Su único hijo
por Clarín
(Leopoldo Alas)
Madrid
Librería de Fernando Fé
Carrera de San Jerónimo, 2
1890
-I-
Emma Valcárcel fue una hija única mimada.
A los quince años se enamoró del escribiente
de su padre, abogado. El escribiente, llamado Bonifacio Reyes,
pertenecía a una honrada familia, distinguida un siglo
atrás, pero, hacía dos o tres generaciones,
pobre y desgraciada. Bonifacio era un hombre pacífico,
suave, moroso, muy sentimental, muy tierno de corazón,
maniático de la música y de las historias maravillosas,
buen parroquiano del gabinete de lectura de alquiler que
había en el pueblo. Era guapo a lo romántico,
de estatura regular, rostro ovalado pálido, de hermosa
cabellera castaña, fina y con bucles, pie pequeño,
buena pierna, esbelto, delgado, y vestía
bien, sin
afectación, su ropa humilde, no del todo mal cortada.
No servía para ninguna clase de trabajo serio y constante;
tenía preciosa letra, muy delicada en los perfiles,
pero tardaba mucho en llenar una hoja de papel, y su ortografía
era extremadamente caprichosa y fantástica; es decir,
no era ortografía. Escribía con mayúscula
las palabras a que él daba mucha importancia, como
eran: amor, caridad, dulzura, perdón, época,
otoño, erudito, suave, música, novia, apetito
y otras varias. El mismo día en que al padre de Emma,
don Diego Valcárcel, de noble linaje y abogado famoso,
se le ocurrió despedir al pobre Reyes, porque «en
suma no sabía escribir y le ponía en ridículo
ante el Juzgado y la Audiencia», se le ocurrió a la
niña escapar de casa con su novio. En vano Bonifacio,
que se había dejado querer, no quiso dejarse robar;
Emma le arrastró a la fuerza, a la fuerza del amor,
y la Guardia civil, que empezaba a ser benemérita,
sorprendió a los fugitivos en su primera etapa. Emma
fue encerrada en un convento y el escribiente desapareció
del pueblo, que era una melancólica y aburrida capital
de tercer orden, sin que se supiera de él en mucho
tiempo. Emma estuvo en su cárcel religiosa algunos
años, y volvió al mundo, como si nada hubiera
pasado, a la muerte de su padre; rica, arrogante, en poder
de un curador, su tío, que era como un mayordomo.
Segura ella de su pureza material, todo el empeño
de su orgullo era mostrarse inmaculada y obligar a tener
fe en su inocencia al mundo entero. Quería casarse
o morir; casarse para demostrar la pureza de su honor. Pero
los pretendientes aceptables no parecían. La de Valcárcel
seguía enamorada, con la imaginación, de su
escribiente de los quince años; pero no procuró
averiguar su paradero, ni aunque hubiese venido le hubiera
entregado su mano, porque esto sería dar la razón
a la maledicencia. Quería antes otro marido. Sí,
Emma pensaba así, sin darse cuenta de lo que hacía:
«Antes otro marido». El después que vagamente esperaba
y que entreveía, no era el adulterio, era... tal vez
la muerte del primer esposo, una segunda boda a que se creía
con derecho. El primer marido pareció a los dos años
de vivir libre Emma. Fue un americano nada joven, tosco,
enfermizo, taciturno, beato. Se casó con Emma por
egoísmo, por tener unas blandas manos que le cuidasen
en sus achaques. Emma fue una enfermera excelente; se figuraba
a sí misma convertida en una monja de la Caridad.
El marido duró un año. Al siguiente, la de
Valcárcel dejó el luto, y su tío, el
curador-mayordomo, y una multitud de primos, todos Valcárcel,
enamorados los más en
secreto de Emma, tuvieron por
ocupación, en virtud de un ukase de la tirana de la
familia, buscar por mar y tierra al fugitivo, al pobre Bonifacio
Reyes. Pareció en Méjico, en Puebla. Había
ido a buscar fortuna; no la había encontrado. Vivía
de administrar mal un periódico, que llamaba chapucero
y guanajo a todo el mundo. Vivía triste y pobre, pero
callado, tranquilo, resignado con su suerte, mejor, sin pensar
en ella. Por un corresponsal de un comerciante amigo de los
Valcárcel, se pusieron estos en comunicación
con Bonifacio. ¿Cómo traerle? ¿De qué modo
decente se podía abordar la cuestión? Se le
ofreció un destino en un pueblo de la provincia, a
tres leguas de la capital, un destino humilde, pero mejor
que la administración del periódico mejicano.
Bonifacio aceptó, se volvió a su tierra; quiso
saber a quién debía tal favor y se le condujo
a presencia de un primo de Emma, rival algún día
de Reyes. A la semana siguiente Emma y Bonifacio se vieron,
y a los tres meses se casaron. A los ocho días la
de Valcárcel comprendió que no era aquel el
Bonifacio que ella había soñado. Era, aunque
muy pacífico, más molesto que el curador-mayordomo,
y menos poético que el primo Sebastián, que
la había amado sin esperanza desde los veinte años
hasta la mayor edad.
A los dos meses de matrimonio Emma
sintió que en ella se despertaba un intenso, poderosísimo
cariño a todos los de su raza, vivos y muertos; se
rodeó de parientes, hizo restaurar, por un dineral,
multitud de cuadros viejos, retratos de sus antepasados;
y, sin decirlo a nadie, se enamoró, a su vez, en secreto
y también sin esperanza, del insigne D. Antonio Diego
Valcárcel Merás, fundador de la casa de Valcárcel,
famoso guerrero que hizo y deshizo en la guerra de las Alpujarras.
Armado de punta en blanco, avellanado y cejijunto, de mirada
penetrante, y brillando como un sol, gracias al barniz reciente,
el misterioso personaje del lienzo se ofrecía a los
ojos soñadores de Emma como el tipo ideal de grandezas
muertas, irreemplazables. Estar enamorada de un su abuelo,
que era el símbolo de toda la vida caballeresca que
ella se figuraba a su modo, era digna pasión de una
mujer que ponía todos sus conatos en distinguirse
de las demás. Este afán de separarse de la
corriente, de romper toda regla, de desafiar murmuraciones
y vencer imposibles y provocar escándalos, no era
en ella alarde frío, pedantesca vanidad de mujer extraviada
por lecturas disparatadas; era espontánea perversión
del espíritu, prurito de enferma. Mucho perdió
el primo Sebastián con aquella restauración
de la
iconoteca familiar. Si Emma había estado a
tres dedos del abismo, que no se sabe, su enamoramiento secreto
y puramente ideal la libró de todo peligro positivo;
entre Sebastián y su prima se había atravesado
un pedazo de lienzo viejo. Una tarde, casi a oscuras, paseaban
juntos por el salón de los retratos, y cuando Sebastián
preparaba una frase que en pocas palabras explicase los grandes
méritos que había adquirido amando tantos años
sin decir palabra ni esperar cosa de provecho, Emma se le
puso delante, le mandó encender una luz y acercarla
al retrato del ilustre abuelo. -Sí, os parecéis
algo -dijo ella-; pero se ve claramente que nuestra raza
ha degenerado. Era él mucho más guapo y más
robusto que tú. Ahora los Valcárcel sois todos
de alfeñique; si a ti te cargaran con esa armadura,
estarías gracioso.
Sebastián continuó
amando en secreto y sin esperanza. El guerrero de las Alpujarras
siguió velando por el honor de su raza.
Bonifacio
no sospechaba nada ni del primo ni del abuelo. En cuanto
su mujer dio por terminada la luna de miel, que fue bien
pronto, como se encontrase él demasiado libre de ocupaciones,
porque el tío mayordomo seguía corriendo con
todo por expreso mandato de Emma, se dio a buscar un ser
a quien amar, algo que le llenase la vida. Es de notar que
Bonifacio,
hombre sencillo en el lenguaje y en el trato,
frío en apariencia, oscuro y prosaico en gestos, acciones
y palabras, a pesar de su belleza plástica, por dentro, como él se decía, era un soñador, un
soñador soñoliento, y hablándose a sí
mismo, usaba un estilo elevado y sentimental de que ni él
se daba cuenta. Buscando, pues, algo que le llenara la vida,
encontró una flauta. Era una flauta de ébano
con llaves de plata, que pareció entre los papeles
de su suegro. El abogado del ilustre Colegio, a sus solas,
era romántico también, aunque algo viejo, y
tocaba la flauta con mucho sentimiento, pero jamás
en público. Emma, después de pensarlo, no tuvo
inconveniente en que la flauta de su padre pasara a manos
de su marido. El cual, después de untarla bien con
aceite, y dejarla, merced a ciertas composturas, como nueva,
se consagró a la música, su afición
favorita, en cuerpo y alma. Se reconoció aptitudes
algo más que medianas, una regular embocadura y mucho
sentimiento, sobre todo. El timbre dulzón, nasal podría
decirse, monótono y manso del melancólico instrumento,
que olía a aceite de almendras como la cabeza del
músico, estaba en armonía con el carácter
de Bonifacio Reyes; hasta la inclinación de cabeza
a que le obligaba el tañer, inclinación que
Reyes exageraba, contribuía a darle cierto parecido
con un bienaventurado. Reyes, tocando la flauta, recordaba
un santo músico de un pintor pre-rafaelista. Sobre
el agujero negro, entre el bigote de seda de un castaño
claro, se veía de vez en cuando la punta de la lengua,
limpia y sana; los ojos, azules claros, grandes y dulces,
buscaban, como los de un místico, lo más alto
de su órbita; pero no por esto miraban al cielo, sino
a la pared de enfrente, porque Reyes tenía la cabeza
gacha como si fuera a embestir. Solía marcar el compás
con la punta de un pie, azotando el suelo, y en los pasajes
de mucha expresión, con suaves ondulaciones de todo
el cuerpo, tomando por quicio la cintura. En los allegros se sacudía con fuerza y animación, extraña
en hombre al parecer tan apático; los ojos, antes
sin vida y atentos nada más a la música, como
si fueran parte integrante de la flauta o dependiesen de
ella por oculto resorte, cobraban ánimo, y tomaban
calor y brillo, y mostraban apuros indecibles, como los de
un animal inteligente que pide socorro. Bonifacio, en tales
trances, parecía un náufrago ahogándose
y que en vano busca una tabla de salvación; la tirantez
de los músculos del rostro, el rojo que encendía
las mejillas y aquel afán de la mirada, creía
Reyes que expresarían la intensidad de sus impresiones,
su grandísimo amor a la melodía; pero más
parecían
signos de una irremediable asfixia; hacían
pensar en la apoplejía, en cualquier terrible crisis
fisiológica, pero no en el hermoso corazón
del melómano, sencillo como una paloma.
Por no molestar
a nadie, ni gastar dinero de su mujer, puesto que propio
no lo tenía, en comprar papeles de música,
pedía prestadas las polkas y las partituras enteras
de ópera italiana que eran su encanto, y él
mismo copiaba todos aquellos torrentes de armonía
y melodía, representados por los amados signos del
pentagrama. Emma no le pedía cuenta de estas aficiones
ni del tiempo que le ocupaban, que era la mayor parte del
día. Sólo le exigía estar siempre vestido,
y bien vestido, a las horas señaladas para salir a
paseo o a visitas. Su Bonifacio no era más que una
figura de adorno para ella; por dentro no tenía nada,
era un alma de cántaro; pero la figura se podía
presentar y dar con ella envidia a muchas señoronas
del pueblo. Lucía a su marido, a quien compraba buena
ropa, que él vestía bien, y se reservaba el
derecho de tenerle por un alma de Dios. Él parecía,
en los primeros tiempos, contento con su suerte. No entraba
ni salía en los negocios de la casa; no gastaba más
que un pobre estudiante en el regalo de su persona, pues
aquello de la ropa lujosa no era en rigor gasto propio, sino
de la vanidad de su mujer;
a él le agradaba parecer
bien, pero hubiera prescindido de este lujo indumentario
sin un solo suspiro; además, creía ocioso y
gasto inútil aquello de encargar los pantalones y
las levitas a Madrid, exceso de dandysmo, entonces inaudito
en el pueblo. Conocía él un sastre modesto,
flautista también, que por poco dinero era capaz de
cortar no peor que los empecatados artistas de la corte.
Esto lo pensaba, pero no lo decía. Se dejaba vestir.
Su resolución era pesar lo menos posible sobre la
casa de los Valcárcel, y callar a todo.
-II-
Emma era el jefe de la familia; era más, según
ya se ha dicho, su tirano. Tíos, primos y sobrinos
acataban sus órdenes, respetaban sus caprichos. Este
dominio sobre las almas no se explicaba de modo suficiente
por motivos económicos, pero sin duda estos influían
bastante. Todos los Valcárcel eran pobres. La fecundidad
de la raza era famosa en la provincia; las hembras de los
Valcárcel parían mucho, y no les iban en zaga
las que los varones hacían ingresar en la familia,
mediante legítimo matrimonio. Procrear mucho y no
querer trabajar, este parecía ser el lema de aquella
estirpe. Entre todos los Valcárcel no había
habido más hombre trabajador en todo el siglo que
el padre de Emma, el abogado, que también había
sido, dentro del matrimonio, menos prolífico que sus
parientes. Ya se ha dicho que Emma
era hija única,
y, por tanto, heredera universal del abogado romántico
y flautista. Pero los ahorros del aprovechado jurisconsulto
llegaron a su hija un tanto mermados. Parece ser que la castidad
de D. Diego Valcárcel no era tan extremada como se
creía; su verdadera virtud había consistido
siempre en la prudencia y en el sigilo; sabía que
el mal ejemplo y el escándalo son los más formidables
enemigos de las sociedades bien organizadas, y él,
visto que no le era posible conservarse en casta viudez,
entre seducir a las criadas de casa y a las doncellas de
su hija, y, tal vez, como la tentación le había
apuntado varias veces a la oreja, a las respetables clientes,
desamparadas señoras que acudían a su despacho
en demanda de luces jurídico-morales, como él
decía; entre esto y reglamentar el vicio, las inevitables
expansiones de la carne flaca, optó por lo último,
organizando con sabia distribución y prudentísimo
secreto el servicio de Afrodita, como decía él
también. Y allí, fuera del pueblo, en las aldeas
vecinas adonde le llevaban a menudo los cuidados de la hacienda
propia y negocios ajenos, llegó a ser, valga la verdad,
el Abraham -Pater Orchamus- irresponsable de un gran pueblo
de hijos naturales, muchos adulterinos. Ni su conciencia,
ni la del cura que le confesó, que en vida le había
ayudado a veces
a evitar escándalos, ni ciertas amenazas
de bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras,
le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer testamento,
dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre;
y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron
del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que
disminuyeron en todo lo que la ley consentía la herencia
de Emma. No fue esto lo peor, sino que, previa consulta del
mismo director espiritual, D. Diego había hecho antes
subrepticiamente muchas enajenaciones inter vivos, a que,
muy a su pesar, le obligó el miedo al escándalo,
que era su gran virtud, según se ha dicho. En suma,
Emma se vio con bastante menos caudal que su padre, pero
ella apenas lo supo casi, porque la daban jaqueca los papeles,
síncopes los números y grima la letra de los
curiales. Allá el tío, decía siempre
que se trataba de intereses. Ella no entendía de nada
más que de gastar. Bien hubiera querido D. Juan Nepomuceno,
antes curador de Emma y actual mayordomo, sacudir todas las
moscas que en forma de parientes zumbaban alrededor del mermado
panal de la herencia; mas no era esto hacedero, porque el
entrañable cariño que a los Valcárcel
pretéritos y presentes y futuros había cobrado
la sobrina, exigía que la hospitalidad más
generosa acogiera a
todos los suyos. D. Juan tuvo que contentarse
con ser el único administrador de aquella prodigalidad
gentílica, pero no llegó su influencia a evitar
el despilfarro, ni siquiera a conseguir que redundara sólo
en provecho propio la generosidad excesiva de su antigua
pupila.
Emma, que tuvo un mal parto, salió de una
crisis de la vida lisiada de las entrañas, con el
estómago muy débil, y perdió carnes
y ocultó prematuras arrugas. Mas no podía esconder
un brillo frío y siniestro de la mirada, antipático
como él solo; en aquel brillo y en la expresión
repulsiva que le acompañaba, se había convertido
el misterioso fulgor de aquellos ojos que habían cantado,
a la guitarra, varios parientes de la enfermucha mujer, nerviosa,
irascible. De aquellos parientes, enamorados los más
en secreto tiempo atrás, cada cual según su
temperamento, hizo su corte Emma, que cada día despreciaba
más a su marido, a quien sólo estimaba como
físico, y sentía más vivo el cariño
por los de su raza.
Reyes comprendía bien que, sin
culpa suya, se iba convirtiendo en el enemigo de sus afines,
enemigo vencido y humillado gracias a que su mujer le entregaba
indefenso, atado de pies y manos, a cuantos parientes quisieran
hacer de él un pandero.
Los Valcárcel, oriundos
de la montaña, habían
bajado a las villas
de las vegas y de la llanura a procurarse vida más
holgada y muelle, y por todo recurso acudían al expediente
de buscar matrimonios de ventaja, seduciendo a los ricachos
de pueblo con pergaminos y escudos de piedra labrada, allá
en los caserones de los vericuetos, y a las tiernas doncellas
con las buenas figuras de arrogante vigor y señoril
gentileza que abundaban en la familia. Casi todos los Valcárcel
eran buenos mozos, aunque no tanto como el abuelo heroico,
esbeltos; pero de palabra tarda, ceño adusto, voz
ronca, trato oscuro y orgullosos sin disimulo; distinguíanse
también por su apego exagerado a la capa, cuyo uso
era excusado la mayor parte del año en los poblachones
bajos, templados y húmedos, donde solían buscar
novias. Algunos llevaron su audacia, sin dejar la capa, a
extender sus correrías de caballeros pobres hasta
las puertas de la misma capital de la provincia, y por fin,
D. Diego, el padre de Emma, el genio superior de la familia
sin duda alguna, entró en la ciudad sin miedo, fue
estudiante emprendedor y calavera, y al llegar a la mayor
edad y tomar el grado, cambió de carácter,
de repente, se hizo serio como un colchón, abrió
cuarto de estudio, acaparó la clientela de la montaña,
aduló a los señores del margen, magistrados
serios también y
amigos de las fórmulas más
exquisitas, hizo buena boda, salió de pobre, brilló
en estrados con fulgor de faro de primera clase, y, sin perjuicio
de ser romántico en el fuero interno, y hasta de escribir
octavillas en el seno del hogar, y dejar válvulas
de seguridad a los vapores del sentimentalismo en las llaves
de la flauta, en que soplaba con lágrimas en los ojos,
fue con todo el más rígido amador de la letra
y enemigo del espíritu y de toda interpretación
arriesgada e irreverente de la ley sacrosanta. Y no se cuenta
que una sola vez tuviera la Sala que dirigirle el más
comedido apercibimiento; ni de la pulcritud de su lenguaje
en estrados se hizo la magistratura sino lenguas, llegando
en este punto a caer D. Diego, valga la verdad, en cierto
culteranismo, disculpable, eso sí, porque mediante
él procuraba que su elocuencia saliese como el armiño
de las cenagosas aguas de la podredumbre privada, adonde
le arrastraban, en ocasiones, las necesidades del foro. Alguna
vez tuvo que acusar, mal de su grado, a un sacerdote indigno,
de delitos contra la honestidad; y si bien en el fondo procuró
estar fuerte, terrible, implacable, no hubo modo de que su
lengua usase epítetos duros, ni siquiera enérgicos
ni aun pintorescos, llegando en el mayor calor del ataque
a llamar a su contrario «el mal aconsejado
presbítero,
si se le permitía calificarle así». «Mal aconsejado
-decía después D. Diego explicando el adjetivo-;
esto es, que yo supongo que el presbítero no hubiese
caído en tales liviandades a no ser por consejo de
alguien, del diablo probablemente». Tenía el abogado
Valcárcel que luchar en sus discursos forenses con
el lenguaje ramplón y sobrado confianzudo que se usaba
en su tierra, y que aun en estrados pretendía imponérsele;
mas él, triunfante, sabía encontrar equivalentes
cultos de los términos más vulgares y chabacanos;
y así, en una ocasión, teniendo que hablar
de los pies de un hórreo o de una panera, que en el
país se llaman pegollos, antes de manchar sus labios
con semejante palabrota, prefirió decir «los sustentáculos
del artefacto, señor excelentísimo». A estas
cualidades, que le habían conquistado las simpatías
y el respeto de toda la magistratura, unía el don
no despreciable de una felicísima memoria para recordar
fechas con exactitud infalible, y así, había
más números en su mollera que en una tabla
de logaritmos. Llegó, sí, llegó el apellido
de los Valcárcel, gracias a D. Diego, a un grado de
esplendor que no había tenido desde los siglos remotos
en que había brillado por las armas. Honra y provecho
había ganado el ilustre jurisconsulto, y, de una y
otra
ventaja, querían gozar los parientes, que, por
culpa de la fecundidad de sus hembras y de las afines, incurrían
en un doloroso proletariado que amenazaba llenar de Valcárceles
el mundo. No había matrimonios ventajosos que bastasen,
con esta desmedida facultad prolífica, a sacar a la
raza del temor muy racional de dar al fin en la miseria.
Aquel movimiento de expansión en busca de la prosperidad,
que se había señalado en la dirección
del vendamont, bajando de la montaña al valle, ya
volvía a indicarse en una reacción proporcionada
en sentido de vendaval, echando otra vez al monte, a los
caserones de los vericuetos, a las proles numerosas de los
Valcárcel, multiplicadas sin ton ni son, incapaces
de trabajar; porque no se puede llamar propiamente trabajo,
a lo menos en el sentido económico, los mil apuros
que en redor de los tapetes verdes pasaban los parientes
de Emma, casi todos jugadores, y muchos de ellos víctimas
de su pasión, que estalló en forma de aneurisma.
Muerto D. Diego, los Valcárcel perdieron su único
apoyo, y el movimiento de retroceso en busca de la montaña
se aceleró en toda la familia. Cuando bajaban al llano
venían cada vez más montaraces, más
orgullosos; su odio a la cortesía, a las fórmulas
complicadas de la buena sociedad de provincia, se acentuaba.
Cuanto
más pobres se iban quedando, más vanidad
solariega tenían y más despreciaban la vida
en poblado y en tierra llana. En la ribera, como llamaban
allá arriba a las regiones bajas, sólo una
cosa respetable reconocían los Valcárcel del
monte: el tapete verde. Se iba a las ferias a jugar, a perder,
a empeñarse... y a casa.
Por el camino de retroceso
que llevaba aquella raza se volvía a la horda; era
aquel el atavismo de todo un linaje. Por algún tiempo
contuvo en gran parte tan alarmante tendencia el espíritu
exaltado de Emma. El cariño gentilicio que en ella
despertó con tan exagerada vehemencia, sirvió
para reconciliar a muchos de sus parientes con la civilización
y la tierra llana. Las visitas a la capital fueron más
frecuentes, tal vez porque eran más baratas y más
cómodas. Ya se sabía que la casa del famoso
y ya difunto abogado D. Diego Valcárcel, era, como
él la hubiera llamado si viviese, jenodokia, jenones, o sea, en cristiano, albergue de forasteros. Emma, que en
algún tiempo había desdeñado, no sin
coquetería, la adoración de sus primos y tíos
-pues también tenía tíos apasionados-
ahora, es decir, después de haber perdido la flor
de la hermosura, sobre todo la lozanía, por culpa
del mal parto, gozábase en recordar los antiguos despreciados
triunfos del amor, y quería rumiar las impresiones
deliciosas de aquella adoración pretérita.
Rodeábase con voluptuosa delicia, como de una atmósfera
tibia y perfumada, de la presencia de aquellos Valcárcel
que algún día se hubieran tirado de cabeza
al río por gozar una sonrisa suya.
El amor aquel
en algunos de ellos tenía que haber pasado por fuerza,
so pena de ser ridículo; los años y la grasa,
y la terrible prosa de la existencia pobre y montaraz de
allá arriba, habían quitado todo carácter
de verosimilitud a cualquier tentativa de constancia amorosa;
pero no importaba: Emma se complacía en ver a su lado
a los que todavía recordaban con respeto y cariño
el amor muerto, y consagraban al objeto de tal culto todos
los obsequios compatibles con el natural huraño y
brusco de la raza montés. Aquellos cortesanos del
amor pretérito, tal vez al rendir sus homenajes, pensaban
sobre todo en la munificencia actual de la heredera de D.
Diego, única persona que aún tenía cuatro
cuartos en toda la familia; pero ella, la caprichosa cónyuge
del infeliz Bonifacio, no se detenía a escudriñar
los recónditos motivos por que era acatada su indiscutible
soberanía sobre los suyos. Es muy probable que ya
ninguno de los parientes viese en su prima la belleza que,
en efecto, había
volado; pero algunos fingían,
con mucha delicadeza en el disimulo, ocultar todavía
una hoguera del corazón bajo las cenizas que el deber
y las buenas costumbres echaban por encima. Emma gozaba también,
sin darse cuenta clara de ello, creyéndolo vagamente;
saboreaba aquel holocausto de amor problemático con
la incertidumbre de una música lejana que ya suena,
no se sabe si en la aprensión o en el oído.
Lo que era un dogma familiar, que tenía su fórmula
invariable, era esto: que por Emma no pasaban días,
que lo del estómago no era nada, y que después
de parir, de mala manera, estaba más fresca y lozana
que nunca. Nadie creía tal cosa, porque saltaba a
la vista que no era así; pero lo aseguraban todos.
Los cortesanos de aquella sultana caprichosa y de carácter
violento y variable, se vengaban de su humillación
ineludible despreciando a Bonifacio Reyes sin ningún
género de disimulo. Emma llegó a sentir por
su esposo un afecto análogo en cierto modo al que
hubiera podido inspirar al Emperador romano su caballo senador.
Otro dogma de la familia, pero éste secreto, era que
«la niña había labrado su desgracia uniéndose
a aquel hombre». El primo Sebastián confesaba entre
suspiros que el único acto de su vida de que estaba
arrepentido (y era hombre que se había jugado la hijuela
materna a una carta), se remontaba a la época de
su pasión loca por Emma, pasión que le había
hecho caer en la debilidad de consentir en dar todos los
pasos necesarios para buscar, encontrar, emplear y casar
al estúpido escribiente de D. Diego. Aquella debilidad,
aquella ceguera de la pasión, no se la perdonaría
nunca. Y suspiraba Sebastián, y suspiraban los demás
parientes, y suspiraba Emma también a veces, gozando
melancólicamente con aquella afectación de
víctima resignada que sufre por toda una vida las
consecuencias desastrosas de una locura juvenil.
