Fortunata
y
Jacinta
(dos historias de casadas)
por
Benito Pérez Galdós
Madrid
Imprenta de La Guirnalda
calle de las Pozas, núm 12
1887
-I-
Las noticias más remotas que tengo de
la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María
Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y
el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a
las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo año, y
aunque se reunían en la cátedra de Camús, separábanse en la de
Derecho Romano: el chico de Santa Cruz era discípulo de Novar, y
Villalonga de Coronado. Ni tenían todos el mismo grado de
aplicación: Zalamero, juicioso y circunspecto como pocos, era de
los que se ponen en la primera fila de bancos, mirando con faz
complacida al profesor mientras explica, y haciendo con la cabeza
discretas señales de asentimiento a todo lo que dice. Por el
contrario, Santa
¡Ay!, el susto que se llevaron D.
Baldomero Santa Cruz y Barbarita no es para contado. ¡Qué noche de
angustia la del 10 al 11! Ambos creían no volver a ver a su adorado
nene, en quien, por ser único, se miraban y se recreaban con
inefables goces de padres chochos de cariño, aunque no eran viejos.
Cuando el tal Juanito entró en su casa, pálido y hambriento,
descompuesta la faz graciosa, la ropita llena de sietes y oliendo a
pueblo, su mamá vacilaba entre reñirle y comérsele a besos. El
insigne Santa Cruz, que se había enriquecido honradamente en el
comercio de paños, figuraba con timidez en el antiguo partido
progresista; mas no era socio de la revoltosa
Cuando el niño estudiaba los últimos
años
Todos los dineros que su papá le daba,
dejábalos Juanito en casa de Bailly-Baillière, a cuenta de los
libros que iba tomando. Refiere Villalonga que un día fue Barbarita
Concluyó Santa Cruz la carrera de
Derecho, y de añadidura la de Filosofía y Letras. Sus papás eran
muy ricos y no querían que el niño fuese comerciante, ni había para
qué, pues ellos tampoco lo eran ya. Apenas terminados los estudios
académicos, verificose en Juanito un nuevo cambiazo, una segunda
crisis de crecimiento, de esas que marcan el misterioso paso o
transición de edades en el desarrollo individual. Perdió
bruscamente la afición a aquellas furiosas broncas oratorias por un
más o un menos en cualquier punto de Filosofía o de Historia;
empezó a creer ridículos los sofocones que se había tomado por
probar que
Tenía Juanito entonces veinticuatro
años. Le conocí un día en casa de Federico Cimarra
Barbarita estaba loca con su hijo; mas
era tan discreta y delicada, que no se atrevía a elogiarle delante
de sus amigas, sospechando que todas las demás señoras habían de
tener celos de ella. Si esta pasión de madre daba a Barbarita
¿Y por qué le llamaba todo el mundo y
le llama todavía casi unánimemente
Conocida la persona y sus felices
circunstancias, se comprenderá fácilmente la dirección que tomaron
las ideas del joven Santa Cruz al verse en las puertas del mundo
con tantas probabilidades de éxito. Ni extrañará nadie que un chico
guapo, poseedor del arte de agradar y del arte de vestir, hijo
único de padres ricos,
-II-
Empezó entonces para Barbarita nueva
época de sobresaltos. Si antes sus oraciones fueron pararrayos
puestos sobre la cabeza de Juanito para apartar de ella el tifus y
las viruelas, después intentaban librarle de otros enemigos no
menos atroces. Temía los escándalos que ocasionan lances
personales, las pasiones que destruyen la salud y envilecen el
alma, los despilfarros, el desorden moral, físico y económico.
Resolviose la insigne señora a tener carácter y a vigilar a su
hijo. Hízose fiscalizadora, reparona, entrometida, y unas veces con
dulzura, otras con aspereza que le costaba trabajo fingir, tomaba
razón de todos los actos del joven, tundiéndole a preguntas: «¿A
dónde vas con ese cuerpo?... ¿De dónde vienes ahora?... ¿Por qué
entraste anoche a las tres de la mañana?... ¿En qué has gastado los
mil reales que
Presentose en aquellos días al
simpático joven la coyuntura de hacer su primer viaje a París,
adonde iban Villalonga y Federico Ruiz comisionados por el
Gobierno, el uno a comprar máquinas de agricultura, el otro a
adquirir aparatos de astronomía. A D. Baldomero le
Cuando comunicaba sus temores a D.
Baldomero, este se echaba a reír y le decía: «El chico es de buena
índole. Déjale que se divierta y que la corra. Los jóvenes del día
necesitan despabilarse y ver mucho mundo. No son estos tiempos como
los míos, en que no la corría ningún chico del comercio, y nos
tenían a todos metidos en un puño hasta que nos casaban. ¡Qué
costumbres aquellas tan diferentes de las de ahora! La
civilización, hija, es mucho cuento. ¿Qué padre le daría hoy un par
de bofetadas a un hijo de veinte años por haberse puesto las botas
nuevas en día de trabajo? ¿Ni cómo te atreverías hoy a proponerle a
un mocetón de estos que rece el rosario con la familia? Hoy los
jóvenes disfrutan de una libertad y de una iniciativa para
divertirse que no gozaban los de antaño. Y no creas, no creas que
por esto son peores. Y si me apuras, te diré que conviene que los
chicos no sean tan encogidos como los de entonces. Me acuerdo de
cuando yo era pollo. ¡Dios mío, qué soso era! Ya tenía veinticinco
años, y no sabía decir a una mujer o señora sino
-No, si lo que menos falta hace a mi hijo es adquirir soltura, porque la tiene desde que era una criatura... Si no es eso. No se trata aquí de modales, sino de que me le coman esas bribonas...
-Mira, mujer, para que los jóvenes
adquieran energía contra el vicio, es preciso que lo conozcan, que
lo caten, sí, hija, que lo caten. No hay peor situación para un
hombre que pasarse
Estas razones no convencían a Barbarita, que seguía con toda el alma fija en los peligros y escollos de la Babilonia parisiense, porque había oído contar horrores de lo que allí pasaba. Como que estaba infestada la gran ciudad de unas mujeronas muy guapas y elegantes que al pronto parecían duquesas, vestidas con los más bonitos y los más nuevos arreos de la moda. Mas cuando se las veía y oía de cerca, resultaban ser unas tiotas relajadas, comilonas, borrachas y ávidas de dinero, que desplumaban y resecaban al pobrecito que en sus garras caía. Contábale estas cosas el marqués de Casa-Muñoz que casi todos los veranos iba al extranjero.
Las inquietudes de aquella
incomparable señora acabaron con el regreso de Juanito. ¡Y quién lo
diría! Volvió mejor de lo que fue. Tanto hablar de París, y cuando
Barbarita creía ver entrar a su hijo hecho una lástima, todo
rechupado y anémico, me le ve más gordo y
-I-
Don Baldomero Santa Cruz era hijo de
otro D. Baldomero Santa Cruz que en el siglo pasado tuvo ya tienda
de paños del Reino en la calle de la Sal, en el mismo local que
después ocupó D. Mauro Requejo. Había empezado el padre por la más
humilde jerarquía comercial, y a fuerza de trabajo, constancia y
orden, el hortera de 1796 tenía, por los años del 10 al 15, uno de
los más reputados establecimientos de la Corte en pañería nacional
y extranjera. Don Baldomero II, que así es forzoso llamarle para
distinguirle del fundador de la dinastía, heredó en 1848 el copioso
almacén, el sólido crédito y la respetabilísima firma de D.
Baldomero I, y continuando las tradiciones de la casa por espacio
de veinte años más, retirose de los negocios con un capital sano y
limpio de quince millones de reales, después de traspasar la casa a
dos muchachos que servían en ella, el uno pariente suyo y el otro
de su mujer. La casa se denominó desde entonces
En el reinado de D. Baldomero I, o sea
desde los orígenes hasta 1848, la casa trabajó más en géneros del
país que en los extranjeros. Escaray y Pradoluengo la surtían de
paños, Brihuega de bayetas, Antequera de pañuelos de lana. En las
postrimerías de aquel reinado fue cuando la casa empezó a trabajar
en géneros
En las contratas de vestuario para el
Ejército
En el reinado de D. Baldomero II, las
prácticas y procedimientos comerciales se apartaron muy poco de la
rutina heredada. Allí no se supo nunca lo que era un anuncio en el
Diario, ni se emplearon viajantes para extender por las provincias
limítrofes el negocio. El refrán de
No significaban tales rutinas
terquedad y falta de luces. Por el contrario, la clara inteligencia
del segundo Santa Cruz y su conocimiento de los negocios,
sugeríanle la idea de que cada hombre pertenece a su época y a su
esfera propias, y que dentro de ellas debe exclusivamente actuar.
Demasiado comprendió que el comercio iba a sufrir profunda
transformación,
La casa del gordo Arnaiz era
relativamente moderna. Se había hecho pañero porque tuvo que
quedarse con las existencias de Albert, para indemnizarse de un
préstamo que le hiciera en 1843. Trabajaba exclusivamente en género
extranjero; pero cuando Santa Cruz hizo su traspaso a los Chicos,
también Arnaiz se inclinaba a hacer lo mismo, porque estaba ya
-¡Dale!, ya pareció aquello -respondía don Baldomero- Pues yo te probaré...
Solía no probar nada, ni el otro
tampoco,
-II-
Nació Barbarita Arnaiz en la calle de
Postas, esquina al callejón de San Cristóbal, en uno de aquellos
oprimidos edificios que parecen estuches
Creció Bárbara en una atmósfera
saturada de olor de sándalo, y las fragancias orientales,
juntamente con los vivos colores de la pañolería chinesca, dieron
acento poderoso a las impresiones de su niñez. Como se recuerda a
las personas más queridas de la familia, así vivieron y viven
siempre con dulce memoria en la mente de Barbarita los dos maniquís
de tamaño natural vestidos de mandarín que había en la tienda y en
los cuales sus ojos aprendieron a ver. La primera cosa que excitó
la atención naciente de la niña, cuando estaba en brazos de su
niñera, fueron estos dos pasmarotes
Pues esta prenda, esta nacional obra de arte, tan nuestra como las panderetas o los toros, no es nuestra en realidad más que por el uso; se la debemos a un artista nacido a la otra parte del mundo, a un tal Ayún, que consagró a nosotros su vida toda y sus talleres. Y tan agradecido era el buen hombre al comercio español, que enviaba a los de acá su retrato y los de sus catorce mujeres, unas señoras tiesas y pálidas como las que se ven pintadas en las tazas, con los pies increíbles por lo chicos y las uñas increíbles también por lo largas.
Las facultades de Barbarita se
desarrollaron asociadas a la contemplación de estas cosas, y entre
las primeras conquistas de sus sentidos, ninguna tan segura como la
impresión de aquellas flores bordadas con luminosos torzales, y tan
frescas que parecía cuajarse en ellas el rocío. En días de gran
venta, cuando había muchas señoras en la tienda y los dependientes
Más adelante pudo la niña apreciar la
belleza y variedad de los abanicos que había en la casa, y que eran
una de las principales riquezas de ella. Quedábase pasmada cuando
veía los dedos de su mamá sacándolos de las perfumadas cajas y
abriéndolos como saben abrirlos los que comercian en este artículo,
es decir, con un desgaire rápido que no los estropea y que hace ver
al público la ligereza de la prenda y el blando rasgueo de las
varillas. Barbarita abría cada ojo como los de un ternero cuando su
mamá, sentándola sobre el mostrador, le enseñaba abanicos sin
dejárselos tocar; y se embebecía contemplando aquellas figuras tan
monas, que no le parecían personas, sino
Ocuparon más adelante el primer lugar en el tierno corazón de la hija de D. Bonifacio Arnaiz y en sus sueños inocentes, otras preciosidades que la mamá solía mostrarle de vez en cuando, previa amonestación de no tocarlos; objetos labrados en marfil y que debían de ser los juguetes con que los ángeles se divertían en el Cielo. Eran al modo de torres de muchos pisos, o barquitos con las velas desplegadas y muchos remos por una y otra banda; también estuchitos, cajas para guantes y joyas, botones y juegos lindísimos de ajedrez. Por el respeto con que su mamá los cogía y los guardaba, creía Barbarita que contenían algo así como el Viático para los enfermos, o lo que se da a las personas en la iglesia cuando comulgan. Muchas noches se acostaba con fiebre porque no le habían dejado satisfacer su anhelo de coger para sí aquellas monerías. Hubiérase contentado ella, en vista de prohibición tan absoluta, con aproximar la yema del dedo índice al pico de una de las torres; pero ni aun esto... Lo más que se le permitía era poner sobre el tablero de ajedrez que estaba en la vitrina de la ventana enrejada (entonces no había escaparates), todas las piezas de un juego, no de los más finos, a un lado las blancas, a otro las encarnadas.
Barbarita y su hermano Gumersindo,
mayor que ella, eran los únicos hijos de D. Bonifacio Arnaiz y de
doña Asunción Trujillo. Cuando tuvo edad para ello, fue a la
escuela de una tal doña Calixta, sita en la calle Imperial, en la
misma casa donde estaba el Fiel Contraste. Las niñas con quienes la
de Arnaiz hacía mejores migas, eran dos de su misma edad y vecinas
de aquellos barrios, la una de la familia de Moreno, del dueño de
la droguería de la calle de Carretas, la otra de Muñoz, el
comerciante de hierros de la calle de Tintoreros. Eulalia Muñoz era
muy vanidosa, y decía que no había casa como la suya y que daba
gusto verla toda llena de unos pedazos de hierro
Llevaba siempre los bolsillos
atestados de chucherías, que mostraba para dejar bizcas a sus
amigas. Eran tachuelas de cabeza dorada, corchetes, argollitas
pavonadas, hebillas, pedazos de papel de lija, vestigios de
muestrarios y de cosas rotas o descabaladas. Pero lo que tenía en
más estima, y por esto no lo sacaba sino en ciertos días, era su
colección de etiquetas, pedacitos de papel verde, recortados de los
paquetes inservibles, y que tenían el famoso escudo inglés, con la
jarretiera, el leopardo y el unicornio. En todas ellas se leía:
Birmingham. «Veis... este señor
La chiquilla de Moreno fundaba su
vanidad en llevar papelejos con figuritas y letras de
Al siguiente día, Barbarita, que no
quería dar su brazo a torcer, llevaba unos papelitos muy raros de
pasta, todos llenos de garabatos chinescos. Después de darse mucha
importancia, haciendo que lo enseñaba y volviéndolo a guardar, con
lo cual la curiosidad de las otras llegaba al punto de la desazón
nerviosa, de repente ponía el papel en las narices de sus amigas,
diciendo en tono triunfal: «¿Y eso?». Quedábanse
-III-
Esta niña y otras del barrio, bien
apañaditas por sus respectivas mamás, peinadas a estilo de maja,
con peineta y flores en la cabeza, y sobre los hombros pañuelo de
Manila de los que llaman de talle, se reunían en un portal de la
calle de Postas para pedir
Ya había completado la hija de Arnaiz
su educación (que era harto sencilla en aquellos tiempos y
consistía en leer sin acento, escribir sin ortografía, contar
haciendo trompetitas con la boca, y bordar con punto de marca el
dechado), cuando perdió a su padre. Ocupaciones serias vinieron
entonces a robustecer su espíritu
Los herederos de Arnaiz, al
inventariar la riqueza de la casa, que sólo en aquel artículo no
bajaba de cincuenta mil duros, comprendieron
En esto apareció en el extremo Oriente
un nuevo artista, un genio que acabó de perturbar a D. Bonifacio.
Este innovador fue Senquá, del cual puede decirse que representaba
con respecto a Ayún, en aquel arte budista, lo que en la música
representaba Beethoven con respecto a Mozart. Senquá modificó el
estilo de Ayún, dándole más amplitud, variando más los tonos,
haciendo, en fin, de aquellas sonatas graciosas, poéticas y
elegantes, sinfonías poderosas
El inventario de abanicos, tela de nipis, crudillo de seda, tejidos de Madrás y objetos de marfil también arrojaba cifras muy altas, y se hizo minuciosamente. Entonces pasaron por las manos de Barbarita todas las preciosidades que en su niñez le parecían juguetes y que le habían producido fiebre. A pesar de la edad y del juicio adquirido con ella, no vio nunca con indiferencia tales chucherías, y hoy mismo declara que cuando cae en sus manos alguno de aquellos delicados campanarios de marfil, le dan ganas de guardárselo en el seno y echar a correr.
Cumplidos los quince años, era
Barbarita una chica bonitísima, torneadita, fresca y sonrosada, de
carácter jovial, inquieto y un tanto burlón. No había tenido novio
aún, ni su madre se lo permitía. Diferentes moscones revoloteaban
alrededor de ella, sin resultado. La mamá tenía sus proyectos, y
empezaba a tirar acertadas líneas para realizarlos. Las familias
Muchas veces había visto la hija de
Arnaiz al chico de Santa Cruz; pero nunca le pasó por las mientes
que sería su marido, porque el tal, no sólo no le había dicho nunca
media palabra de amores, sino que ni siquiera la miraba como miran
los que pretenden ser mirados. Baldomero era juicioso, muy bien
parecido, fornido y de buen color, cortísimo de genio, sosón como
una calabaza, y de tan pocas palabras que se podían contar siempre
que hablaba. Su timidez no decía bien con su corpulencia. Tenía un
mirar leal y cariñoso,
Aunque Barbarita era desenfadada en el
pensar, pronta en el responder, y sabía sacudirse una mosca que le
molestase, en caso tan grave se quedó algo mortecina y tuvo
vergüenza de decir a su mamá que no quería maldita cosa al chico de
Santa Cruz... Lo iba a decir; pero la cara de su madre pareciole de
madera. Vio en aquel entrecejo la línea corta y sin curvas, la
barra de acero trujillesca, y la pobre niña sintió miedo, ¡ay qué
miedo! Bien conoció que su madre se había de poner como
Lo más particular era que Baldomero,
después de concertada la boda, y cuando veía regularmente a su
novia, no le decía de cosas de amor ni una miaja de letra, aunque
las breves ausencias de la mamá, que solía dejarles solos un
ratito, le dieran ocasión de lucirse como galán. Pero nada... Aquel
zagalote guapo y desabrido no sabía salir en su conversación de las
rutinas más triviales. Su timidez era tan ceremoniosa como su
levita de paño negro, de lo mejor de Sedán, y que parecía, usada
por él, como un reclamo del buen género de la casa. Hablaba de los
reverberos que había puesto el marqués de Pontejos, del cólera del
año anterior, de la degollina de los frailes, y de las muchas casas
magníficas que se iban a edificar en los solares de los derribados
conventos. Todo esto era muy bonito para dicho en la tertulia
También pensaba Barbarita, oyendo a su novio, que la procesión iba por dentro y que el pobre chico, a pesar de ser tan grandullón, no tenía alma para sacarla fuera. «¿Me querrá?» se preguntaba la novia. Pronto hubo de sospechar que si Baldomerito no le hablaba de amor explícitamente, era por pura cortedad y por no saber cómo arrancarse; pero que estaba enamorado hasta las gachas, reduciéndose a declararlo con delicadezas, complacencias y puntualidades muy expresivas. Sin duda el amor más sublime es el más discreto, y las bocas más elocuentes aquellas en que no puede entrar ni una mosca. Mas no se tranquilizaba la joven razonando así, y el sobresalto y la incertidumbre no la dejaban vivir. «¡Si también le estaré yo queriendo sin saberlo!» pensaba. ¡Oh!, no; interrogándose y respondiéndose con toda lealtad, resultaba que no le quería absolutamente nada. Verdad que tampoco le aborrecía, y algo íbamos ganando.
Y en este desabridísimo noviazgo
pasaron algunos meses, al cabo de los cuales Baldomero se soltó y
despabiló algo. Su boca se fue desellando poquito a poco hasta que
rompió, como un erizo de castaña que madura y se abre, dejando ver
el sazonado fruto. Palabra tras palabra,
-IV-
A los dos meses de casados, y después
de una temporadilla en que Barbarita estuvo algo distraída,
melancólica y como con ganas de llorar, alarmando mucho a su madre,
empezaron a notarse en aquel matrimonio, en tan malas condiciones
hecho, síntomas de idilio. Baldomero parecía otro. En el escritorio
canturriaba, y buscaba pretextos para salir, subir a la casa y
decir una palabrita a su mujer, cogiéndola en los pasillos o donde
la encontrase. También solía equivocarse al sentar una partida, y
cuando firmaba la correspondencia, daba a los rasgos de la
tradicional rúbrica de la casa una amplitud de trazo verdaderamente
grandiosa, terminando el rasgo final hacia arriba como una
invocación de gratitud dirigida al Cielo. Salía muy poco, y decía a
sus amigos íntimos que no se cambiaría por un Rey, ni por su tocayo
Espartero, pues no había felicidad semejante
El idilio se acentuaba cada día, hasta el punto de que la madre de Barbarita, disimulando su satisfacción, decía a esta: «Pero, hija, vais a dejar tamañitos a los
Ni los años, ni las menudencias de la
vida han debilitado nunca el profundísimo cariño de estos benditos
cónyuges. Ya tenían canas las cabezas de uno y otro, y D. Baldomero
decía a todo el que quisiera oírle que amaba a su mujer
Les conocí en 1870. D. Baldomero tenía
ya sesenta años, Barbarita cincuenta y dos. Él era un señor de muy
buena presencia, el pelo entrecano, todo afeitado, colorado,
fresco, más joven que muchos hombres de cuarenta, con toda la
dentadura completa y sana, ágil y bien dispuesto, sereno y festivo,
la mirada dulce, siempre la mirada aquella de perrazo de Terranova.
Su esposa pareciome, para decirlo de una vez, una mujer guapísima,
casi estoy por decir monísima. Su cara tenía la frescura de las
rosas cogidas, pero no ajadas todavía, y no usaba más afeite que el
agua clara. Conservaba una dentadura ideal y un cuerpo que, aun sin
corsé, daba quince y raya a muchas fantasmonas exprimidas que andan
por ahí. Su cabello se había puesto ya enteramente blanco, lo cual
la favorecía más que cuando lo tenía entrecano. Parecía pelo
empolvado a estilo Pompadour, y como lo tenía tan rizoso y tan bien
partido sobre la frente, muchos sostenían que ni allí había canas
ni Cristo que lo fundó. Si Barbarita presumiera, habría podido
recortar muy bien
¿Y Juanito?
Pues Juanito fue esperado desde el
primer año de aquel matrimonio sin par. Los felices esposos
contaban con él este mes, el que viene y el otro, y estaban
viéndole venir y deseándole como los judíos al Mesías. A veces se
entristecían con la tardanza; pero la fe que tenían en él les
reanimaba. Si tarde o temprano había de venir... era cuestión de
paciencia. Y el muy pillo puso a prueba la de sus padres, porque se
entretuvo diez años por allá, haciéndoles rabiar. No se dejaba ver
de Barbarita más que en sueños, en diferentes aspectos infantiles,
ya comiéndose los puños cerrados, la cara dentro de un gorro con
muchos encajes, ya talludito, con su escopetilla al hombro y mucha
picardía en los ojos. Por fin Dios le mandó en carne mortal, cuando
los esposos empezaron
Criáronle con regalo y exquisitos
cuidados, pero sin mimo. D. Baldomero no tenía carácter para poner
un freno a su estrepitoso cariño paternal, ni para meterse en
severidades de educación y formar al chico como le formaron a él.
Si su mujer lo permitiera, habría llevado Santa Cruz su indulgencia
hasta consentir que el niño hiciera en todo su real gana. ¿En qué
consistía que habiendo sido él educado tan rígidamente por D.
Baldomero I, era todo blanduras con su hijo? ¡Efectos de la
evolución educativa, paralela de la evolución política! Santa Cruz
tenía muy presentes las ferocidades disciplinarias de su padre, los
castigos que le imponía, y las privaciones que le había hecho
sufrir. Todas las noches del año le obligaba a rezar el rosario con
los dependientes de la casa; hasta que cumplió los veinticinco
nunca fue a paseo solo, sino en corporación con los susodichos
dependientes; el teatro no lo cataba sino el día de
Felizmente para Juanito, estaba allí su madre, en quien se equilibraban maravillosamente el corazón y la inteligencia. Sabía coger las disciplinas cuando era menester, y sabía ser indulgente a tiempo. Si no le pasó nunca por las mientes obligar a rezar el rosario a un chico que iba a la Universidad y entraba en la cátedra de Salmerón, en cambio no le dispensó del cumplimiento de los deberes religiosos más elementales. Bien sabía el muchacho que si hacía novillos a la misa de los domingos, no iría al teatro por la tarde, y que si no sacaba buenas notas en Junio, no había dinero para el bolsillo, ni toros, ni excursiones por el campo con Estupiñá (luego hablaré de este tipo) para cazar pájaros con red o liga, ni los demás divertimientos con que se recompensaba su aplicación.
Mientras estudió la segunda enseñanza
en el colegio de Masarnau, donde estaba a media
-V-
En este interesante periodo de la
crianza del heredero, desde el 45 para acá, sufrió la casa de Santa
Cruz la transformación impuesta por los tiempos, y que fue
puramente externa, continuando inalterada en lo esencial. En el
escritorio y en el almacén aparecieron los primeros mecheros de gas
hacia el año 49, y el famoso velón de cuatro luces recibió tan
tremenda bofetada de la dura mano del progreso, que no se le volvió
a ver más por ninguna parte. En la caja habían entrado ya los
primeros billetes del Banco de San Fernando, que sólo se usaban
para el pago de letras, pues el público los miraba aún con malos
ojos. Se hablaba aún de talegas, y la operación de contar cualquier
cantidad era obra para que la desempeñara Pitágoras u otro gran
aritmético, pues con los doblones y ochentines, las pesetas
catalanas, los duros españoles, los de veintiuno y cuartillo, las
onzas, las pesetas columnarias y las monedas macuquinas, se armaba
un belén espantoso.
También la casa de Gumersindo Arnaiz,
hermano de Barbarita, ha pasado por grandes crisis y mudanzas desde
que murió D. Bonifacio. Dos años después del casamiento de su
hermana con Santa Cruz, casó Gumersindo con Isabel Cordero, hija de
D. Benigno Cordero, mujer de gran disposición, que supo ver claro
en el negocio de tiendas y ha sido la salvadora de aquel acreditado
establecimiento. Comprometido éste del 40 al 45, por los últimos
errores del difunto Arnaiz, se defendió con los
Las comunicaciones rápidas nos
trajeron mensajeros de la potente industria belga, francesa e
inglesa, que necesitaban mercados. Todavía no era moda ir a
buscarlos al África, y los venían a buscar aquí, cambiando cuentas
de vidrio por pepitas de oro; es decir, lanillas, cretonas y
merinos, por dinero contante o por obras de arte. Otros mensajeros
saqueaban nuestras iglesias y nuestros palacios, llevándose los
brocados históricos de casullas y frontales, el tisú y los
terciopelos con bordados y aplicaciones, y otras muestras
riquísimas de la industria española. Al propio tiempo arramblaban
por los espléndidos pañuelos de Manila, que habían ido descendiendo
hasta las gitanas. También se dejó sentir aquí, como en todas
partes, el efecto de otro fenómeno comercial, hijo del progreso.
Refiérome a los grandes acaparamientos del comercio inglés, debidos
al desarrollo de su inmensa marina. Esta influencia se manifestó
bien pronto en aquellos humildes rincones de la calle de Postas por
la depreciación súbita del
Ya en 1840 las casas que traían
directamente el género de Cantón no podían competir con las que lo
encargaban a Liverpool. Cualquier mercachifle de la calle de Postas
se proveía de este artículo sin ir a tomarlo en los dos o tres
depósitos que en Madrid había. Después las corrientes han cambiado
otra vez, y al cabo de muchos años ha vuelto a traer España
directamente las obras de King-Cheong; mas para
El establecimiento de Gumersindo
Arnaiz se vio amenazado de ruina, porque las tres o cuatro casas
cuya especialidad era como una herencia o traspaso de la Compañía
de Filipinas, no podían seguir monopolizando la pañolería y demás
artes chinescas. Madrid se inundaba de género a precio más bajo que
el de las facturas de D. Bonifacio Arnaiz, y era preciso realizar
de cualquier modo. Para compensar las pérdidas de la
Adivinaba el fenómeno comercial, sin
acertar a darle nombre, y en vez de echar maldiciones contra los
ingleses, como hacía su marido, se dio a discurrir el mejor
remedio. ¿Qué corrientes seguirían? La más marcada era la de las
«Pues apechuguemos con las
Pero Gumersindo e Isabel habían
llegado un poco tarde, porque las
La perspicaz mujer vio el porvenir,
oyó hablar del gran proyecto de Bravo Murillo, como de una cosa que
ella había sentido en su alma. Por fin Madrid, dentro de algunos
años, iba a tener raudales de agua distribuidos en las calles y
plazas, y adquiriría la costumbre de lavarse, por lo menos, la cara
y las manos. Lavadas estas partes, se lavaría después otras. Este
Madrid, que entonces era futuro, se le representó con visiones de
camisas limpias en todas las clases, de mujeres ya acostumbradas a
mudarse todos los días, y de señores que eran la misma pulcritud.
De aquí nació la idea de dedicar la casa al género blanco, y
arraigada fuertemente la idea, poco a poco se fue haciendo
realidad. Ayudado por D. Baldomero y Arnaiz, Gumersindo empezó a
traer batistas finísimas de Inglaterra, holandas y escocias,
irlandas y madapolanes,
De la pañolería y artículos asiáticos,
sólo quedaban en la casa por los años del 50 al 60 tradiciones
religiosamente conservadas. Aún había alguna torrecilla de marfil,
y buena porción de mantones ricos de alto precio en cajas
primorosas. Era quizás Gumersindo la persona que en Madrid tenía
más arte para doblarlos, porque ha de saberse que doblar un crespón
era tarea tan difícil como hinchar un perro. No sabían hacerlo sino
los que de antiguo tenían la costumbre de manejar aquel artículo,
por lo cual muchas damas, que en algún baile de máscaras se ponían
el chal, lo mandaban al día siguiente, con la caja, a la tienda de
Gumersindo Arnaiz, para que este lo doblase según arte tradicional,
es decir, dejando oculta la rejilla de a tercia y el fleco de a
cuarta, y visible en el cuartel superior el dibujo central. También
se conservaban en la tienda los dos maniquís vestidos de
mandarines. Se pensó en retirarlos, porque ya estaban los pobres un
poco tronados; pero Barbarita se opuso, porque dejar de verlos allí
haciendo juego con la fisonomía lela y
-VI-
Aquella gran mujer, Isabel Cordero de Arnaiz, dotada de todas las agudezas del traficante y de todas las triquiñuelas económicas del ama de gobierno, fue agraciada además por el Cielo con una fecundidad prodigiosa. En 1845, cuando nació Juanito, ya había tenido ella cinco, y siguió pariendo con la puntualidad de los vegetales que dan fruto cada año. Sobre aquellos cinco hay que apuntar doce más en la cuenta; total, diez y siete partos, que recordaba asociándolos a fechas célebres del reinado de Isabel II. «Mi primer hijo -decía- nació cuando vino la tropa carlista hasta las tapias de Madrid. Mi Jacinta nació cuando se casó la Reina, con pocos días de diferencia. Mi Isabelita vino al mundo el día mismo en que el cura Merino le pegó la puñalada a Su Majestad, y tuve a Rupertito el día de San Juan del 58, el mismo día que se inauguró la traída de aguas».
Al ver la estrecha casa, se daba uno a
pensar que la ley de impenetrabilidad de los cuerpos fue el
pretexto que tomó la muerte para
He dicho que eran nueve. Falta
consignar que de estas nueve cifras, siete correspondían al sexo
femenino. ¡Vaya una plaga que le había caído al bueno de
Gumersindo! ¿Qué hacer con siete chiquillas? Para guardarlas cuando
fueran mujeres, se necesitaba un cuerpo de ejército. ¿Y cómo
casarlas bien a todas? ¿De dónde iban a salir siete maridos buenos?
Gumersindo, siempre que de esto se le hablaba, echábalo a broma,
confiando en la buena mano que tenía su mujer para todo. «Verán
-decía-, cómo saca ella de debajo de las piedras siete yernos de
primera». Pero la fecunda esposa no las tenía todas consigo.
Siempre que pensaba en el porvenir de sus hijas se ponía triste; y
sentía como remordimientos de haber dado a su marido una familia
que era un problema económico. Cuando hablaba de esto con su cuñada
Barbarita,
Las ganancias del establecimiento no
eran escasas; pero los esposos Arnaiz no podían llamarse ricos,
porque con tanto parto y tanta muerte de hijos y aquel familión de
hembras la casa no acababa de florecer como debiera. Aunque Isabel
hacía milagros de arreglo y economía, el considerable gasto
cotidiano quitaba al establecimiento mucha savia. Pero nunca dejó
de cumplir Gumersindo sus compromisos comerciales, y si su capital
no era grande, tampoco tenía deudas. El
Isabel Cordero era, veinte años ha,
una mujer desmejorada, pálida, deforme de talle, como esas personas
que parece se están desbaratando y que no tienen las partes del
cuerpo
¡Y que no pasaba flojos apuros la
pobre para salir airosa en aquel papel inmenso! A Barbarita le
hacía ordinariamente sus confidencias. «Mira, hija, algunos meses
me veo tan agonizada, que no sé qué hacer. Dios me protege, que si
no... Tú no sabes lo que es vestir siete hijas. Los varones, con
los desechos de la ropa de su padre que yo les arreglo, van
tirando. ¡Pero las niñas!... ¡Y con estas modas de ahora y este
suponer!... ¿Viste la pieza de merino azul?, pues no fue bastante y
tuve que traer diez varas más. ¡Nada te quiero decir del ramo de
zapatos! Gracias que dentro de casa la que se me ponga otro calzado
que no sea las alpargatitas de cáñamo, ya me tiene hecha una leona.
Para llenarles la barriga, me defiendo con las patatas y
Dios, al fin, apreciando los méritos
de aquella heroína, que ni un punto se apartaba de su puesto en el
combate social, echó una mirada de benevolencia sobre el muestrario
y después lo bendijo. La primera chica que se casó fue la segunda,
llamada Candelaria, y en honor de la verdad, no fue muy lucido
aquel matrimonio. Era el novio un buen muchacho, dependiente en la
camisería de la viuda de Aparisi. Llamábase Pepe Samaniego y no
tenía más fortuna
Casose luego la mayor, llamada Benigna
en memoria de su abuelito el héroe de Boteros. Esta sí que fue
buena boda. El novio era Ramón Villuendas, hijo mayor del célebre
cambiante de la calle de Toledo; gran casa, fortuna sólida. Era ya
viudo con dos chiquillos, y su parentela ofrecía variedad chocante
en orden de riqueza. Su tío D. Cayetano Villuendas estaba casado
con Eulalia hermana del marqués de Casa-Muñoz, y poseía muchos
millones; en cambio, había un Villuendas tabernero y otro que tenía
un tenducho de percales y bayetas llamado
La tercera de las chicas, llamada Jacinta, pescó marido al año siguiente. ¡Y qué marido!... Pero al llegar aquí, me veo precisado a cortar esta hebra, y paso a referir ciertas cosas que han de preceder a la boda de Jacinta.
-I-
En la tienda de Arnaiz, junto a la reja que da a la calle de San Cristóbal, hay actualmente tres sillas de madera curva de Viena, las cuales sucedieron hace años a un banco sin respaldo forrado de hule negro, y este bando tuvo por antecesor a un arcón o caja vacía. Aquélla era la sede de la inmemorial tertulia de la casa. No había tienda sin tertulia, como no podía haberla sin mostrador y santo tutelar. Era esto un servicio suplementario que el comercio prestaba a la sociedad en tiempos en que no existían casinos, pues aunque había sociedades secretas y clubs y cafés más o menos patrióticos, la gran mayoría de los ciudadanos pacíficos no iba a ellos, prefiriendo charlar en las tiendas. Barbarita tiene aún reminiscencias vagas de la tertulia en los tiempos de su niñez. Iba un fraile muy flaco que era el padre Alelí, un señor pequeñito con anteojos, que era el papá de Isabel, algunos militares y otros tipos que se confundían en su mente con las figuras de los dos mandarines.
Y no sólo se hablaba de asuntos
políticos y
La tienda se transformaba; pero la
tertulia era siempre la misma en el curso lento de los años. Unos
habladores se iban y venían otros. No sabemos a qué época fija se
referirían estos párrafos sueltos que al vuelo cogía Barbarita
cuando, ya casada, entraba en la tienda a descansar un ratito, de
vuelta de paseo o de compras: «¡Qué hermosotes iban esta mañana los
del
El llamado Estupiñá debía de ser
indispensable en todas las tertulias de tiendas, porque cuando no
iba a la de Arnaiz, todo se volvía preguntar: «Y Plácido, ¿qué es
de él?». Cuando entraba le recibían con exclamaciones de alegría,
pues con su sola presencia animaba la conversación. En 1871 conocí
a este hombre, que fundaba su vanidad en
La biografía mercantil de este hombre
es tan curiosa como sencilla. Era muy joven cuando entró de hortera
en casa de Arnaiz, y allí sirvió muchos años, siempre bien quisto
del principal por su honradez acrisolada y el grandísimo interés
con que miraba todo lo concerniente al establecimiento. Y a pesar
de tales prendas, Estupiñá no era un buen dependiente. Al
despachar, entretenía demasiado a los parroquianos, y si le
mandaban con un recado o comisión a la Aduana, tardaba tanto en
volver, que muchas veces creyó D. Bonifacio que le habían llevado
preso. La singularidad de que teniendo Plácido estas mañas, no
pudieran
Prometíaselas él muy felices en la
tienda de bayetas y paños del Reino que estableció en la Plaza
Mayor, junto a la Panadería. No puso dependientes, porque la
cortedad del negocio no lo consentía; pero su tertulia fue la más
animada y dicharachera de todo el barrio. Y ved aquí el secreto de
lo poco que dio de sí el establecimiento, y la justificación de los
vaticinios de D. Bonifacio. Estupiñá tenía un vicio hereditario y
crónico, contra el cual eran impotentes todas las demás energías de
su alma; vicio tanto más avasallador y terrible cuanto más
inofensivo parecía. No era la bebida, no era el amor, ni el juego
ni el lujo; era la conversación. Por un rato de palique era
Estupiñá capaz de dejar que se llevaran los demonios el mejor
negocio del mundo. Como él pegase la
Si estaba jugando al tute o al mus,
únicos juegos que sabía y en los que era maestro, primero se hundía
el mundo que apartar él su atención de las cartas. Era tan fuerte
el ansia de charla y de trato social, se lo pedía el cuerpo y el
alma con tal vehemencia, que si no iban habladores a la tienda no
podía resistir la comezón del vicio, echaba la llave, se la metía
en el bolsillo y se iba a otra tienda en busca de aquel licor
palabrero con que se embriagaba. Por Navidad, cuando se empezaban a
armar los puestos de la Plaza, el pobre tendero no tenía
Era muy fino con las señoras de alto copete. Su afabilidad tenía tonos como este: «¿La cúbica? Sí que la hay. ¿Ve usted la pieza allá arriba? Me parece, señora, que no es lo que usted busca... digo, me parece; no es que yo me quiera meter... Ahora se estilan rayaditas: de eso no tengo. Espero una remesa para el mes que entra. Ayer vi a las niñas con el Sr. D. Cándido. Vaya, que están creciditas. ¿Y cómo sigue el señor mayor? ¡No le he visto desde que íbamos juntos a la bóveda de San Ginés!»... Con este sistema de vender, a los cuatro años de comercio se podían contar las personas que al cabo de la semana traspasaban el dintel de la tienda. A los seis años no entraban allí ni las moscas. Estupiñá abría todas las mañanas, barría y regaba la acera, se ponía los manguitos verdes y se sentaba detrás del mostrador a leer el
-II-
Aquel gran filósofo no se entregó a la
desesperación. Viéronle sus amigos tranquilo y resignado. En su
aspecto y en el reposo de su semblante había algo de Sócrates,
admitiendo que Sócrates fuera hombre dispuesto a estarse siete
horas seguidas con la palabra en la boca. Plácido había salvado el
honor, que era lo importante, pagando religiosamente a todo el
mundo con las existencias. Se había quedado
Así pasaron algunos años. Como sus necesidades eran muy cortas, pues no tenía familia que mantener ni ningún vicio como no fuera el de gastar saliva, bastábale para vivir lo poco que el corretaje le daba. Además, muchos comerciantes ricos le protegían. Este, a lo mejor, le regalaba una capa; otro un corte de vestido; aquel un sombrero o bien comestibles y golosinas. Familias de las más empingorotadas del comercio le sentaban a su mesa, no sólo por amistad sino por egoísmo, pues era una diversión oírle contar tan diversas cosas con aquella exactitud pintoresca y aquel esmero de detalles que encantaba. Dos caracteres principales tenía su entretenida charla, y eran: que nunca se declaraba ignorante de cosa alguna, y que jamás habló mal de nadie. Si por acaso se dejaba decir alguna palabra ofensiva, era contra la Aduana; pero sin individualizar sus acusaciones.
Porque Estupiñá, al mismo tiempo que
corredor, era contrabandista. Las piezas de Hamburgo de 26 hilos
que pasó por el portillo de Gilimón, valiéndose de ingeniosas
mañas, no son para contadas. No había otro como él
Barbarita le quería mucho. Habíale
visto en
Andando los años, y cuando ya Estupiñá
iba para viejo y no hacía corretaje ni contrabando,
Fuera del platicar, Estupiñá no tenía
ningún vicio, ni se juntó jamás con personas ordinarias y de baja
estofa. Una sola vez en su vida
-III-
Cuando conocí personalmente a este
insigne hijo de Madrid, andaba ya al ras con los sesenta años; pero
los llevaba muy bien. Era de estatura menos que mediana, regordete
y algo encorvado hacia adelante. Los que quieran conocer su rostro,
miren el de Rossini, ya viejo, como nos le han transmitido las
estampas y fotografías del gran músico, y pueden decir que tienen
delante el divino Estupiñá. La forma de la cabeza, la sonrisa, el
perfil sobre todo, la nariz corva, la boca hundida, los ojos
picarescos, eran trasunto fiel de aquella hermosura un tanto
burlona, que con la acentuación de las líneas en la vejez se
aproximaba algo a la imagen de Polichinela. La
En sus últimos tiempos, del 70 en adelante, vestía con cierta originalidad, no precisamente por miseria, pues los de Santa Cruz cuidaban de que nada le faltase, sino por espíritu de tradición, y por repugnancia a introducir novedades en su guardarropa. Usaba un sombrero chato, de copa muy baja y con las alas planas, el cual pertenecía a una época que se había borrado ya de la memoria de los sombreros, y una capa de paño verde, que no se le caía de los hombros sino en lo que va de Julio a Septiembre. Tenía muy poco pelo, casi se puede decir ninguno; pero no usaba peluca. Para librar su cabeza de las corrientes frías de la iglesia, llevaba en el bolsillo un gorro negro, y se lo calaba al entrar. Era gran madrugador, y por la mañanita con la fresca se iba a Santa Cruz, luego a Santo Tomás y por fin a San Ginés. Después de oír varias misas en cada una de estas iglesias, calado el gorro hasta las orejas, y de echar un parrafito con beatos o sacristanes, iba de capilla en capilla rezando diferentes oraciones. Al despedirse, saludaba con la mano a las imágenes, como se saluda a un amigo que está en el balcón, y luego tomaba su agua bendita, fuera gorro, y a la calle.
En 1869, cuando demolieron la iglesia
de Santa Cruz, Estupiñá pasó muy malos ratos.
Era Plácido hermano de la Paz y Caridad, cofradía cuyo domicilio estuvo en la derribada parroquia. Iba, pues, a auxiliar a los reos de muerte en la capilla y a darles conversación en la hora tremenda, hablándoles de lo tonta que es esta vida, de lo bueno que es Dios y de lo ricamente que iban a estar en la gloria. ¡Qué sería de los pobrecitos reos si no tuvieran quien les diera un poco de jarabe de pico antes de entregar su cuello al verdugo!
A las diez de la mañana concluía
Estupiñá invariablemente lo que podríamos llamar su jornada
religiosa. Pasada aquella hora, desaparecía de su rostro rossiniano
la seriedad tétrica que en la iglesia tenía, y volvía a ser el
hombre afable, locuaz y ameno de las tertulias de tienda. Almorzaba
en casa de Santa Cruz o de Villuendas o de Arnaiz, y si Barbarita
no tenía nada que mandarle, emprendía su tarea para
Vivía Plácido en la Cava de San
Miguel. Su casa era una de las que forman el costado occidental de
la Plaza Mayor, y como el basamento de ellas está mucho más bajo
que el suelo de la Plaza, tienen una altura imponente y una
estribación formidable, a modo de fortaleza. El piso en que el tal
vivía era cuarto por la Plaza y por la Cava séptimo. No existen en
Madrid alturas mayores, y para vencer aquellas
El orgullo de trepar por aquellas
gastadas berroqueñas no excluía lo fatigoso del tránsito, por lo
que mi amigo supo explotar sus buenas relaciones para abreviarlo.
El dueño de una zapatería de la Plaza, llamado Dámaso Trujillo, le
permitía entrar por su tienda, cuyo rótulo era
El domicilio del hablador era un
misterio para todo el mundo, pues nadie había ido nunca a verle,
por la sencilla razón de que D. Plácido no estaba en su casa sino
cuando dormía. Jamás había tenido enfermedad que le impidiera salir
durante el día. Era el hombre más sano del mundo. Pero la vejez no
había de desmentirse, y un día de Diciembre del 69 fue notada la
falta del grande hombre en los círculos a
Y sale a relucir aquí la visita del Delfín al anciano servidor y amigo de su casa, porque si Juanito Santa Cruz no hubiera hecho aquella visita, esta historia no se habría escrito. Se hubiera escrito otra, eso sí, porque por do quiera que el hombre vaya lleva consigo su novela; pero esta no.
-IV-
Juanito reconoció el número 11 en la
puerta de una tienda de aves y huevos. Por allí se había de entrar
sin duda, pisando plumas y aplastando cascarones. Preguntó a dos
mujeres que pelaban gallinas y pollos, y le contestaron, señalando
una mampara, que aquella era la entrada de la escalera del 11.
Portal y tienda eran una misma cosa en aquel edificio
característico del Madrid primitivo. Y entonces se explicó Juanito
por qué llevaba muchos días Estupiñá,
Habiendo apreciado este espectáculo
poco grato, el olor de corral que allí había, y el ruido de alas,
picotazos y cacareo de tanta víctima, Juanito la emprendió con los
famosos
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica y observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.
-¿Vive aquí -le preguntó- el Sr. de Estupiñá?
-¿D. Plácido?... en lo
Y Juanito pensó: «Tú sales para que te vea el pie. Buena bota»... Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:
-¿Qué come usted, criatura?
-¿No lo ve usted? -replicó mostrándoselo- Un huevo.
-¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca por segunda vez el huevo roto y se atizó otro sorbo.
-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas -dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación.
-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted? -replicó ella ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.
Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no; le repugnaban los huevos crudos.
-No, gracias.
Ella entonces se lo acabó de sorber, y
arrojó
Cuando Estupiñá le vio entrar sintió
tanta alegría, que a punto estuvo de ponerse bueno instantáneamente
por la sola virtud del contento. No estaba el hablador en la cama
sino en un sillón, porque el lecho le hastiaba, y la mitad inferior
de su cuerpo no se veía porque estaba liado como las momias, y
envuelto en mantas y trapos diferentes. Cubría su cabeza, orejas
inclusive, el gorro negro de punto que usaba dentro de la iglesia.
Más que los dolores reumáticos
«Es cosa muy buena» dijo Estupiñá, guardando el libro al ver que Juanito se reía.
Y estaba tan agradecido a la visita
del Delfín, que no hacía más que mirarle recreándose en su guapeza,
en su juventud y elegancia. Si hubiera sido veinte veces hijo suyo,
no le habría contemplado con más amor. Dábale palmadas en la
rodilla, y le interrogaba prolijamente por todos los de la familia,
desde Barbarita, que era el número uno, hasta el gato. El Delfín,
después de satisfacer la curiosidad de su amigo, hízole a su vez
preguntas acerca de la vecindad de aquella casa en que estaba.
«Buena gente -respondió Estupiñá-; sólo hay unos inquilinos que
alborotan algo por las noches. La finca pertenece al Sr. de Moreno
Isla, y puede que se la administre yo desde el año que viene. Él lo
desea; ya me habló de ello tu mamá, y he respondido que estoy a sus
órdenes... Buena finca; con un cimiento de pedernal que es una
gloria... escalera de piedra, ya habrás visto; sólo que es un
poquito larga. Cuando
Estupiñá siguió aún más de una semana sin salir de casa, y el Delfín iba todos los días a verle ¡todos los días!, con lo que estaba mi hombre más contento que unas Pascuas, pero en vez de entrar por la zapatería, Juanito, a quien sin duda no cansaba la escalera, entraba siempre por el establecimiento de huevos de la Cava.
-I-
Pasados algunos días, cuando ya
Estupiñá andaba por ahí restablecido aunque algo cojo, Barbarita
empezó a notar en su hijo inclinaciones nuevas y algunas mañas que
le desagradaron. Observó que el Delfín, cuya edad se aproximaba a
los veinticinco años, tenía horas de infantil alegría y días de
tristeza y recogimiento sombríos. Y no pararon aquí las novedades.
La perspicacia de la madre creyó descubrir un notable cambio en las
costumbres y en las compañías del joven fuera de casa, y lo
descubrió con datos observados en ciertas inflexiones muy
particulares de su voz y lenguaje. Daba a la
Y lo que Barbarita no dudaba en
calificar de encanallamiento, empezó a manifestarse en el vestido.
El Delfín se encajó una capa de esclavina
Como supiera un día la dama que su
hijo frecuentaba los barrios de Puerta Cerrada, calle de
Cuchilleros y Cava de San Miguel, encargó a Estupiñá que vigilase,
y este lo hizo con muy buena voluntad llevándole cuentos, dichos en
voz baja y melodramática: «Anoche
-¿Mujeres...? -preguntó con ansiedad Barbarita.
-Dos, señora, dos -dijo Plácido corroborando con igual número de dedos muy estirados lo que la voz denunciaba-. No les pude ver las estampas. Eran de estas de mantón pardo, delantal azul, buena bota y pañuelo a la cabeza... en fin, un par de reses muy bravas.
A la semana siguiente, otra delación:
«Señora, señora...».
-¿Qué?
-Ayer y anteayer entró el niño en una tienda de la Concepción Jerónima, donde venden filigranas y corales de los que usan las amas de cría...
-¿Y qué?
-Que pasa allí largas horas de la tarde y de la noche. Lo sé por Pepe Vallejo, el de la cordelería de enfrente, a quien he encargado que esté con mucho ojo.
-¿Tienda de filigranas y de corales?
-Sí, señora; una de estas platerías de
puntapié, que todo lo que tienen no vale seis duros.
De pronto los cuentos de Estupiñá cesaron. A Barbarita todo se le volvía preguntar y más preguntar, y el dichoso hablador no sabía nada. Y cuidado que tenía mérito la discreción de aquel hombre, porque era el mayor de los sacrificios; para él equivalía a cortarse la lengua el tener que decir: «no sé nada, absolutamente nada». A veces parecía que sus insignificantes e inseguras revelaciones querían ocultar la verdad antes que esclarecerla. «Pues nada, señora; he visto a Juanito en un simón, solo, por la Puerta del Sol... digo... por la Plaza del Ángel... Iba con Villalonga... se reían mucho los dos... de algo que les hacía gracia...». Y todas las denuncias eran como estas, bobadas, subterfugios, evasivas... Una de dos: o Estupiñá no sabía nada, o si sabía no quería decirlo por no disgustar a la señora.
Diez meses pasaron de esta manera,
Barbarita interrogando a Estupiñá, y este no queriendo o no
teniendo qué responder, hasta que allá por Mayo del 70, Juanito
empezó a abandonar aquellos mismos hábitos groseros que
Notó también que el Delfín se
preocupaba mucho de ciertos recados o esquelitas que a la casa
traían para él, mostrándose más bien temeroso de recibirlos que
deseoso de ellos. A menudo daba a los criados orden de que le
negaran y de que no se admitiera carta ni recado. Estaba algo
inquieto, y su mamá se dijo gozosa: «Persecución tenemos; pero él
parece querer
Mejor que este plan era el que se le había ocurrido a la señora. Tenían tomada casa en Plencia para pasar la temporada de verano, fijando la fecha de la marcha para el 8 o el 10 de Julio. Pero Barbarita, con aquella seguridad del talento superior que en un punto inicia y ejecuta las resoluciones salvadoras, se encaró con Juanito, y de buenas a primeras le dijo: «Mañana mismo nos vamos a Plencia».
Y al decirlo se fijó en la cara que puso. Lo primero que expresó el Delfín fue alegría. Después se quedó pensativo. «Pero deme usted dos o tres días. Tengo que arreglar varios asuntos...».
-¿Qué asuntos tienes tú, hijo? Música, música. Y en caso de que tengas alguno, créeme, vale más que lo dejes como está.
Dicho y hecho. Padres e hijo salieron
para el Norte el día de San Pedro. Barbarita iba muy
«Pues sí -dijo ella, después de una
conversación preparada con gracia-. Es preciso que te cases. Ya te
tengo la mujer buscada. Eres un chiquillo, y a ti hay que dártelo
todo hecho. ¡Qué será de ti el día en que yo te falte! Por eso
quiero dejarte en buenas manos... No te rías, no; es la verdad, yo
tengo que cuidar de todo, lo mismo de pegarte el botón que se te ha
caído, que de elegirte la que ha de ser compañera de toda tu vida,
la que te ha de mimar cuando yo me muera. ¿A ti te cabe en la
cabeza que pueda yo proponerte nada que no te convenga?... No. Pues
a callar, y pon tu porvenir en mis manos. No sé qué instinto
tenemos las madres, algunas
La esposa que Barbarita proponía a su hijo era Jacinta, su prima, la tercera de las hijas de Gumersindo Arnaiz. ¡Y qué casualidad! Al día siguiente de la conferencia citada, llegaban a Plencia y se instalaban en una casita modesta, Gumersindo e Isabel Cordero con toda su caterva menuda. Candelaria no salía de Madrid, y Benigna había ido a Laredo.
Juan no dijo que sí ni que no. Limitose a responder por fórmula que lo pensaría; pero una voz de su alma le declaraba que aquella gran mujer y madre tenía tratos con el Espíritu Santo, y que su proyecto era un verdadero caso de infalibilidad.
-II-
Porque Jacinta era una chica de
prendas excelentes, modestita, delicada, cariñosa y además muy
bonita. Sus lindos ojos estaban ya declarando la sazón de su alma o
el punto en que tocan a enamorarse y enamorar. Barbarita quería
mucho a todas sus sobrinas; pero a Jacinta la adoraba; teníala casi
siempre consigo y derramaba sobre ella mil atenciones y
miramientos, sin que nadie, ni aun la propia madre de Jacinta,
pudiera sospechar que la criaba para nuera. Toda la parentela
suponía que los señores de
Ya dije que el Delfín prometió pensarlo; mas esto significaba sin duda la necesidad que todos sentimos de no aparecer sin voluntad propia en los casos graves; en otros términos, su amor propio, que le gobernaba más que la conciencia, le exigía, ya que no una elección libre, el simulacro de ella. Por eso Juanito no sólo lo decía, sino que parecía como que pensaba, yéndose a pasear solo por aquellos peñascales, y se engañaba a sí mismo diciéndose: «¡qué pensativo estoy!». Porque estas cosas son muy serias, ¡vaya!, y hay que revolverlas mucho en el magín. Lo que hacía el muy farsante era saborear de antemano lo que se le aproximaba y ver de qué manera decía a su madre con el aire más grave y filosófico del mundo: «Mamá, he meditado profundísimamente sobre este problema, pesando con escrúpulo las ventajas y los inconvenientes, y la verdad, aunque el caso tiene sus más y sus menos, aquí me tiene usted dispuesto a complacerla».
Todo esto era comedia, y querer
echárselas de hombre reflexivo. Su madre había recobrado sobre él
aquel ascendiente omnímodo que tuvo
Lo peor del caso era que nunca le
había pasado por las mientes casarse con Jacinta, a quien siempre
miró más como hermana que como prima. Siendo ambos de muy corta
edad (ella tenía un año y meses menos que él) habían dormido
juntos, y habían derramado lágrimas y acusádose mutuamente por
haber secuestrado él las muñecas de ella, y haber ella arrojado a
la lumbre, para que se derritieran, los soldaditos de él. Juan la
hacía rabiar, descomponiéndole la casa de muñecas, ¡anda!, y
Jacinta se vengaba arrojando en su barreño de agua los caballos de
Juan para que se ahogaran... ¡anda! Por un rey mago, negro por más
señas, hubo unos dramas que acabaron en leña por partida doble, es
decir, que Barbarita azotaba alternadamente uno y otro par de
nalgas como el que toca los timbales; y todo porque Jacinta le
había cortado la cola al camello del rey negro; cola de cerda, no
vayan a creer... «Envidiosa». «Acusón»... Ya tenían ambos la edad
en que un misterioso respeto les prohibía darse besos, y se
trataban con vivo cariño fraternal. Jacinta iba todos los martes y
viernes a pasar el día
El paso de esta situación fraternal a
la de amantes no le parecía al joven Santa Cruz cosa fácil. Él, que
tan atrevido era lejos del hogar paterno, sentíase acobardado
delante de aquella flor criada en su propia casa, y tenía por
imposible que las cunitas de ambos, reunidas, se convirtieran en
tálamo. Mas para todo hay remedio menos para la muerte, y Juanito
vio con asombro, a poco de intentar la metamorfosis, que las
dificultades se desleían como la sal en el agua; que lo que a él le
parecía montaña era como la palma de la mano, y que el tránsito de
la fraternidad al enamoramiento se hacía
Jacinta era de estatura mediana, con
más gracia que belleza, lo que se llama en lenguaje corriente una
mujer
Barbarita, que la había criado, conocía bien sus notables prendas morales, los tesoros de su corazón amante, que pagaba siempre con creces el cariño que se le tenía, y por todo esto se enorgullecía de su elección. Hasta que ciertas tenacidades de carácter que en la niñez eran un defecto, agradábanle cuando Jacinta fue mujer porque no es bueno que las hembras sean todas miel, y conviene que guarden una reserva de energía para ciertas ocasiones difíciles.
La noticia del matrimonio de Juanito
cayó en la familia Arnaiz como una bomba que revienta y esparce, no
desastres y muertes, sino esperanza y dichas. Porque hay que tener
en cuenta que el Delfín, por su fortuna, por sus prendas, por su
talento, era considerado como un ser bajado del cielo. Gumersindo
Arnaiz no sabía lo que le pasaba; lo estaba viendo y aún le parecía
mentira; y siendo el amartelamiento de los novios bastante
empalagoso, a él le parecía que todavía se quedaban cortos y que
debían entortolarse mucho más. Isabel era tan feliz que, de vuelta
ya en Madrid, decía que le iba a dar algo, y que seguramente su
empobrecida
Faltábale tiempo a la buena señora
para dar parte a sus amigas del feliz suceso; no sabía hablar de
otra cosa, y aunque desmadejada ya y sin fuerzas a causa del
trabajo y de los alumbramientos, cobraba nuevos bríos para
entregarse con delirante actividad a los preparativos de boda, al
equipo y demás cosas. ¡Qué proyectos hacía, qué cosas inventaba,
qué previsión la suya! Pero en medio de su inmensa tarea, no cesaba
de tener corazonadas pesimistas, y exclamaba con tristeza: «¡Si me
parece mentira!... ¡Si yo no he de verlo!...». Y este
presentimiento, por ser de cosa mala, vino a cumplirse al cabo,
porque la alegría inquieta fue como una combustión oculta que
devoró la poca vida que allí quedaba. Una mañana de los últimos
días de Diciembre, Isabel Cordero, hallándose en el comedor de su
casa, cayó redonda al suelo como herida de un rayo. Acometida de
violentísimo ataque cerebral, falleció aquella misma noche, rodeada
de su marido y de sus consternados y amantes hijos. No recobró el
conocimiento después del ataque, no dijo esta
-I-
La boda se verificó en Mayo del 71.
Dijo D. Baldomero con muy buen juicio que pues era costumbre que se
largaran los novios, acabadita de recibir la bendición, a correrla
por esos mundos, no comprendía fuese de rigor el paseo por Francia
o por Italia, habiendo en España tantos lugares dignos de ser
vistos. Él y Barbarita no habían ido ni siquiera a Chamberí, porque
en su tiempo los novios se quedaban donde estaban, y el único
español que se permitía viajar era el duque de Osuna, D. Pedro.
¡Qué diferencia de tiempos!... Y ahora, hasta Periquillo Redondo,
el que tiene el bazar de corbatas al aire libre en la esquina de la
casa de Correos había hecho su viajecito a París... Juanito se
manifestó enteramente conforme con su papá, y recibida la bendición
nupcial, verificado el almuerzo en familia sin aparato alguno a
causa del luto, sin ninguna cosa notable como no fuera un conato de
brindis de Estupiñá, cuya boca tapó Barbarita a la primera palabra;
dadas las despedidas, con sus lágrimas y besuqueos
correspondientes, marido y
Al día siguiente, cuando fueron a la
catedral, ya bastante tarde, sabía Jacinta una porción de
expresiones cariñosas y de íntima confianza de amor que hasta
entonces no había pronunciado nunca, como no fuera en la vaguedad
discreta del pensamiento que recela descubrirse a sí mismo. No le
causaba vergüenza el decirle al otro que le idolatraba, así,
Todo era para ellos motivo de
felicidad. Contemplar una maravilla del arte les entusiasmaba y de
puro entusiasmo se reían, lo mismo que de cualquier contrariedad.
Si la
El tiempo se pasa sin sentir para los
que están en éxtasis y para los enamorados. Ni Jacinta ni su esposo
apreciaban bien el curso de las fugaces horas. Ella,
principalmente, tenía que pensar un poco para averiguar si tal día
era el tercero o el cuarto de tan feliz existencia. Pero aunque no
sepa apreciar bien la sucesión de los días, el amor aspira a
dominar en el tiempo como en todo, y cuando se siente victorioso en
lo presente, anhela hacerse dueño de lo pasado, indagando los
sucesos para ver si le son favorables, ya que no puede destruirlos
y hacerlos mentira. Fuerte en la conciencia de su triunfo presente,
Jacinta
Porque Jacinta hiciese la primera
pregunta llamando a su marido
Jacinta creía esto; pero la fe es una cosa y la curiosidad otra. No dudaba ni tanto así del amor de su marido; pero quería saber, sí señor, quería enterarse de ciertas aventurillas. Entre esposos debe haber siempre la mayor confianza, ¿no es eso? En cuanto hay secretos, adiós paz del matrimonio. Pues bueno; ella quería leer de cabo a rabo ciertas paginitas de la vida de su esposo antes de casarse. ¡Como que estas historias ayudan bastante a la educación matrimonial! Sabiéndolas de memoria, las mujeres viven más avisadas, y a poquito que los maridos se deslicen... ¡tras!, ya están cogidos.
«Que me lo tienes que contar todito... Si no, no te dejo vivir».
Esto fue dicho en el tren, que corría y silbaba por las angosturas de Pancorvo. En el paisaje veía Juanito una imagen de su conciencia. La vía que lo traspasaba, descubriendo las sombrías revueltas, era la indagación inteligente de Jacinta. El muy tuno se reía, prometiendo, eso sí, contar luego; pero la verdad era que no contaba nada de sustancia.
«¡Sí, porque me engañas tú a mí!... A buena parte vienes... Sé más de lo que te crees. Yo me acuerdo bien de algunas cosas que vi y oí. Tu mamá estaba muy disgustada, porque te nos habías hecho muy chu... la... pito; eso es».
El marido continuaba encerrado en su prudencia; mas no por eso se enfadaba Jacinta. Bien le decía su sagacidad femenil que la obstinación impertinente produce efectos contrarios a los que pretende. Otra habría puesto en aquel caso unos morritos muy serios; ella no, porque fundaba su éxito en la perseverancia combinada con el cariño capcioso y diplomático. Entrando en un túnel de la Rioja, dijo así:
«¿Apostamos a que sin decirme tú una palabra, lo averiguo todo?».
Y a la salida del túnel, el enamorado esposo, después de estrujarla con un abrazo algo teatral y de haber mezclado el restallido de sus besos al mugir de la máquina humeante, gritaba:
«¿Qué puedo yo ocultar a esta mona golosa?... Te como; mira que te como. ¡Curiosona, fisgona, feúcha! ¿Tú quieres saber? Pues te lo voy a contar, para que me quieras más».
-¿Más? ¡Qué gracia! Eso sí que es difícil.
-Espérate a que lleguemos a Zaragoza.
-No, ahora.
-¿Ahora mismo?
-
-No... en Zaragoza. Mira que es historia larga y fastidiosa.
-Mejor... Cuéntala y luego veremos.
-Te vas a reír de mí. Pues señor... allá por Diciembre del año pasado... no, del otro... ¿Ves?, ya te estás riendo.
-Que no me río, que estoy más seria que el Papamoscas.
-Pues bueno, allá voy... Como te iba diciendo, conocí a una mujer... Cosas de muchachos. Pero déjame que empiece por el principio. Érase una vez... un caballero anciano muy parecido a una cotorra y llamado Estupiñá, el cual cayó enfermo y... cosa natural, sus amigos fueron a verle... y uno de estos amigos, al subir la escalera de piedra, encontró una muchacha que se estaba comiendo un huevo crudo... ¿Qué tal?...
-II-
-Un huevo crudo... ¡qué asco! -exclamó Jacinta escupiendo una salivita-. ¿Qué se puede esperar de quien se enamora de una mujer que come huevos crudos?...
-Hablando aquí con imparcialidad, te diré que era guapa. ¿Te enfadas?
-¡Qué me voy a enfadar, hombre!
Sigue...
-No, aquel día no hubo nada. Volví al siguiente y me la encontré otra vez.
-Vamos, que le caíste en gracia y te estaba esperando.
No quería el Delfín ser muy explícito,
y contaba a grandes rasgos, suavizando asperezas y pasando como
sobre ascuas por los pasajes de peligro. Pero Jacinta tenía un arte
instintivo para el manejo del gancho, y sacaba siempre algo de lo
que quería saber. Allí salió a relucir parte de lo que Barbarita
inútilmente intentó averiguar... ¿Quién era la del huevo?... Pues
una chica huérfana que vivía con su tía, la cual era huevera y
pollera en la Cava de San Miguel. ¡Ah! ¡Segunda Izquierdo!... por
otro nombre la
-¿A la tía?
-No, mujer, a la sobrina. La tía le acababa de echar los tiempos, y aún se oían abajo los resoplidos de la fiera... Consolé a la pobre chica con cuatro palabrillas y me senté a su lado en el escalón.
-¡Qué poca vergüenza!
-Empezamos a hablar. No subía ni bajaba nadie. La chica era confianzuda, inocentona, de estas que dicen todo lo que sienten, así lo bueno como lo malo. Sigamos. Pues señor... al tercer día me la encontré en la calle. Desde lejos noté que se sonreía al verme. Hablamos cuatro palabras nada más; y volví y me colé en la casa; y me hice amigo de la tía y hablamos; y una tarde salió el picador de entre un montón de banastas donde estaba durmiendo la siesta, todo lleno de plumas, y llegándose a mí me echó la zarpa, quiero decir, que me dio la manaza y yo se la tomé, y me convidó a unas copas, y acepté y bebimos. No tardamos Villalonga y yo en hacernos amigos de los amigos de aquella gente... No te rías... Te aseguro que Villalonga me arrastraba a aquella vida, porque se encaprichó por otra chica del barrio, como yo por la sobrina de Segunda.
-¿Y cuál era más guapa?
-¡La mía! -replicó prontamente el
Delfín, dejando entrever la fuerza de su amor propio-, la mía... un
animalito muy mono, una salvaje que no sabía leer ni escribir.
Figúrate, ¡qué educación! ¡Pobre pueblo!, y luego hablamos de sus
pasiones brutales, cuando nosotros tenemos la culpa... Estas cosas
hay que verlas de cerca... Sí, hija mía, hay que poner la mano
sobre el corazón del pueblo, que es sano... sí, pero a veces sus
latidos no son latidos, sino
Al oír esta expresión de cariño, dicha por el Delfín tan espontáneamente, Jacinta arrugó el ceño. Ella había heredado la aplicación de la palabreja, que ya le disgustaba por ser como desecho de una pasión anterior, un vestido o alhaja ensuciados por el uso; y expresó su disgusto dándole al pícaro de Juanito una bofetada, que para ser de mujer y en broma resonó bastante.
«¿Ves?, ya estás enfadada. Y sin motivo. Te cuento las cosas como pasaron... Basta ya, basta de cuentos».
-No, no. No me enfado. Sigue, o te pego otra.
-No me da la gana... Si lo que yo quiero es borrar un pasado que considero infamante; si no quiero tener ni memoria de él... Es un episodio que tiene sus lados ridículos y sus lados vergonzosos. Los pocos años disculpan ciertas demencias, cuando de ellas se saca el honor puro y el corazón sano. ¿Para qué me obligas a repetir lo que quiero olvidar, si sólo con recordarlo paréceme que no merezco este bien que hoy poseo, tú, niña mía?
-Estás perdonado -dijo la esposa,
arreglándose el cabello que Santa Cruz le había descompuesto al
acentuar de un modo material
Esto sería todo lo razonable y discreto que se quiera suponer; pero la curiosidad no disminuía, antes bien aumentaba. Revivió con fuerza en Zaragoza, después que los esposos oyeron misa en el Pilar y visitaron la Seo.
«Si me quisieras contar algo más de aquello...» indicó Jacinta, cuando vagaban por las solitarias y románticas calles que se extienden detrás de la catedral.
Santa Cruz puso mala cara.
«¡Pero qué tontín! Si lo quiero saber
para reírme, nada más que para reírme. ¿Qué creías tú, que me iba a
enfadar?... ¡Ay, qué bobito!... No, es que me hacen gracia tus
calaveradas. Tienen un
Juanito miró fijamente a su mujer, y después se echó a reír. Aquello no era adivinación de Jacinta. Algo había oído sin duda, por lo menos el nombre de la calle. Pensando que convenía seguir el tono festivo, dijo así:
«Tú sabías el nombre de la calle; no vengas echándotelas de zahorí... Es que Estupiñá me espiaba y le llevaba cuentos a mamá».
-Sigue con tu conquista. Pues señor...
-Cuestión de pocos días. En el pueblo, hija mía, los procedimientos son breves. Ya ves cómo se matan. Pues lo mismo es el amor. Un día le dije: «Si quieres probarme que me quieres, huye de tu casa conmigo». Yo pensé que me iba a decir que no.
-Pensaste mal... sobre todo si en su casa había... leña.
-La respuesta fue coger el mantón, y
decirme
Jacinta miraba al suelo más que a su marido.
-Y a renglón seguido la consabida palabrita de casamiento -dijo mirándole de lleno y observándole indeciso en la respuesta.
Aunque Jacinta no conocía
personalmente a ninguna víctima de las palabras de casamiento,
«Sí, la palabra de casamiento con reserva mental de no cumplirla, una burla, una estafa, una villanía. ¡Qué hombres!... Luego dicen... ¿Y esa tonta no te sacó los ojos cuando se vio chasqueada?... Si hubiera sido yo...».
-Si hubieras sido tú, tampoco me habrías sacado los ojos.
-Que sí... pillo... granujita. Vaya, no quiero saber más, no me cuentes más.
-¿Para qué preguntas tú? Si te digo que no la quería, te enfadas conmigo y tomas partido por ella... ¿Y si te dijera que la quería, que al poco tiempo de sacarla de su casa, se me ocurría la simpleza de cumplir la palabra de casamiento que le di?
-¡Ah, tuno! -exclamó Jacinta con ira cómica, aunque no enteramente cómica-. Agradece que estamos en la calle, que si no, ahora mismo te daba un par de repelones y de cada manotada me traía un mechón de pelo... Con que casarte... ¡y me lo dices a mí!... ¡a mí!
La carcajada lanzada por Santa Cruz retumbó en la cavidad de la plazoleta silenciosa y desierta con ecos tan extraños, que los dos esposos se admiraron de oírla. Formaban la rinconada aquella vetustos caserones de ladrillo modelado a estilo mudéjar, en las puertas gigantones o salvajes de piedra con la maza al hombro, en las cornisas aleros de tallada madera, todo de un color de polvo uniforme y tristísimo. No se veían ni señales de alma viviente por ninguna parte. Tras las rejas enmohecidas no aparecía ningún resquicio de maderas entornadas por el cual se pudiera filtrar una mirada humana.
«Esto es tan solitario, hija mía -dijo el marido, quitándose el sombrero y riendo-, que puedes armarme el gran escándalo sin que se entere nadie».
Juanito corría. Jacinta fue tras él con la sombrilla levantada. «Que no me coges». -«A que sí». -«Que te mato...». Y corrieron ambos por el desigual pavimento lleno de yerba, él riendo a carcajadas, ella coloradita y con los ojos húmedos. Por fin, ¡pum!, le dio un sombrillazo, y cuando Juanito se rascaba, ambos se detuvieron jadeantes, sofocados por la risa.
«Por aquí» dijo Santa Cruz señalando un arco que era la única salida.
Y cuando pasaban por aquel túnel, al
extremo del cual se veía otra plazoleta tan solitaria
«Ya ves, esto es sabrosísimo. Quién diría que en medio de la calle podía uno...».
-Si alguien nos viera... -murmuró Jacinta ruborizada, porque en verdad, aquel rincón de Zaragoza podía ser todo lo solitario que se quisiese, pero no era una alcoba.
-Mejor... si nos ven, mejor... Que se aguanten el gorro.
Y vuelta a los abracitos y a los vocablos de miel.
-Por aquí no pasa un alma... -dijo él-. Es más, creo que por aquí no ha pasado nunca nadie. Lo menos hay dos siglos que no ha corrido por estas paredes una mirada humana...
-Calla, me parece que siento pasos.
-Pasos... ¿a ver?...
-Sí, pasos.
En efecto, alguien venía. Oyose, sin poder determinar por dónde, un arrastrar de pies sobre los guijarros del suelo. Por entre dos casas apareció de pronto una figura negra. Era un sacerdote viejo. Cogiéronse del brazo los consortes y avanzaron afectando la mayor compostura. El clérigo, al pasar junto a ellos, les miró mucho.
«Paréceme -indicó la esposa, agarrándose más al brazo de su marido y pegándose mucho a él-, que nos lo ha conocido en la cara».
-¿Qué nos ha conocido?
-Que estábamos... tonteando.
-Psch... ¿y a mí, qué?
-Mira -dijo ella cuando llegaron a un sitio menos desierto-, no me cuentes más historias. No quiero saber más. Punto final.
Rompió a reír, a reír, y el Delfín tuvo que preguntarle muchas veces la causa de su hilaridad para obtener esta respuesta:
«¿Sabes de qué me río? De pensar en la
cara que habría puesto tu mamá si le entras por la puerta una nuera
de mantón, sortijillas y pañuelo a la cabeza, una nuera que dice
-III-
«Quedamos en que no hay más cuentos».
-No más... Bastante me he reído ya de
tu tontería. Francamente, yo creí que eras más avisado... Además,
todo lo que me puedas contar me lo figuro. Que te aburriste pronto.
Es natural... El hombre bien criado y la mujer ordinaria no
emparejan bien. Pasa la ilusión, y después ¿qué resulta? Que ella
huele a cebolla y dice palabras feas... A él... como si lo viera...
se le revuelve el estómago, y empiezan las
Aquella misma tarde, después de mirar la puerta del Carmen y los elocuentes muros de Santa Engracia, que vieron lo que nadie volverá a ver, paseaban por las arboledas de Torrero. Jacinta, pesando mucho sobre el brazo de su marido, porque en verdad estaba cansadita, le dijo:
«Una sola cosa quiero saber, una sola. Después punto en boca. ¿Qué casa era esa de la Concepción Jerónima...?».
-Pero, hija, ¿qué te importa?...
Bueno, te lo diré. No tiene nada de particular. Pues señor... vivía
en aquella casa un tío de la tal, hermano de la huevera, buen tipo,
el mayor perdido y el animal más grande que en mi vida he visto; un
hombre que lo ha sido todo, presidiario y revolucionario de
barricadas, torero de invierno y tratante en ganado. ¡Ah! ¡José
Izquierdo!... te reirías si le vieras y le oyeras hablar. Este tal
le sorbió los sesos a una pobre mujer, viuda de un platero y se
casó con ella. Cada uno por su estilo, aquella pareja valía un
imperio. Todo el santo día estaban riñendo, de pico se entiende...
¡Y qué tienda, hija, qué desorden, qué escenas! Primero se
emborrachaba
-¿Y su tía, cuando la vio deshonrada, se pondría hecha una furia, verdad?
-Al principio sí... te diré...
-replicó el Delfín buscando las callejuelas de una explicación algo
enojosa-. Pero más que por la deshonra se enfurecía por la fuga.
Ella quería tener en su casa a la pobre muchacha, que era su
machacante. Esta gente del pueblo es atroz. ¡Qué moral tan extraña
la suya!, mejor dicho, no tiene ni pizca de moral. Segunda empezó
por presentarse todos los días en la tienda de la Concepción
Jerónima, y armar un escándalo a su hermano y a su cuñada. «Que si
tú eres esto, si eres lo otro...». Parece mentira; Villalonga y yo,
que oíamos estos
-No sé cómo te divertía tanto salvajismo.
-Ni yo lo sé tampoco. Creo que me volví otro de lo que era y de lo que volví a ser. Fue como un paréntesis en mi vida. Y nada, hija de mi alma, fue el maldito capricho por aquella hembra popular, no sé qué de entusiasmo artístico, una demencia ocasional que no puedo explicar.
-¿Sabes lo que estoy deseando ahora? -dijo bruscamente Jacinta.
-Que te calles, hombre, que te calles. Me repugna eso. Razón tienes; tú no eras entonces tú. Trato de figurarme cómo eras y no lo puedo conseguir. Quererte yo y ser tú como a ti mismo te pintas son dos cosas que no puedo juntar.
-Dices bien, quiéreme mucho, y lo pasado pasado. Pero aguárdate un poco: para dejar redondo el cuento, necesito añadir una cosa que te sorprenderá. A las dos semanas de aquellos dimes y diretes, de tanta bronca y de tanto escándalo entre los hermanos Izquierdo, y entre Izquierdo y el picador, y tía y sobrina, se reconciliaron todos, y se acabaron las riñas y no hubo más que finezas y apretones de manos.
-Sí que es particular. ¡Qué gente!
-El pueblo no conoce la dignidad. Sólo
le mueven sus pasiones o el interés. Como Villalonga y yo teníamos
dinero largo para
-¡Ay, qué par de apuntes!... Pero hijo, está lloviendo... a mí me ha caído una gota en la punta de la nariz... ¿Ves?... Aprisita, que nos mojamos.
El tiempo se les puso muy malo, y en todo el trayecto hasta Barcelona no cesó de llover. Arrimados marido y mujer a la ventanilla, miraban la lluvia, aquella cortina de menudas líneas oblicuas que descendían del Cielo sin acabar de descender. Cuando el tren paraba, se sentía el gotear del agua que los techos de los coches arrojaban sobre los estribos. Hacía frío, y aunque no lo hiciera, los viajeros lo tendrían sólo de ver las estaciones encharcadas, los empleados calados y los campesinos que venían a tomar el tren con un saco por la cabeza. Las locomotoras chorreaban agua y fuego juntamente, y en los hules de las plataformas del tren de mercancías se formaban bolsas llenas de agua, pequeños lagos donde habrían podido beber los pájaros, si los pájaros tuvieran sed aquel día.
Jacinta estaba contenta, y su marido
también, a pesar de la melancolía llorona del paisaje; pero como
había otros viajeros en el vagón, los recién casados no podían
entretener el tiempo con sus besuqueos y tonterías de amor. Al
llegar, los dos se reían de la formalidad con que habían hecho
aquel viaje, pues la presencia de personas extrañas no les dejó
ponerse babosos. En Barcelona estuvo Jacinta muy distraída con la
animación y el fecundo bullicio de aquella gran colmena de hombres.
Pasaron ratos muy dichosos visitando las soberbias fábricas de
Batlló y de Sert, y admirando sin cesar, de taller en taller, las
maravillosas armas que ha discurrido el hombre para someter a la
Naturaleza. Durante tres días, la historia aquella del huevo crudo,
la mujer seducida y la familia de insensatos que se amansaban con
orgías, quedó completamente olvidada o perdida en un laberinto de
máquinas ruidosas y ahumadas, o en el triquitraque de los telares.
Los de Jacquard con sus incomprensibles juegos de cartones
agujereados tenían ocupada y suspensa la imaginación de Jacinta,
que veía aquel prodigio y no lo quería creer. ¡Cosa estupenda!
«Está una viendo las cosas todos los días, y no piensa en cómo se
hacen, ni se le ocurre averiguarlo. Somos tan torpes, que al ver
una oveja no pensamos que en ella están nuestros gabanes. ¿Y quién
ha de
Y no paraba aquí la observadora. En aquella excursión por el campo instructivo de la industria, su generoso corazón se desbordaba en sentimientos filantrópicos, y su claro juicio sabía mirar cara a cara los problemas sociales. «No puedes figurarte -decía a su marido, al salir de un taller-, cuánta lástima me dan esas infelices muchachas que están aquí ganando un triste jornal, con el cual no sacan ni para vestirse. No tienen educación, son como máquinas, y se vuelven tan tontas... más que tontería debe de ser aburrimiento... se vuelven tan tontas digo, que en cuanto se les presenta un pillo cualquiera se dejan seducir... Y no es maldad; es que llega un momento en que dicen: 'Vale más ser mujer mala que máquina buena'».
-Filosófica está mi mujercita.
-Vaya... di que no me he lucido... En fin, no se habla más de eso. Di si me quieres, sí o no... pero pronto, pronto.
Al otro día, en las alturas de Tibidabo, viendo a sus pies la inmensa ciudad tendida en el llano, despidiendo por mil chimeneas el negro resuello que declara su fogosa actividad, Jacinta se dejó caer del lado de su marido y le dijo:
«Me vas a satisfacer una curiosidad... la última».
Y en el momento que tal habló
arrepintiose de ello, porque lo que deseaba saber, si picaba mucho
en curiosidad, también le picaba algo el pudor. ¡Si encontrara una
manera delicada de hacer la pregunta...! Revolvió en su mente todo
lo que sabía y no hallaba ninguna fórmula que sentase bien en su
boca. Y la cosa era bastante natural. O lo había pensado o lo había
soñado la noche anterior; de eso no estaba segura; mas era una
consecuencia que a cualquiera se le ocurre sacar. El orden de sus
juicios era el siguiente: ¿Cuánto tiempo duró el enredo de mi
marido con esa mujer?, no lo sé. Pero durase más o durase menos,
bien podría suceder que... hubiera nacido algún chiquillo». Esta
era la palabra difícil de pronunciar,
-No, no era nada.
-Tú has dicho que me ibas a preguntar no sé qué.
-Era una tontería; no hagas caso.
-No hay nada que más me cargue que esto... decirle a uno que le van a preguntar una cosa y después no preguntársela. Se queda uno confuso y haciendo mil cálculos. Eso, eso, guárdalo bien... No le caerán moscas. Mira, hija de mi alma, cuando no se ha de tirar no se apunta.
-Ya tiraré... tiempo hay, hijito.
-Dímelo ahora... ¿Qué será, qué no será?
-Nada... no era nada.
Él la miraba y se ponía serio. Parecía
que le adivinaba el pensamiento, y ella tenía tal expresión en sus
ojos y en su sonrisilla picaresca, que casi casi se podía leer en
su cara la palabra que andaba por dentro. Se miraban, se reían, y
nada más. Para sí dijo la esposa: «a su tiempo maduran las uvas.
Vendrán días de mayor confianza, y hablaremos... y sabré si hay o
no algún
-IV-
Jacinta no tenía ninguna especie de
erudición. Había leído muy pocos libros. Era completamente
ignorante en cuestiones de geografía artística; y sin embargo,
apreciaba la poesía de aquella región costera mediterránea que se
desarrolló ante sus ojos al ir de Barcelona a Valencia. Los
pueblecitos marinos desfilaban a la izquierda de la vía, colocados
entre
Entretenida Jacinta con los
comentarios que el otro iba poniendo a la rápida visión de la costa
mediterránea, condensaba su ciencia en estas o parecidas
expresiones: «¿Y la gente que vive aquí, será feliz o será tan
desgraciada como los aldeanos de tierra adentro, que nunca han
tenido que ver con el Gran Turco ni con la capitana de D. Juan de
Austria? Porque los
Agradabilísimo día pasaron, viendo el risueño país que a sus ojos se desenvolvía, el caudaloso Ebro, las marismas de su delta, y por fin, la maravilla de la región valenciana, la cual se anunció con grupos de algarrobos, que de todas partes parecían acudir bailando al encuentro del tren. A Jacinta le daban marcos cuando los miraba con fijeza. Ya se acercaban hasta tocar con su copudo follaje la ventanilla; ya se alejaban hacia lo alto de una colina; ya se escondían tras un otero, para reaparecer haciendo pasos y figuras de minueto o jugando al escondite con los palos del telégrafo.
El tiempo, que no les había sido muy favorable en Zaragoza y Barcelona, mejoró aquel día. Espléndido sol doraba los campos. Toda la luz del cielo parecía que se colaba dentro del corazón de los esposos. Jacinta se reía de la danza de los algarrobos, y de ver los pájaros posados en fila en los alambres telegráficos. «Míralos, míralos allí. ¡Valientes pícaros! Se burlan del tren y de nosotros».
-Fíjate ahora en los alambres. Son
iguales al pentagrama de un papel de música. Mira cómo sube, mira
cómo baja. Las cinco rayas parece que están grabadas con tinta
negra sobre
-Lo que yo digo -expresó Jacinta riendo- Mucha poesía, mucha cosa bonita y nueva; pero poco que comer. Te lo confieso, marido de mi alma; tengo un hambre de mil demonios. La madrugada y este fresco del campo, me han abierto el apetito de par en par.
-Yo no quería hablar de esto para no desanimarte. Pronto llegaremos a una estación de fonda. Si no, compraremos aunque sea unas rosquillas o pan seco... El viajar tiene estas peripecias. Ánimo chica, y dame un beso, que las hambres con amor son menos.
-Allá van tres, y en la primera estación, mira bien, hijo, a ver si descubrimos algo. ¿Sabes lo que yo me comería ahora?
-¿Un bistec?
-No.
-¿Pues qué?
-Uno y medio.
-Ya te contentarás con naranja y media.
Pasaban estaciones, y la fonda no parecía. Por fin, en no sé cuál apareció una mujer, que tenía delante una mesilla con licores, rosquillas, pasteles adornados con hormigas y unos... ¿qué era aquello? «¡Pájaros fritos! -gritó Jacinta a punto que Juan bajaba del vagón-. Tráete una docena... No... oye, dos docenas».
Y otra vez el tren en marcha. Ambos se
colocaron rodillas con rodillas, poniendo en medio el papel
grasiento que contenía aquel
«¡Ay, qué ricos están! Mira qué pechuga... Este para ti, que está muy gordito».
-No, para ti, para ti.
La mano de ella era tenedor para la boca de él, y viceversa. Jacinta decía que en su vida había hecho una comida que más le supiese.
«Este sí que está de buen año... ¡pobre ángel! El infeliz estaría ayer con sus compañeros posado en el alambre tan contento, tan guapote, viendo pasar el tren y diciendo «allá van esos brutos»... hasta que vino el más bruto de todos, un cazador y... ¡prum!... Todo para que nosotros nos regaláramos hoy. Y a fe que están sabrosos. Me ha gustado este almuerzo.
-Y a mí. Ahora veamos estos pasteles. El ácido fórmico es bueno para la digestión.
-¿El ácido qué...?
-Las hormigas, chica. No repares, y adentro. Mételes el diente. Están riquísimos.
Restauradas las fuerzas, la alegría se desbordaba de aquellas almas. «Ya no me marean los algarrobos -decía Jacinta-; bailad, bailad. ¡Mira qué casas, qué emparrados! Y aquello, ¿qué es?, naranjos. ¡Cómo huelen!».
Iban solos. ¡Qué dicha, siempre
solitos! Juan
«No me has dicho cómo se llamaba».
-¿Quién? -preguntó Santa Cruz algo atontado.
-Tu adorado tormento, tu... Cómo se llamaba o cómo se llama... porque supongo que vivirá.
-No lo sé... ni me importa. Vaya con lo que sales ahora.
-Es que hace un rato me dio por pensar
en ella. Se me ocurrió de repente. ¿Sabes cómo? Vi unos refajos
encarnados puestos a secar en un arbusto. Tú dirás que qué tiene
que ver... Es claro, nada; pero vete a saber cómo se enlazan en el
pensamiento las ideas. Esta mañana me acordé de lo mismo cuando
pasaban rechinando las carretillas cargadas de equipajes. Anoche me
acordé, ¿cuándo creerás? Cuando apagaste la luz. Me pareció que la
llama era una mujer que decía ¡ay!, y se caía muerta. Ya sé que son
tonterías, pero en el cerebro pasan cosas muy particulares. ¿Con
que,
-¿Qué?
-El nombre.
-Déjame a mí de nombres.
-¡Qué poco amable es este señor! -dijo abrazándole-. Bueno, guarda el secretito, hombre, y dispensa. Ten cuidado no te roben esa preciosidad. Eso, eso es, o somos reservados o no. Yo me quedo lo mismo que estaba. No creas que tengo gran interés en saberlo. ¿Qué me meto yo en el bolsillo con saber un nombre más?
-Es un nombre muy feo... No me hagas pensar en lo que quiero olvidar -replicó Santa Cruz con hastío- No te digo una palabra, ¿sabes?
-Gracias, amado pueblo... Pues mira, si te figuras que voy a tener celos, te llevas chasco. Eso quisieras tú para darte tono. No los tengo ni hay para qué.
No sé qué vieron que les distrajo de
aquella conversación. El paisaje era cada vez más bonito, y el
campo, convirtiéndose en jardín, revelaba los refinamientos de la
civilización agrícola. Todo era allí nobleza, o sea naranjos, los
árboles de hoja perenne y brillante, de flores olorosísimas y de
frutas de oro, árbol ilustre que ha sido una de las más socorridas muletillas de los poetas, y que en la
región valenciana está por los suelos, quiero decir, que hay
tantos, que hasta los poetas los miran ya como si fueran
«¿Y cuál es -preguntó Jacinta deseosa de instruirse- el árbol de las chufas?».
Juan no supo contestar, porque tampoco él sabía de dónde diablos salían las chufas. Valencia se aproximaba ya. En el vagón entraron algunas personas; pero los esposos no dejaron la ventanilla. A ratos se veía el mar, tan azul, tan azul, que la retina padecía el engaño de ver verde el cielo.
¡Sagunto!
¡Ay, qué nombre!, cuando se le ve
escrito con las letras nuevas y acaso torcidas de una estación,
parece broma. No es de todos los días ver envueltas en el humo de
las locomotoras las inscripciones más retumbantes de la historia
humana. Juanito, que aprovechaba las ocasiones
«Y qué, ¿qué es? -preguntó Jacinta
picada de la novelería-. ¡Ah! Sagunto, ya... un nombre. De fijo que
hubo aquí alguna marimorena. Pero habrá llovido mucho desde
entonces. No te entusiasmes, hijo, y tómalo con calma. ¿A qué viene
tanto
-¿Chica, qué estás ahí diciendo?
-Sí, hijo de mi alma, porque aquellos brutos... no me vuelvo atrás... hicieron una barbaridad. Bueno, llámalos héroes si quieres, y cierra esa boca que te me estás pareciendo al Papamoscas de Burgos.
Vuelta a contemplar el jardín agrícola en cuyo verdor se destacaban las cabañas de paja con una cruz en el pico del techo. En los bardales vio Jacinta unas plantas muy raras, de vástagos escuetos y pencas enormes, que llamaron su atención. «Mira, mira, qué esperpento de árbol. ¿Será el de los higos chumbos?».
-No, hija mía, los higos chumbos los da esa otra planta baja, compuesta de unas palas erizadas de púas. Aquello otro es la pita, que da por fruto las sogas.
-Y el esparto, ¿dónde está?
-Hasta eso no llega mi sabiduría. Por ahí debe de andar.
El tren describía amplísima curva. Los
viajeros
Valencia era, la ciudad mejor situada del mundo, según dijo un agudo observador, por estar construida en medio del campo. Poco después, los esposos, empaquetados dentro de una tartana, penetraban por las calles angostas y torcidas de la ciudad campestre. «¡Pero qué país, hijo!... Si esto parece un biombo... ¿A dónde nos lleva este hombre?». -«A la fonda sin duda».
A media noche, cuando se retiraron fatigados a su domicilio después de haber paseado por las calles y oído media
-Pero el nombre,
Hablando así se quitaba el sombrero,
luego el abrigo, después el cuerpo, la falda, el
«Pues te lo voy a decir; pero con la condición de que en tu vida más... en tu vida más me has de mentar ese nombre, ni has de hacer la menor alusión... ¿entiendes? Pues se llama...».
-Gracias a Dios, hombre.
Le costaba mucho trabajo decirlo. La otra le ayudaba.
-Se llama
-
-No.
-
-Eso... Vamos, ya estás satisfecha.
-Nada más. Te has portado, has sido amable. Así es como te quiero yo.
Pasado un ratito, dormía como un ángel... dormían los dos.
-V-
«¿Sabes lo que se me ha ocurrido? -dijo Santa Cruz a su mujer dos días después en la estación de Valencia-. Me parece una tontería que vayamos tan pronto a Madrid. Nos plantaremos en Sevilla. Pondré un parte a casa».
Al pronto Jacinta se entristeció. Ya tenía deseos de ver a sus hermanas, a su papá y a sus tíos y suegros. Pero la idea de prolongar un poco aquel viaje tan divertido, conquistó en breve su alma. ¡Andar así, llevados en las alas del tren, que algo tiene siempre, para las almas jóvenes, de dragón de fábula, era tan dulce, tan entretenido...!
Vieron la opulenta ribera del Júcar,
pasaron por Alcira, cubierta de azahares, por Játiva la risueña;
después vino Montesa, de feudal aspecto, y luego Almansa en
territorio frío y desnudo. Los campos de viñas eran cada vez más
raros, hasta que la severidad del suelo les dijo que estaban en la
adusta Castilla. El tren se lanzaba por aquel campo triste, como
inmenso lebrel, olfateando la vía y ladrando a la noche tarda, que
iba cayendo lentamente sobre el llano sin fin. Igualdad, palos de
telégrafo, cabras, charcos, matorrales, tierra gris, inmensidad
horizontal sobre la cual parecen haber corrido los mares poco ha;
el humo de la máquina
Pasaron los esposos una mala noche por
aquella estepa, matando el frío muy juntitos bajo los pliegues de
una sola manta, y por fin llegaron a Córdoba, donde descansaron y
vieron la Mezquita, no bastándoles un día para ambas cosas. Ardían
en deseos de verse en la sin par Sevilla... Otra vez al tren.
Serían las nueve de la noche cuando se encontraron dentro de la
romántica y alegre ciudad, en medio de aquel idioma ceceoso y de
los donaires y chuscadas de la gente andaluza. Pasaron allí creo
que ocho o diez días, encantados, sin aburrirse ni un solo momento,
viendo los portentos de la arquitectura y de la Naturaleza,
participando del buen humor que allí se respira con el aire y se
recoge de las miradas de los transeúntes. Una de las cosas que más
cautivaban a
Una tarde fueron a comer a un bodegón
de Triana, porque decía Juanito que era preciso conocer todo de
cerca y codearse con aquel originalísimo pueblo, artista nato,
poeta que parece pintar lo que habla, y que recibió del Cielo el
don de una filosofía muy socorrida, que consiste en tomar todas las
cosas por el lado humorístico, y así la vida, una vez convertida en
broma, se hace más llevadera. Bebió el Delfín muchas cañas, porque
opinaba con gran sentido práctico que para asimilarse a Andalucía y
sentirla bien en sí, es preciso introducir en el cuerpo toda la
manzanilla que este pueda contener. Jacinta no hacía más que
probarla y la encontraba áspera y acídula, sin conseguir apreciar
el olorcillo a
Retiráronse de muy buen humor a la
fonda, y al llegar a ella vieron que en el comedor había mucha
gente. Era un banquete de boda. Los novios eran españoles
anglicanizados de
«Me alegro -dijo el Delfín, cuando su
mujer le conducía por las escaleras arriba-; me alegro de que me
hubieras sacado de allí, porque no puedes figurarte lo que me iba
cargando
Entraron en su cuarto, y sentados uno frente a otro, pasaron un rato recordando los graciosos tipos que en el comedor estaban y los equívocos que allí se decían. Juan hablaba poco y parecía algo inquieto. De repente le entraron ganas de volver abajo. Su mujer se oponía. Disputaron. Por fin Jacinta tuvo que echar la llave a la puerta.
«Tienes razón -dijo Santa Cruz
dejándose caer a plomo sobre la silla.- Más vale que me quede
aquí... porque si bajo, y vuelve el
Hizo el ademán del
-Debes acostarte -le dijo.
-Es temprano... Nos estaremos aquí de tertulia... sí... ¿tú no tienes sueño? Yo tampoco. Acompañaré a mi cara mitad. Ese es mi deber, y sabré cumplirlo, sí señora. Porque yo soy esclavo del deber...
Jacinta se había quitado el sombrero y
el abrigo. Juanito la sentó sobre sus rodillas y empezó a saltarla
como a los niños cuando se les hace el caballo. Y dale con la
tarabilla de que él era esclavo de su deber, y de que lo primero
-Mi mayor gusto es estar al lado de mi
adorada
Hincósele delante y le besó las manos. Jacinta le observaba con atención recelosa, sin pestañear, queriendo reírse y sin poderlo conseguir. Santa Cruz tomó un tono muy plañidero para decirle:
«¡Y yo tan estúpido que no conocí tu
mérito!, ¡yo que te estaba mirando todos los días, como mira el
burro la flor sin atreverse a comérsela! ¡Y me comí el cardo!...
¡Oh!, perdón, perdón... Estaba ciego, encanallado; era yo muy
«¡Jesús, qué fino está el tiempo!
-exclamó
-Acostarme yo, yo... cuando tengo que
contarte tantas cosas,
Jacinta no sabía qué hacer. Uno y otro se estuvieron mirando breve rato, los ojos clavados en los ojos, hasta que Juan dijo en voz queda:
«¡Si la hubieras visto...! Fortunata
tenía los ojos como dos estrellas, muy semejantes a los de la
Virgen del Carmen que antes estaba en Santo Tomás y ahora en San
Ginés. Pregúntaselo a Estupiñá, pregúntaselo si lo dudas... a
ver... Fortunata tenía las manos bastas de tanto trabajar, el
corazón lleno de inocencia...
-VI-
Jacinta estaba alarmadísima, medio muerta de miedo y de dolor. No sabía qué hacer ni qué decir. «Hijo mío -exclamó limpiando el sudor de la frente de su marido-, ¡cómo estás...! Cálmate, por María Santísima. Estás delirando».
-No, no; esto no es delirio, es arrepentimiento -añadió Santa Cruz, quien, al moverse, por poco se cae, y tuvo que apoyar las manos en el suelo-. ¿Crees acaso que el vino...? ¡Oh! no, hija mía, no me hagas ese disfavor. Es que la conciencia se me ha subido aquí al cuello, a la cabeza, y me pesa tanto, que no puedo guardar bien el equilibrio... Déjame que me prosterne ante ti y ponga a tus pies todas mis culpas para que las perdones... No te muevas, no me dejes solo, por Dios... ¿A dónde vas? ¿No ves mi aflicción?
-Lo que veo... ¡Oh! Dios mío. Juan,
por
-¡Y para qué quiero yo té, desventurada!... -dijo el otro en un tono tan descompuesto, que a Jacinta se le saltaron las lágrimas-. ¡Té...!, lo que quiero es tu perdón, el perdón de la humanidad, a quien he ofendido, a quien he ultrajado y pisoteado. Di que sí... Hay momentos en la vida de los pueblos, digo, en la vida de los hombres, en que uno debiera tener mil bocas para con todas ellas a la vez... expresar la, la, la... Sería uno un coro... eso, eso... Porque yo he sido malo, no me digas que no, no me lo digas...
Jacinta advirtió que su marido sollozaba. ¿Pero de veras sollozaba o era broma?
«Juan, ¡por Dios!, me estás atormentando».
-No, niña de mi alma -replicó él
sentado en el suelo sin descubrir el rostro, que tenía entre las
manos-. ¿No ves que lloro? Compadécete de este infeliz... He sido
un perverso... Porque la
Alzó entonces la cabeza, y tomó un aire más tranquilo.
-Seamos francos; la verdad ante
todo... me idolatraba. Creía que yo no era como los demás, que era
la caballerosidad, la hidalguía, la decencia, la nobleza en
persona, el acabose de los hombres... ¡Nobleza, qué sarcasmo!
Nobleza
Esto último lo dijo enteramente descompuesto. Continuaba sentado en el suelo, las piernas extendidas, apoyado un brazo en el asiento de la silla. Jacinta temblaba. Le había entrado mortal frío, y daba diente con diente. Permanecía en pie en medio de la habitación, como una estatua, contemplando la figura lastimosísima de su marido, sin atreverse a preguntarle nada ni a pedirle una aclaración sobre las extrañas cosas que revelaba.
«¡Por Dios y por tu madre! -dijo al
fin movida del cariño y del miedo-, no me cuentes
-¡Que me calle!... ¡que me calle! ¡Ah!, esposa mía, esposa adorada, ángel de mi salvación... Mesías mío... ¿Verdad que me perdonas?... di que sí.
Se levantó de un salto y trató de andar... No podía. Dando una rápida vuelta fue a desplomarse sobre el sofá, poniéndose la mano sobre los ojos y diciendo con voz cavernosa: «¡Qué horrible pesadilla!». Jacinta fue hacia él, le echó los brazos al cuello y le arrulló como se arrulla a los niños cuando se les quiere dormir.
Vencido al cabo de su propia excitación, el cerebro del Delfín caía en estúpido embrutecimiento. Y sus nervios, que habían empezado a calmarse, luchaban con la sedación. De repente se movía, como si saltara algo en él y pronunciaba algunas sílabas. Pero la sedación vencía, y al fin se quedó profundamente dormido. A media noche pudo Jacinta con no poco trabajo llevarle hasta la cama y acostarle. Cayó en el sueño como en un pozo, y su mujer pasó muy mala noche, atormentada por el desagradable recuerdo de lo que había visto y oído.
Al día siguiente Santa Cruz estaba
como avergonzado. Tenía conciencia vaga de los disparates que había
hecho la noche anterior, y su
«Chiquilla, es preciso que me perdones el mal rato que te di anoche... Debí ponerme muy pesadito... ¡Qué malo estaba! En mi vida me ha pasado otra igual. Cuéntame los disparates que te dije, porque yo no me acuerdo».
-¡Ay! fueron muchos; pero muchos... Gracias que no había más público que yo.
-Vamos, con franqueza... estuve inaguantable.
-Tú lo has dicho...
-Es que no sé... En mi vida, puedes creerlo, he cogido una turca como la que cogí anoche. El maldito inglés tuvo la culpa y me la ha de pagar. ¡Dios mío, cómo me puse!... ¿Y qué dije, qué dije?... No hagas caso, vida mía, porque seguramente dije mil cosas que no son verdad. ¡Qué bochorno! ¿Estás enfadada? No, si no hay para qué...
-Cierto. Como estabas...
Jacinta no se atrevió a decir «borracho». La palabra horrible negábase a salir de su boca.
-Dilo, hija. Di
-Pues como estabas
-Pero qué, ¿se me escapó alguna palabra que te pudiera ofender?
-No; sólo una media docena de voces
elegantes, de las que usa la alta sociedad. No las entendí bien. Lo
demás bien clarito estaba, demasiado clarito. Lloraste por tu
-Vaya, hija, pues ahora con la cabeza despejada, voy a decirte dos palabritas para que no me juzgues por peor de lo que soy.
Se fueron de paseo por las Delicias
abajo, y sentados en solitario banco, vueltos de cara al río,
charlaron un rato. Jacinta se quería comer con los ojos a su
marido, adivinándole las palabras antes de que las dijera, y
confrontándolas con la expresión de los ojos a ver si eran
sinceras. ¿Habló Juan con verdad? De todo hubo. Sus declaraciones
eran una verdad refundida como las comedias antiguas. El amor
propio no le permitía la reproducción fiel de los hechos. Pues
señor... al volver de Plencia ya comprometido a casarse y enamorado
de su novia, quiso saber qué vuelta llevó Fortunata, de quien no
había tenido noticias en
«¿Y la otra?...». porque esto era lo que importaba.
-VII-
Santa Cruz tardó algún tiempo en dar la debida respuesta. Hacía rayas en el suelo con el bastón. Por fin se expresó así:
«Supe que en efecto había...».
Jacinta tuvo la piedad de evitarle las últimas palabras de la oración, diciéndolas ella. Al Delfín se le quitó un peso de encima.
«Traté de verla..., la busqué por aquí
y por allá... y nada... Pero qué, ¿no lo crees? Después no pude
ocuparme de nada. Sobrevino la muerte de tu mamá. Transcurrió algún
tiempo sin que yo pensara en semejante cosa, y no debo ocultarte
que sentía cierto escozorcillo aquí, en la conciencia... Por Enero
de este año, cuando me preparaba a hacer diligencias, una amiga de
Segunda me dijo que la
La esposa dio un gran suspiro. No
sabía por qué; pero tenía sobre su alma cierta pesadumbre, y en su
rectitud tomaba para sí parte de la responsabilidad de su marido en
aquella falta; porque falta había sin duda. Jacinta no podía
considerar de otro modo el hecho del abandono, aunque este
significara el triunfo del amor legítimo sobre el criminal, y del
matrimonio sobre el amancebamiento... No podían entretenerse más en
ociosas habladurías, porque pensaban irse a Cádiz aquella tarde y
era preciso disponer el equipaje y comprar algunas chucherías. De
cada población se habían de llevar a Madrid regalitos para todos.
Con la actividad propia de un día de viaje, las compras y algunas
despedidas, se distrajeron tan bien ambos de aquellos desagradables
pensamientos,
Hasta tres días después no volvió a
rebullir en la mente de Jacinta el gusanillo aquel. Fue cosa
repentina, provocada por no sé qué, por esas misteriosas
iniciativas de la memoria que no sabemos de dónde salen. Se acuerda
uno de las cosas contra toda lógica, y a veces el encadenamiento de
las ideas es una extravagancia y hasta una ridiculez. ¿Quién
creería que Jacinta se acordó de Fortunata al oír pregonar las
Volvían los esposos de Cádiz en el
tren correo. No pensaban detenerse ya en ninguna parte, y llegarían
a Madrid de un tirón. Iban muy gozosos, deseando ver a la familia,
y darle a cada uno su regalo. Jacinta, aunque picada del gusanillo
aquel, había resuelto no volver a hablar de tal asunto, dejándolo
sepultado en la memoria, hasta que el tiempo lo borrara para
siempre. Pero al llegar a la estación de Jerez, ocurrió algo que
hizo revivir inesperadamente lo que ambos querían olvidar. Pues
señor... de la cantina de la estación vieron salir al condenado
inglés de la noche de marras, el cual les conoció al punto y fue a
saludarles muy fino y galante, y a ofrecerles unas cañas. Cuando se
vieron libres de él, Santa Cruz le
Por aquí empezó a enredarse la
conversación hasta recaer otra vez en el
«¡Pobres mujeres! -exclamó-. Siempre la peor parte para ellas».
-Hija mía, hay que juzgar las cosas con detenimiento, examinar las circunstancias... ver el medio ambiente... -dijo Santa Cruz preparando todos los chirimbolos de esa dialéctica convencional con la cual se prueba todo lo que se quiere.
Jacinta se dejó hacer caricias. No
estaba enfadada. Pero en su espíritu ocurría un fenómeno muy nuevo
para ella. Dos sentimientos diversos se barajaban en su alma,
sobreponiéndose el uno al otro alternativamente. Como adoraba a su
marido, sentíase orgullosa de que este hubiese despreciado a otra
para tomarla a ella. Este orgullo es primordial, y existirá siempre
aun en los seres más perfectos. El otro sentimiento procedía del
fondo de rectitud que lastraba aquella noble alma y le inspiraba
Santa Cruz, en su perspicacia, lo
comprendió, y trataba de librar a su esposa de la molestia de
complacer a quien sin duda no lo merecía. Para esto ponía en
funciones toda la maquinaria más brillante que sólida de su
raciocinio, aprendido en el comercio de las liviandades humanas y
en someras lecturas. «Hija de mi alma, hay que ponerse en la
realidad. Hay dos mundos, el que se ve y el que no se ve. La
sociedad no se gobierna con las ideas puras. Buenos andaríamos...
No soy tan culpable como parece a primera vista; fíjate bien. Las
diferencias de educación y de clase establecen siempre una gran
diferencia de procederes en las relaciones humanas. Esto no lo dice
el Decálogo; lo dice la realidad. La conducta social tiene sus
leyes que en ninguna parte están escritas; pero que se sienten y no
se pueden conculcar. Faltas cometí, ¿quién lo
Nadie diría que el hombre que de este
modo razonaba, con arte tan sutil y paradójico, era el mismo que
noches antes, bajo la influencia de una bebida espirituosa, había
vaciado toda su alma con esa sinceridad brutal y disparada que sólo
puede compararse al vómito físico, producido por un emético muy
fuerte. Y después, cuando el despejo de su cerebro le hacía dueño
de todas sus triquiñuelas de hombre
Jacinta, que aún tenía poco mundo, se
dejaba alucinar por las dotes seductoras de su marido. Y le quería
tanto, quizás por aquellas mismas dotes y por otras, que no
necesitaba hacer ningún esfuerzo para creer cuanto le decía, si
bien creía por fe, que es sentimiento, más que por convicción.
Largo rato charlaron, mezclando las discusiones con los cariños
discretos (por que en Sevilla entró gente en el coche y no había
que pensar en la
A Estupiñá le llevaban un bastón que tenía por puño la cabeza de una cotorra.
-I-
Pasaban meses, pasaban años, y en aquella dichosa casa todo era paz y armonía. No se ha conocido en Madrid familia mejor avenida que la de Santa Cruz, compuesta de dos parejas; ni es posible imaginar una compatibilidad de caracteres como la que existía entre Barbarita y Jacinta. He visto juntas muchas veces a la suegra y a la nuera, y por Dios que se manifestaba muy poco en ellas la diferencia de edades. Barbarita conservaba a los cincuenta y tres años una frescura maravillosa, el talle perfecto y la dentadura sorprendente. Verdad que tenía el cabello casi enteramente blanco; el cual más parecía empolvado conforme al estilo Pompadour, que encanecido por la edad. Pero lo que la hacía más joven era su afabilidad constante, aquel sonreír gracioso y benévolo con que iluminaba su rostro.
De veras que no tenían por qué
quejarse de su destino aquellas cuatro personas. Se dan casos de
individuos y familias a quienes Dios no les debe nada; y sin
embargo, piden y piden.
Esta pena, que al principio fue desazón insignificante, impaciencia tan sólo convirtiose pronto en dolorosa idea de vacío. Era poco cristiano, al decir de Barbarita, desesperarse por la falta de sucesión. Dios, que les diera tantos bienes, habíales privado de aquel. No había más remedio que resignarse, alabando la mano del que lo mismo muestra su omnipotencia dando que quitando.
De este modo consolaba a su nuera, que
más le parecía hija; pero allá en sus adentros deseaba tanto como
Jacinta la aparición de un
«No tengas prisa, hija -decía Barbarita a su sobrina-. Eres muy joven. No te apures por los chiquillos, que ya los tendrás, te cargarás de familia, y te aburrirás como se aburrió tu madre, y pedirás a Dios que no te dé más. ¿Sabes una cosa? Mejor estamos así. Los muchachos lo revuelven todo y no dan más que disgustos. El sarampión, el garrotillo... ¡Pues nada te quiero decir de las amas!... ¡qué calamidad!... Luego estás hecha una esclava... Que si comen, que si se indigestan, que si se caen y se abren la cabeza. Vienen después las inclinaciones que sacan. Si salen de mala índole... si no estudian... ¡qué sé yo!...».
Jacinta no se convencía. Quería
canarios de alcoba a todo trance, aunque salieran raquíticos y
feos; aunque luego fueran traviesos, enfermos y calaveras; aunque
de hombres la mataran a disgustos. Sus dos hermanas mayores parían
todos los años, como su madre. Y ella nada, ni esperanzas. Para
mayor contrasentido,
Vamos ahora a otra cosa. Los de Santa
Cruz, como familia respetabilísima y rica, estaban muy bien
relacionados y tenían amigos en todas las esferas, desde la más
alta a la más baja. Es curioso observar cómo nuestra edad, por
otros conceptos infeliz, nos presenta una dichosa confusión de
todas las clases, mejor dicho, la concordia y reconciliación de
todas ellas. En esto aventaja nuestro país a otros, donde están
pendientes de sentencia los graves pleitos históricos de la
igualdad. Aquí se ha resuelto el problema sencilla y pacíficamente,
gracias al temple democrático de los españoles y a la escasa
vehemencia de las preocupaciones nobiliarias. Un gran defecto
nacional, la empleomanía, tiene también su parte en esta gran
conquista. Las oficinas han sido el tronco en que se han injertado
las ramas históricas, y de ellas han salido amigos el noble tronado
y el plebeyo ensoberbecido por un título universitario; y de
amigos, pronto han pasado a parientes. Esta confusión es un bien, y
gracias a ella no nos aterra el contagio de la guerra social,
porque tenemos ya en la masa de la sangre un socialismo atenuado e
inofensivo. Insensiblemente, con la ayuda de la burocracia,
Las amistades y parentescos de las
familias de Santa Cruz y Arnaiz pueden ser ejemplo de aquel feliz
revoltijo de las clases sociales; mas, ¿quién es el guapo que se
atreve a formar estadística de las ramas de tan dilatado y
laberíntico árbol, que más bien parece enredadera, cuyos vástagos
se cruzan, suben, bajan y se pierden en los huecos de un follaje
densísimo? Sólo se puede intentar tal empresa con la ayuda de
Estupiñá, que sabe al dedillo la historia de todas las familias
comerciales de Madrid, y todos los enlaces que se han hecho en
medio siglo. Arnaiz el gordo también se pirra por hablar de
-II-
Ya sabemos que la madre de D.
Baldomero Santa Cruz y la de Gumersindo y Barbarita Arnaiz eran
parientes y venían del Trujillo extremeño y albardero. La actual
casa de banca
Pero existe en Cádiz una antigua y
opulenta familia comercial que sirvió como ninguna
Pasemos ahora a los Morenos,
procedentes del valle de Mena, una de las familias más dilatadas y
que ofrecen más desigualdades y contrastes en sus infinitos y
desparramados miembros. Arnaiz y Estupiñá disputan, sin llegar a
entenderse, sobre si el tronco de los Morenos estuvo en una
droguería o en una peletería. En esto reina cierta oscuridad, que
no se disipará mientras no venga uno de estos averiguadores
fanáticos que son capaces de contarle a Noé los pelos que tenía en
la cabeza y el número de
Aún hay más. D. Pascual Muñoz, dueño
de un acreditadísimo establecimiento de hierros
Los Samaniegos, oriundos, como los
Morenos, del país de Mena también son ciento y la madre. Ya sabemos
que la hija segunda de Gumersindo Arnaiz, hermana de Jacinta, casó
con Pepe Samaniego, hijo de un droguista arruinado de la Concepción
Jerónima... Hay muchos Samaniegos en el comercio menudo, y leyendo
el instructivo libro de los rótulos de tiendas, se encuentra la
La hija mayor de Gumersindo Arnaiz se casó con Ramón Villuendas, ya viudo con dos hijos, célebre cambiante de la calle de Toledo, la casa de Madrid que más trabaja en el negocio de moneda. Un hermano de este casó con la hija de la viuda de Aparisi, dueño de la camisería en que fue dependiente Pepe Samaniego. El tío de ambos, D. Cayetano Villuendas, progresistón y riquísimo casero, era el esposo de Eulalia Muñoz, y su gran fortuna procedía del negocio de curtidos en una época anterior a la de Céspedes. Ya se ató el cabo que quedara pendiente poco ha.
Ahora se nos presentan algunos ramos
que parecen sueltos y no lo están. ¿Pero quién podrá descubrir su
misterioso enlace con los revueltos y cruzados vástagos de esta
colosal enredadera? ¿Quién puede indagar si Dámaso Trujillo, el que
puso en la Plaza Mayor la zapatería
Barbarita no se trataba con todos los
individuos que aparecen en esta complicada enredadera. A muchos les
esquivaba por hallarse demasiado altos; a otros apenas les
distinguía por hallarse muy bajos. Sus amistades verdaderas, como
los parentescos reconocidos, no eran en gran número, aunque sí
abarcaban un círculo muy extenso, en el cual se entremezclaban
todas las jerarquías. En un mismo día, al salir de paseo o de
compras, cambiaba saludos más o menos afectuosos con la de Ruiz
Ochoa, con la generala Minio, con Adela Trujillo, con un Villuendas
rico, con un Villuendas pobre, con el pescadero pariente de
Samaniego, con la duquesa de Gravelinas, con un
La mente más segura no es capaz de
seguir en su laberíntico enredo las direcciones de los vástagos de
este colosal árbol de linajes matritenses. Los hilos se cruzan, se
pierden y reaparecen donde menos se piensa. Al cabo de mil vueltas
para arriba y otras tantas para abajo, se juntan, se separan, y de
su empalme o bifurcación salen nuevos enlaces, madejas y marañas
nuevas. Cómo se tocan los extremos del inmenso ramaje es curioso de
ver; por ejemplo, cuando Pepito Trastamara, que lleva el nombre de
los bastardos de D. Alfonso XI, va a pedir dinero a Cándido
Samaniego, prestamista usurero, individuo de la
-III-
Los de Santa Cruz vivían en su casa
propia de la calle de Pontejos, dando frente a la plazuela del
mismo nombre; finca comprada al difunto Aparisi, uno de los socios
de la Compañía de Filipinas. Ocupaban los dueños el principal, que
era inmenso, con doce balcones a la calle
La casa era tan grande, que los dos
matrimonios vivían en ella holgadamente y les sobraba espacio.
Tenían un salón algo anticuado,
El comedor era interior, con tres ventanas al patio, su gran mesa y aparadores de nogal llenos de finísima loza de China, la consabida sillería de cuero claveteado, y en las paredes papel imitando roble, listones claveteados también, y los bodegones al óleo, no malos, con la invariable raja de sandía, el conejo muerto y unas ruedas de merluza que de tan bien pintadas parecía que olían mal. Asimismo era interior el despacho de D. Baldomero.
Estaban abonados los de Santa Cruz a
un landó. Se les veía en los paseos; pero su tren era de los que
Todos los primeros de mes recibía
Barbarita de su esposo mil duretes. D. Baldomero disfrutaba una
renta de veinticinco mil pesos, parte de alquileres de sus casas,
parte de acciones del Banco de España y lo demás de la
participación que conservaba en su antiguo almacén. Daba además a
su hijo dos mil duros cada semestre para sus gastos particulares, y
en diferentes ocasiones le ofreció un pequeño capital para que
emprendiera negocios por sí; pero al chico le iba bien con su
dorada indolencia y no quería quebraderos de cabeza. El resto de su
renta lo capitalizaba D. Baldomero, bien adquiriendo más acciones
cada año, bien amasando para hacerse con una casa más. De aquellos
mil duros que la señora cogía cada mes, daba al Delfín dos o tres
mil reales, que con esto y lo que del papá recibía estaba como en
la gloria; y los diez y siete mil reales restantes eran para el
gasto diario de la casa y
El abono que tomaron en el Real a un
turno de palco principal fue idea de D. Baldomero quien no tenía
malditas ganas de oír óperas, pero quería que Barbarita fuera a
ellas para que le contase, al acostarse o después de acostados,
todo lo que había visto en el
Las de Santa Cruz no llamaban la
atención en el teatro, y si alguna mirada caía sobre el palco era
para las pollas colocadas en primer término con simetría de
escaparate. Barbarita solía ponerse en primera fila para echar los
gemelos
-IV-
Y de tal modo se iba enseñoreando de
su alma el afán de la maternidad, que pronto empezó a embotarse en
ella la facultad de apreciar las ventajas que disfrutaba. Estas
llegaron a ser para ella invisibles, como lo es para todos los
seres el fundamental medio de nuestra vida, la atmósfera. ¿Pero qué
hacía Dios que no mandaba uno siquiera de los chiquillos que en
número infinito tiene por allá? ¿En qué estaba pensando su Divina
Majestad? Y Candelaria, que apenas tenía con qué vivir, ¡uno cada
año!... Y que vinieran diciendo que hay equidad en el Cielo... Sí;
no está mala justicia la de arriba... sí... ya lo estamos viendo...
De tanto pensar en esto, parecía en ocasiones monomaniaca, y tenía
que apelar a su buen juicio para no dar a conocer el desatino de su
espíritu, que casi casi iba tocando en la ridiculez. ¡Y le ocurrían
cosas tan raras...! Su pena tenía las intermitencias más extrañas,
y después de largos periodos de sosiego se presentaba impetuosa y
aguda, como un mal crónico que está siempre en acecho para acometer
cuando menos se le espera. A veces, una palabra insignificante que
en la calle o en su casa oyera o la vista de cualquier objeto le
encendían de súbito en la mente la
Se distraía cuidando y mimando a los
niños de sus hermanas, a los cuales quería entrañablemente; pero
siempre había entre ella y sus sobrinitos una distancia que no
podía llenar. No eran suyos, no los había
Estas y otras tonterías no tenían
consecuencias, y al cuarto de hora se echaban a reír, y en paz.
Pero aquella noche, al retirarse, sentía la Delfina ganas de
llorar. Nunca se había mostrado en su alma de un modo tan imperioso
¿A quién pediría socorro? «Deogracias» gritó llamando al portero. Felizmente, el portero estaba en la esquina de la calle de la Paz hablando con un conductor del coche-correo, y al punto oyó la voz de su señorita. En cuatro trancos se puso a su lado.
«Deogracias... eso... que ahí suena... mira a ver...» dijo la señorita temblando y pálida.
El portero prestó atención; después se puso de cuatro pies, mirando a su ama con semblante de marrullería y jovialidad.
«Pues... esto... ¡Ah!, son unos gatitos que han tirado a la alcantarilla».
-¡Gatitos!... ¿estás seguro... pero estás seguro de que son gatitos?
-Sí, señorita; y deben ser de la gata de la librería de ahí enfrente, que parió anoche y no los puede criar todos...
Jacinta se inclinó para oír mejor. El
Deogracias se volvió a poner en cuatro
pies, se arremangó el brazo y lo metió por aquel hueco. Jacinta no
podía advertir en su rostro la expresión de incredulidad, casi de
burla. Llovía más, y por el absorbedero empezaba a entrar agua,
chorreando dentro con un ruido de freidera que apenas permitía ya
oír el ahilado
«Señorita, no se puede. Están muy hondos... pero muy hondos».
-¿Y no se puede levantar esta baldosa? -indicó ella, pisando fuerte en ella.
-¿Esta baldosa? -repitió Deogracias, poniéndose de pie y mirando a su ama como se mira a la persona de cuya razón se duda-. Por poderse... avisando al Ayuntamiento... El teniente alcalde Sr. Aparisi, es vecino de casa... Pero...
Ambos aguzaban su oído.
«Ya no se oye nada -observó
Deogracias,
No sabía el muy bruto la puñalada que
daba a su ama con estas palabras. Jacinta, sin embargo, creía oír
el gemido en lo profundo. Pero aquello no podía continuar. Empezó a
ver la inmensa desproporción que había entre la grandeza de su
piedad y la pequeñez del objeto a que la consagraba. Arreció la
lluvia, y el absorbedero deglutaba ya una onda gruesa que hacía
gargarismos y bascas al chocar con las paredes de aquel gaznate...
Jacinta echó a correr hacia la casa y subió. Los nervios se le
pusieron tan alborotados y el corazón tan oprimido, que sus suegros
y su marido la creyeron enferma; y sufrió toda la noche la molestia
indecible de oír constantemente el
Sólo a su marido,
-V-
Hacía mal Barbarita, pero muy mal, en
burlarse de la manía de su hija. ¡Como si ella no tuviera también
su manía, y buena! Por cierto que llevaba a Jacinta la gran ventaja
de poder satisfacerse y dar realidad a su pensamiento. Era una
viciosa que se hartaba de los goces ansiados, mientras que la nuera
padecía horriblemente por no poseer nunca lo que anhelaba. La
satisfacción del deseo
Barbarita tenía la
El vicio aquel tenía sus
depravaciones, porque la señora de Santa Cruz no sólo iba a las
tiendas de lujo, sino a los mercados, y recorría de punta a punta
los cajones de la plazuela de San Miguel, las pollerías de la calle
de la Caza y los puestos de la ternera fina en la costanilla de
Santiago. Era tan conocida
Lo mismo en los mercados que en las
tiendas tenía un auxiliar inestimable, un ojeador que tomaba
aquellas cosas cual si en ello le fuera la salvación del alma. Este
era Plácido Estupiñá. Como vivía en la Cava de San Miguel, desde
que se levantaba, a la primera luz del día, echaba una mirada de
águila sobre los cajones de la plaza. Bajaba cuando todavía estaba
la gente tomando la mañana en las tabernas y en los cafés
ambulantes, y daba un vistazo a los puestos, enterándose del cariz
del mercado y de las cotizaciones. Después, bien embozado en la
pañosa, se iba a San Ginés, a donde llegaba algunas veces antes de
que el sacristán abriera la
«Va a salir la de D. Germán en la capilla de los Dolores... Hoy reciben congrio en la casa de Martínez; me han enseñado los despachos de Laredo... llena eres de gracia; el Señor es contigo... coliflor no hay, porque no han venido los arrieros de Villaviciosa por estar perdidos los caminos... ¡Con estas malditas aguas...!, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...».
Pasaba tiempo a veces sin que ninguno
de los dos chistara, ella a un extremo del banco, él a cierta
distancia, detrás, ora de rodillas, ora sentados. Estupiñá se
aburría algunas veces por más que no lo declarase, y le gustaba que
alguna beata rezagada o beato sobón le preguntara por la misa: «¿Se
alcanza esta?». Estupiñá respondía que sí o que no de la manera más
Después de un gran rato de silencio, consagrado a las devociones, Barbarita se volvía a él diciéndole con altanería impropia de aquel santo lugar:
«Vaya, que tu amigo el Sordo nos la ha jugado buena».
-¿Por qué, señora?
-Porque te dije que le encargaras
medio solomillo, y ¿sabes lo que me mandó?, un pedazo enorme de
contrafalda o babilla y un trozo de espaldilla, lleno de piltrafas
y tendones... Vaya un modo de portarse con los parroquianos. Nunca
más se le compra nada. La culpa la tienes tú... Ahí tienes lo que
son tus
Dicho esto, Barbarita seguía rezando y
Plácido se ponía a echar pestes mentalmente contra el Sordo, un
tablajero a quien él... No le protegía; era que
-No más perdiz. Hoy hemos de ver si
Pantaleón tiene buenos cabritos. También quisiera una buena lengua
de vaca,
-La hay tan fina, señora, que parece
-Bueno, pues que me manden un buen solomillo y chuletas riñonadas. Ya sabes; no vayas a descolgarte con las agujas cortas del otro día. Conmigo no se juega.
-Descuide usted... ¿Tiene la señora convidados mañana?
-Sí; y de pescados ¿qué hay?
-He
Y concluidas las misas, se iban por la calle Mayor adelante en busca de emociones puras, inocentes, logradas con la oficiosidad amable del uno y el dinero copioso de la otra. No siempre se ocupaban de cosas de comer. Repetidas veces llevó Estupiñá cuentos como este:
«Señora, señora, no deje de ver las
cretonas que han recibido los
Barbarita interrumpía un
Y en el pórtico, donde ya estaba
Plácido esperándola, decía: «Vamos a casa de los
Los cuales enseñaban a Barbarita, a más de las cretonas, unos satenes de algodón floreados que eran la gran novedad del día; y a la viciosa le faltaba tiempo para comprarle un vestido a su nuera, quien solía pasarlo a alguna de sus hermanas.
Otra embajada:
«Señora, señora, esta ya no se alcanza; pero pronto va a salir la del sobrino del señor cura, que es otro padre Fuguilla por lo pronto que la despacha. Ya recibió Pla los quesitos aquellos... no recuerdo cómo se llaman».
-Ahora y en la hora de nuestra muerte... sí, ya... ¡Si son como las rosquillas inglesas que me hiciste comprar el otro día y que olían a viejo...! Parecían de la boda de San Isidro.
A pesar de este regaño, al salir iban
a casa de Pla con ánimo de no comprar más que dos libras de pasas
de Corinto para hacer un pastel inglés, y la señora se iba
enredando, enredando, hasta dejarse en la tienda obra de
ochocientos o novecientos reales. Mientras Estupiñá admiraba, de
mostrador adentro, las grandes novedades de aquel Museo universal
de comestibles, dando su opinión pericial sobre todo, probando ya
una galleta de almendra y coco, que parecía
-Ea, chicos, que lo mandéis todo al
momento
-Vaya, quedaos con Dios -decía doña Barbarita, levantándose de la silla a punto que aparecía el principal por la puerta de la trastienda, y saludaba con mil afectos a su parroquiana, quitándose la gorra de seda.
-Vamos pasando hijo... ¡Ay, que
-
-Maestro... que haya salud.
Ciertos artículos se compraban siempre
al por mayor, y si era posible de primera mano. Barbarita tenía en
la médula de los huesos la fibra de comerciante, y se pirraba por
sacar el género
Para el vino, Plácido se entendía con
los vinateros de la Cava Baja, que van a hacer sus compras a
Arganda, Tarancón o a la Sagra, y se ponía de acuerdo con un
medidor para que le tomase una partida de tantos o cuantos cascos,
y la remitiese por conducto de un carromatero ya conocido. Ello
había de ser género de confianza,
Había días de compras grandes y otros
de menudencias; pero días sin comprar no los hubo nunca. A falta de
cosa mayor, la viciosa no entraba nunca en su casa sin el par de
guantes, el imperdible, los polvos para limpiar metales, el paquete
de horquillas o cualquier chuchería de los bazares de
A entrambos les surtía de cigarros la
propia Barbarita. El primero fumaba puros, el segundo papel.
Estupiñá se encargaba de traer estos peligrosos artículos de la
casa de un truchimán que los vendía de
-I-
De cuantas personas entraban en aquella casa, la más agasajada por toda la familia de Santa Cruz era Guillermina Pacheco, que vivía en la inmediata, tía de Moreno Isla y prima de Ruiz-Ochoa, los dos socios principales de la antigua banca de Moreno. Los miradores de las dos casas estaban tan próximos, que por ellos se comunicaba doña Bárbara con su amiga, y un toquecito en los cristales era suficiente para establecer la correspondencia.
Guillermina entraba en aquella casa
como en la suya, sin etiqueta ni cumplimiento alguno. Ya tenía su
lugar fijo en el gabinete de Barbarita, una silla baja; y lo mismo
era sentarse que empezar a hacer media o a coser. Llevaba siempre
consigo un gran lío o cesto de labor, calábase los anteojos, cogía
las herramientas, y ya no paraba en toda la noche. Hubiera o no en
las otras habitaciones gente de cumplido, ella no se movía de allí
ni tenía que ver con nadie. Los amigos asiduos de la casa, como el
marqués de Casa-Muñoz, Aparisi o Federico
Algunos días iba a comer allí, es decir, a sentarse a la mesa. Tomaba un poco de sopa, y en lo demás no hacía más que picar. D. Baldomero solía enfadarse y le decía: «Hija de mi alma, cuando quieras hacer penitencia no vengas a mi casa. Observo que no pruebas aquello que más te gusta. No me vengas a mí con cuentos. Yo tengo buena memoria. Te oí decir muchas veces en casa de mi padre que te gustaban las codornices, y ahora las tienes aquí y no las pruebas. ¡Que no tienes gana!... Para esto siempre hay gana. Y veo que no tocas el pan... Vamos, Guillermina, que perdemos las amistades...».
Barbarita, que conocía bien a su
amiga, no machacaba como D. Baldomero, dejándola comer lo que
quisiese o no comer nada. Si por acaso estaba en la mesa el gordo
Arnaiz, se permitía algunas cuchufletas de buen género sobre
aquellos antiquísimos estilos de santidad, consistentes
Lo referente a esta insigne dama lo
sabe mejor que nadie Zalamero, que está casado con una de las
chicas de Ruiz-Ochoa. Nos ha prometido escribir la biografía de su
excelsa pariente cuando se muera, y entretanto no tiene reparo en
dar cuantos datos se le pidan, ni en rectificar a ciencia cierta
las versiones que el criterio vulgar ha hecho correr sobre las
causas que determinaron en Guillermina, hace veinticinco años, la
pasión de la beneficencia. Alguien ha dicho que amores desgraciados
la empujaron a la devoción primero, a la caridad propagandista y
militante después. Mas Zalamero asegura que esta opinión es tan
tonta como falsa. Guillermina, que fue bonita y aun un poquillo
Empezó por unirse a unas cuantas señoras nobles amigas suyas que habían establecido asociaciones para socorros domiciliarios, y al poco tiempo Guillermina sobrepujó a sus compañeras. Estas lo hacían por vanidad, a veces de mala gana; aquella trabajaba con ardiente energía, y en esto se le fue la mitad de su legítima. A los dos años de vivir así, se la vio renunciar por completo a vestirse y ataviarse como manda la moda que se atavíen las señoras. Adoptó el traje liso de merino negro, el manto, pañolón oscuro cuando hacía frío, y unos zapatones de paño holgados y feos. Tal había de ser su empaque en todo el resto de sus días.
La asociación benéfica a que
pertenecía no se acomodaba al ánimo emprendedor de Guillermina,
pues quería ella picar más alto, intentando cosas verdaderamente
difíciles y tenidas por imposibles. Sus talentos de fundadora se
revelaron entonces, asustando a todo aquel señorío que no sabía
salir de ciertas rutinas. Algunas amigas suyas aseguraron que
estaba loca, porque demencia era pensar en la fundación de un asilo
para huerfanitos, y mayor locura dotarle de recursos permanentes.
Pero la infatigable iniciadora no desmayaba, y el asilo
«Llegó un día -dijo Guillermina,
suspendiendo su labor, para contar el caso a varios amigos de
Barbarita-, en que las cosas se pusieron muy feas. Amaneció aquel
día, y los veintitrés pequeñuelos de Dios que yo había recogido y
que estaban en una casucha baja y húmeda de la calle de Zarzal,
aposentados como
»El día aquel fue día de pruebas para
mí. Era un viernes de Dolores, y las siete espadas, señores míos,
estaban clavadas aquí... Me pasaban como unos rayos por la frente.
Una idea era lo que yo necesitaba, y más que una idea, valor, sí,
valor para lanzarme... De repente noté que aquel valor tan deseado
entraba en mí, pero un valor tremendo, como el de los soldados
cuando se arrojan sobre los cañones enemigos... Trinqué la mantilla
y me eché a la calle. Ya estaba decidida, y no crean, alegre como
unas Pascuas, porque sabía lo que tenía que hacer. Hasta entonces
yo había pedido a
»Bueno... pues verán ustedes. La
costumbre de pedir me ha ido dando esta bendita cara de vaqueta que
tengo ahora. Conmigo no valen desaires ni sé ya lo que son
sonrojos. He perdido la vergüenza. Mi piel no sabe ya lo que es
ruborizarse, ni mis oídos se escandalizan por una palabra más o
menos fina. Ya me pueden llamar
»Con que ya ven ustedes cómo así, a lo
tonto a lo tonto, ha venido sobre mi asilo el pan de cada día. La
suscripción fija creció tanto que al año pude tomar la casa de la
calle de Alburquerque, que tiene un gran patio y mucho desahogo. He
puesto una zapatería para que los muchachos grandecitos trabajen, y
dos escuelas para que aprendan. El año pasado eran sesenta y ya
llegan a ciento diez. Se pasan apuros; pero vamos viviendo. Un día
andamos mal y al otro llueven provisiones. Cuando veo la despensa
vacía,
-II-
«Un edificio
-
-¿Tiene usted ya la memoria de
cantería?
-Sí, señor. ¿Me quiere usted dar algo?
-Le doy a usted -dijo Aparisi, acompañando su generosidad de un gesto imperial-, la friolera de sesenta metros cúbicos de piedra sillar que tengo en la Guindalera.
-¿A cómo? -preguntó Guillermina, mirándole con los ojos guiñados y apuntándole con la aguja de media.
-A nada... La piedra es de usted.
-Gracias, Dios se lo pague. Y el marqués, ¿qué me da?
-Pues yo... ¿Quiere usted dos vigas de hierro de doble T que me sobraron de la casa de la Carrera?
-¿Pues no las he de querer? Yo lo tomo
todo, hasta una llave vieja, para cuando se acabe el edificio.
¿Saben ustedes lo que me llevé ayer a casa? Cuatro azulejos de
cocina, un grifo y tres paquetitos de argollas. Todo sirve, amigos.
Si en algún tejar me dan cuatro ladrillos, los acepto y a la obra
con ellos. ¿Ven ustedes cómo hacen los pájaros sus nidos? Pues yo
construiré mi palacio de huérfanos cogiendo aquí una pajita y allá
otra. Ya se lo he dicho a Bárbara, no ha de tirar ni un clavo,
aunque esté torcido, ni una tabla, aunque esté rota. Los sellos de
correo se venden, las cajas de cerillas también... ¿Con qué creen
ustedes que he comprado yo el gran
-Guillermina -dijo Casa-Muñoz algo conmovido-, cuente usted con doscientos quintales, y del blanco, que es a nueve reales.
-¿Qué dije yo? Bueno. Y este señor de Ruiz ¿qué hará por mí?
-Hija de mi alma, yo no tengo ni un clavo ni una astilla, pero le juro a usted por mi salvación que un domingo me salgo por las afueras y robo una teja para llevársela a usted... robaré dos, tres, una docena de tejas... Y hay más. Si quiere usted mis dos comedias, mis folletos sobre la
-¿Lo ven ustedes? Cae el maná, cae. Si
en
-Las campanas -dijo el insigne comerciante-, y si me apuran, el pararrayos y las veletas. Quiero concluir el edificio, ya que el amigo Aparisi lo quiere empezar.
-La primera piedra no hay quien me la quite -expresó Aparisi con toda la hinchazón de su amor propio.
-Algo más daremos, ¿verdad Baldomero? -apuntó Barbarita-, por ejemplo, toda la capilla, con su órgano, altares, imágenes...
-Todo lo que tú quieras, hija. Y eso
que las
El grupo que rodeaba a la fundadora se
fue disolviendo. Algunos, creyendo sin duda que lo que allí se
trataba más era broma que otra cosa, se fueron al salón a hablar
Las tres señoras estuvieron un momento
Había que oírla cuando volvió a
aquella su primera visita a los barrios del Sur. «¡Qué
desigualdades! -decía, desflorando sin saberlo el problema social-.
Unos tanto y otros tan poco. Falta equilibrio y el mundo parece que
se cae. Todo se arreglaría si los que tienen mucho dieran lo que
les sobra a los que no poseen nada. ¿Pero qué cosa sobra?... Vaya
usted a saber». Guillermina aseguraba que se necesita mucha fe para
no acobardarse ante los espectáculos que la miseria ofrece. «Porque
se encuentran almas buenas, sí -decía-; pero también mucha
ingratitud. La falta de educación es para el pobre una desventaja
mayor que la pobreza. Luego la propia miseria les ataca el corazón
a muchos y se lo corrompe. A mí me
A Barbarita le daba aquella noche por hablar de arquitectura y no perdía ripio. Entró a la sazón Moreno Isla, y le recibieron con exclamaciones de alegría. Llamole la señora y le dijo: «¿Tiene usted cascote?».
Las tres se reían viendo la sorpresa y confusión de Moreno, que era una excelente persona, como de cuarenta y cinco años, célibe y riquísimo, de aficiones tan inglesas que se pasaba en Londres la mayor parte del año; alto, delgado y de muy mal color porque estaba muy delicado de salud.
«Que si tengo cascote. ¿Es para usted?».
-Usted conteste y no sea como los gallegos, que cuando se les hace una pregunta hacen otra. Puesto que está usted de derribo, ¿tiene cascote, sí o no?
-Sí que lo tengo... y pedernal magnífico. A sesenta reales el carro, todo lo que usted quiera. El cascote a ocho reales... ¡Ah, tonto de mí! Ya sé de qué se trata. La santurrona les está embaucando con las fantasmagorías del asilo que va a edificar... Cuidado, mucho cuidado con los timos. Antes de que ponga la primera piedra, nos llevará a todos a San Bernardino.
-Cállate, que ya saben todos lo
avariento que eres. Si no te pido nada, roñoso, cicatero.
-Con poner en el otro platillo los perros grandes y chicos que me has sacado, me salvo -díjole Moreno riendo y manoseándole la cara.
-No me hagas carantoñas, sobrinillo. Si crees que eso te vale, gran miserable, usurero, recocho en dinero -repitió Guillermina con tono y sonrisa de chanza benévola-. ¡Qué hombres estos! Todavía quieres más, y estás derribando una manzana de casas viejas para hacer casas domingueras y sacarles las entrañas a los pobres.
-No hagan ustedes caso de esta
La fundadora, atacada de una hilaridad convulsiva, se reía con toda su alma.
-Pero ven acá, pillo -dijo secándose las lágrimas que la risa había hecho brotar de sus ojos-, si contigo no valen buenos medios. Anda, hijo, el que te roba a ti..., ya sabes el refrán... el que te roba a ti se va al Cielo derecho.
-A donde vas tú a ir es al
-Cállate la boca, bobón, y no me denuncies, que te traerá peor cuenta...
No siguió este diálogo, que prometía dar mucho juego, porque del salón llamaron a Moreno con enérgica insistencia. Oíase desde el gabinete rumor de un hablar vivo, y la mezclada agitación de varias voces, entre las cuales se distinguían claramente las de Juan, Villalonga y Zalamero, que acababan de entrar.
Moreno fue allá, y Guillermina, que aún no había acabado de reír, decía a sus amigas.
«Es un angelón... No tenéis idea de la pasta celestial de que está formado el corazón de este hombre».
Barbarita no tenía sosiego hasta no enterarse del por qué de aquel tumulto que en el salón había. Fue a ver y volvió con el cuento:
«Hijas, que el rey se marcha».
-¡Qué dices, mujer!
-Que D. Amadeo, cansado de bregar con esta gente, tira la corona por la ventana y dice: «Vayan ustedes a marcar al Demonio».
-¡Todo sea por Dios! -exclamó Guillermina dando un suspiro y volviendo imperturbable a su trabajo.
Jacinta pasó al salón, más que por enterarse de las noticias, por ver a su marido que aquel día no había comido en casa.
«Oye -le dijo en secreto Guillermina, deteniéndola, y ambas se miraban con picardía; -con veinte duros que le sonsaques hay bastante».
-III-
«En Bolsa no se supo nada. Yo lo supe en el Bolsín a las diez -dijo Villalonga-. Fui al Casino a llevar la noticia. Cuando volví al Bolsín, se estaba haciendo el consolidado a 20.
-Lo hemos de ver a 10, señores -dijo el marqués de Casa-Muñoz en tono de Hamlet.
-¡El Banco a 175...! -exclamó D. Baldomero pasándose la mano por la cabeza, y arrojando hacia el suelo una mirada fúnebre.
-Perdone usted, amigo -rectificó Moreno Isla-. Está a 172, y si usted quiere comprarme las mías a 170, ahora mismo las largo. No quiero más papel de la querida patria. Mañana me vuelvo a Londres.
-Sí -dijo Aparisi poniendo semblante profético-; porque la que se va a armar ahora aquí, será de órdago.
-Señores, no seamos impresionables -indicó el marqués de Casa-Muñoz, que gustaba de dominar las situaciones con mirada alta-. Ese buen señor se ha cansado; no era para menos; ha dicho: «ahí queda eso». Yo en su caso habría hecho lo mismo. Tendremos algún trastorno; habrá su poco de República; pero ya saben ustedes que las naciones no mueren...
-El golpe viene de fuera -manifestó Aparisi-. Esto lo veía yo venir. Francia...
-No
Miró a todos para ver qué tal había caído esta frase. No podía dudarse de que el murmullo aquel con que fue acogida era laudatorio.
«Señor Marqués -declaró Aparisi picado de rivalidad-, el pueblo español es un pueblo digno... que en los momentos de peligro, sabe ponerse...».
-¿Y qué tiene que ver una cosa con
otra?... -saltó el marqués incómodo, anonadando a su contrario con
una mirada-. No
Aparisi, propietario y concejal de
oficio, era un hombre que se preciaba de
Cuenta Villalonga que hace años
hablaba Casa-Muñoz disparatadamente, y sostiene y jura haberle oído
decir, cuando aún no era marqués, que las
Jacinta trincó a su marido por el brazo y le llevó un poquito aparte:
«Y qué,
-No, hija, no hay nada. Tranquilízate.
-¿No volverás a salir esta noche?... Mira que me asustaré mucho si sales.
-Pues no saldré... ¿Qué... qué buscas?
Jacinta, riendo, deslizaba su mano por el forro de la levita, buscando el bolsillo del pecho.
-¡Ay!, yo iba a ver si te sacaba la cartera sin que me sintieses...
-Vaya con la descuidera...
-¡Quia!, si no sé... Esto quien lo hace bien es Guillermina, que le saca a Manolo Moreno las pesetas del bolsillo del chaleco sin que él lo sienta... A ver...
Jacinta, dueña ya de la cartera, la abrió.
-¿Te enfadarías si te quito este billete de veinte duros? ¿Te hace falta?
-No por cierto. Toma lo que quieras.
-Es para Guillermina. Mamá le dio dos, y le falta un pico para poder pagar mañana el trimestre del alquiler del asilo.
Contestole el Delfín apretándole con mucha efusión las dos manos y arrugando el billete que estaba en ellas.
En cuanto Guillermina pescó lo que le faltaba para completar su cantidad, dejó la costura y se puso el manto. Despidiéndose brevemente de las dos señoras, atravesó el salón a prisa.
«¡A esa, a esa! -gritó Moreno-, sin
duda se lleva algo. Caballeros, vean ustedes si les falta el reloj.
Bárbara, que debajo de la mantilla de
En medio de la jovial algazara que estas bromas producían, salió Guillermina, esparciendo sobre todos una sonrisa inefable que parecía una bendición.
En seguida, cebáronse todos con furia
en el tema suculento de la partida del Rey, y cada cual exponía sus
opiniones con ínfulas de profecía, como si en su vida hubieran
hecho otra cosa que vaticinar acertando. Villalonga estaba ya
viendo a D. Carlos entrar en Madrid, y el marqués de Casa-Muñoz
hablaba de
Don Baldomero decía con acento de
tristeza una cosa muy sensata: «¡Si D. Juan Prim viviera...!». Juan
y Samaniego se apartaron del corrillo y charlaban con Jacinta y
doña Bárbara, tratando de quitarles el miedo. No habría
Poco a poco fueron desfilando. Eran las doce. Aparisi y Casa-Muñoz se fueron al Bolsín a saber noticias, no sin que antes de partir dieran una nueva muestra de su rivalidad. El concejal de oficio estaba tan excitado, que la contracción de su hocico se acentuaba, como si el olor aquel imaginario fuera el de la aza fétida. Zalamero, que iba a Gobernación, quiso llevarse al Delfín; pero este, a quien su mujer tenía cogido del brazo, se negó a salir... «Mi mujer no me deja».
-Mi tocaya -dijo Villalonga-, se está volviendo muy anticonstitucional.
Por fin se quedaron solos los de casa. Don Baldomero y Barbarita besaron a sus hijos y se fueron a acostar. Esto mismo hicieron Jacinta y su marido.
-I-
A poco de acostarse notó Jacinta que
su marido dormía profundamente. Observábale desvelada, tendiendo
una mirada tenaz de cama a cama. Creyó que hablaba en sueños...
pero no; era simplemente quejido sin articulación que acostumbraba
a lanzar cuando dormía, quizá por causa de una mala postura. Los
pensamientos políticos nacidos de las conversaciones de aquella
noche, huyeron pronto de la mente de Jacinta. ¿Qué le importaba a
ella que hubiese República o Monarquía, ni que D. Amadeo se fuera o
se quedase? Más le importaba la conducta de aquel ingrato que a su
lado dormía tan tranquilo. Porque no tenía duda de que Juan andaba
algo distraído, y esto no lo podían notar sus padres por la
sencilla razón de que no le veían nunca tan cerca como su mujer. El
pérfido guardaba tan bien las apariencias, que nada hacía ni decía
Pensando en esto, pasó Jacinta parte de aquella noche, atando cabos, como ella decía, para ver si de los hechos aislados lograba sacar alguna afirmación. Estos hechos, valga la verdad, no arrojaban mucha luz que digamos sobre lo que se quería demostrar. Tal día y a tal hora Juan había salido bruscamente, después de estar un rato muy pensativo, pero muy pensativo. Tal día y a tal hora Juan había recibido una carta, que le había puesto de mal humor. Por más que ella hizo, no la había podido encontrar. Tal día y a tal hora, yendo ella y Barbarita por la calle de Preciados, se encontraron a Juan que venía deprisa y muy abstraído. Al verlas, quedose algo cortado; pero sabía dominarse pronto. Ninguno de estos datos probaba nada; pero no cabía duda: su marido se la estaba pegando.
De vez en cuando estas cavilaciones
cesaban, porque Juan sabía arreglarse de modo que
Y para todo tenía el ingenioso
culpable palabras bonitas: «La luna de miel perpetua es un
contrasentido, es... hasta ridícula. El entusiasmo es un estado
infantil impropio de personas normales. El marido piensa en sus
negocios, la mujer en las cosas de su casa, y uno y otro se tratan
más como amigos que como amantes. Hasta las palomas, hija mía,
hasta las palomas cuando pasan de cierta edad,
Por respeto a sí misma, nunca había hablado de esto a nadie, ni al mismo Delfín. Pero una noche estaba este tan comunicativo, tan bromista, tan pillín, que a Jacinta se le llenó la boca de sinceridad, y palabra tras palabra, dio salida a todo lo que pensaba. «Tú me estás engañando, y no es de ahora, es de hace tiempo. Si creerás que soy tonta... El tonto eres tú».
La primera contestación de Santa Cruz
fue romper a reír. Su mujer le tapaba la boca para
Tenía Santa Cruz en altísimo grado las
triquiñuelas del artista de la vida, que sabe disponer las cosas
del mejor modo posible para sistematizar y refinar sus dichas.
Sacaba partido de todo, distribuyendo los goces y ajustándolos a
esas misteriosas mareas del humano apetito que, cuando se acentúan,
significan una organización viciosa. En el fondo de la naturaleza
humana hay también, como en la superficie social, una sucesión de
modas, periodos en que es de rigor cambiar de apetitos. Juan tenía
temporadas. En épocas periódicas y casi fijas se hastiaba de sus
correrías, y entonces su mujer, tan mona y cariñosa, le ilusionaba
como si fuera la mujer de otro. Así lo muy antiguo y conocido se
convierte en nuevo. Un texto desdeñado de puro sabido vuelve a
interesar cuando la memoria principia a perderle y la curiosidad se
estimula. Ayudaba a esto el
En honor de la verdad, se ha de decir
que Santa Cruz amaba a su mujer. Ni aun en los días que más viva
estaba la marea de la infidelidad, dejó de haber para Jacinta un
hueco de preferencia en aquel corazón que tenía tantos rincones y
callejuelas. Ni la variedad de aficiones y caprichos excluía un
sentimiento inamovible hacia su compañera por la ley y la religión.
Conociendo perfectamente su valer moral, admiraba en ella las
virtudes que él no tenía y que según su criterio, tampoco le hacían
mucha falta. Por esta última razón no incurría en la humildad de
confesarse indigno de tal joya, pues su amor propio iba siempre por
delante de todo, y teníase por merecedor de cuantos bienes
disfrutaba o pudiera disfrutar en este bajo mundo. Vicioso y
discreto, sibarita y hombre de talento, aspirando a la erudición de
todos los goces y con bastante buen gusto para espiritualizar las
cosas materiales, no podía contentarse con gustar la belleza
comprada o conquistada, la gracia, el donaire, la extravagancia;
quería gustar también
-II-
Por lo dicho se habrá comprendido que el Delfín era un hombre enteramente desocupado. Cuando se casó, hízole proposiciones don Baldomero para que tomase algunos miles y negociara con ellos, ya jugando a la Bolsa, ya en otra especulación cualquiera. Aceptó el joven, mas no le satisfizo el ensayo, y renunció en absoluto a meterse en negocios que traen muchas incertidumbres y desvelos. D. Baldomero no había podido sustraerse a esa preocupación tan española de que los padres trabajen para que los hijos descansen y gocen. Recreábase aquel buen señor en la ociosidad de su hijo como un artesano se recrea en su obra, y más la admira cuanto más doloridas y fatigadas se le quedan las manos con que la ha hecho.
Conviene decir también que el joven
aquel no era derrochador. Gastaba, sí, pero con pulso y medida, y
sus placeres dejaban de serlo cuando empezaban a exigirle algo de
disipación. En tales casos era cuando la virtud le mostraba su
rostro apacible y seductor. Tenía cierto respeto ingénito al
bolsillo, y si podía comprar una cosa con dos pesetas, no era él
A fuer de hábil financiero, sabía pasar por generoso cuando el caso lo exigía. Jamás hizo locuras, y si alguna vez sus apetitos le llevaron a ciertas pendientes, supo agarrarse a tiempo para evitar un resbalón. Una de las más puras satisfacciones de los señores de Santa Cruz era saber a ciencia cierta que su hijo no tenía trampas, como la mayoría de los hijos de familia en estos depravados tiempos.
Algo le habría gustado a D. Baldomero
que el Delfín diera a conocer sus eximios talentos en la política.
¡Oh!, si él se lanzara, seguramente descollaría. Pero Barbarita le
desanimaba. «¡La política, la política! ¿Pues no estamos viendo lo
que es? Una comedia. Todo se vuelve habladurías y no hacer nada de
provecho...». Lo que hacía cavilar algo a D. Baldomero II era que
su hijo no tuviese la firmeza de ideas que
Porque Juan era la inconsecuencia
misma. En los tiempos de Prim, manifestose entusiasta por la
candidatura del duque de Montpensier. «Es el hombre que conviene,
desengañaos, un hombre que lleva al dedillo las cuentas de su casa,
un modelo de padre de familia». Vino D. Amadeo, y el Delfín se hizo
tan republicano que daba miedo oírle. «La Monarquía es imposible;
hay que convencerse de ello. Dicen que el país no está preparado
para la República; pues que lo preparen. Es como si se pretendiera
que un hombre supiera nadar sin decidirse a entrar en el agua. No
hay más remedio que pasar algún mal trago... La desgracia enseña...
y si no, vean esa Francia, esa prosperidad, esa inteligencia, ese
patriotismo... esa manera de pagar los cinco mil millones...». Pues
señor, vino el 11 de Febrero y al principio le pareció a Juan que
todo iba a qué quieres boca. «Es admirable. La Europa está atónita.
Digan lo que quieran, el pueblo español tiene un gran sentido».
Pero a los dos meses, las ideas pesimistas habían ganado ya por
completo su ánimo. «Esto es una pillería, esto
Teníase a sí mismo el heredero de
Santa Cruz por una gran persona. Estaba satisfecho, cual si se
hubiera creado y visto que era bueno. «Porque yo -decía
esforzándose en aliar la verdad con la modestia-, no soy de lo
peorcito de la humanidad. Reconozco que hay seres superiores a mí,
por ejemplo, mi mujer; pero ¡cuántos hay inferiores, cuántos!». Sus
atractivos físicos eran realmente grandes, y él mismo lo declaraba
en sus soliloquios íntimos: «¡Qué guapo soy! Bien dice mi mujer que
no hay otro más salado. La pobrecilla me quiere con delirio... y yo
a ella lo mismo, como es justo. Tengo la gran figura, visto bien, y
en modales y en trato me parece... que somos algo». En la casa
Con estas consideraciones azotaba y
mortificaba su inquietud para aplacarla como los penitentes
vapulean la carne para reducirla a la obediencia del espíritu. Con
lo que no se conformaba era con no tener chiquillos, «porque todo
se puede ir conllevando -decía-, menos eso. Si yo tuviera un niño,
me entretendría mucho con él, y no pensaría en ciertas cosas». De
tanto cavilar en esto, su mente padecía alucinaciones y desvaríos.
Algunas noches, en el primer periodo del sueño, sentía sobre su
Los pasillos de su gran casa le
parecían lúgubres, sólo porque no sonaba en ellos el estrépito de
las pataditas infantiles. Las habitaciones inservibles destinadas a
la chiquillería,
Una noche fue al teatro Real de muy
mala gana. Había estado todo el día y la noche anterior en casa de
Candelaria que tenía enferma a la niña pequeña. Mal humorada y
soñolienta, deseaba que la ópera se acabase pronto; pero
desgraciadamente la obra, como de Wagner, era muy larga, música
excelente según Juan y todas las personas de gusto, pero que a ella
no
-III-
Si todo lo que les pasa a las personas
superiores mereciera una efeméride, es fácil que en una hoja de
calendario americano, correspondiente a Diciembre del 73, se
encontrara este parrafito: «Día
Jacinta se desbarataba de risa, y el Delfín hablando con un poco de seriedad, prosiguió: «Bien sabes que no soy callejero... A fe que te puedes quejar. Maridos conozco que cuando ponen el pie en la calle, del tirón se están tres días sin parecer por la casa. Estos podrían tomarme a mí por modelo».
-Mariquita date tono -replicó Jacinta secándose las lágrimas que la risa y las cosquillas le habían hecho derramar-. Ya sé que hay otros peores; pero no pongo yo mi mano en el fuego porque seas el número uno.
Juan meneó la cabeza en señal de amenaza. Jacinta se puso lejos de su alcance, por si se repetían las bárbaras cosquillas.
«Es que tú exiges demasiado» dijo el marido, deplorando que su mujer no le tuviese por el más perfecto de los seres creados.
Jacinta hizo un mohín gracioso con
fruncimiento de cejas y labios, el cual quería decir: «No me quiero
meter en discusiones contigo, porque saldría con las manos en la
cabeza». Y
«Bueno -indicó ella-. Dejémonos de tonterías. ¿Qué quieres almorzar?».
-Eso mismo venía yo a saber -dijo doña
Bárbara apareciendo en la puerta-. Almorzarás lo que quieras; pero
pongo en tu conocimiento, para tu gobierno, que he traído unas
calandrias riquísimas.
-Tráiganme lo que quieran, que tengo más hambre que un maestro de escuela.
Cuando salieron las dos damas, Santa
Cruz pensó un ratito en su mujer, formulando un panegírico mental.
¡Qué ángel! Todavía no había acabado él de cometer una falta, y ya
estaba ella perdonándosela. En los días precursores del catarro,
hallábase mi hombre en una de aquellas etapas o mareas de su
inconstante naturaleza, las cuales, alejándole de las aventuras, le
aproximaban a su mujer. Las personas más hechas a la vida ilegal
sienten en ocasiones vivo anhelo de ponerse bajo la ley por poco
tiempo. La ley las tienta como puede tentar el capricho. Cuando
Juan se hallaba en esta situación, llegaba hasta desear permanecer
en ella; aún más, llegaba a creer que seguiría. Y la Delfina estaba
contenta. «Otra vez ganado -pensaba-. ¡Si la buena durara!... ¡si
yo pudiera ganarle de
Don Baldomero entró a ver a su hijo antes de pasar al comedor. «¿Qué es eso, chico? Lo que yo digo: no te abrigas. ¡Qué cosas tenéis tú y Villalonga! ¡Pararse a hablar a las diez de la noche en la esquina del Ministerio de la Gobernación, que es otra punta del diamante! Te vi. Venía yo con Cantero de la Junta del Banco. Por cierto que estamos desorientados. No se sabe a dónde irá a parar esta anarquía. ¡Las acciones a 138!... Pase usted, Aparisi... Es Aparisi que viene a almorzar con nosotros».
El concejal entró y saludó a los dos Santa Cruz.
-¿Qué periódicos has leído? -preguntó el papá calándose los quevedos, que sólo usaba para leer-. Toma
-¿Qué 13?... Eso quisiera usted -observó el eterno concejal-. Anoche lo ofrecían a 11 en el Bolsín y no lo quería nadie. Esto es el diluvio.
Y acentuando de una manera
notabilísima aquella expresión de oler una cosa muy mala, añadió
que todo lo que estaba pasando lo había previsto él, y que los
sucesos no discrepaban ni tanto así de lo que
«Ea -dijo sin acabar de leer-, vamos a racionarnos nosotros. El marqués no viene. Ya no se le espera más».
En esto entró Blas, el criado de Juan con la mesita, ya puesta, en que había de almorzar el enfermo. Poco después apareció Jacinta trayendo platos. Después de saludarla, Aparisi le dijo:
«Guillermina me ha dado un recado para
usted... Hoy no hay
«Milagro, milagro» apuntó D. Baldomero en marcha hacia el comedor.
-¿Y tú? -preguntó Juan a su consorte al quedarse solos-. ¿Almuerzas aquí o allá?
-¿Quieres que aquí? Almorzaré en las dos partes. Dice tu mamá que te estoy mimando mucho.
-Toma, golosa -le dijo él alargándole un pedazo de tortilla en el tenedor.
Después de comérselo, la Delfina corrió al comedor. Al poco rato volvió riendo.
«Aquí te tengo reservada esta pechuga de calandria. Toma, abre la boquita, nena».
La nena cogió el tenedor, y después de comerse la pechuga, volvió a reír.
-¡Qué alegre está el tiempo!
-Es que ha llegado el marqués, y desde que se sentó en la mesa empezaron Aparisi y él a tirotearse.
-¿Qué han dicho?
-Aparisi afirmó que la Monarquía no
era
Juan soltó la carcajada.
«El marqués estará furioso».
-Come en silencio, meditando una venganza. Te contaré lo que ocurra. ¿Quieres pescadilla?, ¿quieres bistec?
-Tráeme lo que quieras con tal que vengas pronto.
Y no tardó en volver, trayendo un plato de pescado.
«Hijo de mi vida, le mató».
-¿Quién?
-El marqués a Aparisi... le dejó en el sitio.
-Cuenta, cuenta.
-Pues de primera intención soltole a
su enemigo un
-¡Qué célebre! Tomaremos café juntos -dijo Santa Cruz-. Vente pronto para acá. ¡Qué coloradita estás!
-Es de tanto reírme.
-Cuando digo que me estás haciendo tilín...
-Al momento vuelvo... Voy a ver lo que salta por allá. Aparisi está indignado con Castelar, y dice que lo que le pasa a Salmerón es porque no ha seguido sus consejos...
-¡Los consejos de Aparisi!
-Sí, y al marqués lo que le tiene con
el alma en un hilo es que se levante
Volvió Jacinta al comedor, y el último cuento que trajo fue este:
«Chico, si estás allí te mueres de
risa. ¡Pobre Muñoz! El otro se ha rehecho y le está soltando unos
primores... Figúrate. Ahora está contando que ha visto un proyectil
de los que tiran los carcas, y el fusil Berdan... No dice agujeros,
sino
No pudo seguir, porque entró Muñoz, fumando un gran puro, a saludar al enfermo.
«Hola, Juanín... ¿Estamos
A eso de las tres, marido y mujer
estaban solos en el despacho, él en el sillón leyendo periódicos,
ella arreglando la habitación que estaba algo desordenada.
Barbarita había salido a comprar. El criado anunció a un hombre que
quería hablar con el
-Ya sabes que no recibe -dijo la
señorita, y tomando de manos de Blas una tarjeta que este traía
leyó:
-Que entre, que entre al instante -ordenó Santa Cruz, saltando en su asiento-. Es el loco más divertido que puedes imaginar. Verás cómo nos reímos... Cuando nos cansemos de oírle, le echamos. ¡Tipo más célebre...! Le vi hace días en casa de Pez, y nos hizo morir de risa.
Al poco rato entró en el despacho un
hombre muy flaco, de cara enfermiza y toda llena de lóbulos y
carúnculas, los pelos bermejos y muy tiesos, como crines de
escobillón, la ropa prehistórica y muy raída, corbata roja y
deshilachada, las botas muertas de risa. En una mano traía el
sombrero que era un
«Hola, Sr. de Ido... ¡cuánto gusto de verle! -le dijo Santa Cruz con fingida seriedad-. Siéntese, y dígame qué le trae por aquí».
-Con permiso... ¿Quiere usted
Jacinta y su marido se miraron.
-O
-IV-
-Basta, basta, no cite usted más obras
ni me enseñe más carteras. Ya le dije que no me gustan libros por
suscrición. Se extravían las
-Muchísimas gracias. Nunca bebo.
-¿No?, pues el otro día, cuando nos vimos en casa de Joaquín, decía este que estaba usted algo peneque... se entiende, un poco alegre...
-Perdone usted, Sr. de Santa Cruz -replicó Ido avergonzado-. Yo no me embriago; no me he embriagado jamás. Algunas veces, sin saber cómo ni por qué, me entra cierta excitación, y me pongo así, nervioso y como echando chispas... me pongo eléctrico. ¿Ven ustedes?... ya lo estoy. Fíjese usted, Sr. D. Juan, y observe cómo se me mueve el párpado izquierdo y el músculo este de la quijada en el mismo lado. ¿Lo ve usted...?, ya está la función armada. Francamente, así no se puede vivir. Los médicos me dicen que coma carne. Como carne y me pongo peor. Ea, ya estoy como un muelle de reloj... Si usted me da su permiso me retiro...
-Hombre, no, descanse usted. Eso se le pasará. ¿Quiere usted un vaso de agua?
Jacinta sintió que no le dejase marchar, porque la idea de que el hombre aquel iba a caer allí con una pataleta le inspiraba repugnancia y miedo. Como Juan insistiese en lo del vaso de agua, díjole a su esposa por lo bajo: «Este infeliz lo que tiene es hambre».
-A ver, Sr. de Ido -indicó la dama-, ¿se comería usted una chuletita?
Don José respondió tácitamente, con la expresión de una incredulidad profunda. Cada vez parecía más extraño su mirar y más acentuado el temblor del párpado y la mejilla.
-Perdóneme usted, señora... Como la cabeza se me va, no puedo hacerme cargo de nada. Usted ha dicho que si me comería yo una...
-Una chuletita.
-Mi cabeza no puede apreciar bien... Padezco de olvidos de nombres y cosas. ¿A qué llama usted una chuleta? -añadió llevándose la mano a las erizadas crines, por donde se le escapaba la memoria y le entraba la electricidad-. ¿Por ventura, lo que usted llama... no sé cómo, es un pedazo de carne con un rabito que es de hueso?
-Justo. Llamaré para que se la traigan.
-No se moleste, señora. Yo llamaré.
-Que le traigan dos -dijo el señorito gozando con la idea de ver comer a un hambriento.
Jacinta salió, y mientras estuvo fuera Ido hablaba de su mala suerte.
«En este país, Sr. D. Juanito, no se
protege a las letras. Yo que he sido profesor de primera enseñanza,
yo que he escrito obras de amena literatura tengo que dedicarme a
correr publicaciones para llevar un pedazo de pan a mis hijos...
Todos me lo dicen: si yo hubiera nacido en Francia, ya tendría
-Eso es indudable. ¿No ve usted que aquí no hay quien lea, y los pocos que leen no tienen dinero?...
-Naturalmente -decía Ido a cada instante, echando ansiosas miradas en redondo por ver si aparecía la chuleta.
Jacinta entró con un plato en la mano.
Tras ella vino Blas con el mismo velador en que había almorzado el
señorito, un cubierto, servilleta, panecillo, copa y botella de
vino. Miró estas cosas Ido con estupor famélico, no bien disimulado
por la cortesía, y le entró una risa nerviosa, señal de hallarse
próximo a la plenitud de aquel estado que llamaba eléctrico. La
Delfina se volvió a sentar junto a su marido y miraba entre
espantada y compasiva al desgraciado D. José. Este dejó en el suelo
las carteras y el
-Observo una cosa, querido D. José -dijo Santa Cruz.
-¿Qué?
-Que no masca usted lo que come.
-¡Oh!, ¿le interesa a usted que masque?
-No, a mí no.
-Es que no tengo muelas... Como como los pavos. Naturalmente... así me sienta mejor.
-¿Y no bebe usted?
-Media copita nada más... El vino no me hace provecho; pero muy agradecido, muy agradecido... -y a medida que iba comiendo, le bailaban más el párpado y el músculo, que parecían ya completamente declarados en huelga. Notábase en sus brazos y cuerpo estremecimientos muy bruscos, como si le estuvieran haciendo cosquillas.
«Aquí donde le ves -dijo Santa Cruz-, se tiene una de las mujeres más guapas de Madrid».
Hizo un signo a Jacinta que quería decir: «Espérate, que ahora viene lo bueno».
-¿Es de veras?
-Sí. No se la merece. Ya ves que él es feo adrede.
-Mi mujer... Nicanora... -murmuró Ido sordamente, ya en el último bocado-, la Venus de Médicis... carnes de raso...
-¡Tengo unas ganas de conocer a esa célebre hermosura...! -afirmó Juan.
Don José no había dejado nada en el plato más que el hueso. Después exhaló un hondísimo suspiro, y llevándose la mano al pecho, dejó escapar con bronca voz estas palabras:
-La hermosura exterior nada más... sepulcro blanqueado... corazón lleno de víboras.
Su mirada infundió tanto terror a Jacinta, que dijo por señas a su marido que le dejara salir. Pero el otro, queriendo divertirse un rato, hostigó la demencia de aquel pobre hombre para que saltara.
«Venga acá, querido D. José. ¿Qué tiene usted que decir de su esposa, si es una santa?».
-¡Una santa!, ¡una santa! -repitió Ido, con la barba pegada al pecho y echando al Delfín una mirada que en otra cara habría sido feroz-. Muy bien, señor mío. ¿Y usted en qué se funda para asegurarlo sin pruebas?
-La voz pública lo dice.
-Pues la voz pública se engaña -gritó Ido alargando el cuello y accionando con energía-. La voz pública no sabe lo que se pesca.
-Pero cálmese usted, pobre hombre -se atrevió a expresar Jacinta-. A nosotros no nos importa que su mujer de usted sea lo que quiera.
-¡Que no les importa!... -replicó Ido con entonación trágica de actor de la legua-. Ya sé que estas cosas a nadie le importan más que a mí, al esposo ultrajado, al hombre que sabe poner su honor por encima de todas las cosas.
-Es claro que a él le importa principalmente -dijo Santa Cruz hostigándole más-. Y que tiene el genio blando este señor Ido.
-Y para que usted, señora -añadió el
desgraciado mirando a Jacinta de un modo que la
Dijo esta palabra con un alarido espantoso, levantándose del asiento y extendiendo ambos brazos como suelen hacer los bajos de ópera cuando echan una maldición. Jacinta se llevó las manos a la cabeza. Ya no podía resistir más aquel desagradable espectáculo. Llamó al criado para que acompañara al desventurado corredor de obras literarias. Pero Juan, queriendo divertirse más, procuraba calmarle.
«Siéntese, Sr. D. José, y no se excite tanto. Hay que llevar estas cosas con paciencia».
-¡Con paciencia, con paciencia! -exclamó Ido, que en su estado eléctrico repetía siempre la última frase que se le decía, como si la mascase, a pesar de no tener muelas.
-Sí, hombre; estos tragos no hay más
remedio que irlos pasando. Amargan un poco; pero al fin el hombre,
como dijo el otro, se va
-¡Se va
Y otra vez hincaba la barba en el
pecho, mirando con los ojos medio escondidos en el casco, y
cerrándolos de súbito, como los toros que bajan el testuz para
acometer. Las carúnculas del cuello se le inyectaban de tal modo,
que casi eclipsaban el rojo de la corbata. Parecía
-El honor -expresó Juan-. ¡Bah!, el honor es un sentimiento convencional...
Ido se acercó paso a paso a Santa Cruz y le tocó en el hombro muy suavemente, clavándole sus ojos de pavo espantado. Después de una larga pausa, durante la cual Jacinta se pegó a su marido como para defenderle de una agresión, el infeliz dijo esto, empezando muy bajito como si secreteara, y elevando gradualmente la voz hasta terminar de una manera estentórea: «Y si usted descubre que su mujer, la Venus de Médicis, la de las carnes de raso, la del cuello de cisne, la de los ojos cual estrellas... si usted descubre que esa divinidad, a quien usted ama con frenesí, esa dama que fue tan pura; si usted descubre, repito, que falta a sus deberes y acude a misteriosas citas con un duque, con un grande de España, sí señor, con el mismísimo duque de Tal».
-Hombre, eso es muy grave, pero muy grave -afirmó Juan, poniéndose más serio que un juez-. ¿Está usted seguro de lo que dice?
-¡Que si estoy seguro!... Lo he visto, lo he visto.
Pronunció esto con oprimido acento, como quien va a romper en llanto.
-Y usted, Sr. D. José de mi alma -dijo
Santa Cruz fingiéndose, no ya serio sino consternado-,
-¡Duelos... duelitos a mí! -replicó Ido con sarcasmo-. Eso es para los tontos. Esas cosas se arreglan de otro modo.
Y vuelta a empezar bajito, para concluir a gritos:
«Yo haré justicia, se lo juro a
usted... Espero cogerlos
Al llegar a este grado de su lastimoso
acceso, el infeliz Ido ya no tenía atadero. Gesticulaba en medio de
la habitación, iba de un lado para otro, parábase delante de los
esposos sin ninguna muestra de respeto, daba rápidas vueltas sobre
un tacón y tenía todas las trazas de un hombre completamente
irresponsable de lo que dice y hace. El criado estaba en la puerta
riendo, esperando que sus amos le mandasen poner a aquel adefesio
en la calle. Por fin, Juan
-A mí no me divierte esto -opinó Jacinta-. Me da miedo. ¡Pobre hombre! La miseria, el no comer le habrán puesto así.
-Es lo más inofensivo que te puedes figurar. Siempre que va a casa de Joaquín, le pinchamos para que hable de la adúuultera. Su demencia es que su mujer se la pega con un grande de España. Fuera de eso, es razonable y muy veraz en cuanto habla. ¿De qué provendrá esto, Dios mío? Lo que tú dices, el no comer. Este hombre ha sido también autor de novelas, y de escribir tanto adulterio, no comiendo más que judías, se le reblandeció el cerebro.
Y no se habló más del loco. Por la
noche fue Guillermina, y Jacinta, que conservaba la mugrienta
tarjeta con las señas de Ido, se la dio a su amiga para que en sus
excursiones le socorriese. En efecto, la familia del corredor de
obras (Mira el Río 12), merecía que alguien se interesara por ella.
Guillermina conocía la casa y tenía en ella muchos parroquianos.
Después
Una mañana, dos días después de la visita de Ido, Blas avisó que en el recibimiento estaba el hombre aquel de los pelos tiesos. Quería hablar con la señorita. Venía muy pacífico. Jacinta fue allí, y antes de llegar ya estaba abriendo su portamonedas.
