo, jamás te cederé la hija que abandonaste y que yo recogí: quítamela si puedes!

— ¡Oh, si pudiera! exclamó el Conde levantándose con los mejillas teñidas con la púrpura de la cólera: si pudiera justificar que esa niña era mia, te la quitaría y huiría con ella! '

— Lo sé, y te desafio á que lo hagas.

— Dolores, repuso el Conde, veo que eres mi enemiga mortal, y, sin embargo, quiero confesarte que pensé hallar aun vivos en tu corazón los recuerdos de lo pasado: y qué, ¿será posible que me engañe? ¿tres años han podido cambiarte de una manera tan radical y tan terrible? ¿aquel corazón tierno y todo mió, se ha petrificado de tal suerte que nada pueda ablandarlo?

En aquel instante, el tapiz de una puerta situada á espaldas del Conde, y que comunicaba con las habitaciones interiores, se agitó produciendo un leve ruido; pero ni Gonzalo ni Dolores lo advirtieron.

— Observo, caballero, dijo la joven con helada é hiriente sonrisa, que á pesar de sus protestas de enmienda, no se ha hecho Vd. mejor de lo que era, y que aun ha ganado algunos pasos en el terreno del mal: viendo que con la verdad no puede engañarme, acude á la mentira: ¿va Vd. á decirme ahora que aun podrá amarme? ¡seria gracioso!

— ¿Es acaso imposible que así suceda? preguntó el Conde tomando una mano de la joven que halló helada: ¿crees que los recuerdos no tienen ningún poder sobre mí?

— Lo creo así.

— Pues bien: oye lo que voy á proponerte: huyamos con mi hija y con la tuya: yo la acepto también: nos fijaremos en cualquier rincón del mundo: me bastará la más modesta existencia al lado de mi hija... procuraré olvidar del todo á Rita, y tú volverás á ocupar mi corazón! sí! no lo dudes, nuestros recuerdos nos ayudarán para formar de nuevo el lazo de nuestro amor! cede, Dolores! cede, y todo, todo lo abandonaré por tí!

Un grito de la joven siguió á estas palabras: de entre los pliegues del tapiz de seda, habia visto salir á la amenazadora y sombría figura de su marido.

El Conde, siguiendo la dirección de la mirada de Dolores, se volvió para ver quién causaba su terror: pero en el mismo instante sintió en su mejilla la huella de una mano que descargaba sobre ella una terrible bofetada.

Loco de furor, fué á arrojarse sobre Florestan: pero este le presentó con la otra mano una tarjeta.

— Lea V. eso, le dijo señalando un renglón escrito con lápiz que se veia debajo de su nombre, y salga alinstante de aquí: ya lleva Vd. señaladas las dos mejillas: la una por la mano de mi mujer, el dia de su casamiento: la otra por la mia, al quererla arrancar de su casa y del lado de sus hijas, llevando ya mi nombre.

Gonzalo dió algunos pasos hácia la puerta, siguiéndole Dolores con una mirada, en la que brillaba un triunfo salvaje.

— ¡Dios es justo, asesino de mis padres! le gritó con voz ronca y agitada: Dios es justo y morirás á manos del amante de tu mujer!

El Conde salió de la estancia: la joven iba á desaparecer también por la misma puerta que habia dado entrada á su marido, cuando éste, tan tranquilo como si acabara de despedir cordialmente á su mejor amigo, le dijo con voz serena y afectuosa:

— Espera, Dolores: tenemos que hablar.

CAPITULO XVI. Despedida.

— Siéntate, prosiguió diciendo Florestan señalando á su esposa el mismo sillón que ella habia ocupado durante su entrevista con el Conde: siéntate y hablemos. Dolores se sentó.

Su marido se sentó también, y luego continuó tranquilamente:

— El renglón escrito con lápiz, que recomendé al Conde que mirase en mi tarjeta, solo dice estas palabras: Mañana, al amanecer , detrás de los Inválidos con un testigo. Es indudable que irá, y es seguro que uno al ménos de los dos, ó los dos quizá, quedaremos allí: si yo soy el solo que muere, tanto mejor: tengo sobre mí muchas culpas, pero ningún crimen: si sobrevivo, no me será tampoco sensible, pues la suerte tal vez me tendrá aun guardados algunos dias hermosos: pero que muera ó sobreviva, no volverás á verme en el segundo caso, sino después de mucho tiempo, porque tendré que espatriarme: la causa de este duelo, ya la sabes, ó tu penetrante talento la adivina: amo á Rita con toda el alma, con un amor devorador, como se ama á los cuarenta y cuatro años: es decir, con el último amor de la vida: ¿por qué? no lo sé: ' acaso si lo supiera, no la amaría tanto: la pasión es tanto más vehemente y más ciega cuanto tiene ménos razón de ser: ello es que la idolatro, que detesto á su marido... y como además me ha inferido este la injuria de quererte arrancar de mi lado y de llevarse también á mi hija, quiero matarle.

Dolores hizo un gesto de asentimiento, como si se tratase de la cosa más sencilla.

— Ahora bien, Dolores, prosiguió Benavente: yo no he sido para tí lo que hubiera debido ser... no... no he mirado ni aun por mi hija, y eso que la quiero con todo mi corazón: á mi muerte, ó á mi expatriación, es decir, mañana, os veréis en la miseria... anoche perdí el último dinero que me quedaba... y tengo además tantas deudas que el mobiliario se venderá para pago de acreedores y aún quedarán muchas insolventes: Dolores, cerca ya de la muerte, conozco lo culpable que he sido contigo y con mí hija, por la que tampoco he mirado como era mi deber.

— ¡No lo siento por mí, repuso Dolores con una voz que, á pesar de su fortaleza, alteraban las lágrimas: lo siento por ella, y por ella no puedo perdonarte! ¡ella es inocente de mis extravíos y de los tuyos: ni tú ni yo debíamos obligarla á comer el pan de la infamia... héme aquí sola de nuevo sobre la tierra, sin recursos, sin amigos... y además, madre de dos hijas! ¡oh, Florestan! ¡vas á responder, delante de Dios, de haber enlazado mi destino con el funesto tuyo! porque si yo me hubiera unido á otro hombre, las manchas de mi frente se hubieran lavado y hubiera podido rehabilitarme á mis ojos y á los de la sociedad entera.

— ¡En tanto que ahora, dijo Florestan como para completar el razonamiento de su mujer: en tanto que ahora caerás en el abismo á donde te arrastrarán la pobreza, la juventud, la belleza, y las seducciones de los placeres y de la opulencia! ¡lo sé Dolores, y eso es lo que lloro amargamente! ¡para olvidar la fatal pasión que la Condesa me habia inspirado, pasión devoradora como un incendio, he jugado, y he perdido; me he lanzado á todos los desórdenes que hacen olvidar, y sin embargo, su imagen está aquí, exclamó golpeándose fuertemente el pecho con su mano, y solo saldrá con mi último suspiro!

— Acabemos, Florestan; dijo Dolores con salvaje orgullo: creo que no me has hecho detener para que escuche la pintura de tu amor por la Condesa: ¿qué es lo que tenias que pedirme?

— ¡Que eduques á mi hija bajo las leyes de eso que se llama virtud! exclamó aquel hombre desalmado uniendo las manos con fervor: ¡que no la dejes penetrar en tu vida, si es, como no podrá dejar de serlo, culpable y sombría! ¡Dolores, un presentimiento me dice que voy á morir, y te hablo como un moribundo: en esta hora suprema, lloro amargamente el no haber sido hombre honrado, buen esposo y buen padre!., ¡yo corro hácia el suicidio, porque este duelo debe hacer para mí las veces de tal: he provocado al Conde, porque no puedo vivir sin el amor de su mujer, ni puedo vivir tampoco pobre, lleno de deudas, arruinado y escarnecido de mis compañeros de desórdenes y de los que han ayudado á perderme: pero hoy quisiera ser joven, y en vez de esa senda del vicio, cubierta de flores, quisiera emprender la senda escabrosa de la virtud!

— Lo creo! respondió Dolores, cuyo sombrío enojo habia dado lugar á una expresión indecible de tristeza: lo creo, porque yo daría también la mitad del tiempo que me queda que vivir, por hallarme hoy al lado de mis pobres y ancianos padres: aun no tengo mas que diez y nueve años, ya esta edad se casan muchas jóvenes honradas. ¡Oh, qué eternidad de tormentos he probado en los tres últimos años de mi vida, es decir, desde que ellos me faltaron! Recogida por caridad, casada después sin amor, y solo por salir de aquel estado de dependencia, he ido deslizándome por la rápida pendiente que con

duce al desorden, y he renunciado á la estimación de las gentes honradas! Hoy tengo deudas., Florestan! debo á Coralia diez mil francos, y, para pagarlos, no sé á qué recurso apelar!..., — Pero, ¿y tú dote que hicistes asegurar? — Le he gastado en un aderezo, que ya he vuelto á vender.

El silencio siguió á estas palabras: el esposo culpable, con la cabeza inclinada, no hallaba acentos en aquella hora suprema: la esposa callaba también.

¿Pensaba en los ultrajes que habia recibido de aquel hombre?

¿Pensaba en el dolor de la pérdida que iba á experimentar?

Ni uno ni otro: aquel corazón frió solo podia latir por la ira: y hasta la ira se apagaba pronto en la helaba superficie de su alma.

Levantóse, tiró de la campanilla y ordenó al criado que se presentó:

— Diga Vd. á miss Ofelia que traiga á mi hija menor.

Un instante después, entró la niña en los brazos del aya.

— Gracias: llamaré dentro de un instante, dijo Dolores, al aya, que se retiró al oir estas palabras.

— Aquí está tu hija, Florestan, observó la joven poniendo á Luz sobre las rodillas de su padre: ora mueras, ora salgas ileso, la expatriacion ó el sepulcro te apartarán de ella; dale, pues, el último adiós.

Florestan inclinó su marchito semblante sobre la rubia cabeza de Luz, y de sus ojos se desprendieron dos gruesas lágrimas.

— Dolores, dijo, devolviéndosela un instante después: no le digas lo culpable que fué su padre para con ella, y edúcala en la virtud, para que rece alguna vez por mí! Y ahora adiós!... adiós para siempre! perdonadme, pobres criaturas, y no maldigáis mi memoria.

Morestan se lanzó fuera del aposento, cubriéndose el semblante con su pañuelo para ahogar los sollozos que se escapaban de su pecho.

CAPITULO XVII. Otra despedida.

Dolores, después de dejar de nuevo á Luz en poder de su aya, permaneció algunos instantes silenciosa.

Luego se echó un chai sobre los hombros, y salió sola de su casa para dirigirse á la de madame Warner. Necesitaba respirar una atmósfera mas pura, porque la de su casa la ahogaba.

Dejémosla en aquel tranquilo hogar, á donde iremos á encontrarla en breve, y volvamos al Conde, quien, después de recibir el terrible bofetón de Florestan, se fué á su casa, como para ocultar su vergüenza y su desesperación.

Halló á su mujer en el pequeño y lindo saloncito que ya conocemos, rodeada de tres ó cuatro de aquellos adoradores á quienes tenia el poder de volver locos con sus mimos y sus gracias, y á los que jamás concedia el favor más insignificante.

Aquella bella estátua de cera, blanca y de color de rosa, no concedia á ninguno de los que le atribuían por amantes ni el favor de besar las puntas de sus lindos y sonrosados dedos.

Concedia algunas dulces miradas; algunas encantadoras sonrisas: la distinc on de cogerle el pañuelo cuando se le caia, de llevarle al teatro el ramillete y los gemelos, de regalarle dulces perfumados: nada más, y aun esto, se lo concedia á los más favorecidos.

Su gracia hechicera y mimosa hacia esperar nuevas concesiones; pero estas concesiones no llegaban nunca, y, cansados de esperar, habia algunos que de amantes, se convertían en enemigos suyos. Estos eran los que la calumniaban, alabándose de preferencias que jamás habían podido obtener.

Al ver á su marido, se volvió lánguidamente, pues para él era para quien especialmente reservaba su coquetería, y le dijo alargándole la mano: — ¡Ah! ¡tú por aquí, amigo mió! ¿de modo que hoy vas á darme el gusto de comer conmigo? ¡si vieras cuánto me alegro!

— Rita, repuso el Conde sin tomar la mano que aquella le ofrecía: tenemos que hablar.

Era exactamente lo mismo que Florestan habia dicho á Dolores. Tenemos que hablar. Los cuatro almibarados visitantes dejaron sus sillas, y se despidieron de la Condesa al verse asi despedidos por su marido.

— ¡Dios mió! ¡que habrán dicho esas gentes, Gonzalo! exclamó Rita cruzándolas manos y dirigiéndose al Conde; esoha sidocasi despedirlos.

— Ha sido despedirlos positivamente, repuso el Conde.

— Pero ¿qué es eso? ¿tienes que decirme algo en secreto, Gonzalo?

— Sí, Rita: óyeme con atención: mañana, al amanecer, tengo un duelo.

— ¡Un duelo! repitió la Condesa.

— ¡Sí, un duelo á muerte... y por tí! me voy á batir con Benavente.

— ¡Gran Dios! exclamó la joven levantándose pálida y demudada, porque en realidad no tenia mal corazón: ¡un duelo con Benavente... y por mí! . . .

— Sí, tus coqueterías le han vuelto loco... ha buscado un pretexto, le ha hallado para provocarme... me ha insultado, me ha herido el rostro... y mañana nos batimos: Rita, esta misma noche déjalo todo aquí, y vete á Madrid al lado d.e tu hermana... en donde permanecerás hasta que vuelvas á casarte honradamente.

— ¡Qué dices! exclamó la Condesa, ¡que te deje!., no, no Gonzalo... ¡yo te amaba hasta el punto de casarme contigo sabiendo tus compromisos con otra mujer... hoy al ver en peligro tu vida, siento renacer aquel amor... el primero de mi vida y el último!

Rita hablaba estrechando las manos de su marido y anegada en lágrimas.

— ¡Pobre niña! murmuró el Conde: ¡que extraño es que te hayas dejado deslumhrar por la lisonja si aún no tienes diez y ocho años! ¡no llores así, porque necesito conservar todo mi valor para vengar mi injuria y tú me lo quitas; yo te amo con pasión, con la única pasión verdadera de mi vida, y moriré amándote!... ¡ay! ¡en nuestra clase parece ridículo el tener corazón, y por lo mismo nos está vedada la dicha del hogar doméstico! pero los instantes son preciosos y no debo pasarlos en ociosas lamentaciones: oye, para que no te juzgues tan culpada y para que cumplas un encargo mió.

Mis compromisos con esa joven que tú acabas de nombrar iban mucho más allá de lo que tu supones: poco después de nuestro enlace 7 dió ella á luz una niña. . . tu hermana la ha criado.

— Berta no me ha dicho nada nunca, observó Rita enjugando sus lágrimas.

— Lo sé; tu hermana es demasiado generosa para afligirte inútilmente: esta niña ha sido reclamada hace poco por su madre: cansado yo de la soledad moral en que tu género de vida me dejaba, fui esta misma tarde á pedir mi hija á Dolores... y se la pedí de rodillas... pero me la negó... en esta humillante postura me sorprendió su marido, y me insultó... de un modo que solo se puede lavar la mancha de esta afrenta con su muerte!... Tal vez yo seré el que muera, y ya sea así ó ya sobreviva y tenga que pasar á país extranjero, te suplico, Rita, que hagas lo posible por arrancar á esa niña desgraciada del poder de su madre.

— Te lo ofrezco, dijo la pobre Rita, cuya ligereza se habia fundido en un inmenso dolor: ¡quiera Dios dejarte vivir para que yo pueda reparar mis faltas contigo! ¡pero sea cualquiera tu suerte, tu hija será como si fuera la hija de los dos!

— ¡Gracias, Rita! respondió el Conde: ¡nunca he desconfiado de tu generosidad; pero esa mujer no te la querrá dar... esa mujer no tiene corazón... su alma está petrificada, y soy yo quien la ha hecho dura como el mármol! ¡era un ángel, y yo la he convertido en un demonio! ¡si no te la da, vela al menos por ella!

— Haré todo lo que pueda, y no dejaré de trabajar hasta lograrlo.

— Nada más te encargo, prosiguió Gonzalo: nada más si no que, si te casas, te fijes mucho en la elección: no des con un hombre indigno de tí, mi pobre Rita... esa seria la mayor de las desventuras... esa ha sido la perdición deesa pobre mujer, esa es la desgracia de muchas infelices criaturas que el mundo juzga y abruma con su execración. Ahora adiós, Rita, prosiguió el Conde procurando dar alguna firmeza á su voz: parte á Madrid esta noche misma... yo creo que Dolores marchará también, puesto que su separación de Benavente es irremediable: si permanece aquí, reclámale á mi hija desde allí... y haz todo lo que esté en tu mano para lograr su tutela.

— No, dijo Kita: ¡nada haré, Gonzalo, hasta saber cuál ha sido tu suerte en ese duelo fatal que quisiera evitar á costa de mi vida! ¡déjame quedar aquí, en tanto que tú haces tus preparativos, para rogar á Dios por tí!

El Conde, sin responder, abrazó á su mujer y se retiró á su cuarto para arreglar sus papeles y disponerse á fin de estar con su testigo en los Inválidos al rayar el nuevo dia.

CAPITULO XVIII. El duelo.

Dolores halló á Margarita trabajando entre sus dos hijos, según costumbre.

Una pequeña lámpara de cristal con pié de bronce ardia sobre una mesita cubierta con un tapete; y alumbrada por aquella dulce claridad, Margarita bordaba una exquisita pieza de batista; era una camisa de mujer, adornada de preciosos encajes: Dolores echó sobre ella una mirada distraida, y vio que Margarita terminaba la última letra del nombre de Coralia.

Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios, y brotó en su corazón un pensamiento más amargo todavia.

— Hé aquí, pensó, esta noble criatura trabajando para una mujer perdida! Aquí está ella consumiendo su frágil existencia en adornar á esa mujer que pasa su vida en la opulencia comprada con la deshonra! ¡y esta es la justicia del mundo!...

— Amiga mia, la veo á Vd. muy triste, dijo Margarita á Dolores: ¿le sucede á Vd. alguna desgracia!

— Sí, respondió la joven: esta es para mí una noche horrible, Margarita! quiero pasarla aquí á su lado, porque, si no, me volvería loca!

— Veamos ¿qué sucede? preguntó Mine. "Warner clavando la aguja en su bordado: ¿está mala algunas de las niñas?

— No, mis hijas están buenas, Margarita, y duermen tranquilamente.

— Voy á acostar á Ida, dijo Mme. "Warner y después podremos hablar: amiga mia, confíeme Vd. lo que la atormenta: yo soy una pobre mujer que todo lo ignora en el mundo: mis dolores son y han sido siempre sencillos, como mi vida y mi condición; pero sé sentir, y, aunque otra cosa no sea, las penas que se comparten pierden la mitad de su amargura: acostaré á los niños, y luego, amiga mia, nos iremos á su casa de usted para que no oigan lo que Vd. me confíe.

Dolores se sentó y tomó sobre sus rodillas á la pequeña Ida, empezando á desnudarla en tanto que Margarita persuadía á su hijo de que debia acostrase, á lo que Frantz accedía de bastante mala gana.

Poco después, ambos niños se hallaban en sus lechos.

— Vamos, dijo Margarita tomando una bugía para alumbrar á Dolores.

— ¡No! repuso ésta; Margarita, no vayamos á mi casa, porque me horroriza esta noche: hay en ella una cosa que me hiela! se respira allí un hálito de muerte... huyendo de allí, he venido á refugiarme al lado de Vd... no, no quiero volver!

— Bien: aquí nos estaremos, repuso la viuda: hablando á media voz, Frantz no se enterará de nada, y se dormirá al instante: ¡valor! ¿qué sucede?

— Mi marido se bate al amanecer.

— ¡Cielos! exclamó la alemana palideciendo: ¡eso es horrible! ¿con quién? ¿por qué causa?

— Su adversario es el Conde de Elven: de la causa poco puedo decir, porque está enlazada con la historia de toda mi vida... historia de lágrimas y desesperación!

— ¡Pobre joven! murmuró Mme. "Warner: ya habia yo leido en su semblante que era desgraciada: pero nada me diga Vd.: no haga mayores las heridas de su alma!... quiero consolarla y no agravar su dolor... ¿no hay algún medio de evitar ese duelo? ¿no puede haber avenencia?

— ¡Ninguna!

— ¿Quiere Vd. permanecer aquí al lado de mis hijos, y que yo vaya á su casa para ver lo que sucede?

Dolores iba á responder: pero en aquel momento se oyeron en la escalera pasos precipitados, y el roce de un traje de seda.

Un instante después, sonó la campanilla, agitada, al parecer, por una mano trémula.

Margarita abrió, y una joven pálida, con la cabeza descubierta y el cabello descompuesto, se precipitó en la estancia.

— La Condesa de Elven! exclamó estupefacta Margarita, que conocia á la joven, porque habia ido muchas veces á encargarle bordados.

— Señora, balbuceó: hay aquí una señora de esta vecindad que se llama...

— Dolores Herrera de Benavente: aquí está, dijo la esposa de Florestan adelantando algunos pasos.

— ¡Ah, no me han engañado los criados! exclamó la Condesa: aquí está! bendito sea Dios!

— Señora, siéntese Vd., porque no se puede sostener, dijo Margarita aturdida con aquella visita á las diez de la noche, y acercando una silla á la Condesa, que se dejó caer desplomada en ella.

— ¡Es verdad! yo me siento morir, dijo Rita con voz trémula, y pasando por su pálida frente, que bañaba un sudor frió, su pañuelo de batista: luego, volviéndose hácia Dolores, exclamó juntando las manos:

—¡Piedad!

— ¡Piedad! repitió Dolores, cruzando sus brazos sobre elpecho y con una risa sardónica, porque adivinaba á lo que aquella mujer había ido allí: ¡piedad! ¿y de quién?

— De mi marido! Vd., señora, puede evitar ese duelo fatal haciendo que el suyo le dé una satisfacción del insulto que le ha inferido!... Dolores, amiga mia, déjeme Vd. darle este nombre ya que lo ha sido de mi hermana! vengo de su casa de Vd., á donde he ido para arrodillarme á sus piés y decirle: — ¡Perdón para mi marido! él la ha hecho desgraciada! pero yo, ¿qué culpa tengo?

— ¿Pues por quién, si no por tí, criatura miserable, soy yo infeliz? exclamó Dolores, fijando en la pobre Rita una mirada enfurecida: ¿por quién me abandonó Gonzalo? ¿qué es lo que ha causado mi desgracia sino este infausto casamiento? ¿no recuerdas el dia que salias de la iglesia, cómo la desesperación trastornó mi juicio y que herí á tu marido en el rostro? pues en aquel instante dejé de ser lo que siempre habia sido, la niña tímida y pura, y me convertí en una mujer vengativa y fiera! tú, entre el oro y la seda de tu palacio, al lado del hombre á quien tanto amaba yo, entre el incienso de la lisonja, eras dichosa, mientras yo devoraba los ultrajes de un hombre á quien no amaba, y que se casó conmigo solo por satisfacer un capricho de los sentidos! á tí te rodeaba la ventura por todas partes! á mí la desgracia! tu destino era alegre y rosado! el mió triste y sombrío! y sin embargo tú has sido mil veces más culpable que yo! con tus coqueterías, que la sociedad en que vives y hasta tu mismo marido llamaban inocentes, has hecho tu presa del hombre á quien yo estaba unida, y cuyo escaso mérito ni aun bastaba á atenuar tu falta!

— Pero, dijo Rita alzando su rostro bañado de lágrimas, Vd. sabe que mi marido no fue á hablarle de amor, sino á pedirle su hija!

— ¿Y por qué fue? ¿acaso se hubiera acordado jamás de esa hija desgraciada si hubiera sido feliz contigo, si hubiera tenido hijos legítimos? ¿y pensaba que le iba yo á dar esa hija de su crimen y de mi vergüenza? Antes le quitaría la vida yo misma! Señora, prosiguió Dolores con creciente exaltación y tomando la mano de Margarita, que, retirada en un ricon, escuchaba, trémula de asombro, aquellos sombríos misterios de la vida: Vd. que tiene una alma pura, venga Vd. y sea juez en esta contienda: yo era aún una niña, y un hombre me engañó, me abandonó después y el dolor de esta desgracia mató á mis honrados padres: tuve una hija y mi seductor, sin pensar en ella, se unió á esta mujer, á la que amaba tanto como habia fingido amarme á mí: ella le olvidó bien pronto por ese comercio escandoloso de miradas y sonrisas que algunas damas del gran mundo creen que á nada compromete, y una de las víctimas de su coquetería fué mi propio marido: este, desesperado por no poder poseerla, quiere morir, en vez de suicidarse, después de haberme dejado en la miseria: pero quiere morir vengándose y matando al que es su legítimo dueño: en una palabra, quiere probar á dejarla viuda para ver si se puede casar luego con ella, porque sin duda la sociedad autoriza todo esto: ahora bien: debo yo compadecerme ni de ella ni de ninguno de esos dos hombres? el uno es el que me perdió, el verdugo de mis padres: el otro es el que de desorden en desorden y, para poder olvidarla, ha olvidado también que era esposo y padre, y quiere morir ó matar: ¿quién es aquí la más desgraciada? ¿quién es la mas culpable?

— Aquí está la desgracia, dijo Margarita con voz triste y profunda, extendiendo al mismo tiempo su blanca ma^io hácia Dolores: aquí la culpa! y señaló á Rita, quien, anonadada ante aquella fatal sentencia, dejó escapar un grito lastimero, y se cubrió el semblante con las manos. Empero no hay desgracia que no se pueda aliviar, ni culpa que no pueda borrarse. Dolores, mi pobre y desgraciada amiga, el deber de Vd. es el de ir á ver si puede evitar ese duelo fatal: el deber de Vd. es el mismo, Sra. Condesa: ¿no ha de verificarse al amanecer, detras de los Inválidos? pues cuando no se pueda evitar de otro modo, las dos deben ir al lugar del combate y deben procurar poner paz entre esos dos hombres, que son I ahora dos enemigos mortales.

— Ir allí! evitar que se batan esos dos hombres que me han ultrajado, desdeñado y herido! exclamó Dolores: no, no haré jamás semejante cosa!

— Yo sí! repuso Rita levantando su bello rostro: yo suplicaré á mi marido, le rogaré que no se bata, alménos, por mí! oh, Dios mió! en qué he pensado que antes no lo he hecho! que antes no le he rogado con más empeño, con más calor!...

— Aun es tiempo, señora, observó Margarita: aun podrá evitar quizá que su marido muera... vamos, yo acompañaré á Vd.; no quiero dejarla sola en tan amargo trance!

Las dos mujeres se lanzaron fuera de la estancia. Dolores quedó sola, muda y sombría en aquella habitación, en la que únicamente seoian su oprimida respiración, y el dulce rumor del aliento de los niños que dormían tranquilamente. Eran las dos de la mañana.

Dolores permaneció mucho rato inmóvil, y como entregada á una especie de sonambulismo.

Pasaron las horas. La primera claridad del dia empezó á teñir de rosa y grana el horizonte, y penetrando por la ventana hizo palidecer la luz de la lámpara, que, falta de vida, fué poco á poco extinguiéndose sin que Dolores se apercibiese de ello.

Un pequeño ruido que oyó en la cerradura de la puerta de la habitación la sacó de aquella dolorosa soñolencia y la hizo extremecerse: levantó su dolorida cabeza y vió entrar á madame "Warner.

— Qué hay? le preguntó.

— Se han batido, respondió Margarita.

— ¿Y mi marido?

— Ha muerto!

—¿Y el Conde?

— Ha huido!

Dolores no añadió una sola palabra, y salió de la habitación con lento paso.

PARTE TERCERA. AURORA DE CONSUELO.
CAPITULO I El aya.

Eran las once de una fria noche de invierno, y la lluvia, que empezaba á desprenderse en gruesas gotas de negros nubarrones, anunciaba que iba á descargar un violento temporal, cuando dos jóvenes, que aun podian llamarse dos niñas, se hallaban sentadas ante un velador maqueado, que sostenia una lámpara y un servicio de té, de plata cincelada, para tres personas.

Empezaremos por el fondo del cuadro antes de delinear las figuras.

Era una estancia grande, y caldeada agradablemente por una chimenea elegante, en la que ardia un alegre y abundante fuego.

Los muebles eran cómodos, pero modestos, si bien de graciosa forma y positivo valor: la caoba tallada hacia allí el papel más importante, unida auna tapicería de lana y seda de grandes dibujos: pero todo esto se hallaba cuidadosamente cubierto con unas fundas de percal francés, de cuadros blancos y azules, en las que resaltaba una limpieza escrupulosa.

Sobre la chimenea, un hermoso espejo reflejaba la graciosa y artística forma de un reloj de bronce oscuro, cuya magnífica esfera blanca señalaba las horas: dos candelabros, de bronce también, y compañeros del reloj, sostenían ocho bugías con arandelas de cristal tallado y sin empezar, cuya circunstancia las constituía en un adorno más.

Mas allá de los candelabros y guardando perfecta simetría, dos copas de porcelana ostentaban dos ramos de flores de estufa, que si no derramaban más que un perfume muy escaso, alegraban los ojos con sus bellos colores.

Seis cuadros al óleo, encerrados en marcos muy sencillos, representaban la pura infancia y la santa adolescencia de la Virgen María.

La gracia risueña, la hermosura celestial de la Madre de Dios, estaban retratados en todos aquellos lienzos, obra, á no dudarlo, de un gran pintor: una imaginación joven y fresca había poetizado hasta lo ideal la encantadora y sublime belleza de la elegida para reina del cielo. Al pié de cada uno de aquellos magníficos lienzos, se veia esta firma con letras modestas y pequeñas:

Frantz Warner.

Las personas que á la sazón se hallaban en la estancia, eran tres.