-III-
El buen esposo durante mucho tiempo no paró mientes
en tales injurias. En el fondo del alma, y a pesar de los
elegantes trajes de paño inglés que se le había
hecho vestir, continuaba considerándose el antiguo
escribiente de D. Diego, a quien había pagado sus
favores con la más negra ingratitud.
Todos los Valcárcel
eran para él los señoritos. En vano, allá
en los rápidos días, ya remotos, de aquella
luna de miel que Emma había decretado que fuese tan
breve, en vano la enamorada esposa le había exigido
más dignidad y tesón en el trato con los primos
y tíos; él, Bonifacio, no podía menos
de estimarlos siempre muy superiores a él por la sangre,
por los privilegios de raza en que confusamente creía.
D. Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas,
sus ojos fríos
de color de chocolate claro y su doble
papada afeitada con esmero cancilleresco; le aterraba sobre
todo con sus cuentas embrolladas, que él miraba como
la esencia de la sabiduría. Siempre que D. Juan daba
noticia somera de las mermas de la hacienda a su aturdida
sobrina, exigía que Bonifacio estuviese delante; era
inútil que Emma y el mismo Reyes quisiesen excusar
esta ceremonia. -De ningún modo -gritaba el tío-;
quiero que lo presenciéis todo, para que el día
de mañana no diga ese (Bonifacio) que os he arruinado
por inepto o por otra cosa peor. El todo que había
de presenciar por fuerza ese, no era nada; allí no
se podía ver cosa clara, y aunque se pudiera, no la
vería Reyes, que ni siquiera miraba. Si era una escena
molesta, irritante para Emma la de asistir a las cuentas
del tío, sin atender, sin sacar en limpio más
que «aquello iba muy mal», para el marido era el tormento
más insoportable. En vez de pensar en los números,
pensaba en lo que le querrían decir aquellos ojos
del administrador pariente. Le querían decir, en su
opinión, «¿quién eres tú para pedirme
cuentas, para fiscalizar mi administración? ¿Por qué
estás tú metido en la familia, plebeyo miserable?».
Sí, plebeyo, pensaba el infeliz; porque si bien sabía,
con gran oscuridad en los pormenores, que sus ascendientes
habían sido de buena familia, casi lo tenía
olvidado, y comprendía que los demás, los Valcárcel
especialmente, no querrían recordar, ni casi casi
creer, semejante cosa.
Tan fuerte llegó a ser el
disgusto que le causaban aquellas inútiles entrevistas,
que, por primera vez en su vida, se decidió a cumplir
en algo su propia voluntad, y se cuadró, como él
dijo, y no quiso presenciar más la insoportable escena.
Con gran extrañeza y mayor placer se vio victorioso
en este punto sin gran resistencia por parte del tío.
En cuanto a Emma, tampoco insistió mucho en contrariar
el deseo de su esposo. Y fue porque se le ocurrió
que detrás de la emancipación del otro vendría
la suya. En efecto, a los tres meses de haber prescindido
de la presencia de Bonifacio, Emma consiguió que se
prescindiera también de la suya. Y el tío,
sin que lo supiera nadie más que él y la sobrina,
dejó de rendir cuentas de gastos y de ingresos a bicho
viviente. Cada cual firmaba lo que tenía que firmar,
sin leer un renglón ni una cifra, y no se hablaba
del asunto.
Dos preocupaciones cayeron después sobre
el ánimo encogido de Bonifacio: la una era una gran
tristeza, la otra una molestia constante. Del mal parto de
su mujer nacían ambas. La tristeza consistía
en el desencanto de
no tener un hijo; la molestia perpetua,
invasora, dominante, provenía de los achaques de su
mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio
la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso,
versátil de la hija de D. Diego, adquirió determinadas
líneas, una fijeza de elementos que hasta entonces
en vano se pretendía buscar en él; ya no fue
mudable aquel ánimo, no iba y venía aquella
voluntad avasalladora, pero insegura, de cien en cien propósitos.
Emma, con una seriedad extraña en ella, se decidió
a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento de
su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca,
huraña, la flor de sus enojos la reservó para
la intimidad de la alcoba. Molestaba a su esposo como quien
cumple una sentencia de lo Alto. En aquella persecución
incesante había algo del celo religioso. Todo lo que
le sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez,
aquellas arrugas, aquel abultar de los pómulos que
la horrorizaba haciéndola pensar en la calavera que
llevaba debajo del pellejo pálido y empañado,
aquel desgano tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos,
aquellas irregularidades aterradoras de los fenómenos
periódicos de su sexo, eran otros tantos crímenes
que debían atormentar con feroces remordimientos la
conciencia del mísero Bonifacio. «¿No lo
comprendía
él así?». No. Su imaginación no llegaba
tan lejos como quería su mujer. Él no pasaba
de confesar que había sido un ingrato para con D.
Diego dejándose robar por su hija. De todo lo demás
no tenía él la culpa, sino Emma o el diablo,
que se complacía en que él no tuviese hijos,
ni su mujer las necesarias condiciones para ser como todas
las hembras. En cuanto se quedaban solos en la habitación
de la enferma, ella cerraba la puerta con estrépito,
y acto continuo se oía la voz chillona, estridente,
que gastaba las pocas fuerzas de la anémica en una
catilinaria de cuya elocuencia y facundia no era posible
dudar. La disputa, si a estas verrinas se les podía
dar tal nombre, solía comenzar por una consulta médica.
-Me sucede esto -decía ella-, y hablaba de sus irregularidades
íntimas; ¿qué te parece que será? ¿Qué
debo hacer? ¿Continuaré con tal medicamento o tendré
que suspenderlo?
Bonifacio palidecía, la saliva se
le convertía en cola de pegar... ¿Qué sabía
él? Compadecía a su esposa (por supuesto, mucho
menos que a sí mismo), pero no sabía ni podía
saber lo que la convenía; es más, ni siquiera
tenía una idea exacta de los males de que ella se
quejaba; estaba seguro de que tenían cierta gravedad
y de que eran origen de la propia desesperación,
porque le cerraban la esperanza de ser padre, de tener hijos
legítimos; pero de medicamentos y pronósticos
¿qué podía decir él? Nada; y se echaba
a temblar pensando en los oscuros fenómenos patológicos
de que ella le hablaba, y barruntando la tormenta que traía
aparejada su ignorancia del caso.
-Mujer, yo no puedo decirte...
yo no entiendo... llamaremos al médico...
-¡Eso es,
al médico! ¡Para estas cosas al médico! Ya
que tú no tienes pudor, déjame a mí
tenerlo. Estas son intimidades del matrimonio: al médico
no se debe recurrir sino en el último apuro... Tú
debieras saber, tú debieras afanarte por averiguar
lo que me conviene; aunque no fuera por cariño, por
pudor, por vergüenza; y si no tienes vergüenza,
por remordimientos, por...
Ya se ha indicado que la facundia
de Emma, llegados estos momentos, no tenía límites.
Un día, en que a ella se le antojó que tenía
una inflamación del hígado... en el bazo, fue
en busca de su esposo y le encontró en su alcoba tocando
la flauta. Su indignación no encontró palabras;
allí no había elocuencia posible, a no ser
la del silencio... y la de los hechos. «Ella muriendo de
un ataque al hígado y él... ¡tocando la flauta!».
Aquello merecía testigos, y los tuvo. Acudieron a
la citación de
Emma D. Juan Nepomuceno, Sebastián
y otros dos primos. La indignación cundió por
todos los presentes. El delito era flagrante: la flauta estaba
allí, sobre la mesa, y el hígado de Emma en
su sitio, pero hecho una laceria. Bonifacio, que a pesar
de todo quería a su mujer más que todos los
tíos y primos, olvidando el propio crimen, quiso enterarse
del mal que padecía la víctima; a duras penas
pudo conseguir que Emma, tendida en un sofá y ahogando
los sollozos, señalase con una mano en el lado izquierdo
la región del bazo.
-Pero, hija... se atrevió
a decir, si eso... no es el hígado. El hígado
está al otro lado.
-¡Miserable! -gritó la
esposa-. ¿Todavía te atreves a hablar? ¿No dices que
tú no eres médico? ¿Que tú no entiendes
de eso? Y ahora por contradecirme...
D. Juan Nepomuceno,
amante de toda verdad, como no fuera del orden aritmético,
en el cual prefería las lucubraciones de la fantasía,
declaró, con la mano sobre la conciencia, que en aquella
ocasión ¡rara avis! (dijo) Bonifacio tenía
de su parte la razón; que el hígado estaba
al otro lado, en efecto.
-No importa -dijo Sebastián-;
puede ser un dolor reflejo.
-¿Y qué es eso?
-No
lo sé; pero me consta que los hay.
No era tal cosa;
era un dolorcillo reumático ambulante; pocos momentos
después lo sintió Emma en la espalda. Resultó,
en fin, que no era nada; pero siempre sería cierta
una cosa: que Bonifacio estaba tocando la flauta en el instante
en que su esposa se creía a las puertas del sepulcro.
No dormían juntos, sino en habitaciones muy distantes;
pero el marido, en cuanto se levantaba, que no era tarde,
tenía la obligación de correr a la alcoba de
su mujer a cuidarla, a preparárselo todo, porque la
criada tenía irremediable torpeza en las manos; y
en esta parte Emma hacía a su Bonifacio la justicia
de reconocerle buena maña y dedos de cera. Rompía
mucha loza y cristal, y buenas reprimendas le costaba; pero
tenía dotes de enfermero y de ayuda de cámara.
Y también reconocía ella de buen grado, y pensando
a veces en pasadas ilusiones, que a pesar de ser tan hábil
en aquellos manejos, su marido no era afeminado de figura
ni de gestos; era suave, algo felino, podría decirse
untuoso, pero todo en forma varonil. Aquel plegarse a todos
los oficios íntimos de alcoba, a todas las complicaciones
del capricho de la enferma, de las voluptuosidades tristes
y tiernas de la convalecencia, parecían en Bonifacio,
por lo que toca al aspecto material, no las aptitudes naturales
de un hermafrodita beato o cominero, sino la romántica
exageración de un amor quijotesco, aplicado a las
menudencias de la intimidad conyugal.
Emma seguía
sintiéndose orgullosa del físico de su Bonis,
como llamaba a Reyes; y al verle ir y venir por la alcoba,
siempre de agradable y noble catadura a pesar de los oficios
humildes en que allí se empleaba, experimentaba la
alegría íntima de la vanidad satisfecha. Mas
antes la harían pedazos que dejase traslucir semejantes
afectos, y cuanto más guapo, más esclavo quería
al mísero escribiente de D. Diego, más humillado
cuanto más airoso en su humillación. Reñir
a Bonifacio llegó a ser su único consuelo;
no pudo prescindir ni de sus cuidados ni de pagárselos
con chillerías y malos modos. ¿Qué duda cabía
que su Bonis había nacido para sufrirla y para cuidarla?
Sus pocos momentos de buen humor relativo los gastaba Emma
en cultivar los resabios de sus pretéritas coqueterías;
todavía pretendía parecer bien a los parientes
a quienes un día desdeñara; un poco de romanticismo
puramente fantástico, alambicado, enfermizo, era lo
único que, en presencia de los Valcárcel, y
sólo entonces, revelaba la existencia de un espíritu
dentro de aquella flaca criatura pálida
y arrugada:
lo demás del tiempo, casi todo el día, parecía
un animal rabiando, con el instinto de ir a morder siempre
en el mismo sitio, en el ánimo apocado y calmoso del
suave cónyuge.
Bonifacio no era cobarde; pero amaba
la paz sobre todo; lo que le daba mayor tormento en las injustas
lucubraciones bilioso-nerviosas de su mujer, era el ruido.
«Si todo eso me lo dijera por escrito, como hacía
D. Diego cuando insultaba a la parte contraria o al inferior
en papel sellado, yo mismo lo firmaría sin inconveniente».
Las voces, los gritos, eran los que le llegaban al alma,
no los conceptos, como él decía.
Había
temporadas en que, después de los ordinarios servicios
de la alcoba, para los que era irreemplazable el marido,
Emma declaraba que no podía verlo delante, que el
mayor favor que podía hacerla era marcharse, y no
volver hasta la hora de tal o cual faena de la incumbencia
exclusiva de Bonifacio. Entonces él veía el
cielo abierto, tomando la puerta de la calle.
-IV-
Se iba a una tienda. Tenía tres o cuatro tertulias
favoritas alrededor de sendos mostradores. Repartía
el tiempo libre entre la botica de la Plaza, la librería
Nueva, que alquilaba libros, y el comercio de paños
de los Porches, propiedad de la viuda de Cascos. En este
último establecimiento era donde encontraba su espíritu
más eficaz consuelo; un verdadero bálsamo en
forma de silencio perezoso y de recuerdos tiernos. Por la
tienda de Cascos había pasado todo el romanticismo
provinciano del año cuarenta al cincuenta. Es de notar
que en el pueblo de Bonifacio, como en otros muchos de los
de su orden, se entendía por romanticismo leer muchas
novelas, fuesen de quien fuesen, recitar versos de Zorrilla
y del duque de Rivas, de Larrañaga y de D. Heriberto
García de Quevedo (salvo error), y representar
El
Trovador
y
El Paje,
Zoraida y otros dramas donde solía
aparecer el moro entregado a un lirismo llorón, desenvuelto
en endecasílabos del más lacrimoso efecto:
¿Es verdad, Almanzor, mis tiernos brazos
te vuelven a estrechar? ¡Pluguiera al cielo!, etc.
decía
Bonifacio y decían todos los de su tiempo con una
melopea pegajosa y simpática, algo parecida a canto
de nodriza. Y decían también, esto con más
energía:
¡Boabdil, Boabdil, levántate y despierta!... etc.
Esta era la mejor y más sana parte de lo que se entendía
por romanticismo. Su complemento consistía en aplicar
a las costumbres algo de lo que se leía, y, sobre
todo, en tener pasiones fuertes, capaces de llevar a cabo
los más extremados proyectos. Todas aquellas pasiones
venían a parar en una sola, el amor; porque las otras,
tales como la ambición desmedida, la aspiración
a algo desconocido, la profunda misantropía, o eran
cosa vaga y aburrida a la larga, o tenían escaso campo
para su aplicación en el pueblo; de modo que el romanticismo
práctico venía a resolverse en amor con acompañamiento
de guitarra y de periódicos manuscritos que corrían
de mano en mano, llenos de versos sentimentales. ¡Lástima
grande
que este lirismo sincero fuera las más veces
acompañado de sátiras ruines en que unos poetas
a otros se enmendaban el vocablo, dejando ver que la envidia
es compatible con el idealismo más exagerado! En cuanto
al amor romántico, si bien comenzaba en la forma más
pura y conceptuosa, solía degenerar en afecto clásico;
porque, a decir la verdad, la imaginación de aquellos
soñadores era mucho menos fuerte y constante que la
natural robustez de los temperamentos, ricos de sangre por
lo común; y el ciego rapaz, que nunca fue romántico,
hacía de las suyas como en los tiempos del Renacimiento
y del mismo clasicismo, y como en todos los tiempos; y, en
suma, según confesión de todos los tertulios
de la tienda de Cascos, la moralidad pública jamás
había dejado tanto que desear como en los benditos
años románticos; los adulterios menudeaban
entonces; los Tenorios, un tanto averiados, que quedaban
en la ciudad, en aquella época habían hecho
su agosto; y en cuanto a jóvenes solteras y de buena
familia, se sabía de muchas que se habían escapado
por un balcón, o por la puerta, con un amante; o sin
escaparse se habían encontrado encinta sin que mediara
ningún sacramento. La tertulia de Cascos y la tienda
de los Porches habían sido, respectivamente, ocasión
y teatro de muchas de aquellas
aventuras, que se envolvían
en un picante misterio y después venían a ser
pasto de una murmuración misteriosa también
y no menos picante. Aunque en nombre de la religión
y de la moral se condenasen tales excesos, no cabe negar
que en los mismos que murmuraban y censuraban (tal vez cómplices,
por amor al arte, de tales extremos) se adivinaba una recóndita
admiración, algo parecida a la que inspiraban los
poetas en boga, o los buenos cómicos, o los cantantes
italianos -buenos o malos- o los guitarristas excelentes.
Aquel romanticismo representado en la sociedad (entonces
todavía no se había inventado eso de hablar
tanto de la realidad) era como un grado superior en la común
creencia estética. En cambio, si los antiguos partidarios
del clair de lune de la tienda de paños tenían
que declarar la inferioridad moral -relativamente al sexto
mandamiento no más- de aquellos tiempos, recababan
para ellos el mérito de las buenas formas, del eufemismo
en el lenguaje; y así, todo se decía con rodeos,
con frases opacas; y al hablar de amores de ilegales consecuencias
se decía: «Fulano obsequia a Fulana», v. gr. De todas
suertes, la vida era mucho más divertida entonces,
la juventud más fogosa, las mujeres más sensibles.
Y al pensar en esto suspiraban los de la tienda de Cascos;
de Cascos,
que había muerto dejando a la viuda la
herencia de los paños, de la clientela y de los tertulios
ex románticos, ya todos demasiado entrados en años
y en cuidados, y muchos en grasa, para pensar en sensiblerías
trascendentales. Pero no importaba; se seguía suspirando,
y muchos de aquellos silencios prolongados que solemnizaban
la ya imponente oscuridad de la tienda con aspecto de cueva;
muchos de aquellos silencios que tanto agradaban a Reyes,
estaban consagrados a los recuerdos del año cuarenta
y tantos. La viuda, señora respetable de cincuenta
noviembres, tal vez había amado y se había
dejado amar por uno de aquellos asiduos tertulios, un D.
Críspulo Crespo, relator, funcionario probo y activo
e inteligente, de muy mal genio; sí, se habían
amado, aunque sin ofensa mayor de Cascos; y en opinión
de los amigos, seguían amándose; pero todos
respetaban aquella pasión recóndita e inveterada;
rara vez se aludía a ella, y se la tenía por
único recuerdo vivo de tiempos mejores; y el respeto
a tal documento póstumo del muerto romanticismo se
mostraba tan sólo en dejar invariablemente un puesto
privilegiado, dentro del mostrador, para D. Críspulo.
Bonifacio, que había sido uno de los más distinguidos
epígonos de aquel romanticismo
al pormenor, ya moribundo,
se sentía bien quisto en la tertulia y se acogía
a su seno, tibio como el de una madre.
Una tarde que Emma
le arrojó de su alcoba por haber confundido los ingredientes
de una cataplasma -¡caso raro!-, Bonifacio entró en
la tienda de paños más predispuesto que nunca
a la voluptuosidad de los recuerdos. Don Críspulo
estaba en su asiento privilegiado. La viuda hacía
calceta enfrente del relator. Ambos callaban. Los demás
ex románticos, entre toses y largos intervalos de
silencio que parecían parte del ceremonial de un rito
misterioso, soñoliento, hablaban en la semioscuridad
gris, fuera del mostrador, y repasaban sus comunes recuerdos.
¿Quién vivía en aquella plaza que tenían
delante, el año cuarenta? El habilitado del clero,
allí presente, hombre de prodigiosa memoria, recordaba
uno por uno los inquilinos de todos aquellos edificios tristes
y sucios, grandes caserones de dos pisos. «Las de Gumía
habían muerto en la Habana, donde era el año
cuarenta y seis magistrado el marido de la mayor; en el piso
segundo de la casa grande de Gumía habitaba el secretario
del Gobierno civil, que se llamaba Escandón, era gallego,
muy buen poeta, y se había suicidado en Zamora años
después, porque siendo tesorero se le había
hecho responsable de un desfalco debido
al contador. En
el número cinco vivían los de Castrillo, cinco
hermanos y cinco hermanas, que tenían tertulia y comedias
caseras; la casa de Castrillo era uno de los focos del romanticismo
del pueblo; allí se escribía el periódico
anónimo y clandestino, que después se metía
por debajo de las puertas. Perico Castrillo había
sido un talentazo, sólo que entre las mujeres y la
bebida le perdieron, y murió loco en el hospital de
Valladolid. Antonio Castrillo había sido el mejor
jugador de tresillo de la provincia, después se había
ido a jugar a Madrid, y allí se agenció de
modo, siempre jugando al tresillo, que se hizo un nombre
en la política y fue subsecretario en tiempo de Istúriz.
Pero este y los demás Castrillos habían muerto
tísicos. En cuanto a ellas, se habían dispersado,
mal casadas tres, monja una y perdida la otra por un seductor
del provincial de Logroño, el capitán Suero».
Al llegar a la casa número nueve el habilitado del
clero suspiró con gran aparato.
-Ahí... todos
ustedes recuerdan quién vivía el año
cuarenta...
-La Tiplona, dijeron unos.
-La Merlatti, exclamaron
otros.
La Tiplona, la Merlatti había sido el microcosmos
del romanticismo músico del pueblo. Era una tiple
italiana que aquellos provincianos
hubieran echado a reñir
con la Grissi, con la Malibrán, sin necesidad de haber
oído a estas. No concedían aquellos señores
formales que en este mundo se hubiera oído cosa mejor
que la Merlatti... ¡Y qué carnes! ¡Y qué trato!
Era más alta que cualquiera de los presentes, blanca
como la nieve, suave como la manteca y de una musculatura
tan exuberante como bien contorneada; montaba a la inglesa,
tiraba la pistola, y había abofeteado en medio del
paseo a la Tiplona, su rival la Volpucci, que también
tenía sus aficionados. Esta era delgada, flexible
como un mimbre y lucía más que la Tiplona en
las fioriture; pero como voz y como carnes y buena presencia,
no había comparación. La Tiplona había
vencido, y había vuelto a la ciudad en varias temporadas,
y por último se había casado con un coronel
retirado, dueño de aquella casa de la plaza del teatro,
el coronel Cerecedo; y allí había vivido años
y años dando conciertos caseros y admirada y querida
del pueblo filarmónico, agradecido y enamorado de
los encantos, cada vez más ostentosos, de la ex tiple.
Y ¡quién lo dijera!, también había muerto
tísica, después de un mal parto. ¡La Tiplona!
El que más y el que menos de aquellos señores
la había amado en secreto o paladinamente, y el mismo
Bonifacio, muy joven entonces, tenía que confesarse
que su afición
a la ópera seria había
crecido escuchando a aquella real moza, que enseñaba
aquella blanquísima pechuga, un pie pequeño,
primorosamente calzado, y unos dientes de perlas.
El habilitado
del clero siguió pasando revista a los inquilinos
del año cuarenta; de aquella enumeración melancólica
de muertos y ausentes salía un tufillo de ruina y
de cementerio; oyéndole parecía que se mascaba
el polvo de un derribo y que se revolvían los huesos
de la fosa común, todo a un tiempo. Suicidios, tisis,
quiebras, fugas, enterramientos en vida, pasaban como por
una rueda de tormento por aquellos dientes podridos y separados,
que tocaban a muerto con una indiferencia sacristanesca que
daba espanto. El vejete terminó su historia al por
menor con los ojos encendidos de orgullo. ¡Qué memoria
la suya!, pensaba él. ¡Qué mundo este!, pensaban
los demás.
A Bonifacio aquella narración le
había hecho recordar el espectáculo tristísimo
de las ruinas de la casa donde él había nacido;
sí, él había visto desprenderse las
paredes pintadas de amarillo y otras cubiertas de papel de
ramos verdes; él había visto como en un plano
vertical la chimenea despedazada, al amor de cuya lumbre
su madre le había dormido con maravillosos cuentos;
allá arriba, en un tercer piso... sin piso, quedaba
de todo aquel calor del hogar
el hueco de una hornilla en
una medianería agrietada, sucia y polvorienta. ¡Al
aire libre, siempre expuesta a las miradas indiferentes del
público, estaba la alcoba en que había muerto
su padre! Sí; él había visto en lo alto
los restos miserables, la pared manchada por las expectoraciones
del enfermo, las señales del hierro de la cama humilde
en la grasa de aquella pared... ¿Qué quedaba de toda
aquella vivienda, de aquella familia pobre, pero feliz por
el cariño? Quedaba él, un aficionado a la flauta,
en poder de su Emma, una furia, sí, una furia, no
había para qué negárselo a sí
mismo. La casa había desaparecido; aquellas ruinas
de su hogar habían estado siendo el escándalo
de la gacetilla urbana. «¿Pero cuándo se derriba la
inmunda fachada de la esquina asquerosa de la calle del Mercado?».
Esto había gritado la prensa local meses y meses,
y al fin el Municipio había aplicado la piqueta de
doña Urbana, como decía el periódico,
a los últimos restos de tantos recuerdos sagrados.
¿Y él mismo, pensaba Bonifacio, qué era más
que un esquinazo, una ruina asquerosa que estaba molestando
a toda una familia linajuda con su insistencia en vivir,
y ser, por una aberración lamentable, el marido de
su mujer? Todas aquellas ideas tristes y humillantes las
había despertado en su espíritu el diablo del
habilitado con aquella ojeada retrospectiva
al año
cuarenta. ¡La historia! ¡Oh!, la historia en las óperas
era una cosa muy divertida...
Semíramis,
Nabucodonosor,
Las Cruzadas,
Atila... magnífico todo... pero las
de Gumía, las de Castrillo... tanta muerte, tanta
vergüenza, tanta dispersión y podredumbre...
esto
encogía el ánimo. Por fortuna la conversación
volvió a la Tiplona, y con motivo de esto se recordó
las óperas que se cantaban entonces y las que se cantaban
ahora en comparación con aquellas. La verdad era que
ahora no se cantaban óperas en el pueblo, pues casi
hacía ocho años que no parecía por allí
un mal cuarteto. Entonces el habilitado, que tanto había
entristecido al concurso, se dignó dar una noticia
de actualidad, contra su costumbre. Su costumbre era despreciar
altamente todos los sucesos próximos, pasados o futuros,
que no exigían, para ser referidos o inducidos, gran
retentiva, como él llamaba a la memoria. Con aire
displicente dijo el buen hombre:
-Pues ópera la van
ustedes a tener ahora, y buena; porque me ha dicho el alcalde
que han pedido el teatro desde León el famoso Mochi
y la Gorgheggi.
-¡La Gorgheggi! -gritaron a una los presentes.
Y hasta el relator hizo un movimiento de sorpresa en su
silla, metido en la sombra, y la viuda de Cascos le miró
y suspiró discretamente.
