La
Regenta
por
Leopoldo Alas
(Clarín)
Madrid
Librería de Fernando Fé
Carrera de San Jerónimo, 9
1901
La heroica ciudad dormía la siesta.
El viento Sur,
Vetusta, la muy noble y leal ciudad,
corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla
podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar
Cuando en las grandes solemnidades el
cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores,
parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella
romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia
de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña.
-Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro,
rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en
pliegues de luz y sombra, fantasma
Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta,
llamado con tal apodo entre los de su clase, no se sabe por qué,
empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable de la
Bismarck era de oficio delantero de
diligencia, era
El delantero, ordinariamente bromista,
alegre y revoltoso, manejaba el badajo de la Wamba con una seriedad de
arúspice de buena fe. Cuando
Celedonio ceñida al cuerpo la
sotana negra, sucia y raída, estaba asomado a una ventana, caballero en
ella, y escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela; y si
se le antojaba disparaba chinitas sobre algún raro transeúnte que
le parecía del tamaño y de la importancia de un ratoncillo.
Aquella altura se les subía a la cabeza a
-¡Mia tú, Chiripa, que dice
que pué más que yo! -dijo el monaguillo, casi escupiendo las
palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle
-¡Qué ha de poder!
-respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a Celedonio y en la
calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a viva fuerza las llaves
para subir a tocar las
-Porque tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande... Mia, chico, ¿quiés que l'atice al señor Magistral que entra ahora?
-¿Le conoces tú desde ahí?
-Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta. Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don Pedro el campanero el otro día: «Ese don Fermín tié más orgullo que don Rodrigo en la horca», y don Pedro se reía; y verás, el otro dijo después, cuando ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen mozo, que bien se te conoce el colorete!». ¿Qué te paece, chico? Se pinta la cara.
Bismarck negó lo de la pintura.
Era que don Custodio tenía envidia. Si Bismarck fuera canónigo y
-Pues chico, no sabes lo que te pescas, porque decía el beneficiao que en la iglesia hay que ser humilde, como si dijéramos, rebajarse con la gente, vamos achantarse, y aguantar una bofetá si a mano viene; y si no, ahí está el Papa, que es... no sé cómo dijo... así... una cosa como... el criao de toos los criaos.
-Eso será de boquirris
-replicó Bismarck-. ¡Mia tú el Papa, que manda más
que el rey! Y que le vi yo pintao, en un santo mu grande, sentao en su coche,
que era como una butaca, y lo llevaban en vez de mulas un tiro de
Se acaloró el debate. Celedonio
defendía las costumbres de la Iglesia primitiva; Bismarck estaba por
todos los esplendores del culto. Celedonio amenazó al campanero interino
con pedirle la dimisión. El de la tralla aludió embozadamente a
ciertas bofetadas probables
-¡El
Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable badajo.
Tembló el aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía alarde de su imperturbable serenidad oyendo, como si estuviera a dos leguas, las campanadas graves, poderosas, que el viento arrebataba de la torre para llevar sus vibraciones por encima de Vetusta a la sierra vecina y a los extensos campos, que brillaban a lo lejos, verdes todos, con cien matices.
Empezaba el Otoño. Los prados
renacían, la yerba había crecido fresca y vigorosa con las
últimas lluvias de Septiembre. Los castañedos, robledales y
pomares que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho
valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos obscuros; la paja del
trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas
quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la
luz como espejos. Aquel verde
Cerca de la ciudad, en los ruedos, el cultivo más intenso, de mejor abono, de mucha variedad y esmerado, producía en la tierra tonos de colores, sin nombre, exacto, dibujándose sobre el fondo pardo obscuro de la tierra constantemente removida y bien regada.
Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado?
-¿Será Chiripa? -preguntó Celedonio entre airado y temeroso.
-No; es un
Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por escotillón; era el de don Fermín de Pas, Magistral de aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispo. El delantero sintió escalofríos. Pensó:
«¿Vendrá a pegarnos?».
No había motivo, pero eso no
importaba. Él vivía acostumbrado a recibir bofetadas y
puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para él
don Fermín era un
Pero allí no había modo de escapar. O tirarse por una ventana, o esperar el nublado. El caracol estaba interceptado por el canónigo. Bismarck no tuvo más recurso que hacerse un ovillo, esconderse detrás de la Wamba, encaramado en una viga, y aguardar así los acontecimientos.
Celedonio no extrañaba aquella visita. Recordaba haber visto muchas tardes al señor Magistral subir a la torre antes o después de coro.
¿Qué iba a hacer allí aquel señor tan respetable? Esto preguntaban los ojos del delantero a los del acólito. También lo sabía Celedonio, pero callaba y sonreía complaciéndose en el pavor de su amigo.
El continente altivo del monaguillo se había convertido en humilde actitud. Su rostro se había revestido de repente de la expresión oficial. Celedonio tenía doce o trece años y ya sabía ajustar los músculos de su cara de chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de un castaño sucio, y cuando el pillastre se creía en funciones eclesiásticas los movía con afectación, de abajo arriba, de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y trataba.
Pero, sin pensarlo, daba una intención lúbrica y cínica a su mirada, como una meretriz de calleja, que anuncia su triste comercio con los ojos, sin que la policía pueda reivindicar los derechos de la moral pública. La boca muy abierta y desdentada seguía a su manera los aspavientos de los ojos; y Celedonio en su expresión de humildad beatífica pasaba del feo tolerable al feo asqueroso.
Así como en las mujeres de su
edad se anuncian por asomos de contornos turgentes las elegantes líneas
del sexo, en el acólito sin órdenes se podía adivinar
futura y próxima perversión de instintos naturales provocada ya
por aberraciones de una educación torcida. Cuando quería imitar,
bajo la sotana manchada de cera, los acompasados y ondulantes movimientos de
don Anacleto, familiar del Obispo -creyendo manifestar así su
vocación-, Celedonio se movía y gesticulaba como hembra
desfachatada, sirena de cuartel. Esto ya lo había notado el
En presencia del Magistral, Celedonio
había cruzado los brazos e inclinado la cabeza, después de
apearse de la ventana. Aquel don Fermín que allá abajo en la
calle de la Rúa parecía un escarabajo ¡qué grande se
mostraba ahora a los ojos humillados del monaguillo y a los aterrados ojos de
su compañero! Celedonio apenas le llegaba a la cintura al
canónigo. Veía enfrente de sí la sotana tersa de pliegues
escultóricos, rectos, simétricos, una sotana de medio tiempo, de
rico castor delgado, y
Bismarck, detrás de la Wamba, no veía del canónigo más que los bajos y los admiraba. ¡Aquello era señorío! ¡Ni una mancha! Los pies parecían los de una dama; calzaban media morada, como si fueran de Obispo; y el zapato era de esmerada labor y piel muy fina y lucía hebilla de plata, sencilla pero elegante, que decía muy bien sobre el color de la media.
Si los pilletes hubieran osado mirar
cara a cara a don Fermín, le hubieran visto, al asomar en el campanario,
serio, cejijunto; al notar la presencia de los campaneros levemente turbado, y
en seguida sonriente, con una suavidad resbaladiza en la mirada y una bondad
estereotipada en los labios. Tenía razón el delantero. De Pas no
se pintaba. Más bien parecía estucado. En efecto, su tez blanca
tenía los reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto
avanzados, bastante para dar energía y expresión
característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado
que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni
el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las
mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian
cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre.
Esta especie de congestión también la causa el orgasmo de
pensamientos del mismo estilo. En los ojos del Magistral, verdes, con pintas
que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad
de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa
salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como
una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos;
a unos les daba miedo,
Como si se tratara de un personaje, el Magistral saludó a Celedonio doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano derecha, blanca, fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de aristocrática señora. Celedonio contestó con una genuflexión como las de ayudar a misa.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.
Uno de los recreos solitarios de don
Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era
montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los
campanarios de las iglesias. En todos los países que había
visitado había subido a la montaña más alta, y si no las
había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa
que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde
arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita,
siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una
excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital
era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre
nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral,
dejando atrás al más robusto andarín, al más
experto montañés. Cuanto más subía más
ansiaba subir; en vez de
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
Y bastante resignación era
contentarse, por ahora, con Vetusta. De Pas había soñado con
más altos destinos, y aún no renunciaba a ellos. Como recuerdos
de un poema heroico leído en la juventud con entusiasmo, guardaba en la
memoria brillantes cuadros que la ambición había pintado en su
fantasía; en ellos se contemplaba oficiando de pontifical en Toledo y
asistiendo en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le pareciera
demasiado ancha; todo estaba en el camino; lo importante era seguir andando.
Pero estos sueños según pasaba el tiempo se iban haciendo
más y más vaporosos, como si se alejaran. «Así son
las perspectivas de la esperanza, pensaba el Magistral; cuanto más nos
acercamos al término de nuestra ambición, más
Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en sí mismo que le daban escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso él no sería jamás nada de aquello a que había aspirado, que tal vez el límite de su carrera sería el estado actual o un mal obispado en la vejez, todo un sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas y olvidarlas se entregaba con furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano; devoraba su presa, la Vetusta levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines de carne que el domador le arroja.
Concentrada su ambición entonces en punto concreto y tangible, era mucho más intensa; la energía de su voluntad no encontraba obstáculo capaz de resistir en toda la diócesis. Él era el amo del amo. Tenía al Obispo en una garra, prisionero voluntario que ni se daba cuenta de sus prisiones. En tales días el Provisor era un huracán eclesiástico, un castigo bíblico, un azote de Dios sancionado por su ilustrísima.
Estas crisis del ánimo solían provocarlas noticias del personal: el nombramiento de un Obispo joven, por ejemplo. Echaba sus cuentas: él estaba muy atrasado, no podría llegar a ciertas grandezas de la jerarquía. Esto pensaba, en tanto que el beneficiado don Custodio le aborrecía principalmente porque era Magistral desde los treinta.
El Magistral había sido pastor en los puertos de Tarsa ¡y era él, el mismo que ahora mandaba a su manera en Vetusta! En este salto de la imaginación estaba la esencia de aquel placer intenso, infantil y material que gozaba De Pas como un pecado de lascivia.
¡Cuántas veces en el
púlpito, ceñido al robusto y airoso cuerpo el roquete,
cándido y rizado, bajo la señoril muceta, viendo allá
abajo, en el rostro de todos los fieles la admiración y el encanto,
había tenido que suspender el vuelo de su elocuencia, porque le ahogaba
el placer, y le cortaba la voz en la garganta! Mientras el auditorio aguardaba
en silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al
orador continuar, él oía como en éxtasis de
autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas;
aspiraba con voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado por el
incienso de la capilla mayor y por las emanaciones calientes y
aromáticas
Emociones semejantes ocupaban su alma mientras el catalejo, reflejando con vivos resplandores los rayos del sol se movía lentamente pasando la visual de tejado en tejado, de ventana en ventana, de jardín en jardín.
Alrededor de la catedral se
extendía, en estrecha zona, el primitivo recinto de Vetusta.
Comprendía lo que se llamaba el barrio de la
A pesar de esta injusticia distributiva
que don Fermín tenía debajo de sus ojos, sin que le irritara, el
buen canónigo amaba el barrio de la catedral, aquel hijo predilecto de
la Basílica, sobre todos. La Encimada era su
El Magistral volvía el catalejo
al Noroeste, allí estaba la
Pero, entre tanto, De Pas volvía
amorosamente la visual del catalejo a su Encimada querida, la noble, la vieja,
la amontonada a la sombra de la soberbia torre. Una a Oriente otra a Occidente,
allí debajo tenía, como dando guardia de honor a la catedral, las
dos iglesias antiquísimas que la vieron tal vez nacer, o por lo menos
pasar a grandezas y esplendores que ellas jamás alcanzaron. Se llamaban,
como va dicho, Santa María y San Pedro; su historia anda escrita en los
cronicones de la Reconquista, y gloriosamente se pudren poco a poco
víctimas de la humedad y hechas polvo por los siglos. En rededor de
Santa María y de San Pedro hay esparcidas, por callejones y plazuelas
casas solariegas, cuya mayor gloria sería poder proclamarse
contemporáneas de los ruinosos templos. Pero no pueden, porque delata la
relativa juventud de estos caserones su arquitectura que revela el mal gusto
decadente, pesado o recargado, de muy posteriores siglos. La piedra de todos
estos edificios está ennegrecida por los rigores de la intemperie que en
Vetusta la húmeda no dejan nada
Don Saturnino Bermúdez, que juraba tener documentos que probaban al inteligente en heráldica venirle el Bermúdez del rey Bermudo en persona, era el más perito en la materia de contar la historia de cada uno de aquellos caserones, que él consideraba otras tantas glorias nacionales. Cada vez que algún Ayuntamiento radical emprendía o proyectaba siquiera el derribo de algunas ruinas o la expropiación de algún solar por utilidad pública, don Saturnino ponía el grito en el cielo y publicaba en
Más de media hora empleó el Magistral en su observatorio aquella tarde. Cansado de mirar o no pudiendo ver lo que buscaba allá, hacia la Plaza Nueva, adonde constantemente volvía el catalejo, separose de la ventana, redujo a su mínimo tamaño el instrumento óptico, guardolo cuidadosamente en el bolsillo y saludando con la mano y la cabeza a los campaneros, descendió con el paso majestuoso de antes, por el caracol de piedra. En cuanto abrió la puerta de la torre y se encontró en la nave Norte de la iglesia, recobró la sonrisa inmóvil, habitual expresión de su rostro, cruzó las manos sobre el vientre, inclinó hacia delante un poco con cierta languidez entre mística y romántica la bien modelada cabeza, y más que anduvo se deslizó sobre el mármol del pavimento que figuraba juego de damas, blanco y negro. Por las altas ventanas y por los rosetones del arco toral y de los laterales entraban haces de luz de muchos colores que remedaban pedazos del iris dentro de las naves. El manteo que el canónigo movía con un ritmo de pasos y suave contoneo iba tomando en sus anchos pliegues, al flotar casi al ras del pavimento, tornasoles de plumas de faisán, y otras veces parecía cola de pavo real; algunas franjas de luz trepaban hasta el rostro del Magistral y ora lo teñían con un verde pálido blanquecino, como de planta sombría, ora le daban viscosa apariencia de planta submarina, ora la palidez de un cadáver.
En la gran nave central del trascoro
había muy pocos fieles, esparcidos a mucha distancia; en las capillas
laterales, abiertas en los gruesos muros, sumidas en
-Va al coro -dijo una de las damas. Y se sentaron sobre la tarima que rodeaba el confesonario, sumido en tinieblas. Era la capilla del Magistral. En el altar había dos candeleros de bronce, sin velas, sujetos con cadenillas de hierro. Delante del retablo estaba un Jesús Nazareno de talla; los ojos de cristal, tristes, brillaban en la obscuridad; los reflejos del vidrio parecían una humedad fría. Era el rostro el de un anémico; la expresión amanerada del gesto anunciaba una idea fija petrificada en aquellos labios finos y en aquellos pómulos afilados, como gastados por el roce de besos devotos.
Sin detenerse pasó el Magistral
junto a la puerta de escape del coro; llegó al crucero; la valla que
corre del coro a la capilla mayor estaba cerrada. Don Fermín, que iba a
la sacristía, dio el rodeo de la nave del trasaltar flanqueada por otra
crujía de capillas. Frente a cada una de estas, empotrados en la pared
del ábside había haces de columnas entre los que se ocultaban
sendos confesonarios, invisibles hasta el momento de colocarse enfrente de
ellos. Allí comúnmente ataban y desataban culpas los
beneficiados. De uno de estos escondites salió, al pasar el Provisor,
como una perdiz levantada por los perros, el señor don Custodio el
beneficiado,
No era una señorita; debía
de ser una doncella de servicio, una costurera, o cosa así, pensó
el Magistral. Tenía los ojos cargados de una curiosidad maliciosa
más irritada que satisfecha; se santiguó, como si quisiera
comerse la señal de la cruz, y se recogió, sentada
El Magistral siguió adelante, dio
vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla
en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas.
A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño,
donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones
pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y
algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su
dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por
culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo
espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con
ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios.
El
Tal vez las casadas, algunas por lo menos, podrían entenderle mejor. La primera vez que pensó esto tuvo remordimientos para una semana; pero volvió la idea a presentarse tentadora, y como en las novelas que saboreaba sucedía casi siempre que eran casadas las heroínas, pecadoras sí, pero al fin redimidas por el amor y la mucha fe, vino en averiguar y dar por evidente que se podía querer a una casada y hasta decírselo, si el amor se contenía en los límites del más acendrado idealismo. En efecto, don Saturno se enamoró de una señora casada; pero le sucedió con ella lo mismo que con las solteras; no se atrevió a decírselo. Con los ojos sí se lo daba a entender, y hasta con ciertas parábolas y alegorías que tomaba de la Biblia y otros libros orientales; pero la señora de sus amores no hacía caso de los ojos de don Saturno ni entendía las alegorías ni las parábolas; no hacía más que decir a espaldas de Bermúdez:
-No sé cómo ese don Saturno puede saber tanto: parece un mentecato.
Esta señora que llamaban en
Vetusta la Regenta, porque su marido, ahora jubilado, había sido regente
de la Audiencia, nunca supo la ardiente pasión del arqueólogo.
Este joven sentimental y amante del saber se cansó de devorar en
silencio aquel amor único y procuró ser veleidoso, aturdirse, y
esto último poco trabajo
-¡Pero este Bermúdez está desconocido!
¡Todos, todos empeñados en que era un cartujo! Esto le desesperaba. Cierto que jamás había probado las dulzuras groseras y materiales del amor carnal; pero eso ¿le constaba al público? Cierto que primero faltaba el sol que don Saturnino a misa de ocho; pero esta devoción, así como el comulgar dos veces al mes, en nada empecía (su estilo) a los títulos de hombre de mundo que él reclamaba. ¡Y si las gentes supieran! ¿Quién era un embozado que de noche, a la hora de las criadas, como dicen en Vetusta, salía muy recatadamente por la calle del Rosario, torcía entre las sombras por la de Quintana y de una en otra llegaba a los porches de la plaza del Pan y dejaba la Encimada aventurándose por la Colonia, solitaria a tales horas? Pues era don Saturnino Bermúdez, doctor en teología, en ambos derechos, civil y canónico, licenciado en filosofía y letras y bachiller en ciencias: el autor ni más ni menos, de
¡Ah, cuánta felicidad había en estas victorias de la virtud! ¡Qué clara y evidente se le presentaba entonces la idea de una Providencia! ¡Algo así debía de ser el éxtasis de los místicos! Y don Saturno apretando el paso volvía a su casa ebrio de idealismo, mojando los embozos de la capa con las lágrimas que le hacía llorar aquel baño de idealidad, como él decía para sus adentros. Su enternecimiento era eminentemente piadoso, sobre todo en las noches de luna.
Encerrado en su casa, en su despacho,
después de cenar, o bien escribía versos a la luz del
petróleo o manejaba sus librotes; y por fin se acostaba, satisfecho de
sí mismo, contento con la vida, feliz en este mundo calumniado donde,
dígase lo que se quiera, aún hay hombres buenos, ánimos
fuertes. Esta voluptuosidad ideal del bien obrar, mezclándose a la
sensación agradable del calorcillo del suave y blando lecho,
convertía poco a poco a don Saturno en otro hombre; y entonces era el
imaginar aventuras románticas, de amores en París, que era el
país de sus ensueños, en cuanto hombre de mundo. Solía
volver a sus novelas de la hora de
A la mañana siguiente don Saturno despertaba malhumorado, con dolor de estómago, llena el alma de pesimismo desesperado y de flato el cuerpo. -¡Memento homo! -decía el infeliz, y se arrojaba del lecho con tedio, procurando una reacción en el espíritu mediante agudos y terribles remordimientos y propósitos de buen obrar, que facilitaba con chorros de agua en la nuca y lavándose con grandes esponjas. Tal vez era la limpieza, esa gran virtud que tanto recomienda Mahoma, la única que positivamente tenía el ilustre autor de
Aquel día había recibido
antes de comer un billete perfumado de su amiguita Obdulia Fandiño,
viuda de Pomares. ¡Qué emoción! No quiso abrir el
misterioso pliego hasta después de tomar la sopa. ¿Por qué
no soñar?
Una noche en la tertulia de Visitación Olías de Cuervo, Obdulia le había tocado con una rodilla en una pierna. Él no había retirado la pierna ni ella la rodilla; él había tocado con el suyo el pie de la hermosa y ella no lo había retirado... Una cucharada de sopa se le atragantó. Bebió vino y abrió la carta.
Decía así:
«Saturnillo: usted que es tan bueno ¿querrá hacerme el obsequio de venir a esta su casa a las tres de la tarde? Le espero con...». Hubo que dar vuelta a la hoja.
-Impaciencia -pensó el sabio. Pero decía: «...Le espero con unos amigos de Palomares que quieren visitar la catedral acompañados de una persona inteligente... etc., etc.». Don Saturno se puso colorado como si estuviera en ridículo delante de una asamblea.
-No importa -se dijo- esta visita a la catedral es un pretexto.
Y añadió:
-¡Bien sabe Dios que siento la profanación a que se me invita!
Se vistió lo más correctamente que supo, y después de verse en el espejo como un Lovelace que estudia arqueología en sus ratos de ocio, se fue a casa de doña Obdulia.
Tal era el personaje que explicaba a dos señoras y a un caballero el mérito de un cuadro todo negro, en medio del cual se veía apenas una calavera de color de aceituna y el talón de un pie descarnado. Representaba la pintura a San Pablo primer ermitaño; el pintor era un vetustense del siglo diez y siete, sólo conocido de los especialistas en antigüedades de Vetusta y su provincia. Por eso el cuadro y el pintor eran tan notables para Bermúdez.
-¡Oh! ¡mucho! ¡evidentemente! ¡conforme!
Después inclinó la cabeza hacia el pecho, como para meditar, pero en realidad de verdad -estilo de Bermúdez- para descansar, con una reacción proporcionada, de la postura incómoda en que el sabio le había tenido un cuarto de hora. Por fin el del jipijapa exclamó:
-Me parece, señor Bermúdez, que ese famosísimo cuadro del ilustre...
-Cenceño.
-Pues; del ilustrísimo Cenceño; luciría más si...
-Si se pudiera ver -interrumpió la esposa del señor Infanzón.
Este fulminó terrible mirada de reprensión conyugal y rectificó diciendo:
-Luciría más... si no estuviera un poquito ahumado... Tal vez la cera... el incienso...
-No señor; ¡qué ahumado! -respondió el sabio, sonriendo de oreja a oreja-. Eso que usted cree obra del humo es la pátina; precisamente el encanto de los cuadros antiguos.
-¡La pátina! -exclamó el del pueblo convencido-. Sí, es lo más probable. Y se juró, en llegando a Palomares, mirar el diccionario para saber qué era pátina.
En aquel momento el Magistral se acercaba a saludar a don Saturno; reconoció a Obdulia y se inclinó sonriente; pero menos sonriente que al saludar a Bermúdez. Después dobló la cabeza y parte del cuerpo ante los de Palomares que le fueron presentados por el sabio.
-El señor don Fermín de Pas, Magistral y provisor de la diócesis...
-¡Oh! ¡oh! ¡ya!
¡ya! -exclamó Infanzón que hacía mucho admiraba de
lejos al señor Magistral. La señora del lugareño
manifestó deseos de besar la mano del Provisor, pero la mirada del
marido la contuvo otra vez, y no hizo más que doblar las rodillas como
si fuera a caerse. El Magistral hablaba en voz alta de modo que sus palabras
resonaban en las bóvedas y los demás con el ejemplo se arrimaron
también a gritar. Pronto las carcajadas de Obdulia Fandiño,
frescas, perladas, como las llamaba don Saturno, llenaron el
Obdulia, que disimulaba mal su
aburrimiento mientras se hablaba de cuadros, ojivas, arcos peraltados, dovelas
y otras tonterías que no había entendido nunca, se animó
con la presencia del Magistral de quien era hija de confesión, por
más que él había procurado varias veces entregarla a don
Custodio, hambriento de esta clase de presas. Aquella mujer le crispaba los
nervios a don Fermín; era un escándalo andando. No había
más que notar cómo iba vestida a la catedral. «Estas
señoras desacreditan la religión». Obdulia ostentaba una
capota de terciopelo carmesí, debajo de la cual salían
abundantes, como cascada de oro, rizos y más rizos de un rubio sucio,
metálico, artificial. ¡Ocho días antes el Magistral
había visto aquella cabeza a través de las celosías del
confesonario completamente negra! La falda del vestido no tenía nada de
particular mientras la dama no se movía; era negra, de raso. Pero lo
peor de todo era una coraza de seda escarlata que ponía el grito en el
cielo. Aquella coraza estaba apretada contra algún armazón (no
podía ser menos) que figuraba formas de una mujer exageradamente dotada
por la naturaleza de los atributos de su sexo. ¡Qué brazos!
¡qué pecho! ¡y todo parecía que iba a estallar! Todo
esto encantaba a don Saturno mientras irritaba al Magistral, que no
quería aquellos escándalos en la iglesia. Aquella señora
entendía la devoción de un modo que podría pasar en otras
partes, en un gran centro, en Madrid, en París, en Roma; pero en Vetusta
no. Confesaba atrocidades en tono confidencial, como podía
referírselas en su tocador a alguna amiga de su estofa. Citaba mucho a
su amigo el Patriarca y al campechano obispo de Nauplia; proponía rifas
católicas,
-«Necia, ¿si creerá que a mí se me conquista como a don Saturno?».
A pesar de esta cordial antipatía, siempre estaba afable y cortés con la viuda, porque en este punto no distinguía entre amigos y enemigos. Era menester que una persona estuviese debajo de sus pies, aplastada, para que don Fermín no usase con ella de formas irreprochables. La urbanidad era un dogma para el Magistral lo mismo que para Bermúdez, pero sacaban de ella muy diferente partido.
Mientras se hablaba de lo mucho bueno que había en la catedral y el lugareño se pasmaba y su señora repetía aquellas admiraciones, Obdulia se miraba como podía, en las altas cornucopias.
El Magistral se despidió. No podía acompañar a aquellas señoras, lo sentía mucho... pero le esperaba la obligación... el coro. Todos se inclinaron.
-Lo primero es lo primero -dijo el de Palomares, aludiendo a la Divinidad y haciendo una genuflexión (no se sabe si ante la Divinidad o ante el Provisor.)
Afortunadamente, según don Fermín, nada les serviría su inutilidad, mientras que Bermúdez era una crónica viva de las antigüedades vetustenses.
Don Saturno estiró las cejas y dio señales de querer besar el suelo; después miró a Obdulia con mirada seria, penetrante, como con una sonda, como diciéndole:
-Ya lo oyes; soy yo, el primer anticuario de Vetusta, según la opinión del mejor teólogo, quien se declara esclavo tuyo. Todo esto quiso decir con los ojos; pero ella no debió de entenderlo, porque se despidió del Magistral dejándole el alma, por conducto de las pupilas, entre los pliegues amplios y rítmicos del manteo. De este se despojó don Fermín, después de acercarse a un armario y muy gravemente vistió el ajustado roquete, la señoril muceta y la capa de coro.
-¡Qué guapo está! -dijo desde lejos Obdulia, mientras los lugareños admiraban con la fe del carbonero otro cuadro que alababa don Saturnino.
Dieron vuelta a toda la
sacristía. Cerca de la puerta había algunos cuadros nuevos que
eran copias no mal entendidas de pintores célebres. A la Infanzón
debieron de agradarle más que las maravillas de Cenceño, sin duda
porque se veían mejor. Pero su prudente
-¡Oh, qué hermoso! -exclamó sin poder contenerse.
Miró don Saturno con sonrisa de lástima y dijo:
-Sí, es bonito; pero muy conocido.
Y volvió la espalda a San Juan, que llevaba sobre sus hombros al pordiosero enfermo, entre las tinieblas.
El señor Infanzón dio un pellizco a su mujer; se puso muy colorado y en voz baja la reprendió de esta suerte:
-Siempre has de avergonzarme. ¿No ves que eso no tiene... pátina?
Salieron de la sacristía.
-Por aquí -dijo Bermúdez señalando a la derecha; y atravesaron el crucero no sin escándalo de algunas beatas que interrumpieron sus oraciones para descoser y recortar la coraza de fuego de Obdulia. La falda de raso, que no tenía nada de particular mientras no la movían, era lo más subversivo del traje en cuanto la viuda echaba a andar. Ajustábase de tal modo al cuerpo, que lo que era falda parecía apretado calzón ciñendo esculturales formas, que así mostradas, no convenían a la santidad del lugar.
-Señores, vamos a ver el
Panteón de los Reyes
Entraron en la capilla del Panteón. Era ancha, obscura, fría, de tosca fábrica, pero de majestuosa e imponente sencillez. El taconeo irrespetuoso de las botas imperiales, color bronce, que enseñaba Obdulia debajo de la falda corta y ajustada; el estrépito de la seda frotando las enaguas; el crujir del almidón de aquellos bajos de nieve y espuma que tal se le antojaban a don Saturno, quien los había visto otras veces; hubieran sido parte a despertar de su sueño de siglos a los reyes allí sepultados, a ser cierto lo que el arqueólogo dijo respecto del descanso eterno de tan respetables señores:
-Aquí descansan desde la octava
centuria los señores reyes don..., y pronunció los nombres de
seis o siete soberanos con variantes en las vocales, en sentir del
lugareño, que siguiendo corrupciones vulgares, decía
Estaba el del pueblo profundamente maravillado de la sabiduría y elocuencia de don Saturnino.
Dentro de una cripta cavada en uno de los muros, había un sepulcro de piedra de gran tamaño cubierto de relieves e inscripciones ilegibles. Entre el sepulcro y el muro había estrecho pasadizo, de un pie de ancho y del otro lado, a la misma distancia, una verja de hierro. En la parte interior la obscuridad era absoluta. Del lado de la verja quedaron los lugareños. Bermúdez, y en pos de él Obdulia, se perdieron de vista en el pasadizo sumido en tinieblas. Después de la enumeración de don Saturno, hubo un silencio solemne. El sabio había tosido, iba a hablar.
-Encienda usted un fósforo, señor Infanzón -dijo Obdulia.
-No tengo... aquí. Pero se puede pedir una vela.
-No señor, no hace falta. Yo sé las inscripciones de memoria... y además, no se pueden leer.
-¿Están en latín? -se atrevió a decir la Infanzón.
-No señora, están borradas.
No se hizo la luz.
El arqueólogo habló cerca de un cuarto de hora. Recitó, fingiendo el pícaro que improvisaba, los capítulos 1.º, 2.º, 3.º y 4.º de una de sus
-¡Dios mío! ¿Habrá aquí ratones? Yo creo sentir...
Y dio un chillido y se agarró a don Saturno que, patrocinado por las tinieblas, se atrevió a coger con sus manos la que le oprimía el hombro; y después de tranquilizar a Obdulia con un apretón enérgico, concluyó de esta suerte:
-Tales fueron los preclaros varones que
galardonaron con el alboroque de ricas preseas, envidiables
-¡Amén! -exclamó la
lugareña sin poder contenerse; mientras Obdulia felicitaba a
Bermúdez con un
Cuando entraba el Magistral, el ilustrísimo señor don Cayetano Ripamilán, aragonés, de Calatayud, apoyaba una mano en el mármol de la mesa, porque los codos no llegaban a tamaña altura, y exclamaba después de haber olfateado varias veces, como perro que sigue un rastro:
-Hame dado en la nariz olor de...
La presencia del Provisor contuvo al señor Arcipreste, que, cortando la cita, añadió:
-¿Parece que hemos tenido faldas por aquí, señor De Pas?
Y sin esperar respuesta hizo picarescas alusiones corteses, pero un poco verdes, a la hermosura esplendorosa de la viudita.
Era don Cayetano un viejecillo de
setenta y seis años, vivaracho, alegre, flaco, seco, de color de cuero
viejo, arrugado como un pergamino al fuego, y el conjunto de su personilla
recordaba, sin que se supiera a punto fijo por qué, la silueta de un
buitre de tamaño natural; aunque, según otros, más se
parecía a una urraca, o a un tordo encogido y despeluznado. Tenía
sin duda mucho de pájaro en figura y gestos, y más, visto en su
sombra. Era anguloso y puntiagudo, usaba sombrero de teja de los antiguos,
largo y estrecho, de alas muy recogidas, a lo don Basilio, y como lo echaba
hacia el cogote, parecía que llevaba en la cabeza un telescopio; era
miope y corregía el defecto con gafas de oro montadas en nariz larga y
corva. Detrás de los cristales brillaban unos ojuelos inquietos, muy
Pasó aquella galerna de fanatismo, y el Arcipreste, que no lo era entonces, sobrenadó con su cargamento de bucólicas inocentadas, bienquisto de todos, menos de conejos y perdices en los montes. Pero ¡cuán lejanos estaban aquellos tiempos! ¿Quién se acordaba ya de Meléndez Valdés, ni de las
-Vivimos en una sociedad hipócrita, triste y mal educada -solía él decir a los jóvenes de Vetusta, que le querían mucho-. Ustedes, por ejemplo, no saben bailar. Díganme, si no, ¿de dónde se sacan que puede ser buena crianza el coger a una señorita por la cintura y apretarla contra el pecho?
Creía que se bailaba en los salones la polka íntima que él, años atrás, había visto bailar en Madrid, con ocasión de cierto viaje curioso.
-En mi tiempo bailábamos de otra manera.
El Arcipreste olvidaba de buena fe que
él nunca había bailado más que con alguna silla. Eso
sí; allá, cuando seminarista, había sido gran
tañedor de flauta y bailarín sin pareja. De todas maneras,
figurándose con la abundante y poética fantasía que Dios
le había dado, los rigodones en que había lucido garbo y talle,
solía, en
Reíanse de todo corazón los muchachos y el buen Arcipreste quedaba en sus glorias, logrando con los pies triunfos que ya su pluma no alcanzaba en los tiempos de prosa a que habíamos llegado.
Esto de los bailes solía
acontecer en las tertulias a donde el setentón acudía sin falta,
porque desde que los médicos le habían prohibido escribir y hasta
leer de noche, no podía pasar sin la sociedad más animada y
galante. El tresillo le aburría y los conciliábulos de
canónigos y obispos de levita, como él decía siempre, le
ponían triste. «No era liberal ni carlista. Era un
sacerdote». La juventud le atraía y prefería su trato al de
los más sesudos vetustenses. Los poetillas y gacetilleros de la
-He visto aquello... No está mal;
pero no hay que olvidar lo de
Yo he visto un pajarillo posarse en un tomillo?
Y recitaba la tierna poesía de Villegas hasta el último verso, con lágrimas en los ojos y agua en los labios. La mayoría del cabildo absolvía de esa falta de formalidad al Arcipreste a condición de que se le tuviera por chocho.
-Y aun así y todo -decía un canónigo muy buen mozo, nuevo en Vetusta y en el oficio, pariente del ministro de Gracia y Justicia- aun así y todo no se puede llevar en calma la imprudencia con que habla de todo; suelta la sin hueso y juzga precipitadamente, y emplea vocablos y alusiones impropias de una dignidad.
A este mismo señor canónigo que embozadamente le había reprendido algunas veces por la pimienta de sus epigramas, solía taparle la boca el Arcipreste diciendo:
-Nada, nada, repito lo que mi paisano y queridísimo poeta Marcial dejó escrito para casos tales, es a saber:
Lasciva est nobis pagina, vita proba est.
Con lo cual daba a entender, y era
verdad, que él tenía los verdores en la lengua, y otros, no menos
canónigos que él, en otra parte. Y no era de estos días el
ser don Cayetano muy honesto en el orden aludido,
El Arcipreste estaba muy locuaz aquella tarde. La visita de Obdulia a la catedral había despertado sus instintos anafrodíticos, su pasión desinteresada por la mujer, diríase mejor, por la señora. Aquel olor a Obdulia, que ya nadie notaba, sentíalo aún don Cayetano.
El Magistral contestaba con sonrisas
insignificantes. Pero no se marchaba. Algo tenía que decir al
Arcipreste. No era De Pas de los que solían quedarse al tertulín,
como llamaban a la sabrosa plática de la sacristía después
del coro. Si hacía bueno, los del tertulín acostumbraban salir
juntos a paseo por una carretera o ir al Espolón. Si llovía o
amenazaba, prolongaban el palique hasta que el
-Como ese otro...
Y todos sabían que aquel gesto de señalar a la puerta y tales palabras significaban:
-¡Fuego graneado!
Y no le quedaba hueso sano a
El Arcipreste no era de los que menos
murmuraban.
Hablaba, siempre que podía, al
oído del interlocutor, guiñaba los ojos alternativamente, gustaba
de frases de
-Por la boca muere el pez, ya lo sé. No soy yo de los que olvidan que en boca cerrada no entran moscas; pero con usted no tengo inconveniente en ser explícito y franco, acaso por la primera vez en mi vida. Pues bien, oiga usted el secreto.
Y lo decía. Hablaba en voz baja, con misterio. Entraba en la sacristía muchas veces diciendo de modo que apenas se le oía:
-¡Buen tiempo tenemos, señores! ¡Mucho dure!
Ripamilán, que años
atrás iba de tapadillo al teatro alguna rara vez, escondiéndose
en las sombras de una platea de proscenio o sea
-¡Ahí está el Arcediano!
La frase hizo fortuna y Glocester fue en
adelante don Restituto Mourelo para toda Vetusta ilustrada. Allí estaba,
oyendo con fingida complacencia los chistes picarescos del Arcipreste, cuya
lengua temía, presente y ausente. Cuando don Cayetano volvía la
espalda, pues hablaba girando con frecuencia sobre los talones,
-No señores, no hablo a humo de
pajas; yo sé la
Hubo una carcajada general. Sólo el Provisor se contentó con sonreír, inclinarse y poner cara de santo que sufre por amor de Dios el escándalo de los oídos. El Arcediano rio sin ganas.
La historia de Obdulia Fandiño profanó el recinto de la sacristía, como poco antes lo profanaran su risa, su traje y sus perfumes.
El Arcipreste narraba las aventuras de la dama como lo hubiera hecho Marcial, salvo el latín.
-Señores, a mí me ha dicho Joaquinito Orgaz que los vestidos que luce en el Espolón esa señora...
-Son bien escandalosos... -dijo el Deán.
-Pero muy ricos -observó el pariente del ministro.
-Y muchos; nunca lleva el mismo; cada día un perifollo nuevo -añadió el Arcediano-; yo no sé de dónde los saca, porque ella no es rica; a pesar de sus pretensiones de noble, ni lo es ni tiene más que una renta miserable y una viudedad irrisoria...
-Pues a eso voy -interrumpió triunfante don Cayetano-. Me ha dicho el chico de Orgaz, que acabó la carrera de médico en San Carlos, que estos últimos años Obdulita servía en Madrid a su prima Tarsila Fandiño, la célebre querida del célebre...
-Sí ¿qué?
-Que le servía de trotaconventos,
digámoslo así. Es
El cabildo, que fingía oír por educación, nada más, al Arcipreste, se interesaba de veras con la crónica. Ripamilán saboreaba la plática lasciva sólo por lo que tenía de gracejo. Los demás empezaron a estorbarse oyendo juntos aquellas murmuraciones. El Arcipreste clavaba los ojuelos negros y punzantes en el Magistral, confesor de Obdulia; parecía buscar su testimonio.
El Provisor no estaba allí más que para hablar a solas con don Cayetano. Sufría sus impertinencias con calma. Le estimaba. Le perdonaba aquellos inocentes alardes de erotismo retórico porque conocía sus costumbres intachables y su corazón de oro. Eran muy buenos amigos, y Ripamilán el más decidido y entusiástico partidario de don Fermín en las luchas del cabildo. Otros le seguían por interés, muchos por miedo; don Cayetano, incapaz de temer a nadie, le servía y le amaba porque, según él, era el único hombre superior de la catedral. El Obispo era un bendito, Glocester un taimado con más malicia que talento; el Magistral un sabio, un literato, un orador, un hombre de gobierno, y lo que valía más que todo, en su concepto, un hombre de mundo. Cuando se le hablaba de los supuestos cohechos del Provisor, de su tiranía, de su comercio sórdido, se indignaba el anciano y negaba en redondo hasta los casos de simonía más probables. Si le traían a cuento el capítulo de las aventuras amorosas, que no pasaban de ser rumores anónimos, sin fundamento que hiciera prueba, el Arcipreste sonreía al negar, dando a entender que aquello era posible, pero importaba menos.
-La verdad es que don Fermín es muy buen mozo, y, si las beatas se enamoran de él viéndole gallardo, pulcro, elegante y hablando como un Crisóstomo en el púlpito, él no tiene la culpa ni la cosa es contraria a las sabias leyes naturales.
El Magistral sabía todo lo que Ripamilán pensaba de él y le consideraba el más fiel de sus parciales. Por eso le esperaba. Tenía que hacerle ciertas preguntas que, no tratándose del Arcipreste, podrían ser peligrosas. Glocester había olido algo.
-«¿Cómo no se
marchaba el Magistral? ¿Cómo sufría aquella jaqueca? No,
pues él tampoco dejaba el puesto». Era el de Mourelo el más
cordial enemigo que tenía el Provisor. Precisamente el trabajo de
maquiavelismo más refinado del Arcediano consistía en mantener en
la apariencia buenas relaciones con «el déspota», pasar como
partidario suyo y minarle el terreno, prepararle una caída que ni la de
don Rodrigo Calderón. Vastísimos eran los planes de Glocester,
llenos de vueltas y revueltas, emboscadas y laberintos, trampas y petardos y
hasta máquinas infernales. Don Custodio el beneficiado era su
lugarteniente. Este le había dado aquella tarde la noticia de que la
Regenta estaba en la capilla del Magistral esperándole para confesar.
Novedad estupenda. La Regenta, muy principal señora, era esposa de don
Víctor Quintanar, Regente en varias Audiencias, últimamente en la
de Vetusta, donde se jubiló con el pretexto de evitar murmuraciones
acerca de ciertas dudosas incompatibilidades; pero en realidad porque estaba
cansado y podía vivir holgadamente saliendo del servicio activo. A su
mujer se la siguió llamando la Regenta. El sucesor de Quintanar era
soltero y no hubo conflicto; pasó un año, vino otro regente con
Don Custodio, joven ardentísimo
en sus deseos, creía demasiado en los milagros de fortuna que hace la
confesión auricular y atribuía a ellos sin razón los
progresos del Magistral; por esto acechaba la sucesión del Arcipreste
con más avaricia que todos, con pasión imprudente. Había
averiguado que doña Olvido, la orgullosa hija única de
Páez, uno de los más ricos americanos de
Entró en el coro, y se lo dijo a
Glocester. El Arcediano aspiraba a esta sucesión particular;
creía pertenecerle por razón de su dignidad el honor de confesar
a doña Ana Ozores. «Con el Obispo no había que contar; el
Deán era un viejo que no hacía más que comer y temblar; en
una procesión de desagravios cuatro borrachos le habían dado un
susto, del que sólo se repuso su estómago; digería muy
bien, pero no discurría; no pensaba más que lo suficiente para
seguir vegetando
-¿Será libre elección de esa señora? -Y separándose un poco, para ver el efecto de su malicia, miró al beneficiado con ojos llenos de picaresca intención, mientras los carrillos cárdenos e hinchados delataban un buche de risa, próxima a derramarse por las comisuras de los labios.
-Puede ser -contestó don Custodio, subrayando las palabras, para darse por enterado de la intención del otro.
Mientras el Arcipreste profanaba los cuatro lados de la cruz latina, que era sacristía, con el relato mundano de la vida y milagros de Obdulia Fandiño, Glocester, sonriendo, pensaba en los motivos que podía tener el Magistral para oír a don Cayetano, en vez de correr al confesonario al pie del cual le esperaba la más codiciada penitente de Vetusta la noble.
Se juraba a sí mismo el Maquiavelo del cabildo no abandonar el puesto sin saber a qué atenerse.
El Magistral había resuelto no
entrar aquel día en la capilla que llamaban suya. Confesar aquella tarde
«No era él un don Custodio,
ignorante de lo que es el mundo, lleno de ensueños, ambicioso de cierto
oropel eclesiástico, que tal vez se gana en el confesonario, para que le
halagasen todavía revelaciones imprudentes, que sólo
servían para inundarle el alma de hastío. Esperaba algo nuevo,
algo más delicado, algo selecto». Sabía, por rumores, que
el Arcipreste había aconsejado a la Regenta que acudiese a la capilla
del Magistral, puesto que él se retiraba del confesonario. Pero don
Cayetano nada le había dicho. Además, como en materia de
confesión los buenos clérigos son muy reservados,
Ripamilán, que sabía tratar en serio los asuntos serios, nunca
había hablado al Magistral de lo que podía ser la Regenta,
juzgada desde el tribunal sagrado. Aquella tarde esperaba De Pas saber algo.
Pero Glocester no se marchaba. Ya no se hablaba de Obdulia, ni de su prima la
de Madrid, su modelo; se hablaba del tiempo; y Glocester no se movía. Se
habían ido despidiendo todos los señores canónigos;
quedaban los tres y el
Don Cayetano contuvo su verbosidad, comprendió que algo deseaba decirle el Magistral, que estorbaba Glocester; recordó de repente que él también quería hablar al Provisor, y como en casos tales no se mordía la lengua, cortó la conversación diciendo:
-¡Ah! ¡pícara
memoria! don Fermín, una palabra, con permiso del señor
Arcediano... es decir, no es una
Glocester se mordió los labios; saludó con el torcido tronco, haciéndose un arco de puente, y salió de la sacristía diciendo para su alzacuello morado y blanco:
-«¡Este vejete chocho y mal educado me las ha de pagar todas juntas!».
El Arcipreste se burlaba de la diplomacia y del maquiavelismo del Arcediano con salidas de tono, indirectas del Padre Cobos y otros expedientes por el estilo.
-«Si todos fueran como yo, Glocester no sabría qué hacer de su habilidad y disimulo. ¡Ay de los zorros, si las gallinas no fuesen gallinas!».
Glocester salía siempre
-Este será el talón de Aquiles. Ese desaire te costará caro. Lo explotaré.
Y salió de la catedral haciendo cálculos por los dedos, que se le antojaban cábalas, asechanzas, espionaje, intrigas y hasta postigos secretos y escaleras subterráneas.
El Arcipreste había abierto la boca al oír a De Pas que la Regenta estaba en la catedral, según le habían dicho, y que él no había corrido a saludarla y a confesarla, si a eso venía, como era de suponer.
-¿Pero qué pensará ese ángel de bondad? -gritaba don Cayetano, asustado de veras.
-A ver, Rodríguez (el
Era inútil. Entraba en aquel momento Celedonio el acólito que se metió en la conversación diciendo:
-No señor, ya se han ido. Eran doña Visita y la señora Regenta. Se han ido. Yo hablé con ellas. Les dije que hoy no se sentaba el señor Magistral; y doña Visita que ya quería irse antes, cogió del brazo a doña Ana y se la llevó.
-¿Y qué decían? -preguntó don Cayetano.
-Doña Ana callaba. Doña Visita estaba incomodada porque la señora Regenta había querido venir sin mandar antes un recado. Creo que fueron a paseo, porque doña Visita dijo no sé qué del Espolón.
-¡Al Espolón! -gritó Ripamilán, cogiendo con una mano un brazo del Magistral y con la otra la teja-. ¡Al Espolón!
-¡Pero don Cayetano!
-Es cuestión de honra para mí; de ese desaire tengo yo culpa en cierto modo.
-Pero si no fue desaire -repetía el Provisor dejándose llevar, y con el rostro hermoseado por una especie de luz espiritual de alegría que lo inundaba.
-Sí, señor; y de todos
modos, desaire o no, yo quiero dar una explicación a mi querida amiga...
¡Al Espolón! Por el camino hablaremos; quiero que V. conozca bien
a esa mujer, psicológicamente, como dicen los pedantes
-Pero, si no hubo feo... Yo le explicaré a V.... Yo no sabía...
Y hablaban en voz baja, porque ya iban andando por la nave Sur de la catedral, dirigiéndose a la puerta. La última capilla de este lado era la de Santa Clementina. Era grande, construida siglos después que las otras capillas, en el diez y siete. Tenía cuatro altares en el centro; las paredes estaban adornadas con profusión de hojarasca, arabescos y otros cosméticos del género decadente a que pertenecía.
El Magistral y el Arcipreste oyeron voces dentro de la capilla. De Pas no paró la atención en ellas, pero Ripamilán se detuvo, olfateando, y tendió el cuello en actitud de escuchar.
-¡Así Dios me valga, son ellos! -dijo pasmado.
-¿Quién?
-Ellos; la viudita y don Saturno; reconozco el chirrido de ese grillo destemplado.
Y el Arcipreste que manifestara poco antes tanta prisa por salir del templo, se empeñó en entrar en Santa Clementina. El Magistral le siguió, para ocultar su deseo de llegar al Espolón cuanto antes.
Eran
En medio de la capilla, don Saturnino sudando copiosamente, cubierta la levita de telarañas y manchas de cal, rojo el rostro, cárdenas las orejas, arengaba a su auditorio, con un brazo extendido en dirección de la bóveda. Estaba indignado, al parecer, y su indignación la comunicaba de grado o por fuerza a los Infanzones.
-Señores -exclamaba- ya lo ven
ustedes: esta capilla
Calló un momento para limpiar el sudor de la frente y del cogote con el pañuelo perfumado de Obdulia, porque el suyo estaba empapado tiempo hacía en elocuencia liquefacta.
Los Infanzones sudaban también.
El marido tenía en la cabeza una olla de grillos. Había
oído en hora y media un curso peripatético -¡a pie y
andando todo el tiempo!- de arqueología y arquitectura y otro curso de
historia pragmática. El desgraciado ya confundía a los califas de
Córdoba con las columnas de la Mezquita, y ya no sabía
cuáles eran más de ochocientos,
-Si estuviéramos en un barco, no sería tan inoportuno -pensaba- ¡pero en una catedral!
El Infanzón estaba en rigor como en alta mar, y cada vez que oía decir la nave del Norte, la nave del Sur, la nave principal, se creía al frente de una escuadra y se figuraba que don Saturno apestaba a brea. Pero el pobre lugareño seguía diciendo que sí a todo.
«Estaba conforme, aquello era una profanación. ¡Qué pesadez la de aquellos doseletes, la de aquellas hornacinas! ¡Vaya si eran pesados! Como que el Infanzón temía que se le cayeran encima; porque se meneaban, sin duda. Pero ¡buen Dios! añadía para sus adentros; si el género plateresco es cargante y pesadísimo ¿dónde habrá cosa más plateresca que este señor don Saturnino?».
Se le pasó por la imaginación si estaría burlándose de ellos porque eran de un pueblo de pesca. Pero, no; aquella cara no debía de mentir; hablaba de veras; era verdad lo del rey Veremundo y lo de la emigración de la piña pérsica a las columnas árabes; sólo que todo aquello ¡qué le importaba a él que era un compromisario!
La digna esposa de Infanzón
también estaba cansada, aburrida, despeada, pero no aturdida.
Hacía más de una hora que no oía palabra de cuanto hablaba
-Véase si no -continuaba- lo que
salta a los ojos, a los del alma quiero decir, de toda persona de gusto.
¡Malhaya el dignísimo Obispo, salvo el respeto debido, malhaya el
dignísimo Obispo don García Madrejón que consintió
este confuso acervo de adornos y follajes, quinta esencia de lo barroco, de la
profusión manirrota y de la falsedad. Cartelas, medallas, hornacinas (y
señalaba con el dedo), capiteles, frontones rotos, guirnaldas,
colgadizos, hojarasca, arabescos, que pululáis por las decoraciones de
puertas, ventanas, tragaluces
-Pues oiga usted -se atrevió a decir la Infanzón sin mirar a su esposo-; diga usted lo que quiera, esta capilla me parece a mí muy bonita; y me parece en cambio muy feo profanar el templo... ¡blasfemando así de Dios y sus santos!
Ea, se había cansado; quería dar la batalla al libertino y escogía, con un pudor evidente, el terreno neutral, del arte, puro y desinteresado. Además le gustaba de veras la capilla y no quería más contemplaciones.
El lugareño creyó que su mujer se había vuelto loca.
«Estaría mareada como él». Quiso hablar, pero no lo consiguió en cuanto quiso. Obdulia soltó al aire una carcajada, que oyó don Cayetano desde fuera. Don Saturno, cortado y sospechando algo del motivo de aquella inesperada oposición, se contentó con inclinarse a lo Magistral y torcer la boca y las cejas de una manera inventada por él mismo frente al espejo. Quería aquello decir que un Bermúdez no disputaba con señoras. Sólo contestó:
-Señora... yo no profano nada... El Arte...
-¡Sí profana usted!
-¡Pero mujer, pero Carolina!
-¡Oh! déjela usted, señor Infanzón; yo respeto todas las opiniones.
Y temiendo que la lugareña llevase la mejor parte en lo de profanar o no profanar, se apresuró a añadir:
-Por lo demás, ya usted
comprenderá, amigo mío, que yo sigo los cánones de la
belleza clásica condenando
-¡Churrigueresco! -exclamó el compromisario queriendo así compensar la protesta disparatada de su mujer.
-¡Churrigueresco! -repitió- ¡da náuseas! -y se vio claramente que las sentía.
-¡Churrigueresco! -pudo decir otra vez.
-¡Rococó! -concluyó Obdulia.
En aquel momento el Arcipreste se inclinaba para saludarla como si fuera a besarle las botas color bronce.
Salieron a la calle todos juntos.
Don Saturno se apresuró a despedirse. De sus mejillas brotaba fuego. Iba a cuerpo y tenía mucho frío. El viento caliente le sabía a cierzo.
-¡Temo una pulmonía! -dijo, mientras escapaba abrochándose la levita por la cintura.
Necesitaba
«Amaba y creía ser amado».
Aquella tarde hablaron la Regenta y el Magistral en el paseo. El Arcipreste procuró que se encontraran y por su confianza con la Regenta facilitó la entrevista.
Pocas veces habían cruzado la palabra la hermosa dama y el Provisor, y nunca había pasado la conversación de los lugares comunes a que obliga el trato social.
Doña Ana Ozores no era de ninguna
cofradía. Pagaba una cuota mensual en las Escuelas Dominicales, pero no
asistía a las lecciones ni a las conferencias; vivía lejos del
círculo en que el Provisor reinaba. Este visitaba poco a las personas
que no podían o no querían servirle en sus planes de propaganda.
Cuando el señor don Víctor Quintanar era Regente de Vetusta, el
Magistral le visitaba en todas las solemnidades en que exigían este acto
de cortesía las costumbres del pueblo; estas visitas las pagaba con la
exactitud que usaba en estos asuntos el señor Quintanar, el más
cumplido caballero de la ciudad, después de Bermúdez. Los
cumplimientos del Magistral fueron escaseando, sin saberse
De la breve conversación de la tarde no recordaba más que esto: que al día siguiente, después del coro, el Magistral la esperaba en su capilla. Le había indicado, aunque por medio de indirectas, que convenía, al mudar de confesor, hacer confesión general.
Había hablado con mucha afabilidad, con voz meliflua, pero poco, con cierto tono frío, y algo distraído al parecer. No le había visto los ojos. No le había visto más que los párpados, cargados de carne blanca. Debajo de las pestañas asomaba un brillo singular.
Después se sentó en una
mecedora junto a su tocador, en el gabinete, lejos del lecho por no caer en la
tentación de acostarse, y leyó un cuarto de hora un libro devoto
en que se trataba del sacramento de la
Mentalmente y como por máquina repetía estas tres voces, que para ella habían perdido todo significado; las repetía como si fueran de un idioma desconocido.
Después, saliendo de no sabía qué pozo negro su pensamiento, atendió a lo que leía. Dejó el libro sobre el tocador y cruzó las manos sobre las rodillas. Su abundante cabellera, de un castaño no muy obscuro, caía en ondas sobre la espalda y llegaba hasta el asiento de la mecedora, por delante le cubría el regazo; entre los dedos cruzados se habían enredado algunos cabellos. Sintió un escalofrío y se sorprendió con los dientes apretados hasta causarle un dolor sordo. Pasó una mano por la frente; se tomó el pulso, y después se puso los dedos de ambas manos delante de los ojos. Era aquella su manera de experimentar si se le iba o no la vista. Quedó tranquila. No era nada. Lo mejor sería no pensar en ello.
«¡Confesión
general!». Sí, esto había dado a entender aquel
señor sacerdote. Aquel libro no servía para tanto. Mejor era
acostarse. El examen de conciencia de sus pecados de la temporada lo
tenía hecho desde la víspera. El examen para aquella
confesión general podía hacerlo acostada. Entró en la
alcoba. Era grande, de altos artesones, estucada. La separaba del tocador un
intercolumnio con elegantes colgaduras de
Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar allí.
-«¡Qué mujer esta Anita!
»Era limpia, no se podía negar, limpia como el armiño; esto al fin era un mérito... y una pulla para muchas damas vetustenses».
Pero añadía Obdulia:
-«Fuera de la limpieza y del
orden, nada que revele a la mujer elegante. La piel de tigre, ¿tiene un
-«¡Lástima
-concluía Obdulia, sin sentir lástima-, que un
«¡Ah! debía confesar que el juego de cama era digno de una princesa. ¡Qué sabanas! ¡Qué almohadones! Ella había pasado la mano por todo aquello, ¡qué suavidad! El satín de aquel cuerpecito de regalo no sentiría asperezas en el roce de aquellas sábanas».
Obdulia admiraba sinceramente las formas
y el cutis de Ana, y allá en el fondo del corazón, le envidiaba
la
Ana
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.
-«¡Confesión general!» -estaba pensando-. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.
Se acordó de que no había
conocido a su madre.
«Ni madre ni hijos».
Esta costumbre de acariciar la
sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez.
-Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse
todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita
lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se
atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía
llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro
la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella
blandura de los colchones era todo lo
Sábado, sábado, morena, cayó el pajarillo en trena con grillos y con cadenaaa...
Y esto otro:
Estaba la pájara pinta a la sombra de un verde limón...
Estos cantares los oía en una plaza grande a las mujeres del pueblo que arrullaban a sus hijuelos...
Y así se dormía ella también, figurándose que era la almohada el seno de su madre soñada y que realmente oía aquellas canciones que sonaban dentro de su cerebro. Poco a poco se había acostumbrado a esto, a no tener más placeres puros y tiernos que los de su imaginación.
Pensando la Regenta en aquella
niña que había sido ella, la admiraba y le parecía que su
vida se había partido en dos, una era la de aquel angelillo que se le
antojaba muerto. La niña que saltaba del lecho a obscuras era más
enérgica que esta Anita de ahora, tenía una fuerza interior
pasmosa para resistir sin humillarse
-«¡Vaya una manera de hacer examen de conciencia!» -pensó doña Ana algo avergonzada.
Salió descalza de la alcoba,
cogió el devocionario que estaba sobre el tocador y corrió a su
lecho. Se acostó, acercó la luz y se puso a leer con la cabeza
hundida en las almohadas.
-«Los parajes por donde anduvo...».
Aquello lo entendió. Había
estado, mientras pasaba hojas y hojas, pensando, sin saber cómo, en don
Álvaro Mesía, presidente del casino de Vetusta y jefe del partido
liberal dinástico; pero al leer: «Los parajes por donde
anduvo», su pensamiento volvió de repente a los tiempos lejanos.
Cuando era niña, pero ya confesaba, siempre que el libro de examen
decía «pase la memoria por los lugares que ha recorrido», se
acordaba sin querer de
-¿Tienes frío? -preguntaba Germán.
Y Ana respondía, con los ojos muy abiertos, fijos en la luna que corría, detrás de las nubes:
-¡No!
-¿Tienes miedo?
-¡Ca!
-Somos marido y mujer -decía él.
-¡Yo soy una mamá!
Y oía debajo de su cabeza un rumor dulce que la arrullaba como para adormecerla; era el rumor de la corriente.
Se habían contado muchos cuentos. Él había contado además su historia. Tenía papá en Colondres y mamá también.
-¿Cómo era una mamá?
Germán lo explicaba como podía.
-¿Dan muchos besos las mamás?
-Sí.
-¿Y cantan?
-Sí, yo tengo una hermanita que le cantan. Yo ya soy grande.
-¡Y yo soy una mamá!
Después venía la historia de ella. Vivía en Loreto, una aldea, algo lejos de la ría por aquel lado, pero tocando con el mar por allá arriba, por el arenal. Vivía con una señora que se llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy maliciosa».
Le decían que tenía un papá que la quería mucho y era el que mandaba los vestidos y el dinero y todo. Pero él no podía venir, porque estaba matando moros. La castigaban mucho, pero no la pegaban; eran encierros, ayunos y el castigo peor, el de acostarse temprano. Se escapaba por la puerta del jardín y corría llorando hacia el mar; quería meterse en un barco y navegar hasta la tierra de los moros y buscar a su papá. Algún marinero la encontraba llorando y la acariciaba. Ella le proponía el viaje, el marinero se reía, le decía que sí, la cogía en los brazos, pero el pícaro la llevaba a casa del aya y la volvían al encierro. Una tarde se había escapado por otro camino, pero no encontraba el mar. Había pasado junto a un molino; un perro le había cerrado el paso al atravesar el puente de la acequia, hecho con un tronco hueco de castaño; Ana se había echado sobre el tronco porque se mareaba viendo el agua blanca que ladraba debajo como el perro enfrente de ella. El perro había pasado por encima de Anita; no había querido morderla. Ella entonces, desde la otra orilla, le llamó y le dijo:
-Chito, toma, ahí tienes eso.
Era su merienda que llevaba en un bolsillo; un poco de pan con manteca mojado en lágrimas.
Casi siempre comía el pan de la merienda salado por las lágrimas. Cuando estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del hombre, lloraba de rabia. Había encontrado después del molino un bosque y lo había cruzado corriendo, cantando, y eso que tenía aún los ojos llenos de llanto, pero cantaba de miedo. Al salir del bosque había visto un prado de yerba muy verde y muy alta...
-¿Y allí estaba yo, verdad? -gritó Germán.
-Es verdad.
-Y te dije si querías embarcarte en la barca de Trébol, que el barquero había sido mi criado, y yo era de Colondres, que está al otro lado de la ría.
-Es verdad.
La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino de posterior recuerdo en que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche.
Después se habían dormido. Ya era de día cuando los despertó una voz que gritaba desde la orilla de Colondres. Era el barquero que veía su barca en un islote que dejaba el agua en medio de la ría al bajar la marea. El barquero los riñó mucho. A ella la condujo a Loreto un hijo de aquel hombre; pero en el camino los halló un criado del aya. Andaban buscándola por todo el mundo. Creían que se había caído al mar. Doña Camila estaba enferma del susto, en cama. El hombre que besaba al aya cogió a Anita por un brazo y se lo apretó hasta arrancarle sangre. Pero ella no lloró.
Le preguntaron dónde había
pasado la noche y no quiso contestar por temor de que castigaran a
Germán si se sabía. La encerraron, no le dieron de comer aquel
día, pero no declaró nada. A la mañana siguiente el aya
hizo llamar al barquero de Trébol. Según aquel hombre, los
niños se habían concertado para pasar juntos una noche en la
barca. ¿Quién lo diría? Ana confesó al cabo que
habían dormido juntos, pero que había sido sin querer. Su
propósito había sido hacerse dueños de la barca una noche,
aunque los riñeran en casa, pasar de orilla a orilla ellos solos,
tirando por la cuerda, y después volverse él a Colondres y ella a
Loreto. Pero el
Lo mismo había referido Germán al barquero, pero no se creyó la historia.
¡Qué escándalo! doña Camila cogió a Anita por la garganta y por poco la ahoga. Después dijo un refrán desvergonzado en que se insultaba a su madre y a ella, según comprendió mucho más tarde, porque entonces no entendía aquellas palabras.
Doña Camila culpaba al hombre que le daba besos, de las picardías de la niña.
-Tú le has abierto los ojos con tus imprudencias.
Anita no entendía y el hombre, el señor del aya, reía a carcajadas.
Desde aquel día el hombre la miraba con llamaradas en los ojos, y sonreía, y en cuanto salía de la habitación el aya le pedía besos a ella, pero nunca quiso dárselos.
Vino un cura y se encerró con Ana
en la alcoba de la niña y le preguntó unas cosas que ella no
sabía lo que eran. Más adelante meditando mucho, acabó por
entender algo de aquello. Se la quiso convencer de que había cometido un
gran pecado. La llevaron a la iglesia de la aldea y la hicieron confesarse. No
supo contestar al cura y este declaró al aya que no servía la
niña para el caso todavía, porque por ignorancia o por malicia,
ocultaba
-He escrito a tu papá diciéndole lo que tú eres. En cuanto cumplas los once años, irás a un colegio de Recoletas.
Esta amenaza de doña Camila no pasó de amenaza, pero Ana no sentía salir de Loreto, ir donde quiera.
Desde entonces la trataron como a un animal precoz. Sin enterarse bien de lo que oía, había entendido que achacaban a culpas de su madre los pecados que la atribuían a ella...
Al llegar a este punto de sus recuerdos la Regenta sintió que se sofocaba, sus mejillas ardían. Encendió luz, apartó de sí la colcha pesada y sus formas de Venus, algo flamenca, se revelaron exageradas bajo la manta de finísima lana de colores ceñida al cuerpo. La colcha quedó arrugada a los pies.
Aquellos recuerdos de la niñez huyeron, pero la cólera que despertaron, a pesar de ser tan lejana, no se desvaneció con ellos.
-«¡Qué vida tan estúpida!»- pensó Ana, pasando a reflexiones de otro género.
Aumentaba su mal humor con la conciencia de que estaba pasando un cuarto de hora de rebelión. Creía vivir sacrificada a deberes que se había impuesto; estos deberes algunas veces se los representaba como poética misión que explicaba el por qué de la vida. Entonces pensaba:
-«La monotonía, la insulsez
de esta existencia es aparente; mis días están ocupados por
grandes cosas;
En otros momentos, como ahora, tascaba el freno la pasión sojuzgada; protestaba el egoísmo, la llamaba loca, romántica, necia y decía: -¡Qué vida tan estúpida!
Esta conciencia de la rebelión la desesperaba; quería aplacarla y se irritaba. Sentía cardos en el alma. En tales horas no quería a nadie, no compadecía a nadie. En aquel instante deseaba oír música; no podía haber voz más oportuna. Y sin saber cómo, sin querer se le apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los balcones de Rosina:
La respiración de la Regenta era fuerte, frecuente; su nariz palpitaba ensanchándose, sus ojos tenían fulgores de fiebre y estaban clavados en la pared, mirando la sombra sinuosa de su cuerpo ceñido por la manta de colores.
Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la aspereza de espíritu que la mortificaba.
-¡Si yo tuviera un hijo!... ahora... aquí... besándole, cantándole...
Huyó la vaga imagen del rorro, y otra vez se presentó el esbelto don Álvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como saludaba el rey Amadeo.
Mesía al saludar humillaba los ojos, cargados de amor, ante los de ella imperiosos, imponentes.
Sintió flojedad en el espíritu. La sequedad y tirantez que la mortificaban se fueron convirtiendo en tristeza y desconsuelo...
Y sintió vehementes deseos de verle, de besarle en realidad como al cuadro disolvente.
Mala hora, sin duda, era aquella.
Pero la casualidad vino a favorecer el
anhelo de la casta esposa. Se tomó el pulso, se miró las manos;
no veía bien los dedos, el pulso latía con violencia, en los
párpados le estallaban estrellitas, como chispas de fuegos artificiales,
sí, sí, estaba mala, iba a darle el ataque; había que
llamar; cogió el cordón de la campanilla, llamó. Pasaron
dos minutos. ¿No oían?... Nada. Volvió a empuñar el
cordón... llamó. Oyó pasos precipitados. Al mismo tiempo
que por una puerta de escape entraba Petra, su doncella, asustada, casi
desnuda, se abrió la colgadura granate y apareció el cuadro
disolvente, el hombre de la bata escocesa y el gorro verde,
-¿Qué tienes, hija mía? -gritó don Víctor acercándose al lecho.
«Era el ataque, aunque no estaba segura de que viniese con todo el aparato nervioso de costumbre; pero los síntomas los de siempre; no veía, le estallaban chispas de brasero en los párpados y en el cerebro, se le enfriaban las manos, y de pesadas no le parecían suyas...». Petra corrió a la cocina sin esperar órdenes; ya sabía lo que se necesitaba, tila y azahar.
Don Víctor se tranquilizó. «Estaba acostumbrado al ataque de su querida esposa; padecía la infeliz, pero no era nada».
-No pienses en ello, que ya sabes que es lo mejor.
-Sí, tienes razón; acércate, háblame, siéntate aquí.
Don Víctor se sentó sobre
la cama y
-¿Ves? ya lloras; buena señal. La tormenta de nervios se deshace en agua; está conjurado el ataque, verás como no sigue.
En efecto, Ana comenzó a sentirse mejor. Hablaron. Ella manifestó una ternura que él le agradeció en lo que valía. Volvió Petra con la tila.
Don Víctor observó que la muchacha no había reparado el desorden de su traje, que no era traje, pues se componía de la camisa, un pañuelo de lana, corto, echado sobre los hombros y una falda que, mal atada al cuerpo, dejaba adivinar los encantos de la doncella, dado que fueran encantos, que don Víctor no entraba en tales averiguaciones, por más que sin querer aventuró, para sus adentros, la hipótesis de que las carnes debían de ser muy blancas, toda vez que la chica era rubia azafranada...
Con la tila y el azahar Anita acabó de serenarse. Respiró con fuerza; sintió un bienestar que le llenó el alma de optimismo.
«¡Qué solícita era Petra! y su Víctor ¡qué bueno!».
«Y había sido hermoso, no cabía duda. Verdad era que sus cincuenta y tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general. No parecía un Regente de Audiencia jubilado, sino un ilustre caudillo en situación de cuartel».
Petra, temblando de frío, con los brazos cruzados, unos blanquísimos brazos bien torneados, se retiró discretamente, pero se quedó en la sala contigua esperando órdenes.
Ana se empeñó en que Quintanar -casi siempre le llamaba así- bebiese aquella poca tila que quedaba en la taza.
¡Pero si don Víctor no creía en los nervios! ¡Si estaba sereno! Muerto de sueño, pero tranquilo.
«No importaba. Era un capricho. No lo conocía él, pero se había asustado».
-Que no, hija mía; que te juro...
-Que sí, que sí...
Don Víctor tomó tila y acto continuo bostezó enérgicamente.
-¿Tienes frío?
-¡Frío yo!
Y pensó que dentro de tres horas,
antes de amanecer, saldría con gran sigilo por la puerta del parque -la
huerta de los Ozores-. Entonces sí que haría frío, sobre
todo, cuando llegaran al Montico, él y su querido Frígilis, su
Pílades cinegético, como le llamaba.
-¿No quisieras tener un hijo, Víctor? -preguntó la esposa apoyando la cabeza en el pecho del marido.
-¡Con mil amores! -contestó el ex-regente buscando en su corazón la fibra del amor paternal. No la encontró; y para figurarse algo parecido pensó en su reclamo de perdiz, escogidísimo regalo de Frígilis.
-«Si mi mujer supiera que sólo puedo disponer de dos horas y media de descanso, me dejaría volver a la cama».
Pero la pobrecita lo ignoraba todo, debía ignorarlo. Más de media hora tardó la Regenta en cansarse de aquella locuacidad nerviosa. ¡Qué de proyectos! ¡qué de horizontes de color de rosa! Y siempre, siempre juntos Víctor y ella.
-¿Verdad?
-Sí, hijita mía, sí; pero debes descansar; te exaltas hablando...
-Tienes razón; siento una fatiga dulce... Voy a dormir.
Él se inclinó para besarle la frente, pero ella echándole los brazos al cuello y hacia atrás la cabeza, recibió en los labios el beso. Don Víctor se puso un poco encarnado; sintió hervir la sangre. Pero no se atrevió. Además, antes de tres horas debía estar camino del Montico con la escopeta al hombro. Si se quedaba con su mujer, adiós cacería... Y Frígilis era inexorable en esta materia. Todo lo perdonaba menos faltar o llegar tarde a un madrugón por el estilo.
-«Sálvense los principios»- pensó el cazador.
-¡Buenas noches, tórtola mía!
Y se acordó de las que tenía en la pajarera.
Y después de
Atravesó un gran salón que se llamaba el estrado; anduvo por pasillos anchos y largos, llegó a una galería de cristales y allí vaciló un momento. Volvió pies atrás, desanduvo todos los pasillos y discretamente llamó a una puerta.
Petra se presentó en el mismo desorden de antes.
-¿Qué hay? ¿se ha puesto peor?
-No es eso, muchacha -contestó don Víctor.
«¡Qué desfachatez! Aquella joven ¿no consideraba que estaba casi desnuda?».
-Es que... es que... por si Anselmo se duerme y no oye la señal de don Tomás (Frígilis)... Como es tan bruto Anselmo... Quiero que tú me llames si oyes los tres ladridos... ya sabes... don Tomás...
-Sí, ya sé. Descuide usted, señor. En cuanto ladre don Tomás iré a llamarle. ¿No hay más? -añadió la rubia azafranada, con ojos provocativos.
-Nada más. Y acuéstate, que estás muy a la ligera y hace mucho frío.
Ella fingió un rubor que estaba
muy lejos de su ánimo y volvió la espalda no muy cubierta. Don
Víctor levantó entonces los ojos y pudo apreciar que eran, en
Se cerró la puerta del cuarto de Petra y don Víctor emprendió de nuevo su majestuosa marcha por los pasillos.
Pero antes de entrar en su cuarto se dijo:
-«Ea; ya que estoy levantando voy a dar un vistazo a mi gente».
En un extremo de la galería de cristales había una puerta; la empujó suavemente y entró en la casa-habitación de sus pájaros que dormían el sueño de los justos.
Con la mano que llevaba libre hizo una
pantalla para la luz de la palmatoria, y de puntillas
Equilibrado el ánimo, volvió don Víctor al amor de las sábanas.
En aquella estancia dormían años atrás, en la cama dorada de Anita, él y ella, amantes esposos. Pero... habían coincidido en una idea.
A ella la molestaba él con sus madrugones de cazador; a él le molestaba ella porque le hacía sacrificarse y madrugar menos de lo que debía, por no despertarla. Además, los pájaros estaban en una especie de destierro, muy lejos del amo. Traerlos cerca estando allí Anita sería una crueldad; no la dejarían dormir la mañana. Pero él ¡con qué deleite hubiera saboreado el primer silbido del tordo, el arrullo voluptuoso de las tórtolas, el monótono ritmo de la codorniz, el chas, chas cacofónico, dulce al cazador, de la perdiz huraña!
No se recuerda quién, pero
él piensa que Anita, se atrevió a manifestar el deseo de una
separación en cuanto al tálamo -
Y a este propósito solía decir don Víctor, recordando su magistratura:
-«La libertad de cada cual se extiende hasta el límite en que empieza la libertad de los demás; por tener esto en cuenta, he sido siempre feliz en mi matrimonio».
Quiso dormir el poco tiempo de que disponía para ello, pero no pudo. En cuanto se quedaba trasvolado, soñaba que oía los tres ladridos de Frígilis.
¡Cosa extraña! Otras veces no le sucedía esto, dormía a pierna suelta y despertaba en el momento oportuno.
¡Habría sido la tila! Volvió a encender luz. Cogió el único libro que tenía sobre la mesa de noche. Era un tomo de mucho bulto. «Calderón de la Barca» decían unas letras doradas en el lomo. Leyó.
Siempre había sido muy aficionado a representar comedias, y le deleitaba especialmente el teatro del siglo diecisiete. Deliraba por las costumbres de aquel tiempo en que se sabía lo que era honor y mantenerlo. Según él, nadie como Calderón entendía en achaques del puntillo de honor, ni daba nadie las estocadas que lavan reputaciones tan a tiempo, ni en el discreteo de lo que era amor y no lo era, le llegaba autor alguno a la suela de los zapatos. En lo de tomar justa y sabrosa venganza los maridos ultrajados, el divino don Pedro había discurrido como nadie y sin quitar a «El castigo sin venganza» y otros portentos de Lope el mérito que tenían, don Víctor nada encontraba como «El médico de su honra».
-Si mi mujer -decía a Frígilis- fuese capaz de caer en liviandad digna de castigo...
-Lo cual es absurdo aun supuesto...
-Bien, pero suponiendo ese absurdo... yo le doy una sangría suelta.
Y hasta nombraba el albéitar a quien había de llamar y tapar los ojos, con todo lo demás del argumento. Tampoco le parecía mal lo de prender fuego a la casa y vengar secretamente el supuesto adulterio de su mujer. Si llegara el caso, que claro que no llegaría, él no pensaba prorrumpir en preciosa tirada de versos, porque ni era poeta ni quería calentarse al calor de su casa incendiada; pero en todo lo demás había de ser, dado el caso, no menos rigoroso que tales y otros caballeros parecidos de aquella España de mejores días.
Frígilis opinaba que todo aquello estaba bien en las comedias, pero que en el mundo un marido no está para divertir al público con emociones fuertes, y lo que debe hacer en tan apurada situación es perseguir al seductor ante los tribunales y procurar que su mujer vaya a un convento.
-¡Absurdo! ¡absurdo! -gritaba don Víctor- jamás se hizo cosa por el estilo en los gloriosos siglos de estos insignes poetas.
-Afortunadamente -añadía calmándose- yo no me veré nunca en el doloroso trance de escogitar medios para vengar tales agravios; pero juro a Dios que llegado el caso, mis atrocidades serían dignas de ser puestas en décimas calderonianas.
Y lo pensaba como lo decía.
Todas las noches antes de dormir se daba
un atracón de honra a la antigua, como él decía; honra
habladora, así con la espada como con la discreta lengua. Quintanar
manejaba el florete, la espada española, la daga. Esta afición le
había venido de su pasión por el teatro. Cuando
Leía, pues, don Víctor a Calderón, sin cansarse, y próximo estaba a ver cómo se atravesaban con sendas quintillas dos valerosos caballeros que pretendían la misma dama, cuando oyó tres ladridos lejanos. «¡Era Frígilis!».
Doña Ana tardó mucho en
dormirse, pero su vigilia ya no fue impaciente, desabrida. El espíritu
se había refrigerado con el nuevo sesgo de los pensamientos. Aquel noble
esposo a quien debía la dignidad y la independencia de su vida, bien
merecía la abnegación constante a que ella estaba resuelta. Le
había sacrificado su juventud: ¿por qué no continuar el
sacrificio? No pensó más en aquellos años en que
había una calumnia capaz de corromper la más pura inocencia;
pensó en lo presente. Tal vez había sido providencial aquella
aventura de la barca de Trébol. Si al principio, por ser tan
niña, no había sacado ninguna enseñanza de aquella injusta
persecución de la calumnia, más adelante, gracias a ella,
aprendió a guardar
Verdad era que en estos últimos meses, sobre todo desde algunas semanas a esta parte, se mostraba más atrevido... hasta algo imprudente, él que era la prudencia misma, y sólo por esto digno de que ella no se irritara contra su infame intento... pero ya sabría contenerle; sí, ella le pondría a raya helándole con una mirada... Y pensando en convertir en carámbano a don Álvaro Mesía, mientras él se obstinaba en ser de fuego, se quedó dormida dulcemente.
En tanto allá abajo, en el parque, miraba al balcón cerrado del tocador de la Regenta, don Víctor, pálido y ojeroso, como si saliera de una orgía; daba pataditas en el suelo para sacudir el frío y decía a Frígilis, su amigo...
-¡Pobrecita! ¡cuán
ajena estará, allá en su tranquilo
Frígilis sonrió como un filósofo y echó a andar delante. Era un señor ni alto ni bajo, cuadrado; vestía cazadora de paño pardo; iba tocado con gorra negra con orejeras y por único abrigo ostentaba una inmensa bufanda, a cuadros, que le daba diez vueltas al cuello. Lo demás todo era utensilios y atributos de caza, pero sobrios, como los de un Nemrod.
Don Víctor, al llegar a la puerta
del parque,
-Anda, anda, que es tarde -murmuró Frígilis.
No había amanecido.
La familia de los Ozores era una de las más antiguas de Vetusta. Era el tal apellido de muchos condes y marqueses, y pocos nobles había en la ciudad que no fueran, por un lado o por otro, algo parientes de tan ilustre linaje.
Don Carlos, padre de Ana, era el primogénito de un segundón del conde de Ozores. Don Carlos tuvo dos hermanas, Anunciación y Águeda, que con su padre habitaron mucho tiempo el caserón de sus mayores. La rama principal, la de los condes, vivía años hacía emigrada.
El primogénito del
segundón quiso tener una carrera, ser algo más que heredero de
algunas caserías, unos cuantos foros y un palacio achacoso de goteras.
Fue ingeniero militar. Se portó como un valiente; en muchas batallas
demostró grandes conocimientos en el arte de Vauban, construyó
duraderos y bien dispuestos fuertes en varias costas, y llegó pronto a
coronel de ejército, comandante del cuerpo. Cansado de casamatas,
cortinas, paralelas y castillos, procurose un empleo en la corte y fue
perdiendo sus aficiones militares, quedándose
Loco de amor se
-«¡Menos mal!» -pensaban las hermanas de don Carlos allá en su caserón de Vetusta.
Su matrimonio había originado al coronel un rompimiento con su familia. Se escribieron dos cartas secas y no hubo más relaciones.
-Si viviera mi padre -pensaba Ozores- de fijo perdonaba este matrimonio desigual.
-¡Si viviera padre, moriría del disgusto! -decían las solteronas implacables.
Toda la nobleza vetustense aprobaba la conducta de aquellas señoritas, que vieron un castigo de Dios en el desgraciado puerperio de la modista italiana, su cuñada indigna.
El palacio de los Ozores era de don Carlos; sus hermanas se lo dijeron en otra carta fría y lacónica:
«Estaban dispuestas a abandonarlo, si él lo exigía; sólo le pedían que pensase cómo se había de conservar aquel resto precioso de tanta nobleza».
El coronel contestó «que por Dios y todos los santos continuasen viviendo donde habían nacido, que él se lo suplicaba por bien de la misma finca, que sin ellas se vendría a tierra».
Las solteronas, sin contestar ni transigir en lo del matrimonio, se quedaron en el palacio para que no se derrumbara.
A don Carlos le dolió mucho que ni siquiera se le preguntase por su hija. La nobleza vetustense opinó que muerto el perro no se acabase la rabia; que la muerte providencial de la modista no era motivo suficiente para hacer las paces con el infame don Carlos ni para enterarse de la suerte de su hija.
Tiempo había para proteger a la niña, sin menoscabo de la dignidad, si, como era de presumir, la conducta loca de su padre le arrastraba a la pobreza. Además, se corrió por Vetusta que don Carlos se había hecho masón, republicano y por consiguiente ateo. Sus hermanas se vistieron de negro y en el gran salón, en el estrado, recibieron a toda la aristocracia de Vetusta, como si se tratara de visitas de duelo.
La estancia estaba casi a obscuras; por los grandes balcones no se dejaba pasar más que un rayo de luz; se hablaba poco, se suspiraba y se oía el aleteo de los abanicos.
-¡Cuánto mejor hubiese sido que se hubiera vuelto loco! -exclamó el marqués de Vegallana, jefe del partido conservador de Vetusta.
-¡Qué... loco! -contestó una de las hermanas, doña Anunciación-. Diga usted, marqués, que ojalá Dios se acordase de él, antes que verle así.
Hubo unánime aprobación por señas. Muchas cabezas se inclinaron lánguidamente; y se volvió a suspirar. Aquello del republicanismo no necesitaba comentarios.
Don Carlos, en efecto, se había
hecho liberal de los avanzados; y de los estudios físicos
matemáticos había pasado a los filosóficos; y de resultas
era un hombre
-«Yo ingeniero, no podría conspirar nunca (creía en el espíritu de cuerpo); como particular puedo procurar la salvación del país por los medios más adecuados».
No hay que pensar que era tonto don Carlos, sino un buen matemático, bastante instruido en varias materias. Pudo reunir una mediana biblioteca donde había no pocos libros de los condenados en el Índice. Amaba la literatura con ardor y era, por entonces, todo lo romántico que se necesitaba para conspirar con progresistas.
Lo que pudiera haber de falso y contradictorio en el carácter de don Carlos, era obra de su tiempo. No le faltaba talento, era apasionado y se asimilaba con facilidad ideas que entendía muy pronto, pero no se distinguía por lo original ni por lo prudente. Su amor propio de libre-pensador no había llegado a esa jerarquía del orgullo en que sólo se admite lo que uno crea para sí mismo. De todas maneras, era simpático.
De sus defectos su hija fue la
víctima. Después de llorar mucho la muerte de su esposa, don
Carlos volvió a pensar en asuntos que a él se le antojaban
serios, como v. gr., propagar el libre examen dentro de círculo
determinado de españoles; procurar el triunfo del sistema representativo
en toda su integridad. Tanto valía entonces esto como dedicarse a
bandolero sin protección, por lo que toca a la necesidad de vivir a
salto de mata. Un conspirador no puede tener consigo una niña
-«Es una mujer ilustrada, aunque española; educada en Inglaterra donde ha aprendido el noble espíritu de la tolerancia».
Y además, curaba el entendimiento y el corazón a los niños con píldoras de la Biblia y pastillas de novela inglesa para uso de las familias. Era, en fin, una hipocritona de las que saben que a los hombres no les gustan las mujeres beatas, pero tampoco descreídas, sino, así un término medio, que los hombres mismos no saben cómo ha de ser. La hipocresía de doña Camila llegaba hasta el punto de tenerla en el temperamento, pues siendo su aspecto el de una estatua anafrodita, el de un ser sin sexo, su pasión principal era la lujuria, satisfecha a la inglesa: una lujuria que pudiera llamarse metodista si no fuera una profanación.
Tuvo que emigrar don Carlos, y Ana quedó en poder de doña Camila, que por imprudencia imperdonable de Ozores se vio disponiendo a su antojo de la mayor parte de las rentas de su amo, cada vez más flacas, pues las conspiraciones cuestan caras al que las paga.
Aconsejaron los médicos aires del
campo y del mar para la niña y el aya escribió a don Carlos que
un su amigo, Iriarte, el que le había recomendado a doña Camila,
vendía en una provincia del Norte, limítrofe de Vetusta, una casa
de campo en un pueblecillo pintoresco, puerto de mar y saludable a todos los
vientos. Ozores dio órdenes para que se vendiese como se pudiera
A las nuevas haciendas de don Carlos se
fueron Anita, el aya, los criados y tras ellos el
El aya había procurado seducir a
don Carlos; sabía que su difunta esposa era una humilde modista, y ella,
doña Camila Portocarrero que se creía descendiente de nobles,
bien podía aspirar a la sucesión de la italiana. Creyó que
don Carlos se había casado por compromiso, que era un hombre que se
casaba con la servidumbre. Conocía este tipo y sabía cómo
se le trataba. Pero fue inútil. En el poco tiempo que pudo aprovechar
para hacer la prueba de su sabio y complicado sistema de seducción, don
Carlos no echó de ver
El aya afirmaba en todas partes, entre interjecciones aspiradas, que la educación de aquella señorita de cuatro años exigía cuidados muy especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a la condición social de la italiana, daba a entender que la ciencia de educar no esperaba nada bueno de aquel retoño de meridionales concupiscencias. En voz baja decía el aya que «la madre de Anita tal vez antes que modista había sido bailarina».
De todas suertes, doña Camila se rodeó de precauciones pedagógicas y preparó a la infancia de Ana Ozores un verdadero gimnasio de moralidad inglesa. Cuando aquella planta tierna comenzó a asomar a flor de tierra se encontró ya con un rodrigón al lado para que creciese derecha. El aya aseguraba que Anita necesitaba aquel palo seco junto a sí y estar atada a él fuertemente. El palo seco era doña Camila. El encierro y el ayuno fueron sus disciplinas.
Ana que jamás encontraba
alegría, risas y besos en la vida, se dio a soñar todo eso desde
los cuatro años. En el momento de perder la libertad se desesperaba,
pero
«Yo tengo unas alas y vuelo por
los tejados, pensaba;
Si doña Camila se acercaba a la puerta a escuchar por el ojo de la llave, no oía nada. La niña con los ojos muy abiertos, brillantes, los pómulos colorados, estaba horas y horas recorriendo espacios que ella creaba llenos de ensueños confusos, pero iluminados por una luz difusa que centelleaba en su cerebro.
Nunca pedía perdón; no lo
necesitaba. Salía del encierro pensativa, altanera, callada;
seguía soñando; la dieta le daba nueva fuerza para ello. La
heroína de sus novelas de entonces era una madre. A los seis años
había hecho un poema en su cabecita rizada de un rubio obscuro. Aquel
poema estaba compuesto de las lágrimas de sus tristezas de
huérfana maltratada y de fragmentos de cuentos que oía a los
criados y a los pastores de Loreto. Siempre que podía se escapaba de
casa; corría sola por los prados, entraba en las cabañas donde la
conocían y acariciaban, sobre todo los perros grandes; solía
comer con los pastores. Volvía de sus correrías por el campo,
como la abeja con el jugo de las flores, con material para su poema. Como
Poussin cogía yerbas en los prados para estudiar la naturaleza que
trasladaba al lienzo. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con
los ojos y la fantasía llenos de tesoros que fueron lo mejor que
gozó en su vida. A los veintisiete años Ana Ozores hubiera podido
contar aquel poema desde el principio al fin, y eso que en cada nueva edad le
había añadido una parte. En la primera había una paloma
encantada con un alfiler negro clavado en la cabeza; era la reina mora; su
madre, la madre de Ana que no parecía. Todas las palomas con
La idea del libro, como manantial de mentiras hermosas, fue la revelación más grande de toda su infancia. ¡Saber leer! esta ambición fue su pasión primera. Los dolores que doña Camila le hizo padecer antes de conseguir que aprendiera las sílabas, perdonóselos ella de todo corazón. Al fin supo leer. Pero los libros que llegaban a sus manos, no le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba; ella les haría hablar de lo que quisiese.
Le enseñaban geografía; donde había enumeraciones fatigosas de ríos y montañas, veía Ana aguas corrientes, cristalinas y la sierra con sus pinos altísimos y soberbios troncos; nunca olvidó la definición de isla, porque se figuraba un jardín rodeado por el mar; y era un contento. La historia sagrada fue el maná de su fantasía en la aridez de las lecciones de doña Camila. Adquirió su poema formas concretas, ya no fue nebuloso; y en las tiendas de los israelitas, que ella bordó con franjas de colores, acamparon ejércitos de bravos marineros de Loreto, de pierna desnuda, musculosa y velluda, de gorro catalán, de rostro curtido, triste y bondadoso, barba espesa y rizada y ojos negros.
La poesía épica predomina lo mismo que en la infancia de los pueblos en la de los hombres. Ana soñó en adelante más que nada batallas, una Ilíada, mejor, un Ramayana sin argumento. Necesitaba un héroe y le encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las aventuras peligrosas en que su amiga le metía, se dejaba querer y acudía a las citas que ella le daba en la barca de Trébol.
Nada le decía de aquellas grandes
batallas que le
Germán gritaba:
-¡Orza!... ¡a babor, a estribor! ¡hombre al agua!... ¡un tiburón!...
Pero tampoco era aquello lo que quería Anita; quería marchar de veras, muy lejos, huyendo de doña Camila. La única ocasión en que Germán correspondió al tipo ideal que de su carácter y prendas se había forjado Anita, fue cuando aceptó la escapatoria nocturna para ver juntos la luna desde la barca y contarse cuentos. Este proyecto le pareció más viable que el de irse a Morería y se llevó a cabo. Ya se sabe cómo entendió la grosera y lasciva doña Camila la aventura de los niños. Era de tal índole la maldad de esta hembra, que daba por buenas las desazones que el lance pudiera causarle, por la responsabilidad que ella tenía, con tal de ver comprobados por los hechos sus pronósticos.
-«¡Como su madre!
-decía a las personas de confianza-.
Desde entonces educó a la niña sin esperanzas de salvarla; como si cultivara una flor podrida ya por la mordedura de un gusano. No esperaba nada, pero cumplía su deber. Loreto era una aldea, y como doña Camila refería la aventura a quien la quisiera oír, llorando la infeliz, rendida bajo el peso de la responsabilidad (y ella poco podía contra la naturaleza), el escándalo corrió de boca en boca, y hasta en el casino se supo lo de aquella confesión a que se obligó a la reo. Se discutió el caso fisiológicamente. Se formaron partidos; unos decían que bien podía ser, y se citaban multitud de ejemplos de precocidad semejante.
-Créanlo ustedes -decía el amante de doña Camila- el hombre nace naturalmente malo, y la mujer lo mismo.
Otros negaban la verosimilitud del hecho cuando menos.
-«Si ponen ustedes eso en un libro nadie lo creerá».
Ana fue objeto de curiosidad general. Querían verla, desmenuzar sus gestos, sus movimientos para ver si se le conocía en algo.
-Lo que es desarrollada lo está y mucho para su edad... -decía el hombre de doña Camila, que saboreaba por adelantado la lujuria de lo porvenir.
-En efecto, parece una mujercita.
Y se la devoraba con los ojos; se deseaba un milagroso crecimiento instantáneo de aquellos encantos que no estaban en la niña sino en la imaginación de los socios del casino.
A Germán, que no pareció por Loreto, se le atribuían quince años. «Por este lado no había dificultad».
Doña Camila se creyó obligada en conciencia a indicar algo a la familia. Al padre no; sería un golpe de muerte. Escribió a las tías de Vetusta.
«¡Era el último porrazo! ¡El nombre de los Ozores deshonrado! porque al fin Ozores era la niña, aunque indigna».
Entonces doña Anuncia, la hermana
mayor, escribió a don Carlos, porque el caso era apurado. No le contaba
el lance de la deshonra
Pasaron años, pudo y quiso acogerse a una amnistía y volvió desengañado. Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid y allí vivían parte del año los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en la quinta de Loreto.
La calumnia con que el aya había
querido manchar para siempre la pureza virginal de Anita se fue desvaneciendo;
el mundo se olvidó de semejante absurdo, y cuando la niña
llegó a los catorce años ya nadie se acordaba de la grosera y
cruel impostura, a no ser el aya, su hombre, que seguía esperando, y las
tías de Vetusta. Pero se acordaba y mucho Ana misma. Al principio la
calumnia habíale hecho poco daño, era una de tantas injusticias
de doña Camila; pero poco a poco fue entrando en su espíritu una
sospecha, aplicó sus
Ya era así cuando su padre volvió de la emigración. No le satisfizo aquel carácter.
¿No se le había dicho que
la niña era un peligro para el honor de los Ozores? Pues él
veía, por el contrario, una muchacha demasiado tímida y
reservada, de una prudencia exagerada para sus años. Ya le pesaba de
haber entregado su hija a la gazmoñería inglesa que,
-«Nos comen, nos comen. Somos pobres, muy pobres, unos miserables que sólo entendemos de tomar el sol».
Él sí era pobre, y más cada día, pero achacaba su estrechez a la decadencia general, a la falta de sangre en la raza y otros disparates. Le quedaban la biblioteca, que había mejorado, y los amigos, nuevos, por supuesto.
Todos los días se ponía a
Ana procuraba retirarse en cuanto podía hacerlo sin ofender la susceptibilidad de aquel libre-pensador que era su padre. ¡Con qué tristeza pensaba la niña, sin querer pensarlo, que los amigos de su padre eran personas poco delicadas, habladores temerarios! Y su mismo papá, esto era lo peor, y había que pensarlo también, su querido papá que era un hombre de talento, capaz de inventar la pólvora, un reloj, el telégrafo, cualquier cosa, se iba volviendo loco a fuerza de filosofar, y no sabía vivir con una hija que ya entendía más que él de asuntos religiosos.
Aquella sumisión exterior, aquel
sacrificio de la vida
Nunca le habían enseñado la religión como un sentimiento que consuela; doña Camila entendía el Cristianismo como la Geografía o el arte de coser y planchar; era una asignatura de adorno o una necesidad doméstica. Nada le dijo contra el dogma, pero jamás la dulzura de Jesús procuró explicársela con un beso de madre. María Santísima era la Madre de Dios, en efecto; pero una vez que Ana volvió del campo diciendo que la Virgen, según le constaba a ella, lavaba en el río los pañales del Niño Jesús, doña Camila, indignada, exclamó:
-
En este particular don Carlos aprobaba el criterio de doña Camila; precisamente él creía que el Misterio de la Encarnación era como la lluvia de oro de Júpiter; y remontándose más, en virtud de la Mitología comparada, encontraba en la religión de los indios dogmas parecidos.
Ana en casa de su padre disponía
de pocos libros devotos.
Sólo aquello que el rubor
más elemental manda que se tape, era lo que ocultaba don Carlos a su
hija. Todo lo demás podía y debía conocerlo. ¿Por
qué no? Y con multitud de citas explicaba y recomendaba Ozores la
educación
-Yo quiero -concluía- que mi hija sepa el bien y el mal para que libremente escoja el bien; porque si no ¿qué mérito tendrán sus obras?
Sin embargo, si su hija fuese funámbula y trabajase en el alambre, don Carlos pondría una red debajo, aunque perdiese mérito el ejercicio.
De las novelas modernas algunas le prohibía leer, pero en cuanto se trataba de arte clásico «de verdadero arte», ya no había velos, podía leerse todo. El romántico Ozores era clásico después de su viaje por Italia.
-¡El arte no tiene sexo! -gritaba-. Vean ustedes, yo entrego a mi hija esos grabados que representan el arte antiguo, con todas las bellezas del desnudo que en vano querríamos imitar los modernos. ¡Ya no hay desnudo! Y suspiraba.
La Mitología llegó a conocerla Anita como en su infancia la historia de Israel.
-
Y no tomaba más precauciones.
Por fortuna en el espíritu de Ana la impresión más fuerte del arte antiguo y de las fábulas griegas, fue puramente estética; se excitó su fantasía, sobre todo, y, gracias a ella, no a don Carlos, aquel inoportuno estudio del desnudo clásico no causó estragos.
La muchacha envidiaba a los dioses de
Homero que
También envidiaba a los pastores
de Teócrito, Bion y Mosco; soñaba con la gruta fresca y
sombría del Cíclope enamorado, y gozaba mucho, con cierta
melancolía, trasladándose con sus ilusiones a aquella Sicilia
ardiente que ella se figuraba como un nido de amores. Pero como de abandonarse
a sus instintos, a sus ensueños y quimeras se había originado la
nebulosa aventura de la barca de Trébol, que la avergonzaba
todavía, miraba con desconfianza, y hasta repugnancia moral, cuanto
hablaba de relaciones entre hombres y mujeres, si de ellas nacía
algún placer, por ideal que fuese. Aquellas confusiones, mezcla de
malicia y de inocencia, en que la habían sumergido las calumnias del aya
y los groseros comentarios del vulgo, la hicieron fría, desabrida,
huraña para todo lo que fuese amor, según se lo figuraba. Se la
había separado sistemáticamente del trato íntimo de los
hombres, como se aparta del fuego una materia inflamable. Doña Camila la
educaba como si fuera un polvorín. «Se había equivocado su
natural instinto de la niñez; aquella amistad de Germán
había sido un pecado, ¿quién lo diría? Lo mejor era
huir del hombre. No quería más humillaciones». Esta
aberración de su espíritu la facilitaban las circunstancias. Don
Carlos no tenía más amistad que la de unos cuantos hongos,
filosofastros y conspiradores; estos caballeros debían de estar solos en
el mundo; si tenían hijos y mujer, no los presentaban ni hablaban de
ellos nunca. Anita no tenía amigas. Además don Carlos la trataba
como si fuese ella el arte, como si no tuviera sexo. Era aquella una
educación neutra. A pesar de que
Aunque Ana llegaba a la edad en que la niña ya puede gustar como mujer, no llamaba la atención; nadie se había enamorado de ella. Entre doña Camila y don Carlos habían ajado las rosas de su rostro; aquella turgencia y expansión de formas que al amante del aya le arrancaban chispas de los ojos, habían contenido su crecimiento; Anita iba a transformarse en mujer cuando parecía muy lejos aún de esta crisis; estaba delgada, pálida, débil; sus quince años eran ingratos: a los diez tenía las apariencias de los trece, y a los quince representaba dos menos.
Como todavía no se ha convenido en mantener a costa del Erario a los filósofos, don Carlos que no se ocupaba más que en arreglar el mundo y condenarlo tal como era, se vio pronto en apurada situación económica.
-«Ya estaba cansado; bastante
había combatido en la vida», según él, y no se le
ocurrió buscar trabajo; no quería trabajar más.
Prefirió retirarse a su quinta de Loreto, accediendo a las
súplicas de Anita que se lo pedía con las manos en cruz. La pobre
muchacha se aburría mucho en Madrid. Mientras a su imaginación le
entregaban a Grecia, el Olimpo, el Museo de Pinturas, ella, Ana Ozores, la de
carne y hueso, tenía que vivir en una calle estrecha y obscura, en un
mísero entresuelo que se le caía sobre la cabeza. Ciertas vecinas
querían llevarla a paseo, a una tertulia y a los teatros extraviados que
ellas frecuentaban. La pobreza en Madrid tiene que ser o resignada o cursi.
Aquellas vecinas eran cursis. Anita no podía sufrirlas; le daban asco
ellas, su tertulia y sus teatros. Pronto la llamaron el comino orgulloso, la
mona sabia. Los seis meses de aldea los pasaba mucho mejor, aun con ser aquel
lugar el de su antiguo cautiverio y el de la aventura de la barca, y la
calumnia subsiguiente. Pero de cuantos podrían recordarle aquella
Cuando don Carlos decidió vivir en Loreto todo el año, para hacer economías, Ana le besó en los ojos y en la boca y fue por un día entero la niña expansiva y alegre que había empezado a brotar antes de ser trasplantada al invernadero pedagógico de doña Camila.
Otros años se llevaba a la aldea algún cajón de libros; esta vez se mandó con el maragato la biblioteca entera, el orgullo legítimo de don Carlos.
Un día de sol, en Mayo, Ana que se preparaba a una vida nueva, por dentro, cantaba alegre limpiando los estantes de la biblioteca en la quinta. Colocaba en los cajones los libros, después de sacudirles el polvo, por el orden señalado en el catálogo escrito por don Carlos.
Vio un tomo en francés, forrado de cartulina amarilla; creyó que era una de aquellas novelas que su padre le prohibía leer y ya iba a dejar el libro cuando leyó en el lomo:
¿Qué hacía allí San Agustín?
Don Carlos era un libre-pensador que no
leía libros de santos, ni de curas, ni de
Ana sintió un impulso
irresistible; quiso leer aquel libro inmediatamente. Sabía que San
Agustín había sido un pagano libertino, a quien habían
convertido voces del cielo por influencia de las lágrimas de su madre
Santa Mónica. No sabía más. Dejó caer el plumero
con que sacudía el polvo; y en pie, bañados por un rayo de sol su
cabeza pequeña y rizada y el libro abierto, leyó las primeras
páginas. Don Carlos no estaba en casa. Ana salió con el libro
debajo del brazo; fue a la huerta. Entró en el cenador, cubierto de
espesa enredadera perenne. Las sombras de las hojuelas de la bóveda
verde jugueteaban sobre las hojas del libro, blancas y negras y brillantes; se
oía cerca, detrás, el murmullo discreto y fresco del agua de una
acequia que corría despacio calentándose al sol; fuera
Ana leía con el alma agarrada a las letras. Cuando concluía una página, ya su espíritu estaba leyendo al otro lado. Aquello sí que era nuevo. Toda la Mitología era una locura, según el santo. Y el amor, aquel amor, lo que ella se figuraba, pecado, pequeñez; un error, una ceguera. Bien había hecho ella en vivir prevenida. Recordó que en Madrid dos estudiantes le habían escrito cartas a que ella no contestaba. Era su única aventura, después de la vergüenza de la barca de Trébol. El santo decía que los niños son por instinto malos, que su perversión innata hace gozar y reír a los que los aman; pero sus gracias son defectos; el egoísmo, la ira, la vanidad los impulsan.
-«Es verdad, es verdad» -pensaba ella arrepentida.
Pero entonces hacía falta otra
cosa. ¿Aquel vacío de su corazón iba a llenarse? Aquella
vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo porvenir, inútil,
rodeada de inconvenientes y necedades ¿iba a terminar? Como si fuera un
estallido, sintió dentro de la cabeza un «sí»
tremendo que se deshizo en chispas brillantes dentro del cerebro. Pasaba esto
mientras seguía leyendo; aún estaba aturdida, casi espantada por
aquella voz que oyera dentro de sí, cuando llegó al pasaje en
donde el santo refiere que paseándose él también por un
jardín oyó una voz que le decía «
Tuvo miedo de lo sobrenatural;
creyó que iba a aparecérsele
Y lloró sobre las
Por la tarde acabó de leer el libro. Dejó los últimos capítulos que no entendía.
De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición. El capellán quería dejar bien puesto el pabellón de la Iglesia y pasar agradablemente las noches que se hacían eternas en Loreto, aun en primavera.
Ana, sentada lejos, casi hundida y perdida en una butaca grande de gutapercha, de grandes orejas, donde había ella soñado mucho despierta, soñaba también ahora con los ojos muy abiertos, inmóviles. Pensaba en San Agustín; se le figuraba con gran mitra dorada y capa de raso y oro, recorriendo el desierto en un África que poblaba ella de fieras y de palmeras que llegaban a las nubes. Era, como en la infancia, un delicioso imaginar; otro canto de su poema. Sólo con recordar la dulzura de San Agustín al reconciliarse en su cátedra con un amigo que asistió a oírle, del cual vivía separado, sentía Ana inefable ternura que le hacía amar al universo entero en aquel obispo.
En el mismo instante juraba don Carlos que el cristianismo era una importación de la Bactriana.
No estaba seguro de que fuera Bactriana
lo que había
El capellán no sabía lo que era la Bactriana; y así le parecía el más ridículo y gracioso disparate la ocurrencia de traer de allí el cristianismo.
Y muerto de risa decía:
-Pero hombre, buena
«El capellán no era un San Agustín -pensaba Anita-; no, porque San Agustín no bebería sidra ni refutaría tan mal argumentos como los de su padre. No importaba, el clérigo tenía razón y eso bastaba; decía grandes verdades sin saberlo». Don Carlos en aquel momento se puso a defender a los maniqueos.
-Menos absurdo me parece creer en un Dios bueno y otro malo, que creer en Jehová Eloïm que era un déspota, un dictador, un polaco.
«¡Su padre era maniqueo! Buenos ponía a los maniqueos San Agustín, que también había creído errores así. Pero su padre llegaría a convertirse; como ella, que tenía lleno el corazón de amor para todos y de fe en Dios y en el santo obispo de Hiponax».
Después, buscando en la biblioteca, halló el
-«Valiente mequetrefe era el señor Chateaubriand, según don Carlos. Él tenía sus obras porque el estilo no era malo». -Se hablaba muy mal de Chateaubriand por aquel tiempo en todas partes.
Después leyó Ana
Difícil le fue encontrar entre los libros de su padre otros que hablasen, para bien se entiende, de religión. Un tomo del
Si quieres, como algún día, alabar rubios cabellos, alaba los de María, más dorados y más bellos que el sol claro al mediodía.
El poeta eclesiástico que
olvidaba otros cabellos para alabar los de María, le pareció
sublime en su ternura; aquellos cinco versos despertaron en el corazón
de Ana lo que puede llamarse el
María, además de Reina de
los Cielos, era una Madre, la de los afligidos. Aunque se le hubiese presentado
no hubiera tenido miedo. La devoción de la Virgen entró con
más fuerza que la de San Agustín y la de Chateaubriand en el
corazón de aquella niña que se estaba convirtiendo en mujer. El
Ave María y la Salve adquirieron para ella nuevo sentido. Rezaba sin
cesar.
Don Carlos tenía también el
-A mí no me la dan -decía
don Carlos guiñando un ojo-; esta
Y disparataba sin conciencia; porque él, incapaz de calumniar a sus semejantes, cuando se trataba de santos y curas creía que no estaba de más.
Ana leyó los versos de San Juan y entonces sintió la lengua expedita para improvisar oraciones; las recitaba en verso en sus paseos solitarios por el monte de Loreto que olía a tomillo y caía a pico sobre el mar.
Versos
Notaba Anita, excitada, nerviosa -y sentía un dolor extraño en la cabeza al notarlo- una misteriosa analogía entre los versos de San Juan y aquella fragancia del tomillo que ella pisaba al subir por el monte.
Verdad era que de algún tiempo a aquella parte su pensamiento, sin que ella quisiese, buscaba y encontraba secretas relaciones entre las cosas, y por todas sentía un cariño melancólico que acababa por ser una jaqueca aguda.
Una tarde de otoño,
después de admitir una copa de cumín que su padre quiso que
bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el proyecto
de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondonada de los
pinos que ella conocía bien; era
Don Carlos le permitía pasear sin compañía cuando subía al monte de los tomillares por la puerta del jardín; por allí no podía verla nadie, y al monte no se subía más que a buscar leña.
Aquel día su paseo fue más largo que otras veces. La cuesta era ardua, el camino como de cabras; pavorosos acantilados a la derecha caían a pico sobre el mar, que deshacía su cólera en espuma con bramidos que llegaban a lo alto como ruidos subterráneos. A la izquierda los tomillares acompañaban el camino hasta la cumbre, coronada por pinos entre cuyas ramas el viento imitaba como un eco la queja inextinguible del océano. Ana subía a paso largo. El esfuerzo que exigía la cuesta la excitaba; se sentía calenturienta; de sus mejillas, entonces siempre heladas, brotaba fuego, como en lejanos días. Subía con una ansiedad apasionada, como si fuera camino del cielo por la cuesta arriba.
Después de un recodo de la senda
que seguía, Ana vio de repente nuevo panorama; Loreto quedó
invisible. Enfrente estaba el mar, que antes oía sin verlo; el mar,
mucho mayor que visto desde el puerto, más pacífico, más
solemne; desde allí las olas no parecían sacudidas violentas de
una fiera enjaulada, sino el ritmo de una canción sublime, vibraciones
de placas sonoras, iguales, simétricas, que iban de Oriente a Occidente.
En los últimos términos del ocaso columbraba un anfiteatro de
montañas que parecían escala de gigantes para ascender al cielo;
nubes y cumbres se confundían, y se mandaban reflejados sus colores. En
lo más alto de aquel
Al fin llegó Ana a la
Antes de escribir dejó hablar al pensamiento.
Cuando el lápiz trazó el primer verso, ya estaba terminada, dentro del alma, la primera estancia. Siguió el lápiz corriendo sobre el papel, pero siempre el alma iba más deprisa; los versos engendraban los versos, como un beso provoca ciento; de cada concepto amoroso y rítmico brotaban enjambres de ideas poéticas, que nacían vestidas con todos los colores y perfumes de aquel decir poético, sencillo, noble, apasionado.
Cuando todavía el pensamiento
seguía dictando a borbotones, tuvo la mano que renunciar a seguirle,
Se puso en pie, quiso hablar,
gritó; al fin su voz resonó en la cañada; calló el
supuesto ruiseñor, y los versos de Ana, recitados como una
oración entre lágrimas, salieron al viento repetidos por las
resonancias del monte. Llamaba con palabras de fuego a su Madre Celestial. Su
propia voz la entusiasmó, sintió escalofríos, y ya no pudo
hablar: se doblaron sus rodillas, apoyó la frente en la tierra.
La señorita doña Anunciación Ozores había llegado a los cuarenta y siete años sin salir de la provincia de Vetusta. Era por consiguiente una gran molestia, tal vez un peligro, aventurarse a recorrer en veinte horas de diligencia la carretera de la costa que llegaba hasta Loreto. La acompañaron en su viaje don Cayetano Ripamilán, canónigo respetable por su condición y sus años, y una antigua criada de los Ozores.
Había muerto don Carlos de
repente, de noche, sin confesión, sin ningún sacramento. El
médico decía que algún derrame, algún vaso...
Materialismo puro. Doña Anuncia veía la mano de Dios que castiga
sin palo ni piedra. Esto no impidió que durante
«Ana, la hija de la modista, había caído en cama; estaba sola, en poder de criados; no había más remedio que ir a recogerla. Ante aquella muerte concluían las diferencias de familia».
-«Muerto el perro se acabó la rabia», -había dicho uno de los nobles de Vetusta.
Doña Anuncia y don Cayetano encontraron a la joven en peligro de muerte. Era una fiebre nerviosa; una crisis terrible, había dicho el médico; la enfermedad había coincidido con ciertas transformaciones propias de la edad; propias sí, pero delante de señoritas no debían explicarse con la claridad y los pormenores que empleaba el doctor. Don Cayetano podía oírlo todo, pero doña Anuncia hubiera preferido metáforas y perífrasis. «El desarrollo contenido», «la crítica y misteriosa metamorfosis», «la crisálida que se rompe», todo eso estaba bien; pero el médico añadía unos detalles que doña Anuncia no vacilaba en calificar de groseros.
-«¡Qué gentes trataba mi hermano!» -decía poniendo los ojos en blanco.
Quince días había vivido
sola en poder de criados aquella pobre niña, huérfana y enferma,
pues doña Anuncia no se decidió a emprender el viaje de las
veinte horas hasta que se le pidió esta obra de caridad en nombre de su
sobrina moribunda. Ana estaba ya enferma cuando la sobrecogió la
catástrofe. Su enfermedad era melancólica; sentía
tristezas que no se explicaba. La pérdida de su padre la asustó
más que la afligió al principio. No
-«Es decir, que estoy casi en la miseria».
Sus derechos de orfandad, que le dijeron que serían una ayuda irrisoria, poco más que nada, tardaría en cobrarlos; no tenía quien le explicase cómo y dónde se pedían. Estaba sola, completamente sola; ¿qué iba a ser de ella? Los amigos del filósofo no le sirvieron de nada. No sabían más que discutir. El capellán no apareció por allí; la muerte repentina de don Carlos olía un poco a azufre.
Un día, tres o cuatro después de enterrado su padre, Ana quiso levantarse y no pudo. El lecho la sujetaba con brazos invisibles. La noche anterior se había dormido con los dientes apretados y temblando de frío. Había querido escribir a sus tías de Vetusta y no había podido coordinar las palabras; hasta dudaba de su ortografía.
Tuvo pesadillas, y aunque hizo esfuerzos para no declararse enferma, el mal pudo más, la rindió. El médico habló de fiebre, de grandes cuidados necesarios; le hizo preguntas a que ella no sabía ni quería contestar. Estaba sola y era absurdo. El doctor dijo que no tenía con quien entenderse; añadió pestes de la incuria de los criados.
-«La dejarán a usted morir, hija mía».
Ana dio gritos, se asustó mucho,
se sintió muy cobarde; llorando y con las manos en cruz pidió que
llamaran
Las tías sentían un vago remordimiento por la compra del caserón. Comprendían que valía más, mucho más de lo que habían pagado por él, abusando de la situación apurada de don Carlos, que además era un aturdido en materia de intereses. ¡Él, que había renegado de la fe de los Ozores! -«Por no ser víctima de una mixtificación».
Se presentaba ocasión de tranquilizar la conciencia amparando a la desventurada hija del hermano de sus pecados.
Doña Anuncia pudo apreciar mejor la grandeza de su buena obra cuando vio que Ana «estaba en la calle» o poco menos. La quinta que ellas habían imaginado digna de un Ozores, aunque fuese extraviado, era una casa de aldea muy pintada, pero sin valor, con una huerta de medianas utilidades. Y además estaba sujeta a una deuda que mal se podría enjugar con lo que ella valía. Estaba fresca Anita. Ni rico había sabido hacerse el infeliz ateo. ¡Perder el alma y el cuerpo, el cielo y la tierra! Negocio redondo. Pero, en fin, a lo hecho pecho.
Había echado sobre sus hombros una carga bien pesada: mas ¿quién no tiene su cruz?
Ana tardó un mes en dejar el lecho.
Pero doña Anuncia se aburría en Loreto, donde no había sociedad; y el viaje, la vuelta a Vetusta, se precipitó contra los consejos del mediquillo grosero, que prodigaba los términos técnicos más transparentes.
En cuanto llegaron a Vetusta, la
huérfana tuvo «un retraso en su convalecencia», según
el médico de la casa,
El retraso fue otra fiebre en que la vida de Ana peligró de nuevo.
Las señoritas de Ozores y la nobleza de Vetusta suspendieron el juicio que iba a merecerles la hija de don Carlos y de la modista italiana hasta poder reunir datos suficientes. Mientras la joven estuvo entre la vida y la muerte, doña Anuncia encontró irreprochable su conducta.
En honor de la verdad, nada había que decir contra su educación ni contra su carácter: hacía muy buena enferma. No pedía nada; tomaba todo lo que le daban, y si se le preguntaba:
-¿Cómo estás, Anita?
-Algo mejor, señora -contestaba la joven siempre que podía.
Otras veces no contestaba porque le faltaban fuerzas para hablar. Y a veces no oía siquiera.
Durante la nueva convalecencia no fue impertinente.
No se quejaba; todo estaba bien; no se permitía excesos.
En el círculo aristocrático de Vetusta, a que pertenecían naturalmente las señoritas de Ozores, no se hablaba más que de la abnegación de estas santas mujeres.
Glocester, o sea don Restituto Mourelo, canónigo raso a la sazón, decía con voz meliflua y misteriosa en la tertulia del marqués de Vegallana:
-Señores, esta es la virtud
antigua; no esa falsa y gárrula filantropía moderna. Las
señoritas de Ozores están llevando a cabo una obra de caridad
que, si quisiéramos analizarla detenidamente, nos daría por
resultado una larga serie de buenas acciones. No sólo se trata
-Una abdicación abominable -se atrevió a decir un barón tronado.
-Abominable -añadió Glocester inclinándose-. Representa una alianza nefasta en que la sangre, a todas luces azul, de los Ozores, se mezcló en mal hora con sangre plebeya; y lo que es lo peor... según todos sabemos, representa esa niña la poco meticulosa moralidad de su madre, de su infausta...
-Sí, señor -interrumpió la marquesa de Vegallana, que no toleraba los discursos de Glocester-; sí señor, su madre era una perdida, corriente; pero la chica se presenta bien, según dicen sus tías; es muy dócil y muy callada.
-Ya lo creo que calla; como que no puede hablar aún de pura debilidad.
Esto lo dijo el médico de la aristocracia, don Robustiano, que asistía a Anita.
Aquella noche se acordó en la tertulia acoger a la hija de don Carlos como una Ozores, descendiente de la mejor nobleza. No se hablaría para nada de su madre; esto quedaba prohibido, pero ella sería considerada como sobrina de quien tantos elogios merecía.
Gran consuelo recibieron doña Anuncia y doña Águeda al saber por el médico esta resolución de la nobleza vetustense.
Ana estaba muchas horas sola. Sus
tías tenían costumbre de trabajar -hacer calceta y colcha- en el
comedor;
Además, las ilustres damas
pasaban mucho tiempo fuera del triste caserón de sus mayores. Visitaban
a lo mejor de Vetusta, sin contar la visita al Santísimo y la Vela, que
les tocaba una vez por semana. Asistían a todas las novenas, a todos los
sermones, a todas las cofradías, y a todas las tertulias de buen tono.
Comían dos o tres veces por semana fuera de casa. Lo más del
tiempo lo empleaban en pagar visitas. Esta era la ocupación a que daban
más importancia entre todas las de su atareada existencia. No pagar una
visita
La etiqueta, según se entendía en Vetusta, era la ley por que se gobernaba el mundo; a ella se debía la armonía celeste.
Suprimida la etiqueta, las estrellas chocarían y se aplastarían probablemente. ¿Qué sabía de estas cosas la sobrinita? Esta era la cuestión. Las miradas de doña Águeda, algo más gruesa, más joven y más bondadosa que su hermana, iban cargadas de estas preguntas cuando se clavaban en Anita al darle un caldo.
La huérfana sonreía
siempre; daba las gracias siempre. Estaba conforme con todo. Las tías
veían con impaciencia que se prolongaba aquel estado. La niña no
acababa de sanar, ni recaía; no se presentaba ninguna
Una tarde, tal vez creyendo que dormía la sobrinilla o sin recordar que estaba cerca, en el gabinete contiguo a su alcoba hablaron las dos hermanas de un asunto muy importante.
-Estoy temblando, ¿a qué no sabes por qué? -decía doña Anuncia.
-¿Si será por lo mismo que a mí me preocupa?
-¿Qué es?
-Si esa chica...
-Si aquella vergüenza...
-¡Eso!
-¿Te acuerdas de la carta del aya?
-Como que yo la conservo.
-Tenía la chiquilla doce o catorce años, ¿verdad?
-Algo menos, pero peor todavía.
-Y tú crees... que...
-¡Bah! Pues claro.
-¿Si será una Obdulita?
-O una Tarsilita. ¿Te acuerdas de Tarsila que tuvo aquel lance con aquel cadete, y después con Alvarito Mesía no sé qué amoríos?
-Todo era inocencia -decían los bobalicones de aquí.
-Pues mira la inocencia; creo que en Madrid tiene así los amantes (juntando y separando los dedos.)
-Si es claro, si genio y figura...
-Cuando falta una base firme...
-¡Si sabrá una!...
-¿Pues, Obdulita? Ya ves lo que se dijo el año pasado; después se negó, se aseguró que era una calumnia...
-¡A mí, que soy tambor de marina!
-¡Si sabrá una!
-¡Si una hubiera querido!
Y suspiró esta señorita de Ozores. Suspiró su hermana también.
Ana que descansaba, vestida, sobre su
pobre lecho, saltó de él a las primeras palabras de aquella
conversación. Pálida como una muerta, con dos lágrimas
heladas en los párpados, con las manos flacas en cruz,
No hablaban a solas como delante de los
señores
Volvieron sin embargo las solteronas al
punto de partida; según ellas, se trataba de un marinero que
había abusado de la inocencia o de la precocidad de la niña. Se
discutió, como en el casino de Loreto, la verosimilitud del delito desde
el punto de vista fisiológico.
«En cuanto a la moral, tampoco era el caso grave, porque en Vetusta nadie debía de saber nada. Lo malo sería que aquella muchacha hubiera seguido con vida tan disoluta. Pero no había motivo para creerlo. Nada más habían sabido que la condenase. Sobre todo, pronto se había de ver».
Ana, que tuvo valor para sufrir hasta la última palabra, comprendió que sus tías lo perdonaban todo menos las apariencias: que con tal de ser en adelante como ellas, se olvidaba lo pasado, fuese como fuese. Cómo eran ellas ya lo iba conociendo. Pero estudiaría más.
Había habido algunos minutos de silencio.
Doña Águeda lo rompió diciendo:
-Y yo creo que la chica, si se repone, va a ser guapa.
-Creo que era algo raquítica, por lo menos estaba poco desarrollada...
-Eso no importa; así fuí yo, y después que... -Ana sintió brasas en las mejillas- empecé a engordar, a comer bien y me puse como un rollo de manteca.
Y suspiró otra vez doña Águeda, acordándose del rollo que había sido.
Doña Anuncia había tenido sus motivos para no engordar: unos amores románticos rabiosos. De aquellos amores le habían quedado varias canciones a la luna, en una especie de canto llano que ella misma acompañaba con la guitarra. Una de las canciones comenzaba diciendo:
Esa luna que brilla en el cielo melancólicamente me inspira: es el último son de mi lira que por última vez resonó.
Se trataba de un condenado a muerte.
El bello ideal de doña Anuncia
había sido siempre un viaje a Venecia con un amante; pero una vez que el
siglo estaba
Ana comprendió su obligación inmediata; sanar pronto.
La convalecencia iba siendo impertinente. Toda su voluntad la empleó en procurar cuanto antes la salud.
Desde el día en que el
médico dijo que el comer bien
La naturaleza vino pronto en ayuda de aquel esfuerzo terrible de la voluntad. Ana quería fuerzas, salud, colores, carne, hermosura, quería poder librar pronto a sus tías de su presencia. El cuidarse mucho, el alimentarse bien le pareció entonces el deber supremo. El estado de su ánimo no contradecía estos propósitos.
Aquellos accesos de religiosidad que ella había creído revelación providencial de una vocación verdadera, habían desaparecido. Ellos determinaron la crisis violenta que puso en peligro la vida de Ana, pero al volver la salud no volvieron con ella: la sangre nueva no los traía.
En los insomnios, en las exaltaciones
nerviosas, que tocaban en el delirio, las visiones místicas, las
intuiciones poderosas de la fe, los enternecimientos repentinos le
habían servido de consuelo unas veces y de tormento otras. Había
notado con tristeza que aquella fe suya era demasiado vaga; creía mucho
y no sabía a punto fijo en qué; su desgracia más grande,
la muerte de su padre, no había tenido consuelo tan fuerte como ella lo
esperaba en la piedad que había creído tan firme y tan honda,
aunque tan nueva. Para aquella ausencia, para la necesidad que sentía de
creer que vería a su padre en otro mundo, servíale sin embargo la
religión; pero muy poco para consuelo de los propios
-«La Virgen está conmigo» -pensaba Ana en el lecho, allá en Loreto, y acababa por llorar, por rezar fervorosamente y sentir sobre su cabeza las caricias de la mano invisible de Dios; pero sobrevenía un ataque nervioso, sentía la congoja de la soledad, de la frialdad ambiente, del abandono sordo y mudo, y entonces las imágenes místicas no acudían. Hacía falta un amparo visible. Por eso pensó en sus tías a quien no conocía, de las que sabía poco bueno, y deseó su presencia, creyó firmemente en la fuerza de la sangre, en los lazos de la familia.
Durante la convalecencia de la primera
fiebre, las primeras fuerzas que tuvo las gastó el cerebro imaginando
poemas, novelas, dramas y poesías sueltas. Comenzaba este componer
constante, este imaginar sin tregua por ser agradable entretenimiento y
además halagaba su vanidad; pero al fin era un tormento. Todo lo que
imaginaba le parecía excelente, y al contemplar la belleza que acababa
de crear, la admiraba tanto que lloraba enternecida, lloraba lo mismo que
cuando pensaba en el amor del Niño Jesús y de su Santa Madre. En
algunos momentos de reflexión serena examinaba con disgusto la semejanza
de aquellas dos emociones. Tan profunda y sinceramente enternecida se
sentía al contemplar la belleza artística que ella creaba, como
contemplando la hermosura de la idea de Dios. ¿Sería que uno y
otro sentimiento eran religiosos? ¿O era que en la vanidad, en el
egoísmo
En la convalecencia de la segunda fiebre, en Vetusta, volvió esta actividad indomable del pensamiento a molestarla; pero poco después de comenzar a comer bien, mediante aquellos esfuerzos supremos, notó que unas ruedas que le daban vueltas dentro del cráneo se movían más despacio y con armónico movimiento. Ya no imaginaba tantos héroes y heroínas, y los que le quedaban en la cabeza eran menos fantásticos, sus sentimientos menos alambicados, y se complacía en describir su belleza exterior; los colocaba en parajes deliciosos y pintorescos y acababan todas las aventuras en batallas o en escenas de amor.
Al despertar todas las mañanas se sorprendía Anita con una sonrisa en el alma y una plácida pereza en el cuerpo. Las tías le permitían levantarse tarde, y gozaba con delicia de aquellas horas. Para ella su lecho no estaba ya en aquel caserón de sus mayores, ni en Vetusta, ni en la tierra; estaba flotando en el aire, no sabía dónde. Ella se dejaba columpiar dentro de la blanda barquilla en aquel navegar aéreo de sus ensueños... Y mientras los personajes de su fantasía se decían ternezas, ella les preparaba un suculento almuerzo en un jardín de fragancias purísimas y penetrantes. Ana aspiraba con placer voluptuoso los aromas ideales de sus visiones turgentes.
Algunas veces, por desgracia, el príncipe ruso vestido con pieles finas o el noble escocés que lucía torneada y robusta pantorrilla con media de cuadros brillantes, se convertían de repente en un caballero enfermo del hígado, pálido, delgado, tocado con sombrero de jipijapa, que se despedía de la señora de sus pensamientos diciendo:
-«Adiosito. Ahorita vuelvo», -con un balanceo de hamaca en los diminutivos. Era el indiano que veían en lontananza ella y las tías.
Doña Águeda era muy buena cocinera; conocía el empirismo del arte, y además lo profesaba por principios. Sabía de memoria «
Doña Anuncia no cocinaba, pero iba a la compra con la criada y traía lo mejor de lo más barato. Ayudábala a comprar bien un antiguo catedrático de psicología, lógica y ética, gran partidario de la escuela escocesa y de los embutidos caseros. No se fiaba mucho ni del testimonio de sus sentidos ni de las longanizas de la plaza. Era muy amigo de doña Anuncia y la ayudaba a regatear.
La solterona después del mercado recorría las casas de la nobleza para pregonar aquel exceso de caridad con que ella y su hermana daban ejemplo al mundo.
-Si ustedes la vieran -decía- está desconocida; se la ve engordar. Parece un globo que se va hinchando poco a poco. Verdad es que aquella Águeda tiene unas manos... En fin, ustedes saben por experiencia cómo guisa mi hermanita. Yo me desvivo por la niña. En casa no entendemos la caridad a medias. Todos los días se ve recoger a un pariente pobre, ¿para qué? para ahorrar un criado o una doncella; se le arroja un mendrugo y no se le paga soldada. Pero nosotras entendemos la caridad de otro modo. En fin, ustedes verán a la niña. Y que va a ser guapa. Ya verán ustedes.
En efecto, la nobleza iba en romería a ver el prodigio, a ver engordar a la niña.
El elemento masculino notó mucho
antes que el femenino la extraordinaria belleza de Anita. Pocos meses
después de la fiebre, Ana había crecido milagrosamente, sus
formas habían tomado una amplitud armónica que tenía
orgullosa a la nobleza vetustense. La verdad era que el tipo
aristocrático no se perdía, pese a la chusma que no quiere
clases. Aquella niña en cuanto la habían separado de una vida
vulgar, en
Doña Águeda agradecía este triunfo como Fidias pudiera haber agradecido la admiración que el mundo tributó a su Minerva.
-¡Es una estatua griega! -había dicho la marquesa de Vegallana, que se figuraba las estatuas griegas según la idea que le había dado un adorador suyo, amante de las formas abultadas.
-¡Es la Venus
-Más bien que la de Milo la de Médicis -rectificaba el joven y ya sabio Saturnino Bermúdez, que sabía lo que quería decir, o poco menos.
-¡Es
Y Bermúdez se atrevía a rectificar también:
-En mi opinión más parece de Praxíteles.
El marqués se encogía de hombros.
-Sea Praxíteles.
Las señoras eran las que
podían juzgar mejor, porque muchas de ellas habían conseguido ver
a Anita
Su belleza salvó a la
huérfana. Se la admitió sin reparo en
Las señoritas nobles no
envidiaban mucho a Anita, porque era pobre. Para ellas la hermosura era cosa
secundaria; daban más valor a la dote y a los vestidos, y creían
que las proporciones -los novios aceptables- harían lo mismo.
Sabían a qué atenerse. En las tertulias, en los bailes, en las
excursiones campestres no le faltarían a
El cálculo de las tías respecto al matrimonio de Ana no se había modificado a pesar de la gran hermosura de su sobrina. Por guapa no se casaría con un noble; era preciso abdicar, dejarla casarse con un ricacho plebeyo. Entre tanto, se necesitaba mucha vigilancia y tener advertida a la niña.
-En el gran mundo de Vetusta -decía doña Anuncia- es preciso un ten con ten muy difícil de aprender.
Aunque la explicación de este equilibrio o ten con ten era un poco embarazosa, y más para una señorita que oficialmente debía ignorarlo todo, y en este caso estaba doña Anuncia, convinieron las hermanas en que era indispensable dar instrucciones a la chica.
Pocas veces se permitía Ana manifestar deseos, gustos o repugnancias, y menos estas, tratándose de los gustos y predilecciones de sus tías; pero una noche no pudo menos de expresar su opinión al volver sola de la tertulia íntima de Vegallana.
-¿Te has divertido mucho? -preguntó doña Anuncia, que se había quedado en el comedor, junto a la gran chimenea, leyendo el folletín de
-No, señora; no me he divertido. Y no quisiera volver allá sin alguna de ustedes. Cuando voy sola...
-¿Qué? -exclamó doña Anuncia, invitando a su sobrina con el tono áspero de aquel monosílabo a que no profiriese censura de ningún género contra la tertulia de su predilección.
-Cuando voy sola... me aburren demasiado aquellos caballeritos.
No era esto lo que quería decir. Bien lo comprendió su tía; pero quería más claridad y replicó:
-¡Aburren!¡Aburren! Explíquese usted, señorita. ¿Es que le parece poco fina la sociedad de Vetusta?
Por el usted y la ironía comprendió Ana que doña Anuncia se había disgustado.
-No es eso, tía; es que hay algunos... muy atrevidos... No sé qué se figuran. Ustedes no quieren que yo sea obscura, seria, huraña...
-Claro que no...
-Pues que no sean ellos atrevidos. Si Obdulia les consiente ciertas cosas... yo no quiero, yo no quiero.
-Ni yo quiero tampoco que tú te compares con Obdulia. Ella es... una cualquier cosa, que no sé cómo la admiten en la tertulia; y por darse tono, por decir que es íntima de la marquesa y de sus hijas, pasa por todo. Tú eres de la clase.
-Es que no sólo Obdulia es la que tolera... lo que yo no quiero tolerar. Las mismas Emma, Pilar y Lola consienten confianzas...
-¡No me toques a las hijas del marqués! -gritó la tía, poniéndose en pie y dejando caer el Werther sobre la raída alfombra.
-«Soy una bestia, pensó; debí haber callado». Cada vez que faltaba a su propósito de no contradecir a las tías, sentía una especie de remordimiento, como el del artista que se equivoca.
Entró doña Águeda. Había oído la conversación desde el gabinete. Las dos hermanas se miraron. Era llegada la ocasión de explicar lo del ten con ten.
-Oye, Anita -dijo con voz meliflua la
perfecta cocinera-; tú eres una niña; y aunque nosotras poco
sabemos
-Eso es; por lo que observamos en los demás.
-En el mundo en que has entrado, y al que perteneces de derecho, es necesario... un ten con ten especial.
-Un ten con ten, eso.
-Sobre todo en el trato con los hombres. Tú habrás notado que en público los de la clase jamás faltan a la más estricta y meticulosa... eso, decencia.
-Que es lo principal -dijo doña Anuncia, como quien recita el decálogo.
-Nunca habrás visto a Manolito, ni a Paquito, ni al baroncito, ni al vizconde, ni a Mesía, que no es noble, pero anda con ellos, propasarse en lo más mínimo... Pero en el trato íntimo, el que no es más que de la clase, ya es otra cosa.
-Otra cosa muy distinta -dijo doña Anuncia, comprendiendo que a ella, por mayor en edad, le tocaba seguir explicando el ten con ten.
-Como todos somos parientes -continuó- de cerca o de lejos, nos tratamos como tales; y ni porque se te acerquen mucho para hablarte, ni porque hagan alusiones picarescas, y siempre llenas de gracia, a la hermosura de tus hombros, a lo torneado de lo poco, poquísimo de pantorrilla que te hayan visto al bajarte del coche; por nada de eso, ni aun por algo más, con tal que no sea mucho, debes asustarte, ni escandalizarte, ni darte por ofendida.
-De ninguna manera -apoyó doña Águeda.
-Lo contrario es dar a entender una malicia que no debes tener. Tu inocencia te sirve para tolerar todo eso.
-Así hacen Pilar, Emma y Lola.
-Pero...
-Pero, hija...
-Pero, si lo que no es de esperar...
-De ninguna manera...
-Alguno se propasase a mayores, lo que se llama mayores, sobre todo, tomándolo en serio y obsequiándote (palabra de la juventud de doña Anuncia), obsequiándote en regla, entonces no te fíes; déjale decir, pero no te dejes tocar. Al que te proponga amores formales, no le toleres pellizcos, ni nada que no sea inofensivo. Escandalizarse es ridículo, es como no saber con qué se come alguna cosa...
-Es una falta de educación entre la clase...
-Y tolerar demasiado es exponerse. Tú no te has de casar con ninguno de ellos...
-Ni gana, tía -dijo Anita sin poder contenerse, pesándole en seguida de haberlo dicho.
Doña Águeda sonrió.
-Eso de la gana te lo guardas para ti -exclamó doña Anuncia, puesta en pie otra vez, y dejando caer el Werther al suelo.
-Eres muy orgullosa -añadió.
-Déjala; el que no se consuela...
-Tienes razón; están verdes. Pero lo que importa es que tú no olvides lo que te digo. Es necesario que dejes antes de entrar en casa de la marquesa ese aire displicente y ese tonillo seco, porque es una impertinencia. Lo que está bien, muy bien, y ya ves como lo bueno se te alaba, es que en público mantengas el severo continente que merece no menos elogios del público que tu palmito y buen talle.
-Sí, hija mía -interrumpió doña Águeda-. Es necesario sacar partido de los dones que el Señor ha prodigado en ti a manos llenas.
Ana se moría de vergüenza. Estos elogios eran el mayor martirio. Se figuraba sacada a pública subasta. Doña Águeda y después su hermana trataron con gran espacio el asunto de la cotización probable de aquella hermosura que consideraban obra suya. Para doña Águeda la belleza de Ana era uno de los mejores embutidos; estaba orgullosa de aquella cara, como pudiera estarlo de una morcilla. Lo demás, lo que se refería a la esbeltez, lo había hecho la raza, decía doña Anuncia, que se picaba de esbelta, porque era delgada.
Al ventilar semejante negocio, el tipo de la trotaconventos de salón, que sólo se diferencia de las otras en que no hace ruido, asomaba a la figura de aquellas solteronas, como anuncio de vejez de bruja; la chimenea arrojaba a la pared las sombras contrahechas de aquellas señoritas, y los movimientos de la llama y los gestos de ellas producían en la sombra un embrión de aquelarre.
Lo que eran los hombres, y especialmente los indianos, lo que no les gustaba, la manera de marearlos, lo que había que conceder antes, lo que no se había de tolerar después, todo esto se discutió por largo, siempre concluyendo con la protesta de que era hija tanta sabiduría de la observación en cabeza ajena.
-Por lo demás, ni tu tía Águeda ni yo manifestamos nunca afición al matrimonio.
Así fue como se le explicó a la huérfana lo del ten con ten.
Aquella noche lloró en su lecho
Ana como lloraba bajo el poder de doña Camila. Pero había cenado
muy bien. Al despertar sintió la deliciosa pereza que era casi el
único placer en aquella vida. Como entonces ya no había motivo
para no madrugar y el trabajo la
Uno a uno despreciaba todos los elogios que a su hermosura tributaban los señoritos nobles y los abogadetes de Vetusta y cuantos la veían; pero al despertar, como una neblina de incienso bien oliente envolvían su voluptuoso amanecer del alma aquellas dulces alabanzas de tantos labios condensadas en una sola, y con deleite saboreaba Ana aquel perfume. Y como la historia ha de atreverse a decirlo todo, según manda Tácito, sépase que Anita, casta por vigor del temperamento, encontraba exquisito deleite en verificar la justicia de aquellas alabanzas. Era verdad, era hermosa. Comprendía aquellos ardores que con miradas unos, con palabras misteriosas otros, daban a entender todos los jóvenes de Vetusta. Pero ¿el amor? ¿era aquello el amor? No, eso estaba en un porvenir lejano todavía. Debía de ser demasiado grande, demasiado hermoso para estar tan cerca de aquella miserable vida que la ahogaba, entre las necedades y pequeñeces que la rodeaban. Acaso el amor no vendría nunca; pero prefería perderlo a profanarlo. Toda su resignación aparente era por dentro un pesimismo invencible: se había convencido de que estaba condenada a vivir entre necios; creía en la fuerza superior de la estupidez general; ella tenía razón contra todos, pero estaba debajo, era la vencida. Además su miseria, su abandono, la preocupaban más que todo; su pensamiento principal era librar a sus tías de aquella carga, de aquella obra de caridad que cada día pregonaban más solemnemente las viejas.
Quería emanciparse; pero
¿cómo? Ella no podía
Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura. Era este el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya se le había cortado de raíz.
Cuando doña Anuncia topó
-«Por allí, por allí asomaba la oreja de la modista italiana que, en efecto, debía de haber sido bailarina, como insinuaba doña Camila en su célebre carta».
El cuaderno de versos se había presentado a los padres graves de la aristocracia y del cabildo.
El marqués de Vegallana, a quien sus viajes daban fama de instruido, declaró que los versos eran libres.
Doña Anuncia se volvía loca de ira.
-¿Con que indecentes, libres? ¡Quién lo dijera! La bailarina...
-No, Anuncita, no te alteres. Libres
quiere decir blancos, que no tienen consonantes; cosas que tú no
entiendes. Por lo demás, los versos no son malos. Pero
Lo mismo opinó el barón tronado, que había vivido en Madrid mantenido por una poetisa traductora de folletines.
El señor Ripamilán, canónigo, dijo que los versos eran regulares, acaso buenos, pero de una escuela romántico-religiosa que a él le empalagaba.
-Son imitaciones de Lamartine en estilo pseudoclásico; no me gustan, aunque demuestran gran habilidad en Anita. Además, las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran.
La marquesa de Vegallana, que
leía libros escandalosos con singular deleite, condenó los versos
por mojigatos. «Que no se le mezclase a ella lo humano con lo divino. En
la iglesia como en la iglesia, y en literatura ancha Castilla».
Además, no le gustaba la poesía; prefería las novelas en
que se pinta todo a lo vivo, y tal como pasa. «¡Si sabría
ella lo que era el mundo! En cuanto a la
Tan general y viva fue la protesta del
A solas en su alcoba algunas noches en
que la tristeza la atormentaba, volvía a escribir versos, pero los
rasgaba en seguida y arrojaba el papel por el balcón
Las amiguitas, que habían sabido
algo, y nunca tenían qué censurar en Ana, aprovecharon este flaco
para
Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto.
-En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir -decía el baroncito, clavando los ojos en Ana y creyendo agradarla.
-¿Y quién se casa con una literata? -decía Vegallana sin mala intención-. A mí no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que yo.
La marquesa se encogía de hombros. Creía firmemente que su marido era un idiota. «¡A qué llamarán talento los maridos!» -pensaba satisfecha de lo pasado.
-Yo no quiero que mi mujer se ponga los pantalones -añadía el afeminado baroncito. Y la marquesa, vengando en él lo de su marido, decía:
-Pues hijo mío, serán
ustedes un matrimonio
Fuera de estas defensas relativas de la marquesa, era unánime la opinión: la literata era un absurdo viviente.
-«Tenían razón en este punto aquellos necios, llegó a pensar Ana; no escribiría más». Pero ella se vengaba de las burlas, despreciándolas y desdeñando los obsequios de aquellos que su orgullo tenía por majaderos aristocráticos. Admitía el culto que se tributaba a su hermosura, pero como algunos hombres eminentes desvanecidos, uno por uno despreciaba a los fieles que se prosternaban ante el ídolo. Para ella eran incompatibles el amor y cualquiera de aquellos nobles audaces antes, cobardes ya ante su desdén supremo. Era demasiado crédula en cuanto se refería a las cosas vanas y repugnantes del mundo en que vivía; para tales materias prefería las advertencias de doña Anuncia al propio criterio. Al principio se le había figurado que ella, con un poco de arte, hubiera podido conquistar a cualquiera de aquellos nobles ricos que se divertían con todas y se casaban con la de mayor dote. Pero le pareció una indignidad asquerosa semejante idea; ni una sola vez trató de ensayar sus recursos y prefirió creer a su tía: aquellos aristócratas interesados no eran maridos posibles. Se acostumbró a esta idea y miraba a sus amigos y parientes como a los figurines de las sastrerías: en efecto, los veía tan enclenques de espíritu que se le antojaban de papel marquilla.
Los
-«¡Qué diablo, alguna había de haber!».
Los seductores de la clase media que
anhelaban siempre
-Esperará algún príncipe ruso -decía Alvarito Mesía, que vivía entre plebeyos y nobles. Alvarito no había dicho nunca a Anita: «buenos ojos tienes». Eran dos orgullos paralelos.
Se fue a Madrid Mesía, a cepillar un poco el provincialismo. Dejaba ya en Vetusta muchas víctimas de su buen talle y arte de enamorar, pero los mayores estragos pensaba hacerlos a la vuelta.
La tarde en que Álvaro tomó la diligencia, Ana había salido a paseo con sus tías por la carretera de Madrid. Encontraron el coche. Álvaro las vio y saludó desde la berlina. Se encontraron los ojos de Ana y de Mesía. Se miraron como si hasta aquel momento nunca se hubieran visto bien.
-«Buenos ojos -pensó el Tenorio- no sabía yo a lo que saben, hasta ahora».
Y continuó:
-«Esa será una de las primeras».
Más de una hora fue viendo
aquella nube de polvo que parecía de luz y en medio los ojos de
La
Y pensaba:
-«Ese era de los menos malos. Parecía más distinguido; y no era pesado; tenía cierta dignidad... era comedido... frío con elegancia... el menos tonto sin duda».
El pesimismo la hizo repetir muchos días seguidos:
-«Se ha ido el menos tonto».
Pero al mes ya no se acordaba de don Álvaro; ni don Álvaro de Ana en cuanto llegó a Madrid.
-«¡Oh! el convento, el convento; ese era su recurso más natural y decoroso. El convento o el americano».
El
-¡Ta, ta, ta, ta! -dijo en voz alta sin pensar que estaba en la iglesia-. Hija mía, las esposas de Jesús no se hacen de tu maderita. Haz feliz a un cristiano, que bien puedes, y déjate de vocaciones improvisadas. La culpa la tiene el romanticismo con sus dramas escandalosos de monjitas que se escapan en brazos de trovadores con plumero y capitanes de forajidos. Has de saber, Anita mía, que yo tengo para ti un novio, paisano mío. Vuélvete a casa, que allá iré yo y te hablaré del asunto. Aquí sería una profanación.
El candidato de Ripamilán era un magistrado, natural de Zaragoza, joven para oidor y algo maduro, aunque no mucho, para novio. Tenía entonces la señorita doña Ana Ozores diez y nueve años y el señor don Víctor Quintanar pasaba de los cuarenta. Pero estaba muy bien conservado. Ana suplicó a don Cayetano que nada dijese a sus tías de aquella proporción, hasta que ella tratase algún tiempo a Quintanar; porque si doña Anuncia sabía algo, impondría al novio sin más examen.
-«Nada más justo; prefiero que estas cosas las resuelva el corazón; Moratín, mi querido Moratín, nos lo enseña gallardamente en su comedia inmortal:
Se quedó en ello.
¡Quién hubiera dicho a doña Anuncia que aquel novio soñado, que ya empezaba a tardar, pasaba todos los días cerca de ellas, en el Espolón, el Paseo de invierno, o en la carretera de Madrid, orlada de altos álamos que se juntaban a lo lejos!
Ana había notado que todas las tardes se encontraban con don Tomás Crespo, el íntimo de la casa, y un caballero que se la comía con los ojos. Don Tomás era una de las pocas personas a quien ella estimaba de veras, por ver en él prendas morales raras en Vetusta, a saber: la tolerancia, la alegría expansiva, y la despreocupación en materias supersticiosas.
El caballero las miraba de lejos, mientras don Tomás se detenía a saludarlas. Aquel señor era Quintanar; el magistrado. Efectivamente, no estaba mal conservado. Era muy pulcro de traje y de aspecto simpático.
«Era
-Es un magistrado -les había dicho Crespo un día-; un aragonés muy cabal, valiente, gran cazador, muy pundonoroso y gran aficionado de comedias; representa como Carlos Latorre. Sobre todo en el teatro antiguo es lo que hay que ver.
Esto era todo lo que las tías sabían del novio que se les preparaba a escondidas.
Una tarde Crespo, enterado de que la niña ya sabía algo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, detuvo a las de Ozores en la carretera de Castilla y les presentó al señor don Víctor Quintanar, magistrado. Las acompañaron aquellos señores durante el paseo y hasta dejarlas en el sombrío portal del caserón de Ozores. Doña Anuncia ofreció la casa a don Víctor. Este pensaba que las tías conocían su honesta pretensión, y al día siguiente, de levita y pantalón negros, visitó a las nobles damas. Ana le trató con mucha amabilidad. Le pareció muy simpático.
La única persona con quien ella
se atrevía a hablar
Ana observaba mucho. Se creía superior a los que la rodeaban, y pensaba que debía de haber en otra parte una sociedad que viviese como ella quisiera vivir y que tuviese sus mismas ideas. Pero entre tanto Vetusta era su cárcel, la necia rutina, un mar de hielo que la tenía sujeta, inmóvil. Sus tías, las jóvenes aristócratas, las beatas, todo aquello era más fuerte que ella; no podía luchar, se rendía a discreción y se reservaba el derecho a despreciar a su tirano, viviendo de sueños.