Las dos jóvenes de que hablé al empezar este capítulo, y una señora de cabellos blancos, cuya alta y desgarbada estatura, extrema delgadez, y gran cofia de batista, la daban á conocer por una juiciosa miss inglesa.

Era de fisonomía grave, pero llena de bondad, y en la que resplandecía una inocencia enteramente monjil.

Miss Ofelia era una criatura verdaderamente angelical.

Muy fea y muy pobre, solo habia tenido un novio, grueso y acaudalado comerciante de la Cittó, en Londres: pero ella era delicadísima en todos sus gustos y pensamientos, y se dijo, no sin razón, que no podría ser feliz al lado de aquel hombre, y que tal vez el perpetuo sacrificio de sí misma no bastaría á conquistarle la paz doméstica, que era lo que más apreciaba en este mundo.

Cerca de treinta y seis años tenia ya cuando perdió á su madre, que era, desde hacia largo tiempo, su única familia: desposeída completamente de recursos, pero contando con esa perfecta ilustración que es el mejor y mas sólido patrimonio de las mujeres inglesas, resolvió dedicarse á la educación de señoritas, y logró, por medio de sus muchas relaciones, colocarse en casa de una dama que tenia una sola hija, enferma del pecho, con la que iba á hacer un viaje.

La pobre madre, creyendo que la distracción hacia bien á su hija, eligió Paris para residencia, y marchó con ella y el aya, que se esmeraba de un modo admirable en descansarla y prodigarle consuelos.

Dos años llevaba miss Ofelia en compañía de aquellas señoras, con las que viajó mucho, cuando la joven enferma pasó á una vida mejor en Paris á la vuelta de un viaje á Niza: la modista de aquellas señoras lo era también de Coralia, la Vizcondesa de Sennanges, y le rogó que buscase una colocación para la pobre inglesa entre sus numerosas relaciones.

Coralia la propúsola su amiga Dolores, que desde luego la aceptó para el cuidado de sus hijas, no obstante ser la una de algunos meses y la otra de dos años y medio.

Al ver aquella sencilla mujer, con su vestido negro, su papalina blanca, y su grave fisonomía, Dolores, que hacia largo tiempo que, á fuerza de haber llorado mucho, no lloraba ya, sintió que sus ojos se inundaban de lágrimas.

Miss Ofelia le recordaba á su madre.

El aya fué muy modesta al fijar sus honorarios; se avino á cuanto se le exigió, y pareció alegrarse mucho de hallar en sus educandas dos niñas muy pequeñas.

— Yo creí, dijo la señora de Benavente, que esto seria un inconveniente para Vd.

— Al contrario, señora, repuso el aya, que hablaba muy bien el español: así las niñas me tomarán más cariño, y tengo ademas la seguridad de que estarán educadas por mí sola.

— Pondré á la disposición de Vd. los criados de interior que juzgue necesarios, dijo Dolores, que sabia cuán exigentes son las ayas inglesas.

— Solo juzgo precisa, señora, una niñera para la niña mayor: la otra irá en los brazos de su ama.

— ¡Cómo! exclamó Dolores sorprendida: ¿no necesita Vd. doncellas para las niñas? — Las considero inútiles, señora. — ¿Ni una sola?

■ — Ni una: yo las vestiré, y en ello tendré un gran placer: conforme vayan creciendo, las enseñaré á servirse por sí mismas, porque algún dia lo pueden necesitar.

— Señorita, dijo Dolores, que se habia extremecido al escuchar estas últimas palabras, usted previene todos mi deseos: quiero, para estas niñas, una educación modesta, porque nada tienen; cristiana... para que sepan soportarla adversidad, que tal vez las aqueje algún dia... me han dicho que es usted católica, y esta ha sido para mí la mejor recomendación: pero ahora veo que tiene Vd. otras muchas: á pesar de la modestia que deseo para mis hijas, y que usted profesa como principio, tendrá Vd. una niñera, lo nodriza de la menor, un criado, y una camarera; estos cuatro sirvientes se hallarán completamente á las órdenes de Vd. y se mudarán cuando su servicio le disguste: estarán dedicados solo á complacer á Vd. y á mis hijas.

Miss Ofelia se inclinó con reconocimiento. — También tendrá Vd. un carruaje para el servicio de mis hijas y el de Vd., añadió Dolores: solo tengo uno, pero yo salgo muy poco y eso poco á pie.

— Yo ando mucho, señora, y acostumbraré á mis educandas al saludable ejercicio corporal, dijo el aya: por mi parte, á nadie conozco aquí, y solo iré alguna vez á casa de mi hermana.

Algunas lágrimas cayeron de los azules ojos del aya, y su semblante expresó un agudo dolor.

— Yo creí que era Vd. sola, observó Dolores: así me lo habían dicho.

— Señora, respondió el aya, tengo una hermana: mi madre estuvo casada en primeras nupcias con un inglés, y de este matrimonio nací yo: casó después con un alemán, y tuvo otra hija de este nuevo enlace: su segundo esposo murió muy pronto, y la niña que dejó fué recogida por sus abuelos paternos y criada en Alemania, donde se casó: yo seguí al lado de mi madre, con ella volví á Londres, y con ella viví hasta que Dios se dignó llamarla á sí: mi hermana vino a Paris con su esposo, que perdió también la vida, quedándose sola en la tierra para amparo de sus dos hijos... ¡Pobre Margarita! Dios sabe que si sufro en el mundo es solo por ella y por sus niños!

— ¿Que dice Vd., se llama Margarita? preguntó admirada la señora de Benavente.

— Ese es su nombre.

— ¿Cómo era el de su esposo?

— Frantz "Warner.

— Conozco á esa noble joven, dijo Dolores tras algunos instantes de silencio: no podia Vd. tener mejor recomendación para mí, señorita, que ser hermana suya.

— Es la misma virtud, repuso Ofelia con un entusiasmo de que no se la hubiera creído capaz: cuando ella vino á París, aun me hallaba yo al lado de nuestra madre: á pesar de su pobreza, que aumentó con la larga enfermedad de su esposo, nos llamaba á su lado: venid, nos decia: lo pasaremos mejor todos juntos, y me ayudareis á cuidar de mi pobre Warner. Ya estábamos decididas, cuando murió Warner, y poco después le siguió mi madre.

— Siento anunciar á Vd., querida miss Ofelia, observó Dolores, que va Vd. á separarse de nuevo de ella: acabo de enviudar, y dentro de algunos dias salimos para España.

— Hágase la voluntad de Dios, dijo la inglesa, si ella es que yo viva lejos de Margarita: cuanto tenga, señora, y deba á la generosidad de usted, será suyo y de sus hijos: mis necesidades son pocas: habiendo renunciado al mundo y á sus vanidades, de las que, por otra parte, he vivido siempre muy separada, me basta un modesto traje, y solo apetezco el retiro, que para mí estará embellecido por la presencia de mis dos niñas.

Pocos dias después de esta conversación, salió para Madrid Dolores con sus dos hijas y el aya.

Ofelia fué á despedirse de Margarita, y la instó á que partiese también á Madrid para vivir cerca de ella.

— Eso es imposible por ahora, hermana mia, respondió Margarita: siempre he mirado en tí á una madre buena y amorosa: pero hoy debo hacerte reflexiones, de las que sin duda reconocerás la justicia: no perdonaré ningún sacrificio para que mi hijo sea un gran pintor: y ya que no pueda enviarle á Italia, deseo que por ahora estudie con alguno de los maestros que dan honra á la Francia.

— Está bien, dijo Ofelia: ¿pero si tu hijo pudiera ir á Italia, vendrías tú cerca de mí con tu hija?

— Tal vez sí, contestó Margarita: á tu lado seria mucho ménos desgraciada.

— Pues bien, hermana mia, dijo la inglesa estrechando afectuosamente la mano de la alemana: desde hoy todos mis esfuerzos irán encaminados á lograr que tu hijo vaya á Italia, y que tú vengas cerca de mí: quiero educar á tu hija y aliviarte al menos de ese cuidado: Margarita, yo he prometido á la señora de Benavente acompañarla; pero ahora se despedaza mi corazón al pensar en que debo separarme de tí.

— ¡Cómo! exclamó Margarita: ¿la casa donde has entrado de aya es déla señora de Benavente?

— Sí: ella me ha dicho que te conoce.

— En efecto: me ha dado bordados alguna vez. Ofelia, la bondad divina es la que te lleva á su casa, como el ángel guardián de sus pobres hijas! ¡es una mujer desgraciada y quizá culpable: pero sé poco de su vida, y eso poco ni yo te lo debo decir, ni tú querrías escucharlo. . . Contentémonos con compadecerla, y no penetremos en las profundidades de su existencia: sus dos niñas ya no me parecen dignas de lástima, pues que te tienen á tí, mi buena y santa hermana! ¡parte, y que Dios te ayude en tu noble tarea!

Ofelia partió, pues, para España con Dolores y sus hijas, á las que tomó desde luego un cariño entrañable.

CAPITULO II. Contrastes.

Las niñas eran encantadoras: Lágrimas no era hermosa, pero era imposible defenderse del admirable prestigio de su viveza y de su gracia: dos ojos grandes y negros alumbraban su carita morena y dulce: su nariz, muy pequeña, era levantada: su boca, pequeña también, de labios finos y acarminados: su dentadura, sin ser perfecta, era muy blanca: su frente, cargada de cabellos negros, era quizá la más encantadora de sus facciones: dos espesas trenzas, que bajaban desde sus sienes, guarneciansu rostro oval, dulce y expresivo.

Su estatura, pequeña y llena de gracias, era ya airosa: sus pies y manos eran diminutos: adoraba á su hermanita, y le cedia sus dulces, sus juguetes, y todo lo que poseia, colmándola de caricias.

Luz era el ideal de la belleza infantil: pero de esa belleza que promete crecer en vez de ir á ménos, y cuya perfecccion se adivina para más tarde, como se adivina el brillo de un rico diamante á través de un ligero velo.

Más robusta que su hermana, era al propio tiempo más delicada en su tipo: era tan fina su tez, que se veia sin trabajo circular la sangre bajo su blanca epidermis: sus cejas, cabellos y pestañas, sin ser negros, tenian un oscuro y sedoso color que se podia llamar castaño subido: sus ojos eran dulces y tristes, y á la más leve emoción se arrasaban de lágrimas.

Tan fácil era para Luz ponerse pálida, como sonrosearse vivamente, y estos dos matices de su rostro dependian de la variedad de sus impresiones.

Su boca, delábios más gruesos que la de Lágrimas, se asemejaba á una fresa en su cándida y hechicera forma y su encendido color: hubiéránse podido equivocar sus dientecitos con esas menudas perlas de Oriente que llevamos engastadas en los brazaletes ó en las sortijas.

Tenia la nariz pequeña y del más puro dibujo griego: era menos delgada que su hermana, y se parecia á esas vírgenes del inmortal Murillo que nos sonríen en medio de grupos de ángeles.

Tal eran las dos hermanas: en su parte moral habia también algunas diferencias; pero servían solo para hacer resaltar las perfecciones de entrambas.

Era Lágrimas más viva y Luz más dulce: esta más meditabunda, aquella más alegre: Luz sentía más; Lágrimas era más acariciadora; pero las dos estaban unidas por un cariño tan vivo y tan tierno, que parecian un solo ser en el que el cielo habia reunido, con mano pródiga, todo el tesoro de sus gracias y de su belleza.

Una vez instaladas en Madrid en una casa espaciosa de la calle de Atocha, la señora de Benavente reiteró á miss Ofelia todos sus encargos .

— Quiero, le dijo, que se eduquen en la modestia y en la sencillez; que las haga Vd. humildes y cristianas, laboriosas é instruidas, para que sean buenas hijas primero, y luego buenas esposas y buenas madres.

En tanto que así miraba por la verdadera felicidad de sus hijas, Dolores, desposeída de todo recurso sobre la tierra, se dispuso para la azarosa vida que debia costear la educación cristiana y el bienestar modesto de las dos niñas.

Iba á vivir como una aventurera: pero por extrañas bien comprensible contradicción de ideas, queria que sus hijas viviesen muy lejos del teatro de sus desórdenes, y que las rodease tanta pureza como á ella iba á cercarla cieno y miseria.

Por esta causa, la parte de la casa destinada á las dos niñas y á su aya, se hallaba tan distante de la otra parte habitada por su madre, que no podia llegar á ella el más leve rumor.

La habitación de la madre era una maravilla de lujo voluptuoso.

La de las hijas respiraba inocencia, modestia, y ese perfume doméstico, tan suave y encantador, que habla al alma el dulce lenguaje de la virtud.

Las niñas dormian en dos camitas blancas y sencillas, entoldadas de muselina, y veladas por la dulce imagen de la Virgen de la Esperanza.

El lecho de la madre era un suntuoso mueble de cedro y nácar, cuyos cuatro piés, muy bajos, representaban cuatro silfos, y cuyo cortinaje de gasa, bordado de seda de colores, sostenia un cupido de alabastro.

El cielo de este lecho era un soberbio espejo rodeado de flores. Todo guardaba la rñisma proporción.

Este arreglo interior necesitaba sumas enormes para ser sostenido. Dolores nada poseia y le era forzoso hacerse célebre para atraer á sus redes alguno de esos hombres que pagan un capricho ó una pasión con montes de oro.

Dolores no tuvo que esperar largo tiempo. Lord Sheridan, informado por Ooralia de la posición de la joven viuda, y verdaderamente apasionado de ella, la sigió á Madrid, y la misma Coralia, que ya empezaba á no estar de moda en París, le prometió pasar largas temporadas en la corte de España, y al lado de su amiga.

Un año hacia que esta y sus hijas se hallaban en Madrid, cuando Margarita, vencida al fin por las instancias de Ofelia, salió también de París para venir á su lado.

Frantz, cuyo genio para la pintura se levantaba ya á una altura inmensa, habia hallado un protector que le babia propuesto llevárselo á Italia.

Era el Conde Guido Soranzo, joven señor romano, que babia visto un cuadro de aquel artista niño, que figuraba en la Exposición de París, y que representaba la oración del huerto.

Debajo decia en pequeñas letras:

Frantz Warner: de edad de 11 años y 7 meses.

Ante aquel lienzo, en la fisonomía bella y expresiva del Conde Guido apareció el más vivo entusiasmo: se informó del domicilio del joven pintor, y fue á su casa.

— Señora, dijo á su madre: aquí hay diez mil francos. La oración del huerto es mia: parto á Roma y se la regalaré á mi madre: ¿quiere usted dejar á su hijo queme acompañe? Será para mí como un hermanito joven, y en tanto permanezca allí para su educación artística, acompañará á mi madre en la soledad de su castillo situado en la encantadora isla de Ischia: quiero ser su protector, y sé que aprovechará mi protección, porque un gran artista debe tener el alma noble.

Frantz, el pobre Frantz besó llorando la mano del Conde.

¡Iba á Roma, y, gracias á él, dejaba pan para su madre y su hermanita!

Dos dias después partieron, y Margarita fué á consolarse de aquella dura separación al lado de su hermana.

Ida, que tenia unos siete años más que Luz y cinco más que Lágrimas, se hizo la mejor amiga de las dos niñas y compartió todos sus estudios bajo la dirección de su tia.

Modesta iba también á ver á Dolores con su hermana Cesarina; pero así que se apercibió del género de vida de su antigua amiga, rehusó verla, y solo se ocupó de sus hijas, y de Ofelia y Margarita.

Vamos ahora á encontrar de nuevo á las dos educandas con su aya, al derredor del velador donde humeaba el te, colocado junto á la chimenea.

Las dos hermanas tenían todas las gracias que su infancia prometía: Lágrimas era más pequeña y más delgada que su hermana; su carita era preciosa: su risa llena de encanto.

Luz era más alta y más torneada: era dulce, triste, poética en sus pensamientos y ademanes: el eco de su voz dejaba en el oido una música deliciosa.

Vestían muy sencillamente unos trajes de merino azul oscuro, cortados y hechos por ellas mismas.

Las dos llevaban cuellecitos lisos á la inglesa, y bajo estos una corbata pequeña de raso color de cereza.

Miss Ofelia llevaba su invariable traje negro, su gorra de batista con bonitos encajes de hilo, y sus bucles, que ya principian á encanecer.

Sobre un costurero, al lado del velador donde se tomaba el té, habia dos bordados y un libro.

Las dos hermanas bordaban y leian alternativamente durante la velada.

Sentadas junto al velador, Luz iba tomando el té, á pequeños sorbos: Lágrimas le movia lentamente con la cucharilla, conociéndose que tenia muy poca gana de tomarlo.

— Hija mia, dijo miss Ofelia dirigiéndose á Lágrimas: no sé, en verdad, cómo infundir á usted más fortaleza para los pequeños reveses de la vida: ya he agotado las reflexiones y los ruegos: crea Vd. que soy desgraciada al verla padecer tan sin razón!

La joven no contestó; pero dos gruesas lágrimas se desprendieron de sus ojos, y á no haberlas recogido con su pañuelo, hubieran caido en el té.

— ¿Ahora llanto? exclamó Luz: á bien que parece que tu nombre lo pide; pero le justificas de suerte, que lloras por la cosa más insignificante!

— ¿Por qué dijo que vendría? exclamó Lágrimas á media voz y con acento doloroso .

— Pero, ¿no sabes que ha llovido, que llueve? Además, Ida no acaba de conocer cuál es tu genio: si lo conociera, no aventurarla promesas que no sabe si ha de cumplir.

En aquel instante se oyó un paso rápido y el roce de un traje de seda.

— Vamos, aquí está mamá, dijo Luz, serénate: ¿qué dirá al verte así?

Apenas habia acabado de decir estas palabras, la puerta entornada se abrió del todo, y una mujer, que podia pasar por un modelo de gracias y hermosura, entró en la sala. Era Dolores.

Contaba entonces treinta y tres años, y su belleza era tan admirable y de un género tal, que el ánimo se quedaba suspenso al contemplarla.

Toda su antigua dureza, toda la expresión sombría que antes resaltaba en sus facciones, habia desaparecido.

Pero, en cambio, una expresión tristísima de desaliento, de fatiga, de dolencia moral y física, daba á su rostro y á toda su persona un aire, á la vez dulce y melancólico que la hacia doblemente interesante.

Su tez era blanca como las azucenas: sus ojos, negros y grandes, parecianá veces tristes y llenos de pensativa ternura, y otras llenos de espanto y de fatiga: su cara estaba marchita, sin que por eso hubiera perdido su encantador dibujo: sobre su frente se dividían dos hermosas bandas de cabellos que se habían vuelto negros y sedosos, y en los que la luz del quinqué reflejaba como en un cristal.

Estaba vestida con una bata de merino blanco, forrada de tafetán azul, y que se abria sobre una enagua ricamente bordada y ornada de volantes: esta bata estaba ceñida á su delgado talle por un largo cordón, de seda azul, que remataba en dos borlas.

Sobre sus cabellos llevaba una toquilla blanca de encaje, por debajo de la cual se escapaban algunos gruesos rizos, negros como la endrina.

Su cuello, un poco largo, redondo y blanco como el marfil: sus manos perfectas, blancas, algo prolongadas y de uñas de color de rosa: su pié estrecho y arqueado, que asomaba por debajo de los pliegues de su bata, calzado con una chinela de raso azul, bordada de plata: su delicado talle, la elegancia de todos sus movimientos y la distinción de sus maneras, hacian de aquella mujer un tipo encantador.

Entró rápidamente, y llegando á donde estaban las dos jóvenes, asió sus manos y las besó en la frente una tras otra con íntima ternura.

— ¡Gracias á Dios que me veo entre vosotras! exclamó sentándose en una silla y haciendo colocar á las niñas á su lado.

— Ya creíamos que no venias, mamá, dijo Lágrimas.

— ¿Acostarme yo sin veros? repuso Dolores: eso no podia ser! ¿acaso, señorita mal pensada, lo he hecho yo alguna vez? Pero ¿qué es eso, Lágrimas? ¡estás triste, parece que has llorado!

Esto diciendo, acercó Dolores, con un movimiento lleno de cariño, la blanca y fresca carita de su hija á la luz del quinqué.

— ¡Pero si llora por todo! observó Luz: lloraba cuando has entrado tú, porque Ida dijo anoche que iba á venir hoy y no ha venido.

— ¡Vaya un motivo grande! exclamó Dolores: hija mia, no ofendas al cielo derramando tus lágrimas, ese roció del alma, por tan insignificantes motivos: miss Ofelia, suplico á Vd. que tire de la campanilla.

El aya obedeció, y un criado se presentó al momento.

— Vaya Vd. al instante á casa de la señora "Warner, y pregunte Vd. el motivo de no haber venido esta noche. El criado salió. — Y bien, dijo Dolores cuando volvieron á quedarse solas: ¿no podré yo ver las labores de Vds., señoritas? Hoy es sábado y dia de examinar los adelantos.

A una señal de su aya, las dos jóvenes se levantaron y entraron en un gabinete inmediato.

—Oreo, dijo miss Ofelia, que la señora quedará muy contenta esta semana. Lágrimas adelanta de una manera prodigiosa en la pintura... y á propósito quisiera hablar á la señora dos palabras, pero no ahora, sino despacio y á solas: ¿podrá concederme media hora después que se acuesten las señoritas?

— No... esta noche no puedo, querida Ofelia, respondió la señora de Benavente un poco turbada: pero será mañana, á la hora que usted quiera.

Las dos jóvenes, que volvian, llamaron de nuevo la atención de Dolores.

Traia la una en la mano un precioso bordado blanco, casi concluido.

Luz conducia un lindo almohadón de tapicería, terminado ya y graciosamente adornado de borlas en sus extremos.

— ¡Oh, qué bonitas labores! exclamó la joven madre con entusiasmo: ¿de dónde ha salido el maravilloso dibujo de este pañuelo de batista? preguntó tomando en la mano el bordado de Lágrimas.

— Es obra de la señorita, respondió miss Ofelia.

— Pero le ha enviado el boceto Frantz, objetó Luz aturdidamente.

Un subido carmin vistió las lindas facciones de Lágrimas al oir el nombre de Frantz, y se pintó en ellas una emoción tan viva que su madre la miró llena de asombro.

Pero deseando interrogarla más despacio, nada quiso decir, y tomó la tapicería de su hija menor.

— Este paisaje está copiado de uno pequeñito que el Sr. Federico Benavides ha enviado dentro de una carta, observó miss Ofelia, siempre atenta á hacer resaltar los talentos de sus educandas.

Entonces fue Luz la que se puso colorada hasta el blanco de sus ojos, cuya sensación tampoco se escapó á la perspicaz mirada de su madre.

— ¡Es un admirable paisaje! dijo contemplando ambas labores con una delicia que nada tenia de fingida: ¡qué árboles! ¡qué yerbas! ¡es imposible imitar mejor á la naturaleza! Lágrimas, tu bordas lo mismo que mi madre, á la que te pareces en el cuerpo y en el alma; del mismo modo que Luz se parece á mi padre. ¡Ah! ¡cuánto os hubieran amado vuestros abuelos si la muerte no me los hubiera arrebatado!

Dos lágrimas brotaron de los ojos de Dolores: aquella herida no se cicatrizaba jamás.

Las jóvenes, afligidas por el dolor de su madre, guardaron silencio.

— Vamos, hijas mias, os entristezco, murmuró la señora de Benavente: ¡quería yo tanto á aquellos dos nobles ancianos! ¡ah! los días de mi infancia, aquellos hermosos dias bañados de sol, me han dejado recuerdos muy dulces, pero también muy dolorosos! ¡hijas mias! todo se vuelve á encontrar en el mundo otra vez... todo, menos unos buenos y amorosos padres! Pero vamos, os voy á poner tristes, y no quiero que esto suceda... Señoritas, que vea yo alegres esos hermosos ojos y sonreir esas lindas bocas! este almohadón me lo llevo ahora mismo á mi gabinete, y quiero saber cuándo podré usar ese pañuelo, al que se pondrá un rico encaje.

El pañuelo estará dentro de dos dias, mamá, dijo Lágrimas.

— Mira, mamá, observó Luz: el almohadón está bien relleno para que lo pongas delante de tu reclinatorio y te arrodilles en él para rezar: para ese objeto lo he hecho.

Dolores pasó la mano por su frente, que habia cubierto un doloroso rubor, y miró con ternura á su hija: ¡ella altar y reclinatorio! ¡ella que no pisaba el templo! su altar era la habitación de sus hijas.

El criado que habia ido á averiguar por qué no habian ido Margarita y su hija entró en aquel momento.

— Madame Warner me ha dicho que la señorita Ida se ha acostado con jaqueca, dijo: pero que espera que no será cosa de cuidado y que mañana vendrán: al mismo tiempo debo advertir á la señora que la espera en el salón madame de Senanges, hace ya un rato.

Al oir esta última noticia, palideció Dolores y se levantó presurosa.

— Mamá, dijo Luz: siempre que te dicen que ha venido esa señora, parece que sufres... ¿por qué la recibes?

— Anda mamá, que la despidan, por hoy, al menos, y estáte aquí con nosotras, añadió Lágrimas.

— Imposible, hijas mias, respondió Dolores; es una señora que no puedo excusarme de recibir.

— ¿Pero por qué no entra aquí? preguntó Luz.

— Viene á hablarme de negocios... ¡Ea! adiós, ángeles mios! hasta mañana: rezad vuestras oraciones y acostaos: ¡la noche está muy mala! ¿deseáis algo?

— Yo, dijo Luz, un sombrero de terciopelo azul turquí.

— Yo, opinó su hermana, una cartera de cuero de Rusia.

— Lo tendréis mañana; y lo tendríais hoy si las tiendas estuvieran abiertas.

— ¡Qué buena eres, mamá! exclamó la niña mayor abrazando á Dolores.

— ¡Oh, si! ¡qué buena, qué cariñosa! añadió la otra: ¡mamá mía eres un ángel!

Y abrazó á su madre llenando de besos su frente y sus mejilllas.

Una emoción extraordinaria se pintó en las facciones de Dolores, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.

— ¡Hijas mias! exclamó conteniendo con pena los sollozos: ¿me amareis así siempre?

— ¡Siempre, siempre! respondieron las dos niñas.

— ¡Si perdiese vuestro cariño , me moriría r porque soy muy desgraciada! ¡Oh si! ¡vuestro amor es mi vida!... ¡pero os estoy afligiendo! ¡Vamos, está visto que esta noche tormentosa me ataca á los nervios! ¡adios 7 adiós, hijas miasl dormid bien y hasta mañana.

Dolores, presa de una terrible agitación nerviosa y ahogada por su emoción, se lanzó fuera del modesto y tranquilo saloncito de labor.

— ¡Dios mió! ¡qué tendrá mamá! exclamó Luz muy pensativa: estaba triste, y en extremo conmovida...

— ¡Sí, parecia muy agitada! añadió Lágrimas: ¿tendrá algún disgusto?

— Nunca faltan desazones en la vida, observó con su sentenciosa candidez el aya: la señora tiene cuidados, señoritas, pues ella sola está al frente de la casa... pero vamos á rezar las oraciones y á acostarnos, que son cerca de las doce, y no me gusta que se recojan Vds. tan tarde: mañana iremos á ver á Ida.

Las dos jóvenes, seguidas de la metódica Ofelia, entraron en su dormitorio.

Era una sala con dos alcobas, que además les servia de cuarto de tocador.

Cada alcoba contenia un lecho virginal, entoldado de blanco.

Un hermoso tocador de caoba, dos cómodas sencillas, y dos lavabos de mármol componían, con dos roperos y algunos sillones, el mueblaje de la sala.

En cada alcoba había un reclinatorio á los piés del lecho, coronado por un Crucifijo.

Dentro de esta Habitación estaba la del aya, que constaba de un gabinete con alcoba, amueblado con sencillez, comodidad y buen gusto.

Las dos niñas abrazaron ámiss Ofelia: luego la una á la otra se sirvieron de camareras, y ya envueltas en sus batas de noche y cubiertas las negras cabelleras con sus cofias de dormir, se dieron un tierno abrazo, diciéndose entre el rumor de un beso: — ¡Hasta mañana!

Cada una se arrodilló en su almohadón delante de su reclinatorio, y elevó al cielo las últimas oraciones de aquel dia.

Poco después, las dos hermanitas dormían un sueño tranquilo ó inocente, y la habitación estaba solo alumbrada por la dulce claridad de la lámpara que pendía del techo en la sala del tocador, que precedía á las alcobas.

CAPITULO III. Esclavitud.

Sigamos á Dolores al salón donde, según había dicho el criado, la esperaba Mme. de Senanges.

Coralia no se atrevía á usar el título de Vizcondesa desde que habia llegado á España, donde por otra parte le iba tan bien como suele suceder á todas las personas de su clase, pues es sabido que nuestra patria acoje y protejo con cariño á las gentes de esta calaña, si traen el diploma de extranjeros.

Coralia se puso de moda al llegar: su belleza, su talento para la intriga, sus modales escogidos, eran á propósito para seducir y cautivar: dotada de un carácter flexible, que sabia revestirse de extraordinaria dulzura, y que ocultaba no poca energía, nada habia que se le resistiese, y fué al mismo tiempo dama de un personaje poderoso, corredora de empleos con enormes ganancias, y embaucadora de candidos para proponerles negocios de mucha importancia.

En las grandes reuniones, en los teatros y en las soirées que daba en su propia casa (preciso es confesarlo, con exquisito buen tono), aquella adorable francesa desplegó tal elegancia y riqueza de detalles, que deslumbró durante un año aun á las personas de mas mundo.

Pero su moda pasó, porque la moda de esas sirenas pasa también, y quizá mucho antes que ninguna otra: cuatro ó seis fortunas consumidas le proporcionaron otros tantos enemigos implacables en los desposeídos, que fueron arrojados de su casa: los murmullos empezaron: su historia se sacó á luz, y fué comentada, aumentada y corregida: al llegar á este caso, ya se sabe, y los hombres lo saben mejor que nadie, que el crédito de los aventureros mengua un cincuenta por ciento.