Ocho días después
estaban en el pueblo el tenor Mochi, famoso en todos los
teatros de provincia del reino, y su protegida y discípula
la Gorgheggi. Cantaron
La Extranjera la primera noche, y
aunque el diario más filarmónico de la capital
«no se atrevió a emitir juicio por una sola audición»,
el público, menos circunspecto (verdad es también
que con menos responsabilidad ante la historia del arte),
se entusiasmó desde luego y juró en masa que
«desde la
Tiplona acá no se había oído
prodigio por el estilo. La Gorgheggi era un ruiseñor;
y además, ¡qué guapa, qué amable, qué
atenta con el público, qué agradecida a los
aplausos!». Sí que era guapa; era una inglesa traducida
por su amigo Mochi al italiano, dulce y de movimientos suaves,
de ojos claros y serenos, blanca y fuerte; tenía una
frente de puras líneas, que lucía modestamente,
con un peinado original, en que el cabello, de castaño
claro y en ondas, servía de marco sencillo a aquella
blancura pálida, en que, hasta de día, como
pensaba Bonifacio, parecía haber reflejos de la luna.
Bonifacio vio dos actos de
La Extranjera la noche del estreno,
y con un supremo esfuerzo de la voluntad se arrancó
de las garras de la tentación y volvió al lado
de su esposa, de su Emma, que, amarillenta y desencajada
y toda la cabeza en greñas, daba gritos en su alcoba
porque su esposo
la abandonaba, acudiendo tarde, muy tarde,
media hora después de la señalada, a darle
unas friegas sin las cuales pensaba ella que se moría
en pocos minutos. Llegó Reyes, dio las friegas con
gran ahínco, en silencio, oyendo resignado los gritos,
mezclados de improperios, de su mujer, y pensando en la frente
y en la voz de la Gorgheggi y en el final de
La Extranjera, que estarían entonces cantando.
Y se acostó
Bonifacio, discurriendo: «¡Sí, es muy hermosa, pero
lo mejor que tiene es la frente; no sé lo que dice
a mi corazón aquella curva suave, aquella onda dulce!...
Y la voz es una voz... maternal; canta con la coquetería
que podría emplear una madre para dormir a su hijo
en sus brazos: parece que nos arrulla a todos, que nos adormece...
es... aunque parezca un disparate, una voz honrada, una voz
de ama de su casa que canta muy bien: aquella pastosidad, como dice el relator, debe de ser la que a mí me parece
timbre de bondad; así debieran cantar las mujeres
hacendosas mientras cosen la ropa o cuidan a un convaleciente...
¡qué sé yo!, aquella voz me recuerda la de
mi madre... que no cantaba nunca. ¡Qué disparates!
Sí, disparates para dichos, pero no para pensados...
En fin, ¿qué tengo yo que ver con ella? Nada. Probablemente
Emma no me dejará volver al teatro...». Y se durmió
pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi.
Al día
siguiente, a las doce de la mañana había ensayo,
y allí estaba Bonifacio, más muerto que vivo,
barruntando la escena que le preparaba, de fijo, su mujer,
a la vuelta. Se había escapado de casa. Y tenía
que confesarse que el placer de estar allí era mayor,
por lo mismo que era un acto de rebeldía su presencia
en tal sitio.
Los ensayos siempre habían sido el
encanto de Reyes. No se explicaba él bien por qué
los prefería a las funciones más solemnes y
magníficas. A su manera, venía a pensar esto:
«El teatro verdadero, el teatro por dentro, era el del ensayo;
a Reyes no le gustaba la ficción en nada, ni en el
arte; decía él que los tenores y tiples no
debían cantar delante de las candilejas, entre árboles
de lienzo y vestidos de percal ante un público distraído
y en una sala estrecha donde el aire era veneno; los tenores
y tiples debían andar, como los ruiseñores
o las sirenas, esparcidos por los bosques repuestos y escondidos,
o por las islas misteriosas, y soltar al aire sus trinos
y gorjeos en la clara noche de luna, al compás de
las melancólicas olas que batían en la playa,
y de las ramas de la selva que mecía la brisa...».
Bueno; pero ya que esto no podía ser, Bonifacio prefería
oír a los cantantes en el ensayo. Porque allí
veía al artista tal como era, no como tenía
que fingir que era. Por un instinto de buen gusto, de que
él no podía darse cuenta, lo que aborrecía
en las representaciones públicas era la mala escuela
de declamación, la falsedad de actitudes, trajes,
gestos, etc., etc., de los cómicos que iban por aquel
pobre teatro de provincia. En el ensayo no veía un
Nabucodonosor que parecía el rey de bastos, ni un
Atila semejante a un cabrero, sino un caballero particular
que cantaba bien y estaba preocupado de veras con sus cosas,
verbigracia, la mala paga, el mal tiempo que le tomaba la
voz, o el correo que le traía malas noticias. Bonifacio
amaba el arte por el artista, admiraba a aquella gente que
recorría el mundo sin estar jamás seguros del
pan de mañana, preocupados con los propios y los ajenos
gorgoritos. -¡Cómo hay valiente -pensaba él-,
que se decida a fiar su existencia del fagot, o del cornetín
o del violoncello, verbigracia, o de una voz de bajo segundo,
con veinte reales diarios, que es lo más bajo que
se puede cantar! Yo, por ejemplo, sería un flauta
pasable, pero ¡por cuanto hay no me atrevería a escaparme
de casa y a ir por esos mundos hasta Rusia, tapando huecos
en una orquesta! Acaso
a mi dignidad y a mi independencia
les estuviera mejor emprender esa carrera; pero ¡antes me
tiro al agua! El azar... lo imprevisto... el pan dudoso,
¡qué miedo! Y por lo mismo que él se creía
incapaz de ser artista, en el sentido de echar a correr sin
más que la flauta, por lo mismo admiraba más
y más a aquellos hombres, que eran indudablemente
de otra madera.
Ya la cualidad de extranjero, y aun la menos
extraordinaria de forastero, era para Bonifacio muy recomendable;
no ser de su pueblo, de aquel pueblo mezquino donde habían
nacido él y su mujer, constituía una ventaja;
ser de muy lejos era una maravilla... El mundo... el resto
del mundo ¡debía de ser tan hermoso! Lo que él
conocía era tan feo, tan poca cosa, que las bellezas
que había soñado y de que hablaban los versos
y los libros de aventuras, deberían de estar, de fijo,
en todos esos lugares desconocidos... En Méjico había
visto poco bueno; pero al fin Méjico había
sido colonia española, y se le había pegado
la pequeñez de por acá. El verdadero extranjero
era otro. Y de este venían los artistas, los cantantes...
Ser italiano, ser artista... ser músico, esto era
miel sobre hojuelas y néctar sobre la miel. Y cuando
el extranjero, el artista, el músico... era hembra,
entonces el respeto y admiración de Bonifacio llegaban
a ser religión, idolatría...
Por todo lo cual,
y por lo antes apuntado, prefería con mucho ver a
los cómicos tal como eran, a verlos pintados de reyes
o de sacerdotisas respectivamente. En el ensayo, en el ensayo
era donde se conocía al artista...
Entró en
el palco proscenio, a que estaban abonados desde tiempo inmemorial
sus amigos de la tienda de Cascos; era el más bajo
de los claros, que así se llamaba entonces a los que
después se denominó plateas, y tenía,
por ser de proscenio y estar medio escondido por una pared
maestra, el apodo vulgar de faltriquera (años adelante
bolsa). No había nadie en el palco. Reyes abrió
la puerta, procurando evitar el menor ruido. Para él
era el teatro el templo del arte, y la música una
religión. Se sentó con movimientos de gato
silencioso y cachazudo; apoyó los codos en el antepecho
y procuró distinguir los bultos que como sombras en
la penumbra cruzaban por el oscuro escenario. No había
entonces baterías de gas y no podía llevarse
la luz por delgados tubos, como años adelante se vio
allí mismo, a una altura discrecional; las humildes
candilejas alumbraban lo poco que podían, desde el
tablado, como estrellas... de aceite, caídas. A la
derecha del actor (así pensaba Reyes), alrededor de
una mesa alumbrada apenas por un quinqué de luz triste,
había un grupo de sombras que poco a
poco fue distinguiendo.
Eran el director de escena, el apuntador, un traspunte y
un hombre gordo y pequeño, de panza extraordinaria,
vestido con suma corrección, muy blanco, muy distinguido
en sus modales; era el signor Mochi, empresario y tenor primero...
y último de la Compañía. Otros grupos
taciturnos vagaban por el foro, eran los coristas: el cuerpo
de señoras estaba sentado en corro a la izquierda.
Donde quiera que se juntaban aquellas damas pálidas
y mal vestidas tendían, por la fuerza de la costumbre,
a formar arcos de círculo, semicírculos y círculos
según las circunstancias.
Reyes había leído
la
Odisea en castellano y recordaba la interesante visita
de Ulises a los infiernos; aquella vida opaca, subterránea
del Erebo, donde opinaba él que tanto debían
de aburrirse las almas de los que fueron, se le representaba
ahora al ver a los tristes cómicos, silenciosos y
vagabundos, cruzar el escenario oscuro, como espectros. Ya
sabía él que otras veces reinaba allí
la alegría, que aquello iría animándose;
pero había siempre en los ensayos cuartos de hora
tristes. Cuando al
artista no le anima esa especie de alcohol
espiritual del entusiasmo estético, se le ve caer
en un marasmo parecido al que abruma a los desventurados
esclavos del
hachís y del opio... Reyes
había
hecho a su modo un profundo estudio psicológico de
los pobres tenores ex notables que venían a su pueblo
averiados, como barcos viejos que buscan una orilla donde
morir tranquilos, acostados sobre la arena; también
sabía mucho de tiples de tercer orden que pretendían
pasar por estrellas: aunque era muy joven todavía
cuando había tenido ocasión de hacer observaciones,
la reflexión serena le había ayudado no poco.
Observaba compadeciendo, y compadecía admirando, de
modo que el análisis llegaba verdaderamente al alma
de las cosas. Lo que él no veía era el lado
malo de los artistas. Todo lo poetizaba en ellos. Los contrastes
fuertes y picantes de sus ensueños de gloria y de
su vida de bastidores con la mezquina prosa de una existencia
difícil, llena de los roces ásperos con la
necesidad y la miseria, le parecían a Reyes motivos
de poética piedad y daban una aureola de martirio
a sus ídolos.
Aquel día procuró, como
siempre, atraer hacia sí la atención de las
partes (el tenor, la tiple, el barítono, el bajo y
la contralto), y esto solía conseguirlo sonriendo
discretamente cuando algún cantante le miraba por
casualidad después de atacar con valentía una
nota, o de hacer cualquier primor de garganta, o también
después de decir un chiste.
Mochi, el tenor bajo
y gordo, era como una ardilla y hablaba más que un
sacamuelas, pero en italiano cerrado, y con suma elegancia
en los modales. Hablaba con el maestro director que se reía
siempre, y Reyes, que no entendía a Mochi, pero que
creía adivinarle, sonreía también. Como
no había nadie más que él en calidad
de mero espectador del ensayo, el tenor no tardó en
notar su presencia y sus sonrisas, y al poco rato ya le consagraba
a él, a Reyes, todos sus concetti. Tanto se lo agradeció
Bonifacio, que al tiempo de levantarse para salir del palco
deliberó consigo mismo si debía saludar al
tenor con una ligera inclinación de cabeza. Miró
Mochi a Reyes... y Reyes, poniéndose muy colorado,
sacudió su hermosa cabellera con movimientos de maniquí,
y se fue a su casa... impregnado del ideal.
-V-
Por la noche Emma le echó del seno del hogar por
algunas horas, y Bonifacio volvió al ensayo. Ahora
no estaba sólo en calidad de público; en todas
las faltriqueras había abonados, y en la de los tertulios
de Cascos se destacaba la respetable personalidad del Gobernador
militar, que honraba a aquellos señores aceptando
un asiento en lo oscuro. Reyes se sentó en primera
fila, y en cuanto Mochi miró hacia el palco, le saludó
con el sombrero. No contestó el tenor por lo pronto,
lo cual desconcertó al buen aficionado, principalmente
por lo que pensarían sus amigos; mas ¡oh gloria inmortal,
oh momento inolvidable!, al lado de Mochi, frente a la cáscara
del apuntador, había una mujer, una señora,
con capota de terciopelo, debajo de la cual asomaban olas
de cabello castaño claro y fino; y aquella mujer,
aquella señora que había notado el saludo
de Reyes, tocó familiarmente con una mano enguantada
en un hombro del tenor, y le debió de decir:
-En
aquel palco te han saludado.
Ello fue que Mochi se volvió
con rapidísimo gesto, vio a Reyes y se deshizo en
cortesías...
En el palco todos envidiaron aquello,
hasta el brigadier Gobernador militar de la provincia; y
más envidiaron la sonrisa con que la dama de la capota
se atrevió a acompañar el saludo de Mochi,
muy satisfecha, al parecer, de haberle advertido su distracción.
Reyes encontró en sus ojos la mirada de la Gorgheggi
-que no era otra la dama- y muchas veces, muchas, pensando
después en aquel momento solemne de su vida, tuvo
que confesarse que impresión más dulce ni tan
fuerte no la había experimentado en toda su juventud,
tan romántica por dentro.
«Una mirada así
-se dijo en aquel instante-, sólo puede tenerla una
extranjera que sea además artista. ¡Qué modestia
en el atrevimiento, qué castidad en la osadía!
¡Qué inocente descaro, qué cándida coquetería!...».
De las sonrisas y los saludos poco se tardó en pasar
a las buenas palabras: Bonifacio y otros señores de
su palco reían discretamente los chistes con que Mochi
se burlaba con disimulo
de la orquesta, que era indígena
y desafinaba como ella sola; un lechuguino, que tenía
fama de hacer grandes y muy valiosas conquistas entre bastidores,
se atrevió a servir de intérprete, a su modo,
entre el tenor y un trompa a quien el artista dirigió
una cortés reprimenda en italiano. No era que el lechuguino
supiera mucho de la lengua del Dante, pero sí lo suficiente
para comprender que al hablar de missure, Mochi se refería
a los compases; mas los conocimientos lingüísticos
del trompa no llegaban allí. Poco después Bonifacio
se arriesgó, poniéndose muy colorado, a traducir
otra observación humilde -esta de la Gorgheggi- al
idioma del trompa pertinaz, un hombre de tan mal genio como
oído; la tiple había hablado en español,
había dicho «compás» como, de hablar, podría
decirlo un canario; pero el hombre del bronce no había
querido entender tampoco; la traducción de Bonifacio
consistió en repetir a gritos las palabras de la cantante,
inclinándose desde el palco sobre la cabeza calva
del músico.
-¡Mil gracias... oh... mil gracias!,
había dicho la artista, despidiendo, entre miradas
y sonrisas, chispas de gloria para el corazón de Reyes,
que estuvo viendo candelillas un cuarto de hora. Le zumbaban
los oídos, y pensaba que si en aquel momento aquella
mujer le proponía
escaparse juntos al fin del mundo,
echaba a correr sin equipaje ni nada, sin llevar siquiera
las zapatillas; y eso que no concebía cómo
hombre nacido podía echarse por la mañana de
la cama y calzarse las botas de buenas a primeras. Siempre
que leía aventuras de viajes lejanos, grandes penalidades
de náufragos, misioneros, conquistadores, etc., etc.,
lo que más compadecía era la ausencia probable
de las babuchas.
Sin faltar a un solo ensayo, y yendo también
al teatro todas las noches de función en que podía
robar algunas horas a sus quehaceres domésticos, llegó
Bonifacio a intimar con las partes, como él decía,
de tal manera, que los amigos de la tertulia de Cascos llegaron
a suponerle en relaciones amorosas con la Gorgheggi.
-Yo
les digo a ustedes que la obsequia -aseguraba el relator.
-Yo sostengo que no la obsequia -decía el lechuguino,
envidioso.
La verdad era que la simpatía, y a los
pocos días la más cordial amistad, habían
llegado a tal punto entre Mochi y Bonifacio, que el tenor,
después de tomar juntos café una tarde, no
había vacilado en pedir al suo nuovo ma già
carissimo amico, duecento lire, o sean cuarenta duros en
el lenguaje que entendía
Reyes. Pidió el italiano
con tal sencillez y desenfado aquellos ochocientos reales,
acto continuo de haber contado una aventura napolitana que
le había costado cerca de dos mil duros, que Bonifacio
tuvo que decirse: «Para este hombre cuarenta duros son como
para mí un cigarrillo de papel; me ha pedido esos
cuartos como quien pide lumbre para el cigarro; lo que le
sobra a él, de fijo, es dinero; pero no lo tiene aquí,
en este momento; lo malo es que tampoco lo tengo yo. Pero
hay que buscarlo corriendo, no hay más remedio. Si
se lo doy, no me lo agradecerá, aunque bien sabe Dios
que no sé de dónde sacarlo; pero a él
¿qué? ¿Qué son ochocientos reales para este
hombre? En cambio, si no se los busco inmediatamente me despreciará,
me tendrá por un miserable... ¡Antes la muerte!».
Colorado como un pimiento declaró el español
que, por una casualidad que lamentaba, no traía consigo
aquella insignificante cantidad; pero que en un periquete
corría a su casa... que estaba muy cerca, y volvía
con los cuartos.
Y echó a correr sin oír las
palabras de Mochi que, por no molestarle, renunciaba al préstamo.
En efecto, la casa de Emma no estaba lejos; pero llegar
a ella, entrar, era más fácil que
volver al
teatro, al cuarto del tenor, con los cuarenta duros. ¿De
dónde iba a sacarlos el infeliz esclavo de su mujer?
¡Ay! ¡Con qué amargura contempló entonces,
por la primera vez, su triste dependencia, su pobreza absoluta!
No era dueño ni de los pantalones que tenía
puestos, y eso que parecía que habían nacido ajustados a sus piernas; ¡tan bien le sentaban! No tenía
dos reales que pudiera decir que eran suyos. ¿Qué
hacer? ¿Renunciar para siempre al ideal? Mochi le aguardaba
con aquellos ojos punzantes, risueños y maliciosos:
sin el dinero no se podía volver: detrás de
Mochi estaba la Gorgheggi, su discípula, su pupila.
Bien; puesto que no tenía aquellos cuarenta duros
ni de donde sacarlos, como no robase los candelabros de plata
que tenía delante de los ojos, sobre la mesa del despacho
(el despacho de D. Diego, que seguía siendo despacho sin adjudicación singular: el de don Juan Nepomuceno,
el de Emma, el de todos); como no tenía cuarenta duros
ni de donde le vinieran, renunciaría a su felicidad;
no volvería a presentarse ante los queridos amigos
italianos, ante los artistas sublimes, se sacrificaría
en silencio; cualquier cosa menos volver allá con
las manos vacías...
En aquel momento D. Juan Nepomuceno
se presentó en el despacho con un saquito de dinero
entre las manos; saludó a Reyes con solemnidad, y
se puso a contar pesos fuertes sobre la mesa; se trataba
de la renta de la Comuña, una casería que entregaba
limpios todos los años cuatro mil reales. Mientras
don Juan, sin hacer caso del importuno, iba haciendo pilas
de pesos en correcta formación hasta el punto de recordar
al pobre dilettante de todas las artes las ruinas de un templo
griego, Reyes pensaba:
-Esas columnas argentinas debía
formarlas yo: ¡yo debía ser el administrador de los
bienes de mi mujer!
Una ola de dignidad retrospectiva le
subió al rostro y le dio valor suficiente para decir:
-D. Juan, necesito mil reales.
Años después,
recordando aquel golpe de audacia, para el cual sólo
el amor podía haberle dado fuerzas, lo que más
admiraba en su temeraria empresa era el piquillo de su pretensión,
los doscientos reales en que su demanda había excedido
a su necesidad. «¿Por qué pedí mil reales en
vez de ochocientos?». No se lo explicó nunca.
D.
Juan Nepomuceno miró, sin contestar, a su afín.
¡Mil reales! Aquel mentecato se había vuelto loco.
-Sí, señor, mil reales; y no hace falta que
mi mujer sepa nada; yo se los devolveré a usted
mañana
mismo; se trata de sacar de un apuro a un amigo de la infancia...
paga segura...
-Amigo de la infancia... paga segura... No
lo entiendo.
Esto fue todo lo que dijo el tío administrador.
¿Cómo un amigo de la infancia de aquel pelagatos podía
ser paga segura? Esto quería dar a entender, y Bonifacio,
comprendiéndolo, rectificó:
-De la infancia...
precisamente... no... es uno de los amigos de la viuda de
Cascos...
Y se puso otra vez muy colorado.
D. Juan clavó
una mirada puntiaguda en los ojos claros... y turbados de
su afín; adivinó algo, echó sus cuentas
en un segundo, y, tomando dos montones de plata, se los puso
entre los dedos al pasmado Reyes, sin decir más que:
-Tome usted; son mil justos.
-Bueno, gracias. Mañana
mismo...
-Eso... allá usted.
-Y que Emma no sepa...
-Por ahora no hace falta que sepa nada.
-¿Cómo por
ahora?
-Y si usted reintegra a la caja (así hablaba
el tío) esa cantidad en breve, no sabrá nada
nunca.
-Bien, bien; mañana mismo.
Ni mañana,
ni pasado, ni al otro. Mochi recibió
sus doscientas
liras, como él las llamaba, con más expresivas
muestras de agradecimiento que esperaba su nuovo amico; pero
de devolución no dijo nada. ¡Cuáles serían
las emociones que se amontonaron en el pecho del pobre flautista
en aquellos días, que durante algunos, ni siquiera
pensó en la deuda ni en la promesa de reintegrar a
la caja aquellos cuartos, ni en el peligro de que se enterase
Emma de todo, ni siquiera en la existencia de Nepomuceno!
Con la generosidad de Reyes coincidió (pura coincidencia)
la mayor amabilidad de Serafina Gorgheggi. Por un privilegio,
de que gozaban muy pocos, a Bonifacio le consentía
el empresario permanecer entre bastidores durante la función.
Solía colocarse el buen flautista muy oportunamente,
pero como al descuido, en las entradas y salidas por donde
él sabía, gracias a los ensayos y al traspunte,
que tenía que pasar la tiple. Serafina siempre se
inmutaba al entrar en escena; él la animaba con una
sonrisa que ella parecía agradecerle con los ojos,
cariñosos, maternales, como pensaba el marido de Emma.
Cuando salía de la escena entre aplausos, por pocos
que fueran, veía a Reyes que batía palmas entusiasmado;
entonces sonreía ella, inclinaba la cabeza saludando
y pasaba discretamente cerca del infeliz enamorado. ¡Qué
perfume el que dejaba tras
de sí aquella mujer! Era
un perfume espiritual, según él; no se olía
con las groseras narices, sino con el alma.
Aquella noche,
la correspondiente al día del préstamo, Serafina
tuvo una ovación en el segundo acto, y salió
de la escena por la puerta lateral de una decoración
cerrada de modo que los bastidores dejaban en una especie
de vestíbulo, cerrado también por todos lados,
a Bonifacio, que aguardaba allí como solía;
para salir de aquella garita de lienzo, había que
levantar un cortinón pesado, que se usaba para el
foro en otras decoraciones. La Gorgheggi y su adorador se
vieron un momento solos en aquel escondite; ella, después
de saludar y sonreír al galán como solía,
radiante ahora de justa satisfacción por los aplausos
que aún resonaban allá afuera, se turbó
un punto, buscando con torpe mano el éxito de aquella
especie de trampa; y no lo encontró, como si anduviera
ciega.
No era Bonifacio hombre capaz de aprovechar ocasiones;
pero como si lo fuese y la hubiese aprovechado y se hubiera
arrepentido de la demasía, se echó a temblar
también; y se puso a buscar la puerta y tampoco supo
levantar el tapiz pesado al primer intento. En estas maniobras,
tropezaron los dedos de uno y otro; pero como él no
sabía qué decir y ella lo
comprendió
así, la tiple, por hablar algo, dijo:
-Il Mochi m'ha detto... Ah! siete un galantuomo...
Y aludió vagamente,
con delicadeza, al préstamo.
Serafina, inglesa, hablaba
italiano en los momentos solemnes, cuando quería dar
expresión de seriedad a sus palabras; ordinariamente
chapurraba español con disparates deliciosos. En inglés
no hablaba más que con Mochi.
-Señorita...
eso... no vale nada... Entre amigos... Ha estado usted sublime...
como siempre... Es usted un ángel, Serafina.
Sus
palabras le enternecieron, le sonaron a una declaración;
además, se acordó de su mujer y del mal trato
que le daba; ello fue que dos lágrimas como puños,
muy transparentes y tardas en resbalar, le saltaron de los
hermosos ojos claros; se quedó muy pálido y
daba diente con diente.
-Oh amico caro! -dijo ella con dulcísima
voz temblona-; come siete buono...
Y le cogió la
mano que andaba tropezando en la cortina, y se la apretó
con franca cordialidad.
-Serafina... yo no sé...
lo que me hago... usted creerá...
Ella no le contestó,
encontró la salida, levantó
el cortinón,
y con una mirada intensa, llena de caridad y protección,
le dijo que la siguiera. Pero Bonis no se atrevió
a traducir la mirada, y no siguió a la tiple. En cuanto
quedó solo en aquel escondite, sintió que las
piernas se le hacían ajenas, cayó sentado sobre
las tablas, casi perdió el sentido, y, como entre
sueños, oyó un silbido y voces y blasfemias
que sonaban en lo alto; cayó un telón a una
cuarta de su cabeza, desaparecieron algunos bastidores arrastrados,
y Reyes se vio entre un corro de tramoyistas y señoritas
que gritaban: ¡Un herido... un herido!... ¡Un telón
ha derribado a un caballero!
-¡Ah, el Sr. Reyes!...
-¡Reyes
herido!...
-¡Una desgracia!...
Antes que él pudiera
desmentir la noticia, había llegado al cuarto de Mochi
y al de la Gorgheggi.
Ambos acudieron a todo correr, asustados.
Serafina se puso en primera fila; y como Reyes, con el susto
que le habían dado los que le rodearon, y las emociones
anteriores, y la vergüenza de confesar la verdad, no
acababa de hablar, por contuso se le tuvo, se le supuso víctima
de un vahído, pues tan pálido estaba, y las
monísimas manos cuyo contacto de poco antes aún
sentía en la piel, las de la Gorgheggi,
le aplicaron
esencias a las narices y le humedecieron las sienes. Un minuto
después se vio sentado en el confidente de raso azul
que había en el tocador de la tiple. Reyes se dejó
compadecer, cuidar, mimar podría decirse, y no tuvo
valor para negar el accidente. ¿Cómo decir que se
había caído al suelo de gusto, de amor, no
derribado por aquella decoración de monte espeso?