Pero Crespo era una excepción, un amigo verdadero, que entendía a medias palabras lo que las tías, el barón, etc., etc., no hubieran entendido en tomos como casas.
A don Tomás le llamaban
-¿Qué quieren ustedes?
Somos
Él mismo había sido frágil. Había creído demasiado en las leyes de la adaptación al medio. Pero de esto ya se hablará en su día. Ocho años más adelante brillaba en todo su esplendor su noble manía de perdonarlo todo.
Era sagaz para buscar el bien en el fondo de las almas, y había adivinado en Anita tesoros espirituales.
-Mire usted, don Víctor -le
decía a su amigo- esa niña merece un rey, y por lo menos un
magistrado que
-Deje usted la flora, don Tomás.
-Tiene usted razón, me pierdo... Decía que Anita es una mujer de primer orden. ¿Ve usted qué hermoso es su cuerpecito que le tiene a usted hecho un caramelo? Pues cuando vea usted su alma, se derretirá como ese caramelo puesto al sol. Debo advertir a usted que para mí un alma buena no es más que un alma sana; la bondad nace de la salud.
-Es usted un poco materialista, pero yo no me enfado. Decía usted que la niña...
-¡Soy cuerno! señor mío; y usted dispense. A mí no hay que ponerme motes. Aborrezco los sistemas. Lo que digo es que sólo creo en la bondad que da la naturaleza; a un árbol la salud ha de entrarle por las raíces... pues es lo mismo, el alma...
Y seguía filosofando para venir a parar en que Anita era la mejor muchacha de Vetusta.
Crespo, según él dijo, tomó un día por su cuenta a la joven para recomendarle al señor Quintanar.
«Era el único novio digno de ella. Los cuarenta años y pico eran como los de los árboles que duran siglos, una juventud, la primera juventud. Más viejo es un perro de diez años que un cuervo de ciento, si es cierto que los cuervos duran siglos».
Ana apreciaba en mucho los consejos de Frígilis. Admitió el trato de Quintanar, pero a beneficio de inventario y con las demás condiciones que había impuesto a don Cayetano; no sabrían nada las tías. Don Víctor aceptó aquella manera de ser pretendiente.
-Mire usted -decía Frígilis- el secretillo es la salsa de estos negocios; la chica picará más pronto... ya verá usted como pica...
Ana pasaba el tiempo sin sentir al lado de Quintanar.
«Tenía ideas puras, nobles, elevadas y hasta poéticas».
No se teñía las canas, era sencillo, aunque en el lenguaje algo declamador y altisonante. Este vicio lo debía a los muchos versos de Lope y Calderón que sabía de memoria; le costaba trabajo no hablar como Sancho Ortiz o don Gutierre Alfonso.
Pero a solas se decía Anita:
-«¿No es una temeridad casarse sin amor? ¿No decían que su vocación religiosa era falsa, que ella no servía para esposa de Jesús porque no le amaba bastante? Pues si tampoco amaba a don Víctor, tampoco debía casarse con él».
Consultado Ripamilán, contestó:
-«Que entre un magistrado, que no es Presidente de Sala siquiera, y el Salvador del mundo, había mucha diferencia. ¿No confesaba Anita que le agradaba don Víctor? Sí. Pues cada día le encontraría más gracia. Mientras que en el convento, la que empieza sin amor acaba desesperada».
Don Cayetano, que sabía ponerse serio, llegado el caso, procuró convencer a su amiguita de que su piedad, si era suficiente para una mujer honrada en el mundo, no bastaba para los sacrificios del claustro.
-«Todo aquello de haber llorado de
amor leyendo a San Agustín y a San Juan de la Cruz no valía nada;
había sido cosa de la edad crítica que atravesaba entonces. En
cuanto a Chateaubriand, no había que hacer
Ana renunció poco a poco a la
idea de ser monja. Su conciencia le gritaba que no era aquél el
sacrificio que ella podía hacer. El claustro era probablemente lo mismo
que Vetusta; no era con Jesús con quien iba a vivir, sino con
Se confesaba que era virtuosa, en cuanto
no se le conocía ningún
«¿Por ventura las demás eran unas tales?».
-Es guapa, pero orgullosa -decía la baronesa tronada, que tenía a su marido y a su hijo enamorados en vano de la sobrinita.
No fue Ana quien apresuró su
resolución, como esperaba Frígilis; fueron las tías que
descubrieron un novio para la niña. El nuevo pretendiente era el
americano deseado y temido, don Frutos Redondo, procedente de Matanzas con
cargamento de millones. Venía dispuesto a edificar el mejor
Después doña Anuncia se encerró en el comedor con doña Águeda, y terminada la conferencia compareció Anita. Doña Anuncia se puso en pie al lado de la chimenea pseudo-feudal: dejó caer sobre la alfombra
-Señorita... hija mía; ha llegado un momento que puede ser decisivo en tu existencia. (Era el estilo de
-Incalificable -repitió doña Águeda-. Pero creo inútil todo este sermón -añadió- porque la niña saltará de alegría en cuanto sepa de lo que se trata.
-Eso quiero; saber en qué puedo yo servir a ustedes a quien tanto debo.
-Todo.
-Sí, todo, querida tía.
-Como supongo -prosiguió
doña Anuncia- que ya
-No señora...
-En ese caso -interrumpió doña Águeda- como no querrás quedarte sola en el mundo el día que nosotras faltemos...
-Ni tendrás ningún amorcillo oculto, que sería indecente...
-Y como nosotras no podemos más...
-Y como es tu deber aceptar la felicidad que se te ofrece...
-Te morirás de gusto cuando sepas que don Frutos Redondo, el más rico del Espolón, ha pedido hoy mismo tu mano.
Ana, contra el expreso mandato de sus tías, no se murió de gusto. Calló; no se atrevía a dar una negativa categórica.
Pero doña Anuncia no necesitó más para dar rienda suelta al basilisco que llevaba dentro de sus entrañas. Su sombra en las sombras de la pared, parecía ahora la de una bruja gigantesca; otras veces, multiplicándose por los saltos de la llama y por los saltos y contorsiones de la vieja, figuraba todo el infierno desencadenado; había momentos en que la sombra de la señorita de Ozores tenía tres cabezas en la pared y tres o cuatro en el techo, y se diría que de todas ellas salían gritos y alaridos, según lo que vociferaba doña Anuncia sola.
Doña Águeda misma estaba horrorizada.
La sobrina permaneció ocho
días encerrada en su alcoba después de aquella escena. Al
cumplirse el novenario de la encerrona, que algo tenía de arresto,
doña Anuncia se presentó tranquila, digna, severa a leer la
sentencia. «No le faltaría a la hija de la bailarina -
Ana escribió a Frígilis.
Y al día siguiente don Víctor Quintanar, de tiros largos, como el día de la primera visita, entró en el estrado de los Ozores. Venía a pedir la mano de Ana, «a quien creía no ser indiferente».
«Daba aquel paso antes de lo que
pensaba, porque acababa de ser ascendido; iba a Granada en calidad de
Presidente de Sala y quería llevarse a su esposa, si su ardiente deseo
era cumplido. Contaba con su sueldo y algunas viñas y no pocos
rebaños en la Almunia de don Godino. Nunca hubiera sido osado a pedir la
mano de tan preclara, ilustre y hermosa joven sin poder ofrecerle, ya que no la
opulencia, una
Doña Anuncia quedó
deslumbrada... ¡Don Godino...
Frígilis había advertido a
don Víctor, al ponerle
Quintanar mientras hablaba se sentía en ridículo; pero la vieja estaba fascinada.
«Don Frutos, pensaba ella había aplastado terrones en los suburbios de Vetusta, doce años antes; se acordaba de haberle visto en mangas de camisa».
La Ozores contestó:
«Que ella no podía disponer de la mano de su sobrina, aunque la joven consintiera, sin consultar, sin tomar la venia de la nobleza, de la clase».
Los señores del margen, los de la Audiencia, eran la segunda aristocracia en Vetusta, aunque no figuraban tanto como en otros días.
La justicia era respetada con un terror supersticioso heredado de muchos siglos. Los más soliviantados liberales de Vetusta que hablaban de anarquía y de quemarlo todo, temblaban ante la voz de un ujier de la Sala de lo Criminal que gritaba porque un testigo cruzaba las piernas:
-¡Guarden ceremonia!
La aristocracia, la primera, opinó que Anita hacía una boda loca.
La hizo.
Don Frutos se volvió a Matanzas, prometiendo volver vengado, es decir, con muchos más millones. Cumplió su promesa.
Pasó un mes, y Ana Ozores de Quintanar, con su caballeresco esposo salía por la carretera de Castilla en la berlina de aquella diligencia en que había visto marchar a don Álvaro Mesía por el mismo camino.
Toda Vetusta fue a despedirlos; la nobleza y la clase media. Frígilis tenía lágrimas en los ojos.
-En cuanto puedan ustedes dar la vuelta... hay que darla -decía con un pie en el estribo y la cabeza dentro del coche-. Será usted la Regenta de Vetusta, Anita.
-No lo permite la ley, por causa de las tías -contestaba don Víctor.
-¡Bah, bah! Ya se arreglaría eso... Será usted la Regenta.
Don Cayetano quiso también subir al estribo, pero no pudo.
Doña Anuncia y doña
Águeda habían quedado en el
-Y ella va contenta -decía el barón.
-¡Uf! Ya lo creo.
-La juventud es ingrata...
-Señores, que va a arrancar,
Y partió el coche. Don Víctor oprimía entre las suyas las manos de aquella esposa que le envidiaba un pueblo entero.
Un ¡adiós! llenó los ámbitos de la Plaza Nueva: era un adiós triste de verdad, era la despedida de la maravilla del pueblo; Vetusta en masa veía marchar a la nueva Presidenta de Sala como pudiera haber visto que le llevaban la torre de la catedral, otra maravilla.
Entre tanto, Ana pensaba que tal vez no había entre aquella muchedumbre que admiraba su hermosura otro más digno de poseerla que aquel don Víctor, a pesar de sus cuarenta y pico, pico misterioso.
Cuando, ya cerca de la noche, mientras subían cuestas que el ganado tomaba al paso, el nuevo Presidente de Sala le preguntaba si era él por su ventura el primer hombre a quien había querido, Ana inclinaba la cabeza y decía con una melancolía que le sonaba al marido a voluptuoso abandono:
-Sí, sí, el primero, el único.
«No le amaba, no; pero procuraría amarle».
Cerró la noche. Ana, apoyada la
cabeza en las sobadas almohadillas de
Ni uno solo de aquellos hombres que quedaban allá abajo le había hablado de amor, de amor cierto, ni se lo había inspirado. Repasando todos los años de la inútil juventud, recordaba, como la mayor delicia que pudiera cargarse al capítulo de amor tal vez, alguna mirada de algún desconocido en uno de aquellos paseos por las carreteras orladas de árboles poblados de gorriones y jilgueros.
Entre ella y los jóvenes de la sociedad en que vivía, pronto había puesto el orgullo de Ana y la necedad de los otros un muro de hielo.
«No se casarían con ella, había dicho doña Anuncia, porque era pobre; pero ella les tomaba la delantera, y los despreciaba por fatuos y adocenados».
Si alguno había querido tratarla como a Obdulia, pronto había encontrado un desdén altivo y una ironía cruel capaces de helar una brasa.
«Tal vez, aunque no era seguro, ni
mucho menos, entre aquellos hombres que la admiraban de lejos,
devorándola con los ojos, habría alguno digno de ser querido...
pero las tías se encargaban de mantener las distancias que exigía
el tono, y los pobres abogadillos, o lo que fueran, tal vez demócratas
teóricos, respetaban aquellas preocupaciones, y participaban a su pesar,
de ellas. No se acercaban». Todos los que habían producido en Ana
algún efecto, aunque no grande, hablando con los ojos, eran cualquier
cosa menos proporciones. En Vetusta la juventud pobre no sabe ganarse la vida,
a lo sumo se gana la miseria; muchachos y muchachas se comen a miradas, se
quieren, hasta se lo dicen... pero
Los que quieren medrar salen del pueblo; allí no hay más ricos que los que heredan o hacen fortuna lejos de la soñolienta Vetusta.
«Entre americanos, pasiegos y mayorazguetes fatuos, burdos y grotescos hubiera podido escoger, seguía pensando Ana. Que lo dijera don Frutos Redondo... Pero además, ¿para qué engañarse a sí misma? No estaba en Vetusta, no podía estar en aquel pobre rincón la realidad del sueño, el héroe del poema, que primero se había llamado Germán, después San Agustín, obispo de Hiponax, después Chateaubriand y después con cien nombres, todo grandeza, esplendor, dulzura delicada, rara y escogida...».
«Y ahora estaba casada. Era un crimen, pero un crimen verdadero, no como el de la barca de Trébol, pensar en otros hombres. Don Víctor era la muralla de la China de sus ensueños. Toda fantástica aparición que rebasara de aquellos cinco pies y varias pulgadas de hombre que tenía al lado, era un delito. Todo había concluido... sin haber empezado».
Abrió Ana los ojos y miró a su don Víctor que a la luz de una lámpara de viaje, calada hasta las orejas una gorra de seda, leía tranquilamente, algo arrugado el entrecejo,
Generalmente el salón de baile se enseñaba a los forasteros con orgullo; lo demás se confesaba que valía poco.
Los dependientes de la casa
vestían un uniforme parecido al de la policía urbana. El
forastero que llamaba
En el vestíbulo había dos porteros cerca de una mesa de pino. Era costumbre inveterada que aquellos señores no saludaran a los socios que entraban o salían. Pero desde que era de la Junta Ronzal, que había visto otros usos en sus cortos viajes, los porteros se inclinaban al pasar un socio sin importancia, y hasta dejaban oír un gruñido, que bien interpretado podía tomarse por un saludo; si era un individuo de la Junta se levantaban de su silla cosa de medio palmo, si era Ronzal se levantaban un palmo entero y si pasaba don Álvaro Mesía, presidente de la sociedad, se ponían de pie y se cuadraban como reclutas.
Después del vestíbulo se
encontraban tres o cuatro pasillos convertidos en salas de espera, de descanso,
de conversación, de juego de dominó, todo ello junto y como
quiera. Más adelante había otra sala más lujosa, con
grandes chimeneas que consumían mucha leña, pero no tanta como
decían los mozos. Aquella leña suscitaba graves polémicas
en las juntas generales de fin de año. En tal estancia se
prohibía el estridente dominó, y allí se juntaban los
más serios y los más importantes personajes de Vetusta.
Allí no se debía alborotar porque al extremo de oriente,
detrás de un majestuoso portier de terciopelo carmesí, estaba la
sala del tresillo, que se llamaba el gabinete rojo. En este había de
reinar el silencio, y si era posible también en la sala contigua. Antes
estaba el tresillo cerca de los billares, pero el ruido de las bolas y los
tacos molestaba
Don Pompeyo Guimarán, un filósofo que odiaba el tresillo, llamaba a los del gabinete rojo los monederos falsos. Se le figuraba que en aquel antro donde se penetraba con silencio misterioso, donde se contenía toda alegría, toda expansión del ánimo, no se podía hacer nada lícito. Los más bulliciosos muchachos al entrar en el gabinete del tresillo se revestían de una seriedad prematura; parecían sacerdotes jóvenes de un culto extraño. Entrar allí era para los vetustenses como dejar la toga pretexta y tomar la viril. Jugando o viendo jugar estaba siempre algún joven pálido, ensimismado, que afectaba despreciar los vanos placeres hastiado tal vez, y preferir los serios cuidados del solo y el codillo. Examinar con algún detenimiento a los habituales sacerdotes de este culto ceremonioso y circunspecto de la espada y el basto, es conocer a Vetusta intelectual en uno de sus aspectos característicos.
En efecto, aunque el jefe de Fomento
aseguraba que todos los vetustenses eran unos chambones, no era esto más
que un pretexto para subir al
Hay cuatro mesas en sendas esquinas y
otros dos pares en medio. De las ocho, la mitad están ocupadas.
Alrededor, sentados o en pie varios mirones, los más esclavos de su
vicio. Se habla poco. Las más veces para pedir un cigarro de papel. Se
dan pocos consejos. No se necesitan o no sirven. Basilio Méndez,
empleado del Ayuntamiento, es el mejor
Es un axioma que en el juego se conoce la buena educación. Había allí muchas personas muy bien educadas, pero como reinaba la mayor confianza solía oírse frases como estas:
-Le digo a usted, que me lo ha dado usted.
-Yo le digo a usted, que no.
-Yo le digo a usted, que sí.
-Pues miente usted.
-Valiente crianza tiene usted.
-Mejor que la de usted...
Se trataba de un duro falso.
Para que la armonía pudiera
subsistir, por una especie de equilibrio que la naturaleza establecía
entre los temperamentos, resultaba que unos tresillistas eran temerones y de un
genio
Don Basilio aseguraba que el mayorazguete no jugaba con toda la limpieza necesaria.
Vinculete solía sostener los fueros de su dignidad, y entonces gritaba el del Ayuntamiento:
-¡Conmigo nadie se insolenta!
Y daba un puñetazo en la mesa.
Vinculete callaba y seguía recibiendo codillos.
Estas disputas, nada frecuentes,
interrumpían el silencio pocos instantes; la calma renacía pronto
y volvía
El gabinete de lectura, que también servía de biblioteca, era estrecho y no muy largo. En medio había una mesa oblonga cubierta de bayeta verde y rodeada de sillones de terciopelo de Utrecht. La biblioteca consistía en un estante de nogal no grande, empotrado en la pared. Allí estaban representando la sabiduría de la sociedad el
Cuando un socio pedía un libro de aquellos, el conserje se acercaba de mal talante al pedigüeño y le hacía repetir la demanda.
-Sí señor, la crónica de Vetusta...
-Pero ¿usted, sabe que está ahí?
-Sí, señor, ahí está...
-El caso es... -y se rascaba una oreja el señor conserje- como no hay costumbre...
-¿Costumbre de qué?
-En fin, buscaré la llave.
El conserje daba media vuelta y marchaba a paso de tortuga.
El socio, que había de ser nuevo necesariamente para andar en tales pretensiones, podía entretenerse mientras tanto mirando el mapa de Rusia y Turquía y el
-Lo que yo decía, señorito... se ha perdido la llave.
Los socios antiguos miraban la biblioteca como si estuviera pintada en la pared.
De los periódicos e ilustraciones se hacía más uso; tanto que aquellos desaparecían casi todas las noches y los grabados de mérito eran cuidadosamente arrancados. Esta cuestión del hurto de periódicos era de las difíciles que tenían que resolver las juntas. ¿Qué se hacía? ¿Se les ponía grillete a los papeles? Los socios arrancaban las hojas o se llevaban papel y hierro. Se resolvió últimamente dejar los periódicos libres, pero ejercer una gran vigilancia. Era inútil. Don Frutos Redondo, el más rico americano, no podía dormirse sin leer en la cama el
Alrededor de la mesa cabían doce personas. Pocas veces había tantos lectores, a no ser a la hora del correo. La mayor parte de los socios amantes del saber no leían más que noticias.
El más digno de consideración, entre los abonados al gabinete de lectura, era un caballero apoplético, que había llevado granos a Inglaterra y se creía en la obligación de leer la prensa extranjera. Llegaba a las nueve de la noche indefectiblemente, tomaba
A su lado solía sentarse un caballero que tenía un vicio secreto: escribir cartas a los periódicos de la corte con las noticias más contradictorias. Firmaba «El Corresponsal» y siempre que un papel de Madrid decía «Lo de Vestusta» era cosa de él. Al día siguiente desmentía en otro periódico sus noticias y resultaba que «Lo de Vetusta» no era nada. Así se había hecho un redomado escéptico en materia de prensa. «¡Si sabría él cómo se hacían los periódicos!». Cuando franceses y alemanes vinieron a las manos,
El poeta Trifón Cármenes también acudía sin falta a la hora del correo. Pasaba revista a varios periódicos con febril ansiedad y desaparecía en seguida con un desengaño más en el alma. Era que «no se lo habían publicado». Se trataba de alguna poesía o cuento fantástico que había mandado a cualquier periódico y que no acababa de salir. Cármenes, que en los certámenes de Vetusta se llevaba todas las rosas naturales, no podía conseguir que sus versos tuvieran cabida en las prensas madrileñas; y eso que empleaba en las cartas con que recomendaba las composiciones, la finura del mundo. La fórmula solía ser esta: «Muy señor mío y de mi más distinguida consideración: adjuntos le remito unos versos para que, si los estima dignos de tan señalado honor, vean la luz pública en las columnas de su acreditado periódico. Escritos sin pretensiones..., etc., etc.». Pero, nada: no salían. Pedía, después de un año, que se los devolvieran. Pero «no se devolvían los originales». Aprovechaba el borrador y publicaba aquello en
Otro lector constante era un vejete
semi-idiota que jamás se acostaba sin haber leído todos los
-¡Qué habilidad! -decía sin entender palabra.
Por lo mismo creía en la habilidad, porque si él la echara de ver ya no la habría.
Una noche despertó a su esposa el lector de fondos diciendo:
-Oye, Paca, ¿sabes que no puedo dormir?... A ver si tú entiendes esto que he leído hoy en el periódico. «No deja de dejar de parecernos reprensible...». ¿Lo entiendes tú, Paca? ¿Es que les parece reprensible o que no? Hasta que lo resuelva no puedo dormir...
Estos y otros lectores asiduos se pasan los periódicos de mano en mano, en silencio, devorando noticias que leen repetidas en ocho o diez papeles. Así se alimentan aquellos espíritus que antes de las once de la noche se van a dormir satisfechos, convencidos de que el cajero de tal parte se ha escapado con los fondos.
Lo han leído en ocho o diez fuentes distintas. Todos estos caballeros respetables y dignos de estima viven esclavos de tamaña servidumbre, la servidumbre del noticierismo cortesano. Mucho más de la mitad del caudal fugitivo de sus conocimientos consiste en los recortes de la
Muchas veces, cuando reinaba aquel silencio de biblioteca, en que parecía oírse el ruido de la elaboración cerebral de los sesudos lectores, de repente un estrépito de terremoto hacía temblar el piso y los cristales. Los socios antiguos no hacían caso, ni levantaban los ojos; los nuevos, espantados, miraban al techo y a las paredes esperando ver desmoronarse el edificio... No era eso. Era que los señores del billar azotaban el pavimento con las mazas de los tacos. Era proverbial el ingenioso buen humor de los señores socios.
A las once de la noche no quedaba nadie
en el gabinete de lectura. El conserje, medio dormido, doblaba los papeles,
daba media vuelta a la llave del gas, y dejaba
Entonces era cuando entraba don Amadeo
Bedoya, capitán de artillería, en traje de paisano, embozado en
un carrick de ancha esclavina. Miraba bien... no había nadie... la
obscuridad le favorecía. Se acercaba al estante con mucha cautela;
sacaba una llave, abría el cajón inferior, tomaba un libro,
dejaba otro que venía oculto bajo la esclavina, escondía el
primero entre sus pliegues y cerraba el cajón. Se acercaba a la mesa,
después de respirar fuerte, silbaba la marcha real, y fingía
echar un vistazo a los periódicos. ¡Periódicos a él!
Por hacer que hacemos estaba allí cinco minutos, y salía
triunfante. No era un ladrón, era un bibliófilo. La llave de
Bedoya era la que el conserje había perdido. Don Amadeo era el don
Saturnino Bermúdez de tropa. Había sido un bravo militar; pero
como hubiera tenido el honor años atrás de ser elegido presidente
de un
De esta clase de biografías de
personas que pudieron ser importantes, estaban las fuentes en libros como
aquellos que había en el cajón inferior del estante del Casino.
Más ejemplares habría por el mundo, pero no se sabía de
ellos, y Bedoya era de esa clase de eruditos que encuentran el mérito en
copiar lo que nadie ha querido leer. En cuanto él veía en el
papel de su propiedad los párrafos que iba copiando con aquella letra
inglesa esbelta y pulcra que Dios le había dado, ya se le antojaba obra
suya todo aquello. Pero su fuerte eran las antigüedades. Para él un
objeto de arte no tenía mérito aunque fuese del tiempo de
Noé, si no era suyo. Así como Bermúdez amaba la
antigüedad por sí misma, el polvo por el polvo, Bedoya era
más subjetivo como él decía, necesitaba que le
perteneciera el objeto amado. «¡Si él pudiera hablar!
Tamañitos se quedarían Bermúdez y el Magistral y
El
Casi todos los días salía
a luz una gacetilla que se titulaba, por ejemplo:
Volviendo al juego, si algún
gobernador enérgico había amenazado a los socios del Casino con
darles un susto, los jugadores influyentes le habían pronosticado una
cesantía. Lo ordinario siempre fue que hiciese la vista gorda, y no
faltaron a veces subvenciones en la forma más decorosa posible, como
decían las partes contratantes. Los jugadores vetustenses tenían
una virtud: no trasnochaban. Eran hombres ocupados que tenían que
madrugar. Tal médico se recogía a las diez después de
perder las ganancias del día: se levantaba a las seis
No en balde se afirmaba que Vetusta se
distinguía por su acendrado patriotismo, su religiosidad y su
afición a los juegos prohibidos. La religiosidad y el patriotismo se
explicaban por la historia; la afición al juego por lo mucho que
llovía en Vetusta. ¿Qué habían de hacer los socios,
si no se podía pasear? Por eso proponía don Pompeyo
Guimarán, el filósofo, que la catedral se convirtiera en paseo
cubierto. «
La religiosidad, aunque en la forma
lamentable de la superstición, se manifestaba en el mismo vicio de la
tafurería. Se contaban en el Casino portentos de credulidad de los
jugadores más famosos. Un comerciante, liberal y nada timorato,
tenía depositados en la puerta de aquel centro de recreo un par de
zapatos viejos. Llegaba al Casino, calzaba los zapatos de suela rota y
subía a probar fortuna. Juraba que jamás llevando botas nuevas le
había favorecido la suerte. Venía a ser un jugador de la orden de
los descalzos. Entre su fe y cierta maliciosa experiencia le daban ganancias
seguras. Un año
Después que Bedoya salía del Casino, pasando sin ser visto de los porteros, que dormían suavemente, no quedaban allí más socios que ocho o diez trasnochadores jurados. Pocos y siempre los mismos. Unos eran personajes averiados que habían contraído la costumbre de trasnochar en Madrid, otros elegantes y calaveras de Vetusta que los imitaban. Pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían personajes importantes de esta historia.
Eran las tres y media de la tarde.
Llovía. En la sala contigua al gabinete viejo estaban los socios de
costumbre, los que no jugaban a nada y los seis que jugaban al ajedrez. Estos
habían colocado el respectivo tablero junto a un balcón, para
tener más luz. En el fondo de la sala parecía que iba a
anochecer. Sobre una mesa de mármol brillaba entre humo espeso de
tabaco, como una estrella detrás de niebla, la llama de una bujía
que servía para dar lumbre a los cigarros. Ocultos en la sombra de un
rincón, alrededor de aquella mesa, arrellanados en un diván unos,
otros en mecedoras de paja, estaban media docena de socios fundadores, que de
tiempo inmemorial acudían a las tres en punto a tomar café y
copa. Hablaban poco. Ninguno se permitía jamás aventurar un
aserto que no pudiera ser admitido por unanimidad. Allí se juzgaba a los
hombres y los sucesos del día, pero sin apasionamiento; se condenaba,
sin ofenderle, a todo innovador, al que había hecho algo que saliese de
lo ordinario. Se elogiaba, sin gran entusiasmo, a los ciudadanos que
sabían ser comedidos, corteses e incapaces de exagerar
-¿Quién es ese?
-Ese es hijo de... nieto de... que casó con... que era hermana de...
Y como las cerezas, salían enganchados por el parentesco casi todos los vetustenses. Esta conversación terminaba siempre con una frase:
-Si se va a mirar, aquí todos somos algo parientes.
La meteorología tampoco faltaba nunca en los tópicos de las conferencias. El viento que soplaba tenía siempre muy preocupados a los socios beneméritos. El invierno actual siempre era más frío que todos los que recordaban, menos uno.
También a veces se murmuraba un poco, pero con el mayor comedimiento, sobre todo si se hablaba de clérigos, señoras o autoridades.
A pesar de la amenidad de tales
conversaciones, el grupo de venerables ancianos, con los que sólo
había
No lejos de ellos, y por cierto
molestándolos a veces no poco, había dos o tres grupos de
alborotadores, y a lo lejos se oía el antipático estrépito
del dominó, que habían desterrado de su sala los venerables. Los
del dominó eran siempre los mismos: un catedrático, dos
ingenieros civiles y un
La animación estaba en los grupos de alborotadores antes citados.
-«Allí no se respetaba nada ni a nadie» -decían los viejos del rincón. -Aunque estaban a dos pasos de ellos, rara vez se mezclaban las conversaciones. Los ancianos callaban y juzgaban.
-¡Qué atolondramiento!
-dijo un
-Observe usted, -le respondieron- que rara vez hablan de intereses reales de la provincia.
-Únicamente cuando viene el señor Mesía...
-Oh, es que el señor Mesía... es otra cosa.
-Sí, es mucho hombre. Muy entendido en Hacienda y eso que llaman Economía política.
-Yo también creo en la Economía política.
-Yo no creo, pero respeto mucho la memoria de Flórez Estrada, a quien he conocido.
Todo menos disputar; en cuanto asomaba una discusión, se le echaba tierra encima y a callar todos.
En la mesa de enfrente, gritaba un señor que había sido alcalde liberal y era usurero con todos los sistemas políticos; malicioso, y enemigo de los curas, porque así creía probar su liberalismo con poco trabajo.
-Pero, vamos a ver -decía- ¿quién le ha asegurado a usted que el Magistral no ha querido confesar a la Regenta?
-Me lo ha dicho quien vio por sus ojos a doña Anita entrar en la capilla de don Fermín y a don Fermín salir sin saludar a la Regenta.
-Pues yo los he visto saludarse y hablar en el Espolón.
-Es verdad -gritó un tercero- yo también los vi. De Pas iba con el Arcipreste y la Regenta con Visitación. Es más, el Magistral se puso muy colorado.
-¡Hombre, hombre! -exclamó el ex-alcalde fingiendo escandalizarse.
-Pues yo sé más que todos ustedes -vociferó un pollo que imitaba a Zamacois, a Luján, a Romea, el sobrino, a todos los actores cómicos de Madrid, donde acababa de licenciarse en Medicina.
-Me lo ha contado Paquito Vegallana; el Arcipreste, el célebre don Cayetano, ha rogado a Anita que cambie de confesor, porque...
-¡Hombre, hombre! ¿qué sabes tú por qué? -interrumpió el enemigo del clero-. ¡El secreto de la confesión!
-¡Bueno, bueno! Yo lo sé de buena tinta. Paquito me lo ha dicho. Mesía -y bajó mucho más la voz- Mesía le pone varas a la Regenta.
Escándalo general. Murmullo en el rincón obscuro.
«Aquello era demasiado».
«Se podía murmurar, hablar sin fundamento, pero no tanto. Vaya por el Magistral y el secreto de la confesión; ¡pero tocar a la Regenta! Era un imprudente aquel sietemesino, sin duda».
-Señores, yo no digo que la Regenta tome varas, sino que Álvaro quiere ponérselas; lo cual es muy distinto.
Todos negaron la probabilidad del aserto.
-Hombre... la Regenta... ¡es algo mucho!
El pollo se encogió de hombros.
-«Estaba seguro. Se lo había dicho el marquesito, el íntimo de Mesía».
-Y, vamos a ver -preguntó el señor Foja, el ex-alcalde- ¿qué tiene que ver eso de las varas que Mesía quiere poner a la Regenta con el Magistral y la confesión?
No quería dejar su presa. No siempre en el Casino se podía hablar mal de los curas.
-Pues tiene mucho que ver; porque el Arcipreste ha pedido auxilio al otro; quiere dejarle la carga de la conciencia de la otra.
-Muchacho, muchacho, que te resbalas -advirtió el padre del deslenguado, que estaba presente y admiraba la desfachatez de su hijo, adquirida positivamente en Madrid, y muy a su costa.
-Quiero decir que Anita es muy cavilosa, como todos sabemos -y seguía bajando la voz, y los demás acercándose, hasta formar un racimo de cabezas, dignas de otra Campana de Huesca- es cavilosa y tal vez haya notado las miradas... y demás ¿eh? del otro... y querrá curar en salud... y el Arcipreste no está para casos de conciencia complicados, y el Magistral sabe mucho de eso.
El corro no pudo menos de sonreír en señal de aprobación.
Al papá del maldiciente se le caía la baba, y guiñaba un ojo a un amigo. No cabía duda que los chicos sólo en Madrid se despabilaban. Caro cuesta, pero al fin se tocan los resultados.
El desparpajo del muchacho solía suscitar protestas, pero luego vencía la elocuencia de sus maliciosos epigramas y del retintín manolesco de sus gestos y acento.
Empezaba entonces el llamado género flamenco a ser de buen tono en ciertos barrios del arte y en algunas sociedades. El mediquillo vestía pantalón muy ajustado y combinaba sabiamente los cuernos que entonces se llevaban sobre la frente con los mechones que los toreros echan sobre las sienes. Su peinado parecía una peluca de marquetería.
Se llamaba Joaquín Orgaz y
Se animó Joaquín con el buen éxito de sus murmuraciones y sostuvo que era cursi aquel respeto y admiración que inspiraba la Regenta.
-Es una mujer hermosa,
hermosísima; si ustedes quieren, de talento, digna de otro teatro, de
volar más alto... si ustedes me apuran diré que es una mujer
superior -si hay mujeres así- pero al fin es mujer,
No sabía lo que significaba este latín, ni a dónde iba a parar, ni de quién era, pero lo usaba siempre que se trataba de debilidades posibles.
Los socios rieron a carcajadas.
«¡Hasta en latín sabe maldecir el pillastre!», pensó el padre, más satisfecho cada vez de los sacrificios que le costaba aquel enemigo.
Joaquinito, encarnado de placer, y un
poco por el anís del mono que había bebido, creyó del caso
coronar el edificio de su gloria cantando algo nuevo. Se puso en pie,
estiró una pierna, giró sobre un tacón y cantó, o
Ábreme la puerta, puerta del postigo...
-«Era preciso acabar con las preocupaciones del pueblo. ¡La Regenta! ¿Dejaría de ser de carne y hueso? Y Álvaro siempre había sido irresistible...». Orgaz hijo suspendió el baile, que había emprendido mientras hacía observaciones. En la sala vecina habían sonado unas pisadas que hacían temblar el pavimento.
-Ahí está el inglés -dijo entre dientes el flamenco; y se puso un poco pálido.
En efecto, era Ronzal.
Pepe Ronzal -alias Trabuco, no se sabe por qué- era natural de Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un ganadero rico, pudo hacer sus estudios, que ya se verá qué estudios fueron, en la capital. Aficionado al monte, como Vinculete al tresillo, desde la adolescencia, ni durante las vacaciones quería volver a Pernueces, ganoso de no perder ni unas judías. No pudo concluir la carrera. No bastó la tradicional benevolencia de los profesores para que Trabuco consiguiera hacerse licenciado en ambos derechos.
Una vez le preguntaron en un examen:
-¿Qué es un testamento, hijo mío?
-Testamento... ello mismo lo dice, es el que hacen los difuntos.
Además de Trabuco le llamaban el Estudiante, por una antonomasia irónica que él no comprendía.
Pasó el tiempo; murió el ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el Estudiante, vendió tierras, se trasladó a la capital y empezó a ser hombre político, no se sabe a punto fijo cómo ni por qué.
Ello fue que de una mesa de colegio
electoral pasó a ser del Ayuntamiento, y de concejal pasó a
diputado provincial por Pernueces. Si nunca pudo sacudir de sí la
prístina ignorancia, en el andar, y en el vestir y hasta
-«Yo soy muy inglés en todas mis cosas -decía con énfasis- sobre todo en las botas».
«
-«Dadme un pueblo sajón, decía, y seré liberal».
Más adelante fue liberal sin que le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a esta historia.
Era alto, grueso y no mal formado; tenía la cabeza pequeña, redonda y la frente estrecha; ojos montaraces, sin expresión, asustados, que no movía siempre que quería, sino cuando podía. Hablar con Ronzal, verle a él animado, decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar que sus ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que miraban fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte, daba escalofríos.
Era de buen color moreno y tenía la pierna muy bien formada. En lo que se había adelantado a su tiempo era en los pantalones, porque los traía muy cortos. Siempre llevaba guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o no. Para él siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como decía, del señorío, según decía también. Además, le sudaban las manos.
Aborrecía lo que olía a
plebe. Los
-¡Señor -gritaba el conserje- si hoy es San Francisco de Paula!
-¿Qué importa, animal? -respondió Trabuco furioso-. ¡No hay Paula que valga: en siendo San Francisco es día de gala y se cuelga!
Así entendía él que servía a las Instituciones.
Con rasgos como este fue haciéndose respetar poco a poco.
Lo que es cara a cara ya nadie se reía de él. No le faltó perspicacia para comprender que el mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por más sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían más periódicos del día. Y se dijo:
«Esto de la sabiduría es un complemento necesario. Seré sabio. Afortunadamente tengo energía -tenía muy buenos puños- y a testarudo nadie me gana, y disfruto de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin más que esto y leer
Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le hacía falta.
Desde entonces leyó periódicos y novelas de Pigault-Lebrun y Paul de Kock, únicos libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima.
Si los argumentos del contrario le
apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un
-¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!
Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido.
Comprendía que allí las
discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas
remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto
más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían,
más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los
También creyó que su fama
de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas
-¡Este va a reina! -exclamó clavando con los suyos los ojos del adversario.
-No puede ser.
-¿Cómo que no puede ser?
Y el contrario, por instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía ir a reina.
-A reina va, y lo hago cuestión personal -añadió envalentonado Trabuco, dándose un puñetazo en el pecho.
Y el contrario, sin querer, le dejó otra casilla libre.
Y así, de una en otra, jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en reina, y ganó el juego el enérgico diputado provincial de Pernueces.
Estas y otras calidades distinguían a Pepe Ronzal, a quien Joaquinito Orgaz tenía mucho miedo. Tal vez sabía el de Pernueces que Joaquín imitaba perfectamente sus disparates y manera de decirlos. Además, Ronzal aborrecía a don Álvaro Mesía y a cuantos le alababan y eran amigos suyos. Joaquín era uña y carne del Marquesito -el hijo del marqués de Vegallana- y este el amigo íntimo de don Álvaro.
-Buenas tardes, señores -dijo
Ronzal sentándose en
Dejó los guantes sobre la mesa, pidió café y se puso a mirar de hito en hito a Joaquín, que hubiera querido hacerse invisible.
-¿De quién se murmura, pollo? -preguntó el diputado dando una palmada en el muslo no muy lucido del sietemesino.
Para piernas, Ronzal. En efecto, las estiró al lado de las del joven para que pudiesen comparar aquellos señores.
Joaquín contestó:
-De nadie.
Y encogió los hombros.
-No lo creo. Estos madrileñitos siempre tienen algo que decir de los infelices provincianos.
-Así es la verdad -dijo el ex-alcalde-. Su amigo de usted el Provisor, era hoy la víctima.
Ronzal se puso serio.
-¡Hola! -dijo-
¿también
-Se trataba -añadió Foja- de las varas que toma o no toma cierta dama, hasta hoy muy respetada, y de los refuerzos espirituales que su atribulada conciencia busca o no busca en la dirección moral de don Fermín... ¡Je, je!...
Ronzal no entendía.
-A ver, a ver; exijo que se hable claro.
Joaquinito miró a su papá como pidiendo auxilio.
El señor Orgaz se atrevió a murmurar:
-Hombre, eso de exigir...
-Sí, señor; exigir. ¡Y hago la cuestión personal!
-Pero ¿qué es lo que usted exige? -preguntó el muchacho agotando su valor en este rasgo de energía.
-Exijo lo que tengo derecho a exigir, eso es; y repito que hago la cuestión personal.
-¿Pero qué cuestión?
-¡Esa!
Joaquinito volvió a encogerse de hombros, pálido como un muerto. Comprendió que el tener razón era allí lo de menos. A Ronzal ya le echaban chispas los ojos montaraces. Se había embrollado y esto era lo que más le irritaba siempre, perder el discurso a lo mejor.
-¡Sí, señor, esa cuestión; y quiero que se hable claro!
Ni él mismo sabía lo que exigía.
Foja se encargó de poner las cosas claras.
-El señor Ronzal quiere que se le explique si se piensa que es él quien pone las varas que esa señora toma o deja de tomar.
-¡Eso es! -dijo Ronzal, que no pensaba en tal cosa, pero que se sintió halagado con la suposición.
-Quiero saber -añadió- si se piensa que yo soy capaz de poner en tela de juicio la virtud de esa señora tan respetable...
-Pero ¿qué señora?
-Esa, don Joaquinito, esa; y de mí no se burla nadie.
La disputa se acaloró; tuvieron que intervenir los señores venerables del rincón obscuro; tan grave fue el incidente. Se pusieron por unanimidad de parte del señor Ronzal, si bien reconocían que se enfadaba demasiado. Le explicaron el caso, pues aún no había dejado que le enterasen. No se trataba de Ronzal. Se había dicho allí con más o menos prudencia, que el señor Magistral iba a ser en adelante el confesor de la señora doña Ana de Ozores de Quintanar, porque esta ilustre y virtuosísima dama, huyendo de las asechanzas de un galán, que no era el señor Ronzal...
-Es Mesía -interrumpió Joaquín.
-Pues miente quien tal diga -gritó Trabuco muy disgustado con la noticia-. Y ese señor don Juan Tenorio puede llamar a otra puerta, que la Regenta es una fortaleza inexpugnable. Y en cuanto al que trae tales cuentos a un establecimiento público...
-El Casino no es un establecimiento público -interrumpió Foja.
-Y se hablaba entre amigos, en confianza -añadió Orgaz, padre.
-Y eso del don Juan Tenorio vaya usted a decírselo a Mesía -gritó Orgaz hijo desde la puerta, dispuesto a echar a correr si la pulla ponía fuera de sí al bárbaro de Pernueces.
No hubo tal cosa. Se puso como un tomate Trabuco, pero no se movió, y dijo:
-¡Ni Mesía ni San
Mesía me asustan a mí! y yo lo que digo, lo digo cara a cara y a
la faz del mundo,
-¡Silencio! -se atrevió a decir bajando la voz Joaquinito, sin dejar la puerta.
-¿Cómo silencio? A mí nadie... ¡caballerito!
Se oyó una carcajada sonora, retumbante, que heló la sangre del fogoso Ronzal. No cabía duda, era la carcajada de Mesía. Estaba hablando con los señores del dominó en la sala contigua. Le acompañaban Paco Vegallana y don Frutos Redondo. Llegaron a donde estaba Ronzal. Este había vuelto a sentarse y se quejaba de que se le había enfriado el café, que tomaba a pequeños sorbos. Había hecho una seña a los del corro. Quería decir que callaba por pura discreción.
Don Álvaro Mesía era
más alto que Ronzal y mucho más esbelto. Se vestía en
París y solía ir él mismo a tomarse las medidas. Ronzal
encargaba la ropa a Madrid; por cada traje le pedían el valor de tres y
nunca le sentaban bien las levitas. Siempre iba a la penúltima moda.
Mesía iba muchas veces a Madrid y al extranjero. Aunque era de Vetusta,
no tenía el acento del país. Ronzal parecía gallego cuando
quería pronunciar en
Ningún vetustense le parecía superior al hijo de su madre ni por el valor, ni por la elegancia ni por la fortuna con las damas, ni por el prestigio político, si se exceptuaba a don Álvaro. Trabuco tenía que confesarse inferior a este que era su bello ideal. Ante su fantasía el Presidente del Casino era todo un hombre de novela y hasta de poema. Creíale más valiente que el Cid, más diestro en las armas que el Zuavo, su figura le parecía un figurín intachable, aquella ropa el eterno modelo de la ropa; y en cuanto a la fama que don Álvaro gozaba de audaz e irresistible conquistador, reputábala auténtica y el más envidiable patrimonio que pudiera codiciar un hombre amigo de divertirse en este pícaro mundo. Aunque pasaba la vida propalando los rumores maliciosos que corrían acerca del origen de la regular fortuna que se atribuía al Presidente, él, Ronzal, no creía que ni un solo céntimo hubiese adquirido de mala fe.
Ronzal era reaccionario dentro de la
dinastía y Mesía, dinástico también, figuraba como
jefe del partido liberal de Vetusta que acataba las Instituciones. En todas
partes le veía enfrente, pero vencedor. Mandaban los de Ronzal, este era
diputado de la comisión permanente, y sin embargo, entraba don
Álvaro en la Diputación, y él quedaba en la sombra; no era
Mesía de la casa, tenía allí una exigua minoría, y
desde el portero al Presidente todos se le quitaban el sombrero, y don
Álvaro para aquí, y don Álvaro para allá; y no
había alcalde de don Álvaro que no viese aprobadas sus cuentas,
ni quinto de Mesía que no estuviera enfermo
¡Y sobre todo las mujeres!
Muchas veces en el teatro, cuando todo
el público fijaba la atención en el escenario, un espectador,
Ronzal, desde la platea del proscenio clavaba la mirada en el elegante
Mesía, aquel
Él, Ronzal, también lucía mucho la pechera, pero insensiblemente tendía al chaleco cerrado y a la corbata acartonada. Volvía a ver la pechera del otro, y volvía él a los chalecos abiertos. Miraba a Mesía Ronzal, y si aplaudía su modelo aborrecido aplaudía él, pero pausadamente y sin ruido, como el otro. Ponía los codos en el antepecho del palco y cruzaba las manos, y se volvía para hablar con sus amigos aquel don Álvaro de una manera singular que Trabuco no supo imitar en su vida. Si Mesía paseaba los gemelos por los palcos y las butacas, seguía Ronzal el movimiento de aquellos que se le antojaban dos cañones cargados de mortífera metralla: ¡infeliz de la mujer a quien apuntara aquel asesino de corazones! Señora o señorita ya la tenía Ronzal por muerta de amor o deshonrada cuando menos.
Mejor que todos conocía las
víctimas que el don Juan de Vetusta iba haciendo, le espiaba,
seguía, como sus miradas, sus pasos, interpretaba sus sonrisas, y
más de una vez (antes morir que confesarlo), más de una vez
En tales ocasiones solía encontrarse con que aquellos platos de segunda mesa se los comía Paco Vegallana, el Marquesito.
Todo esto sabía Trabuco, pero no lo decía a nadie.
Negaba las conquistas de Mesía.
-Ya está viejo -solía decir-; no digo que allá en sus verdores, cuando las costumbres estaban perdidas, gracias a la gloriosa... no digo que entonces no haya tenido alguna aventurilla... Pero hoy por hoy, en el actual momento histórico -el de Pernueces se crecía hablando de esto- la moralidad de nuestras familias es el mejor escudo.
Estas conversaciones se repetían todos los días; el objeto de la murmuración variaba poco, los comentarios menos y las frases de efecto nada. Casi podía anunciarse lo que cada cual iba a decir y cuándo lo diría.
Don Álvaro notó que su
presencia había hecho cesar alguna conversación. Estaba
acostumbrado a ello. Sabía el odio que le consagraba el de Pernueces y
la admiración de que este odio iba acompañada. Le divertía
y le convenía la inquina de Ronzal, gran propagandista de la leyenda de
que era Mesía el héroe; y aquella leyenda era muy útil,
para muchas cosas. También había conocido la imitación
grotesca del Estudiante -él le llamaba así todavía- y se
complacía en observarle como si se mirase en un espejo de
Aunque sin aludir ya a la Regenta, se volvió a hablar de mujeres casadas.
Ronzal, como otros días, defendía en tesis general la moralidad presente, debida a la restauración.
-Vamos, que usted, Ronzalillo, en estos tiempos de moralidad... -dijo el alcalde, con su malicia de siempre.
Sonrió un momento Trabuco, pero recobrando la serenidad exclamó:
-Ni yo ni nadie; créanme ustedes. En Vetusta la vida no tiene incentivos para el vicio. No digo que todo sea virtud, pero faltan las ocasiones. Y la sana influencia del clero, sobre todo del clero catedral, hace mucho. Tenemos un Obispo que es un santo, un Magistral...
-Hombre, el Magistral... no me venga usted a mí con cuentos... Si yo hablara... Además, todos ustedes saben...
El que empleaba estas reticencias era Foja.
-El señor Magistral -dijo Mesía, hablando por primera vez al corro- no es un místico que digamos, pero no creo que sea solicitante.
-¿Qué significa eso? -preguntó Joaquinito Orgaz.
Se lo explicó Foja.
Se discutió si el Magistral lo era. Dijeron que no Ronzal, Orgaz padre, el Marquesito, Mesía y otros cuatro; que sí Foja, Joaquinito y otros dos.
Ganada la votación, para contentar a la minoría, el presidente del Casino declaró imparcialmente que «el verdadero pecado del Provisor era la simonía».
El Marquesito, licenciado en derecho civil y canónico se hizo explicar la palabreja.
Según don Álvaro, la ambición y la avaricia eran los pecados capitales del Magistral, la avaricia sobre todo; por lo demás era un sabio; acaso el único sabio de Vetusta; un orador incomparablemente mejor que el Obispo.
-No es un santo -añadía- pero no se puede creer nada de lo que se dice de doña Obdulia y él, ni lo de él y Visitación; y en cuanto a sus relaciones con los Páez, yo que soy amigo de corazón de don Manuel, y conozco a su hija desde que era así -media vara- protesto contra todas esas calumniosas especies.
(Ronzal apuntó la palabra: él creía que se decía especias.)
-¿Qué especies? -preguntó el Marquesito, que para eso estaba allí.
-¿No lo sabes? Pues dicen que Olvidito está supeditada a la voluntad de don Fermín; que no se casa ni se casará porque él quiere hacerla monja, y que don Manuel autoriza esto, y...
-Y yo juro que es verdad, señor don Álvaro -gritó Foja.
-¿Pero cree usted, también que el Magistral haga el amor a la niña?
-Eso es lo que yo no sé.
-Ni lo otro -dijo Ronzal.
Mesía le miró aprobando sus palabras con una inclinación de cabeza y una afable sonrisa.
-Señores -añadió Trabuco, animándose- esto es escandaloso. Aquí todo se convierte en política. El señor Magistral es una persona muy digna por todos conceptos.
-Díjolo Blas.
-¡Lo digo yo!
-Como si lo dijera el gato.
Hubo una pausa. El ex-alcalde no era un Joaquinito Orgaz.
Aquello de gato pedía sangre, Ronzal estaba seguro, pero no sabía cómo contestar al liberalote.
Por último dijo:
-Es usted un grosero.
Foja, que sabía insultar, pero también perdonaba los insultos, no se tuvo por ofendido.
-Yo lo que digo lo pruebo -replicó-; el Magistral es el azote de la provincia: tiene embobado al Obispo, metido en un puño al clero; se ha hecho millonario en cinco o seis años que lleva de Provisor; la curia de Palacio no es una curia eclesiástica sino una sucursal de los Montes de Toledo. Y del confesonario nada quiero decir; y de la Junta de las Paulinas tampoco; y de las niñas del Catecismo... chitón, porque más vale no hablar; y de la Corte de María... pasemos a otro asunto. En fin, que no hay por dónde cogerlo. Esta es la verdad, la pura verdad: y el día que haya en España un gobierno medio liberal siquiera, ese hombre saldrá de aquí con la sotana entre piernas. He dicho.
El ex-alcalde entendía así la libertad; o se perseguía o no se perseguía al clero. Esta persecución y la libertad de comercio era lo esencial. La libertad de comercio para él se reducía a la libertad del interés. Todavía era más usurero que clerófobo.
Aunque maldiciente, no solía atreverse a insultar a los curas de tan desfachatada manera, y aquel discurso produjo asombro.
¿Cómo aquel socarrón, marrullero, siempre alerta, se había dejado llevar de aquel arrebato? No había tal cosa. Estaba muy sereno. Bien sabía su papel. Su propósito era agradar a don Álvaro, por causas que él conocía; y aunque el presidente del Casino fingiera defender al canónigo, a Foja le constaba que no le quería bien ni mucho menos.
-Señor Foja -respondió
Mesía, seguro de que todos
-
-El pueblo es un majadero -gritó Ronzal-. El pueblo crucificó a Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo dio la cicuta a Hipócrates.
-A Sócrates -corrigió Orgaz, hijo, vengándose bajo el seguro de la presencia de don Álvaro.
-El pueblo -continuó el otro sin hacer caso- mató a Luis diez y seis...
-¡Adiós! ya se desató -interrumpió Foja.
Y cogiendo el sombrero añadió:
-Abur, señores; donde hablan los sabios sobramos los ignorantes.
Y se aproximó a la puerta.
-Hombre, a propósito de sabios -dijo don Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado-. Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará usted... aquella palabreja.
-¿Cuál?
-Avena. Usted decía que se
escribe con
-Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.
-No, no; a mí no me venga usted con circunloquios; usted había apostado unos callos...
-Van apostados.
-Pues bueno ¡ajajá! Que traigan el Calepino, ese que hay en la biblioteca.
-¡Que lo traigan!
Un mozo trajo el diccionario. Estas consultas eran frecuentes.
-Búsquelo usted primero con
Don Frutos se bañaba en agua de rosa. Un millón, de los muchos que tenía, hubiera dado él por una victoria así. Ahora verían quién era más bruto. Guiñaba los ojos a todos, reía satisfecho, frotaba las manos.
-¡Qué callada! ¡qué callada!
Orgaz, solemnemente, buscó avena
con
-Será que la busca usted con
-Nada, señor Ronzal, no parece.
-Ahora búsquela usted sin
Ronzal estaba como un tomate. Miró a Mesía, que fingió estar distraído.
Por fin Trabuco, dispuesto a jugar el todo por el todo, se puso en pie en medio de la sala y cogió bruscamente el diccionario de manos de Orgaz, que creyó que iba a arrojárselo a la cabeza. No; lo lanzó sobre un diván y gritando dijo:
-Señores, sostenga lo que quiera
ese libraco, yo aseguro, bajo palabra de honor, que el diccionario que tengo en
casa pone avena con
Don Frutos iba a protestar, pero Ronzal añadió sin darle tiempo:
-El que lo niegue me arroja un mentís, duda de mi honor, me tira a la cara un guante, y en tal caso... me tiene a su disposición; ya se sabe cómo se arreglan estas cosas.
Don Frutos abrió la boca.
Foja, desde la puerta, se atrevió a decir:
-Señor Ronzal, no creo que el
señor Redondo, ni
-Sí señor; es el diccionario del Gobierno...
-Pues ese es el que manda; y usted tiene razón y don Frutos confunde la avena con la Habana, donde hizo su fortuna...
Don Frutos se dio por satisfecho. Había comprendido el chiste de la avena que se había de comer el otro y fingió creerse vencido.
-Señores -dijo- corriente, no se hable más de esto; yo pago la callada.
Casi siempre pasaba él allí por el más ignorante, y el ver a Ronzal objeto de burla general, le puso muy contento.
Se quedó en que aquella noche cenarían todos los del corro a costa de don Frutos. ¡Raro desprendimiento en aquel corazón amante de la economía! Ronzal creyó que una vez más se había impuesto a fuerza de energía; ¡y ahora delante de don Álvaro! Aceptó la cena y el papel de vencedor; por más que estaba seguro de que en su casa no había diccionario. Pero ya que Foja lo decía...
Había cesado la lluvia. Se disolvió la reunión, despidiéndose hasta la noche. Aquellos eran, fuera de Orgaz padre, los ordinarios trasnochadores.
La cena sería a última hora. Mesía ofreció asistir a pesar de sus muchas ocupaciones.
¡Cuánto envidió esta frase Ronzal! Comprendió que todos habían interpretado lo mismo que él aquellas «ocupaciones». Eran ¡ay! cita de amor. «¡Tal vez con la Regenta!» pensó el de Pernueces; y se prometió espiarlos.
Don Álvaro Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz salieron juntos. El Marquesito comprendió que a don Álvaro le estorbaba Orgaz.
-Oye, Joaquín, ahora que me acuerdo ¿no sabes lo que pasa?
-Tú dirás.
-Que tienes un rival temible.
-¿En qué... plaza?
-Tienes razón, olvidaba tus muchas empresas... Se trata de Obdulia.
-Hola, hola -dijo Mesía, sonriendo de pura lástima-; ¿con que tiene usted en asedio a la viudita?
-Sí -dijo Paco- es... el Gran Cerco de Viena.
Joaquín, a pesar de lo flamenco, se turbó, entre avergonzado y hueco. Sabía positivamente que don Álvaro había sido amante de Obdulia, porque ella se lo había confesado. «¡El único!» según la dama. Pero Orgaz sospechaba que había heredado aquellos amores Paco. Obdulia juraba que no.
-Pues tu rival es don Saturnino
Bermúdez, el descendiente de cien reyes, ya sabes, mi primo,
según él... Ayer creo que hubo un escándalo en la
catedral, que el
Joaquinito, fingiendo mal buen humor, preguntó:
-Pero tú ¿cómo sabes todo eso?
-Es muy sencillo. La señora de Infanzón... ya sabe este quién es.
-Sí -dijo Mesía- la de Palomares...
-Esa, fue a la catedral con Obdulia, las
acompañó
-Sí, ya sé.
-Con que allí las tienes, con los brazos al aire... y... ya sabes... en fin, que está el horno para pasteles.
-En honor de la verdad -observó
Mesía- la viuda está apetitosa en tales circunstancias. Yo la he
visto en casa de este, con su gran mandil blanco, su falda bajera ceñida
al cuerpo, la pantorrilla un poco al aire y los brazos
El flamenco tragó saliva.
-Es la mujer X -dijo sin poder contenerse-. ¿Y él? -añadió.
-¿Quién?
-El sabihondo ese...
-¡Ah! ¿don Saturnino? Pues
tampoco fue a casa. Contestó muy fino en una esquela perfumada, como
todas las suyas, que parecen de
-¿Qué contestó?
-Que estaba en cama y que hiciera mamá el favor de mandarle la receta de aquella purga tan eficaz que ella conoce. El pobre Bermúdez sería feliz, dado que te desbanque, si no fueran esas irregularidades de las vías digestivas.
Joaquín siguió algunos minutos hablando de aquellas bromas y se despidió.
-¡Pobre diablo! -dijo Mesía.
-Es pesado como un plomo.
Callaron. Vegallana miraba de soslayo a su amigo de vez en cuando. Don Álvaro iba pensativo. Aquel silencio era de esos que preceden a confidencias interesantes de dos amigos íntimos.
Aquella amistad era como la de un padre joven y un hijo que le trata como a un camarada respetable y de más seso. Pero además Paco veía en su Mesía un héroe. Ni el ser heredero del título más envidiable de Vetusta, ni su buena figura, ni su partido con las mujeres, envanecían a Paco tanto como su intimidad con don Álvaro. Cuarenta años y alguno más contaba el presidente del Casino, de veinticinco a veintiséis el futuro Marqués y a pesar de esta diferencia en la edad congeniaban, tenían los mismos gustos, las mismas ideas, porque Vegallana procuraba imitar en ideas y gustos a su ídolo. No le imitaba en el vestir, ni en las maneras, porque discretamente, al notar algunos conatos de ello, don Álvaro le había hecho comprender que tales imitaciones eran ridículas y cursis. Burlándose de Trabuco había apartado a Paco, que tenía instintos de verdadero elegante, de tales propósitos. Y así era el Marquesito original, vestía a la moda, según la entendía su sastre de Madrid, que le tomaba en serio, que le cuidaba, como a parroquiano inteligente y de mérito. No exageraba ni por ajustar demasiado la ropa ni por dejarla muy holgada, ni se excedía en los picos de los cuellos, ni en las alas de los sombreros.
Procuraba tener estilo indumentario para
no parecerse a cualquier figurín. No creía en los sastres de
Vetusta
Además, pensaba que el buen casado necesita haber corrido muchas aventuras. Él estaba destinado a cierta heredera tan escuálida como virtuosa, y había puesto por condición, para comprometer su mano, que le dejaran muchos años de libertad en la que se prepararía a ser un buen marido.
La duda que le atormentaba y consultaba con Mesía era esta:
-¿Debo casarme pronto para que mi
mujer no llegue a mis brazos hecha una vieja? ¿Debo preferir
No pensaba él, por supuesto, abstenerse del amor adúltero en casándose: pero ¿y la comodidad? ¿y el andar a salto de mata, ocultándose como un criminal?
Prefería seguir preparándose para ser un buen esposo.
Después de Mesía, pocos seductores había tan afortunados como el Marquesito. La vanidad solía ayudarle en sus conquistas; no pocas mujeres se rendían al futuro marqués de Vegallana; pero otras veces, y esto era lo que él prefería, vencían sus ojos azules, suaves y amorosos, su manera de entender los placeres.
-Para gozar -decía- las de treinta a cuarenta. Son las que saben más y mejor, y quieren a uno por sus prendas personales.
Como una dama rica y elegante deja vestidos casi nuevos a sus doncellas, Mesía más de una vez dejaba en brazos de Paco amores apenas usados. Y Paco, por ser quien era el otro, los tomaba de buen grado. Tanto le admiraba.
Paco era de mediana estatura y cogido del brazo de su amigo parecía bajo, porque Mesía era más alto que el buen mozo de Pernueces.
-¿A dónde vamos? -preguntó Vegallana, queriendo provocar así la confidencia que esperaba.
Don Álvaro se encogió de hombros.
-Puede ser que esté ella en mi casa.
-¿Quién?
-Anita. ¡Bah!
Don Álvaro sonrió, mirando con cariño paternal a Paco.
Le cogió por los hombros y le atrajo hacia sí, mientras decía:
-Muchacho, ¡tú eres
-Estos.
Y puso Paco dos dedos sobre los ojos.
-¿Qué has visto? No puede ser. Yo estoy seguro de no haber sido indiscreto.
-¿Y ella?
-Ella... no estoy seguro de que sepa que me gusta.
-¡Bah! Estoy seguro yo... Y más; estoy seguro de que le gustas tú.
Una mano de Mesía tembló ligeramente sobre el hombro de Vegallana.
El Marquesito lo sintió, y vio en
el rostro de su amigo grandes esfuerzos por ocultar alegría. Los ojos
fríos del
Anduvieron algunos pasos en silencio.
-¿Qué has visto tú... en ella?
-¡Hola, hola! Parece que pica.
-¡Ya lo creo! ¿Y dónde creerás que pica?
Vegallana se volvió para mirar a Mesía.
Este señaló el corazón con ademán joco-serio.
-¡Puf! -hizo con los labios Paco.
-¿Lo dudas?
-Lo niego.
-No seas tonto. ¿Tú no crees en la posibilidad de enamorarse?
-Yo me enamoro muy fácilmente...
-No es eso.
-¿Y te pones colorado?
-Sí; me da vergüenza, ¿qué quieres? Esto debe de ser la vejez.
-Pero, vamos a ver, ¿qué sientes?
Mesía explicó a Paco lo que sentía. Le engañó como engañaba a ciertas mujeres que tenían educación y sentimientos semejantes a los del Marquesito. La fantasía de Paco, sus costumbres, la especial perversión de su sentido moral le hacían afeminado en el alma en el sentido de parecerse a tantas y tantas señoras y señoritas, sin malos humores, ociosas, de buen diente, criadas en el ocio y el regalo, en medio del vicio fácil y corriente.
Era muy capaz de un sentimentalismo vago
que, como esas mujeres, tomaba por exquisita sensibilidad, casi casi por
virtud. Pero esta virtud para damas se rige por leyes de una moral
privilegiada, mucho menos severa que la desabrida moral del vulgo. Paco, sin
pensar mucho en ello, y sin pensar claramente, esperaba todavía un amor
puro, un amor grande, como el de los libros y las comedias; comprendía
que era ridículo buscarlo y se declaraba escéptico en esta
materia; pero allá adentro, en regiones de su espíritu en que
él entraba rara vez, veía vagamente
«Sí, todo aquello era puro.
Se trataba de una mujer casada, es verdad; pero el amor ideal, el amor de las
Importaba mucho al jefe del partido liberal dinástico de Vetusta que Paquito le creyera enamorado de aquella manera sutil y alambicada. Si se convencía de la pureza y fuerza de esta pasión, le ayudaría no poco. La amistad entre los Vegallana y la Regenta era íntima. Paco jamás había dicho una palabra de amor a su amiga Anita, y esta le estimaba mucho; lo poco expansiva que era ella con Paco lo había sido mejor que con otros; en la casa del Marqués, además, se la podía ver a menudo; en otras casas pocas veces. Si Mesía quería conseguir algo, no era posible prescindir de Paquito. Supongamos que Ana consentía en hablar con don Álvaro a solas, ¿dónde podía ser? ¿En casa del Regente? Imposible, pensaba el seductor; esto ya sería una traición formal, de las que asustan más a las mujeres; semejantes enredos no podía admitirlos la Regenta: por lo menos al principio. La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le aconsejaba que no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a todo Vetusta le parecería indispensable.
Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran.
Había de ser en el salón
amarillo, en el célebre salón amarillo. ¿Qué
sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como las
demás; ¿por qué se empeñaban todos en imaginarla
invulnerable? ¿Qué blindaje
«Creo en mí y no creo en ellas». Esta era su divisa.
Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a Vetusta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más, para que fuese poco menos que verdad aquello del enamoramiento que le estaba contando a su amiguito.
«Él era, ante todo, un
hombre político; un hombre político que aprovechaba el amor y
otras pasiones para el medro personal». Este era su dogma hacía
más de seis años. Antes conquistaba por conquistar. Ahora con su
cuenta y razón; por algo y para algo. Precisamente tenía entre
manos un vastísimo plan en que entraba por mucho la señora de un
personaje político que había conocido en los baños de
Palomares. Era otra virtud. Una virtud a prueba de bomba; del gran mundo. Pues
bien, había empezado a minar aquella fortaleza. ¡Era todo un plan!
Esperaba en el buen éxito, pero no se apresuraba. No se apresuraba nunca
en las cosas difíciles. Él, el conquistador a lo Alejandro, el
que había rendido la castidad de una robusta aldeana en dos horas de
pugilato, el que había deshecho una boda en una noche, para sustituir al
novio, el Tenorio repentista, en los casos graves procedía con la
paciencia de un estudiante tímido que ama platónicamente.
Había mujeres que sólo así sucumbían; a no ser que
abundasen
«¡Qué distraído es ese poetilla de
El presidente del Casino apreciaba el progreso de la cultura por la lentitud o rapidez en esta clase de asuntos. Vetusta era un pueblo primitivo. Dígalo si no lo que a él le pasaba con Anita Ozores. Verdad era que en aquellos dos años había rendido otras fortalezas. Pero ninguna aventura había sido de las ruidosas; nada podía saber la Regenta de cierto y el amor y la constancia del discreto adorador debían de ser para ella cosa poco menos que segura. La prudencia y el sigilo eran dotes positivas de don Álvaro en tales asuntos. Sus aventuras actuales pocos las conocían; las que sonaban y hasta refería él siempre eran antiguas. Con esto y la natural vanidad que lleva a la mujer a creerse querida de veras, la Regenta podía, si le importaba, creer que el Tenorio de Vetusta había dejado de serlo para convertirse en fino, constante y platónico amador de su gentileza. Esto era lo que él quería saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿le sacrificaría la tranquilidad de la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar honrado?
Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno, y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.
«Todo se puede echar a perder ahora», había pensado don Álvaro. «La devoción sería un rival más temible que Cármenes; el Magistral un cancerbero más respetable que don Víctor Quintanar, mi buen amigo».
No había más remedio que
jugar el todo por el todo.
«Y con todo, yo tengo datos en contra, pensaba, ciertos indicios. Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?».
Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco. Queriendo tanto y tan bien como decía don Álvaro, nada de más haría la Regenta en corresponderle. Una mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo una falta, porque, es claro, la casada... no se compromete.
-«¡Esta es la moral
positiva! -decía el Marquesito muy serio cuando alguien le oponía
cualquier argumento-. Sí, señor, esta es la moral moderna, la
científica; y eso que se llama el Positivismo no predica otra cosa; lo
inmoral es lo que hace daño positivo a alguien. ¿Qué
daño se le hace a un marido
Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen conservador, no la quería en las Universidades.
«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos».
Cuando llegaron al portal del palacio de
Vegallana, su futuro dueño tenía lágrimas en los ojos.
¡Tanto le había ablandado el alma la elocuencia de Mesía!
¡Qué grande contemplaba ahora a su don Álvaro! Mucho
más grande que nunca. «¿Con que el escéptico
redomado, el hombre frío, el
«Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro».
Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido entre las mozas del ídem, estaba resuelto:
1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros, de la Regenta y Mesía. Y
2.º A buscar para uso propio, un
acomodo neo-romántico, una
-¿Quién está
arriba? -preguntó a un criado, seguro
-Hay dos señoras.
-¿Quiénes son?
El criado meditó.
-Una creo que es doña Visita, aunque no las he visto; pero se la oye de lejos... la otra... no sé.
-Bueno, bueno -dijo Paco, volviéndose a Mesía-. Son ellas. Estos días Visita no se separa de Ana.
A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su deseo.
-Oye -dijo- llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me expliques, como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la verdad de lo que hayas notado en ella, que puede serme favorable.
-Bien; subamos.
Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no era gran cosa. Pero ¡bah! con un poco de imaginación... y precisamente él estaba tan excitado en aquel momento...
Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas... Era en la cocina. Era la carcajada eterna de Visita.
-¡Están en la cocina! -dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.
-Oye -observó Paco- ¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer empanadas y no sé qué mas?
-Sí, ella lo dijo.
-Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?
-¿Y qué hacen en la cocina?
Una hermosa cabeza de mujer, cubierta
con un gorro blanco de fantasía, apareció en una ventana al otro
lado del patio que había en medio de la casa. Debajo
Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de retorcer el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:
-¡Yo misma! ¡he sido yo misma! ¡Así a todos los hombres!...
«¡Era Obdulia! ¡Obdulia! Luego no estaba la otra».
El marqués de Vegallana era en
Vetusta el jefe del partido más reaccionario entre los
dinásticos; pero no tenía afición a la política y
más servía de adorno que de otra cosa. Tenía siempre un
favorito que era el jefe verdadero. El favorito actual era (¡oh
escándalo del juego natural de las instituciones y del turno
pacífico!) ni más ni menos, don Álvaro Mesía, el
jefe del partido liberal dinástico. El reaccionario creía
resolver sus propios asuntos y en realidad obedecía a las inspiraciones
de Mesía. Pero este no abusaba de su poder secreto. Como un jugador de
ajedrez que juega solo y lo mismo se interesa por los blancos que por los
negros, don Álvaro cuidaba de los negocios conservadores lo mismo que de
los liberales. Eran panes prestados. Si mandaban los del Marqués,
Vegallana tenía una gran pasión: la de «tragarse leguas», o sea dar paseos de muchos kilómetros.
Le aburrían las intrigas de politiquilla.
Era cacique honorario; el cacique en funciones, su mano derecha, Mesía. Don Álvaro era al Marqués en política lo que a Paquito en amores, su Mentor, su Ninfa Egeria. Padre e hijo se consideraban incapaces de pensar en las respectivas materias sin la ayuda de su Pitonisa. Aquí estaba el secreto de la política de Vegallana, conocido por pocos.
Los más, al salir de una junta del «Salón de Antigüedades», solían exclamar:
-¡Qué cabeza la de este Marqués! Nació para amaños electorales, para manejar pueblos.
-No, y los años no le rinden; siempre es el mismo.
Y todo lo que alababan era obra del otro, de Mesía.
Cuando este quería castigar a alguno de los suyos, le ponía enfrente de un candidato reaccionario a quien había que dejar el triunfo. El Marqués agradecía a don Álvaro su abnegación, y le pagaba diciéndole, por ejemplo:
-Oiga usted, mi correligionario, Fulano quiere tal cosa, pero a mí me carga ese hombre; haga usted que triunfe el pretendiente liberal. Y entonces Mesía premiaba los servicios de algún servidor fidelísimo.
¡Quién le hubiera dicho a
Ronzal que él debía el verse
El Marqués decía que «la fatalidad le había llevado a militar en un partido reaccionario; el nacimiento, los compromisos de clase; pero su temperamento era de liberal». Tenía grandes «amistades personales» en las aldeas, y repartía abrazos por el distrito en muchas leguas a la redonda. Durante las elecciones, cuando muchos, casi todos, le creían manejando la complicada máquina de las influencias, el único servicio positivo y directo que prestaba era el de agente electoral. Pedía un puñado de candidaturas a Mesía y las repartía por las parroquias electorales que visitaba en sus paseos de Judío Errante.
Cuando emprendía una excursión por camino desconocido, contaba los pasos, aunque hubiese medidas oficiales, porque no se fiaba de los kilómetros del Gobierno. Contaba los pasos y los millares los señalaba con piedras menudas que metía en los bolsillos de la americana. Llegaba a casa y descargaba sobre una mesa aquellos sacos para contar más satisfecho las piedras miliarias. Aquella noche en la tertulia se hablaba en primer término del paseo de Vegallana.
-¿A dónde bueno, Marqués? -le preguntaba un amigo que le encontraba en el campo.
-A Cardona por la Carbayeda... mil ciento uno... mil ciento dos... tres... cuatro... -y seguía marcando el paso, apoyándose en un palo con nudos y ahumado, como el de los aldeanos de la tierra.
Aquel garrote, la sencilla americana y
el hongo flexible de anchas alas eran la garantía de su popularidad en
las aldeas. Tenía todo el orgullo y todas las preocupaciones de sus
compañeros en nobleza vetustense, pero
Tenía otra manía, corolario de sus paseos, la manía de las pesas y medidas. Sabía en números decimales la capacidad de todos los teatros, congresos, iglesias, bolsas, circos y demás edificios notables de Europa. «Covent Garden tiene tantos metros de ancho por tantos de largo, y tantos de altura»; y hallaba el cubo en un decir Jesús. El Real tiene tantos metros cúbicos menos que la Gran Ópera. Mentía cuando quería deslumbrar al auditorio, pero podía ser exacto, asombrosamente exacto si se le antojaba. «A mí hechos, datos, números -decía-; lo demás... filosofía alemana».
En arquitectura le preocupaban mucho las proporciones. Para que hubiese proporción entre la catedral y la plazuela, convendría retirar tres o cuatro metros la catedral. Y él lo hubiera propuesto de buen grado. Era el enemigo natural de D. Saturnino Bermúdez en materia de monumentos históricos y ornato público. Todo lo quería alineado. Soñaba con las calles de Nueva York -que nunca había visto- y si le sacaban este argumento:
-«Pero la nobleza se opone por su propia esencia a esas igualdades».
Contestaba:
-«Señor mío,
La Colonia, la parte nueva de Vetusta, merced a la influencia poderosa del Marqués, por un rasero se había medido.
No había una casa más alta que otra.
Protestaban algunos americanos que querían hacer palacios de ocho pisos para ver desde las guardillas el campanario de su pueblo; pero el Municipio, bajo la presión del Marqués, nivelaba todos los tejados «dejando para otras esferas de la vida las naturales desigualdades de la sociedad en que vivimos», como decía el Marqués en un artículo anónimo que publicó en
La Marquesa tenía a su esposo por un grandísimo majadero, condición que ella creía casi universal en los maridos. Ella sí que era liberal. Muy devota, pero muy liberal, porque lo uno no quita lo otro. Su devoción consistía en presidir muchas cofradías, pedir limosna con gran descaro a la puerta de las iglesias, azotando la bandeja con una moneda de cinco duros, regalar platos de dulce a los canónigos, convidarles a comer, mandar capones al Obispo y fruta a las monjas para que hicieran conservas. La libertad, según esta señora, se refería principalmente al sexto mandamiento. «Ella no había sido ni mala ni buena, sino como todas las que no son completamente malas, pero tenía la virtud de la más amplia tolerancia. Opinaba que lo único bueno que la aristocracia de ahora podía hacer era divertirse. ¿No podía imitar las virtudes de la nobleza de otros tiempos? Pues que imitara sus vicios». Para la Marquesa no había más que Luis XV y Regencia. Los muebles de su salón amarillo y la chimenea de su gabinete estaban copiados de una sala de Versalles, según aseguraban el tapicero y el arquitecto; pero el amor de la Marquesa a lo mullido y almohadillado había ido introduciendo grandes modificaciones en el salón Regencia.
El capitán Bedoya, el gran anticuario, murmuraba del salón amarillo diciendo:
-«La Marquesa se empeña en llamar aquello estilo de la Regencia; ¿por dónde? como no sea de la regencia de Espartero...». Los muebles eran lujosos, pero estaban maltratados y lo que era peor, desde el punto de vista arqueológico, convertidos en flagrantes anacronismos.
Les había hecho sufrir varios
cambios, aunque siempre sobre la base del amarillo, cubriéndolos con
damasco, primero, con seda brochada después, y últimamente con
raso basteado,
La excelentísima señora
doña Rufina de Robledo, marquesa de Vegallana, se levantaba a las doce,
almorzaba, y hasta la hora de comer leía novelas o hacía crochet,
sentada o echada en algún mueble del gabinete. La gran chimenea
tenía lumbre desde Octubre hasta Mayo. De noche iba al teatro
doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o
cayeran rayos; para eso tenía carruajes.
-A mí con esas... que soy tambor de marina.
No era tambor, pero quería dar a
entender que había
En tanto, el salón amarillo estaba en una discreta obscuridad, si había pocos tertulios. Cuando pasaban de media docena, se encendía una lámpara de cristal tallado, colgada en medio del salón. Estaba a bastante altura; sólo podía llegar a la llave del gas Mesía, el mejor mozo. Los demás se quejaban. Era una injusticia.
-«¿Para qué poner tan alta la lámpara?» -decían algunos un tanto ofendidos.
Doña Rufina se encogía de hombros.
-«Cosas de ese» -respondía -aludiendo a su marido.
No era muy escrupuloso el Marqués en materia de moral privada; pero una noche había entrado palpando las paredes para atravesar el salón y llegar al gabinete, cuya puerta estaba entornada; su mano tropezó con una nariz en las tinieblas, oyó un grito de mujer -estaba seguro- y sintió ruido de sillas y pasos apagados en la alfombra. Calló por discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara. Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba todavía a la llave del gas.
De las tres hijas de los marqueses, dos,
Pilar y Lola, se habían casado y vivían en Madrid; Emma, la
segunda, había muerto tísica. Aquella escasa vigilancia a que la
Marquesa se creía obligada cuando sus hijas vivían con ella,
había desaparecido. Era el único consuelo de tanta soledad. En
tiempo de ferias, doña Rufina hacía venir alguna sobrina de las
muchas que tenía por los pueblos de la provincia. Aquellas
lugareñas linajudas esperaban
-«Lo más odioso es que esas... tales hayan escogido para sus... cuales una casa tan respetable, tan digna». Los liberales avanzados, los que no se andaban con paños calientes, sostenían que la casa era lo peor.
Sin embargo, los maldicientes procuraban ser presentados en aquella casa donde había tantas aventuras.
Aunque algo se habían relajado
las costumbres y ya no era un círculo tan estrecho como en tiempo de
doña Anuncia y doña Águeda (q. e. p. d.) el
La Marquesa sabía que en su casa
se enamoraban los jóvenes un poco a lo vivo. A veces, mientras
leía, notaba
Pero con las amiguitas que ahora iban a acompañarla por las noches, no tomaba ninguna precaución.
-«Madres tienen», decía, o «con su pan se lo coman».
Y añadía siempre lo de:
-«Mientras no falten a lo que se debe a esta casa...».
Uno de los que más partido habían sacado de estas ideas de la Marquesa y de su tertulia era Mesía.
«Pero a aquel hombre se le podía perdonar todo. ¡Qué tacto! ¡qué prudencia! ¡qué discreción!».
«Entre monjas podría vivir este hombre sin que hubiera miedo de un escándalo».
A Paco, a su adorado Paco, le
había puesto cien veces por modelo la habilidad y el sigilo de
Mesía al sorprender
Su Paco era torpe, no sabía...
-«¡Es indecente que yo te sorprenda en tus desmanes, muchacho!... No llegas al plato y te quieres comer las tajadas... Aprende primero a ser cauto y después... tu alma tu palma».
Y añadía, creyendo haber sido demasiado indulgente:
-«Además, esas aventuras... no deben tenerse en casa... Pregunta a Mesía». Era su madre quien había iniciado al Marquesito en el culto que tributaba al Tenorio vetustense.
La Marquesa, viendo incorregible a su hijo, tomó el partido de subir siempre al segundo piso tosiendo y hablando a gritos.
En la época en que venían las sobrinas, había además de tertulia conciertos, comidas, excursiones al campo, todo como en los mejores tiempos. La alegría corría otra vez por toda la casa; no había rincones seguros contra el atrevimiento de los amigos íntimos; y en los gabinetes, y hasta en las alcobas donde estaba aún el lecho virginal de las hijas de Vegallana, sonaban a veces carcajadas, gritos comprimidos, delatores de los juegos en que consistía la vida de aquella Arcadia casera.
Aquella Arcadia la veía don
Álvaro con ojos acariciadores; en aquella casa tenía el teatro de
sus mejores triunfos; cada mueble le contaba una historia en íntimo
secreto; en la seriedad de las sillas panzudas y de los sillones solemnes con
sus brazos e ídolos orientales, encontraba una garantía del
eterno silencio que les recomendaba. Parecía decirle la madera de fino
barniz blanco: No temas; no hablará nadie una palabra. En
El Marqués pasaba por todo. Eran cosas de su mujer.
«Si no había podido moralizarla a ella, mal había de moralizar a sus tertulios». Él vivía en el segundo piso.
Había comprendido que el
salón amarillo había ido perdiendo poco a poco la severidad
propia de un estrado, y se había decidido a convertir en
La Marquesa jamás subía al nuevo estrado. Toda visita, fuese de quien fuese, la recibía abajo. Las del Marqués, cuando eran de cumplido, se morían de frío en el salón de antigüedades. El salón de antigüedades y el despacho del Marqués, «constituían, como él decía, la parte seria de la casa». En el despacho todo era de roble mate; nada, absolutamente nada, de oro; madera y sólo madera. Vegallana tenía en mucho la severidad de su despacho; nada más serio que el roble para casos tales. La «sobriedad del mueblaje» rayaba en pobreza.
-¡Mi celda! -decía el Marqués con afectación.
Daba frío entrar allí y
Vegallana entraba pocas veces. De las paredes del
Era lo único que al
capitán Bedoya le parecía digno de respeto en aquel museo de
trampas, según su expresión. El Marqués tenía la
vanidad de ser anticuario por su dinero; pero le costaba mucha plata lo que
resultaba
-¿Ve usted? -decía Bedoya.
-¿Qué?
-La madera es nueva; si fuese del tiempo
que el Marqués supone, se desharía en polvo; la madera vieja
siempre deja caer el polvo de los roedores: eso lo conocemos nosotros, no los
aficionados, que no tienen más que dinero y credulidad; ¡esto es
Ponía la cera en los agujeros, dejaba la silla en su sitio, y descendía triunfante diciendo por la escalera:
-¡Con que ya ve usted! ¡Sólo que al pobre Marqués, por supuesto, no hay que decirle una palabra!
Mucho sintió Paco Vegallana en el
primer momento,
Obdulia y Visitación, desde la ventana de la cocina que daba al patio, les llamaban a grandes voces, riendo como locas.
-¡Aquí! ¡aquí! ¡a trabajar todo el mundo! -gritaba Visita chupándose los dedos llenos de almíbar.
-¿Pero qué es esto, señoras? ¿No estaban ustedes en casa de Visita preparando la merienda?
Visita se ruborizó levemente.
Se celebró a carcajadas el chasco
que se llevaría el pobre Joaquinito Orgaz, que había ido
Obdulia lo explicó todo. En casa de Visita faltaban los moldes de cierto flan invención de la difunta doña Águeda Ozores; además, el horno de la cocina no tenía tanto hueco como el de la cocina de la Marquesa; en fin, no le adornaban otras condiciones técnicas, que no entendían ellos. Vamos, que ni los emparedados, ni los flanes, ni los almíbares se habrían podido hacer en la cocina de Visita, y sin decir ¡agua va! habían trasladado su campamento a casa de Vegallana.
La idea les había parecido muy graciosa a Obdulia y a Visita. Habían sorprendido a la Marquesa que dormía la siesta en su gabinete. Salvo el haberla despertado, todo le había parecido bien. Y sin moverse había dado sus órdenes.
-A Pedro (el cocinero), a Colás
(el pinche) y a las
Y doña Rufina, volviéndose a las damas, había dicho sonriente:
-Ea; ahora fuera gente loca; a la cocina y dejadme en paz.
Y se había enfrascado en la lectura de
Visita hacía muy a menudo semejantes irrupciones en casa de cualquier amiga. Ella entendía así la amistad. ¡Pero si su cocina era infernal! La chimenea devolvía el humo; no se podía entrar allí sin asfixiarse, ni en el comedor, que estaba cerca. Pocos vetustenses podían jactarse de haber visto ni el comedor ni la cocina de Visita. Y eso que tenía tertulia, y se presentaban charadas y se corría por los pasillos. Pero ella cerraba ciertas puertas para que no pasase el humo; y decía señalando a los estrechos y obscuros pasadizos:
-Por ahí corran ustedes lo que quieran, loquillas, pero nadie me abra esa puerta.
Toda su prodigalidad de señora
que recibe de confianza, se reducía a entregar vestidos y
pañuelos de estambre, todo viejo, para que los
-Pepe que le doy a usted un cachete.
-Hola, hola, eso no estaba en el programa...
-Niños, niños, formalidad.
-¿Por qué no les da usted una luz, Visita?
-Señores, porque esos locos son capaces de quemar la casa...
-Tiene razón Visita, tiene razón -gritaban desde dentro Joaquín Orgaz o el Pepe de la bofetada.
Donde Visitación demostraba su intimidad con los amigos, su franqueza y trato sencillísimo era en casa de los demás. Allí hacía locuras.
Hablaba mucho, a gritos, con diez carcajadas por cada frase. Se le había alabado su aturdimiento gracioso a los quince años, y ya cerca de los treinta y cinco aún era un torbellino, una cascada de alegría, según le decía en el álbum Cármenes el poeta. Lo que era una catarata de mala crianza, según doña Paula, la madre del Provisor, que nunca había querido pagarle las visitas. Pero catarata, cascada, torbellino, todo lo era con cuenta y razón. Su aturdimiento era obra de un estudio profundo y minucioso: se aturdía mientras su ojo avizor buscaba la presa... algún dije, una golosina, cualquier cosa menos dinero. Creía, o mejor, fingía creer, que las cosas no valen nada, que sólo la moneda es riqueza.
-Señora, le debo a usted dos cuartos de la limosna que dio usted por mí el otro día.
-Deje usted, Visita, vaya una cantidad... no me avergüence usted.
-¡No faltaba más!... Tome usted... ¡Y qué alfiletero tan mono!
-No vale nada.
-¡Es precioso!
-Está a su disposición.
-No me lo diga usted dos veces...
-Está a su disposición... ¡vaya una alhaja!
-¿Sí? Pues me lo llevo... mire usted que yo soy una urraca...
Y sí que era una urraca, como que así la llamaba doña Paula: la urraca ladrona.
Donde hacía estragos era en los comestibles.
Llegaba a casa de una vecina riendo a carcajadas.
-¿Sabes lo que me pasa? Nada, que no parece; hemos perdido la llave del armario o de la alacena... y aquí me tienes muerta de hambre. A ver, a ver, dame algo, socarrona; o meriendo, o me caigo de hambre.
Dos veces a la semana se jugaba en su casa a la lotería o a la aduana. Se dejaba un fondo para una merienda en el campo; se nombraba una comisión para que lo preparase todo. Sus miembros eran invariablemente Visita y un primo suyo. Visita, por economía, y porque le daban asco el pastelero y el confitero, fabricaba por su cuenta, y bajo su dirección, los hojaldres, los almíbares, todo lo que podía hacerse en su cocina. Después resultaba que en su cocina no se podía hacer nada. ¡El pícaro humo! El casero, que no ensanchaba el horno... ¡diablos coronados! Dios la perdonara.
El caso es que recurría en el
apuro a la cocina de Vegallana, u otra de buena casa, las más veces a
aquella. Allí se hacía todo. Visita disponía de los
criados del Marqués; previo el consentimiento del cocinero, por lo que
respecta a la cocina, sacaba algunas provisiones de la despensa; mandaba a la
tienda por azúcar, pasas, pimienta, sal, ¡diablos coronados! si el
señor Pedro no abría los cajones de sus armarios; que viniera
todo lo que se necesitaba. «¿Dinero? Deje usted, ahí tengo
yo cuenta». Después todo aquello aparecía en la cuenta del
Marqués. Equivocaciones; como habían ido sus criados a comprar...
Se comían la merienda. En la
-Visita, ¿qué tal, nos hemos empeñado?
-Poca cosa... un piquillo...
-Pues a ver, a ver, que se pague.
-Nada más justo.
-A escote.
-Dejen ustedes, ¿se quieren ustedes callar? No se hable de eso, no merece la pena.
Visita tenía principio para algunas semanas y postres para meses. Su esposo era un humilde empleado del Banco, pero de muy buena familia, pariente de títulos. Si Visita no se ingeniara ¿cómo se mantendría aquel decente pasar que era indispensable para continuar siendo parientes de la nobleza?
Cuando Visitación era soltera, se dijo -¡de quién no se dice!- si había saltado o no había saltado por un balcón... no por causa de incendio, sino por causa de un novio que algunos presumían que había sido Mesía. Todas eran conjeturas; cierto nada. Como ella era algo ligera... como no guardaba las apariencias...
Ya nadie se acordaba de aquello;
seguía siendo aturdida, tenía fama de golosa y de
Era alta, delgada, rubia, graciosa, pero
no tanto como pensaba ella; sus ojos pequeñuelos que cerraba
entornándolos hasta hacerlos invisibles, tenían cierta malicia,
pero no el encanto voluptuoso por lo picante, que ella suponía. Al
tocarla la mano cuando no tenía
Don Álvaro en el seno de la confianza hablaba con desprecio de Visitación y hacía gestos mal disimulados de asco. Aseguraba que tenía un pie bonito y una pantorrilla mucho mejor de lo que podría esperarse; pero calzaba mal... y enaguas y medias dejaban mucho que desear... ya se le entendía. Y solía limpiar los labios con el pañuelo después de decir esto.
Paco Vegallana, juraba que usaba aquella señora ligas de balduque, y que él le había conocido una de bramante. Todo esto, por supuesto, se decía nada más entre hombres, y habían de ser discretos.
Los bajos de Obdulia, en cambio, eran irreprochables; no así su conducta: pero de esto ya no se hablaba de puro sabido. Ella, sin embargo, negaba a cada uno de sus amantes todas sus relaciones anteriores, menos las de Mesía. Eran su orgullo. Aquel hombre la había fascinado, ¿para qué negarlo? Pero sólo él. Era viuda y jamás recordaba al difunto; parecía la viuda de Alvarito; «¡era su único pasado!».
Aquella tarde estaban guapas las dos; era preciso confesarlo. Por lo menos Paco Vegallana lo confesaba ingenuamente. Y sin que renunciara a consagrar el resto del día al idealismo, en buen hora despertado por las relaciones de su amigo, consintió el Marquesito en pasar a la cocina de su casa, al oler lo que guisaban aquellas señoras.
En la cocina de los Vegallana se reflejaba su positiva grandeza. No, no eran nobles tronados: abundancia, limpieza, desahogo, esmero, refinamiento en el arte culinario, todo esto y más se notaba desde el momento de entrar allí.
Pedro, el cocinero, y Colás, su pinche, preparaban la comida ordinaria, y parecía que se trataba de un banquete. Por toda la provincia tenía esparcidos sus dominios el Marqués, en forma de arrendamientos que allí se llaman caseríos, y a más de la renta, que era baja, por consistir el lujo en esta materia en no subirla jamás, pagaban los colonos el tributo de los mejores frutos naturales de su corral, del río vecino, de la caza de los montes. Liebres, conejos, perdices, arceas, salmones, truchas, capones, gallinas, acudían mal de su grado a la cocina del Marqués, como convocados a nueva Arca de Noé, en trance de diluvio universal. A todas horas, de día y de noche, en alguna parte de la provincia se estaban preparando las provisiones de la mesa de Vegallana; podía asegurarse.
A media noche, cuando los hornos estaban apagados y dormía Pedro, y dormía el amo, y nadie pensaba en comer, allá a dos leguas de Vetusta, en el río Celonio velaba un pobre aldeano tripulando miserable barca medio podrida y que hacía mucha agua. Debajo de peñón sombrío, que como torre inclinada amenaza caer sobre la corriente, y hace más obscura la obscuridad del río en el remanso, acechaba el paso del salmón, empuñando un haz de paja encendida, cuya llama se refleja en las ondas como estela de fuego. Aquel salmón que pescaba el colono del magnate a la luz de una hoguera portátil, era el mismo que ahora estaba sangrando, todo lonjas, esperando el momento de entregarse a la parrilla, sobre una mesa de pino, blanca y pulcra.
También de noche, cerca del alba,
emprendía su viaje al monte el casero que se preciaba de regalar a su
Y todo aquello había sido movimiento, luz, vida, ruido, cantando en el bosque, volando por el cielo azul, serpeando por las frescas linfas, luciendo al sol destellos de todo el iris, al pender de las ramas, en vega, prados, ríos, montes... «¡Indudablemente Vegallana sabía ser un gran señor!», pensaba suspirando Visita, que soñaba muerta de envidia con aquella despensa, exposición permanente de lo más apetecible que cría la provincia.
El Marqués sonreía cuando
le hablaban de ampliar el sufragio. «¿Y qué? ¿no son
casi todos colonos míos? ¿no me regalan sus mejores frutos?
¿los que me dan
El ajuar de la cocina abundante, rico, ostentoso, despedía rayos desde todas las paredes, sobre el hogar, sobre mesas y arcones; era digno de la despensa; y Pedro, altivo, displicente, ordenaba todo aquello con voz imperiosa; mandaba allí como un tirano. Comía lo mejor; mantenía las tradiciones de la disciplina culinaria; vigilaba el servicio del comedor desde lejos, pues no era un cocinero vulgar, egida sólo de pucheros y peroles, sino un capitán general metido en el fuego y atento a la mesa. No era viejo. Tenía cuarenta años muy bien cuidados; amaba mucho, y se creía un lechuguino, en la esfera propia de su cargo, cuando dejaba el mandil y se vestía de señorito.
Colás era un pinche de vocación decidida, colorado y vivo, de ojos maliciosos y manos listas. Los dos personajes, a más de la robusta montañesa que tenía a su servicio Visita, ayudaban a las damas en su tarea. Pedro, sin dejar lo principal, que era la comida de sus amos, colaboraba sabiamente. Había empezado por tolerar nada más aquella irrupción de la merienda. La cocina daba espacio para todo; aquello no valía nada, y otorgó el cocinero su indispensable permiso con un desdén mal disimulado. Poco a poco pasó del estado de tolerancia al de protección: primero se rebajó hasta dar algunos consejos a la montañesa, después le dio un pellizco. Se animó aquello.
-Colás, ponte a la disposición de esas señoras -dijo Pedro con voz solemne.
Porque el mandato de la Marquesa no
había bastado; el pinche obedecía a Pedro y Pedro a su deber. Si
la Marquesa le hubiera exigido algo contrario a sus
Cuando Obdulia, picada por la frialdad del altivo cocinero, comenzó a seducirle con miradas de medio minuto y algún choque involuntario, Pedro se rindió, y de rato en rato daba algunos toques de maestro a la merienda de Visita.
Llegó a más; quiso enamorar a doña Obdulia con pruebas de su habilidad, y acudía siempre que se presentaba una cuestión teórica o una dificultad práctica.
«¿Qué se echa ahora?
»¿Qué se tuesta primero?
»¿Cuántas vueltas se les da a estos huevos?
»¿Cómo se envuelve esta pasta?
»¿Lleva esto pimienta o no la lleva?
»¿Será una indiscreción poner aquí canela?
»El almíbar ¿está en su punto?
»¿Cómo se baten estas claras?».
A todo dieron cumplida respuesta la inteligencia y habilidad de Pedro. Cuando no bastaba una explicación, ponía él la mano en el asunto y era cosa hecha.
Obdulia, que había aprendido en
Madrid de su prima Tarsila a premiar con sus favores a los ingenios preclaros,
a los hijos ilustres del arte y de la ciencia; no de otro modo que la tarde
anterior había vuelto loco de placer y voluptuosidad al señor
Bermúdez, en premio de su erudición arqueológica, ahora
vino a otorgar fortuitos y subrepticios favores al cocinero de Vegallana con
miradas ardientes, como al descuido, al oír una luminosa teoría
acerca de la grasa de cerdo; un apretón de manos, al parecer casual, al
remover una masa misma, al meter los dedos en el mismo recipiente,
Al personaje del mandil se le apareció en lontananza la conquista de aquella señora como una recompensa final, digna de una vida entera consagrada a salpimentar la comida de tantos caballeros y damas, que gracias a él habían encontrado más fácil y provocativo el camino de los dulces y sustanciales amores.
Pedro llegó a donde pocas veces; a consentir que las criadas de la casa intervinieran en los asuntos de los negros pucheros de hierro. Él amaba a la mujer, a todas las mujeres, pero no creía en sus facultades culinarias; otro era su destino. La cocina y la mujer son términos antitéticos, palabras que había aprendido en sus cucuruchos de papel impreso. La libertad y el gobierno son antitéticos, había leído en un periódico rojo, y aplicaba la frase a la cocina y a la mujer. Lo que pensaba todo Vetusta de las literatas, lo pensaba Pedro de las cocineras. Las llamaba marimachos.
Si se le decía que los cocineros son más caros y gastan más, respondía:
-Amigo, el que no sea rico que no coma.
Por lo demás, él era socialista, pero en otras materias.
Cuando entraron en la cocina los
señoritos, Pedro volvió a su continente habitual, al gesto
displicente que usaba con las criadas y con los
La conversación de metafísica erótica que Mesía y Paco acababan de dejar no les permitía, al principio, participar de aquel entusiasmo gastronómico y culinario a que estaban entregadas las damas. Verdad es que la hora de comer se acercaba y aquellos olores excitaban el apetito. Pero el ideal no come. Mesía gozaba del arte supremo de entrar en carboneras, cocinas y hasta molinos, sin coger tiznes, grasa, ni harina. Estaba en la cocina del Marqués como en el salón amarillo, a sus anchas y sin tropezar con nada. Allí mismo había repartido él besos en muy distintas y apartadas épocas. No había tal vez un rincón de aquella casa libre de semejantes recuerdos para don Álvaro. En cuanto a Paquito, no se diga. Su primer amor había sido una criada que tenía su dormitorio en lo que hoy era despensa. Sabía el Marquesito andar por la cocina a obscuras, a gatas, y ya había medido con su agazapado cuerpo las dimensiones de la carbonera provisional que había cerca del fogón.
No tardaron los señoritos, a
pesar del ideal, en tomar parte más activa en el entusiasmo alegre y
expansivo de aquellas artistas. También ellos eran pintores. Y, a pesar
de las burlas casi irrespetuosas del pinche y de la sonrisa insultante de
Pedro, los dos caballeros quisieron
Obdulia había tropezado quinientas veces con el Marquesito; se rozaban sus brazos, sus rodillas, las manos sobre todo, durante minutos, y fingían no pensar en ello. Un movimiento brusco de la dama, que traía falda corta, recogida y apretada al cuerpo con las cintas del delantal blanco, dejó ver a Paco parte, gran parte de una media escocesa de un gusto nuevo. Siempre había considerado el joven aristócrata como una antinomia del amor aquella preferencia que él daba a la escultura humana con velos, sobre el desnudo puro. ¿Por qué le excitaba más el velo que la carne? No se lo explicaba. Veía la rolliza pantorrilla de una aldeana descalza de pie y pierna ¡y nada! ¡veía una media hasta ocho dedos más arriba del tobillo... y adiós idealismo! Y así fue esta vez. Es más; si la media de Obdulia no hubiera sido escocesa, tal vez el mozo no hubiese perdido la tranquilidad de su reposo idealista; pero aquellos cuadros rojos, negros y verdes, con listillas de otros colores, le volvieron a la torpe y grosera realidad, y Obdulia notó en seguida que triunfaba.
Para la viuda, uno de los placeres
más refinados era «una sesión» alegre con uno de sus
antiguos amantes; aquello de no principiar por los preliminares le
parecía delicioso. ¡Después, los recuerdos tenían un
encanto! ¡Saborear como cosa presente un recuerdo! ¿Qué
mayor dicha? Paco había sido su amante. Ella hubiera preferido a
Mesía, que estaba en las mismas condiciones y era mucho más
antiguo. ¡Pero Álvaro estaba hecho un salvaje! La trataba como don
Saturnino, antes de atreverse;
Se habían cansado de
Cada uno de estos hurtos los amenizaba con carcajadas, explicaciones humorísticas que ya no hacían reír. Todos sabían que aquél era el vicio de doña Visita.
Las señoras dejaron a los criados el cuidado de la merienda y se fueron a lavar las manos, y arreglar traje y peinado. Ya sabían dónde estaba el tocador para tales casos. Era la habitación donde había muerto la hija segunda de los Marqueses. Ya nadie pensaba en esto. Allí estaba el lecho, pero no quedaba de la pobre niña ni una prenda, ni un recuerdo.
Mesía y Paco entraron con las
señoras ¿por qué no? Se conocían demasiado para
fingir escrúpulos. Además, «no se les había de ver
nada» como dijo Obdulia. Paco y la viuda se lavaron juntos las manos en
una misma jofaina; los dedos se enroscaban en los dedos dentro del agua. Era un
placer muy picante, según ella. Esto les
Visitación y Mesía, más tranquilos, conversaban al balcón, apoyados en el hierro frío del antepecho. «No volverían la cara; estaba ella segura». Entre estos camaradas, jamás se falta a ciertos pactos tácitos.
El Marquesito soltó una carcajada.
-¿De qué te ríes? -dijo Obdulia.
-De Joaquinito Orgaz, el flamenco que andará buscándote por todas partes. Es chusco ¿eh?
Obdulia meditó y al fin
rió a carcajadas. «Era chusco en efecto». Se había
sentado sobre la cama de la difunta. Los pies de la viuda se movían
oscilando como péndulos. Se veía otra vez la media escocesa.
Ahora se veían dos. Obdulia suspiró. Se habló de lo
pasado. «En rigor, siempre se habían querido; había
-Pero ¿verdad -dijo Obdulia, poniéndose más guapa- que esto de encontrarse de vez en cuando se parece un poco a un buen día de sol en invierno, en esta tierra maldita del agua y la niebla?
-¡Magnífico! -exclamó Paco- es verdad; una cosa sentía yo que no sabía explicarme... y era eso.
Y como le pareciera alambicado y poético este sentimiento, se consagró a enamorar de todo corazón a la viuda por aquella tarde.
Era lo que llamaba ella saborear los recuerdos.
Visitación también tenía brasas en las mejillas y sus ojos pequeños los habían hermoseado el calor de la cocina y la animación de la broma, arrancándoles reflejos de fingida pasión. Su pelo de un rubio obscuro era rizoso y caía en mechones revueltos sobre su frente. Hablaban ella y don Álvaro como hermanos cariñosos. Él había sido su primer amor serio, es decir, el primero que le había hecho cometer imprudencias, como, v. gr., saltar de noche por un balcón. ¡Pero estaba ya tan lejos todo aquello! La vida había puesto por medio todos sus prosaicos cuidados.
La necesidad de acudir a cada paso con
expedientes a restañar las heridas del crédito, a conjurar la
bancarrota, había convertido el espíritu de
Hacía muy buena casada, en opinión de las gentes; esto es, atendía con gran esmero y diligencia a la hacienda y a los quehaceres domésticos.
Mesía y Visita no tenían en el invierno de sus amores aquellos días de sol de que hablaba Obdulia. Pero cuando se veían a solas y alguno de ellos tenía algún cuidado o preocupación, de esos que piden confidentes y consejeros, se lo decían todo, o casi todo; se hablaban en voz baja, muy cerca uno de otro, y volvían a llamarse de tú como antaño. Parecían un matrimonio bien avenido, aunque sin amor ya a fuerza de años.
-¡Bah! -decía
Visitación con un poco de tristeza verdadera, que daba interés al
ocaso de su hermosura
Mesía hablaba de la Regenta con
Visita con más franqueza que con Paco. Su
En cuanto estaban solos, hablaban de aquel asunto.
Álvaro negaba que hubiese por su parte amor; era un capricho fuerte arraigado en él por las dificultades.
Visita fingía preferir que fuese una pasión verdadera; disimulaba el placer íntimo que encontraba en las afirmaciones del otro.
-Ya lo sabes, Visita; amar no es para todas las edades.
-No hablemos de eso.
-Se quiere una vez y después... se las arregla uno como puede.
Mesía al decir esto encogía los hombros con un gesto de desesperación humorística que a él y a sus adoratrices se les antojaba muy interesante, byroniano (si las adoratrices sabían de Byron.)
-Y ella es hermosa, Alvarín, hermosa, hermosa; eso te lo juro yo.
-Sí, eso a la vista está.
-No, no todo está a la vista como comprendes. Y como ella no hace lo que esa otra (apuntaba con el dedo pulgar hacia atrás, donde se oía el cuchicheo de Paco y Obdulia), como Ana jamás se aprieta con cintas y poleas las enaguas y la falda... ni se embute... ¡Si la vieras!
-Me lo figuro.
-No es lo mismo.
Hubo una pausa. Y continuó Visita:
-¿Ves esa cara dulce, apacible, que sólo tiene algo de pasión en los ojos, y esa, como a la sombra debajo de las pestañas, contenida...?
-¿Verdad que tiene razón Frígilis?
-¿Qué dice ese sonámbulo?
-Que la Regenta se parece mucho a la Virgen de la Silla.
-Es verdad; la cara sí...
-Y la expresión; y aquel modo de inclinar la cabeza cuando está distraída; parece que está acariciando a un niño con la barba redonda y pura...
-¡Hola, hola! ¡el pintor!
Las chispas de los ojos de la jamona saltaron como las de un brasero aventado.
-¡Dice que no está enamorado y la compara con la Virgen!...
-Creo que la pobre siente mucho no tener un hijo.
Visita encogió los hombros, y después de pasar algo amargo que tenía en la garganta, dijo con voz ronca y rápida:
-Que lo tenga.
Mesía disimuló la repugnancia que le produjo aquella frase.
-Pero, ¡ay, Alvarín! ¡si la pudieras ver en su cuarto, sobre todo cuando le da un ataque de esos que la hacen retorcerse!... ¡Cómo salta sobre la cama! Parece otra... Entonces, no sé por qué, me explico yo el capricho de la piel de tigre que dicen que le regaló un inglés americano. ¿Te acuerdas de aquel baile fantástico que bailaban los Bufos que vinieron el año pasado?
-Sí, ¿qué?
-¿Te acuerdas de aquella danza de
las Bacantes? Pues eso parece, sólo que mucho mejor; una bacante como
serían las de verdad, si las hubo allá, en esos países que
dicen. Eso parece cuando se retuerce. ¡Cómo se ríe cuando
está en el ataque! Tiene los ojos llenos de lágrimas, y en la
boca unos pliegues tentadores, y
Calló un poco, perdido el hilo del discurso, y añadió:
-Yo me entiendo.
Después de calmarse volvió a su asunto.
-¡Si la vieras! Es que no es así como se quiera. Verás... tiene los brazos...
Y describía minuciosamente, con los pormenores que ella podía explicar a un hombre que había sido su amante y era su camarada, todas las turgencias de Ana, su perfección plástica, los encantos velados, como decía Cármenes en el
Visita iba señalando en su cuerpo, sin coquetería, sin pensar en lo que hacía, las partes correspondientes de la Regenta, que describía con entusiasmo; y dijo al terminar su descripción apuntando hacia atrás:
-Se precia «esa otra» de buenas formas... ¡Buena comparación tiene!
La cita era sabia y oportuna. Visitación suponía a don Álvaro enterado de lo que era aquella otra ¡y no había comparación!
Quien ahora tragaba saliva era el Presidente del Casino, colorado como una amapola. Ya tenía él en sus ojos, casi siempre apagados, las chispas que saltaban de los de Visita.
-Pero te ha de costar mucho trabajo...
-Puede que no tanto -dijo Mesía, sin contenerse.
-Ella tragar... ya tragó el anzuelo.
-¿Crees tú?
-Sí, estoy segura. Pero no te fíes; puedes marcharte con una tajada y dejar el pez en el agua.
-Como yo vea el momento de tirar...
-Mucho tiempo llevas pensándolo.
-¿
-Estos.
Y puso los dedos sobre los ojos.
-Y lo de ella, ¿cómo lo sabes?
-¡Curiosón! ¡el que no está enamorado!...
-¿Enamorado? ni por pienso... pero es natural que quiera saber cómo está ella... para echar mis cuentas.
-Ella no está como un guante,
pero por dentro andará la procesión. Menudean los ataques de
nervios. Ya sabes que cuando se casó cesaron, que después
volvieron, pero nunca con la frecuencia de ahora. Su humor es desigual. Exagera
la severidad con que juzga
-¡Ta, ta, ta! eso no es decir nada.
-Es mucho.
-Nada en mi favor.
-¿Tú qué sabes? Mira, si le hablan de ti palidece o se pone como un tomate, enmudece y después cambia de conversación en cuanto puede hablar. En el teatro, en el momento en que tú vuelves la cara, te clava los ojos, y cuando el público está más atento a la escena y ella cree que nadie la observa, te clava los gemelos. Pero la observo yo; por curiosidad, claro; porque a mí, en último caso ¿qué? Su alma su palma.
-¿No eres su amiga íntima?
-Su amiga, sí. ¿Íntima? Ella no tiene más intimidades que las de dentro de su cabeza. Tiene ese defectillo; es muy cavilosa y todo se lo guarda. Por ella no sabré nunca nada.
Un momento de silencio.
-A no ser que ahora se lo cuente todo al Magistral... Ya sabrás que le ha tomado de confesor.
-Sí, eso dicen; creo que es cosa del Arcipreste que se cansa de asistir al confesonario.
-No, es cosa de ella; tiene otra vez sus proyectos de misticismo.
Visita llamaba misticismo a toda devoción que no fuera como la suya, que no era devoción.
-Ana, cuando chica, allá en Loreto, tuvo ya, según yo averigüé, arranques así... como de loca... y vio visiones... en fin desarreglos. Ahora vuelve; pero es por otra causa (y señaló al corazón.) Está enamorada, Alvarico, no te quepa duda.
Don Álvaro sintió un profundo y tiernísimo agradecimiento. ¡Le daban una fe en sí mismo aquellas palabras!
No quería saber más: o mejor, comprendió que nada positivo podía añadir Visita.
Vio en el rostro de aquella mujer una amargura que revelaban ciertos músculos, mientras otros luchaban por borrar aquel gesto. Su voz temblaba un poco. Daba lástima. A lo menos la sintió Mesía.
-Deja eso -dijo, acercándose a su amiga-. No hablemos de otros; hablemos de nosotros. Estás guapísima...
-¿Ahora... con esas? (Parecía que hablaba con lengua metálica.)
-Tontina... si tú no fueras tan desconfiada...
-¿Qué novedades son estas? -preguntaron los labios y la lengua de placas de acero.
-Novedades... ¿las llamas novedades... ingrata?
Don Álvaro acercó su rostro al de la dama golosa. Nadie pasaba por la calle. Era de las más desiertas; crecía yerba entre las piedras. Aquel silencio era el que llamaba solemne y aristocrático don Saturnino.
Los que estaban detrás, Obdulia y Paco, no veían; don Álvaro estaba seguro. Se aproximó más a Visita.
Sonó una bofetada; y después la carcajada estrepitosa de la del Banco, que dio un paso atrás, huyendo de don Álvaro.
-¡Loca!... ¡idiota!... -gimió Mesía limpiando su mejilla que sintió húmeda y pegajosa.
-¡Vuelve por otra! A mí que soy tambor de marina, como dice la Marquesa.
La dama, completamente tranquila, sonriente, se metió un terrón de azúcar en la boca.
Era su sistema. Se prohibía a sí misma, por desconfianza, las dulzuras de los engaños de amor, y los compensaba con golosinas, que «se pegaban al riñón».
Mesía recordó con
tristeza, mezclada de remordimiento,
Por una esquina de la calle, del lado de
la catedral, apareció una señora que los del balcón
reconocieron al momento.
-Anita, Anita -gritó Visitación.
Entonces Mesía pudo ver el rostro de la Regenta, que sonreía y saludaba. Nunca la había visto tan hermosa. Traía las mejillas sonrosadas, y ella era pálida; también parecía haber estado al lado de un fogón como Visita y Obdulia; en sus ojos había un brillo seco, destellos de alegría que se difundían en reflejos por todo el rostro. Venía con cara de sonreír a sus ideas.
Y además de esto notó Mesía que le había mirado sin conmoverse, sin turbarse, como a Visita, ni más ni menos; hasta en su saludo, más franco y expansivo que otras veces, había visto una especie de desaire, la expresión de una indiferencia que le irritaba. Era como si le hubiera dicho: gozquecillo, tú no muerdes, no te temo. Se vería. Por lo pronto aquella afabilidad era desprecio. ¿Qué había pasado en la catedral? ¿Qué hombre era aquel don Fermín que en una sola conferencia había cambiado aquella mujer?
Todo esto pensó en un momento, irritado, con vehemente deseo de salir de dudas y vacilaciones. Pero nada le salió al rostro. Saludó con su aire grave, con aquel aire de gentleman que tanto le envidiaba Trabuco, su admirador y mortal enemigo.
-¿Has confesado?
-Sí, ahora mismo.
-¿Con el Magistral, por supuesto?
-Sí, con él.
-¿Qué tal? ¿Excelente, verdad? ¿Qué te decía yo? ¿No subes?
-No, ahora no puedo.
Obdulia oyó la voz de Ana y corrió al balcón, sin cuidarse de reparar el desorden de su traje y peinado.
-¡Ana, sube, anda, tonta! -gritó la viuda mientras devoraba a la Regenta con los ojos de pies a cabeza.
Para Obdulia las demás mujeres no tenían más valor que el de un maniquí de colgar vestidos; para trapos ellas; para todo lo demás, los hombres.
Ana se excusó otra vez;
tenía que hacer. Saludó con graciosa sonrisa y siguió
adelante. Un momento se habían encontrado sus ojos con los de
Mesía, pero no se habían turbado ni escondido como otras veces;
le habían mirado distraídos, sin que ella procurase evitar
Todos callaban en el balcón mientras la Regenta se alejaba y desaparecía por la calle desierta. Todos la siguieron con la mirada hasta que dobló la esquina. Obdulia dijo, queriendo afectar un tono algo desdeñoso:
-Va muy sencilla.
Y se volvió al gabinete.
-¡Cómetela!... -gritó al oído de Álvaro Visita con voz en que asomaba un poco de burla. Y añadió muy seria:
-¡Cuidado con el Magistral, que sabe mucha teología parda!...
En la Plaza Nueva, en una rinconada
sumida ya en la sombra está
Al llegar al portal Ana se detuvo; se estremeció como si sintiera frío. Miró hacia la bocacalle próxima; por allí el horizonte se abría lleno de resplandores. La calle del Águila era una pendiente rápida que dejaba ver en lontananza la sierra y los prados que forman su falda, verdes y relucientes entonces. Cruzaban la plaza y pasaban sobre los tejados golondrinas gárrulas, inquietas, que iban y venían, como si hiciesen sus visitas de despedida, próximo el viaje de invierno.
-Oye, Petra, no llames; vamos a dar un paseo...
-¿Las dos solas?
-Sí, las dos... por los prados... a campo traviesa.
-Pero, señorita, los prados estarán muy mojados...
-Por algún camino...
extraviado... por donde no haya gente. Tú que eres de esas aldeas, y
conoces todo
-Pero, si estará todo húmedo...
-Ya no; el sol habrá secado la tierra... ¡Yo traigo buen calzado. Anda... vamos, Petra!
Ana suplicaba con la voz como una niña caprichosa y con el gesto como una mística que solicita favores celestiales.
Petra miró asombrada a su señora. Nunca la había visto así. ¿Qué era de aquella frialdad habitual, de aquella tranquilidad que parecía recelo y desconfianza disimulados?
Tenía la doncella algo más de veinticinco años; era rubia de color de azafrán, muy blanca, de facciones correctas; su hermosura podía excitar deseos, pero difícilmente producir simpatías. Procuraba disimular el acento desagradable de la provincia y hablaba con afectación insoportable. Había servido en muchas casas principales. Era buena para todo, y se aburría en casa de Quintanar, donde no había aventuras ni propias ni ajenas. Amos y criados parecían de estuco. Don Víctor era un viejo tal vez amigo de los amores fáciles, pero jamás había pasado su atrevimiento de alguna mirada insistente, pegajosa, y algún piropo envuelto en circunloquios que no le comprometían. El ama era muy callada, muy cavilosa; o no tenía nada que tapar o lo tapaba muy bien. Sin embargo, Petra había adquirido la convicción de que aquella señora estaba muy aburrida. Aprovechaba la doncella las pocas ocasiones que se le ofrecían para procurarse la confianza de la Regenta. Era solícita, discreta, y fingía humildad, virtud, la más difícil en su concepto.
Un paseo a campo traviesa,
después de confesar,
Bajaron por la calle del Águila. A su extremo, pasaba, perpendicular, la carretera de Madrid.
-Por ahí no -dijo el ama-. Por aquí; vamos hacia la fuente de Mari-Pepa.
-A estas horas no hay nadie por estos sitios, y el piso ya estará seco; todavía da el sol. Mire usted, allí está la fuente.
Petra mostró a su señora allá abajo, en la vega, una orla de álamos que parecía en aquel momento de plata y oro, según la iluminaban los rayos oblicuos del poniente. El camino era estrecho, pero igual y firme; a los lados se extendían prados de yerba alta y espesa y campos de hortaliza. Huertas y prados los riegan las aguas de la ciudad y son más fértiles que toda la campiña; los prados, de un verde fuerte, con tornasoles azulados, casi negros, parecen de tupido terciopelo. Reflejando los rayos del sol en el ocaso deslumbran. Así brillaban entonces. Ana entornaba los ojos con delicia, como bañándose en la luz tamizada por aquella frescura del suelo.
Setos de madreselva y zarzamora orlaban el camino, y de trecho en trecho se erguía el tronco de un negrillo, robusto y achaparrado, de enorme cabezota, como un as de bastos, con algunos retoños en la calvicie, varillas débiles que la brisa sacudía, haciendo resonar como castañuelas las hojas solitarias de sus extremos.
-Mire usted, señora, ¡cosa más rara! a ninguna de esas ramas le queda más hoja que la más alta, la de la punta...
Después de esta observación, y otras por el estilo, Petra se paraba a coger florecillas en los setos, se pinchaba los dedos, se enganchaba el vestido en las zarzas, daba gritos, reía; iba tomando cierta confianza al verse sola con su ama, en medio de los prados, por caminos de mala fama, solitarios, que sabían de ella tantas cosas dignas de ser calladas.
Petra no se fiaba de la piedad repentina de la Regenta.
«¡Más de una hora de confesión! La carita como iluminada al levantarse con la absolución encima... y ahora este paseo por los campos... y reír... y permitirle ciertas libertades... No me fío; esperemos».
La doncella de Ana era amiga de llegar en sus cálculos y fantasías a las últimas consecuencias. Ya veía en lontananza propinas sonantes, en monedas de oro. Pero aquel sesgo religioso que tomaba la cosa -daba por supuesto que había algo- traía complicaciones que ofrecían novedad para la misma Petra, que había visto lo que ella y Dios y aquellos y otros caminos solitarios sabían.
Llegaron a la fuente de Mari-Pepa.
Estaba a la sombra de robustos castaños, que tenían la corteza
acribillada de cicatrices en forma de iniciales y algunas expresando nombres
enteros. La orla de álamos que se veía desde lejos servía
como de muralla para hacer el lugar más escondido y darle sombra a la
hora de ponerse el sol; por oriente se levantaba una loma que daba abrigo al
apacible retiro formado por la naturaleza en torno del manantial. Aunque
situado en una hondonada, desde allí se veía magnífico
paisaje, porque a la parte de occidente otras ondas del terreno que semejaban
un oleaje de verdura, dejaban contemplar los
Ana
Y había continuado diciendo lo que en sustancia era esto: «No debía ella acudir allí sólo a pedir la absolución de sus pecados; el alma tiene, como el cuerpo, su terapéutica y su higiene; el confesor es médico higienista; pero así como el enfermo que no toma la medicina o que oculta su enfermedad, y el sano que no sigue el régimen que se le indica para conservar la salud, a sí mismos se hacen daño, a sí propios se engañan; lo mismo se engaña y se daña a sí propio el pecador que oculta los pecados, o no los confiesa tales como son, o los examina de prisa y mal, o falta al régimen espiritual que se le impone. No bastaba una conferencia para curar un alma, ni acudir con enfermedades viejas y descuidadas era querer sanar de veras. De todo esto se deducía racionalmente, aparte todo precepto religioso, la necesidad de confesar a menudo. No se trataba de cumplir con una fórmula: confesar no era eso. Era indispensable escoger con cuidado el confesor, cuando se trataba de ponerse en cura; pero, una vez escogido, era preciso considerarle como lo que era en efecto, padre espiritual, y hablando fuera de todo sentido religioso, como hermano mayor del alma, con quien las penas se desahogan y los anhelos se comunican, y las esperanzas se afirman y las dudas se desvanecen. Si todo esto no lo ordenase nuestra religión, lo mandaría el sentido común. La religión es toda razón, desde el dogma más alto hasta el pormenor menos importante del rito».
Aquella conformidad de la fe y de la
razón encantaba
Un gorrión con un grano de trigo en el pico, se puso enfrente de Ana y se atrevió a mirarla con insolencia. La dama se acordó del Arcipreste, que tenía el don de parecerse a los pájaros.
«Era un buen señor Ripamilán; pero ¡qué manera de confesar! Una rutina que nunca le había enseñado nada. A no ser su matrimonio, nada había sacado de aquellas confesiones. Decía el pobre hombre que se sabía de memoria los pecados de la Regenta y la interrumpía siempre con su eterno: -'Bien, bien, adelante: ¿qué más? adelante... reza tres Padrenuestros, una Salve y reparte limosnas'. ¡Qué hombre tan raro! ¿Cuándo le había hablado don Cayetano de si tenía ella este o el otro temperamento? Pues el Magistral en seguida: le había dicho que era un temperamento especial, que todo esto y más había que tener en cuenta. Esto era completamente nuevo».
Además, la había halagado mucho el notar que don Fermín le hablaba como a persona ilustrada, como a un hombre de letras: le había citado autores, dando por supuesto que los conocía, y al usar sin reparo palabras técnicas se guardaba de explicárselas.
«¡Y qué
De la
Al recordar esto sintió la
Regenta escrúpulos. ¡Le había dado la absolución y
ella no había dicho nada de su inclinación a don Álvaro!
-«Sí, inclinación. Ahora que consideraba vencido aquel
impulso pecaminoso, quería mirarlo de frente. Era inclinación.
Nada de disfrazar las faltas. Había hablado, sin precisar nada, de malos
pensamientos, pero le parecía indecoroso e injusto para con ella misma,
hasta grosero, personificar aquellas tentaciones, decir que se trataba de un
solo hombre de tales prendas, y señalar los peligros que había.
Pero
»¡Qué feliz sería aquel Magistral, anegado en luz de alegría virtuosa, llena el alma de pájaros que le cantaban como coros de ángeles dentro del corazón! Así él tenía aquella sonrisa eterna, y se paseaba con tanto garbo por el Espolón en medio de perezosos del alma, de espíritus pequeños y... vetustenses. ¡Y qué color de salud!
»¡Vetusta, Vetusta encerraba aquel tesoro! ¿Cómo no sería Obispo el Magistral? ¡Quién sabe! ¿Por qué era ella, aunque digna de otro mundo, nada más que una señora ex-regenta de Vetusta? El lugar de la escena era lo de menos; la variedad, la hermosura estaba en las almas. Ese pajarillo no tiene alma y vuela con alas de pluma, yo tengo espíritu y volaré con las alas invisibles del corazón, cruzando el ambiente puro, radiante de la virtud».
Se estremeció de frío. Volvió a la realidad. Todo quedó en la sombra. El sol ocultaba entre nubes pardas y espesas, detrás de la cortina de álamos, el último pedazo de su lumbre que se le había quedado atrás, como un trapillo de púrpura. La sombra y el frío fueron repentinos. Un coro estridente de ranas despidió al sol desde un charco del prado vecino. Parecía un himno de salvajes paganos a las tinieblas que se acercaban por oriente. La Regenta recordó las carracas de Semana Santa, cuando se apaga la luz del ángulo misterioso y se rompen las cataratas del entusiasmo infantil con estrépito horrísono.
-¡Petra! ¡Petra! -gritó.
Estaba sola. ¿Adónde había ido su doncella?
Un sapo en cuclillas, miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa, que salía de la tierra como una garra. Lo tenía a un palmo de su vestido. Ana dio un grito, tuvo miedo. Se le figuró que aquel sapo había estado oyéndola pensar y se burlaba de sus ilusiones.
-¡Petra! ¡Petra!
La doncella no respondía. El sapo la miraba con una impertinencia que le daba asco y un pavor tonto.
Llegó Petra. Venía sudando, muy encarnada, con la respiración fatigosa. Le caían hasta los ojos rizos dorados y menudos. Como había visto tan ensimismada a la señora, se había llegado al molino de su primo Antonio que estaba allí cerca, a un tiro de fusil.
Ana le fijó los ojos con los
suyos, pero ella desafió aquella mirada de inquisidor. Su primo Antonio,
el molinero, estaba enamorado de la doncella; el ama lo sabía. Petra
pensaba casarse con él, pero más adelante cuando fuera más
rico y ella más vieja. De vez en cuando iba a verle para que no se
apagase aquel fuego
-Vamos, vamos, que es tarde.
-Sí, señora; es tarde. Entraremos en casa cuando ya estén encendidos los faroles.
-No, no tanto.
-Ya verá usted.
-Si no te hubieras detenido en la fragua de tu primo...
-¿Qué fragua? Es un molino, señora.
A Petra le supo a malicia lo que era una equivocación.
Cuando llegaban a las primeras casas de Vetusta, obscurecía. La luz amarillenta del gas brillaba de trecho en trecho, cerca de las ramas polvorientas de las raquíticas acacias que adornaban el boulevard, nombre popular de la calle por donde entraban en el pueblo.
-¿Cómo me has traído por aquí?
-¿Qué importa?
Petra se encogió de hombros. En
vez de subir por la calle del Águila habían dado un rodeo y
entraban por una de las pocas calles nuevas de Vetusta, de casas de tres pisos,
iguales, cargadas de galerías con cristales de
Había comenzado aquel paseo
años atrás como una especie de parodia; imitaban las muchachas
del pueblo los modales, la voz, las conversaciones de las señoritas, y
los obreros jóvenes se fingían caballeros, cogidos del brazo y
paseando con afectada jactancia. Poco a poco la broma se convirtió en
costumbre y merced a ella la ciudad solitaria, triste de día, se animaba
al comenzar la noche, con una alegría exaltada, que parecía una
excitación nerviosa de toda la «pobretería», como
decían los tertulios de Vegallana. Era la fuerza de los talleres que
salía al aire libre; los músculos se movían por su cuenta,
a su gusto, libres de la monotonía de la faena rutinaria. Cada cual,
además, sin darse cuenta de ello, estaba satisfecho de haber hecho algo
útil, de haber trabajado. Las muchachas reían sin motivo, se
pellizcaban, tropezaban unas con otras, se amontonaban, y al pasar los grupos
de obreros crecía la algazara;
Ana se vio envuelta, sin pensarlo, por aquella multitud. No se podía salir de la acera. Había mucho lodo y pasaban carros y coches sin cesar; era la hora del correo y aquel el camino de la estación.
Los grupos se abrían para dejar paso a la Regenta. Los mozalbetes más osados acercaban a ella el rostro con cierta insolencia, pero la belleza bondadosa de aquella cara de María Santísima les imponía admiración y respeto.
Las chalequeras no murmuraban ni reían al pasar Ana.
-¡Es la Regenta!
-¡Qué guapa es!
Esto decían ellas y ellos. Era una alabanza espontánea, desinteresada.
-¡Olé, salero! ¡Viva tu mare! -se atrevió a gritar un andaluz con acento gallego.
Su entusiasmo le costó una
-¡So bruto, mira que es la Regenta!
Era popular su hermosura.
A Petra también le decían los pollastres que era un arcángel; iba contenta. Ana sonreía y aceleraba el paso.
-Dónde nos hemos metido...
-¿Qué importa? ya ve usted que no se la comen.
Muchas señoritas podrían aprender crianza de estos pela-gatos.
Alguna otra vez había pasado la
Regenta por allí a
Ana participó un momento de aquella voluptuosidad andrajosa. Pensó en sí misma, en su vida consagrada al sacrificio, a una prohibición absoluta del placer, y se tuvo esa lástima profunda del egoísmo excitado ante las propias desdichas. «Yo soy más pobre que todas estas. Mi criada tiene a su molinero que le dice al oído palabras que le encienden el rostro; aquí oigo carcajadas del placer que causan emociones para mí desconocidas...».
En aquel momento tuvieron que detenerse
-¡La mato! ¡la mato! Dejadme, que quiero matarla.
Sus compañeros le sujetaban; querían llevársela. El mozo echaba fuego por los ojos.
-¿Qué es eso? -preguntó Petra.
-Nada -dijo uno- celucos.
-Sí -gritó una joven- pero si ella se descuida la ahoga.
-Bien merecido lo tiene; es una tal.
El joven de la blusa azul salió
del paseo, a viva fuerza, casi arrastrado por sus amigos. Al pasar junto a la
Regenta la miró cara a cara, distraído, pensando en su venganza;
pero ella sintió aquellos ojos en los suyos como un contacto violento.
¡Eran los
Dejaron
El más pequeño lamía el cristal con éxtasis delicioso, con los ojos cerrados.
-Esa se llama
-¡Ay qué farol!; si eso es
un
También aquella escena enterneció a la Regenta. Siempre sentía apretada la garganta y lágrimas en los ojos cuando veía a los niños pobres admirar los dulces o los juguetes de los escaparates. No eran para ellos; esto le parecía la más terrible crueldad de la injusticia. Pero, además, ahora aquellos granujas discutiendo el nombre de lo que no habían de comer, se le antojaban compañeros de desgracia, hermanitos suyos, sin saber por qué. Quiso llegar pronto a casa. Aquel enternecerse por todo la asustaba. «Temía el ataque, estaba muy nerviosa».
-Corre, Petra, corre -dijo con voz muy débil.
-Espere usted, señora... allí... parece que nos hacen seña... sí, a nosotras es. Ah, son ellos, sí...
-¿Quién?
-El señorito Paco y don Álvaro.
Petra notó que su ama temblaba un poco y palidecía.
-¿Dónde están? A ver si podemos, antes que...
Ya no podían escapar. Don
Álvaro y Paco estaban delante de ellas. El Marquesito las detuvo
haciendo una cortesía exagerada, que era una de sus maneras de
De la confitería nueva salían chorros de gas que deslumbraban a los vetustenses, no acostumbrados a tales despilfarros de gas. Don Álvaro veía a la Regenta envuelta en aquella claridad de batería de teatro y notó en la primer mirada que no era ya la mujer distraída de aquella tarde. Sin saber por qué, le había desanimado la mirada plácida, franca, tranquila de poco antes, y sin mayor fundamento, la de ahora, tímida, rápida, miedosa, le pareció una esperanza más, la sumisión de Ana, el triunfo. «No sería tanto, pero él se alegraba de verse animado. Sin fe en sí mismo no daría un paso. Y había que dar muchos y pronto».
En Vetusta llueve casi todo el
año, y los pocos días buenos se aprovechan para respirar el aire
libre. Pero los paseos no están concurridos más que los
días de fiesta. Las señoritas pobres, que son las más, no
se resignan a enseñar el mismo vestido una tarde y otra y siempre. De
noche es otra cosa; se sale de trapillo, se recorre la parte nueva, la calle
del Comercio, la plaza del Pan, que tiene soportales, aunque muy estrechos, el
boulevard un poco más tarde, cuando ya está durmiendo la
-¡Oh, le estoy cansando a usted! -dice Visitación a un rubio con cuello marinero, a quien ha hecho ya cargar con cincuenta piezas de percal.
-¡Ah, no señora! Es mi obligación... y además lo hago con la mejor voluntad... «El mancebo ha de ser incansable, para eso está allí».
Visitación siempre tiene que hacer un mandilón para la criada, pero no se decide nunca. Otras noches es ella la que está desnuda.
-«Me va a coger el invierno sin un hilo sobre mi cuerpo».
El mancebo sonríe con amabilidad, figurándose de buen grado a la dama delgada, pero de buenas formas, tiritando en camisa bajo los rigores de una nevada...
-«¡No sea usted malo!
¡No sea usted tan material!» -responde ella, turbándose como
una niña aturdida que sospecha haber sido indiscreta, y clava en el
mancebo los ojos risueños, arrugaditos, que Visitación cree que
echan chispas. El catalán finge que se deja seducir
Visitación triunfa. Pero no sabe que el mismo percal se lo vendió a Obdulia rebajando un perro grande, y con una ganancia superior a la que podía esperar el mancebo sonriente y con barba de judío.
Las bellas vetustenses, como dice el gacetillero de
-Parecen otras las chicas -dicen los pollos.
Los vetustenses gozan la ilusión de creerse en otra parte sin salir de su pueblo. Todo se vuelve caras nuevas, que después no son nuevas.
-¿Quién son ésas?
-y resulta que son las de Mínguez, es decir, las eternas Mínguez,
las de ayer, las de antes de ayer, las de siempre. ¡Pero mientras la
ilusión dura!... En los pueblos donde pocas veces se tienen
espectáculos gratuitos lo es y más interesante el de contemplarse
mutuamente. Un paseo,
Hay estudiante que se acuesta satisfecho con media docena de miradas recogidas acá y allá, en sus idas y venidas por el Espolón o por la calle del Comercio; y niña casadera que tiene para ocho días con una flor amorosa que fingió desdeñar por impertinente y que saborea a sus solas, mientras borda unas zapatillas durante siete días mortales, detrás del cristal que azota la lluvia incansable. Así se explica aquel entrar y salir en los comercios, aquel reír por cualquier cosa, aquel encontrar gracia en cada frase de un hortera, en la diablura de un estudiante que mete la cabeza por un escaparate abierto. Todo es movimiento, risa, algazara. Este pueblo es el mismo que asiste silencioso, grave, estirado a los paseos de solemnidad, y compungido, cabizbajo, lleno de unción (de
Ana creía ver en cada rostro la llama de la poesía. Las vetustenses le parecían más guapas, más elegantes, más seductoras que otros días: y en los hombres veía aire distinguido, ademanes resueltos, corte romántico; con la imaginación iba juntando por parejas a hombres y mujeres según pasaban, y ya se le antojaba que vivía en una ciudad donde criadas, costureras y señoritas, amaban y eran amadas por molineros, obreros, estudiantes y militares de la reserva.
Sólo ella no tenía amor; ella y los niños pobres que lamían los cristales de las confiterías eran los desheredados. Una ola de rebeldía se movía en su sangre, camino del cerebro. Temía otra vez el ataque.
-«¿Qué era aquello, Señor, qué era aquello?». ¿Por qué en día semejante, cuando su espíritu acababa de entrar en vida nueva, vida de víctima, pero no de sacrificio estéril, sin testigos, si no acompañado por la voz animadora de un alma hermana; por qué en ocasión tan importuna se presentaba aquel afán de sus entrañas, que ella creía cosa de los nervios, a mortificarla, a gritar ¡guerra! dentro de la cabeza, y a volver lo de arriba abajo? ¿No había estado en la fuente de Mari-Pepa entregada a la esperanza de la virtud? ¿No se abrían nuevos horizontes a su alma? ¿No iba a vivir para algo en adelante? ¡Oh! ¡quién le hubiera puesto al señor Magistral allí! Su mano tropezó con la de un hombre. Sintió un calor dulce y un contacto pegajoso. No era el Magistral. Era don Álvaro, que venía a su lado hablando de cualquier cosa. Ella apenas le oía, ni quería atribuir a su presencia aquel cambio de temperatura moral, que lamentaba para sus adentros, en tanto que veía a las jóvenes y a las jamonas vetustenses coquetear en la acera, y en las tiendas deslumbrantes de gas.
Don Álvaro opinaba lo contrario,
que bastaba su presencia y su contacto para adelantar los acontecimientos. Para
tener idea de lo que Mesía pensaba del prestigio de su
-No conozco seductores corcovados ni enanos -decía, encogiéndose de hombros, las pocas veces que con sus amigos íntimos hablaba de estas cosas: solía ser después de cenar fuerte-. ¿Se me habla de extravíos del gusto? Eso es lo excepcional. Pero nadie querrá ser en el amor lo que es el asafétida en los olores; y sin embargo, las damas romanas de la decadencia...
Paco Vegallana acudía entonces con el testimonio de las lecturas técnico-escandalosas. Describía todas las aberraciones de la lubricidad femenil en lo antiguo, en la Edad-media y en los tiempos modernos. No había nada nuevo. «Lo mismo que hacen las parisienses más pervertidas, lo sabían y hacían las meretrices de Babilonia y de Cerbatana».
Paco padecía distracciones cada vez que se remontaba a la historia antigua. Esta Cerbatana era Ecbátana, pero él la llamaba así por equivocación indudablemente. Ya sabía a qué ciudad se refería. Era una que tenía muchas murallas de colores diferentes. Lo había leído en la
-Yo he leído
-añadía don Álvaro en casos tales- que ha habido princesas
y reinas encaprichadas y
-Sí señor -acudía Paco a decir-, lo afirma Víctor Hugo en una novela que en francés se llama
-Pero fuera de eso, que es lo
excepcional -continuaba Mesía diciendo- hay que desengañarse, lo
que buscan las mujeres es un buen
-Eso creo yo -solía afirmar
Ronzal- la mujer es así
Además, don Álvaro era
profundamente materialista y esto no lo confesaba a nadie. Como en él lo
principal era el político, transigía con la religión de
los mayores de Paco y se reía de la separación de la Iglesia y el
Estado. Es más, le parecía de mal tono llevar la contraria a los
católicos de buena fe. En París había aprendido ya en
1867, cuando fue a la exposición, que lo
Al recordar una hembra de las convertidas al epicureísmo solía decir don Álvaro con una llama en los ojos muy abiertos:
-«¡Qué mujer aquella!». -Y suspiraba. Aquella mujer nunca había sido una vetustense. Las vetustenses tampoco creían en la metafísica, no sabían de ella, pero no pasaban por ciertas cosas.
Don Álvaro iba al lado de Ana convencido de que su presencia bastaba para producir efectos deletéreos en aquella virtud en que él mismo creía. Las palabras eran por entonces, y sin perjuicio, lo de menos. Él también solía hablar con elocuencia, al alma ¡vaya! pero en otras circunstancias; más adelante.
Paco iba detrás sin desdeñar la conversación de Petra, que se mirlaba hablando con el Marquesito. En materia de amor la criada no creía en las clases y concebía muy bien que un noble se encaprichara y se casase con ella verbigracia. No decía que don Paquito estuviera en tal caso, ni mucho menos; pero le alababa el pelo de oro y la blancura del cutis, y por algo se empieza.
-Debe de aburrirse usted mucho en Vetusta, Ana -decía don Álvaro.
Buscaba en vano manera natural de llevar la conversación a un punto por lo menos análogo al que pensaba tratar muy por largo, llegada la ocasión oportuna.
-Sí, a veces me aburro. ¡Llueve tanto!
-Y aunque no llueva. Usted no va a ninguna parte.
-Será que usted no se fija en mí; bastante salgo.
Estas palabras, apenas dichas, le parecieron imprudentes. ¿Era ella quien las había pronunciado? Así hablaba Obdulia con los hombres; ¡pero ella, Ana!
Don Álvaro se vio en un apuro.
¿Qué pretendía aquella señora? ¿Provocar una
conversación para aludir a lo que
El primer impulso de Ana había sido inconsciente.
Había hablado como quien repite una frase hecha, sin sentido; pero después pensó que aquella respuesta podía servir para desanimar a Mesía dándole a entender que ella no había entrado en aquel pacto de sordomudos. Pero esto mismo era inoportuno. Era demasiado negar, era negar la evidencia.
Don Álvaro temía aventurar mucho aquella noche, y creyó lo menos ridículo «hacerse el interesante», según el estilo que empleaban los vetustenses para tales materias. Y dijo con el tono de una galantería vulgar, obligada:
-Señora, usted donde quiera tiene que llamar la atención, aun del más distraído.
Y como esto le pareció cursi y algo anfibológico, añadió algunas palabras, no menos vulgares y frías.
No comprendía él
todavía que aquello de
La idea de que Mesía nada esperaba de ella, ni nada solicitaba, le parecía un agujero negro abierto en su corazón que se iba llenando de vacío. «¡No, no; la tentación era suya, su placer el único! ¿Qué haría si no luchaba? Y más, más todavía, pensaba sin poder remediarlo, ella no debía, no podía querer; pero ser querida ¿por qué no? ¡Oh de qué manera tan terrible acababa aquel día que había tenido por feliz, aquel día en que se presentaba un compañero del alma, el Magistral, el confesor que le decía que era tan fácil la virtud! Sí, era fácil, bien lo sabía ella, pero si le quitaban la tentación no tendría mérito, sería prosa pura, una cosa vetustense, lo que ella más aborrecía...».
Don Álvaro, que si no era tan buen político como se figuraba, de diplomacia del galanteo entendía un poco, comprendió pronto que, sin saber cómo, había acertado.
En la voz de la Regenta, en el
desconcierto de sus palabras, notó que le había hecho efecto la
sequedad de la vulgarísima galantería. «¿Esperaba ya
una declaración? ¡Pero si mañana va a comulgar!
¿Qué mujer es esta? ¡Una hermosísima mujer!»
-añadió el materialista
Habían llegado al portal del caserón de los Ozores, y se detuvieron. El farol dorado que pendía del techo alumbraba apenas el ancho zaguán. Estaban casi a obscuras. Hacía algunos minutos que callaban.
-¿Y Petra? ¿Y Paco? -preguntó la Regenta alarmada.
-Ahí vienen, ahora dan vuelta a la esquina.
Anita sentía seca la boca; para
hablar necesitaba humedecer con la lengua los labios. Lo vio Mesía que
adoraba este gesto de la Regenta, y sin poder contenerse, fuera de su plan,
-¡Qué monísima! ¡qué monísima!
Pero lo dijo con voz ronca, sin conciencia de que hablaba, muy bajo, sin alarde de atrevimiento. Fue una fuga de pasión, que por lo mismo importaba más que una flor insípida, y no era una desfachatez. Podía tomarse por una declaración, por una brutalidad de la naturaleza excitada, por todo, menos por una osadía impertinente, imposible en el más cumplido caballero.
Ana fingió no oír, pero sus ojos la delataron, y brillando en la sombra, buscando a don Álvaro que había retrocedido un paso en la obscuridad, le pagaron con creces las delicias que aquellas palabras dejaron caer como lluvia benéfica en el alma de la Regenta.
-Es mía- pensó don Álvaro con deleite superior al que él mismo esperaba en el día del triunfo.
-¿Quieren ustedes subir a descansar? -preguntó la dama a los caballeros, al ver llegar a Paco.
-No, gracias. Yo volveré luego con mamá a buscarte.
-¿A buscarme?
-Sí; ¿no te lo ha dicho
ese? Hoy vas al teatro con nosotros. Hay estreno; es decir, un estreno de don
-Pero, criatura, si mañana tengo que comulgar...
-¿Eso qué importa?
-¡Vaya si importa!
-Lo dejas para otro día. En fin, ya arreglarás eso con mamá; porque ella viene a buscarte.
Y sin atender a más, salió del portal el aturdido Marquesito.
Petra ya estaba dentro, en el patio, haciendo como que no oía. «Ya sabía a qué atenerse; era aquel. Por lo menos aquel era uno. El Marquesito la había entretenido a ella para dejar solos a los otros. Se le conocía en que estaba tan frío. No le había dado ni un mal abrazo en lo obscuro». Escuchó. Oyó que don Álvaro se despedía con una voz temblona y muy humilde.
-¿Irá usted al teatro?
-No, de fijo no -contestó la Regenta, cerrando detrás de sí la puerta y entrando en el patio.
A las ocho en punto,
La Marquesa, de azul y oro, luciendo asomos de encantos que fueron, hoy mustios collados, con las canas teñidas de negro y el tinte empolvado de blanco, entraba en el comedor de la Regenta abriendo puertas con estrépito.
-¿Cómo? ¿qué es esto? ¿no te has vestido?
-¡Qué terca! -exclamó Paquito, que acompañaba a su madre.
Don Víctor inclinó la cabeza y encogió los hombros, dando a entender que no era responsable de aquella terquedad.
«Él, sí, estaba dispuesto». En efecto, se abrochaba los guantes y lucía su levita de tricot muy ajustada.
Ana sonrió a la Marquesa.
-Pero, señora, si es una locura. ¿Por qué se ha molestado usted?
-¿Cómo locura? Ahora mismo te vas a vestir. Pues ya que me he molestado, como tú dices, no será en vano. ¡Ea! arriba; o aquí mismo, delante de estos señores te peino, te calzo y te visto.
-Eso es -dijo Paco- te vestimos, te peinamos...
Don Víctor instó también.
-
-Sí, ya sé, Quintanar...
-Y Perales, que lo dice tan bien, mi amigo Perales.
-Y que habrá tanta gente -añadió la Marquesa.
-Por Dios, señora: con mil amores, si no fuera... ¿No voy otras veces? ¡Pero si mañana tengo que comulgar!
-¡Ta, ta, ta, ta! ¿y qué tiene eso que ver? ¿Lo sabe la gente? ¿Vas tú al teatro a pecar?
-¡El arte es una religión! -advirtió don Víctor consultando el reloj, temeroso de perder lo de
Hipógrifo violento que corriste parejas con el viento.
Después supo que esto lo suprimían. «¡Qué escándalo!».
-Pero, niña -prosiguió- demasiado nos honra la Marquesa.
-¿Qué honra ni qué calabazas?... pero ha de venir.
-No señora; es inútil insistir.
Disputaron mucho tiempo; pero al fin doña Rufina, que también quería ver empezar, cedió y se llevó a don Víctor, que hizo algunos remilgos.
-Ya que ella es tan terca, me quedaré yo también.
-¡No faltaba más! -exclamó la Regenta asustada-. ¿No vas otras noches?
Don Víctor insistió otro poco en quedarse, en perder aquel drama de dramas.
Pero al fin Ana se vio sola en el comedor, cerca de aquella chimenea de campana, churrigueresca, exuberante de relieves de yeso, pintada con colores de lagarto; la chimenea, al amor de cuya lumbre leyera en otros días tantos folletines la señorita doña Anunciación Ozores, que en paz descansa. Ahora no había allí fuego; la hornilla, descubierta, era un agujero de tristeza.
Petra recogió el servicio del café. Andaba perezosa. Entró y salió muchas veces. El ama no la veía siquiera, miraba, sin mover los párpados, a la hornilla negra y fría. La doncella se comía con los ojos a la señora. «¡No va al teatro! Aquí pasa algo. ¿Estorbaré? ¿Me necesitará?».
-¿Querrá algo la señora? -preguntó.
Sobresaltada la Regenta, respondió:
-¿Yo?... ¿qué?... Nada; vete.
«Después de todo, era una
tontería haber dado aquel desaire a la Marquesa, estando decidida a no
comulgar al día siguiente. Pero, ¿y por qué no
había de comulgar? ¿Era ella una beata con escrúpulos
necios? ¿Qué tenía que echarse en cara? ¿En
qué había faltado? Todo Vetusta en aquel momento estaba gozando
entre ruido, luz, música, alegría; y ella sola, sola, allí
en aquel comedor obscuro, triste, frío, lleno de recuerdos odiosos o
necios, huyendo la ocasión de dar pábulo a una pasión que
halagaría a la mujer más presuntuosa. ¿Era esto pecar?
Nada tenía ella que ver con don Álvaro. Podía él
estar todo lo enamorado que quisiera, pero ella jamás le
otorgaría el favor más insignificante. Desde ahora,
En aquel momento vio a todos los
vetustenses felices a su modo, entregados unos al vicio, otros a cualquier
manía, pero todos satisfechos. Sólo ella estaba allí como
en un destierro. «Pero ¡ay! era una desterrada que no tenía
patria a donde volver, ni por la cual suspirar. Había vivido en Granada,
en Zaragoza, en Granada otra vez, y en Valladolid; don Víctor siempre
con ella; ¿qué había dejado ni a orillas del Ebro, el
río del Trovador, ni a orillas del Genil y el Darro? Nada; a lo
más, algún conato de aventura ridícula. Se acordó
del inglés que tenía un carmen junto a la Alhambra, el que se
enamoró de ella y le regaló la piel del tigre cazado en la India
por sus criados. Había sabido más adelante que aquel hombre, que
en una carta -que ella rasgó- la juraba ahorcarse de un árbol
histórico de los jardines del Generalife 'junto a las fuentes de eterna
poesía y voluptuosa frescura', aquel pobre Mr. Brooke se había
casado con una gitana del Albaicín. Buen provecho; pero de todas maneras
era una aventura estúpida. La piel del tigre la conservaba, por el
tigre, no por el inglés».