-Señora -le dijo Ido al tomar lo que se le daba-, estoy agradecidísimo a sus bondades; pero ¡ay!, la señora no sabe que estoy desnudo... quiero decir, que esta ropa que llevo se me está deshaciendo sobre las carnes... Y naturalmente, si la señora tuviera unos pantaloncitos desechados del señor D. Juan...
-¡Ah! Sí... buscaré. Vuelva usted.
-Porque la señora doña Guillermina, que es tan buena, nos socorrió con bonos de carne y pan, y a Nicanora le dio una manta, que nos viene como bendición de Dios, porque en la cama nos abrigábamos con toda mi ropa y la suya puesta sobre las sábanas...
-Descuide usted, Sr. del Sagrario; yo
le procuraré
-Y a mucha honra... Agradecidísimo, señora; pero créame la señora, se lo digo con la mano puesta en el corazón: más me convendría ropa de niños que ropa de hombre, porque no me importa estar desnudo con tal que mis chicos estén vestidos. No tengo más que una camisa, que Nicanora, naturalmente, me lava ciertas y determinadas noches mientras duermo, para ponérmela por la mañana... pero no me importa. Anden mis niños abrigados, y a mí que me parta una pulmonía.
-Yo no tengo niños -dijo la dama con tanta pena como el otro al decir «no tengo camisa».
Maravillábase Jacinta de lo muy razonable que estaba el corredor de obras. No advirtió en él ningún indicio de las extravagancias de marras.
«La señora no tiene hijos... ¡Qué lástima! -exclamó Ido-. Dios no sabe lo que se hace... Y yo pregunto: si la señora no tiene niños, ¿para quién son los niños? Lo que yo digo... ese señor Dios será todo lo sabio que quieran; pero yo no le paso ciertas cosas».
Esto le pareció a la Delfina tan discreto, que creyó tener delante al primer filósofo del mundo; y le dio más limosna.
«Yo no tengo niños -repitió-, pero ahora me acuerdo. Mis hermanas los tienen...».
-Mil y mil cuatrillones de gracias, señora. Algunas prendas de abrigo, como las que repartió el otro día doña Guillermina a los chicos de mis vecinos, no nos vendrían mal.
-¿Doña Guillermina repartió a los vecinos y a usted no?... ¡Ah!, descuide usted; ya le echaré yo un buen réspice.
Alentado por esta prueba de benevolencia, Ido empezó a tomar confianza. Avanzó algunos pasos dentro del recibimiento, y bajando la voz dijo a la señorita:
«Repartió doña Guillermina unos
capuchoncitos de lana, medias y otras cosas; pero no nos tocó nada.
Lo mejor fue para los hijos de la señá Joaquina y para el
-¿Qué dice usted, hombre? ¿De quién habla usted? -indicó Jacinta sospechando que Ido se electrizaba. Y en efecto, creyó notar síntomas de temblor en el párpado.
«El
Jacinta estaba aturdidísima, como si
hubiera recibido un fuerte golpe en la cabeza. Oía las palabras de
Ido sin acertar a hacerle preguntas terminantes. ¡Fortunata, el
«Pero, vamos a ver... -dijo la señorita al fin, comenzando a serenarse-. Todo eso que usted me cuenta, ¿es verdad o es locura de usted?... Porque a mí me han dicho que usted ha escrito novelas, y que por escribirlas comiendo mal, ha perdido la chaveta».
-Yo le juro a la señora que lo que le
he dicho es el Santísimo Evangelio -replicó Ido poniéndose la mano
sobre el pecho-. José Izquierdo es persona formal. No sé si la
señora lo conocerá. Tuvo platería en la Concepción Jerónima, un
gran establecimiento... especialidad en regalos para amas... No sé
si fue allí donde nació el
-Usted está loco -exclamó la dama con arranque de enojo y despecho-. Usted es un embustero... Márchese usted.
Empujole hacia la puerta mirando a todos lados por si había en el recibimiento o en los pasillos alguien que tales despropósitos oyera. No había nadie. D. José se deshizo en reverencias; pero no se turbó porque le llamaran loco.
«Si la señora no me cree -se limitó a decir-, puede enterarse en la vecindad...».
Jacinta le retuvo entonces. Quería que hablase más.
«Dice usted que ese José Izquierdo... Pero no quiero saber nada. Váyase usted».
Ido había traspasado el hueco de la puerta, y Jacinta cerró de golpe, a punto que él abría la boca para añadir quizás algún pormenor interesante a sus revelaciones. Tuvo la dama intenciones de llamarle. Figurábase que al través de la madera, cual si esta fuera un cristal, veía el párpado tembloroso de Ido y su cara de pavo, que ya le era odiosa como la de un animal dañino. «No, no abro... -pensó-. Es una serpiente... ¡Qué hombre! Se finge el loco para que le tengan lástima y le den dinero». Cuando le oyó bajar las escaleras volvió a sentir deseos de más explicaciones. En aquel mismo instante subían Barbarita y Estupiñá cargados de paquetes de compras. Jacinta les vio por el ventanillo y huyó despavorida hacia el interior de la casa, temerosa de que le conocieran en la cara el desquiciamiento que aquel condenado hombre había producido en su alma.
-V-
¡Cómo estuvo aquel día la pobrecita! No se enteraba de lo que le decían, no veía ni oía nada. Era como una ceguera y sordera moral, casi física. La culebra que se le había enroscado dentro, desde el pecho al cerebro, le comía todos los pensamientos y las sensaciones todas, y casi le estorbaba la vida exterior. Quería llorar; ¿pero qué diría la familia al verla hecha un mar de lágrimas? Habría que decir el motivo... Las reacciones fuertes y pasajeras de toda pena no le faltaban, y cuando aquella marca de consuelo venía, sentía breve alivio. ¡Si todo era un embuste, si aquel hombre estaba loco...! Era autor de novelas de brocha gorda y no pudiendo ya escribirlas para el público, intentaba llevar a la vida real los productos de su imaginación llena de tuberculosis. Sí, sí, sí: no podía ser otra cosa: tisis de la fantasía. Sólo en las novelas malas se ven esos hijos de sorpresa que salen cuando hace falta para complicar el argumento. Pero si lo revelado podía ser una papa, también podía no serlo, y he aquí concluida la reacción de alivio. La culebra entonces, en vez de desenroscarse, apretaba más sus duros anillos.
Aquel día, el demonio lo hizo, estaba
Juan mucho peor de su catarro. Era el enfermo más
«Ten paciencia, hijo -le decía su madre-. Si fuera una enfermedad grave, ¿qué harías?».
-Pues pegarme un tiro, mamá. Yo no puedo aguantar esto. Mientras más me sueno, más abrumada tengo la cabeza. Estoy harto de beber aguas. ¡Demonio con las aguas! No quiero más brebajes. Tengo el estómago como una charca. ¡Y me dicen que tenga paciencia! Cualquier día tengo yo paciencia. Mañana me echo a la calle.
-Falta que te dejemos.
-Al menos ríanse, cuéntenme algo, distráiganme. Jacinta, siéntate a mi lado. Mírame.
-Si ya te estoy mirando. Estás muy
guapito
-Búrlate; mejor. Eso me gusta... Ya te daría yo mi constipado. No, si no quiero más caramelos. Con tus caramelos me has puesto el cuerpo como una confitería. Mamá...
-¿Qué?
-¿Estaré bueno mañana? Por Dios, tengan compasión de mí, háganme llevadera esta vida. Estoy en un potro. Me carga el sudar. Si me desabrigo, toso; si me abrigo, echo el quilo... Mamá, Jacinta, distraedme; tráiganme a Estupiñá para reírme un rato con él.
Jacinta, al quedarse otra vez sola con
su marido, volvió a sus pensamientos. Le miró por detrás de la
butaca en que sentado estaba. «¡Ah, cómo me has engañado!...».
Porque empezaba a creer que el loco, con serlo tan rematado, había
dicho verdades. Las inequívocas adivinaciones del corazón humano
decíanle que la desagradable historia del
«Pero mujer, ¿qué haces ahí detrás de mí? -murmuró él sin volver la cabeza-. Lo que digo, hoy parece que estás lela. Ven acá, hija».
-¿Qué quieres?
-Niña de mi vida, hazme un favorcito.
Con aquellas ternuras se le pasó a la Delfina todo su furor de coscorrones. Aflojó los dientes y dio la vuelta hasta ponérsele delante.
«Hazme el favorcito de ponerme otra manta. Creo que me he enfriado algo».
Jacinta fue a buscar la manta. Por el
camino decía: «En Sevilla me contó que había hecho diligencias por
socorrerla. Quiso verla y no pudo. Murió mamá, pasó tiempo; no supo
más de ella... Como Dios es mi padre, yo he de saber lo que hay de
verdad en esto, y si... (se
Al ponerle la manta le dijo: «Abrígate bien, infame»; y a Juanito no se le ocultó la seriedad con que lo decía. Al poco rato volvió a tomar el acento mimoso:
«Jacintilla, niña de mi corazón, ángel de mi vida, llégate acá. Ya no haces caso del sinvergüenza de tu maridillo».
-Celebro que te conozcas. ¿Qué quieres?
-Que me quieras y me hagas muchos mimos. Yo soy así. Reconozco que no se me puede aguantar. Mira, tráeme agua azucarada... templadita, ¿sabes? Tengo sed.
Al darle el agua, Jacinta le tocó la frente y las manos.
«¿Crees que tengo calentura?».
-De pollo asado. No tienes más que impertinencias. Eres peor que los chiquillos.
-Mira, hijita, cordera; cuando venga
-¡Vaya una enfermedad! Sí; lo que es por quejarte no quedará...
Doña Bárbara entró diciendo con autoridad: «A la cama, niño, a la cama. Ya es de noche y te enfriarás en ese sillón».
-Bueno, mamá; a la cama me voy. Si yo no chisto, si no hago más que obedecer a mis tiranas... Si soy una malva. Blas, Blas..., ¿pero dónde se mete este condenado hombre?
María Santísima, lo que bregaron para acostarle. La suerte de ellas era que lo tomaban a broma. «Jacinta, ponme un pañuelo de seda en la garganta... Chica, no aprietes tanto que me ahogas... Quita, quita, tú no sabes. Mamá, ponme tú el pañuelo... No, quitádmelo; ninguna de las dos sabe liar un pañuelo. ¡Pero qué gente más inútil!».
Pasa un ratito.
«Mamá, ¿ha venido
-No, hijo. No te desabrigues. Mete estos brazos. Jacinta, cúbrele los brazos.
-Bueno, bueno, ya están metidos los
brazos. ¿Los meto más? Eso es, se empeñan en que me ahogue. Me han
puesto un baúl mundo encima. Jacinta, quita
-No, tonto, Jacinta comerá aquí contigo.
Mientras su mujer comía, ni un momento
Iban llegando los amigos de la casa que solían ir algunas noches.
«Mamá, por las llagas y por todos los
clavos de Cristo, no me traigas acá a Aparisi... Ahora le da porque
todo ha de ser
-Vaya, no digas tonterías. Puede que entre a saludarte; pero saldrá en seguida. ¿Quién ha entrado ahora?... ¡Ah!, me parece que es Guillermina.
-Tampoco la quiero ver. Me va a
aburrir con su edificio. ¡Valiente chifladura! Esa mujer está loca.
Anoche me dio la gran jaqueca, con que si sacó las maderas de
-¡Pero, qué impertinente! Ya sabes que el pobre Plácido se acuesta entre nueve y diez. Tiene que estar en planta a las cinco de la mañana. Como que va a despertar al sacristán de San Ginés, que tiene un sueño muy pesado.
-Y porque el sacristán de San Ginés sea un dormilón, ¿me he de fastidiar yo? Que entre Estupiñá y me dé tertulia. Es la única persona que me divierte.
-Hijo, por amor de Dios, mete esos brazos.
-Ea, pues si no viene Rossini, no los meto y saco todo el cuerpo fuera.
Y entraba Plácido y le contaba mil cosas divertidas, que siento no poder reproducir aquí. No contento con esto, quería divertirse a costa de él, y recordando un pasaje de la vida de Estupiñá que le habían contado, decíale:
«A ver, Plácido, cuéntanos aquel lance tuyo cuando te arrodillaste delante del sereno, creyendo que era el Viático...».
Al oír esto, el bondadoso y parlanchín
anciano
-Vaya, vaya, este Juanito -decía Estupiñá levantándose para marcharse-, tiene hoy ganas de comedia.
Barbarita, que tanto apreciaba a su buen amigo, estaba, como suele decirse, al quite de estas bromas que tanto le molestaban. «Hijo, no te pongas tan pesado... deja marchar a Plácido. Tú, como te estás durmiendo hasta las once de la mañana, no te acuerdas del que madruga».
Jacinta, entre tanto, había salido un
rato de la alcoba. En el salón vio a varias personas, Casa-Muñoz,
Ramón Villuendas, D. Valeriano Ruiz-Ochoa y alguien más, hablando
de política con tal expresión de terror, que más bien parecían
conspiradores. En el gabinete de Barbarita y en el rincón de
costumbre halló a Guillermina haciendo obra de media con hilo
crudo. En el ratito que estuvo sola con ella, la enteró del plan
que tenía para la mañana siguiente. Irían juntas a la calle de Mira
el Río, porque Jacinta tenía un interés particular en socorrer a la
familia de aquel pasmarote que hace las suscriciones. «Ya le
contaré a usted; tenemos que hablar largo». Ambas estuvieron
«Hija, por Dios, ve allá. Hace un rato que te está llamando. No te separes de él. Hay que tratarle como a los chiquillos».
«Pero mujer, te marchas y me dejas así... ¡qué alma tienes! -gritó el Delfín cuando vio entrar a su esposa-. Vaya una manera de cuidarle a uno. Nada... Lo mismo que a un perro».
-Hijo de mi alma, si te dejé con Plácido y tu mamá... Perdóname, ya estoy aquí.
Jacinta parecía alegre, Dios sabría por qué... Inclinose sobre el lecho y empezó a hacerle mimos a su marido, como podría hacérselos a un niño de tres años.
-¡Ay, qué mañosito se me ha vuelto este nene!... Le voy a dar azotes... Toma, este por tu mamá, este por tu papá y este grande... por tu parienta...
-¡Rica!
-Si no me quieres nada.
-Anda, zalamera... quien no me quiere nada eres tú.
-Nada en gracia de Dios.
-¿Cuánto me quieres?
-Tanto así.
-Es poco.
-Pues como de aquí a la Cibeles... no al Cielo... ¿Estás satisfecho?
-
Jacinta se puso seria.
«Arréglame esta almohada».
-¿Así?
-No, más alta.
-¿Estás bien?
-No, más bajita... Magnífico. Ahora, ráscame aquí, en la paletilla.
-¿Aquí?
-Más abajito... más arribita... ahí... fuerte... ¡Ay, niña de mi vida, eres la gloria eterna!... ¡Qué dicha la mía en poseerte!...
«Cuando estás malo es cuando me dices esas cosas... Ya me las pagarás todas juntas».
-Sí, soy un pillo... Pégame.
-Toma, toma.
-Cómeme...
-Sí, que te como, y te arranco un bocado...
-¡Ay! ¡ay!, no tanto, caramba. ¡Si alguien nos viera!...
-Creería que nos habíamos vuelto tontos rematados -observó Jacinta riéndose con cierta melancolía.
-Estas simplezas no son para que las vea nadie...
-¿Cierras los ojos? Duérmete, a... rorró...
-Eso es, quieres que me duerma para
echar a correr a darle cuerda a esa maniática de Guillermina. Tú
eres responsable de que se chifle por completo, porque le fomentas
el tema del edificio... Ya estás deseando que cierre yo los
-Bueno, hombre, bueno; me estaré.
Quedose aletargado; pero en seguida abrió los ojos, y lo primero que vieron fue los de Jacinta, fijos en él con atención amante. Cuando se durmió de veras, la centinela abandonó su puesto para correr al lado de Guillermina con quien tenía pendiente una interesantísima conferencia.
-I-
Al día siguiente, el Delfín estaba
poco más o menos lo mismo. Por la mañana, mientras Barbarita y
Plácido andaban por esas calles de tienda en tienda, entregados al
deleite de las compras precursoras de Navidad, Jacinta salió
acompañada de Guillermina. Había dejado a su esposo con Villalonga,
después de enjaretarle la mentirilla de que iba a la Virgen de la
Paloma a oír una misa que había prometido. El atavío de las dos
damas era tan distinto, que parecían ama y criada. Jacinta se puso
su abrigo, sayo o
Iba Jacinta tan pensativa, que la
bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su
propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la
acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las
panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y
los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos
de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban
Dio Jacinta de cara a diferentes
personas muy ceremoniosas. Eran maniquís vestidos de señora con
tremendos
Cuando se halló cerca del fin de su
viaje, la Delfina fijaba exclusivamente su atención en los chicos
que iba encontrando. Pasmábase la señora de Santa Cruz de que
hubiera tantísima madre por aquellos barrios, pues a cada paso
tropezaba con una, con su crío en brazos, muy bien agasajado bajo
el ala del mantón. A todos estos ciudadanos del porvenir no se les
veía más que la cabeza por encima del hombro de su madre. Algunos
iban vueltos hacia atrás, mostrando la carita redonda dentro del
círculo del gorro y los ojuelos vivos, y se reían con los
transeúntes. Otros tenían el semblante mal
«Aquí es» dijo Guillermina, después de
andar un trecho por la calle del Bastero y de doblar una esquina.
No tardaron en encontrarse dentro de un patio cuadrilongo. Jacinta
miró hacia arriba y vio dos filas de corredores con antepechos de
fábrica y pilastrones de madera pintada de ocre, mucha ropa
tendida, mucho refajo amarillo, mucha zalea puesta a secar, y oyó
un zumbido como de enjambre. En el patio, que era casi todo de
tierra, empedrado sólo a trechos, había chiquillos de ambos sexos y
de diferentes edades. Una zagalona tenía en la cabeza toquilla roja
con agujeros, o con
«Chicooo... mia éste... Que te rompo la cara... ¿sabeees...?».
-¿Ves esa farolona? -dijo Guillermina a su amiga-, es una de las hijas de Ido... Esa, esa que está dando brincos como un saltamontes... ¡Eh!, chiquilla... No oyen... venid acá.
Todos los chicos, varones y hembras, se pusieron a mirar a las dos señoras, y callaban entre burlones y respetuosos, sin atreverse a acercarse. Las que se acercaban paso a paso eran seis u ocho palomas pardas, con reflejos irisados en el cuello; lindísimas, gordas. Venían muy confiadas meneando el cuerpo como las chulas, picoteando en el suelo lo que encontraban, y eran tan mansas, que llegaron sin asustarse hasta muy cerca de las señoras. De pronto levantaron el vuelo y se plantaron en el tejado. En algunas puertas había mujeres que sacaban esteras a que se orearan, y sillas y mesas. Por otras salía como una humareda: era el polvo del barrido. Había vecinas que se estaban peinando las trenzas negras y aceitosas, o las guedejas rubias, y tenían todo aquel matorral echado sobre la cara como un velo. Otras salían arrastrando zapatos en chancleta por aquellos empedrados de Dios, y al ver a las forasteras corrían a sus guaridas a llamar a otras vecinas, y la noticia cundía, y aparecían por las enrejadas ventanas cabezas peinadas o a medio peinar.
«¡Eh!, chiquillos, venid acá» repitió
Guillermina;
«¿Está tu padre arriba?». La chica respondió que sí, y desde entonces convirtiose en individuo de Orden Público. No dejaba acercar a nadie; quería que todos los granujas se retiraran y ser ella sola la que guiase a las dos damas hasta arriba. «¡Qué pesados, qué sobones!... En todo quieren meter las narices... Atrás, gateras, atrás... Quitarvos de en medio; dejar paso».
Su anhelo era marchar delante. Habría deseado tener una campanilla para ir tocando por aquellos corredores a fin de que supieran todos qué gran visita venía a la casa.
«Niña, no es preciso que nos acompañes -dijo Guillermina que no gustaba de que nadie se sofocase tanto por ella-. Nos basta con saber que están en casa».
Pero la zancuda no hacía caso. En el primer peldaño de la escalera estaba sentada una mujer que vendía higos pasados en una sereta, y por poco no la planta el zapato de orillo en mitad de la cara. Y todo porque no se apartaba de un salto para dejar el paso libre... «¡Vaya dónde se va usted a poner, tía bruja!... Afuera o la reviento de una patada...».
Subieron, no sin que a Jacinta le
quedaran ganas de examinar bien toda la pillería que en el patio
quedaba. Allá en el fondo había divisado dos niños y una niña. Uno
de ellos era rubio y como de tres años. Estaban jugando con el
fango, que es el juguete más barato que se conoce. Amasábanlo para
hacer tortas del tamaño de
«¡Qué tropa, Dios! -exclamó la zancuda
con indignación de celador de ornato público, que no causó efecto-.
Cuidado donde se van a poner... ¡Fuera, fuera!... y tú,
«Vamos -dijo Guillermina a su guía-, no las riñas tanto, que también tú eres buena...».
-II-
Avanzaron por el corredor, y a cada
paso un estorbo. Bien era un brasero que se estaba encendiendo, con
el tubo de hierro sobre las brasas para hacer tiro; bien el montón
de zaleas o de ruedos, ya una banasta de ropa; ya un cántaro de
agua. De todas las puertas abiertas y de las ventanillas salían
voces o de disputa, o de algazara festiva. Veían las cocinas con
los pucheros armados sobre las ascuas, las artesas de lavar junto a
la puerta, y allá en el testero de las breves estancias la
indispensable cómoda con su hule, el velón con pantalla verde y en
la pared una especie de altarucho formado por diferentes estampas,
alguna lámina al cromo de prospectos o periódicos satíricos, y
muchas fotografías. Pasaban por un domicilio que era taller de
zapatería, y los golpazos que los zapateros daban a la suela,
unidos a sus cantorrios, hacían una algazara de mil demonios. Más
allá sonaba el convulsivo tiquitique de una máquina de coser, y
acudían a las ventanas bustos y caras de mujeres curiosas. Por aquí
se veía un enfermo tendido en un camastro, más allá un matrimonio
que disputaba a gritos. Algunas vecinas conocieron a doña
Guillermina y la saludaban con respeto. En otros círculos causaba
admiración el empaque elegante
Guillermina se paró, mirando a su
amiga: «Esas chafalditas no van conmigo. No puedes figurarte el
odio que esta gente tiene a los
Jacinta estaba algo corrida; pero también se reía, Guillermina dio dos pasos atrás, diciendo: «Ea, señoras, cada una a su trabajo, y dejen en paz a quien no se mete con ustedes».
Luego se detuvo junto a una de las puertas y tocó en ella con los nudillos.
«La señá Severiana no está -dijo una de las vecinas-. ¿Quiere la señora dejar recado?...».
-No; la veré otro día.
Después de recorrer dos lados del
corredor principal, penetraron en una especie de túnel en que
también había puertas numeradas; subieron como unos seis peldaños,
precedidas siempre de la zancuda, y se encontraron en el corredor
de otro patio, mucho más feo, sucio y triste que el anterior.
Comparado con el segundo, el primero tenía algo de aristocrático y
podría pasar por albergue de familias
Echando una mirada a lo alto del
tejado, vio la Delfina que por encima de este asomaba un tenderete
en que había muchos cueros, tripas u otros despojos, puestos a
secar. De aquella región venía, arrastrado por las ondas del aire,
un olor nauseabundo. Por los desiguales tejados paseábanse gatos de
feroz aspecto, flacos, con las quijadas angulosas, los ojos
dormilones, el pelo erizado. Otros bajaban a los corredores y se
tendían al sol; pero los propiamente salvajes, vivían y aun se
criaban arriba, persiguiendo
Pasaron junto a las dos damas figuras andrajosas, ciegos que iban dando palos en el suelo, lisiados con montera de pelo, pantalón de soldado, horribles caras. Jacinta se apretaba contra la pared para dejar paso franco. Encontraban mujeres con pañuelo a la cabeza y mantón pardo, tapándose la boca con la mano envuelta en un pliegue del mismo mantón. Parecían moras; no se les veía más que un ojo y parte de la nariz. Algunas eran agraciadas; pero la mayor parte eran flacas, pálidas, tripudas y envejecidas antes de tiempo.
Por los ventanuchos abiertos salía, con el olor a fritangas y el ambiente chinchoso, murmullo de conversaciones dejosas, arrastrando toscamente las sílabas finales. Este modo de hablar de la tierra ha nacido en Madrid de una mixtura entre el deje andaluz, puesto de moda por los soldados, y el dejo aragonés, que se asimilan todos los que quieren darse aires varoniles.
Nueva barricada de chiquillos les
cortó el paso. Al verles, Jacinta y aun Guillermina, a pesar de su
costumbre de ver cosas raras, quedáronse pasmadas, y hubiérales
dado espanto lo que miraban, si las risas de ellos no disiparan
toda impresión terrorífica. Era una manada de salvajes, compuesta
de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña más chica,
«Malditos seáis... -gritó la zancuda, cuando vio aquellas fachas horrorosas-. ¡Pero cómo os habéis puesto así, sinvergüenzones, indecentes, puercos, marranos...!».
-En el nombre del Padre... -exclamó Guillermina persignándose-. ¿Pero has visto...?
Contemplaban ellos a las damas, mudos y con grandísima emoción, gozando íntimamente en la sorpresa y terror que sus espantables cataduras producían en aquellas señoriticas tan requetefinas. Uno de los pequeños intentó echar la zarpa al abrigo de Jacinta; pero la zancuda empezó a dar chillidos: «Quitarvos allá, desapartaísos, gorrinos asquerosos... que mancháis a estas señoras con esas manazas».
«¡Bendito Dios!... Si parecen
caníbales... No nos toquéis... La culpa no tenéis vosotros, sino
vuestras madres, que tal os consienten...
Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba, contestaron que sí con sus cabezas de salvaje. Empezaban a sentirse avergonzados y no sabían por dónde tirar. En el mismo instante salió una mujeraza de la puerta más próxima, y agarrando a una de las niñas embadurnadas, le levantó las enaguas y empezó a darle tal solfa en salva la parte, que los castañetazos se oían desde el primer patio. No tardó en aparecer otra madre furiosa, que más que mujer parecía una loba, y la emprendió con otro de los mandingas a bofetada sucia, sin miedo a mancharse ella también. «Canallas, cafres, ¡cómo se han puesto!». Y al punto fueron saliendo más madres irritadas. ¡La que se armó! Pronto se vieron lágrimas resbalando sobre el betún, llanto que al punto se volvía negro. «Te voy a matar, grandísimo pillo, ladrón...». Estos son los condenados charoles que usa la señá Nicanora. Pero, ¡re-Dios!, señá Nicanora, ¿para qué deja usté que las criaturas...?».
Una de las mujeres que más alborotaban
se aplacó al ver a las dos damas. Era la señora de Ido del
Sagrario, que tenía en la cara sombrajos y manchurrones de aquel
mismo betún de los caribes, y las manos enteramente negras.
Guillermina y Jacinta entraron en la
mansión de Ido, que se componía de una salita angosta y de dos
alcobas interiores más oprimidas y lóbregas aún, las cuales daban
el
Pero lo que mayormente excitó la curiosidad de ambas señoras fue un gran tablero que en el centro de la estancia había, cogiéndola casi toda; una mesa armada sobre bancos como la que usan los papelistas, y encima de ella grandes paquetes o manos de pliegos de papel fino de escribir. A un extremo los cuadernillos apilados formaban compactas resmas blancas; a otro las mismas resmas ya con bordes negros, convertidas en papel de luto.
Ido extendía sobre el tablero los
pliegos de papel abiertos. Una muchacha, que debía de ser Rosita,
contaba los pliegos ya enlutados y formaba los cuadernillos.
Nicanora pidió permiso a las señoras para seguir trabajando. Era
una mujer más envejecida que vieja, y bien se conocía que nunca
había sido hermosa. Debió de tener en otro tiempo buenas carnes,
pero ya su cuerpo estaba lleno de pliegues y abolladuras como un
zurrón vacío. Allí, valga la verdad, no se sabía lo que era pecho,
ni lo que era barriga. La cara era hocicuda y desagradable. Si algo
expresaba era un genio muy malo y un carácter de vinagre; pero en
esto engañaba aquel rostro como otros muchos que hacen creer lo que
no es. Era Nicanora una infeliz mujer, de más bondad que
entendimiento, probada en las luchas de la vida, que había sido
para ella una batalla sin victorias ni respiro alguno. Ya no se
defendía más que con
Jacinta no sabía a quién compadecer
más, si a Nicanora por ser como era, o a su marido por creerla
Venus cuando se
«¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pintura?» preguntó Guillermina a Nicanora.
-Somos
-¡Qué dice este hombre! -exclamó la fundadora horrorizada.
-Cállate tú y no disparates -replicó
Nicanora-. Yo soy
Ido, que estaba oyendo a su mujer,
como se oye a un orador brillante, despertó de su éxtasis y se puso
a
-Y las suscriciones de entregas -preguntó Guillermina-, ¿dan algo que comer?
Ido abrió la boca para emitir pronta y juiciosa respuesta a esta pregunta; pero su mujer tomó rápidamente la palabra, quedándose él un buen rato con la boca abierta.
-Las suscripciones -declaró la
Ido, desde que se dijo aquello del billete perdido, no volvió a levantar los ojos de su trabajo. Aquel descuido que tuvo le avergonzaba como si hubiera sido un delito.
«Pues lo primero que tienen ustedes que hacer -indicó la Pacheco-, es poner una escuela a esos dos tagarotes y a la berganta de su niña pequeña».
-No los mando, porque me da vergüenza de que salgan a la calle con tanto pingajo.
-No importa. Además, esta amiguita y yo daremos a ustedes alguna ropa para los muchachos. Y el mayor, ¿gana algo?
-Me gana cinco reales en una imprenta.
-Y usted -preguntó Jacinta a Rosita-, ¿en qué se ocupa?
Rosita se puso muy encarnada. Iba a contestar; pero su madre, que llevaba la palabra por toda la familia, respondió:
«Es peinadora... Está aprendiendo con
una vecina maestra. Ya tiene algunas parroquianas. Pero no le
pagan, naturalmente... Es una sosona, y como no le pongan los
cuartos en la mano, no hay de qué. Yo le digo que no sea
Guillermina, después de sacar varios
bonos, como billetes de teatro, y dar a la infeliz familia los que
necesitaba para proveerse de garbanzos, pan y carne por media
semana, dijo que se marchaba. Pero Jacinta no se conformó con salir
tan pronto. Había ido allí con determinado fin, y por nada del
mundo se retiraría sin intentar al menos realizarlo. Varias veces
tuvo la palabra en la boca para hacer una pregunta a D. José, y
este la miraba como
-III-
«¡El Dulce Nombre!...» exclamó la
Pacheco viendo entrar aquel adefesio, y todos los demás lanzaron
una exclamación parecida al mirar al niño, con la cara tan
completamente pintada de negro que no se veía el color de su carne
por parte alguna. Sus manos chorreaban betún, y en el traje se
habían limpiado las suyas asquerosísimas los otros muchachos. El
«¡Qué horror!... ¡Ah!, tunantes...
¡Bendito Dios!, ¡cómo le han puesto!... Anda, ¡que apañado
estás!...». Las vecinas se enracimaban en las puertas riendo y
alborotando. Jacinta estaba atónita y apenada. Pasáronle por la
mente
Oyose el pie de paliza que Nicarona,
hecha una veneno, estaba dando a sus hijos, y el gemir de ellos. El
«¿Será veneno eso? -observó Jacinta, alarmada-. Que lo laven, ¿por qué no lo lavan?».
-Pues estás bonito, Juanín -díjole Ido-. ¡Y esta señora que te quería dar un beso!
Ávida de tocarle, la Delfina le agarró un mechón de cabello, lo único en que no había pintura. «¡Pobrecito, cómo está!...». De repente le entraron a Juanín ganas de llorar. Ya no enseñaba la lengua; lo que hacía era dar suspiros.
«¿Pero ese Sr. Izquierdo, no está? -preguntó a Ido Jacinta llevándole aparte-. Yo tengo que hablar con él. ¿Dónde vive?».
-Señora -replicó D. José con finura-, la puerta de su domicilio está cerrada... herméticamente, muy herméticamente.
-Pues quiero verle, quiero hablar con él.
-Yo lo pondré en su conocimiento -repuso el corredor de obras, que gustaba de emplear formas burocráticas cuando la ocasión lo pedía.
-Ea, vámonos, que es tarde -dijo impaciente Guillermina-. Otro día volveremos.
-Sí, volveremos... Pero que lo laven... ¡pobre niño! Debe de estar en un martirio horrible con ese emplasto en la cara. Di, tontín, ¿quieres que te laven?
El
«Sí, nos iremos... Lo que es por mí, ya estamos andando» decía la otra sin moverse del corredor, mirando a la techumbre, en la cual no veía otra cosa que el horrible tinglado donde colgaban los cueros puestos a secar. Entre tanto, la fundadora, a pesar de su mucha prisa, entablaba una rápida conversación con D. José.
«¿No tiene usted ya nada que hacer en casa?».
-Absolutamente nada, señora. Ya están
-Le conviene a usted el ejercicio... perfectamente. Pues oiga usted, al mismo tiempo que se orea un poco, me va a hacer un servicio.
-Estoy a disposición de la señora.
-Se sale usted a la Ronda... tira
usted para abajo, dejando a la izquierda la fábrica del gas.
¿Entiende usted?... ¿Sabe usted la estación de las Pulgas? Bueno,
pues antes de llegar a ella hay una casa en construcción... Está
concluida la obra de fábrica y ahora están armando una chimenea muy
larga, porque va a ser
«Vengo por los ladrillos, etc...».
-El dueño de esa fábrica me ha dado unos setenta ladrillos, lo único que le sobra... poca cosa, pero a mí todo me sirve... Bueno; coge usted los ladrillos y me los lleva a la obra... son para mi obra.
-¿A la obra?... ¿Qué obra?
-Hombre, en Chamberí... mi asilo... ¿Está usted lelo?
-¡Ah! perdone la señora... cuando oí la obra, creí al pronto que era una obra literaria.
-Si no puede usted de un viaje, emplee dos.
-O tres, o cuatro... tantísimo gusto en ello... Si necesario fuese, naturalmente, tantos viajes como ladrillos...
-Y si me hace bien el recado, cuente
con un
Ido y su mujer se deshacían en
cumplidos y fueron escoltando a las señoras hasta la puerta de la
calle. En la calle de Toledo tomaron ellas un simón para ganar
tiempo, y el bendito Ido se fue a cumplir el encargo que la
fundadora le había hecho. No era una misión
Pasó la noche en grandísima
intranquilidad. Temía que su mujer descubriese con ojo perspicaz el
matute que él encerraba en su cintura. La maldita parecía que olía
la plata. Por eso estaba tan azorado y no se daba por seguro en
ninguna posición, creyendo que al través de la ropa se le iba a ver
la moneda. Durante la cena estuvieron todos muy alegres; tiempo
hacía que no habían cenado tan bien. Pero al acostarse volvió Ido a
ser atormentado por sus temores, y no tuvo más remedio que estar
toda la noche hecho un ovillo, con las manos cruzadas en la
cintura, porque si en una de las revueltas que ambos daban sobre
los accidentados jergones la mano de su mujer llegaba a tocar el
duro, se lo quitaba, tan fijo como tres y dos son cinco. Durmió,
pues, tan mal que en realidad dormía con un ojo y velaba con el
otro, atento siempre a defender su contrabando. Lo peor fue que
viéndole su mujer tan retortijado y hecho todo una
Eran ya las diez de la mañana, porque
con aquello de lavarse
-IV-
Echose mi hombre a la calle, y tiró
por la de Mira el Río baja, cuya cuesta es tan empinada que se
necesita hacer algo de volatines para no ir rodando de cabeza por
aquellos pedernales. Ido la bajó, casi como la bajan los
chiquillos, de un aliento, y una vez en la explanada que llaman el
Hallábase en lo más entretenido de
aquella crítica literaria, tan propia de su oficio, cuando vio que
hacia él iban tres individuos de calzón ajustado, botas de caña,
chaqueta corta, gorra, el pelo echadito
«Es preciso que me convide a algo»
pensaba el pendolista; y hacía la crítica mental de los manjares
que más le gustaban. Cerca de la puerta de Toledo se encontró con
un mielero alcarreño que paraba en su misma casa. Estaban hablando,
cuando pasó un pintor de panderetas, también vecino, y ambos le
convidaron a unas copas. «Váyanse al rábano, ordinariotes...» pensó
Ido, y les dio las gracias, separándose al punto de ellos. Andando
más vio un ventorro en la acera derecha de la Ronda...
Por fin no pudo resistir; colose
dentro del ventorrillo, y tomando asiento junto a una de aquellas
despintadas mesas, empezó a palmotear para que viniera el mozo, que
era el mismo
«Hola, amigo Izquierdo... Dios le guarde».
-Le vi pasar, maestro y dije, digo: A cuenta que voy a echar un espotrique con mi tocayo...
Sentose sin ceremonia el tal, y
poniendo los codos sobre la mesa, miró fijamente a su tocayo. O las
miradas no expresaban nada, o la de aquel sujeto era un memorial
pidiendo que se le convidara. Ido era tan caballero que le faltó
tiempo para hacer la invitación, añadiendo una frase muy prudente.
«Pero, tocayo, sepa que no tengo más que un duro... Con que no se
corra mucho...». Hizo el otro un gesto tranquilizador y cuando el
A todo esto asintió Ido del Sagrario,
y siguió contemplando a su amigo, el cual parecía un grande hombre
aburrido, carácter agriado por la continuidad de las luchas
humanas. José Izquierdo representaba cincuenta años, y era de
arrogante estatura. Pocas veces se ve una cabeza tan hermosa como
la suya y una mirada tan noble y varonil. Parecía más bien italiano
«Me alegro de verle a usted tocayo -le dijo Ido, a punto que las chuletas eran puestas sobre la mesa-, porque tenía que comunicarle cosas de importancia. Es que ayer estuvo en casa doña Jacinta, la esposa del Sr. D. Juanito Santa Cruz, y preguntó por el chico y le vio... quiero decir, no le vio porque estaba todito dado de negro... y luego dijo que dónde estaba usted, y como usted no estaba, quedó en volver...».
Izquierdo debía de tener hambre atrasada, porque al ver las chuletas, les echó una mirada guerrera que quería decir: «¡Santiago y a ellas!» y sin responder nada a lo que el otro hablaba, les embistió con furia. Ido empezó a engullir comiéndose grandes pedazos sin masticarlos. Durante un rato, ambos guardaron silencio. Izquierdo lo rompió dando fuerte golpe en la mesa con el mango del cuchillo, y diciendo:
«¡Re-hostia con la Repóblica!... ¡Vaya una porquería!».
Ido asintió con una cabezada.
«¡Repoblicanos de chanfaina... pillos,
buleros, piores que serviles, moderaos, piores que moderaos!
-prosiguió Izquierdo con fiera exaltación-.
-V-
Ido seguía corroborando, aunque no
había entendido aquello de la
«Porque mirosté, maestro, lo que les
atufa es el aquel de haber estado mi endivido en Cartagena... Y yo
digo que a mucha honra, ¡re-hostia! Allí estábamos los verídicos
liberales. Y a cuenta que yo, tocayo, toda mi vida no he hecho más
que derramar mi sangre por la judía libertad. El 54, ¿qué hice?,
batirme en las barricadas como una presona decente. Que se
Apuró de nuevo el vaso, y el otro José
admiraba
«Dicen que les van a traer a
Alifonso... ¡Pa chasco! Por mí que lo traigan. A cuenta que es como
si verídicamente trajeran al Terso. Es la que se dice: pa mí lo
mismo es blanco que negro. Óigame lo bueno: El año pasado, estando
en Alcoy, los carcas me jonjabaron. Me corrí a la partida de
Callosa de Ensarriá y tiré montón de tiros a la Guardia Cevil. ¡Qué
-Entonces- dijo Ido, fatigado de aquel relato incoherente, y de aquel vocabulario grotesco-, recogió usted a ese precioso niño...
Buscaba Ido la novela dentro de aquella gárrula página contemporánea; pero Izquierdo, como hombre de más seso, despreciaba la novela para volver a la grave historia.
«Allego y me aboco con los comiteles y
les canto claro: '¿Pero señores, nos acantonamos o no nos
acantonamos?... porque si no va a haber aquí una
Ido tardó mucho tiempo en apoyar esto, por ser quien era; pero Izquierdo le apretó el brazo con tanta fuerza, que al fin no tuvo más remedio que asentir con una cabezada, haciendo la reserva mental de que sólo por la violencia daba su autorizado voto a tal barbaridad.
«Entonces, tocayo de mi arma, viendo
que me querían meter en el estaribel y enredarme con los guras,
tomé el olivo y no juimos a Cartagena. ¡Ay, qué vida aquella!
¡Re-hostia! A mí me querían hacer menistro de la Gubernación; pero
dije que nones. No me gustan suponeres. A cuenta que salimos con
las freatas por aquellos mares de mi arma. Y entonces, que quieras
que no, me ensalzaron a tiniente de navío, y estaba mismamente a
las órdenes del
-VI-
Dijo el
La vida inquieta, las súbitas
apariciones y desapariciones que hacía, y el haber estado en
También se puede asegurar, sin temor
de que ningún dato histórico pruebe lo contrario, que
«Es una gaita esto de no saber escribir... ¡Hostia!, si yo supiera... Créalo: ese es el por qué de la tirria que me tiene Pi».
Don José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque el digerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentaba como un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigo le temblaba horriblemente el párpado, y que las carúnculas del cuello y los berrugones de la cara, inyectados y turgentes, parecían próximos a reventar. Tampoco se fijó en la inquietud de D. José, que se movía en el asiento como si este tuviese espinas; y volviendo a lamentarse de su destino, se dejó decir: «Porque no hacen solutamente estimación de los verídicos hombres del mérito. Tanto mequetrefe colocao, y a nosotros, tocayo, a estos dos hombres de calidá nadie les ensalza. A cuenta de ellos se lo pierden; porque usted, ¡hostia!, sería un lince para la Destrución pública, y yo... yo».
La vanidad de
Pero en aquella sazón, todo esto era
futuro y sólo se presentaba a la mente embrutecida de
«Usted es desgraciado porque no le hacen justicia; pero yo lo soy más, tocayo, porque no hay mayor desdicha que el deshonor».
-¡Repóblica puerca, repóblica cochina!
-rebuznó
-Porque todo se puede conllevar -dijo Ido bajando la voz lúgubremente-, menos la infidelidad conyugal. Terrible cosa es hablar de esto, querido tocayo, y que esta deshonrada boca pregone mi propia ignominia... pero hay momentos, francamente, naturalmente, en que no puede uno callar. El silencio es delito, sí señor... ¿Por qué ha de echar sobre mí la sociedad esta befa, no siendo yo culpable? ¿No soy modelo de esposos y padres de familia? ¿Pues cuándo he sido yo adúltero?, ¿cuándo?... que me lo digan.
De repente, y saltando cual si fuera
de goma, el hombre eléctrico se levantó... Sentía una ansiedad que
le ahogaba, un furor que le ponía los pelos de punta. En este
excepcional desconcierto no se olvidó de pagar, y dando su duro al
«Noble amigo -díjole a Izquierdo al
oído-, no me acompañe usted... Estimo en lo que valen sus
ofrecimientos de ayuda. Pero debo ir solo, enteramente solo, sí
señor; les cogeré
Y salió de estampía, como una saeta.
Viéndole correr, se reían Izquierdo y el
«¡Cristo!, ya le tenemos otra vez con
el dichoso
Don José entró a pasos largos y marcados, con desplantes de cómico de la legua; los ojos saltándosele del casco; y repetía con un tono cavernoso la terrorífica palabra: ¡adúuultera!
-Hombre de Dios -dijo la infeliz
mujer, dejando a un lado el trabajo, que aquel día no
Le miraba con más lástima que enojo, y con cierta tranquilidad relativa, como se miran los males ya muy añejos y conocidos.
«-Fuertecillo es el ataque... Corazón, ¡cómo estás hoy! Algún indino te ha convidado... Si le cojo... Mira, José, debes acostarte...».
-Por Dios, papá -dijo Rosita, que había entrado detrás de su padre-, no nos asustes... Quítate de la cabeza esas andróminas.
Apartola él lejos de sí con enérgico
ademán, y siguió dando aquellos pasos tragicómicos sin orden ni
concierto. Parecía registrar la casa; se asomaba a las fétidas
alcobas, daba vueltas sobre un tacón, palpaba las paredes, miraba
debajo de las sillas, revolviendo los ojos con fiereza y haciendo
unos aspavientos que harían reír grandemente si la compasión no lo
impidiera. La vecindad, que se divertía mucho con el
-¡Venga usted acá, dama infiel! -le dijo el frenético esposo, cogiéndola por un brazo.
Hay que advertir que ni en lo más
fuerte del acceso era brutal. O porque tuviera muy poca fuerza o
porque su natural blando no fuese nunca vencido de la fiebre de
aquella increíble
-¿A quién has visto, corazón?... ¡Ah!, sí, al duque. Sí, aquí le tengo... No me acordaba... ¡Pícaro duque, que te quiere quitar esa recondenada prenda tuya!
Desprendido de las manos de su mujer, que como tenazas le sujetaban, Ido volvió a sus mímicas, y Nicanora, sabiendo que no había más medio de aplacarle que dar rienda suelta a su insana manía para que el ataque pasara más pronto, le puso en la mano un palillo de tambor que allí habían dejado los chicos, y empujándole por la espalda... «Ya puedes escabecharnos -le dijo-, anda, anda; estamos allí, en el camarín, tan agasajaditos... Fuerte, hijo; dale firme y sácanos el mondongo...».
Dando trompicones, entró Ido en una de las alcobas, y apoyando la rodilla en el camastro que allí había empezó a dar golpes con el palillo, pronunciando torpemente estas palabras: «Adúlteros, expiad vuestro crimen». Los que desde el corredor le oían, reíanse a todo trapo, y Nicanora arengaba al público diciendo: «pronto se le pasará; cuanto más fuerte, menos le dura».
«Así, así... muertos los dos... charco
de sangre...
Cuando la
-VII-
Había presenciado parte de la escena y estaba aterrada. «Ya le pasó lo peor -dijo Nicanora saliendo a recibirla-. Ataque muy fuerte... Pero no hace daño. ¡Pobre ángel! Se pone de esta conformidad cuando come».
-¡Cosa más rara! -expresó Jacinta entrando.
-Cuando come carne... Sí señora. Dice
el
No interesaba a Jacinta aquel triste relato tanto como creía Nicanora, y viendo que esta no ponía punto, tuvo la dama que ponerlo.
«Perdone usted -dijo dulcificando su
acento todo lo posible-, pero dispongo de poco tiempo. Quisiera
hablar con ese señor que llaman
-Para servir a vuecencia -dijo una voz
en la puerta, y al mirar, encaró Jacinta con la arrogantísima
figura de
Díjole la Delfina que deseaba hablarle, y él la invitó con toda la cortesía de que era capaz a pasar a su habitación. Ama y criada se pusieron en marcha hacia el 17, que era la vivienda de Izquierdo.
«¿En dónde está el
Izquierdo miró al patio donde jugaban
varios chicos, y no viéndole por ninguna parte, soltó un gruñido.
Cerca del 17, en uno de los ángulos del corredor había un grupo de
cinco o seis personas entre grandes y chicos, en el centro del cual
estaba un niño como de diez años, ciego, sentado en una banqueta y
tocando la guitarra. Su brazo era muy pequeño para alcanzar el
extremo del mango. Tocaba al revés, pisando las cuerdas con la
derecha y rasgueando con la izquierda, puesta la guitarra sobre las
rodillas, boca y cuerdas hacia arriba.
Aquel
Expectación, mientras el músico echaba
de lo hondo del pecho unos ayes y gruñidos como de un perrillo al
que le están pellizcando el rabo.
Risas, algazara, pataleos... Junto al niño cantor había otro
ciego, viejo y curtido, la cara como un corcho, montera de pelo
encasquetada
«No se parece» pensaba entre alegre y desalentada, cuando Izquierdo le señaló la puerta para que entrase.
Cuentan Jacinta y su criada que al
verse dentro de la reducida, inmunda y desamparada celda, y al
observar que el llamado
Rafaela cuenta que en aquel momento se le ocurrió un plan infalible para defenderse del monstruo, si por acaso las atacaba. Desde el punto en que le viera hacer un ademán hostil, ella se le colgaría de las barbas. Si en el mismo instante y muy de sopetón su señorita tenía la destreza suficiente para coger un asador que muy cerca de su mano estaba y metérselo por los ojos, la cosa era hecha.
No había allí más muebles que las dos
sillas y el baúl. Ni cómoda, ni cama, ni nada. En la oscura alcoba
debía de haber algún camastro. De la pared colgaba una grande y
hermosa lámina detrás de cuyo cristal se veían dos trenzas negras
de pelo, hermosísimas, enroscadas al modo de culebras, y entre
ellas una cinta de seda con este letrero:
«¿De quién es ese pelo?» preguntó Jacinta vivamente, y la curiosidad le alivió por un instante el miedo.
-De la hija de mi mujer -replicó
-Yo creí que eran de... -balbució la dama sin atreverse a acabar la frase-. Y la joven a quien pertenecía ese pelo, ¿dónde está?
-En el cementerio -gruñó Izquierdo con acento más propio de bestia que de hombre.
Jacinta examinó al
«A cuenta que no es corto de genio; pero se espanta de las personas finas» dijo Izquierdo empujándole hasta que Jacinta pudo cogerle.
-Si es todo un caballero formal -declaró la señorita dándole un beso en su cara sucia que aún olía a la endiablada pintura-. ¿Cómo estás hoy tan serio y ayer te reías tanto y me enseñabas tu lengüecita?
Estas palabras rompieron el sello a la seriedad de Juanín, porque lo mismo fue oírlas que desplegar su boca en una sonrisa angelical. Riose también Jacinta; pero su corazón sintió como un repentino golpe, y se le nublaron los ojos. Con la risa del gracioso chiquillo resurgía de un modo extraordinario el parecido que la dama creía encontrar en él. Figurose que la raza de Santa Cruz le salía a la cara como poco antes le había salido el carmín del rubor infantil. «Es, es...» pensó con profunda convicción, comiéndose a miradas la cara del rapazuelo. Vela en ella las facciones que amaba; pero allí había además otras desconocidas. Entrole entonces una de aquellas rabietinas que de tarde en tarde turbaban la placidez de su alma, y sus ojos, iluminados por aquel rencorcillo, querían interpretar en el rostro inocente del niño las aborrecidas y culpables bellezas de la madre. Habló, y su metal de voz había cambiado completamente. Sonaba de un modo semejante a los bajos de la guitarra: «Señor Izquierdo, ¿tiene usted ahí por casualidad el retrato de su sobrina?».
Si Izquierdo hubiera respondido que
sí, ¡cómo se habría lanzado Jacinta sobre él! Pero no había tal
retrato, y más valía así. Durante un rato estuvo la dama
silenciosa, sintiendo que se le hacía en la garganta el nudo aquel,
síntoma infalible de las grandes penas. En tanto,
Jacinta le sentó sobre sus rodillas y trató de ahogar su desconsuelo, estimulando en su alma la piedad y el cariño que el desvalido niño le inspiraba. Un examen rápido sobre el vestido de él le reprodujo la pena. ¡Que el hijo de su marido estuviese con las carnecitas al aire, los pies casi desnudos...! Le pasó la mano por la cabeza rizosa, haciendo voto en su noble conciencia de querer al hijo de otra como si fuera suyo. El rapaz fijaba su atención de salvaje en los guantes de la señora. No tenía él ni idea remota de que existieran aquellas manos de mentira, dentro de las cuales estaban las manos verdaderas.
«¡Pobrecito! -exclamó con vivo dolor
Jacinta, observando que el mísero traje del
«Toca, toca -dijo a la criada-; muertecito de frío».
Y al Sr. Izquierdo: «Pero ¿por qué tiene usted a este pobre niño tan desabrigado?».
-Soy pobre, señora -refunfuñó Izquierdo con la sequedad de siempre-. No me quieren colocar... por decente...
Iba a seguir espetando el relato de sus cuitas políticas; pero Jacinta no le hizo caso. Juanín, cuya audacia crecía por momentos, atrevíase ya nada menos que a posarle la mano en la cara, con muchísimo respeto, eso sí.
«Te voy a traer unas botas muy bonitas» le dijo la que quería ser madre adoptiva, echándole las palabras con un beso en su oído sucio.
El muchacho levantó un pie. ¡Y qué pie! Más valía que ningún cristiano lo viera. Era una masa de informe esparto y de trapo asqueroso, llena de lodo y con un gran agujero, por el cual asomaba la fila de deditos rosados.
«¡Bendito Dios! -exclamó Rafaela rompiendo a reír-. ¿Pero Sr. Izquierdo, tan pobre es usted que no tiene para...?».
-Solutamente...
-¡Te voy a poner más majo...!, verás. Te voy a poner un vestido muy precioso, tu sombrero, tus botas de charol.
Comprendiendo aquello, el muy tuno
¡abría cada ojo...! De todas las flaquezas humanas, la primera que
apunta en el niño, anunciando el hombre, es la presunción. Juanín
entendió que le iban a poner guapo y soltó una carcajada. Pero las
ideas y las sensaciones cambian rápidamente en esta edad, y de
improviso el
-Vamos a ver, Sr. de Izquierdo -dijo la dama, planteando decididamente la cuestión-. Ya sé por su vecino de usted quién es la mamá de este niño. Está visto que usted no lo puede criar ni educar. Yo me lo llevo.
Izquierdo se preparó a la respuesta.
-Diré a la señora... yo... verídicamente, le tengo ley. Le quiero, si a mano viene, como hijo... Socórrale la señora, por ser de la casta que es; colóqueme a mí, y yo lo criaré.
-No, estos tratos no me convienen. Seremos amigos; pero con la condición de que me llevo este pobre ángel a mi casa. ¿Para qué le quiere usted? ¿Para que se críe en esos patios malsanos entre pilletes?... Yo le protegeré a usted, ¿qué quiere?, ¿un destino?, ¿una cantidad?
-Si la señora -insinuó Izquierdo torvamente, soltando las palabras después de rumiarlas mucho-, me logra una cosa...
-A ver qué cosa...
-La señora se aboca con Castelar... que me tiene tanta tirria... o con el Sr. de Pi.
-Déjeme usted a mí de
-Pues si no me dan la ministración del Pardo, el hijo se queda aquí... ¡hostia! -declaró Izquierdo con la mayor aspereza, levantándose. Parecía responder con la exhibición de su gallarda estatura más que con las palabras.
-La administración del Pardo nada menos. Sí, para usted estaba. Hablaré a mi esposo, el cual reconocerá a Juanín y le reclamará por la justicia, puesto que su madre le ha abandonado.
Rafaela cuenta que al oír esto, se
desconcertó un tanto
El chico le echó los brazos al cuello.
«Yo no le impido ni le impediré a usted que le siga queriendo, ni aun que le vea alguna vez -dijo la señora, contemplando a Juanín como una tonta-. Volveré mañana y espero convencerle... y en cuanto a la administración del Pardo, no crea usted que digo que no. Podría ser... no sé...».
Izquierdo se dulcificó un poco.
«Nada, nada -pensó Jacinta-, este
hombre es un chalán. No sé tratar con esta clase de
Izquierdo dio un suspiro y puso al chico en el suelo. «Un endivido, que se pasó su santísima vida bregando porque los españoles sean libres...».
-Pero, hombre de Dios, ¿todavía les quiere usted más libres?
-No... es la que se dice... cría cuervos... Sepa usté que Bicerra, Castelar y otros mequetrefes, todo lo que son me lo deben a mí.
-Cosa más particular.
El ruido de la guitarra y de los cantos de los ciegos arreció considerablemente, uniéndose al estrépito de tambores de Navidad.
«¿Y tú no tienes tambor?» preguntó Jacinta al pequeñuelo, que apenas oída la pregunta ya estaba diciendo que no con la cabeza.
-¡Que barbaridad! ¡Miren que no tener tú un tambor...! Te lo voy a comprar hoy mismo, ahora mismo. ¿Me das un beso?
No se hacía de rogar el
«¿Cómo se dice?» le preguntó Izquierdo.
Inútil pregunta, porque él no sabía que cuando se recibe algo se dan las gracias.
Jacinta le volvió a coger en brazos y a mirarle. Otra vez le pareció que el parecido se borraba. ¡Si no sería...! Era conveniente averiguarlo y no proceder con precipitación. Guillermina se encargaría de esto. De repente el muy pillo la miró, y sacándose el caramelo de la boca, se lo ofreció para que chupase ella.
«No, tonto, si tengo más».
Después, viendo que su galantería no era estimada, le enseñó la lengua.
«¡Grandísimo tuno, me haces burla, a mí!...».
Y él, entusiasmándose, volvió a sacar la lengua, y habló por primera vez en aquella conferencia, diciendo muy claro: «Putona».
Ama y criada rompieron a reír, y Juanín lanzó una carcajada graciosísima, repitiendo la expresión, y dando palmadas como para aplaudirse.
-¡Qué cosas le enseña usted!...
-Vaya, hijo, no digas exprisiones...
-¿Me quieres? -le dijo la Delfina apretándole contra sí.
El chico clavó sus ojos en Izquierdo.
«Dile que sí pero a cuenta que no te vas con ella... ¿sabes?... que no te vas con ella, porque quieres más a tu papá Pepe, piojín..., y que a tu papá le tien que dar la ministración».
Volvió el bárbaro a cogerle, y Jacinta se despidió, haciendo propósito firme de volver con el refuerzo de su amiga.
«Adiós, adiós, Juanín. Hasta mañana»; y le besó la mano, pues la cara era imposible por tenerla toda untada de caramelo.
-Adiós, rico -dijo Rafaela pellizcándole los dedos de un pie que asomaban por las claraboyas del calzado.
Y salieron. Izquierdo, que aunque se tenía por caballería, preciábase de ser caballero, salió a despedirlas a la puerta de la calle, con el pequeño en brazos. Y le movía la manecita para hacerle saludar a las dos mujeres hasta que doblaron la esquina de la calle del Bastero.
-VIII-
A las nueve del día siguiente ya
estaban allí otra vez ama y doncella, esperando a Guillermina, que
convino en unirse con su amiga en cuanto despachara ciertos
quehaceres que tenía en la estación de las Pulgas. Había recibido
dos vagones de sillares y obtenido del director de la Compañía del
Norte que le hicieran la descarga gratis con las grúas de la
empresa... ¡los pasos que tuvo que dar para esto! Pero al fin se
salió con la suya, y además quería que del transporte se encargara
la misma empresa, que bastante dinero ganaba, y bien
En cuanto entraron Jacinta y Rafaela vieron a Juanín jugando en el patio. Llamáronle y no quiso venir. Las miraba desde lejos, riendo, con media mano metida dentro de la boca; pero en cuanto le enseñaron el tambor que le traían, como se enseñan al toro, azuzándole, las banderillas que se le han de clavar, vino corriendo como exhalación. Su contento era tal que parecía que le iba a dar una pataleta, y estaba tan inquieto, que a Jacinta le costó trabajo colgarle el tambor. Cogidos los palillos uno en cada mano, empezó a dar porrazos sobre el parche, corriendo por aquellos muladares, envidiado de los demás, y sin ocuparse de otra cosa que de meter toda la bulla posible.
Jacinta y Rafaela subieron. La criada
llevaba un lío de cosas, dádivas que la señora traía a los
menesterosos de aquella pobrísima vecindad. Las mujeres salían a
sus puertas movidas de la curiosidad; empezaba el chismorreo, y
poco después, en los murmurantes corros que se formaron, circulaban
noticias y comentos: «A la señá Nicanora le ha traído un mantón
borrego, al tío
Jacinta empezaba a impacientarse
porque no llegaba su amiga, y en tanto tres o cuatro mujeres,
hablando a un tiempo, le exponían sus necesidades con hiperbólico
estilo. Esta tenía a sus dos niños descalcitos; la otra no los
tenía descalzos ni calzados, porque se le morían todos, y a ella le
había quedado una angustia en el pecho que decían era una
«Señora -le dijo la niña con voz dulce y tímida, pronunciando con la más pura corrección-, ¿ha visto usted mi delantal?».
Cogiendo por los bordes el delantal, que era de cretona azul, recién planchado y sin una mota, lo mostraba a la señorita.
«Sí... ya lo veo -dijo ésta admirada de tanta gracia y coquetería-. Estás muy guapa y el delantal es... magnífico».
-Lo he estrenado hoy... no lo ensuciaré, porque no bajo al patio -añadió la pequeña, hinchando de gozo y vanidad sus naricillas.
-¿De quién eres? ¿Cómo te llamas?
-Adoración.
-¡Qué mona eres... y qué simpática!
-Esta niña -dijo una de las vecinas-,
es hija de una mujer muy mala que la llaman
-¡Pobre niña!... su mamá no la quiere.
-Pero tiene por mamá a su tía Severiana, que la ampara como si fuera hija y la va criando. ¿No conoce la señorita a Severiana?
-He oído hablar de ella a mi amiga.
-Sí, la señorita Guillermina la quiere mucho... Como que ella y Mauricia son hijas de la planchadora de la casa... ¡Severiana!... ¿Dónde está esa mujer?
-En la compra -replicó Adoración.
-Vaya, que eres muy señorita.
La otra, que se oyó llamar señorita, no cabía en sí de satisfacción.
«Señora -dijo, encantando a Jacinta con su metal de voz argentino y su pronunciación celestial-. Yo no me pinté la cara el otro día...».
-¡Tú no...!, ya lo sabía. Eres muy aseada.
-No, no me pinté -repitió acentuando
tan
Jacinta y Rafaela estaban embelesadas. No habían visto una niña tan bonita, tan modosa y que se metiera por los ojos como aquella. Daba gusto ver la limpieza de su ropa. La falda la tenía remendada, pero aseadísima; los zapatos eran viejos, pero bien defendidos, y el delantal una obra maestra de pulcritud.
En esto llegó la tía y madre adoptiva de Adoración. Era guapetona, alta y garbosa, mujer de un papelista, y la inquilina más ordenada, o si se quiere, más pudiente de aquella colmena. Vivía en una de las habitaciones mejores del primer patio y no tenía hijos propios, razón más para que Jacinta simpatizase con ella. En cuanto se vieron se comprendieron. Severiana estimó en lo que valían las bondades de la dama para con la pequeña; hízola entrar en su casa, y le ofreció una silla de las que llaman de Viena, mueble que en aquellos tugurios pareciole a Jacinta el colmo de la opulencia.
«¿Y mi ama doña Guillermina? -preguntó Severiana-. Ya sé que viene ahora todos los días. ¿Usted no me conoce? Mi madre fue planchadora en casa de los señores de Pacheco... allí nos criamos mi hermana Mauricia y yo».
-He oído hablar de ustedes a Guillermina...
Severiana dejó el cesto de la compra, que bien repleto traía, arrojó mantón y pañuelo, y no pudo resistir un impulso de vanidad. Entre las habitantes de las casas domingueras es muy común que la que viene de la plaza con abundante compra la exponga a la admiración y a la envidia de las vecinas. Severiana empezó a sacar su repuesto, y alargando la mano lo mostraba de la puerta afuera... «Vean ustedes... una brecolera... un cuarterón de carne de falda... un pico de carnero con carrilladas... escarola...» y por último salió la gran sensación. Severiana la enseñó como un trofeo, reventando de orgullo. «¡Un conejo!» clamaron media docena de voces... «¡Hija, cómo te has corrido!». -«Hija, porque se puede, y lo he sacado por siete riales». Jacinta creyó que la cortesía la obligaba a lisonjear a la dueña de la casa, mirando con muchísimo interés las provisiones y elogiando su bondad y baratura.
Hablose luego de Adoración, que se había cosido a las faldas de Jacinta, y Severiana empezó a referir:
«Esta niña es de mi hermana Mauricia... La señora metió en las Micaelas a mi hermana, pero esta se fugó, encaramándose por una tapia; y ahora la estamos buscando para volverla a encerrar allá».
-Conozco mucho esa Orden -dijo la de
Santa Cruz-, y soy muy amiga de las madres Micaelas.
-Pero si es muy mala... señora, muy mala -replicó Severiana dando un suspiro-. Aquí me dejó esta escritura, y no nos pesa, porque me tira el alma como si la hubiera parido... lo cual que todos los míos me han nacido muertos; y mi Juan Antonio le ha tomado tal ley a la chica, que no se puede pasar sin ella. Es una pinturera, eso sí, y me enreda mucho. Como que nació y se crió entre mujeres malas, que la enseñaron a fantasiar y a ponerse polvos en la cara. Cuando va por la calle, hace unos meneos con el cuerpo que... ya le digo que la deslomo, si no se le quita esa maña... ¡Ah!, ¡verás tú, verás, bribonaza! Lo bueno que tiene es que no me empuerca la ropa y le gusta lavarse manos, brazos, hocico, y hasta el cuerpo, señora, hasta el cuerpo. Como coja un pedazo de jabón de olor, pronto da cuenta de él. ¿Pues el peinarse? Ya me ha roto tres espejos, y un día... ¿que creerá la señora que estaba haciendo?... pues pintándose las cejas con un corcho quemado.
Adoración púsose como la grana, avergonzada de las perrerías que se contaban de ella.
«No lo hará más -dijo la dama sin hartarse de acariciar aquella cara tan tersa y tan bonita; y variando la conversación, lo que agradeció mucho la pequeña, se puso a mirar y alabar el buen arreglo de la salita».
«Tiene usted una casa muy mona».
-Para menestrales, talcualita. Ya sabe la señorita que está a su disposición. Es muy grande para nosotros; pero tengo aquí una amiga que vive en compañía, doña Fuensanta, viuda de un señor comandante. Mi marido es bueno como los panes de Dios. Me gana catorce riales y no tiene ningún vicio. Vivimos tan ricamente.
Jacinta admiró la cómoda, bruñida de
tanto fregoteo, y el altar que sobre ella formaban mil baratijas, y
las fotografías de gente de tropa, con los pantalones pintados de
rojo y los botones de amarillo. El Cristo del Gran Poder y la
Virgen de la Paloma, eran allí dos hermosos cuadros; había un gran
cromo con la
Se hacía tarde, y Jacinta no tenía sosiego. Por fin, saliendo al corredor, vio venir a su amiga presurosa, acalorada... «No me riñas, hija; no sabes cómo me han marcado esos badulaques en la estación de las Pulgas. Que no pueden hacer nada sin orden expresa del Consejo. No han hecho caso de la tarjeta que llevé, y tengo que volver esta tarde, y los sillares allí muertos de risa y la obra parada... Pero en fin, vamos a nuestro asunto. ¿En dónde está ese que se come la gente? Adiós, Severiana... Ahora no me puedo entretener contigo. Luego hablaremos».
Avanzaron en busca de la guarida de Izquierdo, siempre rodeadas de vecinas. Adoración iba detrás, cogida a la falda de Jacinta, como los pajes que llevan la cola de los reyes, y delante abriendo calle, como un batidor, la zancuda, que aquel día parecía tener las canillas más desarrolladas y las greñas más sueltas. Jacinta le había llevado unas botas, y estaba la chica muy incomodada porque su madre no se las dejaba poner hasta el domingo.
Vieron entornada la puerta del 17, y
Guillermina la empujó. Grande fue su sorpresa al encarar, no con el
señor
No tardó en venir Izquierdo, y echose fuera la estantigua aquella gitanesca, a quien Rafaela miraba con verdadero espanto, rezando mentalmente un Padre-nuestro porque se marchara pronto. Venía el bárbaro dando resoplidos, cual si le rindiera la fatiga de tanto negocio como entre manos traía, y arrojando su pavero en el rincón y limpiándose con un pañuelo en forma de pelota el sudor de la nobilísima frente, soltó este gruñido: «Vengo de en ca Bicerra... ¿Ustés me recibieron? Pues él tampoco... ¡el muy soplao, el muy...! La culpa tengo yo que me rebajo a endividos tan... disinificantes».
-Cálmese usted, Sr. Pepe -indicó Jacinta, sintiéndose fuerte en compañía de su amiga.
Como no había más que dos sillas, Rafaela tuvo que sentarse en el baúl y el grande hombre no comprendido quedose en pie; mas luego tomó una cesta vacía que allí estaba, la puso boca abajo y acomodó su respetable persona en ella.
-IX-
Desde que se cruzaron las primeras
palabras de aquella conferencia, que no dudo en llamar
«Con que Sr. Izquierdo -propuso la fundadora sonriendo-, ya sabe usted... esta amiga mía quiere recoger a ese pobre niño, que tan mal se cría al lado de usted... Son dos obras de caridad, porque a usted le socorreremos también, siempre que no sea muy exigente...».
-¡Hostia, con la tía bruja esta! -dijo
para sí
-Eso sí; para que le hagan a usted ministro... Sr. Izquierdo, no nos venga usted con sandeces. ¿Cree que somos tontas? A buena parte viene... Usted no puede desempeñar ningún destino, porque no sabe leer.
Recibió Izquierdo tan tremendo golpe en su vanidad, que no supo qué contestar. Tomando una actitud noble, puesta la mano en el pecho, repuso:
«Señora, eso de no saber no es todo lo
verídico... digo que no es todo lo verídico... verbi gracia:
-No lo es, cierto, pero sí; pero tampoco es honra, ¿estamos? Conozco pobres muy honrados; pero también los hay que son buenos pájaros.
-Yo soy todo lo decente... ¿estamos?
-¡Ah!, sí... Todos nos llamamos personas decentes; pero facilillo es probarlo. Vamos a ver. ¿Cómo se ha pasado usted la vida? Vendiendo burros y caballos, después conspirando y armando barricadas...
-¡Y a mucha honra, y a mucha honra!... ¡re-hostia! -gritó fuera de sí el chalán, levantándose encolerizado-. ¡Vaya con las tías estas...!
Jacinta daba diente con diente. Rafaela quiso salir a llamar; pero su propio temor le había paralizado las piernas.
«Ja, ja, ja... nos llama
-Señora... señora... no me saque la dinidá; mire que me estoy aguantando... aguantando...
-Más aguantamos nosotras.
-Yo soy un endivido... tal y como...
-Lo que es usted, bien lo sabemos: un holgazanote y un bruto... Sí hombre, no me desdigo... ¿Piensa usted que le tengo miedo? A ver; saque pronto esa navaja...
-No la gasto pa mujeres...
-Ni para hombres... Si creerá este fantasmón que nos va a acoquinar porque tiene esa fachada... Siéntese usted y no haga visajes, que eso servirá para asustar a chicos, pero no a mí. Además de bruto es usted un embustero, porque ni ha estado en Cartagena ni ese es el camino, y todo lo que cuenta de las revoluciones es gana de hablar. A mí me ha enterado quien le conoce a usted bien... ¡Ah!, pobre hombre, ¿sabe usted lo que nos inspira? Pues lástima, una lástima que no puede ponderarle, por lo grande que es...
Completamente aturdido, cual si le hubieran descargado una maza sobre el cuello, Izquierdo se sentó sobre la cesta, y esparció sus miradas por el suelo. Rafaela y Jacinta respiraron, pasmadas del valor de su amiga, a quien veían como una criatura sobrenatural.
-Con que vamos a ver -prosiguió esta guiñando los ojos, como siempre que exponía un asunto importante-. Nosotras nos llevamos al niñito, y le damos a usted una cantidad para que se remedie...
-¿Y qué hago yo con un triste estipendio? ¿Cree que yo me vendo?
-¡Ay, qué delicados están los tiempos!... Usted, ¿qué se ha de vender? Falta que haya quien le compre. Y esto no es compra, sino socorro. No me dirá usted que no lo necesita...
-En fin, pa no cansar... -replicó bruscamente José-, si me dan la ministración...
-Una cantidad y punto concluido...
-¡Que no me da la gana, que no me da la santísima gana!
-Bueno, bueno, no grite usted tanto, que no somos sordas. Y no sea usted tan fino, que tales finuras son impropias de un señor revolucionario tan... feroz.
-Usted me quema la sangre...
-¿Con que destino, y si no no? Tijeretas han de ser. A fe que está el hombre cortadito para administrador. Sr. Izquierdo, dejemos las bromas a un lado; me da mucha lástima de usted; porque, lo digo con sinceridad, no me parece tan mala persona como cree la gente. ¿Quiere usted que le diga la verdad? Pues usted es un infelizote que no ha tenido parte en ningún crimen ni en la invención de la pólvora.
Izquierdo alzó la vista del suelo y miró a Guillermina sin ningún rencor. Parecía confirmar con una mirada de sinceridad lo que la fundadora declaraba.
«Y lo sostengo, este hijo de Dios no
es un hombre malo. Dicen por ahí que usted asesinó a su segunda
mujer... ¡Patraña! Dicen que usted
-Parola, parola, parola -murmuró Izquierdo con amargura.
-Usted se ha pasado la vida luchando por el pienso y no sabiendo nunca vencer. No ha tenido arreglo... La verdad, este vendehumos es hombre de poca disposición: no sabe nada, no trabaja, no tiene pesquis más que para echar fanfarronadas y decir que se come los niños crudos. Mucho hablar de la República y de los cantones, y el hombre no sirve ni para los oficios más toscos... ¿Qué tal?, ¿me equivoco? ¿Es este el retrato de usted, sí o no?...
«Después -añadió la santa-, el pobre hombre ha tenido que valerse de mil arbitrios no muy limpios para poder vivir, porque es preciso vivir... Hay que ser indulgente con la miseria, y otorgarle un poquitín de licencia para el mal».
Durante la breve pausa que siguió a
los últimos conceptos de Guillermina, el infeliz hombre cayó en su
conciencia como en un pozo, y
Guillermina no le quitaba los ojos, que con los guiños se volvían picarescos. Era una maravilla cómo le adivinaba los pensamientos. Parece mentira, pero no lo es, que después de otra pausa solemne, dijo la Pacheco estas palabras:
«Porque eso de que Castelar le coloque es cosa de labios afuera. Usted mismo no lo cree ni en sueños. Lo dice por embobar a Ido y otros tontos como él... Ni ¿qué destino le van a dar a un hombre que firma con una cruz? Usted que alardea de haber hecho tantas revoluciones y de que nos ha traído la dichosa República, y de que ha fundado el cantón de Cartagena... ¡así ha salido él!... usted que se las echa de hombre perseguido y nos llama neas con desprecio y publica por ahí que le van a hacer archipámpano, se contentará... dígalo con franqueza, se contentará con que le den una portería...».
A Izquierdo le vibró el corazón, y este movimiento del ánimo fue tan claramente advertido por Guillermina, que se echó a reír, y tocándole la rodilla con la mano, repitió:
«¿No es verdad que se contentará?...
Vamos,
Los ojos del chalán se iluminaron. Se le escapó una sonrisilla y dijo con viveza:
«¿Portería de ministerio?».
-No, hijo, no tanto... Español había de ser. Siempre picando alto y queriendo servir al Estado... Hablo de portería de casa particular.
Izquierdo frunció el ceño. Lo que él
quería era ponerse uniforme con galones. Volvió a sumergirse de una
zambullida en su conciencia, y allí dio volteretas alrededor de la
portería de casa particular. Él, lo dicho dicho, estaba ya harto de
tanto bregar por la perra existencia. ¿Qué mejor descanso podía
apetecer que lo que le ofrecía aquella
-Ya se ve... no puede olvidar que ha
sido ministro
Este se había levantado, y poniéndose a dar paseos por la habitación con las manos en los bolsillos, expresó sus magnánimos pensamientos de esta manera:
«Mi dinidá y sinificancia no me premiten... Es la que se dice: quisiera, pero no pué ser, no pué ser. Si quieren solutamente socorrerme por que me quitan a mi piojín de mi arma, me atengo al honorario».
-¡Alabado sea Dios! Al fin caemos en la cantidad...
Jacinta veía el cielo abierto... pero este cielo se nubló cuando el bárbaro desde un rincón, donde su voz hacía ecos siniestros, soltó estas fatídicas palabras:
«Ea... pues... mil duros, y trato hecho».
-¡Mil duros! -dijo Guillermina-. ¡La Virgen nos acompañe!, ya los quisiéramos para nosotros. Siempre será un poquito menos.
-No bajo ni un chavo.
-¿A que sí? Porque si usted es chalán también yo soy chalana.
Jacinta discurría ya cómo se las compondría para juntar los mil duros, que al principio le parecieron suma muy grande, después pequeña, y así estuvo un rato apreciando con diversos criterios de cantidad la cifra.
«Que no rebajo ni tanto así. Lo mismo me da monea metálica que pápiros del Banco. Pero ojo al guarismo, que no rebajo na».
-Eso, eso, tengamos carácter... ¡Pues no tiene pocas pretensiones! Ni usted con toda su casta vale mil cuartos, cuanto más mil duros... Vaya, ¿quiere dos mil reales?
Izquierdo hizo un gesto de desprecio.
«¿Qué, se nos enfada?... Pues nada, quédese usted con su angelito. ¿Pues qué se ha creído el muy majadero, que nos tragábamos la bola de que el Pituso es hijo del esposo de esta señora? ¿Cómo se prueba eso?...».
-Yo na tengo que ver... pues bien claro está que es pae natural -replicó Izquierdo de mal talante-, pae natural del hijo de mi sobrina, verbo y gracia, Juanín.
-¿Tiene usted la partida de bautismo?
-La tengo -dijo el salvaje mirando al cofre sobre el que se sentaba Rafaela.
-No, no saque usted papeles, que
tampoco prueban nada. En cuanto a la paternidad
Izquierdo se rascaba la frente, como
escarbando
«Señor Izquierdo; guárdese usted su
-Señora... ¡Hostia!, yo soy un hombre de bien, y conmigo no se queda ninguna nea, ¿estamos? -replicó él con aquella rabia superficial que no pasaba de las palabras.
-Es usted muy amable... Con las
finuras que usted gasta no es posible que nos entendamos. ¡Si habrá
usted creído que esta señora tenía un gran interés en apropiarse
del niño! Es un capricho, nada más que un capricho. Esta simple se
ha empeñado en tener chiquillos... manía tonta, porque cuando Dios
no quiere darlos, Él se sabrá por qué... Vio al
Izquierdo estaba como aturdido con esta rociada de palabras vivas y contundentes. Guillermina, en aquellas grandes crisis oratorias, tuteaba a todo el mundo... Después de empujar hacia la puerta a Jacinta y a Rafaela, volviose al desgraciado, que no acertaba a decir palabra, y echándose a reír con angélica bondad, le habló en estos términos:
«Perdóname que te haya tratado duramente como mereces... Yo soy así. Y no te vayas a creer que me he enfadado. Pero no quiero irme sin darte una limosna y un consejo. La limosna en esta. Toma, para ayuda de un panecillo».
Alargó la mano ofreciéndole dos duros, y viendo que el otro no los tomaba, púsolos sobre una de las sillas.
«El consejo allá va. Tú no vales
absolutamente para nada. No sabes ningún oficio, ni siquiera el de
peón, porque eres haragán y no te gusta cargar pesos. No sirves ni
para barrendero
La vanidad aumentó la turbación en que
el bueno de Izquierdo estaba. Presunciones de gloria le pasaron con
ráfagas de hoguera por la frente... Entrevió un porvenir
brillante... ¡Él, retratado por los pintores!... ¡Y eso se pagaba!
Y se ganaban cuartos por vestirse, ponerse y ¡ah!...
«Con que no lo olvides... Preséntate en cualquier estudio, y eres un hombre. Con tu piojín a cuestas, serías el San Cristóbal más hermoso que se podría ver. Adiós, adiós...».
-I-
Saliendo por los corredores, decía Guillermina a su amiga:
«Eres una inocentona... tú no sabes
tratar con esta gente. Déjame a mí, y estate tranquila, que el
Después de platicar un rato con Severiana en la salita de esta, salieron escoltadas por diferentes cuerpos y secciones de la granujería de los dos patios. A Juanín, por más que Jacinta y Rafaela se desojaban buscándole, no le vieron por ninguna parte.
Aquel día, que era el 22, empeoró el
Delfín a causa de su impaciencia y por aquel afán de querer
anticiparse a la naturaleza, quitándole a esta los medios de su
propia reparación. A
Adoración se pegaba a doña Jacinta
desde que la veía entrar. Era como una idolatría el cariño de
aquella chicuela. Quedábase estática y lela delante de la señorita,
devorándola con sus ojos, y si esta le cogía la cara o le daba un
beso, la pobre niña temblaba de emoción y parecía que le entraba
fiebre. Su manera de expresar lo que sentía era dar de cabezadas
contra el cuerpo de su ídolo, metiendo la cabeza entre los pliegues
del mantón y apretando como si quisiera abrir con ella un hueco.
Ver partir a
Al volver a su casa, tenía la Delfina vivos deseos de saber si Guillermina había hecho algo. Llamola por el balcón; pero la fundadora no estaba. Probablemente, según dijo la criada, no regresaría hasta la noche porque había tenido que ir por tercera vez a la estación de las Pulgas, a la obra y al asilo de la calle de Alburquerque.
Aquel día ocurrió en casa de Santa
Cruz
Don Baldomero estaba muy sereno, y el
golpe de suerte no le daba calor ni frío. Todos los años compraba
un billete entero, por rutina o vicio, quizás por obligación, como
se toma la cédula de vecindad u otro documento que acredite la
condición de español neto, sin que nunca sacase más que fruslerías,
algún reintegro o premios muy pequeños. Aquel año le tocaron
doscientos cincuenta mil reales. Había dado, como siempre, muchas
participaciones, por lo cual los doce mil quinientos duros se
repartían entre la multitud de personas de diferente posición
«
Pepe Samaniego apareció en la puerta a punto que D. Baldomero pregonaba su nombre y su premio, y el favorecido no pudo contener su alegría y empezó a dar abrazos a todos los presentes, incluso a los criados.
«Eulalia Muñoz, un décimo: veinticinco mil reales. Benignita, medio décimo: doce mil quinientos reales. Federico Ruiz, dos duros: cinco mil reales. Ahora viene toda la morralla. Deogracias, Rafaela y Blas han jugado diez reales cada uno. Les tocan mil doscientos cincuenta».
«El carbonero, ¿a ver el carbonero?» dijo Barbarita que se interesaba por los jugadores de la última escala lotérica.
-El carbonero echó diez reales; Juana, nuestra insigne cocinera, veinte, el carnicero quince... A ver, a ver: Pepa la pincha cinco reales, y su hermana otros cinco. A estas les tocan seiscientos cincuenta reales.
-¡Qué miseria!
-Hija, no lo digo yo, lo dice la aritmética.
Los partícipes iban llegando a la casa atraídos por el olor de la noticia, que se extendió rápidamente; y la cocinera, las pinchas y otras personas de la servidumbre se atrevían a quebrantar la etiqueta, llegándose a la puerta del comedor y asomando sus caras regocijadas para oír cantar al señor la cifra de aquellos dineros que les caían. La señorita Jacinta fue quien primero llevó los parabienes a la cocina, y la pincha perdió el conocimiento por figurarse que con los tristes cinco reales le habían caído lo menos tres millones. Estupiñá, en cuanto supo lo que pasaba, salió como un rayo por esas calles en busca de los agraciados para darles la noticia. Él fue quien dio las albricias a Samaniego, y cuando ya no halló ningún interesado, daba la gran jaqueca a todos los conocidos que encontraba. ¡Y él no se había sacado nada!
Sobre esto habló Barbarita a su marido con toda la gravedad discreta que el caso requería.
«Hijo, el pobre Plácido está muy desconsolado. No puede disimular su pena, y eso de salir a dar la noticia es para que no le conozcamos en la cara la hiel que está tragando».
-Pues hija, yo no tengo la culpa... Te
acordarás que estuvo con el medio duro en la mano, ofreciéndolo y
retirándolo, hasta que al fin su
-¡Pobrecillo!... ponlo en la lista.
Don Baldomero miró a su esposa con cierta severidad. Aquella infracción de la aritmética parecíale una cosa muy grave.
«Ponlo, hombre, ¿qué más te da? Que estén todos contentos...».
Don Baldomero II se sonrió con aquella bondad patriarcal tan suya, y sacando otra vez lista y lápiz, dijo en alta voz: «Rossini, diez reales: le tocan mil doscientos cincuenta».
Todos los presentes se apresuraron a felicitar al favorecido, quedándose él tan parado y suspenso, que creyó que le tomaban el pelo.
«No, si yo no...».
Pero Barbarita le echó unas miradas que le cortaron el hilo de su discurso. Cuando la señora miraba de aquel modo no había más remedio que callarse.
«¡Si habrá nacido de pie este bendito Plácido -dijo D. Baldomero a su nuera-, que hasta se saca la lotería sin jugar!».
-Plácido -gritó Jacinta riéndose con mucha gana-, es el que nos ha traído la suerte.
-Pero si yo... -murmuró otra vez Estupiñá, en cuyo espíritu las nociones de la justicia eran siempre muy claras, como no se tratara de contrabando.
-Pero tonto... cómo tendrás esa cabeza -dijo Barbarita con mucho fuego-, que ni siquiera te acuerdas de que me diste medio duro para la lotería.
-Yo... cuando usted lo dice... En
fin... la verdad, mi cabeza anda,
Se me figura que Estupiñá llegó a creer a pie juntillas que había dado el escudo.
«¡Cuando yo decía que el número era de los más bonitos...! -manifestó D. Baldomero con orgullo-. En cuanto el lotero me lo entregó, sentí la corazonada».
-Como bonito... -agregó Estupiñá-, no hay duda que lo es.
-Si tenía que salir, eso bien lo veía
yo -afirmó Samaniego con esa convicción que es resultado del gozo-.
¡Tres
El mismo Samaniego fue quien discurrió
celebrar con panderetazos y villancicos el fausto suceso, y
Estupiñá propuso que fueran todos los agraciados a la cocina para
hacer ruido con las cacerolas. Mas Barbarita prohibió todo lo que
fuera barullo, y viendo entrar a Federico Ruiz, a Eulalia Muñoz y a
uno de los
Toda esta algazara llegaba a la alcoba
de
Jacinta daba sus excusas risueña y sosegada. Pero le fue preciso soltar una mentirijilla. Había salido por la mañana a comprar nacimientos, velitas de color y otras chucherías para los niños de Candelaria.
«Pues entonces -replicó Juanito revolviéndose entre las sábanas-, yo quiero que me digan para qué sirven mamá y Estupiñá, que se pasan la vida mareando a los tenderos y se saben de memoria los puestos de Santa Cruz... A ver, que me expliquen esto...».
La algazara de los premiados, que iba
cediendo
-El veinticinco por ciento es mucho para la gente menuda -dijo D. Baldomero-. Consúltalo con San José y verás cómo me da la razón.
-¡Hereje!... -replicó la dama haciéndose la enfadada-, herejote... después que chupas el dinero de la Nación, que es el dinero de la Iglesia, ahora quieres negar tu auxilio a mi obra, a los pobres... El veinticinco por ciento y tú el cincuenta por ciento... Y punto en boca. Si no, lo gastarás en botica. Con que elige.
-No, hija mía; por mí te lo daré todo...
-Pues no harás nada de más, avariento.
Se están poniendo bien las cosas, a fe mía... El ciento de
Samaniego se empeñó en que la santa
había de tomar una copa de
«¿Pero tú qué has creído de mí, viciosote? ¡Yo beber esas porquerías!... ¿Cuándo cobras, mañana? Pues prepárate. Allí me tendrás como la maza de Fraga. No te dejaré vivir».
Poco después Guillermina y Jacinta hablaban a solas, lejos de todo oído indiscreto.
«Ya puedes vivir tranquila -le dijo la
Pacheco-. El
Púsose Jacinta muy contenga. Había
realizado su antojo; ya tenía su juguete. Aquello podría ser muy
bien una niñería; pero ella tenía sus razones para obrar así. El
plan que concibió para presentar al
-II-
Cuando fue al cuarto del Delfín,
Barbarita le hacía tomar a este un tazón de té con coñac. En el
comedor continuaba la bulla; pero los ánimos estaban más serenos.
«Ahora -dijo la mamá-, han pegado la hebra con la política. Dice
Samaniego que hasta que no corten doscientas o trescientas cabezas;
no habrá paz. El marqués no está por el derramamiento de sangre, y
Estupiñá le preguntaba por qué no había aceptado la diputación que
le ofrecieron...
-No dijo eso -saltó Juanito, suspendiendo la bebida.
-Que sí, hijo; dijo que no quería meterse en estos... no sé qué.
-Que no dijo eso, mamá. No alteres tú también la verdad de los textos.
-Pero hijo, si lo he oído yo.
-Aunque lo hayas oído, te sostengo que no pudo decir eso... vaya.
-¿Pues qué?
-El marqués no pudo decir
Barbarita soltó la carcajada.
-Pues sí... tienes razón, así, así
fue... que no quería
-¿Lo ves?... Jacinta.
-¿Qué quieres, niño mimoso?
-Mándale un recado a Aparisi. Que venga al momento.
-¿Para qué? ¿Sabes la hora que es?
-En cuanto sepa el motivo, se planta aquí de un salto.
-¿Pero a qué?
-¡Ahí es nada! ¿Crees que va a dejar
pasar eso de
Las dos damas celebraron aquella broma
Jacinta se echó la bata, y corrió a
sentarse al borde del lecho de su marido. Pareciole que tenía algo
de calentura. Lo peor era que sacaba los brazos y retiraba las
mantas. Temerosa de que se enfriara, apuró todas las razones para
sosegarle, y viendo que no podía ser, quitose la bata y se metió
con él en la cama, dispuesta a pasar la noche abrigándole por
fuerza como a los niños, y arrullándole para que se
Y cuando pasaba un rato largo sin que
él se moviera, Jacinta se entregaba a sus reflexiones. Sacaba sus
ideas de la mente, como el avaro saca las monedas, cuando nadie le
ve, y se ponía a contarlas y a examinarlas y a mirar si entre ellas
había alguna falsa. De repente acordábase de la jugarreta que le
tenía preparada a su marido, y su alma se estremecía con el placer
de su pueril venganza. El
Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándose completamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya el espacio de dos o tres narices. «¡Qué bien me encuentro ahora! -le dijo con dulzura-. Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah! La gran lotería es la que me ha tocada a mí. Tú eres mi premio gordo. ¡Qué buena eres!».
-¿Te duele la cabeza?
-No me duele nada. Estoy bien; pero me he desvelado; no tengo sueño. Si no lo tienes tú tampoco, cuéntame algo. A ver dime a dónde fuiste esta mañana.
-A contar los frailes, que se ha perdido uno. Así nos decía mamá cuando mis hermanas y yo le preguntábamos dónde había ido.
-Respóndeme al derecho. ¿A dónde fuiste?
Jacinta se reía, porque le ocurrió dar a su marido un bromazo muy chusco.
«¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?».
-Me río de ti... ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María!, todo lo quieren saber.
-Claro, y tenemos derecho a ello.
-No puede una salir a compras...
-Dale con las tiendas. Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puede ser. Tú no has ido a compras.
-Que sí.
-¿Y qué has comprado?
-Tela.
-¿Para camisas mías? Si tengo... creo que son veintisiete docenas.
-Para camisas tuyas, sí; pero te las hago chiquititas.
-¡Chiquititas!
-Sí, y también te estoy haciendo unos baberos muy monos.
-¡A mí, baberos a mí!
-Sí, tonto; por si se te cae la baba.
-¡Jacinta!
-Anda... y se ríe el muy simple. ¡Verás qué camisas! Sólo que las mangas son así... no te cabe más que un dedo en ellas.
-¿De veras que tú?... A ver ponte seria... Si te ríes no creo nada.
-¿Ves que seria me pongo?... Es que me haces reír tú... Vaya, te hablaré con formalidad. Estoy haciendo un ajuar.
-Vamos, no quiero oírte... ¡Qué guasoncita!
-Que es verdad.
-Pero.
-¿Te lo digo? Di si te lo digo.
Pasó un ratito en que se estuvieron mirando. La sonrisa de ambos parecía una sola, saltando de boca a boca.
-¡Qué pesadez!... di pronto...
-Pues allá va... Voy a tener un niño.
-¡Jacinta! ¿Qué me cuentas?... Estas cosas no son para bromas -dijo Santa Cruz con tal alborozo, que su mujer tuvo que meterle en cintura.
-Eh, formalidad. Si te destapas me callo.
-Tú bromeas... Pues si fuera eso verdad, no lo habrías cantado poco... ¡con las ganitas que tú tienes! Ya se lo habrías dicho hasta a los sordos. Pero di, ¿y mamá lo sabe?
-No, no lo sabe nadie todavía.
-Pero mujer... Déjame, voy a tirar de la campanilla.
-Tonto... loco... estate quieto o te pego.
-Que se levanten todos en la casa para que sepan... Pero, ¿es farsa tuya? Sí, te lo conozco en los ojos.
-Si no te estás quieto, no te digo más...
-Bueno, pues me estaré quieto... Pero responde, ¿es presunción tuya o...?
-Es certeza.
-¿Estás segura?
Tan segura como si le estuviera viendo, y le sintiera correr por los pasillos... ¡Es más salado, más pillín...!, bonito como un ángel, y tan granuja como su papá.
-¡Ave María Purísima, qué precocidad! Todavía no ha nacido y ya sabes que es varón, y que es tan granuja como yo.
La Delfina no podía tener la risa. Tan pegados estaban el uno al otro, que parecía que Jacinta se reía con los labios de su marido, y que este sudaba por los poros de las sienes de su mujer.
«¡Vaya con mi señora, lo que me tenía guardado!» añadió con incredulidad.
-¿Te alegras?
-¿Pues no me he de alegrar? Si fuera cierto, ahora mismo ponía en planta a toda la familia para que lo supieran; de fijo que papá se encasquetaba el sombrero y se echaba a la calle, disparado, a comprar un nacimiento. Pero vamos a ver, explícate, ¿cuándo será eso?
-Pronto.
-¿Dentro de seis meses? ¿Dentro de cinco?
-Más pronto.
-¿Dentro de tres?
-Más prontísimo... está al caer, al caer.
-¡Bah!... Mira, esas bromas son impertinentes. ¿Con que fuera de cuenta? Pues nada, no se te conoce.
-Porque lo disimulo.
-Sí; para disimular estás tú. Lo que harías tú, con las ganas que tienes de chiquillos, sería salir para que todo el mundo te viera con tu bombo, y mandar a Rossini con un suelto a
-Pues te digo que ya no hay día seguro. Nada, hombre, cuando le veas te convencerás.
-¿Pero a quién he de ver?
-Al... a tu hijito, a tu nenín de tu alma.
-Te digo formalmente que me llenas de confusión, porque para chanza me parece mucha insistencia; y si fuera verdad, no lo habrías tenido tan guardado hasta ahora.
Comprendiendo Jacinta que no podía sostener más tiempo el bromazo, quiso recoger vela, y le incitó a que se durmiera, porque la conversación acalorada podía hacerle daño.
«Tiempo hay de que hablemos de esto -le dijo-; y ya... ya te irás convenciendo».
-
-A ver si te duermes... Cierra esos ojitos. ¿Verdad que me quieres?
-Más que a mi vida. Pero, hija de mi alma, ¡qué fuerza tienes! ¡Cómo aprietas!
-Si me engañas te cojo y... así, así...
-¡Ay!
-Te deshago como un bizcocho.
-¡Qué gusto!
-Y ahora, a
Este y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de hombre:
«¿Pero de veras que vas a tener un chico?...».
-
Entre dientes le cantaba una canción de adormidera, dándole palmadas en la espalda.
«¡Qué gusto ser
Pasó otro rato, y Juan, despabilándose y fingiendo el lloriqueo de un tierno infante en edad de lactancia, chilló así:
-Mama... mama...
-¿Qué?
-Teta.
Jacinta sofocó una carcajada.
-
Ambos se divertían con tales simplezas. Era un medio de entretener el tiempo y de expresar su cariño.
-Toma teta -díjole Jacinta metiéndole un dedo en la boca; y él se lo chupaba diciendo que estaba muy rica, con otras muchas tontadas, justificadas sólo por la ocasión, la noche y la dulce intimidad.
-¡Si alguien nos oyera, cómo se reiría de nosotros!
-Pero como no nos oye nadie... Las cuatro: ¡qué tarde!
-Di qué temprano. Ya pronto se levantará Plácido para ir a despertar al sacristán de San Ginés. ¡Qué frío tendrá!...
-¡Cuánto mejor nosotros aquí, tan abrigaditos!
-Me parece que de esta me duermo, vida.
-Y yo también, corazón.
Se durmieron como dos ángeles, mejilla con mejilla.
-III-
24 de Diciembre.
Por la mañana encargó Barbarita a
Jacinta ciertos menesteres domésticos que la contrariaron; pero la
misma retención en la casa ofreció coyuntura a la joven para dar un
paso que siempre le había inspirado inquietud. Díjole Barbarita que
no saliera en todo aquel día, y como tenía que salir forzosamente,
no hubo más remedio que revelar a su suegra el lío que
La Delfina se descorazonó mucho.
Esperaba una explosión de júbilo en su mamá política. Pero no fue
así. Barbarita, cejijunta y preocupada, le dijo con frialdad: «No
sé qué pensar de ti; pero en fin, tráetelo y escóndelo hasta ver...
la cosa es muy grave. Diré a tu marido que Benigna está enferma y
has ido a visitarla». Después de esta conversación, fue Jacinta a
la casa de su hermana a quien también confió su secreto,
concertando con ella el depositar el niño allí hasta que Juan y D.
Baldomero lo supieran. «Veremos cómo lo toman» añadió dando un gran
suspiro. Estaba Jacinta aquella tarde fuera de sí. Veía al
Juntose Rafaela con su ama en la casa
de Benigna, y helas aquí por la calle de Toledo
«No me olvidaré de ti, Adoración» le dijo la señorita, que con esta frase parecía anunciar que no volvería pronto.
En ambos patios había tal ruido de
tambores, que era forzoso alzar la voz para hacerse oír. Cuando a
los tamborazos se unía el estrépito
Repartidas las limosnas, fue al 17,
donde ya estaba Guillermina, impaciente por su tardanza. Izquierdo
y el
«Vaya, abreviemos» dijo esta cogiendo al muchacho que estaba como asustado.
-¿Quieres venirte conmigo?
-
Las tres mujeres se rieron mucho también de aquella salida tan fina, e Izquierdo, rascándose la noble frente, dijo así:
«La señorita... a cuenta que ahora le enseñará a no soltar exprisiones».
-Buena falta le hace... En fin, vámonos.
Juanín hizo alguna resistencia; pero al fin se dejó llevar, seducido con la promesa de que le iban a comprar un nacimiento y muchas cosas buenas para que se las comiera todas.
«Ya le he prometido al Sr. de
Izquierdo -dijo Guillermina-, que se le procurará una colocación, y
por de pronto ya le he dado mi tarjeta para que vaya a ver con ella
a uno de los artistas de más fama, que está pintando ahora un
magnífico
Despidiose de ellas el futuro modelo
con toda la urbanidad que en él era posible, y salieron. Rafaela
llevaba en brazos el chico. Como a fines de Diciembre son tan
cortos los días, cuando salieron de la casa ya se echaba la noche
encima. El frío era intenso, penetrante y traicionero como de
helada, bajo un cielo bruñido, inmensamente desnudo y con las
estrellas tan desamparadas, que los estremecimientos de su luz
parecían escalofríos. En la calle del Bastero se insurreccionó el
-¿Qué te importa a ti tu papá Pepe? ¿Quieres un rabel? Di lo que quieres.
-
-¿Un pez?... ahora mismo -le dijo su futura mamá, que estaba nerviosísima, sintiendo toda aquella vibración glacial de las estrellas dentro de su alma.
En la calle de Toledo volvieron a
sonar los cansados pianitos, y también allí se engarfiñaron las dos
piezas, una tonadilla de la
Érales difícil a las tres mujeres
andar aprisa, por la mucha gente que venía calle abajo, caminando
presurosa con la querencia del hogar próximo. Los obreros llevaban
el saquito con el jornal; las mujeres algún comistrajo recién
comprado; los chicos, con sus bufandas enroscadas en el cuello,
cargaban rabeles, nacimientos de una tosquedad prehistórica o
tambores que ya iban bien baqueteados antes de llegar a la casa.
Las niñas iban en grupo de dos o de tres, envuelta la cabeza en
toquillas, charlando cada una por siete. Cuál llevaba una
-
-Mira -le decía Rafaela-, tu mamá te va a comprar un pez de dulce.
-
-¿Quieres una pandereta?... sí, una pandereta grande, que suene mucho.
Las tres hacían esfuerzos para
acallarle, ofreciéndole cuanto había que ofrecer. Después de
comprada la pandereta, el chico dijo que quería una naranja. Le
compraron también naranjas. La noche avanzaba, y el tránsito se
hacía difícil por la acera estrecha, resbaladiza y
«Verás, verás, ¡qué nacimiento tan bonito! -le decía Jacinta para calmarle- ¡Y qué niños tan guapos! Y un pez grande, tremendo, todo de mazapán, para que te lo comas entero».
-
A ratos se tranquilizaba, pero de repente le entraba el berrinche y se ponía a dar patadas en el aire. Rafaela, que era una mujer de poquísimas fuerzas, ya no podía más. Guillermina se lo quitó de los brazos, diciendo:
«Dámele acá... no puedes ya con tu alma... Ea, caballerito; a callar se ha dicho...».
El
«Mira que te estrello... Verás la azotaina que te vas a llevar... ¡Y qué gordo está el tunante!, parece mentira...».
-
-¿Un bastón?... también te lo compramos, hijo, si te estás calladito... A ver, dónde encontraremos bastones ahora...
-Buena falta le hace -dijo Guillermina, y de los de acebuche, que escuecen bien, para enseñarle a no ser mañoso.
De esta manera llegaron a los portales
y a la casa de Villuendas, ya cerrada la noche. Entraron por la
tienda, y en la trastienda Jacinta se dejó caer fatigadísima sobre
un saco lleno de monedas de cinco duros. Al
-IV-
Los dependientes que estaban haciendo
el recuento y balance, metían en las arcas de hierro los cartuchos
de oro y los paquetes de billetes de Banco, sujetos con un
elástico. Otro contaba sobre una mesa pesetas gastadas y las cogía
después con una pala como si fueran lentejas. Manejaban el
Ramón Villuendas no estaba; pero Benigna bajó al momento, y lo primero que hizo fue observar atentamente la cara sucia de aquel aguinaldo que su hermana le traía.
«Qué, ¿no le encuentras parecido?» díjole Jacinta algo picada.
-La verdad, hija... no sé qué te diga...
-Es el vivo retrato -afirmó la otra, queriendo cerrar la puerta, con una opinión absoluta, a todas las dudas que pudieran surgir.
-Podrá ser...
Guillermina se despidió rogando a los
dependientes
En esto entró el amo de la casa, y tomando las monedas, las miró sonriendo.
«Son falsas... tienen hoja».
-Usted sí que tiene hoja -replicó la santa con gracia, y los demás se reían-. Una peseta de premio por cada una.
-¡Cómo va subiendo!... Usted nos tira al degüello.
-Lo que merecéis, publicanos.
Villuendas tomó de un cercano montón dos duros y los añadió a los billetes del cambio.
«Vaya... para que no diga...».
-Gracias... Ya sabía yo que usted...
-A ver, doña Guillermina, espere un ratito -añadió Ramón-. ¿Es cierto lo que me han contado, que usted, cuando no cae bastante dinero en la suscrición para la obra, le cuelga a San José un ladrillo del pescuezo para que busque cuartos?
-El señor San José no necesita de que le colguemos nada, pues hace siempre lo que nos conviene... Con que buenas noches; ahí les queda ese caballerito. Lo primero que deben hacer es ponerle a remojo para que se le ablande la mugre.
Ramón miró al
«Lo primero es que le lavemos».
-No se va a dejar -indicó Jacinta-. Este no ha visto nunca el agua. Vamos, arriba.
Subiéronle, y que quieras que no, le
despojaron de los pingajos que vestía y trajeron un gran barreño de
agua. Jacinta mojaba sus dedos en ella diciendo con temor: «¿estará
muy fría?, ¿estará muy caliente? ¡Pobre ángel, qué mal rato va a
pasar!». Benigna no se andaba en tantos reparos, y ¡pataplum!, le
zambulló dentro, sujetándole brazos y piernas. ¡Cristo! Los
chillidos del
Después empezaron a vestirle. Una le ponía las medias, otra le entraba una camisa finísima. Al sentir la molestia del vestir volviole el mal humor, y trajéronle un espejo para que se mirara, a ver si el amor propio y la presunción acallaban su displicencia.
«Ahora, a cenar... ¿Tienes ganita?».
El
«Ay, ¡qué ganitas tiene el niño! Verás... Vas a comer cosas ricas...».
-¡Patata! -gritó con ardor famélico.
-¿Qué patatas, hombre? Mazapán, sopa de almendra...
-¡Patata, hostia! -repitió él pataleando.
-Bueno, patatitas, todo lo que tú quieras.
Ya estaba vestido. La buena ropa le
caía tan bien que parecía haberla usado toda su vida. No fue
algazara la que armaron los niños de Villuendas cuando le vieron
entrar en el cuarto donde tenían su nacimiento. Primero se
sorprendieron en masa, después parecía que
Juanín se quedó pasmado y lelo delante del nacimiento. La primera manifestación que hizo de sus ideas acerca de la libertad humana y de la propiedad colectiva consistió en meter mano a las velas de colores. Una de las niñas llevó tan a mal aquella falta de respeto, y dio unos chillidos tan fuertes que por poco se arma allí la de San Quintín.
«¡Ay Dios mío! -exclamó Benigna-. Vamos a tener un disgusto con este salvajito...».
-Yo le compraré a él muchas velas -afirmó Jacinta-. ¿Verdad, hijo, que tú quieres velas?
Lo que él quería principalmente era que le llenaran la barriga, porque volvió a dar aquellos bostezos que partían el alma. «A comer, a comer» dijo Benigna, convocando a toda la tropa menuda. Y los llevó por delante como un hato de pavos. La comida estaba dispuesta para los niños, porque los papás cenarían aquella noche en casa del tío Cayetano.
Jacinta se había olvidado de todo,
hasta de marcharse a su casa, y no supo apreciar el tiempo mientras
duró la operación de lavar y vestir al
Y Barbarita, ¿qué había hecho en la mañana de aquel día 24? Veámoslo. Desde que entró en San Ginés, corrió hacia ella Estupiñá como perro de presa que embiste, y le dijo frotándose las manos: «Llegaron las ostras gallegas. ¡Buen susto me ha dado el salmón! Anoche no he dormido. Pero con seguridad le tenemos. Viene en el tren de hoy».
Por más que el gran Rossini sostenga
que aquel día oyó la misa con devoción, yo no lo creo. Es más; se
puede asegurar que ni cuando el sacerdote alzaba en sus dedos al
Dios sacramentado, estuvo Plácido tan edificante como otras veces,
ni los golpes de pecho que se dio retumbaban tanto como otros días
en la caja del tórax. El pensamiento se le escapaba hacia la
liviandad de las compras, y la misa le pareció larga, tan larga,
que se hubiera atrevido a decir al cura, en confianza, que se
Dos horas se llevaron en la calle de Cuchilleros, cogiendo y soltando animales, acosados por los vendedores, a quienes Plácido trataba a la baqueta. Echábaselas él de tener un pulso tan fino para apreciar el peso, que ni un adarme se le escapaba. Después de dejarse allí bastante dinero, tiraron para otro lado. Fueron a casa de Ranero para elegir algunas culebras del legítimo mazapán de Labrador, y aún tuvieron tela para una hora más. «Lo que la señora debía haber hecho hoy -dijo Estupiñá sofocado, y fingiéndose más sofocado de lo que estaba-, es traerse una lista de cosas, y así no se nos olvidaba nada».
Volvieron a la casa a las diez y
media, porque Barbarita quería enterarse de cómo había pasado su
hijo la noche, y entonces fue cuando Jacinta reveló lo del
Nuevas compras fueron realizadas en
aquella segunda parte de la mañana, y cuando regresaban, cargados
ambos de paquetes, Barbarita se detuvo en la plazuela de Santa
Cruz, mirando con atención de compradora los nacimientos. Estupiñá
se echaba a discurrir, y no comprendía por qué la señora examinaba
con tanto interés los puestos, estando ya todos los chicos de la
parentela de Santa Cruz
La confusión y curiosidad del anciano llegaron al colmo cuando Barbarita, al subir la escalera de la casa, le dijo con cierto misterio: «Dame esos paquetes, y métete este armatoste debajo de la capa. Que no lo vea nadie cuando entremos». ¿Qué significaban estos tapujos? ¡Introducir un Belén cual si fuera matute! Y como expertísimo contrabandista, hizo Plácido su alijo con admirable limpieza. La señora lo tomó de sus manos, y llevándolo a su alcoba con minuciosas precauciones para que de nadie fuera visto, lo escondió, bien cubierto con un pañuelo, en la tabla superior de su armario de luna.
Todo el resto del día estuvo la insigne dama muy atareada, y Estupiñá saliendo y entrando, pues cuando se creía que no faltaba nada, salíamos con que se había olvidado lo más importante. Llegada la noche, inquietó a Barbarita la tardanza de Jacinta, y cuando la vio entrar fatigadísima, el vestido mojado y toda hecha una lástima, se encerró un instante con ella, mientras se mudaba, y le dijo con severidad:
«Hija, pareces loca... Vaya por dónde te ha dado... por traerme nietos a casa... Esta tarde tuve la palabra en la boca para contarle a Baldomero tu calaverada; pero no me atreví... Ya debes suponer si la cosa me parece grave...».
Era crueldad expresarse así, y debía
mi señora
-¿Cómo lo ha de reclamar si lo abandonó? -contestó la otra sofocada, queriendo aparentar un gran desprecio de las dificultades.
-Sí, fíate de eso... Eres una inocente.
-Pues si lo reclama, no se lo daré -manifestó Jacinta con una resolución que tenía algo de fiereza-. Diré que es hijo mío, que le he parido yo, y que prueben lo contrario... a ver, que me lo prueben.
Exaltada y fuera de sí, Jacinta, que se estaba vistiendo a toda prisa, soltó la ropa para darse golpes en el pecho y en el vientre. Barbarita quiso ponerse seria; pero no pudo.
«No, tú eres la que tienes que probar que lo has parido... Pero no pienses locuras, y tranquilízate ahora, que mañana hablaremos».
-¡Ay, mamá! -dijo la nuera enterneciéndose-. ¡Si usted le viera...!
Barbarita, que ya tenía la mano en el llamador de la puerta para marcharse, volvió junto a su nuera para decirle: «¿Pero se parece?... ¿Estás segura de que se parece?...».
-¿Quiere usted verlo?, sí o no.
-Bueno, hija, le echaremos un
vistazo... No es que yo crea... Necesito pruebas; pero pruebas muy
claritas... No me fío yo de un parecido que puede ser ilusorio, y
mientras Juan no me saque de dudas seguiré creyendo que a donde
debe ir tu
-V-
¡Excelente y alegre cena la de aquella
noche en casa de los opulentos señores de Santa Cruz! Realmente no
era cena sino comida retrasada, pues no gustaba la familia de
trasnochar, y por tanto, caía dentro de la jurisdicción de la
vigilia más rigurosa. Los pavos y capones eran para los días
siguientes, y aquella noche cuanto se sirvió en la mesa pertenecía
a los reinos de Neptuno. Sólo se sirvió carne a Juan, que estaba ya
mejor y pudo ir a la mesa. Fue verdadero festín de cardenales, con
desmedida abundancia de peces, mariscos y de cuanto cría la mar,
todo tan por lo fino y tan bien aderezado y servido que era una
gloria. Veinticinco personas había en la mesa, siendo de notar que
el conjunto de los convidados ofrecía perfecto muestrario de todas
las clases sociales. La enredadera de que antes hablé había llevado
allí sus vástagos más diversos. Estaba el marqués de Casa-Muñoz, de
la aristocracia monetaria, y
Nada ocurrió en la cena digno de
contarse. Todo fue alegría sin nubes, y buen apetito sin ninguna
desazón. El pícaro del Delfín hacía beber a Aparisi y a Ruiz para
que se alegraran, porque uno y otro tenían un vino muy divertido, y
al fin consiguió con el
Jacinta se puso muy colorada, y todos,
todos los presentes, incluso el Delfín, celebraron mucho la gracia.
Después hubo gran tertulia en el salón; pero poco después de las
doce se habían retirado todos. Durmió Jacinta sin sosiego, y a la
mañana siguiente, cuando su marido no había despertado aún, salió
para ir a misa. Oyola en San Ginés, y después fue a casa de
Benigna, donde encontró escenas de desolación. Todos los sobrinitos
estaban alborotados, inconsolables, y en cuanto la vieron entrar
corrieron hacia ella pidiendo justicia. ¡Vaya con lo que había
hecho Juanín!... ¡Ahí era nada en gracia de Dios! Empezó por
arrancarles la cabeza a las figuras del nacimiento... y lo peor era
que se reía al hacerlo, como si fuera una gracia. ¡Vaya una gracia!
Era un sinvergüenza, un desalmado, un asesino. Así lo atestiguaban
Isabel, Paquito y los demás, hablando confusa y atropelladamente,
porque la indignación
«Tiita, ¿no sabes? -decía Ramona riendo-. Se come las cáscaras de naranja...».
-¡Cochino!
Otra voz infantil atestiguó con la mayor solemnidad que había visto más. Aquella mañana, Juanín estaba en la cocina royendo cáscaras de patata. Esto sí que era marranada.
Jacinta besó al delincuente, con gran estupefacción de los otros chicos.
«Pues tienes bonito el delantal». Juanín tenía el delantal como si hubiera estado fregando los suelos con él. Toda la ropa estaba igualmente sucia.
-Tiita -le dijo Isabelita haciéndose
la ofendida-.
Entró Benigna, que venía de misa, y corroboró todas aquellas denuncias, aunque con tono indulgente.
«Hija, no he visto un salvaje igual. El pobrecito... bien se ve entre qué gentes se ha criado».
-Mejor... Así le domesticaremos.
-¡Qué palabrotas dice!... ¡Ramón se ha
reído más...! No sabes la gracia que le hace su lengua de arriero.
Anoche nos dio malos ratos, porque llamaba a su
-¡Pobrecillo! -exclamó Jacinta
prodigando caricias a su hijo adoptivo y a todos los demás, para
evitar una tempestad de celos-. ¿Pero no veis que él se ha criado
de otra manera que
-Es muy fresco: también se quería comer una vela -dijo Ramoncita implacable.
-Las velas no se comen, no. Son para encenderlas... Veréis qué pronto aprende él todas las cosas... Si creeréis que no tiene talento.
-No hay medio de hacerle comer más que con las manos -apuntó Benigna riendo.
-Pero mujer, ¿cómo quieres que sepa...? Si en su vida ha visto él un tenedor... Pero ya aprenderá... ¿No observas lo listo que es?
Villuendas entró con las figuras.
«Vaya, a ver si estas se salvan de la guillotina».
Mirábalas el
Creíase Jacinta madre, y sintiendo un placer indecible en sus entrañas, estaba dispuesta a amar a aquel pobre niño con toda su alma. Verdad que era hijo de otra. Pero esta idea, que se interponía entre su dicha y Juanín, iba perdiendo gradualmente su valor. ¿Qué le importaba que fuera hijo de otra? Esa otra quizá había muerto, y si vivía lo mismo daba, porque le había abandonado. Bastábale a Jacinta que fuera hijo de su marido para quererle ciegamente. ¿No quería Benigna a los hijos de la primera mujer de su marido como si fueran hijos suyos? Pues ella quería a Juanín como si le hubiera llevado en sus entrañas. ¡Y no había más que hablar! Olvido de todo, y nada de celos retrospectivos. En la excitación de su cariño, la dama acariciaba en su mente un plan algo atrevido. «Con ayuda de Guillermina -pensaba-, voy a hacer la pamema de que he sacado este niño de la Inclusa, para que en ningún tiempo me lo puedan quitar. Ella lo arreglará, y se hará un documento en toda regla... Seremos falsarias y Dios bendecirá nuestro fraude».
Le dio muchos besos, recomendándole
que fuera bueno, y no hiciese porquerías. Apenas se vio Juanín en
el suelo, agarró el bastón de
Chillido unánime de espanto y desolación llenó la casa. Ramoncita pensaba seriamente en que debía llamarse a la Guardia Civil.
«Pillo, ven acá; eso no se hace» gritó Jacinta corriendo a sujetarle.
Una cosa agradaba mucho a la joven. Juanín no obedecía a nadie más que a ella. Pero la obedecía a medias, mirándola con malicia, y suspendiendo su movimiento de ataque.
«Ya me conoce -pensaba ella-. Ya sabe que soy su mamá, que lo seré de veras... Ya, ya le educaré yo como es debido».
Lo más particular fue que cuando se
despidió, el
-VI-
No se le cocía el pan a Barbarita
hasta no aplacar su curiosidad viendo aquella alhaja que su hija le
había comprado, un nieto. Fuera este apócrifo o verdadero, la
señora quería conocerle y examinarle; y en cuanto tuvo Juan
compañía, buscaron suegra y nuera un pretexto
Cuando entró en la casa y vio al
«¡Hijo de mi alma!... ¡amor mío!, ven, ven a mis brazos».
Y lo apretó contra sí tan
enérgicamente, que el
«¡Hijo mío!... corazón... gloria, ¡qué guapo eres!... Rico, tesoro; un beso a tu abuelita».
-¿Se parece? -preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque se le caía la baba, como vulgarmente se dice.
-¡Que si se parece! -observó Barbarita
tragándole con los ojos-. Clavado, hija, clavado...
Jacinta se echó a llorar.
«Y por lo que hace a esa fantasmona... -agregó la señora examinando más las facciones del chico-, bien se le conoce en este espejo que es guapa... Es una perfección este niño».
Y vuelta a abrazarle y a darle besos.
«Pues nada, hija -añadió después con resolución-, a casa con él».
Jacinta no deseaba otra cosa. Pero Barbarita corrigió al instante su propia espontaneidad, diciendo: «No... no nos precipitemos. Hay que hablar antes a tu marido. Esta noche sin falta se lo dices tú, y yo me encargo de volver a tantear a Baldomero... Si es clavado, pero clavado...».
-¡Y usted que dudaba!
-Qué quieres... Era preciso dudar, porque estas cosas son muy delicadas. Pero la procesión me andaba por dentro. ¿Creerás que anoche he soñado con este muñeco? Ayer, sin saber lo que hacía compré un nacimiento. Lo compré maquinalmente, por efecto de un no sé qué... mi resabio de compras movido del pensamiento que me dominaba.
-Bien sabía yo que usted cuando le viera...
-¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas
hoy! -exclamó Barbarita en tono de consternación-. Si estuvieran
abiertas, ahora mismo le compraba un vestidito de marinero con su
gorra en
Jacinta tenía ya celos. Pero
consolábase de ellos viendo que Juanín no quería estar en el regazo
de su abuela y se deslizaba de los brazos de esta para buscar los
de su mamá verdadera. En aquel punto de la escena que se describe,
empezaron de nuevo las acusaciones y una serie de informes sobre
los distintos actos de barbarie consumados por Juanín. Los cinco
fiscales se enracimaban en torno a las dos damas, formulando cada
cual su queja en los términos más difamatorios. ¡Válganos Dios lo
que había hecho! Había cogido una bota de Isabelita y tirádola
dentro de la jofaina llena de agua para que nadase como un pato.
«¡Ay, qué rico!» clamaba Barbarita comiéndosele a besos. Después se
había quitado su propio calzado, porque era un marrano que gustaba
de andar descalzo con las patas sobre el suelo. «¡Ay, qué
rico!...». Quitose también las medias y echó a correr detrás del
gato, cogiéndolo por el rabo y dándole muchas vueltas... Por eso
estaba tan mal humorado el pobre animalito... Luego se
«¡Cuidado que es desgracia! -repitió la señora de Santa Cruz dando un gran suspiro-, ¡las tiendas cerradas hoy!... Porque es preciso comprarle ropita, mucha ropita... Hay en casa de Sobrino unas medidas de colores y unos trajecitos de punto que son una preciosidad... Ángel, ven, ven con tu abuelita... ¡Ah!, ya conoce el muy pillo lo que has hecho por él, y no quiere estar con nadie más que contigo».
-Ya lo creo... -indicó Jacinta con orgullo-. Pero no; él es bueno ¿sí?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad?
Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos maridos.
Aquel día, que fue el 25, hubo gran
comida, y Juanito se retiró temprano de la mesa muy fatigado y con
dolor de cabeza. Su mujer no se atrevió a decirle nada,
reservándose para el día siguiente. Tenía bien preparado todo el
discurso, que confiaba en pronunciarlo entero sin el menor tropiezo
y sin turbarse. El 26 por la mañana entró D. Baldomero en el cuarto
de su hijo cuando este se acababa de levantar, y ambos estuvieron
allí encerrados como una media hora. Las dos damas esperaban
ansiosas en el gabinete el resultado de la conferencia, y las
Tan anhelantes estaban las dos, que se acercaron a la puerta de la alcoba por ver si pescaban alguna sílaba de lo que el padre y el hijo hablaban. Pero no se percibía nada. La conversación era sosegada, y a veces parecía que Juan se reía. Pero estaba de Dios que no pudieran salir de aquella cruel duda tan pronto como deseaban. Pareció que el mismo demonio lo hizo, porque en el momento de salir D. Baldomero del cuarto de su hijo, he aquí que se presentan en el despacho Villalonga y Federico Ruiz. El primero cayó sobre Santa Cruz para hablarle de los préstamos al Tesoro que hacía con dinero suyo y ajeno, ganándose el ciento por ciento en pocos meses, y el segundo se metió de rondón en el cuarto del Delfín. Jacinta no pudo hablar con este; pero se sorprendió mucho de verle risueño y de la mirada maliciosa y un tanto burlona que su marido le echó.
Fueron todos a almorzar y el misterio
continuaba. Cuenta Jacinta que nunca como en aquella ocasión sintió
ganas de dar a una persona de bofetadas y machacarla contra el
suelo. Hubiera destrozado a Federico Ruiz, cuya charla
Villalonga y D. Baldomero no prestaban
ni
«Porque, figúrese usted... el Director del Tesoro acepta el préstamo en consolidado que está a 13... y extiende el pagaré por todo el valor nominal... al interés del 12 por 100. Usted vaya atando cabos...».
-Es escandaloso... ¡Pobre país!...
Un instante se vieron solos Juanito y su mujer, y pudieron decirse cuatro palabras. Jacinta quiso hacerle una pregunta que tenía preparada; pero él se anticipó dejándola yerta con esta cruelísima frase, dicha en tono cariñoso: «Nena, ven acá, ¿con que hijitos tenemos?».
Y no era posible explicarse más, porque la tertulia se enzarzó y vinieron otros amigos que empezaron a reír y a bromear, tomándole el pelo a Federico Ruiz con aquello de los castillos y preguntándole con seriedad si los había estudiado todos sin que se le escapase alguno en la cuenta. Después la conversación recayó en la política. Jacinta estaba desesperada, y en los ratos que podía cambiar una palabrita con su suegra, esta poníale una cara muy desconsolada, diciéndole: «Mal negocio, hija, mal negocio».
Por la noche, comensales otra vez, y
luego tertulia y mucha gente. Hasta las doce duró aquel martirio.
Se marcharon al fin uno a uno.
Juan cogió a su mujer cual si fuera una muñeca, y le dijo:
«Alma mía, tus sentimientos son de ángel; pero tu razón, allá por esas nubes, se deja alucinar. Te han engañado; te han dado un soberbio timo».
-Por Dios, no me digas eso -murmuró Jacinta, después de una pausa en que quiso hablar y no pudo.
-Si desde el principio hubieras hablado conmigo... -añadió el Delfín muy cariñoso-. Pero aquí tienes el resultado de tus tapujos... ¡Ah, las mujeres!, todas ellas tienen una novela en la cabeza, y cuando lo que imaginan no aparece en la vida, que es lo más común, sacan su composicioncita.
Estaba la infeliz tan turbada que no sabía qué decir: «Ese José Izquierdo...».
-Es un tunante. Te ha engañado de la
manera más chusca... Sólo tú, que eres la misma inocencia puedes
caer en redes tan mal urdidas... Lo que me espanta es que Izquierdo
haya podido tener ideas... Es tan bruto; pero tan
-El pobre Ido es incapaz...
-De engañar a sabiendas, eso sí. Pero
no te quepa duda. La primitiva idea de que ese niño es mi hijo
debió ser suya. La concebiría como sospecha, como inspiración
artístico-flatulenta, y el otro se dijo: «Pues toma, aquí hay un
negocio». Lo que es a
Jacinta, anonadada, quería defender su tema a todo trance. «Juanín es tu hijo, no me lo niegues» replicó llorando.
-Te juro que no... ¿Cómo quieres que te lo jure?... ¡Ay Dios mío!, ahora se me está ocurriendo que ese pobre niño es el hijo de la hijastra de Izquierdo. ¡Pobre Nicolasa! Se murió de sobreparto. Era una excelente chica. Su niño tiene, con diferencia de tres meses, la misma edad que tendría el mío si viviese.
-¡Si viviese!
-Si viviese... sí... Ya ves cómo te canto claro. Esto quiere decir que no vive.
-No me has hablado nunca de eso
-declaró severamente Jacinta-. Lo último que me contaste fue... qué
sé yo... No me gusta recordar
-Sí, y era la verdad, la pura verdad. Pero más adelante hay otro episodio, del cual no te he hablado nunca, porque no había para qué. Cuando ocurrió, hacía ya un año que estábamos casados; vivíamos en la mejor armonía... Hay ciertas cosas que no se deben decir a una esposa. Por discreta y prudente que sea una mujer, y tú lo eres mucho, siempre alborota algo en tales casos; no se hace cargo de las circunstancias, ni se fija en los móviles de las acciones. Entonces callé, y creo firmemente que hice bien en callar. Lo que pasó no es desfavorable para mí. Podía habértelo dicho; pero ¿y si lo interpretabas mal? Ahora ha llegado la ocasión de contártelo, y veremos qué juicio formas. Lo que sí puedo asegurarte es que ya no hay más. Esto que te voy a decir es el último párrafo de una historia que te he referido por entregas. Y se acabó. Asunto agotado... Pero es tarde, hija mía, nos acostaremos, dormiremos y mañana...
-VII-
«No, no, no -gritó Jacinta más bien airada que impaciente-. Ahora mismo... ¿Crees que yo puedo dormir en esta ansiedad?».
-Pues lo que es yo, chiquilla, me
acuesto -dijo el Delfín, disponiéndose a hacerlo-. Si creerás tú
que te voy a revelar algo que pone los pelos de punta. ¡Si no es
nada...!, te lo cuento porque es la prueba de que te han engañado.
Veo que pones una cara muy tétrica. Pues si no fuera porque el
lance es bastante triste, te diría que te rieras... ¡Te has de
quedar más convencida...! Y no te apures por la
Se había acostumbrado de tal modo
Jacinta a la idea de hacer suyo a Juanín, de criarle y educarle
como hijo, que le lastimaba al sentirlo arrancado de sí por una
prueba, por un argumento en que intervenía la aborrecida mujer
aquella cuyo nombre quería olvidar. Lo más particular era que
seguía queriendo al
«Y ahora -siguió Santa Cruz, muy bien empaquetado entre sus sábanas-, despídete de tu novela, de esa grande invención de dos ingenios, Ido del Sagrario y José Izquierdo... Vamos allá... Lo último que te dije fue...».
-Fue que se había marchado de Madrid y que no pudiste averiguar a dónde. Esto me lo contaste en Sevilla.
-¡Qué memoria tienes! Pues pasó tiempo, y al año de casados, un día, de repente, plaf... entras tú en mi cuarto y me das una carta.
-¿Yo?
-Sí, una cartita que trajeron para mí. La abro, me quedo así un poco atontado... Me preguntas qué es, y te digo: «Nada, es la madre del pobre Valledor que me pide una recomendación para el alcalde...». Cojo mi sombrero y a la calle.
-¡Volvía a Madrid, te llamaba, te escribía!... -observó Jacinta, sentándose al borde del lecho, la mirada fija, apagada la voz.
-Es decir, hacía que me escribieran,
porque la pobrecilla no sabe... «Pues señor, no hay más remedio que
ir allá». Cree que tu pobre marido iba de muy mal humor. No puedes
figurarte lo que le molestaba la resurrección de una cosa que creía
muerta y desaparecida para siempre. «¿Por dónde saldrá ahora?...
¿Para qué me llamará?». Yo decía también: «De fijo que hay muchacho
por en medio». Esta sucesión me cargaba. «Pero en fin, ¡qué
remedio!...» pensaba al subir por aquellas oscuras escaleras. Era
una casa de la calle de Hortaleza, al parecer de huéspedes. En el
bajo hay tienda de ataúdes. ¿Y qué era?, que la infeliz había
venido a Madrid con
Jacinta callaba. El terror no la dejaba articular palabra.
«¿Y tú no lloraste?» fue lo primero que se le ocurrió decir.
-Te aseguro que pasé un rato... ¡ay qué rato! ¡Y tener que disimular en casa delante de ti! Aquella noche ibas tú al Real. Yo fui también; pero te juro que en mi vida he sentido, como en aquella noche, la tristeza agarrada a mi alma. Tú no te acordarás... No sabías nada.
-Y...
-Y nada más. Le compré la cajita azul
más bonita que había en la tienda de abajo, y se le llevó al
cementerio en un carro de lujo con dos
-Quizás no -dijo la esposa dando un gran suspiro-. Según lo que venga detrás. ¿Qué pasó después?
-Todo lo que sigue es muy soso. Desde
que se dio tierra al pequeñuelo, yo no tenía otro deseo que ver a
la madre tomando el portante. Puedes creérmelo: no me interesaba
nada. Lo único que sentía era compasión por sus desgracias, y no
era floja la de vivir con aquel bárbaro, un tiote grosero que la
trataba muy mal y no la dejaba ni respirar. ¡Pobre mujer! Yo le
dije, mientras él estaba en el cementerio: «¿Cómo es que vives con
este animal y le aguantas?». Y respondiome: «No tengo más amparo
que esta fiera. No le puedo ver; pero el agradecimiento...». Es
triste cosa vivir de esta manera, aborreciendo y agradeciendo. Ya
ves
Jacinta tenía su mirada engarzada en
los dibujos de la colcha. Su marido le tomó una mano y se la apretó
mucho. Ella no decía más que «¡Pobre
Lo mismo fue oír esto el Delfín, que partirse de risa.
«¡El parecido! Si no hay tal parecido
ni lo puede haber. Sólo existe en tu imaginación. Los chicos de esa
edad se parecen siempre a quien
Jacinta le contemplaba en su mente con aquella imparcialidad tan recomendada, y... la verdad... el parecido subsistía... aunque un poquillo borroso y desvaneciéndose por grados. En la desesperación de su inevitable derrota, encontró aún la dama otro argumento.
«Tu mamá también le encontró un gran parecido».
-Porque tú le calentaste la cabeza. Tú
y mamá sois dos buenas maniáticas. Yo reconozco que en esta casa
hace falta un chiquitín. También yo lo deseo tanto como vosotras;
pero esto, hija de mi alma, no se puede ir a buscar a las tiendas,
ni lo debe traer Estupiñá debajo de la capa, como las cajas de
cigarros. El parecido, convéncete tontuela, no es más que la
exaltación de tu pensamiento por causa de esa maldita novela del
niño encontrado. Y puedes creerlo, si como historia el caso es
falso, como novela es cursi. Si no, fíjate en las personas que te
han ayudado al desarrollo de tu obra: Ido del Sagrario, un
flatulento; José Izquierdo, un loco de la clase de cabellerías;
Guillermina, una loca santa, pero loca al fin. Luego viene mamá,
que al verte a ti chiflada, se chifla también. Su bondad
Jacinta le sonreía con tristeza, y su marido le hizo muchas caricias, afanándose por tranquilizarla. Tanto le rogó que se acostara, que al fin accedió a ello.
«Mañana -dijo ella-, irás conmigo a verle».
-A quién... ¿al chiquillo de Nicolasa?... ¡Yo!
-Aunque no sea más que por curiosidad... Considéralo como una compra que hemos hecho las dos maniáticas. Si compráramos un perrito, ¿no querrías verle?
-Bueno, pues iré. Falta que mamá me deje salir mañana... y bien podría, que este encierro me va cargando ya.
Acostose Jacinta en su lecho, y al
poco rato observó que su esposo dormía. Ella tenía poco sueño y
pensaba en lo que acababa de oír. ¡Qué cuadro más triste y qué
visión aquella de la miseria humana! También pensó mucho en el
El 28 por la mañana, ya de vuelta de misa, entró Barbarita en la alcoba del matrimonio joven a decirles que el día estaba muy bueno, y que el enfermo podía salir bien abrigado. «Os cogéis el coche y vais a dar una vuelta por el Retiro». Jacinta no deseaba otra cosa, ni el Delfín tampoco. Sólo que en vez de ir al Retiro, se personaron en casa de Ramón Villuendas. Hallábase este en el escritorio; pero cuando les vio entrar subió con ellos, deseando presenciar la escena del reconocimiento, que esperaba fuera patética y teatral. Mucho se pasmaron él y Benigna de que Juan viera al pequeñuelo con sosegada indiferencia, sin hacer ninguna demostración de cariño paternal.
«Hola, barbián -dijo Santa Cruz
sentándose y cogiendo al chico por ambas manos-. Pues es guapo de
veras. Lástima que no sea nuestro... No te apures, mujer, ya vendrá
el verdadero
Benigna y Ramón miraban a Jacinta.
«Vamos a ver -prosiguió el otro constituyéndose en tribunal-. Vengan ustedes aquí y digan imparcialmente, con toda rectitud y libertad de juicio, si este chico se parece a mí».
Silencio. Lo rompió Benigna para decir:
«Verdaderamente... yo... nunca encontré tal parecido».
-¿Y tú? -preguntó Juan a Ramón.
-Yo... pues digo lo mismo que Benigna.
Jacinta no sabía disimular su turbación.
«Ustedes dirán lo que quieran... pero yo... Es que no se fijan bien... Y en último caso, vamos a ver, ¿me negarán que es monísimo?».
-¡Ah!, eso no... y que tiene que ser
un gran pillete. Tiene a quien salir. Su padre fue primero empleado
en el
-¡Punto figurado! ¿Y qué es eso?
-¡Oh!, una gran posición... El papá de este niño, si no me engaño, debe de estar ahora tomando aires en Ceuta.
-Eso, eso no -indicó Jacinta con rabia-. ¿También quieres tú infamar a mi niño? Dámele acá... ¿No es verdad, hijo, que tu papá no...?
Todos se echaron a reír. Consolábase ella de su desairada situación besándole y diciendo:
«Mirad cómo me quiere. Pues no, no le abandono, aunque lo mande quien lo mande. Es mío».
-Como que te ha costado tu dinero.
-VIII-
El chico le echó los brazos al cuello
y miró a los demás con rencor, como indignado de la nota infamante
que se quería arrojar sobre su estirpe. Los otros niños se le
llevaron para jugar, no sin que antes le hiciera Jacinta muchas
«Cállate tú... Digo que no le abandono. Me le llevaré a casa».
-¿Estás loca? -insinuó el Delfín con severidad.
-No, que estoy bien cuerda.
-Vamos, ten discreción... No digo yo tampoco que se le eche a la calle; pero en el Hospicio, bien recomendado, no lo pasaría mal.
-¡En el Hospicio! -exclamó Jacinta con la cara muy encendida-, ¡para que me le manden a los entierros... y le den de comer aquellas bazofias...!
-¿Pero tú qué crees? Eres una criatura. ¿De dónde sacas que así se toman niños ajenos? Chica, chica, estás en pleno romanticismo.
Benigna y su marido manifestaron con enérgicos signos de cabeza que aquello del romanticismo estaba muy bien dicho.
«Pero si yo también le quiero proteger
-afirmó Juan apreciando los sentimientos de su mujer y disculpando
su exageración-. Ha sido una suerte para él haber caído en nuestras
manos librándose de las de Izquierdo. Pero no disloquemos las
ideas. Una cosa es protegerle y otra llevárnosle a casa. Aunque yo
quisiera darte ese gusto, falta que mi padre lo consintiera. Tus
buenos sentimientos te hacen delirar, ¿verdad, Benigna? Yo le he
dicho que a las personas
-Así, así -replicó Jacinta muy triste,
un poco aturdida por las paradojas de su marido. Jacinta tenía idea
tan alta de los talentos y de las sabias lecturas del Delfín, que
rara vez dejaba de doblegarse ante ellas, aunque en su fuero
interno guardase algunos juicios independientes que la modestia y
la subordinación no le permitían manifestar. No habían transcurrido
diez segundos después de aquel
-¡Bien por los chicos valientes! -dijo Santa Cruz, a punto que Ramón Villuendas se despedía para bajar al escritorio. Jacinta corrió al comedor y a poco volvió aterrada.
«¿No sabes lo que ha hecho? Había en el comedor una bandeja de arroz con leche. Juanín se sube sobre una silla y empieza a coger el arroz con leche a puñados... así, así, y después de hartarse, lo tira por el suelo y se limpia las manos en las cortinas».
Oyose la voz de Benigna, hecha una furia: «Te voy a matar... ¡indecente!, ¡cafre!». Los demás chicos aparecieron chillando. Jacinta les regañó: «Pero vosotros, tontainas, ¿no veíais lo que estaba haciendo? ¿Por qué no avisasteis? ¿Es que le dejáis enredar para después reíros y armar estos alborotos?».
-Mujer, llévate, llévate de una vez de mi casa este cachorro de tigre -dijo Benigna, entrando muy soliviantada-. ¡Virgen del Carmen, mi bandeja de arroz con leche!
Los chicos de Villuendas saltaban gozosos.
«Vosotros tenéis la culpa, bobones; vosotros que le azuzáis» díjoles la tiita, que en alguien tenía que descargar su enfado.
«Tú le tienes que lavar -manifestó Benigna, sin cejar en su cólera-, tú, tú. ¡Cómo me ha puesto las cortinas!».
-Bueno, mujer, le lavaré. No te apures.
-Y vestirle de limpio. Yo no puedo. Bastante tengo con los míos... Y nada más.
-Vaya, no alborotes tanto, que todo ello es poca cosa.
Jacinta y su marido fueron al comedor, donde le encontraron hecho un adefesio, cara, manos y vestido llenos de aquella pringue.
«Bien, bien por los hombres bravos -gritó Juan en presencia de la fiera-. Mano al arroz con leche. Me hace gracia este muchacho».
-Te voy a matar, pillo -le dijo su mamá adoptiva, arrodillándose ante él y conteniendo la risa-. Te has puesto bonito... verás que jabonadura te vas a llevar.
Mientras duró el lavatorio, los
Villuendas chicos se enracimaban en torno a su tiito, subiéndosele
a las rodillas y colgándosele de los brazos para contarle las
grandes cochinadas que hacía el bruto de Juanín. No sólo se comía
las velas, sino que lamía los platos, y
Santa Cruz no podía permanecer serio.
Volvió al fin Jacinta, trayendo de la mano al delincuente ya lavado
y vestido de limpio, y a
«Me la has dado, chica. No me acordaba de que es hoy día de Inocentes. Buena ha sido, buena. Ya me extrañó a mi un poco que en esta casa del dinero no hubiera suelto».
-Tomad -dijo Benigna a los niños-; vuestro tiito os convida a dulces.
-Para inocentadas -indicó Juan riendo-, la que nos ha querido dar mi mujer.
-A mí no -replicó Benigna-. Aquí hemos hablado mucho de esto, y la verdad, él podría ser auténtico; pero la tostada del parecido no la encontrábamos. Y pues resulta que esta preciosa fierecita no es de la familia... yo me alegro, y pido que me hagan el favor de quitármela de casa. Bastantes jaquecas me dan las mías.
Jacinta y su marido le rogaron al retirarse que le tuviese un día más. Ya decidirían.
Cosas muy crueles había de oír Jacinta aquel día, pero de cuanto oyó nada le causara tanto asombro y descorazonamiento como estas palabras que Barbarita le dijo al oído:
«Baldomero está incomodado con tu
bromazo. Juan le habló claro. No hay tal hijo ni a
Era lo que le quedaba por oír a Jacinta.
«Pero usted... ¡por la Virgen santísima! también... -atreviose a decir cuando el espanto se lo permitió-, también usted creyó...».
-Es que se me pegaron tus ilusiones -replicó la suegra esforzándose en disculpar su error-. Dice Juan que es manía; yo lo llamo ilusión, y las ilusiones se pegan como las viruelas. Las ideas fijas son contagiosas. Por eso, mira tú, por eso tengo yo tanto miedo a los locos y me asusto tanto de verme a su lado. Es que cuando alguno está cerca de mí y se pone a hacer visajes, me pongo también yo a hacer lo mismo. Somos monos de imitación... Pues sí, convéncete, lo del parecido es ilusión, y las dos... lo diré muy bajito, las dos hemos hecho una soberbia plancha. ¿Y ahora, qué hacer? No se te pase por la cabeza traerle aquí. Baldomero no lo consiente, y tiene mucha razón. Yo... si he de decirte la verdad, le he tomado cariño. ¡Ay!, sus salvajadas me divierten. ¡Es tan mono! ¡Qué ojitos aquellos!, ¿pues y los plieguecitos de la nariz?... y aquella boca, aquellos labios, el piquito que hace con los labios, sobre todo. Ven acá y verás el nacimiento que le compré.
Llevó a Jacinta a su cuarto de vestir
y después de mostrarle el nacimiento, le dijo: «Aquí
Jacinta oyó y vio esto con melancolía.
«¡Si supiera usted lo que hizo esta mañana!» dijo; y contó el lance del arroz con leche.
-¡Ay, Dios mío, qué gracioso!... Es
para comérselo... Yo, te digo la verdad, le traería a casa si no
fuera porque a Baldomero y a Juan no les gustan estos tapujos... ¡Ay!, de veras te lo digo. No puede
una vivir sin tener algún ser pequeñito a quien adorar. ¡Hija de mi
alma!, es una gran desgracia para todos que tú no nos
A Jacinta se le clavó esta frase en el corazón, y estuvo temblando un rato en él y agrandando la herida, como sucede con las flechas que no se han clavado bien.
«Pues sí, esta casa es muy... muy sosona. Le falta una criatura que chille y alborote, que haga diabluras, que nos traiga a todos mareados. Cuando le hablo de esto a Baldomero, se ríe de mí; pero bien se le conoce que es hombre dispuesto a andar por esos suelos a cuatro pies, con los chicos a la pela».
-Puesto que Benigna no le quiere tener
-Me parece muy bien pensado; pero muy bien pensado. Estás como las gatas paridas, escondiendo las crías hoy aquí, mañana allá.
-¿Y qué remedio hay?... Porque lo que es al Hospicio no va. Eso que no lo piensen... ¡Qué cosas se le ocurren a mi marido! Ya, como a él no le han hecho ir nunca a los entierros, pisando lodos, aguantando la lluvia y el frío, le parece muy natural que el otro pobrecito se críe entre ataúdes... Sí, está fresco.
-Yo me encargo de pagarle la pensión en casa de Candelaria -dijo Barbarita, secreteándose con su hija como los chiquillos que están concertando una travesura-. Me parece que debo empezar por comprarle una camita. ¿A ti qué te parece?
Replicó la otra que le parecía muy bien y se consoló mucho con esta conversación, dándose a forjar planes y a imaginar goces maternales. Pero quiso su mala suerte que aquel mismo día o el próximo cortase el vuelo de su mente D. Baldomero, el cual la llamó a su despacho para echarle el siguiente sermón:
«Querida, me ha dicho Bárbara que
estás muy confusa por no saber qué hacer con ese muchacho. No te
apures; todo se arreglará.
No estaba conforme con estas ideas Jacinta; pero el respeto que su padre político le inspiraba le quitó el resuello, imposibilitándola de expresar lo mucho y bueno que se le ocurría.
«Por consiguiente -prosiguió el
respetable señor tomándole a su nuera las dos manos-, ese
caballerito que compraste será puesto en el asilo de Guillermina...
No hay que fruncir las cejas. Allí estará como en la gloria. Ya he
hablado con la santa. Yo le pensiono, para que se le dé educación y
una crianza conveniente. Aprenderá un oficio, y quién sabe, quién
sabe si una carrera. Todo está en que saque disposición. Paréceme
que no te entusiasmas con mi idea. Pero reflexiona un poquito y
verás que no hay otro camino... Allí estará
Jacinta se iba convenciendo, y cada vez sentía menos fuerza para oponerse a las razones de aquel excelente hombre.
«Sí; aquí donde me ves -agregó Santa Cruz con jovialidad-, yo también le tengo cariño a ese muñeco... quiero decir que no me libré del contagio de vuestra manía de meter chicos en esta casa. Cuando Bárbara me lo dijo, estaba ella tan creída de que era mi nieto, que yo también me lo tragué. Verdad que exigí pruebas... pero mientras venían tales pruebas, perdí la chaveta... ¡cosas de viejo!, y estuve todo aquel día haciendo catálogos. Yo procuraba no darle mucha cuerda a Bárbara, ni dejarme arrastrar por ella, y me decía: «Tengamos serenidad y no chocheemos hasta ver...». Pero pensando en ello, te lo digo ahora en confianza, salí a la calle, me reía solo, y sin saber lo que me hacía, me metí en el Bazar de la Unión y...».
Don Baldomero, acentuando más su
sonrisa
«Y le compré esto... Es un acordeón. Pensaba dárselo cuando lo trajerais a casa... Verás qué instrumento tan bonito y qué buenas voces... veinticuatro reales».
Cogiendo el acordeón por las dos
tapas, empezó a estirarlo y a encogerlo, haciendo
-Nada, querida -declaró el buen señor
acusándose francamente-. Que a mí también se me fue el santo al
Cielo. No lo quería decir. Cuando tú me saliste con que lo del
nieto era una novela,
-A ver, dame acá -indicó Barbarita
contentísima, ansiosa de tañer el pueril instrumento-. ¡Ah!,
calavera, así me gastas el dinero en vicios. Dámelo... lo tocaré
yo...
Y salió tocando por los pasillos y
diciendo a Jacinta: «Bonito juguete... ¿verdad? Ponte la mantilla,
que ahora mismo vamos a llevárselo,
-I-
Quien manda, manda. Resolviose la
cuestión del
Vinieron días marcados en la historia
patria por sucesos resonantes, y aquella familia feliz discutía
estos sucesos como los discutíamos todos. ¡El 3 de Enero de
1874!... ¡El golpe de Estado de Pavía! No se hablaba de otra cosa,
ni había nada mejor de qué hablar. Era grato al temperamento
español un cambio teatral de instituciones, y volcar una situación
como se vuelca un puchero electoral. Había estado admirablemente
hecho, según D. Baldomero, y el ejército había salvado
Deseaban todos que fuese Villalonga a la casa para que les contara la memorable sesión de la noche del 2 al 3, porque la había presenciado en los escaños rojos. Pero el representante del país no aportaba por allá. Por fin se apareció el día de Reyes por la mañana. Pasaba Jacinta por el recibimiento, cuando el amigo de la casa entró.
«Tocaya, buenos días... ¿cómo están por aquí? ¿Y el monstruo, se ha levantado ya?».
Jacinta no podía ver al dichoso tocayo. Fundábase esta antipatía en la creencia de que Villalonga era el corruptor de su marido y el que le arrastraba a la infidelidad.
«Papá ha salido -díjole no muy risueña-. ¡Cuánto sentirá no verle a usted para que le cuente eso!... ¿Tuvo usted mucho miedo? Dice Juan que se metió usted debajo de un banco».
-¡Ay, qué gracia! ¿Ha salido también Juan?
-No, se está vistiendo. Pase usted.
Y fue detrás de él, porque siempre que los dos amigos se encerraban, hacía ella los imposibles por oír lo que decían, poniendo su orejita rosada en el resquicio de la mal cerrada puerta. Jacinto esperó en el gabinete, y su tocaya entró a anunciarle.
«Pero qué, ¿ha venido ya ese pelagatos?».
-Sí... resalao... aquí estoy.
-Pasa, danzante... ¡Dichosos los ojos...
El amigote entró. Jacinta notaba en
los
«Cuenta, chico, cuenta. Estábamos rabiando por verte».
Y Villalonga dio principio a su relato delante de Jacinta; pero en cuanto esta se marchó, el semblante del narrador inundose de malicia. Miraron ambos a la puerta; cerciorose el compinche de que la esposa se había retirado, y volviéndose hacia el Delfín, le dijo con la voz temerosa que emplean los conspiradores domésticos:
«¿Chico, no sabes... la noticia que te traigo...? ¡Si supieras a quién he visto! ¿Nos oirá tu mujer?».
-No, hombre, pierde cuidado -replicó Juan poniéndose los botones de la pechera-. Claréate pronto.
-Pues he visto a quien menos puedes figurarte... Está aquí.
-¿Quién?
-Fortunata... Pero no tienes idea de su transformación. ¡Vaya un cambiazo! Está guapísima, elegantísima. Chico, me quedé turulato cuando la vi.
Oyéronse los pasos de Jacinta. Cuando apareció levantando la cortina, Villalonga dio una brusca retorcedura a su discurso: «No, hombre, no me has entendido; la sesión empezó por la tarde y se suspendió a las ocho. Durante la suspensión se trató de llegar a una inteligencia. Yo me acercaba a todos los grupos a oler aquel guisado... ¡jum!, malo, malo; el ministerio Palanca se iba cociendo, se iba cociendo... A todas esas... ¡figúrate si estarían ciegos aquellos hombres!... a todas estas, fuera de las Cortes se estaba preparando la máquina para echarles la zancadilla. Zalamero y yo salíamos y entrábamos a turno para llevar noticias a una casa de la calle de la Greda, donde estaban Serrano, Topete y otros. 'Mi general, no se entienden. Aquello es una balsa de aceite... hirviendo. Tumban a Castelar. En fin, se ha de ver ahora'. 'Vuelva usted allá. ¿Habrá votación?'. -'Creo que sí'. -'Tráiganos usted el resultado'».
-El resultado de la votación -indicó Santa Cruz-, fue contrario a Castelar. Di una cosa, ¿y si hubiera sido favorable?
-No se habría hecho nada. Tenlo por cierto. Pues como te decía, habló Castelar...
Jacinta ponía mucha atención a esto; pero entró Rafaela a llamarla y tuvo que retirarse.
«Gracias a Dios que estamos solos otra vez -dijo el compinche después que la vio salir-. ¿Nos oirá?».
-¿Qué ha de oír?... ¡Qué medroso te has vuelto! Cuenta, pronto. ¿Dónde la viste?
-Pues anoche... estuve en el Suizo
hasta las diez. Después me fui un rato al Real, y al salir
ocurriome pasar por
-¡Sombrero! -exclamó Juan en el colmo de la estupefacción.
-Sí; y no puedes figurarte lo bien que le cae. Parece que lo ha llevado toda la vida... ¿Te acuerdas del pañolito por la cabeza con el pico arriba y la lazada?... ¡Quién lo diría! ¡Qué transiciones!... Lo que te digo... Las que tienen genio, aprenden en un abrir y cerrar de ojos. La raza española es tremenda, chico, para la asimilación de todo lo que pertenece a la forma... ¡Pero si habías de verla tú...! Yo, te lo confieso, estaba pasmado, absorto, embebe...
¡Ay Dios mío!, entró Jacinta, y Villalonga tuvo que dar un quiebro violentísimo...
«Te digo que estaba embebecido. El
discurso de Salmerón fue admirable... pero de lo más admirable...
Aún me parece que estoy viendo aquella cara de
Jacinta volvió a salir sin decir nada.
Sospechaba quizás que en su ausencia los tunantes
«Y aquel hombre... ¿quién era?» preguntó el Delfín que sentía el ardor de una curiosidad febril.
-II-
-Te diré... desde que le vi, me dije:
«Yo conozco esa cara». Pero no pude caer en quién era. Entró Pez y
hablamos... Él también quería reconocerle. Nos devanábamos los
sesos. Por fin caímos en la cuenta de que habíamos visto a aquel
sujeto días antes en el despacho del director del Tesoro. Creo que
hablaba con este del pago de unos fusiles encargados a Inglaterra.
Tiene acento catalán, gasta bigote y perilla... cincuenta años...
bastante antipático. Pues verás; como Joaquín y yo la mirábamos
tanto, el tío aquel se escamaba. Ella no
Santa Cruz estaba algo aturdido. Oyose la voz de Barbarita, que entraba con su nuera.
«Salí de estampía... -siguió
Villalonga- a anunciar a los amigos que había empezado la
votación... A los pies de usted, Barbarita... Yo
-Hacia la calle de la Greda.
-No... los amigos se habían trasladado
a una casa de la calle de Alcalá, la de Casa-Irujo, que tiene
ventanas al parque del ministerio de la Guerra... Subo y me les
encuentro muy desanimados. Me asomé con ellos a las ventanas que
dan a Buenavista, y no vi nada... «¿Pero a cuándo esperan? ¿En qué
están pensando?...». Francamente, yo creí que el golpe se había
chafado y que Pavía no se atrevía a echar las tropas a la calle.
Serrano, impaciente, limpiaba los cristales empañados, para mirar,
y abajo no se veía nada. «Mi general -le dije-, yo veo una faja
negra, que así de pronto, en la oscuridad de la noche, parece un
zócalo... Mire usted bien, ¿no será una fila de hombres?». -«¿Y qué
hacen ahí pegados a la pared?». -«Vea usted, vea usted, el zócalo
se mueve. Parece una culebra que rodea todo el edificio y que ahora
se desenrosca... ¿Ve usted?... la punta se extiende hacia las
rampas». -«Soldados son -dijo en voz baja el general, y en el mismo
instante entró Zalamero con medio palmo de lengua fuera, diciendo:
«La votación sigue: la ventaja que llevaba al principio Salmerón,
la lleva ahora Castelar... nueve votos... Pero aún falta por votar
la mitad del Congreso...». Ansiedad en todas las caras... A mí me
tocaba
«El coronel Iglesias -dijo Barbarita, que deseaba terminase el relato-. De buena escapó el país... Bien, Jacinto, supongo que almorzará usted con nosotros».
-Pues ya lo creo -dijo el Delfín-. Hoy no le suelto; y pronto mamá, que es tarde.
Barbarita y Jacinta salieron.
«¿Y Salmerón qué hizo?».
-Yo puse toda mi atención en Castelar, y le vi llevarse la mano a los ojos y decir: ¡qué ignominia! En la mesa se armó un barullo espantoso... gritos, protestas. Desde el reloj vi una masa de gente, todos en pie... No distinguía al presidente. Los quintos inmóviles... De repente ¡pum!, sonó un tiro en el pasillo...
-Y empezó la desbandada... Pero dime otra cosa, chico. No puedo apartar de mi pensamiento... ¿Decías que llevaba sombrero?
-¿Quién?... ¡Ah, aquella!
-Sí, sombrero, y de muchísimo gusto -dijo el compinche con tanto énfasis como si continuara narrando el suceso histórico-, y vestido azul elegantísimo y abrigo de terciopelo...
-¿Tú estás de guasa? Abrigo de terciopelo.
-Vaya... y con pieles, un abrigo soberbio. Le caía tan bien... que...
Entró Jacinta sin anunciarse ni con ruido de pasos ni de ninguna otra manera. Villalonga giró sobre el último concepto como una veleta impulsada por fuerte racha de viento.
«El abrigo que yo llevaba... mi gabán de pieles... quiero decir, que en aquella marimorena me arrancaron una solapa... la piel de una solapa quiero decir...».
-Cuando se metió usted debajo del banco.
-Yo no me metí debajo de ningún banco, tocaya. Lo que hice fue ponerme en salvo como los demás por lo que pudiera tronar.
-Mira, mira, querida esposa -dijo Santa Cruz, mostrando a su mujer el chaleco, que se quitó apenas puesto-. Mira cómo cuelga ese último botón de abajo. Hazme el favor de pegárselo o decirle a Rafaela que se lo pegue, o en último caso llamar al coronel Iglesias.
-Venga acá -dijo Jacinta con mal humor, saliendo otra vez.
-En buen apuro me vi, camaraíta -dijo
Villalonga conteniendo la risa-. ¿Se enteraría? Pues verás; otro
detalle. Llevaba unos pendientes de turquesas, que eran la gracia
divina sobre aquel cutis moreno pálido. ¡Ay, qué orejitas de Dios y
qué turquesas! Te las hubieras comido. Cuando les vimos levantarse,
nos propusimos seguir a la pareja para averiguar dónde vivía. Toda
la gente que había en Praga la miraba, y ella más parecía corrida
que orgullosa. Salimos... tras, tras... calle de Alcalá, Peligros,
Caballero de Gracia, ellos delante, nosotros detrás. Por fin dieron
fondo en la calle del Colmillo. Llamaron al sereno, les abrió,
entraron.
Entró Jacinta con el chaleco.
-Vamos... a ver... ¿Manda usía otra cosa?
-Nada más, hijita; muchas gracias. Dice este monstruo que no tuvo miedo y que se salió tan tranquilo... yo no lo creo.
-¿Pero miedo a qué?... Si yo estaba en el ajo... Os diré el último detalle para que os asombréis. Los cañones que puso Pavía en las boca-calles estaban descargados. Y ya veis los que pasó dentro. Dos tiros al aire, y lo mismo que se desbandan los pájaros posados en un árbol cuando dais debajo de él dos palmadas, así se desbandó la asamblea de la República.
-El almuerzo está en la mesa. Ya pueden ustedes venir -dijo la esposa, que salió delante de ellos muy preocupada.
-¡Estómagos, a defenderse!
Algunas palabras había cogido la
Delfina al vuelo que no tenían, a su parecer, ninguna relación con
aquello de las Cortes, el coronel Iglesias y el ministerio Palanca.
Indudablemente había moros por la costa. Era preciso descubrir,
perseguir y aniquilar al corsario a todo trance. En la mesa versó
la conversación sobre el mismo asunto, y Villalonga, después de
volver a contar el caso con todos sus pelos y señales para que lo
oyera D. Baldomero, añadió
-¡Ah! Castelar tuvo golpes admirables. «¿Y la Constitución federal?...». -«La quemasteis en Cartagena».
-¡Qué bien dicho!
-El único que se resistía a dejar el local fue Díaz Quintero, que empezó a pegar gritos y a forcejear con los guardias civiles... Los diputados y el presidente abandonaron el salón por la puerta del reloj y aguardaron en la biblioteca a que les dejaran salir. Castelar se fue con dos amigos por la calle del Florín, y retirose a su casa, donde tuvo un fuerte ataque de bilis.
Estas referencias o noticias sueltas eran en aquella triste historia como las uvas desgranadas que quedan en el fondo del cesto después de sacar los racimos. Eran las más maduras, y quizás por esto las más sabrosas.
-III-
En los siguientes días, la observadora
y suspicaz Jacinta notó que su marido entraba en casa fatigado,
como hombre que ha andado mucho. Era la perfecta imagen del
corredor que va y viene y sube escaleras y recorre calles sin
encontrar el negocio que busca. Estaba cabizbajo como los que
pierden dinero, como el cazador impaciente que se desperna de monte
Estaba el pobre Juanito Santa Cruz
sometido al horroroso suplicio de la idea fija. Salió, investigó,
rebuscó, y la mujer aquella, visión inverosímil que había
trastornado a Villalonga, no parecía por ninguna parte. ¿Sería
sueño, o ficción vana de los sentidos de su amigo? La portera de la
casa indicada por Jacinto se prestó a dar cuantas noticias se le
exigían, mas lo único de provecho que Juan obtuvo de su
indiscreción complaciente fue que en la casa de huéspedes del
segundo habían vivido un señor y una señora, «guapetona ella»
durante dos días nada más. Después habían desaparecido... La
portera declaraba con notoria agudeza que, a su parecer, el señor
se había largado por el tren, y la
-Pero ella...
-A ella la ha visto ayer Joaquín
Pez... Sosiégate, hombre, no te vaya a dar algo. ¿Dónde dices? Pues
por no sé qué calle. La calle no
-Como si lo viera -apuntó Juanito con rápido discernimiento-. Joaquín la vio entrar en una casa de préstamos.
-Hombre, ¡qué talentazo tienes!... Verde y con asa...
-¿Pero no la vio salir; no la siguió después para ver dónde vive?
-Eso te tocaba a ti... También él lo habría hecho. Pero considera, alma cristiana, que Joaquinito es de la Junta de Aranceles y Valoraciones, y precisamente había junta aquella tarde, y nuestro amigo iba al ministerio con la puntualidad de un Pez.
Quedose Juan con esta noticia más
pensativo y peor humorado, sintiendo arreciar los síntomas del mal
que padecía, y que principalmente se alojaba en su imaginación, mal
de ánimo con mezcla de un desate nervioso acentuado por la
contrariedad. ¿Por qué la despreció
Y la pobre Jacinta, a todas estas, descrismándose por averiguar qué demonches de antojo o manía embargaba el ánimo de su inteligente esposo. Este se mostraba siempre considerado y afectuoso con ella; no quería darle motivo de queja; mas para conseguirlo, necesitaba apelar a su misma imaginación dañada, revestir a su mujer de formas que no tenía, y suponérsela más ancha de hombros, más alta, más mujer, más pálida... y con las turquesas aquellas en las orejas... Si Jacinta llega a descubrir este arcano escondidísimo del alma de Juanito Santa Cruz, de fijo pide el divorcio. Pero estas cosas estaban muy adentro, en cavernas más hondas que el fondo de la mar, y no llegara a ella la sonda de Jacinta ni con todo el plomo del mundo.
Cada día más dominado por su frenesí
investigador, visitó Santa Cruz diferentes casas, unas de peor fama
que otras, misteriosas aquellas, estas al alcance de todo el
público. No encontrando lo que buscaba en lo que parece más alto,
descendió de escalón en escalón, visitó lugares donde había estado
algunas veces y otros donde no había estado nunca. Halló caras
conocidas y amigas, caras desconocidas y repugnantes, y a todas
pidió noticias, buscando remedio
Y siempre que iba de noche por las
calles, todo bulto negro o pardo se le antojaba que era la que
buscaba. Corría, miraba de cerca... y no era. A veces creía
distinguirla de lejos, y la forma se perdía en el gentío como la
gota en el agua. Las siluetas humanas que en el claro oscuro de la
movible muchedumbre parecen escamoteadas por las esquinas y los
portales, le traían descompuesto y sobresaltado. Mujeres vio
muchas, a oscuras aquí, allá iluminadas por la claridad de las
tiendas; mas la suya no parecía. Entraba en todos los cafés, hasta
en
Una noche que hacía mucho frío, entró
el Delfín en su casa no muy tarde, en un estado lamentable. Se
sentía mal, sin poder precisar lo que era. Dejose caer en un sillón
y se inclinó de un lado con muestras de intensísimo dolor. Acudió a
él su amante esposa, muy asustada de verle así y de oír los ayes
lastimeros que de sus labios se escapaban, junto con una expresión
fea que se perdona fácilmente a los hombres
«¡Ah! ¿Es que te duele?... ¡Pobrecito niño! Eso será frío... Espérate, te pondré una bayeta caliente... te daremos friegas con... con árnica...».
Entró Barbarita y miró alarmada a su hijo, pero antes de tomar ninguna disposición, echole una buena reprimenda porque no se recataba del crudísimo viento seco del Norte que en aquellos días reinaba. Juan entonces se puso a tiritar, dando diente con diente. El frío que le acometió fue tan intenso que las palabras de queja salían de sus labios como pulverizadas. La madre y la esposa se miraron con terror consultándose recíprocamente en silencio sobre la gravedad de aquellos síntomas... Es mucho Madrid este. Sale de caza un cristiano por esas calles, noche tras noche. ¿En dónde estará la res? Tira por aquí, tira por allá, y nada. La res no cae. Y cuando más descuidado está el cazador, viene callandito por detrás una pulmonía de la finas, le apunta, tira, y me le deja seco.
-I-
La venerable tienda de tirador de oro
que desde inmemorial tiempo estuvo en los soportales de Platerías,
entre las calles de la Caza y San Felipe Neri, desapareció, si no
estoy equivocado, en los primeros días de la revolución del 68. En
una misma fecha cayeron, pues, dos cosas seculares, el trono aquel
y la tienda aquella, que si no era tan antigua como la Monarquía
española, éralo más que los Borbones, pues su fundación databa de
1640, como lo decía un letrero muy mal pintado en la anaquelería.
Dicho establecimiento sólo tenía una puerta, y encima de ella este
breve rótulo:
Federico Ruiz, que tuvo años ha la
manía de escribir artículos sobre los
La muerte de este D. Nicolás Rubín y
el acabamiento de la tienda fueron simultáneos.
Los hijos de aquel infortunado
comerciante eran tres. Fijarse bien en sus nombres y en la
Ninguno de los tres se parecía a los otros dos ni en el semblante ni en la complexión, y sólo con muy buena voluntad se les encontraba el aire de familia. De esta heterogeneidad de las tres caras vino sin duda la maliciosa versión de que los tales eran hijos de diferentes padres. Podía ser calumnia, podía no serlo; pero debe decirse para que el lector vaya formando juicio. Algo tenían de común, ahora que recuerdo, y era que todos padecían de fuertes y molestísimas jaquecas. Juan Pablo era guapo, simpático y muy bien plantado, de buena estatura, ameno y fácil en el decir, de inteligencia flexible y despierta. Nicolás era desgarbado, vulgarote, la cara encendida y agujereada como un cedazo a causa de la viruela, y tan peludo, que le salían mechones por la nariz y por las orejas. Maximiliano era raquítico, de naturaleza pobre y linfática, absolutamente privado de gracias personales. Como que había nacido de siete meses y luego me le criaron con biberón y con una cabra.
Cuando murió el padre de estos tres
mozos, Nicolás, o sea el peludo (para que se les vaya
distinguiendo), se fue a vivir a Toledo con su
No había más remedio que trabajar, y
Juan Pablo empezó a buscarse la vida. Odiaba de tal modo las
tiendas de tiradores de oro, que cuando pasaba por alguna, parecía
que le entraba la jaqueca. Metiose en un negocio de pescado,
uniéndose a cierto individuo que lo recibía en comisión para
venderlo al por mayor por seretas de fresco y barriles de escabeche
en la misma estación o en la plaza de la Cebada; pero en los
primeros meses surgieron tales desavenencias con el socio, que Juan
Pablo abandonó la pesca y se dedicó a viajante de comercio. Durante
un par de años estuvo rodando por los ferrocarriles con sus cajas
de muestras. De Barcelona hasta Huelva, y desde Pontevedra a
Día memorable fue para Juan Pablo
aquel
Entretanto cuidaba de su hermano pequeño, por quien sentía un cariño que se confundía con la lástima, a causa de las continuas enfermedades que el pobre chico padecía. Pasados los veinte años, se vigorizó un poco, aunque siempre tenía sus arrechuchos; y viéndole más entonado, Juan Pablo determinó darle una carrera para que no se malograse como él se malogró, por falta de una dirección fija desde la edad en que se plantea el porvenir de los hombres. Achacaba el mayor de los Rubín su desgracia a la disparidad entre sus aptitudes innatas y los medios de exteriorizarse. «¡Oh, si mi padre me hubiera dado una carrera! -pensaba-, yo sería hoy algo en el mundo...».
No tardó en recibir un nuevo golpe,
pues cuando soñaba con un ascenso le limpiaron otra vez el
comedero. Y he aquí a mi hombre paseándose por Madrid con las manos
en los bolsillos, o viendo correr tontamente las horas en este y el
otro café, hablando de la situación ¡siempre de la situación, de la
guerra y de lo infames, indecentes y mamarrachos que son los
políticos españoles! ¡Duro en ellos! Así se desahogan los espíritus
alborotados y tempestuosos. Y por aquella vez no había esperanzas
para Juan Pablo, porque los
En tal situación, presentose
inopinadamente en Madrid Nicolás Rubín, el curita peludo, que
también tenía sus pretensiones de ingresar no sé si en el clero
castrense o en el catedral, y ambos hermanos celebraron unos
coloquios muy reservados, paseando solos por las afueras. De
resultas de esto, Juan Pablo apareció un día en el café con cierta
animación, mucho desenfado en sus juicios políticos, dándolas de
profeta y expresando más altaneramente que nunca su desprecio de la
situación dominante. A los que de esta manera se conducen, se les
mira en los cafés con un poquillo de respeto y
Esto pasaba a fines de 1872. De pronto Rubín dijo que iba al extranjero a reanudar sus trabajos de viajante de comercio. Desapareció de Madrid, y al cabo de meses se susurró en la tertulia del café que estaba en la facción, y que D. Carlos le había nombrado algo como contador o intendente en su Cuartel Real. Súpose más tarde que había ido a Inglaterra a comprar fusiles, que hizo un alijo cerca de Guetaria, que vino disfrazado a Madrid y pasó a la Mancha y Andalucía en el verano del 73, cuando la Península, ardiendo por los cuatro costados, era una inmensa pira a la cual cada español había llevado su tea y el Gobierno soplaba.
-II-
Juan Pablo, que siempre se había equivocado en lo referente a sí mismo y andaba por caminos torcidos, acertó al disponer que su hermano pequeño siguiese la carrera de Farmacia. Muchas personas que no hacen más que disparates, poseen esta perspicacia del consejo y de la dirección de los demás, y no dando pie con bola en los destinos propios, ven claro en los del prójimo. En tal decisión tuvo además bastante parte un grande amigo del difunto Nicolás Rubín y de toda la familia (el farmacéutico Samaniego, dueño de la acreditada botica de la calle del Ave María), prometiendo tomar bajo sus auspicios a Maximiliano, llevársele de mancebo o practicante con la mira de que, andando el tiempo, se quedase al frente del establecimiento.
Empezó Maximiliano sus estudios el 69,
y su hermano y su tía le ponderaban lo bonita que era la Farmacia y
lo mucho que con ella se ganaba, por ser muy caros los medicamentos
y muy baratas las primeras materias: agua del pozo, ceniza del
fogón, tierra de los tiestos, etcétera... El pobre chico, que era
muy dócil, con todo se mostraba conforme. Lo que es entusiasmo,
hablando en plata, no lo tenía por esta carrera ni por otra alguna;
no se había
Fueron penosísimos los primeros pasos en la carrera. La pereza y la debilidad le retenían en el lecho por las mañanas más tiempo del regular, y la pobre doña Lupe pasaba la pena negra para sacarle de las sábanas. Levantábase ella muy temprano, y se ponía a dar golpes con el almirez junto a la misma cabeza del durmiente, que las más de las veces no se daba por entendido de tal estruendo. Luego le hacía cosquillas, acostaba al gato con él, le retiraba las sábanas con la debida precaución para que no se enfriase. El sueño se cebaba de tal modo en aquel cuerpo, por las exigencias de la reparación orgánica, que el despertar del estudiante era obra de romanos y una de las cosas en que más energía y constancia desplegaba doña Lupe.
El muchacho estudiaba y quería cumplir
con su deber; pero no podía ir más allá de sus
Era de cuerpo pequeño y no bien
conformado, tan endeble que parecía que se lo iba a llevar el
viento, la cabeza chata, el pelo lacio y ralo. Cuando estaban
juntos él y su hermano Nicolás, a cualquiera que les viese se le
ocurriría proponer al segundo que otorgase al primero los pelos que
le sobraban. Nicolás se había llevado todo el cabello de la
familia, y por esta usurpación pilosa, la cabeza de Maximiliano
anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era
lustrosa, fina, cutis de niño con transparencias de mujer
desmedrada y clorótica. Tenía el hueso de la nariz hundido y
chafado, como si fuera de sustancia blanda y hubiese recibido un
golpe, resultando de esto no sólo fealdad sino obstrucciones de
respiración nasal, que eran sin duda la causa de que tuviera
siempre la boca abierta. Su dentadura había salido con tanta
desigualdad que cada
Dígase lo que se quiera, Rubín no
tenía ilusión ninguna con la Farmacia. Mas no estaba vacía de
aspiraciones altas el alma de aquel joven, tan desfavorecido por la
Naturaleza que física y moralmente parecía hecho de sobras. A los
dos o tres años de carrera, aquel molusco empezó a sentir
vibraciones de hombre, y aquel ciego de nacimiento empezó a
entrever las fases grandes y gloriosas del astro de la vida. Vivía
doña Lupe en aquella parte del barrio de Salamanca que llamaban
Los sábados por la tarde, cuando los alumnos iban al ejercicio con su fusil al hombro, Maximiliano se iba tras ellos para verles maniobrar, y la fascinación de este espectáculo durábale hasta el lunes. En la clase misma, que por la placidez del local y la monotonía de la lección convidaba a la somnolencia, se ponía a jugar con la fantasía y a provocar y encender la ilusión. El resultado era un completo éxtasis, y al través de la explicación sobre las propiedades terapéuticas de las tinturas madres, veía a los alumnos militares en su estudio táctico de campo, como se puede ver un paisaje al través de una vidriera de colores.
Los chicos de la clase de Botánica se
entretenían
Al entrar el año de 1874, tenía
Maximiliano veinticinco y no representaba aún más de veinte.
Carecía de bigote, pero no de granos que le salían en diferentes
puntos de la cara. A los veintitrés años tuvo una fiebre nerviosa
que puso en peligro su vida; pero cuando salió de ella parecía un
poco más fuerte; ya no era su respiración tan fatigosa ni sus
corizas tan tenaces, y hasta los condenados raigones de sus muelas
parecían más civilizados. No usaba ya el ioduro tan a pasto ni el
canuto de brea, y sólo las jaquecas persistían, como esos amigos
machacones cuya visita periódica causa espanto. Juan Pablo estaba
entonces en el Cuartel Real, y doña Lupe dejaba a Maximiliano en
libertad, porque le creía inaccesible a los vicios
Su timidez, lejos de disminuir con los
años, parecía que aumentaba. Creía que todos se burlaban de él
considerándole insignificante y para poco. Exageraba sin duda su
inferioridad, y su desaliento le hacía huir del trato social.
Cuando le era forzoso ir a alguna visita, la casa en que debía
entrar imponíale miedo, aun vista por fuera, y estaba dando vueltas
por la calle
Por esto le gustaba más, cuando el
tiempo no era muy frío, vagar por las calles, embozadito en su
pañosa, viendo escaparates y la gente que iba y venía, parándose en
los corros en que cantaba un ciego, y mirando por las ventanas de
los cafés. En estas excursiones podía muy bien emplear dos horas
sin cansarse, y desde que se daba cuerda y cogía impulso, el
cerebro se le iba calentando, calentando hasta llegar a una presión
altísima en que el joven errante se figuraba estar persiguiendo
aventuras y ser muy
Agradábale más vagar solo que en
compañía de Olmedo, porque este le distraía, y el goce de
Maximiliano consistía en pensar e imaginar libremente y a sus
anchas, figurándose realidades y volando sin tropiezo por los
espacios de lo posible, aunque fuera improbable. Andar, andar y
soñar al compás de las piernas, como
-III-
De esta manera aquel misántropo llegó
a vivir más con la visión interna que con la externa. El que antes
era como una ostra había venido a ser algo como un poeta. Vivía dos
existencias, la del pan y la de las quimeras. Esta la hacía a veces
tan espléndida y tal alta, que cuando caía de ella a la del pan,
estaba todo molido y maltrecho. Tenía Maximiliano momentos en que
se llegaba a convencer de que era otro, esto siempre de noche y en
la soledad vagabunda de sus paseos. Bien era oficial de ejército y
tenía una cuarta más de alto, nariz
El tal
Maximiliano no iba nunca a las francachelas de su amigo, aunque este le convidaba siempre. Pero se informaba de la salud de Feliciana, como si fuera una señora, y Olmedo también tomaba esto en serio, diciendo: «La tengo un poquillo delicada. Hoy le he dicho a Orfila que se pase por casa». Este Orfila era un estudiantillo de último año de Medicina, que se llamaba lo mismo que el célebre doctor, y curaba, es decir, recetaba a los amigos y a las amigas de los amigos.