El de Coralia menguó también, y á pasos de gigante. Los personajes fueron dejando poco á poco de visitarla. Ya no se imploraba su favor para tal ó cual alto empleo. Ya no se le enviaban magníficos regalos, ni soberbios ramilletes de á diez duros cada uno. Atreviéronse á solicitar el ser presentadas á ella algunas personas de posición muy mediana. La Vizcondesa se sintió en extremo mortificada; pero se consoló diciéndose:

— Ya tengo hecha mi fortuna.

Sin embargo, como aspiraba á más, se fué por algunos meses al estranjero, y volvió con dos lindas muchachas, sus sobrinas, según decía, que eran dos ángeles de belleza.

La una era morena y pálida, y se llamaba Esmeralda, como la gitana de Víctor Hugo. La otra era rubia y rosada, y se llamaba Camila. Pero como ya eran conocidas las mañas de la tiita así la llamaban las dos jóvenes, acudieron pocos al cebo.

Ooralia se hizo entonces prestamista; su primer negocio fué pedir á Dolores una prima por "haberle proporcionado el conocimiento de Milord Sheridan, porque en su casa le habia visto en efecto.

Poco tardó la infeliz Dolores en caer bajo su poder: Lord Sheridan la amaba con aquella pasión inalterable y profunda, que le habia dedicado desde que la conoció, y llegó á ofrecerle su mano: pero Dolores la rehusó terminantemente.

— Amigo mió, le dijo: yo me he cansado ya de Vd.: es inútil que se lo oculte, porque su talento lo debe conocer: déjeme Vd. algún tiempo en la tranquilidad.

— Al ménos, permítame que siga enviándole algunos fondos, dijo el inglés.

— -Eso seria una infamia, respondió Dolores* gracias; pero no acepto.

— Y entonces, Dolores, ¿de qué modo atenderá á su casa, á sus hijas?

— Eso es cuenta mia, respondió la joven con altivez: déjeme Vd.; si quiero ser pobre, ¿quién tiene el derecho de impedírmelo? En nadie le reconozco, y le ruego que ni insista ni conserve esperanzas acerca de mi: todo ha concluido entre nosotros.

Milord Sheridan conocia demasiado el carácter de Dolores para insistir, y tenia además dignidad, por lo que se retiró, yendo á contar su pesar por este rompimiento á Coralia, á fin de que interpusiese toda su influencia con su amiga.

Coralia ofreció hacer todo lo posible por reanudar aquellas relaciones, rotas por el capricho de Dolores, y salió para ir á su casa.

— ¿Qué has hecho? le dijo así que llegó: ¿sabes que Milord Sheridan quería casarse contigo?

— Lo sé mejor que tú, respondió la joven, sonriendo con tristeza.

— ¿Y rehusas ese partido?

— Ya ves que sí.

— ¡Pero eso es una locura!

— ¡Desde que he nacido, no he hecho otra cosa, impulsada por una fatalidad extraña!

— Esta fatalidad es ahora tu voluntad: ¿quién te obliga á que despidas á ese hombre?

— Nadie, es cierto: la fatalidad va conmigo misma, ó está en esta voluntad que no sé contrariar en nada: no amo á Milord Sheridan lo bastante para casarme con él, ni quiero dar á mis hijas un padrastro.

— ¿Pero acaso se necesita amor para casarse?

— Creo que sí.

—¿No me has dicho mil veces que te casaste sin amor la primera vez?

— Por eso me fue tan mal. Coralia, es inútil que trates de convencerme: todo ha concluido entre Milord Sheridan y yo.

— ¿Pero por qué razón?

— Porque me aburre: ha llegado á fastidiarme: no hay otra: hoy que me veo libre de su compañía y de sus dádivas, me parece que respiro mejor: quiero sacudir mis cadenas: quiero vivir á mi gusto por algún tiempo.

— ¡Vivir! ¡ah! si no fuese el vivir más que cuestión de gusto! ¡de querer ó no querer! pero ¿de qué vas á vivir?

— Por lo pronto, tu me prestarás mil duros, y después veremos.

— ¿No tienes ahorros? ¿no tienes ningún dinero en tu casa?

— Ninguno: mis gastos son enormes: tú sabes lo que cuesta la vida en Madrid, y de qué modo vivo con mis hijas, á las que oculto todo lo que hay de triste y miserable en mi existencia.

— ¡Oh, sí! exclamó Coralia rencorosamente: conozco tus ideas en ese particular! tus hijas son una carga para tí y debías educarlas de otro modo!...

— ¡Qué estás diciendo! gritó Dolores impetuosamente: ¡si hasta el que tú las nombres me parece una ofensa á su pureza! Coralia, antes me moriría de hambre, antes las vería morir de hambre también, que dejarles perder su virtud y el único bien positivo de esta tierra miserable, que es la tranquilidad de la conciencia! ¿qué sabes tú de esas cosas? ¿qué sabes lo que es ser madre?

— Está bien, repuso la cortesana: tú tienes tus ideas, y yo las mias: por de pronto, debo decirte que solo puedo prestarte quinientos pesos, en vez de los mil queme pides: y aun eso será firmando tú dos pagarés, á dos y tres meses: estoy escasa de fondos.

— Sea, dijo Dolores: desde que tengo á mis hijas, rezo algunas veces, y creo que Dios me abrirá algún camino.

— ¿Caminos? ¿cuál ha de abrirte, si tú te cierras el mejor, el más ancho? Amiga mia, en tanto que una mujer tiene esa pureza que te empeñas en conservar en tus hijas, se le presentan varios caminos: el de trabajar para una tienda, el de ponerse á servir, el de hacerse actriz, y el que hemos elegido tú y yo: pero si entra en este último, todos los demás se le cierran para siempre.

— ¡Es verdad! murmuró dolorosamente la pobre madre: no puedo retroceder ya... y esta vida es la muerte para mí.

— Adiós, dijo Coralia levantándose: me fastidian mucho las lamentaciones: esta tarde tendrás aquí los diez mil reales, y me firmarás los pagarés: pero antes de que se gasten, procura hallar otro adorador tan galante como ese pobre inglés, lo que me parece algo difícil.

La misma tarde, en efecto, Dolores recibió aquella pequeña suma y firmó los dos pagarés.

Eran las cadenas que le ataban á la voluntad despótica de madame de Senanges.

Durante algún tiempo, Dolores vivió lejos de toda clase de relaciones y en la más perfecta tranquilidad : pero la paz de que gozaba iba acompañada de un rápido y extraordinario decaimiento de sus fuerzas: la lucha moral á que estaba sujeta desde hacia largo tiempo, los disgustos que la habian atormentado continuamente, habian acabado su salud y la natural robustez de su temperamento, antes privilegiado.

Los diez mil reales duraron poco más de dos meses; el primer pagare se habia satisfecho: para pagar el segundo tuvo que recurrir á la generosidad de un general viejo y rico, que juraba y bebia rom, y que estaba prendado de Dolores.

¿Pero qué importaba aquel doloroso sacrificio? Lágrimas y Luz podrian seguir llevando su cómoda y tranquila existencia.

Dolores iba cada año á tomar las aguas á Francia ó Alemania: las dos niñas, con el aya, no salian nunca de Madrid.

La pobre mujer pasaba algunos meses de su vida rodeada de riquezas y de brillantes, y otras temporadas cuando cansada y rendida de fatiga por la lucha que sufria su alma con las necesidades materiales, despedía al hombre opulento que la protegía, sostenía su casa vendiendo lo mismo que este le había dado como premio de su esclavitud.

Tal era la vida de aquella mujer, cuya alma iba adquiriendo una dolencia incurable: hacia poco habia vuelto á contraer otro préstamo con Mme. de Senanges que no habia podido satisfacer, á pesar de los repetidos avisos y aun amenazas de ésta.

CAPITULO IV. La madre.

Triste, muy triste es descender al abismo, después de ver el sol, las flores y los verdes árboles de la pradera desde la colinita alfombrada de musgo á cuyo pié serpentea el agua diáfana de un arroyuelo.

Entonces parece más bello lo que se pierde y mucho más horrible lo que se encuentra: aquella oscuridad, aquel frió hielan el alma, y el terror y el hastío embargan los sentidos.

Semejante fue la impresión que sintió Dolores al entrar en su salón y hallarse cara á cara con su antigua amiga, después de separarse de sus inocentes hijas.

Coralia estaba vestida de un modo deslumbrador.

Un traje de terciopelo azul descubría su garganta redonda y torneada y sus soberbios hombros, blancos ya por sí mismos, y cubiertos además, como su cara, de una magnífica capa de excelente blanquete.

Un collar de perlas finas, del que pendía una rica cruz de perlas y brillantes, decoraba el escote bastante exagerado de su traje.

Vistosos brazaletes de subido precio adornaban sus brazos; y en sus cabellos lucia un precioso tocado, compuesto de blondas y de una pluma blanca que sostenia una abrazadera de brillantes.

La cortesana habia principiado á engruesar; pero parecia aún, con la ayuda del colorete y de los cosméticos, lo que se llama una mujer encantadora.

Cuando entró Dolores, se hallaba medio echada en un sofá, y tenia á su espalda su capa de raso blanco guarnecida de pieles.

Paseándose por el salón, en cuya chimenea de mármol ardia un abundante fuego, habia un joven elegante y atildado, que no podia pasar de los veintidós años: su traje negro y corbata blanca decian que iba, como su compañera, ó más bien con ella, á alguna soirée.

Alto y rubio, habia en su fisonomía más estupidez que inteligencia: nada decian sus ojos, que ostentaban el claro color de la porcelana, y nada tampoco su boca caida y lacia como una flor marchita y sin brillo.

— ¡Qué veo! exclamó Coralia cuando su amiga entró en el salón: ¿aún estas así?

— No salgo esta noche, contestó Dolores estrechando débilmente la mano que le ofrecía Mme. de Senanges.

— ¡Como! ¿no te ha traído la modista tu traje? preguntó Coralia.

— Sí, respondió Dolores: está ahí en mi tocador.

— ¿No te gusta?

— Es magnífico.

— ¿Pues por qué no vienes?

— Hoy estoy mala... fatigada, dijo Dolores: voy á acostarme.

Coralia miró á su amiga por algunos instantes: y luego, tomándole la mano y meciendo la cabeza con una compasión burlona, le dijo:

— Querida mia, te veo casi aruinada, y acabarás de estarlo, si sigues con esas tendencias á la vida monástica... y á propósito, tengo que recordarte una cosa muy dolorosa: á pesar mió. . . no puedo esperar más que hasta el fin de esta semana para el reembolso de aquella suma..., ya sabes... tengo pagos que hacer.

Dolores inclinó la cabeza abrumada de desaliento.

— Querido Alfredo, prosiguió Coralia volviéndose al joven, venga Vd. á ayudarme á convencer á Dolores de que debe de venir al baile que da ese opulento y mentecato brasileño: ¡con un traje tan magnífico! además, ¿no es cierto que va el Duque de H...?

— ¡Ciertísimo! respondió Alfredo, acercándose y mostrando sus largos dientes, parecidos á piñones: me lo ha dicho esta mañana.

— Me consta que solo va por verte, continuó Coralia en voz baja: vamos, tén valor, ó más bien, toma la vida como es y como antes la tomabas... mañana vendrá á verte, y saldrás de todos tus ahogos.

— -No, dijo Dolores: mañana venderé el aderezo grande, y te pagaré.

— ¡Vender el soberbio aderezo que te envidian las más altas señoras! exclamó Coralia estupefacta y uniendo las manos: ¿no es el que te regaló el embajador de Rusia?

—El mismo.

— Pero, desgraciada, ¿qué harás á la vejez, si así te vas desposeyendo de todos tus recursos? Y además, ¿crees que te darán lo que vale, lo que costó?

— Ya sé que he de perder algo: pero no importa: te pagaré: satisfaré algunas otras deudas y tendré para vivir en paz dos ó tres meses con mis hijas.

— ¡En paz, en paz! ¿estás acaso enamorada?

— ¡Pluguiese al cielo! exclamó Dolores elevando sus negros ojos: no: prosiguió: lo que tengo es un cansancio profundo de la vida! ¡lo que tengo es el alma enferma!

— ¡Dios mió, qué disparates!

— Señoras, dijo Alfredito: recuerdo que olvidó en casa el segundo par de guantes blancos, para cuando estos se ajen... voy á buscarlos, y volveré al instante : para entonces espero que nuestra encantadora Dolores se haya decidido.

— Ya que ha tenido el buen gusto de dejarnos, dijo Coralia, permíteme, amiga mia, decirte que lo que haces no tiene sentido común: ¿no piensas en el porvenir? ¿y tus hijas? Ya que tanto las quieres, reflexiona que, con un buen dote, las casarás tal vez: pero si no lo tienen, ¡imposible! Vamos, Dolores, ya que has aceptado esta vida alegre, sé razonable, y tómala por su lado bello,' que lo tiene... deja á las pobres mujeres honradas la soledad y la insípida vida de familia: tú no puedes ser una madre como las demás... debes serlo de un modo en relación con la suerte que has elegido: lo que en otra mujer seria laudable, en tí sería ruinoso: piensa en que pruebas mejor tu amor de madre siguiendo como hasta aquí, es decir, dedicándote á explotar tontos para educar á tus hijas, que se lo probarias siendo virtuosa y ejemplar.

— ¡Es verdad! murmuró Dolores con acento sombrío: yo no tengo ya ni el derecho de ser buena... veo que tienes razón, Coralia, y voy á seguir tus consejos.

— ¿Vas á venir al concierto?

—Sí.

— Así me gusta: ya sabes que hay dos ó tres grandes señores que suspiran por tu belleza... quién sabe si llegarás á ser esposa de alguno? porque no creo que obres siempre del mismo modo que obrastes con Milord Sheridan!

— No quiero casarme, respondió Dolores levantándose para poner fin á una conversación que evidentemente le incomodaba: voy á vestirme, continuó, y entre tanto puedes entretenerte hojeando esos albums de vistas que he comprado hoy, á no ser que prefieras acompañarme á mi tocador.

— Prefiero eso, respondió Coralia: me aburren los libros.

— ¡Dios mió! ¡te compadezco! exclamó Dolores: toda mi vida he gustado con pasión de la lectura y, desde hace algún tiempo, no haria otra cosa que leer: vamos á mi tocador, que es muy tarde.

Media hora después, las dos amigas entraban de nuevo en el salón, en el que ya se hallaba esperándolas el elegante Alfredo.

El joven dandy era tan poco afecto á la lectura como su bella protectora, pues no le habia ocurrido ni siquiera tomar un álbum en la mano, y se paseaba bostezando estúpidamente, y tarareando una canción de moda.

Dolores estaba deslumbradora de belleza: su traje de crespón rosa con grandes conchas de encaje blanco, decia maravillosamente con sus cabellos negros y su nacarada tez: dos cascadas de rizos descendian por su espalda, bajo una corona de rosas de musgo, mezcladas con jacintos de perlas; las rosas estaban embellecidas por algunos diamantes, que figuraban gotas de rocío.

Entre las olas de blonda del traje, habia anidados ramitos de menudo follaje, sosteniendo gruesos diamantes.

Algunos hilos de perlas ceñian la esbelta garganta de Dolores: y sus brazos, modelados con la más rara perfección por la mano de la naturaleza, ostentaban brazaletes del más exquisito gusto.

— ¡Oh, la más encantadora de las divinidades! exclamó Alfredito acercándose á ella, y haciendo monadas: qué ojos resistirán esta noche al brillo de esa hermosura realzada con tanta elegancia y con tan maravilloso buen gusto! cuántos esclavos...

— Es tarde, interrumpió Dolores bastante bruscamente; deje Vd. sus galanterías y sus lisonjas para otra ocasión más oportuna, amigo mió.

— Vamos, dijo Coralia un poco contrariada al ver el despego de Dolores con Alfredo.

— Mi coche nos llevará, dijo la señora de Benavente arreglando el abrigo que su doncella le echaba sobre su blanca y desnuda espalda: ya nos espera.

Volviéndose luego hácia la camarera, le dijo:

— Cuida de tener la bebida muy caliente, y

15S

la cama caldeada. Elvira, creo que vendré mala: que enciendan además bastante fuego en la chimenea del dormitorio.

Las señoras de Benavente y de Senanges iban ya á traspasar el umbral, cuando una voz infantil gritó á su espalda:

— ¡Mamá, mamá!

Esta dulce voz hizo palidecer á Dolores como si hubiera recibido un golpe en el corazón: se volvió, y vio á su hija mayor que salia por una puerta situada en un ángulo del salón y que comunicaba con las habitaciones interiores.

— Tú aquí, Lágrimas! exclamó.

— Sí, mamá, respondió la joven: me dormí apenas acostada: luego me ha despertado un violento dolor de cabeza: vi luz en el salón por los cristales de la ventana de nuestro cuarto: me vestí sin despertar á Luz, y me dije. — Mamá está despierta también y levantada: me voy allá, y le haré compañía: — pero ¿á dónde vas as 1 vestida? yo me creí que estarías leyendo, ó bordando.

— No, hija mia, repuso Dolores, iba á salir. — A salir? á estas horas? — Sí: á una reunión... á un concierto... pero ya no voy.

— ¡Cómo! exclamó Coralia: qué estás diciendo! ¿ya no vienes?

— No: me quedo con mi hija. — ¿Después de vestida?

— No importa, me desnudaré.

— Me alegro, observó Lágrimas: sí, mamá, me alegro por dos cosas: la primera porque hace una noche espantosa: llueve mucho, tu llevas un vestido como de verano... ¿y qué, á los bailes se va así?. . .

—Sí, hija mia... ¿pero cuál es la otra razón por la que te alegras de que me quede?.

— La otra razón es porque tengo que hablar contigo á solas.

— Pues bien, ahora hablaremos: amigos mios, decididamante me quedo.

— ¿Decididamente?

— Sí... no iba á gusto á esa función, y Lágrimas acaba de quitarme la poca gana que tenia. •

— Dolores, exclamó Coralia acercándose al oido de su amiga: tu estás loca.... ¿olvidas á quien podrás ver allí?

— No, dijo la señora de Benavente: lo sé y renuncio á ello.

— Tén en cuenta que á fin de semana necesito la suma que...

— La tendrás: venderé mi aderezo grande.

— ¿A ese precio pagas un capricho de tu hija?

— Sí... á ese precio compro una noche de felicidad!

Entretanto que las dos amigas cruzaban estas palabras, Lágrimas, para sustraerse á las miradas de Alfredito, que le incomodaban mucho, se habia ido delante de un espejo, se habia quitado su gorra de batista, y atusaba sus hermosas trenzas negras con la palma de la mano.

— Adiós, pues, dijo Coralia: vamos, Alfredo; y sin saludar á la joven, salió del salón con visibles muestras de enojo, seguida del atildado dandy.

— Jesús! esa señora, por las trazas, debe tener muy mal genio, exclamó Lágrimas: y luego hay en su cara una cosa... así... que da miedo!

— Hija mia, pensemos solo en nosotras, dijo Dolores, en cuyo rostro brillaba la alegría de obtener aquella noche de libertad: voy á ponerme otra vez mi bata y volveré aquí, á tu lado; vé reuniendo en la memoria todo lo que tengas que decirme, pues no tardaré.

Salió, dicho esto, con paso rápido, y Lágrimas se quedó admirada contemplando el magnífico salón de recibo de su madre, en el que apenas habia estado seis veces en su vida.

CAPITULO V. Confidencias.

Dolores volvió muy pronto.

Tenia puestas la misma bata, de merino blanco, y la misma toquilla con que la vimos entrar en el cuarto de sus bijas.

Mucho más bella estaba así ataviada que con su traje de baile: una alegría inefable destellaban todas sus facciones, y su cara tenia una expresión plácida y tranquila.

— Vamos á ver, señorita, dijo sentándose alegremente al lado de su hija: hable Vd., que ya la escucho: pero hable sin ocultarme nada.

— Pues bien, mamá, dijo Lágrimas: en primer lugar, hé aquí una carta.

Y sacó una del bolsillo de su traje, cuyo nema de lacre, abierto por la mano de la joven, representaba una corona de Conde.

Dolores la tomó, y echó una mirada á la letra del sobre.

Una palidez mortal cubrió sus facciones, y se quedó contemplando la carta con desencajados ojos.

— Lágrimas, exclamó con voz anhelante dime al momento, pero sin mentir, quién te ha dado esa carta.

— ¡Dios mió, mamá! te lo voy á decir, repuso la joven un poco asustada: ¡me la dio un pobre que me pidió limosna!

— ¡Un pobre!

— Sí: hace tres ó cuatro dias salimos á paseo por la tarde, y fuimos al Retiro: yo me separé algún tanto de mi aya y de Luz para coger flores de entre la yerba... y entonces se acercó á mí un pobre viejo y me pidió limosna... mientras que buscaba mi bolsillo, me enseñó la carta, y me dijo en voz baja:

— ¡Tómela Vd., señorita... es de su padre! yo alargué la mano, sin saberlo que hacia, y asombrada al ver una carta de mi padre, cuando yo creia que habia muerto ya hacia mucho tiempo: así que la vió en mi mano, el mendigo añadió:

— ¡Léala Vd. con el mayor sigilo, y no la enseñe á nadie! ¡á nadie! ¡ni aun á su madre! dicho lo cual y sin tomar la moneda que yo le daba, echó á corrér.

Yo, así que llegué á casa, la leí, y aunque el secreto me pesaba de un modo enorme, nada quise decir á mi aya ni á mi hermana: pero como miss Ofelia me ha dicho mnchas veces que á una madre no se le debe callar nada, me dije: á pesar de lo que el pobre aquel me encargó, se la enseñaré á mamá y después ella me dirá si la debo enseñar también á miss Ofelia y á Luz.

— ¡No! ¡no! hija mia, respondió Dolores, ¡por ahora nada digas á nadie!

Dicho esto, abrió la carta con mano trémula y pasó por ella sus ojos extraviados: la carta decia asi:

"Hija mia: sin saberlo tú, he velado por ti, desde hace catorce años: ausente en tierra extranjera, perseguido, expatriado, mi pensamiento te ha seguido siempre, y has sido la estrella á donde volvia mi alma fatigada con la oscuridad y las tinieblas del dolor.

"Yo soy tu padre; tu padre, que ha luchado desde hace mucho tiempo con un destino fatal, y que ahora, que ve aparecer la luz de la esperanza, vuelve á ti... ¿quieres dejar la casa de tu madre, de la que vives separada, por la de tu padre, de la que serás el ángel custodio, la dicha y la alegría? ¡dímelo, y la ley te sacará del lado de tumadre, con la que no puedoni quiero vivir, porque no es digna de mi amor, ni es digna tampoco de tenerte por hija!»

El papel se cayó de las manos crispadas de Dolores.

Sus ojos se cerraron: su semblante de pálido se volvió lívido; sus lábios temblaron de un modo convulsivo.

— ¿Qué te pasa, mamá? ¡yo nada de eso creo! exclamó la pobre niña corriendo hácia su madre y rodeándola con sus brazos: vuelve en tí, que después de eso te he de contar otra cosa mejor...

Dolores volvió á abrir los ojos por un esfuerzo sobrenatural, y tomó de nuevo la carta, prosiguiendo así su lectura:

"Poco más tengo que decirte por hoy, hija mia: solo que deseo verte y que lo deseo como el náufrago ansia ganar la orilla que le ofrece salvación y descanso: dime dónde y cómo podré lograrlo... cuando te haya abrazado, ya no te quedará duda de que tienes un padre que te ama y que solo anhela tu bien: déjame ese supremo go«e, por el que suspiro hace tanto tiempo, y por el cual sacrificaría gustoso la mitad de mi vida.

"Adiós, hija mia: oculta esta carta, y escríbeme por el correo con este sobre y sin más señas: — "Al Sr. Conde de Elven.»

"Te abraza con toda la efusión de su alma y te bendice tu padre que te ama

Gonzalo

Después de leer esta carta, Dolores quedó abatida, durante algunos instantes, como si hubiera recibido un golpe terrible.

Lágrimas la contemplaba tímidamente, esperando á que hablase, pero en vano; su madre parecía estar embargada por una espantosa agitación.

— Mamá, se atrevió á decir la niña: ¿qué tienes? ¿por qué no hablas? ¿por qué te has puesto tan triste? ¡yo no quiero separarme de ti... á ti te conozco y te amo... á mi padre no... y luego renunciar á la compañía de mi hermana, de mi aya y*á la de él... jamás!

— ¡El! repitió sumadre alzándola cabeza: ¡él! ¿quién es él?

— De eso te iba á hablar después de enseñarte esa carta, mamá; pero como te has quedado tan triste y tan callada...

— Es verdad, hija mia... vamos, olvida que has recibido semejante misiva... tu padre te

abandona; solo conmigo puedes ya contar

además, si te separases de mí, me moriría de pena!

— Y yo también: pero ¿quién piensa ¡en eso? no, yo no me iré de aquí... guarda esa carta, y oye otra cosa que tengo que decirte.

Dolores guardó la carta en el bolsillo de su bata, y tomó entre la suyas la mano de su hija procurando serenarse.

— Vamos, dijo, ¿quién es él?

—¿El? es Frantz.

— ¡Cómo!

— El hermano de Ida, el hijo de Mme. "Warner; ya sabes que llegó hace poco de Roma y que venia á ver á nuestra aya... pues bien, le amo... y él á mí.

— ¡Pero un pintor! ¡un artista! Hija mia, es un partido muy pobre.

— ¿Y qué importa? ¿acaso es el dinero lo que da la felicidad? Dice mi aya que la felicidad se halla mejor en una modesta medianía y que el que es bueno es siempre dichoso... ya ves cuan feliz es Modesta con sus dos niños y su marido t y, sin embargo, su marido es solo un abogado.

— Pero de un abogado á un pintor hay una gran diferencia... si Frantz fuese un abogado...

— ¿Qué más da? Su padre era pintor también; y sin embargo, me enbelesa el oir la descripción que hace de su vida de familia; los pobres; ¡ah! ¡qué dichosos son los pobres!

— Angel querido, dijo Dolores besando á su hija en la frente: hablas como una niña que eres. Felices los pobres, ¡ah! no sabes que la mitad de la felicidad es la riqueza... pero dejemos esto: meditaré acerca de lo que me has dicho.. . me informaré de las inclinaciones de ese joven, al que conocí siendo niño, pero al que desde hace mucho tiempo he perdido de vista.

— Y ya verás como todos te hablan bien de él: solo le hallarás el defecto de no ser rico... pero como yo lo soy...

Dolores se extremeció al oir estas palabras: ¡rica su hija! ¡su pobre hija, mantenida, como su hermana, con el precio de su infamia!

— Mi querida niña, le preguntó con voz alterada, ¿crees tú en efecto ser rica?

— Ciertamente, mamá: aunque nosotras estamos educadas con sencillez, tú tienes carruaje, llevas brillantes, asistes á los grandes bailes: en casa hay muchos criados. . . ¿cómo se hace esto sin ser rica? Por eso cuando Frantz me confesó que me amaba, yo le dije que también, y que podríamos casarnos: siendo tan buena madre, nos darás algo. . . lo mismo que á Luz cuando se case.

— Luz es aun una niña, observó la desgraciada Dolores queriendo separar la conversación de aquel funesto terreno.

— Una niña, eh? pues también tiene novio, dijo Lágrimas.

— ¿Que tiene novio?

— Y joven é interesante.

— ¿Quién es? ¿cómo se llama? exclamó la madre asustada acerca de la elecion que podia haber hecho su hija predilecta: pues si bien su aversión á Lágrimas se habia ido trocando en cariño, la adoración que profesaba á la menor sobrepujaba con mucho á este sentimiento.

— Es, dijo Lágrimas bajando la voz, es profesor de música y se llama Federico.

— ¿El hermano de Modesta?

— El mismo.

- — ¿Pero desde cuándo se aman?

— -Desde hace tres meses: como él nos da á las dos lección de música...

— ¿Y así se han enamorado?

— Sin duda: mi aya estaba siempre presente, eso sí: ya sabes que jamás nos deja solas; Federico empezó á mirar á ¡Luz y ella á él... luego ella empezó á ponerse triste... pero ya se le ha pasado la tristeza, y solo sueña con la hora de la lección: mi aya nos lleva á casa de Modesta como nos ha llevado siempre, por que á ella vamos con tu beneplácito: se está alli tan bien! yo no sé por qué no vienes tú: como dice la madre de Federico, alli nos reunimos una colonia de personas dichosas: Mme. "Warner, Ida... y Frantz también iba cuando se hallaba aquí: Modesta, su marido y sus dos hijos. Cesarina y Federico con sus ancianos padres: y algunas veces una señora muy elegante, amiga y prima de Modesta, ó de su marido...

— ¿Una señora muy bella?

— ¡Sí por cierto! que se llama Berta... esta me abrazaba siempre y me colmaba de caricias: un dia dijo:

— No se parece á cuando era pequeñita, é iba yo á verla á casa de su nodriza. — Mamá, yo no sé por qué no has querido tú ir nunca á esa sociedad, que es la nuestra, y donde tan dichosas y tan queridas somos Luz y yo!

— Tienes razón, hija mia! repuso tristemente Dolores: debia yo no haberme apartado nunca de esas gentes, que os aman, y hubiera sido mucho mas dichosa!

— A tí no te conocen, no es verdad, mamá? nunca te nombran! lo mismo es para ellos que si no existieras y fuéramos nosotras huérfanas y ahijadas de miss Ofelia; esto nos pone muy tristes á mi hermana y á mí! es tan doloroso tener madre á medias... á 110 ser porque tú vives entre otras gentes, ya hubieras visto de qué modo tan sencillo empezaron á quererse Federico y Luz. — Cuéntamelo.

— Pues bien... nos conocemos, como tu sabes, de niños... es decir, él ya era grande cuando llegamos aquí, y, según cuenta, jugaba con nosotras como con dos hermanitas... luego ya la quería á ella de otro modo: no la abrazaba, y al ir 4 hablarla se ponia colorado: así pasamos lo menos tres años: cuando aquella enfermedad que tuvo, ya sabes...