«¿Por qué no
había ido al teatro? Tal vez allí hubiera podido alejar de
sí aquellas ideas tristes, desconsoladoras que se clavaban en su cerebro
como alfileres en un acerico. Si estaba siendo una tonta. ¿Por
qué no había de hacer lo que todas las demás?». En
aquel instante pensaba como si no hubiera en toda la ciudad más mujeres
honestas que ella. Se puso en pie; estaba impaciente, casi airada. Miró
a la llama de la lámpara suspendida sobre la mesa... La ofendía
aquella luz. Salió del comedor; entró en su gabinete;
abrió el balcón, apoyó los codos en el hierro y la cabeza
en las manos. La luna brillaba en frente, detrás de los soberbios
eucaliptus del
Ana oía ruidos confusos de la ciudad con resonancias prolongadas, melancólicas; gritos, fragmentos de canciones lejanas, ladridos. Todo desvanecido en el aire, como la luz blanquecina reverberada por la niebla tenue que se cernía sobre Vetusta, y parecía el cuerpo del viento blando y caliente. Miró al cielo, a la luz grande que tenía en frente, sin saber lo que miraba; sintió en los ojos un polvo de claridad argentina; hilo de plata que bajaba desde lo alto a sus ojos, como telas de araña; las lágrimas refractaban así los rayos de la luna.
«¿Por qué lloraba? ¿A qué venía aquello? También ella era bien necia. Tenía miedo de estos enternecimientos que no servían para nada».
La luna la miraba a ella con un ojo solo, metido el otro en el abismo; los eucaliptus de Frígilis inclinando leve y majestuosamente su copa, se acercaban unos a otros, cuchicheando, como diciéndose discretamente lo que pensaban de aquella loca, de aquella mujer sin madre, sin hijos, sin amor, que había jurado fidelidad eterna a un hombre que prefería un buen macho de perdiz a todas las caricias conyugales.
«Aquel Frígilis, el de los eucaliptus, había tenido la culpa. Se lo había metido por los ojos. Y hacía ocho años y todavía pensaba en esta mala pasada de Frígilis como si fuera una injuria de la víspera. ¿Y si se hubiera casado con don Frutos Redondo? Acaso le hubiera sido infiel. ¡Pero aquel don Víctor era tan bueno, tan caballero! Parecía un padre, y aparte la fe jurada, era una villanía, una ingratitud engañarle. Con don Frutos hubiera sido tal vez otra cosa. No hubiera habido más remedio. ¡Sería tan brutal, tan grosero! Don Álvaro entonces la hubiera robado, sí, y estarían al fin del mundo a estas horas. Y si Redondo se incomodaba, tendría que batirse con Mesía». Ana contempló a don Frutos, el mísero tendido sobre la arena, ahogándose en un charco de sangre, como la que ella había visto en la plaza de toros, una sangre casi negra, muy espesa y con espuma...
«¡Qué horror!». Tuvo asco de aquella imagen y de las ideas que la habían traído.
«¡Qué miserable soy
en estas horas de desaliento! ¡Qué infamias estoy
pensando!...». Se ahogaba en el balcón. Quiso bajar a la huerta,
al
El despacho estaba a obscuras; allí no entraba la luna. Ana avanzó tentando las paredes. A cada paso tropezaba con un mueble. Se arrepintió de haberse aventurado sin luz en aquella estancia que no tenía un pie cuadrado libre de estorbos. Pero ya no era cosa de volverse atrás. Dio un paso sin apoyarse en la pared, siguió de frente, con las manos de avanzada para evitar un choque...
-¡Ay! ¡Jesús! ¿Quién va? ¿quién es? ¿quién me sujeta? -gritó horrorizada.
Su mano había tocado un objeto frío, metálico, que había cedido a la opresión, y en seguida oyó un chasquido y sintió dos golpes simultáneos en el brazo, que quedó preso entre unas tenazas inflexibles que oprimían la carne con fuerza. Con toda la que le dio el miedo sacudió el brazo para librarse de aquella prisión, mientras seguía gritando:
-¡Petra! ¡luz! ¿quién está aquí?
Las tenazas no soltaron la presa; siguieron su movimiento y Ana sintió un peso, y oyó el estrépito de cristales que se quebraban en el pavimento al caer en compañía de otros objetos, resonantes al chocar con el piso. No se atrevía a coger con la otra mano las tenazas que la oprimían, y no se libraba de ellas aunque seguía sacudiendo el brazo. Buscó la puerta, tropezó mil veces; ya sin tino, todo lo echaba a tierra; sonaba sin cesar el ruido de algo que se quebraba o rodaba con estrépito por el suelo. Llegó Petra con luz.
-¡Señora!, ¡señora! ¿qué es esto? ¡Ladrones!
-¡No, calla! Ven acá, quítame esto que me oprime como unas tenazas.
Ana estaba roja de vergüenza y de ira. Sentía una indignación tan grande como la cólera de Aquiles, el hijo de Peleo.
Petra intentó arrancar el brazo
de su ama de
Era una máquina que, según Frígilis y Quintanar, sus inventores, serviría para coger zorros en los gallineros en cuanto acabasen ellos de vencer cierta dificultad de mecánica que retardaba la aplicación del artefacto.
Era necesario que el hocico del animal tocase en un punto determinado; si tocaba, inmediatamente caía sobre su cabeza una barra metálica y otra idéntica le sujetaba por debajo de la quijada inferior. La fuerza del resorte no era suficiente para matar al ladrón de corral, pero sí para detenerlo, merced a ciertos ganchos incruentos sabiamente preparados. Ni Frígilis ni Quintanar querían sangre; no pretendían más que tener bien sujeto al delincuente cogido infraganti. Si estos inventores no hubieran sabido armonizar los intereses de la industria con los estatutos de la sociedad protectora de animales, lo hubiera pasado mal aquella noche la Regenta. Por fortuna, Quintanar era correccionalista; quería la enmienda del culpable, pero no su destrucción. Los zorros que él cazara sobrevivirían. No faltaba para que la máquina fuese perfecta, más que esto: que los ladrones de gallinas viniesen a tropezar con el botón del resorte endiablado, como había tropezado aquella señora.
Ni Petra ni su ama conocían el uso de aquel artefacto que tuvieron que destrozar -y buenos sudores les costó- para separarlo del brazo que magullaba.
Petra contenía la risa a duras penas. Se contentó con decir:
-¡Qué
-Si hubiera sido yo, me despedía don Víctor... ¡Ay, señora! si ha roto usted tres de esos tiestos nuevos... ¡y el cuadro de las mariposas se ha hecho pedacitos! ¡y se ha roto una vitrina de herbario! y...
-¡Basta! deja esa luz ahí, vete -interrumpió la Regenta.
Petra insistió gozándose en la disimulada cólera de su ama.
-¿Quiere usted, que traiga árnica, señora? Mire usted, tiene el brazo amoratado... ya lo creo... apenas mordería con fuerza ese demonio de guillotina... pero, ¿qué será eso? ¿usted lo sabe?
-Yo... no... no; déjame. Tráeme un poco de agua.
-Ya lo creo; y tila, si está usted pálida como una muerta. ¿Pero por qué andaba usted a obscuras, señora? ¡Qué susto! ¡pero qué susto!... ¿Qué demonches de diablura será eso? Pues para cazar gorriones no es... Y lo hemos roto... mire usted... pero no hubo remedio.
Petra salió, volviendo con
árnica que no quiso aplicarse la Regenta; después vino con tila,
recogió los restos de los cachivaches y los puso sobre mesas y armarios
como si fueran reliquias santas. Sentía un júbilo singular viendo
-¡Si hubiera sido yo! -repetía entre dientes, al juntar los últimos pedazos, puesta en cuclillas.
Gozaba con delicia de aquella catástrofe, desde el punto de vista de su irresponsabilidad.
Ana bajó a la huerta, olvidada ya de la carta que quería escribir. Le dolía el brazo. Le dolía con el escozor moral de las bofetadas que deshonran. Le parecía una vergüenza y una degradación ridícula todo aquello. Estaba furiosa. «¡Su don Víctor! ¡Aquel idiota! Sí, idiota; en aquel momento no se volvía atrás. ¡Qué diría Petra para sus adentros! ¿Qué marido era aquel que cazaba con trampa a su esposa?». Miró a la luna y se le figuró que le hacía muecas burlándose de su aventura. Los árboles seguían hablándose al oído, murmurando con todas las hojas; comentaban con irónica sonrisilla el lance de la guillotina, como decía Petra.
«¡Qué hermosa noche! Pero ¿quién era ella para admirar la noche serena? ¿Qué tenía que ver toda aquella poesía melancólica de cielo y tierra con lo que le sucedía a ella?».
«Si pensaría Quintanar que
una mujer es de hierro y puede resistir, sin caer en la tentación,
manías de un marido que inventa máquinas absurdas para magullar
los brazos de su esposa. Su marido era botánico, ornitólogo,
floricultor, arboricultor, cazador, crítico de comedias, cómico,
jurisconsulto; todo menos un marido. Quería más a Frígilis
que a su mujer. ¿Y quién era Frígilis? Un loco;
simpático años atrás, pero ahora completamente
La exageración de aquel sentimiento de cólera injustísima, pueril, la hizo notar su error. «¡Ella sí que era ridícula! ¡Irritarse de aquel modo por un incidente vulgar, insignificante!». Y volvió contra sí todo el desprecio. «¿Qué culpa tiene él de que yo entre a deshora, sin luz en su despacho? ¿Qué motivo racional de queja tenía ella? Ninguno. ¡Oh! no había pretexto, no había pretexto para la ingratitud...».
«Pero no importaba; ella se
moría de hastío. Tenía veintisiete años, la
juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la
vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas
delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y
hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir,
había ella oído y leído muchas veces. Pero
¿qué amor? ¿dónde estaba ese amor? Ella no lo
conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de miel
había sido una excitación inútil, una alarma de los
sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para
qué ocultárselo a sí misma si a voces se lo estaba
diciendo el recuerdo?: la primer noche, al despertar en su lecho de esposa,
sintió junto a sí la respiración de un magistrado; le
pareció un despropósito y una desfachatez que ya que estaba
allí dentro el señor
«Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna era la que corría a caer en aquella sima de obscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de tinieblas».
«Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».
Sentía en las entrañas
gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema
elocuencia, inspirados por la justicia, derechos de la carne, derechos de la
hermosura. Y la luna seguía corriendo, como despeñada, a caer en
el abismo de la nube negra que la tragaría como un mar de betún.
Ana, casi delirante, veía su destino en aquellas apariencias nocturnas
del cielo, y la luna era ella, y la nube la vejez, la vejez terrible, sin
esperanza de ser amada. Tendió las manos al cielo, corrió por los
senderos del
Ana, lánguida, desmayado el
ánimo, apoyó la cabeza en las barras frías de la gran
puerta de hierro que era la entrada del
Casi tocando con la frente de Ana,
metida entre dos hierros, pasó un bulto por la calle solitaria pegado a
la pared del
«¡Es él!» pensó la Regenta que conoció a don Álvaro, aunque la aparición fue momentánea; y retrocedió asustada. Dudaba si había pasado por la calle o por su cerebro.
Era don Álvaro en efecto. Estaba
en el teatro, pero en un entreacto se le ocurrió salir a satisfacer una
curiosidad intensa que había sentido. «Si por casualidad estuviese
en el balcón... No estará, es casi seguro, pero ¿si
estuviese?». ¿No tenía él la vida llena de felices
accidentes de este género? ¿No debía a la buena suerte, a
la
-«¡Es tuya! -le gritó el demonio de la seducción-; te adora, te espera».
Pero no pudo hablar, no pudo detenerse. Tuvo miedo a su víctima. La superstición vetustense respecto de la virtud de Ana la sintió él en sí; aquella virtud como el Cid, ahuyentaba al enemigo después de muerta acaso; él huir; ¡lo que nunca había hecho! Tenía miedo... ¡la primera vez!
Siguió; dio tres, cuatro pasos más sin resolverse a volver pie atrás, por más que el demonio de la seducción le sujetaba los brazos, le atraía hacia la puerta y se le burlaba con palabras de fuego al oído llamándole: «¡Cobarde, seductor de meretrices!... ¡Atrévete, atrévete con la verdadera virtud; ahora o nunca!...».
-«¡Ahora, ahora!» -gritó Mesía con el único valor grande que tenía-; y ya a diez pasos de la verja volvió atrás furioso, gritando:
-¡Ana! ¡Ana!
Le contestó el silencio. En la
obscuridad del
Esperó en vano.
-Ana, Ana -volvió a decir quedo, muy quedo-; pero sólo le contestaban las hojas secas, arrastradas por el viento suave sobre la arena de los senderos.
Ana había huido. Al ver tan cerca
aquella tentación
«¿Será el demonio quien hace que sucedan estas casualidades?», pensó seriamente Ana, que no era supersticiosa.
Tenía miedo; veía su virtud y su casa bloqueadas, y acababa de ver al enemigo asomar por una brecha. Si la proximidad del crimen había despertado el instinto de la inveterada honradez, la proximidad del amor había dejado un perfume en el alma de la Regenta que empezaba a infestarse.
«¡Qué fácil era el crimen! Aquella puerta... la noche... la obscuridad... Todo se volvía cómplice. Pero ella resistiría. ¡Oh! ¡sí! aquella tentación fuerte, prometiendo encantos, placeres desconocidos, era un enemigo digno de ella. Prefería luchar así. La lucha vulgar de la vida ordinaria, la batalla de todos los días con el hastío, el ridículo, la prosa, la fatigaban; era una guerra en un subterráneo entre fango. Pero luchar con un hombre hermoso, que acecha, que se aparece como un conjuro a su pensamiento; que llama desde la sombra; que tiene como una aureola, un perfume de amor... esto era algo, esto era digno de ella. Lucharía».
Don Víctor volvió del
teatro y se dirigió al gabinete de su mujer.
La crisis nerviosa se resolvía, como la noche anterior, en lágrimas, en ímpetus de piadosos propósitos de fidelidad conyugal. Su don Víctor, a pesar de las máquinas infernales, era el deber; y el Magistral sería la égida que la salvaría de todos los golpes de la tentación formidable. Pero Quintanar no estaba enterado. Venía del teatro muerto de sueño -¡no había dormido la noche anterior!- y lleno de entusiasmo lírico-dramático. Francamente, aquellos enternecimientos periódicos le parecían excesivos y molestos a la larga. «¿Qué diablos tenía su mujer?».
-Pero, hija, ¿qué te pasa? tú estás mala...
-No, Víctor, no; déjame, déjame por Dios ser así. ¿No sabes que soy nerviosa? Necesito esto, necesito quererte mucho y acariciarte... y que tú me quieras también así.
-¡Alma mía, con mil amores!... pero... esto no es natural, quiero decir... está muy en orden, pero a estas horas... es decir... a estas alturas... vamos... que... Y si hubiéramos reñido... se explicaría mejor... pero así sin más ni más... Yo te quiero infinito, ya lo sabes; pero tú estás mala y por eso te pones así; sí, hija mía, estos extremos...
-No son extremos, Quintanar -dijo Ana sollozando y haciendo esfuerzos supremos para idealizar a D. Víctor que traía el lazo de la corbata debajo de una oreja.
-Bien, vida mía, no serán; pero tú estás mala. Ayer amagó el ataque, te pusiste nerviosilla... hoy ya ves cómo estás... Tú tienes algo.
Ana movió la cabeza negando.
-Sí, hija mía; hemos
hablado de eso en el palco la Marquesa, don Robustiano y yo. El doctor opina
que la vida que llevas no es sana, que necesitas dar variedad
-¿Qué sabe él?
-Bien sabes que él te quiere, que es nuestro mejor amigo.
-Pero ¿por qué dice que no soy feliz? ¿En qué lo conoce?...
-No lo sé; yo no lo había notado, lo confieso, pero ya me voy inclinando a su parecer. Estas escenas nocturnas...
-Son los nervios, Quintanar.
-Pues guerra a los nervios ¡caracoles!
-Sí...
-Nada; fallo; que debo condenar y condeno esta vida que haces, y desde mañana mismo otra nueva. Iremos a todas partes y, si me apuras, le mando a Paco o al mismísimo Mesía, el Tenorio, el simpático Tenorio, que te enamoren.
-¡Qué atrocidad!...
-¡Programa! -gritó don
Víctor-: al teatro dos veces a la semana por lo menos; a la tertulia de
la Marquesa cada cinco o seis días, al Espolón todas las tardes
que haga bueno; a las reuniones de confianza del Casino en cuanto se inauguren
este año; a las meriendas de la Marquesa, a las excursiones de la
-¿Qué sabe él?
-Ni quiero llantos que me quitan a mí el sueño. Cuando lloras sin saber por qué, hija mía, me entra una comezón, un miedo supersticioso... Se me figura que anuncias una desgracia.
Ana tembló, como sintiendo escalofríos.
-¿Ves? tiemblas; a la cama, a la cama, ángel mío; todos a la cama; yo me estoy cayendo.
Bostezó don Víctor y salió del gabinete después de depositar un casto beso en la frente de su mujer.
Entró en su despacho. Estaba de mal humor. «Aquella enfermedad misteriosa de Ana -porque era una enfermedad, estaba seguro- le preocupaba y le molestaba. No estaba él para templar gaitas: los nervios le eran antipáticos; estas penas sin causa conocida no le inspiraban compasión, le irritaban, le parecían mimos de enfermo; él quería mucho a su mujer, pero a los nervios los aborrecía... Además en el teatro había tenido una discusión acalorada: un majadero, un sietemesino que estudiaba en Madrid, había dicho que el teatro de Lope y de Calderón no debía imitarse en nuestros días, que en las tablas era poco natural el verso, que para los dramas de la época era mejor la prosa. ¡Imbécil! ¡que el verso es poco natural! ¡Cuando lo natural sería que todos, sin distinción de clases, al vernos ultrajados prorrumpiéramos en quintillas sonoras! La poesía será siempre el lenguaje del entusiasmo, como dice el ilustre Jovellanos. Figurémonos que yo me llamo Benavides y que Carvajal quiere quitarme la honra
a obscuras, como el ladrón de infame merecimiento;
pues ¿dónde habrá cosa más natural que incomodarme yo, y exclamar con Tirso de Molina (representando):
A satisfacer la fama que me habéis hurtado vengo: mi agravio es león que brama; un león por armas tengo, y Benavides se llama. De vuestros torpes amores dará venganza a mi enojo, mostrando a mis sucesores la nobleza de un león rojo en sangre de dos traidores...?».
Don Víctor se fijó en un velador, que era Carvajal, y ya iba a concederle la palabra, para que dijese en son de disculpa:
Desde que sois mi cuñado ni de palabras me afrento..., etc.,
cuando vio con espanto sobre el mueble los restos de su herbario, de sus tiestos, de su colección de mariposas, de una docena de aparatos delicados que le servían en sus variadas industrias de fabricante de jaulas y grilleras, artista en marquetería, coleccionador, entomólogo y botánico, y otras no menos respetables.
-¡Dios mío! ¡qué es esto! -gritó en prosa culta- ¿quién ha causado esta devastación...? ¡Petra! ¡Anselmo! -y se colgó del cordón de la campanilla.
Entró Petra sonriente.
-¿Qué ha sido esto?
-Señor, yo no he sido... Habrán entrado los gatos.
-¡Cómo los gatos! ¿Por quién se me toma a mí?
Don Víctor alborotaba pocas veces; pero si se tocaba a los cacharros de su museo, como él llamaba aquella exposición permanente de manías, se transformaba en un Segismundo. En efecto, sin darse cuenta de ello, comenzó a parodiar a Perales a quien acababa de ver dando patadas en la escena y gritando como un energúmeno.
-¡A ver, Anselmo! que venga Anselmo que le voy a tirar por el balcón si no me explica esto.
Anselmo compareció. Tampoco había sido él.
En medio de su cólera vio
Quintanar en un rincón
-¡Esto más! ¡Vive Dios! Yo que iba a dar en cara a Frígilis... ¡Pero, señor, quién anduvo aquí!
Acudió Ana, porque llegó a su cuarto el ruido.
Lo explicó todo.
-Pero tú, Petra -añadió- ¿por qué no le has dicho la verdad al señor?
-Señora, yo... no sabía si debía...
-¿Si debías qué? -preguntó don Víctor con expresión de no comprender.
-Si debía...
-Al amo no hay que ocultarle nunca nada -dijo la Regenta clavando los ojos altaneros en la criada.
Petra sonrió torciendo la boca, y bajó la cabeza.
Don Víctor miraba a todos con entrecejo de estupidez pasajera. Se quedó solo en su despacho meditando sobre las ruinas de sus inventos, máquinas y colecciones.
-«¡Dios mío!
¡si estará loca la pobrecita!» -decía entre suspiros
Quintanar, con las manos en la cabeza. Se acostó decidido a consultar
seriamente
«Había visto ella muchas
cosas en su vida de servidumbre... En aquella casa iba a pasar algo.
¿Qué habría hecho la señora en la huerta?
¿No se le había figurado a ella oír allá, hacia la
puerta del
Don Fermín escribía a la luz tenue y blanca del crepúsculo; la mañana estaba fresca; de vez en cuando, por vía de descanso, De Pas se entretenía en soplarse los dedos. Meditaba. Tenía los pies envueltos en un mantón viejo de su madre. Cubríale la cabeza un gorro de terciopelo negro, raído; la sotana bordada de zurcidos, pardeaba de puro vieja, y las mangas de la chaqueta que vestía debajo de la sotana relucían con el brillo triste del paño muy rozado. Aquel traje sórdido, que tal contraste mostraba con la elegancia, riqueza y pulcritud que ante el mundo lucía el Magistral, desaparecía concluido el trabajo, al aproximarse la hora de las visitas probables. Entonces vestía don Fermín un cómodo, flamante y bien cortado balandrán, y en un rincón de la alcoba se escondían las zapatillas de orillo y el gorro con mugre; el zapato que admiraba Bismarck, el delantero, y el solideo que brillaba como un sol negro, ocupaban los respectivos extremos del importante personaje. En su despacho sólo recibía a los que quería deslumbrar por sabio; en Vetusta y toda su provincia la sabiduría no deslumbraba a casi nadie, y así la mayor parte de las visitas pasaban al salón inmediato.
Pocos podían jactarse de conocer la casa del Provisor de arriba abajo; casi nadie había visto más que el vestíbulo, la escalera, un pasillo, la antesala y el salón de cortinaje verde y sillería con funda de tela gris; y aun el salón medio se veía porque estaba poco menos que a obscuras. Uno de los argumentos que empleaban los que defendían la honradez del Provisor, consistía en recordar la modestia de su ajuar y de su vida doméstica.
Justamente se había hablado de esto la tarde anterior en el Espolón, en un corrillo de murmuradores, clérigos unos, seglares otros.
-Entre su madre y él, puede que no gasten doce mil reales al año -decía muy serio Ripamilán, el venerable Arcipreste-. Él viste bien, eso sí, con elegancia, hasta con lujo, pero conserva mucho tiempo la ropa, la cuida, la cepilla bien, y esta partida del presupuesto viene a ser insignificante. Recuerden ustedes, señores, lo que nos duraba un sombrero de teja en los ominosos tiempos en que no nos pagaba el Gobierno. Y en lo demás, ¿qué gastan? Doña Paula con su hábito negro de Santa Rita, total estameña, su mantón apretado a la espalda, y su pañuelo de seda para la cabeza, bien pegado a las sienes, ya está vestida para todo el año. ¿Y comer? Yo no les he visto comer, pero todo se sabe; el catedrático de Psicología, Lógica y Ética, que saben ustedes que es muy amigo mío, aunque partidario de no sé qué endiablada escuela escocesa, y que se pasa la vida en el mercado cubierto, como si aquello fuese la Stoa o la Academia, pues ese filósofo dice que jamás ha visto a la criada del Provisor comprar salmón, y besugo sólo cuando está barato, muy barato. Pues ¿y la casa? La casa, todos ustedes lo saben, es una cabaña limpia, es la casa de un verdadero sacerdote de Jesús. Lo mejor es lo que conocemos todos, el salón; ¡y válgate Dios por salón! A la moda del rey que rabió: solemne, pulcro, eso sí; ¡pero qué de trampas tapa aquella obscuridad! ¿Quién nos dice que las sillas de damasco verde no tienen abiertas las entrañas? ¿Las han visto ustedes alguna vez sin funda? ¿Y la consola panzuda, antiquísima, de un dorado que fue, con su reloj de música sin música y sin cuerda? Señores, no se me diga: el Magistral es pobre y cuanto se murmura de cohechos y simonías es infame calumnia.
-Todo esto es verdad -contestó
Foja, el ex-alcalde
-No se puede negar que viven como miserables, pero lo mismo hace el señor Capalleja y ese es millonario. Los avaros siempre son los más ricos. Para tener dinero, tenerlo. Doña Paula esconde su gato, ¡un gatazo! ¿Y las casas que compra el Magistral por esos pueblos? ¿Y las fincas que ha adquirido doña Paula en Matalerejo, en Toraces, en Cañedo, en Somieda? ¿Y las acciones del Banco?
-¡Calumnia, pura calumnia! usted no ha visto las escrituras; usted no ha visto las pólizas; usted no ha visto nada...
-Pero sé quien lo ha visto.
-¿Quién?
-¡El mundo entero! -gritó don Santos Barinaga, que siempre acudía a maldecir de su mortal enemigo el Provisor-. ¡El mundo entero!... Yo... yo... ¡Si yo hablara!... ¡pero ya hablaré!
-Bah, bah, bah, don Santos; usted no puede ser juez ni testigo en este proceso.
-¿Por qué?
-Porque usted aborrece al Magistral.
-Claro que sí... -Y enseñaba los puños apretados.
-¡Y ya me las pagará!
-Pero usted, le aborrece por aquello de «¿quién es tu enemigo? El de tu oficio». Usted vende objetos del culto: cálices, patenas, vinajeras, lámparas, sagrarios, casullas, cera y hasta hostias...
-Sí, señor; y a mucha honra señor Arcipreste.
-Hombre, eso ya lo sé; pero usted, vende eso y...
-¡Hola! ¡hola!
-interrumpió Foja-. ¡Preciosa confesión! ¡Dato
precioso! Don Cayetano confiesa que don
-Permítame usted, señor Foja o señor diablo...
-Y el vulgo, es claro, es malicioso; y
como da la pícara casualidad de que
-Hombre, no sea usted barullón ni embustero.
-Poco a poco, señor canónigo, yo no soy barullero, ni miento, ni soy obscurantista, ni admito ancas de nadie y menos de un cura.
-No será usted obscurantista,
pero tiene la moliera a obscuras para todo lo que no sea picardía.
¿Qué tiene que ver que al señor Barinaga, al bueno de don
Santos, se le haya metido en la cabeza que su comercio de quincalla y cera va a
menos por una competencia imaginaria que, según él, le hace el
Provisor? ¿Qué tiene que ver eso, alma de cántaro, con que
el bazar, como lo llama, de
-Oiga usted, don Cayetano; ni la edad, ni el ser aragonés, le dan a usted derecho para desvergonzarse...
-¡Poco ruido! ¡Poco ruido! señor Fierabrás -repuso el canónigo terciando el manteo.
Es de advertir que el tono de broma en
que estas palabras fuertes se decían les quitaba toda gravedad y aire de
ofensa. En Vetusta el buen humor consiste en soltarse pullas y
-Es que yo -gritó el ex-alcalde- mato un canónigo como un mosquito...
-Ya lo supongo; con alguna calumnia. Venga usted acá, viborezno libre-pensador, Voltaire de monterilla, Lutero con cascabeles; según ese disparatado modo de pensar que usa vuecencia, también se podrá asegurar lo que dice el vulgo de los préstamos del Magistral al veinte por ciento.
-
-Sí me entiende usted, pero hablaré más claro. ¿No es usted otro libelo infamatorio con lengua y pies -que viera yo cortados- de los muchos que sacrifican la honra del Magistral? Pues si don Santos le maldice porque le roba los parroquianos de su tienda de quincalla, usted le aborrecerá por lo de la usura; ¿quién es tu enemigo?
-Poco a poco, señor Ripamilán, que se me sube el humo a las narices.
-Dirá usted que se le baja, porque lo tiene usted en lugar de sesos.
-¡Me ha llamado usted usurero!
-Eso; clarito.
-Yo empleo mi capital honradamente, y
ayudo al empresario, al trabajador; soy uno de los agentes de
-Del seguro se va usted, señor economista cascaciruelas...
-Yo contribuyo a la circulación de la riqueza...
-Como una esponja a la circulación del agua...
-Y los curas son los zánganos de la colmena social...
-Hombre, si a zánganos vamos...
-Los curas son los mostrencos...
-Si a mostrencos vamos, conocía yo un alcaldito en tiempos de la
-¿Qué tiene usted que decir de la
-¡Hizo un cuerno! Me hicieron mis méritos, mis trabajos, mis... ¡seor ciruelo!
-Déjese usted de insultos y
explique por qué he de ser yo enemigo personal del Provisor.
¿Reparto yo dinero por las aldeas al treinta por ciento? Y el dinero que
yo presto ¿procede de capellanías
-De manera, que si usted empieza a disparatar y a pasarse a mayores, yo le dejo con la palabra en la boca...
-Con usted no va nada, don Cayetano o
don Fuguillas; usted podrá ser un viejecito verde, pero no es un...
Todos los presentes, menos don Santos, convinieron en que aquello era demasiado fuerte:
-¡Hombre, un Candelas!...
Don Santos Barinaga gritó:
-No señores, no es un Candelas, porque aquel espejo de ladrones caballerosos era muy generoso, y robaba con exposición de la vida.
Además, robaba a los ricos y daba a los pobres.
-Sí, desnudaba a un santo para vestir a otro.
-Pues el Provisor desnuda a todos los santos para vestirse él. Es un pillo, a fe de Barinaga, un pillo que ya sé yo de qué muerte va a morir.
Barinaga olía a aguardiente. Era el olor de su bilis.
Don Cayetano se encogió de hombros y dio media vuelta. Y mientras se alejaba iba diciendo:
-Y estos son los liberales que quieren hacemos felices... Y ahora rabian porque no les dejan decir esas picardías en los periódicos...
Conversaciones de este género las había a diario en Vetusta; en el paseo, en las calles, en el Casino, hasta en la sacristía de la Catedral.
De Pas sabía todo lo que se murmuraba. Tenía varios espías, verdaderos esbirros de sotana. El más activo, perspicaz y disimulado, era el segundo organista de la Catedral, que ya había sido delator en el seminario. Entonces iba al paraíso del teatro a sorprender a los aprendices de cura aficionados a Talía o quien fuese. Era un presbítero joven, chato, favorito de la madre del Provisor doña Paula. Se apellidaba Campillo.
A don Fermín no le importaba mucho lo que dijeran, pero quería saber lo que se murmuraba y a dónde llegaban las injurias.
No pensaba en tal cosa el Magistral aquella mañana fría de octubre, mientras se soplaba los dedos meditabundo.
Una cosa era lo que debiera estar pensando y otra lo que pensaba sin poder remediarlo. Quería buscar dentro de sí fervor religioso, acendrada fe, que necesitaba para inspirarse y escribir un párrafo sonoro, rotundo, elocuente, con la fuerza de la convicción; pero la voluntad no obedecía y dejaba al pensamiento entretenerse con los recuerdos que le asediaban. La mano fina, aristocrática, trazaba rayitas paralelas en el margen de una cuartilla, después, encima, dibujaba otras rayitas, cruzando las primeras; y aquello semejaba una celosía. Detrás de la celosía se le figuró ver un manto negro y dos chispas detrás del manto, dos ojos que brillaban en la obscuridad. ¡Y si no hubiese más que los ojos!
-«¡Pero aquella voz! ¡Aquella voz transformada por la emoción religiosa, por el pudor de la castidad que se desnuda sin remordimiento, pero no sin vergüenza ante un confesonario!...».
«¿Qué mujer era aquella? ¿Había en Vetusta aquel tesoro de gracias espirituales, aquella conquista reservada para la Iglesia, y él el amo espiritual de la provincia, no lo había sabido antes?».
El pobre don Cayetano era hombre de algún talento para ciertas cosas, para lo formal, para las superficialidades de la vida mundana; pero ¿qué sabía él de dirigir un alma como la de aquella señora?
Don Fermín no perdonaba al Arcipreste el no haberle entregado mucho antes aquella joya que él, Ripamilán, no sabía apreciar en todo su valor. Y gracias que, por pereza, se había decidido a dejarle aquel tesoro.
Don Cayetano le había hablado con mucha seriedad de la Regenta.
-«Don Fermín -le había dicho- usted es el único que podrá entenderse con esta hija mía querida, que a mí iba a volverme loco si continuaba contándome sus aprensiones morales. Soy viejo ya para esos trotes. No la entiendo siquiera. Le pregunto si se acusa de alguna falta y dice que eso no. ¿Pues entonces? y sin embargo, dale que dale. En fin, yo no sirvo para estas cosas. A usted se la entrego. Ella, en cuanto le indiqué la conveniencia de confesar con usted aceptó, comprendiendo que yo no daba más de mí. No doy, no. Yo entiendo la religión y la moral a mi manera; una manera muy sencilla... muy sencilla... Me parece que la piedad no es un rompe-cabezas... En suma, Anita -ya sabe usted que ha escrito versos- es un poco romántica. Eso no quita que sea una santa; pero quiere traer a la religión el romanticismo, y yo ¡guarda, Pablo! no me encuentro con fuerzas para librarla de ese peligro. A usted le será fácil».
El Arcipreste se había acercado más al Provisor, y estirando el cuello, de puntillas, como pretendiendo, aunque en vano, hablarle al oído, había dicho después:
-«Ella ha visto visiones...
pseudo-místicas... allá en Loreto... al llegar la edad... cosa de
la sangre... al ser mujercita, cuando tuvo aquella fiebre y fuimos a buscarla
su tía doña Anuncia y yo. Después... pasó aquello y
se hizo literata... En fin, usted verá. No es una señora como
estas de por aquí. Tiene mucho tesón; parece una malva, pero otra
le queda; quiero decir, que se somete a todo, pero por dentro siempre protesta.
Ella misma se me ha acusado de esto, que conocía que era orgullo.
Aprensiones. No es orgullo; pero resulta de estas cosas
El Magistral al recordar este pasaje del discurso del Arcipreste se acordó también de que él se había puesto como una amapola.
«¡Lo mejor será que ustedes se entiendan!». En esta frase que don Cayetano había dicho sin asomos de malicia, encontraba don Fermín motivo para meditar horas y horas.
Toda la noche había pensado en ello. Algún día ¿llegarían a entenderse? ¿Querría doña Ana abrirle de par en par el corazón?
El Magistral conocía una especie de Vetusta subterránea: era la ciudad oculta de las conciencias. Conocía el interior de todas las casas importantes y de todas las almas que podían servirle para algo. Sagaz como ningún vetustense, clérigo o seglar, había sabido ir poco a poco atrayendo a su confesonario a los principales creyentes de la piadosa ciudad. Las damas de ciertas pretensiones habían llegado a considerar en el Magistral el único confesor de buen tono. Pero él escogía hijos e hijas de confesión. Tenía habilidad singular para desechar a los importunos sin desairarlos. Había llegado a confesar a quien quería y cuando quería. Su memoria para los pecados ajenos era portentosa.
Hasta de los morosos que tardaban seis
meses o un año en acudir al tribunal de la penitencia, recordaba la vida
y flaquezas. Relacionaba las confesiones de unos con las de otros, y poco a
poco había ido haciendo
Así, el Magistral conocía los deslices, las manías, los vicios y hasta los crímenes a veces, de muchos señores vetustenses que no confesaban con él o no confesaban con nadie.
A más de un liberal de los que renegaban de la confesión auricular, hubiera podido decirle las veces que se había embriagado, el dinero que había perdido al juego, o si tenía las manos sucias o si maltrataba a su mujer, con otros secretos más íntimos. Muchas veces, en las casas donde era recibido como amigo de confianza, escuchaba en silencio las reyertas de familia, con los ojos discretamente clavados en el suelo; y mientras su gesto daba a entender que nada de aquello le importaba ni comprendía, acaso era el único que estaba en el secreto, el único que tenía el cabo de aquella madeja de discordia. En el fondo de su alma despreciaba a los vetustenses. «Era aquello un montón de basura». Pero muy buen abono, por lo mismo, él lo empleaba en su huerto; todo aquel cieno que revolvía, le daba hermosos y abundantes frutos.
La Regenta se le presentaba ahora como un tesoro descubierto en su propia heredad. Era suyo, bien suyo; ¿quién osaría disputárselo?
Recordaba minuto por minuto aquella hora -y algo más- de la confesión de la Regenta.
«¡Una hora larga!». El cabildo no hablaría de otra cosa aquella mañana cuando se juntaran, después del coro, los señores canónigos del tertulín.
Don Custodio, el beneficiado, había pasado la tarde anterior sobre espinas; primero con el cuidado de ver llegar a la Regenta, después espiando la confesión, que duraba, duraba «escandalosamente». Iba y venía, fingiendo ocupaciones, por la nave de la derecha y pasaba ya lejos, ya cerca de la capilla del Magistral. Había visto primero a otras mujeres junto a la celosía y a doña Ana en oración, junto al altar. Al pasar otra vez había visto ya a la Regenta con la cabeza apoyada en el confesonario, cubierta con la mantilla... y vuelta a pasar y ella quieta... y otra vez... y siempre allí, siempre lo mismo.
-Don Custodio -le decía Glocester, el ilustre Arcediano, que había notado sus paseos- ¿qué hay?, ¿ha venido esa dama?
-¡Una hora! ¡una hora!
-Confesión general. Ya usted ve....
Y más tarde:
-¿Qué hay?
-¡Hora y media!
-Le estará contando los pecados de sus abuelos desde Adán.
Glocester había esperado en la sacristía «el final de aquel escándalo».
El arcediano y el beneficiado vieron a la Regenta salir de la catedral y juntos se fueron hablando del suceso para esparcir por la ciudad tan descomunal noticia.
«No pensaban hacer comentarios. El hecho, puramente el hecho. ¡Dos horas!».
En efecto, había sido mucho tiempo. El Magistral no lo había sentido pasar; doña Ana tampoco. La historia de ella había durado mucho. Y además, ¡habían hablado de tantas cosas! Don Fermín estaba satisfecho de su elocuencia, seguro de haber producido efecto. Doña Ana jamás había oído hablar así.
«Aquel anhelo que sentía De Pas, antes de conversar en secreto con aquella señora, había sido un anuncio de la realidad. Sí, sí, era aquello algo nuevo, algo nuevo para su espíritu, cansado de vivir nada más para la ambición propia y para la codicia ajena, la de su madre. Necesitaba su alma alguna dulzura, una suavidad de corazón que compensara tantas asperezas... ¿Todo había de ser disimular, aborrecer, dominar, conquistar, engañar?».
Recordó sus años de
estudiante teólogo en San Marcos, de León, cuando se preparaba,
lleno de pura fe, a entrar en la Compañía de Jesús.
«Allí, por algún tiempo, había sentido dulces
latidos en su corazón, había orado con fervor, había
meditado con amoroso entusiasmo, dispuesto a sacrificarse
El Magistral se sorprendió dibujando la tiara en el margen del papel.
Suspiró, arrojó aquella pluma, como si tuviera la culpa de tales pensamientos, que ya se le antojaban vanos, y sacudiendo la cabeza se puso a escribir.
El último párrafo decía:
«El suceso tan esperado por el
mundo católico, la definición del dogma de la infalibilidad
pontificia había llegado por fin en el glorioso día de eterna
memoria, el 18 de Julio de 1870:
El Magistral continuó:
«Confirmábase al fin de
solemne modo la doctrina del cuarto Concilio de Constantinopla que dijo:
Don Fermín soltó la pluma y dejó caer la cabeza sobre las manos.
«Ignoraba lo que tenía,
pero no podía escribir. ¿Sería el asunto? Acaso no
estaría él aquella mañana para tratar materia tan sublime.
¡La infalibilidad! Terrible, pero valentísimo dogma: un
desafío formidable de la fe, rodeada por la incredulidad de un siglo que
se ríe. Era como estar en el Circo entre fieras, y llamarlas, azuzarlas,
Había defendido el dogma heroico en Roma en el púlpito, con elocuencia entonces espontánea, con calor, como si el infalible fuera él. Llamaba a Dupanloup cobarde. En Madrid había llamado mucho la atención predicando en las Calatravas, al volver de Roma con el buen Obispo de Vetusta. El tema había sido también la infalibilidad. Los periódicos le habían comparado con los mejores oradores católicos, con Monescillo, con Manterola, eclesiásticos como él, con Nocedal, con Vinader, con Estrada, legos.
«Y nada, no había pasado de
ochavo. La Iglesia es así, pensaba De Pas, con la cabeza apoyada en las
manos y los codos sobre la mesa, olvidado ya del Papa infalible; la Iglesia
proclama la humildad y es humilde como ser abstracto, colectivo, en la
jerarquía, para contener la impaciencia de la ambición que espera
desde abajo. Yo me lucí en Roma, admiré a los fieles en Madrid,
deslumbro a los vetustenses y seré Obispo cuando llegue a los sesenta.
Entonces haré yo la comedia de la humildad y no aceptaré esa
limosna. Los intrigantes suben; los amigos, los aduladores, los lacayos medran
sin necesidad de sermones; pero nosotros, los que hemos de ascender por nuestro
mérito apostólico, no podemos ser impacientes, tenemos que
esperar en una actitud digna de sumisión y respeto. ¡Farsa, pura
farsa! ¡Oh, si yo echase a volar mi dinero!... Pero mi dinero es de mi
madre, y además yo no quiero comprar
El Magistral, que estaba solo y seguro de ello, dio un puñetazo sobre la mesa.
-Voy, señorito -gritó una voz dulce y fresca desde una habitación contigua.
El Magistral no oyó siquiera. En seguida entró en el despacho una joven de veinte años, alta, delgada, pálida, pero de formas suficientemente rellenas para los contornos que necesita la hermosura femenina. La palidez era de un tono suave, delicado, que hacía muy buen contraste con el negro de andrina de los ojos grandes, soñadores, de movimientos bruscos; unos ojos que parecía que hacían gimnasia, obligados día y noche a las contorsiones místicas de una piedad maquinal, mitad postiza y falsificada. Las facciones de aquel rostro se acercaban al canon griego y casaba muy bien con ellas la dulce seriedad de la fisonomía. En esta figura larga, pero no sin gracia, espiritual, no flaca, solemne, hierática, todo estaba mudo menos los ojos y la dulzura que era como un perfume elocuente de todo el cuerpo.
Era la doncella de doña Paula,
Teresina. Dormía cerca del despacho y de la alcoba del
En casa el Magistral era
A doña Paula, que no siempre
había sido
Teresina entró abrochando los corchetes más altos del cuerpo de su hábito negro (de los Dolores) y en seguida ató cerca de la cintura en la espalda el pañuelo de seda también negro que le cruzaba el pecho.
-¿Qué quería el señorito? ¿se siente mal? ¿traeré ya el café?
-¿Yo?... hija mía... no... no he llamado.
Teresina sonrió. Se pasó una mano mórbida y fina por los ojos, abrió un poco la boca, y añadió:
-Apostaría... haber oído...
-No, yo no. ¿Qué hora es?
Teresina miró al reloj que estaba sobre la cabeza del Magistral. Le dijo la hora y ofreció otra vez el café, todo sonriendo con cierta coquetería, contenida por la expresión de piedad que allí era la librea.
-¿Y madre?
-Duerme. Se acostó muy tarde. Como están con las cuentas del trimestre...
-Bien; tráeme el café, hija mía.
Teresina, antes de salir, puso orden en los muebles, que no pecaban de insurrectos, que estaban como ella los había dejado el día anterior; también tocó los libros de la mesa, pero no se atrevió con los que yacían sobre las sillas y en el suelo. Aquéllos no se tocaban. Mientras Teresina estuvo en el despacho, el Magistral la siguió impaciente con la mirada, algo fruncido el entrecejo, como esperando que se fuera para seguir trabajando o meditando.
Hasta que tuvo el café delante no recordó que él solía decir misa; que era un señor cura. ¿La tenía? ¿Había prometido decirla? No pudo resolver sus dudas. Pero la seguridad con que Teresa procedía le tranquilizó.
Ni doña Paula ni Teresa olvidaban
jamás estos pormenores. Ellas eran las encargadas de oír la
campana del coro, de apuntar las misas, de cuanto se refería a los
asuntos del rito. De Pas cumplía con estos deberes rutinarios, pero
necesitaba que se los recordasen. ¡Tenía
Tomó el café y se levantó para dar algunos paseos por el despacho; quería distraerse, sacudir aquellos pensamientos importunos que no le permitían adelantar en su trabajo.
Teresina entraba y salía sin
pedir permiso, pero andaba por allí como el silencio en persona; no
hacía el menor ruido. Llevó el servicio del café,
volvió a buscar un jarro de estaño y el cubo del lavabo;
entró de nuevo con ellos y una toalla limpia. Entró en la alcoba,
dejando las puertas de cristales abiertas, y se puso a
Don Fermín volvió a
sentarse en su sillón. Desde allí veía, distraído,
los movimientos rápidos de la falda negra de Teresina, que apretaba las
piernas contra la cama para hacer fuerza al manejar los pesados colchones. Ella
azotaba la lana con vigor y la falda subía y bajaba a cada golpe con
violenta sacudida, dejando descubiertos los bajos de las enaguas bordadas y muy
limpias, y algo de la pantorrilla. El Magistral seguía con los ojos los
movimientos de la faena doméstica, pero su pensamiento estaba muy lejos.
En uno de sus movimientos, casi tendida de brazos sobre la cama, Teresina
dejó
-¿Le molesta el ruido, señorito?
El Magistral
-La verdad, Teresina... el trabajo de hoy es muy importante. Si te es igual, vuelve luego, y acabarás de arreglar esto cuando yo no esté.
-Bien está, señorito, bien está -respondió la criada, muy seria, con voz gangosa y tono de canto llano.
Y con mucha prisa, haciendo saltar la ropa cerca del techo, acabó de levantar la cama y salió de las habitaciones del señorito.
El cual paseó tres o cuatro minutos entre los libros tumbados en el suelo, por los senderos que dejaban libres aquellos parterres de teología y cánones. Después de fumar tres pitillos volvió a sentarse. Escribió sin descanso hasta las diez. Cuando el sol se le metió por los puntos de la pluma, levantó la cabeza, satisfecho de su tarea.
Miró al cielo. Estaba alegre, sin
nubes. El buen tiempo en Vetusta vale más por lo raro. El Magistral se
frotó las manos suavemente. Estaba contento. Mientras había
escrito, casi por máquina, una defensa,
Pensaba lo mismo que la Regenta: que había hecho un hallazgo, que iba a tener un alma hermana.
Él, que leía a los autores
enemigos, como a los amigos, recordaba una poética narración del
impío Renan en que figuraban un fraile de allá de Suecia o
Noruega, y una joven devota, alemana, si le era fiel la memoria. De todas
suertes, eran dos almas que se amaban en Jesús, a través de gran
distancia. No había en aquellas relaciones nada de sentimentalismo
falso, pseudo-religioso; eran afectos puros, nada parecidos a los amores de un
Lutero, ni siquiera de un Abelardo; era la verdad severa, noble, inmaculada del
amor místico; amor anafrodítico, incapaz de mancharse con el lodo
de la carne ni en sueños. «¿Por qué recordaba ahora
esta leyenda, piadosa y novelesca? ¿Qué tenía él
que ver con un monje romántico y fanático, místico y
apasionado, de la Edad-media... y sueco? Él era el Magistral de Vetusta,
un cura del siglo diecinueve, un
Y al pensar esto,
Estaba desnudo de medio cuerpo arriba.
El cuello robusto parecía más fuerte ahora por la tensión
a que le obligaba la violencia de la postura, al inclinarse sobre el lavabo de
mármol blanco. Los brazos cubiertos de vello negro ensortijado, lo mismo
que el pecho alto y fuerte, parecían de un atleta. El Magistral miraba
con tristeza sus músculos de acero, de una fuerza inútil.
-«¡Si yo hablara!».
Mientras estaba lavándose,
desnudo de la cintura arriba, don Fermín se acordaba de sus proezas en
el juego de bolos, allá en la aldea, cuando aprovechaba vacaciones del
seminario para ser medio salvaje corriendo por breñas y vericuetos; el
mozo fuerte y velludo que tenía enfrente, en el espejo, le
parecía un
Quedó satisfecho, con la conciencia de su cuerpo fuerte, oculto bajo el manteo epiceno y la sotana flotante y escultural.
Iba a salir.
Teresina apareció en el umbral, seria, con la mirada en el suelo, con la expresión de los santos de cromo.
-¿Qué hay?
-Una joven pregunta si se puede ver al señorito.
-¿A mí? -don Fermín encogió los hombros-. ¿Quién es?
-Petra, la doncella de la señora Regenta.
Al decir esto los ojos de Teresina se fijaron sin miedo en los de su amo.
-¿No dice a qué viene?
-No ha dicho nada más.
-Pues que pase.
Petra se presentó sola en el despacho, vestida de negro, con el pelo de azafrán sobre la frente, sin rizos ni ondas, con los ojos humillados, y con sonrisa dulce y candorosa en los labios.
El Magistral la reconoció. Era una joven que se había obstinado en confesar con él y que lo había conseguido a fuerza de tenacidad y paciencia; pero después había tenido que desairarla varias veces, para que no le importunase. Era de las infelices que creen los absurdos que la calumnia propala para descrédito de los sacerdotes. Confesaba cosas de su alcoba, se desnudaba ante la celosía entre llanto de falso arrepentimiento. Era hermosa, incitante; pero el Magistral la había alejado de sí, como haría con Obdulia, si las exigencias sociales no lo impidiesen.
Petra se presentó como si fuese
una desconocida; como si persona tan insignificante debiera de estar borrada
Teresina los espiaba desde la sombra en el pasadizo inmediato. El Magistral lo presumía y habló como si fuera delante de testigos.
-¿Es usted criada de la señora de Quintanar?
-Sí, señor; su doncella.
-¿Viene usted de su parte?
-Sí, señor; traigo una carta para Usía.
Aquel usía hizo sonreír al Provisor, que lo creyó muy oportuno.
-¿Y no es más que eso?
-No, señor.
-Entonces...
-La señora me ha dicho que entregara a Usía mismo esta carta, que era urgente y los criados podrían perderla... o tardar en entregarla a Usía.
Teresina se movió en el pasillo. La oyó el Magistral y dijo:
-En mi casa no se extravían las cartas. Si otra vez viene usted con un recado por escrito, puede usted entregarlo ahí fuera... con toda confianza.
Petra sonrió de un modo que ella creyó discreto y retorció una punta del delantal.
-Perdóneme Usía... -dijo con voz temblorosa y ruborizándose.
-No hay de qué, hija mía. Agradezco su celo.
Don Fermín estaba pensando que
aquella mujer podría serle útil, no sabía él
cuándo, ni cómo, ni para
Petra saludó un poco turbada. Doña Paula la midió con los ojos, sin disimulo.
-¿Qué quería usted? -preguntó, como pudo haberlo preguntado la pared.
Petra se repuso y, casi con altanería, contestó:
-Era un recado para el señor Magistral.
Y salió del despacho.
En la puerta de la escalera la
recibió con afable sonrisa Teresina y se despidieron con sendos besos en
las
-¿Qué te quiere esa señora? -preguntó doña Paula en cuanto se vio a solas con su hijo.
-No sé; aún no he abierto la carta.
-¿Una carta?
-Sí, esa.
Don Fermín hubiera deseado a su madre a cien leguas. No podía ocultar la impaciencia, a pesar del dominio sobre sí mismo, que era una de sus mayores fuerzas; ansiaba poder leer la carta, y temía ruborizarse delante de su madre. «¿Ruborizarse?» sí, sin motivo, sin saber por qué; pero estaba seguro de que, si abría aquel sobre delante de doña Paula, se pondría como una cereza. Cosas de los nervios. Pero su madre era como era.
El Magistral dio dos vueltas por el despacho y en una de ellas cogió disimuladamente la carta de la Regenta y la guardó en un bolsillo interior, debajo de la sotana.
-Adiós, madre; voy a dar los días al señor de Carraspique.
-¿Tan temprano?
-Sí, porque después se llena aquello de visitas y tengo que hablarle a solas.
-¿No la lees?
-¿Qué he de leer?
-Esa carta.
-Luego, en la calle; no será urgente.
-Por si acaso; léela aquí, por si tienes que contestar en seguida o dejar algún recado; ¿no comprendes?
De Pas hizo un gesto de indiferencia y leyó la carta.
Leyó en alta voz. Otra cosa hubiera sido despertar sospechas. No estaba su madre acostumbrada a que hubiera secretos para ella. «Además, ¿qué podía decir la Regenta? Nada de particular».
«Mi querido amigo: hoy no he podido ir a comulgar; necesito ver a usted antes; necesito reconciliar. No crea usted que son escrúpulos de esos contra los que usted me prevenía; creo que se trata de una cosa seria. Si usted fuera tan amable que consintiera en oírme esta tarde un momento, mucho se lo agradecería su hija espiritual y affma. amiga, q. b. s. m.,
ANA DE OZORES DE QUINTANAR».
-¡Jesús, qué carta! -exclamó doña Paula con los ojos clavados en su hijo.
-¿Qué tiene? -preguntó el Magistral, volviendo la espalda.
-¿Te parece bien ese modo de escribir al confesor? Parece cosa de doña Obdulia. ¿No dices que la Regenta es tan discreta? Esa carta es de una tonta o de una loca.
-No es loca ni tonta, madre. Es que no sabe de estas cosas todavía... Me escribe como a un amigo cualquiera.
-Vamos, es una pagana que quiere convertirse.
El Magistral calló. Con su madre no disputaba.
-Ayer tarde no fuiste a ver al señor de Ronzal.
-Se me pasó la hora de la cita...
-Ya lo sé; estuviste dos horas y media en el confesonario, y el señor Ronzal se cansó de esperar y no tuvo contestación que dar al señor Pablo, que se volvió al pueblo creyendo que tú y Ronzal y yo y todos somos unos mequetrefes sin palabra, que sabemos explotarlos cuando los necesitamos y cuando ellos nos necesitan los dejamos en la estacada.
-Pero, madre, tiempo hay; el chico está en el cuartel, no se los han llevado; no salen para Valladolid hasta el sábado... hay tiempo...
-Sí, hay tiempo para que se pudra en el calabozo. ¿Y qué dirá Ronzal? Si tú que estás más interesado te olvidas del asunto, ¿qué hará él?
-Pero, señora, el deber es primero.
-El deber, el deber... es cumplir con la gente, ¡Fermo! ¿Y por qué se le ha antojado al espantajo de don Cayetano encajarte ahora esa herencia?
-¿Qué herencia?
De Pas daba vueltas en una mano al sombrero de teja, de alas sueltas, y se apoyaba en el marco de la puerta, indicando deseo de salir pronto.
-¿Qué herencia? -repitió.
-Esa señora; esa de la carta, que por lo visto cree que mi hijo no tiene más que hacer que verla a ella.
-Madre, es usted injusta.
-Fermo, yo bien sé lo que me digo. Tú... eres demasiado bueno. Te endiosas y no ves ni entiendes.
Doña Paula creía que endiosarse valía tanto como elevar el pensamiento a las regiones celestes.
-El Arcediano y don Custodio -prosiguió- hicieron anoche comidilla de la confesata en la tertulia de doña Visitación, esa tarasca; sí señor, comidilla de la confesata de la otra; y si había durado dos horas o no había durado dos horas...
El Magistral se santiguó y dijo:
-¿Ya murmuran? ¡Infames!
-Sí, ¡ya! ¡ya! y por eso hablo yo: porque estas cosas, en tiempo. ¿Te acuerdas de la Brigadiera? ¿Te acuerdas de lo que me dio que hacer aquella miserable calumnia por ser tú noble y confiadote?... Fermo, te lo he dicho mil veces; no basta la virtud, es necesario saber aparentarla.
-Yo desprecio la calumnia, madre.
-Yo no, hijo.
-¿No ve usted cómo a pesar de sus dicharachos yo los piso a todos?
-Sí, hasta ahora; pero ¿quién responde? Tantas veces va el cántaro a la fuente... Don Fortunato es una malva, corriente; no es un Obispo, es un borrego, pero...
-¡Le tengo en un puño!
-Ya lo sé, y yo en otro; pero ya sabes que es ciego cuando se empeña en una cosa; y si Su Ilustrísima polichinela da otra vez en la manía de que pueden decir verdad los que te calumnian, estás perdido.
-Don Fortunato no se mueve sin orden mía.
-No te fíes, es porque te cree infalible; pero el día que le hagan ver tus escándalos...
-¿Cómo ha de ver eso, madre?
-Bueno, ya me entiendes; creerlos como si los viera; ese día estamos perdidos; la malva, el polichinela, el borrego será un tigre, y del Provisorato te echa a la cárcel de corona.
-Madre... está usted exaltada... ve usted visiones.
-Bueno, bueno; yo me entiendo.
Doña Paula se puso en pie y arrojó la punta del pitillo apurada y sucia.
Prosiguió:
-No quiero más cartitas; no quiero conferencias en la catedral; que vaya al sermón la señora Regenta si quiere buenos consejos; allí hablas para todos los cristianos; que vaya a oírte al sermón y que me deje en paz.
-¿Con que Glocester?...
-Sí, y don Custodio.
-Y a usted ¿quién le ha dicho?...
-El Chato.
-¿Campillo?
-El mismo.
-Pero ¿qué han visto? ¿Qué pueden decir esos miserables? ¿cómo se habla de estas cosas en una tertulia de señoras? ¿cómo entiende esta gente el respeto a las cosas sagradas?
-¡Ta, ta, ta, ta! Envidia, pura envidia. ¿Respeto? Dios lo dé. El Arcediano querría confesar a la de Quintanar, es natural, él es muy amigo de darse tono, y de que digan... ¡Dios me perdone! pero creo que le gusta que murmuren de él, y que digan si enamora a las beatas o no las enamora... ¡Es un farolón... y un malvado!
-Madre, usted exagera; ¿cómo un sacerdote?...
-Fermo, tú eres un papanatas; el
mundo está perdido: por eso todos piensan mal y por eso hay que andar
con cien ojos... Hay que aparentar más virtud que se tiene, aunque se
sea un ángel. ¿No sabes que de nosotros dicen mil
perrerías? Glocester, don Custodio, Foja, don Santos y el
mismísimo don Álvaro Mesía,
-¡Basta, madre, basta por Dios!
-Y por contera tus amoríos, tus abusos de consejero espiritual. Tú (vuelta a contar por los dedos, pero además con pataditas en el suelo, como llevando el compás) tienes fanatizado a medio pueblo; las de Carraspique se han metido monjas por culpa tuya, y una de ellas está muriendo tísica por culpa tuya también, como si tú fueras la humedad y la inmundicia de aquella pocilga; tú tienes la culpa de que no se case la de Páez, la primera millonaria de Vetusta, que no encuentra novio que le agrade... por culpa tuya.
-Madre...
-¿Qué más? Hasta les parece mal que enseñes la doctrina a las niñas de la Santa Obra del Catecismo...
-¡Miserables!
-Sí, miserables; pero van siendo muchos miserables, y el día menos pensado nos tumban.
-Eso no, madre -gritó el
Magistral perdiendo el
Doña Paula sonrió, sin que su hijo lo notase. «Así te quiero» pensó, y siguió diciendo:
-Pero el único flaco que podemos presentarles es este, Fermo; bien lo sabes; acuérdate de la otra vez.
-Aquella era una... mujer perdida.
-Pero te engañó ¿verdad?
-No, madre; no me engañó; ¿qué sabe usted?
Los ojos de doña Paula eran un par de inquisidores. Aquello de la Brigadiera nunca había podido aclararlo. Sólo sabía, por su mal, que había sido un escándalo que apenas se pudo sofocar antes que fuera tarde. A De Pas le repugnaban tales recuerdos. Eran cosas de la juventud. ¡Qué necedad temer que él volviese a descuidarse ahora, a los treinta y cinco años! Entonces, en la época de la Brigadiera no tenía él experiencia, le halagaba la vanagloria, le seducía y mareaba el incienso de la adulación.
«Si mi madre me viera por dentro, no tendría esos temores con que ahora me mortifica».
Doña Paula insistió en pintarle los peligros de la calumnia; sabía que le lastimaba el alma, pero a su juicio era un dolor necesario, porque temía para su hijo la caída de Salomón.
La madre de don Fermín
creía en la omnipotencia de la mujer. Ella era buen ejemplo. No
temía que las intrigas del Cabildo pudiesen gran cosa contra el
prestigio de su Fermín, que era el instrumento de que ella,
«¿Pero de qué demontres hablasteis dos horas seguidas?».
No se atrevió a tanto. «Al fin su hijo era un sacerdote y ella era cristiana».
Preguntar aquello le parecía una irreverencia, un sacrilegio que hubiera puesto a Fermo fuera de sí, y no había para qué.
-Adiós, madre -dijo don Fermín cuando doña Paula calló por no atreverse con la pregunta sacrílega.
Ya estaba en la escalera el Magistral cuando oyó a su madre que decía:
-¿De modo que hoy tampoco vas a coro?
-Señora, si ya habrá concluido...
-¡Bueno, bueno! -quedó murmurando ella- no ganamos para multas.
Por fin el Magistral se vio fuera de su casa, con el placer de un estudiante que escapa de la férula de un dómine implacable.
El sol brillaba acercándose al cenit. Sobre Vetusta ni una sola nube. El cielo parecía andaluz.
Sí, pero el buen humor del Magistral se había nublado; su madre le había puesto nervioso, airado, no sabía contra quién.
«Aquel era su tirano: un tirano consentido, amado, muy amado, pero formidable a veces. ¿Y cómo romper aquellas cadenas? A ella se lo debía todo. Sin la perseverancia de aquella mujer, sin su voluntad de acero que iba derecha a un fin rompiendo por todo ¿qué hubiera sido él? Un pastor en las montañas, o un cavador en las minas. Él valía más que todos, pero su madre valía más que él. El instinto de doña Paula era superior a todos los raciocinios. Sin ella hubiera sido él arrollado algunas veces en la lucha de la vida. Sobre todo, cuando sus pies se enredaban en redes sutiles que le tendía un enemigo, ¿quién le libraba de ellas? Su madre. Era su égida. Sí, ella primero que todo. Su despotismo era la salvación; aquel yugo, saludable. Además, una voz interior le decía que lo mejor de su alma era su cariño y su respeto filial. En las horas en que a sí mismo se despreciaba, para encontrar algo puro dentro de sí, que impidiera que aquella repugnancia llegase a la desesperación, necesitaba recordar esto: que era un buen hijo, humilde, dócil... un niño, un niño que nunca se hacía hombre. ¡Él que con los demás era un hombre que solía convertirse en león!».
«Pero ahora sentía una
rebelión en el alma. Era una injusticia aquella sospecha de su madre. En
la virtud de la Regenta creía toda Vetusta, y en efecto era un
En este momento comprendió la
causa de su malhumor repentino. «La madre había hablado de las
calumnias con que le querían perder... de las demasías de
ambición, orgullo y sórdida codicia que le imputaban, de la
influencia perniciosa en la vida de muchas familias que se le achacaba... pero
¿era todo calumnia? Oh, si la Regenta supiese quién era
él, no le confiaría los secretos de su corazón. Por un
acto de fe, aquella señora había despreciado todas las injurias
con que sus enemigos le perseguían a él, no había
creído nada de aquello y se había acercado a su confesonario a
pedirle luz en las tinieblas de su conciencia, a pedirle un hilo salvador en
los abismos que se abrían a cada paso de la vida. Si él hubiera
sido un hombre honrado, le hubiera dicho allí mismo: -¡Calle
usted, señora! yo no soy digno de que la majestad de su secreto entre en
mi pobre morada; yo soy un hombre que ha aprendido a decir cuatro palabras de
consuelo a los pecadores débiles; y cuatro palabras de terror a los
pobres de espíritu fanatizados; yo soy de miel con los que vienen a
morder el cebo y de hiel con los que han mordido; el señuelo es de
azúcar, el alimento que doy a mis prisioneros, de acíbar;... yo
soy un ambicioso, y lo que es peor, mil veces peor, infinitamente peor, yo soy
avariento, yo guardo riquezas mal adquiridas, sí, mal adquiridas; yo soy
un déspota en vez de un pastor; yo vendo la Gracia, yo comercio como un
judío con la Religión del que arrojó del templo a los
mercaderes..., yo soy un miserable, señora; yo no soy digno de ser su
confidente, su director espiritual. Aquella elocuencia de ayer era falsa, no me
salía del alma, yo no soy el
Como el pensamiento le llevaba muy lejos, el Magistral sintió una reacción en su conciencia, reacción favorable a su fama.
«Hagámonos más justicia» pensó sin querer, por el instinto de conservación que tiene el amor propio.
Y entonces recordó que su madre era quien le empujaba a todos aquellos actos de avaricia que ahora le sacaban los colores al rostro.
«Era su madre la que atesoraba; por ella, a quien lo debía todo, había él llegado a manosear y mascar el lodo de aquella sordidez poco escrupulosa. Su pasión propia, la que espontáneamente hacía en él estragos era la ambición de dominar; pero esto ¿no era noble en el fondo? y ¿no era justo al cabo? ¿No merecía él ser el primero de la diócesis? El Obispo ¿no le reconocía de buen grado esta superioridad moral? Bastante hacía él contentándose, por ahora, con no mandar más que en Vetusta. ¡Oh! estaba seguro. Si algún día su amistad con Ana Ozores llegaba al punto de poder él confesarse ante ella también y decirle cuál era su ambición, ella, que tenía el alma grande, de fijo le absolvería de los pecados cometidos. Los de su madre, aquellos a que le había arrastrado la codicia de su madre eran los que no tenían disculpa, los feos, los vergonzosos, los inconfesables».
Mientras tales pensamientos le
atormentaban y consolaban sucesivamente, iba el Magistral por las aceras
estrechas y gastadas de las calles tortuosas y poco concurridas de la Encimada;
iba con las mejillas encendidas, los ojos humildes, la cabeza un poco torcida,
según costumbre, recto el airoso cuerpo, majestuoso y
Contestaba a los saludos como si tuviese el alma puesta en ellos, doblando la cintura y destocándose como si pasara un rey; y a veces ni veía al que saludaba.
Este fingimiento era en él segunda naturaleza. Tenía el don de estar hablando con mucho pulso mientras pensaba en otra cosa.
Doña Paula había vuelto a
entrar en el despacho de su hijo. Registró la alcoba. Vio la cama
-Oye... -volvió a decir-. Nada, vete.
Se encogió de hombros.
-«Es imposible -dijo entre dientes-; no hay manera de averiguar nada».
Y, saliendo del despacho, dijo todavía:
-«¡Qué capricho de hombres!».
Y subiendo la escalera del segundo piso, añadió:
-«¡Es como todos, como todos; siempre fuera!».
Don Francisco de Asís Carraspique
era uno de los individuos más importantes de la Junta Carlista de
Vetusta, y el que hizo más
Doña Lucía, su esposa, confesaba con el Magistral. Este era el pontífice infalible en aquel hogar honrado. Tenían cuatro hijas los Carraspique; todas habían hecho su primera confesión con don Fermín; habían sido educadas en el convento que había escogido don Fermín; y las dos primeras habían profesado, una en las Salesas y otra en las Clarisas.
El palacio de Carraspique, comprado por poco dinero en la quiebra de un noble liberal, que murió del disgusto, estaba enfrente del caserón de los Ozores, en la Plaza Nueva, podrida de vieja.
El Magistral se dejó introducir en el estrado por una criada sesentona, que ladraba a los pobres como los perros malos. A los curas les lamería los pies de buen grado.
-Espere usted un poco, señor Magistral, haga el favor de sentarse; el señor está allá dentro y sale en seguida... (Con voz misteriosa y agria.) Está ahí el médico... ese empecatado primo de la señora.
-Sí, ya, don Robustiano: ¿pues qué hay, Fulgencia?
-Creo que Sor Teresa está algo peor... pero no es para tanto alarmar a los pobrecitos señores. ¿Verdad, señor Magistral, que la pobre señorita no está de cuidado?
-Creo que no, Fulgencia; pero ¿qué dice el médico? ¿Viene de allá?
-Sí, señor, de allá; y ahí dentro daba gritos... viene furioso... es un loco. No sé cómo le llaman a él. El parentesco, es cosa del parentesco.
El salón era rectangular, muy espacioso, adornado con gusto severo, sin lujo, con cierta elegancia que nacía de la venerable antigüedad, de la limpieza exquisita, de la sobriedad y de la severidad misma. El único mueble nuevo era un piano de cola de Erard.
Llegó al salón don Robustiano y salió Fulgencia hablando entre dientes.
El médico era alto, fornido, de
luenga barba blanca. Vestía con el arrogante lujo de ciertos personajes
de provincia que quieren revelar en su porte su buena posición social.
Era una hermosa figura que se defendía de los ultrajes del tiempo con
buen éxito todavía. Don Robustiano era el médico de la
nobleza desde muchos años atrás; pero si en política
pasaba por reaccionario y se burlaba de los progresistas, en religión se
le tenía por volteriano, o lo que él y otros vetustenses
entendían por tal. Jamás había leído a Voltaire,
pero le admiraba tanto como le aborrecía Glocester, el Arcediano, que no
lo había leído tampoco. En punto a letras, las de su ciencia
inclusive, don Robustiano no podía alzar el gallo a ningún
mediquillo moderno de los que se morían de hambre en Vetusta.
Había estudiado poco, pero había ganado mucho. Era un
médico de mundo, un doctor de buen trato social. Años
atrás, para él todo era flato; ahora todo era
Al lado de sus enfermos siempre estaba de broma.
-«¿Con que se nos quiere usted morir, señor Fulano? Pues vive Dios, que lo hemos de ver..., etc.».
Esta era una frase sacramental; pero
tenía otras muchas. Así se había hecho rico. No usaba
muchos términos técnicos, porque, según él, a los
profanos no se les ha de asustar con griego y latín. No era pedante,
pero cuando le apuraban un poco, cuando le contradecían, invocaba el
sacrosanto nombre de
«La ciencia manda esto; la ciencia ordena lo otro».
Y no se le había de replicar.
Aparte la ciencia, que no era su terreno propio, don Robustiano podía apostar con cualquiera a campechano, alegre, simpático, y hasta hombre de excelente sentido y no escasa perspicacia. Pecaba de hablador.
Al Magistral no le podía tragar, pero temía su influencia en las casas nobles y le trataba con fingida franqueza y amabilidad falsa.
De Pas le tenía a él por un grandísimo majadero, pero le tributaba la cortesía que empleaba siempre en el trato, sin distinguir entre majaderos y hombres de talento.
-¡Oh, mi señor don Fermín! cuánto bueno... Llega usted a tiempo, amigo mío; el primo está inconsolable. ¡Buen día de su santo! Le he dicho la verdad, toda la verdad; y, es claro, ahora que la cosa no tiene remedio, se desespera... Es decir, remedio... yo creo que sí... pero estas ideas exageradas que... en fin, a usted se le puede hablar con franqueza, porque es una persona ilustrada.
-¿Qué hay, don Robustiano? ¿Viene usted de las Salesas?
-Sí, señor; de aquella pocilga vengo.
-¿Cómo está Rosita?
-¿Qué Rosita? ¡Si ya no hay Rosita! Si ya se acabó Rosita; ahora es Sor Teresa, que no tiene rosas ni en el nombre, ni en las mejillas.
Don Robustiano se acercó al Magistral; miró a todos los rincones, a todas las puertas, y con la mano delante de la boca, dijo:
-¡Aquello es el acabose!
El Magistral sintió un escalofrío.
-¿Usted cree?
-Sí, creo en una
catástrofe próxima. Es decir, distingo, distingo en nombre de la
ciencia. Yo, Somoza, no puedo esperar nada bueno; yo, hombre de ciencia,
necesito declarar, primero: que si la niña sigue respirando en aquel
-Ya sabe usted que es una residencia interina. Las Salesas están haciendo, como usted sabe, su convento junto a la fábrica de pólvora.
-Sí, ya sé; pero cuando el convento esté edificado y las mujeres puedan trasladarse a él, nuestra Rosita habrá muerto.
-Señor Somoza, el cariño le hace a usted, acaso, ver el peligro mayor de lo que es.
-¿Cómo mayor, señor De Pas? ¿Querrá usted saber más que la ciencia? Ya le he dicho a usted lo que la ciencia opina: segundo: que es un crimen de lesa humanidad... ¡Oh! ¡Si yo cogiera al curita que tiene la culpa de todo esto! Porque aquí anda un cura, señor Magistral, estoy seguro... y usted dispense... pero ya sabe usted que yo distingo entre clero y clero; si todos fueran como usted... ¿A que mi señor don Fermín no aconseja a ningún padre que tenga cuatro hijas como cuatro soles, que las haga monjas una por una a todas, como si fueran los carneros de Panurgo?
El Magistral no pudo menos de
sonreír, recordando
Don Fermín pensaba: «¿Serán indirectas las necedades de este majadero?».
-Yo sospecho -continuó el doctor-
que mi pobre Carraspique está supeditado a la voluntad de algún
fanático, v. gr. el Rector del Seminario. ¿No le parece a usted
que puede ser el señor Escosura, ese Torquemada
-No, señor; no creo que sea ese, ni que haya en esta casa tanta desgracia como usted dice.
-¡Van ya dos niñas al hoyo!
-¿Cómo al hoyo?
-O al convento, llámelo usted hache.
-Pero el convento no es la muerte; como usted comprende, yo no puedo opinar en este punto...
-Sí, sí, comprendo y usted dispense. Pero en fin, ya que existen conventos, señor, que los construyan en condiciones higiénicas. Si yo fuera gobierno, cerraba todos los que no estuvieran reconocidos por la ciencia. La higiene pública prescribe...
El señor Somoza expuso latamente varias vulgaridades relativas a la renovación del aire, a la calefacción, aeroterapia y demás asuntos de folletín semicientífico. Después volvió a la desgracia de aquella casa.
-¡Cuatro hijas y dos ya monjas! Esto es absurdo.
-No, señor; absurdo no, porque son ellas las que libremente escogen...
-¡Libremente! ¡libremente!
Ríase usted, señor Magistral,
Don Robustiano hablaba casi como un filósofo cuando se acaloraba.
-Si a mí no se me engaña -continuó-; si yo conozco bien esta comedia. ¿No ve usted, señor mío, que yo las he visto nacer a todas ellas, que las he visto crecer, que he seguido paso a paso todas las vicisitudes de su existencia? Verá usted el sistema.
Don Robustiano se sentó, y prosiguió diciendo:
-Hasta que tienen quince o
dieciséis años las hijas de mis primos no ven el mundo. A los
diez o los once van al convento; allí sabe Dios lo que les pasa; ellas
no lo pueden decir, porque las cartas que escriben las dictan las monjas y
están siempre cortadas por el mismo patrón, según el cual,
«aquello es el Paraíso». A los quince años vuelven a
casa; no traen voluntad; esta facultad del alma, o lo que sea, les queda en el
convento como un trasto inútil. Para dar una satisfacción al
mundo, a la opinión pública, desde los quince a los dieciocho o
diecinueve, se representa la farsa piadosa de hacerles ver el siglo... por un
agujero. Esta manera de ver el mundo es muy graciosa, mi señor don
Fermín. ¿Recuerda usted el convite de la cigüeña?
Pues eso. Las niñas ven el mundo, dentro de la redoma, pero no lo pueden
catar. ¿A los bailes? Dios nos libre. ¿Al teatro?
Abominación. ¡A la novena, al sermón! y de Pascuas a Ramos
un paseíto con la mamá por el Espolón o el Paseo de
Verano; los ojitos en el suelo; no se habla con nadie; y en seguida a casa.
Después viene la gran prueba: el viaje a Madrid. Allí se ven las
fieras del Retiro,
El Magistral oyó con paciencia el discurso del médico y, por decir algo, dijo:
-No podrá usted negar que en esta casa el trato es jovial, franco; a cien leguas de toda gazmoñería.
-¡Otra farsa! No sé quién diablos ha enseñado a mi prima esta comedia. El que entra aquí piensa que es calumnia lo que se cuenta de la rigidez monástica de este hogar honrado, pero aburrido. Las apariencias engañan. Esta alegría sin saber por qué, estas bromitas de clerigalla, y usted dispense, esta tolerancia formal, puramente exterior, sin disimulos para tapar la boca a los profanos.
El Magistral miraba al médico con
gran curiosidad y algo de asombro. «¿Cómo aquel hombre de
tan escasas luces discurría así en tal materia?
¿Sabía Somoza que era él y nadie más el
Entró Carraspique en el salón. Traía los ojos húmedos de recientes lágrimas. Abrazó al Magistral y le suplicó fervorosamente que fuese a las Salesas a ver cómo estaba su hija; él no tenía valor para ir en persona. Don Fermín prometió ir aquel mismo día.
Somoza volvió a describir la
falta de
-Pero ¿qué quieres que haga, primo mío?
-Hijo, yo nada; yo no quiero nada,
porque sé cómo sois. Pero lo que digo es lo siguiente: la
niña está muy enferma, y no por culpa suya; su naturaleza era
fuerte; en su
Y como esta palabra, si bien le parecía culta, no expresaba lo que él quería, sino lo contrario, añadió:
-En un inodoro... que es la
-En fin, señores -prosiguió- ustedes defienden el absurdo y ahí no llega mi paciencia. Resumen; la ciencia ofrece la salud de Rosita con aires de aldea, allá junto al mar; vida alegre, buenos alimentos, carne y leche sobre todo... sin esto... no respondo de nada.
Cogió el sombrero y el bastón de puño de oro; saludó con una cabezada al Magistral y salió murmurando:
-A lo menos San Simeón Estilita estaba sobre una columna, pero no era una columna... de este orden; no era un estercolero.
Doña Lucía se presentó y con un gesto displicente contestó a las palabras de su primo que había oído desde lejos:
-Es un loco, hay que dejarle.
-Pero nos quiere mucho -advirtió Carraspique.
-Pero es un loco... haciéndole favor.
El Magistral, con buenas palabras, vino
a decir lo mismo. «No había que hacer caso de Somoza; era un
sectario. Ciertamente, el convento provisional de las Salesas no era buena
vivienda, estaba situado en un
Después don Fermín consideró la cuestión desde el punto de vista religioso. «Había algo más que el cuerpo. Aquellos argumentos puramente humanos, mundanos, que se podían oponer a Somoza y otros como él, eran lo de menos. Lo principal era mirar si había escándalo en precipitarse y tomar medidas que alarmasen a la opinión. Por culpa de ellos, por culpa de un excesivo cariño, de una extremada solicitud, podían dar pábulo a la maledicencia. ¿Qué esperaban sino eso los enemigos de la Iglesia? Se diría que el convento de las Salesas era un matadero; que la religión conducía a la juventud lozana a aquella letrina a pudrirse... ¡Se dirían tantas cosas! No, no era posible tomar todavía ninguna medida radical. Había que esperar. Por lo demás, él iría a ver a Sor Teresa...».
-¡Sí, don Fermín, por Dios! -exclamó doña Lucía, juntando las manos- segura estoy de que recobrará la salud aquella querida niña, si usted le lleva el consuelo de su palabra.
No se atrevía a llamarla su hija. La creía de Dios, sólo de Dios.
Después se habló de otra
cosa. Aunque no se había
-¿Un impío Ronzal? ¡Su amigo de usted! -se atrevió a decir Carraspique.
-Sí; don Francisco, mi amigo; pero lo primero es lo primero. Yo sacrifico al amigo tratándose de la felicidad de su hija de ustedes.
Una lágrima de las pocas que tenía rodó por el rostro de la señora de la casa. Más estético y más simétrico hubiera sido que las lágrimas fueran dos; pero no fue más que una; la del otro ojo debió de brotar tan pequeña, que la sequedad de aquellos párpados, siempre enjutos, la tragó antes que asomara.
La lágrima era de agradecimiento. «El Magistral les sacrificaba el nombre y hasta la conveniencia de un amigo, de un gran amigo, de un defensor, de un partidario suyo, de todo un Ronzal el diputado. Bien hacía ella en entregar las llaves del corazón y de la conciencia a tal hombre, a aquel santo, pensaría mejor».
Ronzal, alias Trabuco, aspiraba a la mano de una Carraspique, fuere cual fuere, porque su presupuesto de gastos aumentaba y el de ingresos disminuía; y don Francisco de Asís era un millonario que educaba muy bien a sus hijas. Pero el Magistral tenía otros proyectos.
-¿Un impío Ronzal? -preguntó asustado Carraspique.
-Sí, un impío... relativamente. No basta que la religión esté en los labios, no basta que se respete a la Iglesia y hasta se la proteja; en la política y en el trato social es necesario contentarse con eso muchas veces, en los tiempos tristes que alcanzamos, pero eso es otra cosa. Ronzal, comparado con otros... con Mesía, por ejemplo, es un buen cristiano; aun el mismo Mesía, que al cabo no se ha separado de la Iglesia, es católico, religioso... comparado con don Pompeyo Guimarán el ateo. Pero ni Mesía, ni Ronzal son hombres de fe y menos de piedad suficiente... ¿Daría usted una hija a don Álvaro?
-¡Antes muerta!
-Pues Ronzal, aunque se llama conservador y quiere la unidad católica y otros principios que contiene nuestra política, no es buen cristiano, no lo es como se necesita que lo sea el marido de una Carraspique.
Aquel calor con que defendía los intereses espirituales de la familia, les llegaba al alma a los amos de la casa.
Ronzal fue desahuciado.
El Magistral habló todavía de otros asuntos. Había que hacer nuevos desembolsos. Limosnas, grandes limosnas para Roma; para las Hermanitas de los pobres, que iban a comprar una casa; limosna para la Santa Obra del Catecismo; limosna para la novena de la Concepción, porque habría que pagar caro un predicador, jesuita, que vendría de lejos. «Era mucho, sí; pero si los buenos católicos que todavía tenían algo no se sacrificaban ¿qué sería de la fe? ¡Si otros pudieran!».
Suspiró doña Lucía
al oír esto. Había comprendido. El Magistral quería decir
que si él fuese rico, su dinero sería de San Pedro y de las
instituciones piadosas. «¡Y
Don Fermín antes de salir de aquella casa, donde su imperio no tenía límites, volvió a prometer una visita a las Salesas.
«Pero no había que alarmarse, ni perder la paciencia».
-En el último trance, se atrevió a decir cuando ya lo creyó oportuno, suceda lo que Dios quiera; si es preciso sufrir por bien de la fe una prueba terrible, se sufrirá; porque el nombre de cristiano obliga a eso y a mucho más.
Allí don Fermín no decía que la virtud era fácil.
Era poco menos que imposible. La salvación se conseguía a costa de mucho padecer, y la alcanzaban muy pocos. La voz del Magistral en el estilo terrorista no era menos dulce que cuando sus ideas eran también melosas. La de salvación sonaba como la flauta del dios Pan; al decir «Dios misericordioso pero justo» aquella lengua imitaba el susurro del aura entre las flores...
Nunca hablaba del fuego del Infierno a los Carraspique. Eran tormentos de la conciencia los que les ofrecía para el caso probable de no salvarse, a pesar de tantos disgustos.
Doña Lucía encontraba a don Fermín algo flojo aquella mañana. No hablaba con la sublime unción de otras veces. Su pesimismo piadoso le salía a duras penas de los labios. Notó la buena señora que su director espiritual hablaba como quien piensa en otra cosa.
Cuando se vio solo en el portal, sin poder contenerse, descargó un puñetazo sobre el pasamano de mármol del último tramo de la suntuosa escalera.
-«¡No hay remedio, no hay remedio! -dijo entre dientes- no he de empezar ahora a vivir de nuevo. Hay que seguir siendo el mismo».
Otros días, al salir de aquella casa había gozado el placer fuerte, picante, del orgullo satisfecho; el dominio de las almas, que allí ejercía en absoluto, le daba al amor propio una dulce complacencia... Pero ahora, nada de eso. No salía contento. Había procurado abreviar la visita suprimiendo palabras en sus piadosas arengas.
«Aquel idiota de don Robustiano le había puesto de mal humor. Eso debía de ser».
«Necesitaba arrojar la careta, dar
rienda suelta a su mal ánimo, pisar algo con ira...». Se
dirigió a
Así se llamaba por antonomasia el del Obispo. Sumido en la sombra de la Catedral, ocupaba un lado entero de la plazuela húmeda y estrecha que llamaban «La Corralada». Era el palacio un apéndice de la Basílica, coetáneo de la torre, pero de peor gusto, remendado muchas veces en el siglo pasado y el presente. Con emplastos de cal y sinapismos de barro parecía un inválido de la arquitectura; y la fachada principal, renovada, recargada de adornos churriguerescos, sobre todo en la puerta y el balcón de encima, le daba un aspecto grotesco de viejo verde.
El Magistral dejó atrás el
zaguán, grande, frío y desnudo, no muy limpio; cruzó un
patio cuadrado, con algunas acacias raquíticas y parterres de flores
mustias; subió una escalera cuyo primer tramo era de piedra y los
demás de castaño casi podrido; y después de un corredor
cerrado con mampostería y ventanas estrechas, encontró una
antesala donde los familiares del Obispo
-¿Dónde estará, don Anacleto?
-Creo que tiene visitas -respondió el paje-. Unas señoras...
-¿Qué señoras?
Don Anacleto encogió los hombros con mucha gracia y sonrió.
Don Fermín vaciló un momento, dio un paso atrás; pero en seguida volvió a adelantarlo y abrió una puerta de escape por donde desapareció.
Después de cruzar salas y
pasadizos llegó al
El Ilustrísimo Señor don Fortunato Camoirán, Obispo de Vetusta, dejaba al Provisor gobernar la diócesis a su antojo; pero en su salón no había de tocar. Por esto habían valido poco las amonestaciones de don Fermín para que Fortunato se abstuviese de adornar los balcones con jaulas pobres, pero alegres, en que saltaban y alborotaban aturdiendo al mundo, jilgueros y canarios, que en honor de la verdad, parecían locos.
-«Gracias que no llevo mis pájaros a la catedral para que canten el Gloria cuando celebro de Pontifical. Cuando yo era párroco de las Veguellinas, jilgueros y alondras y hasta pardales cantaban y silbaban en el coro y era una delicia oírlos».
Fortunato era un santo alegre que no podía ver una irreverencia donde se podía admirar y amar una obra de Dios.
Glocester, el maquiavélico Arcediano, «opinaba que el Obispo -pero este era su secreto- no estaba a la altura de su cargo».
-«No basta ser bueno
-decía- para gobernar una
Esta opinión era la más corriente entre el clero del Obispado. Los señores de la junta carlista creían lo mismo. ¡Jamás habían podido contar para nada con el Obispo!
¿Qué resultaba de aquella excesiva piedad? Que S. I. se abandonaba en brazos del Provisor para todo lo referente al gobierno de la diócesis. Esto, según unos, era la perdición del clero y el culto, según otros una gran fortuna; pero todos convenían en que el bueno de Camoirán no tenía voluntad.
Era cierto que había aceptado la mitra a condición de escoger, sin que valieran recomendaciones, una persona de su confianza en quien depositar los cuidados del gobierno eclesiástico. El Magistral era sin duda el hombre de más talento que él había conocido. Además, doña Paula, cuando su hijo era un humilde seminarista, había servido en calidad de ama de llaves a Camoirán, a la sazón canónigo de Astorga. Desde entonces aquella mujer de hierro había dominado al pobre santo de cera. El hijo, ayudado por la madre, continuó la tiranía, y, como decían ellos, «le tenían en un puño». Y él estaba así muy contento.
¿Cómo había llegado a Obispo? En una época de nombramientos de intriga, de complacencias palaciegas, para aplacar las quejas de la opinión se buscó un santo a quien dar una mitra y se encontró al canónigo Camoirán.
Llegó a Vetusta echando
bendiciones y recibiéndolas del pueblo. Con gran escándalo de su
corazón sencillo y humilde se contaban maravillas de su virtud y casi le
atribuyeron milagros. En cierta ocasión, cuando hacía
-¡Sálvamelo, sálvamelo! -gritaba la madre, de rodillas, cerrando el paso al borrico.
-¡Si yo no sé! ¡si yo no sé! -gritaba el Obispo desesperado, temiendo por la vida del angelillo.
-¡Sí, sí, tú que eres santo! -replicaba la madre con alaridos.
-¡El cauterio! ¡el cauterio! pero yo no sé...
-¡Un milagro! ¡un milagro!... -repetía la madre.
La vida de Fortunato la ocupaban cuatro grandes cuidados: el culto de la Virgen, los pobres, el púlpito y el confesonario.
Tenía cincuenta años, la
cabeza llena de nieve, y su corazón todavía se abrasaba en fuego
de amor a María Santísima. Desde el seminario, y ya había
llovido después, su vida había sido una oda consagrada a las
alabanzas de la Madre de Dios. Sabía mucha teología, pero su
ciencia predilecta consistía en la doctrina de los Misterios que se
refieren a la Mujer
Tenía escritos cinco libros, que primero se vendían a peseta y después se regalaban, titulados así:
Nunca se le había aparecido la Reina del Cielo, pero consuelos se los daba a manos llenas; y el espíritu se lo inundaba de luz y de una alegría que no podían obscurecer ni turbar todas las desdichas del mundo, al menos las que él había padecido.
En limosnas se le iba casi todo el dinero que le daba el gobierno y mucho de lo que él había heredado. ¡Pero ay del sastre si le quería engañar cobrándole caros los remiendos de sus pantalones! ¿No sabía él lo que eran remiendos? ¿No había zurcido su ropa y cosido botones S. I. muchas veces? En cuanto al zapatero, que era de los más humildes, aguzaba el ingenio para que las piezas y medias suelas que ponía a los zapatos del Obispo estuvieran bien disimuladas.
-Pero, señor -gritaba el ama de llaves, doña Úrsula, heredera en el cargo de doña Paula-; si usted pide milagros. ¿Cómo no se han de conocer las puntadas? Compre usted unos zapatos nuevos, como Dios manda, y será mejor.
-¿Y quién te dice a ti, bachillera, que Dios manda comprar zapatos nuevos mientras el prójimo anda sin zapatos? Si ese remendón supiera su oficio, parecerían estos una gloria.
El Obispo tenía sus motivos para
exigir que los remiendos del calzado no se conocieran.
-Esto es absurdo -decía De Pas-. ¿Quiere usted ser el Obispo de
-No es eso, hijo mío, no es eso -respondía el Obispo sofocado, con ganas de meterse debajo de tierra.
Si es una gloria veros vestidos de nuevo; si así debe ser; si ya lo sé. ¿Crees tú que no gozo yo mirándoos a ti y a don Custodio y al primo del ministro, tan buenos mozos, tan relucientes, tan lechuguinos con vuestro sombrero de teja cortito, abierto, felpudo...?, pues ya lo creo... si eso es una bendición de Dios; si así debe ser... ¿Pero sabes tú quién es Rosendo? Es un grandísimo pillo que me pide tres pesetas por unas medias suelas, y ni siquiera tapa un agujerito que le puede salir a la piel... Estos son nuevos, palabra de honor que son nuevos, pero se ríen; ¿qué le hemos de hacer si tienen buen humor?
Durante algunos años Fortunato
había sido el predicador de moda en Vetusta. Su antecesor rara vez
subía al púlpito, y el verle a él en la cátedra del
Espíritu Santo casi todos los días, despertó la curiosidad
primero, después el interés y hasta el entusiasmo de los fieles.
Su elocuencia era espontánea, ardiente; improvisaba; era un orador
verdadero, valía más que en el papel, en el púlpito, en la
ocasión. Hablaba de repente, llamas de amor místico subían
de su corazón a su cerebro, y el púlpito se convertía en
un pebetero de poesía religiosa cuyos perfumes inundaban el templo,
penetraban en las almas. Sin pensar en ello, Fortunato poseía el arte
supremo del escalofrío; sí, los sentía el
Pero esto había sido al
principio. Después... el público empezó a cansarse.
Decían que el Obispo
-Estudia más los sermones -decían unos.
-Es más profundo, aunque menos ardiente.
-Y más elegante en el decir.
-Y tiene mejor figura en el púlpito.
-El Magistral es un artista, el otro un apóstol.
Hacía mucho tiempo que Glocester,
el Arcediano, no se explicaba por qué gustaba el Obispo como predicador.
«Él confesaba que no entendía aquello. Era demasiado
florido». Para Glocester no pasaba de
-«¿Y el dogma? ¿Y la
controversia? El Obispo nunca hablaba mal de nadie; para él como si no
hubiera un grosero materialismo ni una hidra revolucionaria, ni un
satánico
En concepto de Glocester,
Camoirán había comenzado a desacreditarse en los
-«Pues bien -decía
Glocester- allí no se habla por hablar, ni lo primero que viene a la
boca; allí no basta abrasarse en fuego divino; es necesario algo
más, so pena de ofender la ilustración de aquellos
señores. Se habla a jurisconsultos, a hombres de ciencia, señor
mío, y hay que tentarse la ropa antes de subir a la cátedra
sagrada. El Obispo había hablado a los
El actual regente -que no era Quintanar-
había dicho, en confianza, a un oidor que
Para irse al grano Glocester. Aquel mismo año en que Fortunato lo había hecho tan mal, en concepto de los señores magistrados, se lució en su sermón de viernes el sinuoso Arcediano. Ya lo anunciaba él muchos días antes.
-«Señores, no llamarse a engaño; a mí hay que leerme entre líneas; yo no hablo para criadas y soldados; hablo para un público que sepa... eso, leer entre líneas».
La musa de Glocester era la ironía. Aquel viernes memorable, Mourelo se presentó en el púlpito sonriente, como solía (ocho días antes se había desacreditado el Obispo), saludó al altar, saludó a la Audiencia y se dignó saludar al católico auditorio. Su mirada escudriñó los rincones de la Iglesia para ver si, conforme le habían anunciado, algún libre-pensadorzuelo de Vetusta, de esos que estudian en Madrid y vuelven podridos, estaba oyéndole. Vio dos o tres que él conocía, y pensó: «Me alegro; ahora veréis lo que es bueno».
El regente -que no era Quintanar- con el entrecejo arrugado y la toga tersa, sentado en medio de la nave en un sillón de terciopelo y oro, contemplaba al predicador, preparándose a separar el grano de la paja, dado que hubiera de todo. Otros magistrados, menos inclinados a la crítica, se disponían a dormir disimuladamente, valiéndose de recursos que les suministraba la experiencia de estrados.
Glocester se fue al grano en seguida. La antífrasis, el eufemismo, la alusión, el sarcasmo, todos los proyectiles de su retórica, que él creía solapada y hábil, los arrojó sobre el impío Arouet, como él llamaba a Voltaire siempre. Porque Mourelo andaba todavía a vueltas con el pobre Voltaire; de los modernos impíos sabía poco; algo de Renan y de algún apóstata español, pero nada más. Nombres propios casi ninguno: el grosero materialismo, el asqueroso sensualismo, los cerdos de los establos de Epicuro y otras colectividades así hacían el gasto; pero nada de Strauss ni de las luchas exegéticas de Tubinga y Götinga: amigo, esto quedaba para el Magistral, con no poca envidia de Glocester.
Voltaire, y a veces el extraviado filósofo ginebrino, pagaban el pato. Pero no; otro caballo de batalla tenía el Arcediano: el paganismo, la antigua idolatría. Aquel día, el viernes, estuvo oportunísimo burlándose de los egipcios. Al regente le costó trabajo contener la risa, que procuraba excitar Glocester.
Aquellos grandísimos puercos que adoraban gatos, puerros y cebollas, le hacían mucha gracia al orador sagrado. «¡Con qué sandunga les tomaba el pelo a los egipcios!», según expresión de Joaquinito Orgaz, religioso por buen tono y que creía sinceramente que era un disparate la idolatría.
-«Sí, Señor
Excelentísimo, sí, católico auditorio, aquellos habitantes
de las orillas del Nilo, aquellos ciegos cuya sabiduría nos mandan
admirar los autores impíos, adoraban el puerro, el ajo, la
cebolla».
Cerca de media hora estuvo abrumando a los Faraones y sus súbditos con tales cuchufletas. «¿Dónde tenían la cabeza aquellos hombres que adoraban tales inmundicias?».
Ronzal, Trabuco, que admiró aquel sermón, dos meses después sacaba partido de las citas de Glocester en las discusiones del Casino, y decía:
-«Señores, lo que sostengo
aquí y en todos los terrenos, es que si proclamamos la libertad de
cultos y el matrimonio civil, pronto volveremos a la idolatría, y
seremos como los antiguos egipcios, adoradores de Isis y
El regente opinó, y con él
toda la Territorial, que el señor Mourelo, arcediano, había
estado a mayor altura que el señor Obispo. Esto cundió por las
tertulias, corrillos y paseos, y cuantos pretendían pasar plaza de
personas instruidas, lamentaron que no hubiera más fondo en los sermones
del prelado, que no se preparase y que
Al cabo, la opinión llegó a decir esto, aunque ya sin el visto bueno de Glocester:
-«Que había que desengañarse; el verdadero predicador de Vetusta era el Magistral».
Pronto fue tal opinión un lugar
común, una frase hecha, y desde entonces la fama del Obispo como orador
se perdió irremisiblemente. Cuando en Vetusta se
Y así, fue en vano que en cierto sermón de Semana Santa Fortunato estuviera sublime al describir la crucifixión de Cristo.
Era en la parroquia de San Isidro, un
templo severo, grande; el recinto estaba casi en tinieblas; tinieblas como
reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían
altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo,
brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con
la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba
la luz con tonos de tristeza. El Obispo hablaba con una voz de trueno lejano,
sumido en la sombra del púlpito; sólo se veía de
él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se
extendía sobre el auditorio. Describía el crujir de los huesos
del pecho del Señor al relajar los verdugos las piernas del
mártir, para que llegaran los pies al madero en que iban a clavarlos.
Jesús se encogía, todo el cuerpo tendía a encaramarse,
pero los verdugos forcejeaban; ellos vencerían. «¡Dios
mío! ¡Dios mío!», exclamaba el Justo, mientras su
cuerpo dislocado se rompía dentro con chasquidos sordos. Los verdugos se
irritaban contra la propia torpeza; no acababan de clavar los pies... Sudaban
jadeantes y maldicientes; su aliento manchaba el rostro de Jesús...
«¡Y era un Dios! ¡el Dios único, el Dios de ellos, el
nuestro, el de todos! ¡Era Dios!...» gritaba Fortunato horrorizado,
con las manos crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la piedra fría
del pilar; temblando ante una visión, como si aquel aliento de los
sayones hubiese tocado su frente, y la cruz y Cristo estuvieran allí,
suspendidos en la sombra sobre el auditorio,
A las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a que obligaba al Obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo los suspiros de ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas, que eran la mayoría del auditorio. Eran los sollozos indispensables de los días de Pasión, los mismos que se exhalaban ante un sermón de cura de aldea, mitad suspiros, mitad eruptos de la vigilia.
Las señoras no suspiraban;
miraban los devocionarios abiertos y hasta pasaban hojas. Los inteligentes
opinaban que el prelado «se había descompuesto», tal vez se
había perdido. «Aquello era sacar el Cristo». El
púlpito no era aquello. Glocester, desde un rincón, se
escandalizaba para sus adentros. «¡Pero
El Magistral no era cómico, ni
trágico, ni épico. «No le gustaba sacar el Cristo».
En general prescindía en sus sermones de la epopeya cristiana y pocas
veces predicó en la Semana de Pasión. «Rehuía los
lugares comunes»,
En cierta época, cuando era joven, al pensar en estas cosas la duda le había atormentado tantas veces con punzadas de remordimiento, si quería figurarse la vida de Jesús, que ya tenía miedo de tales imágenes; huía de ellas, no quería quebraderos de cabeza. «Bastante tenía él en qué pensar». Era un iconoclasta para sus adentros. Le faltaba el gusto de las artes plásticas; y, sin atreverse a decirlo, opinaba que los cuadros, aunque fuesen de grandes pintores, profanaban las iglesias. Del dogma le gustaba la teología pura, la abstracción, y al dogma prefería la moral. La vocación de la filosofía teológica y el prurito de la controversia habían nacido ya en el seminario; su espíritu se había empapado allí de la pasión de escuela, que suple muchas veces al entusiasmo de la verdadera fe. La experiencia de la vida había despertado su afición a los estudios morales. Leía con deleite los
¡Cuántas veces
sonreía el Magistral con cierta lástima
Los sermones de don Fermín
tenían por asunto casi siempre o la lucha con la impiedad moderna, la
controversia de actualidad, o los vicios y virtudes y sus consecuencias.
Él prefería esta última materia. De vez en cuando, para
conservar su fama de sabio entre las
No era su afán pintar a los enemigos como criminales encenagados en el error, que es delito, sino como duros de mollera. La vanidad del predicador comunicaba luego con la de sus oyentes y se hacía una sola; nacía el entusiasmo cordial, magnético de dos vanidades conformes.
«¡Lástima que tantos y tantos millones de hombres como viven en las tinieblas de la idolatría, de la herejía, etc., no tuviesen el talento natural de los vetustenses apiñados en el crucero de la catedral, alrededor del público! La salvación del mundo sería un hecho».
El empeño constante del Magistral
en la
«¡Qué hombre! ¡qué sabiduría! ¿cuándo aprenderá estas cosas? ¡Sus días deben de ser de cuarenta y ocho horas!».
Las damas, aunque admiraban
también aquello de que Renan copia a los alemanes, y lo de que no hay
más sabios que el P. Secchi y otros cinco o seis jesuitas, con lo
demás de Götinga y de Tubinga y lo del orientalista Oppert, etc.,
etc., preferían oír al Magistral en sus
Si en los asuntos dogmáticos
buscaba el auxilio de
«¡Quién se lo hubiera
dicho! después de haber hecho su fortuna en América, ahora en el
Su estudio más acabado era el del joven que se entrega a la lujuria. Le presentaba primero fresco, colorado, alegre, como una flor, lleno de gracia, de sueños de grandezas, esperanza de los suyos y de la patria... y después, seco, frío, hastiado, mustio, inútil.
Casi siempre se olvidaba de decir la que les esperaba a las víctimas del vicio en el otro mundo. Aquella moral utilitaria la entendían las señoras y los indianos perfectamente. El resumen que hacían de ella en sus adentros era este:
«¡Guarda Pablo!».
«¡Qué razón
tiene!», pensaban muchas damas al oírle hablar del adulterio. Las
más de estas eran
También en el tribunal de la penitencia había derrotado el Provisor al Obispo.
Cuando Camoirán llegó a
Vetusta, se vio acosado por el
Se le fue dejando poco a poco. Aquello
de tener que mezclarse en la capilla de la Magdalena (del trasaltar) con
multitud de criadas y beatas pobres, tenía poca gracia. Y el Obispo las
iba llamando por
Pronto se vio rodeado nada más de populacho madrugador. Canteros, albañiles, zapateros y armeros carlistas, beatas pobres, criadas tocadas de misticismo más o menos auténtico, chalequeras y ribeteadoras, este fue su pueblo de penitentes bien pronto. «Por eso él se quejaba, muy afligido, de las malas costumbres y de los muchos nacimientos ilegítimos que debía de haber, según su cuenta. ¡Si tratara con señoritas!».
En una ocasión llegó a decirle al Gobernador civil:
-Hombre, ¿no estaría en sus atribuciones de usted prohibir el paseo de la zapatilla?
Aludía el Obispo al paseo de los
artesanos en el
Creía que de allí y de los bailes peseteros del teatro nacía la corrupción creciente de Vetusta.
Así era el buen Fortunato Camoirán, prelado de la diócesis exenta de Vetusta la muy noble ex-corte; aquel humilde Obispo a quien el Provisor en cuanto entró en el salón reprendió con una mirada como un rayo.
El Obispo estaba sentado en un sillón y las dos señoras en el sofá.
Eran Visita, la del Banco, y Olvido Páez, la hija de Páez el Americano, el segundo millonario de la Colonia.
El Obispo al ver al Magistral se ruborizó, como un estudiante de latín sorprendido por sus mayores con la primera tagarnina.
«¿Qué era aquello?», quería decir la mirada del Magistral, que saludó a las señoras inclinándose con gracia y coquetería inocente. «¡Unas señoras con el Obispo! ¡Y ningún caballero las acompañaba! Esto era nuevo».
Cosas de Visitación. Se trataba
de seducir a su Ilustrísima para que fuese a honrar con su presencia el
solemne reparto de premios a la virtud,
Era el círculo algo como una
oposición a
Las niñas de las
Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal,
y lo de
Venid y vamos todos con flores a María,
inventaron un cantar contra el Círculo. Decía así:
Los niños pobres no quieren ir a la Libre Hermandad, los niños pobres prefieren la Cristiana Caridad.
La
La Libre Hermandad se hubiera muerto de
consunción sin el valeroso sacrificio de su Presidente.
Comprendió el señor Guimarán que los tiempos no estaban
para secularizar la caridad y las primeras letras y presentó su
dimisión «sacrificándose, decía, no a las
imposiciones del fanatismo, sino al bien de los niños
abandonados». Con la dimisión de don Pompeyo y la feliz idea de
crear la junta agregada de damas
Visitación fue la primera dama
agregada, por su prurito de agregarse a todo. Actualmente era la tesorera de
las
Se trataba ahora de borrar los
últimos vestigios de herejía o lo que fuese,
congraciándose con la catedral y rogando al señor Obispo que
presidiera el solemne reparto de premios aquel año. «Pero
¿quién le ponía el cascabel al gato? -Visitación,
la del Banco». ¿Quién más a propósito para
tales atrevimientos? Por el bien parecer pidió que en su visita le
acompañase otra dama de
-«Sí -decía en la junta Visitación- que venga Olvido; así no creerá el Magistral que el tiro va contra él; porque, como a mí no me puede ver...».
Y era verdad; el Magistral despreciaba a la del Banco y la tenía por una grandísima cualquier cosa. Era de las pocas señoras que ayudaban al Arcediano en su conspiración contra el Vicario general. Sin embargo, Visita confesaba a veces con don Fermín, a pesar de los desaires de este. «Ya sabía él a qué iba allí aquella buena pécora, pero chasco se llevaba; la confesaba por los mandamientos y se acabó».
-«¿Y qué más? adelante; ¿y qué más? estilo Ripamilán. A buena parte iba la correveidile de Glocester».
Fortunato ya había dado palabra
de honor de ir a la solemne sesión de La Libre Hermandad. Esto y el ver
allí a la de Páez, su más fiel devota, agravó el
mal
-Pero, señoras mías -dijo De Pas- hablemos con formalidad un momento.
-¿Qué? ¿cómo se entiende? ¿quiere usted recoger velas, que se desdiga S. I.?
-Creo, que...
-¡Nada, nada! La palabra es palabra. Nos vamos, nos vamos; ea, ea, conversación; no oigo nada... Vamos, Olvido... no oigo... no oigo...
Por una especie de milagro
acústico cada palabra de Visitación sonaba como siete;
parecía que estaba allí perorando toda la junta de
Se levantó y se dirigió a la puerta llevando como a remolque a la de Páez.
El Magistral protestó en vano: «Aquella sociedad la había fundado un ateo, era enemiga de la Iglesia...».
-No hay tal -gritó desde la puerta Visita-; si así fuera, no figuraríamos nosotras como damas agregadas.
-Yo lo soy -advirtió la de Páez- por empeño de esta que convenció a papá.
-Pero, señores, si
-Tiene razón -se atrevió a decir el Obispo, a quien todavía engañaba el aturdimiento postizo de la del Banco-; tiene razón esa loquilla...
-¡No tiene tal! -gritó el
Provisor, perdiendo un estribo
Visita volvió la cara y sacó la lengua. «¡Cómo le trata!» pensó, envidiando a un hombre que osaba llamar imprudente al Obispo.
Las damas salieron: S. I. quedó corrido; y después de indicar al Magistral que las acompañara por los pasillos estrechos y enrevesados, se puso en salvo, encerrándose en el oratorio, para evitar explicaciones.
El Magistral no pensó en buscarle.
La de Páez iba con la cabeza baja. Temía también una reprensión del prebendado. Este aprovechó un momento en que Visita se detuvo para saludar a una familia que ella había recomendado al Obispo, y acercándose al oído de la joven dijo en tono de paternal autoridad:
-Ha hecho usted mal, pero muy mal en acompañar a esta... loca.
-Pero si me votaron...
-Si usted no fuera de esa junta...
-Papá espera a usted hoy a comer. Iba a escribirle yo misma, pero dese usted por convidado.
-Bueno, bueno; ¿no le gusta a usted oír las verdades?
-Lo que digo es que papá...
-Pues hoy no puedo ir... a comer. Estoy convidado hace días... otro Francisco que... pero allá nos veremos dentro de una hora; en cuanto despache de prisa y corriendo...
Se despidieron; las damas salieron a la calle, y el Provisor entró, dejando atrás pasillos, galerías y salones, en las oficinas del gobierno eclesiástico.
Llegó a su despacho el
señor vicario general, y sin
-¿Qué hay? -gritó con voz agria, levantando la cabeza y mirando a los escarabajos que tenía enfrente.
Eran un clérigo que parecía seglar y un seglar que parecía clérigo; mal afeitados los dos, peor el sacerdote, que mostraba el rostro lleno de púas negras ásperas; vestían ambos de paisano, pero como los curas de aldea; el alzacuello del clérigo era blanco y estaba manchado con vino tinto y sudor grasiento; el cuello de la camisa del otro parecía también un alzacuello; usaba corbatín negro abrochado en el cogote.
Don Carlos Peláez, notario
eclesiástico que desempeñaba otros dos o tres cargos en Palacio,
no todos compatibles, se jactaba de ser una de las personas más
influyentes en la curia eclesiástica y aun en el ánimo del
señor Provisor. Bien iba a probarlo ahora interponiendo su favor para
arrancar al mísero párroco de Contracayes, aldea de la
montaña, de las garras de la disciplina. Había habido
-¿Qué hay? -repitió el Magistral, sonriendo por máquina al notario.
Peláez señaló a su compañero, que era un buen mozo, moreno, de cejas muy pobladas, ceño adusto, ojos de color de avellana que echaban fuego, boca grande, orejas puntiagudas, cuello muy robusto y abultada nuez. Parecía todo él tiznado, y no lo estaba; tenía tanto de carbonero como de cura; aquel matiz de las púas negras entre la carne amoratada de las mejillas se hubiera creído que le cubría todo el cuerpo. Nunca se había visto enfrente del Provisor, a quien temía por los rayos que manejaba, pero nada más hasta el punto que un gigantón salvaje puede temer a quien puede aplastar, en último caso, de una puñada. Notó don Fermín que Contracayes estaba más aturdido que atemorizado. Saludó el cura con un gruñido, y el Provisor no contestó siquiera.
El notario se volvió todo mieles; se sentó de soslayo en una silla para dar a entender al cura que estaba allí como en su casa; hablaba con el lenguaje más familiar posible, sin pecar de irreverente; se permitía bromitas y estuvo a punto de declarar que el pecado de solicitación no era de los más feos y que se podría echar tierra fácilmente al asunto. Y como el Magistral arrugase el ceño, Peláez mudó de conversación y habló con falso aturdimiento de las últimas elecciones y hasta aludió a las hazañas de cierto cura de la montaña que conocía él, que había metido el resuello en el cuerpo a una pareja de la guardia civil. Contracayes sonrió como un oso que supiera hacerlo.
El Magistral estaba pensando en la
manera de solicitar a sus penitentes que tendría aquel salvaje... Hubo
un momento de silencio. No se había hablado palabra del
Don Fermín, recordando de repente su mal humor, sus contratiempos del día, se puso en pie y encarándose con el párroco -que también se levantó como si fueran a atacarle- dijo con voz áspera:
-Señor mío, estoy enterado de todo, y tengo el disgusto de decirle que su asunto tiene muy mal arreglo. El concilio Tridentino considera el delito que usted ha cometido, como semejante al de herejía. No sé si usted sabrá que la
El párroco abrió los ojos mucho y miró espantado al notario, que, a espaldas de don Fermín, le guiñó un ojo.
-Benedicto XIV -continuó el Magistral- confirmó respecto de los solicitantes las penas impuestas por Sixto V y Gregorio XV... y, en fin, por donde quiera que se mire el asunto está usted perdido...
-Yo creía...
-¡Creía usted mal, señor mío! Y si usted duda de mi palabra, ahí tiene usted en ese estante a Giraldi «
El señor Peláez estaba acostumbrado al estilo del Provisor, que nunca era más erudito que al echar la zarpa sobre una víctima.
-Señor -se atrevió a decir
Contracayes, algo amostazado y perdiendo mucha parte del miedo-; con la palabra
de V. S. tengo ya bastante, y no es de los sagrados cánones de lo que me
quejo, sino de mi mala suerte que me hizo resbalar y caer donde otros muchos,
El Magistral se volvió de pronto, como si le hubiesen mordido en la espalda.
-¡Salga usted de aquí, señor insolente, y no me duerma usted en Vetusta!...-gritó.
-Pero, señor...
-¡Silencio digo! silencio y obediencia o duerme usted en la cárcel de la corona...
Y el Magistral descargó un puñetazo formidable sobre la mesa-escritorio.
-¡Pues para este viaje no necesitábamos alforjas! -gritó Contracayes, no menos furioso, volviéndose al consternado Peláez, que no había previsto aquel choque de dos malos genios.
-Pero, señores, calma...
-¡Fuera de aquí, so tunante! -gritó el Magistral terciando el manteo, descomponiéndose contra su costumbre...-. ¡Desgraciado de ti! Date por perdido, mal clérigo...
-¿Pero yo qué he dicho, señor? -exclamó el párroco, que se asustó un poco ante la actitud de aquel hombre, en quien reconocía la superioridad moral de un Júpiter eclesiástico.
En cuanto conoció que su autoridad se acataba, De Pas fue amansando el oleaje de su cólera; y al fin, pálido, pero con voz ya serena:
-Salga usted -dijo
El clérigo quiso humillarse, pedir perdón...
-Salga usted inmediatamente.
Salió.
Peláez temblando y lívido se atrevió a decir:
-¡Cuánto siento!... señor Magistral...
-No sienta usted nada. Han venido ustedes en mal día. Estoy nervioso. Quise asustarle, imponerle respeto por el terror... y no conté con mi mal humor; me he exaltado de veras, me he dejado llevar de la ira...
-¡Oh, no, eso no! él sí que es un animal, un salvaje...
-Sí, es un salvaje... pero por lo mismo debí tratarle de otro modo.
-Lo que yo no perdono es el disgusto...
-Deje usted, deje usted; hablaremos de ese bribón... otro día. Hoy no puedo... hoy... me sería imposible prometer a usted suavizar los rigores de la ley que está terminante.
-Sí, ya sé... pero, como nunca se aplica...
-Porque no hay pruebas... como ahora. Y alguna vez se ha de empezar. En fin, ya digo que hablaremos... Necesito estar solo...
Salió también Peláez y De Pas, entonces a solas con su pensamiento, dejó que le subiera al rostro la sangre amontonada por la vergüenza...
«¡Qué degradación!» pensó; y se puso a dar paseos por el despacho, como una fiera en su jaula.
Cuando se sintió más sereno, tocó un timbre. Entró un joven alto, tonsurado, pálido y triste, tísico probablemente. Era un primo del Magistral que hacía allí veces de secretario.
-¿Qué habéis oído?
-Voces; nada.
-El cura de Contracayes, que es un salvaje...
-Sí, ya sé...
-¿Qué hay?
-Nada urgente.
-¿De modo que puedo irme? No me necesitáis...
-No; hoy no.
-Bueno, pues me voy... me duele la cabeza... no estoy para nada... Pero no se lo digas a mi madre... Si sabe que dejé el despacho tan pronto... creerá que estoy enfermo...
-Sí, sí, eso sí.
-¡Ah! oye; la licencia para el oratorio de los de Páez, ¿vino ya?
-Sí.
-¿Está corriente, puedo llevármela ahora?
-Ahí la tienes, en ese cartapacio.
-¿Va en regla todo? ¿Podrá doblar el coadjutor de Parves?...
-Todo va en regla.
-Aquí veo una tarjeta de don Saturno Bermúdez. ¿A qué vino?
-A lo de siempre, a que no hagamos caso del pobre don Segundo, el cura de Tamaza, que reclama el dinero de las misas de San Gregorio que le ha hecho decir don Saturno...
-Y que no le quiere pagar.
-Es su costumbre. Está
empeñado con todo el clero. Ha salvado a medio purgatorio (el joven
tonsurado tosió con violencia por contener la risa), a medio purgatorio
a costa de sus
-El cura de Tamaza es un vocinglero...
-Pero pide lo que le deben...
-Pero no se puede hacer nada... ¿Quieres tú que yo me ponga de punta con el obispillo de levita?
-Eso no. Lo pagaríamos en el
-¿Qué decía?
-Tontunas, que los carlistas estaban enseñoreados de algunas diócesis en que, contra el derecho, eran vicarios generales los que no podían serlo, sino interinamente y por gracia especial; pero que por ciertos servicios a la causa del Pretendiente, los superiores jerárquicos hacían la vista gorda.
-De modo, ¿que yo no puedo ser vicario general?
-Por lo visto no; porque entre los casos de excepción citan «los prebendados de oficio» y traen a cuento no sé qué disposiciones de los Papas...
-Sí, ya sé; un Breve de Paulo V y dos o tres de Gregorio XV. ¡Majaderos! Y milagro será que no vengan también con lo de «ser natural de la diócesis». ¡Idiotas! ¡Qué poco sentido práctico tienen esos falsos católicos!... Glocester debe de ser el corresponsal de ese papelucho; esas agudezas romas son de él. ¡Puf! ¡qué enemigos, Señor, qué enemigos! ¡bestias, nada más que bestias!
El Magistral respiraba con fuerza, como aparentando ahogarse en aquel ambiente de necedad...
Quiso marcharse, sin ver a ningún clérigo ni seglar de los que esperaban en la antesala y en la oficina contigua... pero no pudo defenderse de las invasiones; el señor Carraspique asomó las narices por una puerta...
-¿Se puede?
«¡Era Carraspique!». Adelante, hubo que decir.
Venía a recomendar el pronto
despacho de una expedición a la agencia de Preces; y algunos asuntos de
capellanías...
Había una mesa en cada esquina, y alrededor de todas curas y legos que hablaban, gesticulaban, iban y venían, insistían en pedir algo con temor de un desaire; los empleados, más tranquilos, fumaban o escribían, contestaban con monosílabos, y a veces no contestaban. Era una oficina como otra cualquiera con algo menos de malos modos y un poco más de hipocresía impasible y cruel.
Cuando entró el Provisor,
disminuyó el ruido; los más se volvieron a él, pero el
El señor Carraspique daba pataditas en el suelo.
-¡Estos liberales! -murmuraba cerca del Magistral.
-¡Qué Restauración ni qué niño muerto! Son los mismos perros con distintos collares...
-El Estado se burla de la Iglesia, sí señor, eso es evidente, no hay concordato que valga; todo se promete, y no se hace nada...
Dos curas se acercaron humildemente al Magistral... Eran de la aldea; también ellos querían saber si los expedientes de mansos...
-Nada, nada, señores, ya lo oyen ustedes -dijo el Provisor en voz alta, para que se enterasen todos los presentes y no le aburrieran más- en las oficinas del gobierno civil dicen que se resolverán los expedientes uno a uno, porque no hay criterio general aplicable, es decir, que no se resolverán nunca los expedientes dichosos...
De Pas se vio cogido por la rueda que le sujetaba diariamente a las fatigas canónico-burocráticas: sin pensarlo, contra su propósito, se encenagó como todos los días en las complicadas cuestiones de su gobierno eclesiástico, mezcladas hasta lo más íntimo con sus propios intereses y los de su señora madre; con cien nombres de la disciplina, muchos de los cuales significaban en la primitiva Iglesia poéticos, puros objetos del culto y del sacerdocio, se disfrazaba allí la eterna cuestión del dinero; espolios, vacantes, medias annatas, patronato, congruas, capellanías, estola, pie de altar, licencias, dispensas, derechos, cuartas parroquiales... y otras muchas docenas de palabras iban y venían, se combinaban, repetían y suplían, y en el fondo siempre sonaban a metal y siempre el lucro del Provisor, el de su madre, iba agarrado a todo. Nunca había puesto los pies allí doña Paula, pero su espíritu parecía presidir el mercado singular de la curia eclesiástica. Ella era el general invisible que dirigía aquellas cotidianas batallas; el Magistral era su instrumento inteligente.
Como todos los días, se presentaron aquella mañana cuestiones turbias que el Provisor acostumbraba resolver como por máquina, con el criterio de su ganancia, con habilidad pasmosa, y con la más correcta forma, con pulcritud aparente exquisita. Más de una vez, sin embargo, al resolver una injusticia, un despojo, una crueldad útil, vaciló su ánimo (estaba nervioso, no sabía qué hierba había pisado), pero el recuerdo de su madre por un lado, la presencia de aquellos testigos ordinarios de su frescura, de su habilidad y firmeza, por otro, y en gran parte la fuerza de la inercia, la costumbre, le mantenían en su puesto; fue el de siempre, resolvió como siempre, y nadie tuvo allí que pensar si el Provisor se habría vuelto loco, ni él necesitó inventar cuentos para engañar a su madre. «Doña Paula podía estar satisfecha de su hijo; de su hijo; no del soñador necio y casquivano que aquella mañana se turbaba al leer una carta insignificante, y se alegraba sin saber por qué al ver un sol esplendoroso en un cielo diáfano. ¡El sol, el cielo! ¿qué le importaban al Vicario general de Vetusta? ¿No era él un curial que se hacía millonario para pagar a su madre deudas sagradas y para saciar con la codicia la sed de ambiciones fallidas?».
«Sí, sí; eso era él; y no había que hacerse ilusiones, ni buscar nueva manera de vivir. Debía estar satisfecho y lo estaba».
-«¡Hora y media en la oficina! -se dijo al salir del palacio, entre avergonzado y contento-; ¡y él que creía no haber pasado allí veinte minutos!».
Cuando se vio otra vez al aire libre, en
la Corralada, De Pas respiró con fuerza... se le figuraba aquel
día, que salir de Palacio era salir de una cueva. De tanto
Allí se veía ya mucho cielo; todo azul; enfrente la silueta del Corfín, azulada también. Aquello era la alegría, la vida. «¡Capellanías, bulas, medias annatas, reservas! ¿qué tenía que ver el mundo, el ancho, el hermoso mundo con todo eso? ¿Sabía aquel gigante de piedra, el Corfín grave, majestuoso, tranquilo, lo que eran agencias ni si la había de preces, ni por qué costaba dinero el sacar licencias de cualquier cosa?».
Iba el Magistral por el Boulevard
adelante, saludando a diestro y siniestro, asustado con que se le ocurrieran a
él estos pensamientos de bucólica religiosa. Precisamente siempre
había sido enemigo de las Arcadias eclesiásticas y profesaba una
especie de positivismo prosaico respecto de las necesidades temporales de la
Iglesia. ¿Estaría enfermo? ¿Se iría a volver loco?
Sin poder él remediarlo, mientras el aire fresco -el viento había
cambiado del mediodía al noroeste- le llenaba los pulmones de voluptuosa
picazón, la fantasía, sin hacer caso de observaciones ni
mandatos, seguía herborizando y se había plantado en los siglos
primeros
El hotel de Páez era el primero de los seis que adornaban la calle Principal, flanqueándola por la parte del Sur. Era un gran cubo que parecía una torre atalaya de las que hay a lo largo de la costa en la provincia de Vetusta, recuerdo, según dicen, de la defensa contra los Normandos.
El señor de Páez no
temía ningún desembarco de piratas, pues el mar estaba a unas
cuantas leguas de su palacio, pero creía que la «
Veinticinco años había pasado Páez en Cuba sin oír misa, y el único libro religioso que trajo de América fue el
Por dos brechas había logrado entrar la religión, en forma de Magistral, en la fortaleza de aquel espíritu libre-pensador y berroqueño: los dos flacos de Páez eran el amor a su hija y la manía del buen tono.
Decía Olvido con voz aguda y en tono de reprensión:
-«Papá, eso es cursi»; y don Francisco abominaba de aquello que antes le pareciera excelente.
El Magistral dominaba por completo a
Olvidito y Olvido mandaba en su papá por la fuerza del cariño y
Olvido era una joven delgada, pálida, alta, de ojos pardos y orgullosos; no tenía madre y hacía la vida de un idolillo próximamente, suponiendo actividad y conciencia en el ídolo. La servían negros y negras y un blanco, su padre, el esclavo más fiel. Ni un capricho había dejado de satisfacer en su vida la niña. A los dieciocho años se le ocurrió que quería ser desgraciada, como las heroínas de sus novelas, y acabó por inventar un tormento muy romántico y muy divertido. Consistía en figurarse que ella era como el rey Midas del amor, que nadie podía quererla por ella misma, sino por su dinero, de donde resultaba una desgracia muy grande efectivamente. Cuantos jóvenes elegantes, de buena posición, nobles o de talento relativo, se atrevieron a declararse a Olvido, recibieron las fatales calabazas que ella se había jurado dar a todos con una fórmula invariable. «El amor no era su lote»; no creía en el amor. Poco a poco se fue apoderando de su ánimo aquella farsa inventada por ella y tomó la niña en serio su papel de reina Midas; renunció al amor, antes de conocerlo, y se dedicó al lujo con toda el alma. Amó el arte por el arte: ella era la que más riqueza ostentaba en paseos, bailes y teatro; llegó a ser para Olvido una religión el traje. No lucía dos veces uno mismo. Llegaba tarde al paseo, daba tres o cuatro vueltas, y cuando ya se sentía bastante envidiada, a casa, sin dignarse jamás pasar los ojos sobre ningún individuo del sexo fuerte en estado de merecer. Los vetustenses llegaron a mirarla como un maniquí cargado de artículos de moda, que sólo divertía a las señoritas. «Era una gran proporción» en quien no había que pensar.
«Olvido espera un príncipe
ruso» era la frase consagrada.
A la de Páez se le ocurrió después, cansada de no tener en el corazón más que trapos, hacerse devota. Buscó al Magistral con buenos modos, como al Magistral le gustaba que le buscasen, y lo encontró. Se entendieron. Para don Fermín aquella muchacha delgada, fría, seca, no era más que el camino que conducía a don Francisco, que empleaba sus millones en comprar influencia. Pero Olvido tuvo la mala ocurrencia de enamorarse místicamente (así se decía ella) del Magistral. Este se hizo el desentendido, aprovechó aquella nueva necedad de la niña para ganar al padre cuanto antes, y como no vio ningún peligro para nadie en la pasión imaginaria de la americanilla antojadiza, no la apartó de su lado, como había hecho con otras mujeres menos tímidas y más temibles para la carne. De Pas tenía un proyecto: casar a Olvido con quien él quisiera; creía poder conseguirlo; pero aún no había candidato; aquella proporción debía ser el premio de algún servicio muy grande que se le hiciera a él, no sabía cuándo ni en qué necesidad fuerte.
Aquella mañana se le
recibió en el
Pisando aquellas alfombras,
viéndose en aquellos espejos tan grandes como las puertas, hundiendo el
cuerpo, voluptuosamente, en aquellas blanduras del lujo cómodo,
ostentoso, francamente loco, pródigo y deslumbrador, el Magistral se
sentía trasladado a regiones que creía adecuadas a su gran
espíritu; él, lo pensaba con orgullo, había nacido para
aquello; pero su madre codiciosa, la fortuna propia insuficiente para tanto
esplendor,
Don Francisco Páez y su hija suplicaron a don Fermín que comiera con ellos; no tenían a nadie, sería una comida de familia... los tres solos.
-¡Los tres solos! -decía Olvido dejando de ser sorbete por un momento.
El Magistral de pies, en el umbral de
una puerta, con una colgadura de terciopelo cogida y arrugada por su blanca
mano, se inclinaba con gracia, sonreía, y movía la cabeza
pequeña y bien torneada diciendo:
-¡Anda, papá! sujétale -decía Olvido con voz suplicante, arrastrando las sílabas que parecían salir de la nariz.
-Imposible.
-Es muy terco, hija, déjale... no quiere que le agradezcamos la licencia del oratorio y el permiso para doblar la misa para don Anselmo.
-Agradézcaselo usted a Su Santidad.
-Sí, que por mi cara bonita me entrega Su Santidad esta gracia...
El Magistral sonreía, dispuesto a escapar si querían asirle.
-Pero, vamos a ver, una razón, dé usted una razón -gritó Olvido, otra vez restituida a su natural frigorífico.
El Magistral se puso
Tuvo que mentir.
-Estoy convidado en casa de otro Francisco hace tres días; no puedo faltar, sería un desaire... ya sabe usted lo que son estos pueblos... qué dirían...
No había tal cosa. Nadie le había convidado a comer. Le esperaba su madre como todos los días.
Sin embargo, al negarse a aceptar aquel
convite espontáneo y cordial, que en cualquier otra ocasión le
hubiera halagado, obedecía a un presentimiento. No sabía por
qué se le figuraba que le iban a convidar en casa de Vegallana,
última visita que pensaba hacer. ¿Por qué le habían
de convidar? Además allá comían a la francesa, aunque
doña Rufina solía cambiar las horas y comer a la que se le
antojaba. De todas suertes, los días de Paquito Vegallana no
solían celebrarlos con
«¿Y qué le importaba a él ni la familia, ni la Regenta, ni la comida de los marqueses?».
Después de visitar a otros dos Pacos de importancia y a una Paca beata, el Magistral, con un tantico de hambre, de hambre sana, entró por los pórticos de la plaza Nueva en la calle de Los Canónigos, atravesó la de Recoletos y llegó a la de la Rúa, y al portero del marqués de Vegallana, que era un enano vestido con librea caprichosa, le preguntó con voz temblorosa:
-¿Está el señorito?
En aquel momento se abría la puerta del patio con estrépito y sonaban dentro carcajadas. El Magistral reconoció la voz de Visita que gritaba:
-¡Pues no señor! no son azules...
-Sí, señora, azules con listas blancas -respondía Paco, batiendo palmas.
-¿A que no? ¿a que no?
-Tonta, tonta -decía otra voz más suave desde una ventana del primer piso- no le creas; si no se ha visto nada... si estaba yo más abajo y no vi nada...
Esta voz era la de Ana Ozores.
Al Magistral le zumbaron los
oídos...
El sol entraba en el salón
amarillo y en el gabinete de la Marquesa por los anchos balcones abiertos de
par en par; estaba convidado también, así como el vientecillo
indiscreto que movía los flecos de los guardamalletas de raso, los
cristales prismáticos de las arañas, y las hojas de los libros y
periódicos esparcidos por el centro de la sala y las consolas. Si
entraban raudales de luz y aire fresco, salían corrientes de
alegría, carcajadas que iban a perder sus resonancias por las calles
solitarias de la Encimada, ruido de faldas, de enaguas almidonadas, de manteos
crujientes, de sillas traídas y llevadas, de abanicos que aletean... Lo
mejor de Vetusta llenaba el salón y el gabinete. Doña Rufina
vestida de azul eléctrico, empolvada la cabeza que adornaban flores
naturales que parecían, sin que se supiera por qué, de trapo,
doña Rufina reinaba y no gobernaba en aquella sociedad tan de su gusto,
donde canónigos reían, aristócratas fatuos hacían
el pavo real, muchachuelas coqueteaban, jamonas lucían carne blanca y
fuerte, diputados provinciales salvaban la comarca, y elegantes de la
Se discutía a gritos, entre carcajadas, con chistes repetidos de generación en generación y de pueblo en pueblo, y con frases hechas inveteradas, si la mujer puede servir a Dios lo mismo en el siglo que en el claustro; y si se necesita más virtud para atreverse a resistir las tentaciones que asedian en el mundo a una buena madre y fiel esposa, que para encerrarse en un convento.
Todas las señoras menos una,
alta, gruesa y vestida con hábito del Carmen (una señora que
parecía un
La gobernadora se exaltaba; accionaba
con el abanico cerrado sobre su cabeza y llamaba
Glocester defendía el claustro, pero batiéndose en retirada por galantería, sonriendo y abanicándose.
En el salón se hablaba de política local. Gran conflicto habían creado al Gobierno, en opinión de todos los del corro, el alcalde presidente del Ayuntamiento y la viuda del marqués de Corujedo exigiendo el mismo estanquillo, el importante estanquillo del Espolón para sus respectivos recomendados.
El jefe económico había dicho que allá el gobernador; lo estaba refiriendo él a los presentes. El gobernador había consultado al Gobierno por telégrafo (lo acababa de decir la gobernadora), y el Gobierno tenía que decidir entre desairar a la dama conservadora que disponía de más votos en Vetusta o a uno de los más firmes apoyos de la causa del orden, que era el señor alcalde.
Los pareceres se dividían. El
marqués de Vegallana y Ripamilán, que estaban en medio del grupo,
volviéndose a todos lados, opinaban que
Trabuco, o sea Pepe Ronzal, de la comisión provincial, creía con la mayoría de los presentes, el jefe económico inclusive, que la razón de Estado aconsejaba preferir la pretensión del alcalde, aunque este, según malas lenguas, quería el estanco para una su ex-concubina.
-¡Ya ven ustedes, eso es un
escándalo! -decía el
-Yo paso por eso -decía el Arcipreste-; lo malo no es que él quiera pagar deudas sagradas, lo malo es haberlas contraído... ¡Pero la otra es una dama!...
Mientras en el salón y en el gabinete se discutía así y de otras muchas maneras, por las habitaciones interiores del primer piso, por el comedor, por los pasillos, por la escalera que conducía al patio y a la huerta, corrían alegres, revoltosos, Paco Vegallana, que celebraba sus días, Visitación, Edelmira, sobrina de la Marquesa (una niña de quince años que parecía de veinte), don Saturnino Bermúdez y el señor de Quintanar; la Regenta y don Álvaro Mesía presenciaban los juegos inocentes de los otros desde una ventana del comedor que daba al patio.
Quintanar le había pedido a Paco un batín para reemplazar la levita de tricot que se le enredaba en las piernas. El batín le venía ancho y corto. Era de alpaca muy clara.
El Magistral se encontró en la
escalera con Visitación y Quintanar que buscaban por los rincones la
petaca del ex-regente que Edelmira y Paco habían escondido. Don
Saturnino Bermúdez, pálido y ojeroso, con una sonrisa
cortés que le llegaba de oreja a oreja, venía detrás,
solo, también hecho un loquillo de la manera más desgraciada del
mundo. Daba tristeza verle divertirse, saltar, imitar la alegría
bulliciosa de los otros. Pero, amigo, era su obligación: era pariente,
era de los íntimos de la casa, de los que se quedaban a comer, y
necesitaba hacer lo que los demás, correr, alborotar, y hasta dar
pellizcos a las señoras, si a mano venía. Siempre se quedaba
solo; si quería decir algo a la
-Es loco ese chico, cuando se pone a enredar -dijo Bermúdez disculpando a su pariente, y como recibiendo en calidad de deudo de los marqueses al señor Magistral.
Don Fermín miró de soslayo
a la
Los señores graves le recibieron con las más lisonjeras muestras de respeto y estimación.
-¡Oh, señor Magistral!
-¡Oh cuánto bueno!
-Aquí está el Antonelli de Vetusta.
El Marqués le dio un abrazo que envidió un cura pequeño, paniaguado de la casa.
Ripamilán estrechó la mano de don Fermín con cariño efusivo; y juntos pasaron al gabinete.
Los tres canónigos se levantaron; la señora que parecía un fraile sonrió satisfecha y murmuró:
-¡Ah, señor Provisor!...
-Gracias a Dios, señor perdido... -gritó la Marquesa incorporándose un poco y alargando una mano, que desde lejos, y gracias a su buena estatura, pudo estrechar el Magistral con gallardía, haciendo un arco sobre el cuerpo gentil, color cereza, de Obdulia, que desde allá abajo parecía querer tragar al buen mozo en los abismos de los grandes ojos negros. -El Arcediano se quedó con el abanico abierto, inmóvil, como aspa de molino sin aire. Comprendió de repente que acababa de ser desbancado; de papel principal se convertía en partiquino. En efecto, su discurso, que escuchaban con deleite curas y damas, se ahogó sin que nadie lo echase de menos. Glocester se sintió eclipsado de tal modo, que hasta creyó tener frío, como si de pronto se hubiera escondido el sol.
«Siempre sucedía lo mismo; había motivo para aborrecer a aquel hombre». Sin embargo, Mourelo, a fuer de canónigo de mundo, ocultó una vez más sus sentimientos y tendió la mano a su enemigo, acompañando la acción con una catarata de gritos guturales con que significaba su inmensa alegría.
-¡Hola, hola, hola!... -y daba palmaditas en el hombro al otro.
El Magistral no pudo saborear tranquilamente aquel triunfo vulgar, ordinario, porque sin querer pensaba en el grupo de la ventana del comedor. Mientras respondía con modestia y discreción a todos aquellos amigos, su imaginación estaba fuera.
Pasaban minutos y minutos y los del comedor no venían.
«¿Comería en casa de la Marquesa, Anita? Entonces no iría a reconciliar aquella tarde, como rezaba su carta...».
La aparente cordialidad y la
alegría expansiva de todos los presentes, ocultaban un fondo de rencores
y envidias. Aquellas señoras, clérigos y caballeros particulares
estaban divididos en dos bandos enemigos en aquel instante; el bando de los
envidiados y el de los envidiosos; el de los convidados a comer, que eran
pocos, y el de los no convidados. Aunque se hablaba tanto de tantas cosas, la
idea que preocupaba a todos era la del convite. No se aludía a él
y no se pensaba en otra cosa. Empezaron las despedidas, y los que se iban
disimulaban el despecho, cierta vergüenza; se creían humillados,
casi en ridículo. Muchacho había que saludaba torpemente y
salía como corrido. Las señoras eran las que peor fingían
tranquilidad e indiferencia. Algunas salían ruborizadas. Glocester era
de los que no estaban convidados. La duda que le mortificaba era esta:
«¿Y él? ¿estaba convidado De Pas?». No lo
sabía, y no quería marcharse sin averiguarlo. Como pasaba el
tiempo, y ya gabinete y salón quedaban poco a poco despejados, el
Magistral creyó que debía irse. Se acercó a la Marquesa,
pero no tuvo valor para despedirse y le habló de cualquier cosa. En
aquel momento entró Visitación en el gabinete, echando fuego por
ojos y mejillas, habló aparte, y «con permiso de aquellos
señores» a la Marquesa y a Obdulia: las tres rodearon al Magistral
y con permiso de los señores -que ya no eran más que el Arcediano
y dos pollos vetustenses insignificantes-, tuvieron con él un
conciliábulo en que hubo risas, protestas del Magistral, mimosas y
elegantes en los gestos que las acompañaban. En los murmullos de las
damas había súplicas en quejidos, coqueterías sin sexo,
otras con él, aunque honestamente señaladas; Glocester, que
fingía atender a lo que le decían los
En el portal, mientras se echaba el
manteo al hombro (y eso que hacía calor) pensó esta frase:
«¡esta señora Marquesa es una... trotaconventos, es una
Celestina!... ¡Se quiere perder a esa joven! ¡Se quiere
Los convidados eran: Quintanar y señora, Obdulia Fandiño, Visitación, doña Petronila Rianzares (la señora que parecía un fraile), Ripamilán, Álvaro Mesía, Saturnino Bermúdez, Joaquín Orgaz, y a última hora el Magistral con algunos otros vetustenses ilustres, v. gr., el médico Somoza. Edelmira se cuenta como de la casa, pues en ella era huésped.
Otros años no se celebraban de esta manera los días de Paco; los celebraba él fuera de casa. Pero esta vez se había improvisado aquella fiesta de confianza y se comía a la española, por excepción, para visitar por la tarde, en los coches de la casa, la quinta del Vivero, donde el Marqués tenía un palacio rodeado de grandes bosques y una fábrica de curtidos, montada a la antigua. Se trataba de ir a ver los perros de caza y uno del monte de San Bernardo que Paco había comprado días antes. Eran su orgullo. Después de las mujeres venales, el Marquesito adoraba los animales mansos, sobre todo perros y caballos.
Lo de convidar al Magistral había
sido un
-Por otra parte -añadió el ex-regente- me alegro de que don Fermín coma con nosotros, porque de este modo se le quitará a mi mujer la idea empecatada de ir a reconciliar esta tarde... Quiero que se acostumbre a ver a su nuevo confesor de cerca, para que se convenza de que es un hombre como los demás... Eso es... y salvo el respeto debido... a ver si ustedes me lo emborrachan...
Paco no quería perjudicar a
Mesía en sus planes, a los cuales tal vez obedecía en parte la
fiesta de aquel
Visitación había dicho a Paco de buenas a primeras, que ella lo sabía todo, que Álvaro tampoco para ella tenía secretos.
-¿Pero y Ana? ¿Te ha dicho algo?
-¿Ana? En su vida; buena es ella. Pero déjate...
-Por supuesto que no se trata más
que de una
-Ya lo creo... espiritualísima...
-Porque sino, nosotros... no nos prestaríamos... ya ves... el pobre don Víctor...
-¡Ya se ve!... Bromas, chico, nada más que bromas; pero ya veras como al Provisor le saben a cuerno quemado (así hablaba Visitación con sus amigos íntimos.)
-Le consolará Obdulia, que le asedia y le prefiere a don Saturno, al mitrado y a mi amigo Joaquín.
-Pero él la aborrece... es muy escandalosa... no le gustan así...
-Tú sí que le odias a él...
-Me cargan los hipócritas, chico... Y oye; a ti te conviene que el Magistral se quede.
-¿Por qué?
-Porque Obdulia te dejará en paz, y podrás cultivar a la primita... ¡Oh, eso sí que no te lo perdono! Protejo la inocencia... yo vigilaré...
-No seas boba... basta que esté en mi casa para que yo la respete...
-¡Ay, ay! qué bueno es eso... mire el señor del respeto... no me fío...
Edelmira había interrumpido el diálogo y sin más se convino en rogar a la Marquesa que convidase, con reiteradas súplicas, si era preciso, al señor Magistral.
Visitación lo arregló todo en un minuto.
Como siempre. Donde ella estaba, nadie hacía nada más que ella. Pasaba la vida ocupada en su gran pasión de tratar asuntos de los demás, de chupar golosinas ajenas, y comer fuera de casa. Allá quedaba el modesto marido, el humilde empleado del Banco, de cuerpo pequeño, de rostro de ángel envejecido, atusando el bigotillo gris y cuidando de la prole. Visitación lo exigía así. No había de hacerlo ella todo. ¿Quién guiaba la casa? ¿Quién la salvaba en los apuros? ¿Quién conjuraba las cesantías? ¿Quién sorteaba las dificultades del presupuesto? ¿Quién era allí el gran arbitrista rentístico? Visitación. Pues que la dejasen divertirse, salir; no parar en casa en todo el día. Además, era mujer de tal despacho que su ajuar quedaba dispuesto para todo el día, la casa limpia, la comida preparada antes que en otros lugares se diese un escobazo y se encendiese lumbre. Algo sucio iba todo, pero ya tranquila la conciencia, salía a caza de noticias, de chismes, de terrones de azúcar y de recomendaciones la señora del Banco que estaba en todas partes y siempre en activo servicio.
Su nueva campaña, la más
importante acaso de su vida, la llamaba ella
-¡Ah! usted dispense -dijo- ¿estorbo?
-No, hija, no; llega usted a tiempo. Este pícaro botón...
Y mientras le abrochaba, la dama, sin quitarse los guantes, el botón del cuello, don Víctor comenzó a darle cuenta de sus propósitos irrevocables de distraer a su mujer...
-Mi programa es este.
Y se lo expuso
Visitación lo aprobó en todas sus partes y juntos se fueron al tocador de Ana, que deprisa y como ocultándose, cerraba en aquel instante la carta que poco después don Fermín leía delante de su madre.
Casi a viva fuerza habían hecho
Visitación y Quintanar que Ana se vistiera, «como Dios
manda», y saliese con ellos. Visita se había separado en la plaza
de la Catedral para ir al asunto de la
-Reconciliarás, si te encuentras con fuerzas para ello, después de comer en casa del Marqués; y pronto, para ir en seguida al Vivero... ¡No transijo!
Y se fueron a dar los días a varios Franciscos y Franciscas. A la una y cuarto estaban en casa del Marqués.
Lo primero que vio Ana fue a don Álvaro.
Tuvo miedo de ponerse encarnada, de que
le temblase la voz al contestar al cortés saludo de Mesía.
Miró a su marido, algo asustada, pero Quintanar estrechaba la mano de
don Álvaro con cariñosa efusión. Le era muy
simpático, y aunque se trataban poco, cada vez que se hablaban
estrechaban los lazos de una amistad incipiente que
Ana tomó la resolución repentina de dominarse, de tratar a don Álvaro como a todos, sin reservas sospechosas, pensando que en rigor nada había, ni podía, ni debía haber entre los dos.
Cuando, pocos minutos después,
hábilmente la sitiaba
Don Álvaro se guardó de aludir al encuentro de la noche anterior; nada dijo de la escena rápida del parque; pero habló con más confianza; en un tono familiar que nunca había empleado con ella. Se habían hablado pocas veces y siempre entre mucha gente. Ana trataba a todo Vetusta, pero con los hombres siempre habían sido poco íntimas sus relaciones. Sólo Paco y Frígilis eran amigos de confianza. No era expansiva; su amabilidad invariable no animaba, contenía. Visita aseguraba que aquel corazoncito no tenía puerta. Ella no había encontrado la llave, por lo menos.
Don Álvaro habló mucho y bien, con naturalidad y sencillez, procurando agradar a la Regenta por la bondad de sus sentimientos más que por el brillo y originalidad de las ideas. Se veía claramente que buscaba simpatía, cordialidad, y que se ofrecía como un hombre de corazón sano, sin pliegues ni repliegues. Reía con franca jovialidad, abriendo bastante la boca y enseñando una dentadura perfecta. Ana encontró de muy buen gusto el sesgo que Mesía daba a su extraña situación. Cuando don Álvaro callaba, ella volvía a sus miedos; se le figuraba que él también volvía a pensar en lo que mediaba entre ambos, en la aparición diabólica de la noche anterior, en el paseo por las calles, y en tantas citas implícitas, buscadas, indagadas, solicitadas sin saber cómo por él; cobarde, criminalmente consentidas por ella.
Don Víctor era poco más
alto que Ana; don Álvaro tenía que inclinarse para que su
aliento, al hablar, rozase blandamente la cabeza graciosa y pequeña de
la dama. Parecía una sombra protectora, un abrigo, un apoyo; se estaba
bien junto a aquel hombre como una fortaleza. Ana, mientras oía, con la
frente
Ana oía vagamente los ruidos de la cocina donde Pedro disponía con voces de mando los preparativos de la comida; el rumor de los surtidores del patio y las carcajadas y gritos de su marido, de Visita, de Edelmira y de Paco, que iban y venían por las escaleras, por los corredores, por la huerta, por toda la casa.
No había visto al Provisor entrar. Visita se acercó a la ventana para decirle al oído:
-Hijita, si quieres, puedes confesar ahora porque ahí tienes al padre espiritual... ya comerá contigo.
Ana se estremeció y se separó de Mesía sin mirarle.
-Hola, hola -dijo don Víctor que
entraba dando el brazo a la robusta y colorada Edelmira- mujercita mía,
¿con que se está usted de palique con ese caballero?...
Sólo Edelmira río la gracia, que tenía para ella novedad. Pasaron todos al salón donde estaban los demás convidados. Obdulia hablaba con el Magistral y Joaquinito Orgaz; el Marqués discutía con Bermúdez, que inclinaba la cabeza a la derecha, abría la boca hasta las orejas sonriendo, y con la mayor cortesía del mundo ponía en duda las afirmaciones del magnate.
-Sí, señor, yo derribaba San Pedro sin inconveniente y hacía el mercado...
-¡Oh, por Dios, señor Marqués!... No creo que usted... se atreviera... sus ideas.
-Mis ideas son otra cosa. El mercado de las hortalizas no puede seguir al aire libre, a la intemperie.
-Pero San Pedro es un monumento y una gloriosa reliquia.
-Es una ruina.
-No tanto...
El Magistral intervino huyendo de Obdulia, que le asediaba ya, según habían previsto Paco y Visita.
Al entrar en el salón la Regenta, De Pas interrumpió una frase pausada y elegante, porque no pudo menos, y se inclinó saludando sin gran confianza.