Un día, al salir de clase, dijo Olmedo
a Rubín: «Vete por casa si quieres ver una mujer... hasta allí. Es
una amiga de Feliciana, que se ha ido a nuestro
-¿Es honrada? -preguntó Rubín, mostrando en su tono la importancia que daba a la honradez.
-¡Honrada!, ¡qué narices! -exclamó el perdis riendo-. ¿Pero tú crees que hay alguna mujer que sea... lo que se llama honrada?
Esto lo dijo con aplomo filosófico, el sombrero inclinado sobre la sien derecha como distintivo de sus ideas acerca de la depravación humana. Ya no había mujeres honradas: lo decía un conocedor profundo de la sociedad y del vicio. El escepticismo de Olmedo era signo de infancia, un desorden de transición fisiológica, algo como una segunda dentición. Todo se reduce a echar muchas babas, y luego ya viene el hombre con otras ideas y otra manera de ser.
«¡Con que no es honrada!...» apuntó Maximiliano, que habría deseado que todas las hembras lo fueran.
-¿Qué ha de ser, hombre?... ¡Buena púa
está! Llegó a Madrid no hace mucho tiempo con un barbián... creo
que tratante en fusiles. ¡Traían un tren, chico!... La vi una
noche... Te juro que daba el puro opio. Parecía del propio París...
Pero yo no sé lo que pasó, ¡narices!
Por la noche fue Maximiliano al
Pasó Rubín a la salita, y dejando su
capa, se sentó en un sillón de hule cuyos muelles asesinaban la
parte del cuerpo que sobre ellos caía. Olmedo quería que su amigo
jugase con él a la siete y media; pero como Maximiliano
«Fortunata -gritó llamando a su amiga, que daba vueltas por toda la casa como si buscara alguna cosa-. ¿Qué se te ha perdido?».
-Chica, mi toquilla azul.
-¿Vas a salir ya?
-Sí: ¿qué hora es?
Rubín se alegró de aquella ocasión que se le presentaba de prestar un servicio a mujer tan hermosa, y sacando su reloj con mucha solemnidad, dijo: «Las nueve menos siete minutos... y medio». No podía decirse la hora con exactitud más escrupulosa.
«Ya ves -dijo Feliciana-. tienes tiempo... Hasta las diez. Con que salgas de aquí a las diez menos cuarto... ¿Pero esa toquilla?... Mírala, mírala en esa silla junto a la cómoda».
-¡Ay!, hija... si llega a ser perro me muerde.
Se la puso, envolviéndose la cabeza,
echando miradas a un espejo de marco negro que sobre la cómoda
estaba, y después se sentó en una silla a hacer tiempo. Entonces
Maximiliano la miró mejor. No se hartaba de mirarla, y una
obstrucción singular se le fijó en el pecho, cortándole la
respiración. ¿Y qué decir? Porque había que decir algo. El pobre
joven se sentía
«Bien puedes abrigarte» indicó Feliciana a su amiga; y Rubín vio el cielo abierto, porque pudo decir en tono de sentencia filosófica:
-Sí, está la noche fresquecita.
-Llévate el llavín... -añadió Feliciana-. Ya sabes que el sereno se llama Paco. Suele estar en la taberna.
La otra no desplegaba sus labios. Parecía que estaba de muy mal humor. Maximiliano contemplaba como un bobo aquellos ojos, aquel entrecejo incomparable y aquella nariz perfecta, y habría dado algo de mucho precio porque ella se hubiese dignado mirarle de otra manera que como se mira a los bichos raros. «¡Qué lástima que no sea honrada! -pensaba-. Y quién sabe si lo será, quiero decir que conserve la honradez del alma en medio de...».
Estaba muy fija en él la idea aquella
de las dos honradeces, en algunos casos armonizadas, en otros no.
Habló Fortunata poco y vulgar; todo lo que dijo fue de lo menos
digno de pasar a la historia: que hacía mucho frío, que se le había
descosido un mitón, que aquel llavín parecía la
Maximiliano estaba encantado, y no
atreviéndose a desplegar los labios, daba su asentimiento
Cansado de hacer solitarios, Olmedo se
puso a contar cuentos indecentes, lo que a Maximiliano le pareció
muy mal. Otras noches había oído anécdotas parecidas y se había
reído; pero aquella noche se ponía de todos colores deseando que a
su condenado amigo se le secara la boca. «¡Qué desvergüenza contar
aquellas marranadas delante de personas... de personas decentes, sí
señor!». Estaba Rubín tan desconcertado como si las dos mujeres
allí presentes fuesen remilgadas damas o alumnas de un colegio
monjil; pero su timidez le impedía mandar callar a Olmedo.
Fortunata no se reía tampoco de aquellos estúpidos chistes; pero
más bien parecía indiferente que indignada de oírlos. Estaba
distraída pensando en sus cosas. ¿Qué cosas serían aquellas? Diera
Maximiliano
«Pero el cuento más salado ¡narices! -dijo Olmedo-, es el del panadero. ¿Lo sabes tú? Cuando aquel obispo fue a la visita pastoral y se acostó en la cama del cura... Veréis...».
Fortunata se levantó para marcharse.
Ocurriole a Maximiliano salir detrás de ella para ver dónde iba.
Era la manera especial suya de hacer la corte. En su espíritu
soñador existía la vaga creencia de que aquellos seguimientos
entrañaban una comunicación misteriosa, quizás magnética. Seguir,
mirando de lejos, era un lenguaje o telegrafía
-
-No te hagas ordinario -dijo Rubín con bondad-. Si no lo eres, si aunque quieras parecerlo no lo puedes conseguir.
Esto lastimó el amor propio de Olmedo más que si su amigo le hubiera llenado de insultos, porque todo lo llevaba con paciencia menos que se le rebajase un pelo de la graduación de perdis que se había dado. Le supo tan mal la indulgencia de Rubín, que salió tras él hasta la puerta, diciéndole entre otras tonterías: «¡Valiente hipócrita estás tú... narices! Estos silfidones, a lo mejor la pegan».
-IV-
Maximiliano bajó la escalera como la
baja uno cuando tiene ocho años y se le ha caído el juguete de la
ventana al patio. Llegó sin aliento al portal, y allí dudó si debía
tomar a la derecha o a la izquierda de la calle. El corazón le dijo
que fuera hacia la calle de San Marcos. Apretó el paso pensando que
Fortunata no debía de andar muy a prisa y que la alcanzaría pronto.
«¿Será aquella?». Creyó ver la toquilla azul; pero al acercarse
notó que no era la nube de su cielo. Cuando veía una mujer
Hízolo como lo pensó, y aquel día pudo
vencer un poco su timidez. Feliciana le ayudaba, estimulándole con
maña, y así logró Rubín decir a la otra algunas cosas que por
disimulo de sus sentimientos quiso que fueran maliciosas.
«Tardecillo vino usted anoche. A las once no había vuelto usted
todavía». Y por este estilo
Fortunata le miró también a él,
sorprendida. Le parecía imposible que el
Revelaba la tal mujer un gran escepticismo, y lo que hacía la muy pícara era tomar a risa la pasión del joven.
«¿Y si lo probara? -dijo Maximiliano con seriedad que le dio, ¡parece mentira!, un tornasol de hermosura-; ¿si le probara a usted de un modo que no dejase lugar a dudas...?».
-¿Qué?
-¡Que la idolatraré!... no, que ya la estoy idolatrando.
-¡
Maximiliano no insistió en emplear vocablos muy expresivos. Comprendió que lo ridículo se le venía encima. No dijo más que: «Bueno, seremos amigos... Me contento con eso por hoy. Yo soy un infeliz, quiero decir, soy bueno. Hasta ahora no he querido a ninguna mujer».
Fortunata le miraba y, francamente, no
podía acostumbrarse a aquella nariz chafada, a aquella boca tan sin
gracia, al endeble cuerpo que parecía se iba a deshacer de un
soplo. ¡Que siempre se enamoraran de ella tipos así! Obligada a
disimular y a hacer ciertos papeles, aunque
«Esta noche quiero hablar con usted -dijo Rubín categóricarnente-. Vendré a las ocho y media. ¿Me da usted palabra de no salir... o de esperarme para salir conmigo?».
Diole ella la palabra que con tanta necesidad le pedía el joven, y así concluyó la entrevista. Rubín se fue corriendo a su casa.
¡Qué chico! Si parecía otro. Él mismo notaba que algo se había abierto dentro de sí, como arca sellada que se rompe, soltando un mundo de cosas, antes comprimidas y ahogadas. Era la crisis, que en otros es larga o poco acentuada, y allí fue violenta y explosiva. ¡Si hasta le parecía que tenía talento...! Como que aquella tarde se le ocurrieron pensamientos magníficos y juicios de una originalidad sorprendente. Había formado de sí mismo un concepto poco favorable como hombre de inteligencia; pero ya, por efecto del súbito amor, creíase capaz de dar quince y raya a más de cuatro. La modestia cedió el puesto a un cierto orgullo que tomaba posesión de su alma... «Pero ¿y si no me quiere? -pensaba desanimándose y cayendo a tierra con las alas rotas-. Es que me tendrá que querer... No es el primer caso... Cuando me conozca...».
Al mismo tiempo la apatía y la pereza
quedaban vencidas... Andábanle por dentro comezones
Cerró cuidadosamente la puerta y cogió
la
Maximiliano discurrió que para realizar su deseo, necesitaba comprar otra hucha de barro exactamente igual a aquella y llenarla de cuartos para que sonara y pesara... Se estuvo riendo a solas un rato, pensando en el chasco que le iba a dar a su tía... ¡él, que no había cometido nunca una travesura...!, lo único que había hecho, años atrás, era robarle a su tía botones para coleccionarlos. ¡Instintos de coleccionista, que son variantes de la avaricia! Alguna vez llegó hasta cortarle los botones de los vestidos; pero con un solfeo que le dieron no le quedaron ganas de repetirlo. Fuera de esto, nada; siempre había sido la misma mansedumbre, y tan económico que su tía le amaba más quizá por la virtud del ahorro que por las otras.
«Pues señor; manos a la obra. En la
cacharrería del paseo de Santa Engracia hay huchas
Estaba Maximiliano con la hucha en la mano mirándola por arriba y por abajo, como si la fuera a retratar, cuando se abrió la puerta y entró una chiquilla como de doce años, delgada y espigadita, los brazos arremangados, muy atusada de flequillo y sortijillas, con un delantal que le llegaba a los pies. Lo mismo fue verla Maximiliano, que se turbó cual si le hubieran sorprendido en un acto vergonzoso.
«¿Qué buscas tú aquí, chiquilla sin vergüenza?».
Por toda contestación, la rapaza le enseñó medio palmo de lengua, plegando los ojos y haciendo unas muecas de careta fea de lo más estrafalario y grotesco que se puede imaginar.
-Sí, bonita te pones... Lárgate de aquí, o verás...
Era la criada de la casa. Doña Lupe
odiaba a las mujeronas, y siempre tomaba a su servicio niñas para
educarlas y amoldarlas a su gusto y costumbres. Llamábanla Papitos
no sé por qué. Era más viva que la pólvora, activa y trabajadora
cuando quería, holgazana y mañosa algunos días. Tenía el cuerpo
esbelto, las manos ásperas del trabajo y el agua fría, la cara
diablesca, con unos ojos reventones de que sacaba mucho partido
para hacer reír a la gente, la boca hocicuda y graciosa, con un
juego de labios y
Oída la conminación que le hizo Maximiliano, Papitos se desvergonzó más. Ella las gastaba así. Cuanto más la amenazaban más pesadita se ponía. Volvió a echar fuera una cantidad increíble de lengua, y luego se puso a decir en voz baja: «Feo, feo...» hasta treinta o cuarenta veces. Esta apreciación, que no era contraria a la verdad ni mucho menos, nunca había inspirado a Rubín más que desprecio; pero en aquella ocasión le indignó tanto, vamos... que de buena gana le hubiera cortado a Papitos toda aquella lenguaza que sacaba.
«¡Si no te largas, de la patada que te doy...!».
Fue tras ella; pero Papitos se puso a salvo. Parecía que volaba. Desde el fondo del pasillo, en la puerta de la cocina, repetía sus burlas, haciendo con las manos gestos de mico. Volvió él a su cuarto muy incomodado y a poco entró ella otra vez.
«¿Qué buscas aquí?».
-Vengo
El motivo de haber dicho esto la
chiquilla con relativo juicio y serenidad, fue que se oyeron
-Tía, venga usted... Está de jarana...
-¡Acusón! -le dijo por lo bajo la chicuela al coger la lámpara-, feón.
-La culpa la tienes tú -añadió severamente doña Lupe, en la puerta-, porque te pones a jugar con ella, le ríes las gracias, y ya ves. Cuando quieres que te respete, no puede ser. Es muy mal criada.
La tía y el sobrino hablaron un instante.
«¿También vendrás tarde esta noche? Mira que las noches están muy frías. Estas heladas son crueles. Tú no estás para valentías».
-No, si no siento nada. Nunca he estado mejor -dijo Rubín, sintiendo que la timidez le ganaba otra vez.
-No hagamos simplezas... Hace un frío
horrible. ¡Qué año tan malo! ¿Creerás que anoche no pude entrar en
calor hasta la madrugada? Y eso que me eché encima cuatro mantas.
¡Qué atrocidad! Como que estamos entre las
-V-
-¿Va usted esta noche a casa de doña Silvia? -preguntole Rubín.
-Eso pienso. Si tú sales me dejarás allá, y luego irás a buscarme a las once en punto.
Esto contrariaba a Maximiliano, porque le tasaba el tiempo; pero no dijo nada.
-Y esta tarde, ¿sale usted? -preguntó luego deseando que su tía saliese antes de comer, para verificar, mientras ella estuviese fuera, la sustitución de las huchas.
-Puede que me llegue un ratito a casa de Paca Morejón.
«Yo la acompañaré a usted... Tengo que ir a ver a Narciso para que me preste unos apuntes. La dejaré a usted en la calle de la Habana».
Doña Lupe fue a la cocina y le armó una gran chillería a Papitos porque había dejado quemar el principio. Pero la chica estaba muy acostumbrada a todo, y se quedaba tan fresca. Como que acabadita de oírse llamar con las denominaciones más injuriosas y de recibir un pellizco que le atenazaba la carne, poníase detrás de su ama a hacer visajes y a sacar la lengua, mientras se rascaba el brazo dolorido.
«Si creerás tú que no te estoy viendo, bribona» decía doña Lupe sin volverse, entre risueña y enojada. Y no se podía pasar sin ella. Necesitaba tener una criatura a quien reprender y enseñar por los procedimientos suyos.
Púsose la mantilla doña Lupe, y tía y
sobrino salieron. La primera se quedó en la calle de Arango, y el
segundo se fue a comprar la
«Chiquilla, ¿me das la mano del almirez? Esta bota tiene un clavo tremendo, pero tremendo, que me ha dejado cojo».
Papitos cogió la mano del almirez, haciendo el ademán de machacar al señorito la cabeza.
«Vamos, niña, estate quieta. Mira que le cuento todo a la tía. Me encargó que tuviera cuidado contigo, y que si te movías de la cocina, te diera dos coscorrones».
Papitos se puso a picar la escarola, sin dejar de hacer visajes.
«Y yo le diré -replicó-, yo le diré lo que hace... el muy trapisondista...».
Maximiliano se estremeció.
«Tonta, ¿qué es lo que yo hago?...» dijo sorteando su turbación.
-Encerrarse en su cuarto,
-¿Qué?
-Escribiéndole cartas a la novia.
-Mentira... ¿yo...? Quita allá, enredadora...
Volvió a su cuarto, llevando la mano del almirez, y echada otra vez la llave, tapó el agujero con un pañuelo.
«Ella no mirará; pero por si se le ocurre...».
El tiempo apremiaba y doña Lupe podía
venir. Cuando cogió la hucha llena, el corazón le palpitaba y su
respiración era difícil. Dábale compasión de la víctima, y para
evitar su enternecimiento, que podría frustrar el acto, hizo lo que
los criminales que se arrojan frenéticos a dar el primer golpe para
perder el miedo y acallar la conciencia, impidiéndose el volver
atrás. Cogió la hucha y con febril mano le atizó un porrazo. La
víctima exhaló un gemido seco. Se había cascado, pero no estaba
rota aún. Como este primer golpe fue dado sobre el suelo, le
pareció a Maximiliano que había retumbado mucho, y entonces puso
sobre la cama el cacharro herido. Su azoramiento era tal que casi
le pega a la hucha vacía en vez de hacerlo a la llena; pero se
serenó, diciendo: «¡Qué tonto soy! Si esto es mío, ¿por qué no he
de disponer de ello cuando me dé la gana?». Y leña, más leña... La
infeliz víctima, aquel antiguo y leal amigo,
No había tiempo que perder. Sentía
pasos. ¿Subiría ya doña Lupe? No, no era ella; pero pronto vendría
y era forzoso despachar. Aquellos cascos, ¿dónde los echaría? He
aquí un problema que le puso los pelos de punta al asesino. Lo
mejor era envolver aquellos despojos sangrientos en un pañuelo y
tirarlos en medio de la calle cuando saliera. ¿Y la sangre? Limpió
la colcha como pudo, soplando el polvo. Después advirtió que su
mano derecha y el
Lo que desconcertó a Rubín cuando creyó concluida su faena, fue la aprensión de advertir que la hucha nueva no se parecía nada a la sacrificada. ¿Cómo antes del crimen las vio tan iguales que parecían una misma? Error de los sentidos. También podía ser error la diferencia que después del crimen notaba. ¿Se equivocó antes o se equivocaba después? En la enorme turbación de su ánimo no podía decidir nada. «Pero si, basta tener ojos -decía-, para conocer que esta hucha no es aquella... En esta el barro es más recocho, de color más oscuro, y tiene por aquí una mancha negra... A la simple vista se ve que no es la misma... Dios nos asista. ¿A ver el peso?... Pues el peso me parece que es menor en esta... No, más bien mayor, mucho mayor... ¡Fatalidad!».
Quedose parado un largo rato mirando a
la luz y viendo en ella a doña Lupe en el acto de coger la hucha
falsa y decir: «Pero esta hucha...
No pudo entretenerse en contar su tesoro, porque entró doña Lupe, dirigiéndose inmediatamente a la cocina. Maximiliano se paseaba en su cuarto esperando que le llamasen a comer, y hacía cálculos mentales sobre aquella desconocida suma que tanto le pesaba. «Mucho debe de ser, pero mucho -calculaba-; porque en tal tiempo eché un dobloncito de cuatro, y en cual tiempo otro. Y cuando tomé la medicina aquella que sabía tan mal, me dio mi tía dos duritos, y cada vez que había que tomar purga un durito o medio durito. Lo que es en monedas de a cinco, puede que pasen de quince».
Sintió que le renacía el valor. Pero
cuando le llamaron a comer, y fue al comedor y se encaró con su
tía, pensó que esta le iba a conocer en la cara lo que había hecho.
Mirábale ella lo mismo que el día infausto en que le robara los
botones arrancándolos de la ropa... Y al sobrinito se le alborotó
la conciencia, haciéndole ver peligros donde no los había. «Me
parece -cavilaba, tragando la sopa-, que la colcha no ha quedado
muy limpia... Caspitina, se me olvidó una cosa; pero una cosa muy
importante... ver si habían caído pedacitos de barro en alguna
parte. Ahora recuerdo que oí el
El mirar escrutador de doña Lupe no tenía nada de particular. Acostumbrada ella a estudiarle la cara, para ver cómo andaba de salud, y el tal semblante era un libro en que la buena señora había aprendido más Medicina que Farmacia su sobrino en los textos impresos.
«Me parece que tú no andas bien... -le
dijo-. Cuando entré te sentí toser... Estas heladas...
Con esto se tranquilizó el joven comprendiendo que las miradas no eran más que la inspección médica de todos los días. Comieron y se prepararon para salir. El criminal se embozó bien en la capa y apagó la luz de su cuarto para coger los restos de la víctima y sacarlos ocultamente. Como las monedas que en el bolsillo del pantalón llevaba no eran paja, se denunciaban sonando una contra otra. Por evitar este ruido inoportuno, Maximiliano se metió un pañuelo en aquel bolsillo, atarugándolo bien para que las piezas de plata y oro no chistasen, y así fue en efecto, pues en todo el trayecto desde Chamberí hasta la casa de Torquemada el oído de doña Lupe, que siempre se afinaba con el rumor de dinero como el oído de los gatos con los pasos del ratón, y hasta parecía que entiesaba las orejas, no percibió nada, absolutamente nada. El sobrinito, cuando creía que las monedas se movían, atarugaba el bolsillo como quien ataca un arma. ¡Creeríase que le había salido un tumor en la pierna!...
-I-
Grande fue el asombro de Fortunata
aquella noche cuando vio que Maximiliano sacaba puñados de monedas
diferentes, y contaba con rapidez la suma, apartando el oro de la
plata. A la sorpresa un tanto alegre de la joven, siguió pronto
sospecha de que su improvisado amigo hubiese adquirido aquel caudal
por medios no muy limpios. Creyó ver en él un hijo de familia que,
arrastrado de la pasión y cegado por la tontería, se había
incautado de la caja paterna. Esta idea la mortificó mucho,
haciéndole ver la cruel insistencia con que su destino la
maltrataba. Desde que fue lanzada a los azares de aquella vida, se
había visto siempre unida a hombres groseros, perversos o
tramposos,
No dejó entrever a Maximiliano sus
sospechas sobre la procedencia del dinero, que, viniera de donde
viniese, no podía ser mal recibido, y poco a poco se fue
tranquilizando al ver que el apreciable muchacho hacía alarde de
poseer
Quedó convenido entre Fortunata y su
protector tomar un cuarto que estaba desalquilado en la misma casa.
Rubín insistió mucho en la modestia y baratura de los muebles que
se habían de poner, porque... (para que se vea si era juicioso)
«conviene empezar por poco». Después se vería, y el humilde hogar
iría creciendo y embelleciéndose gradualmente. Aceptaba ella todo
sin entusiasmo ni ilusión alguna, más bien
Tratando de medir el cariño que sentía por su amiga, Maximiliano hallaba pálida e inexpresiva la palabra querer, teniendo que recurrir a las novelas y a la poesía en busca del verbo amar, tan usado en los ejercicios gramaticales como olvidado en el lenguaje corriente. Y aun aquel verbo le parecía desabrido para expresar la dulzura y ardor de su cariño. Adorar, idolatrar y otros cumplían mejor su oficio de dar a conocer la pasión exaltada de un joven enclenque de cuerpo y robusto de espíritu.
Cuando el enamorado se iba a su casa,
llevaba en sí la impresión de Fortunata transfigurada. Porque no ha
habido princesa de cuento oriental ni dama del teatro romántico que
se ofreciera a la mente de un caballero con atributos más ideales
ni con rasgos más puros y nobles. Dos Fortunatas existían entonces,
una
Lo esencial del saber, lo que saben
los niños y los paletos, ella lo ignoraba, como lo ignoran otras
mujeres de su clase y aun de clase superior. Maximiliano se reía de
aquella incultura rasa, tomando en serio la tarea de irla
corrigiendo poco a poco. Y ella no disimulaba su barbarie; por el
contrario, manifestaba con graciosa sinceridad sus ardientes deseos
de adquirir ciertas ideas y de aprender palabras finas y decentes.
Cada instante estaba preguntando el significado de tal o cual
palabra, e informándose de mil cosas comunes. No sabía lo que es el
Norte y el Sur. Esto le sonaba a cosa de viento; pero nada más.
Creía que un senador es algo del Ayuntamiento. Tenía sobre la
imprenta ideas muy extrañas, creyendo que los autores mismos ponían
en las páginas aquellas letras tan iguales. No había leído jamás
libro ninguno, ni siquiera novela. Pensaba que Europa es un pueblo
y que Inglaterra es un país de acreedores. Respecto del sol, la
luna y todo lo demás del firmamento, sus nociones pertenecían
Sus defectos de pronunciación eran
atroces. No había fuerza humana que le hiciera decir
Lo mejorcito que aquella mujer tenía era su ingenuidad. Repetidas veces sacó Maximiliano a relucir el caso de la deshonra de ella, por ser muy importante este punto en el plan de regeneración. El inspirado y entusiasta mancebo hacía hincapié en lo malos que son los señoritos y en la necesidad de una ley a la inglesa que proteja a las muchachas inocentes contra los seductores. Fortunata no entendía palotada de estas leyes. Lo único que sostenía era que el tal Juanito Santa Cruz era el único hombre a quien había querido de verdad, y que le amaba siempre. ¿Por qué decir otra cosa? Reconociendo el otro con caballeresca lealtad que esta consecuencia era laudable, sentía en su alma punzada de celos, que trastornaba por un instante sus planes de redención.
«¿Y le quieres tanto, que si le vieras en algún peligro le salvarías?».
-Claro que sí... me lo puedes creer.
Si le viera en un peligro, le sacaría en bien, aunque me perdiera
yo. No sé decir más que lo que me sale de
Se puso tan guapa al hacer esta declaración, que Rubín la miró mucho antes de decir:
«No, no jures; no necesitas jurarlo. Te creo. Di otra cosa. Y si ahora entrara por esa puerta y te dijera: 'Fortunata, ven' ¿irías?».
Fortunata miró a la puerta. Rubín tragaba saliva y buscaba en el sitio donde tenemos el bigote algo que retorcer, y encontrando sólo unos pelos muy tenues, los martirizaba cruelmente.
«Eso... según... -dijo ella plegando su entrecejo-. Me iría o no me iría...».
-II-
Maximiliano quería saberlo todo. Era
como el buen médico que le pide al enfermo las noticias más
insignificantes del mal que padece y de su historia para saber cómo
ha de curarle. Fortunata no ocultaba nada, eso bueno tenía, y el
doctor amante se encontraba a veces con más quizás de lo necesario
para la prodigiosa cura. ¡Y qué horrorizado se quedaba oyendo
contar lo mal que se portó el seductor de aquella hermosura! El
honradísimo aprendiz de farmacéutico no comprendía que pudieran
existir hombres tan malos, y las penas todas del infierno
parecíanle pocas para castigarles. Criminal más perverso que los
asesinos y ladrones era, según él, el señorito seductor de doncella
pobre, que le hacía creer que se iba a casar con ella, y después la
dejaba plantada
Prefería contar particularidades de su
infancia. Su difunto padre poseía un cajón en la plazuela y era
hombre honrado. Su madre tenía, como Segunda, su tía paterna, el
tráfico de huevos. Llamábanla a ella desde niña la
Fortunata, al oír esto, fijaba sus
ojos en el suelo, repitiendo como una máquina aquello de que lo
mejor era el desprecio. Sí, despreciarle, repetía el otro, pues era
ignominia solicitar su protección. Aunque le dieran lo que le
dieran, no era capaz Fortunata de decir
«Pero, tontín, si no es por él, no hubiéramos tenido con qué enterrarle» dijo Fortunata saliendo a la defensa de su propio verdugo.
-Primero le dejo yo insepulto, que
recurrir... La dignidad, hija, es antes que todo. Fíjate
-Era un hombre traicionero y malo
-dijo Fortunata con desgana, como si el recuerdo de aquella parte
de su vida le fuera muy desagradable-. Me fui con él porque me vi
perdida, y no tenía a dónde volverme. Era hermano de un vecino
nuestro en la Cava de San Miguel. Primeramente tuvo un cajón de
casquería en la plaza, y después puso tienda de quincalla. iba a
todas las ferias con un sin fin de arcas llenas de baratijas, y
armaba tiendas. Le llamaban
Y siguió relatando con rapidez aquella
página fea, deseando concluirla pronto. Lo del señorito Santa Cruz,
siendo tan desastroso, lo refería con prolijidad y aun con cierta
amarga complacencia; pero lo de
La verdad ante todo. ¿Para qué decir
una cosa por otra? La franqueza es una virtud cuando no se tienen
otras, y la franqueza obligaba a Fortunata a declarar que en la
primera temporada de anarquía moral se había divertido algo,
olvidando sus penas como las olvidan los borrachos. Su éxito fue
grande, y su falta de educación ayudaba a cegarla. Llegó a creer
que encenegándose mucho se vengaba de los que la habían perdido, y
solía pensar que si el pícaro Santa Cruz la veía hecha un brazo de
mar, tan elegantona y triunfante, se le antojaría quererla otra
vez. ¡Pero sí, para él estaba...! Contó a renglón seguido tantas
cosas, que Maximiliano se sintió lastimado. Tuvo precisión de
Otro velo... Maximiliano se vio
precisado a echar otro velo... «Cállate, hazme el favor de
callarte» le dijo, pensando que, según iba saliendo la historia,
necesitaba lo menos una pieza de tul. Pero ella siguió narrando.
Pues como iba diciendo, el tal joven salió también un buen punto.
Una mañana, mientras ella dormía, le empeñó todas sus alhajas, para
jugar. Y aquí paz... Vino después un viejo que le daba mucho dinero
y la llevó a París donde se engalanó y
Sentíase Maximiliano poseedor de una
fuerza redentora, hermana de las fuerzas creadoras de la
Naturaleza. ¡Ya vería el mundo la irradiación de bondad y de verdad
que él iba a arrojar sobre aquella infeliz víctima del hombre!
-III-
Una de las cosas a que Maximiliano
daba más importancia para poner en ejecución su plan redentorista
era que Fortunata le amara, porque sin esto la sublime obra iba a
tener sus dificultades. Si Fortunata se prendaba de él, aunque se
prendara por lo moral, que es la menor cantidad de amor posible, no
era tan difícil que él la convirtiera al bien por la atracción de
su alma. De esta necesidad de amor previo emanaba la insistencia
con que Maximiliano le preguntaba a su ídolo si le quería ya algo,
si le iba queriendo. Algunas veces contestaba ella que sí con esa
facilidad mecánica y rutinaria de los niños aplicados que se saben
la lección; otras veces, más sincera y reflexiva, respondía que el
cariño no depende de la voluntad ni menos de la razón, y por esto
acontece que una mujer, que no tiene pelo de tonta, se enamorisca
de
La casa estaba en una de las muchas
rinconadas
Pasaba Maximiliano allí todo el tiempo
de que podía disponer. Por la noche estaba hasta las doce y a veces
hasta la una, no faltando ni aun cuando se veía acometido de sus
terribles jaquecas. La sorpresa y confusión que a doña Lupe causaba
esto no hay para qué decirlas, y no se satisfacía con las
explicaciones que su sobrinito daba. «Aquí hay gato encerrado
-decía
Cuando Maximiliano iba con jaqueca a la casa de su amante, esta le cuidaba casi tan bien como la propia doña Lupe, y hacía los imposibles por conseguir que no metieran bulla los chicos de la huevera. Esto lo agradecía tanto el enfermo que se le aumentaba el amor, si fuera capaz de aumento lo que ya era tan grande. Observó con satisfacción que Fortunata salía a la calle lo menos posible. Por la mañana bajaba a hacer su compra, con su cesto al brazo, y al cuarto de hora volvía. Ella misma se hacía la comida y limpiaba la casa, en cuyas operaciones se le iba casi todo el día. No recibía visitas de mujeres de conducta dudosa, y la suya era estrictamente ajustada a las prácticas de una vida regular. «Tiene la honradez en la médula de los huesos -decía Maximiliano rebosando alegría-. Le gusta tanto trabajar, que cuando tiene hecha una cosa la desbarata y la vuelve a hacer por no estar ociosa. El trabajo es el fundamento de la virtud. Lo que digo, esta mujer ha sido mala a la fuerza».
En medio de estos dulcísimos ensueños
de su alma arrebatada, sentía Maximiliano unos saetazos que le
hacían volver sobresaltado a la realidad. Era como la feroz picada
de un mosquito cuando estamos empezando a dormirnos dulcemente...
Por mucho que se estirase el dinero
-IV-
La única visita que recibían era la de Feliciana y Olmedo. Ni una ni otro agradaban mucho a Maximiliano: ella por ser ordinaria y de sentimientos innobles, incapaz de apetecer la honradez como estado permanente; él por ser muy atropellado, muy hablador, muy amigo de contar cuentos sucios y de decir palabras indecentes. Entraba siempre con el sombrero echado atrás, afectando una grosería de maneras que no tenía, imitando los modales y hasta el andar de los borrachos, arrastrando las palabras, pero absteniéndose de beber con disculpa de mal de estómago, en realidad porque se mareaba y embrutecía a la segunda copa. En confianza dijo Maximiliano a Fortunata que debían mudarse de casa para no tener vecinos tan contrarios al método de personas decentes que se habían impuesto.
De todo lo que el enamorado pensaba
hacer para la redención de su querida, nada le parecía tan urgente
como enseñarla a escribir y a leer
«Nada de hociquitos, hija de mi alma; eso es muy feo -le decía el profesor acariciándole la cabeza-. No agarrotes los dedos... Si es cosa sencillísima, y lo más fácil...».
Ya se ve, para él era fácil; pero ella, que en su vida las había visto más gordas, hallaba en la escritura una dificultad invencible. Decía con tristeza que no aprendería jamás, y se lamentaba de que en su niñez no la hubieran puesto a la escuela. La lectura la cansaba también y la aburría soberanamente, porque después de estarse un mediano rato sacando las sílabas como quien saca el agua de un pozo, resultaba que no entendía ni jota de lo que el texto decía. Arrojaba con desprecio el libro o periódico, diciendo que ya no estaba la Magdalena para tafetanes.
Si en el orden literario no mostraba
ninguna
En los comienzos de aquella vida,
Maximiliano abandonó mucho sus estudios; pero cuando fue
metodizando su amor, la conciencia de la misión moral que se
proponía cumplir le estimuló al estudio, para hacerse pronto hombre
de carrera. Y era muy particular lo que le ocurría. Se notaba más
despierto, más perspicaz para comprender, más curioso de los
secretos de la ciencia, y le interesaba ya lo que antes le
aburriera. En sus meditaciones, solía decir que
«Cuando yo era tonto -decía sin
ocultarse
Fortunata no tenía criada. Decía que
ella se bastaba y se sobraba para todos los quehaceres de casa tan
reducida. Muchas tardes, mientras estaba en la cocina, Maximiliano
estudiaba sus lecciones, tendido en el sofá de la sala. Si no fuera
porque el espectro de la hucha se le solía aparecer de vez en
cuando anunciándole el acabamiento del dinero extraído de ella,
¡cuán feliz habría sido el pobre chico! A pesar de esto, la dicha
le embargaba. Entrábale una embriaguez de amor que le hacía ver
todas las cosas teñidas de optimismo. No había dificultades, no
había peligros ni tropiezos. El dinero ya vendría de alguna parte.
Fortunata era buena, y bien claros estaban ya sus propósitos de
decencia. Todo iba a pedir de boca, y lo que faltaba era concluir
la carrera y... Al llegar aquí, un pensamiento que desde el
principio de aquellos amores tenía muy guardadito, porque no quería
manifestarlo sino en sazón oportuna, se le vino a los labios. No
pudo retener más tiempo aquel secreto que se le salía con empuje, y
si no lo decía reventaba, sí, reventaba; porque aquel pensamiento
era todo su amor, todo su espíritu, la expresión de todo lo nuevo
«Fortunata, yo me caso contigo».
Ella se echó a reír con incredulidad;
pero Rubín repitió el
-
-Pues esto: que o me caso o me muero. Has de ser mía ante Dios y los hombres. ¿No quieres ser honrada? Pues con el deseo de serlo y un nombre, ya está hecha la honradez. Me he propuesto hacer de ti una persona decente y lo serás, lo serás si tú quieres...
Inclinose para coger los libros que se habían caído al suelo. Fortunata salió para traer lo que en la mesa faltaba, y al entrar le dijo:
-Esas cosas se calculan bien... no por mí, sino por ti.
-¡Ah!, ya lo tengo pensado; pero muy bien pensado... ¿Y a ti, te había ocurrido esto?
-No... no me pasaba por la imaginación. Tu familia ha de hacer la contra.
-Pronto seré mayor de edad -afirmó Rubín con brío-. Opóngase o no, lo mismo me da...
Fortunata se sentó a su lado, dejando
la mesa a medio poner y la comida a punto de quemarse. Maximiliano
le dio muchos abrazos y besos, y ella estaba como aturdida... poco
risueña en verdad, esparciendo miradas de un lado para otro. La
generosidad de su amigo no le era indiferente, y contestó a los
apretones de manos con otros no tan fuertes, y a las caricias de
amor con otras de amistad. Levantose para volver a la cocina, y en
ella su pensamiento se balanceó en aquella idea del casorio,
mientras maquinalmente echaba la sopa en la sopera... «¡Casarme
yo!...
-V-
Maximiliano solía contar algunos
particulares de la familia de Rubín, por lo cual tenía
El amante también estaba poco
dispuesto al sueño; mas era porque el entusiasmo le hacía
cosquillas en el epigastrio, atravesándole un bulto en el vértice
de los pulmones, con lo que le pesaba el respirar, y además poníale
candelas encendidas en el cerebro. Por más que él soplaba para
apagarlas y poder dormirse, no lo podía conseguir. Su tía estaba
con él un poco seria. Sin duda sospechaba algo, y como persona de
mucho pesquis, no se tragaba ya aquellas bolas del estudiar fuera
de casa y de los amigos enfermos a quienes era preciso velar. A los
dos días de aquel en que el exaltado mozo se arrancó a prometer su
mano, doña Lupe tuvo con él una grave conferencia. El semblante de
la señora no revelaba tan sólo recelo, sino profunda pena, y cuando
llamó a su sobrino para encerrarse con él en el gabinete, este
sintió desvanecerse su valor. Quitose la señora el manto y lo puso
sobre la cómoda bien doblado. Después de clavar en él los
alfileres, mirando a su sobrino de un modo que le hizo estremecer,
le dijo: «Tengo que hablarte
«¿Tienes hoy jaqueca?» le preguntó después doña Lupe.
Maximiliano estaba muy bien de la cabeza; pero para colocarse en buena situación, dijo que sentía principios de jaqueca. Así doña Lupe tendría compasión de él. Dejose caer en un sillón y se comprimió la frente.
«Pues se trata de una mala noticia -aseveró la viuda de Jáuregui-, quiero decir, mala, precisamente mala no... aunque tampoco es buena».
Rubín, sin comprender a qué podía referirse su tía, barruntó que nada tenía que ver aquello con sus amores clandestinos, y respiró. La opresión del epigastrio se le hizo más ligera, y se acabó de tranquilizar al oír esto:
«La noticia no ha de afectarte mucho. ¿Para qué tanto rodeo? Tu tía doña Melitona Llorente ha pasado a mejor vida. Mira la carta en que me lo dice el señor cura de Molina de Aragón. Murió como una santa, recibió todos los Sacramentos y dejó treinta mil reales para misas».
Maximiliano conocía muy poco a su tía materna. La había visto sólo dos o tres veces siendo muy niño, y no vivía en su imaginación sino por las rosquillas y el arrope que mandaba de regalo todos los años en vida de D. Nicolás Rubín. La noticia del fallecimiento de esta buena señora le afectó poco.
«Todo sea por Dios» murmuró por decir algo.
Doña Lupe se volvió de espaldas para
abrir
«Tú y tus hermanos heredáis a Melitona, que por mis cuentas debía tener un capitalito sano de veinte o veinticinco mil duros».
Maximiliano no oyó bien por estar su tía de espaldas, y aquello le interesaba tanto que se levantó, puso un codo sobre la cómoda y allí se hizo repetir el concepto para enterarse bien.
«Esas son mis cuentas -agregó doña Lupe-; pero ya ves que en los pueblos no se sabe lo que se tiene y lo que no se tiene. Probablemente la difunta emplearía algún dinero en préstamos, que es como tirarlo al viento. Se cobra tarde y mal, cuando se cobra. De modo que no os hagáis muchas ilusiones. Cuando Juan Pablo venga a Madrid irá a Molina de Aragón a enterarse del testamento y recoger lo que es vuestro».
-Pues que vaya inmediatamente -dijo Maximiliano dando una palmada sobre la cómoda-; pero aquello de llegar y en la misma estación coger el billete y zas... al tren otra vez.
-Hombre, no tanto. Tu hermano está en Bayona. Lo mejor es que se pase por Molina antes de venir a Madrid. Le escribiré hoy mismo. Sosiégate; tú eres así, o la apatía andando o la pura pólvora... Eso es ahora, que antes, para mover un pie le pedías licencia al otro. Te has vuelto muy atropellado.
Le miró de un modo tan indagador, que
al
Aquel
-VI-
Maximiliano, gozoso de ver que su tía con aquel gran alboroto, no se ocupaba de él, poníase de parte de la autoridad y en contra de Papitos. Sí, sí; era muy mala, muy descarada, y había que atarla corto. Azuzaba la cólera de doña Lupe para que esta no se revolviese contra él hablándole de su cambio de costumbres y de lo que hacía fuera de casa.
Doña Lupe fue aquella noche a casa de
las de la Caña, y se estuvo allá las horas muertas. Maximiliano
entró a las once. Había dejado a
Los faroles de la calle le parecían
astros, los transeúntes excelentes personas, movidas de los mejores
deseos y de sentimientos nobilísimos. Entró en su casa resuelto a
espontanearse con su tía... «¿Me atreveré? -pensaba-. Si me
atreviera... ¿Y qué hay de malo en esto? En último caso, ¿qué puede
hacer mi tía? ¿Acaso me va a comer? Si me niega el derecho de
casarme con quien me dé la gana, ya le diré yo cuántas son cinco.
No se conoce el genio de
Se fue a la cocina detrás de Papitos,
siguiendo una costumbre antigua de hacer tertulia y de entretenerse
en pláticas sabrosas cuando se encontraban solos. Un año antes, la
criadita y el estudiante se pasaban las horas muertas en la cocina,
contándose cuentos o proponiéndose acertijos. En estos era fuerte
la chiquilla. Sus carcajadas se oían desde la calle cuando repetía
la adivinanza, sin que el otro la pudiera acertar. Maximiliano se
rascaba la cabeza, aguzando su entendimiento; pero la solución no
salía. Papitos le llamaba zote, bruto y otras cosas peores sin que
él se ofendiera. Tomaba su revancha en los cuentos, pues sabía
muchos, y ella los escuchaba con embeleso, abierta la boca de par
en par y los ojos clavados en el narrador. Aquella noche estaba
Papitos
Maximiliano buscaba una fórmula para
pedirle perdón sin menoscabo de su dignidad de señorito. Sentíase
con impulsos de protección hacia ella. Verdad que habían jugado
juntos; que el año anterior, a pesar de la diferencia de edades,
eran tan niños el uno como el otro, y se entretenían en enredos
inocentes. Pero ya las cosas habían cambiado. Él era hombre, ¡y qué
hombre!, y Papitos una chiquilla retozona sin pizca de juicio. Pero
tenía buena índole, y cuando sentara la cabeza y diera un estirón
sería una criada inapreciable. La chiquilla, después que le dijo
todas aquellas injurias, se puso a repasar una media, en la cual
tenía metida la mano izquierda como en un guante. Sobre la mesa
estaba su estuche de costura, que era una caja de tabacos. Dentro
de ella había carretes, cintajos, un canuto de agujas muy roñoso,
un pedazo de cera blanca, botones y otras cosas pertinentes al arte
de la costura. La cartilla en que Papitos aprendía a leer estaba
también allí, con las hojas sucias y reviradas. El quinqué de la
cocina con el tubo ahumado y
«¿Quieres que te tome la lección?» dijo Rubín cogiendo la cartilla.
-Ni falta... canijo, espátula,
-No seas salvaje... Es preciso que aprendas a leer, para que seas mujer completa -dijo Rubín esforzándose en parecer juicioso-. Hoy has estado un poco salida de madre, pero ya eso pasó. Teniendo juicio, se te mirará siempre como de la familia.
-
-No te abandonaremos nunca -manifestó el joven henchido de deseos de protección-. ¿Sabes lo que te digo?... Para que lo sepas, chica, para que lo sepas, ten entendido que cuando yo me case... cuando yo me case, te llevaré conmigo para que seas la doncella de mi señora.
Al soltar la carcajada se tendió Papitos para atrás con tanta fuerza, que el respaldo de la silla crujió como si se rompiera.
-¡Casarse él,
La indignación que sintió Maximiliano al oír este concepto fue tan viva, que de manifestarse en hechos habría ocurrido una catástrofe. Porque tal ultraje no podía contestarse sino agarrando a Papitos por el pescuezo y estrangulándola. El inconveniente de esto consistía en que Papitos tenía mucha más fuerza que él.
-Eres lo más animal y lo más grosero... -balbució Rubín-, que he visto en mi vida. Si no te curas de esas tonterías, nunca serás nada.
Papitos alargó el brazo izquierdo en que tenía la media, y asomando sus dedos por los agujeros, le cogió la nariz al señorito y le tiró de ella.
-¡Que te estés quieta!... ¡vaya!... Tú no te has llevado nunca una solfa buena, y soy yo quien te la va a dar... ¿Y por qué son esas risas estúpidas?... ¿Porque he dicho que me caso? Pues sí señor, me caso porque me da la gana.
Tiempo hacía que Maximiliano deseaba hablar de aquella manera con alguien, y manifestar su pensamiento libre y sin turbación. La confidencia que tan difícil era con otra persona, resultaba fácil con la cocinerita, y el hombre se creció después de dichas las primeras palabras.
«Tú eres una inocente -le dijo
poniéndole la mano en el hombro-, tú no conoces el mundo,
Al llegar a este punto, Papitos no entendió ni jota de lo que su señorito le decía... Era un lenguaje nuevo, como eran nuevas la expresión de él y la cara seria que puso. No ponía aquella cara cuando contaba los cuentos.
«Porque verás tú -continuó Rubín, expresándose con alma-; el amor es la ley de las leyes, el amor gobierna el mundo. Si yo encuentro la mujer que me gusta, que es la mitad, si no la totalidad de mi vida, una mujer que me transforme, inspirándome acciones nobles y dándome cualidades que antes no tenía, ¿por qué no me he de casar con ella? A ver, que me lo digan; que me den una razón, media razón siquiera... Porque tú no me has de salir con argumentos tontos; tú no has de participar de esas preocupaciones por las cuales...».
Al llegar aquí, el orador se embarulló
algo, y no ciertamente por miedo a la dialéctica de su contrario.
Papitos, después de asombrarse mucho de la solemnidad con que el
señorito hablaba y de las cosas incomprensibles que le decía,
empezó a aburrirse. Siguió Maximiliano descargando su corazón, que
otra coyuntura de desahogo como aquella no se le volvería a
presentar, y por fin la niña estiró el brazo izquierdo sobre la
mesa, y como estaba tan fatigada del ajetreo de aquel día y de los
coscorrones, hizo del brazo almohada y reclinó su cabeza en
Papitos dormía como un ángel, apoyada
la mejilla sobre el brazo tieso, y conservando en la mano de él la
media, por cuyos agujeros asomaban los dedos. Dormía con plácido
reposo, la cara seria, como si aprobase inconscientemente las
perrerías que el otro decía de los seductores, y aprovechara la
lección para cuando le tocara. El propio calor de sus palabras
llevó a Maximiliano a una exaltación que parecía insana. No podía
estar quieto ni callado. Levantose y fue por los pasillos adelante,
hablando solo en baja voz o haciendo gestos. El pasillo estaba
oscuro; pero él conocía tan bien todos los rincones, que andaba por
ellos sin vacilación ni tropiezo. Entró en la sala que también
estaba a oscuras, penetró en el gabinete de su tía,
Vamos, que sentía de veras no
estuviese delante de él en el sillón de hule la propia viuda de
Jáuregui en imagen corpórea, porque de fijo le diría lo mismo que
estaba diciendo ante su imagen figurada y supuesta. Después salió
otra vez al pasillo, donde continuó la perorata, paseándose de un
extremo a otro, y gesticulando a favor de la oscuridad. La soledad,
el silencio de la noche y la poca luz favorecen a los
Cuando doña Lupe llamó a la puerta, su sobrino le abrió, y pasmose ella de que estuviera en pie todavía. «¡Qué despabilado está el tiempo!» dijo la señora con cierto retintín, que hizo estremecer al joven, limpiando súbitamente su espíritu de toda idea de independencia, como se limpia de sombras un farol cuando aparece dentro de él la llama del gas. Al oír la campanilla, acudió la chica dando traspiés y restregándose los ojos. Doña Lupe no dijo más que: «a la cama todo Cristo». Era muy tarde y Papitos tenía que madrugar. El sobrino y la cocinerita entraron sin hacer ruido en sus respectivas madrigueras, como los conejos cuando oyen los pasos del cazador.
-VII-
La declaración de Maximiliano había
puesto a Fortunata en perplejidad grande y penosa. Aquella noche y
las siguientes durmió mal por la viveza del pensar y las
contradictorias ideas que se le ocurrían. Después de acostada
«¡Pero vivir siempre con este chico... tan feo como es! Me da por el hombro, y yo le levanto como una pluma. Un marido que tiene menor fuerza que la mujer no es, no puede ser marido. El pobrecillo es un bendito de Dios; pero no le podré querer aunque viva con él mil años. Esto será ingratitud, pero ¿qué le vamos a hacer?, no lo puedo remediar...».
Tan distraída estaba, que el carnicero le preguntó tres veces lo que quería sin obtener respuesta. Por fin se enteró. «Hoy no llevo más que media libra de falda para el cocido y una chuletita de lomo. Señor Paco, pésemelo bien».
-Tome usted, simpatía, y mande.
También compró dos onzas de tocino; luego una brecolera en el puesto de verduras de la carnicería, y en la tienda de la esquina, arroz, cuatro huevos y una lata de pimientos morrones. Al volver a su casa, revisó la lumbre y se puso a limpiar y a barrer. Mientras quitaba el polvo a los muebles, volvió al tema: «No se encuentra todos los días un hombre que quiera echarse encima una carga como esta».
Hizo la cama y después empezó a
peinarse. Al ver en el espejo su linda cara pálida, diole por
emplear argumentos comparativos: «Porque ¡María
Después de esta reticencia, que por lo
terminante parecía hija de una convicción profunda, siguió
contemplando y admirando su belleza. Estaba orgullosa de sus ojos
negros, tan bonitos que, según dictamen de ella misma,
Y después se puso muy triste. Los pedacitos de leche cuajada desaparecieron bajo los labios fruncidos, y se le armó en el entrecejo como una densa nube. El rayo que por dentro pasaba decía así: «¡Si me viera ahora...!». Bajo el peso de esta consideración estuvo un largo rato quieta y muda, la vista independiente a fuerza de estar fija. Despertó al fin de aquello que parecía letargo, y volviendo a mirarse, animose con la reflexión de su buen palmito en el espejo. «Digan lo que quieran, lo mejor que tengo es el entrecejo... Hasta cuando me enfado es bonito... ¿A ver cómo me pongo cuando me enfado? Así, así... ¡Ah, llaman!».
El campanillazo de la puerta la obligó
a dejar el tocador. Salió a abrir con la peineta en una mano y la
toalla por los hombros. Era el redentor, que entró muy contento y
le dijo que acabara de peinarse. Como faltaba tan poco, pronto
quedó todo hecho. Maximiliano la elogió por su resolución de no
tomar peinadoras.
Más adelante tomarían alguna criada, porque no convenía tampoco que ella se matase a trabajar. Estarían seguramente en buena posición, y puede que algunos días tuvieran convidados a su mesa. La servidumbre es necesaria, y llegaría un día seguramente en que no se podrían pasar sin una niñera. Al oír esto, por poco suelta la risa Fortunata; pero se contuvo, concretándose a decir en su interior: «¡Para qué querrá niñeras este desventurado...!».
A renglón seguido, sacó el joven a
relucir el tema del casorio, y dijo tales cosas que Fortunata no
pudo menos de rendir el espíritu a tanta generosidad y nobleza de
alma. «Tu comportamiento decidirá de su suerte -afirmó él-, y como
tu comportamiento ha de ser bueno, porque tu alma tiene todos los
resortes del bien,
A Fortunata se le humedecieron los ojos, porque era muy accesible a la emoción, y siempre que se le hablaba con solemnidad y con un sentido generoso, se conmovía aunque no entendiera bien ciertos conceptos. La enternecían el tono, el estilo y la expresión de los ojos. Creyó entonces caso de conciencia hacer una observación a su amigo.
«Piensa bien lo que haces -le dijo-, y no comprometas por mí tu...».
Quería decir dignidad; pero no dio con
la palabra por el poco uso que en su vida había hecho de vocablos
de esta naturaleza. Pero se dio sus mañas para expresar toscamente
la idea, diciendo: «Calcula que los que me conozcan te van a llamar
Quería decir con un estigma en la
frente; pero ni conocía la palabra ni aunque la conociera la habría
podido decir correctamente. «No
Poco después almorzaba Fortunata, y
Maximiliano estudiaba, cambiando de vez en cuando algunas palabras.
Toda aquella tarde dominaron en el espíritu de la joven las ideas
optimistas, porque él se dejó decir algo de su herencia, de tierras
e hipotecas en Molina de Aragón, asegurando que
Feliciana, por su parte, había
empezado a campar por sus respetos. Lo dicho, la honradez y el amor
eran cosas muy buenas; pero no daban de comer. El calavera de
oficio no se permitió aquella noche ninguna barrabasada. Sólo al
entrar, y cuando los cuatro se sentaron a tomar café dijo con su
habitual desenfado: «Narices, ya está reunido aquí toíto el
-VIII-
Aquella noche fue también mala para
Fortunata, pues se la pasó casi toda cavilando, discurriendo sobre
si
Aquel día la compra duró algo más, pues habiéndole anunciado Maximiliano que almorzaría con ella, pensaba hacerle un plato que a entrambos les gustaba mucho, y que era la especialidad culinaria de Fortunata, el arroz con menudillos. Lo hacía tan ricamente, que era para chuparse los dedos. Lástima que no fuera tiempo de alcachofas, porque las hubiera traído para el arroz. Pero trajo un poco de cordero que le daba mucho aquel. Compró chuletas de ternera, dos reales de menudillos y unas sardinas escabechadas para segundo plato.
De vuelta a su casa armó los tres
pucheros con el minucioso cuidado que la cocina española exige, y
empezó a hacer su arroz en la cacerola. Aquel día no hubo en la
cocina cacharro que no funcionara. Después de freír la cebolla y de
machacar el ajo y de picar el menudillo, cuando ninguna cosa
importante quedaba olvidada, lavose la pecadora las manos y se fue
a peinar, poniendo más cuidado en ello que otros días. Pasó el
tiempo; la cocina despedía múltiples y
Media hora después estaban sentados a
la mesa en amor y compaña; pero en aquel instante se vio Fortunata
acometida bruscamente de unos pensamientos tan extraños, que no
sabía lo que le pasaba. Ella misma comparó su alma en aquellos días
a una veleta. Tan pronto marcaba para un lado como para otro. De
improviso, como si se levantara un fuerte viento, la veleta daba la
vuelta grande y ponía la punta donde antes tenía la cola. De estos
cambiazos había sentido ella muchos; pero ninguno como el de aquel
momento, el momento en que metió la cuchara dentro del arroz para
servir a su futuro esposo. No sabría ella decir cómo fue ni cómo
vino aquel sentimiento a su alma, ocupándola toda; no supo más sino
que le miró y sintió una antipatía tan horrible hacia el pobre
muchacho, que hubo de violentarse para disimularla.
«Parece que estás triste, moñuca» le dijo Rubín, que solía darle este cariñoso mote.
Contestó ella que el arroz no había quedado tan bien como deseara. Cuando comían las chuletas, Maximiliano le dijo con cierta pedantería de dómine: «Una de las cosas que tengo que enseñarte es a comer con tenedor y cuchillo, no con tenedor sólo. Pero tiempo tengo de instruirte en esa y en otras cosas más».
También le cargaba a ella tanta corrección. Deseaba hablar bien y ser persona fina y decente; pero ¡cuánto más aprovechadas las lecciones si el maestro fuera otro, sin aquella destiladera de nariz, sin aquella cara deslucida y muerta, sin aquel cuerpo que no parecía de carne, sino de cordilla!
Esta antipatía de Fortunata no
estorbaba en ella la estimación, y con la estimación mezclábase
«Es que si me pongo aquí no estudias, y lo que te conviene es estudiar para que no pierdas el año -replicó ella-. ¡Pues si lo pierdes y tienes que volverlo a estudiar...!».
Esta razón hizo efecto grande en el ánimo de Rubín. «No importa que estés aquí. Con tal que no me hables, estudiaré. Viéndote, parece que comprendo mejor las cosas, y que se me abren las compuertas del entendimiento. Te pones aquí, tú a tu costura, yo a mis libros. Cuando me siento muy torpe, ¡pim!, te miro y al momento me despabilo».
Fortunata se rió un poco, y ausentándose un instante, trajo la costura.
«¿Sabes? -le dijo Rubín, apenas ella se sentó-. Mi hermano Juan Pablo se fue a Molina a arreglar eso de la herencia de la tía Melitona. Mi tía Lupe le escribió y antes de venir a Madrid se plantó allá. Escribe diciendo que no habrá grandes dificultades».
-¿De veras?, ¡vamos!... Más vale así.
-Como lo oyes. Aún no puedo decir lo
que nos tocará a cada hermano. Lo que sí te aseguro es que me
alegro de esto por ti, exclusivamente por ti. Luego te quejarás de
la Providencia. Porque cuanto más aseguradas están las
materialidades de la vida, más segura es la conservación del honor.
La mitad de las deshonras que hay en la vida no son más que
pobreza, chica, pobreza. Créete que ha venido
Fortunata hubiera dicho para sí:
«¡Vaya un moralista que me ha salido!» pero no tenía noticia de
esta palabra, y lo que dijo fue: «Ya estoy de
-IX-
Maximiliano comunicó a Olmedo sus
planes de casamiento encargándole el mayor sigilo, porque no
convenía que se divulgasen antes de tiempo, para evitar
maledicencias tontas. Creyó el gran perdis que su amigo estaba
loco, y en el fondo de su alma le compadecía, aunque admiraba el
atrevimiento de Rubín para hacer la más grande y escandalosa
calaverada que se podía imaginar. ¡Casarse con una...! Esto era un
colmo, el colmo del
«Descuida, chico, lo que es por mí no lo sabrá nadie, ¡qué narices! Soy tu amigo ¿sí o no?, pues basta ¡narices! Te doy mi palabra de honor; estate tranquilo».
La palabra de
«Descuida, chico, no faltaba más... Ya tú me conoces».
En efecto, Narciso no lo dijo a nadie, con una sola excepción. Porque, verdaderamente, ¿qué importaba confiar el secretillo a una sola persona, a una sola, que de fijo no lo había de propalar?
«Te lo digo a ti sólo, porque sé que
eres muy discreto -murmuró Narciso al oído de su amigo Encinas
-Hombre, no seas tonto... Parece que me conoces de ayer. Ya sabes que soy un sepulcro.
Y el sepulcro se abrió en casa de las de la Caña, con la mayor reserva se entiende, y después de hacer jurar a todos de la manera más solemne que guardarían aquel profundo arcano. «¡Pero qué cosas tiene usted, Encinas! No nos haga usted tan poco favor. Ni que fuéramos chiquillas, para ir con el cuento y comprometerle a usted...».
Pero una de aquellas señoras creía que
era pecado mortal no indicar algo a doña Lupe, porque esta al fin
lo tenía que saber, y más valía prepararla para tan tremendo golpe.
¡Pobre señora! Era un dolor verla con aquella tranquilidad, tan
ajena a la deshonra que la amenazaba. Total, que la noticia llegó a
la sutil oreja de doña Lupe a los tres días de haber salido del
labio tímido de
Cuentan que doña Lupe se quedó un buen
rato como quien ve visiones. Después dio a entender que algo
barruntaba ella, por la conducta anómala de su sobrino. ¡Casarse
con una que ha tenido que ver con muchos hombres! ¡Bah!, no sería
cierto quizás. Y si lo era, pronto se había de saber; porque, eso
sí, a doña Lupe no se le apagaría en el cuerpo la bomba, y aquella
misma noche o al día siguiente por la
«¿Ha venido el señorito?» preguntó a su criada, y como esta le contestara que no, frunció los labios en señal de impaciencia.
El desasosiego y la ira habrían
llegado qué sé yo a dónde, si no se desahogaran un poco sobre la
inocente cabeza de Papitos, y se dice la cabeza, porque esta fue lo
que más padeció en
«Puerca, fantasmona, mamarracho -gritó
doña Lupe destruyendo con manotada furibunda todos aquellos
perfiles que la chiquilla había hecho en su cabeza-. En esto pasas
el tiempo... ¿No te da vergüenza de andar con la ropa llena de
agujeros, y en vez de ponerte a coser te da por atusarte las
crines? ¡Presumida, sinvergüenza! ¿Y la cartilla? Ni siquiera la
habrás mirado... Ya, ya te daré yo pelitos. Voy a llevarte
Si le hubieran dicho que le cortaban la cabeza, no hubiera sentido la chica más terror.
«Eso, ahora el moquito y la lagrimita, después me envenenas la sangre con tus peinados indecentes. Pareces la mona del Retiro... Estás bonita... sí... Pero qué, ¿también te has echado pomada?».
Doña Lupe se olió la mano con que había estropeado impíamente el criminal flequillo. Al acercar la mano a su nariz, hízolo con ademán tan majestuoso, que es lástima no lo reprodujera un buen maestro de escultura.
«Gorrina... me has pringado la mano... ¡Uy, qué pestilencia!... ¿De dónde has sacado esta porquería?».
-Me la dio el
Esto llevó bruscamente las ideas de
doña Lupe a la verdadera causa de su ira. Ocurriósele hacer un
reconocimiento en el cuarto de su sobrino, lo que agradeció mucho
Papitos, porque de este modo tenía fin de inmediato el sofoco que
estaba pasando. «Vete a la cocina» le dijo la señora; y no necesitó
repetírselo, porque se escabulló como un ratoncillo que siente
ruido. Doña Lupe encendió luz en el cuarto de Maximiliano, y empezó
a observar. «¡Si encontrara alguna carta! -pensó-. ¡Pero quia!
Ahora recuerdo
Registra por aquí, registra por allá,
nada encontraba que sirviera de comprobación a la horrible noticia.
Abrió la cómoda, valiéndose de las llaves de la suya, y allí
tampoco había nada. La hucha estaba en su sitio y llena, quizás más
pesada que antes. Retratos, no los vio por ninguna parte. Hallábase
doña Lupe engolfada en su investigación policíaca, sin descubrir
rastro del crimen, cuando entró Maximiliano. Papitos le abrió la
puerta; dirigiose a su cuarto sorprendido de ver luz en él, y al
encarar con su tía, que estaba revolviendo el tercer cajón de la
cómoda, comprendió que su secreto había sido descubierto, y le
corrieron escalofríos de muerte por todo el cuerpo. Doña Lupe supo
contenerse. Era persona de buen juicio y muy oportunista, quiero
decir que no gustaba de hacer cosa ninguna fuera de sazón, y para
calentarle las orejas a su sobrino no era buena hora la media
noche. Porque seguramente ella había de alzar la voz y no convenía
el escándalo. También era probable que al chico le diera una
jaqueca muy fuerte si le sofocaban tan a deshora, y doña Lupe no
quería martirizarle. Lelo y mudo estaba el estudiante en la puerta
de su cuarto, cuando su tía se volvió hacia él, y echándole una
mirada muy significativa, le dijo:
No durmió Maximiliano pensando en la escena que iba a tener con su tía. Su imaginación agrandaba a veces el conflicto haciéndolo tan hermosamente terrible como una escena de Shakespeare; otras lo reducía a proporciones menudas. «¿Y qué, señora tía, y qué? -decía alzando los hombros dentro de la cama, como si estuviera en pie-. He conocido una mujer, me gusta y me quiero casar con ella. No veo el motivo de tanta... Pues estamos frescos... ¿Soy yo alguna máquina?... ¿no tengo mi libre albedrío?... ¿Qué se ha figurado usted de mí?». A ratos se sentía tan fuerte en su derecho, que le daban ganas de levantarse, correr a la alcoba de su tía, tirarle de un pie, despertarla y soltarle este jicarazo: «Sepa usted que al son que me tocan bailo. Si mi familia se empeña en tratarme como a un chiquillo, yo le probaré a mi familia que soy hombre». Pero se quedó helado al suponer la contestación de su tía, que seguramente sería esta: «¿Qué habías tú de ser hombre, qué habías de ser...?».
Cuando el buen chico se levantó al día
siguiente,
Pero lo que daba cierto aspecto
grandioso
Las fotografías que daban guardia de honor al lienzo eran muchas, pero colgadas con tan poco sentimiento de la simetría, que se las creería seres animados que andaban a su arbitrio por la pared.
«Muy bien, Sr. D. Maximiliano, muy bien -dijo doña Lupe mirando severísimamente a su sobrino-. Siéntate que hay para rato».
-I-
Maximiliano no se sentó, doña Lupe sí,
y en el centro del sofá debajo del retrato, como para dar más
austeridad al juicio. Repitió el «muy bien, Sr. D. Maximiliano» con
retintín sarcástico. Por lo general, siempre que su tía le daba
tratamiento, llamándole
«¡Estarse una matando toda la vida -prosiguió ella-, para sacar adelante al dichoso sobrinito, sortearle las enfermedades a fuerza de mimos y cuidados, darle una carrera quitándome yo el pan de la boca, hacer por él lo que no todas las madres hacen por sus hijos para que al fin!... ¡Buen pago, bueno!... No, no me expliques nada, si estoy perfectamente informada. Sé quién es esa... dama ilustre con quien te quieres casar. Vamos, que buena doncella te canta... ¿Y creerás que vamos a consentir tal deshonra en la familia? Dime que todo es una chiquillada y no se hable más del asunto».
Maximiliano no podía decir tal cosa;
pero
«Explícate, hombre -añadió doña Lupe, que era viva de genio-. ¿Es una niñería?».
-No, señora -respondió el acusado, y esta negación, que era afirmación, empezó a darle ánimos, aligerándole un poco la angustia aquella de la boca del estómago.
-¿Estás seguro de que no es
chiquillada? ¡Valiente idea tienes tú del mundo y de las mujeres,
inocente!... Yo no puedo consentir que
Idea tan desfavorable de su personalidad exasperaba al joven. Sentía crecer dentro la bravura; pero le faltaban palabras. ¿Dónde demonios estaban aquellas condenadas palabras que no se le ocurrían en trance semejante? El maldito hábito de la timidez era la causa de aquel silencio estúpido. Porque la mirada de doña Lupe ejercía sobre él fascinación singularísima, y teniendo mucho que decir, no lograba decirlo. «¿Pero qué diría yo?... ¿Cómo empezaría yo?» pensaba fijando la vista en el retrato de Torquemada y su esposa, de bracete.
-Todo se arreglará -indicó doña Lupe en tono conciliador-, si consigo quitarte de la cabeza esas humaredas. Porque tú tienes sentimientos honrados, tienes buen juicio... Pero siéntate. Me da fatiga de verte en pie.
-Es menester que usted se entere bien -dijo Maximiliano al sentarse en el sillón, creyendo haber encontrado un buen cabo de discurso para empezar-; se entere bien de las cosas... Yo... pensaba hablar a usted...
-¿Y por qué no lo hiciste? ¡Qué tal sería ello!... ¡Vaya, que un chico delicadito como tú, meterse con esas viciosonas...! Y no te quepa duda... Así, pronto entregarás la pelleja. Si caes enfermo, no vengas a que te cuide tu tía, que para eso sí sirvo yo, ¿eh?, para eso sí sirvo, ingrato, tunante... ¿Y te parece bien que cuando me miro en ti, cuando te saco adelante con tanto trabajo y soy para ti más que una madre; te parece bien que me des este pago, infame, y que te me cases con una mujer de mala vida?
Rubín se puso verde y le salió un amargor intensísimo del corazón a los labios.
«No es eso, tía, no es eso -sostuvo, entrando en posesión de sí mismo-. No es mujer de mala vida. La han engañado a usted».
-El que me ha engañado eres tú con tus encogimientos y tus timideces... Pero ahora lo veremos. No creas que vas a jugar conmigo; no creas que te voy a dejar hacer tu gusto. ¿Por quién me tomas, bobalicón?... ¡Ah, si yo no hubiera tenido tanta confianza...! ¡Pero si he sido una tonta; si me creí que tú no eras capaz de mirar a una mujer! Buena me la has dado, buena. Eres un apunte... en toda la extensión de la palabra.
Maximiliano, al oír esto, estaba
profundamente embebecido, mirando el retrato de Rufinita
Torquernada. La veía y no la veía, y sólo confusamente y con
vaguedades de pesadilla,
«A usted la han informado mal -insinuó con torpeza-, respecto a la persona... que... Ni hay tal vida airada ni ese es el camino... Yo pensaba decirle a usted: 'Tía, pues yo... quiero a esta persona, y... mi conciencia...'».
-Cállate, cállate y no me saques la cólera, que al oírte decir que quieres a una tiota chubasca, me dan ganas de ahogarte, más por tonto que por malo... y al oírte hablar de conciencia en este tratado, me dan ganas de... Dios me perdone... ¿Sabes lo que te digo? -añadió alzando la voz-, ¿sabes lo que te digo? Que desde este momento vuelvo a tratarte como cuando tenías doce años. Hoy no me sales de casa. Ea, ya estoy yo en funciones con mis disciplinas... Y desde mañana me vuelves a tomar el aceite de hígado de bacalao. Vete a tu cuarto y quítate las botas. Hoy no me pisas la calle.
Dios sabe lo que iba a contestar el
acusado. Quedó suelta en el aire la primera palabra, porque llegó
una visita. Era el Sr. de Torquemada, persona de confianza en la
casa, que al
«¿Y cómo está la familia?» preguntó al tomar asiento, después de dar su mano siempre sudorosa a doña Lupe y al sobrino.
-Perfectamente bien -dijo la señora observando con ansiedad el semblante de Torquernada-. ¿Y en casa?
-No hay novedad, a Dios gracias.
Doña Lupe esperaba aquel día noticia de un asunto que le interesaba mucho. Como siempre se ponía en lo peor para que las desgracias no la cogieran desprevenida, pensó, al ver entrar a su agente, que le traía malas nuevas. Temió preguntarle. La cara de militar adulterado no expresaba más que un interés decidido por la familia. Al fin Torquemada, que no gustaba de perder el tiempo, dijo a su amiga:
«Vamos, doña Lupe, que hoy estamos de buena. ¿A que no me acierta usted la peripecia que le traigo?».
La fisonomía de la señora se iluminó, pues sabía que su amigo llamaba peripecia a toda cobranza inesperada. Echose él a reír, y metió mano al bolsillo interior de su americana.
«¡Ay! No me lo diga usted, D. Francisco -exclamó doña Lupe con incredulidad, cruzando las manos-. ¿Ha pagado...?».
-Lo va usted a ver... Yo... tampoco lo
esperaba. Como que fui anoche a decirle que el lunes se le
embargaría. Hoy por la mañana, cuando me estaba vistiendo para ir a
misa, me le veo entrar. Creí que venía a pedirme más prórrogas.
Como siempre nos está engañando, que hoy, que mañana... Yo no le
creo ni la
-Lo que yo le decía a usted -observó doña Lupe casi sin poder hablar, con la alegría atravesada en la garganta-. El tal Joaquinito Pez es una persona decente. Él pasa sus apurillos como todos esos hijos de familia que se dan buena vida, y un día tienen, otro no. De fijo que será jugador...
Torquemada hizo una separación de billetes, dando la mayor parte a doña Lupe.
«Los seis mil reales de usted... dos mil míos. Buen chiripón ha sido este. Yo los contaba, como quien dice, perdidos, porque el tal Joaquinito está, según oí, con el agua al cuello. ¿Quién será el desgraciado a quien ha dado el sablazo? A bien que a nosotros no nos importa».
-Como no le hemos de prestar más...
-Mire usted, doña Lupe -dijo
Torquemada, haciendo una perfecta
-II-
Doña Lupe contempló la
«Mire usted, señora, estos señoritos
disolutos son buenos parroquianos, porque no reparan en el
materialismo del premio y del plazo; pero al fin la dan, y la dan
gorda. Hay que tener mucho ojo con ellos. Al principio, el embargo
les asusta; pero como lleguen a perder el punto una vez, lo mismo
les da
Al llegar aquí Torquemada sacó su sebosa petaca. Como tenía tanta confianza, iba a echar un cigarro; ofreció a Maximiliano, y doña Lupe respondió bruscamente por él diciendo con desdén: «Este no fuma».
Las operaciones previas de la fumada
duraban un buen rato, porque Torquemada le variaba el papel al
cigarrillo. Después encendió el fósforo raspándolo en el muslo.
«Como seguro -prosiguió-, aunque da mucho que hacer, el
En toda la parte del siglo XIX que duró la larguísima existencia usuraria de D. Francisco Torquemada, no se le oyó decir una sola vez siquiera que los tiempos fueran buenos. Siempre eran malos, pero muy malos. Aun así, el 68 ya tenía Torquemada dos casas en Madrid, y había empezado sus negocios con doce mil reales que heredó su mujer el 51. Los un día mezquinos capitales de doña Lupe, él se los había centuplicado en un par de lustros, siendo esta la única persona que asociaba a sus oscuros negocios. Cobrábale una comisión insignificante, y se tomaba por los asuntos de ella tanto interés como por los propios, en razón a la gran amistad que había tenido con el difunto Jáuregui.
«Y con esta fecha y con esta facha me voy» dijo levantándose y colgándose la capa que se le caía del hombro izquierdo.
-¿Tan pronto?
-Señora, que no he oído misa. Lo que le decía a usted, estaba vistiéndome para salir a oírla, cuando entró Joaquinito a darme la gran peripecia.
-¡Buena ha sido, buena! -exclamó doña Lupe, oprimiendo contra su seno la mano en que tenía los billetes, tan bien cogidos que no se veía el papel por entre los dedos.
-Quédate con Dios -dijo Torquemada a
Maximiliano que sólo contestó al saludo con un
Y salió al recibimiento, acompañado de
doña Lupe. Maximiliano les sintió cuchicheando en la puerta. Por
fin se oyeron las botas chillonas del ex-alabardero bajando la
escalera, y doña Lupe reapareció en el gabinete. El júbilo que le
causaba la cobranza de aquel dinero que creía perdido era tan
grande, que sus ojos pardos le lucían como dos carbones encendidos,
y su boca traía bosquejada una sonrisa. Desde que la vio entrar,
conoció Maximiliano que su cólera se había aplacado. El
«No, no te sofoques... no es para tomarlo así. Yo te digo estas cosas por tu bien...».
-Yo, realmente -repuso Maximiliano con serenidad, que más le asombró a él mismo que a doña Lupe-, no me he sofocado... yo estoy tranquilo, porque mi conciencia...
Aquí se volvió a embarullar. Doña Lupe
no le dio tiempo a desenvolverse porque se metió en la alcoba,
cerrando las vidrieras. Desde el gabinete la sintió Maximiliano
trasteando.
«Ya sabes lo que te he dicho. Hoy no me sales a la calle... Y desde mañana empezarás a tomarme el aceite de hígado de bacalao, porque todo eso que te da no es más que debilidad del cerebro... Luego seguiremos con el fosfato, otra vez con el fosfato. No debiste dejar de tomarlo...».
Maximiliano, como no tenía delante a su tía, se permitió una sonrisa burlona. Miraba en aquel momento a su tío el Sr. de Jáuregui, que le miraba también a él, como es consiguiente. No pudo menos de observar que el digno esposo de su tía era horrendo; ni comprendía cómo doña Lupe no se moría de miedo cuando se quedaba sola, de noche, en compañía de semejante espantajo.
«Con que ya sabes -dijo al aparecer en la puerta, abrochándose su cuerpo de merino negro, pues se estaba disponiendo para salir-. Ya puedes ir a quitarte las botas. Estás preso».
Fuese el joven a su cuarto sin decir
nada, y doña Lupe se quedó pensando en lo dócil que era. El rigor
de su autoridad, que el muchacho acataba siempre con veneración,
sería remedio eficaz y pronto del desorden de aquella cabeza. Bien
lo decía ella. «En cuanto yo le doy cuatro gritos, le pongo como
una liebre. Trabajo les
«¡Papitos...!» gritó la señora, y al punto se oyeron las patadas de la chica en el pasillo como las de un caballo en el Hipódromo. Presentose con una patata en la mano y el cuchillo en la otra.
«Mira -le dijo su ama con voz queda-. Ten cuidado de ver lo que hace el señorito Maxi mientras yo estoy fuera. A ver si escribe alguna carta o qué hace».
La mona se dio por enterada, y volvió a la cocina dando brincos.
«A ver -dijo la señora hablando consigo misma-, ¿se me olvidará algo?.. ¡Ah!, el portamonedas. ¿Qué hay que traer?... Fideos, azúcar... y nada más. ¡Ah!, el aceite de hígado de bacalao: lo que es eso no se lo perdono. A cucharetazos es como se cura esto. Y ahora no habrá el realito de vellón por cada toma. Ya es un hombre, quiero decir, ya no es un chiquillo».
Figúrese el lector cuál sería el
asombro de doña Lupe
«Tía -dijo Maximiliano con voz alterada y temblorosa-, no pue... no puedo obedecer a usted... Soy mayor de edad. He cumplido veinticinco años... Yo la respeto a usted; respéteme usted a mí».
Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y salió de la casa a toda prisa, temiendo sin duda que su tía le agarrase por los faldones.
Bien claro explicaba él su conducta, chismorreando consigo mismo: «Yo no sé defenderme con palabras; yo no puedo hablar, y me aturullo y me turbo sólo de que mi tía me mire; pero me defenderé con hechos. Mis nervios me venden; pero mi voluntad podrá más que mis nervios, y lo que es la voluntad, bien firme la tengo ahora. Que se metan conmigo; que venga todo el género humano a impedirme esta resolución; yo no discutiré, yo no diré una palabra; pero a donde voy, voy, y al que se me ponga por delante, sea quien sea, le piso y sigo mi camino».
-III-
Doña Lupe se quedó que no sabía lo que le pasaba.
«¡Papitos, Papitos!... No, no te
llamo... vete... ¿Pero has visto qué insolente? Si no es él, no es
él... Es que me le han vuelto del revés, me le han embrujado.
¿Habrá tunante? Si estoy
Estaba en efecto amenazada de un
arrebato de sangre, y la cosa no era para menos. Nunca había visto
en su sobrino un rasgo de independencia como el que acababa de ver.
Había sido siempre tan poquita cosa, que donde le ponían allí se
estaba. Voluntad propia, no la tuvo jamás. En ningún tiempo fue
preciso ponerle la mano encima, porque un fruncimiento de cejas
bastaba para traerle a la obediencia. ¿Qué había pasado en aquel
cordero para convertirle en algo así como un leoncillo? La mente de
doña Lupe no podía descifrar misterio tan grande. Tras de la cólera
y la confusión vino el abatimiento, y se sentía tan rendida
físicamente como si hubiera estado toda la mañana ocupada en alguna
faena penosa.
Tomando la sillita baja, que usaba
cuando cosía, la colocó junto al balcón. Le dolía la cintura y al
sentarse exhaló un ¡ay! Para coser usaba siempre gafas. Se las
puso, y sacando obra de su cesta de costura, empezó a repasar unas
sábanas. No le repugnaba a doña Lupe trabajar los domingos, porque
sus escrúpulos religiosos se los había quitado Jáuregui en tantos
años de propaganda matrimonial progresista. Púsose, pues, a zurcir
en su sitio de costumbre, que era junto a la vidriera. En el balcón
tenía dos o tres tiestos, y por entre las secas ramas veía la
calle. Como el cuarto era principal, desde aquel sitio se vería muy
bien pasar gente en caso de que la gente quisiese pasar por allí.
Pero la calle de Raimundo Lulio y la de Don Juan de Austria, que
hace ángulo con ella, son de muy poco tránsito. Parece aquello un
pueblo. La única distracción de doña Lupe en sus horas solitarias
era ver quién entraba en el taller de coches inmediato o en la
imprenta de enfrente, y si pasaba o no doña Guillermina Pacheco en
dirección del asilo de la calle de Alburquerque. Lugar y ocasión
admirables eran aquellos para reflexionar, con los
«¡Que se esté una sacrificada toda la vida para esto!... Él no lo sabe, ¿qué ha de saber, si es un tontín? Le ponen el plato delante, ¿y qué sabe las agonías que ha costado ponérselo?... Pues si le dijera yo que cada garbanzo, algunos días, tiempo ha, tenía el valor de una perla... según lo que costaba traerlo a casa...! No sé qué habría sido de mí sin el Sr. de Torquemada, ni qué hubiera sido de Maxi sin mí. ¡Lucida existencia sería la suya si no hubiera tenido más arrimo que el de sus hermanos! Dime, bobo de Coria, ¿si yo no hubiera trabajado como una negra para defender el panecillo y poner esta casa en el pie que tiene; si no discurriera tanto como discurro, calentándome los sesos a todas horas y empleando en mil menudencias estas entendederas que Dios me ha dado, ¿qué habría sido de ti, ingratuelo?... ¡Ah! ¡Si viviera mi Jáuregui!».
El recuerdo de su difunto, que siempre
se avivaba en la mente de doña Lupe cuando se veía en algún
conflicto, la enterneció. En todas sus aflicciones se consolaba con
la dulce memoria de su felicidad matrimonial, pues Jáuregui había
sido el mejor de los hombres y el número
Don Pedro Manuel de Jáuregui había
servido en el Real Cuerpo de Alabarderos. Después se dedicó a
negocios, y era tan honrado, pero tan sosamente honrado, que no
dejó al morir más que cinco mil reales. Oriundo de la provincia de
León, recibía partidas de huevos y otros artículos de recoba. Todos
los paveros leoneses, zamoranos y segovianos depositaban en sus
manos el dinero que ganaban, para que lo girase a los pueblos
productores del artículo, y de aquí vino el apodo que le dieron en
Puerta Cerrada y que heredó doña Lupe. También recibía Jáuregui,
por Navidad, remesas de mantecadas de Astorga, y a su casa iban a
cobrar y a dejar fondos todos los ordinarios de la maragatería. En
política hizo gran papel D. Pedro por ser uno de los corifeos de la
Milicia Nacional, y era tan sensato, que la única vez que se
sublevó lo hizo al grito mágico de ¡Viva Isabel II! Falleció aquel
bendito, y doña Lupe se hubiera muerto también si el dolor matara.
Y no se vaya a creer que le faltaron pretendientes a la viudita,
pues había, entre otros, un D. Evaristo Feijoo, coronel de
ejército, que le rondaba la calle y no la dejaba vivir. Pero la
fidelidad a la memoria de su feo y honrado Jáuregui se sobreponía
en doña Lupe a todos los intereses de la tierra. Después vino la
crianza
Descollaba doña Lupe por la
inteligencia y por el prurito de mostrarla a cada instante.
De la memoria de su Jáuregui llevó el
pensamiento a su sobrino. Eran sus dos amores. Subiéndose las gafas
que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz, prosiguió
así: «Pues conmigo no juega. Le pongo en la calle como tres y dos
son cinco. Tendré que hacer un esfuerzo, porque le quiero como debe
de quererse a los hijos... ¡Yo que tenía la ilusión de casarle con
Rufina o al menos con Olimpia!... No, me gusta mucho más Rufina
Torquemada. Cuidado que soy tonta. Al verle tan huraño, y que se
escondía cuando entraba doña Silvia con su hija, creía que hablarle
a este chico de mujeres era como mentarle al diablo la cruz. Fíese
usted de apariencias. Y ahora resulta que hace meses sostiene a una
mujer, y se pasa el día entero con ella y... Vamos, yo tengo que
ver esto para creerlo... Y otra cosa: ¿cómo se
Doña Lupe, al llegar aquí, se engolfó
en cavilaciones tan abstrusas que no es posible seguirla. Su mente
se sumergía y salía a flote, como un madero arrojado en medio de
las bravas olas. La buena señora estuvo así toda la tarde. Llegada
la noche, deseaba ardientemente que el sobrino entrase de la calle
para descargar sobre él todo el material de lavas que el volcán de
su pecho no podía contener. Entró el sietemesino muy tarde, cuando
su tía estaba ya comiendo y se había servido el cocido. Maximiliano
se sentó a la mesa sin decir nada, muy grave y algo azorado. Empezó
a comer con apetito la sopa fría, echando miradas indagatorias e
inquietas a su señora tía, que evitaba el mirarle...
No se inmutó Maximiliano ni aun cuando
doña Lupe, repitiendo su apóstrofe, llegó al cuarto o al quinto
El muchacho se sentó en la silla que
junto a la cama estaba, y apoyando el codo en esta, aguantó el
achuchón, sin mirar a su juez. Tenía un palillo entre los dientes,
y lo llevaba de un lado para otro de la boca con nerviosa presteza.
Ya se le había quitado el gran temor que la hermana de su padre le
infundía. Como ciertos cobardes se vuelven valientes desde que
disparan el primer tiro, Maximiliano, una vez que rompió el fuego
con la hombrada de aquella mañana, sentía su voluntad libre del
freno que le pusiera la timidez. Dicha timidez era un fenómeno
puramente nervioso, y en ella tenían no poca parte también sus
rutinarios hábitos
Oyó en calma los desahogos de su tía. ¡Cuántos argumentos se podían oponer a los que la buena señora disparaba con más ardor que lógica! Pero lo que es en argumentar con palabras ¡qué diablo!, todavía no estaba él fuerte. Argumentaba con hechos. En esto sí que se pintaba solo. Cuando su tía tomó respiro dejándose caer sofocada en la silla próxima a la mesa, Maximiliano rompió a hablar a su vez; pero no era aquello razonar, era como si cogiera su corazón y lo volcara sobre la cama, lo mismo que había volcado la hucha después de cascarla.
«La quiero tanto -dijo sin mirar a su tía, y encontrando palabras relativamente fáciles para expresar sus sentimientos-, la quiero tanto, que toda mi vida está en ella, y ni ley ni familia ni el mundo entero me pueden apartar de ella... Si me ponen en esta mano la muerte y en esta otra dejar de quererla y me obligan a escoger, preferiré mil veces morirme, matarme o que me maten... La quise desde el momento en que la vi, y no puedo dejar de quererla, sino dejando de vivir... de modo que es tontería oponerse a lo que tengo pensado, porque salto por encima de todo y si me ponen delante una pared la paso... ¿Ve usted cómo rompen los jinetes del Circo de Price los papeles que les ponen delante cuando saltan sobre los caballos? Pues así rompo yo una pared si me la ponen entre ella y yo».
-IV-
Este símil hubo de impresionar vivamente a la gran doña Lupe, que contempló un rato a su sobrino con más lástima que ira.
«Yo me he llevado chascos en mi vida
-dijo meneando la cabeza como los muñecos que tienen un alambre en
el pescuezo-; pero un chasco como este no me lo he llevado nunca.
Me la has dado completa, a fondo, de maestro... Cierto que no tengo
poder sobre ti... Si te pierdes,
-Cierto que sí -replicó vivamente Maximiliano-, pero me daba reparo, tía. Ahora que me he soltado paréceme la cosa más fácil del mundo. De esta falta le pido a usted perdón, porque reconozco que me porté mal. Pero se me trababa la lengua cuando quería decir algo, y me entraban sudores... Me acostumbré a no hablar a usted más que de si me dolía o no la cabeza, de que se me había caído un botón, de si llovía o estaba seco y otras tonterías así... Oiga usted ahora, que después de callar tanto me parece que reviento si no le cuento a usted todo. La conocí hace tres meses. Estaba pobre, había sido muy desgraciada...
-Sí, sí, me han dicho que es muy corrida. Tienes buenas tragaderas -afirmó doña Lupe con crueldad.
-No haga usted caso... los hombres son muy malos. ¿No conviene usted conmigo en que los hombres son muy malos? Y dígame usted ahora. ¿No es acción noble traer al buen camino a una alma buena que se ha descarriado?
-¡Y tú, tú -chilló la de Jáuregui con espanto, persignándose-, te has metido a pastor!
-Pero aguárdese usted, tía. No juzgue
usted las cosas tan de ligero -insistió Maximiliano,
-¡De cornisa! Buen provecho.
-Créame usted, y cuando la conozca...
-¡Yo... conocerla yo! De eso está libre... Repito que buen provecho te haga tu oveja, mejor dicho, tu cabra descarriada.
-Pero si no es eso... es que yo no me expreso bien. Dígame una cosa, ¿el querer ser honrada no es lo mismo que serlo? ¿Dice usted que no? Pues yo no lo veo así, yo no lo veo así.
-¿Cómo ha de ser lo mismo querer ser una cosa que serlo?
-En el terreno moral sí... Si conmigo es honrada y sin mí podría no serlo, ¿cómo quiere usted que yo le diga, anda y vete a los demonios? ¿No es más natural y humano que la acoja y la salve? Pues qué, las obras grandes y ¿cómo diré?... cristianas, ¿se han de mirar por el lado del egoísmo?
Creyó el pobre muchacho que había puesto una pica en Flandes con este argumento, y observó el efecto que en su tía había hecho. La verdad es que doña Lupe se quedó un instante algo confusa sin saber qué responder. Al fin le contestó con desdén:
«Estás loco. Esas cosas no se le
ocurren a nadie que tenga sesos. Me voy, te dejo, porque si estoy
aquí, te pego, no tengo más remedio
Maximiliano la sujetó por el vestido y la obligó a sentarse otra vez.
«Óigame usted... tía. Yo la quiero a
usted mucho; yo le debo a usted la vida, y aunque usted se empeñe
en reñir conmigo, no lo ha de conseguir... Vamos a ver. Lo que yo
hago ahora, lo que la tiene a usted tan enojada es, según voy
viendo, una acción noble, y mi conciencia me la aprueba, y estoy
satisfecho de ella como si tuviera a Dios dentro de mí diciéndome:
-Lo que tú tienes -afirmó doña Lupe
queriendo sostener su papel-, es la tontería que te rebosa por todo
el cuerpo... y nada más. No me engatusarás con palabritas. Vaya que
de la noche a la mañana has aprendido unos términos y unos floreos
de frases que me tienen pasmada... Estás hecho un poeta... en toda
la extensión de la palabra; yo siempre he tenido a los poetas por
unos grandes embusteros... tontos de
Maximiliano, ya completamente sereno, movió la cabeza expresando duda.
«El perdón ya lo pedí por haber callado, y ya no tengo que pedir más perdones. Todavía hay algo que usted no sabe y que le quiero decir. ¿Cómo la he mantenido durante tres meses? ¡Ay, tía! Rompí la hucha; tenía tres mil y pico de reales, lo bastante para que viva con modestia, porque es muy económica, sumamente económica, tía, y no gasta más que lo preciso».
Esta revelación hizo vacilar un momento la ira de doña Lupe. ¡Era económica!... El joven sacó la hucha, y mostrándola a su tía, reveló el suceso como la cosa más natural del mundo, reproduciéndolo a lo vivo. «Mire usted, cogí la hucha vieja, después de traer esta, que es enteramente igual. Machaqué la llena; cogí el oro y la plata y pasé a esta el cobre, añadiendo dos pesetas en cuartos para que pesara lo mismo... ¿Quiere usted verlo?».
Antes que doña Lupe respondiera, Maximiliano estrelló la hucha contra el suelo, y las piezas de cobre inundaron la habitación.
«Ya veo, va veo que no tienes desperdicio -observó doña Lupe recogiendo la calderilla-. ¿Y cuando se te acabe el dinero? ¿Vendrás a que yo te dé? ¡Ay, qué equivocado estás!».
-Cuando se me acabe, Dios me socorrerá por algún lado -dijo Maximiliano con fe.
Estaba excitadísimo y tenía el rostro encendido. Doña Lupe no había visto nunca tanto brillo en aquellos ojos ni animación semejante en aquella cara. Cuando entre los dos hubieron recogido las piezas, la tía las envolvió en un número de
«Ahí tienes para el regalo de boda».
Maximiliano guardó en la cómoda el pesado paquete, y después se puso la capa. Doña Lupe no se atrevió a retenerle, pues aunque su corazón se llenó de sentimientos de soberbia y autoridad, nada de esto pudo traducirse al exterior, porque en el momento de intentarlo, un freno inexplicable la contuvo. Sentía desvanecida su autoridad sobre el enamorado joven; veía una fuerza efectiva y revolucionaria delante de su fuerza histórica, y si no le tenía miedo, era innegable que aquel repentino tesón la infundía algún respeto.
Aquella mujer que dormía a pierna
suelta después de haber estrangulado, en connivencia con
Torquemada, a un infeliz deudor, estaba
Al día siguiente, después de otro
altercado con su sobrino, apuntaron vagamente en su alma las ideas
de transacción. Ya no cabía duda de que la pasión de Maximiliano
era tenaz y profunda, y de que le prestaba energías
incontrastables. Ponerse frente a ella era como ponerse delante de
una ola muy hinchada en el momento de reventar. Doña Lupe
reflexionó mucho todo aquel día, y como tenía un gran sentido de la
realidad, empezó a reconocer el poder que ejercen sobre nuestras
acciones los hechos consumados, y el escaso valor de las ideas
contra ellos. Lo de Maxi sería un disparate, ella seguía creyendo
que era una burrada atroz; mas era un hecho, y no había otro
remedio que admitirlo como tal. Pensó entonces con admirable tino
que cuando en el orden privado, lo
A Maximiliano le había dado su
metamorfosis una penetración intermitente. En ocasiones poseía la
vista rápida y segura del ingenio superior; en ocasiones era tan
ciego que no veía tres sobre un burro. Las pasiones exaltadas
producen estas pasmosas diferencias en la eficacia de una facultad,
y hacen a los hombres
-V-
Porque doña Lupe era tal y como su
sobrino la pintaba en aquella breve consideración; era juiciosa,
razonable, se hacía cargo de todo, miraba con ojos un tanto
escépticos las flaquezas humanas, y sabía perdonar las ofensas y
hasta las injurias; pero lo que es una deuda no la perdonaba nunca.
Había en ella dos personas distintas, la mujer y la prestamista. El
que quisiera estar bien con ella y gozar de su amistad, tuviese
mucho cuidado de que las dos naturalezas no se confundieran nunca.
Un simple pagaré, extendido y firmado de la manera más cordial del
mundo, bastaba a convertir la amiga
La doble personalidad de esta señora
tenía un signo externo en su cuerpo, una representación fatal, obra
de la cirugía, que en este punto fue una ciencia justiciera y
acusadora. A doña Lupe le faltaba un pecho, por amputación a
consecuencia del tumor scirroso de que padeció en vida de su marido. Como presumía de buen
cuerpo y usaba corsé dentro de casa, aquella parte que le faltaba
la suplió con una bien construida pelota de algodón en rama. A la
vista, después de vestida, ofrecía gallardo conjunto; pero tras de
la ropa, sólo la mitad de su seno era de carne; la otra mitad era
insensible y bien se le podía clavar un puñal sin que le doliese.
Lo mismo era su corazón; la mitad de carne, la mitad de algodón. La
índole de las relaciones que con las personas tuviese determinaba
el predominio de tal o cual mitad. No mediando ningún pagaré, daba
gusto de tratar con aquella señora; mas como las circunstancias la
hicieran
Y no había sido así en vida de su
marido. Verdad que en aquel tiempo venturoso, no manejaba más
dinero que el que Jáuregui le daba para el gasto de la casa.
Después de viuda, viéndose con cuatro cachivaches y cinco mil
reales, imaginó fundar una casa de huéspedes, pero Torquemada se lo
quitó de la cabeza,
Cuando vinieron los años bonancibles y
el capitalito de la viuda ascendió a dos mil duros,
En la fecha en que nuestra narración
coge a doña Lupe, tenía ya un caudalito de diez mil duros, parte
asegurado en acciones del Banco y parte en préstamos con pagaré
legalizado, figurando mucha mayor cantidad de la percibida por el
deudor. El ex-alabardero era enemigo
Poco a poco fue transmitiendo su manera de ser, de obrar y sentir a su compinche, como se pasa la imagen de un papel a otro por medio del calco o el estarcido. Cada vez que D. Francisco le llevaba dinero cobrado, un problema de usura resuelto y finiquito, se alegraba tanto la viudita que se le abrían los poros, y por aquellas vías se le entraba el carácter de Torquemada a posesionarse del suyo e informarlo de nuevo.
La esposa de Torquemada estaba hecha
tan a semejanza de este, que doña Lupe la oía y la trataba como al
propio don Francisco. Y con el trato frecuente que las dos señoras
tenían, doña Silvia llegó también a ejercer gran influencia sobre
su amiga, imprimiendo en esta algunos rasgos de su fisonomía moral.
Era hombruna, descarada y cuando se ponía en jarras hacía temblar a
medio mundo. Más de una vez aguardó
La copa aquella estaba en la sala de
doña Lupe; mas no se encendía nunca. Maximiliano sabía su
procedencia, así como la de un bargueño y un armario soberbio que
en la alcoba estaban. La mesa en que el estudiante escribía entró
en la casa de la misma manera, y la vajilla buena que se usaba en
ciertos días fue adquirida por la quinta parte de su valor, en pago
de un pico que adeudaba una amiga íntima. Doña Silvia había hecho
el negocio, que doña
-I-
Hallábase doña Lupe, en el fondo de su alma, inclinada a la transacción lenta que imponían las circunstancias; mas no quiso dar su brazo a torcer ni dejar de mostrar una inflexibilidad prudente, hasta tanto que viniese Juan Pablo y hablaran tía y sobrino de la inaudita novedad que había en la familia. Una mañana, cuando Maximiliano estaba aún en la cama no bien dormido ni despierto, sintió ruido en la escalera y en los pasillos. Oyó primero patadas y gritos de mozos que subían baúles, después la voz de su hermano Juan Pablo; y lo mismo fue oírla, que sentir renovado en su alma aquel pícaro miedo que parecía vencido.
No tenía malditas ganas de levantarse.
Oyó a su tía regateando con los mozos por si eran tres o eran dos y
medio. Después, le pareció que Juan Pablo y su tía hablaban en el
comedor. ¡Si le estaría contando aquello...! Seguramente, porque su
tía era muy novelera, y no le gustaba de que ciertas cosas se le
enranciaran
Levantose al fin de mala gana. Ya
lavado y vestido, vacilaba en salir, y se estuvo un ratito con la
mano en el picaporte. Doña Lupe tocó a la puerta, y entonces ya no
hubo más remedio que salir. Estaba pálido y daba lástima verle.
Abrazó a su hermano, y en el mirar de este, en el tono de sus
palabras, conoció al punto que sabía la grande, increíble historia.
No tenía ganas el joven de explicaciones ni disputas aquella hora,
y como era un poco tarde se apresuró a irse a la clase. Mas no tuvo
sosiego en ella, ni cesó de pensar en lo que su hermano diría y
haría. Esta perplejidad le arrancaba suspiros. El miedo, el pícaro
miedo era su principal enemigo. Conveníale, pues, quitarse pronto
la máscara ante su hermano como se la había quitado ante doña Lupe,
pues hasta que lo hiciera no se reintegraría en el uso de su
voluntad. Si Juan Pablo salía por la tremenda, quizás era mejor,
porque así no estaba Maximiliano en el caso de guardarle
Pronto había de salir de dudas. Cuando Maximiliano entró a almorzar, ya estaba Juan Pablo sentado a la mesa, y a poco llegó doña Lupe con una bandeja de huevos fritos y lonjas de jamón. Gozosa estaba aquel día la señora, porque Papitos se portaba bien, como siempre que había aumento de trabajo. «Es tan novelera esta mona -decía-, que cuando tenemos mucho que hacer parece que se multiplica. Lo que ella quiere es lucirse, y como vea ocasiones de lucimiento, es un oro. Cuando menos hay que hacer es cuando la pega. Me la traje a casa hecha una salvajita, y poco a poco le he ido quitando mañas. Era golosa, y siempre que iba a la tienda por algo, lo había de catar. ¿Creerás que se comía los fideos crudos?... La recogí de un basurero de Cuatro Caminos, hambrienta, cubierta de andrajos. Salía a pedir y por eso tenía todos los malos hábitos de la vagancia. Pero con mi sistema la voy enderezando. Porrazo va, porrazo viene, la verdad es que sacaré de ella una mujer en toda la extensión de la palabra».
-Está tan malo el servicio en Madrid -observó Juan Pablo-, que no debe usted mirarle mucho los defectos.
Durante todo el almuerzo hablaron del servicio, y a cada cosa que decían miraban a Maximiliano como impetrando su asentimiento. El joven observó que su hermano estaba serio con él, pero aquella seriedad indicaba que le reconocía hombre, pues hasta entonces le trató siempre como a un niño. El estudiante esperaba burlas, que era lo que más temía, o una reprimenda paternal. Ni una cosa ni otra se apuntaba en el lenguaje indiferente y frío de Juan Pablo. Este, después de almorzar, sintiose amagado de la jaqueca y se echó de muy mal humor en su cama. Toda la tarde y parte de la noche estuvo entre las garras de aquella desazón más molesta que grave. No eran sus ataques tan penosos como los de Maximiliano, y generalmente le era fácil anegar el dolor hemicráneo en la onda del sueño. Ya sabía que el cansancio de los viajes consecutivos le producía el ataque, y que este se pasaba en la noche mas no por esto lo llevaba con paciencia. Renegando de su suerte estuvo hasta muy tarde, y al fin descansó con sosegado sueño.
En tanto, doña Lupe hacía mil
consideraciones sobre el apático desdén con que Juan Pablo
recibiera la noticia de
Lo mismo Maximiliano que su tía habían notado que Juan Pablo estaba triste. Primero lo atribuyeron a cansancio; pero notaron luego que después de las doce horas de sueño reparador, estaba más triste aún. No sostenía ninguna conversación. Parecía que nada le interesaba, ni aun la herencia, de la que hablaba poco, aunque siempre en términos precisos.
«¿Sabes que tu hermano lo ha tomado con calma?» dijo doña Lupe a Maxi una noche.
-¿Qué?
-El asunto tuyo. Dos veces le he hablado. ¿Y sabes lo que hace? Alzar los hombros, sacudir la ceniza del cigarro con el dedo meñique, y decir que ahí se las den todas.
El enamorado oía con júbilo estas palabras, que eran para él un gran consuelo. Indudablemente Juan Pablo observaba la prudente regla de respetar los sentimientos y propósitos ajenos para que le respetaran los suyos. Hablaba tan poco, que doña Lupe tenía que sacarle las palabras con cuchara. «O está también haciendo el trovador -decía doña Lupe-, o le pasa algo. Estoy yo divertida con mis sobrinos. Todos están con murria. Al menos Maxi es franco y dice lo que quiere».
Hubiera hurgado doña Lupe a su sobrino
mayor para que le relevase la causa de su tristeza; pero como
presumía fuese cosa de política, no quiso tocar este punto delicado
por no armar
He dicho que doña Lupe rehuía el
hablar de política con Juan Pablo. En realidad, ella no entendía
jota de política, y si era liberal, éralo por sentimiento, como
tributo a la memoria de su Jáuregui y por respeto al uniforme de
miliciano nacional que este tan gallardamente ostentaba en su
retrato. Pero si le hubieran dicho que explicara los puntos
esenciales del dogma liberal, se habría visto muy apurada para
responder. No sabía más sino que aquellos malditos
En la cuestión religiosa, las ideas de
doña Lupe se adaptaban al criterio de su difunto esposo, que era el
más juicioso de los hombres y sabía dar
Desde un día en que disputando con su
sobrino sobre este tema, se amontonaron los dos y por poco se tiran
los trastos a la cabeza, no quiso doña Lupe volver a mentar a los
-II-
Durmiose Maxi aquella noche arrullado por la esperanza. Síntoma de conciliación era que su tía no le hablaba ya con ira, y aun parecía tenerle en verdadero concepto de hombre o de varón. A veces, hasta parecía que la insigne señora le tenía cierto respeto. ¡Si no hay como mostrarse duro y decidido para que le respeten a uno...! Por lo demás, doña Lupe había vuelto a cuidarle con su acostumbrada solicitud. Le ponía en la mesa los platos de su gusto, y en su cuarto nada faltaba para su regalo y comodidad. En fin, que el pobre chico estaba satisfecho; sentía que el terreno se solidificaba bajo sus plantas, y se reconocía más árbitro de su destino, y casi triunfante en la descomunal batalla que estaba dando a su familia.
En cuanto a Juan Pablo, no había nada
que temer. Los dos hermanos no tenían ocasiones de hablar mucho,
porque el primogénito, después de almorzar, se marchaba a uno de
los cafés de la Puerta del Sol y allí se estaba las horas muertas.
Por la noche o venía muy tarde o no venía. La idea de que su
hermano andaba de picos pardos regocijaba a Maxi porque «ahora se
verá -decía-, quién es más juicioso, quién cumple mejor las leyes
de la moral. Que no nos
En suma, que mi hombre se veía más
respetado y considerado desde que se las tuvo tiesas con su tía la
mañana de marras. La única persona que no participaba ni poco ni
mucho de este respeto era Papitos, que cada día le trataba con
familiaridad más chocarrera. «Feo, cara de pito, memo en polvo
-decíale sacando un trozo de lengua tal que casi parecía
inverosímil-. Valiente mico está
Más valía no hacerle caso. Era una
inocente que no sabía lo que se decía. Estaba Papitos arreglando el
cuarto de
Indicó a doña Lupe que le librara de este martirio poniendo a Nicolás en otra habitación. ¿Pero dónde, si no había más aposentos en la casa? La señora le prometió ponerle la cama en su propia alcoba si el cura roncaba mucho la primera noche. «Pero ahora que me acuerdo, yo también ronco... En fin, ya se arreglará. Aunque sea en la sala te podrás quedar».
Llegó Nicolás Rubín a la mañanita
siguiente, y Maxi le vio entrar como un enemigo más con quien
tendría que batirse. El carácter sacerdotal de su hermano le
impresionaba, pues por mucho que su tía y él hablaran contra el
Los dos hermanos mayores almorzaron
juntos, mas no hablaron ni palotada de política, por no chocar con
doña Lupe. Precisamente Nicolás fue quien metió a Juan Pablo por el
aro carlista, prometiéndole villas y castillos. Habíale dado
recomendaciones para elevadas personas del Cuartel Real y para unos
clérigos de caballería que residían en Bayona. Pero nada, como
digo, se habló en la mesa. No se les ocultaba que su tía sabía
hacer guardar los respetos debidos a la entidad de Jáuregui,
presente
De sobremesa, Juan Pablo propuso,
puesto que estaban todos reunidos, tratar algunos puntos de la
herencia, que debían ponerse en claro. Él no quería propiedad
rústica, y si sus hermanos lo aprobaban, recibiría su parte en
metálico e hipotecas. Otras hipotecas y las tierras serían para
Nicolás y Maximiliano. Estos se conformaron con lo que su hermano
proponía, y a doña Lupe le dieron ganas de tomar cartas en el
asunto; pero no se atrevió a intervenir en un negocio que no le
incumbía. No tuvo más remedio que tragar saliva y callarse. Después
le dijo a Maximiliano: «Habéis sido unos tontos. Tu hermano quiere
su parte en metálico para gastarla en cuatro días. Es una mano
rota. ¿A mí qué me va ni me viene? Pues más te habría valido
recibir lo tuyo en dinero contante, que bien colocado por mí, te
habría dado una rentita bien segura. Y si no, lo has de ver. Yo
quiero saber cómo te las vas tú a gobernar con tanto olivo, tanto
parral y ese pedazo de monte bajo que dicen que te toca. Lo mismo
que el majagranzas de Nicolás; a
Otra cosa había propuesto también el
primogénito, a la que accedieron gustosos los otros dos hermanos.
Cuando murió D. Nicolás Rubín, todos los
Aprobadas la partición propuesta por Juan Pablo y la cancelación del crédito de Samaniego.
Maximiliano, con estas cosas, se
sentía cada vez más fuerte. Había tomado acuerdos en consejo de
familia, luego era hombre. Si tenía la personalidad legal, ¿cómo no
tener la otra? Figurábase que algo crecía y se vigorizaba dentro de
él, y hasta llegó a imaginar que si le pusieran en una báscula
había de pesar más que antes de aquellas determinaciones. Sin duda
tenía también más robustez física, más dureza de músculos, más
plenitud de pulmones. No obstante, estaba sobre ascuas hasta que su
hermano el cleriguito no se explicase. Podría suceder muy bien que
cuando todo iba como una seda, saliese con ciertas
La noche del mismo día en que se trató
de la herencia, supo Nicolás lo que pasaba, y no lo tomó con tanta
calma como Juan Pablo. Su primer arranque fue de indignación. Tomó
una actitud consternada y meditabunda, haciendo el papel de hombre
entero, a quien no
Cargábanle a doña Lupe sus
pretensiones sermonarias y cierta grosería entremezclada
-III-
Conocedor Nicolás de la tremenda noticia, le faltó tiempo para pegar la hebra de su soporífero sermón, sólo interrumpido cuando Papitos trajo la ensalada. Porque Nicolás Rubín no podía dormir si no le ponían delante a punto de las once una ensalada de lechuga o escarola, según el tiempo, bien aliñada, bien meneada, con el indispensable ajito frotado en la ensaladera, y la golosina del apio en su tiempo. Había comido muy bien el dichoso cura, circunstancia que no debe notarse, pues no hay memoria de que dejara de hacerlo cumplidamente ningún día del año. Pero su estómago era un verdadero molino, y a las tres horas de haberse llenado, había que cargarlo otra vez. «Esto no es más que debilidad -decía poniendo una cara grave y a veces consternada-, y no hay idea de los esfuerzos que he hecho por corregirla. El médico me manda que coma poco y a menudo».
Cayó sobre aquel forraje de la ensalada, e inclinaba la cara sobre ella como el bruto sobre la cavidad del pesebre lleno de yerba.
«Le diré a usted, tía -murmuraba con el gruñido que la masticación le permitía-. Yo no soy de mucho comer, aunque lo parezca».
-Podías serlo más. Come, hijo, que el comer no es pecado gordo.
-Le diré a usted, tía...
No le dijo nada, porque la operación aquella de mascar los jugosos tallos de la escarola absorbía toda su atención. Los gruesos labios le relucían con la pringue, y esta se le escurría por las comisuras de la boca formando un hilo corriente, que hubiera descendido hasta la garganta si los cañones de la mal rapada barba no lo detuvieran. Tenía puesto un gorro negro de lana con borlita que le caía por delante al inclinar la cabeza, y se retiraba hacia atrás cuando la alzaba. A doña Lupe (no lo podía remediar) le daba asco el modo de comer de su sobrino, considerando que más le valía saber menos de cosas teológicas y un poquito más de arte de urbanidad. Como estaban los dos solos, dábale bromas sobre aquello del comer poco y a menudo; pero él se apresuró a variar la conversación, llevándola al asunto de Maxi.
«Una cosa muy seria, tía, pero que muy seria».
-Sí que lo es; pero creo muy difícil quitársela de la cabeza.
-Eso corre de mi cuenta... ¡Oh! Si no tuviera yo otras montañas que levantar en vilo... -dijo el clérigo apartando de sí la ensaladera, en la cual no quedaba ni una hebra-. Verá usted... verá usted si le vuelvo yo del revés como un calcetín. Para esas cosas me pinto...
No pudo concluir la frase, porque le vino de lo hondo del cuerpo a la boca una tan voluminosa cantidad de gases, que las palabras tuvieron que echarse a un lado para darle salida. Fue tan sonada la regurgitación, que doña Lupe tuvo que apartar la cara, aunque Nicolás se puso la palma de la mano delante de la boca a guisa de mampara. Este movimiento era una de las pocas cosas relativamente finas que sabía.
«...me pinto solo -terminó, cuando ya los fluidos se habían difundido por el comedor-. Verá usted, en cuanto llegue le echo el toro... ¡Oh!, es mi fuerte. Me parece que ya está ahí».
Oyose la campanilla, y la misma doña
Lupe abrió a su sobrino. Lo mismo fue entrar este en el comedor que
conocer en la cara impertinente de su hermano que ya sabía
«Siéntese usted aquí, caballerito, que tenemos que hablar. Vaya, que me ha dejado frío lo que acabo de saber. Estamos bien. Con que...».
La mano tiesa volvió a ponerse delante de la boca, a punto que se atascaban las palabras, sufriendo la cabeza como una trepidación.
«Con que aquí hace cada cual lo que le da la gana, sin tener en cuenta las leyes divinas ni humanas, y haciendo mangas y capirotes de la religión, de la dignidad de la familia...».
Maximiliano, que al principiar el
réspice,
«¡Bah! -exclamó apartando la vista de su hermano con un movimiento desdeñoso de la cabeza-. No quiero oír sermones. Yo sé bien lo que debo hacer».
Dijo, y levantándose se marchó a su cuarto.
-Bien, muy bien -murmuró el cura quedándose corrido, mirando a doña Lupe y a Papitos, la cual se pasmaba de aquel mirar que parecía una consulta-. Y qué mal educadito y que rabiosito se ha vuelto. Bien, muy bien; pero muy...
Un metro cúbico de gas se precipitó a
la boca con tanta violencia, que Nicolás tuvo que ponerse tieso
para darle salida franca, y a pesar de lo furioso que estaba, supo
cuidar de que la mano desempeñara su obligación. Doña Lupe también
parecía indignada, aunque si se hubiera ido a examinar bien el
interior de la digna señora, se habría visto que en medio del enojo
«Pero muy bien, perfectamente bien -dijo el cura apoyando las manos en los brazos del sillón, para enderezar el cuerpo-. Verás ahora, grandísimo piruétano, cómo te pongo yo las peras a cuarto. Tía, buenas noches. Ahora va a ser la gorda. Acostados los dos, hablaremos».
Encerrose Nicolás en su alcoba, que
era la de su hermano, y ambos se metieron en la cama. Doña Lupe se
puso fuera a escuchar. Al principio no oyó más que el crujir de los
hierros de la cama del clérigo, que era muy mala y endeble, y en
cuanto se movía el desgraciado ocupador de ella volvíase toda una
pura música, la que unida al ruido de los muelles del colchón
veterano, hubiera quitado el sueño a todo hombre que no fuese
Nicolás Rubín. Después oyó doña Lupe la voz de Maxi, opaca, pero
entera y firme. Nicolás no le dejaba meter baza; pero el otro se
las tenía tiesas... ¡Terrible duelo entre el sermón y el lenguaje
sincero de los
«Ya está roncando ese... -dijo doña Lupe retirándose a su alcoba-. ¡Qué noche va a pasar el otro pobre!».
Serían las nueve de la mañana siguiente, cuando Nicolás pidió a Papitos su chocolate. Salió del cuarto con la cara muy mal lavada, y algunas partes de ella parecían no haber visto más agua que la del bautismo.
«¿Ese chocolate?» preguntó en el comedor, resobándose las manos una con otra, como si quisiera sacar fuego de ellas.
-Ahora mismo.
El chocolate había de ser con canela,
hecho con leche, por supuesto, y en ración de dos
-¿Y qué resultó anoche? -preguntó doña Lupe al ponerle delante todo aquel cargamento.
-Pues nada, que no hay quien le apee -respondió el clérigo, sumergiendo el primer bizcochito en el espeso líquido-. Lo que usted decía: no es posible quitárselo de la cabeza. Una de dos, o matarle o dejarle, y como no le hemos de matar... Al fin convenimos en que yo vería hoy a esa... cabra loca.
-No me parece mal.
-Y según la impresión que me haga, determinaremos.
-¿Vais juntos?
-No, yo solo, quiero ir solo. Además él está hoy con jaqueca.
-¿Con jaqueca? ¡Pobrecito!
Doña Lupe corrió a ver a Maximiliano,
que después de empezar a vestirse, había tenido que echarse otra
vez en la cama. Provocado sin duda por las emociones de aquellos
días, por el largo debate con su hermano Nicolás, y más aún quizás
por los insufribles ronquidos de este, apareció el temido acceso.
Desde media noche sintió Maxi un entorpecimiento particular dentro
de la cabeza, acompañado del presagio
«¿Tienes ya el clavo? -le preguntó en voz muy baja-. Te pondré láudano».
Había aparecido el clavo, que era la
sensación de una baguetilla de hierro caliente atravesada desde el
ojo izquierdo a la coronilla. Después pasaba al ojo derecho este
suplicio, algo atenuado ya. Doña Lupe, tan cariñosa como siempre,
le puso láudano, y arreglando la cama y cerrando bien las maderas,
le dejó para ir a hacer una taza de té, porque era preciso que
-IV-
El aviso, puntualmente transmitido por
Olmedo, de la visita del cura puso a Fortunata en gran confusión.
Pareciole al pronto un honor harto grande, luego compromiso, porque
la visita de persona tan respetable indicaba que la cosa iba de
veras. No se conceptuaba, además, con bastante finura para recibir
a sujetos de tanta autoridad. «¡Un señor eclesiástico!... ¡qué
vergüenza voy a pasar! Porque de seguro me preguntará cosas como
cuando una se va a confesar... ¿Y cómo me pondré? ¿Me vestiré con
los trapitos de cristianar, o de cualquier manera?... Quizás sea
mejor ponerme hecha un pingo, a lo pobre, para que no crea... No,
no es propio. Me vestiré decente y modestita». Despachados los más
urgentes quehaceres del día, peinose con mucha sencillez, se puso
su vestido negro, las botas nuevas; púsose también su pañuelo de
Corrió a abrir la puerta. El corazón
le saltaba en el pecho. La figura negra avanzó por el pasillo para
entrar en la salita. Fortunata estaba tan turbada que no acertó a
decirle que se sentase y dejara la canaleja. Maxi, que al hablar de
la familia se dejaba guiar más por el amor propio que por la
sinceridad, le había hecho mil cuentos hiperbólicos de Nicolás,
pintándole como persona de mucha virtud y talento, y ella se los
había creído. Por esto se desilusionó algo al ver aquella figura
tosca de cura de pueblo, aquellas barbas mal rapadas y la
abundancia de vello negro que parecía cultivado para formar
cosecha. La cara era desagradable, la boca grande y muy separada de
la nariz corva y chica; la frente espaciosa, pero sin nobleza; el
cuerpo fornido, las manos largas, negras y poco
«Parece que está usted como asustada -dijo Nicolás con fría sonrisa clerical-. No me tenga usted miedo. No me como a la gente. ¿Se figura usted a lo que vengo?».
-Sí señor... no... digo, me figuro. Maximiliano...
-Maximiliano es un tarambana -afirmó el clérigo con la seguridad burlesca del que se siente frente a un interlocutor demasiado débil-, y usted lo debe conocer como lo conozco yo. Ahora ha dado en la simpleza de casarse con usted... No, si no me enfado. No crea usted que la voy a reñir. Yo soy moro de paz, amiga mía, y vengo aquí a tratar la cosa por las buenas. Mi idea es esta: ver si es usted una persona juiciosa, y si como persona juiciosa comprende que esto del casorio es una botaratada; ni más ni menos... Y si lo reconoce así, pretendo, esta, esta es la cosa, que usted misma sea quien se lo quite de la cabeza... ni menos ni más.
Fortunata conocía
«Yo estoy dispuesta a hacer todo lo que usted me mande».
-Bien, muy bien, perfectamente bien -dijo Nicolás, orgulloso de lo que creía un triunfo de su personalidad, que se imponía sólo con mostrarse-. Así me gusta a mí la gente. ¿Y si le mando que no vuelva a ver más a mi hermano, que se escape esta noche para que cuando él vuelva mañana no la encuentre?
Al oír esto, Fortunata vaciló.
«Lo haré, sí, señor -contestó al fin, cuidando luego de buscar inconvenientes al plan del sacerdote-. ¿Pero a dónde iré yo que él no venga tras de mí? Al último rincón de la tierra ha de ir a buscarme. Porque usted no sabe lo desatinado que está por... esta su servidora».
-¡Oh!, lo sé, lo sé... A buena parte viene. ¿De modo que usted cree que no adelantamos nada con darle esquinazo?... Esta es la cosa.
-Nada, señor, pero nada -declaró ella, disgustada ya del papel de
-Bien, perfectamente bien -afirmó Nicolás dándose aires de persona que medita mucho las cosas, y razona a lo matemático-. Ya tenemos un punto de partida, que es la buena disposición de usted... esta es la cosa. Respóndame ahora. ¿No tiene usted quién la ampare si rompe con mi hermano?
-No señor.
-¿No tiene usted familia?
-No señor.
-Pues está usted aviada... De forma y manera -dijo cruzando los brazos y echando el cuerpo atrás-, que en tal caso no tiene más remedio que... que echarse a la buena vida... al amor libre... a... Ya usted me entiende.
-Sí, señor, entiendo... no tengo más camino -manifestó la joven con humildad.
-¡Tremenda responsabilidad para mí! -exclamó el curita moviendo la cabeza y mirando al suelo, y lo repitió hasta unas cinco veces en tono de púlpito.
En aquel instante le vinieron al
pensamiento ideas distintas de las que había llevado a la visita, y
más conformes con su empinada soberbia clerical. Había ido con el
propósito de romper aquellos lazos, si la novia de su hermano
«¿Me permite usted echar un cigarrillo?».
-Sí, señor, pues no faltaba más... -replicó Fortunata, que esperaba el resultado de aquel meditar y del frote de las manos.
-Pues sí -declaró gravemente Nicolás, chupando su cigarrillo-, me falta valor para lanzarla a usted al mundo malo; mejor dicho, la caridad y el ministerio que profeso me vedan hacerlo. Cuando un náufrago quiere salvarse, ¿es humano darle una patada desde la orilla? No; lo humano es alargarle una mano o echarle un palo para que se agarre... esta es la cosa.
-Sí, señor -indicó Fortunata agradecida-, porque yo soy náu...
Iba a decir
«Pues lo que yo necesito ahora -agregó
Rubín terciándose el manteo sobre las piernas, y accionando como un
hombre que necesita tener los brazos libres para una gran faena-,
es ver en usted señales claras de arrepentimiento y deseo de una
vida regular y decente; lo que yo necesito ahora es leer en su
interior, en su
La Samaritana se puso colorada, porque le daba vergüenza de decir que hacía lo menos diez o doce años que no se había confesado. Por fin lo declaró.
«Perfectamente -dijo Nicolás, acercando su sillón al sofá en que la joven estaba-. Le prevengo a usted que tengo mucha experiencia de esto. Hace cinco años que practico el confesonario, y que las cazo al vuelo. Quiero decir que a mí no hay mujer que me engañe».
Fortunata tuvo miedo y Nicolás aproximó más el sillón. Aunque estaban solos, ciertas cosas debían decirse en voz baja.
«Vamos a ver, ¿quién fue el primero?» preguntó el presbítero llevándose la mano tiesa a la boca, porque con la pregunta querían salir también ciertos gases.
Contó ella lo de Juanito Santa Cruz, pasando no poca vergüenza, y dando a conocer la triste historia incoherente.
«Abrevie usted. Hay muchos pormenores que ya me los sé, como me sé el Catecismo... Que le dio a usted palabra de casamiento y que usted fue tan boba que se lo creyó. Que un día la cogió descuidada y sola... Bah, bah... lo de siempre. Después habrá usted conocido a otros muchos hombres, ¿a cuántos próximamente?».
Fortunata miró al techo, haciendo un cálculo numérico.
«Es difícil decir... Lo que es conocer...».
El sacerdote se sonrió. «Quiero decir tratar con intimidad; hombres con quienes ha vivido usted en relaciones de un mes, de dos... esta es la cosa. No me refiero a los conocimientos de un instante, que eso vendrá después».
«Pues serán...» dijo ella pasando un rato muy malo.
-Vamos, no se asuste usted del número.
-Pues podrán ser... como unos ocho... Deje usted que me acuerde bien...
-Basta ya; lo mismo da ocho que doce o que ochocientos doce. ¿Le repugna a usted la memoria de esos escándalos?
-¡Oh!, sí, señor... Crea usted que...
-Que no los puede ver ni pintados. Lo creo... ¡Valientes pillos! Sin embargo, dígame usted: ¿No volvería a tener amistad con alguno de ellos, si la solicitara?
Con ninguno... -dijo Fortunata.
-¿De veras? Piénselo usted bien.
Fortunata lo pensó, y al cabo de un ratito, la lealtad y buena fe con que se confesaba mostráronse en esta declaración:
«Con uno... qué sé yo... Pero no puede ser».
-Déjese usted de que pueda o no pueda
ser. Ese uno, esa excepción de su hastío es el primero, ese tal D.
Juanito. No necesita usted
-Pero no puede ser. Está casado, es muy feliz, y no se acuerda de mí.
-A saber, a saber... Pero en fin, usted confiesa que es el único sujeto a quien de veras quiere, el único por quien de veras siente apetito de amores y esa cosa, esa tontería que ustedes las mujeres...
-El único.
-Y a los demás que los parta un rayo.
-A los demás, nada.
-¿Y a mi hermano?... esta es la cosa.
Lo brusco de la pregunta aturdió a la penitente. No la esperaba, ni se acordaba para nada en aquel momento del pobre Maxi. Como era tan sincera no pensó ni por un momento en alterar la verdad. Las cosas claras. Además, el clérigo aquel parecíale muy listo, y si le decía una cosa por otra conocería el embuste.
«Pues a su hermano de usted, tampoco».
-Perfectamente -dijo el curita, acercando su sillón todo lo más que acercarse podía.
-V-
Para que ningún malicioso interprete
mal las bruscas aproximaciones del sillón de Nicolás
«Lo que se llama querer... -dijo Fortunata haciendo esfuerzos para expresarse claramente-, querer, ¿entiende usted?, no; pero aprecio, estimación sí».
-¿De modo que no hay lo que llaman ilusión?...
-No señor.
-Pero hay esa afición tranquila, que puede ser principio de una amistad constante, de ese afecto puro, honesto y reposado que hace la felicidad de los matrimonios.
Fortunata no se atrevió a responder
claro.
«Puedo llegar a quererle con el trato...».
-Perfectamente... Porque es preciso que usted se fije bien en una cosa: eso de la ilusión es pura monserga, eso es para bobas. Ilusionarse con un caballerete porque tenga los ojos así o asado, porque tenga el bigotito de esta manera, el cuerpo derecho y el habla dengosa, es propio de hembras salvajes. Amar de ese modo no es amar, es perversión, es vicio, hija mía. El verdadero amor es el espiritual, y la única manera de amar es enamorarse de la persona por las prendas del alma. Las mujeres de estos tiempos se dejan pervertir por las novelas y por las ideas falsas que otras mujeres les imbuyen acerca del amor. ¡Patraña y propaganda indecente que hace Satanás por mediación de los poetas, novelistas y otros holgazanes! Diranle a usted que el amor y la hermosura física son hermanos, y le hablarán a usted de Grecia y del naturalismo pagano. No haga usted caso de patrañas, hija mía, no crea en otro amor que en el espiritual, o sea en las simpatías de alma con alma...
La prójima adivinaba más que entendía esto, que era contrario a sus sentimientos; pero como lo decía un sabio, no había más remedio que contestar a todo que sí. Viendo que hacía indicaciones afirmativas con la cabeza, el cura se animaba, añadiendo con énfasis:
«Sostener otra cosa es renegar del catolicismo y volver a la mitología... esta es la cosa».
-Claro -apuntó la joven; pero en su interior se preguntaba qué quería decir aquello de la mitología... porque de seguro no sería cosa de mitones.
Aquel clérigo, arreglador de conciencias, que se creía médico de corazones dañados de amor, era quizás la persona más inepta para el oficio a que se dedicaba, a causa de su propia virtud, estéril y glacial, condición negativa que, si le apartaba del peligro, cerraba sus ojos a la realidad del alma humana. Practicaba su apostolado por fórmulas rutinarias o rancios aforismos de libros escritos por santos a la manera de él, y había hecho inmensos daños a la humanidad arrastrando a doncellas incautas a la soledad de un convento, tramando casamientos entre personas que no se querían, y desgobernando, en fin, la máquina admirable de las pasiones. Era como los médicos que han estudiado el cuerpo humano en un atlas de Anatomía. Tenía recetas charlatánicas para todo, y las aplicaba al buen tun tun, haciendo estragos por donde quiera que pasaba.
«De esta manera, hija mía -añadió
lleno de fatuidad-, puede darse el caso de que una mujer hermosa
llegue a amar entrañablemente a un hombre feo. El verdadero amor,
fíjese usted en esto y estámpelo en su memoria, es el de alma
A Fortunata le hizo gracia esta figura.
«¿Quién hace caso de la imaginación? -prosiguió él, oyéndose, y muy satisfecho del efecto que creía causar-. Cuando la loca le alborote a usted, no se dé por entendida, hija. ¿Haría usted caso de una persona que pasara ahora por la calle diciendo disparates? Pues lo mismo es, exactamente lo mismo. A la imaginación se la mira con desprecio, y se hace lo contrario de lo que ella inspira. Comprendo que usted, por la vida mala que ha llevado y por no haber tenido a su lado buenos ejemplos, no podrá durante algún tiempo meter en cintura a la loca de la casa; pero aquí estamos para enseñarla. Aquí me tiene a mí, y me parece que sé lo que traigo entre manos... Empecemos. Para que usted sea digna de casarse con un hombre honrado, lo primerito es que me vuelva los ojos a la religión, empezando por edificarse interiormente.
-Sí señor -respondió humildemente la prójima, que entendía lo de la religión; pero no lo de la edificación. Para ella edificar era lo mismo que hacer casas,
-Bien. ¿Está usted dispuesta a ponerse bajo mi dirección y a hacer todo lo que yo le mande? -propuso el cura con la hinchazón de vanidad que le daba aquel papel sublime de lañador de almas cascadas.
-Sí señor.
-¿Y cómo estamos de doctrina cristiana?
Dijo esto con un tonillo de superioridad impertinente, lo mismo que dicen algunos médicos: «a ver la lengua».
-Yo... la
El capellán no hizo aspavientos. Al contrario, le gustaba que sus catecúmenos estuvieran rasos y limpios de toda ciencia, para poder él enseñárselo todo. Después meditó un rato, las manos cruzadas y dando vuelta a los pulgares uno sobre otro. Fortunata le miraba en silencio. No podía dudar de que era hombre muy sabedor de cosas del mundo y de las flaquezas humanas, y pensó que le convenía ponerse bajo su dirección. En aquel momento hallábase bajo la influencia de ideas supersticiosas adquiridas en su infancia respecto a la religión y al clero. Su catecismo era harto elemental y se reducía a dos o tres nociones incompletas, el Cielo y el Infierno, padecer aquí para gozar allá, o lo contrario. Su moral era puramente personal, intuitiva y no tenía nada que ver con lo poco que recordaba de la doctrina cristiana. Formó del hermano de Maxi buen concepto, porque se lavaba poco y sabía mucho y no reñía a las pecadoras, sino que las trataba con dulzura, ofreciéndoles el matrimonio, la salvación, y hablándoles del alma y otras cosas muy bonitas.
«Todo depende de que usted sepa mandar a paseo a la loquilla -continuó Nicolás saliendo de su abstracción-. Ya sabe usted lo que Jesús le dijo a la samaritana cuando habló con ella en el pozo, en una situación parecida a la que ahora tenemos usted y yo...».
Fortunata se sonrió, afectando entender la cita; pero se había quedado a oscuras.
«Si usted quiere mejorar de vida y
edificársenos interiormente para adquirir la fuerza necesaria, aquí
me tiene. ¿Pues para qué estamos? Cuando yo considere segura la
reforma de usted, quizás no ponga tantos peros al casorio con mi
hermano. El pobre está loco por usted; me dijo anoche que si no le
dejamos casar se muere. Mi tía quiere quitárselo de la cabeza; mas
yo le dije: «Calma, calma, las cosas hay que verlas despacio. No
nos precipitemos, tía», y por eso me vine aquí. Me comprometo a
curarle a usted esa enfermedad de la imaginación que consiste en
tener cariño al hombre indigno que la perdió. Conseguido esto,
amará usted al que ha de ser su marido, y lo amará con ilusión
espiritual, no de los sentidos... ni más ni menos. ¡Oh, he
alcanzado yo tantos triunfos de estos; he salvado a tanta gente que
se creía dañada para siempre! Convénzase usted, en esto, como en
otras cosas, todo es ponerse a ello, todo es empezar... Imagínese
usted lo bien que estará cuando se nos reforme; vivirá feliz y
considerada,
Esto le pareció muy bien a la pecadora, y decía que sí con la cabeza.
«Pues vamos a cuentas. ¿Usted quiere que establezcamos la posibilidad, esta es la cosa, la posibilidad de casarse con un Rubín?».
-Sí señor -respondió Fortunata con cierto miedo, espantada aún por aquello de los gusanos.
-Pues es preciso que se nos someta
usted a la siguiente prueba -dijo el cura, tapándose un bostezo,
porque eran ya las cuatro y no habría tenido inconveniente en tomar
una friolera-. Hay en Madrid una institución religiosa de las más
útiles, la cual tiene por objeto recoger a las muchachas
extraviadas y convertirlas a la verdad por medio de la oración, del
trabajo y del recogimiento. Unas, desengañadas de la poca sustancia
que se saca al deleite, se quedan allí para siempre; otras salen ya
Fortunata seguía dando cabezadas. Había oído hablar de aquella casa, que era el convento de las Micaelas.
«Perfectamente; así se llama. Bueno,
usted va allá y la tenemos encerradita durante tres, cuatro meses o
más. El capellán de la casa es tan amigo mío, que es como si fuera
yo mismo. Él la dirigirá a usted espiritualmente, puesto que yo no
puedo hacerlo porque tengo que volverme a Toledo. Pero siempre que
venga a Madrid, he de ir a tomarle el pulso y a ver cómo anda esa
educación, sin perjuicio de que antes de entrar en el convento, le
he de dar a usted un buen recorrido de doctrina cristiana para que
no se nos vaya allá enteramente cerril. Si pasado un plazo
prudencial, me resulta usted en tal disposición de espíritu que yo
la crea digna de ser mi hermana política, podría quizás llegar a
serlo. Yo le respondo a usted de que, como este indigno capellán dé
el pase, toda la familia dirá
Estas palabras fueron dichas con
sencillez y dulzura. Eran una de sus mejores y más estudiadas
En Fortunata fue tan grande el efecto,
que casi casi se le saltaron las lágrimas. Indudablemente era muy
de agradecer el interés que aquel bondadoso apóstol de Cristo se
tomaba por ella. Y todo sin regaños, sin manotadas, tratándola como
un buen pastor trataría a la más querida de sus ovejas. A pesar de
esta excelente disposición de su ánimo, la infeliz vacilaba un
poco. De una parte le seducía la vida retirada, silenciosa y
cristiana del claustro. Bien pudiera ser que allí se cerrase por
completo la herida de su corazón. Había que probarlo al menos. De
otra parte la aterraba lo desconocido, las monjas... ¿cómo serían
las monjas?, ¿cómo la tratarían? Pero Nicolás se adelantó a sus
temores, diciéndole que eran las señoras más indulgentes y
cariñosas que se podían ver. A la samaritana se le aguaron los
ojos, y pensó en lo que sería ella convertida de
«Pues sí, pues sí... quiero entrar en las Micaelas» afirmó con arranque.
-Pues nada, a purificarse tocan. ¿Ve usted cómo nos hemos entendido? -dijo el clérigo con alegría, levantándose-. Cansado ya de tanto discutir, yo le dije a mi hermano: Si tu pasión es tan fuerte que no la puedes combatir, pon el pleito en mis manos, tonto, que yo te lo arreglaré. Si es mi oficio; si para eso estamos; si no sé hacer otra cosa... ¿Para qué serviría yo si no sirviera para enderezar torceduras de estas?
El orgullo se le rezumía por todos los poros como si fuera sudor; los ojos le brillaban. Cogió la canaleja, diciendo:
«Volveré por aquí. Hablaré a mi hermano y a mi tía. Tenemos ya una gran base de arreglo, que es su conformidad de usted con todo lo que le mande este pobre sacerdote».
Fortunata al darle la mano se la besó.
Las últimas palabras de la visita fueron referentes al mal tiempo, a que él no podía estar en Madrid sino dos semanas, y por fin a la jaqueca que tenía Maximiliano aquel día.
«Es mal de familia. Yo también las
padezco. Pero lo que principalmente me trae descompuesto ahora es
un pícaro mal de estómago... debilidad, dicen que es debilidad...
Tengo que comer muy a menudo y muy poca cantidad... esta es la
cosa... Es efecto del excesivo trabajo... ¡qué le
-Si quiere usted... aguarde usted... yo... -dijo Fortunata pasando revista mental a su pobre despensa.
-Quite usted allá, criatura... No faltaba más... ¿Piensa que no me puedo pasar...? No es que yo apetezca nada; lo tomo hasta con asco; pero me sienta bien, conozco que me sienta bien.
-Si quiere usted, traeré... No tengo en casa; pero bajaré a la tienda...
-Quite usted allá... no me lo diga ni en broma... Vaya, abur, abur... Y cuidarse, cuidarse mucho, ¿eh?, que andan pulmonías.
El clérigo salió y fue a casa de un amigo donde le solían dar, en aquella crítica hora, el remedio de su debilidad de estómago.
-VI-
En la noche de aquel memorable día, y
cuando la jaqueca se le calmó, pudo enterarse Maxi de que su
hermano había ido a la calle de Pelayo, y de que sus impresiones
«no habían sido malas» según declaración del propio cura. Daba este
mucha importancia a su apostolado, y cuando le caía en las manos
uno de aquellos negocios de conquista espiritual, exageraba los
Aquella idea de llevarla al convento
como a una casa de purificación, pareciole a Maxi prueba estupenda
del gran talento catequizador de su hermano. A él le había pasado
vagamente por la cabeza algo semejante; mas no supo formularlo.
¡Qué insigne hombre era Nicolás! ¡Ocurrirle aquello!... Tamizada
por la religión, Fortunata volvería a la sociedad limpia de polvo y
paja, y entonces ¿quién osaría dudar de su honorabilidad? El
espíritu del sietemesino, revuelto desde el fondo a la superficie
por la pasión,
Nunca había sido Maximiliano muy dado
a lo religioso; pero en aquel instante le entraron de sopetón en el
espíritu unos ardores de piedad tan singulares, unas ganas de
tomarse confianzas con Cristo o con la Santísima Trinidad, y aun
con tal o cual santo, que no sabía lo que le pasaba. El amor le
conducía a la devoción, como le habría conducido a la impiedad, si
las cosas fuesen por aquel camino. Tan bien le pareció el plan de
su hermano, que el gozo le reprodujo el dolor de cabeza, aunque
levemente. Comprimiéndose con dos dedos de la mano la ceja
izquierda, habló a Fortunata de lo buenas que debían de ser
aquellas madres Micaelas,
A Fortunata se le comunicó el entusiasmo. ¡La religión! Tampoco ella había caído en esto. ¡Cuidado que no ocurrírsele una cosa tan sencilla...! Lo particular era que veía su purificación como se ve un milagro cuando se cree en ellos, como convertir el agua en vino o hacer de cuatro peces cuarenta.
«Dime una cosa -preguntó a Maxi, acordándose de que era bella-. ¿Y me pondrán tocas blancas?».
-Puede que sí -replicó él con seriedad-. No puedo asegurártelo; pero es fácil que sí te las pongan.
Fortunata cogió una toalla y
echándosela por la cabeza, se fue a mirar al espejo. Acordose
entonces de una cosa esencial, esto es, que en la nueva existencia,
la hermosura física no valía un pito y que lo que importaba y tenía
valor era la del alma. Observando la cara que tenía Maxi aquel día
y lo pálido que estaba, consideró que las prendas morales del joven
empezaban a transparentarse en su rostro, haciéndole menos
desagradable... Entrevió una mudanza radical en su manera de ver
las cosas.
Maximiliano se quedó a almorzar; pero la irritación de su estómago y la desgana hubieron de contenerle en la más prudente frugalidad. Ella en cambio tenía buen apetito, porque había trabajado mucho aquella mañana y quizás porque estaba contenta y excitada. De aquí tomó pie el redentor para hablar de lo mucho que comía su hermano Nicolás. Esto desilusionó un poco a Fortunata, que se quedó como lela, mirando a su amante, y deteniendo el tenedor a poca distancia de la boca. Creía ella que los curas de mucho saber y virtud debían de conocerse en el poco uso que hacían del agua y jabón, y también en que su alimento no podía ser sino yerbas cocidas y sin sal.
Toda la tarde estuvieron platicando
acerca de la ida al convento y también sobre cosas relacionadas
Fortunata apoyó esta idea con un signo
de cabeza; mas no estaba segura de lo que significaba la palabra
«A ver, ¿qué tal?... ¿cómo es?... ¿es guapa?» había preguntado doña Lupe a Nicolás con vivísima curiosidad.
Aunque el insigne clérigo no tenía cierta clase de pasiones, sabía apreciar el género a la vista. Hizo con los dedos de su mano derecha un manojo, y llevándolos a la boca los apartó al instante, diciendo:
«Es una mujer... hasta allí».
Doña Lupe se quedó desconcertada. A
los peligros ya conocidos debían unirse los que ofrece por sí misma
toda belleza superior dentro de la máquina del matrimonio. «Las
mujeres casadas
Hízole otras mil preguntas para
aplacar su ardentísima curiosidad; cómo estaba vestida y peinada;
qué tal se expresaba; cómo tenía arreglada la casa, y Nicolás
respondía echándoselas de observador. Sus impresiones no habían
sido malas, y aunque no tenía bastantes datos para formar juicio
del verdadero carácter de la prójima, podía anticipar, fiado en su
experiencia, en su buen ojo y en un cierto no sé que, presunciones
favorables. Con esto la curiosidad de doña Lupe se acaloraba más, y
ya no podía tener sosiego hasta no meter su propia nariz en aquel
guisado. Visitar a la tal no le parecía digno, habiendo hecho
tantos aspavientos en contra suya; pero estar muchos días sin verla
y averiguarle las faltas, si las tenía, era imposible. Hubiera
deseado verla
-¿A qué, señora?
-A visitar a tu... no puedo pronunciar ciertas palabras. Me parece indecoroso que yo vaya allá, a pesar de todos esos proyectos de legía eclesiástica que le vais a dar.
-Señora, si yo no he dicho a usted nada...
-Te digo que no iré... no iré.
-Pero tía...
-No hay tía que valga. No me lo has dicho; pero lo deseas. ¿Crees que no te leo yo los pensamientos? ¡Qué podrás tú disimular delante de mí! Pues no, no te sales con la tuya. Yo no voy allá sino en el caso de que me llevéis atada de pies y manos.
-Pues la llevaremos atada de manos y pies -dijo Maxi, riendo.
Lo deseaba, sí; pero como tenía su
criterio formado y su invariable línea de conducta trazada, no daba
un valor excesivo a lo que de la visita pudiera resultar. Véase por
dónde la fuerza de las circunstancias había puesto a doña Lupe en
una situación subalterna, y el pobre
Como Nicolás visitaba algunos días a Fortunata para enseñarle la doctrina cristiana, doña Lupe se ponía furiosa. Tantas idas y venidas decía ella que le tenían revuelto el estómago. Pero el sentimiento que verdaderamente la hacía chillar era como envidia de que fuese Nicolás y no pudiera ir ella. Por este motivo andaban tía y sobrino algo desavenidos. Corría Marzo, y el día de San José dijo Nicolás en la mesa: «Tía, ya hay fresa». Pero la indirecta no hizo efecto en la económica viuda. Volvió a la carga el clérigo en diferentes ocasiones: «¡Qué fresa más rica he visto hoy! Tía, ¿a cómo estará ahora la fresa?».
-No lo sé, ni me importa -replicó ella-, porque como no la pienso traer hasta que no se ponga a tres reales...
Nicolás dio un suspiro, mientras doña Lupe decía para sí: «Como no comas más fresa que la que yo te ponga, tragaldabas, aviado estás».
Y como doña Lupe era algo golosa,
trajo un día un cucurucho de fresa, bien escondido entre la
mantilla; mas no lo puso en la mesa. Concluida la comida, y
mientras Nicolás leía
La chiquilla se comía las fresas, y después, con los lengüetazos que le daba al plato, lo dejaba como si lo hubiera lavado.
-VII-
Juan Pablo prestaba atención muy
escasa al asunto de Maximiliano y a todos los demás asuntos de la
familia, como no fuera el de la herencia. Su anhelo era cobrar
pronto para pagar sus trampas. Entraba de noche muy tarde, y casi
siempre comía fuera, lo que agradecía mucho doña Lupe, pues Nicolás
con su voracidad puntual le desequilibraba el presupuesto de la
casa. La misantropía que le entró a Juan Pablo desde su desairado
regreso del Cuartel Real no se alteró en aquellos días que
sucedieron
De carlismo no se hablaba en la casa, porque doña Lupe no lo consentía. Pero una mañana, los dos hermanos mayores se enfrascaron de tal modo en la conversación, más bien disputa, que no hicieron maldito caso de la señora. Juan Pablo estaba lavándose en su cuarto, entró Nicolás a decirle no sé qué, y por si el cura Santa Cruz era un bandido o un loco, se fueron enzarzando, enzarzando hasta que...
«¿Quieres que te diga una cosa?
-gritaba el primogénito, descomponiéndose-. Pues don Carlos no ha
triunfado ya por vuestra culpa, por culpa de los curas. Hay que ir
allá, como he ido yo, para hacerse cargo de las intrigas de la
gentualla de sotana, que todo lo quiere para sí, y no va más que a
desacreditar con calumnias y chismes a los que verdaderamente
trabajan. Yo no podía estar allí; me ahogaba. Le dije a Dorregaray:
'mi general, no sé cómo usted aguanta esto', y él se alzaba de
hombros, ¡poniéndome una cara...! No pasaba día sin que los
lechuzos le llevaran un cuento a don Carlos. Que Dorregaray andaba
en tratos con Moriones para rendirse, que Moriones le había
-Es una apreciación tuya -dijo Nicolás moderando su ira-, que no me parece muy fundada... esta es la cosa.
-¿Tú qué sabes lo que es el mundo y la realidad? Estás en babia.
-Y tú, me parece que estás algo ido, porque cuidado que has dicho disparates.
-Cállate la boca, estúpido... -dijo Nicolás, sulfurándose.
-¿Sabes lo que te digo? -gritó Juan Pablo, alzando arrogante la voz-, que a mí no se me manda callar, ¿estamos? He tenido el honor de decirle cuatro frescas al obispo de Persépolis, y quien no teme a las sotanas moradas, ¿qué miedo ha de tener a las negras?...
-Pues yo te digo... -agregó Nicolás descompuesto, trémulo y no sabiendo si amenazar con los puños o simplemente con las palabras-, yo te digo que eres un chisgarabís.
-¿Qué alboroto es este? -clamó doña Lupe entrando a poner paz-. ¡Vaya con los caballeros estos! Ya les dije otra vez a los señores ojalateros, que cuando quisieran disputar por alto se fueran a hacerlo a la calle. En mi casa no quiero escándalos.
-Es que con este bruto no se puede discutir... -dijo Nicolás, que casi no podía respirar de tan sofocado como estaba.
Juan Pablo no decía nada, y siguió vistiéndose, volviendo la espalda a su hermano.
«¡Vaya un genio que has echado! -le
dijo doña Lupe, sin que él la mirara-. Podías considerar que tu
hermano es sacerdote... Y sobre todo, no vengas echándotela de
plancheta; porque si te salió mal el pase a
Juan Pablo no se dignó contestar. Doña
Lupe cogió por un brazo al cura y se lo llevó consigo temerosa de
que se enzarzaran otra vez. En el comedor estaba Maximiliano
sentado ya para almorzar. Había oído la reyerta sin dársele una
higa de lo que resultara. Allá ellos. A Nicolás no le quitó su
berrinchín el apetito, pues ninguna turbación del ánimo, por grande
que fuera, le podía privar de su más característica manifestación
orgánica. Los tres oyeron gritos en la calle, y doña Lupe puso
atención, creyendo que era un
«Papitos -dijo la señora-, toma dos cuartos y bájate a comprar el
Nicolás que tenía un oído sutilísimo,
después de callar un rato y hacer callar a todos,
-Puede que así sea -replicó doña Lupe, guardando su portamonedas más pronto que la vista-. Pero está tan verde, que es un puro vinagre...
-Todo sea por Dios -se dejó decir Nicolás suspirando-. Peor lo pasó Jesús, que pidió agua y le dieron hiel.
Mascando el último bocado, salió Maximiliano para irse a clase, llevando la carga de sus libros, y mucho después almorzó Juan Pablo solo. Aquellos almuerzos servidos a distintas horas molestaban mucho a doña Lupe. ¿Se creían sus sobrinos que aquella casa era una posada? El único que tenía consideración, el que menos guerra daba y el que menos comía era Maxi, el de la pasta de ángel, siempre comedido, aun después de que le volvieron tarumba los ojos de una mujer. Sobre esto reflexionaba doña Lupe aquella tarde, cosiendo en la sillita, junto al balcón de la calle, sin más compañía que la del gato.
«Dígase lo que se quiera, es el mejor
de los tres -pensaba, metiendo y sacando la aguja-, mejor que el
egoistón de Nicolás, mejor que el tarambana de Juan Pablo... ¿Que
se quiere casar con una...? Hay que ver, hay que ver eso. No se
puede juzgar sin oír... Podría suceder que no
Entró Nicolás de la calle y preguntado
por doña Lupe, dijo que venía de casa del
«Tanto te empeñarás -dijo al estudiante aquella noche-, que al fin lo vas a conseguir».
-¿Qué, tía?
-Que vaya yo en persona a ver a esa... Pero conste que si voy es contra mi voluntad.
Maximiliano, que era bondadoso y quería estar bien con ella, no quiso manifestarle indiferencia. «Pues sí, tía, si usted va a verla, se lo agradeceremos toda nuestra vida».
-Ninguna falta me hacen vuestros agradecimientos, si es que me decido a ir, que todavía no lo sé...
-Sí, tía.
-Ni voy, si es que me decido, porque me lo agradezcáis, sino por medir con mis propios ojos toda la hondura del abismo en que te quieres arrojar, a ver si hallo aún modo de apartarte de él.
-Mañana mismo, tía; yo la acompaño a usted -dijo entusiasmado el chico-. Verá usted mi abismo, y cuando lo vea me empujará.
Y fue al día siguiente doña Lupe, vestida con los trapitos de cristianar, porque antes había ido a la gran función del asilo de doña Guillermina, por invitación de esta, de lo que estaba muy satisfecha. Quería dar el golpe, y como tenía tanto dominio sobre sí y se expresaba con tanta soltura, juzgaba fácil darse mucho lustre en la visita.
Así fue en efecto. Pocas veces en su
vida, ni aun en los mejores días de Jáuregui, se dio doña Lupe
tanto pisto como en aquella entrevista, pues siendo el
Una de las cosas que más gracia le hicieron en Fortunata, fue su timidez para expresarse. Se le conocía en seguida que no hablaba como las personas finas, y que tenía miedo y vergüenza de decir disparates. Esto la favoreció en opinión de doña Lupe, porque el desenfado en el lenguaje habría sido señal de anarquía en la voluntad. «No se apure usted -le decía la viuda, tocándole familiarmente la rodilla con su abanico-; que no es posible aprender en un día a expresarse como nosotras. Eso vendrá con el tiempo y el uso y el trato. Pronunciar mal una palabra no es vergüenza para nadie, y la que no ha recibido una educación esmerada no tiene la culpa de ello».
Fortunata estaba pasando la pena negra
con aquella visita de
Maximiliano habló poco durante la
visita. No hacía más que estar
«Si es una bobona... -dijo la viuda a su sobrino-; tal para cual... Parece que la han cogido con lazo. En manos de una persona inteligente, esta mujer podría enderezarse, porque no debe de tener mal fondo. Pero yo dudo que tú...».
-VIII-
Doña Lupe era persona de buen gusto y
apreció al instante la hermosura del
Volvió, pues, a su casa la tía de
Maximiliano revolviendo en su mente planes soberbios. La pasión de
domesticar se despertaba en ella delante de aquel magnífico animal
que estaba pidiendo una mano hábil que lo desbravase. Y
Media semana estuvo en esta lucha, ya
queriendo ceder para oficiar de maestra, ya perseverando en sus
primitivos temores e inclinándose
Varias noches estuvo en la tertulia de
las de la Caña completamente achantada y sin saber por dónde tirar.
Pero desde el día en que vio a Fortunata, se sacudió la morriña,
creyendo haber encontrado un punto de apoyo para levantar de nuevo
el mundo abatido de su optimismo. ¿En qué creeréis que se fundó
para
Pasmadas estaban las amigas oyéndola, y aprovechó doña Lupe este asombro para acudir con el siguiente ardid estratégico: «Y en cuanto a lo de su mala vida, hay mucho que hablar... No es tanto como se ha dicho. Yo me atrevo a asegurar que es muchísimo menos».
Interrogada sobre la condición moral y de carácter de la divinidad, hizo muchas salvedades y distingos: «Eso no lo puedo decir... No he hablado con ella más que una vez. Me ha parecido humilde, de un carácter apocado, de esas que son fáciles de dominar por quien pueda y sepa hacerlo». Hablando luego de que la metían en las Micaelas, todas las presentes elogiaron esta resolución, y doña Lupe se encastilló más en su vanidad, diciendo que había sido idea suya y condición que puso para transigir, que después de una larga cuarentena religiosa podía ser admitida en la familia, pues las cosas no se podían llevar a punto de lanza, y eso de tronar con Maximiliano y cerrarle la puerta, muy pronto se dice; pero hacerlo ya es otra cosa.
Entre tanto, acercábase el día
designado para llevar el
El entusiasmo que la joven sentía era
como los encantos de una moda que empieza. Iban, pues, los dos
amantes, como he dicho, por aquellos altozanos de Vallehermoso, ya
entre tejares, ya por veredas trazadas en un campo de cebada, y al
fin se cansaron de tanta charla religiosa. A Rubín se le acabó su
saber de liturgia, y a Fortunata le empezaba a molestar un pie, a
causa de la apretura de la bota. El calzado estrecho es gran
suplicio, y la molestia
No manifestó estos temores a su querida, que estaba con un pie calzado y otro descalzo, mirando atentamente las idas y venidas de una procesión de hormigas. Únicamente le dijo: «Tiempo tienes de entrar. No conviene tampoco que te dé muy fuerte».
Era preciso seguir. Volvió a ponerse la bota y... ¡ay!, ¡qué dolor!, lo malo fue que aquel día, Viernes Santo, no había coches, y no era posible volver a casa de otra manera que a pie.
«Nos hemos alejado mucho -dijo Maximiliano ofreciéndole su brazo-. Apóyate y así no cojearás tanto... ¿Sabes lo que pareces así, llevada a remolque?... pues una embarazada fuera de cuenta, que ya no puede dar un paso, y yo parezco el marido que pronto va a ser padre». No pudo menos de hacerla reír esta idea, y recordando que la noche anterior, Maximiliano, en las efusiones epilépticas de su cariño, había hablado algo de sucesión, dijo para su sayo: «De eso sí que estás tú libre».
El jueves siguiente fue conducida Fortunata a las Micaelas.
-I-
Hay en Madrid tres conventos
destinados a la corrección de mujeres. Dos de ellos están en la
población antigua, uno en la ampliación del Norte, que es la zona
predilecta de los nuevos institutos religiosos y de las comunidades
expulsadas del centro por la incautación revolucionaria de sus
históricas casas. En esta faja Norte son tantos los edificios
religiosos que casi es difícil contarlos. Los hay para monjas
reclusas, y para las religiosas que viven en comunicación con el
mundo y en batalla ruda con la miseria humana, en estas órdenes
modernas derivadas de la de San Vicente de Paúl, cuya mortificación
consiste en recoger ancianos, asistir enfermos o educar niños. Como
por encanto hemos visto levantarse en aquella zona grandes pelmazos
de ladrillo, de dudoso valer arquitectónico, que manifiestan cuán
positiva es aún la propaganda religiosa, y qué resultados tan
prácticos se obtienen del ahorro espiritual, o sea la limosna,
cultivado por buena mano. Las
La planicie de Chamberí, desde los
Pozos y Santa Bárbara hasta más allá de Cuatro Caminos, es el sitio
preferido de las órdenes nuevas. Allí hemos visto levantarse el
asilo de Guillermina Pacheco, la mujer constante y extraordinaria,
y allí también la casa de las Micaelas. Estos edificios tienen
cierto carácter de improvisación, y en todos, combinando la
baratura con la prisa, se ha empleado el ladrillo al descubierto,
con ciertos aires mudéjares y pegotes de gótico a la francesa. Las
iglesias afectan, en las frágiles escayolas que las decoran
interiormente, el estilo adamado con pretensiones de elegante de la
basílica de Lourdes. Hay, pues, en ellas una impresión de aseo y
arreglo que encanta la vista, y una deplorable manera
arquitectónica. La importación de los nuevos estilos de piedad,
como el del Sagrado Corazón, y esas manadas de curas de babero
expulsados
El caserón que llamamos
En el arreglo de esta crujía para
convertirla en templo interino, manifestábase el buen deseo, la
pulcritud y la inocencia artística de las excelentes señoras que
componían la comunidad. Las paredes estaban estucadas, como las de
nuestras alcobas, porque este es un género de decoración barato en
Madrid y sumamente favorable a la limpieza. En el fondo estaba el
altar, que era, ya se sabe, blanco y oro, de un estilo tan visto y
tan determinado, que parece que viene en los figurines. A derecha e
izquierda, en cromos chillones de gran tamaño, los dos Sagrados
Corazones, y sobre ellos se abrían dos ventanas enjutísimas,
terminadas por arriba en corte ojival, con vidrios blancos, rojos y
azules,
Cerca de la puerta había una reja de madera que separaba el público de las monjas los días en que el público entraba, que eran los jueves y domingos. De la reja para adentro, el piso estaba cubierto de hule, y a los costados de lo que bien podremos llamar nave había dos filas de sillas reclinatorios. A la derecha de la nave dos puertas, no muy grandes: la una conducía a la sacristía, la otra a la habitación que hacía de coro. De allí venían los flauteados de un harmonium tañido candorosamente en los acordes de la tónica y la dominante, y con las modulaciones más elementales; de allí venían también los exaltados acentos de las dos o tres monjas cantoras. La música era digna de la arquitectura, y sonaba a zarzuela sentimental o a canción de las que se reparten como regalo a las suscritoras en los periódicos de modas. En esto ha venido a parar el grandioso canto eclesiástico, por el abandono de los que mandan en estas cosas y la latitud con que se vienen permitiendo novedades en el severo culto católico.
La pecadora fue llevada a las Micaelas
pocos días después de la Pascua de Resurrección. Aquel día, desde
que despertó, se le puso a Maxi la obstrucción en la boca del
estómago, pero tan fuerte como si tuviera entre pecho y espalda
Cuando vino el mozo que debía llevar
el baúl, Fortunata estaba ya dispuesta, vestida con la mayor
sencillez. Maximiliano miró diferentes veces su reloj sin enterarse
de la hora. Nicolás, que estaba más sereno, miró el suyo y
Llegaron por fin al convento. En la puerta había dos o tres mendigas viejas, que pidieron limosna, y a Maximiliano le faltó tiempo para dársela. Le amargaba extraordinariamente la boca, y su voz ahilada salía de la garganta con interrupciones y síncopas como la de un asmático. Su turbación le obligaba a refugiarse en los temas vulgares... «¡Vaya que son pesados estos pobres!... Parece que hay misa, porque se oye la campanilla de alzar... Es bonita la casa, y alegre, sí señor, alegre».
Entraron en una sala que hay a la
derecha, en el lado opuesto a la capilla. En dicha sala
-II-
Echó a andar hacia Madrid por el
polvoriento camino del antiguo Campo de Guardias, y volviendo a
mirar su reloj por un movimiento maquinal, tampoco entonces se hizo
cargo de la hora que era. No se dio cuenta de que su
El redentor sintió frío en el corazón.
¡Fortunata canonizada! Esta idea, por lo muy absurda que era, le
atormentó toda la mañana. «Francamente -dijo al fin, después de
muchas meditaciones-, tanto como canonizar, no; pero bien podría
darle por el misticismo y no querer salir, y quedarme yo
Las once serían ya, cuando desde su
cuarto sintió un grande altercado entre doña Lupe y Papitos. El
motivo de aquella doméstica zaragata fue que a Nicolás Rubín se le
ocurrió la idea trágica de convidar a almorzar a su amigo el padre
Pintado, y no fue lo peor que se
Doña Lupe que tal vio y oyó, no pudo
decir nada, por estar el otro clérigo delante; pero tenía la sangre
requemada. Su orgullo no le permitía desprestigiar la casa,
poniéndoles un artesón de bazofia para que se hartaran; y
afrontando despechada el conflicto, decía para su sayo cosas que
habrían hecho saltar a toda la curia eclesiástica. «No sé lo que se
figura este heliogábalo... cree que mi casa es la posada del Peine.
Después que él me come un codo, trae a su compinche para que me
coma el otro. Y por las trazas, debe tener buen diente y un
estómago como las galerías del Depósito de aguas... ¡Ay, Dios mío!,
¡qué egoístas son estos curas...! Lo que yo debía hacer era ponerle
la cuentecita, y entonces... ¡ah!, entonces sí que no se volvía a
descolgar con invitados, porque es
El volcán que rugía en el pecho de la
señora de Jáuregui no podía arrojar su lava sino sobre Papitos, que
para esto justamente estaba. Había empezado aquel día la monilla
por hacer bien las cosas; pero la riñó su ama tan sin razón,
Entre tanto los dos curas estaban en
la sala, fumando cigarrillos, las canalejas sobre sillas,
groseramente espatarrados ambos en los dos sillones principales, y
hablando sin cesar del mismo tema de las oposiciones de Sigüenza.
La culpa de todo la tenía el deán, que era un trasto y quería la
lectoral a todo trance para su sobrinito. ¡Valientes perros estaban
tío y sobrino! Este había hecho discursos racionalistas, y cuando
la
Y mientras se sentaban, miró con terror al amigo de su sobrino, que era lo mismo que un buey puesto en dos pies, y pensaba que si el apetito correspondía al volumen, todo lo que en la mesa había no bastara para llenar aquel inmenso estómago. Felizmente, Maxi estaba tan sin gana, que apenas probó bocado; doña Lupe se declaró también inapetente, y de este modo se fue resolviendo el problema y no hubo conflicto que lamentar. El padre Pintado, a pesar de ser tan proceroso, no era hombre de mucho comer y amenizó la reunión contando otra vez... las oposiciones de Sigüenza. Doña Lupe, por cortesía, afirmaba que era una barbaridad que no le hubieran dado a él la lectoral.
La ira de la señora de Jáuregui no se
calmó con el feliz éxito del almuerzo... y siguió machacando sobre
la pobre Papitos. Esta, que también tenía su genio, hervía
interiormente en despecho y deseos de revancha. «¡Miren la tía
bruja -decía para sí, bebiéndose las lágrimas-, con su teta
menos...! Mejor tuviera vergüenza de ponerse la teta de trapo para
que crea la gente que tiene las dos de verdad, como las tienen
todas y como las tendré yo el día de
-III-
A la mañana siguiente, Maximiliano
encaminó sus pasos al convento, no por entrar, que esto era
imposible, sino por ver aquellas paredes tras de las cuales
respiraba la persona querida. La mañana estaba deliciosa, el cielo
despejadísimo, los árboles del paseo de Santa Engracia empezaban a
echar la hoja. Detúvose el
Al Norte había un terreno mal sembrado
de cebada. Hacia aquel ejido, en el cual había un poste con letrero
anunciando venta de solares, caían las tapias de la huerta del
convento, que eran muy altas. Por encima de ellas asomaban las
copas de dos o tres soforas y de un castaño de Indias. Pero lo más
visible y lo que más cautivaba la atención del desconsolado
muchacho era un motor de viento, sistema Parson,
También se paseaba por aquellos
andurriales, sin perder de vista el convento; iba y venía por las
veredas que el paso traza en los terrenos,
Todas las mañanas antes de ir a clase,
hacía Rubín esta excursión al campo de sus ilusiones. Era como ir a
misa, para el hombre devoto, o como visitar el cementerio donde
yacen los restos de la persona querida. Desde que pasaba de la
iglesia de Chamberí veía el disco de
Pero lo que más tormento daba a
Maximiliano era la distinta impresión que sacaba todos los jueves
de la visita que a su futura hacía. Iba siempre acompañado de
Nicolás, y como además no se apartaban de la recogida las dos
monjas, no había medio de expresarse con confianza. El primer
jueves encontró a Fortunata muy contenta; el segundo, estaba pálida
y algo triste. Como apenas se sonreía, faltábale aquel
-I-
Cuando las dos madres aquellas, la
bizca y la seca, la llevaron adentro, Fortunata estaba muy
conmovida. Era aquella sensación primera de miedo y vergüenza de
que se siente poseído el escolar cuando le ponen delante de sus
compañeros, que han de ser pronto sus amigos, pero que al verle
entrar le dirigen miradas de hostilidad y burla. Las recogidas que
encontró al paso mirábanla con tanta impertinencia, que se puso muy
colorada y no sabía qué expresión dar a su cara. Las madres, que
tantos y tan diversos rostros de pecadoras habían visto entrar
allí, no parecían dar importancia a la belleza de la nueva
recogida. Eran como los médicos que no se espantan ya de ningún
horror patológico que vean entrar en las clínicas. Hubo de pasar un
buen rato antes de que la joven se serenase y pudiera cambiar
algunas palabras con sus compañeras de lazareto. Pero entre mujeres
se rompe más pronto aún que entre colegiales ese hielo de las
primeras horas, y palabra tras palabra fueron brotando las
simpatías,
Como ella esperaba y deseaba,
pusiéronle una toca blanca; mas no había en el convento espejos en
que mirar si caía bien o mal. Luego le hicieron poner un vestido de
lana burda y negra muy sencillo; pero aquellas prendas sólo eran de
indispensable uso al bajar a la capilla y en las horas de rezo, y
podía quitárselas en las horas de trabajo, poniéndose entonces una
falda vieja de las de su propio ajuar y un cuerpo, también de lana,
muy honesto, que recibían para tales casos. Las recogidas
dividíanse en dos clases, una llamada las
Acostumbrada la prójima a levantarse a las nueve o las diez de la mañana, éranle penosos aquellos madrugones que en el convento se usaban. A las cinco de la mañana ya entraba Sor Antonia en los dormitorios tocando una campana que les desgarraba los oídos a las pobres durmientes. El madrugar era uno de los mejores medios de disciplina y educación empleados por las madres, y el velar a altas horas de la noche una mala costumbre que combatían con ahínco, como cosa igualmente nociva para el alma y para el cuerpo. Por esto, la monja que estaba de guardia pasaba revista a los dormitorios a diferentes horas de la noche, y como sorprendiese murmullos de secreteo, imponía severísimos castigos.
Los trabajos eran diversos y en
ocasiones rudos. Ponían las maestras especial cuidado en desbastar
aquellas naturalezas enviciadas o fogosas, mortificando las carnes
y ennobleciendo los espíritus con el cansancio. Las labores
delicadas, como costura y bordados, de que había taller en la casa,
eran las que menos agradaban a Fortunata, que tenía poca afición a
los primores de aguja y los dedos muy torpes. Más le agradaba que
la mandaran lavar, brochar los pisos de baldosín, limpiar las
vidrieras
Mucho rigor y vigilancia desplegaban
las madres en lo tocante a relaciones entre las llamadas
arrepentidas, ya fuesen
A pesar de la severidad empleada para
impedir las parejas íntimas o grupos, siempre había alguna
infracción hipócrita de esta observancia. Era imposible evitar que
entre cuarenta o cincuenta mujeres hubiese dos o tres que se
pusieran al habla, aprovechando cualquier coyuntura oportuna en las
varias ocupaciones de la casa. Un sábado por la mañana Sor
Natividad, que era la Superiora (por más señas la madrecita seca
que recibió a Fortunata el día
Era para Fortunata este trabajo no
sólo fácil, sino divertido. Gustábale calzarse en el pie derecho el
grueso escobillón, y arrastrando el paño con el izquierdo, andar de
un lado para
Desde que la Superiora las dejó solas,
la otra rompió a patinar y a hablar al mismo tiempo. Parándose
después ante Fortunata, le dijo: «Porque nosotras nos conocemos,
¿eh? A mí me llaman
«¡Ah... sí!...» indicó Fortunata, y cargando sobre el pie derecho, tiró para otro lado frotando el suelo con amazónica fuerza.
Mauricia la Dura representaba treinta
años o poco más, y su rostro era conocido de todo el que entendiese
algo de iconografía histórica, pues era el mismo, exactamente el
mismo de
-II-
Después que se reconocieron, callaron un rato, trabajando las dos con igual ahínco. Un tanto fatigadas se sentaron en el suelo, y entonces Mauricia, arrastrándose hasta llegar junto a su compañera, le dijo:
«Aquel día... ¿sabes?, acabadita de marcharte tú, estuvo en casa de la Paca Juanito Santa Cruz».
Fortunata la miró aterrada.
«¿Qué día?» fue lo único que dijo.
-¿No te acuerdas? El día que estuviste
tú, el día en que te conocí...
-Ya me acuerdo de aquella trifulca -dijo Fortunata mirando a su compañera con miedo.
-A mí, la que me la hace me la paga.
No
-No sé, no la conozco.
-Pues allá se me vino con unos
chismajos, porque yo
Sintieron venir a la Superiora, y rápidamente se levantaron y se pusieron a brochar otra vez. La monja miró el piso, ladeando la cara como los pájaros cuando miran al suelo, y se retiró. Un rato después, las dos arrepentidas volvieron a pegar su hebra.
«No aportaste más por allí. Yo le
pregunté después a la Paca si había vuelto por allí el
Esta historia, contada con tan
aterradora sinceridad, impresionó mucho a la otra
«Yo no fui más que dos veces a casa de la Paca, y por mi gusto no hubiera ido ninguna. La necesidad, hija... Después no volví más porque me salieron relaciones con el chico con quien me voy a casar».
Después de una pausa, durante la cual viniéronle al pensamiento muchas cosas pasadas, creyó oportuno decir algo, conforme a las ideas que aquella casa imponía: «¿Y para qué me buscaba a mí ese hombre?... ¿para qué? Para perderme otra vez. Con una basta».
-Los hombres son muy caprichosos -dijo
en tono de filosofía Mauricia la Dura-, y cuando la tienen a una a
su disposición, no le hacen más caso que a un trasto viejo; pero si
una habla con otro, ya el de antes quiere arrimarse, por el aquel
de la golosina que otro se lleva. Pues digo... si una se pone a ser
verbigracia honrada, los muy peines no pasan por eso, y si una se
mete mucho a rezar y a confesar y comulgar, se les encienden más a
ellos las querencias, y se pirran por nosotras desde que nos
convertimos por lo eclesiástico... Pues qué, ¿crees tú que Juanito
no viene a rondar este convento desde que sabe que estás aquí?
-No seas tonta... no digas burradas -replicó la otra palideciendo-. No puede ser... Porque mira tú, él cayó con la pulmonía en Febrero...
-Bien enterada estás.
-Lo sé por Feliciana, a quien se lo
contó,
-¿Y qué?
-Que todavía no habrá vuelto.
-
-Tú sí que eres boba... déjame en paz. Y suponiendo que venga y me ronde... ¿A mí qué?
Sor Natividad examinó el brochado y
vio «que era bueno». Satisfacción de artista resplandecía en su
carita seca. Miró al techo tratando de descubrir alguna mota
producida por las moscas; pero no había nada, y hasta las cabezas
de los clavos de la pared, limpiados el día antes, resplandecían
como estrellitas de oro. La Superiora volvía las gafas a todas
partes buscando algo que reprender; pero nada encontró que
mereciese su crítica estrecha. Dispuso que antes de entrar los
muebles los limpiasen y frotasen bien para que todo el polvo
quedase fuera; pero encargó mucho que aquella operación se hiciese
Mauricia tenía días. Las monjas la
consideraban lunática, porque si las más de las veces la sometían
fácilmente a la obediencia, haciéndola
Iniciábasele aquel trastorno a
Mauricia como se inician las enfermedades, con síntomas leves, pero
infalibles, los cuales se van acentuando y recorren después todo el
proceso morboso. El periodo prodrómico solía ser una cuestión con
cualquier recogida por el chocolate del desayuno, o por si al salir
le tropezaron y la otra lo hizo con mala intención. Las madres
intervenían, y Mauricia callaba al fin, quedándose durante dos o
tres horas taciturna, rebelde al trato, haciéndolo todo al revés de
como se le mandaba. Su diligencia pasmosa trocábase en dejadez; y
como las madres la reprendieran, no les respondía nada cara a cara;
pero en cuanto volvían la espalda, dejaba oír gruñidos, masticando
entre ellos palabras soeces. A este periodo seguía por lo común una
travesura ruidosa y carnavalesca, hecha de improviso
Aquel día, Sor Antonia llamó a la Superiora, que era una vizcaína muy templada. Esta dijo al entrar: «¿Ya está otra vez suelto el enemigo?...». Y decretó que fuese encerrada en el cuarto que servía de prisión cuando alguna recogida se insubordinaba. Aquí fue el estallar la fiereza de aquella maldita mujer. «¡Encerrarme a mí!... ¿De veee... ras? No me lo diga usted... prenda».
-Mauricia -dijo con varonil entereza
la monja, soltando una expresión de su tierra-, déjese usted de
A Mauricia le temblaba la quijada, y sus ojos tomaban esa opacidad siniestra de los ojos de los gatos cuando van a atacar. Las recogidas la miraban con miedo, y algunas monjas rodearon a la Superiora para hacerla respetar.
«Vaya con lo que sale ahora la tía
chiflada... ¡Encerrarme a mí! A donde voy es a mi casa, ¡hala...!,
a mi casa, de donde me sacaron engañada estas indecentonas, sí
señor, engañada, porque yo era honrada como un sol, y aquí no nos
enseñan más que peines y peinetas... ¡Ja ja ja!... Vaya con las
señoras virtuosas y
Estos monosílabos guturales los emitía con todo el grueso de su gruesísima voz, y con tal acento de sarcasmo infame y de grosería, que habrían sacado de quicio a personas de menos paciencia y flema que Sor Natividad y sus compañeras. Estaban tan hechas a ser tratadas de aquel modo y habían domado fieras tan espantables, que ya las injurias no les hacían efecto. «Vamos -dijo la Superiora frunciendo el ceño-; callando, y baje usted al patio».
-Pues me gusta la santidad de estas traviatonas de iglesia... ¡Ja ja ja!... -gritó la infame puesta en jarras y mirando en redondo a todo el concurso de recogidas-. Se encierran aquí para retozar a sus anchas con los curánganos de babero... ¡Ja ja ja!... ¡qué peines!... y con los que no son de babero.
Muchas recogidas se tapaban los oídos. Otras, suspensa la mano sobre el bastidor, miraban a las monjas y se pasmaban de su serenidad. En aquel instante apareció en la sala una figura extraña. Era Sor Marcela, una monja vieja, coja y casi enana, la más desdichada estampa de mujer que puede imaginarse. Su cara, que parecía de cartón, era morena, dura, chata, de tipo mongólico, los ojos expresivos y afables como los de algunas bestias de la raza cuadrumana. Su cuerpo no tenía forma de mujer, y al andar parecía desbaratarse y hundirse del lado izquierdo, imprimiendo en el suelo un golpe seco que no se sabía si era de pie de palo o del propio muñón del hueso roto. Su fealdad sólo era igualada por la impavidez y el desdén compasivo con que miró a Mauricia.