— Sí, aquella fiebre intermitente.

— Justo: entonces, todas las mañanas, al abrir el portero la puerta de la calle, ya veia allí al pobre Federico, que estaba aguardando para preguntar por Luz: cuando encargaste á miss Ofelia que buscase un maestro de piano sobresaliente y de buena conducta para nosotras, ella dijo:

— Ninguno mejor que Federico. En efecto, Luz y yo adelantamos con él tanto en un año, que tú misma te admiraste.

— Ciertamente: me sorprendieron vuestros adelantos.

— ¡Ya lo creo! como que Federico no enseña como un maestro qualquiera! es tan ¡bueno! tan cariñoso! enseña con un tino y una delicadeza!

— Esa es, á lo menos, la opinión de Luz? preguntó sonriendo Dolores.

— Y la de todos: no puede nadie imaginarse un joven mas distinguido y de mejores maneras.

— Pero acaso has visto tú muchos jóvenes, mi pobre Lágrimas? ¿con quién le puedes comparar?

— ¿Y para qué conocer otros, mamá, si Frantz y Federico nos parecen tan amables?

— Es verdad, murmuró Dolores con amargura y hablando consigo misma: ¿para qué han de conocer más? Cada uno les haría perder una ilusión, y morirían, como yo, dudando que exista el amor!

— ¿Qué dices, mamá?

— Digo que prosigas tu relación.

— Pues bien: casi puede decirse que se confesaron su mutuo amor por medio de la música.

— ¿De la música?

— Sí: cuando cantaban la palabra amor se miraban, y Luz creo que se ponia muy colorada: el corazón le palpitaba de un modo... en fin, Federico le escribió una carta diciéndole mil cosas bellas y cariñosas, hará como unos tres meses: Luz le contestó, y desde entonces se han escrito bastantes veces... también yo escribo á Frantz, aunque le he tratado menos.

— ¿Ya estás en esas alturas?

— Lo mismo que ella!

— Y vuestra aya ¿en qué piensa que nada me ha dicho como era su deber?

— ¡Ay, mamá, no la riñas! si la pobre no sospecha nada; como que jamás ha tenido novio...

— Tú qué sabes?

— Ella lo ha dicho: preguntándole yo un dia que si habia amado á algún joven, me dijo que jamás: ahora creo que ha sospechado algo, porque hace dos dias me sorprendió escribiendo una carta, y ya verás como mañana te lo viene á contar: he oido que te pedia una entrevista.

— En efecto.

— Por eso me he adelantado yo: y bien, mamá, ¿qué dices? ¿te han enfadado mis confidencias?

— ¿Enfadarme? no por cierto, hija mia; al contrario: ellas me prueban que tienes confianza en mí, lo que es un consuelo para tu madre.

— ¿Un consuelo? ¿acaso eres desgraciada?

— Sí, hija mia, y algún dia sabrás hasta qué extremo: pero basta ya: es preciso que te vayas á recoger: á tu edad, es el sueño muy precioso., yo pensaré en todo lo que me has dicho, y en tanto que esto sucede, piensa tú en que solo deseo tu felicidad.

— Y la de Luz ¿es verdad?

— ¿Puede ella dudarlo? Más ahora que recuerdo: ¿por qué no me ha dicho nada de sus amores con ese joven? ¿acaso me teme?

— ¡Oh, no! pero dice que da rubor confiar esas cosas.

— ¡Pero á su madre!

— Si yo sé algo, es porque lo adiviné y no me lo pudo negar... es tan reservada... y tan tímida, mamá!., yo, si quisieras separarme de Frant, me quejaría y tal vez me moriría. . . pero ella se contentaría con llorar en silencio.

— ¡Es verdad! murmuró Dolores en voz baja: ¡se moriría! su naturaleza, débil y sensible hasta el extremo, no podría soportar ninguna contrariedad... no seré yo quien se la haga sufrir.

Estas palabras no llegaron á los oidos de Lágrimas, que se habia levantado para despedirse de su madre: esta abrazó á la joven, la acompañó hasta la puerta del salón y volvió á la chimenea dejándose caer en un sillón al lado del fuego,

— Sí, dijo, debo dejar esta vida maldita, porque si no, ese hombre, que es como la sombra negra de mi destino, me va á quitar á Lágrimas... ¿y quién dudará que puede hacerlo? ¿no es la vida que llevo la de una cortesana? ¿el precio de la educación, que doy á su hija , no es el de mi infamia? ¡Oh, Dios! tú me castigas cruelmente, no por mi falta primera, sino por las muchas que le han seguido! ¡no hay tanta culpa en caer, como la hay en no saber, ó no querer levantarse! ¡yo seré desdichada hasta que abrace la cruz del arrepentimiento! pero, Dios mió, si me retiro de esta vida de infamia y de baldón, ¿cómo mantendré á mis hijas? ¿de qué podremos vivir las tres? de nuestro trabajo. . . ¡pero si yo no sé hacer nada. . . ni ellas tampoco! ¡ah, pobres hijas mias!

Dolores, al llegar á esta parte de su monólogo, dobló la cabeza y se deshizo en llanto.

Luego aquel llanto se estancó poco á poco, y sus amargas reflexiones parecieron embargarla más y más.

La luz del alba, penetrando por los cristales, halló á la pobre mujer con la cabeza doblada sobre el pecho, el rostro pálido y la mirada fija.

— Sí, dijo levantándose y saliendo de su doloroso estupor con los primeros ruidos de la casa: es preciso que case á mis dos hijas con esos dos jóvenes honrados que las harán dichosas: si sus familias oponen alguna repugnancia á su alianza conmigo, haré el último sacrificio: huiré de ellas, para llevar á pais extranjero mi vergüenza y mi desgracia: ahora valor, y vamos á escribir al Conde.

CAPITULO VI. El retrato.

Una hora después, cerraba Dolores la carta siguiente:

«Mi hija me ha entregado, Sr. Conde, la carta que Vd. ha hecho llegar á sus manos con tanto sigilo: no debe Vd. extrañarlo: la pobre niña no le conoce á Vd., al paso que yo no me he separado nunca de ella.

«Quizá por esta misma razón me ha encargado mucho le diga á Vd. que rehusa separarse de mi lado como no sea para casarse con el hombre á quien ama: para dar á Vd. los informes que indudablemente deseará tener, le diré que es un pobre artista, un pintor, hijo y amparo de una viuda, que tiene también otra hija, y á cuya familia conoci en Paris cuando llegó Lágrimas á mi lado.

«Lágrimas prefiere una madre que conoce, y un hombre que ama, á un padre á quien no ama ni conoce.

«Soy de Vd. con toda consideración, señor Conde, S. S.

Dolores Herrera, viuda de Benavente

Esta carta fué llevada al instante á casa de Berta, para que esta la entregase en manos del Conde de El ven, viudo de su hermana, y con el que la unian las mejores relaciones.

Dolores, apenas remitida, se puso un traje negro, cubrió su cabeza con una mantilla, y salió á pió para ir á casa de Mme. Warner.

Vivia esta bastante lejos: aquella mujer cubierta de luto, de aspecto doliente, pero cuya belleza brillaba á través del negro velo que la cubria como una estrella entre nubes, llamó la atención de algunos transuentes, que la conocían y admiraban el carácter especial de aquella hermosura, que no podia equivocarse con ninguna otra.

Dolores era una de esas mujeres á la moda en el mundo del desorden, cuya boga duraba más que la de Coralia porque se habia prodigado mucho menos: dotada la señora de Benavente de una distinción natural y de un exquisito buen gusto, aparecia pocas veces en el mundo, y estas con cierto decoro, aun en medio del fango en que vivia.

Mas de una persona volvió, pues, la cabeza para mirarla, al verla envuelta en luto y arrastrando un largo traje de seda negro, como si hubiera querido personificar la imágen de la soledad y del dolor.

Pero ella no se cuidaba del efecto que producia, y seguia su camino lenta y tristemente.

Llegó por fin á la casa que buscaba, y subió hasta el piso segundo.

Por una singular coincidencia, Mme. "Warner, atendiendo á ideas de economía habia ido á habitar en el mismo barrio en que ella habia vivido cuando niña; su casa se hallaba situada al extremo de la calle Ancha.

Una criada abrió la puerta, y Dolores pro-^ nuncio, con voz trémula, el nombre de madame Warner.

— Pase Vd. ála sala, señora, respondió la criada; voy á llamar ámi ama, y vendrá al instante.

Dolores se alegró de esta tardanza. Desde París, no habia vuelto á ver á la alemana: aquella mujer, cuya virtud era una formidable acusación para su azarosa vida, le causaba un respeto medroso, y le imponía de un modo indecible.

Paseó su mirada por aquella modesta habitación, donde todo respiraba el amor al orden y la más extrema pureza de costumbres, y la comparó amargamente con la opulencia que decoraba su casa, y que se le iba habiendo insoportable.

La sillería, que debia ser de buena tapicería, estaba cubierta cuidadosamente con una tela de Persia de flores muy vivas: una mesa de caoba ocupaba el testero principal: al frente habia un sofá bastante grande y compañero de las sillas.

Un espejo, cuadrado y pequeño, pendía sobro la mesa, sostenido con cordones de seda: un reloj y dos candeleros se ostentaban debajo del espejo.

Por último, cortinas blancas caian delante del único balcón, semicubiertas con otras de tela de lana floreada como las cubiertas de la sillería.

La riqueza de aquella modesta habitación consistía en los cuadros que la decoraban.

Eran muchos y de gran mérito artístico, y todos llevaban la misma firma que los que adornaban la habitación de las hijas de Dolores: esta firma decia: Frantz Warner.

Sobre el sofá había tres magníficos retratos.

El del centro era el de Mme. "Warner. Dolores reconoció la pura y sentimental belleza de Margarita, que los años no habían podido alterar, y que solo había adquirido un carácter de mayor dulzura y de más completa tranquilidad. p

A la derecha de éste, estaba el retrato de otra joven rubia, pensativa ó ideal: era el de Ida, y Dolores la reconoció también al instante.

El de la izquierda era el de un hombre muy joven y dotado de una belleza tan expresiva , tan magnífica, que Dolores no pudo contener un grito de asombro.

Aparentaba aquel joven de veinticuatro á veinticinco años, y el carácter de su belleza era de esos que, una vez vistos en imagen ó en realidad, jamás pueden olvidarse.

Tez morena, ligeramente tostada por el sol de Italia: ojos azules, con el tinte sombrío de la pizarra: cabellos negros, magníficos, lustrosos, espesos, que se rizaban sobre la frente y sienes en grandes bucles naturales: boca delicada y triste, adornada por un fino bigote negro, y nariz griega: tal era en detalle aquel rostro, á un tiempo mismo varonil y encantador.

El conjunto causaba á la vista un efecto difícil, por no decir imposible de explicar.

Dolores, ante aquella pintura, sintió que sus piernas Saqueaban y se negaban á sostenerla: dos ó tres sonidos inarticulados se escaparon de su pecho: en sus mejillas se sucedían la palidez mas densa y el más arrebatado carmín.

Su corazón, helado é inmóvil desde hacia tanto tiempo, como un pájaro herido, se inundó de vida y de calor, y empezó á latir presuroso: miraba aquella noble frente de artista, de la que parecían salir rayos de luz, y creia que empezaba á vivir y que el sentimiento de lo bello se elevaba en su alma, donde habia estado dormido toda su vida.

Dolores, extremecida, fascinada, palpitante, sentía que las negras nubes que habían envuelto hasta entonces su material y ruin existencia, huian presurosas: sentía el amor ideal, el amor noble, el amor puro cuya fuente está en el alma.

Aquella mujer, que tanto tiempo habia vivido agobiada bajo la mano férrea de la desgracia, bajó la garra acerada del vicio; aquella cortesana marchita, doliente, cuya alma enferma dormitaba ó gemia en el lóbrego calabozo de la materia: aquella pobre mujer, que no rezaba ni sentía, levantó al cielo azul, que se veia á través del balcón, una mirada ardiente y entusiasta, y gritó con voz sonora y fuerte: — ¡Gracias, Dios mió! ¡yo existo!

Luego, con las mejillas cubiertas con el sonrosado del entusiasmo, con los ojos brillantes y animados, llenos de dulces lágrimas, volvió enfrente del retrato, y se puso á contemplarle como si fuera el de una persona amada con pasión.

Entonces empezó con él un diálogo que no se exhalaba en voces: que no subia hasta sus labios; pero que sostenia su corazón.

— ¿Dónde has estado? le decia: ¿dónde has estado que no te he visto, que nunca has pasado de los límites de mis sueños? Yo que he corrido ese vasto erial que llaman mundo; yo que he visto á mis piés tantos hombres, ¿cómo no he llegado á verte, desconocido mortal, y cómo la fama no ha traido hasta mí tu nombre, tu nombre que debe ser glorioso, esclarecido, tu nombre que está sin duda circundado de gloria?

Este soliloquio fué interrumpido por el ruido de unos pasos cercanos, y que, á juzgar por su ligereza, debían ser de mujer.

Un instante después, apareció en la sala la persona cuyos pasos se oian.

Era Margarita "Warner.

Dolores se levantó, cortada y confusa, lo mismo que si la hubieran sorprendido en una cita amorosa: lo mismo que si hubiera tenido solo quince años.

¡Tenia menos aún! empezaba á vivir, porque sentia la primera emoción de amor!

Margarita era la misma mujer bella y apacible, tranquila de alma y semblante: vestia muy sencillamente; una gorra blanca, y de tul liso, parecida á una toca alemana, dejaba escapar algunos rizos de un hermoso color dorado.

Sus ojos azules eran brillantes, dulces, límpidos como el cielo: su cara, ovalada, tenia el matiz de las hojas de un azucena: su dentadura «ra blanca y perfecta.

Aquella mujer angelical tenia alguna semejanza con los dos retratos jóvenes que se elevaban encima del sofá: el de la bella niña parecia haber copiado su dulzura y su hermosa cabellera rubia: el del joven la nobleza de su frente grave y serena.

Dolores era mucho más joven que Margarita: apenas contaba treinta y tres años, y aquella había cumplido cuarenta y cuatro, y sin embargo, es tan cierto que una vida pura conserva la juventud y las gracias, que, á pesar de la extraordinaria belleza de Dolores, se advertía en ella un sello de tristeza, de angustia y de sufrimiento, que alejaba toda idea de frescura y de juventud.

Margarita la reconoció al instante, y su primer movimiento fué retroceder dos pasos: pero luego, dominando su generosidad natural, la saludó efectuosamente, aunque sin tenderle la mano.

Dolores se sintió humillada, herida: no se habia escapado á su penetración aquel primer movimiento repulsivo: lo esperaba, y, sin embargo, le hizo un daño horrible.

— Señora, dijo Dolores: veo que se acuerda usted de mí, y que sabe á quién hace hoy el honor de recibir en su casa.

— ¿Y cómo pudiera olvidar á la mujer cuyo corazón noble y generoso me socorrió cuando yo sufría la proximidad de una miseria angustiosa? dijo Margarita: esas cosas, señora, no se olvidan jamás, y al menos yo tengo la dicha de recordarlas siempre.

— Lo creo, repuso Dolores: creo que se acordará siempre del bien, y olvidará el mal; eso es propio de las almas generosas , y por eso vengo á hablarle confiadamente de un asunto que me interesa más que la vida, y en el que le suplico me diga la verdad, toda la verdad, señora.

CAPITULO VII Las dos madres.

Dolores, después de pronunciar estas palabras con la vehemencia que era natural en ella, esperó la respuesta de Mme. Warner.

— Siempre he dicho la verdad, señora, repuso Margarita: ¿por qué, pues, ñola habia de decir ahora? estoy pronta á contestar á todas las preguntas de Vd. con la más completa franqueza.

— Pues bien: mi hija mayor ama á su hijo de usted, según me han dicho... ¿es eso cierto?

— Creo que sí, señora.

-¿Y él?

— El la corresponde del mismo modo: si usted repara bien esos cuadros pintados por la mano de Frantz, verá en todos ellos una figura que se parece á Lágrimas: la ama desde que vio un retrato suyo, hecho cuando apenas contaba Lágrimas doce años: lo tenia mi hermana, y se lo enseñó: desde entonces está Frantz enamorado de su hija de Vd.

— Y este amor ha crecido oculto, ¿no es verdad? ¿y no se ha contado con que pudiera desagradarme?

— Señora, respondió Margarita irguiéndose oon altivez: mi hijo solo ha temido desagradar á una persona, y esa no es Vd.

— ¿Pues quién es?

— Yo: á mi temía, y teme aún desagradar Prantz con la confesión de ese amor: en cuanto á Vd., creia que podría llamarse dichosa al darle su hija.

— ¡Pues se ha equivocado Vd., señora! repuso Dolores impetuosamente, y ha olvidado que es el sobrino de la institutriz de mi hija.

— Es un hombre honrado, señora: y es además un hombre de genio: tiene, pues, dos aristocracias; la de la virtud y la del talento.

— Está bien, dijo la señora de Benavente reprimiéndose: tal vez pudiera arreglarse esta boda, si mi hija se empeñase en ello... Lágrimas tiene disculpa sin duda, si después de haberle visto se ha enamorado de él... ¿no representa ese admirable retrato á Frantz?

Dolores hizo esta pregunta con la voz vacilante, y señalando al retrato colgado sobre el sofá.

—Ese es mi hijo: repuso Margarita.

— Ha conservado su hermosura de niño, observó Dolores fijando en la pintura una mirada ardiente, como si fuera la primera vez que la contemplaba: luego añadió con volubilidad para disimular sus impresiones:

— Aun voy á molestar á Vd. con otra pregunta, señora, rogándole que me dispense si la fatigo tanto.

— Estoy pronta á responder á Vd.

— Mi hija menor ama á su vez y es amada de un joven á quien conoci siendo niña: fui vecina y amiga de su hermana Modesta: usted, señora, que es amiga, como mis hijas, de esas personas felices, ¿puede decirme la opinión de la familia de ese joven, de sus padres, por ejemplo, acerca de ese amor?

• — Los padres de Federico, señora, quieren tiernamente á Luz: eso me consta: su hija mayor Modesta la ama también, y lo mismo los parientes de su marido, que la conocen desde que Vd. la trajo de Francia pequeñita.

— ¿Luego accederían al enlace de Federico con mi hija?

— Si: pero con una condición.

— ¿Usted la sabe?

— Sí, señora.

— -¿Puedo yo saberla también?

— No me han encargado el secreto: la condición es que Vd. deje... se retire de la vida que lleva.

Margarita vaciló al pronunciar estas palabras: temia, de una parte, que no las hubiera comprendido Dolores: y temia también que las comprendiese con demasiada claridad.

Esto último fué lo que sucedió, pues un subido carmin vistió las pálidas facciones de la pobre extraviada: pero su bello y melancólico semblante no demostró enojo ni ira: pronto aquella nube de vergüenza abrió su seno, dejando escapar el llanto del dolor y de la humillación.

— Margarita, dijo tomando la mano de la madre del pintor; Vd. ha sido mi amiga: sabe de qué modo fui arrastrada á la pendiente fatal de la culpa y do la infamia: sabe la desgracia que me sumergió en la viudez, cuando, por efecto de los desórdenes del hombre que fué mi marido, estaba ya envuelta en la pobreza; pues bien: ¿qué debí hacer entonces? ¿qué debo hacer ahora?

— Entonces, pobre mujer, contestó madame Warner, entonces resistir para no caer: huir de la infernal amiga que queria hacer de Vd. una infeliz como ella! Vd. habia cometido una primera falta, es verdad: ¿pero acaso el que cerca de un precipicio da un paso en falso, no procura asirse á las débiles ramas del camino para no hundirse en él? Porque se falte una vez á las leyes sagradas y austeras de la virtud, ¿hay que precipitarse en los abismos del vicio? Eso seria horrible, y desde luego es, si sucede, muy digno de censura.

— ¡Ah, Margarita! ¡habla Vd. como la mujer fuerte que nunca ha caido ni ha faltado!

— ¡Pero si hubiera caido, pobre Dolores, hubiera hecho todo lo posible para levantarme! y eso es lo que Vd. debe hacer. Dios lo ha dicho: para el bien nunca es tarde.

— Pero, exclamó Dolores: ¿cómo subsistiríamos mis hijas y yo? ¡esta vida me agobia... me mata, Margarita! ¡esta vida es y ha sido siempre para mí un suplicio horrible! ¡oh! ¿hay algo comparable á estar incesantemente fingiendo amor con el corazón helado? ¡no sé si es mayor desgracia el estar rodeada de todos los refinamientos del lujo ó el carecer de todo en semejante situación! ¡Margarita, déjeme Vd. que le trace, siquiera sea brevemente, el cuadro dé mis desdichas, para que no me desprecie tan profundamente como lo haría de otro modo, para que me compadezca y vea que la desgracia ha tenido no poca parte en mi perdición!

— Sí, dijo Margarita: ábrame Vd. su corazón, pobre mujer, y no tema confiarme todas sus desgracias.

— ¡Oh, han sido tan grandes! murmuró la joven: yo amaba. . . amaba con ese amor primero de la mujer, que si bien es flor de primavera, se convierte en árbol de ricos frutos si no le troncha la tempestad: el huracán se llevó las flores de mi amor, y le perdí: el hombre á quien amaba me dejó, se olvidó de mí y se casó con otra mujer á la que amaba, y la que jamás le amó!

El dolor de mi falta mató á mis honrados padres, y fui castigada con la maternidad, cuando quedaba huérfana y sola en el mundo: sentí que aborrecía á aquella niña, fruto de mi falta, y la alejé de mí... Recogida yo por caridad en la casa de una noble joven, se presentó un hombre dicien lo que queria casarse conmigo: yo no le amaba, pero acepté por salir de aquel estado de dependencia en que me hallaba: fui madre de nuevo y me reconcilié con la suerte, sintiendo renacer en mi alma el amor hacia mi primera hija.

Mi marido amó también á la misma mujer que me habia robado á mi amante: era suerte mia el hallarla siempre en mi camino.., no la acuso... ha muerto ya, y, según he podido comprender, la ha llevado á la tumba el pesar y el remordimiento de sus ligerezas.

Madre de dos hijas, viuda y sin recursos, hube de atender á sus necesidades: mi primer cuidado, mi mayor afán fué tenerlas separadas de mí: que no viesen la degradación de su madre... hacerlas mujeres honradas, para que fuesen lo que yo nunca habia sido: ya sé que para esto era el medio mejor el haber imitado el ejemplo de Vd., Margarita: que debía haberme resignado á trabajar en la oscuridad de mi casa para mis dos niñas, conu Vd. trabajaba para sus dos hijos... pero no tuve tanto valor: mi alma no era tan fuerte, y además era muy joven y estaba rebosando de amargura, herida en el corazón, enferma de una manera incurable! tomé, pues, el partido más odioso, pero el único que entrevi para vivir con mis dos pobres hijas, víctimas inocentes de mis extravíos: pues bien, amiga mia, buena y noble Margarita, hoy daria todo lo que me queda que vivir, por haber hecho lo que Vd. hizo.

— Aun es tiempo, dijo Mme. "Warner, enjugando algunas lágrimas que se desprendían de sus ojos: aun es tiempo, pobre madre. Felizmente sus dos hijas ignoran esos terribles misterios de su vida, ¿no es verdad?

— ¡Oh, sí! esos terribles misterios, como Vd. los llama, jamás han llegado hasta ellas... no: los he guardado para mí, y ellos han desgarrado mi corazón ¡oh, si supiera Vd. qué crueles alternativas han sido las de mi vida! hoy, mantenida por un hombre espléndido y rico que me daba carruajes y joyas, pero al que yo no podia amar: mañana, alucinada por una sensación pasajera creyendo amar yo misma á un pobre joven al que tenia que mantener: otras veces ligada á un hombre de escasa fortuna, y obligada, para serle fiel, á contraer deudas: y enmedio de todo esto conservando el gusto por las artes, desarrollándose la inteligencia con el trato del mundo, obligada á tener buenos y elegantes modales, á emplear palabras cultas y sonrisas amables y seductoras, cuando tenia desgarrado el corazón, y el hastío me devoraba! ¿qué valen los sufrimientos, las privaciones de la esposa casta, de la madre honrada de familia, comparados con esta tortura moral, con esta soledad del corazón, con esta enfermedad del alma? ¿qué vale el trabajo continuo, el cumplimiento délos más árduos deberes, comparado con este desprecio de sí misma, con esta profunda abyección, que todo lo vuelve negro en derredor nuestro!

— ¡Oh, pobre mujer! exclamó Mme. Warner, que lloraba: ¡cuánto ha debido sufrir!

— ¡Tanto, que la sola idea de aquellos dolores me extremece! Sí, he sido algunas veces bastante sorberbia para creerme con derecho á consideraciones, y hundida en el fango, todavía quería levantar la frente... perdón Margarita... ahora mismo, al hablarme Vd. con el severo lenguaje de la justicia y de la razón, me irrité como de un insulto... perdón, y oiga Vd. mi último ruego: consiga Vd. que Luz se case con el hermano de Modesta, de la que fué mi amiga.

— Señora, respondió Margaritacongravedad: me veo obligada á repetir lo que antes le he dicho: solo cuando Vd. deje esa vida de locura y de desorden que lleva, irá el anciano padre de Federico, el honrado artista, á pedirle la mano de Luz para su hijo: en esto no hay esperanza de que cedan.

— Pero yo no puedo por ahora dejar la casa en que habito; no puedo hacer mi retirada del mundo asi, de improviso... tengo deudas y no tengo medios...

— Dios los da siempre que se desea volver al camino de la virtud: su mano providente nonos desampara jamás: Vd., huérfana, desvalida, olvidada de todos, y sola como en un desierto enmedio de tantos como le compran su amor, pobre enmedio de la opulencia, triste enmedio del faustoy de los placeres; Vd. se llalla así, porque se ha separado de él... porque no le llama, porque no reza... mi pobre amiga! Uno de los mayores beneficios de nuestro sexo es la oración: es el medio de llamar á Dios, que responde siempre á quien le invoca.

Dolores quedó pensativa durante algunos instantes: de su semblante habían ido desapareciendo las negras sombras que le envolvian, conforme escuchaba aquel lenguaje de paz y de consuelo.

— Sí, dijo, veo que tiene Vd. razón: la oración es la fuente inagotable de la esperanza... ¡qué dichosa era y ocuando rezaba! Sí, quiero volver al buen camino... al trabajo, á la paz... pagaré mis deudas con el producto de mi trabajo; me iré á vivir modestamente con mi hija á una casita pequeña... trabajaremos las dos... porque Luz se casará con Federico, ¿no es verdad?

— Sí, amiga mia: tan pronto como Vd. varíe de modo de vivir.

— Sí, eso es... sola yo con Lágrimas, nada nos faltará... Adiós Margarita, adiós... Dolores se lanzó fuera de la estancia.

— Persevere Vd. en ese buen propósito, dijo Mme. Warner, saliendo tras ella; entonces todos serenos dichosos... porque Frantz, que va á llegar de Italia, podrá casarse con Lágrimas.

— ¡Ah! va á llegar Frantz? preguntó Dolores deteniéndose cuando ya empezaba á bajar la escalera.

— Sí, va á llegar, para no separarse ya más de mi lado ni del de su hermana.

Dolores no respondió nada; acabó de bajar la escalera, y se halló en la calle trémula y pensativa.

CAPITULO VIII. El padre y la hija.

Algunos dias después, una venta pública tenia lugar en casa de Dolores de Benavente, una de las mujeres mas bellas y mas célebres de Madrid.

Se sacaban á pública subasta los caballos, los carruajes, el soberbio mobiliario, los suntuosos trajes y las ricas joyas.

Se vendia todo para pago de acredores, y por disposición judicial alcanzada por la implacable Coralia de Senanges, antes su mejor amiga, y ahora su más despiadada acreedora.

Dolores, retirada en uno do los aposentos más lejanos del salón principal, donde tenia lugar la venta, oia con extremecimientos de ira la voz del tasador y las de los compradores.

La justicia no le babia dado lugar á retirarse de aquella vida de perdición: Coralia, que no la perdía de vista, y á la que adeudaba una cantidad muy crecida, supo que trataba de enagenar lo que poseia, y creyó sacar mejor partido con aquella venta pública.

En tanto que Dolores, sombría y solitaria, se entregaba á la desesperación, un caballero bajó de su carruaje, subió la escalera, y penetró en el peristilo, donde penetraba todo el mundo.

Su aspecto era noble y elegante: los criados le creyeron algún comprador, y le dejaron pasar.

— Yo no vengo á comprar, buen amigo, dijo á uno de los servidores: vengo á ver á la señorita Lágrimas, para la cual traigo un encargo de una de sus amigas.

— Eso es diferente, caballero, dijo el criado, que era uno de los pocos que habian quedado: tome Vd. ese corredor de la izquierda: siga por él y se bailará en las habitaciones ocupadas por las señoritas y por su aya.

El caballero dió gracias, y siguió la dirección indicada: halló una puerta entreabierta, que empujó, y penetró en el saloncito de labor de las dos jóvenes.

Estas se hallaban aturdidas por el bullicio que reinaba en la casa, y que aun no sabian de qué procedia: su actitud era la del terror: la del aya, la de un asombro que rayaba en idiotismo.

— ¿La señorita Lágrimas? preguntó el recien llegado inclinándose.

— Yo soy, caballero, respondió la joven levantándose.

— ¿Me concederá Vd., señorita, media hora de conversación? continuó el desconocido.

Lágrimas miró á su aya, confusa é indecisa.

— Comprendo esa mirada, dijo éste, que parecia poseido de una conmoción profunda: lo que tengo que decirle bien puede ser en presencia de miss Ofelia.

— ¿Cómo, caballero? ¿Vd. me conoce? exclamó asombrada la inglesa.