Serafina parecía adivinar la verdad en los ojos de
su apasionado. Los curiosos los dejaron solos a poco; Mochi
no más entraba y salía, felicitándose
de que no hubiera habido una desgracia; y por fin se marchó
porque le llamaba el traspunte. La doncella de la Gorgheggi,
que era partiquina, tuvo que presentarse también en
escena; la tiple no cantaba hasta el final del acto.
Para
hacerle la operación peligrosa de la declaración, a lo que la ardiente inglesa estaba resuelta, tuvo que cloroformizarle
con miradas eléctricas y emanaciones de su cuerpo,
muy próximo al del paciente. Reyes, en efecto, allá
entre sueños, se dejó abrir el pecho, y habló
sin saber lo que decía, aturdido y hecho un mar de
lágrimas. La Gorgheggi, si hubiera sido más
observadora, hubiera podido aprender en aquella confesión
de su adorador lo que eran los Valcárcel y adónde
conducían los matrimonios
desiguales. Bonifacio en
aquel estado no era responsable de sus dichos ni de sus hechos;
y así, no se le pudo llamar traidor al pan que comía,
aunque habló de Emma, la llamó por su nombre
y tuvo que quejarse de la vida que semejante mujer le daba;
y aun aturdido y todo, medio loco, no maltrató a su
cónyuge; refirió los hechos tal como eran,
pero los comentarios fueron favorables a Emma; Serafina pudo
oír que aquella señora tenía gran talento,
imaginación, un carácter enérgico de
hombre superior; hubiera sido un gran caudillo, un dictador;
pero la suerte quiso que no tuviese a quien dictar nada,
a no ser a él, al pobre escribiente de D. Diego Valcárcel.
Ocho días pasaron sin que Mochi volviera a pedir
dinero a Reyes. Durante una semana se juzgó este el
hombre más feliz del mundo, a pesar de que jamás
había experimentado hasta entonces tantos y tan graves
apuros, acompañados de insufribles remordimientos
a ciertas horas. Fue en uno de aquellos tormentosos días
cuando pensó por vez primera en su vida que una pasión
fuerte todo lo avasalla, como había leído y
oído mil veces sin entenderlo. Se creía a veces
un miserable, el más miserable de todos los maridos
ordinariamente dóciles; y, a ratos, se tenía
por un héroe, por un hombre digno
de figurar en una
novela en calidad de protagonista.
De los cuarenta duros
no había vuelto a acordarse Mochi, ni Reyes se atrevió
a pedírselos; mas todas las noches, pasados pocos
días, los de ceguedad completa para todo lo que no
fuese el amor de la inglesa, al volver a casa temblando por
varios motivos, iba pensando en los mil reales de la renta
de la Comuña.
«¿Pero cómo reclamar aquel dinero
por cuyo préstamo su ídolo le había
llamado galantuomo?». Por cierto que, cuando podía
discurrir con alguna tranquilidad, Bonifacio extrañaba
un poco dos cosas: primera, pensaba que Serafina estuviese
enterada del favorcillo hecho a Mochi, a Julio, se decía
él; segunda, que ella hubiera dado a un servicio tan
insignificante tanto valor. «¿Habrá sido un pretexto
para provocar mi declaración? Eso debe de haber sido».
Las cavilaciones de Reyes en este punto no pasaron de ahí.
A los ocho días de la declaración, cuando
Julio se atrevió a pedirle dinero otra vez a Bonifacio,
los amores de este con la Gorgheggi no habían pasado
de los deliciosos preliminares que, por culpa del carácter
del varón que en ellos tenía interés,
amenazaban prolongarse indefinidamente.
En cuanto al segundo
préstamo, Bonifacio tuvo que confesarse a sí
mismo que lo había tomado por un escopetazo, y que
este era el apelativo que le había aplicado en sus
adentros.
Julio pidió cinco mil reales para pagar
a un bajo profundo que estaba mal con el público,
porque aplaudían más al bajo cantante que a
él, y dejaba la Compañía por tesón...
y, dicho fuera en secreto, por exigencias de los abonados.
No llegaba a cinco mil reales, ni con mucho, lo que había
que darle al bajo que se iba, pero... había que adelantarle
parte del sueldo a la notabilidad que venía a sustituirle...
en fin, ello eran cinco mil reales: la Empresa no los tenía
en aquel momento... pero la renovación del abono daría
un resultado seguro y... eran habas contadas. Y él,
Mochi, sonreía con la tranquilidad comunicativa con
que sonríe el titiritero sano y forzudo que hace trabajar
en lo alto de una percha a un pobre niño dislocado,
que en el programa se llama su hijo. «Esa sonrisa -pensaba
Reyes-, equivale a una hipoteca... pero no es confianza lo
que me falta a mí, sino dinero».
No se le ocurrió
pensar que negar aquel nuevo préstamo al tenor no
era desairar a la tiple: un secreto escozor, de que no quería
hacer caso, le decía siempre que entre los intereses
de la Gorgheggi y los de su maestro había una solidaridad
misteriosa. «Negarle ese dinero a él era negárselo
a ella», se decía sin poder remediarlo. «Y yo a ella...
en estas circunstancias, no puedo negarle nada, ni siquiera
lo que no tengo».
Pensó en D. Juan Nepomuceno, y
hasta entró en casa una noche con el propósito
de pedirle cinco mil reales. «Sí, no cabía
duda, hubiera sido el colmo del heroísmo. Yo le he
prometido a usted devolverle mil reales a las veinticuatro
horas de recibidos, ¿eh? ¿No es eso? Pues bien; aquí
me presento, a los ocho días, no a entregar esos cincuenta
duros, sino a pedir cinco veces otro tanto». ¡Absurdo! El
colmo del heroísmo, sí; pero absurdo.
Y se
acostó y apagó la luz, entregándose
a sus remordimientos, que ya iban siendo una costumbre casi
necesaria para conciliar el sueño. Antes de dormirse
resolvió esto: que, sucediera lo que sucediera, él,
Bonifacio Reyes, no pediría ni un cuarto más
al tío de su mujer. Pero como había prometido
llevar al teatro al día siguiente los cinco mil reales,
y lo había ofrecido con una petulancia que nunca se
perdonaría, sin titubear, como si lo que a él
le sobrara fueran miles de reales; como había que
buscarlos, no decía encontrarlos, buscarlos sin falta,
se levantó temprano y se dirigió... a
la plaza
de la Constitución, lugar de cita de todos los mozos
de cuerda del pueblo.
-¿Qué hago yo aquí?
-se dijo-. No parece sino que uno de estos gallegos me va
a prestar cinco mil reales por mi cara bonita-. Los barrenderos
levantaban nubes de polvo que un sol anaranjado teñía
del mismo color de la niebla que se arrastraba sobre los
tejados.
-Pues lo que es uno de estos señores de
escoba tampoco creo yo que me dé lo que necesito.
¿Qué hago yo aquí?
Y entonces vio que por
una calle estrecha, la de Santiago, subía D. Benito
el Mayor, escribano, hombre delgado y muy pequeño,
que venía soplándose las manos y traía
un rollo de papel debajo del brazo izquierdo. Le llamaban
D. Benito el Mayor para distinguirle de don Benito el Menor,
otro escribano, éste muy buen mozo, que se apellidaba
como el Mayor, García y García. Al pequeño
le llamaban el Mayor porque era el más antiguo o porque
era el más rico. Prestaba dinero a las personas distinguidas,
no era muy tirano en materia de réditos y plazos,
y su discreción y sigilo eran proverbiales en la provincia.
En cuanto Bonifacio reconoció al Mayor sintió
la súbita alegría que le proporcionaba siempre
la conciencia de una resolución irrevocable, en él
cosa rara. «Este es mi hombre -se
dijo-; la Providencia
me ha hecho madrugar hoy; por algo yo he venido a la plaza».
Media hora después, Reyes recibía trescientos
duros en oro, de manos de D. Benito, en el despacho de este,
sin más testigos que los libros del protocolo, que
siempre habían inspirado a Bonifacio una especie de
terror supersticioso.
D. Benito el Mayor tenía la
costumbre de coger por las orejas a sus parroquianos y clientes
a poca confianza que tuviera con ellos.
-Vamos a ver -dijo,
tentándole el pulpejo de la oreja izquierda a Bonifacio-;
ahora que ya tiene usted esos cuartos, sin más garantía
que un simple recibo... ahora que no puede usted sospechar
que hable por negarle este insignificante favorcillo, ¿me
permite usted que, sin ánimo de ofenderle, me atreva
a hacerme cruces, un millón de cruces, viendo al jefe
de la casa Valcárcel venir a pedirme prestados seis
mil reales?...
-Yo no soy jefe de la casa Valcárcel.
-Usted es el marido de la única heredera de Valcárcel...
y no hace cuatro días que yo he otorgado la escritura
de venta del famoso molino de Valdiniello; y usted lo sabe,
pues usted ha firmado, como era necesario, todos los documentos
que ha traído aquí D. Juan, su tío de
usted...
-Ni D. Juan es mi tío...
-Bien, de su
señora de usted; de usted por afinidad...
Ni yo he
firmado nada, iba a añadir Bonifacio; pero se contuvo
recordando que sí había firmado tal; pero había
firmado sin leer, sin enterarse, como sucedía siempre,
y esta humillación no se la podía confesar
al escribano.
Sin acabar la frase, y sin dar otras explicaciones,
salió de allí avergonzado, aturdido, como si
acabara de robarle aquel dinero a don Benito; y se fue derecho
al teatro.
El notario, al verle salir así, y pensando
mejor, se arrepintió de haber entregado aquellos cuartos
a semejante mamarracho. Algo sabía D. Benito, y aún
algos, del pito que tocaba Reyes en su casa; pero lo que
acababa de oír y lo que sospechaba le hacía
ver con claridad del mediodía: y de resultas de esta
clarividencia empezó a temer por su dinero. Pero le
tranquilizó enseguida el propósito de exigir
serias garantías al tío D. Juan, que, por las
señas, era el que mandaba en casa.
A Bonifacio aquel
día con las glorias se le fueron las memorias; entregó
cinco mil reales a Mochi, guardó los mil restantes
con el presentimiento de no sabía qué gastos
extraordinarios que tendrían que sobrevenir, y se
dejó asfixiar moralmente, como él decía
luego, por
el incienso con que el tenor le pagó,
por lo pronto, su generosidad caballeresca.
Por la noche
se cantaba el D. Juan, cosido a tijeretazos, y todavía
a las doce, después de recibir una ovación,
le duraba el agradecimiento y el entusiasmo al tenor, que
se encerró en su cuarto con su carísimo Reyes,
y en mangas de camisa y con un calzón de punto, de
seda color lila, muy ceñido, y en calcetines, apretaba
contra su corazón a su salvador, y le llenaba la cara
y el pelo de polvos de arroz, sin que ni uno ni otro se fijaran
en estos pormenores.
A las doce y media, a la luz de la
luna, en mitad de la plaza del Teatro, hablaban con el tono
de las confidencias misteriosas, íntimas e interesantes,
Serafina, Julio y Bonifacio. Julio juraba que Reyes tenía
el alma de artista, que si le vicende hubieran sido otras,
sin duda se hubiera aventurado a vivir del arte y sería
a estas horas un músico ilustre, un compositor, un
gran instrumentista, Dios sabía...
-Non è
vero, mia figlia?, con quel cuore ch'a questo' uomo... chi
sacosa sarebbe diventato!...
La
Gorgheggi decía con entusiasmo contenido:
-Ma
si babbo, ma si!...
Y pisaba con fuerza un pie de Bonifacio
que tenía debajo del suyo.
-«Babbo, figlia!» pensaba
el flautista; sí, en efecto, el trato de esta mujer
y de este hombre es el filial, es el amor de hija y padre...
El arte, por modo espiritual, los ha hecho padre e hija...
Y ya estimaba a Mochi como una especie de suegro artístico...
y ¡adulterino!
¡Aquello era felicidad! Él, un pobre
provinciano, ex escribiente, un trapo de fregar en casa de
su mujer; el último ciudadano del pueblo más
atrasado del mundo, estaba allí, a las altas horas
de la noche, hablando, en el seno de la mayor intimidad,
de las grandes emociones de la vida artística, con
dos estrellas de la escena, con dos personas que acababan
de recibir sendas ovaciones en las tablas... y ella, la diva,
le amaba; sí, se lo había dado a entender de
mil modos; y él, el tenor, le admiraba y le juraba
eterno agradecimiento.
A Mochi se le antojó de repente
volverse a contaduría, donde había dejado algún
dinero, y como no se fiaba de la cerradura... «Id andando»,
dijo, y echó a correr. La posada de la Gorgheggi y
de Mochi, que era la misma, estaba lejos; había que
seguir a lo largo todo el paseo de los Álamos para
llegar a la tal fonda. Serafina y Bonifacio echaron a andar.
A los tres pasos, en la sombra de una torre, ella se cogió
del brazo de su amigo sin decir palabra. Él se dejó
agarrar, como cuando Emma se escapó
con él
de casa. La Gorgheggi hablaba de Italia, de la felicidad
que sería vivir con un hombre amado y espiritual,
capaz de comprender el alma de una artista, allá,
en un rincón de verdura de Lombardía, que ella
conocía y amaba...
Hubo un momento de silencio. Estaban
en mitad del paseo de los Álamos, desierto a tales
horas. La luna corría, detrás de las nubes
tenues que el viento empujaba.
-Serafina -dijo Bonifacio
con voz temblona, pero de un timbre metálico, de energía,
en él completamente nuevo-; Serafina, usted debe de
tenerme por tonto.
-¿Por qué, Bonifacio?
-Por mil
razones... Pues bien... todo esto... es respeto... es amor.
Yo estoy casado, usted lo sabe... y cada vez que me acerco
a usted para pedirle que... que me corresponda... temo ofenderla,
temo que usted no me entienda. Yo no sé hablar; no
he sabido nunca; pero estoy loco por usted; sí, loco
de verdad... y no quisiera ofenderla. Lo que yo he hecho
por usted... no creí nunca poder atreverme a hacerlo...
Usted no sabe lo que es, no ha de saberlo nunca, porque me
da vergüenza decirlo... Yo soy muy desgraciado; nadie
me ha querido nunca, y yo no le encuentro sustancia, verdadera
sustancia, a nada de este mundo
más que al cariño...
Si me gusta la música tanto es por eso, porque es
suave, porque me acaricia el alma; y ya le he dicho a usted
que su voz de usted no es como las demás voces; yo
no he oído nunca -y va de nuncas- una voz así;
las habrá mejores, pero no se meterán por el
alma mía como esa; otros dicen que es pastosa... yo
no entiendo de pastas de voces; pero eso de lo pastoso debe
de ser lo que yo llamo voz de madre, voz que me arrulla,
que me consuela, que me da esperanza, que me anima, que me
habla de mis recuerdos de la cuna... ¡qué sé
yo!, ¡qué sé yo, Serafina!... Yo siempre he
sido muy aficionado a los recuerdos, a los más lejanos,
a los de niño; en mis penas, que son muchas, me distraigo
recordando mis primeros años, y me pongo muy triste;
pero mejor, eso quiero yo; esta tristeza es dulce; yo me
acuerdo de cuando me vacunaron; dirá usted que qué
tiene eso que ver... Es verdad; pero ya le he dicho que yo
no sé hablar... En fin, Serafina, yo la adoro a usted,
porque, casado y todo... no debía estarlo. No, juro
a Dios que no; nunca me he rebelado contra la suerte hasta
ahora; pero tiene usted la culpa, porque ha tenido lástima
de mí y me ha mirado así... y me ha sonreído
así... y me ha cantado así... ¡Ay, si usted
viera lo que yo tengo aquí dentro! Yo había
oído hablar de
pasiones; ¡esto es, esto es una pasión...
cosa terrible!, ¿qué será de mí en marchándose
usted? Pero, no importa; la pasión me asusta, me aterra;
pero, con todo, no hubiera querido morirme sin sentir esto,
suceda después lo que quiera. ¡Ay, Serafina de mi
alma, quiérame usted por Dios, porque estoy muy solo
y muy despreciado en el mundo y me muero por usted...!
Y
no pudo continuar porque las lágrimas y los sollozos
le ahogaban. Estaban casi sin sentido, en pie, en mitad del
paseo; deliraba; la luna y la tiple se le antojaban en aquel
momento una misma cosa; por lo menos, dos cosas íntimamente
unidas... Volvió a creer, como la noche del primer
préstamo, que le faltaban las piernas; en suma, se
sentía muy mal, necesitaba amparo, mucho cariño,
un regazo, seguridades facultativas de que no estaba muriéndose.
«Iba a ahogarse de enternecimiento; esa era la fija», pensaba
él.
La Gorgheggi miró en rededor, se aseguró
de que no había testigos, le brillaron los ojos con
el fuego de una lujuria espiritual, alambicada, y, cogiendo
entre sus manos finas y muy blancas la cabeza hermosa de
aquel Apolo bonachón y romántico, algo envejecido
por los dolores de una vida prosaica, de tormentos humillantes,
le hizo apoyar la frente
sobre el propio seno, contra el
cual apretó con vehemencia al pobre enamorado; después,
le buscó los labios con los suyos temblorosos...
-Un baccio, un baccio -murmuraba ella gritando con voz baja,
apasionada. Y entre los sueños de una voluptuosidad
ciega y loca, la veía Bonifacio casi desvanecido;
después no oyó ni sintió nada, porque
cayó redondo, entre convulsiones.
Cuando volvió
en sí se encontró tendido en un banco de madera,
a su lado había tres sombras, tres fantasmas, y del
vientre de uno de ellos brotaba la luz de un sol que le cegaba
con sus llamaradas rojizas. El sol era la linterna del sereno;
las dos sombras restantes la Gorgheggi y Mochi que rociaban
el rostro de su amigo con agua del pilón de la fuente
vecina...
-VI-
A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a
Bonifacio diciéndole que deseaba verle un señor
sacerdote.
-¡Un sacerdote a mí! Que entre.
Saltó
de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba;
no puede decirse a su gabinete, pues era de uso común
a todos los de casa. Atándose los cordones de la bata
saludó a un viejecillo que entraba haciendo reverencias
con un sombrero de copa alta muy grande y muy grasiento.
Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto
humilde y aun miserable.
Miraba a un lado y a otro; y, después
de los saludos de ordenanza, pues en tal materia no mostraban
gran originalidad ninguno de los interlocutores, el clérigo
accedió a la invitación
de sentarse, apoyándose
en el borde de una butaca.
-Pues -dijo-, siendo usted efectivamente
el legítimo esposo de doña Emma Valcárcel,
heredera única y universal de D. Diego, que en paz
descanse, no cabe duda que es usted la persona que debe oír...
lo que, en el secreto de la confesión... se me ha
encargado decirle... Sí, señor, a ella o a
su marido, se me ha dicho... y yo... la verdad... prefiero
siempre entenderme con... mis semejantes... masculinos, digámoslo
así. A falta de usted no hubiera vacilado, créame,
señor mío, en abocarme, si a mano viene, con
la misma doña Emma Valcárcel, heredera universal
y única de...
-Pero vamos, señor cura, sepamos
de qué se trata -dijo con alguna impaciencia Bonifacio,
que lleno de remordimientos aquella mañana, sentía
exacerbada su costumbre supersticiosa de temer siempre malas
noticias en las inesperadas y que se anunciaban con misterio.
-Yo exijo... es decir... deseo... no por mí, sino
por el secreto de la confesión... lo delicado del
mensaje...
El cura no sabía cómo concluir;
pero miraba a la puerta, que había quedado de par
en par.
Como su mujer dormía a tales horas, Bonifacio
no tuvo inconveniente en levantarse y
cerrar la puerta de
la estancia, pues no siendo Emma, nadie se atrevería
a pedirle cuenta de aquellos tapujos.
-Lo que usted quería
era esto, ¿verdad? -dijo con aire de triunfo, y como hombre
que manda en su casa y que puede a su antojo tener las puertas
de su gabinete abiertas o cerradas.
-Perfectamente, sí,
señor, eso; secreto, mucho secreto. De usted para
mí nada más... Después usted dará
cuenta de lo sucedido a su señora esposa... o no se
la dará; eso allá usted... porque yo no me
meto en interioridades... Al fin usted será, naturalmente,
el administrador de los bienes de su señora... y aunque
yo no sé si estos son parafernales o no... porque
no entiendo... y... sobre todo no me importa, y, al fin,
el marido suele administrarlo todo... eso es; tal entiendo
que es la costumbre... y como la ley no se opone...
-Pero,
señor cura, repare usted que yo no comprendo una palabra
de lo que usted me dice... Comience usted por el principio...
Sonrió el clérigo y dijo:
-Paciencia, señor
mío, paciencia. El principio viene después.
Todo esto lo digo para tranquilidad de mi conciencia. He
consultado al chico de Bernueces, que es boticario y abogado...
sin precisar el caso, por supuesto... y,
la verdad, me decido
a entregarle a usted los cuartos sin escrúpulos de
conciencia... Sí, usted, el marido, es la persona
legal y moralmente determinada, eso es, para recibir esta
cantidad...
-¡Una cantidad!
-Sí, señor, siete
mil reales.
Y el cura metió una mano en el bolsillo
interior de su larga y mugrienta levita de alpaca, y sacó
de aquella cueva que olía a tabaco, entre migas de
pan y colillas de cigarros, un cucurucho que debía
de contener onzas de oro.
Bonifacio se puso en pie, y sin
darse cuenta de lo que hacía, alargó la mano
hacia el cucurucho.
El cura se sonrió y entregó
el paquete sin extrañar aquel movimiento involuntario
del marido de la doña Emma, que recibía onzas
de oro sin saber por qué se le daban.
Mas Bonifacio
volvió en sí y exclamó:
-Pero ¿a santo
de qué me trae usted... esto?...
-Son siete mil reales...
-¿Pero de qué? Yo no soy... quien...
Iba a decir
que el que allí corría con las cuentas de todo
era D. Juan Nepomuceno; pero se contuvo, porque solía
darle vergüenza que los extraños conocieran esta
abdicación de sus derechos.
-¿Esto será alguna
deuda antigua? -dijo por fin.
-No señor... y sí
señor. Me explicaré...
-Sí, hombre,
acabemos.
-Estos siete mil reales... proceden... de una
restitución... sí, señor; una restitución
hecha en el secreto de la confesión... in articulo
mortis... La persona que devuelve esos siete mil reales a
los herederos, a la única y universal heredera de
D. Diego Valcárcel, esa persona ¿me comprende usted?,
no quiso irse al otro mundo con el cargo de conciencia de
esa cantidad... que debía... y que no debía...
es decir... yo... no puedo tampoco hablar más claro...
porque... la confesión, ya ve usted, es una cosa muy
delicada...
-Sí que es -exclamó Bonifacio,
que se había puesto muy pálido y estaba pensando
en lo que el cura de la montaña ni remotamente podía
sospechar.
-Sin embargo, yo... no debo... así, en
absoluto... omitir las circunstancias que explican, en cierto
modo, la cosa. Esto, me dije yo a mí mismo, es indispensable
para que los herederos, o la heredera, o quien haga sus veces,
admitan sin reparo esta cantidad, con la conciencia tranquila
de quien toma lo que es suyo. Pues, sí, señores,
de ustedes es... ya lo creo... Verá usted; es el caso
que... aquí hay
que omitir determinadas indicaciones
que no favorecen la memoria de...
-Del difunto.
-¿De qué
difunto?
-Del que restituye...
-No señor; del difunto...
de otro difunto. No me tire usted de la lengua, eso no está
bien.
-No, si yo no tiro... ¡Dios me libre! Ello será
que la casa Valcárcel prestó este dinero sin
garantías... y ahora...
El cura estaba diciendo que
no con la cabeza desde que Bonifacio había dicho casa.
-No, señor; no fue préstamo, fue donación
inter vivos.
-¿Y entonces?
-Entonces... no me tire usted
de la lengua. He dicho ya que la cosa no era favorable a
la memoria del difunto... X, llamémosle X, que en
paz descanse. Bueno, pues no me he explicado bien: es favorable
y no es favorable, porque en rigor... él es inocente,
en este caso concreto a lo menos; y además, aunque
no lo fuera... el que rompe paga... y él quería
pagar... sólo que no había roto... ¿Me explico?
-No, señor; pero no importa. No se moleste usted.
Al cura empezaba a parecerle un majadero el marido de la
doña Emma Valcárcel.
-¿Usted conoció...
trató al difunto... Don Diego?
-Sí, señor;
como que era mi suegro... quiero decir, mi principal.
-¿Si
estará loco, o será tonto este señorito?
-pensó el clérigo.
De repente se le ocurrió
una idea feliz.
-Oiga usted -exclamó-. Ahora se me
ocurre explicárselo a usted todo mediante un símil...
y de este modo... ¿eh?, se lo digo... y no se lo digo, ¿me
entiende usted?
-Vamos a ver -dijo Bonifacio, que apenas
oía, porque estaba manteniendo una lucha terrible
con su conciencia.
-Figurémonos que usted es cazador...
y va y pasa por una heredad mía; supongamos que soy
yo el otro; bueno, pues usted ve dentro de mi heredad un
ciervo, un jabalí... lo que usted quiera, una liebre...
-Una liebre -dijo Reyes maquinalmente.
-Va, y ¡pum!...
El fogonazo, remedado con mucha propiedad por el cura, hizo
dar un salto a Bonis, que estaba muy nervioso.
-Dispara
usted su escopeta y me...; no, no conviene que sea liebre;
es mejor caza mayor para mi caso; y cae lo que usted cree
robezo o ciervo...; pero no hay tal ciervo ni robezo, sino
que ha matado usted una vaca
mía que pastaba tranquilamente
en el prado. ¿Qué hace usted? En mi ejemplo, en mi
caso, pagarme la vaca por medio de una donación inter
vivos... importante siete mil reales. Yo me guardo los siete
mil reales y el chico, digo, la vaca. Pero ahora viene lo
mejor, y es que usted no ha sido el matador. El tiro no dio
en el blanco, el tiro de usted se fue allá, por las
nubes... Sólo que antes que usted, mucho antes, otro
cazador, escondido, había disparado también...
y ese fue el que mató la res, y se quedó con
ella y con los siete mil reales de usted. Pasa tiempo, muere
usted, es un decir, y muere también el otro; pero
antes de morir se arrepiente de la trampa, y quiere devolver
a los herederos de usted el dinero que, en rigor, no es suyo,
aunque usted se lo ha dado... inter vivos. (El cura daba
gran importancia a este latín, sin el cual no creía
bien explicada la idea de la donación.) ¿Eh, qué
tal, me ha comprendido usted?
Ni palabra. Bonifacio no comprendió
que se trataba de uno de aquellos agujeros de honor que D.