Sor Marcela traía en la mano derecha una gran llave, y apuntando con ella al esternón de la delincuente, hizo un castañeteo de lengua y no dijo más que esto: «Andando».
Quitose la fiera con rápido movimiento su toca, sacudió las melenas y salió al corredor, echando por aquella boca insolencias terribles. La coja volvió a indicarle el camino, y Mauricia, moviendo los brazos como aspas de molino de viento, se puso a gritar:
«¡Peines y peinetas!... ¿Pues no me
quieren deshonrar y encerrarme como si yo fuera una
A pesar de estas fierezas, la coja la llevaba por delante con la misma calma con que se conduce a un perro que ladra mucho, pero que se sabe no ha de morder. A mitad de la escalera se volvió la harpía, y mirando con inflamados ojos a las monjas que en el corredor quedaban, les decía en un grito estridente: «¡Ladronas, más que ladronas!... ¡Grandísimas púas!...».
Dicho esto, la coja le ponía suavemente la mano en la espalda, empujándola hacia adelante. En el patio tuvo que cogerla por un brazo, porque quería subir de nuevo.
«Si no te hacen caso, estúpida -le dijo-, si no eres tú la que hablas sino el demonio que te anda dentro de la boca. Cállate ya por amor de Dios y no marees más».
-El demonio eres tú -replicó la fiera, que parecía ya, por lo muy exaltada, irresponsable de los disparates que decía-. Facha, mamarracho, esperpento...
-Echa, echa más veneno -murmuraba Sor Marcela con tranquilidad, abriendo la puerta de la prisión-. Así te pasará más pronto el arrechucho. Vaya, adentro, y mañana como un guante. A la noche te traeré de comer. Paciencia, hija...
Mauricia ladró un poco más; pero con
tanto furor de palabras no hacía resistencia verdadera,
«¡Eh!... coja... galápago, vuelve acá y verás qué morrazo te doy... ¡Qué facha!, cañamón, pata y media...».
-III-
La faz napoleónica, lívida y con la
melena suelta, volvió a asomar en la reja a la caída de la tarde. Y
Sor Marcela pasó repetidas veces por delante de la cárcel,
volviendo de registrar los nidos de las gallinas, por ver si tenían
huevos, o de regar los pensamientos y francesillas que cultivaba en
un rincón de la huerta. El patio, que era pequeño y se comunicaba
con la huerta por una reja de madera casi siempre abierta, estaba
muy mal empedrado, resultando
Ya cerca de la noche, como he dicho, Mauricia no se quitaba de la reja para hablar a la monja cuando pasaba. Su acento había perdido la aspereza iracunda de por la mañana, aunque estaba más ronca y tenía tonos de dolor y de miseria, implorando caridad. La fiera estaba domada. Fuertemente asida con ambas manos a los hierros, la cara pegada a estos, alargando la boca para ser mejor oída, decía con voz plañidera:
«Cojita mía... cañamoncito de mi alma, ¡cuánto te quiero!... Allá va el patito con sus meneos; una, dos, tres... Lucero del convento, ven y escucha, que te quiero decir una cosita».
A estas expresiones de ternura, mezcladas de burla cariñosa, la monja no contestaba ni siquiera con una mirada. Y la otra seguía:
«¡Ay, mi galapaguito de mi alma, qué
enfadadito está conmigo, que le quiero tanto!... Sor Marcela, una
palabrita, nada más que una palabrita. Yo no quiero que me saques
de aquí, porque me merezco la encerrona. Pero ¡ay niñita mía, si
vieras qué mala me he puesto!
La monja pasaba... trun, trun... hiriendo los guijarros con aquel pie duro que debía ser como la pata de una silla; y no concedía a la prisionera ni respuesta ni mirada. Al anochecer, bajó con la cena para la presa, y abriendo la puerta penetró en el lóbrego aposento. Por el pronto no vio a Mauricia, que estaba acurrucada sobre unas tablas, las rodillas junto al pecho, las manos cruzadas sobre las rodillas, y en las manos apoyada la barba.
«No veo. ¿Dónde estás?» murmuró la coja sentándose sobre otro rimero de tablas.
Contestó Mauricia con un gruñido, como el de un mastín a quien dan con el pie para que se despierte. Sor Marcela puso junto a sí un plato de menestra y un pan. «La Superiora -dijo-, no quería que te trajera más que pan y agua; pero intercedí por ti... No te lo mereces. Aunque me proponga no tener entrañas, no lo puedo conseguir. A ti te manejo yo a mi modo y sé que mientras peor se te trate, más rabiosa te pones... Y para que veas, hija, hasta dónde llevo mi condescendencia...» añadió sacando de debajo del manto un objeto...
Creyérase que Mauricia lo había olido,
porque de improviso alzó la cabeza, adquiriendo tal animación y
vida su cara que parecía
«¡Eh!... las manos quietas. Si no
tenemos formalidad, me voy. Ya ves que no soy tirana, que llevo la
caridad hasta un límite que quizás
Diciendo esto sacó un cortadillo y se preparó a escanciar corta porción del precioso licor, el cual era un coñac muy bueno que solía usar para combatir sus rebeldes dispepsias. Luego cayó en la cuenta de que antes debía comerse Mauricia el plato de menestra. La presa lo comprendió así, apresurándose a devorar la cena para abreviar.
«Esto que te doy -añadió la monja-, es una reparación de los nervios y un puntal del ánimo desmayado. No creas que lo hago a escondidas de la Superiora, pues acaba de autorizarme para darte esta golosina, siempre que sea en la medida que separa la necesidad del apetito y el remedio del deleite. Yo sé que esto te entona y te da la alegría necesaria para cumplir bien con los deberes. Mira tú por dónde lo que algunos podrían tener por malo, es bueno en medida razonable».
Mauricia estaba tan agradecida, que no
acertaba a expresar su gratitud. La cojita echó en el cortadillo
una cantidad, así como un dedo,
«Ya sé -dijo tapando cuidadosamente la botella-, que con este consuelo de tus nervios desmayados estarás más dispuesta, y la reparación del cuerpo ayuda la del alma».
En efecto, Mauricia empezó a sentirse alegre, y con la alegría vínole una viva disposición del ánimo para la obediencia y el trabajo, y tantas ganas le entraron de todo lo bueno, que hasta tuvo deseos de rezar, de confesarse y de hacer devociones exageradas como las que hacía Sor Marcela, que, al decir de las recogidas, llevaba silicio.
«Dígale por Dios a la Superiora que estoy arrepentida y que me perdone... que yo cuando me da el toque y me pongo a despotricar soy un papagayo, y la lengua se lo dice sola. Sáqueme pronto de aquí, y trabajaré como nunca, y si me mandan fregar toda la casa de arriba a abajo, la fregaré. Échenme penitencias gordas y las cumpliré en un decir luz».
-Me gusta verte tan entrada en razón -le dijo la madre, recogiendo el plato-; pero por esta noche no saldrás de aquí. Medita, medita en tus pecados, reza mucho y pídele al Señor y a la Santísima Virgen que te iluminen.
Mauricia creía que estaba ya bastante
iluminada, porque la excitación encendía sus ideas dándole un
cierto entusiasmo; y después de hacer un poco de ejercicio corporal
colgándose de la reja, porque sus miembros apetecían estirarse, se
puso a rezar con toda la devoción de que era capaz, luchando con
las varias distracciones que llevaban su mente de un lado para
otro, y por fin se quedó dormida sobre el duro lecho de tablas.
Sacáronla del encierro al día siguiente temprano, y al punto se
puso a trabajar en la cocina, sumisa, callada y desplegando
maravillosas actividades. Después de cumplir una condena, lo que
ocurría infaliblemente una vez cada treinta o cuarenta días, la
mujer napoleónica estaba cohibida y como avergonzada entre sus
compañeras, poniendo toda su atención en las obligaciones,
demostrando un celo y obediencia que encantaban a las madres.
Durante cuatro o cinco días desempeñaba sin embarazo ni fatiga la
tarea de tres mujeres. Pasadas dos semanas, advertían que se iba
cansando; ya no había en su trabajo aquella corrección y diligencia
admirables; empezaban las omisiones, los olvidos, los descuidillos,
«Yo tengo una niña -dijo Mauricia en una de sus confidencias-. La puse por nombre Adoración. ¡Es más mona...! Está con mi hermana Severiana, porque yo, como gasto este geniazo, le doy malos ejemplos sin querer, ¿tú sabes?, y mejor vive el angelito con Severiana que conmigo. Esa doña Jacinta, esposa de tu señor, quiere mucho a mi niña, y le compra ropa y le da el toque por llevársela consigo; como que está rabiando por tener chiquillos y el Señor no se los quiere dar. Mal hecho, ¿verdad? Pues los hijos deben ser para los ricos y no para los pobres, que no los pueden mantener».
Fortunata se manifestó conforme con
estas ideas. Algo había oído ella contar del desmedido afán de
aquella señora por tener hijos; pero Mauricia le dijo algo más,
contándole también el caso del
-IV-
Desde el corredor alto se veía parte del Campo de Guardias, el Depósito de aguas del Lozoya, el cementerio de San Martín y el caserío de Cuatro Caminos, y detrás de esto los tonos severos del paisaje de la Moncloa y el admirable horizonte que parece el mar, líneas ligeramente onduladas, en cuya aparente inquietud parece balancearse, como la vela de un barco, la torre de Aravaca o de Húmera. Al ponerse el sol, aquel magnífico cielo de Occidente se encendía en espléndidas llamas, y después de puesto, apagábase con gracia infinita, fundiéndose en las palideces del ópalo. Las recortadas nubes oscuras hacían figuras extrañas, acomodándose al pensamiento o a la melancolía de los que las miraban, y cuando en las calles y en las casas era ya de noche, permanecía en aquella parte del cielo la claridad blanda, cola del día fugitivo, la cual lentamente también se iba.
Estas hermosuras se ocultarían
completamente a la vista de
Pero si ya no se veía nada, se oía,
pues el tiqui tiqui del taller de canteros parecía formar parte de
la atmósfera que rodeaba el convento. Era ya un fenómeno familiar,
y los domingos, cuando cesaba, la falta de aquella música era para
todas las habitantes de la casa la mejor apreciación de día de
fiesta. Los domingos, empezaba a oírse desde las dos el tambor que
ameniza el Tío Vivo y balancines que están junto al Depósito de
aguas. Este bullicio y el de la muchedumbre que concurre a los
merenderos de los Cuatro Caminos y de Tetuán, duraba hasta muy
entrada la noche. Mucho molestó en los primeros tiempos a algunas
La monja que más empeñadamente abogaba
porque se las dejase zarandearse un ratito era Sor Marcela, que por
su cojera y su facha parecía incapaz de apreciar el sentimiento
estético de la danza. Pero la mujer aquella con su aplastada cara
japonesa, sabía mucho del mundo
Un día sorprendió a Mauricia en la
carbonera fumándose un cigarrillo, cosa ciertamente fea e impropia
de una mujer. La coja no se apresuró a quitarle el cigarro de la
boca, como parecía natural. Sólo le dijo: «¡Qué cochina eres! No sé
cómo te puede gustar eso. ¿No te mareas?». Mauricia se reía; y
cerrando fuertemente un ojo porque el humo se le había metido en
él, miró a la monja con el otro, y alargándole el cigarro, le dijo:
«Pruebe, señora». ¡Cosa inaudita! Sor Marcela dio una chupada y
después arrojó el cigarro, haciendo ascos, escupiendo mucho y
poniendo una cara tan fea como la de esos fetiches monstruosos de
las idolatrías malayas. Mauricia lo recogió y siguió chupando,
alternando un ojo con otro en el cerrarse y en el mirar. Después
hablaron de la procedencia del pitillo. La otra no quería
confesarlo; pero la madrecita, que sabía tanto, le dijo: «Los
albañiles te lo han tirado desde la obra. No lo niegues. Ya te vi
haciéndoles garatusas. Si la Superiora sabe que andas en
Fortunata, al mes de estar allí, tuvo
otra amiga con quien intimó bastante. Doña Manolita era
Fortunata y ella, una vez que se
conocieron, no tardaron en referirse sus respectivas historias. La
que ya conocemos salió descarnada; pero Manolita adornó la suya
tanto y de tal modo la quiso hacer patética, que no la conocería
nadie. Según su relato, no había pecado, todo había sido pura
equivocación; pero su marido, que era muy bruto y tenía la
Pero lo mejor fue que en la conversación salió de repente una cosa interesantísima. Manolita conocía a los de Santa Cruz. ¡Vaya!, si su marido, Pepe Reoyos, era íntimo, pero íntimo, de D. Baldomero. Y ella, la propia Manolita, visitaba mucho a doña Bárbara. De aquí saltó la conversación a hablar de Jacinta. ¡Ah! Jacinta era una mujer muy mona: lo tenía todo, bondad, belleza, talento y virtud. El danzante de Juan no merecía tal joya, por ser muy dado a picos pardos. Pero fuera de esto, era un excelente chico, y muy simpático, pero mucho.
«Ya sabrá usted -dijo luego-, que cayó
malo con pulmonía en Febrero de este año. Por poco se muere. En
esta casa, que debe mucha protección a los señores de Santa Cruz,
pusieron al
-¿De veras?...
-Como usted lo oye. ¡Lo que usted se perdió! Jacinta es una de las señoras que más han ayudado a sostener esta casa. Ya se ve, como no tiene hijos... no sabe en qué gastar el dinero. ¿Se ha fijado usted en aquellos grandes ramos, monísimos, con flores de tisú de oro y hojas de plata?
-Sí -replicó Fortunata que atendía con toda su alma-. ¡Los que se pusieron en el altar el día de Pentecostés!
-Los mismos. Pues los regaló Jacinta. Y el manto de la Virgen, el manto de brocado con ramos... ¡qué mono!, también es donativo suyo, en acción de gracias por haberse puesto bueno su marido.
Fortunata lanzó una exclamación de
pasmo y maravilla. ¡Cosa más rara! ¡Y ella había tenido en su mano,
días antes, para limpiarle unas gotas de cera, aquel mismo manto
que había servido para pagar, digámoslo así, la salvación del chico
de Santa Cruz! Y no obstante, todo era muy natural, sólo que a ella
se le revolvían los pensamientos y le daba qué pensar, no el hecho
en sí, sino la casualidad, eso es, la casualidad, el haber tenido
en su mano objetos
-Pues no sabe usted lo mejor -añadió
Manolita, gozándose en el asombro de la otra, el cual más bien
parecía espanto-. La custodia, sabe usted, la custodia en que se
pone al propio Dios, también vino de allá. Fue regalo de Barbarita,
que hizo promesa de ofrecerla a estas monjas si su hijo se ponía
bueno. No vaya usted a creer que es de oro; es de plata
sobredorada; pero muy
Fortunata tenía sus pensamientos tan en lo hondo, que no paró mientes en la increíble tontería de llamar mona a una custodia.
-V-
Y no pudo en muchos días apartar de su
pensamiento las cosas que le refirió doña Manolita que, entre
paréntesis, no acababa de serle simpática, y lo que más metida en
reflexiones la traía no era precisamente que aquellos hechos de
regalar la custodia y el manto se hubieran verificado, sino la
casualidad... «
Pero lo que produjo en su alma inmenso
trastorno fue el ver a la propia Jacinta, viva, de carne y hueso.
Ni la conocía ni vio nunca su retrato; pero de tanto pensar en ella
había llegado a formarse una imagen que, ante la realidad, resultó
completamente mentirosa. Las señoras que protegían la casa
sosteniéndola con cuotas en metálico o donativos, eran admitidas a
visitar el interior del convento cuando quisieren; y en ciertos
días solemnes se hacía limpieza general y se ponía toda la casa
como una plata, sin desfigurarla ni ocultar las necesidades de
ella, para que las protectoras vieran bien a qué orden de cosas
debían aplicar su generosidad. El día de Corpus, después de misa
mayor, empezaron las visitas que duraron casi toda la tarde.
Marquesas y duquesas, que habían venido en coches blasonados, y
otras que no tenían título pero sí mucho dinero, desfilaron por
aquellas salas y pasillos, en los cuales la dirección fanática de
Sor Natividad y las manos rudas de las recogidas habían hecho tales
prodigios de limpieza que, según frase vulgar, se podía comer en el
suelo sin necesidad de manteles. Las labores de bordado de las
La impresión moral que recibió la
samaritana era tan compleja, que ella misma no se
Aquel resentimiento que se inició en su alma iba trocándose poco a poco en lástima, porque Manolita le repitió hasta la saciedad que Jacinta sufría desdenes y horribles desaires de su marido. Llegó a sentar como principio general que todos los maridos quieren más a sus mujeres eventuales que a las fijas, aunque hay excepciones. De modo que Jacinta, al fin y al cabo y a pesar del Sacramento, era tan víctima como Fortunata. Cuando esta idea se cruzó entre una y otra, el rencor de la pecadora fue más débil y su deseo de parecerse a aquella otra víctima más intenso.
En los días sucesivos figurábase que seguía viéndola o que se iba a aparecer por cualquier puerta cuando menos lo esperase... El mucho pensar en ella la llevó, al amparo de la soledad del convento, a tener por las noches ensueños en que la señora de Santa Cruz aparecía en su cerebro con el relieve de las cosas reales. Ya soñaba que Jacinta se le presentaba a llorarle sus cuitas y a contarle las perradas de su marido, ya que las dos cuestionaban sobre cuál era más víctima; ya, en fin, que transmigraban recíprocamente, tomando Jacinta el exterior de Fortunata y Fortunata el exterior de Jacinta. Estos disparates recalentaban de tal modo el cerebro de la reclusa, que despierta seguía imaginando desvaríos del mismo si no de mayor calibre.
Cortaban estas cavilaciones las
visitas de Maximiliano todos los jueves y domingos, entre las
cuatro y seis de la tarde. Veía la joven con gusto llegar la
ocasión de aquellas visitas, las deseaba y las esperaba, porque
Maximiliano era el único lazo efectivo que con el mundo tenía, y
aunque el sentimiento religioso conquistara algo en ella, no la
había desligado de los intereses y afectos mundanos. Por esta parte
bien podía estar tranquilo el bueno de Rubín, porque ni una sola
vez, en los momentos de mayor fervor piadoso, le pasó a la pecadora
por el magín la idea de volverse santa a machamartillo.
Feliz entre todos los mortales se
creía el buen estudiante de Farmacia, viendo que su
-VI-
Con las
Como Fortunata hacía cada día nuevas
relaciones de amistad entre las
Si querían ver incomodadas a Felisa y
Belén, no había más que hablarles de volver al mundo. ¡De buena se
habían librado! Allí estaban tan ricamente, y no se acordaban de lo
que dejaron
Los lazos de afecto que unían a
Fortunata con Mauricia eran muy extraños, porque a la
«No me digas más, chica... te
conviene, te conviene. ¡Peines y peinetas! A doña Lupe la conozco
como si la hubiera parido. Cuando la veas, pregúntale por Mauricia
la Dura, y verás cómo me pone en las nubes. ¡Ah!, ¡cuánta guita le
he llevado! A mí me llaman la
En el vivo interés que este diálogo tenía para las dos mujeres, a veces los cuatro vigorosos brazos metidos en el agua se detenían, y las manos enrojecidas dejaban en paz por un momento el envoltorio de ropa anegada, que chillaba con los hervores del jabón. Puestas una frente a otra a los dos lados de la artesa, mirábanse cara a cara en aquellos cortos intervalos de descanso, y después volvían con furor al trabajo sin parar por eso la lengua.
«Hasta para ser honrada -repitió
Fortunata, echando todo el peso de su cuerpo sobre las manos, para
estrujar el rollo de tela como si lo amasara-. De eso no se hable,
porque hazte
-Sí, es lo mejor para vivir una... tan ancha -dijo Mauricia-. Pero a saber cómo vienen las cosas... porque una dice: «esto deseo», y después se pone a hacerlo y ¡tras!, lo que una quería que saliera pez sale rana. Tú estás en grande, chica, y te ha venido Dios a ver. Puedes hacer rabiar al chico de Santa Cruz, porque en cuanto te vea hecha una persona decente se ha de ir a ti como el gato a la carne. Créetelo porque te lo digo yo.
-Quita, quita; si él no se acuerda ya ni del santo de mi nombre.
-
-Verás cómo no pasa eso.
-¿Qué apuestas? Sí, porque creerás que
ahora mismo no te anda rondando. Como si lo viera. ¡Y me harás
creer tú a mí que no piensas en él!... Cuando una está encerrada
entre tanta cosa de religión, misa va y misa viene, sermón por
arriba y sermón por abajo, mirando siempre a la custodia,
respirando tufo de monjas, vengan luces y tira de incensario,
Alentada por esta declaración arrancose Fortunata a revelar que, en efecto, pensaba algo, y que algunas noches tenía sueños extravagantes. A lo mejor soñaba que iba por los portales de la calle de la Fresa y ¡plan!, se le encontraba de manos a boca. Otras veces le veía saliendo del Ministerio de Hacienda. Ninguno de estos sitios tenía significación en sus recuerdos. Después soñaba que era ella la esposa y Jacinta la querida del tal, unas veces abandonada, otras no. La manceba era la que deseaba los chiquillos y la esposa la que los tenía. «Hasta que un día... me daba tanta lástima que le dije, digo: 'Bueno, pues tome usted una criatura para que no llore más'».
-¡Ay, qué salado! -exclamó Mauricia-. Es buen golpe. Lo que una sueña tiene su aquel.
-¡Vaya unos disparates! Como te lo
digo, me parecía que lo estaba viendo. Yo era la señora por delante
de la Iglesia, ella por detrás, y lo más particular es que yo no le
tenía tirria, sino lástima, porque yo paría un chiquillo todos los
años, y ella... ni esto... A la noche siguiente volvía a soñar lo
mismo, y por el día a pensarlo. ¡Vaya unas papas! ¿Qué me importa
que
-Mientras que tú los tienes siempre y cuando te dé la gana. Dilo tonta, y no te acobardes.
-Quiere decirse que ya lo he tenido y bien podría volverlo a tener.
-¡Claro! Y que no rabiará poco la otra cuando vea que lo que ella no puede, para ti es coser y cantar... Chica, no seas tonta, no te rebajes, no le tengas lástima, que ella no la tuvo de ti cuando te birló lo que era tuyo y muy tuyo... Pero a la que nace pobre no se la respeta, y así anda este mundo pastelero. Siempre y cuando puedas darle un disgusto, dáselo, por vida del santísimo peine... Que no se rían de ti porque naciste pobre. Quítale lo que ella te ha quitado, y adivina quién te dio.
Fortunata no contestó. Estas palabras y otras semejantes que Mauricia le solía decir, despertaban siempre en ella estímulos de amor o desconsuelos que dormitaban en lo más escondido de su alma. Al oírlas, un relámpago glacial le corría por todo el espinazo, y sentía que las insinuaciones de su compañera concordaban con sentimientos que ella tenía muy guardados, como se guardan las armas peligrosas.
-VII-
Sorprendidas por una monja en esta
sabrosa conversación que las hacía desmayar en el trabajo,
Maximiliano dijo categóricamente
aquella tarde que por acuerdo de la familia y con asentimiento de
la Superiora, en el próximo mes de Setiembre se daría por concluida
la reclusión de Fortunata, y esta saldría para casarse. Las madres
no tenían queja de ella y alababan su humildad y obediencia. No se
distinguía, como Belén y Felisa, por su ardiente celo religioso, lo
que indicaba falta de vocación para la vida claustral; pero cumplía
sus deberes puntualmente,
Debe decirse que aquella tarde, cuando
Maximiliano habló a su futura de próxima salida, los sentimientos
de ella experimentaron un retroceso. ¡Salir, casarse!... En aquel
instante parecíale su dichoso novio más antipático que nunca, y
advirtió con miedo que aquellas regiones magníficas de la hermosura
del alma no
En resumen, que los sentimientos de la prójima hacia su marido futuro no habían cambiado en nada. No obstante, cuando Maximiliano le dijo que ya tenía elegida la casita que iba a alquilar y le consultó acerca de los muebles que compraría, aquella presunción o sentimiento de su hogar honrado despertó en el ánimo de Fortunata la dignidad de la nueva vida, se sintió impulsada hacia aquel hombre que la redimía y la regeneraba. De este modo vino a mostrarse complacidísima con la salida próxima, y dijo mil cosas oportunas acerca de los muebles, de la vajilla y hasta de la batería de cocina.
Despidiéronse muy gozosos, y Fortunata
se retiró con la mente hecha a aquel orden de ideas. ¡Un hogar
honrado y tranquilo!... ¡Si era lo que ella había deseado toda su
vida!... ¡Si jamás tuvo afición al lujo ni a la vida de aparato y
perdición!... ¡Si su gusto fue siempre la oscuridad y la paz, y su
maldito destino la llevaba a la publicidad y a la inquietud!... ¡Si
ella había soñado siempre con verse rodeada de un corro chiquito de
personas queridas, y vivir como Dios manda, queriendo bien a los
suyos y bien querida de ellos, pasando la vida sin afanes!... ¡Si
fue lanzada a la vida mala por despecho y contra su voluntad, y no
le gustaba, no señor, no le gustaba!... Después de pensar mucho en
esto hizo examen de conciencia, y se preguntó qué había obtenido de
la religión en aquella casa. Si en lo tocante a prendarse de las
guapezas del alma había adelantado poco, en otro orden algo iba
ganando. Gozaba de cierta paz espiritual, desconocida para ella en
épocas anteriores, paz que sólo turbaba Mauricia arrojando en sus
oídos una maligna frase. Y no fue esto la única conquista, pues
también prendió en ella la idea de la resignación y el
convencimiento de que debemos tomar las cosas de la vida como
vienen, recibir con alegría lo que se nos da, y no aspirar a la
realización cumplida y total de nuestros deseos. Esto se lo decía
aquella misma claridad esencial, aquella
Y llegaba a creerse la muy tonta que
la forma,
Cuando las recogidas, al retirarse, se quitaban el velo, las más próximas a Fortunata notaron que esta se sonreía.
-VIII-
Es cosa muy cargante para el
historiador verse obligado a hacer mención de muchos pormenores y
circunstancias enteramente pueriles, y que más bien han de excitar
el desdén que la curiosidad del que lee, pues aunque luego resulte
que estas nimiedades tienen su engranaje efectivo en la máquina de
los acontecimientos, no por esto parecen dignas de que se las
traiga a cuento en una relación verídica y grave. Ved, pues, por
qué pienso que se han de reír los que lean aquí ahora que Sor
Marcela tenía miedo a los ratones; y no valdrá seguramente añadir
En una de aquellas noches de Agosto le dio el diminuto roedor tanta guerra a la madrecita, que esta se levantó al amanecer con la firmísima resolución de cazarlo y hacer el más terrible de los escarmientos. Era tan insolente el tal, que después de ser día claro se paseaba por la celda muy tranquilo y miraba a Sor Marcela con sus ojuelos negros y pillines. «Verás, verás -dijo esta subiéndose con gran trabajo a la cama, porque la idea de que el ratón se acercase a uno de sus pies, aunque fuera el de palo, causábale terror-, lo que es hoy no te escapas... déjate estar, que ya te compondremos».
Llamó a Fortunata y a Mauricia, y en
breves palabras las puso al corriente de la situación. Ambas
recogidas, particularmente la Dura, no querían otra cosa. O se
apoderaban del enemigo, o no eran ellas quienes eran. Bajó Sor
Costó algún trabajo restablecer el orden y que Mauricia diese muerte a la víctima y la arrojase. Sor Marcela dispuso que le volviesen a poner los trastos de la celda lo mismo que estaban, y acabose el cuento del ratón.
El día siguiente fue uno de los más
calurosos de aquel verano. En las habitaciones que caían al
Mediodía era imposible parar, porque faltaba el aire respirable.
Donde quiera que daba el sol, el ambiente seco, quieto y abrasado
tostaba. Ni aun las ramas más altas de los árboles de la huerta se
movían, y el disco de Parson, inmóvil, miraba a la inmensidad como
una pupila cuajada y moribunda. De doce a tres, se suspendía todo
trabajo en la casa, porque no había cuerpo ni espíritu que lo
resistiera.
Las
En la sala de escuela había dos o tres grupos de mujeres sentadas en los bancos, con la cabeza y el busto descansando sobre las mesas. Algunas roncaban con estrépito. La monja se había dormido también con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. En una de las carpetas de estudio, dos recogidas velaban: una era Belén, que leía en su libro de rezos, y la otra Mauricia la Dura, que tenía la cabeza inclinada sobre la carpeta, apoyando la frente en un puño cerrado. Al principio, su vecina Belén creyó que rezaba, porque oyó cierto murmullo y algún silabeo fugaz. Pero luego observó que lo que hacía Mauricia era llorar.
«¿Qué tienes, mujer?» le dijo Belén, alzándole a viva fuerza la cabeza.
La pecadora no contestó nada; mas la otra pudo observar que su rostro estaba tan bañado en lágrimas como si le hubiesen echado por la frente un cubo de agua, y sus ojos encendidos y aquella grandísima humedad igualaban el rostro de Mauricia al de la Magdalena; así al menos lo vio Belén. Tantas preguntas le hizo esta y tanto cariño le mostró, que al fin obtuvo respuesta de la pobre mujer desolada, que no parecía tener consuelo ni hartarse nunca de llorar.
«¿Qué he de tener, desgraciada de mí? -exclamó al fin bebiéndose sus lágrimas-, sino que hoy, sin saber por qué ni por qué no, me veo tal y como soy; soy mala, mala, más que mala, y se me vienen al filo del pensamiento toditos los pecados que he cometido, desde el primero hasta el último...».
-Pues, hija -arguyó Belén con aquel sonsonete que había aprendido y que tan bien se acomodaba a su figura angelical y a sus moditos insinuantes-, ten entendido que aunque tus crímenes fueran tantos como las arenas de la mar, Dios te los perdonará si te arrepientes de ellos.
Oír esto Mauricia y dar un gran berrido y soltar otra catarata de lágrimas fue todo uno.
«No, no, no -murmuró luego entre
sollozos
-Qué cosas tienes, mujer -observó Belén muy apurada, acordándose de cuando fue corista y representándose con terror el escenario de la Zarzuela-; otras han hecho también pecados feos, pero los han llorado como tú, y cátalas perdonadas.
Mauricia tenía un pañuelo en la mano; pero con la humedad del lloro y del sudor era ya como una pelota. Amasábalo en la mano y se lo pasaba por la angustiada frente.
«¿Pero cómo te ha dado así... tan de
repente? -dijo la otra confusa. ¡Ah!, es que Dios toca en el
corazón cuando menos lo piensa una. Llora, hija, desahógate, y no
te asustes... ¿Sabes lo que vas a hacer? Mañana te confiesas...
Puede que se te haya quedado algo por decir y confesar, porque
siempre se queda algo sin saber cómo, y esos pozos son lo que más
atormenta... pues dilo todo, rebaña bien... Así lo hice yo, y hasta
que lo hice no tuve tranquilidad. Luego el perro de Satanás me
atormentaba por vengarse, y cuando empezaba la misa, a mí me
parecía que alzaban el telón, y cuando yo rompía a cantar, se me
venía a la boca aquello de
Ni por esas. Mientras más consuelos le daba Belén, más inconsolable estaba la otra, y más caudaloso era el río de sus lágrimas. Sor Antonia, la madre que gobernaba allí, se despertó, y para disimular su descuido, dio una fuerte voz, sin incomodarse mucho con las durmientes y añadiendo que hacía un calor horrible. Un instante después, Belén y la monja cuchichearon, sin duda a propósito de Mauricia a quien miraban. Tenía Belén vara alta con las señoras, por su humildad y devoción y por la diligencia con que iba a contarles cuanto hacían y decían sus compañeras.
Era domingo, y a las cuatro toda la
comunidad entró en la iglesia donde había ejercicio y sermón. Las
A Fortunata le tocó al lado Mauricia. Cuenta la que después fue señora de Rubín que en una ocasión que miró a su compañera, hubo de observar al través del velo suyo y del de ella una expresión tan particular que se quedó atónita. Mauricia, al entrar, lloraba; pero al cabo de un rato más bien parecía reírse con contenida y satánica risa. Fortunata no pudo comprender el motivo de esto, y creyó que la oscuridad del velo le desfiguraba la realidad de la cara de su pareja. Volvió a mirar con disimulo, haciendo que se volvía para ahuyentar una mosca, y... ello podría ser ilusión, pero los ojos de Mauricia parecían dos ascuas. En fin, todo sería aprensión.
Subió D. León Pintado al púlpito y
echó un sermonazo lleno de los amaneramientos que el tal usaba en
su oratoria. Lo que aquella tarde dijo habíalo dicho ya otras
tardes, y ciertas frases no se le caían de la boca. Tronó, como
siempre, contra los librepensadores, a quienes llamó
-IX-
Llegada la noche, y recogidas las
Las recogidas formaban diferentes grupos sentadas en el suelo y en la escalera de madera que comunica el corredor principal con la huerta, y se quitaban las tocas para disminuir el calor de la piel. Algunas miraban el motor de viento que seguía inmóvil. Al borde del estanque que está al pie del aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y doña Manolita, sentadas sobre el muro de ladrillo, gozando de la frescura del agua próxima. Aquel era el mejor sitio; pero no lo decían, porque el egoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas las mujeres, el escaso fresco del agua se repartiría más y tocarían a menos. En el opuesto lado de la huerta, que era el sitio más apartado y feo, había un tinglado, bajo el cual se veían tiestos vacíos o rotos, un montón de mantillo que parecía café molido, dos carretillas, regaderas y varios instrumentos de jardinería. En otro tiempo hubo allí un cubil, y en el cubil un cerdo que se criaba con los desperdicios; pero el Ayuntamiento mandó quitar el animal de San Antón, y el cubil estaba vacío.
Desde el anochecer se puso allí
Mauricia la Dura, sola, sobre el montón de mantillo; y como era el
sitio más caldeado, nadie la quiso acompañar.
«He visto a Nuestra Señora».
-¿Qué dices, mujer, qué te pasa? -le preguntó la ex-corista con ansiedad muy viva.
-He visto a la Virgen -repitió Mauricia con una seguridad y aplomo que dejaron a la otra como quien no sabe lo que le pasa.
-¿Tú estás segura de lo que dices?
-¡Oh!... Así me muera si no es verdad.
Te lo juro por estas cruces -dijo la iluminada con voz trémula,
besándose las manos-. La he visto... bajó por allí, donde está el
abanicón de la noria... Bajaba en mitad de una luz... ¿cómo te lo
diré?... de una luz que no te puedes figurar...
-¡Como las mieles! -repitió Belén no comprendiendo.
-Pues... tan dulce que... Después vino andando, andando hacia acá y se puso allí, delantito. Pasó por entre vosotras y vosotras no la veíais. Yo sola la veía... No traía el niño Dios en brazos. Dio dos o tres pasitos más y se paró otra vez. Mira, ¿ves aquella piedrecita?, pues allí... y me estuvo mirando... Yo no podía respirar.
-¿Y te dijo algo, te dijo algo? -preguntó Belén toda ojos, pálida como una muerta.
-Nada... pero lloraba mirándome... ¡Se
le caían unos lagrimones...! No traía nene Dios;
-Y de las ramas al tronco...
-Y después... ya no vi nada... Me quedé como ciega... quiere decirse, enteramente ciega; estuve un rato sin ver gota, sin poder moverme. Sentía aquí, entre mí, una cosa...
-Como una pena...
-Como pena no, un gusto, un consuelo...
Se acercó entonces Fortunata, y ambas callaron.
-Si están de secreto, me voy.
-Yo creo -dijo Belén, después de una grave pausa-, que eso debes consultarlo con el confesor.
Mauricia se levantó y andando lentamente retirose a la habitación donde dormía y tenía su ropa. Creyeron las otras dos que se había ido a acostar, y quedáronse allí haciendo comentarios sobre el extraño caso, que Belén transmitió a Fortunata con todos sus pelos y señales. Belén lo creía o afectaba creerlo, Fortunata no. Pero de pronto vieron que la Dura volvía y se sentaba de nuevo sobre el montón de mantillo. Miráronla con recelo y se alejaron.
De pronto sonó en la huerta un ¡ah! prolongado y gozoso, como los que lanza la multitud en presencia de los fuegos artificiales. Todas las recogidas miraban al disco, que se había movido solemnemente, dando dos vueltas y parándose otra vez. «Aire, aire» gritaron varias voces. Pero el motor no dio después más que media vuelta, y otra vez quieto. El vástago de hierro chilló un instante, y las que estaban junto al estanque oyeron en lo profundo de la bomba una regurgitación tenue. El caño escupió un salivazo de agua, y todo quedó después en la misma quietud chicha y desesperante.
Belén se había puesto a charlar por lo
bajo con una monja llamada Sor Facunda, que era la marisabidilla de
la casa, muy leída y escribida,
Difícil es averiguar lo que pasó en el cotarro que formaban Sor Facunda y sus amiguitas. Ello fue que Belén, temblando de emoción y con la cara ansiosa, dijo a la monja: «Mauricia ha visto a la Virgen...». Y poco después repetían las otras con indefinible asombro: «¡Ha visto a la Virgen!».
Sor Facunda, seguida de su escolta, se acercó a Mauricia, a quien miró un buen rato sin decirle palabra. Estaba la infeliz mujer en la misma postura morisca, la cabeza apoyada sobre las rodillas. Parecía llorar.
«Mauricia -le dijo en tono lacrimoso la monja, con aquella buena fe que en ella equivalía a la gracia divina-. Porque hayas sido muy mala no vayas a creerte que Dios te niega su perdón».
Oyose un gran bramido, y la reclusa
mostró su cara inundada de llanto. Dijo algunas palabras
ininteligibles y estropajosas, a las que Sor Facunda y compañía no
sacaron ninguna sustancia. De repente se levantó. Su rostro, a la
claridad de la luna, tenía una belleza grandiosa que las
circunstantes no supieron apreciar. Sus
«¡Oh mi señora!... te lo traeré, te lo traeré...».
Echando a correr hacia la escalera con gran presteza, pronto desapareció. Sor Facunda habló con las otras madres. Cuando toda la comunidad, a la voz de la Superiora, se recogía abandonando la huerta y subiendo lentamente a las habitaciones (la mayor parte de las mujeres de mala gana, porque el calor de la noche convidaba a estar al aire libre), corrió la voz de que la visionaria se había acostado.
Fortunata, que pocos días antes fue
trasladada al dormitorio en que estaba Mauricia, vio que esta se
había acostado vestida y descalza. Acercose a ella y por su bronca
respiración creyó entender que dormía profundamente. Mucho le daba
qué pensar el singular estado en que su amiga se había puesto, y
esperaba que le pasaría pronto, como otros
Mauricia salió al corredor, y atravesándolo todo, se sentó en el primer peldaño de la escalera.
«Te digo que me atreveré...».
¿Con quién hablaba? Con nadie, porque estaba enteramente sola. No tenía más compañía en aquella soledad que las altas estrellas.
«¿Qué dices? -preguntó después como quien sostiene un diálogo-. Habla más alto, que con el ruido del órgano no se oye. ¡Ah!, ya entiendo... Estate tranquila, que aunque me maten, yo te lo traeré. Ya sabrán quién es Mauricia la Dura, que no teme ni a Dios... Ja ja ja... Mañana, cuando venga el capellán y bajen esas tías pasteleras a la iglesia, ¡qué chasco se van a llevar!».
Soltando una risilla insolente, se
precipitó por la escalera abajo. ¿Qué demonios pasaba en aquel
cerebro?... Entró por la puerta pequeña
Aletargada profundamente, Mauricia
hizo
Aunque andaba muy aprisa, tardaba
mucho tiempo en llegar al altar, porque la capilla, que era tan
chica, se había vuelto muy grande. Lo menos había media legua desde
la puerta al altar... Y mientras más andaba, más lejos, más
lejos... Llegó por fin y subió los dos, tres, cuatro escalones, y
le causaba tanta extrañeza verse en aquel sitio mirando de cerca la
mesa aquella cubierta con finísimo y albo lienzo, que un rato
estuvo sin poder dar el último paso. Le entró una risa convulsiva
cuando puso su mano
Con increíble arrogancia Mauricia
descendía, sin sentir peso alguno. Alzaba la custodia como la alza
el sacerdote para que la adoren los fieles... «¿Veis cómo me he
atrevido? -pensaba-. ¿No decías que no podía ser?... Pues pudo ser,
¡qué peine!». Seguía por la iglesia adelante. La purísima hostia,
con no tener cara, miraba cual si tuviera ojos... y la sacrílega,
al llegar bajo el coro, empezaba a sentir miedo de aquella mirada.
«No, no te suelto, ya no vuelves allí... ¡A casa con tu mamá...!
¿sí? ¿Verdad que el niño no llora y quiere ir con su mamá?...».
Diciendo esto, atrevíase a agasajar contra su pecho la sagrada
forma. Entonces notó que la sagrada forma no sólo tenía ya ojos
profundos tan luminosos como el cielo, sino también voz, una voz
que la tarasca oyó resonar en su oído con lastimero son. Había
desaparecido toda sensación de la materialidad de la custodia; no
quedaba más que lo esencial, la representación, el símbolo puro, y
esto era lo que Mauricia apretaba furiosamente contra sí. «Chica
-le decía la voz-, no me saques, vuelve a ponerme donde estaba. No
hagas locuras... Si me sueltas te perdonaré tus pecados, que son
tantos que no se pueden contar; pero si te obstinas en llevarme, te
condenarás. Suéltame y no temas, que yo no le diré nada a D. León
ni a
Y nada más... ¡Qué desvarío! Por grande que sea un absurdo siempre tiene cabida en el inconmensurable hueco de la mente humana.
-X-
Por la mañana tempranito, la Superiora y Sor Facunda se tropezaron al salir de sus respectivas celdas.
«Créame usted -dijo Sor Facunda-, algo hay de extraordinario. Consultaré ahora mismo con D. León. El caso de Mauricia debe de examinarse detenidamente».
Sor Natividad, que era mujer de mucho entendimiento y estaba acostumbrada a los pueriles entusiasmos de su compañera, no hizo más que sonreír con bondad. Hubiera dicho a Sor Facunda: «qué tonta es usted, hija»; pero no le dijo nada; y sacando un manojo de llaves se fue hacia el guardarropa.
«¿Pero en dónde está esa loca?» preguntó después.
-No parece por ninguna parte -dijo Fortunata, que por orden de Sor Marcela había bajado en busca de su amiga-. Arriba no está.
En los dormitorios de las
Sor Antonia entraba, imponía silencio
y les daba prisa. Oíase el esquilón de la capilla. El sacristán se
había asomado varias veces por la reja de la sacristía que da al
vestíbulo diciendo sucesivamente: «Todavía no ha venido don
León...» «ya está ahí D. León...» «ya se está vistiendo». Oíanse en
la parte alta los pasos de toda la comunidad que iba hacia el
templo a oír la primera misa. Delante fueron las
-Mujer, quita allá.
-Mi palabra... Pregúntaselo a Belén.
-¡Bah!, ni que fuéramos tontas...
-¿La cara de la Virgen?... Vaya... Sería la de Nuestra Señora del Aguardiente.
Pero Sor Facunda y las de su cotarro
iban
Dijo la misa D. León, que parecía
Cuando la comunidad salía de la capilla, doña Manolita, que había entrado de las últimas, sofocada, se acercó a la Superiora y le dijo que Mauricia estaba en la huerta sobre el montón de mantillo.
-Ya... en la basura -replicó Sor Natividad frunciendo el ceño-; es su sitio.
Bajaron las recogidas al refectorio a tomar el chocolate con rebanada de pan. Animación mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque las monjas se esforzaban por mantener un orden cuartelesco, no lo podían conseguir.
«Ese plato es el mío. Dame mi servilleta... Te digo que es la mía... ¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué duro está el pan!... Este sí que es de la boda de San Isidro.
-¡A callar!
Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se la dieran.
Inmediatamente después empezaba a
distribuirse toda aquella tropa mujeril, como soldados que se
incorporan a sus respectivos regimientos. Estas bajaban a la
cocina, aquellas subían a la escuela y salón de costura, y otras,
quitándose las tocas y poniéndose la falda de
Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda, cuando llegó muy apurada una reclusa, diciendo: «Le he mandado que venga y no quiere venir. Me ha querido pegar. ¡Si no echo a correr...! Después cogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted...».
La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.
«Tendré que ir yo... ¡Ay, qué
mujer!... ¡qué guerra nos da! -dijo la Superiora...-. ¿Dónde está
Sor Marcela? Que traiga la llave de la perrera. Hoy tendremos
-¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo -indicó Sor Antonia con franca risa y bizcando más los ojos-, que Mauricia había visto a la Virgen!
La Superiora respondió a aquella risa
con otra menos franca. Tres o cuatro
-¡Pobre mujer y qué perdida se pone! -observó Sor Natividad dentro del corrillo de monjas que se iba formando-. Males de nervios, y nada más que males de nervios.
Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que se acercaba con semblante extraordinariamente afligido.
«¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellán?» le dijo.
-Sí -replicó Sor Natividad con un poco de humorismo-, y el capellán me ha dicho que la meta en la perrera.
-¡Encerrarla porque llora!... -exclamó la otra que en su timidez no se atrevía a contradecir a la Superiora-. El caso merecía examinarse.
-Para preverlo todo -indicó la vizcaína-, avisaremos también al médico.
-¿Y qué tiene que ver el médico...? En fin, yo no sé. Quien manda, manda. Pero me parecía... Ello podrá ser cosa física; pero ¿si no lo fuera? Si efectivamente Mauricia... No es que yo lo afirme; pero tampoco me atrevo a negarlo. Aquel llorar continuo, ¿qué puede ser sino arrepentimiento? A saber los medios que el Señor escoge...
Y se retiró a su celda. Casi casi se
dieron un encontronazo Sor Facunda alejándose y
Habló algunas palabras en voz muy baja con la Superiora, quien al oírlas puso una cara que daba miedo.
«Yo... bien lo sabe usted... -balbució Sor Marcela-, lo tenía para mi mal del estómago... coñac superior».
-Pero esa maldita ¿cómo...? Si esto parece... ¡Jesús me valga! Estoy horrorizada. ¿Pero cuándo...?
-Es muy sencillo... hágase usted cargo. Anteayer, ¡San Antonio bendito!, cuando estuvo en mi celda moviendo los trastos para coger el ratón.
A la Superiora se le escapó, sin poderlo remediar, una ligera sonrisilla; mas al punto volvió a poner cara de palo. Y la enana corrió hacia donde estaban las recogidas, y lo mismo que dijera a Sor Natividad se lo repitió a Fortunata, sin poner un freno a su ira: «¿Habrase visto diablura semejante?... ¿Qué te parece? ¡Estamos todas horripiladas!».
Fortunata no dijo nada y se puso muy seria. Quizás no la cogía de nuevo la declaración de la monja. Obedeciendo a esta subió al dormitorio en busca de pruebas del nefando crimen imputado a su amiga.
«Ahí tienen ustedes -decía la Superiora a las que más cerca de ella estaban-, cómo esa arrastrada ha visto visiones... ¡Ya!, ¡qué no vería ella!... ¿Pero no viene al fin? Yo le juro que no vuelve a hacernos otra. Es preciso ajustarle bien las cuentas...».
La cojita se presentó otra vez en el corrillo mostrando la enorme llave de la perrera; la esgrimía como si fuera una pistola, con amenaza homicida. Realmente estaba furiosa, y el topetazo de su pie duro sobre el suelo tenía una violencia y sonoridad excepcionales. En esto llegó Fortunata trayendo una botella, que al punto le arrebató Sor Marcela.
«¡Vacía, enteramente vacía! -exclamó esta levantándola en alto y mirándola al trasluz-. Y estaba casi llena, pues apenas...».
Aplicó después su nariz chafada a la boca de la botella, diciendo con lastimera entonación: «No ha dejado más que el olor... ¡Bribonaza!, ya te daría yo bebida...». De la nariz de la coja pasó el cuerpo del delito a la de Sor Natividad y de esta a otras narices próximas, resultando, de la apreciación del tufo, mayor severidad en el comentario del crimen.
«¡Qué asco! Buen pechugón se ha dado... -exclamó la Superiora-. Ya, ¡cómo estará aquel cuerpo con todo ese líquido ardiente! Nunca nos había pasado otra... La arreglaremos, la arreglaremos. ¿Pero viene o no?».
Bajaba ya, decidida a abreviar la tardanza del acto de justicia, cuando se oyó un gran tumulto. Las tres mujeronas que habían ido en busca de la delincuente, pasaban de la huerta al patio por la puertecilla verde, huyendo despavoridas y dando voces de pánico. Sonó en dicha puerta el estampido de un fuerte cantazo.
«¡Que nos mata, que nos mata!» gritaban las tres, recogiendo sus faldas para correr más fácilmente por la escalera arriba. Asomáronse las madres al barandal del corredor que sobre el patio caía, y vieron aparecer a Mauricia, descalza, las melenas sueltas, la mirada ardiente y extraviada, y todas las apariencias, en fin, de una loca. La Superiora, que era mujer de genio fuerte, no se pudo contener y desde arriba gritó: «Trasto... infame, si no te estás quieta, verás».
«Una pareja, una pareja de Orden Público» apuntaron varias voces de monjas.
-No... veréis... Si yo me basto y me sobro... -indicó la Superiora, haciendo alarde de ser mujer para el caso-. Lo que es conmigo no juega.
Púsose Mauricia de un salto en el
rincón
«¡Tiorras, so tiorras!» gritaba, e inclinándose con rápido movimiento, cogió del suelo piedras y pedazos de ladrillo, y empezó a dispararlos con tanto vigor como buena puntería. Las monjas y las recogidas, que al sentir el alboroto salieron en tropel a los corredores del principal y del segundo piso, prorrumpieron en chillidos. Parecía que se venía el mundo abajo. ¡Dios mío, qué bulla! Y a las exclamaciones de arriba respondía la tarasca con aullidos salvajes.
Unas se agachaban resguardándose tras el barandal de fábrica cuando venía la pedrada; otras asomaban la cabeza un momento y la volvían a esconder. Los proyectiles menudeaban, y con ellos las voces de aquella endemoniada mujer. Parecía una amazona. Tenía un pecho medio descubierto, el cuerpo del vestido hecho girones y las melenas cortas le azotaban la cara en aquellos movimientos del hondero que hacía con el brazo derecho. Su catadura les parecía horrible a las señoras monjas; pero estaba bella en rigor de verdad, y más arrogante, varonil y napoleónica que nunca.
Sor Marcela intentó bajar valerosa,
pero a los tres peldaños cogió miedo y viró para
«¡Verás tú si bajo, infame diablo!» era su muletilla; pero ello es que no bajaba.
Por una reja de la sacristía que da al patio, asomó la cara del sacristán, y poco después la de D. León Pintado. Dos monjas que estaban de turno en la portería se asomaron también por otra ventana baja; pero lo mismo fue verlas Mauricia que empezar también a mandarles piedras. Nada, que tuvieron que retirarse. Asustadas las infelices, quisieron pedir auxilio. En aquel instante llamó alguien a la puerta del convento, y a poco entró una señora, de visita, que pasó al salón, y enterándose de lo que ocurría, asomose también a la ventana baja. Era Guillermina Pacheco, que se persignó al ver la tragedia que allí se había armado.
«¡En el nombre del...! ¡Pero tú!... ¡Mauricia!... ¿cómo se entiende?... ¿qué haces?... ¿estás loca?».
La portera y la otra monja no la pudieron contener, y Guillermina salió al patio por la puerta que lo comunica con el vestíbulo.
«Guillermina -gritó Sor Natividad desde arriba-, no salgas... Cuidado... mira que es una fiera... Ahí tienes, ahí tienes la alhaja que tú nos has traído... Retírate por Dios, mira que está loca y no repara... Hazme el favor de llamar a una pareja de Orden Público».
-¿Qué pareja ni pareja? -dijo Guillermina incomodadísima-. ¡Mauricia!... ¡cómo se entiende!
Pero no había tenido tiempo de decirlo cuando una peladilla de arroyo le rozó la cara. Si le da de lleno la descalabra.
«¡Jesús!... Pero no, no es nada».
Y llevándose la mano a la parte dolorida, clamó: «Infame, a mí, a mí me has tirado!».
«A usted, sí, y a todo el género mundano -gritó con voz tan ronca, que apenas se entendía-, so tía pastelera... Váyase pronto de aquí».
Las monjas horrorizadas elevaban sus manos al Cielo; algunas lloraban. En esto, D. León Pintado había abierto con no poco trabajo la reja de la sacristía; saltó al patio, única manera de comunicarse con el convento desde la sacristía, y abalanzándose a Mauricia le sujetó ambos brazos.
«¡Suéltame, León, capellán de peinetas!» rugió la visionaria...
Pero Pintado tenía manos de hierro,
aunque era de pocos ánimos, y una vez lanzado al heroísmo, no sólo
sujetó a Mauricia, sino que le aplicó dos sonoras bofetadas. La
escena era repugnante. Tras el capellán salió también su acólito, y
mientras los dos arreglaban a la Dura, las monjas, viendo sojuzgado
al enemigo, arriesgáronse a bajar y acudieron a Guillermina,
«Ahora mismo. D. León, no la maltrate usted» dijo la Superiora.
-¡Zángano!... ¡mala puñalada te mate!... -bramaba Mauricia, que ya tenía pocas fuerzas y había caído al suelo-. ¡Un sacerdote pegando a una... señora!
-Que le traigan su ropa -gritó Sor Natividad-. Pronto, pronto. Me parece mentira que la veré salir...
Mauricia ya no se defendía. Había perdido su salvaje fuerza; pero su semblante expresaba aún ferocidad y desorden mental.
Luego se vio que desde el corredor alto tiraban un par de botas, luego un mantón...
-Bajarlo, hijas, bajarlo -dijo desde
el patio la Superiora, mirando hacia arriba y ya recobrada la
serenidad con que daba siempre sus órdenes. Fortunata bajó un lío
de ropa, y recogiendo las botas, se lo dio todo a Mauricia, es
decir, se lo puso delante. La espantosa escena descrita había
impresionado desagradablemente
«Toma tu ropa, tus botas -le dijo en voz baja y en tono apacible-. Pero, hija, ¡cómo te has puesto!... ¿No conoces ya que has estado trastornada?».
-Quítate de ahí, pendoncillo... quítate o te...
-Dejarla, dejarla -dijo la Superiora-. No decirle una palabra más. A la calle, y hemos concluido.
Con gran dificultad se levantó Mauricia del suelo y recogió su ropa. Al ponerse en pie pareció recobrar parte de su furor.
«Que se te queda este lío».
-Las botas, las botas.
La tarasca lo recogió todo. Ya salía sin decir nada, cuando Guillermina la miró severamente.
«¡Pero qué mujer esta! Ni siquiera sabe salir con decencia».
Iba descalza, cogidas las botas por los tirantes.
-Póngase usted las botas -le gritó la Superiora.
-No me da la gana. Abur... ¡Son todas unas judías pasteleras...!
-Paciencia, hija, paciencia... necesitamos mucha paciencia -dijo Sor Natividad a sus compañeras, tapándose los oídos.
Se le franquearon todas las puertas, abriéndolas de par en par y resguardándose tras las hojas de ellas, como se abren las puertas del toril para que salga la fiera a la plaza. La última que cambió algunas palabras con ella fue Fortunata, que la siguió hasta el vestíbulo movida de lástima y amistad, y aún quiso arrancarle alguna declaración de arrepentimiento. Pero la otra estaba ciega y sorda; no se enteraba de nada, y dio a su amiga tal empujón, que si no se apoya en la pared cae redonda al suelo.
Salió triunfante, echando a una parte
y otra miradas de altivez y desprecio. Cuando vio la calle, sus
ojos se iluminaron con fulgores de júbilo y gritó: «¡Ay, mi querida
calle de mi alma!». Extendió y cerró los brazos, cual si en ellos
quisiera apretar amorosamente todo lo que veían sus ojos. Respiró
después con fuerza, parose mirando azorada a todos lados, como el
toro cuando sale al redondel. Luego, orientándose, tiró muy
decidida por el paseo abajo. Era cosa de ver aquella mujerona
descalza, desgarrada, melenuda, despidiendo de sus ojos fiereza,
con un lío bajo el brazo y las botas colgando de una mano. Las
pocas personas que por allí pasaban, miráronla con asombro. Al
llegar junto a los almacenes de la Villa, pasó junto a varios
chicos, barrenderos, que estaban sentados en sus carretillas con
las escobas en la mano. Tuviéronla ellos por persona de poco
«Vaya, que buena
Y ella se les puso delante en actitud arrogantísima, alzó el brazo que tenía libre y les dijo:
«¡Apóstoles del error!».
Prorrumpiendo al mismo tiempo en estúpida risa, pasó de largo. A los barrenderos les hizo aquello mucha gracia, y poniéndose en marcha con las carretillas por delante y las escobas sobre ellas, siguieron detrás de Mauricia, como una escolta de burlesca artillería, haciendo un ruido de mil demonios y disparándole bala rasa de groserías e injurias.
-I-
Por fin se acordó que Fortunata saldría del convento para casarse en la segunda quincena de Setiembre. El día señalado estaba ya muy próximo, y si el pensamiento de la reclusa no se había familiarizado aún de una manera terminante con la nueva vida que la esperaba, no tenía duda de que le convenía casarse, comprendiendo que no debemos aspirar a lo mejor, sino aceptar el bien posible que en los sabios lotes de la Providencia nos toca. En las últimas visitas, Maxi no hablaba más que de la proximidad de su dicha. Contole un día que ya tenía tomada la casa, un cuarto precioso en la calle de Sagunto, cerca de su tía; otro la entretuvo refiriéndole pormenores deliciosos de la instalación. Ya se habían comprado casi todos los muebles. Doña Lupe, que se pintaba sola para estas cosas, recorría diariamente las almonedas anunciadas en
Otra tarde le dio Maxi una hermosa
sorpresa. Cuando Fortunata entró en el convento, las papeletas de
alhajas y ropas de lujo que estaban empeñadas quedaron en poder del
joven, que hizo propósito de liberar aquellos objetos en cuanto
tuviese medios para ello. Pues bien, ya podía anunciar a su amada
con indecible gozo que cuando entrara en la nueva casa, encontraría
en ella las prendas de vestir y de adorno que la infeliz había
arrojado al mar el día de su naufragio. Por cierto que las alhajas
le habían gustado mucho a doña Lupe por lo ricas y elegantes, y del
abrigo de terciopelo dijo que con ligeras reformas sería una pieza
espléndida. Esto le llevó naturalmente a hablar de la herencia. Ya
había cogido su parte,
Charlaron otro día de la casa, que era preciosa, con vistas muy buenas. Como que del balcón del gabinete se alcanzaba a ver un poquito del Depósito de aguas; papeles nuevos, alcoba estucada, calle tranquila, poca vecindad, dos cuartos en cada piso, y sólo había principal y segundo. A tantas ventajas se unía la de estar todo muy a la mano: debajo carbonería, a cuatro pasos carnicería, y en la esquina próxima tienda de ultramarinos.
No podía olvidárseles el importante
asunto de la carrera de
Estas cosas daban a Fortunata alegría y esperanza, avivando los sentimientos de paz, orden y regularidad doméstica que habían nacido en ella. Con ayuda de la razón, estimulaba en su propia voluntad la dirección aquella, y se alegraba de tener casa, nombre y decoro.
Dos días antes de la salida, confesó
con el padre Pintado; expurgación larga, repaso general de
conciencia desde los tiempos más remotos. La preparación fue como
la de un examen de grado, y el capellán tomo aquel caso con gran
solicitud y atención. Allí donde la penitente no podía llegar con
su sinceridad, llegaba el penitenciario con sus preguntas de
gancho. Era perro viejo en aquel oficio. Como no tenía nada de
gazmoño, la confesión concluyó por ser un diálogo de amigos. Diole
consejos sanos y prácticos, hízole ver con palmarios ejemplos,
algunos del orden humorístico, la perdición que trae a la criatura
el dejarse mover
La despedida de las monjas fue muy
sentida. Fortunata se echó a llorar. Sus compañeras Belén y Felisa
le dieron besos, regaláronle estampitas y medallas, asegurándole
que rezarían por ella. Doña Manolita mostrose envidiosa y
desconsolada. Ella también saldría, pues sólo estaba allí por
equivocación; pronto se habían
En la sala esperaban Maximiliano y doña Lupe, que la recogieron y se la llevaron en un coche de alquiler. Estaba convenido de antemano llevarla a la casa del novio, cosa verdaderamente un poco irregular; pero como ella no tenía en Madrid parientes, al menos conocidos, doña Lupe no vio solución mejor al problema de alojamiento. La boda se verificaría el lunes 1.º de Octubre, dos días después de la salida de las Micaelas.
Sentía la señora de Jáuregui el goce
inefable del escultor eminente a quien entregan un pedazo de cera y
le dicen que modele lo mejor que sepa. Sus aptitudes educativas
tenían ya materia blanda en quien emplearse. De una salvaje
Destinósele una habitación contigua a la alcoba de la señora, y que le servía a esta de guardarropa. Había allí tantos cachivaches y tanto trasto, que la huéspeda apenas podía moverse; pero dos días se pasan de cualquier manera. Durante aquellos dos días, hallábase la joven muy cohibida delante de la que iba a ser su tía, porque esta no bajaba del trípode ni cesaba en sus correcciones; y rara vez abría la boca Fortunata sin que la otra dejara de advertirle algo, ya referente a la pronunciación, ya a la manera de conducirse, mostrándose siempre autoritaria, aunque con estudiada suavidad. «En los conventos -decía-, se corrigen muchos defectos; pero también se adquieren modales encogidos. Suéltese usted, y cuando salude a las visitas, hágalo con serenidad y sin atropellarse».
Estas cosas ponían a Fortunata de mal humor, y su encogimiento crecía.
Consideraba que cuando estuviera en su casa, se emanciparía de aquella tutela enojosa, sin chocar, por supuesto, porque además doña Lupe le parecía mujer de gran utilidad, que sabía mucho y aconsejaba algunas cosas muy puestas en razón.
Molestaban a Fortunata las visitas que, según ella, sólo iban por curiosear. Doña Silvia no había podido resistir la curiosidad y se plantó en la casa el mismo día en que la novia salió del convento. Al otro día fue Paquita Morejón, esposa de D. Basilio Andrés de la Caña, y ambas parecieron a Fortunata impertinentes y entrometidas. Su finura resultole afectada, como de personas ordinarias que se empeñan en no parecerlo.
Las visitas le daban cumplida enhorabuena por su boda. En los ojos se les leía este pensamiento: «¡Vaya una ganga la de usted!». La señora de D. Basilio repitió la visita el segundo día. Iba vestida de pingajos de seda mal arreglados, queriendo aparentar. Hízose muy pegajosa; quería intimar y elogiaba la hermosura de la novia, como un medio indirecto de expresar las deficiencias de la misma en el orden moral.
Otra visita notable fue la de Juan
Pablo, a quien llevó su hermano. Doña Lupe y el mayor
Luego fueron tía y sobrina a ver la casa matrimonial. Doña Lupe le mostró uno por uno los muebles, haciéndole notar lo buenos que eran, y que su colocación, dispuesta por ella, no podía ser más acertada. El juicio sobre cada parte de la casa y sobre los trastos y su distribución dábalo ya por anticipado doña Lupe, de modo que la otra no tuviese que decir más que «sí... verdad...».
De vuelta, ya avanzada la tarde, a la
calle de Raimundo Lulio, se ocuparon en disponer varias cosas para
el día siguiente. Maximiliano había ido a invitar a algunos amigos,
y doña Lupe salió también diciendo que volvería antes de
anochecido. Quedose sola Fortunata, y se puso a hacer en su vestido
de gro negro, que
-II-
El sentimiento que le inspiraba aquella mujer en las Micaelas; la inexplicable mescolanza de terror y atracción prodújose en aquel instante en su alma con mayor fuerza. Mauricia le infundía miedo y al propio tiempo una simpatía irresistible y misteriosa, cual si le sugiriera la idea de cosas reprobables y al mismo tiempo gratas a su corazón. Miró a su amiga sin hablarle, y esta se le acercó sonriendo, como si quisiera decir: «Lo que menos esperabas tú era verme aquí ahora...».
-¿De veras eres tú...?
Y observó que Mauricia traía unos
zapatos
-¡Y qué bien calzada!...
-¿Qué te creías tú?
Después le miró la cara. Estaba muy pálida; los ojos parecían más grandes y traicioneros, acechando en sus profundos huecos violados bajo la ceja recta y negra. La nariz parecía de marfil, la boca más acentuada y los dos pliegues que la limitaban más enérgicos. Todo el semblante revelaba melancolía y profundidad de pensamiento, al menos así lo consideró Fortunata sin poder expresar por qué. Traía Mauricia un mantón nuevo y a la cabeza un pañuelo de seda de fajas azul-turquí y rojo vivo, delantal de cuadritos y falda de tartán, y en la mano un bulto atado con un pañuelo por las cuatro puntas.
«¿No está doña Lupe?» dijo sentándose sin ninguna ceremonia.
-Ya le he dicho que no -replicó Papitos con mal modo.
-No te he preguntado a ti, refistolera, métome-en-todo. Lárgate a tu cocina, y déjanos en paz.
Papitos se fue refunfuñando.
-¿Qué traes por aquí? -le preguntó Fortunata, que desde que la vio entrar, sentía palpitaciones muy fuertes.
-Pues nada... Estoy otra vez corriendo
-¡Qué manera de hablar! Corrígete, mujer... ¿Te has olvidado ya de la que hiciste en el convento? ¡Vaya un escándalo! Lo sentí mucho por ti. Aquel día me puse mala.
-Chica, no me hables... Vaya, que me
trastorné de veras. Pero una tentación cualquiera la tiene. ¿Y qué,
dije muchas barbaridades? Yo no me acuerdo. No estaba en mí, no
sabía lo que hacía. Sólo me acuerdo de que vi a la Pura y Limpia, y
después quise entrar en la iglesia y coger al Santísimo
Sacramento... soñé que me comía la hostia... Nunca me ha dado un
toque tan fuerte, chica... ¡Qué cosas se le ocurren a una cuando se
sube el mengue a la cabeza! Créemelo porque yo te lo digo: cuando
se me serenó el sentido, estaba abochornada... El único a quien
guardaba rencor era al tío capellán. Me lo hubiera comido a
bocados. A las señoras no. Me daban ganas de ir a pedirles perdón;
pero por el aquel de la
-Es que eres atroz... -le dijo Fortunata-. Si no te quitas ese vicio, vas a parar en mal.
-Quita, mujer, y no me digas nada... Pues si desde que salí de las Micaelas no he vuelto a catarlo... Soy ahora, como quien dice, otra. No quiero vivir con mi hermana, porque Juan Antonio y yo no casamos bien; pero a persona decente no me gana nadie ahora. Créetelo porque yo te lo digo. No lo vuelvo a catar. Y si no, tú lo has de ver... Y pasando a otra cosa, ya sé que te casas mañana.
-¿Por dónde lo has sabido?
-Eso, acá yo... Todo se sabe -replicó la Dura con malicia-. Vaya, que te ha caído la lotería. Yo me alegro, porque te quiero.
En esto Mauricia se inclinó bruscamente y recogió del suelo un objeto pequeño. Era un botón.
«Buen agüero, mira -dijo mostrándolo a Fortunata-. Señal de que vas a ser dichosa».
-No creas en brujerías.
-¿Que no crea?...
-Eso es un disparate.
-Chica, es el Evangelio. Lo he probado la mar de veces. Ahora vas a estar en grande. ¿Sabes una cosa?
Dijo esto último con tal intención,
que Fortunata, cuya ansiedad crecía sin saber por qué, vio tras el
-¿Qué?
-Que te quemas.
-¿Cómo que me quemo?
-Nada, mujer, que te quemas, que le
tienes muy cerca. Te gustan las cosas claras, ¿verdad?, pues allá
va. Volvió de Valencia muy bueno y muy enamoradito de ti. Lo que yo
te decía, chica, lo mismo fue enterarse de que estabas en las
Micaelas haciéndote la católica, que se le encendió el celo, y
todas las tardes pasaba por allí en su
-Quita, quita... -dijo Fortunata, queriendo aparecer serena-. No me vengas con cuentos.
-Tú lo has de ver.
-¿Cómo que lo he de ver? Vaya, que tienes unas cosas...
Mauricia se echó a reír con aquel desparpajo que a su amiga le parecía el humorismo de un hermoso y tentador demonio. En medio de la infernal risa, brotaba esta frase que a Fortunata le ponía los pelos de punta: «¿Te lo digo?... ¿te lo digo?».
-¿Pero qué?
Se miraron ambas. Dentro de los cóncavos y amoratados huecos de los ojos, acechaban las pupilas de Mauricia con ferocidad de pájaro cazador.
«¿Te lo digo?... Pues el tal sabe echar por la calle de enmedio. Vaya, que es listo y ejecutivo. Te ha armado una trampa, en la cual vas a caer... Como que ya has metido la patita dentro».
-¿Yo...?
-Sí... tú. Pues ha alquilado el cuarto de la izquierda de la casa en que vas a vivir; el tuyo es el de la derecha.
-¡Bah!... no digas desatinos -replicó Fortunata, queriendo echárselas de valiente.
Deslizose de sus rodillas al suelo la falda de gro negro que estaba arreglando.
«Como lo oyes, chica... Allí le tienes. Desde que entres en tu casa, le sentirás la respiración».
-Quita, quita... no quiero oírte.
-Si sabré yo lo que me digo. Para que te enteres: hace media hora que he estado hablando con él en casa de una amiga. Si no caes en la trampa, creo que el pobrecito revienta... tan dislocado está por ti.
-El cuarto de al lado... a mano izquierda cuando entramos... el mío a esta mano; de modo que... No me vuelvas loca...
-Lo ha tomado por cuenta de él una que
llaman Cirila... Tú no la conoces; yo sí: ha sido
Fortunata sintió que se congestionaba. Su cabeza ardía.
«Vaya, todo eso es cuento... ¿Piensas que me voy a creer esas bolas?... ¡Como no se acuerde él de mí...!, ni falta.
-Tú lo has de ver. ¡Ay qué chico! Da pena verle... loquito por ti... y arrepentido de la partida serrana que te jugó. Si la pudiera reparar, la repararía. Créetelo porque yo te lo digo.
En esto entró Papitos con pretexto de preguntar una cosa a la señorita, pero realmente con el único objeto de curiosear. Lo mismo fue verla Mauricia que echarle los tiempos del modo más despótico.
«Mira, chiquilla, si no te largas, verás».
La amenazó con un movimiento del brazo, precursor de una gran bofetada; pero la mona se le rebeló, chillando así: «No me da la gana... ¿Y a usted qué?... ¡Mía esta!...». Fortunata le dijo: «Papitos, vete a la cocina», y obedeció la rapaza, aunque de muy mala gana.
«Pues yo... -prosiguió Fortunata-, si es verdad, le diré a mi marido que tome otra casa».
-Tendrías que cantarle el motivo.
-Se lo cantaré... vaya.
-Bonita escandalera armarías... Nada,
hija,
-Pues ea... no me casaré -dijo la novia en el colmo ya de la confusión.
-¡Quia! Por tonta que te quieras
volver, no harás tal... ¿Crees que esas brevas caen todos los días?
Que se te quite de la cabeza... Casadita, puedes hacer lo que
quieras, guardando el aparato de la
Fortunata callaba, mirando vagamente al suelo, con la barba apoyada en la mano.
«¿Qué miras? -dijo la Dura
inclinándose-. ¡Ah!, otro botón... y este es negro, con tres
Recogiendo el botón, lo miraba de cerca. Anochecía, y la sala se iba quedando a oscuras. Poco después Fortunata veía sólo el bulto de su amiga y los zapatos amarillos. Empezaba a cogerle miedo; pero no deseaba que se marchase, sino que hablara más y más del mismo temeroso asunto.
«Te digo que no me caso» repitió la
joven, sintiendo que se renovaba en su alma el horror al matrimonio
con el chico de Rubín. Y las ideas tan trabajosamente construidas
en las Micaelas, se desquiciaron de repente. Aquel altarito
«El cuarto de la izquierda... de modo que... Eso es estar vendida... Una puerta aquí, otra allí...».
-Lo que te digo, una patita en la trampa; sólo te falta meter la otra.
Y rompió a reír de nuevo con aquella franqueza insolente que a Fortunata le agradaba, cosa extraña, despertando en su alma instintos de dulce perversidad.
«Nada, yo no me caso, que no me caso, ¡ea! -declaró la novia levantándose y dando pasos de aquí para allí, cual si moviéndose quisiera infundirse la energía que le faltaba».
-Como lo vuelvas a decir... -añadió Mauricia haciendo un gesto de burlesca amenaza-. ¿Piensas que una ganga como esta se encuentra detrás de cada esquina? Nada, chica, a casarse tocan. En ese espejo quisieran verse otras. Y para acabar, chica, cásate, y haz por no caer en la trampa. Vaya, ponte a ser honrada, que de menos nos hizo Dios... Oye lo que te digo, que es el Evangelio, chica, el puro Evangelio:
Fortunata se detuvo ante su amiga, y esta la obligó a sentarse otra vez a su lado.
«Nada, te casas... porque casarte es
tu salvación. Si no, vas a andar de mano en mano hasta la
consunción de los siglos. Tú no seas boba;
-Pues sí -dijo Fortunata animándose-, ¿qué me importa a mí la trampa? Como yo no quiera caer...
-Claro... El otro ahí junto... pues que le parta un rayo. ¿A ti qué? Tú di «soy honrada», y de ahí no te saca nadie. A los pocos días le dices a tu esposo de tu alma que la casa no te gusta, y tomáis otra.
-Di que sí... tomamos otra, y se acabó la trampa -observó la novia tomando en serio los consejos de su amiga.
-Verdad que él no se acobardará, y a donde vayas, él detrás. Créeme que está loco, Y te digo más. La criada que tienes, esa Patricia que le recomendó a doña Lupe el señor de Torquemada, está vendida.
-¡Vendida!... ¡Ah!... -exclamó Fortunata con nuevo terror-. Mira tú por qué esa mujer no me gustó cuando la vi esta mañana. Es muy adulona, muy relamida, y tiene todo el aire de un serpentón... Pues nada, le diré a mi marido que no me gusta, y mañana mismo la despido.
-Eso... y viva el
Fortunata parecía recobrar la calma con esta exhortación de su amiga, expresada de una manera cariñosa y fraternal.
«Otra cosa se me ocurre -indicó luego con la alegría del náufrago que ve flotar una tabla cerca de sí-. Le diré a mi marido que estoy mala y que me lleve a vivir al pueblo ese donde ha cogido la herencia».
-¡Pueblo!... ¿Y qué vas a hacer tú en
un pueblo? -dijo Mauricia con expresión de desconsuelo, como una
madre que se ocupa del porvenir de su hija-. Mira tú, y créelo
porque yo te lo digo: más difícil es ser honrada en un pueblo chico
que en estas ciudades grandes donde hay mucho personal, porque en
los pueblos se aburre una; y como no hay más que dos o tres sujetos
finos y siempre les estás viendo, ¡qué peine!, acabas por
encapricharte con alguno de ellos. Yo conozco bien lo que son los
pueblos de corto personal. Resulta que el alcalde, y si no el
alcalde el médico y si no el juez, si lo hay, te hacen tilín, y no
quiero decirte nada. En último caso, tanto te aburres, que te da un
-Quita, quita, ¡qué asco!
-Pues chica, no pienses en salir de
Madrid -agregó la tarasca cogiéndola por un brazo, atrayéndola a sí
y sentándola sobre sus rodillas-. Hija de mi vida, ¿a quién quiero
yo? A ti nada más. Lo que yo te diga es por tu bien.
Fortunata iba a responder algo; pero la campanilla anunció que se aproximaba doña Lupe.
Cuando esta penetró en la sala, ya sabía por Papitos quién estaba allí.
-¿En dónde está esa loca? -entró diciendo-. ¡Pero qué oscuridad! No veo gota. Mauricia...
-Aquí estoy, mi señora doña Lupe. Ya nos podían traer una luz.
Fortunata fue por la luz, y en tanto la viuda dijo a su corredora:
«¿Qué traes por acá? ¡Cuánto tiempo...! ¿Y qué tal? ¿Te has enmendado? Porque el padre Pintado le contó a Nicolás horrores de ti...».
-No haga caso, señora. D. León es muy fabulista y boquea más de la cuenta. Fue un pronto que tuve.
-¡Vaya unos prontos!... ¿Y qué traes ahí?
Entró Fortunata con la lámpara encendida, y la tarasca empezó a mostrar mantones de Manila, un tapiz japonés, una colcha de malla y felpilla.
«Mire, mire qué primores. Este pañolón
es de la señá marquesa de Tellería. Lo da por un pedazo de pan.
Anímese, señora, para que haga un regalo a su sobrina, el día de
mañana, que así sea el
-¡Quita allá!... ni para qué quiere esta mantones. ¡Buenos están los tiempos! ¿Y qué precio?... ¡Cincuenta duros! Ajajá... ¡qué gracia! Los tengo yo del propio Senquá, mucho más floreados que ese y los doy a veinticinco.
-Quisiera verlos... ¿Sabe lo que le digo? Que me caiga muerta aquí mismo, si no es verdad que me han ofrecido treinta y ocho y no lo he querido dar... Mire, por estas cruces.
Y haciendo la cruz con dos dedos, se la besó.
-«A buena parte vienes!... Si estoy yo de mantones...».
-Pero no serán como este.
-Mejores, cien veces mejores... Pero me alegro de que hayas venido: te voy a dar un aderezo para que me lo corras.
Y siguieron picoteando de este modo hasta que entró Maximiliano, y doña Lupe mandó sacar la sopa. El novio, enterándose de que había visita en la sala, acercose despacito a la puerta para ver quién era. «Es Mauricia» le dijo su prometida saliéndole al encuentro.
Ambos se fueron al comedor, esperando allí a que su tía despachase a la corredora. Cuando esta se fue no quiso Fortunata salir a despedirla, por temor de que dijese algo que la pudiera comprometer.
-III-
Maximiliano habló a su futura de las invitaciones que había hecho, y ella le oía como quien oye llover; mas no reparó el joven en esta distracción por lo muy exaltado que estaba. Como era tan idealista, quería hacer el papel de novio con todas las reglas recomendadas por el uso, y aunque se vio solo en el comedor con su amada, tratábala con aquellos miramientos que impone el pudor más exquisito. No se decidía ni a besarla, gozando con la idea de poder hacerlo a sus anchas después de recibidas las bendiciones de la Iglesia, y aun de hacerle otras caricias con la falsa ilusión de no habérselas hecho antes. Mientras comían, Fortunata se sintió anegada en tristeza, que le costaba trabajo disimular. Inspirábale el próximo estado tanto temor y repugnancia, que le pasó por el pensamiento la idea de escaparse de la casa, y se dijo: «No me llevan a la Iglesia ni atada». Doña Lupe, que gustaba tanto de hacer papeles y de poner en todos los actos la corrección social, no quería que los novios se quedasen solos ni un momento. Había que emplear una ficción moral como tributo a la moral misma y en prueba de la importancia que debemos dar a la forma en todas nuestras acciones.
Fortunata estuvo muy desvelada aquella
Doña Lupe dejó las ociosas plumas a las cinco de la mañana cuando aún no era de día, y arrancó de la cama a Papitos, tirándole de una oreja, para que encendiera la lumbre. ¡Flojita tarea la de aquel día; un almuerzo para doce personas! Llamó a Fortunata para que se fuera arreglando, y acordaron dejar dormir a Maxi hasta la hora precisa, porque los madrugones le sentaban mal. Dio varias disposiciones a la novia para que trabajara en la cocina, y se fue a la compra con Papitos, llevando el cesto más grande que en la casa había.
Lo que doña Lupe llamaba el
Púsose la novia su vestido de seda negro, y doña Lupe se empeñó en plantarle un ramo de azahar en el pecho. Hubo disputa sobre esto... que sí, que no. Pero la señora de D. Basilio había traído el ramo y no se la podía desairar. Como que era el mismo ramo que ella se había puesto el día de su boda. Fortunata estaba guapísima, y Papitos buscaba mil pretextos para ir al gabinete y admirarla aunque sólo fuera un instante. «Esta sí que no tiene algodón en la delantera» pensaba.
La de Jáuregui se puso su
Maxi llevaba su levita nueva y la
chistera que aquel día se puso por primera vez. Extrañaba mucho
aquel desusado armatoste, y cuando se lo veía en la sombra,
parecíale de tres o cuatro palmos de alto. Dentro de casa, creía
que tocaba con su sombrero al techo. Pero en orden de chisteras, la
más notable era la de D. Basilio Andrés de la Caña, que lo menos
era de catorce modas atrasadas, y databa del tiempo en que Bravo
Murillo le hizo ordenador de pagos. Las botas miraban con envidia
al sombrero por el lustre que tenía. Nicolás Rubín presentose menos
desaseado que otras veces, sintiendo no haber podido traer a D.
León.
Fortunata tenía la boca extraordinariamente amarga, cual si estuviera mascando palitos de quina. Al entrar en la parroquia sintió horrible miedo. Figurábase que su enemigo estaba escondido tras un pilar. Si sentía pasos, creía que eran los de él. La ceremonia verificose en la sacristía, y duró poco tiempo. Impresionaron mucho a la novia los símbolos del Sacramento, y por poco se cae redonda al suelo. Y al propio tiempo sentía en sí una luz nueva, algo como un sacudimiento, el choque de la dignidad que entraba. La idea del señorío enderezó su espíritu, que estaba como columna inclinada y próxima a perder el equilibrio. ¡Casada!, ¡honrada o en disposición de serlo! Se reconocía otra. Estas ideas, que quizás procedían de un fenómeno espasmódico, la confortaron; pero al salir volvió a sentirse acometida del miedo. ¡Si por acaso el enemigo se le aparecía...! Porque Mauricia le había dicho que rondaba, que rondaba, que rondaba... ¡Aquí de la Virgen! Pero ¡qué cosas! ¡Si María Santísima protegía ahora al enemigo! Esta idea extravagante no la podía echar de sí. ¿Cómo era posible que la Virgen defendiera el pecado? ¡Tremendo disparate!, pero disparate y todo, no había medio de destruirlo.
De regreso a la casa, doña Lupe no
cabía en
Durante el almuerzo, que fue largo y fastidioso, Fortunata siguió muy encogida, sin atreverse a hablar, o haciéndolo con mucha torpeza cuando no tenía más remedio. Temía no comer con bastante finura y revelar demasiado su escasa educación. El temor de parecer ordinaria era causa de que las palabras se detuvieran en sus labios en el momento de ser pronunciadas. Doña Lupe, que la tenía al lado, estaba al quite para auxiliarla si fuera menester, y en los más de los casos respondía por ella, si algo se le preguntaba, o le soplaba con disimulo lo que debía de decir.
A un tiempo notaron Fortunata y doña Lupe que Maximiliano no se sentía bien. El pobrecito quería engañarse a sí mismo, haciéndose el valiente; mas al fin se entregó. «Tú tienes jaqueca» le dijo su tía. «Sí que la tengo -replicó él con desaliento, llevándose la mano a los ojos-; pero quería olvidarla a ver si no haciéndole caso, se pasaba. Pero es inútil; no me escapo ya. Parece que se me abre la cabeza. Ya se ve, la agitación de ayer, la mala noche, porque a las tres de la mañana desperté creyendo que era la hora, y no volví a dormir».
Hubo en la mesa un coro compasivo. Todos dirigían al pobre jaquecoso miradas de lástima y algunos le proponían remedios extravagantes.
«Es mal de familia -observó Nicolás-,
y
-¿Cómo es eso?... ¿aplicándose una tajada a la cabeza?
-No, hija... comiéndolo...
-¡Ah!, uso interno...
-Vale más que te retires -dijo Fortunata a su marido, cuyo sufrimiento crecía por instantes.
Doña Lupe fue de la misma opinión, y Maximiliano pidió permiso para retirarse, siéndole concedido con otro coro de lamentaciones. El almuerzo tocaba ya a su fin. Fortunata se levantó para acompañar a su marido, y no hay que decir que, sintiendo el motivo, se alegraba de abandonar la mesa, por verse libre de la etiqueta y de aquel suplicio de las miradas de tanta gente. Maxi se echó en su cama; su mujer le arropó bien, y cerrando las maderas, fue a la cocina a hacer un té. Allí tropezó con doña Lupe, que le dijo:
«Primero es el café. Ya lo están esperando. Ayúdame, y luego harás el té para tu marido. Lo que él necesita más es descanso».
La sobremesa fue larga. Pegaron la
hebra D. Basilio y Nicolás sobre el carlismo, la guerra y su
solución probable, y se armó una gran
«Mira que te vas a poner peor. Duerme aquí, y mañana...».
-No, no quiero. Me siento algo aliviado. El periodo más malo pasó ya. Ahora el dolor está como indeciso, y dentro de media hora aparecerá en el lado derecho, dejándome libre el izquierdo. Nos vamos a casa, me acuesto entre sábanas y allí pasaré lo que me resta.
Fortunata insistía en que no se moviese, pero él se levantó y se puso la capa. No hubo más remedio que emprender la marcha para la otra casa.
«Tía -dijo Maxi-, que no se olvide el
frasco de láudano. Cógelo tú, Fortunata, y llévalo. Cuando me meta
en la cama, trataré de dormir,
Muy abrigado y la cabeza bien envuelta para que no le diese frío, lleváronle a la casa matrimonial, que fue estrenada en condiciones poco lisonjeras. La distancia entre ambos domicilios era muy corta. Al atravesar la calle de Santa Feliciana, Fortunata creyó ver... juraría... Le corrió una exhalación fría por todo el cuerpo. Pero no se atrevía a mirar para atrás con objeto de cerciorarse. Probablemente no era más que delirio y azoramiento de su alma, motivados por las mil andróminas que le había contado Mauricia.
Llegaron, y como todo estaba preparado
para pernoctar, nada echaron de menos. Sólo se hablan olvidado unas
bujías y Patricia bajó a traerlas. Acostado Maxi, sucedió lo que se
temía: que se puso peor, y vuelta a los vómitos y a la desazón
espasmódica. «Tú no quieres hacer caso de mí... ¡Cuánto mejor que
hubieras dormido en casa esta noche! Ahí tienes el resultado de tu
terquedad». Después de expresar su opinión autoritaria de esta
manera, doña Lupe, viendo a su sobrino más tranquilo y como vencido
del sopor, empezó a dar instrucciones a Fortunata sobre el gobierno
de la casa. No aconsejaba, sino que disponía. Por dar órdenes,
hasta le dijo lo que había de mandar
Serían las diez cuando la desposada se
quedó sola con su marido y con Patricia. Maxi no acababa de
tranquilizarse, por lo que fue preciso apelar al remedio heroico.
El mismo enfermo lo pidió, dejando oír una voz quejumbrosa
-IV-
Al ver dormido a su esposo, pareciole
a Fortunata que se alejaba; encontrose sola, rodeada de un silencio
alevoso y de una quietud traidora. Dio varias vueltas por la casa,
sin apartar el pensamiento y las miradas de los tabiques que
separaban su cuarto del inmediato, y los tales tabiques se le
antojaron transparentes, como delgadas gasas, que permitían ver
todo lo que de la otra parte pasaba. Andando de puntillas por los
pasillos y por la sala, percibió rumor de voces. Si aplicara el
oído a la pared, oiría quizás claramente; pero no se atrevió a
aplicarlo. Por la ventana del comedor que daba a un patio
medianero, veíase otra ventana igual con visillos en los cristales.
Allí lucía una lámpara con pantalla verde, y alrededor de ella
pasaban bultos, sombras, borrosas
Después de hacer estas observaciones, fue a la cocina, donde estaba la criada preparando los trastos para el día siguiente. Era tan hacendosa y tan corrida en el oficio, que la misma doña Lupe se sorprendía de verla trabajar, porque despachaba las cosas en un decir Jesús, sin atropellarse. Pero a Fortunata le era antipática por aquella amabilidad empalagosa tras de la cual vislumbraba la traición.
«Patricia -le dijo su ama, afectando una curiosidad indiferente-. ¿Sabe usted qué gente es esa del cuarto de al lado?».
-Señorita -replicó la criada sin dejarla concluir-; como estoy aquí desde el día antes de salir usted del convento, ya conozco a toda la vecindad... ¿sabe? En ese cuarto vive una señora muy fina que la llaman doña Cirila. Su marido es no sé qué del tren. Tiene una gorra con galones y letras. Esta noche, cuando bajé por las bujías, me encontré a la vecina en la tienda y me preguntó por el señorito. Dijo que cualquier cosa que se ofreciera... ¿sabe? Es muy amable. Ayer entró aquí a ver la casa, y yo pasé a la suya... Dice que tiene muchas ganas de hacerle a usted la visita.
-¡A mí! -replicó Fortunata sentándose
en la silla de la cocina, junto a la mesa de pino blanco-. ¡Qué
confianzudo está el tiempo! Y usted,
-Yo... señorita... calculé que...
-Nada, estoy vendida... -pensó Fortunata-, y esta mujer es el mismo demonio.
Un rato estuvo meditando, hasta que Patricia, mientras ponía los garbanzos de remojo, la sacó de su abstracción con estas mañosas palabras:
«Díjome doña Cirila que es usted muy linda, ¿sabe?... que esta mañana la vio a usted en la iglesia y que le fue muy simpática. Verá usted, cuando la trate, que también ella se deja querer. Dice que se alegrará mucho de que usted pase a su casa cuando guste... con confianza, y que de noche están jugando a la brisca hasta las doce».
-¡Que pase yo allá!... ¡yo!
-Claro... y esta noche misma puede pasar, puesto que el señorito duerme y no son más que las diez... Digo, si quiere distraerse un rato.
«¿Pero qué está usted diciendo? ¡Distraerme yo!».
Fortunata se habría dejado llevar del primer impulso de cólera, si en su alma no hubiera nacido otro impulso de tolerancia, unido a cierta relajación de conciencia. Se calló, y en aquel instante llamaron a la puerta.
«¡Llaman!... No abra usted, no abra
usted»
-¿Por qué, señorita?... ¿A qué esos miedos...? Miraré por el ventanillo.
Y fue hacia el recibimiento. Desde la cocina oyó Fortunata cuchicheo en la puerta. Duró poco, y la criada volvió diciendo:
«Los de al lado... la misma señorita Cirila fue la que llamó. Nada; que si teníamos por casualidad azucarillos... Le he dicho que no. Me preguntó cómo seguía el señorito. Le contesté que duerme como un lirón».
Fortunata salió de la cocina sin decir nada, cejijunta y con los labios temblorosos. Fue a la alcoba y observó a su marido que dormía profundamente, pronunciando en su delirio opiáceo palabras amorosas entremezcladas con términos de farmacia: «Ídolo... De acetato de morfina, un centigramo... Cielo de mi vida... Clorhidrato de amoniaco, tres gramos... disuélvase...».
Volviendo a la cocina, mandó a la
criada que se acostase; pero la señora Patria no tenía sueño.
«Mientras la señorita no se acueste, ¿para qué me he de acostar yo?
Podría ofrecerse algo». Y la muy picarona quería entablar
conversación con su ama; mas esta no le respondía a nada. De
pronto, el despierto oído de Fortunata, cuyo pensamiento estaba
reconcentrado en la trampa que a su parecer se le armaba, creyó
sentir ruido en la puerta. Parecía
Observó entonces que el cerrojo no estaba echado, y lo corrió con mucho cuidado para no hacer ruido.
«¡Vaya, que si yo me fiara de usted para guardar la casa!... A ver, atención... ¿No siente usted un ruidito como si alguien estuviera tentando la cerradura?... ¿Ve usted?, ahora empujan... ¿qué es esto?».
-Señorita... ¿sabe?, es el viento que rebulle en la escalera. No sea usted tan medrosica...
Lo más particular era que la misma
Fortunata, al correr el cerrojo con tanto cuidado, había sentido,
allá en el más apartado escondrijo de su alma, un travieso anhelo
de volverlo a descorrer. Podría ser ilusión suya; pero creía ver,
cual si la puerta fuera de cristal, a la persona que tras esta, a
su parecer, estaba... Le conocía, ¡cosa más rara!, en la manera de
empujar, en la manera de rasguñar la fechadura en la manera de
probar una llave que no servía. Durante un rato, señora y criada no
se miraron. A la primera le temblaban las manos y le andaba por
dentro del cráneo un barullo tumultuoso. La sirviente clavaba en la
señora sus
Pero a Fortunata la ganó de súbito el decoro, y tuvo un rechazo de honor y dignidad.
«Si esto sigue -dijo-, despertaré a mi marido. ¡Ah!, ya parece que se retira el ladrón, pues ladrón debe de ser...».
Tocó el cerrojo para cerciorarse de que estaba corrido, y se fue a la sala. Patricia volvió a la cocina.
«En todo caso, es demasiado pronto» pensó Fortunata sentándose en una silla y poniéndose a pensar. Fue como una concesión a las ideas malas que con tanta presteza surgían de su cerebro, como salen del hormiguero las hormigas, en larga procesión, negras y diligentes. Después trató de rehacerse de nuevo: «Resueltamente, mañana le digo a mi marido que la casa no me gusta y que es preciso que nos mudemos. Y a esta sinvergüenza la planto en la calle».
¡Qué cosas pasan! De improviso,
obedeciendo a un movimiento irresistible, casi puramente
Entonces, por los huecos de la rejilla, de fuera adentro, penetraron estas palabras adelgazadas por la voz, cual si hubieran de pasar por un tamiz finísimo: «Nena, nena... ahora sí que no te me escapas».
Fortunata no hizo movimiento alguno. Se había convertido en estatua. Creía estar sola, y vio que Patria se acercaba pasito a pasito, pisando como los gatos. No con el lenguaje, sino con aquella cara gatesca y aquella boca que parecía que se estaba siempre relamiendo, decía: «Señorita, abra usted y no haga más papeles. Si al fin ha de abrir mañana, ¿por qué no abre esta noche?».
Como si esto hubiera sido expresado
con la
-Vaya por Dios...
Largo y temeroso silencio siguió a
esto. Después sintieron que se abría y se cerraba la puerta del
cuarto vecino. Fortunata respiró. El
«Vaya por Dios» repitió Patria, como si dijera: «Tanto repulgo para caerse luego...».
Pasado un cuarto de hora, sintieron
que se abría otra vez la puerta de la izquierda. Corrió Fortunata
al ventanillo, miró con cuidado y... el
Y movida del mismo impulso mecánico, la señora de Rubín corrió al balcón de la sala, y abrió quedamente la madera... En efecto, le vio atravesar la calle y doblar la esquina de la de Don Juan de Austria. Tampoco había mirado para los balcones de la casa, como es natural mire el chasqueado expugnador de una plaza, al retirarse de sus muros.
Patricia se permitió la confianza de
poner su mano en el hombro de su ama, diciéndole:
La esposa no se acostó, y acercando una butaca a la cama, y echándose en ella, cerró los ojos. Y allá de madrugada fue vencida del sueño, y se le armó en el cerebro un penoso tumulto de cerrojos que se descorrían, de puertas que se franqueaban, de tabiques transparentes y de hombres que se colaban en su casa filtrándose por las paredes.
-V-
A la mañana siguiente, Maxi estaba
mejor, pero rendidísimo. Daba lástima verle. Su palidez era como la
de un muerto; tenía la lengua blanca, mucha debilidad y ningún
apetito.
Vino doña Lupe muy temprano, y enterada que Maxi estaba bien, empezó a dar órdenes y más órdenes, y a incomodarse porque ciertas cosas no se habían hecho como ella mandara. Iba de la sala a la cocina y de la cocina a la sala, dictando reglas y pragmáticas de buen gobierno. Maxi se quejaba de que su mujer estaba más tiempo fuera de la alcoba que en ella, y la llamaba a cada instante.
«Gracias a Dios, hija, que pareces por aquí. Ni siquiera me has dado un beso. ¡Qué día de boda, hija, y qué noche! Esta maldita jaqueca... pero ya pasó, y ahora lo menos en quince días no me volverá a dar... ¡Vamos!, ya estás otra vez queriendo marcharte a la cocina. ¿No está ahí esa señora Patria?».
-Ha ido a la compra. La que está es tu
tía, por cierto dando
-Pues déjala. Tú, a todo di que sí, y luego haces lo que quieras, pichona. Ven acá... Que trabaje Patria; para eso está. ¡Qué bien sirve! ¿verdad? Es una mujer muy lista.
-Ya lo creo...
-¿Te vas de veras?
-Sí, porque si no, tu tía me va a echar los tiempos.
-¡Pues me gusta!... Entonces me levanto, y me voy también a la cocina. Yo quiero estarte mirando hasta que me harte bien. Ahora eres mía; soy tu dueño único, y mando en ti.
-Vuelvo al momentito, rico...
-Estos momentitos me cargan -dijo él nadando en las sábanas como si fueran olas.
Toda la mañana tuvo Fortunata el pensamiento fijo en la casa vecina. Mientras almorzaba sola, miraba por la ventana del patio, pero no vio a nadie. Parecía vivienda deshabitada. Siempre que pasaba por la sala echaba la esposa de Rubín miradas furtivas a la calle. Ni un alma. Sin duda la trampa se armaba sólo por las noches.
A la tarde, hallándose sola con Patricia en la cocina, tuvo ya las palabras en la boca para preguntarle: «¿y los de al lado?». Pero no desplegó sus labios. Debió de penetrar la maldita gata aquella en el pensamiento de su ama, pues como si contestara a una pregunta, le dijo de buenas a primeras:
«Pues ahorita, cuando bajé a la carnicería, ¿sabe?, encontreme a la señorita Cirila. Me preguntó por el señorito, y dijo que pasaría a verla a usted, sin decir cuándo ni cuándo no.
-No me venga usted con cuentos de... esa familiona -contestó Fortunata, cuyo ánimo estaba bastante aplacado para poder tomar aquella correcta actitud-. Ni qué me importa a mí... ¿me entiende usted?
Maximiliano se levantó, dio algunas
vueltas; pero estaba tan débil, que tuvo que volver a acostarse.
Ella, en tanto, seguía observando. No se oía en la vecindad ningún
rumor. Por la noche igual silencio. Parecía que a la doña Cirila, a
su marido, el de la gorra con letras, y a los amigos que les
visitaban, se les había tragado la tierra. Por la noche, sintió
Fortunata tristeza y desasosiego tan grandes, que no sabía lo que
le pasaba. Se habría podido creer que la contrariaba el no ver a
nadie de la casa próxima, el no sentir pisadas, ni ruido de
puertas, ni nada. Maximiliano, que desde media tarde había vuelto a
nadar entre las agitadas sábanas del lecho, y estaba tan
impertinente como un niño enfermo que ha entrado en la
convalecencia, dijo a su consorte, ya cerca de las diez, que se
acostase, y esta obedeció; mas la repugnancia y hastío que
inundaban su alma en aquel instante eran de tal modo imperiosos,
que le costó trabajo no darlos a conocer. Y el pobre chico no se
encontraba en aptitud de expresarle su desmedido amor de otro modo
que por manifestaciones relacionadas exclusivamente con el
pensamiento y con el corazón. Palabras
Maxi se quedó más tiempo en la cama,
hartándose de sueño, aquel reparo que su desmedrada constitución
reclamaba. Púsose Fortunata a arreglar la casa y mandó a Patricia a
la compra, cuando he aquí que entra doña Lupe toda descompuesta:
«¿No sabes lo que pasa? Pues una friolera. Déjame sentar que vengo
sofocadísima. Vaya que dan que hacer mis dichosos sobrinos. Anoche
han puesto preso a Juan Pablo. Ha venido a decírmelo ahora mismo D.
Basilio. Entraron los de la policía en la casa de esa mujer con
quien vive ahora, ¿te vas enterando?, y después de registrar todo y
de coger los papeles, trincaron a mi sobrino, y en el Saladero me
le tienes... Vamos a ver, ¿y qué hago yo ahora? Francamente, se ha
portado muy mal conmigo; es un mal agradecido y un manirroto. Si
sólo se tratara de tenerle unos días en la cárcel, hasta me
alegraría, para que
Maxi, que oyera desde la alcoba algunas palabras de este relato, llamó; y doña Lupe lo repitió en su presencia, añadiendo:
«Es preciso que te levantes ahora
mismo y vayas a ver a todas las personas que puedan interesarse por
tu hermano, que bien ganado se tiene el achuchón, ¡pero qué le
hemos de hacer!... Tú verás a D. León Pintado, para que te presente
al Doctor Sedeño, el cual te presentará a D. Juan de Lantigua, que
aunque es un señor muy
Púsose la viuda en movimiento con aquella actividad valerosa que le había proporcionado tantos éxitos en su vida, y Fortunata y Papitos quedaron encargadas de hacer el almuerzo. A la hora de este, volvió doña Lupe sofocada, diciendo que Samaniego, el marido de Casta Moreno, se hallaba en peligro de muerte y que por aquel lado no podía hacerse nada. Casta no estaba en disposición de acompañarla a ninguna parte. Tocaría, pues, a otra puerta, yéndose derechita a ver al Sr. de Feijoo, que era amigo suyo y había sido su pretendiente, y tenía gran amistad con don Jacinto Villalonga, íntimo del Ministro de la Gobernación. A poco llegó don Basilio diciendo que Maxi no venía a almorzar. «Ha ido con D. León Pintado a ver a no sé qué personaje, y tienen para un rato».
Fortunata determinó volverse a su
casa, pues tenía algo que hacer en ella, y repitiéndole a Papitos
las varias disposiciones dictadas por la autócrata en el momento de
su segunda salida, se puso el mantón y cogió calle. No tenía prisa
y se fue a dar un paseíto, recreándose en la hermosura del día, y
dando vueltas a su pensamiento, que estaba como el Tío Vivo, dale
que le darás, y torna y vira... Iba despacio por la calle de Santa
Engracia, y se detuvo un instante en una tienda a comprar dátiles,
que le gustaban mucho. Siguiendo luego su vagabundo camino,
saboreaba el placer íntimo de la libertad, de estar sola y suelta
siquiera poco tiempo. La idea de poder ir a donde gustase la
excitaba haciendo circular su sangre con más viveza. Tradújose esta
disposición de ánimo en un sentimiento filantrópico, pues toda la
calderilla que tenía la iba dando a los pobres que encontraba, que
no eran pocos... Y anda que andarás, vino a hacerse la
consideración de que no sentía malditas ganas de meterse en su
casa. ¿Qué iba ella a hacer en su casa? Nada. Conveníale sacudirse,
tomar el aire. Bastante esclavitud había tenido dentro de las
Micaelas. ¡Qué gusto poder coger de punta a punta una calle tan
larga como la de Santa Engracia! El principal goce del paseo era ir
solita, libre. Ni Maxi ni doña Lupe ni Patricia ni nadie podían
contarle los pasos, ni vigilarla ni detenerla.
Ocurriole si no tendría ella
«Todo va al revés para mí... Dios no me hace caso. Cuidado que me pone las cosas mal... El hombre que quise, ¿por qué no era un triste albañil? Pues no; había de ser señorito rico, para que me engañara y no se pudiera casar conmigo... Luego, lo natural era que yo le aborreciera... pues no señor, sale siempre la mala, sale que le quiero más... Luego lo natural era que me dejara en paz, y así se me pasaría esto; pues no señor, la mala otra vez; me anda rondando y me tiene armada una trampa... También era natural que ninguna persona decente se quisiera casar conmigo; pues no señor, sale Maxi y... ¡tras!, me pone en el disparadero de casarme, y nada, cuando apenas lo pienso, bendición al canto... ¿Pero es verdad que estoy casada yo?...».
-VI-
Miraba el hueso del dátil que se
acababa de comer, y como si el hueso le dijera que sí, hizo ella un
signo afirmativo y algo desconsolado... «¡Vaya si lo estoy!».
Quedose tan profundamente ensimismada, que olvidó dónde estaba.
Pero levantándose de repente, echó a andar hacia abajo, como los
que llevan en el cerebro ese cascabel que se llama
La curiosidad pudo más que nada y Fortunata miró; no era. Más adelante sintió otra vez pasos persistentes y vio una sombra que se extendía por la calle, paralela a su sombra. Aquel sí era... ¿Miraría? No; más valía no darse por entendida... Por fin, la pícara curiosidad... Miró y tampoco era. Al llegar a su casa estaba más tranquila. Cuando Patria abrió la puerta, le preguntó: «¿Ha venido alguien? ¿El señorito está?...».
-El señorito no viene hasta la noche. Mandó un recado para que no le esperase usted.
Y la taimada gata se sonreía de un modo tan zalamero, que Fortunata no pudo menos de preguntarle: «¿Quién está ahí?».
Volvió a sonreír Patricia con infernal
malicia, y... «¿Qué... pero qué...?» balbució la señora acercándose
de puntillas a la puerta de la sala. Empujola suavemente hasta
abrir un poquito. No veía nada. Abrió más, más... Estaba pálida
como si se hubiera quedado sin sangre... Abrió más... acabáramos.
En el sofá de la sala, tranquilamente sentado... ¡Dios!,
Fortunata no daba un paso. De repente (el demonio explicara aquello), sintió una alegría insensata, un estallido de infinitas ansias que en su alma estaban contenidas. Y se precipitó en los brazos del Delfín, lanzando este grito salvaje: «¡Nene!... ¡bendito Dios!».
Olvidados de todo, los amantes estuvieron abrazados largo rato. La prójima fue quien primero habló, diciendo: «Nene, me muero por ti...».
«Ven acá» dijo Santa Cruz cogiéndola
por una brazo. Dejábase llevar ella, como la cosa más natural del
mundo. Franquearon la puerta de la casa, que estaba abierta. Y la
del cuarto de la izquierda, ¡qué casualidad!, abierta también.
-¡Sin acordarme! Desde que volví de Valencia te estoy dando caza... ¡Lo que he pasado, hija! Ya te contaré. Y al fin te he cogido... ¡ah, buena pieza! Ahora me las pagarás todas juntas... ¡Cuánto me has hecho sufrir!... ¡Más maldiciones le he echado a ese dichoso convento...! Pero qué guapa estás, nena.
-
-Estás hermosísima.
-
El frío aquel de fiebre se trocó de improviso en calor violentísimo, y la risa convulsiva en explosión de llanto.
«No es día de llorar, sino de estar alegre».
-¿Sabes de qué me acuerdo? De mi
-¡Cuánto tenemos que contar!... yo a ti, tú a mí. Ya sé que te has casado. Has hecho bien.
Este
«¿Y por qué hice bien?».
-Porque así eres más libre y tienes un nombre. Puedes hacer lo que quieras, siempre que lo hagas con discreción. He oído que tu marido es un buen chico, que ve visiones...
Al oír esto, vio Fortunata levantarse
en su espíritu la imagen ideal, o más bien, el espectro de su
perversidad. Lo que acababa de hacer era de lo que apenas tiene
nombre, por lo muy extraordinario y anormal, en el registro de las
maldades humanas. El lugar, la ocasión daban a su acto mayor
fealdad, y así lo comprendió en un rápido examen de conciencia;
pero tenía la antigua y siempre nueva pasión tanto empuje y
lozanía, que el espectro huyó sin dejar rastro de sí. Se
consideraba Fortunata en aquel caso como ciego mecanismo que recibe
impulso de sobrenatural mano. Lo que había hecho, hacíalo, a juicio
suyo, por disposición de las misteriosas energías que ordenan las
cosas más grandes del universo, la salida del Sol y la caída de los
cuerpos graves. Y ni podía dejar de hacerlo, ni discutía lo
inevitable, ni intentaba atenuar su responsabilidad, porque esta no
la veía muy clara, y aunque la viese, era persona tan firme en su
dirección, que no se detenía
«Esto de alquilar la casa próxima a la tuya -dijo Santa Cruz-, es una calaverada que no puede disculparse sino por la demencia en que yo estaba, niña mía, y por mi furor de verte y hablarte. Cuando supe que habías venido a Madrid, ¡me entró un delirio...! Yo tenía contigo una deuda del corazón, y el cariño que te debía me pesaba en la conciencia. Me volví loco, te busqué como se busca lo que más queremos en el mundo. No te encontré; a la vuelta de una esquina me acechaba una pulmonía para darme el estacazo... caí».
-¡Pobrecito mío!... Lo supe, sí. También supe que me buscaste. ¡Dios te lo pague! Si lo hubiera sabido antes, me habrías encontrado.
Esparció sus miradas por la sala; pero la relativa elegancia con que estaba puesta no la afectó. En miserable bodegón, en un sótano lleno de telarañas, en cualquier lugar subterráneo y fétido habría estado contenta con tal de tener al lado a quien entonces tenía. No se hartaba de mirarle.
«¡Qué guapo estás!».
-¿Pues y tú? ¡Estás preciosísima!... Estás ahora mucho mejor que antes.
-¡Ah!, no -repuso ella con cierta
coquetería-. ¿Lo dices porque me he civilizado algo? ¡Quia!, no lo
creas: yo no me civilizo, ni quiero; soy
-¡Pueblo!, eso es -observó Juan con un poquito de pedantería-; en otros términos: lo esencial de la humanidad, la materia prima, porque cuando la civilización deja perder los grandes sentimientos, las ideas matrices, hay que ir a buscarlos al bloque, a la cantera del pueblo.
Fortunata no entendía bien los conceptos; pero alguna idea vaga tenía de aquello.
«Me parece mentira -dijo él-, que te tengo aquí, cogida otra vez con lazo, fierecita mía, y que puedo pedirte perdón por todo el mal que te he hecho...».
-Quita allá... ¡perdón! -exclamó la joven anegándose en su propia generosidad-. Si me quieres, ¿qué importa lo pasado?
En el mismo instante alzó la frente, y con satánica convicción, que tenía cierta hermosura por ser convicción y por ser satánica, se dejó decir estas arrogantes palabras:
«Mi marido eres tú... todo lo demás... ¡papas!».
Elástica era la conciencia de Santa
Cruz, mas no tanto que no sintiera cierto terror al oír expresión
tan atrevida. Por corresponder, iba él a decir
-VII-
Ya de noche pasó Fortunata a su casa. Su marido no había llegado aún. Mientras le esperaba, la pecadora volvió a ver el espectro aquel de su perversidad; pero entonces le vio más claro, y no pudo tan fácilmente hacerle huir de su espíritu. «Me han engañado -pensaba-, me han llevado al casorio, como llevan una res al matadero, y cuando quise recordar, ya estaba degollada... ¿Qué culpa tengo yo?». La casa estaba a oscuras y encendió luz. Al arrojar la cerilla en el suelo, esta cayó encendida, y Fortunata la miró con vivo interés, recordando una de las supersticiones que le habían enseñado en su juventud. «Cuando la cerilla cae prendida -se dijo- y con la llama vuelta para una, buena suerte».
Maxi entró cansado y meditabundo; pero al ver a su mujer se puso alegre. ¡Todo un día sin verla! Le había traído un paquete de rosquillas. ¿Y Juan Pablo? Al fin se arreglaría todo. Seguramente no iba a las islas Marianas, pero quizás le tendrían en el Saladero quince o veinte días. «Y merecido, hija. ¿Para qué se mete a buscarle el pelo al huevo?».
Mientras comieron, Fortunata
contemplaba a su marido, más que en la realidad, en sí misma, y de
este examen surgía un tedio abrumador,
«Alma mía -le dijo su marido cuando acababan de comer-, veo con gusto que no te falta apetito. ¿Quieres que nos vayamos ahora a un café?».
-No -replicó ella secamente-. Estoy rendidísima. ¿No ves que se me cierran los párpados? Lo que quiero es dormir.
-Bueno, mejor; yo también lo deseo.
Acostáronse, y el tiempo que aún estuvo despierta empleolo Fortunata en hacer comparaciones. El cuerpo desmedrado de Maxi le producía, al tocar el suyo, crispamientos nerviosos. Y también se dio a pensar en lo molesto y difícil que era para ella tener que vivir dos vidas diferentes, una verdadera, otra falsa, como las vidas de los que trabajan en el teatro. A ella le era muy difícil representar y fingir, por lo que su tormento se crecía considerablemente. «No podré, no podré -pensaba al dormirse- hacer esta comedia mucho tiempo». A la madrugada despertó después de un profundísimo y reparador sueño, y entonces le dio por llorar, haciendo cálculos, representándose con gran poder de la mente escenas probables, y condoliéndose de no poder ver a su amante a todas horas.
En los siguientes días, las escapadas al cuarto vecino tenían lugar a horas varias, cuando Maxi salía. Iba a estudiar con un amigo para tomar el grado, y además solía ir a la farmacia de Samaniego. Ya estaba acordado que tendría plaza en el establecimiento. Aunque sus ausencias eran seguras, ambos criminales determinaron poner el nido más lejos. En tanto, Patricia hacía lo que le daba la gana. Las disposiciones de Fortunata y aun de la misma doña Lupe eran letra muerta. Robaba descaradamente, y su ama no se atrevía a reprenderla. Santa Cruz, que era el autor de todo aquel fregado, no sabía cómo arreglarlo, cuando su amiga le consultaba. El plan más prudente era tomar otro cuarto y despedir luego a Patricia, dándole una buena propina para que se callara.
Algunos días el Delfín ofrecía regalos
y dinero a su amante; pero esta no quería tomar nada. Se le había
encajado en la cabeza una manía estrambótica, de que ambos se reían
mucho, cuando ella la contaba. Pues la manía era que Juanito
«En resumidas cuentas -le decía él-, eres una inocentona. Pero, di, ¿no te gusta el lujo?».
-Cuando no estoy contigo, me gusta algo, no mucho. Nunca me he chiflado por los trapos. Pero cuando te tengo, lo mismo me da oro que cobre; seda y percal todo es lo mismo.
-Háblame con franqueza. ¿No necesitas nada?
-«Nada; me lo puedes creer». -«¿Ese alma de Dios te da todo lo que necesitas?». -«Todo; me lo puedes creer». -«Quiero regalarte un vestido». -«No me lo pondré». -«Y un sombrero». -«Lo convertiré en espuerta». -«¿Has hecho voto de pobreza?». -«Yo no he hecho voto de nada. Te quiero porque te quiero, y no sé más».
«Nada, enteramente primitiva» pensaba el Delfín, el bloque del pueblo, al cual se han de ir a buscar los sentimientos que la civilización deja perder por refinarlos demasiado.
Un día hablaban de Maximiliano.
«¡Infeliz chico! -decía Fortunata-, el odio que le he tomado, no es
odio verdadero sino lástima. Siempre me fue muy antipático. Me dejé
meter en las Micaelas y me dejé casar... ¿Sabes tú cómo fue todo
eso?, pues como lo que cuentan de que
-¡A la Virgen!... ¿pero tú crees?... -dijo Santa Cruz pasmado, pues tenía a Fortunata por heterodoxa.
-¿Pues no he de creer? Lo que me
aconseja la Virgen siempre que le rezo con los ojos cerrados, es
que te quiera mucho y me deje querer de ti... La tienes de tu
parte, chiquillo... ¿De qué te espantas? Pues digo; yo le rezo a la
Virgen y ella me protege, aunque yo sea mala. ¡Quién sabe lo que
resultará de aquí, y si las cosas se volverán algún día lo que
-Oye una cosa -dijo el Delfín, que se recreaba en las singularísimas nociones de aquel espíritu-. ¿Y si tu marido descubriera esto y me quisiera matar?
-¡Ay!, no me lo digas... ni en broma
me lo
-Pero vamos a ver, nena: ¿No me
guardas rencor por haberte abandonado, dejándote en la miseria, con
tus
-Ningún rencor te guardo: Entonces
estaba rabiosa. La rabia y la miseria me llevaron con
-¿Pero qué ideas tienes tú de las maneras de tomar venganza?
-No me preguntes nada... no sé... Vengarse es hacer lo que no se debe... lo más feo, lo más...
-¿Y de quién te vengas así, criatura?
-Pues de Dios, de... de qué sé yo...
no me preguntes, porque para explicártelo, tendría que ser sabia
como tú, y yo no sé jota, ni aprendo nada, aunque doña Lupe y las
monjas, frota
Santa Cruz estuvo un gran rato pensativo.
Un día hablaron también de Jacinta... No gustaba Juan que la conversación fuese llevada a este terreno; pero Fortunata, siempre que tenía ocasión, íbase a él derecha. A sus preguntas, contestaba el otro evasivamente.
«Mira, nena; deja a mi mujer en su casa».
-Pues asegúrame que no la quieres.
-La quiero, sí... ¿a qué engañarte?... pero de una manera muy distinta que a ti. Le guardo todas las consideraciones que ella se merece, porque... no puedes figurarte lo buena que es.
Fortunata siguió inquiriendo con molesta curiosidad todo lo que quería saber respecto a la intimidad de los esposos; pero el otro se escurría gallardamente, dejando a salvo, hasta donde era posible en aquel criminal coloquio, la personalidad sagrada de su mujer.
«La pobrecilla -dijo al fin-, tiene una pasión que la domina, mejor dicho, una manía que la trae trastornada».
-¿Qué es?
-La manía de los hijos. Dios no quiere
y ella se empeña en que sí. De la pena que le causa su esterilidad,
se ha desmejorado, ha enflaquecido, y hace algún tiempo que se está
llenando de canas. Es ya pasión de ánimo. ¿Te enteraste de lo que
pasó? Pues le dieron el gran
-
-Calla, tonta, mi mujer se vuelve loca por todos los niños del universo, sean de quien fueren. Y al supuesto Juanín, bastara que le tuviera por mío, para que le adorara. Ella es así; si no tienes tú idea de lo buena que es. ¡Pues si pariera...! Santo Cristo, no quiero pensarlo. De seguro perdía el juicio, y nos lo hacía perder a todos. Querría a mi hijo más que a mí y más que al mundo entero.
Quedose Fortunata, al oír esto, risueña y pensativa. ¿Qué estaba tramando aquella cabeza llena de extravagancias? Pues esto:
«Escucha, nenito de mi vida, lo que se me ha ocurrido. Una gran idea; verás. Le voy a proponer un trato a tu mujer. ¿Dirá que sí?».
-Veamos lo que es.
-Muy sencillo. A ver qué te parece. Yo le cedo a ella un hijo tuyo y ella me cede a mí su marido. Total, cambiar un nene chico por el nene grande.
El Delfín se rió de aquel singular convenio, expresado con cierto donaire.
-¿Dirá que sí?... ¿Qué crees tú? -preguntó Fortunata con la mayor buena fe, pasando luego de la candidez al entusiasmo para decir:
-Pues mira, tú te reirás todo lo que quieras; pero esto es una gran idea.
El ilustrado joven se zambulló en un mar de meditaciones.
-VIII-
Las visitas a la casa de Cirila
prosiguieron durante dos semanas; pero bien se demostró en la
práctica que aquello no podía seguir, y tomaron otro cuarto.
Patricia se había hecho insoportable, y doña Lupe, descolgándose en
la casa a horas intempestivas, llevada de su afán de mangonear,
dificultaba las escapatorias de su sobrina. En tanto, Fortunata no
trataba a Maximiliano desconsideradamente; pero su frialdad sería
capaz de helar el fuego mismo. Habría preferido él mil veces que su
mujer le tirase los trastos a la cabeza, a que le tratara con
aquella cortesía desdeñosa y glacial. Rarísima
El joven farmacéutico tenía momentos de horrible tristeza, y cavilaba mucho. De tal estado pasó a la observación, desarrollándosele esta facultad de un modo pasmoso. Siempre que estaba en casa, no quitaba los ojos de su mujer, estudiándole los movimientos, las miradas, los pasos y hasta el respirar. Cuando comían, le examinaba la manera de comer; cuando estaban en el lecho, la manera de dormir.
Fortunata no le miraba nunca. Este hecho, cuidadosamente observado, produjo en el infeliz muchacho indecible melancolía. ¡Haber comprado aquellos ojos con su mano, su honra y su nombre para que se empleasen en mirar a una silla antes que en mirarle a él! Esto era tremendo, pero tremendo, y cierto día agitó su alma un furor insano; mas no quiso manifestarlo, y lo desahogó a solas mordiéndose los puños.
«¿Por qué no me miras?» le preguntó una noche, con semblante ceñudo.
-Porque...
No dijo más; se comió el resto de la frase. Dios sabe lo que iba a decir.
Bebía los vientos el desgraciado chico por hacerse querer, inventando cuantas sutilezas da de sí la manía o enfermedad de amor. Indagaba con febril examen las causas recónditas del agradar, y no pudiendo conseguir cosa de provecho en el terreno físico, escudriñaba el mundo moral para pedirle su remedio. Imaginó enamorar a su esposa por medios espirituales. Hallábase dispuesto, él que ya era bueno, a ser santo, y hacía estudio de lo que a su mujer le era grato en el orden del sentimiento para realizarlo como pudiera. Gustaba ella de dar limosna a cuantos pobres encontrase; pues él daría más, mucho más. Ella solía admirar los casos de abnegación; pues él se buscaría una coyuntura de ser heroico. A ella le agradaba el trabajo; pues él se mataría a trabajar. De este modo devastaba el infeliz su alma, arrancando todo lo bueno, noble y hermoso para ofrecérselo a la ingrata, como quien tala un jardín para ofrecer en un solo ramo todas las flores posibles.
«Ya no me quieres -le dijo un día con inmensa tristeza-, ya tu corazón voló, como el pajarito a quien le dejan abierta la jaula. Ya no me quieres».
Y ella le respondía que sí; ¡pero de
qué manera! Más valía que dijese terminantemente que no. «¿Por qué
te vas tan lejos de mí? Parece que te causo horror. Cuando entro,
te pones
Otra cosa le mortificaba. Cuando
salían juntos a paseo, todo el mundo se fijaba en Fortunata,
admirando su hermosura; luego le miraban a él. Suponía Maxi que
todos hacían la observación de que no era él hombre para tal
hembra. Algunos se permitían examinarle de una manera insolente. Si
iban al café, estaban poco tiempo, porque los amigos se enracimaban
alrededor de Fortunata sin hacer maldito caso de su marido, y este
tragaba mucha bilis. Lo que desorientaba más a Maxi era que ella no
Buscaba el farmacéutico algo en qué fundar las conjeturas que empezaban a devorarle, y no lo encontraba. Ideó consultar el caso con su tía; pero no quiso dar su brazo a torcer, y temblaba de que doña Lupe le dijese: «¿Ves?, ¡por no hacer caso de mí!». ¡Celos! ¿Y de quién? Fortunata mostrábase con todos tan fría como con él. Solía esparcir melancólicamente sus miradas por la calle, entre el gentío, sin fijarse en nadie, cual si buscaran a alguien que no quería dejarse ver. Y después las miradas volvían a sí misma con mayor tristeza.
También atormentaban al joven los
elogios que sus amigos le hacían de ella. «¡Qué mujer
Pero doña Lupe le infundía ideas optimistas. ¡Parecía mentira! La perspicaz, la sabia y experimentada señora de Jáuregui dijo más de una vez a su sobrino: «¡Qué trabajadora es tu mujer! Siempre que vengo aquí me la encuentro planchando o lavando. Francamente, no creí... Te ayudará, te ayudará. Y luego tan calladita... Hay días que no le oigo el metal de voz».
Con unas cosas y otras, el pobre chico
apenas podía estudiar, y con mucho trabajo se preparaba para la
licenciatura. El asunto de su colocación se había resuelto ya,
porque habiendo fallecido Samaniego a fines de Octubre, su viuda
organizó el personal de la botica, dando una plaza a Maximiliano.
Se convino entre doña Casta Moreno y doña Lupe que cuando el chico
tomara el grado, se le fijaría sueldo, y que pasado un año de
práctica, tendría participación en las ganancias. Por el lado
económico todo iba a pedir de boca, porque mientras llegaba el día
de ganar con su profesión, podía vivir bien con la corta renta de
la herencia. Lo malo era que desde que ingresara en la botica,
seríale preciso ausentarse de su casa días enteros, y esto le ponía
en ascuas. Ocurriósele entonces
Una noche entró Maximiliano bastante excitado. Le tomó la mano a su mujer, y haciéndola sentar a su lado, le dijo a boca de jarro: «Hoy he conocido a ese pillo que te deshonró».
Fortunata se quedó como muerta.
«Pues qué... ¿no está enfermo?».
Se le escapó esta espontaneidad, y cuando quiso contenerla ya era tarde. Hacía una semana que Santa Cruz no iba a las citas, y le había enviado, por medio de Cirila, un recadito. Se había caído del caballo en la Casa de Campo, estropeándose ligeramente un brazo.
«¿Enfermo? -dijo Maxi, clavando en ella sus ojos de iluminado-. En efecto, tenía un brazo en cabestrillo. ¿Pero tú por dónde sabes...?».
-No, no, yo no sabía nada -replicó Fortunata enteramente aturdida.
-¡Tú lo has dicho! -exclamó Rubín con la mirada terrorífica-. ¿Por dónde lo sabes?
La prójima se puso como la grana;
después
-¿Qué?
-¿Dices que cómo lo sé, tontín?... Pues muy sencillo. Si lo traía el periódico... Tu tía lo leyó anoche. Mira, aquí está: que se cayó del caballo paseando por la Casa de Campo.
Y recobrando su serenidad, revolvió en la mesa y cogió
Maxi, después de leer, siguió diciendo: «Le vi en el Saladero; allí debiera estar ese canalla toda su vida. Olmedo, que iba conmigo, me le enseñó. Fue a ver a mi hermano; él iba a visitar a un tal Moreno Vallejo que también está preso por conspirar. ¡Y el tal Santa Cruz es de lo más cargante...!».
Fortunata se tapaba la cara con el periódico, fingiendo que leía. Maxi le arrebató el papel de un manotazo.
«Te has quedado así como... estupefacta».
-Déjame en paz -replicó ella con un despego que a su marido le llegó al alma.
-¡Qué modales, hija! Ya ni consideración.
Fortunata parecía que tenía sellada la
boca. Comieron sin chistar; él se puso luego a estudiar y ella a
coser, sin que el fúnebre silencio se rompiera. Acostáronse, y lo
mismo. Ella volvió la espalda a su marido, insensible a los
suspiros que daba. Desvelados estuvieron ambos
Dos o tres días después, volviendo del
Saladero, a donde fue para decir a su hermano que pronto le
soltarían, vio Maximiliano a Santa Cruz guiando un faetón por la
calle de Santa Engracia arriba. Ya tenía el brazo bueno. Miró a
Maxi, y este le miró a él. Desde lejos, porque el coche iba
bastante a prisa, observó Rubín que este entraba por la calle de
Raimundo Lulio. ¿Pasaría luego a la de Sagunto? Nunca como en aquel
momento sintió el exaltado chico ganas de tener alas. Apresuró el
paso todo lo que pudo, y al llegar a su calle... ¡Dios!... lo que
se temía... Fortunata en el balcón, mirando por la calle del
Castillo hacia el paseo de la Habana, por donde seguramente había
seguido el coche. Subió el joven farmacéutico tan rápidamente la
escalera, que al llegar arriba no podía respirar. Es que para ser
celoso se necesitan buenos pulmones. Cayose más bien que se sentó
en una silla, y su mujer y Patricia acudieron a él creyendo que le
daba algún accidente. No podía hablar y se golpeaba la cabeza con
los puños. Cuando su mujer se quedó sola con él sintió Rubín que
aquella furibunda cólera se trocaba en un dolor cobarde. El alma se
le desgajaba y sacudía resistiéndose a albergar en su seno la ira.
Los ojos se le llenaron de lágrimas,
-IX-
Fortunata movió la lengua y agitó los
labios. En la punta de aquella tenía la verdad, y por instantes
dudó si soltarla o meterla para adentro. La verdad quería salir.
Las palabras se alinearon mudas y decían: «Sí, es cierto que te
aborrezco. Vivir contigo es la muerte. Y a él le quiero más que a
mi vida». La batalla fue breve, y Fortunata volvió la terrible
verdad a los senos de su espíritu. La aflicción de Maxi exigía la
mentira, y su mujer tuvo que decírsela... mentiras de esas que
inspiran viva compasión al que las dice y consuelan poco al que
«Dímelo de otra manera y te creeré -manifestó Rubín-. Dilo con un poquito de calor, siquiera como me lo decías antes. Tú no sabes el daño que me haces. Me estás haciendo creer que no hay Dios, que portarse bien y portarse mal todo es lo mismo».
La compasión venció a la delincuente y
se mostró tan afable aquella tarde y noche, que Maximiliano hubo de
tranquilizarse. El pobrecito estaba destinado a no tener rato
bueno, pues a punto que su espíritu recibía algún alivio, se le
inició la jaqueca. La noche fue cruel, y Fortunata esmerose en
cuidarle. En medio de sus dolores cefalálgicos, el infortunado
joven se caldeaba más la mente arbitrando remedios o paliativos de
la ansiedad que le dominaba. A poco de vomitar, dijo a su mujer:
«Se me ocurre una idea que resolverá las dificultades... Nos iremos
a Molina de Aragón, donde tengo mis fincas. Abandono la carrera y
me dedico a labrador... Quieres, ¿sí o no? Allí viviré con
tranquilidad». Fortunata se mostró conforme, si bien recordaba lo
que Mauricia le había dicho de la vida de los pueblos. Sólo
descuartizada iría ella a vivir al campo; pero aquella noche no
tenía más remedio que decir
En los siguientes días notaba el pobre
Maxi que su descaecimiento aumentaba de una manera
La segunda vez que habló de esto a su
mujer, no la encontró tan bien dispuesta. «¿Y tus estudios, y tu
carrera? Aconséjate con tu tía, y ella te dirá que lo que estás
pensando es un disparate». Maxi estaba muy caviloso por ciertas
cosas que en su mujer notaba. Hacía días que apenas levantaba ella
los ojos del suelo y su mirar revelaba una gran pesadumbre. De
repente, una tarde que volvía Rubín de la botica, al subir la
escalera la oyó cantar. Entró, y la cara de Fortunata resplandecía
de contento y animación. ¿Qué había pasado? Maxi no lo pudo
penetrar, aunque sus celos, aguzadores de la inteligencia, le
apuntaban presunciones que bien podrían contener la verdad. Esta
era que la prójima había recibido, por conducto de Patria, una
esquelita en que se le anunciaba la reapertura del curso amoroso,
interrumpido durante una quincena. «Esta alegría -pensaba Maxi-,
¿por qué será?». Y comprendiendo por
No era verdad que había consultado con doña Lupe, mas lo decía para dar a su proposición autoridad indiscutible.
«Te irás tú...» dijo ella sonriendo.
-No -agregó él conteniendo la amargura que de su alma se desbordaba-, los dos.
-Tú te has vuelto loco -observó Fortunata riendo con cierto descaro-. Yo creí... ¿Pero lo dices con formalidad?
-¡Toma!... ¿Y tú no me dijiste que irías también y que querías ser paleta?
-Sí; pero fue porque me pensé que era conversación. ¡Encerrarme yo en un pueblo! ¡Qué talento tienes!
De tal modo se demudó el rostro del joven, que Fortunata, que ya empezaba a decir algunas bromas sobre aquel asunto, se recogió en sí. Maxi no dijo una palabra, y de pronto salió disparado de la casa, cerró con estruendo la puerta y bajó la escalera de cuatro en cuatro peldaños. Asustose Fortunata, y asomándose al balcón, viole recorrer apresuradamente la calle de Sagunto y después tomar por la de Santa Engracia, hacia abajo. Ella salió después, tomando por la misma calle, pero hacía arriba, en dirección de Cuatro Caminos.
Las seis de la tarde serían cuando Rubín volvió a su casa. Estaba lívido, y de lívido pasó a verde, cuanto Patricia le dijo que la señorita había salido a compras. Dejándose llevar de su insensato recelo, interrogó a la criada, tratando de averiguar por ella. Pero a buena parte iba. Patricia tenía la discreción del traidor, y cuanto dijo fue encaminado a introducir en el cerebro de Maxi el convencimiento de que su mujer era punto menos que canonizable. Cuando la criminal entró, el marido había mandado encender luz y estaba sentado junto a la mesa de la sala. «¿De dónde vienes?» le preguntó. -«Me parece -replicó ella-, haberte dicho que iba a comprar este retor». Mostró un envoltorio, después un paquetito, y otro. «¿Ves?... la sopa Juliana que tanto te gusta...».
-Yo también -dijo Maximiliano de una manera siniestra-, te he comprado a ti esta tarde un regalito... Mira.
Alargó el brazo para sacar de debajo de la mesa algo que ocultó al entrar. Era un objeto envuelto en papeles, que descubrió lentamente, cuando ella se inclinaba risueña para verlo.
«¿A ver... qué es?... ¡Ay!, un revólver...».
-Sí, para matarte y matarme... -dijo Maxi en un tono que no pudo ser tan lúgubre como él deseaba, pues el arma empezó a causarle miedo, a causa de que en su vida había tenido en las manos un chisme de tal clase...
-¡Qué cosas tienes! -dijo ella palideciendo-. Tú no sabes lo que te pescas... Pareces tonto... Matarme a mí, ¿y por qué?...
Le echó una mirada dulce y penetrante, el mismo mirar con que le había hecho su esclavo. El pobre chico sintió como si le pusieran un grillete en el alma.
«Vaya que se te ocurren unos disparates, hijo... Soy muy miedosa, y de sólo ver eso me pongo a temblar. Bonita manera tienes de hacer que yo te quiera, sí señor, bonita manera».
Acercó tímidamente su mano al mango del arma. «Puedes cogerlo, está descargado» dijo Maxi, que de un salto se había dejado caer del furor a la piedad.
-Eres un niño -declaró ella, cogiendo el arma-, y como niño hay que tratarte. Venga acá ese chisme: lo guardaré para el caso de que entren ladrones en casa.
Y se lo llevó sin que él hiciese resistencia. Después de guardarlo con llave en un baúl lleno de cosas viejas, volvió al lado de su marido, que se había quedado absorto, midiendo sin duda con azorado pensamiento la enorme distancia que en su ser había entre los arranques de la voluntad y la ineficacia de su desmayada acción.
Aquella noche no ocurrió nada; pero a
la tarde siguiente,
-X-
Tomó Maxi un coche para ir a Chamberí y a su casa. Después de entrar en ella e informarse de que la señorita no estaba, subió lentamente hacia la iglesia, y al pasar por delante de ella y ver una cruz de hierro que hay en el atrio, vínole al pensamiento la idea de que debía haberse traído el revólver. Retrocedió, y a mitad del camino acordose de que su mujer había guardado el arma. ¡Qué tonto estuvo él en permitírselo! Volvió a tomar la dirección Norte, sintiendo en su alma el suplicio indecible que producía la conjunción de dos sentimientos tan opuestos como el anhelo de la verdad y el terror de ella. Al distinguir el motor de noria que se destacaba sobre la casa de las Micaelas, no pudo reprimir un ahogo de pena que le hizo sollozar. El disco no se movía.
Pasó el joven más allá de los
Almacenes de la Villa y examinó las casas de un solo piso alto que
allí existen. Como ignoraba cuál era la que servía de abrigo a los
adúlteros, resolvió vigilarlas todas. La noche se venía encima y
Maxi deseaba que viniese más aprisa para dejar de ver el disco, que
le parecía el ojo de
Después de mucho pasear vio el faetón de Santa Cruz, guiado por el lacayo, despacio, como para que no se enfriaran los caballos. Ya no quedaba duda. El coche le esperaba. Violo subir hasta Cuatro Caminos, donde se detuvo para encender las luces. Después bajó, y al llegar a los Almacenes de la Villa, otra vez para arriba. Maxi no le perdía de vista. El cochero daba a conocer su aburrimiento e impaciencia. En una de las vueltas del vehículo, Rubín sorprendió en aquel hombre una mirada dirigida a una de las casas. «Aquí es... aquí está». Fijose cerca de allí, reduciendo el espacio de su paseo vigilante. Eran las siete.
Por fin, en un momento en que Maxi iba
de Sur a Norte vio, a bastante distancia, a un hombre que salía de
la casa. Era él, Santa Cruz, el mismo, vestido de americana y
hongo. Detúvose en la puerta buscando con la vista su carruaje. Las
dos luces brillaban allá arriba. Dirigiose hacia Cuatro Caminos...
Detrás, avivando
La vía estaba solitaria. Pasaba muy poca gente, y hacía bastante frío. El Delfín sintió aquellos pasos detrás de sí, y una misteriosa aprensión, la conciencia tal vez, le dijo de quién eran. Volviose a punto que la temblorosa voz del otro decía: «Oiga usted». Parose en firme Santa Cruz, y aunque no le conocía bien, le tuvo por quien era sin dudar un momento.
«¿Qué se le ofrece a usted?».
-¡Canalla!... ¡indecente! -exclamó Rubín con más fiereza en el tono que en la actitud.
No esperó Santa Cruz a oír más, ni su amor propio le permitía dar explicaciones, y con un movimiento vigoroso de su brazo derecho rechazó a su antagonista. Más que bofetada fue un empujón; pero el endeble esqueleto de Rubín no pudo resistirlo; puso un pie en falso al retroceder y se cayó al suelo, diciendo: «Te voy a matar... y a ella también». Revolcose en la tierra; se le vio un instante pataleando a gatas, diciendo entre mugidos... «¡ladrón, ratero... verás!...». Santa Cruz estuvo un rato contemplándole con la calma fría del ofuscado asesino, y cuando vio que al fin conseguía levantarse, se fue hacia él y le cogió por el pescuezo, apretándole sañudamente cual si quisiera ahogarle de veras... Reteniéndole contra el suelo, gritaba: «Estúpido... escuerzo... ¿quieres que te patee...?».
De la oprimida garganta del desdichado
El furor del Delfín no fue tanto que se le ocultara el peligro de llegar a un homicidio, abusando de su superioridad. «Este al fin es un hombre, aunque parece un insecto» pensó. Y con desdén que tenía algo de lástima, hubo de soltar su presa, que cayó inerte a un lado del camino, en una especie de hoyo o surco. Al verle como un bulto, Juan sintió algo de miedo. «Si le habré matado sin querer... Y en todo caso... ha sido en defensa propia». Pero la víctima exhaló un mugido, y revolcándose como los epilépticos, repitió: «Ladrón... asesino». El Delfín se acercó y poniéndole un pie sobre el pecho, cuidando de no apretar, dijo: «Si no te callas, cucaracha, te aplasto».
Levantose Rubín de un salto. Era todo
uñas y todo dientes; sacaba las armas del débil; pero
Un hombre se había detenido ante los
combatientes en el último instante de la reyerta; acercose a Maxi y
le miró con recelo. Creyendo que estaba mortalmente herido, no
quería meterse en líos con la justicia. Cuando le oyó hablar,
acercose más. «Buen hombre, ¿qué es eso?... ¡Pobre chico! Si no
parece chico, sino un viejo... ¡Vaya, que pegar así a un pobre
anciano!». Luego llegó otro hombre, que se destacó de un grupo de
obreros que subían. Auxiliado por este, Maxi logró levantarse y
corrió un buen trecho por el camino abajo, gritando: «¡Ladrón!...
¡a ese!... ¡al asesino!...». Pero el coche estaba ya más allá de la
iglesia. Formose en torno a la víctima un corro de cuatro, seis,
diez personas de ambos sexos. Mirábales como si fueran amigos que
habían de darle la razón reconociendo en él a la justicia pateada y
a la humanidad escarnecida. Parecía un insensato. Su
Porque el ardor de la lucha había determinado como una relajación de la laringe, en términos que la voz se le había vuelto enteramente de falsete. Salían de su garganta las palabras como el acento de un impúber. «¿En dónde se ha metido?... ¿en dónde?... ¿No es verdad, señores, que es un miserable?... ¿un secuestrador?... Me ha quitado lo mío, me ha robado... Él la arrojó a la basura... yo la recogí y la limpié... él me la quitó y la... volvió a arrojar... la volvió a arrojar. ¡Trasto infame!... Pero yo tengo que hacer dos muertes. Iré al patíbulo... no me importa ir al patíbulo, señores... digo que quiero ir al palo... pero ellos por delante, ellos por delante...».
Los que le rodeaban le tenían lástima.
Desconociendo el motivo de la zaragata, cada cual decía lo que le
parecía. «
Las mujeres le miraban con más interés. «Tiene usted sangre en la frente» le dijo una. Era una rozadura de que el joven no se había dado cuenta. Llevose la mano a la cabeza y la retiró manchada de sangre. Notó que el brazo derecho le dolía horriblemente.
«Vamos, vamos -le dijo uno-, véngase usted a la Casa de Socorro».
-Gatera... miserable...
-Vamos; ya eso se acabó... ¿En dónde tiene usted el sombrero?
Maxi no dijo nada ni se cuidó del sombrero. De repente rompió en aullidos, pues no parecían otra cosa los esfuerzos de su voz para hablar a gritos. Los circunstantes podían oírle difícilmente estos conceptos: «Partirle el corazón es poco; es menester... machacárselo».
Dos hombres le llevaban calle abajo, cada cual agarrándole de un brazo, y él, mirando con estupidez a sus conductores, repetía: -¡machacárselo!-. A ratos se paraba, prorrumpiendo en risas de demente. Ya cerca de la iglesia aparecieron dos individuos de Orden Público, que viendo a Maxi en aquel estado, le recibieron muy mal. Pensaron que era un pillete, y que los golpes que había recibido le estaban muy bien merecidos... Le cogieron por el cuello de la americana con esa paternal zarpa de la justicia callejera. «¿Qué tiene usted?» le preguntó uno de ellos, mal humorado. Maxi contestó con la misma risa insana y delirante; viendo lo cual el polizonte, apretó la zarpa, como expresión de los rigores que la justicia humana debe emplear con los criminales.
«¿Y el agresor?».
-¡Machacárselo!...
Llegó a la Casa de Socorro, ya con una
procesión de gente tras sí. El médico de guardia
-XI-
Cuando entró el malaventurado chico en su casa, Fortunata no había aparecido aún. Lo mismo fue verle Patricia en aquel lastimoso estado, que correr a dar aviso a doña Lupe, la cual no tardó en presentarse alborotada y afligida. Lo primero que hizo, conforme a su gran carácter, fue sobreponerse a los sucesos, no amilanarse por la vista de la sangre y dictar atinadas órdenes preliminares, como acostar a Maximiliano, traer provisión de árnica, reconocerle bien las contusiones que tenía y llamar un médico.
«¿Pero y Fortunata?».
-Salió a hacer unas compras -dijo Patricia.
-¡Es particular! Las ocho y media de la noche.
En vano intentó doña Lupe saber lo que
había ocurrido de los propios labios del joven. Este no decía más
que «¡machacárselo!» con aquella voz de falsete, que era otra
novedad para su tía. Acostáronle con no poco trabajo, y le llenaron
de bizmas. El médico de la Casa de Socorro vino y ordenó el reposo.
Temía que
Por fin, a eso de las nueve y media,
cuando el médico se fue, sintió doña Lupe un rebullicio, luego
cuchicheos en el pasillo. Fortunata habla entrado, y hablaba muy
bajito con Patria. La mente de la viuda, en la cual hasta entonces
todo era confusión y vaguedades, empezó a dar de sí los juicios más
extraños, ideas de atrevido alcance y de un pesimismo aterrador.
Salió paso a paso a la sala, deseosa de sorprender aquel secreteo.
Fortunata entró, pálida como un cirio y con ojos aterrados; mas
doña Lupe no le dijo nada. La vio que avanzaba hacia el gabinete,
que daba algunos pasos hacia la alcoba deteniéndose en la puerta, y
que desde allí alargaba el cuerpo para mirar a su marido. ¿Por qué
no entró? ¿Qué temor la detenía? La alcoba estaba casi a oscuras,
pues apenas llegaba a ella la claridad de la lámpara encendida en
la sala. Doña Lupe llevó al gabinete la luz. Quería observar lo que
hacía su sobrina, y por de pronto le llamó la atención su actitud
extraña, no muy conforme con los sentimientos
-¿Esto?... -murmuró la prójima, alzando la cara, como quien despierta.
-Esto, sí... Maximiliano maltratado... tú entrando en casa tan tarde y con esos modos de traidora de melodrama.
Fortunata, después de mirar de hito en
hito
«Pues me he enterado... Me gusta...».
Y fue a la alcoba, porque se oyó la voz de Maxi llamando. Poco después se le sintió vomitar. Fortunata prestó atención a lo que allí pasaba; pero sin abandonar su postura de esfinge.
Cuando la viuda volvió a la sala, ya eran más de las diez.
«¡Las diez dadas! -dijo con aquella voz tan severa que habría hecho estremecer a una piedra-. Y no te has quitado el manto. ¿Es que piensas volver... de compras? El pobre Maxi, al despertar hace un rato, me preguntó si habías venido, y le dije que no. Me dio vergüenza de decirle que sí, porque habría sido preciso añadir que sólo con la manera de entrar te declaras culpable... Él dijo: 'Más vale que no venga...'. ¿Y tú no conoces que así no se puede seguir?... ¿que es preciso que me expliques esto? Habla, hija, habla o yo veré lo que tengo que hacer».
Fortunata, después de mirarla con una emoción que doña Lupe no podría definir, volvió a apoyar la cara en la mejilla, y dando un gran suspiro, se acorazó dentro de aquel silencio lúgubre, que desesperaría a la misma paciencia.
«¡Esto es para volverse loca!...
-expresó doña Lupe con un gesto iracundo-. ¿Creerás tú,
La ira se le desbordaba, y para contenerla volvió a la alcoba. Su mente acalorada revolvía estas ideas: «Salió lo que yo me temía... Si lo dije, si esta mujer nos había de dar al fin un disgusto... ¡Ay, qué ojo tengo! A mí no me entraba, no me entraba; y siempre lo dije: 'ni con Micaelas ni sin Micaelas, podremos hacer de una mujer mala una esposa decente'. Ahí está, ahí está, ahí la tienen. Vean si acerté; vean si eran preocupaciones mías...».
Lo que más ensoberbecía a doña Lupe era el chasco que se había llevado, pues aunque dijera otra cosa, ello es que había creído a Fortunata radicalmente reformada. No pudo contener su arranque, y volvió a la sala. «Pero se explica usted, ¿sí o no?...».
Reparó entonces que hablaba con una sombra. Fortunata no estaba allí. Salió doña Lupe al pasillo, y vio luz en un cuartito interior, donde la mujer de Maxi guardaba su ropa. Empujó la puerta. Allí estaba, ya sin mantilla, sacando ropa del armario y metiéndola en un mundo.
«¿Pero querrá usted al fin sacarme de dudas? -dijo sin recatarse ya de alzar la voz-. Esto es vergonzoso. Si usted se obstina en callarse, creeré que la causante de toda esta tragedia es usted y nada más que usted».
Fortunata se volvió hacia ella. Su palidez era como la de un muerto.
«Vamos a ver -añadió la de Jáuregui manoteando-. Si mi sobrino me vuelve a preguntar si ha entrado usted, ¿qué le digo?».
-Dígale usted -replicó la esposa en voz más baja y expresándose con mucha dificultad-; dígale usted que no he venido, porque me marcharé en cuanto sea de día.
-Yo no entiendo una palabra... ¡qué ha pasado, Santo Dios!... ¿Quién maltrató a Maxi?
Fortunata dio un gran suspiro.
«¡Qué farsa! Voy a dar parte a la justicia. Veremos si al juez le contesta de esa manera. Que usted es culpable, bien a la vista está. Si no, ¿por qué se marcha usted?».
-Porque me debo ir -replicó la otra mirando al suelo.
No dijo más. Fuera de sí, doña Lupe le echó la zarpa a un brazo y sacudiéndola fuertemente, le soltó esta imprecación:
«¡Ah!, maldita... bien claro se ve que es usted una bribona... una bribona en toda la extensión de la palabra... que lo ha sido siempre y lo será mientras viva... A todos engañó usted menos a mí... a mí no... Yo la vi venir».
Abrumada por su conciencia, Fortunata no pudo contestar nada. Si doña Lupe se hubiera abalanzado a ella para pegarle, se habría dejado castigar.
«Hace usted bien en largarse -añadió la otra ya en la puerta-. No seré yo quien la detenga... Viento fresco. ¡Qué casa esta y qué matrimonio! Nada me coge de nuevo... porque, lo repito, a todos engañó usted menos a mí».
Y era mentira, porque la primera engañada fue ella. ¡Valiente fiasco habían tenido sus facultades educatrices! La idea de este fracaso encendía su furor más que el delito mismo que en su sobrina sospechaba.
Volviendo a la sala, apoderose de la señora de Jáuregui el frenesí de las disposiciones. La primera fue que se quedaría allí aquella noche. Después mandó a Patricia a su casa con un recado, llamando a Nicolás, que aquel día había llegado de Toledo. «Que venga mi sobrino inmediatamente, y si está durmiendo, encargue usted a Papitos que le despierte».
Fortunata seguía en el cuarto de la
ropa; mas adelantaba muy poco en el arreglo de su equipaje, porque
a lo mejor se quedaba inmóvil, sentada sobre un baúl, mirando al
suelo o a la vela, que ardía con pábilo muy larguilucho y negro, chorreando goterones de grasa. Desde que empezó a
faltar, no había sentido remordimientos como los de aquella noche.
El espectro de su maldad no había hecho antes más que presentarse
como en broma, y érale a ella muy fácil espantarlo; pero ya no
acontecía lo mismo. El espectro venía y se sentaba con
De estas meditaciones la sacó doña
Lupe, que después de media noche volvió a entrar en
«Al pobre Maxi -dijo-, le da ahora por llorar... No cesa de preguntarme si ha venido usted... Francamente, no sé qué responderle».
-Dígale usted que me he muerto -replicó Fortunata.
-Y positivamente sería lo mejor... ¿Ha arreglado usted ya sus baúles?
-Me falta poco... Mire, mire... no me llevo nada que no sea mío.
-¿Y sus alhajas? -preguntó la viuda que custodiaba en su casa las de más valor.
-¿Mis alhajas? -observó la otra vacilando primero y asegurándose al fin-. No son mías. Son de él, de Maxi, que las desempeñó. Se las dejo todas.
-¿De modo que no se lleva usted más que su ropa?
-Nada más. Hasta el portamonedas, con el último dinero que me dio, lo dejo aquí sobre la cómoda. Véalo usted.
Cogió la prudente señora el portamonedas que estaba aún bien repleto y se lo guardó.
-XII-
Hay motivos para creer que cuando
Papitos entró a media noche en el cuarto de Nicolás
Esto lo decía en la sala, al ver
entrar a Nicolás, cuyos ojos tenían aún señales evidentes de lo
bien que había dormido. Al sentir el coloquio, salió la pecadora de
su escondite, y acercándose a la puerta de la sala trató de
escuchar. Pero tía y sobrino siguieron hablando muy bajito, y nada
pudo percibir. Después el clérigo,
El cuarto aquel estaba casi completamente a oscuras en las primeras horas del día. Los que entraban no veían a quien dentro estuviera. La vela, que ardió gran parte de la noche, se había consumido. Desde dentro, vio Fortunata al cura, sombra negra en el cuadro luminoso de la puerta, y esperó a que entrase o a que dijese algo. Como el que recela penetrar en la madriguera de una bestia feroz, Nicolás permaneció en la puerta, y desde ella lanzó en medio de la oscuridad estas palabras: «Mujer, ¿está usted aquí?... No veo nada».
-Aquí estoy, sí señor -murmuró ella.
-Mi tía -añadió el clérigo-, me ha contado los horrores de esta noche... Mi hermano maltratado, herido; usted entrando en casa a deshora, y entrando para recoger su ropa y marcharse, rompiendo la armonía conyugal y dejándonos a todos en la mayor confusión. ¿Me querrá usted explicar a mí este turris-burris?
-Sí señor -replicó la voz con miedo y turbación indecibles.
-¿Y si ha tenido usted parte en esta infamia?
-Yo... en lo de los golpes no he tenido parte -apuntó con rápida frase la voz.
-Vamos a cuentas -dijo el clérigo
avanzando un poco, precedido de sus manos que palpaban
La voz no dijo nada, y hubo un ratito de temerosa expectativa.
«¿Pero no contesta usted? -interrogó Nicolás con acento airado-. ¿Por quién me toma? Hágase usted cargo de que está en el confesonario. No hago la pregunta como persona de la familia ni como juez, sino como sacerdote. ¿Tenía fundamento la sospecha?».
Después de otro ratito, que al cura se le hizo más largo que el primero, la voz respondió tenuemente:
«Sí señor».
-Ya veo -afirmó Rubín con ira-, que nos ha engañado usted a todos, a mí el primero, a las señoras Micaelas, a mi amigo Pintado y a toda mi familia después. Es usted indigna de ser nuestra hermana. Vea usted qué bonito papel hemos hecho. ¡Y yo que respondí...! En mi vida me ha pasado otra. La tuve a usted por extraviada, no por corrompida, y ahora veo que es usted lo que se llama un monstruo.
Dio entonces un paso más, cerrando un poco la puerta, y tentó la pared por si hallaba silla o banco en qué sentarse.
«Hablando en plata, usted no quiere a mi hermano... Ábrete, conciencia».
-No señor -dijo la voz prontamente y sin hacer ningún esfuerzo.
-No le ha querido nunca... esta es la cosa.
-No señor.
-Pero usted me dijo que esperaba tomarle cariño conforme le fuera tratando.
-Sí lo dije.
-Pero no ha resultado... No ha resultado. ¡Chasco como este...! Se dan casos... De modo que nada.
-Nada.
-¡Perfectamente! Pero usted olvida que es casada y que Dios le manda querer a su marido, y si no le quiere, serle fiel de cuerpo y de pensamiento. ¡Bonita plancha, sí señor, bonita!... En mi vida me ha pasado otra. Y usted, pisoteando el honor y la ley de Dios, se ha prendado de cualquier pelagatos... ya se ve: su pasado licencioso le envenena el alma, y la purificación fue una pamema. ¡No haber visto esto, Señor, no haberlo visto!
Estaba tan furioso el cura por lo mal que le había salido aquella compostura, y su amor propio de arreglador padecía tanto, que no pudo menos de desahogar su despecho con estas coléricas razones: «Pues sépase usted que está condenada, y no le dé vueltas: condenada».
No se sabe si este procedimiento del
terror hizo su efecto, porque Fortunata no contestó nada. La
expresión de sus sentimientos acerca
«Al menos, desdichada, confiese usted su delito -dijo Rubín, que deslizándose en las tinieblas había encontrado un cajón en que sentarse-. No me oculte usted nada. ¿Cuántas veces, cuántas veces ha faltado usted a su marido?».
La contestación tardaba. Nicolás repitió la pregunta hasta tres veces suavizando el tono, y al fin oyó un susurro que decía: «Muchas».
Cuenta el padre Rubín que aquel
-¿Con cuántos hombres?
-Con uno solo...
-¡Con uno sólo!... ¿De veras? ¿Le conoció usted después de casada?
-No señor. Le conozco hace mucho tiempo... le he querido siempre.
-¡Ah! ya... la historia vieja... perfectamente -dijo el cura, cuyo amor propio se erguía al encontrar un medio de aparecer previsor-. Eso ya me lo temía yo. ¡El amorcito primero...! ¿No lo dije, no se lo dije a usted? Por ahí está el peligro. He visto muchos casos. Bueno. ¿Y ese pelafustán es el de marras?
Fortunata contestó que sí, sin comprender lo que quería decir de marras.
«Y ese ha sido el miserable que
abusando
-Él fue... pero Maxi le provocó... -dijo la voz-. Esas cosas vienen sin saber cómo... Yo lo presencié desde la ventana.
-¿Desde qué ventana?
-De la casa aquella.
-¿Casita tenemos?... Sí... sí, lo de siempre. Lo había previsto yo. No crea usted que me coge de nuevo. ¡Casita y todo!... ¡Cuánta infamia! ¿Y no siente usted remordimientos? Cualquier persona que tuviera alma estaría en tal caso llena de tribulación... pero usted tan fresca.
-Yo lo siento... lo siento... Quisiera que eso no hubiera pasado.
-Eso, que no hubiera pasado el lance, para continuar pecando a la calladita. Y siga el fandango. También esta clase de perversidad me la sé de memoria.
Fortunata se calló. Fuera que los ojos
del clérigo se acostumbraran a la oscuridad, fuera que entrase en
el cuarto más luz, ello es que Nicolás empezó a distinguir a su
hermana política, sentada sobre el baúl, con un pañuelo en la mano.
A ratos se lo llevaba al rostro como para secar sus lágrimas.
Cierto es que Fortunata lloraba; pero algunas veces la causa de la
aproximación del pañuelo a la cara era la necesidad en que la joven
se veía de resguardar su
«Esas lágrimas que usted derrama, ¿son de arrepentimiento sincero? ¡A saber...! Si usted se nos arrepintiera de verdad, pero de verdad, con contrición ardiente, todavía esto podría arreglarse. Pero sería preciso que se nos sometiera a pruebas rudas y concluyentes... esta es la cosa. ¿Volvería usted a las Micaelas?».
-¡Oh!, no señor -replicó la pecadora con prontitud.
-Pues entonces, que se la lleve a usted el demonio -gritó el clérigo con gesto de menosprecio.
-Le diré a usted... yo me arrepiento; pero...
-Qué peros ni qué manzanas... -manifestó Rubín, manoteando con groseros modales-. Reniegue usted de su infame adulterio; reniegue también del hombre malo que la tiene endemoniada.
-Eso...
-¿Eso qué?... ¡Vaya con la muy...! Y me lo dice así, con ese cinismo.
Fortunata no sabía lo que quiere decir cinismo, y se calló.
«Todo induce a creer que usted se prepara a reincidir, y que no hay quien le quite de la cabeza esa maldita ilusión».
El gran suspiro que dio la otra confirmó esta suposición mejor que las palabras.
«De modo que, aun viéndose perdida y deshonrada por ese miserable, todavía le quiere usted. Buen provecho le haga».
-No lo puedo remediar. Ello está
-Ya... la historia de siempre. Si me la sé de memoria... Que quieren sólo a aquel y no pueden desterrarlo del pensamiento, y que patatín y que patatán... En fin, todo ello no es más que falta de conciencia, podredumbre del corazón, subterfugios del pecado. ¡Ay, qué mujeres! Saben que es preciso vencer y desarraigar las pasiones; pues no señor, siempre aferradas a la ilusioncita... Tijeretas han de ser... En resumidas cuentas, que usted no quiere salvarse. La pusimos en el camino de la regeneración, y le ha faltado tiempo para echarse por los senderos de la cabra. ¡Al monte, hija, al monte! Bueno; allá se entenderá usted con Dios. Ya me estoy riendo del chasco que se va usted a llevar. Porque ahora, como si lo viera, se lanzará otra vez a la vida libre. Divertirse... ¡ea!... Por de pronto habrá un arreglito, y ese tunante le dará alguna protección; tendrá usted casa en que vivir... Y ahora que me acuerdo, ¿ese hombre es casado?
-Sí señor -dijo Fortunata con pena.
-¡Ave María Purísima! -exclamó el cura
llevándose ambas manos a la cabeza-. ¡Qué horror y qué sociedad!
Otra víctima; la esposa de
Esta frase de sermón aterró un poco a Fortunata.
«Tendrá usted su castigo y pronto. La historia de siempre... ¡Qué mujeres, Señor, qué mujeres! Váyase usted a correr aventuras, deshonre a su marido, perturbe dos matrimonios; ya vendrá, ya vendrá el estallido. No le arriendo la ganancia. El amancebamiento ahora, después la prostitución, el abismo. Sí, ahí lo tiene usted, mírelo abierto ya, con su boca negra, más fea que la boca de un dragón. Y no hay remedio, a él va usted de cabeza... porque ese hombre la abandonará a usted... Son habas contadas».
Fortunata tenía la cabeza próxima a las rodillas. Estaba hecha un ovillo, y sus sollozos declaraban la agitación de su alma.
«¡Ah, mujer infeliz! -añadió el
clérigo con solemnidad, levantándose-; no sólo es usted una
bribona, sino una idiota. Todas las enamoradas lo son porque se les
seca el entendimiento. Las saca uno del purgatorio del deleite y
allá se van otra vez. Tú te lo quieres, pues tú te lo ten. En el
Infierno le ajustarán a usted las cuentas. Váyase usted luego allá
con sofismas y con zalamerías de amor... Esto se acabó. Ni yo tengo
que hacer nada con usted, ni usted
Esto lo dijo en la puerta y luego se retiró sin añadir una palabra más. Doña Lupe le aguardaba en la sala para saber si había sido más afortunado que ella en la averiguación de la verdad, y allí se estuvieron picoteando un buen rato. Después oyeron ruido, sintieron la voz de Fortunata que hablaba quedito con Patricia, diciéndole quizás cómo y cuándo mandaría a buscar su ropa. Tía y sobrino asomáronse luego a los cristales del balcón y la vieron atravesar la calle presurosa, y doblar la esquina sin dirigir una mirada a la casa que abandonaba para siempre.
Nicolás repetía una figura de que estaba satisfecho: «zahumar, zahumar y zahumar». Y a propósito de espliego, a él, físicamente, tampoco le vendría mal... esto sin ofender a nadie.
-I-
Juan Pablo Rubín no podía vivir sin
pasarse la mitad de las horas del día o casi todas ellas en el
café. Amoldada su naturaleza a este género de vida, habríase tenido
por infeliz si el trabajo o las ocupaciones le obligaran a vivir de
otro modo. Era un asesino implacable y reincidente del tiempo, y el
único goce de su alma consistía en ver cómo expiraban las horas
dando boqueadas, y cómo iban cayendo los periodos de fastidio para
no volver a levantarse más. Iba al café al medio día, después de
almorzar, y se estaba hasta las cuatro o las cinco. Volvía después
de comer, sobre las ocho, y no se retiraba hasta más de media noche
o hasta la madrugada, según los casos. Como sus amigos no eran tan
constantes, pasaba algunos ratos solo, meditando en problemas
graves de
Pero aunque Juan Pablo se encariñaba
de este modo con el local, había cambiado de café bastantes veces
en el espacio de cinco años.
Quien se hubiera tomado el trabajo de
seguir
Al medio día era siempre de los
retrasados, porque se levantaba tarde; por la noche era
infaliblemente el primero. Rara vez, al entrar, encontraba ya allí
a D. Evaristo González Feijoo o a Leopoldo Montes. La tertulia de
la noche tenía su personal distinto de la del día, y eran pocos los
que asistían a una y otra. Sólo Rubín era punto fijo en ambas. La
peña aquella ocupaba tres mesas, y antes de que los parroquianos
llegaran, el mozo les ponía a todos el servicio. Juan Pablo entraba
a las ocho, cuando aún no había en el local más que tres o cuatro
personas, y los mozos estaban de conversación sentados junto al
mostrador. En este, el amo o encargado preparaba los servicios,
poniendo pilas de platillos de azúcar. Cada instante se abría la
puerta de cristales para dar paso a algún parroquiano (que entraba
quitándose la bufanda o desembozándose), y luego se cerraba
El amo saludaba desde el mostrador a
algún parroquiano que le caía cerca. Los más gustaban de que se les
sirviera el café sin ninguna tardanza, y daban palmadas si el chico
no venía pronto. Juan Pablo entraba despacio y muy serio, como
hombre que va a cumplir una obligación sagrada. Dirigía el paso
gravemente hacia las mesas de la derecha y se sentaba siempre en el
propio sitio con matemática exactitud. El mozo le saludaba en el
momento de dar un restregón con el paño a la mesa, y él,
contestando con cierta dignidad, frotábase las manos, se acomodaba
bien en el asiento, conservando la capa sobre los hombros; después
acercaba el vaso, poniendo a la derecha, a la discreta distancia a
que se pone el tintero para escribir, el platillo del azúcar, y
luego atendía a la operación de verter en el vaso la leche y el
café, poniendo mucho cuidado en que las proporciones de ambos
líquidos fueran convenientes y en que el vaso se llenara sin
rebosar. Esto era elemental. Después cogía la cuchara con la mano
izquierda y con la derecha iba echando pausadamente los terrones,
dirigiendo miradas indulgentes a todo el local y a
Imposible que la historia siga a este
hombre en todos sus periodos cafeteros. Pero no se puede pasar en
silencio la etapa aquella de la Puerta del Sol, en que Rubín tenía
por tertulios y amigos a D. Evaristo González Feijoo, a don Basilio
Andrés de la Caña; a Melchor de Relimpio y a Leopoldo Montes,
personas todas muy dadas a la política, y que hablaban del país
como de cosa propia. Teniendo todos la misma manía, cada cual
cultivaba una especialidad, pues Leopoldo Montes llevaba un día y
otro infaliblemente, noticias de crisis; D. Basilio descendía
siempre a menudencias de personal; Relimpio era procaz y malicioso
en sus juicios; Rubín descollaba por suponerse que todo lo sabía y
que se anticipaba a los sucesos
Allí brillaba espléndidamente esa
fraternidad española en cuyo seno se dan mano de amigo el carlista
y el republicano, el progresista de cabeza dura y el moderado
implacable. Antiguamente, los partidos separados en público,
estábanlo también en las relaciones privadas; pero el progreso de
las costumbres trajo primero cierta suavidad en las relaciones
Hablando de esto, Feijoo y Rubín
achacaban la relajación de los caracteres a los desengaños. «Yo
-decía Feijoo-, soy progresista desengañado, y usted
tradicionalista arrepentido. Tenemos algo de común: el creer que
todo
-II-
Don Evaristo González Feijoo merece
algo más que una mención en este relato. Era hombre de edad,
solterón, y vivía desahogadamente de sus rentas y de su retiro de
coronel del ejército. A poco de la guerra de África, abandonó el
servicio activo. Era el único individuo de la tertulia que no tenía
trampas ni apuros de dinero. Su existencia plácida y ordenada,
reflejábase en su persona pulcra, robusta y simpática. Su facha
denunciaba su profesión militar y su natural hidalgo; tenía bigote
blanco y marcial arrogancia, continente reposado, ojos vivos,
sonrisa entre picaresca y bondadosa; vestía con mucho esmero y
limpieza, y su palabra era sumamente instructiva, porque había
viajado y servido en Cuba y en Filipinas; había tenido muchas
aventuras y visto muchas y muy extrañas cosas. No se alteraba
cuando oía expresar las ideas más exageradas y disolventes. Lo
mismo al partidario de la inquisición que al petrolero más rabioso,
les escuchaba Feijoo con frialdad benévola. Era indulgente con los
entusiasmos, sin duda porque él también los había
En las tertulias de los cafés hay siempre dos categorías de individuos, una es la de los que ponen la broza en la conversación, llevando noticias absurdas o diciendo bromas groseras sobre personas y cosas; otra es la de los que dan la última palabra sobre lo que se debate, soltando un juicio doctoral y reduciendo a su verdadero valor las bromas y los dicharachos. Donde quiera que hay hombres, hay autoridad, y estas autoridades de café, definiendo a veces, a veces profetizando y siempre influyendo, por la sensatez aparente de sus juicios, sobre la vulgar multitud, constituyen una especie de opinión, que suele traslucirse a la prensa, allí donde no existe otra de mejor ley.
Bueno. Los que ejercen autoridad en los círculos o tertulias de café suelen sentarse en el diván, esto es, de espaldas a la pared, como si presidieran o constituyesen tribunal. Juan Pablo y Feijoo pertenecían a esta categoría; pero el segundo no se sentaba nunca en el diván, porque le daba calor la pana, sino en una de las sillas de fuera, tomando café en un ángulo de la mesa y volviendo la espalda a los individuos de la mesa inmediata.
En cambio, D. Basilio Andrés de la
Caña,
Y don Basilio, que tenía ciertas
marrullerías de asno viejo, sacaba partido de su fisonomía engañosa
y de aquel aire de
Dos fases tenía la vida de este hombre: el periodismo y la empleomanía. En la prensa, siempre estuvo encargado de la parte extranjera y de las cuestiones de Hacienda. Ni para una ni para otra cosa se necesitaba en el periodismo antiguo saber escribir. Pero la Caña tomaba tan en serio estas dos ramas del conocimiento humano, que cuando trabajaba parecía que estaba escribiendo la
Durante el periodo revolucionario, pasó el pobre D. Basilio una trinquetada horrible, porque no quiso venderse ni abdicar sus ideas. Únicamente consintió en trabajar en un periódico liberal templado; pero... bien claro se lo dijo al director... nada más que para tratar de las cuestiones financieras, con exclusión absoluta de toda idea política. Dicho y hecho: la Caña se largaba todos los días un articulazo que no leía nadie, criticando la gestión de la Hacienda; pero no así como se quiera, sino con números. «Con los números no se juega» decía él, y le metía mano al presupuesto y lo desmenuzaba como si fuera la cuenta de la lavandera. «Si esta gente no comprende -decía en el café inflado de autoridad-, que sin presupuesto no hay política posible, ni hay país, ni nada. Estoy harto de decírselo todos los días. Y nada; como si se lo dijera a este mármol. Señores, yo les juro que he examinado una por una todas las cifras, y créanmelo, parece mentira que ese buñuelo haya salido de las oficinas de Hacienda. Pero si es lo que yo digo: ese señor (el Ministro del ramo) no sabe por dónde anda, ni en su vida las ha visto más gordas... ¡Cuidado que lo vengo demostrando como tres y dos son cinco! Pero nada... no lo quieren entender».
Después de expresar con un gran
suspiro la lástima que tenía de este pobre país, seguía tomando su
café con indolencia, pero con apetito, porque para D. Basilio era
verdadero alimento, y lo tomaba colmado, en vaso, y dejando rebosar
todo lo posible en el plato para trasegarlo después frío al vaso.
En los últimos años de la Revolución, D. Manuel Pez diole un
destinillo en el Gobierno civil, y él lo aceptó como ayuda hasta
que vinieran tiempos mejores; pero estaba descontento, no sólo por
lo mezquino del sueldo, sino por razones de dignidad. Los amigos
que le oían quejarse, comparando la exigüidad de la paga con la
muchedumbre de bocas que constituían su familia, le consolaban cada
cual a su manera; pero él decía invariablemente: «y sobre todo, me
lo pueden creer, lo que más me contrista es no estar
La conversación del círculo, que empezaba casi siempre con el tema de la guerra, pasaba insensiblemente al de los empleos. Leopoldo Montes, cesante eterno, Relimpio, y otros que tenían entre los dientes alguna piltrafa del presupuesto, se arrojaban con deleite famélico sobre aquel tema picante. «Usted, ¿cuánto tiene?».
-Yo
-Pues yo -decía D. Basilio-, cuando
estaba
-Pero como aquí se hacen mangas y
capirotes de los
-Pues yo -murmuraba una voz que
parecía salida de una botella, voz correspondiente a una cara
escuálida y cadavérica, en la cual estaban impresas todas las
tristezas de la Administración española-, sólo pido dos meses, dos
meses más de activo para poderme jubilar por Ultramar. He pasado el
charco siete veces, estoy sin sangre, y ya me corresponde retirarme
a descansar con
El cesante más digno de conmiseración es aquel que sólo pide unos cuantos días más de empleo para poder reclinar sobre la almohada de las Clases Pasivas una frente cargada de años, de sustos y de servicios.
-III-
De ocho a diez estaba el café completamente lleno, y los alientos, el vapor y el humo hacían un potaje atmosférico que indigestaba los pulmones. A las nueve, cuando aparecían
Juan Pablo no se iba hasta que
cerraban las puertas, y de todos sus amigos el único que tan a
deshora le acompañaba era Melchor de Relimpio. Iban juntos hacia su
barrio y a veces
¿De qué hablaban aquellos hombres
durante tantas y tantas horas? El español es el ser más charlatán
que existe sobre la tierra, y cuando no tiene asunto de
conversación, habla de sí mismo; dicho se está que ha de hablar
mal. En nuestros cafés se habla de cuanto cae bajo la ley de la
palabra humana desde el gran día de Babel, en que Dios hizo las
opiniones. Óyense en tales sitios vulgaridades groseras, y también
conceptos ingeniosos, discretos y oportunos. Porque no sólo van al
café los perdidos y maldicientes; también van personas ilustradas y
de buena conducta. Hay tertulias de militares, de ingenieros; las
de empleados y estudiantes son las que más abundan, y los
provincianos forasteros llenan los huecos que aquellos dejan. En un
café se oyen las cosas más necias y también las más sublimes. Hay
quien ha aprendido todo lo que sabe de filosofía en la mesa de un
café, de lo que se deduce que hay quien en la misma mesa pone
cátedra amena de los sistemas filosóficos. Hay notabilidades de la
tribuna o de la prensa, que han aprendido en los cafés todo lo que
saben. Hombres de poderosa asimilación ostentan cierto caudal de
conocimientos,
La mesa presidida por Juan Pablo Rubín
era la segunda, entrando, a mano derecha. La inmediata pertenecía
al mismo círculo de amigos; después seguía la de los
Como todo esto que cuento se refiere al año 74, natural es que en el café se hablara principalmente de la guerra civil. En aquel año ocurrieron sucesos y lances muy notables, como el sitio de Bilbao, la muerte de Concha, y por fin, el pronunciamiento de Sagunto. Raro era el día que no echaban los periódicos un extraordinario anunciando batallas, desembarcos de armas, movimientos de tropas, cambios de generales y otras cosas que por lo común daban pie a inacabables comentarios.
«¿Se ha enterado usted, Rubín? -decía Feijoo al tomar asiento junto al ángulo de la mesa, y quitando de la boca del vaso el platillo del azúcar-. Parece que Mendiry se ha corrido hacia Viana».
-Descuide usted -replicaba Juan Pablo
con suficiencia. No saldrán del circulito de las
-¡Pero, hombre...!
-No hay más que hablar. Pillería aquí, pillería allá, y todo una gran pillería.
-Aquí no hay más que mucha hambre
-decía uno de los curas de tropa alzando la voz en la mesa
inmediata-. La guerra no se acaba porque los militares van muy a
gusto en el machito. Los de acá y los de allá no están por la paz.
¿Pero qué me dicen ustedes a mí que he visto aquello? Yo he servido
en el
-¡Qué fuerte está el señor capellán! -dijo Feijoo sonriendo, y no dijo más porque entró D. Basilio y en tono de gran misterio se expresó de este modo:
«Cuando digo que hay novedades...».
Después que le sirvieron el café, agachó la cabeza, y en el círculo que formaban las cuatro o cinco cabezas de sus amigos que se alargaron para oírle, hizo la confidencia:
«Se lo digo a ustedes en gran reserva».
-¿Pero qué es?
-
-¡Ah!, yo también lo oí -indicó Relimpio-. Es cierto... como que tiene dolor de muelas.
-El motivo -añadió la Caña radiante-, no lo sé. Cada uno piense como quiera. Yo lo único que me permito decir es que esto está muy malo... pero muy malo, y que hay mar de fondo.
-¿Pero no sabe usted más? -le preguntó Feijoo de una manera apremiante-. Yo creí que nos iba usted a dar noticia de la conferencia del Duque con Elduayen... Y ahora sale con que Sagasta está malhumorado... Dios nos asista... Pero lo de la conferencia, ¿es cierto o no?
Don Basilio solía llevar en la boca un palillo de dientes, y tomándolo entre los dedos lo mostraba, accionando con él, como si formara parte del argumento.
«Lo que yo sé -afirmó con acento
patético, ofreciendo el palillo a la admiración de sus amigos-, lo
que yo sé es que esto está muy malo. Digo con Lorenzana:
El círculo de cabezas volvió a formarse, y en él echó D. Basilio su aliento, como los saludadores, antes de echar sus palabras. Era el tal aliento poco grato a la nariz de Feijoo, por lo cual este se retiró discretamente.