Detrás de Ana apareció Mesía, que traía la mejilla izquierda algo encendida y se atusaba el rubio y sedoso bigote. Venía mirando al frente, como quien ve lo que va pensando y no lo que tiene delante. El Magistral le alargó la mano que Mesía estrechó mientras decía:
-Señor Magistral, tengo mucho gusto...
Se trataban poco y con mucho cumplido.
Ana los vio juntos, los dos altos, un poco más Mesía, los dos
esbeltos y elegantes, cada cual según su género; más
fornido
Don Álvaro ya miraba al Provisor con prevención, ya le temía; el Provisor no sospechaba que don Álvaro pudiera ser el enemigo tentador de la Regenta; si no le quería bien, era por considerar peligrosa para la propia la influencia del otro en Vetusta, y porque sabía que sin ser adversario declarado y boquirroto de la Iglesia, no la estimaba. Cuando le vio con Anita en la ventana, conversando tan distraídos de los demás, sintió don Fermín un malestar que fue creciendo mientras tuvo que esperar su presencia.
Ana le sonrió con dulzura franca
y noble y con una humildad pudorosa que aludía, con el rubor ligero que
la mostraba, a los secretos confesados la tarde anterior. Recordó todo
lo que se habían dicho y que había hablado como con nadie en el
mundo con aquel hombre que le había halagado el oído y el alma
con palabras de esperanza y consuelo, con promesas de luz y de poesía,
de vida importante, empleada en algo bueno, grande y digno de lo que ella
sentía dentro de sí, como siendo el fondo del alma. En los libros
algunas veces había leído algo así, pero
¿qué vetustense sabía hablar de aquel modo? Y era muy
diferente leer tan buenas y bellas ideas, y oírlas de un hombre de carne
y hueso, que tenía en la voz un calor suave y en las letras silbantes
música, y miel en palabras y movimientos. También recordó
Ana la carta que pocas horas antes le había escrito, y este era otro
lazo agradable, misterioso, que hacía cosquillas a su modo. La carta era
inocente, podía leerla el mundo entero; sin embargo, era una carta de
que podía hablar a un hombre, que no era su marido, y que
No trataba Ana de explicarse cómo esta emoción ligeramente voluptuosa se compadecía con el claro concepto que tenía de la clase de amistad que iba naciendo entre ella y el Magistral. Lo que sabía a ciencia cierta era que en don Fermín estaba la salvación, la promesa de una vida virtuosa sin aburrimiento, llena de ocupaciones nobles, poéticas, que exigían esfuerzos, sacrificios, pero que por lo mismo daban dignidad y grandeza a la existencia muerta, animal, insoportable que Vetusta la ofreciera hasta el día. Por lo mismo que estaba segura de salvarse de la tentación francamente criminal de don Álvaro, entregándose a don Fermín, quería desafiar el peligro y se dejaba mirar a las pupilas por aquellos ojos grises, sin color definido, transparentes, fríos casi siempre, que de pronto se encendían como el fanal de un faro, diciendo con sus llamaradas desvergüenzas de que no había derecho a quejarse. Si Ana, asustada, otra vez buscaba amparo en los ojos del Magistral, huyendo de los otros, no encontraba más que el telón de carne blanca que los cubría, aquellos párpados insignificantes, que ni discreción expresaban siquiera, al caer con la casta oportunidad de ordenanza.
Pero al conversar, don Fermín no tenía inconveniente en mirar a las mujeres; miraba también a la Regenta, porque entonces sus ojos no eran más que un modo de puntuación de las palabras; allí no había sentimiento, no había más que inteligencia y ortografía. En silencio y cara a cara era como él no miraba a las señoras si había testigos.
Don Álvaro vio que mientras la
conversación general ocupaba a todos los convidados, que esperaban en el
salón,
Mesía recordó lo que
Visitación le había dicho la tarde anterior:
No pensaba, Dios le librase, que el Magistral buscara en su nueva hija de penitencia la satisfacción de groseros y vulgares apetitos; ni él se atrevería a tanto, ni con dama como aquella era posible intentar semejantes atropellos... pero «por lo fino, por lo fino» (repetía pensándolo) es lo más probable que pretenda seducir a esta hermosa mujer, desocupada, en la flor de la edad y sin amar. «Sí, este cura quiere hacer lo mismo que yo, sólo que por otro sistema y con los recursos que le facilita su estado y su oficio de confesor... ¡Oh! debía acudir antes para impedirlo, pero ahora no puedo, aún no tengo autoridad para tanto». Estas y otras reflexiones análogas pusieron a Mesía de mal humor y airado contra el Magistral, cuya influencia en Vetusta, especialmente sobre el sexo débil y devoto, le molestaba mucho tiempo hacía.
-¿De modo que esta tarde ya no puede ser? -decía Ana con humilde voz, suave, temblorosa.
-No señora -respondió el Magistral, con el timbre de un céfiro entre flores-; lo principal es cumplir la voluntad de don Víctor, y hasta adelantarse a ella cuando se pueda. Esta tarde, alegría y nada más que alegría. Mañana temprano...
-Pero usted se va a molestar... usted no tiene costumbre de ir a la Catedral a esa hora...
-No importa, iré mañana, es un deber... y es para mí una satisfacción poder servir a usted, amiga mía...
No era en estas palabras, de una
galantería vulgar, donde estaba la dulzura inefable que encontraba Ana
en lo que oía: era en la voz, en los movimientos, en un olor de
Quedaron en que a la mañana siguiente, muy temprano, don Fermín esperaría en su capilla a la Regenta para reconciliar.
-«Y mientras tanto, no pensar en
cosas serias; divertirse, alborotar, como manda el señor Quintanar, que
además de tener derecho para mandarlo, pide muy cuerdamente. Es muy
posible que sus... tristezas de usted, esas inquietudes... (el Magistral se
puso levemente sonrosado, y le tembló algo la voz, porque estaba
aludiendo a las confidencias de la tarde anterior), esas angustias de que usted
se queja y se acusa tengan mucho de nerviosas y también puedan curarse,
en la parte que al mal físico corresponde, con esa nueva vida que le
aconsejan y le exigen. Sí, señora, ¿por qué no? Oh,
hija mía, cuando nos conozcamos mejor, cuando usted sepa cómo
pienso yo en materia de
Ana comprendía perfectamente.
«Quería decir el Magistral que cuando ella gozase las delicias de
la virtud, las diversiones con que podía solazarse el cuerpo le
parecerían juegos pueriles, vulgares, sin gracia, buenos sólo
Quintanar se acercó, y como oyera a don Fermín repetir que era higiénico el ejercicio y muy saludable la vida alegre, distraída, aplaudió al Magistral con entusiasmo, y aun aumentó su satisfacción cuando supo que ya no reconciliaría Ana aquella tarde.
-¡Absurdo! -dijo don Fermín-; esta tarde al campo... al Vivero...
-¡A comer, a comer! -gritó la Marquesa desde la puerta del salón donde acababa de recibir la noticia.
-¡Santa palabra! -exclamó el Marqués.
Cada cual dijo algo en honor del nuncio,
y todos hablando, gesticulando, contentos, «sin ceremonias», que
eran excusadas en casa de doña Rufina, pasaron al comedor. Los marqueses
de Vegallana sabían tratar a sus convidados con todas las reglas de la
etiqueta empalagosa de la aristocracia provinciana; pero en estas fiestas de
amigos íntimos, de que a propósito se excluía a los
parientes linajudos que no gustaban de ciertas confianzas, se portaban como
pudiera cualquier plebeyo rico, aunque sin perder, aun en las mayores
expansiones, algunos aires de distinción y señorío
vetustense que les eran ingénitos. El Marqués tenía el
arte de saber darse tono
«La comida era de confianza, ya se
sabía». Esto quería decir que el Marqués y la
Marquesa, no prescindirían de sus manías y caprichos
gastronómicos en consideración a los convidados; pero estos
serían tratados a cuerpo de rey; la confianza en aquella mesa no
significaba
Ordinariamente la Marquesa se hacía servir por muchachas de veinte abriles próximamente, guapas, frescas, alegres, bien vestidas y limpias como el oro.
-«Ello será de mal tono -decía- cosa de pobretes, pero todos mis convidados quedan contentos de tal servicio».
-«Porque tengo observado -añadía- que a las señoras no les gustan, por regla general, los criados; no se fijan en ellos, y a los hombres siempre les gustan las buenas mozas, aunque sea en la sopa».
Paquito había acogido con entusiasmo la innovación de su mamá diciendo: «¡Eso es! Esta servidumbre de doncellas parece que alegra; me recuerda las horchaterías y algunos cafés de la Exposición...». Al Marqués le era indiferente el cambio. De todas suertes él no pecaba en casa ni siquiera dentro del casco de la población.
El comedor era cuadrado, tenía
vistas a la huerta y al patio mediante cuatro grandes ventanas rasgadas hasta
cerca del techo, no muy alto. En cada ventana había acumulado la
Marquesa flores en tiestos, jardineras, jarrones japoneses, más o menos
auténticos y contrastaban los colores vivos y metálicos de esta
exposición de flores con los severos tonos del nogal mate
A la Marquesa le parece esta una de las tonterías menos cargantes de su marido.
Se sentaron los convidados: no hubo
más sillas destinadas que las de la derecha e izquierda respectivas de
los amos de la casa. A la derecha de doña Rufina se
El Marqués, antes que los demás comiesen la sopa se sirvió un gran plato de sardinas, mientras hablaba con doña Petronila del derribo de San Pedro, que a la dama le parecía ignominioso. Los convidados en tanto se entretenían con los variados, ricos y raros entremeses. ¡Ya lo sabían! estaban en confianza y había que respetar las costumbres que todos conocían. Vegallana empezaba siempre con sus sardinas; devoraba unas cuantas docenas, y en seguida se levantaba, y discretamente desaparecía del comedor. Siguiendo uso inveterado todos hicieron como que no notaban la ausencia del Marqués; y en tanto llegó y se sirvió la sopa. Cuando el amo de la casa volvió a su asiento, estaba un poco pálido y sudaba.
-¿Qué tal? -preguntó la Marquesa entre dientes, más con el gesto que con los labios.
Y su esposo contestó con una inclinación de cabeza que quería decir:
-¡Perfectamente! -y en tanto se servía un buen plato de sopa de tortuga. El Marqués ya no tenía las sardinas en el cuerpo.
Otro misterio como el de Balmes en el techo.
La Marquesa hacía sus comistrajos singulares, en que nadie reparaba ya tampoco; comía lechuga con casi todos los platos y todo lo rociaba con vinagre o lo untaba con mostaza. Sus vecinos conocían sus caprichos de la mesa y la servían solícitos, con alardes de larga experiencia en aquellas combinaciones de aderezos avinagrados en que ayudaban al ama de la casa. Ripamilán, mientras discutía acalorado con su querido amigo don Víctor, en pie, moviendo la cabeza como con un resorte, arreglaba la ensalada tercera de la Marquesa, con una habilidad de máquina en buen uso, y la señora le dejaba hacer, tranquila, aunque sin quitar ojo de sus manos, segura del acierto exacto del diminuto canónigo.
-¡Señor mío! -gritaba Ripamilán, mientras disolvía sal en el plato de doña Rufina batiendo el aceite y el vinagre con la punta de un cuchillo-; ¡señor mío! yo creo que el señor de Carraspique está en su perfecto derecho; y no sé de dónde le vienen a usted esas ideas disolventes, que en cuarenta años que llevamos de trato no le he conocido...
-¡Oiga usted, mal clérigo! -exclamó Quintanar, que estaba de muy buen humor y empezaba a sentirse rejuvenecido-; yo bien sé lo que me digo, y ni tú ni ningún calaverilla ochentón como tú me da a mí lecciones de moralidad. Pero yo soy liberal...
-Pamplinas.
-Más liberal hoy que ayer, mañana más que hoy...
-¡Bravo! ¡bravo! -gritaron
Paco y Edelmira, que también se sentían muy jóvenes; y
obligaron a don Víctor a
Todo aquello era broma; ni don
Víctor era hoy más liberal que ayer, ni trataba de usted a
Ripamilán, ni le
Los de la mesa correspondían a la alegría ambiente; reían, gritaban ya, se obsequiaban, se alababan mutuamente con pullas discretas, por medio de antífrasis; ya se sabía que una censura desvergonzada quería decir todo lo contrario: era un elogio sin pudor.
En la cocina había ecos de la
alegría del comedor; Pepa y Rosa cuando entraban con los platos
venían sonriendo todavía al espectáculo que dejaban
allá dentro; en toda la casa no había en aquel momento más
que un personaje completamente serio: Pedro el cocinero.
Después de Pedro los menos bulliciosos eran la Regenta y el Magistral; a veces se miraban, se sonreían, De Pas dirigía la palabra a Anita de rato en rato, tendiendo hacia ella el busto por detrás de la Marquesa, para hacerse oír; don Álvaro los observaba entonces, silencioso, cejijunto, sin pensar que le miraba Visitación, que estaba a su lado. Un pisotón discreto de la del Banco le sacaba de sus distracciones.
-Pican, pican -decía Visita.
-¿El qué? -preguntaba la Marquesa que comía sin cesar y muy contenta entre el bullicio- ¿qué es lo que pica?
-Los pimientos, señora.
Y don Álvaro agradecía a Visitación el aviso y volvía a engolfarse en el palique general, ocultando como podía su aburrimiento que para sus adentros llamaba soberano.
«¡Cosa más rara! Estaba tocando el vestido y a veces hasta sentía una rodilla de la Regenta, de la mujer que deseaba -¿cuándo se vería él en otra?- y sin embargo se aburría, le parecía estar allí de más, seguro de que aquella comida no le serviría para nada en sus planes, y de que la Regenta no era mujer que se alegrase en tales ocasiones, a lo menos por ahora».
«Sería una gran imprudencia
dar un paso más; si yo aprovechase la excitación de la comida me
perdería
«Me pareces un papanatas, y me pasma que estés hecho un doctrino cuando yo te he puesto a su lado con el mejor propósito...».
Mesía, por toda respuesta, se acercaba entonces a ella, le pisaba un pie; pero la del Banco le recibía a pataditas, con lo que daba a entender «que era tambor de marina» y que seguía dominando en ella el criterio que había presidido a la bofetada de la tarde anterior.
Paco no se atrevía a pisar a su
Paco había ido aproximando una rodilla a la falda de la joven; al fin sintió una dureza suave y ya iba a retroceder, pero la niña permaneció tan tranquila, que el primo se dejó aquella pierna arrimada allí como si la hubiese olvidado. La inocencia de Edelmira era tan poco espantadiza que Paco hubiera podido propasarse a pisarle un pie sin que ella protestase a no sentirse lastimada. «Además, pensaba la joven, estas son cosas de aquí»; la tradición contaba mayores maravillas de la casa de los tíos.
Obdulia, sentada enfrente, miraba a
veces con languidez a la rozagante pareja. Se acordaba del sol de invierno de
la tarde anterior. ¡Paco ya lo había olvidado! no pensaba
más que en aquella hermosura fresca, oliendo a yerba y romero que le
venía de la aldea a alegrarle los sentidos. Pero la viuda,
después de consagrar un recuerdo triste a sus devaneos de la
víspera, se volvió al Magistral insinuante, provocativa;
procuraba marearle con sus perfumes, con sus miradas de
A Joaquinito le llevaban los demonios.
«Aquella mujer era una... tal... y lo decía en flamenco para sus
adentros.
El que no esperaba nada, el que estaba
desengañado, triste hasta la muerte, era don Saturnino Bermúdez.
Después de la escena de la Catedral donde creía haber adelantado
tanto -bien a costa de su conciencia- no había vuelto a ver a Obdulia; y
aquella mañana, al acercarse a ella para decirle cuánto
había padecido con la ausencia de aquellos días (si bien
ocultando los restreñimientos que le habían tenido obseso y en
cama), al ir a rezarle al oído el discursito que traía preparado
-estilo Feuillet pasado por la sacristía- Obdulia le había vuelto
la espalda y no una vez, sino tres o cuatro, dándole a entender
claramente, que
«¡Así eran las
mujeres! ¡así era singularmente aquella mujer! ¿Para
qué amarlas? ¿Para qué perseguir el ideal del amor? O,
mejor dicho, ¿para qué amar a las mujeres vivas, de carne y
hueso? Mejor era soñar, seguir soñando». Así pensaba
melancólico Bermúdez, que
El Magistral, Ripamilán, don Víctor, don Álvaro, el Marqués y el médico llevaban el peso de la conversación general; Vegallana y el Magistral tendían a los asuntos serios, pero Ripamilán y don Víctor daban a todo debate un sesgo festivo y todos acababan por tomarlo a broma. El Marqués en cuanto se sintió fuerte, merced al sabio equilibrio gástrico de líquidos y sólidos que él establecía con gran tino, insistió en su espíritu de reformista de cal y canto. «¡Ea! que quería derribar a San Pedro; y que no se le hablase de sus ideas; aparte de que él no era un fanático, ni el partido conservador debía confundirse con ciertas doctrinas ultramontanas, aparte de esto, una cosa era la religión y otra los intereses locales; el mercado cubierto para las hortalizas era una necesidad. ¿Emplazamiento? uno solo, no admitía discusión en esto, la plaza de San Pedro; ¿pero cómo? ¿dónde? Mediante el derribo de la ruinosa iglesia».
Doña Petronila protestaba
invocando la autoridad del Magistral. El Magistral votaba con doña
Petronila,
-¡Fuera ese iconoclasta! ¡Las hortalizas, las hortalizas! ¿Eso quiere decir que a V. E., señor Marqués, la religión, el arte y la historia le importan menos que un rábano?
-¡Bravo, paisano! -gritó don Víctor, en pie, con una copa de Champaña en la mano.
-No hay formalidad, no se puede discutir -decía el Marqués-; este Quintanar aplaude ahora al otro y antes se llamaba liberal.
-¿Pero qué tiene que ver?
-No quiere usted derribar la iglesia, pero quería exclaustrar a las hijas de Carraspique...
-Una sencilla secularización.
-Víctor, Víctor, no disparates... -se atrevió a decir sonriendo la Regenta.
-Son bromas -advirtió el Magistral.
-¿Cómo bromas? -gritó el médico-. A fe de Somoza, que sin don Víctor ataca a mi primo Carraspique en broma, yo empuño la espada, le ataco en serio y las cañas se vuelven lanzas. Señores, aquella niña se pudre...
Se acabó la discusión, sin
causa, o por causa de los vapores del vino, mejor dicho. Todos hablaban; Paco
quería también secularizar a las monjas; Joaquinito Orgaz
comenzó a decir chistes flamencos que hacían mucha gracia a la
Marquesa y a Edelmira. Visitación llegó a levantarse de la mesa
para azotar con el abanico abierto a los que manifestaban ideas poco ortodoxas.
Pepa y Rosa y las demás criadas sonreían discretamente, sin
atreverse a tomar parte en el desorden, pero un poco menos disciplinadas que al
empezar la comida. Pedro ya no se asomaba a la puerta. Se habían roto
dos copas.
-¡El café en el cenador!-ordenó la Marquesa.
-¡Bien, bien! -gritaron don
Víctor y Edelmira, que cogidos del brazo y a los acordes de la marcha
real (decía el ex-regente), que tocaba allá dentro
Visitación en un piano desafinado, se dirigieron los primeros a la
huerta, seguidos de Paco, empeñado en ceñir las canas de don
Víctor con una corona de azahar. La había encontrado en un
armario de la alcoba de su hermana Emma. Allí iba a dormir Edelmira.
Salieron todos a la huerta, que era grande, rodeada, como el parque de los
Ozores, de árboles altos y de espesa copa, que ocultaban al vecindario
gran parte del recinto. Don Víctor, Paco y Edelmira corrían por
los senderos allá lejos entre los árboles. Don Álvaro daba
el brazo a la Marquesa, y delante de ellos, detenida por la conversación
de doña Rufina iba Anita, mordiendo hojas del boj de los parterres, con
la frente inclinada, los ojos brillantes y las mejillas encendidas. El
Magistral se había quedado atrás, en poder de doña
Petronila Rianzares que le hablaba de un asunto serio: la casa de las
Hermanitas de los Pobres que se construía cerca del Espolón, en
terrenos regalados por doña Petronila con admiración y aplauso de
toda Vetusta católica. Era la de Rianzares viuda de un antiguo
intendente de la Habana, quien la había dejado una fortuna de las
más respetables de la provincia; gran parte de sus rentas la empleaba en
servicio de la Iglesia, y especialmente en dotar monjas, levantar conventos y
proteger la causa de Don Carlos, mientras estuvo en armas el partido.
Creíase poco menos que papisa y se hubiera atrevido a
No reconocía entre todo el clero vetustense más superior que el Magistral, a quien consideraba más que al Obispo; «era todo un gran hombre que por humildad vivía postergado». El Magistral trataba a la de Rianzares como a una reina, según el Arcipreste, o como si fuera el obispo-madre; ella se lo agradecía y se lo pagaba siendo su abogado más elocuente en todas partes. Donde ella estuviera, que no se murmurase; no lo consentía.
Cuando llegaron al cenador donde se empezaba a servir el café, la de Rianzares inclinaba su cabeza de fraile corpulento cerca del hombro del Magistral, diciendo con los ojos en blanco, y llena de miel la boca:
-¡Vamos! ¡amigo mío!... se lo suplico yo... acompáñeme al Vivero... sea amable... por caridad...
El Magistral no menos dulce, suave y pegajoso, recibía con placer aquel incienso, detrás del cual habría tantas talegas.
-Señora... con mil amores... si pudiera... pero... tengo que hacer, a las siete he de estar...
-Oh, no, no valen disculpas... Ayúdeme usted, Marquesa, ayúdeme usted a convencer a este pícaro.
La Marquesa ayudó, pero fue
inútil. Don Fermín se había propuesto no ir al Vivero
aquella tarde; comprendía que eran allí todos íntimos de
la casa menos él; ya había aceptado el convite porque... no
había podido menos, por una debilidad, y no quería más
debilidades. ¿Qué iba a hacer él en aquella
excursión? Sabía que al Vivero iban todos aquellos locos,
Visitación, Obdulia, Paco, Mesía, a divertirse con demasiada
libertad, a imitar muy a lo vivo los juegos infantiles. Ripamilán se lo
había dicho varias veces. Ripamilán iba sin escrúpulo,
pero ya se sabía que el Arcipreste era como era; él, De Pas, no
debía presenciar aquellas escenas, que sin ser precisamente
escandalosas... no eran para vistas por un canónigo formal. No, no
había que prodigarse; siempre había sabido mantenerse en el
difícil equilibrio de sacerdote sociable sin degenerar en mundano;
sabía conservar su buena fama. La excesiva confianza, el trato sobrado
familiar dañaría a su prestigio; no iría al Vivero. Y
buenas ganas se le pasaban, eso sí; porque aquel señor
Mesía se había vuelto a pegar a las faldas de la Regenta, y ya
empezaba don Fermín a sospechar si tendría propósitos
La Marquesa, sin malicia, como ella hacía las cosas, llamó a su lado a Anita para decirla:
-Ven acá, ven acá, a ver si a ti te hace más caso que a nosotras este señor displicente.
-¿De qué se trata?
-De don Fermín que no quiere venir al Vivero.
El don Fermín, que ya
tenía las mejillas algo encendidas por culpa de las libaciones
más frecuentes que de
-Oh, por Dios, no sea usted así, mire que nos da a todos un disgusto; acompáñenos usted, señor Magistral...
En el gesto, en la mirada de la Regenta podía ver cualquiera y lo vieron De Pas y don Álvaro, sincera expresión de disgusto: era una contrariedad para ella la noticia que le daba la Marquesa.
Por el alma de don Álvaro
pasó una emoción parecida a una quemadura; él, que
conocía la materia, no dudó en calificar de celos aquello que
había sentido. Le dio ira el sentirlo. «Quería decirse que
aquella mujer le interesaba más de veras de lo que él creyera; y
había obstáculos, y ¡de qué género! ¡Un
cura! Un cura guapo, había que confesarlo...». Y entonces, los
ojos apagados del elegante Mesía brillaron al clavarse en el Magistral
que sintió el choque de la mirada y la resistió con la suya,
erizando las puntas que tenía en las pupilas entre tanta blandura. A don
Fermín le asustó la impresión que le produjo, más
que las palabras, el gesto de Ana; sintió un agradecimiento
dulcísimo, un calor en las entrañas completamente nuevo; ya no se
trataba allí de la vanidad suavemente halagada, sino de unas fibras del
corazón que no sabía él cómo sonaban.
«¡Qué diablos es esto!» pensó De Pas; y
entonces precisamente fue cuando se encontró con los ojos de don
Álvaro; fue una mirada que se convirtió, al chocar, en un
desafío; una mirada de esas que dan bofetadas; nadie lo notó
más que ellos y la Regenta. Estaban ambos en pie, cerca uno de otro, los
dos arrogantes, esbeltos; la ceñida levita de Mesía, correcta,
severa, ostentaba
«Ambos le parecieron a la Regenta
hermosos, interesantes, algo como San Miguel y el Diablo, pero el Diablo cuando
era Luzbel todavía; el Diablo Arcángel también; los dos
pensaban en ella, era seguro; don Fermín como un amigo protector, el
otro como un enemigo de su honra, pero amante de su belleza; ella daría
la victoria al que la merecía, al ángel bueno, que era un poco
menos alto, que no tenía bigote (que siempre parecía bien), pero
que era gallardo, apuesto a su modo, como se puede ser debajo de una sotana. Se
tenía que confesar la Regenta, aunque pensando un instante nada
más en ello, que la complacía encontrar a su salvador, tan airoso
y bizarro; tan distinguido como decía Obdulia, que en esto tenía
razón. Y sobre todo, aquellos dos hombres mirándose así
por ella, reclamando cada cual con distinto fin la victoria, la conquista de su
voluntad, eran algo que rompía la monotonía de la vida
vetustense, algo que interesaba, que podía ser dramático, que ya
empezaba a serlo. El honor, aquella quisicosa que andaba siempre en los versos
que recitaba su marido, estaba a salvo; ya se sabe, no había que pensar
en él; pero bueno sería que un hombre de tanta inteligencia como
el Magistral la defendiera contra los ataques más o menos temibles del
buen mozo, que tampoco era rana, que estaba demostrando mucho tacto, gran
prudencia y lo que era peor, un interés verdadero por ella. Eso
sí, ya estaba convencida, don Álvaro no quería vencerla
por capricho, ni por vanidad, sino por verdadero amor; de fijo aquel hombre
hubiera preferido encontrarla soltera. En rigor, don Víctor era un
respetable estorbo.
Cuando Ana se perdía en estas y otras reflexiones parecidas, se oyó la voz de Obdulia que daba grandes chillidos pidiendo socorro. Los que tomaban pacíficamente café bajo la glorieta, acudieron al extremo de la huerta.
-¿Dónde están? ¿dónde están? -preguntaba asustada la Marquesa.
-¡En el columpio! ¡en el columpio! -dijo el médico don Robustiano.
Era un columpio de madera, como los que
se ofrecen al público madrileño en la romería de San
Isidro, aunque más elegante y fabricado con esmero; en uno de los
asientos, que imitaban la barquilla de un globo, en cuclillas, sonriente y
pálido, don Saturnino Bermúdez, como a una vara del suelo
inmóvil, hacía la figura más ridícula del mundo,
con plena conciencia de ello, y más ridículo por sus conatos de
disimularlo, procurando dar a su situación unos aires de tolerable, que
no podía tener. En el otro extremo, en la barquilla opuesta, que se
había enganchado en un puntal de una pared, restos del andamiaje de una
obra reciente, ostentaba los llamativos colores de su falda y su exuberante
persona Obdulia Fandiño agarrada a la nave como un náufrago del
aire, muy de veras asustada, y
-No se mueva usted, no se mueva usted -gritaba don Víctor, haciendo aspavientos debajo de la barquilla, y probablemente viendo lo que a Obdulia, en aquel trance a lo menos, no le importaba mucho ocultar.
-No te muevas, no te muevas, mira que si te caes te matas... -decía Paco, que buscaba algo para desenganchar el columpio.
-Tres metros y medio -dijo el Marqués que llegó a tiempo de dar la medida exacta del batacazo posible, a ojo, como él hacía siempre los cálculos geométricos.
El caso es que ni don Víctor, ni Paco, ni Orgaz podían por su propia industria arbitrar modo de subir a la altura de aquel madero y librar a Obdulia.
-Tuvo la culpa Paco -decía Visitación, ceñidas con una cuerda las piernas, por encima del vestido-. Empujó demasiado fuerte, para que se cayera Saturno y, ¡zas! subió la barquilla allá arriba y al bajar... se enganchó en ese palo.
Obdulia no se movía, pero gritaba sin cesar.
-No grites, hija -decía la Marquesa, que ya no la miraba por no molestarse con la incómoda postura de la cabeza echada hacia atrás-; ya te bajarán...
Probó el Marqués a encaramarse sobre una escalera de mano de pocos travesaños, que servía al jardinero para recortar la copa de los arbolillos y las columnas de boj. Pero el Marqués, aun subido al palo más alto no llegaba a coger la barquilla del columpio, de modo que pudiera hacer fuerza para descolgarla.
-Que llamen a Diego... a Bautista... -decía la Marquesa.
-¡Sí, sí; que venga Bautista!... -gritaba Obdulia recordando la fuerza del cochero.
-Es inútil -advirtió el Marqués-. Bautista tiene fuerza pero no alcanza; es de mi estatura... no hay más remedio que buscar otra escalera...
-No la hay en el jardín...
-Sabe Dios dónde parecerá...
-¡Por Dios! ¡por Dios!... que ya me mareo, que me caigo de miedo.
Entonces don Álvaro, a quien Ana había dirigido una mirada animadora y suplicante, se decidió. Rato hacía que se le había ocurrido que él, gracias a su estatura, podría coger cómodamente la barquilla y arrancarla de sus prisiones... pero ¿qué le importaba a él Obdulia? Podía hacer una figura ridícula, mancharse la levita. La mirada de Ana le hizo saltar a la escalera. Por fortuna era ágil. La Regenta le vio tan airoso, tan pulcro y elegante en aquella situación de farolero como paseando por el Espolón.
-¡Bravo! ¡bravo! -gritaron Edelmira y Paco al ver los brazos del buen mozo entre los palos de la barquilla del columpio.
-¡No me tires! ¡No me tires! -gritó Obdulia que sintió las manos de su ex-amante debajo de las piernas. Visita le dio un pellizco a Edelmira a quien ya tuteaba. La chica se fijó en la intención del pellizco porque se había fijado en el tratamiento. ¡Le había llamado de tú!
-Esté usted tranquila; no va con usted nada -respondió don Álvaro... ya arrepentido de haber cedido al ruego tácito de Anita.
Empleaba largos preparativos para
colocar los brazos de modo que hiciera la fuerza suficiente para levantar el
columpio a pulso... Al intentar el primer esfuerzo,
-¡Ahúpa!... -gritó abajo Visitación para mayor ignominia.
-¡No puede usted, no puede usted!... ¡no lo mueva usted, es peor!... ¡Me voy a matar! -gritó la Fandiño.
Los demás callaban.
-¡Estate quieta! -dijo en voz baja, ronca y furiosa don Álvaro, que de buena gana la hubiera visto caer de cabeza.
E intentó el segundo esfuerzo sin fortuna.
Aquello no se movía. Sudaba más de vergüenza que de cansancio. Un hombre como él debía poder levantar a pulso aquel peso.
-Deje usted, deje usted, a ver si Bautista -dijo la Marquesa-... ¡demonio de chicos!
-Bautista no alcanza -observó otra vez el Marqués-. Otra escalera... que vayan a las cocheras... Allí debe de haber...
Don Álvaro dio el tercer empujón... Inútil. Miró hacia abajo como buscando modo de librarse de parte del peso. En el otro cajón, debajo de sus narices, en actitud humilde y ridícula, vio a don Saturnino en cuclillas, inmóvil, olvidado por todos los presentes. Mesía no pudo menos de sonreír, a pesar de que le estaban llevando los demonios. Con deseos de escupirle miró a Bermúdez, que le sonreía sin cesar, y dijo con calma forzada:
-¡Hombre! ¡pues tiene gracia! ¿Ahí se está usted? ¿usted se piensa que yo hago juegos de Alcides y se me pone ahí en calidad de plomo?...
Carcajada general.
-Sí, ríanse ustedes -clamó Obdulia- pues el lance es gracioso.
-Yo... -balbuceó Bermúdez- usted dispense... como nadie me decía nada... creí que no estorbaba... y además... creía que al bajarme... pudiese empeorar la situación de esa señora... alguna sacudida.
-¡Ay, no, no! no se baje usted -gritó la viuda con espanto.
-¿Cómo que no? -rugió furioso don Álvaro-. ¿Quiere usted que yo levante este armatoste con los dos encima y a pulso?
-Es... que... yo no veo modo... si no me ayudan... está tan alto esto...
-Una vara escasa -advirtió el Marqués.
Paco tomó en brazos a don Saturno y le sacó del cajón nefando.
-Ahora -dijo- nosotros te ayudaremos, empujando desde aquí abajo...
-Eso es inútil -observó el Magistral con una voz muy dulce-; como el madero aquel se ha metido entre los dos palos de la banda... si no se alza a pulso todo el columpio... no se puede desenganchar.
-Es claro -bramaba desde arriba el otro; y probó otra vez su fuerza.
Pero Bermúdez pesaba muy poco por lo visto, porque don Álvaro no movió el pesado artefacto.
El elegante se creía a la vergüenza en la picota, y de un brinco, que procuró que fuese gracioso, se puso en tierra. Sacudiendo el polvo de las manos y limpiando el sudor de la frente, dijo:
-¡Es imposible! Que se busque otra escalera.
-Ya podía estar buscada...
-Si yo alcanzase... -insinuó entonces el Magistral, con modestia en la voz y en el gesto.
-Es verdad, dijo la Marquesa, usted es también alto.
-Sí llega, sí llega -gritó Paco, que quiso verle hacer títeres.
-Sí, alcanza usted -concluyó Vegallana padre-. Como tenga usted fuerza... Y aquí nadie le ve.
Lo difícil era subir a lo alto de la escalera sin hacer la triste figura con el traje talar.
-Quítese usted el manteo -observó Ripamilán.
-No hace falta -contestó De Pas, horrorizado ante la idea de que le vieran en sotana.
Y sin perder un ápice de su dignidad, de su gravedad ni de su gracia, subió como una ardilla al travesaño más alto, mientras el manteo flotaba ondulante a su espalda.
-Perfectamente -dijo metiendo los brazos por donde poco antes había introducido los suyos Mesía.
Aplausos en la multitud. Obdulia comprimió un chillido de mal género.
Doña Petronila, extática, con la boca abierta, exclamó por lo bajo:
-¡Qué hombre! ¡Qué lumbrera!
Sin gran esfuerzo aparente, con soltura
y gracia, el Magistral suspendió en sus brazos el columpio, que libre de
su prisión y contenido en su descenso por la fuerza misma que lo
levantara, bajó majestuosamente. Somoza, Paco y Joaquín Orgaz
ayudaron a Obdulia a salir del cajón maldito. El Magistral tuvo una
verdadera ovación. Paco le admiró en silencio: la fuerza muscular
le inspiraba un terror algo religioso; él había malgastado la
suya en las lides de amor. Tenía bastante carne, pero blanda. Don
Álvaro disimuló difícilmente el bochorno.
«¡Mayor puerilidad! pero estaba avergonzado de veras».
Además, él, que miraba a los curas como flacas mujeres, como un
sexo débil especial a causa del traje talar y la lenidad que les imponen
los cánones, acababa
La gratitud de Obdulia no tenía límites, pero el Magistral creyó necesario buscárselos mostrándose frío, seco y dándola a entender que «no lo había hecho por ella». La viuda, sin embargo, insistió en sostener que le debía la vida.
-¡Indudablemente! -corroboraba doña Petronila, que no sospechaba cómo quería pagar Obdulia aquella vida que decía deber al Magistral.
Ana admiró en silencio la fuerza de su padre espiritual, en la que no vio más que un símbolo físico de la fortaleza del alma; fortaleza en que ella tenía, indudablemente, una defensa segura, inexpugnable, contra las tentaciones que empezaban a acosarla.
Visita subió entonces al columpio, pero con las piernas atadas: no quería que se le viesen los bajos.
Obdulia protestó.
-¿Cómo? ¿pues se veía algo? ¡no quiero! ¡no quiero! ¿por qué no se me ha advertido? Esto es una traición.
-Tiene razón esta señora -dijo don Víctor- igualdad ante la ley; fuera esa cuerda.
Edelmira subió al columpio sin atarse. No había para qué tomar precauciones, no se veía nada.
Don Víctor y Ripamilán se columpiaron también, pero se mareaban.
-Ya están los coches -gritó la Marquesa desde lejos; y corrieron todos al patio.
La Marquesa, doña Petronila, la
Regenta y Ripamilán subieron a la carretela descubierta; carruaje de
lujo que había sido excelente pero que estaba anticuado y torpe de
movimientos. El tronco de caballos negros era digno del rey. Los demás
se acomodaron en un coche antiguo de viaje, sólido, pero de mala facha,
tirado por cuatro caballos; era el que servía ordinariamente al
Marqués en sus excursiones por la provincia, para llevar y traer
electores unas veces y otras para cazar acaso en terreno vedado. ¡Se
decían tantas cosas del coche de camino! Su figura se aproximaba a las
sillas de posta antiguas, que todavía hacen el servicio del correo en
Madrid desde la Central a las Estaciones. Lo llamaban la
Al Magistral se le hizo un poco de sitio, entre Ripamilán y Anita, con palabra solemne de dejarle en el Espolón, donde él tenía que buscar a cierta persona. (No había tal cosa, era un pretexto para cumplir su propósito de no ir al Vivero.)
-Le secuestramos -había dicho Obdulia...
-Sí, sí, secuestrarlo, es lo mejor: no se le dejará apearse -añadió doña Petronila.
-No; protesto... entonces no subo.
Subió; y la carretela
salió arrancando chispas de los guijarros puntiagudos por las calles
estrechas de la
Todavía calentaba el sol y las damas de la carretela improvisaron con las sombrillas un toldo de colores que también cobijaba al Magistral y al Arcipreste. Ripamilán, casi oculto entre las faldas de doña Petronila, a quien llevaba enfrente, iba en sus glorias; no por su contacto con el Gran Constantino, sino por ir entre damas, bajo sombrillas, oliendo perfumes femeniles, y sintiendo el aliento de los abanicos; ¡salir al campo con señoras! ¡la bucólica cortesana, o poco menos! El bello ideal del poeta setentón, del eterno amador platónico de Filis y Amarilis con corpiño de seda, se estaba cumpliendo.
El Magistral iba un poco avergonzado: le pesaba, por un lado -y por otro no- la casualidad, o lo que fuera, de ir tocando con Ana. Tocando apenas, por supuesto; ni ella ni él se movían. Él estaba turbado, ella no; iba satisfecha a su lado; seguía figurándoselo como un escudo bien labrado y fuerte. Ella le quitaba el sol, y él la defendía de don Álvaro. «Si este señor viniera al Vivero... no se atrevería el otro tal vez a acercarse... y si no... va... se va a atrever... claro, como allí cada cual corre por su lado, y Víctor es capaz de irse con Paco y Edelmira a hacer el tonto, el chiquillo... No, pues lo que es que le temo no quiero que lo conozca; de modo que si se acerca... no huiré. ¡Si este quisiera venir!...».
-Don Fermín -le dijo, cerca ya
del Espolón, con voz humilde, con el respeto dulce y sosegado con que le
hablaba siempre-. Don Fermín ¿por qué no viene usted con
nosotros? Poco más de una hora... creo que volveremos
De Pas sentía unas dulcísimas cosquillas por todo el cuerpo al oír a la Regenta; y sin pensarlo se inclinaba hacia ella, como si fuera un imán. Afortunadamente las otras damas y el Arcipreste iban muy enfrascados en una agradable conversación que tenía por objeto despellejar a la pobre Obdulia. Ripamilán citaba, como solía en tal materia, al Obispo de Nauplia, la fonda de Madrid, los vestidos de la prima cortesana, etc., etc. No cabe negar que la resolución del Magistral estuvo a punto de quebrantarse, pero le pareció indigno de él mostrar tan poca voluntad y temió además lo que podía suceder en el Vivero. Él no podía hacer el cadete; si don Álvaro quería buscar el desquite de la derrota del columpio y le desafiaba en otra cualquier clase de ejercicio, él, con su manteo y su sotana, y su canonjía a cuestas, estaba muy expuesto a ponerse en ridículo. No, no iría. Y sintió al afirmarse en su propósito una voluptuosidad intensa, profunda: era el orgullo satisfecho. Bien sabía él la fuerza que tenía que emplear para resistir la tentación que salía de aquellos labios más seductores cuanto menos maliciosos; por lo mismo apreció más la propia energía, el temple de su alma, que «indudablemente había venido al mundo para empresas más altas que luchar con obscuros vetustenses».
Volvió los ojos blandos a su amiga y poniendo en la voz un tono de cariñosa confianza, nuevo, algo parecido, según notó la Regenta, al que había usado Mesía aquella tarde en el balcón del comedor, contestó el Magistral muy quedo:
-No debo ir con ustedes...
Y el gesto indescriptible, dio a
entender que lo sentía, pero que como él era cura... y ella se
había confesado con
Todo eso, aunque no lo quisiera decir aquel gesto, entendió la Regenta; y se resignó a habérselas otra vez con Mesía sin el amparo del Provisor.
No hablaron más. Se detuvo el carruaje; el Magistral se levantó y saludó a las damas. La Regenta le sonrió como hubiera sonreído muchas veces a su madre si la hubiera conocido. De Pas no sabía sonreír de aquella manera; la blandura de sus ojos no servía para tales trances, y contestó mirando con chispas de que él no se dio cuenta... ni Ana tampoco.
Estaban en la entrada del
Espolón,
-Es usted muy desabrido -dijo la Marquesa, permitiéndose un tono familiar que empleaba con todos los canónigos menos con don Fermín.
Y hasta se propasó a darle con el abanico cerrado en la mano. Quería significar así su deseo de estrechar la amistad algo fría que mediaba entre el Provisor y los Vegallana. Bien lo comprendió y lo agradeció De Pas. Intimar con los Vegallana era intimar con don Víctor y su esposa, ya lo sabía él; siempre estaban juntos unos y otros, en el teatro, en paseo, en todas partes, y la Regenta comía en casa del Marqués muy a menudo. De modo que, para verla, allí mucho mejor que en la catedral. Todo esto se le pasó por las mientes al Magistral en el poco tiempo que necesitó para quitar el pie del estribo y hacer el último saludo a las señoras dando un paso atrás.
-¡Anda, Bautista! -gritó la
Marquesa; y la carretela
Los ojos del Magistral siguieron mientras pudieron el carruaje. La Regenta le sonreía de lejos, con la expresión dulce y casta de poco antes, y le saludaba tímidamente sin aspavientos con el abanico... Después no se vio más que el anguloso perfil de Ripamilán, que movía los brazos como las aspas de un molino de muñecas.
El otro coche pasó como un relámpago. De Pas vio una mano enguantada que le saludaba desde una ventanilla. Era una mano de Obdulia, la viuda eternamente agradecida. No saludaba con las dos, porque la izquierda se la oprimía dulce y clandestinamente Joaquinito Orgaz, quien jamás hizo ascos a platos de segunda mesa, en siendo suculentos.
Era
Preciso es declarar que el clero
vetustense, aunque famoso por su intransigencia en cuestiones
dogmáticas, morales y hasta disciplinarias, y si se quiere
políticas, no había puesto nunca malos ojos a la proximidad del
progreso urbano, y antes se felicitaba de que Vetusta se
Hubo más; aunque tradicionalmente
el Espolón venía siendo patrimonio de sacerdotes, magistrados
melancólicos y
-¡Pues es claro! Pues si es lo que yo vengo diciendo hace un siglo; pero aquí no se puede luchar con las preocupaciones, con el fanatismo. Esos curas, que son listos, con pretexto de la soledad y el retiro han cogido, allá en tiempo de la sopa boba, han cogido para sí el mejor sitio de recreo, el más abrigado, el más higiénico...
En fin, que algunas señoras de
las más encopetadas se atrevieron a romper la tradición, y desde
Octubre en
Algunos clérigos, viejos o pobres
casi todos, protestaron y acabaron por abandonar
-«¡El mundo, la locura, los arrojaba de su solitario recreo! ¡El siglo lo invadía todo!». Y la emprendían por el camino de Castilla y otras calzadas polvorosas entre las filas interminables de álamos y robles.
Pero el elemento joven, los más
de los canónigos y beneficiados, los que vestían con más
pulcritud y elegancia, los que usaban el sombrero de canal suelta el ala, ancho
y corto, se resignaron, y toleraron la invasión de la Vetusta elegante.
No tuvieron inconveniente, o lo disimularon, en codearse con damas y
caballeros; después de todo, ellos no habían ido a buscar el
gentío, el bullicio mundanal; ellos seguían
Tal vez a esta nueva costumbre de la
vida vetustense debíase en parte el gran esmero que se echaba de ver de
poco acá en el traje de muchos sacerdotes. Lo que se puede bien llamar
juventud dorada del clero de la capital, tan envidiada por sus colegas de la
montaña, que según ellos mismos se embrutecían a ojos
vistas, la juventud dorada acudía sin falta todas las tardes de
otoño y de invierno que hacía bueno al Espolón; iba lo que
se llama reluciente; parecían diamantes negros, y
Sin embargo, el Rector del Seminario, hombre excesivamente timorato, según frase de la marquesa de Vegallana, no pasaba por aquellas mescolanzas de curas y mujeres paseando todos revueltos, en un recinto que no tenía un tiro de piedra de largo, y que tendría cinco varas escasas de ancho.
-«No señor -le decía al Obispo-; yo no comprendo que pueda ser cosa inocente e inofensiva que un sacerdote tropiece con los codos de todas las señoritas majas del pueblo...». El Obispo creía que las señoritas eran incapaces de tales tropezones. «Si fuesen aquellas empecatadas del boulevard, las chalequeras...».
Pronto se olvidó la protesta del Rector del Seminario.
-¿Quién hace caso de ese señor? -decía Visitación la del Banco- un hombre cerril; santo, eso sí, pero montaraz. En fin, ¡un hombre que me echó a mí de la sacristía de Santo Domingo siendo yo tesorera del Corazón de Jesús!
-Un hombre así -aseveraba Obdulia- debía pasar la vida sobre una columna...
-Como San Simón
Desde Pascua florida hasta el equinoccio
de otoño próximamente, los curas se quedaban casi solos en el
Espolón; pero en Octubre volvían algunas señoras que
tenían miedo a la humedad y a
-¡Qué desfachatez! -decía Foja.
-Es un insensato; no sabe lo que es diplomacia, lo que es disimulo -advertía Mourelo.
-Y yo que no quería creer a usted cuando me decía que se había quedado a comer con ellos...
-¡Ya ve usted! -exclamó Glocester triunfante.
-¿Y a dónde van los otros?
-Al Vivero, de fijo; ya sabe usted... a brincar y saltar como potros...
-¡Esas son las clases conservadoras!
-No, señor; esa es la excepción...
-Y mire usted que venir en carruaje descubierto...
-Y junto a ella...
-Y apearse aquí -se atrevió a decir el beneficiado.
-Justo; tiene razón este... apearse aquí...
-Señor Arcediano, permítame usted decirle que su colega de usted está dejado de la mano de Dios.
-¡Ya lo creo! ¡ya lo creo! y lo siento... Pero ese Obispo, ese bendito señor... En fin, ¿qué quiere usted? -indicó Glocester sonriendo con malicia.
En aquel momento se le ocurrió una frase y para exponerla a su auditorio con toda solemnidad se detuvo, extendió la mano, como separando a los otros dos, y echando el cuerpo del lado de Foja le dijo al oído, a voces:
-¡Amigo mío, de todo ha de haber en la Iglesia de Dios!
Rieron los otros el chiste, y no cesaron las carcajadas, hasta que el Magistral pasó al lado de los murmuradores. Los dos clérigos le saludaron muy cortésmente y Glocester dando un paso hacia él, le acarició con una palmadita familiar sobre el hombro.
La envidia se lo comía, pero Glocester no era hombre que gastase menos disimulo. O era diplomático o no lo era.
El Magistral se contentó con escupirle para sus adentros.
Dio algunas vueltas solo, saludando a
diestro y siniestro con la amabilidad de costumbre, por máquina, sin ver
apenas a quien saludaba. Llevaba el manteo terciado sobre la panza, que
comenzaba a indicarse; y mano sobre mano -ya se sabe que eran muy hermosas- a
paso lento (que buen trabajo le costaba, muy de buen grado hubiera echado a
correr... detrás de los coches del Marqués) anduvo por
allí un cuarto de hora desafiando humildemente las miradas de todos,
seguro de que todos o los más hablaban de él; y de la
confesión de dos horas o tres o cuatro. «¡Sabría Dios
cuántas serían ya! -Aquel Glocester y su don Custodio
habrían tenido buen cuidado de hacer rodar la bola... ¡Las cosas
que
Algunos amigos verdaderos, o por lo menos partidarios declarados del Magistral, paseaban por el Espolón; pero no se atrevían a acercarse al ilustre Vicario general; llevaba cara de pocos amigos, a pesar de su sonrisita dulce, clavada allí desde que se veía en la calle. Así como a los delicados de la vista la claridad les hace arrugar los párpados, a don Fermín le hacía sonreír; parecía aquella sonrisa con que siempre le veía el público, un efecto extraño de la luz en los músculos de su rostro.
Pero esto no engañaba a los que
le conocían bien -los más muy a su costa-. El primero que se
atrevió a acercarse fue el Deán que llegaba entonces al paseo. El
mismo De Pas le salió al encuentro. El Deán no hablaba casi
nunca, y paseando menos. Se emparejaron y don Fermín siguió como
si estuviera solo. Se acercó después el canónigo pariente
del ministro y hubo que hablar y en seguida se agregó un
-¿Qué opina usted? -le preguntó el obispo laico en aquel instante, deteniéndose, poniéndosele delante para intimarle la respuesta.
No sabía de qué hablaban, se le había ido el santo al cielo con los cortes de la sotana.
-La verdad es que la cuestión -dijo- la cuestión... merece pensarse.
-¡Pues eso digo yo! -gritó el otro, triunfante, y le dejó seguir andando.
-¿Ven ustedes? el señor Provisor opina lo mismo que yo; dice que merece estudiarse la cuestión, que es ardua... ¡yo lo creo!
El Magistral respiró; pero antes
de exponerse a otra pregunta
No podía más; aquella tarde la compañía de sus colegas le asfixiaba; toda aquella tela negra colgando le abrumaba; podía decir cualquier desatino si continuaba allí. Y se marchó a paso largo. Su última mirada fue para la lontananza del camino del Vivero por donde había visto desaparecer entre nubes de polvo los coches.
«¡Estamos buenos!» iba
pensando por las calles. Era enemigo de dar nombres a las cosas, sobre todo a
las difíciles de bautizar. ¿Qué era aquello que a
él le pasaba?
«De todas maneras, había sido una necedad, y tal vez una grosería, haber desairado a aquellas señoras. ¿Qué estarían diciendo de él en el Vivero?».
Subía el Magistral por las primeras calles de la Encimada, pasó por la puerta del Gobierno civil y allá dentro, en medio del patio, vio un pozo que él sabía que estaba ciego. Se acordó de que Ripamilán le había hablado varias veces de un pozo seco que había en el Vivero. Paco Vegallana, Obdulia, Visita y demás gente loca -había dicho el Arcipreste- se entretienen en cortar helechos, yerbas, ramas de árboles y arrojarlo todo al pozo, y cuando ya llega la hojarasca cerca de la boca... ¡zas! se tiran ellos dentro, primero uno, después otro y a veces dos o tres a un tiempo... Al mismo Ripamilán, con toda su respetabilidad, le habían hecho descender a aquel agujero, y por cierto que para sacarlo se había necesitado una cuerda... El Magistral tenía aquel pozo, que no había visto, delante de los ojos, y se figuraba a Mesía dentro de él, sobre las ramas y la yerba con los brazos extendidos ¡esperando la dulce carga del cuerpo mortal de Anita!... ¿Tendría ella tan reprensible condescendencia? ¿Se dejaría echar al pozo? Don Fermín estaba en ascuas. ¿Qué le importaba a él? Pues estaba en ascuas.
Andaba a la ventura, sin saber a dónde ir. Se encontró a la puerta de su casa. Dio media vuelta y, seguro de que nadie le había visto, apretó el paso bajando por un callejón que conducía a la plazuela de Palacio, a la Corralada.
«¡Mi madre! pensó. No se había acordado de ella en toda la tarde».
¡Había comido fuera de casa sin avisar! doña Paula consideraba esta falta de disciplina doméstica como pecado de calibre. Pocas veces los cometía su hijo, y por lo mismo la impresionaban más.
«¡Cómo no se me
ocurrió mandarle un recado! pero... ¿por quién? ¿no
era ridículo decirle a la Marquesa: señora necesito que mi madre
sepa que no como hoy con ella? Aquella esclavitud en que vivía...
contento, sí, contento, no le humillaba... pero no convenía que
la conociese el mundo. Y ahora, ¿por qué no se había
quedado en casa? Bastante tiempo había pasado fuera...
¿volvería pie atrás, desafiaría el mal humor de su
madre? No, no se atrevía; no estaba el suyo para escenas fuertes, le
horrorizaba la idea de una filípica embozada, como solían ser las
de su madre, de un discurso de moral utilitaria... De fijo le hablaría
de las necedades que le habían contado por la mañana... Y si le
decía: he comido... con la Regenta, en casa del Marqués,
¡bueno iba a estar aquello! Pero, Señor ¡qué luego,
qué luego había empezado la gentuza, la miserable gentuza
vetustense a murmurar de aquella amistad! ¡en dos días todo aquel
run run, su madre con los oídos llenos de calumnias, de malicias, y el
alma de sospechas, de miedos y aprensiones!... ¿y qué
había? nada; absolutamente nada; una señora que había
hecho confesión general y que probablemente a estas horas estaría
Entró en palacio.
La sombra de la catedral, prolongándose sobre los tejados del caserón triste y achacoso del Obispo, lo obscurecía todo; mientras los rayos del sol poniente teñían de púrpura los términos lejanos, y prendían fuego a muchas casas de la Encimada, reflejando llamaradas en los cristales.
El Magistral llegó hasta el gabinete en que el Obispo corregía las pruebas de una pastoral.
Fortunato levantó la cabeza y sonrió.
-Hola, ¿eres tú?
Don Fermín se sentó en un sofá. Estaba un poco mareado; le dolía la cabeza y sentía en las fauces ardor y una sequedad pegajosa; se ahogaba en aquel recinto cerrado y estrecho; el alcohol le había perturbado. Nunca bebía licores y aquella tarde, distraído, sin saber lo que estaba haciendo, había apurado la copa de chartreuse o no sabía qué, servida por la Marquesa.
Fortunato leía las pruebas y
seguía sonriendo. No parecía temer ya al Magistral. Horas antes
esquivaba quedarse a solas con él de miedo a que le reprendiese por su
condescendencia con las señoras
-¿Me haces el favor de leer lo que dicen estas letras borradas?... yo no veo bien.
De Pas se acercó y leyó.
-¡Chico apestas!... ¿qué has bebido?
Don Fermín irguió la cabeza y miró al Obispo sorprendido y ceñudo.
-¿Que apesto? ¿por qué?
-A bebida hueles... no sé a qué... a ron... qué sé yo.
De Pas encogió los hombros dando a entender que la observación era impertinente y baladí. Se apartó de la mesa.
-A propósito. ¿Por qué no has avisado a tu madre?
-¿De qué?
-De que comías fuera...
-¿Pero usted sabe?...
-Ya lo creo, hijo mío. Dos veces estuvo aquí Teresina de parte de Paula; que dónde estaba el señorito, que si había comido aquí. No, hija, no; tuve que salir yo mismo a decírselo. Y a la media hora, vuelta. Que si le había pasado algo al señorito, que la señora estaba asustada; que yo debía de saber algo...
El Magistral se paseaba por el gabinete y pisaba muy fuerte; disimulaba mal su impaciencia, su mal humor, tal vez no pretendía siquiera disimularlos.
-Yo -continuó Fortunato- les dije que no se apurasen; que habrías comido en casa de Carraspique, o en casa de Páez; como los dos están de días... Y eso habrá sido, ¿verdad? ¿Con Carraspique habrás comido?
-¡No, señor!
-¿Con Páez?
-¡No, señor! ¡Mi madre... mi madre me trata como a un niño!
-Te quiere tanto, la pobrecita...
-Pero esto es demasiado...
-Oye -exclamó el Obispo dejando de leer pruebas- ¿de modo que aún no has vuelto a casa?
El Magistral no contestó; ya estaba en el pasillo. De lejos había dicho:
-Hasta mañana; -y había cerrado detrás de sí la puerta del gabinete con más fuerza de la necesaria.
-Tiene razón el muchacho -se quedó pensando el Obispo que trataba al Magistral como un padre débil a un hijo mimado-. Esa Paula nos maneja a todos como muñecos.
Y continuó corrigiendo la Pastoral.
De Pas tomó por el callejón arriba, desandando el camino; pero al llegar cerca de su casa se detuvo. No sabía qué hacer. La chartreuse o lo que fuera -¿¡si sería cognac!?- seguía molestándole y conocía ya él mismo que le olía mal la boca.
«Si se me acercase Glocester ahora, mañana todo Vetusta sabría que yo era un borracho...».
«¡No subo, no subo. Buena estará mi madre! Y yo no estoy para oír sermones ni aguantar pullas ni traducir reticencias... ¡Hasta Teresa anda en ello! ¡Dos veces a palacio!... ¡El niño perdido... Esto es insufrible!...».
El reloj de la catedral dio la hora con golpes lentos; primero, cuatro agudos, después otros graves, roncos, vibrantes.
De Pas, como si su voluntad dependiese de la máquina del reloj, se decidió de repente y tomó por la calle de la derecha, cuesta abajo; por la que más pronto podría volver al Espolón.
Se olvidó de su madre, de Teresina, del cognac, del Obispo; no pensó más que en los coches del Marqués que debían de estar de vuelta.
El Vicario general de Vetusta, a buen
paso tomó el
«Así como así, la
brisa que ya empieza a soplar, me quitará este calor, este aturdimiento,
esta sed...». El agua de las fuentes monumentales murmuraba a lo lejos
con melancólica monotonía en medio del silencio en que
yacía el paseo triste, solitario. Al acercarse al pilón de la
fuente de Oeste, De Pas tuvo tentaciones de aplicar sus labios al tubo de
hierro que apretaba con sus dientes un león de piedra, y saciar sus
ansias en el chorro bullicioso, incitante... No se atrevió y dio la
vuelta, continuando su paseo en la soledad. Al llegar a la otra fuente, iguales
ansias, iguales tentaciones... Media vuelta y atrás. Así estuvo
paseando media hora. La sed le abrasaba... ¿por qué no se iba?
porque no quería dejarlos pasar sin verlos; sin ver los coches, se
entiende. Ana volvería, era natural, en la carretela, y al pasar junto a
un farol podría verla, sin ser visto, o por lo menos sin ser conocido.
La sed que esperase. El reloj de la Universidad dio tres campanadas.
¡Tres cuartos de hora! Andaría adelantado... No... La catedral,
que era la autoridad cronométrica, ratificó la afirmación
de la Universidad; por lo que pudiera valer
-«¿Pero qué hace allá esa gente?» -se preguntó el Magistral, aunque añadiendo para satisfacción de su conciencia que a él, por supuesto, no le importaba nada.
Hasta entonces no había reparado
en unos chiquillos, de diez a doce años,
-¡Na!... -decía la
-Narigudo... -contestó un pillo rubio, el más fuerte de la compañía, que siempre se colocaba el primero por derecho de conquista.
El pañuelo pasó a otro.
-¿Na?
-Narices.
-Otro. ¿Na?
-Napoleón.
-¡Ay qué mainate! ¿qué es Napoleón? -gritó el Sansón del corro acercándose a su afectísimo amigo y poniéndole un codo delante de las narices.
-Napoleón... ¡ay que rediós! es un duro.
-¡Qué ha de ser!
-¡No hay más cera!
-Te rompo... si no fueses tan mandria... te inflaba el morro... por farolero.
-¿Qué más da, si no es eso? -dijo la niña poniendo paces-. A ver el otro. ¿Na? ¿na?
-Natalia... Tampoco. No acertó ninguno.
-Otra rueda.
-¡Da señas, tísica! -escupió más que dijo el dictador.
Y abriendo las piernas y agachándose como dispuesto a correr detrás de los compañeros a latigazos, dio una vuelta al pañuelo alrededor de la mano y añadió:
-¡Da señas que se entiendan o te rompo el alma!
Y tiraba por el látigo como
queriendo arrancarlo del poder de la
-Señas... señas... ¿a que no aciertas?
-¿A que sí?...
-No tires...
-Pues da señas...
-¡Es una cosa muy rica! ¡muy rica! ¡muy rica!
-¿Que se come?
-Pues claro... siendo muy rica...
-¿Dónde la hay?
-La comen los señores...
-Eso no vale, ¡so tísica! ¿qué sé yo lo que comen los señores?
-Pues alguna vez puede ser que la hayas visto.
-¿De qué color?
-Amarilla, amarilla...
-¡Naranjas, rediós! -aulló el pillastre y dio un tirón al pañuelo, preparándose a emprenderla a latigazos con sus compañeros.
-¡Que me arrancas el brazo, bruto, y que no es eso!...
Los demás pilletes ya se habían puesto en salvo y corrían por la carretera y el Espolón.
-¡Venir! ¡venir! que no es
eso... -gritó la
-¡Que sí es! ¡bacalao! te rompo... ¿pues no son amarillas las naranjas?... ¿y no son cosa rica?
-Pero naranjas las comes tú también.
-Claro, si se las robo a la señoa Jeroma en el puesto...
-Pues no es eso. Otro.
-¿Na? ¿na?
Un niño flaco, pálido, casi desnudo, tomó la punta del pañuelo; le brillaban los ojos... le temblaba la voz... y mirando con miedo al de las naranjas, dijo muy quedo:
-¡Natillas!...
-
Y todos corrieron, mientras el vencedor iba detrás con piernas vacilantes, sin gran deseo de azotar a sus amigos, contento con el triunfo, pero sin deseos de venganza.
El
-¡Rediós!
¿qué son natillas? -gritaba poniendo la mano delante de la cara,
mientras tímidamente el
Y añadía furioso el
-¡Di: a la oreja! ¡tísica o te baldo!
-¡A la oreja! ¡a la oreja!
El
-
En aquel momento el Magistral se acercó a la niña.
La
-Dime, hija mía... ¿has visto pasar dos coches?
-¿Para dónde? -contestó ella poniéndose en pie.
-Para arriba... uno con dos caballos y otro con cuatro con cascabeles... hace poco...
-No señor, me parece que no...
Espere usted, señor cura, a ver si esos...
-¿Habéis visto pasar dos coches para arriba?
-Sí.
-No.
-Dos.
-Tres.
-Para abajo.
-Mentira, mainate... ¡si te inflo!... Para arriba, señor cura.
-Era una galera.
-¡Un coche, farol!
-Dos carros eran, mainate.
-¡Te rompo!...
-¡Te inflo!...
El Magistral no pudo averiguar nada. Se inclinó a creer que habían pasado. Pero no dejó el paseo; continuó dando vueltas y limpiándose la mano besada por la chusma. Le molestaba mucho el pringue, y en el pilón de una de las fuentes se lavó un poco los dedos.
Los pilletes se dispersaron. Quedó solo don Fermín con un murciélago que volaba yendo y viniendo sobre su cabeza, casi tocándole con las alas diabólicas. También el murciélago llegó a molestarle, apenas pasaba volvíase, cada vez era más reducida la órbita de su vuelo.
«Deben de ser dos», pensó el Magistral, que cada vez que veía al animalucho encima sentía un poco de frío en las raíces del pelo.
La noche estaba hermosa, acababan de desvanecerse las últimas claridades pálidas del crepúsculo. Sobre la sierra, cuyo perfil señalaba una faja de vapor tenue y luminoso, brillaban las estrellas del carro, la Osa mayor, y Aldebarán, por la parte del Corfín, casi rozando la cresta más alta de la cordillera obscura, lucía solitario en una región desierta del cielo. La brisa se dormía y el silbido de los sapos llenaba el campo de perezosa tristeza, como cántico de un culto fatalista y resignado. Los ruidos de la ciudad alta llegaban apagados y con intermitencias de silencio profundo. En la Colonia, más cercana, todo callaba.
Don Fermín no era aficionado a
contemplar la noche serena; lo había sido mucho tiempo hacía, en
el Seminario, en los Jesuitas y en los primeros años de su vida de
sacerdote... cuando estaba delicado y tenía aquellas tristezas y
aquellos escrúpulos que le comían el alma. Después la vida
le había hecho hombre, había seguido la escuela de su madre...
una aldeana que no veía en el campo más que la explotación
de la tierra. Aquello que se llamaba en los libros la poesía, se le
había muerto a él años atrás; ya lo creo,
hacía muchos años... ¡Las estrellas! ¡qué
pocas veces las había mirado con atención desde que era
canónigo!... De Pas se detuvo, se descubrió,
-¡Deben de ser ellos! ¡qué tarde! -dijo en voz alta, acercándose a la cuneta de la carretera, a la sombra de un farol de los del paseo.
Esperó algunos minutos, con la cabeza tendida en dirección del Vivero, espiando todos los ruidos... Vio dos luces entre la obscuridad lejana, después cuatro... eran ellos, los dos coches... El ruido rítmico de los cascabeles se hizo claro, estridente; a veces se mezclaban con él otros que parecían gritos, fragmentos de canciones.
-«¡Qué locos, vienen cantando!».
Ya se oía el rumor sordo y como
subterráneo de las ruedas... el aliento fogoso de los caballos
cansados... y, por fin, la voz chillona de Ripamilán... Ahora callaban
los del coche grande. La carretela iba a pasar junto al Magistral, que se
apretó a la columna de hierro, para no ser visto. Pasó la
carretela a trote largo. De Pas se hizo todo ojos. En el lugar de
Ripamilán vio a don Víctor de Quintanar, y en el de la Regenta a
Ripamilán; sí, los vio perfectamente. ¡No venía la
Regenta en el coche abierto! ¡Venía con los otros! ¡Y al
marido le habían
«¡Qué indecencia!» pensó, sintiendo el despecho atravesado en la garganta.
Y sin saber que parodiaba a Glocester, añadió:
-«¡Se la quieren echar en los brazos! ¡Esa Marquesa es una Celestina de afición!».
«¡Y venían cantando!».
Los coches se alejaban; subían por la calle principal de la Colonia, sin algazara; las luces de los faroles se bamboleaban, se ocultaban y volvían a aparecer, cada vez más pequeñas...
«¡Ahora callan!» pensó don Fermín. «¡Peor, mucho peor!».
Los cascabeles volvieron a sonar como canto lejano de grillos y cigarras en noche de estío...
El Magistral olvidado de las estrellas dejó el Espolón y subió a buen paso por la calle principal de la Colonia, en pos de los coches de Vegallana.
Si no fuera por vergüenza hubiera echado a correr por la cuesta arriba. «¿Para qué? Para nada. Por desahogar el mal humor, por emplear en algo aquella fuerza que sentía en sus músculos, en su alma ociosa, molesta como un hormigueo...».
Al pasar junto al jardín de Páez, la luz de gas que brillaba entre las filigranas de hierro de la verja, en un globo de cristal opaco, le hizo ver su sombra de cura dibujada fantásticamente sobre la polvorienta carretera.
Se avergonzó, testigo él mismo de sus locuras; y contuvo el paso.
«Debo de estar borracho. Esto
tiene que pasar. ¡Bah!
Se acordó de su cita con la Regenta. Sintió un alivio su furor sordo. «Pronto es mañana... A las ocho ya sabré yo... Sí lo sabré... porque se lo preguntaré todo. ¿Por qué no? A mi manera... Tengo derecho...».
Llegó al boulevard, estaba solitario: ya había terminado el paseo de los Obreros: subió por la calle del Comercio, por la plaza del Pan, y al llegar a la plaza Nueva miró a la Rinconada. En el caserón de los Ozores no vio más luz que la del portal.
-«¿No los habrán dejado en casa? ¿Están juntos todavía?». Y sin pensar lo que hacía, siguió hasta la calle de la Rúa, por el mismo camino que había andado a mediodía. Los balcones de casa del Marqués estaban también ahora abiertos; pero la luz no entraba por ellos, salía a cortar las tinieblas de la calle estrecha, apenas alumbrada por lejanos faroles de gas macilento. De Pas oyó gritos, carcajadas y las voces roncas y metálicas del piano desafinado.
-«¡Sigue la broma! -se dijo mordiéndose los labios-. Pero yo ¿qué hago aquí? ¿Qué me importa todo esto?... Si ella es como todas... mañana lo sabré. ¡Estoy loco! ¡estoy borracho!... ¡Si me viera mi madre!». En la pared de la casa de enfrente la luz que salía por los balcones interrumpía con grandes rectángulos la sombra, y por aquella claridad descarada y chillona pasaban figuras negras, como dibujos de linterna mágica. Unas veces era un talle de mujer, otras una mano enorme, luego un bigote como una manga de riego; esto vio De Pas frente al balcón del gabinete; frente a los del salón las sombras de la pared eran más pequeñas, pero muchas y confusas; y se movían y mezclaban hasta marear al canónigo.
«No bailan», pensó. Pero esta idea no le consolaba.
Más allá del balcón del gabinete había otro cerrado. Era el de la habitación en que había muerto la hija de los Marqueses. El Magistral recordaba haber estado allí, de rodillas, con un hacha de cera en la mano, mientras le daban a la pobre joven el Señor. Hacía mucho tiempo. Aquel balcón se abrió de repente. De Pas vio una figura de mujer que se apretaba a las rejas de hierro y se inclinaba sobre la barandilla, como si fuera a arrojarse a la calle. Confusamente pudo columbrar unos brazos que oprimían a la dama la cintura; ella forcejeaba por desasirse. «¿Quién era?». Imposible distinguirlo; parecía alta, bien formada; lo mismo podía ser Obdulia que la Regenta. «¡Es decir, la Regenta no podía ser; no faltaba más! ¿Y el de los brazos? ¿quién era? ¿por qué no salía al balcón?». De Pas estaba seguro de no ser visto, en completa obscuridad, en un portal de enfrente. No pasaba nadie; pero podían pasar... y ¿qué se pensaría si le veían allí, espiando a los convidados del Marqués?... Debía marcharse... sí; pero hasta que aquellos bultos se retirasen del balcón no podía moverse. La dama desconocida, de espalda a la calle, ahora, inclinando la cabeza hacia el interlocutor invisible, hablaba tranquilamente y se defendía como por máquina, con leves manotadas felinas, de unas manos que de vez en cuando intentaban cogerla por los hombros.
«¡Están a obscuras! no hay luz en esa habitación... ¡qué escándalo!», pensó don Fermín, que seguía inmóvil.
La del balcón hablaba, pero tan quedo que no era posible conocerla por la voz; era un murmullo cargado de eses, completamente anónimo.
«Por supuesto que ella no es», meditaba el del portal.
A pesar de estas reflexiones que no
podían ser más racionales,
En lo alto de la escalera, en el
descanso del primer piso,
Le había abierto ella misma, sin preguntar quién era, segura de que tenía que ser él. Ni una palabra al verle. El hijo subía y la madre no se movía, parecía dispuesta a estorbarle el paso, allí en medio, tiesa, como un fantasma negro, largo y anguloso.
Cuando De Pas llegaba a los últimos peldaños, doña Paula dejó el puesto y entró en el despacho. Don Fermín la miró entonces, sin que ella le viese.
Reparó que su madre traía parches untados con sebo sobre las sienes; unos parches grandes, ostentosos.
«Lo sabe todo» pensó
el Provisor. Cuando su madre callaba y se ponía parches de sebo, daba a
entender que no podía estar más enfadada, que estaba furiosa. Al
pasar junto al comedor, De Pas vio la mesa puesta con dos cubiertos. Era
temprano para cenar, otras noches
Doña Paula encendió sobre la mesa del despacho el quinqué de aceite con que velaba su hijo.
Él se sentó en el sofá, dejó el sombrero a un lado y se limpió la frente con el pañuelo. Miró a doña Paula.
-¿Le duele la cabeza, madre?
-Me ha dolido. ¡Teresina!
-Señora.
-¡La cena!
Y salió del despacho. El Provisor hizo un gesto de paciencia y salió tras ella. «No era todavía hora de cenar, faltaban más de cuarenta minutos... pero ¿quién se lo decía a ella?».
Doña Paula se sentó junto a la mesa, de lado, como los cómicos malos en el teatro. Junto al cubierto de don Fermín había un palillero, un taller con sal, aceite y vinagre. Su servilleta tenía servilletero; la de su madre no.
Teresina, grave, con la mirada en el suelo, entró con el primer plato, que era una ensalada.
-¿No te sientas? -preguntó al Provisor su madre.
-No tengo apetito... pero tengo mucha sed...
-¿Estás malo?
-No, señora... eso no.
-¿Cenarás más tarde?
-No, señora, tampoco...
El Magistral ocupó su asiento enfrente de doña Paula, que se sirvió en silencio.
Con un codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano, De Pas contemplaba a su señora madre, que comía de prisa, distraída, más pálida que solía estar, con los grandes ojos azules, claros y fríos fijos en un pensamiento que debía de ver ella en el suelo.
Teresina entraba y salía sin hacer ruido, como un gato bien educado. Acercó la ensalada al señorito.
-Ya he dicho que no ceno.
-Déjale, no cena. Ella no lo había oído, hombre.
Y acarició a la criada con los ojos.
Nuevo silencio.
De Pas hubiera preferido una discusión inmediatamente. Todo, antes que los parches y el silencio. Estaba sintiendo náuseas y no se atrevía a pedir una taza de té. Se moría de sed, pero temía beber agua.
Doña Paula hablaba con Teresa más que de costumbre y con una amabilidad que usaba muy pocas veces.
La trataba como si hubiera que consolarla de alguna desgracia de que en parte tuviera la misma doña Paula la culpa. Esto al menos creyó notar el Magistral.
Faltaba algo que estaba en el aparador y el ama se levantaba y lo traía ella misma.
Pidió azúcar don Fermín para echarlo en el vaso de agua y su madre dijo:
-Está arriba la azucarera, en mi cuarto... Deja, iré yo por ella.
-Pero, madre...
-Déjame.
Teresina quedó a solas con su amo y mientras le servía agua dejando caer el chorro desde muy alto, suspiró discretamente.
De Pas la miró, un poco sorprendido. Estaba muy guapa; parecía una virgen de cera. Ella no levantó los ojos. De todas maneras, le era antipática. Su madre la mimaba y a los criados no hay que darles alas.
Bajó doña Paula y cuando salió Teresina dijo, mientras miraba hacia la puerta:
-La pobre no sé cómo tiene cuerpo.
-¿Por qué? -preguntó don Fermín que acababa de oír el primer trueno.
Su madre, que estaba en pie junto a él revolviendo el azúcar en el vaso, le miró desde arriba con gesto de indignación.
-¿Por qué? Ha ido esta tarde dos veces a Palacio, una vez a casa del Arcipreste, otra a casa de Carraspique, otra a casa de Páez, otra a casa del Chato, dos a la Catedral, dos a la Santa Obra, una vez a las Paulinas, otra... ¡qué sé yo! Está muerta la pobre.
-¿Y a qué ha ido? -contestó De Pas al segundo trueno.
Pausa solemne. Doña Paula volvió a sentarse y haciendo alarde de una paciencia, que ni la de un santo, dijo, con mucha calma, pesando las sílabas:
-A buscarte, Fermo, a eso ha ido.
-Mal hecho, madre. Yo no soy un chiquillo para que se me busque de casa en casa. ¿Qué diría Carraspique, qué diría Páez?... Todo eso es ridículo...
-Ella no tiene la culpa; hace lo que le mandan. Si está mal hecho, ríñeme a mí.
-Un hijo no riñe a su madre.
-Pero la mata a disgustos; la compromete, compromete la casa... la fortuna, la honra... la posición... todo... por una... por una... ¿Dónde ha comido usted?
Era inútil mentir, además de ser vergonzoso. Su madre lo sabía todo de fijo. El Chato se lo habría contado. El Chato que le habría visto apearse de la carretela en el Espolón.
-He comido con los marqueses de Vegallana; eran los días de Paquito; se empeñaron... no hubo remedio; y no mandé aviso... porque era ridículo, porque allí no tengo confianza para eso...
-¿Quién comió allí?
-Cincuenta, ¿qué sé yo?
-¡Basta, Fermo, basta de disimulos! -gritó con voz ronca la de los parches. Se levantó, cerró la puerta, y en pie y desde lejos prosiguió:
-Has ido allí a buscar a esa... señora... has comido a su lado... has paseado con ella en coche descubierto, te ha visto toda Vetusta, te has apeado en el Espolón; ya tenemos otra Brigadiera... Parece que necesitas el escándalo, quieres perderme.
-¡Madre! ¡madre!
-¡Si no hay madre que valga! ¿te has acordado de tu madre en todo el día? ¿No la has dejado comer sola, o mejor dicho, no comer? ¿te importó nada que tu madre se asustara, como era natural? ¿Y qué has hecho después hasta las diez de la noche?
-¡Madre, madre, por Dios! yo no soy un niño...
-No, no eres un niño; a ti no te duele que tu madre se consuma de impaciencia, se muera de incertidumbre... La madre es un mueble que sirve para cuidar de la hacienda, como un perro; tu madre te da su sangre, se arranca los ojos por ti, se condena por ti... pero tú no eres un niño, y das tu sangre, y los ojos y la salvación... por una mujerota...
-¡Madre!
-¡Por una mala mujer!
-¡Señora!
-Cien veces, mil veces peor, que esas que le tiran de la levita a don Saturno, porque esas cobran, y dejan en paz al que las ha buscado; pero las señoras chupan la vida, la honra... deshacen en un mes lo que yo hice en veinte años... ¡Fermo... eres un ingrato!... ¡eres un loco!
Se sentó fatigada y con el pañuelo que traía a la cabeza improvisó una banda para las sienes.
-¡Va a estallarme la frente!
-¡Madre, por Dios! sosiéguese usted. Nunca la he visto así... ¿Pero qué pasa? ¿qué pasa?... Todo es calumnia... ¡Y qué pronto... qué pronto... la han urdido! ¡Qué Brigadiera ni qué señoronas... si no hay nada de eso... si yo le juro que no es eso... si no hay nada!
-No tienes corazón, Fermo, no tienes corazón.
-Señora, ve usted lo que no hay... yo le aseguro...
-¿Qué has hecho hasta las diez de la noche? Rondar la casa de esa gigantona... de fijo...
-¡Por Dios, señora! esto es indigno de usted. Está usted insultando a una mujer honrada, inocente, virtuosa; no he hablado con ella tres veces... es una santa...
-Es una como las otras.
-¿Cómo qué otras?
-Como las otras.
-¡Señora! ¡Si la oyeran a usted!
-¡Ta, ta, ta! Si me oyeran me callaría. Fermo... a buen entendedor... Mira, Fermo... tú no te acuerdas, pero yo sí... yo soy la madre que te parió ¿sabes? y te conozco... y conozco el mundo... y sé tenerlo todo en cuenta... todo... Pero de estas cosas no podemos hablar tú y yo... ni a solas... ya me entiendes... pero... bastante buena soy, bastante he callado, bastante he visto.
-No ha visto usted nada...
-Tienes razón... no he visto... pero he comprendido y ya ves... nunca te hablé de estas... porquerías, pero ahora parece que te complaces en que te vean... tomas por el peor camino...
-Madre... usted lo ha dicho, es absurdo,
es indecoroso
-Ya lo veo, Fermo, pero tú lo quieres. Lo de hoy ha sido un escándalo.
-Pero si yo le juro a usted que no hay nada; que esto no tiene nada que ver con todas esas otras calumnias de antaño...
-Peor; peor que peor... Y sobre todo lo que yo temo es que el otro se entere, que Camoirán crea todo eso que ya dicen.
-¡Que ya dicen! ¡En dos días!
-Sí, en dos; en medio... en una hora... ¿No ves que te tienen ganas? ¿que llueve sobre mojado?... ¿Hace dos días? Pues ellos dirán que hace dos meses, dos años, lo que quieran. ¿Empieza ahora? Pues dirán que ahora se ha descubierto. Conocen al Obispo, saben que sólo por ahí pueden atacarte... Que le digan a Camoirán que has robado el copón... no lo cree... pero eso sí; ¡acuérdate de la Brigadiera!...
-¡Qué Brigadiera... madre... qué Brigadiera!... Es que no podemos hablar de estas cosas... pero... si yo le explicara a usted...
-No necesito saber nada... todo lo comprendo... todo lo sé... a mi modo. Fermo, ¿te fue bien toda la vida dejándote guiar por tu madre, en estas cosas miserables de tejas abajo? ¿Te fue bien?
-¡Sí, madre mía, sí!
-¿Te saqué yo o no de la pobreza?
-¡Sí, madre del alma!
-¿No nos dejó tu pobre padre muertos de hambre y con el agua al cuello, todo embargado, todo perdido?
-Sí, señora, sí... y eternamente yo...
-Déjate de eternidades... yo no
quiero palabras,
-Si no hay tal, madre.
-Sí hay tal, Fermo. No eres un niño, dices... es verdad... pero peor si eres un tonto... Sí, un tonto con toda tu sabiduría. ¿Sabes tú pegar puñaladas por la espalda, en la honra? Pues mira al Arcediano, torcido y todo, las da como un maestro... ahí tienes un ignorante que sabe más que tú.
Doña Paula se había arrancado los parches, las trenzas espesas de su pelo blanco cayeron sobre los hombros y la espalda; los ojos apagados casi siempre, echaban fuego ahora, y aquella mujer cortada a hachazos parecía una estatua rústica de la Elocuencia prudente y cargada de experiencia.
La tempestad se había deshecho en lluvia de palabras y consejos. Ya no se reñía, se discutía con calor, pero sin ira. Los recuerdos evocados, sin intención patética, por doña Paula, habían enternecido a Fermo. Ya había allí un hijo y una madre, y no había miedo de que las palabras fuesen rayos.
Doña Paula no se
enternecía, tenía esa ventaja. Llamaba mojigangas a las caricias,
y quería a su hijo mucho a su manera, desde lejos. Era el suyo un
cariño opresor, un tirano. Fermo, además de su hijo, era su
capital, una fábrica de dinero. Ella le había hecho hombre, a
costa de sacrificios, de vergüenzas de que él no sabía ni la
mitad, de vigilias, de sudores, de cálculos, de paciencia, de astucia,
de energía y de pecados sórdidos; por consiguiente no
pedía mucho si pedía intereses al resultado
En Matalerejo, en su tierra, Paula
Raíces vivió muchos años al lado de las minas de
carbón en que trabajaba su padre, un miserable labrador que ganaba la
vida cultivando una mala tierra de maíz y patatas, y con la ayuda de un
jornal. Aquellos hombres que salían de las cuevas negros, sudando
carbón y con los ojos hinchados, adustos, blasfemos como demonios,
manejaban más plata entre los dedos sucios que los campesinos que
removían la tierra en la superficie de los campos y segaban y
amontonaban la yerba de los prados frescos y floridos. El dinero estaba en las
entrañas de la tierra; había que cavar hondo para sacar provecho.
En Matalerejo, y en todo su valle, reina la codicia, y los niños rubios
de tez amarillenta que pululan a orillas del río negro que serpea por
las faldas de los altos montes de castaños y helechos, parecen hijos de
sueños de avaricia. Paula era de niña rubia como una mazorca;
tenía los ojos casi blancos de puro claros, y en el alma, desde que tuvo
uso de razón, toda la codicia del pueblo junta. En las minas, y en las
fábricas que las rodean, hay trabajo para los niños en cuanto
pueden sostener en la cabeza un cesto con un poco de tierra. Los ochavos que
ganan así los hijos de los pobres son en Matalerejo la semilla de la
avaricia arrojada en aquellos corazones tiernos: semilla de metal que se
incrusta en las entrañas y jamás se arranca de allí. Paula
veía en su casa la miseria todos
La niña fue aprendiendo lo que valía el dinero, por la gran pena con que los suyos lo lloraban ausente. A los nueve años era Paula una espiga tostada por el sol, larga y seca; ya no se reía: pellizcaba a las amigas con mucha fuerza, trabajaba mucho y escondía cuartos en un agujero del corral. La codicia la hizo mujer antes de tiempo; tenía una seriedad prematura, un juicio firme y frío.
Hablaba poco y miraba mucho. Despreciaba la pobreza de su casa y vivía con la idea constante de volar... de volar sobre aquella miseria. Pero ¿cómo? Las alas tenían que ser de oro. ¿Dónde estaba el oro? Ella no podía bajar a la mina.
Su espíritu observador
notó en la iglesia un filón menos obscuro y triste que el de las
cuevas de allá abajo. «El cura no trabajaba y era más rico
que su padre y los demás cavadores de las minas. Si ella fuera hombre no
pararía hasta hacerse cura. Pero podía ser ama como la
señora Rita».
-¡Chito, Nay, que es el amo!
Paula fue el tirano del cura desde
aquella noche, sin mengua de su honor. Un momento de flaqueza en la soledad le
costó al párroco, sin saciar el apetito, muchos años de
esclavitud. Tenía fama de santo; era un joven que predicaba moralidad,
castidad, sobre todo a los curas de la comarca, y predicaba con el ejemplo. Y
una noche, reparando al cenar que Paula era mal formada, angulosa,
sintió una lascivia de salvaje, irresistible, ciega, excitada por
aquellos ángulos de carne y hueso, por aquellas caderas desairadas, por
aquellas piernas
-¡Señor cura! yo me voy a dormir a casa de mi padre.
La transacción le costó al clérigo humillarse hasta el polvo, una abdicación absoluta. Vivieron en paz en adelante, pero él vio siempre en ella a su señor de horca y cuchillo; tenía su honor en las manos; podía perderle. No le perdió. Pero una noche, cuando el cura cenaba, tarde, después de estudiar, Paula se acercó a él y le pidió que la oyese en confesión.
-Hija mía ¿a estas horas?
-Sí, señor, ahora me atrevo... y no respondo de volver a atreverme jamás.
Le confesó que estaba encinta.
Francisco De Pas, un licenciado de
artillería, que entraba mucho en casa del cura, de quien era algo
pariente, la había requerido de amores y ella le había contestado
a bofetadas -el cura se puso colorado; se acordó de la patada que
había recibido él- pero el licenciado había sido terco, y
había vuelto a requebrarla, y a prometerla casarse en cuanto sacaran el
estanquillo que le tenían prometido los del Gobierno; ella se
había tranquilizado y desde entonces admitía al habla aquel buque
sospechoso. Según costumbre de la tierra, iba el
Y así fue. Paula arrancó
de una vez al
Paula compró grandes partidas de
vino y lo vendía al por mayor a los taberneros de Matalerejo;
empezó bien el comercio gracias a su inteligencia, a su actividad. Ella
trabajaba por los dos. Francisco era muy
La taberna prosperaba. Los mineros la
encontraban
-Tú a estudiar, tú vas a
ser cura y no debes ver
Fermín, por respeto y por asco
obedecía, y cuando el estrépito era horrísono, tapaba los
oídos y procuraba enfrascarse en el trabajo hasta olvidar lo que pasaba
detrás de aquellas tablas, en la taberna. Algo más que las
reyertas entre los parroquianos ocultaba Paula a su hijo. Aunque ya no era
joven, su cuerpo fuerte, su piel tersa y blanca, sus brazos fornidos, sus
caderas exuberantes excitaban la lujuria de aquellos miserables que
vivían en tinieblas. «
Todo por su hijo; por ganar para pagarle la carrera, lo quería teólogo, nada de misa y olla. Allí estaba ella para barrer hacia la calle aquel lodo que entraba todos los días por la puerta de la taberna; a ella la manchaba, pero a él no; él allá dentro con Dios y los santos, bebiendo en los libros de la ciencia que le había de hacer señor; y su madre allí fuera, manejando inmundicia entre la que iba recogiendo ochavo a ochavo el porvenir de su hijo; el de ella, también, pues estaba segura de que llegaría a ser una señora. Allá en la Montaña, en cuanto Fermín había aprendido a leer y escribir, le había obligado a enseñarle a ella su ciencia. Leía y escribía. En la taberna, entre tantas blasfemias, entre los aullidos de borrachos y jugadores, ella devoraba libros, que pedía al cura.
Más de una vez la guardia civil tuvo que visitarla y cada poco tiempo iba a la cabeza del partido a declarar en causa por lesiones o hurto.
El cura, Fermín, y hasta los guardias, que estimaban su honradez, la habían aconsejado en muchas ocasiones que dejase aquel tráfico repugnante; ¿no la aburría pasar la vida entre borrachos y jugadores que se convertían tan a menudo en asesinos?
«¡No, no y no!». Que
la dejasen a ella. Estaba haciendo bolsón sin que nadie lo sospechase...
En cualquier otra industria que emprendiese, con sus pocos recursos, no
podría ganar la décima parte de lo que iba ganando allí.
Los mineros salían de la obscuridad con el bolsillo repleto, la sed y el
hambre excitadas; pagaban bien, derrochaban y comían y bebían
veneno barato en calidad de vino y manjares buenos y caros. En la taberna de
Paula todo era falsificado; ella compraba lo peor de lo peor y los borrachos lo
comían y
El consumo era mucho, la ganancia en
cada artículo considerable. Por eso no había prendido ya fuego a
la taberna con todos
No dejó el tráfico hasta
que los estudios y la edad de Fermín lo exigieron. Hubo que dejar el
país y por recomendaciones del párroco de Matalerejo, Paula fue a
servir de ama de llaves al cura de La Virgen del Camino, a una legua de
León, en un páramo. Fermín, también por influencia
de Matalerejo (el cura), y del párroco de la Virgen del Camino,
entró en San Marcos de León en el colegio de los Jesuitas, que
pocos años antes se habían instalado en las orillas del Bernesga.
El muchacho resistió todas las pruebas a que los PP. le sometieron;
demostró bien pronto gran talento, sagacidad, vocación, y el P.
Rector llegó a decir que aquel chico había nacido jesuita. Paula
callaba, pero estaba resuelta a sacar de allí a su hijo en tiempo
oportuno, cuando ella pudiera asegurarle un porvenir fuera de aquella santa
casa. No le quería jesuita. Le quería canónigo, obispo,
quién sabe cuántas cosas más. Él hablaba de
misiones en el Oriente, de tribus, de los mártires del Japón, de
imitar su ejemplo; leía a su madre, con los ojos brillantes de
entusiasmo, los periódicos que hablaban de los peligros del P.
Sevillano, de la compañía, allá en tierra de salvajes.
Paula sonreía y callaba. ¡Bueno estaría que después
de tantos sacrificios el hijo se le convirtiera en mártir! Nada, nada de
locuras; ni siquiera la locura de la cruz. En el Santuario de la Virgen del
Camino se maneja mucha plata el día que se abre el tesoro de la Virgen,
en presencia de la Autoridad civil; pero el cura es pobre.
Nada convenía a Paula como un amo santo. Al año de servir al canónigo Camoirán se vanagloriaba de haberle salvado varias veces de la bancarrota: sin ella hubiera tirado la casa por la ventana: todo hubiera sido de los pobres y de los tunantes y holgazanes que le saqueaban con la ganzúa de la caridad. Paula puso en orden todo aquello. Camoirán se lo agradeció y siguió dando limosna a hurtadillas, pero poca; lo que podía sisar al ama. Era el canónigo incapaz de gobernarse en las necesidades premiosas de la vida, no entendía palabra de los intereses del mundo, y al poco tiempo llegó a comprender que Paula era sus ojos, sus manos, sus oídos, hasta su sentido común. Sin Paula acaso, acaso le hubieran llevado a un hospital por loco y pobre.
Aquel imperio fue el más
tiránico que ejerció en su vida el ama de llaves. Lo
aprovechó para la carrera de Fermín: el canónigo
comprendió que debía mirar al estudiante
A esta conclusión llegaba el
Magistral aquella noche, en que, después de larga conversación
con su madre, se encerró en su despacho a repasar en la memoria todo lo
que él sabía de los sacrificios que aquella mujer fuerte
había emprendido y realizado por él, porque él
-«¡Sí, era un ingrato! ¡un ingrato!» y el amor filial le arrancaba dos lágrimas de fuego que enjugaba, sorprendido de sentir humedad en aquellas fuentes secas por tantos años.
«¿Cómo lloraba él? ¡Cosa más rara! ¿Sería el alcohol la causa de aquel llanto? Acaso. ¿Sería... lo que había sucedido aquel día? Tal vez todo mezclado. Oh, pero también, también el amor que él tenía a su madre era cosa tierna, grande, digna, que le elevaba a sus propios ojos».
Abrió el balcón del
despacho de par en par. Ya había salido la luna, que parecía ir
rodando sobre el tejado de enfrente. La calle estaba desierta, la noche fresca;
se respiraba bien; los rayos pálidos de la luna y los soplos suaves del
aire le parecieron caricias. «¡Qué cosas tan nuevas, o mejor
tan antiguas, tan antiguas y tan olvidadas estaba sintiendo! Oh, para él
no era nuevo, no, sentir oprimido el pecho al mirar la luna, al escuchar los
silencios de la noche; así había él empezado a ponerse
enfermucho, allá en los Jesuitas: pero entonces sus anhelos eran vagos y
ahora no; ahora anhelaba... tampoco se atrevía a pedir claridad y
precisión a sus deseos... Pero ya no eran tristezas místicas,
ansiedades de filósofo atado a un teólogo lo que le angustiaba y
producía aquel dulce dolor que parecía una perezosa
dilatación de las fibras más hondas...». La sonrisa de la
Regenta se le presentó unida a la boca, a las mejillas, a los ojos que
la dieran vida... y recordó una a una todas las veces que le
había sonreído. En los libros aquello se llamaba estar enamorado
platónicamente; pero él no creía en palabras. No; estaba
seguro que aquello no era amor. El mundo entero, y su madre con
De una casa de la misma calle, por un balcón abierto, salían las notas dulces, lánguidas, perezosas de un violín que tocaban manos expertas. Se trataba de motivos del tercer acto del
De repente se acordó de sus treinta y cinco años, de la vida estéril que había tenido, fecunda sólo en sobresaltos y remordimientos, cada vez menos punzantes, pero más soporíferos para el espíritu. Se tuvo una lástima tiernísima; y mientras el violín gemía diciendo a su modo:
Al palido chiaror che vien degli astri d'or dami ancor contemplar il tuo viso...
el Magistral lloraba para dentro, mirando a la luna a través de unas telarañas de hilos de lágrimas que le inundaban los ojos... Mirábala ni más ni menos como decía Trifón Cármenes en
«¡Medrados estamos!» pensó don Fermín al dar en idea tan extravagante. Y entonces volvió a ocurrírsele que en aquel sentimentalismo de última hora debía de tener gran parte la copa de cognac, o lo que fuese.
Abajo era día de cuentas. Muy a
menudo se las tomaba doña Paula al buen Froilán Zapico, el
propietario de
Doña Paula había casado a Froilán con una criada de las que ella tomaba en la aldea, una de las que habían precedido a Teresa en sus funciones de doncella cerca del señorito. Había dormido como Teresa ahora, a cuatro pasos del Magistral.
Este matrimonio era una recompensa para
Juana, la mujer de Froilán. Zapico oyó la proposición de
su ama
«Gordas las tragas, Froilán, eres un valiente», pensaba ella admirándole y despreciándole al mismo tiempo.
Y él sonreía con más socarronería que nunca.
«Buen chasco se había llevado la señora; si ella supiera...» pensaba él fumando su pipa. Pero es claro que jamás dijo a doña Paula el secreto de aquella noche en que hubo sorpresas muy diferentes de las que suponía la señora.
Era el único secreto que había entre ama y esclavo; la única mala pasada que ella le había querido jugar... Y como tampoco había tenido mal resultado, sino muy beneficioso para Zapico, este seguía estimando a doña Paula. Ella, al verle tan contento, nada resentido, rabiaba por atreverse a preguntar; y él, muy satisfecho con el engaño del ama que había sido en su provecho, rabiaba por decir algo; pero los dos callaban. No había más que ciertas miradas mutuas que ambos sorprendían a veces. Se encontraban a menudo cavando cada cual con los ojos en el rostro del otro para encontrar el secreto... Pero nada de palabras. Doña Paula encogía los hombros y Froilán reía pasando la mano por las barbas de puerco-espín que tenía debajo del mentón afeitado.
Allí lo serio era el dinero. Las cuentas siempre ajustadas, limpias. Froilán era fiel por conveniencia y por miedo. En aquella casa el recuento de la moneda era un culto. Desde niño se había acostumbrado don Fermín a la seriedad religiosa con que se trataban los asuntos de dinero, y al respeto supersticioso con que se manejaba el oro y la plata. Allá abajo, en la trastienda de La Cruz Roja, a la que no se pasaba, desde la casa del Magistral por sótanos, como suponía la maledicencia, sino por ancha puerta abierta en la medianería en el piso terreno, doña Paula, subida a una plataforma, ante un pupitre verde, repasaba los libros del comercio y en serones de esparto y bolsas grasientas contaba y recontaba el oro, la plata y el cobre o el bronce que Froilán iba entregándole, en pie, en una grada de la plataforma, más baja que la mesa en que el ama repasaba los libros. Parecía ella una sacerdotisa y él un acólito de aquel culto platónico. El mismo don Fermín, las veces que presenciaba aquellas ceremonias, sentía un vago respeto supersticioso, sobre todo si contemplaba el rostro de su madre, más pálido entonces, algo parecido a una estatua de marfil, la de una Minerva amarilla, la Palas Atenea de la Crusología.
Aquella noche el Magistral no quiso
complacer a su madre bajando a la trastienda, le daba asco; imaginaba que abajo
había un gran foco de podredumbre, aguas sucias estancadas. Oía
vagos rumores lejanos del chocar de los cuartos viejos, de la plata y del oro,
de cristalino timbre. Aquellos ruidos apagados por la distancia subían
por el hueco de la escalera, en el silencio profundo de toda la casa. El
violín volvió a rasgar el silencio de fuera con notas
temblorosas, que parecían titilar como las estrellas. Ya no se trataba
de las ansias amorosas de
El Magistral vio aparecer por una esquina de la calle un bulto que se acercaba con paso vacilante, y que caminaba ya por la acera, ya por el arroyo. Era don Santos Barinaga, que volvía a su casa, -tres puertas más arriba de la del Magistral, en la acera de enfrente-. De Pas no le conoció hasta que le vio debajo de su balcón. Pero antes, al pasar junto a la casa donde sonaba el violín, Barinaga, que venía hablando solo, se detuvo y calló. Se quitó el sombrero, que era verde, de figura de cono truncado, y alzando la cabeza escuchó con aire de inteligente. De vez en cuando hacía signos de aprobación... «Conocía aquello; era la
«Perfecta... mente», dijo en voz alta; que sea muy enhorabuena, Agustinito... eso... eso... el cultivo de las artes... nada de comercio... en esta tierra de ladrones. ¿Eh...?
«Es el hijo del cerero»,
añadió mirando a un lado, hacia el suelo; como
contándoselo a otro que estuviese junto a él y más bajo.
El violín calló y don Santos dio media vuelta, como buscando las
notas que se habían extinguido. Entonces vio frente por frente,
Barinaga se cubrió, dio una palmada en la copa del sombrero verde y extendiendo un brazo, mientras se tambaleaba en mitad del arroyo, gritó: -¡Ladrones! Sí, señor -dijo en voz más baja-, no retiro una sola palabra... ladrones; usted y su madre señor Provisor... ¡ladrones!
Barinaga hablaba con el letrero de la tienda, pero el Magistral sintió brasas en las mejillas, y antes que pudiera notar su presencia el vecino, se retiró del balcón y sin el menor ruido, poco a poco, entornó las vidrieras hasta no dejar más que un intersticio por donde ver y oír sin ser visto. Para mayor seguridad bajó la luz del quinqué y lo metió en la alcoba. Volvió al balcón, a espiar las palabras y los movimientos de aquel borracho a quien despreciaba todo el año y que aquella noche, sin que él supiera por qué, le asustaba y le irritaba. Otras veces, a la misma hora, le había sentido en la calle murmurar imprecaciones, mientras él velaba trabajando; pero nunca había querido levantarse para oír las necedades de aquel perdido. Bien sabía que les atribuía a él y a su madre la ruina del comercio de quincalla de que vivía; pero ¿quién hacía caso de un miserable, víctima del aguardiente?
Barinaga seguía diciendo:
-Sí, señor Provisor, es usted un ladrón, y un simoniaco, como le llama a usted el señor Foja... que es un liberal... eso es, un liberal probado...
Y como «La Cruz Roja» no respondía, don Santos dirigiéndose a su propia sombra que se le iba subiendo a las barbas, según se acercaba a la puerta cerrada del comercio, tomándola por el mismísimo señor De Pas, le dijo:
-¡Señor obscurantista! ¡apaga luces!... usted ha arruinado a mi familia... usted me ha hecho a mí hereje... masón, sí, señor, ahora soy masón... por vengarme... por... ¡abajo la clerigalla!
Esto lo dijo bastante alto para que lo
oyese el sereno, que daba vuelta a la esquina. El borracho sintió en los
ojos la claridad viva y desvergonzada de un ángulo de
El sereno, aquel Pepe, conoció a don Santos y se acercó sin acelerar el paso.
-Buenas noches, amigo; tú eres un
hombre honrado... y te aprecio... pero este carcunda, este comehostias, este
Tomó el pitillo Pepe, escondió la linterna, arrimó a la pared el chuzo y dijo con voz grave:
-Don Santos, ya es hora de acostarse; ¿quiere que abra la puerta?
-¿Qué puerta?
-La de su casa...
-Yo no tengo ya casa... yo soy un pordiosero... ¿no lo ves? ¿no ves qué pantalones, qué levita?... Y mi hija... es una mala pécora... también me la han robado los curas, pero no ha sido este... Este me ha robado la parroquia... me ha arruinado... y don Custodio me roba el amor de mi hija... Yo no tengo familia... Yo no tengo hogar... ni tengo puchero a la lumbre... ¡Y dicen que bebo!... ¿qué he de hacer, Pepe?... Si no fuera por ti... por ti y por el aguardiente... ¿qué sería de este anciano?...
-Vamos, don Santos, vamos a casa...
-Te digo que no tengo casa... déjame... hoy tengo que hacer aquí... Vete, vete tú... Es un secreto... ellos creen... que no se sabe... pero yo lo sé... yo les espío... yo les oigo... Vete... no me preguntes... vete...
-Pero no hay que alborotar, don Santos; porque ya se han quejado de usted los vecinos... y yo... qué quiere usted...
-Sí, tú... es claro, como
soy un pobre... Vete, déjame
El sereno cantó la hora y siguió adelante.
Don Santos le convidaba a veces a
Quedó solo Barinaga en la calle, y el Magistral arriba, detrás de las vidrieras entreabiertas, sin perder de vista al que ya llamaba para sus adentros su víctima...
Don Santos volvió a su monólogo, interrumpido por entorpecimientos del estómago y por las dificultades de la lengua.
-¡Miserables! -decía con
voz patética, de bajo profundo- ¡miserables!... ¡Ministro de
Dios!... ¡ministro de un cuerno!... El ministro soy yo, yo, Santos
Barinaga, honrado comerciante... que no hago la forzosa a nadie... que no robo
el pan a nadie... que no obligo a los curas de toda la diócesis... eso,
eso, a comprar en mi tienda cálices, patenas, vinajeras, casullas,
lámparas (iba contando por los dedos, que encontraba con dificultad), y
demás, con otros artículos... como aras; sí señor
¡que nos oigan los sordos, señor Magistral! usted ha hecho renovar
las aras de todas las iglesias del obispado... y yo que lo supe...
adquirí una gran partida de ellas..., porque creí que era
usted... una persona decente... un cristiano... ¡Buen cristiano te
dé Dios! ¡Jesús... que era un gran liberal, como el
señor Foja... eso es... un republicano... no vendía aras... y
arrojaba a los mercaderes del templo!... Total, que estoy empeñado,
embargado, desvalijado... y usted ha vendido cientos de aras al precio que ha
querido... ¡se sabe todo, todo, señor apaga-luces...
Calló un momento el borracho, y a tropezones llegó a la puerta de La Cruz Roja. Aplicó el oído al agujero de una cerradura, y después de escuchar con atención, rió con lo que llaman en las comedias risa sardónica.
-¡Ja, ja, ja! -venía a decir, con la garganta y las narices-... ¡Ya están dándole vueltas!... Allá dentro, bien os oigo, miserables, no os ocultéis... bien os oigo repartiros mi dinero, ladrones; ese oro es mío; esa plata es del cerero... ¡Venga mi dinero, señora doña Paula... venga mi dinero, caballero De Pas, o somos caballeros o no... mi dinero es mío! ¿Digo, me parece? ¡Pues venga!
Volvió a callar y a aplicar el oído a la cerradura.
El Magistral abrió el balcón sin ruido y se inclinó sobre la barandilla para ver a don Santos.
-¿Oirá algo? Parece imposible...
Y volviendo la cabeza hacia el interior
obscuro y silencioso de la casa escuchó también con
atención profunda... Sí, él oía algo... era el
choque de las monedas, pero el ruido era confuso, podía conocerse
sabiendo antes
-¡Esos miserables tienen ahí toda la moneda de la diócesis!... Y todo eso es mío y del cerero... ¡Ladrones!... Caballero Magistral, entendámonos; usted predica una religión de paz... pues bien, ese dinero es mío...
Se irguió don Santos; volvió a descargar una palmada sobre el sombrero verde, y extendiendo una mano y dando un paso atrás, exclamó:
-Nada de violencias... ¡Ábrase a la justicia! ¡En nombre de la ley, abajo esa puerta!
-¡Señor don Santos, a la cama! -dijo el sereno, ya de vuelta-. No puedo consentir que usted siga escandalizando...
-Abra usted esa puerta, derríbela usted, señor Pepe. Usted representa la ley... pues bien... ahí están contando mi dinero.
-Ea, ea, don Santos basta de desatinos.
Y le cogió por un brazo, para llevárselo por fuerza.
-Porque soy pobre... ¡ingrato! -dijo Barinaga cayendo en profundo desaliento.
Se dejó arrastrar.
El Magistral, desde su balcón, escondido en la obscuridad, los siguió con la mirada, sin alentar, olvidado del mundo entero menos de aquel don Santos Barinaga que le había estado arrojando lodo al rostro, desde el charco de su embriaguez lastimosa.
Don Fermín estaba como aterrado,
pendiente el alma de los vaivenes de aquel borracho, de las palabras que
más eructaba que decía: «¿Podía una copa de
cognac,
Don Santos y el sereno llegaron, después de buen rato, a la puerta de la tienda de Barinaga, que era también entrada de la casa. El Magistral oyó retumbar los golpes del chuzo contra la madera. No abrían. Al Provisor le consumía la impaciencia. «¿Se habrá dormido esa beatuela?», pensó.
A sus oídos llegaban confusas y con resonancia metálica las palabras del sereno y de Barinaga; parecía que hablaban un idioma extraño.
Repitió Pepe los golpes, y al cabo de dos minutos se abrió un balcón y una voz agria dijo desde arriba.
-¡Ahí va la llave!
El balcón se cerró con
estrépito. Entró don Santos en la tienda, que era como el
Magistral se la había representado, y dejándose alumbrar por el
sereno atravesó el triste almacén donde retumbaban los pasos como
bajo una bóveda, y subió la escalera lentamente, respirando con
fatiga. El sereno salió, después de entregar la llave al amo de
la casa. Cerró de un golpe y se fue calle arriba. Obscuridad y silencio.
El Magistral abrió entonces su balcón de par en par y
tendió el cuerpo sobre la barandilla,
Al principio parecía aprensión lo que oía, como si sonara dentro del cerebro... pero después, cuando se vio luz detrás de los cristales, el Magistral pudo asegurar que allí dentro reñían, arrojaban algo sobre el piso de madera...
Celestina, la hija de Barinaga, era una beata ofidiana, confesaba con don Custodio y trataba a su padre como a un leproso que causa horror. El bando del Arcediano y del beneficiado había querido sacar gran partido de la situación del infeliz don Santos para combatir al Magistral; para ello conquistaron a Celestina; pero Celestina no pudo conquistar a su padre. Bebía el señor Barinaga y en esto ya no se podía culpar de su miseria al Provisor. «Es claro, dirían los partidarios de don Fermín, todo lo gasta en aguardiente, está siempre borracho y espanta la parroquia ¿cómo se quiere que el clero consuma los géneros de un perdido... que además es un hereje? Esta era otra triste gracia. A pesar de las amonestaciones y malos tratos de su hija, Barinaga no había querido pasarse al partido contrario; se había hecho libre-pensador y renegaba de todo el culto y de todo el clero. -Nada, nada; repetía, todos son iguales; lo que dice don Pompeyo Guimarán; el mal está en la raíz; ¡fuego en la raíz! ¡abajo la clerigalla!». Y cuanto más borracho, más de raíz quería cortar. En vano su hija le daba tormento doméstico para convertirle. Sólo conseguía hacerle llorar desesperado, como el infeliz rey Lear, o que montase en cólera y le arrojase a la cabeza algún trasto. Ella pasaba plaza de mártir, pero el mártir era él.
Como don Santos había sospechado,
Celestina no quiso darle té, ni tila, ni nada; no había nada. No
había
Aborrecía en aquel momento a Celestina. Recordó que era la joven que había visto días antes a los pies de don Custodio junto a un confesonario del trasaltar. Aquella tarde no la había reconocido. Tenía facha de sabandija de sacristía... de cualquier cosa.
Los rumores continuaban. De vez en cuando se oía el ruido de un golpe seco. Detrás de la vidriera iluminada pasaba de tarde en tarde un cuerpo obscuro.
El sereno cantó las doce a lo lejos.
Poco después cesó el ruido apagado y confuso de voces.
El Magistral esperó. No volvió el rumor. «Ya no reñían».
La claridad de la vidriera desapareció de repente.
El Magistral siguió espiando el silencio. Nada; ni voces ni luz.
El sereno volvió a cantar las doce... más lejos.
De Pas respiró con fuerza y dijo entre dientes:
-¡Ya estará durmiéndola!
Y se oyó el ruido discreto de un balcón que se cierra con miedo de turbar el silencio de la noche.
Pisando quedo, entró don Fermín en su alcoba.
Detrás del tabique oyó el crujir de las hojas de maíz del jergón en que dormía Teresa, y después un suspiro estrepitoso.
El Magistral encogió los hombros y se sentó en el lecho.
«Las doce, había dicho el sereno, ¡ya era mañana! es decir, ya era hoy; dentro de ocho horas la Regenta estaría a sus pies confesando culpas que había olvidado el otro día».
-¡Sus pecados! -dijo a media voz el Provisor, con los ojos clavados en la llama del quinqué- ¡si yo tuviese que confesarle los míos!... ¡Qué asco le darían!
Y dentro del cerebro, como martillazos, oía aquellos gritos de don Santos:
«¡Ladrón...
ladrón...
Con Octubre muere en Vetusta el buen
tiempo. Al mediar Noviembre suele lucir el sol una semana, pero como si fuera
ya otro sol, que tiene prisa y hace sus visitas de despedida preocupado con los
preparativos del viaje del invierno. Puede decirse que es una ironía de
buen tiempo lo que se llama el
Ana Ozores no era de los que se
resignaban. Todos los años, al oír las campanas doblar
tristemente el día de los Santos, por la tarde, sentía una
angustia nerviosa
Aquel año la tristeza había aparecido a la hora de siempre.
Estaba Ana sola en el comedor.
Todas estas locuras las pensaba, sin
querer, con mucha formalidad. Las campanas comenzaron a sonar con la terrible
promesa de no callarse en toda la tarde ni en toda la noche. Ana se
estremeció. Aquellos martillazos estaban destinados a ella; aquella
maldad impune, irresponsable, mecánica del bronce repercutiendo con
tenacidad irritante, sin por qué ni para qué, sólo por la
razón universal de molestar, creíala descargada sobre su cabeza.
No eran
La Regenta quiso distraerse, olvidar el ruido inexorable, y miró
Como otras veces, Ana fue tan lejos en
este vejamen de sí misma, que la exageración la obligó a
retroceder y no paró hasta echar la culpa de todos sus males a Vetusta,
a sus tías, a D. Víctor, a Frígilis, y concluyó
Se asomó al balcón. Por la
plaza pasaba todo el vecindario de la Encimada camino del cementerio, que
estaba hacia el Oeste, más allá del Espolón sobre un
cerro. Llevaban los vetustenses los trajes de cristianar; criadas, nodrizas,
soldados y enjambres de chiquillos eran la mayoría de los
transeúntes; hablaban a gritos, gesticulaban alegres; de fijo no
pensaban en los muertos. Niños y mujeres del pueblo pasaban
también, cargados de coronas fúnebres baratas, de cirios flacos y
otros adornos de sepultura. De vez en cuando un lacayo de librea, un mozo de
cordel atravesaban la plaza abrumados por el peso de colosal corona de
siemprevivas, de blandones como columnas, y catafalcos portátiles. Era
el luto oficial de los ricos que sin ánimo o tiempo para visitar a sus
muertos les mandaban aquella especie de besa-la-mano. Las
Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses; aquellas costumbres tradicionales, respetadas sin conciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas con mecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o los gestos de un loco; aquella tristeza ambiente que no tenía grandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creía sentir la atmósfera cargada de hastío, de un hastío sin remedio, eterno. Si ella contara lo que sentía a cualquier vetustense, la llamaría romántica; a su marido no había que mentarle semejantes penas; en seguida se alborotaba y hablaba de régimen, y de programa y de cambiar de vida. Todo menos apiadarse de los nervios o lo que fuera.
Aquel programa famoso de distracciones y placeres formado entre Quintanar y Visitación, había empezado a caer en desuso a los pocos días, y apenas se cumplía ya ninguna de sus partes. Al principio Ana se había dejado llevar a paseo, a todos los paseos, al teatro, a la tertulia de Vegallana, a las excursiones campestres; pero pronto se declaró cansada y opuso una resistencia pasiva que no pudieron vencer D. Víctor y la del Banco.
Visita encogía los hombros.
«No se explicaba aquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba
segura de que Álvaro le parecía retebién, Álvaro
seguía su persecución con gran maña, lo había
notado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, el bendito D. Víctor
ayudaba también sin querer... y nada. Mesía preocupado, triste,
bilioso, daba a entender, a su pesar, que no adelantaba un paso.
¿Andaría el Magistral en el ajo?». Visita se impuso la
obligación
Las excursiones al Vivero se
habían repetido con frecuencia durante todo Octubre. Ana veía a
Edelmira y a Obdulia, que se había declarado maestra de la niña
colorada y fuerte, correr como locas por el bosque de robles seculares
perseguidas por Paco Vegallana, Joaquín Orgaz y otros
-La de Páez no come garbanzos -decía Visita- porque eso no es romántico.
La repugnancia que por los juegos locos del Vivero sentía Anita, era romanticismo refinado en opinión de la del Banco. Se lo decía ella a don Álvaro:
-Mira, chico, eso es hacer la tonta, la
literata, la mujer superior, la platónica... Que yo me escame y no deje
acercarse a esos mocosos que luego se van
En eso confiaba Mesía, en el
«Además pensaba don
Álvaro, el día que yo me atreva, por tener ya preparado el
terreno, a intentar un ataque franco,
Lo que no sabía don
Álvaro, aunque por ciertos síntomas favorables lo presumiese a
veces su vanidad, era que la Regenta soñaba casi todas las noches con
él. Irritaba a la de Quintanar esta insistencia de sus ensueños.
¿De qué le servía resistir en vela, luchar con valor y
fuerza todo el día, llegar a creerse superior a la obsesión
pecaminosa, casi a despreciar la tentación, si la flaca naturaleza a sus
solas, abandonada del espíritu, se
Ni en la mañana en que la Regenta reconcilió con don Fermín, antes de comulgar, ni ocho días más tarde, cuando volvió al confesonario, ni en las demás conferencias matutinas en que declaró al padre espiritual dudas, temores, escrúpulos, tristezas, dijo Ana aquello que al determinarse a rectificar su confesión general se había propuesto decir: no habló de la gran tentación que la empujaba al adulterio -así se llamaba- mucho tiempo hacía.
Buscó subterfugios para no
confesar aquello, se engañó a sí misma, y el Magistral
sólo supo que Ana vivía de hecho separada de su marido,
«En estas primeras conferencias, se decía el Magistral no se trata aún de estudiarla bien a ella, sino de hacerme agradable, de imponerme por la grandeza de alma; debo hacerla mía por obra del espíritu y después... ella hablará... y sabré lo del Vivero, que me parece que no fue nada entre dos platos».
De lo que había pasado en la
excursión del día de San Francisco de Asís y en otras
sucesivas procuró De Pas enterarse en las conversaciones que tuvo con su
amiga fuera de la Iglesia; dentro del cajón sagrado no
La Regenta agradecía al Magistral
su prudencia, su discreción. Veía con placer que más se
aplicaba el bendito varón a prepararle una vida virtuosa mediante la
consabida
«Lo principal era no violentar el espíritu indisciplinado de la Regenta; había que hacerla subir la cuesta de la penitencia sin que ella lo notase al principio, por una pendiente imperceptible, que pareciese camino llano; para esto era necesario caminar en zig-zas, hacer muchas curvas, andar mucho y subir poco... pero no había remedio; después, más arriba, sería otra cosa; ya se le haría subir por la línea de máxima pendiente». Así, con estas metáforas geométricas pensaba el Magistral en tal asunto, para él muy importante, porque la idea de que se le escapase aquella penitente, aquella amiga, le daba miedo.
Una mañana ella le habló por fin de sus ensueños; cada palabra iba cubierta con un velo; pocas bastaron al Magistral para comprender; la interrumpió, le ahorró la molestia de rebuscar las pocas frases cultas con que cuenta nuestro rico idioma para expresar materias escabrosas; y aquel día pudo ser, merced a esto, la conferencia tan ideal y delicada en la forma como todas las anteriores. Pero él entró en el coro menos tranquilo que solía. Arrellanado en su sitial del coro alto, manoseando los relieves lúbricos de los brazos de su silla, De Pas, mientras los colegiales ponían el grito en el cielo, comentaba, como si rumiara, las revelaciones de la Regenta.
«¡Soñaba! la
fortaleza de la vigilia desvanecíase por
Entonces le zumbaban los oídos, y
ya no oía las voces graves del sochantre y de los salmistas, ni el rum
rum del hebdomadario, que allá abajo gruñía recitando de
mala gana los latines de
«No, no caería en la
tentación de convertir aquella dulcísima amistad naciente, que
tantas sensaciones nuevas y exquisitas le prometía, en vulgar
escándalo de las pasiones bajas de que sus enemigos le habían
acusado otras veces. Verdad era que la idea de ser objeto de los
ensueños que confesaba la Regenta, le halagaba; esto no podía
negarlo, ¿cómo engañarse a sí mismo? ¡Si
apenas podía mantenerse sentado sobre la tabla dura! Pero esta delicia
de la vanidad satisfecha no tenía que ver con su propósito firme
de buscar en Ana, en vez de grosero hartazgo de los sentidos, empleo digno de
la gran actividad de su corazón, de su voluntad que se destruía
ocupándose con asunto tan miserable como era aquella lucha con los
vetustenses indómitos. Sí, lo que
»¿A qué aspirar a un dominio absoluto imposible? Además, quería que su interés por doña Ana ocupase en su alma el lugar privilegiado de aquellos otros anhelos de volar más alto, de ser obispo, jefe de la iglesia española, vicario de Cristo tal vez. Esta ambición de algunos momentos, descabellada, pueril, locura que pasaba, pero que volvía, quería vencerla, para no padecer tanto, para conformarse mejor con la vida, para no encontrar tan triste y desabrido el mundo... Y sólo por medio de una pasión noble, ideal, que un alma grande sabría comprender, y que sólo un vetustense miserable, ruin y malicioso podía considerar pecaminosa, sólo por medio de esa pasión cabía lograr tan alto y tan loable intento. -Sí, sí -concluía el Magistral: yo la salvo a ella y ella, sin saberlo por ahora, me salva a mí».
Y cantaban los del coro bajo:
La tarde de
«¡Y las campanas toca que
tocarás!». Ya pensaba que las tenía dentro del cerebro; que
no eran golpes del metal sino aldabonazos de la neuralgia que quería
Sin que ella los provocase, acudían a su memoria recuerdos de la niñez, fragmentos de las conversaciones de su padre, el filósofo, sentencias de escéptico, paradojas de pesimista, que en los tiempos lejanos en que las había oído no tenían sentido claro para ella, mas que ahora le parecían materia digna de atención.
«De lo que estaba convencida era de que en Vetusta se ahogaba; tal vez el mundo entero no fuese tan insoportable como decían los filósofos y los poetas tristes; pero lo que es de Vetusta con razón se podía asegurar que era el peor de los poblachones posibles». Un mes antes había pensado que el Magistral iba a sacarla de aquel hastío, llevándola consigo, sin salir de la catedral, a regiones superiores, llenas de luz. «Y capaz de hacerlo como lo decía debía de ser, porque tenía mucho talento y muchas cosas que explicar; pero ella, ella era la que caía de lo alto a lo mejor, la que volvía a aquel enojo, a la aridez que le secaba el alma en aquel instante».
Ya no pasaba nadie por la Plaza Nueva; ni lacayos, ni curas, ni chiquillos, ni mujeres de pueblo; todos debían de estar ya en el cementerio o en el Espolón...
Ana vio aparecer debajo del arco de la
calle del Pan, que une la plaza de este nombre con la Nueva, la arrogante
figura de
El estrépito de los cascos del animal sobre las piedras, sus graciosos movimientos, la hermosa figura del jinete llenaron la plaza de repente de vida y alegría, y la Regenta sintió un soplo de frescura en el alma. ¡Qué a tiempo aparecía el galán! Algo sospechó él de tal oportunidad al ver en los ojos y en los labios de Ana, dulce, franca y persistente sonrisa.
No le negó la delicia de anegarse en su mirada, y no trató de ocultar el efecto que en ella producía la de don Álvaro. Hablaron del caballo, del cementerio, de la tristeza del día, de la necedad de aburrirse todos de común acuerdo, de lo inhabitable que era Vetusta. Ana estaba locuaz, hasta se atrevió a decir lisonjas, que si directamente iban con el caballo también comprendían al jinete.
Don Álvaro estaba pasmado, y si
no supiera ya por experiencia que aquella fortaleza tenía muchos
órdenes de murallas, y que al día siguiente podría
encontrarse con que era lo más inexpugnable lo que ahora se le antojaba
brecha, hubiese creído llegada la ocasión de dar el ataque
¡Cosa más rara! En todo
estaban de acuerdo: después de tantas conversaciones se encontraba ahora
con
Ana se sentía caer en un pozo,
según ahondaba, ahondaba en los ojos de aquel hombre que tenía
allí debajo; le parecía que toda la sangre se le subía a
la cabeza, que las ideas se mezclaban y confundían, que las nociones
morales se deslucían, que los resortes de la voluntad se aflojaban; y
viendo como veía un peligro, y desde luego una imprudencia en hablar
así con don Álvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba, en
alabarle y abrirle el arca secreta de los deseos y los gustos, no se
arrepentía de nada de esto, y se dejaba resbalar, gozándose en
caer, como si aquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias sociales,
de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidez vetustense que
condenaba toda vida que no fuese la monótona, sosa y necia de los
insípidos vecinos de la Encimada y la Colonia... Ana sentía
deshacerse el hielo, humedecerse la aridez; pasaba la crisis, pero no como
otras veces, no se resolvería en lágrimas de ternura abstracta,
ideal, en propósitos de vida santa, en anhelos de abnegación y
sacrificios; no era la fortaleza, más o menos fantástica, de
otras veces quien la sacaba del desierto de los pensamientos secos,
fríos, desabridos, infecundos; era cosa nueva, era un relajamiento, algo
que al dilacerar la voluntad, al vencerla, causaba en las entrañas
placer, como un soplo fresco que recorriese las venas y la médula de los
huesos.
Callaron, después de haber dicho
tantas cosas. No se había hablado palabra de amor, es claro; ni don
Álvaro se había permitido galantería alguna directa y
sobrado significativa; mas no por eso dejaban de estar los dos convencidos de
que por señas invisibles, por efluvios, por adivinación o como
fuera, uno a otro se lo estaban diciendo todo; ella conocía que a don
Álvaro le estaba quemando vivo la pasión allá abajo; que
al sentirse admirado, tal vez amado en aquel momento, el agradecimiento tierno
y dulce del amante y el amor irritado con el agradecimiento y con el
señuelo de la ocasión le derretían; y Mesía
comprendía y sentía lo que estaba pasando por Ana, aquel
abandono, aquella flojedad del ánimo. «¡Lástima,
pensaba el caballero, que me coja tan lejos, y a caballo, y sin poder apearme
decorosamente, este
No había tal cuarto de hora, o por lo menos no era aquel cuarto de la hora a que aludía el materialista elegante.
Todo Vetusta se aburría aquella
tarde, o tal se imaginaba Ana por lo menos; parecía que el mundo se iba
Ello era, que sin saber por qué, Ana, nerviosa, vio aparecer a don Álvaro como un náufrago puede ver el buque salvador que viene a sacarle de un peñón aislado en el océano. Ideas y sentimientos que ella tenía aprisionados como peligrosos enemigos rompieron las ligaduras; y fue un motín general del alma, que hubiera asustado al Magistral de haberlo visto, lo que la Regenta sintió con deleite dentro de sí.
Don Álvaro no recordaba siquiera que la Iglesia celebraba aquel día la fiesta de Todos los Santos; había salido a paseo porque le gustaba el campo de Vetusta en Otoño y porque sentía opresiones, ansiedades que se le quitaban a caballo, corriendo mucho, bañándose en el aire que le iba cortando el aliento en la carrera...
«¡Perfectamente!
Mesía con aquella despreocupación, pensando en su placer, en la
naturaleza, en el aire libre, era la realidad racional, la vida que se complace
en sí misma; los otros, los que tocaban las campanas y
Gran satisfacción fue para don Víctor Quintanar, que volvía del Casino, encontrar a su mujer conversando alegremente con el simpático y caballeroso don Álvaro, a quien él iba cobrando una afición que, según frase suya, «no solía prodigar».
-Estoy por decir -aseguraba- que después de Frígilis, Ripamilán y Vegallana, ya es don Álvaro el vecino a quien más aprecio.
No pudiendo dar a su amigo los golpecitos en el hombro, con que solía saludarle, los aplicó a las ancas del caballo, que se dignó a mirar volviendo un poco la cabeza al humilde infante.
-Hola, hola, hipógrifo violento que corriste parejas con el viento-
dijo don Víctor, que manifestaba a
menudo su buen humor recitando versos del Príncipe
-A propósito de teatro, don Álvaro ¿con que esta noche el buen Perales nos da por fin
Don Álvaro aprovechó la primera ocasión que tuvo para suplicar a Quintanar que obligase a su esposa a ver el
-Calle usted, hombre... vergüenza da decirlo... pero es la verdad... Mi mujercita, por una de esas rarísimas casualidades que hay en la vida... ¡nunca ha visto ni leído el
-Sepárese usted un poco, porque este no sabe estarse quieto... Pero dice usted que Anita no ha visto el Tenorio, ¡eso es imperdonable!
Aunque a don Álvaro el drama de Zorrilla le parecía inmoral, falso, absurdo, muy malo, y siempre decía que era mucho mejor el Don Juan de Molière (que no había leído), le convenía ahora alabar el poema popular y lo hizo con frases de gacetillero agradecido.
Quintanar no le perdonaba a Zorrilla la
ocurrencia de atar a Mejía codo con codo, y le parecía indigna de
un caballero la aventura de don Juan con doña Inés de Pantoja.
«Así cualquiera es conquistador». Pero fuera de esto juzgaba
-Si es una perezosa; si ya no quiere salir; si ha vuelto a las andadas, a las encerronas... y... pero... ¡lo que es hoy no tienes escape!...
En fin, tanto insistieron, que Ana, puestos los ojos en los de Mesía, prometió solemnemente ir al teatro.
Y fue.
Entró a las ocho y cuarto (la función comenzaba a las ocho) en el palco de los Vegallana en compañía de la Marquesa, Edelmira, Paco y Quintanar.
El teatro de Vetusta, o sea
Las decoraciones se habían ido deteriorando, y el Ayuntamiento, donde predominaban los enemigos del arte, no pensaba en reemplazarlas. Como en la comedia que representan en el bosque los personajes del
Ya estaban los vetustenses acostumbrados
a estos que llamaba Ronzal anacronismos, y pasaban por todo, en particular las
Cuando Ana Ozores se sentó en el
palco de Vegallana, en el sitio de preferencia, que la Marquesa no
quería ocupar nunca, en las plateas y principales hubo cuchicheos y
movimiento. La fama de hermosa que gozaba y el verla en el teatro de tarde en
tarde, explicaba, en parte, la curiosidad general. Pero además
hacía algunas semanas que se hablaba mucho de la Regenta, se comentaba
su cambio de confesor, que por cierto coincidía con el afán del
señor Quintanar, de llevar a su mujer a todas partes. Se discutía
si el Magistral haría de su partido a la de Ozores, si llegaría a
dominar a don Víctor por medio de su esposa, como había hecho en
casa de Carraspique. Algunos más audaces, más maliciosos, y que
se creían más enterados, decían al oído de sus
-«¡La Regenta, bah! la
Regenta será como todas...
Las reticencias de la Fandiño
eran todavía recibidas con desconfianza, en casi todas partes. Pero con
motivo de condenar su mala lengua, corría de boca en boca, el asunto de
sus murmuraciones vagas y cobardes. Obdulia meditaba poco lo que decía,
hablaba siempre aturdida, por máquina, pensando en otra cosa; iba
sacándole filo a la calumnia sin sospecharlo. Además el mayor
crimen que podía haber en la Regenta, y no creía ella que a tanto
llegase, era seguir la corriente. «En Madrid y en el extranjero, esto es
el pan nuestro de cada día; pero en Vetusta fingen que se escandalizan
de ciertas libertades de la moda, las mismas que se las toman de tapadillo,
entre sustos y miedos, sin gracia, del modo cursi como aquí se hace
todo. ¡Pero qué se puede esperar de unas mujeres que no se
bañan, ni usan las esponjas más que para lavar a los
-«Créame usted, repetía, no sabe su cuerpo lo que es una esponja, se lavan como gatas y se la pegan al marido como en tiempo del rey que rabió. ¡Cuánta porquería y cuánta ignorancia!».
Ana, acostumbrada muchos años
hacía, a la mirada curiosa, insistente y fría del público,
no reparaba casi nunca en el efecto que producía su entrada en la
iglesia, en el paseo, en el teatro. Pero la noche de aquel día de Todos
los Santos, recibió como agradable incienso
Cuando descubrió en el
confesonario del Magistral un
Ahora, al sentir revolución
repentina en las entrañas en presencia de un gallardo jinete, que
venía a turbar con las corvetas de su caballo, el silencio triste de un
día de marasmo, la Regenta no vaciló en creer lo que le
decían voces interiores de independencia, amor, alegría,
voluptuosidad pura, bella, digna de las almas grandes. Sus horas de
rebelión nunca habían sido tan seguidas. Desde aquella tarde
ningún momento había dejado de pensar lo mismo; que era absurdo
que la vida pasase como una muerte, que el amor era un derecho de la juventud,
que Vetusta era un lodazal de vulgaridades, que su marido era una especie de
tutor muy respetable, a quien ella sólo debía la honra del
cuerpo, no el fondo de su espíritu que era una especie de subsuelo, que
él no sospechaba siquiera que existiese; de aquello que don
Víctor llamaba los nervios, asesorado por el doctor don Robustiano
Somoza, y que era el fondo de su ser, lo más suyo, lo que ella era, en
suma, de aquello no tenía que darle cuenta. «Amaré, lo
amaré todo, lloraré de amor, soñaré como quiera y
con quien quiera; no pecará mi cuerpo, pero el alma la tendré
anegada en el placer de sentir esas cosas prohibidas por quien no es capaz de
comprenderlas». Estos pensamientos, que sentía Ana volar por su
cerebro como un torbellino,
Así llegó al teatro. Había cedido a los ruegos de D. Álvaro y de D. Víctor sin saber cómo; temiendo que aquello era una cita y una promesa; y sin embargo iba. Cuando se vio sola delante del espejo en su tocador, se le figuró que la Ana de enfrente le pedía cuentas; y formulando su pensamiento en períodos completos dentro del cerebro, se dijo:
-«Bueno, voy; pero es claro que si voy me comprometo con mi honra a no dejar que ese hombre adquiera sobre mí derecho alguno; no sé lo que pasará allí, no sé hasta qué punto alcanza este aliento de libertad que ha venido de repente a inundar la sequedad de dentro; pero el ir yo al teatro es prueba de que allí no ha de haber pacto alguno que ofenda al decoro; no saldré de allí con menos honor que tengo».
Y después de pensar y resolver esto, se vistió y se peinó lo mejor que supo, y no volvió a poner en tela de juicio puntos de honra, peligros, ni compromisos de los que D. Víctor tanto gustaba ver en versos de Calderón y de Moreto.
El palco de Vegallana era una platea
contigua a la del proscenio, que en Vetusta llamaban bolsa, porque la separa un
tabique de las otras y queda aparte, algo escondida. La bolsa de enfrente
-izquierda del actor-, era la de Mesía y otros elegantes del Casino;
algunos
«Que Manrique se enamora de Leonor, y que el conde también se enamora, y se la disputan hasta que ella y el perdulario del poeta amén de la gitana, se van al otro barrio, ¿y qué? ¿qué enseña eso? ¿qué vamos aprendiendo? ¿qué voy yo ganando con eso? Nada».
A pesar de D. Frutos y sus altercados de
crítica dramática, la bolsa de D. Álvaro, que así
se llamaba en todas partes, era la más
El único conquistador serio del
bando era D. Álvaro y todos le envidiaban tanto como admiraban su
fortuna y hermosa estampa. Pero nadie como Pepe Ronzal, alias Trabuco y antes
El Estudiante, abonado de la bolsa de enfrente, la vecina al palco de
Vegallana. Trabuco era el núcleo de la que se llamaba
Cuando había estreno de algún drama o comedia muy aplaudidos en Madrid, en el palco de Ronzal se discutía a grito pelado y solía predominar el criterio de un acendrado provincialismo, que parecía allí lo más natural tratándose de arte. No había salido de Vetusta ningún dramaturgo ilustre, y por lo mismo se miraba con ojeriza a los de fuera. Eso de que Madrid se quisiera imponer en todo, no lo toleraban en la bolsa de Ronzal. Se llegó en alguna ocasión a declarar que se despreciaba la comedia porque los madrileños la habían aplaudido mucho, y «en Vetusta no se admitían imposiciones de nadie», no se seguía un juicio hecho. La ópera, la ópera era el delirio de aquellos escribanos y concejales: pagaban un dineral por oír un cuarteto que a ellos se les antojaba contratado en el cielo y que sonaba como sillas y mesas arrastradas por el suelo con motivo de un desestero.
-¡Se acuerdan ustedes de la Pallavicini! ¡Qué voz de arcángel! -decía Foja, socarrón, escéptico en todo, pero creyente fanático en la música de los cuartetos de ópera de lance.
-¡Oh, como el barítono
Battistini, yo no he oído nada! -respondía el escribano, que
estimaba la voz de
-Pues más varonil es la del bajo -decía Foja.
-No lo crea usted. ¿Y usted qué dice, Ronzal?
-Yo... distingo... si el bajo es cantante... Pero a mí no me vengan ustedes con música... ¿saben ustedes lo que yo digo? «Que la música es el ruido que menos me incomoda... ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Además, para tenor ahí tenemos a Castelar... ¡ja! ¡ja! ¡ja!».
El escribano reía también el chiste y los concejales sonreían, no por la gracia, si no por la intención.
Aunque el palco de los Marqueses tocaba con el de Ronzal, pocas veces los abonados del último se atrevían a entablar conversación con los Vegallana o quien allí estuviera convidado. Además de que el tabique intermedio dificultaba la conversación, los más no se atrevían, de hecho, a dar por no existente una diferencia de clases de que en teoría muchos se burlaban.
«Todos somos iguale, decían muchos burgueses de Vetusta, la nobleza ya no es nadie, ahora todo lo puede el dinero, el talento, el valor, etc., etc.»; pero a pesar de tanta alharaca, a los más se les conocía hasta en su falso desprecio que participaban desde abajo de las preocupaciones que mantenían los nobles desde arriba.
En cambio los de la bolsa de don
Álvaro saludaban a los Vegallana; sonreían a la Marquesa,
asestaban los gemelos a Edelmira y hacían señas al
Marqués, y a Paco, que solían visitar aquel rincón
También esto lo envidiaba Ronzal, que era amigo político de Vegallana; pero trataba poco a la Marquesa.
-¡Es demasiado borrico!
-decía doña Rufina cuando
Ronzal se vengaba diciendo que la Marquesa era republicana y que escribía en
Después de saborear el tributo de admiración del público, Ana miró a la bolsa de Mesía. Allí estaba él, reluciente, armado de aquella pechera blanquísima y tersa, la envidia de las envidias de Trabuco. En aquel momento don Juan Tenorio arrancaba la careta del rostro de su venerable padre; Ana tuvo que mirar entonces a la escena, porque la inaudita demasía de don Juan había producido buen efecto en el público del paraíso que aplaudía entusiasmado. Perales, el imitador de Calvo, saludaba con modesto ademán algo sorprendido de que se le aplaudiese en escena que no era de empeño.
-¡Mire usted el pueblo! -dijo un
concejal de la
-¿Qué tiene el pueblo?
-¡Que es un majadero! Aplaude la gran felonía de arrancar la careta a un enmascarado...
-Que resulta padre -añadió Ronzal-; circunstancia agravante.
-El hombre abandonado a sus instintos es naturalmente inmoral, y como el pueblo no tiene educación...
El juez aprobó con la cabeza, sin
separar los ojos de
Ana empezó a hacerse cargo del drama en el momento en que Perales decía con un desdén gracioso y elegante:
Son pláticas de familia de las que nunca hice caso...
Era el cómico alto, rubio -aquella noche- flexible, elegante y suelto, lucía buena pierna, y le sentaba de perlas el traje fantástico, con pretensiones de arqueológico, que ceñía su figura esbelta. Don Víctor estaba enamorado de Perales; él no había visto a Calvo y el imitador le parecía excelente intérprete de las comedias de capa y espada. Le había oído decir con énfasis musical las décimas de
Y porque veáis que es error que haya en el mundo quien crea que el que quiere lisonjea, escuchad lo que es amor.
y concluyen:
A su propia conveniencia dirige amor su fatiga, luego es clara consecuencia que ni con amor se obliga ni con su correspondencia.
Y don Víctor le reputaba
excelentísimo cómico. No paró hasta que se lo presentaron;
y a su casa le hubiera
-¿Verdad, hijita, que es un buen mozo? ¡Y qué movimientos tan artísticos de brazo y pierna!... Dicen que eso es falso, que los hombres no andamos así... ¡Pero debiéramos andar! y así seguramente andaríamos y gesticularíamos los españoles en el siglo de oro, cuando éramos dueños del mundo; esto ya lo decía más alto para que lo oyeran todos los presentes. Bueno estaría que ahora que vamos a perder a Cuba, resto de nuestras grandezas, nos diéramos esos aires de señores y midiéramos el paso...
La Regenta no oía a su marido; el drama empezaba a interesarla de veras; cuando cayó el telón, quedó con gran curiosidad y deseó saber en qué paraba la apuesta de don Juan y Mejía.
En el primer entreacto D. Álvaro no se movió de su asiento; de cuando en cuando miraba a la Regenta, pero con suma discreción y prudencia, que ella notó y le agradeció. Dos o tres veces se sonrieron y sólo la última vez que tal osaron, sorprendió aquella correspondencia Pepe Ronzal, que, como siempre, seguía la pista a los telégrafos de su aborrecido y admirado modelo.
Trabuco se propuso redoblar su atención, observar mucho y ser una tumba, callar como un muerto. «¡Pero aquello era grave, muy grave!». Y la envidia se lo comía.
Empezó el segundo acto y D.
Álvaro notó que por aquella noche tenía un poderoso rival:
el drama. Anita
Ana se sentía transportada a la
época de D. Juan, que se figuraba como el vago romanticismo
arqueológico quiere que haya sido; y entonces volviendo al
egoísmo de sus sentimientos, deploraba no haber nacido cuatro o cinco
siglos antes... «Tal vez en aquella época fuera divertida la
existencia en Vetusta; habría entonces conventos poblados de nobles y
hermosas damas, amantes atrevidos, serenatas de Trovadores en las callejas y
postigos; aquellas tristes, sucias y estrechas plazas y calles tendrían,
como ahora, aspecto feo, pero las llenaría la poesía del tiempo,
y las fachadas ennegrecidas
El tercer acto fue una revelación
de poesía apasionada para doña Ana. Al ver a doña
Inés en su celda, sintió la Regenta escalofríos; la
novicia se parecía a ella; Ana lo conoció al mismo tiempo que
Doña Ana sí; clavados los ojos en la hija del Comendador, olvidada de todo lo que estaba fuera de la escena, bebió con ansiedad toda la poesía de aquella celda casta en que se estaba filtrando el amor por las paredes. «¡Pero esto es divino!» dijo volviéndose hacia su marido, mientras pasaba la lengua por los labios secos. La carta de don Juan escondida en el libro devoto, leída con voz temblorosa primero, con terror supersticioso después, por doña Inés, mientras Brígida acercaba su bujía al papel; la proximidad casi sobrenatural de Tenorio, el espanto que sus hechizos supuestos producen en la novicia que ya cree sentirlos, todo, todo lo que pasaba allí y lo que ella adivinaba, producía en Ana un efecto de magia poética, y le costaba trabajo contener las lágrimas que se le agolpaban a los ojos.
«¡Ay! sí, el amor era
aquello, un filtro, una atmósfera de fuego, una locura mística;
huir de él era imposible; imposible gozar mayor ventura que saborearle
con todos sus venenos. Ana se comparaba con la hija del Comendador; el
caserón de los Ozores era su convento, su marido la regla estrecha de
hastío y frialdad en que ya había profesado ocho años
hacía... y don Juan...
Entre el acto tercero y el cuarto don Álvaro vino al palco de los marqueses.
Ana al darle la mano tuvo miedo de que él se atreviera a apretarla un poco, pero no hubo tal; dio aquel tirón enérgico que él siempre daba, siguiendo la moda que en Madrid empezaba entonces; pero no apretó. Se sentó a su lado, eso sí, y al poco rato hablaban aislados de la conversación general.
Don Víctor había salido a los pasillos a fumar y disputar con los pollastres vetustenses que despreciaban el romanticismo y citaban a Dumas y Sardou, repitiendo lo que habían oído en la corte.
Ana, sin dar tiempo a don Álvaro para buscar buena embocadura a la conversación, dejó caer sobre la prosaica imaginación del petimetre, el chorro abundante de poesía que había bebido en el poema gallardo, fresco, exuberante de hermosura y color del maestro Zorrilla.
La pobre Regenta estuvo elocuente; se figuró que el jefe del partido liberal dinástico la entendía, que no era como aquellos vetustenses de cal y canto que hasta se sonreían con lástima al oír tantos versos «bonitos, sonorosos, pero sin miga», según aseguró don Frutos en el palco de la marquesa.
A Mesía le extrañó y hasta disgustó el entusiasmo de Ana. ¡Hablar del
Ana que se dejaba devorar por los ojos grises del seductor y le enseñaba sin pestañear los suyos, dulces y apasionados, no pudo en su exaltación notar el amaneramiento, la falsedad del idealismo copiado de su interlocutor; apenas le oía, hablaba ella sin cesar, creía que lo que estaba diciendo él coincidía con las propias ideas; este espejismo del entusiasmo vidente, que suele aparecer en tales casos, fue lo que valió a don Álvaro aquella noche. También le sirvió mucho su hermosura varonil y noble, ayudada por la expresión de su pasioncilla, en aquel momento irritada. Además el rostro del buen mozo, sobre ser correcto, tenía una expresión espiritual y melancólica, que era puramente de apariencia; combinación de líneas y sombras, algo también las huellas de una vida malgastada en el vicio y el amor. -Cuando comenzó el cuarto acto, Ana puso un dedo en la boca y sonriendo a don Álvaro le dijo:
-¡Ahora, silencio! Bastante hemos charlado... déjeme usted oír.
-Es que... no sé... si debo despedirme...
-No... no... ¿por qué? -respondió ella, arrepentida al instante de haberlo dicho.
-No sé si estorbaré, si habrá sitio...
-Sitio sí, porque Quintanar está en la bolsa de ustedes... mírele usted.
Era verdad; estaba allí
disputando con don Frutos,
Don Álvaro permaneció junto a la Regenta.
Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y
mórbido, blanco y tentador con su vello negro algo rizado y el
nacimiento provocador del moño que subía por la nuca arriba con
graciosa tensión y convergencia del cabello. Dudaba don Álvaro si
debía en aquella situación atreverse a acercarse un poco
más de lo acostumbrado. Sentía en las rodillas el roce de la
falda de Ana, más abajo adivinaba su pie, lo tocaba a veces un instante.
«Ella estaba aquella noche...
Que era lo que estaba haciendo Paquito
con Edelmira, su prima. La robusta virgen de aldea parecía un
carbón encendido, y mientras don Juan, de rodillas ante doña
Inés, le preguntaba si no era verdad que en aquella apartada orilla se
respiraba mejor, ella se ahogaba
Para Ana el cuarto acto no
ofrecía punto de comparación con los acontecimientos de su propia
vida... ella aún no había llegado al cuarto acto.
«¿Representaba aquello lo porvenir? ¿Sucumbiría ella
como doña Inés, caería en los brazos de don Juan loca de
amor? No lo esperaba; creía tener valor para no entregar jamás el
cuerpo, aquel miserable cuerpo que era propiedad de don Víctor sin duda
alguna. De todas suertes, ¡qué cuarto acto tan poético! El
Guadalquivir allá abajo... Sevilla a lo lejos... La quinta de don Juan,
la barca debajo del balcón... la
Don Juan, don Juan, yo lo imploro de tu hidalga condición...
Estos versos que ha querido hacer
ridículos y vulgares, manchándolos con su baba, la necedad
prosaica, pasándolos mil y mil veces por sus labios viscosos como
vientre de sapo, sonaron en los oídos de Ana aquella noche como frase
sublime de un amor inocente y puro que se entrega con la fe en el objeto amado,
natural en todo gran amor. Ana, entonces, no pudo evitarlo, lloró,
lloró, sintiendo por aquella Inés una
Las lágrimas de la Regenta nadie
las notó. Don Álvaro sólo observó que el seno se le
movía con más rapidez y se levantaba más al respirar. Se
equivocó el hombre de mundo; creyó que la emoción acusada
por aquel respirar violento la causaba su gallarda y próxima presencia,
creyó en un influjo
El altercado de don Juan y el Comendador hizo a la Regenta volver a la realidad del drama y fijarse en la terquedad del buen Ulloa; como se había empeñado la imaginación exaltada en comparar lo que pasaba en Vetusta con lo que sucedía en Sevilla, sintió supersticioso miedo al ver el mal en que paraban aquellas aventuras del libertino andaluz; el pistoletazo con que don Juan saldaba sus cuentas con el Comendador le hizo temblar; fue un presentimiento terrible. Ana vio de repente, como a la luz de un relámpago, a don Víctor vestido de terciopelo negro, con jubón y ferreruelo, bañado en sangre, boca arriba, y a don Álvaro con una pistola en la mano, enfrente del cadáver.
La Marquesa dijo después de caer el telón que ella no aguantaba más Tenorio.
-Yo me voy, hijos míos; no me gusta ver cementerios ni esqueletos; demasiado tiempo le queda a uno para eso. Adiós. Vosotros quedaos si queréis... ¡Jesús! las once y media, no se acaba esto a las dos...
Ana, a quien explicó su esposo el argumento de la segunda parte del drama, prefirió llevar la impresión de la primera que la tenía encantada, y salió con la Marquesa y Mesía.
Edelmira se quedó con don Víctor y Paco.
-Yo llevaré a la niña y usted déjeme a ésa en casa, señora Marquesa -dijo Quintanar.
Mesía se despidió al dejar dentro del coche a las damas. Entonces apretó un poco la mano de Anita que la retiró asustada.
Don Álvaro se volvió al palco del Marqués a dar conversación a don Víctor. Eran panes prestados: Paco necesitaba que le distrajeran a Quintanar para quedarse como a solas con Edelmira; Mesía, que tantas veces había utilizado servicios análogos del Marquesito, fue a cumplir con su deber.