Diego había tapado con dinero. En este caso concreto,
como decía el cura, la lesión de honra no existía,
o, por lo menos, no era D. Diego el causante, y se le había
hecho pagar lo que no debía. La persona que había
lucrado,
gracias a la asustadiza conciencia del jurisconsulto,
siempre temeroso del escándalo, restituía a
la hora de la muerte, por miedo del infierno probablemente.
El cura creyó suficientes sus explicaciones; y, muy
satisfecho del símil, cuya exposición le había
hecho sudar, se limpiaba el cogote con su pañuelo
verde con rayas blancas, sin cuidarse ya de que aquel caballero,
que parecía tonto, hubiese comprendido o no... El
secreto de la confesión y la buena memoria de D. Diego
no le permitían a él ser más largo ni
más explícito.
Habló más, pero
sin nueva sustancia; insistió mucho en que aquello
debía quedar allí, y arrancó a Bonifacio
la palabra de honor de que sólo él y su señora,
si él lo creía decente, debían enterarse
de lo sucedido.
-Nadie más. Ya ve usted, es delicado...
y los maliciosos, sobre todo allá en el pueblo, si
saben que yo vine... y entregué... enseguida caen
en la cuenta. Mucho sigilo pues. Además, la misma
señorita... quiero decir, la señora de usted,
debe saber lo menos posible; podría cavilar... y las
mujeres, sobre todo las casadas, las cazan al vuelo, y podría
comprenderlo todo. «Mejor que tú, por lo que veo»;
añadió para sí.
Y salió el señor
cura de la montaña satisfecho
de sí mismo,
confiado en la palabra de honor de aquel señor soso
y casi tonto, que, a pesar de todo, tenía cara de
honrado y de persona formal.
-Se puede ser fiel a la palabra
y tener pocos alcances, se decía el clérigo
bajando la escalera.
A Bonifacio se le había ocurrido,
ante todo, ver en aquello que él llamaba casualidad
la mano de la Providencia. Pero acto continuo añadió
para sí: «La mano de la providencia... del diablo».
Porque lo primero que pensó hacer de aquel dinero
que le venía llovido del... infierno, fue llevárselo
a D. Benito el Mayor, para tapar aquel antro horrible de
la deuda, aquel agujero negro, por donde se escapaban las
furias del Averno (estilo Bonifacio), gritándole:
«Infame, adúltero, ¿qué has hecho de la fortuna
de tu mujer?». En vano la razón decía: «Ni
tú has sido adúltero hasta la fecha, a no ser
por palabra de presente, ni la fortuna de tu mujer está
comprometida por ese préstamo de seis mil reales,
aun suponiendo que los pagase ella». No importaba; los remordimientos,
o, más bien el miedo que tenía a Emma y a D.
Juan Nepomuceno, no le habían dejado dormir aquella
noche. Lo que él llamaba ser adúltero quedaba
en segundo lugar; alambicando mucho, a fuerza de sofismas,
tal vez encontraría medio
de disculpar a sus propios
ojos aquel amor ilegítimo... pero lo del dinero no
admitía excusas; él había pedido seis
mil reales a un prestamista, abusando del crédito
de su mujer. Esto era inicuo... y lo que era peor, muy expuesto
a una tragedia doméstica. La imaginación, la
loca de la casa, le ponía delante el cuadro aterrador:
«Emma saltaba de la cama con su gorro de dormir, pálida,
huesuda, echando fuego por los ojos y avanzaba en silencio
hacia él, estrujando en la mano temblorosa un recibo
que D. Juan Nepomuceno acababa de entregarle, impasible,
como siempre, envuelto en la dignidad de sus patillas. ¡Lo
sabía todo! Lo de los cincuenta duros, lo de los seis
mil reales y lo del paseo por la noche... ¡Entre el sereno
y Nepomuceno la habían puesto al cabo de la calle!
¡Qué horror! ¡Adónde puede llegar la fantasía!»,
pensaba Bonifacio temblando de pies a cabeza. Por fortuna
aquello no era más que un cuadro imaginado... Pero
la realidad podría llegar a parecérsele. Y
aquel señor cura se le presentaba con siete mil reales,
que él, Bonifacio, podría gastar en lo que
quisiera, sin que persona nacida lo estorbase ni lo supiese.
Es más, el secreto era allí lo principal. Y
¿cómo guardar el secreto haciendo ingresar aquellos
miles en lo que llamaba D. Juan Nepomuceno la caja? Ni el
cura ni el que restituía, honrado
penitente, sabían
que él, Bonis, allí no tocaba pito, ni administraba,
a pesar de lo que disponían ciertas leyes recopiladas,
según le habían asegurado; él, pese
a todas las leyes del mundo, no disponía de un cuarto,
y sólo servía para firmar como en un barbecho
cuantos papeles le presentaba el de las patillas. Pues bien;
siendo así, ¿cómo incorporar aquel dinero al
caudal de su mujer sin que nadie se enterase? Imposible.
Por este lado la conciencia le decía: «Haz de tu capa
un sayo». Pero emplear aquellos cuartos en su provecho, ¿no
era robar a su mujer? Sí y no. No, porque con ellos
iba a tapar una brecha abierta al crédito de la casa
Valcárcel. Ya se sabía que él no tenía
un cuarto, ni de dónde le viniera, y que D. Benito
el Mayor había prestado fiándose del capital
de Emma; más era; el mismo Bonifacio reconocía
que en su fuero interno siempre había pensado en pagar
con dinero de su mujer, aunque le asustaba pensar en el cómo
y cuándo. Por este lado no era robar lo que quería
hacer. Por otra parte, sí era robar; porque... porque
aquello era... un robo, un fraude o como se dijera, pero
ello era robar.
Satisfecho de sí mismo hasta cierto
punto, en medio de aquella desolación moral, contemplaba
la rectitud de su alma, que rechazaba sofismas vanos y gritaba:
«¡robar, robar!».
Lo cual no impidió que Bonis se
lavase y vistiera lo más de prisa que pudo y saliese
de casa sin ser visto ni oído, con ánimo de
estar de vuelta antes que Emma despertase.
«Estas cosas
hay que hacerlas así, iba pensando por la calle. Si
vacilo, si me estoy días y días dándome
jaqueca con la idea de que esto es un crimen... a lo mejor
viene el trueno gordo, D. Benito se cansa de esperar, Nepomuceno
se entera del caso y... primero morir; cien veces la muerte
y el infierno. A pagar, a pagar. ¿No quería secreto
el señor cura? Pues ya verá qué secreto.
Y soy un ladrón, no cabe duda, un ladrón...
Sí, pero ladrón por amor». Esta frase interior también le satisfizo y tranquilizó un poco.
«¡Ladrón por amor!». Estaba muy bien pensado. Llegó
al portal de la casa del escribano. «¿Subiría? Sí;
en último caso, si lo que iba a hacer era un verdadero
delito, su honradez heredada, la fuerza de la sangre, limpia
de todo crimen, el instinto del bien obrar, en suma, le impedirían
llevar a cabo lo que intentaba. Se le trabaría la
lengua o se le doblarían las piernas, como en recientes
aventuras de otra índole; si nada de esto le sucedía,
no debía de haber tal crimen ni tales alforjas».
D. Benito estaba en pie en medio de su despacho oscuro, de
techo bajo; estaba rodeado de escribientes que trabajaban
en vetustos
escritorios forrados de muletón verde.
Los libros del protocolo, macizos y graves, de lomo pardo,
estaban allí, con la solemnidad misteriosa que tal
pavor supersticioso infundía en el alma romántica
y nada jurisperita de Bonis.
El notario se acercó
a su amigo el Sr. Reyes y le frotó las orejas con
ambas manos como para entrar en calor. Fingimiento inverosímil,
pues estaba la atmósfera que ardía, según
el otro.
-¿Qué hay, perillán? ¿A qué
viene usted aquí? ¿A robarme tiempo, eh? Pues me lo
pagará usted en dinero, porque el tiempo es oro. Y
se reía D. Benito, encantado con su propia gracia.
-Sr. García, quisiera hablar con usted dos palabras...
Bonifacio hizo un gesto que pedía una entrevista
a solas.
D. Benito, cogiendo al deudor por las solapas del
gabán, le llevó tras de sí a un gabinete
contiguo, cuyas paredes estaban ocultas también por
estantes, continuación del protocolo. Allí
estaban los libros de siglos pasados. «¡Dios mío,
pensaba sin querer Bonis, bien antiguos son estos líos
del papel sellado y las triquiñuelas de los escribanos!».
Sin saber por qué, se acordó de haber oído
describir las bodegas
de Jerez y las soleras de fecha remota,
que ostentaban en la panza su antigüedad sagrada. «¡Qué
diferencia, pensó, entre aquello y esto!».
D. Benito
le volvió a la realidad.
-Vamos a ver, señor
mío, desembuche usted...
«Solos estamos los dos,
solos delante del cielo...».
¡Je, je!...
El notario,
después de declamar aquellos dos versos de una comedia
de aficionados, muchas veces representada en el pueblo porque
era de hombres solos, dio una palmadita en el vientre a Reyes;
y de pronto se quedó muy serio, muy serio, sin decir
palabra, como dando a entender: «Soy todo oídos; basta
de chistes; aquí tiene usted al representante de la
fe pública, o al prestamista sin entrañas,
lo que usted quiera».
-Sr. García, vengo a pagar
a usted aquel piquillo...
-¿Qué piquillo?
-Los seis
mil reales que usted tuvo la amabilidad...
-¿Qué
amabilidad?, quiero decir, ¿qué seis mil reales?...
Usted no me debe nada.
-¡Qué bromista es usted! -dijo
Bonis, que
más estaba para recibir los Santos Sacramentos
que para chistes.
Y se dejó caer en una silla y empezó
a contar onzas sobre una mesa.
Aquel dinero le quemaba los
dedos, pensaba él, o debía quemárselos.
La verdad era que la operación material de contar
el dinero la hizo con bastante tranquilidad, muy atento sólo
a no equivocarse, como solía; porque el reducir aquello
a miles de reales, le parecía cálculo superior
a sus fuerzas ordinarias.
D. Benito le dejaba hacer, estupefacto,
o tal vez por el gusto de amateur. Era indudable que el espectáculo
del oro le quitaba siempre la gana de bromear. Fuese por
lo que fuese, la presencia del dinero siempre era cosa muy
seria.
-Aquí están los seis mil; cámbieme
usted esta...
-Pero... -a D. Benito se le atragantó
algo muy serio también-; pero... ¿qué está
usted haciendo ahí, criatura?... ¿No le digo... a
usted que... ya no me debe nada?
-Sr. García... celebraría
estar de buen humor para poder seguírselo a usted...
-¡Señor diablo!, le digo a usted que ayer mismo me
he reintegrado de esa cantidad insignificante.
-¿Ayer?...
usted... ¿quién?...
Lo que tenía atravesado
en la garganta el
escribano había saltado sin duda
al gaznate de Reyes, porque el infeliz se atragantó
también.
-A ver, D. Benito, explíquese usted...
¡por los clavos de Cristo!...
-Muy sencillo, amigo mío.
Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan Nepomuceno, su tío
de usted...
-No es mi tío...
-Bueno... su...
-Bien,
adelante; el tío... ¿qué?
-Pero hijo, ¿qué
le pasa a usted? Está usted palidísimo, le
va a dar algo, ¿será el calor? Abriré aquí...
-No abra usted... hable, hable; el tío... ¿qué?
-Pues nada; que hablando de negocios, vinimos a parar en
las probabilidades del resultado de esa industria que van
a montar ustedes con el dinero de las últimas enajenaciones.
-¿Una industria? Que vamos a montar... ¿nosotros?...
-Sí,
hombre, la fábrica de productos químicos.
-¡Ah!, sí, bien; ¿y qué?
Bonifacio había
oído en casa, a los parientes de su mujer, algo de
productos químicos, pero no sabía nada concreto.
-¡Al grano! -dijo más muerto que vivo.
-Yo... con
la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor...
pariente si el dinero que usted acababa de tomar, honrándome
con su confianza, era para los gastos primeros... para algún
ensayo; para muestras de... qué sé yo...; en
fin, que se me había metido en la cabeza que era para
la fábrica. D. Juan... me miró con aquellos
ojazos que usted sabe que tiene. Tardó en contestarme;
noté eso, que tardaba en hablar. En fin, encogiendo
los hombros, me dijo: «Sí, efectivamente, para gastos
preliminares, de preparación... pero tengo orden,
ahora que me acuerdo, de pagar a usted inmediatamente ese
dinero». Yo, la verdad, extrañaba que haciendo tan
pocas horas que usted había recogido los cuartos...
pero a mí, ¿quién me metía en averiguaciones?,
¿no es eso? En fin, que nos citamos para esta su casa a las
diez de la noche, y a las diez y cuarto estaba aquí
D. Juan Nepomuceno con seis mil reales en plata. Esta es
la historia.
¡Aquella era la historia!, pensó Reyes
desde el abismo de su postración. Estaba aturdido,
se sentía aniquilado. El tío lo sabía
todo... y ¡había pagado! ¿Y Emma? Al acordarse de
su mujer experimentó aquella ausencia de las piernas,
sensación insoportable que nunca faltaba en los grandes
apuros.
Callaban los dos. El notario comprendió
que allí había gato encerrado; «algún
misterio de familia», pensaba él. Pero como había
cobrado su dinero, de lo que estaba muy contento, como se
había reintegrado, sabía contener su curiosidad,
que dejaba paso a la más exquisita prudencia. Allá
ellos, se decía, y seguía callando.
Rompió
el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral:
-Si usted
hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua.
-Con mil amores.
Una maritornes sucia y muy gorda presentó
el agua con un panal de azúcar cruzado sobre el vaso.
-Gracias; sin azúcar. Nunca tomo azúcar en
el agua. Gracias.
Esto lo decía Bonis con los ojos
estúpidos clavados en el rostro risueño y soez
de la moza; lo decía con una voz y un tono como los
que emplean los cómicos al despedirse del pícaro
mundo al final de un tercer acto, cuando están con
el alma en la boca y un puñal en las entrañas.
El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse
y despedirse. No pensó en dar explicaciones ni disculpas.
Su silencio era muy ridículo, es claro. ¿Qué
estaría pensando
aquel señor? Lo menos, que
él estaba loco. Bien, ¿y qué? Valiente cosa
le importaba en aquel momento a Bonis que se riera de él
el mundo entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis
mil reales! Esto, esto era lo terrible. ¿Volvería
a casa? ¿Se escaparía?
Viéndole tan conmovido,
D. Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra más
sobre el asunto misterioso; sin tirarle de las orejas ni
andarse con cuchufletas, le despidió muy serio, con
rostro compungido como acompañándole en una
desgracia tan respetable cuanto desconocida para él;
y después de conducirle hasta el primer tramo de la
escalera, se volvió a su despacho. Sólo entonces
se le ocurrió esta diabólica idea:
-Aquí
hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si...
es una hipótesis, si hubiera podido haber un medio...
así... verosímil... legal... de... de cobrar
yo mis seis mil reales, al tío primero, y después
otros seis mil al sobrino... Disparate, absurdo; corriente;
pero hubiera tenido gracia.
Y dando un patético suspiro,
se frotó las manos; y renunciando al ideal de cobrar
dos veces, no pensó más en aquello y volvió
a sus negocios.
En cuanto a Reyes, al llegar al portal,
donde trabajaba y comía un zapatero de viejo,
tuvo
varias ideas y un desmayo. Las ideas fueron las siguientes:
«Ese farsante de ahí arriba me ha engañado,
he debido tener valor para acogotarle, o, por lo menos, para
decirle cuántas son cinco. Miente como un bellaco;
el tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor no
se fiaba de mí; me conoció en la cara que yo
no podía sacar de ninguna parte seis mil reales y
se fue al otro... y cantó... Verdad es que yo no le
había encargado el secreto. Pero se suponía
que lo necesitaba; debía de conocérseme en
la cara; y a él acudí por su fama de discreto,
de hombre de mucho sigilo... Voy a volver arriba a matarle,
exprofeso...».
Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió
absoluta necesidad de dejarse caer. Cayó sentado en
el portal y se le fue la cabeza. El zapatero acudió
en su auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió,
como la noche anterior, que le regaban la cara con agua fresca.
Y medio delirando, dijo:
-Gracias... sola, sin azúcar.
-VII-
Dio expresivas muestras de gratitud al zapatero, que se
ofreció a acompañarle a su casa y salió,
sacando fuerzas de flaqueza, a paso largo, sin saber adónde
iba. «Yo debía tirarme al río», se dijo. Pero
enseguida reflexionó que ni por aquella ciudad pasaba
río alguno, ni él tenía vocación
de suicida. Pasó junto al café de la Oliva,
donde solía tomar Jerez con bizcochos algunos domingos,
al volver de misa mayor, y el deseo de un albergue amigo
le penetró el alma. Entró, subió al
primer piso, que era donde se servía a los parroquianos.
Se sentó en un rincón oscuro. No había
consumidores. El mozo de aquella sala, que estaba afinando
una guitarra, dejó el instrumento, limpió la
mesa de Reyes y le preguntó si quería el Jerez
y los bizcochos.
-¡Qué bizcochos!, no, amigo mío.
Botillería,
eso tomaría yo de buena gana.
Tengo el gaznate hecho brasas...
El mozo sonrió compadeciendo
la ignorancia del señorito. ¡Botillería a aquellas
horas!
-Ya ve usted... botillería a estas horas...
-Es verdad... es un... anacronismo. Además, el helado
por la mañana hace daño. Tráeme un vaso
de agua... y échale un poco de zarzaparrilla.
Debe
advertirse que Bonifacio y el mozo, al hablar de botillería, estaban pensando en el helado de fresa que allí, en
el café de la Oliva, se hacía mejor que en
el cielo, en opinión de todo el pueblo.
Servido Reyes,
el mozo volvió a su guitarra, y después de
templarla a su gusto, la emprendió con la marcha fúnebre
de Luis XVI.
Al principio Bonis saboreaba la zarzaparrilla
inocente sin oír siquiera la música. Pero la
vocación es la vocación. Al poco rato «su espíritu
se fue identificando con la guitarra». La guitarra, para
Bonis, era a los instrumentos de música lo que el
gato a los animales domésticos... El gato era el amigo
más discreto, más dulce, más perezosamente
mimoso... la guitarra le acariciaba el alma con la suavidad
de la piel de gato, que se deja rascar el lomo.
Las trompetas
y tambores que imitaban las cuerdas, ya tirantes, ya flojas,
le hicieron a
Reyes ponerse en el caso del rey mártir;
y se acordó de la frase del confesor: «Nieto de San
Luis, sube al cielo». Lo había leído en Thiers
en la traducción de Miñano. Muy a su placer
se sintió enternecido. Sabía él que
sólo el sentimentalismo podía darle la energía
suficiente, o poco menos, para afrontar su «terrible» situación
cara a cara con todos los suyos, o, mejor dicho, todos los
de su mujer.
Sí, era preciso armarse de valor, ir
al suplicio con el espíritu firme del desgraciado
rey mártir. Para él era el suplicio la presencia
de Emma y de Nepomuceno.
El guitarrista dejó a Luis
XVI en el panteón, y saltó a la jota aragonesa.
Se lo agradeció Bonis, porque aquello edificaba;
era el himno del valor patrio. Pues bien, lo tendría,
no patrio, sino cívico... o familiar... o como fuese;
tendría valor. ¿Por qué no? Es más,
pensó que su pasión, su gran pasión,
era tan respetable y digna de defensa como la independencia
de los pueblos. Moriría al pie del cañón,
a los pies de su tiple, sobre los escombros de su pasión,
de su Zaragoza...
-No disparatemos, seamos positivos -se
dijo.
Y se llevó las manos a los bolsillos con gesto
de impaciente incertidumbre... ¿Si habría dejado aquellas
onzas en casa del infame?...
No... estaban allí,
en el bolsillo interior del gabán... ¡lo que era el
instinto! No recordaba cómo ni cuándo las había
recogido y envuelto otra vez en su cucurucho.
Después
que palpó su tesoro, empezó a sentirlo por
el peso, peso que le oprimía dulcemente el pecho.
Daba el dinero, aunque pareciera mentira a un ser tan romántico,
daba cierto calorcillo suave. «¡Siete mil reales!» se decía;
y experimentaba consuelo en sus tribulaciones; y sobre todo
le animaba la conciencia de un valor cívico que nacía
de la presión de aquellas onzas... ¡Oh! Es indudable
lo que dice el catedrático de economía y geografía
mercantil en la tienda de Cascos: «La riqueza es una garantía
de la independencia de las naciones». Si estos siete mil
reales fueran míos, yo afrontaría con menos
miedo mi terrible situación. Huiría al extranjero;
sí, señor, me escaparía... ¡Y si ella
me acompañaba! ¡Oh!... ¡Qué felicidad!... Juntos...
en aquel rincón de Toscana o de Lombardía que
ella conoce. Pero ¡ay!, siete mil reales eran muy pequeña
cantidad para compartirla con una dulce compañera.
En realidad, ¡qué pobre había sido él
toda la vida! Había vivido de limosna... y quería
ser amante de una gran artista llena de necesidades de lujo
y de fantasía... ¡Miserable!... Se puso colorado recordando
ciertas
reticencias maliciosas y alusiones tan embozadas
como venenosas de sus amigos envidiosos. El día anterior,
el lechuguino, que en vano había querido conquistar
a la Gorgheggi, había dicho en la tienda de Cascos:
-Estos señores creen que usted se entiende con la
tiple, Sr. Reyes; pero yo defiendo la virtud de usted...
y le ayudo en su campaña para desarmar la calumnia.
Y mi argumento es este: «El Sr. Reyes sabe que una mujer
de estas es muy cara, y él no ha de querer arruinarse
y arruinar a su mujer por una cómica. Y sin regalos,
y de los caros, es ridículo obsequiar a una artista
de tales pretensiones. Es usted demasiado discreto».
La
verdad era que si hasta la fecha no había necesitado
más dinero que el prestado a Mochi, en adelante, si
aquellas relaciones se formalizaban... Sí, era indispensable
disponer de cuatro cuartos. Por muy desinteresada que se
quisiera suponer a Serafina, y él la suponía
todo lo desinteresada que puede ser la mujer ideal (el bello
ideal), era indudable que si seguían tratándose
y crecía la intimidad, llegarían ocasiones
en que alguno de los dos tendría que pagar algo, hacer
algunos gastos... y el ideal no llegaba al punto de exigir
que pagase la mujer. No, tendría que pagar él.
Pero ¿con qué? «Con el dinero que tenía en
el bolsillo».
Esto le dijo la voz de la tentación,
pero la voz de la honradez, antipática por cierto,
contestó: «¡Ese dinero no es tuyo!». La guitarra,
que seguía hablando al alma de Bonis, se inclinaba
al partido de la tentación. La música le daba
energía y la energía le sugería ideas
de rebelión, deseo ardiente de emanciparse... ¿De
qué? ¿De quién? De todo, de todos; de su mujer,
de Nepomuceno, de la moral corriente, sí, de cuanto
pudiera ser obstáculo a su pasión. Él
tenía una pasión, esto era evidente. Luego
no era rana, por lo menos tan rana como años seguidos
había pensado.
Salió del café en un
arranque de actividad que le sugirió también
la energía reciente, y tomó el camino de su
casa dispuesto a afrontar la situación y a no soltar
los cuartos por lo pronto. Es claro que él acabaría
por hacer ingresar aquellos siete mil reales en caja; pero,
¿cuándo? No corría prisa.
Como en la calle
ya no oía la guitarra del mozo del café, se
le empezó a aflojar el ánimo, y sin darse clara
cuenta de sus pasos, en vez de entrar en su casa se encontró
en el vestíbulo del teatro. Era hora de ensayo. Allí
estaría Serafina de fijo. Tampoco le desagradó
aquel cambio instintivo de rumbo. Era otra prueba de que
estaba muy enamorado.
Siempre había leído
que los buenos amantes, en casos análogos, hacían
lo que él, seguir el misterioso imán del amor.
¡Oh!, y lo que él necesitaba era estar bien seguro
de que experimentaba una pasión fatal, invencible.
Averiguado esto, todas las consecuencias, fatales también,
las reputaba legítimas.
Ocho días después
Bonis no se conocía a sí mismo, y se alegraba:
es más, ni pensaba en conocerse.
Serafina era suya,
y él, por supuesto, era de Serafina, hasta donde podía
serlo aquel mísero esclavo de su mujer. Caricias como
las de la italiana-inglesa, Reyes ni las había soñado.
«¡Nunca creí que el placer físico pudiera llegar
tan allá!», se decía saboreando a solas, rumiando,
las delicias inauditas de aquellos amores de artista. Sí,
ella se lo había asegurado, el amor de los artistas
era así, extremoso, loco en la voluptuosidad; pasaba
por una dulcísima pendiente del arrobamiento ideal,
cuasi místico, a la sensualidad desenfrenada...
En
fin, él veía visiones; pero ¡qué hermosas,
qué sabrosas! Tenía que confesar que «la parte
animal, la bestia, el bruto, estaba en él mucho más
desarrollado de lo que había creído». No pensaría
Bonis que el inofensivo flautista que olía a aceite
de almendras, tenía dentro de sí aquel turcazo
voluptuoso que se dejaba
querer al estilo artístico-oriental
tan ricamente. Y, sin embargo, el alma, el espíritu
puro, velaba, ¡sí, velaba!, y Serafina era la primera
en mantener aquel fuego sagrado de la poesía. «¡Besos
con música! El que no sabe lo que es esto no sabe
lo que es bueno. Niego que haya moralista con derecho a reprenderme
por mi pasión, si el tal nunca ha gustado esta delicia,
¡besos con música!...». Pero el mayor encanto, el
éxtasis de la dicha, estaba en otra parte; en la íntima
alegría del orgullo satisfecho.
-Serafina me ama,
me ama; estoy seguro; llora de placer en mis brazos, no hay
fingimiento, no; en la escena no sabe hacerlo tan bien; me
quiere de veras, le gusto, le gusto como físico y
como moral, digámoslo así.
¿Y dónde
cabría mayor gloria que gustarle a ella, a la mujer
soñada, a la que él amaba como amante y madre
y musa en una pieza?
Lo cierto era que la Gorgheggi, corrompida
en muy temprana juventud por Mochi, su maestro y protector,
se vengaba de su tirano y de la pícara suerte, y no
sabía de quién más, arrojándose
a la mayor torpeza, al desenfreno loco en los amores temporeros
que su infame corruptor y amante insinuaba, favorecía
y explotaba.