Don Basilio estuvo vacilando entre su conciencia, que le exigía callar, y el deseo de satisfacer la curiosidad de sus amigos. Por fin se violentó un poco para decir:
«Esta tarde Romero Ortiz salió del
ministerio
-¿Pero quién era el amigo?
-Todo no se ha de decir... Pues bien;
allá va: era
Dicho esto, la Caña se quedó muy serio, saboreando el efecto que debían causar sus palabras. Volvió a poner el palillo entre los dientes y miraba a sus amigos con cierta lástima.
«¿Y qué? -dijo Rubín con desabrimiento-. No veo la tostada».
-Pues, amigo mío -replicó D. Basilio en el tono de un hombre superior que no quiere incomodarse-, si usted no quiere ver la tostada, ¿yo qué le voy a hacer?
-¿Y qué más da que vayan o no a casa de Cánovas?
-Nada, nada... la cosa no tiene malicia. Flojilla cosa es... ¿De qué pan hago las migas, compadre? Del tuyo que con el viento no se oye.
Después se permitió echarse a reír, cosa en él extrañísima y desusada.
«Este D. Basilio...».
-Amigo -manifestó Feijoo con su franqueza habitual-. Confiese usted que la noticia que nos ha traído podría ser una sandez.
-Bueno, mi Sr. D. Evaristo, usted crea lo que quiera. Yo me lavo las manos.
Esto de lavarse las manos lo repetía mucho la Caña; pero los hechos no correspondían a las palabras como lo demostraba la simple observación. «Ustedes podrán creer lo que les acomode -repetía el escritor de Hacienda, intentando elevar su dignidad de noticiero sobre la chacota de sus amigos-, pero lo que yo sostengo es que antes de un mes está el Príncipe Alfonso en el trono».
Risa general. D. Basilio se ponía colorado y después palidecía. Sus labios temblaban al aplicarse al borde del vaso.
-¿A que no? -dijo con rabia Juan
Pablo-. Eso, nunca. Antes que eso, que vuelvan los cantonales. ¡Ni
que fuéramos bobos en España! Señores, ¿a ustedes les cabe en la
cabeza que venga aquí el Príncipe Alfonso? Y detrás doña Isabel.
¡Bonito porvenir!... Otra vez el
Don Basilio, no se atrevía a responder. Contentábase con tomar aires de hombre profundo, que no se resuelve a soltar el enjambre de ideas que le zumban en el cerebro.
-Responderme.
-Nadie... cuatro gatos -dijo Montes.
-Los que no supieron defender a su
madre cuando la echamos, señores... Y ahora... Si quiere D.
Basilio, pasaremos revista a todos los personajes del
Don Basilio, por su gusto, se habría metido debajo de la mesa. No hacía más que morder el palillo y gruñir como un mastín que no se decide a ladrar ni quiere tampoco callarse.
«El
-Pero un crimen
-Pero, y eso ¿qué prueba? -arguyó al fin D. Basilio, viendo una salida favorable de la confusión en que su contrincante le metía-; ¿qué tiene que ver...? Lógica, señores, lógica.
-Nada, hombre, que no viene acá el niño ese... que no viene... Yo pongo mi cabeza.
-Pero...
-No hay pero... Que no viene, y no le dé usted vueltas, Sr. de la Caña.
-Deme usted razones.
-Que no viene... Usted se convencerá, usted lo verá... Al tiempo...
-Pues al tiempo.
-Que no, hombre, que no. Si hasta que
venga el Príncipe no le llevan a usted
-Si no se trata aquí de que yo eche pelo ni de que no eche pelo -manifestó D. Basilio incomodándose un poco y mostrando el palillo deshilachado.
Pero Rubín se puso a hablar con
Feijoo, que le preguntaba por aquel inexplicable casamiento de su
hermano con una mujer maleada. Don Basilio pegó la hebra con los
curas de tropa y con Nicolás Rubín. En aquel círculo le hacían más
caso que en el suyo, y se despachaba más a su gusto. Divididas las
opiniones, el capellán del
«Lo que ustedes oyen... Al tiempo... Ustedes lo han de ver... y pronto, muy pronto».
Después se incautaba con disimulo de todos los terrones de azúcar que podía, y se marchaba a su casa, despidiéndose de cada uno particularmente con apretón de manos a espaldarazo.
-IV-
Rubín, después de su fracaso en el
campo y corte de D. Carlos, había tomado en aborrecimiento a los
hombres del bando absolutista; pero conservaba las ideas
autoritarias y la opinión de que no se puede gobernar bien sino
dando muchos palos. Toda la parte religiosa del programa carlista
la descartaba, quedándose tan sólo con la política, porque ya había
visto prácticamente que los curas lo echan todo a perder. Decía que
su ideal era
Otro de sus temas era:
Su prisión por sospechas de
conspiración acentuole la soberbia y la murria soñadora,
revolviendo más al propio tiempo el pisto manchego de su programa
político-social. Salió de la cárcel con la cabeza más aturullada y
los ánimos más encendidos. Entrole entonces cierto afán por las
lecturas, porque reconocía su ignorancia y la necesidad de entender
las ideas de los grandes hombres y los sucesos notables que habían
pasado en el mundo. Durante un par de semanas leyó mucho, devorando
obras diferentes, y como tenía facilidad de asimilación y mucha
labia, lo que leía por las mañanas lo desembuchaba por las noches
en el café
Un día se despertó pensando que debía
Poco a poco, a medida que iba
acopiando argumentos, fue Rubín corriéndose a lo largo del diván,
hasta que llegó a presidir la mesa de los capellanes. Eran estos
tres, cuatro cuando iba Nicolás Rubín, todos de buena sombra y muy
echados para adelante. Ninguno de ellos se mordía la lengua fuera
cual fuese el tema de que se tratara. El más calificado era un
viejo catarroso, andaluz, gran narrador de anécdotas, mal hablado,
y en el fondo buena persona. Retirábase a las once y decía sus
misitas por la mañana. El segundo era cura de tropa, echado del
servicio por no sé qué desafueros, y el tercero ex-capellán de un
vapor correo expulsado porque le cogieron contrabando de tabaco.
Estos dos eran buenos peines; habían corrido mucho mundo, y estaban
sin licencias,
No sé cómo se llamaba el viejo
catarroso, porque todos allí le nombraban
El llamado
Empezó dando puntadas. Como al
principio era su charla frívola y de gacetilla, todos se reían y el
«¿Sí?, pues ahora lo verás». Esto se
dijo Pedernero, cuyo amor propio de teólogo contrabandista se picó
extraordinariamente. En dos o tres días refrescó sus lecturas,
rehízo su erudición descompuesta en los viajes y en la vida de
libertino, y bien preparado acudió al torneo a que el otro le
retaba con sabidurías de tercera mano, aprendidas en los libritos
franceses de ciencia popular a treinta céntimos el tomo. Pues
amigo, una noche el ex-capellán del vapor-correo se lió la manta y
le dio tal paliza a Rubín, que este hubo de salir con las manos en
la cabeza. Había que ver a Pedernero
No pararon aquí las cosas. Rubín,
lleno de despecho, resobaba sus libritos de a treinta céntimos para
buscar armas contra la Iglesia. Apenas las esgrimía, Pedernero le
reventaba. Su argumentación era la maza de Fraga. El
Rubín, al verse vencido, pues hasta el agente de Bolsa, que era el más libre-pensador de todos, se cayó del lado de Pedernero, buscaba camorra, empleando argumentos de mala fe y personalizando la disputa. El bajo de ópera se creía en el deber de apoyar la idea religiosa, por haberla expresado tantas veces con su sábana por la cabeza, haciendo el respetable papel de sumo sacerdote; y el del molino de chocolate azuzaba a los dos por ver si la cosa se enfurruñaba y no quedaban más que los rabos. Oíanse en aquella parte del café cláusulas furibundas, proposiciones que parecían dichas en un púlpito, y descollaba sobre el tumulto la valiente voz de Pedernero gritando:
«Yo le digo a usted que ningún Santo Padre ha podido sostener ese disparate. No jorobar. Yo le reto a usted a que me traiga el texto, y si no lo trae, es prueba de que lo inventa usted».
Aquella noche quedó la cosa mal, y el
tono de los contendientes, así como la atmósfera caldeada que en la
tertulia reinó, hacían temer una escena desagradable. La catástrofe
tuvo lugar a la noche siguiente, pues habiéndose permitido Rubín
algunas reticencias desfavorables a la reputación de la Virgen
María, saltó Pedernero de su asiento, trémulo y descompuesto,
«Porque yo soy un lipendi. Yo reconozco -gritaba el capellán ahogándose-, que soy un mal sacerdote; pero delante de mí no hay un judío sin vergüenza que se atreva a hablar mal de la Virgen. O se traga usted esas infamias o le rompo el alma... ahora mismo».
No puede describirse lo que allí pasó. Voces, gritos, patadas, capas rotas, vasos volcados, terrones por el suelo. Trincando una botella, Rubín apuntó al cura con tal desacierto que quedó descalabrado... el infeliz bajo de ópera. El zipizape fue de lo más célebre... D. Basilio tiró de los faldones a Rubín y por poco se queda con ellos en la mano. Todo el café se alborotó. El amo intervino...
Emigración. Desde el día siguiente Juan Pablo trasladó sus reales a otro café.
-V-
El primero que hubo de seguirle fue
don Evaristo González Feijoo, a quien era indiferente este o el
otro establecimiento. Instaláronse por el pronto en Fornos, y allí
esperaron. A la segunda noche fue Leopoldo Montes, y a la tercera
D. Basilio, que les encontró discutiendo de qué café se
posesionarían definitivamente.
Decidieron por fin establecerse en el
Siglo de la calle Mayor, donde se encontraron bastantes personas
conocidas. Rubín necesitaba algunos días para la aclimatación en
nuevo local. Al principio cambiaba frecuentemente de mesa, bien
porque el sitio era expuesto a las corrientes de aire, bien por
ciertas vecindades un poco molestas. Una de las primeras noches,
cuando aún no habían llegado los amigos, Rubín
Iba también a aquel corrillo Aparisi
el concejal, a quien tenían ya medio trastornado los apóstoles,
Pepe Samaniego, que no se dejaba embaucar, y Dámaso Trujillo, el
dueño de la zapatería titulada
Feijoo se arrimaba a él y le daba
conversación, por lástima, animándole y procurando distraerle de su
tema; pero Ramsés II, cuyo
«¿Pero a usted quién le recomienda?» le preguntó una noche Juan Pablo.
-A mí D. Claudio Moyano.
-Pues entonces ya está usted fresco.
-Dicen que traen al Príncipe... -indicó Ramsés II con timidez.
-Sí; lo traerán los rusos... por las ventas de Alcorcón. Aviado está usted si espera a que venga el Príncipe... Aquí lo que viene es la liquidación social... y después, sabe Dios. Saldrá el hombre que hace falta, un tío con un garrote muy grande y con cada riñón... así.
Ramsés II bajaba la cabeza. D. Basilio era su único amigo, porque también allí ponía el paño al púlpito para anunciar la venida del Príncipe... «Por supuesto -añadía-, tiene que venir con la estaca de que habla el amigo Juan Pablo».
Rubín se encontraba bien en aquel
círculo, pero una noche acertó a ver en las mesas de enfrente a un
hombre que le desconcertó por completo. Era un amigo suyo que le
había prestado dinero. La secreta antipatía que inspira el acreedor
manifestábase en el alma de Rubín
Y el pérfido
A Rubín se le hacía acíbar el café y la tertulia un infierno. Érale insoportable la presencia de aquel hombre a quien no podía mandar a paseo, imagen viva del desorden de su vida, que se le aparecía como el espectro de una víctima cuando más contento estaba. La única delicia de su triste existencia era el café. Aquel sueño plácido, Samaniego se lo trocaba en angustiosa pesadilla. No pudo más, y una noche, sin decir nada, levantó el vuelo hacia otras regiones.
-VI-
En esta nueva emigración, deseando
estar lo más lejos posible del Siglo, se fue a San Joaquín, en la
calle de Fuencarral, y no se corrió más al Norte porque no había
cafés en las latitudes altas de Madrid. Pero en esta deserción, ya
no le acompañaron ni D. Basilio Andrés de la Caña, ni Montes; éste
porque San Joaquín estaba
«Pero, hombre -dijo Feijoo a su amigo-. Y usted, ¿para qué dejó casar a su hermano?».
-A mi hermano le falta un tornillo...
-¡Ah!, como guapa, ya lo es -agregó D. Evaristo con cierto entusiasmo-. La he visto ayer... mejor dicho, la he visto varias veces.
-¿Dónde?
-En su casa. Es largo de contar... dejémoslo para otra noche.
Era sin duda cosa delicada para dicha
delante de testigos, y estos eran: Olmedo con Feliciana, el
pianista ciego, que en los descansos solía agregarse a aquella
plácida tertulia, y una señora jamona, fiel parroquiana del café de
nueve a doce. La llamaban doña María de las Nieves, y era una de
las figuras más notables que presenta Madrid en la variadísima
serie de los tipos de café. Iba algunas veces sola, otras con una
mujer de mantón borrego que parecía verdulera acomodada. Llevaba
toquilla de color corinto, que se quitaba al sentarse, y al punto
se le armaba en la mesa una tertulia de hombres, compuesta de los
siguientes personajes: un portero del Colegio de Sordo-Mudos, un
empleado del Tribunal de Cuentas, un teniente viejo, de la clase de
tropa, retirado del servicio, y dos individuos que tenían puesto de
carne y frutas en la plaza de San Ildefonso. En esta sociedad
reinaba doña Nieves como en un salón, siendo ella la que
pronunciaba las frases maliciosas y chispeantes sobre el suceso del
día, y los otros los que las reían. Corríase algunas veces hacia la
mesa inmediata, sobre todo a última hora, cuando sus amigos, gente
que tenía que madrugar, empezaba a desertar del local. Entonces se
formaba una segunda peña. Doña
Al pianista ciego le daba el cafetero
siete reales y la cena. Por el día se dedicaba a afinar. Era casado
y con ocho de familia. Tocaba piezas de ópera y de zarzuelas
francesas como una máquina, con ejecución fácil, aunque incorrecta,
sin gusto ni sentimiento. A pesar de esto, en ciertos pasajes muy
naturalistas en que imitaba una tempestad o
La verdad es que todo esto, doña
Nieves y las placeras sus amigas, las mujeres de equívoca decencia
que iban allí acompañadas de madres postizas, el mozo y sus
familiaridades, el
En las últimas semanas del 74, Rubín volvió a sentir comezón de lecturas. Quería instruirse a todo trance, labor inmensa y difícil por carecer de base, pues su padre, con la idea de que al comerciante le estorba el latín, no le permitió aprender más que las cuatro reglas y un poco de francés. No tenía biblioteca, y un amigo le proporcionaba libros. Fue a verle, escogió los que más despertaron su curiosidad por los títulos, y consagró a la lectura todo el tiempo que le dejaban libre el café y el sueño. Tantas ideas adquirió que se sentía con vivas ansias de devolverlas por medio de la propaganda. O predicaba o reventaba. Lástima grande no volver a la tertulia de Pedernero para ponerle verde, porque ya sabía lo bastante para pasarse a todos los teólogos por la nariz.
Las lecturas de Rubín fueron como un
descubrimiento. Ya sospechaba él aquello; pero no se atrevía a
expresarlo. El hallazgo era negativo, es decir, había descubierto
que la mejor organización de los estados es la desorganización; la
mejor de las leyes la que las anula todas, y el único gobierno
Encontrábase mi hombre con fuerza dialéctica y entusiasmo bastantes para predicar y extender por todo el mundo aquellas verdades. Pero como no tenía más público que la tertulia del café, con ese inocente auditorio tuvo que contentarse. ¿Y qué? ¡Cuánto mejor no era sembrar la nueva doctrina en entendimientos sencillos y absolutamente incultivados! Pues el mismo Jesucristo ¿no escogió por discípulos a unos infelices pescadores, hombres rudos que no conocían ninguna letra, y a mujeres de mala vida? Ved aquí por dónde doña Nieves y las placeras sus amigas, Feliciana y la parroquiana de San Juan de Dios, el camarero, el pianista fueron escogidos para que Juan Pablo sembrara en ellos la primera simiente de aquel Evangelio al natural. Por espacio de muchas noches hizo propaganda acalorada. A veces se tenía que incomodar, porque le hacían observaciones estúpidas o socarronas. Como se expresaba muy bien, oíanle todos con gran atención, y las chicas del partido le ponían buenos ojos. El mozo era el más entusiasmado y decía: «¡Qué pico tiene este señor de Rubín!».
Pasaba lo de la anarquía y aun lo del matrimonio; pero en llegando a que todo es Naturaleza, reinaba gran confusión en el auditorio, y doña Nieves, tomando el caso a broma, pedía mayor claridad.
«Pero a ver, D. Juan Pablo, explíquese
mejor...
-Lo primero, hijas mías -decía con
unción el expositor-, es limpiar el
-Y cuando nos morimos -preguntó una de las samaritanas-, ¿qué pasa?
-Hija, cuando nos morimos, pasamos a fundirnos en el grandioso conjunto universal...
-
-¿Y Dios?
-¡Dios!... francamente, no me gusta, por consideraciones que se deben a toda gran idea histórica, no me gusta, digo, hablar mal de Él... Me concreto, pues, a negarle... respetuosamente.
-¡Otra!, ¡qué cosas se le ocurren! De modo que la misa no es nada tampoco...
-¡María Santísima!, con lo que sale usted ahora. La misa... es un rito, uno de tantos ritos.
-¿Y lo mismo da oírla que no? ¿Y para qué son los funerales?
-Otro rito... La que no pueda o no sepa dar a la Naturaleza lo que es de la Naturaleza y a la historia lo que es de la historia, que se calle... No hay tal muerte, hijas mías: la que tenga oídos, oiga... Esta es la verdad; morirse es cumplir una ley de armonía.
-Como que se va una a la sustancia de la tierra y se mezcla con ella -apuntó doña Nieves.
-Tí lo has dicho... digo, ustedlo ha dicho.
-Y así viene a resultar que con nuestra defunción lo que hacemos es darle jugo a las plantas. De modo que muchas verduras, ¿qué son sino gente que se ha convertido, pongo el caso, en brecolera?
-¡Quite allá por Dios! -exclamó santiguándose una de ls placeras-. ¡Qué risa con usted!
-Pero el alma se echa a volar y va para arribam, qué sé yo dónde. A correrla por ahí, porque lo que es Infierno no lo hay. En eso sí que estoy conforme con el Sr. de Rubín.
-En verdad os digo que no hay ni infierno ni Cielo, ni tampoco alma -afirmó Rubín con acento apostólico-, ni nada más que la naturaleza que nos rodea, inmensa, eterna, animada por la fuerza...
-¿Por la fuerza!... sí -aseveró el mozo del café-, por la fuerza... claro...
Y hacía esos gestos como el que va a levantar un gran peso o a echarse a cuestas un sillar.
-Llámelo usted
-Doña Nieves, por amor de Dios... -dijo Rubín con desesperación
de maestro-. Que se me está usted volviendo muy
-Lo que yo no comprendo es una cosa -indicó con la mayor candidez una de las mozas del partido-, y es que si no hay nada por allá, ¿dónde están las ánimas?
-¿Qué ánimas?
-¡Otra! Las ánimas benditas.
Juan Pablo soltó la risa.
-Nada adelantaremos, si no os fijáis bien en que le hombre no puede conocer como real nada que no esté en la Naturaleza sensible. El que tenga ojos, que vea...
-Eso, eso... y lo uno no quita lo otro -observó doña Nieves con
aplomo, empezando a tomar su chocolate-. Porque habrá toda la
Naturaleza que usted quiera, pero eso no quita que
-Señora, por los clavos de Cristo -dijo el filósofo ya sin saber por dónde tirar-. Fijemos ante todo el concepto de Naturaleza. ¿Qué es la Naturaleza?
-¡Otra!, el campo -indicó con presteza la de San Juan de Dios.
-Y los animales - murmuró el ciego, que era que el menos hablaba.
-No digáis tonterías -manifestó doña Nieves-. La Naturaleza somos nosotros los pecadores, todos frágiles. ¿Verdad, D. Juan Pablo?
-Los pecadores son Naturaleza -apuntó otra-; por eso a los hijos
de pecado los llaman
-¡Vaya un lío que me arman ustedes!
Una de las placeras que presentes
estaban tenía muy abultado el seno. En cierta ocasión, estando
confesándose, le dijo el cura: «sea usted modesta en el vestir y no
haga ostentación de esas
«¡Vaya unas conversaciones indecentes que sacan ustedes!».
«Indecentes no, hija».
-Lo que yo dijo y sostengo -manifestó
una de las samaritanas, tirando por la calle de enmedio-, es que
este D. Juan Pablo está
Loco, tal vez no; pero fatigado sí de sus inútiles esfuerzos. Ni abriendo con martillo un boquete en aquellas cabezas de piedra, lograría meter la luz de la verdad. Corriéndose al velador inmediato, donde estaba cenando el ciego, mandó al mozo que le pusiese allí su chocolate. El ciego volvió hacia él sus ojos vacíos y muertos, su cara que parecía un quinqué sin encender, y le dijo con profundísima tristeza:
«¿Pero es verdad, D. Juan Pablo, lo
que usted nos cuenta? ¿Lo cree usted así, o es que quiere
entretenerse y divertirse con nosotros, ignorantes? Me ha llenado
usted de dudas.
Juan Pablo miró al ciego, y se helaron en sus labios las palabras con que iba a espetarle nuevamente su cruel filosofía. Era Rubín hombre de buen corazón, y le pareció poco humano aumentar las tinieblas de aquella triste y miserable vida. Pero al propio tiempo su conciencia no le permitía desmentir lo que acababa de sostener. La dignidad por delante. Estuvo luchando un rato entre la piedad y el deber, y como el ciego volviese a preguntarle con insistente afán: «¿pero es cierto que al morir nos convertimos en berzas...?» le replicó el apóstol:
«Le diré a usted... hay opiniones... No haga caso. Si no fuera por estas bromas, ¿cómo se pasaba el rato?».
No siguieron estas conversaciones
filosóficas, porque sobrevino lo de Sagunto, y este suceso absorbió
la atención general en todos los cafés, desde el más grande al más
chico. Rubín estaba furioso, y sostenía que el Gobierno no tenía
vergüenza si no fusilaba en el acto... pero en el acto... a
Martínez Campos, a Jovellar y todos los demás que habían andado en
aquel lío. Cuando sus amigos no le querían oír sobre este
particular, hablaba solo. Desmentía categóricamente cuantas
noticias llegaban al café. Todo era falso. Antes que el Príncipe
viniera, habría un levantamiento general, y los carlistas harían
«Hombre, he visto a Jacinto Villalonga; he hablado largamente con él. Ya sabe usted que es de la situación y muy amigo mío. Por supuesto, no acepta la Dirección que se le ha ofrecido, porque prefiere andar suelto. Es uña y carne de Romero Robledo. Y voy a lo que iba... Le he hablado de usted...».
-¡De mí!
-Sí; es preciso colocarse. Usted no puede continuar así.
-Mire usted, amigo Feijoo -dijo Rubín masticando las palabras para salir de aquel atolladero-. Yo no puedo admitir... ¿Y el decoro de los hombres? ¡Yo he profesado toda mi vida...!
-Música, música.
-Yo no soy de esos que hablan mal de una situación, y luego van a quitarles motas al que antes desollaron.
-Música, música.
-En fin, que yo agradezco... pero no puede ser... Me ofendería, sí señor, me ofendería.
-De modo -exclamó Feijoo en voz alta,
abriendo los brazos y tomando un tono que no
-¡Otra!... Patriotismo sí hay; pero yo...
-Usted hará lo que yo le mande, y tendremos credencial.
Rubín siguió toda la noche afectando mal humor, una severidad torva, el malestar de la persona a quien ponen un puñal al pecho para que consume un acto contrario a sus convicciones. Al retirarse a casa, se comparaba con Wamba y decía para su sayo: «Cómo ha de ser... paciencia. Tengo que ser alfonsino... a la fuerza. ¡Vaya un compromiso... Re-Dios, qué compromiso...!».
-I-
Me ha contado Jacinta que una noche
llegó a tal grado su irritación por causa de los celos, de la
curiosidad no satisfecha y de la forzada reserva, que a punto
estuvo de estallar y descubrirse, haciendo pedazos la máscara de
tranquilidad que ante sus suegros se ponía. Porque la peor de sus
mortificaciones era tener que desempeñar el papel de mujer
venturosa, y verse obligada a contribuir con sus risitas a la
felicidad de D. Baldomero y doña Bárbara, tragándose en silencio su
amargura. Ya no le quedaba duda de que su marido
La noche a que Jacinta se refería,
contando
Aparisi sostuvo poco después que él
había previsto todo lo que estaba pasando. Él no era partidario de
la Restauración; pero había que respetar los hechos consumados. D.
Baldomero no cesaba de exclamar: «
Don Alfonso érale antipático, porque
su imagen estaba asociada a la horrible pena que la infeliz sufría.
Aquella mañana fue con Barbarita a casa de Eulalia Muñoz, que vivía
en la Calle Mayor, a ver la entrada del Rey. Amalia Trujillo la
tomó por su cuenta, y la estuvo adulando antes de darle el gran
susto. Hallábanse las dos solas en el balcón de la alcoba de
Eulalia, y ya sonaban los clarines anunciando la proximidad del
Rey, cuando Amalia, ¡plum!, le soltó el pistoletazo. «Tu marido
Entró Guillermina, que también hubo de llevar sus notas de alegría al concierto general. «Ya era tiempo -dijo antes de meterse en el rincón en que solía estar-. No aguardo sino a que descanse del viaje para ir a echarle el toro... Me tiene que dar para concluir el piso bajo. Y lo hará, porque le hemos traído con esa condición: que favorezca la beneficencia y la religión. Dios le conserve».
Jacinta la siguió al gabinete próximo, y allí estuvieron las dos de cháchara por espacio de una hora larga. Guillermina decía: «Paciencia, hija, paciencia, y todo se arreglará; yo te lo prometo». Ya cerca de las doce entró Juan, y su mujer le miró con severidad sin decirle nada... «Es que te voy a aborrecer -pensó-, como no te enmiendes. Pues no faltaba otra cosa... Y lo que es esta noche te como... No me engatusarás con tus zalamerías».
Juan, aunque bien hubiera querido
contradecir los optimismos de su padre y amigos, no se atrevió a
ello, porque el empuje de aquella opinión era demasiado fuerte para
luchar con él. Hasta los últimos días del 74 había defendido la
Restauración. Después de hecha, encontró mal
«Aquí siempre se han hecho las mudanzas de esa manera -dijo el señor de Santa Cruz con patriarcal buena fe-. Es nuestra manera de matar pulgas. Pues qué, ¿querías tú que las Cortes...? Estás fresco».
Después sostuvo el Delfín, con ejemplos de Francia e Inglaterra, que ninguna Restauración había prevalecido; mas todos se negaron a seguirle por los vericuetos históricos. D. Baldomero, sin meterse en dibujos, dijo una cosa muy sensata, producto de su observación de tanto tiempo: «Yo no sé lo que sucederá dentro de viente, dentro de cincuenta años. En la sociedad española no se puede nunca fiar tan largo. Lo único que sabemos es que nuestro país padece alternativas o fiebres intermitentes de revolución y de paz. En ciertos periodos todos deseamos que haya mucha autoridad. ¡Venga leña! Pero nos cansamos de ella y todos queremos echar el pie fuera del plato. Vuelven los días de jarana, y ya estamos suspirando otra vez porque se acorte la cuerda. Así somos, y así creo que seremos hasta que se afeiten las ranas».
-Es la condición humana. Así viven y se educan las sociedades -dijo el Delfín-. Lo que a mí no me gusta es que esto se haga por otra vía que la de la Ley.
«¡Pillo, tunante! -pensaba Jacinta
comiéndose
Cuando se retiraron a su alcoba, Jacinta se esforzaba en aumentar su furor; quería cultivarlo, o alimentarlo como se alimenta una llama, arrojando en ella más combustible. «Esta noche me le como. Quisiera estar más furiosa de lo que estoy, para no dejarme engolosinar. Y eso que lo estoy bastante. Pero aún me vendría bien un poquito más de ira. Es un falso, un hipócrita, y si no le aborrezco, no tengo perdón de Dios».
En esto, sintió que Juan la abrazaba por la cintura... «Quítate, déjame... -gritó ella-. Estoy muy incomodada; ¿pero no ves que estoy muy incomodada?».
Juan la vio temblorosa y sin poder respirar. «Perdone uste, señora» replicó bromeando.
Jacinta tuvo ya en la punta de la
lengua el
Turbada en sus propósitos de pelea por el buen genio y los cariñosos modos que el pérfido traía aquella noche, Jacinta rompió a llorar como un niño. Juan le hizo muchas caricias, besos por aquí y allí, en el cuello y en las manos, en las orejas y en la coronilla; besos en un codo y en la barba, acompañados del lenguaje más finamente tierno que se podría imaginar.
«No aguanto más, no puedo aguantar más» era lo único que ella decía con angustioso hipo, mojándole a él la cara y las manos con tanta y tanta lágrima. No podía tener consuelo. Todo aquel llanto era el disimulo de tantísimos días, sospechar callando, sentirse herida y no poder decir ni siquera ¡ay! «Esto es horrible, esto es espantoso; no hay mujer más desgraciada que yo... Y lo que es ahora, te aborreceré de veras, porque yo no puedo querer a quien no me quiere. Te quería más que a mi vida. ¡Qué tonta he sido! A los hombres hay que tratarlos sin consideración... Ya no más, ya no más... Estoy volada, y lo que es esta no te la perdono... digo que no te la perdono».
Algún trabajo le costó a Santa Cruz
que su mujer repitiese lo que le había dicho una amiga aquella
mañana. Y cuando él lo negaba, la ofendida esposa, que sentía en su
alma la convicción profundísima de la autenticidad del hecho,
irritábase más: «No lo niegues, no me lo niegues,
-¿En qué...?
-En muchas cosas.
-Dímelas -indicó él poniéndose serio.
-Si siempre has de negarlo... Pero no, no me engañas más.
-Si no pienso engañarte...
-Lo que Amalia me ha dicho -afirmó Jacinta con súbita ira, llena de dignidad, poniéndose en pie y afianzando con un gesto admirable su aseveración-, es verdad. Yo digo que es verdad y basta.
Grave y mirándola a los ojos, el anarquista replicó en tono muy seguro:
«Bueno, pues es verdad. Yo te declaro que es verdad».
-II-
Quedose Jacinta como una estatua, y al
fin, volviendo la espalda a su marido, hizo un ademán de salir. Él
la cogió por una mano, y quiso abrazarla. Ella no se dejó. En medio
del estrujón frustrado, sólo pudo articular la esposa muy vagamente
estas palabras: «Me voy». Lo que más la irritaba era que el
tunante, después de lo que había dicho, tuviera todavía humor de
bromas y pusiera aquella cara de pillín, como si se tratara de una
cosa de juego. Porque se
«Señora, acuéstese usted».
-¿Yo...?
-Se lo mando a usted... Acuéstese usted al momento.
No le fue a ella posible entonces librarse de un abrazo apretado, y en aquel segundo estrujón, oyó estas cariñosas palabras:
«¿No vale más que nos expliquemos como buenos amigos? Hijita de mi alma, si te enfurruñas, no llegaremos a entendernos».
Jacinta fue bruscamente desarmada. Quedose como el combatiente de los cuentos de niños, a quien por obra de magia se le convierte la espada en alfiler y el escudo en dedal.
El Delfín había entrado, desde los
últimos días del 74, en aquel periodo sedante que seguía
infaliblemente a sus desvaríos. En realidad no era aquello virtud,
sino cansancio del pecado; no era el sentimiento puro y regular del
orden, sino el hastío de la revolución. Verificábase en él lo que
D. Baldomero había dicho del país; que padecía fiebres alternativas
de libertad y de paz. A los dos meses de una de las más graves
distracciones de su vida, su mujer empezaba a gustarle lo mismito
que si fuera la mujer de otro. La bondad de ella favorecía este
movimiento centrípeto, que se había determinado por quinta o sexta
vez desde
Quedó, como he dicho, tan desarmada Jacinta, que no podía ser más. Pero creyendo que su dignidad le ordenaba seguir muy colérica, dijo todas las palabras necesarias para mostrarlo, por ejemplo: «Me acostaré o no me acostaré, según me acomode. ¿A ti qué te importa? No parece si no que... Conmigo no se juega, ¿estamos?... ¿Pues qué se ha figurado este tonto? Hemos concluido, te digo que hemos concluido... Bien, me acuesto porque quiero, no porque tú me lo mandes... ¡Vaya!...».
Poco después se oía en la alcoba lo
siguiente: «Que te estés quieto... No vayas a creerte
Y era mentira. Lejos de tener ganas de dormir, estaba muy despabilada y nerviosa.
«Tú no tienes sueño; ¿a que no lo tienes? -le decía él-. ¿A que te despabilo y te pongo como un lucero?».
-¿A que no? ¿Cómo?
-Contándote toda la verdad de lo que te dijo Amalia, haciendo una confesión general para que veas que no soy tan malo como crees.
-¡Ah!, sí; ven, ven, hijito -exclamó ella alargando sus brazos desnudos-. Confiésame todo; pero con nobleza. Nada de comedias... porque tú eres muy comiquito. Gracias que yo te conozco ya las marrullerías, y algunas bolas me trago; pero otras no. ¿De veras que vas a contármelo todo?
La idea de perdonar electrizaba a
Jacinta, poniéndola tan nerviosa que echaba chispas. No cabía en sí
de inquietud, pensando en lo grande del perdón que tenía que dar en
pago de lo enorme de la sinceridad que se le ofrecía.
«Abur, hombre» dijo en alta voz con despecho.
-Si vuelvo, si voy allá en seguida... Mi mujer gasta un genio muy vivo.
-Es que si cuentas, cuentas pronto; y si no, lo dices, para dormirme. No estoy yo aquí esperando a que al señorito le dé la gana de tenerme en vela toda la noche.
-Cállese usted,
-¡Ah!, esto está perdido -murmuró Jacinta en los respiros que las caricias de su marido le dejaban, ahogándola...-. Mira, estate quieto y no me sofoques. No tengo yo gana de bromas.
-Vamos al caso, niñita mía. Para que yo te cuente lo que deseas saber, es preciso que tú me cuentes antes a mí otra cosa. Dices que tú sospechabas esto que ha pasado, mejor, que lo adivinabas. ¿En qué te fundabas tú para adivinarlo?... ¿qué observaste y qué supiste?
-¡Ay!... ¡con lo que sale ahora este bobo...! ¿Crees que una mujer celosa necesita ver nada? Lo olfatea, lo calcula y no se equivoca... Se lo dice el corazón.
-El corazón no dice nada. Eso es una frase.
-Cuando te vuelves faltón, la menor palabra, cualquier gesto tuyo me sirven para leerte los pensamientos. ¿Y te parece que es poco dato el ver cómo me tratas a mí? Hasta la manera de entrar aquí es un dato. Hasta una ternura, una palabra cariñosa te venden, porque al punto se ve que son sobras de otra parte, traídas aquí por deber y para cubrir el expediente... Palabras y caricias vienen muy usadas.
-¡Cuánto sabes!
-Más sabes tú... No, no, más sé yo. En
la desgracia se aprende... Muchas veces me callo por no
escandalizar; pero por dentro siento algo que me está rallando así,
así... muele que te muele... ¡Pues tengo yo un olfato...! Cuando
estás faltoncito, si no lo conociera por otras cosas, lo conocería
por el perfume que traes algunas veces en la ropa... Otro dato: Una
noche traías en el pañuelo de seda del cuello, ¿qué crees?, pues un
cabello negro, grande. Lo saqué con las puntas de los dedos y lo
estuve mirando. Me daba tanto asco como si me lo hubiera encontrado
en la sopa. No chisté. Otra noche dijiste en sueños palabras de las
que se dicen cuando un hombre se pega con otro. Yo me asusté. Fue
aquella noche que entraste muy nervioso y con un dolor en el brazo.
Tuve que ponerte árnica. Me contaste que viniendo no sé por dónde
te salió un borracho, y tuviste que
-Me acuerdo, sí -dijo el Delfín, renovando en su mente el lance con Maximiliano.
-Pues verás. Otra noche, cuando te
desnudabas, plin... cayó al suelo un botón. Vino saltando hasta
cerca de mi cama. Parecía que me miraba. Era de níquel, labrado,
con muchos garabatos. Cuando te dormiste, me eché de la cama y lo
cogí. Era un botón de mujer, de los que se usan ahora en las
chaquetillas. Lo tengo guardado. Estas ignominias se guardan para
en su día sacarlas y decir: ¿me negarás esto?... ¡Y tú siempre tan
comediante! ¡Yo pasaba unas fatigas...!, pero nunca quise rebajarme
al espionaje. Se me ocurrió preguntar al cochero. Con una buena
propinilla, Manuel no me habría ocultado lo que supiera. Pero por
respeto a ti y a mí misma y a la familia, no hice nada. ¡Contarle a
tu mamá mis sospechas!... ¿Para qué?, ¿para disgustarla sin ventaja
ninguna?... Guillermina, con quien únicamente me clareaba, decíame
siempre: «paciencia, hija, paciencia». Y por fin llegaba yo a
tenerla, y el molinillo que me daba vueltas en el corazón, molía,
haciéndomelo polvo, y yo aguanta que aguanta, siempre callada,
poniendo cara de Pascua y tragando hiel, tragando hiel. Esta
mañana, cuando Amalia me dijo lo que me dijo, toda la
-III-
Esta última queja puso al señorito de
Santa Cruz un tanto pensativo y desconcertado. No desconocía él la
situación poco airosa en que estaba ante Jacinta, cuya grandeza
moral se elevaba ante sus ojos para darle la medida de su pequeñez.
Era muy soberbio, y el amor propio descollaba en él sobre la
conciencia y sobre los sentimientos todos; de manera que nada le
molestaba tanto como verse y reconocerse inferior a su mujer.
Cuando, media hora antes, prometió confesar sus faltas, hízolo
movido de orgullo, para engalanarse con la sinceridad, a la manera
del fatuo que se da tono con una cruz. La confesión de la culpa
ennoblece siempre, y como demasiado sabía él que todo lo noble
hallaba eco en el gran corazón de Jacinta, se dijo: «aquí me viene
bien un
«Preparémonos a oír tus papas» dijo ella.
-De todo lo que has dicho, parece
deducirse
-Haz el favor de no nombrarla -suplicó Jacinta con viveza-. Ese nombre me hace el efecto de la picadura de una víbora.
-Bueno, pues voy al grano... Encontrémela casada.
-¡Casada!
-Sí, con un simple. La metieron en un convento, la casaron después como por sorpresa... Chica, una historia de intrigas, violencias y atrocidades que horroriza.
-¡Pobre mujer! -exclamó ella, respondiendo al intento de Juan, que empezaba por hacer a la otra digna de lástima-. Pero bien merecido le está por su mala conducta.
-Espérate un poco, hija. Mujer tan desgraciada no creo que haya nacido.
-Ni más mala tampoco.
-Sobre eso hay mucho que decir. No es
maldad lo que hay en ella, es falta de ideas morales. Si no ha
visto nunca más que malos ejemplos; ¡si ha vivido siempre con
tunantes...! Yo pongo en su lugar a la mujer más perfecta, a ver lo
que hacía. No, no es lo que crees. Digo más, sería muy buena, si la
dirigieran al bien. Pero hazte
Jacinta abrió la boca; tan grande era su pasmo.
«Y ese majadero la martirizaba de tal modo desde el primer día de matrimonio, que la infeliz, prefiriendo la libertad en la ignominia a una esclavitud insoportable, se escapa de la casa, y se echa otra vez a la calle, como en sus peores tiempos. En esto me encuentra y me pide amparo».
Jacinta no había cerrado todavía la boca.
«En tal situación -prosiguió Juan, hallándose ya en plena posesión de su tesis y con los cubiletes en la mano-, yo te planteo el problema a ti... vamos a ver... Figúrate que eres hombre; figúrate que te encuentras delante de aquella infeliz mujer, que te pide socorro, una defensa contra la miseria y la deshonra, y al verla delante, tú te reconoces autor de todas sus desdichas, porque tú la perdiste, porque de ti le vienen todos sus males. Yo quiero que me digas con lealtad qué harías, qué harías tú en este trance. Pero cierra ya esa boca; basta ya de asombro y contéstame».
-Pues yo... ¿qué haría? Echar mano al bolsillo, darle cuatro o cinco duros, y marcharme a mi casa.
-Esa fue mi primera idea. Pero ciertas deudas, señora mía -dijo Santa Cruz triunfante-, no se saldan con cuatro ni con cinco duros.
-Pues mil, dos mil, cien mil reales, vamos.
-Tampoco. Yo pensé que debía poner a aquella infeliz en camino de adquirir una posición decente y estable. Buscarle un marido, no podía ser; estaba casada. Procurarle una manera de vivir con independencia y honradez... ¡ah!, esto es muy difícil. No tiene educación; no sabe trabajar en nada que produzca dinero. No hay para ella más recurso que comer de su belleza. Pero en esto mismo hay distintos grados de ignominia. No empieces a hacerte cruces, hija. Las cosas hay que tomarlas como son; otra cosa es empeñarse en sostener una filosofía cursi. Yo le dije: «bueno, pues te pongo una casa, y arréglatelas como puedas...». No, si no es para que hagas tantas cruces, lo repito. Hay que ponerse en la realidad, niñita. No mires esto con ojos de mujer; ponte en mi caso; figúrate que eres hombre...
-Estoy asombrada de la vuelta que le das a tus caprichos, y de lo bien que te las compones para hacer pasar por protección desinteresada lo que en realidad es amor que tenías o tienes a esa maldita.
-Pues a eso voy ahora. Aquí te quiero
ver... Atención. Yo te juro que no despertaba en mí ni el amor más
insignificante, ni tan siquiera
-Eso -dijo la esposa-, que te lo crea otro, que lo que es yo...
-¡Qué tonta eres! Tu incredulidad nace
de la idea equivocada que tienes de esa mujer. Te la has figurado
como un monstruo de seducciones, como una de esas que, sin tener
pizca de educación ni ningún atractivo moral, poseen un sin fin de
artimañas para enloquecer a los hombres y esclavizarles
volviéndoles estúpidos. Esta casta de perdidas que en Francia tanto
abunda, como si hubiera allí escuela para formarlas, apenas existe
en España, donde son contadas... todavía, se entiende, porque ello
al fin tiene que venir, como han venido los ferrocarriles... Pues
digo que Fortunata no es de esas, no posee más educación que la
cara bonita; por lo demás, es sosa, vulgar, no se le ocurre ninguna
picardía de las que trastornan a los hombres; y en cuanto a
formas... no hablo del cuerpo y talle... sigue tan tosca como
cuando la conocí. No aprende; no se le pega nada. Y como para todo
se necesita talento, una especialidad de talento, resulta que esa
infeliz que tanto te da que pensar, no sirve absolutamente para
diablo, ¿me entiendes? Si todas fueran como ella, apenas habría
escándalos en el mundo,
Al llegar aquí Juan se asustó,
creyendo que se le había ido un poco la lengua, y cayó en la cuenta
de que si Fortunata era como él decía, si no tenía
«Es verdad -le dijo-, y esto aumentaba mis remordimientos. No tenía más remedio que hacer en obsequio suyo lo que no habría hecho por otra. Ponte tú en mi caso, figúrate que eres yo, y que te ha pasado todo lo que me ha pasado a mí. Puedes hacerte cargo de mi tormento, y de lo que yo sufriría teniendo que considerar y proteger, por escrúpulo de conciencia, a una mujer que no me inspira ningún afecto, ninguno, y que últimamente me inspiraba antipatía, porque Fortunata, créelo como el Evangelio, es de tal condición, que el hombre más enamorado no la resiste un mes. Al mes, todos se rinden, es decir, echan a correr...».
Jacinta había empezado a dar
pataditas,
-¿Y ella te quiere todavía? -preguntó con la picardía de un juez de instrucción.
El esposo se hizo repetir la pregunta, sin otro objeto que retrasar la respuesta, que debía ser muy pensada.
-Pues te diré... que sí. Tiene esa debilidad. Otras mujeres, las de complexión viciosa, son en sus pasiones tan vehementes como inconstantes. Pronto olvidan al que adoraron y cambian de ilusión como de moda. Esta no.
-Esta no -repitió Jacinta, asustada de ver a su enemiga tan distinta de como ella se la figuraba.
-No. Ha dado en la tontería de
quererme siempre lo mismo, como antes, como la primera vez. Aquí
tienes otra cosa que me anonada, que me obliga a ser indulgente.
Ponte en mi lugar, hija. Porque si yo viera que coqueteaba con
otros hombres, anda con Dios. Pero si no hay quien la apee de una
fidelidad que no viene al caso. ¡Fiel a mí! ¿a santo de qué? ¡Te
aseguro
A Jacinta le acudieron tantas ideas a la mente, que no sabía con cuál quedarse, y estaba perpleja y muda.
«¡Hay tantos -exclamó Santa Cruz en el tono que se da a las cosas muy filosóficas-, hay tantos a quienes hace infelices la inconstancia de las mujeres, y a mí me hace padecer una fidelidad que no solicito, que no me hace falta, que no me importa para nada!».
Jacinta dio un gran suspiro.
-Pero al tener conciencia, el tener un
sentido moral muy elevado -añadió el Delfín dominando la suerte-,
como lo tengo yo, me ha puesto en una situación equívoca frente a
ti. Yo necesitaba darte explicaciones. Ya te las he dado, y por
ellas habrás visto que no se debe juzgar los actos de los hombres
por lo que parece, sino que es preciso ir al fondo, hija, al fondo
de las cosas. ¿Con que te vas enterando? A lo mejor se lleva uno
cada chasco... ¡Cuántas veces pensamos mal de un sujeto,
fundándonos en hablillas del vulgo o en cualquier dato inseguro,
como por ejemplo, un pelo, un botón!... y después de mirar bien el
hecho, ¿qué resulta?,
-Poco a poco -dijo la esposa prontamente-, que para mí sigue siendo turbio. Me parece que en todo lo que has dicho hay demasiada composición. No me fío yo, no me fío, porque para fabricar estos arcos triunfales de frases y entrar por ellos dándote mucho tono, te pintas tú solo. Lo cierto es que le has puesto la casa, la has visitado y te has divertido en grande con ella. ¡Vaya una conciencia la tuya, vaya una manera de pagarle su fidelidad, tirando por el suelo la que me debes a mí!... ¿Qué moral es esta? No escamotees la verdad. Esa mujer es una bribona, y tú serías un simple si no fueras también un solemnísimo pillo.
-Párese usted un poco,
Ambos estuvieron callados un mediano rato. ¿Creía Jacinta aquellas cosas, o aparentaba creerlas como Sancho las bolas que D. Quijote le contó de la cueva de Montesinos? Lo último que Juan dijo fue esto: «Ahora juzga tú como te parezca bien lo que acabo de confesarte, y compara lo bueno que hay en ello con lo malo que habrá también. Yo me entrego a ti».
-Romper, romper para siempre toda clase de relaciones con esa calamidad es lo que importa -manifestó la Delfina inquietísima, dando vueltas en el lecho-. Que no la veas más, que ni siquiera la saludes si te la encuentras por la calle... ¡Oh, qué mujer!, es mi pesadilla.
-Da por hecho el rompimiento, pero definitivo, absoluto. Lo deseo tanto como tú; me lo puedes creer.
Lo decía con tal expresión de ingenuidad, que Jacinta sintió grande alegría.
«Sí, hija, no aguanto más. Que se vaya con su constancia a los quintos infiernos».
-¿Y si da en perseguirte?
-Seré capaz hasta de recurrir a la policía.
-¿De modo que no vuelves más a esa casa?... Di que no vuelves, dime que no la quieres.
-¡Bah! Demasiado lo sabes. No volveré más que a despedirme.
-No; escríbele una carta. Las despedidas cara a cara no son buenas para romper.
-Haré lo que tú quieras, lo que tú me mandes, niñita de mi alma, monísima... más salada que el terrón de los mares.
-IV-
A la siguiente mañana, Jacinta se levantó muy gozosa, con los espíritus avispados, y muchas ganitas de hablar y de reír sin motivo aparente. Barbarita, que entró de la calle a las diez, le dijo: «¡Qué retozona estás hoy!... Oye. Al volver de San Ginés, me encontré con Manolo Moreno, que llegó ayer de Londres. Le he convidado a almorzar».
Jacinta fue a su tocador. Aún dormía
su marido, y ella se empezó a arreglar. A poco entró una visita,
que Jacinta recibió en su gabinete. Era Severiana, que dos veces
por semana llevaba a Adoración a que la viese su protectora. Ya se
sabe que la Delfina, no pudiendo adoptar al
«Hola, ven acá, mujer, dame un beso y un abrazo» le dijo la señorita, atrayéndola a sí con maternal cariño.
Adoración se frotó bien la cara y el cuerpo contra la cintura y falda de su protectora.
«Dice que lo que le pide a la Virgen -declaró Severiana con esa adulación de los humildes muy favorecidos y que aún quieren serlo más-, es no separarse nunca, nunca de la señorita... para estarla mirando siempre».
-Ya sé que me quiere mucho, y yo la quiero a ella, si es buena y estudia. ¡Qué elegante estás!... No te había visto el vestido nuevo.
-Anoche soñaba con la ropa nueva -dijo Severiana-, y ayer, cuando se la puso, no hacía más que mirarse al espejo. Si la tocábamos ¡ay!, nos quería pegar... Lo que ella deseaba era que la señorita la viera tan maja, ¿verdad, rica?
-No me gusta tanto afán por las
composturas. Ahora lo que yo quiero es ver qué tal andan esas
lecciones... Hoy no tengo tiempo de
-¡Ah!, señorita, se lo sabe de corrido. Nos tiene mareados con lo que hicieron aquellos que se comían el maná y lo de Noé en el arca, con tantos animales como metió en ella. ¿Pues y leer? Lee mejor que mi marido.
-Eso me gusta... El mes que entra la pondremos en un colegio, interna. Ya es grandecita... es preciso que vaya aprendiendo los buenos modales... su poquito de francés, su poquito de piano... Quiero educarla para maestrita o institutriz, ¿verdad?
Adoración la miraba como en éxtasis.
«¿Y esa mujer?» preguntó luego Jacinta a Severiana, refiriéndose a la madre de Adoración.
«Señora, no me la nombre. A poco de salir de las Micaelas, parecía algo enmendada. Volvió a correr pañuelos de Manila y algunas prendas; estaba en buena conformidad; pero ya la tenemos otra vez en danza con el maldito vicio. Anteanoche la recogieron tiesa en la calle de la Comadre... ¡Qué vergüenza...!».
Jacinta hizo un gesto de pena.
«¡Pobrecita mía!» exclamó abrazando más estrechamente a su protegida.
-Por esto -añadió la otra-, yo quería
hablar a la señorita para ver si doña Guillermina tenía proporción
de meterla en cualquier parte donde la sujetaran. En las Micaelas
no puede
-Veremos... -dijo distraída Jacinta levantándose, porque había oído el repique del timbre con que su marido llamaba.
Faltaba algo antes de que Adoración se despidiera. Su protectora le daba siempre una golosina, y aquel día hubo de olvidarse. Quedose parada la niña en medio del gabinete aun después de los últimos besos de la despedida. Jacinta cayó en la cuenta de su distracción. «Espérate un momento». A poco volvió con lo que la chiquilla deseaba, y repetida la recomendación de portarse bien y estudiar mucho, acompañolas hasta la puerta. Cuando Severiana y su sobrinita salían, entraba Moreno-Isla, y Jacinta que le vio subir, se detuvo en el recibimiento. Subía despacio y jadeante, a causa de la afección al corazón que padecía. Estaba muy envejecido, de mal color, y con más aire extranjero que antes.
«¡Oh, puerta del paraíso!, ¡qué manos te abren...! Dispense usted... Me canso horriblemente» dijo Moreno, saludándola con tanta urbanidad como afecto.
Estupiñá, que entraba detrás, le echó
también un gran saludo a D. Manuel, permitiéndose abrazarle, porque
eran antiguos amigos.
-Vamos tirando... ¿Y usted...?
-Así, así.
-¡Siempre por esas tierras de extranjis!... Caramba, también es gusto, teniendo aquí tantos que le quieren bien...
El forastero le contestó con la benevolencia un tanto fría que saben emplear los superiores bien educados. Separáronse en el pasillo, porque Estupiñá tenía que ir hacia el comedor. Moreno siguió a Jacinta hasta el salón y de allí al gabinete.
«No me había dicho Guillermina que estaba usted en Madrid. Lo supe hoy por mamá» dijo ella por decir algo.
-¿Guillermina? ¡Buena tiene ella la cabeza para acordarse de anunciarme! ¿Sabe usted que cada vez que vengo a España me la encuentro más tocada? Ayer, cuando entré en casa, lo primero que hizo, mientras me saludaba, fue un registro de todos los bolsillos de mi ropa. Me desplumó. Lo que yo decía: «apenas se pone el pie en España, no se da un paso sin tropezar con bandoleros». Ahora pretende que entre todos los parientes le hagamos un piso... friolera.
-¡Pobrecilla! Es una santa.
Llegó entonces D. Baldomero,
anunciándose antes de entrar con estas alegres voces: «¿En dónde
está ese anti-patriota?». Cuando apareció
«Bien, padrino; está usted hecho un muchacho».
-¿Y tú, perdido? Me dijeron que estabas algo delicado.
-Me canso horriblemente -replicó el forastero, tocándose el corazón-. Algo aquí... Pero dicen que es nervioso.
-Sí, sí, nervioso -afirmó Santa Cruz como si tuviera en el dedillo toda la medicina.
-Nervioso, claro -repitió Jacinta; y Barbarita, que a la sazón entraba, también dijo: «¿Qué ha de ser sino nervioso...?».
-Vaya, vaya con este perdis -decía D. Baldomero mirando mucho a su amigo y pariente y no atreviéndose a decir que le encontraba muy desmejorado-. Siempre tan extranjerote.
-No quiere nada con nosotros -dijo Barbarita, examinándole la ropa-. Mira, mira que levita gris cerrada... y botines blancos... Pero, Manolo, ¡qué zapatones usan por allá! Esos guantes pasarían aquí por guantes de cochero.
Moreno se echó a reír. Su persona
tenía tal aire inglés, que quien le viera, tomaríale por uno de
esos lores aburridos y millonarios que andan por el mundo
sacudiéndose la morriña que les consume. Hasta cuando hablaba
desmentía, no por afectación, sino por hábito, su progenie
española, porque arrastraba un poco
-Ya saben ustedes que no transijo con la patria -dijo sonriendo-. Mientras más la visito, menos me gusta. Por respeto a mi padrino, no me atrevo a decir más.
Los gustos extranjeros de aquel hombre
y el desamor que a su patria mostraba, eran ocasión de empeñadas
reyertas entre él y D. Baldomero, que defendía todo
«Vamos a ver -dijo D. Baldomero con alegría, que le retozaba en la cara-. ¿Qué me dices del Rey que hemos traído? Ahora sí que vamos a estar en grande. Verás cómo prospera el país y se acaban las guerras».
-Es guapo chico. Varios españoles
residentes
En esto entró Juan, y él y su pariente se dieron los abrazos de ordenanza. Para ponerse a almorzar no faltaba más que Villalonga.
«¿Pero qué? -dijo el Delfín-, ¿le esperamos? Sabe Dios a qué hora vendrá. Anoche se retiraría a las tres de la tertulia del Ministro de la Gobernación, y estará todavía en la cama».
Acordaron, pues, no aguardar más, y durante el cordial almuerzo, que quieras que no, la conversación versó sobre si en España es todo malo, o si en Francia e Inglaterra es de buena ley todo lo que admiramos. Moreno-Isla no cedía una pulgada de terreno antipatriótico en que su terquedad se encerraba.
«Miren ustedes... hablando ahora con
toda seriedad -dijo, después de apurar bien el tema de las comidas,
y pasando a ciertas ideas de cultura general-. Yo he hecho una
observación que nadie me desmentirá. Desde que se pasa la frontera
para allá y se entra en Francia, no le pica a usted una pulga».
«¡Pero qué tendrán que ver las pulgas...!».
-¿Y sostienes tú que en Francia no hay pulgas?
-No las hay, créame usted, padrino, no las hay. Es un resultado del aseo general, de la limpieza de las casas y de las personas. Vaya usted a San Sebastián. Se lo comen vivo...
-Hombre, por Dios, ¡qué argumentos!...
Sonó la campanilla. «¡Ahí está!» dijeron todos, y Barbarita miró al lugar vacío que estaba destinado a Villalonga en la mesa. Este entró muy alegre, saludando a la familia, y dando un apretón de manos a Moreno.
«Indulgencia, señora. He venido volando por no hacerme esperar».
-Amigo, desde que está usted en candelero, no hay quien le vea. ¡Qué caro se cotiza!
-Es que no me dejan vivir. Anoche duró el jubileo hasta las tres. Doscientas personas entrando y saliendo. Y que no pretenden nada...
-Preparando las elecciones, ¿eh?
-¡Oh!, pues si pasamos al terreno político... -indicó Moreno.
-No, no pases -replicó Santa Cruz-. En ese terreno concedo, concedo...
Después hubo debate sobre quesos, diciendo D. Baldomero que los del Reino son también muy buenos. Luego tratose de las casas, que Moreno calificó de inhabitables. «Por eso todo el mundo vive en la calle».
«Pues mire usted -dijo Villalonga-: las casas serán todo lo malas que usted quiera; pero hay en las del extranjero una costumbre que maldita la gracia que tiene. Me refiero a la falta de maderas en los balcones y ventanas, por lo cual entra la luz desde que Dios amanece, y no puede usted pegar los ojos».
-¿Pero usted cree que por allá hay alguien que se esté durmiendo hasta el medio día?
Sobre esto se habló mucho, y el
forastero sacó a relucir otras cosas. «Yo de mí sé decir que cuando
paso la frontera para acá recibo las más tristes impresiones. Habrá
algo que admirar; a mí se me esconde, y no veo más que la grosería,
los malos modos, la pobreza, hombres que parecen salvajes, liados
en mantas; mujeres flacas... Lo que más me choca es lo desmedrado
de la casta. Rara vez ve usted un hombrachón robusto y una mujer
fresca. No lo duden ustedes, nuestra raza está mal alimentada, y no
es de ahora; viene pasando hambres desde hace siglos... Mi país me
es bastante antipático, y desde que me meto en el
-¡Hombre, en qué tonterías te fijas! -observó D. Baldomero, continuando la apología de la patria en términos calurosos que el otro oía con benevolencia.
Cuando tomaban el café, notaron todos que Moreno se sentía mal; pero él disimulaba, y llevándose la mano al corazón, decía otra vez: «Algo aquí... No es nada. Nervioso quizás. Lo que más me molesta es el ruido de la circulación de la sangre. Por eso me gusta tanto viajar... Con el ruido del tren, no oigo el mío».
Hubo un momento de silencio y tristeza en la mesa; pero aquello pasó, y siguieron charlando. Jacinta observaba que alguien le hacía telégrafos desde la puerta, alzando un poco el cortinón. Salió: era Guillermina.
«No, yo no paso. Tengo que irme al momento a la obra -le dijo con secreteo-. Vengo para encargarte que le hables. Saca la conversación como puedas, y que se entere bien de la necesidad en que estamos».
-Moreno ayudará -díjole su amiguita, llevándola a otra pieza para hablar con más libertad.
-No sé... está incomodado conmigo... Esta mañana hemos reñido... La verdad... me enfadé, me tuve que enfadar. Figúrate que esta vez viene más hereje que nunca. Cada uno es dueño de condenarse; ¿pero a qué viene decirme a mí cosas contra la religión?
-¡Qué malo!
-Y tantas fueron sus burlas y sacrilegios que... Dios me lo perdone... me incomodé. Le dije que no me hacía falta su dinero para nada, y que tendría miedo de tomarlo en mis manos, por ser dinero de Satanás. Pero esto es un dicho, ¿sabes?
-Claro.
-¿Y aquí no ha hablado de religión?
-No; ni jota. Mamá no se lo toleraría. Ha hablado de que en España hay más pulgas que en Francia.
-¡Dale! ¡Qué importará que haya pulgas con tal que haya cristiandad! Las cosas que dicen estos herejotes nos indignarían si no las tomáramos a risa. Tú no sabes bien lo protestante y calvinista que viene ahora. Me horripilé oyéndole. Pero en fin, allá se entenderá con Dios; y entre tanto, lo que importa es que afloje los cuartos para mi obra. Y que le ha de valer para su alma, aunque él no quiera... Con que a ver si me le catequizas.
-Haré lo que pueda... Veremos, le diré algo...
-No vayas a olvidarte... Adiós, hija de mi alma. Me voy; esta noche me contarás lo que te diga. Creo que no nos dejará mal, porque en el fondo es un buenazo. A poco que se le raspe la corteza de hereje, sale aquella pasta de ángel de otros tiempos. Quédate con Dios.
Volvió Jacinta al comedor. Si cumplió
o no
-I-
Quien supiera o pudiera apartar el
ramaje vistoso de ideas más o menos contrahechas y de palabras
relumbrantes, que el señorito de Santa Cruz puso ante los ojos de
su mujer en la noche aquella, encontraría la seca desnudez de su
pensamiento y de su deseo, los cuales no eran otra cosa que un
profundísimo hastío de Fortunata y las ganas de perderla de vista
lo más pronto posible. ¿Por qué lo que no se tiene se desea, y lo
que se tiene se desprecia? Cuando ella salió del convento con
corona de honrada para casarse; cuando llevaba mezcladas en su
pecho las azucenas de la purificación religiosa y los azahares de
la boda, parecíale al Delfín digna y lucida hazaña arrancarla de
aquella vida. Hízolo así con éxito superior a sus esperanzas, pero
su conquista le imponía la obligación de sostener indefinidamente a
la víctima, y esto, pasado cierto tiempo, se iba haciendo aburrido,
soso y caro. Sin variedad era él hombre perdido; lo tenía en su
naturaleza y no lo
«¿Quién duda -seguía pensando-, que es
prudente evitar el escándalo? Yo no puedo parecerme a este y el
otro y el de más allá, que viven en la anarquía, señalados de todo
el mundo. Hay otra razón, y es que se me está volviendo antipática,
lo mismo que la otra vez. La pobrecilla no aprende, no adelanta un
solo paso en el arte de agradar; no tiene instintos de seducción,
desconoce las gaterías que embelesan. Nació para hacer la felicidad
de un apreciable albañil, y no ve nada más allá de su nariz bonita.
¿Pues no le ha dado ahora por hacerme camisas? ¡Buenas estarían!...
Habla con sinceridad; pero sin gracia ni
Pensando de este modo, había llegado a la casa de su querida, y en el momento de poner la mano en el llamador, un hecho extraño cortó bruscamente el hilo de sus ideas. Antes de que llamara, se abrió la puerta, dando paso a un señor mayor, de muy buena presencia, el cual salió, saludando a Santa Cruz con una cortés inclinación de cabeza. La misma Fortunata le había abierto la puerta y le despedía.
Juan entró. La salida de aquel señor le produjo en un instante dos sentimientos distintos que se sucedieron con brevedad. El primero fue algo de enojo, el segundo satisfacción de que el acaso le proporcionase un buen apoyo para el rompimiento que deseaba... «Me parece que yo conozco a este señor tan terne. Le he visto, le he visto en alguna parte -pensaba entrando hacia la sala-. ¡Si tendremos gatuperio...! Estaría bueno. Pero más vale así».
Y en alta voz y de mal modo, preguntó a Fortunata: «¿Quién es ese viejo?».
-Yo creí que le conocías. D. Evaristo Feijoo, coronel o no sé qué de milicia... Es grande amigo de Juan Pablo.
-¿Y quién es Juan Pablo? ¡Vaya unos conocimientos que me quieres colgar...!
-Mi cuñado.
-¿Y cuándo he conocido yo a tu cuñado, ni qué me importa?... Estamos bien. ¿Y a qué venía aquí ese señor... Feijoo, dices? Me parece que es amigo de Villalonga.
-Ha venido a visitarme, y esta es la tercera vez... Es un señor muy bueno y muy fino. ¿Qué te crees, que viene a hacerme el amor? ¡Qué tontito! Pero en resumidas cuentas, si te parece que no debo recibirle, no lo haré más. Y aquí paz...
-No, no; recíbele todo lo que quieras -dijo él variando de táctica con la rapidez del genio-. Si, como dices, es una persona formal, podría ser que te conviniera cultivar su amistad.
Fortunata no comprendió bien, y él se envalentonó con el silencio de ella.
«Porque, hija mía, yo debo decirte que no podemos seguir así».
Pensaba el muy tuno que lo mejor era cortar por lo sano, planteando la cuestión desde el primer momento con limpieza y claridad.
La salita en que estaba tenía ese lujo
allegadizo que sustituye al verdadero allí donde el concubinato
elegante vive aún en condiciones de timidez y más bien como ensayo.
Había muebles forrados de seda y cortinas hermosas; pero aquellos
eran feotes, de amaranto combinado con verde-limón; las cortinas
estaban torcidas, las guardamalletas mal colocadas, la alfombra mal
casada; y las jardineras de bazar,
Sentado en el sofá y con el sombrero puesto, Juan contempló aquel día todo lo que allí había, gozándose en la idea de que lo miraba por última vez. Fortunata estaba en pie, delante de él, y luego se sentó en una banqueta, fijando los ojos en su amante, como en expectativa de algo muy grave que de él esperaba oír.
«Si esta pavisosa -pensó Santa Cruz
mirándola también-, viera con qué donaire se sienta en un
Y en alta voz: «Dime, ¿por qué no te has puesto la bata de seda, como te he mandado?».
-¡Qué cosas tienes!... No la quiero estropear.
-Eso es... -dijo el otro riendo sin delicadeza-, guárdala para los días de fiesta. Así me gusta a mí la gente, arregladita... Y cuando yo vengo aquí te pones la batita de lana, que unos días apesta a canela y otros a petróleo...
-Mentira -replicó Fortunata, oliendo su propio vestido-. Está bien limpia. ¿Para qué dices lo que no es?
-No, lo que es dentro de casa, tú
estás por aquello de
-¡Ay qué gracia!... pues hoy no me he puesto la bata de seda, porque he estado toda la mañana en la cocina.
-¿Haciendo qué?
-Escabeche de besugo.
-Bien; me gusta.
Este lenguaje desconcertó a Fortunata,
porque
«Ven acá, y no te asustes. Yo no quiero más que tu bien. No dirás que no he hecho por ti cuanto estaba en mi mano. Por mi parte, bien lo sabes tú, seguiríamos lo mismo; pero mi mujer se ha enterado... anoche hemos tenido una bronca espantosa, pero espantosa, chica; no puedes figurarte cómo se puso. Se desmayó; tuvimos que llamar al médico. La más negra fue que mis papás se enteraron también del motivo, y... una chilla por aquí, otra por allá; mi padre furioso... entre todos me querían comer».
Fortunata estaba tan absorta y aterrada, que no podía pronunciar palabra alguna.
«Ya te he dicho que lo paso todo, menos dar un disgusto a mis padres. Así es que anoche me planté conmigo mismo, y dije: 'Aunque me muera de pena, esto se tiene que acabar'. Sé que me costará una enfermedad. El golpe será rudo. No se arranca fibra tan sensible sin que duela mucho. Pero es preciso, y para estos casos son los caracteres...».
Mientras ella empezaba a lloriquear, Juan se decía: «Ahora viene la lagrimita. Es infalible. Preparémonos».
«Tonta, no llores, no te aflijas -añadió besándola-. Mira que yo estoy con el alma en un hilo, y si te veo flaquear, soy hombre perdido».
Procuraba mostrarse a dos dedos de romper en llanto, y ponía una cara muy triste.
«No creas -balbució la prójima entre sollozos-. Te veía venir. Hace días que la estás tú tramando... Bueno, hemos concluido».
-No, si yo te querré siempre, nena negra. Sólo que no puedo visitarte más. Alguna vez... no digo que no... Pero así, con esta manera de vivir... imposible. Madrid, que parece grande, es muy chico, es una aldea. Aquí todo se hace público, y al fin no hay más remedio que bajar la cabeza. Yo soy casado, tú también; estamos pateando todas las leyes divinas y humanas. Si hubiera muchos como nosotros, pronto la sociedad sería peor que un presidio, un verdadero infierno suelto. ¿No has pensado tú alguna vez en esto?
Lo que Fortunata había pensado era que
el amor salva todas las irregularidades, mejor dicho, que el amor
lo hace todo regular, que rectifica las leyes, derogando las que se
le oponen. Lo había dicho varias veces a su amante, expresándose de
una manera ruda; pero en aquel lance, parecíale ridículo volver
sobre aquella idea verdadera o falsa del amor, porque en su buen
instinto comprendía que toda aquella hojarasca de leyes divinas,
principios,
«Ya me lo decía el corazón» exclamaba, apretando el pañuelo contra sus ojos.
-No se puede uno sustraer a los principios -prosiguió él-. Las conveniencias sociales, nena mía, son más fuertes que nosotros, y no puede uno estar riéndose de ellas mucho tiempo, porque a lo mejor viene el garrotazo, y hay que bajar la cabeza. Yo quisiera que tú te penetraras bien de esto... Nunca te he dicho nada; pero a veces, aquí mismo he sentido mi conciencia tan alborotada, que...
Fortunata le miró de un modo que le hizo callar... «¡A buenas horas y con sol! -quería decir aquella mirada-. Después que hemos cometido todos los crímenes, ahora salimos con escrúpulos... Y yo pago la falta de los dos...».
«Bien merecido me lo tengo -declaró en un arranque de dolor combinado con la rabia-, porque los dos hemos sido malos; pero yo he sido más mala que tú... yo dejo tamañitas a todas... ¡Dios, con la que yo hice!, ¡portarme como me porté con aquella familia! Tú me decías que no era nada, cuando yo me ponía triste... pensando en lo que había hecho, sí, y te reías... te reías».
-Sí... pero...
-Repito que te reías... ¡pero cómo!, a carcajadas, llamándome simple y qué sé yo qué... Bien, bien; bastante hemos hablado... Te vas, pues muy santo y muy bueno. Lo sentiré; calcula si lo sentiré... pero ya me iré consolando. No hay mal que cien años dure. ¡Aire, aire!
Se limpiaba rápidamente las lágrimas, fingiendo una fortaleza que no tenía.
«Nos separaremos como amigos -dijo Santa Cruz tomándole una mano, que ella separó prontamente-, y me retiro dándote un buen consejo».
-¿Cuál? -preguntó ella más airada que dolorida.
-Que te unas... que procures unirte otra vez con tu marido.
-¡Yo...! -exclamó la señora de Rubín con indecible terror-. ¡Después de...!
-Ya te serenarás, hija. ¡El tiempo! ¿Sabes tú los milagros que ese señor hace? Tú lo has dicho: no hay mal que cien años dure, y cuando se tocan de cerca los grandes inconvenientes de vivir lejos de la ley, no hay más remedio que volver a ella. Ahora te parece imposible; pero volverás. Si es lo natural, es lo fácil, lo fácil... Solemos decir: «tal cosa no llega nunca». Y sin embargo llega, y apenas nos sorprende por la suavidad con que ha venido.
Levantose la joven disparada, y se
metió
«¿Sabes lo que te digo?... -gritó Fortunata con la voz ronca de despecho y dolor-. Que ya estás demás aquí».
-Pero no te irrites...
-¡Fuera, fuera! -gritaba ella empujándole con ruda energía.
Santa Cruz reconoció aquella fuerza casi superior a la suya, y no tenía gran empeño en oponerse a ella. Por punto, hizo como que sus brazos intentaban someter a los de su querida. Esta pudo más y cerró violentamente la puerta de la alcoba. El Delfín tocó en los cristales, diciendo: «Si no hay motivo para tanta bulla... Nena, nena negra, abre... Ten calma y no te sofoques... ¡Bah!, siempre eres así...».
Pero de dentro de la alcoba no venía ninguna respuesta, ni una voz siquiera. Juan aplicó el oído, creyendo sentir sollozos... gemidos sofocados. Pronto comprendió que no podía apetecer mejor coyuntura para plantarse rápidamente en la calle y dar por terminado el enojoso trámite de la ruptura.
«Pero aún me falta la última parte
-pensó echando mano a su cartera-. No puedo abandonarla así...».
Después de meditar un rato, volvió a guardar la cartera y se dijo:
«Mejor será
Salió de puntillas, como se sale de la casa en que hay un enfermo grave.
-II-
En el resto de aquel aciago día, dicho
se está que la pobre señora de Rubín se entregó a las mayores
extravagancias, pues tal nombre merecen sin duda actos como no
querer comer, estar llorando a moco y baba tres horas seguidas,
encender la luz cuando aún era día claro, apagarla después que fue
noche por gusto de la oscuridad, y decir mil disparates en alta
voz, lo mismo que si delirara. La criada intentó tranquilizarla;
pero los consuelos verbales la irritaban más. A eso de las nueve,
la dolorida se levantó con resolución del sofá en que se había
echado, y a tientas, porque el gabinete estaba oscurísimo, buscó su
mantón. «Ya verán, ya verán» murmuraba en su agitación epiléptica;
y a tientas buscó también las botas y se las puso. Pañuelo a la
cabeza, mantón bien recogido sobre los hombros, y a la calle...
Salió con rapidez y determinación, como quien sabe a dónde va y
obedece a uno de esos formidables impulsos en línea recta que
conducen a toda acción terminante. Ni tiempo dio a que Dorotea
pudiera detenerla, porque cuando esta la
Eran las nueve de la noche. Fortunata atravesó con paso ligero la calle de Hortaleza, la Red de San Luis. No debía de estar muy trastornada cuando en vez de tomar por la calle de la Montera, en la cual el gentío estorbaba el tránsito, fue a buscar la de la Salud y bajó por ella, considerando que por tal camino ganaba diez minutos. De la calle del Carmen pasó a la de Preciados, sin perder ni un momento el instinto de la viabilidad. Atravesó la Puerta del Sol por frente a la casa de Cordero, y ya la tenéis subiendo por la calle de Correos hacia la plazuela de Pontejos. Ya llegaba, y a medida que veía más cerca el objeto de su viaje, parecía como que se le iba acabando la cuerda epiléptica que la impulsaba a la febril marcha. Vio el portal de la casa de Santa Cruz, y sus miradas se internaron con recelo por aquella cavidad ancha, de estucadas paredes, y alumbrada por mecheros de gas. Ver esto y pararse en firme, con cierta frialdad en el alma, sintiendo el choque interior de toda velocidad bruscamente enfrenada, fue todo uno.
Ver el portal fue para la prójima,
como para el pájaro, que ciego y disparado vuela, topar
violentamente contra un muro. Los que obran bajo la acción de
impulsos cerebrales, irresistibles y mecánicos, como los instintos
que atañen
«Pues no sé por qué no entro y armo la escandalera que debo armar...».
Pero la contenía un cierto respeto que
no
De pronto vio que al portal se acercaba un coche. ¿Traería gente o venía a tomarla? A tomarla porque no salió nadie; el lacayo entró en la casa, y Deogracias se puso a hablar con el cochero. «Van a salir -se dijo la infeliz, sintiendo otra vez los ardientes impulsos que la sacaron de su casa-. Ahora sí que no se me escapan... Me voy encima, y a las dos las afrento... tal suegra para tal nuera... ¡buen par de cuñas están!... ¡Cuánto tardan! La cabeza se me abrasa, y parece que me vuelvo toda uñas...».
Salieron las señoras. Fortunata vio primero a una de pelo blanco, después a Jacinta, después a una pollita que debía de ser su hermana...; vio terciopelo, pieles blancas, sedas, joyas, todo rápidamente y como por magia. Las tres entraron en el coche, y el lacayo cerró la portezuela. ¡Pero qué cosas! Lo mismo fue ver a las tres damas, que a Fortunata le entró un fuerte miedo. ¡Y ella que pensaba clavarles las puntas de sus dedos como garfios de acero! Lo que sintió era más bien terror, como el que infunde un súbito y horrendo peligro, y tan impotente se vio su voluntad ante aquel pánico, que echó a correr y alejose a escape, sin atreverse ni siquiera a mirar hacia atrás. Oyó el ruido del coche que rodaba por la calle abajo, y aún lo vio pasar por delante con tan rápida vuelta que por poco la arrolla. «¡Eh!...» gritó el cochero, y la señora de Rubín dio un grito, saltando hacia atrás... ¡Qué susto, pero qué susto, Señor!... Siguió hacia la Puerta del Sol, dándose cuenta de aquel miedo intensísimo que había sentido y preguntándose si en él había también algo de vergüenza. Pero no le era difícil discernir si su espanto era como el del exaltado cristiano que ve al demonio, o como el de este cuando le presentan una cruz.
Dejándose llevar de sus propios pasos,
se encontró sin saber cómo en el centro de la Puerta del Sol.
Inconscientemente se sentó en
«¡Pero qué tapadita va usted!... Fortunata».
Detúvose ella ante el que esto dijo. Pensando en quién podría ser, estuvo un ratito como lela mirando a la persona que enfrente tenía. «Yo quiero conocer esta cara -se dijo-. ¡Ah!, es D. Evaristo».
-Hija, muy distraidita va usted...
-Voy a mi casa.
-¡Por aquí! -exclamó Feijoo con asombro-. Pues el camino que lleva usted es el del Teatro Real.
-Es que... -replicó ella mirando las casas- me había equivocado... No sé lo que me pasa...
-Vamos por aquí; la acompañaré a usted -dijo D. Evaristo con bondad-. Capellanes, Rompelanzas, Olivo, Ballesta, San Onofre, Hortaleza, Arco.
-Ese es el camino; pero no dude usted lo que le digo...
-¿Qué?, hija mía.
-Que yo soy honrada, que siempre lo he sido.
Feijoo miró a su amiga. Francamente, aquellos ojos tan bonitos le habían hecho siempre muchísima gracia; pero no le hacía maldita la exaltación que en ellos notaba aquella noche.
La abandonada se volvió a tapar la boca con el mantón, y su acompañante no chistaba. Mas como ella se detuviera de nuevo para repetir aquel concepto de la honradez, Feijoo, que era hombre muy franco, no pudo menos de decirle:
«Amiguita, usted no está buena, quiero decir, a usted le ha pasado algo muy gordo. Confiese usted a mí, que soy un amigo leal, y le daré buenos consejos».
-¿Pero duda usted -dijo Fortunata, apoyándose en la pared-, que yo haya sido siempre...?
-¿Honrada? ¿Cómo he de dudar eso, hija
La de Rubín se dejó llevar, y maquinalmente entró en el simón. Alguna vez había hecho lo mismo con un cualquiera encontrado en la calle.
Feijoo le habló dentro del coche con paternal cariño; pero ella no contestaba de una manera completamente acorde. De pronto le miró en la oscuridad del vehículo, diciéndole: «¿Y tú, quién eres?... ¿A dónde me llevas? ¿Por quién me has tomado? ¿No sabes que soy honrada?».
-¡Ay, Dios mío! -murmuró el buen D. Evaristo con hondísimo disgusto-. Esa cabeza no está buena, ni medio buena...
Por fin llegaron, y los dos subieron. La criada les abrió. «Ahora -dijo el simpático coronel retirado-, a acostarse. ¿Quiere usted que le traiga un médico?».
Sin contestar, metiose ella en su alcoba. Feijoo la siguió, afligidísimo de verla en tan lastimoso estado. Después, él y la criada, cuchichearon.
-Rompimiento... Le ha dado otra vez el canuto ese bergante -decía D. Evaristo-. Si no es más que eso, la trinquetada pasará.
Despidiose hasta el día siguiente, y
la dolorida se acostó diciendo a la criada mientras la
-Yo... no señorita; ¿qué he de dudarlo? -replicó la criada, volviendo la cara para disimular una sonrisa.
Durmiose pronto la infeliz señora de Rubín; pero a la media hora ya estaba despierta y muy excitada. Dorotea, que se quedó junto a ella, la oyó cantando, a media voz y con las manos cruzadas, las coplas místicas de las Micaelas.
-I-
Dos o tres veces fue D. Evaristo al siguiente día a enterarse de la salud de Fortunata; pero no la pudo ver. Dorotea le dijo que la señorita no quería ver a nadie, y que de tanto pensar que era honrada, le dolía horriblemente la cabeza, Al otro día la señorita estaba un poco mejor, se había levantado y apetecido un sopicaldo. «Pero sigue con la misma idea -añadió no sin malicia la chica, que era graciosa y avisada-. Se lo prevengo, señor, para que le lleve el genio y le diga que sí».
-Descuida, hija -replicó el caballero-, que por mí no ha de quedar. ¿Puedo verla? ¿No la molestaré mucho? ¿Sabe que estoy aquí?
-Ya lo sabe. Espérese un ratito y pasará.
Quedose solo en el comedor mi hombre,
y después de quince minutos de espera, Dorotea le mandó pasar.
Estaba Fortunata en su gabinete, tendida en el sofá, la cabeza
reclinada sobre un almohadón de raso azul. Tenía puesta la bata de
seda y un pañuelo blanco finísimo a la cabeza, tan ajustado, que no
se le veía más
«Si está usted como un reloj, hija. Si no tiene fiebre ni ese es el camino... ¡Bah!, coqueterías... un poco de rabietina y nada más. Y que está usted guapísima con ese pañolito, ya, ya. No se le ven ni el pelo ni las orejas. Parece una hermana de la Caridad... ¡Vaya con los males de esta señora!».
-Ayer estuve muy malita -dijo ella con
voz apagada-. La cabeza se me partía, y como no me podía quitar de
-Honrada, sí, hoy más que ayer y mañana más que hoy. Por sabido se calla.
-No, hombre, no digo eso.
-¿Cómo que no?
-Lo que soy es muy mala, la mujer más mala que ha nacido. ¿Pero usted sabe bien lo que yo he hecho? Lo que me pasa me lo tengo bien ganado, sí, bien ganado me lo tengo, ¡porque cuidado que he hecho yo perrerías en este mundo...!
-¡Quite usted allá!... No habrá sido tanto.
-Vamos ahora a otra cosa -dijo la joven, sacando de debajo del manto una mano, en la que tenía una carta-. Ayer me mandó esto.
-¿Quién? ¡Ah! Santa Cruz.
-No la he leído hasta esta mañana. Aquí se despide otra vez, dándome consejos y echándoselas de santo varón. Me manda dentro de la carta cuatro mil reales.
-Vamos... No se ha corrido que digamos.
-Quiero escribirle hoy mismo -indicó ella animándose un poco-. Escribirle, no... nada más que meter los dos billetes de dos mil reales dentro de un sobre y devolvérselos.
-Hija mía, párese usted y piense bien
lo que hace -dijo el amigo, acercándose cariñosamente a ella-. Eso
de devolver dinero es un romanticismo impropio de estos tiempos.
Sólo se devuelve el dinero que se ha robado, y usted tenía derecho
a que él le diera, no sólo eso, sino muchísimo más. Con que déjese
usted de
-Lo que es el dinero no lo tomo -declaró la enferma del corazón, alargando los labios como los niños mimosos.
-¡Ay, qué gracia!... Eso es, y coma usted mimitos -dijo el coronel, haciendo también con sus labios la trompeta más larga que le fue posible-. ¡Devolverle los santos cuartos! Sí, para que se ría más. Eso es lo que él quiere... ¿Tiene usted ahorros?
-Tendré unos treinta duros.
-Pues eso y nada... ¿De qué va usted a vivir ahora?
-Quiero ser honrada.
-Magnífico... sublime. Lo que no veo
tan claro es que para ser honrada sea preciso no comer... ¿Acaso
piensa usted trabajar? ¿En qué?... Al menos, con esos cuatro mil
reales tiene tiempo de pensarlo y vivir algunos meses. Con que a
guardar los
No se convenció Fortunata, que era algo terca; pero aplazó la devolución de los billetes para el día siguiente. Como tenía clavada en su mente la injuria recibida, sin querer hablaba de ella.
«¡Vaya la que me ha hecho! -murmuró después de una pausa, mirando al suelo-. ¡Qué manera de pagarme! ¡Yo, que lo dejé todo por él, y a los que me habían hecho decente les di una patada!... Perdone usted si hablo mal. Soy muy ordinaria. Es mi ser natural; y como a los que me querían afinar y hacerme honrada les di con su honradez en los hocicos... ¡Qué ingrata, ¿verdad?, qué indecente he sido! Todo por querer más de lo que es debido, por querer como una leona. Y para que calcule usted si soy simple, aquí, donde usted me ve, si ese hombre me vuelve a decir tan siquiera media palabra, le perdono y le quiero otra vez».
-Sí, ya se conoce que es usted más tierna que el requesón -dijo D. Evaristo, meditando.
-Es que los demás me parece que no son tales hombres. Para mí hay dos clases de hombres; él a este lado, todos los demás al otro. No voy de aquí a esa puerta por todos ellos. Soy así, no lo puedo remediar.
-No me dice usted nada que yo no sepa. He visto mucho mundo -afirmó Feijoo, con tolerancia de sacerdote hecho al confesonario-. Las personas que son como usted suelen pasar una vida de perros. No hay mayor desgracia que tener el corazón demasiado grande. Cerebro grande, estómago grande, hígado grande, son males también; pero menores. Y yo he de poder poco o le he de recortar a usted el corazón, para que haya equilibrio.
-¿Equi...?
-Equilibrio.
-Ya; no lo digo bien; pero comprendo lo que es. ¿Y cómo me va usted a recortar?
-¡Oh! Se necesitan muchas lecciones...
es la única manera de que usted no sea desgraciada toda la vida.
¡Ah!, este mundo es una gaita con muchos agujeros, y hay que
templar, templar para que suene bien. Usted no sabe de la misa la
media. Parece que acaba de nacer, y que la han puesto de patitas en
el mundo. ¿Qué resulta?, que no sabe por dónde anda. Devuelve el
dinero que le dan, y se chifla dos, tres veces
-¿Qué?
-Vivir... Vivir es nuestra primera obligación en este valle de lágrimas, y sin embargo... ¡qué pocos hay que sepan desempeñarla!... Se lo dice a usted un hombre que ha visto mucho mundo, que ha tenido, como usted, un corazón del tamaño de hoy y mañana. Conque prepararse, que empiezo mis lecciones.
-¿Y seré feliz? -dijo Fortunata con expectación supersticiosa, como si le estuvieran echando las cartas.
-Por de pronto, de lo que yo trato es de que sea usted práctica.
-¡Práctica! -replicó ella arrugando la nariz con salero, como hacía siempre que afectaba no comprender una cosa y burlarse de ella al mismo tiempo-. Práctica, ¿qué quiere decir eso?
-¿Y no lo sabe?... ¡No se haga usted más tonta de lo que es! -indicó D. Evaristo arrugando también su nariz.
-Pues nos haremos
Poco más duró aquella visita, porque
el señor de Feijoo no quería molestar. Despidiose, prometiendo
volver pronto. Por él, volvería dentro de una hora. «Amiguita,
usted no puede estar mucho tiempo sola, porque esa cabeza se
Y volvió cerca de anochecido trayendo
un ramo de flores, y poco después fue un mozo de cuerda con dos o
tres tiestos. A Fortunata le gustaban mucho las flores, así vivas
como cortadas; tenía los balcones llenos de macetas y se pasaba
buena parte de la mañana cuidándolas. Mucho agradeció al buen
caballero tales obsequios, que tenían mayor precio en la estación
que corría. Las flores del ramo eran de las más bellas, raras y
valiosas que hay en invierno. De lo que sobre plantas se habló
aquella tarde, coligió D. Evaristo que su amiga tenía gustos un
poco desacordes con el gusto corriente. No le hacía gracia ninguna
flor que no tuviese fragancia, y particularmente las camelias le
eran antipáticas. Entre la mejor de las camelias y el más amarillo
y sosón de los girasoles, no hallaba gran diferencia en cuanto al
mérito. Diéranle a ella un buen clavel, un nardo, una rosa de la
tierra, y en fin, todas aquellas flores que
-¿Y qué tal nos encontramos esta tarde? -dijo D. Evaristo inclinándose para verle la cara.
Echábaselas de médico; pero examinaba
la cara por lo bonita que le parecía, no por buscar en ella
síntomas hipocráticos; y como avanzara la noche y no había luz,
tenía que acercarse
-Estoy lo mismo -replicó sin moverse-. Desde que usted se fue, estuve llorando hasta ahorita.
-Pues no hay que devanarse los sesos para encontrar el remedio. Con no moverme de aquí... Pero podría ser el remedio peor que la enfermedad, y al fin tendría usted que llorar para que me marchase... Vamos, hija, modere esos suspiros tan fuertes, que parece se le va a salir el alma por la boca. Ya nos iremos consolando. El tiempo es un médico que se pinta solo para curar estas cosas; y todavía he de ver yo a mi amiga más contenta que unas Pascuas, sin acordarse para nada de lo que tanto la aflige hoy. Y pronto, muy pronto... Y es preciso distraerse. ¿Sabe usted jugar al tresillo?
-¿Yo? No sé más que el tute.
-¿Le gusta a usted el teatro?
-Eso sí, sobre todo los dramas en que hay cosas que la hacen llorar a una.
-¡Ave María Purísima!... Esas obras en que sale aquello de «¡hijo mío!... ¡padre mío!...».
-Esas, y otras en que hay pasos de mucha aflicción, y sacan las espadas, y se desmaya una actriz porque le quitan el hijo.
-¡Alabado sea el Santísimo!... -dijo
Feijoo
-Se va usted a reír -replicó Fortunata
incorporándose-. En el poco tiempo que anduve yo suelta en
Barcelona, de la ceca a la meca, solía ir a bailes y divertirme
algo; después no... Este año me llevó Juan dos veces, y otra vez
fui yo sola con una amiga, por ver si le sorprendía pegándomela con
algún trasto... ¿Creerá usted que no me he divertido ni esto? La
careta me da un calor que me abrasa... me la quiero quitar. Pues
digo... si me pongo a dar bromas, yo misma me río de mi poca
gracia. No puede usted figurarse lo
-Esta mujer me vuelve loco -pensaba Feijoo, experimentando, al oír a Fortunata, una sensación de inefable contento-. Si estoy chocho, si no sé lo que me pasa... ¡Ay Dios mío, a mi edad!... No hay remedio, me declaro... Pero no, refrénate, compañero, aún no es tiempo...
Al buen señor se le ponían los ojos
encandilados oyéndole contar aquellas cosas con tan encantadora
sinceridad. Sonrisa de alegría y esperanza contraía sus labios,
mostrando su dentadura intachable. Su cara, que era siempre
sonrosada, poníasele encendida, con verdaderos ardores de juventud
en las mejillas. Era, en suma, el viejo más guapo, simpático y
frescachón
«No, lo que es hoy no le digo nada -pensaba-. Temo hacer el bisoño. Calma, compañero, y repliégate un poco; tiempo tienes de picar espuelas. Hoy lo recibiría mal. Está muy reciente la herida».
-II-
«Pues lo que es hoy sí que no me quedo
con esto dentro del cuerpo -pensó mi hombre al otro día, entrando
en la sala, hecho un sol de limpio y despidiendo, como todas las
mañanas al salir de su casa, un fuerte olor a
-Dispénseme usted, amigo D. Evaristo -dijo Fortunata apareciendo en la puerta del gabinete, con bata de diario, un delantal muy grande y pañuelo liado a la cabeza-. Estoy de limpia». Tras ella se veía una atmósfera polvorienta, turbia y luminosa; el sol entraba por el balcón, de par en par abierto.
«Porque yo tengo esta costumbre... Cuando me siento con ganas de llorar y dada a todos los demonios, ¿sabe usted qué hago?, pues coger el zorro, las escobas, una esponja grande y un cubo de agua. Siempre que tengo una pena muy grande le meto mano al polvo».
-Pues ¡ay, hija mía!, la compadezco a usted... porque la casa está como una plata...
-¡Cómo ha de ser!... Sí, esta es mi
única distracción. Y no sé ninguna labor delicada; no
-Me la comería -pensó D. Evaristo, que la contemplaba embobado, sin decir nada.
-Conque lo mejor es que se vaya usted ahora, y vuelva más tarde. Le vamos a llenar de polvo y basura.
-No, hija, yo no me voy de aquí.
-¡Uy!... Cómo huele usted a
-No me importa -replicó el buen señor con sonrisa inefable-. ¿Me empolva?, mejor. Yo me sacudiré.
-Como usted quiera... Pues ándese por
ahí... Yo no tengo aquí
-Maldita la falta que me hacen a mí
los
Y dos horas más tarde estaban sentados ambos en el gabinete, uno frente a otro, ella en el mismo pergenio en que antes se presentara, y algo fatigada...
«¡Debo tener una facha...! -dijo
levantándose
-No estarían así sino fueran tan negras y tan grandes y hermosas...
-Quisiera aviarme un poco. Es una falta recibir visitas con esta facha.
-Por mí no se apure usted... Me agrada más verla así. Descanse ahora y echemos un parrafito. Voy a permitirme una pregunta. ¿Qué piensa usted hacer ahora?
Fortunata, que se inclinaba hacia adelante para oír mejor, dejó caer la cabeza sobre el respaldo; la mejor manera de expresar que no había pensado nada sobre aquel punto.
-¿Piensa usted pedir perdón a su marido y reconciliarse con él?
-¡Jesús! ¡Y qué cosas se le ocurren! -exclamó ella, llevándose las manos a la cabeza, cual si oyera el mayor de los absurdos.
-Pues me parece que no he dicho ningún disparate.
-Antes que volver con Maximiliano -afirmó Fortunata poniendo la cara más seria que sabía poner-, todo lo paso, todo...
-Incluso la miseria, la deshonra...
-Sí señor.
-Bueno. Pues quiere decir que cuando
se acabe lo poquito que usted tiene... y supongo que no habrá
insistido en devolver los cuatro
Fortunata frunció el ceño, y sin levantar las miradas del suelo, doblaba y desdoblaba un pico del delantal.
-Eso no tiene vuelta de hoja, compañera. O a casa con su marido, o a la calle con Juan, Pedro y Diego, a ver si sale algún primo con quien ir tirando. De este camino malo parten varios senderos, y no todos concluyen en el hospital y en la abyección. De modo que piénselo usted. Por más que se devane los sesos, no podrá salir de este dilema.
-¿De este qué?
-Dilema; quiere decir que a fondo o a Flandes.
-Yo quiero ser honrada -afirmó la joven con la mayor seriedad del mundo, atormentando más la punta del delantal.
-¿Honrada?, me parece muy bien. Y dígame usted con toda franqueza: ¿honrada comiendo o sin comer?
Fortunata se sonrió un poco. Aquella sonrisa iluminó su pena un instante; pero pronto quedó su rostro envuelto otra vez en seriedad sombría, señal de la duda horrible que agitaba su alma.
-Eso de la honradez es muy bonito -prosiguió Feijoo-. No hay nada que se diga tan fácilmente y que luego resulte más difícil en la práctica. Yo creo que usted ha querido decir honradez relativa...
-No; yo quiero ser honrada a carta cabal, honrada, honrada.
-¿Sin volver con su marido?
-Sin volver con mi marido.
Feijoo hizo con los labios, con los ojos, con todos los músculos de su cara un mohín muy humano y expresivo, signo perteneciente al lenguaje universal y a la mímica de todos los países, el cual quería decir:
«Hija mía, no lo entiendo...».
Ni Fortunata lo entendía tampoco, por lo cual estaba verdaderamente anonadada. Faltábale poco para echarse a llorar.
«Vamos, vamos -dijo el coronel
sacudiendo toda aquella argumentación capciosa, como se sacuden las
moscas-; hablemos claro y seamos prácticos sin miedo a la situación
verdadera. Las cosas son como son, no como deseamos que sean. ¡Qué
más quisiéramos sino que usted pudiera ser tan honrada y pura como
el sol! Pero
-Quiero ser honrada -repitió Fortunata sin mirarle, como los niños mimosos que insisten en decir la cosa fea por que les reprenden.
-No seré yo quien le quite a usted eso de la cabeza -dijo el caballero sonriendo, sin dudar de su victoria-. Y bien podría ser que hubiera usted descubierto la cuadratura del círculo.
-¿Qué dice?
-Nada... También se me ocurre que
dentro de mi proposición puede usted ser todo lo honrada que
quiera. Mientras más, mejor... En fin, no quiero marearla a usted
más, y la dejo sola para que piense en lo que le he dicho. Siga
limpiando, trabaje, dé bofetadas a los muebles, fregotee hasta que
le escuezan los dedos; mecánica, mucha mecánica, y mientras tanto,
piense bien en esto, y mañana o pasado mañana... no hay prisa...
vengo por la
-III-
Como lo que debe suceder sucede, y no
hay bromas con la realidad, las cosas vinieron y ocurrieron
conforme a los deseos de D. Evaristo González Feijoo. Bien sabía él
que no podía ser de otro modo, a menos que aquella mujer estuviese
loca. ¿Qué salida tenía fuera de la propuesta por él? Ninguna. ¿Qué
honradez era aquella que apetecía, no sabiendo trabajar, no
queriendo volver con su marido y no teniendo malditas ganas de irse
a un yermo a comer raíces? Moraleja: Lo que tenía que llegar, por
la
Fortunata, preciso es decirlo, no
estaba contenta, ni aun medianamente. Hallábase más bien resignada
y se consolaba con la idea de que dentro de su desgracia no había
solución mejor que aquella, y de que vale más caer sobre un montón
de paja que sobre un montón de piedras. En los primeros días tuvo
horas de melancolía intensísima, en las cuales su conciencia,
confabulada con la memoria, le representaba de un modo vivo todas
las maldades que cometiera en su vida, singularmente la de casarse
y ser adúltera con pocas horas de diferencia. Pero de repente, sin
saber cómo ni por qué, todo se le volvía del revés allá en las
cavidades desconocidas de su espíritu, y la conciencia
Con estos diferentes estados de su
espíritu se relacionaban ciertas intermitencias de manía religiosa.
En las horas en que se sentía muy culpable, entrábale temor de los
castigos temporales y eternos. Acordábase de cuanto le enseñaron D.
León y las Micaelas, y volvían a su mente las impresiones de la
vida del convento con frescura y claridad pasmosas. Cuando le daba
por ahí, iba a misa, y aun se le ocurría confesarse; pero de pronto
le entraba miedo y lo dejaba para más adelante. Luego venía la
contraria, o sea el sentimiento de su inculpabilidad, como una
reversión mecánica del estado anterior, y todas las somnolencias y
aprensiones místicas huían de su mente. Se pasaba entonces dos o
tres días en completa tranquilidad, sin rezar más que los
Padrenuestros que por rutina le salían de entre dientes todas las
mañanas. Su conciencia giraba sobre un pivote, presentándole, ya el
lado blanco, ya el lado negro. A veces esta brusca revuelta
dependía de una palabra, de una idea caprichosa que pasaba volando
por su espíritu, como pasa un pájaro fugaz por la inmensidad del
Cielo. Entre
Estaba muy agradecida al señor de Feijoo, que se portaba con ella como un caballero, y no tenía nada de quisquilloso, ni las impertinencias que suelen gastar los hombres. El primer día le leyó la cartilla, que era muy breve: «Mira, yo te dejo en absoluta libertad. Puedes salir y entrar a la hora que quieras, y hacer lo que te dé tu real gana. No soy partidario del sistema preventivo. Quiero que seas leal conmigo, como yo lo soy contigo. En cuanto te canses avisas... Aquí no me entres a ningún hombre, porque si algún día descubro gatuperio, me marcho tan calladito y no me vuelves a ver... Lo mismo haré si lo descubro fuera. Si te portas bien, no dejaré de protegerte, ni aun en el caso de que me fuera preciso dejarte».
Lo que propiamente llamamos amor, la
verdad, Fortunata no lo sentía por su amigo; pero sí le tenía
respeto, y el cariño apacible a que era acreedor por su hidalgo
comportamiento. Teníale ella por la persona más decente que había
tratado en su vida. ¡Y cuánto sabía! ¡Qué
Si Fortunata, empezando por
conformarse, acabó por sentirse bien, D. Evaristo estuvo desde
luego muy a gusto en aquella vida. «Yo no soy celoso -le decía-, y
aunque no pongo mi mano en el fuego por ninguna mujer, creo que no
me faltarás, como no se descuelgue otra vez el danzante de marras.
A este sí que le tengo miedo». Y ella declaraba con su sinceridad
de
Vivían retiradamente, y no se
presentaban juntos en ninguna parte. La calaverada de Feijoo no fue
descubierta por sus amigos más sagaces; Fortunata no daba que
hablar a nadie, y la familia de su marido creía que había
desaparecido de Madrid. Con este sistema de cautela y recato, les
iba tan bien que D. Evaristo no cesaba de congratularse. «¿Ves,
chulita, cómo de este modo estamos en el Paraíso? Así se consiguen
dos cosas, la tranquilidad dentro, el decoro fuera. ¿Qué necesidad
tengo yo de que me llamen
Hablando de esto, se animaba llegando
hasta
Todo esto le pareció a Fortunata muy peregrino cuando lo oyó por primera vez; pero a la segunda, encontrolo conforme con algo que ella había pensado. ¿Pero no sería un disparate? Porque era imposible que ella y Feijoo tuviesen razón contra el mundo entero.
«Conque ya sabes -añadió el coronel-;
el día en que se te antoje faltarme, me lo dices. Yo no creo en las
fidelidades absolutas. Yo soy indulgente, soy hombre, en una
palabra, y sé que decir
-¡Pero qué hombre más raro, y qué manera de querer! -pensaba Fortunata.
-IV-
Aquel día comieron juntos; expansión
que D. Evaristo se permitía algunas veces. Dijo ella que sabía
Y la verdad era que con aquella vida
tranquila y sosegada, eminentemente práctica, se iba poniendo tan
lucida de carnes, tan guapa y hermosota que daba gloria verla.
Siempre tuvo la de Rubín buena salud; pero nunca, como en aquella
temporada, vio desarrollarse la existencia material con tanta
plenitud y lozanía. Feijoo, al contemplarla, no podía por menos de
sentirse descorazonado. «Cada día más guapa -pensaba-, y yo cada
día más viejo». Y ella, cuando se miraba al espejo, no se resistía
a la admiración de su propia imagen. Algunos días le pasaba por
bajo del entrecejo la observación aquella de otros tiempos: «¡Si me
viera ahora...!».
Vivía en la calle de Tabernillas
(Puerta de Moros), que para los madrileños del centro es
Don Evaristo vivía, desde que obtuvo
el retiro, en el segundo piso de un caserón aristocrático de la
calle de Don Pedro. Era uno de esos palacios grandones y sin
arquitectura, construidos por la nobleza. En el principal había una
embajada, y cuando en ella se celebraba sarao, decoraban la
escalera con tiestos y le ponían alfombra. Habíase acostumbrado
Feijoo a la amplitud desnuda de sus habitaciones, a las grandes
vidrieras, a la altura de techos, y no podía vivir en
Por la solitaria calle de las Aguas se
comunicaba brevemente Feijoo con su ídolo. No me vuelvo atrás de lo
que esta expresión indica, pues el buen señor llegó a sentir por su
protegida
Al mes, ya Feijoo no podía vivir sin
aumentar indefinidamente las horas que al lado de ella pasaba.
Muchos días comían o almorzaban juntos, y como ambos amantes habían
convenido en enaltecer y restaurar prácticamente la hispana cocina,
hacía la
También había estado en la expedición
a Roma el 48. ¡Oh, Roma! Aquello sí que era cosa grande. ¡Qué
bonito aquel paso de Pío IX bendiciendo a las tropas! Y la
conversación rodaba, sin saber cómo, de la bendición papal a los
amoríos del narrador. En esto era la de no acabar, y de la cuenta
total salían a siete aventuras por año, con la particularidad de
que eran en las cinco partes del mundo, porque Feijoo, que también
había estado en Filipinas, tuvo algo que ver con chinas, javanesas
y hasta con joloanas. Una salvaje le había trastornado el seso,
demostrando que en las islas de la Polinesia se dan casos de
coquetería no menos refinada que la de los salones europeos. «¡Ay,
qué bueno! -exclamaba Fortunata riendo con
De europeas no había que hablar. Contó el ex-coronel aventuras con solteras y casadas, que a su amiga le parecían mentira, y no las habría creído si no las oyera de labios de persona tan verídica y formal. -«¿Pero has visto? Si eso se dice, no se cree... Y si lo escriben, pensarán que es fábula mal inventada. ¡Qué cosas hacen las mujeres! Bien dicen que somos el Demonio».
Debo advertir que nada refería Feijoo
que no fuese verdad, porque ni siquiera recargaba sus cuadros y
retratos del natural. Lo mismo hacía Fortunata, cuando le tocaba a
ella ser narradora, incitada por su protector a mostrar algún
capítulo de la historia de su vida, que en corto tiempo ofrecía
lances dignos de ser contados y aun escritos. No se hacía ella de
rogar, y como tenía la virtud de la franqueza, y no apreciaba bien,
por rudeza de paladar moral, la significación buena o mala de
ciertos hechos, todo lo desembuchaba. A veces sentía D. Evaristo
gran regocijo oyéndola, a veces verdadero terror; pero de todas
estas sesiones salía al fin con impresiones de tristeza, y pensaba
así: «Si hubiera caído antes en mis manos, si yo la hubiera cogido
antes, todas esas ignominias se habrían evitado... ¡Qué lástima,
compañero,
Ambos evitaban que en sus conversaciones surgieran ciertos nombres; pero una noche se habló, no sé por qué, de Juanito Santa Cruz. «Anda -dijo Fortunata-, que ya se habrá cansado otra vez de la tonta de su mujer. A bien que ella se tomará la revancha...».
-No lo creo...
-Pues yo sí... -afirmó la prójima fingiendo convicción-. ¡Bah! No hay mujer casada que no peque... Ya saben tapar bien esas señoras ricas.
-No me gusta, hija, que hables así de persona alguna y menos de esa. Yo me explico que no la quieras bien; pero observa que es inocente de las trastadas que te ha hecho su marido.
Feijoo conocía a algunas personas de la familia de Santa Cruz. A Jacinta y a Juan no les había hablado nunca; pero sí a D. Baldomero y algo a Barbarita. Trataba al gordo Arnaiz, y a otros muy allegados a la familia, como el marqués de Casa-Muñoz y Villalonga; y el mismo Plácido Estupiñá no era un desconocido para él.
«Es preciso que te acostumbres
-prosiguió con cierta severidad-, a no hacer juicios temerarios,
huyendo de cuanto pueda herir o lastimar
-Te diré una cosa que ha de pasmarte -indicó Fortunata con la expresión grave que tomaba cuando hacía una declaración de extremada y casi increíble sinceridad-. Pues el día en que vi por primera vez a Jacinta, me gustó... sin que por gustarme dejara de aborrecerla. Una noche me acosté con el corazón tan requemado de celos, que me sentía capaz... hasta de matarla... mira tú.
-¡Bah!, no digas tonterías... No me hace gracia que te pongas así... Eso de matar a la rival es hasta cursi...
-Pero si no he acabado... déjame que te cuente lo mejor. La aborrezco y me agrada mirarla, quiere decirse, que me gustaría parecerme a ella, ser como ella, y que se me cambiara todo mi ser natural hasta volverme tal y como ella es.
-Eso sí que no lo entiendo -dijo Feijoo cayendo en un mar de meditaciones-. Caprichos del corazón.
Y al levantarse, apoyando las manos en los brazos del sillón, notó ¡ay!, que el cuerpo le pesaba más; pero mucho más que antes.
-V-
No pararon aquí las observaciones referentes a su decaimiento físico. Una mañana, al levantarse, notó que la cabeza se le mareaba. Jamás había sentido cosa semejante. En la calle advirtió que para andar completamente derecho, necesitaba pensarlo y proponérselo. Pasando junto a la carcomida puerta del convento de la Latina, no pudo menos que mirarse en ella como en un espejo. Se vio allí bien claro, cual vestigio honroso conservado sólo por indulgencia del tiempo. «Todo envejece -pensó-, y cuando las piedras se gastan, ¡cómo no ha de gastarse el cuerpo del hombre!».
Y los síntomas de decadencia
aumentaban con rapidez aterradora. Dos días después notó Feijoo que
no oía bien. El sonido se le escapaba, como si el mundo todo con su
bulla y las palabras de los hombres se hubieran ido más lejos.
Fortunata tenía que gritar para que él se enterase de lo que decía.
A lo penoso de esta situación uníase lo que tiene de ridículo.
Verdad que aún andaba al paso de costumbre; pero el cansancio era
mayor que antes, y cuando subía escaleras, el aliento le faltaba.
Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible
notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la
frente se apergaminaba,
Esto le ocasionó grandes tristezas que al principio trataba de disimular delante de su querida; pero una tarde que estaban sentados junto al balcón, se le abatieron tanto los espíritus que no pudo contener su pena y la confió a su amiga: «Chulita, habrás notado que yo... pues... habrás visto que mi salud no es buena. Y entre paréntesis, ¿qué edad me echas tú?».
-Sesenta -dijo ella seriamente con la reserva mental de que se quedaba algo corta.
-Hace unos días que he entrado en lo sesenta y nueve... Dentro de nada setenta... ¿Sabes que de quince días a esta parte me parece que he envejecido de golpe y porrazo veinte años? Yo me conservaba en mis apariencias y en mis bríos de cincuenta, cuando de improviso la naturaleza ha dicho: «¡Que me voy... que no puedo más...!».
Fortunata había notado el bajón; pero, como es natural, no hablaba de semejante cosa.
«Lo que más me carga -dijo D. Evaristo con rabia, dando un puñetazo en el brazo del sillón-, es que la vista... Yo siempre he tenido una vista como un lince. Figúrate que en la Habana veía, desde el castillo de Atarés, las señales del vigía del Morro, distinguiendo perfectamente los colores de las banderas. Pues desde ayer noto no sé qué. Algunos objetos se me oscurecen completamente, y cuando me da el sol, me pican los ojos... Desde mañana pienso usar gafas verdes. Estaré bonito. En cuanto al oído, ya te habrás enterado. Hace días era el izquierdo, ahora es el derecho; he ascendido: era teniente y soy ya capitán. Te aseguro que estoy divertido. Pero es insigne majadería rebelarse contra la naturaleza. Tiene ella sus fueros, y el que los desconoce, lo paga. Yo he sido en esto poco práctico, siéndolo tanto en otras cosas; pero ya que se me olvidaron los papeles en el caso este de hacer el pollo a los sesenta y nueve años, voy a recogerlos para prevenir las malas consecuencias. Ahora es preciso que me ocupe más de ti que de mí. Yo, poco puedo durar...».
-No... ¡qué tontuna! -dijo Fortunata, aquella vez más piadosa que sincera.
-A mí no me vengas tú con zalamerías.
Por mucho que tire... pon que tire un año, dos;
Y otro día, subiendo la escalera,
notaba que casi la subía más con los brazos que con las piernas,
pues tenía que ampararse del pasamanos, haciendo mucha fuerza en
él. «Esto va por la posta. Si me descuido, no tengo tiempo ni de
dejar a esta infeliz bien defendida de los pillos y de las propias
debilidades de su carácter. ¡Pobre chulita! Hay que mirar mucho
cómo la dejo, porque esta al son que la tocan baila. Lo que se me
ha ocurrido para asegurarla contra incendios, es decir, contra los
Al entrar en la casa, pasó
insensiblemente del soliloquio al discurso, dando voz a sus
meditaciones. «¡Quién me había de decir a mí que llegaría a
ocuparme de que existan boticas en el mundo! Yo que jamás caté
píldora, ni pastilla, ni glóbulo, tengo mi alcoba llena de
potingues;
Al llegar aquí, D. Evaristo tenía que alzar mucho la voz para hacerse oír, porque en la calle se situó un pianito de manubrio, tocando polkas y walses. Las del tercero, que eran las amas o sobrinas del ecónomo de San Andrés, que allí vivía, se pusieron a bailar, y al poco rato hicieron lo propio de los del segundo de la derecha. En el principal y segundo de la casa de enfrente armose igual jaleo, y como los chicos alborotaban tanto en la calle, la gritería era espantosa y D. Evaristo y su amiga tuvieron que callarse, mirándose y riendo.
«Pues sobre que estoy sordo -dijo el simpático viejo-, la vecindad no nos deja oírnos. Callémonos, que tiempo hay de hablar».
Fijó sus tristes miradas en el suelo y
Fortunata, con los brazos cruzados, mirábale atenta, contemplando
los estragos de la degeneración senil en su fisonomía, mientras se
alejaban y extinguían en la calle los picantes ritmos del baile. La
tarde caía; pronto iba a ser de noche, y como Feijoo tenía horror a
la oscuridad, su
«¿En dónde has estado hoy?» le preguntó D. Evaristo, que casi todas las noches le hacía la misma pregunta, no por fiscalizar sus actos, sino porque de aquella interrogación salía casi siempre una plática agradable.
-Pues hoy al mediodía subí a casa de las del cura -dijo ella sonriendo y pasándole el brazo por encima de los hombros-. Son dos sobrinas o qué sé yo qué, guapillas, y se parecen aunque no son hermanas. Ayer estuvieron aquí y me dijeron si les quería pespuntar y dobladillar unas tiras para tableado de vestidos. Se componen mucho y tienen arriba la mar de figurines. Están haciendo dos trajes, y si vieras... no pude por menos de reírme; porque del terciopelo que les sobra hacen trajes para Niños Jesús y para Vírgenes. Todo lo aprovechan, y hasta una hebilla de sombrero que no puedan gastar, se la plantan a cualquier santo en la cintura.
Había hecho Fortunata algunas
relaciones en la vecindad más próxima. Se visitaba con los
inquilinos de la casa, y con alguna familia de la inmediata, gente
muy llana, muy neta; como que a todas las visitas iba la prójima
con mantón y pañuelo a la cabeza. En el tiempo que duró aquella
cómoda vida volvieron a determinarse en ella las primitivas
maneras, que
«Pero ¿no sabes,
-Bien contestado... ¡Qué ganas de meterse en lo que no les importa!
-Y ahora te pregunto yo -dijo Fortunata más cariñosa, pero bastante más seria-. Si yo fuera soltera, ¿te casarías conmigo?
-Sobre eso ya sabes cuáles son mis ideas -replicó él de buen humor-. ¿Crees que han variado desde que estoy enfermo, y que los hombres piensan de un modo cuando tienen el estómago como un reloj, y de otro cuando la maquina principia a descomponerse? Algo de esto pasa, chulita, y una cosa es hablar desde la altura de una salud perfecta y otra al borde del hoyo... Pero en esto del matrimonio te aseguro que no han variado mis ideas. Sigo creyendo que el casarse es estúpido, y me iré para el otro barrio sin apearme de esto. ¡Qué quieres! Yo he visto mucho mundo... A mí no me la da nadie. Sé que es condición precisa del amor la no duración, y que todos los que se comprometen a adorarse mientras vivan, el noventa por ciento, créetelo, a los dos años se consideran prisioneros el uno del otro, y darían algo por soltar el grillete. Lo que llaman infidelidad no es más que el fuero de la naturaleza que quiere imponerse contra el despotismo social, y por eso verás que soy tan indulgente con los y las que se pronuncian.
Por aquí siguió en su ingenioso tema;
pero Fortunata no entendía bien estas teorías, sin duda por el
lenguaje que empleaba su amigo. A poco de esto se puso ella a
cenar. Feijoo no tomaba más que un huevo pasado y después
chocolate, porque su estómago no le permitía ya las cenas pesadas.
Pero en su frugal colación
«Hija, tienes un apetito modelo. Te estoy mirando, y al paso que te envidio, me felicito de verte tan bien agarrada a la vida. Así, así me gusta... No te dé vergüenza de comer bien, y puesto que lo hay, aplícate todo lo que puedas, que día vendrá... ojalá que no. Ya ves qué contraste; yo voy para abajo, tú para arriba. ¡Cuando digo que tienes lo mejor de la vida por delante...! Y buena tonta serás si no engordas todo lo que puedas, y te pones las carnes aún más duras y apretadas si es posible. Figúrate si con esas tragaderas estarás bien dispuesta para el amor».
Después de esto y mientras Fortunata se comía una cantidad inapreciable de pasas y almendras, cogiéndolas del plato una a una y llevándoselas a la boca sin mirarlas, el bondadoso anciano siguió sus habladurías con cierto desconcierto, y como desvariando. A ratos parecía incomodado, y expresándose cual si refutara opiniones que acabara de oír, daba palmetazos en los brazos del sillón:
«Si siempre he sostenido lo mismo, si
no es de ahora esta opinión. El amor es la reclamación de la
especie que quiere perpetuarse, y al estímulo de esta necesidad tan
conservadora como el comer, los sexos se buscan y las uniones se
verifican por elección fatal, superior y extraña
Fortunata le miraba con sorpresa mezclada de temor, el codo en la mesa, derecho el busto, en una actitud airosa y elegante, llevando pausadamente del plato a la boca, ahora una pasita, ahora una almendrita. Feijoo le cogió la barbilla entre sus dedos, diciéndole con cariño: «¿Verdad, chulita, que tengo razón? ¿Verdad que sí?... ¡Ay, qué será de ti, chulita, cuando yo me muera!... ¿Y en lo que me queda de vida, si esta se prolonga y voy más para abajo todavía...? Hay que preverlo todo, compañera. ¡Me ha entrado un desasosiego...! ¡Qué gruesa estás y qué hermosota, y yo... yo... concluido, absolutamente concluido! Soy un reloj que tocó su última campanada, y aunque anda un poco todavía, ya no da la hora».
-No -murmuró ella frotándole el pecho con su cabeza-, no... Todavía...
-¡Ay, qué ilusión! Yo acabé. El estómago me pide el retiro. Hay algo en mí que ha hecho dimisión; pero dimisión irrevocable; efectividad concluida, funciones que pasaron a la historia. Es preciso prevenir... mirar por ti, asegurarte contra la tontería.
Fortunata se reía, y para calmarle aquel desasosiego que sus estrafalarios pensamientos y aprensiones le causaban, prodigole aquella noche, hasta que se separaron, los cariños y cuidados de una hija amantísima con el mejor de los padres.
-VI-
Al siguiente día, Feijoo le dijo al entrar: «Hoy es la primera vez que he tenido que tomar un coche desde la Plaza Mayor aquí. Hasta ahora las piernas se han defendido; estas piernas que han hecho marchas de seis leguas en una noche... Tengo el simón a la puerta. Vente conmigo y vamos a dar una vuelta por las rondas del Sur». Fortunata no pensaba más que en complacerle, y accedió con algún recelo, pues siempre que paseaban juntos, aunque fuera por sitios apartados, temía encontrarse a Maximiliano o a doña Lupe a la vuelta de una esquina. Esta idea le hacía temblar.
Pasearon un buen ratito, sin que tuvieran ningún encuentro desagradable. Dos días después, don Evaristo no fue a verla, y en su lugar llegó el criado con una breve esquelita, llamándola. El señor había pasado muy mala noche, y el médico le había ordenado que se quedase en la cama. Corrió allá Fortunata muy afligida, y le vio incorporado en el lecho, afectando tranquilidad y alegría. «No es nada de particular -le dijo, haciéndola sentar a su lado-. El médico se empeña en que no salga. Pero no estoy mal; casi casi estoy mejor que los días pasados. Sólo que como no tengo costumbre de encamarme... Desde que pasé la fiebre amarilla en Cuba hace cuarenta años, no sabía yo lo que son sábanas a las cuatro de la tarde. ¡Qué ganas tenía de verte! Anoche me entró como una angustia... Creí que me moría sin dejarte arreglada una vida práctica, esencialmente práctica. Por lo que pueda tronar, te voy a decir lo que desde hace días tengo pensado. Verás qué plan. Al principio puede que te escueza un poco; pero... no hay otro remedio, no hay otro remedio».
Inclinose del lado en que la joven estaba, para poner su boca lo más cerca posible del oído de ella, y le disparó cara a cara estas palabras:
«Resultado de lo mucho que cavilo por ti. Es preciso que te vuelvas a unir a tu marido».
Contra lo que el simpático viejo
esperaba Fortunata no hizo aspavientos de sorpresa.
«Pero eso, ¿cabe en lo posible?».
-No necesitas alzar mucho la voz. Hoy estoy mucho mejor de la sordera. Por este oído izquierdo me entra todo perfectamente, y no sale por el otro... ¿Dices que si cabe en lo posible? De eso se trata; de hacerle hueco. Ya he tanteado el terreno. Esta mañana estuvo Juan Pablo a verme y le eché una chinita. Has de saber que anteayer me encontré a doña Lupe en la calle y le arrojé otra chinita.
-¿Ellos saben...? -preguntó la señora de Rubín con los labios muy secos.
-¿Esto?... Creo que no. Quizás lo sospechen; pero oficialmente no saben nada.
-¡Ay!, no me podías decir nada -manifestó la joven dándose un lengüetazo en los labios, que se le secaban más todavía-, nada que me fuera más antipático, más...
-Yo lo comprendo...
-Si tú no te has de morir -dijo Fortunata irguiéndose con brío, en son de protesta-. ¡Si te pondrás bueno...!
Feijoo había cerrado los ojos, y se sonreía en las tinieblas de su meditación. La chulita callaba mirándole. Con aquella sonrisa, que parecía la que les queda a algunas caras después que se han muerto, contestaba D. Evaristo mejor que con palabras.
«¿Y a Nicolás le has echado otra chinita?» preguntó ella después de una pausa, queriendo alegrar conversación tan lúgubre.
-No, porque no le he visto. Es el más bruto de los tres. Tú créeme; si ganamos a doña Lupe, todos los demás bajarán la cabeza, incluso tu marido. Doña Lupe es la que manda allí, y peor para ellos si no mandara.
-¡Oh!, yo dudo mucho que quieran... Les jugué una partida muy serrana -afirmó ella, gozosa de encontrar un argumento contra aquel plan tan contrario a su gusto-, pero muy serrana. Lo que yo hice es de eso que no se perdona.
-Todo se perdona, hija, todo, todo
-dijo el enfermo con indulgencia empapada en escepticismo-. Por muy
grande que nos figuremos la masa de olvido derramado en la sociedad
como elemento reparador, esa masa supera todavía a todos nuestros
cálculos. El bien y la gratitud son limitados; siempre los
encontramos cortos. El olvido es infinito. De él se deriva el
-¡Oh!, no, no es posible... No tienen vergüenza si me perdonan.
-Eso, allá ellos... Lo que me importa
a mí es que tú quedes en una situación correcta y sobre todo...
práctica. Tienes tú en ti misma poca defensa contra los peligros
que a la vida ofrece continuadamente el entusiasmo. Si te dejo
sola, aunque te asegure la subsistencia, te
-Ni tanto así; no le quiero, ni es posible que le quiera nunca, nunca, nunca.
-Corriente. Pues todo se arreglará, hija, todo se arreglará... No te apures ni pongas esa cara tan afligida. Hablaremos despacio. Por hoy no quiero calentarte la cabeza, ni calentármela yo, que bastante he charlado ya, y empiezo a sentirme mal. Está la cosa aprobada en principio... en principio.
Quedose dormido el buen señor, que por
haber pasado muy mala noche, tenía sueño atrasado, y Fortunata
permaneció a su lado
Este despertó como a la media hora de haberse dormido, y restregándose los ojos y gruñendo un poco, hubo de asombrarse de ver allí a su amiga, y alargó la cabeza para mirarla. Viéndola reír, se expresó así:
«Pues con el sueñecito que he echado perdí la situación, chica, y al despertar, no me acordaba de que habías quedado ahí... Y viéndote ahora, me decía yo, en ese estado de torpeza que divide el dormir del velar: '¿pero es ella la que veo? ¿Cómo y cuándo ha venido a mi casa?'».
Sacó su mano de entre las sábanas para
tomar la de ella, y recogiendo al punto las ideas que se habían
dispersado, le dijo: «Fíjate bien en una cosa, y es que doña Lupe
Se había hecho de noche y los dos interlocutores no se veían. Feijoo llamó para que trajeran luz, y cuando la trajo doña Paca, la primera claridad que se esparció por el aposento sirvió al ama de llaves para examinar con rápida inspección el rostro de la amiga de su señor, diciéndose: «esta es la pájara que nos le ha trastornado». Aquel curioseo receloso de criado que espera heredar, fue seguido de diferentes pretextos para permanecer allí con idea de pescar algo de la conversación. Pero mientras Paca estuvo en la alcoba haciendo que ordenaba las cosas, moviendo los trastos y revisando las medicinas, D. Evaristo no desplegó los labios. Miraba a su ama de llaves, y su sonrisa maliciosa quería decir: «tú te cansarás».
Así fue. Retirose la dueña, y D. Evaristo volvió a su tema: «Lo primero que has de tener presente es que siempre, siempre, en todo caso y momento, hay que guardar el decoro. Mira, chulita, no me muero hasta que no te deje esta idea bien metida en la cabeza. Apréndete de memoria mis palabras, y repítelas todas las mañanas a renglón seguido del Padre-nuestro».
Como un dómine que repite la
declinación a sus discípulos, machacando sílaba tras sílaba, cual
si se las claveteara en el cerebro a golpes de maza, D. Evaristo,
la mano derecha en el aire,
«Guardando... las... apariencias, observando... las reglas... del respeto que nos debemos los unos a los otros... y... sobre todo, esto es lo principal... no descomponiéndose nunca, oye lo que te digo... no descomponiéndose nunca... (A la segunda repetición del concepto, la mano del dómine quedábase suspendida en el aire; y sus cejas arqueadas en mitad de la frente, sus ojos extraordinariamente iluminados denotaban la importancia que daba a este punto de la lección)... no descomponiéndose nunca, se puede hacer todo lo que se quiera».
Después le entró tos. Doña Paca se apareció dando gruñidos y diciendo que la tos provenía de tanto hablar, contra lo que el médico ordenaba. «A usted no le ha de matar la enfermedad, sino la conversación... A ver si toma el jarabe y cierra el pico». Para atenuar el efecto de esa salida un tanto descortés, estando presente una visita, la señora aquella agració a la intrusa con una sonrisilla forzada. ¿Cuál de las dos daría al enfermo la cucharada de jarabe? Quiso hacerlo el ama de llaves; pero Fortunata estuvo más lista. La otra tomó su desquite, arrojando una observación de autoridad displicente a la cara de la entrometida. «Eso es, dele el cloral en vez del jarabe, y la hacemos...».
«¿Pero no es esta la medicina?».
-Esa es, sí... pero podía usted haberse equivocado. Para eso estoy yo aquí.
-Que me dé lo que quiera -gruñó Feijoo con burlesca incomodidad-. ¿A usted qué le importa, señora doña Francisca?...
-Es que...
-Bueno; aunque me envenenara. Mejor.
-VII-
Al verse otra vez en su casa y sola,
Fortunata no podía con la gusanera de pensamientos que
Así como en las mutaciones de cuadros disolventes, a medida que unas figuras se borran van apareciendo las líneas de otras, primero una vaguedad o presentimiento de las nuevas formas, después contornos, luego masas de color, y por fin, las actitudes completas, así en la mente de Fortunata empezaron a esbozarse desde aquella noche, cual apariencias que brotan en la nebulosa del sueño, las personas de Maxi, de doña Lupe, de Nicolás Rubín y hasta de la misma Papitos. Eran ellos que salían nuevamente a luz, primero como espectros, después como seres reales con cuerpo, vida y voz. Al amanecer, inquieta y rebelde al sueño, oíales hablar y reconocía hasta los gestos más insignificantes que modelaban la personalidad de cada uno.
Levantose la chulita muy tarde y
recibió un recado de su amigo diciéndole que estaba mejor y que se
levantaría y saldría a la calle con permiso del tiempo. Esperó su
visita, y en tanto no cesaba de cavilar en lo mismo. La gratitud
que hacia Feijoo sentía, era más viva aún que antes, y habría
deseado que la vida que con él llevaba continuase, pues aunque algo
tediosa, era tan pacífica que no debía ambicionar otra mejor. «Si
dura mucho esto, ¿llegaré a cansarme y a no poder sufrir esta
sosería?
Don Evaristo llegó en coche a eso de
las cuatro muy animado, y le mandó que le hiciera un chocolatito
para las cinco. Esmerose ella en esto, y cuando el buen señor
tomaba con gana su merienda, le dijo entre otras cosas que, si
seguía mejor, al día siguiente hablaría con Juan Pablo,
planteándole la cuestión resueltamente. «Y también te digo una
cosa. No veo la causa de que tu marido te sea tan odioso. Podrá no
ser simpático; pero no es mala persona. Podrá no ser un Adonis;
pero tampoco es el coco. Mujeres hay casadas con hombres
infinitamente peores, y viven con ellos; allá tendrán sus
encontronazos; pero se arreglan y viven... Tú no seas tonta, que no
sabes la ganga que es tener un hombre y una chapa decorosa en el
casillero de la sociedad. Si sacas partido de esto, serás feliz.
Casi estoy por decirte que mejor te cuadra un marido como el que
tienes, que otro
Fortunata, sonriendo, dio a entender su incredulidad.
«¿Que no? ¡Ay, chulita!, tú no conoces
la naturaleza humana. Cree lo que te he dicho. Maximiliano te
abrirá los brazos. ¿No ves que es como tú, un apasionado, un
sentimental? Te idolatra, y los que aman así, con esa locura, se
pirran por perdonar. ¡Ah, perdonar! Todo lo que sea
Esto del horizonte avivó en la mente de la joven aquel naciente anhelo de lo desconocido, del querer fuerte sin saber cómo ni a quién. Lo que no podía era compaginar esperanza tan incierta con la vida de familia que se le recomendaba. Pero algo y aun algos se le iba clareando en el entendimiento.
Feijoo mejoró sensiblemente en los
días que siguieron al arrechucho aquel. Recobró parte de sus
fuerzas, algo del buen humor, y
Pero de todas las mejoras de ropa que
publicaban en los
Cuando Feijoo entró en el café de
Madrid, Juan Pablo no había llegado aún, y decidió esperarle en el
sitio que su amigo acostumbraba
«Hola, D. Evaristo -dijo deteniéndose un instante a estrecharle la mano-. ¿Cómo va la salud...? ¿Bien? Me alegro... Conservarse... Muy ocupado... Junta en el despacho del jefe... Abur».
-Buen pelo echamos, ¿eh?... Sea enhorabuena. Yo tal cual. Adiós.
Al quedarse otra vez solo, D. Evaristo
arrugó el ceño. Ocurriósele una contrariedad que entorpecería su
plan. Al ir hacia el café había preparado por el camino el discurso
que le espetaría a Juan Pablo. Este discurso empezaba así: «Amigo
mío, me he enterado de que la pobre mujer de su hermano de usted
vive en el más grande apartamiento, arrepentida ya de su falta,
indigente y sin amparo alguno...» y por aquí seguía. Pero esto era
insigne torpeza, porque si después de encarecer lo tronada y
hambrienta que estaba Fortunata, ¡la veían tan hermosa...! No, de
ninguna manera. Facilillo era compaginar la lozanía de la señora de
«¡Probrecilla! -dijo Rubín, echando los terrones de azúcar en el vaso, con aquella pausa que constituía un verdadero placer-. Dice usted que pasando miserias y muy arrepentida... ¡Cuánto se habrá desmejorado!».
-Le diré a usted... Precisamente desmejorarse, no; lo que está es así, muy... ensimismada. Pero sigue tan guapa como antes.
-¿Y Santa Cruz, no...?
-Quite usted, hombre. Si hace la mar de tiempo que tronaron. A poco de las trapisondas de marras... Desde entonces su cuñada de usted ha vivido apartada del bullicio, llorando sus faltas y comiéndose los ahorros que tenía, hasta que han venido los apuros. Ha sido una casualidad que yo me enterara. Verá usted... me la encontré hace días... contome sus cuitas... Me dio mucha pena. Hágase usted cargo de lo que sufrirá una criatura con la conciencia alborotada y en esta situación...
-¡Ah! Sr. D. Evaristo, a mí no me la da usted... Usted es muy tunante y las mata callando...
Al oír esto, la diplomacia de Feijoo se alarmó, creyendo llegada la ocasión de sacar, si no todo el Cristo, la cabeza de él.
«Mire usted, compañero -le dijo con reposado acento-; cuando trato las cosas en serio, ya sabe usted que las bromas me parecen impertinentes, ¿estamos? Es poco delicado en usted suponer que he tenido algún lío con esa señora, y que lo disimilo con la hipocresía de querer reconciliar el matrimonio. Vamos, que se pasa usted de pillín...».
-Era un suponer, D. Evaristo -manifestó Rubín desdiciéndose.
-Pues hacía yo bonito papel... Hombre, muchas gracias...
-No, no he dicho nada...
-Además, diferentes veces me ha oído usted decir que hace tiempo que me corté la coleta.
-Sí, sí.
-Y si en mis treinta, y en mis cuarenta y aun en mis cincuenta, he toreado de lo fino, lo que es ahora... ¡Pues estoy yo bueno para fiestas con mis sesenta y nueve años y estos achaques...! Hágame usted más favor, y cuando le digo una cosa, créamela, porque para eso son los buenos amigos, para creerle a uno...
-Tiene usted razón, y lo que siento ¡qué cuña!, es que no viera en mi reticencia una broma...
-Me parecía a mí que el asunto, por tratarse de una persona de la familia de usted y por iniciarlo yo, no era para bromear.
Rubín creyó o aparentó creer, y puso
la atención más filosófica del mundo en lo que su amigo siguió
diciendo sobre materia tan importante. Y aquí viene bien un dato:
Juan Pablo había recibido de Feijoo algunos préstamos a plazo
indefinido. Este excelente hombre, viendo sus angustias, halló una
manera delicada de suministrarle la cantidad necesaria para
librarse de Cándido Samaniego, que le perseguía con saña
inquisidora. Estas caridades discretas las hacía muy a menudo
Feijoo con los amigos a quienes estimaba, favoreciéndoles sin
humillarles. Por supuesto, ya sabía él que aquello no
«Por mi parte, no he de poner inconvenientes... Qué quiere usted que le diga. No sé lo que pensará Maximiliano. Desde aquellas cosas, no le he oído mentar a su mujer... Si algo se ha de hacer, crea usted que no se dará un paso si mi tía no va por delante... Yo estoy un poco torcido con ella... Lo mejor es que le hable usted».
Después se enteró Feijoo con mucha
maña de ciertas particularidades de la familia. Maxi había tomado
el grado y estaba ya practicando en la botica de Samaniego, a las
órdenes de un tal Ballester, encargado del establecimiento.
Luego hablaron de otras cosas. El
filósofo cafetero dijo a su amigo que cuando quisiera echar otro
párrafo no le buscase más en el Café de Madrid, porque allí había
caído en un círculo de cazadores que le tenían marcado y aburrido
con la
-VIII-
La primera vez que D. Evaristo visitó
a su dama después de esta entrevista, abrazola
-¿Pero qué... qué hay? ¿buenas noticias?
-Oro molido; mejor dicho, excelentes impresiones. Tu marido...
-¿Le ha visto usted?
-No he tenido esa satisfacción. Pero me han contado de él una cosa que es en extremo favorable. Te lo diré para que no caviles. Maximiliano se ha dedicado a la filosofía...
Fortunata se quedó mirando a su amigo,
sin saber qué expresión tomar. No veía la tostada, ni sabía en
rigor lo que era la filosofía, aunque sospechaba que fuese una cosa
muy enrevesada, incomprensible y que vuelve
«No me llama la atención que te quedes con la boca abierta. Ya irás comprendiendo... ¡Se da unos atracones de filosofía!, y me parece que dijo Juan Pablo que era filosofía espiritualista...».
-¡Ah!... ¿De esos que hablan con las patas de las mesas? ¡Alabado sea...!
-No, esos no. Pero estamos de enhorabuena: cualquiera que sea la secta o escuela que le sorbe el seso a tu marido, tenemos ya noventa y seis probabilidades contra cuatro de que te reciba con los brazos abiertos. Tú lo has de ver.
Fortunata dudaba que esto fuera así.
La partida que ella le había jugado a Maxi era demasiado
«Impresiones muy buenas -añadió el
diplomático...-. Ha empezado por ahuecar la voz, y por negarse a
proponer la reconciliación. Pero mientras más cerdea ella, más
claro veo yo que hará lo que deseamos. ¡Oh!, entiendo bien a mi
gente. También esta tiene sus filosofías pardas, y a mí no me la
da. Conozco las callejuelas de la naturaleza humana mejor que los
rincones de mi casa. Doña Lupe está deseando que
Fortunata soltó la carcajada. «Dime, ¿y cuando te pretendía, ya le habían cortado el pecho que le falte?».
-Pues no lo sé. Por mí que le cortaran
los dos... En fin, chica, que esto marcha. Yo le dije que si había
reconciliación, vivirías con ella, pues yo estimaba muy conveniente
esta vida común. Tan hueca se puso al oírme decir esto, que aún
creo que le nacía un pecho nuevo... Oye lo que tienes que hacer
cuando esto se realice: Yo te daré una cantidad que le entregarás a
ella el primer día, suplicándole que te la coloque. Te niegas a
admitirle recibo. Nada le gusta tanto como que tengan confianza en
ella en asuntos de dinero... ¡Ah!... leo en ella como leo en ti.
¿No ves que la traté bastante en vida de Jáuregui, que, entre
paréntesis, era un hombre excelente? Ya te daré una lección larga
sobre el tole tole con que debes tratarla, una mezcla hábil de
sumisión e independencia, haciéndole una raya, pero una raya bien
clarita, y diciéndole: «de aquí para allá manda usted;
La mejoría se acentuó tanto, que D.
Evaristo atreviose a salir de noche, y lo primero que hizo fue ir
en busca de Juan Pablo. No le encontró en el Suizo Viejo. Allí
estaban Villalonga, Juanito Santa Cruz, Zalamero, Severiano
Rodríguez, el médico Moreno Rubio, Sánchez Botín, Joaquín Pez y
otros que tenían constituida la más ingeniosa y regocijada peña que
en los cafés de Madrid ha existido. Habían hecho un reglamento
humorístico, del cual cada uno de los socios tenía su ejemplar en
el bolsillo. De aquellas célebres mesas habían salido ya un
ministro, dos subsecretarios y varios gobernadores. Aunque era
amigo de algunos, no quiso Feijoo acercarse, y se fue a una mesa
lejana. Junto a él, los ingenieros de Caminos hablaban de política
europea, y más acá los de Minas disputaban sobre literatura
dramática. No lejos de estos, un grupo de empleados en la
Contaduría central se ocupaba con gran calor de pozos artesianos, y
dos jueces de primera instancia, unidos a un actor retirado, a un
empresario de caballos para la Plaza de Toros y a un oficial de la
Armada, discutían si eran más bonitas las mujeres con
Como le convenía retirarse temprano,
no fue D. Evaristo aquella noche al indicado café.
Maximiliano saludó a D. Evaristo,
preguntándole con mucho interés por su salud, a lo que respondió el
anciano con mucha viveza: «Ya ve usted...
-¿Pero qué es lo que usted tiene? -preguntó Maximiliano con presunción de médico novel o de boticario incipiente, que unos y otros se desviven por ser útiles a la humanidad.
-¿Que qué tengo? ¡Ah!, una cosa muy mala. La peor de las enfermedades. ¡Sesenta años!, ¿le parece a usted poco?
Todos se echaron a reír. «Me ha dicho mi hermano -añadió Maxi-, que digiere usted mal».
-Cinco meses lleva mi estómago de
indisciplina -replicó el ladino viejo, que quería sin duda meterle
a Maxi en la cabeza aquello de los cinco meses-. Ya no le hago
caso. Me he rendido, y espero tranquilo el
-Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.
-Gracias... Veremos lo que dice mi médico.
-Poco mal y bien quejado -afirmó el
-Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de ser interesante -dijo Feijoo-. Por mí no se interrumpan.
-Estábamos... pásmese usted... en las regiones etéreas.
-Nada, es que me quiere convencer -manifestó Maximiliano con calor-, de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa, «pues a eso que tú llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de él emana».
Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la boca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tan observada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labios al llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.
«Eso, eso... por ahí duele -dijo el ex-coronel, arrimándose al partido de Maximiliano-. ¡El alma!... Estos señores materialistas creen que con variar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba».
-Pero si ya te he dicho... -argüía sofocado Juan Pablo.
-Déjame que acabe...
-No es eso... ¡qué cuña!
-Volvemos a lo mismo. ¿No me conozco yo en mí, uno, consciente, responsable?
-¡Otra te pego! Pero ven acá...
-Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo...
Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y este, en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban la palabra de la boca.
-Espérate un poco... no es eso.
-Allá voy... yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.
-¡Ah!, pero lo primero es distinguir... Mira...
-¡Buen par de chiflados estáis los dos! - dijo para sí D. Evaristo mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio.
-¡Dale, bola!... -replicó Maxi-. Si no es eso... Yo, ¿soy yo?... ¿me reconozco como tal yo en todos mis actos?
-No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me pertenezco, soy un fenómeno.
-¡Que yo soy un fenómeno!... ¡Ave-María Purísima, qué disparate!
-Estás tú fresco... Lo permanente no soy yo, ¡qué cuña!, es el conjunto... Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de mi conocimiento.
¡Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de un parroquiano que leía
«Si se me permite dar una opinión -dijo Feijoo, que empezaba a marearse con tanto barullo-, voto con el pollo».
En esto sonó el piano, que se alzaba
sobre una tarima en medio del café, con la tapa triangular
levantada para que hiciera más ruido; y empezó la tocata, que era
de piano y violín. La música, los aplausos, las voces y el murmullo
constante del café formaban un run run tan insoportable, que el
buen D. Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería
redondo al suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió
retirarse, descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo,
pues delante del farmacéutico no podía hablar del espinoso asunto
que entre manos traía. Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al
verle en pie, dijo que él también se iba porque era hora de volver
a
-Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga -dijo D. Evaristo embozándose-; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo, vamos.
Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.
-IX-
Al cual dijo en la puerta: «¿Hacia dónde va usted con su cuerpo?».
-¿Yo? A la calle del Ave María.
-¡Qué casualidad! Yo llevo esa
dirección. Iremos juntos... Deje usted que me emboce bien... Ahora
deme usted el brazo. Las piernas no me ayudan. Ya se ve... cinco
meses... cabalitos... fíjese usted bien... sin digerir. No sé cómo
estoy vivo. Desde Octubre del año pasado no levanto cabeza... ¡Pero
qué ideas las de Juan Pablo! Parece mentira... ¡un muchacho de
entendimiento!... Usted sí que sabe por dónde anda. Sí; no espere
usted a llegar a viejo y a
No comprendía Maximiliano a cuenta de qué era aquello; pero tenía su espíritu admirablemente dispuesto para recibir toda sutileza que se le quisiera echar; estaba hambriento de cosas ideales, y la meditación, el estudio y la soledad habíanle dado una receptividad asombrosa para todo lo que procediera del pensamiento puro. Por esta causa, sin entender de qué se trataba, contestó humildemente: «Tiene usted mucha razón... pero mucha razón».
«El hombre que como usted -prosiguió don Evaristo-, no se deja engatusar por las sabidurías modernas, está en disposición de hacer el bien, pero no el bien de cualquier modo, sino sublimemente ¡caramba!, mirando para el cielo, no para la tierra...».
Tiempo hacía que Maxi se había dedicado a mirar al cielo.
«Mire uste, Sr. D. Evaristo -dijo
sintiéndose lleno y ahíto de aquella espiritual sustancia, acopiada
a fuerza de barajar sus tristezas con las hojas de los libros-. La
desgracia me ha
-Claro... ¿A qué vienen esos odios y esas venganzas de melodrama? -dijo gozoso don Evaristo-. Para perderse nada más. ¡Dichoso el que sabe elevarse sobre las pasiones de momento y atemperar su alma en las verdades eternas!
Y para su sayo habló de este modo: «Tan metafísico está este chico, que nos viene como anillo al dedo».
-En este bulle-bulle de las pasiones de los hombres del día -prosiguió Maxi con cierto énfasis-, llega uno a olvidarse de que vivimos para perdonar las ofensas y hacer bien a los que nos han hecho mal.
-Tiene usted razón, hijo... y dichoso mil veces el que como usted, así, tan jovencito, llega a posesionarse de esa idea y a hacerla efectiva en la vida real.
-La desgracia, un golpe rudo... ahí
tiene usted el maestro. Se llega a este estado padeciendo,
Feijoo, en vista de estas buenas disposiciones, se fue derecho al bulto. «A un espíritu tan bien fortalecido -le dijo-, se le puede hablar sin rodeos. ¿Doña Lupe no ha tratado con usted de cierto asunto...?».
Maximiliano se puso del color de la grana de su embozo, y contestó afirmativamente con embarazo y turbación.
«Por mi parte -añadió D. Evaristo-, haré todo lo que pueda para que esto cuaje. Si ello tiene que suceder. Es lo práctico, amigo mío; y ya que usted es tan místico, conviene que sea un poquito práctico... Por una casualidad intervengo yo en esto... Le advierto a usted que ella desea volver...».
-¡Lo desea! -exclamó Rubín, dejando caer el embozo.
-¡Toma! ¿Ahora salimos con eso? Pues si no lo deseara ¿cómo me había de meter yo en semejante negocio? ¿No comprende usted...?
-Sí... pero... No hay que confundir. El perdón puramente espiritual o evangélico, ya lo tiene... Pero el otro perdón, el que llamaríamos social, porque equivale a reconciliarse, es imposible.
-Vamos, que no será tanto -dijo para sí don Evaristo, subiéndose el embozo.
-Es imposible -repitió Maxi.
-Piénselo bien, piénselo bien; pregúnteselo a la almohada, compañero... Yo creo que cuando usted madure la idea...
-Me parece que aunque la estuviera madurando diez años...
-En estas cosas hay que poner algo de caridad; no se puede proceder con simple criterio de justicia. Convendría que usted hablase con ella...
-¡Yo!... pero D. Evaristo...
-Sí, no me vuelvo atrás. Quien tiene ideas como las que usted tiene, ¡caramba!, y sabe sentir y pensar con esa alteza de miras... eso es, con esa espiritualidad de la... pues... de... claro...
-¿Y cree usted que ella me podría dar explicaciones claras, pero muy claras, de todo lo que ha hecho después que se separó de mí?
-Hijo, yo creo que las dará... pero es
claro que usted no debe apurar mucho tampoco... O
-Yo lo dudo.
-Pues yo no. Juzgue usted mi opinión como quiera. Y sepa que intervengo en esto por pura humanidad, porque se me ha ocurrido no morirme sin dejar tras de mí una buena acción, ya que en la cuenta de mi vida tengo tantas malas o insignificantes. No me gusta meterme en vidas ajenas; pero en este caso, créalo usted... se me ha puesto en la cabeza que a entrambos les conviene volver a unirse.
Ya en este terreno, D. Evaristo se descubrió más:
«Amigo -dijo parándose en la puerta de la botica-. Su mujer de usted me ha parecido una mujer defectuosísima. Aunque la he tratado poco puedo asegurar que tiene buen fondo; pero carece de fuerza moral. Será siempre lo que quieran hacer de ella los que la traten».
Maximiliano le miraba con ojos atónitos. Lo mismo pensaba él.
«Yo le eché anteayer un largo sermón,
recomendándole que se amoldara a las realidades de la vida, que
pusiera un freno a aquella imaginacioncilla tan desenvuelta. 'Pero,
hija mía, es preciso pensar lo que se hace, y dejarse de
Dijo esto último sonriendo con tal hombría de bien, que Maximiliano se llenó de confusiones. No sabía qué contestar, y sentía que se le apretaba la garganta. Despidiose D. Evaristo, dejando al pobre chico en tal grado de aturdimiento, que durante muchos días hubo de revolver en su mente indigestada los dejos de aquel coloquio que tuvo con el respetable anciano, en una noche fría del mes de Marzo.
Al siguiente día, D. Evaristo fue en
coche a ver a Fortunata, a quien encontró peinándose sola.
Sentándose a su lado, y cogiéndola por un brazo, la llamó a sí y le
dio un beso, diciéndole: «El último beso... La aventura del viejo
Feijoo ha pasado a la historia... Entraremos pronto en vida nueva,
y de esto no quedará sino un recuerdo en mí y otro en ti... Para el
público
Fortunata, que tenía en cada mano una de las gruesas bandas de sus cabellos negros, apartándolas como si fueran una cortina, no sabía si reír o echarse a llorar...
-¿Has hablado con él...? -dijo conmovida y al mismo tiempo sonriente.
-Vete acostumbrando a tratarme de usted... -replicó él con cierta severidad-. No se te escape una expresión familiar, porque entonces la echamos a perder. Yo también te trataré de usted delante de gente... Todo acabó... Fortunata, no soy para ti más que un padre... Aquel que te quiso como quiere el hombre a la mujer, no existe ya... Eres mi hija. Y no es que hagamos un papel aprendido, no; es que tú serás verdaderamente para mí, de aquí en adelante, como una hijita, y yo seré para ti un verdadero papaíto. Lo digo con toda mi alma. Yo no soy aquel; yo me moriré pronto, y...
Viéndole que se conmovía, la chulita no pudo aguantar más, y soltó el trapo a llorar. Aquellas admirables guedejas sueltas la asemejaban a esas imágenes del dolor que acompañan a los epitafios. Feijoo hizo un mohín como de persona mayor que quiere dominar una debilidad pueril, y le dijo:
«Pero no, no me avergüenzo de que se
me salte una lágrima. Yo juro por Dios, en quien
La prójima no había visto nunca a su amigo tan vencido de la emoción. Tenía los ojos húmedos y le temblaban las manos. Sujetose ella en la coronilla con una correa negra las crenchas de su abundante cabello, porque no era posible repicar y andar en la procesión; no podía peinarse y al mismo tiempo celebrar, entre lágrimas y castos apretones de mano, la santificación de las relaciones que entre ambos habían existido. Poco a poco se serenaron; don Evaristo, la hizo sentar a su lado en el sofá, y con voz clara y firme le habló de esta manera:
«Me parece que esto se arregla.
¡Cuánto me gustaría morirme dejándote en una situación normal y
decorosa!... Bien veo que no es fácil que tu marido te sea
simpático; pero eso no es inconveniente invencible. Hay que
transigir con las formas, y tomar las cosas de la vida como son. ¿Y
quién te dice que tratándole algo, no llegues a tenerle afecto?
Porque él es bueno y decente. Anoche le vi, y no me ha parecido tan
raquítico. Ha engordado; ha echado carnes,
Sonriendo tristemente, expresaba la joven su incredulidad.
«En fin, tú lo has de ver. Y en último
caso, hay que conformarse. La vida regular y el transigir con las
leyes sociales tienen tal importancia, que hay que sacrificar el
gusto, hija mía, y la ilusión... No digo que se sacrifique todo,
todo el gusto y toda la ilusión; pero algo, no lo dudes, algo hay
que sacrificar. De tener un marido, un nombre, una casa decente, a
andar con la
Fortunata tenía la mirada fija en un
punto del suelo, como una espada, tan bien hundida que no la podía
desclavar. Seguro de que le oía, aunque no le miraba, Feijoo siguió
hablando
«Supongamos esto... Pues tu deber en tal caso, es esforzarte en que ese cariño... llamémosle amistad, se aumente todo lo posible. Trabaja contigo misma para conseguirlo. ¡Ah!, hija mía, el trato hace milagros; la buena voluntad también los hace. Evita al propio tiempo la ociosidad, y verás cómo lo que te parece tan difícil te ha de ser muy fácil. Se han dado casos, pero muchos casos, de mujeres unidas por fuerza a un hombre aborrecido, y que le han ido tomando ley poquito a poco hasta llegar a ponerse más tiernas que la manteca. No digo nada si tienes chiquillos, porque entonces...».
-¡Lo que es eso...! -indicó con viveza Fortunata.
-¡Mira qué tonta! ¿Y qué sabes tú? No se puede asegurar tal cosa. La Naturaleza sale siempre por donde menos se piensa... Y con chiquillos, ya llevas más de la mitad del camino andado para llegar al sosiego que te recomiendo, pues en criarlos y en cuidarlos se te desgastará el sentimiento que de sobra tienes en esa alma de Dios, y te equilibrarás, y no harás más tonterías... Bueno; ya hemos hablado del primer caso, que es el mejor; pasemos al segundo. Te lo presento en la previsión de que falle el primero, lo que bien pudiera suceder. Vamos allá...
Fortunata esperaba con ansia la exposición del segundo caso, pero Feijoo lo tomaba con calma, pues se quedó buen rato meditando, con el ceño fruncido y la vista fija en el suelo.
«Lo mejor -prosiguió- es lo que acabo de decirte; pero cuando no se puede hacer lo mejor, se hace lo menos malo... ¿me entiendes? Suponiendo que no te sea posible encariñarte con ese bendito, y que ni el trato ni las buenas prendas de él te lo hagan menos antipático; suponiendo que la vida llegue a serte insoportable, y... Vaya que esto es temerario, y se necesita de toda mi entereza para aconsejarte. Pero yo, antes que todo, veo lo práctico, lo posible, y no puedo aconsejar a nadie que se deje morir ni que se suicide. No se deben imponer sacrificios superiores a las fuerzas humanas. Si el corazón se te conserva en el tamaño que ahora tiene, si no hay medio de recortarlo, si se te pronuncia, ¿qué le vamos a hacer? Dentro del mal, veamos qué es lo mejor entre lo peor, y...».
Feijoo rebuscaba las palabras más propias para expresar su pensamiento. Las ideas se alborotaron un poco y necesitó someterlas para no embarullarse. Dando un gran suspiro, se pasó la mano por la cabeza, perdida la vista en el espacio. Saliendo al fin de su perplejidad, dijo con voz cautelosa:
«Y en un caso extremo, quiero decir,
si te ves en el disparadero de faltar, guardas el decoro,
Detúvose asustado, a la manera del ladrón que siente ruido, y se volvió a poner la mano sobre la cabeza, como invocando sus canas. Pero sus canas no le dijeron nada. Al punto se envalentonó, y recobró la seguridad de su lenguaje, diciendo: «Tú eres demasiado inexperta para conocer la importancia que tiene en el mundo la forma. ¿Sabes tú lo que es la forma, o mejor dicho, las formas? Pues no te diré que estas sean todo; pero hay casos en que son casi todo. Con ellas marcha la sociedad, no te diré que a pedir de boca, pero sí de la mejor manera que puede marchar. ¡Oh!, los principios son una cosa muy bonita; pero las formas no lo son menos. Entre una sociedad sin principios, y una sociedad sin formas, no sé yo con cuál me quedaría».
-X-
Fortunata había comprendido. Hacía signos afirmativos con la cabeza, y cruzadas las manos sobre una de sus rodillas, imprimía a su cuerpo movimientos de balancín o remadera.
A Feijoo le había costado algún
trabajo arrancarse a exponer su moral en aquellas circunstancias,
porque en la conciencia se le puso
«Ya sabes cuáles son mis ideas
respecto al amor. Reclamación imperiosa de la Naturaleza... la
Naturaleza diciendo
Fortunata entendía, y seguía balanceándose de atrás adelante, acentuando las afirmaciones con su cabeza despeinada.
«Pues no te digo más. Esto es muy
delicado, tan delicado como una pistola montada al pelo, con la
cual no se puede jugar. Siempre es preferible el primer caso, el
caso de la fidelidad, porque de este modo cumples con la Naturaleza
y con el mundo. El segundo término te lo pongo como un
Aquí volvió mi hombre a sentir el nudo; pero evocando otra vez su filosofía de tantos años, lo desató.
«Hay que guardar en todo caso las
santas
Aquí D. Evaristo se acercó más a ella, como si temiera que alguien le pudiese oír, y con el dedo índice muy tieso iba marcando bien lo que le decía.
«Lo segundo es que tengas mucho cuidado en elegir, esto es esencialísimo; mucho cuidado en ver con quién... en ver a quién...».
La conclusión del concepto no salía, no quería salir. Viéndole Fortunata en aquel apuro, acudió a remediarlo, diciendo: «Comprendido, comprendido».
-Bueno, pues no necesito añadir nada
más...
Dicho esto, el anciano se levantó, y tomando capa y sombrero, se dispuso a marcharse. De la puerta volvió hacia Fortunata, y alzando el bastón con ademán de mando, le dijo:
«Repito lo de antes. Aquello se acabó... y ahora soy tu padre, tú mi hija... trátame de usted... ocupemos nuestros puestos... Aprendamos a vivir vida práctica... Por de pronto, serenidad, y concluye de peinarte, que es tarde. Yo me voy, que tengo mucho que hacer».
Metiose el original moralista en su
simón, y apenas había llegado a la Plaza de los Carros, empezó a
sentir en su alma una inquietud inexplicable. Y tras la inquietud
moral vino un cierto malestar físico, con algo de temblor y
escalofríos, acompañado de terror supersticioso... Pero no podía
definir la causa del miedo... El coche corría por la Cava-Alta, y
Feijoo se sentía cada vez peor. De improviso sintió como una
vibración intensísima en su interior, y un relámpago a manera de
lanceta fugaz atravesole de parte a parte. Creyó que una
desconocida lengua le gritaba: «¡Estúpido, vaya unas cosas que
enseñas a tu hija...!». Extendió la
Y siguió tan satisfecho.
Con el ajetreo que traía aquellos
días, en los cuales hizo dos visitas a doña Lupe, celebró muchas
conferencias con Juan Pablo y otra muy sustanciosa con Nicolás
Rubín, que andaba desalado detrás de una canonjía, tuvo el buen
señor una recaída en su enfermedad. Una tarde de fines de Marzo se
sintió tan mal, que hubo de retirarse a su casa y se acostó. Doña
Paca advirtió en él, juntamente con los síntomas de agravación,
cierta alegría febril, lo que juzgó de malísimo agüero, pues si su
amo se volvía niño o demente cuando tan malito estaba, señal era
esto de la proximidad del fin. Toda la noche estuvo dando vueltas
de un lado para otro, queriendo levantarse, y renegando de que le
tuvieran prisionero en la cárcel de aquellas malditas sábanas. A la
madrugada,
Doña Paca y el criado, creyendo que su
amo se quedaba en aquel espasmo, empezaron a dar chillidos;
llamaron al médico, dieron al señor muchas friegas, y por fin
volviéronle a la vida. Todos se pasmaron de verle risueño y de
oírle afirmar que no le dolía nada y que se sentía bien y contento.
Mas a pesar de esto, el doctor puso muy mala cara, pronosticando
que la debilidad cerebral y nerviosa acabaría pronto con el
enfermo. Por más que este se envalentonó, no pudo levantarse y las
fuerzas le iban faltando. Carecía en absoluto de apetito. Los
amigos que aquel día le acompañaban, convinieron en decirle de la
manera más delicada que se preparase espiritualmente para el
traspaso final, ocupándose del negocio de salvar su alma. Creyeron
los más que D. Evaristo se alborotaría con esto, pues siempre hizo
alarde de libre pensador; mas con gran sorpresa de todos, oyó la
indicación del modo más sereno y amable, diciendo que él tenía sus
creencias, pero que al mismo tiempo gustaba de cumplir toda
obligación consagrada por el asentimiento del
Todos los presentes se maravillaron al oírle, y aquel mismo día se le administraron los Sacramentos. Después se puso mucho mejor, lo cual dio motivo a que le dijeran, como es uso y costumbre, que la religión es medicina del cuerpo y del alma. Él aseguraba que no se moría de aquel arrechucho, que tenía siete vidas como los gatos, y que era muy posible que Dios le dejase tirar algún tiempo más para permitirle ver muchas y muy peregrinas cosas. Así fue en efecto, pues en todo el año 75 que corría no se murió el filósofo práctico.
Durante la convalecencia de aquel
ataque, no permitió que Fortunata fuese a verle. Le escribía
algunas cartitas, reiterándole sus consejos y dándole otros nuevos
para el día ya próximo en que la reconciliación debía efectuarse.
Al propio tiempo se ocupaba en la revisión de su testamento y en
tomar varias disposiciones benéficas que algunas personas habían
Respecto a Fortunata lo dispuso tan
bien que no cabía más. No le dejaba en su testamento más que
algunos regalitos, llamándola
Indicáronle los clérigos de la parroquia si no dejaba algo para sufragios por su alma, y él, con bondadosa sonrisa, replicó que no había olvidado ninguno de los deberes de la cortesía social, y que para no desafinar en nada, también quedaba puesto el rengloncito de las misas.
Fue a verle una tarde Villalonga, y lo primero que le dijo Feijoo, mientras se dejaba abrazar por él, fue esto: «Pero, hombre, ¿será usted tan malo que no le dé la canonjía a mi recomendado?».
-Por Dios, querido patriarca, tengamos paciencia... Haré lo que pueda. Le puse una carta muy expresiva a Cárdenas mandándole la nota. Pero considere usted que es un arco de iglesia. ¡Canonjía! Para mí la quisiera yo.
-Y para mí también... Pero en fin, ¿puede ser o no? Es un cleriguito de las mejores condiciones.
-Lo creo... ¡pero qué quiere usted! Estos cargos son muy solicitados, y cuando vaca uno, hay cuatrocientos curas con los dientes de este tamaño.
-Sí, pero mi presbítero es un cura apreciabilísimo, un santo varón... Como que ayuna todos los días...
-Ya... será un bacalao ese padre
Rubín. ¿No
-Yo no protejo familias, niño. Déjese usted de protecciones... Sólo que me intereso por las personas de mérito.
-Por mí no ha de quedar. Le daré otro achuchón a Cárdenas. Pero, lo que digo, son plazas que tienen muchos golosos. Los pretendientes explotan el valimiento y la influencia de las señoras. Casi siempre son las faldas las que deciden quién se ha de sentar en los coros de las catedrales.
-Pues suponga usted, compañero, que yo tengo faldas, que soy una dama... ea.
-Pero si yo no lo he de decidir...
-Mire usted que si no me nombra mi canónigo, no me muero, y le estaré atormentando meses y meses.
-Mejor... Viva usted mil años.
-¿Y esas elecciones, van bien?
-Como un acero. Tengo allá un padre cura que vale un imperio. Me está haciendo unos arreglos en el distrito, que Dios tirita, y tirita toda la Santísima Trinidad. Ese sí que merece, no digo yo canonjías, sino siete mitras.
-Le conozco, el
Villalonga se despidió reiterando sus buenos deseos respecto a Nicolás Rubín.
«¡Eh, Jacinto, por Dios, una palabra!
-dijo D. Evaristo llamándole cuando ya estaba en la puerta-. Por
Dios y todos los santos, no me olvide usted a ese desdichado... al
pobre Villaamil, a ese que llaman
-Está recomendado en una nota de
-Mire usted que no me deja vivir...
Todos los días viene tres veces. La noche que me dieron el Viático,
en el momento aquel, miré para este lado y lo primero que vi fue a
-Podrá ser... No le olvidaré. Abur, abur.
Y D. Evaristo se quedó solo, pensativo y dulcemente ensimismado, saboreando en su conciencia el goce puro de hacer a sus semejantes todo el bien posible, o de haber evitado el mal en la medida que la Providencia ha concedido a la iniciativa humana.
-I-
Las personas muy rutinarias y
ordenadas que se acostumbran a las dulzuras tranquilas del método
en la vida, concluyen, abusando en cierto modo de la regularidad,
por someter al casillero del tiempo, no sólo las ocupaciones, sino
los actos y funciones del espíritu y aun del cuerpo que parecen más
rebeldes al régimen de las horas. Así, pues, la gran doña Lupe,
cuya existencia era muy semejante a la de un reloj con alma, había
distribuido tan bien el tiempo, que hasta para pensar en cualquier
asunto de interés que sobreviniese, tenía marcada una parte del día
y un determinado sitio. Cuando era preciso meditar, por el picor de
una de esas ideas, hermanas del abejorro, que se plantan en el
cerebro y no hay medio de sacudirlas, o doña Lupe no meditaba, o
tenía que hacerlo sentada en la silleta junto a la ventana de la
sala, los anteojos en el caballete de la nariz, la cesta de la ropa
delante y el gato muy repantigado en un extremo de la alfombrita.
La meditación era mucho más honda y eficaz si la
Todas estas rutinas del pensamiento y
de la acción fueron perturbadas por la mudanza de casa, que se
efectuó en Diciembre del 74, y no hay que decir cuán gran
sacrificio fue para doña Lupe este cambio. Era de esas personas que
aborrecen lo desconocido y que se encariñan con el rincón en que
viven. Mover los
La meditación y el zurcido no le
impedían mirar de vez en cuando a la calle, y la del Ave-María es
mucho más
La fundadora inspiraba a doña Lupe
grandes simpatías. De tanto verla pasar por la calle de Raimundo
Lulio, camino del asilo de la de Alburquerque, llegó a imaginar que
la trataba. Siempre que había función pública en la capilla del
asilo, iba doña Lupe, deseosa de introducirse y de hacer migas con
la santa. Admirábala mucho, no exclusivamente por sus santidades,
sino más bien por aquel desprecio del mundo, por su actividad
varonil y la grandeza de su carácter. Quizás la señora de Jáuregui
creía sentir también en su alma algo de aquella levadura
autocrática, de aquella iniciativa ardiente y de aquel poder
organizador, y esta especie de parentesco espiritual era quizás lo
que le infundía mayores ganas de tratarla íntimamente. Sólo le
había hablado una o
Vuelta a la meditación, tomando el
hilo de ella en el mismo punto en que lo había soltado... «Y aunque
el Sr. de Feijoo lo niegue hoy, es tan verdad que me rondaba la
calle al año de perder a mi Jáuregui... tan verdad como que nos
hemos de morir. Y si no, ¿qué hacía plantado en aquella dichosa
esquina de la calle de Tintoreros? Esto fue poco antes de la guerra
de África, bien me acuerdo; y si el tal no se va a matar moros,
sabe Dios si... Pero esto no hace al caso, y vamos a lo otro. Que
es un caballero decentísimo, no tiene la menor duda. Jáuregui le
apreciaba mucho, y me decía que no tenía más contra que ser muy
mujeriego... Fuera de esto, hombre de veracidad, con una palabra
como los Evangelios, y cosa que él decía poniéndose formal era como
si la escribieran notarios... Con todo, ¡lo que me ha venido
contando estos días me parece tan extraño...! Que está arrepentida,
que él la ha tomado bajo su protección... Se la encontró en casa de
unos vecinos, y le dio lástima, y qué sé yo qué... Por más que diga
ese santo varón, tales arrepentimientos me parecen a mí las coplas
de Calainos... Y si por acaso... Quita, quita, pensamiento y no me
tientes con una sospecha, que parece tan verosímil... El mismo
Feijoo quizás... puede... habrá tenido... y ahora... Sobre esto
quiero echar
Otro inciso. Miró a la calle y vio por
segunda vez a Guillermina que subía. «¿Pero qué trae en la mano?,
un palo y un garfio de hierro. ¡Vaya con la santa esta! Algo que le
han dado. Dicen que lo acepta todo. Véase por dónde yo le podría
ayudar a su obra, dándole media docena de llaves viejas que tengo
aquí. Aquella tabla que lleva parece una plantilla... Toma, como
que vendrá del almacén de maderas de la calle de Valencia. Vaya
unos trajines... Vea usted una cosa que a mí me gustaría, edificar
un
Cerrado el inciso, y otra vez al tema:
«¡Vaya con lo que me ha dicho esta mañana Nicolás: que Feijoo es el
primer caballero de Madrid y que le ha prometido una canonjía! Si
se la dan, ya no me queda nada que ver. Yo me alegraría, para
quitarme esa carga de encima; pero ¡qué tiempos y qué Gobiernos!
¡Ah!, si yo gobernara, si yo fuera ministra, ¡qué derechitos
andarían todos! Si esta gente no sabe... si salta a la vista que no
sabe. ¡Dar una canonjía a un clérigo joven, que entra en su casa a
la una de la
-II-
Un lunes por la tarde, doña Lupe entró en su casa a eso de las cinco. Venía muy emperifollada. «Papitos, ¿quién ha venido?».
-Aquel señor de las barbas blancas.
-¿Y nadie más? ¿No ha estado Mauricia?
-No señora... Esta mañana la vi en la
puerta del bodegón de la Plazuela de Lavapiés. Vive por aquí
cerca... «Señá Mauricia, mire que la señora la está esperando...».
Me contestó, dice: dile a esa
«¡Habrá indecente!...» exclamó la señora algo distraída.
Papitos, que aquella mañana había sido castigada porque trajo de la plaza una merluza muy mala, creyó que a su ama no se le había pasado el berrinchín, y temblaba mirándole las manos. Pero en el ánimo de doña Lupe se había disipado la ira correccional, a causa de los sentimientos de otro orden y del gran estupor que desde una hora antes reinaban en él.
«Oye, Papitos -le dijo-. Ven acá, y
atiende bien a lo que te encargo. Yo tengo que salir otra vez. Das
de comer al señorito Nicolás y al señorito Maxi; pero este vendrá
mucho más tarde que su hermano. Fíjate bien, y no salgas luego
haciendo lo contrario de lo que te mando.
Cuando le daban tales pruebas de confianza, delegando en ella la autoridad, la mona se crecía, y aguzado su entendimiento por la vanidad, desempeñaba sus obligaciones de un modo intachable. Doña Lupe, que ya la conocía bien, estaba segura de que sus órdenes serían cumplidas. Papitos hizo con la cabeza signos de inteligencia, y se sonreía la muy tunanta, pensando sin duda, ¡aquí que no peco!... en la cantidad de sal que le iba a echar a la merluza del señorito Nicolás.
Doña Lupe permaneció un rato en la
sala, sin moverse del sillón en que se sentara al entrar,
Al bajar la escalera, sus pensamientos tomaban otro giro. «¡Y qué guapa está!... Es un horror de guapa. Y siempre tan modosita... Parece que no rompe un plato. Cuando entré, por poco se desmaya. Y aquello no es fingido... ella será todo lo que se quiera; pero no hace papeles, no tiene talento para hacerlos. En cuanto a modales, ha olvidado todo lo que le enseñé... será preciso volver a empezar... y de lenguaje seguimos lo mismo. Ni la más ligera alusión a los sucesos del año pasado. Dirá, y con razón, que peor es meneallo...».
Como tres horas largas estuvo doña Lupe fuera de su casa. Cuando volvió, Nicolás había comido y marchádose, y Maximiliano estaba concluyendo. La primer pregunta que hizo el ama a Papitos fue referente a las órdenes que le había dado.
«No dejó ni rastro» replicó la muchacha, enseñando a su ama la fuente en que había servido la merluza.
-¿Y dijo algo?
-No podía decir nada, porque no paraba de tragar.
Doña Lupe se sonreía. Cerciorose de que a Maximiliano se le había servido conforme a sus órdenes, y después de cambiar de ropa, dispuso su propia comida, que era de lo más frugal. Cuando entró en el comedor, ya Maxi no estaba allí, y media hora después encontrole en su cuarto, sin luz, sentado junto a la mesa y de bruces en ella, con la cabeza sostenida en las manos, y agarradas estas al cabello, como si se lo quisiera arrancar. Viéndole tan sumergido en su tristeza, su señora tía le dijo: «Vamos, hombre, no te pongas así. No hay que tomar las cosas tan a pechos... Lo que está de Dios que sea, será. Cuando las cosas vienen bien rodadas, no hay medio de evitarlas».
«Y qué, ¿la ha visto usted?» dijo Maxi dejando al fin aquella posición violenta, y mirando con ansiedad a su tía.
-Sí... Me has mareado tanto... que al fin... Pues nada... la he visto y no me ha comido. Es la misma panfilona inexperta de siempre.
-¿Está desmejorada?
-¿Desmejorada? Quítate de ahí. Lo que está es guapísima. Por cada ojo parece que le salen cuantas estrellas hay en el Cielo. A algunas personas la miseria les prueba bien.
-Pero qué, ¿está miserable? ¿Pasa
necesidades? -preguntó el chico, moviéndose con inquietud
-No digo que tenga hambre... y tal vez... Su situación no debe ser muy desahogada. Hoy a las cuatro de la tarde, según me dijo, no había entrado en su cuerpo más que un poco de pan del día antes, un pedacito de chocolate crudo, y al mediodía una corta ración de bofes.
-¡Por Dios! ¿Y usted consiente eso? ¡Bofes...!
-Será penitencia tal vez -replicó la viuda en aquel tono de convicción ingenua que tomaba cuando quería jugar con la credulidad de su sobrino, como el gato con la bola de papel.
-Francamente, tía, eso de que pase
hambres... Yo no la perdono, no puede ser... le aseguro a usted que
eso...
-Ya te he dicho que no es prudente
soltar
-Pues a mí no me pasará lo que a D. Juan Prim, porque sé lo que digo... Y como la restauración depende de mí, y yo no he de hacerla... Pero de esto no se trata ahora. Aunque no ha de haber las paces, me duele que pase hambre. Es preciso socorrerla.
-Pues volveré allá. Pero se me ocurre una cosa. ¿Por qué no vas tú?
-¡Yo! -exclamó el exaltado chico sintiendo que los cabellos se le ponían de punta.
-Sí, tú... porque estás acostumbrado a que todo te lo den bien amasado y cocido... Esto es cosa delicada... Yo no quiero responsabilidades. Tú no eres ya un niño, y debes decidir por ti mismo estas cosas.
-¡Yo!, ¡que vaya yo! -murmuró el joven farmacéutico, sintiendo un temblor, un frío... Se ponía malo de sólo pensarlo.
-Tú, sí, tú... Déjate de miedos y vacilaciones. Si lo quieres hacer lo haces, y si no lo dejas.
-No tengo tiempo de ir -dijo Rubín tranquilizándose al encontrar tan liviano pretexto.
Volvió a insistir doña Lupe con lenguaje duro en que él debía decidir por sí mismo aquel asunto de la reconciliación, ver a Fortunata y proceder en conciencia según las impresiones que recibiera. Tanto y tanto le predicó, que al cabo el pobre muchacho hizo propósito de ir; y al día siguiente, en un rato que le dejó libre la botica, tomó el camino de la calle de Tabernillas, más muerto que vivo, pensando en lo que diría y lo que callaría, con la penita muy acentuada en la boca del estómago, lo mismo que cuando iba a examinarse. Al llegar y reconocer el número de la casa, entrole tal espanto, que se retiró, huyendo de la calle y del barrio...
Al día siguiente hizo un segundo
esfuerzo y pudo entrar en el portal; pero ante la vidriera que daba
paso a la escalera, se detuvo. Le
Maximiliano no cayó redondo por
milagro de Dios... Dijo
«No, yo no me meto en nada -declaró doña Lupe, que estaba sentada como presidiendo-. Lo único que he dispuesto es traerla aquí para que frente a frente decidáis... Fortunata, siéntate».
Al recuerdo de su agravio sintió Maximiliano en su alma una reacción brusca contra aquel misticismo recién aprendido, más hijo de la necesidad que de la convicción. «Esto me parece prematuro» dijo, y salió de la sala.
Pronto se le reunió su tía en el despacho, y le dijo: «Me parece bien tu severidad. Pero las circunstancias... ¿No me has dicho que era indispensable pasarle un tanto diario para alimentos? ¿Y te parece a ti que estamos en disposición de sostener dos casas?».
Tenía el muchacho la cabeza tan alborotada, que no pudo hacerse cargo de tales argumentos. Para él lo mismo era que su tía le hablase de dos casas que de cuatro mil. «Déjeme usted -le dijo, casi sollozando-. Estoy dejado de la mano de Dios».