— Tengo ese honor desde hace algún tiempo, mi apreciable miss, respondió el desconocido: dentro de pocos instantes, espero poder decir á Vd. mi nombre, y creo que no se admirará.

— Ya lo esperamos, caballero, dijo Lágrimas: lo esperamos con impaciencia, así mi aya como yo.

— Pues bien, señorita: el secreto que debo revelarle es de tal naturaleza que no puede oirle su Hermana de Vd. , y es forzoso que tenga la bondad de retirarse por algunos instantes.

— Vamos, hija mia, dijo miss Ofelia á Luz: venga Vd. aquí, al tocador, y al instante iré yo á buscarla.

La pobre Luz, atónita, se dejó llevar, sin objetar una palabra.

Miss Ofelia, así que la dejó, volvió al saloiicito.

— Mi querida niña, dijo el desconocido tomando la mano de Lágrimas y mirándola con ternura y con una emoción que en vano trataba de reprimir: hace como un mes que recibió Vd, una carta?

— Sí, señor, respondió la joven recapacitando un poco.

— ¿De la mano de un mendigo?

— En efecto... añadió la joven, que empezó á temblar, presa también de una agitación violenta.

— ¡Una carta! repitió el aya.

— Sí... una carta de su padre, dijo el desconocido: se le aconsejaba en ella el más profundo secreto... ahora bien, mi querida niña... ¿na le dice á Vd. nada su corazón... al verme llorar?... ¿no adivinas nada, mi querida Lágrimas?

— ¡Padre! exclamó la joven cediendo á un impulso irresistible y arrojándose en los brazos del Conde.

Este la estrechó en ellos, y durante algún tiempo, reinó un silencio interrumpido tan solo por los sollozos de la joven.

— Sí, soy tu padre! dijo el Conde: tu padre que en vano ha intentado todos los medios posibles para verte y oirte... tu padre, que ha espiado tedas tus salidas, sin atreverse jamás k llegar hasta tí, por el temor de asustarte y de provocar un escándalo... ¡cuanto he sufrido, hija mia, y cuánto he ansiado este instante que al fin me ha proporcionado el cielo! Sí, la confusión que hoy reina en esta casa me ha dado lo que en vano buscaba hace tanto tiempo... una ocasión favorable para verte!...

— Mi querida aya, dijo Lágrimas volviéndose con dignidad hacia miss Ofelia: pido á Vd. el favor de que me deje sola algunos instantes con mi padre: pronto la llamaré.

Miss Ofelia echó una mirada recelosa sobre el que se decia padre de su educanda: pero sin duda la convencieron la nobleza de su aspecto y aquellos cabellos que ya empezaban á blanquear, además de esa luz que se desprende siempre de la verdad, y salió.

— Hija mia, dijo el Conde así que desapareció la inglesa: es preciso aprovecharlos instantes, y que te vengas conmigo... sí.., es preciso que huyas del lado de tu madre y que te pongas bajo mi amparo... perdona que no dé á tu inocencia ámplias explicaciones, y que solo te diga muy pocas palabras... no puedes seguir viviendo al lado de tu madre, sin menoscabo de tu honor.

— ¡Dios mió! ¡qué escucho! exclamó la joven: ¡señor, yo no puedo abandonar á mi madre!... todo lo haré ménos eso... ella es, para mi hermana y para mí, buena y generosa; nos ha colmado de cariño y de cuidados. . . ¡no, no puedo abandonar á mi madre!

— ¡Pobre niña! ¡cómo haré yo para convencerte, sin apartar de tus ojos el blanco velo que te oculta tanto cieno! murmuró el Conde: una sola pregunta, continuó como herido de una idea repentina: ¿sabes el suceso que hoy tiene lugar en esta casa, y que siembra en ella la confusión y el desorden?

— Sí... contestó Lágrimas: una venta de los muebles para pago de acreedores.

— ¿Y eso qué te dice?

— Que mi pobre madre tiene deudas.

— ¡No hija mia! ¡que vive entregada al más culpable desorden! ¡que ha sostenido vergonzosamente una opulencia que no podia pagar!...

— Padre mió, repuso Lágrimas, ¡no quiero saber las faltas de mi madre... más quiero creerla buena que culpable... yo te suplico que nada más me digas!

— ¡Oh, fatal ceguedad! exclamó el Conde: yo te respeto demasiado, hija mia, amo demasiado tu inocencia para iniciarte en algunos terribles misterios... pero es preciso, porque yo he venido decidido á sacarte de aquí, y no me iré sin tí de esta casa que se cae al suelo. . . no, ¡antes sabrás toda la verdad! Escucha, hija mia... hay una clase de mujeres, oprobio de su sexo, que viven del robo disfrazado bajo el velo de la galantería... Lágrimas, tu madre, no ha sido jamás mi esposa... ¿lo oyes?... ¡esta suntuosa casa, estos criados, estos lujosos muebles, todo este fausto que te rodea, tu educación misma, es el precio de la infamia!...

Un agudo grito siguió á estas palabras. Luz, temiendo por su hermana, y sintiendo hácia aquel desconocido una aversión mezclada de terror, se habia ocultado tras los pliegues de una cortina de seda y habia escuchado aquella revelación terrible.

La impresión que hizo en su corazón tierno fué tal, que la angustia y el terror le arrancaron aquel grito, cayendo después desmayada en los brazos de su aya, que estaba leyendo en su cuarto y acudió á socorrerla.

Lágrimas, petrificada al oir aquellas terribles palabras, expresó su espanto por una inmovilidad completa: así quedan las flores en sus tallos al sentir rugir la tormenta.

— Ven conmigo, hija mia, prosiguió el Conde levantándose, asiendo la mano de la joven y tratando de hacer que le siguiese: ven á la casa de tu padre, donde serás rica y honrada, ven á ser la dulce compañía de mi vejez, á que yo te de el nombre que te falta, á que yo te elija el esposo que ha de hacerte dichosa... aquí he oido decir que te quieren casar con un pobre pintor... un hombre oscuro y sin porvenir: ven á ocupar el sitio que en la sociedad te corresponde...

— Padre mió, respondió Lágramas desasiéndose de la mano que oprimía la suya: repito lo que antes te he dicho: á mi madre debo todo lo que soy, mi bienestar, mi educación: amo á mi madre... y no quiero dejarla.

— ¡Cómo! exclamó el Conde de Elven: renuncias á la posición que te ofrezco, á la posición que es tuya porque es mia, y que tantas te envidiarían?

— Jamás he deseado excitar la envidia de nadie, padre mió: tampoco he envidiado á nadie jamás: si el origen de mi educación es culpable, el fin santifica los medios: compadezco á mi madre y la perdono: no quiero el nombre ni la posición que ha de separarme de ella... tú eres noble y rico... ella está pobre y arruinada... á su lado debo quedarme pues!

— ¡Gracias, hija mia! dijo una voz triste y suave detrás de Lágrimas: ese sacrificio no quedará sin recompensa: porque mi buena y santa madre decia que Dios paga siempre con usura á los hijos que aman y consuelan á sus padres.

Lágrimas corrió á los brazos de Dolores. — Señor Conde, dijo esta con una sonrisa á la vez desconsolada y amarga: ya lo vé Vd., mi hija no quiere dejarme... dentro de breve tiempo, tendré el honor de pedir á Vd. una entrevista para hablar de su porvenir, que me interesa tanto ó mas que á Vd. Ahora le suplico que tenga la bondad de retirarse y dejarnos solas.

El Conde envió una última, tierna y triste mirada á su hija, y salió de la habitación.

CAPITULO IX. La casa de la dicha.

En un cómodo y espacioso cuarto principal de una gran casa situada en la bajada de Santo Domingo, era donde habitaba, en la época que tenian lugar los sucesos referidos, el distinguido jurisconsulto, D. Luciano Ponce de León, que, joven todavía, era tenido por una de las lumbreras del foro español.

Habia sido un joven calavera hasta los veintiséis años de su edad; mas desde esta época (en la que se habia casado) se habia convertido en un modelo de esposos, y poco después en el mejor de los padres, sin dejar de ser, por esto, un modelo de elegancia y distinción.

Su familia pertenecía á la aristocracia de Andalucía, y parte de ella residía en Madrid: y en la misma aristocracia se habia criticado, y no poco, su descabellado casamiento con una joven muy pobre é hija de un pintor sin fortuna y sin gloria, aunque con mucho talento artístico, pues no siempre la fama es patrimonio del genio.

Pocos dias después de la boda de Luciano, tenia lugar un baile en casa de la Duquesa D... ligada á la familia de Ponce por vínculos de parentesco y de amistad. •

Algunas jóvenes, elegantes y bellas en su mayor parte, se habian reunido en el hueco de una ventana, y hablaban prefiriendo los encantos de la murmuración á la fatiga del baile.

— ¿Sabéis quién se ha casado? dijo una, después de haber referido algunas anécdotas del dia: vamos, de fijo no lo adivináis.

Una de las jóvenes mencionó dos ó tres casamientos efectuados en la última semana.

— No es ninguna de esas bodas á la que yo me refiero, dijo la que habia hablado primero: hablo de la de Luciano Ponce.

— ¡Qué! ¡se ha casado! exclamaron todas las jóvenes, admiradas.

— Hace dos dias.

— Así... á la sordina. • — Sin decir á nadie una sola palabra, como ' no sea á sus primas hermanas. — Sí, Berta y üita.

— Justamente: esas parece que han aprobado la boda, á pesar de lo estrafalaria.

— ¿Con quién se ha casado, pues?

— Con una joven que bordaba para un almacén de la calle del Cármen.

Todas las señoritas soltaron una carcajada.

— ¡Será posible! dijo una tras la pausa que empleó en reir.

— Pues yo, añadió otra, creo que Berta podrá haber aprobado esa boda, porque es casi demócrata... y de ideas caballerescas... pero lo que es Rita...

— Rita es la delicadeza misma; una mujer tan bella, tan distinguida... y tan intolerante en lo que toca á la ristocracia...

— Pues, amigas mias, á gusto ó á disguto de Rita y de su hermana, Luciano se ha casado con una bordadora.

— ¿Y es bonita?

— Dicen que cuando él la conoció lo era mucho: pero que después se ha embastecido y se ha afeado.

— Y sin embargo, se ha casado con ella?

— Ciertamente.

— ¿Y la presentará en sociedad?

— ¿Quién lo duda? bonito es él para no dar á su mujer el lugar que le corresponde! ya sabéis la entereza de su carácter.

— De poco le servirá, porque su mujer recibirá mil feos en la sociedad: ya veis qué alcurnia para penetrar en los salones!

— ¡Callad! eso clama al cielo! los hombres no se quieren casar, y los pocos que piensan en hacerlo, van á buscar jornaleras... ¡qué horror!

— Pues esa jornalera, objetó otra de las jóvenes, vendrá á nuestra sociedad, y tendremos que alternar con ella, por humilde que sea su ouna, y que haya sido su condición social: hoy es ya la señora de Ponce de León, y el marido es quien levanta linaje.

— Pues lo que es yo, huiré su trato.

—Y yo.

-Y yo.

— Y yo también.

— Señoritas, dijo un elegante caballero situado á alguna distancia de las jóvenes: he oido la conversación de Vds., porque hablan bastante alto: ¿me permiten Vds. que les diga mi parecer?

— Con mucho gusto, Vizconde.

— ¿No se enfadarán al oirlo?

— De ningún modo, supuesto que lo pedimos.

— ¿Palabra?

— Palabra formal.

— Pues bien: no me admira el casamiento de Luciano y la preferencia que ha dado á esa joven sobre todas las demás de su clase.

— ¿Y podremos saber la razón, señor mió?

— Sí, señoras: la razón es que esa joven sabrá cuidar de su casa, y ser buena esposa y buena madre, lo que pocas de Vds. pueden saber, porque no las educan para eso; y además ¿de qué le serviria á Luciano una joven que le llevase veinte mil duros de dote y se los gastase de renta, exigiéndole modista, carruaje y servidumbre? Mejor le irá con esa muchacha modesta, que sabrá hacerse los vestidos, servirse y peinarse por sí misma: ¿no es esto lógico?

— ¡No señor! respondieron las señoritas, amostazadas: ¿y la diferencia de clases no es nada?

— No, señoras: puesto que la clase es el esposo quien la da como una de Vds. acaba de decir hace poco muy juiciosamente.

— Pero esa joven será vulgar... horriblemente ordinaria.

— No tiene nada de eso, sino muy distinguida en sus maneras.

— ¿Usted la conoce?

— Tengo ese honor.

— ¡Honor invidiable!

— Dentro de poco me lo envidiarán algunos. — Tendrá muy mala educación. — Ha recibido una educación selecta, señoritas: sabe dibujar muy bien, la música con perfección, canta como un ángel, y habla inglés y francés: creo que esto basta para ser bien recibida en los salones.

Dicho esto, el Vizconde cambió de conversación; pero las señoritas, irritadas, se separaron de él, llenas de enojo por sus alabanzas á la esposa de Luciano Ponce de León, á la bordadora, á la jornalera, como ellas la llamaban en su rencor.

Desde aquel dia, se esperó con una especie de ansiedad en los salones la aparición de la novia; esta no tardó en darse á luz, pues su esposo no pensaba ciertamente en tenerla metida en un rincón.

La aparición de Modesta fué en el salón de la anciana Marquesa de M... Luciano buscó á aquella dama como una madrina para su esposa, y su casa como una sanción á su presentación en el mundo: aquella noble señora era altamente considerada por las admirables prendas de su carácter, por su elevada clase é intachable virtud. Modesta, después de penetrar en el anticuado y severo, pero apacible salón de la Marquesa de M... podia ya esperar ser recibida con benévola distinción en todas partes.

Su traje era sencillo, pero de un exquisito buen gusto: un vestido, de color claro, dibujaba su talle, de una elegancia extrema: la tela era buena, pero no costosa, y entre aquellas ondas de seda, de un tinte suave y abrillantado, la casta y pensativa figura de la joven esposa parecia mucho más encantadora.

Modesta tenia los ojos de una dulzura y limpidez maravillosas: eran grandes, azules y rasgados: sus facciones no ostentaban ya la diáfana pureza de sus diez y seis años: otros dos años las habian alterado algún tanto: pero, sin ser una belleza, poseia lo que es mejor y más durable: una gracia suprema y una distinción llena de encantos.

La calma y dignidad de sus maneras eran incomparables: así es que su aparición hizo efecto, y tuvo desde luego su partido, como hoy se dice.

Modesta, recogida en sí misma delante de los extraños (como toda persona muy sensible), hablaba poco, pero siempre á tiempo: sus frases, todas escogidas, eran al mismo tiempe sencillas, nobles y dulces: jamás decia una palabra vulgar, gracias á lo mucho y bueno que habia leido, y sobre todo á su perfecto y delicado organismo, al que disonaba todo lo que era mez r quino y ordinario.

Con tales dotes debia Modesta alcanzar más de un triunfo: la Marquesa la acogió con cariño y le tuvo mil deferencias encantadoras, pues la bondad es la coquetería de las canas.

La envidia y la maledicencia se estrellaron, pues, en la perfecta educación de la joven, y las señoritas, á las que aquel franco Vizconde habia dado tan buena lección, hubieron de enmudecer, á pesar de sus vivos deseos de morder á la joven señora de Ponce de León.

Otro apoyo, y por cierto muy eficaz, tuvo Modesta con la Marquesa de Villaflorida, prima de su esposo: Berta, con su amable carácter y sus generosos instintos, se declaró su amiga, y bien pronto le cobró realmente un cariño entrañable.

Modesta era lo que su nombre prometía: una de esas suaves criaturas, dotadas al mismo tiempo de talento y de bondad, y que embellecen, con esos dos tesoros, cualquiera posición en que las coloque el cielo.

Su método de vida era el que siguen las inglesas, esas admirables esposas, esas madres ejemplares, esas amas de casa, modelos de las demás naciones: se levantaba temprano y se ocupaba del gobierno de su casa y de todas las necesidades domésticas: cuando ya lo tenia todo ordenado, y siguiendo su mareta por sí solo, con el impulso de su voluntad y de su inteligencias, hacia su tocado y se ocupaba de esas labores que no desdeña ninguna mujer distinguida, que ocupan sus ocios y embellecen su casa, aunque sus medios de subsistencia sean muy modestos.

Luciano se distinguió bien pronto por sus admirables talentos de erudición y de elocuencia: su clientela, que habia aumentado rápidamente, llegó en breve tiempo á ser inmensa, y á proporcionarle, con crecidas ganancias, una posición muy cercana á la opulencia.

Modesta fué feliz, porque de esta suerte pudo proporcionar más comodidades á sus padres y una carrera á su hermano Federico: pero éste, artista de corazón, no quiso abandonar la música por ninguna ocupación.

— Sé á lo ménos un pianista distingido, le dijo su padre: las artes son nobles por sí mismas, y puede ennoblecerlas más el talento de quien las cultiva: hijo mió, las enfermedades, los trabajos, ó tal vez la voluntad de Dios, no me han dejado salir de una medianía: sin embargo, siempre he creído que el artista debe cernerse en regiones sublimes. Listz, que llena hoy el mundo con su nombre, es solo un pianista: un músico es el abate Vogler, y músicos no más han sido Bellini, Donizzetti y Weber: no está el mal ni la mengua de las artes en ellas mismas, sino en los que las cultivan si lo hacen mal.

Federico siguió, pues, sus estudios músicos: era un joven de figura agradable y simpática, de un excelente carácter y de un talento brillante: rehusó enseñar, por aprender, y se dedicó á la composición y á la armonia, en cuyos difíciles estudios hizo bien pronto rápidos progresos.

Sus ancianos padres y su hermana Cesarina recibieron en breve los frutos de su talento, pues la fama le obligó, al fin, á dedicarse á dar lecciones en las casas más opulentas de la corte, que las solicitaban para sus hijos.

Dolores misma le buscó para sus dos hijas, y de esta suerte brotó el amor en el corazón de Luz, niña tierna y poética, y digna de la pasión de aquel joven y entusiasta artista, que veia en ella el ángel de su futura inspiración.

Pensando en Luz, sus composiciones adquirieron un carácter de ternura que jamás habian tenido: era una visión celestial, y su dulce influjo se hizo sentir bien pronto en la música de Federico, que alcanzó mayores triunfos de los que jamás habia soñado, gracias á su tierno y apasionado amor.

Modesta contribuía también, por su parte, al bienestar de sus padres: se habia encargado casi exclusivamente de su hermana Cesarina, y aunque la joven no liabia querido separarse de sus padres, de los que era la sola compañía, pues á Federico le detenian fuera casi todoeldia sus muchas ocupaciones, todos los gastos del tocador de Cesarina corrían de cuenta de su hermana.

Modesta, instada por su prima Berta y por su marido, tenia una pequeña reunión una noche á la semana durante los inviernos: allí, al calor de una alegre y bien provista chimenea, de diez á catorce persona tomaban té y hablaban de distintas cosas, reinando la cordialidad y la armonía, tan difícil de hallar en los grandes centros.

La esposa de Luciano era el alma de esta modesta y pequeña tertulia semanal, ya cantando con su melodiosa voz, ya promoviendo disputa sobre materias de arte, pues su educación se habia completado de una manera en-' cantadora al lado de su esposo: tenia conocimientos generales, adecuados y bastante profundos: y su amabilidad, digna y expresiva al mismo tiempo, la distinción de sus maneras, y las gracias de su conversación, cautivaban á todos sus amigos, que acostumbraban á llamar á la casa de Luciano la casa de la dicha por el orden y la alegría que reinaban en ella.

Modesta, que á la llegada de Dolores á Madrid la visitó con sumo gozo, pues no podia olvidar los dulces recuerdos de su infancia, se apartó de su trato asi que supo la triste y borrascosa manera con que vivia: en vano Dolores iba á su casa, y trataba de obsequiarla demilmodos, para no dar lugar á que se desatase aquel dulce lazo que le recordaba los alegres dias de su infancia. Modesta, aconsejada de su marido y de la Marquesa, huia de toda confianza, si bien con sentimiento suyo.

Dolores hubo, pues, de alejarse de aquel trato encantador, y resignarse á perder esta amistad como habia perdido la de Berta, su antigua bienhechora, quien, mejor informada que Modesta de la vida de Dolores en París, no fué á verla á su llegada.

Sin embargo, aquella desgraciada mujer no quiso perder para sus hijas amistades tan nobles y protectoras.

— ¡Ellas son buenas, se dijo, y son inocentes! nadie las rechazará, gracias á la educación que reciben: pues bien, para mí las espinas y para ellas las flores; para mí el fango, para ellas el vergel! yo las enviare á Berta con su aya: las enviaré á Modesta, y no las desairarán!

Dolores, que habia sido fiera y vengativa durante los primeros años de su juventud, iba haciéndose sufrida y resignada, á medida que avanzaba aquella terrible enfermedad de su alma dolorida y quebrantada por el culpable egoísmo de los hombres, que todo lo materializa.

Las dos niñas fueron recibidas con amor: Berta colmó de caricias á Lágrimas, de quien por dos años habia sido cuidadosa y tierna madre: madre ella misma de un hermoso niño, todas las criaturas la interesaban, y colmó igualmente de cariños á la bella hermanita de su tierna protegida.

Del mismo modo acarició Modesta á las dos niñas, y encargó al aya que se las llevase con frecuencia, para que jugasen con sus hijos: así es que cuando Federico fué llamado para dar lección, por el solo hecho de ser hermano de Modesta, ya hacia tiempo que él conocia á las niñas, que, por decirlo así, habían crecido á su vista.

De esta suerte, Lágrimas y Luz crecieron entre la familia de Modesta, la de Berta, y después al lado de Mme. Warner y de su hija, quienes, como hermana y sobrina de su aya, les cobraron bien pronto un entrañable amor.

Frantz, en una pequeña escapatoria que hiza de Roma para ver á su familia, conoció á Lá- j cu grimas : la gracia dulce y poética de aquella niña re; cautivó su corazón, por lo mismo de ser tan opuesta á la fogosa y provocativa belleza de las j italianas: habia en Lágrimas, como si fuese el sello de su destino, algo de triste y pudoroso, de vago misterio que la envolvía como un blan- i co y trasparente cendal, y que la hacia mucha más interesante aún que su misma belleza.

Empero si él se sintió inclinado hacia la joven, esta sintió hacia él una pasión irresistible, que durante algún tiempo se escapó ala cándida mirada de miss Ofelia, pero que no pudo ocultarse á la perspicacia de Luz.

Lágrimas sentia con más vehemencia que su hermana: era, como decia su madre, la imágen fiel de su abuela, la activa y apasionada Doña Amparo: su hermana Luz era en carácter €l retrato de su abuelo, el apacible, dulce y condescendiente D. Pedro Herrera.

Asi se deslizó durante catorce años la vida de las jóvenes, pudiendo asegurarse que á la persona que menos conocian de la sociedad que trataban, era á su madre, á la que, si bien es cierto veian cada noche, era por poco rato, no sabiendo por otra parte nada de su fatal vida, á causa del alejamiento en que vivian.

De esta suerte se hallaban las situaciones de los respectivos personajes de esta historia, cuando el Conde envió á su hija su carta, y cuando Coralia exigió, en unión de otros acreedores, la venta judicial de los bienes de su amiga.

Volvamos ahora á tomar el hilo de esta historia para seguir á los personajes en su próspera ó adversa fortuna.

CAPITULO X. Caridad.— Soberbia.

La misma noche del dia en que tenia lugar la venta de los efectos de casa de Dolores, y en que Lágrimas se negó con tan noble entereza á abandonar á su madre, la Marquesa de Villaflorida entró en casa de Modesta en ocasión en que esta se bailaba sola en su habitación.

Luciano habia llevado al teatro á sus hijos, que contaban doce y trece años de edad.

Modesta, sentada al lado de un velador de palo de rosa, se ocupaba de bordar en una labor de tapicería, cantando una melodía sacada de una de sus óperas favoritas.

La bella niña se habia convertido en una elegante dama.

Su casa estaba decorada con el mismo exquisito gusto que cuando casó con Luciano, pero con mucha más ostentación y riqueza; porque Modesta era de opinión de que una mujer debe cuidar ante todo de embellecer su casa y de hacerla agradable, por lo mismo que sale poco de ella.

Cuando su fortuna contaba ya con una base sólida, se habia desocupado el piso principal de la casa en que habitaban un segundo, y Luciano le habia tomado.

Aquella habitación era mucho más bella y más espaciosa que la anterior; constaba de muchas piezas hermosas, claras y perfectamente distribuidas, que Modesta habia sabido decorar y amueblar con tanta sencillez como buen gusto.

Su cuarto era el más elegante, por cuanto el cuidado de adornarle se le habia reservado su marido.

Constaba de un saloncito cuadrado, y dentro de aquel de una sala con espaciosa alcoba, cuya entrada estaba sostenida por delgadas columnas, cubiertas interiormente por una bella cortina de damasco. En el salón era donde se hallaba la hermosa y elegante señora de Ponce la noche de que hablamos.

¡Qué diferencia entre la existencia de aquella mujer, esposa feliz, madre afortunada, y la de Dolores! ¡la paz de una conciencia tranquila se reflejaba en la dulce y bonita cara de Modesta, fresca y sonrosada como la de una joven de veinte años, á pesar de contar ya treinta y tres de edad;

Un vestido de seda, de un lindo color de malva, dibujaba los graciosos contornos de su talle: la luz de la lámpara solar, colocada sobre un velador, daba de lleno en las sedosas trenzas de sus cabellos, recogidas detras de su cabeza con una sencillez llena de elegancia: sus grandes ojos azules, inclinados sobre su labor, daban á su fisonomía una expresión encantadora de gracia y de modestia: su rostro, ovalado y gracioso, estaba sonrosado y lleno de animación: la costumbre de reir con franca alegría habia formado en cada una de sus mejillas un lindo hoyito que ostentaba una gracia enteramente infantil: un cuello blanco, bordeado de valenciennes, era el intermediario entre su nacarado cuello y la tela del vestido.

El saloncito era un digno cuadro de aquella suave y poética figura: estaba vestido de tela azul (color favorito de Modesta), y la tapicería era de igual color: algunas jardineras llenas de flores, y el dulce calor de una pequeña estufa mentían la grata temperatura y los perfumes de la primavera: sobre dos consolas grandes, lucían dos espejos de gran tamaño, y delante de ellos dos jarrones artísticos de mármol, con las asas de bronce oscuro, sustentaban dos hermosos ramos de flores de estufa, pagados por Luciano á subido precio, para que recreasen, con su belleza, los ojos de su esposa, amante basta el delirio de esas hermosas hijas de la naturaleza.

Cuatro grandes cuadros ocupaban los cuatro lienzos mayores de las paredes de aquel lindo saloncito.

Dos representaban á los padres de Modesta; otro á la Virgen María en el misterio de la Anunciación, y el cuarto á San José con el niño Jesús en los brazos.

Aquellos cuatro lienzos, pintados por Antonio Bena vides y regalo de este á su hija, bastaban para darle á conocer como un artista de genio.

El velador, junto al que estaba sentada Modesta en un pequeño sillón, sostenía un libro, y los útiles de bordar, colocados en una linda cestita de plata.

Modesta bordaba pensando en sus hijos, que eran dos hermosos niños, y en su esposo: ella no habia querido ir al teatro por el deseo de concluir un precioso almohadón que estaba ya al terminar.

Oyóse llamar á la puerta de la habitación, abrirse por la mano diligente del criado de la antesala, y poco después este saludo respetuoso articulado por aquel:

— Buenas noches, Sra. Marquesa. Modesta corrió á la puerta: la que llegaba era Berta: su amiga: casi su hermana.

La Marquesa venia preocupada y triste: sus mejillas pálidas y sus ojos encarnados decian claramente que tenia alguna pena interior.

— ¡Oh, estoy muy triste! dijo dejándose caer en un sillcn: Gonzalo acaba de contarme lo que le sucede á esa pobre mujer.

— ¿Hablas de Dolores? preguntó Modesta con interés.

— ¡Sí: de la desgraciada Dolores: ha quedado pobre y arruinada!

— ¿Qué dices? Yo la creia rica, aunque no feliz.

— Todo se está vendiendo por la justicia para pago de acreedores.

— ¡Será posible! exclamó Modesta uniendo las manos: ¿no podríamos hacer nada por ella?

— A eso vengo, repuso la Marquesa , y te confieso que contaba con ese arranque de tu generosidad: ¡sí! hagamos algo por esa desgraciada y por sus hijas: veamos si podemos arrancarla de esa vida desastrosa, y apresuremos el casamiento de Luz con tu hermano.

Modesta sacudió tristemente su bella cabeza.

— Mi padre es inflexible en esa parte, dijo: solo se avendrá al casamiento de Federico cuando la madre de Luz viva, si no como una mujer honrada, al menos como una mujer arrepentida.

— Pues bien, repuso Berta: vamos á ver si conseguimos eso: yo le escribiré ahora mismo ofreciéndole una pensión, aunque sea corta... no puedo extenderme mucho, porque mi marido no se aviene á ninguna idea de socorro para esa desgraciada... así son los hombres: culpan el vicio, pero tiene para ellos un atractivo fatal: la mujer extraviada les cautiva con una mágia irresistible; pero el dia en que aquella desea volver á la senda de la virtud, es cuando verdaderamente empiezan á despreciarla. Núestra misión es en cambio el abrir á esas desgraciadas el camino de la luz y del perdón: nosotras, que somos generalmente las víctimas de sus extravíos, somos las destinadas por la Providencia para mostrarles el cielo y el camino del bien. Berta, me asocio á esa obra de caridad... escribamos dos cartas... cada una le ofrecerá en ella lo que pueda darle, ocultándose desu marido. Luciano, que seria feliz si gastase dos mil pesos en un traje, me culparia si supiese que enviaba dos mil reales á la pobre Dolores: tampoco transige con esas mujeres cuando quieren ser buenas... toma: aquí hay tinta y papel.