Además, siempre que se le ofrecía, aprovechaba la ocasión de estrechar su amistad con el simpático aragonés que había de ser su víctima, andando el tiempo, o poco había de poder él.
Con mil amores acogió Quintanar al buen mozo y le expuso sus ideas en punto a literatura dramática, concluyendo como siempre con su teoría del honor según se entendía en el siglo de oro, cuando el sol no se ponía en nuestros dominios.
-Mire usted -decía don
Víctor, a quien ya escuchaba con interés don Álvaro- mire
usted, yo ordinariamente soy muy pacífico. Nadie dirá que yo,
ex-regente de Audiencia, que me jubilé casi por no firmar más
(-¡Animal! -pensó don Álvaro.)
-Y en cuanto a su cómplice... ¡oh! en cuanto a su cómplice... Por de pronto yo manejo la espada y la pistola como un maestro; cuando era aficionado a representar en los teatros caseros -es decir cuando mi edad y posición social me permitían trabajar, porque la afición aún me dura- comprendiendo que era muy ridículo batirse mal en las tablas, tomé maestro de esgrima y dio la casualidad de que demostré en seguida grandes facultades para el arma blanca. Yo soy pacífico, es verdad, nunca me ha dado nadie motivo para hacerle un rasguño... pero figúrese usted... el día que... Pues lo mismo y mucho más puedo decir de la pistola. Donde pongo el ojo... pues bien, como decía, al cómplice lo traspasaba; sí, prefiero esto; la pistola es del drama moderno, es prosaica; de modo que le mataría con arma blanca... Pero voy a mi tesis... Mi tesis era... ¿qué?... ¿usted recuerda?
Don Álvaro no recordaba, pero lo de matar al cómplice con arma blanca le había alarmado un poco.
Cuando Mesía ya cerca de las
tres, de vuelta del Casino, trataba de llamar al sueño imaginando
voluptuosas escenas de amor que se prometía convertir en realidad bien
pronto, al lado de la Regenta, protagonista de ellas, vio de repente, y ya casi
dormido, la figura vulgar y bonachona de don Víctor. Pero le vio entre
los
Anita no recordaba haber soñado aquella noche con don Álvaro. Durmió profundamente.
Al despertar, cerca de las diez, vio a su lado a Petra, la doncella rubia y taimada, que sonreía discretamente.
-Mucho he dormido, ¿por qué no me has despertado antes?
-Como la señorita pasó mala noche...
-¿Mala noche?... ¿yo?
-Sí, hablaba alto, soñaba a gritos...
-¿Yo?
-Sí, alguna pesadilla.
-¿Y tú... me has oído desde?...
-Sí, señora no me había acostado todavía; me quedé a esperar por el señor, porque Anselmo es tan bruto que se duerme... Vino el amo a las dos.
-Y yo he hablado alto...
-Poco después de llegar el señor. Él no oyó nada; no quiso entrar por no despertar a la señorita. Yo volví a ver si dormía... si quería algo... y creí que era una pesadilla... pero no me atreví a despertarla...
Ana se sentía fatigada. Le sabía mal la boca y temía los amagos de la jaqueca.
-¡Una pesadilla!... Pero si yo no recuerdo haber padecido...
-No, pesadilla mala... no sería... porque sonreía la señora... daba vueltas...
-Y... y... ¿qué decía?
-¡Oh... qué decía! no se entendía bien... palabras sueltas... nombres...
-¿Qué nombres?... -Ana preguntó esto encendido el rostro por el rubor-... ¿qué nombres? -repitió.
-Llamaba la señora... al amo.
-¿Al amo?
-Sí... sí, señora... decía: ¡Víctor! ¡Víctor!
Ana comprendió que Petra mentía. Ella casi siempre llamaba a su marido Quintanar.
Además, la sonrisa no disimulada de la doncella aumentaba las sospechas de la señora.
Calló y procuró ocultar su confusión.
Entonces acercándose más a la cama y bajando la voz Petra dijo, ya seria:
-Han traído esto para la señora...
-¿Una carta? ¿De quién? -preguntó en voz trémula Ana, arrebatando el papel de manos de Petra.
«¡Si aquel loco se habría propasado!... Era absurdo».
Petra, después de observar la expresión de susto que se pintó en el rostro del ama, añadió:
-De parte del señor Magistral debe de ser, porque lo ha traído Teresina la doncella de doña Paula.
Ana afirmó con la cabeza mientras leía.
Petra salió sin ruido, como una gata. Sonreía a sus pensamientos.
La carta del Magistral, escrita en papel levemente perfumado, y con una cruz morada sobre la fecha, decía así:
«Señora y amiga mía: Esta tarde me tendrá usted en la capilla de cinco a cinco y media. No necesitará usted esperar, porque será hoy la única persona que confiese. Ya sabe que no me tocaba hoy sentarme, pero me ha parecido preferible avisar a usted para esta tarde por razones que le explicará su atento amigo y servidor,
FERMÍN DE PAS».
No decía capellán.
«¡Cosa extraña! Ana se había olvidado del Magistral desde la tarde anterior; ¡ni una vez sola, desde la aparición de don Álvaro a caballo había pasado por su cerebro la imagen grave y airosa del respetado, estimado y admirado padre espiritual! Y ahora se presentaba de repente dándole un susto, como sorprendiéndola en pecado de infidelidad. Por la primera vez sintió Ana la vergüenza de su imprudente conducta. Lo que no había despertado en ella la presencia de don Víctor, lo despertaba la imagen de don Fermín... Ahora se creía infiel de pensamiento, pero ¡cosa más rara! infiel a un hombre a quien no debía fidelidad ni podía debérsela».
«Es verdad, pensaba; habíamos quedado en que mañana temprano iría a confesar... ¡y se me había olvidado! y ahora él adelanta la confesión... Quiere que vaya esta tarde. ¡Imposible! No estoy preparada... Con estas ideas... con esta revolución del alma... ¡Imposible!».
Se vistió deprisa, cogió
papel que tenía el mismo olor que el del Magistral, pero más
fuerte, y escribió a don Fermín
Entregó a Petra el papel embustero y la dio orden de llevarlo a su destino inmediatamente, y sin que el señor se enterase.
Don Víctor ya había manifestado varias veces su no conformidad, como él decía, con aquella frecuencia del sacramento de la confesión; como temía que se le tuviese por poco enérgico, y era muy poco enérgico en su casa en efecto, alborotaba mucho cuando se enfadaba.
Para evitar el ruido, molesto aunque sin
consecuencias,
«¡No podía presumir el buen señor que por su bien eran!».
Petra había sido tomada por confidente y cómplice de estos inocentes tapadillos. Pero la criada, fingiendo creer los motivos que alegaba su ama para ocultar la devoción, sospechaba horrores.
Iba camino de la casa del Magistral con la misiva y pensaba:
«Lo que yo me temía, a
pares; los tiene a pares; uno diablo y otro santo.
Ana estuvo todo el día inquieta, descontenta de sí misma; no se arrepentía de haber puesto en peligro su honor, dando alas (siquiera fuesen de sutil gasa espiritual) a la audacia amorosa de don Álvaro; no le pesaba de engañar al pobre don Víctor, porque le reservaba el cuerpo, su propiedad legítima... pero ¡pensar que no se había acordado del Magistral ni una vez en toda la noche anterior, a pesar de haber estado pensando y sintiendo tantas cosas sublimes!
«Y por contera, le engañaba, le decía que estaba enferma para excusar el verle... ¡le tenía miedo!... y hasta el estilo dulce, casi cariñoso de la carta era traidor... ¡aquello no era digno de ella! Para don Víctor había que guardar el cuerpo, pero al Magistral ¿no había que reservarle el alma?».
Al obscurecer de aquel mismo día,
que era el de Difuntos, Petra anunció a la Regenta, que paseaba
-Enciende la lámpara del gabinete y antes hazle pasar a la huerta... -dijo Ana sorprendida y algo asustada.
El Magistral pasó por el patio al
Todo esto se dijo al principio. Ana se turbó cuando el Magistral se atrevió a preguntarle por la jaqueca.
«¡Se había olvidado de su mentira!». Explicó lo mejor que pudo su presencia en el Parque a pesar de la jaqueca.
El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado su dulce amiga.
Estaba el clérigo pálido,
le temblaba un poco la voz,
Seguían hablando de cosas indiferentes y Ana esperaba con temor que don Fermín abordase el motivo de su extraordinaria visita.
El caso era que el motivo... no podía explicarse. Había sido un arranque de mal humor; una salida de tono que ya casi sentía, y cuya causa de ningún modo podía él explicar a aquella señora.
El Chato, el clérigo que
servía de esbirro a doña Paula, tenía el vicio de ir al
teatro disfrazado. Había cogido esta afición en sus tiempos de
espionaje en el seminario; entonces el Rector le mandaba al
-No creo que esa señora haya ido ayer al teatro.
-Pues yo lo sé por quien la ha visto.
El Magistral se sintió herido, le
dolió el amor propio al verse en ridículo por culpa de su amiga.
Era el caso que en Vetusta los beatos y todo el
«Y Ana, que pasaba por hija predilecta de confesión del Magistral, por devota en ejercicio, se había presentado en el teatro en noche prohibida, rompiendo por todo, haciendo alarde de no respetar piadosos escrúpulos, pues precisamente ella no frecuentaba semejante sitio... Y precisamente aquella noche...».
El Magistral había salido de su casa disgustado. «A él no le importaba que fuese o no al teatro por ahora, tiempo llegaría en que sería otra cosa; pero la gente murmuraría; don Custodio, el Arcediano, todos sus enemigos se burlarían, hablarían de la escasa fuerza que el Magistral ejercía sobre sus penitentes... Temía el ridículo. La culpa la tenía él que tardaba demasiado en ir apretando los tornillos de la devoción a doña Ana».
Llegó a la sacristía y
encontró al Arcipreste, al ilustre Ripamilán, disputando como si
se tratara de un asalto de esgrima, con aspavientos y manotadas al aire; su
contendiente era el Arcediano, el señor Mourelo, que con más
calma y sonriendo, sostenía que la Regenta o no era devota de buena ley,
o no debía haber ido al teatro en noche de
Ripamilán gritaba:
-Señor mío, los deberes sociales están por encima de todo...
El Deán se escandalizó.
-¡Oh! ¡oh! -dijo- eso no, señor Arcipreste... los deberes religiosos... los religiosos... eso es...
Y tomó un polvo de rapé extraído con mal pulso de una caja de nácar. Así solía él terminar los períodos complicados.
-Los deberes sociales... son muy
respetables en efecto -dijo el canónigo pariente del Ministro, a quien
la proposición había parecido regalista, y por consiguiente
-Los deberes sociales -replicó Glocester tranquilo, con almíbar en las palabras, pausadas y subrayadas- los deberes sociales, con permiso de usted, son respetabilísimos, pero quiere Dios, consiente su infinita bondad que estén siempre en armonía con los deberes religiosos...
-¡Absurdo! -exclamó Ripamilán dando un salto.
-¡Absurdo! -dijo el Deán, cerrando de un bofetón la caja de nácar.
-¡Absurdo! -afirmó el canónigo regalista.
-Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social, por ser tal deber, no puede oponerse al deber religioso... lo dice el respetable Taparelli...
-¿Tapa qué? -preguntó el Deán-. No me venga usted con autores alemanes... Este Mourelo siempre ha sido un hereje...
-Señores, estamos fuera de la cuestión -gritó Ripamilán- el caso es...
-No estamos tal -insistió Glocester, que no quería en presencia de don Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de la Regenta.
Tuvo habilidad para llevar la disputa al
A don Fermín le bastó lo
que oyó al entrar en la sacristía para comprender que se
había comentado lo del teatro. Su mal humor fue en aumento. «Lo
sabía toda Vetusta, su influencia moral había perdido
crédito... y la autora de todo aquello, tenía la crueldad de
negarse a una cita». Él se la había dado para decirle que
no
El Magistral salió de casa de Páez bufando; la sonrisa burlona de Olvido, que se celaba ya, le había puesto furioso...
Y sin pensar lo que hacía, se había ido derecho a la plaza Nueva, se había metido en la Rinconada y había llamado a la puerta de la Regenta... Por eso estaba allí.
¿Quién iba a explicar semejante motivo de una visita?
Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y había buscado un embuste para no acudir a su cita, el mal humor de D. Fermín rayó en ira y necesitó toda la fuerza de la costumbre para contenerse y seguir sonriente.
«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer? Ninguno. ¿Cómo dominarla si quería sublevarse? No había modo. ¿Por el terror de la religión? Patarata. La religión para aquella señora nunca podría ser el terror. ¿Por la persuasión, por el interés, por el cariño? Él no podía jactarse de tenerla persuadida, interesada y menos enamorada de la manera espiritual a que aspiraba».
No había más remedio que la diplomacia. «Humíllate y ya te ensalzarás», era su máxima, que no tenía nada que ver con la promesa evangélica.
En vista de que los asuntos vulgares de
conversación
Ya había comenzado la noche, pero no hacía frío allí, o por lo menos no lo sentían. Ana había contestado a Petra, al anunciar esta que había luz en el gabinete:
-Bien; allá vamos.
El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía ya bien, no era malo estar al aire libre.
El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicaron a la dama que se iba a tratar de algo grave.
Así fue. El Magistral dijo:
-Todavía no he explicado a usted por qué pretendía yo que fuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por eso he venido, además de que me interesaba saber cómo seguía, quería decirle que no creo conveniente que usted confiese por la mañana.
Ana preguntó el motivo con los ojos.
-Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho, no gusta de que usted frecuente la iglesia y menos de que madrugue para ello, se alarmará menos si usted va de tarde... y hasta puede no saberlo siquiera muchas veces. No hay en esto engaño. Si pregunta, se le dice la verdad, pero si calla... se calla. Como se trata de una cosa inocente, no hay engaño ni asomo de disimulo.
-Eso es verdad.
-Otra razón. Por la mañana yo confieso pocas veces, y esta excepción hecha ahora en favor de usted hace murmurar a mis enemigos, que son muchos y de infinitas clases.
-¿Usted tiene enemigos?
-¡Oh, amiga mía! cuenta las estrellas si puedes -y señaló al cielo- el número de mis enemigos es infinito como las estrellas.
El Magistral sonrió como un mártir entre llamas.
Doña Ana sintió terribles remordimientos por haber engañado y olvidado a aquel santo varón, que era perseguido por sus virtudes y ni siquiera se quejaba. Aquella sonrisa, y la comparación de las estrellas le llegaron al alma a la Regenta. «¡Tenía enemigos!» pensó, y le entraron vehementes deseos de defenderle contra todos.
-Además -prosiguió don Fermín- hay señoras que se tienen por muy devotas, y caballeros, que se estiman muy religiosos, que se divierten en observar quién entra y quién sale en las capillas de la catedral; quién confiesa a menudo, quién se descuida, cuánto duran las confesiones... y también de esta murmuración se aprovechan los enemigos.
La Regenta se puso colorada sin saber a punto fijo por qué.
-De modo, amiga mía -continuó De Pas que no creía oportuno insistir en el último punto- de modo, que será mejor que usted acuda a la hora ordinaria, entre las demás. Y algunas veces, cuando usted tenga muchas cosas que decir, me avisa con tiempo y le señalo hora en un día de los que no me toca confesar. Esto no lo sabrá nadie, porque no han de ser tan miserables que nos sigan los pasos...
A la Regenta aquello de los días excepcionales le parecía más arriesgado que todo, pero no quiso oponerse al bendito don Fermín en nada.
-Señor, yo haré todo lo
que usted diga, iré cuando
Ana al llegar aquí notó que su lenguaje se hacía entonado, impropio de ella, y se detuvo; aquellas metáforas parecían mal, pero no sabía decir de otro modo sus afanes, a no hablar con una claridad excesiva.
El Magistral, que no pensaba en la retórica, sintió un consuelo oyendo a su amiga hablar así.
Se animó... y habló de lo que le mortificaba.
-Pues, hija mía, usando o tal vez abusando de ese poder discrecional (sonrisa e inclinación de cabeza) voy a permitirme reñir a usted un poco...
Nueva sonrisa y una mirada sostenida, de las pocas que se toleraba.
Ana tuvo un miedo pueril que la embelleció mucho, como pudo notar y notó De Pas.
-Ayer ha estado usted en el teatro.
La Regenta abrió los ojos mucho, como diciendo irreflexivamente: -¿Y eso qué?
-Ya sabe usted que yo, en general, soy enemigo de las preocupaciones que toman por religión muchos espíritus apocados... A usted no sólo le es lícito ir a los espectáculos, sino que le conviene; necesita usted distracciones; su señor marido pide como un santo; pero ayer... era día prohibido.
-Ya no me acordaba... Ni creía que... La verdad... no me pareció...
-Es natural, Anita, es
naturalísimo. Pero no es eso. Ayer el teatro era espectáculo tan
inocente, para usted, como el resto del año. El caso es que la Vetusta
devota, que después de todo es la nuestra, la que exagerando
Ana encogió los hombros. «No entendía aquello... ¡Escándalo! ¡Ella que en el teatro había llegado, de idea grande en idea grande, a sentir un entusiasmo artístico religioso que la había edificado!».
El Magistral, con una mirada sola, comprendió que su cliente («él era un médico del espíritu») se resistía a tomar la medicina; y pensó, recordando la alegoría de la cuesta: -«No quiere tanta pendiente, hagámosela parecida a lo llano».
-Hija mía, el mal no está en que usted haya perdido nada; su virtud de usted no peligra ni mucho menos con lo hecho... pero... (vuelta al tono festivo) ¿y mi orgullito de médico? Un enfermo que se me rebela... ¡ahí es nada! Se ha murmurado, se ha dicho que las hijas de confesión del Magistral no deben de temer su manga estrecha cuando asisten al
-¿Se ha hablado de eso?
-¡Bah! En San Vicente, en casa de doña Petronila -que ha defendido a usted- y hasta en la catedral. El señor Mourelo dudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar...
-¿De modo... que he sido imprudente... que he puesto a usted en ridículo?...
-¡Por Dios, hija mía!
¡dónde vamos a parar! ¡Esa imaginación, Anita, esa
imaginación! ¿cuándo mandaremos en ella?
¡Ridículo! ¡Imprudente!... A mí no pueden ponerme en
ridículo más actos que aquellos de que soy responsable, no
entiendo el ridículo de otro modo...
Pausa. El Magistral deja de mirar a las estrellas, acerca un poco su mecedora a la Regenta y prosigue:
-Anita, aunque en el confesonario yo me atrevo a hablar a usted como un médico del alma, no sólo como sacerdote que ata y desata, por razones muy serias, que ya conoce usted; a pesar de que allí he llegado a conocer bastante aproximadamente a la realidad, lo que pasa por usted... sin embargo, creo... -le temblaba la voz; temía arriesgar demasiado- creo... que la eficacia de nuestras conferencias sería mayor, si algunas veces habláramos de nuestras cosas fuera de la Iglesia.
Anita, que estaba en la obscuridad, sintió fuego en las mejillas y por la primera vez, desde que le trataba, vio en el Magistral un hombre, un hombre hermoso, fuerte; que tenía fama entre ciertas gentes mal pensadas de enamorado y atrevido. En el silencio que siguió a las palabras del Provisor, se oyó la respiración agitada de su amiga.
D. Fermín continuó tranquilo:
-En la iglesia hay algo que impone
reserva, que impide analizar muchos puntos muy interesantes; siempre
Ana escuchaba con la boca un poco abierta. Aquel señor hablando con la suavidad de un arroyo que corre entre flores y arena fina, la encantaba. Ya no pensaba en las torpes calumnias de los enemigos del Magistral; ya no se acordaba de que aquel era hombre, y se hubiera sentado sin miedo, sobre sus rodillas, como había oído decir que hacen las señoras con los caballeros en los tranvías de Nueva-York.
-Pues bien -prosiguió don
Fermín- nosotros necesitamos toda la verdad; no la verdad fea
sólo, sino también la hermosa. ¿Para qué hemos de
curar lo sano? ¿Para qué cortar el miembro útil? Muchas
cosas, de las que he notado que usted no se atreve a hablar en la capilla,
estoy seguro de que me las expondría aquí, por ejemplo, sin
inconveniente... y esas confidencias amistosas, familiares, son las que yo echo
de menos. Además, usted necesita no sólo que la censuren, que la
corrijan,
El Magistral estaba pasmado de su audacia. Aquel plan, que no tenía preparado, que era sólo una idea vaga que había desechado mil veces por temeraria, había sido un atrevimiento de la pasión, que podía haber asustado a la Regenta y hacerla sospechar de la intención de su confesor. Después de su audacia el Magistral temblaba, esperando las palabras de Ana.
Ingenua, entusiasmada con el proyecto, convencida por las razones expuestas, habló la Regenta a borbotones; como solía de tarde en tarde, y dio a los motivos expuestos por su amigo, nueva fuerza con el calor de sus poéticas ideas.
Oh, sí, aquello era mejor; sin perjuicio de continuar en el templo la buena tarea comenzada, para dar a Dios lo que era de Dios, Ana aceptaba aquella amistad piadosa que se ofrecía a oír sus confidencias, a dar consejos, a consolarla en la aridez de alma que la atormentaba a menudo.
El Magistral oía ahora recogido
en un silencio contemplativo; apoyaba la cabeza, oculta en la sombra, en
No se oía más que la voz dulce de Ana, y de tarde en tarde, el ruido de hojas que caían o que la brisa, apenas sensible aquella noche, removía sobre la arena de los senderos.
Ni el Magistral ni la Regenta se acordaban del tiempo.
-Sí, tiene usted cien veces razón -decía ella- yo necesito una palabra de amistad y de consejo muchos días que siento ese desabrimiento que me arranca todas las ideas buenas y sólo me deja la tristeza y la desesperación...
-Oh, no, eso no, Anita; ¡la desesperación! ¡qué palabra!
-Ayer tarde, no puede usted figurarse cómo estaba yo.
-Muy aburrida, ¿verdad? ¿Las campanas?...
El Magistral sonrió...
-No se ría usted: serán los nervios, como dice Quintanar, o lo que se quiera, pero yo estaba llena de un tedio horroroso, que debía ser un gran pecado... si yo lo pudiera remediar.
-No debe decirse así
-interrumpió el Magistral, poniendo en la voz la mayor suavidad que
pudo-. No sería un pecado ese tedio si se pudiera remediar, sería
un
Anita, a quien las confesiones
emborrachaban, cuando sabía que entendía su confidente todo, o
casi todo lo que ella quería dar a entender, se decidió a decir
al Magistral
-Otras veces -decía- aquella sequedad se convierte en llanto, en ansia de sacrificio, en propósitos de abnegación... usted lo sabe; pero ayer, la exaltación tomó otro rumbo... yo no sé... no sé explicarlo bien... si lo digo como yo puedo hablar... al pie de la letra es pecado, es una rebelión, es horrible... pero tal como yo lo sentía no...
El Magistral oyó entonces lo que pasó por el alma de su amiga durante aquellas horas de revolución, que Ana reputaba ya célebres en la historia de su solitario espíritu. Aunque ella no explicaba con exactitud lo que había sentido y pensado, él lo entendía perfectamente.
Más trabajo le costó adivinar cómo podía haber llegado Ana a pensar en Dios, a sentir tierna y profunda piedad con motivo de don Juan Tenorio.
«Ana decía que acaso estaba
loca, pero que aquello no era nuevo en ella; que muchas veces le había
sucedido en medio de espectáculos que nada tenían de religiosos,
sentir poco a poco el influjo de una piedad consoladora, lágrimas de
amor de Dios, esperanza infinita, caridad sin límites y una fe que era
una evidencia... Un día después de dar una peseta a un
niño pobre para comprar un globo de goma, como otros que
«Había de todo». El Magistral, procurando vencer la exaltación que le había comunicado su amiga, quiso hablar con toda calma y prudencia. «Había de todo. Había un tesoro de sentimiento que se podía aprovechar para la virtud; pero había también un peligro. La noche anterior el peligro había sido grande (y esto lo decía sin saber palabra de la presencia de don Álvaro en el palco de Anita) y era necesario evitar la repetición de accesos por el estilo».
Había hablado la Regenta de
ansiedades invencibles, del anhelo de volar más allá de las
estrechas paredes de su caserón, de sentir más, con más
fuerza, de vivir para
-Todo aquello -añadió el Magistral después de presentarlo en resumen- de puro peligroso rayaba en pecado.
-Sí, dicho así, como yo lo he dicho, sí... pero como lo siento, no; ¡oh! estoy segura de que, tal como lo siento, nada de lo que he dicho es pecado... sentirlo; ¡peligro habrá, no lo niego, pero pecado no! ¡Por lo demás (cambio de voz) dicho... hasta es ridículo, suena a romanticismo necio, vulgar, ya lo sé... pero no es eso, no es eso!
-Es que yo no lo entiendo como usted lo
dice, sino como usted lo siente, amiga mía, es necesario que usted me
crea; lo entiendo como es... Pero así y todo, hay peligro que raya en
pecado, por ser peligro... Déjeme usted hablar a mí, Anita, y
verá como nos entendemos. El peligro que hay, decía, raya en
pecado... pero añado, será pecado claramente si no se aplica toda
esa energía de su alma ardentísima a un objeto digno de ella,
digno de una mujer honrada, Ana. Si dejamos que vuelvan esos accesos sin
tenerles preparada tarea de virtud, ejercicio sano... ellos tomarán el
camino de atajo, el del vicio; créalo usted, Anita. Es muy santo, muy
bueno que usted, con motivo de dar a un niño un globo de colores, llegue
a pensar en Dios, a sentir eso que llama usted la presencia de Dios; si algo de
panteísmo puede
Hizo una pausa el Magistral para observar si Ana subía con dificultad aquella pendiente que le ponía en el camino.
Ana callaba, meditando las palabras del confesor, recogida, seria, abismada en sus reflexiones. Sin darse cuenta de ello, le agradaba aquella energía, complacíase en aquella oposición, estimaba más que halagos y elogios las frases fuertes, casi duras del Magistral.
El cual prosiguió, aflojando la cuerda:
-Es necesario, y urgente, muy urgente,
aprovechar esas buenas tendencias, esa predisposición piadosa; que
así la llamaré ahora, porque no es ocasión de explicar a
usted los grados, caminos y descaminos de la gracia, materia
delicadísima, peligrosa... Decía que hay que aprovechar esas
tendencias a la piedad y a la contemplación, que son en usted muy
antiguas, pues ya vienen de la infancia, en beneficio de la virtud... y por
medio de cosas santas. Aquí tiene usted el porqué de muchas
ocupaciones del cristiano, el por qué del culto externo, más
visible y hasta aparatoso en la religión verdadera
Anita, al oír este familiar lenguaje, casi jocoso, del Magistral, con motivo de cosas tan grandes y sublimes, sintió lágrimas y risas mezcladas, y lloró riendo como Andrómaca.
La noche corría a todo correr. La
torre de la catedral, que espiaba a los interlocutores de la glorieta desde
lejos, entre la niebla que empezaba a subir por
Petra fue la que dijo, para sí, desde la sombra del patio:
-¡Las ocho menos cuarto! Y no llevan traza de callarse...
La doncella ardía de curiosidad,
aventuraba algunos pasos de puntillas hacia la glorieta, esquivando tropezar
con las hojas secas para no hacer ruido; pero tenía miedo de ser vista y
retrocedía hasta el patio, desde donde no podía oír
más que un murmullo, no palabras. Sintió que Anselmo abría
la puerta del zaguán y que el amo subía.
Quintanar no preguntó por su
mujer; no era esto nuevo en él; solía olvidarla, sobre todo
cuando tenía algo entre manos. Pidió luz para el despacho, se
sentó a su mesa, y separando libros y papeles, dejó encima del
pupitre un envoltorio que tenía debajo del brazo. Era una máquina
de cargar cartuchos de fusil. Acababa de apostar con Frígilis que
él hacía tantas docenas de cartuchos en una hora, y venía
dispuesto a intentar la prueba. No pensaba en otra cosa. Llegó la
-Oye.
-¿Señor?...
-Nada... Oye...
-¿Señor?...
-¿Anda ese reloj?
-Sí, señor, le ha dado usted cuerda ayer...
-¿De modo que son las ocho menos diez?
-Sí, señor...
Petra temblaba, pero seguía dispuesta a mentir si le preguntaba por el ama.
-Bien; vete.
Y don Víctor se puso a atacar con rapidez cartuchos y más cartuchos.
En tanto el Magistral había explicado latamente lo que quería dar a entender con lo de la vida beata.
«Era ya tiempo de que Ana
procurase entrar en el camino de la perfección; los trabajos
preparativos ya podían darse por hechos; si otras iban a la iglesia, a
las cofradías y demás lugares ordinarios de la vida devota con un
espíritu rutinario que hacía nulas respecto a la
perfección moral aquellas prácticas piadosas; ella, Ana,
podía sacar gran utilidad para la ocupación digna de su alma de
aquellos mismos lugares y quehaceres. ¿Qué había sido
Santa Teresa? Una monja, una fundadora de conventos; ¿cuántas
monjas había habido que no habían pasado de ser mujeres vulgares?
La vida de una monja puede caer en la rutina también, ser poco meritoria
a los ojos de Dios, y nada útil para satisfacer las ansias de un alma
ardiente. Y, sin embargo, a la Santa Doctora; ¿qué mundos tan
grandes, qué Universo de soles no la había dado aquella vida del
claustro? La
-Verá usted -decía el
Magistral- como llega un día en que no necesita a Zorrilla ni poeta
nacido para llorar de ternura y elevarse, de una en otra, como usted dice,
hasta la idea santa de Dios. ¡Tiene la Iglesia, amiga mía, tal
sagacidad para buscar el camino de las entrañas! Verá usted,
verá usted cómo reconoce la sabiduría de Nuestra Madre en
muchos ritos, en muchas ceremonias y pompas del culto que ahora pueden
antojársele indiferentes, insignificantes. ¡Nuestras fiestas!
¡Qué cosa más hermosa, querida hija mía!
Llegará, por ejemplo, la Noche-buena y usted empleará su
imaginación poderosa en representarse las escenas de pura poesía
del Nacimiento de Jesús... Volverán a ser para usted las que ya
parecían vulgaridades de villancicos, grandes poemas, manantial de
ternura, y llorará pensando en el Niño Dios... Y usted me
dirá entonces si
-A los sermones de cualquiera, no hay
para qué ir -prosiguió De Pas- por más que a veces la
Más habló el Magistral para exponer el plan de vida devota a que había de entregarse en cuerpo y alma su amiga desde el día siguiente, y terminó tratando con detenimiento especial la cuestión de las lecturas.
Recomendó particularmente la vida de algunos santos y las obras de Santa Teresa y algunos místicos.
«Basta con leer la vida de la
Santa Doctora y la de María de Chantal, Santa Juana Francisca, por
supuesto, sabiendo leer entre líneas, para perfeccionarse, no al
principio, sino más adelante. Al principio es un gran peligro el
desaliento que produce la comparación entre la propia vida y la de los
santos. ¡Ay de usted si desmaya
»Si nos proponemos llegar a ser una Santa Teresa, ¡adiós todo! se ve la infinita distancia y no emprendemos el camino. A dónde se ha de llegar, eso Dios lo dirá después; ahora andar, andar hacia adelante es lo que importa.
»Y a todo esto ¿hemos de vestir de estameña, y mostrar el rostro compungido, inclinado al suelo, y hemos de dar tormento al marido con la inquisición en casa, y con el huir los paseos, y negarse al trato del mundo? Dios nos libre, Anita, Dios nos libre... La paz del hogar no es cosa de juego... ¿Y la salud? la salud del cuerpo, ¿dónde la dejamos? ¿Pues no se trataba de ponernos en cura? ¿No estábamos ahora hablando del espíritu y su remedio? Pues el cuerpo quiere aire libre, distracciones honestas, y todo eso ha de continuar en el grado que se necesite y que indicarán las circunstancias.
Una ráfaga de aire frío hizo temblar a la Regenta y arremolinó hojas secas a la entrada del cenador. El Magistral se puso en pie, como si le hubieran pinchado, y dijo con voz de susto:
-¡Caramba! debe de ser muy tarde. Nos hemos entretenido aquí charlando... charlando...
«No le haría gracia que don
Víctor los encontrase a tales horas en el parque, dentro del cenador
solos y a
Ana salió tras él, ensimismada, sin acordarse de que había en el mundo maridos, ni días, ni noches, ni horas, ni sitios inconvenientes para hablar a solas con un hombre joven, guapo, robusto, aunque sea clérigo.
El Magistral, como equivocando el camino, se dirigió hacia la puerta del patio, aunque parecía lo natural subir por la escalera de la galería y pasar por las habitaciones de Quintanar.
En el patio estaba Petra, como un centinela, en el mismo sitio en que había recibido al Provisor.
-¿Ha venido el señor? -preguntó la Regenta.
-Sí, señora -respondió en voz baja la doncella-; está en su despacho.
-¿Quiere usted verle? -dijo Ana volviéndose al Magistral.
Don Fermín contestó:
-Con mucho gusto...
-¡Disimulan, disimulan conmigo!-, pensó Petra con rabia.
-Con mucho gusto... si no fuera tan tarde... debía estar a las ocho en palacio... y van a dar las ocho y media... no puedo detenerme... salúdele usted de mi parte.
-Como usted quiera.
-Además, estará abismado en sus trabajos... no quiero distraerle... saldré por aquí... Buenas noches, señora, muy buenas noches.
-Disimulan- volvió a pensar Petra, mientras abría la puerta que conducía al zaguán.
Entonces, el Magistral se acercó a la Regenta y deprisa y en voz baja dijo:
-Se me había olvidado advertirle que... el lugar más a propósito para... verse... es en casa de doña Petronila. Ya hablaremos.
-Bien -contestó la Regenta.
-Lo he pensado, es el mejor.
-Sí, sí, tiene usted razón.
Subió Ana por la escalera principal y salió al portal don Fermín. En la puerta se detuvo, miró a Petra mientras se embozaba, y la vio con los ojos fijos en el suelo, con una llave grande en la mano, esperando a que pasara él para cerrar. Parecía la estatua del sigilo. De Pas la acarició con una palmadita familiar en el hombro y dijo sonriendo:
-Ya hace fresco, muchacha.
Petra le miró cara a cara y sonrió con la mayor gracia que supo y sin perder su actitud humilde.
-¿Estás contenta con los señores?
-Doña Ana es un ángel.
-Ya lo creo. Adiós, hija mía, adiós; sube, sube, que aquí hay corrientes... y estás muy coloradilla... debes de tener calor...
-Salga usted, salga usted, y por mí no tema.
-Cierra ya, hija mía, puedes cerrar.
-No señor, si cierro no verá usted bien hasta llegar a la esquina...
-Muchas gracias... adiós, adiós.
-Buenas noches, D. Fermín.
Esto lo dijo
«¡D. Fermín!»
pensó el Magistral. «¿Por qué me llama
La otra era Teresina, su criada.
Petra subió y se presentó en el tocador de doña Ana sin ser llamada.
-¿Qué quieres? -preguntó el ama, que se estaba embozando en su chal porque sentía mucho frío.
-El señor no me ha preguntado por la señora. Yo no le he dicho... que estaba aquí D. Fermín.
-¿Quién?
-Don Fermín.
-¡Ah! Bien, bien... ¿para qué? ¿qué importa?
Petra se mordió los labios y dio media vuelta murmurando:
-¡Orgullosa! ¿si creerá que no tenemos ojos?... Pues si a una no le diera la gana... pero yo lo hago por el otro...
Sí, Petra lo hacía por el otro, por el Magistral, a quien quería agradar a toda costa. Tenía sus planes la rubia lúbrica.
Don Víctor Quintanar se presentó media hora después a su mujer con manchas de pólvora en la frente y en las mejillas.
No supo nada de la visita nocturna del Magistral. «No preguntó nada: ¿para qué decírselo?».
A la mañana siguiente, antes de
salir el sol, Frígilis entró en el Parque de Ozores por la puerta
de atrás, con la llave que él tenía para su uso
particular. El amigo íntimo de Quintanar, era el dictador en aquel
pueblo de árboles y arbustos. Los días que no iban de caza, el
señor Crespo se los pasaba recorriendo sus
Soltó un taco madrugador y
-¿Quién diablos ha andado aquí? -preguntó a las auras matutinas.
Guardó el guante en un bolsillo, recogió las semillas que no había llevado el viento, y con gran cuidado volvió a escoger y separar los granos. Se trataba de una singularísima especie de pensamientos monocromos, invención suya.
Cuando sintió ruido en la casa, llamó a gritos.
-¡Anselmo, Petra, Servanda, Petra!...
Apareció Petra con el cabello suelto, en chambra, y mal tapada con un mantón viejo del ama. Parecía la aurora de las doradas guedejas; pero Frígilis, mal humorado, se encaró con la aurora.
-Oye, tú, buena pécora, ¿qué demonio de obispo entra aquí por la noche a destrozarme las semillas?...
-¿Qué dice usted que no le entiendo? -contestó Petra desde el patio.
-Digo que ayer me retiré yo de la huerta cerca del obscurecer, que dejé allá dentro unas semillas envueltas en un papel... y ahora me encuentro la simiente revuelta con la tierra en el suelo, y sobre una butaca este guante de canónigo... ¿Quién ha estado aquí de noche?
-¡De noche! Usted sueña, D. Tomás.
-¡Ira de Dios! De noche digo...
-A ver el guante...
-Toma -contestó Frígilis, arrojando desde lejos la prenda...
-Pues... ¡está bueno! ja, ja, ja... buen canónigo te dé Dios... Lo que entiende usted de modas, don Tomás... ¿Pues no dice que es un guante de canónigo?...
-¿Pues de quién es?
-De mi señora... No ve usted la
mano... qué chiquita... a no ser que haya
-¿Y se usan ahora guantes morados?
-Pues claro... con vestidos de cierto color...
Frígilis encogió los hombros.
-Pero mis semillas, mis semillas ¿quién me las ha echado a rodar?
-El gato, ¿qué duda tiene? el gatito pequeño, el moreno, el mismo que habrá llevado el guante a la glorieta... ¡es lo más urraca!...
En la pajarera de Quintanar cantó
-¡El gato! ¡El moreno!... -dijo Frígilis, moviendo la cabeza- qué gato... ni qué...
Una sonrisa seráfica iluminó su rostro de repente, y volviéndose a Petra, señaló a la galería:
-¡Es mi macho! ¡es mi macho! ¿oyes? estoy seguro... ¡es mi macho!... y tu amo que decía... que su canario... que iba a cantar primero... oyes... ¿oyes? es mi macho, se lo he prestado quince días para que lo viese vencer... ¡es mi macho!
Frígilis olvidó el guante y el gato, y quedó arrobado oyendo el repiqueteo estridente, fresco, alegre del jilguero de sus amores.
Petra escondió en el seno de nieve apretada el guante morado del Magistral.
Las nubes pardas, opacas, anchas como
estepas, venían del Oeste, tropezaban con las crestas de Corfín,
se desgarraban y deshechas en agua,
Crespo tenía bien definida y
arraigada su vocación: la naturaleza; Quintanar había llegado a
viejo sin saber «cuál era su destino en la tierra», como
él decía, usando el lenguaje del tiempo romántico, del que
le quedaban
Pero don Víctor comprendió
que el cómico en España no vive de su honrado trabajo si no se
entrega a la vergüenza de servir al público el arte en las
compañías de comediantes de oficio; comprendió
además que él necesitaba con el tiempo
Frígilis había formado a
su querido Víctor, al cabo de tantos años de trato íntimo
a su imagen y semejanza, en cuanto era posible. Salía Quintanar de la
servidumbre ignorada de su domicilio para entrar en el poder dictatorial,
aunque ilustrado, de Tomás Crespo, aquel pedazo de su corazón, a
quien no sabía si quería tanto como a su Anita del alma. La
simpatía había nacido de una pasión común: la caza.
Pero la caza antes no era más que un ejercicio de hombre primitivo para
el aragonés; cazaba sin saber lo que eran las perdices, ni las liebres y
conejos, por dentro; Frígilis estudiaba la fauna y la flora del
país de camino que cazaba, y además meditaba como filósofo
de la naturaleza. Crespo hablaba poco, y menos en el campo; no solía
discutir, prefería sentar su opinión lacónicamente, sin
cuidarse de convencer a quien le oía. Así la influencia de la
filosofía naturalista de Frígilis llegó al alma de
Quintanar por aluvión: insensiblemente se le fueron
Frígilis despreciaba la
opinión de sus paisanos y compadecía su pobreza de
espíritu. «La humanidad era mala pero no tenía la culpa
ella. El
Quintanar le seguía muerto de
sueño, encerrado en su uniforme de cazador, de que se reía no
poco Frígilis, quien usaba la misma ropa en el monte y en la ciudad, y
los mismos zapatos blancos de suela fuerte, claveteada. Se metían
Ana envidiaba a su marido la dicha de huir de Vetusta, de ir a mojarse a los montes y a las marismas, en la soledad, lejos de aquellos tejados de un rojo negruzco que el agua que les caía del cielo hacía una inmundicia.
«¡Ah, sí! ella estaba dispuesta a procurar la salvación de su alma, a buscar el camino seguro de la virtud; pero ¡cuánto mejor se hubiera abierto su espíritu a estas grandezas religiosas en un escenario más digno de tan sublime poesía! ¡Cuán difícil era admirar la creación para elevarse a la idea del Creador, en aquella Encimada taciturna, calada de humedad hasta los huesos de piedra y madera carcomida; de calles estrechas, cubiertas de hierba -hierba alegre en el campo, allí símbolo de abandono-, lamidas sin cesar por las goteras de los tejados, de monótono y eterno ruido acompasado al salpicar los guijarros puntiagudos!...».
No se explicaba la Regenta cómo Visitación iba y venía de casa en casa, alegre como siempre, risueña, sin miedo al agua ni menos al fango del arroyo... sin pensar siquiera en que llovía, sin acordarse de que el cielo era un sudario en vez de un manto azul, como debiera. Para Visita era el tiempo siempre el mismo, no pensaba en él, y sólo le servía de tópico de conversación en las visitas de cumplido.
La del Banco, como pajarita de las
nieves, saltaba
Notaba Ana con tristeza y casi envidia que en general los vetustenses se resignaban sin gran esfuerzo con aquella vida submarina, que duraba gran parte del otoño, lo más del invierno y casi toda la primavera. Cada cual buscaba su rincón y parecían no menos contentos que Frígilis huyendo a las llanuras vecinas del mar a mojarse a sus anchas.
La Marquesa de Vegallana se levantaba
más tarde si llovía más; en su lecho blindado contra los
más recios ataques del frío, disfrutaba deleites que ella no
sabía explicar, leyendo, bien arropada, novelas de viajes al polo, de
cazas de osos, y otras que tenían su acción en Rusia o en la
Alemania del Norte por lo menos. El contraste del calorcillo y la inmovilidad
que ella gozaba con los grandes fríos que habían de sufrir los
héroes de sus libros, y con los largos paseos que se daban por el globo,
era el mayor placer que gozaba al cabo del año doña Rufina.
Oír el agua que azota los cristales allá fuera, y estar
compadeciéndose de un pobre niño perdido en los hielos...
¡qué delicia para un alma tierna,
-Yo no soy sentimental -decía ella a D. Saturnino Bermúdez, que la oía con la cabeza torcida y la sonrisa estirada con clavijas de oreja a oreja- yo no soy sentimental, es decir, no me gusta la sensiblería... pero leyendo ciertas cosas, me siento bondadosa... me enternezco... lloro... pero no hago alarde de ello.
-Es el don de lágrimas, de que habla Santa Teresa, señora, -respondía el arqueólogo; y suspiraba como echando la llave al cajón de los secretos sentimentales.
El Marqués hacía lo que
los gatos en enero. Desaparecía por temporadas de Vetusta. Decía
que iba a preparar las elecciones. Pero sus
La tertulia de la Marquesa veía
el cielo abierto en cuanto el tiempo se metía en agua. Los que
tenían el privilegio envidiable y envidiado de penetrar en aquella
estufa perfumada, bendecían los chubascos que daban pretexto para
asistir todas las noches al gabinete de doña Rufina. ¿Qué
habían de hacer si no? ¿A dónde habían de ir? -En
la chimenea ardían los bosques seculares de los dominios del
Marqués; aquellas encinas feudales se carbonizaban con majestuosos
chirridos. A su calor no se contaban
En las reuniones de segundo orden, que
abundaban en Vetusta, la humedad excitaba la alegría; cada cual se iba
al agujero de costumbre y era de oír, por ejemplo, la algazara con que
entraban en el portal de la casa de Visita «los que la favorecían
una vez por semana honrando sus salones», que eran sala y gabinete; eran
de oír las carcajadas, las bromas de los tertulios guarecidos bajo los
paraguas que recibían con estrépito las duchas de los tremendos
-En cuanto al «elemento devoto de Vetusta», (frase del
El temporal retrasó no poco el cumplimiento de aquel plan de higiene moral, impuesto suavemente por don Fermín a su querida amiga. Ana aborrecía el lodo y la humedad; le crispaba los nervios la frialdad de la calle húmeda y sucia, y apenas salía del sombrío caserón de los Ozores. Había confesado otras dos veces antes de terminar Noviembre, pero no se había decidido a ir a casa de doña Petronila, ni el Magistral se atrevió a recordarle aquella cita. El Gran Constantino sabía ya por su querido y admirado señor De Pas, quien la visitaba más a menudo ahora, que doña Ana deseaba ayudarla en sus santas labores y en la administración de tantas obras piadosas como ella dirigía y pagaba sabiamente.
-«¿Cuándo viene por acá ese ángel hermosísimo?» -preguntaba el Obispo madre, en estilo de novena, cargado de superlativos abstractos.
Las beatas que servían de
cuestores de palacio en el del Gran Constantino, las del
Pero Ana, sin saber por qué,
sentía una vaga repugnancia cuando pensaba en ir a casa de doña
Petronila;
De lo que él estaba seguro era del efecto profundo y saludable que en semejante mujer tenían que producir las bellezas del culto el día en que ella las presenciara con atención y dispuesto el ánimo a las sensaciones místicas por aquella excitación nerviosa, de cuyos accesos tantas noticias tenía ya el confesor diligente.
Cuando ella volvía a hablarle de
aburrimiento, del dolor del hastío, de la estupidez del agua cayendo sin
cesar, él repetía: «A la iglesia, hija mía, a la
iglesia; no a rezar; a estarse allí, a soñar allí, a
pensar allí oyendo la música del órgano y de nuestra
excelente capilla, oliendo el incienso del altar mayor, sintiendo el calor de
los cirios, viendo cuanto allí brilla y se mueve, contemplando las altas
bóvedas, los pilares esbeltos, las pinturas suaves y misteriosamente
poéticas de los cristales de colores...». Poca gracia le
hacía a don Fermín esta retórica a lo Chateaubriand;
siempre había creído que recomendar la religión por su
hermosura exterior,
Pero cada día era mayor la
repugnancia de Anita a pisar la calle; la humedad le daba horror, la
tenía encogida, envuelta en un mantón, al lado de la chimenea
monumental del comedor tétrico, horas y horas, de día y de noche.
Don Víctor no paraba en casa. Si no estaba de caza, entraba y
salía, pero sin detenerse; apenas se detenía en su despacho. Le
había tomado cierto miedo. Varias máquinas de las que estaban
inventando o perfeccionando se le habían sublevado, erizándose de
inesperadas dificultades de mecánica racional. Allí estaban
cubiertos de glorioso polvo sobre la mesa del despacho diabólicos
artefactos de acero y madera, esperando en posturas interinas a que don
Víctor emprendiese el estudio
Frígilis, si veía a su
querida Ana detrás de los cristales, la saludaba con una sonrisa y
volvía a inclinarse sobre la tierra; aplastaba un caracol, cortaba un
vástago importuno, afirmaba un rodrigón y seguía adelante,
arrastrando los zapatos blancos sobre la arena húmeda de los senderos...
Y Ana veía desaparecer entre las ramas aquel sombrero redondo, flexible,
siempre gris, aquel tapabocas de cuadros de pana eternamente
A menudo visitaban a la Regenta la del Banco y el Marquesito. -Paco estaba admirado de la heroica resistencia de la de Ozores; no comprendía él que su ídolo, su don Álvaro tardase tanto en conquistar una voluntad, en rendir una virtud, si la voluntad estaba ya conquistada.
-«Ella está enamorada de ti, de eso estoy seguro» -decía Paco a Mesía en el Casino, a última hora, cuando sólo quedaban allí los trasnochadores de oficio.
Estaban los dos sentados junto a un
velador cubierto con fina y blanca servilleta; cenaban con sendas medias
botellas de Burdeos al lado, y llegaban al momento necesario de la
expansión y las confidencias; Mesía melancólico, pasando a
tragos la nostalgia de lo infinito, que también tienen los
-Ella está enamorada, de eso estoy seguro... pero tú... tú no eres el de otras veces... parece que la temes. Nunca quieres venir conmigo a su casa... y eso que don Víctor nunca está, siempre anda con el espiritista de Frígilis por esos montes.
Paco creía que Frígilis era espiritista, opinión muy generalizada en Vetusta.
-En su casa no se puede adelantar nada.
Es una
No quería confesar que se
tenía por derrotado: creía firmemente que Ana estaba entregada al
Magistral. No quería aquella conversación; se sentía ahora
humillado con la protección de Paco, solicitada meses antes por
él. Sin saberlo, el Marquesito le hacía daño cada vez que
le hablaba de tal asunto y le proponía planes de ataque y medios para
entrar en la plaza por sorpresa. «¿Cuándo había
necesitado él, Mesía, socorros por el estilo?
¿Cuándo había permitido a nadie saber el cómo y a
qué hora vencía a una mujer?... ¡Y esta señora le
humillaba así! ¡Cómo se reiría de él Visita,
aunque lo disimulaba; y el mismo Paco! ¿qué pensaría?
¡Ah Regenta, Regenta, si venzo al fin!... ¡ya me las
pagarás!». Pero ya no esperaba vencer; lidiaba desesperado. En
vano, siempre que el tiempo lo permitía, montaba en su hermoso caballo
blanco de pura raza española; pasaba y repasaba la Plaza Nueva, y
algunas veces veía detrás de los cristales, en la Rinconada, a la
de Quintanar, que le saludaba amable y tranquila; pero no era el caballo
talismán como él había creído, porque la escena de
la tarde aquélla no se repitió nunca. «Sí, lo que yo
temía, no fue más que un cuarto de hora que no pude
aprovechar». Creía con fe inquebrantable que ya su único
recurso sería la ocasión dificilísima, casi imposible, de
un ataque brusco, bárbaro, coincidiendo con otro cuarto de hora. Pero
esto no colmaba su deseo, no satisfacía su amor propio, sería un
placer efímero y una venganza... ¡y además era casi
imposible! Pocas veces se había atrevido a visitar a la Regenta, que no
le recibía si no estaba don Víctor en casa. Quintanar, en cambio,
le abría los brazos y le estrechaba con efusión,
Cuando le dirigía estas preguntas lisonjeras, don Álvaro inclinaba la cabeza y miraba con gesto compungido a la Regenta como diciendo:
-«¡Por usted, por el amor que la tengo estoy yo en este miserable rincón!».
-Usted es de la madera de los ministros...
-Oh... don Víctor... no crea usted que eso me halaga... ¡Ministro! ¿Para qué? Yo no tengo ambición política... Si milito en un partido es por servir a mi país, pero la política me es antipática... tanta farsa... tanta mentira...
-Efectivamente, en los Estados Unidos sólo son políticos los perdidos... pero en España... es otra cosa... un hombre como usted... Subiría mi don Álvaro como la espuma.
Pero don Álvaro suspiraba y
volvía los ojos a la Regenta... Por lo demás, él
seguía considerando que ante todo era un hombre político. Lo de
ir a Madrid lo dejaba para más adelante. Ahora hacía diputados
desde Vetusta y se quedaba allí; pero en cuanto tuviera más
blanda a la señora del ministro, él volaría, él
volaría... seguro de no dar un batacazo. Estos eran sus planes. Pero
además aquella resistencia de Ana, que había creído vencer
si no en pocas semanas en pocos meses, era un nuevo motivo para retrasar el
cambio de vecindad.
Desde la noche de Todos los Santos, Mesía, vergüenza le daba confesárselo a sí mismo, no había adelantado un paso. Ocho días había estado sin conseguir hablar a solas un momento con Ana, y cuando logró tal intento fue para convencerse de que aquella exaltación de la tarde dichosa había pasado acaso para siempre.
Visitación se volvía loca.
Su marido, el señor Cuervo, y sus hijos comían los garbanzos
duros, se lavaban sin toalla porque ella había salido con las llaves,
como siempre, y no acababa de volver. «¿Cómo había
de volver si aquella empecatada de Regenta no se daba a partido, y
resistía al hombre irresistible con heroicidad de roca?». El
mísero empleado del Banco retorcía el bigotillo engomado y con
voz de tiple decía a la muchedumbre de sus hijos que
-Silencio, niños, que mamá riñe si se come sin ella.
Y la sopa se enfriaba, y al fin
aparecía Visitación, sofocada, distraída, de mal humor.
Venía de casa de Vegallana donde había conseguido que Ana y
Álvaro se hablaran a solas un momento, por casualidad... que
había preparado ella. ¡Pero buena conversación te dé
Dios! Él había salido mordiéndose el bigote y le
había dicho a ella, a Visita: «¡Déjame en paz! al
querer darle una broma. ¡Déjame en paz!» señal de que
no daba un paso. Visitación sentía ahora una vergüenza
retrospectiva; recordaba el tiempo que había ella tardado en ceder, lo
comparaba con la resistencia de Ana y... se le encendían las mejillas de
cólera, de envidia, de pudor malo, falso. Algo le decía en la
conciencia que el oficio que había tomado era miserable... pero buena
estaba
Pero tanto afán era inútil; ni Visita, ni Paco, ni los paseos a caballo de Mesía, conseguían rendir a la Regenta. ¡Y si al menos se viera que era indiferencia aquella fortaleza! Pero, no; a leguas se veía, según los tres, que Ana estaba interesada. Esto era lo que les irritaba más, sobre todo a Visita. Don Álvaro no hablaba de este mal negocio con la del Banco, por más que ella le hurgaba. Con Paco únicamente desahogaba, y pocas veces. -Pero Ana creía en un complot y esto la ayudaba no poco en su defensa. Iba de tarde en tarde a casa de Vegallana, a pesar de protestas pesadas, insufribles de Quintanar, que repetía:
-¡Qué dirán esos señores, Anita, qué dirán los Marqueses!
Si don Álvaro perdía la
esperanza, el Magistral tampoco estaba satisfecho. Veía muy lejos el
día de la victoria; la inercia de Ana le presentaba cada vez nuevos
obstáculos con que él no había contado. Además, su
amor propio estaba herido. Si alguna vez había ensayado
Una tarde entró De Pas en el confesonario con tan mal humor, que Celedonio el monaguillo le vio cerrar la celosía con un golpe violento. Don Fermín bajaba del campanario, donde, según solía de vez en cuando, había estado registrando con su catalejo los rincones de las casas y de las huertas. Había visto a la Regenta en el parque pasear, leyendo un libro que debía de ser la historia de Santa Juana Francisca, que él mismo le había regalado. Pues bien, Ana, después de leer cinco minutos, había arrojado el libro con desdén sobre un banco.
-¡Oh! ¡oh! ¡estamos
mal! -había exclamado el clérigo desde la torre: conteniendo en
seguida la ira, como si Ana pudiera oír sus quejas. Después
habían aparecido en el parque dos hombres, Mesía y Quintanar. Don
Álvaro había estrechado la mano de la Regenta que no la
había retirado tan pronto como debiera; «¡aunque no fuese
más que por estar viéndolos él!». Don Víctor
había
Cuando don Fermín se vio encerrado entre las cuatro tablas de su confesonario, se comparó al criminal metido en el cepo.
Aquel día las hijas de confesión del Magistral le encontraron distraído, impaciente; le sentían dar vueltas en el banco, la madera del armatoste crujía, las penitencias eran desproporcionadas, enormes.
En vano esperó, con loca
esperanza, ver a la Regenta presentarse en la capilla, por casualidad, por
impulso repentino, como quiera que fuese, presentarse, que era lo que él
quería, lo que él necesitaba. Verdad era que no habían
quedado en tal cosa; ocho días faltaban para la próxima
confesión, ¿por qué había de venir? «Por que
sí, por que él lo necesitaba, porque quería
Fortunato, temblorosa la voz, solicitaba un préstamo. El Magistral se hizo rogar, y ofreció anticipar el dinero después de humillar cien veces al buen pastor que tomaba al pie de la letra las metáforas religiosas.
«¿A qué habían venido las sotanas nuevas? Y sobre todo, ¿por qué las pagaba él, Fortunato, de su bolsillo? Si sabía que no tenía un cuarto, porque toda la paga repartía antes de cobrarla, ¿por qué se comprometía?». Fortunato confesó que parecía un subteniente de los sometidos a descuento; dijo que quería salir de aquella vida de trampas.
-«Yo no sé lo que debo ya a tu madre, Fermín, ¿debe de ser un dineral?».
-«Sí, señor, un dineral, pero lo peor no es que usted nos arruine, sino que se arruina también, y lo sabe el mundo y esto es en desprestigio de la Iglesia... Empeñarse por los pobres... Ser un tramposo de la caridad. Hombre, por Dios, ¿dónde vamos a parar? Cristo ha dicho: reparte tus bienes y sígueme, pero no ha dicho: reparte los bienes de los demás...».
-Hablas como un sabio, hijo mío, hablas como un sabio, y si no fuera indecoroso, pedía al ministro que me pusiera a descuento, a ver si me corregía.
Después entró en las
oficinas De Pas y allí tuvieron motivo para acordarse mucho tiempo de la
visita. Todo lo encontró mal; revolvió expedientes,
descubrió abusos, sacudió polvo, amenazó con suspender
sueldos, negó todo lo que pudo, preparó dos o tres castigos, para
varios
-Señor -le dijo llorando un pobre pescador de barba blanca, con un gorro catalán en la mano- ¡señor, que este año nos morimos de hambre! ¡que no da para borona la costera del besugo!...
Pero el Magistral salió sin responder siquiera, pensando en Ana y en Mesía; y a la media hora, cuando paseaba por el Espolón solo y a paso largo, olvidando el compás de su marcha ordinaria, le repetía en los sesos, no sabía qué voz: ¡besugo, besugo!
«¿Por qué se acordaba él del besugo?». Y encogió los hombros irritado también con aquella obsesión de estúpido.
-No faltaba más que ahora me volviera loco.
Pasaron ocho días y a la hora señalada Anita se presentó de rodillas ante la celosía del confesonario.
Después de la absolución enjugó una lágrima que caía por su mejilla, se levantó y salió al pórtico. Allí esperó al Magistral y juntos, cerca ya del obscurecer, llegaron a casa de doña Petronila.
Estaba sola el Gran Constantino;
repasaba las cuentas de la
Estaba sentada delante de un escritorio
de armario con figuras chinescas, doradas, incrustadas en la madera negra. Se
levantó, abrazó a la Regenta y besó la mano del Magistral.
Les suplicó, después de agradecer la sorpresa de la visita, que
la dejasen terminar aquel embrollo de números; y dama y clérigo
se vieron solos en el salón sombrío, de damasco verde obscuro y
de papel gris y oro. Ana se sentó en el sofá, el Magistral a su
lado en un sillón. Las maderas de los balcones entornados dejaban pasar
rayos estrechos de la luz del día moribundo; apenas se veían Ana
y De Pas. Del gabinete de la derecha salió
Doña Petronila tardaba. Una
criada, de hábito negro también, entró con una
lámpara antigua de bronce, que dejó sobre un velador
después de decir con voz de monja acatarrada: «¡Buenas
noches!» sin levantar los ojos
Volvieron a quedar solos Ana y su confesor.
Interrumpiendo un silencio de algunos minutos dijo el Magistral con una voz que se parecía a la del gato blanco:
-No puede usted imaginar, amiguita mía, cuánto le agradezco esta resolución...
-Hubiera usted hablado antes...
-Bastante he hablado, picarilla...
-Pero no como hoy, nunca me dijo usted
que era un desaire que yo le hacía y que ya sabían estas
señoras el negarme a venir... ¡Llovía tanto!... Ya sabe
usted que a mí la humedad me mata, la calle mojada me horroriza... Yo
estoy enferma... sí, señor, a pesar de estos colores y de esta
carne, como dice don Robustiano, estoy enferma; a veces se me figura que soy
por dentro un montón de arena que se desmorona... No sé
cómo explicarlo... siento grietas en la vida... me divido dentro de
mí... me achico, me anulo... Si usted me viera por dentro me
tendría lástima... Pero, a pesar de todo eso, si usted me hubiese
hablado como hoy antes, hubiese venido aunque fuera a nado. Sí, don
Fermín, yo seré cualquier cosa, pero no desagradecida. Yo
sé lo que debo a usted, y que nunca podré pagárselo. Una
voz, una voz en el desierto solitario en que yo vivía, no puede usted
figurarse lo que valía para mí... y la voz de usted vino tan a
tiempo... Yo no he tenido madre, viví como usted sabe... no sé
ser buena; tiene usted razón, no quiero la virtud sino es pura
poesía, y la poesía de la virtud parece prosa al que no es
virtuoso... ya lo sé... Por eso quiero que usted me guíe...
Vendré a esta casa, imitaré a estas señoras, me
ocuparé con la tarea que ellas me impongan... Haré todo lo que
usted manda;
-¡Anita, Anita... calle usted...
calle usted, que se exalta! Sí, sí, hay peligro, ya lo veo, gran
peligro... pero nos salvaremos, estoy seguro de ello; usted es buena, el
Señor está con usted... y yo daría mi vida por sacarla de
esas aprensiones... Todo ello es enfermedad, es flato, nervios...
¿qué sé yo? Pero es material, no tiene nada que ver con el
alma... pero el contacto es un peligro, sí, Anita; no ya por mí,
por usted es necesario entrar en la vida devota práctica... ¡Las
obras, las obras, amiga mía! Esto es serio, necesitamos remedios
enérgicos. Si a usted le repugnan a veces ciertas palabras, ciertas
acciones de estas buenas señoras, no se deje llevar por la
imaginación, no las condene ligeramente; perdone las flaquezas ajenas y
piense bien, y no se cuide de apariencias... Y ahora, hablando un poco de
mí, ¡si usted
-¡Habló usted de un modo!
-Hablé con el alma...
-Yo estaba siendo una ingrata sin saberlo...
-Pero al fin... vida nueva; ¿no es verdad, hija mía?
-Sí, sí, padre mío, vida nueva...
Callaron y se miraron. Don Fermín, sin pensar en contenerse, cogió una mano de la Regenta que estaba apoyada en un almohadón de crochet, y la oprimió entre las suyas sacudiéndola. Ana sintió fuego en el rostro, pero le pareció absurdo alarmarse. Los dos se habían levantado, y entonces entró doña Petronila, a quien dijo De Pas sin soltar la mano de la Regenta...
-Señora mía, llega usted a tiempo; usted será testigo de que la oveja ofrece solemnemente al pastor no separarse jamás del redil que escoge...
El Gran Constantino besó la frente de Ana.
Fue un beso solemne, apretado, pero frío... Parecía poner allí el sello de una cofradía mojado en hielo.
Don Robustiano Somoza, en cuanto asomaba
Marzo, atribuía las enfermedades de sus clientes a la
Quintanar estaba de caza en las marismas
de Palomares; no volvería hasta las diez de la noche. Anselmo fue a
llamar al médico y Petra se instaló a la cabecera de la cama,
como un perro fiel. La cocinera, Servanda, iba y venía con tazas de
tila, silenciosa, sin disimular su indiferencia; era nueva en la casa y
venía del monte. Mucho tiempo hacía que Anita no había
tenido uno de aquellos impulsos cariñosos de que solía ser objeto
don Víctor, pero aquel día, a la tarde, sobre todo al
«Por lo demás, tu Quintanar del alma hemos de confesar que tiene sus cosas; ¿a quién se le ocurre irse de caza dejándote así?».
-Pero qué sabía él...
-¿Pues no te quejabas ya anoche?
-Ese Frígilis tiene la culpa de todo...
-Y quien anda con Frígilis se
vuelve loco ni más
-Sí, sí, él era.
-¿Y el que dice que nuestros
abuelos eran monos? Valiente mono mal educado está él... pero,
mujer, si ni siquiera viste de persona decente... Yo nunca le he visto el
cuello de la camisa... ni
Somoza volvió a las ocho de la noche; a pesar de la primavera médica, no estaba tranquilo; miró la lengua a la enferma, le tomó el pulso, le mandó aplicar al sobaco un termómetro que sacó él del bolsillo, y contó los grados. Se puso el doctor como una cereza... Miró a Visita con torvo ceño y echándose a adivinar exclamó con enojo:
-¡Estamos mal!... Aquí se ha hablado mucho... Me la han aturdido, ¿verdad? ¡Como si lo viera... mucha gente, de fijo... mucha conversación!...
Entonces fue Visita quien sintió encendido el rostro. Somoza había adivinado. No sabía medicina, pero sabía con quién trataba. Recetó; censuró también a don Víctor por su intempestiva ausencia; dijo que un loco hacía ciento; que Frígilis sabía tanto de darwinismo como él de herrar moscas; dio dos palmaditas en la cara a la Regenta, complaciéndose en el contacto; y cerrando puertas con estrépito salió, no sin despedirse hasta mañana temprano, desde lejos.
Visitación, mientras sentada a
los pies de la cama devoraba una buena ración de dulce de conserva,
aseguraba con la boca llena que Somoza y la carabina de Ambrosio todo uno. La
del Banco creía en la medicina casera y renegaba de los médicos.
Dos veces la había sacado a ella de peligros puerperales una famosa
matrona sin matrícula ni Dios que lo fundó: «Di tú
que
Ana estudiaba el modo de oír a Visita sin enterarse de lo que decía, pensando en otra cosa, única manera de hacer soportable el tormento de su palique. A las diez y cuarto entró en la alcoba don Víctor, chorreando pájaros y arreos de caza, con grandes polainas y cinturón de cuero; detrás venía don Tomás Crespo, Frígilis, con sombrero gris arrugado, tapabocas de cuadros y zapatos blancos de triple suela. Quintanar dejó caer al suelo un impermeable, como Manrique arroja la capa en el primer acto del Trovador; y en cuanto tal hizo, saltó a los brazos de su mujer, llenándole de besos la frente, sin acordarse de que había testigos.
«¡Ay, sí! aquello era el padre, la madre, el hermano, la fortaleza dulce de la caricia conocida, el amparo espiritual del amor casero; no, no estaba sola en el mundo, su Quintanar era suyo». Eterna fidelidad le juró callando, en el beso largo, intenso con que pagó los del marido. El bigote de don Víctor parecía una escoba mojada; con la humedad que traía de las marismas roció la frente de su esposa; pero ella no sintió repugnancia, y vio oro y plata en aquellos pelos tiesos que parecían un cepillo de yerbas hechas ceniza por la raíz y tostadas por las puntas.
También don Víctor opinó que «aquello no sería nada», pero de todos modos, lamentó en el alma no haber venido en el tren de las cuatro y media.
-Ya lo ves, Crespo, si hubiera obedecido a aquella corazonada. Sí, señora -añadió dirigiéndose a Visita- que lo diga este, no sé por qué se me figuró que debía volver más temprano a casa...
-Oh, sí, de eso esté usted seguro. Hay presentimientos -gritó la del Banco, que se disponía a narrar tres o cuatro adivinaciones suyas.
-Pero este tuvo la culpa...
Frígilis encogió los
hombros y tomó el pulso a la enferma, que le apretó la mano,
perdonándoselo todo. La verdad era que don Víctor había
querido volver temprano... para no perder el teatro. Pero esto no se
podía decir. Frígilis, en silencio, tuvo una vez más
ocasión de negar la existencia de los avisos sobrenaturales. -Se
había destocado y su cabello espeso, de color montaraz, cortado por
igual, parecía una mata, una muestra de las breñas. Cerraba los
ojos grises y arrugaba el entrecejo; le enojaba la luz, tropezaba con los
muebles, olía al monte; traía pegada al cuerpo la niebla de las
marismas y parecía rodeado de la obscuridad y la frescura del campo.
Tenía algo de la fiera que cae en la trampa, del murciélago que
entra por su mal en vivienda humana llamado por la luz... Y cerca de Ana
nerviosa, aprensiva, febril, semejaba el símbolo de la salud queriendo
Cuando quedaron solos marido y mujer, después de conseguir, no sin trabajo, que Visita renunciara a sacrificarse quedándose a velar a su amiga, Ana volvió a solicitar los brazos del esposo y le dijo con voz en que temblaba el llanto:
-No te acuestes todavía, estoy muy asustadiza, te necesito, estáte aquí, por Dios, Quintanar...
-Sí, hija, sí, pues no faltaba más... -Y solícito, cariñoso le ceñía el embozo de las sábanas a la espalda sonrosada, de raso, que él no miraba siquiera. Pero la Regenta notó luego que su marido estaba preocupado.
-¿Qué tienes? ¿Tienes aprensión? Crees que estoy peor de lo que dicen... y quieres disimular...
-No, hija, no... por amor de Dios... no es eso...
-Sí, sí; te lo conozco yo; pues no temas, no; yo te aseguro que esto pasará; lo conozco yo; ya sabes cómo soy, parece que me amaga una enfermedad... y después no es nada... Ahora, sí, estoy muy nerviosa, se me figura a lo mejor que me abandona el mundo, que me quedo sola, sola... y te necesito a ti... pero esto pasa, esto es nervioso...
-Sí, hija, claro, nervioso.
Y sin poder contenerse se levantó diciendo:
-Vida mía, soy contigo.
Y salió por la puerta de escape.
-A ver -gritó en el pasillo-; Petra, Servanda, Anselmo, cualquiera... ¿se llevó la perdiz don Tomás?
Anselmo registró las aves muertas, depositadas en la cocina, y contestó desde lejos:
-¡Sí, señor; aquí no hay perdices!
-¡Ira de Dios! ¡Pardiez!
¡Malhaya! ¡Siempre el mismo! Si es mía, si la maté
yo... si estoy seguro de que fue mi tiro... ¡Es lo más
vanidoso!... ¡Anselmo! oye esto que digo: mañana al ser de
día, ¿entiendes? te
Ana oyó los gritos y se apresuró a perdonar aquella debilidad inocente de su esposo. «Todos los cazadores son así», pensó con la benevolencia de la fiebre incipiente.
Volvió don Víctor y la sonrisa dulce, cristiana de su esposa, le restituyó la calma, ya que la perdiz no podía.
Hasta la una y media no
Una vez en mangas de camisa ante su
lecho, consideró que era un contratiempo serio la enfermedad de su
queridísima Ana. «Él no estaba alarmado, bien lo
sabía Dios; no había peligro; si lo hubiese lo conocería
en el susto, en el dolor que le estaría atormentando; no había
susto, no había dolor, luego no había peligro. Pero había
contratiempo; por de pronto, adiós teatro para muchos días, y
aunque se trataba ahora de una compañía de zarzuela, que era un
-¡Pobrecita de mi alma!
Y se durmió satisfecho.
Despertó con la cabeza llena de proyectos, como solía; pero de repente pensó en Ana, en la fiebre y se llenó su alma de tristeza cobarde... «¡Sabe Dios lo que sería aquello!». La botica, los jaropes que él aborrecía, el miedo a equivocar las dosis, el pavor que le inspiraban las medicinas verdosas, creyendo que podían ser veneno (para don Víctor el veneno, a pesar de sus estudios físico-químicos, siempre era verde o amarillo), las equivocaciones y torpezas de las criadas, las horas de hastío y silencio al pie del lecho de la enferma, las inquietudes naturales, el estar pendiente de las palabras de Somoza, el hablar con todos los que quisieran enterarse de la misma cosa, de los grados de la enfermedad... todas estas incomodidades se aglomeraron en la imaginación de don Víctor, que escupió bilis repetidas veces, y se levantó lleno de lástima de sí mismo. Fue a la alcoba de su mujer y se olvidó de repente de todo aquello: Ana estaba mal, había delirado; no habían querido despertarle, pero la señora había pasado una noche terrible según Petra, que había velado.
Somoza llegó a las ocho.
-¿Qué es? ¿qué tiene? ¿hay gravedad?
Don Víctor con las manos cruzadas, apretadas, convulso, preguntaba estas cosas delante de la enferma, que aunque aletargada, oía.
El médico no contestó. Recetó y salió al gabinete.
-¿Qué hay? ¿qué hay? -repetía allí Quintanar con voz trémula y muy bajo-... ¿Qué hay?
Don Robustiano le miró con desprecio, con odio y con indignación...
«¡Qué hay!
¡qué hay! eso pronto se pregunta»; don
-Hay... que andar en un pie, tener mucho cuidado, no dejarla en poder de criadas, ni de Visitación, que la aturde con su cháchara...; eso hay.
-Pero ¿es cosa grave, es cosa grave?
-Ps... es y no es. No, no es grave; la ciencia no puede decir que es grave... ni puede negarlo. Pero hijo, usted no entiende de esto... ¿Se trata de una hepatitis? puede... tal vez hay gastroenteritis... tal vez... pero hay fenómenos reflejos que engañan...
-¿De modo que no son los nervios? ¿Ni la primavera médica?...
-Hombre, los nervios siempre andan en el ajo... y la primavera... la sangre... la savia nueva... es claro... todo influye... pero usted no puede entender esto...
-No, señor, no puedo. En mis ratos de ocio he leído libros de medicina, conozco el Jaccoud... pero semejante lectura me daba ganas de... vamos, sentía náuseas y se me figuraba oír la sangre circular, y creía que era así... una cosa como el depósito del Lozoya, con canales, compuertas en el corazón...
-Bueno, bueno; por mí no disparate usted más. Hasta la tarde; si hay novedad, avisar. Ah, y no echarle encima demasiada ropa, ni dejar... que entre Visitación... que la aturde. ¡La ciencia prohíbe terminantemente que esa señora protectora de comadronas parteras meta aquí la pata!...
Cuatro días después, don Robustiano mandaba en su lugar a un médico joven, su protegido; creía llegado el caso de inhibirse; ya se sabía, él no podía asistir a las personas muy queridas cuando llegaban a cierto estado...
El sustituto era un muchacho inteligente, muy estudioso. Declaró que la enfermedad no era grave, pero sí larga, y de convalecencia penosa. No le gustaba usar los nombres vulgares y poco exactos de las enfermedades, y empleaba los técnicos si le apuraban, no por ridícula pedantería, sino por salir con su gusto de no enterar a los profanos de lo que no importa que sepan, y en rigor no pueden saber. Ello fue que Anita creyó que se moría, y padeció aún más que en el tiempo del mayor peligro, cuando empezaron a decirle que estaba mejor. Al saber que había pasado seis días en aquella torpeza con intervalos de exaltación y delirio, extrañó mucho que se le hubiese hecho tan corto aquel largo martirio.
La debilidad la tenía aún
más que rendida, exaltada y vidriosa. Todo lo veía de un color
amarillento pálido; entre los objetos y ella, flotaban infinitos puntos
y circulillos de aire, como burbujas a veces, como polvo y como
telarañas muy sutiles otras: si dejaba los brazos tendidos sobre el
embozo de su lecho y miraba las manos flacas, surcadas por haces de azul sobre
fondo blanco mate, creía de repente que aquellos dedos no eran suyos,
que el moverlos no dependía de su voluntad, y el decidirse a querer
ocultar las manos, le costaba gran esfuerzo. Sus mayores congojas eran el tomar
el primer alimento: unos caldos insípidos, desabridos, que don
Víctor enfriaba a soplos, soplando con fe y perseverancia, dando a
entender su celo y su cariño en aquel modo de soplar. El ideal del
caldo, según Quintanar, nunca lo
Veía al médico muy
preocupado con el
Mientras duró el temor de la
gravedad, el amante esposo no pensó más que en la enferma y
cumplió como bueno; si era a veces importuno, descuidado, o poco
hábil, era sin conciencia. Después empezó a aburrirse, a
echar de menos la vida ordinaria, y exageraba al decir las horas que pasaba en
vela. Para resistir mejor su cruz, decidió tomarle afición al
oficio de enfermero y lo consiguió: llegó a ser para él
tan divertido como hacer pórticos ojivales de marquetería, el
preparar menjurjes
Desde que el médico
declaró que la mejoría, aunque lenta, sería continua
probablemente, Quintanar, muy contento, no permitió que se dudase de
aquella no interrumpida marcha en busca de la salud. Su egoísmo
candoroso, pero fuerte, estaba cansado de pensar en los demás, de
olvidarse a sí mismo, no quería más tiempo de servidumbre,
y si Ana se quejaba, su marido torcía
-No seamos niños, Ana; tú estás mejor, eso que tienes es efecto de la debilidad... no pienses en ello... es aprensión; la aprensión hace más víctimas que el mal. Y repetía infaliblemente la parábola del cólera y la aprensión.
La idea de una recaída, de un estancamiento siquiera, le parecía subversiva, una maquinación contra su reposo. «Él no era de piedra. No podría resistir...».
Ya no tenía compasión de la enferma; ya no había allí más que nervios... y empezó a pensar en sí mismo exclusivamente. Entraba y salía a cada momento en la alcoba de Ana; casi nunca se sentaba, y hasta llegó a fastidiarle el registro de medicinas y demás pormenores íntimos. El médico tuvo que entenderse con Petra. Quintanar inventaba sofismas y hasta mentiras para estar fuera, en su despacho, en el Parque. «¡Qué gran cosa eran el Arte y la Naturaleza! En rigor todo era uno, Dios el autor de todo». Y respiraba don Víctor las auras de abril con placer voluptuoso, tragando aire a dos carrillos. Volvió a componer sus maquinillas, soñó con nuevos inventos, y envidió a Frígilis la aclimatación del Eucaliptus globulus en Vetusta.
La Regenta notó la ausencia de su marido; la dejaba sola horas y horas que a él le parecían minutos. Cuando las congojas la anegaban en mares de tristeza, que parecían sin orillas, cuando se sentía como aislada del mundo, abandonada sin remedio, ya no llamaba a Quintanar, aunque era el único ser vivo de quien entonces se acordaba; prefería dejarle tranquilo allá fuera, porque si venía le hacía daño con aquel desdén gárrulo y absurdo de los padecimientos nerviosos.
Una tarde de color de plomo, más
triste por ser de primavera y parecer de invierno, la Regenta, incorporada en
el lecho, entre murallas de almohadas, sola, obscuro ya el fondo de la alcoba,
donde tomaban posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalones que
don Víctor dejara allí; sin fe en el médico creyendo en no
sabía qué mal incurable que no comprendían los doctores de
Vetusta, tuvo de repente, como un amargor del cerebro, esta idea: «Estoy
sola en el mundo». Y el mundo era plomizo, amarillento o negro
según las horas, según los días; el mundo era un rumor
triste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas,
monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar los
cristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como el
gruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza del sol
dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eran los
días; nada. Las gentes entraban y salían en su alcoba como en el
escenario de un teatro, hablaban allí con afectado interés y
pensaban en lo de fuera: su realidad era otra, aquello la máscara.
«Nadie amaba a nadie. Así era el mundo y ella estaba sola».
Miró a su cuerpo y le pareció tierra. «Era cómplice
de los otros, también se escapaba en cuanto podía; se
parecía más al mundo que a ella, era más del mundo que de
ella». «Yo soy mi alma», dijo entre dientes, y soltando las
sábanas que sus manos oprimían, resbaló en el lecho, y
quedó supina mientras el muro de almohadas se desmoronaba. Lloró
con los ojos cerrados. La vida volvía entre aquellas olas de
lágrimas. Oyó la campana de un reloj de la casa. Era la hora de
una medicina. Era aquella tarde el encargado de dársela Quintanar y no
aparecía. Ana esperó. No quiso llamar y se inclinó hacia
la mesilla de noche. Sobre un libro de
Se estremeció, tuvo un terror vago; acudió de repente a su memoria aquella tarde de la lectura de San Agustín en la glorieta de su huerto, en Loreto, cuando era niña, y creyó oír voces sobrenaturales que estallaban en su cerebro; ahora no tenía la cándida fe de entonces. «Era una casualidad, pura casualidad la presencia de aquel libro místico coincidiendo con los pensamientos de abandono que la entristecían, y despertando ideas de piedad, con fuerte impulso, con calor del alma, serias, profundas, no impuestas, sino como reveladas y acogidas al punto con abrazos del deseo... Pero no importaba, fuera o no aviso del cielo, ella tomaba la lección, aprovechaba la coincidencia, entendía el sentido profundo del azar. ¿No se quejaba de que estaba sola, no había caído como desvanecida por la idea del abandono?... Pues allí estaban aquellas letras doradas:
El pensamiento de Dios fue entonces como una brasa metida en el corazón; todo ardió allí dentro en piedad; y Ana, con irresistible ímpetu de fe ostensible, viva, material, fortísima, se puso de rodillas sobre el lecho, toda blanca; y ciega por el llanto, las manos juntas temblando sobre la cabeza, balbuciente, exclamó con voz de niña enferma y amorosa:
-¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Señor! ¡Señor! ¡Dios de mi alma!
Sintió escalofríos y ondas
de mareo que subían al cerebro; se apoyó en el frío
estuco, y
A pesar de la prohibición de don Víctor, vino el retroceso, recayó la enferma, y se volvió a los sustos, a los apuros, a las noches en vela; el médico volvió a ser un oráculo, los pormenores de alcoba negocios arduos, el reloj un dictador lacónico.
Ana tuvo aquellas noches sueños
horribles. Al amanecer, cuando la luz pálida y cobarde se arrastraba por
el suelo, después de entrar laminada por los intersticios del
balcón, despertaba sofocada por aquellas visiones, como náufrago
que sale a la orilla... Parecíale sentir todavía el roce de los
fantasmas groseros y cínicos, cubiertos de peste; oler hediondas
emanaciones de sus podredumbres, respirar en la atmósfera fría,
casi viscosa, de los subterráneos en que el delirio la aprisionaba.
Andrajosos vestiglos amenazándola con el contacto de sus llagas purulentas, la obligaban, entre carcajadas, a
pasar una y cien veces por angosto agujero abierto en el suelo, donde su cuerpo
no cabía sin darle tormento. Entonces creía morir. Una noche la
Regenta reconoció en aquel subterráneo las catacumbas,
según las descripciones románticas de Chateaubriand y Wisseman;
pero en vez de vírgenes de blanca túnica, vagaban por las
galerías húmedas, angostas y aplastadas, larvas, asquerosas,
descarnadas, cubiertas de casullas de oro, capas pluviales y manteos que al
tocarlos eran como alas de murciélago. Ana corría, corría
sin poder avanzar cuanto anhelaba, buscando el agujero angosto, queriendo antes
destrozar en él sus carnes que sufrir el olor y el contacto de las
asquerosas carátulas; pero al llegar a la salida, unos la pedían
besos, otros oro, y ella ocultaba el rostro y repartía monedas de plata
y cobre, mientras oía cantar responsos a carcajadas y le salpicaba el
rostro
Cuando despertó se sintió anegada en sudor frío y tuvo asco de su propio cuerpo y aprensión de que su lecho olía como el fétido humor de los hisopos de la pesadilla...
«¿Iría a morir?
¿Eran aquellos sueños repugnantes emanaciones de la sepultura, el
sabor anticipado de la tierra? ¿Y aquellos subterráneos y sus
larvas eran imitación del infierno? ¡El infierno! Nunca
había pensado en él despacio; era una de tantas creencias
irreflexivas en ella como en los más de los fieles; creía en el
Infierno como en todo lo que mandaba creer la Iglesia, porque siempre que su
pensamiento se había revelado, ella lo había sometido con acto de
pretendida fe, había dicho «creo a ciegas», tomando las
palabras y la resolución de creer por la creencia. Pero otra cosa era en
esta ocasión: el Infierno ya no era un dogma englobado en otros: ella
había sentido su olor, su sabor... y comprendía que antes, en
rigor, no creía en el Infierno. Sí, sí, era material o lo
parecía, ¿por qué no? ¡Qué vana se le
antojaba ahora a la Regenta la filosofía superficial del optimismo
bullanguero, del espiritualismo abstracto, bonachón, sin sentido de la
realidad triste del mundo! ¡Había infierno! Era así... la
podredumbre de la materia para los espíritus podridos... Y ella
había pecado, sí, sí, había pecado.
¡Qué diferentes criterios el que ahora aplicaba a sus culpas, y el
que el mundo solía tener y con el cual ella se había absuelto de
ciertas
Ya había subido el sol gran trecho del cielo, ya calentaba la mañana con tibias caricias de un Abril de Vetusta; en la casa creían postrada o dormida a la Regenta y no abrían las maderas del balcón, ni interrumpían el descanso de la enferma. Ana sentía el día en el melancólico regalo que su mismo lecho, tantas veces aborrecido, le prestaba en aquellas horas de la mañana de primavera; otra vez volvía la vida a moverse en aquel cuerpo mustio, asolado, como campo de batalla; la vida iba avanzando por aquel terreno de su victoria, dudosa de ella todavía. El cerebro recobraba los dominios de la lógica, su salud; la memoria, firme, no era ya un tormento ni se mezclaba con visiones y disparates.
Ana, contenta de que la dejasen sola, de que la creyesen dormida o en sopor, repasaba en su conciencia aquellos pecados de que quería acusarse; era relator la memoria, fiscal la imaginación, y poco a poco, según las olas de salud subían en su marea, la enferma, perdido el terror con que despertara, oía la acusación con dulce curiosidad creciente; la idea del infierno se desvanecía, como mueren las vibraciones de una placa, lejos ya de las sensaciones de asco y terror; aquellas culpas recordadas, que eran la vida, la realidad ordinaria, pasaban por el cerebro de Ana como un alimento, daban calor, fuerza al ánimo, y, sin que el remordimiento se extinguiera, el relato adquiría más y más interés.
Pasaron entonces por el recuerdo todos
los días que siguieron al entumecimiento del rigoroso temporal, cuando
el espíritu de Ana había dejado aquella especie de vida de
culebra invernante. Recordó la romería de San Blas, en la
carretera de la Fábrica Vieja; aquella
Así don Álvaro; no
sería jamás suya, eso no; ese verano ardiente no vendría,
ni siquiera le consentiría hablarle claro, insistir en sus pretensiones;
pero tenerle a su lado,
Desde aquella tarde Mesía
había recobrado parte de sus esperanzas; creyó otra vez en la
influencia
Don Víctor llegó a creer que a Mesía ya no le importaban en el mundo más negocios que los de él, los de Quintanar, y sin miedo de aburrirle, tardes enteras le tenía amarrado a su brazo, dando vueltas por las tablas temblonas del salón, parándose a cada pasaje interesante del relato o siempre que había una duda que consultar con el amigo. Don Álvaro sufría el tormento pensando en la venganza. Mucho tiempo se había resistido su delicadeza, o lo que fuese, a emprender aquel camino subterráneo y traidor, pero ya no podía menos. Además «¡qué diablo! mayores bellaquerías había en la historia de sus aventuras».
Don Víctor se paraba, soltaba el brazo del confidente, levantaba la cabeza para mirarle cara a cara, y decía, por ejemplo:
-Mire usted, aquí en el secreto
de la... pues... contando con el sigilo de usted... Frígilis tiene
también sus defectos. Yo le quiero más que un hermano, eso
sí, pero él... él me tiene en poco... créalo
usted... No me lo niegue
Quintanar era inagotable en el capítulo de las quejas y de la envidia pequeña, al pormenor, cuando se trataba de su amigo íntimo, de su Frígilis; se sentía dominado por él y desahogaba la colerilla sorda, cobarde, bonachona en el fondo, en estas confidencias; Mesía era una especie de rival de Frígilis que asomaba; don Víctor encontraba cierta satisfacción maligna en la infidelidad incipiente.
Don Álvaro callaba y oía. Sólo cuando trataba don Víctor de su buena puntería se quedaba un poco preocupado. Le parecía imposible que se pudiera hablar tanto de un hombre tan insignificante como don Tomás Crespo, a quien él creía loco de nacimiento.
Anochecía, seguía lloviendo, los mozos de servicio encendían dos o tres luces de gas en el salón, y Quintanar conocía por esta seña y por el cansancio, que le arrancaba sudor copioso, que había hablado mucho; sentía entonces remordimientos, se apiadaba de Mesía, le agradecía en el alma su silencio y atención, y le invitaba muchas veces a tomar un vaso de cerveza alemana en su casa.
La frase era:
-¿Vamos a la Rinconada?
Mesía, callando, seguía a don Víctor.
Una intuición singular le
decía al ex-regente que
Solía llevarle al despacho, a su
museo como él decía; allí le explicaba el mecanismo de
aquellos intrincados maderos y resortes y, convencido de la ignorancia de su
amigo, le engañaba sin conciencia. Lo que no consentía don
Álvaro era que se pasase revista a las colecciones de yerbas y de
insectos: le mareaba el fijar sucesiva y rápidamente la atención
en tantas cosas inútiles. -El único
-Bueno -decía don Víctor- pues pasaremos a mi gabinete, ya que usted desprecia mis colecciones. -Anselmo, la cerveza al gabinete.
El gabinete era otro museo: estaban
allí las armas y la indumentaria. Una panoplia antigua completa, otras
dos modernas muy brillantes y bordadas; escopetas, pistolas y trabucos de todas
épocas y tamaños llenaban las paredes y los rincones. En arcas y
armarios guardaba don Víctor con el cariño de un coleccionador
los trajes de aficionado que había lucido en mejores tiempos. Si se
entusiasmaba hablando de sus marchitos laureles, abría las arcas,
abría los armarios, y seda, galones y plumas, abalorios y cintajos en
mezcla de colores chillones saltaban a la alfombra, y en aquel mar de recuerdos
de trapo perdía la cabeza Quintanar. En una caja de latón, entre
yerba, guardaba como oro en paño, un objeto, que a primera vista se le
antojó a Mesía una
-Mire usted, amigo mío, a usted
puedo decírselo; no es inmodestia; reconozco, ¿cómo no? la
superioridad de Perales en el teatro antiguo, su Segismundo es una
revelación, concedo, revela mejor que el mío la filosofía
del drama, pero... no me gustaba su modo de arrastrar la cadena; parecía
un perro con maza; yo la manejaba con mucha mayor verosimilitud y naturalidad;
arrastraba la cadena, créame usted, como si no hubiese arrastrado otra
cosa en mi vida. Tanto, que una noche, en Calatayud, me arrojaron todo ese
hierro al escenario, como símbolo de mi habilidad. Por poco se hunde el
tablado.
Mesía esperaba la presencia de Ana y así podía resistir la conversación de su amigo, pero muchas veces la Regenta no parecía por el gabinete de su marido, y el galán tenía que contentarse con el bock de cerveza y el teatro de Calderón y Lope.
Pero ya estaba en casa. Poco a poco fue atreviéndose a ir a cualquier hora y Ana, sin sentirlo, se lo encontró a su lado como un objeto familiar. Iba siendo Mesía al caserón lo que Frígilis a la huerta.
Aquel procedimiento rastrero, de
villano, debió irritarla, pero no la irritó; tuvo que confesar
que no despreciaba ni aborrecía a don Álvaro, a pesar de que sus
intenciones eran torcidas, miserables; quería abusar de la confianza de
don Víctor. «Pero ¿y si no quería? ¿Si se
contentaba con estar cerca de ella, con verla y hablarla
Pasaron días y Ana cada vez
estaba más tranquila. «No, no se propasaba; no hacía
más que admirarla, amarla en silencio. Ni una palabra peligrosa, ni
gesto atrevido; nada de acechar ocasiones, nada de buscar
«Y al Magistral no se le decía nada de esto. ¿Para qué? No había pecado. Había ocasión, pero no se buscaba». Además, Ana, puesto que defendía su virtud, creía prudente ocultar todo lo que fueran personalidades al confesor. «Si crecía el peligro, hablaría. Mientras tanto, no».
Entonces fue cuando el Provisor vio con su catalejo, desde el campanario de la catedral, los preparativos de una expedición al campo en la que acompañaban a la Regenta Mesía, Frígilis y Quintanar. No fue aquella sola; muchas veces, en cuanto veía un rayo de sol, a don Víctor se le antojaba aprovechar el buen tiempo y echar una cana al aire en los ventorrillos de la carretera de Castilla o en los de Vistalegre, en compañía de las personas que más quería en Vetusta, a saber: su cara esposa, Frígilis... y don Álvaro. El pobre Ripamilán era invitado, pero decía que si no le llevaban en coche... «El espíritu no faltaba, pero los huesos no tienen espíritu».
Se comía, allá arriba, lo
que salía al paso, lo que daban los pasmados venteros: chorizos
tostados, chorreando sangre, unas migas, huevos fritos, cualquier cosa; el pan
era duro, ¡mejor! el vino malo, sabía a la pez, ¡mejor! esto
le gustaba a Quintanar: y en tal gusto coincidía con su esposa, amiga
también de estas meriendas aventuradas, en las que encontraba un
condimento picante que despertaba el hambre y la alegría infantil. En
aquellos altozanos se respiraba el aire
Comenzaba la brisa; picaba un poco y
tenía sus peligros, pero halagaba la piel; salía una estrella; el
cuarto de luna (que a don Víctor le parecía la plegadera de oro
que le habían regalado en Granada), tomaba color, es decir, luz.
A su cabaña los guía que el sol deja el horizonte, y el humo de su cabaña les va sirviendo de Norte.
Los sapos cantaban en los prados, el
viento cuchicheaba en las ramas desnudas, que chocaban alegres,
inclinándose, preñadas ya de las nuevas hojas; y Ana,
apoyándose tranquila en el brazo fuerte del mejor amigo, olfateaba en el
ambiente los anuncios inefables de la primavera. De esto hablaban ella y
Frígilis. Crespo, satisfecho, tranquilo, apacible, en voz baja, como
respetando el primer sueño del campo, su ídolo, dejaba caer sus
palabras como un rocío en el alma de Ana, que entonces comprendía
aquella adoración tranquila, aquel culto poético, nada
romántico, que consagraba Frígilis a la naturaleza, sin llamarla
así, por supuesto. Nada de
Don Álvaro sudaba de congoja. Don Víctor se le colgaba del brazo, levantaba los ojos al cielo y se divertía en encontrar parecidos entre los nubarrones de la noche y las formas más vulgares de la tierra.
-«Mire usted, mire usted, aquel cúmulus es lo mismo que Ripamilán; figúreselo usted con la teja en la mano...
-»Aquel cirrus negro parece la moña de un torero...».
Don Álvaro, al llegar a la Rinconada, mientras dejaba pasar delante a don Víctor, que traía llavín, levantaba el puño cerrado sobre la cabeza del insoportable amigo... No descargaba el golpe... no... pero... «¡Ya lo descargaría!».
«¡Oh! pensaba, lo que es ahora estoy en mi derecho. Ojo por ojo».
Así vivía Ana, menos
aburrida si no contenta, sin grandes remordimientos, aunque no satisfecha de
sí
También volvió a frecuentar la casa de Vegallana. Fue muy bien recibida; la del Banco se la comía a besos, le hablaba de modas, le mandaba patrones a casa, y le recordaba visitas que tenía que pagar y a que ella la acompañaba, porque don Víctor se negaba a perder el tiempo en estos cumplidos.
-Señor -gritaba él- yo no sirvo para eso; no se me haga a mi hablar del tiempo, del mal servicio de criadas, de la carestía de los comestibles. ¡Exíjase de mí cualquier cosa menos hacer visitas de cumplido!
-Yo soy artista, no sirvo para esas nimiedades- decía para sus adentros.
Visitación procuraba meterle a Ana, a manos llenas, por los ojos, por la boca, por todos los sentidos, el demonio, el mundo y la carne; el buen tiempo la ayudaba.
La Regenta no tomaba con gran calor aquellas diversiones, pero las prefería a su estéril soledad, en que buscando ideas piadosas encontraba tristezas, un hastío hondo y el rencoroso espíritu de protesta de la carne pisoteada, que bramaba en cuanto podía. «Era mejor vivir como todos, dejarse ir, ocupar el ánimo con los pasatiempos vulgares, sosos, pero que, al fin, llenan las horas...».
En esta situación estaba cuando
el Magistral le dijo en el confesonario que se perdía; que él la
había visto
-No, no -repetía Ana llorando;
pero él había seguido hablando de su despecho, cada vez
más triste, cada vez con más ardor en las palabras y en el
aliento... Y habían concluido por reconciliarse, por prometerse
Desde aquella tarde había empezado para la Regenta la vida de la devota práctica; pero duró poco la eficacia de aquel impulso en que no había piedad acendrada sino gratitud, el deseo de complacer al hombre que tanto trabajaba por salvarla, y que era tan elocuente y que tanto valía. Ana a veces, no pudiendo elevar su atención a las cosas invisibles, a la contemplación piadosa, procuraba preparar este viaje místico pensando en el Magistral. «¡Oh, qué grande hombre! ¡Y qué bien penetraba en el espíritu, y qué bien hablaba de lo que parece inefable, de los subterráneos de las intenciones, de las delicadezas del sentimiento! ¡Y cuánto le debía ella! ¿Por qué tanto interés si aquella pecadora no lo merecía?». Las lágrimas se agolpaban a los ojos de Ana. Lloraba de gratitud y de admiración. Y no pudiendo meditar sobre cosas santas, piadosas, poníase la mantilla y corría a la conferencia de San Vicente, o a la Junta del Corazón o al Catecismo, o a misa... donde correspondiera. Pero la fe era tibia; por allí no se iba a donde ella había deseado. Además, se conocía; sabía que ella, de entregarse a Dios, se entregaría de veras; que mientras su devoción fuese callejera, ostentosa y distraída, ella misma la tendría en poco, y cualquier pasión mala, pero fuerte, la haría polvo.
Mas resuelta a huir de los extremos, a
ser
Dividía el tiempo entre el mundo y la iglesia: ni más ni menos que doña Petronila, Olvido Páez, Obdulia y en cierto modo la Marquesa. Se la vio en casa de Vegallana y en las Paulinas, en el Vivero y en el Catecismo, en el teatro y en el sermón. Casi todos los días tenían ocasión de hablar con ella, en sus respectivos círculos, el Magistral y don Álvaro, y a veces uno y otro en el mundo y uno y otro en el templo; lugares había en que Ana ignoraba si estaba allí en cuanto mujer devota o en cuanto mujer de sociedad.
Pero ni De Pas ni Mesía estaban satisfechos. Los dos esperaban vencer, pero a ninguno se le acercaba la hora del triunfo.
-Esta mujer -decía don
Álvaro- es
-El remedio ha sido peor que la enfermedad -pensaba don Fermín.
Ana veía en los pormenores de la vida de beata mil motivos de repugnancia; pero prefería apartar de ellos la atención: no dejaba que el espíritu de contradicción buscase las debilidades, las groserías, las miserias de aquella devoción exterior y bullanguera. No quería censurar, no quería ver.
Pero a sí misma se comparaba al cadáver del Cid venciendo moros. No era ella, era su cuerpo el que llevaban de iglesia en iglesia.
Y volvió la inquietud honda y sorda a minar su alma. Esperaba ya otra época de luchas interiores, de aridez y rebelión.
Una noche, después de oír
un sermón soporífero, entró
-Oh, no, no -se dijo, mientras se desnudaba- yo no puedo seguir así...
Y luego, sacudiendo la cabeza, y extendiendo los brazos hacia el techo, había añadido en voz alta, para dar más solemnidad a su protesta:
-¡Salvarme o perderme! pero no
aniquilarme en esta vida de idiota... ¡Cualquier cosa... menos ser como
Y a los pocos días cayó enferma.
Cuando esta historia de su tibieza y de
sus cobardes y perezosas transacciones con el mundo pasaba por la memoria de
Ana,
«¡Esta sí que era resolución firme! Iba a ser buena, buena, de Dios, sólo de Dios; ya lo vería el Magistral. Y él, don Fermín, sería su maestro vivo, de carne y hueso; pero además tendría otro; la santa doctora, la divina Teresa de Jesús... que estaba allí, junto a su cabecera esperándola amorosa, para entregarle los tesoros de su espíritu».
Ana, burlando los decretos del médico, probó en los primeros días de aquella segunda convalecencia a leer en el libro querido: iba a él como un niño a una golosina.
Pero no podía. Las letras saltaban, estallaban, se escondían, daban la vuelta... cambiaban de color... y la cabeza se iba... «Esperaría, esperaría». Y dejaba el libro sobre la mesilla de noche, y con delicia que tenía mucho de voluptuosidad, se entretenía en imaginar que pasaban los días, que recobraba la energía corporal; se contemplaba en el Parque, en el cenador, o en lo más espeso de la arboleda leyendo, devorando a su Santa Teresa. «¡Qué de cosas la diría ahora que ella no había sabido comprender cuando la leyera distraída, por máquina y sin gusto!».
La impaciencia pudo más que las órdenes del médico, y antes de dejar el lecho, cuando empezaron a permitirle otra vez incorporarse entre almohadones, algo más fuerte ya, Ana hizo nuevo ensayo y entonces encontró las letras firmes, quietas, compactas; el papel blanco no era un abismo sin fondo, sino tersa y consistente superficie. Leyó; leyó siempre que pudo. En cuanto la dejaban sola, y eran largas sus soledades, los ojos se agarraban a las páginas místicas de la Santa de Ávila, y a no ser lágrimas de ternura ya nada turbaba aquel coloquio de dos almas a través de tres siglos.
Don Pompeyo Guimarán, presidente
dimisionario de la
Comía sopa, cocido y principio;
cada cinco años se hacía una levita, cada tres compraba un
sombrero alto lamentándose de las exigencias de la moda, porque el viejo
quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba él su
«¿No era él un filósofo? Bien sabía Dios que sí». -Esto de que bien lo sabía Dios era una frase hecha, como él decía, que se le escapaba sin querer, porque, en verdad sea dicho, don Pompeyo Guimarán no creía en Dios. No hay para qué ocultarlo. Era público y notorio. Don Pompeyo era el ateo de Vetusta. «¡El único!» decía él, las pocas veces que podía abrir el corazón a un amigo. Y al decir ¡el único! aunque afectaba profundo dolor por la ceguedad en que, según él, vivían sus conciudadanos, el observador notaba que había más orgullo y satisfacción en esta frase que verdadera pena por la falta de propaganda. Él daba ejemplo de ateísmo por todas partes, pero nadie le seguía.
En Vetusta no se aclimataba esta planta;
él era el único ejemplar, robusto, inquebrantable eso sí,
pero el único. Y don Pompeyo sentía remordimientos cuando se
sorprendía deseando que jamás cundiese
Su mujer y cuatro hijas pensaban de muy
distinta manera. En vano quiso ocultarlas que el rayo amenazaba su hogar
tranquilo. La casa de don Pompeyo se convirtió en un mar de
lágrimas; hubo síncopes; doña Gertrudis cayó en
cama. El infeliz Guimarán sintió terribles remordimientos:
sintió además inesperada debilidad en las piernas y en el
espíritu. «¡No que él se convirtiera! ¡eso
jamás! pero ¡su Gertrudis, sus niñas!» y lloraba el
desgraciado; y volviéndose del lado hacia donde caía el palacio
episcopal enseñaba los puños y gritaba entre suspiros y sollozos:
-«¡Me tienen atado, me tienen atado esos hijos de la
aberración y la ceguera! ¡desgraciado de mí! ¡pero
más dignos de compasión ellos que no ven la luz del medio
día, ni el sol de la Justicia». Ni aun en tan amargos instantes
insultaba al obispo y demás alto clero. Tuvo que transigir; tuvo que
tolerar lo que al principio le sublevaba sólo pensado, que sus hijas se
-«¡Chitón!
¡silencio!» gritaban desde dentro los del tresillo; y don Pompeyo
bajaba la voz, y el corro se alejaba de los tresillistas, lleno de respeto,
obedientes todos, convencidos de que aquello del juego era cosa mucho
más seria que las teologías de don Pompeyo, más
práctica, más respetable. -Miren ustedes, decía Ronzal,
que todavía no era sabio, yo creo todo lo que cree y confiesa la
Iglesia, pero la verdad, eso de que el cielo ha de ser una contemplación
eterna de la Divinidad...
Y en último caso, don Pompeyo ya les iba aburriendo con sus teologías. Le dejaban solo. Los tresillistas se quejaron a la junta. Tuvo que cambiar de mesa y de sala, si quiso seguir predicando ateísmo.
«¡Este era el estado del libre examen en Vetusta!» pensaba Guimarán con tristeza mezclada de orgullo.
En el billar tampoco querían
teología racional. Don Pompeyo, más abandonado cada día,
se colocaba taciturno, como Jeremías podría pararse en una plaza
de Jerusalem, se colocaba, abierto de piernas, delante de la mesa
pequeña, la de carambolas, y largo rato contemplaba a aquellos ilusos
que pasaban las horas
-Usted dispense, señor Guimarán.
-Está usted dispensado, joven -respondía el pensador rascándose la barba con una ironía trágica, profunda, y sonriendo, mientras movía la cabeza dando a entender que estaba perdido el mundo.
Aburrido de tanta
-¡Don Pompeyo, tiene usted razón! -gritaba un perdido al despedirse de la última peseta- ¡tiene usted razón, no hay Providencia!
-¡Joven, no sea usted majadero, y no confunda las cosas!
Y salía furioso del Casino. «No se podía ir allí».
Cuando
Don Pompeyo no creía en Dios,
pero creía en la Justicia. En figurándosela con J
mayúscula, tomaba para él cierto aire de divinidad, y sin darse
cuenta de ello,
«La Justicia le obligaba a reconocer que el actual obispo de Vetusta, don Fortunato Camoirán, era una persona respetable, un varón virtuoso, digno; equivocado, equivocado de medio a medio, pero digno. ¿Tenía un ideal? pues don Pompeyo le respetaba».
Don Pompeyo no leía, meditaba. Después de las obras de Comte (que no pudo terminar), no volvió a leer libro alguno; y en verdad, él no los tenía tampoco. Pero meditaba.
Algunas veces discutía con
Frígilis, en quien reconocía la
Guimarán fue varias veces
derrotado por Frígilis en sus polémicas. Frígilis era
apóstol ferviente del transformismo; le parecía absurdo y hasta
ridículo hacer ascos al abolengo animal... Don Pompeyo, aunque se
sentía seducido por aquella teoría que
«Mi última afirmación es la duda... Se me hace cuesta arriba». Pero de todas suertes su ateísmo quedaba en pie; para negar a Dios con la constancia y energía con que él lo negaba, no hacía falta leer mucho, ni hacer experimentos, ni meterse a cocinero químico. «¡Mi razón me dice que no hay Dios; no hay más que Justicia!».
Frígilis mientras don Pompeyo afirmaba estas cosas, le miraba sonriendo con benevolencia; y con un poco de burla, en que había algo de caridad, le decía:
-«¿Pero, señor Guimarán, tan seguro está usted de que no hay Dios?».
-«¡Sí, señor mío! ¡mis principios son fijos! ¡fijos! ¿entiende usted? Y yo no necesito manosear librotes y revolver tripas de cristianos y de animales, para llegar a mi conclusión categórica... Si su ciencia de usted, después de tanta retorta, y tanto protoplasma y demás zarandajas, no da por resultado más que esa duda, ¡guárdese la ciencia de los libros en donde quiera, que yo no la he menester!».
El honrado Guimarán daba media vuelta y se iba furioso, llena el alma de rencores y envidias pasajeras, y Frígilis seguía sonriendo y movía la cabeza a un lado y a otro.
Si le preguntaban qué opinaba del
-«¿Quién, don Pompeyo? Es una buena persona. No sabe nada, pero tiene muy buen corazón».
Guimarán juró -tenía que parar en ello- juró no poner jamás los pies en el Casino.
-«Lo que se ha hecho allí conmigo no se hace con ningún cristiano».
Tenía el estilo sembrado de frases y modismos puramente ortodoxos, pero protestaba en seguida contra «aquellas metáforas y solecismos del lenguaje».
Lo que habían hecho con él había sido celebrar el aniversario 25 de la exaltación de Pío Nono al Pontificado, colgando los tapices de gala y sacando a relucir los aparatos de gas, con que iluminaban la fachada en las grandes solemnidades.
Don Pompeyo se dirigió a la junta en papel de oficio citando los artículos del Reglamento que, en su opinión, «prohibían semejantes muestras de júbilo por parte de una corporación que, por su calidad de círculo de recreo, no debía, no podía tener religión positiva determinada».
Y en el salón daba gritos,
mientras los mozos
-Pero, hombre -le decía Ronzal, con deseos de pegarle- ¿qué le importa a usted que el Casino cuelgue e ilumine? ¿Qué le ha hecho a usted la Santidad de Pío Nono?
-¿Qué me ha hecho la Santidad?... Se lo diré a usted, sí señor, se lo diré a usted. Pío Nono me era... hasta simpático... reconocía en él un hombre de buena fe... Pero la infalibilidad ha puesto entre los dos una muralla de hielo; un abismo que no se puede salvar... ¡Un hombre infalible! ¿Comprende usted eso, Ronzal?
-Sí, señor, perfectamente. Es la cosa más clara...
-Pues explíquemelo usted.
-Entendámonos, señor Guimarán, si usted quiere examinarme... ¡sepa usted que yo... no aguanto ancas!...
-No se trata aquí de la grupa de nadie... sino de que usted pruebe la infali...
-¿La
-Sí, señor... la infalibilidad... la in... fa... li... bi... li...
-¡Oiga usted, señor don Pompeyo, que a mí las canas no me asustan! y si usted se burla, yo hago la cuestión personal...
-¿Cómo personal? ¿También usted es infalible?
-¡Señor Guimarán!
-En resumen, señor mío...
-Eso es,
-Yo me borro de la lista...
-¡Pues tal día hará un año!
Ronzal no demostró el por qué de la infalibilidad, pero don Pompeyo se borró de la lista del Casino.
Perdió aquel refugio de sus horas
desocupadas que eran muchas, y anduvo como alma en pena vagando de café
en café hasta que al cabo de algunos años tropezó con don
Santos Barinaga en el
Entablaron amistad que llegó a ser íntima. Don Santos había sido siempre un buen católico; es más, de la Iglesia vivía, pues su comercio era de objetos del culto.
Pero desde que el monopolio mal
disfrazado de competencia de «La Cruz Roja» había empezado a
Poco trabajo le costó a
Guimarán hacer un prosélito de don Santos. De día en
día y de copa en copa avanzaba la impiedad en aquel espíritu; y
llegó a creer que
Cuando le parecía al buen tendero que iba demasiado lejos en sus negaciones, para ocultar el miedo, se ponía de pie, copa en mano, y decía solemnemente:
-En último caso, si me equivoco,
si blasfemo... toda la responsabilidad caiga sobre ese pillo... sobre ese
El café de la Paz era grande, frío; el gas amarillento y escaso parecía llenar de humo la atmósfera cargada con el de los cigarros y las cocinas; a la hora en que los dos amigos conferenciaban estaba desierto el salón; los mozos, de chaqueta negra y mandil blanco, dormitaban por los rincones. Un gato pardo iba y venía del mostrador a la mesa de don Santos, se le quedaba mirando largo rato, pero convencido de que no decía más que disparates, bostezaba, y daba media vuelta.
Guimarán veía con gran
satisfacción los progresos de la impiedad en aquel espíritu lleno
de pasión; no había llegado don Santos al ateísmo,
«pero este era un grado de perfección filosófica que tal
vez le venía muy ancho al antiguo comerciante de cálices y
patenas». Don Pompeyo se contentaba con arrancarle las raíces y
retoños de toda religión positiva. No le agradaba verle cada vez
más
A las diez y media de la noche
salían juntos; don Pompeyo daba el brazo a don Santos y le
acompañaba
Don Santos quedaba solo en batalla con las quimeras del alcohol, con nieblas en el pensamiento y en los ojos. Su pie vacilaba; el pudor entregado a sí mismo, luchaba por encontrar una marcha y un continente decoroso; pero en vano, un movimiento en zig-zag agitaba todo el cuerpo del enfermo; cada paso era un triunfo; la cabeza se tenía mal sobre los hombros... y de la faringe del borracho salían, como arrullos de tórtola, gritos sofocados de protesta, de una protesta monótona, inarticulada, que era a su modo expresión de una idea fija, o mejor, de un odio clavado en aquel cerebro con el martillo de la manía. A todas las manchas de las paredes, a todas las sombras de los faroles les contaba, gruñendo, la historia de su ruina, y no había piedra de aquel camino, que no supiese la escandalosa leyenda de la fortuna del Magistral.
Si Barinaga tomó de don Pompeyo
su apostasía, Guimarán se contagió con el odio de don
Santos al Provisor y a doña Paula. «¡Era escandaloso,
ciertamente, aquel tráfico indigno!». Los dos viejos fueron
trompas de la fama contra la honra del Provisor. Don Santos alborotó la
vecindad muchas noches; no bastó la intervención del sereno;
llegó a dar puñadas, bastonazos y hasta patadas en la puerta de
la
En el cabildo, Glocester, el
maquiavélico Arcediano, hablaba al oído de los canónigos
«de descrédito colectivo, de lo que la iglesia, y la catedral
sobre todo, perdían con aquellas
-¡Y si fuera eso lo peor! -decía el Arcediano.
Y entonces comenzaba el segundo capítulo de la murmuración.
«Lo peor era que, con razón o sin ella, pero no sin que las apariencias diesen motivo para las hablillas, se decía que el Magistral quería seducir, y en camino estaba, nada menos que a la Regenta».
-¡Hombre, eso no! -gritaba el chantre- ¡ella está hecha una santa; después de su enfermedad, desde que estuvo si la entrega o no la entrega, su vida es ejemplar. Si antes era una señora virtuosa, como hay muchas, ahora es una perfecta cristiana. Está más delgadilla, más pálida, pero hermosísima... quiero decir, que edifica, que es una santa... vamos... una santa...
-Señor, yo quiero hechos... y el público no se fía de santidades... se fía de hechos...
Y Glocester citaba muchos hechos: la frecuencia de las confesiones de Anita Ozores, lo mucho que duraban las visitas del Provisor al Caserón, las visitas de la Regenta a doña Petronila...
-¡Cómo! ¿Y qué? ¿qué tenemos con esas visitas? ¿También va usted a creer que doña Petronila se presta?...
-Señor... yo no creo ni dejo de creer... yo cito hechos y digo lo que dice el público... El escándalo crece...
Era verdad. Tal maña se daban
Glocester y don Custodio y otros señores del cabildo, algunos empleados
El Chato iba y venía, espiaba en todas partes, y dos o tres veces al día entraba en casa del Provisor a dar parte de las murmuraciones a su jefe, a doña Paula, que le pagaba bien.
La madre de don Fermín vivía en perpetua zozobra; pero no desmayaba. «Ya que él quería perderse, allí estaba ella para salvarle». Era lo principal visitar al Obispo, conseguir que la murmuración, la calumnia o lo que fuese, no llegara a su Ilustrísima. Doña Paula pasaba gran parte del día y de la noche en palacio. Su lugarteniente Úrsula, el ama de llaves del Obispo, tenía orden de no dejar a ninguna persona sospechosa llegar a la cámara de su dueño; los familiares, gente devota de doña Paula, hechuras suyas, obedecían a la misma consigna. El Magistral, aunque le disgustaba emplearse en tal oficio, también espiaba y vigilaba; el instinto de conservación le obligaba a secundar los planes de su madre.
Doña Paula y don Fermín
hablaban poco; se defendían por acuerdo tácito; empleaban el
mismo sistema de resistencia sin comunicárselo. Estaba la madre
irritada. «Su hijo la engañaba, la perdía. Para ella
doña Ana Ozores, la dichosa Regenta, era ya
Pero doña Paula tenía además que seguir los pasos a su hijo.
El Chato había visto a la Regenta y al Magistral entrar juntos al anochecer en casa de doña Petronila. Y ya lo sabía doña Paula. Pero también les había visto don Custodio y se lo había dicho a Glocester y después los dos a toda Vetusta.
En tanto, en el café de la Paz
había ya público para oír a don Pompeyo y a don Santos
maldecir de las religiones positivas y especialmente del señor Vicario
general, como llamaba siempre a De Pas el señor Guimarán. Entre
el
Quien más gozaba con aquella
propaganda de infamia, después de Glocester que la creía obra
suya exclusivamente, era
-Yo creo, con permiso de este señor canónigo, que lo principal aquí es sentirse bien; y pronto, para que no se apodere la anemia de ese organismo...
-Oh, amigo mío -replicó el Magistral, sonriendo con mucha amabilidad- la anemia, usted sabe mejor que yo que puede venir a pesar del alimento... Además, comer no es lo mismo que alimentarse...
-Pues, con permiso del señor canónigo, yo aconsejaría carne cruda, mucha carne a la inglesa...
«¡Oh! le corría prisa; hubiera dado sangre de un brazo por verla correr por aquellas venas que se figuraba exhaustas. ¡La vida, la fuerza a todo trance, para aquella mujer!». Hasta habló un día don Álvaro de transfusiones. «La ciencia había adelantado mucho en esta materia».
Somoza solía aprobar moviendo la cabeza y diciendo:
-¡Mucho! ¡mucho! ¡oh, sí, la ciencia! ¡mucho!... ¡la transfusión!... ¡claro! Tenía cierto miedo a los conocimientos médicos de don Álvaro. Aquel hombre que iba a París y traía aquellos sombreros blancos y citaba a Claudio Bernard y a Pasteur... debía de saber más que él de medicina moderna... porque él, Somoza, no leía libros, ya se sabe, no tenía tiempo.
Pero la Regenta mejoraba; volvía la sangre, aunque poco a poco; los músculos se fortalecían y redondeaban... y la frialdad y la reserva no desaparecían. Don Víctor siempre el mismo para su don Álvaro; seguían las confidencias acompañadas de cerveza... pero Ana jamás se presentaba. Si don Álvaro se atrevía a preguntar por ella, don Víctor fingía no oír, o mudaba de conversación; si el otro insistía, Quintanar suspiraba y encogiendo los hombros decía:
-¡Déjela usted... estará rezando!
-¡Rezando!... Pero tanto rezar puede matarla...
-No... si... no reza... es decir... oración mental... ¿qué sé yo?... cosas de ella. Hay que dejarla.
Y suspiraba otra vez. Sí, había que dejarla. Pero a solas, don Álvaro se mesaba los rubios y finos cabellos ¡quién lo diría! se llamaba animal, bestia, bruto, como si no fuera todo lo mismo, y se decía:
-¡Me he portado como un cadete! Me
ha perdido la timidez... Debí dar el
Pero no lo había dado... Y ahora
no había remedio. Un día llegó Ana
-«¡Oh, a él, a don Álvaro Mesía le pasaba aquello! ¿Y el ridículo? ¡Qué diría Visita, qué diría Obdulia, qué diría Ronzal, qué diría el mundo entero!
»Dirían que un cura le había derrotado. ¡Aquello pedía sangre! Sí, pero esta era otra». «Si don Álvaro se figuraba al Magistral vestido de levita, acudiendo a un duelo a que él le retaba... sentía escalofríos». Se acordaba de la prueba de fuerza muscular en que el canónigo le había vencido delante de Ana misma. Aquel valor que él sentía ante una sotana, por la esperanza irreflexiva de que la mansedumbre obliga al clérigo a no devolver las bofetadas, aquel valor desaparecía pensando en los puños de don Fermín. «No había salida. No había más que acabar con él ayudando a Foja, ayudando a Glocester, a todos los enemigos del tirano eclesiástico».
Por las tardes, paseándose en el
Espolón, donde ya iban quedándose a sus anchas curas y
magistrados, porque el mundanal ruido se iba a la sombra de los árboles
frondosos del Paseo Grande, don Álvaro solía cruzarse con el
Provisor; y se saludaban con grandes reverencias, pero el seglar se
sentía humillado, y un rubor ligero le subía a las mejillas. Se
le figuraba que todos los presentes les miraban a los dos y los comparaban, y
encontraban más fuerte, más hábil, más airoso al
vencedor, al cura. Don Fermín era el de siempre; arrogante en su
humildad, que más quería parecer cortesía que virtud
cristiana; sonriente, esbelto, armonioso al andar, enfático en el
sonsonete rítmico del manteo ampuloso, pasaba desafiando el qué
dirán, con imperturbable sangre fría. Solían juntarse en
el Espolón los tres mejores mozos del Cabildo: el chantre, alto y
corpulento; el pariente del ministro, más fino, más delgado, pero
muy largo también, y don Fermín, el más elegante y poco
menos
Cada día aumentaba en don Álvaro la superstición del confesonario, cada día creía más poderosa la influencia del cura sobre la mujer que le cuenta sus culpas. Y mirando a las damas que iban y venían, unas elegantes, lujosas, otras enlutadas o con hábito humilde, todas deseando a su modo agradar, todas procurándolo, Mesía imaginaba secretos hilos invisibles que iban de faldas a faldas, de la sotana a la basquiña, del cura a la hembra.
En suma, don Álvaro tenía celos, envidia y rabia. Su materialismo subrepticio era más radical que nunca. «Nada, nada, fuerza y materia, no hay más que eso», pensaba.
Y si no fuera porque los partidos
avanzados nunca
Llegó al extremo de proponer en la Junta del Casino que no se celebrara en adelante ninguna fiesta de orden religioso colgando e iluminando los balcones. Ronzal se opuso, pero el Presidente se impuso y se votó aquella abstención. ¡Había triunfado al cabo don Pompeyo Guimarán!
Don Álvaro quería que el
ateo volviese al Casino, hacía falta aquel refuerzo a los que se
empeñaban en deshonrar al Magistral. Foja y Joaquinito Orgaz, que
capitaneaban la partida de los murmuradores, propusieron a don Álvaro
que fuera una comisión a buscar a don Pompeyo para restituirlo al
Casino, «de donde nunca debió haber salido». Se
celebraría la
Fueron: el señor Foja, ex-alcalde, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz.
Los recibió el señor Guimarán en su despacho, lleno de periódicos y bustos de yeso, baratos, que representaban bien o mal a Voltaire, Rousseau, Dante, Francklin y Torcuato Tasso, por el orden de colocación sobre la cornisa de los estantes, llenos de libros viejos.
Usaba don Pompeyo en casa bata de
cuadros azules
«¿A qué vendrían aquellos señores? ¿Querrían darle alguna broma? No lo esperaba». De todos modos el ver allí al hijo del marqués de Vegallana le inundaba el alma de alegría, aunque él no quisiera reconocerlo.
Cuando supo de lo que se trataba, por boca de Foja, tuvo que levantarse para ocultar la emoción. Sintió que la hebilla del chaleco estallaba en su espalda.
-Señores -pudo decir al cabo con
voz temblorosa- si un juramento solemne no me obligara a permanecer en el
ostracismo que voluntariamente me impuse hace tantos años, o mejor
dicho, que me impusieron el fanatismo y la injusticia, si eso no fuera, yo
volvería con mil amores al seno de aquella sociedad de la que fuí
fundador con otros seis o siete amigos. ¿Y cómo no,
señores, si allí corrieron los mejores días, para
mí, en pláticas provechosas y amenas con el elemento más
culto de la población? Allí la tolerancia solía tener su
asiento; y las personas, los personajes en quien más arraigadas
están ciertas ideas venerables al fin, porque son profesadas con
sinceridad y vienen hasta cierto punto de abolengo, obligan por la raza, esos
mismos personajes, entre los cuales cuento al papá de este joven
ilustrado, a mi buen amigo y condiscípulo el excelentísimo
señor marqués de Vegallana, respetaban mis opiniones, como yo las
suyas. Lo que ustedes hacen ahora nunca lo agradeceré yo bastante. Pero
lo principal ya se ha logrado; la libertad del pensamiento vuelve a brillar en
el Casino... Mi aspiración se ha realizado. Ahora, por lo que a
mí toca, señores, debo declarar que no puedo romper un
La comisión insistió, conociendo en la cara de don Pompeyo que vencerían.
Foja presentó un argumento de mucha fuerza.
-Dice usted, señor don Pompeyo, que por su gusto vendría con nosotros, se restituiría al Casino.
-¡Con mil amores! Esa es la palabra... me restituiría...
-Que únicamente le retrae el juramento...
-Eso, el juramento solemne de no poner en mi vida allí los pies.
-¿Pero qué solemnidad ni qué castañuelas? y usted dispense que me exprese así. El que jura, pone a Dios por testigo; pero usted no cree en Dios... luego usted no puede jurar.
-Perfectamente -dijo Joaquinito Orgaz;
de
Creía Joaquín que en casa de un ateo de profesión, de un loco, en otros términos, la buena crianza estaba de más.
Don Pompeyo se quedó mirando a Orgaz asombrado de su desfachatez, mientras consideraba el argumento de Foja.
No tenía qué contestar.
Al cabo dijo:
-La verdad es... que jurar... yo no puedo jurar... pero... metafóricamente... Además, puedo prometer por mi honor...
-Pero amigo, en aquella ocasión usted no prometió por su honor; juró usted no poner allí los pies... todo Vetusta recuerda sus palabras de usted.
Don Pompeyo sintió vapores en la cabeza al oír que todo Vetusta recordaba sus palabras.
Pero insistió, aunque más débilmente cada vez, en su negativa.
Foja guiñó el ojo al Marquesito. Empezó entonces este el ataque, y Guimarán no pudo resistir más. Se rindió.
¡El hijo de Vegallana, del primer aristócrata, venía a suplicarle que volviera al Casino! Oh, aquello era demasiado. No pudo sostener la fortaleza de su resolución.
-Después de todo -dijo- en el mero hecho de haberse restablecido la legislación que yo invocaba... ya puedo pisar sin desdoro aquel pavimento...
-Pues claro que puede usted pisar. Nada, nada; póngase usted la levita, que la cena espera.
-¿Qué cena?
-Sí, señor; se ha acordado por el elemento vencedor, por los que solicitan la presencia de usted, obsequiarle con un banquete... y vamos a cenar juntos unos doce amigos...
Don Pompeyo no sabía si debía aceptar... No le dejaron ser modesto; y corrió aturdido a ponerse la levita y el sombrero de copa alta. Estaba deslumbrado y creía sentir alrededor de su cuerpo un baño; un baño de agua rosada.
La presencia del Marquesito era el principal factor de aquella alegría. «¡Oh! al fin la aristocracia era algo, algo más que una palabra, era un elemento histórico, una grandeza positiva... podía haber nobleza y no haber Dios... ¿qué duda cabía?».
Una hora después en el comedor
del Casino que ocupaba una crujía del segundo piso, no lejos de la sala
de juego, se sentaban a la mesa presidida por don Pompeyo Guimarán, don
Álvaro Mesía, enfrente del protagonista, y en agradable
confusión después, sin pensar
Pocas veces comía en la fonda don
Pompeyo, y como sus relaciones con los poderosos de la tierra eran muy poco
íntimas, casi nunca veía una mesa bien puesta. Así le
parecía digno de Baltasar aquel vulgarísimo aparato de restaurant
provinciano. El mantel adamascado, más terso que fino; los platos
pesados, gruesos; de blanco mate con filete de oro; las servilletas en forma de
tienda de campaña dentro de las copas grandes, la fila escalonada de las
destinadas a los vinos; las conchas de porcelana que ostentaban rojos
pimientos, cárdena lengua de escarlata, húmedas aceitunas,
pepinillos rozagantes y otros entremeses; la gravedad aristocrática de
las botellas de Burdeos, que guardaban su aromático licor como un
secreto; los reflejos de la luz quebrándose en el vino y en las copas
vacías y en los cubiertos relucientes de plata Meneses; el centro de
mesa en que se erguía un ramillete de trapo con guardia de honor de dos
floreros cilíndricos con pinturas chinescas, de cuya boca salían
imitaciones groseras de no se sabía qué plantas, pero que a don
Pompeyo le recordaban la cabellera rubia y estoposa de alguna
Se comenzó a comer sin mucho
ruido; todos se esforzaban en decir chistes. Joaquinito se burlaba del servicio
y hablaba de Fornos... y de La Taurina y el Puerto, donde se cenaba
Todos comían mucho, menos don
Pompeyo, a quien la emoción apretaba la garganta. Desde el segundo plato
comenzó a atormentarle un cuidado. «Estoy, pensó, en el
ineludible compromiso de brindar; tengo que improvisar un discurso». Y ya
no comió bocado que le aprovechase. Oía hablar como quien oye
llover: sonreía a derecha e izquierda, contestaba con
monosílabos, pero él pensaba en su brindis; las orejas se le
convertían en brasas y a veces sentía náuseas y temblor de
piernas. En resumidas cuentas, estaba pasando un mal rato. Él esperaba
que las cosas sucedieran así: hablaría primero don Álvaro,
haría un elogio de la constancia con que él, don Pompeyo,
había sostenido la idea santa de la libertad de pensamiento, y
prometería en nombre de la Junta que el Casino
Contra lo que esperaba el
Uno de los compañeros de bolsa de Mesía, viejo verde de cincuenta años, el señor Palma, banquero, lamentaba que la juventud no fuese eterna, y con lágrimas en los ojos, de pie, con una copa ya vacía en la mano, exponía su sistema filosófico de un pesimismo desgarrador, como decía el capitán Bedoya. Hubo interrupciones y entonces la conversación tomó un vuelo más alto; Guimarán se dignó prestar atención. Se hablaba ya de la otra vida, y de la moral, que era relativa según la opinión de la mayoría.
Foja, pálido, desencajado, con voz temblorosa, sostenía que no había moral de ninguna clase -y también se puso de pie-; que el hombre era un animal de costumbres; que cada cual barría para adentro.
-
El coronel Fulgosio le miró con respeto y aprobó la proposición sin entenderla.
-Eso es la lucha por la existencia -dijo muy serio Joaquinito Orgaz.
-No hay más que materia... -añadió Foja, que sólo en sus borracheras exponía sus opiniones filosóficas.
-Fuerza y materia -dijo Orgaz padre -que lo había oído a su hijo.
-Materia... y pesetas -rectificó Juanito Reseco -con voz aguda, estridente y cargada de una ironía que Orgaz padre no podía comprender.
-Eso es -gritó el orador Palma; y siguió brindando por todas las excelencias naturales que él echaba de menos en su miserable cuerpo de anémico incurable.
Se volvió al amor y a las
mujeres, y comenzaron las confesiones, coincidiendo con el café y los
licores, sacatrapos del corazón. Entre la ceniza de los cigarros, las
migas de pan, las manchas de salsa y vino, rodaron el nombre y el honor de
muchas señoras. «Allí se podía decir todo, estaban
solos, todos eran unos». Mesía hablaba poco, era su costumbre en
tales casos. Temía estas expansiones en que se toma por amigo a
cualquiera y en que se dicen secretos que en vano después se
querría recoger. Mientras los demás referían aventuras
vulgares, sin gloria, él atento a sus pensamientos, con un codo apoyado
en la mesa y la barba apoyada en la mano, fumaba un buen cigarro besando el
tabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojos animados, húmedos,
llenos de reflejos de la luz y de reflejos eléctricos del vino, se
fijaban en el techo. Las demás figuras de la cena eran vulgares, su
embriaguez no tenía dignidad, ni gracia la libertad de sus posturas.
Mesía estaba hermoso; se notaba mejor que nunca la esbeltez y
armonía de sus formas de buen mozo elegante; en su rostro correcto los
vapores de la gula no imprimían groseras tintas, sino cierta
espiritualidad entre melancólica y lasciva; se veía al hombre del
vicio, pero sacerdote, no víctima: dominaba él a su borrachera,
Y pasaban por su memoria y por su imaginación recuerdos de noches de amor, no todas claras ni todas poéticas, pero muchas, muchas noches de amor. Y sintió comezón de hablar, de contar sus hazañas. Este prurito era nuevo en él; no lo había sentido hasta que la Regenta le había humillado con su resistencia.
Dos o tres veces intervino en la
algazara para dar su dictamen tan lleno de experiencia en asuntos amorosos. Y
todos se volvieron a él, y callaron los demás para oírle.
Entonces habló, sin poder remediarlo, para satisfacer secreto impulso de
rehabilitarse con su historia.
La atención profunda del auditorio, el interés que se asomaba a las miradas y a las bocas entreabiertas, sedujeron al Tenorio de Vetusta, le halagaron y habló como podría hablar sobre el pecho de un amigo. Joaquín Orgaz y el Marquesito oían con recogimiento de sectario al maestro. Aquella era palabra de sabiduría.
Unas veces las aventuras eran románticas, peligrosas, de audacia y fortuna; las más probaban la flaqueza de la mujer, sea quien sea; otras demostraban la necesidad de prescindir de escrúpulos; muchas el buen éxito de la constancia, de la astucia y de la rapidez en el ataque.
De vez en cuando el silencio era interrumpido por carcajadas estrepitosas; era que una aventura cómica alegraba al concurso, sacándole de su estupor malsano y corrosivo. Entre la admiración general serpeaba la envidia abrazada a la lujuria: las tenias del alma. Los ojos brillaban secos.
El arte del seductor se extendía sobre aquel mantel, ya arrugado y sucio; anfiteatro propio del cadáver del amor carnal.
Mesía se dejaba ver por dentro, más que por complacer a sus oyentes, por oírse a sí mismo, por saber que él era todavía quien era.
«Las trazas del amor eran casi siempre malas artes; era un soñador el que pensase otra cosa. Alguna vez se le había arrojado a Mesía a los brazos una mujer loca de puro enamorada; pero estas aventuras eran muy raras. Además: si la mujer no fuera tan lasciva a ratos, las victorias escasearían; por amor puro se entregan pocas. Más hace la ocasión que la seducción. La seducción debe transformarse en ocasión».
Llegó el caso de contar
cómo había podido don Álvaro vencer a la hija de un
maestro de la Fábrica vieja, muy honrado, que velaba por el honor de su
casa como un Argos. Angelina tenía padre, madre, abuela, hermanos; ella
era pura como un armiño... Mesía había empezado por
seducir a los parientes. En cada casa entraba según lo exigía la
vida de aquel hogar.
Los que oían a don Álvaro
se figuraban presenciar aquellas escenas de amistad íntima, tranquilas,
dulces, llenas de expansión y confianza; en el rostro del seductor, en
sus ademanes, en las sonrisas, en la voz, se reflejaban, por virtud del
recuerdo, la bondad suave, el aire bonachón y entrañable, la
franqueza sencilla,
-Otras veces, amigos, había que
recurrir a la fuerza. Renunciar a una victoria que se consigue con los
puños y sudando gotas como garbanzos, entre arañazos y coces, es
ser un platónico del amor, un
Nunca se le olvidaría a don Álvaro un combate de amor que duró tres noches, y fue más glorioso para la vencida que para el vencedor. La escena representaba una panera, casa de madera sostenida por cuatro pies de piedra, como las habitaciones palúdicas sustentadas por troncos, y las de algunos pueblos salvajes. En la panera dormía Ramona, aldeana, y cerca de su lecho de madera pintada de azul y rojo, que rechinaba a cada movimiento del jergón, yacía la cosecha de maíz de su casería, en montón deleznable que subía al techo.
Allí fue la batalla. Y don Álvaro, como si lo estuviera pasando todavía, describía la obscuridad de la noche, las dificultades del escalo, los ladridos del perro, el crujir de la ventana del corredor al saltar el pestillo; y después las quejas de la cama frágil, el gruñir del jergón de gárrulas hojas de mazorca, y la protesta muda, pero enérgica, brutal de la moza, que se defendía a puñadas, a patadas, con los dientes, despertando en él, decía don Álvaro, una lascivia montaraz, desconocida, fuerte, invencible.
«Hubo momentos en que
peleé, como César en Munda, por la vida. Era Ramona,
señores, morena; su carne
Aplausos y carcajadas ahogaron la voz del narrador. Y entonces don Álvaro, gozoso, entusiasmado, quiso deslumbrar a su auditorio con el contraste de aventuras románticas, en que él aparecía como un caballero de la Tabla Redonda.
Y a todo esto don Pompeyo
Guimarán olvidaba su exordio, interesado a su pesar en las aventuras
eróticas del
Mesía al fin, cansado, y algo arrepentido de haber hablado tanto, puso término a sus confesiones, y volviéndose a don Pompeyo le invitó a usar de la palabra.
-Don Pompeyo -dijo, y se puso en pie tambaleándose, lo cual probaba que, si no el vino, sus recuerdos le habían embriagado- don Pompeyo; puesto que ésta es la hora de las grandes revelaciones, es preciso que usted nos diga cuál es el fondo de su alma...
-Señores -interrumpió el ateo- el fondo de mi alma lo traigo en la superficie para que el mundo se entere.
-¡Bravo! ¡bravo! -gritó el concurso.
Y se vertieron y rompieron algunas copas.
-Propongo -gritó Juanito Reseco, encaramado en una silla- que en vista de ese rasgo de genio... se le permita llamarnos de tú y estar a la recíproca.
-¡Admitido! ¡Aprobado!
-Pues bien -prosiguió Juanito-; oh tú, Pompeyo, pomposo Pompeyo; voy a darte un disgusto. Tú piensas que en Vetusta no hay más ateos que tú...
-¡Caballerito!
-Pues yo soy otro;
-Caballerito... no comprendo esa jerga filosófica. Antes que usted naciera, estaba yo cansado de ser ateo, y si lo que usted se propone es insultar mis canas, y mi consecuencia...
-Decía que eres un teólogo
patas arriba; pues sabe que en el mundo civilizado ya nadie habla de Dios ni
para bien ni para mal. La cuestión de si hay Dios o no lo hay, no se
resuelve... se disuelve. Tú no puedes entender esto, pero oye lo que te
importa; tú, fanático de la negación, morirás en el
seno de la Iglesia, del que nunca debiste haber salido.
Y cayó Juanito debajo de la mesa.
A todos había indignado su discurso, menos a Mesía que extendiendo su mano hacia él, exclamó:
-¡Perdonadle... porque ha bebido mucho!
-Ese Juanito -decía el coronel a don Frutos el americano- me parece un gran pedante.
-Es un hambriento con más orgullo que don Rodrigo en la horca.
Se habló de religión otra vez. Don Frutos expuso sus creencias con una palabra aquí, otra allí, haciendo islas y continentes de vino tinto sobre el mantel y suplicando con los ojos que le terminasen las cláusulas.
Insistía don Frutos en que él sentía que su alma era inmortal: había otro mundo, además de las Américas, otro mundo mejor al cual iban las almas de los que no habían robado en las carreteras. Además Dios era misericordioso, hacía la vista gorda. Y por supuesto, quería don Frutos ir a ese mundo mejor con el recuerdo de la mala vida pasada, porque si no, ¡vaya una gracia!
-¿Para qué querrá don Frutos acordarse de lo bruto que ha sido sobre la haz de la tierra? -preguntaba Foja al oído de Orgaz hijo.
-¡Señores -gritó
Joaquín- si en la otra vida no hay
Y dio un salto sobre la mesa agarrándose a una columna y comenzó un baile flamenco con perfección clásica. No faltaron jaleadores, y sonaban las palmas mientras cantaba el mediquillo con voz ronca y melancolía de chulo:
Es una coooosa que maravilla mamá ver al Frascueeeelo la pantorriiiilla mamá...
Don Pompeyo sentía escalofríos. ¡Qué degradación! Meditaba y veía dos Orgaz hijo sobre la mesa.
-Me han embriagado con sus
herejías... quiero decir... con sus blasfemias... -dijo al Marquesito,
que
Joaquín gritó:
-Allá va una a la salud de don Pompeyo.
Y comenzó una copla impía y brutal alusiva a una sagrada imagen.
-¡Alto ahí, señor mío! -exclamó indignado el buen Guimarán al oír el penúltimo verso-. Mi salud no necesita de semejantes indecencias: y lo que ustedes hacen con tamañas blasfemias indecorosas es la causa, el caldo gordo del clero; porque tenga usted entendido, joven inexperto y procaz, que por el mundo han pasado muchas religiones positivas, y hoy se ha creído esto y mañana lo otro; pero de lo que nunca han prescindido los pueblos cultos, ni ahora, ni en la antigüedad, es de la buena crianza, y del respeto que nos debemos todos.
-¡Bien, muy bien! -dijeron todos, incluso Joaquín.
-Y yo estoy cansado de que se me tome a mí por un iconoclasta; sí, iconoclasta soy, pero iconoclasta del vicio, apóstol de la virtud y heresiarca de las tinieblas que envuelven la inteligencia y el corazón de la humanidad.
-¡Bravo!¡bravo!
-Y si por alguien se ha creído que yo puedo fraternizar con el escándalo, aunarme con la desfachatez y adherirme a la orgía, protesto indignado, que a muy otra cosa he venido aquí. Y creo llegado el momento de que se hable con alguna formalidad.
-Perfectamente -interrumpió Foja-
el señor Guimarán ha hablado como un libro, y eso que no los lee,
pero no importa, ha hablado como el libro de su conciencia, según
él dice. Aquí, señores, nos hemos reunido
-¡Ahí, ahí le duele!...
-A ese clero que condena a la tisis del hambre a dignos comerciantes, a padres de familia; a ese clero que dispersa los hogares y hunde en alcantarillas inmundas, mal llamadas celdas, a las vírgenes del Señor, y que entiende que las entrega a Jesús entregándolas a la muerte. (Frenéticos aplausos.) Juremos todos ser trompetas del escándalo, para que tanto sea, y a tales oídos llegue, que la ruina del enemigo común sea un hecho. Porque, señores, nadie como yo respeta al clero parroquial, ese clero honrado, pobre, humilde... pero el alto clero... muera... y sobre todo... muera el señor Provisor... el...
-¡Muera! ¡muera!
-contestaron algunos: Joaquín, el
Cuando se levantaron de la mesa amanecía. Se había hablado mucho más; se había contado la historia del Provisor tal como la narraba la leyenda escandalosa. Convinieron, hasta los más prudentes, en que era preciso fundar seriamente aquella sociedad propuesta por Foja. Se acordó juntarse a cenar una vez al mes y hacer gran propaganda contra el Magistral. Al salir, repartidos en grupos, se decían en voz baja:
-«Todo esto lo ha preparado Mesía; don Fermín es su rival y él quiere arruinarle, aniquilarle.
-»¿Pero ¿quién llevará el gato al agua?
-»¿Qué gato?
-»¿O la gata?
-»El Magistral.
-»Álvaro.
-»O los dos...
-»O ninguno.
-»En fin -advirtió Foja- yo ni quito ni pongo rey...
-»Pero ayudo a mi señor» -concluyó el coro.
Mesía, Paco Vegallana y
Joaquín Orgaz acompañaron a don Pompeyo a su casa. Era una
mañana de Junio alegre, tibia, sonrosada. El sol anunciaba sus rayos en
los colores vivos de las nubes de Oriente. Los pasos de los trasnochadores
retumbaban en las calles de la Encimada como si anduvieran sobre una caja
sonora. Aunque no hacía frío, todos habían levantado el
cuello de la levita o lo que fuese. Don Pompeyo iba taciturno. Abrió la
puerta de su casa con su llavín; entró sin hacer ruido; y a poco
cerraba los ojos, metido en su lecho, por no ver la claridad acusadora que
entraba por las rendijas de los balcones cerrados. Aquello de acostarse de
Se levantó a las doce y no quiso
hablar con su mujer y sus hijas de la cena, de la dichosa cena. Sin embargo,
aunque se prometió no verse en otra; pocas horas después, en el
Casino, donde le recibieron con muestras de simpatía y de júbilo,
ofrecía solemnemente volver a las andadas, acudir a los
Doña Paula supo por el Chato, a quien se lo contó un mozo del restaurant del Casino, cuanto se había hablado en la cena inaugural, y lo que pretendían aquellos señores. Cuando el Magistral oyó a su madre que se había gritado: «Muera el Provisor» encogió los hombros, se levantó y salió de casa.
-Este chico anda tonto... yo no sé lo que tiene; parece que no está en este mundo... ¡Oh, maldita Regenta! ¡Esa mala pécora me lo tiene embrujado!
Al mes siguiente se celebró la
segunda sesión de la
Don Álvaro propuso que las cenas mensuales se suspendiesen hasta el Otoño y suplicó que se guardase el más profundo secreto. Además, él, sintiéndolo, tenía que privarse en adelante de asistir a tales reuniones; su espíritu allí quedaba, pero él, don Álvaro, por razones poderosas, que suplicaba a los presentes respetaran, se abstendría de acudir a tan agradables banquetes.
Quince días después, a mediados de Julio, entraba una tarde el Presidente del Casino en el caserón de los Ozores. Iba a despedirse. Don Víctor le recibió en el despacho. Estaba el amo de la casa en mangas de camisa, como solía en cuanto llegaba el verano, aunque no tuviera mucho calor. Para él venían a ser ideas inseparables el estío y aquel traje ligero. Quintanar al ver a don Álvaro suspiró, le tendió ambas manos, después de dejar un libro negro sobre la mesa y exclamó:
-¡Oh mi queridísimo Mesía! ¡Ingrato! cuánto tiempo sin parecer por aquí...
-Vengo a despedirme. Me voy a dar una vuelta por las provincias, después a los baños de Sobrón y a mediados de Agosto estaré de vuelta en Palomares, por no perder la costumbre.
-De modo que hasta Septiembre...
-Hasta fines de Septiembre no nos veremos...
Don Álvaro hablaba alto, como si quisiera que le oyesen en toda la casa.
Don Víctor lamentó aquella ausencia. Suspiró. «Era un nuevo contratiempo, nuevo asunto de tristeza».
Notó don Álvaro que su
amigo estaba menos decidor
-¿Ha estado usted malo?
-¡Quiá! ¿quién? ¿yo? ¡ni pensarlo! Pues qué, ¿tengo mala cara? Dígame usted con franqueza... ¿tengo mala cara?... Pálido... ¿tal vez? ¿pálido?...
-No, no, nada de eso. Pero... se me figura que está usted menos alegre, preocupado... qué sé yo...
Don Víctor suspiró otra vez. Tras una pausa preguntó, con tono quejumbroso:
-¿Ha leído usted eso?
-¿Qué es eso?
-Kempis, la
-¿Cómo? ¡usted! ¿también usted?...
-Es un libro que quita el humor. Le hace a uno pensar en unas cosas... que no se le habían ocurrido nunca... No importa. La vida, de todas maneras, es bien triste. Vea usted. Todo es pasajero. Usted se nos va... Los marqueses se van... Visita se va... Ripamilán ya se marchó... Vetusta antes de quince días se quedará sola; de la Colonia... ni un alma queda... De la Encimada se ausenta lo mejor... quedan los pobres... los jornaleros... y nosotros. Nosotros no salimos este año. ¡Y qué triste es un verano entero en Vetusta! El césped del paseo grande se pone como un ruedo de esparto... no se ve un alma por allí, en las calles no hay más que perros y policías... Mire usted, prefiero el invierno con todas sus borrascas y su agua eterna... qué sé yo... a mí el frío me anima... En fin, felices ustedes los que se van...
Y don Víctor suspiró otra vez.
-Voy a llamar a mi mujer. ¿Querrá usted decirla adiós, verdad? Es natural.
-No... si está ocupada... no la moleste usted...
-No faltaba más. Ocupada... ella siempre está ocupada... y desocupada... qué sé yo. Cosas de ella.
Salió. Don Álvaro tomó en las manos el Kempis; era un ejemplar nuevo, pero tenía manoseadas las cien primeras páginas, y llenas de registros. Nunca había leído él aquello. Lo miraba como una caja explosiva. Lo dejó sobre la mesa con miedo y con ciertas precauciones.
Ana entró en el despacho. Vestía hábito del Carmen. Seguía pálida, pero había vuelto a engordar un poco. A Mesía le latió el corazón y se le apretó la garganta, con lo que se asustó no poco.
Aquella mujer despertaba en él, ahora, una ira sorda mezclada de un deseo intenso, doloroso. La miraba como el descubridor de una isla o un continente, a quien la tempestad arrastrara lejos de la orilla, tal vez para siempre, antes de poner el pie en tierra. «¿Qué sabía él si jamás aquella mujer sería suya?». Su orgullo no renunciaba a ella. Pero otras voces le decían: «Renuncia para siempre a la Regenta». Ya se vería. Pero era doloroso aplazar otra vez, y sabía Dios hasta cuándo, toda esperanza, todo proyecto de conquista.
Quería observar en el rostro de Ana la huella de una emoción, al decirle que se marchaba sin saber cuándo volvería. Pero Ana oyó la noticia como distraída; ni un solo músculo de su rostro se movió.
-Nosotros -dijo- nos quedamos este verano en Vetusta. Yo no puedo bañarme y el médico me ha dicho que el aire del mar más podría hacerme daño que provecho por ahora.
-Vetusta se pone muy triste por el verano...
-No... no me parece...
Don Víctor los dejó solos.
Don Álvaro clavó los ojos en el rostro de Ana con audacia y ella levantó los suyos, grandes, suaves, tranquilos y miró sin miedo al seductor, a la tentación de años y años. Sintió él que perdía el aplomo, creyó que iba a decir o hacer alguna atrocidad; y sin poder contenerse, se puso en pie delante de ella.