«Pues ya que está aquí, no se ha de
marchar -prosiguió doña Lupe en voz baja-. La pondremos en el
cuartito próximo al mío. Y basta. ¡Ay!, ¡que siempre me han de
tocar a mí
Esto último lo dijo en alta voz,
saliendo ya al pasillo, de modo que lo oyeron muy bien, Papitos en
un extremo de la casa, y Fortunata en otro. Esta quedó desde
aquella tarde en la casa, y su situación era de las menos airosas,
porque su marido apenas le hablaba. Nicolás hacía el gasto de
conversación en la mesa. Al segundo día, Fortunata dijo a doña Lupe
que se marchaba, lo que dio motivo a que la señora saliera por los
pasillos gritando: «Por Dios, no me deis más jaquecas... ya no
puedo más. Que cada cual haga lo que quiera». Pero a pesar de esto,
la esposa no se marchó. Al tercer día, en medio de la reserva y
huraño silencio que entre ambos cónyuges reinaba, empezó Maxi a
soltar una que otra palabra; luego
Y de este modo se verificó aquella restauración, aquel restablecimiento de la vida legal. Fue de esas cosas que pasan, sin que se pueda determinar cómo pasaron, hechos fatales en la historia de una familia como lo son sus similares en la historia de los pueblos; hechos que los sabios presienten, que los expertos vaticinan sin poder decir en qué se fundan, y que llegan a ser efectivos sin que se sepa cómo, pues aunque se les sienta venir, no se ve el disimulado mecanismo que los trae.
-III-
En los primeros días que sucedieron a
este gran suceso, nada ocurrió digno de contarse. Y si algo hubo
fue de puertas afuera. Voy a ello. Una tarde estaban doña Lupe y
Fortunata en la sala cosiendo unas anillas a las magníficas
cortinas de seda con que se había quedado la señora por préstamo no
satisfecho, cuando Papitos, que se había asomado al balcón para
descolgar la ropa puesta a secar, empezó a dar chillidos: «Señoras,
vengan, miren... ¡cuánta gente!... Han matado a uno». Asomáronse
las dos señoras y vieron que en la parte baja de la calle, cerca de
la esquina de la de San Carlos, había un gran corrillo que a cada
momento engrosaba más. «Hay un
«Señora, mándeme por los fideos... Ya sabe que no hay...» dijo la mona.
-Vamos... lo que tú quieres es curiosear...
-Mándeme -repitió la chiquilla dando brincos entre risueña y suplicante.
-Pues anda -dijo doña Lupe, que aquel día estaba de buen humor-; si no sales te vas a caer por el balcón. Pero ven prontito... y ten cuidado de limpiarte bien los pies en los felpudos que hay en la portería, porque hay muchos barros... Mira cómo pusiste la alfombra cuando volviste de avisar al carbonero.
Salió Papitos más pronta que la vista, y estuvo fuera como unos veinte minutos. Su ama la vio entrar en la casa y fue a abrirle la puerta... «¿Te has restregado bien las patas?».
-Sí señora... mire.
-Ahora aquí otra vez... ¿Sabes lo que debes hacer siempre que subes?, refregarte bien en el limpia-barros del vecino, en ese que está ahí.
-¿En este? -dijo la mona, bailando el zapateado en el limpia-barros del cuarto de la izquierda.
-Porque todos los pisotones de menos que le demos al nuestro, eso vamos ganando.
-¿Sabe, señora, sabe?... -agregó Papitos, que a pesar de venir sofocada de tanto correr, seguía bailoteando en el felpudo ajeno-. ¿No sabe lo que hay allí? Es una mujer que parece está bebida; pero muy bebida... ¿Y no acierta quién es?, la señá Mauricia.
-¿Pero oyes, mujer, has oído? -dijo doña Lupe desde el pasillo volviendo a la sala-. Mauricia... borracha... ahí tienes lo que reúne tantísima gente.
-¿Pero la viste bien?, ¿estás segura de que es ella? -preguntó Fortunata pasado el primer momento de asombro.
-Sí, señorita, ella es...
-Pero hija -observó doña Lupe volviendo a asomarse con oficiosidad...- cree que me hace esto una impresión... ¡Y los de Orden Público que no parecen!... ¡Ah!, sí, la levantan... ¡Qué mujer!... Miren que ponerse en ese estado.
-Ahora se la llevan... Está como un cuerpo muerto -decía Fortunata, acordándose de las escenas que había presenciado en el convento.
-Sí, se la llevan a la Casa de Socorro o al hospital... Pero ¡quia!, no... Suben. ¿Apostamos a que la traen a la botica?
-Si tiene rajada la cabeza en salva la parte... -afirmó Papitos dando a conocer gráficamente las dimensiones de la herida-. Y echaba la mar de sangre... que corría por la calle abajo, como corre el agua cuando llueve.
Cuando pasaba bajo los balcones el
cuerpo inerte de Mauricia la Dura, cargado por los de Orden Público
y escoltado por el gentío, Fortunata se quitó del balcón, porque le
faltaba ánimo para presenciar tal espectáculo. Doña Lupe y Papitos
sí que lo vieron todo, y esta tuvo aún la pretensión de que su ama
la dejase ir a la botica para ver la cura que le hacían a
A la hora de comer, Maximiliano habló del caso, describiendo la cura y haciendo augurios poco lisonjeros sobre la suerte de la enferma.
«Tienes razón -observó la viuda-. Me parece que de este barquinazo no sale. ¡Pobre mujer! ¡Tener ese vicio! De veras lo siento, pues no hay otra como ella para correr alhajas».
Refirió entonces Maxi un pasaje
curiosísimo y reciente de la historia de la tal Mauricia, que había
sido contado aquella misma tarde, después de la cura, por el Sr. de
Aparisi, uno de los que solían ir de tertulia a la botica. «Pues
esa buena pieza, en una de las tremendas borrascas que le produce
el maldito vicio, fue recogida de la calle por los protestantes,
que tienen su capilla y casa en las Peñuelas». Enterose doña
Guillermina, la señora esa que pide para los huérfanos de la calle
de Alburquerque, y lo mismo fue saberlo, que volarse... Vean
ustedes. Plantose en la casa de los protestantes a reclamar a la
tarasca. Tun, tun... ¿quién?... yo... Y salió el pastor, que es uno
que llaman D. Horacio, que tiene el pelo colorado y ralo, como
barbas de maíz; salió también la pastora, su mujer, que es una tal
doña Malvina... buenas personas los dos, porque lo protestante no
quita lo decente. Entre paréntesis, se distinguen por su
independencia en el vestir. Doña Malvina le hace las levitas a D.
Horacio, y D. Horacio le arregla
-¿Ves, qué cosas? -observó doña Lupe-. Ahí tienes los belenes que se arman por la religión. Bien decía mi Jáuregui que él era muy liberal, pero que no le petaba por la libertad de cultos.
-Pues aguárdense ustedes, que falta lo
mejor. D. Horacio, como inglés que sabe respetar las leyes,
obedeció la orden del Gobernador, reservándose el sostener su
derecho ante los tribunales. Pero cuando le dijo a Mauricia que se
marchara, esta no quiso, y empezó a poner de
-¡Qué bribona! Si es atroz... le entran esos toques, y no sabe lo que dice.
-Doña Guillermina no se acobardó por
esto, ni renunció a llevársela. Se fue pian pianino, y se sentó en
la puerta, en un guardacantón que hay allí. Todos los días iba a
ponerse en el mismo sitio, como un centinela. El pastor y la
pastora le decían que pasara y ella contestaba que muchas
gracias... Y por fin ayer se volvieron las tornas, porque Mauricia
se enfureció, y acometiendo a doña Malvina le llenó la cara de
arañazos... D. Horacio llama a los de Orden Público, y la tarasca
se mete en la capilla, rompe el púlpito, vuelca el tintero, hace
pedazos todos los libros, arma una barricada con las sillas, y coge
la copa en que ellos comulgan, y... la profana del modo más
indecente. Costó trabajo echarla a la calle... Al salir, ¡tras!...
doña Guillermina, que me le echa un cordel al pescuezo y se la
lleva. Todo esto lo ha contado Aparisi, que lo sabe por el mismo D.
Horacio y por doña Guillermina, y porque tuvo que intervenir como
teniente alcalde que es del distrito... A Mauricia la pusieron en
casa de una hermana que vive ahí por la calle de Toledo; y se
conoce que allá tampoco la pueden sujetar, por lo
Esta relación era demasiado larga para
los pulmones de Maximiliano, por lo cual llegó al término de ella
fatigadísimo. Todos se pasmaron del cuento, y doña Lupe compadeció
a la Dura, deplorando que con vicio tan inmundo malograse las
cualidades de inteligencia corredora que poseía. En cuanto a
Fortunata, se sentía profundamente lastimada, y deseaba que su
marido acabase de contar aquellos tristísimos lances, para que la
conversación recayese en otro asunto. Pero no fue posible, porque
hasta el término de la comida no se habló más que de Mauricia, de
los protestantes y del insano vicio de la embriaguez; y por fin,
Nicolás sacó a relucir sucesos ocurridos en las Micaelas, evocando
el testimonio de Fortunata. Esta, muy contra su voluntad, no tuvo
más remedio que referir los novelescos pasajes del ratón, las
visiones y de la botella de coñac; pero lo hizo a
-IV-
Aquella noche se fueron a Variedades,
que está a dos pasos del Ave-María. Otra ventaja de aquel barrio
sobre Chamberí es que se puede ir de noche a ver una piececita o a
pasar un rato en cualquier café, sin hacer caminatas de
En la casa se hallaba muy bien. Había
tenido seguramente en su vida temporadas de mayor felicidad, pero
no de tan blando sosiego. Había visto días, los menos, eso sí, en
que brillaba echando chispas el sol del alma, seguidos de otros en
que se apagaba casi por completo; pero nunca vio una tan
inalterable y mansa corriente de días tibios, iguales, de penumbra
dulce y reparadora. Llevábase muy bien con doña Lupe, y con su
marido le pasaba lo más extraño que imaginar pudiera. No digamos
que le quería, según su concepto y definición del querer; pero le
había tomado un cierto cariño como de hermana o hermano. No era ni
podía ser el hombre por quien la mujer da su vida, encontrando
espiritual goce en este sacrificio;
Maximiliano, en cambio, no podía
vencer su inquietud. Ningún motivo tenía para sospechar de su
mujer, cuya conducta era absolutamente correcta. Doña Lupe y él
convinieron en que jamás Fortunata saldría sola a la calle, y esto
se cumplía al pie de la letra. Pero ni con tales seguridades
acababa de tranquilizarse. Deseaba ardientemente tener hijos, por
dos motivos: primero, para echarle a su cara mitad un lazo más y
ligaduras nuevas; segundo, para
Desde la restauración de su legalidad
doméstica había abandonalo por completo las lecturas filosóficas,
reverdeciendo en su alma el mal curado dolor de su afrenta y los
odios vengativos. Aquel ascetismo y aquel
Pocas veces veía Fortunata al señor de
Feijoo, que iba a la casa de visita, ceremoniosamente, y se estaba
allí como una hora, charlando más con la señora de Jáuregui que con
la de Rubín. El simpático viejo parecía contento; pero los achaques
le pesaban cada día más, y ya en Abril no salía a la calle sino
acompañado de un criado. En una de sus visitas habló a solas con su
amiga, en términos tan paternales que a ella le faltó poco para
llorar. Todo iba bien, perfectamente bien, y ya se habría
convencido
Al anochecer entró doña Lupe, después
de haberse limpiado el lodo de las suelas en el felpudo del vecino.
«Oye una cosa -dijo a Fortunata, quitándose el manto-. He sabido
esta tarde que Mauricia se está muriendo. ¡Pobre mujer! Tenemos que
ir a verla. No es lejos: calle de Mira el Río». Diole esta noticia
su amiga Casta Moreno, que la supo por Cándido Samaniego. Doña
Guillermina había sacado del Hospital a Mauricia, trasladándola a
casa de la hermana de esta, y la asistía el médico de la
Beneficencia Domiciliaria y de la Junta de señoras. La infeliz
tarasca viciosa,
Doña Lupe no iba a ver a Mauricia por
pura caridad. Tiempo hacía que Guillermina la fascinaba, más por el
señorío que por la virtud, y ya que la gran fundadora iba a hacer
patente su santidad, teniendo por corte a las damas más
encopetadas, en lugar accesible a doña Lupe, ¿por qué no había esta
de intentar meter la jeta? Pues qué, ¿no era ella también
A la mañana siguiente, vistiéndose para salir, pensó mi doña Lupe si debería ponerse el abrigo de terciopelo. Pero pronto cayó en la cuenta de que era un disparate. Sobre que se le mojaría, porque el día estaba lluvioso, no era propio aquel regio atavío del lugar, personas y ocasión de la visita. Tiempo tenía de darse pisto con el abrigo, la capota y otras prendas. Encargó a Fortunata que se vistiese con sencillez, y ella se puso algo más apañadita, de modo que resultase siempre la conveniente distancia.
-I-
Al entrar en la calle de Mira el Río,
encontraron a Severiana, a quien doña Lupe había visto algunas
veces. Llevaba un vaso con medicina, tapado con un papel a estilo
de botica antigua. Doña Lupe la interrogó, y enterada la otra de
que iban a ver a su hermana, hizo gustosamente de introductora,
guiándolas por el sucio portal, la menos sucia y tortuosa escalera,
hasta llegar al corredor. Ya se sabe que la vivienda de Severiana
era una de las mejores de aquel falansterio, y que por su capacidad
y arreglo bien podía pasar por lujosa en semejante vecindad. Vivía
en compañía con aquélla una tal doña Fuensanta, viuda de un
comandante, y la casa respondía a esta situación comanditaria, pues
constaba de dos salitas enteramente iguales, cada una con ventana a
la calle. Entre la puerta y la sala primera había un pasillo, en el
cual se veía la artesa de lavar y la entrada de la cocina, cuya
reja daba al corredor. Dos piezas interiores completaban el cuarto.
Cuando Guillermina, comprendiendo el
Doña Lupe y Fortunata entraron,
precedidas de Severiana, en el aposento de la enferma, que estaba
incorporada en la cama. Le habían
Cuando doña Lupe y Fortunata la
saludaron, las estuvo mirando un rato, como si tardara en
reconocerlas. Después las nombró. ¡Qué voz! Siempre fue ronca la
voz de Mauricia; pero había bajado ya a lo más grave del diapasón.
«¡Dios mío! -se dijo Fortunata, oyéndola después de mirarla-, ¡si
parece un hombre...!». Doña Lupe, en tanto, sentándose en una de
las sillas de paja, pronunciaba las frases de consuelo propias de
la ocasión, añadiendo: «Eso para que aprendas... y tengas
formalidad.
Mauricia se volvió para Fortunata, que se había sentado junto a la cabecera; la miró mucho, sin decir nada; después clavó sus ojos en el techo, rezongando: «Sí... bien mala he sido, bien re-mala...». Y vuelta otra vez hacia su amiga, le dirigió estas palabras:
«Oye tú, arrepiéntete... pero con tiempo, con tiempo. No lo dejes para última hora, porque... eso no vale. Tú tampoco eres trigo limpio, y el día que hagas sábado en tu conciencia, vas a necesitar mucha agua y jabón, mucha escoba y mucho estropajo...».
Con tan buena fe lo dijo, que Fortunata no podía ofenderse. A doña Lupe le pareció la amonestación muy impertinente y descortés, porque ¿a santo de qué venía el hablar de pecados ajenos, teniendo tantos propios de qué ocuparse? Verdad que su sobrina política no había sido un modelo; pero ya estaba corregida y no había que volver sobre lo pasado. «Ya sabemos que te tratan muy bien» dijo, para variar la conversación.
-Gracias a la madre de los pobres -declaró Severiana, que estaba en pie arreglando la cama-, no le falta nada. ¡Qué señora esa!
-¡Una santa! -exclamó doña Lupe en el tono más encomiástico-. No le dé usted otro nombre, porque ese es el que le cae bien...
-Pero esta se ha cerrado a no comer -dijo la hermana mirándola-, y sin comer no viven más que los camaleones.
-Pero ayunas, ¿de verdad?....
-Para pasar el caldo tenemos que dárselo con Jerez... y por la mañana, para que pase una tostadita, hay que darle un dedito de la horchata de cepa, y por la noche otro dedito...
-¿Pero de veras le dais... esa perdición? -preguntó alarmadísima doña Lupe.
-Lo ha mandado el médico. Dice que es
medicina. Parece aquello de
-¡Qué cosas!... ¿Y no te comerías tú -le propuso Fortunata-, un muslito de gallina, una ruedita de merluza, una croquetita?
Sólo de oír hablar de comida se ponía peor Mauricia. Le temblaban mucho las manos, y de rato en rato le daban como ataques de asfixia, siendo su respiración muy difícil, y quejándose de irresistible calor. Hallándose presentes la de Jáuregui y su sobrina, estuvo la Dura un ratito como quien desea romper a toser y no puede. Las tres mujeres la miraban con pena, lamentándose de no saber aliviarle aquel ahogo... «Bebe un poco de agua» le dijo Fortunata incorporándose. Pero aquello pasó, y la infeliz volvió a hablar, cortando mucho las frases y tomando aire a cada palabra.
«Ayer me trajeron a la niña... ¡qué guapa y qué señorita está!...».
-¿Pero no la tienes contigo? -preguntó la de Rubín.
-No, señora. Si está en el colegio... -replicó Severiana-; interna en el colegio de señoritas de doña Visitación.
-Sí... más vale que esté... allá...
En esto oyeron pasos, y miraron todas
a la puerta. Era doña Guillermina, que entró, como siempre, muy
apresurada, encendidas las mejillas, con su perdurable mantón
oscuro, sus zapatones, su falda de merino. Doña Lupe y Fortunata se
levantaron, y la fundadora saludó con aquella gracia y amabilidad
que eran iguales para el Rey y para el último de los mendigos. Doña
Lupe creyó que no la reconocería, pues sólo se habían hablado una
vez en la función del Asilo; pero sí la reconoció, y aun la nombró,
porque Guillermina era como los grandes capitanes, que tienen
memoria felicísima de nombres y fisonomías, y soldado con quien
hablan una vez, no se les despinta. «Mi sobrina» dijo la viuda
presentándola, y Guillermina la miró sonriendo. «No me es
desconocida su cara... la he visto en las Micaelas... Por muchos
años». En seguida dirigiose a Mauricia, apoyando ambas manos en la
cama. «¿Y
Mauricia se sonreía, cortada y confusa. Con la cabeza dijo que sí.
-Pues estos pozos endurecidos hay que echarlos fuera, porque el demonio se agarra de cualquier cosa -dijo la santa, acariciándole la barba-. Con que ya sabes... mañana tenemos aquí gran fiesta... ¿Te parece? Viene a visitarte el que hizo los Cielos y la Tierra... Te parecerá a ti que no lo mereces... Pues aunque no lo merezcas, él viene, y sabido se tendrá por qué.
La vivacidad, la gracia y el fervor
con que Guillermina decía estas cosas, impresionaron a las cuatro
mujeres que las oían. Severiana soltaba dos lagrimones. Fortunata
sentía en su alma tanta admiración por aquella mujer, que le habría
besado la orla del vestido. «Luego dicen que ya no hay gente buena
en el mundo -pensaba-. ¿Pues y esta?... ¡Cuidado que mandar todo a
paseo, casa, parientes, fortuna, querer,
La fundadora, con aquella actividad vivaracha que en todo ponía, dictó a Severiana algunas disposiciones para la ceremonia que se preparaba. «Aquí pondrás la mesilla que está en la otra sala, y se hará el altar. Yo te mandaré un crucifijo, y buscaremos flores... La ropa de la cama hay que ponerla limpia, y adornar todo el cuarto lo mejor que se pueda...».
Luego pasó a la sala, seguida de doña Lupe, que quería meter baza a todo trance: «Tendremos sumo gusto en venir mañana. Aprecio mucho a Mauricia, que a no ser por el maldito vicio, sería una buena mujer, trabajadora, fiel... Y dígame usted: de noche habrá que velarla. Yo no tendría inconveniente en quedarme alguna noche; y si no, mi sobrina...».
-Dios se lo pague a usted... Se acepta, se acepta. Póngase usted de acuerdo con Severiana. La comandanta y yo nos hemos quedado anoche. Se necesitan dos personas, porque cuando le dan convulsiones, cuesta Dios y ayuda sujetarla.
-Verdaderamente -manifestó doña Lupe con adulación-; los ejemplos que usted da, señora, hacen que todas las demás seamos mejores de lo que seríamos si usted no existiera.
La flor estaba bien ideada; pero Guillermina se echó a reír, agradeciendo la flor, pero no queriéndola tomar.
«¡Ejemplos yo! Eso quisiera. Me vendría bien que alguien me los diese a mí. ¡Ay, hija! Estoy para que me enseñen, no para enseñar».
-¿Usted qué ha de decir? Ni aun le gusta que le saquen la cuenta de todo lo que vale... Pues, amiga, no sea usted tan buena y rebajaremos.
-Quite usted, quite usted... Eso lo dice por disimular. ¡Sabe Dios las misericordias que usted, a la calladita, habrá hecho en este mundo, con esta misma Mauricia tal vez...! Y ahora me las quiere colgar a mí.
-¡Yo!... ¡Jesús! No digo que no tenga yo también algunas buenas obras en mi cuentecita del cielo; ¡pero compararme con usted...! Calle por Dios, señora.
-En fin, no es cosa de que nos pongamos a reñir por quién peca menos... ¿le parece a usted? -dijo la fundadora, uniendo la cortesía a la modestia, y permitiéndose el característico guiñar de ojos, un tanto picaresco-. Mi lema es este: «haga cada uno lo que pueda y lo que sepa, y Dios verá».
-Eso mismo pienso yo...
-Conque, usted me dispensará... tengo mucho que hacer. Hasta mañana; no faltar...
Entre tanto, la de Rubín estaba sola con la enferma, porque Severiana se fue a la cocina. Le arregló las almohadas, y después ambas se estuvieron mirando. Fortunata pensaba en la simpatía inexplicable que aquella mujer le había inspirado siempre, a pesar de ser tan loca y tan mala. ¿Sería tal simpatía un parentesco de perversidad? Ejercía sobre ella una atracción querenciosa, y como le dijera algún concepto lisonjero a su corazón, sentíalo retumbar en su mente cual si fuera verdad pronunciada por sobrenatural labio. Mil veces analizó la joven este poder fascinador de su amiga, sin lograr encontrarle nunca el sentido. ¡Cosas del espíritu, que no las entiende más que Dios!
Mauricia parecía melancólica y sosegada. «¡Qué señora esa! -exclamó Fortunata-. ¿Habrá nacido de madre como nosotras?».
-Apuesto a que no -replicó la Dura-.
¡Qué mujer!... El día que me quiso sacar de esos indinos
protestantes, me entró el toque y la insulté... ¡Qué mala fui!...
(Iba a soltar un terno; pero se contuvo, porque le estaba
absolutamente prohibido pronunciar palabras feas, siendo esto para
ella un gran martirio, a causa de la poca variedad de términos de
su habitual lenguaje)... Y ella, como si le dijeran niña bonita...
-¿Quién?
-La amiguita, la que protege a mi niña...
Fortunata vio delante de sí, súbitamente, una oscura niebla que se le iba encima... El corazón le dio un salto... «Jacinta -dijo-; pues qué, ¿también viene aquí esa?».
-Ayer estuvo... Ella misma traía mi
niña. Mira; créetelo porque te lo digo yo: cuando entró
Fortunata sentía ganas de echar a correr.
«¿Pero todavía le tienes tirria?...
¡Ay, qué mala eres! Perdónala, que bien lo merece. Te quitó tu
hombre; pero ella no tenía culpa. ¡Qué roña!... ¡ay!, se me escapó.
Palabra fea, vuélvete para adentro; no, quédate fuera... Pues
chica, no seas pava... ¿crees tú, que el mejor día no te vuelve a
querer tu D. Juan?... Como si lo viera. Cuando una se va a morir,
ve las cosas claras, muy claritas; la muerte la alumbra a una, y yo
te digo que tu señor volverá contigo.
Fortunata no decía nada. La enferma se
inclinó hacia ella, y dándose unos aires evangélicos, en el tono
que podría emplear un pastor de almas, le amonestó así:
«Arrepiéntete, chica, y no lo dejes para luego. Vete arrepintiendo
de todo, menos de querer a quien te sale de
Algo iba a contestarle su amiga; pero
no pudo porque entró doña Lupe dándole prisa para marcharse. Era un
poco tarde y tenían que ir a otra parte antes de regresar a casa.
Despidiéronse con promesa de volver al día siguiente, y salieron.
Por la calle hablaban de Guillermina, de quien dijo la de Jáuregui:
«Es una mujer esa que electriza; y cuando se la trata, sin querer
se vuelve una también algo santa... Cincuenta y tres reales me
debía Mauricia.
-II-
Dos horas antes de la señalada para que Mauricia recibiera a Dios, ya estaba allí la fundadora. «Pero Severiana, ¿en qué estás pensando? -fue lo primero que dijo al entrar por el pasillo-. Quita de aquí esta artesa. ¡Vaya un adorno! Ropa sucia y agua de jabón...».
-Señorita, lo iba a quitar... Pase
usted. Me han dicho las vecinas que las dos láminas de Napoleón que
caen al lado del altar deben quitarse, porque era muy protestante,
-Déjate de tonterías... ¿Y cómo está esta pájara hoy? ¿Qué tal, hija?
Aquel día estaba bastante aplanada, las manos más temblorosas, respirando lentamente, aunque sin gran fatiga, con invencible tendencia a permanecer muda y quieta, los ojos vagando por el techo o por la pared de enfrente, cual si siguiera el vuelo de una mosca.
Enterose la dama minuciosamente de
cómo había pasado la noche, de quiénes se quedaron a velarla, de lo
que había dicho el médico en la visita de la mañana. A todo
contestó Severiana: el doctor había mandado que se
«No clavetee usted más, por Dios... Parece que va a derribar la casa... Y que el ruido la molestará... ¿Pero qué van a poner ustedes ahí?».
La comandanta entró con unos pedazos de damasco rojo y amarillo, que habían sido cortinas cuarenta años antes, pasando después por distintos usos. Con aquella tela se forraría la pared, formando la bandera española, y en el centro se pondría una lámina del Cristo del Gran Poder, propiedad de la portera. «No me parece mal -dijo Guillermina, sacando del estuche sus anteojos y calándoselos-. A ver, Juan Antonio, si se luce usted. ¿Y flores, no tenemos?».
«De trapo... verá usted -replicó
Severiana llevando a la señora a su alcoba y mostrándole un montón
de flores de papel dorado, tul y talco extendidas sobre la cama.
Había también allí cintas de cigarros, y esas rosas con
-Sí señora... El vecino del 6, que es no sé qué de la Villa, me ha prometido traer rama de pino y carrasca. Esto lo pondrá Juan Antonio por arriba haciendo cenefas...
-Buscar algún bonito tiesto de
La comandanta entró trayendo un
cuadrote que representaba a Pío IX echando la bendición a las
tropas españolas en Gaeta. Para hacer juego, propuso Juan Antonio
poner al otro lado la
Salió luego al corredor, y habiendo
notado que la escalera no estaba barrida aún, llamó a la portera.
«¿Pero usted en qué está pensando? ¿No le han dicho que hoy viene
el Señor a esta casa? ¡Y está ese portal que da asco mirarlo! Coja
usted la escoba mujer. Si no, la cogeré
La portera vio que doña Guillermina se quitaba el manto... «No, señorita, no sea tan viva de genio. Barreremos... pero ya verá lo que tarda esta granujería en volver a ensuciarlo».
-Pues lo vuelve usted a barrer.
Bajó la señora al patio, donde había entrado un ciego tocando la guitarra y estaban algunos chiquillos jugando a los toros. «Eh, niños, hoy es preciso que tengamos mucha formalidad. Y cuidadito con echarme basura en el portal y en la escalera. Estas eneas y juncos que habéis esparcido en el patio, me los vais a recoger y entregárselos a su dueño».
Los chicos oyeron esto sin chistar. En
el fondo del patio se había establecido un sillero que hacía fondos
de junco y tenía montones de ellos arrimados a la pared, los unos
teñidos de rojo y puestos a secar, los otros sin teñir, cortados y
apilados. Eran enemigos jurados de este industrial los
«Ya veis, gateras, lo que
-Tiene razón el maestro Curtis -dijo la fundadora, poniendo la cara más severa que le fue posible-. A la cárcel van atados codo con codo, si no se portan hoy como es debido, hoy que viene a honrar esta casa el...
La interrumpió un sacerdote anciano que entró y fue derecho hacia ella. Era el Padre Nones. «Buenos días, maestra. Ya está usted en planta, oficiando de capitana generala».
-Tengo que estar en todo. Si yo no tratara de enseñar a esta gente la buena crianza, vendría usted luego con el Santísimo y tendría que entrar pisando lodo, y cuanta inmundicia hay.
-¿Y qué importa? -observó Nones riendo.
-Claro que no importa; pero ¿por qué no hemos de tener limpieza y decoro delante del Señor, siquiera por estimación de nosotros mismos? Se limpia la casa cuando vienen el teniente alcalde y el médico del Ayuntamiento con sus bastones de borlas, y se ha de dejar sucia cuando viene el... Pero cállese usted hombre, por amor de Dios -esto se lo decía al ciego de la guitarra, que habiéndose enterado de la presencia de la señora, quiso que esta conociera la suya, y se acercaba tanto, que al fin parecía querer meterle por los ojos el mango del instrumento. Al propio tiempo tocaba y cantaba hasta desgañitarse...
«Que se calle usted... por amor de
Dios... Nos deja sordos -dijo la santa sacando su portamonedas-.
Marchose el porfiado ciego, y la fundadora siguió hablando con el Padre Nones: «Suba usted a ver si me la reconcilia y le da la última pasadita. Paréceme que no está muy bien dispuesta. La encuentro peor de la enfermedad del cuerpo; y en cuanto al alma, cada vez la entiendo menos. ¡Qué ideas tan extrañas! Arriba, arriba. Nos veremos luego. Yo no me voy ya de la casa hasta que se acabe todo».
Subió Nones, y la dama, después de
recomendar al sillero y a otros vecinos que barrieran la delantera
de las respectivas puertas, iba a subir también; pero le
interceptaron el paso dos sujetos que bajaban. Era el uno don José
Ido del Sagrario, a quien no conocerían los testigos de sus
románticas hazañas al principio de esta historia, según estaba ya
de bien trajeado y limpio. Visto por detrás, parecía otra persona;
mas de frente, lo desengonzado de su cuerpo, la escualidez
carunculosa de su cara y el desarrollo cada vez mayor de la nuez,
le declaraban idéntico a sí mismo. El que le acompañaba era un
infeliz músico, habitante en el segundo patio y en el mismo
cuchitril en que anidara antes Izquierdo. Lo primero que se notaba
en él era la gran bufanda que le envolvía el cuello subiendo en sus
vueltas hasta más arriba de las orejas, y descendiendo hasta el
«Este amigo -dijo Ido, en son de presentación-, este amigo mío... un italiano, señora... se llama el señor de Leopardi, artista desgraciado. Pues me ha dicho que si la señora quiere, naturalmente, se pondrá en la escalera cuando pase el Santísimo y tocará la marcha real...».
El otro infeliz murmuró algo, con marcado acento extranjero, llevándose a la gorra la temblorosa mano.
«¡Pero qué cosas se le ocurren a este hombre! Ave María Purísima -exclamó Guillermina con benevolencia-. Déjese usted de marchas reales... No, no se quite la gorra; se va usted a constipar. Caballeros, aquí, y durante la ceremonia, mientras menos música, mejor».
Ido y Leopardi se miraron desconcertados. A la observación de la señora no se ocultó lo mal que estaba de ropa el infeliz artista, y le dijo que se fuera a su cuarto, que tocara allí el trombón todo lo que quisiese y por fin que... «Yo veré si encuentro por ahí unos pantalones».
Subió al principal, y de puerta en
puerta exhortaba a los grupos de mujeres que allí estaban
«¿Sirven estos ramos de caracoles?» dijo la del guarda de consumos, mostrándolos en la puerta de su casa.
-Ya lo creo. Llévalos. Y tú, Rita, recógete esas melenas, mujer, que pareces una cómica. Es preciso que estéis todas muy decentes.
La mujer del sereno se disponía a encender el farol de su marido y a ponerlo colgado del chuzo en la reja de la cocina. Otra preguntaba si valía el quinqué de petróleo. A las niñas que debían salir al portal con velas, se les pusieron los pañuelos de Manila llamados de talle, y la que tenía botas nuevas se las calzaba; la que no, salía como estaba, con las alpargatas llenas de agujeros. «No se quiere lujo, sino decencia» repetía Guillermina, que comunicaba su actividad febril a todos los vecinos y vecinas de la casa. Cuando volvía al cuarto de Severiana, encontró al Padre Nones que salía. «Le he enderezado las ideas, maestra; ahora está bien preparada -le dijo el clérigo que, por su alta estatura, tenía que encorvarse para hablar con ella-. Voy a la iglesia. Dentro de tres cuartos de hora estamos aquí».
Entró la fundadora en la casa y vio el
altar, que estaba muy bien. Juan Antonio había claveteado las
flores de trapo al borde de los lienzos de damasco, formando como
un marco. Resultaba un conjunto bonito y muy simpático, y así lo
declaró la señora, echándole sus gafas. Luego cubrieron la mesa con
una colcha muy hermosa que la comandanta, mujer de gran habilidad,
había hecho para rifarla. Era de cuadros de malla, combinados con
otros cuadros de
Poco después apareció Estupiñá, de
capa verde, trayendo bajo los pliegues de ella una cosa que
abultaba mucho y que guardaba con respeto. Era el crucifijo de
bronce de Guillermina, hermosa escultura de bastante peso, y
En esto, ya habían entrado Fortunata y
su tía, ambas de negro, muy decentes, y mientras la de Jáuregui
metía su cucharada en el corro de Guillermina, la otra pasó a ver a
Mauricia. Encontrola como aturdida, sin saber lo que le pasaba. A
las preguntas que le hizo, respondía con la mayor concisión, porque
el temor de decir alguna palabra fea enfrenaba sus labios. Estaba
reducida a usar tan sólo la tercera parte de los vocablos que
emplear solía, y aún no se le quitaban los escrúpulos, sospechando
que tuviese en algún eco infernal las voces más comunes. Lo que
Fortunata le oyó claramente fue esto: «¡Ay, qué gusto salvarse!»...
-III-
Se acercaba la hora, y en el patio
sonaba el rumor de emoción teatral que acompaña a las grandes
solemnidades. El pueblo ocupaba el sitio infalible que la
curiosidad dispone. En el portal no se cabía, y todos los chicos
del barrio se habían dado cita allí, cual si creyeran que sin ellos
no podía tener lucimiento alguno la ceremonia. Guillermina recorría
toda la
En la parte del corredor que había de
recorrer el Viático, mandó que se pusieran las niñas que lucían
pañuelo de talle, y como no tuvieran velas, ordenó que se les
diesen. Abocose a ella la comandanta, como un edecán de parada,
para decirle que en la calle, frente al mismo portal, se había
puesto un condenado pianito, tocando jotas, polkas, y
Llegó el momento hermoso y solemne.
Oíase desde arriba el rumor popular; y luego, en el seno de aquel
silencio que cayó súbitamente sobre la casa como una nube, la
campanilla vibrante marcó el paso de la comitiva del Sacramento. El
altar estaba hecho un ascua de oro con tantísima luz, que reflejaba
en el talco de
Poco después salió la comitiva,
precedida de la campanilla, entre la calle formada por mujeres
arrodilladas, con velas o sin ellas. Se sintió que bajaba, que
salía y se alejaba por la calle. Cuando ya no se oía más el
También mandó Guillermina despejar la
habitación y que se apagaran las luces. Entre la mucha gente que
había entrado, veíanse dos mujeres muy bien vestidas a la chulesca,
con mantón color café con leche, delantal azul, falda de tartán,
pañuelos de color chillón a la cabeza, el peinado rematado en
Salieron las tales muy corridas,
echando de sus bocas, por la escalera abajo, palabras absolutamente
contrarias a los latines que pocos momentos antes se habían oído en
el propio sitio. Todas las que presenciaron la
-Una de ellas -dijo Severiana-, es
-¿Novena?
-Sí, porque sanara el
-Ella se sabrá lo que le conviene, tonta.
Poco después se retiró Guillermina. La
casa volvió a tomar su aspecto ordinario. La comandanta y doña Lupe
estaban en la sala hablando de la rifa de la maravillosa colcha que
decoraba el altar. Fortunata y Severiana acompañaban a Mauricia,
que se aletargaba lentamente, pues no había dormido nada la noche
anterior. Doña Fuensanta, deseosa de mostrar a la señora de
Jáuregui sus habilidades, la invitó a pasar a la casa inmediata.
Hay que decir de paso que doña Lupe estaba algo desilusionada, pues
había creído que Guillermina iba siempre a sus visitas benéficas
con un regimiento de señoras. «¿Pero dónde están esas
Viendo Fortunata que Mauricia se
dormía profundamente, salió a la sala. No había nadie. Acercose a
la ventana, mirando a la calle por entre los cristales, y allí
estuvo un largo rato con la atención vagabunda y el pensamiento
adormilado, cuando un rumor en el pasillo la sacó de su
abstracción. Al volverse, se quedó atónita, viendo a Jacinta que,
detenida en la puerta, alargaba la cabeza para ver quién estaba
allí. Traía de la mano una niña, vestida a
Volviéndose hacia ella, otra vez le
echó Jacinta aquella mirada y aquella sonrisa que la asesinaban.
«En ese caso, esperaremos un poco», indicó en voz casi
imperceptible, sentándose en una de las sillas de paja. Fortunata
no sabía qué hacer. No tuvo valor para marcharse, y se sentó en el
sofá. Casi en el mismo instante la Delfina sintiose vacilar en su
asiento, porque la silla estaba inválida, y se pasó al sofá.
Halláronse las dos juntas, tocando falda con falda. Fortunata, por
no mirar a su rival, miraba a la niña, a quien aquella tenía en pie
delante de sí, cogiéndola de las manos. Observó la de Rubín el
trajecito azul de Adoración, sus botas, todo su decente atavío, y
en aquella inspección fisgona que hizo, sus miradas y las de
Jacinta se encontraron alguna vez. «¡Oh, si tú supieras
Y las miradas de la de Santa Cruz
volvieron a flecharla. Eran un comentario que con
Agradeció mucho Fortunata que en aquel
Mientras la Delfina y Severiana
hablaban, Fortunata, que continuaba sentada, examinó con curiosidad
a la esposa de
Oyose la voz ronca de Mauricia. Su
hermana entró corriendo, y Jacinta miraba por el hueco de la puerta
entornada. Cuando Severiana volvió a la sala, la señorita dijo: «Yo
no entro. Pase usted con la pequeña. Yo me quedo aquí». A pesar de
lo trastornadas que estaban sus facultades, Fortunata supo apreciar
el verdadero sentido de aquella resistencia de Jacinta a
presentarse con la niña. Era un sentimiento de modestia y
delicadeza. Quería sustraerse a las manifestaciones de gratitud de
la pobre enferma,
«¿Será por eso por lo que no quiere entrar? -se preguntó mirándola de espaldas-. ¡Qué remilgos estos! Cuando digo que me cargan a mí estas perfecciones... ¡Qué monas nos hizo Dios! Pues lo que es yo, sí entro».
Severiana se acercó a la cama, llevando de la mano a la chiquilla. «Mira, mira lo que te traigo... ¿Cuál visita te gusta más? ¿Esta o la que estuvo antes?».
Mauricia le echó los brazos a su hija y le dio muchos besos. Un poco asustada, la nena besó también a su madre, sin efusión de cariño, y como besan a cualquier persona los chicos obedientes, cuando se lo manda la maestra. «¡Ay, qué mala he sido! -exclamó la enferma, también sin efusión, como quien cumple un trámite...-. Niña de mi alma, bien haces en querer a la señorita más que a mí, porque yo he sido más mala que arrancada, ¡re...!». Atravesósele el vocablo, y ella hizo como que escupía algo. Luego revolvió a todos lados sus miradas anhelantes, diciendo: «Severiana, o tú, o cualquiera, ¡si quisierais darme!...».
Doña Lupe y la comandanta habían entrado también. «¿Qué tal, Mauricia? Hoy es para ti día feliz. Recibes a Dios, y ves a tu nena. ¡Oh, qué maja está!».
Pero la Dura tenía todo su ser
embargado
Después del
Adoración rompió a llorar entre
afligida y espantada. Total, que tuvieron que llevársela,
Fortunata no aguardó al fin de la escena. Sentía en su interior un trastorno tan grande, que una de dos, o rompía en llanto o reventaba. Refugiose en el cuarto interior, y echándose sobre un baúl, se echó a llorar. Los sentimientos que desataban aquel raudal de lágrimas no eran únicamente los producidos por la situación del momento; eran algo antiguo y profundo, sedimentado en su alma, su tradicional desgracia, el despecho combinado con un vago deseo de ser buena, «sin poderlo conseguir... Cuidado que esto es de lo que se dice y no se cree».
Muchas lágrimas había derramado cuando
sintió el ruido del coche de Jacinta que partía, y entonces salió a
la sala. Doña Lupe se despedía de la comandanta, ofreciéndole tomar
diez papeletas de la rifa de la colcha, y hacía una seña a su
sobrina indicándole que era hora de retirarse. Dieron un vistazo y
un apretón de manos a la enferma, y salieron. Cuando iban por la
calle, doña Lupe, que comprendió cuánto había impresionado a su
sobrina el encuentro con la señora de Santa Cruz, intentó dos o
tres
-IV-
En el portal de su casa se separaron; doña Lupe subió y Fortunata fue a la botica, donde Maxi estaba solo, haciendo un emplasto. Contole su mujer lo que había visto aquel día, recordando con feliz memoria todos los pormenores. La visita de Jacinta fue omitida discretamente. Al farmacéutico le agradaba que su cara mitad anduviera en aquellos trotes de beneficencia, viese buenos ejemplos y se familiarizara con aquellos cuadros hondamente humanos de la miseria y de la muerte, pues sin duda serían más provechosos a su espíritu que los saraos, bullangas y diversiones.
A la hora de comer se hablaba de lo
mismo, y ponderaba doña Lupe la solemnidad conmovedora del acto de
aquel día. Discutiose si debían volver por la noche a la calle de
Mira el Río o irse a Variedades a ver una pieza; mas como Fortunata
mostrase gran repugnancia a las funciones teatrales, prevaleció lo
primero, y Maxi, muy complacido de aquella aplicación a las obras
de piedad, prometió que las acompañaría y que iría a recogerlas a
las once. «Y como no haya esta noche quien se quede a velar,
Las nueve sería, cuando los tres
entraban por el portal de la casa de corredor, y no fue poco su
asombro al ver en el patio resplandor de hoguera y multitud de
antorchas, cuyas movibles y rojizas llamas daban a la escena
temeroso y fantástico aspecto. ¿Qué era aquello? Que los granujas
de la vecindad habían pegado fuego a un montón de paja que en mitad
del patio había, y después robaron al maestro Curtis todas las
eneas que pudieron, y encendiéndolas por un cabo empezaron a
Subieron, y cuando Fortunata pasó a la
alcoba de Mauricia, que estaba sola, retirose Maxi, diciendo que
volvería a las once. Estaba aquella noche la enferma sumamente
inquieta, y lo poco que hablaba no era un modelo de claridad. El
temor de pronunciar palabras malas parecía haberse desvanecido en
ella, porque escupió de sus labios algunas que ardían. La memoria
no debía de estar muy firme, porque cuando su amiga le dijo:
«Sosiégate y acuérdate de lo de esta mañana» replicó: «¡Lo de esta
mañana...!, ¿qué ha sido...?». Y mirando con extraviados ojos al
techo, parecía entregarse al doloroso trabajo de recordar, cazando
las ideas como si fueran moscas. Más presente que la administración
del Sacramento tenía el
«A mí no me puede nadie -gritó la
infeliz con frenesí, los ojos desencajados, forcejeando contra los
cuatro brazos que la querían sujetar-. Soy Mauricia la Dura, la que
le abrió una ventana en el casco a aquella ladrona que me robaba
los pañuelos, la que le arrancó el moño a la Pepa, la que le arañó
la cara a doña Malvina la
La señora de Rubín estaba aterrada.
Severiana le dijo: «ya ha tenido esta noche tres achuchones de
estos, y anteanoche tuvo seis. Si viniera el médico la aplacaría
dándole esos pinchacitos que llaman
Media hora estuvo la tarasca como
dormida, pronunciando en sueños retazos de palabras
A Fortunata no se le ocurría nada que responder a estos disparates.
«Porque tú has padecido... ¡pobrecita!
Buenas perradas te han jugado en esta vida. La pobre siempre
debajo, y las ricas pateándole la cara. Pero déjate estar, que el
Señor te arreglará, haciendo justicia y dándote lo que te quitaron.
Lo sé, lo he soñado ahora, cuando me dormí pensando que me moría y
que entraba en el Cielo escoltada por la mar de angelitos... ¡tan
monos...! Créetelo, porque yo te lo digo... Y yo,
Callose un instante, y después de los
dos o tres suspiros que Fortunata echó de su seno, volvió a hablar
la enferma de este modo: «¿Has visto a Jacinta?... porque ella fue
quien trajo a mi niña. Es un serafín esa mujer... Ahora
Fortunata creyó prudente mandarla callar, pues aquel concepto se armonizaba mal con la santidad de que hacía gala su amiga.
-Me parece -le dijo-, que si el Padre Nones te oye eso, te ha de reprender... porque ya ves... quien manda manda, y está dispuesto que no sean las cosas así.
-¡Qué risa contigo! ¿Pues tú qué sabes? Yo estoy arrepentida de todo lo malo que he hecho; yo he perdonado a todo Cristo. ¿Qué más quieren? Esto que te cuento es, como quien dice, una idea. ¿No puede una tener una idea?... Cuando me muera, veremos, créetelo... el Santísimo me dirá que tengo razón...
Callose fatigada, y Fortunata le impuso silencio. De repente determinose una brusca sacudida en su espíritu, y tomándole la mano a su querida amiga y apretándosela mucho, le dijo con expresión de terror:
«¿Qué te parece a ti, me salvaré yo?».
-¿Pues qué duda tiene? -replicó la otra tranquilizándola- Dicen que aunque los pecados de una sean tantos como las arenas de la mar... figúrate tú la cantidad de arenas que habrá en todita la mar...
-¡Oh!... ¡si habrá arenas en todita la mar y sus arenales! -repitió Mauricia con voz patética.
-Pues aunque los pecados de una sean más que las arenas, Dios los perdona cuando una se arrepiente de verdad.
-¿Y crees tú que una idea, pongo por caso, es también pecado?
-Según y conforme. Pero tú no tienes malas ideas. Estate tranquila.
-Dios te oiga... Se me arranca el alma
de verte penando... con un hombre que no quieres... ¡qué traspaso!
Chavala querida, muérete,
-No lo digas mucho -balbució Fortunata conmovidísima, acariciando a su amiga-. Bien podría ser que me muriera pronto. Para lo que yo hago en este mundo... no sé... valdría más... ¡Ay, qué desgraciada soy!
-¡Re...! ¡Bendita sea tu alma! Lo primerito que le pido al Señor, lo juro por estas cruces, es que te mueras.
Las dos se echaron a llorar.
En tanto doña Lupe sostenía una gallarda disputa con Severiana. «Ya lo he dicho y no hay más que hablar. Yo me quedo esta noche para que usted descanse un poco». -«Señora, no lo consiento. Hay vecinas que se quieren quedar». -«¡Vecinas!... Aviada está la enferma con las vecinas. ¡Son tan torpes y tan descuidadas...! Verá usted cómo trabucan las medicinas y le encajan una por otra». -«¡Oh!, no señora, no consiento que usted se moleste». -«Repito que me quedo, ¡vaya! Si no hay en ello mérito alguno, ni sacrificio. No me cuesta ningún trabajo estar en vela toda la noche. Y además, hija, hay que hacer algo por el prójimo. Velaremos, pues, y no me hable usted de gratitud que es ridículo hacer tanto aspaviento por lo que no vale tres cominos».
La viuda de Jáuregui no hacía gran
sacrificio,
Severiana explicó minuciosamente a la señora cuanto había que hacer, advirtiéndole que la llamase si ocurría algo extraordinario. Otra vecina se quedaba también, en calidad de ayudante. A las doce, Fortunata se retiró a su casa con su marido, que fue a buscarla. Cogiditos del brazo recorrieron el trayecto más tortuoso que largo que les separaba de su domicilio, hablando de alcoholismo y de beneficencia domiciliaria, y poniendo muy en duda que doña Lupe resistiese toda la noche sin dormirse, pues era persona que en dando las diez ya estaba haciendo cortesías aunque se encontrase en visita.
A la mañana siguiente, determinó la
esposa ir a enterarse de la noche toledana que habría pasado doña
Lupe, y Maximiliano no se opuso a ello. Cumplidas las sabias
órdenes que había dado la directora de la casa, Fortunata salió con
Papitos, y después de encaminarla a la compra, indicándole algunas
cosas que debía
«¡Bien por las valentías!... -le dijo Fortunata-. ¿Y qué tal se ha portado la enferma?».
-No me hables, hija; noche más perra no la he pasado en mi vida. No me ha dejado ni siquiera descabezar un sueño de diez minutos. La maldita parecía que lo hacía a propósito y por vengarse de lo muy derecha que la he obligado a andar cuando me corría mantones... Figúrate; en un puro delirio hasta que Dios amaneció. Juraría que todo el aguardiente que ha bebido en su vida se le subió a la cabeza esta noche. Ya se levantaba, ya se revolvía, echaba las piernazas fuera de la cama, y los brazos como aspas de molino... ¡Luego unas voces y unos berridos...! Ya sabes el diccionario que gasta... Y a lo mejor se quedaba como un gato que acecha, los ojos como ascuas, y hablando bajito, bajito, y señalando para la mesa en que está el altar y la lamparilla, decía: «Mírenlo, mírenlo; allí está». ¡A mí me daba un miedo...! Prefería oírla gritar... Créete que me horripilaba cuando le veía señalar a la luz y al altarito.
Doña Lupe empezó a tomar el chocolate
que le trajo doña Fuensanta, y a renglón seguido
«Y se ponía así: 'Allí está,
mírenlo... el
Doña Lupe hizo esfuerzos por atraer
hacia su paladar, con la lengua y con los rechupidos de sus labios,
lo que en el fondo del pocillo quedaba,
-Me lo figuraba -dijo Fortunata, y después le dio cuenta de lo que había dispuesto y de lo que le indicó a Papitos que comprase.
«¡Ay! Me parece que he estado un año fuera de mi casa. Me ocurría que no sabríais desenvolveros y que la mona se declararía en cantón, haciendo lo que le daba la gana. Ahora a casa, que es madre. Ya hemos cumplido. Claro que esto no es ninguna santidad extraordinaria, ni un caso de heroísmo; pero algo es algo...».
Vieron entonces que Guillermina pasaba en dirección al cuarto de Severiana, y doña Lupe corrió a recibir de su boca augusta los plácemes que merecía. «¡Oh, qué buena es usted! -le dijo la santa, estrechándole las manos-. ¡Quedarse aquí cuidando a esta pobre...! No, no diga usted que esto no vale nada. Vaya si vale. ¡Dejar las comodidades de su casa para velar a la cabecera de una infeliz...! Pues lo que yo sé es que no lo hacen todas... Dios se lo pagará. Más de agradecer es esto que los donativos que hacen otras... quedándose muy abrigaditas en sus camas... porque esta es la verdadera caridad que sale del corazón... En fin, veo que su modestia se ofende, amiga mía, y no quiero sacarle a usted los colores a la cara. Gracias, gracias».
Doña Lupe estaba muy satisfecha; pero sospechando que la fundadora iba a sacar el temido guante, se despidió con prisa. «Amiga de mi alma, la obligación me llama a mi choza...».
-Sí, sí -le dijo Guillermina-. La obligación antes que nada. Hasta luego.
Y llevando aparte a Fortunata en el corredor, su tía le dijo: «Tú te quedarás aquí un ratito; si hay petitorio, no quedaremos nosotras en mal lugar. Le dices que apunte un duro por ti y otro por mí. Es bastante. Bien debe saber que no somos potentadas. No me gustan guantes; pero sé cumplir en todas las circunstancias y no hacer un mal papel. Un duro por ti y otro por mí; no lo olvides. No digas si podemos o no podemos más. Tú lo sueltas seco, sin achicarte ni engrandecerte; que ella, aunque se le dé un ochavo, siempre da las gracias con la misma boquita de merengue. Vaya... Mentira me parece que he de verme en mis cuatro paredes...».
-V-
Cuando Fortunata, después de un ratito
de palique con la comandanta, penetró en la otra casa, vio cosas
que la pasmaron. Guillermina, dejando su mantilla y su libro de
misa sobre el sofá, desempeñaba junto a Mauricia las obligaciones
más penosas del arte de cuidar enfermos, acometiendo con actividad
maquinal las
Apenas hubo cogido Fortunata la escoba, entró Severiana, y que quieras que no, se la quitó de las manos. «No faltaba más... señorita. Se va usted a poner perdida...».
-Por Dios, déjeme usted que la ayude. ¿Quiere que le haga el almuerzo a su marido?
-¡Qué cosas tiene...!
-¡Ay qué gracia!... ¿Cree usted que no sé?... La tortillita en la fiambrera, y el pan abierto con la sardina dentro. Si he hecho yo en mi vida más almuerzos de obreros que pelos tengo en la cabeza...
-Hemos encendido la lumbre en la casa de la vecina. Allá está doña Fuensanta; pero va a salir a la compra, y si usted hiciera el favor...
Fortunata no necesitó más, y fue a la
otra casa, donde encontró a la comandanta muy afanada, porque no
era un almuerzo, sino tres los que tenía que preparar, el de Juan
Antonio y el de dos obreros más, cuyas respectivas mujeres se
habían ido ya para la fábrica, dejándole aquel encargo. «Váyase
usted a la compra -le dijo-, que de las tortillas se encarga una
servidora...». Mucho agradeció esto doña Fuensanta, y poniéndose su
toquilla encarnada, quedándose con la bata de tartán y las gruesas
zapatillas de orillo, cogió el cesto y el portamonedas y fue a
pedir órdenes a Severiana, que estaba en la sala, dentro de una
nube de polvo. «Tráigame usted un codillo como el del otro día,
para ponerlo en sal... un cuarterón de agujas cortas... Tocino hay
en casa... ¡Ah!, no olvide las zanahorias, ni el cuarto de
gallina... Si trae para usted sesada de carnero, cómpreme otra a
mí...
Salió la viuda del comandante renqueando por aquellas escaleras abajo, y a poco partieron Juan Antonio y los otros dos obreros con sus saquitos de comida en la mano. La señora de Rubín había desempeñado su cometido con tanta presteza como acierto, y mientras se lavaba las manos, dejose llevar por su vagabundo pensamiento a un orden de ideas que no era nuevo en ella. «¡Si es lo que a mí me gusta, ser obrera, mujer de un trabajador honradote que me quiera...! No le des vueltas, chica; pueblo naciste y pueblo serás toda tu vida. La cabra tira al monte, y se te despega el señorío, créetelo, se te despega...».
Cuando pasó a decir a Severiana que
estaba servida, esta había concluido de limpiar la sala. Como había
tan mal olor allí, trajeron una paletada de carbones encendidos, y
echando un puñado de espliego, la pasearon por toda la casa, desde
el pasillo hasta la cocina. Después del zahumerio, Fortunata entró a ver a Mauricia, a quien encontró muy
mal, en un estado de decaimiento y postración muy visibles. El
médico, que llegó entonces, la examinó detenidamente, observando
hinchazón en las piernas y en el vientre. La parálisis agitante
crecía de una manera aterradora. Antes de partir, el doctor habló
con Guillermina en la sala, diciéndole
«¡Jesús, esa mona otra vez...!, yo me voy».
Jacinta y Guillermina hablaron un momento con el médico, que se despidió luego. «Entraré un ratito a verla -dijo la Delfina a su amiga, sentándose en el sofá-. ¿Va usted a estar aquí mucho tiempo?».
-Tengo que pasar al otro corredor a ver al zapatero... Pobre hombre, no ha querido ir al hospital. Yo no había visto nunca un caso de hidropesía semejante. La barriga de ese infeliz era anoche como un tonel... Y ya le han dado tres barrenos; pero el de ayer con tan mala fortuna, que no le sacaron más que medio litro, y dicen que tiene en aquel cuerpo la friolera de catorce litros... ¡Qué humanidad, Dios mío!
Fortunata pasó a la otra sala, y a
poco volvió diciendo que Mauricia dormía profundamente. La
fundadora hizo entonces una observación humorística. Dirigiéndose a
las dos, les dijo: «¿Oyen ustedes ese trombón que toca la marcha
real?». En efecto, se oía bien clara, aunque lejana, la marcha real
tocada con verdadero frenesí por Leopardi, que en la repetición le
ponía un lujo escandaloso de mordentes y apoyaturas.
-No sé, no sé -dijo la señora de Santa Cruz, procurando recordar...- me parece.
-Si no -manifestó prontamente la de Rubín-, yo traeré unos del mío...
-Dios se lo pagará a usted... porque verdaderamente parte el corazón ver a ese pobre hombre, en este tiempo, con unos calzones de hilo, de los que traen los soldados de Cuba...
Salió Guillermina para ir al almacén de maderas de la Ronda, y Jacinta la acompañó hasta el corredor. Sentose Fortunata en el sofá, creyendo que las dos se marchaban. Pero la de Santa Cruz, después de hablar con su amiga de varias cosas, le dijo: «Aquí la espero a usted. Lleve mi coche, y luego me recogerá y nos iremos juntas». Entró inmediatamente, sentándose también en el sofá.
¡Ponerse a su lado! ¡No conocerle en
la cara que las dos no podían estar juntas en parte alguna!...
Jacinta la miró. Ya el día anterior había despertado su curiosidad hermosura tan expresiva. Y cuando sus ojos se encontraban con el rayo de aquellos ojos negros, sentía una impresión no muy grata, al modo de esos presentimientos inseguros que son, no como el contacto de un objeto, sino como la sensación del aire que hace el objeto al pasar rápidamente.
«Según ha dicho el médico -indicó la Delfina decidida a pegar la hebra-, la pobre Mauricia no saldrá de esta».
-No saldrá la pobre -opinó Fortunata algo cortada, porque le asaltaba la idea de que su lenguaje no sería bastante fino.
-Si sigue así, traeré esta tarde a la niña, para que la vea... De todos modos, debo traerla ¿no le parece a usted?
-Sí, tráigala.
Jacinta sabía que aquella desconocida
no era soltera, porque había ofrecido unos pantalones
-No señora -replicó la de Rubín con alguna sequedad.
-Yo tampoco. Pero me gustan tanto los niños, que tengo verdadera manía por ellos, y los ajenos me parece que deberían ser míos... y, créalo usted, no tendría escrúpulo de conciencia en robar uno, si pudiera...
-Pues yo también, si pudiera... -declaró Fortunata, que no quería ser menos que su rival en aquello de la manía materna.
-¿Pero es que se le han muerto a usted, o que no los ha tenido?
-Tuve uno, sí señora... va para cuatro años...
-¿Y en cuatro años no ha tenido usted más que uno? ¿Qué tiempo lleva usted de matrimonio? Perdone mi indiscreción.
-¿Yo?... -murmuró la otra vacilando-. Cinco años. Yo me casé antes que usted...
-¡Antes que yo!
-Sí, señora... pues decía que tuve un niño y se me murió, sí señora, y si me viviera, le digo a usted que...
Como advirtiera la dama en los ojos de su interlocutora una lucidez y movilidad singularísimas, sospechó si aquella mujer padecería enajenación mental. Su tono y su mirar eran muy extraños, impropios del lugar y de la sosegada conversación que ambas sostenían. «A esta mujer hay que dejarla -pensó Jacinta-; me callaré».
Guardaron silencio un rato mirando al
suelo. Jacinta no pensaba en nada importante; Fortunata sí, y por
la mente le pasó toda su historia como envuelta en una nube de
fuego. Se le vinieron a la boca palabras duras para increpar a
aquella
En esto
En esto vio que
Jacinta se quedó sin habla... después lanzó un ¡ay! agudísimo, como la persona que recibe la picada de una víbora. En tanto Fortunata movía la cabeza afirmativamente con insolente dureza, repitiendo: «Soy... soy... soy la...». Pero tan sofocada estaba, que no articuló las últimas palabras. La Delfina bajó los ojos, y dando un tirón se soltó. Quiso decir algo, no pudo. La otra se apartó, echando llamas de sus ojos y resoplidos de su pecho, y andando hacia atrás siguió diciendo, sin que las palabras llegaran a articularse: «Te cojo y te revuelco... porque si yo estuviera donde tú estás, sería...». Aquí recobró el aliento, y pudo decir: «¡Mejor que tú, mejor que tú...!».
La de Santa Cruz recobró la serenidad, y entrando en la sala, volvió a ponerse en el sofá. Su actitud revelaba tanta dignidad como inocencia. Era la agredida, y no sólo podía serenarse más pronto, sino responder a la ofensa con desdén soberano y aun con el perdón mismo. La otra sintió, por el contrario, tremendo peso dentro de sí. ¡Ay, su acción descompuesta y brutal le gravitó en el alma como si la casa se le hubiera desplomado encima! No tuvo ánimo para entrar también; tembló de pensar lo que diría Severiana si se enteraba; pues ¿y doña Guillermina?... Refugiose en el cuarto de la comandanta, donde había dejado velo y manguito. La cobardía que sintió impulsábala a correr hacia la calle. Huir, sí, y no volver a poner los pies en aquella casa ni en parte alguna donde pudiera tener tales encuentros... Salió sin hacer ruido, deslizándose, y al pasar frente a la puerta, miró y la vio allá dentro, al extremo del largo pasillo, que parecía un anteojo. La veía de perfil, la mano en la mejilla, muy pensativa, y Jacinta no la veía a ella. Bajó y se puso en la calle, acordándose de una de las principales recomendaciones que le había hecho Feijoo: «No descomponerse nunca». Pues bien se había descompuesto aquel día... «Pero verdaderamente -discurrió tratando de serenarse-. Yo ¿qué le he hecho?, nada... Únicamente decirle quién soy, para que me conozca...».
¡Cosa extraña!, le entraron ganas de esperar para verla salir. Púsose de centinela en la calle del Bastero, y cinco minutos después vio a la fundadora entrar en la casa. «Han de subir por la calle de Toledo -pensó-; desde allí las veré sin que me vean. Siguió a la calle de Toledo, poniéndose en acecho en la acera de enfrente, junto a la puerta de una taberna. Al cabo de un cuarto de hora, apareció por la boca-calle la berlina con las dos damas. «Hablan de mí, y le está contando cómo pasó el lance... me imita, remedando mi movimiento, cuando la cogí por los brazos... ¿Qué dirán, Dios mío, qué dirán? Me parece oírlas... Que soy un trasto y que me debían mandar a presidio».
-VI-
Cuando subía la escalera de su casa,
se iniciaba en la conciencia de la joven una reprobación clara de
lo que había hecho. «...Hubiera sido mucho mejor -pensó deteniendo
el paso y tardando un minuto de escalón a escalón-, decirle aquello
de
Al entrar en la casa, halló a doña Lupe muy incomodada con Papitos, sobre cuya inocente cabeza descargaba el mal humor que la noche en vela le produjo. Cuanto se había hecho en su ausencia le parecía mal, dejándose decir que ni tan siquiera para una obra de caridad podía salir de casa, pues en cuanto volvía la espalda, era todo un desbarajuste. Fortunata comprendió que también quería meterse con ella; mas no teniendo ganas de reñir, dejaba sin contestación sus refunfuños. «Mira que es pifia mandar traer esta babilla y esta falda que no sirve ni para el gato. Tienes la cabeza llena de viento. Nada, en cuanto yo me descuido, ya no das pie con bola».
Fortunata empezaba a sentirse mal. Tenía escalofríos, dolor de cabeza y ganas de bostezar a cada momento. Conociole doña Lupe en la cara la desazón, y le preguntó con gran interés: «¿Tienes ascos, mareos...?».
-No sé lo que tengo; pero me acostaría de buena gana.
Doña Lupe, al irse a la cocina, iba
pensando que aquellos síntomas podrían anunciar tal vez la probable
reproducción del tipo de Rubín en la especie humana; pero bien
sabía la otra que no era nada de esto, y sin más explicaciones
echose, bien envuelta en una manta, en el sofá de su cuarto.
Después que se le aplacara el frío, sintió somnolencia, que la
llevó a un delirio
Después de esto, tornó a ver con
claridad las cosas, y dejando vagar sus miradas por la habitación
solitaria y semioscura, pensaba en lo mismo, pero apreciando mejor
la realidad de
El pensamiento, recorriendo todas las caras del tema, iba de las cosas más sutiles a las más triviales. «Me tengo que hacer una falda enteramente igual a la que llevaba ella... lo mismito, con aquel tableado; y si encontrara tela igual... La verdad es que tiene la mona un aire de señorío y de... de... ¿de qué?, de majestad, sí... ¡Bah!, esto es idea, idea nada más de los que la miran, porque con aquello de que es ángel... A saber si lo es realmente, que las apariencias engañan...».
Sacola de esta cavilación doña Lupe, que entró con pisadas de gato, y le dijo que era preciso tomara algo. Negose Fortunata a comer cosa alguna, y dijo que lo único que apetecía era una naranja para chuparla. «¿Antojitos ya?» murmuró la tía sonriendo, y mandó a Papitos por la naranja.
Mientras la chupaba, haciéndole un
agujerito y apretándola como aprietan los chicos la teta, a la
señora de Rubín le pasó por el cerebro otra ráfaga de aquel furor
que determinó el acto de la mañana: «Tu marido es mío y te lo
Quedose dormida, dejando caer al suelo la naranja. Despertó al sentir sobre su frente la mano de su amante esposo, que había subido a comer, y enterado de que estaba indispuesta, se asustó mucho, Doña Lupe quiso hacerle concebir esperanzas de sucesión; pero él, moviendo la cabeza con expresión escéptica y desconsolada, entró en la alcoba y le palpó la frente a su mujer.
«Hija de mi vida, ¿qué tienes?».
Al oír esta terneza y al ver delante la figura de Maxi, Fortunata sintió fuerte sacudida en su interior. Como una neurosis constitutiva de esas que se manifiestan de repente, cuando menos se las espera, así se presentó en el alma de la joven, a golpe, y a manera de explosión de pólvora, la aversión que su marido le había inspirado en otro tiempo. Lo primero que pensó fue cómo había retoñado tan de repente la infame planta del odio que ella creía seca y muerta, o al menos moribunda. Le miraba, y mientras más le miraba, peor... Se volvió del otro lado respondiendo con sequedad: «Nada».
-¿Sabes lo que dice la tía?... oye...
La opinión de la tía aumentaba la malquerencia de la sobrina y el vivo deseo de perder de vista a su marido. Cerrando los ojos, invocó a Dios y a la Virgen, de quien esperaba auxilio para poder curarse de aquella insana antipatía; pero ni por esas... «Si no le puedo ver; ¡si me iría al fin del mundo por no verle...! ¡Y yo creí que le iba tomando cariño! ¡Buen cariño nos dé Dios! Ni sé yo en qué estaba pensando Feijoo... Tonto él, y yo más tonta en hacerle caso».
Maxi, al tomarle el pulso, echó por aquella boca una retahíla de frases de medicina, concluyendo por decir: «Subiré esta noche un antiespasmódico, jarabe de azahar con bromuro, y quizás, quizás unas pildoritas de sulfato de quinina. Hay fiebre, aunque poca. Principio de un fuerte catarro. Tú te has enfriado en aquella maldita casa de corredor... o te habrás atufado con algún brasero».
Fortunata pensó que, en efecto, se
había atufado, pero no con brasero. Cediendo a los ruegos de su
marido y de doña Lupe, se acostó, y a prima noche estaba más
tranquila, desvelada, sin ningún apetito, oyendo con desagrado el
ruido de los platos y cucharas que del comedor venía a la hora de
cenar. Nicolás hablaba por los codos. «Mejor es que no tomes nada,
si no tienes gana -le dijo Maxi, que entró
Maximiliano se desnudaba para
acostarse. Al quitarse el chaleco, salían de las boca-mangas los
hombros, como alones de un ave flaca que no tiene nada que comer.
Luego, los pantalones echaron de sí aquellas piernas como bastones
que se desenfundan. Todas sus coyunturas funcionaban con trabajo,
cual si estuvieran mohosas, y el pelo se le había hecho tan ralo,
que su cabeza ofrecía una de esas calvas sin dignidad que suelen
verse en jóvenes de poca y mala sangre. Al meterse en la cama y
estirar los huesos, exhalaba un
A la madrugada abrió los ojos. La
alcoba estaba en completa oscuridad. Oyó la respiración de su
marido, áspera a ratos, a ratos silbante y con diversos flauteados,
como si el aire encontrase en aquel pecho obstrucciones gelatinosas
y lengüetas metálicas. Incorporose Fortunata, cediendo a un
movimiento interior cuyo impulso inicial se determinó cuando estaba
dormida. Lo que pensaba entonces era por demás peregrino. El
disparate que se le había ocurrido, porque disparate era y de los
gordos, fue que debía echarse del lecho muy callandito, buscar a
tientas su ropa, vestirse... ir hacia la percha, coger su bata y
ponérsela. El mantón, ¿dónde estaba? No pudo recordarlo; pero lo
buscaría, a tientas también; y una vez hallado, saldría de la
alcoba, cogería el llavín que estaba colgado de un clavo en el
recibimiento, y ¡aire!... ¡a la calle! La idea de la evasión estuvo
flameando un rato sobre sus sesos, como una luz de alcohol, sin que
pudiera entender cómo se había encendido semejante idea. En el
bolsillo de la bata tenía medio duro, una peseta, y algunos
cuartos, la vuelta del duro que dio a Papitos para que le
trajera... no recordaba qué. Pues con aquel dinero tenía bastante.
¿Para qué más? ¿Y a dónde iría? A una casa de huéspedes. No... a
casa de D. Evaristo... No, porque D. Evaristo la reñiría. Esta idea
de que la reñiría su
Y se volvió a acostar. Maximiliano, al revolverse, le dio un encontronazo con un omoplato. «¡Ay!, me ha hecho ver las estrellas» dijo para sí Fortunata, recogiéndose más en su lado.
«¿Duermes, vidita?» murmuró el otro despertándose, y rechupando luego como si tuviera una pastilla en la boca.
Pero sin oír la respuesta, se volvió a dormir.
-VII-
Al día siguiente Fortunata se sentía
mejor; pero aún estaba en la cama cuando su marido, después de dar
una vuelta por la botica, subió a verla. «¿Qué tal? -le dijo
inclinándose sobre ella y besándola en frente-. Te puedes levantar.
Fortunata le miraba y sentía una lástima profunda. Quizás esta lástima refrescaba el cariño fraternal que había empezado a marchitarse. Pero no estaba muy segura de esto, y cuando le vio salir, pensaba que si aquella planta raquítica del cariño se agostaba, debía hacer ella esfuerzos colosales por impedirlo.
Poco después, hallándose en el
gabinete sentada junto al balcón, por donde entraba el sol, sintió
en los pasillos ruidos de voces que al pronto no se podía saber si
eran de gozo o de ira. Pero ni tuvo tiempo de asustarse porque
«Denme todos la enhorabuena... Ya... al fin... No ha sido favor, sino justicia. Pero estoy muy agradecido a las personas que...».
-¡Gracias a Dios! Ya tenemos a Periquito hecho fraile -dijo doña Lupe, que después de haber recibido el estrujón en el pasillo, entraba tras él, radiante de dicha, porque se le quitaba de encima aquella fiera boca-. ¿Y de dónde?
-De Orihuela, tía -replicó el clérigo frotándose las manos-. Mala catedral; pero ya veremos si sale una permuta.
-Canónigo te vean mis ojos, que Papa como tenerlo en la mano.
-¡Cuánto me alegro! -dijo Fortunata por decir algo, y miró a la calle al través de los cristales, temiendo que le leyeran en la cara los pensamientos que la canonjía de su cuñado le sugería.
«¡Lo que es el mundo! -pensaba-. Razón tenía D. Evaristo. Hay dos sociedades, la que se ve y la que está escondida. Si no hubiera sido por mi maldad, ¡cuándo habría sido canónigo este tonto de capirote, ordinario y hediondo! ¡Y él tan satisfecho!».
-Me voy mañana mismo a que me den la
colación... Pero antes convido a todo el mundo. Juan Pablo no lo
sabe todavía. ¡Que rabie!...
-Para, hijo, para -dijo doña Lupe amoscándose-, que para esas convidadas no te va a bastar el sueldo de un año; y si piensas que yo cargo con el mochuelo de los gastos, te equivocas...
Nicolás se calmó luego, tomando el
tono que cuadra a un sacerdote y con el cual sabía él muy bien
rectificar la descompostura que le producían la ira o el contento.
«Nada, yo estoy satisfecho, y aunque creo que me lo merezco por mis
estudios y por los servicios que he prestado en el confesonario, no
he de tener orgullo; y desde ahora lo digo, me he de llevar bien
con mis compañeros de cabildo... esta es la cosa. A mí me gusta la
paz y concordia entre príncipes cristianos. Una vida descansada, mi
misita por las mañanas con la fresca, mi corito
Cuando estaban almorzando, Fortunata no podía alejar de sí este comentario: «Si fue un bien que me adecentaras, estúpido, ya te lo he pagado y no te debo nada».
«Yo tengo que ir al Monte -le dijo más tarde doña Lupe-, que hoy empiezan las subastas. Ten cuidado con Papitos, que estos días anda muy salida. Tú la echas a perder con tus benevolencias. Date una vuelta por la cocina y no le quites ojo. Hazle que ponga el bacalao de remojo o ponlo tú. Y que cuando yo venga esté lavada toda la ropa».
Quedose sola Fortunata con la
chiquilla; pero no pudo vigilarla, porque toda la tarde estuvieron
entrando visitas. Primero fue doña Casta Moreno, viuda de
Samaniego, con sus hijas, dos jóvenes muy bien educadas o que se lo
creían ellas. La mamá pertenecía a la familia de los Morenos, que
en el primer tercio del siglo se dividieron en dos grandes ramas,
los
Más cercano y claro era el parentesco
de Casta con Moreno-Isla, el cual, a pesar de ser
Jactábase doña Casta de haber educado
muy bien a sus dos hijas. La mayor, Aurora, guapetona, viuda de un
francés, era mujer de mucha disposición para el trabajo. Había
vivido algún tiempo en Francia, dirigiendo un gran establecimiento
de ropa blanca, y tenía hábitos independientes y mucho tino
mercantil. La segunda, Olimpia, había estado asistiendo al
Conservatorio siete años seguidos, y obtenido
Fortunata simpatizaba mucho con Aurora y muy poco con la mamá y con Olimpia. Temía que se burlasen de ella, por su falta de educación, y que la estimaran en poco, sabedoras de su pasado. Reconociendo que le eran las tres muy superiores por la crianza y el acertado empleo de palabras finas, a veces quedábase a oscuras de lo que hablaban, y sólo asentía con movimientos de cabeza. Siempre era de la opinión de ellas, pues aunque pensara de distinta manera, no se atrevía a expresar su disentimiento. Aquella tarde, por causa de su situación de espíritu, estaba la de Rubín más cohibida que nunca y deseando que se marchasen. Pero desgraciadamente nunca estuvo doña Casta más habladora. Sentía mucho no encontrar a Lupe, pues deseaba comunicarle noticias de la mayor trascendencia. Aurora iba a ponerse al frente de un establecimiento de ropa blanca, montado a estilo de los mejores que hay en París y Londres. ¿Qué tal?
Esforzábase la mujer de Maxi en
disimular
-¡Pero qué me importarán a mí todas estas cosas! -pensaba Fortunata, que ya no podía sostener más tiempo el papel, ni sabía de dónde sacar los monosílabos y las sonrisas.
Por fin quiso Dios misericordioso que
«¿Doña Lupe...?».
-No hay nadie -dijo ella, lo que significaba: estoy sola, puede usted hablar con libertad.
-¡Ah!, sola... ¿y qué tal...? Me dijeron que estabas... que estaba usted algo mala...
Después de decirle que su enfermedad
no había sido nada, la chulita se sentó junto a él, haciendo
propósito de contarle la verdadera dolencia que sufría, que era
puramente moral, y con los más graves caracteres. Pensaba preguntar
a su sabio amigo y maestro, por qué todo aquel desorden se había
manifestado a consecuencia de las breves palabras que cruzó con
Jacinta. ¿Qué relación tenía aquella mujer con su conducta y con
sus sentimientos? Sobre esto le diría algo sustancioso aquel sagaz
conocedor del corazón humano y del mundo, porque ella se devanaba
los sesos y no podía dar con la razón de que
Lo difícil era explicar esto de modo que el amigo Feijoo lo entendiese, porque ya se sabe que no se daba buena mano para encontrar las palabras que en el lenguaje corriente expresan las cosas espirituales y enrevesadas.
-VIII-
Lo peor del caso fue que aún no había
empezado la consulta cuando entró doña Lupe, quien invitó al Sr. de
Feijoo a tomar chocolate. No se hizo de rogar el buen caballero, y
la misma viuda de Jáuregui se lo sirvió. Mientras lo tomaba,
hablaron de las visitas que tía y sobrina hacían a la calle de Mira
el Río. «Yo -declaraba doña Lupe-, reconozco que no tengo valor ni
estómago para practicar la caridad en ese grado. Admiro mucho a
Aquella noche notó Fortunata en su
marido algo que la puso en cuidado. Durante la comida no había
dicho una palabra; tenía el color arrebatado, estaba muy inquieto,
dando a cada instante suspiros hondísimos. Cuando subió a acostarse
no tenía ya el rostro encendido, sino de color de cola. «¿Tienes
jaqueca?» le preguntó su mujer, viéndole desplomarse en una silla y
apoyar la cabeza en las manos. Contestó Maxi que no, que la cabeza
no le dolía nada, y que lo que le aterraba era sentir
«Hace poco -dijo con desaliento
amargo-, perdí la memoria de tal modo... que... no sabía cómo te
llamas tú. Venía subiendo la escalera, y me entró tal rabia, que me
pregunté a gritos: '¿Pero cómo se llama, cómo se llama?...'. Me
acordé al entrar en la casa. Hoy estaba haciendo una medicina para
un enfermo de los ojos, y en vez del sulfato de
Diciendo esto la miraba de hito en hito, y Fortunata no sabía disimular bien el terror que aquellos ojos le causaban.
«Figúrate que a ratos me siento tan estúpido, pero tan estúpido, que creo tener por cabeza un pedazo de granito. No salta aquí una idea aunque me dé con un martillo. Y otros ratos parece que me vuelvo el hombre de más seso del mundo, ¡y se me ocurren unas cosas...! De tan sublimes que son no las puedo expresar; me tiembla la lengua, me la muerdo y escupo sangre... Después me quedo como el que sale de un desmayo».
-Acuéstate y descansa -le propuso su mujer compadecida y asustada-. Eso no es más que cansancio de tanto discurrir.
Maximiliano empezó a desnudarse, deteniéndose a cada momento.
«En cuanto muevo un brazo -decía con terror-, me aumentan de tal modo las palpitaciones que no puedo respirar. Ballester dice que es nervioso, una hiperquinesia del corazón, producida por la dispepsia... gases... Pero yo digo que no, que no, que esto es más grave. Es la aorta... Yo tengo una aneurisma, y el mejor día, plaf... revienta...».
-No seas aprensivo... Si no leyeras librotes de Medicina no se te ocurrirían esos disparates -opinó ella sacándole los pantalones.
Quedose con las piernas tiesas, en calzoncillos, esperando a que su mujer le quitara también las botas. «Dios te lo pague, hija de mi vida. Ayúdame, que bien lo necesita tu pobre marido. Estoy lucido, como hay Dios».
Fortunata le cogió gallardamente en brazos y le metió en la cama. Aún podía ella más. Ambos se reían; pero después de la risa, Maximiliano dio un suspiro, diciendo con la tristeza mayor del mundo:
«¡Qué fuerza tienes!... ¡Y yo qué débil! ¡Y a este llaman sexo fuerte! ¡Valiente sexo el mío!».
«Duérmete y no pienses en tonterías» indicó ella que, movida de piedad, creyó oportuno y caritativo hacerle algunas caricias.
-Si no fuera por ti -dijo él, como un
niño mimoso-, no se me importaría que la vida se
Acostose también ella, y estuvo
dándole conversación hasta que le entró sueño. ¡Pobre chico! La
lástima que Fortunata sentía, apagaba en su espíritu la aversión, o
al menos la escondía, como en un repliegue, no permitiéndole
manifestarse. Y la compasión hacía que brotaran en su voluntad
aquellos deseos de virtud sublime que a ratos surgían como flor de
un minuto, criada por la emulación. La emulación o la manía
imitativa eran lo que determinaba la idea de que si su marido se
ponía muy malo, muy malo, ella sería la maravilla del mundo por el
esmero en asistirle y cuidarle. Mas para que el triunfo fuese
completo era menester que a Maxi le entrase una enfermedad
asquerosa, repugnante y pestífera, de esas que ahuyentan hasta a
los más allegados. Ella, entonces, daría pruebas de ser tan ángel
como otra cualquiera, y tendría alma, paciencia, valor y estómago
para todo. «Y entonces vería
Maximiliano la distrajo de esta meditación, dando quejidos profundos. Ya conocía aquello su mujer y sabía el remedio, que era volverlo suavemente del otro lado...
«¡Qué sueño! -murmuró Maxi medio despierto-. Soñaba que te habías marchado... y yo te había cogido de un pie, y tú tirabas, y yo tiraba más, y tirando se me rompía la bolsa del aneurisma, y todo el cuarto se llenaba de sangre, todo el cuarto, hasta el techo...».
Le arrulló para que se durmiera, y ella se durmió también. Levantose temprano porque tenía que trabajar. Después de las nueve, cuando entró en la alcoba a ver si a su marido se le ofrecía alguna cosa, este se estaba vistiendo, y en una disposición de ánimo muy distinta de la que tuviera la noche anterior. No sólo parecía recobrado de su debilidad, sino que estaba inquieto, ágil y como si acabara de tomar un excitante muy enérgico. En cuanto entró su mujer, se fue derecho a ella, abotonándose el cuello de la camisa, y en tono de acritud le dijo:
«Oye... estaba deseando que vinieras para decirte que esas visitas del señor de Feijoo me cargan. Anoche te lo iba a decir y se me olvidó... Ya lo sabes... Sé que ayer tarde estuvo aquí otra vez y le dieron chocolate con mojicón. Me lo contó mi hermano Juan, que pasaba por la calle cuando él salía, y hablaron».
Fortunata estaba pasmada de aquel
exabrupto, y más aún del tono. Por las mañanas, solía estar
Maximiliano algo regañón y displicente; pero nunca como aquel día.
Volviéndose hacia el espejo para ponerse la corbata, prosiguió
En el espejo pudo ver Fortunata la
cara pálida y contraída de Maxi, cuya susceptibilidad nerviosa se
manifestaba en un movimiento vibratorio de cabeza, la cual parecía
querer arrancarse por sí misma del tronco. Disculpose ella como
pudo; pero él, en vez de calmarse, siguió quejándose de que le
mortificaban adrede, de que se proponían acabar con él. La esposa
callaba, sospechando que su marido no tenía la cabeza buena, y que
sería peor llevarle la contraria. Desde entonces pudo observar que
por las mañanas se repetía en Maxi la misma excitación, y la
terquedad de que todas las personas de la familia se confabulaban
contra él para atormentarle. Unas veces tomaba pie de alguna falta
advertida en la ropa, botón caído, ojal roto, o cosa semejante.
Otras, era que le ponían un chocolate muy malo para que
reventara... ¡como que le querían envenenar...!, o bien que dejaban
los balcones y las puertas abiertas para que entrase un aire colado
y le partiese. Estas manías iban de mal en peor, poniendo a doña
Lupe de un humor acerbísimo y haciéndole presagiar alguna
desgracia. Llegó día en que Maxi se expresaba con una violencia muy
opuesta
Por las noches el lobo se trocaba en cordero. Creeríase que la fuerte inervación de la mañana se iba gastando con los actos y movimientos de la persona en el curso del día, y que esta llegaba a la noche en el estado contrario, exhausta como el que ha trabajado mucho. Ya Fortunata se había acostumbrado a este tira y afloja, y ninguna de las extravagancias de su marido la cogía por sorpresa. Por las mañanas lo mejor era no hacerle caso, aparentando sumisión a sus exigencias; por las noches no había más remedio que halagarle y mimarle un poco; que otra cosa habría sido cruel.
Diferentes veces, en las intimidades
con su cara mitad, Maximiliano había expresado esas tristezas tan
comunes en los matrimonios que no tienen hijos. Fortunata no
gustaba de este tópico; pero no tenía más remedio que aceptarlo.
Una noche lo acogió con verdadero entusiasmo, porque llevaba a él
una felicísima idea que aquel día había tenido. «Mira tú -dijo a su
esposo-; si Dios no quiere darnos una criatura, él se sabrá por qué
lo hace. Pero podemos adoptar uno, buscar un huerfanito y
traérnosle a
A Maximiliano le pareció bien la idea; pero doña Lupe, aunque no la contradijo abiertamente, no pareció entusiasmarse con ella. Los chiquillos ensucian la casa, todo lo revuelven y enredan, y dan enormes disgustos con sus enfermedades y travesuras. Aunque expuso estas ideas con mucha discreción, Fortunata se entristeció, porque se le había metido en la cabeza desde la noche antes aquel tema de recoger un niño huérfano, y encariñada con ella, le costaba mucho trabajo desecharla. ¡Manía de imitación!
-IX-
Doña Lupe la invitó, dos días después de la tarde del choque con Jacinta, a volver a visitar a Mauricia. ¡Qué diría doña Guillermina si no volvían! Negose Fortunata no sé con qué pretexto, a ir allá, y fue sola doña Lupe. Era el día de San Isidro y no había ventas en el Monte de Piedad. A eso de las diez regresó muy afectada, y entrando en el gabinete donde su sobrina estaba cosiendo, le dijo: «Hija, rézale un Padre nuestro a la pobre Mauricia».
-¡Se ha muerto! -exclamó Fortunata sintiendo una fuerte sacudida en su alma.
-Sí, a las diez y media. Parecía que
estaba esperando a que llegara yo para morirse... ¡pobrecilla!
Vengo horrorizada. Si yo lo sé, no parezco por allá. Estos cuadros
no son para mí. Cuando llegué estaba en su sano juicio. ¡Preguntome
por ti con un interés...! Dijo que te quería más que a nadie, y que
en cuantito que entrara en el Cielo, le iba a pedir al Señor que te
hiciera feliz. Yo, francamente, al oír esto, vi que estaba fatal, y
Severiana me dijo que anoche creyeron por dos o tres veces que se
les quedaba en las manos. Le dieron congojas tan fuertes, que se le
acababa la respiración... Noté también que su voz parecía salir del
hueco de un cántaro muy hondo, y sonaba como lejos... La cara la
tenía muy arrebatada, y los ojos hundidos, pero muy brillantes.
Guillermina estaba sentada a su cabecera, y a cada rato le daba
abrazos y besos, diciéndole que pensara en Dios, que padeció tanto
por salvarnos a nosotros... De repente, se descompuso, hija; ¡pero
de qué manera... se quedó amoratada, empezó a dar manotazos y a
echar por aquella boca unas flores, ¡unas berzas...! Era un horror.
En esto llegó el Padre Nones, a quien Guillermina había mandado
llamar para que la auxiliase; pero todo inútil. Ni la pobre enferma
podía oír lo que le decían, ni estaba su cabeza
«Pero Guillermina... ¡Qué mujer esa!
-prosiguió la de Jáuregui, después de una triste pausa, poniendo
los ojos en blanco-. ¿Creerás que la amortajó con sus propias
manos? No haría más si fuera su hija. Ella la lavó... ella la
vistió... ella le puso el hábito... y tan tranquila. Yo habría
querido ayudar; pero, francamente, no sirvo para esas cosas. Me
parecía natural el ofrecerme. Bien sabía yo que la santa no había
de ceder a nadie el llevar la batuta en aquella operación: lo ha
tomado por oficio. Pero me ofrecí, me ofrecí. Hay que estar en todo
y quedar siempre en buen lugar. Y créete que lo poco que hice tiene
mérito, porque en mí es un sacrificio cualquier niñería de este
género, mientras que en esa señora no lo es, por estar muy
acostumbrada a revolverse entre enfermos y difuntos, como las
hermanas de la caridad. Habías de verla. Y siempre con su carita
tan sonrosada,
-¡Ah!, sí -recordó Fortunata-. No crea usted que lo he olvidado. Ya los aparté. Son para un hombre que toca la corneta, el trombón o qué sé yo qué. Se los mandaremos a Severiana.
-Yo me encargo de eso -replicó doña Lupe, dando a entender que pensaba volver allá.
-No, los llevaré yo, bien envueltitos en un pañuelo -dijo la sobrina, a quien de súbito entraron ganas de ir a la casa mortuoria-. Llevaremos cada una nuestro duro, por si piden para el entierro.
-Eso no está mal pensado. Pero a quien hay que darlos es a Guillermina que es la que sabe agradecer. ¡Ah! Se me olvidaba decirte otra cosa. Me invitó a ir a visitar su asilo, mejor dicho, nos invitó a las dos. Iremos. Ese día estrenaré mi abrigo nuevo y tú la falda que te piensas hacer. Habrá que echarle algo en el cepillo; pero no importa. Otros petitorios me enfadan a mí; que a los cepillos no les temo.
Papitos entró, y su ama le dijo que
hiciera
A nada de esto atendía Fortunata, por tener el pensamiento enteramente ocupado con aquella idea de visitar el asilo de doña Guillermina. De allí sacaría el huerfanito que quería prohijar. Pues digo... si estaba todavía en el establecimiento aquel mismo nene que su tío Pepe Izquierdo quiso venderle a Jacinta, ¡qué ocasión, Cristo!, ¡qué golpe! Que vieran, sí, que vieran cómo también ella...
Pero pronto había de ocurrir algo que
desconcertó por completo el plan de adoptar un huerfanito. Al día
siguiente, resistiendo al empeño de Maxi que quería llevarlas a San
Isidro, fueron, como estaba concertado, a la calle de Mira el Río.
Temía Fortunata aquella visita por diferentes motivos, no siendo el
menor la pena que le causaría, ver los restos de Mauricia. Temerosa
y sobresaltada, quedose en la salita,
Cuando se fue la de Jáuregui, dejando
sola
Tocándole suavemente un brazo, le dijo: «Tengo que hablar con usted».
«¡Conmigo!...».
-Sí, con usted -y al decir esto le volvió a tocar. La impresión de este contacto corríale por el brazo arriba hasta llegar al corazón.
«Dos palabritas -añadió la santa; y luego se corrigió así-: Algunas más serán».
Advertía Fortunata en aquella cara cierta severidad: iba a decir algo; pero la otra no le dio tiempo, y tomándole el brazo, como se toma el de los hombres, le dijo:
«Venga usted por aquí. ¿Tiene prisa?».
-No señora...
-Yo no me había marchado por esperar a ver si usted venía. Anoche también la esperé a usted, y no quiso venir.
Condújola a la casa próxima, donde doña Fuensanta vivía, y entraron en una salita bastante desordenada, en la cual había más baúles que sillas, y dos cómodas. Guillermina cerró la puerta, e invitando a Fortunata a ocupar una silla, sentose ella en un cofre.
-X-
Fortunata no sabía qué decir, ni qué cara poner, ni para dónde mirar; tanto la asustaba y sobrecogía la presencia de la respetable dama y la presunción del grave negocio que en aquella conferencia se iba a tratar. Guillermina, que no gustaba de perder el tiempo, abordó al instante la cuestión de esta manera: «Yo tengo una amiga a quien quiero mucho... la quiero tanto que daría mi vida por ella; y esta amiga tiene un marido que... En una palabra, mi amiga ha padecido horriblemente con ciertas... tonterías de su esposo... el cual es una excelente persona también... entendámonos, y yo le quiero mucho... Pero en fin, los hombres...».
La señora de Rubín miraba los trastos que obstruían el cuarto. Sin duda buscaba algún mueble debajo del cual se pudiera meter.
«Vamos al caso -prosiguió la otra,
dando un castañetazo con los labios-. Yo soy muy clara en todas mis
cosas; no me gustan comedias. Me he comprometido a hablar con
usted.
-¡Claro!... -murmuró Fortunata sin enterarse del verdadero sentido de las palabras.
-Yo no tenía el gusto de conocer a usted... Le confieso que me quedé pasmada cuando mi amiguita me dijo ayer quién era usted. Ni remota sospecha tenía yo... ¡Si esto parece comedia! ¡Encontrarse aquí, en un acto de caridad dos personas tan... no se me ofenda si digo tan opuestas por sus antecedentes, por su manera de ser...! Y no quiero rebajar a nadie. Todo lo contrario: se me figura, no sé por qué... esto es cosa de presentimiento, de adivinación, de corazonada... se me figura que usted, si la sacuden bien, así como otros cuando los apalean sueltan bellotas, si la sacuden bien, digo, ha de dejar caer alguna flor.
Fortunata dijo que sí con la cabeza, y el dogal que en el cuello sentía empezó a aflojarse.
«Por esto apelo a su conciencia, y le pido que me declare, la mano puesta en el corazón, si esta temporada, en estos días, tiene algún trato con el esposo de mi amiga... Porque esta es la idea que se le ha metido ahora en la cabeza. Con que a ver, dígame usted si...».
-¡Yo! -exclamó Fortunata, que casi perdió el miedo con el empuje de la verdad que quería salir-. Yo... ¿ahora? ¿Está usted soñando? ¡Si hace un siglo que ni siquiera le he visto...!
-¿De veras? -preguntó la santa, guiñando los ojos. Aquel modo de mirar extraía la verdad como con tenazas; y ciertamente, la pecadora sentía que la mirada aquella la penetraba hasta lo más profundo, trincando todo lo que encontraba.
-¿Pero no lo cree?... ¿Pero lo duda?
-añadió; y olvidándose de los buenos modales, iba a hacer la cruz
con los dedos y a besárselos jurando
El deseo de ser creída resplandecía de
tal modo en sus ojos, que Guillermina no pudo menos de ver asomada
en ellos la conciencia. Pero como disimulaba esto, permaneciendo
fría y observadora, la otra se impacientaba y enardecía, no
sabiendo ya qué decir para convencerla. «¿Por qué quiere usted que
se lo jure?...
-No diga usted más -manifestó Guillermina con cierta solemnidad-. Me basta. Lo creo. Si usted me hubiera dicho lo contrario, yo le habría pedido que hiciese todo lo posible por devolver a esa pobrecilla la tranquilidad, eso es. Pero si no hay nada, me guardo mi súplica por ahora; únicamente me permito hacerla de un modo condicional, ¿qué le parece a usted?, mirando a lo futuro, y para el caso de que lo que ahora no sucede, sucediera mañana o pasado.
La señora de Rubín miraba al suelo. Tenía el pañuelo metido en el puño y este en la barba.
«Pero ahora -agregó la santa mujer-, se me ocurre hacer otra preguntita... Usted tenga mucha paciencia; buena jaqueca le ha caído encima. Vamos a ver: si ya no hay nada absolutamente entre usted y el marido de mi amiga, si todo pasó, ¿por qué guardamos ese rencor a una persona que no nos hace ningún daño?... ¿Por qué el otro día, ahí en ese pasillo, la trató usted de una manera tan descompuesta y le dijo... no sé qué? Francamente, hija, esto nos ha parecido muy extraño, porque usted es casada, y vive en paz con su marido, al menos así lo parece. Si aquellas diabluras se acabaron, ¿a qué venía maltratar de palabra y hasta de obra a la pobre Jacinta, cuando lo que procedía era pedirle perdón?».
-Eso fue que... -murmuró Fortunata, haciendo del pañuelo una perfecta pelota-, eso fue... pues fue que...
Y no había medio de pasar de aquí. Las
lágrimas salían a sus ojos, y el nudo de la garganta volvió a
apretársele de un modo horrible. En toda su vida, en tiempo alguno,
habíase visto la infeliz en trance semejante. La persona que
familiar y cariñosamente llamaban algunos la
«Es que usted, como si lo viera, conserva resentimientos y quizá pretensiones que son un gran pecado; es que usted no está curada de su enfermedad del ánimo; es que usted, si no tiene ahora trato con aquel sujeto, se halla dispuesta a volverlo a tener. Las cosas claritas».
Fortunata no contestó.
«¿He acertado? ¿He puesto el dedo en la parte más sensible de la llaga? Franqueza, señora mía; que esto no ha de salir de aquí. Yo me tomo estas libertades, porque sé que usted no se ha de enfadar. Bien sé que abuso y que me pongo insoportable y machacona; pero aguánteme usted por un momento; no hay más remedio... Con que a ver...».
Tampoco dijo nada. Por fin, desliando
el pañuelo y expresándose a tropezones, quiso escapar
-¿Y por qué no le pidió usted perdón?
-Digo que me pesó mucho.
-Estamos en ello... corriente... pero conteste claro, ¿por qué no le dio excusas?
-Porque me marché a mi casa.
-Bueno. ¿Y si ahora la viera usted?
Silencio completo. Guillermina no tuvo paciencia para esperar más la respuesta, y acalorándose expresó lo que sigue: «¿Pero usted no sabe que esa señora es mujer legítima... mujer legítima de aquel caballero? ¿Usted no sabe que Dios les casó y su unión es sagrada? ¿No sabe que es pecado, y pecado horrible, desear el hombre ajeno, y que la esposa ofendida tiene derecho a ponerle a usted las peras al cuarto, mientras que usted, con dos adulterios nada menos sobre su conciencia, la ofende con sólo mirarla? Pero vamos a ver, ¿usted qué se ha llegado a figurar, que estamos aquí entre salvajes y que cada cual puede hacer lo que le da la gana, y que no hay ley, ni religión, ni nada? Pues estaríamos lucidos con esas ideítas, sí señor... No extrañe usted que me enfade un poco, y dispense».
Fortunata estaba como si le hubieran
vaciado sobre el cráneo una cesta de piedras. Cada palabra de
Guillermina fue como un guijarro.
«Es que yo soy muy mala; no sabe usted lo mala que soy».
-Sí, sí; ya voy viendo que no somos una perfección -indicó la santa irguiéndose en el asiento como para mirarla más de lejos-. Cuando hay arrepentimiento el Señor perdona. ¡Pero usted, por lo visto, tiene una frescura para mirar estas cosas de la moral...!, frescura que no le envidio. Usted está casada: ya que la conciencia no le remuerde por un lado, ¿cómo no le escuece por el otro?
-Me casé sin saber lo que hacía.
-¡Qué angelito!... ¡sin saber lo que hacía! Pues qué, ¿casarse es un acto insignificante y maquinal como beber un buche de agua? ¿Puede alguien casarse sin saber que se casa?... Hija mía, ese argumento guárdelo usted para cuando hable con tontas, que conmigo no vale.
-Me casaron -agregó Fortunata, volviendo a hacer una pelota con el pañuelo- me casaron sin que pueda decir cómo. Creí que me convenía y que podría querer a mi marido.
-¡Ay, qué gracioso!... ¡Qué monísima
es la criatura! -exclamó la fundadora con amable ironía y gracejo-.
Estas... hartas de pecados
-No señora -replicó Fortunata, rompiendo a llorar-. Pero si me habla usted de esa manera, no podré seguir; tendré que retirarme.
La santa se corrió en el cofre que le servía de asiento para aproximarse a la silla en que estaba la otra.
«Vamos, no llore usted -le dijo con bondad, poniéndole la mano en el hombro-. No se ofenda por lo que he dicho. Ya le recomendé a usted que me llevara con paciencia. Hay que tomarme o dejarme. Cuando me pongo a sacar pecados no se me puede aguantar... Pues es claro, les duele; pero luego sienten alivio. Y hasta ahora, nada me ha dicho usted en su descargo».
-¿Pero qué culpa tengo yo de no querer
a mi marido? -manifestó la pecadora de la manera sofocada e
intermitente que el llanto le
Guillermina dio un gran suspiro. En presencia de aquel terrible antagonismo entre el corazón y las leyes divinas y humanas, problema insoluble, su gran piedad inspirole una idea sublime. «Bien sé que es difícil mandar al corazón. Pero eso mismo le da a usted motivo para dejar de ser mala, como dice, y adquirir méritos inmensos. Pero, hija, ¿en qué ha estado pensando que no se le ha ocurrido esto? Cumplir ciertos deberes, cuando el amor no facilita el cumplimiento, es la mayor hermosura del alma. Hacer esto bastaría para que todas las culpas de usted fueran lavadas. ¿Cuál es la mayor de las virtudes? La abnegación, la renuncia de la felicidad. ¿Qué es lo que más purifica a la criatura?, el sacrificio. Pues no le digo a usted más. Abra esos ojos, por amor de Dios; abra ese corazón de par en par. Llénese usted de paciencia, cumpla todos sus deberes, confórmese, sacrifíquese, y Dios la tendrá por suya, pero por muy suya. Haga usted eso, pero claro, que se vea, que se palpe, y el día en que usted sea como le propongo, yo... yo...».
Al decir
«Yo, yo... ese día, iré a confesarme con usted como usted se confiesa ahora conmigo».
Esto dejó a Fortunata tan
desconcertada, que sus lágrimas se secaron de improviso. Miraba con
verdadero espanto a la
«No se asombre usted ni ponga esos ojazos -prosiguió esta-. Yo no he tenido ocasión de tirar por el balcón a la calle una felicidad, ni una ilusión, ni nada. Yo no he tenido lucha. Entré en este terreno en que estoy como se pasa de una habitación a otra. No ha habido sacrificio, o es tan insignificante, que no merece se hable de él. Ríase usted de mí, si quiere; pero sepa que cuando veo a alguna persona que tiene la posibilidad de sacrificar algo, de arrancarse algo que duele, le tengo envidia... Sí; yo envidio a los malos, porque envidio la ocasión, que me falta, de romper y tirar un mundo, y les miro y les digo: 'Necios, tenéis en la mano la facultad del sacrificio y no la aprovecháis...'».
Esta idea, a pesar de ser tan alta,
fue muy inteligible para Fortunata, a quien se acercó Guillermina,
y echándole el brazo por los hombros, la apretó suavemente contra
sí. Nunca, en tiempo alguno, ni en el confesionario, había sentido
la prójima su corazón con tantas ganas de desbordarse, arrojando
fuera cuanto en él
-XI-
Abriose la puerta y entró Severiana
llorando a gritos. Había llegado el momento de que se llevaran el
cuerpo de Mauricia, y este acto tristísimo se conoció en los
gemidos y sollozos de todas las mujeres que en la casa mortuoria
estaban. Cuando Guillermina y Fortunata salieron, ya el ataúd era
bajado en hombros de dos jayanes para ponerlo en el carro humilde
que esperaba en la calle. La curiosidad y el deseo de dar el último
adiós a su amiga empujaron a Fortunata hacia la escalera... Alcanzó
a ver las cintas amarillas sobre la tela negra, en la revuelta de
la escalera; pero fue un segundo no más. Después se asomó al
balcón, y vio cómo pusieron la caja en el carro, y cómo se puso en
marcha este sin más acompañamiento que el de un triste simón en que
iban Juan Antonio y dos vecinos. Se vio tan vivamente acometida de
ganas de llorar, que no recordaba haber llorado nunca tanto, en tan
poco tiempo.
Pronto desapareció el carro, y de Mauricia no quedó más que un recuerdo, todavía fresco; pero que se había de secar rápidamente. A los diez minutos de haber salido el cuerpo, entró Severiana con los ojos hinchados, y abrió todas las puertas, ventanas y balcones para que se ventilara la casa. La comandanta empezaba a disponer el tren de limpieza, y a sacar los trastos para barrer con desahogo.
-¡Pobre Mauricia! -dijo Fortunata a Guillermina, secándose el llanto a toda prisa, pues no le parecía bien ser ella la que más llorase-. Mire usted, señora, a mí me pasaba con esa mujer una cosa rara. Sabiendo que era muy mala, yo la quería... me era simpática, no lo podía remediar. Y cuando me contaba las barbaridades que hizo en su vida, yo no sé... me alegraba de oírla... y cuando me aconsejaba cosas malas, me parecía, acá para entre mí, que no eran tan malas y que tenía razón en aconsejármelas. ¿Cómo me explica usted esto?
-¿Yo?... ¿que le explique yo?...
-repuso la fundadora con cierto aturdimiento-. Hay en el corazón
misterios muy grandes, y en lo que
Guillermina miró las láminas napoleónicas, y Fortunata también, reconociendo el parecido. Después la santa se despidió de Severiana, diciéndole que volvería al día siguiente. Le recomendó la paciencia, y tomando el brazo de la de Rubín, se fue con ella. Severiana y la comandanta las escoltaron hasta el portal.
«Tenemos mucho que hablar -le dijo Guillermina en la calle-; pero mucho. Lo de hoy no ha sido más que desflorar el asunto. Me ha sabido a nada. Y usted, ¿tendrá un poco más de paciencia para aguantarme? Porque si no ha quedado harta de mí, le he de rogar que me dé otra audiencia. ¿Será usted tan buena que quiera tener conmigo otro rato de palique?».
-Todos los que usted quiera -replicó la señora de Rubín, encantada con la indulgencia y cortesía de la ilustre dama.
-Bueno; ya fijaremos cuándo y cómo.
¿Va usted hacia su casa? Pues iremos juntas, porque yo tengo que ir
a la calle de Zurita a echarle un réspice a mi herrero, y no hará
usted nada
Aceptada con sumo agrado la
proposición, anduvieron juntas el torcido y desigual camino que
separa la vertiente de la Arganzuela del barranco de Lavapiés.
Hablaban de cosas que nada tenían de espirituales, de lo caro que
se estaba poniendo todo... La carne sin hueso, ¡quién lo había de
decir!, a peseta; la leche a diez cuartos; el pan de picos a diez y
seis, y de las casas no dijéramos; un cuarto que antes costaba ocho
reales, ya no se encontraba por catorce. Llegaron por fin a la
calle de Zurita y se metieron en una herrería, grande, negra, el
piso cubierto de carbón, toda llena de humo y de ruido. El dueño
del establecimiento avanzó a recibir a la señora, con su mandil de
cuero ennegrecido, la cara sudorosa y tiznada, y quitándose la
porra, le dio sus excusas por no haber entregado los clavos
«¿Pero y los gatillos, que es lo que
hace más falta? -dijo la dama amoscándose-. Hombre de Dios, usted
se va a condenar por tantos embustes como dice. ¿No me prometió que
estarían por ayer? ¿Qué palabras son esas? Vaya, que ni Job tendría
paciencia para aguantarle a usted. Están parados los carpinteros de
armar, por causa de esa santa pachorra. No me extraña que esté
usted tan gordo, Sr. Pepe... Y
El herrero se excusaba con voz
balbuciente, y por fin hizo juramento de dar los gatillos para el
jueves, sí, para el jueves, con toda seguridad... Había tenido un
encargo con muchas prisas... pero en seguida se pondría con los
gatillos de la señora, y los tendría, los tendría
«Bueno -dijo Guillermina-; antes de separarnos, quedaremos en algo. ¿Quiere usted ir a mi casa? ¿Sabe usted dónde vivo?».
Fortunata dijo que sí. Santa Cruz le
había dicho varias veces que la
«El viernes... ¿le parece a usted bien?, de diez a once de la mañana».
-Perfectamente... Adiós, hija,
conservarse.
-¡Quia!... No faltaba más.
Quedose un rato Fortunata en la puerta
mirándola subir, calle arriba, y después entró despacio,
meditabunda. En todo el resto del día no la pudo apartar de su
mente. ¡Qué extraordinaria mujer aquella! Sentíala dentro de sí,
como si se la hubiera tragado, cual si la hubiera tomado en
comunión. Las miradas y la voz de la santa se le agarraban a su
interior como sustancias perfectamente asimiladas. Y por la noche,
cuando Maxi se durmió, y estaba ella dando vueltas en la cama sin
poder coger el sueño, vínole a la imaginación una idea que la hizo
estremecer. Con tal claridad veía a Guillermina como si la tuviera
delante; pero lo raro no era esto, sino que se le parecía también a
Napoleón, como Mauricia la Dura. ¿Y la voz?... La voz era
enteramente igual a la de su difunta amiga. ¿Cómo así, siendo una y
otra personas tan distintas? Fuera lo que fuese, la simpatía
misteriosa que le había inspirado Mauricia, se pasaba a
Guillermina. ¿Cómo, pues, se podían confundir la que se señaló por
sus vergonzosas maldades y la santa señora que era la admiración
del mundo? «Yo no sé cómo es esto -discurría Fortunata-; pero que
se parecen no tiene duda. Y el habla de las dos me suena lo
mismo... Señor, ¡qué será esto!».
Después le causaba pavor la visión
figurada de los pies de Mauricia... En la oscuridad, que surcaban
rayas luminosas, veía las botas elegantes y pequeñas de la
difunta... Los pies se movían, el cuerpo se levantaba, daba algunos
pasos, iba hacia ella y le decía: «Fortunata, querida amiga de mi
alma, ¿no me conoces? ¡Re...! Si no me he muerto, chica, si estoy
en el mundo, créetelo porque yo te lo digo. Soy Guillermina, doña
Guillermina, la
-I-
Guillermina vivía, como antes se ha
dicho, en la calle de Pontejos, pared por medio con los de Santa
Cruz. Era aquella la antigua casa de los Morenos; allí estuvo la
banca de este nombre desde tiempos remotos, y allí está todavía con
la razón social de
Entró Guillermina en su casa a las
nueve y media de aquel día que debía de ser memorable. Tan
temprano, y ya había andado aquella mujer medio mundo, oído tres
misas y visitado el asilo viejo y el que estaba en construcción,
«Pasa,
-Buenos días -dijo la santa entrando; él la miraba por encima de los quevedos-. No vengo a molestarte... Pero ante todo. ¿Cómo estás hoy? ¿No se ha repetido el ahoguillo?
-Estoy bien. Anoche he dormido. Me parece mentira que haya descansado una noche. Todo lo llevo con paciencia; pero esos desvelos horribles me matan. Hoy, ya lo ves, hablo un rato seguido y no me canso.
-Vaya... cosas de los nervios... y resultado también de la vida ociosa que llevas... Pero vamos a mi pleito. Sólo te quería decir que ya que no me acabes el piso, me des siquiera unas vigas viejas que tienes en tu solar de la calle de Relatores... Ayer fui a verlas. Si me las das, yo las mandaré aserrar...
-Vaya por las vigas, que no son viejas.
-¡Si están medio podridas!
-¡Qué han de estar! Pero en fin,
tarasca, tuyas
A estas palabras, dichas con seriedad que más bien parecía broma, contestole Guillermina sentándose junto al pupitre, apoyando un codo en él, y mirando frente a frente al sobrino, cuya barba acarició con sus dedos, entre los cuales tenía enredado aún el rosario.
«Todo eso lo dices por buscarme la lengua. Eres muy pillincito. Por de pronto vengan esos maderos que no te sirven para nada».
-Carga con ellos y así te perniquiebres -repuso D. Manuel sonriendo.
-Pero no basta eso. Es preciso que pongas una orden a tu administrador para que me los entregue. Aquí, en este papelito... Ya que tienes la pluma en la mano no me voy sin la orden. Luego acabarás tu carta.
Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo ponía delante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medio escribir.
-¡Dios tenga compasión de mí! Y el
diablo cargue con estas santas cursis, con estas fundadoras
-Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. ¡Si eres lo más bueno... y lo más cristiano...!
-¡Cristiano yo! -exclamó el caballero enmascarando su benevolencia con una fiereza histriónica-. ¡Cristiano yo! ¡Mal pecado! Para que no te vuelvas a acercar más a mí, me voy a hacer protestante, judío, mormón... Quiero que huyas de mí como de la peste.
-Vamos, no tontees. Te advierto que de ninguna manera te has de librar de mí, pues aunque te vuelvas el mismo Demonio, te he de pedir dinero y te lo he de sacar. Vamos; ponme eso.
-No me da la gana.
Y diciéndolo empezaba a redactar la orden.
-Así, así... -decía Guillermina dictando-. «Sr. D... haga usted el favor de dar los palos...».
-Por ahí... los palos... Leña, que te den leña es lo que a ti te viene bien.
Durante el silencio de la escritura, oyose en el pasillo próximo rumor de faldas, voces de mujeres y estallido de besos. Moreno levantó la pluma diciendo: «¿Quién es?».
-No te interrumpas... ¿Qué te importa a ti? Debe de ser Jacinta. Sigue.
-Pues que pase aquí. ¿Por qué no pasa?
-Está hablando con tu hermana. ¡Jacinta, Jacintilla!, entra: el monstruo quiere verte.
Abriose la puerta y aparecieron Jacinta y Patrocinio, la hermana de Moreno. Esta se reía de ver a su hermano enzarzado con la santa, y riéndose se retiró.
-Venga usted... Jacinta por Dios -dijo Moreno echando la firma al documento-, y sáqueme de este Calvario. Crea usted que su amiguita me está crucificando.
«Calle usted, cicatero -le contestó la joven avanzando hacia la mesa-. Usted es el que la crucifica a ella, porque pudiendo darle todo lo que le pide, que bien de sobra lo tiene, no se lo da: y hace muy mal en atormentarla si piensa dárselo al fin».
-Vamos, usted se me ha pasado al enemigo. Ya no hay salvación -afirmó él quitándose los lentes y frotándose los ojos, cansados de tanto escribir-. Estamos perdidos.
-¿Eh?, ¿qué tal? ¿Tengo buenos abogados? -dijo Guillermina recogiendo su papel.
-¡Cicatero! -repitió Jacinta-. ¡Negarle tres o cuatro mil tristes duros para acabar el piso...!, ¡un hombre que no tiene hijos, que está nadando en dinero! ¡Usted que antes era tan bueno, tan caritativo...!
-Es que me he vuelto protestante, hereje, y me voy a volver judío, a ver si esta calamidad me deja en paz.
-No, no le dejaremos, ¿verdad?
-insistió la santa-. Mira, Manolo: Jacinta y yo pedimos
-No, Jacinta no se mete en esos enredos -dijo Moreno mirándola fijamente en los ojos.
-Vaya que sí me meto. El asilo es mío; lo he comprado.
-¿Sí?, pues si ha dado usted dos pesetas por él ha hecho un mal negocio. Todavía está a la mitad y ya se está cayendo.
-Primero te caerás tú.
-Es mío -afirmó la señora de Santa Cruz avanzando más y poniendo la palma de la mano sobre el pupitre-. A ver, rico avariento, dé usted para la obra de Dios.
-¡Otra! Ya he dado unas vigas que valen cualquier cosa -replicó Manolo, mirando embelesado, tan pronto la cara de la mendicante como su mano de ángel, sonrosada y gordita.
-Eso no basta. Necesitamos acabar el piso principal, y...
-Eso... eso... -interrumpió Guillermina-. Pero no te dará ni una mota. ¿Sabes? Se va a hacer mormón, y necesita el dinero para tantísimas mujeres como tendrá que mantener.
-Poco a poco, señoras mías -observó el
rico avariento, echándose sobre el respaldo del sillón-. La cosa
varía de aspecto. ¡Jacinta metida a santa fundadora! ¡Qué
compromiso! Ahora sí que no sé cómo salir del paso, porque ahora sí
que me condeno de veras, si me obstino
-Y tan del Cielo -indicó la propia Delfina sacudiendo la mano-. Decidirse pronto, caballero. Es la primera vez que ejerzo de santa. Si me echa la limosnita, usted me estrena.
-¿Sí?... -dijo él moviéndose en el sillón con gran desasosiego-. Pues doy, pues doy.
Guillermina empezó a dar palmadas, gritando: «Hosanna... ya le tenemos cogido». Y con vivacidad, semejante a la de una jovenzuela, echó mano a la llave que estaba puesta en uno de los cajones de la mesa.
-Eh... ¿qué libertades son estas? -gritó su sobrino sujetándole la mano.
-El talonario del Banco... -decía la
-Orden, orden, señoras -arguyó Moreno a quien la risa cortaba la respiración-. Esto ya es un allanamiento, un escalo. Tengan calma, porque si no me veré en el caso de llamar a una pareja.
-¡El talonario, el talonario! -chillaba Jacinta, dando también palmadas.
-Paciencia, paciencia. No tengo aquí el talonario. Está abajo, en el escritorio. Luego...
-¡Bah!... ¡se está burlando de nosotras!...
-No, no -dijo Guillermina con ardor-, ya no puede volverse atrás.
-Yo no me voy ya sin la firma.
-Más que la firma -manifestó Moreno muy serio, poniéndose la mano sobre aquel corazón que no valía ya dos cuartos-, vale mi palabra.
Estaba pálido, casi blanco, del color del papel en que escribía.
«¿De veras?».
-No hay más que hablar.
-Eso sí -dijo la santa-, él es un pillo, un hereje; pero lo que es palabra, la tiene...
Dichas otras cuantas bromas, retiráronse las dos santas fundadoras, dejando al hereje con su médico. Iban tan contentas, que cuando entraron en el cuarto de Guillermina, a esta le faltaba poco para ponerse a bailar.
«¿Pero de veras nos mandará el talón?» preguntó Jacinta, incrédula.
-Como tenerlo en la mano... Has estado muy hábil... Como tiene conmigo tanta confianza, se pone muy pesado. Pero a ti no te había de negar... ¡Qué alegría!... ¡Ya tenemos piso principal! ¡Viva San José bendito! ¡Vivaaaa!... ¡Viva la Virgen del Carmen!... ¡Vivaaaa! Porque a ellos se le debe todo. Tarde o temprano, Manolo me habría dado esos cuartos. ¡Ah!, yo le conozco bien. ¡Si es un angelote, un bendito, un alma de Dios...!
-II-
No les duró mucho el regocijo, porque oyeron el reloj de la Puerta del Sol dando las diez, y ambas mudaron súbitamente la expresión de su rostro. «Las diez, ya veremos si viene -dijo Guillermina, que aún conservaba resplandores de alegría en su cara-. Prometió venir; pero esa palabra no debe de ser tan de fiar como la de Manolo».
Y permaneciendo ambas en pie, la fundadora dijo a su amiguita:
«Esto no lo hago yo más que por ti... ¡meterme en vidas ajenas! La impresión que saqué el otro día es que por el momento no es ella quien te le distrae. Sería una actriz consumada si así no fuese. Como venga hoy, le echaremos la sonda más abajo a ver si sale algo. De todas suertes, ya la sermonearé bien para que le reciba a cajas destempladas, si él intentara... ¿Creerás una cosa? ¿Que esa mujer no me parece enteramente mala?».
-Podrá ser... Pero si usted hubiera visto la cara que me puso el otro día, una cara de rencor como usted no puede figurarse...
-Dice que después le pesó...
-¡Bribona! -exclamó Jacinta, frunciendo los labios y apretando los puños.
-Pero, en fin, hoy la tantearemos otra
vez.
Después de un rato de silencio, la Delfina dijo con resolución: «Yo no me voy».
-¡Hija, qué me dices!... ¿Estás loca?
-Yo no me voy. Me esconderé en la alcoba. Quiero oír lo que diga...
-Eso sí que no te lo consiento. ¿En mi casa escenas de comedia? No, no lo esperes.
-¡Pero qué tonta, y qué exagerada, y qué puntillosa es usted, hija! ¿Qué mal hay en eso?, a ver... Le digo a usted que no me voy.
-Pues te quedas aquí... ¡Ah!, no, eso tampoco. Márchate, niña de mi alma, y no me pongas en tan mal paso. No es de mi carácter eso.
-Déjeme... ¡por Dios! ¿Pero qué le importa a usted?... vaya... Yo me meto en la alcoba y me estoy allí como en misa.
-Hija, ni en los teatros resulta eso con sentido común... Para salir diciendo luego con voz hueca: «¡lo he oído todo!».
-Yo no chistaré. No haré más que oír... Vamos, remilgada, déjeme usted.
-Ya me figuraba yo que habías de salir con alguna tontería. Eres una voluntariosa. De esa manera me agradeces lo que hago por ti...
-¿Pero qué mal hay?... Vaya, que es usted terca. Pues que no me voy, que no me voy.
Sonó la campanilla.
«¿Apostamos a que es ella?... Lo siento» dijo Guillermina, asomándose a la puerta.
Jacinta no creyó prudente discutir más, y sin decir nada metiose en la alcoba, cerrando cuidadosamente las vidrieras. Guillermina, no conformándose con el escondite, quiso salir con ánimo de recibir la visita en otra habitación; mas dispuso la fatalidad que su prima Patrocinio, al ver entrar a Fortunata, la tomara por una de las muchas personas que iban allí a pedir socorros, y la introdujese, como si dijéramos, a boca de jarro, en el gabinete de la santa. Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero. «¡Ah!, ¿era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento».
Fortunata, que iba vestida con mucha
sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la
ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo,
y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse
para que lo hiciera. Su aire de modestia, su encogimiento, que era
el mejor signo de la conciencia de su inferioridad, hacíanla en
aquel instante verdadero tipo de mujer del pueblo, que por
incidencia se encuentra mano a mano con las personas de clase
superior. Mucho la cohibía el temor de no saber usar términos en
consonancia con los que emplearía la confesora, pues en todas las
ocasiones
Pero lo verdaderamente singular era
que Guillermina, tan dueña de su palabra normalmente, estaba
también azorada aquel día, y no sabía cómo desenvolverse. El
escondite de su amiga la llenaba de confusión, porque era un
engaño, un fraude, una superchería indigna de personas formales. Lo
primero que a la santa se le ocurrió, para empezar, fue una
ampliación de lo que había dicho en la casa de Severiana. «Si
quiere usted que seamos amigas y que le dé buenos consejos, es
preciso que tenga conmigo mucha confianza y no me oculte nada, por
feo y malo que sea. Hay en su vida de usted un punto muy oscuro.
Usted está casada y no quiere a su marido; así me lo confesó el
otro día. Crea que esto me ha dado qué pensar. Dice usted que se
casó sin saber lo que hacía... Explicación escurridiza. Tengamos
sinceridad, y hablemos claro. La sinceridad es difícil; pero así
como los niños, que confiesan por primera vez, no confesarían si el
cura no les sacara los pecadillos con cuchara, así yo voy a
ayudarle a usted preguntando y echándole el anzuelo de la
respuesta. Veremos si pica... Cuando usted se determinó a casarse,
¿no hizo allá en el fondo de su pensamiento, la reserva
Fortunata miraba al techo, recordando.
«¿No había esa reserva? A ver... busque usted bien; busque más adentro, más abajo».
-Puede que sí la hubiera -dijo la otra al fin, con voz muy apagada y trémula-. Puede que sí...
-¿Ve usted cómo salen las heces cuando se las quiere sacar?
-Pero también le diré a usted que yo no contaba con volverle a ver... Pensé que no se acordaba de mí. Yo me llegué a creer que podría ser buena y honrada... me lo tragué. ¿Pero cómo fue ello?, que él me buscó... sí señora, me buscó y me encontró. Sin saber cómo, de repente, el casamiento y mi marido se me pusieron a cien mil leguas de distancia. Yo no sé explicarlo, no sé explicarlo.
En cuanto la conversación se corría del lado de Juanito Santa Cruz, Guillermina se aterraba. Quería apartarla de aquel extremo peligroso, y no sabía cómo llevar a su penitente a un terreno puramente ideal.
«Pero su conciencia... eso es lo que quiero saber».
-¡Mi conciencia!... esto sí que es
raro... se lo cuento a usted como pasó... no se me alborotaba
cuando cometía yo aquellos pecados tan
-No siga usted -interrumpió la santa alarmadísima, creyendo sentir ruido en la alcoba. Es horrible. No siga usted. ¡Virgen del Carmen! Está usted muy dañada.
-Parecíame a mí -prosiguió la penitente sin poder contener la efusión de su sinceridad-, que aquel hombre me pertenecía a mí y que yo no pertenecía al otro... que mi boda era un engaño, una ilusión, como lo que sacan en los teatros.
-Calle, cállese por Dios...
-Pero aguárdese usted... A mí me había dado palabra de casamiento... como esta es luz... Y me la había dado antes de casarse... Y yo había tenido un niño... Y a mí me parecía que estábamos los dos atados para siempre, y que lo demás que vino después no vale... eso es.
Guillermina se llevó las manos a la cabeza... Discurrió que lo mejor era diferir la conferencia para otro día, pretextando que tenía que salir. «Eso es muy grave. Hay que tratarlo despacio. Cierto que una promesa liga algo... No sostendré yo que ese joven se portó bien con usted. Pero el tiempo, la sociedad... Y sobre todo, los derechos que usted podría tener, los ha perdido con su mala conducta».
-Yo no habría sido mala -dijo la de Rubín envalentonándose, al ver en su confesora un inexplicable aturdimiento-, si él no me hubiera plantado en medio del arroyo con un hijo dentro de mí -la santa vacilaba; no sabía por dónde romper. ¡Ah!, sin aquel peligroso testigo de Jacinta ya se habría explicado ella bien, enseñando a la atrevida cuántas son cinco.
-Usted, hija mía, está como trastornada -le dijo, buscando modos de hacer insignificante la conversación-. El otro día me pareció usted más razonable... ¿qué mosca la ha picado...?
-¿Qué mosca? -dijo Fortunata con cierto extravío en la mirada-. ¿Qué mosca?, pues una.
-Porque usted no se hace cargo de que ha pasado tiempo, de que ese hombre está casado con una mujer angelical, y que...
En la fisonomía de la prójima se encendió de improviso una luz vivísima. Fue como una aureola de inspiración que le envolvía toda la cara. Más hermosa que nunca, sacó de su cabeza un gallardísimo argumento, y se lo soltó a la otra como se suelta una bomba explosiva.
¡Pruuun! Guillermina se quedó atontada cuando oyó esta atrocidad:
«¡Angelical!... sí, todo lo angelical
que usted quiera; pero
Guillermina se quedó tan pasmada, que no pudo responder.
«Es idea mía -prosiguió la otra con la inspiración de un apóstol y la audacia criminal de un anarquista-. Dirá usted lo que guste; pero es idea mía, y no hay quien me la quite de la cabeza... Virtuosa, sí; estamos en ello; pero no le puede dar un heredero... Yo, yo, yo se lo he dado, y se lo puedo volver a dar...».
-Por Dios... cállese usted... no he visto otro caso... ¡Qué idea!... ¡qué atrevimiento! Está usted condenada.
Y la virgen y confesora llegó a tal grado de confusión, que no daba ya pie con bola.
«Yo estaré todo lo condenada que usted quiera... pero es mi idea; con esta idea me iré al Infierno, al Cielo o a donde Dios disponga que me vaya... Porque eso de que yo sea mala, muy mala, todavía está por ver».
La santa la miraba con verdadero espanto. Fortunata parecía estar fuera de sí y como el exaltado artista que no tiene conciencia de lo que dice o canta.
«¿Por qué he de ser yo tan mala como
parece?... ¿porque tengo una idea? ¿No puede una tener una idea?...
¿Dice usted que la otra es un ángel? Yo no lo niego, yo no pretendo
quitarle su mérito... Si a mí me gusta, si quisiera parecerme a
ella en algunas cosas, en otras no, porque ella será para usted
todo lo santa que se quiera, pero está por debajo de mí en una
cosa:
«Nada, nada, esta mujer está loca y no tendré más remedio que ponerla en la calle -pensó Guillermina-. ¡Y qué trago estará pasando la otra pobre, oyendo tales lindezas!».
Notaba en ella cierta exaltación insana. No era la misma mujer con quien había hablado dos días antes. Ya tenía la palabra en la boca para despedirla con buen modo, cuando se sintió ruido como de mano golpeando en los cristales de un mirador, y luego una voz que llamaba a Guillermina. Asomose esta. Fortunata oyó claramente la voz de doña Bárbara preguntando: «¿Está ahí Jacinta?».
-III-
La santa vaciló antes de dar
respuesta. Por fin la dio: «¿Jacinta?... No, aquí no está». Poco
más hablaron las dos damas, y Guillermina volvió al lado de la
visita; pero la falsedad que se había visto obligada a decir
trastornaba de tal modo su espíritu, que no parecía la misma mujer
de siempre, segura, impávida y tan
«Hija mía, usted está hoy un poco alucinada. Bien quisiera poderla oír, consolarla... pero tiene que dispensarme por hoy... Otro día...».
-¿Tiene usted que salir? -dijo la anarquista con pena-. Bueno, volveré; yo tengo que contarle a usted una cosa... Si no se la cuento a usted, lo sentiré... ¡Ay!, una cosa que me ha pasado ayer... ¡tremenda, muy tremenda!
Guillermina permaneció en pie, diciendo para sí: «¿qué será?».
«Si persiste usted -agregó en voz alta-, en tener esas ideas estrambóticas, es difícil que yo la consuele. No nos entenderemos nunca».
En aquel momento la pecadora clavaba sus ojos en la santa. Se le estaba pareciendo a Mauricia. La cara no era la misma; pero la expresión sí... y la voz, se le había enronquecido como la de las personas que beben aguardiente.
«¿En qué piensa usted? ¿Por qué me mira tanto?» le preguntó Guillermina, que ya estaba impaciente por terminar.
-La miro a usted porque me gusta mirarla... Anoche y anteanoche, y todos los días desde aquel en que hablamos, la tengo a usted metidita dentro de mis ojos, la veo cuando duermo y cuando no duermo. Ayer, cuando me pasó lo que me pasó, dije: «No tengo sosiego hasta que no se lo cuente a la señora».
Guillermina, movida de gran curiosidad, se sentó, y tomándole una mano, le dijo en voz queda: «Cuente usted... Ya oigo».
«Pues ayer -refirió la joven con los ojos bajos, alzándolos al final de cada frase, como si pusiera con ellos las comas, más que con el acento-, pues ayer... iba yo tan tranquila por la calle de la Magdalena, pensando en usted... porque siempre estoy pensando en usted y... me paré a ver el escaparate de una tienda donde hay tubos y llaves de agua... Ni sé por qué me paré allí, pues ¿qué me importan a mí los tubos?... cuando sentí a mi espalda... mejor dicho aquí en el cuello, una voz... ¡Ay, señora!, la voz me sonó aquí detrás junto a estos pelitos que tenemos donde nace la cabellera, y fue como si me entraran una aguja muy fina y muy fría... Me quedé helada... volvime... le vi... se sonreía».
Guillermina extendió la mano para taparle la boca; pero sin resultado.
«Yo no podía hablar... Me quedé como una estatua; me dieron ganas de llorar, de echar a correr o de no sé qué».
-No le diría a usted nada de particular -indicó la santa muy asustada, quitando gravedad al asunto-. Nada más que un saludo...
-¿Qué saludo?... Verá usted. Me dijo: «¿Chiquilla, qué es de tu vida?...». Yo no le pude contestar... Di media vuelta, y él me cogió una mano.
-Vamos, vamos, esto ya es demasiado -declaró Guillermina, levantándose turbadísima-. Otro día me contará usted eso...
-No, si no hay más... Yo retiré mi mano, y me fui sin decirle nada... No tuve alma para seguir adelante sin mirar para atrás, y miré y le vi... Me seguía, distante. Apresuré el paso y me metí en mi casa...
-Muy bien hecho, muy bien hecho...
-Pero aguárdese usted -dijo Fortunata que ya no estaba exaltada, sino en un grado de humildad lastimosa, y su tono era el de los penitentes muy afligidos, que no pueden con el peso de sus culpas-. Aún falta lo mejor. Después que le vi, se me ha clavado de tal manera en el pensamiento la idea de... Es una idea mía, idea mala, señora... pero usted es una santa, y me la quitará de la cabeza... Por eso no tengo sosiego hasta no decírsela...
-Basta, basta; no quiero, no quiero.
-Que sí quiere -insistió la joven reteniéndola por ambas manos, pues la confesora hizo ademán de apartarse de ella.
-Una idea infame... la idea de pecar otra vez... -dijo Guillermina, balbuciente-. ¿Es eso?...
-Eso es... pero verá la señora. Yo quiero echarla de mí; pero a veces se me ocurre que no debo echarla, que no peco...
-¡Jesús!
-Que así debe ser, que así está dispuesto -añadió la señora de Rubín, volviendo a exaltarse y a tomar la expresión del anarquista que arroja la bomba explosiva para hacer saltar a los poderes de la tierra. Es una idea mía, una idea muy perra, una idea negra como las niñas de los ojos de Satanás... y no me la puedo arrancar.
-Cállese usted...
Guillermina puso cara de consternación y dio algunos pasos, vacilando como una persona que se va a caer. Tiempo hacía, mucho tiempo, que la insigne fundadora no se había encontrado en compromiso semejante. Sentíase atada y sin libertad, y esto la ponía fuera de sí, destruyendo aquella serenidad soberana que normalmente tenía. Aún intentó un esfuerzo para dominar situación tan penosa, y echando miradas de alarma a la vidriera de su alcoba, dijo: «Pero usted... no reflexiona... que...».
No pudo concluir esta frase trivial.
La otra, que siendo cifra de todas las debilidades humanas, parecía
más fuerte que la gran doctora
-Veo que usted no tiene atadero... Con esas ideas, pronto volveríamos al estado salvaje.
Con sonrisa sarcástica y un expresivo alzar de hombros, dio a entender Fortunata que por ella no había inconveniente en que la sociedad volviera al estado salvaje...
«Usted no tiene sentido moral; usted no puede tener nunca principios, porque es anterior a la civilización; usted es una salvaje y pertenece de lleno a los pueblos primitivos». Esto o cosa parecida le habría dicho Guillermina si su espíritu hubiera estado en otra disposición. Únicamente expresó algo que se relacionaba vagamente con aquellas ideas: «Tiene usted las pasiones del pueblo, brutales y como un canto sin labrar».
Así era la verdad, porque el pueblo, en nuestras sociedades, conserva las ideas y los sentimientos elementales en su tosca plenitud, como la cantera contiene el mármol, materia de la forma. El pueblo posee las verdades grandes y en bloque, y a él acude la civilización conforme se le van gastando las menudas, de que vive.
De repente Fortunata vaciló en su
ánimo. Parecía una fuerza nerviosa que caía en brusca sedación. La
otra, en cambio, se creció de repente por una sacudida de su
conciencia. «Ya
Alzó los ojos al techo, cruzó las manos, su cara se puso muy encendida y sus ojos iluminados. Quedose atónita la anarquista oyéndole decir estas palabras con un acento que parecía ser de otro mundo:
«Salva, Jesús mío, esta alma que se quiere perder, y apártame a mí de la mentira». Después se llegó a ella y le cogió una mano, diciéndole con profunda lástima: «¡Pobre mujer!, yo tengo la culpa de las atrocidades que ha dicho usted, yo, yo, Dios me lo perdone, y la causa ha sido una farsa, una mentira... La verdad ante todo. La verdad me ha salvado siempre y me salvará ahora. Usted ha dicho cosas infernales que desgarran el corazón de mi amiga, y las ha dicho porque creía que hablaba sólo conmigo. Pues la he engañado a usted, porque Jacinta está escondida en aquella alcoba».
Diciéndolo, corrió hacia la puerta vidriera y la empujó. Fortunata, que estaba sentada frente a la puerta aquella, levantose de golpe, quedándose yerta y muda. Jacinta no aparecía. Se oyeron tan sólo sus sollozos. Estaba sentada en una silla, apoyando la cabeza en la cama de la santa. Esta se fue a ella y le dijo: «Perdónala, querida mía, que no sabe lo que se dice».
-Y usted... -añadió, saliendo a la puerta-, bien comprenderá que debe retirarse. Hágame el favor...
Quizás todo habría concluido de un modo pacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba. ¡Ánimas benditas! De un salto salió al gabinete. Estaba amoratada de tanto llorar y de tantísima cólera como sentía... No podía hablar... se ahogaba. Tuvo que hacer como que escupía las palabras para poder decir con gritos intermitentes: «¡Bribona... infame, tiene el valor de creerse!... no comprende que no se la ha mandado... a la galera, porque la justicia... porque no hay justicia... Y usted... (por Guillermina) no sé cómo consiente, no sé cómo ha podido creer... ¡Qué ignominia!... Esta mujerzuela aquí, en esta casa... ¡qué afrenta!... ¡Ladrona...!».
Fortunata, en el primer movimiento de sorpresa y temor, había dado una vuelta y puéstose tras el sillón en que poco antes estaba sentada. Apoyando las manos en el respaldo, agachó el cuerpo y meneó las caderas como los tigres que van a dar el salto. Mirola Guillermina, sintiendo el espanto más grande que en su vida había sentido... Fortunata agachó más la cabeza... Sus ojos negros, situados contra la claridad del balcón, parecía que se le volvían verdes, arrojando un resplandor de luz eléctrica. Al propio tiempo dejó oír una voz ronca y terrible que decía: «¡La ladrona eres tú... tú! Y ahora mismo...».
La ira, la pasión y la grosería del pueblo se manifestaron en ella de golpe, con explosión formidable. Volvió a la niñez, a aquella época en que trabándose de palabras con alguna otra zagalona de la plazuela, se agarraban por el moño y se sacudían de firme, hasta que los mayores las separaban. No parecía ser quien era, ni debía de tener conciencia de lo que hacía. Jacinta y Guillermina se acobardaron un momento; pero luego la primera lanzó un grito de angustia, y la santa salió a pedir socorro. No tuvo tiempo Fortunata de prolongar su altercado ni de volver en sí, porque apareció en la puerta el criado de Moreno, que era un inglesote como un castillo, y a poco vino también doña Patrocinio, y después el mismo Moreno.
La señora de Rubín no se dio cuenta de lo demás... Tenía después una idea incierta de que la mano dura del inglés la había cogido por un brazo, apretándoselo tanto que aún le dolía al día siguiente; de que la sacaron del gabinete, de que le abrieron la puerta y de que se vio bajando la escalera.
Todos acudieron a la señora de Santa Cruz que había perdido el conocimiento, y Moreno, poniendo una cara entre burlesca y consternada, se dejó decir: «Estas cosas le pasan a mi querida tía por meterse a redentora».
-IV-
Bajó Fortunata los peldaños riendo...
Era una risa estúpida salpicada de interjecciones. «¡A mí,
decirme...! Si no me echan, la cojo... le levanto... pero no sé, no
recuerdo bien si le arañé la cara. ¡A mí decirme! Si le pego un
bocado no la suelto... Ja, ja, ja...». Le temblaban tanto las
piernas, que al llegar a la calle apenas podía andar. La luz y el
aire parecía que le despejaban algo la cabeza, y empezó a darse
cuenta de la situación. ¿Pero era verdad lo que había dicho y
hecho? No estaba segura de haberle pegado; pero sí de que le dijo
algo. ¿Y para qué la otra la había llamado a ella
«¿Pero yo qué he hecho?... ¡Oh!, bien
hecho está... ¡Llamarme a mí
Más allá del Banco volvió a reírse. Su
monólogo era así: «¡Lo mismo que la otra, la
De pronto sus ideas variaron, y
sintiendo dolorosa angustia en su alma, como impresión de horrible
vacío, pensaba así: «¿Pero a quién me volveré ahora? ¡Dios mío, qué
sola estoy! ¡Por qué te me has muerto, amiga de mi alma,
Mauricia!... Por más que digan, tú eras un ángel en la tierra, y
ahora estás divirtiéndote con los del Cielo; ¡y yo aquí tan solita!
¿Por qué te has muerto? Vuélvete acá... ¿Qué es de mí? ¿Qué me
aconsejas? ¿Qué me dices?... ¡Qué ganas siento de llorar! Sola, sin
nadie que me diga una palabra de consuelo... ¡Oh!, ¡qué amiga me he
perdido!... Mauricia, no estés más entre las ánimas benditas, y
vuelve a vivir... Mira que estoy huérfana, y yo y los huerfanitos
de tu asilo estamos llorando por ti... Los pobres que tú socorrías
te llaman. Ven, ven... Señor Pepe te ha hecho los gatillos... le vi
esta mañana en la fragua, machacando, tin, tan... Mauricia, amiga
de mi alma, ven y las dos juntas nos contaremos nuestras penas,
hablaremos de cuando nos querían nuestros hombres, y de lo
Entró por fin en casa. Enteramente trastornada, andaba como una máquina. No había nadie más que Papitos, a quien vio, mas no le dijo nada. Encerrose en su alcoba, tiró el manto y se echó en el sofá, dando un rugido. Después de revolcarse como las fieras heridas, se puso boca abajo, oprimiendo el vientre contra los muelles del sofá, y clavando los dedos en un cojín. No tardó en caer en penoso letargo, lleno de visiones disparatadas y horribles, sin darse cuenta del tiempo que estuvo en tal disposición. Cuando volvió en sí, había poca luz en el cuarto. Fijándose bien, pudo distinguir la cara escrutadora de doña Lupe que la observaba... «¿Qué tienes?... Me has asustado. ¡Dabas unos mugidos...!, y de pronto te echabas a reír, ¡y se te escapaban unas palabritas...!». A las reiteradas y capciosas preguntas de su tía, contestaba evasivamente y con mucha torpeza. «¿En dónde has estado hoy? Tú has salido». -«Fui a comprar aquella tela...». -«¿Y dónde está?». -«¿Que dónde está la tela?... Pues no sé...». -«Parece que estás en Babia. A ti te pasa algo. Levántate de ese sofá».
Pero no se levantaba. Empezó a sospechar la viuda que aquel espíritu estaba perturbado, y tembló. Vinieron a su pensamiento pasadas vergüenzas y desdichas, y se prometió vigilar mucho. Estuvo la señora de morros toda la noche, y Fortunata de más morros todavía, sintiendo que se apoderaba de su alma la aversión a toda aquella familia. No les podía ver. Eran sus carceleros, sus enemigos, sus espías. A cualquier parte de la casa que fuese, seguíala doña Lupe. Se sentía vigilada, y el rechinar de las zapatillas de su tía le causaba violentísima ira. Al día siguiente, después de almorzar, y cuando Maxi se había marchado a la botica, tuvo tanto miedo Fortunata a que la ira estallase, que para evitarlo se ató una venda a la cabeza, fingiendo jaqueca, y encerrándose en su alcoba, acostose en su cama. A la media hora le entró, como el día anterior, la embriaguez aquella, el desvanecimiento de las ideas, que se emborrachaban con tragos de dolor y se dormían.
En tal situación siente vivos impulsos
de salir a la calle; se levanta, se viste, pero no está segura de
haberse quitado la venda. Sale, se dirige a la calle de la
Magdalena, y se para ante el escaparate de la tienda de tubos,
obedeciendo a esa rutina del instinto por la cual, cuando tenemos
un encuentro feliz en determinado sitio, volvemos al propio sitio
creyendo que lo tendremos
Y el pianito sigue tocando aires
populares, que parecen encender con sus acentos de pelea
Entonces empieza a ver que las casas y el cielo se desvanecen, y Juan no está ya de capa sino con un gabán muy majo. Edificios y carros se van, y en su lugar ve Fortunata algo que conoce muy bien, la ropa de Maxi, colgada de una percha, la ropa suya en otra, con una cortina de percal por encima; luego ve la cama, va reconociendo pedazo a pedazo su alcoba; y la voz de doña Lupe ensordece la casa riñendo a Papitos porque, al aviar las lámparas, ha vertido casi todo el mineral... y gracias que es de día, que si es de noche y hay luz, incendio seguro.
-V-
Lo que había soñado se le quedó a la
señora de Rubín tan impreso en la mente cual si hubiera sido
realidad. Le había visto, le había hablado. Completó su
pensamiento, amenazando con el puño cerrado a un ser invisible:
«Tiene que volver... ¿Pues tú qué creías? Y si él no me busca, le
buscaré yo... Yo tengo mi idea, y no hay quien me la quite».
Incorporose después, quedándose apoyada en un codo y mirando a los
ladrillos. Sus ojos se fijaron en un punto del suelo. Con rápido
impulso saltó hacia aquel punto y recogió un objeto. Era un
botón... Mirolo tristemente, y después lo arrojó con fuerza lejos
de sí, diciendo: «es negro y de tres
Pasado el berrinche, se fijó en la cara de su sobrina, encontrando en ella un oscurísimo jeroglífico que no podía descifrar: «Pero estate sin cuidado que ya te lo acertaré yo... Conmigo no juegas tú».
Aquella noche hizo Maxi mil
extravagancias, y a la mañana siguiente se puso tan encalabrinado y
vidrioso, que no se le podía aguantar. «Hay que tener mucha
paciencia -dijo doña Lupe a Fortunata-. ¿Sabes lo que te aconsejo?
Que no le lleves la contraria en nada. Hay que decirle a todo que
sí, sin perjuicio de hacer lo que se deba. El pobrecito está mal.
Me ha dicho esta mañana Ballester que tiene algo de
reblandecimiento cerebral. Dios nos tenga de su mano». Sentía
Fortunata vivos deseos de salir a la calle, y no sabía qué pretexto
inventar para procurarse escapatorias. Ofrecíase a hacer compras de
que doña Lupe tenía necesidad, e inventaba menesteres que motivaran
una salidita. La taimada viuda de Jáuregui comprendió que una
sujeción absoluta sería perjudicial, y empezó a darle libertad. Un
día le leyó la cartilla en estos términos: «Puedes salir; no eres
una chiquilla y ya sabes lo que haces. Yo creo que no nos darás
ningún disgusto, y que has de mirar por el decoro de la familia lo
mismo que miro yo. La dignidad, hija, la dignidad es lo primero».
Pero doña Lupe empezaba a hacérsele horriblemente antipática, y por
nada
Fortunata se echó a la calle, y en la
Plaza del Progreso vio muchos coches; pero muchos. Era un entierro,
que iba por la calle del Duque de Alba hacia la de Toledo. Por las
caras conocidas que fue viendo mientras el fúnebre
«Estará con su papá -pensó ella-, y aunque al volver me vea, no ha de decirme nada».
Después de permanecer allí largo rato,
fue a la Virgen de la Paloma, a quien dijo cuatro cosas, y estaba
rezándole, cuando sus ojos, al resbalar por el suelo, tropezaron
con un objeto que brillaba en medio de los baldosines de mármol.
Púsose un momento a gatas para cogerlo. Era un botón. «¡Es blanco y
de cuatro
Se fue a su casa, y al día siguiente salió a comprar tela para un vestido. Estuvo en dos tiendas de la Plaza Mayor, tomó después por la calle de Toledo, con su paquete en la mano, y al volver la esquina de la calle de la Colegiata para tomar la dirección de su casa, recibió como un pistoletazo esta voz que sonó a su lado: «¡Negra!».
¡Ay Dios mío!, encontrársele así tan
de sopetón, ¡precisamente en uno de los pocos instantes en que no
estaba pensando en él! Como que iba discurriendo la combinación que
le pondría al vestido. ¿Azul o plata vieja? Le miró y se puso del
color de la cera blanca. Él entonces detuvo un simón que pasaba.
Abrió la portezuela, y
La vacilación duraría como un par de segundos. Y después Fortunata se metió en el coche, de cabeza, como quien se tira en un pozo. Él entró detrás, diciendo al cochero: «Mira, te vas hacia las Rondas... paseo de los Olmos... el Canal».
Durante un rato se miraban, sonreían y no decían nada. A ratos Fortunata se inclinaba hacia atrás, como deseando no ser vista de los transeúntes; a ratos parecía tan tranquila, como si fuera en compañía de su marido.
«Ayer te vi... digo, no te vi... Vi el entierro y me figuré que irías en los coches de delante».
Los ojos de ella le envolvían en una mirada suave y cariñosa.
«¡Ah!, sí, el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, ¿me guardas rencor?».
La mirada se volvió húmeda.
-¿Yo?... ninguno.
-¿A pesar de lo mal que me porté contigo?...
-Ya te lo perdoné.
-¿Cuándo?
-¡Cuándo! ¡Qué gracia! Pues el mismo día.
-Hace tiempo,
-¡Y yo!... Te vi en la calle Imperial... no, digo, soñé que te vi.
-Yo te vi en la calle de la Magdalena.
-¡Ah!, sí... la tienda de tubos; muchos tubos.
Aun con este lenguaje amistoso, no se rompió la reserva hasta que no salieron a la Ronda. Allí el aislamiento les invadía. El coche penetraba en el silencio y en la soledad, como un buque que avanza en alta mar.
-¡Tanto tiempo sin vernos! -exclamó Juan pasándole el brazo por la espalda.
-¡Tenía que ser, tenía que ser! -dijo ella inclinando su cabeza sobre el hombre de él-. Es mi destino.
-¡Qué guapa estás! ¡Cada día más hermosa!
-Para ti toda -afirmó ella, poniendo toda su alma en una frase.
-Para mí toda -dijo él, y las dos caras se estrujaron una contra otra-. Y no me la merezco, no me la merezco. Francamente, chica, no sé cómo me miras.
-Mi destino, hijo, mi destino. Y no me pesa, porque yo tengo acá mi idea, ¿sabes?
Santa Cruz no pensó en rogarle que explicara su idea. La suya era esta: «¡Pero qué hermosa estás! ¿Has hecho alguna picardía en el tiempo que ha pasado sin que nos veamos?».
-¿Picardías yo?... (extrañando mucho la pregunta).
-Quiero decir: después que volviste con tu marido, ¿no has tenido por ahí algún devaneo...?
-¡Yo! -exclamó ella con el acento de la dignidad ofendida-; ¡pero estás loco! Yo no tengo devaneos más que contigo...
-¿De cuánto tiempo puedes disponer?
-De todo el que tú quieras.
-Podrías tener un disgusto en tu casa.
-Es verdad... pero ¿y qué?
Y en el acto se acordó de las amonestaciones de Feijoo. Claro; no había necesidad de descomponerse, ni de faltar a la religión de las apariencias.
-Pues dispongo de una hora.
-¿Y mañana?
-¿Nos veremos mañana? No me engañes, pero no me engañes -dijo ella suplicante-. Estoy acostumbrada a tus papas...
-No, ahora no... ¿Me quieres?
-¡Qué pregunta!... Bien lo sabes tú, y por eso abusas. Yo soy muy tonta contigo; pero no lo puedo remediar. Aunque me pegaras, te querría siempre. ¡Qué burrada! Pero Dios me ha hecho así, ¿qué culpa tengo?
Tanta ingenuidad, ya conocida del incrédulo Delfín, era una de las cosas que más le encantaban en ella. Tiempo hacía que él notaba cierta sequedad en su alma, y ansiaba sumergirla en la frescura de aquel afecto primitivo y salvaje, pura esencia de los sentimientos del pueblo rudo.
-¿Me engañarás otra vez, farsantuelo? (clavándole a su vez los dedos en la rodilla).
-No claves tanto, hija, que duele. Y ahora gocemos del momento presente, sin pensar en lo que se hará o no se hará después. Eso depende de las circunstancias.
-¡Ah!, esas señoras circunstancias son
las que me cargan a mí. Y yo digo: «¿Pero, Señor, para qué hay en
el mundo circunstancias?». No debe haber más que
-Tienes razón (abrazándola con
nervioso frenesí y dándole la mar de besos).
Fortunata se acordó otra vez de su amigo y maestro Feijoo. El corazón grande era un mal y había que recortarlo.
-Reconozco -prosiguió el Delfín-, que
vales mucho más que yo, como corazón; pero mucho más. Soy al lado
tuyo muy poca cosa,
-¡Me muero por ti! (tirándole suavemente de las barbas). Si no me quieres, te irás al Infierno... para que lo sepas; te irás conmigo... te llevaré yo, arrastrándote por estas barbas.
Risas. «¡Qué feliz soy, pero qué feliz soy hoy, Dios mío! -exclamó la joven, con semblante y ojos iluminados-. No me cambiaría por todos los ángeles y serafines que están brincando delante de su Divina Majestad en el Cielo; no me cambiaría, no me cambiaría».
-Ni yo... hace tiempo que yo necesitaba una alegría. Estaba triste, y decía: «A mí me falta algo; ¿pero qué es lo que me falta a mí?».
-Yo también estaba triste. Pero el corazón me está diciendo hace tiempo: «Tú volverás, tú volverás...». Y si una no volviera, ¿para qué es vivir? Vivir para que llegue un día así; lo demás es estarse muriendo siempre.
-Es tarde, y no quiero que te comprometas. Precaución, chica. No hagamos tonterías.
Volviendo a acordarse de Feijoo, repitió ella: «Lo principal es no hacer tonterías».
-Quedamos en que...
-Mañana, a la hora que te venga mejor.
-Cochero, vuelva usted.
-Déjame a la entrada de la calle de Valencia.
-Donde tú quieras.
-Y pasado mañana también -dijo tras una pausa y con ansiedad la insensata mujer.
-Y al otro, y al otro... Pero no muerdas...
Miraba ella al porvenir, y su radiante felicidad se nublaba con la idea de que los días venideros desmintieran aquel en que estaba.
-Porque ahora no serás tan malito como antes. ¿Verdad, pillín mío?... ¿No serás, no, verdad, rico mío?
-Que no, que no... Vas a ver... Tú te convencerás...
-Júramelo... ¡Ah!, ¡qué tonta!, ¡como si los juramentos valieran! En fin, que ahora tomaré mis precauciones... Si mi idea se cumple...
-¿Y cuál es tu idea?, ¿qué idea es esa?
-No te lo quiero decir... Es una idea mía: si te la dijera, te parecería una barbaridad. No lo entenderías... ¿Pero qué te crees tú, que yo no tengo también mi talento?
-Lo que tú tienes,
-Pues eso... junto con la sal está la idea... Si mi idea se cumple... No te quiero decir más.
-Mañana me lo dirás.
-No, mañana tampoco... El año que viene.
-
-
-Que no faltes. Y no te olvides del número.
-¿Qué me he de olvidar, hombre? Primero me olvidaré de mi nombre.
-A la una en punto. Adiós, negra salada.
-Hasta mañana.
-Hasta mañana.
-I-
Segismundo Ballester (el licenciado en
Farmacia que estaba al frente de la botica de Samaniego) tenía
frecuentes altercados con Maxi por los garrafales errores en que
este incurría. Llegó el caso de prohibirle que hiciese por sí solo
ningún medicamento de cuidado. «¡Carambita, hijo, si da usted en
confundirme los
Y expresándose así, con ínfulas y
asperezas de dómine, Ballester le quitó de las manos a su
subalterno lo que entre ellas tenía. «Pero ¿qué demonios ha echado
usted aquí? -dijo luego con enojo, llevándose el potingue a la
nariz-. O esto es
Relevado por su regente de la
obligación de trabajar, Rubín se fue al laboratorio, y tomando de
debajo de la silla un librote, se puso a leer. Profundísima
tristeza se revelaba en su rostro enjuto y granuloso. Caía en la
lectura como en una cisterna; tan abstraído estaba y tan apartado
de todo lo que no fuera el torbellino de letras en que nadaban sus
ojos y con sus ojos su espíritu. Tomaba extrañas e increíbles
posturas. A veces las piernas en cruz subían por un tablero próximo
hasta mucho más arriba de donde estaba la cabeza; a veces una de
ellas se metía dentro de la estantería baja por entre dos garrafas
de drogas. En los dobleces del cuerpo, las rodillas juntábanse a
ratos con el pecho, y una de las manos servía de almohada a la
nuca. Ya se apoyaba en la mesa sobre el codo izquierdo, ya el
sobaco derecho montaba sobre el respaldo de la silla, como si esta
fuera
Ballester iba y venía, trabajando sin cesar, y cantaba entre dientes estribillos de zarzuelas populares. Era un hombre simpático, no muy limpio, de barba inculta, la nariz muy gruesa, personalidad negligente, terminada por arriba en una caballera de matorral, que debía de tener muy poco trato con los peines, y por abajo en anchas y muy usadas pantuflas de pana, que iba arrastrando por los ladrillos de la rebotica y laboratorio.
«Pero, alma de Dios, ya que no trabaja
usted... al menos despache menudencias -dijo, parándose ante
Rubín-. Mire, allí está esa mujer
Rubín salía a la tienda y despachaba.
«¿En dónde están los frascos de
-Mírelos, mírelos; si los tiene casi en la mano. Dígole que es preciso cuidar esa cabeza... ¡Otra vez a leer! Bueno; usted se acordará de mí... leer, leer, y el aparato cerebro-espinal que lo parta un rayo... Tararí, tararí...
Seguía cantando y el otro ¡plum!, se chapuzaba otra vez en su lectura.
«¿Y qué lee?... vamos a ver -dijo
Ballester mirando el libro-.
Rubín no contestaba. A cierta hora,
dejó el libro, metiéndolo en un rincón de la anaquelería, que
apestaba a fénico, entre dos potes
«Cuidado que hoy tarda más que nunca» observó doña Lupe; y como notase en el rostro de su sobrino señales de desasosiego, se apresuró a entablar conversación más amena.
«Todo el día me he estado acordando de lo que hablamos anoche. ¡Ah!, si tú fueras otro, si tú tuvieras ambición, pronto seríamos todos ricos. El farmacéutico que no hace dinero en estos tiempos es porque tiene vocación de pobre. Tú sabes bastante, y con un poco de trastienda y otro poco de farsa y mucho anuncio, mucho anuncio, negocio hecho. Créeme, yo te ayudaría».
-No crea usted, tía, yo también he
pensado en eso. Ayer se me ocurría una aplicación del
-Estas cosas, hijo, o se hacen en
gordo o no se hacen. Si inventas algo, que sea
-El
-¡Qué tonto!... ¿Y qué tiene que ver la moral con esto? Lo que digo; no saldrás de pobre en toda tu vida... Lo mismo que el tontaina de Ballester: también me salió el otro día con esa música. ¿Nada os dice la experiencia? Ya veis: el pobre Samaniego no dejó capital a su familia, porque también tocaba la misma tecla. Como que en su tiempo no se vendían en su farmacia sino muy contados específicos. Casta bufaba con esto. También ella desea que entre tú y Ballester le inventéis algo, y deis nombre a la casa, y llenéis bien el cajón del dinero... Pero buen par de sosos tiene en su establecimiento...
Charla que te charla, doña Lupe miraba al reloj del comedor, mas no expresaba su impaciencia con palabras. Por fin sonó la campanilla débilmente. Era Fortunata que, cuando iba tarde, llamaba con timidez y cautela, como si quisiera que hasta la campanilla comentase lo menos posible su tardío regreso al hogar doméstico. Papitos corrió a abrir, y doña Lupe fue a la cocina. Maxi habló con su mujer en un tono que indicaba la complacencia de verla, y se quejó suavemente de que no hubiese entrado antes. Tenía ella los ojos encendidos como de haber llorado, y no era difícil conocer que disimulaba una gran pena. Pero Rubín no reparaba en lo cabizbaja y suspirona que estaba su mujer aquella noche. Hacía algún tiempo que la facultad de observación se eclipsaba en él; vivía de sí mismo, y todas sus ideas y sentimientos procedían de la elaboración interior. La impulsión objetiva era casi nula, resultando de esto una existencia enteramente soñadora.
A doña Lupe sí que no se le escapaba
nada, y de todo iba tomando notas. Hablose en la mesa del tiempo,
del gran calor que se había metido,
Picando con el tenedor en el plato,
para coger los garbanzos uno a uno, la señora de Jáuregui se decía
lo siguiente: «Te veo venir... buena pieza. Ya sé yo las
Vino luego doña Casta con Olimpia a
proponerles dar un paseo al Prado. Rubín vacilaba; pero su mujer se
negó resueltamente a salir. Fuese doña Lupe con sus amigas, y
Fortunata y Maxi estuvieron solos hasta media noche en la sala, a
oscuras, con los balcones abiertos, a causa del calor que reinaba,
hablando de cosas enteramente apartadas de la realidad. Él proponía
los temas más extravagantes, por ejemplo: «¿Cuál de nosotros dos se
morirá primero? Porque yo estoy muy delicado; pero con estos
achaques, quizás tenga tela para muchos
Fortunata decía a todo que sí, y
aparentando ocuparse de aquello, pensaba en lo suyo, meciéndose en
la dulce oscuridad y la tibia atmósfera de la sala. Por los
balcones entraba muy debilitada la luz de los faroles de la calle.
Dicha luz reproducía en el techo de la habitación el foco de los
candelabros, con las sombras de su armadura, y esta imagen
fantástica, temblando sobre la superficie blanca del cielo raso,
atraía las miradas de la triste joven, que estaba tendida en una
butaca con la cabeza echada hacia atrás. Maxi volvió a machacar:
«Si no fuera por ti, no se me importaría nada morirme, Es más, la
idea de la muerte es grata en mi alma. La muerte es la esperanza de
realizar en otra parte lo que aquí no ha sido más que una
tentativa. Si nos aseguraran que no nos moriríamos
-¿Pues qué duda tiene? -respondía la otra maquinalmente, dejando a su idea revolotear por el techo.
-Yo pienso mucho en esto, y me entregaría desde luego a la vida interior, si no fuera porque está uno atado a un carro de afectos, del cual hay que tirar.
-¡Ay, Dios mío, la que me espera mañana! -pensó la esposa. Era probado: Siempre que su marido estaba por las noches muy dado a la somnolencia espiritual, al día siguiente le entraba la desconfianza furibunda y la manía de que todos se conjuraban contra él.
Poco después de esto, dijo Maxi que se
quería acostar. Fortunata encendió luz, y él fue hacia la alcoba,
arrastrando los pies como un viejo. Mientras su mujer le desnudaba,
el pobre chico la sorprendió con estas palabras, que a ella le
parecieron infernal inspiración de un cerebro dado a los demonios:
«Veremos si esta noche sueño lo mismo que soñé anoche. ¿No te lo he
contado? Verás. Pues soñé que estaba yo en el laboratorio, y que me
entretenía en distribuir bromuro potásico en papeletas de un
gramo... a ojo. Estaba afligido, y me acordaba de ti. Puse lo menos
cien papeletas, y después sentí en mí una sed muy rara, sed
espiritual que no se aplaca en fuentes de agua. Me
Maxi se estiró en la cama, y cerrando los ojos, cayó al instante en profundo sueño, cual si se hubiera bebido todo el láudano de la farmacia.
-II-
Fortunata no se acostó en la cama,
porque hacía mucho calor. Echose medio vestida en el sofá, y a la
madrugada, después de haber dormido algunos ratos, sintió que su
marido estaba despierto. Oíale dar suspiros y gruñir como una
persona sofocada por la cólera. Sintiole palpar en la mesa de noche
buscando la caja de cerillas. Esta se cayó al suelo, y en el suelo
vio Fortunata la claridad lívida que los fósforos despiden en la
oscuridad. La mano de Maxi descendió buscando la caja, y al fin
pudo apoderarse de ella. Fortunata vio subir el azulado resplandor,
como difusa humareda. Este fenómeno desapareció con el restallido
del fósforo y la instantánea presencia de la luz alumbrando la
estancia. Los ojos del joven se esparcieron
Para evitar cuestiones tan a deshora, la esposa fingió que dormía. Pero entreabriendo los ojos le vio encender la vela. Púsose Maxi la ropa necesaria para no levantarse desnudo, y se bajó de la cama cautelosamente. Cogiendo la vela, salió al pasillo. Fortunata le sintió reconociendo el cerrojo de la puerta, registrando el cuarto en que ella tenía su ropa, y después el comedor y la cocina. Tantas veces había hecho Maxi aquello mismo, que su mujer se había acostumbrado a tal extravagancia. Era que le acometía la pícara idea de que alguien entraba o quería entrar en la casa con intenciones de robarle su honor.
Cuando Maxi volvió a la alcoba, ya principiaba a apuntar el día. «Si no te cojo hoy, te cojo mañana -rezongaba-. No hay nada; pero yo sentí pasos, yo sentí cuchicheos; tú saliste de aquí... Has vuelto a entrar y estás ahí haciéndote la dormida para engañarme... Déjate estar... Yo estoy con mucho ojo, y aunque parezca que no veo nada, lo veo todo... A buena parte vienes... Que andaba un hombre por los pasillos, no tiene duda. No vale el jurarme que no había nadie. Pues qué, ¿no tengo yo oídos?... ¿Estoy yo tonto?».
Decía esto sentado al borde del lecho,
la
«No, no, no... Si creen que me la dan,
se equivocan. Lo más horrible es que mi tía es encubridora... Pues
qué, ¿entraría nadie en la casa si ella no lo consintiera? Y
Papitos también es encubridora. Buenas propinas se calzará. Pero ya
te arreglaré yo,
Fortunata creyó al fin que convenía hacer que despertaba. Lo particular era que en aquella crisis el desventurado joven no pasaba de las extravagancias de lenguaje a las violencias de obra; todo era quejas acerbísimas, afán angustioso por su honor y amenazas de que iba a hacer y acontecer.
«¿Qué disparates estás hablando ahí? -le dijo su mujer-. ¿Por qué no te acuestas? Ya que tú no duermes, déjame dormir a mí».
-¿Te parece que después de lo que has
hecho, se puede dormir? ¡Qué conciencias, válgame Dios, qué
conciencias estas!... Tú lo negarás ahora... ¿Quién andaba por los
pasillos? Claro, el gato. El pobre minino paga todas las culpas. ¿Y
tú a qué saliste?, a jugar con el gato, ¿verdad?, justo. ¡Y eso me
lo he de tragar yo! Lo que me anonada es que mi tía consienta esto,
mi tía que me quiere tanto. ¡Tú, ya sé que no me quieres; pero mi
tía...! Vamos que... Pues esa víbora de Papitos, con su cara de
mona... ¡Qué humanidad, Dios mío! El hombre honrado no tiene
defensa contra tanto enemigo; la traición le rodea; la deslealtad
le acecha. Aquellos en quienes más confía le venden. Donde menos lo
piensa, en el seno de la familia, salta un Judas. En la tierra no
hay ni puede haber
Fortunata se vistió a toda prisa. Sabía por experiencia que mientras más le contradecía era peor. Un rato estuvo sentada en el sofá, oyéndole disparatar y aguardando a que avanzara un poco la mañana par avisar a doña Lupe. Antes de ir a lavarse, pasó por la alcoba de su tía, que ya estaba vistiendo, y le dijo: «Hoy está atroz... ¡pobrecito!... A ver si usted le puede calmar».
-Voy, voy allá... Veo que sin mí no os
podéis gobernar. Si yo faltara... no quiero pensarlo. Mira, pon en
planta a Papitos, y que encienda lumbre... Le haremos chocolate en
seguida; porque la debilidad es lo que le pone así, y hay que
meterle lastre en aquel pobre cuerpo. Toma las llaves, saca de
aquel chocolate que nos dio Ballester,
Cuando su tía entró con el chocolate, Maxi seguía tan disparado como antes. «Lo que yo extraño, tía, lo que yo no puedo explicarme -dijo clavando en ella sus ojos que relampagueaban-, es que usted consienta esto y lo encubra y me quiera matar, porque sépalo usted, para mí el honor es primero que la vida».
-Hijo de mi alma -le contestó doña
Lupe
El joven se dejó caer en el sofá, inclinándose hacia la mesa próxima, en que el desayuno estaba, y tomando un bizcocho lo mojó en el líquido espeso. Antes de probarlo, se le fue la lengua otra vez acerca de lo mismo, si bien en tono más tranquilo. «No sé cómo me va usted a convencer, cuando yo tengo oídos, yo tengo ojos, y ante la evidencia, no valen...».
Hizo un gesto de repugnancia y horror al probar el bizcocho mojado.
«Tía... ¡Fortunata!... ¿qué es esto?, ¿qué me dan?... Este chocolate tiene arsénico».
-¡Hijo, por María Santísima! -exclamó doña Lupe consternada, a punto que entraba su sobrina.
-¿Pero ustedes creen que a mí se me puede ocultar el gusto del arsénico?... -dijo enteramente descompuesto, los ojos extraviados-. Y no son tontas; ponen poca dosis... un centigramo, para irme matando lentamente... Y apuesto a que ha sido Ballester el que les ha dado el ácido arsenioso... porque también él está contra mí... ¿Qué infierno es este, Dios mío?...
-Vamos, esto no se puede sufrir. ¡Decir que le hemos envenenado el chocolate...!
-¡Gusto a arsénico... clavado... ¡pero tan clavado...!
Levantose en actitud de desesperación y volvió a la inquietud delirante de sus paseos...
«Tendré que dejarme morir de hambre... es horrible... Mi casa llena de enemigos. Las personas que más me querían antes, ahora desean mi muerte».
-¡Conque arsénico...! -dijo Fortunata tomándolo a broma, con esperanza de obtener así mejor efecto-. Para que veas que eres un simple y un majadero, voy a tomarme yo el chocolate.
Y en el acto empezó a tomarlo. Su marido la miraba atónito.
«A ver si espichamos de una vez... Él podrá tener veneno, pero bien rico está... ¿Te convences ahora?... Me tomaría otra jícara. No creas, me vendría bien que esto matara, porque así me iba pronto de este mundo, que maldita la gracia que tiene, con las jaquecas que me das y lo mucho que nos haces sufrir».
Doña Lupe, en tanto, trajo la
cocinilla económica para hacer en presencia de Maxi otro chocolate.
Aun así, fue preciso sostener una lucha penosa para que se
decidiera a probarlo, pues insistía en que también aquel tenía
gusto a arsénico... «Aunque no tanto, convengo en que no es tanto».
Después, tomando tonos de transacción, les dijo: «Yo creo que todo
ello es
-Vamos, que es para pegarte -le contestó doña Lupe-. ¡Tomarla así con la pobre Papitos!... Mira, cuando te den manías, échame a mí toda la culpa. Yo sé desenvolverme y probar mi inocencia. Y ahora, ¿por qué no os vais los dos a dar un paseíto por el Retiro? Hasta las nueve no hace calor; la mañana está deliciosa.
Fortunata apoyó esta proposición, pero él no tenía ganas de salir. Continuaba en el sofá, apoyado el codo en la mesilla y la cabeza en la mano, mirando al suelo como si quisiera contar los juncos de la esterita que había junto al sofá. Las dos mujeres se miraban, comunicándose con los ojos malas impresiones.
«Eso -murmuró él de una manera torva y recelosa-. Quieren echarme a la calle, para...».
-Pero alma de Dios, si va ella contigo...
-¿Y a dónde me quiere llevar? Sabe Dios... Alguna trampa que me quieren armar. Si sólo fuera para asesinarme, pase; ¡pero si es para atentar al sagrado de mi honor...!
-Todo sea por Dios.
-¿No sabe usted, tía, que hace tres meses...? la
-¡Jesús, qué barbaridad! ¿De dónde has sacado esos desatinos?
-La
-Vamos, lo habrás soñado tú.
-Yo no lo he soñado -gritó él levantándose con golpe de resorte-. Es verdad; lo he leído en la
Doña Lupe cruzaba las manos y miraba al Cielo, invocando la justicia divina. Fortunata expresaba un gran abatimiento, cual si su paciencia tocase ya al punto en que agotarse debía.
«Mira -dijo la viuda-, vete a la botica, ponte a trabajar, y con la distracción se te despejará la cabeza».
Sabía por experiencia la señora de
Jáuregui que en los ataques fuertes de su sobrino, Ballester era la
única persona que le hacía entrar en razón, desplegando ante él, ya
la burla descarada, ya la autoridad seca y hasta cruel. Las
personas de la familia, a quienes él quería, eran las más ineptas
para dominarle, pues contra ellas iba la descarga de su recelo
furibundo. «Bueno, bajaré -dijo Maxi tomando su
Tía y esposa no le dijeron nada, y fueron tras él. Cogiendo de la percha del recibimiento la caña que usaba, salió dando un fuerte portazo. Bajó rápidamente y estuvo hablando un rato con la portera. Desde el balcón le vieron las dos señoras salir a la calle, pasar la acera de enfrente, mirar hacia la casa... Ocultáronse ellas entonces, y asomándose con cautela por entre los hierros, viéronle seguir, gesticulando y haciendo molinete con el bastón. A cada instante se paraba y volvía hacia atrás. Daba unos cuantos pasos y otra vez por la calle arriba. En una de estas vueltas, salió Ballester a la puerta de la botica y le llamó con gesto imperativo: «Aquí pronto... ¡Me gusta...! Venga usted aquí».
En actitud semejante a la de un perro que ante el palo de su amo agacha las orejas y arrastra el rabo por el suelo, entró Rubín en la botica diciendo a su regente: «Buenos días, amigo Ballester. No le había visto. Iba a tomar un poco el aire. Y usted, ¿qué tal?».
-III-
«Yo, bueno... conque a tomar el
aire... -contestó Segismundo con cara de muy mal genio-.
Poníase a trabajar, y, cosa por demás extraña, a pesar del desorden de su cabeza, no cometía una sola equivocación, ni aun cuando le dieron seis clases más de jarabes con sus correspondientes letreros de diferentes colores. Ballester, que ya tenía noticia, por una esquelita de doña Lupe, del rudo acceso de aquella mañana, le vigilaba disimuladamente, mirándole por el rabillo del ojo, pero en una de las vueltas que dio al laboratorio, Maxi dejó bruscamente el trabajo y se fue a la calle sin sombrero. Al volver a la tienda y notar la ausencia del joven, el regente se quedó muy tranquilo y no dijo más que: «Ya voló... buena va». Tomaba con calma las extravagancias de su colega, y su deseo era que una de aquellas escapatorias fuera la del humo. «Pero no tendré yo esa suerte -decía-, y ya me lo volverán a traer para que le amanse».
Maxi subió a su casa. Al abrirle la
puerta, no se admiró Fortunata de lo descompuesto que venía, porque
ya no eran nuevas aquellas inesperadas apariciones. «Supongo -dijo
él con
«Otra vez... pero hijo...» chilló doña Lupe, saliendo al recibimiento.
-Usted, tía, se empeñará en negarlo ahora... pero esta no lo niega. Cierto que no le cogeré; porque habrá saltado por el balcón; pero no me negarán que entró... Le he visto yo, le he visto pasar por delante de la botica... En la escalera ha dejado su huella, su rastro, rastro y huella, señores, que no se pueden confundir con nada... pero con nada.
-¡Pues estamos divertidas! -dijo doña Lupe a Fortunata, que daba suspiros mirando a su marido con lástima intensísima.
-La que me las va a pagar todas juntas es esa indecente de Papitos -gritó él, dando algunos pasos hacia la cocina.
-¡Papitos!, está en la compra. ¡Pobre chica!... Ea, ya estamos hartas. A ver si nos dejas en paz. Le encargaremos a Ballester que te amarre... Niño, niño, se acabaron las tonterías.
Diciendo esto le cogía por un brazo y le sacudía con ira materna y correccional. «Mira que no te podemos sufrir... Lo que tú tienes es mucho mimo».
El desgraciado joven se dejó caer en un banco que en el recibimiento había, el cual semejaba banco de iglesia, y allí se transformó la máscara insana de su rostro, pasando de la furia a la consternación. «Garantíceme usted... pues... que mi honor está... lo que llaman intacto... y yo me tranquilizaré».
«¡Tu honor! ¿Pero quién diablos se ha metido con él? Si todo es humo, humo que hay dentro de esta cabeza».
-¡Humo!... ¡ah!...
-Sí, todo humo -dijo Fortunata, poniéndole cariñosamente la mano en el hombro-. No pienses y no temerás nada. Es la imaginación, nada más que la imaginación... la loca de la casa, como decía tu hermano Nicolás.