Las dos primas se pusieron á escribir cada una su billete.

Berta acabó la primera y esperó á que Modesta terminase: entonces le presentó el suyo diciendo: — Lee.

— Hó aquí el mió, dijo Modesta presentándole á su vez la carta que habia concluido: decia así:

"Mi querida amiga Dolores: be sabido la desgracia que te agobia, y que en tu triste camino has hallado más abrojos que flores: era preciso que te hubieras levantado con valor de tu primera caida en vez de desmayar como lo has hecho; pero dejemos reflexiones tristes que á nada conducen ya, y pongamos remedio al mal presente.

«Mi hermano se casará con Luz tan pronto como tú dejes esa gran casa por otra más modesta, y cierres tu puerta á ciertas gentes. Dolores, sacrifica los restos de tu juventud y de tu hermosura al bienestar de tu hija, cuya suerte está en tus manos, y este sacrificio te traerá la paz de la conciencia: la suerte de tu hija mayor se fijará después.

«Si para inclinarte á esta resolución te falta algún medio material, acepta de mi amistad la cantidad de quinientos reales mensuales de mi bolsillo particular: ya sabes que cuando niña aceptaba yo las manzanas y las tortas que tu buena madre te daba para la comida de nuestras muñecas: entonces, amiga mia, eras tú más rica que yo: hoy me favorece á mi la fortuna más que á tí: á cada una llega su vez, y Dios tiene dispuesto en sus altos juicios quién ha de ser el ensalzado y quién el abatido, y cuándo nos conviene la prosperidad ó la desgracia.

«Dolores, acepta la oferta de esta amiga que te compadece y que te ama; es muy pequeña, pero está hecha con buena voluntad: sobre todo, piensa en tus pobres é inocentes hijas y admite por ellas lo que te ofrece tu amiga

Modesta

Modesta leyó á su vez el billete de la Marquesa, que era más lacónico y estaba concebido en estos términos:

«Querida Dolores: he sabido tu desgracia, y es mi deber de cristiana y de antigua amiga el tenderte una mano salvadora: lo hago además con el mayor placer: acepta para tus hijas una cantidad mensual, que fijaré en seiscientes reales; si es bastante á tu parecer... no desoigas el ruego que te dirige la que se repite tu amiga

Berta

Estas dos cartas fueron remitidas inmediatamente á Dolores.

El mensajero trajo otras dos iguales, cada una de las cuales fué entregada según decia el sobrescrito.

El contesto de ambas era exatamente igual, y decia asi:

"Gracias, señora y amiga mia: antes que la limosna, están el trabajo, la paciencia... y la muerte!

Dolores

— Alma indomable! murmuró Modesta tristemente: qué fatal soberbia es la que no dejaver, ni se digna admitir la caridad!

— Paciencia, repuso Berta: hagamos ahora todo lo posible para que tu hermano se case con esa desgraciada niña: es el último servicio que podemos hacerle.

Dolores, en efecto, era una alma indomable: la desgracia, al pesar sobre elja, en vez de abatirla, le hacia levantar la cabeza con más altivez.

CAPITULO XI. La huida.

Algunos dias después, sentada Mme. Warner en su cuarto, y al lado de su hijo que había vuelto de Roma acabados definitivamente sus estudios, hablaba con él de algún asunto grave y serio á juzgar por la expresión de sus fisono mías.

Frantz era más hermoso en su persona que en su retrato: su belleza varonil tenia al mismo tiempo esa expresión dulce y encantadora que subyugaba el corazón á primera vista.

La fuerza de carácter del hombre valeroso se hermanaba en él á la dulzura intelignte del artista.

Era un modelo de elegancia, de distinción, de grave y mesurada gracia.

— Madre, decia, es en vano que te canses: amo, adoro á esa mujer: yo no sé más que lo que ella me ha dicho: que es viuda y pobre... que se casó muy joven y que ha sido desgraciada...

— Pero Frantz, ¿y el amor que tenias á Lágrimas? ¿y lo que te ama esa pobre niña?

— Otra impresión mas fuerte ha venido á borrar aquella... ¿tengo yo la culpa de que asi suceda? Seria infame casarme con Lágrimas sin ofrecerle un corazón completamente suyo: yo le diré la verdad: es mas noble decírsela que casarme con ella amando á otra.

— ¿Dónde me has dicho que has visto á esa mujer? preguntó Mme. "Warner muy pensativa.

— En el baile de máscaras de antes de anoche vi una mujer cubierta con un dominó negro que me miraba mucho: le dirigí algunas palabras, y el eco de su voz me fascinó ya, y me encantó: ¡tanta ternura revelaba! luego me dijo que me conocía, y me refirió algunos detalles de mi vida privada... tarde ya, conseguí qué se descubriera... madre mia, jamás he visto nada tan bello como su rostro, y al mismo tiempo que sea tan triste y melancólico: es la aparición de una misteriosa enfermedad del alma, bajo las formas más bellas que puede tomar una mujer! la pregunté dónde podría verla, y me señaló una casita de campo situada muy cerca de Madrid y medio perdida entre una alameda á orillas del rio.

— ¿Fuiste á verla?

— Fui... y debo confesarlo, salí más enamorado que antes: en aquella soledad, despojada del traje de máscara y vestida muy sencillamente, me pareció más hermosa que en el baile.

— ¡Pobre hijo mió! murmuró Mme. "Warner, ¡quién sabe si habrás hallado en tu camino á una aventurera!

— ¡No, madre mia! es imposible hallar un carácter más encantador que el de esa mujer, una conversación más variada, un entendimiento más cultivado; no es una aventurera: pero parece que la desgracia la persigue y pesa sobre su cabeza: una tristeza profunda la envuelve como un sudario, y solo se reanima al hablarle yo de mi cariño.

Ahora, continuó Frantz, perdona que te deje, madre mia: ella me espera.

Margarita dejó escapar un Suspiro sin pronunciar una palabra.

Frantz, que habia dado algunos pasos para salir, volvió hacia atrás y tomó tiernamente las manos de su madre.

— ¿Por qué te afliges así, mi buena madre? le dijo: si pudiera, ya que tanta pena te cuesta, no volvería á ver á esa mujer; pero hoy es preciso... le he dado mi palabra... es preciso que vaya...

— ¿Cómo se llama esa mujer? preguntó madame "Warner como asaltada de un pensamiento repentino.

— Se llama Dolores,

— Dolores., ¡gran Dios!... seria.... ¿te ha dicho su apellido? — No, madre mia.

— Pregúntaselo hoy.

— No te doy palabra de hacerlo, porque la amo demasiado para dejarle suponer que desconfío de ella: pero si la ocasión se presenta, yo se lo preguntaré.

Frantz, dichas estas palabras, salió, pero tan preocupado, que no echó de ver la agitación de su madre.

Dejémosle ir en pos de los sueños de su imaginación, y penetremos en casa de Dolores en ocasión en que ésta tampoco se hallaba en ella.

Eran las dos de la tarde. Miss Ofelia y Lágrimas habian salido para dar un corto paseo, y Luz habia pretextado un fuerte dolor de cabeza para quedarse en casa.

No bien se vió sola, entró en su cuarto de dormir, vistióse de negro, se puso una mantilla, y se arrodilló en medio de la estancia.

— ¡Adiós! dijo: adiós asilo donde tantas alegres horas he pasado al lado de mi hermana y de mi querida aya! tú no participas de la infamia de las paredes malditas que guardan á mi madre! yo no sé si soy culpable abandonándote... solo sé que no puedo vivir más aquí... Federico tiene razón... al lado de su anciana madre hallaré un asilo tranquilo... salgamos, salgamos de esta casa, donde desde que sé quién es la mujer á quien debo el ser, me ahogo... vamos!

Luz se levantó, y se lanzó á la escalera sola y como quien huye de una espantosa guarida.

Cruzó una porción de piezas grandes y desmanteladas, pues todo el mobiliario se habia vendido, y se halló en el peristilo.

A la sazón subia un hombre.

— Una pregunta, señorita, dijo cortésmente y con aquel acento que revela el trato de mundo: ¿está en casa la señora de Benavente?

— No... no, señor, respondió Luz que temblaba.

— ¿Vendrá pronto?

— Lo ignoro... no sé...

— ¿Podré esperarla?

— Sin duda... perdón, caballero: me esperan á mí...

Luz se lanzó á la escalera.

El caballero que la habia interrogado siguió adelante y atravesó algunas piezas magníficas, pero desiertas.

Ni un solo criado habia en aquellas antesalas, llenas antes de servidores.

Reinaban en ellas el frío del invierno y ese ambiente glacial y penetrante que se siente en las ruinas.

El Conde, pues era él, se sentó en un sillón olvidado en un ángulo del salón: apoyóla frente en la palma de la mano y quedó pensativo.

— Si, dijo: es preciso: debo casarme con esta mujer: debo imponerme este penoso sacrificio por mi hija! y, sin embargo, qué desgraciado voy á ser, y cómo llena mi alma de amargura el tener que dar á esta mujer el rango que tanto ha ambicionado, y que yo le rehusó, para dárselo á mi pobre Rita! Rita, tú que no me amaste jamás, poseiste toda mi ternura... y ella... ¡oh qué abismo es el corazón humano!

En tanto que el Conde de Elven se abismaba en estos pensamientos, que debian ser muy tristes, á juzgar por el abatimiento de su fisonomía; en tanto que repasaba con una mirada desolada las páginas del libro de su vida, sigamos á Luz en su camino.

Un coche estaba parado á la puerta, y el escudo blasonado de la portezuela decia que pertenecía al Conde de Elven: un poco más allá ha bia detenido otro curruaje, que, por su pobre aspecto, se conocía que era de alquiler.

Al llegar Luz al umbral, un joven sacaba por la décima vez la cabeza por la ventanilla.

Al verla, él mismo abrió la portezuela, alargó la mano á la pobre niña, que temblaba, y la ayudó á subir diciéíidole en voz baja algunas frases de cariño.

Luz se dejó caer sollozando en uno de los asientos del carruaje: el joven sacó de nuevo la cabeza por la ventanilla, y dijo al cochero: — ¡A escape!

Luego tomó las dos manos de Luz, que no dejaba de llorar, y le dijo con una ternura respetuosa y profunda:

— Luz mía, por Dios, cálmate! mi buena madre te espera... ya eres su hija desde hoy, y dentro de un mes estaremos unidos para siempre.

— ¡Ah, Federico, es que yo quería mucho á mi madre! exclamó la pobre niña: ¡qué horribles dias he pasado desde aquella fatal revelación! ¡cuánto he llorado! ahora mismo, al verme aquí, mi corazón se desgarra, y creo que soy muy culpable, porque mi madre no se oponia á nuestro casamiento!

— Pero tú, pobre ángel mió, no podias ni debias ya permanecer á su lado despreciándola, respondió el artista: hubieras sufrido un martirio cruel junto á ella... por otra parte, te lo confieso... yo deseaba con ánsia verte lejos de esa casa, cuya fama vergonzosa conoce todo Madrid...

— Dios mió! Dios mió! murmuró Luz redoblando sus sollozos.

— No eres tú quien castiga á tu madre huyendo de su lado, prosiguió Federico, es Dios: Dios, que castiga siempre la vida mala y desarreglada. No hay fatalidad, mi adorada Luz; el que se excusa con este miserable pretexto, no merece ser creido. Mis buenos, mis honrados padres, nos han educado á mi hermana y á mí con esas sanas máximas que el mundo llama antiguas, y nos han hecho ver que Dios da á las criaturas el libre albedrío para que elijan entre el bien y el mal: es cierto que cada uno de los mortales tiene sobre su espalda una carga más ó menos pesada que llevar. Pero Jesús ha dicho: el que me ame ? tome su cruz y sígame: se debe aceptar la cruz con resignación y marchar valerosa y alegremente por el camino del deber.

Este noble y sincero lenguaje calmó gradualmente la aflicción de Luz, quien, al llegar a casa de los padres de Federico, ya no lloraba.

En lo alto de la escalera la esperaban dos ancianos y una joven muy bella: eran los padres y la hermana de Federico.

— Bien venida seas á la casa de tus nuevos padres, hija mia, dijo Bena vides, tomándola de la mano con aire paternal.

— Ya estás de nuevo en tu casa, añadió la buena Elena, que se habia convertido en una bella y magestuosa matrona, como las que nos pintan los cuadros flamencos: no llores ya, hija mia, porque aquí somos cuatro para amarte.

A los ojos de Luz acudieron nuevas lágrimas: aquella hechicera carita tan pura y tan linda, macerada por el dolor, movia á una tierna compasión. Elena, cuya maternal y santa bondad se habia aumentado con los años, se volvió hácia su hija, que miraba á Luz enternecida, y le dijo, presentándole á la joven:

— Cesarina, hé aquí á tu hermana: llévala á tu cuarto, y consuélala: desde hoy tendréis una misma habitación y os dedicareis juntas al ajuar de la boda, porque tu padre y yo deseamos que os caséis el mismo dia.

Cesarina, que era una hermosa y alegre joven de veintitrés años, presentó á Luz su brazo y se la llevó á su cuarto, hablándole con ternura.

— -No llores, le dijo: ¿por qué afligirte? nuestras madres eran amigas en su niñez, y siguen queriéndose: cada una ha seguido después un camino diferente, es cierto; pero ya se encontrarán al fin de él, y todo se arreglará. Dios sabe lo que á cada uno conviene y nos abre muchos senderos en esta vida: cada uno sigue el suyo; pero todos se reúnen en el gran camino de la vejez. Dentro de un mes, Luz mia, nos casaremos y tendremos sobre nosotras cuidados graves, que si hacen cavilar, en cambio dan la felicidad: la misión de la mujer es buscar la alegría, la paz y la dicha en el seno del dolor: todo se puede sobrellevar con una conciencia tranquila: no has dejado la casa de tu madre llevada de un capricho culpable, ó de un loco antojo: lo has creido un deber de conciencia, y mis padres y el hombre que has elegido para esposo te han dicho: — haces bien; ven, que te esperamos — tranquilízate, pues, que ya llegarán muy pronto mejores dias.

Hablando así, condujo Cesarina á su amiga á su cuartito de soltera, en el que habia dispuestos dos pequeños lechos, sencillos, pero blancos como la nieve: advertíase allí en los menores detalles el esmero maternal: un Crucifijo de yeso enclavado en una cruz de madera negra, pero de bello y correcto dibujo, presidia la pequeña estancia: á sus pies, una Virgen de talla, bajo la dulce advocación déla Esperanza, iluminaba aquel casto nido con su radiosason risa: en la misma mesita pulimentada, que contenia á la Virgen, dos jarros de loza azul sostenian dos lindos ramos de flores del campo, cortadas sin duda por Cesarina y Federico en el paseo de la tarde anterior, y destinados á alegrar los ojos de Luz: una cómoda contenia la ropa blanca de las dos jóvenes, una pequeña porción del uso de Cesarina y otra cosida por ella para su joven amiga y futura hermana, pues se habia aconsejado á Luz que saliese con solo lo puesto, no queriendo nada de la infame procedencia que tenia la fortuna y todos los medios de subsistencia de Dolores.

Luz se consoló pronto en aquel blanco y alegre cuartito: tenia poco más de quince años, y á esta edad, el dolor no fija por mucho tiempo en el corazón su garra destructora.

Media hora después de haber entrado allí, Luz sonreia; Cesarina era la más feliz de las criaturas al lado de la hermana que tanto habia lamentado no tener: y las dos formaban mil risueños proyectos de esposas y amas de casa para el porvenir, que se les presentaba radioso y lleno de encantos.

CAPITULO XII. Amor.

En una pequeña esplanada situada al lado de la histórica pradera del Canal, se elevaba, en la época en que tiene lugar esta historia, una casita blanca y verde, que se ha derribado después para aprovechar el terreno en otras especulaciones.

Aquella casa, que habia sido habitada por un buen sacerdote que vivia con su madre, pasó á ser propiedad de Dolores, que la adquirió para ir á ella á descansar de cuando en cuando de las orgías y de los festines que incesantemente la fatigaban.

En su vida de desorden, habia deseado algunas veces la soledad: pero la paz y el silencio solo convienen á las conciencias tranquilas, y la de Dolores no gustaba de ninguna tranquilidad.

El tedio la siguió allí, como sigue siempre á las naturalezas viciadas en esa atmósfera falsa y emponzoñada, en que vivia Dolores: esta sabía música, pintaba y conocía perfectamente dos idiomas además del suyo; pero las artes necesitan, además de la soledad, de reposo y de la paz de la conciencia: una melodía triste le recordaba el venerable semblante de su anciano padre, á quien su falta primera habia precipitado en el sepulcro: una armonía tierna y sentida traía ante sus ojos la doliente figura de su madre: la palabra amor era fria en sus labios: la palabra perdón le recordaba que ella no habia perdonado nunca: el amor materno, al ser expresado por una música patética, destrozaba su corazón, recordando el sacrificio horrible que sus hijas le imponían: en una palabra, el tedio, el dolor, la angustia de su situación presente y la nebulosa oscuridad de su provenir, la asediaban de un modo tal, que solo pasó una vez dos días allí, saliendo en seguida para no volver jamás.

Sus hijas no conocían aquella casita solitaria: Dolores la cerró, y al deslizarse el amor en su corazón como un dardo de fuego, volvió á pensar en ella, porque el amor puro, noble y desinteresado busca siempre la sencillez de la naturaleza, el césped por alfombra, y el azulado cielo por dosel.

Dolores amaba, no por la segunda, sino por la primera vez de su vida: la afición que habia sentido hácia el Conde de Elven, era ese deslumbramiento de la primera edad, más completo cuando se posesiona de una niña criada en la sujeción y el aislamiento: no conociendo ninguna de las cualidades de.l Conde, no podia ser una pasión seria y profunda la que sentia por él: los ojos pueden ser deslumhrados; pero la fascinación completa es la del alma, y la que ejercen el ingenio, el talento, y las nobles prendas del carácter.

Dolores se acordaba de aquel niño de admirable belleza, que en París trabajaba al lado de su madre, pobre y honrada viuda, y cuyos negros cabellos habia ella acariciado tantas veces: había reasumido, con sola una mirada, toda la historia de aquel niño, que ahora se presentaba joven y gallardo en el camino de su vida: adivinaba el genio del artista, y su noble constancia en el trabajo: la tristeza del niño, separado de sumadrey confiado á la protección siempre fria, aunque sea eficaz, de un poderoso bienhechor, que tiene la conciencia de lo que da, y sabe que nada recibe en cambio: en fin, su imaginación, siempre poética y exaltada, se complacia en revestir á Frantz de toda la poesía del sufrimiento y del talento, de todos los encantos de que una mujer puede revestir al objeto amado.

En el baile de máscaras, le dio, pues, una cita para aquella casita, á la que el artista acudió deslumbrado y loco de dicha.

Era Dolores una de esas mujeres que ejercen una terrible, una fatal influencia en la fantasía de los jóvenes: pobres criaturas, arrolladas por el vendabal de su destino, y que van, como débiles aristas que agita el viento, chocando con los escollos de la vida, é interesando por su misma desventura.

Aquella hermosura, que tenia mucho de dolorosa: aquel espanto de la vida, que se retrataba en sus ojos, sombríos como su provenir, y tristes como su presente: aquel talento lleno de poesía, que se exhalaba en frases sueltas, impregnadas de melancolía y de ternura: hasta la misma despedida de la juventud, que daba su último adiós sobre la bella y doliente frente de Dolores, eran otros tantos motivos para seducir la imaginación de Frantz, y para interesar su corazón.

Las pasiones más ciegas, más ardientes, más terribles, son aquellas que se fundan en la sinrazón: aquellas en que la compasión se mezcla á la admiración; aquellas, en fin, que aman los defectos de la persona querida más que sus mismas perfecciones.

A este género pertenecía el amor del artista alemán: ante la imágen de Dolores, se borró la imágen de Lágrimas, y se borraron todas las demás imágenes de la tierra.

Mas como sucede siempre en cierta clase de pasiones, los celos penetraron en su corazón para aumentarla. Frantz sentía celos del pasado de Dolores y de su presente: desde que aquel amor ocupó su alma, se volvió sombrío, irascible y meditabundo: ansiaba el instante de tener con ella la primera cita para pedirle explicaciones que se creia con derecho á exigir.

Dolores era más dichosa: así como el alma de Frantz se habia ido cubriendo de negras nubes, en la suya habian aparecido el sol de la dicha y una inefable serenidad: todo era alegre desde que amaba: todo radioso y bello.

¡Ultimo amor de la vida! tú eres como un bello dia de otoño, cuyo rojo sol parece reanimar á las marchitas flores! ¡como aquél, finges á los yermos campos del alma una nueva primavera! ¡mas, como aquél también, pronto dejas el sitio al aterido invierno!

Dolores corría hacia la blanca casita al trote de un fogoso caballo que tiraba de una pequeña y elegante berlina: ya no era su cómodo y espacioso coche; pero al buscar uno alquilado, le habia elegido de cierta poética forma, animada por su amor.

Ella misma abrió la puerta, cerrada tanto tiempo hacia, y subió la pequeña escalera de yeso blanco, pues las viviendas campestres no tenian entonces, por lo regular, el lujo que ahora ostentan.

Se componia aquel lindo y modesto retiro de tres piececitas, amuebladas casi con humildad: la primera tenia la sillería enfundada con una tela de algodón de flores, que le daba el más risueño aspecto: abierta la ventana, un rayo de sol fué á quebrarse en las mesas de caoba, y en un espejo de una vara en cuadro, suspendido de la pared, por medio de cordones de seda azul: en el centro se veia un pequeño velador que sostenía libros, y un recado de escribir de porcelana.

En la sala inmediata habia un piano y un arpa: ambos instrumentos sabia tocar Dolores, pero ya hemos dicho que la música le causaba una impresión dolorosa desde hacia largo tiempo: el mueblaje era igualmente modesto, pero limpio y nuevo.

Por fin, la tercera estaba dispuesta para servir de dormitorio: una cama con colgaduras de muselina, un lavabo y un ropero grande constituían todo su ajuar con dos ó tres pequeños sillones diseminados por la estancia.

Dolores descolgó un plumero oculto tras la puerta de la antesala y se puso á quitar el polvo de los muebles con la misma serena alegría con que lo hacia diez y nueve años antes en casa de sus padres: cantaba una antigua y dulce balada conforme iba limpiando, y su corazón rebosaba jubilo y felicidad.

De repente se detuvo: una imagen doliente pasó por delante de sus ojos: era una joven pálida y moribunda, en la que reconoció á su hija Lágrimas.

Dejó escapar el plumero de su trémula mano, y se apoyó desfallecida en el respaldo de un sillón.

— ¡Ella le ama! murmuró: sí, le ama... y yo, que soy su madre, voy á privarla de su parte de dicha!... á ella, la desgraciada hija de mi falta , privada ya por mi culpa de su nombre y su fortuna!...

Ocultó el rostro entre sus manos y gruesas lágrimas se deslizaron de entre sus delgados dedos.

— ¡Pero ella tiene diez y siete años! dijo tras una pausa y levantando su pálido rostro , en el que habia escrito un agudo dolor: es la primera vez que ama: ¡cuántos amores se sucederán á esta naciente inclinación! ella entra ahora en el camino de la vida, mientras que yo...

Volvió á detenerse, y elevó al cielo sus negro^ ojos con una expresión de dolor inmenso.

— ¡Cuántas espinas he hollado ya! dijo con amargura: ¡cuántos abrojos han herido mis plantas! ¡cuánto he sufrido! si es que arrojo estas únicas flores, que he hallado en mi camino, he de decir: — ¡muero sin haber amado!... ¡Oh! eso seria horrible, horrible. Con este amor veo la paz, la dicha, el hogar doméstico, el amor del esposo, la consideración de la sociedad!... sin este amor, solo veo la muerte.

El ruido de un paso varonil en la escalera la sacó de sus reflexiones: levantóse, y fué ante el espejo para componer sus facciones pálidas y desencajadas, volviendo un instante después con el rostro, animado por una sonrisa.

Ya era tiempo: Frantz se hallaba en pié detras de ella.

CAPITULO XIII. La casita.

— Bien venido, amigo mió, dijo Dolores alargando graciosamente su mano al joven: acerqúese Vd. aquí y sentémonos.

El pintor obedeció á la indicación, y ambos se sentaron en un pequeño canapé situado en un ángulo de la habitación.

— Dolores, dijo Frantz con ternura: ante todo desearía conseguir una cosa: en las máscaras, nos hablábamos de tú: prosigamos aquí del mismo modo.

Una sonrisa fué la contestación á estas palabras.

— Gracias, querida Dolores, prosiguió el artista: eres buena, y esto me dará confianza para hacerte una confesión: vamos á hablar de lo que nos interesa, porque esta entrevista, bien á pesar mió, tendrá que ser breve: mi madre me espera.

— A mí me esperan también en mi casa, dijo Dolores: así, veamos pronto esa confesión que parece costar te tanto trabajo.

— Pues bien, escucha: yo he amado... he creido amar á una joven, la que, por su parte, me profesaba y me profesa hoy una afección profunda... te lo digo por si alguno te lo va á decir también.

— Bien... nada te pregunto yo de tu pasado, dijo Dolores, que palideció al escuchar estas palabras, porque ellas le traian de nuevo la imagen doliente de Lágrimas.

— Es que yo te lo quiero dar á conocer, dijo gravemente Frantz, porque deseo á mi vez conocer el tuyo; ¿quién eres? ¿de dónde vienes? ¿cuál ha sido antes tu vida? Dolores, estoy celoso, y no sé por qué... hay en mi interior cierto aciago presentimiento que no me sé explicar, pero que me martiriza.

— Tranquilízate, y deja que á mi vez te interrogue, dijo Dolores, en cuyas facciones habia vuelto á retratarse una siniestra agitación; luego te responderé yo... ahora dime... por qué no te casaste con aquella joven que te amaba... y á la que amabas tú?

— Mi madre se oponia á esta unión porque, aunque ella era un ángel de pureza, la suya era una mujer perdida,

— ¿La conocias tú?

— -Jamás la vi.

— Es extraño, murmuró Dolores mirando profundamente á Frantz.

— Esa mujer, repuso éste con tranquilidad, vive completamente apartada de sus hijas, pues tiene dos: por una de las nobles resoluciones, propias de esas desgraciadas criaturas, y que son más comunes en ellas de lo que se cree, las liace pasar una vida del todo retirada, bajo la vigilancia de un aya rígida y virtuosa, que es hermana de mi madre: he visto poco á esas dos niñas, pues he vivido desde mi infancia en Italia: pero las veces que fui á ver á mi tia, jamás vislumbró á su madre: ni siquiera vi un retrato de esa mujer, que dicen es aún joven, bella y fatalmente famosa en la vida del escándalo.

Dolores bajó la cabeza, y pareció sumergida en hondas reflexiones durante algunos instantes.

— Frantz, dijo después: ¿era solo la culpable vida de esa desgraciada mujer lo que retardaba tu unión con su hija?

— No, respondió el pintor: era la oposición de mi madre: de mi madre á quien amo, y á la que no quisiera disgustar por nada.

— Luego tú no harias reponsable á esa pobre joven de la deshonra de su madre?

— ¿Cómo pudiera tener semejante crueldad? exclamó Frantz: pero dejemos esto, Dolores, y hablemos de tí: el débil lazo de ese amor está roto por la pasión que me inspiraste... hablemos de tí, de tí... que es hoy lo que más amo en el mundo.

— ¡De mí! murmuró la pobre mujer extremecida: Frantz, es preciso que pongas la planta en el camino de mi existencia sin volver la cabeza atrás!

Frantz la miró atónito.

— ¡Qué! exclamó. ¿Tantas culpas hay en él? ¿te mancha acaso algún crimen?

— No, respondió Dolores: solo es la desgracia la que ha llenado de sombras mi vida: el primer hombre que me dijo palabras de amor, me engañó cruelmente, Frantz... huyó de mí para casarse con otra; poco después perdí á mis padres... un año más tarde, me casé, no por amor, sino por salir de la casa donde me daban el pan de la limosna: mi marido fué para mí más cruel y más indigno que aquel otro hombre que vendió mi cariño!... pero ya habrá dado cuenta á Dios de sus estravíos: yo le perdoné cuando supe quehabia muetto: desde entonces, he podido volver á casarme algunas veces... pero cobré horror á ese lazo, que para mí fué un dogal... y rehusé todos los partidos que se me presentaron... tengo dos hijas, y á ellas consagré todo mi cariño... toda la ternura de mi alma! pero, al verte, Frantz, en un retrato que hay en casa de tu madre, sentí que mi alma se abria á la dicha, como la flor marchita y enferma, para recibir un- dulce rayo de sol... te amé... y conocí que era con el primer amor de mi vida!

Frantz estrechó con pasión una mano de Dolores: absorto en la dicha que la confesión del amor de aquella mujer derramaba en su alma, no reparó en aquellss palabras: — vi tu retrato en casa de tu madre.

Pero Dolores se encargó de aclarar la situación de entrambos: aquellas reflexiones, á que se habia entregado con la cabeza inclinada, habian dado por resultado una resolución suprema: la de decírselo todo á Frantz.

Su amor era verdadero, profundo: muchas mujeres mueren en la ancianidad más avanzada sin haber conocido el sentimiento que llenaba el corazón de aquella mujer desgraciada y sumida en la aflicción: ella lo conocia demasiado tarde, pero quería enaltecerlo tanto como le fuese posible, con una franqueza y lealtad absolutas, por más amargas que le fuesen.

— Frantz, continuó, fijando en el artista sus hermosos ojos, en los que brillaba una ternura infinita: yo te he amado antes de ahora... niño aún, en París.

— ¡Cómo! exclamó Frantz: ¡en París! ¿has estado tú en París?

— ¡Sí, hace catorce años: y he sido vecina y amiga de tu madre!

— También la madre de Lágrimas lo ha sido, repuso Frantz, cuya voz temblaba con una emoción profunda: también ella vivia en París!