Mochi había seducido a su discípula
para dominarla; mucho tiempo creyó tener en ella
una gloria futura y una renta de muchos miles de liras, que
pronto se empezarían a cobrar. La corrompió
para unirla a su suerte; después, cuando el desencanto
llegó, las frías lecciones de la realidad le
hicieron ver que se había equivocado, que a su hermosa
discípula la faltaba algo y la faltaría siempre
para llegar a verdadera estrella... le faltaba la voz y la
flexibilidad suficiente de garganta. Tenía mucho gusto,
sentía infinito, en el timbre había una extraña
pastosidad voluptuosa, que era lo que llamaba Bonis voz de
madre; sí, hablaba aquel timbre de salud, de honradez,
de discreción femenina, de dulzura doméstica;
pero... era poca voz para los grandes teatros. Y, además,
se movía poco la garganta: como una virgen demasiado
gruesa se parece a una matrona, la voz de la Gorgheggi tenía,
siendo ella aún muy joven, un enbonpoint, decía
Mochi, que la quitaba la agilidad, la esbeltez... En fin,
ello era que, a pesar de estar él seguro de que allí
había un corazón y un talento de gran artista
y un timbre originalísimo, seductor... no teníamos
verdadera estrella de primera magnitud. Esta convicción
que adquirió antes Mochi, llegó al cabo a la
conciencia de Serafina; mas fue el secreto mutuo, si vale
decirlo así, de que jamás se hablaba. Fue la
tristeza común quien los unió más que
su
trato amoroso y sus intereses; pero fue también
el origen y causa permanente de ocultos rencores, de humillaciones
viles. Mochi, por amor propio, por vanidad de hombre de negocios,
no quiso dar su brazo a torcer, confesarse que se había
equivocado uniéndose a Serafina para explotarla. ¿No
era una gran artista? Pues era mediana, y era además
una mujer muy hermosa, y, más que hermosa, seductora.
Pensando, como en una prueba de habilidad, en que no se había
casado con ella, en que podía separarse de su negocio
en cuanto fuese gravoso, se atrevió a comerciar con
su hermosura y él mismo le puso delante la tentación.
Serafina, la primera vez que cayó en ella, cayó,
como tantas otras, seducida por la vanidad, por la lujuria
exaltada de la mujer de teatro, por el interés: su
primer amante, a quien quiso un poco, de quien estuvo muy
orgullosa, fue un General francés, Duque, millonario.
La venganza que Mochi se reservó para hacer pagar
a su discípula la infidelidad espontánea, que
él mismo había provocado, pero que le dolía,
fue dejarla ver que él lo sabía todo y que
el Duque era su mejor amigo y protector. Los regalos que
Serafina ocultaba no eran la mitad del provecho que de tales
relaciones había sacado la compañía.
Siempre sereno, siempre risueño, feroz y cruel
en
el fondo, Mochi hizo comprender a su amiga que aquella tolerancia
del maestro continuaría, y que era indispensable para
tener nivelados los presupuestos de la sociedad. Lo que no
hacía falta era explicarse directamente; lo que allí
hubiera sido repugnante, según el tenor, era un pacto
explícito; no hacía falta. Además, él
continuaba siendo amante de su discípula, y por rachas
le entraba un verdadero amor a que ella debía corresponder,
o fingirlo a lo menos. Pero lo principal era lo principal,
y cuando se presentaba un partido, Mochi se reducía
al papel de marido que no sabe nada; esto ante Serafina;
ante el nuevo galán no era ni más ni menos
que para el público, el maestro, il babbo adoptivo.
El segundo devaneo de Serafina, en Milán, ya no fue
espontáneo. Aceptó como aceptaba una contrata
en un teatro, porque lo exigía el otro, Mochi. También
ella creía de buen gusto guardar las formas; hacía
como que engañaba a su amante y director artístico.
Y algo le engañaba, porque, vengándose a su
vez de aquel miserable comercio a que se la condenaba, daba
a entender a Mochi que sólo por interés y obediencia
aceptaba los galanteos provechosos, y que en el fondo sólo
a su maestro quería.
Mochi creía algo de esto.
«Sí, ella me quiere
ya; y me quiere a mí sólo:
si no fuera así, se escaparía; con los demás
finge por interés y por obedecerme».
Lo cierto era
que la Gorgheggi no amaba a su tirano y le había sido
infiel de todo corazón desde la primera vez; pero
al verse vendida, le dolió el orgullo; creía
que Mochi estaba loco por ella, y cuando advirtió
que era cómplice de sus extravíos, lo cual
demostraba que no había tal pasión por parte
del tenor, se sintió más sola en el mundo,
más desgraciada, y experimentó el despecho
de la mujer coqueta que, sin querer ella, desea que la adoren.
Aquel comercio infame la dolía más que la repugnaba;
en su vida de teatro, en la que entró ya seducida,
enamorada del vicio, no había tenido ocasión
de adquirir nociones de dignidad ni de amor puro; aquella
mezcla del amor y el interés le parecía sólo
producto de su oficio; que la hermosura tenía que
ser el complemento del arte para ganar la vida, lo admitía,
sobre todo desde que ella misma estuvo convencida de que
jamás llegaría a ser prima donna assolutissima
en los grandes teatros.
Pero lo que lastimaba lo que llamaba
ella su corazón, era la complicidad de Mochi. «Yo
hubiera hecho lo mismo sola y él hubiera conservado
mi respeto y mi amistad y mis caricias
cuando las quisiera,
y el provecho de estas infidelidades mías también
se habría repartido. ¿Qué falta hacía
que él se mezclase en esto? No me dice nada, pero
me empuja, me echa en brazos de los que debiera considerar
como rivales...».
Y esto era lo que ella quería que
él pagase. ¿Cómo? Suponía la Gorgheggi
que aunque él no estuviera ya enamorado, se creía
querido todavía; y engañarle, arrojarse con
ardor al vicio, al amor lucrativo; remachar los besos que
vendía, era su venganza.
Eso hacía, sin darse
cuenta de que tomaba parte en aquellos furores de lubricidad
con aires de pasión, la lascivia, la corrupción
de su temperamento fuerte, extremoso y de un vigor insano
en los extravíos voluptuosos. Se entregaba a sus amantes
con una desfachatez ardiente que, después, pronto,
se transformaba en iniciativa de bacanal, es más,
en un furor infernal que inventaba delirios de fiebre, sueños
del hachís realizados entre las brumas caliginosas
de las horribles horas de arrebato enfermizo, casi epiléptico.
Cuando su cuerpo macizo y bien torneado, suave y palpitante,
cayó en los brazos de Bonifacio Reyes, ya estaba ella
un poco cansada de aquella campaña terrible de su
venganza, pero todavía sus arrebatos eróticos
eran manjar muy superior al estómago empobrecido
por tibias aguas cocidas del mísero escribiente de
D. Diego.
Él estaba pasmado, además de vivir
en perpetua embriaguez, casi en alucinación constante.
Creía sentir aquellas caricias sin nombre (él
a lo menos no sabía cómo llamarlas), a todas
horas, en todas partes; se le figuraba estar bañándose
todo el día en los besos de Serafina; la veía,
la oía, la olía, la palpaba en todas partes,
hasta en el cuarto de Emma, entre las medicinas y mal olientes
intimidades de la esposa enferma y poco limpia. Le extrañaba
a veces que su mujer no conociese que la otra estaba allí,
entre los dos, más cerca de él que ella misma.
«¡Qué mujer! -pensaba el infeliz a cualquier hora,
en cualquier parte-. ¡Quién había de imaginar
que había mujeres así! ¡Oh!... todo esto es
el arte... sólo una artista puede querer en esta forma
tan... deliciosamente exagerada».
Lo que más picante
le parecía, lo que venía a remachar el clavo
de la felicidad, era el contraste de Serafina, quieta, cansada
y meditabunda, con Serafina en el éxtasis amoroso:
esta mujer, toda fuego, que asustaba con sus gritos y sus
gestos de furiosa de amor; que hablaba, mientras acariciaba,
con una voz ronca, gutural, que parecía salir de la
faringe
sin pasar por la boca, y que decía cosas
tan extrañas, palabras que, aunque pareciera mentira,
aún eran excitantes en medio de los hechos más
extremosos de la pasión; esta mujer, diablo de amor,
cuando el cansancio material irremediable sobrevenía
y llegaban los momentos de calma silenciosa, de reposo inerte,
tomaba aire, contornos, posturas, gestos, hasta ambiente
de dulce madre joven que se duerme al lado de la cuna de
un hijo. Las últimas caricias de aquellas horas de
transportes báquicos, las caricias que ella hacía
soñolienta, parecían arrullos inocentes del
cariño santo, suave, que une al que engendra con el
engendrado. Entonces la diabla se convertía en la
mujer de la voz de madre, y las lágrimas de voluptuosidad
de Bonis dejaban la corriente a otras de enternecimiento
anafrodítico; se le llenaba el espíritu de
recuerdos de la niñez, de nostalgias del regazo materno.
Cuando, al separarse, ella recomponía su tocado,
con ademán tranquilo, familiar, echaba a la cabeza,
en posturas de estatua, sus brazos de Juno, sonreía
con reposada placidez, dejando los rizos de la sonrisa rodar
en su boca y sus mejillas, como la onda amplia de curva suave
y graciosa del mar que se encalma; pensaba, mirando el rostro
pálido del aturdido amante, más muerto que
vivo a fuerza de emociones, pensaba en Mochi y se decía:
-¡Si le dijeran a ese miserable lo dichoso que acaba de
ser este pobre diablo! Todo, todo por venganza. ¡Él
cree que este infeliz tiene que contentarse con desabridas
caricias; no sospecha que le estoy matando de placer y que
va a morir entre delicias!
Bonis también creía
que aquella vida no era para llegar a viejo; pero, a pesar
de cierto vago temor a ponerse tísico, estaba muy
satisfecho de sus hazañas. Se comparaba con los héroes
de las novelas que leía al acostarse, y en el cuarto
de su mujer, mientras velaba; y veía con gran orgullo
que ya podía hombrearse con los autores que inventaban
aquellas maravillas. Siempre había envidiado a los
seres privilegiados que, amén de tener una ardiente
imaginación, como él la tenía, saben
expresar sus ideas, trasladar al papel todos aquellos sueños
en palabras propias, pintorescas y en intrigas bien hilvanadas
e interesantes. Pues ahora, ya que no sabía escribir
novelas, sabía hacerlas, y su existencia era tan novelesca
como la primera. Y buenos sudores le costaba, porque había
ratos en que su apurada situación económica,
sus remordimientos y sus miedos sobre todo, le ponían
al borde de lo que él creía ser la locura.
No importaba; la mayor parte del tiempo estaba satisfecho
de sí mismo. Aquella ausencia de
facultades expresivas,
que según él era lo único que le faltaba
para ser un artista, estaba compensada ahora por la realidad
de los hechos; se sentía héroe de novela; no
había sabido nunca dar expresión a lo que era
capaz de sentir; mas ahora él mismo, todos sus actos
y aventuras, eran la viva encarnación de las más
recónditas y atrevidas imaginaciones. Y si no, se
decía, no había más que repasar su existencia,
fijarse en los contrastes que ofrecía, en los riesgos
a que le arrastraba su pasión y en la calidad y cantidad
de esta. Emma, cada día más aprensiva y más
irascible, exigente y caprichosa, había llegado a
complicar el tratamiento de sus enfermedades reales e imaginarias
hasta el punto de que, el mismo Bonifacio, a pesar de su
gran retentiva y experiencia, había necesitado recurrir
a un libro de memorias en que apuntaba las medicinas, cantidades
de las tomas y horas de administrarlas, con otros muchos
pormenores de su incumbencia. Como la enferma no estaba muy
segura de padecer todos los males de que se quejaba, temerosa
muchas veces de que las pócimas recetadas no fuesen
necesarias dentro del estómago y acaso sí perjudiciales,
prefería por regla general el uso externo, con lo
cual se aumentaban las fatigas del cónyuge curandero,
porque todo se volvía untar y frotar el
cuerpo delgaducho
y quebradizo, quejumbroso y desvencijado, de su media naranja
o medio limón, como él la llamaba para sus
adentros; porque los desahogos de Bonis eran de uso interno,
al contrario de lo que sucedía con las medicinas de
su mujer. Pulgada a pulgada creía conocer el antiguo
escribiente la superficie de aquel asendereado cuerpo de
su mujer, donde él daba friegas con fuerza y con delicadeza a un tiempo, según lo exigía la paciente, esparcía
ungüento con justicia distributiva, amoroso tacto, pulcritud
y suavidad; así como en la región del pecho,
y en la espalda y sobre el hígado había pasado
un pincel impregnado de yodo. Antojábasele aquel mísero
conjunto de huesos y pellejo y de importunas turgencias,
edificio ruinoso que el dueño defiende contra la piqueta
municipal a fuerza de revoques de cal y manos de pintura
y recomposición de tejas. «¡Ay!, en vano la retejo,
y la unto, y la froto, y la pinto; esta mujer mía
hace agua por todas partes, y el viento de la ira entra en
ella por mil agujeros; esta destartalada máquina,
inútil para mí, en cuanto legítimo esposo,
sirve sólo, y servirá tal vez muchos años,
para albergue del espíritu sutil de la discordia y
de la contradicción: poca materia necesita el ángel
malo para encaramarse en ella como un buitre en una horca,
un búho en un torreón escueto
y abandonado,
y desde su miserable guarida hacerme cruda guerra».
Lo cierto
era que Bonis exageraba, lo mismo que en el lenguaje, en
los achaques de su mujer. Emma, que había estado en
peligro de muerte meses antes, poco a poco se reponía,
y la nueva energía que iba adquiriendo empleábala
en inventar más exigencias, más achaques y
en procurarse unturas que no la comprometían a estar
enferma de verdad, y en cambio habían llegado a ser
para ella una segunda naturaleza; no se sentía bien
sin grasa alrededor del cuerpo, sin algodón en rama
aplicado a cualquier miembro; y en cuanto al resquemillo
del yodo y a las cosquillas del pincel, habían llegado
a ser uno de sus mejores entretenimientos. Todo ello servía
para multiplicar los trabajos de Reyes, su responsabilidad
y alarde de paciencia. Aquella resignación de su marido
llegó a ser tan extremada, que a Emma acabó
por parecerle cosa sobrenatural y diole mala espina. No sabía
por qué le olía mal aquella sumisión
absoluta; tiempo atrás, antes de sufrir las últimas
humillaciones, protestaba tímidamente por medio de
observaciones respetuosas; pero ahora, ni eso: callaba y
untaba. A un insulto, a una provocación, respondía
con una obra de caridad de las que inmortalizaban a un santo;
allí hacía falta, no sólo el sacrificio
del corazón, sino el del estómago, pues todo
se sacrificaba. Bonis no tenía ni amor propio ni náuseas;
el olfato parecía haber desaparecido con el sentimiento
de la propia dignidad. ¿Qué era aquello? Lo que antes
era para la esposa autocrática la única gracia
de su marido, ahora comenzaba a convertirse en motivo de
sospechas, de cavilaciones. ¿Por qué calla tanto?
¿Por qué obedece tan ciegamente? ¿Es que me desprecia?
¿Es que encuentra compensación en otra parte a estos
malos ratos? Un día Emma, a gatas sobre su lecho,
se recreaba sintiendo pasar la mano suave y solícita
de su marido sobre la espalda untada y frotada, como si se
tratase de restaurar aquel torso miserable sacándole
barniz. «¡Más, más!», gritaba ella, frunciendo
las cejas y apretando los labios, gozando, aunque fingía
dolores, una extraña voluptuosidad que ella sola podía
comprender.
Bonis, sudando gotas como puños, frotaba,
frotaba incansable, con una sonrisa poco menos que seráfica
clavada en el apacible rostro: sus ojos, azules y claros,
muy abiertos, sonreían también a dulces imágenes
y a deleitosos recuerdos. En vano Emma refunfuñaba,
se quejaba, le increpaba y con palabras crueles le ofendía;
no la oía siquiera; cumplía su deber y andando.
Volvió ella la cabeza hacia arriba, y al ver
la
expresión de beatitud de aquella cara, quedose pasmada
ante semejante alarde de paciencia y humildad absoluta.
-A este algo le pasa, algo muy raro... Parece más
tonto que de costumbre, y al mismo tiempo en esa cara hay
una expresión que yo no he visto nunca.
-¿Sabes que
andas distraído, joven?
Aquel joven era la tremenda
ironía de la mujer que, viéndose mustia y enfermiza,
recordaba al tierno esposo que él envejecía,
gracias, no sólo a los años, sino también
a los disgustos de aquella servidumbre conyugal.
El joven
no contestaba cosa de sustancia y entonces ella le miraba
de hito en hito, y daba vueltas alrededor de él, para
ver si por algún lado estaba abierto y se le veía
el secreto que debía de tener entre pecho y espalda.
Después le olfateaba. Le daba el corazón que
por el olfato habían de empezar los descubrimientos...
¿A qué olía aquel hombre? Olía a ella,
a los ungüentos con que la frotaba, al espliego y alcanfor
de su jurisdicción ordinaria. «Habrá que olerle
cuando venga de fuera, de la calle». Y le despachó,
como casi siempre, con cajas destempladas.
Emma dormía
mucho, y aun despierta tenía necesidad de estar completamente
sola muchas horas, porque además de las intimidades
a que podía y debía asistir Bonifacio, había
otras más recónditas que no podía presenciar
ni el marido; eran unas las del tocador, secreto de secretos,
y otras misteriosas manías de cuya existencia no quería
ella que supiese nadie. Añádase a esto que
había conservado la mala costumbre de soñar
despierta horas y horas en su lecho, antes de levantarse,
y en tales deliquios de la pereza, así como en las
frecuentes rachas de murria, Emma no toleraba la presencia
de ningún semejante. Por todo lo cual, Bonis, a pesar
de la estricta sujeción de sus tareas de marido enfermero,
tenía por suyo mucho tiempo; el caso era ser exacto
a las horas de servicio; de las demás no pedía
cuentas el tirano. Todas las que, tiempo atrás, vivía
Reyes olvidado por el mundo entero, sin tener que dar noticia
de su empleo a nadie, a fuerza de ser él persona insignificante,
ahora las dedicaba, siempre que había modo, a su amor.
Veía a Serafina en el teatro, en la posada y en los
largos paseos que daban juntos por parajes muy retirados
o lejos de la ciudad.
Aquel día, después de
lavarse bien con esponjas grandes y finas, género
de limpieza que había aprendido observando a la Gorgheggi
en su tocador, salió saltando las escaleras de dos
en dos.
Y se decía: «¿Qué me importa ser
aquí esclavo y oler a botica que apesto, si en otra
parte soy dueño del más hermoso imperio, árbitro
de la voluntad más digna de ser rendida, y me aguarda
lecho de rosas y de aromas, que no sé si serán
orientales, pero que enloquecen?».
Seguro estaba Bonis de
que era aquel vivir suyo un rodar al abismo; que no podía
parar en bien todo aquello era claro; pero ya... preso por
uno... y además, en los libros románticos,
a que era más aficionado cada día, había
aprendido que a «bragas enjutas no se pescan truchas»; que
un hombre de grandes pasiones, como él estaba siendo
sin duda, y metido en aventuras extraordinarias, tenía
que parar en el infierno, o, por lo menos, en las garras
de su mujer y en un corte de cuentas de D. Juan Nepomuceno.
Al pensar en D. Juan tembló de frío, porque
se acordó de que los siete mil reales de la restitución
providencial habían ido evaporándose, hasta
quedar reducidos, en el día de la fecha, a dos mil.
Lo demás había parado en manos de Serafina,
ya en forma de regalos, ya en dinero, pues cierta clase de
gastos indispensables no había tenido valor para hacerlos
por sí mismo, temiendo que el secreto de sus amores
pudiera ser conocido y divulgado por los comerciantes. ¿Con
qué cara iba él a pedir en una tienda de su
pueblo polvos de
arroz de los más finos, ligas de
seda, medias bordadas y pantalones de mujer con el jaretón
por aquí o por allá?
En cuanto a Mochi, no
se había vuelto a acordar para nada de dinero, ni
para pedirlo, ni para pagar lo que debía. «En la cuestión
de cantidades» no quería pensar Reyes; se figuraba
que toda la deuda del Estado era cosa suya, la debía
él. ¡Primero mil reales, después seis mil,
ahora los siete mil de la restitución... el mundo,
el mundo entero en forma de guarismos! No, no contaba él
así; no se representaba las cantidades fijas, ni menos
la suma de todas; él recordaba que primero había
prestado lo que no tenía; después muchísimo
más, y, por último, que había cometido
el gran sacrilegio de profanar una cantidad sagrada, producto
del secreto del confesonario, empleándola en un corsé
regente, en unos búcaros con chinos pintados, en sortijas,
flores y pantalones de señora... ¡Horror! «Sí,
horror, pero ¿y qué se le iba a hacer? Preso por uno...
Aquella misma atrocidad de haber gastado tanto dinero que
no era suyo demostraba la intensidad, la fuerza irresistible
de su pasión. Pues adelante». Cierto era que quedaba
el rabo por desollar. D. Juan Nepomuceno le tenía
cogido por las narices, y podía hacer de él
lo que le viniese en voluntad.
Poco a poco la figura de
Nepomuceno, del odiado y odioso Nepomuceno, había
ido creciendo a los ojos de la imaginación espantada
de Bonis; sobre todo, las patillas cenicientas, en que el
desgraciado veía el símbolo de todas las matemáticas
aplicadas a la hacienda, el símbolo de los aborrecibles
intereses materiales, del negocio, de la previsión
y del ahorro... y la trampa si a mano viene; aquellas patillas
habían subido, tocado las nubes, y en el inmenso abismo
hundían los lacios hilos grises de sus puntas. ¡Rayo
en ellas! Bonis, que amaba las letras, aborrecía los
guarismos, y en punto a aritmética, decía él
que todo lo entendía menos la división; aquello
de calcular a cuántos cabían tantos entre tantos,
siempre había sido superior a sus fuerzas; al llegar
a lo de tantos entre tantos no caben (o no cogen, como él
solía decir), sudaba y se volvía estúpido
y sentía náuseas; pues bien, Nepomuceno, sólo
con su presencia, hasta en idea, le producía el mismo
efecto que una división en que sobraba algo; no le
cogía el tal Nepomuceno.
Y eso que el muy taimado
callaba como un bellaco. Ni una palabra le había dicho
después de haber descubierto y pagado el préstamo
famoso de D. Benito. Es claro que tampoco Bonis había
abordado la cuestión; en este particular estaba el
escribiente como el condenado
a muerte que, con los ojos
tapados, aguarda el golpe del verdugo, y con gran sorpresa,
pero sin perder el miedo, siente que el tiempo pasa y el
golpe no llega. De otra manera también se figuraba
su situación Reyes, fecundo siempre en alegorías
y toda clase de representaciones fantásticas; se figuraba
que a sus pies había una gran mina, que él
estaba seguro de que el fuego había prendido en la
mecha... ¿Por qué no venía el estallido? ¿Se
había mojado la pólvora? ¿Se había mojado
la mecha? No; él estaba convencido de que Nepomuceno
estaba seco y bien seco; sería que la mecha era más
larga que él había pensado; el fuego iba dando
rodeos, pero el estallido vendría, ¡no podía
faltar! Aun así, daba gracias a Dios por aquel plazo,
que le permitía entregarse a su gran pasión
sin complicaciones económicas, que todo lo hubieran
aguado.
Llegó Bonis al ensayo oliendo a agua de colonia,
risueño y arrogante hasta el punto que él podía
serlo. Gran algazara había en el escenario. Aquel
día era de los de sol allí dentro, a pesar
de que poca luz podía entrar hasta la escena y la
sala por las puertas de los palcos y los ventiladores del
techo; el sol que vio allí Reyes era un sol moral (quería decirse que todos estaban contentos); Mochi
había pagado y las rencillas habían concluido,
o, por lo menos,
quedaban escondidas; el barítono
embromaba a la contralto, el director de orquesta al bajo,
Mochi a una señora del coro, y la Gorgheggi iba y
venía repartiendo sonrisas y saludos con voz de pájaro;
para todos tenía inocentes coqueterías, agasajos
de voz y de gesto: para los de la escena, para los señores
de las bolsas o faltriqueras, y hasta para tal o cual músico
que había desafinado o perdido el tiempo. Serafina,
radiante, se lo perdonaba con una interjección o una
inclinación de cabeza, y cargaba con la responsabilidad.
Tal vez el director decía: «¡Cristo!» y miraba con
fingido enojo al trompa, y entonces ella encogía los
hombros y mordía la punta de la lengua con picardía
de colegiala, para decir enseguida, llena de abnegación:
-Maestro, maestro... senti, non e'colpevole, questo signore,
sono io.
¡Qué música de voz! ¡Qué corazón!,
pensaba Bonis, que entraba en el palco de sus amigos.
-VIII-
En el café de la Oliva se dispuso cierta noche una
cena para doce personas, en el comedor de arriba; un cuarto
oscuro que a los calaveras del pueblo y al amo del establecimiento
les parecía muy reservado, y muy misterioso, y muy
a propósito para orgías, como decían
ellos.
El camarero de la guitarra y otros dos colegas se
esmeraban en el servicio de la mesa, porque eran los de la
ópera los que venían a cenar; y... ¡colmo de
la expectación!, se aguardaba también a las
cómicas; vendrían la tiple, la contralto, una
hermana de esta y la doncella de Serafina, que en los carteles
figuraba con la categoría dudosa de otra tiple.
El
único profano a quien se invitó fue Bonifacio;
él, lleno de orgullo artístico, pero recordando
que la hora señalada para la tal cena
era de las
que su esposa le tenía embargadas para las últimas
friegas, ofreció ir a los postres y al café,
reservándose el cuidado de echar a correr a su tiempo
debido. No sabía que a lo que él iba era a
pagar. Esto lo supo después, cuando, ebrio de amor
y un poco de benedictino non sancto, había caído
en el panteísmo alalo a que le llevaban todos los
entusiasmos de su organismo, más empobrecido de lo
que prometían las buenas apariencias de su persona.
Llegó cuando los músicos y cantantes saboreaban
el ponche a la romana que Mochi había incluido en
la lista de la cena. Fue recibido con una aclamación,
en que tomaron parte las señoras. Sin saber cómo,
y cuando la emoción producida por tal recibimiento
aún le tenía medio aturdido, se vio Reyes al
lado de su ídolo, Serafina, que había comido
mucho y bebido proporcionadamente. Estaba muy colorada y
de los ojos le saltaban chispas. En cuanto tuvo junto a sí
a Bonis, le plantó un pie encima, un pie sin zapato,
calzado con media de seda.
-¡Nene -dijo acercándole
la cara al oído-, apestas a colonia!