-¿Sabes lo que vamos a hacer? -indicó doña Lupe, algún tiempo después, aprovechando la relativa calma que en su sobrino se notaba-. Pues vamos a darle de almorzar.
Su mujer le agarró por un brazo para
llevarle a la mesa, y él no hizo ninguna resistencia. Temían una y
otra que no quisiese tomar nada, fundándose en que la comida estaba
envenenada; pero con gran sorpresa de ambas, Maxi no manifestó
recelo alguno sobre este particular. Tenía poco apetito, y para que
pasara algo, las dos hubieron de hacer a competencia considerable
gasto de palabras tiernas. Tan cariñosas se mostraron, que Maxi
comió más que
-¡Salir yo!, ¡qué disparates se te ocurren! No pienso en tal cosa -replicó ella sonriendo-. Aquí me estaré esperándote. A la noche iremos a casa de doña Casta. ¿Quieres? O a paseo.
Mientras esto decía, doña Lupe, acechándola desde un rincón del pasillo, fijaba en ella una mirada astuta.
Aquella tarde estuvo Maxi en la botica
bastante más calmado. En un rato que tuvo libre, se fue al rincón
del laboratorio en que guardaba sus libros, y cogió uno
disponiéndose a sumergirse en la lectura. Pero Ballester tomó una
vara; se fue derecho a él, y arrebatándole el libro, le amenazó con
castigarle. «Ea, dejémonos de sabidurías, que eso es lo que nos
trastorna. ¿A ver qué es esto?... ¡Hombre, qué bonito!
Esto último se lo decía a un parroquiano que mostraba una receta.
«A ver, marmolillo (por Maxi) menéese usted. Alcánceme el alcanfor, el nitro dulce, el polvo de regaliz...».
Confeccionada la medicina en un dos por tres, volvió Ballester a coger la vara, y continuó la filípica de este modo:
«Lo mismo que la tontería en que ahora
ha dado... que le van a quitar su honor; que entran hombres en la
casa... que por todas partes se le tienden asechanzas a su honor...
¡Qué melodramáticos estamos y qué simples
Al llegar a esta parte de la reprimenda que Segismundo le espetaba más en serio que un ladrillo, Rubín se había tranquilizado tanto, que casi estaba dispuesto a oírle con benevolencia y hasta con jovialidad. Y concluyó por sonreír, y al cabo de un gran rato le dijo:
«Amigo Ballester, le convido a usted a Variedades esta noche. ¿Quiere?».
-¿Pues no he de querer? Bueno va.
Pedradas
A poco llegó el practicante que sólo hacía servicio en la botica por las noches, y llevándole aparte, le dijo Segismundo: «Amigo Padilla, hoy mismo le voy a proponer a doña Casta que vengas de día, porque esta calamidad de Rubín tiene la cabeza como un cesto, y me temo que si se queda solo envenene a toda la parroquia».
-IV-
Aquella noche, después de comer, fueron todos a casa de doña Casta, donde debían reunirse para ir a paseo. Pero a poco de estar allí, entró Ballester diciendo que se había levantado un airote muy fuerte y amenazaba tormenta, por lo que unánimemente se acordó no salir; se encendió luz en la sala, y doña Casta dijo a Olimpia que tocara la pieza para que la oyeran Maximiliano y Ballester.
Olimpia era la menor de las hijas de
Samaniego, y hubiera causado gran admiración en la época en que era
de moda ser tísico, o al menos parecerlo. Delgada, espiritual,
ojerosa, con un corte de cara fino y de expresión romántica, la
niña aquella habría sido perfecta beldad cincuenta años ha, en
tiempo de los tirabuzones
La determinación de no salir a paseo
puso a la señorita de mal talante, porque no podía hablar con su
novio, que a aquella hora estaba clavado en la esquina de la calle
de los Tres Peces, esperando a que saliese la familia para
incorporarse. Era un chico de mérito, que estudiaba el último año
de no sé qué carrera, y escribía artículos de crítica (gratis) en
diferentes periódicos. A pesar de sus notables prendas,
Tocó la niña su pieza con no poca
fatiga, a ratos aporreando las teclas como si las quisiera castigar
por alguna falta que habían cometido, a ratos acariciándolas para
que sonaran suavemente con ayuda de pedal, arqueando el cuerpo, ya
de un lado, ya de otro, y poniendo cara afligida o de mal genio,
según el pasaje. Parecía que los dedos eran bocas, y que estas
bocas tenían hambre atrasada por las muchas notas que se comían. En
ciertas escalas difíciles algunas notas se anticipaban a sus
predecesoras y otras se quedaban rezagadas; pero cuando llegaba un
efecto fácil, la pianista decía «aquí que no peco», y se
indemnizaba de las pifias que cometiera antes. Durante el largo
martirio de las teclas, las exclamaciones de admiración no cesaban.
«¡Qué dedos los de esta chica!... Me río yo de Guelbenzu... ¡Y qué
talento artístico, qué expresión!» decía el gran tuno de Ballester.
Olimpia tocaba con fe y emoción, presumiendo que el espejo de los críticos la oía desde la calle. Cuando concluyó, estaba rendida, sudorosa, le dolían todos los huesos y apenas podía respirar. Ni siquiera tenía aliento para dar las gracias por las flores que todos le echaban. La tos que le entró parecía anunciar un ataque de hemoptisis. «Hija mía -le dijo su mamá, viéndola ir hacia el balcón-, no te asomes, que estás sudando. Toma, ponte esta toquilla».
Y se la ponía, y no pudiendo refrenar las ganas de salir al balcón, salió con Fortunata, y ambas estuvieron contemplando el alma en pena que se paseaba en la acera de enfrente.
Al poco rato entró Aurora, la mayor de
Expliquemos esto. Aurora Samaniego
tenía treinta años y era viuda de un francés, que vino a España
representando casas extranjeras de droguería. A poco de casarse,
allá por el 65, el francés se fue con su mujer a Burdeos y allí
heredó de sus padres un establecimiento de ropa blanca, que mejoró
a fuerza de trabajo, poniendo en él las bases de una fortuna. Pero
entre Bismark y Napoleón III lo echaron todo a perder, pues por
causa de estos dos personajes sobrevino la guerra de 1870, que
tantas esperanzas había de segar en flor. Fenelón, que era hombre
bonísimo y de inteligencia mercantil, tenía el defecto del
Viuda y con poco dinero, aunque
también sin hijos, Aurora volvió a Madrid, donde las disposiciones
y hábitos de trabajo que había adquirido no pudieron tener empleo
por no existir aquí
Samaniego estaba en París haciendo compras, y en la fecha a que esto se refiere, ya empezaban a venir algunas cajas. En la tienda provisional, que estaba próxima a la definitiva, había ya mucho trabajo. Aurora, al frente de una graciosa pléyade de oficiales habilísimas, estaba disponiendo las piezas-modelo que se habían de presentar en los primeros días, como muestras de las ricas confecciones de la casa. De sol a sol vivía entre oleadas de batista con espuma de encajes riquísimos, cortando y probando, puntada aquí, tijeretazo allá, gobernando su hato de cosedoras con tanta inteligencia como autoridad.
Por las noches, cuando llegaba a su
casa, rendida, su madre gustaba de que estuvieran presentes doña
Lupe, Fortunata o las demás amigas, para dar rienda suelta a su
vanidad. En cuanto la veía entrar, se le iluminaba el rostro, y ya
no se hablaba más que del establecimiento nuevo, y de las cosas no
vistas que en él admiraría el Madrid elegante. Las cuatro mujeres
no paraban el pico hasta las doce, y por eso Ballester, aquella
noche, al ver que se armaba el nublado de ropa blanca, cogió por un
brazo a Maxi y le dijo: «Nosotros nos vamos a
«Estarás muy cansada, siéntate -decía doña Casta a su hija, armando el corrillo-. ¿Cómo va eso?».
-Hoy han estado probando el gas en la
nueva tienda. Será una cosa espléndida. Ya están llegando cajas de
novedades, cosas, ¡ay!,
-Yo creo -dijo doña Lupe con expresión
avariciosa-, que Pepe Samaniego va a hacer un gran negocio. Madrid
está por explotar. Todo consiste en tener pesquis. ¡Oh!, pues en
Esta última frase llevó la conversación al primitivo terreno, del cual se había desviado un poco con aquello de la panacea.
«Por eso -dijo doña Casta-, un establecimiento montado como los mejores del extranjero, no puede menos de hacerse de oro, pues habiéndolo aquí, las señoras de la grandeza no tendrán que ir a Bayona y a Biarritz a comprar la última novedad».
Aurora vestía un traje de percal, azul claro, con cinturón de cuero, y en este una gran hebilla. Su atavío era todo frescura, sencillez de obrera elegante. Fue un rato para adentro a tomarse la colación o golosina que su madre le guardaba siempre, y volvió con un platito en una mano y una cucharilla en la otra. Era compota de ciruelas lo que tomaba, con un pedazo de rosca.
«¿Ustedes gustan?... Pues decía que en
las cajas que están ahora en la Aduana de Irún, vienen unos
trajecitos de niño, de punto, que han de hacer sensación. El modelo
llegó ayer en gran velocidad, y también vino un fichú del
-Mejor será que vayamos nosotras allá -dijo doña Lupe-, y así veremos y hociquearemos todo antes de que se abra al público.
Fortunata decía también algo, aunque
no mucho, porque lo de la tienda no despertaba en ella gran
interés. Después que apuró el platillo de la compota, volvió Aurora
para adentro, y trajo unas yemas en un papel. ¡Qué golosa era!
Ofreció una a Fortunata, que la tomó, y doña Casta se dispuso a
obsequiar a sus amigos con vasos de agua. Ponía esta señora sus
cinco sentidos en los botijos para enfriar el agua, y tenía a gala
el que en ninguna parte la hubiese tan fresca y rica como en su
casa. Después de traer un plato con azucarillos, fue a escanciar el
precioso contenido de los botijos, pues eran varios, y en ellos
graduaba la temperatura, poniéndolos o no en el balcón, Doña Lupe
la ayudaba en la traída de aguas, y en tanto Aurora le pasó a
Fortunata el brazo por la cintura y ambas salieron al balcón de la
sala.
Lejos del oído impertinente de doña Lupe y doña Casta, Aurora se secreteó con Fortunata: «Se han ido todos esta tarde... El primo Manolo va también con ellos».
-V-
Aquí cuadra bien decir que Fortunata y la viuda de Fenelón se habían hecho muy amigas. Esta mostraba a la de Rubín una gran simpatía, y con esta simpatía, la dulce confianza que de ella emanaba, y por fin, con el verdadero derroche de indulgencia que en favor de sus faltas hacía, apoderose poco a poco de todos sus secretos. Por de contado, estas intimidades sólo tenían lugar a espaldas de doña Lupe y muy lejos de doña Casta, pues ni una ni otra habrían consentido que tales temas se trajesen a las honestas y decorosas conversaciones de aquella casa.
Enlazadas por la cintura, brazo con brazo, estuvieron un rato las dos mujeres sin decirse nada, comiéndose las yemas y mirando a la calle. De pronto se echó a reír Aurora.
«Mira el tonto de Ponce, haciéndole
cucamonas a Olimpia. Yo creo que mi hermana es la única mujer que
en el mundo existe capaz de querer a un crítico. Merecería en
castigo casarse
«Vaya, que está apurado el hombre -decía Fortunata, riendo también-. Le hace señas para que baje... Sí, ahora va a bajar. Estás tú fresco... Será que quiere darle uno de esos artículos que escribe y en los cuales cuenta el argumento de los dramas para que nos enteremos. Vaya, hombre, no te apures, que ya le hablarás otra noche. Ahora no puede ser... ¡Qué pesados son estos novios!, ¿verdad?».
Pasado otro rato, y cuando los brazos soltaron las cinturas y ambas estaban limpiándose los dedos en sus respectivos pañuelos, Aurora volvió a decir: «Pues sí, todos partieron esta tarde y el primo Moreno con ellos. Creo que van a San Juan de Luz».
Fortunata volvió la cara para el balcón del gabinete, donde estaba Olimpia. Después miró a su amiga, diciéndole en tono muy seco: «Van a San Sebastián y a Biarritz, y a principios de Setiembre irán todos a París».
-Niñas -dijo doña Casta, tocándoles en
los hombros-. ¿De qué agua quieren ustedes?... ¿
-Lo mismo me da -replicó Fortunata.
-Toma Lozoya, y créeme -insinuó doña
Lupe, con su vaso en la mano-. Por más que diga esta,
-Eso va en gustos... Y también influye
el
No insistiré en lo mucho que se dijo sobre este tratado de las aguas de Madrid. Mientras las dos señoras mayores cotorreaban dentro, Fortunata y Aurora lo hacían en el balcón. Las once y media serían cuando sintieron la voz de Ballester. Este y Maxi las miraban desde la acera de enfrente. «Si bajan ustedes -dijo Rubín-, las espero aquí».
-Olimpia -gritó Ballester-. Venimos de ver la obra que se estrenó anteanoche. ¡Qué mala es! ¿Tiene usted ya noticias de ella?
-¿Yo?... ¿Qué está usted diciendo?
-Como usted se trata con autoridades...
Al decir esto pasaba el crítico junto a él.
«Oiga usted, Olimpa... La obra es una ferocidad; pero ciertos amigos del autor la pondrán en las nubes. Quisiera yo verles para que me dijeran a mí por qué engañan de este modo al público».
-Déjeme usted en paz... ¡Qué tonto es usted! -replicó Olimpia, y se metió para adentro.
-¿Bajáis o no? -dijo Maxi; y su mujer
le contestó que esperase en la botica, que ellas bajarían. Aurora y
Fortunata se reían mirando
Retiráronse las de Rubín a su domicilio, teniendo ambas señoras la satisfacción de ver a Maxi tan mejorado de los desórdenes cerebrales de aquella mañana, que no parecía el mismo hombre. Síntomas favorables eran la obediencia a cuanto se le mandaba, y lo juicioso y sosegado de sus respuestas. Aquella noche durmió con tranquilidad, y nada ocurrió que saliera del canon ordinario. A la tarde siguiente convinieron marido y mujer en dar un paseo a prima noche. Fue ella a buscarle a la botica a la hora concertada, y no le encontró. «Ha ido a cortarse el pelo -le dijo Ballester, ofreciéndole una silla-. Con las murrias de estos últimos tiempos, el pobre chico no caía en la cuenta de que se iba pareciendo a los poetas melenudos... Le he mandado que se trasquilase esta misma tarde. Tenga usted presente una cosa: hay que imponérsele, combatirle el abandono, las lecturas y no consentir que se ensimisme. Antes que dejarle caer en las melancolías, vale más darle un disgusto. Yo siempre le hablo gordo, y crea usted... me ha cogido miedo. Es lo que hace falta».
-¡Pobrecito!... -exclamó Fortunata-. ¿Pero ve usted por dónde le ha dado?... Yo no he visto un desatinar semejante.
Segismundo, que en aquel momento tenía
«Muy triste está usted desde ayer... No, no me lo niegue... ¿Pues yo no veo lo que pasa? Leo en las caras».
-Pues en la mía poco habrá leído usted.
-Más de lo que se piensa... Leo pasajes tiernísimos... estrofas de despedida... ayes de soledad...
-¡Ay, qué majadero!
-¡Oh!, a mí no se me escapa nada. Convengo en que no hay motivos para que usted esté tan patética... Pero hay otra cosa... a mí me gusta remontarme a los orígenes, me gusta buscar el por qué, y francamente, cuando miro ese por qué, no puedo menos que lamentar la equivocación de que usted viene padeciendo desde tiempos remotos.
Fortunata le miraba sonriendo, pues no creía que debía enojarse.
«Sí, no puedo menos de deplorar
-prosiguió
-¿Qué disparates está usted diciendo?
-¡Oh!, no son disparates -replicó el farmacéutico, dando algunos pasos delante de ella y procurando que dichos pasos fueran todo lo airosos posible-. Perdóneme usted mi atrevimiento. Yo las gasto así; siempre he sido Juan Claridades, y cuando una idea quiere salir de mí, le abro la puerta para que salga, porque si la dejo dentro, estallo... Pues decía... ¿Se va usted a enfadar?
-No, hombre, ¿qué me voy a enfadar yo? Suéltela, suéltela.
-Pues decía... (Ballester tomaba una actitud que a él le parecía aristocrática), decía que a quien debiera usted querer es a mí... Ya ve usted que no me muerdo la lengua.
-¡Ay, qué gracia! Me gusta usted por lo corto de genio.
-Al pan pan y al vino vino. Queriéndome a mí, verá lo que es corazón amante, consecuente y tropical. Pero le advierto una cosa...
-¿Qué?
-Que si se decide a quererme... usted no se decidirá, pero si se decide, tenga cuidado de no decírmelo de sopetón... porque me moriré de gusto... Sería como una descarga eléctrica.
-Estese tranquilo... Sí, se lo iré diciendo poco a poco... preparándole, como cuando se dan malas noticias...
-No tanto, no tanto...
-Vaya que es usted malo... Aquí, entre tanta medicina, ¿no hay nada que le cure la cabeza?
-¡Pues si lo hubiera, amiga mía, si lo hubiera...! Y creen muchos que la peor cabeza de esta casa es la del pobre Maxi, cuando la mía es una pajarera. Verdad que dos palabras de quien yo me sé me harían la persona más cuerda y más feliz de la tierra...
Viendo en esto que entraba Rubín, dio otro giro a su charla. «Aquí le estaba diciendo a su cara mitad, que le voy a dar unas píldoras... ¡Dios, qué píldoras!».
-¿Para ella?
-No hombre, para usted.
-¿Y de qué son?
-Bueno va; ya quiere saber de qué son. Carambita, cuando uno discurre algo nuevo, debe reservarse el secreto. Es un específico.
-Este Segismundo está ido -dijo Fortunata-. Vámonos.
-Yo no tomo píldoras sin saber la composición -indicó Maxi con la mayor buena fe.
-Estos hombres felices son muy
impertinentes. Todo lo quieren averiguar... ¡Y ahora se va de
paseíto con su tórtola! ¡Qué babosos...
Salió a despedirles a la puerta de la botica, se puso muy tieso, y estirándose todo lo posible sobre la base de sus zapatillas, les siguió con la vista hasta que desaparecieron en lo alto de la calle.
-VI-
Iban pasando los cansados días del verano, que es en Madrid la estación de las tristezas, porque el sueño y el apetito escasean, la sociedad disminuye, y los que aquí se quedan parece que comen el pan de la emigración. En la familia de Rubín nada ocurría de particular, pues Maxi no empeoraba, aunque todas las mañanas tenía su excitación correspondiente, más o menos aparatosa; pero mientras no llegase a un grado de furor como el de la célebre mañanita del arsénico, las dos mujeres podían llevarlo con paciencia. De noche, las depresiones se manifestaban levemente, y a veces no se conocían. Ballester había conseguido, combinando la persuasión con la severidad, apartarle en absoluto de toda lectura favorable a la concentración del ánimo.
Entre Fortunata y doña Lupe no era
todo concordia, como se puede haber comprendido, pues la señora de
Jáuregui, observadora sagaz,
No se dio por vencida la orgullosa
viuda del alabardero, y volvió a la carga dos o tres veces en esta
forma: «Si el pobre Maxi estuviera bueno, él te arreglada como
cumple a todo hombre que se estima; pero no lo está, y tengo que
tomar yo a mi cargo el decoro de la familia. Me he dicho mil veces:
'¿daré el estallido o no daré el estallido?'. En la situación de
ese pobrecito, mi estallido sería su muerte. Por eso me contengo y
me trago todo el veneno. ¿Ves?, mi
Fortunata volvió el rostro para ocultar sus lágrimas. Esta escena ocurría en el gabinete, hallándose las dos cosiendo sus trajes de verano.
«Después de lo que pasó en Noviembre del año pasado -prosiguió la viuda con serenidad que espantaba-, después de tu enmienda verdadera o falsa; después que se te perdonó (y por mi voto no se te habría perdonado); después que echamos tierra al horrible crimen, me parece que estabas obligada a portarte de otra manera. No vengas ahora con lagrimitas que han de parecer de hipocresía. Porque yo digo una cosa. Óyeme atentamente».
Doña Lupe dejó la costura y se preparó
a hablar, como los oradores de profesión. «Yo me pongo en el caso
de una mujer que siente una pasión antigua, con raigones muy hondos
y que no se pueden arrancar. Hay casos, y verdaderamente, esto es
para mirarlo despacio. Pues si tú hubieras venido a mí y me
hubieras dicho: 'Tía, esto me pasa. Me persiguen; yo no sé si podré
defenderme; soy débil; ayúdeme usted...'. ¡Oh!, la cosa variaba
mucho. Porque yo te habría dirigido, yo te habría dado fortaleza,
consuelo... Pero no; se te antoja campar por tus respetos, y hacer
y acontecer, como una mozuela sin juicio... Eso es un disparate:
ahí tienes, ahí tienes el motivo de todas tus desgracias
Pronunciada esta elocuente filípica,
continuó la señora un buen espacio de tiempo dando resoplidos, y
Fortunata no levantaba los ojos de su costura. Discurría sobre la
extrañeza de aquellos conceptos de la viuda, que parecía dispuesta
a ciertos temperamentos indulgentes en caso de que se la
consultara, y de que se la tuviera por dispensadora infalible de
protección y por sancionadora de las acciones. «Esta mujer quiere
ser el Papa -pensaba-, y con tal que la hagan Papa, se aviene a
todo. Pero lo que es por mí...». A Fortunata le repugnaba la moral
despótica de doña Lupe, en la cual entrevía más soberbia que
rectitud, o una rectitud adaptada jesuíticamente a la soberbia. No
se conformaba esto con las ideas absolutas de la joven criminal.
Ella quería para sus actos la absolución completa o la completa
condenación. Infierno o Cielo, y nada más. Tenía
Enterada doña Lupe, en aquellos secreteos que con su amiga Casta tenía, de que los de Santa Cruz se habían marchado a veranear, tomó pie de esta circunstancia para endilgarle a su sobrina otro discurso, aunque en tono menos catilinario que los anteriores.
Era aquella señora esencialmente
gubernamental y edificaba siempre sobre la base sólida de los
hechos consumados todos sus planes y raciocinios. «Mira tú por
dónde podríamos llegar a entendernos -le dijo una tarde que la
volvió a coger a mano para el caso-. He sabido que la persona que
te trae dislocada no está ya en Madrid. ¿Qué mejor ocasión quieres
para emprender la reforma de tu estado interior, que está como una
casa en ruinas? Yo estoy dispuesta a ayudarte todo lo que pueda. No
debiera hacerlo; pero tengo caridad y me hago cargo de las
flaquezas humanas. Otra tomaría por la calle de en medio; yo creo
que en cosas tan delicadas se debe proceder con cierto ten con ten.
Habrías de empezar por ponerme en antecedentes, por confiarme hasta
los menores detalles, entiéndelo bien, hasta los menores detalles;
por ponerme al tanto de lo que piensas, de lo que sientes, de las
tentaciones que te dan por la mañana, por la tarde y por la noche;
en fin, habías de declarar todos, toditos los síntomas de esa
maldita enfermedad, y darme palabra de hacer cuanto yo te mandare».
Hablaba,
Por cumplir, más que por gusto, Fortunata tuvo la condescendencia de decir algo, reservando, como es natural lo más delicado. Doña Lupe se entusiasmó tanto con aquella muestra de sumisión, que hizo gala de sus facultades profesionales, y terminó así: «Te aseguro que si me obedeces, te quitaré eso de la cabeza y serás lo que no eres, un modelo de mujeres casadas. Por de pronto, me comprometo a que no vuelvas a caer, aun en el caso de que se te tendiera el lazo otra vez. ¡Vaya, con el caballerito! Es cosa de dar parte a la policía. Tú déjate llevar; pon el pleito en mis manos, déjame a mí... y verás. ¿Apuestas a que me planto un día en casa de doña Bárbara y le canto clarito? Tú no sabes quién soy, tú no me conoces. ¡Y has sido tan tonta que no has querido valerte de mí...! Bien merecido tienes lo que te pasa. Pues lo que es ahora, que quieras que no, tomo cartas en el asunto... Has de concluir por adorarme como se adora a una madre».
Y al finalizar estaba doña Lupe
radiante. Casi casi se aventuró a hacer a su sobrina una maternal
caricia; tales eran su gozo y satisfacción. Un pensamiento se le
salía del magín a cada instante; pero lo reservaba en la hoja más
escondida de su gramática parda. Ni la sombra de este pensamiento
dejaba entrever a Fortunata.
Y una tarde que el matrimonio había
ido a paseo, la gran capitalista, no pudiendo enfrenar por más
tiempo su curiosidad, mandó a Papitos a un recado, por quedarse
sola, y con determinación admirable hizo un registro en la cómoda y
baúl de Fortunata. Valiéndose del sin fin de llaves que tenía,
abrió todos los cajones y revolvió en ellos cuidadosamente,
esmerándose en dejar las cosas, después de bien examinadas, en la
misma disposición que antes tenían. Este proceder jesuítico lo
practicaba siempre que metía sus manos escudriñadoras en donde no
debían estar. Busca por allí, busca por allá, y nada. Los billetes
se esconden tan fácilmente, que no hay manera de encontrarlos. Pero
tenía doña Lupe tan fino olfato para descubrir dinero, que estaba
segura de dar con los billetes si los había. «¿Tendralos cosidos en
la ropa? -pensó-. Puede ser. Esa socarrona parece
«Es muy particular -gruñía la viuda, registrando el baúl, después del reconocimiento minucioso que en la cómoda hizo-. ¡Y no se comprende que siendo él tan rico y ella una pobre...!». El baúl, que sólo contenía ropas viejas, no dio tampoco nada de sí. «Pues tiene que haber algo... -rezongó la señora-, tiene que haber algo. En alguna parte está el escondrijo. Dinero hay, o no hay dinero en el mundo».
Cansada de su inútil escrutinio y guardando las llaves, que formaban apretado racimo, digno del arsenal de una compañía de ladrones, doña Lupe se sentó a meditar, y poniéndose una mano sobre el pecho de algodón y acariciándoselo, se rascó con los dedos de la otra la frente, allí donde principia el cabello, como quien estimula la generación de una idea, y dijo: «Pues si efectivamente no le ha dado nada, hay que reconocer que ese hombre es el mayor de los indecentes».
-VII-
Apretaba el calor, y las escenas que
he descrito se repetían, reproduciéndose con ese amaneramiento
En Agosto ocurrió algo que no estaba
en los papeles, y fue del modo siguiente. Una mañana fue Torquemada
a ver a doña Lupe para tratar de negocios. Con su traje de verano,
tenía el buen D. Francisco aspecto semejante al de los militares
que vienen de Cuba, pues a más del trajecito azul, se había
encasquetado un sombrero de paja de ala ancha. Su camisa, de rayas
coloradas, parecía la bandera de los Estados Unidos; y para
recalcar más su facha americana, llevaba una joya en la corbata y
una cadena de reloj interminable, que le daba muchas vueltas de una
parte a otra del pecho. Los pantalones eran tan cortos, que al
sentarse se le veía media pierna. Allí venía bien decir que el
Un rato llevaban de interesante conferencia, cuando sonó la campanilla, y a poco entró Maxi en el gabinete, que era donde su tía y don Francisco estaban. Fortunata estaba planchando. En cuanto vio llegar a su marido, fue a ver qué se le ofrecía, pues algo desusado debía de ser. A tal hora, las diez de la mañana, no venía jamás a casa el pobre chico. Echándose un pañuelo por los hombros, porque el calor de la plancha la obligaba a estar al fresco, pasó al gabinete. Lo mismo ella que su tía se pasmaron de ver en el semblante del joven una alegría inusitada, Los ojos le brillaban, y hasta en la manera de saludar a D. Francisco advirtieron algo extraño, que las llenó de alarma. «Hola, D. Paco; yo bien, ¿y usted?... Y doña Silvia y Rufinita, ¿siguen tomando los baños del Manzanares?». Este lenguaje tan confianzudo, era lo más contrario al temperamento y a la timidez de Maxi.
«¿Qué traes por aquí a esta hora?» le preguntó su tía, disimulando su sorpresa.
Fortunata le examinaba atentamente,
sentada lejos del grupo principal, en una silla próxima
-Qué, ¿te ha caído la lotería?
-No es eso... ¿Para qué quiero yo loterías? Ni falta... Es mucho más que eso, porque he encontrado lo que buscaba. Ya le dije a usted que estaba pensando, que sólo me faltaba una fórmula para completar...
-¡La combinación!... Pues qué, ¿has
encontrado la
-No es mal nombre si usted se lo
quiere dar -dijo el pobre chico, exaltándose más a cada palabra-.
De
-¡Gracias a Dios que haces algo de provecho! -declaró doña Lupe, recelosa, observando las miradas de Maxi, cuyo resplandor de júbilo era enteramente febril.
-Anoche estuve toda la noche
discurriendo muy intranquilo, los sesos como ascuas, porque al
plan, mejor dicho, al sistema no le faltaba más que una fórmula
para estar completo... ¡La maldita fórmula...! Por fin, ahora, hace
un ratito,
Doña Lupe y Fortunata se miraron con
tristeza. «Bueno -dijo la tía, viendo que le venía encima una
nube-. Tranquilízate, escribirás la fórmula, harás tu
-¡Ah!... -exclamó él con la expresión que se da a toda idea de un trabajo abrumador-. No crea usted... para exponer el sistema completo con claridad bastante para que todos lo comprendan, se necesita quemarse las cejas... ¡digo! Tendré que pasar las noches de claro en claro. No importa; cuando esto empiece a correr, verán ustedes; adquiriré una reputación y una gloria tan grandes, pero tan grandes que...
-Adiós mi dinero -murmuró doña Lupe, y Fortunata dijo para sí algo parecido.
-El problema que quedaba por resolver
-dijo Maxi acercándose a su tía y dando castañetazos con los
dedos-, era el de la emanación de las almas. ¿De dónde emana el
alma? ¿Es parte de la sustancia divina, que se encarna con la vida
y se desencarna con la muerte para volver a su origen?... ¿o es una
creación accidental
Doña Lupe dio un gran suspiro, mirando a D. Francisco que guiñaba los ojos de una manera entre burlesca y compasiva.
«¡Hijo, por Dios! -dijo Fortunata acercándose-, no discurras esas cosas que dan dolor de cabeza... Sí, está muy bien; pero todo lo que hay que averiguar sobre esto, está ya averiguado... No te calientes la cabeza».
-Querida mía (rechazándola con dulzura
y tomando un tonillo enfático), si en este
Fortunata volvió a la apartada silla
en que antes estuvo, y doña Lupe, después de llevarse las manos a
la cabeza, hizo un gesto de conformidad cristiana. Le faltaba poco
para echarse a llorar. En este punto creyó oportuno Torquemada
intervenir, con esperanza de que sus discretas razones enderezaran
el torcido
-Basta, no siga usted -dijo Maxi, ceñudo, cortándole el discurso-. Si usted es materialista, nunca nos entenderemos.
-No, si lo que yo digo es que el alma tiene el pago que merece, y como el cuerpo no es más que a la manera de un cascarón, cuando este se pudre, a mí no me asusta el materialismo de hacerse uno polvo.
-Ya... comprendido -dijo el otro con
mayor exaltación, y acentuando la contrariedad que experimentaba-.
Usted es de la escuela de mi hermano Juan Pablo:
Diciendo esto giró sobre un tacón, y
rápidamente salió, marchándose a su cuarto. Su
«Ved aquí fijados los puntos capitales -balbucía él, escribiendo-. Solidaridad de sustancia espiritual. La encarnación es un estado penitenciario o de prueba. La muerte es la liberación, el indulto o sea la vida verdadera. Procuremos obtenerla pronto...».
-Chico, descansa ahora un ratito -díjole su esposa, tratando de quitarle la pluma de la mano-. Bastante has trabajado hoy con esos cálculos tan difíciles... Mañana seguirás... No, no creas que me parece mal; yo te ayudaré a pensar... hablaremos de esto. Yo también discurro.
Contra lo que esperaba, Maxi no se irritó. Tenía su semblante expresión seráfica; sus modales eran suaves y más parecía un iluminado antiguo, cuya demencia se elaboraba en la soledad claustral, que el insensato de estos tiempos, educado para el manicomio en los febriles apetitos de la sociedad presente.
«Tú también discurres -le dijo con
dulzura-. Lo sé, tú piensas, porque sientes; tú me comprendes,
porque amas. Has pecado, has padecido; pecar y padecer son dos
aspectos de una misma cosa; por consiguiente, tienes el sentimiento
Fortunata se quedó en ayunas de toda esta cantinela, pero por no contrariarle, respondía que sí. «Lo que es por padecer no ha de quedar, porque toda mi vida ha sido un puro suplicio... Pero ahora no te ocupes más de eso».
Doña Lupe miraba por el hueco de la puerta entornada.
«Tú me ayudarás -prosiguió Maxi con ráfagas de inspiración religiosa en sus ojos encandilados-, tú me ayudarás a propagar esta gran doctrina, resultado de tantas cavilaciones, y que no habría llegado a ser completamente mía sin el auxilio del Cielo. El gran misterio de la revelación se ha renovado en mí. Lo que sé, lo sé porque me lo ha dicho quien todo se lo sabe».
Observando entonces que su tía le miraba, extendió la mano para llamarla, y le dijo: «Tía, pase usted... Aquí no hablamos en secreto. También usted será conmigo en la inmensa... en la inmensa y dolorosa propaganda... Por cierto que no me explico, que no sé cómo ustedes dejan entrar aquí a ese materialista...».
-¡Don Francisco...!, hijo, ¿pues qué mal puede hacerte?
-Mucho, tía, mucho, porque todos los
de esa infame secta no me pueden ver ni pintado, y si ese hombre
sigue entrando en esta casa con
Y miraba a Fortunata como para buscar en su rostro la aseveración o apoyo de lo que decía. Ella lo comprendió. «Tiene razón, tía... ese materialista que no entre más aquí».
-Pues no entrará, hijo, no entrará... Vaya. Yo le diré que se largue con su materialismo a los infiernos.
-¿Te sientes bien? ¿Quieres tomar algo? -le dijo su mujer con cariño.
-Me siento tan bien como nunca me he sentido, créanmelo (demostrando en su tono y semblante la placidez de su alma). Desde que di con la tan rebuscada fórmula, paréceme que soy otro... Antes mi vida era un martirio, ahora no me cambio por nadie. No me duele nada, me siento bien, y para colmo de felicidad no tengo ganas de comer ni de dormir...
-Pues es preciso que tomes algo.
-No lo necesito... créanmelo. Verán cómo no lo necesito. Si soy otro, si no tengo ya carne ni para nada la quiero. No tengo más que el esqueleto, y él se basta para llevar el alma.
A Fortunata se le humedecieron los ojos. Poco después, cuando salió un instante, encontró a doña Lupe lloriqueando. «Está perdido -le dijo la señora de Jáuregui-, enteramente perdido... Ya esto no tiene soldadura».
-VIII-
Aquella tarde pasaron las dos pobres mujeres ratos muy malos. Quedose él como aletargado en el sofá de la alcoba, más propiamente en éxtasis, porque tenía los ojos abiertos, y no parecía enterarse de nada de lo que a su alrededor pasaba. Fortunata tomó su costura y se le sentó al lado, esperando a ver en qué paraba aquello. Doña Lupe entraba y salía, dando suspiros y haciendo algún puchero. Al llegar la hora de comer, Maxi se despabiló un poco, resistiéndose a tomar alimento. Ellas no tenían ganas de probar bocado, y le instaban a él a que lo hiciese, empleando los más extraños medios de persuasión. Por fin, doña Lupe obtuvo resultado con este argumento: «No sé yo cómo vas a resistir esa vida de trabajos sin comer algo. Se dice de Cristo que ayunaba; pero no que estuviera días y días sin probar bocado. Al contrario, su institución fundamental, la Eucaristía, la hizo cenando...».
Con esto, Maxi se avino a tomar un plato de sopa y un poco de vino; pero de aquí no le hicieron pasar. Después parecía más exaltado. Tomándole las manos a su mujer, le dijo:
«Yo no soy más que el precursor de
esta doctrina; el verdadero Mesías de ella vendrá
Fortunata no entendía palotada.
Doña Lupe mandó recado a Ballester,
que fue a verle después de anochecido. No sabía vencer el
farmacéutico su genio vivo y zumbón, ni mostrarse tan habilidoso
como el caso exigía, y aunque Fortunata le tiraba de los faldones
de la levita para que tomase un tono más contemporizador, el
maldito no se podía contener: «Vaya con la que saca ahora... Pero,
hombre de Dios, ¿a usted qué le importa que el alma venga de acá o
venga de allá? ¿Qué se mete usted en el bolsillo con esto? ¿Cree
que le van a dar algo por el descubrimiento? Anteayer me dio usted
la gran jaqueca con aquello de
Maxi le miraba con desdén, y el otro,
viendo que sus cuchufletas no hacían el efecto de costumbre, púsose
más serio y tomó por otros rumbos. Al salir, acompañado hasta la
puerta por las dos señoras, les dijo: «Le voy a dar la
Como la nueva fase del trastorno de
Maxi era pacífica, tía y esposa estaban en expectativa. Por las
noches no se movía de la cama, y si bien es verdad que hablaba
solo, hacíalo en voz baja, en el tono de los chicos que se aprenden
la lección. A pesar de esto, Fortunata se ponía tan nerviosa que no
podía pegar los ojos en toda la noche, durmiendo algunos ratos de
día. El enfermo no iba ya a la botica, ni mostraba deseos de ir a
parte alguna, pareciendo caer en profunda apatía y reconcentrar
toda su existencia en el hervidero callado y recóndito de sus
propias ideas. Fuera de los paseos que daba en el comedor o en la
Fortunata tenía además otros motivos
de hondísima pena.
Los domingos pasaban juntas las dos
amigas toda la tarde en la casa de una o de otra, y
Un domingo de los últimos de Setiembre, la Fenelón llevó a la otra una noticia importante: «Mañana vienen. Hoy ha estado Candelaria limpiando toda la casa».
Lo que Fortunata sintió era una
combinación de pena y alegría que no la dejaba hablar. Porque
deseando que volviese, al mismo tiempo tenía presentimientos de una
nueva desgracia. ¡Cuidado que no haberle escrito ni una sola letra,
pero ni una...! Aurora convenía en que era una gran bribonada.
Después que pusieron a esto los comentarios propios del caso, la de
Fenelón dijo a su compinche algo más que fue oído con
extraordinaria curiosidad y atención: «¿Creerás que se me ha metido
una cosa en la cabeza?... Ello no será; pero bien podría ser. Ayer
estuvo doña Guillermina en la tienda. Pepe le había ofrecido una
cantidad para su obra, si salía bien la inauguración, y nada... que
se plantó allí a cobrar... Pues hablando de la familia, dijo que el
primo Moreno viene también mañana con ellos. Se fue con ellos y con
ellos vuelve. Yo sé que han pasado el verano en Biarritz, y después
han ido todos a París... ¿Qué te parece a ti? El primo
Fortunata estaba absorta y como lela. Le parecía increíble lo que su amiga contaba.
«¡Porque es muy rara esa persecución! ¡Siempre con ellos... un hombre que no hace su nido en ninguna parte...! Yo no sé, no sé. ¿Habrá algo?... ¿Qué te parece a ti?».
-Pues... -dijo la de Rubín pensándolo mucho-, a mí me parece que no.
-Pues como haya algo, no se me ha de
escapar, porque estoy allí, como quien dice, en mi garita de
vigilancia. Desde la ventana de mi entresuelo, veo los miradores de
la casa de Santa Cruz y los de Moreno. Como haya telégrafos, cuenta
que les atrapo el
-Me parece que no -volvió a decir Fortunata, pensándolo cada vez más.
-IX-
La noticia del regreso de los de Santa Cruz, que le fue comunicada por Casta, avivó en la viuda de Jáuregui los deseos de emprender su campaña reparadora en favor de su sobrina. Cogiola muy a mano aquel día y le endilgó otra perorata: «Ahora o nunca. El enemigo en puerta. Estoy a tus órdenes, por si quieres consejos o un plan de defensa en toda regla». Dicho esto, trató de meterle los dedos en la boca para salir de dudas respecto a si había recibido o no alguna cantidad gruesa de manos de su amante.
Fortunata no apartaba los ojos de la
ropa que estaba repasando. «Comprendo -expuso la señora con acento
parlamentario-, que tengas cortedad para confesarme ciertas cosas,
y por mi parte, te soy franca: no te tengo yo por peor de lo que
eres; no creo, como podrían creerlo otras personas, que tu
debilidad es interesada, y que quieres a ese hombre porque es rico,
y que no lo querrías si fuese pobre. No, yo no te hago ese
disfavor... para que veas. Tengo la seguridad de que arrastrada y
todo como eres, loca y sin pizca de juicio, tus faltas nacen del
amor y no del interés; y los mismos disparates que haces por un
hombre poderoso, que te da grandes cantidades, lo harías si fuera
un
-¿Qué está usted ahí hablando de grandes cantidades? -preguntó Fortunata mirándola con sorpresa, y casi casi echándose a reír.
-No, si esto no es para que me digas la cifra exacta. Cállatela... haz el favor... que ciertas cosas vale más que se queden dentro. No vayas a creerte que pretendo me entregues a mí esos capitales para colocártelos... No, ya sabrás tú manejarte bien...
-¿Pero qué está usted diciendo... señora?...
-No, yo no digo nada. Me repugnaría, puedes creerlo, manejar esos fondos.
-¿Pero qué fondos, ni qué...? Usted está soñando.
-Vaya... si pretenderás que me trague yo esa rueda de molino más grande que esta casa. ¡Si me querrás hacer creer que no te da...!
-¡A mí!
-No me hagas tan tonta...
-No sé de dónde ha sacado usted... Para que lo sepa de una vez: No tengo nada. Me daría si me viera en una necesidad. Me ha ofrecido... pero yo no he querido tomarlo.
Iba doña Lupe a soltarle otra
andanada. «Valiente turrón te ha caído, grandísima idiota. Por no
saber, no sabes ni siquiera perderte». Pero se contuvo y se tragó
su ira, desahogándola después en agitado soliloquio: «No he visto
Maximiliano volvía lentamente a la vida regular, sin que esto quiera decir que se le quitara de la cabeza la idea aquella. Habíase transformado, y así como en las crisis hepáticas hay derrames de bilis, en aquella crisis mental parecía haberse verificado un derrame de sentimientos. No sólo era ya pacífico, sino tiernísimo, y sus afectos se habían sutilizado, como el licor que pasa por el alambique. Las fórmulas de cariño que con su tía y su mujer usaba eran extraordinariamente suaves y hasta empalagosas; se afligía cuando causaba alguna molestia, y agradeciendo mucho los cuidados que se le prodigaban, los rehuía como pudiera. Iniciábase en él cierta tendencia a imponerse privaciones y sufrimientos, y la mortificación, que antes le sublevaba, por liviana que fuese, ya le complacía. Si en la conversación, o en aquellas polémicas que con su familia tenía a las horas de comer, se le escapaba una palabra más alta que otra, luego sentía remordimientos de haberla pronunciado, y si no la recogía, pidiendo perdón de ella, era porque la timidez le ponía un freno.
Un día hubo de decirle a Papitos,
porque no le había limpiado las botas: «Vaya con la chiquilla
«¿Qué trae usted ahí entre ceja y
ceja? ¿Saco la vara? -le dijo Ballester con aquella dureza que era,
según él, el más eficaz tratamiento-. Porque hoy me parece que
venimos muy
-Pégueme usted. No me importa -le contestó Maxi, dejando el sombrero en la percha-. Lo merezco, como lo merece toda persona que se enfada porque no le han limpiado las botas. ¡Qué humanidad tan imbécil! Amigo Segismundo, ¡qué hermosa es la muerte!
-Si me vuelve usted a decir que es
hermosa
Señalaba a un emblema pintado en el techo de la botica, en el cual estaban, decorativamente combinados, la serpiente de Esculapio, el reloj de arena del Tiempo, un alambique, una retorta, el busto de Hipócrates y una calavera.
«Si quiere usted contemplar toda la gracia del mundo, míreme a mí -dijo Ballester, que dejando la vara, dio una vuelta, cogiéndose los faldones de la levita-. Estoy guapo, ¿sí o no?».
Ballester ostentaba aquel día zapatillas nuevas, estrenaba traje de lanilla de los más baratos, y se había ido a la peluquería, donde después de cardarle la caballera, se la habían rizado con tenacillas.
«Vaya, que está usted elegante» dijo Maxi, poniéndose a pesar unas dosis para píldoras.
-Pues más he de estarlo mañana. Mañana
se casa mi hermanita con Federico Ruiz, un chico de mucho talento.
¿Le conoce usted? Los periódicos, que hablan constantemente de él,
anteponen siempre a su nombre algún mote muy salado. Ahora le
llaman
Por la noche estaban en la botica,
además de Ballester, los dos practicantes Padilla y Rubín. Como
apareciese en la acera de enfrente el célebre crítico, Segismundo
se vio acometido a la ira cómica que le producía la presencia de
aquel personaje de tan indudable importancia en la república de las
letras. «Tengo a ese caballerito -decía-, sentado en la boca del
estómago... sobre todo, desde que elogió aquella obra tan mala,
estrenada este invierno, diciendo que en ella se
Cerró la noche y Ponce se acercó para
telegrafiarse
«Le manda su último artículo -dijo el regente a sus amigos, acechando en la puerta de la farmacia-. Ahora baja la cuerda con un dulce... Como anoche, lo mismo que anoche. Veréis, veréis la broma que le tengo preparada».
Con nerviosa presteza fue a la rebotica y sacó del cajón un objeto del tamaño de una yema, blanco y de apariencia azucarada. Padilla se desternillaba de risa, y Maxi observaba con atención simpática.
«Pero es preciso que me ayudéis. Tú, Padilla, que le conoces, sales, te haces el encontradizo, le hablas de literatura dramática, le entretienes un rato volviéndole la cara para allá; y entretanto, yo, con muchísimo disimulo, me escurro pegado a la pared, en el momento en que baja el bramante con el dulce. Quito la yema, ¿sabes?... y pongo esta. La hice anoche. Es estricnina, a la dosis que se echa a los perros, bien neutralizado el sabor con regaliz, y forrada de azúcar. Se la come y revienta como un triquitraque».
Padilla se partía de risa, y Maxi lo tomaba a broma.
«Hombre, matarle no -dijo Padilla-. Si la hubieras hecho de jalapa, escamonea o cosa así...».
-No, chico; si yo lo que quiero es que
reviente... Iré a presidio... me pierdo. ¿Y qué? No
Llevando su broma hasta el fin, Ballester porfiaba que la yema era venenosa; mas como el otro rechazara la complicidad en aquel homicidio, diose a partido el exaltado boticario, diciendo que la pelotilla era de azúcar con aceite de croto, que es el derivativo drástico por excelencia. Maxi, que le había ayudado a hacerla, se sonreía. Como en estos dimes y diretes se pasó bastante tiempo, cuando Ballester quiso poner en ejecución la chuscada, ya había bajado el hilo con una yema de coco, y el crítico se la estaba comiendo. El otro se consoló pensando que otra noche consumaría su trágica venganza. «Él se la tiene que comer... -dijo guardando la bola-. Como me llamo Segismundo, se la tiene que tragar, y entonces diré como mi tocayo: '¡Vive Dios que pudo ser!'».
-X-
Aquella noche, cuando Maxi subió a
comer, encontró a su mujer un poco enferma. Le dolía la cabeza y
tenía náuseas. Doña Lupe, que la estaba observando siempre, veía en
su mal un pretexto para esconder de la familia los pesares que la
consumían. «Lo que tú tienes -pensaba-, es el afán de volver al
reclamo. Estás luchando contigo misma. Quieres ir y no te
Fortunata habría deseado que su marido
se durmiese y la dejase en paz. Pero no parecía él dispuesto a
hacerle el gusto en esto. Presentábase aquella noche bastante
locuaz, lo que la disgustó mucho, pues pocas veces se había sentido
con menos ganas de conversación. A poco de acostarse, observó que
su marido, sentado frente a la mesa donde estaba la luz, sacaba del
bolsillo un paquete, después otro, objetos envueltos en papeles, y
los ponía frente a sí, como un hombre que se prepara a trabajar. El
ligero ruido estridente que hace el papel al ser desdoblado, ruido
que se acrecía con el silencio
«Yo creí que dormías. ¿No tienes sueño? Pues charlaremos de cosas agradables».
-Como quieras. Pero más vale que te acuestes, y dejes las cosas agradables para mañana.
-No... de seguro que te gustará lo que voy a decirte. Espera un poco.
Recogió todos sus paquetes y el cuchillo, y trasladándose a la silla que estaba junto a la cama, lo puso todo sobre la mesa de noche.
«Ajajá... Ahora verás -dijo sonriendo cariñosamente, como el que se dispone a dar a la persona amada la sorpresa de un regalito-. Esto, ya lo ves: es un puñal».
Fortunata se estremeció como si la hoja fría le tocara las carnes, y se puso a dar diente con diente.
«Lo compré hoy en la tienda de espadas
de la calle de Cañizares. Aquí dice:
La infeliz mujer estaba tan medrosa, que apenas podía hablar.
«Guarda eso, por Dios... Mira que me da mucho miedo».
-¡Miedo! -exclamó él con asombro y desconsuelo-. Pues yo creí que habría conseguido infundirte mi idea y que ya mi idea te era familiar. ¡Miedo a la muerte!, es decir, ¡miedo a la libertad y amor al calabozo! ¿Ahora salimos con eso? Si lo primero, mil veces te lo he dicho, es mirar a la muerte como el fin de los padecimientos, como miran a la playa los infelices que luchan con las olas, agarrados a un madero.
-No, si no tengo miedo -dijo ella con deseos de tranquilizarle, porque observó que se exaltaba-. Pero es que... esas cosas, más vale dejarlas para de día. Ahora, a dormir.
-¡Dormir!... Ahí tienes otra tontería.
Dormir,
Fortunata se arropó bien, porque le había entrado más frío. ¡Ay qué miedo tan grande!
«El momento de la liberación es aquel en que uno se considera suficientemente purificado para apechugar con el paso de un mundo a otro, y dar ese paso por sí mismo. Las religiones dominantes prohíben el suicidio. ¡Qué tontas son! La mía lo ordena. Es el sacramento, es la suprema alianza con la divinidad... Bueno; pues las personas que por medio de la anulación social, y cultivando la vida interior, llegan a purificarse, comprenden por su propio sentido cuándo llega el momento de tomar el portante. La liberación no debiera llamarse suicidio. La expresión mejor es esta: matar a la bestia carcelera. Llega un momento en que el alma no puede ya aguantar la esclavitud, y es preciso soltarse. ¿Cómo? Mira».
Fortunata tiritaba, discurriendo si se levantaría para llamar a doña Lupe.
«Esto es un puñal... bien afilado... Hay que tener en cuenta que la bestia se defiende, por muy decaída que esté. La carne es carne, y mientras tenga vida hace la gracia de doler. Por eso conviene que la liberación sea con el menor dolor posible, porque la misma alma, con toda su fortaleza, se amilana, siente lástima de la bestia carcelera e intercede por ella. Tú fíjate bien, y si el arma blanca no te gusta, me lo dices con franqueza. ¿Prefieres el arma de fuego? Pueden fallar los tiros, y entonces el alma se impacienta; suele suceder que la bala no toma la dirección conveniente y queda la bestia a medio matar con medio cuerpo muerto y medio cuerpo vivo. Por eso yo te traigo aquí los medios tóxicos, que son callados y seguros».
Empezó a mostrar aquellas papeletas tan bien hechas y bien dobladas, sobre las cuales había escrito con clarísima letra el nombre de cada droga. Mirábalas Fortunata con indecible terror, y se tapaba la nariz y la boca, temerosa de que, respirando tales ingredientes, pudiera envenenarse.
«Vete enterando. Esta sustancia que
ves aquí, blanca y en cristalitos, es la
-Basta, basta -dijo Fortunata, que ya no podía resistir más-. Si no guardas todo eso, me levanto y me voy.
Él la miró con semblante en que se pintaban un desconsuelo siniestro y un asombro compasivo. Esta mirada le aumentó a ella el miedo, y comprendiendo que era forzoso disimularlo, acariciándole la manía para evitar cualquier barbaridad, le dijo:
«Todo está muy bien... yo comprendo... Claro, la bestia hay que matarla. Pero si quieres que yo te quiera, ha de ser con condición de que no me traigas acá venenos...».
-¡Ah!, corriente... Si prefieres las armas de fuego... Pero en este caso hay que ejercitarse. Preciso es que mueras primero tú, después yo... ¿Y si me falla el tiro y me quedo vivo y viene gente y me sujetan...?
-No, hijo no; cada cual coge una pistola, y apunta uno para el otro como en los desafíos... Se da la señal, ¡pum!, y ya verás cómo quedan las dos bestias.
Maximiliano meditaba.
«No me parece muy practicable tu solución».
-Sí, chico, sí, te digo que sí. Hazme el favor de coger todos esos polvos y tirarlos por la ventana al patio. No, mejor será que los envuelvas en un paquete y me los des; yo los guardaré. Te prometo guardarlos. Pero qué, ¿desconfías de mí?... Gracias, hombre.
De veras que desconfiaba, porque cuando ella extendió sus manos para coger las papeletas, acudió él a defenderlas como se defiende una propiedad sagrada. «Tate, tate; déjame esto aquí. Yo lo guardaré...».
-Bueno, mételo en el cajón de la mesa de noche, y también el cuchillito. Yo te prometo no tocarlo.
-¿Me lo juras?
-Te lo juro... No parece sino que yo te he engañado alguna vez. ¡Qué cosas tienes!... Pero te has de acostar...
-Si no tengo sueño, a Dios gracias.
Cuando
Impaciente, Fortunata se lanzó a las determinaciones que exigen los casos graves. Echose de la cama tal como estaba, y casi a la fuerza, mezclando los cariños con la autoridad, como se hace con los niños, le hizo acostar. Quitole la ropa, le cogió en brazos, y después de meterle en la cama, se abrazó a él sujetándole y arrullándole hasta que se adormeciera. Decíale mil disparates referentes a aquello de la liberación, de la hermosura de la muerte y de lo buena que es la matanza de la bestia carcelera. «A cada bestia le llega su San Martín» repetía, con otras frases que habrían sido humorísticas, si las circunstancias no las hicieran lúgubres.
Ella durmió muy poco. Al amanecer,
viéndole en profundo letargo, levantose cautelosamente y echó mano
al puñal y las papeletas. Escondido el primero, vació todo el
contenido de las segundas en un periódico, metiéndolo todo revuelto
en un cucurucho para llevárselo a Ballester. Con ayuda de doña
Lupe, que se horripilaba oyendo contar el paso de la noche
anterior, pusieron en cada papelillo cantidad proporcionada de sal
o azúcar molida, y bien dobladitos como estaban, volvieron a
meterlos en la mesa de noche. Lo primero que él hizo al
-Dame un abrazo -le dijo Maxi arrojándose a ella medio vestido-. Así te quiero. Tú has padecido, tú has pecado... luego eres mía.
Y como en aquel momento entrara su tía trayéndole el chocolate, se fue hacia ella, en pernetas, con intento de abrazarla, diciéndole:
-También usted ha padecido, también usted ha pecado, querida tía.
-¡Pecar yo!...
-Y es usted de mi tanda.
-Todo lo que quieras, con tal que te tomes ahora este chocolatito.
-Lo tomaré, lo tomaré, aunque no tengo apetito. Venga... Por aquello de cumplir.
-Dices bien; una cosa es enamorarse de
la muerte, y otra cumplir nuestras obligaciones mientras no llega
el momento -dijo doña Lupe con naturalidad-. De mí te sé decir que
estoy harta de la vida, pero harta, y si no he tomado
Tía y esposa, disimulando su tristeza, le contemplaban mientras tomó el chocolate, admiradas de que lo tomase con ganas. Las ganas teníalas la bestia, él no.
-XI-
A eso de las diez salió Fortunata para llevar a Ballester el paquete de sustancias venenosas. «Ahí tiene usted la que nos preparaba su amigo -le dijo con desabrimiento-. ¡Vaya un cuidado que tiene usted! Vea lo que llevó a casa...».
Ballester examinaba las terribles drogas... Después se puso muy serio: «Ese tonto de Padillita tiene la culpa. No sé cómo le permitió andar en esto. Descuide usted, que le echaré hoy una buena peluca. Lo mejor será que no trabaje más aquí; cualquier día nos mete en un conflicto... Pero siéntese usted...».
Al ofrecerle una silla, Ballester
parecía poner especial cuidado en dar a conocer sus botas nuevas,
resplandecientes; en que Fortunata admirase
«Se ríe usted de lo reguapo que me he
puesto hoy, ¿verdad? Acostumbrada a verme hecho un cavador... Pues
le diré: hoy se casa mi hermana con ese a quien llaman el
Fortunata volvió a su tema: «Es preciso tomar una determinación. Las medicinas que usted le da, no le hacen ningún efecto. Hoy hemos hablado mi tía y yo. Antes de llevarle a un manicomio, es preciso probar algún otro medicamento. ¿No se decide usted a darle eso que decía?... no me acuerdo cómo se llama... eso que suena así como un estornudo...».
-¡Ah!, el
-¿Ya está usted con sus guasas?
-Y ahora me toca a mí pedirle un favor...
-Usted dirá.
-Esta noche traigo los dulces de la boda. Mando al segundo una parte, otra la dejo aquí para los amigos que vengan. ¿Irá usted arriba a casa de doña Casta, o vendrá aquí?
-Iremos arriba... Si paseamos, puede que entremos aquí. Según esté ese.
-Bueno; esta noche ha de venir mi amigo el crítico. Padilla le invitará a entrar y le ofrecerá dulces. Quiero que se coma uno que tengo yo aquí preparado para él... No sabe usted cuánto le odio.
Fortunata, que tenía la cabeza caldeada con ideas de envenenamiento, se asustó.
«¿Pero qué demonios le va usted a dar a ese infeliz? Si es un buen chico».
-Nada, no se asuste usted... No es más que un derivativo... La fiesta consiste en que luego le invite doña Casta a subir, y que suba...
-No sea usted bruto. ¡Si es un chico muy bueno! Me han dicho que mantiene a su madre...
-¡Que mantiene a su madre! Pues estará lucida. ¿Y con qué la mantiene? ¿Con los artículos?
-Le dan dos duros por cada uno. Ya ve usted. Y hace cuatro todas las semanas.
-Buen pelo, buen pelo... Pero en fin, aunque mantenga a su madre y a su abuela y a toda su familia, y sea un excelente chico, yo le quiero dar esta broma inocente. ¿Me hará usted el favor que le pido?
-¿Cuál?
-No le pido a usted que me dé un beso,
porque si le pidiera ese pedazo de la gloria, usted no me lo daría,
y si me lo diera, al instante me
-Quítese usted de ahí... Yo no me meto en esas intrigas. ¡Pobre muchacho! Me pongo de su parte. ¡Qué malo es usted!
-Más mala es usted... En pago de su infamia le voy a dar una buena noticia.
-¿A mí noticias?...
-Y tan buena que le ha de saber a usted mejor que los dulces que le enviaré esta noche... ¡Ay!, me consuela una cosa, amiga mía; y es que si conmigo es usted ingrata, lo es también con otros. ¡Mal de muchos...!
-¿Qué está diciendo?
-Pues que bien le pasean a usted la calle... Y la niña sin parecer por ninguna parte. El niño rompía el pescuezo mirando para los balcones, y usted atormentándole con su ausencia. ¡Pobre señor!... toda la tarde calle arriba calle abajo...
Fortunata palideció, y con la mayor seriedad del mundo se dejó decir:
«¿Quién... y cuándo?...».
-No se haga usted la tonta... Pues
ayer
Fortunata se había puesto tan desasosegada, que no oía las amorosas confianzas del farmacéutico. «Abur, abur -dijo levantándose-. Tengo que volverme a mi casa».
-Vamos a ver... Y si vuelve esta tarde, ¿qué le digo?
-Quítese usted allá... -indicó ella corriendo hacia la puerta, y el otro detrás.
-¿Qué le digo?... Porque aunque no le he hablado nunca, le hablaré, si usted me lo manda. ¿Dígole que no parezca más por aquí?... ¡Ay, qué mujer! Allá va como una exhalación. Está tocada, tan tocada como su marido... Todo por no enamorarse de un hombre digno, como por ejemplo... un servidor. ¡Ah! Segismundo, paciencia. Imita a los pescadores de caña; espera, espera, que al fin ella picará.
Doña Lupe, cuando entró su sobrina
bastante
Maxi continuaba tranquilo. Más bien
parecía un convaleciente que un enfermo. Estaba muy débil y no apetecía más que
sentarse junto a los cristales del balcón del gabinete,
contemplando con incierta mirada a los transeúntes. Esto no le
hacía maldita gracia a Fortunata, porque... «si
Por la noche fueron todos a casa de doña Casta, quien tomó por su cuenta a Maxi, prodigándole mil cuidados, ofreciéndole golosinas, y tratando de refrescarle el cerebro con una plácida disertación sobre las aguas de Madrid, y sobre las propiedades por que se distinguen las de la Acubilla, Abroñigal, y fuente de la Reina, de las de Lozoya.
La viuda de Fenelón llegó a la hora de
costumbre, y a poco subió el mozo de la botica con la bandeja de
dulces que mandaba Ballester. No tardaron en presentarse el señor y
la señora del tercero de la derecha. Él, por una de esas ironías
tan comunes en la vida, era el hombre más grave, seco y desapacible
del mundo, comadrón de oficio, y se llamaba
-XII-
Aurora y Fortunata, después de cumplir
un rato con la visita, riéndole las gracias a
-¿Pero tú...?
-Espera, te contaré -dijo Aurora con
cautela, asegurándose de que ningún curioso se destacaba de la
tertulia para acecharlas-. Pues este primo Moreno, aunque pariente
lejano, y más lejano por ser rico y nosotras pobres, nos visitaba
alguna vez... hará de esto trece o catorce años. Mamá le
consideraba mucho, y cuando venía a casa le recibía poco menos que
en palio. Tuvo mamá en un tiempo la ilusión ¡qué
Fortunata atendía con toda su alma.
«¿Quieres que te hable con franqueza? Pues a mí no me disgustaba; pero nunca me dijo nada... Tenía buena figura y unos aires de caballero como los tienen pocos... Mamá y papá hechos unos tontos con aquella esperanza... ¡qué inocentes! Es muy lagarto ese hombre. ¡Casarse conmigo! Sí, para mí estaba. A lo mejor, meses y meses sin parecer por aquí. Yo me acordaba de él y de cuando venía a casa; como que al verle entrar nos quedábamos todos turulatos y nos parecía que entraba por esa puerta la Divina Majestad... Pues como te digo, dejó de venir. En aquel tiempo conocí a Fenelón; fue mi novio y me pidió. Mamá tenía todavía ilusiones; papá se había curado de ellas. Nos casamos... ¿Pues creerás que al mes de casados, viene el primo a Madrid y empieza a hacerme la corte por lo fino?».
Fortunata parecía que estaba oyendo leer el relato más novelesco, según el interés y asombro que mostraba.
«Pues verás. Fenelón era un bendito;
de estos que juzgan a todo el mundo por sí mismos, y que no ven el
mal aunque se lo cuelguen de la nariz. No se enteraba de la
persecución, y yo pasando la pena negra. ¡Ay hija, qué peligro tan
grande! Siempre que salía, ¡pin!, me
-¿Pero tú le querías? -preguntó la de Rubín, que con la idea del querer resolvía todos los problemas.
-Yo... te diré... me pasaba una cosa particular. Temblaba siempre que nos encontrábamos... le tenía miedo, y... de ti para mí, me gustaba. Pero, lo que yo digo, ¿por qué no se casó conmigo?
-Claro.
-Yo le hubiera querido mucho, y no le habría faltado por nada de este mundo. Pero estos hombres, ¡qué malos son, pero qué malos! Pues verás. Me voy a Burdeos con mi marido, pasan meses y meses, llega el verano y nos vamos a pasar una corta temporada en Royan, un pueblo de baños de mar. Pues, hija, estaba yo una tarde en el muelle viendo desembarcar a los pasajeros que venían en el vaporcito de Burdeos, cuando me veo al primo Moreno. Me quedé... ¡ay!, no te quiero decir nada.
-¿Y tu marido estaba contigo?
-No; ese es el caso. Fenelón había ido
a París a hacer compras. En París estaba Moreno, le vio... y
chitito callando se fue a Royan, sabiendo
-A tu primo no le gustan más que las
casadas.
-Estos solterones vagabundos y ricos
son así... Están viciosos, estragados, mimosos; y como se han
acostumbrado a hacer su gusto, piden
Fortunata no chistó. Aquella revelación le había dejado tan atontada, cual si le descargasen un fuerte golpe en la cabeza.
Jacinta... ¡Jesús!.. el modelito, el
ángel, la mona de Dios... ¿Qué diría Guillermina, la
-I-
A las doce de un hermoso día de
Octubre, D. Manuel Moreno-Isla regresaba a su casa, de vuelta de un
paseíto por
Cuando llegó al principal, su hermana le esperaba en la puerta. «¿Te has cansado mucho?». -Así, así. ¿Dónde está Tom? Que venga.
Moreno entró en su habitación, seguido
del criado. Este era inglés y le acompañaba en todos su viajes.
Decía el antipatriota que los sirvientes españoles son tan torpes
que no saben ni cerrar una puerta. El suyo era de esos que hacen de
la servidumbre una profesión inteligente, y se adelantan a los más
insignificantes deseos de sus amos para satisfacerlos. En inglés le
dijo Moreno que echase agua en uno de los búcaros que en la
estancia había, para poner los nardos; y sin soltar estos de la
mano se dejó caer en el sofá. Vestía el caballero americana
-El señor doctor está en la habitación
de
-
La fatiga del paseo y de la escalera le duraba aún cuando vio entrar al más simpático de los doctores, Moreno Rubio, despidiendo tufo de alegría, como un preservativo contra las tristezas de la medicina. Médico de gran saber y aplicación, había alcanzado mucha fama y tenía una clientela brillantísima.
«Hoy me vas a examinar bien... -le dijo su primo-. Figúrate que soy un desconocido que se te presenta en tu consulta. Déjate de bromas conmigo, y no me ocultes la verdad. Mira que te desacredito, si no lo haces así».
-Bueno, hombre, descuida; te registraremos en toda regla -replicó el médico sonriendo y sentándose junto a él-. ¿Te has cansado mucho?
-¿No me ves? También es gana de hacer preguntas. En cuanto almorcemos, me entrego a ti, como un cadáver de la sala de disección.
-Pues mejor es antes (sacando la trompetilla y tornillándola).
-Bueno, pues ya puedes empezar.
(Quitándose la americana). ¿Me echo en la cama? Es
-No, extiende los brazos. Así...
El doctor abrió la camisa y aplicó un extremo de la trompeta, inclinándose para poner su oído en el otro. «No te muevas... Ahora, respira fuerte... da un suspiro, pero un suspiro grande, como los de los enamorados».
-Me parece que tú estás de guasa. Pepe, por Dios, mira que esto es serio, muy serio. Llevo más de diez noches sin pegar los ojos, y tu dichoso digital no me alivia nada.
-Cállate, y déjame oír...
-¿Qué notas?... ¿qué?
-Pero ten paciencia. Aguarda... Pues esto está muy malo. Hay aquí dentro un zipizape de mil demonios.
-¿Qué clase de ruido sientes? La sístole es demasiado fuerte y...
-Algo de eso.
-El empuje de la corriente sanguínea...
-Sí; pero prevalece un síntoma muy perro, un síntoma...
-¿Cuál es?, dímelo. ¿Cómo se llama?
-Amor.
-¡Vaya! Llamaré otro médico. Tú no me sirves... con tus guasitas de mal gusto. ¡Ni qué tendrá que ver...!
-¡Pues no ha de tener que ver! -dijo
Moreno Rubio poniéndose serio y guardando su instrumento-.
-No parece sino que hago yo la vida del perdido (levantándose y volviéndose a poner su ropa).
-Haces la vida del caprichoso, que es peor. Te conviene una tranquilidad absoluta, renunciar a los deseos vehementes, a las cavilaciones que la no satisfacción de ellos te produce; viajar menos, ahogar todo apetito loco de los sentidos, renunciar a todos los excitantes malsanos; no me refiero solamente al café y al té, sino más principalmente a los excitantes imaginativos e ideales; huir de las emociones, y cortarte la coleta de banderillero, con intención de no dejártela crecer más; trazar una raya en tu vida y decir: «ni Cristo pasó de la Cruz, ni yo paso de aquí». Si tuvieras treinta o treinta y cinco años, te aconsejaría que te casaras; pero más vale que te hagas la cuenta de que por reciente providencia judicial... o divina, han desaparecido todas las mujeres que hay en el mundo, casadas, solteras y viudas...
-¡Bah!, ¡bah! Siempre la misma historia -dijo Moreno-Isla, tomándolo a broma-. ¿Pero tú eres un médico o un confesor?
-Las dos cosas -afirmó el otro con serenidad y energía-. Si no haces lo que te he dicho, Manolo, si no lo haces, te mueres, y pronto. De modo que ya sabes mi opinión. No vuelvas a consultarme. No sé más. He agotado mi ciencia contigo. Si hay algún colega que encuentre el medio de poner de acuerdo tus costumbres y tus pasiones con una ordenada y sana función vascular, llámalo, y entiéndete con él.
El criado anunció que el almuerzo estaba servido. «Vamos en seguida -dijo el enfermo, cogiendo a su primo por el brazo-. Espérate un poco, que te quiero consultar otra cosa».
Detuviéronse un instante en la habitación, y D. Manuel, poniéndole una cara muy seria, hizo a su primo esta pregunta: «Vamos a ver, sin guasa. En mi estado, sea bueno, sea malo, en mi estado presente, fíjate bien, tal como ahora estoy, ¿podría yo tener hijos?».
Moreno Rubio soltó la carcajada.
«Hombre, no digo que no. Podrías tener una escuela de párvulos».
-Quiero decir... pero respóndeme en serio... quiero decir, si tal como estoy, con la tubería descompuesta...
-Ya lo creo, por poder...
-Eso te lo digo, porque después de eso, me decidiría a aceptar lo que propones, el retraimiento, cortar la coleta, etc...
-Mira, inocente, no te cuides de
aumentar
-Creo lo mismo... pero a mí me gustaría tener la seguridad de que... Es un ejemplo, un por si acaso nada más. No creas que me parece mal tu plan de vida vegetativa. Yo lo adoptaría, sí señor; pero a su tiempo.
-Primo -le dijo el otro mirándole con socarronería-; si quieres hijos, haberlo pensado antes.
-No, tonto, si no es que yo los quiera; ni maldita la falta que me hacen a mí chiquillos. Si esto te lo pregunto hipotéticamente. Me basta con tener conciencia de mi aptitud... Curiosidades de enfermo...
-¿Que no vienen? -dijo, presentándose en la puerta, la hermana de Moreno-Isla.
-Vaya unas prisas. Ya vamos. ¡Para la gana que uno tiene...!
-Pero la tengo yo, canastos -dijo el médico.
-II-
Por la tarde pidió Moreno su coche y
estuvo haciendo visitas hasta las siete. Comió en casa de los de
Santa Cruz, y estos lo notaron sombrío, padeciendo chocantes
distracciones, y tan indiferente a todo, que ni siquiera tomaba con
calor la defensa de sus principios y gustos extranjeros, cuando
Barbarita, por combatirle la
-¡Y me quieres hacer creer que en el extranjero...! Pero Manolo...
-¡Ah!, no, señora... esté usted segura de que si en Londres una criada se permitiera cantar, pronto la pondrían de patitas en la calle. Es que ni se les ocurre tal disparate.
-Lo creo; tan sosas son.
-Es que esta pícara raza, que no conoce el valor del tiempo, tampoco conoce el del silencio. No podrá usted meterle en la cabeza a esta gente la idea de que la persona que se pone a pegar gritos cuando yo escribo, o cuando pienso, o cuando duermo, me roba. Es una falta de civilización como otra cualquiera. Apoderarse del silencio ajeno es como quitarle a uno una moneda del bolsillo.
Estas cosas hacían gracia, y aquella noche las rieron más, para animarle. Invitado por Juan a ir al Teatro Real, lo rehusó. Había en la casa muy poca gente, Guillermina en su rincón, D. Valeriano Ruiz Ochoa y Barbarita II. Barbarita I había concebido el loco proyecto de casar a Moreno con esta sobrina suya, que era muy mona, y comunicado el pensamiento a Jacinta, esta lo encontró de lo más insensato que se le podría ocurrir a nadie. «¡Pero mamá, si mi hermana no tiene más que dieciocho años, y Moreno anda ya cerca de los cincuenta, y además está enfermo!».
-Cierto que hay diferencia de edades
-decía la señora riendo-, pero es un gran partido. Ándate con
repulgos y verás cómo le cae a tu hermana un subteniente, un
oficial de la clase de quintos u otra lotería semejante. Este
hombre es un buenazo muy rico, y eso que padece no es sino
aburrimiento, mal de soltería, lo que los ingleses llaman
Jacinta no se convencía, y en cuanto a
la enfermedad, su opinión era muy distinta de la de su suegra.
Aquella noche le cogió por su cuenta para echarle un buen réspice.
Estaban en el despacho apartados de los dos grupos de tresillistas
(D. Baldomero, Ruiz Ochoa, su señora, Pepe Samaniego y otros).
Barbarita II y su hermana tenían delante a Moreno, que en los
-Pero qué callado está usted... -observó Jacinta sonriendo-. ¿Qué?, ¿se siente usted peor? Dice mamá, que si usted se casa se le quitarán diez años de encima. Conque, decidirse...
La fisonomía del misántropo se iluminó al oír esta peregrina receta.
«También yo lo creo -dijo-. Vea usted; un remedio que parece tan fácil, es imposible».
-Justo; como se ha concluido el género femenino... Tiene usted razón, ya no hay mujeres.
-Para mí como si no las hubiera... ¿Qué le dije a usted ayer? Ya no se acuerda. Si ya se sabe: cosa que yo le diga a usted es como si la escribiera en el agua.
-De veras que se me ha olvidado. ¿Te acuerdas tú, Bárbara?
-No, si Bárbara no estaba presente.
-No importa. Todo lo que usted me dice
a
-Sí, es usted muy cuentera. ¿Y por qué se lo cuenta usted a su hermana?
-Porque le hace gracia.
Moreno no pudo disimular la profunda tristeza que se apoderaba de él.
«¿Pero qué tiene usted?... Esta noche
le encuentro más
-¿No nos contaba ayer que dejó tres novias en Londres? -apuntó Barbarita, que gustaba de buscarle la lengua.
-Sí; pero a esas no las quiero -replicó Moreno con la ingenuidad de un niño. Y luego, revolcándose en aquella tristeza contra la cual nada podía su dominio de hombre de sociedad, se espetó otro monólogo-: Ya estoy entrando en el periodo pueril... La tontería y la incapacidad me invaden... Esta mujer con su frialdad y su ironía me ha puesto el pie sobre la cabeza y me la ha aplastado, como la Virgen la de la serpiente... Ya empiezo a estar ridículo...
-¿Por qué no le repite usted esta noche a mi hermana lo que le dijo la semana pasada? -dijo Barbarita II al melancólico caballero.
-¿Yo... que...? (asustado, como quien despierta de un sueño). Yo... no le he dicho nada.
-Sí, la semana pasada, cuando fuimos a la Casa de Campo, y se puso usted a contar el cuento de aquella inglesona que le quiso pegar un tiro porque le dijo no sé qué, en un tren.
-No me acuerdo -dijo el misántropo con todas las apariencias de un estúpido.
-Este hombre -indicó Jacinta-, cuando tocan a olvidarse, no hay quien le gane. Me dijo usted que se casaba si yo me comprometía a buscarle la novia...
-¡Ah!... Pues no; me desdigo, recojo la proposición. Si ha empezado usted sus trabajos, delos por inútiles. Pagaré indemnización, si es preciso.
-Ya lo creo que es preciso... Poquito que había yo hecho ya. ¡Vaya que la formalidad de usted...!
Ambas se pusieron muy serias. Notaban en Moreno palidez mortal, gran abatimiento, y un cierto olvido, extraño en él, de la atención constante que se debe prestar a las señoras cuando se platica con ellas. Jacinta se inclinó un poco hacia él, abriendo su abanico sobre las rodillas, y le dijo en tono muy cariñoso: «Amigo mío, es preciso que usted se cuide, y mire más por su salud. Esta tarde nos encontramos a Moreno Rubio en casa de Amalia, y me dijo que lo que usted padece no es nada; pero que si se descuida y no hace lo que él le manda, lo va a pasar mal. Usted no es un niño, y debe comprenderlo. ¿Por qué no hace caso de lo que le dicen las personas que le quieren bien y que se interesan por usted?».
Moreno la miraba estático. Algunos
monosílabos
«¡Cuánto nos alegraríamos de verle a usted bueno y sano, y qué fácil sería con buena voluntad!... Porque lo que usted tiene no es más que malas ideas. Así me lo dijo su primo, y viene bien esta opinión con lo que yo creía. Es lástima que teniendo todos los medios de ser feliz no lo sea. ¿Qué le falta a usted?...».
Moreno sentía que el corazón se le hacía pedazos. «¿Pues no dice que qué me falta?... Si me falta todo, absolutamente todo. ¡Ay, qué mujer!, si sigue en esta cuerda, creo que me pongo más en ridículo».
-¿Qué le falta a usted? Nada. Si no se le pusieran en la cabeza cosas imposibles, estaría tan campante. Lo que tiene usted es mucho mimo. Es como los chiquillos.
«¡Ya lo creo; soy como los chiquillos!» pensaba el infeliz caballero.
-Moreno Rubio lo ha dicho y tiene razón: usted tiene en su mano su salud y su vida. Si las pierde es porque quiere. Parece mentira que un hombre de su edad no sepa ponerse a las órdenes de la razón.
«¡La razón! Buena tía indecente está» observó D. Manuel dentro de su pensamiento.
-Y sacudir las malas ideas y atemperar
el espíritu; no desear lo que no se puede tener, y hacer vida
ramplona, sin empeñarse en que todas las cosas se desquicien para
acomodarse a su gusto y satisfacción. ¿Qué es el
-Ya me quiere echar... ¿ve usted...? -dijo Moreno mirando a Barbarita y esforzándose en sonreír para ocultar su turbación-. Y luego quieren que no viaje.
-No, no le conviene andar siempre de
ceca en meca, como un viajante de comercio que va enseñando
muestras. Márchese a su Londres, estese allí quietecito, muy
quietecito, y si se le presenta una inglesa fresca y de buen genio,
cásese, apechugue con ella, aunque sea protestante... ¡Ay, Dios!,
que no me oiga Guillermina; sí, cásese, y verá cómo se le pasan
todas las murrias, tendrá niños... Me comprometo a ser madrina del
primero... digo, si es que le bautizan. Y hasta madre me comprometo
Moreno se levantó. Se sentía muy mal, y las palabras de la Delfina le excitaban extraordinariamente.
«¿Pero se va usted...? ¿Se ha puesto malo? ¿Es que no le gustan mis sermones?».
«Si no me voy, la entrego -pensaba el misántropo, apretando los labios...-. Esta pícara me está asesinando».
-¿Te vas, Manolo? -le preguntó D. Baldomero desde el otro extremo de la habitación.
-¡Si me echan, padrino...! Su hijita de usted me quiere desterrar.
-¡Ay, qué pillo!... Si es todo lo contrario.
Barbarita I se adelantó, diciendo: «Extravagante, coge del brazo a la polla, y paséate un momento de aquí a mi gabinete, y de mi gabinete aquí. ¿Te sientes mal? Eso no es más que nervios. Distráete un poquito. Bárbara, anda».
Moreno le dio el brazo a Barbarita II,
y empezaron los paseos. De su conversación insustancial cogió al
vuelo Jacinta algunas cláusulas, cuando la pareja, en aquel ir y
venir de su estancia a otra, pasaba junto a ella. «¿Yo?, no... me
lo puedo creer...». «¡Ay, qué cosas se le ocurren!... ¡Pero qué
malo es usted...!». «En
«Si ésta fuera más lista -dijo la señora de Santa Cruz a su nuera-, creo que le cazaba».
Pero Jacinta era muy incrédula en este particular, y miraba tristemente a la pareja cuando pasaba. Al retirase, Moreno pudo hablarle un instante sin testigos.
«Se hará lo que usted desea... Se ha
de cumplir todo el programa... todo, hasta en lo que se refiere el
Jacinta observó en su mirada una expresión tan tétrica, que no pudo menos de decirse: «Está ya completamente trastornado».
Moreno salió con paso inseguro... La cabeza se le desvanecía, y al bajar la escalera tuvo que agarrarse al barandal para no caerse... «Cuando digo que me he vuelto tonto, pero tonto de remate... Ya no sé pensar. No sé adónde diablos se me ha ido la razón... Esta mujer me ha embrujado... Nada, enteramente imbécil».
-III-
En la soledad de su alcoba, encontrose
mi hombre más dueño de sí mismo, habiendo vencido aquella turbación
inexplicable con que saliera
«¡Te has lucido! ¡Campaña como
esta...! ¿Cuánto tiempo hace que estás en España? A poco más, año
completo. ¿Y para qué? Para nada. ¡Pobre hombre! Lo que me pareció
fácil, resulta no ya difícil, sino imposible... Para más
contrariedad, delante de esa bendita y maldita mujer, me convierto
en el más insípido de los
Se agitó tanto, que tuvo que
levantarse y ponerse a pasear. «Vaya que este mundo es una cosa
divertida. Yo desgraciado; ella desgraciada, porque su marido es un
ciego y desconoce la joya que posee. De estas dos desgracias
podríamos hacer una felicidad, si el mundo
La palpitación que sentía era tan
fuerte que tuvo que sentarse. Se ahogaba. En la región
«Esto es horrible. Si rompe, que rompa de una vez. ¡Ay de mí!... Si me quisiera, el corazón se me curaría; como que no es enfermedad lo que tiene, sino impaciencia... hormiguilla... ¿Qué habré hecho yo para ser tan desgraciado? Ahora caigo en la cuenta de que no me he divertido nunca. Todas mis aventuras han sido el deseo corriendo detrás del fastidio. ¡Y cree la gente que yo he sido un hombre feliz, que yo estoy enfermo de congestión de goces! ¡Estúpidos!».
Sin saber cómo ni por qué, ciertas
impresiones de aquel día se reprodujeron en su mente. Entre ellas
la menos fugaz fue esta: Por la mañana, entrando en el Retiro, se
le puso delante uno de esos pobres asquerosos que suelen pedir en
los extremos de la población, y que a veces se corren hasta el
centro. Era un hombre cubierto de andrajos, y que andaba con un pie
y una muleta; la otra pierna era un miembro repugnante, el muslo
hinchado y cubierto de costras, el pie colgando, seco, informe y
sanguinolento. Mostraba aquello para excitar la compasión. Era la
pierna para él su modo de vivir, su finca, su oficio, lo que para
los mendigos
Pues bien, aquella noche, se le
representó el pobre paralítico con tanta viveza, que casi casi
creía verle en su alcoba. Hubo un instante en que la alucinación de
Moreno llegó a ser tan efectiva, que se incorporó, y cogiendo un
libro que en la próxima silla estaba... «Mira, si no te marchas con
tu pierna podrida...». Después cayó otra vez su cabeza en el sofá y
se puso la mano sobre los ojos. «El infeliz se ha de buscar la vida
de alguna manera. No tiene él la culpa de que no haya en esta
tierra maldita establecimientos de beneficencia. Si le veo mañana,
le doy un duro... Vaya si se lo doy... ¡Qué envidia le va a tener
mi tía Guillermina! Volvámonos ahora para la pared, a ver si me
duermo un poco. Así; cerraré los ojos. No, mejor será que los abra,
y que me figure que quiero despabilarme.
Miró la luz puesta sobre la mesa
central, grande, redonda y cubierta con rico tapete. La lámpara era
de aceite, compuesta de dos candilones de bronce unidos por un
vástago. Ambas luces tenían pantallas verdes, con añadidura de raso
del mismo color, al modo de faldones que caían por una sola parte
de las dos circunferencias. La claridad se esparcía por la mesa, y
el resto de la habitación estaba en penumbra manchada, con verdosa
pátina de tapiz viejo. Sobre la mesa había unos guantes, varios
libros, dos retratos en bonitos marcos, uno de ellos del gordo
Arnaiz, una papelera, juego de té de finísima porcelana, una cajita
de marfil y otros objetos muy lindos. «Aquel guante -dijo Moreno-,
que monta sobre la papelera, parece exactamente un lebrel que corre
tras la caza... ¡Qué silencio tan solemne hay ahora! El chorrear de
la fuente de Pontejos, es lo que
De repente dio un salto, y levantándose se puso a dar paseos.
«Mañana mismo me voy -dijo-, sí, me
voy para siempre. ¡Morirme yo aquí, para que me lleven en esos
carros tan cursis! No; gracias a Dios que tomo una resolución; y lo
que es esta viene fuertecilla. Me ha entrado de repente y con un
empuje... No veo la hora de que amanezca para mandarle a Tom que
haga el equipaje. Mañana haré mis compras. No puede uno ir de
España sin llevar los regalitos de abanicos y panderetas... ¡Ay,
qué feliz me siento con esta idea que me ha dado! ¡Irme!... ¡Si
esto debiste resolverlo hace tiempo! ¿Para qué estás aquí, para
consumirte más? Vamos, no dirá ella que no la obedezco; sus deseos
son órdenes. Me ha dicho: 'Amigo mío, vete', y me voy.
Volvió a echarse, y se entretuvo
contemplando con errante mirada las paredes de la habitación. Había
allí un San José, cuadro grande, de familia, que como pintura valía
poco, pero Moreno lo tenía en gran estima, porque estuvo muchos
años en la alcoba donde él nació. Se asociaba a las impresiones de
su niñez aquel santo tan guapote, reclinado sobre nubes, con su
vara, su niño, y aquella capa amarilla cuyos pliegues hacían
competencia al celaje. Se le refrescó de tal modo al buen caballero
en aquel momento la memoria de su padre, que parecía que le estaba
viendo, y oyéndole el metal de voz. A su madre no la había
conocido, porque murió siendo él muy niño. También se acordó de
cuando su hermana y él (aquella misma hermana viuda que allí
vivía), iban a la casa del abuelito, en la Concepción Jerónima,
cogidos de la mano. Y una tarde, al revolver la calle Imperial, se
perdieron, es decir, se perdió ella, y él por poco se muere del
susto. Pues un día que iba por la Plaza de Provincia, vio el burro
de un aguador, suelto: el
Cuando ya clareaba el día, sintió
ruido en la casa; mas al punto comprendió lo que era. «Ya está en
pie la
-IV-
Guillermina dio dos golpecitos en la puerta, y abriéndola un poco, asomó por ella su cara sonrosada y sus ojos vivos. «Hijo, al ver la luz en tu alcoba, dije: ese pobrecillo estará en vela todavía. Veo que acerté. ¿Qué es eso?, ¿has pasado otra mala noche?».
-Ya lo ves. Pasa. No he dormido nada. ¿Y tú?
-¿Yo?, del lado que me acuesto, amanezco. No duermo más que cuatro horas; pero van de un tirón. ¿No ves que llego a casa rendida? Y lo que tengo que cavilar lo cavilo por el día.
-¡Qué felicidad! ¿Te vas ahora a misa?
-Sí, para lo que gustes mandar -replicó la santa; y su semblante recién lavado despedía tanta frescura como regocijo.
-¡Y tan tranquila...!, porque tú estás muy tranquila... con tus misas por la mañana, y el resto del día dando cada sablazo que tiembla el misterio. ¿Sabes una cosa?, te tengo envidia... me cambiaría por ti...
-Pues tonto (avanzando hacia él), lo que yo hago es lo fácil, ¿qué más tienes que... hacerlo?
-Siéntate un ratito -dijo Moreno,
haciéndolo
-¿Pues no lo sabes? (sentándose). Bien. Gracias a las almas caritativas, la construcción va echado chispas. Jacinta lo ha tomado con tanto calor, que hoy trabaja más que yo, y maneja el sable con un garbo que me deja tamañita.
-Tienes unas amigas que valen cualquier cosa. Esta noche he pensado en ti y en tus devociones. Te asombrarás si te digo que desde la madrugada se me ha metido aquí un sentimiento desconocido, algo como ganas de hacerme religioso, de pensar en Dios, de dedicarme a obras de piedad...
-¡Manolo!... (poniéndose muy seria). Si empiezas con tus bromitas, me voy.
-No, no es broma -replicó él; y tenía en su cara tal expresión de abatimiento, que la santa se quedó como lela mirándole...
-¿Pero estás de chanza o...? Manolo, ¿en qué piensas?... ¿Qué te pasa?
-Hay horas en la vida, que parecen
siglos por las mudanzas que traen. Hace un rato, verás ¡qué cosa
tan extraña! Me acordé de un pobre que me pidió limosna esta
mañana... Era
-Creo que Dios te toca en el corazón -dijo la dama guiñando los ojos, y poniendo sobre la cabeza del triste caballero su mano derecha, en la cual tenía el libro de misa y el rosario-. No tienes tú cara de bromas. Alguna procesión muy grande te anda por dentro. Y si otras veces te da la vena por decirme herejías y hacerme rabiar, no creas que te he tenido por malo. Eres un bendito; y si vivieras siempre con nosotras y no te pasaras la vida entre protestantes y ateos, tú serías otro.
-¿Pero no sabes que me voy mañana?
-¿Te vas?, ¿de veras? -con vivo
desconsuelo-.
-No, si aquí es donde no me quieren -manifestó Moreno con aire sombrío.
-¿Que no te queremos? Vaya con lo que sales... Tontín, no digas disparates.
-Mi vida está completamente truncada y rota. No hay manera de soldarla ya... Cree que si me quisieran yo me quedaría aquí, yo sería bueno, y por darte gusto a ti y a tus amigas, me haría muy religioso, muy amigo de Dios y de la Virgen; emplearía todo mi dinero en obras de caridad, protegería la devoción...
El asombro de la santa era tan grande, que no lo podía expresar. Abría la boca, maravillada, cual si presenciara un milagro.
«Pero de veras que tú... Mira, hijo, si quieres que yo crea en ese estado de tu espíritu, es preciso que me lo pruebes...».
-¿Cómo he de probártelo?
-Vamos a ver -dijo la virgen y fundadora, con resolución-. ¿A que no haces una cosa?
-¿A que sí la hago?
-¿A que no te vienes conmigo a San Ginés?
-A que sí.
Levantose para tirar de la campanilla.
«Necesito verlo para creerlo -dijo Guillermina, echando de sus ojos chispazos de alegría-. Deja, yo llamaré a Tomás. El pobre chico no se habrá levantado todavía».
-Creo que sí... ¡Tom!...
-Yo te haré el té... Vamos, vete vistiendo.
Aquella salida matinal le agradaba, porque rompía las tediosas rutinas de su existencia.
«Vaya que si voy a la iglesia... (disponiéndose con actividad febril). Y oiré todas las misas que quieras, y rezaré contigo... Dime, ¿no va Jacinta a esta hora a San Ginés?».
-Hombre, tan temprano no. Un poco más tarde que yo, suele ir Bárbara.
-Pues me alegro de que seamos nosotros los primeros, los más madrugadores, los más impacientes por cumplir y santificarnos... ¡Tom!
El inglés entró, y a poco, cuando ya su amo estaba vestido, le trajo el té. Guillermina, sirviéndole el desayuno, le decía: «Abrígate bien, que las mañanas están frescas. No sea cosa que por empezar tu vida nueva, vayas a coger una pulmonía».
-Mejor... me he convencido de que vivir es la mayor de las sandeces -le dijo él, bajando la escalera-. ¿Para qué vive uno? Para padecer. El pobre de la pierna es el que lo pasa regularmente. Porque aquello no duele. Lleva su pierna por delante como si fuera una cosa bonita que el público desea conocer.
-Hay mucha miseria -observó la dama, tomando el tema por otro lado-, y los que tenemos qué comer nos quejamos de vicio. Mientras más padezcamos aquí, más gozaremos allá.
(El misántropo no dijo nada a esto. Seguía tan pensativo.)
«El mendigo de la pierna se irá al Cielo derechito, con su muleta, y muchos de los ricos que andan por ahí en carretela, irán tan muellemente en ella a pasearse por los infiernos. Yo le pido a Dios que me dé la más asquerosa de las enfermedades, y... no me quiere hacer caso; siempre tan sana. Paciencia; Él nos da siempre lo que nos conviene».
Tampoco a esto dijo nada Moreno.
Entraron en San Ginés, y Guillermina se fue derecha a la capilla de
la Soledad, a punto que empezaba la primera misa. Mientras esta
duró, la ilustre dama, aunque no apartaba su atención del Oficio,
pudo advertir que su sobrino estaba tras ella, cumpliendo con todo
el ritual como cualquier devoto, arrodillándose y levantándose en
las ocasiones convenientes. Pero a la segunda misa observole
distraído e inquieto. Iba de un lado para otro, examinaba los
altares y las imágenes como si estuviera en un museo. Esto la
disgustó, y tal fue su incomodidad, que no se atrevió a comulgar
aquel día, porque no se encontraba con el espíritu absolutamente
sereno y limpio. Ya en la cuarta misa, el caballero aquel, no sólo
se distraía sino que perturbaba la devoción de los fieles, pasando
delante de los altares, donde se decía misa, sin hacer la más
ligera genuflexión ni reverencia. «Tendré
Hallábase Moreno contemplando una imagen yacente, encerrada en lujosa urna de cristal, cuando sintió a su lado este susurro:
«Bonita efigie ¿verdad? Es el Cristo que sacamos en la procesión del Santo Entierro».
Volviose y vio a su lado a Estupiñá, calado hasta las orejas el gorro negro de punto, señalando la imagen con gesto de cicerone.
«La mortaja de fina holanda la
bordaron las señoras Micaelas, y es regalo de doña Bárbara.
Escultura soberbia... y es de movimiento, porque le clavamos en la
cruz o le
Y como el caballero no le dijese nada, Plácido se alejó rezando entre dientes. Sentose en un banco, y desde entonces, sin dejar de atender a sus devociones, no le quitaba ojo al señor de Moreno, sin poder explicarse su presencia en la parroquia. «Es lo que me quedaba que ver -decía-, D. Manolo aquí... ¡él, que no tiene religión! Es que gusta de ver las buenas imágenes... Por ahí empecé yo».
Menudo réspice le echó la fundadora a su sobrino cuando salieron. «Pero, hijo, me has quitado la devoción con tus paseos por la iglesia. Ya decía yo que te habías de cansar».
-Pues tía, para primer día de curso,
no puedes quejarte. Todo es empezar. Ya ves que
-¿Por qué no te quedas?... ¡Qué tonto! -le dijo la santa con desconsuelo.
-¡Imposible!... me tengo que marchar... Y allá voy a estar muy triste; como si lo viera...
-Entonces... quédate. ¿Quieres que te dé una ocupación? Buena falta te hace. Te nombro sobrestante de mis obras, administrador de mis colectas y sacristán mayor de mi capilla nueva, cuando esté concluida.
Moreno se echó a reír con gana.
«¡Monaguillo mayor...! Lo aceptaría.
Te juro que lo aceptaría... Me estoy volviendo enteramente
infantil. ¡Monaguillo en jefe! Y yo encendería las velas, yo
quitaría el polvo a las
-Si eres tú un buenazo. La ociosidad,
lo mucho que te has divertido y el
-Tú tienes la manía de los edificios, y quieres pegármela a mí...
-Es lo primero que se me ha ocurrido.
¿Te
-¡Un manicomio! -dijo Moreno, sonriendo de un modo que le heló la sangre a su generosa tía-. Sí, no me parece mal. Y lo estrenaríamos tú y yo...
-V-
Despidiose Guillermina a la puerta de la casa, para ir al asilo, y él subió. ¡Cosa más rara! Apenas se cansaba al acometer la escalera. Sentíase muy bien aquella mañana, el espíritu confortado, la palpitación muy adormecida, el apetito despierto. Al entrar en su casa, pidió más té, y mientras Tom se lo servía, le dijo en español:
«Mañana nos vamos. Haz el equipaje. Avisarás a Estupiñá... Que me haga el favor de venir, para que me traiga de las tiendas algunas cosillas. No puede uno ir de España a Inglaterra sin llevar a los amigos alguna chuchería que tenga color local».
Luego siguió hablando consigo mismo:
«Es un mareo. Si no lleva usted panderetas con figuras de toros,
chulos u otras porquerías así, se lo comen vivo. Veremos si
encuentro algunas
-Pues ya lo creo -dijo Plácido, para quien no había nunca dificultades tratándose de compras-. ¿Usado o sin usar?
-Hombre, sin usar... En fin, como le encuentres...
Salió Estupiñá como si Mercurio le hubiera prestado sus alados borceguíes, y a poco entró el doméstico, a quien su amo tenía también ocupado en la busca de ciertos encargos. Tom se había aficionado mucho a los toros; no perdía corrida, y entre sus amigos contaba a varias eminencias del arte del cuerno. Por esto le dio Moreno el encargo de buscarle alguna moña, de las que guardan los aficionados como veneradas reliquias, y convenía que tuviesen manchas de sangre y muchos pisotones, con señales de la trágica brega. Muy desconsolado entró el inglés, diciendo que no encontraba moñas ni aun ofreciendo por ellas un ojo de la cara.
«Mira, chico -le dijo su amo-, no te
apures. Puesto que no se encuentran moñas, llevaremos otra cosa.
¿Has visto por ahí, en el Prado y Recoletos, a un tío muy feo que
lleva una cesta y en ella, puestos en cañas, formando como
Tom se reía; pero en su interior
rechazaba aquella superchería por dos móviles de conciencia, el
móvil de la rectitud inglesa y el de la formalidad del aficionado a
toros. Con el fraude propuesto por su amo se cometían dos graves
faltas, engañar a una nación y ultrajar el respetable arte de la
Tauromaquia, el verdadero
Había resuelto hacer muy pocas visitas
de despedida, pretextando el mal estado de su salud. Después de
almorzar, bajó al escritorio, y se ocupó de liquidar y poner en
claro su cuenta personal. No intervenía en ningún negocio; y el
trabajo de banca, que en otro tiempo le había gustado tanto,
aburríale ya. Pero aquel día pareció que se le despertaban las
aficiones, porque habló largamente de negocios con
«Este pico, dádselo a Guillermina» dijo Moreno al ver, en la cuenta de alquileres de sus casas, un sobrante con que no contaba.
Entraron otras personas y se habló de
muy diferentes cosas. Mientras duró aquella conversación, pensaba
Moreno si iría o no a despedirse de los de Santa Cruz. Si no iba,
se ofendería quizás su padrino, y yendo, podían sobrevenirle
contrariedades mayores, incluso la de arrepentirse del viaje y
aplazarlo... No había más remedio que ir. ¿Pero a qué hora? ¿A la
de comer? Titubeaba, y de vuelta a su casa, estuvo discurriendo un
largo rato sobre aquel problema de la hora. «Adoptado un partido
-se dijo-, lo mejor será que no la vea más en carne y hueso, porque
lo que es en idea, viéndola estoy a todas horas. ¡Qué chiquillo me
he vuelto!... En fin,
A eso de las cinco fue el misántropo a una tienda de la Plaza Mayor a ver las mantas granadinas con que quería obsequiar a sus amigos ingleses. Allí estuvo un cuarto de hora, y el tendero le propuso mandarle con Plácido lo mejor que tenía, para que escogiese. Ya era casi de noche, y valía más que el señor examinase de día el género. Así se convino y volviose a su casa. Al entrar en el portal sintió un golpecito en el hombro. Era Jacinta que le pegaba un paraguazo. Quedose el buen señor como si le hubieran dado un tiro. Quiso hablar y no pudo. Jacinta le cogió del brazo, y rebasados los primeros escalones, empezó el diálogo.
«¿Con que al fin se va usted?».
-Al fin me arranco. Ya era tiempo...
-Pero qué, ¿se cansa usted mucho hoy...? Pues vamos despacio, más despacio si usted quiere... ¡Ah!, ya me ha contado Guillermina que hoy estuvo usted muy santito... Así me gusta a mí la gente.
-¿Por qué no fue usted a verme?... ¡Estaba yo más salado...!
-Si no lo sabía. ¿Vuelve usted mañana?
-¿De veras que va usted a ir a verme?... ¡Cómo se reirá de mí!
-¡Reírme! ¡Qué cosas se le ocurren! Iré a tomar ejemplo.
-¿A que no va?
-¿A que sí?
-Pues allí me tendrá, haciéndole la competencia a Estupiñá... Verá usted, verá usted... cada día más.
-¡Cada día! ¿Pero no se va usted mañana?
-Es verdad, no me acordaba... Bueno, pues no me iré.
-Eso no; le conviene a usted marcharse, y allí seguirá haciendo su noviciado.
-Allá no vale.
-¿Cómo que no vale?
-Porque allá me cogen por su cuenta unas amigas protestantes que tengo, y que quiera que no, me hacen renegar... Usted tendrá la culpa; sobre su conciencia va. ¿Conque me quedo o me voy?
-Pues con esa responsabilidad tan grande no me atrevo a aconsejarle. Haga usted lo que le parezca mejor... Vaya, por fin llegamos. ¿Se ha cansado usted mucho?
-Un poquitito... pero con usted siempre contento. ¿Quiere usted volver a bajar?
-¿Otra vez?
-Sí, para volver a subir... Como si quisiera usted ir al cuarto piso.
-No me lo perdonaría, si usted me acompañaba, fatigándose tanto.
Entraron, y Jacinta se metió en el
cuarto de la santa. Moreno fuese al suyo y se dejó caer en
-Regular, casi bien... Espero dormir esta noche.
-Recógete temprano.
-Eso pienso hacer... y mañana... Oye una cosa: ¿no te ha dicho Jacinta que mañana pienso volver a San Ginés?
-No, no me lo ha dicho.
-¿No te ha dicho que ella iría a verme tan devoto?
-No... no hemos hablado una palabra de ti.
-¿Ni dijo que había subido conmigo y que...?
-No... nada.
Moreno sintió que la horrible
pulsación de su pecho era anegada por una onda glacial. En aquel
punto tuvo que sentarse, porque le flaqueaban
«Pues si quieres volver mañana, yo vendré a llamarte. Se entiende, si pasas buena noche».
-Iremos a pasar un rato -dijo Moreno de una manera lúgubre-, y a echarle a mi desesperación una hora de esparcimiento, como se le echa carne a una fiera para que no muerda.
-Si tú le pidieras al Señor... pero
bien pedido... que te curara esos
-¿Qué has de saber tú?... ¿Qué has de saber lo que hay del lado de allá de la puerta negra?
-¿Ahora sales con eso?... Tú podrás haber perdido parte de la fe; pero toda no se pierde nunca. Esas cosas se dicen sin creer en ellas, por fatuidad. Con todas sus bromas, si te rascan, aparece el creyente...
-No, tonta, yo no creo en nada, en nada, en nada -le dijo Moreno con énfasis, complaciéndose en mortificarla.
-Todo sea por Dios... Entonces, ¿para qué vienes conmigo a la iglesia?
-Toma, por distraerme un rato, por verte a ti, por ver a Estupiñá, figuras raras de la humanidad, excentricidades, tipos, como todo esto que yo llevo a Londres para los aficionados a lo característico y al color local.
Guillermina daba suspiros. No quería incomodarse.
«Para rarezas tú... -dijo al fin
echándose a reír-. A ti sí que te debían enseñar por las ferias...
-Con un cartelón que dijese: «se enseña aquí el hombre más desgraciado del mundo».
-Por su culpa, por su culpa; hay que añadir eso. Ser desgraciado y no volver los ojos a Dios es lo último que me quedaba que ver. Eso es, bruto, encenágate más; hazte más materialista y más gozón, a ver si te sale la felicidad... Eres un soberbio, un tonto... Mira, sobrino, me voy, porque si no me voy te pego con tu propio bastón.
Y él estaba tan abstraído que ni siquiera la sintió salir.
-VI-
Comió con regular apetito en compañía
de su hermana y de Guillermina. Cuando concluyeron, dijo a esta que
había dado orden en el escritorio de que le entregaran el sobrante
de su cuenta personal, con cuya noticia su puso la fundadora como
unas castañuelas, y no pudiendo contener su alegría, se fue derecha
a él, y le dijo: «¡Cuánto tengo que agradecer a mi querido ateo de
mi alma! Sigue, sigue dándome esas pruebas de tu ateísmo, y los
pobres te bendecirán... ¿Ateo tú? ¡Ni aunque me lo jures
Sentíase él tan propenso a la emoción,
que cuando los labios de la santa tocaron su frente, le entró una
leve congoja y a punto estuvo de darlo a conocer. Estrechó
suavemente a la santa contra su pecho, diciéndole: «Es que lo uno
no quita lo otro, y aunque yo sea incrédulo, quiero tener contenta
a mi
-Y nos colaríamos todos -indicó la hermana de Moreno, gozosa, pues le hacían mucha gracia aquellas bromas.
-¡Vaya si le haré el agujerito! -dijo Guillermina-. Roe que te roe me estaré yo un rato de eternidad, y si Dios me descubre y me echa una peluca, le diré: «Señor, es para que entre mi sobrino, que era muy ateo... de jarabe de pico, se entiende; y me daba para los pobres». El Señor se quedará pensando un rato, y dirá: «Vaya, pues que entre sin decir nada a nadie».
A las diez estaba el misántropo en su habitación, disponiéndose para acostarse. «¿Se te ofrece algo?» le dijo su hermana.
-No. Trataré de dormir... Mañana a
estas horas estaré oyendo cantar el
-Pero, hombre, ¿qué más te da? Con no comprárselo si no te gusta... Si esa gente vive de eso, déjales vivir.
-No, si yo no me opongo a que vivan todo lo que quieran -replicó Moreno con energía-. Lo que no quita que me cargue mucho, pero mucho, oír el tal pregón...
-Vaya por Dios... Otras cosas hay peores y se llevan con paciencia.
Después llegó Tom, y la hermana de Moreno se retiró a punto que entraba Guillermina con la misma cantinela: «¿Quieres algo?... A ver si te duermes, que no es mal ajetreo el que vas a llevar mañana. Mira; de París telegrafías, para que sepamos si vas bien...».
Daba algunos pasos hacia fuera y volvía: «Lo que es mañana no te llamo. Necesitas descanso. Tiempo tienes, hijo, tiempo tienes de darte golpes de pecho. Lo primero es la salud».
-Esta noche sí que voy a dormir bien -anunció D. Manuel con esa esperanza de enfermo que es gozo empapado en melancolía-. No tengo sueño aún; pero siento dentro de mí un cierto presagio de que voy a dormir.
-Y yo voy a rezar porque descanses.
Verás, verás tú. Mientras estés allá, rezaré tanto por ti, que te
has de curar, sin saber de dónde te
Le dio varios palmetazos en los hombros, y él la vio salir con desconsuelo. Habría deseado que le acompañase algún tiempo más, pues sus palabras le producían mucho bien.
«Oye una cosa... Si quieres llamarme temprano, hazlo... Yo te prometo que mañana estaré más formal que hoy».
-Si estás despierto, entraré. Si no, no -dijo Guillermina volviendo-. Más te conviene dormir que rezar. ¿Necesitas algo? ¿Quieres agua con azúcar?
-Ya está aquí. Retírate, que tú también has de dormir. Pobrecilla, no sé cómo resistes... ¡Vaya un trabajo que te tomas!...
Iba a decir «¿y todo para qué?» pero
se contuvo. Nunca le había sido tan grata la persona de su tía como
aquella noche, y se sintió atraído hacia ella por fuerza
irresistible. Por fin se fue la santa, y a poco, Moreno ordenó a su
criado
Moreno había echado mano al bolsillo
para
Pues aquella noche se le representaron tan al vivo la muchacha ciega, su fealdad y su canto bonito, que creía estarla viendo y oyendo. La popular música revivió en su cerebro de tal modo, que la ilusión mejoraba la realidad. Y la jota esparcía por todo su ser tristeza infinita, pero que al propio tiempo era tristeza consoladora, bálsamo que se extendía suavemente untado por una mano celestial. «Debí darle la peseta» pensó, y esta idea le produjo un remordimiento indecible. Era tan grande su susceptibilidad nerviosa, que todas las impresiones que recibía eran intensísimas, y el gusto o pena que de ellas emanaban, le revolvían lo más hondo de sus entrañas. Sintió como deseos de llorar... Aquella música vibraba en su alma, como si esta se compusiera totalmente de cuerdas armoniosas. Después alzó la cabeza y se dijo: «¿Pero estoy dormido o despierto? De veras que debí darle la peseta... ¡Pobrecilla! Si mañana tuviera tiempo, la buscaría para dársela».
El reloj de la Puerta del Sol dio la
hora. Después Moreno advirtió el profundísimo silencio que le
envolvía, y la idea de la soledad sucedió en su mente a las
impresiones musicales. Figurábase que no existía nadie a su lado,
Se levantó, y después de dar dos o tres paseos, volvió a sentarse junto a la mesa donde estaba la luz, porque había sentido una opresión molestísima. Las pulsaciones, que un instante cesaron, volvieron con fuerza abrumadora, acompañadas de un sentimiento de plenitud toráxica. «¡Qué mal estoy ahora!... pero esto pasará, y me dormiré. Esta noche voy a dormir muy bien... Ya va pasando la opresión. Pues sí, en Abril vuelvo, y para entonces tengo la seguridad de que...».
Tuvo que ponerse rígido, porque desde el centro del cuerpo le subía por el pecho un bulto inmenso, una ola, algo que le cortaba la respiración. Alargó el brazo como quien acompaña del gesto un vocablo; pero el vocablo, expresión de angustia tal vez, o demanda de socorro, no pudo salir de sus labios. La onda crecía, la sintió pasar por la garganta y subir, subir siempre. Dejó de ver la luz. Puso ambas manos sobre el borde de la mesa, e inclinando la cabeza, apoyó la frente en ellas exhalando un sordo gemido. Dejose estar así, inmóvil, mudo. Y en aquella actitud de recogimiento y tristeza, expiró aquel infeliz hombre.
La vida cesó en él, a consecuencia del
estallido y desbordamiento vascular, produciéndole
Ya de día, Guillermina se acercó a la puerta y aplicó su oído. No sentía ningún rumor. No había luz. «Duerme como un bendito... Buen disparate haría si le despertara». Y se alejó de puntillas.
-I-
A mediados de Noviembre, Fortunata estaba algo desmejorada. Observándola, Ballester se decía: «¡Cuando yo digo que me debía querer a mí en vez de consumir su vida por ese botarate! ¡Qué mujeres estas! Son como los burros, que cuando se empeñan en andar por el borde del precipicio, primero lo matan a palos que tomar otro camino».
Desde la rebotica, donde estaba
trabajando la vio pasar por la calle: «Allá va la nave. Siempre tan
puntual a la citita. Doña Lupe furiosa, el pobre Rubín ido, y esta
paloma volando al tejado del vecino. ¡Qué lejos está ella de que le
he descubierto el escondrijo! Trabajillo me costó; pero me salí con
la mía. Y no es que me proponga delatarla... cosa impropia de un
caballero como yo. Hágolo para mi gobierno. Yo soy así; me gusta
seguir los pasos de la persona que me interesa... De seguro que al
volver del tortoleo entra por aquí... ¡Ah!, qué memoria la tuya,
Segismundo; ya no te acordabas de que para hoy le prometiste tener
hechas las píldoras de
Dos o tres horas después de esto, Fortunata entraba en la botica. El farmacéutico observó pintada en su semblante la consternación. Sin duda tenía una pena grande, grande, horrible, de esas que no pueden expresarse sino con la imagen retórica de una espada traspasando el pecho. «Amiga mía -le dijo Ballester-, no tema usted que la mortifique con consuelos vulgares. Usted padece hoy, y no es cosa de poco más o menos, sino alguna tribulación muy gorda lo que usted tiene dentro. No, ni me lo niegue. Su cara de usted es para mí un libro, el más hermoso de los libros. Leo en él todo lo que a usted le pasa. No valen evasivas. Ni pretendo que me confíe sus penitas, hasta que no se convenza de que el médico llamado a curárselas soy yo».
-Vaya Ballester -dijo Fortunata con malísimo humor-. No estoy ahora para bromas.
-Lo creo... Tiene usted el corazón como si se lo estuvieran apretando con una soga...
-¡Ay!, sí... -exclamó con arranque la joven a quien faltaba poco para echarse a llorar.
-Y usted ha llorado, porque los ojos también lo están diciendo.
-Sí, sí... pero déjese de tonterías y no se meta en lo que no le importa. Está usted hoy muy agudo.
-
La señora de Rubín dejó caer la cabeza sobre el pecho, dando un chapuzón en el lago negro de su tristeza. Ballester la miraba sin osar decirle nada, respetando aquel dolor que por lo muy verdadero no podía disimularse. Por fin, Fortunata, como quien vuelve en sí, se levantó de la silla, y le dijo:
-Esas píldoras, ¿las ha hecho usted?
-Aquí están (entregándole la cajita). Y a propósito, a usted no le vendrá mal tomarse una.
-¿Yo?... Lo mío no va con píldoras... Quédese con Dios; me voy a mi casa.
-Consolarse -le dijo Segismundo en la puerta-. La vida es así; hoy pena, mañana una alegría. Hay que tener calma, y tomar las cosas como vienen, y no ligar todo nuestro ser a una sola persona. Cuando una vela se acaba, debe encenderse otra... Conque tengamos valor, y aprendamos a despreciar... Quien no sabe despreciar, no es digno de los goces del amor... Y por último, simpática amiga mía, ya sabe que estoy a sus órdenes, que tiene en mí el más rendido de los servidores para cuanto se le ocurra, amigo diligente, reservadísimo, buena persona... Abur.
Subió la joven a su casa. Doña Lupe no
estaba, porque en aquellos días iba infaliblemente a las subastas
del Monte de Piedad. Maximiliano permanecía largas horas en su
despacho o en la alcoba, sin salir ni siquiera a los pasillos,
sumergido en una meditación que más bien parecía somnolencia, por
lo común echado en el sofá, la vista fija en un punto del techo, al
modo de penitente visionario. No molestaba a nadie; no se resistía
a tomar el alimento ni las medicinas, sometiéndose silenciosamente
a cuanto se le mandaba, como si lo dominante, en aquella fase del
proceso encefálico, fuera la anulación de la voluntad, el no ser
nada para llegar a serlo todo. Considerándose sola en la casa,
Fortunata anduvo de una parte a otra, buscando una ocupación que la
distrajera y consolara. Imposible. Mientras más trabajaba, con más
energía y claridad repetía su mente lo que
Sin que se interrumpiera la acción mecánica, el espíritu de la pobre mujer reproducía fielmente la escena aquella, con las palabras, los gestos y las inflexiones más insignificantes del diálogo. En medio de la reproducción iban colocándose, como anotaciones puestas al acaso, los comentarios que se le ocurrían. El trabajo de su cerebro era una calenturienta y dolorosa mezcla de las funciones del juicio y de la memoria, revolviéndose con desorden y alumbrándose unas a otras con aquella claridad de relámpago que a cada instante despedían.
«Tontería grande fue decírselo... Él
está hace tiempo muy frío, y como con ganas de romper. ¡Cansado
otra vez, cansado; y allá por Junio, sí, bien me acuerdo de que era
en Junio, porque estaban poniendo los palos para el toldo de la
procesión del Corpus, me dijo que nunca más me dejaría, que se
avergonzaba de haberme abandonado dos veces, ¡y qué sé yo cuántas
mentiras más!... Lo que hace ahora es buscar un pretexto para
llamarse andana... ¡Cristo!, ¡qué cara me puso cuando le dije
aquello...! 'No seas bobito, ni fíes tanto en la virtud de tu
mujer. ¿Pues qué te crees? ¿Que no es ella como las
Después sentía claramente en su oído
la vibración de aquella réplica que la había hecho estremecer, que
aún la alumbraba, porque las palabras se repetían sin cesar como la
pieza de una caja de música, cuyo cilindro, sonada la última nota,
da la primera. «¿Pero qué te has figurado, que mi mujer es como tú?
¿De dónde has sacado esa historia infame? ¿Quién te ha metido en la
cabeza esas ideas? Mi mujer es sagrada. Mi mujer no tiene mancilla.
Yo no la merezco a ella, y por lo mismo la respeto y la admiro más.
Mi mujer, entiéndelo bien, está muy por encima de todas las
calumnias. Tengo en ella una fe absoluta, ciega, y ni la más ligera
duda puede molestarme. Es tan buena, que sobre serme fiel, tiene la
costumbre de entregarme todos sus pensamientos para que yo los
examine. ¡Ojalá pudiera yo entregarle los míos! Y ahora, cuando tú
me traes esos absurdos
Comentario: «¡Y yo que me había hecho la ilusión de que no era honrada, para salir ahora con que no tengo más remedio que confesar que lo es! ¿Habrá visto visiones Aurora? Lo asegura de un modo, que no sé... Puede que se equivoque... Puede que el caballero ese estuviera prendado de ella; eso no quiere decir que ella pecase ni mucho menos...».
Otra vez sentía retumbar en su oído
las tremendas palabras de
Reproducción de algo que ella le había contestado: «Mira; no lo tomes tan a pechos. Podrá ser mentira. ¿Yo qué sé? No creerás que lo he inventado yo. Para que veas que no me gustan farsas contigo; eso que te incomoda tanto, es cosa de Aurora...».
Y él: «Como la coja, le arranco la lengua. Es una víbora esa mujer, una envidiosa, una intrigante. Ándate con cuidado con ella».
Comentario: «De veras que estuve muy
prudente. No se debe hablar mal de nadie sin tener seguridad de lo
que se dice. Desde aquel momento no me volvió a mirar como me mira
siempre. Le chafé su amor propio. Es como cuando se sienta una, sin
pensarlo, sobre un sombrero de copa, que no hay manera, por más que
se le planche después, de volverlo a poner como estaba. Esta sí que
no me la perdona.
Comentario: «Cuando toma este tonito,
le pegaría... Eso es decirme que soy una indecente. Y siempre que
saca estas
Reproducción: «¿Te vas ya?». -«¿Te parece que es temprano todavía?». -«¿Vienes el lunes?». -«No puedo asegurártelo». -«Ya empiezas con tus mañas». -«Tú sí que te pones pesada». -«No quiero disputar. Dime lo que quieras». -«Si rompemos, no me eches a mí la culpa, porque eres tú quien la tiene». -«¿Yo?». -«Sí, tú, por salir con alguna patochada ordinaria». -«Bueno, lo que quieras... Tú siempre has de tener razón... Adiós». -«Hasta la vista».
Y al cabo de un rato, su mente saltó de improviso con una idea nueva, expresada en medio de los ahogos de la desesperación, como un rayo que atraviesa las nubes y momentáneamente las horada, las ilumina con sus refulgentes dobleces. «¿Pero qué demonios es esto de la virtud, que por más vueltas que le doy no puedo hacerme con ella y meterla en mí?».
Entonces advirtió que no había mojado la ropa. Su tarea estaba por empezar, y los rollos de camisas, chambras y demás prendas continuaban delante de ella, muertos de risa, lo mismo que el barreño de agua. Papitos, que entró en el comedor con los cuchillos ya limpios, fue el choque que la hizo salir de su abstracción.
-II-
El día de San Eugenio propuso doña
Casta ir de merienda al Pardo; pero las de Rubín no querían ni oír
hablar de nada que a diversión se pareciese. Bueno tenían ellas el
espíritu para meriendas. Fueron
Encendieron luz en el gabinete, y sobre una gran mesa que allí había, por el estilo de las mesas de los sastres, Aurora, sacando sus avíos, se puso a cortar y a preparar. Fortunata la ayudaba a desenvolver los patrones y a hilvanarlos sobre la tela. A cada momento se arrancaba Aurora del pecho una aguja enhebrada o se la clavaba en él, pues el pecho era su acerico, y allí tenía también una batería de alfileres. Extendiendo sus miradas sobre los patrones, con atención de artista, cogiendo ora la aguja, ora las tijeras, ya inclinada sobre la mesa, ya derecha y mirando desde lejos el efecto del corte; moviendo la cabeza para obtener la oblicuidad de la mirada en ciertas ocasiones, empezó a charlar, arrojando las palabras como un sobrante de la potencia espiritual que aplicaba a su obra mecánica.
«Hoy ha sido el funeral. ¡Cosa
estupenda, según me ha dicho Candelaria! El catafalco llegaba hasta
el techo, y la orquesta era magnífica; muchas luces... Ahí tienes
para qué les sirve el dinero a esos
-¡Pobre señor! -exclamó Fortunata-. A
mí también me dio lástima cuando lo supe. Pero, ¿no sabes una
cosa?, que hoy hemos tenido la gran bronca
-¿Lo de...? -apuntó Aurora, suspendiendo otra vez el trabajo, y mirando a su amiga con intención picaresca.
-Sí... Se enfadó tanto, que concluimos mal. ¡Ay, qué pena tengo! Porque si es calumnia, figúrate, ¡qué barbaridad ir con esa historia!
-Calumnia no -dijo la de Fenelón,
atendiendo más a su corte-. Podrá ser equivocación.
-Tú me dijiste que sí, y que tenían citas...
-Sí; pero te lo dije como una suposición nada más -replicó la astuta mujer con cierto despego, como si deseara mudar de conversación-. Tú te precipitaste al llevarle ese cuento. Se habrá volado. Hay que tener tacto, amiga mía, y no herir el amor propio de los hombres. Ya debías suponer que le sabría mal.
-¿Y tú qué crees?, hablando ahora como si estuviéramos delante de un confesor. ¿Tú qué crees?, ¿es, como quien dice, ángel o qué?
Aurora dejó las tijeras, y se clavó en el pecho la aguja enhebrada. Después de calcular su respuesta, la soltó en esta forma:
«Pues hablando con verdad, y sin
asegurar nada terminantemente, te diré que la tengo por virtuosa.
Si mi primo hubiera vivido, no sé a dónde habrían llegado las
cosas. Él hacía el trovador de la manera más infantil del mundo.
¡Quién lo diría...!, ¡un hombre tan corrido!... Ella... no sé...
creo que se reía de él... Y bien merecido le estaba, por pillo.
Quizás le miraba con alguna simpatía... pero lo que es citas, amiga
mía, me parece que no las hubo, digo, me parece; y si algo de esto
dije, fue como un
Tornó a su faena dejando a la otra en la mayor confusión.
«Y en último resultado -le dijo después-, ¿a ti qué más te da que sea honrada o deje de serlo? Lo que te importa es que él te quiera a ti más que a ella».
-¡Oh!, no... -exclamó Fortunata con toda su alma-, es que si no fuera honrada esa mujer, a mí me parecería que no hay honradez en el mundo y que cada cual puede hacer lo que le da la gana... Paréceme que se rompe todo lo que la ata a una; no sé si me explico; y que ya lo mismo da blanco que negro. Créetelo; esa duda no se me va de la cabeza a ninguna hora; siempre estoy pensando en lo mismo, y tan pronto me alegro de que sea mala como de que no lo sea. ¡Ah!, no sabes tú lo que yo cavilo al cabo del día. Las cosas que me pasan a mí no tienen nombre.
-Pues para que te tranquilices de una
vez -dijo la otra sin mirarla-. Tenla por honrada, y cuando hables
de esto con
-Quítate de ahí, mujer -saltó
Fortunata muy nerviosa-. Si esto se acaba... ¡Si me está faltando
ese perro! Si en quince días no le he visto más que dos veces.
Siempre llega tarde, y como de mala gana. ¡Oh!, yo le conozco bien
las mañas: me le sé de memoria. Nada, que quiere
-Entonces tenemos a
-¡Ah!, no... Me parece que ahora la
veleta marca para otro lado. Me está faltando con alguna que ni su
mujer ni yo conocemos. Más claro, a las dos nos está dando el
plantón
-Dime una cosa... ¿Te has fijado en determinada mujer? -le preguntó su amiga mirándola de hito en hito.
-No sé; esta noche se me ocurrió si será Sofía la Ferrolana, o la Peri, o Antonia, esa que estaba con Villalonga.
-Es natural, piensas en las que conoces. ¿Qué me das, querida mía, si te lo averiguo? Al decir esto, Aurora abandonó todo trabajo y se puso delante de su amiga en la actitud más complaciente.
«¿Que qué te doy? Lo que tú quieras. Todo lo que tengo... Te lo agradeceré eternamente».
-Bueno; pues déjame a mí, que como yo
coja el cabo del hilo, hemos de llegar a la otra punta. Verás por
qué lo digo; en mi taller hay
-¡En tu taller...!
-Sí; pero no te precipites... No es ella tal vez... Quiero decir, que por ella he de coger el cabo del hilo, y verás... iré tirando, tirando hasta dar con lo que queremos saber. Tú confíate en mí, y no hagas nada por tu parte. Prométeme que no te has de meter en nada. Sin esa condición, no cuentes conmigo.
-Pues bien, yo te lo prometo. Pero me has de decir todo lo que vayas averiguando. Te digo que si la cojo... No me importa ir al Modelo; te juro que no me importa. Si ya me parece que la tengo entre mis uñas...
Doña Casta entró, abriendo la puerta con su llavín. Era tarde, y Fortunata tuvo que retirarse. Aurora se quedó trabajando un momento más, y decía para sí: «Estas tontas son terribles, cuando les entra la rabia. Pero ya se aplacará. Pues no faltaría más... Estaría bueno...».
-III-
Una tarde, doña Lupe vio entrar a su
sobrina tan desolada, que no pudo menos de írsele encima, llena de
irascibilidad, no pudiendo sufrir ya que no le confiase sus penas,
cualquiera que fuese la causa de ellas. «¿Te parece
Fortunata tenía su interior tan tempestuoso que no pudo contenerse, y estalló con esa ira pueril que ocasiona las reyertas de mujeres en las casas de vecindad. «Señora, déjeme usted en paz, que yo no me meto con usted, ni me importa la cara que usted tenga o deje de tener. Pues estamos bien... Que no pueda una ni siquiera estar triste, porque a la señora esta le incomodan las caras afligidas... Me pondré a bailar, si le parece».
No estaba acostumbrada doña Lupe a contestaciones de este temple, y al pronto se desconcertó. Por fin hubo de salir por este registro: «Eso de que me ocupe o no me ocupe, no eres tú quien lo ha de decidir. ¿Pues qué? ¿Han tocado ya a emanciparse? Estás fresca. ¿Crees que se te va a tolerar ese cantonalismo en que vives? ¡Me gustan los humos de la loca esta!... Ya te arreglaré, ya te arreglaré yo».
Estaba la otra tan violenta y tenía los nervios tan tirantes, que al apartar una silla la tiró al suelo, y al poner su manguito sobre la cómoda, dio contra un vaso de agua que en ella había.
«Eso es, rómpeme la sillita... Mira cómo has derramado el agua».
-Mejor.
-¿Sí?... Ya te mejoraré yo, ya te arreglaré.
-Usted, señora, se arreglará sus narices, que a mí no me arregla nadie...
«No quiero incomodarme, no quiero alzar tampoco la voz -dijo doña Lupe levantándose de su asiento-, porque no se entere ese desventurado». Salió un momento con objeto de cerrar puertas para que no se oyera la gresca, y a poco volvió al gabinete, diciendo: «Se ha quedado dormido. Si te parece, haz bulla para que no descanse el pobrecito. Te estás portando... ¡Silencio!».
-Si es usted la que chilla... Yo bien callada entré. Pero se empeña en buscarme el genio.
-Mete ruido, mete ruido. Ni siquiera has de dejar dormir al pobre chico.
-Por mi parte, que duerma todo lo que quiera.
-Y lo que más me subleva es tu terquedad -dijo doña Lupe bajando la voz-, y ese empeño de gobernarte sola, sí, esa independencia estúpida... Tú te lo guisas y tú te lo comes. Así te sabe a demonios. Bien empleado te está todo lo que te pasa, muy bien empleado.
Tanta turbación había en el alma de la
esposa de Rubín, que la ira estaba en ella como prendida con
alfileres, y el menor accidente, una nada, determinaba la
transición de la rabia al dolor, y de la energía convulsiva a la
pasividad
«Pues sí, tía... es verdad que debiera yo... contarle a usted... No lo hice porque me parecía impropio. ¡Qué barbaridad! Traer a esta casa cuentos de... Soy una miserable; yo no debo estar aquí... Hasta llorar aquí por lo que lloro es una canallada. Pero no lo puedo remediar. El alma se me deshace. Yo tengo que decirle a alguien que me muero de pena, que no puedo vivir. Si no lo digo, reviento... Usted crea lo que quiera... pero soy muy desgraciada. Yo sé que me lo merezco, que soy mala, mala de encargo... pero soy muy desgraciada».
-Ahí tienes -le dijo doña Lupe moviendo la mano derecha, con dos dedos de ella muy tiesos, en ademán enteramente episcopal-; ahí tienes lo que pasa por no hacer lo que yo te digo... Si hubieras seguido los consejos que te di este verano, no te verías como te ves.
La otra estaba tan sofocada, que su tía tuvo que traerle un vaso de agua.
-Serénate -le decía-, que ahora no te
he de
-Sí, sí... ¡Pero qué infame!...
-Anda, que los dos estáis buenos. Tal para cual. Las relaciones criminales siempre acaban así. Uno se encarga de castigar al otro, y el que castiga ya encontrará también su trancazo en alguna parte. Pues estás lucida... Tras de cornuda, aporreada, y después sacada a bailar.
-¡Pero qué infame! -volvió a decir
Fortunata, mirando a su tía con los ojos llenos de lágrimas-. ¿Pues
no ha tenido el atrevimiento de decirme, entre bromas y veras, que
yo estaba enredada con Ballester? Pretextos,
-Aguanta, que todo te lo tienes bien merecido. Ni vengas a que yo te consuele... Acudiendo con tiempo, no digo que no. Abres ahora los ojos y te encuentras horriblemente sola, sin familia, sin marido, sin mí.
Fortunata, con un pánico semejante al de quien se está ahogando, agarrose a la falda de doña Lupe, y vuelta a soltar un raudal de lágrimas.
«No, no, no... yo no quiero estar sola, triste de mí. Dígame usted algo, siquiera que tenga paciencia, siquiera que me porte ahora bien... Sí, me portaré bien; ahora sí, ahora sí».
-Ahora sí. Vaya, hija, no madrugues tanto. Tú no te acuerdas de Santa Bárbara sino cuando truena. ¿Qué sacaría yo de consolarte ahora y corregirte, si el mejor día volvías a las andadas?
-Ahora no... ahora no...
-Quien no te conoce que te compre... Al extremo a que han llegado las cosas, me parece que no debo intervenir ya, ni tomar vela en ese entierro. Sería hasta indecoroso para mí. Resultaría... así como cierta complicidad en tus crímenes. No, hija, has acudido tarde... ¡Te he estado metiendo la indulgencia por los ojos, sin que tú la quisieras ver, y ahora que te ahogas, vienes a mí...! ¡Ay!, no puedo, no puedo.
Y sin decir más, se fue a la cocina, pensando que toda severidad era poco contra aquella mujer, y que convenía aterrorizarla, a ver si se sometía al fin de una manera absoluta.
Pronto se hizo de noche. Los días
menguaban, entristeciendo el ánimo de los que ya, por otros
motivos, estaban tristes. A las seis y media la casa estaba a
oscuras, y doña Lupe retardaba el encender luces todo lo posible.
Fortunata, en el cuarto de su marido, y casi a tientas, llegó al
sofá donde él estaba echado, y
Doña Lupe trajo luz, y mirando a los esposos con sus ojos encandilados por el vivo resplandor de la llama de petróleo, dijo, sin duda por animar a Maxi con una broma: «¿Ya estáis haciendo los tortolitos?... Más cuenta te tiene comer. ¿Quieres que esta coma aquí contigo?».
-Sí, sí, yo comeré aquí -dijo la esposa prontamente-. Y él comerá también, ¿verdad, hijo? ¿Verdad que comerás con tu mujer? Ella te cortará los pedacitos de carne y te los irá dando.
-Pues yo os mandaré la comida -indicó doña Lupe, poniendo la pantalla al quinqué y acortando la llama-. Tengo hoy un arroz con menudillos que es lo que hay que comer.
En el rato que estuvieron solos, antes
de que entrara Papitos con el servicio y la sopa, Maxi endilgó a su
mujer algunas frases enteramente ceñidas al endiablado asunto que
constituía su demencia. Fortunata le apoyó en todo, mostrándose muy
penetrada de la urgencia de establecer, como realidad social, el
principio
«Sí por cierto. Esta mañana en ayunas se tomó una, y a las cuatro le di otra. ¿No lo dispuso así Ballester...?».
-Sí... Vea usted por qué está tan avispado. ¡Vaya con el cáñamo ese! Pero los disparates son los mismos; sólo que ahora no ve las cosas de un modo tan negro sino que las toma por lo risueño.
Volvió al lado de él, y le fue dando los menudillos con el tenedor, y él se los comía con gana, sin cesar de hablar y aun de reír. Su risa plácida no parecía la de un demente.
Fortunata sentía leve consuelo en su
alma, y se decía: «¡Si Dios quisiera que se pusiera bueno...! Pero
cómo va Dios a hacer nada que yo le pida... ¡Si soy lo más malo que
Él ha echado al mundo! Para mí esta casa se tiene que acabar. ¿A
dónde me retiraré? ¿Qué será de mí? Pero a donde quiera que vaya,
me gustará saber de este pobrecito, el único que me ha querido de
verdad, el que me ha perdonado dos veces y me perdonaría la
tercera... y la cuarta... Yo creo
Después de comer, estaba él animadísimo, cual no lo había estado en mucho tiempo, pero sus conceptos eran de lo más estrafalario que imaginarse puede. Como entraran doña Silvia y Rufinita, de visita, doña Lupe se fue con ellas a la sala, y los esposos se quedaron solos. Maxi se levantó, y estiró todo el cuerpo, elevando los brazos. Los huesos crujieron, hizo diferentes contorsiones que parecían un trabajo de gimnasia, y luego volvió a sentarse, abrazando a su mujer y quedándose ante ella (pues estaba sentado en una banqueta junto al sofá) en actitud semejante a la que toman los amantes de teatro cuando van a decirse algo muy bonito en décimas o quintillas.
-IV-
«Vida mía -le dijo en el tono más dulce del mundo-, gracias mil por el consuelo que me has dado con tus palabras».
Fortunata no sabía qué palabras eran aquellas que le habían consolado; pero lo mismo daba. Hizo un signo afirmativo, y adelante.
«Porque estando tú conforme conmigo,
no
-¡Vivaaa...!
-Así lo dirán las multitudes, cuando esta doctrina se propague; pero esto no nos toca a nosotros, sino al que vendrá después. Cumplamos tú y yo la ley de morir cuando nos creamos llegados al punto de caramelo de la pureza. Matemos a la bestia cuando de ella esté completamente desligada su prisionera, la sustancia espiritual, como del erizo se desprende la castaña bien madura.
-Nada, hijo, que la mataremos.
-Me gusta verte así. ¿Hay nada más hermoso que la muerte? ¡Morir, acabar de penar, desprenderse de todas estas miserias, de tantos dolores y de toda la inmundicia terrenal! ¿Hay nada que pueda compararse a este bien supremo?... ¿Concibe el alma nada más sublime?
-¿Y después? -dijo Fortunata, que aun sabiendo con quién hablaba, oía con mucho gusto aquella manera de considerar la muerte.
-¡Oh!, después, sentirse uno absolutamente puro, perteneciente a la sustancia divina; reconocerse uno parte de ella, y todito con aquel gran todo... ¡Qué dicha tan grande!
-¡No padecer...! -murmuró la prójima
inclinando su cabeza sobre el pecho de él-. ¡No temer si le hacen a
uno esta o la otra perrería...!,
Su mente se dejó ir en alas de aquella sublime idea, perdiéndose en los espacios invisibles y sin confines.
«¡Sentir luego la irradiación del bien en sí, y contemplarse uno en aquel todo etéreo y sustancial, infinitamente perfecto y sano, hermoso, transparente y placentero...!».
Esto era ya un poco metafísico, y Fortunata no lo comprendía bien. Lo accesible para ella era la idea primera: morirse, desprenderse de las lacerias de este mundo, y sentirse luego persona idéntica a la persona viva, gozando todo lo que hay que gozar y amando y siendo amada con arrobamientos que no se acaban nunca.
«Querida mía -le dijo Maxi moviendo mucho la cabeza y los músculos de la cara, señal de una fuerte excitación nerviosa-; los dos moriremos después que hayamos cumplido nuestra misión. Y para que te penetres bien de la tuya, te voy a decir lo que he sabido por revelación celestial».
Fortunata se preparó a oír el gran disparate que su marido anunciaba, y puso una carita muy gravemente atenta.
«Pues yo sé una cosa que tú no sabes,
aunque quizás lo presientes, y que seguramente sabrás muy pronto.
Quizás hayas empezado a notar algún síntoma; pero aún tu espíritu
no
La miraba de tal modo, que ella empezó a asustarse. ¿Qué sería, Dios, qué sería? Maxi estuvo un rato en silencio, clavados en ella sus ojos como saetas, y por fin le dijo estas palabras que la hicieron estremecer: «Tú estás en cinta».
Quedose un rato la infeliz mujer como
petrificada. Trataba de tomarlo a broma, trataba de negarlo; pero
para ninguna de estas determinaciones tenía valor. Terror inmenso
llenaba su alma al ver que Maxi decía lo que decía con expresión de
la más grande seguridad. Pero lo último que a Fortunata le quedaba
que oír fue esto, dicho con exaltación de iluminado, y con atroz
recrudecimiento de las sacudidas nerviosas de la cabeza: «Ha sido
una revelación. El espíritu que me instruye me ha traído anoche
esta idea... Misterio bonitísimo, ¿verdad? Tú estás embarazada... Y
tú lo presumes; mejor dicho, lo sabes, te lo estoy conociendo en la
cara; lo ocultas porque ignoras que esto no ha de arrojar ninguna
deshonra sobre ti. El hijo que llevas en tus entrañas es el hijo
del Pensamiento Puro, que ha querido encarnarse para traer al mundo
su salvación. Fuiste escogida para este prodigio, porque has
padecido mucho, porque has amado mucho, porque has pecado mucho.
Padecer, amar y pecar... ve ahí los tres infinitivos del verbo de
la existencia. Nacerá de ti
Del salto se puso Fortunata al otro
extremo de la habitación. Habíale entrado tal pánico, que por poco
sale al pasillo pidiendo socorro. Maxi tenía la cara descompuesta y
transfigurada, y sus ojos parecían carbones encendidos. Ni siquiera
reparó que su mujer se había alejado de él, y continuó hablando
como si aún la tuviera al lado. La infeliz, turbada y muerta de
miedo, se acurrucó en el rincón opuesto, y cruzadas las manos,
miraba al desgraciado demente, diciendo para sí: «¿En qué lo habrá
conocido?... Dios, ¡qué hombre! ¿Será farsa todo esto de la locura?
¿Será que se finge así para poder matarme, sin que la justicia le
persiga...? ¡Pero cómo habrá descubierto...! ¡Si no lo he dicho a
nadie! ¡Si no se me conoce nada todavía...! ¡Ah!, lo que este
hombre tiene es mucha picardía. Eso de la revelación lo dice para
engañar a la gente... Sin duda se lo figura, se lo teme, o me lo ha
conocido no sé en qué... ¿Lo habré dicho yo en sueños?... Aunque
no; podrá haberlo adivinado por su propia locura. ¿No dicen que las
grandes verdades las saben los niños y los locos...? ¡Ay, qué miedo
me ha entrado! Dios mío, líbrame de esta tribulación. Este hombre
me
El iluminado fue hacia su mujer, cogiéndola por un brazo. Tal temor sentía ella, que hasta se encontró con fuerzas inferiores a las de su marido, que era tan débil. «Moñuca mía -le dijo apretándole el brazo con nerviosa energía, y mirándola con una expresión en que la desdichada veía confundidos al amante y al asesino-. Nos liberaremos, por medio de una sangría suelta, desde que hayas cumplido tu misión. ¿Cuándo será? Allá por Febrero o Marzo».
-Debe ser por Marzo -pensó Fortunata-; pero para ti estaba... Ya me pondré yo en salvo. Mátate tú, si quieres, que yo tengo que vivir para criarlo, ¡y voy a ser tan feliz con él...! Va a ser el consuelo de mi vida. Para eso lo tengo, y para eso me lo ha dado Dios... ¿Ves cómo me salí con mi idea?... Mi hijo es una nueva vida para mí. Y entonces no habrá quien me tosa... ¡Oh!, si no lo sintiera aquí dentro, yo y tú seríamos iguales, tan loco el uno como el otro, y entonces sí que debíamos matarnos.
Oíase el run run de las despedidas de doña Silvia y Rufinita en el pasillo. A poco entró la de Jáuregui, y viéndola su sobrino, se volvió al sofá, dejando a su mujer en pie en medio del cuarto.
«¿Qué tal? -dijo doña Lupe-. ¿Hay sueño? Son las once».
-Ha venido usted a turbar nuestra felicidad -replicó Maxi sentado, y moviendo las piernas en el aire-. Mi elegida y yo deseamos estar solos, enteramente solos. Los misterios inefables que a ella y a mí...
-¿Pero qué volteretas son esas que das? (no sabiendo si reír o ponerse seria). Pareces un saltimbanquis.
-Que a ella y a mí se nos han revelado... los misterios inefables, digo... nos llevan a un éxtasis delicioso, de que no pueden participar las personas vulgares.
-¡Llamarme a mí persona vulgar!...
-La vulgaridad consiste en estar muy apegada a los bienes terrenos... es decir, en hacerle mimos a la bestia.
-¿Pero qué?, ¿también vas a dar vueltas de carnero? -dijo asustada doña Lupe, viéndole apoyar las manos en el sofá y doblar luego la cabeza hasta tocar con ella la gutapercha.
-Lo que yo dé, a usted no le importa, mujer de poca fe... La noche está fría y necesito que las extremidades entren en calor. Dentro del cráneo me han encendido un hornillo.
-¿Ve usted... ve usted...? -indicó
Fortunata, no recatándose de decirlo en alta voz-. El efecto de
esas condenadas píldoras. Creo que no deben dársele más. Ya ve
usted cómo se pone:
-¿Cómo que adivina los secretos...? Pero, niño, ¿qué haces?
Rubín se sentaba y se levantaba, dando botes en el asiento, como un jinete que monta a la inglesa.
«Allá por Marzo será el gran suceso, la admiración del mundo -gruñía el infeliz, dando vueltas sobre sí mismo-. Lo anunciará una estrella que ha de aparecer por Occidente, y los Cielos y la tierra resonarán con himnos de alegría».
-¿Pero qué estás diciendo? Vamos, hijo de mi alma, estate tranquilo.
-Lo que yo quisiera saber ahora es dónde está mi sombrero- dijo él, mirando debajo de la mesa y del sofá.
-¿Y para qué quieres el sombrero?
-Quiero salir, tengo que ir a la calle. Pero lo mismo da salir con la cabeza descubierta. Hace un calor horrible.
-Sí, vámonos al Retiro. Fortunata, coge la vela; y tú por delante.
Y agarrándose al brazo del joven sin ventura, le llevaron a la alcoba. Del salto se plantó Maxi en la cama, quedándose un instante con los brazos y las piernas en alto. Después dejaba caer pesadamente las extremidades para volver a levantarlas.
«¡Bonita noche nos va a hacer pasar!» exclamó doña Lupe cruzando las manos. Fortunata, desalentada y meditabunda, se dejó caer en el sofá.
«¿A que no me aciertan ustedes en dónde estoy? -dijo el pobre demente-. Me he caído del Cielo sobre un tejado. ¿Qué hace mi mujer ahí que no viene en mi socorro?».
-Pues sí señor, ¡bonita noche! -repetía doña Lupe, echando un suspiro por cada palabra.
Intentaron acostarle. Pero no fue
posible. Se les escapaba de las manos, con viveza de niño, que a
veces parecía agilidad de mono. Su risa causaba espanto a las dos
señoras, y últimamente no se le entendía una palabra de las muchas
que de su boca soltaba atropelladamente, pronunciándolas de un modo
primitivo, como los chiquillos que empiezan a hablar. Por fin el
desgaste nervioso hubo de rendirle, y se quedó quieto en el sofá,
con una pierna sobre la mesa, la otra en una silla, la cabeza
debajo de un cojín, y los brazos extendidos en cruz. Una mano daba
contra el suelo, y tenía la otra metida debajo del cuerpo, dando al
brazo una vuelta que parecía inverosímil. No quisieron ellas
variarle la difícil postura, temiendo que si le tocaban, se
alborotaría de nuevo y les daría otra jaqueca. Doña Lupe dormitaba,
sentada en una silla junto a la cama del matrimonio; pero Fortunata
no pegó los ojos en toda la noche.
-V-
Creo que fue el día de la Concepción
cuando Rubín salió de su cuarto con un cuchillo en la mano detrás
de Papitos, diciendo que la había de matar. El susto de la tía y de
Fortunata fue muy grande, y les costó trabajo quitarle el arma
homicida, que era un cuchillo de la mesa, con el cual no era fácil
quitar la vida a nadie. Pero el paso fue terrible, y los chillidos
de Papitos se oyeron en toda la vecindad. Salió despavorida del
cuarto del señorito, y él detrás, frío y resuelto, como si fuera a
hacer la cosa más natural del mundo. La mona se refugió entre las
faldas de su ama, gritando: «¡Que me mata, que me quiere matar!» y
Fortunata corrió a sujetarle, lo que no hubiera conseguido a pesar
de su superioridad muscular, sin la ayuda de doña Lupe. La
resistencia de él era puramente espasmódica, y mientras se defendía
de los cuatro brazos que querían contenerle y arrancarle el
cuchillo, decía con voz ronca: «Le siego el pescuezo y la...!».
Después se supo que Papitos tenía la culpa, porque le había
irritado, contradiciéndole estúpidamente. Doña
-Bueno; vete a la cocina, y aprende
para otra vez. A todo lo que él diga, por disparatado que sea,
dices tú
Aquel hecho era quizás síntoma de un
nuevo aspecto de locura, y las dos señoras no cabían ya en su
pellejo, de temor y zozobra. No pasaron ocho días sin que el caso
se repitiera. Maxi pudo apoderarse de un cuchillo, y fue hacia su
tía, diciendo que la quería
«¡Vaya -le dijo doña Lupe una noche-, que te estás luciendo! ¿A qué esas reservas, cuando más indicada estaba la confianza? ¿Cómo es que lo ha sabido Maximiliano, que está demente, antes que yo, que estoy en mi sano juicio? ¿A qué esos escondites conmigo?».
Después de una larga pausa, Fortunata, con muchísimo trabajo, se determinó a responder esto: «Yo no se lo he dicho. Él lo adivinó. Esto no podía yo decirlo a nadie de esta casa, y a él menos...».
-¡Y a él menos! -repitió doña Lupe, clavando en la delincuente sus miradas como flechas.
-Sí, porque él no debía saberlo nunca -prosiguió la otra haciendo el último esfuerzo-. A usted pensaba yo decírselo, pero no me determiné por la vergüenza que me daba. Ahora que lo sabe, lo que tengo que hacer es pedirle que tenga compasión de mí, recoger mi ropa y marcharme de esta casa. Ahora sí que será para siempre.
La viuda de Jáuregui se tomó tiempo
para
Pero si esta pena la estimulaba a
transigir una vez más, su decoro y más aún su amor propio se
sublevaban airados contra aquella infame, que traía al hogar
doméstico hijos que no eran de su marido. Esto no se podía sufrir
sin cubrirse de baldón; esto no lo toleraría doña Lupe, aunque
tuviera que dar, no sólo el dinero ajeno, sino el propio... Tanto
como el propio, no, vamos; pero en fin, así lo pensaba para poder
¡Qué diría la gente!... ¡qué las amigas, ante quienes doña Lupe oficiaba como guardadora de la moralidad y de los buenos principios! Cierto que para el mundo la situación que crearía la maternidad de la de Rubín sería una situación legal, toda vez que Maxi, enfermo y encerrado quizá para entonces en un manicomio, no había de llamarse a engaño; pero en este caso, la afrenta sería mayor por añadirse a ella la mentira. Y todos tendrían a doña Lupe por encubridora, y le cortarían lindos sayos. Si ya le parecía a ella oírlo: «Miren esa, tan orgullosa y rígida, tapando el matute que la otra bribona ha introducido en su casa. Lo hará por la cuenta que le tiene. El padre de la criatura es hombre rico y habrá pagado bien el alijo». La idea de que pudieran decir esto hacía brotar de la frente augusta de la viuda gotas de sudor del tamaño de garbanzos.
«Ella misma -pensó-, no se ha recatado para decirme que el pobre Maxi está tan inocente de esto como yo. Lo cantará lo mismo a todo el mundo, porque ella es así, muy bocona... Pero entre dos afrentas, prefiero que le haya dado por pregonar la verdad, pues así no hará catálogos la gente, ni tendrá nadie que decir si el chico es o no es...».
De todo esto se deducía que aquella
pícara
Doña Lupe abrió tanta boca, que por
poco se le entra una mosca en ella. Su primer impulso fue negarse a
ser administradora y apoderada de semejante persona; pero tal
prueba de confianza la anonadaba. Insistió en dar el dinero;
insistió más la otra en dejarlo en manos que tan bien lo sabían
aumentar, y así quedó el asunto.
Mucho se disputó sobre esto, haciendo
ambas alardes de delicadeza; pero, al fin, el dinero quedó en poder
de doña Lupe. Ascendía la suma a treinta mil reales, los veinte mil
dados por Feijoo, y diez mil y pico que habían producido desde
aquella fecha, colocados por Torquemada en préstamos a militares.
Precisamente en los días últimos del año, cuando ocurrió lo que
ahora se cuenta, casi toda la suma estaba sin colocar, y la tenía
la señora en su cómoda, esperando una
-VI-
La evasión (pues así debe llamársela)
de su mujer, no fue notada por Maxi en los primeros días. Pero
cuando se hizo cargo de ella, manifestó una inquietud que puso a la
pobre doña Lupe en mayor aburrimiento del que tenía. Pensó
seriamente en llevar a su infeliz sobrino a un manicomio. Mucha
pena le daba separarse de él, entregándole a la asistencia de
gentes mercenarias; pero no había otro remedio.
Entre tanto, Fortunata, al salir de la
casa de su marido, y antes de dirigirse a su nueva morada, encaminó
sus pasos a la de D. Evaristo. Era este la primera persona a quien
tenía que consultar sobre la crítica situación en que se
encontraba. Referirle lo ocurrido era ya para ella un verdadero
castigo de su perversidad, porque de sólo pensar que lo refería, le
entraba espanto. ¡Bueno se iba a poner Feijoo, al saber que la
chulita había hecho mangas y capirotes de la doctrina práctica
expuesta con tanto ardor y cariño por el simpático anciano, cuando
dispuso la separación! ¡Cuánto mejor no haberse separado de aquel
hombre sin igual! ¡Ella le habría soportado en su vejez caduca, y
habría sido feliz cuidándole como se cuida a un niño inocente! Al
llegar a la Plaza de los Carros, y al ver la calle de Don Pedro,
pensó que no tendría valor para contarle a su amigo sus últimas
calaveradas. Subió temblando por la ancha escalera, que estaba
aquel día alfombrada y con muchos tiestos, porque la noche antes se
había celebrado en la legación, con gran comistraje y mucha fiesta,
el aniversario del Emperador.
Don Evaristo se hallaba ya en
lastimoso estado. Las piernas las tenía casi completamente
paralizadas, y salía a paseo en un cochecillo o sillón de ruedas,
que empujaba su criado. Iba a las Vistillas a tomar el sol, y a
veces se extendía hasta la Plaza de Oriente por el Viaducto. Al
centro de la Villa no venía nunca, y para las relaciones y
amistades que en las partes más animadas de Madrid tenía, aquella
existencia paralítica y con tantos achaques, aquella vida
circunscrita al barrio extremo, eran como una muerte anticipada,
pues del verdadero Feijoo, tal como le conocimos, no quedaba ya más
que una sombra. Estaba completamente sordo, teniendo que auxiliarse
de una trompetilla para recoger algunos sonidos; su inteligencia
sufría eclipses, y la memoria se le perdía
Al ver entrar a su amiga, el inválido puso una cara muy risueña. Todos los sentimientos los expresaba ya riendo. La mandó sentar a su lado, y aun quiso seguir en su solaz inocente; pero tuvo que suspenderlo para coger la trompetilla. Fortunata cogió en sus manos uno de los gatitos para acariciarlo.
«¿Qué hay? -dijo D. Evaristo mirándola de un modo que parecía indicar agradecimiento de las caricias que al micho hacía-. ¡Ah!, ese es el más tunante de todos... ¡Sabe más...!, ¡y tiene más picardías! Conque a ver, chulita, ¿qué hay?».
Fortunata no sabía cómo empezar.
Contrariábala mucho tener que decir las cosas a gritos, y temía que
se enterasen los criados, la vecindad y hasta el embajador con toda
su gente extranjera. ¿Y cómo se podía contar una cosa tan delicada
dando berridos, al modo que cantan los serenos las horas, o como
los pregones de las calles? Algo dijo que llevó al ánimo de don
Evaristo el convencimiento de que su chulita se veía en un mal
paso. De repente soltó mi hombre la risa infantil y babosa,
diciendo: «¿Apostamos a que ha habido algún
La consternada joven no podía asegurar
que sus últimas diabluras mereciesen la denominación y categoría de
«¿Qué es eso, la inscripción? -dijo el anciano riéndose más- ¿Pues qué... ji ji ji... ha habido rompimiento con ese bendito?...».
Y se puso la trompetilla en la oreja para coger con ella la respuesta.
-Completamente ido de la cabeza... manicomio.
-¡Que no come!
-Al manicomio... que le van a poner en Leganés...
-¡Ah! ¿Y doña Lupe?
-Ella y yo...
Fortunata hizo con sus dos dedos índices un signo muy expresivo, poniéndolos punta con punta.
-Habéis reñido... ji ji ji... ¡Qué cosas! Doña Lupe muy lagarta...
El gatito que se había subido en el
hombro del señor, estaba muy preocupado con la trompetilla.
Ignoraba sin duda lo que era aquello, y
Después de esta brillante ráfaga de
memoria, la preciosa facultad se eclipsó por completo, y el ayer se
borró absolutamente del espíritu del buen caballero. Miraba a su
chulita con estupidez y cierta expresión de duda o sorpresa.
Fortunata seguía pegando gritos; pero él no se enteraba; lo poco
que oía era como si oyese el ruido del viento: no le sacaba
sentido. Cansada de inútiles esfuerzos, la joven se calló, mirando
a su amigo con hondísima pena. Y mirándola él también, de repente
volvió a su risa pueril, motivada por las cosquillas que en el
cuello le hacía el gatito... «Si es un granuja este... si no me
deja vivir». Fortunata daba suspiros, sin que el anciano se
enterase de esta expresiva manifestación de disgusto, y al fin,
ella, comprendiendo que era inútil esperar de aquella ruina
apuntalada un consuelo y un consejo, decidió retirarse. Al darle un
cariñoso
Salió, pues, Fortunata de la triste
visita con la impresión de haber perdido para siempre aquel grande
y útil amigo, el hombre mejor que ella tratara en su vida y
seguramente
-VII-
De aquel anciano chocho y que más bien
parecía un niño, no podía la esposa de Rubín esperar ya ninguna
protección ni amparo moral. Sólo en muy contados momentos lúcidos
se revelaba en él un recuerdo vago de lo que había sido. Le lloró
por muerto con verdadera efusión de hija desconsolada, y se
aterraba de la orfandad en que iba a quedar cuando más necesitaba
de una persona sesuda y discreta que la dirigiera. La impresión de
vacío y soledad que sacó de la casa, poníala en grandísima
tristeza. En la Cava Baja pasó por junto a un pianito que tocaba
aires de ópera con ritmo picante y amoroso. Esta música le llegaba
al alma. Parose un rato a oírla, y se le saltaron las lágrimas. Lo
que sentía era como si su espíritu se asomara al brocal de la
cisterna en que estaba encerrado, y desde allí divisara regiones
desconocidas. La música aquella le retozaba en la epidermis,
haciéndola estremecer con un sentimiento indefinible que no podía
Había resuelto Fortunata, de acuerdo
con su tía Segunda, albergarse en la casa de esta, que vivía otra
vez en la Cava. Allá se encaminó desde la calle de Don Pedro, y
antes de entrar en el portal de la pollería, el mismo portal y el
mismo edificio donde tuvo principio la historia de sus desdichas,
una vecina le dijo que Segunda estaba en el puesto de la plazuela,
comiendo con unas amigas. Fuese allá, y vio a su tía con otras dos
tarascas junto a una mesilla, comiendo un guiso de cordero en
platos de Talavera. Jarro de vino y botijo de agua completaban el
servicio. Las tres damas estaban con los moños al aire, hablando a
un tiempo en alta voz, con ese desparpajo y esa independencia de
modales que caracterizan a los vendedores ambulantes que viven
siempre al aire libre, y tienen la voz hecha a la gritería de los
pregones. Segunda Izquierdo era una mujer corpulenta y con la cara
arrebatada, el pelo entrecano. Se parecía bastante a su hermano
José; pero no conservaba tan bien como este la hermosura de aquella
En cuanto vio venir a su sobrina,
cogió de encima de la mesilla una llave enorme, que parecía la
llave de un castillo, y alargándosela le dijo que subiera a la casa
si quería. Las otras dos tiorras miraron a la joven con descarada
curiosidad. A una de ellas la conocía Fortunata, a la otra no.
Sentose un momento en una banqueta que le ofrecieron, porque estaba
cansada; pero sintiéndose molesta por las preguntas impertinentes
de las amigas de su tía, subió al cuarto que debía de ser su
albergue... hasta sabe Dios cuándo. Aquel barrio y los sitios
aquellos
El cuarto que entonces tenía Segunda
en aquella casa era uno de los más altos. Estaba sobre el de
Estupiñá. No había llegado Fortunata al segundo, cuando vio bajar a
este, y le entraron ganas de saludarle. Puso él una carátula
durísima al verla; pero a pesar de esto, la joven sentía ganas de
decirle algo. Érale simpático; conocía sus apetitos
Fortunata vio el cuarto. ¡Ay, Dios,
qué malo era, y qué sucio y qué feo! Las puertas parecía qué tenían
un dedo de mugre, el papel era todo manchas, los pisos desiguales.
La cocina causaba horror. Indudablemente la joven se había
adecentado mucho y adquirido hábitos de señora, porque la vivienda
aquella se le presentaba inferior a su categoría, a sus hábitos y a
sus gustos. Hizo propósito de lavar las puertas y aun de pintarlas,
y de adecentar aquel basurero lo más posible, sin perjuicio de
buscar casa más a la moderna, quisiera o no Segunda vivir en su
compañía. El gabinetito que ella había de ocupar tenía, como la
sala, una gran reja para la Plaza Mayor. Estuvo un rato ocupada en
hacer mentalmente la colocación de sus muebles, la cama, la cómoda,
una mesa y dos sillas. Por cierto que todo esto tenía que
comprarlo, pues de la casa matrimonial no había de sacar nada.
Recorriendo el cuarto, pensó que si el casero se conformaba a hacer
algunas reparaciones, no quedaría mal. Era menester blanquear la
cocina, tapar con yeso algunos
Si tuviera agua en abundancia, se
pondría al instante a lavar toda la casa; pero desde el siguiente
empezaría. Vio que la reja daba a
-VIII-
Como antes se ha dicho, a los pocos
días de la desaparición de su mujer, Maxi empezó a echarla de
menos, mostrándose receloso, y apeteciendo su compañía con cierta
mimosidad impertinente que ponía furiosa a doña Lupe. Juan Pablo y
ella disertaron largamente sobre lo que se debía hacer, y por fin
el primogénito dijo
Dicho y hecho. Todas las mañanas iba
Juan Pablo a buscar a su hermano, y unas veces engañado, otras casi
a la fuerza, le llevaba a San Felipe Neri, y allí le arreaba una
ducha escocesa capaz de resucitar a un muerto. Algunas tardes
sacábale a paseo por las afueras, procurando entretener su
imaginación con ideas y relatos placenteros, absolutamente
contrarios al fárrago de disparates que el infeliz chico había
tenido últimamente en su cerebro. A los quince días de este
enérgico tratamiento, mejoró visiblemente, y su hermano y médico
estaba muy satisfecho. Más de una vez se expresó Maxi durante el
paseo como la persona más razonable. De su mujer no hablaba nunca;
pero como saltase en la conversación algo que de cerca o de lejos
se relacionara con ella, se le veía caer en sombrías meditaciones y
en un
Juan Pablo no supo qué contestarle. Viendo en la cara y en los ojos de su hermano señales de nerviosa inquietud, trató de desviar la conversación. Pero el otro se aferraba a ella repitiendo sus preguntas y parándose a cada instante. «Pues mira -le respondió al fin haciendo un gesto campechano-. Hazte cuenta que se ha muerto... porque lo que yo te digo... ¿A ti qué más te da que viva o muera? ¿Para qué quieres tú mujer? Las mujeres no sirven más que para dar disgustos, chico. Ve aquí por lo que yo no he querido casarme nunca».
-¡Muerta! -dijo Maxi sin alzar la voz, pero con extraordinaria luz en los ojos-. ¡Muerta!... De modo que yo me puedo volver a casar.
Al decir esto, se insubordinaba; no
quería ir por la acera, sino por el empedrado, dando manotadas y
tropezando con algunos transeúntes.
Desde que ocurrió esto, la mejoría iniciada con el nuevo tratamiento pareció desmentirse. El enfermo no alborotaba; pero volvió a chapuzarse en hondísimas abstracciones. Sin duda en su cerebro había aparecido una nueva idea, o reproducídose alguna de las antiguas, que ya se tenían por abandonadas o dispersas. Durante muchos días no nombró a su mujer, hasta que una noche, yendo de paseo con Juan Pablo por las calles, se paró y le dijo: «¿Me quieres hacer creer que se ha muerto?... ¡Qué tontería! En ese caso, ¿por qué no nos vestimos de luto?».
-¡Qué atrasado de noticias estás! ¿No sabes que hay ahora una ley prohibiendo el luto?
-¡Una ley prohibiendo el luto! Si creerás que a mí me comulgas con ruedas de molino. Mira, chico, aunque parece que estoy trastornado, veo más claro que todos vosotros.
Y no se habló más del asunto. Conviene
apuntar, antes de pasar adelante, que aquella
Apretado por el crecimiento aterrador
de su deuda flotante, el filósofo desplegaba un tesón y constancia
más que fraternales en el cuidado de Maxi. En Enero del 76, había
conseguido domarle hasta el punto de que le llevaba consigo a la
oficina, teníale allí ocupado en ordenar papeles o en tomar algún
apunte, y por las noches solía llevarle a la tertulia del café,
donde estaba el pobre chico como en misa, oyendo atentamente lo que
se decía, y sin desplegar sus labios. Rara vez sacaba de su cabeza
aquel viejo y maldecido tema de la
-Mira, tú -dijo Maximiliano con el acento más grave del mundo y como quien hace una confidencia importante-. Eso del Mesías, acá para entre los dos, no lo he creído yo nunca, ni era dogma ni cosa que lo valga. Lo dije porque tuve un sueño, y al despertar se me quedó parte de él en la cabeza, y me andaba aquí dentro como un cascabel. Lo que hay es que me había entrado en aquellos días una idea de lo más estrafalario que te puedas imaginar, una idea que debía de ser criada aquí en el seno cerebral donde fermenta eso que llaman celos. ¿Qué creerás que era? Pues que mi mujer me faltaba y estaba en cinta. ¿Ves qué disparate?
-Ave María Purísima, ¡qué barbaridad!
-Sentía en mí, detrás de aquella idea,
una calentura de celos que me abrasaba. Para averiguar si era
fundada aquella pícara idea, fui ¿y qué hice? Pues saqué la
cancamurria del Mesías que iba a venir, diciéndole que ella lo
tenía en su seno y que el papá era el
Empezó a tomar su café, y en tanto
Juan Pablo se decía con tristeza: «¡Pero qué malo está esta noche!
¡Dios, qué malo!». Maxi repitió hasta seis veces el
-I-
El 4 del mes de Enero, Fortunata sintió un campanillazo y salió a abrir, mirando antes por el ventanillo, cubierto de una chapa de hierro con agujeros (estilo primitivo). Era Estupiñá, que miraba a los tales agujeritos del modo más autoritario. Abrió la joven, y el gran Plácido, con gesto displicente, las cejas algo fruncidas, mostrando en una mano el bastón cuyo puño era una cabeza de cotorra (regalo que le trajeron de Sevilla los señoritos de Santa Cruz), alargó con la otra un papel que tenía un sello. «El recibo del mes» dijo en tono de déspota asiático que dicta una orden de pena de muerte.
-Pase, D. Plácido (sonriendo con gracia). Tengo que hablarle.
-Yo no paso. Vengan los cuartos. No tengo ganas de conversación.
¡Decir aquel hombre que no tenía ganas de conversación era como si el mar dijese que no tiene agua! Pero el tesón podía en él más que el liviano apetito.
«¡Jesús, qué mal genio ha echado este
hombre!
-Sí... Buenas jaquecas me ha dado la Segunda. No... Yo no paso; no sea majadera.
-Quiero que vea usted cómo está la casa, para que se convenza de que aquí no pueden vivir cristianos.
-Pues mudarse.
-Pero, hijo, ¡qué
-Eso es otra cosa. Siempre que sea bajo mi vigilancia y...
-Pase, pase y verá...
Al fin Plácido se dignó entrar por el pasillo adelante. Fue a la cocina, echó un vistazo a la alcoba interior que estaba llena de grietas...
«No se pueden hacer obras cada vez que lo pide un inquilino, porque sería el cuento de nunca acabar. Mañana, si a mano viene, se mudan ustedes, y el que tome el cuarto, como vea la cal fresca, pide más obras. No podemos. El mes pasado me gasté más de veinte mil reales en reparaciones. Conque, despácheme, que tengo prisa».
-¿Pero se ha vuelto usted cohete? Siéntese un momento. Dígame una cosa...
-No tengo que decir cosas. Que me voy...
-¡Ay qué pólvora de hombre! Mire que así va a vivir poco.
-Mejor. Bastante he vivido ya.
-Siéntese. En seguidita le doy el dinero. Pero dígame una cosa que quiero saber. ¿De quién es ahora esta casa?
-Eso a usted no le importa. ¿Cree que estoy yo para perder el tiempo? La casa es de su amo. Le repito que no tengo ganas de conversación. ¿Es que quiere usted comprar la finca? Vamos; al avío... Ya sabe que soy hombre de pocas palabras.
-¿De pocas?, ¡digo... pues si lo fuera de muchas...! Si usted el día que nació estaba charlando por siete. Dígame... ¿de quién es la casa?
-De su amo. Conque... Bastante hemos
hablado... y finalmente: la finca es magnífica; está tasada en
treinta y cinco mil duros. Sólo el pedernal de los cimientos y la
berroqueña de la escalera valen un dineral. ¿Pues y las paredes? El
otro día, al abrir un hueco, los albañiles no le podían meter el
pico, Nada, que
Extendió la mano, y con la otra mostraba el bastón, como si fuera un bastón de autoridad.
«¡Doña Guillermina mi casera! -dijo Fortunata, pensativa, entregando el dinero-. Pues a ella le voy a pedir que me haga las obras. Es amiga mía».
-¡Qué ha de ser amiga de usted... qué
ha de ser! -replicó Estupiñá con sarcasmo-. Y si quiere usted verla
furiosa, háblele de obras que no sean las del asilo. Adiós; que
haya salud... ¡Ah!, me olvidaba: cuidado con los tiestos de la
ventana. Como yo vea rezumos de agua, la echo a usted; cuente que
la echo... ¡María Santísima, y cuánta planta tiene usted aquí! Es
un jardín... Me parece mucho peso... ¡Qué vistas tan hermosas! Mal
año ha sido este para los puestos de Navidad. Están los pobres
vendedores que trinan. Ya se ve... con tanta agua... Y hoy me
parece que tenemos nieve. En toda mi vida no he visto un invierno
tan frío como este. ¿Sabe usted que se murió el sordo, el del
puesto de carne? Anoche... de repente. Yo le vi tan bueno y tan
sano anteayer, y... ¡qué vida esta!... En fin, voy a ver si les
saco algo a los del segundo de la izquierda. Me deben cinco meses.
¡Ay qué gente! Si la señora me dejara, ya
Tanto charló aquel hombre, que Fortunata, después de haberle rogado para que entrara, le tuvo que echar con buen modo: «Pero don Plácido, mire que se le va a hacer tarde...».
-¡Ah!, sí... ¡la culpa la tiene usted que es lo más habladora...! Abur, abur...
Fortunata no salía nunca a la calle. Ella misma se arreglaba su comida, y Segunda, que tenía puesto en la plazuela, le traía la compra.
En los días que siguieron a la primera
visita del administrador de la casa, no pudo la prójima apartar de
su pensamiento a la que por tan breve espacio de tiempo fue su
amiga. «¡Quién le había de decir a ella y quién me había de decir
que viviría en su casa! ¡Qué vueltas da el mundo! En aquellos días,
ni a mí se me pasaba por la cabeza venirme aquí, ni esta casa era
tampoco de ella. Y cuando don Plácido le cuente que soy su
inquilina, ¿qué dirá? ¿Se pondrá furiosa y querrá echarme a la
calle? Tal vez no, tal vez no...». Cuando esta idea u otra
semejante le refrescaba el recuerdo de
La soledad en que vivía, favoreciendo en ella esta resurrección mental de lo pasado, inspirábale juicios muy claros de sus acciones y sentimientos. Todo lo veía entonces transparentado por la luz de la razón, a la distancia que permite apreciar bien el tamaño y forma de los objetos, así como la paz del claustro permite a los fugitivos del mundo ver los errores y maldades que cometieron en él. «¿Y a Jacinta, le pediría yo perdón?» se preguntaba sin acertar con la respuesta. Tan pronto se le ocurría que sí como que no. La Delfina la había ofendido y ultrajado, cuando ella no hacía más que contarle a la santa sus penas y el conflicto en que estaba. Por fin, a fuerza de meditar en ello, amasando sus ideas con la tristeza que destilaba su alma, empezó a prevalecer la afirmativa. Cierto que debía pedirle perdón por el intento que tuvo de arañarle la cara, ¡qué barbaridad!, y por las palabras que se dejó decir. Mas para que esta idea triunfase por completo, faltaba aclarar el siguiente punto:
¿Había faltado Jacinta con el señor de
Moreno?
De aquí pasaba a otro eslabón de
ideas: «Y ahora estamos las dos de un color. A ninguna de las dos
nos quiere. Estamos lucidas... Ambas nos podríamos consolar...
porque en mi terreno, yo soy también virtuosa, quiere decirse que
yo no le he faltado con nadie; y si ella se hace cargo de esto,
bien podría venir a mí, y entre las dos buscaríamos a la pindongona
que nos le entretiene ahora, y la pondríamos que no habría por
donde cogerla... Vamos a ver, ¿por qué Jacinta y yo, ahora que
estamos iguales, no habíamos de tratarnos? Por más que digan, yo
Pasaba sin pensarlo a otro eslabón.
«Pero ella no querrá... Tiene mucho orgullo y mucho tupé,
mayormente ahora que se la comerá la envidia. ¡Ah!, que no me venga
ahora hablando de sus derechos... ¿Qué derechos ni qué pamplinas?
Esto que yo tengo aquí
Y su convicción era tan profunda, que de ella tomaba fuerza para soportar aquella vida solitaria y tristísima.
-II-
Una mañana, al levantarse, vio que
había caído durante la noche una gran nevada. El espectáculo que
ofrecía la plaza era precioso; los techos enteramente blancos;
todas las líneas horizontales de la arquitectura y el herraje de
los balcones perfilados con purísimas líneas de nieve; los árboles
ostentando cuajarones que parecían de algodón, y el Rey Felipe III
con pelliza de armiño y gorro de dormir. Después de arreglarse
volvió a mirar la plaza, entretenida en ver cómo se deshacía el
mágico encanto de la nieve; cómo se abrían surcos en la blancura de
los techos; cómo se sacudían los pinos su desusada vestimenta;
cómo, en fin, en el cuerpo del Rey y en el del caballo, se desleían
los copos y chorreaba la humedad por el bronce abajo. El suelo, a
la mañana tan puro y albo, era ya al mediodía charca cenagosa, en
la cual chapoteaban los barrenderos y mangueros municipales,
disolviendo la nieve con los chorros de agua y revolviéndola con el
fango para echarlo todo a la alcantarilla. Divertido era este
espectáculo, sobre todo cuando restallaban los airosos surtidores
de las mangas de riego, y los chicos se lanzaban a la faena,
armados con tremendas escobas. Miraba esto Fortunata, cuando de
repente... ¡ay, Dios mío!, vio a su marido; era él,
Y no se volvió a acordar más de él hasta la noche, cuando estaba acostada, sola en la casa, pues su tía no había entrado aún.
«Es una barbaridad que le dejen salir
solo a la calle. El mejor día hace cualquier desavío y da un
disgusto... Pues ahora que le he visto suelto, voy a tener miedo, y
me pondré a discurrir si se meterá aquí el mejor día... La suerte
es que no sabrá dónde estoy; buen cuidado tengo yo de que no lo
sepa. ¿Pero quién está segura de ningún secreto en estos tiempos? A
lo mejor, cualquier chusco se lo canta y ya tenemos jaqueca para
rato... ¡Como no le dé por venir a matarme!... Eso tendrá que ver.
Pero muy descuidada habría de cogerme, porque le deshago yo de un
par de porrazos... Pero, ¿y si entra, se esconde, me acecha, y
¡pim!, me pega
-Yo soy, ¿qué se te ocurre?...
-Nada; ya estoy tranquila. Es que me da mucho miedo de estar sola, y me parece que entran ladrones, asesinos y qué sé yo...
Ninguna noche conciliaba el sueño
antes de que diera las doce el reloj de la Casa-Panadería. Oía
claramente algunas campanadas; después el sonido se apagaba
alejándose, como si se balanceara en la atmósfera, para volver
luego y estrellarse en los cristales de la ventana. En el estado
incierto del crepúsculo cerebral, imaginaba Fortunata que el viento
venía a la plaza a jugar con la hora. Cuando el reloj empezaba a
darla, el viento la cogía en sus brazos y se la llevaba lejos, muy
lejos... Después volvía para acá, describiendo una onda grandísima,
y retumbaba ¡plam!, tan fuerte como si el sonoro metal estuviera
dentro de la casa. El viento pasaba con la hora en brazos por
encima de la Plaza Mayor y se iba hasta Palacio, y aún más allá,
cual si fuera mostrando la
Para tener compañía y servicio, tomó
por criada a una niña, hija de una de las placeras amigas de
Segunda. Llamábase Encarnación y parecía muy formalita. Su ama le
leyó la cartilla el primer día, diciéndole: «Mira, si algún sujeto
que tú no conoces, por ejemplo, un señorito flaco, de mal color,
así un poco alborotado, te pregunta en la calle si vivo yo aquí,
dices que no. No abras nunca la puerta a ninguna persona que no sea
de casa. Llaman, miras, y vienes y me dices: 'Señorita, es un
hombre o una mujer de estas y estas señas'. Conque fíjate bien en
lo que te mando. Tu tía te habrá hecho la misma recomendación. Si
no nos obedeces, ¿sabes lo que hacemos? Pues cogerte y mandarte a
la cárcel. Y no creas que te van a
La chica cumplía estas órdenes al pie
de la letra. Un domingo llamaron. «Señorita, ahí está un hombre con
barbas largas, muy aseñorado... y tiene la voz así, como
De tan gozoso, estaba turbado el bueno del farmacéutico. Venía vestido con los trapitos de cristianar, peinado en la peluquería, con una raya muy bien sacada desde la frente a la nuca, y las mechas negras chorreando olorosa grasa, las botas nuevas y sombrero de copa muy lustroso. «¡Qué deseos tenía de verla a usted...! No me atrevía a venir... Pero doña Lupe me ha instado tanto para que venga, que al fin... No, no, no tema que Maximiliano descubra dónde usted está. Hay mucho cuidado para que no se entere de nada. Y eso que ahora, si viera usted, ha recobrado la razón; parece que está juiciosísimo; habla de todo con tino, y no hace ningún disparate».