-¿Se marcha usted ya?
«Si yo me arrojo a sus pies ahora, ¿qué pasa aquí?» se preguntó don Álvaro. Y sin saber lo que hacía, tendió la mano enguantada y dijo temblando:
-Anita... si usted quiere... algo para las provincias...
-Que usted se divierta mucho, Álvaro... -contestó ella sin asomo de ironía. Pero a él se le figuró que se burlaba de su torpeza ridícula, de su miedo estúpido... y sintió vehementes deseos de ahogarla. La mano de la Regenta tocó la de Mesía sin temblar, fría, seca.
Salió el buen mozo tropezando con el pavo real disecado y después con la puerta. En el pasillo se despidió de su amigo Quintanar.
Fue en aquella convalecencia larga, llena de sobresaltos, de pasmos y crisis nerviosas. Don Víctor, a quien los remordimientos, durante la recaída de su mujer, habían hecho jurar que hasta verla salva, sana, jamás se apartaría de ella, faltó al juramento en cuanto la creyó fuera de peligro. Un día se aventuró a dar una vuelta por el Casino; después iba a ver los periódicos: más adelante jugaba una partida de ajedrez, y «ya se sabe lo pesado que es este juego». Al fin, sin dar pretexto alguno, estaba fuera toda la tarde. La casa se le caía encima. «Empezaba el calor -porque don Víctor, en cuestión de temperatura, se regía por el calendario- y ya se sabía que él no podía trabajar en su despacho en cuanto el sudor le molestaba; necesitaba el aire libre; mucho paseo, mucha naturaleza».
La Marquesa, Visitación, Obdulia,
doña Petronila y otras amigas que habían hecho
compañía a la Regenta mientras duró el mal tiempo, ahora
la visitaban cada
Ana pasaba horas y más horas en la soledad de su caserón: a su lecho llegaban los ruidos lejanos de la calle apagados, como aprensión de los sentidos. Allá abajo, en la cocina, quedaba Servanda, y a veces Petra. Anselmo silbaba en el patio, acariciando un gato de Angola, su único amigo.
La Regenta sentía más la soledad con tal compañía; aquellos criados indiferentes, mudos, respetuosos, sin cariño, le hacían echar de menos la humanidad que compadece. Petra le era antipática. La temía sin saber por qué. Para tranquilizarse un tanto, cuando las congojas nerviosas la invadían, preguntaba a la doncella:
-¿Anda don Tomás por la huerta?
Si Frígilis estaba en el Parque, sentía un amparo cerca de sí. Se calmaba. Crespo subía una vez cada tarde a verla; pero no se sentaba casi nunca. Estaba cinco minutos en el gabinete, paseando del balcón a la puerta, y se despedía con un gruñido cariñoso.
Ana, a quien tanto molestaba aquel
abandono en los momentos de debilidad en que los nervios exaltados la
mortificaban con tristeza y desconsuelo, cuando estaba serena, sobre todo
después de dormir algunas horas o de tomar alimento con gusto, llegaba a
sentir un placer sutil, casi voluptuoso en aquella soledad. El balcón
del gabinete daba al Parque: incorporándose en el lecho,
«Ella también iba a renacer, iba a resucitar, ¡pero a qué mundo tan diferente! ¡Cuán otra vida iba a ser de la que había sido! se preparaba a sí misma una vida de sacrificios, pero sin intermitencias de malos pensamientos y de rebelión sorda y rencorosa, una vida de buenas obras, de amor a todas las criaturas, y por consiguiente a su marido, amor en Dios y por Dios». Pero entretanto, mientras no podía moverse de aquella prisión de sus dolores, el alma volaba siguiendo desde lejos al espíritu sutil, sencillo, a pesar de tanta sutileza, de la santa enamorada de Cristo.
Ana vivía ahora de una
pasión; tenía un ídolo y era feliz entre sobresaltos
nerviosos, punzadas de la carne enferma, miserias del barro humano de que, por
su desgracia, estaba hecha. A veces leyendo se mareaba; no veía las
letras, tenía que cerrar los ojos, inclinar la cabeza sobre las
almohadas y
La debilidad había aguzado y
exaltado sus facultades; Ana penetraba con la razón y con el sentimiento
en los más recónditos pliegues del alma mística que
hablaba
«Sí, bien encendido tenía el suyo Ana; no más, no más ídolos en la tierra. Amar a Dios, a Dios por conducto de la santa, de la adorada heroína de tantas hazañas del espíritu, de tantas victorias sobre la carne».
Pensando en ella sentía a veces punzante deseo de haber vivido en tiempo de Santa Teresa; o si no: ¡qué placer celestial si ella viviese ahora! Ana la hubiera buscado en el último rincón del mundo; antes la hubiera escrito derritiéndose de amor y admiración en la carta que le dirigiese. No estaba la Regenta acostumbrada a convertir sus arrebatos religiosos en oraciones mentales, según los prudentes consejos del Magistral; su educación pagana, dislocada, confusa, daba extrañas formas a la piedad sincera, asomaba con todos sus resabios de incoherencia y ligereza después de tantos años.
Deseaba encontrar semejanzas, aunque fuesen remotas, entre la vida de Santa Teresa y la suya, aplicar a las circunstancias en que ella se veía los pensamientos que la mística dedicaba a las vicisitudes de su historia.
El espíritu de imitación se apoderaba de la lectora, sin darse ella cuenta de tamaño atrevimiento.
La Santa había encontrado refuerzo de piedad en el
En cuanto pudo levantarse, uno de sus
primeros cuidados fue escribir a don Fermín una carta con que
había soñado ella muchas noches, que era uno de sus caprichos de
convaleciente. La escribió sin que lo supiera Quintanar, que le
tenía prohibidos
De Pas visitaba a menudo a la Regenta, y estaba encantado de los progresos que la piedad más pura hacía en aquel espíritu. Pero ella quería escribirle; de palabra no se atrevía a decir ciertas cosas íntimas, profundas; además no podía decirlas; y sobre todo, la retórica, que era indispensable emplear, porque a ideas grandes, grandes palabras, le parecía amanerada, falsa en la conversación, de silla a silla.
-¿Quién ha estado ahí? -preguntaba doña Paula.
Era un pobre o uno del pueblo. -Nunca se decía la verdad. Doña Paula no sospechaba nada contra la lealtad de la doncella. Registrándole el baúl, en su ausencia, había encontrado varias alhajas que bien valdrían dos mil reales. Había sonreído entre satisfecha y envidiosa. «Dos mil reales valdría aquello... sí... era demasiado... era un escándalo. Si el decoro lo permitiese... si no fuese por vergüenza... exigiría que se le dejase a ella recompensar a las gentes como merecían, sin despilfarros ociosos. El descubrimiento la satisfacía; aquello era obra suya al fin y al cabo, pero los dos mil reales le dolían: también eran suyos».
Al día siguiente de recibir la carta, muy temprano, el Magistral salió de casa, fue al Paseo Grande, buscó un lugar retirado en los jardines que lo rodean; y sin más compañía que los pájaros locos de alegría, y las flores que hacían su tocado lavándose con rocío, volvió a leer aquellos pliegos en que Ana le mandaba el corazón desleído en retórica mística. Ya casi sabía de memoria algunos párrafos de los que le parecían más interesantes y para él más halagüeños; y como la alegría le inundaba el corazón, se sentía hecho un chiquillo aquella mañana sonrosada de un día de fines de Mayo, nublado, fresco, antes de que el sol rasgara el toldo blanquecino con tonos de rosa que cubría la lontananza por Oriente.
Se puso de pie el Magistral, miró a todos lados por encima del seto de boj que rodeaba su escondite, y al verse solo, solo de seguro, se le ocurrió mezclar a la cháchara insustancial y armoniosa de los pájaros que saltaban de rama en rama sobre su cabeza, su voz más dulce y melódica, recitando aquellas palabras de espiritual hermosura que la Regenta le había escrito.
«Ya tengo el don de
lágrimas, leyó el Magistral en voz alta como diciéndoselo
a jilgueros y gorriones,
Estos últimos párrafos ya
no los leía el Magistral en voz alta, sino que había vuelto a
sentarse y leía sin ruido y para dentro. Aunque algunos celos
tenía de Santa
Al leer lo de «hermano mayor
querido», le daba el corazón unos brincos que causaban delicia
mortal, un placer doloroso que era la emoción más fuerte de su
vida; pues bueno, esto bastaba, esto era el hecho, la realidad;
¿qué falta hacía darle un nombre? Lo que importaba era la
cosa, no el nombre. Además, acabase aquello como acabase, él
estaba seguro de que nada tenía que ver lo que él sentía
por Ana con la vulgar satisfacción de apetitos que a él no le
atormentaban. Cuando pensaba así, oyó el Magistral a su espalda,
detrás del árbol en que se apoyaba, al otro lado del seto, una
voz de niño que recitaba con canturia de escuela «
Llegó a la catedral. Entró en el coro. El Palomo barría. Don Fermín le habló con caricias en la voz. Le debía muchos desagravios. ¡Cuántos sofiones inútiles había sufrido el pobre perrero! Ahora le halagaba, alababa su celo, su amor a la catedral; el Palomo, pasmado y agradecido, se deshacía en cumplidos y buenas palabras. De Pas se acercó al facistol, hojeó los libros grandes del rezo y hasta solfeó un poco en voz baja, leyendo la música señalada con notas cuadradas, de un centímetro por lado. Todo estaba bien. Los órganos allá arriba extendían su lengüetería en rayas verticales y horizontales, deslumbrantes; parecían dos soles cara a cara. Ángeles dorados tocaban el violín cerca de la bóveda, a la que trepaban los relieves platerescos de los órganos; detrás del coro, en lo alto de las naves laterales, las ventanas y rosetones dejaban pasar la luz deshaciéndola en rojo, azul, verde y amarillo.
En un lado san Cristóbal
sonreía con boca encarnada de una cuarta, partida por un plomo, al
Niño de la Bola, que mantenía un mundo verde sobre su mano
amarilla. En frente vio el Magistral el pesebre de Belén cuadriculado
también por rayas opacas. Jesús sonreía a la mula y al
buey en su cuna de heno color naranja. Don Fermín miraba todo aquello
como por la primera vez de su vida. Hacía un fresco agradable en la
iglesia y el olor de humedad mezclado con el de la cera le parecía fino,
misteriosamente simbólico y a su modo voluptuoso. Aquella mañana
cumplió en el coro como el mejor, y
-¿Ha visto usted -decía al salir de la catedral don Custodio- qué satisfecho está el Provisor?
Y contestaba Glocester, al oído del beneficiado:
-Es que ya no tiene vergüenza; se ha puesto el mundo por montera.
-Debe de haber pasado algo gordo...
-¿A qué crimen alude usted?
-Al de adulterio...
-Ps... yo creo que... todavía están algo verdes. Sin embargo, por él no quedará, y el crimen es el mismo...
A Glocester le disgustaba figurarse al Magistral vencedor de la Regenta. Era caso de envidia. Pero convenía suponerlo, para cargar el delito a la cuenta de los muchos que atribuían al enemigo.
Don Fermín, a las once,
recordó que era día de conferencia en la Santa Obra del Catecismo
de las Niñas. Él era el director de aquella institución
docente y piadosa, que celebraba sus sesiones en el crucero de la Iglesia de
Santa María la Blanca. Sentía el humor más
apropósito para el caso. Con mucho gusto entró en aquel templo
risueño, alegre, con sus adornos flamígeros de piedra blanca
esponjosa. En medio del recinto se levantaba una plataforma de tabla de pino,
de quita y pon; sobre ella a un lado había tres filas de bancos sin
respaldos, y enfrente de ellos una mesa cubierta de damasco viejo, manchado de
cera, presidida por un sillón de pana roja y varios taburetes de igual
paño. El sillón era para el Magistral, los taburetes para los
capellanes
Cuando De Pas entró en el templo hubo un murmullo en los bancos de la plataforma, semejante al rumor de una ráfaga que rueda sobre las copas de los árboles.
Tomó el amado director agua bendita, y después de santiguarse, subió, radiante de alegría evangélica, las gradas de la plataforma; se frotó las manos y a una niña de ocho años que encontró de pie al paso, la sujetó suavemente; y mientras él miraba a la bóveda y mordía el labio inferior, oprimía contra su cuerpo la cabeza rubia, y entre los dedos de la mano estrujaba, sin lastimarla, una oreja rosada.
-¿Qué pájaro me habrá dicho a mí que doña Rufinita no quiere ser buena, y enreda en la iglesia y descompone el coro cuando canta?
Carcajada general. Las niñas ríen de todo corazón y el templo retumba devolviendo el eco de la alegría desde la bóveda blanca, llena de luz que penetra por ventanas anchas de cristales comunes.
Todo lo que dice allí el Magistral se ríe; es un chiste. Niños y clérigos están como en su casa. Los pocos fieles esparcidos por la Iglesia son beatas que rezan con devoción; no se piensa en ellas. A veces son espectadores de aquella algazara algunos adolescentes y pollos con cascarón que tienen en los bancos de la plataforma sus amores. Los catequistas, jóvenes todos, no ven con buenos ojos a tales señoritos que vienen con propósitos profanos.
El Magistral no se sentó en el
sillón de la presidencia. Prefería pasear por el tablado,
haciendo eses, inclinando
El Magistral, como el pez en el agua,
entre aquellas rosas que eran suyas y no del Ayuntamiento como las del
La historia sagrada estaba a cargo de
una morena regordeta, de facciones finas, de expresión dulce,
tímida y nerviosa. Apretaba con el cuerpo del vestido tempranos frutos
naturales, como si fueran una vergüenza; y más que en su
oración pensaba en que los muchachos que miraban desde abajo,
podían verla las pantorrillas, que tapaba mal la falda, a pesar de los
esfuerzos de la castidad instintiva. No pudo terminar la historia de los
Macabeos que tenía a su cargo. Se le puso un nudo en la garganta, le
zumbaron los oídos y todo el lado derecho de la cabeza se quedó
de repente frío y el cutis pálido. Se ponía enferma de
vergüenza. Tuvo que salir de la Iglesia. El desparpajo de otras
Cuando salió don Fermín de Santa María la Blanca, tenía la boca hecha agua engomada. Aquellas sensaciones, que le habían invadido por sorpresa, le recordaban años que quedaban muy atrás. No le gustaba aquello; era poca formalidad. «¡Diablo de chicas!» iba pensando. De todas suertes, lo que le pasaba probaba que aún era joven, que no era por necesidad disfrazada de idealismo por lo que se juraba ser platónico, siempre platónico, o por lo menos indefinidamente, en sus relaciones con la fiel y querida amiga. Volvió su pensamiento a la Regenta, y aquel vago y picante anhelo con que saliera de la iglesia se convirtió en deseo fuerte y definido de ver a doña Ana, de agradecerle su carta y decírselo con la más eficaz elocuencia que pudiera.
Tuvo bastante fortaleza para contener
sus ansias y dejar para la tarde la visita. Su madre le habló como
siempre, de lo que se murmuraba, y él encogió los hombros.
Oía la voz dura y seca de doña Paula anunciando, por asustarle,
el cataclismo de su fortuna, la ruina de su honra, como si le hablase de los
cataclismos geológicos del tiempo de Noé. Le parecía que
era otro Provisor aquel de quien el público se quejaba.
«¡Ambición, simonía, soberbia, sordidez,
escándalo!... ¿qué tenía él que ver con todo
aquello? ¿Para qué perseguían
Cosas así pensaba, dando
golpecitos con un cuchillo sobre una corteza de pan, mientras su madre narraba
las cábalas de Glocester y las maquinaciones de los
En cuanto pudo el Magistral escapó de casa, prometiendo ir a sondear al Obispo. Tomó el camino de la Plaza Nueva. El caserón de la Rinconada le pareció envuelto en una aureola.
Le recibieron Ana y don Víctor en
el comedor. Ya era amigo de confianza. Durante las dos enfermedades de la
Regenta, el Magistral había prestado muchos servicios a don
Víctor, y este aunque le era algo antipático el Magistral, se los
había agradecido. Pero ya empezaba Quintanar, que siempre había
sido regalista, a sospechar algo malo de la
Ana afectuosa, lánguida todavía, había estrechado la mano a su confesor, que sin darse cuenta, prolongó cuanto pudo el contacto. Don Víctor los dejó solos a eso de las seis. Le esperaban en el Gobierno civil para una junta de ganaderos. Se trataba de traer sementales del extranjero. Pero don Víctor trataba principalmente de que le eligiesen segundo vicepresidente y reclamaba para Frígilis la primera secretaría. «Frígilis había jurado renunciarla, pero no importaba; de todas suertes la elección era una honra para ellos, aunque lo negase el sarraceno de Tomás». Quintanar contaba con el gobernador. Salió.
La Regenta sonrió a don Fermín y dijo:
-Dirá usted que soy una loca;
¿para qué escribirle
El Magistral se sentía como estrangulado por la emoción. La Regenta hablaba ni más ni menos como él la había hecho hablar tantas veces en las novelas que se contaba a sí mismo al dormirse.
No vaciló en referir todo lo que había pasado por él desde que leyera aquella carta. «El mundo sin una amistad como la suya era un páramo inhabitable; para las almas enamoradas de lo Infinito, vivir en Vetusta la vida ordinaria de los demás era como encerrarse en un cuarto estrecho con un brasero. Era el suicidio por asfixia. Pero abriendo aquella ventana que tenía vistas al cielo, ya no había que temer».
La Regenta habló de Santa Teresa con entusiasmo de idólatra; el Magistral aprobaba su admiración, pero con menos calor que empleaba al hablar de ellos, de su amistad, y de la piedad acendrada que veía ahora en Anita. Don Fermín tenía celos de la Santa de Ávila.
Además, veía a su amiga
demasiado inclinada a las especulaciones místicas, temía que
cayera en el éxtasis, que tenía siempre complicaciones nerviosas,
y era preciso evitar que pudiesen culparle a él de otra enfermedad
probable, si Ana seguía aquel camino peligroso. Aconsejó la
actividad piadosa. «En su estado y en el tiempo en que vivía la
pura contemplación tenía que dejar mucho espacio a las buenas
obras. Si ahora sentía Anita cierta pereza de rozarse otra vez con el
mundo, se debía a la convalecencia de que en rigor no había
Desde aquel día el Magistral influyó cuanto pudo en aquel espíritu que dominaba por entonces, para arrancarle de la contemplación y atraerle a la vida activa. «Si se remontaba demasiado, le olvidaría a él, que al fin era un ser finito. Santa Teresa había dicho, y Ana recordaba a cada momento que tenía: '...Una luz de parecerle de poca estima todo lo que se acaba', y como don Fermín había de acabarse, le espantaba la idea de que por eso Ana llegase a tenerle en poco».
No hubiera sido el temor vano si las cosas hubiesen seguido como los primeros meses. Aunque tanto quería a su confesor, Ana muchas horas le olvidaba por completo como a todas las cosas del mundo.
Encerrada en su alcoba o en su tocador,
que ya tenía algo de oratorio, sin necesidad de estímulos
exteriores, perdida en las soledades del alma, de rodillas o sentada al pie de
su lecho, sobre la piel de tigre, con los ojos casi siempre cerrados, gozaba la
voluptuosidad dúctil de imaginar el mundo anegado en la esencia divina,
hecho polvo ante ella. Veía a Dios con evidencia tal, que a veces
sentía deseos vehementes de levantarse, correr a los balcones y predicar
al mundo, mostrándole la verdad que ella palpaba; y entonces le costaba
trabajo reconocer la realidad de las criaturas. «¡Qué
pequeñas eran! ¡qué frágiles! ¡cuánto
más tenían de apariencia que de nada! Lo único que en
ellas valía no era de ellas, era de Dios, era cosa prestada.
¡Dichas! ¡dolores! palabras nada más; ¿cómo
apreciarlos y distinguirlos si lo poco, lo nada que duraban no daba tiempo a
ello?». Ana recordaba la vida de unos mosquitos muy pequeños que
Y como si sus entrañas entrasen en una fundición, Ana sentía chisporroteos dentro de sí, fuego líquido, que la evaporaba... y llegaba a no sentir nada más que una idea pura, vaga, que aborrecía toda determinación, que se complacía en su simplicidad. Prolongaba cuanto podía aquel estado; tenía horror al movimiento, a la variedad, a la vida.
Entonces solía don Víctor
asomar la cabeza, con su gorro de borla dorada, por la puerta de escape que
abría con cautela, sin ruido... Anita no le oía; y él, un
poco asustado, con una emoción como creía que la tendría
entrando en la alcoba de un muerto, se retiraba, de puntillas, con un respeto
supersticioso. A dos cosas tenía horror: al magnetismo y al
éxtasis. ¡Ni electricidad ni misticismo! Una vez le había
dado una bofetada a un chusco que le había cogido por la levita, en el
gabinete de física de la Universidad, para hacerle entrar en una
corriente eléctrica. Don Víctor había sentido la sacudida,
pero acto continuo ¡zas! había santiguado al gracioso. El
magnetismo, en que creía, (aunque estaba en mantillas, según
él, esta ciencia) le asustaba también; y en cuanto a ver a su
Divina Majestad, o figurársele, le parecía emoción
superior a sus fuerzas. «Yo no necesito de eso para creer en la
Providencia. Me basta con
«Pero respetaba la religiosidad exaltada de su esposa desde que veía que iba de veras».
Llegaba de la calle; llamaba con una aldabonada suave... subía la escalera procurando que sus botas no rechinasen, como solían, y preguntaba a Petra en voz baja, con cierto misterio triste:
-¿Y la señora? ¿dónde está?
Como si preguntara ¿cómo va la enferma? -Así andaba por todo el caserón, como si estuviera muriendo alguno. Sin darse cuenta del porqué, don Víctor se figuraba el misticismo de su mujer como una cefalalgia muy aguda. Lo principal era no hacer ruido. Si el gato de Anselmo mayaba abajo, en el patio, don Víctor se enfurecía, pero sin dar voces, gritaba con timbre apagado y gutural:
-¡A ver! ¡ese gato! ¡que se calle o que lo maten!
Entraba en su despacho. Volvía entonces a sus máquinas y colecciones; a veces tenía que clavar, serrar o cepillar. ¿Cómo no hacer ruido? Sobre todo, el martillo atronaba la casa. Quintanar lo forró con bayeta negra, como un catafalco, y así clavaba, los martillazos apagados tenían una resonancia mate, fúnebre, de mal agüero, que llenaba de melancolía a don Víctor. Los canarios, jilgueros y tordos de su pajarera, que hacían demasiado ruido, fueron encerrados bajo llave, para que no llegasen sus cánticos profanos al tocador-oratorio de la Regenta.
Se acostumbró don Víctor de tal modo a hablar en voz baja, que hasta en la huerta, paseándose con Frígilis, eran sus palabras un rumorcillo leve.
-Pero, hombre, parece que hablas con sordina... -decía Crespo malhumorado.
Quintanar le consultaba acerca del
-¿A ti qué te parece de esto?
-Ps... allá ella. Sus razones tendrá.
-Yo creo Tomás, aquí para
Frígilis se permitía la confianza de no contestar a las que estimaba sandeces de su amigo.
También él pensaba en
Anita. La veía muchas veces desde la huerta, en su gabinete,
Petra tampoco veía claro. Estaba desorientada. La conducta de su ama le parecía propia de una loca. «¿A qué venía aquella santidad? ¿A quién engañaba? ¡Oh! si no fuera porque ella quería tener contento al Magistral, no serviría más tiempo a la hipócrita que la utilizaba como correo secreto y no le daba una mala propina, ni le decía palabra de sus trapicheos ni le ponía una buena cara, a no ser aquella de beata bobalicona con que engañaba a todos».
Petra se encerraba en su cuarto. Colgada de un clavo a la cabecera de su cama de madera, tenía una cartera de viaje, sucia y vieja. Allí guardaba con llave sus ahorros, ciertas sisas de mayor cuantía, y algunos papeles que podían comprometerla. De allí sacaba el guante morado del Magistral, del que a nadie había hablado. Era una prueba, no sabía de qué, pero adivinaba que sin saber ella cómo ni cuándo, aquella prenda podía llegar a valer mucho.
«¿Y qué probaba aquel guante respecto a la santidad de la señora? Que era una hipócrita. ¡Si no fuera por el Magistral!».
Los Vegallana y sus amigos estaban
asustados. El Marqués creía en la santidad de Anita; la Marquesa
encogía los hombros; temía por la cabeza de aquella chica.
Visitación estaba
Entretanto Ana recobraba el apetito, la
salud volvía a borbotones. Tenía sueños castos, tales se
le antojaban, sin sujeto humano, como decía Ripamilán, pero
dulces, suaves. Sentía, medio dormida, a la hora de amanecer sobre todo,
palpitaciones de las entrañas que eran agradable cosquilleo; otras
veces, como si por sus venas corriese arroyo de leche y miel, se le figuraba
que el sentido del gusto, de un gusto exquisito, intenso, se le había
trasladado al pecho, más abajo, mejor, no sabía dónde, no
era en el estómago, era claro pero tampoco en el corazón, era en
el medio. Despertaba sonriendo a la luz. Su pensamiento primero, sin falta, era
para el Señor. Oía los gritos de los pájaros en la huerta,
encontraba en ellos sentido místico, y la piedad matutina de Ana era
optimista. El mundo era bueno, Dios se recreaba en su obra. Cada día
encontraba la Regenta mayor consistencia en la idea de las cosas finitas; ya no
le costaba tanto trabajo reconocer su realidad: volvían los seres
materiales a tener para ella la poesía inefable del dibujo;
«Es verdad, se decía, no he de vivir en este egoísmo de recrearme en Dios; necesito, sí, trabajar más y más en la oración mental y en la contemplación, para ver más y más cada día en esa región de luz en que el alma penetra, pero... ¿y mis hermanos? La caridad exige que se piense en los demás. Ya puedo, ya puedo salir, vivir, sacrificarme por el prójimo; ya estoy fuerte, Dios lo ha permitido».
El Magistral, mientras duraba la
debilidad, le había prohibido incorporarse para rezar de rodillas sus
oraciones de la mañana. Pero ella en cuanto sintió aquella
bienhechora fortaleza de los músculos, que es como el amor propio del
cuerpo, gozose en distender los miembros que volvían a cubrirse de rosas
pálidas, otra vez repletos de vida circulante. Y sin descender del
lecho, sobre las sábanas tibias, levemente mecida por los muelles del
colchón al incorporarse, rezaba, toda de
El primer objeto a que Ana quiso aplicar su caridad ardiente, fue la conversión de su marido. Santa Teresa había trabajado por la piedad de su padre, que ya era cristiano de los buenos, pero habíale ella querido más piadoso todavía. Ana se propuso emplear su celo en ganar para Dios el alma de su don Víctor, «que venía también a ser su padre».
La suavidad, la dulzura, la elocuencia,
las caricias fueron los medios, lícitos todos, que empleó con
arte de maestro. Quintanar tardó en conocer que su Anita, su querida
Anita quería convertirle a la piedad verdadera. Al principio sólo
notó que su mujer se hacía más comunicativa,
cariñosa a todas horas, como antes lo era después de los ataques
nerviosos y en ausencias o enfermedades. «¿Quería discutir
por pasar el rato? Enhorabuena; él amaba la discusión». Y
sostenía la tesis contraria para mantener animado el debate. Pero,
amigo, la Regenta había ido haciendo la cuestión personal; ya no
se trataba de si Cristo había redimido a todas las
-¿Tú nunca has leído vida de santos, verdad?
-Sí, hija, sí, y autos sacramentales...
-No es eso... Quintanar; hablo de
-¿Sabes, hija mía?... Yo prefiero los libros de meditación...
-Pues toma el
Y se lo hizo leer.
Y entre
«¡Valiente filósofo era Frígilis!». Don Víctor le miraba desde la altura de su pesimismo prestado, y le despreciaba y compadecía. «¡Plantar cebolletas! ¿No prohibía San Alfonso Ligorio plantar árboles en general y edificar casas, que al cabo de los años mil se caen? Pues entonces, ¿para qué plantar cebolletas, si todo era un soplo, nada?...».
«Corriente, pero aquello de disgustarse de todo era poco divertido. ¿Qué iba él a hacer mano sobre mano un verano entero sin baños, ni bromas en las aguas de Termasaltas?».
«Y quedaba el rabo por desollar. La cuestión de salvarse o no salvarse. Aquello era serio. A él le daba el corazón que se salvaría; pero los santos escritores presentaban como tan difícil la cosa, que ya le inquietaban ciertas dudas... ¿Si no habría sido él toda su vida bastante bueno? Había que pensar en esto; pero ¡Dios mío! ¡él no quería quebraderos de cabeza! Ya, cuando lo de la jubilación, fundada en una enfermedad que no tenía, le había costado gran trabajo arreglar sus papeles y pedir recomendaciones, y la jubilación era cosa temporal... con que la salvación del alma, la jubilación eterna como quien decía ¡apenas iba a exigir esfuerzos, expedientes, y también recomendaciones! Era preciso entregarse a su esposa para que le ayudase en tan arduo negocio».
La Regenta conoció bien pronto
que don Víctor se
-No es de fe -repetía- en mi opinión, creer que ese fuego es físico, material; es un símbolo, el símbolo del remordimiento.
Algo le tranquilizaba la idea de que le tostasen con símbolos en el caso desesperado de no salvarse, como deseaba seriamente.
El primer esfuerzo que hizo Anita para salir de casa, tuvo por objeto llevar a su don Víctor a la Iglesia. Confesaron los dos con el Magistral.
A don Víctor al comulgar le atormentaba la idea de que no había confesado un pecadillo considerable: tenía sus dudas respecto de la infalibilidad pontificia.
El canónigo Döllinger, de quien no sabía más sino que existía y que se había separado de la Iglesia, le seducía por su tenacidad, que le recordaba la de su tierra, Aragón, el reino más noble y testarudo del Universo.
Los días para la Regenta se deslizaban suavemente.
El Magistral, su maestro, y don
Víctor, su discípulo, eran los compañeros de su vida al
parecer sosa, monótona, pero
Anita recibía las pocas visitas que don Álvaro se atrevía a hacerle, sin alterarse, tranquila en su presencia, y tranquila después que se marchaba. Procuraba apartar de él su pensamiento, con la conciencia de que era aquel recuerdo una llaga del espíritu que tocándola dolería. Tuvo valor para mostrarse fría con él, para cortar el paso a la confianza, para negarle la mano, para todo, hasta para verle despedirse... Pero en cuanto le vio salir tropezando, «ciego de amor y pena», creía ella, una lástima infinita le inundó el alma, y tembló de miedo; su seno se hinchó con un suspiro... y la carne flaca tropezó con el Cristo amarillento de marfil que el Magistral había regalado a su amiga para que lo llevase sobre el pecho.
Ana besó la imagen y volvió los ojos al cielo.
-Jesús, Jesús, tú no puedes tener un rival. Sería infame, sería asqueroso...
Y recordó la ira de Jesús cuando se aparecía a Teresa que le olvidaba.
-Sería engañar a Dios,
engañar al Magistral pensar en ese hombre ni un solo instante, ni
siquiera para compadecerle... ¡Oh! ¡qué hipócrita,
qué gazmoña miserable sería yo si tal hiciera!
¡Qué romanticismo del género más ridículo y
repugnante sería el mío, si después
Pero al día siguiente de la despedida de don Álvaro, Ana despertó pensando en él. «Ya no estaba en Vetusta. Mejor. La terrible tentación le volvía la espalda, huía derrotada... Mejor... era un favor especial de Dios».
Aquella tarde bajó al parque, a la hora en que don Álvaro se había despedido el día anterior.
«Veinticuatro horas hacía ya». Otras veces había estado días y días sin verle, y le parecía muy tolerable la ausencia y corta. Pero estas veinticuatro horas eran de otra manera, se contaban por minutos... que es como se cuentan las horas. «Y bien, lo normal, lo constante, lo que debía ser ya siempre, era aquello... el no verle... Veinticuatro horas y después otras tantas... y así... toda la vida».
Hacía mucho calor. Ni debajo del toldo espeso de los castaños de Indias, ahora cargados de anchas hojas y penachos blancos, podía Ana respirar una ráfaga de aire fresco. Su pensamiento quería elevarse, volar al cielo, pero el calor, de unos 30 grados, que en Vetusta es mucho, le derretía las alas al pensamiento y caía en la tierra, que ardía, en concepto de Ana.
Y para que no se le antojase volar
más en toda la tarde, se presentó en el parque Visitación
Olías de Cuervo, a quien el verano
-A propósito, ¿no te ha contado Víctor lo de Álvaro?
Visita tenía cogida por las muñecas a su amiga. Estaba tomándola el pulso a su modo.
Clavó con sus ojos menudos los de Ana y repitió:
-¿No sabes lo de Álvaro?
El pulso se alteró, lo
sintió ella con gran satisfacción. «A mí con
santidades, pensó;
-¿Qué le pasa? ¿qué se ha marchado? Ya lo sé.
-No, no es eso.
-¿Qué? ¿No se ha marchado?
Nueva alteración del pulso, según Visita.
-Sí, hija, sí, se ha marchado, pero verás cómo. Ya sabes que tenía relaciones con la señora de ese que es o fue ministro, no recuerdo, en fin ya sabes quién es, ese que viene a baños a Palomares.
-Sí, sí, bien...
-Pues bueno; esta mañana, lo ha
visto medio Vetusta, al ir Mesía a tomar el tren de Madrid, el correo,
el que sube... ¿estás? se encontró con esa ministra, que
es muy guapa por cierto, en medio del andén. ¡Figúrate!
Total, que ella bajaba para Palomares, donde ha comprado una especie de chalet
o demonios; bueno, pues, cátate que nuestro Alvarito, en vez de tomar el
Ana recordaba perfectamente cómo se llamaba aquel «tipo de ministro», pero no quiso decirlo; sintió que palidecía, por un frío de muerte que le subió al rostro; dio media vuelta, y disimulando cuanto pudo, se recostó en un árbol. Fingió entretenerse en rayar la corteza del tronco, y mudando de conversación, preguntó a Visita por un niño que tenía enfermo.
Pero Visita era tambor de marina, como
decían ella y la Marquesa; de otro modo, que nadie se la pegaba;
conoció la turbación de Ana, y con gran júbilo,
confirmó para sus adentros la teoría del
«Ana tenía celos; luego, tenía amor; no hay humo sin fuego».
Se despidió al poco rato; ya
había dado su noticia, ya sabía lo que quería; no era cosa
de perder el tiempo; necesitaba hacer en otra parte otra buena obra por el
estilo. Se marchó, como la marejada que se retira. Dejó los
senderos blancos como si los hubiesen peinado. La escoba almidonada de enaguas
y percal engomado dejó
Ana tuvo miedo. La tentación, la vieja tentación de don Álvaro, le había sabido a cosa nueva; se le figuró un momento que aquel dolor que sintiera al saber lo de la ministra, era más de las entrañas que sus demás penas; era un dolor que la aturdía, que pedía remedio a gritos desde dentro... Por la primera vez, después de su enfermedad, sintió la rebelión en el alma.
«Oh, no; no quería volver a empezar. Ella era de Jesús, lo había jurado. Pero el enemigo era fuerte, mucho más de lo que ella había creído. Otras veces había desafiado el peligro; ahora temblaba delante de él. Antes la tentación era bella por el contraste, por la hermosura dramática de la lucha, por el placer de la victoria; ahora no era más que formidable; detrás de la tentación no estaba ya sólo el placer prohibido, desconocido, seductor a su modo para la imaginación; estaban además el castigo, la cólera de Dios, el infierno. Todo había cambiado; su vocación religiosa, su pacto serio con Jesús la obligaban de otro modo más fuerte que los lazos demasiado sutiles del deber vagamente admitido por la conciencia, sin pensar en sanción divina. Antes no quería pecar por dignidad, por gratitud, porque... no. Ahora el pecado era algo más que el adulterio repugnante, era la burla, la blasfemia, el escarnio de Jesús... y era el infierno. Si caía en los lazos de la tentación, ¿quién la consolaría cuando viniese el remordimiento tardío? ¿cómo llamar a Jesús otra vez? ¿cómo pensar en Teresa, que jamás había caído? No, no la llamaría, preferiría morir desesperada y sola. ¿Pero después? El infierno, aquella verdad tremenda, sublime en su mal sin término».
-«Tú vencerás, Dios mío, tú vencerás -exclamó en voz alta, hablando con las nubecillas rosadas que imitaban en el cielo las olas del mar en calma».
Aquella noche lloró la Regenta lágrimas que salían de lo más profundo de sus entrañas, de rodillas sobre la piel de tigre, con la cabeza hundida en el lecho, los brazos tendidos más allá de la cabeza, las manos en cruz.
Desde el día siguiente el Magistral notó con mucha alegría, que Ana volvía su piedad del lado por donde él quería llevarla. «Menos contemplación y más devociones, obras piadosas y culto externo, que entretiene la imaginación».
Con un entusiasmo que tenía sus remolinos que atraían las voluntades, Ana se consagró a la piedad activa, a las obras de caridad, a la enseñanza, a la propaganda, a las prácticas de la devoción complicada y bizantina, que era la que predominaba en Vetusta. Aquellas exageraciones, que tal le habían parecido en otro tiempo, ahora las encontraba justificables, como los amantes se explican las mil tonterías ridículas que se dicen a solas.
«¿No había en los amores humanos un vocabulario infantil, ridículo, sin sentido para los profanos? Sí, lo había, ella no podía asegurarlo por experiencia, pero lo había leído y el corazón se lo confirmaba. Pues bien, el amor de Dios, a su manera, podía tener sus niñerías, sus nimiedades, ridículas para las almas frías, indiferentes». Hasta llegó a comprender los superlativos de letanía de doña Petronila o sea el gran Constantino.
Al Magistral mismo se atrevía la
Regenta a hablarle con cierto mimo, con una confianza llena de palabras de
sentido nuevo y convenido, con un estilo que podría
Con estas palabras, y con las sonrisas que las acompañaban, el Magistral tenía para rumiar ocho días de felicidad inefable. «Sí, inefable. Él no se explicaba qué era aquello. No sospechaba que en el mundo, en el pícaro mundo se podía gozar así. A los treinta y seis años, cuando él creía que ya nadie podía enseñarle nada, una señora inocente, joven, sin mundo, venía a mostrarle un universo nuevo, donde sin más que una sonrisita, una palabra que era como la letra de una música que había en el modo de decirla, se veía uno de repente entre los ángeles, gozando como en el Paraíso, sin querer nada más, sin pensar en nada más. ¡Gozando, gozando y gozando!».
Ni por las mientes se le pasaba reflexionar sobre su situación. ¿Era aquello pecado? ¿Era aquello amor del que está prohibido a un sacerdote? Ni para bien ni para mal se acordaba don Fermín de tales preguntas. Peor para ellas si se hubiera acordado.
-¡Usted nunca me habla de
sí mismo! -le decía Ana con tono de reconvención, una
mañana de Agosto, en el parque, metiéndole una rosa de
Alejandría, muy grande, muy olorosa, por la boca y por los ojos. Estaban
solos. Tácitamente habían convenido en que aquellas expansiones
de la amistad eran inocentes. Ellos eran dos ángeles puros que no
tenían cuerpo. Anita estaba tan segura de que para nada entraba en
aquella amistad la carne, que ella era la que se propasaba, la que daba
El Magistral con la cara llena del rocío de la flor y el corazón más fresco todavía, contestó:
-¿Hablarle de mí mismo? ¡Para qué! Yo tengo, por razón de mi oficio en la Iglesia militante, la mitad de mi vida entregada a la calumnia, al odio, a la envidia, que la devoran y hacen de ella lo que quieren: se me persigue, se me preparan asechanzas, hasta hay sociedades secretas que tienen por objeto derribarme, como ellos dicen, de lo que llaman el poder... Todo eso es miseria, Ana, yo lo desprecio. Puedo asegurar a usted que yo no pienso más que en la otra mitad de mí mismo, que es la que traigo aquí, la que vive en la paz dulce de la fe, acompañada de almas nobles, santas, como la de una señora... que usted conoce... y a quien no aprecia en todo lo que vale...
Y el Magistral sonrió como un ángel, mientras aspiraba con delicia el perfume de rosa de Alejandría, que Ana sin resistencia había dejado en manos del clérigo.
Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se le perseguía, se le calumniaba... tenía enemigos... y él sin decir nada a su amiga. ¡Estaba bueno!». Algo había oído ella mucho tiempo hacía, pero vagamente. Se acusaba al Magistral, a lo que podía entender, de vicios tan torpes, de tan miserables delitos, que lo grosero de la calumnia la hacía de puro inverosímil inofensiva casi.
La Regenta había despreciado y
hasta olvidado aquellos rumores que llegaban de tarde en tarde a sus
oídos. Pero ya que el Magistral mismo se quejaba, daba a entender que
aquella persecución le dolía, era necesario saber más,
procurar el consuelo de aquel corazón atribulado,
Aquella mañana de Agosto el Provisor la señaló como una de las más felices de su vida. Ana le obligó a hablar, a contárselo todo. Él, elocuente, con imaginación viva, fuerte y hábil, improvisó de palabra una de aquellas novelas que hubiera escrito a no robarle el tiempo ocupaciones más serias. Se sentaron en el cenador. Don Fermín dijo, primero, sonriendo, que él también quería confesarse con ella. «¿Creía Ana que era perfecto? ¿Que no había pasiones debajo de la sotana? ¡Ay sí! Demasiado cierto era por desgracia». La confesión del Magistral se pareció a la de muchos autores que en vez de contar sus pecados aprovechan la ocasión de pintarse a sí mismos como héroes, echando al mundo la culpa de sus males, y quedándose con faltas leves, por confesar algo.
De aquella confidencia, Ana sacó
en limpio que el Magistral, como ella creía, era un alma grande, que no
había tenido más delito que cierta vaga melancolía en la
juventud y una ambición noble,
«¿Qué cosa mejor que aquella pasión ideal, aquel afán por una buena obra, aquella abnegación, a que se proponía entregarse, para combatir la tentación cada vez más temible del recuerdo de Mesía, que estaba en Palomares enamorado de la ministra?».
De Pas ya no sabía dónde iba a parar aquello.
Ana le admiraba, le cuidaba, estaba por decir que le adoraba, de tal suerte, que el peligro cada día era mayor. «Aunque la pasión que él sentía nada tenía que ver con la lascivia vulgar (estaba seguro de ello) ni era amor a lo profano, ni tenía nombre ni le hacía falta, podía ir a dar no se sabía dónde. Y el Magistral estaba seguro de que al menor descuido de la carne, intrusa, temible, la Regenta saltaría hacia atrás, se indignaría y él perdería el prestigio casi sobrenatural de que estaba rodeado. Además, suponiendo que aquello parase en un amor sacrílego y adúltero, miserablemente sacrílego, por haber tenido tales comienzos, ¡adiós encanto! Ya sabía él lo que era esto. Una locura grosera de algunos meses. Después un dejo de remordimiento mezclado de asco de sí mismo; verse despreciable, bajo, insufrible; y después ira y orgullo, y ambición vulgar y huracanes en la Curia eclesiástica. -No, no. La Regenta debía de ser otra cosa. Había que hacer a toda costa que aquello no pudiese degenerar en amor carnal que se satisface. Y sobre todo, lo de antes, que la Regenta se llamaría a engaño; era seguro».
Y después de una pausa, pensaba el Magistral:
«Y en último caso, ello dirá».
Don Víctor estaba cada día más triste. Por una parte aquel dolor de atrición, aquel miedo a no salvarse a pesar de ser tan bueno, de no haber hecho mal a nadie; por otro lado, el calor, aquel sudor continuo, aquellas noches sin dormir... la soledad de Vetusta... la yerba agostada del Paseo grande, la falta de espectáculos... «Y además que nadie le comprendía. Frígilis era un estuco: en tratándose de cosas espirituales ya se sabía que no había que contar con él. Ni el verano le sofocaba, ni el invierno le encogía: era un marmolillo. ¡Y a su mujer y al Magistral el estío de Vetusta, aquella tristeza de calles y paseos no les disgustaba!». Iba don Víctor al Casino: ni un alma. Algún magistrado sin vacaciones que jugaba al billar con un mozo de la casa. En el gabinete de lectura, Trifón Cármenes repasando
-«No estaba la señora».
Pero estaba Kempis.
Allí, abierto, sobre la mesilla
de noche. Sin poder resistir el impulso, Quintanar tomaba el libro,
después de
Y Ana volvía contenta de la calle. «Mejor, más valía que alguno lo pasara bien: él no era egoísta».
«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad de Vetusta? Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando, como tres y dos son cinco, que en el mundo nunca hay motivo para estar alegre? Verdad era que su Anita era feliz por razones más altas. Él no podía llegar a tal grado de piedad. Temía a Dios, reconocía su grandeza, ¡es claro! ¡había hecho las estrellas, el mar, en fin, todo!... Pero una vez reconocido este Infinito Poder, él, Víctor Quintanar, seguía aburriéndose en aquel pueblo abandonado, sin teatro, sin paseos, sin mar, sin regatas, sin nada de este mundo. ¡Oh, si no fuera por sus pájaros!».
En tanto Ana, cada día más
activa, procuraba olvidar, y muchas veces lo conseguía, lo que llamaba
la tentación, que cada vez era más formidable; y cuanto
más temida más fuerte. Pero huía de ella, acogíase
a la piedad, y visitaba con celo apostólico y ardiente caridad las
moradas miserables de los pobres hacinados en pocilgas y cuevas; llevaba el
consuelo de la religión para el espíritu y la limosna para el
cuerpo; solían acompañarla
El verano robaba gran parte del contingente de aquellos ejércitos piadosos del Corazón de Jesús, la Corte de María, el Catecismo, las Paulinas y demás instituciones análogas; muchas señoras iban a baños o a la aldea. Pero el núcleo quedaba: era el grupo numeroso y considerable de beatas ilustres que rodeaban al Gran Constantino, a doña Petronila. Durante los meses del calor disminuían bastante las limosnas, pero se hablaba mucho en las cofradías, preparando las fiestas de Otoño y de Invierno; y además, se murmuraba un poco de las ausentes. La Regenta, sin entrar jamás en estos conciliábulos, los perdonaba como falta leve, «que ella, cargada de otras más graves, no tenía derecho a censurar».
Don Fermín y Ana se veían todos los días; en el caserón de los Ozores, unas veces, otras en el Catecismo, en la catedral, en San Vicente de Paúl, y más a menudo en casa de doña Petronila. El obispo madre siempre estaba ocupada; los dejaba solos en el salón obscuro, y ella, con permiso de sus amigos, se iba a arreglar sus cuentas o lo que fuese.
Vetusta era de ellos: la soledad del verano parecía darles posesión del pueblo; hablaban en el pórtico de la catedral mucho tiempo para despedirse, sin miedo de ser vistos; como si aquella soledad de la iglesia se extendiera a todo el pueblo. Anita encontraba la vida de Vetusta más tolerable que en invierno. En este particular no se entendían ella y su marido.
Don Fermín hubiera deseado que la
estación no pasara, que los ausentes se quedaran por allá. Su
madre
El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatorios insidiosos; si volvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fuera eterno el verano! Hasta sus enemigos habían cedido en la calumnia; ya no se murmuraba tanto; muchos de los calumniadores veraneaban; a los que quedaban les faltaba auditorio. Don Santos Barinaga no salía de casa, estaba enfermo. Sólo Foja, que no veraneaba, por economía, procuraba mantener el fuego sagrado de la murmuración en el Casino, entre cuatro o cinco socios aburridos, que iban allí media hora a tomar café. En fin, parecía aquello una suspensión de hostilidades. «Bien venido fuera; don Fermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, pero prefería la paz. Sobre todo ahora, que tenía más que hacer, algo mejor y más dulce que odiar y perseguir a miserables, dignos de desprecio y de lástima».
Aquella felicidad que saboreaba De Pas
como un gastrónomo
Cuando oía, desde su despacho, muy temprano, el «Santo Dios, Santo Fuerte», que cantaba como si fueran malagueñas, Teresina, que hacía la limpieza allá fuera, tentaciones sentía de cantar él también. No cantaba, pero se levantaba, salía al pasillo.
-Teresina, el chocolate -gritaba alegre, frotándose las manos.
Y pasaba al comedor.
La doncella, a poco, llegaba con el desayuno en reluciente jícara de china con ramitos de oro. Cerraba tras sí la puerta, y se acercaba a la mesa; dejaba sobre ella el servicio, extendía la servilleta delante del señorito... y esperaba inmóvil a su lado.
Don Fermín, risueño,
Y así todas las mañanas.
Alegre, rozagante, como nuevo volvió de los baños de Termasaltas el señor Arcediano don Restituto Mourelo, dispuesto a emprender otra campaña, que esperaba fuese la última y decisiva, «contra el despotismo del simoníaco y lascivo y sórdido enemigo de la Iglesia que, apoderado del ánimo del señor Obispo, tenía sojuzgada a la diócesis». Con esta perífrasis aludía al señor Provisor el diplomático Glocester.
El primer disgustillo que tuvo De Pas aquel verano fue esta noticia, que le dieron en el coro, por la mañana.
«Ha llegado Glocester».
«No le temía, ni a él ni a nadie... ¡pero estaba tan cansado de luchar y aborrecer!».
Mourelo se encontró con otros
muchos murmuradores de refresco y con los
Y Foja y los demás que se
habían quedado, también ansiaban la vuelta de los ausentes, para
contarles las novedades y comentarlas todos juntos. La animación de
Vetusta renacía en cabildo, cofradías, casinos, calles y paseos
cuando los del veraneo empezaban a aparecer. Las amistades falsas, gastadas
hasta hacerse insoportables durante el común aburrimiento de un invierno
sin fin, ahora se renovaban; los que volvían encontraban gracia y
talento en los que habían quedado y viceversa; todos reían los
chistes y las picardías de todos. Poco a poco
El Magistral fue aquel año la víctima de las dionisíacas de la injuria; no se hablaba más que de él.
«Don Santos Barinaga, el rival
mercantil de
-¿Y de qué dirán
ustedes que se muere? -preguntaba
-Se morirá de borracho -contestaba Ripamilán.
-No señor, ¡se muere de hambre!...
-Se muere de aguardiente.
-¡De hambre!...
Y llegaba don Robustiano al corro y
-Yo no acuso a nadie, la ciencia no
acusa a nadie; otra es su misión. Yo no niego que el alcoholismo
crónico tenga parte en la enfermedad de Barinaga, pero sus efectos, sin
duda, hubieran podido
-¿Cómo es eso, hombre? -preguntaba el Arcipreste.
-A ver explíquese usted -decía Foja.
Don Robustiano sonreía;
movía la cabeza con gesto de compasión y se dignaba explicar
aquello. «Don Santos, aunque se pasmasen aquellos señores, a pesar
de morir envenenado por el alcohol, necesitaba más alcohol para
-Pero don Robustiano, ¿cómo puede ser eso?
-Señor Foja, ahí verá usted. ¿Conoce usted a Todd?
-¿A quién?
-A Todd.
-No señor.
-Pues no hable usted. ¿Sabe usted
lo que es el poder hipotérmico del alcohol? Tampoco; pues cállese
usted.
-Pues por eso pregunto... Pero oiga usted, señor mío, por mucho que usted sepa y diga lo que quiera el señor Todd; ni la ciencia, ni santa ciencia, tienen derecho para calumniar a don Santos Barinaga; harto tiene el pobre con morirse de hambre y de disgustos, sin que usted por haber leído, sabe Dios dónde y con cuánta prisa, un articulillo acerca del aguardiente, digámoslo así, se crea autorizado para insultar a mi buen amigo y llamarle borrachón en términos técnicos.
-Poco a poco -gritó Ripamilán- en eso estoy yo conforme con la ciencia y con el señor Somoza su legítimo representante. No sé si un clavo saca otro clavo en medicina, ni si la mancha de la borrachera con otra verde se quita, pero don Santos es un tonel en persona y tiene más espíritu de vino en el cuerpo que sangre en las venas; es una mecha empapada en alcohol... prenda usted fuego y verá...
-Yo, señor Ripamilán, para confundir a este progresista trasnochado no necesito que me ayude la Iglesia; me sobra y me basta con la ciencia que es, en definitiva, mi religión.
Y volviéndose a Foja añadía el médico:
-Oiga usted, señor decurión retirado, ¿conoce usted la acción del alcohol en las flegmasías de los bebedores? no mienta usted, porque no la conoce.
-¡Váyase usted a paseo,
señor Fraigerundio de hospital! ¡El embustero será usted!
¡Pues hombre! bonita
-Menos insultos y más hechos.
-Menos botarga y más sentido común...
-Caballero miliciano, yo soy el hombre de ciencia y usted es un doceañista en conserva... Chomel admite, y con él todo el que tenga dos dedos de frente, que en las enfermedades de los borrachos es imprescindible la administración de los espirituosos...
-¡Pero si yo niego la menor, so alcornoque!
-En medicina no hay mayores ni menores, ni judías ni contrajudías, señor tahúr.
-La menor es que sea borracho Barinaga...
-De modo que si usted me niega los... prodromos del mal...
Don Robustiano se puso colorado al pensar que había dicho un disparate.
-Qué hipódromos ni qué hipopótamos; yo defiendo a un ausente...
-En fin, una palabra para concluir: ¿niega usted que si a un borracho se le priva por completo del alcohol, es lo más fácil que se presente un decaimiento alarmante, un verdadero colapso?...
-Mire usted, señor pedantón, si sigue usted rompiéndome el tímpano con esas palabrotas, le cito yo a usted cincuenta mil versos y sentencias en latín y le dejo bizco; y si no oiga usted:
Ordine confectu, quisque libellus habet: quis, quid, coram quo, quo jure petatur et a quo. Cultus disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas...
Ripamilán se retorcía de
risa. Somoza, furioso, gritaba; y se oía: colapso... flegmasía...
cardiopatía... y el
Masculino es fustis, axis turris, caulis, sanguis collis... piscis, vermis, callis follis.
El médico y el prestamista estuvieron a punto de venir a las manos. No se pudo averiguar de qué se moría don Santos, pero a la media hora se corría por Vetusta que, por culpa del Provisor, se habían pegado y desafiado Foja y Somoza, y no se sabía si el mismo Ripamilán había recogido alguna bofetada.
Por algunos días vino a eclipsar
al valetudinario Barinaga, que, en efecto, se consumía en la miseria, un
suceso de gravedad suma, según Glocester y Foja y bandos respectivos:
«La hija de Carraspique, sor Teresa, agonizaba en el
Y dicho y hecho. Rosa Carraspique en el mundo, sor Teresa en el convento, murió de una tuberculosis, según Somoza, de una tisis caseosa, según el médico de las monjas, que era dualista en materia de tisis.
Pero lo que no dudó ningún enemigo del Provisor fue que la culpa de aquella muerte la tenía don Fermín, fuese lo que quiera de los pulmones de la chica.
Doña Paula y don Álvaro
llegaron a Vetusta el mismo día, aquel en que
Un periódico liberal del pueblo,
«
«
»Si todos los elementos liberales, sin exageraciones, de nuestra culta capital no aúnan sus esfuerzos para combatir al poderoso tirano hierocrático que nos oprime, pronto seremos todos víctimas del fanatismo más torpe y descarado. -R. I. P.».
Ripamilán, con mal acuerdo, y sin
que lo supiera el Magistral, se decidió a tomar la pluma y publicar en
Aquel cascaciruelas delató al Arcipreste; era su estilo humorístico: lo conocieron todos.
En Vetusta los insultos y murmuraciones
en letras de molde llamaban mucho la atención. En vano publicaba
Cármenes odas y elegías, nadie las leía; pero la gacetilla
más insignificante que pudiera molestar un poco a cualquier vecino, era
leída, comentada días y días, y cuando había
tiroteo de sueltos o comunicados, los
Por todo lo cual fue mayor el
escándalo, y no se habló en mucho tiempo más que de la
-Sobre su conciencia tiene esa desgracia.
-Es un vampiro espiritual, que chupa la sangre de nuestras hijas.
-Esto es una especie de contribución de sangre que pagamos al fanatismo.
-Esto es una especie de tributo de las cien doncellas.
El Magistral hubiera querido poder
despreciar tantos disparates, tales absurdos, pero a su pesar le irritaban.
Creyó al principio que «su pasión noble, sublime, le
levantaría cien codos sobre todas aquellas miserias», pero el
oleaje de la falsa indignación pública salpicaba su alma, llegaba
tan arriba como su deliquio sin nombre; y la ira le borraba del cerebro muchas
veces las más puras ideas, las impresiones más dulces y
risueñas. Se ponía loco de cólera, y más y
más le irritaba el no poder dominar sus
Volvió la época del paseo en el Espolón, y don Fermín al pasear allí su humilde arrogancia, su hermosa figura de buen mozo místico, observaba que ya no era aquello una marcha triunfal, un camino de gloria; en los saludos, en las miradas, en los cuchicheos que dejaba detrás de sí, como una estela, hasta en la manera de dejarle libre el paso los transeúntes, notaba asperezas, espinas, una sorda enemistad general, algo como el miedo que está próximo a tener sus peculiares valentías insolentes.
Y en casa, doña Paula
ceñuda, silenciosa, desconfiada, preparándose para una tormenta,
recogiendo velas, es decir, dinero, realizando cuanto podía, cobrando
deudas, con fiebre de deshacerse de los géneros de la
Fermo, el
Pálido, casi amarillo, agitado,
muy nervioso, llegaba De Pas al lado de su amiga mística, cada vez
más hermosa, de nuevo fresca y rozagante, de formas llenas, fuertes y
armoniosas. La dulzura parecía una aureola de Anita. La salud
había vuelto, purificada con cierta unción de idealidad, al
cuerpo de arrogante transtiberina de aquel modelo de
Don Víctor Quintanar se había restituido a su amistad íntima con don Álvaro Mesía, en cuanto regresó este de Palomares, y al poco tiempo notó el Magistral que el converso se le rebelaba. Si bien seguía creyéndose profundamente piadoso, don Víctor hacía distinciones sospechosas entre la religión y el clero, entre el catolicismo y el ultramontanismo. «Yo soy tan católico como el primero», esta era su frase cada vez que decía alguna herejía o algo parecido; pero se metía a interpretar a su modo los textos del Antiguo y Nuevo Testamento y hasta se atrevía a decir delante de curas y señoras, que el hombre virtuoso es siempre un sacerdote, y que un bosque secular es el templo más propio de la religión pura, y que Jesucristo había sido liberal, con otros disparates. No era esto lo peor, sino que la Regenta y don Fermín notaban en Quintanar cierta frialdad cada vez que los veía juntos y el Magistral tuvo que fingirse distraído ante algunos desaires disimulados.
Don Álvaro no iba a casa de los Ozores sino muy de tarde en tarde y sólo hacía visitas de cumplido, muy breves. ¿Por qué así? preguntaba don Víctor. Y con medias palabras, su amigo le daba a entender que la Regenta le recibía con mala voluntad y que a él no le gustaba estorbar. Además, no era él solo el que se retraía. El mismo Paco, el Marquesito, que en otro tiempo no hacía más que entrar y salir, ahora apenas parecía por aquella casa. Visitación también iba de tarde en tarde, la Marquesa casi nunca, y así de todos los amigos y amigas; el Magistral y sólo el Magistral. Aquel buen señor «hacía el vacío» en derredor de la Regenta. Ella estaba contenta, no parecía echar de menos a nadie; pero él, don Víctor, no era de la misma opinión; quería trato, conversación, amena compañía.
Seguía confesando y comulgando cada dos meses, pero
Don Víctor llegó a
reconocer, pero sin confesarlo a nadie, que él era menos enérgico
de lo que había creído; «no, no tenía fuerza para
oponerse al
Con esto sólo consiguió que la Regenta y el Magistral conviniesen en verse más a menudo fuera del caserón y menos veces en él. «Mejor era hablarse en casa de doña Petronila. ¿Para qué molestar al pobre don Víctor? Ya que amistades nocivas le apartaban otra vez del buen camino y le envenenaban el alma con insinuaciones malévolas, con sospechas torpes e impías, más valía dejarle en paz, apartar de su vista el espectáculo inocente, mas para él poco agradable, de dos almas hermanas que viven unidas, con lazo fuerte, en la piedad y el idealismo más poético».
En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente entornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decía el gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más gordo, que iba y venía sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas de la Regenta y el manteo del Magistral, cada día más familiarmente.
Anita notaba en don Fermín una palidez interesante, grandes cercos amoratados junto a los ojos, y una fatiga en la voz y en el aliento que la ponía en cuidado.
Le suplicaba que se cuidase, se lo
pedía con voz de madre cariñosa que ruega al hijo de sus
entrañas que tome una medicina. Él respondía sonriendo,
echando
Algunos días había en sus diálogos pausas embarazosas; el silencio se prolongaba molestándoles como un hablador importuno.
Los dos guardaban un secreto. Cuando creían conocerse uno a otro hasta el último rincón del alma, estaba pensando cada cual en la mala acción que cometía callando lo que callaba.
El Magistral padecía mucho siempre que Ana le hablaba de la salud que él perdía. «¡Si ella supiera!».
Resuelto a que su amistad «con aquel ángel hermoso» no acabase de mala manera, en una aventura de grosero materialismo llena de remordimientos y dejos repugnantes; seguro de que aquella mujer ponía en aquel lazo piadoso toda la sinceridad de un alma pura, y que degradarla, caso de que se pudiera, sería hacerle perder su mayor encanto; el Magistral que vivía ya nada más de esta refinada pasión que según él no tenía nombre, luchaba con tentaciones formidables, y sólo conseguía contrarrestar las rebeliones súbitas y furiosas de la carne con armisticios vergonzosos que le parecían una especie de infidelidad. En vano pensaba: ¿qué le importa a mi doña Ana que mi corpachón de cazador montañés viva como quiera cuando me aparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella; el alma es toda suya, y nada del alma pongo al saciar, lejos de su presencia, apetitos que ella misma sin saberlo excita; en vano pensaba esto, porque agudos remordimientos le pinchaban cada vez que Ana, solícita, dulce y sonriente le pedía con las manos en cruz que se cuidara, que no entregase todas sus horas al trabajo y a la penitencia. «¿Qué sería de ella sin él?».
-«Figurémonos que usted se me muere: ¿qué va a ser de mí?».
«Es horroroso, es horroroso,
pensaba el Magistral, pasar plaza de santo a sus ojos, y ser un pobre cuerpo de
barro que vive como el barro ha de vivir. Engañar a los demás no
me duele; ¡pero a ella! Y no hay más remedio». Quería
que le consolase el reflexionar que
Algunas semanas pasaba Teresina triste,
temerosa de haber perdido su dominio sobre el
Ana también tenía su
secreto. Su piedad era sincera, su deseo de salvarse firme, su propósito
de ascender de morada en morada, como decía la santa de Ávila,
serio; pero la tentación cada día más formidable. Cuanto
La idea de sacrificarse por salvar a
aquel hombre a quien debía la redención de su espíritu, se
apoderó de la devota. Fue como una pasión poderosa, de las que
avasallan, y Ana la acogió con placer, porque así alimentaba el
hambre de amor que sentía, de amor, que tuviese objeto sensible, algo
finito, una criatura. «Sí, sí, pensaba, yo combatiré
la inclinación al mal, enamorándome de este bien, de este
sacrificio, de esta abnegación. Estoy dispuesta a morir por este hombre,
si es preciso...». Pero no había modo de poner por obra tales
propósitos. Ana buscaba y no encontraba manera de sacrificarse por el
Magistral. ¿Qué podía ella hacer para contrarrestar la
violencia de la calumnia? Nada. Nada por ahora. Pero tenía esperanza;
tal vez se presentaría un modo de utilizar en beneficio del
Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio,
Guimarán,
Si la muerte de sor Teresa fue un golpe
que hizo temblar al Provisor en aquel alto asiento en que se le figuraban sus
enemigos, y si pudo por algún tiempo dejar en la sombra al pobre don
Santos Barinaga, al cabo de algunas semanas este volvió a brillar dentro
de su aureola de víctima y la compasión fementida del
público marrullero se volvió a él, solícita, con
cuidados de madrastra que representa la comedia de la
«Oh, en este siglo, gritaba Foja
en el Casino, en este siglo calumniado por los enemigos de todo progreso, en
este siglo
Pero a pesar de este discurso y otros por el estilo, a Foja no se le ocurría mandar una gallina a don Santos para que le hiciesen caldo.
Y como él obraban todos los
defensores teóricos del comerciante arruinado. Decían a una que
moría de hambre y nadie al visitarle le llevaba un pedazo de pan. Y
hasta le visitaban pocos. Foja solía entrar y salir en seguida; en
cuanto se cercioraba de la miseria y de la enfermedad del pobre anciano, ya
tenía bastante; salía corriendo a decir pestes del
La fama bien sentada de hereje que había conquistado en los últimos tiempos el buen don Santos, retraía a muchas almas piadosas que de buen grado le hubieran socorrido.
Y solamente las
Fue en vano.
«Afortunadamente decía don
Pompeyo Guimarán al
Don Santos había dado plenos
poderes a su amigo don Pompeyo para rechazar en su nombre
Guimarán estaba muy satisfecho
con «aquella
En efecto, llegaron al zaquizamí
desnudo y frío en que yacía aquella víctima del
alcoholismo crónico los enviados de
-¿Con que está arriba don Pompeyo? -preguntó en la escalera don Custodio.
-Sí; no sale de casa estos días; mi padre me arroja a mí de su lado y clama por ese hereje chocho...
Don Pompeyo Guimarán oyó
la voz del beneficiado y le sonó a cura. Se preparó a la defensa,
y procuró tomar un continente digno de un libre-pensador convencido y
prudentísimo. Echó las manos cruzadas a la espalda, y se puso a
medir la pobre estancia a grandes pasos, haciendo crujir la madera vieja del
piso, de castaño comido por los gusanos. En la alcoba contigua, sin
puerta, separada de la sala por una cortina sucia de
-¿Quién está ahí? -preguntó don Santos con voz débil, sin más energía que la de una ira impotente.
-Creo que son ellos; pero no tema usted. Aquí estoy yo. Usted silencio, que no le conviene irritarse. Yo me basto y me sobro.
Entró el enemigo; y aunque venía de paz y don Pompeyo se había propuesto ser muy prudente, en cuanto doña Petronila abrió el pico, el ateo extendió una mano y dijo interrumpiendo:
-Dispénseme usted, señora, y dispense este digno sacerdote católico... vienen ustedes equivocados; aquí no se admiten limosnas condicionales...
-¿Cómo condicionales?... -preguntó don Custodio, con muy buenos modos.
-No se sulfure usted, amigo mío, que otra me parece que es su misión en la tierra; mire usted como yo hablo con toda tranquilidad...
-Hombre, me parece que yo no he dicho...
-Usted ha dicho ¿cómo condicionales? y a mí no se me impone nadie, vista por los pies, vista por la cabeza. Yo no odio al clero sistemáticamente, pero exijo buena crianza en toda persona culta...
-Caballero, no venimos aquí a disputar, venimos a ejercer la caridad...
-Condicional...
-¡Qué condicional, ni
qué calabazas! -gritó doña Petronila, que no
comprendía por qué se había de tener tantos miramientos
con un ateo loco-. Usted no tiene -añadió- autoridad alguna en
esta casa; esta señorita es hija de don Santos y con ella y con
él es con quien queremos entendernos. Venimos a ofrecer
espontáneamente
-A condición de una retractación indigna, ya lo sé. Don Santos ha delegado en mí todos los poderes de su autonomía religiosa, y en su nombre, y con los mejores modos les intimo la retirada...
Y don Pompeyo
Pero tuvo que bajar el brazo, porque doña Petronila replicó que no estaba dispuesta a recibir órdenes de un entrometido...
-Señora, aquí los entrometidos son ustedes. No se les ha llamado, no se les quiere; aquí sólo se admite la caridad que no pide cédula de comunión.
-Nosotros tampoco pedimos cédula...
-Señor cura, a mí no me venga usted con argucias de seminario; la filosofía moderna ha demostrado que el escolasticismo es un tejido de puerilidades, y yo sé a lo que vienen ustedes. Quieren comprar las arraigadas convicciones de mi amigo por un plato de lentejas; una taza de caldo por la confesión de un dogma; una peseta por una apostasía... ¡esto es indigno!
-¡Pero, caballero!...
-Señor cura, acabemos. Don Santos está dispuesto a morir sin confesar ni comulgar, no reconoce la religión de sus mayores. Estas son sus condiciones irrevocables; pues bien, a ese precio ¿consienten ustedes en asistirle, cuidarle, darle el alimento y las medicinas que necesita?
-Pero, señor mío...
-¡Ah!... ¡señor de usted... ya decía yo! ¿Ve usted como a mí la escolástica no me confunde?
-Todo eso y mucho más -dijo el Gran Constantino- queremos tratarlo con el interesado.
-Pues no será...
-Pues sí será...
-Señora, salvo el sexo, estoy dispuesto a arrojarles a ustedes por las escaleras si insisten en su procaz atentado...
Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal para cortar el paso al obispo-madre.
-¿Quién va? ¿quién va? -gritó desde dentro Barinaga ronco y jadeante.
-Son las Paulinas -respondió Guimarán.
-¡Rayos y truenos! fuera de mi casa... ¿No tiene usted una escoba, don Pompeyo? Fuego en ellas... infames... ¿y no anda ahí un cura también?...
-Sí, señor, anda...
-¡Será el Magistral, el
ladrón, el
-Tranquilícese usted, que no es el Magistral.
-Sí es, sí es; lo sé yo; ¿no ve usted que es el amo del cotarro, el presidente de las Paulinas?... Entre usted, entre usted, so bandido... y verá usted con qué arma digna de usted le aplasto los cascos...
-Calma, calma, amigo mío; yo me basto y me sobro para despedir con buenos modos a estos señores.
-No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quiero matarle yo mismo... ¿Quién llora ahí?
-Es su hija de usted.
-¡Ah grandísima
hipocritona, si me levanto, mala pécora! la que mata a su padre de
hambre, la que echa cuentas de rosario y pelos en el caldo, la que me echa en
las narices el polvo de la sala, la que se va a misa
-Padre, por Dios, por Nuestra Señora del Amor Hermoso, tranquilícese usted... Está aquí doña Petronila, está un señor sacerdote...
-Será tu don Custodio... el que te me ha robado... el majo del cabildo... ¡ah, barragana, si os cojo a los dos!...
-¡Jesús, Jesús! vámonos de aquí -gritó doña Petronila buscando la escalera.
Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero miserable de don Santos.
«Allí no había más caridad que la de él. Cierto que no podía ser pródigo con su amigo, porque la propia familia tan numerosa tenía apenas lo necesario; pero solicitud, atenciones no le faltarían al enfermo».
Volvió a poco soplando un líquido pálido y humeante en el que flotaban partículas de carbón.
Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza que temblaba y sin permitirle tomar la taza con su flaca mano, que temblaba también.
De esta manera quedó el campo
libre y por don Pompeyo, el cual no pensaba más que en asegurar
Guimarán madrugaba para correr a
casa de Barinaga; estaba allí casi siempre hasta la hora de cenar, y
esta
-Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan...
Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un poco de azúcar y otros desperdicios, se los metía en un bolsillo y echaba a correr.
Algunas noches entraba en su hogar gritando:
-¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anís, que hoy velo a don Santos.
La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillas suizas y el frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecía.
Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don Álvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carne solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenas secretas del Casino, los redactores del
Don Pompeyo recibía las visitas como si él fuera el amo de casa; Celestina tenía que tolerarlo porque su padre lo exigía.
-Él es mi único hijo... descastada... mi único padre... mi único amigo... tú eres la que estás aquí de más... ¡mala entraña!... ¡mojigata!... -gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.
La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con que terminó aquel año noviembre.
El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los Sacramentos.
Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que venía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada, fría, llena de ratones.
Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se puso de rodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió, amenazó, insultó: todo fue inútil.
-Hable usted con su papá -decía Guimarán por toda contestación-. Yo no hago más que cumplir su voluntad.
Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloró otra vez, de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón, mientras don Santos repetía con voz pausada, débil, que tenía una majestad especial, compuesta de dolor, locura, abyección y miseria:
-¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos, abomino de ti y de tu clerigalla... Fuera todos... Nadie me entre en la tienda, que no me dejarán un copón... ni una patena... ¡Esa lámpara, seor bandido! y tú, hija de perdición, no ocultes debajo del mandil... eso... eso... ese sacramento... ¡Fuera de aquí!...
-¡Padre, padre, por compasión... admita usted los santos sacramentos!...
-Me los han robado todos... y las lámparas... y tú los ayudas... eres cómplice... ¡A la cárcel!
-Padre, señor, por compasión de su hija... los Sacramentos... tome usted... tome usted...
-No, no quiero... seamos razonables. Una partida de sacramentos... ¿para qué? Si la tomo... ahí se pudrirá en la tienda... El Provisor les prohíbe comprar aquí... Ellos, los pobrecitos curas de aldea... ¿qué han de hacer?... ¡Infelices!... Le temen... le temen... ¡Infame! ¡Infelices!
Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobre el pecho, y lloró en silencio.
Y repetía de tarde en tarde:
-¡Infelices!...
Celestina salió de la alcoba sollozando.
«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobraba la razón... sólo por milagro de Dios».
-Ni puede, ni quiere, ni debe -exclamó don Pompeyo cruzado de brazos, inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno.
El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don Santos moriría al obscurecer.
El enfermo perdía el uso de la
poca razón que tenía muy a menudo; se necesitaba alguna
impresión fuerte para que volviese a discurrir lo poco que sabía.
La entrada de don Robustiano, o sea de la ciencia, le hacía volver la
atención a lo exterior. Al medio día le anunció Celestina
que quería verle el señor Carraspique. Aquel honor inesperado
puso al moribundo muy despierto, Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que se
quedó, siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se
colocó a la cabecera de Barinaga en compañía de un
clérigo, el cura de la parroquia. Era este un anciano de rostro
simpático, de voz dulce, hablaba con el acento del país muy
pronunciado. Carraspique, a quien en otro tiempo había pedido dinero
prestado don Santos, tenía
-«Todo es inútil... la Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con la Iglesia... Creo en Dios... creo en Jesucristo... que era... un grande hombre... pero no quiero confesarme, señor Carraspique, y siento... darle a usted este disgusto. Por lo demás... yo estoy seguro... de que esto que tengo... se curaría... o por lo menos... se... se... con aguardiente... Crea usted que muero por falta de líquidos... gaseosos... y sólidos...
Don Santos levantó un poco la cabeza y conoció al cura de la parroquia.
-Don Antero... usted también... por aquí... Me alegro... así... podrá usted dar fe pública... como escribano... espiritual... digámoslo así... de esto que digo... y es todo mi testamento: que muero, yo, Santos Barinaga... por falta de líquidos suficientemente... alcohólicos... que muero... de... eso... que llama el señor médico... Colasa... o Colás... segundo...
Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un esfuerzo y trayendo hacia la barba el embozo sucio de la sábana rota, continuó:
-Ítem: muero por falta de tabaco... Otrosí... muero... por falta de alimento... sano... Y de esto tienen la culpa el señor Magistral, y mi señora hija...
-Vamos, don Santos -se atrevió a
decir el cura- no aflija usted a la pobre Celesta. Hablemos de otra cosa. Ni
usted se muere, ni nada de eso. Va usted a sanar en seguida... Esta tarde le
traeré yo, con toda solemnidad,
-¡El pan del cuerpo! -gritó con supremo esfuerzo el moribundo, irritado cuando podía-. ¡El pan del cuerpo es lo que yo necesito!... que así me salve Dios... ¡muero de hambre! Sí, el pan del cuerpo... ¡que muero de hambre... de hambre!...
Fueron sus últimas palabras razonables. Poco después empezaba el delirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, se paseaba, con los brazos cruzados, por la sala miserable, haciendo rechinar el piso. Guimarán con los brazos cruzados también, entre la alcoba y la sala, admiraba lo que él llamaba la muerte del justo. Carraspique había corrido a Palacio.
Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba ante una imagen de la Virgen, y al oír que don Santos se negaba a recibir al Señor, y a confesar, levantó las manos cruzadas... y con voz dulcemente majestuosa y llena de lágrimas, exclamó:
-¡Madre mía, madre de Dios, ilumina a ese desgraciado!...
Estaba pálido el buen Fortunato; le temblaba el labio inferior, algo grueso, al balbucear sus plegarias íntimas.
El Magistral se paseaba a grandes pasos, con las manos a la espalda, en la cámara roja, cubierta de damasco.
Carraspique, que vestía el luto reciente de su hija, miraba a don Fermín con los ojos arrasados en lágrimas.
«Don Fermín
padecía», pensaba el pobre don Francisco y sin querer, con gran
remordimiento, él se alegraba
Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedad del tendero de enfrente era una complicación».
De Pas ya no era el mismo que
sentía remordimientos románticos aquella noche de luna al ver a
don Santos arrastrar su degradación y su miseria por el arroyo; ahora no
era más que un egoísta, no vivía más que para su
pasión; lo que podría turbarle en el deliquio sin nombre que
gozaba en presencia de Ana, eso aborrecía; lo que pudiera traer una
solución al terrible conflicto, cada vez más terrible, de los
sentidos enfrenados y de la eternidad pura de su pasión, eso amaba. Lo
demás del mundo no existía. «Y ahora don Santos
moría escandalosamente, moría como un perro, habría que
enterrarle en aquel pozo inmundo, desamparado, que había detrás
del cementerio y que servía para los
-Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes...
-¿Qué?...
-Ir yo mismo; ver a ese hombre... quiero
verle yo... a mí me ha de obedecer... yo he de persuadirle... Que
-¡Locuras, señor, locuras! -rugió el Provisor sacudiendo la cabeza.
-¡Pero Fermo, es un alma que se pierde!...
-No hay que salir de aquí... Ir... el Obispo... a un hereje contumaz..., absurdo...
-Por lo mismo, Fermo...
-¡Bueno! ¡bueno!
Hubo algunos momentos de silencio. Carraspique, único testigo de la escena, temblaba y admiraba con terror el poder del Magistral y su energía.
«Era verdad, tenía a S. I. en un puño». Después continuó don Fermín:
-Además, sería inútil ir allá. El señor Carraspique lo ha dicho... Barinaga ya ha perdido el conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, ya no hay que hacer allí. Está ya como si hubiese muerto.
Carraspique, aunque con mucho miedo, animado por su afán piadoso de salvar a don Santos, se atrevió a decir:
-Sin embargo, tal vez... Se ven muchos casos...
-¿Casos de qué? -preguntó el Magistral con un tono y una mirada que parecían navajas de afeitar-. ¿Casos de qué? -repitió porque el otro callaba.
-Puede pasar el delirio y volver a la razón el enfermo.
-No lo crea usted. Además, allí está el cura... para eso está don Antero... ¡Su Ilustrísima no puede... no saldrá de aquí!
Y no salió.
El que entraba y salía era el
Chato, Campillo, que hablaba en secreto con don Fermín y volvía a
la calle a recoger rumores y a espiar al enemigo. El cual se presentaba
amenazador en la calle estrecha y empinada en que vivía don Santos, casi
enfrente de la casa del Magistral. Era la calle de
Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos y tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus amigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas, interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.
Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de los socios del Casino que asistían a las cenas mensuales en que se conspiraba contra el Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba, entraba y salía en casa de don Santos, bajaba con noticias, le rodeaban los amigos.
-Está espirando.
-¿Pero conserva el conocimiento?
-Ya lo creo, como usted y como yo. Era mentira. Barinaga moría hablando, pero sin saber lo que decía; sus frases eran incoherentes; mezclaba su odio al Magistral con las quejas contra su hija. Unas veces se lamentaba como el rey Lear y otras blasfemaba como un carretero.
-Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algún cura? Dicen que ha venido el mismo Magistral...
-¿El Magistral? ¡No faltaba
más! Sería añadir el sarcasmo
-¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya? -preguntó uno que llegaba en aquel momento.
-No señor, no ha muerto. Digo eso, porque ya está más allá que acá.
-También don Pompeyo se ha portado con mucha energía, según dicen...
-También...
-Pero estando sano es más fácil.
-Y como no va con él la cosa...
-Morirá esta noche.
-El médico no ha vuelto.
-Somoza aseguraba que moriría esta tarde.
-Pues por eso no ha vuelto, porque se ha equivocado...
-El cura dice que durará hasta mañana.
-Y muere de hambre.
-Dicen que lo ha dicho él mismo.
-Sí, señor, fueron sus últimas palabras sensatas, advirtió Foja contradiciéndose.
-Dicen que dijo: «-¡El pan del cuerpo es el que yo necesito, que así me salve Dios muero de hambre!».
A Orgaz hijo se le escapó la risa, que procuró ahogar con el embozo de la capa.
-Sí, ríase usted, joven, que el caso es para bromas.
-Hombre, no me río del moribundo... me río de la gracia.
-Profundísima lección
debía llamarla usted. Se muere de hambre, es un hecho; le dan una hostia
consagrada,
-Yo soy tan católico como el primero -dijo un maestro de la Fábrica Vieja, de larga perilla rizada y gris, socialista cristiano a su manera- soy tan católico como el primero, pero creo que al Magistral se le debería arrastrar hoy y colgarlo de ese farol, para que viese salir el entierro...
-La verdad es, señores -observó Foja- que si don Santos muere fuera del seno de la Iglesia, como un judío, se debe al señor Provisor.
-Es claro.
-Evidente.
-¿Quién lo duda?
-Y diga usted, señor Foja, ¿no le enterrarán en sagrado, verdad?
-Eso creo: los cánones están sangrando; quiero decir que la Sinodal está terminante. -Y se puso algo colorado, porque no sabía si los cánones sangraban o no, ni si la Sinodal hablaba del caso.
-¡De modo que le van a enterrar como un perro!
-Eso es lo de menos -dijo el maestro de la Fábrica- toda la tierra está consagrada por el trabajo del hombre.
-Y además en muriéndose uno...
-Más despacio, señores,
más despacio -interrumpió Foja que no quería desperdiciar
el arma que le ponían en las manos para atacar al Magistral-. Estas
cosas no se pueden juzgar filosóficamente. Filosóficamente es
claro que no le importa a uno que le entierren donde quiera. Pero ¿y la
familia? ¿Y la sociedad? ¿Y la honra? Todos ustedes saben que el
local destinado en nuestro
Orgaz hijo sonrió.
-Ya sé, joven, ya sé que
he cometido un
Aquel grupo de progresistas y
socialistas serios miró
Y dijo el socialista cristiano:
-Aquí lo que sobra es la materia; la letra mata, caballero, y tengo dicho mil veces que lo que sobran en España son oradores...
-Pues usted no habla mal ni poco; acuérdese del club difunto, señor Parcerisa...
Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hombro al de la fábrica.
Parcerisa sonrió satisfecho.
La conversación se extravió. Se discutió si el Ayuntamiento disputaba o no con suficiente energía al Obispo la administración del cementerio.
En tanto subían y bajaban amigas y amigos, curas y legos que iban a ver al enfermo o a su hija. Don Pompeyo había hecho llevar a Celestina a su cuarto y allí recibía la beata a sus correligionarias y a los sacerdotes que venían a consolarla. Guimarán no dejaba entrar en la sala más que a los espíritus fuertes, o por lo menos, si no tan fuertes como él, que eso era difícil, partidarios de dejar a un moribundo «espirar en la confesión que le parezca, o sin religión alguna si lo considera conveniente».
-¡Muerte gloriosa! -decía
don Pompeyo al oído de cualquier enemigo del Provisor que venía a
compadecerse a última hora de la miseria de Barinaga-.
«¡Muerte gloriosa! ¡Qué energía!
¡Qué tesón! Ni la muerte de
Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban una mirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo y cerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas.
Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleo alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frío. Aquellos anaqueles vacíos representaban a su modo el estómago de don Santos. Las últimas existencias, que había tenido allí años y años cubiertas de polvo, las había vendido por cuatro cuartos a un comerciante de aldea; con el producto de aquella liquidación miserable había vivido y se había emborrachado en la última parte de su vida el pobre Barinaga. Ahora los ratones roían las tablas de los estantes y la consunción roía las entrañas del tendero.
Murió al amanecer.
Las nieblas de Corfín
dormían todavía sobre los tejados y a lo largo de las calles de
Vetusta. La mañana estaba templada y húmeda. La luz cenicienta
penetraba por todas las rendijas como un polvo pegajoso y sucio. Don Pompeyo
había pasado la noche al lado del moribundo, solo, completamente solo,
porque no había de contarse un perro faldero que se moría de
viejo sin salir jamás de casa.
A las ocho se sacó a Celestina de
la «casa mortuoria» y
-Mejor -decía don Pompeyo, que se multiplicaba.
-Para nada queremos cuervos -exclamaba Foja, que se multiplicaba también.
-Esto tiene que ser una
manifestación -decía del ex-alcalde a muchos correligionarios y
otros enemigos del Magistral reunidos en la tienda, al pie del cadáver-.
Esto tiene que ser una manifestación: el gobierno no nos permite otras,
aprovechemos esta coyuntura. Además, esto es una iniquidad: ese pobre
viejo ha muerto de hambre, asesinado por los acaparadores sacrílegos de
la
-¡Muerto de hambre y enterrado como un perro! -exclamó el maestro de escuela perseguido por sus ideas.
-¡Oh, hay que protestar muy alto!
-¡Sí, sí!
-¡Esto es una iniquidad!
-¡Hay que hacer una manifestación!
Hablaban también muchos conjurados con trazas de curiales de Palacio; eran amigos del Arcediano, del implacable Mourelo, que conspiraba desde la sombra.
-A ver usted, señor Sousa, usted que escribe los telegramas del
-Sí, señor, ahora mismo
voy yo a la imprenta y con la mayor energía que permite la ley, la
pícara ley de imprenta, redactaré allí mismo un suelto
convocando
-Llame usted al suelto:
-Sí, señor; así lo haré.
-Con letras grandes.
-Como puños, ya verá usted.
-Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo liberal...
-¿Vendrán los de la Fábrica?
-¡Ya lo creo! -exclamó Parcerisa-. Ahora mismo voy yo allá a calentar a la gente. Esto no nos lo puede prohibir el gobierno...
-Como no se alborote...
El entierro fue cerca del anochecer. Sólo así podían asistirlos de la Fábrica.
Llovía. Caían hilos de agua perezosa, diagonales, sutiles.
La calle se cubrió de paraguas.
El Magistral, que espiaba detrás de las vidrieras de su despacho, vio un fondo negro y pardo; y de repente, como si se alzase sobre un pavés, apareció por encima de todo una caja negra, estrecha y larga, que al salir de la tienda se inclinó hacia adelante y se detuvo como vacilando. Era don Santos que salía por última vez de su casa. Parecía dudar entre desafiar el agua o volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entre el oleaje de seda y percal obscuro. En el balcón que había sobre la puerta, entre las rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro y sucio: el Magistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo, procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas. Ladró a la caja, a los paraguas y volvió a esconderse. Lo habían olvidado en la sala, cerrada con llave por don Pompeyo.
Guimarán, de levita negra presidía el duelo.
Delante del féretro, en filas, iban muchos obreros y algunos comerciantes al por menor, con más, varios zapateros y sastres, rezando Padrenuestros.
Guimarán había propuesto que no se dijese palabra.
«No había muerto el gran Barinaga, aquel mártir de las ideas, dentro de ninguna confesión cristiana; luego era contradictorio...».
-Deje usted, deje usted -había advertido Foja con mal gesto-. No seamos intransigentes, no extrememos las cosas. Es de más efecto que se rece.
-Esto no es una manifestación anti-católica -observó el maestro de escuela.
-Es anti-clerical -dijo otro liberal probado.
-El tiro va contra el Provisor -manifestó un lampiño, de la policía secreta de Glocester.
Así pues, se convino que se
rezaría y se rezó.
Y contestaban los de la fila, que
llevaban hachas encendidas:
Ni el latín ni la cera le gustaban a don Pompeyo, pero había que transigir.
«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparada para un verdadero entierro civil».
Las mujeres del pueblo, que
cogían agua en las fuentes públicas, las ribeteadoras y
costureras que paseaban por la calle del Comercio, y por el Boulevard,
arrastrando por el lodo con perezosa marcha los pies mal calzados; las criadas
que con la cesta al brazo iban a comprar la cena, se arremolinaban al pasar el
entierro y por gran mayoría de votos condenaban el atrevimiento de
enterrar «a un cristiano» (sinónimo de hombre) sin necesidad
Hubo una que gritó:
-¡Así, que rabien los de la pitanza!
Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.
-¡
Detrás del duelo iba una escasa representación del sexo débil; pero, según las de la cesta y las de las fuentes públicas, «eran malas mujeres».
-¡Anda tú,
-¿Adónde vais,
Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas, demostrando así lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; el cementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso.
La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, los paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas sus varillas. Los balcones se abrían y cerraban, cuajados de cabezas de curiosos.
Se miraba el espectáculo generalmente con curiosidad burlona, con algo de desprecio. «Pero por lo mismo se declaraba mayor el delito del Magistral. Aquel pobre don Santos había muerto como un perro por culpa del Provisor; había renegado de la religión por culpa del Provisor, había muerto de hambre y sin sacramentos por culpa del Provisor».
«Y ahora los revolucionarios, que de todo sacan raja, aprovechan la ocasión para hacer una de las suyas...».
«Y por culpa del Provisor...».
«No se puede estirar demasiado la cuerda».
«Ese hombre nos pierde a todos».
Estos eran los comentarios en los balcones. Y después de cerrarlos, continuaban dentro las censuras. Muchas amistades perdió De Pas aquella tarde.
Sin que se supiera cómo,
llegó a ser un
Los amigos que le quedaban a don Fermín reconocían que no se podía luchar, por aquellos días a lo menos, contra aquella afirmación injusta, pero tan generalizada.
El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, que estaba convertida en un lodazal de un kilómetro de largo, y empezó a subir la cuesta que terminaba en el cementerio. El agua volvía a azotar a los del duelo en diagonales, que el viento hacía penetrar por debajo de los paraguas. Llovía a latigazos. Una nube negra, en forma de pájaro monstruoso, cubría toda la ciudad y lanzaba sobre el duelo aquel chaparrón furioso. Parecía que los arrojaba de Vetusta, silbándoles con las fauces del viento que soplaba por la espalda.
Se subía la cuesta a buen paso. La percalina de que iba forrado el féretro miserable se había abierto por dos o tres lados; se veía la carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los que conducían el cadáver le zarandeaban. La fatiga y cierta superstición inconsciente les había hecho perder gran parte del respeto que merecía el difunto. Todos los hachones se habían apagado y chorreaban agua en vez de cera. Se hablaba alto en las filas.
-¡De prisa, de prisa! se oía a cada paso.
Algunos se permitían decir chistes alusivos a la tormenta. En el duelo había más circunspección, pero todos convenían en la necesidad de apretar el paso.
Aquel furor de los elementos despertó muchas preocupaciones taciturnas.
Don Pompeyo llevaba los pies encharcados, y era sabido que la humedad le hacía mucho daño, le ponía nervioso y con esto se le achicaba el ánimo.
-No hay Dios, es claro, iba pensando, pero si le hubiera, podría creerse que nos está dando azotes con estos diablos de aguaceros.
Llegaron a lo alto, a la cima de aquella
loma.
En la puerta se detuvo el cortejo. Hubo algunas dificultades para entrar. Se habían olvidado ciertos pormenores y la mala fe del enterrador -tal vez la del capellán también- ponía obstáculos reglamentarios.
-¡A ver, dónde está Foja! -gritó don Pompeyo, que no se encontraba con ánimo para dar otra batalla al obscurantismo clerical.
Foja no estaba allí. Nadie le había visto en el duelo.
Don Pompeyo sintió el ánimo desfallecer. «Estoy solo; ese capitán Araña me ha dejado solo».
Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por la indignación general, se impuso. El cortejo entró en el cementerio, pero no por la puerta principal, sino por una especie de brecha abierta en la tapia del corralón inmundo, estrecho y lleno de ortigas y escajos en que se enterraba a los que morían fuera de la Iglesia católica. Eran muy pocos. El enterrador actual sólo recordaba tres o cuatro entierros así.
El duelo se despidió sin ceremonia; a latigazos lo despedía el viento con disciplinas de agua helada.
Don Pompeyo Guimarán salió del cementerio el último. «Era su deber».
Había cerrado la noche. Se detuvo solo, completamente solo, en lo alto de la cuesta. «A su espalda, a veinte pasos tenía la tapia fúnebre. Allí detrás quedaba el mísero amigo, abandonado, pronto olvidado del mundo entero; estaba a flor de tierra... separado de los demás vetustenses que habían sido, por un muro que era una deshonra; perdido, como el esqueleto de un rocín, entre ortigas, escajos y lodo... Por aquella brecha penetraban perros y gatos en el cementerio civil... A toda profanación estaba abierto... Y allí estaba don Santos... el buen Barinaga que había vendido patenas y viriles... y creía en ellos... en otro tiempo. ¡Y todo aquello era obra suya... de don Pompeyo; él, en el café-restaurant de la Paz, había comenzado a demoler el alcázar de la fe... del pobre comerciante!...».
Un escalofrío sacudió el
cuerpo de Guimarán. Se abrochó. «Había sido
Entonces sintió que no sentía ya el agua... «Era que ya no llovía». Sobre Vetusta brillaban entre grandes espacios de sombra algunas luces pálidas, las estrellas; y entre las sombras de la ciudad aparecían puntos rojizos simétricos: los faroles.
Guimarán volvió a temblar; sintió la humedad de los pies de nuevo... y apretó el paso. Hubo más, se le figuró que le seguían; que a veces le tocaban sutilmente las faldas de la levita y el cabello del cogote... Y como estaba solo, seguramente solo... no tuvo inconveniente en emprender por la cuesta abajo un trote ligero, con el paraguas debajo del brazo.
«No, no hay Dios, iba pensando, pero si lo hubiera estábamos frescos...».
Y más abajo:
«Y de todas maneras, eso de que le han de enterrar a uno de fijo, sin escape, en ese estercolero... no tiene gracia».
Y corría, sintiendo de vez en cuando escalofríos.
Don Pompeyo tuvo fiebre aquella noche.
«Ya lo decía él; ¡la humedad!».
Deliró.
«
Esto leyó la Regenta sin entenderlo bien; y la traducción del
Y más adelante leía Ana
con los ojos clavados en su devocionario:
¡Sí, sí, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón a ella... y el órgano como si entendiese lo que quería el corazón de la Regenta, dejaba escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego llenaban los ámbitos obscuros de la catedral, subían a la bóveda y pugnaban por salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música retozona. Decía el órgano a su manera:
Adiós, María Dolores, marcho mañana en un barco de flores para la Habana.
y de repente, cambiaba de aire y gritaba:
La casa del señor cura nunca la vi como ahora...
y sin pizca de formalidad, se interrumpía para cantar:
Arriba, Manolillo, abajo, Manolé, de la quinta pasada yo te liberté; de la que viene ahora no sé si podré... arriba, Manolillo, Manolillo Manolé.
Y todo esto era porque hacía mil ochocientos setenta y tantos años había nacido en el portal de Belén el Niño Jesús... ¿Qué le importaba al órgano? Y sin embargo, parecía que se volvía loco de alegría... que perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para alumbrar las almas.
El órgano, con motivo de la alegría cristiana de aquella hora sublime, recordaba todos los aires populares clásicos en la tierra vetustense y los que el capricho del pueblo había puesto en moda aquellos últimos años. A la Regenta le temblaba el alma con una emoción religiosa dulce, risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a todos los hombres y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las hierbas del campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los suspiros del aire... «La cosa era bien clara, la religión no podía ser más sencilla, más evidente: Dios estaba en el cielo presidiendo y amando su obra maravillosa, el Universo; el Hijo de Dios había nacido en la tierra y por tal honor y divina prueba de cariño, el mundo entero se alegraba y se ennoblecía; y no importaba que hubiesen pasado tantos siglos, el amor no cuenta el tiempo; hoy era tan cierto como en tiempo de los Apóstoles, que Dios había venido al mundo; el motivo para estar contentos todos los seres, el mismo. Por consiguiente, el organista hacía muy bien en declarar dignos del templo aquellos aires humildes, con que solía alegrarse el pueblo y que cantaban las vetustenses en sus bailes bulliciosos a cielo abierto. Aquel recuerdo de canciones efímeras, que habían sido un poco de aire olvidado, le parecía a la Regenta una delicada obra de caridad por parte del músico... Recordar lo más humilde, lo que menos vale, un poco de viento que pasó... y dignificar las emociones profanas del amor, de la alegría juvenil, haciendo resonar sus cantares en el templo, como ofrenda a los pies de Jesús... todo esto era hermoso, según Ana; la religión que lo consentía, maternal, cariñosa, artística».
«No había allí barreras, en aquel momento, entre el templo y el mundo; la naturaleza entraba a borbotones por la puerta de la iglesia; en la música del órgano había recuerdos del verano, de las romerías alegres del campo, de los cánticos de los marineros a la orilla del mar; y había olor a tomillo y a madreselva, y olor a la playa, y olor arisco del monte, y dominándolos a todos olor místico, de poesía inefable... que arrancaba lágrimas...». La vigilia exaltaba los nervios de la Regenta... Su pensamiento al remontarse se extraviaba y al difundirse se desvanecía... Apoyó la cabeza contra la panza churrigueresca de un altar de piedra, nuevo, que era el principal de la capilla en que estaba, sumida en la sombra. Apenas pensaba ya, no hacía más que sentir.
La verja de bronce dorado, que separaba
la capilla mayor del crucero, se interrumpía en ambos extremos para
dejar espacio a los púlpitos de hierro, todos filigrana. Servían
de atriles para la Epístola y el Evangelio, sendas águilas
doradas con las alas abiertas. Ana vio aparecer en el púlpito de la
izquierda del altar la figura de Glocester, siempre torcida pero arrogante: la
rica casulla de tela briscada despedía rayos herida por la luz de los
ciriales que acompañaban al canónigo. El Arcediano, en cuanto
calló el órgano, como quien quiere interrumpir una broma con una
nota seria, leyó la epístola de San Pablo Apóstol a Tito,
capítulo segundo, dándole una intención que no
tenía. Agradábale a Glocester tener ocupada por su cuenta la
atención del público, y leía despacio, señalando
con fuerza las terminaciones en
Ahora sí que estarás contentón mandilón, mandilón, mandilón.
Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron la gracia, hubo cuchicheos, risas comprimidas y en esto vio la Regenta un signo de paz universal. En aquel momento, pensaba ella, unidos todos ante el Dios de todos, que nacía, las diferencias políticas eran nimiedades que se olvidaban.
Ripamilán no pudo menos de sonreír, mientras colocaba, con gran dificultad, el libro en que había de leer el Evangelio de San Lucas, sobre las alas del águila de hierro.
El Arcediano, en la escalera del púlpito esperaba con los brazos cruzados sobre la panza; cerca de él y haciendo guardia estaban dos acólitos con los ciriales; uno era Celedonio.
«
«
Más enternecida estaba la Regenta, que seguía en su libro la sencilla y sublime narración. «¡El Niño Dios! ¡El Niño Dios! Ella comprendía ahora toda la grandeza de aquella Religión dulce y poética que comenzaba en una cuna y acababa en una cruz. ¡Bendito Dios! ¡las dulzuras que le pasaban por el alma, las mieles que gustaba su corazón, o algo que tenía un poco más abajo, más hacia el medio de su cuerpo!... ¡Y aquel Ripamilán allá arriba, aquel viejecillo que contaba lo del parto como si acabara de asistir a él! También Ripamilán estaba hermoso a su manera».
En tanto el
Pero llegaba la
Había otra clase de profanaciones
que no podía evitar la ronda. Apiñábase el público
en el crucero, oprimiéndose unos a otros contra la verja del altar
mayor, y la valla del centro, debajo de los púlpitos, y quedaban en el
resto de la catedral muy a sus anchas los pocos que preferían la
comodidad al calorcillo humano de aquel montón de carne repleta. Como la
religión es igual para todos, allí se mezclaban todas las clases,
edades y condiciones. Obdulia Fandiño, en pie, oía la misa
apoyando su devocionario en la espalda de Pedro, el cocinero de Vegallana, y en
la nuca sentía la viuda el aliento de Pepe Ronzal, que no podía,
ni tal vez quería, impedir que los de atrás empujasen. Para la de
Fandiño la religión era esto, apretarse, estrujarse sin
distinción
«En la inmoralidad que acusaba aquella aglomeración de malos cristianos», estaba pensando precisamente don Pompeyo Guimarán, que, mal curado de una fiebre, había consentido en cenar con don Álvaro, Orgaz, Foja y demás trasnochadores en el Casino y había venido con ellos a la misa del gallo.
«¡Sí, le remordía la conciencia, en medio de su embriaguez!, pero el hecho era que estaba allí. Habían empezado por emborracharle con un licor dulce que ahora le estaba dando náuseas, un licor que le había convertido el estómago en algo así como una perfumería... ¡puf! ¡qué asco!; después le habían hecho comer más de la cuenta y beber, últimamente, de todo. Y cuando él se preparaba a volverse a su casa, si alguno de aquellos señores tenía la bondad de acompañarle ¡oh colmo de las bromas pesadas y ofensivas! habían dado con él en medio de la catedral, donde no había puesto los pies hacía muchos años. Había protestado, había querido marcharse, pero no le dejaron, y él tampoco se atrevía a buscar solo su casa; y en la calle hacía frío».
-Señores -dijo en voz baja a don Álvaro y a Orgaz- conste que protesto, y que obedezco a fuerza mayor, a la fuerza de la borrachera de ustedes, al permanecer en semejante sitio.
-¡Bien, hombre, bien!
-Conste que esto no es una abdicación...
-No... qué ha de ser... abdicación...
-Ni una profanación. Yo respeto
todas las religiones, aunque no profeso ninguna... ¿Qué
dirá el mundo si sabe que yo vengo aquí... con una
compañía de borrachos matriculados? Reconozco en el
-Ya lo sabemos, hombre... -pudo
balbucear Foja-.
-Comparación exacta... eso, yo aquí lo mismo que un perro... Y además esto repugna... Oigan ustedes a ese organista, borracho como ustedes probablemente: convierte el templo del Señor, llamémoslo así, en un baile de candil... en una orgía... Señores, ¿en qué quedamos, es que ha nacido Cristo o es que ha resucitado el dios Pan?
-¡Y Pun, Pin, Pun!... yo soy el general... Bum Bum.
Esto lo cantó bajito Joaquín Orgaz, tocando el tambor en la cabeza de Guimarán. Y acto continuo el mediquillo salió de la capilla obscura donde se representaba tal escena, y se fue a buscar una aguja en un pajar, como él dijo, esto es, a buscar a Obdulia entre la multitud. Y la encontró, emparedada entre el formidable Ronzal y el cocinero de Paco. Joaquín dio media vuelta y se volvió al lado de don Pompeyo.
La capilla desde la que oía misa la Regenta estaba separada sólo por una verja alta de la en que se habían escondido los trasnochadores del Casino. Ana oyó la voz de Orgaz que disuadía al ateo de su propósito de abandonar el templo. Pero de una capilla a otra no se distinguían las personas, sólo se veían bultos.
Cuando pasó la ronda fue otra cosa; las hachas de los acólitos dejaron a Anita ver a una claridad temblona y amarillenta la figura arrogante del Magistral al mismo tiempo que la esbelta y graciosa de don Álvaro, que con los ojos medio cerrados, semi-dormido, con la cabeza inclinada, y cogido a la verja que separaba las capillas, parecía atender a los oficios divinos con el recogimiento propio de un sincero cristiano.
El Magistral también pudo ver a la Regenta y a don Álvaro, casi juntos, aunque mediaba entre ellos la verja. Le tembló el bonete en las manos; necesitó gran esfuerzo para continuar aquella procesión que en aquel instante le pareció ridícula.
Mesía no vio ni al Magistral ni a la Regenta, ni a nadie. Estaba medio dormido en pie. Estaba borracho, pero en la embriaguez no era nunca escandaloso. Nadie sospechaba su estado.
Ana siguió viendo a don
Álvaro aun después que la ronda se alejó con sus luces
soñolientas. Siguió viéndole en su cerebro; y se le
antojó vestido de rojo, con un traje muy ajustado y muy airoso. No
sabía si era aquello un traje de Mefistófeles de ópera o
el de cazador elegante, pero estaba el enemigo muy hermoso, muy hermoso...
«Y estaba allí cerca, detrás de aquella reja, ¡si
daba tres pasos podía tocarla a ella!». El órgano se
despedía de los fieles con las mayores locuras del repertorio; un aire
que Ana había oído por primera vez al lado de Mesía, en la
romería de San Blas, aquel mismo año... Cerró los ojos,
que se le habían llenado de lágrimas... «¡Por
dónde la tomaba ahora la tentación! Se hacía sentimental,
tierna, evocaba recuerdos, la autoridad de los recuerdos, que era siempre cosa
sagrada, dulce, entrañable... ¿Qué había pasado en
aquella romería de San Blas? Nada, y sin embargo, ahora recordando
aquella tarde, por culpa del organista, Ana veía a don Álvaro a
su lado, muerto de amor, mudo de respeto, y a sí misma se veía,
contenta en lo más hondo del alma... ¡ay sí, ay
sí!... en unas honduras del alma, o del cuerpo, o del infierno... a que
no llegaban las suaves pláticas del misticismo y fraternidad de que
seguía gozando en compañía de aquel señor
canónigo que acababa de pasar
Cuando Ana procuró sacudir, moviendo la cabeza, aquellas imágenes importunas y pecaminosas, el templo iba quedándose vacío. Tuvo ella frío y casi casi miedo a la sombra de un confesonario en que se apoyaba. Se levantó y salió de la catedral, que empezaba a dormirse.
El órgano se había callado como un borracho que duerme después de alborotar el mundo. Las luces se apagaban...
En el pórtico encontró Ana al Magistral.
Don Fermín estaba pálido; lo vio ella a la luz de una cerilla que encendieron por allí. Cuando volvió la obscuridad, De Pas se acercó a la Regenta y con una voz dulce en que había quejas le preguntó:
-¿Se ha divertido usted en misa?
-¡Divertirme en misa!
-Quiero decir... si le ha gustado... lo que tocan... lo que cantan...
Notó Ana que su confesor no sabía lo que decía.
En aquel momento salían del pórtico; en la calle había algunos grupos de rezagados. Había que separarse.
-¡Buenas noches, buenas noches! -dijo el Magistral con tono de mal humor, casi con ira.
Y embozándose sin decir más, tomó a paso largo el camino de su casa.
Ana sintió deseos de seguirle:
ella no sabía por qué pero le tenía enfadado:
¿qué había hecho ella? Pensar, pensar en el enemigo, gozar
con recuerdos vitandos... pero... de todo eso ¿cómo podía
tener don Fermín noticia?... ¡Y se había marchado
así! Una profunda lástima y una gratitud que parecía amor
invadieron el ánimo de Ana en aquel instante... «¡Oh!
¿por qué ella no podía
Petra, mientras hablaron el Magistral y Ana, se había separado discretamente dos pasos. Al ver al Provisor escapar y embozarse con tanto garbo, pensó la criada:
«Están de monos» y sonrió.
La Regenta tomó el camino de la
Plaza Nueva. Iba andando medio dormida; estaba como embriagada de sueño
y música y fantasía... Sin saber cómo se encontró
en el portal de su casa pensando en el Niño Jesús, en su cuna, en
el portal de Belén. Ella se figuraba la escena como la representaba un
Cuando se quedó sola en su tocador, se puso a despeinarse frente al espejo; suelto el cabello, cayó sobre la espalda.
«Era verdad, ella se parecía a la Virgen: a la Virgen de la Silla... pero le faltaba el niño»; y cruzada de brazos se estuvo contemplando algunos segundos.
A veces tenía miedo de volverse
loca. La piedad huía de repente, y la dominaba una pereza invencible de
buscar el remedio para aquella sequedad del alma en
«Creía que había
muerto aquella Ana que iba y venía de la desesperación a la
esperanza, de la rebeldía a la resignación, y no había
tal; estaba allí, dentro de ella; sojuzgada, sí, perseguida,
arrinconada, pero no muerta. Como San Juan Degollado daba voces desde la
cisterna en que Herodías le guardaba, la Regenta rebelde, la pecadora de
pensamiento, gritaba desde el fondo de las entrañas, y sus gritos se
oían por todo el cerebro. Aquella Ana prohibida era una especie de tenia
que se comía todos los buenos propósitos de Ana la devota, la
»¡El Niño Jesús! ¡Qué dulce emoción despertaba aquella imagen! ¿Pero por qué había servido el evocarla para dar tormento al cerebro? La necesidad del amor maternal se despertaba en aquella hora de vigilia con una vaguedad tierna, anhelante».
Ana se vio en su tocador en una soledad que la asustaba y daba frío... ¡Un hijo, un hijo hubiera puesto fin a tanta angustia, en todas aquellas luchas de su espíritu ocioso, que buscaba fuera del centro natural de la vida, fuera del hogar, pábulo para el afán de amor, objeto para la sed de sacrificios!...
Sin saber lo que hacía, Ana salió de sus habitaciones, atravesó el estrado, a obscuras, como solía, dejó atrás un pasillo, el comedor, la galería... y sin ruido, llegó a la puerta de la alcoba de Quintanar. No estaba bien cerrada aquella puerta y por un intersticio vio Ana claridad. No dormía su marido. Se oía un rum rum de palabras.
«¿Con quién habla ese hombre?». Acercó la Regenta el rostro a la raya de luz y vio a don Víctor sentado en su lecho; de medio cuerpo abajo le cubría la ropa de la cama, y la parte del torso que quedaba fuera abrigábala una chaqueta de franela roja; no usaba gorro de dormir don Víctor por una superstición respetable; él incapaz de sospechar de su Ana la falta más leve, huía de los gorros de noche por una preocupación literaria. Decía que el gorro de dormir era una punta que atraía los atributos de la infidelidad conyugal. Pero aquella noche había tenido frío, y a falta de gorro de algodón o de hilo, se había cubierto con el que usaba de día, aquel gorro verde con larga borla de oro. Ana vio y oyó que en aquel traje grotesco Quintanar leía en voz alta, a la luz de un candelabro elástico clavado en la pared.
Pero hacía más que leer,
declamaba; y, con cierto miedo de que su marido se hubiera vuelto loco, pudo
ver la Regenta que don Víctor, entusiasmado, levantaba un brazo cuya
mano oprimía temblorosa el puño de una espada muy larga, de
soberbios gavilanes retorcidos. Y
Admitida la situación en que se creía Quintanar, era muy noble y verosímil acción la de azotar el aire con el limpio acero. Se trataba de defender en hermosos versos del siglo diez y siete a una señora que un su hermano quería descubrir y matar, y don Víctor juraba en quintillas que antes le harían a él tajadas que consentir, siendo como era caballero, atrocidad semejante.
Pero como la Regenta no estaba en
antecedentes sintió el alma en los pies al considerar que aquel hombre
con gorro y chaqueta de franela que repartía mandobles
Iba la Regenta al cuarto de su marido con ánimo de conversar, si estaba despierto, de hablarle de la misa del gallo, sentada a su lado, sobre el lecho. Quería la infeliz desechar las ideas que la volvían loca, aquellas emociones contradictorias de la piedad exaltada, y de la carne rebelde y desabrida; quería palabras dulces, intimidad cordial, el calor de la familia... algo más, aunque la avergonzaba vagamente el quererlo, quería... no sabía qué... a que tenía derecho... y encontraba a su marido declamando de medio cuerpo arriba, como muñeco de resortes que salta en una caja de sorpresa... La ola de la indignación subió al rostro de la Regenta y lo cubrió de llamas rojas. Dio un paso atrás Anita, decidiendo no entrar en el teatro de su marido... pero su falda meneó algo en el suelo, porque don Víctor gritó asustado:
-¡Quién anda ahí!
No respondió Ana.
-¿Quién anda ahí? -repitió exaltado don Víctor, que se había asustado un poco a sí mismo con aquellos versos fanfarrones.
Y algo más tranquilo, dijo a poco:
-¡Petra! ¡Petra! ¿Eres tú, Petra?
Una sospecha cruzó por la imaginación de Ana; unos celos grotescos, tal los reputó, se le aparecieron casi como una forma de la tentación que la perseguía.
«¿Si aquel hombre sería amante de su criada?».
-«¡Anselmo! ¡Anselmo!» -añadió don Víctor en el mismo tono suave y familiar.
Y Ana se retiró de puntillas, avergonzada de muchas cosas, de sus sospechas, de su vago deseo que ya se le antojaba ridículo, de su marido, de sí misma...
«¡Oh, qué ridículo viaje por salas y pasillos, a obscuras, a las dos de la madrugada, en busca de un imposible, de una grotesca farsa... de un absurdo cómico... pero tan amargo para ella!...». Y Ana, sin querer, como siempre, mientras iba a tientas por el salón, pero sin tropezar, pensaba: Y si ahora, por milagro, por milagro de amor, Álvaro se presentase aquí, en esta obscuridad, y me cogiese, y me abrazase por la cintura... y me dijera: tú eres mi amor...; yo infeliz, yo miserable, yo carne flaca, qué haría sino sucumbir... perder el sentido en sus brazos... «¡Sí, sucumbir!», gritó todo dentro de ella; y desvanecida, buscó a tientas el sofá de damasco y sobre él, tendida, medio desnuda, lloró, lloró sin saber cuánto tiempo.
Una campanada del reloj del comedor la
despertó de aquella somnolencia de fiebre; tembló de frío
y a tientas otra vez, el cabello por la espalda, la bata desceñida, y
abierta por el pecho, llegó Ana a su tocador; la luz de esperma que se
reflejaba en el espejo estaba próxima a extinguirse, se acababa... y Ana
se vio como un hermoso fantasma flotante en el fondo obscuro de alcoba que
tenía enfrente, en el cristal límpido. Sonrió a su imagen
con una amargura que le pareció diabólica... tuvo miedo de
sí misma... se refugió en la
Aquella misma mañana, a las ocho,
Ana, sola, pasaba por delante de la casa del Magistral. ¿A qué
había ido allí? Aquel no era camino de la catedral. Una vaga
esperanza de encontrar a don Fermín, de verle al balcón, de algo
que ella no podía precisar, le había hecho tomar por la calle de
los Canónigos. No topó con el suyo. Se dirigió a la
catedral y se sentó sobre la tarima que había en medio del
crucero, desde el coro a la capilla del Altar mayor. Apoyada la cabeza en la
valla dorada, fría como un carámbano, la Regenta estuvo oyendo
misa desde lejos, rezando oraciones que no terminaban y soñando
despierta hasta que concluyó el coro. Vio entrar en él a su
amigo, a su De Pas, a quien sonrió cariñosa, con la dulzura que a
él le entraba por las entrañas como si fuera fuego; el Magistral
no sonrió, pero su mirada fue intensa; duró muy poco, pero dijo
muchas cosas, acusó, se quejó, inquirió, perdonó,
agradeció... Y pasó don Fermín. Entró en el coro y
se fue a su rincón. Terminadas las horas canónicas, el Magistral
salió, se inclinó ante el Altar, se dirigió a la
sacristía, y a poco volvió a verle la Regenta, sin roquete,
muceta ni capa, con manteo y el sombrero en la mano. Otra vez se miraron.
El descrédito de don Fermín no había llegado al círculo de doña Petronila; allí nadie dudaba de la virtud del Provisor, nadie la discutía. Si alguno de los presentes, fuera de aquel salón venerable, se atrevía a calumniar a aquel santo, no se sabía, no se quería saber, pero en casa del gran Constantino nadie osaría poner en tela de juicio la santidad del Crisóstomo vetustense.
Por poco tiempo consiguieron verse solos
Ana y don Fermín. Fue en el gabinete de doña Petronila. Ella los
-Nada, nada... venía por unos papeles... Ya volveré...
Ana iba a llamarla: «no había secretos, ¿por qué se retiraba aquella señora?...» esto quería decirle, pero un gesto del Magistral la contuvo.
-Déjela usted -dijo De Pas con un tono imperioso que a la Regenta siempre le sonaba bien. Eso quería ella, que el Magistral mandase, dispusiera de ella y de sus actos.
Ana volvió hacia De Pas, que estaba cerca del balcón y le sonrió como poco antes en la catedral. Aquella sonrisa pedía perdón y bendecía.
Don Fermín estaba pálido, le temblaba la voz. Estaba más delgado que por el verano. En esto pensaba Anita.
-¡Estoy tan cansado! -dijo él y suspiró con mucha tristeza.
Ana se sentó a su lado, al verle dejarse caer en una butaca.
-¡Estoy tan solo!
-¿Cómo solo...? No entiendo.
-Mi madre me adora, ya lo sé... pero no es como yo; ella procura mi bien por un camino... que yo no quiero seguir ya... usted sabe todo esto, Ana.
-Pero... ¿por qué está usted solo? y... ¿los demás?
-Los demás... no son mi madre. No son nada mío. ¿Qué tiene usted, Ana? ¿se pone usted mala? ¿qué es esto? llamaré...
-No, no, de ningún modo... Un escalofrío... un temblor... ya pasó... esto no es nada.
-¿Tendrá usted un ataque?
-No... el ataque se presenta con otros
síntomas...
Callaron.
De Pas vio que Ana contenía el llanto que quería saltar a la cara.
-¿Qué sucede aquí? yo necesito saberlo todo, tengo derecho... creo que tengo derecho...
-Sí, todo, todo lo sabrá usted... pero aquí no, en la Iglesia... Mañana... temprano...
-¡No, no, esta tarde!...
El Magistral se puso de pie. Sin que lo viese ella, que tenía escondida la cabeza entre las manos, levantó los brazos y llevó los puños crispados a los ojos. Dio dos vueltas por el gabinete. Volvió a paso largo al lado de la Regenta que seguía de rodillas, sollozando y ahogando el llanto para que no sonase.
-Ahora, Ana, ahora es mejor... aquí... aún hay tiempo...
-Aquí no, no... Ya es hora... va usted a llegar tarde...
-Pero ¿qué es esto... qué pasa? por caridad... señora... por compasión, Ana... no ve usted que tiemblo como una vara verde... Yo no soy un juguete... ¿Qué pasa... qué debo temer...? Ayer ese hombre estaba borracho... él y otros pasaron delante de mi casa... a las tres de la madrugada... Orgaz le llamaba a gritos: «¡Álvaro! ¡Álvaro! aquí vive... tu rival... eso decía, tu rival...» ¡la calumnia ha llegado hasta ahí!...
Ana miró espantada al Provisor... Parecía que no comprendía sus palabras...
-Sí, señora, les pesa de nuestra amistad, y quieren separarnos, y así podrán conseguirlo... echan lodo en medio... y se acabó...
Era la primera vez que el Magistral
hablaba así. Jamás se habían acordado en sus
conversaciones de aquel peligro, de aquella calumnia; él pensaba en
ella, pero no convenía a sus planes decir a la Regenta: yo soy hombre,
tú eres mujer, el mundo juzga con la malicia... Pero ahora, sin poder
contenerse, había dicho:
«Sí, sí, él también era hombre, podía ser rival, ¿por qué no?». No se conocía; se paseaba por el gabinete como una fiera en la jaula; comprendía que en aquel momento diría todo lo que le sugiriese la pasión exaltada, el amor propio herido... Después le pesaría de haber hablado... pero no importaba, ahora quería desahogar. «¡Ay! no era el Fermín de antaño».
Ana se levantó, esperó a que el Magistral llegase en sus paseos al extremo del gabinete y dijo:
-No me ha comprendido usted... Yo soy la que está sola... usted es el ingrato... Su madre le querrá más que yo... pero no le debe tanto como yo... Yo he jurado a Dios morir por usted si hacía falta... El mundo entero le calumnia, le persigue... y yo aborrezco al mundo entero y me arrojo a los pies de usted a contarle mis secretos más hondos... No sabía qué sacrificio podría hacer por usted... Ahora ya lo sé... Usted me lo ha descubierto... Hablan de mi honra... ¡miserables! yo no sospechaba que se pudiera hablar de eso... pero bueno, que hablen... yo no quiero separarme del mártir que persiguen con calumnias como a pedradas... Quiero que las piedras que le hieran a usted me hieran a mí... yo he de estar a sus pies hasta la muerte... ¡Ya sé para qué sirvo yo! ¡Ya sé para qué nací yo! Para esto... Para estar a los pies del mártir que matan a calumnias...
-¡Silencio! Silencio, Anita... que vuelve esa señora...
El Magistral, que ahora estaba rojo, y tenía los pómulos como brasas, se acercó a la Regenta, le oprimió las manos y dijo ronco, estrangulado por la pasión:
-¡Ana, Ana!... Sin falta esta tarde... Y ahora a la catedral... junto al altar de la Concepción... en frente del púlpito...
-Hasta la tarde; pero vaya usted tranquilo... casi todo lo que tenía que decir... está dicho...
-¡Pero ese hombre!...
-De ese hombre... nada.
La voz de doña Petronila se había oído cuando el Magistral avisó que llegaba. Hablaba desde lejos la señora de Rianzares, que decía:
-Allá va, allá va el señor Magistral, está en mi gabinete solo, repasando su sermón sin duda...
Y entró cuando Ana se volvía un poco para ocultar a su amigo la confusión que él hubiera leído en el rostro de ella, a no haber tenido que atender a doña Petronila que gritaba:
-Vamos, listo, listo... que le esperan... que creo que ha empezado la misa...
El Magistral desapareció por la puerta de la alcoba, por donde había entrado el ama de la casa.
Miró el gran Constantino a la Regenta y tomándole la cabeza con ambas manos la besó con estrépito en la frente; y después dijo:
-¡Pero qué hermosísima está hoy esta rosa de Jericó!
-¡A la catedral, a la catedral! -gritaron los del salón.
Y llegaron Ana y el obispo-madre al trascoro al mismo tiempo que De Pas subía con majestuoso paso al púlpito, donde Ripamilán cantara al comenzar el día el Evangelio de San Lucas.
Buscaron sitio al pie del altar de la Concepción.
-Desde aquí se ve perfectamente -dijo doña Petronila.
E inclinándose hacia Ana, añadió en voz baja y melosa:
-¡Mírele usted, está
hoy lo que se llama hermosísimo ese apóstol de los gentiles!
¡Qué roquete! Parece de espuma...
-Pero, ¿y si él se empeña en que vaya?
-Es muy débil... si insistimos, cederá.
-¿Y si no cede, si se obstina?
-Pero, ¿por qué?
-Porque... es así. No sé quién se lo ha metido por la cabeza, dice que le pongo en ridículo si no voy... Y nos alude... habla del que tiene la culpa de esto... dice que él no es amo de su casa, que se la gobiernan desde fuera... Y después, que la Marquesa está ya algo fría con nosotros por causa de tantos desaires... ¡qué sé yo!
-Bien, pues si todavía se obstina... entonces... tendremos que ir a ese baile dichoso. No hay que enfadarle. Al fin es quien es. Y el otro ¿anda con él? ¿Tan amigotes siempre?
-Ya se sabe que a casa no le lleva...
-¿Y es de etiqueta el baile?
-Creo... que sí...
-¿Hay que ir escotada?
-Ps... no. Aquí la etiqueta es
para los hombres. Ellas van como quieren; algunas completamente
-Nosotros iremos...
-Sí, es claro... ¿Cuándo toca la catedral? ¿pasado? pues pasado iré a la capilla con el vestido que he de llevar al baile.
-¿Cómo puede ser eso?...
-Siendo... son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo se separa de la falda... y como pienso ir obscura... puedo llevar el cuerpo a confesar... y veremos el cuello al levantar la mantilla. Y quedaremos satisfechos.
-Así lo espero.
Don Fermín quedó
satisfecho del vestido, aunque no de que
Y la Regenta fue al baile del Casino, porque como ella esperaba, don Víctor se empeñó «en que se fuera, y se fue».
Aquel acto de energía, verdaderamente extraordinario, le hacía pensar al ex-regente, mientras subían la escalera del caserón negruzco del Casino, que él, don Víctor, hubiera sido un regular dictador. «Le faltaba un teatro, pero no carácter. Que lo dijera su mujer, que mal de su grado subía colgada de su brazo, hermosísima, casi contenta, pese a todos los confesores del mundo. Ya no estábamos en el Paraguay: ¡A él jesuitas!».
Era lunes de Carnaval. El día
anterior, el domingo se había discutido con mucho calor en el Casino si
la sociedad abriría o no abriría sus salones aquel año.
Era costumbre inveterada que aquel
-¿Por qué no ha de ser este año como los demás? -preguntaba Ronzal, que acababa de hacerse un frac en Madrid.
-Porque este año el Carnaval está muy desanimado por culpa de los Misioneros, por eso -respondía Foja, a quien había metido en la Junta directiva don Álvaro.
-La verdad es -dijo el presidente,
Mesía- que nos exponemos a un desaire. La mayor parte de las
señoritas
-¡Qué horror! -exclamó don Víctor, que estaba presente, aunque no era de la Junta. (Pero por no separarse de Mesía.)
-Sí, señor, cilicios -corroboró Foja-. Amigo, el Magistral no puede tanto. No ha conseguido que sus hijas de confesión usen cilicios y otras invenciones diabólicas.
-Porque tampoco se lo ha propuesto -contestó Ronzal.
Don Álvaro observó que Quintanar se ponía colorado. Le había sabido mal la alusión de Foja. «Sí, aludía a su mujer al hablar del Magistral; con él iba la pulla».
-Lo cierto es -continuó el
ex-alcalde- que nos exponemos a un desaire, como dice muy bien el presidente.
La flor y nata de la
-A mí se me ocurre una cosa -dijo
Mesía-. Exploremos el terreno. Hagamos que los socios que tienen
relaciones con las familias distinguidas se enteren de
-¡Magnífico! ¡Magnífico!
-Pues nada, a trabajar, a trabajar.
Cada cual ofreció traer a quien pudiera.
Don Víctor, a quien otra pulla de Foja había picado mucho, no pudo menos de decir:
-Yo, señores... respondo de traer a mi mujer. Esa no baila pero hace bulto.
-¡Oh, gran adquisición! -dijo un socio-; si doña Ana viene, será un gran ejemplo, porque ella, hace tanto tiempo retirada... ¡oh! será un gran ejemplo.
-Efectivamente. Que se corra que viene la Regenta y se llenará esto con lo mejorcito.
-Señor Quintanar -dijo el ex-alcalde- se le declara a usted benemérito del Casino... si consigue traer a su señora la Regenta.
-Pues sí señor ¡que vendrá!... En mi casa, señor Foja, una ligera insinuación mía es un decreto sancionado...
Y don Víctor se fue a casa maldiciendo de la hora en que se le había ocurrido asistir a la Junta.
«¿Por qué habría ofrecido él lo que no había de cumplir?».
«Sin embargo, la palabra era palabra».
Tiempo hacía que Quintanar no
leía a Kempis, ni pensaba ya en el infierno con horror. De su piedad
pasajera sólo le quedaba la convicción de que son necesarias las
buenas obras además de la fe para salvarse, y la costumbre de
persignarse al levantarse, al salir de casa, al dormir, etc., etc. Había
vuelto a Calderón y Lope con más entusiasmo que nunca. Se
encerraba en
Pero si la propia religiosidad había volado, o se había escondido en pliegues recónditos del alma, donde él no la encontraba, don Víctor respetaba la piedad ajena.
«No obstante, se decía a sí mismo, animándose al ataque, mi mujer ya no va para santa; respeto como antes su piedad, pero ya no me da miedo; ya es una devota como otras muchas, va y viene, y no se detiene; la novena, la misa, la cofradía, la visita al Santísimo... pero ya no tenemos aquellas encerronas con que a mí me asustaba, como si tuviéramos un para-rayos en casa. Ea, pues, me atrevo, se lo digo...».
Y se lo dijo. Se lo dijo cuando acababan de comer. Con gran sorpresa del enérgico marido «que no quería que su casa fuese un nuevo Paraguay» (alusión que no entendió Ana), la esposa no resistió tanto como él esperaba; se rindió pronto. Pero él lo achacó a la propia energía. «Comprende que yo no he de ceder y no se obstina».
Cuando Ana consultó con el
Magistral en casa de doña Petronila, ya tenía dado su
consentimiento. Pero pensaba retirarlo si el canónigo decía
Todo se arregló, menos la
conciencia de Ana que siguió intranquila. «¿Por qué
había dicho que sí después de una débil
resistencia? ¿A qué iba ella al baile? Por obedecer a su marido,
es claro; pero ¿por qué estaba
No lo sabía; no quería saberlo. No quería atormentarse más.
«El baile y ella
¿qué tenían que ver? ¿qué le importaba a
ella, a la
Así pensaba mientras se dejaba peinar por su doncella y con las propias manos sujetaba la cruz de diamantes sobre el fondo blanco de aquel ángulo de carne que el cuerpo subido del vestido obscuro dejaba ver.
Ronzal, de la comisión que recibía a las señoras, se apresuró, en cuanto asomaron los de Quintanar en el vestíbulo, a ofrecer a la Regenta su brazo. ¿Cuál? «el derecho, sin duda el derecho pensó». Grande fue su pena al notar que Paco Vegallana ofrecía a Olvido Páez que entraba al mismo tiempo, no el brazo derecho, sino el izquierdo. De todos modos entró en el salón triunfante con su pareja... de un minuto. Tuvo tiempo suficiente, sin embargo, para participar del triunfo de Ana. Las conversaciones se suspendieron, las miradas se clavaron en la hija de la italiana. Hubo un rumor de asombro:
-¡La Regenta!
-¡La Regenta!
-¡Quién lo diría!
-¡Pobre Magistral!
-¡Y qué hermosa!
-¡Pero qué sencilla!...
Esta exclamación fue de Obdulia.
-¡Qué sencilla, pero qué hermosa!...
-La virgen de la Silla...
-La Venus del Nilo, como dice Trabuco.
Esto lo dijo Joaquín Orgaz.
El círculo de la nobleza se
abrió para acoger en su seno a la
La marquesa de Vegallana, todavía de azul eléctrico, se levantó de su silla de raso carmesí con respaldo de nogal, y abrazó sin que pareciera mal, a su querida Anita.
-Hija, gracias a Dios, creía que era el desaire ciento uno.
La Marquesa también había
puesto empeño en que Ana asistiera al baile y a la cena, «que
tendría la
-¡Pero qué divina, Ana,
pero qué divina! -le decía a la Regenta cara a cara, y con voz
gangosa, la hija mayor del Barón, Rudesinda, que según don
Saturnino Bermúdez, era una
Por lo demás, a ella y a sus dos
hermanas, las llamaban los plebeyos «Las tres desgracias», y a su
señor padre, barón de la Barcaza, el barón de la
Solía esta familia, digna de
mejores rentas, pasar gran parte del año en Madrid, y las
Ana se sentó al lado de la marquesa de Vegallana, única persona que le era simpática entre todas las del corro. Entonces anunciaba la orquesta un rigodón.
Y no fue vana su amenaza; a los dos minutos aquellos violines y violas, clarinetes y flautas, a quienes acompañaba en su laboriosa gestación armónica un plano de Erard, comenzaron a llenar el aire con sus acordes, como se prometía decir en
Después del rigodón vino
un wals. Ronzal se retiró a fumar un cigarro de papel. Él no
bailaba wals, no había podido aprender nunca. Todas las puertas del
salón estaban atestadas de socios... que no tenían frac. Un frac
en Vetusta suponía
Y como el baile era de etiqueta, la
más florida juventud se quedaba a la puerta. Unos fingían
desdeñar el ridículo placer de dar vueltas por allí como
una peonza...
Saturnino Bermúdez, que tenía frac, y clac y todo lo necesario, llegó un poco tarde al salón. Se detuvo en una puerta... y... tembló. No podía remediarlo... La emoción de entrar en los salones en día solemne era para él semejante a la de echarse al agua. Y en efecto, cualquier observador hubiera dicho que aquel hombre creía estar en aquel umbral a la orilla del Océano. Contestaba Saturno con sonrisas muy corteses a las bromas de los envidiosos sin frac que le decían:
-¡Vamos, hombre, láncese usted... valor!
-Ya... ya... voy... no si... ya voy...
Y sujetó bien los guantes, y se
arregló el lazo de la corbata, y se aseguró de que el
pañuelo estaba en su sitio, y... también pasó dos dedos
por la tirilla de la camisola. Por último... a la una, a las dos... (a
las dos se
Ana al principio tenía sueño. Eran las doce. No pensaba más que en lo que pasaba ante sus ojos. No quería reflexionar. Al entrar en el Casino se había dicho: «¿Se acercará don Álvaro a saludarme?». Y había sentido miedo y estuvo tentada a fingirse enferma para volver a casa. Pero aquella idea pasó. Álvaro no acababa de parecer por allí. La Marquesa hablaba como una cotorra. Anita contestaba con sonrisas... De pronto apareció Visitación la del Banco, que vestía un traje de organdí con flores de trapo por arriba y por abajo. El escote era exagerado.
-Chica, vienes escandalosa -le dijo la Marquesa, mientras le mordía la cara al besarla, para apagar así la risa.
Visita miró como pudo hacia donde había mirado doña Rufina, y contestó sin turbarse:
-¡Bah, no me parece! Pero no
sería extraño, porque ni tiempo he tenido para mirarme al
espejo... ¡Aquellos demonios de hijos! ¡Su padre que no tiene
energía, que no sabe engañarlos!... no me los podía quitar
de encima.
Y al decir esto estaba ya la del Banco con los brazos abiertos frente a la Regenta, y chocaban las rodillas de una dama con las de la otra.
La que estaba de pie inclinaba el cuerpo hacia atrás.
Media hora después, Visita, un poco escondida detrás del cortinaje de un balcón, refería una historia a la Regenta, que la oía atenta, vuelta hacia el rincón de su amiga.
El baile se animaba, la maledicencia y
los recelos ridículos de la etiqueta fría e irracional de nobles
y plebeyos codeándose, dejaban el puesto a otros vicios y pasiones.
Ronzal ya no parecía a la de Páez un
Ana, a las dos de la mañana se
levantó de su silla por vez primera y consintió en dar una vuelta
por el
«Cuando Álvaro me lo contó todo, había dicho Visita, le pregunté, porque ya sabes que nos tratamos con mucha confianza, pues bien, le pregunté:
«Pero, chico, ¿cómo diablos dejaste a esa mujer siendo tan hermosa, influyente... y tan lista como dices? ¿Por qué no seguirla a Madrid?
Y Álvaro me contestó muy triste, ya sabes qué cara pone cuando habla así, me contestó:
«Pche... para amoríos basta
el verano. El invierno es para el amor verdadero. Además, la ministra,
como tú la llamas, a pesar de todos sus encantos no consiguió lo
que yo quería... hacerme olvidar... lo que no te importa. Y
después de suspirar como tú sabes que él suspira,
añadió Álvaro: ¿Dejar a Vetusta? Ay, no, eso no...
Y chica, palabra de honor, le dio un temblorcico así como un
escalofrío... Ya ves, dijo luego, queriendo sonreír, me
ofrecían un distrito, un distrito de cunero,
Esto era lo más sustancial de las confidencias de Visita. Ana saludaba a diestro y siniestro, hablaba con muchos amigos, pero no pensaba más que en aquella confesión de don Álvaro. «De que era verosímil respondía el efecto que su presencia, la de Ana, había producido aquella noche en el Casino... Ahora, ahora mismo, mientras se paseaba, llegaba a sus oídos el rumor dulce, más dulce que todos los rumores, de la alabanza contenida, de la admiración estupefacta... de la galantería sincera y discreta... ¿Por qué don Álvaro no había de estar tan enamorado como la historia de Visita daba a entender?».
-Oye, tú -dijo la del Banco, volviéndose de repente a la Regenta- ¿quién será esa cadena?
-¿Qué cadena? -preguntó con voz temblorosa Anita.
-Bah, la que sujeta a Mesía, la mujer que le tiene enamorado de veras. ¡Ah, infame! quien tal hizo que tal pague... Pero ¿quién será?
-Qué... sé yo...
-¿Te atreverías tú a preguntárselo?
-Dios me libre.
-Debe de ser casada...
-¡Jesús!
-Mira, esta noche le voy a sentar junto a ti, a ver, si después de la cena se atreve a decírtelo... Pregúntaselo tú misma...
-¡Visitación! tú estás loca...
-Ja, ja, ja... ahí le tienes... ahí le tienes... Ya me contarás...
La de Olías de Cuervo soltó el brazo de Ana y desapareció entre los grupos que dificultaban el tránsito por el salón estrecho.
La Regenta vio enfrente de sí a don Álvaro, del brazo de Quintanar, su inseparable amigo.
El frac, la corbata, la pechera, el chaleco, el pantalón, el clac de Mesía, no se parecían a las prendas análogas de los demás. Ana vio esto sin querer, sin pensar apenas en ello, pero fue lo primero que vio. Se le figuraban ya todos los caballeros que andaban por allí, don Víctor inclusive, criados vestidos de etiqueta; todos eran camareros, el único señor Mesía. De todas maneras estaba bien don Álvaro; de frac era como mejor estaba. En todas partes parecía hermoso, dominaba a todos con su arrogante figura; allí, en el baile, debajo de aquella araña de cristal, que casi tocaba con la cabeza, era más elegante, más bizarro, más airoso que en cualquier otro sitio. El baile animado, ardiendo de voluptuosidad fuerte y disimulada, era el cuadro propio para servir de fondo a la figura que ella, la pobre Ana, había visto tantas veces en sueños.
Todo esto pasó por el cerebro de la Regenta mientras Mesía, sin ocultar la emoción que le ponía pálido, se inclinaba con gracia, y alargaba tímidamente una mano.
Antes que ella quisiera, Ana
sintió sus dedos entre los del enemigo tentador... debajo de la piel
fina del guante la sensación fue más suave, más corrosiva.
Ana la sintió llegar como una corriente fría y vibrante a sus
entrañas, más abajo del pecho. Le zumbaron los oídos, el
baile se transformó de repente para ella en una fiesta nueva,
desconocida, de irresistible belleza, de diabólica seducción.
Temió perder el sentido... y sin saber cómo,
«¿A dónde la llevaban?». A cenar.
-A cenar, hija mía -le dijo al oído Quintanar-. ¡Y por Dios, Anita, que no se te ocurra negarte... sería un desaire!...
La Marquesa de Vegallana y su tertulia,
más la del barón de la Barcaza y Pepe Ronzal cenaron en el
gabinete de lectura. Todo fue cosa de Trabuco. Convídesele, había
dicho Mesía y la vanidad satisfecha le inspirará maravillas. En
efecto Ronzal, abusando de su cargo en la Junta directiva, acaparó lo
mejor del restaurant, tomó por asalto el gabinete de lectura,
quitó periódicos de la mesa y puso manteles, cerró con
llave la puerta, hizo que entrara el servicio por una de escape que estaba
cerca del armario de libros, y allí pudo cenar la flor y nata de la
nobleza vetustense con sus paniaguados y amigos de confianza. Obdulia se
encargó desde el primer momento de premiar el celo y la actividad de
Trabuco, que estaba loco de contento.
Ana se encontró sentada entre la Marquesa y don Álvaro. Enfrente don Víctor, un poco alegre, fingía enamorar a Visitación y recitaba versos de sus poetas adorados y repetía hasta parecer un martillo:
¿Qué delito cometí para odiarme, ingrata fiera? quiera Dios... pero no quiera que te quiero más que a mí.
-Por Dios y por las once mil... cállese usted, Quintanar -decía la Marquesa.
Pero el otro continuaba, siempre declamando para su Visitación:
En fin, señora, me veo sin mí, sin Dios y sin vos, sin vos porque no os poseo...
Y Visitación le tapaba la boca con las manos.
-¡Escandaloso, escandaloso! gritaba.
Las de la Deuda Flotante sonreían y se miraban como diciéndose: -¡Buena sociedad la de la Marquesa!
El Marqués le decía en tanto al barón:
-¡Como estamos en confianza!...
-¡Oh, perfectamente, perfectamente!
Y buscaba el de la Barcaza una silla junto a una jamona aristócrata que estaba sola.
Paco tenía otra vez en Vetusta a su prima Edelmira y «le hacía el amor por todo lo alto», aunque a su madre no le gustaba, porque era feo engañar a una prima.
Joaquín Orgaz había
prometido cantar
La cena era breve pero buena, platos fuertes, buen Burdeos, buena champaña; en fin, como decía el Marqués, primero mar y pimienta, después fantasía y alcohol.
Todos, las baronesas inclusive, se
reían de los plebeyos que allá fuera seguían bailando y
tenían que contentarse
De vez en cuando daban golpes en la puerta por fuera.
-¿Quién está ahí? -gritaba Ronzal con su alabada energía.
-Mi abrigo... café con leche... tengo ahí dentro mi abrigo...
-Ja, ja, ja... -contestaban los de dentro.
-¡Está esto que arde! -le decía Joaquín Orgaz a una niña del barón, que sonreía y miraba al techo.
«Sí ardía aquello, pero sin faltar a las reglas del buen tono vetustense», decía el Marqués al Barón, que estaba ya como un tomate y cada vez más cerca de la jamona.
La Marquesa tenía sueño, pero así y todo le gustaba la broma.
-Así debiera ser siempre -le decía a Saturnino que estaba decidido a emborracharse para no desentonar.
-Este poblachón se va poniendo lo más soso. ¿Verdad, pollo?
-So... sí... si... mo... -Saturno bebió una copa de champaña acto continuo. Lo de pollo le había halagado.
A la Marquesa se le ocurrió el
disparate, tal vez sugerido por las nieblas del sueño, de mirar muy
fijamente a Bermúdez, y ponerle unos ojos que ella sabía que
-¿Por qué no se casa usted? -preguntó doña Rufina seria y melancólica, al parecer.
Bermúdez sostuvo la mirada de la
ilustre dama y olvidó por un momento los cincuenta años de la
Marquesa. Suspiró... y en seguida se le subió la champaña
a las narices, tosió, se puso casi negro, medio asfixiado y
Cuando Saturnino volvió en sí, la de Vegallana tenía los ojos cerrados y sólo los abría de tarde en tarde para mirar a la Regenta y a Mesía.
¡El idilio senil con que soñó un instante Bermúdez se había deshecho... y eso que él ya se había acordado de Ninon de Lenclós para justificar a los ojos del mundo unas relaciones con doña Rufina!
En tanto don Álvaro le estaba refiriendo a Ana la misma historia que ella había oído ya a Visita, aunque en forma muy distinta.
No había podido la Regenta resistir a la tentación de preguntarle si se había divertido mucho aquel verano...
Mesía vio el cielo abierto en aquella pregunta.
Supo
El ruido, las luces, la algazara, la
comida excitante, el vino, el café... el ambiente, todo
contribuía a embotar la voluntad, a despertar la pereza y los instintos
de voluptuosidad... Ana se creía próxima a una asfixia moral...
Encontraba a su pesar una delicia intensa en todos aquellos vulgares placeres,
en aquella seducción de una cena en un baile, que para los demás
era ya goce gastado... Sentía ella más que todos juntos los
efectos de aquella atmósfera envenenada de lascivia romántica y
señoril, y ella era la que tenía allí que luchar contra la
tentación. Había en todos sus sentidos la irritabilidad y la
delicadeza de la piel nueva para el tacto. Todo le llegaba a las
entrañas, todo era nuevo para ella. En el
-¡Qué colorada está Anita! -le decía Paco a Visitación por lo bajo.
-Claro, de un lado la pone así la proximidad de Álvaro.
-¿Y del otro?
-Del otro la ponen así... las majaderías de su esposo que me está dando jaqueca.
En efecto, estaba inaguantable don Víctor con sus versos, por buenos que fueran.
Álvaro, en cuanto vio a la
Regenta en el salón, sintió lo que él llamaba la
corazonada.
Nunca había desistido de conquistar aquella plaza.
¡No faltaba más! Pero
comprendiendo que mientras reinase en el corazón de Ana lo que él
llamaba el misticismo erótico (era tan grosero como todo esto al pensar)
no podría adelantar un paso, se había retirado, había
levantado el campo hasta mejor ocasión. Además, esperaba que la
ausencia, la indiferencia fingida y la historia de sus amores con la
«Por supuesto, concluía, siempre y cuando que la fortaleza no se haya rendido al caudillo de la iglesia. Si el Magistral es aquí el amo... entonces no tengo que esperar nada... y además, ya no vale tanto la victoria».
«Sin buscar él la
ocasión, se la ofrecía aquella noche: le habían puesto a
la Regenta a su lado... la corazonada le decía que adelante... pues
adelante. Lo primero que
En su narración tuvo que alterar la verdad histórica, porque a la Regenta no se le podía hablar francamente de amores con una mujer casada («tan atrasada estaba aquella señora»), pero vino a dar a entender, como pudo, que él había despreciado la pasión de una mujer codiciada por muchos... porque... porque... para el hijo de su madre los amoríos ya no eran ni siquiera un pasatiempo, desde que el amor le había caído encima del alma como un castigo.
El rostro de la dama al decir Mesía aquello y otras cosas por el estilo, todas de novela perfumada, le dejó ver al gallo vetustense que el Magistral no era dueño del corazón de Anita. Pero como en la anatomía humana nos encontramos con muchos más órganos que el corazón, Mesía no se dio por satisfecho porque pensó: «Suponiendo que Ana esté enamorada de mí, necesito todavía saber si la carne flaca no me ha buscado un sucedáneo».
No, don Álvaro no se hacía ilusiones. A esta modestia material y grosera le obligaba su filosofía, que cada vez le parecía más firme.
Ana sintió que un pie de don
Álvaro rozaba el suyo y a veces lo apretaba. No recordaba en qué
momento había empezado aquel contacto; mas cuando puso en él la
atención sintió un miedo parecido al del ataque nervioso
más violento, pero mezclado con un placer material tan intenso, que no
lo recordaba igual en su vida. El miedo, el terror era como el de aquella noche
en que vio a Mesía pasar por la calle de la Traslacerca, junto a la
verja del parque; pero el placer era nuevo, nuevo en absoluto y tan fuerte, que
le ataba como con cadenas
Don Álvaro habló de amor disimuladamente, con una melancolía bonachona, familiar, con una pasión dulce, suave, insinuante... Recordó mil incidentes sin importancia ostensible que Ana recordaba también. Ella no hablaba pero oía. Los pies también seguían su diálogo; diálogo poético sin duda, a pesar de la piel de becerro, porque la intensidad de la sensación engrandecía la humildad prosaica del contacto.
Cuando Ana tuvo fuerza para separar todo su cuerpo de aquel placer del roce ligero con don Álvaro, otro peligro mayor se presentó en seguida: se oía a lo lejos la música del salón.
-¡A bailar, a bailar! -gritaron Paco, Edelmira, Obdulia y Ronzal.
Para Trabuco era el paraíso aquel baile que él llamó clandestino, allí, entre los mejores, lejos del vulgo de la clase media...
Se entreabrió la puerta para oír mejor la música, se separó la mesa hacia un rincón, y apretándose unas a otras las parejas, sin poder moverse del sitio que tomaban, se empezó aquel baile improvisado.
Don Víctor gritó:
-Ana ¡a bailar! Álvaro, cójala usted...
No, quería abdicar su dictadura el buen Quintanar; don Álvaro ofreció el brazo a la Regenta que buscó valor para negarse y no lo encontró.
Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en el aire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas dulces, temblaba en sus brazos.
Ana callaba, no veía, no
oía, no hacía más que sentir
El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesoro de belleza material que tenía en los brazos, pensaba... «¡Es mía! ¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía... Este es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer». ¡Ay sí, era un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita!
-¡Qué sosos van Álvaro y Ana! -decía Obdulia a Ronzal, su pareja.
En aquel instante Mesía notó que la cabeza de Ana caía sobre la limpia y tersa pechera que envidiaba Trabuco. Se detuvo el buen mozo, miró a la Regenta inclinando el rostro y vio que estaba desmayada. Tenía dos lágrimas en las mejillas pálidas, otras dos habían caído sobre la tela almidonada de la pechera. Alarma general. Se suspende el baile clandestino, don Víctor se aturde, ruega a su esposa que vuelva en sí... se busca agua, esencias... llega Somoza, pulsa a la dama, pide... un coche. Y se acuerda que Visita y Quintanar lleven a aquella señora a su casa, bien tapada, en la berlina de la Marquesa. Y así fue. En cuanto Ana volvió en sí, pidiendo mil perdones por haber turbado la fiesta, don Víctor, de muy mal humor, ya sin miedo, la llenó el cuerpo de pieles, la embozó, se despidió de la amable compañía y con la del Banco se llevó a la Regenta a la cama.
«¡El humo! ¡el calor,
la falta de costumbre, la polka después de cenar, las luces!...
Cualquier cosa, en fin,
A las seis de la madrugada, al despedirse Paco de Mesía con un apretón de manos, a la puerta del Casino, el Marquesito exclamó:
-¡Bravo! ¡Al fin! ¿Eh?
Mesía tardó en contestar; se abrochó su gabán entallado de color de ceniza, hasta el cuello; se apretó a la garganta un pañuelo de seda blanco, y al cabo dijo:
-Ps... Veremos.
Llegó a su casa, la fonda; llamó al sereno que tardó en venir; pero en vez de reñirle como solía, le dio dos palmadas en el hombro y una propina en plata.