Y le azotó
un tobillo, por encima del pantalón, con el pie descalzo.
Bonis se ruborizó no por lo del pie, sino por lo de
la colonia;
aquel olor era el rastro de su esclavitud doméstica.
«Si yo no oliese a colonia, ¡a qué olería!»
pensó. Pero olvidó enseguida su vergüenza
al oír a Serafina que, quedándose muy seria,
con la voz algo ronca con que le hablaba siempre en la intimidad
de su pasión, le dijo, otra vez, al oído casi:
-Acércate más, aquí nadie ve nada...
ya todos están borrachos.
Y sin esperar respuesta,
y antes que Bonis se moviese, ella, bruscamente, sin levantarse,
hizo que su silla chocara con la del amante, y ambos cuerpos
quedaron en apretado contacto. El olor a colonia desapareció,
como deslumbrado por el más picante y complejo, que
era una atmósfera casi espiritual de Serafina; aquel
olor a perfumes fuertes, pero finos, mezclado con el aroma
natural de la cantante, era lo que determinaba siempre en
Bonis las más violentas crisis amorosas. Perdió
el miedo, aturdido por aquella proximidad ardiente y olorosa
de su amada, y como si esto fuera escasa borrachera, se dejó
seducir por las tretas de Mochi, que le invitaban sin cesar
a beber de todo. Bebió Reyes ponche, champaña,
benedictino después, y ya, sin conciencia despierta
para reprobar las demasías que se permitían
el barítono y la contralto
y alguna otra pareja,
consintió en brindar, por último, cuando de
todas partes salían exclamaciones que le invitaban
a desahogar su corazón en el seno de aquella amistad
artística, «no por nueva, pensaba él, menos
firme y honda».
Borracho del todo nunca lo había
estado Bonifacio; un poco más que alegre, sí,
aunque no muchas veces; y en tales trances era cuando se
le soltaba la lengua un poco, y decía aproximadamente
algo parecido a lo mucho que le bullía en el pecho.
Consultó con los candorosos ojos a su amada si haría
bien o mal en brindar; la Gorgheggi aprobó el brindis
con un apretón de manos subrepticio, y el flautista
frustrado se levantó entre aplausos.
-Señoras
y señores -dijo con una copa de agua en la mano-,
es tanto mi agradecimiento, es tal la emoción que
me embarga, que... lo digo yo y no me arrepiento, yo, Bonifacio
Reyes, pago todo el gasto... eso es, toda la comida y toda
la bebida... botillería inclusive... Benito (a un
camarero), ya lo oyes, todo esto es cuenta mía. (Bravos
y exclamaciones. Mochi sonreía satisfecho, como pudiera
estarlo un profeta que ve cumplida su profecía.) Yo
lo pago todo, y no hay que preguntarme de dónde salen
las misas. Preso por uno, preso por ciento,
y uno... eso
es... Nadie me toque a la vida privada. ¡Ahí le duele!...
La vida privada de la vida ajena es un sagrado, arca santa,
arca sanctorum...
-Sancta Sanctorum! -interrumpió
un apuntador que había sido seminarista. (Voces de:
¡silencio!, ¡fuera!)
-Bueno; sanctorum omnium. Señores,
yo no puedo... yo no sé decir, ni debo, ni puedo ni
quiero, todo lo que para mí significa vuestro cariño...
Yo amo el arte... pero no lo sé expresar; me falta
la forma, pero mi corazón es artístico; el
arte y el amor son dos aspectos de una misma cosa, el anverso
y el reverso de la medalla de la belleza, digámoslo
así. (Bravos; asombro en los cómicos.) Yo he
leído algo... yo comprendo que la vida perra que he
llevado siempre en este pueblo maldito es mezquina, miserable...
la aborrezco. Aquí todos me desprecian, me tienen
en la misma estimación que a un perro inútil,
viejo y desdentado... y todo porque soy de carácter
suave y desprecio los bienes puramente materiales, el oro
vil, y sobre todo la industria y el comercio... No sé
negociar, no sé intrigar, no sé producirme en sociedad... luego soy un bicho, ¡absurdo!, yo comprendo,
yo siento... yo sé que aquí dentro hay algo...
Pues bien, vosotros, artistas, a quien también tienen
en poco estos mercachifles sedentarios,
estas lapas, estas
ostras de provincia, me comprendéis, me toleráis,
me agasajáis, me aplaudís, admitís mi
compañía y...
Bonis estaba pálido,
se le atragantaban las palabras, hacía pucheros, y
su emoción, de apariencia ridícula, no les
pareció tal por algunos momentos a los presentes,
que sin gritar ni moverse siquiera, escuchaban al pobre hombre
con interés, serios, pasmados de oír a un infeliz,
a un botarate, algo que les llegaba muy adentro, que les
halagaba y enternecía. Al orador no le faltaban palabras,
pero las lágrimas le salían al camino y querían
pasar primero; además, las malditas piernas se le
desplomaban, según costumbre, y así, se le
veía ir doblándose, y casi tocaba con la barba
en el mantel, cuando siguió diciendo:
-¡Ah, amigos
míos! Mochi amigo, Gaetano carísimo (el barítono),
vosotros no podéis saber cuánto me halaga que
al pobre Reyes abandonado, despreciado, humillado, le comprendan
y quieran los artistas. Si yo me atreviera huiría
con vosotros, sería el último, pero artista,
independiente, libre, sin miedo al porvenir, sin pensar en
él, pensando en la música... ¿Creéis
que no os comprendo? ¡Cuántas veces leo en vuestro
rostro las preocupaciones que os afligen, los cuidados del
mañana incierto! Pero poco a poco el arte os devuelve
a vuestra tranquilidad, a vuestra descuidada existencia;
un aplauso os sirve de opio, el puro amor del canto os embelesa
y saca de la miserable vida real... Y el último de
vosotros, Cornelio, que no tiene más que un traje
de verano para invierno, olvida o desprecia esta miseria,
y se entusiasma al gritar, lleno de inspiración artística,
en su papel modesto de corista distinguido, aquello de la
Lucrezia: Vivva il Madera! (Bravos y aplausos interrumpen
al orador. El corista aludido, que está presente y,
en efecto, luce un traje digno de los trópicos y muy
usado, abraza a Reyes, que le besa entre lágrimas.)
Quiso continuar, pero no pudo; cayó sobre su silla
como un saco, y Serafina, orgullosa de aquella oratoria inesperada
y de la discreción con que su amante se abstuvo de
aludirla, le felicita con un apretón de manos y otro
de pies más enérgico.
Mochi se aproxima al
héroe, le abraza y le dice al oído, rozándose
los rostros:
-Bonifacio, lo que te debo, lo que vales, nunca
lo olvidará este pobre artista desconocido y postergado.
Las lágrimas de Mochi, mezcladas con los polvos de
arroz que no ha limpiado bien aquella noche, caen sobre las
mejillas del improvisado anfitrión.
Al cual apenas
le quedan fuerzas para pensar...
Mas de repente da un brinco,
lívido, y con el brazo en tensión, señala
con el índice a la esfera del reloj que tiene enfrente.
-¡La hora! -grita aterrado, y procura separarse de la mesa
y echar a correr...
-¿Qué hora? -preguntan todos.
-La hora de... Bonis miró a Serafina con ojos que
imploraban compasión y ser adivinados.
Serafina comprendió;
sabía algo, aunque no lo más humillante, de
aquella esclavitud doméstica.
-Dejadle, dejadle salir,
tiene que hacer a estas horas, sin falta... no sé
qué, pero es cosa grave; dejadle salir.
Bonis besó
con la melancólica y pegajosa mirada a su ídolo,
ya que no podía de otro modo, y enternecido por el
agradecimiento, tomó la escalera...
Los cómicos
le dejaron ir, pero miraron a Mochi como preguntándole
algo que él debía adivinar.
Mochi, risueño,
tranquilo, retorciéndose el afilado bigote, adivinó
en efecto, y dijo:
-¡Oh, señores, no hay cuidado!
Palabra de rey; aquí le conocen y saben que no hay
dinero más seguro que el del Sr. Reyes. Si no ha pagado
ahora mismo, habrá sido por olvido... o por no ofendernos.
-Claro -dijo el barítono-; eso sería limitar
el gasto...
-Sí, se conoce que es un caballero.
Todos convinieron en que Bonis pagaría todo el gasto
que se hiciera aquella noche.
En cuanto a Bonifacio, comprendía,
muy a su placer, que por el camino se le iba aliviando la
borrachera. Estaba seguro de que aquella buena acción
que había comenzado el fresco de la noche, la llevaría
a remate el miedo que le daba su mujer.
-Sí, estoy
tranquilo, debo estar tranquilo; cuando entre en su cuarto,
el instinto de la conservación, llamémoslo
así, me hará recuperar el uso de todas mis
facultades, y Emma no conocerá nada. Además,
puede que se haya dormido, y en tal caso hasta mañana
no habrá riña por mi tardanza; y lo que es
mañana, ya estaré yo tan limpio de vino como
el Corán.
Llegó a casa, abrió con su
llavín, encendió una luz, subió de puntillas
y entró en las habitaciones de su mujer. Una triste
lamparilla, escondida entre cristales mates de un blanco
rosa, alumbraba desde un rincón del gabinete; en la
alcoba en que dormía Emma, las tinieblas estaban en
mayoría; la poca luz que allí alcanzaba servía
sólo para dar formas disparatadas y formidables a
los más inocentes objetos.
Bonis se acercó
al lecho a tientas, estirando el cuello, abriendo mucho los
ojos y pisando de un modo particular que él había
descubierto para conseguir que las botas no chillasen, como
solían. Esta era una de las fatalidades a que se creía
sujeto por ley de adverso destino; siempre las suelas de
su calzado eran estrepitosas.
Al acercarse a su mujer se
le ocurrió recordar al moro de Venecia, de cuya historia
sabía por la ópera de Rossini; sí, él
era Otello y su mujer Desdémona... sólo que
al revés, es decir, él venía a ser un
Desdémono y su esposa podía muy bien ser una
Otela, que genio para ello no le faltaba.
Lo principal,
por lo pronto, era averiguar si dormía.
Él
se lo pidió al Hacedor Supremo con todas las veras
de su corazón. Había pasado un cuarto de hora
de la señalada para las últimas friegas de
la noche.
-Por lo menos calla -pensó, cuando ya estaba
quieto, porque sus pies habían tropezado con los de
la cama.
Por desgracia, el silencio no era prueba del sueño;
es más, aunque tuviese los ojos cerrados no había
prueba; porque muchas veces, por mortificarle, por castigarle,
callaba, así, con los ojos cerrados, y no respondía
aunque la llamase;
no respondía a no ser ¡terrible
era pensarlo!, pero ¿cómo negárselo a sí
mismo?, a no ser con una bofetada y un
-¡Toma! ¡Vete a asustar
a tu abuela!... ¡Infame, traidor, mal marido, mal hombre!
etcétera, etc.
Todo esto era histórico; ya
sabía Bonis que si algún día se le ocurría
escribir sus Memorias, que no las escribiría, ¿para
qué?, habría que omitir lo de las bofetadas,
porque en el arte no podían entrar ciertas tristezas
de la realidad excesivamente miserables, y lo que es sus
Memorias, o no serían, o serían artísticas;
pero omitiéralas o no, las bofetadas eran históricas.
No habían sido muchas, pero habían sido. Y
más tenía que confesarse, que en rigor, en
rigor, no le ofendían mucho; más quería
un cachete, si a mano viene, que una chillería; el
ruido lo último de todo. Además, Emma cuando
le insultaba, se repetía; sí, se repetía
cien y cien veces, y aquello le llegaba a marear. Verdad
era que cuando le pegaba se repetía también;
bueno, pero no tanto.
Emma tenía los ojos cerrados.
Su esposo no se fiaba y le acercó un oído a
la boca. Su respiración tenía el ritmo regular
del sueño. Podía ser fingido. No se sabía
si dormía o no. En cuanto a llamarla, hacía
tiempo que había renunciado a semejante prueba. Prefería
estar allí, con la cabeza inclinada sobre el rostro
de la supuesta enferma, porque, en todo caso, constaría
que él, Bonis, había cumplido con su deber
procurando indagar si el sueño de su esposa era real
o fingido. Si pasaban tres o cuatro minutos, declaraba a
Emma en rebeldía y se retiraba satisfecho por haber
cumplido con su deber. Podía al día siguiente
echarle en cara su abandono, el olvido en que la tenía,
etcétera, etc.; pero él estaba seguro de que
se quejaba sin razón, porque se decía: «Si
estaba despierta, demasiado sabe que no falté de mi
puesto; si dormía, ¿para qué necesitó
de mí?».
Pasaron los cuatro minutos de espera y Bonis
quiso, por lo excepcional de las circunstancias, prolongar
la experiencia.
A los cinco minutos Emma abrió los
ojos desmesuradamente, y con una tranquilidad fría
y perezosa, dijo, en una voz apagada que horrorizaba siempre
a Bonis:
-Hueles a polvos de arroz.
En las novelas románticas
de aquel tiempo usaban los autores muy a menudo, en las circunstancias
críticas, esta frase expresiva: «¡Un rayo que hubiera
caído a sus pies no le hubiera causado mayor espanto!».
Sin querer, Bonis se dijo a sí mismo muy para sus
adentros el sustancioso símil «un rayo
que hubiera
caído a mis pies, etc.», y por una asociación
de ideas, añadió por cuenta propia: «¡Mal rayo
me parta! ¡Maldita sea mi suerte!».
-Hueles a polvos de
arroz -repitió Emma.
Tampoco ahora contestó
Bonis en voz alta. Pensó lo siguiente: «En todo soy
desgraciado, hasta la Providencia es injusta conmigo; me
castiga cuando no lo merezco: cien veces habré olido
a polvos de arroz, y nada... y hoy... hoy que no hay de qué...
hoy que no lo he...». De repente, se acordó de Mochi,
de su abrazo y de que, en efecto, las lágrimas de
borracho con que le había mojado, le olían
a polvos de arroz. «¡Malditísimo marica! -pensó-;
fue él, el sobón del tenor Mochi... y ahora,
¡qué conflicto!, ¡qué tormenta! Porque ¿quién
le dice a esta... 'Mira, sí, huelo a polvos de arroz,
pero es porque... me abrazó y me besó... ¡el
tenor de la Compañía italiana!'?».
-Hueles
a polvos de arroz -dijo por tercera vez la esposa desvelada.
Y con gran sorpresa del marido, un brazo que salió
de entre la ropa del lecho no se alargó en ademán
agresivo, sino que suavemente rodeó la cabeza de Bonis
y la oprimió sin ira. Emma entonces olfateó
muy de cerca sobre el cuello de Reyes, y este llegó
a creer que ya no le olía con la nariz, sino con los
dientes. Temió una traición de aquella gata;
temió,
así Dios le salvase, un tremendo mordisco
sobre la yugular, una sangría suelta... pero al retroceder
con un ligero esfuerzo, sintió sobre la nuca el peso
de dos brazos que le apretaban con tal especie de ahínco,
que no podía confundirse con la violencia ni el dolo
malo; y acabó de entender, con gran sorpresa, de qué
se trataba, cuando oyó un gemido ronco y mimoso, de
voluptuosidad soñolienta, imperativa en medio del
abandono, gemido que él conocía perfectamente
y cuyo significado no podía confundirse con nada.
Significaba todo aquello el renacimiento de una iniciativa
conyugal largo tiempo abandonada. En la intimidad de las
intimidades no tenía Bonis mando superior al que le
había sido conferido en los demás quehaceres
domésticos; de su espontaneidad no se esperaba ni
se admitía cosa alguna. Un rayo que hubiera caído
a sus pies... y de repente se hubiese convertido en lluvia
de flores, no hubiera causado mayor sorpresa al amante de
Serafina, que la actitud de su mujer soñolienta y
caprichosa; pero sin andarse en averiguaciones de causas
próximas o remotas, echó sus cuentas Bonifacio,
y se dijo en el fuero interno, sin pararse a examinar la
exactitud de la frase, «lo echaremos todo a barato»; y a
la invitación de su hembra hecha por señas
infalibles, que levantaban en el alma nubes melancólicas
de recuerdos que se deslizaban delante de una luna de miel
muy hundida en el firmamento oscuro, contestó con
otras señas que fueron estimadas en lo que valían.
«Esto no es infidelidad -pensaba Bonis-, esto es un 'sálvese
el que pueda'». Su conciencia de amante, la falsa conciencia
del romántico apasionado por principios, le acusaba,
le decía que los recientes vapores de la orgía
le prestaban un fuego que no era fingido; fuese resto de
borrachera, agradecimiento, nostalgia de la luna de miel
o lo que fuese, ello era que aquel panteísta de la
hora de los brindis no sentía repugnancia ni mucho
menos al cumplir aquella noche sus más rudimentarios
deberes de esposo; a la sorpresa que le causó la extraña
actitud de Emma, sucedieron pronto muchas sorpresas de un
orden inenarrable, llámese así, sorpresas que
le enseñaron allá entre sueños, que
el que más cree saber no sabe nada, que las apariencias
engañan, que la aprensión hace ver lo que no
hay, y viceversa; en fin, ello era que, o los dedos se le
antojaban huéspedes, o veía visiones, o su
mujer no estaba tan en los últimos como ella decía,
ni las gallinas y chuletas que juraba no digerir, ni los
vinos exquisitos que aseguraba ella que la envenenaban, dejaban
de surtir sus efectos en aquella «naturaleza»; que las unturas
y el algodón en rama
habían producido una...
palingenesia... algo así como una vegetación
de la oscuridad, pálida, pero no mezquina. La torcida
y dañada conciencia del fiel amante y del marido infiel,
se quejaba, no admitía sofismas, allá en los
adentros más nublados del turbado Bonis, que entre
el sueño y la vigilia se entregaba, mitad por miedo,
por desorientarla, como él se decía, mitad
por una especie de voluptuosidad nueva y que juzgaba monstruosa,
se entregaba a los arrebatos del amor físico, no con
gran originalidad por cierto, pero sí con una espontaneidad
que era lo que más le remordía en la citada
conciencia de amante. Originalidad no la había, no;
frases, gritos ahogados, actitudes, novedades íntimas
del placer, que Emma recibía con tibias protestas
y acababa por saborear con delicia epiléptica, y por
aprender con la infalibilidad del instinto pecaminoso; todo
esto era una copia de la otra pasión, todo revelaba
el estilo de la Gorgheggi. Sin pasar de aquella misma noche,
Bonis oyó a su mujer en el delirio del amor, que él
siempre llamaba para sus adentros físico (por distinguirle
de otro), oyó a Emma interjecciones y vocativos del
diccionario amoroso de su querida; y vio en ella especies
de caricias serafinescas; todo ello era un contagio; le había
pegado a su mujer, a su esposa ante Dios y los hombres, el
amor
de la italiana, como una lepra; y de esto, la conciencia
que protestaba era la del marido, la del padre de familia...
virtual que había en él, en Bonifacio Reyes.
«Esto es manchar el tálamo con una especie de enfermedad
secreta... moral... se decía, y esto es además
faltar a mis deberes... de fiel amante romántico y
artístico». Pero todos estos remordimientos mezclados
y confusos se revolvían allá en el fondo del
pobre cerebro, entre vapores de la borrachera que había
creído desvanecida y que sólo se había
descompuesto: por un lado era plomo que se le agolpaba a
la cabeza, por otro lado lujuria exaltada, enfermiza, que
amenazaba derretirle. Entre los brazos de Emma, Bonis oía
de cuando en cuando gritos que le estallaban dentro del cráneo.
«¡Bonifacio! ¡Reyes! ¡Bonifacio!» le decían aquellos
tremendos estallidos, y reconocía la voz del barítono,
y la del bajo, y la del que cantaba en Lucrezia: Vivva il
Madera!
Vino el día y se durmió la triste
pareja. A las diez despertó Emma, se acordó
de todo, sonrió como una gata lo haría si pudiera,
y dio a su marido un puntapié en la espinilla, diciendo:
-Bonis, levántate, que va a venir Eufemia.
Eufemia
era la doncella que debía traerla el chocolate a Emma
a las diez y cuarto en punto.
No quería que la chica
se enterase de que el matrimonio había dormido de
aquella manera.
Cuando Bonis abrió los ojos a la
realidad, como se dijo a sí mismo a los pocos segundos
de despierto, lo primero que hizo fue bostezar, pero lo segundo...
fue sentir una sed abrasadora de idealidad, de infinito,
de regeneración por el amor, y además sed material
no menos intensa, y grandísimos deseos de seguir durmiendo.
Por lo demás, no quería pensar en su situación;
le horrorizaba, por varios conceptos. Sideo, se le ocurrió
decir acordándose de una de las siete palabras del
Mártir de Gólgota, como él llamaba a
Nuestro Señor Jesucristo; pero como Emma repitiese
el puntapié con el pie desnudo en el hueso de la pierna
derecha, Bonis tradujo su exclamación, diciendo: «Tengo
mucha sed... ¡algo líquido, por Dios!... ¡aunque sea
jarabe!...».
-¡Oye, tú!; ¿sabes lo que te digo? Que
te levantes antes que venga la chica... si tú no tienes
vergüenza, la tengo yo...
Y con aquella actividad y
energía que caracterizaban a Emma y que habían
hecho pensar mil veces a Bonis que su mujer hubiera sido
un magnífico hombre de acción, un político,
un capitán, digo que usando de estas cualidades, la
esposa arrojó al esposo del tálamo a patada
limpia. No tuvo más remedio Reyes
que vestirse provisionalmente deprisa y corriendo, y salir del cuarto de su media naranja
sin más explicaciones: medio desnudo, descalzo, pues
llevaba las botas en las manos (¿cómo calzar botas
y no zapatillas al levantarse de la cama?), fue tropezando
con todo por los pasillos, atravesó el comedor, bebió
en un vaso de agua olvidado allí la noche anterior,
llegó a su cuarto, se desnudó deprisa y mal,
rompiendo botones; y en cuanto se vio en su lecho, en aquel
que él tenía por propiamente suyo, pensó
en entregarse a la reflexión y a los remordimientos
de varias clases y harto contradictorios que le asediaban;
pero la parte física pudo más; y la dulce frescura
de la cama tersa, la suavidad del colchón bien mullido,
le arrojaron, como sirenas vencedoras, en lo más hondo
del mar del sueño, haciendo rodar sobre su cabeza
olas de reposo y olvido.
-IX-
Durmió como un muerto, pero no mucho. Como un resucitado
volvió a la vida haciendo guiños a la luz cruda
de un rayo del sol del mediodía, que por un resquicio
de la ventana mal cerrada, se colaba hasta la punta de sus
narices, hiriéndole además entre ceja y ceja.
Aquel rayo de luz le recordaba los rayos místicos
de las estampas de los libros piadosos; él había
visto en pintura que a los santos reducidos a prisión,
y aun en medio del campo, les solían caer sobre la
cabeza rayos de sol por el estilo del que le estaba molestando.
Si él fuese idólatra (que no lo era), vería
en aquello la mano de la Providencia. No era idólatra,
pero creía en el Hacedor Supremo y en su justicia,
que tenía por principal alguacil la conciencia. Indudablemente
su situación, la de Bonis, se había complicado
desde la noche anterior.
«Hueles a polvos de arroz», había
dicho la engañada esposa, tres veces lo había
dicho, y en vez de irritarse... de envenenarle o ahorcarle...
¡cosa más rara!...
Y al llegar aquí se le
pusieron delante de la imaginación las carnes de su
mujer tales como de soslayo y a escape las había vislumbrado
por la mañana, al salir del lecho conyugal. No era
lo mismo lo que había creído ver en el delirio
o exaltación de la borrachera y la realidad que se
le había presentado por la mañana; pero aun
esta realidad excedía con mucho al estado que verosímilmente
se hubiera podido atribuir a lo que él denominaba
encantos velados y probablemente marchitos de su mujer. Sí,
él mismo, a pesar de que, con motivo de las unturas
y otros menesteres análogos, veía cotidianamente
gran parte del desnudo de su Emma, no podía observar
jamás, porque ella lo prohibía con sus melindres,
aquellas regiones que, en la topografía anatómica
y poética de Bonis, correspondían a las varias
zonas de los encantos velados. En estas zonas era donde él
había visto sorpresas, inesperados florecimientos,
una especie de otoñada de atractivos musculares con
que no hubiera soñado el más optimista. ¿Cómo
era aquello? Bonis no se lo explicaba; porque aunque filósofo
como él solo, amigo de reflexionar despacio y por
sus pasos
contados, sobre todos los sucesos de la vida,
importáranle o no, era de esos pensadores que tanto
abundan, que no hacen más que dar vueltas a ideas
conocidas, alambicándolas; pero no descubría,
no penetraba en regiones nuevas, y, en suma, en punto a sagacidad
para encontrar el por qué de fenómenos naturales
o sociológicos, era tan romo como tantos y tantos
filósofos célebres que, en resumidas cuentas,
no han venido a sonsacarle a la realidad burlona ninguno
de sus utilísimos secretos. Mucho discurrió
Bonifacio, pero no logró dar en el quid de que su
mujer, dándose por medio difunta, tuviera aquellas
reconditeces nada despreciables, aunque pálidas y
de una suavidad que, al acercar la piel a la condición
del raso, la separaba de ciertas cualidades de la materia
viva. Parecía así como si entre el algodón
en rama, los ungüentos y el tibio ambiente de las sábanas
perfumadas, hubiesen producido una artificial robustez...
carne falsa... En fin, Bonis se perdía en conjeturas
y en disparates, y acababa por rechazar todas estas hipótesis,
contra las cuales protestaban todas las letras de segunda
enseñanza que él había leído
de algunos años a aquella parte, con el propósito
(que le inspiró un periódico, hablando del
progreso y de la sabiduría de la clase media) de hacerse
digno hijo de su siglo y regenerarse
por la ciencia. No,
no podía ser; todas las leyes físico-matemáticas
se oponían a que el algodón en rama fuera asimilable
y se convirtiera en fibrina y demás ingredientes de
la pícara carne humana.
No hay para qué seguir
a Bonis en sus demás conjeturas, sino irse a lo cierto
directamente. Cierto era, muy cierto, que Emma había
amenazado ruina, que sus carnes se habían derretido
entre desarreglos originados de sus malandanzas de madre
frustrada, influencias nerviosas, aprensiones, seudohigiénicas
medidas y cavilaciones, rabietas y falta de luz y de aire
libre; pero también era verdad que no faltaba fibra
al cuerpo eléctrico de aquella Euménide, que
sus nervios se agarraban furiosos a la vida, enroscándose
en ella, y que al cabo el estómago, llegando a asimilar
las buenas carnes, y los buenos tragos produciendo sano influjo,
habían dado eficacia al renaciente apetito, y la salud
volvía a borbotones inundando aquel organismo intacto
a pesar de tantas lacerías.