— Yo soy la madre de Lágrimas, dijo Dolores alzando al cielo la mirada, como para ofrecerle la inmensidad de este sacrificio.

— ¡Tú!... murmuró el pintor.

— Yo, Frantz: solo el amor que te profeso me obliga á hacerte esta penosa confesión: me pedias confianza... te la doy tan completa como la pudieras desear... yo soy la mujer que tu buena y honrada madre desprecia con razón... yo soy la cortesana célebre por sus triumfos y sus desórdenes: yo soy aquella en cuyo salón se han perdido tantas fortunas: hoy estoy arruinada, perdida, enferma... y soy desgraciada como nunca, porque te amo y conozco hasta qué punto debes despreciarme.

Estas palabras fueron anegadas en llanto. Dolores, que se mecia en doradas ilusiones hasta llegar á aquella confesión, sintió, al hacerla, que alguna cosa se rompia dentro de ella misma: prefería la confesión de su vergüenza á la vergüenza de la mentira; pero aquel sacrificio r impuesto por un amor que tenia mucho de heroico, le desgarraba el corazón.

Frantz, con su penetrante talento, lo conoció así, y volvió á estrechar sus manos, movido á compasión: ya hemos dicho que la lástima entra por mucho en las pasiones que inspiran las mujeres de la clase de Dolores.

— No importa, dijo: tu pasado pertenece á la desgracia, y tal como ha sido le acepto: solo quiero que me pertenezca tu porvenir.

— ¡Ay! dijo Dolores: ¡qué poco porvenir puedo esperar ya! sus puertas se abren de par en par para tí: á mí se me cerrarán en breve; tú tienes veinticuatro años, yo treinta y tres; ¿por qué no retardó la Providencia el instante de mi nacimiento, ó adelantó el del tuyo?

— Mi querida Dolores, repuso el joven, yo he pintado un cuadro que representa los amores de Mme. de Vilars con el caballero de SaintPrieux: ella tenia veintisiete años: él diez y siete, y sin embargo, me pareció tan natural y tan lógico que se amasen, que supe dar á sus fisonomías la expresión de amor más verdadera y más entusiasta que se ha visto jamás: si entonces comprendía así el amor, juzga de qué modo lo comprenderé ahora que lo siento.

Dolores no respondió, pero su abatido rostro se iluminó con un rayo de esperanza.

—He oido decir á mi madre, observó él tras algunos instantes de silencio, que el Conde quería llevarse á Lágrimas: dásela: de esta suerte, el fausto y la riqueza que la van á rodear, la harán olvidarse de mí, y al lado de su padre hallará muy pronto un casamiento más ventajoso: á pesar de todo, he querido á tu hija, y desearía que su suerte fuese dichosa.

Extremecióse Dolores al escuchar estas palabras, eco fiel del remordimiento que destrozaba su corazón: pasó la mano por su frente para desterrar un pensamiento doloroso, y respondió:

— Lágrimas no ha querido abandonarme á pesar de los brillantes ofrecimientos y de la ternura que- le ha demostrado su padre: solo me resta probar un medio.

— ¡Oh, si! tú hallarás alguno de evitar su desgracia y de lograr que nosotros seamos dichosos! Mi pobre Dolores, yo quiero que conozcas la felicidad que solo viste imperfecta al lado de tus buenos padres, porque la dicha completa es el amor... nos uniremos con el lazo santo del matrimonio; iremos á vivir á Italia, el pais de los artistas: y allí tu alma, siempre joven y entusiasta, sanará en breve de esa dolencia terrible que la amarga, y que es producida por el hastío del mundo y la carencia de todas las ilusiones.

— Tienes razón, exclamó Dolores con su bella fisonomía radiante de gozo: ¿por qué no puedo yo ser todavía dichosa? Rehabilitada por mi casamiento contigo, mi hija menor se casará con Federico, y Lágrimas volverá á amar con más entusiasmo que ahora: esta es su primera ilusión; yo sé cuánpoco apegado estaba á mi alma aquel cariño primero que me inspiró su padre. Ahora adiós, Frantz, prosiguió Dolores levantándose: hasta mañana: voy á trabajar por nuestra dicha, porque el Conde, á quien escribí anoche, me estará esperando: te avisaré cuándo nos podemos volver á ver.

Frantz salió el primero de la casita, y se alejó á pié y con paso presuroso: su corazón estaba henchido de dulces y alegres esperanzas.

Dolores le siguió poco después: subió á su coche, y mandó al cochero tomar el camino de su casa.

Su corazón iba cantando un himno de alegría, desconocido para ella hasta aquel venturoso instante.

Pero á medida que se iba alejando del blanco y solitario asilo, la triste y pálida imagen de Lágrimas volvia á ocupar el cielo azul de su esperanza como una negra nube: y, al llegar á su casa, el manto de hielo del desaliento envolvía, como un sudario, su corazón abatido y doliente.

CAPITULO XIV. ¡Sola!

Dolores subió con lento paso la escalera de su casa.

Entre los pensamientos que bullían en su cerebro, se agitaba el de mudar de morada, pues le era ya imposible pagar aquella suntuosa casa.

Y además ¿para qué queria conservarla? En aquella vivienda habia adquirido la funesta fama de que gozaba.

Su mobiliario habia desaparecido: la fortuna dorada de la intriga le cerraba las puertas de su fantástico palacio: pero, ¿que le importaba? en cambio el amor puro, casto, legítimo, le mostraba un cielo esplendente de ventura.

Silvia, su camarera, y única que habia quedado á su servicio, le abrió la puerta y le dijo en voz baja:

— El Sr. Conde espera en el salón.

Dolores respondió con un movimiento de cabeza: dejóse desprender la mantilla y la manteleta por la mano de Silvia, y pasó en seguida al salón.

Hallábase el Conde sentado en un ángulo de aquella espaciosa y fria estancia: un rayo del sol de la tarde entraba por las grandes vidrieras de uno de los balcones, ó iba á bañar sus pies.

Oyó el ligero paso de Dolores, y se levantó inclinándose ante ella ceremoniosamente.

— Esta mañana, dijo, he recibido una carta de Vd., señora, en la que me decia que queria verme: hace hora y media que espero, porque vine al instante que la leí.

— Gracias, Sr. Conde, repuso Dolores aceptando el sillón que aquel habia ocupado y le cedia con una fria política: nuestra conferencia será mny corta, pero muy interesante para los dos, pues en ella va á tratarse del porvenir de Lágrimas.

¡De mi hija! exclamó el Conde: ¡oh, hable usted, señora, hable Vd.! no la he visto desde que estoy en esta casa: ¿está enferma? ¿qué sucede?

— Tranquilícese Vd., caballero, dijo Dolores: Lágrimas e^tá buena: ha salido con su aya, según creo, y pronto debe volver: ahora bien; el objeto de haberle citado aquí, es decirle que, atendida la triste situación á que he llegado, creo de mi deber acceder á los deseos de Vd. y darle mi hija.

— ¡Qué escucho! exclamó el Conde: ¿me cede usted á Lágrimas?

— Sí, Sr. Conde: Vd. la legitimará, y á su lado de Vd., su posición será tan brillante como mísera lo seria al mió.

— ¡Quién lo duda! exclamó el Conde con un gozo delirante: á mi lado lo tendrá todo: riquezas, posición, y se le presentarán mil brillantes partidos: ¡oh, señora, no sabe Vd. basta dónde llegaré yo para indemnizar á mi hija... llegaré á todo, á todo... para que olvide el abandono en que la he tenido... llegaré á casarme con Vd., á fin de que nadie repare en que no tiene madre conocida!

— ¡Cómo, caballero! dijo Dolores con amarga sonrisa: ¿llegaría Vd. hasta hacerme su esposa? ¿querría Vd. dejar al destino que nos uniese, del mismo modo que trató de hacerlo hace diez y nueve años, y cuando Vd. se enfadó hasta darle de puntapiés?

—Señora, por favor, dejemos la ironía cuando se trata de nuestra hija! yo he sido culpable, porque, la verdad, no la amaba á Vd. lo bastante para hacerla mi esposa: sí Vd. se arrojó por la pendiente de las malas pasiones, la culpa es acaso también tanto mia como de Vd. . . pero olvidemos lo pasado, ya que puedo repararlo; acepte usted mi mano hoy.

— Mil gracias, Sr. Conde, respondió la cortesana con despreciativa sonrisa.

— ¿La rehusa Vd.?

— La rehuso: semejante sacrificio de parte de usted tiene poca influencia en el porvenir de nuestra hija: por otra parte, yo no amo á Vd. ya desde hace mucho tiempo, y el título de esposa suya ni halaga hoy á mi vanidad, ni á mi corazón tampoco; pero digo como Vd., dejemos esto, y hablemos solo de Lágrimas: es necesario lograr que se vaya con usted... ya oigo su voz, prosiguió Dolores aplicando el oido : vuelve con su aya, con la que salió, según yo me figuraba.

— ¡Valor, señora! murmuró el Conde en voz baja; no desmaye Vd. en ese propósito de devolverme á mi hija.

— Tendré valor, Sr. Conde. La puerta, que se abrió con violencia, cortó la palabra á Dolores; en su umbral, pálida y asustada, apareció miss Ofelia, que traia en la mano una carta cerrada.

— Señora, ¿dónde está Luz? preguntó dirigiéndose á Dolores: la he buscado por toda la casa y no parece; en cambio, he hallado esta carta sobre su mesa de tocador, con sobre para Vd...

Dolores alargó su trémula mano para tomar la carta: la abrió y leyó lo que sigue:

«Madre mia: huyo de tu lado porque ya no puedo estimarte... aunque te amo y te amaró toda mi vida.

«Te compadezco y quiero tranquilizar, en parte, tu inquietud, diciéndote donde estoy: me hallo en casa de los padres de Federico, que me tratan como á su hija menor: dentro de un mes nos casaremos el mismo dia Cesarina y yo.

«Madre mia, vuelve al buen camino, para que halles en él á tu querida hija, que te abraza llorando.

Luz.»

En tanto que Dolores pasaba sus ojos desencajados por este billete. Lágrimas habia entrado en la estancia: al ver á su padre, su lindo rostro se demudó; pero aquella impresión se disipó con otra más fuerte, al ver vacilar á su madre y próxima á desplomarse después de aquella lectura fatal.

El aya y Lágrimas recibieron en sus brazos el cuerpo de Dolores, rendida á un desmayo mortal.

Pero bien pronto la energía de su carácter dominó la perturbación de sus sentidos, y se levantó pálida, pero tranquila ó imponente.

— No hay que buscar á mi hija, dijo á miss Ofelia: sé donde está: suplico á Vd., mi querida miss, que nos deje solas un instante á mi hija y á mí con el Sr. Conde.

La inglesa se retiró estupefacta.

Dolores llevó la mano á su corazón que palpitaba penosamente, y tuvo que acudir á su frasquito de sales para no volver á desmayarse.

El abandono de su hija habia sido para ella un golpe espantoso.

Procuró, no obstante serenarse, y por medio de un heroico esfuerzo pudo conseguirlo.

Volvióse hacia Lágrimas, y le dijo con entereza:

— Hija mia: he aquí á tu padre el Sr. Conde de Elven, que viene á buscarte para que vivas á su lado: si hace pocos dias admití con alegría y gratitud tu negativa á dejarme, hoy te suplico que accedas á su deseo y que le sigas, para ocupar en su casa el sitio que te corresponde.

— ¡Dios mió! mamá, ¿qué es lo que dices? exclamó la joven mirando á su madre con azorados ojos: ¿qué te he hecho para que así renuncies á mí? y ahora que mi hermana...

— '¡Calla, hija mia! interrumpió Dolores: tu hermana no me abandona, no... no temas por mí... pero mira... no te lo oculto... debo buscarla... atraerla de nuevo á mi lado... y para eso necesito quedar libre, y dejarte con tu padre, con quien estarás mejor.

Lágrimas, sin responder, miró á su padre, y el dolor que vió impreso en su fisonomía la conmovió hondamente: aquella figura, aun noble y bella, pero abatida por la ruda mano de la desgracia, se habia aparecido muchas veces ante sus ojos, pidiéndole la parte que le tocaba en su corazón.

Sin embargo, no sabia qué responder, y sus labios se negaban á pronunciar un sonido: de un lado su madre, pobre y sola, pero que le rogaba que la dejase, que la despedía por decirlo así: de otro lado, su padre, que la llamaba tendiéndole los brazos...

La pobre niña luchaba entre dos sentimientos opuestos, porque la voz de la sangre hablaba también en su corazón á favor de aquel padre que hasta entonces le habia sido desconocido, pero que la amaba tan tiernamente.

— Padres mios, dijo al fin: ¿por qué no sois los dos para amarnos á mi hermana y á mí? ¿por qué, para seguir al uno, debo dejar al otro? Yo veo que todos los hijos, que todas las jóvenes son dichosas á la sombra del amor protector de su padre, y del amor tierno y lleno de abnegación de su madre... ¿no me es dado á mi gozar de esta felicidad suprema? ¿no puedo amar y ser amada de los dos á un tiempo?

— Implora esta ventura, á que tienes derecho, del amor de tu madre, dijo el Conde á su hija: ella puede consagrarse también á tí y vivir á nuestro lado.

Lágrimas miró á su madre con aire tierno y suplicante: mas en el rostro pálido de Dolores halló escrita una negativa, con tan expresivos rasgos, que no pudo insistir de palabra, y cubriéndose el rostro con las manos, echó á llorar.

— Acabemos esta triste escena, señora, dijo el Conde irritado: no puedo consentir en que mi hija sufra por más tiempo: ¿se niega Vd. á llamarse mi esposa? ¿á ser desde hoy la madre de Lágrimas?

— Sí, respondió Dolores en voz baja, pero con entereza.

— ¿Es una resolución definitiva? — Sí, señor.

— Vamos, hija mia, repuso el Conde pasando bajo su brazo el de Lágrimas: olvida que esta mujer ha sido tu madre; yo te he desconocido durante algún tiempo: ella reniega de tí después de haberte criado, lo que es mucho más cruel! págale con el olvido y sigúeme!

— Madre, por Dios, una palabra que te justifique! exclamó la joven uniendo sus manos: ¿qué te he hecho? ¿en que soy culpable? ¡ah! ¿dónde está mi hermana, para que me ayude á ablandar tu corazón, para que te niegue que no me separes de ella y de tí?

— Tu hermana, repuso Dolores, ha abandonado ya esta casa para siempre!

— ¡Dios mió! y ¿dónde está?

—Ya lo sabrás aunque te vayas con tu padre.

— ¿Luego tú deseas que me vaya?

— ¿No te he dicho que sí?

— Escucha, pobre niña, dijo el Conde dirigiendo una mirada de encono á Dolores: esta mujer, que tu desgracia te ha dado por madre, os abandona á tu hermana y á tí por algún ruin amor, al que vende su cariño maternal... Sí, estoy seguro de ello.

— ¿Oyes á mi padre? preguntó Lágrimas, que había dejado de llorar.

— Sí, respondió Dolores con tranquilidad. — ¿Es verdad lo que dice? — Es verdad.

— Adiós, pues, madre, dijo Lágrimas con voz entera y enjugando las últimas lágrimas que surcaban sus mejillas: ¡Dios sabe que siento el haber bailado la vida en tu seno! la educación que te debo me ha enseñado que es preferible la muerte á la deshonra, y más te valiera ser la esposa honrada de mi padre y la buena madre de tus hijas, que dejarte llevar de esa pasión que te aparta de todo lo que debias amar... ¡no serás feliz en ella, yo te lo aseguro... Dios no puede aprobar semejante amor! Vamos, padre mió, continuó la joven apoyándose en el brazo del Conde: yo me acojo á tu amor como á mi único amparo. ¡Quiera Dios que no me falte jamás!

Lágrimas dio dos pasos hácia la puerta, apoyada en el brazo de su padre. Dolores, muda, lívida, helada, inmóvil, la siguió con una mirada clara y fija: con la mirada de la desesperación: de repente, Lágrimas se desasió del apoyo que sostenía su paso vacilante, y corrió hácia ella, rodeándole el cuello con ambos brazos.

— ¡Adiós, madre mia! le dijo con la voz entrecortada por los sollozos... adiós, adiós, ya que me arrojas de tu lado, no arrojes mi recuerdo de tu corazón!

Dolores oprimió á su hija contra el pecho de un modo convulsivo: sus labios se abrieron como para hablar: pero no salió de ellos ningún sonido: menudas gotas de sudor brotaban, como perlas, de la raiz de sus cabellos, y se helaban sobre su lívida frente: aquella lucha horrible y prolongada por tanto tiempo, sobraba para aniquilar una naturaleza mucho más fuerte que la suya, ya herida profundamente.

Lágrimas se separó, por fin, de sus brazos, y volvió al lado de su padre: Dolores volvió, la vista, y apoyándose en el sillón, que quedaba allí, fué á tira^ del cordón de la campanilla.

El Conde, esperando lo que iba á pasar, se detuvo.

— Diga Vd. á miss Ofelia que venga, ordenó Dolores á Silvia, que se presentó.

Después apoyó la mano sobre su corazón, que levantaba una palpitación terrible, y esperó con la respiración entrecortada y la vista fija en la puerta.

Un instante después, apareció el aya. — Miss Ofelia, dijo Dolores con una voz que parecía salir de una garganta destrozada: mi hija se va... de mi lado... porque yo lo quiero así... puede Vd. irse con ella, si gusta... y de este modo no se verá privada de sus cuidados y amistad...

Miss Ofelia, aturdida, pero sin comprender, en su inocencia, el terrible drama que tenia lugar ante su vista, se quedó mirando al Conde.

— Señorita, dijo éste: al lado de Lágrimas, mi hija, hay siempre un sitio para Vd. Yo le suplico que no la prive de su compañía, que ahora le será más necesaria que nunca, faltándole la de su hermana.

Estas palabras, mi hija, que el Conde acentuó de un modo particular, hicieron abrir dos ojos como dos puños á la circunspecta inglesa, que no acertaba á explicarse lo que sucedia, desde que, por primera vez oyó esta misteriosa revelación: ella sabia que sus dos educandas eran hijas de dos padres diferentes; ¿pero cómo era que el de la mayor existia y el de la menor habia muerto? ¿cómo la señora de Benavente se habia casado con su segundo esposo sin morir el primero?

— Vamos, querida amiga, dijo Lágrimas: sea usted mi madre, ahora que me alejo de la mia.

La inglesa, aturdida, y con la misma fuerza de voluntad que una sonámbula, se dejó arrastrar por la mirada suplicante de su educanda, y la siguió sin darse cuenta de que la seguia.

Lágrimas volvió de nuevo sus ojos hácia Dolores, y cubriéndoselos luego con las manos, salió de la habitación.

Dolores la siguió con la vista hasta que desapareció el último pliegue de su vestido: entonces miró en torno suyo: midió con una ojeada llena de desesperación la gran estancia desmantelada y fria, y murmuró al caer sin sentido sobre el pavimento: — ¡Sola, sola!...

CAPITULO XV. El dardo mortal.

Ya lucia el sol de Febrero y los árboles se vestían de verdor, aunque éste no estuviese desplegado en ponposas hojas, sino encerrado en menudos capullos.

Eran las diez de la mañana, y en una linda estancia, situada al Mediodía, dos jóvenes cosían con afán algunas piezas de tela blanca.

La de más edad era alta, con cabellos negros, ojos azules, boca fresca y tez de rosa: un traje de lana, color de violeta, hacia resaltarla perfección de su talle de ninfa, y la elegancia suelta y viva de su bella figura.

Aquella joven, sin ser gruesa, no se la podía llamar tampoco delgada, por la perfecta redondez de sus formas, que parecían hechas á torno, según su exquisita perfección.

La otra, de bastante menos edad, parecía llegar apenas á los diez y seis años: era mucho mas baja, mas delgada y más delicada que la anterior: sus ojos, llenos de luz, estaban también llenos de languidez: vestía lo mismo que su compañera, y en su bello rostro se advertia una extraña mezcla de alegría y de pena.

La obra en que cada una trabajaba era, á no dudarlo, adecuada á su carácter: la mayor, cosia presurosa el forro de color de rosa de una linda colcha de muselina: la otra terminaba el primoroso bordado de una camisa de mujer.

— Si así das las puntadas, dijo la menor asiendo un extremo de la colcha y mirándola con atención, no me admiraré de que me ganes.

— ¿Y para qué mas delicadeza aquí, niña? respondió la mayor con una expresión verdaderamente maternal; las colchas no se rompen, aunque vaya la puntada larga: siendo para tí, pongo aún más cuidado que en la mia.

— Mira tu camisa, dijo la otra mostrando su bordado: ¿te gusta la cifra?

— ¡Primorosa! como de tu mano, querida Luz.

— ¡Lisonjera!

— Digo la verdad: eso va como de tu mano: esto como de la mia.

Y la alegre joven volvió á mostrar la colcha, que, en efecto, iba cosida bastante á la ligera, y se echó á reir á carcajadas.

Luz no acompañó aquella risa con la suya. — ¡Qué triste estás hoy! dijo la otra, á la que ya habrán conocido los lectores por Cesarina; ¿te parece que le gustará á Federico verte así doce dias antes de casarte?

— Ya sabe él la causa de mi tristeza, objetó Luz, y no me acusa por ello.

— ¡Es verdad! la pobre Lágrimas desfallece de un modo visible: pero esto no es para desesperarse: esa languidez pasará, porque olvidará á Frantz...

— ¡Olvidar! repitió Luz: de la misma manera que yo olvidaría á Federico y tu olvidarías á Julián.

— Vamos, contigo todos los consuelos vulgares son inútiles, mi pobre niña, dijo Cesarina, y yo hago mal en emplearlos: tienes razón: yo no olvidaría á Julián más que en el sepulcro, y tú tampoco olvidarías á Federico: por eso no hay que esperar que Lágrimas olvide á ese alemán, que ojalá no hubiera conocido: pero ¿qué será de él? ¿donde estará? ¿quién será esa mujer de quien se ha enamorado?

— ¡La mayor pena de mi pobre hermana es el no saber quién es esa mujer! El Conde le ha dicho solo que es una mujer indigna, que le ha apresado en sus redes y con la que ya se hubiera casado, si ella no se resistiese.

— ¡No es poca suerte que ella se resista!

— ¿Por qué?

— Porque en tanto que él permanezca libre, hay esperanzas: si, querida mia: según dice mamá, los hombres rompen esos lazos el dia menos pensado, y Frantz romperá los suyos también.

Luz iba á responder, cuando entró en la alegre estancia un hombre anciano, de porte grave y decente.

Era el padre de Cesarina. — ¿Cómo está hoy ese humor, hija mia? preguntó sentándose al lado de Luz.

Esta volvió hácia él sus expresivos ojos llenos aún de las lágrimas que le habia arrancado su anterior conversación.

— Veo que hoy reina la tristeza, dijo el pintor, y yo sé el remedio: para curarla, dejad la costura, tomad las mantillas, y vamos á ver á Lágrimas.

— ¿Pero no esperamos á que venga mamá? preguntó Cesarina.

— No, porque puede tardar mucho, y acaso la encontremos allí: esta mañana me dijo: — Antonio, me voy á confesar, y oiré una misa á la Virgen para que mejore á la pobrecita Lágrimas, cuyo estado me da mucha pena; por lo tanto, creo que, después de oir la misa, habrá ido á enterarse de si le ha aprovechado.

— ¡Papá! dijo Cesarina en tono de dulce reconvención.

— No digo nada, hija mia, para que se alarme tu fé: ¿crees tu que no pido yo al que todo lo puede que mejore á esa pobre niña?

— ¡Ah, sí, papá! exclamó Cesarina echando sus brazos al cuello del anciano: ya sé que eres lo mejor que hay en el mundo.

— Pero me dejas por otro, á pesar de mi bondad; ¿no es cierto?

— ¡Papá, tengo veintitrés años, y ya es hora de que me case! observó Cesarina: ya sabes que he dejado cinco bodas por no separarme de vosotros... es verdad que no me gustaban gran cosa los pretendientes; Julián, aunque más pobre, pues solo tiene ocho mil reales en un Ministerio, me gusta más, y luego ya es hora de que me case, porque si no después no me querrán... pero es una inhumanidad que hagamos esperar á la pobre Luz, que ya ha ido corriendo á buscar su mantilla.

— Vamos, dijo el pintor, libre ya de los abrazos de su hija: vamos, aunque sé que va á llevar un mal rato, porque Lágrimas está, desde anoche á la una, mucho peor.

— ¿Lo sabes tú, papá?

— Como que hablé á la siete de la mañana con miss Ofelia: es cosa segura: ó se casa con Frantz, ó se muere; y sucederá lo último.

— ¡Oh, Dios mió! exclamó Cesarina: y no haber esperanza...

— ¡Ninguna! esa mujer no le soltará.

— ¿Quién sabe?

— Yo lo sé.

— ¿La conoces tú, papá? — ¡Hace ya muchos años! — ¿Y quién es? ¿quién es? — No puedo decírtelo.

— ¿Lo sabe también mi madre?

— Sí: no se lo pregantes, porque te responderá, lo mismo que yo, que no puede decírtelo: pero ve á ponerte tu mantilla , y vamos, que la pobre Luz estará ya llena de impaciencia.

La joven salió algo resentida por la reserva de su padre, y fué á su cuarto, ó más bien, al que partía con Luz, á la que halló ya esperándola, según su padre presumia.

Pocos instantes después, las dos jóvenes salían con el padre de Oesarina, dirigiéndose á la calle de Santa Isabel, que era donde habitaba el Conde de Elven.

— ¡Dios mió! yo no sé lo que siento, murmuró Luz después de un largo silencio: es una angustia en el corazón que me anuncia sin remedio alguna gran desgracia.

— Tranquilízate, repuso Cesarina: tu imaginación se deja llevar siempre de ideas tristes.

— ¿Y qué tiene de extraño? preguntó la joven volviendo á su amiga los ojos llenos de lágrimas: la terrible revelación de la posición de mi madre, mi hermana, separada de mí moralmente por la aparición de su padre, que yo creí era el mió, y al que las dos juzgábamos muerto hace ya muchos años: la pena que me causa el continuo recuerdo de mi madre, abandonada á un tiempo por sus dos hijas: todas estas ideas bullen en mi cabeza y la destrozan del modo más cruel.

— ¿No sabes que dice mi madre que tras la tempestad viene la calma? preguntó con cariño Cesarina: las más recias tormentas son siempre las más cortas, y después del nublado y el huracán luce, para alegrar á la naturaleza, un rayo de sol... ya hemos llegado, valor... valor, para que Lágrimas no se crea peor de lo que está al verte afligida.

Estas palabras fueron ya pronunciadas al subir la escalera de aquella suntuosa casa: los peldaños de mármol iban á rematar en un anchuroso y soberbio peristilo, en el que se paseaban, con la hinchada gravedad de una inutilidad perfecta, unos cuantos lacayos vestidos de librea.

Uno de ellos se detuvo al ver las gentes que subían por la escalera, y dijo á Cesarina y á sus compañeros:

— Adelante, caballero: adelante, señoritas.

— ¿Cómo está la enferma? preguntó Luz tímidamente.

— Lo mismo, señorita, respondió el lacayo con respetuosa consideración: y luego, acercándose al oido del pintor, añadió:

— Está muy mala, y ya ha pedido tres veces ver á su hermana.

Los tres visitantes, precedidos de uno de los lacayos, cruzaron una serie de salas ricamente amuebladas, y se hallaron por fin en la habitación de Lágrimas, que era una maravilla de lujo y de buen gusto artístico.

Solo dos personas la ocupaban: la joven y su aya, que, sentada en frente de ella, la contemplaba con muda tristeza.

Lágrimas se hallaba sentada en un ancho sillón, que más bien parecia un lecho.

Era ya solo la sombra de sí misma: una estrema flacura habia sucedido á su natural esbeltez: bajo las mas dulces apariencias, ocultaba aquella joven un alma vehemente y apasionada; el amor habia hecho en ella su presa, y el dolor de un amor sin esperanza habia devorado su fresca y floreciente salud.

Apenas podia reconocerse aquella carita tan preciosa poco antes, aquellos ojos llenos de luz y de alegría, que brillaban como dos magníficos diamantes negros en un fondo de nácar: su boca estaba marchita, sus ojos hundidos, y sus mejillas presentaban, con una elocuencia desgarradora, las huellas de las lágrimas y del dolor en su expresión mas cruenta, más aguda y mortal.

A pesar de lo hermoso del dia, Lágrimas se hallaba envuelta en una bata de abrigo, forrada y entretelada: cubría su cabeza un gorrito de batista guarnecido de encajes, por debajo del cual salían los negros rizos de sus hermosos cabellos, parecidos á espirales de seda.

Miss Ofelia vestía su eterno traje negro y su papalina blanca como la nieve.

Retratábase en sus facciones una pena silenciosa y apacible, como su carácter, pero profunda.

Al ver á los que llegaban, se levantó y señaló á Lágrimas, que tenia cerrados sus grandes párpados, por no poder sufrir la luz á causa de su mucha debilidad.

Luz se aproximó á su hermana, y apoyó sus frescos lábios en aquella pálida frente: á aquel dulce contacto, la doliente niña alzó sus párpados, y sus grandes ojos negros aparecieron como dos estrellas de la mañana despojados de la niebla de la noche.

— Luz! dijo con débil y dulce voz.

— Hermana mia, respondió ésta: ¿te sientes mejor?

— No, respondió Lágrimas: me siento peor, me siento tan mala... que te suplico que no te separes hoy de mi lado: ya sé, añadió en seguida y con una débil sonrisa, que el acceder á esta exigencia mia encierra un sacrificio para tí... pero yo soy tan desgraciada... que no te negarás á esta súplica.

— Sí, hermana mia, respondió Luz: yo haré todo lo que tú quieras: si lo deseas, no me separaré de tu lado hasta que estés buena.