-¡Qué contento viene el señorito!... ¿Del baile, eh?
-Señor Roque, del baile...
Y al acostarse,
-¡Lástima que la campaña me coja un poco viejo!...
Al día siguiente
El Magistral, que no había
dormido aquella noche, que esperaba noticias de Ana con fiebre de impaciencia,
dio media vuelta como un recluta; era la primera vez que el puñal de
Glocester, aquella lengua, le llegaba al corazón. Pálido,
temblorosa la barba hasta que la sujetó mordiendo el labio inferior, don
Fermín miró a su enemigo con asombro y con una expresión
de dolor que llenó de alegría el alma torcida del Arcediano.
Aquella mirada quería decir «venciste, ahora sí, ahora me
ha llegado a las entrañas el veneno». De Pas estaba pensando que
los miserables, por viles, débiles y necios que parezcan, tienen en su
maldad una grandeza formidable. «¡Aquel sapo, aquel pedazo de
sotana podrida, sabía
Sin disimular apenas, disimulando muy mal su dolor que era el más hondo, el más frío y sin consuelo que recordaba en su vida, salió De Pas de la sacristía, y anduvo por las naves de la catedral vacilante, sin saber encontrar la puerta. Ignoraba a dónde quería ir, le faltaba en absoluto la voluntad... y al notar que algunos fieles le observaban, se dejó caer de rodillas delante del altar de una capilla. Allí estuvo meditando lo que haría. ¿Ir a casa de la Regenta? Absurdo. Sobre todo tan temprano. Pero su soledad le horrorizaba... tenía miedo del aire libre, quería un refugio, todo era enemigo. «Su madre, su madre del alma». Salió del templo, corrió, entró en su casa. Doña Paula barría el comedor; un pañuelo de percal negro le ceñía la cabeza sobre la plata del pelo espeso y duro, como un turbante.
-¿Vienes del coro?
-Sí, señora.
Doña Paula siguió barriendo.
Don Fermín daba vueltas alrededor
de la mesa, alrededor de su madre. «Allí estaba el consuelo
único posible, allí el regazo en que llorar... allí la
única compasión verdadera, allí el único contagio
posible de la pena; aquel veneno que a él le mataba sólo
sería veneno, saliendo de él para su madre. El deseo de partir el
dolor le apretaba la garganta con angustias de muerte... Y no podía, no
podía hablar... Era una crueldad de su madre no adivinar los tormentos
del hijo. Doña Paula le miraba como los demás, como la gente con
que había tropezado
-¿Qué tienes, hombre? ¿qué haces aquí? te estoy llenando de polvo la ropa nueva...
Don Fermín salió del
comedor. Entró en el despacho. Teresina hacía la cama del
señorito. No le oyó entrar porque cantaba y la hoja del
jergón sacudida le llenaba de estrépito los oídos. El
señorito como huyendo, salió del despacho también.
Salió de casa. Llegó a la de doña Petronila Rianzares.
«La señora estaba en misa». Esperó paseando por la
sala, con las manos a la espalda unas veces, otras cruzadas sobre el vientre.
El gato pulcro y rollizo entró y saludó a su amigo con un conato
de quejido. Y se le enredó en los pies, haciendo eses con el cuerpo.
«Parecía que el gato sabía ya algo de aquella
traición». El sofá donde solía sentarse Ana
llamó al Magistral con la voz de los recuerdos. En un extremo del
asiento había un muelle algo flojo, la tela estaba arrugada; allí
se sentaba ella. De Pas se sentó en la butaca al lado de aquella tela
floja. Cerró los ojos, y una pereza de vivir que parecía
sueño o sopor le embargó el ánimo. Quería detener
el tiempo. Ya deseaba que tardase en volver doña Petronila: le asustaba
la actividad, tenía miedo de cualquier resolución; todo
sería peor. La muerte ya estaba en el alma. Los recuerdos lejanos
bullían en el cerebro, como preparándose a bailar la danza
macabra del delirio de la agonía. Sintió el olor de una rosa muy
grande que Ana oprimía contra los labios de su buen amigo, de su hermano
mayor; la música de las palabras se mezclaba con el aroma de la flor en
mística composición... «Ay, sí, amor, y buen amor
era todo aquello... Era
Salió al pasillo y gritó:
-¿Vino doña Petronila?
-Ahora llama, contestaron.
Entró la de Rianzares. Don Fermín le cortó el saludo en la boca.
-Ahora mismo hay que llamarla -dijo.
-¿A quién... a Ana?
-Sí, ahora mismo.
Don Fermín volvió a sus paseos. No quería conversación. La de Rianzares, sierva de aquel hombre, calló y entró en el gabinete.
Pasó media hora. Sonó la campanilla de la puerta. Ana vio al gran Constantino que abría.
-¿Qué pasa?
-Don Fermín... ahí en la sala...
-¡Ah!... me alegro.
Entró la Regenta y doña Petronila se fue hacia la cocina, al otro extremo de la casa. «Si llaman, que no estoy», dijo a la criada. Y pasó al oratorio que tenía cerca de su alcoba.
De Pas vio a la Regenta más hermosa que nunca: en los ojos traía fuego misterioso, en las mejillas el color del entusiasmo, de las conferencias íntimas, espirituales; una aureola de una gloria desconocida para él parecía rodear a aquella mujer que encerraba en el breve espacio de un contorno adorado todo lo que valía algo en la vida, el mundo entero, infinito, de la pasión única.
-¿Qué es esto? -dijo, ronco de repente, don Fermín, plantado, como con raíces, en medio de la sala.
-Lo que yo quería, que nos viéramos en seguida. Yo estoy loca, esta noche creí que me moría... ayer... hoy... no sé cuándo... Estoy loca...
Se ahogaba al hablar.
De Pas sintió una lástima que le pareció vergonzosa.
-Ya lo sé todo; no necesito historias...
-¿Qué es todo?
-Lo de ayer... lo de hoy... El baile, la cena; ¿qué es esto, Ana, qué es esto?...
-¡Qué baile! ¡qué cena! no es eso... Me emborracharon... qué sé yo... pero no es eso... Es que tengo miedo... aquí, Fermín, aquí, en la cabeza... ¡Tener lástima de mí! ¡Que tenga alguno lástima de mí! Yo no tengo madre... Yo estoy sola...
«Era verdad, no tenía madre
como él, estaba más sola que él». Entonces el amor
de don Fermín sintió la
-A ver, a ver, ¿qué ha sido? a mí me han dicho... pero qué ha sido... a ver... -decía la voz trémula y congojosa del Magistral.
Ana, entre sollozos, refirió lo
que podía referir de sus angustias, de sus miedos, de sus tormentos, de
aquellas horas de fiebre. «Después que se vio en su lecho, mil
espantosas imágenes la asaltaron entre los recuerdos confusos del
baile... Creyó que volvía a caer de repente en aquellos pozos
negros del delirio en que se sentía sumergida en las noches
lúgubres de su enfermedad... Después la idea del mal que
había hecho la había horrorizado...». Y Ana se
interrumpía al ver al Magistral quedarse lívido, y como
rectificando añadía, «el mal... es decir... el no haber
sido bastante buena...». La enfermedad había sido una
lección, una lección olvidada, y aquella mañana, al sentir
en el lecho la misma flaqueza, aquel desgajarse de las entrañas, que
parecían pulverizarse allá dentro, aquel desvanecerse la vida en
el delirio... la conciencia había visto, como a la luz de un fogonazo,
horrores de vergüenza, de castigo, el espejo de la propia miseria, el
reflejo del cieno triste que se lleva en el alma... y después... la
locura, sin duda la locura... un dudar de todo espantoso, repentino, obstinado,
doloroso. Dios, el mismo Dios ya no era para ella más que una idea fija,
una manía, algo que se movía en su cerebro royéndolo, como
un sonido de tic-tac, como el del insecto que late en las paredes y se llama el
-Oh sí, estuve loca
-seguía Anita espantada todavía- estuve loca una hora...
¿qué hora? un siglo... Ya no pedía más que salud,
reposo... la conciencia clara
Y los ojos de Ana fijos en el espanto, veían sobre la alfombra una imagen confusa del recuerdo formidable...
De Pas callaba. También él tuvo un momento la sensación fría del terror. La locura pasó por su imaginación como un mareo.
«¡Si se le volviera loca!». Una ola de púrpura inundó el rostro del clérigo. Primero había visto desvanecerse dentro de aquella cabeza de gracia musical lo que él amaba debajo de aquella hermosura, el alma de la Regenta, su pensamiento; después pensó en aquella hermosura exterior incólume, en la esperanza de saciar su amor sin miedo de testigos, solo, solo él con un cuerpo adorado...
-¡Salvarme, quiero salvarme! -gritó Ana de repente volviendo a la realidad-... quiero volver a nuestro verano, al verano dulce, tranquilo... sí, tranquilo al cabo; a nuestro hablar sin fin de Dios, del cielo, del alma enamorada de las ideas de arriba... sí, quiero que mi hermano me salve, que Teresa me ilumine, que el espejo de su vida no se obscurezca a mis ojos, que Dios me acaricie el alma... Fermín, esto es confesar... aquí... no importa el lugar; donde quiera... sí, confesar...
-Eso quiero yo, Ana; saber... saberlo todo. Yo también padezco, yo también creí morirme, aquí mismo... sentado ahí... donde otras veces hablábamos del cielo... y de nosotros. Ana, yo soy de carne y hueso también; yo también necesito un alma hermana, pero fiel, no traidora... Sí, creí que moría...
-¿Por mí, por culpa mía, verdad? ¿Morir por ser yo traidora, si mentía, si me manchaba?...
-Sí, sí... hay que decirlo todo... pronto...
-No, no.
-Sí... sí...
-No... si no digo eso... si lo diré todo... pero ¿qué es todo? Nada... Si... yo no fuí... si me llevaron a la fuerza... no, eso no. No sé cómo; no sé por qué cedí. Y allí... hay una mujer muy mala...
-No, no acusemos a los demás... Los hechos, quiero los hechos. Yo los diré; los sé yo.
-¿Pero qué?
-Ese hombre, Mesía; Ana... ¿qué pasó con ese hombre?...
Ana recogió sus fuerzas, atendió a la realidad, a lo que le preguntaban, con intensidad, luchando con el confesor, batiéndose por su interés que era ocultar lo más hondo de su pensamiento. «Al fin aquello no era el confesonario; además, era caridad mentir, callar a lo menos lo peor».
-Yo no le amo -fue lo primero que pudo decir después que consiguió dominarse. Ya no pensaba en su locura, pensaba en defender su secreto.
-Pero anoche... hoy... no sé a qué hora... ¿qué hubo?
-Bailé con él... Fue Quintanar... lo mandó Quintanar...
-¡Disculpas no, Ana! eso no es confesar.
Ana miró en torno... Aquello no
era la capilla, a Dios gracias. Este sofisma de hipócrita era en ella
candoroso. Estaba segura de que un
-Bailé con él porque quiso mi marido... Me hicieron beber... me sentí mal... estaba mareada... me desmayé... y me llevaron a casa.
-¿El desmayo fue... en los brazos de ese hombre?
-¡En brazos!... ¡Fermín!
-Bien, bien... Así... lo oí yo... ¡Oigámoslo todos! Quiere decirse... bailando con él...
-Yo no recuerdo... tal vez...
-¡Infame!...
-¡Fermín... por Dios, Fermín!
Ana dio un paso atrás.
-Silencio... no hay que gritar... no hay que hacer aspavientos... yo no como a nadie... ¿a qué ese miedo?... ¿Doy yo espanto, verdad?... ¿Por qué? yo... ¿qué puedo? yo ¿quién soy? yo... ¿qué mando? Mi poder es espiritual... Y usted esta noche no creía en Dios...
-¡En mi Dios! Fermín, caridad...
-Sí, usted lo ha dicho... Y ese es el camino. Yo sin Dios... no soy nada... Sin Dios puede usted ir a donde quiera, Ana... esto se acabó... Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí a carcajadas... Mesía me desprecia, me escupirá en cuanto me vea... El padre espiritual... es un pobre diablo. ¡Oh, pero por quien soy... Miserable... Me insulta porque estoy preso!...
El Magistral se sacudió dentro de la sotana, como entre cadenas, y descargó un puñetazo de Hércules sobre el testero del sofá.
Después procuró recobrar la razón, se pasó las manos por la frente; requirió el manteo; buscó el sombrero de teja, se obstinó en callar, buscó a tientas la puerta y salió sin volver la cabeza.
Creyó que Ana le seguiría,
le llamaría, lloraría... Pero pronto se sintió abandonado.
Llegó al portal. Se detuvo, escuchó... Nada, no le llamaban.
Desde la calle miró a los balcones. Ninguno se abría. «No
le seguían ni con los ojos. Aquella mujer se quedaba allí. Todo
era verdad.
Ana, inmóvil, había visto
salir al Magistral sin valor para detenerle, sin fuerzas para llamarle. Una
idea con todas sus palabras había sonado dentro de ella, cerca de los
oídos. «¡Aquel señor canónigo estaba enamorado
de ella!». «Sí, enamorado como un hombre, no con el amor
místico, ideal, seráfico que ella se había figurado.
Tenía celos, moría de celos... El Magistral no era el hermano
mayor del alma, era un hombre que debajo de la sotana ocultaba pasiones, amor,
celos, ira... ¡La amaba un canónigo!». Ana se
estremeció como al contacto de un cuerpo viscoso y frío. Aquel
sarcasmo de amor la hizo sonreír a ella misma con amargura que
llegó hasta la boca desde las entrañas. -Su padre, don Carlos el
libre pensador, se le apareció de repente, en mangas de camisa,
disputando junto a una mesa, allá en Loreto, con un cura y varios
amigotes ateos, o progresistas. Recordaba Ana, como si acabara de
oírlas, frases de su padre y de aquellos señores: «el clero
corrompía las conciencias,
Se sonrieron en silencio. «El sol rejuvenecía a Quintanar. Además era un gran carpintero. Sus inventos podían ser más o menos fantásticos, su mecánica idealista, pero hacía de una tabla lo que quería. ¡Y qué limpieza!».
Ana alabó el arte de su marido.
Él se animó: se puso colorado de satisfacción y le prometió un costurero para la semana siguiente. «Todo, todo, obra de mis manos».
La Regenta olvidó un momento el desencanto de aquella mañana. Cuando volvió a su memoria se encontró con que no era don Fermín un malvado, sino un desgraciado, pero de todas suertes le parecía absurdo enamorarse siendo canónigo. En todas las combinaciones del amor romántico había dado la imaginación de Ana muchas veces, menos en aquélla. «Se concebía el amor sacrílego de un sacerdote de ópera, ¡pero el de un prebendado con alzacuello morado!». Además la honradez protestaba también con su repugnancia instintiva. «Pero De Pas era digno de compasión. Doña Petronila era la que no tenía perdón. Oh, si alguna vez volvía ella a hablar con el Magistral, como era probable, porque al fin debían mediar explicaciones, no sería ciertamente en casa de aquella vieja. ¿Qué se había propuesto aquella señora? ¿Qué estaría pensando de ella, de Ana?».
Cuando volvió de la calle don Víctor muy contento, cantando trozos de zarzuela, propuso a su mujer, de repente, acceder a la súplica de la Marquesa que los había convidado a tomar café, después de almorzar, para ir juntos a paseo... a ver las máscaras.
-¡Quintanar, por Dios! Basta de
broma... basta de
-Bueno, hija, bueno... no insisto.
Y calló don Víctor, perdiendo parte de su alegría. No se atrevió a hacer uso de aquella energía que Dios le había dado. «No había para qué estirar demasiado la cuerda».
Pero él, por supuesto, fue a tomar café y a paseo.
«Todo aquello era una preparación. ¿Para qué?».
«Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera, mostrando el pecho, anunciando el golpe... No había abusado de su amistad con don Víctor, no había insistido. ¡Pero los dos la amaban!». La tristeza de Ana encontraba en este pensamiento un consuelo dulce sino intenso. «Ella no podría ser de ninguno; del Magistral no podía ni quería... Le debía eterna gratitud... pero otra cosa... sería un absurdo repugnante. Daba asco. Bueno estaría empezar a querer en el mundo cerca de los treinta años... ¡y a un clérigo!... La vergüenza y algo de cólera encendían el rostro de Ana. ¡Pero ese hombre esperaría que yo... en mi vida!...».
Como aquella tarde pasó muchos días la Regenta. Las mismas ideas cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebro excitado.
Cuando sentía la presencia de
Mesía en el deseo, huía de ella avergonzada, avergonzada
también de que no fuera un remordimiento punzante el recuerdo del baile,
sobre todo el del contacto de don Álvaro. «Pero no lo era, no.
Veíalo como un sueño; no se creía responsable, claramente
responsable de lo que había sucedido aquella noche. La habían
emborrachado con palabras, con luz, con vanidad, con ruido... con
champaña... Pero ahora sería una miserable si consentía a
don Álvaro insistir en sus provocaciones. No quería venderse al
sofisma de la tentación que le gritaba en los oídos: al fin don
Álvaro no es canónigo; si huyes de él te expones a caer en
brazos del otro. Mentira, gritaba la honradez. Ni del uno ni del otro
seré. A don Fermín le quiero con
No había más refugio que el hogar. Don Víctor con su Frígilis y todos los cacharros del museo de manías, don Víctor con el teatro español a cuestas.
«Pero la casa tenía también su poesía». Ana se esforzó en encontrársela. ¡Si tuviera hijos le darían tanto que hacer! ¡Qué delicia! Pero no los había. No era cosa de adoptar a un hospiciano. De todas suertes Ana comenzó a trabajar en casa con afán... a cuidar a don Víctor con esmero... A los ocho días comprendió que aquello era una hipocresía mayor que todas. Las labores de su casa estaban hechas en poco tiempo. ¿Por qué fingirse a sí misma satisfecha con una actividad insuficiente, insignificante, que no distraía el pensamiento ni media hora? Don Víctor agradecía en el alma aquella solicitud doméstica, pero en lo que tocaba a él hubiera preferido que las cosas siguiesen como hasta allí. Nadie le cosía un botón a su gusto más que él mismo; limpiarle el despacho era martirizarle a él, a don Víctor; la cama era inútil hacérsela con esmero porque de todas maneras había de descomponerla él, sacudir las almohadas y poner el embozo a su gusto. Cuando Ana volvió a dejar los quehaceres domésticos en la antigua marcha, don Víctor se lo agradeció en el alma también y respiro a sus anchas. «Aquellas injerencias de su querida esposa eran dignas de eterno agradecimiento... pero molestas para él. Más sabe el loco en su casa...»
Don Álvaro no se apresuraba.
«Esta vez estaba seguro». Pero no quería
«Además, quería
él prepararse para la campaña. Estaba debilucho. Aquel verano en
Palomares había hecho una especie de bancarrota de salud. La
señora ministra había amado mucho. Estas exageraciones de las
mujeres vencidas siempre estaban en razón directa del cuadrado de las
distancias. Es decir, que cuanto más lejos estaba una mujer del vicio,
más exagerada era cuando llegaba a caer. La Regenta, si caía iba
a ser exageradísima». Y se preparaba Mesía. Leyó
libros de higiene, hizo gimnasia de salón, paseó mucho a caballo.
Y se negó a acompañar a Paco Vegallana en sus aventurillas
fáciles y pagaderas a la vista. «El diablo harto de
carne...» le decía Paco. Y don Álvaro sonreía y se
acostaba temprano. Madrugaba. El Paseo Grande era ya todo perfumes, frescura y
cánticos al amanecer. Los pájaros, saltando de rama en rama
preparaban los nidos para los huevos de Abril; se diría que eran
tapiceros de la enramada que adornaban los salones del Paseo Grande para las
fiestas de la primavera. Empezaba Marzo con
El Magistral pensó por su parte
al ver a don Álvaro: «¡Si yo me arrojara sobre este hombre y
como puedo, como estoy seguro de poder, le arrastrara por el suelo, y le pisara
la cabeza y las entrañas!...». Y tuvo miedo de sí mismo.
Había leído que en las personas nerviosas, imágenes y
aprensiones de este género provocan los actos correspondientes. Se
acordó de cierto asesino de los cuentos de Edgar Poe... Su mirada fue
insolente, provocativa. Saludó como diciendo con los ojos:
«¡Toma! ahí tienes esa bofetada». Pero el saludo y la
mirada de Mesía quisieron decir: «Vaya usted con Dios;
Y siguieron cada cual por su lado, pero a la mañana siguiente no volvieron al Paseo Grande ni uno ni otro. Buscaban allí contrario objeto: el Magistral paseaba mucho para gastar fuerzas inútiles; Mesía para recobrar fuerzas perdidas y que esperaba le hiciesen mucha falta dentro de poco. Cada cual se fue a pasear en adelante por sitios extraviados. Temían otro encuentro.
Pero pronto tuvieron que quedarse en casa.
Como era de esperar, el invierno volvió con todos sus rigores, riéndose a carcajadas de los incautos que se creían en plena primavera. Los pájaros se escondieron en sus agujeros y rincones. Los árboles floridos padecieron los furores de la intemperie, como engalanadas damiselas que en día de campo, vestidas con percales alegres, adornos vistosos y delicados de seda y tul, se ven sorprendidas por un chubasco, al aire libre, sin albergue, sin paraguas siquiera. Las florecillas blancas y rosadas de los frutales caían muertas sobre el fango: el granizo las despedazaba; todo volvía atrás; aquel ensayo de primavera temprana había salido mal; vuelta a empezar, cada mochuelo a su olivo.
Esto fue a la mitad de la Cuaresma.
Vetusta se entregó con reduplicado fervor a sus devociones. Los jesuitas
misioneros habían pasado también por allí como una
granizada; las flores de amor y alegría que sembrara el carnaval las
destruyeron a penitencia limpia el Padre Maroto, un artillero retirado que
predicaba a cañonazos y sacaba el Cristo, y el Padre Goberna, un
melifluo padre francés que pronunciaba el castellano con la garganta y
las narices y hablaba de
El mal tiempo se llevó la resignación tranquila, perezosa de Anita Ozores. Con la lluvia pertinaz, machacona, volvieron antiguas aprensiones repentinas, protestas de la voluntad, y aquellos cardos que le pinchaban el alma. ¡Y ahora no tenía al Magistral para ayudarla!
Cada día se sentía
más sola, más abandonada y ya empezaba a pensar que había
sido injusta con el Provisor pensando de él tan mal y dejándole
huir desesperado con aquellas sospechas que llevaba clavadas en el
corazón como un dardo envenenado. «¿Por qué ella no
había sentido más aquel desengaño, aquella
profanación de una amistad pura, desinteresada, ideal? -Tal vez porque
el ser amada, fuera por quien fuera, no podía saberle mal aunque ella
tuviese que desdeñar y hasta vituperar aquel amor. Tal vez porque
sabía que el remedio de aquella separación estaba en sus manos.
¿No podía ella, el día tal vez próximo, en que
necesitara consuelo espiritual, correr al confesonario y persuadir al confesor,
a don Fermín, de que ella no era lo que él se
Pero antes de buscar al Magistral, Ana
quiso fortificar el espíritu por sí misma. Sentía la fe
vacilante, los sofismas vulgares de don Carlos -el libre-pensador-
venían a atormentarla a cada instante. Comenzaba por dudar de la virtud
del sacerdote y llegaba a dudar de la iglesia, de muchos dogmas... Pero
entonces corría a la iglesia. Saltando charcos, desafiando chaparrones
iba de parroquia en parroquia, de novena en novena, y pasaba también
mucho tiempo en la nave fría de algún templo a la hora en que los
fieles solían dejarlos desiertos. Se sentaba en un banco y meditaba.
Sonaba y resonaba en la bóveda la tos de un viejo que rezaba en una
capilla escondida; los pasos de un monaguillo irreverente retumbaban sobre la
tarima de un altar, y como un refuerzo del silencio llegaba a los oídos
un rumor tenue de los ruidos de Vetusta. Ana pedía a la soledad y al
silencio perezoso de la iglesia, algo como una inspiración, o como un
perfume de piedad que creía ella debía desprenderse de aquellas
paredes santas, de los altares, que a la luz blanca del día ostentaban
sus santos de yeso y madera barnizada como gastados por el roce de las
oraciones y el humo de la cera. Aquellas imágenes a la luz del
día recordaban vagamente las decoraciones de un teatro vistas al sol y a
los cómicos en la calle sin los esplendores del gas de las
baterías. Pero Anita no pensaba en esto. Buscaba allí la fe que
se desmoronaba. «¿Por qué se desmoronaba?
¿Qué tenía que ver la Iglesia con el Magistral? ¿No
podía aquel señor
Empezó a notar que el templo
solitario no excitaba su devoción; aquellas paredes frías,
aquella especie de descanso de los santos a las horas en que cesa la
adoración, le recordaban por extrañas analogías que
establecía el cerebro, enfermo acaso, le recordaban la fatiga de los
reyes, la fatiga de los monstruos de ferias, la fatiga de cómicos,
políticos, y cuantos seres tienen por destino darse en público
espectáculo a la admiración
La novena de los Dolores tuvo aquel año en Vetusta una importancia excepcional, si se ha de creer lo que decía
Por lo menos el templo de San Isidro,
donde se celebraba, se adornó como nunca. Tal semilla de piedad
La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron su contingente respectivo al templo que estaba todas las tardes de bote en bote. No cabía un vetustense más.
Los jóvenes laicos de la ciudad,
estudiantes los más, no se distinguían ni por su excesiva
devoción ni por una impiedad prematura; no pensaban en ciertas cosas;
los había carlistas y liberales, pero casi todos iban a misa a ver las
muchachas. A la novena no faltaban; se desparramaban por las capillas y
rincones de San Isidro, y terciando la capa, el rostro con un tinte
romántico o picaresco, según el carácter,
Ana Ozores, cerca del presbiterio,
arrodillada, recogiendo el espíritu para sumirlo en acendrada piedad,
oía el
Calló el P. Martínez y comenzó el órgano a decir de otro modo, y mucho mejor, lo mismo que había dicho el orador de lujo. El órgano parecía sentir más de corazón las penas de María... Ana pensó en María, en Rossini, en la primera vez que había oído, a los diez y ocho años, en aquella misma iglesia, el
Cantaba un anciano junto a un confesonario, con voz temblorosa, grave y dulce... olvidado de las fatigas del trabajo a que el hambre le obligaba, contra los fueros de la vejez. Cantaba todo el pueblo y el órgano, como un padre, acompañaba el coro y le guiaba por las regiones ideales de inefable tristeza consoladora, de la música.
«¡Y había infames,
pensó Ana, que querían acabar con aquello! ¡Oh, no, no, yo
no! Contigo, Virgen santa, siempre contigo, siempre a tus pies; estar con los
tristes, ésa es la religión eterna, vivir llorando por las penas
del mundo, amar entre lágrimas...». Y se acordó del
Magistral. «¡Oh qué ingrata, qué cruel había
sido con aquel hombre! ¡Qué triste, qué solo le
había dejado!... Vetusta le insultaba, le escarnecía, le
despreciaba, después de haberle levantado un trono de admiración;
y ella, ella que le debía su honra, su religión, lo más
precioso, le abandonaba y le olvidaba también... ¿Y por
qué? Tal vez, casi de fijo, por aprensiones de la vanidad y de la
malicia torpe y grosera. ¡Ah!, porque ella estaba tocada del gusano
maldito, del amor de los sentidos; porque ella estaba rendida a don
Álvaro si no de hecho con el deseo -esta era la verdad- porque ella era
pecadora ¿había de serlo también el
En aquel momento cesaron los
cánticos del pueblo devoto; siguió silencio solemne;
después hubo toses, estrépito de suelas y zuecos sobre la piedra
resbaladiza del pavimento... una impaciencia contenida. Hacia la puerta sonaba
el
La música sublime de Rossini
exaltó más y más la fantasía de Ana; una
resolución de los nervios irritados brotó en aquel cerebro con
fuerza de manía: como una alucinación de la voluntad. Vio, como
si allí mismo estuviese, la imagen de su resolución,
«sí... ella... ella,
«La Virgen le decía que
sí, que estaba bien hecho; que aquella resolución era digna de un
cristiano. Donde quiera que hay una cruz con un muerto, se puede llorar al pie,
sin pensar en lo que era el que está allí colgado; mejor se
podrá llorar al pie de la cruz de un mártir. Hasta del mal
ladrón le estaba dando lástima en aquel momento.
¡Cuánta mayor lástima le daría del Magistral que,
según ella, no era ladrón, ni malo ni bueno!». La forma del
sacrificio, el día, la ocasión, todo estaba señalado: se
juró no volverse atrás; aquella exaltación era lo que ella
necesitaba para poder vivir; si más tarde el cansancio, la
relajación de aquellas fibras tirantes traían a su ánimo
la cobardía, los reparos mundanales, prosaicos, el miedo al qué
dirán, no haría caso... iría derecha a su propósito
sin vacilar, sin deliberar más. Haría lo que había
resuelto. Y tranquila, segura de sí misma, volvió su pensamiento
a la Madre Dolorosa, y se arrojó a las olas de la música triste
con un arranque de suicida... Sí, quería matar dentro de ella la
duda, la pena, la frialdad, la influencia del mundo necio, circunspecto,
Desde el día en que
presidió el entierro de don Santos Barinaga, don Pompeyo no
volvió a tener hora buena, de salud completa. Los escalofríos que
le hicieron temblar en el cementerio y se repitieron, cada vez más
fuertes, durante la enfermedad que siguió a la gran mojadura,
volvían de cuando en cuando. Guimarán estaba triste sin cesar;
aquel sol de Justicia que adoraba, tenía sus eclipses y el
espectáculo de la maldad ambiente desanimaba al buen ateo hasta el punto
de hacerle dudar del progreso definitivo de la Humanidad. «Laurent
decía bien, estábamos nosotros mucho más adelantados que
los bárbaros. ¡Pero había cada pillo todavía!
¿Y la amistad? La amistad era cosa perdida». Paquito Vegallana,
Álvaro Mesía, Joaquinito Orgaz, el respetable, o al parecer
respetable señor Foja, que se decían tan amigos suyos, le
habían engañado como a un chino; se habían burlado de
él. Eran unos libertinos que renegaban en sus comilonas de la
religión positiva para seducirle a él y librarse del miedo del
infierno. Don Pompeyo rompió bruscamente sus relaciones con todos
aquellos «espíritus frívolos»
«¡Bastante tenía él sobre su alma con el entierro civil de Barinaga y la consiguiente ojeriza que gran parte del pueblo había tomado al señor Magistral!».
«No, no quería más luchas religiosas. Ya iba siendo viejo para tamañas empresas. Mejor era callar, vivir en paz con todos». La muerte de Barinaga le hacía temblar al recordarla. «¡Morir como un perro! ¡Y yo que tengo mujer y cuatro hijas!».
Se hizo misántropo. Siempre salía solo, al obscurecer, y volvía pronto a casa.
Una noche le llamó la
atención un ruido de colmena que venía de la parte de la
catedral. Oyó cohetes. ¿Qué era aquello? La torre estaba
iluminada con vasos y faroles a la veneciana. A sus pies, en el atrio estrecho
y corto, de resbaladizo pavimento de piedra, cerrado por verja de hierro tosco
y fuerte, se agolpaba una multitud confusa, como un montón de gusanos
negros. De aquel
Don Pompeyo, que daba diente con diente,
de frío con fiebre, se detuvo en lo más alto de la calle de la
Rúa para contemplar aquella muchedumbre apiñada a los pies de la
torre, en tan estrecho recinto, cuando podía extenderse a sus anchas por
toda la plazuela. «Ya sabía lo que era.
Huyó de la catedral, triste,
aprensivo, dudando de la Humanidad, de la Justicia, del Progreso... y apretando
los dientes para que no chocasen los de arriba
A la mañana siguiente despertó a toda la casa a campanillazos. «Se sentía mal. Que llamasen a Somoza». Somoza dijo que aquello no era nada. Ocho días después propuso a la señora de Guimarán el arduo problema de lo que allí se llamaba «la preparación del enfermo». «Había que prepararle», ¿a qué? «A bien morir».
De las cuatro hijas de don Pompeyo dos se desmayaron en compañía de su madre al oír la noticia.
Las otras dos, más fuertes, deliberaron. ¿Quién le ponía el cascabel al gato? ¿Quién proponía a su señor padre que recibiera los Sacramentos?
Se lo propuso la hija mayor, Agapita.
-Papá, tú que eres tan bueno, ¿querrías darme un disgusto, dárselo a mamá, sobre todo, que te quiere tanto... y es tan religiosa?...
-No prosigas, Agapita querida -dijo el enfermo con voz meliflua, débil, mimosa-. Ya sé lo que pides. Que confiese. Está bien, hija mía. ¿Cómo ha de ser? Hace días que esperaba este momento. El señor de Somoza es tan angelical que no quería darme un susto; pero yo conocía que esto iba mal. He pensado mucho en vosotras, en la necesidad de complaceros. Sólo os pido una cosa... que venga el señor Magistral. Quiero que me oiga en confesión el señor De Pas; necesito que me oiga, y que me perdone.
Agapita lloró sobre el pecho
flaco de su padre. Desde la sala habían oído el diálogo
Somoza y la hija menor
Don Fermín estaba en cama. Su madre echada a los pies del lecho, como un perro, gruñía en cuanto olfateaba la presencia de algún importuno. El Magistral se quejaba de neuralgia; el ruido menor le sonaba a patadas en la cabeza. Doña Paula había prohibido los ruidos, todos los ruidos. Se andaba de puntillas y se procuraba volar.
Teresina creyó que el recado de las señoritas de Guimarán era cosa grave, y merecía la pena de infringir la regla general.
-Están ahí de parte de la señora y señoritas de Guimarán...
-¡De Guimarán! -dijo el Magistral que estaba despierto, aunque tenía los ojos cerrados.
-¡De Guimarán! Tú estás loca... -dijo doña Paula muy bajo.
-Sí, señora, de Guimarán, de don Pompeyo, que se está muriendo y quiere que le vaya a confesar el señorito.
Hijo y Madre dieron un salto; doña Paula quedó en pie, don Fermín sentado en su lecho.
Se hizo entrar a la criada de Guimarán y repetir el recado.
La criada lloraba y describía entre suspiros la tristeza de la familia y el consuelo que era ver al señor pedir los Santos Sacramentos.
El Magistral y doña Paula se consultaron con los ojos. Se entendieron.
-¿Te hará daño?
-No. Que voy ahora mismo.
-Salid. Que el señorito está muy enfermo, pero que lo primero es lo primero y que va allá ahora mismo.
Quedaron solos hijo y madre.
-¿Será una broma de ese tunante?
-No señora; es un pobre diablo. Tenía que acabar así. Pero yo no sabía que estaba enfermo.
De Pas hablaba mientras se vestía ayudado por su madre, que buscó en el fondo de un baúl la ropa de más abrigo.
-¿Fermo, y si tú te pones malo de veras... es decir, de cuidado?...
-No, no, no. Deje usted. Esto no admite espera... y mi cabeza sí. Es preciso llegar allá antes que se sepa por ahí... ¿No comprende usted?
-Sí, claro; tienes razón.
Callaron.
El Magistral se cogió a la pared y al hombro de su madre para tenerse en pie.
En su despacho se sentó un momento.
-¿Mandamos por un coche?...
-Sí, es claro; ya debía estar hecho eso. A Benito, aquí en la esquina...
Entró Teresa.
-Esta carta para el señorito.
Doña Paula la tomó, no conoció la letra del sobre.
Fermín sí; era la de Ana, desfigurada, obra de una mano temblorosa...
-¿De quién es? -preguntó la madre al ver que Fermín palidecía.
-No sé... ya la veré después. Ahora al coche... a ver a Guimarán...
Y se puso de pies, escondió la carta en un bolsillo interior, y se dirigió a la puerta con paso firme.
Doña Paula, aunque sospechaba, no sabía qué, no se atrevió esta vez a insistir. Le daba lástima de aquel hijo que enfermo, triste, tal vez desesperado, iba por ella a continuar la historia de su grandeza, de sus ganancias; iba a rescatar el crédito perdido buscando un milagro de los más sonados, de los más eficaces y provechosos, un milagro de conversión. «Era un héroe». «¡Cuánto había padecido durante aquella cuaresma!». Ella, doña Paula, había acabado por adivinar que su hijo y la Regenta no se veían ya; habían reñido por lo visto. Al principio el egoísmo de la madre triunfó y se alegró de aquel rompimiento que suponía. Conoció que su hijo no se humillaría jamás a pedir una reconciliación, que antes moriría desesperado como un perro, allí, en aquel lecho donde había caído al cabo, después de pasear la cólera comprimida por toda Vetusta y sus alrededores, de día y de noche. Pero la desesperación taciturna de su Fermo, complicada con una enfermedad misteriosa, de mal aspecto, que podía parar en locura, asustó a la madre que adoraba a su modo al hijo; y noche hubo en que, mientras velaba el dolor de su Fermo pensó en mil absurdos, en milagros de madre, en ir ella misma a buscar a la infame que tenía la culpa de aquello, y degollarla, o traerla arrastrando por los malditos cabellos, allí, al pie de aquella cama, a velar como ella, a llorar como ella, a salvar a su hijo a toda costa, a costa de la fama, de la salvación, de todo, a salvarle o morir con él... De estas ideas absurdas, que rechazaba después el buen sentido, le quedaba a doña Paula una ira sorda, reconcentrada, y una aspiración vaga a formar un proyecto extraño, una intriga para cazar a la Regenta y hacerla servir para lo que Fermo quisiera... y después matarla o arrancarle la lengua...
Los primeros días, después de separarse Ana y De Pas, era el Magistral quien preguntaba más a menudo a Teresina, afectando indiferencia, pero sin que su madre le oyera: «¿Ha habido algún recado, alguna carta para mí?». Después, también doña Paula, a solas también, preguntaba a la doncella, con voz gutural, estrangulada: «¿Han traído algún recado... algún papel... para el señorito?».
No, no habían traído nada. La cuaresma había pasado así, había comenzado la semana de Dolores, estaba concluyendo... y nada.
«Debe de ser de ella», pensó doña Paula cuando vio el papel que presentó Teresina. Sintió ira y placer a un tiempo.
El Magistral sentía en los oídos huracanes. Temía caerse. Pero estaba dispuesto a salir. También se juró negarse a leer la carta delante de su madre, aunque ella lo pidiera puesta en cruz. «Aquella carta era de él, de él solo». Llegó el coche. Una carretela vieja, desvencijada, tirada por un caballo negro y otro blanco, ambos desfallecidos de hambre y sucios.
Doña Paula, que había acompañado a su hijo hasta el portal, dijo con énfasis al cochero:
-A casa de don Pompeyo Guimarán... ya sabes...
-Sí, sí...
Dobló
-Despacio, al paso.
Miró la carta de Ana.
Rompió el sobre con dedos que temblaban y leyó aquellas letras de tinta rosada que saltaban y se confundían enganchadas unas con otras. Adivinó más que descifró los caracteres que se evaporaban ante su vista débil.
«Fermín: necesito ver a usted, quiero pedirle perdón y jurarle que soy digna de su cariñoso amparo; Dios ha querido iluminarme otra vez; la Virgen, estoy segura de ello, la Virgen quiere que yo le busque a usted, que le llame. Pensé en ir yo misma a su casa. Pero temo que sea indiscreción. Sin embargo, iré, a pesar de todo, si es verdad que está usted enfermo y que no puede salir. ¿Dónde le podré hablar? Estoy segura de que por caridad a lo menos no dejará sin respuesta mi carta. Y si la deja, allá voy. Su mejor amiga, su esclava, según ha jurado y sabrá cumplir. -ANA».
De Pas dejó de sentir sus dolores, no pensó siquiera en esto; miró al cielo, iba a obscurecer. Cogió con mano febril la blusa azul del cochero que volvió la cabeza.
-¿Qué hay señorito?
-A la Plaza Nueva... a la Rinconada...
-Sí, ya sé... pero ¿ahora?
-Sí, ahora mismo, y a escape.
El coche siguió al paso.
«Si está don Víctor, que no lo quiera Dios, basta con que Ana me mire, con que me vea allí... Si no está... mejor. Entonces hablaré, hablaré...».
Y cansado por tantos esfuerzos y sorpresas, don Fermín dejó caer la cabeza sobre el sobado reps azul del testero y en aquel rincón obscuro del coche, ocultando el rostro en las manos que ardían, lloró como un niño, sin vergüenza de aquellas lágrimas de que él solo sabría.
No estaba don Víctor en casa.
El Magistral estuvo en el caserón
de los Ozores desde las siete hasta más de las ocho y media. Cuando
salió, el cochero dormía en el pescante. Había encendido
los faroles del coche y esperaba, seguro de cobrar caro aquel sueño. Don
Fermín entró en casa de don Pompeyo
Tres veces se había mandado aviso a casa del Magistral para que viniera en seguida. Don Pompeyo quería confesar, pero con De Pas y sólo con De Pas: decía que sólo al Magistral quería decir sus pecados y declarar sus errores; que una voz interior le pedía con fuerza invencible que llamara al Magistral y sólo al Magistral.
Doña Paula contestaba que su hijo había salido a las siete, en coche, en cuanto había recibido aviso, que había ido derecho a casa de Guimarán. Pero como no llegaba, se repetían los recados. Doña Paula estaba furiosa. ¿Qué era de su hijo? ¿Qué nueva locura era aquella?
Al fin las de Guimarán, en vista
de que el Provisor no parecía, llamaron al Arcediano, a don Custodio, al
cura de la parroquia, y a otros clérigos que más o menos trataban
al enfermo. Todo inútil. Él quería al Magistral; la voz
interior se lo pedía a gritos. Glocester al lado de aquel
-Pero, señor don Pompeyo, hágase usted cargo de que todos somos sacerdotes del Crucificado... y siendo sincera su conversión de usted...
-Sí señor, sincera; yo nunca he engañado a nadie. Yo quiero reconciliarme con la iglesia, morir en su seno, si está de Dios que muera...
-Oh, no, eso no...
-Tal creo yo; pero de todas suertes...
quiero volver al redil... de mis mayores... pero ha de ser con ayuda
-Oh, muy respetable... muy respetable... Pero si ese señor Magistral no parece...
-Si no parece, cuando el peligro sea mayor, confesaré con cualquiera de ustedes. Entre tanto quiero esperarle. Estoy decidido a esperar.
El cura de la parroquia no consiguió más que el Arcediano. De don Custodio no hay que hablar. Todos aquellos señores sacerdotes «estaban allí en ridículo», según opinión de Glocester. La verdad era que un color se les iba y otro se les venía.
-¿Será esto un complot? -dijo Mourelo al oído de don Custodio.
Después de tanto hacerse esperar llegó el Magistral.
Las hijas de Guimarán le llevaron en triunfo junto a su padre.
De Pas parecía un santo bajado
del cielo; una alegría de arcángel satisfecho brillaba en su
rostro hermoso, fuerte en que había reflejos de una juventud de aldeano
robusto y fino de facciones; era la juventud de la pasión, rozagante en
aquel momento. Mientras Guimarán estrechaba la mano enguantada del
Provisor, este, sin poder traer su pensamiento a la realidad presente,
seguía saboreando la escena de dulcísima reconciliación en
que acababa de representar papel tan importante. «¡Ana era suya
otra vez, su esclava! ella lo había dicho de rodillas, llorando...
¡Y aquel proyecto, aquel irrevocable propósito de hacer ver a toda
Vetusta en ocasión solemne que la Regenta era sierva de su confesor, que
creía en él con fe ciega!...». Al recordar esto, con todos
los pormenores de la gran prueba ofrecida por Ana, don Fermín
sintió que le temblaban
Quedaron solos el enfermo y el confesor.
De Pas se acordó de su madre, de los Jesuitas, de Barinaga, de Glocester, de Mesía, de Foja, del Obispo, y aunque con repugnancia se decidió a sacar todo el partido posible de aquella conversión que se le venía a las manos. En un solo día ¡cuánta felicidad! Ana y la influencia que se habían separado de él volvían a un tiempo; Ana más humilde que nunca, la influencia con cierto carácter sobrenatural. Sí, él estaba seguro de ello, conocía a los vetustenses; un entierro les había hecho despreciar a su tirano, otro entierro les haría arrodillarse a sus pies, fanatizados unos, asustados por lo menos los demás. Mientras hablaba con don Pompeyo de la religión, de sus dulzuras, de la necesidad de una Iglesia que se funde en revelaciones positivas, el Magistral preparaba todo un plan para sacar provecho de su victoria... Ya que aquel tontiloco se le metía entre los dedos, no sería en vano. Los otros tontos, los que creían que Guimarán era ateo de puro malvado y de puro sabio, mirarían aquella conquista como cosa muy seria, como una ganancia de incalculable valor para la Iglesia.
«¡El ateo! Aunque todos le
tenían por inofensivo,
-Puede usted creer... señor Magistral... que ha sido un milagro esto... sí, un milagro... He visto coros de ángeles, he pensado en el Niño Dios... metidito en su cuna... en el portal de Belem... y he sentido una ternura... así... como paternal... ¡qué sé yo!... ¡Eso es sublime, don Fermín... sublime... Dios en una cuna... y yo ciego... que negaba!... pero dice usted bien... Yo me he pasado la vida pensando en Dios, hablando de Él... sólo que al revés... todo lo entendía al revés...
Y continuaba su discurso incoherente, interrumpido por toses y por sollozos.
Después el Magistral le hizo callar y escucharle.
Habló mucho y bien don Fermín. Era necesario para obtener el perdón de Dios que don Pompeyo, antes de sanar, porque sin duda sanaría -y eso pensaba él también- diese un ejemplo edificante de piedad. Su conversión debía ser solemne, para escarmiento de pícaros y enseñanza saludable de los creyentes tibios.
-Puede usted hacer un gran beneficio a la Iglesia, a quien tantos males ha hecho...
-Pues usted dirá... don
Fermín... yo soy esclavo de
-Quién sabe... Los designios de
Dios son inescrutables... Y además, puede contarse con su bondad
infinita... ¡Quién sabe!... Lo principal es que nosotros demos
ahora un notable
A la mañana siguiente toda Vetusta edificada se preparaba a acompañar el Viático que por la tarde debía ser administrado al señor Guimarán. Era Domingo de Ramos. No se respiraba por las calles del pueblo más que religión.
-¡El papel Provisor sube! -decía Foja furioso al oído de Glocester, a quien encontró en el atrio de la catedral, al salir de misa.
-¡Esto es un complot!
-Lo que es un idiota ese don Pompeyo.
-No, un complot...
La verdad era que el
Así como no se explicaba
fácilmente por qué el descrédito había sido tan
grande y en tan poco tiempo, tampoco ahora podía nadie darse cuenta de
cómo en pocas horas el espíritu de la opinión se
había vuelto en
No importaba que Mourelo gritase en todas partes:
-Pero si no fue él, si fue un arranque espontáneo del ateo... Si así hacen todos los espíritus fuertes cuando les llega su hora...
Nadie hacía caso del murmurador. «Milagro sí lo había, pero lo había hecho el Magistral». Ya nadie dudaba esto. «Era un gran hombre, había que reconocerlo». -Doña Paula, por medio del Chato y otros ayudantes, doña Petronila, su cónclave, Ripamilán, el mismo Obispo, que había abrazado al Magistral en la catedral poco después de bendecir las palmas, todos estos, y otros muchos, eran propagandistas entusiastas de la gloria reciente, fresca de don Fermín, de su triunfo palmario sobre las huestes de Satán.
Foja, Mourelo, don Custodio, por consejo de Mesía que habló con el ex-alcalde, desistieron de contrarrestar la poderosa corriente de la opinión, favorable hasta no poder más, a don Fermín.
«Más valía esperar;
ya pasaría aquella racha y volvería toda Vetusta a ver al
milagroso don Fermín de Pas tal como era,
Después que comulgó don
Pompeyo con toda la solemnidad requerida por las circunstancias, teniendo a su
lado al
Terminada la ceremonia religiosa, hubo junta de médicos. Somoza se había equivocado como solía. Don Pompeyo estaba enfermo de muerte, pero podía durar muchos días: era fuerte... no había más que oírle hablar.
Somoza mantuvo su opinión con energía heroica. «Cierto que podía durar algunos días más de los que él había anunciado, el señor Guimarán; pero la ciencia no podía menos de declarar que la muerte era inminente. Podía durar, sí, el enfermo, mil y mil veces sí, pero ¿debido a qué? Indudablemente a la influencia moral de los Sacramentos. No que él, don Robustiano Somoza, hombre científico ante todo, creyese en la eficacia material de la religión: pero sin incurrir en un fanatismo que pugnaba con todas sus convicciones de hombre de ciencia, como tenía dicho, podía admitir y admitía, aleccionado por la experiencia, que lo psíquico influye en lo físico y viceversa, y que la conversión repentina de don Pompeyo podría haber determinado una variación en el curso natural de su enfermedad... todo lo cual era extraño a la ciencia médica como tal y sin más».
En efecto, don Pompeyo duró hasta el miércoles Santo.
Trifón Cármenes, desde el
día en que se supo la conversión de Guimarán,
concibió la empecatada idea de consagrar una
¿Qué me anuncia ese fúnebre lamento...?
El poeta iba y venía de la
-¿Cómo está? -preguntaba en voz muy baja, desde el portal.
La criada contestaba:
-Sigue lo mismo.
Y Trifón corría, se encerraba con su elegía y continuaba escribiendo:
¡Duda fatal, incertidumbre impía!... Parada en el umbral, la Parca fiera ni ceja ni adelanta en su porfía; como sombra de horror, calla y espera...
Pasaban algunas horas, volvía a presentarse Trifón en casa del moribundo; con voz meliflua y tenue decía:
-¿Cómo sigue don Pompeyo?
-Algo recargado -le contestaban.
Volvía a escape a la
redacción, anhelante, «había que trabajar con
ahínco, podía morirse aquel señor y la poesía
quedar sin el último pergeño...». Y escribía con
Mas ¡ay! en vano fue; del almo cielo la sentencia se cumple; inexorable...
No sabía Trifón lo que significaba almo, es decir, no lo sabía a punto fijo, pero le sonaba bien.
Cuando la criada de Guimarán le
contestaba: «Que
Murió. Murió el miércoles Santo. El Magistral y Trifón respiraron. También respiró Somoza. Los tres hubieran quedado en ridículo a suceder otra cosa. En cuanto a Cármenes, terminó sus versos de esta suerte:
No le lloréis. Del bronce los tañidos himnos de gloria son; la Iglesia santa le recogió en su seno... etc.
Al pobre Trifón le salían los versos montados unos sobre otros: igual defecto tenía en los dedos de los pies.
El entierro del ateo fue una solemnidad
como pocas.
-No habrá más remedio que agachar la cabeza y dejar pasar el temporal -decía Foja.
Los que estaban furiosos eran los libre-pensadores que comían de carne en una fonda todos los viernes Santos.
«¡Aquel don Pompeyo les había desacreditado!
»¡Vaya un libre-pensador!
»¡Era un gallina!
»¡Murió loco!
»¡Le dieron hechizos!
»¿Qué hechizos? Morfina.
»El clero, milagros del clero...
»Le convirtieron con opio...
»La debilidad hace sola esos milagros...
»Sobre todo era un badulaque...».
El jueves Santo llegó con una noticia que había de hacer época en los anales de Vetusta, anales que por cierto escribía con gran cachaza un profesor del Instituto, autor también de unos comentarios acerca de la jota Aragonesa.
En casa de Vegallana la tal noticia
-Sí, señora Marquesa, no se haga usted cruces, Anita está resuelta a dar este gran ejemplo a la ciudad y al mundo...
-Pero Quintanar... no lo consentirá...
-Ya ha consentido... a regañadientes, por supuesto. Ana le ha hecho comprender que se trataba de un voto sagrado, y que impedirle cumplir su promesa sería un acto de despotismo que ella no perdonaría jamás...
-¿Y el pobre calzonazos dio su permiso? -dijo Visita, colorada de indignación-. ¡Qué maridos de la isla de San Balandrán! -añadió acordándose del suyo.
La Marquesa no acababa de santiguarse.
«Aquello no era piedad, no era religión; era locura, simplemente
locura. La devoción racional,
-¡Por Dios, Marquesa! Cualquiera
que la oyera a usted la tomaría por una demagoga, por una
-Pues yo, ¿qué he dicho?
-¿Pues le parece a usted poco?
llamar mamarracho a una
La Marquesa encogió los hombros y volvió a santiguarse. Obdulia tenía la boca seca y los ojos inflamados. Sentía una inmensa curiosidad y cierta envidia vaga...
«¡Ana iba a darse en
espectáculo!» cierto, esa era la frase. ¿Qué
más hubiera querido ella, la de Fandiño,
-¿Y el traje? ¿cómo es el traje? ¿sabe usted...?
-¿Pues no he de saber?
-contestó doña Petronila, orgullosa porque estaba enterada de
todo-. Ana llevará túnica talar morada, de terciopelo, con franja
-¿Marrón foncé? -objetó Obdulia-... no dice bien... oro sería mejor.
-¿Qué sabe usted de esas cosas?... Yo misma he dirigido el trabajo de la modista; Ana tampoco entiende de eso y me ha dejado a mí el cuidado de todos los pormenores.
-¿Y la túnica es de vuelo?
-Un poco...
-¿Y cola?
-No, ras con ras...
-¿Y calzado? ¿sandalias...?
-¡Calzado! ¿qué calzado? El pie desnudo...
-¡Descalza! -gritaron las tres damas.
-Pues claro, hijas, ahí está la gracia... Ana ha ofrecido ir descalza...
-¿Y si llueve?
-¿Y las piedras?
-Pero se va a destrozar la piel...
-Esa mujer está loca...
-¿Pero dónde ha visto ella a nadie hacer esas diabluras?
-¡Por Dios, Marquesa, no blasfeme usted! Diabluras un voto como este, un ejemplo tan cristiano, de humildad tan edificante...
-Pero, ¿cómo se le ha ocurrido... eso? ¿Dónde ha visto ella eso?...
-Por lo pronto, lo ha visto en Zaragoza y en otros pueblos de los muchos que ha recorrido... Y aunque no lo hubiera visto, siempre sería meritorio exponerse a los sarcasmos de los impíos, y a las burlas disimuladas de los fariseos y de las fariseas... que fue justamente lo que hizo el Señor por nosotros pecadores.
-¡Descalza! -repetía
asombrada Obdulia. -La envidia crecía en su pecho. «Oh, lo que es
esto -pensaba- indudablemente tiene
El Marqués entró en aquel momento con don Víctor colgado del brazo.
Vegallana venía consolando al mísero Quintanar, que no ocultaba su tristeza, su decaimiento de ánimo.
Doña Petronila se despidió antes de que el atribulado ex-regente pudiera echarle el tanto de culpa que la correspondía en aquella aventura que él reputaba una desgracia.
-Vamos a ver, Quintanar -preguntó la Marquesa con verdadero interés y mucha curiosidad...
-Señora... mi querida Rufina... esto es... que como dice el poeta...
¡No podían vencerme... y me vencieron...!
-Déjese usted de versos, alma de Dios... ¿Quién le ha metido a Ana eso en la cabeza?
-¿Quién había de ser? Santa Teresa... digo... no... el Paraguay.
-¿El Para...?
-No, no es eso. No sé lo que me
digo... Quiero decir... Señores, mi mujer está loca... Yo creo
que está loca... Lo he dicho mil veces... El caso es... que cuando yo
creía tenerla dominada, cuando yo creía que el misticismo
-Pero si en Vetusta jamás ha hecho eso nadie...
-Sí tal -dijo el Marqués-. Todos los años va en el entierro de Cristo, Vinagre, o sea don Belisario Zumarri, el maestro más sanguinario de Vetusta, vestido de nazareno y con una cruz a cuestas...
-Pero, Marqués, no compare usted a mi mujer con Vinagre.
-No, si yo no comparo...
-Pero, señores, señores, digo yo -repetía doña Rufina- ¿cuándo ha visto Ana que una señora fuese en el Entierro detrás de la urna con hábito, o lo que sea, de nazareno?...
-Sí, verlo, sí lo ha visto. Lo hemos visto en Zaragoza... por ejemplo. Pero yo no sé si aquellas eran señoras de verdad...
-Y además, no irían descalzas -dijo Obdulia.
-¡Descalzas! ¿y mi mujer va a ir descalza? ¡Ira de Dios! ¡eso sí que no!... ¡Pardiez!
Gran trabajo costó contener la
indignación colérica de don Víctor. El cual, más
calmado, se volvió a casa, y entre tener
«A sí mismo no se podía engañar. Comprendía que la resolución de Ana era irrevocable».
El Viernes Santo amaneció
plomizo; el Magistral muy temprano, en cuanto fue de día, se
asomó al balcón a consultar las nubes.
«¿Llovería? Hubiera dado años de vida porque el sol
barriera aquel toldo ceniciento y se
También Ana miró al cielo muy de mañana, y sin poder remediarlo pensó ¡si lloviera! Lo deseaba y le remordía la conciencia de este deseo. Estaba asustada de su propia obra. «Yo soy una loca -pensaba- tomo resoluciones extremas en los momentos de la exaltación y después tengo que cumplirlas cuando el ánimo decaído, casi inerte, no tiene fuerza para querer». Recordaba que de rodillas ante el Magistral le había ofrecido aquel sacrificio, aquella prueba pública y solemne de su adhesión a él, al perseguido, al calumniado. Se le había ocurrido aquella tremenda traza de mortificación propia en la novena de los Dolores, oyendo el
Ana pensaba también en su
Quintanar. Todo aquello era por él, cierto; era preciso agarrarse a la
piedad para conservar el honor, pero ¿no había otra manera de ser
piadosa? ¿No había sido un arrebato de locura aquella promesa?
¿No iba a estar en ridículo aquel marido que tenía que ver
a su esposa descalza, vestida de morado, pisando el lodo de todas las calles de
la Encimada,
No llovió. El toldo gris del cielo continuó echado sobre el pueblo todo el día. Una hora antes de obscurecer salió la procesión del Entierro de la iglesia de San Isidro.
-«¡Ya llega, ya llega!» -murmuraban los socios del Casino apiñados en los balcones, codeándose, pisándose, estrujándose, los músculos del cuello en tensión, por el afán de ver mejor el extraño espectáculo, de contemplar a su sabor a la dama hermosa, a la perla de Vetusta, rodeada de curas y monagos, a pie y descalza, vestida de nazareno, ni más ni menos que el señor Vinagre, el cruelísimo maestro de escuela.
Como una ola de admiración
precedía al fúnebre cortejo; antes de llegar la procesión
a una calle, ya se sabía en ella, por las apretadas filas de las aceras,
por la muchedumbre asomada a ventanas y balcones que «la Regenta
venía guapísima, pálida, como la Virgen a cuyos pies
caminaba». No se hablaba de otra cosa, no se pensaba en otra cosa. Cristo
tendido en su lecho, bajo cristales, su Madre de negro, atravesada por siete
espadas, que venía detrás, no merecían la atención
del pueblo devoto; se esperaba a la Regenta, se la devoraba con los ojos... En
frente del Casino, en los balcones de la Real Audiencia, otro palacio
churrigueresco de piedra obscura, estaban, detrás de colgaduras
carmesí y oro, la gobernadora civil, la militar, la presidenta, la
Marquesa, Visitación, Obdulia, las del barón y otras muchas damas
de la llamada aristocracia por la humilde y envidiosa clase media. Obdulia
estaba pálida de emoción. Se moría de envidia.
«¡El pueblo entero pendiente de los pasos, de los movimientos, del
traje de Ana, de su color, de sus gestos!... ¡Y venía descalza!
¡Los pies blanquísimos, desnudos, admirados y compadecidos por
multitud inmensa!». Esto era para la de Fandiño el bello ideal de
la coquetería.
Hombre era, y muy hombre, el maestro de
escuela Vinagre, don Belisario, que se disfrazaba de Nazareno en tan solemne
día, según costumbre inveterada y era el más terrible
Herodes de primeras letras los demás días del año. Todos
los chiquillos de su escuela, que le aborrecían de corazón, se
agolpaban en calles, plazas y balcones, a ver pasar al señor maestro,
con su cruz de cartón al hombro y su corona de espinas al natural, que
le pinchaban efectivamente, como se conocía por el movimiento de las
cejas y la expresión dolorosa de las arrugas de la frente. Deseaban los
muchachos cordialmente que aquellas espinas le atravesasen el cráneo. El
entierro de Cristo era la venganza de toda la escuela.
La competencia de doña Ana Ozores en vez de molestarle le colmó de orgullo. Sin encomendarse a Dios ni al diablo, en cuanto la vio salir de San Isidro, se emparejó con ella, la saludó muy cortésmente, y con su cruz a cuestas y todo supo demostrar que él era ante todo, y aun camino del Calvario, un cumplido caballero; si había charcos él era el que se metía por ellos para evitar el fango a los pies desnudos y de nácar de aquella ilustre señora, su compañera. Ana iba como ciega, no oía ni entendía tampoco, pero la presencia grotesca de aquel compañero inesperado la hizo ruborizarse y sintió deseos locos de echar a correr. «La habían engañado, nada le habían dicho de aquella caricatura que iba a llevar al lado». «Oh, si ella tuviese todavía aquel espíritu sinceramente piadoso de otro tiempo, esta nueva mortificación, este escarnio, esta saturación de ridículo le hubiera agradado, porque así el sacrificio era mayor, la fuerza de su abnegación sublime».
Vinagre admiró como todo el
pueblo, especialmente
«¡Ya llegan, ya llegan!
repitieron los del Casino y las señoras de la Audiencia cuando la
procesión llegaba de verdad. Ahora no era un rumor falso, eran
Cesaron los comentarios en los balcones.
Todas las almas, más o menos ruines, se asomaron a los ojos.
Ni un solo vetustense allí presente pensaba en Dios en tal instante.
El pobre don Pompeyo, el ateo, ya había muerto.
Visitación, la del Banco, en vez de mirar como todos hacia la calle estrecha por donde ya asomaban los pendones tristes y desmayados, las cruces y ciriales, observaba el gesto de don Álvaro Mesía, que estaba solo, al parecer, en el último balcón de la fachada del Casino, en el de la esquina. Todo de negro, abrochada la levita ceñida hasta el cuello, don Álvaro, pálido, mordía de rato en rato el puro habano que tenía en la boca, sonreía a veces y se volvía de cuando en cuando a contestar a un interlocutor, invisible para Visita.
Era don Víctor Quintanar. Los dos
amigos se habían encerrado en la secretaría del Casino, a ruegos
del ex-regente, que quería ver, sin ser visto, lo que él
-Mire usted -decía- si yo tuviera aquí una bomba Orsini... se la arrojaba sin inconveniente al señor Magistral cuando pase triunfante por ahí debajo. ¡Secuestrador!
-Calma, don Víctor, calma; esto es el principio del fin. Estoy seguro de que Ana está muerta de vergüenza a estas horas. Nos la han fanatizado, ¿qué le hemos de hacer? pero ya abrirá los ojos; el exceso del mal traerá el remedio... Ese hombre ha querido estirar demasiado la cuerda; claro que esto es un gran triunfo para él... pero Ana tendrá que ver al cabo que ha sido instrumento del orgullo de ese hombre.
-¡Eso, instrumento, vil instrumento! La lleva ahí como un triunfador romano a una esclava... detrás del carro de su gloria...
Don Víctor se embrollaba en estas alegorías, pero lo cierto era que él se figuraba a don Fermín de Pas, en medio de la procesión, y de pie en un carro de cartón, como él había visto entrar al barítono en el escenario del Real, una noche que cantaba el
Don Álvaro no fingía su buen humor. Estaba un poco excitado, pero no se sentía vencido; él se atenía a sus experiencias. «Aquel clérigo no había tocado en la Regenta, estaba seguro». Sonreía de todo corazón, sonreía a sus pensamientos, a sus planes. «Claro que les molestaba a los nervios aquel espectáculo en que aparentemente el rival se mostraba triunfando a la romana, según don Víctor, pero... no había tocado en ella».
Quintanar, desde su escondite, vio
asomar entre los
Mesía, dejando detrás de sí a su amigo, ocupó el medio del balcón, arrogante y desafiando las miradas de los clérigos que pasaban debajo de él.
Los tambores vibraban fúnebres, tristes, empeñados en resucitar un dolor muerto hacía diez y nueve siglos; a don Víctor sí le sonaba aquello a himno de muerte; se le figuraba ya que llevaban a su mujer al patíbulo.
El redoble del parche se destacaba en un silencio igual y monótono.
En la calle estrecha, de casas obscuras,
se anticipaba el crepúsculo; las largas filas de hachas encendidas, se
perdían a lo lejos hacia arriba, mostrando la luz amarillenta de los
pábilos, como un rosario de cuenta, doradas, roto a trechos. En los
cristales de las tiendas cerradas y de algunos balcones, se reflejaban las
llamas movibles, subían y bajaban en contorsiones fantásticas,
como sombras lucientes, en confusión de aquelarre.
Allí iba la Regenta, a la derecha
de Vinagre, un paso más adelante, a los pies de la Virgen enlutada,
detrás de la urna de Jesús muerto. También Ana
parecía de madera pintada; su palidez era como un barniz. Sus ojos no
veían. A cada paso creía caer sin sentido. Sentía en
Según el Magistral, iba
pregonando su gloria. Don Fermín no presidía este entierro como
el del miércoles, pero celebraba con él su nuevo triunfo.
Caminaba cerca de Ana, casi a su lado en la tila derecha, entre otros
señores canónigos, con roquete, muceta y capa; empuñaba el
cirio apagado, como un cetro. «Él era el amo de todo aquello.
Él, a pesar de las calumnias de sus enemigos había convertido al
gran ateo de Vetusta haciéndole morir en el seno de la Iglesia;
él llevaba allí, a su lado, prisionera con cadenas invisibles a
la señora más admirada por su hermosura y grandeza de alma en
toda Vetusta; iba la Regenta edificando al pueblo
Al pasar delante del Casino, frente al
balcón de Mesía, Ana miraba al suelo, no vio a nadie. Pero don
Fermín levantó los ojos y sintió el topetazo de su mirada
con la de don Álvaro; el cual reculó otra vez, como al pasar la
Virgen, y de pálido pasó a lívido. La mirada del Magistral
fue altanera, provocativa, sarcástica en su humildad y dulzura
aparentes: quería decir
-¡Va hermosísima! -decían en tanto las señoras del balcón de la Audiencia.
-¡Hermosísima!
-¡Pero se necesita valor!
-Amigo, es una santa.
-Yo creo que va muerta -dijo Obdulia-;
¡qué pálida! ¡qué
-Yo creo que va muerta de vergüenza -dijo al oído de la Marquesa, Visita.
Doña Rufina suspiraba con aires de compasión. Y advirtió:
-Lo de ir descalza ha sido una barbaridad. Va a estar en cama ocho días con los pies hechos migas.
La baronesa de La Deuda Flotante, definitivamente domiciliada en Vetusta, se atrevió a decir encogiendo los hombros:
-Dígase lo que se quiera; estos extremos no son propios... de personas decentes.
El Marqués apoyó la idea muy eruditamente.
-Eso es piedad de transtiberina.
-Justo -dijo la baronesa, sin recordar en aquel instante lo que era una transtiberina.
Como en la Audiencia, en todos los balcones de la carrera, después de pasar la procesión y haber contemplado y admirado la hermosura y la valentía de la Regenta, se murmuraba ya y se encontraba inconvenientes graves en aquel «rasgo de inaudito atrevimiento».
Foja en el Casino, lejos de Mesía y don Víctor, decía pestes del Magistral y la Regenta. «Todo eso es indigno. No sirve más que para dar alas al Provisor. Lo que ha hecho la Regenta lo pagarán los curas de aldea. Además, la mujer casada la pierna quebrada y en casa».
-Sin contar -añadía Joaquín Orgaz- con que esto se presta a exageraciones y abusos. El año que viene vamos a ver a Obdulia Fandiño descalza de pie... y pierna, del brazo de Vinagre.
Se rió mucho la gracia.
Pero también se notó que Orgaz decía aquello porque no había sacado nada de sus pretensiones amorosas, o por lo menos, no había sacado bastante.
El populacho religioso admiraba sin peros ni distingos la humildad de aquella señora. «Aquello era imitar a Cristo de verdad. ¡Emparejarse, como un cualquiera, con el señor Vinagre el nazareno; y recorrer descalza todo el pueblo!... ¡Bah! ¡era una santa!».
En cuanto a don Víctor, al pasar debajo de su balcón el Magistral y Ana preguntó a Mesía:
-¿Están ya ahí?
-Sí, ahí van...
Y el mismo esposo estiró el cuello... y asomó la cabeza... Lo vio todo. Dio un salto atrás.
-¡Infame! ¡es un infame! ¡me la ha fanatizado!
Sintió escalofríos. En aquel instante la charanga del batallón que iba de escolta comenzó a repetir una marcha fúnebre.
Al pobre Quintanar se le escaparon dos lágrimas. Se le figuró al oír aquella música que estaba viudo, que aquello era el entierro de su mujer.
-Ánimo, don Víctor -le dijo Mesía volviéndose a él, y dejando el balcón-. Ya van lejos.
-No; no quiero verla otra vez. ¡Me hace daño!
-Ánimo... Todo esto pasará...
Y apoyó Mesía una mano en el hombro del viejo.
El cual, agradecido, enternecido, se
puso en pie;
-¡Lo juro por mi nombre honrado! ¡Antes que esto, prefiero verla en brazos de un amante!
-Sí, mil veces, sí -añadió- ¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todo antes que verla en brazos del fanatismo!...
Y estrechó, con calor, la mano que don Álvaro le ofrecía.
La marcha fúnebre sonaba a los
lejos. El
-¡Qué sería del hombre en estas tormentas de la vida, si la amistad no ofreciera al pobre náufrago una tabla donde apoyarse!
-
-¡Sí, amigo mío! ¡Primero seducida que fanatizada!...
-Puede usted contar con mi firme amistad, don Víctor; para las ocasiones son los hombres...
-Ya lo sé, Mesía, ya lo
sé... ¡Cierre usted el balcón, porque se me figura que
tengo
-¡Las diez! ¿Has oído? el reloj del comedor ha dado las diez... ¿Te parece que subamos?...
-Espera un poco; espera que suene la hora en la catedral.
-¡En la catedral! ¿Pero se oye desde aquí, muchacha? ¿Se oye el reloj de la torre desde aquí?... Mira que es media legua larga...
-Pues sí, se oye, en estas noches tranquilas ya lo creo que se oye. ¿Nunca lo habías notado? Espera cinco minutos y oirás las campanadas... tristes y apagadas por la distancia...
-La verdad es que la noche está hermosa...
-Parece de Agosto.
-Cuando contemplo el cielo,
de innumerables luces rodeado y miro hacia el suelo...
perdóname, hija mía, sin querer me vuelvo a mis versos...
-¿Y qué? mejor, Quintanar: eso es muy hermoso.
El recuerdo de Fray Luis de León pasó como una nubecilla por el pensamiento de Ana que sintió un poco de melancolía amarga. Sacudió la cabeza, se puso en pie y dijo:
-Dame el brazo, Quintanar; vamos a dar una vuelta por la galería de los perales, mientras la señora torre de la catedral se decide a cantar la hora...
-Con mil amores,
La pareja se escondió bajo la
bóveda no muy alta de una galería de perales franceses en
espaldar. La luna atravesaba a trechos el follaje nuevo y
-Mayo se despide con una espléndida noche -dijo Ana, apoyándose con fuerza en el brazo de su marido.
-Es verdad; hoy se acaba Mayo. Mañana Junio. Junio la caña en el puño. ¿Te gusta a ti pescar? El río Soto, ya sabes, ese que está ahí en pasando la Pumarada de Chusquin.
-Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visita algunos veranos antes de ir al mar.
-Justo, ese... pues el río Soto lleva truchas exquisitas, según me dijo el Marqués. ¿Quieres que escriba a Frígilis, que nos mande dos cañas con todos sus accesorios?
-Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos.
Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer que colgaba del suyo, y la tomó la mano como un tenor de ópera. Y cantó:
Lasciami, lasciami oh lasciami partir...
Calló y se detuvo. Un rayo de
luna le alumbraba las
-¿Te gustan los Hugonotes?
¿Te acuerdas? Qué mal los cantaba aquel tenor de Valladolid...
Pero oye... mira que idea... hermosa idea... Figúrate aquí, en
medio del Vivero, ahí, junto al estanque, figúrate a Gayarre o a
Masini cantando... en esta noche tranquila, en este silencio... y nosotros
aquí, debajo de esta bóveda... oyendo... oyendo... Las
óperas deberían cantarse así... ¿Qué nos
falta a nosotros ahora? Música nada más que música... El
panorama hermoso... la brisa... el follaje... la luna... pues esto con
acompañamiento de un buen cuarteto... y ¡el paraíso! Oh,
los versos... los versos a veces no dicen tanto como el pentagrama. Estoy por
la canción, por la poesía que se acompaña en efecto de la
lira o de la forminge... ¿Tú sabes lo que era la forminge,
Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo.
-Chica, eres una erudita.
Otra nubecilla pasó por la frente de Ana.
El reloj de la catedral, a media legua del Vivero, dio las diez, pausadas, vibrantes, llenando el aire de melancolía.
-Pues es verdad que se oye -dijo Quintanar.
Y después de un silencio, comentario de la hora, añadió:
-¿Vamos a cenar?
-¡A cenar! -gritó Ana.
Y soltando el brazo de don Víctor
corrió, levantando un poco la falda de la
-Espera, espera... loca, que puedes tropezar.
Cuando salió a la claridad, con el cielo por techo, vio en lo alto de la escalinata de mármol, con una mano apoyada en el cancel dorado de la puerta de la casa, a su querida esposa que extendía el brazo derecho hacia la luna, con una flor entre los dedos.
-Eh, ¿qué tal, Quintanar? ¿Qué tal efecto de luna hago?...
-¡Magnífico! Magnífica estatua... original pensamiento... oye: «La Aurora suplica a Diana que apresure el curso de la noche...».
Ana aplaudió y atravesó el umbral. Don Víctor entró detrás diciéndose a sí mismo en voz alta:
-¡Hija mía! Es otra... Ese Benítez me la ha salvado... Es otra... ¡Hija de mi alma!
Cenaron en la vajilla de los marqueses. Los dos tenían muy buen apetito. Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándose hacia Quintanar que sonreía, mascaba con fuerza, y mientras blandía un cuchillo aprobaba con la cabeza.
-La casa es alegre hasta de noche -dijo ella.
Y añadió:
-Toma, móndame esa manzana...
-«Móndame la manzana, móndame la manzana...» ¿dónde he oído yo eso?... Ah ya...
Y se atragantó con la risa.
-¿Qué tienes, hombre?
-Es de una zarzuela... De una zarzuela de un académico... Verás... se trata de la marquesa de Pompadour: un señor Beltrand anda en su busca; en un molino encuentra una aldeana... y como es natural se ponen a cenar juntos, y a comer manzanas por más señas.
-Como tú y yo.
-Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural también, coge un cuchillo.
-Para matar a Beltrand...
-No, para mondar la manzana...
-Eso ya es inverosímil.
-Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza de espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos sus clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:
¡Cielos! monda la manzana; ¡es la marquesa de Pompadour!... ¡de Pompadour!...
Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate del académico y la gracia de su marido. «La verdad era que Quintanar parecía otro».
Petra sirvió el té.
-¿Ha vuelto Anselmo de Vetusta? -preguntó el amo.
-Sí, señor, hace una hora...
-¿Ha traído los cartuchos?
-Sí, señor.
-¿Y el alpiste?
-Sí, señor.
-Pues dile que mañana muy temprano tiene que volver a la ciudad, con un recado para el señor Crespo. Deja... voy yo mismo a enterarle... Escribiré dos letras; ¿no te parece, Ana? ese Anselmo es tan bruto...
Salió el amo del comedor.
Petra dijo, mientras levantaba el mantel:
-Si la señorita quiere algo... yo
también pienso ir
-Sí: llevarás dos cartas; las dejaré esta noche sobre la mesa del gabinete y tú las cogerás mañana, sin hacer ruido, para no despertarnos.
-Descuide usted.
Una hora después don Víctor dormía en una alcoba espaciosa, estucada, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana escribía con pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobre el papel satinado.
-No tardes; no escribas mucho, que te puede hacer daño. Ya sabes lo que dice Benítez.
-Sí, ya sé; calla y duerme.
Ana escribió primero a su médico, que era en la actualidad el antiguo sustituto de Somoza. Benítez, el joven de pocas palabras y muchos estudios, observador y taciturno, había permitido a su enferma, a la Regenta, que escribiera, si este ejercicio la distraía, a ciertas horas en que la aldea no ofrece ocupación mejor. «Escríbame usted a mí, por ejemplo, de vez en cuando, diciéndome lo que sabe que importa para mi pleito. Pero si se siente mal de esas aprensiones dichosas no me dé pormenores, bastan generalidades...».
Ana escribía: «...Buenas
noticias. Nada más que buenas noticias. Ya no hay aprensiones: ya no veo
hormigas en el aire, ni burbujas, ni nada de eso; hablo de ello sin miedo de
que vuelvan las visiones: me siento capaz de leer a Maudsley y a Luys, con
todas sus figuras de sesos y demás interioridades, sin asco ni miedo.
Hablo de mi temor a la locura con Quintanar como de la manía de un
extraño. Estoy segura de mi salud. Gracias, amigo mío; a usted se
la debo. Si no me prohibiera
Después de firmar y cerrar esta carta, Ana se puso a continuar otra que había empezado a escribir por la mañana.
Ahora la pluma corría menos, se detenía en los perfiles.
Por un capricho la Regenta procuraba imitar la letra de la carta a que contestaba y que tenía delante de los ojos.
«...No se queje de que soy demasiado breve en mis explicaciones. Ya le tengo dicho, amigo mío, que Benítez me prohíbe, y creo que con razón, analizar mucho, estudiar todos los pormenores de mi pensamiento. No ya el hacerlo, sólo el pensar en hacerlo, en desmenuzar mis ideas, me da la aprensión de volver a sentir aquella horrorosa debilidad del cerebro... No hablemos más de esto. Bastante hago si le escribo, pues prohibido me lo tienen. Pero entendámonos. Lo prohibido no es escribir a usted. ¿Hablo ahora claro? Lo prohibido es escribir mucho, sea a quien sea, y sobre todo de asuntos serios.
»¿Qué cuándo volvemos a Vetusta? No lo sé. Fermín, no lo sé.
»Que yo estoy mucho mejor. Es verdad. Pero quien manda, manda. Benítez es enérgico, habla poco pero bien; ha prometido curarme si se le obedece, abandonarme si se le engaña o se desprecian sus mandatos. Estoy decidida a obedecer. Usted me lo ha dicho siempre: lo primero es que tengamos salud.
»¿Que hay tibieza tal vez? No, Fermín, mil veces no. Yo le convenceré cuando vuelva.
»¿Que rezo poco? Es verdad.
Pero tal vez es demasiado para mi salud. ¡Si yo dijera a Quintanar o a
Benítez el daño que me hace, sana y todo, repetir oraciones!...
Que en mis cartas no hablo más que de don Víctor y del
médico. ¿Pero de qué quiere que le hable? Aquí no
veo más que a mi marido; y Benítez me acaba de salvar la vida,
tal vez la razón... Ya sé que a usted no le gusta que yo hable de
mis miedos de volverme loca... pero es verdad, los tuve y le hablo de ellos,
para que me ayude a agradecer al médico (de quien tanto hablo) mi
»¿Que se acabó esto
y se acabó lo otro...? No y no. No se acabó nada. A su tiempo
volverá todo. Menos el visitar a doña Petronila. No me pregunte
usted por qué, pero estoy resuelta a no volver a casa de esa
señora. Y... nada más. No
«P. D. -¿Qué se
conoce que tengo buen humor? También es verdad. Me lo da la salud. Si lo
tuviera malo y pensara mal, creería que a usted le pesa de mi buen
humor, a juzgar por el
Anita leyó toda esta carta. Tachó algunas palabras; meditó y volvió a escribirlas encima de lo tachado.
Y mientras pasaba la lengua por la goma del sobre, moviendo la cabeza a derecha e izquierda, encogió los hombros y dijo a media voz:
-No tiene por qué ofenderse.
Se acostó en el lecho blanco y alegre que estaba junto al de Quintanar.
El viejo madrugaba más que Ana, y
salía a la huerta a esperarla. A las ocho tomaban juntos el chocolate en
el invernáculo que él llamaba con cierto orgullo enfático
-¡Si esto fuera nuestro!... -pensaba a veces Quintanar contemplando las plantas exóticas de los anaqueles atestados y de los jarrones etruscos y japoneses más o menos auténticos.
La Regenta no pensaba en los
títulos de propiedad
Don Víctor salió de la huerta y atravesando prados, pumaradas y tierras de maíz, buscó entre las casuchas vecinas la bajada al río Soto, y por su orilla el lugar más a propósito para sentar sus reales y pescar, en cuanto volviese Anselmo con los trastos necesarios.
Ana, durante las horas del calor, que ya era respetable, subió a su gabinete, y después de leer un poco, tendida sobre el lecho blanco, se acercó al escritorio de palisandro, y hojeó su libro de memorias. Siempre hacía lo mismo; antes de empezar a escribir en él repasaba algunas páginas, a saltos...
Leyó la primera que casi sabía de memoria. La leyó con cariño de artista. Decía así, en letra sólo para Ana inteligible, nerviosa y rapidísima:
«¡Memorias!... ¡Diario!... ¿por qué no? Benítez lo consiente».
El Vivero, Mayo 1...
Llueve, son las cinco de la tarde y ha
llovido todo el día.
el rumor de la lluvia sobre las hojas y el ruido de las alas de las palomas
que se esponjan sobre los tejadillos de su
palomar cuadrado, entrando y saliendo por las ventanas angostas. Ese palomar
tiene algo de serrallo o de casa de vecindad, según se mire. La vida
común con sus horas de hastío, de descuido, de pereza
pública se refleja en las posturas de esas palomas, en sus pasos cortos,
en el
Llueve todavía. No importa. Todo el diluvio no me arrancaría hoy un gesto de impaciencia. La ventana está cerrada, los regueros del agua resbalando por el cristal me borran el paisaje. Víctor ha salido con Frígilis (segunda visita del buen Crespo, el único grande hombre que conozco de vista.) Bajo un paraguas de Pinón de Pepa -el casero de los marqueses- recorren, como cobijados en una tienda de campaña, el bosque de encinas que mi marido llama siempre seculares. Van a comprobar no sé qué experimento de química, invención de Frígilis, según él. Dios les haga felices y les conserve los pies secos. Hoy me siento inclinada a la historia, a los recuerdos. No los temo. Poco más de cinco semanas han pasado y ya me parece de la historia antigua todo aquello.
¡Qué tres días! Yo me figuraba estar prostituida de un modo extraño (aquí la letra de la Regenta se hace casi indescifrable para ella misma.) ¡Todo Vetusta me había visto los pies desnudos, en medio de una procesión, casi casi del brazo de Vinagre! ¡Y tres días con los pies abrasados por dolores que me avergonzaban, inmóvil en una butaca! Llamé a Somoza que se excusó. Vino el sustituto Benítez, silencioso, frío; pero comprendí que me observaba con atención cuando yo no le miraba. Debía de creer que yo me iba volviendo loca. Él lo niega, dice que todo aquello lo explica la exaltación religiosa y la exquisita moralidad con que decidí sacrificarme al bien del que creía ofendido por mis pensamientos y desaires. Benítez cuando se decide a hablar parece también un confesor. Yo le he dicho secretos de mi vida interior como quien revela síntomas de una enfermedad. Conocía yo cuando le hablaba de estas cosas, que él, a pesar de su rostro impasible, me estaba aprendiendo de memoria... El mal subió de los pies a la cabeza. Tuve fiebre, guardé cama... y sentí aquel terror... aquel terror pánico a la locura. De esto no quiero hablar ni conmigo misma. Lo dejo por hoy; voy al piano a recordar la
Pasó Ana, sin querer leerlas,
algunas hojas. En ellas había escrito la historia de los días que
siguieron al de la procesión, famosa en los anales de Vetusta.
Sí, se había creído prostituida; aquella publicidad devota
le parecía una especie de sacrificio babilónico, algo como
entregarse en el templo de Belo para la vigilia misteriosa. Además
sentía vergüenza; aquello había sido como lo de ser
literata, una cosa ridícula, que acababa por parecérselo a ella
misma. No osaba pisar la calle. En
Si quería consolarse con la
religión y el amparo del Magistral, su mal era mayor, porque
sentía que la fe, la fe vigorosa, puramente ortodoxa, se derretía
dentro de su alma. En cuanto a Santa Teresa había concluido por no poder
leerla; prefería esto al tormento del análisis irreverente a que
ella, Ana, se entregaba sin querer al verse cara a cara con las ideas y las
frases de la santa. ¿Y el Magistral? Aquella compasión intensa
que la había arrojado otra vez a las plantas de aquel hombre ya no
existía. Los triunfos habían desvanecido acaso a don
Fermín. De todas suertes, Ana ya no le tenía lástima; le
veía triunfante abusar tal vez de la victoria, humillar al enemigo...;
ahora veía ella claro; por lo menos no veía tan turbio como
antes. Ella había sido tal vez un instrumento en manos de su
Un panteísmo vago, poético, bonachón y romántico, o mejor, un deísmo campestre, a lo Rousseau, sentimental y optimista a la larga, aunque tristón y un poco fosco; esto, todo esto mezclado era lo que encontraba ahora Ana dentro de sí y lo que se empeñaba en que fuera todavía pura religión cristiana. No quería ella ni apostatar, ni filosofar siquiera; también esto le parecía ridículo, pero sin querer las ideas, las protestas, las censuras venían en tropel a su mente y a su corazón. Esto era nuevo tormento. A pesar de todo seguía confesando a menudo con don Fermín. Le guardaba ahora una fidelidad consuetudinaria; temía los remordimientos si faltaba a lo que creía deber a aquel hombre. Temía sobre todo que si rompía sus relaciones devotas con él, volviese una reacción de lástima, arrepentimiento y piedad imaginaria que la arrastrase a otra locura como la del viernes Santo. Tantas ideas y sentimientos encontrados, la vida retirada, y la conciencia de que en ella algo padecía y se rebelaba y amenazaba estallar, fueron concausas que trajeron las crisis nerviosas que estaba curando Benítez lo mejor que podía.
Con toda el alma había
creído Ana que iba a volverse loca. A una exaltación sentimental
sucedía un marasmo del espíritu que causaba atonía moral;
la horrorizaba pensar que en tales días eran indiferentes para ella
virtud y crimen, pena y gloria, bien y mal. «Dios, como decía
ella, se le hacía migajas en el cerebro y entonces sentía un
abandono ambiente y una flaqueza de la voluntad que la atormentaban y
producían pánico; el extremo de la tortura era el desprecio de la
lógica, la duda de las leyes del pensamiento y de la palabra, y por
último el desvanecimiento de la conciencia de su unidad; creía la
Regenta que sus facultades morales se separaban,
Por muchos días lo olvidó todo para no pensar más que en su salud; la horrorizaba la idea de la locura y el miedo del dolor desconocido, extraño, del cerebro descompuesto. Llamó a Benítez con toda el alma, y principio de la cura fue este mismo afán y el obedecer ciegamente las prescripciones del médico.
Si algo dijo este de alimentos, ejercicio y hasta baños, lo más y lo principal lo encomendó al cambio de vida, a la distracción, al aire libre, a la alegría, a las emociones tranquilas. ¡Al campo, al campo! fue el grito de salvación, y Ana y Quintanar (que buen susto había llevado también), gritaron sin cesar desde la mañana a la noche: ¡Al campo, al campo!
Pero, ¿dónde estaba el campo? Ellos no tenían en la provincia de Vetusta una quinta de recreo. Don Víctor continuaba siendo propietario en Aragón.
Ana en un arranque de valor, de un valor mucho más heroico de lo que podía suponer su marido, se atrevió a decir:
-Quintanar, ¿qué te parece esta idea...? irnos a pasar unos meses, hasta que vuelva el invierno...
-¿A dónde?
-A tu tierra, a la Almunia de don Godino.
Don Víctor dio un salto.
-¡Hija, por Dios!... ya soy viejo para un traqueteo tan grande de mis pobres huesos... ¡La Almunia!... ¡con mil amores... en otro tiempo, pero ahora! Yo amo la patria, es claro, soy aragonés de corazón, y digo lo que el poeta, que es muy feliz el que no ha visto
más río que el de su patria;
pero yo soy a estas horas más vetustense que otra cosa, y otro poeta lo ha dicho también, el príncipe Esquilache:
Porque es la patria al que dichoso fuere donde se nace no, donde se quiere.
¡La Almunia de don Godino! Dónde íbamos a parar... Y además separarnos de Frígilis... de don Álvaro, de los Marqueses, de Benítez, ¡imposible!
No se pensó más en ello. Ana en el fondo del alma, se alegró de lo muy vetustense que era aquel aragonés.
Esta alegría se la ocultó a sí propia. Creyó haber cumplido con su deber en este punto.
Pero ¿a dónde irían a pasar aquellos meses de campo que Benítez exigía como condición indispensable para la salud de Ana?
Un día se hablaba de esto en casa de Vegallana. Estaban presentes a más de Quintanar y los Marqueses, Álvaro y Paco.
-El médico -decía el ex-regente- exige que la aldea a donde vayamos ofrezca una porción de circunstancias difíciles de reunir.
-Veamos -dijo de Marqués.
-Ha de estar cerca de Vetusta para que Benítez pueda hacernos frecuentes visitas y para trasladar a Ana pronto a la ciudad en caso de apuro; ha de ser bastante cómoda, amena, ofrecer un paisaje alegre, tener cerca agua corriente, yerba fresca, leche de vacas... ¡qué sé yo!
Don Álvaro tuvo una inspiración en aquel momento. Se acercó al oído de Paco y dijo:
-¡El Vivero!
Paco adivinó y admiró. «¡Sólo el genio tenía aquellas revelaciones!».
Sin pensar en que secundaba planes mefistofélicos, dijo en voz baja:
-Papá, no conozco más quinta que reúna las condiciones de Benítez que una... que está a nuestra disposición...
Y a un tiempo, alegres todos con el hallazgo, dijeron los Marqueses y su hijo:
-¡El Vivero!
-¡Bravo, bravo, eureka! -repetía el Marqués-. Paco tiene razón, ¡al Vivero! se van ustedes al Vivero.
Y la Marquesa:
-¡Hermosa idea! ¡Qué gusto! Y nos veremos a menudo antes de irnos a baños...
Don Víctor protestó.
-¡Cómo el Vivero! ¿Y ustedes?
-Nosotros no vamos este año.
-O iremos mucho más tarde.
-Y cuando vayamos cabremos todos.
-Allí hemos dormido, cada cual con entera independencia, más de veinte personas -advirtió Álvaro.
-Es claro; aquello es un convento.
-No se hable más, no se hable más.
-¿Cómo que no se hable más? ¿Y mi delicadeza?
A pesar de la delicadeza de don Víctor, quedó decretado que su mujer y él y los criados que quisieran llevar, irían a pasar aquellos meses que pedía Benítez en el Vivero, donde serían dueños absolutos... Nada, nada, los Marqueses no admitieron objeciones.
-«¿No eran parientes?».
-«Cierto que sí» -tuvo que responder, muy orgulloso, Quintanar.
Ana al saber la noticia, comprendió que aquello era todo lo contrario de irse a la Almunia de don Godino. Pero no quiso pensar en los peligros que la estancia en el Vivero podía tener. Aborrecía ahora las cavilaciones. Sin embargo, sin investigar las causas de ello, sintió durante todo aquel día una alegría de niña satisfecha en sus gustos más vivos, y aún más intenso fue su placer al despertar a la mañana siguiente con este pensamiento: «Voy al Vivero a hacer vida de aldeana, a correr, respirar, engordar... alegrar la vida... allí el sol, el agua corriente, el follaje... la salud...» y como un acompañamiento musical que encantaba toda aquella perspectiva, Ana sentía una indecisa esperanza que era como un sabor con perfumes... una esperanza... no quería pensar de qué... Pero ello era que el mundo parecía alegrarse, que la idea del Vivero la fortificaba como un placer positivo, de los que se gozan cuando duran las ilusiones. «Aquel Benítez la estaba rejuveneciendo».
Después de las hojas del libro de memorias que se referían, a su modo, a la materia que va reseñada brevemente, Ana encontró, y en ella se detuvo, la página en que rápidamente había reflejado sus impresiones al entrar en el Vivero en un día de Abril que parecía de Junio, alegre, ardiente, despejado.
Leyó con deleite aquella página, no recreándose en el estilo, sino en los recuerdos. Decía:
«El Romero y el Clavel torcieron
de repente; el landó se dobló sin ruido, nos sacudió un
poco, dejamos la carretera de Santianes y las ruedas rebotaron sobre la
La
Paco y la Marquesa, que han venido a
darnos posesión
Ya estamos solos. Examino toda la casa. En el piso bajo, salón, billar, gabinete-biblioteca, galería de costura sobre el jardín, rodeada de cristales, el comedor con paso a la estufa por la escalinata de mármol blanco. ¡Qué alegría! Todo es cristal, flores, plantas de hojas gigantescas, de colores fuertes, raros. Lo que me agrada más es el capricho del Marqués en el piso principal; una galería con cierre de cristales rodea todo el edificio. He dado dos vueltas a todo el corredor como si nunca hubiera visto el Vivero. ¿Qué será que todo me parece nuevo, mejor, más elegante, más poético? Quintanar está encantado, y se me figura que tiene un poco de envidia.
Vida excelente. La primavera entró en mi alma. Madrugo. El baño me fortifica y me alegra el espíritu. Tendida en la pila, con la mano en el grifo, dejo que el agua tibia me enerve, y la fantasía como en sopor se detiene en imágenes plásticas tranquilas y suaves. Después tiemblo dentro de la sábana y vuelvo gozosa al calor de mi cuerpo, contenta de la vida que siento circular por mis venas. La cabeza está firme; jamás vienen a mortificarme ideas sutiles, alambicadas... Pienso poco, vagamente, y los pormenores de los accidentes ordinarios que me rodean absorben lo mejor de mi atención. Benítez puede estar satisfecho. Así la salud volverá con más fuerza. Vivir es esto: gozar del placer dulce de vegetar al sol.
Y sin embargo hay horas en que las
vibraciones de las cosas me hablan de una música recóndita de
ideas
Quintanar es feliz. ¡Y es tan bueno! ¡Cómo me cuida! ¡qué agasajos, qué mimos! Parece otro. Piensa más en mí que en la marquetería. ¡Pasa días enteros sin serrar nada! No hay alma que no tenga su poesía en el fondo. Su alegría es demasiado bulliciosa, pero es sincera. Yo no podría vivir aquí sin él. Imagínole ausente, me veo aquí sola y tengo miedo y siento la soledad... Luego no me estorba, luego su compañía me agrada.
Petra, la misma Petra, me gusta
aquí en el campo.
He traído al Vivero algunos libros de mi padre. Hacía muchos años que no los había abierto. Quintanar los tenía en los cajones más altos de sus estantes.
¡Qué impresiones! He encontrado entre las hojas de una
Probablemente Benítez condenaría este afán de leer y me prohibiría la desmedida afición. ¡Oh, qué cosas tan nuevas encuentro en estos libros que apenas entendía en Loreto! Los dioses, los héroes, la vida al aire libre, el arte por religión, un cielo lleno de pasiones humanas, el contento de este mundo... el olvido de las tristezas hondas, del porvenir incierto... un pueblo joven, sano en suma... Quisiera saber dibujar para dar formas a estas imágenes de la Mitología que me asedian».
Ana, después de leer estas y
otras páginas, escribió
Desde aquella tarde pescaron. Pescaron poco, pero muy alabado. Ana leía sentada en su banqueta de lona blanca con franjas azules, mientras sujetaba la caña con la mano izquierda, sin más fuerza que la necesaria para que la corriente no la llevase.
Mientras ella, a orillas del río Soto, a media legua de Vetusta en compañía de su Quintanar, dejaba a las truchas escapar muertas de risa, su imaginación, vuelta a los tiempos y a los parajes clásicos, se bañaba en el Cefiso, aspiraba los perfumes de las rosas del Tempé, volaba al Escamandro, subía al Taigeto y saltaba de isla en isla de Lesbos a las Cíclades, de Chipre a Sicilia...
Día hubo en que viajaba con Baco, Anita, recorriendo la India, o bien navegando en el barco prodigioso de cuyo mástil floreciente pendían racimos y retorcidos tallos, y tuvo que saltar de repente a la prosaica orilla del Soto, llamada por la voz del ex-regente que gritaba:
-¡Pero muchacha, que te están comiendo el cebo!
No importaba; Ana era feliz y Quintanar también. «¡Parece otro!» se decía ella. «¡Parece otra!» pensaba él.
El tiempo volaba. Junio se metió
en calor. Vetusta en verano es una Andalucía en primavera. Ana todas las
mañanas,
-¿Para quién es esto?
-Para don Álvaro -contestó Petra.
-Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda -añadió Pepe sonriendo ya a la propina que veía en lontananza.
Ana sintió que su mano temblaba sobre las cerezas y aquel contacto le pareció de repente más dulce y voluptuoso.
Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sin pensar lo que hacía, sin poder contenerse, como una colegiala enamorada, besó con fuego la paja blanca del canastillo. Besó las cerezas también... y hasta mordió una que dejó allí, señalada apenas por la huella de dos dientes.
Y asustada de su desfachatez pensó todo el día en la aventura, sin vergüenza.
«¡También esto era cosa de la salud!».
La víspera de San Pedro, por la noche, el Magistral recibió un B. L. M. del marqués de Vegallana invitándole a pasar el día siguiente, desde la hora en que le dejasen libre sus deberes de la catedral, en el Vivero en compañía de los dueños de la quinta y de sus actuales inquilinos los señores de Quintanar, más otros muchos buenos amigos. Pertenecía el Vivero a la parroquia rural de San Pedro de Santianes; Pepe el casero era aquel año factor de la fiesta de la parroquia, y pensaba echar la casa por la ventana, «para no dejar mal al señor Marqués».
Anita, en la postdata de su
última carta decía al confesor:
«No, no faltaré, pensaba don Fermín dando vueltas en la cama. Ojalá tuviera valor para faltar, para despreciaros, para olvidarlo todo... pero ya estoy cansado de luchar con esta maldita obsesión que me vence siempre. Sí, si he de acabar por ir, si estoy seguro de que al fin he de tomar el camino del Vivero, más vale ahorrarme el tormento de la batalla y declararme vencido. Iré».
Y no pudo dormir una hora seguida en
toda la noche. Pero esto era achaque antiguo ya. Desde que Anita «
Como el Marqués no le había invitado a hacer el viaje en su coche, lo cual tal vez indicaba cierta frialdad premeditada, que De Pas fingía no sentir, tuvo el señor canónigo que ir en persona a alquilar una berlina. Mandó que le esperase fuera del Espolón a las diez en punto. Fue a la catedral, pero no pudo parar allí y a las nueve y media ya estaba en medio de la carretera de Santianes o del Vivero paseándola a lo ancho, agitado, pálido, de un humor de mil diablos.
«¿A qué voy yo allá? De fijo estará el otro. ¿Que voy yo a hacer allí? ¡Maldito Vivero!». La berlina tardaba. De Pas daba pataditas de impaciencia. Por fin llegó el coche destartalado, sucio, a paso de tortuga.
-¡Al Vivero, a escape! -gritó don Fermín dejándose caer como un plomo sobre el asiento duro que crujió.
Sonrió el cochero, sacudió
un latigazo al aire, el caballo extenuado saltó sobre la carretera dos o
tres minutos,
El Magistral recordó que en aquella misma berlina u otro coche de la misma casa por lo menos, pocas semanas antes iba él llorando de alegría, llena el alma de esperanzas, de proyectos que le hacían cosquillas en los sentidos y en lo más profundo de las entrañas. Y ahora un presentimiento le decía que todo había acabado, que Ana ya no era suya, que iba a perderla, y que aquel viaje al Vivero era ridículo; que si estaba allí Mesía, como era casi seguro, todas las ventajas eran del petimetre. Vestía el Provisor balandrán de alpaca fina con botones muy pequeños, de esclavina cortada en forma de alas de murciélago. Tenía algo su traje del que luce Mefistófeles en el
Oyó el estrépito de cascos de caballo que machacaba la grava reciente detrás de la berlina. Se asomó a ver quiénes eran los jinetes y reconoció a don Álvaro y a Paco que pasaron al galope de dos hermosos caballos blancos, de pura raza española.
Ellos no le vieron; el placer de la carrera los llevaba absortos y no repararon en la mísera berlina que seguía al paso. Incapaz de toda noble emulación, el mísero jaco de alquiler siguió caminando lo menos posible, seguro de que la felicidad no estaba en el término de ninguna carrera de este mundo. Para comer mal siempre se llega a tiempo. Esta era toda su filosofía. El cochero debía de ser discípulo del caballo.
Cuando el Magistral llegó al Vivero no había ningún convidado en la casa, ni los Marqueses, ni los de Quintanar estaban tampoco.
Petra se le presentó vestida de aldeana, con una coquetería provocativa, luciendo rizos de oro sobre la cabeza, el dengue de pana sujeto atrás, sobre el justillo de ramos de seda escarlata muy apretado al cuerpo esbelto; la saya de bayeta verde de mucho vuelo cubría otra roja que se vislumbraba cerca de los pies calzados con botas de tela. Estaba hermosa y segura de ello. Sonrió al Magistral, y dijo:
-Los señores están en San Pedro.
-Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muerto de sed y...
La aldeana fingida sirvió en la glorieta del jardín al Magistral un refresco delicioso que improvisó con arte.
-Dios te lo pague, Petrica.
Y hablaron.
Hablaron de la vida que hacían allí los señores.
Petra dijo que doña Ana parecía otra: ¡qué alegre! ¡qué revoltosa! nada de encerrarse en la capilla horas y horas, nada de rezar siglos y siglos, nada de leer a su Santa Teresa eternidades... Vamos, era otra. ¿Y salud? Como un roble.
-¿El señorito Paco vino? -preguntó de repente De Pas.
-Sí, señor, hará un cuarto de hora. Llegaron él y el señorito Álvaro, a caballo, a escape; tomaron un refresco como usted, y corrieron a San Pedro... Creo que no habían oído misa y quisieron coger la de la fiesta...
En aquel momento, hacia oriente sonaron estrepitosos estallidos de cohetes cargados de dinamita.
-Ya están al alzar -dijo la doncella.
Petra observaba con el rabillo del ojo la impaciencia del Magistral, que preguntó:
-¿La iglesia está cerca, creo, saliendo por ahí por el bosque, verdad?
-Sí, señor; pero hay tres callejas que se cruzan y puede darse en el río en vez de... si quiere usted ir, le acompañaré yo misma; ahora no tengo nada que hacer allá dentro...
-Si eres tan amable...
Petra echó a andar delante del Magistral. Por un postigo salieron de la huerta y entraron en el bosque de corpulentas encinas y robles retorcidos y ásperos. Ocupaba el bosque las laderas de una loma y el altozano, que era lo más espeso. Subía un repecho y don Fermín veía los bajos irisados de chillona bayeta que mostraba sin miedo Petra, más algo de la muy bordada falda blanca y de una media de seda calada, refinada coquetería que quitaba propiedad al traje y por lo mismo le daba picante atractivo.
-¡Qué calor, don Fermín! -decía la rubia, enjugando el sudor de la frente con pañuelo de batista barata.
-Mucho, rubita, mucho -respondía el Magistral, desabrochándose el maldito balandrán y soplando con fuerza.
-Y eso que a usted la fatiga no debe rendirle, que allá en Matalerejo tengo entendido que corre como un gamo por los vericuetos...
-¿Quién te lo ha dicho a ti?
-¡Bah! Teresina...
-¿Sois amigas, eh?
-Mucho.
Silencio. Los dos meditan. El canónigo reanuda el diálogo.
-No creas; yo, aquí donde me ves, soy un aldeano; juego a los bolos que ya ya...
Petra se detuvo y se volvió para ver a don Fermín que hacía el ademán de arrojar una bola de roble por la cóncava bolera adelante...
Rió la doncella y continuando la marcha, dijo:
-No, que es usted fuerte no necesita decirlo: bien a la vista está.
Callaron otra vez.
Detrás de la loma, y ya más cerca, estallaron cohetes de dinamita y en seguida la gaita y el tamboril de timbre tembloroso, apagadas las voces por la distancia, resonaron al través de la hojarasca del bosque.
La gaita hablaba a las entrañas del Provisor y de Petra, ambos aldeanos. Volvieron a mirarse y a sonreírse.
-Ya vuelven -dijo Petra, deteniéndose de nuevo.
-¿Llegamos tarde?
-Sí, señor; la comitiva tomará el camino de la calleja de abajo y cuando lleguemos nosotros a la iglesia, ya estarán en el Vivero...
-De modo...
-De modo, que es mejor volvernos. ¡Ay, don Fermín, perdóneme usted este paseo... esta molestia!...
-No, hija, no hay de qué... al contrario... Aquí se está bien... esta sombra... pero yo estoy algo cansado... y con tu permiso... entre aquellas raíces, sobre aquel montón verde y fresco de yerba segada... ¿eh? ¿qué te parece? voy a sentarme un rato...
Y lo hizo como lo dijo.
Petra, sin atreverse a sentarse y sin
querer dejar el puesto,
-¿Cansado? ¡bah! -se atrevió a decir- un mozo como usted...
La gaita y el tambor llenaban las bóvedas verdes con sus chorretadas, alegres ahora, luego melancólicas, cargadas siempre de ideales perfumes campestres, de recuerdos amables.
El Magistral mordía yerbas largas y ásperas y meditaba con una sonrisa amarga entre los labios. «¡Ironías de la suerte! El fruto que se ofrecía, que le caía en la boca, allí... despreciado... y el imposible codiciado... cuanto más imposible, más codiciado... Sin embargo, para que fuese menos ridícula su situación en el Vivero, le parecía muy oportuno poner por obra lo que meditaba. Y además, a él le convenía tener de su parte a la doncella de la Regenta, hacerla suya, completamente suya...».
-Petra...
-¿Señor? -gritó ella fingiendo susto.
-¿Quieres crecer? Pues bastante buena moza eres. Mira, no seas tonta... si no tienes prisa... puedes sentarte... Así como así, yo quisiera preguntarte... algunas cositas respecto de...
-Lo que usted quiera, don Fermín. Por aquí de fijo no pasa nadie; porque, sobre que poca gente atraviesa el bosque para ir a la iglesia, los que van siguen la trocha de abajo... por aquí rara vez pasa un alma. Pero si usted quiere hablar a sus anchas, allá un poco más arriba hay una cabaña que se llama la casa del leñador; es muy fresca y tiene asientos muy cómodos.
-Mejor que mejor. Hablaremos más a gusto. Vamos allá.
Se levantó y emprendieron la marcha. Subían en silencio. El monte se hacía más espeso.
La gaita y el tambor sonaban ya muy lejos, como una aprensión de ruido.
Petra, al llegar a la casa del leñador, se dejó caer sobre la yerba, algo distante de don Fermín; y encarnada como su saya bajera, se atrevió a mirarle cara a cara con ojos serios y decidores.
El Magistral se sentó dentro de la cabaña.
Hablaron.
Por algo don Fermín temía el momento de encontrarse con la comitiva, como decía Petra. Cuando media hora después entraba solo por el postigo del bosque en la huerta, lo primero que vio fue a la Regenta metida en el pozo seco, cargado de yerba, y a su lado a don Álvaro que se defendía y la defendía de los ataques de Obdulia, Visita, Edelmira, Paco, Joaquín y don Víctor que arrojaban sobre ellos todo el heno que podían robar a puñados de una vara de yerba, que se erguía en la próxima pomarada de Pepe el casero.
El Marqués gritaba desde la galería del primer piso:
-¡Eh, locos! ¡locos! que os echo los perros, que destrozáis la yerba de Pepe... ¿Qué va a cenar el ganado? ¡Locos!... -Pepe, no lejos del pozo, vestido con los trapos de cristianar, más una corbata negra que había creído digna de un factor, dejaba hacer, dejaba pasar, se rascaba la cabeza y sonreía gozoso...
-Deje, señor, deje que
La Regenta, con la cabeza cubierta de heno, con los ojos medio cerrados, no pudo ver al Magistral hasta que se acabó la broma y le tocó salir del pozo... con ayuda de don Álvaro y los que estaban fuera.
No se avergonzó de que su
confesor la hubiera visto en tal situación... Le saludó amable,
bulliciosa, y volvió con Obdulia, con Visita y con Edelmira a correr por
la
Del Magistral se apoderó el
Marqués que le llevó al salón donde estaban la Marquesa,
la gobernadora civil, la Baronesa y su hija mayor, que no quería correr
con
-Mire usted, señor Provisor -dijo Vegallana-; la fiesta se ha dividido en dos partes: como Pepe es el factor, ha convidado a todos los curas de la comarca, catorce salvo error; yo les he propuesto venirse a comer aquí con nosotros, pero como algunos de ellos son cerriles, comprendí que preferían verse libres de damas y caballeretes de la ciudad y se les ha puesto su mesa en el palacio viejo, donde yo pienso acompañarlos. Ahora bien, yo proponía a Ripamilán que viniese conmigo, pero él no quiere... Si usted fuese tan amable que me acompañara, aquellos buenos párrocos se creerían honrados infinitamente... ¡ya ve usted, como usted es el señor Vicario general!...
No hubo más remedio. El Magistral tuvo que comer con el Marqués y los curas en el palacio viejo.
Petra se encargó de presidir el
servicio de la
A la hora del café don
Fermín no pudo resistir más, se escapó como pudo y
volvió a la casa nueva, donde la algazara había llegado a ser
estrépito de los diablos. En el momento de entrar él, don
Víctor (con una montera
Las señoras ya no estaban
allí. La Marquesa, la gobernadora y la Baronesa paseaban por la huerta;
la gente
Se las oía gritar, desde la galería de cristales. Obdulia, Visita y Edelmira llamaban con aquellas carcajadas y chillidos a los hombres.
Así lo comprendió
Joaquín que propuso a Paco dejar el concierto de Quintanar y don
Cayetano y correr detrás de
-Deja, luego -decía Paco, que gozaba mucho con las canciones antiquísimas de Ripamilán y ya se iba cansando a ratos de su prima.
Cuando Quintanar y el Arcipreste se
quedaron roncos, que fue pronto, se dejó el piano y se cumplieron los
deseos de Orgaz. Él, Paco, Mesía y Bermúdez salieron de la
casa y entraron en el bosque. «Ya no se oían los gritos de
«A buscarlas cada cual por su lado».
«¡Magnífico! ¡magnífico!».
Se dispersaron y pronto dejaron de verse unos a otros.
Bermúdez, en cuanto se
sintió solo, se sentó sobre la yerba. Un encuentro a solas con
cualquiera de aquellas señoras y señoritas en un bosque espeso de
encinas seculares, le parecía una situación que exigía una
oratoria especial de la que él no se sentía capaz. Y, sin
embargo,
El Magistral tuvo que quedarse con Ripamilán, don Víctor, el gobernador, Benítez y otros señores graves. Benítez era joven, pero prefería hacer la digestión sentado y fumando un buen cigarro.
Don Víctor se acercó al médico, en el hueco de un balcón y De Pas pudo oír el diálogo que entablaron.
-¡Oh! no puede figurarse usted cuánto le debo.
-¿A mí, don Víctor?
-Sí a usted; Ana es otra. ¡Qué alegría, qué salud, qué apetito! Se acabaron las cavilaciones, la devoción exagerada, las aprensiones, los nervios... las locuras... como aquella de la procesión... Oh, cada vez que me acuerdo se me crispan los... pues nada, ya no hay nada de aquello. Ella misma está avergonzada de lo pasado. Se ha convencido de que la santidad ya no es cosa de este siglo. Este es el siglo de las luces, no es el siglo de los santos. ¿No opina usted lo mismo, señor Benítez?
-Sí señor -dijo el médico sonriendo y chupando su cigarro.
-¿De modo que usted opina que mi mujer está curada del todo?... ¿radicalmente?...
-Doña Ana, amigo mío, no estaba enferma; se lo he dicho a usted cien veces; lo que tenía se curaba sin más que cambiar de vida; pero no era enfermedad... por eso no puede decirse con exactitud que se ha curado... por lo demás... esa misma exaltación de la alegría, ese optimismo, ese olvido sistemático de sus antiguas aprensiones... no son más que el reverso de la misma medalla.
-¿Cómo? usted me asusta.
-Pues no hay por qué. Doña
Ana es así; extremosa...
Benítez mascaba el cigarro y miraba a don Víctor, que abría mucho los ojos, con expresión misteriosa de lástima un poco burlesca.
-¿Qué necesita?
-Eso... un estímulo fuerte, algo que le ocupe la atención con... fuerza...; una actividad... grande... en fin, eso... que es extremosa por temperamento... Ayer era mística, estaba enamorada del cielo; ahora come bien, se pasea al aire libre entre árboles y flores... y tiene el amor de la vida alegre, de la naturaleza, la manía de la salud...
-Es verdad; no habla más que de la salud la pobrecita.
-¡Qué pobrecita! ¿Pobrecita por qué?
-¿Por qué? por esos extremos... por esos estímulos que necesita...
-¿Y eso qué importa? Su temperamento exige todo eso...
-¿De modo que usted cree que ayer era devota, exageradamente devota porque... tal vez había quien influía en su espíritu en cierto sentido?...
-Justo. Es muy probable.
Don Víctor, aturdido como solía, hablaba sin miedo de ser oído, sin ver al Magistral, que fingiendo leer un periódico y a ratos atender a Ripamilán, se esforzaba en no perder ni una palabra del diálogo del balcón.
-¿De modo... que el cambio de Anita se debe a... otra influencia?... ¿su pasión por el campo, por la alegría, por las distracciones se debe... a un nuevo influjo?
-Sí señor; es un aforismo
médico:
-¡Perfectamente! ¡
-Pues es bien claro. Nosotros. El nuevo régimen, la higiene, el Vivero... usted... yo... los alimentos sanos... la leche... el aire... el heno... el tufillo del establo... la brisa de la mañana... etc., etc.
-Basta, basta; comprendido... la higiene... la leche... el olor del ganado... ¡magnífico!... ¡De modo que Ana está salvada!
-Sí señor.
-¿Porque esta nueva exageración no puede llevarnos a nada malo?...
Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con los dientes, y contestó con la misma sonrisa de antes:
-A nada.
-¡Santa Bárbara! -gritó Quintanar cerrando los ojos y poniéndose en pie de un salto.
Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó un trueno que hizo temblar las paredes. Cesaron todas las conversaciones, todos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctor estaban pálidos. Eran dos hombres valientes de veras que se echaban a temblar en cuanto sonaba un trueno.
Ripamilán, aunque algo sordo de algunos años acá, había oído perfectamente la descarga de las nubes y ya se sentía mal. No tenía bastante confianza para pedir un colchón con que taparse la cabeza, según acostumbraba hacer en su casa.
Todos los convidados, menos los dos
miedosos, se acercaron a los balcones para ver llover. Caía el agua
-¿Y los chicos? -preguntó Ripamilán asustado, fingiendo temer por los demás.
Llamaba
-¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay que buscarlos... Se van a poner perdidos -exclamó Quintanar, acordándose de su mujer, lleno de remordimientos por no haberlo dicho antes.
El Magistral no pensaba en otra cosa, pero callaba. Estaba pasando un purgatorio y aquello era ya el colmo. «Los otros en el bosque... y el cielo cayendo a cántaros sobre ellos... ¡A qué cosas no estaría obligando la galantería de don Álvaro en aquel momento!».
-Es preciso ir a buscarlos -decía el gobernador.
-Hay que llevarles paraguas...
-Y el caso es que la Marquesa está sitiada por el chubasco allá abajo y no puede disponer...
-Y el Marqués está con sus curas en el palacio viejo y no puede venir y mandar...
Y se deliberó largamente qué se haría.
-Hay que salvar a los náufragos -dijo el Barón a guisa de chiste.
El Magistral, que había salido del salón, se presentó con dos paraguas grandes de aldea, verdes, de percal. Ofreció uno a don Víctor, diciendo:
-Vamos, Quintanar, usted que es cazador... y yo que también lo soy... ¡al monte! ¡al monte!
Y con los ojos, al decir esto, se lo comía, y le insultaba llamándole con las agujas de las pupilas idiota, Juan Lanas y cosas peores.
-¡Bravo, bravo! -gritaron aquellos señores, que aplaudían el heroísmo ajeno.
Un trueno formidable, simultáneo con el relámpago, estalló sobre la casa y puso pálidos a los más valientes.
-¡Vamos, vamos, pronto! -gritó el Magistral, cuya palidez no la causaba la tormenta. El trueno le sonaba a carcajadas de su mala suerte, a sarcasmos del diablo que se burlaba de él y de su miserable condición de clérigo.
-Pero... don Fermín -se atrevió a decir Quintanar- por lo mismo que soy cazador... conozco el peligro... El árbol atrae el rayo... Ahí arriba también hay laureles, el laurel llama la electricidad; ¡si fueran pinos menos mal! ¡pero el laurel!...
-¿Qué quiere usted decir? ¿Que los parta un rayo a los otros? No ve usted que con ellos está doña Ana...
-Sí, verdad es... pero ¿no podría ir Pepe con algún criado... con Anselmo...? Usted va a mojarse el balandrán... y la sotana...
-¡Al monte! ¡don Víctor, al monte! -rugió el Provisor.
Y la voz terrible fue apagada por un trueno más horrísono que los anteriores.
-Señores - dijo Ripamilán que estaba escondido en una alcoba-. No se apuren ustedes, los chicos deben de estar a techo.
-¿Cómo a techo?...
-Sí, Fermín, no se asuste usted. A techo... en la casa del leñador que usted no conoce; es una cabaña rústica, que el Marqués se hizo construir con cañas y césped allá arriba, en lo más espeso del monte...
El Magistral no quiso oír
más.
El cual recogió el arma defensiva, que llamó escudo para sus adentros, y siguió sin chistar «al loco del Magistral», sin explicarse por qué se empeñaba en que fueran ellos a buscar a la Regenta y no los criados.
Tampoco los señores del salón comprendían aquello; y sonreían con discreta y apenas dibujada malicia al decir que era un misterio la conducta del Magistral.
-Tenía razón don Víctor -advirtió el barón- ¿por qué no habían de haber ido los criados?
-Además -dijo el gobernador- eso parece una lección a todos nosotros, especialmente a usted que tiene por allá a su hija...
El trueno que estalló en aquel instante se le antojó a Ripamilán que había metido cien rayos en la casa.
El miedo ya era general.
-Ea, ea, señores -dijo el
Arcipreste desde la alcoba- a rezar tocan; yo voy a rezar con permiso de
ustedes...
-¿Adónde van ustedes?
-gritaba la Marquesa desde el
-¡Al infierno! ¡qué sé yo dónde me lleva este hombre! contestó don Víctor sin dar muchas voces, furioso, empeñado en abrir el paraguas que tropezaba con las ramas y se enredaba en las zarzas.
La Marquesa continuaba vociferando, y hablaba por señas, pero don Víctor ya no la entendía y don Fermín ni la oía siquiera.
-Pero aguarde usted, santo varón; espere usted, ¡deliberemos; formemos un plan!... ¿a dónde me lleva usted?
Por lo visto tampoco oía a Quintanar aquel santo varón, porque continuaba subiendo a paso largo, sin mirar hacia atrás un momento.
De rama a rama, de tronco a tronco, en
todas direcciones subían y bajaban hilos de araña que se le
metían
-¡Esto es un telar! -gritaba, y se envolvía en los hilos como si fueran cables, procuraba evitarlos y tropezaba, resbalaba y caía de hinojos, blasfemando, contra su costumbre.
-También es ocurrencia de chicos venir al monte a divertirse... Si no hay más que arañas y espinas... Don Fermín, espere usted por las once mil... de a caballo, que yo me pierdo y me caigo.
Un trueno le contestó y le hizo arrodillarse con el susto.
No osó blasfemar otra vez.
-¡Don Fermín! ¡don Fermín! ¡espere usted en nombre de la humanidad!
De Pas se detuvo, se volvió,
-Parece mentira que sea usted cazador.
-Soy cazador en seco, compadre, pero
esto es el diluvio, y un bombardeo... y las arañas se me meten en el
estómago... y sobre todo a mí me gustan las acciones heroicas que
tienen alguna utilidad.
-A buscar a doña Ana que estará... poniéndose perdida...
-¡Quiá perdida! ¿Cree usted que son tontos? De fijo están a techo... ¿Cree usted que han de estar papando... arañas y nadando como nosotros? ¿Además no tienen pies para volverse a casa? ¿No saben el camino? Dirá usted que les llevamos paraguas; ¿y para qué sirven los paraguas?
El Magistral se puso colorado. En efecto, los paraguas no servían de nada en el bosque.
-Haga usted lo que quiera -dijo- yo sigo.
-Eso es darme una lección -replicó don Víctor algo picado y continuando también la ascensión penosa.
-No señor.
-Sí señor; eso... es ser más papista que el Papa. Me parece a mí que mi mujer me importa más a mí que a nadie... Y usted dispense este lenguaje... pero, francamente, esto ha sido una quijotada.
Quintanar comprendió que aquello era una insolencia, pero estaba furioso y no quiso recogerla.
El primer impulso de don Fermín fue descargar el puño del paraguas sobre la cabeza de aquel hombre que se le antojaba idiota en aquella ocasión; pero se contuvo por multitud de consideraciones... y continuó subiendo en silencio.
A lo que iba, iba; todos aquellos
insultos le sonaban como le sonarían a un náufrago los que le
arrojasen desde tierra... Dos ideas llevaba clavadas en el cerebro con clavos
de fuego:
«¡
Echó a correr monte arriba.
«¡Pero ese hombre está loco!», pensaba Quintanar, que le seguía jadeante, con un palmo de lengua colgando y a veinte pasos otra vez.
El Magistral procuraba orientarse, recordar por dónde había bajado pocas horas antes de la casa del leñador. Se perdía, confundía las señales, iba y venía... y don Víctor detrás, librándose de las arañas como de leones, de sus hilos como de cadenas.
«Lo mejor es subir por la máxima pendiente, ello está hacia lo más alto... pero arriba hay meseta, vaya usted a buscar...».
Se detuvo. Como si nada hubiera dicho don Víctor, con cara amable y voz dulce y suplicante advirtió:
-Señor Quintanar, si queremos dar con ellos tenemos que separarnos; hágame usted el favor de subir por ahí, por la derecha...
Don Víctor se negó, pero el Magistral insistiendo, y con alusiones embozadas al miedo positivo de su compañero, logró picar otra vez su amor propio y le obligó a torcer por la derecha.
Entonces, en cuanto se vio solo, De Pas
subió corriendo cuanto podía, tropezando con troncos y zarzas,
ramas caídas y ramas pendientes... Iba ciego; le daba el corazón,
que reventaba de celos, de cólera, que iba a sorprender a don
Álvaro y a la Regenta en coloquio amoroso cuando menos.
«¿Por qué? ¿No era lo probable que estuvieran con
ellos Paco, Joaquín, Visita, Obdulia y los demás que
habían subido al bosque?». No, no, gritaba el presentimiento. Y
razonaba diciendo: don Álvaro sabe mucho de estas aventuras, ya
habrá él aprovechado la ocasión, ya se habrá dado
trazas para quedarse a solas con ella. Paco y Joaquín no habrán
puesto obstáculos,
Llegó a lo más alto, a lo más espeso. Los truenos, todavía formidables, retumbaban ya más lejos. Se había equivocado, no estaba hacia aquel lado la cabaña. Siguió hacia la derecha, separando con dificultad las espinas de cien plantas ariscas, que le cerraban el paso. Al fin vio entre las ramas la caseta rústica... Alguien se movía dentro... Corrió como un loco, sin saber lo que iba a hacer si encontraba allí lo que esperaba..., dispuesto a matar si era preciso... ciego...
-¡Jinojo! que me ha dado usted un susto... -gritó don Víctor, que descansaba allí dentro, sobre un banco rústico, mientras retorcía con fuerza el sombrero flexible que chorreaba una catarata de agua clara.
-¡No están! -dijo el Magistral sin pensar en la sospecha que podían despertar su aspecto, su conducta, su voz trémula, todo lo que delataba a voces su pasión, sus celos, su indignación de marido ultrajado, absurda en él.
Pero don Víctor también estaba preocupado. No le faltaba motivo.
-Mire usted lo que me encontrado aquí -dijo y sacó del bolsillo, entre dos dedos, una liga de seda roja con hebilla de plata.
-¿Qué es eso? -preguntó De Pas, sin poder ocultar su ansiedad.
-¡Una liga de mi mujer! -contestó aquel marido tranquilo como tal, pero sorprendido con el hallazgo por lo raro.
-¡Una liga de su mujer!
El Magistral abrió la boca estupefacto, admirando la estupidez de aquel hombre que aún no sospechaba nada.
-Es decir -continuó Quintanar- una liga que fue de mi mujer, pero que me consta que ya no es suya... Sé que no le sirven... desde que ha engordado con los aires de la aldea... con la leche... etc., y que se las ha regalado a su doncella... a Petra. De modo que esta liga... es de Petra. Petra ha estado aquí. Esto es lo que me preocupa... ¿A qué ha venido Petra aquí... a perder las ligas? Por esto estoy preocupado, y he creído oportuno dar a usted estas explicaciones... Al fin es de mi casa, está a mi servicio y me importa su honra... Y estoy seguro, esta liga es de Petra.
Don Fermín estaba rojo de vergüenza, lo sentía él. Todo aquello, que había podido ser trágico, se había convertido en una aventura cómica, ridícula, y el remordimiento de lo grotesco empezó a pincharle el cerebro con botonazos de jaqueca... Por fortuna don Víctor, según observó también De Pas, no estaba para atender a la vergüenza de los demás, pensaba en la suya; se había puesto también muy colorado. Comprendió el Magistral por qué torcidos senderos conocía el ex-regente las ligas de su mujer.
También Quintanar tenía, además de vergüenza, celos.
No podía saber De Pas hasta qué punto había llegado la debilidad de don Víctor, que se decía a sí mismo: «Probablemente este clérigo, malicioso como todos, estará sospechando... lo que no ha habido».
Lo cierto era que don Víctor, al cabo, había cedido hasta cierto punto a las insinuaciones de Petra.
Pero acordándose de lo que
debía a su esposa, de lo que se debía a sí mismo, de lo
que debía a sus años, y de otra porción de deudas, y sobre
todo, por fatalidad de su destino que nunca le había permitido llevar a
término natural cierta clase de empresas, era lo cierto que había
retrocedido en
«¿Por qué se le había ido la lengua delante del Magistral?».
«No podía explicárselo, los celos, si así podían llamarse, le habían hecho hablar alto. Por lo demás, él despreciaba a la rubia lúbrica en el fondo del alma... y sólo en un momento de exaltación... de la mente, había podido...».
La tempestad ya estaba lejos... los árboles continuaban chorreando el agua de las nubes, pero el cielo empezaba a llenarse de azul.
Por decir algo, don Víctor dijo:
-Verá usted como esto repite a la noche... Por allá abajo viene otro mal semblante... mire usted por entre aquellas ramas...
Vamos a bajar antes que vuelva el agua -advirtió De Pas, que hubiera querido estar cinco estados bajo tierra.
Los dos se tenían miedo.
Los dos bajaron silenciosos, pensando en la liga de Petra.
Antes de llegar a la huerta se encontraron con Pepe el casero que los llamó de lejos, entre los árboles.
-Don Víctor, don Víctor... eh, don Víctor... por aquí.
-¿Qué pasa? ¿Han parecido? ¿Alguna desgracia?
-¿Qué desgracia? no señor, que los señoritos y las señoritas ya estaban en casa muy tranquilos cuando ustedes estarían llegando a mitad del monte... apenas se han mojado... Yo salí, por orden de la señora Marquesa, en su busca apenas comenzó a llover... Fui con el carro y el toldo encerado a la calleja de Arreo donde sabía yo que el señorito Paco había de parecer, porque aquel es el camino más corto y la casa de Chinto está allí, a los cuatro pasos... En casa de Chinto estaban todas las señoritas, que no se habían mojado apenas... porque en el monte cuando empieza el chaparrón se está como a techo... De modo que todos están en casa muertos de risa, menos la señora doña Anita que teme por usted y... por este señor cura...
-¿Pero y la señora Marquesa cómo no nos advirtió?...
-Pues si dice que le llamaba a usted a voces y que usted no hacía caso, y que ella le decía que ya había salido el carro...
Y Pepe se reía a carcajadas.
-No ha sido mala broma, je, je...
Probecicos y da lástima verles... sobre todo este señor cura
está hecho un
Tenía razón Pepe. De Pas y don Víctor se miraban y se encontraban aspecto de náufragos.
-Anden, anden, ángeles de Dios, que la mojadura puede llegar a los huesos y darles un romantismo...
-Ya ha llegado, Pepe, ya ha llegado.
-La señorita Ana ya tié preparada ropa caliente pa usté y creo que no falta pa este señor cura: y si no, yo tengo una camisa fina que podría ponérsela una princesa...
El Magistral en vez de entrar en la huerta por el postigo por donde habían salido, dio vuelta a la muralla y entró en las cocheras, de donde hizo sacar su miserable berlina de alquiler.
Don Víctor no le vio siquiera separarse de él. Tan absorto iba.
Encontró el Magistral al Marqués que no quería dejarle marchar en aquel estado...
-Pero si va usted a coger una pulmonía... Múdese usted... Ahí habrá ropa...
No hubo modo de convencerle.
-Despídame usted de la Marquesa. En una carrera estoy en mi casa...
Y dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido, sino a un trote falso que poco a poco se fue convirtiendo en un paso menos que regular.
-Pero, hombre, castigue usted a ese animal -gritaba don Fermín al cochero-. Mire usted que voy calado hasta los huesos... y quiero llegar pronto a mi casa.
El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dos tremendos latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagar así la ira concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor. Aquellos latigazos los hubiera descargado el canónigo de buen grado sobre el rostro de Mesía.
Cuando el miserable y desvencijado
vehículo llegaba
Don Fermín llevaba el alma sofocada de hastío, de desprecio de sí mismo. ¡Qué jornada! pensaba, ¡qué jornada! No le quedaba ni el consuelo de compadecerse; merecido tenía todo aquello; el mundo era como el confesonario lo mostraba, un montón de basura; las pasiones nobles, grandes, sueños, aprensiones, hipocresía del vicio... Buena prueba era él mismo, que a pesar de sentirse enamorado por modo angélico, caía una y otra vez en groseras aventuras, y satisfacía como un miserable los apetitos más bajos. Y al fin Teresina... era de su casa, pero Petra era de la otra, de Ana. Ya no se disculpaba con los sofismas del maquiavelismo, de la conveniencia de tener de su parte a la criada. «Con unas cuantas monedas de oro hubiera conseguido lo mismo». «¿Y don Víctor? Otro miserable y además un estúpido que merecía cuanto mal le viniera encima, como él, como Ana lo merecían también, como lo merecía el mundo entero que era un lodazal... ¡Oh, aquellos relámpagos debían quemar el mundo entero si se quería hacer justicia de una vez!».
Lo que más le irritaba era que su conciencia le envolvía a él también en el general desprecio... «Todo era pequeño, asqueroso, bajo... y él como todo».
«¿Y lo que había
dicho el médico?
El Magistral daba diente con diente. El frío le hizo pensar en la ropa, la ropa en su madre.
«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré que inventar una mentira. ¡Bah! una más, ¿qué importa?... Y los otros allá... a sus anchas... Podrán, si quieren, cometer sus torpezas delante del mismo idiota del marido... Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí el ofendido? ¡Yo, yo! que siento la ofensa, que la preveo, que la huelo en el aire... no él que no la ve aun puesta delante de los ojos...».
Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volver furioso al Vivero a sorprender «lo que el presentimiento le daba por seguro, lo que no había pasado tal vez en el bosque, pero lo que estaría pasando en la casa... entre aquellos borrachos disimulados y aquellas damas lascivas, locas y encubridoras...».
Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvió de acompañamiento a la cólera del canónigo.
-«¡Eso! ¡eso! -rugió mientras abría la portezuela y se apeaba frente a su casa-. ¡Esto sólo se arregla con rayos!».
Y entró en su casa después de pagar al cochero.
Los rayos que quería le esperaban arriba dispuestos a estallar sobre su cabeza.
Cuando se acostó aquella noche, pensaba que en su vida había tenido tan formidable reyerta con su señora madre, ni había visto jamás a doña Paula ostentar mayores parches de sebo en las sienes.
Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más le atormentaba con sus punzadas, era la del ridículo.
«¡Qué aventuras tan grotescas... qué horrorosa ironía de lo cómico durante todo el día! Y... la culpa de todo la tenía la odiosa, la repugnante sotana...».
Los últimos pensamientos del Magistral fueron maldiciones. Pero a pesar de todo durmió, rendido por tanta fatiga.
Allá en el Vivero los convidados
habían puesto a mal tiempo buena cara, y mientras en el palacio viejo
los curas rurales, el Marqués, y algunos otros señores de Vetusta
jugaban al tresillo a primera hora y más tarde al monte, que llamaba el
clero del campo
A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfo burlesco. Algunos, Visita y Paco entre ellos, querían coronarlo, pero él prefirió correr a su cuarto para mudarse de pies a cabeza.
Entró con él la Regenta para ayudarle.
-¿Y don Fermín? -preguntó.
-Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y perdona -contestó Quintanar de mal humor, mientras se mudaba los calcetines.
Y refirió a su mujer todo lo que les había sucedido, menos el hallazgo de la liga.
Ana convino en que De Pas había
llevado la galantería
-¿A quién le importará más mi mujer, a él o a mí? -repetía a cada instante el marido, como supremo argumento contra el Magistral.
«Sí, pensaba Ana, tiene razón don Álvaro, ese hombre... tiene celos, celos de amante... y lo que ha hecho hoy ha sido una imprudencia... Debo huir de él, tiene razón Álvaro».
Mesía y Paco, en los días anteriores, habían venido varias veces al Vivero, a caballo; Mesía había encontrado a la Regenta expansiva, alegre, confiada: y sin hablar palabra de amor pudo conseguir que ella escuchase consejos que él juraba higiénicos principalmente.
«El misticismo era una exaltación nerviosa».
En eso estaba Ana también, asustada todavía con los recuerdos de sus aprensiones.
«Además, el Magistral no era un místico; lo menos malo que se podía pensar de él era que se proponía ganar a las señoras de categoría para adquirir más y más influencia».
Cuando don Álvaro se atrevió a decir esto, ya sus confidencias habían sido muy íntimas.
De amor no se hablaba; Mesía, aunque con trabajo, respetaba a la Regenta hasta el punto de no tocarle al pelo de la ropa. Ella se lo agradecía y, como en tiempo antiguo, procuraba aturdirse, no pensar en los peligros de aquella amistad; y lo conseguía mejor que antes.
«Mi salud, pensaba, exige que yo
sea como todas: basta para siempre de cavilaciones y propósitos
quijotescos y excesivos: quiero paz, quiero calma... seré como todas. Mi
honor no padecerá... pero los escrúpulos
Y temblaba recordando las tristezas y los terrores pasados.
La pasión, menos vocinglera que antes, subrepticia, seguía minando el terreno, y a los pocos latidos de la conciencia contestaba con sofismas.
Cuando Quintanar refirió los pasos imprudentes del Magistral, Ana sintió por un momento algo de odio. «¿Cómo? ¿Su mismo confesor la comprometía? Si Víctor fuera otro, ¿no podría haber sospechado o de don Álvaro o del canónigo mismo? ¿Pues no estaba bien claro que todo aquello eran celos? ¡No faltaba más! ¡qué horror! ¡qué asco! ¡amores con un clérigo!».
Y ahora sí que la imagen de don Álvaro se le presentaba risueña, elegante, fresca y viva. «Al fin aquello estaba dentro de las leyes naturales y sociales... a lo menos era cosa menos repugnante... menos ridícula; no, lo que es ridículo, nada... ¡pero un canónigo!...».
Y le parecía que el pecado de querer a un Mesía era ya poco menos que nada, sobre todo si servía para huir de los amores de un Magistral... «¿Pero qué se habría figurado aquel señor cura?».
No se acordaba la Regenta ahora de aquello del «hermano mayor del alma», ni de la leña que ella, sin mala intención, sin asomo de coquetería, había arrojado al fuego de que ahora se avergonzaba. La pasión, que ahora halagaba con su nueva vida, vencedora, próxima a estallar, le sugería sofisma tras sofisma para encontrar repugnante, odiosa, criminal la conducta del Provisor, y noble y caballeresca la de Mesía.
El cual, aquella misma mañana en
el pozo lleno de yerba, antes en el patio de la iglesia, por las callejas,
Y comparando proceder con proceder, Anita encontraba abominable el del clérigo.
Y le faltó tiempo para decírselo a don Álvaro.
En tono confidencial, que al lechuguino le supo a gloria, le fue diciendo, cuando pudo hablarle sin que los oyeran:
-¿Qué le parece a usted la conducta del Magistral?
¿Que le había de parecer a don Álvaro? ¡Abominable! ¿Pues qué era lo que él, don Álvaro, tenía dicho? Que no había que fiarse del Provisor, etc., etc.
-«Sí, Ana, está enamorado de usted, loco, loco... eso se lo conocí yo hace mucho tiempo... porque... porque...».
Y Álvaro sonreía de un
modo que lo decía todo perfectamente, y hasta con acompañamiento
de una música dulcísima que la Regenta creía oír
dentro de sus entrañas; una música que le salía de los
ojos y de la boca... «¡qué sabía ella! pero aquello
era una delicia mucho más fuerte que todas las del
Cuando hablaban así, como
-Vuelve la tormenta y yo no quiero bromas con la electricidad; me consta que la carrera de un coche atrae el rayo... Me quedo, me quedo.
Las baronesas prefirieron desafiar la tempestad. El Barón quería más quedarse, pero tuvo que seguirlas. También se metió en el coche el gobernador, pero su esposa se quedó con los Marqueses. Bermúdez volvió a Vetusta; Visitación, Obdulia, Edelmira, Paco y Mesía se quedaban.
Mientras abajo se trataban a gritos y
con idas y venidas tan arduas materias, Edelmira, Obdulia, Visita, Paco y
Joaquín corrían como locos por el corredor del primer piso.
Visitación estaba un poco borracha, no tanto por lo que había
bebido como por lo que había alborotado; Obdulia decía que
tenía un clavo en la sien: había bebido mucho más, pero el
torbellino del baile, las emociones fuertes del escondite la mantenían
en pie firme de puro excitada. Edelmira, maestra ya en el arte de divertirse al
estilo de la casa de sus tíos, estaba como una amapola y reía y
gozaba con estrépito; su alegría era comunicativa y
simpática. Paco la pellizcaba sin compasión y ella despedazaba
los brazos de Paco; Joaquín Orgaz, que había conseguido aquella
tarde algunas ventajas positivas en el amor siempre efímero de
Y mientras abajo sonaba el ruido confuso y gárrulo de las despedidas y preparativos de marcha, y detrás el estrépito de los que corrían en la galería, y allá en el cielo, de tarde en tarde, el bramido del trueno, la Regenta, sin notar las gotas de agua en el rostro, o encontrando deliciosa aquella frescura, oía por la primera vez de su vida una declaración de amor apasionada pero respetuosa, discreta, toda idealismo, llena de salvedades y eufemismos que las circunstancias y el estado de Ana exigían, con lo cual crecía su encanto, irresistible para aquella mujer que sentía las emociones de los quince años al frisar con los treinta.
No tenía valor, ni aun deseo de mandar a don Álvaro que se callase, que se reportase, que mirase quién era ella. «Bastante lo miraba, bastante se contenía para lo mucho que aseguraba sentir y sentiría de fijo».
«No, no, que no calle, que hable
toda la vida», decía el alma entera. Y Ana, encendida la mejilla,
cerca de la cual hablaba el presidente del Casino, no pensaba en tal instante
ni en que ella era casada, ni en que había sido
Para lo único que le quedaba un poco de conciencia, fuera de lo presente, era para comparar las delicias que estaba gozando con las que había encontrado en la meditación religiosa. En esta última había un esfuerzo doloroso, una frialdad abstracta, y en rigor algo enfermizo, una exaltación malsana; y en lo que estaba pasando ahora ella era pasiva, no había esfuerzo, no había frialdad, no había más que placer, salud, fuerza, nada de abstracción, nada de tener que figurarse algo ausente, delicia positiva, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sin trascender a nada más que a la esperanza de que durase eternamente. «No, por allí no se iba a la locura».
Don Álvaro estaba elocuente; no
pedía nada, ni siquiera una respuesta; es más, lloraba, sin
llorar por supuesto, «de pura gratitud, sólo porque le
oían». «¡Había callado tanto tiempo!
¿Que había mil preocupaciones, millones de obstáculos que
se oponían a su felicidad? Ya lo sabía él; pero él
no pedía más que lástima, y la dicha de que le dejaran
hablar, de hacerse oír y de no ser tenido por un libertino
Siempre le había gustado mucho a
Ana que llamasen
Por fortuna, don Álvaro
sabía perfectamente manejar este resorte: era él capaz de
despreciar, llegado el caso, al mismo sol del medio día si se
oponía a sus pasiones. «Todo era preocupación,
pequeñez de ánimo... Pero, ¿tenía él derecho
para que Ana siguiera sus ideas y despreciase las maliciosas y groseras
aprensiones del vulgo? Oh, no; ya sabía que la
A la luz de un relámpago, la
Regenta vio los ojos de
También tenía las mejillas húmedas... Ella no pensó que esto podía ser agua del cielo.
«¡Estaba llorando aquel hombre... el hombre más hermoso que ella había visto, el compañero de sus sueños, el que debió haberlo sido de su vida!...».
«Pero ¿por qué hablaba de agradecimiento? ¿Porque ella no le interrumpía? ¡Si él supiera... si él supiera que no podía ni hablar!...».
Ana sentía un placer
Cuando Álvaro, creyendo bastante cargada la mina, suplicó que se le dijera algo, por ejemplo, si se le perdonaba aquella declaración, si se le quería mal, si se había puesto en ridículo... si se burlaba de él, etc., Ana, separándose del roce de aquel brazo que la abrasaba, con un mohín de niña, pero sin asomo de coquetería, arisca, como un animal débil y montaraz herido, se quejó... se quejó con un sonido gutural, hondo, mimoso, de víctima noble, suave. Fue su quejido como un estertor de la virtud que expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces...
Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita... la abrazó nerviosa y dijo, pudiendo al fin hablar:
-¿A qué jugáis, locos...?
-Ahora ya a nada... Jugábamos al cachipote, pero Paco y Edelmira están allá en la esquina del otro frente disputando sobre quién tiene más fuerza, si ella o él... Ven, ven, verás qué puños los de Edelmira.
En la más obscura de las
galerías, en un rincón, amontonados estaban los demás
compañeros de broma; Edelmira y Paco espalda con espalda, como se baila
a veces la
Joaquín propuso la misma lucha a Obdulia; Visita se atrevió a medir con la Regenta sus fuerzas. Joaquín y Ana vencieron. A don Álvaro, que no tenía con quién luchar, se le vino a la memoria la escena del columpio en que le venció el maldito De Pas... «Pero ahora le tenía debajo de los pies».
«Más valía maña que fuerza».
Siguieron los ejercicios corporales; el
ruido del agua, la luz de los relámpagos, los truenos lejanos, la
obscuridad ambiente, los vapores de la comida, la estrechez del corredor, todo
los animaba, los arrojaba a la alegría aldeana, a los juegos brutales de
la lascivia subrepticia, moderados en ellos por instintos de la
educación. Pero volvieron los pellizcos, los gritos, los
puñetazos de las mujeres en la cabeza de los varones. Ana jamás
había asistido a escenas semejantes; ella y don Álvaro no tomaban
parte activa en la broma al principio, pero al fin le tocó a la Regenta
algún pellizco, ninguno de Mesía, a este varios de Obdulia y
Visita, y, sin pensarlo, Ana en la general contienda más de una vez
sintió su espalda
Fatigados con tanto movimiento y alardes
de fuerza, choques y excitaciones vanas, Paco y Joaquín, antes que
Edelmira, Obdulia y Visita, dejaron de correr y
Paco, con regular voz de barítono, cantó pedazos de
Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantar el
Todos en un grupo, respirando el fresco
de la noche, contemplando la luna que salía por la bóveda
desgarrando jirones de nubes de forma caprichosa, cantaban
Don Víctor era más soñador que ninguno de los presentes. Se acercó a Mesía, consiguió entablar conversación particular con él; y como encontró a su amigo más atento que nunca, más cordial, más afectuoso, no tardó en abrirle el alma de par en par.
Cuando ya los otros se habían cansado de la luna y de las óperas y las malagueñas, don Víctor, que había comido bien y merendado con frecuentes libaciones, seguía abriendo el pecho ante la atención de Mesía, atención muda, intachable.
-Mire usted -decía el viejo- yo no sé cómo soy, pero sin creerme un Tenorio, siempre he sido afortunado en mis tentativas amorosas; pocas veces las mujeres con quien me he atrevido a ser audaz, han tomado a mal mis demasías... pero debo decirlo todo: no sé por qué tibieza o encogimiento de carácter, por frialdad de la sangre o por lo que sea, la mayor parte de mis aventuras se han quedado a medio camino... No tengo el don de la constancia.
-Pues es indispensable.
-Ya lo veo; pero no lo tengo. Mis pasiones son fuegos fatuos; he tenido más de diez mujeres medio rendidas... y muy pocas, tal vez ninguna puedo decir que haya sido mía, lo que se llama mía... Sin ir más lejos...
Don Víctor, en el seno de la
amistad, seguro de que Mesía había de ser un pozo, le
refirió las persecuciones de que había sido víctima, las
provocaciones lascivas de Petra; y confesó que al fin, después de
resistir mucho tiempo, años, como un José... habíase
cegado en un
Y de una en otra vino a declarar el hallazgo de la liga, aunque sin decir que había sido de su mujer. Le parecía una debilidad indigna de un marido «de mundo» regalarle ligas a su señora. Pidió consejo a Mesía respecto de su conducta futura con Petra.
-¿Debo despedirla?
-¿Tiene usted celos?
-No señor; yo no soy el perro del hortelano... aunque he de confesar que algo me disgustó en el primer momento el descubrir aquella prueba de su liviandad.
-Pero ¿está usted seguro de que la liga es de Petra?
-Ah, sí; estoy absolutamente seguro.
Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin trazas de dejarlo.
La alcoba en que dormían Ana y don Víctor tenía una ventana a la galería precisamente del lado en que estaban conversando los dos amigos.
La Regenta abrió de repente las vidrieras y llamó a su marido.
-Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy?
Los dos amigos se volvieron.
Quintanar tenía los ojos inflamados y las mejillas encendidas... Sus confidencias le habían rejuvenecido...
-¿Pero qué hora es, hija mía?
-Muy tarde... Ya sabes que en la aldea
nos recogemos temprano. Los Marqueses ya están recogidos.
-Bobadas de mamá -dijo Paco del mal humor- apareciendo por un extremo de la galería. Edelmira prefería dormir con Obdulia, como es natural... y ahora doña Rufina la hacía acostarse en su misma alcoba... Bobadas... Tonterías de mamá...
-Buena está Obdulia para dormir con nadie -dijo Visita que venía del cuarto contiguo al de Ana.
-¿Pues qué tiene?
-Yo creo que una
Y acercándose a la ventana sujetó a la Regenta por los hombros, le habló al oído, le llenó de besos estrepitosos la cara y corrió a su cuarto, haciendo antes una mueca de conmiseración burlesca a Joaquinito Orgaz que, cabizbajo y tristón, rondaba por los pasillos.
-Vamos, vamos, ya ves que todos se retiran. Víctor, a la cama.
Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la hora de acostarse.
-¿Y ustedes? -dijo Quintanar.
-Nosotros -respondió Paco- nos hemos quedado sin cama porque a la señora gobernadora le dio el capricho de tener miedo a los truenos y quedarse a dormir...
-¿De modo?... -preguntó Ana risueña.
-Que dormiremos en un sofá.
-Vaya, vaya, pues buenas noches.
-Espera un poco, tonta, mira qué buena noche está... hablemos aquí un poco...
-Yo no tengo sueño; tiene razón Paco; hablemos -dijo don Víctor, que había entrado en su cuarto y se había puesto las zapatillas y el gorro de borla de oro.
-¿Cómo hablar? no señor..., a la cama...
Y Ana, coqueta sin querer, amenazó graciosa, provocativa, con cerrar las ventanas y las contraventanas...
Mesía con un mohín le suplicó que esperase...
Y hablando en tono confidencial, comentando los sucesos del día, las bromas, los juegos, estuvieron a la luz de la luna cerca de una hora todavía; Ana y su marido dentro, Paco, Joaquín y Álvaro en la galería...
Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a su Anita alegre, expansiva, y allí, cerca del propio lecho, a los amigos jóvenes en cuya compañía se sentía él joven también, ¿qué mayor dicha? Ni la sombra de una sospecha se le asomaba al alma al noble ex-regente. Ya todo era silencio en la casa, todos dormían, y sólo en aquel rincón de la galería, junto a aquella ventana abierta había el ruido suave de un cuchicheo. Hablaban a veces dos o tres a un tiempo, pero todos en voz baja que parecía dar más intimidad e interés a lo que se decían. Ana esquivaba unas veces las miradas de don Álvaro, que fumaba apoyando un codo muy cerca de los de Anita, también reclinada sobre el antepecho. Otras veces, las más, los ojos se clavaban en los ojos y sin que nadie pudiera remediarlo se decían amores, cada vez más elocuentes.
Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayo y con envidia y codicia al interior de la alcoba... Ana sorprendió alguna de aquellas miradas rápidas y compadeció al enamorado galán, sin tomar a mal su curiosidad indiscreta.
Don Víctor no llevaba traza de poner fin al palique y Ana misma se creyó en el caso de decir:
-Vaya, vaya... hasta mañana; Víctor, adentro, adentro.
Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaro y de los pollos. Paco y Joaquín desaparecieron en lo obscuro del corredor. Quintanar ya estaba de espaldas, allá en el fondo de la alcoba, en mangas de camisa. Don Álvaro no se movía; y vio a la Regenta detrás de los cristales, cerrando pausadamente las maderas; y ella en medio, en el hueco de luz, mirándole seria, dulce... y después cuando ya sólo quedaba un intersticio le miró risueña, juguetona. Volvió a abrir otro poco... y volvió a verle todo el rostro.
-Adiós, adiós, dormir bien -dijo Ana, detrás de las vidrieras; y cerró las contraventanas de golpe y corrió el pestillo.
Como la romería de San Pedro hubo muchas durante el mes de julio por los alrededores del Vivero. A casi todas asistieron los Marqueses y sus amigos. Quintanar y señora esperaban a los de Vetusta en la quinta; y unas veces a pie, otras en coche, se emprendía la marcha, se recorría aquellas aldeas pintorescas, se oían aquellos cánticos, monótonos, pero siempre agradables, dulces y melancólicos de la danza indígena, y se volvía al obscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos y campesinas retozonas, confundidos señores y colonos en una mezcla que enternecía a don Víctor, el cual decía: «Vea usted, si se pudieran realizar la igualdad y la fraternidad... no había cosa mejor ni más poética».
Mesía y Paco no faltaban ni a una
de estas excursiones; pero, además, solían visitar a la Regenta
cada tres o cuatro días. A veces Ana y Quintanar, después de
comer,
Ni Visitación ni Paco se
atrevían ya nunca a decir nada a don Álvaro alusivo a sus
pretensiones amorosas: le dejaban hacer; conocían en
A fines del mes comenzó la dispersión general; todos los que tenían cuatro cuartos, y muchos que no los tenían, dejaron la capital y buscaron la frescura de la playa.
Don Víctor, loco de contento,
salió del Vivero con su mujer y con Petra y se instaló en el
puerto mejor de la provincia,
-¡Dos años hace que no he veraneado! -decía Quintanar alegre como un chiquillo.
La Regenta prefirió La Costa a
Palomares porque el Magistral había suplicado que no se fuera a
baños, y
«Iremos a La Costa» dijo en la carta en que contestó a don Fermín. Tenía éste pésima idea de los efectos morales de los baños de todo el Cantábrico, y especialmente de los baños de Palomares. La mayor parte de los penitentes volvían de aquel pueblo de pesca con la conciencia llena de pecadillos que, si tratándose de otros casi le hacían sonreír, en la Regenta le hubieran hecho muy poca gracia.
Comprendía don Fermín que su influencia iba disminuyendo, que la fe de Ana se entibiaba y en cambio crecía la desconfianza en ella; y como perder del todo a su Regenta era idea que le asustaba, dando tormento al orgullo, a los celos, hacía de tripas corazón, fingía no ver, y mantenía su poder espiritual claudicante «con puntales de tolerancia y estribos de paciencia». La ira la desahogaba sobre el Obispo y con la curia eclesiástica. Cada vez era su poder mayor y más cruel su tiranía. Las ventajas de don Álvaro en el ánimo de Ana las pagaba el clero parroquial, aquel clero que Foja decía respetar tanto.
También Ana prefería aquel
«Me conozco, pensaba; sé
que, después de todo, le tengo cierto cariño, y si abandonase su
amistad, una voz insufrible me había de estar gritando siempre en favor
suyo. Mejor es esto; ya que él disimula, y finge no ver este cambio, y
ya no se queja como al principio,
Don Álvaro, en el tono
confidencial que había adoptado después de su declaración,
había venido a indicar vagamente que no convenía irritar a don
Fermín, que él le creía capaz de hacer daño siempre
de un modo o de otro. Ana, aunque Álvaro no se atrevía a ser muy
explícito en este particular, comprendía lo que su amigo,
Por todo lo cual pudo el Provisor atreverse a insinuar aquel deseo que en otro tiempo hubiera sido impuesto en un decreto sin exposición de motivos.
Ana fue a La Costa. Mesía, por disimular, pasó cinco días en Palomares, después se corrió a San Sebastián, y el día de Nuestra Señora de Agosto se presentó en La Costa, en un vapor de Bilbao, nuevo y reluciente.
A don Víctor le gustaba mucho, por una temporada, la vida de fonda. Se había instalado en la más lujosa, de más movimiento y ruido, situada en el muelle. Allá se fue también Mesía, accediendo a los ruegos de su amigo el ex-regente.
Veinte días después
volvían los tres juntos a Vetusta; Benítez felicitó a la
Regenta por su notable mejoría; ahora si que estaba la salud asegurada;
¡qué color! ¡qué morbidez! ¡qué
A don Víctor se le caía la
baba. «¡Oh, el mar, si no hay como el mar, y la mesa redonda, y la
casa de baños, y los paseos por el muelle, y los conciertos al aire
libre... y los teatros y circos!». ¡Qué contento estaba con
la vida Quintanar! Su mujer era una joya; la más hermosa de la
provincia, como había sido siempre, pero además ahora suya,
completamente suya, y de un humor
-¿Y yo? ¿eh? ¿qué tal vengo yo señor Benítez?
-Magnífico, magnífico también; hecho un pollo.
-¡Ya lo creo!
-¿Y este galápago? Este galápago que ya va siendo viejo, ¿qué tal? -Y daba palmaditas en la espalda de Mesía-. Este sí que parece un chiquillo.
Y volviéndose a Frígilis que estaba presente, algo triste y desmejorado, añadía Quintanar:
-En cambio tú vas a escape para Villavieja... Y eso que tanto tono sabes darte con tu higiene, y tu vida de árbol secular. No, lo que es al siglo no llegas, carcamal...
Y abrazaba y daba palmadas en la espalda también a su Frígilis para que no tuviera celos de Mesía. Quintanar era feliz; quería que lo fueran todos los suyos, su mujer, sus criados, y los amigos, hasta los conocidos, el mundo entero.
Si Mesía le preguntaba en broma:
-¿Qué tal
El otro contestaba:
-¿Quién? ¡Qué
Mesía había convencido a la Regenta de que don Víctor, en rigor, venía a ser una cosa así... como un padre. Siempre había pensado ella algo por el estilo.
Sin embargo, se le debía el
honor; y a pesar de tanta intimidad, de aquel amor confesado
implícitamente,
Mesía no se daba prisa. «Aquella casada no era como otras; había que conquistarla como a una virgen; en rigor él era su primer amor y los ataques brutales la hubieran asustado, le hubieran robado mil ilusiones. Además a él también le rejuvenecía aquella situación de amor platónico, de intimidad dulcísima en que sólo él hablaba de amor con la boca y ambos con los ojos, la sonrisa y todo lo demás que era mudo y no era deshonesto y grosero».
«Así como así el verano siempre le tenía un poco lánguido y desmadejado. Calculaba él, con aquella frivolidad afectada y natural al mismo tiempo de materialista práctico, calculaba que allá para el invierno él se sentiría fuerte como un roble y la Regenta estaría suave y dócil como una malva. Además, una barbaridad podía, si no echarlo todo a perder, retrasar las cosas, darles un giro menos picante y sabroso que el que llevaban. Ello diría, ello diría y no había de tardar».
Y en tanto la vida era una delicia. El
maduro don Juan que, como él decía,
La Regenta cayendo, cayendo era feliz;
sentía el mareo de la caída en las entrañas, pero si
algunos días al despertar en vez de pensamientos alegres encontraba,
entre un poco de bilis, ideas tristes, algo como un remordimiento, pronto se
curaba con la nueva metafísica naturalista que ella, sin darse cuenta de
ello, había
Pero la misma Ana, tan dada a cavilaciones, tenía poco tiempo para ellas. Toda la vida era diversión, excursiones, comidas alegres, teatros, paseos. Entre la casa de los Marqueses y la de Quintanar se había establecido una especie de convivencia de que participaban Obdulia, Visita, Álvaro, Joaquín y algunos otros amigos íntimos.
Se iba al Vivero muy a menudo; se
corría por el bosque, por la galería que rodeaba la casa, por la
huerta, por la orilla del río. Todos parecían cómplices.
Obdulia y Visita adoraban a la Regenta, eran esclavas de sus caprichos, se la
comían a besos; juraban que eran felices viéndola tan tratable,
tan
Un día de Noviembre, de los pocos buenos del Veranillo de San Martín, se emprendió la última excursión, por aquel año, al Vivero.
La alegría era extremada,
nerviosa.
Ana y Álvaro, al darse la mano por la mañana, al subir al coche, se encontraron en la piel y en la sangre impresiones nuevas. La noche anterior Álvaro había dicho que él se quería morir. No pedía nada, pero se quería morir. Ana en todo el camino de Vetusta al Vivero no dijo más que esto, y bajo, al oído de Álvaro: «Hoy es el último día».
Después de comer, a todos los amantes del Vivero les preocupó la idea de que la tarde sería muy corta. Joaquín y Obdulia sabían que todo el mundo era patria: «¡pero como allí!» Edelmira y Paco suspiraban también por sus escondites de la quinta, que iban a dejar muy pronto... Antes del último arranque de locura, de las últimas carreras por el bosque y de la última alegría hubo un cuarto de hora de melancolía... de cansancio mezclado de tristeza. La tarde iba a ser corta y la última. Visita se sentó al piano y tocó la polka de
De pronto se le antojó mirar una
-¡Ea, ea, al monte! -gritó en aquel momento Obdulia desde la huerta- ¡al monte, al monte! a despedirse de los árboles...
Visitación azotó con fuerza las teclas violentando el compás de su polka... y en seguida cerró el piano con ímpetu:
-¡Al monte! ¡al monte! -gritaron de arriba y de abajo.
Y salieron por el postigo a despedirse
de robles, encinas,
Aquella noche se prolongó la
fiesta en Vetusta; era la despedida del buen tiempo; el invierno iba a volver,
el diluvio estaba a la puerta... Y
Se cenó allí. En el
salón amarillo, donde se había bailado después de volver a
Vetusta, mediante algunos tertulios de refresco, se apagaban solas las velas de
esperma, en los candelabros, corriéndose por culpa del viento que dejaba
pasar un balcón abierto. Los criados no habían apagado más
que la araña de cristal. Las sillas estaban en desorden; sobre la
alfombra yacían dos o tres libros, pedazos de papel, barro del Vivero,
hojas de flores, y una rota de Begonia, como un pedazo de brocado viejo.
Parecía el salón fatigado. Las figuras de los cromos finos y
provocativos de la Marquesa reían con sus posturas de falsa gracia
violentas y amaneradas. Todo era allí ausencia de honestidad; los
muebles sin orden, en posturas inusitadas, parecían amotinados,
amenazando contar a los sordos lo que sabían y callaban tantos
años hacía. El sofá de ancho asiento amarillo,
Una ráfaga de viento apagó
la última luz que alumbraba el cuadro solitario. El reloj de la catedral
dio las doce. Se abrió la puerta del salón y pasaron dos bultos.
Las pisadas las apagó en seguida la alfombra. Por toda claridad la poca
de la calle, producto de la luna nueva y de un farol de enfrente,
adulación del municipio nuevo a la casa del Marqués. Al abrirse
la puerta se oyó a lo lejos el ruido de la servidumbre en la cocina;
carcajadas y el
Los dos bultos eran Mesía y Quintanar, que ebrio de confidencias perseguía a su amigo íntimo con el relato de las aventuras de su juventud, allá en la Almunia de don Godino.
Don Álvaro se dejó caer en el sofá, soñoliento y soñador; no oía a don Víctor, oía la voz del deseo ardiente, brutal, que gritaba: «¡hoy, hoy, ahora, aquí, aquí mismo!».
Y en tanto el ex-regente, a quien aquellas sombras del salón y aquella discreta luz del farol de enfrente y del cuarto de luna parecían muy a propósito para confesar sus picardías eróticas, continuaba el relato, para decir de cuando en cuando, a manera de estribillo:
-¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que por fin la hice mía? ¡pues, no señor! pásmese usted... Lo de siempre, me faltó la constancia, la decisión, el entusiasmo... y me quedé a media miel, amigo mío. No sé qué es esto; siempre sucede lo mismo... en el momento crítico me falta el valor... y estoy por decir que el deseo...
Una vez, al repetir esta canción don Víctor, a Mesía se le antojó atender; oyó lo de quedarse a media miel, lo de faltarle el valor... y con suprema resolución, casi con ira pensó:
-Este idiota me está avergonzando, sin saberlo... Ya que él lo quiere, que sea... Esta noche se acaba esto... Y si puedo, aquí mismo...
Poco después, los dos amigos, cansado hasta el mismo don Víctor de confesiones, volvieron a la mesa, donde reinaba la dulce fraternidad de las buenas digestiones después de las cenas grandiosas. No estaba allí Anita.
Salió Álvaro sin ser
visto, por lo menos sin que nadie pensara en si salía o no, y
entró de nuevo en el caserón. En la cocina seguía la
algazara. Lo demás todo era silencio. Volvió al salón. No
había nadie. «No podía ser». Entró en el
gabinete de la Marquesa... Tampoco vio entre las sombras ningún cuerpo
humano. Todo era sillas y butacas. Sobre ellas ningún bulto de mujer.
«No podía ser». Con aquella fe en sus corazonadas, que era
toda su religión, Álvaro buscó más en lo obscuro...
-¡Ana!
-¡Jesús!
«El día de Navidad venga usted a comer el pavo con nosotros. Me lo han mandado de León lleno de nueces. Será cosa exquisita. Además, tengo vino de mi tierra, un Valdiñón que se masca...».
Mesía no faltó a su
promesa, y el día de Navidad comió en el caserón de los
Ozores. El salón estaba ahora empapelado de azul y oro a cuadros; la
gran chimenea churrigueresca se había conservado con sus ondulantes
sirenas de abultado seno de yeso. Don Víctor se contentó con
pintar de un blanco gris
A los postres, el amo de la casa se
quedó pensativo. Seguía con la mirada disimuladamente las idas y
venidas de Petra, que servía a la mesa. Después del café
pudo notar don Álvaro que su amigo estaba impaciente. Desde aquel
verano, desde que habían vivido juntos en la fonda de La Costa, don
Víctor se había acostumbrado a la comensalía de don
Álvaro; le encontraba a
-Me estorba esa; si se fuera... hablaríamos.
Mesía encogió los hombros.
Cuando Ana levantó la cabeza sonriendo a don Álvaro, este, sin verlo Quintanar, apuntó a la puerta sin mover más que los ojos.
Ana salió en seguida.
-¡Gracias a Dios! -dijo su marido, respirando con fuerza-. Creí que no se marchaba hoy esa muchacha.
Ni siquiera recordaba que otras veces quien se marchaba era él.
-Ahora podremos hablar.
-Usted dirá -respondió
tranquilamente Álvaro, chupando su habano y tapándose la cara con
el humo, según su costumbre de
«¿Qué tripa se le habrá roto a este?», pensó con un vago recelo, que no se explicaba siquiera.
Don Víctor acercó su silla a la del otro, y tomó el tono de las grandes revelaciones.
-Actualmente -dijo- todo me
sonríe. Soy feliz en mi hogar, no entro ni salgo en la vida
pública; ya no temo la invasión absorbente de la iglesia, cuya
influencia
Movimiento de sobresalto en Mesía.
-Explíquese usted. ¿Ha vuelto usted a las andadas?
-He vuelto y no he vuelto... Quiero decir... ha habido escarceos... explicaciones... treguas... promesas de respetar... lo que esa grandísima tunanta no quiere que le respeten... en suma: ella está picada porque yo prefiero la tranquilidad de mi hogar, la pureza de mi lecho, de mi tálamo... como si dijéramos, a la satisfacción de efímeros placeres... ¿Me entiende usted? Finge que se alborota por defender su honor que, en resumidas cuentas, aquí nadie se atreve a amenazar seriamente, y lo que en rigor la irrita, es mi frialdad...
-¿Pero qué hace? vamos a ver...
-Mire usted, Álvaro, por nada de este mundo daría yo un disgusto a mi Anita, que es ahora modelo de esposas; siempre fue buena, pero antes tenía sus caprichos, ya recuerda usted...
-Sí, sí... al grano.
-Ahora la pobrecita coincide con mis gustos en todo. Por aquí, digo, y por aquí se va. Hasta le ha pasado aquella exaltación un poco selvática, aquel amor excesivo a los placeres bucólicos, aquella exclusiva preocupación de la salud al aire libre, del ejercicio, de la higiene en suma... Todos los extremos son malos, y Benítez me tenía dicho que la verdadera curación de Ana vendría cuando se la viese menos atenta a la salud de su cuerpo, sin volver, ni por pienso, al cuidado excesivo y loco de su alma. ¡Aquello era lo peor!
-Pero... no me dice usted...
-Allá voy; Ana vive ahora en un
equilibrio que es garantía de la salud por la que tanto tiempo hemos
suspirado;
-Pero vamos a ver, ¿qué hace Petra?
-Comprometer la paz de esta casa; temo que quiere dominarnos prevaliéndose de mi situación falsa, falsísima... lo confieso. ¿No comprende usted que para Ana tendría que ser un golpe terrible cualquier revelación de esa... ramerilla hipócrita?
-¿Pero qué sucede, señor? ¡hable usted claro y pronto! -gritó Mesía impaciente, más interesado en el asunto de lo que su amigo podía suponer.
-Más bajo, Álvaro,
más bajo. ¿Qué sucede? Mucho. Petra sabe que yo quiero
evitar a toda costa un disgusto a mi mujer, porque temo que cualquier crisis
nerviosa lo echase todo a rodar y volviéramos a las andadas. Un
desengaño, mi escasa fidelidad descubierta, de fijo la volvería a
sus antiguas cavilaciones, a su desprecio del mundo, buscaría consuelo
en la religión y ahí teníamos al señor Magistral
otra vez... ¡Antes que eso, cualquiera cosa! Es preciso evitar a toda
costa que Ana sepa que yo, en momento de ceguera intelectual y sensual
fuí capaz de solicitar los favores de esa
-Pero ¿por qué ha de saber Ana eso? Si, después de todo, no hay nada que saber...
-Sí; lo que hay basta para clavarle un puñal a la pobrecita. La conozco yo... Y sobre todo, si Petra dice lo que hay, mi esposa pensará lo demás, lo que no hay.
-¿Pero Petra?... Acabe usted. ¿Ha dicho algo? ¿Ha amenazado con decir?...
-Esa es la cuestión. Habla gordo, es insolente, trabaja poco, no admite riñas y aspira a ponerse en un pie de igualdad absurdo...
-Absurdo...
-Y la infame ¿con quién creerá usted que está más altiva, más soberbia, más insolente? ¿Conmigo? Eso parecería lo natural. ¡Pues no señor, con Ana! ¡Pásmese usted, con Ana!
Desde la nube de humo en que estaba envuelto, don Álvaro contestó:
-¡Ya se comprende... quiere hacerle a usted la forzosa; tal vez celos!
-Eso digo yo... «Sufre que tu mujer oiga insolencias a la que quisiste hacer tu concubina... o se lo cuento todo». Este es el lenguaje de la conducta de esa meretriz solapada. Ahora bien: un consejo; solución; ¿qué hago? ¿sufrir en silencio? Absurdo. Además, puede acabársele la paciencia a Anita, que si ha aguantado hasta ahora es por lo mucho que le queda de cuando fue casi santa... Pero si Ana se incomoda, si sospecha... si... ¡triste de mí!
-Calma, hombre, calma.
-¿Qué hacemos, Álvaro, qué hacemos?
-Es muy sencillo.
-¡Sencillo!
-Sí, hay que echar a Petra de esta casa.
Don Víctor saltó en su silla.
-Eso es cortar el nudo...
-Pues no hay más solución. Echarla.
Don Víctor expuso las
dificultades y los peligros del remedio, pero don Álvaro prometió
allanarlo todo. «Él
-¿Usted se queda a preparar el terreno, eh?
-Sí, hombre, a arreglarlo todo.
En cuanto don Víctor cerró de un golpe la puerta de la escalera, Ana entró asustada en el comedor. Iba a hablar, pero llegó Petra a recoger el servicio del café y calló fingiendo leer
-¿Qué hay, Álvaro?...
-Hay, que ya no te queda pretexto para negarme que venga de noche.
-No te entiendo...
-Petra marcha de esta casa. Adiós espías.
-¡Petra! ¿qué marcha Petra?
-Sí, él me ha encargado de despedirla; dice que es insolente, que te trata mal...
-¡Dios mío! ¿ha notado él?...
-Sí, boba, pero no te asustes... él lo toma... por donde no quema...
Mesía explicó a la Regenta
el caso. La había enterado de todo y de mucho más. Las tentativas
del mísero don Víctor eran para la Regenta, gracias a las
calumnias de Álvaro, delitos consumados. Pero ella no atribuía a
esto la insolencia de la criada; temía que hubiese descubierto sus
amores con Mesía y que aquella soberbia,
-Ya ves como no era lo que tú temías, aprensiva... Es muy posible, probable que la pobre chica no sospeche nada, que su atrevimiento no sea más que una amenaza al amo...
Ana se ruborizó. Todo aquello le repugnaba. «¡Aquel marido a quien ella había sacrificado lo mejor de la vida, no sólo era un maníaco, un hombre frío para ella, insustancial, sino que perseguía a las criadas de noche por los pasillos, las sorprendía en su cuarto, les veía las ligas!... ¡Qué asco! No eran celos, ¿cómo habían de ser celos? Era asco; y una especie de remordimiento retrospectivo por haber sacrificado a semejante hombre la vida. Sí, la vida, que era la juventud».
«Álvaro -seguía
pensando Ana- había hecho mal en revelarle aquellas miserias, en hacer
traición a Quintanar, por indigno que este fuera, y sobre todo en
avergonzarla a ella con las aventuras ridículas y repugnantes del
viejo». Pero como tenía empeño en limpiar de toda culpa a
su Mesía, a su señor, al hombre a quien se había entregado
en cuerpo y en alma
«Tampoco le agradaba a Anita ver a
su Álvaro metido en aquellos cuidados domésticos de despedir
criadas; y menos encontrarle tan experto en el asunto; todo aquello, de puro
prosaico y bajo, era repugnante, pero ¿qué remedio? Álvaro
lo hacía por ella, por gozar tranquilamente
Estos y todos los demás lunares que en Mesía le obligaba a descubrir de poco acá el endiablado espíritu de análisis, camino de la locura según ella, procuraba Ana convertirlos en otras tantas estrellas luminosas de pura hermosura. Si alguna vez le sobrecogía la ida de perder a don Álvaro, temblaba horrorizada, como en otro tiempo cuando temía perder a Jesús.
Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la constancia...
«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».
Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores.
La idea de la soledad
Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar la locura.
«Sí, Álvaro; si
tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro
cuando estoy sin ti, cuando
Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.
Él estuvo el primer mes asustado.
Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los
escrúpulos (
-Está usted desmejorado -le decía Somoza.
-Cuidado -repetía Visitación.
Y él mismo notaba que su rostro perdía la lozana apariencia que había recobrado en aquellos meses de buena vida, de ejercicio y abstinencia que él, prudentemente, había observado antes de dar el ataque decisivo a la fortaleza de la Regenta.
«Sí, sentía que
dentro de su cuerpo había algo que hacía
Mejor que nunca lo conoció cuando
hubo que dar la gran batalla para trasladar al caserón de los Ozores el
nido del amor adúltero. Ana se opuso, lloró, suplicó...
«no, no; eso no, Álvaro, por Dios no, eso nunca». Y
resistió muchos días a las súplicas del amante que se
quejaba de lo poco y deprisa y sin comodidad que gozaba de su amor. Casi
siempre se veían en casa de Vegallana; allí eran sus
cariños furtivos, precipitados; pero el reposado dominio de horas y
horas de voluptuosa intimidad no era posible conseguirlo, si no se buscaba
lugar menos expuesto a sobresaltos, intermitencias y disimulos. Ana se negaba a
acudir a un rincón de amores que Álvaro prometía buscar;
el mismo Álvaro confesaba que era difícil encontrar semejante
rincón seguro en un pueblo
Pero otra cosa era conquistar a la
criada sin que lo supiera el ama. ¿No era Petra muy tentada de la risa?
La aventura de la liga y otras de que él tenía noticia ¿no
probaban que era muy fácil interesar en su favor a aquella muchacha?
Sí. Y dicho y hecho. En ausencia de Ana y de don Víctor,
detrás de la puerta, en los pasillos, donde podía, don
Álvaro comenzó el ataque de Petra que se rindió mucho
más pronto de lo que él esperaba. Pero había un
inconveniente muy grave. A la chica se le ocurrió ser, o fingirse,
desinteresada, preferir los locos juegos del amor a las propinas, ofrecer sus
servicios, con discretísimas medias palabras y buenas obras, a cambio de
un cariño que Mesía no estaba en circunstancias de prodigar.
«¡Pobre Ana, qué sabía ella de todas estas
complicaciones!». No sabía tampoco don Álvaro tanto como
él creía. Ignoraba por ejemplo que Petra podía permitirse
el lujo de servirle bien a él sin pensar en el interés, sin
más pago que el del amor con que el gallo vetustense ya no podía
ser
Petra prometió decir todo lo que
hubiera. Fingió no recordar siquiera ciertas promesas de otro orden que
a don Fermín se le habían escapado en el calor de la
improvisación en aquella dichosa mañana del Vivero, de que estaba
avergonzado. Cuando vio don Fermín a Petra tan propicia para servirle
por dinero, sintió más y más haber comenzado por el camino
absurdo, vergonzoso de una seducción... ridícula. Aquella
aventura que le recordaba las de antaño, le sonrojaba ahora, porque
Petra era feliz en aquella vida de
intrigas complicadas de que ella sola tenía el cabo. Por ahora a quien
servía con lealtad era a Mesía; este pagaba en amor, aunque era
algo remiso para el pago, y ella le ayudaba cuanto podía, porque
ayudarle era satisfacer los propios deseos: hundir al ama, tenerla en un
puño, y burlarse
De modo que si don Álvaro podía decir con razón: ¡Pobre Ana, que no sabe nada de esto! también Petra podía exclamar: ¡Pobre don Álvaro, que no sabe ni la cuarta parte de lo que tanto le importa!
El presidente del Casino de Vetusta no
tuvo inconveniente en engañar a la Regenta. Era, según él,
muy justo respetar los escrúpulos de aquella adúltera primeriza
(otra frase grosera del seductor), que no podía avenirse a tomar por
encubridora a Petra; pero también era equitativo que él, sin
decírselo a doña Ana, fingiendo desconfiar también de la
doncella, aprovechase los servicios de esta, preciosos en tales circunstancias.
La cuestión era entrar todas las noches en la habitación de la
Regenta por el balcón. Esto se decía pronto, pero hacerlo
ofrecía serias dificultades. ¿A dónde daba el
balcón del tocador? Al parque. ¿Cómo se podía
entrar en el parque? Por la puerta. ¿Pero quién tenía la
llave de la puerta? Una, Frígilis; con esta no había que contar.
¿Y la otra?
Todo esto lo hacía don
Álvaro sin la ayuda directa, inmediata de Petra, y doña Ana
encontraba así muy verosímil todo lo que su amante decía
de su industria para entrar en el cuarto de ella. Para lo que servía
Petra era para vigilar, para evitar que don Álvaro pudiera ser
sorprendido al entrar o al salir, y para darse tales trazas que doña Ana
creyese que ella, la doncella, no había estado durante toda la noche en
circunstancias de poder notar la presencia del amante. Estaba además
allí para dar el grito de alarma si llegaba el caso, y para combinar las
horas. En el servicio de Petra había algo de la responsabilidad de un
jefe de estación de ferrocarril. Don Álvaro sabía, porque
don Víctor se lo había confesado, que el ex-regente y
Frígilis, en cuanto llegaba el tiempo, salían de caza mucho
más temprano de lo que Ana creía. Petra era la encargada de
despertar al amo, porque Anselmo se dormía sin falta y no cumplía
su cometido: Frígilis llegaba al parque a la hora convenida, ladraba...
y bajaba don Víctor. Llegó a quejarse don Tomás de que sus
ladridos no siempre despertaban al amo ni a la doncella, de que se le
hacía esperar mucho tiempo, y para evitar reyertas y plantones, se
acordó
Todo esto necesitó saber don Álvaro para no exponerse a un choque en la vía con Frígilis o con el mismísimo don Víctor. Este mismo, sin saber lo que hacía, le enteró de sus horas de salida; y lo demás que necesitaba saber de los pormenores se lo refirió Petra. Así pues no había miedo. Lo de saltar la tapia ofreció algunas dificultades; pero una noche, por la parte de fuera en la solitaria calleja de Traslacerca, el Tenorio preparó removiendo piedras y quitando cal, dos o tres estribos muy disimulados en el muro, hacia la esquina; hizo también con disimulo fingidas grietas o resquicios que le permitieron apoyarse y ayudar la ascensión, y quedó así vencido el principal obstáculo. Por la parte de dentro todo fue como coser y cantar. Un tonel viejo arrimado al descuido a la pared, y los restos de una espaldera, fueron escalones suficientes, sin que nadie pudiese notarlo, para subir y bajar don Álvaro por la parte del parque con toda la prisa que pudieran aconsejar las circunstancias. Aquella escalera disimulada, la comparaba don Álvaro con esas cajas de cerillas que ostentan la popular leyenda, ¿dónde está la pastora? ¿dónde estaba la escala? Después de verla una vez no se veía otra cosa; pero al que no se la mostraban no se le aparecía ella.
No faltaba más que lo peor, persuadir a la Regenta a que abriera el balcón. Como a ella no se le podía hablar de las garantías de seguridad que don Álvaro tenía dentro de casa, nada o poco se podía oponer a sus argumentos relativos a las sospechas probables de la antipática Petra. Pero al fin don Álvaro que había triunfado de lo más, triunfó de lo menos: llegó a comprender Ana que era imposible, y tal vez ridículo, negarse a recibir en su alcoba a un hombre a quien se había entregado ella por completo. Mucho valía la castidad del lecho nupcial, o ex-nupcial mejor dicho, pero ¿no valía más la castidad de la esposa misma? Entre estos sofismas y la pasión y la constancia en el pedir dieron la victoria a Mesía, que si no pudo acallar los sobresaltos de Ana, quien a cada ruido creía sentir el espionaje de Petra, conseguía a menudo hacerla olvidarse de todo para gozar del delirio amoroso en que él sabía envolverla, como en una nube envenenada con opio.
Y así pasaban los días, asustada Ana de que tan poco después de la caída fuese ella capaz de recibir a un hombre en su alcoba, ella, que tantos años había sabido luchar antes de caer.
Aquella tarde de Navidad, después de recoger el servicio del café, Petra salió de casa y se dirigió a la del Magistral.
La recibió doña Paula.
Eran ahora muy buenas amigas. La madre del Provisor conocía la estrecha
simpatía que existía entre Teresina y la doncella de la Regenta;
y por la actual criada del
En esto pensaba cuando entró en el comedor, ya al obscurecer, a preparar la lámpara. Sintió que la sujetaban por la cintura y le daban un beso en la nuca.
«Era el otro; ¡pobre, no sabía lo que le aguardaba!».
Don Álvaro, después de su conversación con Ana, la había hecho retirarse y se había quedado solo en el comedor para «dar el ataque» a Petra y proponerle, entre caricias, de que cada día le pesaba más, el cambio de amos. No era cierto que hubiese vacante en la fonda, pero allí era él amo y se crearía la vacante. Con toda la diplomacia que pudo emplear un hombre que se creía principalmente político y era seductor de oficio, ofreció a la doncella la nueva posición, «que sería divertidísima, y lucrativa como pocas». Don Víctor le tenía miedo, doña Ana también, cada cual por su motivo, y él, don Álvaro, sería mucho mejor servido si Petra consentía en salir de la casa.
«Ya ves, hija, tú has
cometido una falta, tratar a la
Además, don Álvaro comprendía que ya no podía pagar a Petra sus servicios con amor, porque cada día era más urgente economizarlo; y llevando a la chica a la fonda, allí otros huéspedes hambrientos de esta clase de bocados la distraerían y él cumpliría con propinas en adelante. En suma, ya le estorbaba Petra en el caserón de los Ozores por muchos conceptos. Pero a ella no se le podían dar tales razones.
-Señorito -dijo Petra, que a pesar de su resolución reciente, sintió en el orgullo una herida de tres pulgadas- no necesita apurarse tanto para convencerme de que debo irme de esta casa.
-No, hija, lo que es, si tú lo tomas por donde quema, yo no insisto.
-No señor, si no me deja usted explicarme... Si yo quiero salir de aquí; si precisamente... pero en cuanto a lo de irme a la fonda, no señor. Una cosa es que una tenga sus caprichos y una buena voluntad, ¿entiende usted? y otra cosa que a una la regalen a los amigos, y la lleven y la traigan... y...
-Pero, Petrica, si no es eso, si yo por tu bien...
Don Álvaro bajaba la voz y Petra la levantaba.
Pero la astuta moza, que sabía
contenerse, cuando era por su bien, se reprimió, y cambiando el tono, y
el estilo se disculpó, disimuló el enojo, y dijo que todo estaba
Petra engañó otra vez a Mesía. Hasta le consintió nuevas caricias de gratitud que él se juró serían las últimas, por lo de la economía, que le tenía maniático.
Don Víctor supo aquella noche en el Casino que al día siguiente Petra pediría la cuenta, se marcharía.
¡Oh placer! Quintanar respiró con fuerza de fuelle y abrazó a su amigo. «Le debía algo mejor que la vida, la tranquilidad de su hogar doméstico».
Trabajaba don Fermín en su despacho, envueltos los pies en el mantón viejo de su madre; escribía a la luz blanquecina y monótona de la mañana nublada. Un ruido le distrajo, levantó los ojos y vio en medio del umbral a doña Paula, pálida, más pálida que solía.
-¿Qué hay, madre?
-Está ahí esa Petra, la de Quintanar, que quiere hablarte.
-¡Hablarme!... ¿tan temprano? ¿qué hora es?
-Las nueve... Dice que es cosa urgente... Parece que viene asustada... le tiembla la voz...
El Magistral se puso del color de su madre, y en pie como por máquina:
-Que entre, que entre...
Doña Paula dio media vuelta y
salió al pasillo. Antes
-Entra... dijo a Petra que, toda de negro, esperaba, con la cabeza inclinada sobre el pecho.
Doña Paula quería comerse con los ojos el secreto de la criada. ¿Qué sería? Dudó un momento... estuvo casi resuelta a preguntar... pero se contuvo y dijo otra vez:
-Anda, hija mía, entra.
«Hija mía -pensó Petra- esta me quiere en casa; segura es mi suerte».
-¿Qué hay? -gritó el Magistral acercándose a la criada, como queriendo salir al paso a las noticias...
Petra vio que estaban solos... y se echó a llorar.
Don Fermín hizo un gesto de impaciencia, que no vio Petra, porque tenía los ojos humillados. Había querido hablar el canónigo, pero no había podido; sentía en la garganta manos de hierro, y por el espinazo y las piernas sacudimientos y un temblor tenue, frío y constante.
-¡Pronto! ¿qué pasa?... -pudo preguntar al cabo.
Petra dijo, sin cesar de gemir, que necesitaba que la oyese en confesión, que no sabía si era una buena obra o un pecado lo que iba a hacer, que ella quería servirle a él, servir a su amo, servir a Dios, que al fin religión era también el interés del prójimo, pero... temía... no sabía si debía...
-¡Habla!... ¡habla!... te digo que hables pronto... ¿qué hay, Petra?... ¿qué hay?... -Don Fermín, con disimulo, apoyó una mano en la mesa. Hubo una pausa-. Habla, por Dios...
-¿En confesión?
-Petra, habla... pronto...
-Señor, yo he prometido decir a usted... todo...
-Sí, todo, habla.
-Pero ahora no sé... no sé... si debo...
Don Fermín corrió a la puerta, la cerró por dentro, y volviéndose rápido y con ademán descompuesto, gritó, sujetando con fuerza el brazo de la criada:
-¡Déjate de disimulos, habla o te arranco yo las palabras!
Petra le miró cara a cara, fingiendo humildad y miedo; «quería ver el gesto que ponía aquel canónigo al saber que la señorona se la pegaba».
Petra dijo, sin rodeos, que había visto ella, con sus propios ojos, lo que jamás hubiera creído. El mejor amigo del amo, aquel don Álvaro que de día no se separaba de don Víctor... entraba de noche en el cuarto de la señora por el balcón y no salía de allí hasta el amanecer. Ella le había visto una noche, creyendo que soñaba, porque se había puesto a espiar creyendo así desvanecer ciertas sospechas, pero ¡ay! era verdad, era verdad... Aquel infame había pervertido a la señorita, una santa... ¡Bien temía don Fermín!...».
Petra seguía hablando, pero hacía rato que De Pas no la oía.
En cuanto comprendió de qué se trataba, antes de oír las frases crudas con que pintó la rubia lúbrica el asalto del caserón de los Ozores por el Tenorio vetustense, don Fermín giró sobre los talones, como si fuera a caer desplomado, dio dos pasos inciertos y llegó al balcón contra cuyos cristales apoyó la frente. Parecía mirar a la calle. Pero tenía los ojos cerrados.
Oía a Petra sin entender bien su palique, le molestaba el ruido de la voz aguda y lacrimosa, no lo que decía, que ya no llegaba a la atención del canónigo; quería mandarla callar, pero no podía, no podía hablar, no podía moverse...
Petra habló todo lo que quiso. Cuando calló, se oyeron nada más los ruidos apagados de la calle; las ruedas de un coche que corría muy lejos, la voz de un mercader ambulante que pregonaba a grito limpio paños de manos y encajes finos.
El Magistral estaba pensando que el
cristal helado que oprimía su frente parecía un cuchillo que le
iba cercenando los sesos; y pensaba además que su madre al meterle por
la cabeza una sotana le había hecho tan desgraciado, tan miserable, que
él era en el mundo lo único digno de lástima. La idea
vulgar, falsa y grosera de comparar al clérigo con el eunuco se le fue
metiendo también por el cerebro con la humedad del cristal helado.
«Sí, él era como un eunuco enamorado, un objeto digno de
risa, una cosa repugnante de puro ridícula... Su mujer, la Regenta, que
era su mujer, su legítima mujer, no ante Dios, no ante los hombres, ante
ellos dos, ante él sobre todo, ante su amor, ante su voluntad de hierro,
ante todas las ternuras de su alma, la Regenta, su hermana del alma, su mujer,
su esposa, su humilde esposa... le había engañado, le
había deshonrado, como otra mujer cualquiera; y él, que
tenía sed de sangre, ansias de apretar el cuello al infame, de ahogarle
entre sus brazos, seguro de poder hacerlo, seguro de vencerle, de pisarle, de
patearle, de reducirle a cachos, a polvo, a viento; él atado por los
pies con un trapo ignominioso, como un presidiario, como una cabra, como un
rocín libre en los prados, él, misérrimo cura, ludibrio de
hombre disfrazado de anafrodita, él tenía que callar, morderse la
lengua, las manos, el alma, todo lo suyo, nada del otro, nada del infame, del
cobarde que le escupía en la cara porque él tenía las
manos atadas... ¿Quién le tenía sujeto? El mundo entero...
Veinte siglos de religión,
Abrió el balcón de un
puñetazo y el aire frío y húmedo le trajo la idea lejana
de la realidad, y oyó la tos discreta
Cerró el balcón don Fermín, volviose y miró con ojos de idiota a la rubia que enjugaba lágrimas villanas. «¿No necesitaba un instrumento para luchar, para hacer daño? Aquel era el único que tenía».
Petra callaba inmóvil, esperando servir a su dueño.
Gozaba voluptuosa delicia viendo padecer al canónigo, pero quería más, quería continuar su obra, que la mandasen clavar en el alma de su ama, de la orgullosa señorona, todas aquellas agujas que acababa de hundir en las carnes del clérigo loco.
Una voz lenta, ronca, mate, que no parecía haber sonado en el despacho, voz de ventrílocuo, preguntó:
-¿Y tú, qué piensas hacer... ahora?
-¿Yo?... dejar aquella casa, señor... «¿No quiere ser franco? -pensó Petra- pues que padezca; él vendrá a buscarme donde quiero que me busque». Dejar aquella casa -repitió- ¿qué he de hacer? Yo no quiero ayudar con mi silencio a la vergüenza del amo; remediarlo no puedo, pero puedo salir de aquella casa.
-¿Y a ti... no te importa el honor de don Víctor? Así agradeces el pan... que comiste tantos años...
-Señor, yo ¿qué puedo hacer por él?
-En saliendo nada.
-Pues me echan.
-¿Ellos?
-Sí, ellos; ayer el señorito Álvaro, que es el que manda allí... porque el amo está ciego, ve por sus ojos: el señorito Álvaro me puso de patitas en la calle. Hoy debo despedirme. Me ofreció colocación en la fonda; pero yo prefiero quedar en la calle...
-Vendrás a esta casa, Petra -dijo la voz de caverna, con esfuerzos inútiles por ser dulce.
Petra volvió a llorar. «¿Cómo pagaría ella tal caridad, etc., etc.?».
Aquella ternura facilitó el tratado; cediendo cada cual un poco de su tesón, se fueron acercando al infame convenio, a la intriga asquerosa y vil; al principio fingiendo pulcritud, invocando santos intereses, después olvidando estas fórmulas; y por fin el Magistral ofreció a la moza asegurar su suerte, colmar su ambición, y ella poner ante los ojos de Quintanar su vergüenza de modo tan evidente, tan palpable que aquel señor, si corría sangre de hombre por su cuerpo, tuviese que castigar a los traidores como tenían bien merecido.
Al terminar aquella conferencia hablaban como dos cómplices de un crimen difícil. El Magistral excusaba palabras, pero no las que aclaraban su proyecto. «¿Qué iba a hacer Petra para poner a la vista del estúpido Quintanar aquella vergüenza? ¿Revelaciones? no podían hacérsele. ¿Anónimos? eran expuestos...». «¡Qué! no señor, nada de eso; ha de verlo él», repetía Petra, olvidada de sus fingimientos, con placer de artista.
Había allí dos criminales apasionados, y ningún testigo de la ignominia; cada cual veía su venganza, no el crimen del otro ni la vergüenza del pacto.
Cuando Petra salió de casa del
Magistral, este sintió dentro de sí un hombre nuevo; el hombre
que hería de muerte por venganza, el criminal, el ciego por la
pasión, «el asesino, sí, el asesino; la otra era su
instrumento, el asesino él. Y no le pesaba, no... cien muertes, cien
muertes para los infames». «¿Qué haría don
Víctor? ¿De qué comedia antigua se acordaría para
vengar su ultraje
Al día siguiente, 27 de Diciembre, don Víctor y Frígilis debían tomar el tren de Roca-Tajada a las ocho cincuenta para estar en las Marismas de Palomares a las nueve y media próximamente. Algo tarde era para comenzar la persecución de los patos y alcaravanes, pero no había de establecer la empresa un tren especial para los cazadores. Así que se madrugaba menos que otros años. Quintanar preparaba su reloj despertador de suerte que le llamase con un estrépito horrísono a las ocho en punto. En un decir Jesús se vestía, se lavaba, salía al parque donde solía esperar dos o tres minutos a Frígilis, si no le encontraba ya allí, y en esto y en el viaje a la estación se empleaba el tiempo necesario para llegar algunos minutos antes de la salida del tren mixto.
De un sueño dulce y profundo, poco frecuente en él, despertó Quintanar aquella mañana con más susto que solía, aturdido por el estridente repique de aquel estertor metálico, rápido y descompasado. Venció con gran trabajo la pereza, bostezó muchas veces, y al decidirse a saltar del lecho no lo hizo sin que el cuerpo encogido protestara del madrugón importuno. El sueño y la pereza le decían que parecía más temprano que otros días, que el despertador mentía como un deslenguado, que no debía de ser ni con mucho la hora que la esfera rezaba. No hizo caso de tales sofismas el cazador, y sin dejar de abrir la boca y estirar los brazos se dirigió al lavabo y de buenas a primeras zambulló la cabeza en agua fría. Así contestaba don Víctor a las sugestiones de la mísera carne que pretendía volverse a las ociosas plumas.
Cuando ya tenía
«Lo mejor será llamar».
Salió a los pasillos en zapatillas.
-¡Petra! ¡Petra! -dijo, queriendo dar voces sin hacer ruido.
-Petra, Petra... ¡Qué diablos! cómo ha de contestar si ya no está en casa... la pícara costumbre, el hombre es un animal de costumbres.
Suspiró don Víctor. Se alegraba en el alma de verse libre de aquel testigo y semi-víctima de sus flaquezas; pero, así y todo, al recordar ahora que en vano gritaba «¡Petra!», sentía una extraña y poética melancolía. «¡Cosas del corazón humano!».
-¡Servanda! ¡Servanda! ¡Anselmo! ¡Anselmo!
Nadie respondía.
-No hay duda, es muy temprano. No es hora de levantarse los criados siquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelantado el reloj?... ¡Dos relojes echados a perder en dos días!... Cuando entra la desgracia por una casa...
Don Víctor volvió a dudar. ¿No podían haberse dormido los criados? ¿No podía aquella escasez de luz originarse de la densidad de las nubes? ¿Por qué desconfiar del reloj si nadie había podido tocar en él? ¿Y quién iba a tener interés en adelantarle? ¿Quién iba a permitirse semejante broma? Quintanar pasó a la convicción contraria; se le antojó que bien podían ser las ocho, se vistió deprisa, cogió el frasco del anís, bebió un trago según acostumbraba cuando salía de caza aquel enemigo mortal del chocolate, y echándose al hombro el saco de las provisiones, repleto de ricos fiambres, bajó a la huerta por la escalera del corredor pisando de puntillas, como siempre, por no turbar el silencio de la casa. «Pero a los criados ya los compondría él a la vuelta. ¡Perezosos! Ahora no había tiempo para nada... Frígilis debía de estar ya en el Parque esperándole impaciente...».
-Pues señor, si en efecto son las ocho no he visto día más obscuro en mi vida. Y sin embargo, la niebla no es muy densa... no... ni el cielo está muy cargado... No lo entiendo.
Llegó Quintanar al cenador que era el lugar de cita... ¡Cosa más rara! Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el parque?... Se echó la escopeta al hombro, y salió de la glorieta.
En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezara dio tres campanadas.
Don Víctor se detuvo pensativo, apoyó la culata de su escopeta en la arena húmeda del sendero y exclamó:
-¡Me lo han adelantado! ¿Pero quién? ¿Son las ocho menos cuarto o las siete menos cuarto? ¡Esta obscuridad!...
Sin saber por qué sintió una angustia extraña, «también él tenía nervios, por lo visto». Sin comprender la causa, le preocupaba y le molestaba mucho aquella incertidumbre. «¿Qué incertidumbre? Estaba antes obcecado; aquella luz no podía ser la de las ocho, eran las siete menos cuarto, aquello era el crepúsculo matutino, ahora estaba seguro... Pero entonces ¿quién le había adelantado el despertador más de una hora? ¿Quién y para qué? Y sobre todo, ¿por qué este accidente sin importancia le llegaba tan adentro? ¿qué presentía? ¿por qué creía que iba a ponerse malo?...».
Había echado a andar otra vez;
iba en dirección a la casa, que se veía entre las ramas
deshojadas de los árboles, apiñados por aquella parte. Oyó
un ruido que le pareció el de un balcón que abrían con
cautela; dio dos pasos más entre los troncos que le impedían
saber qué era aquello, y al fin vio que cerraban un balcón de su
casa y que
«El balcón era el de Anita».
El hombre se embozó en una capa
de vueltas de grana y esquivando la arena de los senderos, saltando de uno a
otro cuadro de flores, y corriendo después sobre el césped a
brincos, llegó a la muralla, a la esquina que daba a la calleja de
Traslacerca; de un salto se puso sobre una pipa medio podrida que estaba
allá arrinconada,
Don Víctor le había seguido de lejos, entre los árboles; había levantado el gatillo de la escopeta sin pensar en ello, por instinto, como en la caza, pero no había apuntado al fugitivo. «Antes quería conocerle». No se contentaba con adivinarle.
A pesar de la escasa luz del crepúsculo, cuando aquel hombre estuvo a caballo en la tapia, el dueño del parque ya no pudo dudar.
«¡Es Álvaro!» pensó don Víctor, y se echó el arma a la cara.
Mesía estaba quieto, mirando hacia la calleja, inclinado el rostro, atento sólo a buscar las piedras y resquicios que le servían de estribos en aquel descendimiento.
«¡Es Álvaro!» pensó otra vez don Víctor, que tenía la cabeza de su amigo al extremo del cañón de la escopeta.
«Él estaba entre árboles; aunque el otro mirase hacia el parque no le vería. Podía esperar, podía reflexionar, tiempo había, era tiro seguro; cuando el otro se moviera para descolgarse... entonces».
«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no se podía vivir, con aquel cañón que pesaba quintales, mundos de plomo y aquel frío que comía el cuerpo y el alma no se podía vivir... Mejor suerte hubiera sido estar al otro extremo del cañón, allí sobre la tapia... Sí, sí; él hubiera cambiado de sitio. Y eso que el otro iba a morir».
«Era Álvaro, ¡y no iba a durar un minuto! ¿Caería en el parque o a la calleja?...».
No cayó; descendió sin
prisa del lado de Traslacerca,
-¡Miserable! ¡debí
matarle! -gritó don Víctor cuando ya no era tiempo; y como si le
remordiera la conciencia, corrió a la puerta del parque, la
abrió, salió a la calleja y corrió hacia la esquina de la
tapia por donde había saltado su enemigo. No se veía a nadie.
Quintanar se acercó a la pared y vio en sus piedras y resquicios
«Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora no veía más que eso; ¡y cuántas veces había pasado por allí sin sospechar que por aquella tapia se subía a la alcoba de la Regenta!. Volvió al parque; reconoció la pared por aquel lado. La pipa medio podrida arrimada al muro, como al descuido, los palos del espaldar roto formaban otra escala; aquella la veía todos los días veinte veces y hasta ahora no había reparado lo que era: ¡una escala! Aquello le parecía símbolo de su vida: bien claras estaban en ella las señales de su deshonra, los pasos de la traición; aquella amistad fingida, aquel sufrirle comedias y confidencias, aquel malquistarle con el señor Magistral... todo aquello era otra escala y él no la había visto nunca, y ahora no veía otra cosa».
«¿Y Ana? ¡Ana!
Aquella estaba allí, en casa, en el lecho; la tenía en sus manos,
podía matarla, debía matarla. Ya que al otro le había
perdonado la vida... por horas, nada más que por horas, ¿por
qué no empezaba por ella? Sí, sí, ya iba, ya iba; estaba
resuelto, era claro, había que matar, ¿quién lo dudaba?
pero antes... antes quería meditar, necesitaba calcular... sí,
las consecuencias
Se sentó en un banco de piedra. Pero se levantó en seguida: el frío del asiento le había llegado a los huesos; y sentía una extraña pereza su cuerpo, un egoísmo material que le pareció a don Víctor indigno de él y de las circunstancias. Tenía mucho frío y mucho sueño; sin querer, pensaba en esto con claridad, mientras las ideas que se referían a su desgracia, a su deshonra, a su vergüenza, se mostraban reacias, huían, se confundían y se negaban a ordenarse en forma de raciocinio.
Entró en el cenador y se sentó en una mecedora. Desde allí se veía el balcón de donde había saltado don Álvaro.
El reloj de la catedral dio las siete.
Aquellas campanadas fijaron en la cabeza
aturdida de Quintanar la triste realidad... «Le habían adelantado
el reloj. ¿Quién? Petra, sin duda Petra. Había sido una
venganza. ¡Oh! una venganza bien cumplida. Ahora le parecía
absurdo haber tomado la poca luz del alba por día nublado. Y si Petra no
hubiera adelantado el reloj o si él no lo hubiese creído, tal vez
ignoraría toda la vida la desgracia horrible... aquella desgracia que
había acabado con la felicidad para siempre. La pereza de ser
desgraciado, de padecer, unida a la pereza del cuerpo que pedía a gritos
colchones y sábanas calientes, entumecían el ánimo de don
Víctor que no quería moverse, ni sentir, ni pensar, ni vivir
siquiera. La actividad le horrorizaba... ¡Oh, qué bien si se
parase el tiempo! Pero no, no se paraba; corría, le arrastraba consigo;
le gritaba: muévete; haz algo, tu deber; aquí de tus promesas,
mata,
«Pero había llegado la suya. Aquel era su drama de capa y espada. Los había en el mundo también. ¡Pero qué feos eran, qué horrorosos! ¿Cómo podía ser que tanto deleitasen aquellas traiciones, aquellas muertes, aquellos rencores en verso y en el teatro? ¡Qué malo era el hombre! ¿Por qué recrearse en aquellas tristezas cuando eran ajenas, si tanto dolían cuando eran propias? ¡Y él, el miserable, hombre indigno, cobarde, estaba filosofando y su honor sin vengar todavía!... ¡Había que empezar, volaba el tiempo!... ¡Otro tormento! ¡el orden de la función, el orden de la trama! ¿Por dónde iba a empezar, qué iba a decir; qué iba a hacer, cómo la mataba a ella, cómo le buscaba a él?».
El reloj de la catedral dio las siete y media.
De un brinco se puso Quintanar en pie.
-¡Media hora! media hora en un minuto; y no he oído el cuarto...
Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto...
Don Víctor tuvo conciencia clara
de que su voluntad estaba inerte, no podía resolver. Se despreció
profundamente,
-O subo y la mato ahora mismo, antes que llegue Tomás, o ya no la mato hoy...
Volvió a caer sentado en la mecedora, y aliviada su angustia con la laxitud del ánimo, que ya no luchaba con la impotencia de la voluntad, recobró parte de su vigor el sentimiento, y el dolor de la traición le pinchó por la vez primera con fuerza bastante para arrancarle lágrimas.
Lloró como un anciano, y pensó en que ya lo era. Jamás se le había ocurrido tal idea. Su temperamento le engañaba, fingiendo una juventud sin fin; la desgracia al herirle de repente le desteñía, como un chubasco, todas las canas del espíritu.
«Ay, sí, era un pobre viejo; un pobre viejo, y le engañaban, se burlaban de él. Llegaba la edad en que iba a necesitar una compañera, como un báculo... y el báculo se le rompía en las manos, la compañera le hacía traición, iba a estar solo... solo; le abandonaban la mujer y el amigo...».
El dolor, la lástima de sí mismo, trajeron a su pensamiento ideas más naturales y oportunas que las que despertara, entre fantasmas de fiebre y de insomnio, la indignación contrahecha por las lecturas románticas y combatida por la pereza, el egoísmo y la flaqueza del carácter.
No sentía celos, no sentía
en aquel momento la vergüenza de la deshonra, no pensaba ya en el mundo,
en el ridículo que sobre él caería; pensaba en la
traición, sentía el engaño de aquella Ana a quien
había dado su honor, su vida, todo. ¡Ay, ahora veía que su
cariño era
«¡Matarla! -eso se decía pronto- ¡pero matarla!... Bah, bah... los cómicos matan en seguida, los poetas también, porque no matan de veras... pero una persona honrada, un cristiano no mata así, de repente, sin morirse él de dolor, a las personas a quien vive unido con todos los lazos del cariño, de la costumbre... Su Ana era como su hija... Y él sentía su deshonra como la siente un padre, quería castigar, quería vengarse, pero matar era mucho. No, no tendría valor ni hoy ni mañana, ni nunca, ¿para qué engañarse a sí mismo? Mata el que se ciega, el que aborrece, él no estaba ciego, no aborrecía, estaba triste hasta la muerte, ahogándose entre lágrimas heladas; sentía la herida, comprendía todo lo ingrata que era ella, pero no la aborrecía, no quería, no podría matarla. Al otro sí; Álvaro tenía que morir; pero frente a frente, en duelo, no de un tiro, no; con una espada lo mataría, aquello era más noble, más digno de él. Frígilis tenía que encargarse de todo. Pero ¿cuándo? ¿ahora? ¿en cuanto llegase? No... tampoco se atrevía a decírselo así, de repente. Después de hablar con alma humana de tan vergonzoso descubrimiento, ya no había modo de volverse atrás, esto es, de cambiar de resolución, de aplazar ni modificar la venganza. En cuanto alguien lo supiera había que proceder de prisa, con violencia; lo exigía así el mundo, las ideas del honor; él era al fin un marido burlado... Y a ella habría que llevarla a un convento. Y él, se volvería a su tierra, si no le mataba Mesía; se escondería en La Almunia de don Godino».
Al llegar aquí se acordó el infeliz esposo que Ana, meses antes, le proponía un viaje a La Almunia. «¡Tal vez si él hubiera aceptado, se hubiese evitado aquella desgracia... irreparable! Sí, irreparable, ¿qué duda cabía?».
«¿Y Petra? ¡Maldita sea! Petra... ¡Es ella quien me hace tan desgraciado, quien me arroja en este pozo obscuro de tristeza, de donde ya no saldré aunque mate al mundo entero; aunque haga pedazos a Mesía y entierre viva a la pobre Ana!... ¡Ay, Ana también va a ser bien infeliz!».
La catedral dio ocho campanadas. «¡Las ocho! Ahora debía yo despertar... y no sabría nada».
Este pensamiento le avergonzó. En su cerebro estalló la palabra grosera con que el vulgo mal hablado nombra a los maridos que toleran su deshonra... y la ira volvió a encenderse en su pecho, sopló con fuerza y barrió el dolor tierno... «¡Venganza! ¡venganza! -se dijo- o soy un miserable, un ser digno de desprecio...».
Sintió pasos sobre la arena, levantó la cabeza y vio a su lado a Frígilis.
-¡Hola! parece que se ha madrugado -dijo Crespo, que gustaba de ser siempre el primero.
-Vamos, vamos -contestó don Víctor, volviendo a levantarse y después de colgar la escopeta del hombro.
La presencia de Frígilis le
había asustado; sacó fuerzas de flaqueza para tomar un partido de
repente. Se resolvió por fin. Resolvió callar, disimular, ir a
caza. «Allá en los prados de las marismas, cuando se quedara solo
en acecho, en todo aquel día triste que iba a ser tan largo,
meditaría... y a la vuelta, a la vuelta acaso tendría ya formado
su plan, y consultaría con Tomás y le mandaría a desafiar
al otro, si era esto lo que procedía. Por ahora callar, disimular.
Aquello no podía
Salieron del Parque. El mismo Quintanar cerró la verja con su llave. Crespo iba delante. Miró don Víctor hacia el fondo de la huerta, hacia el caserón que ya le parecía otro... «¿Qué hacía? ¿Era un cobarde aplazando su venganza? No, porque... ellos no sospechaban nada, no escaparían, no había miedo. Silencio y disimulo, esto hacía falta ahora. Y reflexionar mucho. Cualquier cosa que hiciera ¡iba a ser tan grave!». Le acongojaba la idea de la inmensa responsabilidad de sus próximos actos. El sentir que de su voluntad siempre tornadiza, impresionable y débil iban ahora a depender sucesos tan importantes, la suerte de varias personas, le sumía en una especie de pánico taciturno y desesperado. Veleidades tenía de llamar a Frígilis, decírselo todo, ponerlo en sus manos todo... «Frígilis, aunque era un soñador, llegado el caso tenía mejor sentido que él; sabría ser más práctico... ¿Qué haría?».
Por lo pronto seguir a Tomás a la estación. Y callar. Para hablar siempre era tiempo.
La mañana seguía cenicienta; nubes y más nubes plomizas salían como de un telar de los picos y mesetas del Corfín, caían sobre la sierra, se arrastraban por sus cumbres, resbalaban hacia Vetusta y llenaban el espacio de una tristeza gris, muda y sorda.
«No hace frío», observó Frígilis al llegar a la estación. No llevaba más abrigo que su bufanda a cuadros. Pero decía él que su cazadora valía por la piel de un proboscidio. No le entraban balas ni catarros.
En cambio Quintanar, ceñido al
cuerpo el capotón
«Afortunadamente éste es un sonámbulo que no se fija nunca en si los demás tienen cara de risa o cara de vinagre. Debo de estar pálido, desencajado... pero este egoísta no ve nada de eso».
Entraron en un coche de tercera. En su mismo banco Frígilis encontró antiguos conocidos. Eran dos ganaderos que volvían de Castilla y después de hacer noche en Vetusta buscaban el amor de su hogar allá en la aldea. Crespo, como si no hubiera en el mundo penas, ni amigos que se ahogaban en ellas, alegre, con aquel insultante regocijo que le inspiraba a él la helada en las mañanas más frías del año, frotaba las manos y hablaba del precio de las reses, y de las ventajas de la parcería, locuaz, como nunca se le veía en Vetusta. Parecía que, según el tren se alejaba de los tejados de un rojo sucio, casi pardo de la ciudad triste, sumida en sueño y en niebla, el alma de Frígilis se ensanchaba, respiraba a su gusto aquel pulmón de hierro.
«No sospechaba aquel ciego, tan inoportunamente alegre y decidor, que su amigo, su mejor amigo, al romper la marcha el tren había tenido tentaciones de arrojarse al andén; y después, de tirarse por la ventanilla a la vía, y correr, correr desalado a Vetusta, entrar en el caserón de los Ozores y coser a puñaladas el pecho de una infame...».
Sí, todo esto había querido hacer don Víctor que se sintió morir de vergüenza y de cólera contra los infames adúlteros y contra sí mismo, en cuanto notó que el tren se movía y le alejaba del lugar del crimen, de su deshonra y de su venganza necesaria...
«¡Soy un miserable, soy un miserable!» gritaba por dentro Quintanar mientras el tren volaba y Vetusta se quedaba allá lejos; tan lejos, que detrás de las lomas y de los árboles desnudos ya sólo se veía la torre de la catedral, como un gallardete negro destacándose en el fondo blanquecino de Corfín, envuelto por la niebla que el sol tibio iluminaba de soslayo.
«Huyo de mi deshonra, en vez de lavar la afrenta, huyo de ella... esto no tiene nombre, ¡oh!... sí lo tiene...». Y ¡zas! el nombre que tenía aquello, según Quintanar, estallaba como un cohete de dinamita en el cerebro del pobre viejo.
«¡Soy un tal, soy un tal!» y se lo decía a sí mismo con todas sus letras, y tan alto que le parecía imposible que no le oyeran todos los presentes.
«Pero el tren huía de Vetusta, silbaba, le silbaba a él; y él no tenía el valor de arrojarse a tierra, de volver al pueblo... iba a tardar más de doce horas en ver el caserón, ¡aplazaba su venganza más de doce horas!...».
Pasaron un túnel y no
quedó ya nada de Vetusta ni de su paisaje. Era otro panorama; estaban a
espaldas de la sierra; montes rojizos, lomas monótonas como oleaje
simétrico se extendían cerrando el horizonte a la izquierda de la
vía. El cielo estaba obscuro por aquel lado, bajas las nubes, que como
grandes sacos de ropa sucia se deshilachaban sobre las colinas de lontananza; a
la derecha campos de maíz, ahora vacíos, enseñaban la
tierra, negra con la humedad; entre las manchas de las tierras desnudas
aparecían el monte bajo, de trecho en trecho, las pomaradas ahora
tristes con sus manzanos sin hojas, con sus ramos afilados, que parecían
manos y dedos de esqueleto. Por aquel lado el cielo prometía despejarse,
la niebla hacía palidecer las nubes altas
Mientras Frígilis hablaba de la conveniencia de abandonar el cultivo del maíz y de cultivar los prados con intensidad, don Víctor, apoyada la cabeza sobre la tabla dura del coche de tercera miraba al cielo pardo y veía desaparecer entre la niebla una falange de cuervos por aquel desierto de aire. Ya parecían polvos de imprenta, después aprensión de la vista, después nada.
«¡Lugarejo, dos minutos!» gritó una voz rápida y ronca.
Don Víctor asomó la cabeza por la ventanilla. La estación, triste cabaña muy pintada de chocolate y muerta de frío, estaba al alcance de su mano o poco más distante. Sobre la puerta, asomada a una ventana una mujer rubia, como de treinta años, daba de mamar a un niño.
«Es la mujer del jefe. Viven en este desierto. Felices ellos» pensó Quintanar.
Pasó el jefe de la estación que parecía un pordiosero. Era joven; más joven que la mujer de la ventana parecía.
«Se querrán. Ella por lo menos le será fiel».
Después de esta conjetura don Víctor se dejó caer otra vez en su asiento. Cerró los ojos, tapó el rostro cuanto pudo con una mano. El tren volvió a moverse. El ruido del hierro y de la madera y la trepidación uniforme eran como canción que atraía el sueño. Quintanar, sin pensar en ello, medía el ritmo de las ruedas pesadas y crujientes con el compás de una marcha que cantaba su tordo, aquel tordo orgullo de la casa... Después midió el paso del tren con los de cierta polka... y después se quedó dormido.
Media hora después llegaban a la estación en que dejaban el tren para tomar a pie la carretera que los conducía a las marismas de Palomares.
Don Víctor despertó asustado, gracias a un golpe que le dio en el hombro Frígilis.
Había soñado mil
disparates inconexos; él mismo, vestido de canónigo con traje de
coro, casaba en la iglesia parroquial del Vivero a don Álvaro y a la
Regenta. Y don
Quando la mia Rosina...
el público de las butacas había
graznado al oírle como un solo espectador... Todas las butacas estaban
llenas de cuervos que abrían el pico mucho y retorcían el
pescuezo con ondulaciones de culebra... «Una pesadilla»
pensó Quintanar, y entre dormido y despierto emprendía la marcha
a pie por la carretera de Palomares abajo. Estaban en Roca-Tajada; a la
derecha, a pico, se elevaba
Después de almorzar en Roca-Tajada, en la taberna de Matiella, estanquero y albañil, grande amigo de Frígilis, los dos amigos cazadores dejaron el camino real, y por prados fangosos de hierba alta, de un verde obscuro, llegaron otra vez a las orillas del Abroño, allí más ancho, rodeado de juncos y arena, rizado por las ondas verdes que le mandaba el mar ya vecino.
Frígilis y Quintanar pasaron el río en una barca, comenzaron a subir una colina coronada por una aldea de casas blancas separadas por pomaradas y laureles, pinos de copa redonda y ancha y álamos esbeltos. El verde de los pinares y de los laureles y de algunos naranjos de las huertas, sobre el verde más claro de las praderas en declive, limpias y como recortadas con tijeras, alegraba la cumbre resaltando bajo el cielo lechoso y entre las paredes blancas, que se comían toda la luz del día, difusa y como cernida a través de las nubes delgadas. Según subían por la falda de la loma que era como primer escalón para la colina, el terreno se afirmaba, la hierba aclaraba su color y menguaba. Frígilis se detuvo y contempló el monte Arco que tenía enfrente, el río ondulante que quedaba debajo y la franja del mar, azulada con pintas blancas, que se veía en un rincón del horizonte, en apariencia más alto que el río, como una pared obscura que subía hacia las nubes.
Quintanar se sentó sobre una
peña que dejaba descubierta el prado. De la parte de Areo, cruzando
sobre el río a mucha altura, vieron venir un bando de tordos de
-¡Tira tú, bobo! -gritó Crespo furioso.
Quintanar se levantó, apuntó, disparó y cuatro tordos de agua cayeron heridos por los perdigones que, según pensó en aquel instante don Víctor, debía tener en los sesos el amigo traidor, el infame don Álvaro.
«Sí, aquel tiro era el de Álvaro, los tordos, inocentes, caían a pares, y el ladrón de su honra vivía». Y ¡cosa extraña! cuando allá en el parque había estado apuntando a la cabeza de Mesía, no recordaba que el cartucho mortífero tenía carga de perdigón; suponíalo lleno de postas o de balas.
Muy contra su voluntad, a pesar de la desgracia que tenía encima, el cazador sintió el placer de la vanidad satisfecha. «Frígilis había disparado dos tiros y... nada; disparaba él uno solo y... cuatro... Sí, cuatro, allí estaban, sangrando sobre el prado, mezclando las gotas rojas con la escarcha blanca de la hierba».
Media hora después Frígilis tomaba el desquite matando un soberbio pato marino. Quintanar, por gusto, mató un cuervo que no recogió.
Cazaron hasta las doce, hora de comer sus fiambres. Los perros de Frígilis se aburrían. Aquella caza en que ellos representaban un papel secundario, les parecía una vergüenza; bostezaban y obedecían mal a la voz del amo.
Después de comer los fiambres y
de beber regulares tragos, don Víctor sintió su pena con
intensidad cuatro veces mayor. Todo lo veía claro, toda la trascendencia
de su descubrimiento del amanecer se le aparecía como un tratado
clásico de historia. Lo que había sucedido,
Para perseguir un bando de peguetas que
volaba de prado en prado, siempre alerta, se separaron. Aquellos pajarracos no
se comían, pero Frígilis les tenía declarada la guerra
porque se burlaban de los cazadores con una especie de ironía, de
sarcasmo que parecía racional. Esperaban,
Se separaron. Si las peguetas iban por un lado al escapar del prado que cubrían tiñéndolo de negro, se encontraban con la descarga de Crespo; si tomaban por el otro lado, disparaba don Víctor.
El cual
«El campo estaba
melancólico. El invierno parecía una desnudez. Y a pesar de todo,
¡qué hermosa era la naturaleza! ¡qué tranquilamente
reposaba!... ¡Los hombres, los hombres eran los que habían
engendrado los odios, las traiciones, las leyes convencionales que atan a la
desgracia el corazón!». La filosofía de Frígilis,
aquel pensador agrónomo que despreciaba la sociedad con sus
Vivos deseos sintió Quintanar por un momento de echar raíces y ramas, y llenarse de musgo como un roble secular de aquellos que veía coronando las cimas del monte Areo. «Vegetar era mucho mejor que vivir».
Oyó un tiro lejano, después el estrépito de las peguetas que volaban riéndose con estridentes chillidos; las vio pasar sobre su cabeza. No se movió. Que se fueran al diablo. Él estaba pensando en Tomás Kempis. Sí, Kempis, a quien había olvidado, tenía razón; donde quiera estaba la cruz. «Arregla, decía el sabio asceta, arregla y ordena todas las cosas según tu modo de ver y según tu voluntad, y verás que siempre tienes algo que padecer de grado o por fuerza; siempre hallarás la cruz».
Y también recordaba lo de: «Algunas veces parecerá que Dios te deja, otras veces serás mortificado por el prójimo; y lo que es más, muchas veces te serás molesto a ti mismo».
«Sí, el prójimo me
mortifica, y yo mismo me molesto, me hago daño hasta sangrar el alma...
No sé lo que debo
Le daba ira encontrarse tan filósofo, pero no podía otra cosa. Comprendía que aquellas meditaciones le alejaban de su venganza, que en el fondo del alma él no quería ya vengarse, quería castigar como un juez recto y salvar su honor, nada más. Y esto mismo le irritaba. Después volvía la lástima tierna de sí mismo, la imagen de la vejez solitaria... y los alcaravanes, allá en el cielo gris, iban cantando sus ayes como quien recita el
«Sí, la tristeza era universal; todo el mundo era podredumbre; el ser humano lo más podrido de todo».
Y siempre sacaba en consecuencia que él no sabía lo que debía hacer, ni siquiera lo que debía pensar, ni aun lo que debía sentir.
«De todas suertes, las comedias de capa y espada mentían como bellacas; el mundo no era lo que ellas decían: al prójimo no se le atraviesa el cuerpo sin darle tiempo más que para recitar una rendondilla. Los hombres honrados y cristianos no matan tanto ni tan deprisa».
De noche, en el tren, cuando
volvían solos a Vetusta en un coche de segunda, por miedo al frío
de los de tercera, Frígilis que miraba el paisaje triste a la luz de la
luna, que aquella vez había podido más que el sol y
-¿Qué te pasa, hombre? Todo el día te he visto preocupado, tristón... ¿qué pasa?
La lamparilla del techo que alumbraba dos departamentos, apenas rompía las tinieblas de aquel coche que parecía caja de muerto.
Frígilis no podía ver bien el rostro de don Víctor, pero le oyó, de repente, llorar como un chiquillo, y sintió la cabeza fuerte y blanca de Quintanar apoyada en el hombro del amigo. Sí, se apoyaba el pobre viejo con cariño, confianza, y con la fuerza con que se deja caer un muerto. Parecía aquello la abdicación de su pensamiento, de toda iniciativa.
-Tomás, necesito que me aconsejes. Soy muy desgraciado; escucha...
-Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.
-¿Tú no entras?
-No, no... Tengo prisa, tengo que hacer.
-¡Me dejas solo ahora!
-Volveré si quieres... pero... mejor te acostabas pronto. Mañana vendré temprano.
-Te advierto que no te he dicho que sí.
-Bueno, bueno... adiós.
-Espera, espera... no me dejes solo... todavía. No te he dicho que sí; tal vez... lo piense más y... me decida por seguir el camino opuesto.
-Pero por de pronto, Víctor, prudencia, disimulo... Es decir, si no quieres exponerte a una desgracia. Ya lo sabes...
-¡Sí, sí! Benítez cree que un gran susto, una impresión fuerte...
-Eso; puede matarla.
-¡Está enferma!
-Sí, más de lo que tú crees.
-¡Está enferma! Y un susto, un susto grande... puede matarla.
-Eso, así como suena.
-Y yo debo subir, y guardar para mí todos estos rencores, toda esta hiel tragármela... y disimular, y hablar con ella para que no sospeche y no se asuste... y no se me muera de repente...
-Sí, Víctor, sí; todo eso debes hacer.
-Pero confiesa, Tomás, que todo eso se dice mejor que se hace; y comprende que ese aldabón me inspire miedo, explícate la razón que tengo para tenerle el mismo asco que si fuera de hierro líquido...
Calló a esto Frígilis.
Llegaban de la estación; estaban
Quintanar no tenía valor para subir a su casa. No quería llamar. «Iban a abrirle, iba a salir ella, Ana, a su encuentro, se atrevería a sonreír como siempre, tal vez a ponerle la frente cerca de los labios para que la besara... Y él tendría que sonreír, y besar y callar... y acostarse tan sereno como todas las noches... Tomás debía comprender que aquello era demasiado...».
Y además, las revelaciones de
Frígilis respecto a la salud de Ana le habían caído al
pobre ex-regente como una maza sobre la cabeza. «Aquella alegría,
aquella exaltación que la habían llevado... al crimen, a la
infamia de una traición... eran una enfermedad; Ana podía morir
de repente cualquier día; una impresión extraordinaria lo mismo
de dolor que de alegría, mejor si era dolorosa, podía matarla en
pocas horas...». Esto había contestado Frígilis a la
historia de su amigo. A Mesía fusilémosle, había dicho, si
eso te consuela; pero hay que esperar, hay que evitar el escándalo, y
sobre todo hay que evitar el susto, el espanto que sobrecogería a
-¿Quién quiere matarla? ¡Yo no quiero eso! -había interrumpido don Víctor al oír esto.
Pero Frígilis había replicado:
-Sí quieres tal, si le dices que lo sabes todo. Lo que hay que hacer hay que pensarlo; yo no digo que la perdones, que esa sea la única solución; pero confiesa que el perdonar es una solución también.
-Perdonarla es transigir con la deshonra...
-Eso ya lo veríamos. ¿Tú eres cristiano?
-Sí, de todo corazón, más cada día... Como que ya no veo más refugio para mi alma que la religión...
-Bueno, pues si eres cristiano ya veremos si debes perdonar o no. Pero no se trata de esto todavía; se trata de no cortar el camino al perdón, antes de ver si conviene, dando a tu mujer esa puñalada mortal al entrar en su cuarto y gritar: «¡Muera la esposa infiel!» para que ella conteste: «¡Jesús mil veces!» y caiga redonda. Yo no sé si diría «Jesús mil veces» pero de que caería estoy seguro. Y ya ves, antes de matarla hay que ver si tenemos derecho para ello.
-No, yo no le tengo; me lo dice la conciencia...
-Y dice perfectamente. Ni yo tengo derecho para aconsejarte nada trágico. Cuando te casé con ella, porque yo te casé, Víctor, bien te acordarás, creí hacer la felicidad de ambos...
-Y no parecía que te habías equivocado. La mía la habías hecho. La de ella... durante más de diez años pareció que también.
-Sí, pareció; pero la
procesión andaba por dentro...
-Mira, Frígilis, tu filosofía no es para consolar a un marido en mi situación... Ya sé yo todo lo que tú puedes decirme, y mucho más... Eso no es consolarme...
-Ni yo creo que tu situación admita consuelos más que el del tiempo y la reflexión lenta y larga... Pero ahora no se trata de ti, se trata de ella. ¿Te empeñas en coser el cuerpo con un florete o con una espada a Mesía? Sea; pero hay que ver cuándo y cómo. Hay que tener calma. Después de lo que sabes de la enfermedad de Ana, secreto que Benítez me impuso y que rompo por lo apurado del caso, después de saber que puede sucumbir ante una revelación semejante...
-¿Pero no es peor hacer lo que hace, que saber que yo lo sé? ¿Quién te asegura a ti que no me despreciará, que no procurará huir con el otro?
-¡Víctor, no seas majadero! El otro... es un zascandil. No hizo más que esperar que cayera el fruto de maduro... Ella no está enamorada de Mesía... En cuanto vea que es un cobarde y que la abandona antes que pelear por ella... le despreciará, le maldecirá... y en cambio los remordimientos la volverán a ti, a quien siempre quiso.
-¡Que quiso!
-Sí, más que a un padre. ¿Qué mejor prueba quieres que todo lo pasado? ¿Por qué se hizo mística?... Y la pobre... también tuvo que sufrir ataques... creo yo, de otro lado... de... pero en fin, de esto no hablemos. ¿Por qué luchó, como luchó sin duda? Porque te quería... porque te quiere... te quiere mucho...
-¡Y me vende!
-¡Te vende! ¡te vende!... En
fin, no hablemos de eso... ya has dicho que no quieres mis filosofías.
Ello
-¡Hombre dices las cosas de un modo!...
-La verdad. Un drama completo. Pero en último caso, si tan irritado estás, si tan ciego te ves, si no puedes atender a razones, ni a tu conciencia que bien claro te habla; llama, sube, alborota, quema la casa... O no hagas tanto, que bastará con que la espantes con tu noticia para que Ana caiga de espaldas y le estalle dentro una de esas cosas en que tú no crees, pero que son para la vida como los alambres para el telégrafo. Si estás furioso, si no puedes contenerte, también tú tendrás disculpa hagas lo que hagas. (Pausa.) Pero si no, Quintanar, no tienes perdón de Dios.
Esto último lo dijo Crespo con voz solemne, grave, vibrante que hizo a su amigo estremecerse.
Después de este diálogo, parte del cual mantuvieron por el camino de la estación a casa, y parte dentro del portal, fue cuando Quintanar se acercó a la puerta para coger el aldabón, y cuando Frígilis exclamó:
-Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.
Frígilis tenía prisa,
quería dejar a don Víctor cuanto antes para correr en busca de
don Álvaro y advertirle de que Quintanar sabía su
traición, para que se abstuviera de asaltar el parque aquella noche y
acudir a la cita, si la tenía como era de suponer. Pensaba Crespo que a
Víctor no se le había ocurrido, como no se le ocurrieron otras
tantas cosas, que aquella noche se repetiría la escena de la anterior,
que debía de ser ya antigua costumbre; podía don Álvaro,
que no había visto a su víctima cuando le acechaba en el parque,
volver a las andadas, sorprenderle Quintanar, y entonces era imposible evitar
una tragedia. Además, Frígilis tenía la
convicción
«¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!».
Por fin, después de prometer de nuevo disimular, ocultar su dolor, su ira, lo que fuera, pero sólo por aquella noche, llamó el digno regente jubilado con el mismo aldabonazo enérgico y conciso con que hacía retumbar el patio, cuando la casa era honrada y el jefe de familia respetado y tal vez querido.
-¡Adiós, adiós, hasta mañana temprano! -dijo Frígilis librándose de la mano trémula que le sujetaba un brazo.
-«¡Egoísta, pensó don Víctor al quedarse solo-; es la única persona que me quiere en el mundo... y es egoísta!».
Se abrió la puerta. Vaciló un momento... Se le figuró que del patio salía una corriente de aire helado...
Entró, y al volverse hacia el portal, para cerrar la puerta que dejaba atrás; vio que entraba en su casa un fantasma negro, largo; que paso a paso, por el portal adelante, se acercaba a él y que se le quitaba el sombrero que era de teja.
-¡Mi señor don Víctor! -dijo una voz melosa y temblona.
-¡Cómo! ¿usted? ¡es usted... señor Magistral!... Un temblor frío, como precursor de un síncope, le corrió por el cuerpo al ex-regente, mientras añadía, procurando una voz serena:
-¿A qué debo... a estas horas... la honra...? ¿qué pasa?... ¿Alguna desgracia?...
«Pero este hombre ¿no sabe nada?» se preguntó De Pas que parecía un desenterrado.
Miró a don Víctor a la luz del farol de la escalera y le vio desencajado el rostro; y don Víctor a él le vio tan pálido y con ojos tales que le tuvo un miedo vago, supersticioso, el miedo del mal incierto. Hasta llegar allí, el Magistral no había hablado, no había hecho más que estrechar la mano de don Víctor e invitarle con un ademán gracioso y enérgico al par, a subir aquella escalera.
-Pero ¿qué pasa? -repitió don Víctor en voz baja en el primer descanso.
-¿Viene usted de caza? -contestó el otro con voz débil.
-Sí, señor, con Crespo; ¿pero qué sucede? Hace tanto tiempo... y a estas horas...
-Al despacho, al despacho... No hay que alarmarse... al despacho...
-«No pregunta por Ana» -pensó De Pas.
-La señora no ha oído llamar, está en su tocador... ¿quiere el señor que la avise? -preguntó Anselmo.
-¿Eh? no, no, deja... digo... si el señor Magistral quiere hablarme a solas... -y se volvió el amo de la casa al decir esto.
-Bien, sí; al despacho... entremos en su despacho...
Entraron. El temblor de Quintanar era ya visible. «¿Qué iba a decirle aquel hombre? ¿A qué venía?...».
Anselmo encendió dos luces de esperma y salió.
-Oye, si la señora pregunta por mí, que allá voy... que estoy ocupado... que me espere en su cuarto... ¿No es eso? ¿No quiere usted que estemos solos?
El Magistral aprobó con la cabeza, mientras clavaba los ojos en la puerta por donde salía Anselmo.
«Ya estaba allí, ya había que hablar... ¿qué iba a decir? Terrible trance; tenía que decir algo y ni una idea remota le acudía para darle luz; no sabía absolutamente nada de lo que podía convenirle decir. ¿Cómo hablar sin preguntar antes? ¿Qué sabía don Víctor? esta era la cuestión... según lo que supiera, así él debía hablar... pero no, no era esto... había que comenzar por explicarse. Buen apuro». Estaba el Magistral como si don Víctor le hubiera sorprendido allí, en su despacho, robándole los candeleros de plata en que ardían las velas.
Quintanar daba diente con diente y preguntaba con los ojos muy abiertos y pasmados.
-«¿Usted dirá?» decían aquellas pupilas brillantes y en aquel momento sin más expresión que un tono interrogante.
«Había que hablar».
-¿Tendría usted... por ahí... un poquito de agua?... -dijo don Fermín, que se ahogaba, y que no podía separar la lengua del cielo de la boca.
Don Víctor buscó agua y la
encontró en un vaso, sobre la mesilla de noche. El agua estaba llena de
polvo, sabía mal. Don Fermín no hubiera extrañado que
supiera a vinagre. Estaba en el calvario. Había entrado en aquella casa
porque no había podido menos: sabía que necesitaba estar
allí, hacer algo, ver, procurar su venganza, pero ignoraba cómo.
«Estaba, cerca de las diez de la noche, en el despacho del marido de la
mujer que le engañaba a él, a De Pas, y al marido;
¿qué hacía allí?, ¿qué iba a decir?
Por la memoria excitada del Magistral pasaron todas las estaciones de aquel
día de Pasión. Mientras bebía el vaso de agua, y se
limpiaba los labios pálidos y estrechos, sentía pasar las
emociones de aquel día por su cerebro, como un amargor
«Él, él era el marido, pensaba, y no aquel idiota, que aún no había matado a nadie (y ya era medio día) y que debía de saberlo todo desde las siete. Las leyes del mundo ¡qué farsa! Don Víctor tenía el derecho de vengarse y no tenía el deseo; él tenía el deseo, la necesidad de matar y comer lo muerto, y no tenía el derecho... Era un clérigo, un canónigo, un prebendado. Otras tantas carcajadas de la suerte que se le reía desde todas partes». En aquellos momentos don Fermín tenía en la cabeza toda una mitología de divinidades burlonas que se conjuraban contra aquel miserable Magistral de Vetusta.
La sotana, azotada por las piernas
vigorosas, decía:
Sin saber cómo, De Pas
había pasado delante de la fonda de Mesía. «Sabía
él que don Álvaro estaba en casa, en la cama. Si, como
temía, don Víctor no le había cerrado la salida del parque
de los Ozores, si nada había ocurrido, en el lecho estaba don
Álvaro tranquilo, descansando del placer. Podía subir, entrar en
su cuarto, y ahogarle allí... en la cama, entre las almohadas... Y era
lo que debía hacer; si no lo hacía era un cobarde; temía a
su madre, al mundo, a la justicia... Temía el escándalo, la
novedad de ser un criminal descubierto; le sujetaba la inercia de la vida
ordinaria, sin grandes aventuras... era un cobarde: un hombre de corazón
subía, mataba. Y si el mundo, si los necios vetustenses, y su madre y el
obispo y el papa, preguntaban ¿por qué? él
respondía a gritos, desde el púlpito si hacía falta:
Idiotas ¿que, por qué mato? Por que me han robado a mi mujer,
porque me ha engañado mi mujer, porque yo había respetado el
cuerpo de esa infame para conservar su alma, y ella, prostituta como todas las
mujeres, me roba el alma porque no le he tomado también el cuerpo... Los
mato a los dos porque olvidé lo que oí al médico de ella,
olvidé que
Pero no mató. Se acercó a la portería y preguntó... por el señor obispo de Nauplia, que estaba de paso en Vetusta.
-Ha salido -le dijeron.
Y don Fermín sin ver lo que hacía, dobló una tarjeta y la dejó al portero.
Y volvió a su casa.
Se encerró en el despacho. Dijo que no estaba para nadie y se paseó por la estrecha habitación como por una jaula.
Se sentó, escribió dos pliegos. Era una carta a la Regenta. Leyó lo escrito y lo rasgó todo en cien pedazos. Volvió a pasear y volvió a escribir, y a rasgar y a cada momento clavaba las uñas en la cabeza.
En aquellas cartas que rasgaba, lloraba,
gemía, imprecaba, deprecaba, rugía, arrullaba; unas veces
parecían aquellos regueros tortuosos y estrechos de tinta fina, la
cloaca de las inmundicias que tenía el Magistral en el alma: la
soberbia, la ira, la lascivia engañada y sofocada y provocada,
salían a borbotones, como podredumbre líquida y espesa. La
pasión hablaba entonces con el murmullo ronco y gutural de la basura
corriente y encauzada. Otras veces se quejaba el idealismo fantástico
del clérigo como una tórtola; recordaba sin rencor, como en una
elegía, los días de la amistad suave, tierna, íntima, de
las sonrisas que prometían eterna fidelidad de los espíritus; de
las citas para el cielo, de las promesas fervientes, de las dulces confianzas;
recordaba aquellas mañanas de un verano, entre flores y rocío,
místicas esperanzas y sabrosa plática, felicidad presente
comparable a la futura. Pero entre los quejidos de tórtola el viento
volvía a bramar sacudiendo la enramada, volvía
Pero escribía otra vez, procuraba
reportarse, y al cabo la indignación, la franqueza necesaria a su
pasión estallaban por otro lado; y entonces era él mismo quien
aparecía hipócrita, lascivo, engañando al mundo entero.
«Sí, sí, decía, yo me lo negaba a mí mismo,
pero te quería para mí; quería, allá en el fondo de
mis entrañas,
Y don Fermín rasgó también esta carta, y en mil pedazos más que todas las otras. No acertaba a arrojar en el cesto los pedacitos blancos y negros, y el piso parecía nevado; y sobre aquellas ruinas de su indignación artística se paseaba furioso, deseando algo más suculento para la ira y la venganza que la tinta y el papel mudo y frío.
Salió otra vez de casa; paseó por los soportales que había en la Plaza Nueva, enfrente de la casa de los Ozores.
«¿Qué habría pasado? ¿Habría descubierto algo don Víctor? No; si hubiera habido algo, ya se sabría. Don Víctor habría disparado su escopeta sobre don Álvaro, o se estaría concertando un desafío y ya se sabría; no se sabía nada, nada; luego nada había sucedido».
Dos, tres veces, ya al obscurecer, entró el Magistral en el zaguán obscuro del caserón de la Rinconada. Quería saber algo, espiar los ruidos... pero a llamar no se atrevía... «¿A qué iba él allí? ¿Quién le llamaba a él en aquella casa donde en otro tiempo tanto valía su consejo, tanto se le respetaba y hasta quería? Nadie le llamaba. No debía entrar». No entró. «Además, iba pensando mientras se alejaba, si yo me veo frente a ella, ¿qué sé yo lo que haré? Si ese marido indigno, de sangre de horchata, la perdona, yo... yo no la perdono y si la tuviera entre mis manos, al alcance de ellas siquiera... Sabe Dios lo que haría. No, no debo entrar en esa casa; me perdería, los perdería a todos».
Y volvió a la suya.
Doña Paula entró en el despacho. Hablaron de los negocios del comercio, de los asuntos de Palacio, de muchas cosas más; pero nada se dijo de lo que preocupaba al hijo y a la madre.
-«No se podía hablar de aquello» pensaba él.
-«No se podía hablar de aquello, ni a solas» pensaba ella.
La madre lo sabía todo. Había comprado el secreto a Petra.
Además, ya ella, por su servicio
de policía secreta, y por lo que observaba directamente, había
llegado a comprender que su hijo había perdido su poder sobre la
Regenta. Si antes la maldecía porque la creía querida
La desesperaba la imposibilidad de consolarle, de aconsejarle.
A doña Paula se le ocurría un medio de castigar a los infames, sobre todo al barbilindo agostado; este medio era divulgar el crimen, propalar el ominoso adulterio, y excitar al don Quijote de don Víctor para que saliera lanza en ristre a matar a don Álvaro.
«Y nada de esto se le podía decir a Fermo».
Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo, observaba todos los gestos de su hijo, aquella palidez, aquella voz ronca, aquel temblor de manos, aquel ir y venir por el despacho.
«¡Qué no hubiera dado
ella por insinuarle el modo de vengarse! Sí, bien merecía aquel
hijo de las entrañas que se le arrancasen aquellas espinas del alma.
¡Había sido tan buen hijo! ¡Había sido tan
hábil para conservar y engrandecer el prestigio que le
disputaban!». Desde que doña Paula vio que «no estallaba un
escándalo», que don Fermín mostraba discreción y
cautela incomparables en sus extrañas relaciones con la Regenta, se lo
perdonó todo y dejó de molestarle con sus amonestaciones. Y
después del triunfo de su hijo sobre la impiedad
No, no se podía hablar de aquello que tanto importaba a los dos; y al fin doña Paula dejó solo a don Fermín; subió a su cuarto. Y desde allí, en vela, se propuso espiar los pasos de su hijo, que continuaba moviéndose abajo: le oía ella vagamente.
Sí, don Fermín, que cerró la puerta del despacho con llave en cuanto se quedó solo, se movía mucho: tenía fiebre. Se le ocurrían proyectos disparatados, crímenes de tragedia, pero los desechaba en seguida. «Estaba atado por todas partes». Cualquier atrocidad de las que se le ocurrían, que podía ser sublime en otro, en él se le antojaba, ante todo, grotesca, ridícula.
Pero aquella sotana le quemaba el cuerpo. La idea de maníaco de que estaba vestido de máscara llegó a ser una obsesión intolerable. Sin saber lo que hacía, y sin poder contenerse, corrió a un armario, sacó de él su traje de cazador, que solía usar algunos años allá en Matalerejo, para perseguir alimañas por los vericuetos; y se transformó el clérigo en dos minutos en un montañés esbelto, fornido, que lucía apuesto talle con aquella ropa parda ceñida al cuerpo fuerte y de elegancia natural y varonil, lleno de juventud todavía. Se miró al espejo. «Aquello ya era un hombre». La Regenta nunca le había visto así.
«En el armario había un cuchillo de montaña».
Lo buscó, lo encontró y lo
colgó del cinto de cuero negro. La hoja relucía, el filo
señalado por rayos luminosos, parecía tener una expresión
de armonía con la
«Podía salir de casa, ya era de noche, noche cerrada, ya habría poca gente por las calles, nadie le reconocería con aquel traje de cazador montañés; podía ir a esperar a don Álvaro a la calleja de Traslacerca, a la esquina por donde decía Petra que le había visto trepar una noche. Don Álvaro, si don Víctor no había descubierto nada o si no sabía que don Víctor le había descubierto, volvería otra vez, como todas las noches acaso... y él, don Fermín, podía esperarle al pie de la tapia, en la calleja, en la obscuridad... y allí, cuerpo a cuerpo, obligándole a luchar, vencerle, derribarle, matarle... ¡Para eso serviría aquel cuchillo!».
Doña Paula se movió arriba. Crujieron las tablas del techo.
Como si las ideas de la madre se hubiesen filtrado por la madera y caído en el cerebro del hijo, don Fermín pensó de repente:
«Pero, no, todos estos son disparates; yo no puedo asesinar con un puñal a ese infame... No tengo el valor de ese género. Estas son necedades de novela. ¿Para qué pensar en lo que no he de hacer nunca? No hay más remedio que utilizar el valor y las ideas románticas y caballerescas de don Víctor; guardaré el cuchillo, mi espada tiene que ser la lengua...».
Y don Fermín se despojó del chaquetón pardo, dejó el sombrero de anchas alas, desciñó el cinto negro, guardó todas estas prendas, más el cuchillo, en el armario y se vistió la sotana y el manteo, como una armadura. «Sí, aquella era su loriga, aquéllos sus arreos».
«Ahora mismo; voy a verle ahora
mismo. Si el muy idiota fue a cazar a Palomares, a estas horas debe de
Y salió.
«Si mi madre me sale al paso le diré que me espera un enfermo, que quiere confesar conmigo sin falta...».
En efecto, al sentir a su hijo en el pasillo bajó doña Paula corriendo.
-¿A dónde vas?
Él dijo su mentira.
Y ella fingió creerla y le dejó marchar, porque adivinó en el rostro, en la voz, en todo, que su hijo no iba ciego, no iba a dar escándalo.
«Acaso se le había ocurrido lo mismo que a ella».
Y don Fermín de Pas llegó al caserón de los Ozores, vio a don Tomás Crespo desaparecer por la plaza, entró en el portal y se decidió a saludar a don Víctor, que abría la puerta, y subió con él; y estaba dispuesto a hablarle, a preguntarle, a aconsejarle... a insinuarle la venganza necesaria... y no sabía cómo empezar.
Cuando acabó de beber el vaso de agua que sabía a polvo, el Magistral aún no sabía lo que iba a decir.
Pero los ojos de Quintanar seguían preguntando pasmados, y don Fermín habló...
-Amigo mío, lucho entre el deseo de satisfacer la impaciencia de usted y el temor de no acertar con la embocadura del asunto que es espinoso, y por desgracia, por mucho que se suavice la expresión, de poco agradable acceso...
-Al grano, señor Magistral.
-La hora de mi visita, el hacer yo pocas a esta casa hace algún tiempo; todo esto contribuirá...
-Sí, señor, contribuye...; pero adelante. ¿Qué pasa, don Fermín? ¡Por los clavos de Cristo!
-De Cristo tengo yo que hablarle a usted también, y de sus clavos, y de sus espinas y de la cruz...
-Por compasión...
-Don Víctor, yo necesito antes de hablar que usted me declare el estado de su ánimo...
-¿Qué quiere usted decir?
-Está usted pálido, visiblemente preocupado, bajo el peso de un gran disgusto, sin duda; lo he notado al entrar, a la luz del farol de la escalera...
-Y usted también... está.
La voz de Quintanar temblaba.
-Pues eso quiero saber; si usted conoce la causa de mi visita, en parte a lo menos, podré ahorrarme el disgusto de abordar los preliminares enojosísimos de una cuestión...
-Pero, ¿de qué se trata? ¡por las once mil!...
-Señor Quintanar, usted es buen cristiano, yo sacerdote; si usted tiene algo que... decir... algún consejo que buscar... Yo también vengo a hablarle a usted de lo que sé como sacerdote, pero la conciencia de quien me lo comunicó exige precisamente que yo dé este paso...
Don Víctor se puso en pie de un salto.
En aquel momento estaba muy satisfecho de sí mismo el Magistral, porque acababa de ver claro. Ya sabía qué camino era el suyo.
-¿Una persona... que le manda a usted venir a estas horas a mi casa?...
-Don Víctor, confiéseme usted si usted sabe algo de un asunto que le interesa muchísimo, y si el saberlo es la causa de esa alteración de su semblante... Necesito empezar por aquí.
-Sí, señor; hoy sé
algo que no sabía ayer... que me
-Ahora, sí; ahora ya puedo hablar más claro.
-Una persona... decía usted...
-Una persona que ha protegido un... crimen que perjudica a usted... ha acudido arrepentida al tribunal de la penitencia a confesar su complicidad bochornosa... y a decirme que la conciencia la había acusado, y que por medida perentoria de reparación... había puesto en poder de usted el descubrimiento de esa... infamia... Pero temiendo nuevas desgracias, por su manera torpe de proceder... se apresuraba a declararme lo que había, para ver si podían evitarse más crímenes... que al cabo, crimen sería una violencia... una venganza sangrienta...
Don Fermín se interrumpió para callar, respetando así el dolor de don Víctor, que se había dejado caer sobre un sofá, y apretaba la cabeza entre las manos.
-¿Petra... ha sido Petra? -dijo don Víctor preguntando con el tono especial del que ya sabe lo mismo que pregunta.
-La infeliz no comprendió al principio que su conducta podía causar nuevos estragos. Y a eso vengo yo, don Víctor, a impedirlos si es tiempo... En nombre del Crucificado, don Víctor, ¿qué ha sucedido aquí?
-Nada, ¡pero aún estamos a
tiempo! -contestó el marido burlado, puesto en pie, con los puños
apretados, avergonzado, como si se viera en camisa en medio de la plaza;
furioso ante la idea de que no había habido allí
Y volvió a caer sobre el sofá el pobre viejo, que volvía a sentir el mismo sueño soporífero que le había encogido el ánimo por la mañana.
«El mundo sabe» -había dicho don Víctor- y estas palabras sugirieron a don Fermín otra mentira provechosa.
Pero antes dijo:
-Don Víctor, no extraño que en su dolor usted no tenga tiempo ni fuerza para reflexionar... pero yo no he dicho que el mundo supiera... yo no soy el mundo; soy un confesor.
-¿Pero cree usted que Petra no habrá dicho?...
-Petra no; pero... por desgracia...
-Además, lo que importa aquí es mi honra, no que el mundo sepa o ignore... De todas maneras, pronto sabrá de mi venganza y se podrá enterar de todo.
Y se puso a dar vueltas por el despacho.
De Pas se levantó también.
-Por desgracia -continuó- la maledicencia se ha apoderado hace tiempo de ciertos rumores, de algo aparente...
Don Víctor rugió al gritar:
-¡Dios mío! ¿qué es esto? ¿esto más? ¿El mundo dice?... ¿Vetusta entera habla?...
Y se clavaba las uñas en la cabeza, mesándose las canas.
Don Fermín, mientras el otro se
entregaba a los arranques mímicos de su dolor, de su vergüenza,
habló largo y tendido del asunto. «Sí, por desgracia,
hacía meses ya, desde el verano, desde antes acaso, se murmuraba
«Pero qué le diría,
o le podría decir Quintanar al Magistral, que él no
comprendiera... Sí, sí, mirando las cosas como las mira el mundo,
aquello pedía sangre, es más, no ya sólo por satisfacer el
deseo de vengarse, hasta para poder vivir entre las gentes con lo que llama el
mundo decoro, era necesario, según las leyes sociales, según lo
que las costumbres y las ideas corrientes exigían, que don Víctor
buscase a Mesía, le desafiase, le matase si posible le era, o si le
cogía
Y entonces las frases frías, desmadejadas, con que el Magistral recomendaba el perdón, el olvido, le sonaban a hueco, a retórica vana: «Aquel santo varón no sabía lo que era un ultraje de aquella especie; ni lo que exigía la sociedad».
Para que el clérigo le dejase en paz y no le cansase más con sus sermones sosos y desprovistos de vida, de unción, don Víctor fingió ceder; y dijo que no haría ningún disparate, que meditaría, que procuraría armonizar las exigencias de su honor y aquello que la religión le pedía...
Entonces se alarmó don
Fermín; creyó que había
Don Víctor, oyendo al Magistral, se figuraba el hombre más despreciable del mundo si no hacía una que fuese sonada... «Oh, sí, cuanto antes... en cuanto fuera de día daría sus pasos, mandaría dos padrinos a don Álvaro; había que matarle».
Don Fermín volvió a tranquilizarse, viendo la exaltación de la ira pintada en el magistrado. «Sí, había hombre; la máquina estaba dispuesta; el cañón con que él, don Fermín, iba a disparar su odio de muerte, ya estaba cargado hasta la boca».
Don Víctor no hablaba. Gruñía arrimado a la pared, en un rincón...
«Ya no había qué hacer allí». El Magistral se despidió. Pero al salir, al llegar a la puerta, se volvió de repente y con ademán solemne, como sacerdote de ópera, exclamó:
-Exijo a usted, como padre espiritual que he sido y creo que soy todavía, de usted, le exijo en nombre de Dios... que... si esta... noche... sorprendiera usted... algún nuevo... atentado... si ese infame, que ignora que usted lo sabe todo, volviera esta noche... Yo sé que es mucho pedir... pero un asesinato no tiene jamás disculpa a los ojos de Dios, aunque la tenga a los del mundo... Evite usted que ese hombre pueda llegar aquí... pero... ¡nada de sangre, don Víctor, nada de sangre en nombre de la que vertió por todos el Crucificado!...
«¡Es verdad, pensó
don Víctor cuando se quedó solo, es verdad! ¿Y yo,
estúpido, tonto, no había dado en ello? Ese hombre debe volver
esta noche... ¡Y yo, por no
Se abrió la puerta y entró la Regenta.
Venía pálida, vestía un peinador blanco, y no hacía ruido al andar. Sus ojos parecían más grandes que nunca, y miraban con una fijeza que daba escalofríos. A lo menos los sintió don Víctor, que dio un paso atrás, y tuvo terror, como en presencia de un fantasma. Antes que en la traición de aquella mujer pensó en el gran peligro que corría la vida de Ana, si una emoción fuerte la espantaba. No le pareció su mujer a don Víctor, le pareció la Traviata en la escena en que muere cantando. Sintió el pobre viejo una compasión supersticiosa; aquel ser vaporoso que se le aparecía de repente en silencio, pisando como un fantasma, lo quería él en aquel instante con amor de padre que teme por la vida de su hija, y lo temía al mismo tiempo como a cosa del otro mundo... «¡Qué fácil era asesinar con una palabra a la pobrecita enferma, que acaso no era responsable de su delito! Oh, no, lo que es a ella no la mataría, ni con puñal, ni con bala, ni con palabras fulminantes...».
-¿Quién estaba ahí? -preguntó Ana tranquila.
-El Magistral -respondió don Víctor, que suponía a su mujer enterada de lo mismo que preguntaba.
Ana se turbó.
-¿A qué venía... a estas horas? -preguntó disimulando sus temores.
-¿A qué? Cosas de política... Eso del obispo y el gobernador... lo de las votaciones que corre prisa... en fin... cosas de política.
La Regenta no insistió. Se retiró sin acercarse a su marido, que no la buscó tampoco para darle el beso en la frente con que solían despedirse todas las noches.
Respiró Quintanar cuando se vio solo. «Aquello había salido bien. No se había descubierto. Anita no había podido sospechar... Tenía la conciencia tranquila, señal de que había hecho bien por lo pronto».
Pidió el té que era su cena los días de caza y de comida de fiambre; dio orden a los criados de acostarse, y a las once y media, de puntillas y sin tropezar en nada, a pesar de ir a obscuras, bajó al parque en zapatillas, armado de escopeta. La había cargado con postas.
«¡Oh, sí! el Magistral le había sugerido, sin querer, una buena idea. ¿Qué no hubiera sangre, eh? Oh, lo que es como volviese aquella noche... ¡moría don Álvaro! Y que ardiera el mundo. Que se asustara Ana, que cayera redonda, que le prendieran a él... Cualquier cosa... pero como volviera, moría». Así como poco antes había sentido la conciencia tranquila al contener su cólera delante de Ana, ahora se sentía satisfecho ante su resolución de matar al ladrón de su honra si volvía.
La noche era obscura, el frío intenso. Don Víctor no tuvo más remedio que volver a su cuarto por la capa. Se exponía a hacer ruido, o que el otro tuviera tiempo de venir y escalar el balcón entre tanto... pero a cuerpo no se podía estar allí. Se quedaría helado. Fue, con la prisa que pudo, a buscar la capa, y bien embozado volvió a su puesto de centinela en el cenador, desde el cual veía el perfil de la tapia, destacándose borrosa en el cielo negro; y vería también el balcón del tocador si se abría para dar paso a don Álvaro.
Oyó las doce, la una, las dos...
no oyó las tres, porque debió de dormitar un poco, aunque
él se lo negaba a sí mismo... Y a las cuatro no pudo resistir ya
el frío y el sueño; y delirante, sin conciencia de sí
mismo ni del mundo ambiente, tropezando en todo, subió a su cuarto,
Aquella tarde no asistieron al Casino a la hora del café, como solían, ni Mesía, ni Ronzal, ni el capitán Bedoya ni el coronel Fulgosio.
Lo cual notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizo exclamar en son de misterio:
-Señores, cuando yo digo que hay gato...
-¿Qué gato? -preguntó don Frutos Redondo el americano.
Estaban, como siempre a tal hora, en la sala contigua al gabinete rojo, el del tresillo.
Todos los presentes rodearon a Foja que añadió:
-Noten ustedes que hoy no han venido ni Ronzal, ni el capitán ni el coronel. Ciertos son los toros. Cuando el río suena...
-Pero ¿qué suena? -preguntó Orgaz padre, que algo sabía.
Joaquinito, que se daba aires de saber muchas cosas, dijo:
-Nada, señores, yo digo a ustedes que no hay nada...
-Pues con permiso de usted yo sé que hay grandes novedades. Lo sé de buena tinta... Quintanar debe de haber mandado a estas horas sus padrinos a don Álvaro.
-¡Padrinos! ¿por qué? -preguntó Redondo.
-¡Bah! Está usted buen cazurro. Demasiado sabe usted por qué. La verdad es que aquello era un escándalo.
Joaquín Orgaz defendió a don Álvaro.
Pero Foja no atacaba a Mesía,
atacaba a don Víctor
-¿Pero qué sabe usted si consentía? No sabía nada. Y si ahora desafía al otro, será que descubrió algo...
-O que se ha cansado de aguantar...
-O no habrá tal desafío.
Toda la tarde se habló allí de lo mismo. Al obscurecer llegó Ronzal. Nadie se atrevió a interrogarle al principio. Foja se cansó de ser prudente y preguntó a Trabuco dándole un golpecito en el hombro:
-¿Es usted padrino?
-¿Padrino de qué? -dijo Ronzal con ceño adusto, aire misterioso, y como hombre prudentísimo que opone un muro de hielo a una indiscreción.
-Padrino del duelo a muerte entre Mesía y Quintanar...
-¿Pero a usted quién le ha dicho?... Palabra de... quiero decir... yo no sé... yo niego... Es usted un mentecato y un hablador insustancial ¿Cree usted que asuntos tan serios se vienen a tratar al café?
-¿Ven ustedes? Lo que yo decía -gritó Foja triunfante sin hacer caso de los insultos.
Ronzal negó, se obstinó en callar; pero se conocía que le costaba grandes esfuerzos.
Miró el reloj muchas veces y
preguntó a
-¿Sabe usted si don Pedro el picador tiene todavía sables de...?
Y lo demás lo dijo en voz baja.
Orgaz no sabía nada; Ronzal hizo un gesto de disgusto y salió del Casino, diciendo:
-Adiós, señores.
-¿Ven ustedes? Lo que yo decía. Duelo tenemos.
Aquellos señores se declararon en
sesión permanente. Los mozos encendieron el gas, y continuó el
tertulín de la tarde empalmándose con el de la noche. Algunos
fueron a cenar y volvieron. A las ocho en todo el Casino no se hablaba
más que del duelo. Los del billar dejaron los tacos para venir a la sala
de las mentiras a cazar noticias; hasta
Un desafío en Vetusta era un acontecimiento de los más extraordinarios. De tarde en tarde algunos señoritos se daban de bofetadas en el Espolón, en algún sitio público, pero no pasaba de ahí. Los insultos no tenían jamás consecuencias. Nunca había habido en Vetusta una sala de armas. Hacía años, un comandante retirado había querido ganarse la vida dando lecciones de sable: el Marquesito, Orgaz hijo y padre, Ronzal y otros varios comenzaron con gran afición a dejarse dar de palos, pero pronto se cansaron y el comandante tuvo que dedicarse a pedir un duro prestado a cualquiera.
No se recordaba en la población
más que dos desafíos en que se hubiera llegado
Nunca había querido decir lo que había pasado allí, pero era lo cierto que ni Mesía ni su adversario habían guardado cama un solo día después del duelo.
El otro desafío había sido
entre un jefe económico y un cajero por cuestiones de la caja. Sobre si
sacaste tú o saqué yo. Se habían batido a primera sangre.
El cajero había recibido un arañazo en el cuello, porque el
Se discutió mucho aquella noche,
para pasar el rato mientras llegaban noticias, sobre la legitimidad de esta
Orgaz padre, que era algo erudito, aunque de oficio escribano, aseguró que el duelo era resto de las ordalías.
Don Frutos dijo que sí sería, pero que ni ordalías ni san ordalías le hacían a él batirse. Él acudía al juez si le ofendían, y si no había modo, ventilaba la cuestión a palos. -Eso de que me mate un espadachín, que no ha tenido que trabajar para ganarse la comida, no lo consentirá el hijo de mi madre.
-Sin embargo -decía Orgaz padre- hay circunstancias... el honor... la sociedad... Ya ve usted, Fígaro condena el duelo, y confiesa que él se batiría llegado el caso.
-Es que yo no soy un mal barbero, señor mío -gritó don Frutos- tengo algo que perder.
Hubo que explicarle a don Frutos quién era Fígaro; pero aún después de enterado, Redondo, que sudaba ya de tanto discutir y gritar, vociferó diciendo, que de todas maneras, al que le desafiase, él le rompía el alma...
-Pues yo -dijo el ex-alcalde- a la justicia me atengo... una querella criminal, la ley está terminante...
-Pues yo -exclamó solemnemente
Orgaz padre, puesto en pie y con voz temblorosa- yo no hago nada de eso. Al que
me desafíe, si es un diestro, le obligo a aceptar un duelo en las
condiciones siguientes: (Atención general.) A dos pasos de distancia (se
coloca, midiendo dos pasos largos, enfrente de don Frutos que se
-¡Bravo, bravo! ¡eso, eso! -gritó gran parte del concurso, como si oyera aquello por primera vez.
Siempre que se hablaba de desafíos decían lo mismo que aquel día Foja, don Frutos, Orgaz y otros caballeros.
En vano esperaron los socios noticias. En toda la noche no parecieron por allí ni Ronzal, ni Fulgosio, ni Bedoya, que, según se decía, eran los padrinos, amén de Frígilis.
Era verdad. Por más que Crespo
encargó el secreto más absoluto a todas las personas que tuvieron
que intervenir en el triste negocio, no se sabe cómo, aunque se sospecha
que por culpa de Ronzal, pronto corrió por Vetusta el rumor de lo
cierto. Petra y Ronzal habían sido los indiscretos. Petra, por venganza,
por mala índole, había hablado, había dicho a alguna amiga
El Gobernador decía en su casa que no se le hablase de aquello, que su deber de autoridad estaba en abierta contradicción con su deber de caballero, que debía tener oídos de mercader, ojos de topo, y los tendría...
Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no se sabía nada.
-¿Era
Y entonces reventó Joaquinito Orgaz, que lo sabía todo por el Marquesito.
-No, no era broma; la cosa iba de veras. Duelo a muerte.
Pero los padrinos se habían portado mal, eran torpes, a pesar de las ínfulas del coronel Fulgosio que decía tener el código del honor en la punta de los dedos: no parecían armas, se había hablado del sable primero, pero no parecían sables de desafío; no había en Vetusta sables así, o no querían darlos los que los tenían. Se había recurrido a la pistola... y tampoco parecían pistolas a propósito. «Yo creo -añadía Joaquinito, y Paco cree lo mismo, que esto es inverosímil y que Frígilis quiere dar largas al asunto a ver si convence a Mesía y lo hace marcharse de Vetusta».
-¡Qué indignidad! -gritó Foja.
-Pues ésa había sido la
primera solución. La misma noche del día en que, al parecer (esto
se cuenta por lo menos) don Víctor descubrió su deshonra,
Frígilis fue a ver a Mesía y le suplicó que saliera del
pueblo cuanto antes. Mesía se lo contó
-Bueno, ¿y qué más?
-Nada, que Mesía, como era
natural, se opuso; dijo que Quintanar y todo Vetusta podían atribuir a
miedo su ausencia. -Pero Frígilis, que tiene cierta influencia sobre don
Álvaro, le obligó a darle palabra de honor de que al día
siguiente tomaría el tren de Madrid. Parece ser que Quintanar tuvo en
sus manos la vida de Álvaro; que pudo matarle de un tiro y no le
mató. Y Frígilis invocaba esto y los derechos del marido
ultrajado para obligar a Mesía a huir. «Eso no es cobardía
-dice que
-¿Eso dijo Crespo?
-Eso.
-¡Miren Frígilis!
-Tiene mucha confianza con Álvaro, que le respeta mucho.
-Bueno, ¿y qué más?
-Nada, que Álvaro dio palabra. Pero al día siguiente, ayer por la mañana, cuando estaba ya nuestro don Juan haciendo el equipaje para largarse, se le presentaron Frígilis y Ronzal en son de desafío. Parece ser que muy temprano don Víctor llamó a Frígilis y le obligó a buscar a Trabuco para ir juntos a desafiar al burlador; Frígilis no tuvo más remedio que obedecer, porque al saber Quintanar que el otro pensaba escapar, amenazó con seguirle al fin del mundo y llamarle cobarde en los periódicos, en la calle... Estaba furioso.
-¡Claro, las comedias!
-Ello es, que Frígilis tuvo que devolver a Álvaro la promesa de huir y mandarle buscar padrinos.
-¿Y Mesía?
-Es claro; dejó el viaje y buscó padrinos; querían que yo fuese uno (mentira) pero después... como yo soy muy amigo de ambos... en fin, se buscó otros... y no parecían... Sólo Fulgosio, que siempre se presta a tales enredos... y Bedoya, que al fin es militar...
En general, Joaquinito estaba bien enterado. Mesía se lo había dicho todo al Marquesito que había ido a verle a la fonda.
Lo que no le había dicho era que
él tenía mucho miedo; que así como se alegraba de ver
rotas aquellas
La proposición primera de Frígilis la aceptó inmediatamente.
«¡Era natural! debía huir, ¿con qué derecho iba él a procurar la muerte del hombre que le había perdonado la vida aquella mañana y a quien él había robado la honra? Huiría; al día siguiente, sin falta tomaría el tren».
Ya lo esperaba Frígilis, que sabía a qué atenerse respecto del valor de Álvaro.
Como que había sido testigo de
aquel duelo misterioso, a que aludían los socios del Casino. Don
Álvaro, por culpa de una mujer, había sido retado a singular
combate por un forastero; todos los padrinos eran de la guarnición menos
Frígilis, único vetustense que presenció el lance. El
duelo era a sable, en el Montico, en una arboleda, de tarde, cerca del
obscurecer. Mesía y su adversario estaban en mangas de camisa (se
acordaba Frígilis como si hubiese sido el día anterior), estaban
en mangas de camisa, sable en mano... ambos pálidos y temblando de
frío y de miedo. El cielo encapotado amenazaba desplomarse en torrentes
de lluvia. Los dos
Recordando todo esto, Frígilis trató como un zapato a Mesía aquella noche memorable en que le intimó la huida. Pero -decía bien Joaquín Orgaz- al día siguiente tuvo que devolver su palabra a don Álvaro. Ya no debía huir. Quintanar se empeñaba en batirse; era aragonés y no cejaría.
«No sé quién me le ha cambiado. Anoche parecía resuelto o poco menos a una solución pacífica, se contentaba con que usted desapareciera; y hoy, cuando fui a verle me encontré al señor de Ronzal, que está presente, al lado del lecho de mi amigo».
Ronzal saludó.
Mesía se había puesto muy pálido. Estaba metiendo ropa blanca en un mundo y suspendió la tarea.
-De modo que...
-Que tiene usted que buscar padrinos.
A Frígilis le había disgustado que don Víctor, sin consultar con él, hubiese llamado a Ronzal. Quintanar creía en la energía del diputado por Pernueces y sabía que no estimaba a don Álvaro. Según el ex-magistrado, era un buen padrino. Error, según Frígilis.
Lo peor fue que no hubo modo de disuadir a Quintanar.
«¡Ni un día se ha de aplazar esto! Ya que mi deshonra es pública, que la reparación lo sea, y además terrible y rápida».
«Pero si tienes fiebre, si estás malo...».
«No importa. Mejor. Si ustedes no van a desafiar a ese hombre, me levanto y busco yo mismo otros padrinos».
No hubo más remedio.
Mesía, a regañadientes, y ocultando el pavor como podía, buscó sus dos padrinos.
Se convino que el duelo fuese a sable. Pero no parecían sables útiles. Además, surgieron dificultades sobre ciertos pormenores. Y así pasó un día.
Al siguiente por la mañana se acordó que se batieran a pistola.
Don Víctor formó entonces su plan. Se alegró de que fuese el duelo a pistola.
Pero tampoco parecían pistolas de desafío.
Y pasó otro día.
Don Víctor se levantó al siguiente después de pasar setenta horas en la cama, con fiebre un día entero, impaciente a ratos, angustiado otros, y siempre disimulando en presencia de Ana, que le cuidaba solícita.
Durante aquellas largas horas de cama,
con la debilidad que sucedió a la calentura vinieron accesos de
melancolía, y meditaciones filosófico-religiosas. Don
Víctor sintió que el ánimo aflojaba, no por amor a la vida
propia, que no creía en gran
Sin que Ana sospechase nada, porque Mesía había cumplido su palabra, dada a Frígilis, de despedirse por escrito para un viaje electoral, urgentísimo y breve; sin que Ana sospechase por lo menos que se trataba de la vida o la muerte de su esposo y de su amante, salió de casa don Víctor por la puerta del parque acompañado de Frígilis, a la hora en que solían ir de caza.
En la calleja de Traslacerca les esperaba Ronzal. La mañana estaba fría y la helada sobre la hierba imitaba una somera nevada.
En la carretera de Santianes les esperaba un coche; dentro de él estaba Benítez, el médico de Ana. Al verle don Víctor palideció, pero en nada más se pudo notar su emoción.
Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje, a las tapias del Vivero. Se apearon, y rodeando la quinta del Marqués, entraron en el bosque de robles donde meses antes don Víctor había buscado a su mujer ayudado del Magistral. «¡Cuántas cosas se explicaba ahora que no había comprendido entonces!». No importaba; la verdad era que del furor que en su corazón había hecho estragos después de la visita nocturna de don Fermín, ya no quedaban más que restos apagados: ya no aborrecía a don Álvaro, ya no se figuraba imposible la vida mientras no muriese aquel hombre: la filosofía y la religión triunfaban en el ánimo de don Víctor. Estaba decidido a no matar.
Llegaron a lo más alto del
bosque; allí había una meseta, y en un claro sitio suficiente
para medir más de treinta pasos. Las últimas condiciones del
duelo eran estas: veinticinco pasos, pudiendo avanzar cinco cada cual.
Valía apuntar en los intervalos de las palmadas que habían de ser
muy breves. Lo cierto era que Fulgosio, el coronel, nunca había
presenciado un duelo a pistola, aunque él aseguraba haber asistido a
muchos, y Ronzal y Bedoya en su vida habían intervenido en semejantes
negocios. Frígilis sólo había visto el duelo frustrado de
Mesía. Aquellas condiciones las había copiado el coronel de una
novela francesa que le había prestado Bedoya. Lo único original
allí era que Fulgosio
Bedoya pensó que don Víctor era buen tirador, pero no se atrevió a presentar objeciones a su colega. La parte contraria tampoco tuvo nada que decir.
Cuando llegaron a la meseta,
A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono!... como Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de tristeza; «¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a disparar sobre aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diez años antes la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estas horas tranquilo en el Tribunal Supremo o en La Almunia de don Godino!... Todo aquello de matarse era absurdo... Pero no había remedio. La prueba era que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano...».
Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, la de que Mesía tuviera valor para disparar y, por casualidad también, herir a Víctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar al dejarle en su puesto de honor.
Y se separaron testigos y médicos
a buena distancia, porque todos temían una
Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta idea aumentó su pavor; recordó que aquella piedad sólo le acudía en las enfermedades graves, en la soledad de su lecho de solterón...
Frígilis estaba asustado del valor de aquel hombre.
Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí.
Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin ver nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y en seguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón ajustado del petimetre.
Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robusto, la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación despertó con ímpetu. «Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar iba a matarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!».
Mesía avanzó cinco pasos y
apuntó. En aquel instante se sintió tan bravo como cualquiera.
¡Era la corazonada! El pulso estaba firme; creía tener la cabeza
de don Víctor apoyada en la boca de su pistola; suavemente
oprimió el gatillo frío y... creyó que se le había
escapado el tiro. «No, no había sido él quien había
disparado, había sido la
Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la hierba cubierta de escarcha, y mordía la tierra.
La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaba llena.
Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nueva del Vivero, adonde se trasladó, como se pudo, el cuerpo inerte del digno magistrado. Yacía don Víctor en la misma cama donde meses antes había dormido con el dulce sueño de los niños.
Alrededor del lecho estaban los dos médicos, Frígilis que tenía lágrimas heladas en los ojos, Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosio lleno de remordimientos. Bedoya había acompañado a Mesía, que pocas horas después tomaba el tren de Madrid, tres días más tarde de lo que Frígilis había pensado.
Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado y triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribundo. Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo.
-¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor?...
Frígilis miró a Pepe como si no le conociera; y como hablando consigo mismo dijo:
-La vejiga llena... La peritonitis de... no sé quién... Eso dicen ellos.
-¿La qué, señor?
-Nada... ¡que se muere de fijo!
Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a obscuras para llorar a solas.
Poco después Pepe vio salir al coronel Fulgosio y detrás a Somoza el médico.
-¿Y trasladarle a Vetusta?... -decía el militar.
-¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde de fijo.
Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a sus enfermos.
Esta vez se equivocó dándole a don Víctor más tiempo de vida del que le otorgó la bala de don Álvaro.
Murió Quintanar a las once de la mañana.
El mes de Mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta. ¡Cosa rara!
Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo y en Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudo salir del arca, y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después de dos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul, respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de belloritas que parecen chispas del sol!
Toda Vetusta paseaba.
Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera el pie en la calle.
-Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que ha dicho Benítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nervios no se callarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver el sol... vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable... tenga usted caridad... consigo misma. Saldremos muy temprano al amanecer si usted quiere; ¡está el paseo grande tan hermoso a tales horas! O si no al obscurecer, a tomar el fresco, por una carretera... Por Dios, hija, va usted a enfermar otra vez.
-No, no salgo... -y Ana movía la cabeza como los ciegos-. Por Dios, don Tomás, no me atormenten, no me atormenten con ese empeño... Ya saldré más adelante... no sé cuándo. Ahora me horroriza la idea de la calle... ¡Oh, no, por Dios... no! por Dios me dejen.
Y juntaba las manos y se exaltaba; y Frígilis tenía que callar.
Ocho días había estado Ana entre la vida y la muerte, un mes entero en el lecho sin salir del peligro, dos meses convaleciente, padeciendo ataques nerviosos de formas extrañas, que a ella misma le parecían enfermedades nuevas cada vez.
Frígilis había dicho a la
Regenta que Quintanar estaba
-«No podía ser, no había tren hasta el día siguiente...».
-«Pues un coche, un coche... Se me engaña; si eso fuera cierto, usted estaría al lado de Víctor...».
Frígilis explicó su presencia lo menos mal que pudo.
Las mentiras piadosas fueron inútiles; Ana se dispuso a salir sola, a correr en busca de su Víctor... Hubo que decirle una verdad; la muerte de su esposo. Quiso verle muerto, pero no pudo moverse; cayó sin sentido y despertó en el lecho. Dos días creyó Frígilis tenerla engañada, atribuyendo la desgracia a un accidente de la caza. Pero Ana creía la verdad, no lo que le decían; la ausencia de Mesía y la muerte de Víctor se lo explicaron todo.
Y una tarde, a los tres días de la catástrofe, en ausencia de Frígilis, Anselmo entregó a su ama una carta en que don Álvaro explicaba desde Madrid su desaparición y su silencio.
Cuando Crespo, al obscurecer, entró en la alcoba de Ana, la llamó en vano dos, tres veces... Pidió luz asustado y vio a su amiga como muerta, supina, y sobre el embozo de la cama el pliego perfumado de Mesía.
Y poco después, mientras Benítez traía a la vida con antiespasmódicos a la Regenta y recetaba nuevas medicinas para combatir peligros nuevos, complicaciones del sistema nervioso, Frígilis en el tocador leía la carta del que siempre llamaba ya para sus adentros cobarde asesino; y después de leer el papel asqueroso, lo arrugaba entre sus puños de labrador y decía con voz ronca:
-¡Idiota! ¡infame! ¡grosero! ¡idiota!
Don Álvaro en aquel papel que
olía a mujerzuela, hablaba con frases románticas e incorrectas de
su crimen, de la muerte de Quintanar, de la
-¡Porque tuviste miedo a la justicia, y a mí también, cobarde! -se dijo Frígilis.
«Había huido porque el
remordimiento le arrastró lejos de
Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta, que había caído sobre la almohada como muerta en cuanto vio en aquellos renglones fangosos la confirmación terminante de sus sospechas, no pudo por entonces pensar en la pequeñez de aquel espíritu miserable que albergaba el cuerpo gallardo que ella había creído amar de veras, del que sus sentidos habían estado realmente enamorados a su modo. No, en esto no pensó la Regenta hasta mucho más tarde.
En el delirio de la enfermedad grave y larga que Benítez combatió desesperado, lo que atormentaba el cerebro de Ana era el remordimiento mezclado con los disparates plásticos de la fiebre.
Otra vez tuvo miedo a morir, otra vez tuvo el pánico de la locura, la horrorosa aprensión de perder el juicio y conocerlo ella; y otra vez este terror superior a todo espanto, la hizo procurar el reposo y seguir las prescripciones de aquel médico frío, siempre fiel, siempre atento, siempre inteligente.
Días enteros estuvo sin pensar en su adulterio ni en Quintanar; pero esto fue al principio de la mejoría; cuando el cuerpo débil volvió a sentir el amor de la vida, a la que se agarraba como un náufrago cansado de luchar con el oleaje de la muerte obscura y amarga.
Con el alimento y la nueva fuerza reapareció el fantasma del crimen. ¡Oh, qué evidente era el mal! Ella estaba condenada. Esto era claro como la luz. Pero a ratos, meditando, pensando en su delito, en su doble delito, en la muerte de Quintanar sobre todo, al remordimiento, que era una cosa sólida en la conciencia, un mal palpable, una desesperación definida, evidente, se mezclaba, como una niebla que pasa delante de un cuerpo, un vago terror más temible que el infierno, el terror de la locura, la aprensión de perder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro su crimen; no sabía quién, discutía dentro de ella, inventaba sofismas sin contestación, que no aliviaban el dolor del remordimiento, pero hacían dudar de todo, de que hubiera justicia, crímenes, piedad, Dios, lógica, alma... Ana. «No, no hay nada, decía aquel tormento del cerebro; no hay más que un juego de dolores, un choque de contrasentidos que pueden hacer que padezcas infinitamente; no hay razón para que tenga límites esta tortura del espíritu, que duda de todo, de sí mismo también, pero no del dolor que es lo único que llega al que dentro de ti siente, que no se sabe cómo es ni lo que es, pero que padece, pues padeces».
Estas logomaquias de la voz interior, para la enferma eran claras, porque no hablaba así en sus adentros sino en vista de lo que experimentaba; todo esto lo pensaba porque lo observaba dentro de sí: llegaba a no creer más que en su dolor.
Y era como un consuelo, como respirar
aire puro,
Y este mismo placer, esta complacencia egoísta, que ella no podía evitar, que la sentía aun repugnándole sentirla, era nuevo remordimiento.
Se sorprendía sintiendo un
bienestar confuso cuando funcionaba en ella la lógica regularmente y
creía en las leyes morales y se veía criminal, claramente
criminal, según principios que su razón acataba. Esto era
horrible, pero al fin era vivir en tierra firme, no sobre la masa enferma
movediza de disparates del capricho intelectual, no en una especie de
Ana explicó todo esto a Benítez como pudo, eludiendo el referirse a sus remordimientos.
Pero él comprendió lo que decía y lo que callaba y declaró que el principal deber por entonces era librarse del peligro de la muerte.
-¿Quiere usted un suicidio?
-¡Oh, no, eso no!
-Pues si no hemos de suicidarnos,
tenemos que cuidar el cuerpo, y la salud del cuerpo exige otra vez... todo lo
contrario de lo que usted hace. Usted señora cree que es deber suyo
atormentarse recordando, amando lo que fue... y aborreciendo lo que no
debió haber sido... Todo esto sería muy bueno si usted tuviera
fuerzas para soportar ese teje maneje del pensamiento. No las tiene usted.
Olvido, paz, silencio interior, conversación
Y Frígilis hablaba en el mismo sentido.
Y nadie más hablaba, porque Anselmo apenas sabía hablar, Servanda iba y venía como una estatua de movimiento... y los demás vetustenses no entraban en el caserón de los Ozores después de la muerte de don Víctor.
No entraban. Vetusta la noble estaba
escandalizada, horrorizada. Unos a otros, con cara de hipócrita
compunción, se ocultaban los buenos vetustenses el íntimo placer
que les causaba
Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta, y hasta la envidiaban y despellejaban muchos hombres con alma como la de aquellas mujeres. Glocester en el cabildo, don Custodio a su lado, hablaban de escándalo, de hipocresía, de perversión, de extravíos babilónicos; y en el Casino, Ronzal. Foja, los Orgaz echaban lodo con las dos manos sobre la honra difunta de aquella pobre viuda encerrada entre cuatro paredes.
Obdulia Fandiño, pocas horas después de saberse en el pueblo la catástrofe, había salido a la calle con su sombrero más grande y su vestido más apretado a las piernas y sus faldas más crujientes, a tomar el aire de la maledicencia, a olfatear el escándalo, a saborear el dejo del crimen que pasaba de boca en boca como una golosina que lamían todos, disimulando el placer de aquella dulzura pegajosa.
«¿Ven ustedes? decían las miradas triunfantes de la Fandiño. Todas somos iguales».
Y sus labios decían:
-¡Pobre Ana! ¡Perdida sin remedio! ¿Con qué cara se ha de presentar en público? ¡Como era tan romántica! Hasta una cosa... como esa, tuvo que salirle a ella así... a cañonazos, para que se enterase todo el mundo.
-¿Se acuerdan ustedes del paseo de Viernes Santo? -preguntaba el barón.
-Sí, comparen ustedes... ¡Quién lo diría!...
-Yo lo diría -exclamaba la
Marquesa-. A mí ya me dio mala espina aquella desfachatez... aquello de
ir enseñando los pies descalzos...
-Sí,
-¡Y sobre todo el escándalo! -añadía doña Rufina indignada, después de una pausa.
-¡El escándalo! -repetía el coro.
-¡La imprudencia, la torpeza!
-¡Eso! ¡Eso!
-¡Pobre don Víctor!
-Sí, pobre, y Dios le haya perdonado... pero él, merecido se lo tenía.
-Merecidísimo.
-Miren ustedes que aquella amistad tan íntima...
-Era escandalosa.
-Aquello era...
-¡Nauseabundo!
Esto lo dijo el Marqués de Vegallana, que tenía en la aldea todos sus hijos ilegítimos.
Obdulia asistía a tales conversaciones como a un triunfo de su fama. Ella no había dado nunca escándalos por el estilo. Toda Vetusta sabía quién era Obdulia... pero ella no había dado ningún escándalo.
Sí, sí, el
escándalo era lo peor, aquel duelo funesto también era una
complicación. Mesía había huido y vivía en
Madrid... Ya se hablaba de sus amores
Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía.
La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario fue esta:
-¡Es necesario aislarla... Nada,
nada de trato con la
El honor de haber resucitado esta frase perteneció a la baronesa de la Barcaza.
Si Ripamilán hubiera podido salir
de su casa, no hubiera respetado aquel acuerdo cruel del
Acabó su peregrinación en la tierra cantando y recitando versos de Villegas.
La Regenta no tuvo que cerrar la puerta
del caserón a nadie, como se había prometido, por que nadie vino
a verla, se supo que estaba muy mala, y los más caritativos se
contentaron con preguntar a los criados y a Benítez cómo iba la
enferma, a quien solían llamar
Ana prefería aquella soledad; ella la hubiera exigido si no se hubiera adelantado Vetusta a sus deseos. Pero cuando, ya convaleciente, volvió a pensar en el mundo que la rodeaba, en los años futuros, sintió el hielo ambiente y saboreó la amargura de aquella maldad universal. «¡Todos la abandonaban! Lo merecía, pero... de todas maneras ¡qué malvados eran todos aquellos vetustenses que ella había despreciado siempre, hasta cuando la adulaban y mimaban!».
La viuda de Quintanar resolvió
seguir hasta donde
En cuanto se lo permitió la fortaleza del cuerpo redivivo trabajó en obras de aguja, y se empeñó, con voluntad de hierro, en encontrarle gracia al punto de crochet y al de media.
Aborrecía los libros, fuesen los que fuesen; todo raciocinio la llevaba a pensar en sus desgracias; el caso era no discurrir. Y a ratos lo conseguía. Entonces se le figuraba que lo mejor de su alma se dormía, mientras quedaba en ella despierto el espíritu suficiente para ser tan mujer como tantas otras.
Llegó a explicarse aquellas tardes eternas que pasaba Anselmo en el patio, sentado en cuclillas y acariciando al gato. Callar, vivir, sin hacer más que sentirse bien y dejar pasar las horas, esto era algo, tal vez lo mejor. Por allí debía de irse a la muerte... Y Ana iba sin miedo. El morir no la asustaba, lo que quería era morir sin desvanecerse en aquellas locuras de la debilidad de su cerebro...
Cuando Benítez la sorprendía en estas horas de calma triste y muda, le preguntaba Ana con una sonrisa de moribunda:
-¿Está usted contento?
Y con otra sonrisa fría, triste, contestaba el médico:
-Bien, Ana, bien... Me agrada que sea usted obediente...
Pero cuando se quedaban solos Benítez y Crespo, el doctor decía:
-No me gusta Ana...
-Pues yo la veo muy tranquila a ratos...
-Sí, pues por eso... no me gusta. Hay que obligarla a distraerse.
Y Frígilis se propuso conseguir que se distrajera.
Y por eso la rogaba que saliese con él a paseo cuando llegó aquel Mayo risueño, seco, templado, sin nubes, pocas veces gozado en Vetusta.
Pero como no consiguió nada, como Anita le pedía con las manos en cruz que la dejasen en paz, tranquila en su caserón, Crespo resolvió divertir a su pobre amiga en su misma casa.
«¡Si él pudiera hacer que se aficionara a los árboles y a las flores!».
Por ensayar nada se perdía. Ensayó.
Ana, por complacerle, le escuchaba con los ojos fijos en él, sonriente, y bajaba al parque cuando se trataba de lecciones prácticas. Frígilis llegó a entusiasmarse, y una tarde contó la historia de su gran triunfo, la aclimatación del Eucaliptus globulus en la región vetustense.
Durante la enfermedad de su amiga, don Tomás Crespo, desconfiando del celo de Anselmo y de Servanda, y sin pedir permiso a nadie, se instaló en el caserón de los Ozores. Trasladó su lecho de la posada en que vivía desde el año sesenta, a los bajos del caserón. El tocador y la alcoba de Ana estaban encima del cuarto que escogió Frígilis. Allí, con el menor aparato posible, sin molestar a nadie se instaló para velar a la Regenta y acudir al menor peligro.
Comía y cenaba en la posada, pero dormía en el caserón.
Esto no lo supo Anita hasta que, ya
convaleciente, se quejó un día de aquella soledad. Confesó
que de noche tenía a veces miedo. Y poniéndose como un tomate
Desde que esto supo Ana se creyó menos sola en sus noches tristes. Roto el secreto, Frígilis tosía fuerte abajo a propósito, para que le oyera Ana, como diciendo: «No temas, estoy yo aquí».
Pero como la malicia lo sabe todo, también supo esto Vetusta. Se dijo que Frígilis se había metido a vivir de pupilo en casa de la Regenta, en el caserón nobilísimo de los Ozores.
Y decían unos:
-Será una obra de caridad. La pobre estará mal de recursos y con la ayuda de Frígilis... podrá ir tirando.
Y el
-Ella rentas no las tiene.
-Las de su marido, las de don Víctor allá en Aragón no le pertenecen.
-La viudedad no la habrá pedido...
-¡Sería ignominioso!...
-¡Ya lo creo! ¡Reclamar la viudedad... ella... causa de la muerte del digno magistrado!
-Sería indigno.
-Indigno.
-Y ya no está bien que viva en el caserón de los Ozores.
-Claro, porque aunque se lo regaló su esposo, según dicen, él fue quien se lo compró a las tías de Ana, y no con bienes gananciales, sino vendiendo tierras en la Almunia.
-Sea como sea, ella no debía vivir en esa casa.
-De modo que no se sabe de qué vive.
-Vivirá de eso. De mantener en su casa a Frígilis, que pagará bien.
-Eso sí, porque él es un chiflado, que no tiene escrúpulos... pero es bueno.
-Bueno... relativamente -decía el Marqués que con la gota que le empezaba a molestar iba echando una moralidad severa y un humor negro como un carbón.
Y recordando aquel gerundio que tanto efecto había hecho en otra ocasión, resumía diciendo:
-De todas maneras, eso de vivir bajo el mismo techo que cobija a la viuda infiel de su mejor amigo es... ¡es nauseabundo!
Y nadie se atrevía a negarlo.
Todos aquellos escrúpulos que tenía la tertulia de los Vegallana, habían atormentado también a la Regenta. En cuanto se sintió bastante fuerte para salir a la huerta, se atrevió a decir a Frígilis lo que la atormentaba tiempo atrás.
-Yo... quisiera salir de esta casa... Esta casa... en rigor... no es mía... Es de los herederos de Víctor, de su hermana doña Paquita, que tiene hijos... y...
Frígilis se puso furioso. ¡Cómo se entiende! Todo lo había arreglado él ya. Había escrito a Zaragoza y la doña Paquita se había contentado con lo de la Almunia. «Bastante era. El caserón era de Ana legalmente y moralmente».
Ana cedió porque no tenía ya energía para contrariar una voluntad fuerte.
Con más ahínco se negó a firmar los documentos que Frígilis le presentó, cuando se propuso pedir la viudedad que correspondía a la Regenta.
-¡Eso no, eso no, don Tomás; primero morir de hambre!
Y en efecto, sí, el hambre, una pobreza triste y molesta amenazaba a la viuda si no solicitaba sus derechos pasivos.
Ana dijo que prefería reclamar la orfandad que le pertenecía como hija de militar.
-Échele usted un galgo... Si eso no valdrá nada... Y no sé si podríamos...
Y Frígilis, no sin ponerse colorado al hacerlo, falsificó la firma de Ana, y después de algunos meses le presentó la primera paga de viuda.
Y era tal la necesidad; tan imposible que por otro camino tuviera ella lo suficiente para vivir, que la Regenta, después de llorar y rehusar cien veces, aceptó el dinero triste de la viudez y en adelante firmó ella los documentos.
Benítez y Frígilis veían en esto síntomas tristes. «Aquella voluntad se moría, pensaba Crespo; en otro tiempo Ana hubiera preferido pedir limosna... Ahora cede... por no luchar».
Y se le caían las lágrimas.
«Si yo fuera rico... pero es uno tan pobre...».
«Y, añadía, por supuesto, cobrar esos cuatro cuartos no es vergonzoso... a ella se lo parece... pero no lo es... Ese dinero es suyo».
Así vivía Ana.
Benítez desde que desapareció el peligro inminente, visitó menos a la viuda.
Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez tenían cariño al ama, pero eran incapaces de mostrarlo. Obedecían y servían como sombras. Le hacía más compañía el gato que ellos.
Frígilis era el amigo constante, el compañero de sus tristezas.
Hablaba poco.
Pero a ella la consolaba el pensar: «está Crespo ahí».
Paso a paso volvía la salud a enseñorearse del cuerpo siempre hermoso de Ana Ozores.
Y con algo de remordimiento de conciencia, sentía de nuevo apego a la vida, deseo de actividad. Llegó un día en que ya no le bastó vegetar al lado de Frígilis, viéndole sembrar y plantar en la huerta y oyendo sus apologías del Eucaliptus.
Se había prometido no salir de casa, y la casa empezaba a parecerle una cárcel demasiado estrecha.
Una mañana despertó
pensando que aquel año
Y también iría a confesar.
Sin tener fe ni dejar de tenerla,
acostumbrada ya a no pensar en aquellas
Ahora nada; huir del dolor y del
pensamiento. Pero aquella piedad mecánica, aquel rezar y oír misa
como las demás le parecía bien, le parecía la
religión compatible
Llegó Octubre, y una tarde en que soplaba el viento Sur perezoso y caliente, Ana salió del caserón de los Ozores y con el velo tupido sobre el rostro, toda de negro, entró en la catedral solitaria y silenciosa. Ya había terminado el coro.
Algunos canónigos y beneficiados ocupaban sus respectivos confesonarios esparcidos por las capillas laterales y en los intercolumnios del ábside, en el trasaltar.
¡Cuánto tiempo hacía que ella no entraba allí!
Como quien vuelve a la patria, Ana sintió lágrimas de ternura en los ojos. ¡Pero qué triste era lo que la decía el templo hablando con bóvedas, pilares, cristalerías, naves, capillas... hablando con todo lo que contenía a los recuerdos de la Regenta!...
Aquel olor singular de la catedral, que no se parecía a ningún otro, olor fresco y de una voluptuosidad íntima, le llegaba al alma, le parecía música sorda que penetraba en el corazón sin pasar por los oídos.
«¡Ay si renaciera la fe! ¡Si ella pudiese llorar como una Magdalena a los pies de Jesús!».
Y por la vez primera, después de tanto tiempo, sintió dentro de la cabeza aquel estallido que le parecía siempre voz sobrenatural, sintió en sus entrañas aquella ascensión de la ternura que subía hasta la garganta y producía un amago de estrangulación deliciosa... Salieron lágrimas a los ojos, y sin pensar más, Ana entró en la capilla obscura donde tantas veces el Magistral le había hablado del cielo y del amor de las almas.
«¿Quién la
había traído allí? No lo sabía. Iba a confesar
«Volver a aquella amistad ¿era un sueño? El impulso que la había arrojado dentro de la capilla ¿era voz de lo alto o capricho del histerismo, de aquella maldita enfermedad que a veces era lo más íntimo de su deseo y de su pensamiento, ella misma?». Ana pidió de todo corazón a Dios, a quien claramente creía ver en tal instante, le pidió que fuera voz Suya aquella, que el Magistral fuera el hermano del alma en quien tanto tiempo había creído y no el solicitante lascivo que le había pintado Mesía el infame. Ana oró, con fervor, como en los días de su piedad exaltada; creyó posible volver a la fe y al amor de Dios y de la vida, salir del limbo de aquella somnolencia espiritual que era peor que el infierno; creyó salvarse cogida a aquella tabla de aquel cajón sagrado que tantos sueños y dolores suyos sabía...
La escasa claridad que llegaba de la nave y los destellos amarillentos y misteriosos de la lámpara de la capilla se mezclaban en el rostro anémico de aquel Jesús del altar, siempre triste y pálido, que tenía concentrada la vida de estatua en los ojos de cristal que reflejaban una idea inmóvil, eterna... Cuatro o cinco bultos negros llenaban la capilla. En el confesonario sonaba el cuchicheo de una beata como rumor de moscas en verano vagando por el aire.
El Magistral estaba en su sitio.
Al entrar la Regenta en la capilla, la reconoció a pesar del manto. Oía distraído la cháchara de la penitente; miraba a la verja de la entrada, y de pronto aquel perfil conocido y amado, se había presentado como en un sueño. El talle, el contorno de toda la figura, la genuflexión ante el altar, otras señales que sólo él recordaba y reconocía, le gritaron como una explosión en el cerebro:
-¡Es Ana!
La beata de la celosía continuaba el rum rum de sus pecados. El Magistral no la oía, oía los rugidos de su pasión que vociferaban dentro.
Cuando calló la beata volvió a la realidad el clérigo, y como una máquina de echar bendiciones desató las culpas de la devota, y con la misma mano hizo señas a otra para que se acercase a la celosía vacante.
Ana había resuelto acercarse también, levantar el velo ante la red de tablillas oblicuas, y a través de aquellos agujeros pedir el perdón de Dios y el del hermano del alma, y si el perdón no era posible, pedir la penitencia sin el perdón, pedir a fe perdida o adormecida o quebrantada, no sabía qué, pedir la fe aunque fuera con el terror del infierno... Quería llorar allí, donde había llorado tantas veces, unas con amargura, otras sonriendo de placer entre las lágrimas; quería encontrar al Magistral de aquellos días en que ella le juzgaba emisario de Dios, quería fe, quería caridad... y después el castigo de sus pecados, si más castigo merecía que aquella obscuridad y aquel sopor del alma...
El confesonario crujía de cuando en cuando, como si le rechinaran los huesos.
El Magistral dio otra absolución
y llamó con la mano
Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche.
Ana esperaba sin aliento, resucita a acudir, la seña que la llamase a la celosía...
Pero el confesonario callaba. La mano no aparecía, ya no crujía la madera.
Jesús de talla, con los labios pálidos entreabiertos y la mirada de cristal fija, parecía dominado por el espanto, como si esperase una escena trágica inminente.
Ana, ante aquel silencio, sintió un terror extraño...
Pasaban segundos, algunos minutos muy largos, y la mano no llamaba...
La Regenta, que estaba de rodillas, se puso en pie con un valor nervioso que en las grandes crisis le acudía... y se atrevió a dar un paso hacia el confesonario.
Entonces crujió con fuerza el cajón sombrío, y brotó de su centro una figura negra, larga. Ana vio a la luz de la lámpara un rostro pálido, unos ojos que pinchaban como fuego, fijos, atónitos como los del Jesús del altar...
El Magistral extendió un brazo, dio un paso de asesino hacia la Regenta, que horrorizada retrocedió hasta tropezar con la tarima. Ana quiso gritar, pedir socorro y no pudo. Cayó sentada en la madera, abierta la boca, los ojos espantados, las manos extendidas hacia el enemigo, que el terror le decía que iba a asesinarla.
El Magistral se detuvo, cruzó los
brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería.
Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia
Ana... dio
Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido.
La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas.
Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.
Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.
Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces...
Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.
Abrió, entró y
reconoció a
Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios.
Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.
Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.