Fortunata estaba algo cohibida, pues a
pesar de la convicción de que hacía gala con respecto a ciertas
legitimidades, le daba vergüenza de no poder disimular ya su estado
ante
-No sé, veremos... lo pensaré... todavía... -balbució ella cortadísima, bajando los ojos.
-¿Cómo todavía? Me ha dicho doña Lupe que será en Marzo. Estamos a 20 de Febrero. No, no se descuide usted... que a lo mejor podría verse sorprendida... Estas cosas deben prepararse con tiempo.
Tomando una actitud galante, añadió: «Porque yo me intereso vivamente por usted en todas las circunstancias, en todas absolutamente. Soy el mismo Segismundo de siempre y cuando usted necesite de un amigo leal y callado, acuérdese de mí...».
Y elevando el tono casi hasta lo patético, saltó de repente con esto: «No me vuelvo atrás de nada de lo que he dicho a usted en otras ocasiones». Como ella aparentase no interesarse en este giro de la conversación, volvió Ballester a tomar el tono fraternal de esta manera. «Me voy a permitir hablar a Quevedo. Debemos estar prevenidos... Le diré que venga a ver a usted... Es persona de confianza, y ya sabe él que no tiene que decir nada al amigo Rubín».
Lo que tenía a Fortunata muy sorprendida y maravillada era el interés que mostraba hacia ella, según le dijo el regente, la viuda de Jáuregui.
«Yo no sé lo que es, amiga mía; pero
Repitió sus ofrecimientos y se fue,
dejando a Fortunata la impresión de que no estaba tan sola como
creía, y de que el tal Segismundo era, en medio de sus tonterías y
extravagancias, un corazón generoso y leal. Mucho le extrañaba a la
infeliz joven que Aurora no hubiese ido a verla, y sintió que se le
olvidara, durante la visita del regente, preguntar a este por
Con el cambio de vida y domicilio,
reanudó la señora de Rubín algunas relaciones de familia que
estaban absolutamente quebrantadas, siendo de notar entre ellas la
de José Izquierdo, que, empezando por ir a cenar con su hermana y
sobrina algunas noches, acabó, conforme a su genial parasitario,
por estar allí todo el tiempo que tenía libre. Fortunata encontró a
su tío transfigurado moralmente, con un reposo espiritual que nunca
viera en él, suelto de palabra, curado de su loca ambición y de
aquel negro pesimismo que le hacía renegar de su suerte a cada
instante. El bueno de
-I-
La mejoría de Maximiliano continuaba,
de lo cual coligieron su tía y su hermano que la separación
matrimonial había sido un gran bien, pues sin duda la presencia y
compañía de su mujer era lo que le sacaba de quicio. Todo aquel
invierno continuó el tratamiento de las duchas circular y escocesa
y el bromuro de sodio. Al principio, cuando no le sacaba a paseo
Juan Pablo, sacábale su misma tía, teniendo ocasión de notar lo
bien concertados que eran sus juicios. Observaron, no obstante, que
en el caletre del joven se escondía un pensamiento relativo al
paradero de su consorte, y temían que este pensamiento, aunque
contenido en proporciones menudas por el renacimiento armónico de
la vida cerebral, tuviera el mejor día fuerza expansiva bastante
para volver a trastornar toda la máquina. Pero estos temores no se
confirmaron. En Diciembre y Enero la mejoría fue tan notoria, que
doña Lupe estaba pasmada y contentísima. En Febrero ya le
permitieron
Su vida era muy metódica; no se le
permitía leer nada, ni él lo intentaba tampoco, y siempre que iba a
la calle, doña Lupe le fijaba la hora a que había de volver. Ni una
sola vez dejó de entrar a la hora que se le mandaba. Para que tales
días se pareciesen más a los de marras, el único gusto del joven
era pasear por las calles sin rumbo fijo, a la ventura, observando
y pensando. Una diferencia había entre la deambulación pasada y la
presente. Aquella era nocturna y tenía algo de sonambulismo o de
ideación enfermiza; esta era diurna, y a causa de las buenas
condiciones del ambiente solar en que se producía, resultaba más
sana y más conforme con la higiene cerebro-espinal. En aquella, la
mente trabajaba en la ilusión, fabricando mundos vanos con la
espuma que echan de sí las ideas bien batidas; en esta trabajaba en
la razón, entreteniéndose en ejercicios de lógica, sentando
principios y obteniendo consecuencias con admirable facilidad. En
fin, que en la marcha que llevaba el proceso cerebral, le sobrevino
Que al poco tiempo de sentir en sí
este tic del razonamiento lo aplicó al oscuro problema lógico de la
ausencia de su mujer, no hay para qué decirlo. «Que vive, no tiene
duda; este es un principio inconcuso que ni siquiera se discute.
Ahora dilucidemos si está en Madrid o fuera de Madrid. Si se
hubiera ido a otra parte, alguna vez recibiría mi tía cartas suyas.
Es así que jamás llega a casa el cartero del exterior, y cuando va
es para traer alguna carta de las hermanas de mi tío Jáuregui;
luego... Pero propongamos la hipótesis de que dirige las cartas a
otra persona para que yo no me entere. Es inverosímil; pero
propongámosla. En tal caso, ¿qué persona sería esta? En todo rigor
de lógica no puede ser doña Casta, porque la señora de Samaniego no
gusta de tales papeles. En todo rigor de lógica tiene que ser
Torquemada. Pero Torquemada, anteayer, entró en el gabinete de mi
tía, y yo, desde el pasillo, le oí preguntarle claramente si había
sabido de la señorita... Luego, Torquemada no es. Luego, no siendo
Torquemada,
Quedose muy satisfecho, y después de
detenerse un rato a ver un escaparate de estampas, volvió a pegar
la hebra: «Podría ponerse en duda que entre ella y mi tía haya
comunicación, y en caso de que no la hubiera, el problema de su
residencia seguiría como boca de lobo; pero yo sostengo que hay
comunicación. Si no, ¿qué significa el papelito de apuntes que
sorprendí el otro día sobre la cómoda de mi tía, y en el cual,
pasando al descuido la vista, distinguí este renglón que decía:
Largos ratos se pasaba en este
ejercicio de la razón. A veces se decía: «Rechacemos todo lo
fantástico. No admitamos nada que no se apoye en la lógica. ¿De qué
vive? ¿Vivirá honradamente? No aventuremos ningún juicio temerario.
Podrá vivir honradamente y podrá vivir de mala manera. Yo llegaré a
descubrir la verdad enterita, sin preguntar una palabra a nadie.
Pues todos callan ante mí, yo callo ante todos. Veo, oigo y pienso.
Así sabré todo lo que quiero. ¡Qué hermosa es la verdad, mejor
dicho, estos bordes del manto de la verdad que alcanzamos
Entró en el café del Siglo, donde creía encontrar a su hermano; pero Leopoldo Montes le dijo que habiendo aceptado Villalonga la Dirección de Beneficencia y Sanidad, había encargado a Juan Pablo un trabajo delicadísimo y muy enojoso... cosa de poner en claro unas cuentas de lazaretos; y me le tenía en la oficina de sol a sol. Allí le llevaban el café. No le venía mal a Juan Pablo que el director le encargase trabajos extraordinarios, pues esto significaba confianza, y tras la confianza vendría un ascenso. Hablaron de empleos y de política, diciendo Maximiliano cosas muy buenas.
Refugio, la querida de Juan Pablo,
estaba aquel invierno muy mal de ropa, y no iba al café del Siglo,
sino al de Gallo, porque le cogía cerca (la pareja moraba en la
Concepción Jerónima), y además porque la sociedad modesta que
frecuentaba aquel establecimiento, permitía presentarse en él de
trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza. Agregábansele a
Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil y
adventicia, de esas que se contraen
Tanta sabiduría impresionó a Maxi, que
al punto se desató a charlar con Ido del Sagrario, pues no era otro
el docto amigo de Izquierdo, y estuvieron poniendo comentarios a
los trágicos sucesos del 93. «Porque mire usted, cuando el pueblo
se desmanda, los ciudadanos se ven indefensos, y francamente,
naturalmente, buena es la libertad; pero primero es vivir. ¿Qué
sucede? Que todos piden orden. Por consiguiente, salta el dictador,
un hombre que trae una macana muy grande, y cuando
-Y yo también -dijo Maxi, con la mayor buena fe, observando que aquel hombre razonaba discretamente.
-¿Quiere esto decir que yo sea partidario de la tiranía?... -prosiguió Ido-. No señor. Me gusta la libertad; pero respetando... respetando a Juan, Pedro y Diego... y que cada uno piense como quiera, pero sin desmandarse, sin desmandarse, mirando siempre para la ley. Muchos creen que el ser liberal consiste en pegar gritos, insultar a los curas, no trabajar, pedir aboliciones y decir que mueran las autoridades. No señor. ¿Qué se desprende de esto? Que cuando hay libertad mal entendida y muchas aboliciones, los ricos se asustan, se van al extranjero, y no se ve una peseta por ninguna parte. No corriendo el dinero, la plaza está mal, no se vende nada, y el bracero que tanto chillaba dando vivas a la Constitución, no tiene qué comer. Total, que yo digo siempre: «Lógica, liberales» y de aquí no me saca nadie.
«Este hombre tiene mucho talento» pensaba Rubín, apoyando con movimientos de cabeza la aseveración de aquel sujeto.
Y cuando, al despedirse, Ido le dio su
nombre,
Al siguiente día por la tarde, Maxi fue a Gallo y no estaban, de las personas conocidas, más que el cobrador municipal y José Izquierdo. Este había dejado en la silla próxima un envoltorio. Mirolo el joven con disimulo y vio que era algo como ropa o calzado, cubierto con un pañuelo. Tan mal hecho estaba el atadijo, que al mover la silla se descubrió una bota elegante con caña color de café. Al verla Rubín, sintió como si le cayera una gota fría en el corazón. «Esa bota es de ella... ¡ay, de ella es!... La conozco, como conozco las mías. No la lleva a componer porque está casi nueva. La lleva de muestra para que le hagan otro par. Es muy presumida en cuestiones de calzado. Le gusta tener siempre tres o cuatro pares en buen uso. ¿Y por qué no las lleva ella? Porque no sale. Luego está enferma... Enferma, ¿de qué?».
-II-
«Justo -discurrió Maxi sin decir una
palabra-.
Después, cuando entraron Ido, Refugio y otras personas, estuvo muy comunicativo, discurriendo admirablemente sobre todo lo que se trató, que fue la insurrección de Cuba, el alza de la carne, lo que se debe hacer para escoger un bonito número en la lotería, la frecuencia con que se tiraba gente por el Viaducto de la calle de Segovia, el tranvía nuevo que se iba a poner y otras menudencias.
Un día de los primeros de Marzo, Maxi, al dirigirse al café, vio a Izquierdo en los soportales de la Casa-Panadería, y a punto que le saludaba, pasó y se detuvo el cobrador municipal. Este y José cambiaron unas palabras.
«En seguida voy al café -dijo el
Maximiliano siguió hacia el café, y observando que Platón tomaba hacia la calle de Ciudad Rodrigo, miró su reloj.
-¡Dátiles!... ¡Cuántos le he comprado
yo! Las golosinas la venden. Se despepita por ellas...
Y viendo entrar a Izquierdo, volvió a mirar su reloj. «Ha tardado doce minutos. Luego la casa está cerca... Doce minutos: pongamos cuatro para subir la escalera, dos para bajarla... Y está cansado el hombre; debe de ser alta la escalera... La casa está cerca. La descubriremos por la lógica. Nada de preguntas, porque no me lo dirían; ni seguir a este animal, porque eso no tendría mérito. Cálculo, puro cálculo...».
Izquierdo y el cobrador municipal le
convidaron a unas copas; pero él no quiso aceptar, porque le
repugnaba el aguardiente. Oyoles la conversación sin aparentar
oírla, aunque nada interesante tenía para él, pues versó sobre si
la Villa iba a suprimir tantas y tantas mulas del ramo de jardines
y paseos para repartirse la cebada entre los concejales. Después el
recaudador sacó a relucir no sé qué asunto de familia, quejándose
de las continuas enfermedades de su esposa, de lo que Izquierdo
tomó pie para decir unas cuantas barbaridades sobre las ventajas de
no tener familia que mantener. «Musotros los viudos estamos como
queremos» dijo volviéndose a Maxi y dándole un palmetazo
Tres días después de esto, al entrar
en la botica, notó que Ballester y Quevedo hablaban, y que al verle
llegar a él, se callaron súbitamente. Como había adquirido
facilidad para la apreciación de los hechos, aquel se le reveló
claramente. Segismundo y el comadrón trataban de algo que no
querían oyese Maximiliano.
«Qué tal, ¿paseamos mucho, joven?
-agregó en alta voz, volviendo hacia Maxi su cara de caimán, en la
cual la sonrisa venía a ser como una expresión de ferocidad-. Vamos
bien, vamos bien. Al fin podrá usted volver a sus ocupaciones
ordinarias. Ya decía yo que en cuanto estuviera usted libre... por
aquello de
A poco entró
Cuando Maximiliano se retiró, iba
desarrollando en su mente la más prodigiosa cadena de razonamientos
que en aquellas cavilaciones se había visto. «¿Ves como salió? Lo
que fulminó en mi cabeza como un resplandor siniestro del delirio,
ahora clarea como luz zenital que ilumina todas las cosas. Vaya, hasta poeta me estoy
volviendo. Pero dejémonos de poesías; la inspiración poética es un
estado insano. Lógica, lógica, y nada más que lógica. ¿Cómo es que
lo averiguado hoy por procedimientos lógicos, fundados en datos e
indicios reales, existió antes en mi mente como los rastros que
deja el sueño o como las ideas extravagantes de un delirio
alcohólico? Porque esto no es nuevo para mí. Yo lo pensé, yo lo
concebí envuelto en impresiones disparatadas y confundido con ideas
enteramente absurdas. ¡Misterios del cerebro, desórdenes de la
ideación! Es que la inspiración poética precede siempre a la
verdad, y antes de que la verdad aparezca, traída por la sana
lógica, es revelada por la poesía, estado morboso... En fin, que yo
lo adiviné,
Al día siguiente estuvo con su hermano
en el café del Siglo, y después en el de Gallo con Refugio. Era el
19 de Marzo, y los que se llamaban José convidaban a toda la
tertulia. Ido del Sagrario se negaba a tomar copas y su amigo
Izquierdo, que bebía aguardiente como si fuera agua, se burlaba de
la sobriedad
-Vamos, D. José, eso no es más que aprensión (tratando de llevarle al grupo principal).
-Déjeme usted... Se ríen de mí, porque desbarro mucho... Tiempo hacía que no me daba esto; pero lo veo venir, lo veo venir... Ya, ya me entra, y no lo puedo remediar. Tendré que ausentarme, para que no se burlen de mí. Porque me pongo perdido... Me pongo como si bebiera mucho aguardiente, y ya ve usted que no lo cato... no lo cato, créamelo usted, caballero. Usted es el único que no se reirá de mí; usted comprende mi desgracia y me compadece.
-D. José... que se le quiten esas cosas de la cabeza -le dijo el otro, oficiando de hombre sesudo y razonable.
-¡Ah!... pues quíteme del campo de mi vida los hechos... (tocándole amigablemente el brazo). Porque somos esclavos de las acciones ajenas, y las nuestras no son la norma de nuestra vida. Así es el mundo. De nada le vale a usted ser honrado, si la maldad de los demás le obliga a hacer una barbaridad.
-Eso está muy bien discurrido.
-¡Oh!, la desgracia vuelve sabios a los tontos... No, no somos dueños de nuestra vida. Estamos engranados en una maquinaria, y andamos conforme nos lleva la rueda de al lado. El hombre que hace el disparate de casarse, se engrana, se engrana, ¿me entiende usted?, y ya no es dueño de su movimiento.
-Entiendo, sí...
-Pues no me acuse usted si oye que he
cometido un crimen (hablándole al oído), porque los que tenemos la
desgracia de ser esposos de una adúltera... Los que tenemos esa
desgracia, no podemos responder de aquel mandamiento que dice:
-Sí, el quinto es -dijo Maxi, que sentía una corriente fría pasándole por el espinazo.
-Y aquí donde usted me ve... (echándose para atrás y expresándose siempre en voz muy baja), hoy mato yo...
Esto, aunque dicho muy quedamente, fue
oído de Izquierdo, que rompiendo a reír, soltó esta andanada:
«¡Pues no dice este judío
Las carcajadas atronaban el café, y Rubín se acercó al grupo principal, diciendo con la mayor serenidad del mundo y en tono de benevolencia y compasión: «Señores, no burlarse de este pobre señor que no tiene la cabeza buena. Un trastorno mental es el mayor de los males, y no es cristiano tomar estas cosas a broma. Denle un poco de agua con aguardiente».
Se la ofrecieron; pero Ido no la quiso tomar. Amorraba la cabeza entre los brazos cruzados sobre el mármol, y el dueño del establecimiento, mirándole con sorna, le decía: «Aquí no se duermen monas. A dormirlas a la calle». Maxi trató de hacerle levantar la cabeza. «D. José, a usted le convendría tomar duchas y también unas pildoritas de bromuro de sodio. ¿Quiere que se las prepare? Es el tratamiento más eficaz para combatir eso... Dígamelo usted a mí, que durante una temporada he estado como usted... muchísimo peor. Yo inventaba religiones; yo quería que todo el género humano se matara; yo esperaba el Mesías... Pues aquí me tiene tan sano y tan bueno».
Y volviendo al grupo principal: «Nada, hay que dejarle. Eso le pasará. ¡Pobrecito!, me da mucha lástima».
De repente, D. José se levantó de su
asiento y salió de estampía, entre la risa y chacota de toda la
partida. Maxi quiso salir detrás; pero
-III-
Comió Rubín aquella noche
sosegadamente con su tía, contándole algo de lo que había visto y
oído en el café, a lo que respondió la gran señora expresándole su
deseo de que no fuese más a aquel establecimiento, por estar muy
lejos, y porque en él siempre encontraría una sociedad inculta y
ordinaria. El joven parecía conformarse con esta idea, y aseguró
que no volvería más. Después fue con su tía a casa de Samaniego, y
mientras duró la tertulia, permaneció apartado de ella, labrando y
puliendo su idea. «Es en la casa de los escalones de piedra...
Después que echó aquel brindis estúpido, Izquierdo habló de subir a
gatas a
-¿Por qué suspiras, hijo? -le preguntó su tía, observándole caviloso y suspirante.
Contestó evasivamente, y a poco se
retiraron, no sin que
-¡Qué mala es esta pájara! -decía
-Hay que perdonarla -replicó Maxi con humorismo-, porque no sabe lo que se hace... Y si la fuéramos a condenar, ¿quién le tiraría la primera piedra?
-Vamos ahora a los pericos, que ya están alborotados.
«La lógica exige su muerte -pensaba Rubín colgando cuidadosamente una jaula en que había muchos nidos-. Si siguiera viviendo, no se cumpliría la ley de la razón».
La renovación del alpiste y del agua
daba a aquellos infelices y graciosos seres aprisionados una
alegría insensata; y poniéndose todos a piar y a cantar a un
tiempo, no era posible que se entendieran las personas que entre
ellos
Doña Lupe entró muy gozosa, diciendo: «¿Qué tal se ha portado el galán?».
-Admirablemente, señora. Es lo más
amable... -replicó
-Yo creo -dijo la de Jáuregui-, que si no está curado, le falta poco. ¿Y qué hay de eso?
-Esta mañana volvió Quevedo. Todavía nada... Esperando por momentos... Ella, con mucho miedo.
Algo más cotorrearon, pero no hace al
caso. Doña Lupe se llevó a su sobrino al Monte de
Hacía muchísimo tiempo que doña Lupe no había visto al chico tan despejado, con tanto reposo en el espíritu y el ánimo tan dispuesto a la alegría, señales todas de reparación indudable. «Si no dudo que estés bien... Cierto que ya quisieran muchos... Yo me alegro infinito de verte así, y le pido a Dios que te conserve».
-Crea usted que seguiré lo mismo. Yo reconozco en mi cabeza una fuerza que nunca he tenido. Discurro admirablemente, y se lo voy a probar a usted ahora mismo. Se pasmará usted al ver que si buena comedia han hecho ustedes conmigo, mejor la he hecho yo con ustedes. Los engañadores son los engañados.
Doña Lupe empezó a alarmarse.
-Pues verá usted (continuando en la
mesa en que había hecho las cuentas y con el papel
Y doña Lupe tan parada, que no sabía qué decirle.
«Y vea usted cómo le pruebo que mi cabeza da quince y raya hoy a las cabezas mejor organizadas, incluso la de usted. Sin decir una palabra a nadie, sin preguntar a bicho viviente, y fundándome sólo en algún indicio que pescaba aquí y allí, sentando hechos y deduciendo consecuencias, he descubierto la verdad... todo con la pura lógica, tía, con la lógica seca. Atienda usted y asómbrese».
Estaba, en efecto, la viuda ilustre tan asombrada como quien ve volar un buey.
«Pues por el orden siguiente, he ido descubriendo estos hechos: Que Fortunata no se ha muerto, que está en Madrid, que vive cerca de la Plaza Mayor, que vive en la Cava de San Miguel, en la casa de los escalones de piedra, que está fuera de cuenta desde hace un mes, y que D. Francisco de Quevedo la asiste».
Doña Lupe no se atrevió a negar; tan
abrumadoras eran las verdades que su sobrino manifestaba. «Verás...
Tú no debes ocuparte de eso... Te concedo que vive, pero no sé
dónde. Y en cuanto al embarazo, es error tuyo y de tu
-Si insiste usted, querida tía, en hacer comedias, creeré que quien ha perdido el juicio es usted. Yo afirmo lo que he dicho, y tengo la evidencia de que es verdad. Mí lógica no me engaña ni puede engañarme. Con franqueza: ¿nota usted en mí algo que remotamente se parezca a falta de juicio?
Doña Lupe no supo qué responder.
«¿He dicho algún disparate?... ¿Se atreve usted a sostener que lo he dicho? Pues tomemos un coche y vamos a la Cava... ¡Ah!, no quiere usted. Luego, yo he dicho la verdad, y la que falta ahora a ella, sin duda con muy buen fin, es mi señora tía. ¿Quién es aquí el cuerdo y quién no lo es?».
-Pues repito que eso del estado interesante es una papa -dijo la viuda llena de confusión-. Alguien ha querido darte un bromazo, que por cierto es de muy mal gusto.
-Yo le juro a usted que con nadie he
hablado de este asunto, absolutamente con nadie. El conocimiento
adquirido es obra del cálculo puro. Y ahora, por si alguien duda
todavía de que yo sea la cordura andando, voy a dar a todos la
última prueba de ella. ¿Cómo? Pues no volviendo a hablar de
semejante asunto. Se acabó. Sigamos la vida ordinaria... Aquí no ha
pasado nada, tía; hágase usted cuenta de que
Y se puso a trabajar en las operaciones aritméticas con tanta serenidad, y un temple tan equilibrado, que doña Lupe salió de la estancia haciéndose cruces y diciendo que si lo que acababa de oír se lo hubieran contado los cuatro Evangelistas, no les habría dado crédito. Pero siendo lo que refirió el sobrino un prodigio de capacidad intelectual, la señora no las tenía todas consigo respecto al estado de aquella cabeza. Entráronle alarmas, como las de los peores días pasados, y se puso de un humor vidrioso no acertando a determinar si aquello de la lógica era una crisis favorable, o por el contrario, traería nuevas complicaciones.
Y no estuvo muy feliz Juan Pablo, en
la elección de aquel día para hacer a doña Lupe la proposición de
empréstito, pues encontró a la capitalista dada a todos los
demonios. Era el hombre de menos suerte que existía, pues nunca
daba en el quid de la buena ocasión; lástima grande, porque el
discurso que llevaba preparado para convencer a la señora era
admirable, y una roca se ablandaría oyéndolo. Su tía no le dejó
pasar del exordio, negándose absolutamente a contratar ninguna
-IV-
En la noche de aquel aciago día, que creyó deber marcar con la piedra más negra que en su triste camino hubiera, Juan Pablo sostuvo en el café del Siglo las teorías más disolventes. Con gran estupefacción de D. Basilio Andrés de la Caña, que volvió a la tertulia, embistió contra la propiedad individual, haciendo creer al propio sujeto y a otros tales que se había dado un atracón de lecturas prudhonianas. No había visto un solo libro, ni por el forro, y toda su argumentación ingeniosa sacábala de la rabia que contra doña Lupe sentía, rencor satánico que habría bastado para inspirar epopeyas.
Como el gran principio de la propiedad
individual no tenía en aquella desigual contienda más defensor que
D. Basilio, quedó maltrecho. La mesa de mármol, en torno de la cual
formaban animado círculo las caras de los combatientes, estaba a
última hora llena de cadáveres,
¿Y qué menos podía hacer el
desgraciado Rubín que descargar contra el orden social y los
poderes históricos la horrible angustia que llenaba su alma? Porque
estaba perdido, y la cruel negativa de su tía le puso en el caso de
escoger entre la deshonra y el suicidio. Antes de ir al café había
tenido un vivo altercado con Refugio, por pretender ésta que fuese
con ella a Gallo, y el disgusto con su querida, a quien tenía
cariño, le revolvió más la bilis. Sus amigos no podían con él;
estaba furioso; poco faltaba para que insultase a los que le
contradecían, y su numen paradójico se excitaba hasta un grado de
inspiración que le hacía parecer un propagandista de la secta de
los
Como iba más aprisa que él, pronto se
aumentó
Al día siguiente del lastimoso lance ocurrido cerca de Cuatro Caminos, no estaba Maxi más excitado y rencoroso que aquella noche lo estuvo. En el tiempo transcurrido desde la noche aciaga de Noviembre, no había visto a su ofensor sino muy contadas veces, y siempre de lejos; nunca le había tenido así, tan a tiro... «¡Ay!, ¿por qué no traigo un revólver?... Ahora mismo le dejaba seco. Si pasara por una armería, lo compraba... Pero si no tengo dinero. La tía no me da más que los dos reales para el café. Dios, ¡qué desesperación! Si me infundes la idea de la justicia, idea lógica, perfectamente lógica, ¿por qué no me das los medios para hacerla efectiva?... Verle expirar revolcándose en su sangre; no tenerle ninguna lástima... ¡Que no vea yo esto, Dios!... ¡Que no lo vea el mundo entero... porque el mundo entero se había de regocijar...!».
Después de recorrer la calle de
Barrionuevo
Al llegar a la calle del Ave María,
Rubín se pasó a la acera de los impares y se puso en acecho en la
esquina de la calle de San Simón, en la sombra. Detuviéronse:
Aurora parecía decir a su galán que no siguiese más. Era prudente
esta indicación, y el galán se despidió apretándole la mano. Maxi
le miró subir hacia la calle de la Magdalena, y sentía deseos de
gritar e írsele encima: «Ratero de mi honor y de todos los
honores... ahora las vas a pagar todas juntas». Creía que se le
afilaban las uñas haciéndosele como garras de tigre. En un tris
estuvo
Cuando los amantes desaparecieron de su vista, Rubín penetró en su casa. Lo más particular fue que la idea de su mujer se borró de su mente durante aquel suceso, o quizás personificaba en Aurora la totalidad de las deslealtades y traiciones femeninas. A solas en su cuarto, fue acometido de una duda horrible. «Pero esto que me desvela ahora -se decía revolviéndose en el lecho-, ¿es verdad, o lo he soñado yo? Sé que entré, sé que caí en la cama, sé que dormí, y ahora me encuentro con esta impresión espantosa en mi cerebro. ¿Es verdad que les he visto, al infame y a ella, o lo he soñado? Que yo he tenido un sopor breve y profundo, es indudable... Pues ya voy creyendo que ha sido sueño... Sí; sueño ha sido... Aurora es honrada. Vaya con las cosas que sueña uno... ¡Pero no, Dios, si lo vi, si lo estoy viendo todavía, y si tengo estampadas aquí las dos figuras...! Esto es para volverse loco... ¡y sería lástima, ahora que estoy tan cuerdo...!».
Todo el día siguiente estuvo con la
misma confusión en su mente. ¿Lo había visto, o lo había soñado? El
Miércoles Santo enviole su tía con un recado a casa de Samaniego, y
después de estarse allí gran rato, oyendo tocar
Aurora se defendía con ingenio y
tesón, como quien sabe que es mayor de edad y puede, cuando quiera,
echar a rodar la autoridad materna; pero no llegó el caso de
hacerlo así. Maxi, aparentando poner sus cinco sentidos en la pieza
que tocaba Olimpia, no perdía sílaba de aquel doméstico altercado.
Gracias que la cuestión ocurrió cuando la niña tenía entre sus
dedos el
Oyendo el estrepitoso fin de la pieza, tuvo como un sopor de medio minuto, y volvió de él asaltado por esta idea que le sacudía: «No, matar no. Su maldad es necesaria para este gran escarmiento. La vida es lo que duele y lo que enseña... La muerte para los buenos... para los perversos, lógica, lógica».
Apenas se había acabado la tocata,
entró doña Casta a decirle: «Maxi, la señora de Quevedo me ha
llamado por la ventana del patio para decirme que le mande a usted
subir un momento. Tiene que enviar un recado a Lupe». Subió el
pobre chico, y
«Querido -dijo a Rubín la dama esférica, tocándole amistosamente en el hombro-. Hágame el favor de decirle a Lupe que la pájara mala sacó pollo esta mañana... un polluelo hermosísimo... con toda felicidad...».
Maxi se rascó una oreja, y sacando de
su alma a los labios una sonrisa extraña, cuya significación no
pudo entender la señora de Quevedo,
-No, no, ahora no -replicó
-V-
El interés con que doña Lupe esperaba noticias de la pájara mala y de si sacaba bien o mal el pollo, no podrá ser comprendido sin tener en cuenta las grandes ideas que en aquellos días despuntaban en el caletre de la insigne señora. Su entendimiento excelso sugeríale determinaciones para todos los casos, y medios de armonizar los hechos con los principios en la medida de lo posible. Era su lema que debemos partir siempre de la realidad de las cosas, y sacrificar lo mejor a lo bueno, y lo bueno a lo posible. Esto lo había aprendido en la experiencia de los negocios, la cual se aplica con éxito a los asuntos morales, del mismo modo que el ejercicio de las matemáticas y la agilidad gimnástica que dan al entendimiento, facilitan el estudio de la filosofía.
Pues pensando en su sobrina, vino a
sentar ciertas bases que discutió consigo misma, dándolas al fin
por indestructibles, a saber: que aquello no tenía remedio, que la
deshonra era
«¡Oh!, si a mí me hubiera pasado lo
que le pasa a esa panfilona -se decía-, ¿cómo no me había de
señalar el otro una pensión de alimentos?
Estas ideas, que fermentaron en el
cerebro de aquella gran diplomática y ministra durante todo el mes
de Marzo, determinaron los recaditos que mandó a Fortunata con
Ballester, el encargo que hizo a Quevedo de asistirla cuando el
caso llegara, no vacilando en decir al feo y hábil profesor de
obstetricia que sus honorarios no serían perdidos. Algo la
desconcertó Maxi el día en que se mostró sabedor del secreto, pues
la señora, para hacer todos aquellos proyectos benéficos en interés
del vástago de Santa Cruz,
A esta altura estaban sus
cavilaciones, cuando Maxi le llevó la noticia que le diera
Doña Lupe no volvía de su asombro. «Vaya, que lo toma con calma. Más vale así. ¿Y esto es cordura o qué es? Será lo que llaman filosofía... Dios nos tenga de su mano, si después le da por la filosofía contraria».
-¿Piensa usted ir a verla? -le preguntó después el chico con la mayor naturalidad.
-¿Yo?... pero qué cosas tienes... Veo que es inútil hacer comedias contigo. Con ese talentazo que estás echando, nada se te escapa... ¡Verla yo! Sólo por curiosidad he querido saber lo que sé... De aquí en adelante, como si no existiera. ¿No piensas tú lo mismo?
-Exactamente lo mismo... ¿Ve usted lo frío y sereno que estoy?
-Así me gusta. Esto se llama ser filósofo en toda la extensión de la palabra, y elevarse sobre las miserias humanas -dijo la viuda con emoción verdadera o falsa-. No vuelvas a acordarte más del santo de su nombre...
-Y aunque me acordara, tía, aunque me acordara...
-¿Para qué?... Tú no has de verla.
-Y aunque la viera, tía, aunque la viera...
Doña Lupe se inquietó un poco oyendo esta frase, dicha con cierto sentido de tenacidad maniática. Pero Maximiliano se apresuró a tranquilizarla con otro argumento: «¿Pero no observa usted lo cuerdo que estoy? Si no me he visto nunca así, ni en mis mejores tiempos... Ya quisieran todos...».
La señora tomó pie de esto último para
variar la conversación: «Dices bien. ¿Sabes que tu hermano Juan
Pablo me parece a mí que no está bueno de la cabeza? Hoy estuvo
otra vez a darme la jaqueca... Pues que le he de hacer el préstamo
o se pega un tirito. ¡Como no se mate él! Es el egoísmo andando. Se
necesita atrevimiento. ¡Pedirme dinero un hombre que, cuando debe,
no hay medio de sacarle un real, y se enfada si una reclama lo
suyo! Dice que le van a hacer secretario de un gobierno de
provincia y qué sé yo qué... ¿Tú lo crees? Muy rebajada
En aquel segundo ataque desesperado que dio Juan Pablo a su tía, salió de la casa el pobre hombre más muerto que vivo. Su tía no era ya simplemente una mujer mala; era un monstruo, una furia, un dragón mitológico. Aquel tiro con que él se amenazaba a sí mismo, ¡cuánto mejor estaría empleado en ella! «Pero ese tiro, ¿me lo doy o no me lo doy?... No tengo más remedio que dármelo -discurría entrando por la calle de la Magdalena-. Por ninguna parte veo la solución. Sí, lo que es el tiro me lo pego; vaya si me lo pego... Lo malo es que no tengo revólver... Se me está figurando que al fin y al cabo no me pegaré tiro ninguno. Es uno así, tan dejado, que no se arranca... Ya voy viendo yo que una cosa es decir uno de buena fe que se mata, y otra cosa es hacerlo... Pero en fin, yo sigo en mis trece, y al fin, me lo tendré que pegar, no habrá más remedio».
-VI-
Estuvo con un humor de mil diablos
todo el Jueves y Viernes Santo. El Sábado, a poco de entrar en la
oficina, le llamó Villalonga a su despacho. Rubín se dirigió allá
palpitante de emoción. «¡Dios! -se decía-; ¿será para darme la
secretaría? ¡Qué cuña, si no es para esto, qué cuña, ya no aguanto
más! En cuanto salga
El director era hombre muy expeditivo, y sin hacerle sentar le dijo: «Amigo Rubín, usted es listo y me conviene usted...».
Rubín vio la cara del director como la del Padre Eterno que los pintores ponen entre nubes, esmaltadas de angelitos.
«Me conviene usted, y yo le voy a meter en carrera».
-Muchas gracias, Sr. D. Jacinto. Ya sabe que estoy a sus órdenes.
-Pues le voy a dar a usted la gran sorpresa. Yo necesito un hombre; y como entiendo que usted sabrá desenvolverse en el destino delicadísimo que le pienso dar...
-La secretaría de...
-No, amigo; es más. Yo, cuando
encuentro una persona que me entra por el ojo derecho, y que sirve,
digo
Rubín no pudo decir nada. Creyó que se le caía encima el techo del despacho y todo el Ministerio de la Gobernación.
«Pues sí, gobernador de
-Señor director -balbució Rubín-, disponga usted de mí.
-Pues será usted incluido en la combinación que va mañana a la firma del Rey. Ya hablaremos, y le contaré a usted de cómo está aquello. Creo que iremos bien.
Luego echaron un cigarro, y hablaron algo del estado de la provincia, desflorando el asunto. Empezó a entrar gente en el despacho, y Rubín se retiró para comenzar sus preparativos. Estaba el hombre que no sabía lo que le pasaba; creía soñar... se daba pellizcos a ver si estaba despierto, anduvo algún tiempo por la calle como un insensato... se reía solo... le dieron ganas de comprar un revólver para ponerse a disparar tiros al aire... ¡Ah!, lo que debía hacer era meterle un par de balas en el cuerpo a doña Lupe... sí, por mala, por tacaña... Pero no, no; perdonar a todo el mundo... La vida es hermosa, y gobernar un pedazo de país es el mayor de los deleites. A los individuos de Orden Público o de la Guardia Civil que iba encontrando, les miraba ya como subalternos, y por poco les manda prender a su tía y a Torquemada.
En el café, aquella noche, hubo la
gran escena.
En esto llegó
«Hace tiempo que el amigo Villalonga tenía empeño en eso. Hoy ha machacado tanto que no he podido decirle que no».
-¡Pero qué callado se lo tenía!
De todos lados de la cámara... digo del café, vino gente a felicitar al gobernador, y el mozo, a quien Juan Pablo debía el consumo de cinco meses, y algunos picos, se puso más contento que si le hubiera caído la lotería; y hasta el amo del establecimiento fue a dar un apretón de manos a su parroquiano, diciéndole si podía colocar en las oficinas de la provincia a un sobrinito suyo que tenía muy buena letra.
«No le digo que sí ni que no, D. José. Veremos. Tengo la mar de compromisos... Pero ya sabe usted que haré los imposibles por servirle... Usted me manda».
El hombre compensó con los goces de
aquella noche los sufrimientos y tristezas de tantísimos meses.
Toda la gente que próxima estaba, mirábale con cierta expresión de
asombro y respeto, como se mira a quien es, ha sido o va a ser algo
en el mundo. En cuantos asuntos se trataron aquella noche en el
círculo, Rubín hizo gala de las ideas más sensatas. Era preciso
moralizar la administración provincial, desterrar
Don Basilio era de los que
sinceramente se alegraban del
Leopoldo Montes aspiraba a que Rubín
le llevase de secretario; pero esto no era fácil. «Chico, yo se lo
diré a Villalonga. Creo que me dan el secretario hecho... Veremos
si te meto de inspector de policía». Otros tertuliantes
-I-
Fortunata sintió ruido en la puerta y esta voz: «¿Se puede?». -«Pase usted, D. Segismundo» dijo reconociendo al regente de la botica. Y entró el tal con cara risueña y actitud oficiosa, como de persona que cree ser útil. Estaba la joven incorporada en su lecho, con chambra y pañuelo a la cabeza. «¡Qué reguapa está! -pensaba Ballester al saludarla, apretándole mucho la mano-. ¡Lástima de mujer!».
«Ayer no pasó usted -le dijo ella con amabilidad-, porque yo no sabía quién era, y no quiero recibir visitas. Estoy muerta de miedo, y por las noches sueño que alguien viene a robármelo. ¿Quiere usted verle?...».
A su lado estaba, durmiendo con plácido sueño, el recién venido personaje, cuyas precoces gracias quería mostrar a su amigo. Así lo hizo con más orgullo que vergüenza, y apartó las sábanas, dejando ver la carita sonrosada y los puños cerrados del tierno niño.
«¡Cuidado que es bonito!» dijo
Ballester inclinándose-.
-Dos horas hace que está tan dormidito. ¡Qué ángel! ¡Y si viera usted qué pillo es, y qué tragón! Viene determinado a darse buena vida. Si lo viera usted cuando se pone a mirarme... ¡Pobrecito! Me quiere mucho. Sabe que le quiero más que a mi vida, y que es para mí el mundo entero.
-Ya sabe usted lo convenido. Seré padrino de Su Excelencia. Usted me lo prometió la última vez que nos vimos.
-Sí, sí, y no me vuelvo atrás. Usted será padrino.
-Y después del primer nombre, que usted designará (poniéndose muy inflado), llevará el mío, Segismundo. ¿Qué le parece a usted?
-Muy bien. Se llamará Juan, después Evaristo, y después Segismundo.
-Bueno; transijo con el tercer lugar en el escalafón, pero de ahí no paso; como usted me quiera echar al cuarto, me sublevo.
Ambos se rieron. Ballester se había
sentado en una silla junto al lecho, y no quitaba los ojos de
aquella mujer, que le parecía entonces más hermosa que nunca. «Le
daría cuatro besos -pensaba-; pero de amistad, de pura amistad,
porque me interesa esta infeliz... y digan lo que quieran, no es
tan mala como se cree por ahí». Después empezó a dar noticias de la
familia
-¡Defecto!... -exclamó la madre indignada-. Si es una preciosidad. Más perfecto es que las perfecciones. Se lo enseñaré a usted desnudo, para que vea qué hermosura de hijo. Estoy loca con él. Me parece que han de venir a quitármelo. Y no crea usted; ¡hay tanta envidiosona...!
Dejando que pasara la racha de entusiasmo maternal, Ballester continuó así: «Pero lo que la pasmará a usted es saber que el amigo Maxi está tan mejorado, pero tan mejorado, que si le ve usted no le conoce».
-¿Pero es de verdad?... Quia: guasas de usted.
-No hija. Siempre que ocurre en la
casa o en la vecindad algo difícil de resolver, se le consulta a
él. Está hecho un Salomón.
-Vaya, que hoy estamos de vena. Ojalá fuera verdad lo que usted dice. Yo me alegraría mucho, con tal que no se acordara de mí para nada, ni supiera que estoy viva.
-Pues eso sí que no lo logra usted... Todo lo sabe.
-¡Ay, no me lo diga, por Dios! (asustadísima y palideciendo). No sabe usted el miedo que me ha entrado. Ya no voy a tener un minuto de tranquilidad. ¿Pero es eso verdad? No se divierta conmigo, Ballester; mire que estoy temblando de miedo.
-¿Miedo a qué? Si está muy razonable, y más tranquilo que nunca. Todas sus ideas son ideas de benevolencia y tolerancia. Habla poco, y a lo mejor se descuelga diciendo cosas muy buenas. No le suelta a usted un disparate ni aunque se lo pida por favor. Respecto de usted, creo que el sentimiento que tiene es la indiferencia, si es que la indiferencia se puede llamar sentimiento.
-No me fío, no me fío (meditaba, demostrando en el tono que no las tenía todas consigo). Verá usted cómo el mejor día...
La conversación pasó de Maximiliano a
Ballester contestó con un gran
suspiro, al cual no dio su interlocutora la interpretación
conveniente. De pronto el farmacéutico mudó el tema: «¡Ah!, me
olvidaba de lo mejor. ¿Sabe usted que el crítico y yo nos hemos
hecho amigos? ¡Quién lo creería! ¡Tanto como yo le odiaba! Pues
verá usted. Padillita le metió un día en la botica, y yo empecé a
darle guasa con sus críticas, diciéndole que me gustaban mucho.
Pues resulta que es muy modesto y que se asusta cuando le elogian
lo que escribe. Poco a poco hemos ido intimando, y toda la inquina
que le tenía se ha evaporado. Es tan honradito el pobre Ponce, que
todo lo que escribe es de conciencia, y hasta cuando elogió el
dramón aquel que a mí me sacaba de quicio, lo hizo porque le salía
de dentro. Y aunque le paguen tarde, mal y nunca, él tan conforme
en su
-¡Qué risa con usted! ¡Pobre Ponce! Ya le decía yo que era un buen chico, y usted empeñado en darle la morcilla.
-¡Ah!, de buena escapó. Guardo la fatídica yema para otro, sí, para otro, en quien ahora recaen todos mis odios. No me pregunte usted quién es, porque no se lo he de decir... Se lo diré después que se la haya zampado, porque se la tiene que comer, como este es día.
En esto, el ruido de voces, que sonaba
en la salita próxima aumentó considerablemente, y a los oídos de
Ballester llegaban estas palabras:
«Es mi tío José -dijo Fortunata-, que está jugando al mus con su amigo. Le mando que venga aquí para que me acompañe mientras estoy en la cama, porque tengo mucho miedo, y para que no se aburra, hago que le traigan una botella de cerveza y le permito que venga su amigo a hacerle compañía».
Ballester se asomó a la puerta entornada para ver a la pareja. No conocía a ninguno de los dos; pero la cara de Ido del Sagrario no era nueva para él, y creía haberla visto en alguna parte, aunque no recordaba dónde ni cuándo.
-II-
La primera vez que Ballester vio a Izquierdo y a su docto amigo, no les dijo más que algunas palabras dictadas por la buena crianza; pero a la segunda se cruzó entre ellos tal tiroteo de cumplidos, ofrecimientos y franquezas, que no había de tardar la amistad en unirles a los tres con apretado lazo.
Desde su alcoba, donde continuaba
encamada, Fortunata se reía de las ocurrencias de Segismundo
buscándole la lengua a
Mucho agradecía la desdichada joven
aquellas
Fortunata iba adquiriendo confianza
con él, y le revelaba sus pensamientos sobre diferentes cosas. No
obstante, algo había que no se atrevía a manifestar, por no tener
la seguridad de ser bien comprendida. Ni Segunda ni José Izquierdo
lo comprenderían tampoco. Y como le era forzoso echar fuera
aquellas ideas, porque no le cabían en la mente y se le rebosaban,
tenía que decírselas a sí misma para no ahogarse. «Ahora sí que no
temo las comparaciones. Entre ella y yo, ¡qué diferencia! Yo soy
madre del único
«Pues él, ¡digo!, cuando lo sepa, ¿qué
hará?, ¿qué pensará? ¡No acabo de cavilar en esto, Dios mío! Él
será un pillo, y un ingrato; pero lo que es a su nene le tiene que
querer. Como que se volverá loco con él. Y cuando vea que es su
retrato vivo ¡Cristo! ¡Pues digo, si doña Bárbara le viera...! Y le
verá, toma, le verá... Como hay Dios, que se vuelve loca. ¡Qué
contenta estoy, Señor, qué contenta! Yo bien sé que nunca podré
alternar con esa familia, porque soy muy ordinaria, y ellos muy
requetefinos; yo lo que quiero es que conste, que conste, sí, que
una servidora es la madre del heredero, y que sin una servidora no
tendrían nieto. Esta es mi idea, la idea que vengo criando aquí,
desde hace tantísimo tiempo, empollándola hasta que ha salido, como
sale el pajarito del cascarón... Bien sabe Dios que esto que
pienso, no es porque yo sea interesada.
Quedábase muy convencida después de
sentar estas arrogantes afirmaciones, y la satisfacción le producía
tal contento, que se ponía a cantar en voz baja, arrullando a su
hijo; y cuando este se dormía, continuaba rezongando como la pájara
en el nido. El gozo, algunas noches, no la dejaba dormir, y se
pasaba largas horas jugando con su idea ya realizada, saltándola
como Feijoo saltaba el
Quevedo iba a verla todos los días, y
aunque la encontraba muy bien, ordenaba que no se levantase. ¡Qué
aburrimiento estar tanto tiempo prisionera! Gracias que con su
chiquitín se entretenía. De noche le ayudaba Segunda a fajarlo y
limpiarlo; por el día Encarnación, que era muy lista y se volvía
loca de gusto cuando su ama le dejaba tener el pequeñuelo en brazos
durante algunos minutos. En sus ratos de alegría delirante,
Fortunata se acordaba mucho de Estupiñá. «Pero, tía, ¿no se ha
tropezado usted en la escalera con Plácido? Dígale que pase, que le
tengo que hablar». Respondía Segunda que no una ni dos veces, sino
más de veinte había encontrado al tal; pero que todas
-Ya se amansará. ¿Qué apostamos a que se amansa? -decía la joven sonriendo-. Yo quiero que entre y vea esta estrella que se ha caído del Cielo.
Tanto hizo Segunda y tales enredos
armó, que Estupiñá entró una mañana, gruñendo y echándoselas de
hombre de mal genio que tiene que contraer todos los músculos de su
cara para enfrenar su indignación. A cuanto le decían Segunda y su
hermano, respondía con bufidos; y si la señora de Izquierdo no me
le sujeta por un brazo, de fijo que echa a correr por las escaleras
abajo. «No se puede tratar con estas tías farfantonas... Vaya usted
al rábano. Vaya usted muy enhoramala». Pero dando estos respiros a
su ira verdadera o falsa, ello es que no se marchaba, y Segunda le
metió casi a la fuerza en la alcoba. Obedeciendo a un impulso
instintivo, Estupiñá se quitó el sombrero en el momento en que
sentía los chillidos del heredero de Santa Cruz que estaba pidiendo
la teta con mucha necesidad. Al ver que el hablador descubría su
venerable cabeza, Fortunata sintió
«¡Qué feo es!... ¿verdad, D. Plácido? -dijo la madre, radiante de gozo-. ¿Qué, no le da un beso?... ¿Cree que le va a pegar algo? Descuide, que lo bonito no se pega... ¿Sabe una cosa don Plácido? Me parece que le va usted a querer... y él a usted también. ¿A que sí?».
El hablador murmuraba algo que no se
oía bien. Estuvo un momento como indeciso entre el furor y la
suavidad. Después rompió a hablar con Segunda sobre si esta ponía o
no ponía aquel año cajón en San Isidro, y se retiró al fin,
despidiéndose de una manera que bien podía pasar por conciliadora.
Fortunata estaba contentísima, y se decía: «De seguro que ahora
mismo va con el cuento. Es lo que yo quiero, que lleve el chisme».
Encadenando ideas, se daba a pensar en el gusto que tendría de ver
a doña Guillermina, presumiendo al mismo tiempo que si la viera
había de sentir mucha vergüenza. «Le pediré perdón por lo mal que
me porté aquel día, y me perdonará... como esta es luz. De fijo que
me calienta las orejas; pero paso por todo con tal de ver la cara
que pone delante de este hijo. A ver qué tiene que decir
Esta visita teníala por infalible, pues la santa era muy amiga de echar réspices y de enderezar a las que cometían pecados gordos. Tan segura estaba de verla, que siempre que sonaba la campanilla creía que era ella, y se preparaba a recibirla, arreglando la cama y poniéndose con la mayor decencia posible, trémula de emoción y esperanza.
-III-
El bautizo se celebró con modestia
suma en San Ginés, una mañana de Abril, y le pusieron al chico los
nombres de Juan Evaristo Segismundo y algunos más. Ballester se
corrió gallardamente aquel día a convidar a Izquierdo y a Ido del
Sagrario en el próximo café de Levante. Instó mucho al
Fortunata estuvo aquel día
aburridísima, con muchas ganas de levantarse. Por respeto a las
ordenanzas del señor de Quevedo, seguía en la cama, pero ya no
aguantaría aquella cárcel enojosa dos días más. Juan Evaristo
Segismundo, después que le trajeron de San Ginés, estaba tan
guapote y satisfecho, cual si tuviera conciencia de su dichoso
ingreso en la familia cristiana; y para celebrarlo, en cuantito
llegó al lado de su madre, buscó la despensa y se puso el cuerpo
que no le cabía una gota más de leche. Oía Fortunata los ronquidos
del venerable
«Parece que me tienes miedo, y que pides socorro -le dijo Maxi con fría bondad-. No te voy a comer. Estás equivocada si piensas que vengo de malas. Si no se trata ya de matarte ni de matar a nadie... Esa idea estúpida voló... por fortuna de todos».
Diciendo esto se sentó en la silla, y quitándose el sombrero lo puso sobre la cama. Fortunata le encontró más delgado; la calva parecía mayor, y sus miradas tenían cierto reposo que la tranquilizó.
«Aunque nadie me ha dicho una palabra -prosiguió Rubín-, sé todo lo que te ha pasado; lo he sabido por mi propia razón, y vengo a compadecerte y a hacerte un gran bien... Porque yo perdí la razón, bien lo sabes; pero luego la volví a adquirir. Dios me la quitó y me la volvió a dar tan completa, que en este momento estoy más cuerdo que tú y que toda la familia. No te asombres, hija, que bien conocerás por lo que voy a decirte que mi cabeza está buena, tan buena como nunca lo estuvo. Qué, ¿no lo crees?».
Fortunata no sabía si creerlo o no. Su
miedo no se había extinguido, y esperaba que tras
«Tan sano estoy de la cabeza, que me hago cargo de tu situación y de la mía. Ya entre tú y yo no puede haber nada. Nos casamos por debilidad tuya y equivocación mía. Yo te adoraba; tú a mí no. Matrimonio imposible. Tenía que venir el divorcio, y el divorcio ha venido. Yo me volví loco, y tú te emancipaste. Los disparates que habíamos hecho los enmendó la Naturaleza. Contra la Naturaleza no se puede protestar».
Miraba el bulto que en la cama hacía Juan Evaristo; pero como su ademán no tenía nada de hostil, Fortunata se iba sosegando.
«¡Ya sé lo que hay aquí! ¡Pobre niño!
Dios no ha querido que sea mío. Si lo fuera, me querrías algo. Pero
no lo es, todo el mundo lo sabe, y lo sé yo también... Divorcio
consumado. Más vale así. Yo no debí casarme contigo. Bien lo pagué
perdiendo la razón. ¿Qué debo hacer ahora que la he recobrado? Pues
ver las cosas de muy alto, y acatar los hechos, y observar las
lecciones tremendas que da Dios a las criaturas... Antes me las dio
a mí... ahora a ti. Prepárate. No vengo a hacerte daño, sino a
anunciarte la buena nueva de la lección, porque estas
-Pero este hombre -se decía Fortunata-, ¿está cuerdo o está más loco que antes? Buena jaqueca me está dando; pero como no pase de ahí, se le puede aguantar.
Algo quiso decir en alta voz; pero él
no la dejaba meter baza, y como si trajera un discurso preparado y
no quisiera dejar de pronunciar ninguna de sus partes, pegó en
seguida la hebra: «¿Te acuerdas de cuando yo estaba loco? Los ratos
que te di te los tenías bien merecidos; porque en realidad te
portabas muy mal conmigo. Tu infidelidad se me había metido a mí en
la cabeza; no tenía ningún dato en qué fundarme; pero el
convencimiento de ella no lo podía echar de mí. No sé decir bien si
soñé que ibas a ser madre, o si me inspiraron esta idea los celos
que tenía. Porque yo tenía unos celos ¡ay!, que no me dejaban
vivir. 'Mi mujer me falta -decía yo-, no tiene más remedio que
faltarme; no puede ser de otra manera'. Y como por lo mucho que te
quería, yo no encontraba a tu pecado más solución que la muerte,
ahí tienes por qué me nació en la cabeza, lo mismo que nace el
musgo en los troncos, aquella idea de la liberación, pretextos y
triquiñuelas de la mente para justificar el asesinato y el
suicidio. Era aquello un reflejo de las ideas comunes, el pensar
general modificado y adulterado por mi
Fortunata respondió que sí con la cabeza. No le quitaba los ojos, siguiendo atentamente sus movimientos por ver si se descomponía, y estar preparada a cualquier agresión.
«Después me atacó lo que yo llamo la
Al oír esto, que Maxi expresó con
cierta elocuencia, Fortunata volvió a inquietarse, y
Rubín acercó más la silla, y Fortunata
tuvo más miedo: «Pero todo aquello de la liberación y del Mesías
voló. Los hechos reales sustituyeron a las figuraciones de mi
cerebro... Dios me devolvió mi razón, y me la devolvió corregida y
aumentada. Con ella vi los hechos; con ella descubrí lo que mi
familia me ocultaba; con ella reconstruí mi ser, que había pasado
por tantos cataclismos; con ella me penetré bien de nuestro
divorcio y deseché dos y hasta tres veces la idea de homicidio; con
ella pude llegar a considerarte mujer extraña, madre de hijos que
yo no podía tener, y con ella me he revestido de serenidad y
conformidad. ¿No te admiras de verme como me ves? Más te
asombrarías si pudieras leer en mi pensamiento, y comprender esta
elevación con que yo miro todas las cosas, la calma con que te veo
a ti, la indiferencia con que veo a tu hijo... ¡Un ser más en el
mundo! Cuando él ha venido sus razones tendrá. ¿Qué derecho tengo
yo a estorbarle la vida? ¿Qué derecho a matarte a ti porque se la
-¡Dios mío! -exclamó para sí Fortunata-. ¿Pero este hombre está cuerdo o cómo está? ¿Eso que dice es razón, o los mayores disparates que en mi vida le he oído...?
-Yo pregunto -añadió Maxi acercándose más-. El derecho a nacer, ¿no es el más sagrado de todos los derechos? ¿Quién me mete a mí a poner estorbo a ningún nacimiento? Estaría gracioso... Nazcan y vivan, que viviendo aprenderán.
«Nada, para mí está peor que antes -pensaba la esposa-, y esto que dice podrá ser cuerdo, pero yo no entiendo palotada».
-Parece que me tienes miedo -le dijo él siempre serio y tranquilo-. No sé por qué. Ya habrás visto que a razonable no me gana nadie.
-Sí, es verdad; pero...
-¿Pero qué...?
-Tú dirás que gato escaldado del agua fría huye (sonriéndose ligeramente, por primera vez en aquella conferencia). Otra cosa: enséñame a tu hijo.
Fortunata volvió a sentir terror, y al ver que Maxi alargaba las manos hacia donde estaba el pequeñuelo, las apartó con las suyas, diciendo: «Otro día le verás... Déjale... está dormido y me le vas a despertar».
-¡Pero qué maniática eres!... Yo creí
que
Fortunata, al fin, sospechando que la contrariedad podía irritarle, permitiole ver al nene, sin acercarse mucho, y protegiéndole con sus manos. No dijo nada mientras le miraba. Después volvió a su asiento y estuvo un rato con la mirada perdida entre los ramos de la colcha, ligeramente fruncido el ceño.
«Se parece a tu verdugo. Lo malo no perece nunca. La maldad engendra y los buenos se aniquilan en la esterilidad».
-IV-
«Tío, por Dios, tío, despierte usted»
volvió a decir Fortunata gritando; y como asomase a la puerta la
flácida y carunculosa efigie de Ido del Sagrario, la joven le dijo:
«¿Pero qué hace
Ido refunfuñó algo que Fortunata no pudo entender. Mirando al profesor con lástima, Maxi dijo a su esposa: «Este buen señor está tocado. Me da mucha lástima, porque sé lo que es andar mal de la cabeza. Si él quisiera seguir mi plan, yo me comprometía a ponerle como nuevo».
Y en alta voz, viendo al desgraciado Ido llegar otra vez hasta la puerta de la alcoba y mirar hacia dentro con los ojos de estúpido: «Señor D. José, serénese, y aprenda a ver la vida como es... Es tontería creer que las cosas son como nos las imaginamos y no como a ellas les da la gana de ser. Al amor no se le dictan leyes. Si la mujer falta, divorcio al canto, y dejar que obre la lógica, pues ella castiga sin palo ni piedra».
Y Fortunata se persignaba, llena de admiración, diciéndose: «¿Pero será verdad, Dios mío, que a mi marido le ha entrado un gran talento, o estas cosas que dice son farsa para tapar una mala idea? ¿Qué haré yo para que se marche pronto? Porque a lo mejor me sale por malagueñas, y me da el gran susto».
«¡Se parece a tu enemigo! -repitió
Maxi, volviendo a la idea que le había excitado ligeramente-. Es
una desgracia para él. Y si en lo moral saca la casta, peor que
peor. El niño inocente
A Fortunata le indignó esta idea; pero no se atrevió a contradecirla. Que dijera todo lo que quisiese. Su plan era no contestarle nada, a ver si se aburría y se marchaba pronto.
«Tiene a quien salir -añadió Maxi con lúgubre ironía-. Su papá es de oro... No necesitas decirme que no te hace caso... Harto lo sé. Ni siquiera habrá venido a verle... También me lo figuro. No vendrá; ten por cierto que no vendrá».
-¡Quién sabe!... -se dejó decir la joven, sintiendo que se le apretaba la garganta.
-Te repito que no vendrá... Tengo mis razones para asegurarlo.
-Claro... ¡qué ha de venir...! Ni falta.
-Dices bien; ni falta. Gracias que te oigo una expresión filosófica. Ese hombre tiene ahora otros entretenimientos.
Fortunata sintió que toda la sangre se le subía al rostro, y se puso muy sofocada. Rubín estiró el codo sobre el lecho, apoyándose en él con actitud perezosa, semejante a la que tomaba en la botica cuando leía.
«Es preciso que lo sepas pronto. Todo lo que tardes en saberlo, tardas en regenerarte».
La
-Es preciso que lo sepas -volvió a decir Maxi con cierta frialdad implacable, propia del hombre acostumbrado al asesinato-. Tu verdugo no se acuerda ya de ti para nada, y ahora tiene amores con otra mujer.
-¡Con otra mujer! -dijo ella, repitiendo la frase como una muletilla, a la cual no se saca sentido. Sus miradas vagaban por los dibujos de la colcha.
-Sí, con otra mujer a quien tú conoces.
El asesino le iba soltando a la víctima las palabras en dosis pequeñas, y la miraba observando el efecto que le causaban. Fortunata quiso sobreponerse a aquel suplicio, y sacudiendo la despeinada cabeza, como para alejar y espantar una convicción que quería penetrar en ella, le dijo: «¿Qué historias me vienes a contar ahí?... Déjame en paz».
-Esto que te cuento no es un enredo;
es verdad. Ese hombre está enamorado de otra mujer, y tú la
conoces. Aprende, pues. Ahí tienes la maravillosa arma de la lógica
humana, con la cual te hiero para sanarte. Más vale morir
aprendiendo, que vivir ignorando. Esta lección terrible puede
llevarte hasta la santidad, que es el estado en que yo me
encuentro. ¿Y quién me ha traído a mí a este bendito estado? Pues
una lección, una simple lección.
-Falta que sea verdad lo que cuentas -dijo la víctima defendiéndose.
-Tú podrás creerlo o no creerlo, como un enfermo puede tomar o no la medicina que el médico le da. Porque esto es la medicina de tu conciencia. ¿Quieres otra? ¿Quieres el nombre de la que te ha robado lo que tú robaste? Pues te lo voy a decir.
Fortunata sintió como un desvanecimiento, y al incorporarse se le iba la cabeza, y la habitación daba vueltas en torno suyo. Llevándose la mano a los ojos, dijo a su marido:
«Me lo tienes que decir».
-Es una amiga tuya.
-¡Amiga mía!
-Sí, y su nombre empieza con A.
-¡Aurora, Aurora es! -exclamó la joven dando un salto en su lecho, y mirando a su marido como miran las personas de honor que han recibido una bofetada.
-Ella es.
-Hace tiempo que el corazón me decía algo de esto, pero muy bajito, y yo no lo quería creer.
-Estoy tan seguro de lo que afirmo, que no puede ser más.
-Tú me engañas, tú me engañas -replicó
la joven en actitud de Dolorosa-. Tú me quieres
-Si lo tomas como golpe de muerte, tómalo -manifestó Rubín con implacable frialdad.
-¡Aurora... Aurora!... ¡Dios mío!, ¡qué idea tan perra...! (agitándose extraordinariamente). Pero no puede ser. Este hombre está loco y no sabe lo que se dice.
-¿Que estoy loco?... (imperturbable). Bueno, defiéndete con eso. Pero tú caerás, tú te convencerás. No tienes escape. La verdad se impone. Ahí tienes un tiro que no yerra nunca. ¿Quieres más señas? Cuando Aurora sale de su obrador, él la espera en la calle de Santo Tomás y van juntos hacia el Ave-María. Los domingos, Aurora dice en su casa que va al obrador, y a donde va es a...
-Cállate; te digo que te calles -gritó Fortunata retorciéndose los brazos-. Eres un mentiroso, un calumniador.
-¿Pues qué querías tú...? (con sonrisa glacial). Hija, es preciso estar a las agrias y a las maduras. ¿Qué querías? ¿Herir y que no te hirieran? ¿Matar y que no te mataran? El mundo es así. Hoy tiras tú la estocada, y mañana eres tú quien la recibe... ¿Dudas todavía?
La víctima no dijo nada. No dudaba,
no; lo denunciado por aquel hombre, que a veces parecía demente, a
veces no, revestía las apariencias de un hecho cierto. Algo tenía
la infeliz
«¿Lo dudas todavía?» volvió a preguntar él.
-No sé, no sé... ¿Y si te has equivocado?... (con extremada inquietud y ráfagas de ira). No sé qué pensar... Maxi, Maxi, si me hubieras dado un tiro, me habrías matado menos. Te juro que si es verdad, esa mujer, esa hipócrita, esa sinvergüenza que me vendía amistad, no se ha de reír de mí. Te juro que le pateo el alma más pronto que lo digo (revolcándose en el lecho). Esto no puede quedar así. La mato, le saco los ojos, le arranco el corazón... Que me traigan mi ropa. Tío, chiquilla; quiero levantarme. ¡Pero qué abandonada me tienen!
-Comprendo que te dé tan fuerte. Así me dio a mí; pero luego me he vuelto estoico. Aprende de mí. ¿No ves qué sereno estoy? He pasado por todas las crisis de la ira, de la rabia y de la locura...
-Porque tú no eres un hombre (interrumpiéndole).
-Es que las lecciones me han valido.
-Bueno; porque eres un santo... Yo no soy santa, ni quiero.
-¿Y por qué no habías de serlo tú también? (tomándole las manos y tratando de contener con suavidad sus movimientos de ira). ¿Por qué no habías de aspirar al estado en que yo me encuentro? A él he llegado pasando por la rabia, por la locura... Ahora mismo, no hace mucho, cuando vi a ese diablo de hombre cometiendo una nueva infamia, sentí otra vez la debilidad de espíritu que creía vencida... me entraron ganas de pegarle un tiro, por librar a la humanidad de semejante monstruo... Pero después he sabido vencerme y he dicho: Mejor castiga una consecuencia lógica que un puñal.
-¡Quiere decirse que le viste con ella y te quedaste tan fresco! -gritó la joven, furibunda, echando llamaradas de los ojos.
-No me quedé fresco... Me alboroté mucho; pero después vino la reflexión. Lo que importa, me dije, no es que él muera, sino que ella aprenda. Y tú has aprendido.
-¡Pues si yo les llego a ver...!
-Si les llegas a ver, acuérdate de mí. Hazte santa como yo... Les miras y pasas...
-Tú no eres hombre... Tú no eres nada -exclamó la joven con desprecio-. A ella, a esa bribona es a quien yo quisiera arreglar. Si la cojo, no lo cuenta. ¡Infame, arrastrada, indecente, engañarme así!
-Tú, mira bien si tienes derecho a tratarla de ese modo.
-¡Pues no he de tener! (ofuscándose por completo y sin reparar en lo que decía). Me ha quitado lo mío. Yo seré mala; pero ella lo es más, mucho más.
-Comprendo tu exaltación. Yo, que no tenía otro móvil que la justicia, cuando les vi, cuando me persuadí de que pecaban, creo que si tengo un revólver, les suelto los seis tiros por la espalda.
-Bien, bien -dijo la esposa con ferocidad-. ¿Por qué no lo hiciste? Eres un tonto... Aunque después me hubieras matado a mí también. Tienes derecho a hacerlo.
-Les vi entrar en aquella casa...
Fortunata abría los ojos con espanto.
«Les esperé para verles salir. Calle tal, número tantos. Me escondí en un portal. ¡Oh!, la suerte de ellos fue que no llevaba revólver...».
-Yo te lo compraré... Hoy mismo, ahora mismo (agitándose en el lecho, cogiendo a su hijo, volviéndolo a dejar, descubriéndose el pecho, tapándoselo y sin saber qué hacer).
-¡Matar!... ¿Lección a ella? ¿Y la tuya?
-¿La mía, la mía? Ya la tengo, majadero. ¿Todavía quieres más lección? A esa traicionera sí que se la voy a dar, y gorda.
-Irás a presidio si matas.
-Pues iré contenta.
-¿Y tu hijito?
Al oír esto, Fortunata tuvo un
retroceso
La madre lloraba, el chico también, y el gran Ido apareció otra vez en la puerta sin decir nada, contemplando a marido y mujer con miradas semejantes a las de las estatuas de yeso o mármol, pues parecía no tener niñas en los ojos. Gracias que la entrada de Segunda puso término a la situación; y lo mismo fue ver a Rubín que volarse, soltando por aquella boca sapos y culebras y echando la culpa de todo a su hermano y al tagarote inútil de don José Ido, el cual, viéndose insultado, a su parecer tan sin motivo, hacía contracciones casi inverosímiles con los músculos de la cara, juntando un ojo con la boca y encaramando el otro hasta la raíz del pelo. «Yo no sé lo que es -decía-, yo no sé lo que es; pero hoy no tengo la cabeza buena... Y conste que si entró fue porque quiso; que yo no le mandé entrar... y si la mata, sus razones tendrá, naturalmente... ¡Vaya con la señora esta qué genio gasta!, ¡y cómo me trata! ¿No sabe quién soy? Pues soy Josef... el Idumeo... profesor en partos... intelectuales».
-V-
«Cállese usted, so
Obra de romanos fue el despertar a
Sin demostrar temor alguno,
Maximiliano sonreía. Se armó tal zaragata, que tuvo que intervenir
Ido con frases de concordia, y Segunda manoteaba, echando la culpa
al calzonazos de su hermano, y este increpaba a Encarnación, y la
chiquilla daba de rechazo contra Maxi; y fue tal el vocerío que
hubo de presentarse
-Pues qué, D. Plácido, ¿va a venir el Viático?
-Poco menos -replicó el hablador entrando sin pedir permiso y dirigiéndose a la alcoba-. Que va a venir el ama, la señora casera. Mucho orden, señores, mucha formalidad.
Lo mismo fue oír
Desde la entrevista con su marido,
Fortunata se puso tan inquieta, que Segunda tuvo que enfadarse para
impedir que se levantara,
«¡Qué mal genio tiene!» dijo la santa
sentándose junto al lecho, mientras Fortunata agasajaba a su hijo,
y metiéndole el pecho en la boca, trataba de aplacarle. Fue
Guillermina muy parca en saludos y demostraciones de afecto, y
luego, cuando se quedaron solas la señora de Rubín y la santa, esta
no dijo nada de religión, ni mentó la virtud, ni el pecado, ni cosa
alguna concerniente al orden moral. Habló de si la joven madre
tenía o no mucha leche, y de si sentía esta o la otra molestia, con
otras cosas pertinentes al estado en que se hallaba. Fortunata notó
en la cara apacible de la
-Por el miedo que me tiene. Buena nos la dio... Déjele usted estar, que como yo le coja a mano, le he de decir cuatro cosas.
Y cuando la madre puso al niño a su lado, ya harto y dormido, Guillermina le volvió a mirar atentamente, observando sus facciones como el numismático observa el borroso perfil y las inscripciones de una moneda antigua para averiguar si es auténtica o falsificada. Después dio un suspiro, y guiñando los ojos para mirar a Fortunata, se expresó así: «¡Buena la hemos hecho, buena!...».
Y ambas estuvieron calladas un rato, mirándose.
-Señora -dijo de improviso la parida, como queriendo romper un secreto que abruma-. Yo tengo que pedir a usted perdón...
-¡A mí!, perdón... ¿de qué?
-De las burradas que hice, de las
atrocidades que dije aquella mañana en su casa de usted. También a
ella le pediría perdón si la viera... Me porté mal, lo conozco. Yo
no guardo rencor a nadie... digo, no se lo guardo a ella, porque...
-No me traiga usted a mí cuentos, que no me dan frío ni calor (con reprensión graciosa). Ahora lo que le conviene es tranquilidad; que tiempo hay de ajustar cuentas atrasadas...
Y volvió a mirar al chico, recreándose
silenciosamente en su hermosura y lozanía. Fortunata le bebía a
ella las miradas, jactándose de adivinarle el pensamiento, el cual
bien podía ser este: «¡Si Jacinta le viera...!». ¿Pero cómo le
había de ver? Esto sí que era imposible. «Por mí -pensaba la
«Cuando usted esté buena, hablaremos
-indicó la santa con ánimo ya de retirarse-. Yo tengo una idea...
No es usted sola quien tiene ideas; sólo que las mías no son malas,
al menos no las tengo por tales. Y para concluir por hoy, ¿necesita
usted algo? Si no puede criar, no se apure, le pondremos un ama a
este caballerito,
-Yo puedo, yo puedo... ¡vaya! -replicó la otra contrariada-. ¿Qué cree usted? Soy muy fuerte. Mi hijo no lo cría nadie más que yo.
-Pues alimentarse bien (recobrando su tono dulcemente autoritario). Y cuidado con hacerme disparates. Obedecer al médico... Nada de arrebatos de ira, ni devaneos. ¡Ah!, yo dudo mucho que usted sirva...
Y sintiendo uno de aquellos arranques de inspiración que la embellecían y sublimaban, le dijo esto, ya en pie para marcharse:
«Porque ha de saber usted que Dios me ha hecho tutora de este hijo... Sí, buena moza, no se espante ni me ponga esos ojazos. Su madre es usted, pero yo tengo sobre él una parte de autoridad. Dios me la ha dado. Si su madre le faltara, yo me encargo de darle otra, y también abuela. Hijo mío, has venido al mundo con bendición, porque suceda lo que suceda, no estarás nunca solo. Déjeme usted que le vea otra vez. No me harto de mirarle. Quiero llevármele metido dentro de mis ojos. ¡Virgen del Carmen!, ¡qué lindísimo es...! Tiene a quien salir. Adiós, adiós».
Salió acompañada de Estupiñá, diciendo
al modo de rezo: «Acatemos la voluntad de Dios... Él sabrá por qué
ha mandado acá este angelote. Jacinta, furiosa, dice que Dios está
chocho
Fortunata soñó aquella noche que entraban Aurora, Guillermina y Jacinta, armadas de puñales y con caretas negras, y amenazándola con darle muerte, le quitaban a su hijo. Después era Aurora sola la que cometía el nefando crimen, penetrando de puntillas en la alcoba, dándole a oler un maldecido pañuelo empapado en menjurje de la botica, y dejándola como dormida, sin movimiento, pero con aptitud de apreciar lo que pasaba. Aurora cogía al chiquillo y se lo llevaba, sin que su madre pudiera impedirlo, ni siquiera gritar. Despertó acongojadísima. Se sentía mal, propensa a desvaríos de la mente en cuanto se aletargaba, y con muchísima sed. Esta llegó a ser tan fuerte, que no pudiendo despertar a su tía dando con los nudillos en el tabique, tuvo al fin que levantarse en busca de agua. Al volverse a acostar sintió bastante frío, y con estas alternativas de frío y calor estuvo hasta la mañana.
-VI-
Ballester fue temprano, y a ella le
faltó tiempo para hablarle de la visita de Maxi y de la historia
que este le había llevado. Mucho se incomodó el regente al
enterarse de esto, y con desusada seriedad y calor hubo de negar lo
que su amigo contara de
«Mire, compañero -dijo ella-, mientras más se amontone usted para negarlo, más creo yo en ello. Usted no habla nunca así; y cuando se pone serio, no dice más que mentiras. Lo que quiere es que yo me serene. Se lo agradezco; pero no puede ser. Y lo que es esa francesilla asquerosa no se ríe de mí».
Agotó el buen amigo toda su lógica
para arrancarle aquella idea, sin adelantar nada. «Y por fin -dijo
tomando el tono festivo y maleante que empleara con Maxi en otra
ocasión-, ¿para qué hacemos caso de lo que diga ese
desventurado?... ¡Ay qué románticas y qué súpitas...
No afectaron a Fortunata estas bromas.
Parecía convencida, y Ballester se fue
con la impresión de haber triunfado. Tranquila estuvo toda la
mañana; pero a eso del mediodía, al despertar de un sueño breve, se
sintió tan vivamente acometida de ganas de salir a la calle, que no
pudo sobreponerse a este ciego impulso. Levantose, con gran
sorpresa de Encarnación, única persona que en la sala estaba, se
peinó a la ligera y se puso su falda de merino oscuro, pañuelo de
crespón negro, otro de color a la cabeza, mitones colorados, sus
botas de caña clara, y... Pero antes de salir dedicó
Tomó un coche y apenas entró en él se
sintió tan mareada, a causa del movimiento y de su propia
debilidad, que hubo de cerrar los ojos e inclinar la cabeza para no
ver las casas volteando en torno suyo. «Debí haber tomado un
caldito antes de salir... Pero a buena hora me acuerdo. En fin,
esto pasará». Pasó ciertamente, y lo primero que hizo al reponerse
fue variar la orden que había dado al simón. Habíale dicho
Apeose en la subida a Santa Cruz, y
subió al obrador de Samaniego, entrando por el portal, que estaba
en la calle de Vicario Viejo. Iba tan decidida, que no tuvo ni la
más ligera vacilación. La puerta del entresuelo tenía mampara de
hule, que al abrirse hacía sonar un timbre. Fortunata había estado
allí en los días que precedieron a la inauguración de la tienda, y
recordaba perfectamente todo. No había que llamar, sino que se
empujaba la mampara, sonaba un
«Buenos días» dijo la Rubín, deteniéndose un instante y recorriendo con mirada fugaz todas las caras que delante tenía. Aurora, al verla, se quedó tan inmutada, que no supo ni qué decir ni qué cara poner. «¡Ah!... tú, Fortunata... ¡Cuánto tiempo...!». De improviso tomó un tonillo de sequedad. «Dispensa... Estoy ocupada. Si quisieras volver a otra hora...». Pero al instante cambió de registro. «¡Qué cara te vendes! ¿Has estado mala?».
-Y tú, ¿cómo estás?... siempre tan famosa... -le dijo Fortunata acercándose y poniendo una cara fingidamente amable; pero en la cual no era difícil ver la cruel suavidad con que algunas fieras lamen a la víctima antes de devorarla.
-Y tú, ¿dónde te metes? -balbució Aurora muy cortada, sin saber para dónde volverse.
Por fin se dirigió a las señoras que allí estaban; pero no supo qué decirles. Fortunata se le puso delante cuando volvía hacia la mesa central. «Tenía que hablar contigo... Como no se te ve... ¡Ay, qué amigas estas, se muere una sin que le digan nada!».
Algo se tranquilizaba Aurora con este lenguaje, y sonriendo contestó: «Hija, con tantas ocupaciones, no tiene una tiempo para visitas. Pensé ir a verte... Pero siéntate».
-Estoy bien así... Pronto despacho.
Aurora se acercó otra vez a las
señoras, y
-Tienes razón -dijo la otra volviendo a inquietarse, porque en la cara de su amiga advirtió algo que la puso en cuidado-. Todos los días pensaba ir...
-Sabiendo que te quiero tanto...
-Y yo a ti... ¿Pero por qué no te sientas?
-No... Me voy en seguida. No he venido más que a traerte una cosa...
-A traerme una cosa... ¡a mí!
-Sí, verás.
Y diciendo
Bofetada más sonora y tremenda no se
ha dado nunca. Todas las ofícialas corrieron espantadas al auxilio
de su jefe; pero por pronto que acudieron, no fue posible impedir
que Fortunata, empuñando su llave con la mano derecha, le
descargase a la otra un martillazo en la frente; y después, con
indecible rapidez y coraje, le echó ambas manos al moño y tiró con
toda su fuerza. Los chillidos de Aurora se oían
Y tal esfuerzo hizo por desasirse, que a punto estuvo de lograrlo. Dos de ellas habían acudido a levantar a Aurora, que continuaba dando gritos de dolor. Si no se presentan Pepe Samaniego y un dependiente, sabe Dios la que se arma allí.
«¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién es usted? ¿Qué busca usted?».
-¡Quién soy!... -gritó Fortunata con desesperación-. Una persona decente...
-Sí, ya se conoce... Aurora, ¡por Dios!... ¿Qué es esto?
-Una persona decente, que he venido a ajustarle la cuenta a este serpentón que tiene usted en su casa. Y también es calumniadora.
-Cállese usted y váyase muy enhoramala... ¿Pero qué es esto, Aurora?... ¡Jesús!, sangre en la cabeza. Una herida... Oiga usted, mujerzuela, ahora mismo va usted a la cárcel... ¡Eh!, llamar a una pareja.
La Fenelón estaba como desmayada, y sus alumnas le desabrocharon el vestido para aflojarle el corsé.
-Quien va a ir a la cárcel es esa
-chilló la agresora, frenética, revertida otra vez bruscamente a
las condiciones de su origen, mujer del pueblo, con toda la pasión
y la grosería que el trato social había disimulado en ella-. Yo no
he faltado... A mí sí que me han faltado... Esa bribona me ha
engañado, nos ha engañado a las dos, porque somos dos las
agraviadas, dos, y usted debe saberlo...
-¡Si no se calla usted...! -dijo Samaniego, llegándose a ella con ademán amenazador-. Vamos, que por ser usted mujer, no le sacudo el polvo ahora mismo.
-¿Usted a mí?... falta que pueda. Más le valdrá a usted no permitir las indecencias que hace esta...
-Le digo a usted que si no se calla... No me puedo contener... ¡Eh!, llamar a una pareja.
La escena tomó aún peor carácter con la aparición de doña Casta, que hubo de llegar a la tienda en aquel instante, y enterada de la zaragata, subió renqueando, y entró en el teatro del dramático suceso, dando gritos. «¡Hija de mi alma!... ¡Pero qué!... ¡la han matado!... ¡Sangre!... ¡Ay, Dios mío! ¡Aurora... Aurora...! ¿Pero quién ha sido?... ¡Ah!, esa mujer...».
-Sí, yo, yo he sido -le dijo Fortunata desde el rincón donde la tenían acorralada-. Mejor cuenta le tendría a usted, so bruja, no ser tapadera de las tunanterías de su niña...
Doña Casta, acudiendo a su hija, no se hacía cargo de las flores que la otra le echaba. Aurora volvió en sí exhalando gemidos. «No es nada, tía -dijo Samaniego-. No se asuste usted... Una leve contusión, y el susto correspondiente... ¿Pero no se calla esa salvaje?... A la prevención, a la prevención...».
-Dejarla; que se vaya... -murmuró Aurora con los ojos cerrados.
-A la cárcel -gritaba ronca doña Casta.
-No, a la cárcel no -dijo la víctima, haciendo gala de generosidad...- dejarla, dejarla... Pepe, no le hagas nada.
-No; si yo no le pego... Allá se entenderá con el juez.
-No, juez no, juez no -decía la de Fenelón muy apurada-. La perdono. Dejarla; que se vaya, que se vaya pronto; que yo no la vea.
Fortunata, implacable, no se quería callar, y entre los que rodeaban a la víctima se dividieron los pareceres respecto a lo que se debía hacer con la agresora. Subió más gente, y el obrador, con tanto vocear y las pisadas de los que entraban y salían, parecía un infierno.
-VII-
La primera que llegó a la casa de la
Cava, durante la ausencia de la
-¡Ha salido!... ¡Dios nos asista!... ¿Pero es eso verdad, o es que no quiere recibirme?
-No, señora, no está. Dijo que volvería pronto. Echó la llave con dos vueltas.
-¿Y el niño?
-Sigue tan dormidito.
-Esperaré un rato -dijo la santa dando
un suspiro; y cansada de estar en pie, se sentó en el más alto
escalón del tramo. Parecía una pobre que espera se abra la puerta
para pedir
Cuando esto pensaba, sintió subir a otra persona. Era Ballester, quien al verla, se quedó algo cortado. «¿Viene usted a esta casa? -le dijo la dama-. Pues tómelo con paciencia, que el pájaro voló. La señora esa se ha ido a la calle. Dentro están el chico y la criada; pero como se llevó la llave, no podemos entrar. Aguante usted el plantón, como yo, si no tiene prisa, que ya no puede tardar».
-¡Pero si le habíamos prohibido que saliera! (asustadísimo y disgustado). Anoche, según me dijo D. Francisco de Quevedo, estaba algo excitada. Por eso yo venía a ver... ¡Qué disparates hace!
-¡Ya lo creo que es disparate! ¿Y usted no sospecha dónde podrá estar?
-Yo... nada. En fin, esperaremos.
Sentose el regente dos escalones más
abajo, y la santa guiñó los ojos para mirarle. Como no se paraba en
barras cuando creía necesario interrogar a alguna persona, de
buenas a primeras acometió a Ballester en esta forma: «Dígame
-Yo, señora... ascendiente no creo tenerlo... La conozco hace poco tiempo. Soy su amigo; me intereso algo por ella.
-No trato yo de que usted me diga qué clase de amistad es esa...
-Las relaciones más puras... ¿Qué, no lo cree usted?
-Sí, yo creo todo. Precisamente, tengo mucha fe (riendo con gracia); pero no se trata ahora de esto. ¿A mí qué me importa? Lo que quiero decir es que si usted tiene algún influjo sobre ella, debe aconsejarle que... Porque el día mejor pensado, esta mujer vuelve a las andadas, y se cansará de criar a su niñito. Lo mejor sería que le pusiera un ama, entregándoselo a personas que le habrían de cuidar mejor que ella. Aconséjele usted esto.
-Yo... que quiere usted que le diga... creo que no le abandonará. Está muy entusiasmada con él.
-Sí; buen entusiasmo nos dé Dios. ¡Mire usted que esta...! ¡Marcharse a paseo!, qué ganas de calle tenía. Ni sé cómo el angelito aguanta tanto tiempo sin mamar...
No había acabado de decirlo, cuando
oyeron los chillidos del pobre niño. No pudiendo contenerse,
Guillermina se levantó y fue hacia
Y volviendo al peldaño, charló con su compañero de plantón: «¡Qué alma de mujer...! ¡Ay!, tengo el genio tan vivo, que rompería la puerta, cogería al niño y le llevaría a que le dieran de mamar... ¿Es usted médico?».
-No, señora; soy farmacéutico.
Se calló porque sintieron pasos, ya muy cerca, como de una persona que subía con cautela, y miraron a la meseta intermedia, esperando a que el que subía diese la vuelta. La aparición de aquella persona les dejó a ambos muy sorprendidos. Era Maximiliano, quien al ver a doña Guillermina y a Segismundo sentados en la escalera, hizo el siguiente razonamiento: «Dos personas que esperan y que se sientan cansadas. Luego, hace tiempo que esperan, y la casa está cerrada».
Un rato estuvo inmóvil sin saber si seguir subiendo o volverse para abajo. El regente se reía y Guillermina le miraba con gracejo.
«Nada -le dijo esta-, que tiene usted que esperar también. ¿Tiene usted llave?».
-¿Llave yo?
-La del campo -indicó Ballester con mal humor, discurriendo que maldita la falta que hacía Maxi allí-. Más vale que se vaya usted, amigo Rubín, y vuelva, porque esto va largo.
-Esperaré yo también -contestó el otro sentándose debajo de Ballester.
Y volvieron a oírse los desesperados
gritos del
Maximiliano callaba, no quitándole los ojos a la santa, a quien nunca había visto tan de cerca.
-Pues estamos lucidos -añadió ella-. Ya somos tres. Y esto va picando en historia. Siento pasos. Si será al fin esa veleta...
Los pasos no parecían de mujer. ¿Quién
sería? Miraron los tres, y apareció José Izquierdo, quien al ver a
doña Guillermina, se sobresaltó extraordinariamente y miró para
abajo, como si se quisiera tirar de cabeza. Habría él dado
cualquier cosa por tener dónde meterse. La santa se reía en sus
barbas, y por fin le dijo: «No me tenga usted miedo, señor de
-Señora -dijo el
-Sí, hombre, ya lo sé; y aquel gran timo que usted nos dio está olvidado... ¡Pues si viera usted qué guapo está el Pituso!
-¿De veras? ¡Ay!, ¡probe piojín de mis entrañas!
-Sí; se cría perfectamente. Y es tan listo y tan travieso que tiene alborotado todo el asilo.
-¡Ay!, cómo se le conoce la santísima sangre de su madre, que revolvía medio mundo. Si tenía aquel chico un talento macho... vamos que...
-Ahora está usted como quiere, Sr. de
-Defendemos el santo garbanzo, señora...
-Yo me alegro por diferentes motivos, pues estando usted tan en grande no se le ocurrirá engañar a la gente.
Izquierdo se rascaba una oreja, y la habría dado porque la santa mudara de conversación.
-Si la señora quiere, no miremos pa tras.
-Si esto no es mirar
Ballester se reía y Maximiliano estaba
muy serio, lo que reparó la fundadora, apresurándose a decir: «Si
no fuera por estas bromas, ¿cómo pasaríamos el horrible plantón? Yo
me consumo
Volvió a oírse la quejumbrosa cantinela de Juan Evaristo, y Guillermina tiró de la campanilla para decir a la criada: «Mujer, entretenle; dile cositas. Pareces tonta... ¡Hijo mío, ya viene, ya viene!... Verás qué soba le doy cuando entre, por tenerte así tan solito, muertecito de hambre... Señores (volviendo al escalón), ustedes me han de dispensar, y si alguno se cansa, no esté aquí por hacerme compañía. Algo debe de haberle pasado a esa mujer, cuando tarda tanto. Propongo que se nombre una comisión, que vaya a hacer un reconocimiento a la calle y averigüe dónde puede estar». Al decir esto, miraba a Maxi, dando a entender que fuera él de la citada comisión. El joven no hizo ademán alguno que indicara intención de moverse, y en la misma actitud perezosa en que estaba, mirando de soslayo a sus compañeros de plantón, dijo así: «Hace como unos cinco cuartos de hora iba en un coche por la calle de Atocha... Entró por la calle de Cañizares... Hace como unos tres cuartos de hora, vi el mismo coche atravesar la plaza de Santa Cruz hacia la calle de Esparteros...».
Ballester y Guillermina se miraron
alarmados. «Pues propongo -repitió ella-, que vaya una comisión a
la calle de Esparteros...
-No, señora... Yo creí que el coche venía hacia acá, pues aunque el camino más directo desde la calle de Atocha es Plaza Mayor, Ciudad Rodrigo y Cava, como en la entrada de la Plaza, por Atocha, están adoquinando y no se puede pasar, dije yo: «Es que el cochero va a tomar la calle Mayor». Pero por lo visto no ha venido aquí. Luego, ha ido a otra parte. Quizás haya ido a visitar a alguna amiga: Aurora, por ejemplo...
Ballester y la santa volvieron a mirarse con inquietud. «Lo que este chico dice -indicó el farmacéutico, comunicando a la dama sus temores-, me parece tan lógico, que casi casi me inclino a tenerlo por cierto».
Oyéronse pasos otra vez; pero eran muy
pesados y los acompañaba un carraspeo y resoplido de persona
madura, por lo que nadie creyó fuera Fortunata la que llegaba. «Es
Sigunda», dijo izquierdo antes de verla, y no se equivocó. La
placera se puso en jarras al ver la escalonada tertulia que allí
había, y cuando apreció quién estaba sentada en el lugar más alto,
abrió medio palmo de boca, expresando su admiración de esta manera:
«¡Bendito Dios! ¡El ama de la casa sentadita en la escalera, como
una pobre que está esperando las sobras de la comida! Pero qué, ¿no
está esa diabla?
-Hágame el favor de llamar en el tercero y ver si está Plácido. Tengo la seguridad de que él la encuentra.
Segunda llamó, y Plácido no estaba.
«¿Quiere la señora que vaya a buscarla?... ¿Pero adónde?».
-Yo iré -dijo Ballester, que no podía desechar la idea de que en el obrador de Samaniego darían razón de la fugitiva. Pero aún hablaba con Guillermina en secreto, cuando Segunda, que había bajado en busca de una llave o ganzúa con que abrir la puerta, gritó desde el principal: «Ya está aquí, ya está aquí».
-¡Ah!, ¡gracias a Dios...! -exclamó Guillermina sin intención de doble sentido-. Ya pareció la perdida. Veremos lo que trae.
-Una de dos -dijo Ballester suspirando-: o trae la cara arañada, o trae sangre o quizás piel humana en las uñas.
-Es mucha mujer esta...
Todos se levantaron menos Maximiliano,
que continuó echado apáticamente hasta que vio a su mujer. Esta
subía jadeante, sofocadísima, limpiándose con un pañuelo el sudor
de
-Abra usted, abra pronto... -le dijo Guillermina empujándola-, callejera, cabra montés. Está visto; no sirve usted para madre... ¡Ángel de Dios!, hace dos horas que está rabiando... Si usted no se enmienda, tendremos que mirar por él.
-VIII-
Abrió y entraron todos atropelladamente; Fortunata delante, Guillermina agarrada a ella, y detrás Ballester, Maxi, Izquierdo y Segunda. La madre corrió derecha a la alcoba, donde estaba el pequeño en su cuna, dando unos gritos que enternecerían al caballo de bronce de Felipe III. «Aquí estoy, rico mío, aquí está tu esclava... Ven, ven, cielo de mi vida; toma la tetita, toma... ¡Ay qué hambre tan grande!... ¡Cuánto ha llorado mi ángel!... Yo desatinada por venir. ¡Qué contento se pone mi niño!... Ya no llora más, ¿verdad? Ya no más...».
Sin quitarse el mantón, había cogido al chiquillo, disponiéndose a aplacar su gran necesidad. Se sentó en la cama, para dejar a Guillermina la única silla que en la alcoba había. La santa no atendía más que al pequeñuelo, observando si la ansiedad con que mamaba iba acompañada de satisfacción: «Me temo que con esos arrebatos se quede usted sin leche».
-¡Quia!, no señora... Vea usted, la tengo de sobra. Al contrario, creo que si no me desahogo, me quedo seca. Estaba yo anoche, que no cabía en mí. Me era tan preciso vengarme como el respirar y el comer. Pues verá usted... después de darle una bofetada que debió de oírse en Tetuán, le pegué un achuchón con la llave, y la descalabré... después metí mano a las greñas...
-Cállese usted por Dios, que me da horror de oírla.
-Me querían llevar a la cárcel, y
estuvieron cerca de una hora si me llevan o no me llevan. Fueron
los policías, y yo dije que estaba criando. Total, que por fin me
soltaron, y aquí me vine corriendo. ¡Si no hay como ser así para
que la respeten a una! Si no están allí las condenadas modistas, me
paseo por encima de su corpacho como por esa sala. Porque mire
usted que es remala; ¡engañar a dos, a dos, señora, a mí y a la
otra, que es un ángel, según dice todo el mundo! Dígale usted que
su cuenta con
-Me parece que está usted muy trastornada... Cállese, cállese y atienda a su hijo...
-Ya atiendo, señora, ya atiendo. ¿Pues
no me ve?... Hijo, gloria de tu madre, emperador del mundo... ¡Ay!,
crea usted que si aquellos perros guindillas no me dejan venir a
dar de mamar a mi hijo, no sé lo que me pasa... El mismo Samaniego
fue quien me soltó, diciendo: «Que se vaya noramala». Pues sí,
señora, estoy contenta. Y crea usted que no me alegro por
interés... ¿Para qué quiero yo el dinero? Para nada. Me alegro por
tener
-Cuando digo que usted no tiene la cabeza buena (bastante alarmada). Cállese la boca. Tengamos formalidad (dándole palmadas en el hombro), porque si no le cría bien, le pondremos ama; y en último caso, hasta le recogeremos para tenerlo con nosotras.
-¡Quia!... no señora... Yo no lo suelto (con gran excitación y desbordamientos de alegría). ¡Estoy tan contenta!... Usted me va a querer, señora ¿verdad? ¿Me querrá usted? Porque yo necesito que alguien me quiera de firme. Verá usted qué bien me voy a portar ahora. ¿Hombres?, ni mirarlos. No quiero cuentas con ninguno. Mi hijito y nada más.
-Sí... quien te conozca que te compre.
-¡Ah!, usted no me conoce, señora... ¿Cree que...? Ja, ja, ja... Mi hijito, y aquí paz... Verá usted; nos haremos cargo de que es hijo de las tres, y tendrá tres madres en vez de una...
A la santa le hizo gracia aquella extraña idea.
«Mire usted; después que Dios me ha
dado al
«¡Pero, hija, qué alborotada está usted, y qué disparates dice! (tomándole el pulso y examinando con alarma el brillo de sus ojos). Extraño mucho que el pobre Juanín encuentre qué sacar de ese pecho...».
Las demás personas que en la casa entraron estaban en la sala, sin atreverse a pasar mientras durase aquel animado coloquio de la diabla y la santa, cuyo lejano run run oían. Guillermina pasó a la salita en busca de Ballester, que estaba muy cariacontecido junto a los cristales de la ventana, mirando a la plaza, y le dijo: «Está esa mujer excitadísima, y me temo que se seque... ¿Hay aquí antiespasmódica?».
-Sí, sí, la preparé yo con muchísimo esmero; pero traeré más esta noche. ¿Dice usted que está excitadísima?
-Pero atroz... Cabeza trastornada; dice mil despropósitos. Entre usted.
Cuando Ballester le propuso que tomara la medicina, replicó la joven: «Lo que quiero es agua. Tengo una sed horrible... la boca seca». Bebió con ansia, y entre tanto, la fundadora llevaba aparte a Ballester y le decía:
-Oiga usted. Y su marido, ese pobre hombre, ¿qué viene a buscar aquí? ¿Qué hace, qué dice, cómo ha tomado esto?
-Señora -replicó el regente fluctuando entre la seriedad y la risa-. ¿Usted no lo entiende?... pues yo tampoco. Su natural es tímido. Por eso, cuando veo que rompe a hablar con personas que no son de confianza, me escamo mucho. De algún tiempo acá todo cuanto ese chico habla es tan atinado, que podrían tenerlo por suyo los siete sabios de Grecia.
-¿Pero no está...? -preguntó la dama llevándose a la sien su dedo índice.
-A saber... Él fue quien le trajo el
cuento de lo del tal con la cual, quiero decir, con la
Rubín e Izquierdo estaban sentados en
el
«Vamos -pensó la fundadora-, ¿a que tirando por la calle de en medio salgo bien? Es lo mejor, y este sistema siempre me ha dado resultados. Oiga usted, caballerito...».
-Señora...
Y aquí se atascó el diálogo, porque la
santa
-Gracias; es favor -replicó ella con gracejo-. Y a mí me parece que el santo es usted.
-Yo... (sin maravillarse mucho de la lisonja). Pero de mí a usted hay una gran diferencia. Cierto que yo he ganado algunas batallitas contra mis pasiones; pero no he llegado, ni con mucho, al grado de perfección que usted. Disto bastante todavía. Si con padecer se llegara, ya estaríamos en el pináculo, porque yo he padecido mucho, señora. Usted se pasmará de la serenidad que nota en mí. Todos se pasman, y no es para menos. Porque aquí donde usted me ve, he estado loco, loco perdido...
-Lo sé, lo sé... ¡Ay, qué dolor!
-Y he ido pasando por este y el otro
grado. Primero tuve el delirio persecutorio, después el delirio de
grandezas... Inventé religiones; me creí jefe de una secta que
había de transformar el mundo. Padecí también furor de homicidio, y
por poco mato a mi tía y a Papitos. Siguieron luego depresiones
horribles, ganas de morirme, manía religiosa, ansias de anacoreta,
y el delirio de la abnegación y el desprendimiento...
Guillermina estaba pasmada y no se le ocurría nada que oponer a aquellas razones. Expresábase él con admirable serenidad y con fácil y aun ingeniosa palabra, sin atropellarse ni vacilar un instante, las facciones reposadas, todo cortesía y aplomo.
«Y cuando volví a la vida, porque
volver a la vida fue aquello, encontreme como el que sube a un
monte muy alto, muy alto, y ve todas las cosas de golpe, reducidas
a mínimo tamaño. 'Aquello -decía yo- que me pareció tan grande,
vedlo allá tan chiquitín'. Híceme cargo de todo lo que había pasado
durante mi enfermedad, que más bien me parecía sueño, y vi la
infidelidad de esa desgraciada, vi también que tenía una cría, y la
claridad de aquella razón nueva y robusta que yo había echado, me
hizo ver un caso de aplicación de la justicia, y consideré que era
de mi deber contribuir a la extirpación del mal en la humanidad,
matando a esa infeliz, con lo cual la redimía, porque yo he
Guillermina iba a contestar algo a esto; pero el otro no la dejaba meter baza.
«Aguárdese usted un poquito, que falta la segunda parte. Pensaba yo cómo realizaría aquel acto de justicia, cuando la casualidad, mejor será decir la Providencia, me deparó una solución mejor y más cristiana que la muerte. Esta pobre mujer no necesitaba de mi justicia. Dios mismo había dispuesto su castigo y una lección tremenda. ¿Qué debía yo hacer? Dejar que hiriera la lección. La infidelidad castiga la infidelidad. ¿Hay nada más lógico que esto? Yo debía, pues, dejar que obrase la lógica. Di gracias a Dios por aquella luz que hizo venir a mí. Dios es el único que castiga, ¿verdad, señora? ¡Y qué bien que lo sabe hacer! ¿A qué usurparle sus funciones? Dios, realizando la justicia por medio de los sucesos, lógicamente, es el espectáculo más admirable que pueden ofrecer el mundo y la historia. Así es que yo me lavo las manos, y dejo que la lección natural se produzca y la justicia se cumpla. ¿Es esto ser razonable? ¿Es esto ser cuerdo...?».
Hizo la pregunta cruzándose de brazos,
y Guillermina después de vacilar, le dijo: «Vaya si lo es. Y Cristo
nos enseña que no debemos tomarnos la justicia por nuestra mano,
pues Dios
-Eso mismo pienso yo. Los resentimientos que había en mi corazón, los he ido desechando... La idea de matar la considero yo ineficaz y absurda, como un medicamento equivocado. Sólo Dios mata, y Él es quien siempre enseña. Yo he tenido celos horribles, yo he tenido rencores ardientes; sin embargo, toda esta maleza va cayendo bajo el hacha de la razón... Razón y nada más que razón. Ya no pienso en matar a nadie, ni aun a los que tanto odié. Veo las admirables enseñanzas de Dios, veo a los malos recibir su castigo, y procuro no merecerlo yo... Este es mi sistema, esta es mi vida.
Segismundo había llamado a Guillermina desde la puerta de la alcoba. Allí cuchichearon algo referente a Fortunata, y habiéndole preguntado a la santa su parecer respecto al joven Rubín, la fundadora se expresó de este modo: «Lo último que me ha dicho es el colmo de la sabiduría y de la cordura; pero...».
-No las tiene usted todas consigo... Ni yo tampoco.
-IX-
Izquierdo entró con una botella de
cerveza y detrás el mozo del café de Gallo con un
-¡Quite usted allá! -replicó la dama-. Yo no bebo esas porquerías. Se lo agradezco...
A Fortunata la invitaron también; pero ella no quiso tampoco tomarlo, y pidió leche. Ballester, atento a serle agradable, mandó a Encarnación por la leche, y Guillermina se despidió para retirarse en el momento en que entraba Plácido, que había subido presuroso y lleno de oficiosidad a ponerse a sus órdenes.
Segismundo observaba a su amiga, y a
la verdad, no le parecía su estado muy católico. El falso gozo que
la hacía reír a cada instante no era buena señal, y hubiera él
deseado que hablase menos. Pero todo se volvía contar el lance con
Aurora, dándole proporciones trágicas, y una vez concluido, lo
empezaba de nuevo, revelando contra la que fue su amiga una saña
implacable. Ballester la contradecía suavemente, recomendándole la
prudencia, la tolerancia y el perdón de las injurias. No sabiendo
ya qué decirle, llegó hasta sacarle el ejemplo de Maximiliano, que
llevaba con tan cristiana
Trajeron la leche, y cuando
Encarnación se la servía a su ama, esta vio que habían caído dos
moscas; le entró mucho asco y puso a la chiquilla como hoja de
perejil, llamándola puerca y descuidada. El regente mandó traer más
leche, y dijo que la de las moscas se la bebería él, pues no tenía
asco de nada. Sacó los insectos con el dedo meñique, y su amiga le
criticó esta acción, llamándole sucio y tratándole con cierta
sequedad. Trajeron la leche bien tapada para que no cayeran moscas,
y mientras Fortunata se la bebía, Ballester se tomó la otra,
diciendo bromas y chuscadas, con las cuales no lograba disipar la
negra tristeza en que la joven había caído tras la ruidosa alegría.
Mandola acostar, y entretanto, pasó el farmacéutico a la sala,
haciendo que atendía al juego de las damas. No podía tener
tranquilidad mientras Maxi estuviera allí, ni se fiaba de sus
apariencias resignadas y filosóficas. Con disimulo, y fingiendo que
le hacía cosquillas, por jugar, le tocó los bolsillos, temeroso de
que llevara algún arma. Pero nada encontró en su disimulado
La tos perruna de su tío la tranquilizó, diciéndole que no estaba sola. Mandó a la chica que trajese luz, pues se le había despabilado el sueño, y José, atento a custodiarla, se asomaba a cada instante a la alcoba. Sentose Maximiliano junto a la cama como el día anterior, y bondadosamente le dijo: «Esta tarde había aquí mucha gente y no pude hablarte. Por eso he vuelto. Ya sé que tú y Aurora os pegasteis. Doña Casta está furiosa, y mi tía, no puedes figurarte lo alborotada que está contra ti. Sobre este suceso de hoy se me ocurre a mí una cosa que te quiero comunicar».
-Dímelo, dímelo prontito -indicó ella, que sin saber por qué, esperaba de aquel hombre, a quien tenía en tan poco, ideas extrañas y quizás consoladoras.
-Pues lo que has hecho esta tarde favorece a tu enemiga -afirmó Rubín con severidad de médico, aguardando el efecto que tales palabras habían de hacer en ella-. Sí; favorece a tu enemiga. Tú eres tonta y no conoces la naturaleza humana. Yo, desde que entré en esta gran crisis de la razón, todo lo veo claro, y la naturaleza humana no tiene secretos para mí.
Fortunata no comprendía.
«Me explicaré mejor. Quiero decir que al maltratar a tu rival le has dado la victoria sobre ti. El hombre a quien queréis las dos pudo haber vacilado antes de elegir la que definitivamente había de merecer su amor. Ahora no vacilará. Entre una que se descompone y hace las brutalidades que tú hiciste y otra que padece y es maltratada, el amor tiene que preferir a la víctima. Toda víctima es por sí interesante. Todo verdugo es por sí odioso. En un pleito de amor, la víctima gana siempre. Ésta es una verdad que está escrita en el corazón humano como en un libro, y yo leo en él tan claro como leemos una noticia en
A Fortunata le hizo esto tan mal efecto, que sintió ganas de coger la palmatoria y tirársela a la cabeza. Respondió con despecho: «Pues si gana ella, mejor. A mí no me importa nada que él la quiera ni que la deje de querer...».
-Y ahora la va a querer tanto -agregó Maxi impasible y frío-, la va a querer tanto, que los amantes de Teruel van a ser paja al lado de ellos. La querrá porque ha sido atropellada, y las víctimas siempre inspiran amor. Créetelo porque te lo digo yo, que todo lo sé. La querrá con locura, más que a ti, más que a su mujer; y hará con ella lo que no hizo con ninguna. Abandonará a su mujer y a sus padres para vivir a sus anchas con ella... Y serán felices y tendrán muchos hijitos.
Lo que la de Rubín dijo no fue más que un mugido. Hizo ademán de coger la palmatoria. Después se tapó la cara con la mano.
«Yo te digo estas cosas porque son la verdad, y te pego con la verdad para que la lección escueza. Así, así es como aprendes. Bonita enseñanza, ¿verdad? Cierto que duele y hace sangre; pero padecer y aprender son sinónimos. Por tu bien es. Tu conciencia se purificará, y ojalá te murieras con esta pena, porque te irías derecha al Cielo».
La joven lloraba con angustia, y él no parecía tenerle compasión.
«Veo que me crees y haces bien. Lo que
te he dicho ha salido siempre verdad. Yo lo sé todo, y mi razón me
presenta la vida como un panorama ante los ojos. Es un don que
recibí de Dios. Cuando estaba loco, adivinaba por inspiración; bien
lo sabes, y recordarás que te anuncié
-Cállate, cállate o verás... -dijo Fortunata amenazándole con el puño, y tratando de vencer el terror sugestivo y supersticioso que su marido le inspiraba-. Yo también sé verdades y te voy a decir una.
-Pues dímela pronto.
-Digo que eres un hombre sin honor...
Maximiliano se estremeció ligeramente, pero nada más. Seguía oyendo. «¿Y qué más?» dijo.
-¿Te parece poco? -prosiguió la
diabla, que de rabiosa que estaba, tenía espuma de saliva en los
labios-. Pues Ballester y doña Guillermina lo decían hace poco: «Es
un santo; pero no tiene el sentimiento del honor». Conque ya sabes.
Déjame en paz. No quiero verte más. Unos dicen que estás cuerdo, y
otros que estás
-Lo que dices (con glacial estoicismo) es propio de una criatura llena de debilidades y de impurezas, en quien la razón se halla en estado embrionario, y que habla y obra siempre al impulso de las pasiones y del vicio.
-
Izquierdo, que oía desde la puerta, se alarmó, creyendo oportuno evitar aquel coloquio que tan mal giro tomaba: «Ea -dijo entrando-, bastante hemos hablado. Y usted, señor de Maxi, haga el favor de tomar soleta...».
Le cogía por un brazo, sin que él
hiciese resistencia. Rubín estaba algo aturdido, como
Maxi la interrogaba con su mirada luminosa.
«Di si quieres. Verás cómo lo cumplo. Seré una mujer modelo, y tendremos hijos tú y yo... Pero has de hacer lo que te digo. Yo te juro que no me volveré atrás, y te querré. Tú no sabes lo que es una mujer que se muere por un hombre. ¡Pobretín, esa miel no la has catado nunca!... ¿No darías tú algo porque yo te quisiera como tú me querías a mí?... ¿Te acuerdas de cuando me adorabas, te acuerdas?... Pues figúrate que yo te adoro a ti lo mismo y que te llevo estampado en mi corazón, como tú me llevabas a mí...».
Maximiliano empezó a inmutarse... La
máscara fría y estoica parecía deshacerse como la cera al calor, y
sus ojos revelaban emoción que
«Di si quieres... -repetía la diabla con exaltación delirante-. Déjate de santidades y reconciliémonos y querámonos... Tú no lo has catado nunca. No sabes lo que es ser querido... Verás... Pero ha de ser con una condición... Que hagas lo que debiste hacer, matar a esa indina, matarla... porque lo merece... Yo te compro el revólver... ahora mismo...».
Sus manos revolvieron temblorosas bajo las almohadas buscando el portamonedas. De él sacó un billete de Banco. «Toma, ¿quieres más? Compras un revólver... bien seguro... pero bien seguro... la acechas, y plim... la dejas seca... Oye otra cosa: Para que se te quiten los celitos, y cumplas con tu honor como un caballero, les matas a los dos, ¿sabes?, a ella y a él, que también lo merece, y después de muertos (con salvaje sarcasmo), después de muertos, ¡que tengan los hijos en el otro mundo!... ¿Con que lo harás? Hazlo por mí, y por su pobrecita mujer, que es un ángel... las dos somos ángeles, cada una a su manera... Dime que lo harás... ¡Y luego te querré tanto...! No viviré más que para ti... ¡Qué felices vamos a ser!... tendremos niños... hijos tuyos, ¿qué te crees?...».
Maxi, lelo y mudo, la miraba, y al fin sus ojos se humedecieron... Se deshelaba. Quiso hablar y no pudo... La voz le hacía gargarismos.
«Sí... quererte a ti -añadió ella-. No
sé por qué lo dudas. ¡Ah!, no me conoces... no sabes de lo que soy
capaz... déjate de
-Vamos, ¿qué
-Tío, déjele usted, déjele usted... Es mi marido, y queremos estar juntos... ¡Vaya!...
Maxi se dejaba levantar del asiento
como un saco. Se había quedado inerte. De pronto, hubo algo en su
espíritu que podría compararse a un vuelco súbito, o movimiento de
cosas que, girando sobre un pivote, estaban abajo y se habían
puesto arriba. Las manos le temblaban, sus ojos echaron chispas, y
cuando dijo
«Mátameles, sí... -añadió la diabla, retorciéndose las manos-. ¡Hijos ella!... En el infierno los tendrá...».
Cayó desplomada sobre las almohadas, chocando la cabeza contra los hierros de la cama.
Maxi alargó la mano y recogió el
billete, que estaba aún sobre la colcha. Y a punto que Izquierdo le
sacaba, resonó la voz de Juan Evaristo con agudísimo timbre, y
entraba Segismundo,
-X-
«¡Demonio de chico! -dijo a Izquierdo cuando volvía de acompañar hasta la puerta al señor de Rubín-. Hay que tener mucho cuidado con él y no perderle de vista cuando entra aquí. Y ella, ¿qué tal está?... Buena moza, ¿cómo va ese valor?».
La joven no respondía. Estaba como
aletargada. Pero el chico siguió chillando, y al reclamo de él, la
madre abrió los ojos, y tomándole en brazos, le acercó a su seno.
Ballester mandó a la criada que quitara la luz, que acaloraba mucho
la alcoba, y se sentó donde antes había estado Maxi. Luego sacó una
cajita de medicinas y una botellita con poción. «Aquí traigo otra
antiespasmódica. La he hecho yo mismo, y traigo también el
Fortunata había vuelto a cerrar los ojos. El niño callaba y se oían sus lengüetazos.
«Buenas tragaderas tiene el amigo
-dijo
El chico rompió a llorar otra vez, y la madre parecía tan inquieta como él.
«Amigo Ballester... ¿sabe usted que me parece que me quedo sin leche?... Mi hijo chupa, chupa y no saca...».
-No asustarse. Es accidental. Procure usted dormir... A ver: ¿Maxi le ha dicho a usted alguna tontería?
-Tontería no... verdades...
-¡Verdades!... (rompiendo a reír). ¿Y cómo sabe usted que son verdades?
-Porque las grandes verdades las dicen los niños y los locos.
-Es un refrán sin sentido común. Los locos no dicen más que disparates.
-Es que mi marido no está loco... Tiene ahora mucho talento. Tal creo yo.
Juan Evaristo volvió a callar, pegándose al pezón con salvaje ahínco.
«Tome usted un poco de esta bebida. La he preparado como para usted... Está riquísima. Es preciso calmar los nervios».
La chica trajo un vaso con cucharilla, y Fortunata tomó la antiespasmódica.
«¡Qué bueno es usted, Segismundo! ¡Qué agradecida estoy a lo que hace por mí!».
-Todo y mucho más se lo merece usted, carambita -replicó el farmacéutico con efusión de cariño-. Hemos de ser muy amigos.
-Amigos sí, porque lo que es querer... No vuelvo yo a querer a ningún hombre, como no sea a mi marido, siempre y cuando haga lo que le mando.
-¡A su marido! (tomándolo a broma). No me parece mal. Y ahora que está hecho un santo...
-Santo, no... ¡qué simplezas dice usted!
-Santo; así como suena. De modo que será usted también santa... Pues yo seré su discípulo. Nos iremos los tres a un desierto a hacer penitencia y comer yerba.
-Cállese usted.
-Usted es la que se va a callar... a ver si se duerme y se le calman los nervios. La salida de hoy no tendrá consecuencias. ¿Sabe usted lo que venía pensando?, que si encontraba mal a la buena moza, me quedaría aquí esta noche. Y al salir de casa, le dije a mi madre que quizás no volvería. Nada, que estoy decidido a cuidarla como si fuera mi cara mitad.
-No; si no es preciso que usted se moleste. Crea que me siento regular esta noche, casi bien. Anoche ¿sabe?, estaba peor.
-Pues me estaré hasta las doce o la una. Me pondré a leer
Así lo hizo, y no habiendo observado
hasta más de media noche nada de particular, salió de puntillas,
dando a la placera instrucciones por si la mamá o el niño tenían
alguna novedad durante la noche. El
«Paréceme -dijo Fortunata con terror-, que me estoy secando».
-Pues si te secas -le contestó su tía, que hasta para consolar era regañona y desapacible-, pues si te secas, ¡demonche!, mejor, ponemos un ama, y a vivir...
-Diga usted, tía, ¿ha venido mi marido?
Segunda la miró asombrada. «¡Tu marido!... ¿sabes la hora que es? ¿Y para qué quieres que venga acá ese tipo?».
-Tenía que hablarle...
-¡Santo Cristo de Burgos, cortinas verdes!... A buenas horas nos entra la fineza... El demonio que te entienda, chica, ¡ahora clamas por tu marido! Para lo que ha de servirte, más vale que no parezca por acá en mil años.
-Es que le tenía que hablar. No ha estado aquí desde anoche.
Segunda la volvió a mirar, echándose a reír con descarada grosería. «Pero, chica, si ha estado aquí esta noche, y se fue a las diez...».
-¡Ah!, ¿esta noche ha sido? Es que confundo yo las noches... Creí que había habido un día entre medio. Cuando una está en la cama, se le va la idea del tiempo...
La criatura seguía alborotando, y su madre se quejaba de un desasosiego que no podía explicar. «¡Cuánto siento que se haya ido Segismundo! Él me recetaría alguna cosa, o al menos, diciéndome que esto no es nada, yo me lo creería».
Segunda propuso ir a llamarle; pero Fortunata no consintió en ello, porque una noche, dijo, se pasaba de cualquier manera. Así fue, y la verdad es que la pasaron todos muy mal, incluso Encarnación, que se dormía en pie.
A la mañana siguiente, subió Estupiñá
a preguntar por toda la familia con un interés del cual Segunda
sabía sacar partido. «¿Cómo ha pasado la noche la mamá? Y el niño,
¿qué
«Pues no está demás que usted haya dado estos pasos, D. Plácido, porque estoy en que se nos seca -dijo la placera, gozosa de meter su cucharada en aquel asunto-; y si la señora (aludiendo a Guillermina), quiere que se le ponga ama, yo soy de la misma conformidad».
Plácido, después de cotorrear un poco
con Segunda en la puerta de la casa de esta, bajó a la suya, y en
la salita, tapizada de carteles de novenas y otras funciones
eclesiásticas, estaba Guillermina, en pie, el rosario y el libro de
rezos en la mano. La casera y el administrador cotorrearon otro
poco, y el resultado de esta nueva conferencia fue que Rossini
volvió a subir presuroso y a tener otra hocicada con Segunda en la
puerta. «Dígame usted, ¿está durmiendo ahora? ¿Y el niño mama o no
mama?» -«Pues ahora están los dos callados...
Y vuelta a bajar y a subir nuevamente
con un mensaje. «Señá Segunda, oiga. Que no deje usted de mandar
recado hoy a ese señor de
Y tornó a bajar con toda su
oficiosidad y diligencia, dispuesto a subir cien veces si fuese
menester. Guillermina estuvo aún un ratito en casa de su amigo, el
cual no sabía qué hacerse al ver su pobre vivienda honrada con
persona tan excelsa. Habría traído de San Ginés, si pudiera, el
trono de la Virgen del Rosario, para que se sentara. Pues, digo,
cuando llamaron a la puerta y fue a abrir, y vio ante sí la
simpática figura de Jacinta, creyó el pobre hombre que toda la
corte celestial penetraba en su casa. No dijo nada la señorita; no
hizo más que sonreír de un modo que significaba: «¡Qué raro verme
aquí!». Guillermina alzó la voz desde la sala diciendo: «Pasa, aquí
estoy...». Estupiñá, siempre delicado, se apartó para dejarlas
hablar a solas. Parecía que la santa reprendía paternalmente a la
otra: «Si ya te he dicho que lo dejes de mi cuenta. Yo me entiendo.
Si te empeñas en meter la cuchara, creo que lo vas a echar a
perder... No, no te dejo subir...
Salieron, y Plácido se fue con ellas a la iglesia, pues aunque ya había estado en ella, érale muy grato acompañar a las señoras a misa. Oyeron dos, y antes de salir, sentadas en un banco, la Delfina dijo a su amiga: «¿Sabe usted que no he podido oír las misas con devoción, acordándome de esa mujer? No la puedo apartar de mi pensamiento. Y lo peor es que lo que hizo ayer me parece muy bien hecho. Dios me perdone esta barbaridad que voy a decir: creo que con la justiciada de ayer, esa picarona ha redimido parte de sus culpas. Ella será todo lo mala que se quiera; pero valiente lo es. Todas deberíamos hacer lo mismo».
La santa no respondió, porque dentro de la iglesia no gustaba de tratar ciertos asuntos de reconocida profanidad; pero cuando salían por el patio que da a la calle del Arenal, tomó el brazo de su amiguita, diciéndole: «Bueno estuvo el lance, bueno. ¡Qué par de alhajas!».
-¡Crea usted que a mí me daba una alegría cuando lo oí contar!... Habría yo dado cualquier cosa por estar presente en aquella tragedia...
-Quite allá... es repugnante... Dos mujeres pegándose...
-Será lo que usted quiera; pero desde que me lo contaron, la bribona antigua se ha crecido a mis ojos y me parece menos arrastrada que la moderna.
-Este mundo, hija mía, está lleno de maldades. A donde quiera que mira una, no ve más que pecados, y pecados cada vez más gordos, porque la humanidad parece que se vuelve de día en día más descarada y menos temerosa de Dios... ¡Quién había de decir que esa muchacha, esa Aurorita, que parecía tan buena, tan lista...! No, como lista, ya lo es; aunque la otra lo ha sido más... ¿Y qué dice Bárbara?, estaba encantada con ella, y todos los días iba al obrador a verla trabajar... Pero cállate, que aquí viene tu señora suegra...
Barbarita y la pareja se encontraron.
«Ya no alcanzas la del señor cura... ¡Qué horas de ir a misa!».
-Pero si no me han dejado salir en toda la mañana... Mira, Jacinta, allí tienes a tu marido llama que te llama... Entré y... «Que dónde estabas tú. Que qué tenías tú que hacer en la calle tan temprano». Conque bien puedes darte prisa.
-Que espere... Pues no faltaba más... -replicó Jacinta con tedio-. Que tenga paciencia, que también la tienen los demás.
-Y vosotras, ¿de dónde venís?
-¿Nosotras? De ver amas de cría -dijo la santa sonriendo.
-¡Amas de cría!...
-Sí, no es broma... amas, amas, amas.
-¡Qué graciosa estás hoy!...
-Pues qué, ¿no te ha dicho esta tonta
que hemos encontrado otro
Barbarita se echó a reír con donaire. «Pero qué, ¿os han dado otro timo?».
-Quia; ahora no. Este es auténtico...
este es de ley;
-¡Bah!, no quiero oírte... -repuso Barbarita con humor festivo, y se separó de ellas para ir presurosa a la iglesia.
-Oye... mira -dijo Guillermina llamándola... -Cuando salgas, date una vuelta por las tiendas. Allí tienes a tu corredor, Estupiñá el Grande. Aguarda, oye; te compras una buena cuna...
La dama se reía; todas se reían.
-XI-
El dictamen de Quevedo no fue
alarmante con respecto a la madre; pero al chico le dio el
Fue allá la fundadora, y se alegró de encontrar a Ballester en la sala. «A ver si la convence usted de que no puede criar. La pobre, como tiene la cabeza un tanto débil y trastornada, se figura que le van a quitar a su hijo... Y no es eso, no es eso... Hay interés en que le críe bien».
-Ya se lo he dicho... Casi he empleado las mismas palabras, señora... Pero si viera usted... Hállase hoy en un estado de apatía y tristeza que no me hace maldita gracia. No hay medio de sacarle una respuesta a nada de lo que se le dice. Tiene el chico en brazos, y cuando le hablan de amas o de que ella se está secando, le aprieta, le aprieta tanto contra sí, que me temo que en una de estas le ahogue.
-Todo sea por Dios... Entraré a ver a la fiera, y trataremos de amansarla.
Sin abandonar aquella actitud de desconfianza y miedo, Fortunata pareció alegrarse de ver a Guillermina, que la saludó con extremada amabilidad, demostrando un gran interés por ella y por su niño.
«¡Qué gusto verla a usted! -exclamó la pecadora sin moverse-. Tenía yo ganas de que viniera para decirle una cosa...».
-Pues ya me la está usted diciendo, porque me voy a escape.
La infeliz joven puso el nene a su lado, mostrando menos desconfianza; pero le rodeó con su brazo en ademán de protección.
«¿Pero me le quitará?... Diga si me le quería quitar... Fuera bromas. Lo que usted me diga lo creeré».
-Muchas gracias, amiga mía... Me toma por ladrona de chiquillos. No sabía yo que soy bruja...
-No; es que... verá. Yo pensaba que me lo iban a quitar, por lo mala que he sido. Pero eso no tiene que ver, ¿verdad? Pues ahora soy mucho más mala. ¡Ay!, señora, he cometido un pecado tan grande, tan regrande, que no creo que me lo perdone Dios.
-¿Apostamos a que es cualquier tontería? (inclinándose hacia ella y acariciándole la barba).
-¡Ay, señora, ojalá fuera tontería!...
Voy a decírselo... Pero no me riña mucho... Pues
Guillermina recibió impresión muy fuerte con estas palabras; pero hizo un esfuerzo por aparentar que no perdía su serenidad. «Fuertecillo es, sí, señora... Pero su marido de usted no hará nada. He hablado con él y me ha parecido muy razonable».
-La razón es su tema... pero no hay que fiar... Lo que es los tiros, crea usted que no se le escapan. Yo le calenté bien la cabeza... Toda aquella sabiduría que ahora tiene se la quité con las cosas que le dije... Se volvió loco otra vez, señora; le prometí quererle como él me quiso a mí, y crea usted que hice la promesa con voluntad.
-Me hace usted temblar (alarmándose). Vamos; el pecado ese es de lo más atroz que puede haber. Él, si los mata, peca menos que usted, por haberle mandado que lo hiciera, acalorándole con promesas.
-Lo mismo me parece a mí, y por eso he estado con miedo toda la noche.
-Si usted reconoce que ha hecho mal, y le pide perdón a Dios de su mala intención y procura limpiarse de ella, Dios tendrá piedad de la pecadora.
-Es que... verá usted... estoy
arrepentida
Esto lo decía con tanta naturalidad, que Guillermina, por un instante, no supo si indignarse o tomarlo a risa. «Vaya, que las ideas de usted me gustan... Se me figura que marido y mujer allá se van... en sabiduría. Si usted no se desdice al momento en todos esos disparates me voy y no vuelve a verme en su vida más. No se puede tolerar esto...».
-¿De modo que a esta tía
-Dios es el que castiga; nosotros aprendemos.
Ambas callaron, mirándose.
«Tengo que traerle a usted un confesor. Usted no está buena ni del cuerpo ni del alma. Pues digo, si lo que Dios no quiera, sobreviene la muerte a la hora menos pensada, y la coge así, le cayó la lotería».
-Si me muero, me llevo a mi hijo conmigo -dijo la diabla, volviéndole a coger y estrechándole contra sí.
-Otra barbaridad. Hoy estamos de vena.
-¿Pues no es mío?, ¿no le he dado yo la vida? (con febril impaciencia y ardor).
-¡Cómo!... ¿darle vida usted? Hija, no tiene usted pocas pretensiones. También quiere ponerse en competencia con el Creador del mundo y de todas las cosas... Vamos, lo mejor es que me eche a reír... En fin, estamos aquí como dos tontas, y hay que poner las cosas en su lugar. Tiene usted que llamar a su marido y decirle que para quererle como Dios manda, es preciso que no mate a nadie, absolutamente a nadie. ¿Lo hará usted?
-Si usted me lo manda, sí... ¡Ay!, yo creí que matar al que nos engaña, al que nos vende, no es pecado... vamos, que no era pecado muy gordo, se me subió la hiel a la cabeza. ¡Le tengo tanta rabia a ésa...! Digo yo que se puede tener rabia a otra persona, desear que la maten, y sin embargo no ser una mala.
Incorporose para expresar con mímica más persuasiva un argumento que se le había ocurrido y que creía de gran fuerza: «Vamos a ver, señora. ¿A que la dejo callada ahora?, ¿a que, sabiendo usted tanto como sabe, no me devuelve esta?».
-¿Qué?
-Esta razón. Vamos a ver. La señorita
Jacinta es, como quien dice, un ángel... Todos la llaman así...
Bueno; pues con todo su mérito y
Se volvió a reclinar en las almohadas, satisfecha, esperando la respuesta, con la seguridad de que la santa no tenía más remedio que mentir para no darle la razón.
«¿Qué está usted diciendo? -replicó Guillermina indignada-. ¡Jacinta desear que maten a nadie!... ¡O usted es tonta o ha perdido el juicio!».
-Vamos... Pues bueno, diré otra cosa (retirándose a la segunda paralela después de rechazada en la primera). ¿No se alegrará la señorita de que yo me muera?...
-¿Alegrarse... de que usted se muera... de que se la lleve Dios...? (titubeando). Tampoco... tampoco... Jacinta no desea el mal del prójimo, y sabe que debemos amar a nuestros enemigos y hacer bien a los que nos aborrecen.
Con un
«¡Ay!, ¿no lo cree?...».
-¡Que me desea bien a mí!
-Jacinta no sabe tener rencor... ni se acuerda de usted para nada...
-Pero de eso a que me mire con buenos ojos...
-Pues no faltaba más sino que la quisiera a usted como me quiere a mí... Por cierto que ha hecho la niña merecimientos para ello. Con que la perdone debe darse por satisfecha...
-¿Y me perdona de verdad?... ¿pero es de verdad?
-¿Pues qué duda tiene? Usted, como no sabe lo que es fe, ni temor de Dios, ni nada, no comprende esto.
-¿Y podría ser mi amiga?...
-Hija, tanto como amiga... Eso ya es un poco fuerte (no pudiendo contener la risa). Vamos, que no pide usted poco... Ahora quiere que después de lo que ha pasado partan un piñón...
-¡Amigas!... -repitió la diabla frunciendo las cejas-. Por más que usted diga, no me puede ver, mayormente ahora que he tenido un hijo y ella no... Y lo que es ahora, ya no lo tiene, está visto... Que no le dé vueltas.
Como Ballester se acercara a la puerta de la alcoba cuando oía reír a la santa, esta le dijo: «Entre usted si quiere divertirse, pues esto es una comedia. Su amiga de usted está por conquistar. ¡Qué ideas tiene! Por cierto que yo le voy a traer al Padre Nones. Tenemos que darle una limpia buena. En fin, me retiro, que con estas tonterías se me va la mañana».
Se levantó, y Fortunata le tiró del vestido para hacerla sentar otra vez. «Una duda me queda, señora. Sáqueme de ella».
-Veamos esa duda... otro despropósito. ¡Ay, qué cabeza!
-Siéntese usted un momento, que le voy
a
-¡Ave María Purísima!... ¿con qué caballero?
-Con aquel que se murió de repente...
-Cállese, cállese o le pego...
-No, si yo no lo creo ya. Lo creía; pero como fue la indecente de Aurora quien me lo dijo, ya dejé de creerlo... sólo que tenía un poquito de duda.
-¿Esa...? (con soberano desprecio). ¡Y se atrevía a decir...!
-Si es lo más mala... Usted no puede figurarse lo mala que es (con la mayor buena fe). Aquí donde usted me ve, yo, al lado de ella, soy un ángel.
-Lo creo (sonriendo). No nos ocupemos de esas miserias. ¡Jacinta faltar! Estas pecadoras empedernidas creen que todas son como ellas...
-No, si yo no lo creo, señora, si no lo creí (muy apurada). Ella fue la que lo dijo y lo creía... ¿Sabe una cosa? (Atrayéndola a sí y hablándole en secreto). Créame esto que le voy a decir... Uno de los motivos porque le pegué fue el haber dicho eso, el haberme encajado la bola de que Jacinta era como nosotras... Y dígame, ¿no merecía el morrazo que le di con la llave por afrentar a nuestra amiguita?... ¿No lo merecía? Claro que sí...
Guillermina estaba confusa; no sabía si aprobar o desaprobar...
«Quedamos en una cosa -dijo levantándose-; mañana vendrá el Padre Nones para usted, y para este ternerito un ama asturiana que, según dice Estupiñá...».
-Ama, no... ¿para qué? Si puedo... ¿No ha visto lo satisfecho que está el rey de la casa? ¿No es verdad, rico, que para nada te hacen falta amas? Su mamá, su mamá le da al niño todo lo que quiere.
-El Sr. de Quevedo sabe más que
usted... Aquí no se hace más que lo que yo mando -declaró la santa
con aquel ademán y tono autoritarios a los cuales nadie se podía
oponer-. Si de aquí a mañana Quevedo no varía de opinión, vendrá la
nodriza. Usted se calla y obedece... Yo pago y dispongo. Conque a
cuidarse, y ya hablaremos. El
-XII-
Por la tarde llegó doña Lupe muy
alarmada buscando a Maximiliano, a quien suponía allí. No pasó de
la sala, ni quiso ver a Fortunata, de quien dijo que la compadecía,
pero que no podía tener ninguna clase de relaciones con ella. En la
sala cuchicheó la
Fortunata había oído la voz de doña Lupe, y cuando esta se retiró, quiso que Ballester le explicase qué traía por allí.
«Pues nada, que
-¡Ah!, que no entre... no la puedo ver. Creo que me pondré mala si la veo. Y de mi marido, ¿qué dijo?
-No le nombró.
-Pues tampoco a Maxi le quiero ver... No sabe usted lo mal que me sienta verle y hablar con él... Me trastorna. No les deje usted pasar. Que se vayan a los infiernos. ¡Estoy tan tranquila aquí solita con mi hijo, y los amigos que me protegen...! ¡Que no venga, por Dios! ¿Usted me promete que no vendrán?
Lo pedía con terror suplicante. Ballester, deshaciéndose en demostraciones de caballerosidad protectora y de fraternal hidalguía, le dijo que los Rubín grandes y chicos, así los de carne y hueso como los que tenían pechos de algodón, no entrarían en aquella alcoba sino pasando sobre su cadáver.
Toda aquella tarde estuvo la joven con
la idea fija de lo antipáticos que eran los Rubín, y de lo que ella
haría para no recibirlos si a verla iban. El buen Segismundo se
esforzaba en tranquilizarla sobre este particular, y habiendo
observado que el recuerdo de otras personas excitaba y encendía su
ánimo favorablemente, le habló de doña Guillermina y de su hermosa
vida. «¿Sabe lo que me dijo al salir? Pues que si se le ofrece a
usted algo no estando
-Claro -dijo Fortunata rebosando de
orgullo inocente-; como que Plácido es todo
-¿Cómo he de dudar eso, criatura?
-Es que usted parece como que se sonríe un poquitín, cuando me lo oye decir.
-Está usted viendo visiones. Bueno va...
-Pues, aunque usted se guasee, seremos amigas... y nadie tendrá que decir de mí ni esto, para que usted lo sepa... Porque voy a portarme... ¡Cristo, cómo me voy a portar ahora! Mi hijo, mi hijo, y nada más... Vaya, ¿me sostendrá usted que no se sonríe ahora?
-Sí; pero es de satisfacción, por
verla a usted
-Y nada más... ¿Pues qué se creía usted?
Se sofocaba tanto, que el farmacéutico
creyó prudente llevar la conversación a un terreno insignificante;
pero Fortunata se las componía para volver a lo mismo, a que ella y
la
-Depende también de las personas con
quien uno se junta -le dijo su amigo muy serio-. Hablemos ahora de
otra cosa. De ciertos atrevimientos que yo tenía y tengo respecto a
usted, no quiero decirle nada, porque se nos va a hacer santa...
Aunque todo podía conciliarse, me parece a mí, ser santa y querer a
este hijo de Dios... Pero en fin, vuelvo la hoja. ¿Sabe usted que
si me descuido pierdo mi colocación en la botica de Samaniego? Si
doña Casta sabe que estas ausencias mías son para venir a visitar a
la que le tomó las medidas a su niña, al instante me limpia el
comedero. Por eso no puedo tirar mucho de la cuerda, y esta noche
-Pero no sea usted tonto -dijo
Fortunata con aquel arranque de generosidad, que en ella era tan
común-. Yo tengo
Ballester era tan delicado, que de
sólo oír tal proposición, le salieron los colores a la cara, y se
excusó con expresiones de gratitud. Poco después de anochecer se
retiró dando las órdenes más rigurosas a los hermanos Izquierdo con
respecto a visitas. Si algún Rubín, fuese quien fuese, se
presentaba, no abrir. Dejó sobre la mesa de la sala un arsenal de
medicamentos, y a Fortunata le recomendó la quietud, y que
Izquierdo se plantó de centinela en la
sala, acompañado de una grande de cerveza, y por si la grande no
era bastante para pasar la noche, llevó también una chica de
añadidura. Segunda regresó a las diez, después de la horita de
tertulia que solía pasar en el puesto de carne, y viendo a su
sobrina muy despabilada, le dio un poco de palique: «¿Sabes a quién
he visto?, a la tía esa,
La prójima no chistó; pero bien se
conocía que aquellas palabras habían hecho en su espíritu un efecto
desastroso. Cuando se quedó sola, no le fue posible contener los
impulsos de levantarse. La rabia surgió terrible en su alma, y sin
reparar en lo que hacía, incorporose en el lecho, alargando las
manos a la percha para coger su ropa... «Ahora mismo, ahora
Se sentó en la cama, entreviendo, a pesar de lo ofuscado que su espíritu estaba, las dificultades de la empresa. «Si lo dejo para mañana, ya no iré, porque me lo quitarán de la cabeza... Y yo le he de refregar la jeta con la suela de mis botas. Si no lo hago, Dios mío, me va a ser imposible ser ángel, y no podré tener santidad. Como no haga esto, tendré que volver a ser mala; lo conozco en mí».
Y tan pronto se ponía una pieza de
ropa como se la quitaba, con vacilación horrible, fluctuando entre
los ímpetus formidables de su deseo y el sentimiento de la
imposibilidad. Por fin se vistió, y saliendo a la sala, vio a su
tío dormido, de bruces sobre la mesa, junto a la luz, la botella
grande a su lado, medio vacía. «Podría salir sin que me sintiera
nadie... ¿Y si despertara a mi tío y le dijera que viniese
conmigo...?». La idea de asociar a
Al mirar a su hijo, la llama de su ira
se avivó más. «¡Decir que no es hijo de su padre...! ¡Qué infamia!
La despedazaría sin compasión ninguna. ¡Inocente!, ¡tan chiquito y
ya le quieren deshonrar! Pero no le deshonrarán, no, porque aquí
está su madre para defenderle; y al que me diga que este no es el
Estaba inquietísima, dando vueltas en
la cama. El hijito pidió y tomó el pecho; pero no debía de
encontrar muy abundante el repuesto, cuando a cada instante
apartaba su boca, chillando desesperadamente. A sus gritos de
necesidad y desconsuelo, uníanse los de su madre, que decía: «Hijo
de mi alma... qué, ¿no hay?... Esa, esa bruja ratera tiene la
culpa; ella te lo ha quitado. Ya verás cómo la arregla tu mamá...
Pobretín, tan chiquitito y ya le quieren deshonrar... Y mi niño es
el rey de España, y nada tiene que ver con Ballester, que es su
amiguito y nada más... Y mi niño es de quien es, y no hay otro en
-XIII-
Todo esto era muy bonito y muy tierno;
pero la leche no parecía, por lo cual Juan Evaristo
Por fortuna, entre las cosas que dejó
Ballester en previsión de todos los contratiempos posibles, había
un biberón muy majo. Segunda, con determinación rápida, lo llenó de
leche (de la cual tenía por casualidad un par de copas) y probó a
dárselo al chico. Este al principio extrañaba la dureza y frialdad
de aquel pezón que en su boquita le metían. Hizo algunos ascos,
pero al fin pudo más el hambre que los remilgos, y apencó con la
teta artificial. «Mira, mira, qué pronto se hace a todo el
angelito. ¡Si es lo más noble...! Rico... ¡qué carpanta estábamos
pasando!». La madre le miraba con desconsuelo, aunque contenta de
que se hubiera encontrado forma y manera de vencer la dificultad.
«¿Sabes una cosa? -le dijo su tía, poniéndole
Fortunata, desde que su tía empezó a hablar, lloraba a lágrima suelta; pero al oír lo de que iban a ser marquesas, una ráfaga de jovialidad pasó por encima de la onda de tristeza, y la joven se echó a reír con la cara anegada en llanto.
«No, no te rías; tanto como marquesas
no; ni para qué queremos nosotras ser
Fortunata no se rió más, ni Segunda
dijo nada que excitase su hilaridad. Hasta la madrugada estuvo la
tía acompañándola, y viéndola relativamente sosegada, se fue a
descabezar un sueño antes de bajar al mercado. A poco de quedarse
sola, la joven sintió dentro de sí una cosa extraña. Se le nublaron
los ojos, y se le desprendía algo en su interior, como cuando vino
al mundo Juan Evaristo; sólo que era sin dolor ninguno. No pudo
apreciar bien aquel fenómeno, porque se quedó desvanecida. Al
volver en sí advirtió que era ya día claro, y oyó el piar de los
pajarillos que tenían su cuartel general en los árboles de la Plaza
Mayor y en las crines de bronce del caballo de Felipe III. Fue a
coger a su hijo en brazos, y apenas podía con él. Le faltaban las
fuerzas; ¡pero de qué manera!, y hasta la vista parecía
amenguársele y pervertírsele, porque veía los objetos desfigurados
y se equivocaba a cada momento, creyendo ver lo que no existía. Se
asustó mucho y llamó; pero nadie vino en su auxilio. Después de
llamar como unas tres veces, fue a llamar la cuarta, y... aquello
sí era grave; no tenía voz, no le sonaba la voz, se le quedaba la
intención de la palabra en la garganta sin poderla pronunciar. Dio
algunos toques
Pasado cierto tiempo, indeterminado
para ella, recobró sus sentidos y pudo moverse, apreciando
fácilmente la realidad. «¿Quién eres tú? -preguntó a Encarnación,
única persona que estaba a su lado-. ¡Ah!, ya te conozco... ¡Qué
tonta soy! ¿No está mi tía?». Díjole la chiquilla que la señá
Segunda había bajado al mercado, y que subió con la leche para el
niño, y después se volvió a marchar. Sacó Fortunata de aquel
desvanecimiento una convicción que se afianzaba en su alma como las
ideas primarias, la convicción de que se iba a morir aquella
mañana. Sentía la herida allá dentro, sin saber dónde, herida o
descomposición irremediables, que la conciencia fisiológica
revelaba con diagnóstico infalible, semejante a inspiración o numen
profético. La cabeza se le había serenado; la respiración era fácil
aunque corta; la debilidad crecía atrozmente en las extremidades.
Pero mientras la personalidad física se extinguía, la moral,
concentrándose en una sola idea, se determinaba con desusado vigor
y fortaleza. En aquella idea vaciaba, como en un molde, todo lo
bueno que ella podía pensar y sentir; en aquella idea estampaba con
sencilla fórmula el perfil más hermoso y quizás menos humano de su
carácter, para dejar tras sí una impresión clara y enérgica de él.
«Si me descuido -pensó con gran ansiedad-, me cogerá la muerte, y
no podré hacer esto... ¡qué gran
En el tiempo que estuvo fuera
Encarnación, la diabla no hizo más que dar a su hijo muchos besos,
diciéndole mil ternezas. El chico estaba despierto, y callado la
miraba, y aunque nada decía, a ella se le figuró que hablaba...
«Estarás tan ricamente... hijo mío. No te querrán tanto como yo,
pero sí un poquito menos... Me estoy muriendo... qué sé yo qué
tengo... La medicina esa... yo la tomaría... ¿dónde está?...
¡Encarnación!... Pero si ha ido abajo... Parece que me voy en
sangre... Hijo mío, Dios me quiere separar de ti; y ello será por
tu bien... Me muero; la vida se me corre fuera, como el río que va
a la mar. Viva estoy todavía por causa de esta bendita idea que
tengo... ¡Ah!, qué idea tan repreciosa... Con ella no necesito
Sacramentos; claro, como que me lo han dicho de arriba. Siento yo
aquí en mi corazón la voz del ángel que me lo dice. Tuve esta idea
cuando estaba aquí sin habla, y al despertar me agarré a ella... Es
la llave de la puerta del Cielo... Hijo mío,
-Sí, señora -dijo el hablador entrando en la alcoba con los ademanes más oficiosos del mundo-. ¿Qué se le ofrece a usted? La señora me ha encargado...
-Amigo, hágame el favor de traer pluma y papel... Espere; deme la medicina, esos polvos amarillos... ¿cuáles?, no sé... Pero deje, deje, que me tiene que escribir una carta.
-¡Una carta!... Pero antes... (revolviendo en la mesa de noche). ¿Qué medicamento quiere?
-Ninguno, ¿ya para qué?... Ándese pronto, que me voy... que me muero.
-¡Que se muere! Vamos... no bromee usted.
-Don Plácido, si no me sirve para esto, llamaré a otra persona. Si pudiera esperar a Ballester; pero no, no me da tiempo...
-No, hija, no hay que apurarse. Voy
por el tintero -y no tardó cinco minutos en volver, y al entrar de
nuevo en la alcoba, vio que Fortunata se había incorporado en su
cama con el chiquillo en brazos, y que después, entre ella y
Encarnación, le ponían bien abrigadito en su cuna de mimbres, la
cual venía a ser como un canasto. Le pusieron entre las manos su
biberón para que no alborotase, y cubriéronle con un pañuelo
finísimo de seda. Estupiñá no entendía una palabra, ni veía la
relación que la
-Yo... -repitió Plácido.
-No; hay que empezar de otra manera... No se me ocurre. ¡Qué torpe soy! ¡Ah!, sí, ponga usted. «Como el Señor se ha servido llevarme con Él, y ahora se me alcanza lo mala que he sido...». ¿Qué tal?, ¿va bien así?
-«Lo mala que he sido...».
-En fin, siga usted poniendo lo que le
digo... «No quiero morirme sin hacerle a usted una fineza, y le
mando a usted, por mano del amigo D. Plácido, ese
-«Le suplico...».
-Usted póngalo todo muy clarito, D.
Plácido; yo le doy la idea. Pues «le suplico que le mire como hijo
y que le tenga por
Puso un garabato, y luego mandó a Estupiñá abriese la cómoda y sacara la inscripción de las acciones del Banco. Después de revolver mucho, fue encontrado el documento. «Eso -dijo Fortunata-, se lo da usted a mi amiga doña Guillermina».
-Pero no vale sin transferencia -replicó el hablador examinando el papel.
-¿Sin qué?
-Sin transferencia en toda regla.
-Pamplinas. Es mío, y yo lo puedo dar a quien quiera. Coja usted la pluma, y ponga que es mi voluntad que esas acciones sean para doña Guillermina Pacheco. Le echaré muchas firmas debajo, y verá si vale.
Aunque Estupiñá no creía válida aquella manera de testar, hizo lo que se le mandaba.
-Ahora, amigo -dijo ella, perdiendo
gradualmente
No dijo más. Plácido, acercándose a
contemplarla, se asustó extraordinariamente. Creyó que estaba
muerta o que le faltaba poco para morirse; mandó a Encarnación en
busca de Segunda y de José Izquierdo, y cogiendo la cesta en que
Juan Evaristo dormía, la puso en la sala. «No me determino a
llevármelo -pensó el buen viejo-. Pero al mismo tiempo, si esos
brutos se empeñan en impedirme que me lo lleve... ¡Ah!, no; yo
cargo con él, y que tiren por donde quieran». Cogió la cesta, y
bajándola a su casa con toda la rapidez que le permitían sus
piernas no muy fuertes, azorado como ladrón o contrabandista,
volvió a subir y se aproximó a la enferma, mirándola tan de cerca,
que casi se tocaban cara con cara. «Fortunata...
-XIV-
«¡Caracoles!, esta mujer se va... ¡Y
yo solo aquí con ella!, y el crío allá abajo. ¡Van a decir que le
he robado! Anda, los ladrones serán ellos. Que digan lo que
quieran. ¿A mí, qué? Les presento el papelito firmado por ella, y
en paz. ¡Pobre mujer! (contemplándola horrorizado). ¡Virgen del
Carmen, si se va en sangre!... Pero esta gentuza, ¿cómo es que la
abandona así? ¿No vieron el peligro? Y ese médico, ¿en qué está
pensando?... ¡Qué compromiso! ¿Y qué le diría yo?... Aquí hay
medicinas; se las daré. Pero ¿y si me equivoco? Cuidado con las
drogas, Plácido, y no hagas una barbaridad. Esperaremos. Pero
qué... si cuando vengan ya estará ella en el otro barrio. Dios la
perdone y le dé lo que más le convenga... Es preciso tratar de
animarla... (hablándole al oído). Fortunata, Fortunatita, abra
usted los ojos, y no se nos muera así tan tontamente... Le traeré
el Viático, si quiera la Santa Unción... ¡Eh!, hija, chica... Quia,
no se entera... Esto está perdido. Hija mía, piense usted en Dios y
en la Santísima Virgen; invóqueles en esta hora tremenda y la
ampararán... Nada, como si le hablaran en griego; no oye, o es que
está tan aferrada a la maldad que no quiere que se le hable de
religión. Voy a tocar otro registro (con malicia).
Apenas entró en la alcoba, Segunda empezó a dar gritos. «¡Hija de mi alma, me la han matado, me la han matado, me la han asesinado! ¡Ay, qué carnicería!, ¡cómo está!... Me la han matado... ¿Y el niño? Nos le han robado, nos le han robado...».
-Atienda a su sobrina, y vea si la
puede salvar
-Niña de mi alma... ¿pero qué?
Fortunata... ¿te han matado, o qué es esto? A ver, cordera, ¿tienes
heridas?
-Llame usted al médico -indicó Plácido con ira-. ¿Dónde vive? Yo le avisaré... Y no se cuide del niño, que está mejor que quiere, y nada le falta.
-¿Pero dónde está?... D. Plácido, D. Plácido -exclamó Segunda, descompuesta y furiosa-; me parece que va usted a ir al palo... Voy a dar parte a la justicia. Usted es un forajido, sí señor, no me vuelvo atrás... Usted nos ha birlado a la criatura.
-¡Atiza!... Pero mujer de Barrabás (retirándose por miedo a que Segunda le sacara los ojos). ¿Quiere usted callarse? ¿No ve que su sobrina se muere?
-Porque usted me la ha matado, so verdugo, caribe, usted, usted.
-Dale con gracia... Habrá que ponerle un bozal. Voy a avisar a la Casa de Socorro.
-A la cárcel... es donde tiene que ir usted.
Y en aquel momento entró José
Izquierdo, a quien su hermana quiso incitar para que
«Ea, que me voy cargando... y quien va a traer el juez soy yo -afirmó el anciano, dando una patada-. El chico está donde debe estar, y bien saben que yo no miento. Y si no, pregúntenle a su madre».
-Hija de mi vida -chillaba Segunda, abrazando y besando a su sobrina, que si no era ya cadáver, lo parecía-. Dinos lo que te han hecho, dímelo, corazón. ¡Ay, qué dolor de hija!...
-Usted -dijo Plácido a Izquierdo autoritariamente-, corra a llamar a ese señor boticario que suele venir, el que ahora la protege. Yo avisaré a otra persona, y vamos a escape, que la muerte nos coge la delantera.
Se escabulló sin esperar la opinión de
Segunda.
La primera persona que llegó a la casa fue Guillermina, a quien Plácido enteró por el camino de cuanto había ocurrido. Subiendo la escalera, la santa dijo a su sacristán: «Entre usted en su casa a esperar a Jacinta que vendrá en seguida. Adviértale que no quiero que suba. En cuanto pueda, bajaré yo. A Jacinta que no se mueva de aquí y me aguarde».
Cuando la fundadora entró, la enferma
continuaba en el mismo estado. Segunda, llena de consternación, no
hablaba ya de asesinato, y aunque no acababa de comprender el
«El Padre Nones va a venir -dijo la santa-; le mandé recado al salir de casa. Prepárese usted, hija mía, poniendo el pensamiento en Nuestro Señor Jesucristo; y como le pida perdón de sus pecados con verdadera contrición, se lo dará. ¿Se lo ha pedido usted?».
Fortunata dijo que sí con la cabeza.
«Mi amiguita se ha enterado del regalo que usted le ha hecho, y está tan agradecida. Ha sido un rasgo feliz y cristiano».
En las nieblas que envolvían su
pensamiento, la infeliz joven, al oír aquello del
«Jacinta me encarga que dé a usted las gracias. No le guarda ningún rencor. Al contrario; usted ha sabido arreglarse para dejar buena memoria de sí. Además, ella es de las pocas personas que saben perdonar. Imítela usted ahora, que no le vendría mal en este instante sofocar sus pasiones, amar a sus enemigos y hacer bien a los que la aborrecen. Hija mía (abrazándola), ¿ha perdonado usted al hombre que tiene la culpa de todos sus males y que la ha arrastrado tantas veces al pecado?».
Fortunata dijo que sí con la cabeza, y sus miradas daban a entender que aquel perdón era de los fáciles, porque el amor andaba de por medio.
«¿Perdona usted también a esa mujer de quien se suponía ofendida, y a quien usted ofendió de palabra y de obra, con o sin motivo?».
Este perdón sí que era de los duros.
Callose la santa observando a la diabla intranquila. Esta tenía la
cabeza echada hacia atrás, moviéndola sobre la almohada con cierta
inquietud,
«¿Qué?, ¿duda usted?... Pues Dios,
para perdonarnos, necesita saber si perdonamos nosotros antes.
¿Para qué quiere usted ahora ese odio mezquino? ¿De qué le sirve?
De peso para impedirle subir al Cielo. Hay que arrojar ese plomo
(abrazándola con más cariño). Amiguita, hágalo por mí, por
Fortunata se estremeció desde el cabello hasta los pies... Su respiración fatigosa indicaba el afán de vencer las resistencias físicas que entorpecían la voz. «No necesita usted hablar -le dijo la santa-; basta que manifieste su intención respondiéndome con la cabeza. ¿Perdona usted a Aurora...?». La moribunda movió la cabeza de un modo que podría pasar por afirmativo, pero con poco acento, como si no toda el alma, sino una parte de ella afirmase.
«Más, más claro».
Fortunata acentuó un poquitito más, y sus ojos se humedecieron.
«Así me gusta».
Entonces resplandeció en la cara de la infeliz señora de Rubín algo que parecía inspiración poética o religioso éxtasis, y vencida maravillosamente la postración en que estaba, tuvo arranque y palabras para decir esto: «Yo también... ¿no lo sabe usted...?, soy ángel...».
Y algo más expresó; pero las palabras volvieron a ser ininteligibles, y en la cara le quedó una expresión de dicha inefable y reposada. La santa estuvo un instante sin saber qué actitud tomar.
«¡Ángel!... sí -dijo al fin-; lo será, si se purifica bien. Amiga querida, es preciso prepararse con formalidad. El Padre Nones va a venir, y él le dará a usted consuelos que yo no puedo darle... Ahora recuerdo que usted tenía una idea maligna, origen de muchos pecados. Es preciso arrojarla y pisotearla... Busque, rebusque bien en su espíritu y verá cómo la encuentra; es aquel disparate de que el matrimonio, cuando no hay hijos, no vale... y de que usted, por tenerlos, era la verdadera esposa de... Vamos (con extraordinaria ternura), reconozca usted que semejante idea era un error diabólico a fuerza de ser tonto, y prométame que ha de renegar de ella y que no la olvidará cuando el amigo Nones la confiese. Mire usted que si se la lleva consigo le ha de estorbar mucho por allá».
La
Fortunata volvió a tener la llamarada en sus ojos, al modo de un reflejo de iluminación cerebral, y en su cuerpo vibraciones de gozo, como si entrara alborotadamente en ella un espíritu benigno. La voluntad y la palabra reaparecieron; pero sólo fue para decir: «Soy ángel... ¿no lo ve?...».
-Ángel, sí; bueno, esa convicción me gusta (con inquietud). Pero yo quisiera...
Interrumpió a la señora la aparición
del Padre Nones, que no cabía por la puerta, y tuvo que inclinarse
para poder entrar. Toda la estancia se llenó de una negrura triste
y severa. «Aquí estoy,
Y siguió su exhortación el cura, diciendo para sí: «Trabajo perdido... cabeza trastornada».
Y en alta voz: «Ángel, sí; pero es preciso, hija mía, confesar la fe de Cristo, consagrar a ella nuestros últimos pensamientos y pedirle con el corazón que nos perdone. Es tan bueno, tan bueno, que no niega su amparo a ningún pecador que se llegue a Él por empedernido que sea... Lo principal es tener un interior puro, un...».
La miró alarmado. ¿Había dicho algo?
Sí; pero Nones no pudo enterarse. Fue sin duda aquello de
Entró Guillermina y ambos la observaron.
«Creo -dijo Nones- que ha concluido. No ha podido confesar... Cabeza trastornada... ¡Pobrecita! Dice que es ángel... Dios lo verá...».
La maestra y el cura se pusieron a rezar en voz alta. Segunda empezó a escandalizar, y en aquel momento llegaba Segismundo, quien sabedor en la escalera de lo que ocurría, entró en la casa y en la alcoba más muerto que vivo.
-XV-
Mientras estuvo allí el Padre Nones, Ballester se mantuvo en una actitud consternada, contemplando el lastimoso cuadro con el respeto que infunden los muertos, y encerrando su dolor en una compostura que tenía cierta corrección. Pero cuando no quedaron allí más testigos que la santa y Segunda, el buen farmacéutico creyó que no tenía para qué sujetar la onda impetuosa que del corazón le salía, y llegándose al cuerpo todavía caliente de su infeliz amiga, la abrazó, y estampó multitud de besos en su frente y mejillas.
«¡Ah!, señora -dijo a la fundadora,
secándose las lágrimas-; veo que se asombra usted de... de verme
llorar así, y de estas demostraciones... Es que yo la quería
mucho... era mi amiga... iba a ser mi querida... digo... no,
dispense usted, éramos amigos... Usted no la conocía bien; yo sí...
Era un ángel... digo, debía serlo, podría serlo; dispense usted,
señora, no sé lo que me digo; porque me ha llegado al alma esta
desgracia. No la esperaba... Ha sido un descuido. Ella misma, con
los disparates que hacía... porque era de estos ángeles que hacen
muchos disparates... ¿me entiende usted?... ¡Pobre mujer... tan
hermosa y tan buena!... La hemorragia ha provenido sin duda de no
haberse verificado
Guillermina sentía tanto asombro como lástima ante las demostraciones de aquel buen hombre que con tanta franqueza se expresaba. Poco a poco fue tomando el dolor de Segismundo acentos más tranquilos, y sentado a la cabecera del lecho mortuorio, habló con la santa de un asunto que necesariamente y por la fuerza de la realidad se imponía.
«¡Ah!, no señora; dispense usted. Los gastos del entierro los pago yo. Quiero tener esa satisfacción. No me la quite usted, por Dios...».
-Pero, hijo -replicó la fundadora-, si
usted
No dándose por vencido, Ballester
persistió en su idea: pero Guillermina hubo de machacar tanto, que
al fin se la quitó de la cabeza. Segunda y sus dos compañeras de
plazuela amortajaron a la infeliz señora de Rubín, y en tanto el
farmacéutico se ocupaba con incansable actividad en los
preparativos del entierro, que debía de ser a la mañana siguiente.
En todo aquel día no abandonó la casa mortuoria. Al mediodía estaba
solo en ella, y el cuerpo de Fortunata, ya vestido con su hábito
negro de los Dolores, yacía en el lecho. Ballester no se saciaba de
contemplarla, observando la serenidad de aquellas facciones que la
muerte tenía ya por suyas, pero que no había devorado aún. Era el
rostro como de marfil, tocado de manchas vinosas en el hueco de los
ojos y en los labios, y las cejas parecían aún más finas,
rasgueadas y negras de lo que eran en vida. Dos o tres moscas se
habían posado sobre aquellas marchitas facciones. Segismundo sintió
nuevamente deseos de besar a su amiga. ¿Qué le importaban a él las
moscas? Era como cuando caían en la leche. Las sacaba, y después
bebía
Guillermina volvió más tarde. Subía
del cuarto de Plácido a decir a Ballester algo referente al
entierro. Un rato hablaron, y como ella se mostrase recelosa de que
el marido de la difunta fuese por allá y armara un escándalo, el
farmacéutico la tranquilizó diciéndole: «No tema usted nada. Esta
mañana hemos conseguido encerrarle. Está furioso el infeliz, y
costó Dios y ayuda quitarle un maldito revólver que ha comprado y
con el cual quiere fusilar a las pobres
-Ya lo dije yo. Tanta y tanta lógica tenía que parar en eso... Conque ya sabe usted. A las diez habrá misa y responso en el cementerio. Y se ha dispuesto, por quien debe hacerlo, que el entierro sea de primera, coche de lujo con seis caballos; irán los niños del Hospicio... Usted dirá que esta ostentación no viene al caso.
-No, yo no digo nada.
-No tendría nada de particular que lo dijera, porque a primera vista es absurdo. Pero la complicación de causas trae la complicación de efectos, y por eso vemos en el mundo tantas cosas que nos parecen despropósitos y que nos hacen reír. Vea usted por qué yo profeso el principio de que no debemos reírnos de nada, y que todo lo que pasa, por el hecho de pasar, ya merece algo de respeto. ¿Se va usted enterando?
Algo más iba a decir; pero entró Plácido, sombrero en mano, y con ciertos aires de ayudante de campo anunció a su generala que había llegado doña Bárbara.
Bajó, pues, la santa, y encontró a su
amiga un poco adusta, observando los cariñosos extremos de Jacinta
con aquel canario de alcoba que estaba en su poder, como si se lo
hubiera encontrado en la calle o se lo hubieran puesto en una cesta
a la puerta de su casa. Algo le decían también a la señora de Santa
Cruz las facciones del chiquitín; pero escarmentada y previsora, se
contenía por no incurrir en la ridiculez de un chasco semejante al
de marras. Estaba, pues, la señora, indecisa, sin resolverse a
entusiasmarse; y las razones que Guillermina le dio para
convencerla no la sacaron de aquella actitud reservada y suspicaz.
Los afectos que se desbordaban del corazón de la Delfina eran
combinación armoniosa de alegría y de pena,
Las tres señoras dijeron a un tiempo:
«¿y qué hacemos ahora?». Entablose discusión breve sobre el punto a
que llevarían aquella adquisición preciosa. Guillermina cortó las
dificultades, proponiendo que le llevaran a su casa. Se dieron
órdenes a Estupiñá para que fuesen conducidas también al domicilio
de la santa las tres mujeronas entre las cuales sería elegida, a
toda conciencia, la que había de criar al
Por la noche de aquel célebre día,
hubo en la casa de Santa Cruz una escena memorable.
Cuando se quedaron solos los Delfines,
Jacinta se despachó a su gusto con su marido, y tan cargada de
razón estaba y tan firme y valerosa, que apenas pudo él
contestarle, y sus triquiñuelas fueron armas impotentes y risibles
contra la verdad que afluía de los labios de la ofendida consorte.
Esta le hacía temblar con sus acerados juicios, y ya no era fácil
que el habilidoso caballero triunfara de aquella
Durante algún tiempo, el
-XVI-
En el entierro de la señora de Rubín
contrastaba el lujo del carro fúnebre con lo corto del
acompañamiento de coches, pues sólo constaba de dos o tres. En el
de cabecera iba Ballester, que por no ir solo se había hecho
acompañar de su amigo el crítico. En el largo trayecto de la Cava
al cementerio, que era uno de los del Sur, Segismundo contó al buen
Ponce todo lo que sabía de la historia de Fortunata, que no era
poco, sin omitir lo último, que era sin duda
En esto llegaron y se dio tierra al
cuerpo de la señora de Rubín, delante de las cuatro o cinco
personas acompañantes, las cuales eran Segismundo y el crítico,
Estupiñá, José Izquierdo y el marido de una de las placeras, amiga
de Segunda. Ballester, afectadísimo, hacía de tripas corazón, y se
retiró el último. De regreso a Madrid en el coche, llevaba fresca
en su mente la imagen de la que ya no era nada. «Esta imagen -dijo
a su amigo-, vivirá en mí algún tiempo; pero se irá borrando,
borrando, hasta que enteramente desaparezca. Esta presunción
Y más adelante: «Mire usted, amigo
Ponce, yo estoy inconsolable; pero no desconozco que, atendiendo al
egoísmo social, la muerte de esa mujer es un bien para mí (bienes y
males andan siempre aparejados en la vida); porque, créamelo usted,
yo me preparaba a hacer grandes disparates por esa buena moza; ya
los estaba haciendo, y habría llegado sabe Dios a dónde... ¡calcule
usted qué atracción ejercía sobre mí! Me tengo por hombre de seso,
y sin embargo, yo me iba derecho al abismo. Tenía para mí esa mujer
un poder sugestivo que no puedo explicarle; se me metió en la
cabeza la idea de que era un ángel, sí, ángel disfrazado, como si
dijéramos, vestido de máscara para estampar a los tontos, y no me
habrían arrancado esta idea todos los sabios del mundo. Y aun
ahora, la tengo aquí fija y clara... Será un delirio, una
aberración; pero aquí dentro está la idea, y mi mayor desconsuelo
es que no puedo ya, por causa de la muerte, probarme que es
verdadera...
A la semana siguiente, Ballester salió de la botica de Samaniego, porque doña Casta se enteró de sus relaciones (que a ella se le antojaron inmorales) con la infame que tan groseramente había atropellado a Aurora, y no quiso más cuentas con él. Doña Lupe le rogó varias veces que fuese a ver a Maximiliano, que continuaba encerrado en su cuarto, y le daban la comida por un tragaluz, no atreviéndose a entrar ni la señora ni Papitos, porque los aullidos que daba el infeliz eran señal de agitación insana y peligrosa. Segismundo fue el primero que penetró en la estancia, sin miedo alguno, y vio a Maxi en un rincón, hecho un ovillo, con más apariencias de imbecilidad que de furia, demudado el rostro y las ropas en desorden.
«¿Qué? -le dijo el farmacéutico inclinándose y tratando de levantarle-. ¿Se va pasando eso?... Como hace días nos quiso usted morder, cuando le quitamos el revólver, y daba mordiscos y patadas, y quería matar a todo el género humano, tuvimos que encerrarle. Justo castigo de la tontería... ¿Qué? ¿Ha perdido el uso de la palabra? Míreme de frente y no hagamos visajes, que se pone muy feíto. ¿No me conoce? Soy Ballester, y ahí tengo la vara aquella para enderezar a los niños mal criados».
-Ballester -dijo Maxi mirándole fijamente y como quien vuelve de un letargo.
-El mismo, ¿y qué?... ¿Quiere que le dé noticias del mundo? Pues prométame tener juicio.
-¿Juicio...? Ya lo tengo, ya lo tengo. ¿Pues acaso he perdido yo alguna vez ni tanto así del juicio?
-¡Quia! Nada en gracia de Dios. ¡Usted perder el juicio! Bueno va...
-Ello es que yo he dormido, amigo Ballester -dijo Rubín con relativa serenidad levantándose-. Lo que recuerdo ahora es que yo estaba cuerdo, más cuerdo que nadie, y de repente me entró el frenesí de matar. ¿Por qué, por qué fue?
-Eso, rásquese la cabecita a ver si
hace memoria... fue porque
-¡Ah!... sí (abriendo espantado lo ojos), fue porque mi mujer me dio palabra de quererme con verdadero amor, de quererme con delirio, ¿oye usted?, como ella sabe querer.
-Bueno va. Y ahora le quiere echar la culpa a la otra pobre.
-Ella, sí, ella fue. Me arrebató... y arrebatado estoy. Tengo dentro de mí el espíritu del mal... y apenas me queda un recuerdo vago de aquel estado de virtud en que me hallaba.
-¡Qué lástima, hijo, qué lástima! Tenemos que volver a las duchas y al bromuro de sodio. Es lo mejor para echar virtud y filosofía.
-Volveré -dijo Maxi con gravedad suma-, cuando haya cumplido la promesa que a mi mujer hice. Mataré, gozaré después de aquel amor inefable, infinito, que no he catado nunca y que ella me ofreció en cambio del sacrificio que le hice de mi razón, y luego nos consagraremos ella y yo a hacer penitencia y a pedir a Dios perdón de nuestra culpa.
-¡Bonito programa, sí, señor, bonito contrato! Sólo que ya no puede realizarse, porque falta una de las partes.
-¿Qué parte?
-La que ponía el amor, ese amor tan sublime y... delirante.
Maxi no comprendía, y Ballester, decidido a darle la noticia sin rodeos ni atenuaciones, concluyó así:
-Sí, su mujer de usted ya no existe. La pobrecita se nos ha muerto hace hoy ocho días.
Y al decirlo, se conmovió
extraordinariamente, velándosele la voz. Maxi prorrumpió en una
risa desentonada. «Otra vez la misma comedia, otra vez... Pero
ahora, como entonces, no cuela, Sr. Ballester... ¿Apostamos a que
con mi lógica vuelvo a descubrir dónde está? ¡Ay, Dios mío!, ya
siento la lógica invadiendo mi cabeza con fuerza admirable, y el
talento vuelve...
Doña Lupe, que escuchaba este coloquio desde el pasillo, aplicando su oído a la puerta entornada, fue perdiendo el miedo al oír la voz serena de su sobrino, y abrió un poquito, dejando ver su cara inteligente y atisbadora.
«Entre usted, doña Lupe -le dijo Segismundo-. Ya está bien. Pasó el arrebato. Pero no quiere creer que hemos perdido a su esposa. Ya; como la otra vez le engañamos... Pero él tuvo más talento que nosotros».
-Y ahora también, y ahora también -afirmó Rubín con maniática insistencia-. Empezaré al instante mis trabajos de observación y de cálculo.
-Pues no necesitará calentarse la cabeza, porque yo se lo probaré... yo demostraré lo que he dicho. Doña Lupe, hágame el favor de traerle la ropita, porque no está bien que salga a la calle con esa facha.
-¿Pero a dónde le va usted a llevar? (alarmada).
-Déjeme usted a mí, señá ministra. Yo me entiendo. ¿Teme que le robe esta alhaja?
-Mi ropa, tía, mi ropa -dijo Maxi tan animado como en sus mejores tiempos, y sin ninguna apariencia de trastorno mental.
Por fin, se hizo lo que Ballester
deseaba; Maxi se vistió y salieron. En el pasillo, Segismundo
-¡Corona de rosas! -exclamó
-De rosas... ¿y qué más le da a usted...? (quemándose). ¿Acaso tiene usted que pagarla?... Yo hubiera querido hacerla de mármol; pero no hay posibles... y es de piedra de Novelda; tributo modesto y afectuoso de una amistad pura... Era un ángel... Sí; no me vuelvo atrás, aunque usted se ría.
-No, si no me he reído. Pues no faltaba más.
-Un ángel a su manera. En fin, dejemos esto y vamos a lo otro. Como ha de influir mucho en el estado mental de este pobre chico el convencerse de que su mujer no vive, le pienso llevar... para que lo vea, señora, para que lo vea.
Aprobó doña Lupe, y los dos
farmacéuticos salieron y tomaron un simón. Por el camino iba Maxi
cabizbajo, y la aproximación al cementerio le imponía, subyugando
su ánimo con la gravedad que lleva en sí la idea del morir.
«Adelante, niño» le dijo su amigo cogiéndole
«Aquí es -dijo Ballester, señalando la gran losa de cantería de Novelda, en cuyo extremo superior había una corona de rosas, bastante bien tallada, debajo del R.I.P. y luego un nombre y la fecha del fallecimiento- ¿Qué dice ahí?».
Maximiliano se quedó inmóvil, clavados
los ojos en la lápida... ¡Bien claro lo rezaba el letrero! Y al
nombre y apellido de su mujer se añadía
Ballester se le llevó no sin trabajo,
porque aún quería permanecer allí más tiempo y llorar sin tregua.
Cuando salían del cementerio, entraba un entierro con bastante
acompañamiento.
«La quise con toda mi alma. Hice de ella el objeto capital de mi vida, y ella no respondió a mis deseos. No me quería... Miremos las cosas desde lo alto: no me podía querer. Yo me equivoqué, y ella también se equivocó. No fui yo solo el engañado, ella también lo fue. Los dos nos estafamos recíprocamente. No contamos con la Naturaleza, que es la gran madre y maestra que rectifica los errores de sus hijos extraviados. Nosotros hacemos mil disparates, y la Naturaleza nos los corrige. Protestamos contra sus lecciones admirables que no entendemos, y cuando queremos que nos obedezca, nos coge y nos estrella, como el mar estrella a los que pretenden gobernarlo. Esto me lo dice mi razón, amigo Ballester, mi razón, que hoy, gracias a Dios, vuelve a iluminarme como un faro espléndido. ¿No lo ve usted?... ¿pero no lo ve?... Porque el que sostenga ahora que estoy loco es el que lo está verdaderamente, y si alguien me lo dice en mi cara, ¡vive Cristo, por la santísima uña de Dios!, que me la ha de pagar».
-Calma, calma, amigo mío (con bondad). Nadie le contradice a usted.
-Porque yo veo ahora todos los
conflictos,
-Era un ángel -murmuró Ballester, a quien, sin saber cómo, se le comunicaba algo de aquella exaltación.
-Era un ángel -gritó Maxi dándose un fuerte puñetazo en la rodilla-. ¡Y el miserable que me lo niegue o lo ponga en duda se verá conmigo...!
-¡Y conmigo! -repitió Segismundo, con igual calor-. Lástima de mujer... ¡Si viviera!
-No, amigo, vivir no. La vida es una pesadilla... Más la quiero muerta...
-Y yo también -dijo Ballester, cayendo en la cuenta de que no debía contrariarle-. La amaremos los dos como se ama a los ángeles. ¡Dichosos los que se consuelan así!
-¡Dichosos mil veces, amigo mío!
-exclamó Rubín con entusiasmo-, los que han llegado, como yo, a
este grado de serenidad en el pensamiento. Usted está aún atado a
las sinrazones de la vida; yo me liberté, y vivo en la pura idea.
Felicíteme usted, amigo de mi alma, y
Al entrar en su casa lo primero que
dijo a doña Lupe fue esto: «Tía de mi alma, yo me quiero retirar
del mundo, y entrar en un convento donde pueda vivir a solas con
mis ideas». Vio el cielo abierto la de Jáuregui al oírle expresarse
de este modo, y respondió: «¡Ay, hijo mío, si ya te tenía yo
dispuesta tu entrada en un monasterio muy retirado y hermoso que
hay aquí, cerca de Madrid! Verás qué ricamente vas a estar. Hay en
él unos señores monjes muy simpáticos que no hacen más que pensar
en Dios y en las cosas divinas. ¡Cuánto me alegro de que hayas
tomado esa determinación! Anticipándome a tu deseo, te estaba yo
preparando la ropa que has de llevar». Apoyó Ballester la idea que
a su amigo le había entrado, y todo el día estuvo hablándole de lo
mismo, temeroso de que se desdijera; y para aprovechar aquella
buena disposición, al día siguiente tempranito, él mismo le llevó
en un coche al sosegado retiro que le preparaban. Maxi iba
contentísimo y no hizo ninguna resistencia. Pero al llegar, decía
en alta voz como si hablara con un ser invisible: «¡Si creerán
estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto
y me callo, en prueba de