— ¿Y Federico? preguntó Lágrimas: no, no quiero yo separarte de él: harto sé lo que es sufrir por un amor desgraciado, para desear que tú participes de mis dolores. Ya que Dios te ha hecho dichosa, yo le pediré que lo seas siempre... ¿pero di quién ha venido contigo? — Cesarina y su padre.

— Buenos dias, amigos mios, dijo Lágrimas volviendo con pena la cabeza: no estoy peor... y si tenéis la bondad de permitirme hablar con mi hermana solo un cuarto de hora, después seré toda vuestra.

— Salgamos, dijo miss Ofelia, para dejarlas en libertad.

— Sí, salgamos, repitió Benavides: este rato de espansion debe ser muy provechoso para la pobre niña.

El aya, el pintor y su hija salieron de la estancia, dejando solas á las dos jóvenes.

CAPITULO XVI. Las dos hermanas.

— Hermana mia, dijo Lágrimas así que vió á Luz instalada á su lado: creo que voy á morir muy pronto, y pedia á Dios que te trajese aquí para decirte muchas cosas.

— ¡Morir tú! ¡Dios mió! ¿por qué me hablas así? exclamó Luz llorando: ¿por qué piensas en morir?

— ¿Y en. qué he de pensar, si ya siento la muerte cerca? Solo un milagro podia salvarme la vida, créelo: y ese milagro no tendrá lugar.

— ¿Quién sabe?... ¿no dice nuestra aya que Dios todo lo puede?

— Pero dice también que Dios algunas veces, por su infinita misericordia, quiere llamarnos á su lado para que seamos más dichosos que acá abajo: por eso, créeme... yo moriré... y no lo siento por mí, lo siento por los que quedáis sin mí... yo sé que hay algunas personas que me aman: tú, mi padre... nuestra aya... y nuestra madre...

Lágrimas pronunció estas últimas palabras en voz baja y trémula, y con una especie de dolor osa vacilación.

Al escucharlas, su pobre liermanita se acercó á ella, le tomó una mano y le dijo en voz muy baja y con ansiedad. — ¿La lias visto?

— ¡Sí., no. ..no sé! respondió Lágrimas, cuyo pulso débil empezó á dar fuertes y precipitados latidos: oye, prosiguió, y te contaré loquepasa.

Desde el dia en que yo me quedé en cama, que liace ocho , he oido decir á mi camarera que una señora de luto venia todos los dias á saber de mi estado, y que, al preguntar, lo hacia con voz ahogada y como sofocada por el llanto...

— ¡Dios mió! interrumpió Luz: lo mismo ha dicho á Cesarina la viejecita que vive en el cuarto del patio de casa: también viene una señora vestida de negro á preguntar por mí; también dice que solloza, y que se aleja con paso vacilante... ¿será nuestra madre?

— ¿Cómo lo puedes dudar? preguntó Lágrimas, que se incorporó en su sillón con una vehemencia dolorosa. Luz, yo, aunque hija de su culpa, creo que la amo y la comprendo mejor que tú... Luz... esa mujer es nuestra madre.

— ¡Pobre madre! repitió la hermana menor con aquella pasiva dulzura que habia heredado de su abuelo.

— Sí, prosiguió Lágrimas con la vehemencia que á su vez habia heredado de su amorosa abuela: sí, hermana mia, es nuestra madre, que vive sola, pobre, abandonada de todos, entregada al dolor, á la desesperación... su inmenso amor hacia mí le aconsejó cederme á mi padre cuando se vió arruinada... de tí hubiera dispuesto también, á no haberte adelantado tú separándote voluntariamente de ella... Luz, la imagen de nuestra madre y la imagen de él... no se separan de mí... de noche, si cierro mis ojos al sueño, las veo... de dia las veo también... y esta mañana, cerca de la aurora... Oh, sí, no puedo dudarlo... no era una ilusión...

— ¿El qué? preguntó Luz.

— He visto á nuestra pobre madre.

-¿Tú?

— Sí, toda la noche la pasé delirando... nuestra aya me veló con su paciencia de santa: ya hace cuatro noches que resiste sin acostarse siquiera... pero esta mañana, cuando la luz del dia penetraba blanca y débil por los cristales, miss Ofelia se adormeció en un sillón... y yo seguí entregada á mis penosos sueños... de repente sentí sobre mi frente un beso y algunas lágrimas y oí una voz que me decia:

— ¡Hija mia, hija mia, perdóname! Abrí los ojos y vi inclinada sobre mi lecho á una mujer vestida de negro que sollozaba y me abrazaba estrechamente.

— ¡Madre! exclamé: y la visión desapareció como por encanto.

Ahora dime, Luz, ¿por qué me pediría perdon nuestra madre? ¿en qué me ha ofendido? yo no sé... no lo puedo acertar.

— Te pedirá perdón acaso de haberte cedido á tu padre, respondió candidamente Luz tras de algunos instantes de silencio.

— Eso mismo he pensado yo... ó'acaso de los extravíos de su vida pasada... ¡oh, hermana mia, qué desgraciada es nuestra madre, y cuánto lo somos nosotras también! ¡qué dichosas serán aquellas hijas que pueden honrarse con las virtudes de la que les dió el ser! yo estoy sumergida en un horroroso martirio moral... comprendo que mi padre fué el primero que causó la ruina de nuestra pobre madre, el que la engañó y la abandonó después, y no puedo perdonárselo... no, su vista me hace daño, porque amo más á nuestra madre que á él. . . ¿no ha sido ella quien me ha cuidado, la que ha protegido mi infancia, la que me ha proporcionado la educación cristiana que he partido contigo, yo, su hija espúrea, contigo, hija legítima de su matrimonio? ¡oh, á ella es á quien amo... á ella es á quien llama mi corazón!...

— Cálmate por Dios, Lágrimas, exclamó la hermana menor, afligida: ¡Dios mió, esa exaltación puede serte funesta!

— Sí, me muero, dijo Lágrimas, cuyas mejillas se habían cubierto efectivamente de un funesto sonrosado: sí, hermana mia, eso quería decirte: dos son las causas que me matan... el abandono de Frantz, y el no poder vivir al lado de nuestra madre estimándola como á una mujer honrada... él me ha abandonado por eso... no querrá que yo, hija de una mujer qiie todos conocen por sus desórdenes, lleve su nombre... ¡oh, si mi madre me amase como yo, ya se habría casado con mi padre y no habría motivo para que Frantz me despreciase!

La joven, dicho esto, dobló la cabeza: su palidez se hizo más intensa, y quedó inmóvil y muda.

— Hermana, hermana mia! exclamó Luz. Lágrimas no respondió: su exaltación, agotando sus ya casi exhaustas fuerzas, habia cedido á un abatimiento mortal: se habia reclinado en su sillón, y una palidez fría y lívida habia sucedido al sonrosado de la fiebre que poco antes vestia sus mejillas.

— ¡Socorro, socorro! gritó Luz precipitándose hácia la puerta.

Pero retrocedió dos pasos llena de timidez, al ver al Conde que iba á entrar.

— ¿Qué hay, señorita? preguntó con una frialdad dolorosa.

— ¡Oh, Sr. Conde! Lágrimas está peor: Lágrimas se muere! exclamó la pobre niña.

El Conde no respondió: se acercó al sillón, tocó la frente y las manos de su hija, y dijo á Luz con voz sorda:

— Señorita, suplico á Vd. que llame.

Luz tiró del cordón de la cam panilla, y un criado se presentó al punto.

— ¡El médico... al instante! y que preparen mi coche! gritó el Conde, que no separaba su ansiosa y angustiada mirada de la pálida cara de su hija.

El doctor, que dormia hacia tres noches en la misma casa y que habia salido hacia poco del gabinete de Lágrimas, tardó muy poco en entrar.

Acercóse á la enferma, tomó su mano que ardia y dijo:

— Es un síncope producido por la debilidad: sin embargo, urge mucho tomar un partido: las fuerzas de esta señorita se van agotando rápidamente.

— ¿Cree Vd. que debe hacerse lo que le propuse anoche? preguntó el Conde.

— Es el único medio que nos dá alguna esperanza de salvarla.

El Conde se levantó y dijo con tono resuelto:

— Dentro de dos horas, estaró aquí con ese joven: no se separen Vds. de mi pobre hija.

El Conde salió al mismo tiempo que volvían á entrar en la estancia miss Ofelia, Cesarina y su padre.

CAPITULO XVII Sacrificio.

El Conde ocupó una berlina de mañana, que le esperaba á la puerta, y se hizo conducir á una modesta casa situada al extremo de la calle Ancha de San Bernardo.

Allí vivia Mme. Warner con sus dos hijos, Ida y Frantz.

El amor de este último por Dolores, amor que hacia el martirio de Margarita , habia echado un negro crespón sobre la dicha tranquila de aquella familia feliz.

El Conde conocia á Mme. Warner y á su hija, porque durante el mes que hacia que tenia á Lágrimas y á su aya en su casa, Margarita habia ido varias veces á ver á su hermana, acompañada de Ida.

— Señora, dijo el Conde así que se sentó: los instantes son para mí muy preciosos: ¡mi hija, mi pobre Lágrimas, se muere! vengo á buscar ásu hijo de Vd. al que ella amaba, y cuyo abandono es la causa de su estado... ¿dónde está? quiero verle, y rogarle, si es preciso de rodillas, que salve á mi hija casándose con ella.

— ¡Ah, Sr. Conde! exclamó Margarita: yo misma apenas veo á mi hijo... hace tiempo que vive separado de su familia por correr tras de un amor, que, si no es culpable, no es tampoco nada noble.

— Ya lo sé, repuso el Conde: ya sé, porque hace mucho tiempo que voy indagando todo lo que concierne al bienestar de mi pobre hija, ya sé que está sometido á una pasión de esas que hacen avergonzar á los hombres, y que casi siempre hacen su presa en los mas honrados y pundonorosos: pues bien, señora, si es preciso, yo iré á buscarle á casa de esa mujer ¡necesito salvar á mi hija, y no retrocederé ante ningún sacrificio!

— Pero, dijo Mme. Warner: ¿qué felicidad puede prometerse esa pobre niña con mi hijo? Además, Sr. Conde, él está alucinado, pero no pervertido, y no dará su mano á Lágrimas, cuando su corazón es de otra.

— ¿Será mas piadoso dejarla morir? En fin, señora, yo necesito verle... luego que yo hable con él, veré qué es lo que debemos hacer para salvar á esa desgraciada niña.

— ¿Sabe Vd. quién es la mujer á quien ama Frantz, y de la cual es amado él á su vez con loca pasión?

— No, señora.

— Pues bien, Sr. Conde: no seré yo quien le releve ese triste arcano, pero tampoco quien se lo oculte: esa mujer vive cerca de la arboleda que se extiende á orillas del rio. frente al convento de Atocha: y allí es indudable que hallará á mi hijo.

— Adiós, señora, dijo el Conde levantándose precipitadamente: ¡y el Cielo le pague el favor que me hace en esta ocasión!

Dolores, al ver salir á Lágrimas con su padre y su aya, cayó desvanecida como ya saben nuestros lectores: cuando volvió en sí, gracias á los cuidados de Silvia, su doncella, las lágrimas aliviaron algún tanto su corazón oprimido, y fueron como un bálsamo para aquellas últimas y dolorosas heridas de su alma.

Aquella misma tarde despidió á todos los criados que le quedaban, y fué á instalarse, sola con Silvia, á la solitaria casita del paseo de Atocha.

Contra lo que esperaba, el dolor de la pérdida de su hija- superaba con mucho á la alegría de las esperanzas de su amor, y aquel amor que ella pensaba iba á dorar, como un risueño rayo de sol, el estío de su vida, quedaba envuelto en las negras sombras de sus dolores maternales.

Silvia fué la encargada de recoger cada dia noticias de las dos niñas; Dolores, tranquila con respecto á Luz, lloraba amargamente pensando en el estado de tristeza y de abatimiento do Lágrimas, que, según le decia su doncella, rehusaba toda distracción y aun todo alimento.

— ¡Si! decia Dolores melancólicamente: es una sencilla y modesta flor, acostumbrada al valle humilde en que ha nacido, y esa magnífica estufa, á donde ha sido trasportada, la hará languidecer y morir quizá! el alma de mi madre ha pasado á esa pobre hija de mi culpa, y esa alma es harto delicada y sensible para ser dichosa en la opulenta ociosidad del palacio de su padre.

Dolores, al discurrir así no pensaba que Lágrimas sufría ante todo por estar separada de ella, y por no poderla estimar ya después de saber todos los extravíos de su vida pasada.

Silvia hablaba todos los dias con miss Ofelia, y por ella supo cómo la pobre niña esperó en vano durante muchos dias el ver á Frantz, y cómo la pérdida de sus esperanzas fué la señal del rápido decaimiento de su salud.

— ¡Yo no sé lo que sucede! dijo un día la inglesa á la doncella de Dolores: me consta que la señorita ha escrito á mi sobrino diciendole que puede venir como antes, porque el señor Conde no se opone á su amor, y mi sobrino ni siquiera ha venido á verme á mí una sola vez desde que me hallo en esta casa.

Entonces empezó para Dolores la lucha más cruel y más terrible de su vida: amaba á Frantz con toda su alma, pero su hija le amaba igualmente y se moria! cada paso que ella adelantaba, con el mágico prestigio de su hermosura y de su talento, en el corazón del artista, era un dia de felicidad que robaba á la desdichada Lágrimas, menos bella y mucho más inocente.

— ¡Sí! se decia la triste madre, cuando despertaba en la soledad de su alcoba asustada por los fatídicos sueños que le representaban á su hija moribunda: sí, debo cederle á Frantz! ¡cómo no me avergüenzo de sostener con esa desgraciada criatura una lucha tan desigual! debo morir yo y que ella viva dichosa, pues soy el solo obstáculo á su felicidad.

Levantábase animada con estas generosas ideas; un vivo sonrosado cubría sus mejillas, y la sobreescitacion, que le causaba estos pensamientos, la hacia aparecer más llena de salud y de vida que jamás lo habia estado.

Pero luego venia Frantz, y al verle enamorado, tierno, suplicante, lleno de entusiasmo y de fé, Dolores se rebelaba contra sus propósitos, y se decia que ella también tenia derecho á ser dichosa con aquel amor, el único puro de su vida.

¡Derecho!... La mujer que es madre no le tiene á comprometer la felicidad de sus hijos.

Sin embargo de ser tan profundo por una y otra parte, el amor de Dolores y de Frantz no podía ser más puro: el artista deseaba que Dolores conociese otra vez los hermosos dias de la virtud, y que la circundase tanta pureza como cieno la habia rodeado; además, ambos veian próximo su matrimonio, y esperaban con paciencia y alegría el término fijado por Dolores.

Pero la tranquilidad de esta desventurada mujer desaparecía con su amante: sola ya, su pensamiento no se separaba de sus hijas, y sobre todo, de la que estaba enferma.

No bastándole las noticias de Silvia, y temiendo tal vez que le exagerase el estado de Lágrimas, resolvió tomarlas por sí misma: cada día, al anochecer, iba á preguntar por sus hijas, y cuando supo la gravedad á que habia llegado la enfermedad de la pobre abandonada, solicitó ver á miss Ofelia, y consiguió de ella que le permitiera penetrar en la alcoba de Lágrimas.

Aquel mismo dia, y como á eso de las tres de la tarde, fué cuando hallándose en su casa del paseo de Atocha y en compañía de Frantz, que acababa de llegar y trataba de inquirir la causa del mortal abatimiento en que la veia, Silvia anunció al Conde de El ven.

Dolores se extremeció con tal violencia, que Frantz la contempló con una admiración dolorosa.

— Que pase, dijo Dolores á la camarera. El Conde apareció un momento después: su traje negro, pues apenas usaba otro desde la muerte de su mujer, y la palidez y abatimiento de su semblante, alarmaron á Dolores de tal modo que corrió á él, le asió de la mano con una fuerza convulsiva y le preguntó con voz penetrante:

— ¿Ha muerto mi hija?...

— Vive aún, respondió el Conde: pero va á morir.

Dolores se desplomó en un sillón, dando un grito.

— Caballero, continuó el Conde: en nombre de lo que más ame Vd. en la tierra, venga Vd. conmigo para que le vea Lágrimas: Vd. es el pintor Mr. Frantz, sobrino de su aya, que la amaba hace poco tiempo, y á quien ella ama aún: veo por quién ha abandonado Vd. á mi hija... pero, á pesar de lo desesperado de la empresa, vengo á rogarle en nombre de su madre, de su padre, que sé que ya murió, de todo lo más sagrado para Vd., que venga conmigo para decir á Lágrimas que aún la ama.

— ¡Dios mió! exclamó Frantz, que palideció sin saberlo. ¿Lágrimas se muere?

— ¡Si señor! El silencio reinó durante algunos instantes, Dolores habia levantado la cabeza y fijaba en el artista una mirada desolada y triste.

• — Señor Conde, dijo éste: yo pensé que Lágrimas habría olvidado, entre los placeres de su alta clase, la afición queme tuvo, y que yo juzgaba pasajera, como todas las que alimentan las niñas de su edad: veo que me queria con un amor profundo... y lo siento... yo amo hoy á su madre... y debo casarme con ella.

Reinó otra vez un silencio á la par doloroso y solemne: la mirada de Dolores se cubrió de lágrimas amargas.

Levantóse de su asiento: por dos veces quiso dar dos pasos adelante, sin que ¡pudiera conseguirlo: una fuerza invencible la retenia.

Pero ¿qué es lo que no puede lograr la voluntad cuando es firme? la pobre mujer logró tragar sus lágrimas, componer su semblante, serenar su voz, y se acercó á su amante.

— Frantz, dijo: yo renuncio á ti... cásate con mi hija... y hazla feliz: en cuanto á mí... Sr. Conde... hé aquí mi mano... que hace un mes tuvo á bien pedirme... yo era la rival de mi hija... siendo la esposa de su padre, ya no me temerá... ¿no es verdad, Sr. Conde? y luego partiremos, lejos, muy lejos de nuestros hijos... ó á lo menos partiré yo, aunque Vd. se quede á su lado...

— ¡Oh, generosa mujer! exclamó el Conde ararrodillándose á los pies de la que tanto le había amado, y besando con ansia sus manos; ahora te reconozco! Sí! tu eres aquella Dolores apasionada y tierna de otro tiempo.

¡El Conde se engañaba! las manos que besaba, que en época remota habían estrechado las suyas con tanta pasión y que le habían escrito aquella sentida y triste carta llamándole cuando huyó del amor de la pobre niña engañada , aquellas manos estaban heladas entre las suyas.

Frantz fijó en Dolores una mirada larga y profunda: pero fuese que la noticia del amor de Lágrimas hubiese reavivado en su pecho la antigua afición que le tuvo, ó que comprendiese lo heroico del sacrificio de Dolores, no prounció más que esta sola palabra, mirando al Conde:

— ¡Vamos!

— ¡Y yo, y yo, exclamó la desgraciada madre: yo también quiero ver á mi hija!

— ¡A tus dos hijas, de las que ya no te separarás! dijo el Conde: he dejado á Luz con su hermana.

A la caida de la tarde de aquel dia, es decir, tres horas después, un grupo encantador se hallaba reunido en la estancia de la doliente Lágrimas.

— -Esta, reanimada, alegre, tenia en una de sus manos la derecha de su madre, y en la otra la izquierda de Frantz.

Luz, el aya y Cesarina, miraban á la enferma sonriéndose: el Conde se hallaba apoyado en el respaldo del sillón de su hija.

— ¿Dices que era una mujer la que no te dejaba venir á verme? preguntó Lágrimas á Frantz, porque ella ignoraba que su rival desconocida era su misma madre.

— ¡Ya no amo más que á tí! respondió el artista con esa expresión que convence siempre, por que es la de la verdad.

CAPITULO XVIII. La muerte.

Luz no salió ya de casa del Conde de Elven, hasta que se verificó su matrimonio, que fué un mes después.

Pero no fue sola al altar: otras dos bodas tuvieron lugar el mismo dia: la de su madre y la de su hermana.

El nudo santo del matrimonio enlazó á Dolores con el Conde, y á Lágrimas con su adorado Frantz.

La hija mayor de la antigua cortesana pareció revivir desde que tuvo la evidencia de su doble felicidad: la del casamiento de su madre y la del suyo.

Su madre, aquella madre á la que siempre habia amado con tanta ternura, quedaba rehabilitada á los ojos del mundo.

Dolores Herrera era ya la Condesa de Elven: de la frente de Lágrimas desaparecia la más triste de todas las manchas: la de su nacimiento: ya era hija de los Condes de Elven.

¡Y además recobraba á Frantz! á Frantz que olvidaria muy pronto, ó tal vez habia olvidado ya, aquella mujer, de la que habían hablado á Lágrimas como de una de esas criaturas desgraciadas y despreciables.

¡Oh, si ella hubiera sabido que aquella mujer era su madre! pero Dios, siempre padre misericordioso, quiso ahorrar á la inocente niña aquel terrible dolor.

Frantz parecia que habia despertado de un sueño penoso: así al menos lo creia él: aquel capricho momentáneo que le inspiró Dolores, y que fué el sentimiento mas fuerte que esta desgraciada logró inspirar en toda su vida, se evaporó como un perfume mal conservado, ante la pura y doliente belleza de Lágrimas, que su amor arrancaba al borde del sepulcro.

Si ciego con su locura se hubiera casado con Dolores, el hastío y el desencanto hubieran llegado bien pronto.

Casado con su hija, una alegría tranquila é intensa, en la que tenia no poca parte el orgullo satisfecho, inundó su alma: aquella niña, bella, pura como un ángel, enamorada como una paloma, rica y de ilustre sangre, le pertenecía: era una esposa que le debían envidiar todos.

Tales fueron los pensamientos que la desventurada Dolores leyó, como en un libro abierto, en el alma de aquel hombre, único á quien verdaderamente habia amado.

Luz, á la que ninguna parte tocaba en la repentina elevación de su madre y de su hermana, era la más dichosa de las tres, porque en las almas buenas y candidas como la suya, la dicha de las personas queridas es preferible á la propia ventura: ella quedaba siendo la humilde hija de Benavente, que habia muerto pobre: ¿pero qué importaba? era la esposa de aquel gran artista que la amaba, y á quien ella queria y admiraba con todo el entusiasmo de sus diez y seis años.

¿Qué era en tanto de Dolores? ¡El ángel de la muerte tendia sus alas sobre la cabeza de la Condesa de Elven!

Habia llegado por fin al destino que habian soñado para ella sus padres: pero habia llegado con el alma herida de muerte, y su corona de Condesa debia ceñir una frente moribunda!

Luz, apenas casada, fué á vivir á casa de los padres de su esposo, y no hay que decir si la buena Elena y el honrado Benavides serian para aquella niña angelical unos amorosos padres, y Modesta una amorosa hermana.

Lágrimas y su marido fueron á habitar una elegante casa que para ellcs habia comprado el Conde de Elven.

Frantz tenia empeño en marchar á París por una temporada para que Lágrimas conociese la gran capital del mundo civilizado: pero la Condesa, que delante de él callaba siempre, habia dicho á Lágrimas:

— Hija mia, no te separes de mí hasta dentro de un mes.

— ¿Por qué mamá? preguntó Lágrimas: cuanto antes me vaya antes volveré.

— Sin duda: pero dentro de un mes me harás falta aquí.

— Siendo así, no me marcho, dijo Lágrimas: tú antes que todo.

Dolores, tranquila por este punto, pareció vivir desde entonces en una profunda calma: pero, al ir cada noche sus hijas á verla, advertían la espantosa y rápida demacración que se iba apoderando de ella.

El Conde la advertía también: porque ¡cosa rara! aquel hombre, que había empezado por dedicar á Dolores una ardorosa gratitud por el sacrificio que se habia impuesto para salvar á su hija, al ver de cerca á aquella mujer que le debia todas sus desgracias, habia sentido nacer en su pecho un amor grande y profundo.

Ambos eran aún jóvenes; ambos conservaban bastante belleza para hacerse amar respectivamente: ocupaban un sitio elevado en la escala social: el amor parecía inevitable entre ellos: y sin embargo, el amor se habia aposentado en un solo corazón: en el del Conde: el de Dolores permaneció cerrado y mudo como una tumba : como la tumba que guardaba á sus padres.

Era una bella tarde de las últimas de abril: la Condesa se habia sentido indispuesta hacia ocho dias, pero levemente, según ella decía, y no quería que por entonces se llamase al médico.

Sin embargo, en aquella tarde presentaba tan ostensibles señales de malestar y de fatiga, que el Conde, alarmado, envió á buscar al doctor que habia asistido á su hija.

Antes de llegar el médico, llegó Berta á visitar á su amiga: porque la Condesa de Elven habia borrado el recuerdo vergonzoso de la Dolores Herrera.

La Marquesa de VillafLorida era siempre la bella y elegante dama que hemos conocido; ademas, madre ya de dos niños, la maternidad la habia embellecido mucho más.

— ¡Dolores! exclamó al entrar: ¿qué tienes? ¡qué horroroso estrago en tres dias que he pasado sin verte!

— ¡No sé! repuso la Condesa... solo me duele de vez en cuando el corazón... pero, Berta, haz llamar á mis hijas, y envia á la parroquia para que venga un sacerdote... creo, en efecto, que no estoy buena, y no estará de más que me confiese.

— ¿A qué pensar en eso Dolores mia? dijo el Conde tomando tiernamente la mano de su esposa.

— Señor Conde, siempre debemos pensar en Dios! respondió Dolores, que nunca, desde que aquel la abandonó, habia querido llamarle de otro modo, ni aun después de su casamiento.

La llegada del doctor impidió contestar al Conde.

Acercóse aquel á la Condesa, y asió su mano derecha: pero la soltó, y retrocedió horrorizado y con el semblante pálido.

Prescribió algunos medicamentos y se despidió hasta la tarde.

Berta salió tras él y le preguntó si habia peligro.

— De muerte, respondió el doctor: esta señora padece una aneurisma aguda que se ha descuidado de un modo muy imprudente: creo que no saldrá de hoy.

Berta volvió aterrada al lado de la Condesa.

Poco después llegaron sus hijas: al verlas, una alegría inefable dilató las facciones de la enferma, que abrazó á aquellas una después de otra.

— ¡Dios mió! ¡qué pálida estás, mamá! exclamó Lágrimas: ¿estás mala?

— Sí, hija mia... estoy muy mala, repúsola Condesa tranquilamente... tan mala, que muy en breve voy á dejaros...

— -¡Gran Dios! exclamaron las dos jóvenes, y los dos esposos, que las habian acompañado.

— Sí, prosiguió Dolores: Dios me llama á sí... pero os dejo dichosas, añadió mirando á Frantz; esto era lo que deseaba... y ya puedo morir feliz á mi vez...

La luna enviaba su primer rayo á la tierra, cuando Dolores Herrera, Condesa de Elven, que hacia rato permanecía inmóvil, lanzó un suspiro? que fue el último.

Habia recibido todos los auxilios de nuestra santa religión, é iba á buscar al cielo un descanso que no habia podido hallar en toda su vida sobre la tierra.

Su agonía fué silenciosa, tranquila, y pasó casi desapercibida como habian pasado todos sus sentimientos.

Su vida fué borrascosa.

Su muerte silenciosa y tranquila, como la de una verdadera cristiana.

El alma enferma fué á buscar su eterna salud en el seno de Dios.

EPÍLOGO.

Miss Ofelia fué á vivir al lado de su hermana y de su sobrina, que se casó poco después.

Frantz, deseando consolar á Lágrimas de la muerte de su madre, y distraerse él del dolor sordo que le traia el recuerdo de Dolores, marchó con su esposa á París.

Luz vivió dichosa al lado de su esposo, que alcanzó mucha gloria y no poco dinero, y cerró los ojos de los padres de éste, qne la amaban lo mismo que á su hija Cesarina.

Esta casó también con su querido Julián, humilde empleado de un Ministerio, pero joven honrado y afable, que la hizo muy feliz.

Modesta y Berta lloraron por largo tiempo y con toda sinceridad la muerte de Dolores: la habian amado y compadecido de veras en todas sus desgracias, en todos sus extravíos.

— ¡Ah! exclamaba Modesta; ahora que podia haber sido dichosa.

— Nunca lo hubiera sido, respondió la Marquesa: porque nunca lo es el que, no teniendo fuerza de voluntad para enmendar su primer yerro, va cayendo de precipicio en precipicio: la redención de la culpa es el arrepentimiento: sin este, no hay perdón: por eso son dignos de lástima esos caracteres altivos que no se doblegan á la humildad: creen que el delinquir es una desgracia y no una culpa, y que no están obligados á levantarse y á llevar la cruz de su arrepentimiento y de su dolor.

El Conde lloró toda su vida á Dolores: el remordimiento quitó á sus dias la tranquilidad y el sueño á sus noches: pensaba con amargura en lo dichoso que podia haber sido unido á aquella mujer, que le habia amado con todo el entusiasmo del primer cariño, y á la que él habia arrastrado envuelta en el huracán de su destino: decidióse, por fin, á vivir al lado de su hija, porque la soledad de su casa le agobiaba, y conoció, aunque tarde, que los extravíos de los hombres causan estragos que se lloran después toda la vida.

Lágrimas no olvidó jamás á aquella triste y doliente madre, que le sacrificó toda la felicidad de su vida, sin saberlo ella misma: era tal el cariño que la joven habia dedicado á aquella madre infeliz, que no dejó un solo dia de enviar sollozos y oraciones á su memoria.

Lágrimas y Luz fueron esposas fieles y buenas madres, como si hubieran querido redimir con sus virtudes los errores de la pobre alma enferma, que voló al cielo en busca de la salud.

Don Atilano y Doña Tecla murieron de viejos en casa de la Marquesa, y solo un mes sobrevivió la hermana al hermano.

Doña Angustias se volvió loca con los furiosos dolores de su parálisis , y fué á morir al hospital.

FIN DE LA NOVELA.