Pensaba Emma, al verse
renacer en aquellos pálidos verdores, que era ella
una delicada planta de invernadero, y que el bestia de su
marido y todos los demás bestias de la casa, querrían
sacarla de su estufa y transplantarla al aire libre, en cuanto
tuvieran noticia
de tal renacimiento. Su manía principal,
pues otras tenía, era esta ahora: que tenía
aquella nueva vida de que tan voluptuosamente gozaba, a condición
de seguir en su estufa, haciéndose tratar como enferma,
aunque, en resumidas cuentas, ya no lo estuviera. Además,
con las nuevas fuerzas habían venido nuevos deseos
de una voluptuosidad recóndita y retorcida, enfermiza,
extraviada, que procuraba satisfacerse en seres inanimados,
en contactos, olores y sabores que, lejos de todo bicho viviente,
podían ofrecerle, como adecuado objeto, las sábanas
de batista, la cama caliente, la pluma, el aire encerrado
en fuelles de seda, el suelo mullido, las rendijas de las
puertas herméticamente cerradas, el heno, las manzanas
y cidrones metidos entre la ropa, el alcanfor y los cien
olores de que sabía ya Celestina.
Como un descubrimiento
saboreaba Emma la delicia de gozar con los tres sentidos
a que en otro tiempo daba menos importancia, como fuentes
de placer. En su encierro voluntario ni la vista ni el oído
podían disfrutar grandes deleites; pero en cambio
gozaba las sensaciones nuevas del refinamiento del gusto
y del olfato, y aun del contacto de todo su cuerpo de gata
mimosa con las suavidades de su ropa blanca, dentro de la
cual se revolvía como un tornillo de carne.
En los
días en que sus aprensiones, mezcladas con su positiva
enfermedad nerviosa, la habían puesto en verdadero
peligro, camino de la muerte, por la debilidad no combatida,
había llegado a sentir una soledad terrible, la de
todo egoísta que presiente el fin de su vida; todas
las cosas y todos los hombres la dejaban morirse sola, irse
con Dios; y con doble vista de enferma adivinaba el fondo
de la indiferencia general, la proximidad del peligro.
«¡Se
muere uno solo, completamente solo, los demás se quedan
muy satisfechos en el mundo; ni por cumplido se ofrecen a
morirse también!». Bonifacio, Sebastián, que
tanto la había querido, según él decía,
el tío Nepomuceno, todos se quedaban por acá,
nadie hacía nada para ayudarla a no morir, nadie decía:
«Pues ea, yo te acompaño».
Emma era una atea perfecta.
Jamás había pensado en Dios, ni para negarlo;
no creía ni dejaba de creer en la religión;
cumplía con la Iglesia malamente, y eso por máquina.
En su tiempo no se solía discutir asuntos religiosos
en su tierra; los que no eran devotos gozaban de una tolerancia
completa; como tampoco eran descreídos, ni faltaban
a las costumbres piadosas y guardaban las principales apariencias,
por nadie eran molestados.
«Yo no soy beata», decía
Emma: y no pensaba
más en estas cosas. La Iglesia,
los curas, bien; todo estaba bien; ella no era aficionada
a las novenas; pero todo ello estaba en el orden, como el
haber reyes, y contribución, y Guardia civil. Sobre
todo, no se pensaba en nada de eso, no se hablaba de ello,
¿para qué? «Yo no soy beata». Y era atea perfecta,
porque vivía en perpetuo pensamiento de lo relativo.
Jamás había meditado acerca de negocios de
ultratumba; el infierno se lo figuraba como un horno probable;
pero a ella ¿qué? Al infierno iban los grandes pícaros
que mataban a su padre o a su madre o a un sacerdote, o que
pisaban la hostia o no se querían confesar... Además,
no se sabía nada de seguro. Pero el morirse era horroroso,
no por el infierno, por el dolor de morir y por la pena de
acabarse.
Sí, de acabarse; sin pensar en la contradicción
de su conciencia íntima con el dogma del cielo y el
infierno, Emma veía con toda seriedad, con íntima
convicción, con la conciencia de su propio espanto,
el aniquilamiento doloroso en la tumba; y, poco amiga de
discernir, no se paraba a separar lo racional de lo imaginado;
y así, algo también sentía la muerte
por las paletadas de cal, y por la tierra húmeda,
y la caja cerrada, y el cementerio solo, y la eternidad oscura.
Sin ver esta otra contradicción, padecía con
la idea del aniquilamiento y la imagen de la sepultura.
Pensaba en la muerte con ideas de vida, y de vida ordinaria,
usual, la de todos los días de su vulgar existencia,
y el horror del contraste crecía con esto.
Ni una
vez sola se le ocurrió encomendarse a ningún
santo, ni ofreció nada a la Virgen ni a Jesús
por si sanaba; la primera energía que tuvo al convalecer,
la empleó en sonreír, con terrible sonrisa
de resucitada, a un propósito firme y endiablado:
su tremendo egoísmo de convaleciente, mundano, prosaico
y rastrero, se agarró a la resolución inconmovible
de vengarse de los miserables parientes que la iban a dejar
morirse sola.
Emma, como la mayor parte de las criaturas
del siglo, no tenía vigor intelectual ni voluntario
más que para los intereses inmediatos y mezquinos
de la prosa ordinaria de la vida; llamaba poesía a
todo lo demás, y sólo tenía por serio
en resumidas cuentas lo bajo, el egoísmo diario, y
sólo para esto sabía querer y pensar con alguna
fuerza. Tal espíritu, era más compatible con
aquel romanticismo falso y aquellas extravagancias fantásticas
de su juventud, de lo que ella misma hubiera podido figurarse,
a ser capaz de comparar el fondo de su alma mezquina con
el fondo de los ensueños de sus días de primavera.
El renacimiento de su carne lo guardaba como un secreto;
era una hipócrita de la salud; seguía fingiendo
achaques corporales como si fuese virtud el tenerlos. Eufemia,
su doncella, era confidente parcial de sus engaños:
como una trampa que hiciera a todos los suyos, Emma saboreaba
a solas con su criada los pormenores de aquel fingimiento.
La hija de Valcárcel se robaba a sí misma por
mano de Eufemia que, de tapadillo, traía de tiendas
y plazas los mejores bocados y las chucherías más
caras de la moda en materia de ropa interior, perfumes y
manjares. En todos los comercios y puestos de comestibles
principales, llegó a tener Emma cuentas enormes. «Ni
el tío Nepomuceno, ni Bonis, ni Sebastián,
sospechaban que existiera aquel agujero que ella iba haciendo
con las uñas en el fortunón que ellos tal vez
habían creído heredar de un día a otro».
Así lo pensaba ella, y gozaba como de una voluptuosidad
de las sorpresas futuras que reservaba a sus deudos. Saborear
la mejor perdiz y la mejor lamprea de la plaza y usar con
codos y rodillas la mejor batista, y enredar los dedos entre
los mejores encajes, y derramar por sábanas, camisas,
corsés, medias y pantalones, las esencias más
caras, con profusión, causando el asombro de Eufemia,
era
género de delicia que se aumentaba con la idea
de la mala pasada que les estaba jugando a todos aquellos
parientes, en particular a Bonis y a su tío.
-D.
Nepo -se decía ella a solas, sonriendo con malicia-,
róbeme usted, róbeme, que yo tampoco me descuido.
Aunque entregada por completo a la vida material, no tenía
el menor instinto de conservación de la fortuna, no
había pensado jamás en el origen de su dinero;
creía vagamente que el capital de que gozaba era una
fuente inagotable que estaba en algún paraje misterioso,
que no había para qué indagar ociosamente:
allí, entre los papeles del tío, estaba la
mina; él se quedaría con gran parte del filón;
pero ¿qué importaba?, no valía la pena de echar
cuentas, desconfiar, administrar por sí misma; ¡absurdo!,
por lo visto había para todo; él robaba, ella
también; le engañaba, y el mejor día
vendrían a casa unas cuentas que le dejarían
patidifuso al buen D. Nepo, pues es claro que tenía
que pagarlas.
Las cuentas ya habían venido y algunas
se habían pagado. D. Juan Nepomuceno seguía
con Emma la misma conducta que con Bonis desde que cada cual
por su lado se habían entregado a la prodigalidad,
como él se decía. La de Emma sí era
prodigalidad verdadera,
aunque no lo parecía. Para
ella era como la sensación de un lujo enorme extravagante
la pereza que sentía de echar cuentas y atar corto
a Nepomuceno: comprendía que él hacía
su Agosto con el caudal de su sobrina, que iba pasando a
poder del administrador gran parte del capital administrado,
pues bien claro estaba que todos los días D. Juan
hablaba de sus propias rentas, que por milagros de la suerte
o por bondad de la Providencia, prosperaban, y todos los
días también hablaba de desventuras sin cuento
que caían sobre los predios de la Valcárcel
y la parte de su capital colocada en manos industriosas de
España y del extranjero.
Las minas de hierro y de
carbón que empezaban a explotarse en aquella provincia
por entonces, daban mil chascos a cada momento, y no pocos
de ellos redundaron en perjuicio de las acciones de Emma
que Nepomuceno había comprado, siempre diligente en
el cuidado de la hacienda de su antigua pupila.
Pero ¡oh
casualidad portentosa y fijeza de los hados!, las minas en
que tenía el mismo D. Juan sus miserables ahorrillos,
no quebraban, dejaban un rédito sano y constante.
En montón comprendía Emma que todo aquello
significaba que la robaba el tío... Y aquí
estaba lo que ella entendía por lujo refinado... No
la importaba; y le dejaba hacer, le dejaba robar, prefiriendo
no calentarse los cascos, calculando lo caro que le salía
este placer de no meterse a pedir cuentas ni a reñir
por cuestión de ochavos, ella que improvisaba una
verrina a grito pelado sobre motivos de un caldo demasiado
caliente.
Mas notaba Emma, con una extraña delicia
y cierta vanidad por lo que ella creía su espíritu
singular, único, notaba una complacencia, como la
de sentir cosquillas inaguantables capaces de ponerla enferma,
en tolerar y hasta hurgar las flaquezas del prójimo,
siquiera en algo la perjudicasen. El descubrimiento de la
maldad ajena la embelesaba, la enorgullecía y la animaba
a abandonarse a sus perversiones caprichosas. Además,
tenía los sentidos y el gusto muy afinados para saborear
y discernir la belleza que hay en la energía y en
la habilidad del mal; un pícaro gracioso, redomado,
hábil y suelto para sus picardías, le parecía
un héroe: Luis Candelas, según se lo presentaban
librotes de imaginación muy populares, era un héroe
con quien hasta soñaba. Leía con avidez las
causas célebres y reservaba toda su compasión
para los criminales en capilla. Para los delitos de amor
su lenidad era infinita; y si bien en los días en
que la debilidad la tuvo tan postrada que sintió como
la conciencia física de un agotamiento de deseos
y facultades sexuales, miraba con desprecio y repugnancia,
y hasta ira, todo lo que se refiriese a respetar, consagrar
y propagar el amor, cuando se vio renacer dentro de su pálido
pellejo, suave y fofo, volvió a su ánimo aquella
piedad sin límites por las flaquezas amorosas y la
admiración para todos los grandes atrevimientos y
extravagancias de este orden, especialmente si eran hembras
las que llevaban a cabo tales osadías.
De su tío
Nepomuceno sabía, por murmuraciones del primo Sebastián
y de Eufemia, que tenía una pasión de viejo
por una alemana, hija de un ingeniero industrial, M. Körner,
químico notable que había venido a ciertos
trabajos metalúrgicos.
-Sin duda el tío quiere
hacerse rico a todo trance, y pronto, para seducir con su
fortuna, ya que no puede con sus patillas cenicientas, a
la hija de ese alemán.
Y Emma gustaba con delicia,
casi material, casi del paladar, como la de una lectura picante,
figurándose al buen señor, con sus cincuenta
y pico, enamorado como un cadete y picado de veras y en lo
vivo por el demonio del amor.
Largos ratos se dedicaba ella
a pensar en las contingencias de aquellos graciosos amores,
y
llegaba, imaginando, al día de la boda, y pensaba
en la verosimilitud de una cencerrada, pues el tío
era viudo, cencerrada en que ella colaboraría a cencerros
tapados, sin perjuicio de haberle regalado antes a la novia
un magnífico aderezo.
Y después serían
muy amigas, y a paseo irían juntas, y llegarían
a burlarse juntas del ridículo señor de las
patillas, su deudor y esposo respectivamente... y hasta llegaba
a pensar en los cuernos que su señora tía acabaría
por ponerle al infiel administrador, ¿con quién?,
con el primo Sebastián, por ejemplo... Y hasta enredaba
la madeja en su fantasía de modo que resultaba que
ella, Emma, tenía alguna culpa en la desgracia de
su tío... y ¿qué?, mejor. ¿No la había
él engañado a ella? ¿No la había robado?
Pues entonces, las pagaba todas juntas.
Porque además
Emma se reservaba el derecho de vengarse de los antiguos
despojos que había tolerado antes, sacándole
a relucir sus trampas a D. Nepo, justamente en aquellos días
de sus desgracias conyugales... ¡Qué risa! ¡Qué
oportunidad para ponerle en un apuro! En esta como en todas
las demás flaquezas ajenas que a ella podían
mortificarla, y que por lo pronto toleraba, por amor al arte
de las picardías, la mujer de Bonis se reservaba
vagamente el derecho de vengarse del modo más refinadamente
cruel, allá más adelante, no sabía cómo
ni cuándo, pero algún día; y sentía
una alegría y excitación semejantes a las que
produce la esperanza de ser feliz, con la conciencia de estos
aplazados desquites, de estos castigos y tormentos vengadores,
representados y proyectados entre las brumas de la voluntad
y del pensamiento.
Para explicar su conducta con el tío
y con Bonis, hay que añadir a este examen de sus pervertidos
sentimientos, su comezón de lo raro, original e inesperado.
La irritaba que nadie pudiera prever sus enfados y rabietas,
odios y venganzas; prefería incomodarse y enfurecerse
por motivos de los que nadie esperase tales resultados, y
desorientar al más experto observador quedándose
fría, tranquila, impasible, ante injurias y daños
que los demás podrían creer que la iban a sacar
de sus casillas.
Con Eufemia, su confidente, ejercitaba
este prurito a menudo, ya en sus mutuas relaciones, ya en
lo que se refería a un tercero.
Nada de lo que el
tío ni de lo que Bonis pudieran hacer en contra de
ella podía darle causa para más rencores que
aquello de haberla dejado estar a las puertas de la muerte...
sin acompañarla al otro mundo; esto, esto era
lo
que no perdonaría... y, sin embargo, ya se veía
cómo disimulaba. ¡Oh! ¡Pero qué chasco les
iba a dar! ¡Qué gracia, cuando el tío se encontrase
con que ella también gastaba a todo gastar, y que
el caudal que él tenía de reserva, para robar
más adelante (para cuando su mujer, la alemana, por
ejemplo, le diese chiquitines de Sebastián, era un
decir) había pasado, según la ley, a manos
de los acreedores, al tendero de la esquina, al comerciante
de los Porches, etcétera, etc.!
Sí, la vida
todavía guardaba para ella un porvenir sustancioso;
ahora caía en la cuenta de que no había sido
antes bastante egoísta. Mortificar a los demás
y divertirse ella, de mil maneras desconocidas, todo lo posible,
estas eran las dos fuentes de placer que quería agotar
a grandes tragos; dos fuentes que venían a ser una
misma.
Con la salud nueva sentía Emma esperanzas
locas de no sabía qué deleites; y a tanto llegó
esta fuerza expansiva, que aquellos mismos placeres secretos
de su retiro voluntario, llegaron a parecerla insuficientes,
no saciaban su sed de emociones extrañas; y, entonces,
rompiendo la crisálida de su encerrona, determinó
salir al mundo, no sin cautela, no sin disimulos, en busca
de aventuras de que no había de dar cuenta a los parientes,
procuradas entre
misterios que las había de hacer
más sabrosas.
Una noche dormitaba Eufemia en el gabinete
de su ama, dando cabezadas contra la pared, cuando tuvo que
despertar sobresaltada por un golpe que sintió en
un hombro; era la mano de Emma, que la llamaba; estaba la
señorita en camisa, pálida como nunca, su respiración
era anhelante, las narices se la ponían hinchadas,
abriéndose como fuelles.
-¿Qué hora es? -preguntó
con voz ronca.
-Serán las diez, señorita.
-Y llueve.
Eufemia atendió al ruido de la calle.
-Sí, llueve.
-Vamos a salir.
-¡A salir!
-Sí,
tú calla. Anda, tráeme un vestido tuyo, de
percal, y un mantón tuyo y un pañuelo... vamos
las dos de artesanas. Vamos al teatro, a la cazuela. Hoy
hacen la... no me acuerdo cómo se llama; es una ópera
nueva, muy buena, lo leí en el cartel al volver de
misa, en la esquina del Ayuntamiento. Corre, vete por eso;
oye, tráeme aquel alfiler del pelo, el de cabeza de
dublé, que te costó dos reales. Ninguno de
esos tipos está en casa... Vamos a correrla todos...
Conque... ¡andando!
-X-
Una mañana, muy temprano, Eufemia entró en
la alcoba de Reyes, y le despertó diciendo:
-La señorita
llama, quiere que el señorito vaya a buscar a D. Basilio.
-¿Al médico? -gritó Bonis, sentándose
de un brinco en la cama y restregándose los ojos hinchados
por el sueño-. ¡Al médico, tan temprano! ¿Qué
hay, qué ocurre?
No se le pasó por las mientes
que se pudiera necesitar al médico para curar algún
mal; la experiencia le había hecho escéptico
en este punto; ya suponía él que su mujer no
estaba enferma; pero Dios sabía qué capricho
era aquel, para qué se quería al médico
a tales horas y cuál sería el daño,
casi seguro, que a él, a Reyes, le había de
caer encima a consecuencia de la nueva e improvisada y matutina
diablura de su mujer.
-¿Qué tiene? ¿Qué pide?
-preguntaba con voz de angustia, como implorando luces y
auxilio y fortaleza en el preguntar; mientras, a tientas,
buscaba debajo del colchón los calcetines.
Eufemia
se encogió de hombros, y, acordándose del pudor,
salió de la alcoba para que se vistiera el señorito.
El cual, a los dos minutos, se acercaba al lecho de su mujer,
arrastrando las babuchas de fingida piel de tigre, y abrochándose
hasta la barba un gabán de medio tiempo, gris, muy
usado, que le servía de batín en las estaciones
templadas. Temblaba Bonis, más que por el fresco de
la madrugada, por la incertidumbre y el miedo. No había
en el mundo cosa que más temblón le pusiera
que la zozobra de la incertidumbre ante un mal próximo,
de repente anunciado y ni remotamente temido poco antes,
sobre todo si estas impresiones le cogían mal abrigado,
a deshora, cortándole el sueño, la digestión
o el placer de oír música, o de divagar imaginando:
«Como este diablo de fantasía de liebre todos los
peligros me abulta, pensaba, prefiero un mal como ocho conocido
exactamente, a un mal como cuatro barruntado, pero que yo
me figuro como cuarenta».
Tiempo hacía que sus relaciones
con Emma
y con el tío eran para él constante
ocasión de sobresaltos. De ambos esperaba y temía
terribles descubrimientos, quejas, acusaciones concretas,
crueles recriminaciones, singularmente de su mujer. ¿Qué
sabía? ¿Qué no sabía? ¿Qué tregua
del diablo, que no de Dios, era aquella que le estaba dando,
y por qué se la daba y hasta dónde llegaría?
¿Por qué, si le había cogido en flagrante
olor de polvos de arroz (aunque, en aquel trance, inocente),
no había sacado todavía la consecuencia de
su maldita observación? ¡La que le estaría
preparando! Le horrorizaba el momento de una explicación, como él se complacía en llamar a la escena
que preveía; pero la prefería, o tal se le
figuraba, al estado de susto perpetuo, de excitación
leporina en que vivía de día y de noche. En
cuanto Emma le hablaba, o le miraba, o le mandaba a llamar,
creía llegado el momento.
-¿Qué pasa, hija
mía? -preguntó a su cónyuge con la suavidad
del mundo, y dando diente con diente, inclinado sobre la
cabecera del lecho matrimonial.
-Quiero que vayas tú
mismo a buscar a D. Basilio, ahora, enseguida, antes que
salga a la visita; quiero verle inmediatamente.
-Pero, ¿te
sientes mal? ¡Tú, que estabas ahora tan buena!...
-Por lo mismo, yo me entiendo. Anda, anda; tú, corre
y tráeme a D. Basilio.
Bonis no discutió.
Peor era meneallo; podían salir los polvos de arroz
por cualquier lado. Se volvió a su cuarto; se lavó
y vistió de prisa y se echó a la calle, ya
un poco más valiente, gracias al chorro de agua fría
con que se había regado el cogote. Tenía notado
que el agua fría vertida por la nuca le daba mucho
valor y le reconciliaba con la vida; le repugnaba esta dependencia
del espíritu con respecto de la materia, pero tenía
que reconocerla.
Por fortuna, la casa del médico
no estaba lejos y no pudieron ser muchas las hipótesis
dolorosas del miedo, tocante a la relación que pudiera
tener la visita de D. Basilio con el drama conyugal de su
casa, cuyo enredo llegaba a su mayor complicación,
o poco entendía Bonis de teatro casero y de las mañas
de su mujer. ¿Qué papel representaba allí aquel
personaje inopinado y que tan tarde aparecía, D. Basilio?
No podía sospecharlo.
El inopinado personaje era
un hombre como de cuarenta años, que procuraba disimular
más de diez; más bajo que alto, delgado, a
su modo esbelto, de largo levitón-gabán, muy
ceñido y de color manteca, sombrero de copa de anchas
alas; su rostro era blanco, anémico; los ojos azules
oscuros, vivarachos, y, al quedarse
quietos, penetrantes;
usaba gafas de oro, largas patillas, tal vez untadas de negro;
tenía labio fino y mano pulida, pie pequeño
y bien calzado; era homeópata, y muy sentimental;
a pesar de la homeopatía, que profesaba acaso por
moda y para el vulgo de las damas, era especialista en partos
y en enfermedades de la matriz y de la mala educación
de las señoritas y señoras que las hacía
aprensivas, antojadizas, caprichosas. Reconocía ante
las damas la eficacia terapéutica de la fe y de los
cuarterones de aceite ardiendo en los altares; pero en cambio
exigía que se diese crédito a los misterios
de sus glóbulos. Creía, o decía creer
mucho, en la influencia de lo moral sobre lo orgánico,
y tenía una sonrisa singular, melancólica,
de resignación e inteligencia, para comunicar con
las señoras guapas esta su creencia.
D. Basilio Aguado
dividía a los parroquianos o clientes en dos razas;
los que le llamaban D. Basilio y los que le llamaban Aguado.
Estos últimos le comprendían; los otros eran,
o tontos o malvados. Emma tenía la habilidad de no
equivocarse nunca; le llamaba siempre por el apellido. Bonis,
siempre D. Basilio; a pesar de sus esfuerzos, le vencía
la costumbre, que era en todo el pueblo llamar al médico
don Basilio, en su ausencia. Lo de D. Basilio era
símbolo
de su mal sino, de las culpas de su padre, de la prosa miserable
que le ataba a su oficio de médico provinciano, oscurecido:
el Aguado representaba sus sueños de ambición,
sus instintos de delicadeza, sus triunfos entre las damas,
la homeopatía y otra porción de cosas ideales
y bonitas que no son del momento.
Era el homeópata
madrugador y comenzaba muy temprano sus visitas. Bonis le
encontró vestido y acicalado, como para ir a pagar
la visita a un embajador, que así era como él
siempre se vestía para acercarse a la cabecera de
sus enfermos.
Mientras se abrochaba los guantes, oía
a Bonis su tartajosa explicación, dando grande importancia,
a fuerza de cabezadas de inteligencia y asentimiento, a todo
lo que decía. La verdad era que Reyes no tenía
nada que explicar en rigor, pero no importaba; de todas suertes,
aquello le parecía interesante al médico, que,
serio en medio de sus sonrisas corteses, siguió al
esposo atribulado por la calle. Disputaron con ademanes y
pasos atrás acerca de quién dejaba a quién
la acera; venció al fin Bonis, que insistió
más, y cuya humildad era muchísimo más
cierta que la del médico. Por el camino éste
siguió enterándose, por que lo creyó
de su deber, y Bonis siguió diciendo
nada entre dos
platos. Por lo demás, Aguado se sabía de memoria
a doña Emma Valcárcel. Era su médico
predilecto, a temporadas, porque ella, fijo y único,
no lo quería. Cambiaba de médico como pudiera
cambiar de favorito si fuese una Cristina de Suecia o una
Catalina de Rusia, y siempre tenía en movimiento un
ministerio de doctores. Aguado era de los que más
tiempo ocupaban el poder, por ser especialista en enfermedades
de la matriz, y en histérico, flato y aprensiones,
total flato.
Bonis admiraba en general la ciencia, a pesar
de la repugnancia instintiva que le inspiraban las exactas
y las físicas, que sólo hablan a la materia;
creía en la medicina, no por nada, sino porque en
los apuros de la salud, si no se recurría a los médicos,
¿a quién se iba a recurrir? Había que tener
fe en algo; su débil espíritu no le consentía
en ninguna tribulación quedarse sin ninguna esperanza,
sin una tabla a que agarrarse. Recordaba que en las enfermedades
de sus padres y de sus hermanos, todos ya muertos, siempre
había tomado al médico por Providencia; en
vano era que en los tiempos de salud en casa participase
del general escepticismo de que los mismos doctores solían
hacer alarde; caía un ser querido en cama, y ya estaba
Bonifacio creyendo en la medicina. Algo había leído
de lo que somos
por dentro, y pensaba leer mucho más
si llegaba a tener familia, para criar bien a su hijo, y
aunque no la tuviese, que ya no la tendría con aquella
matriz estropeada de su mujer, para hacerse filósofo
cuando tronase con Serafina y se fuera sintiendo viejo (era
su plan para la vejez solitaria, hacerse filósofo).
Pero a pesar de todas estas lecturas pasadas y futuras, se
figuraba el organismo humano con una especie de conciencia
en cada dedo y en cada víscera y en cada humor; y
lo de agradecer el estómago, por ejemplo, las medicinas,
lo tomaba al pie de la letra. Además, la relación
de los medicamentos a las enfermedades era toda una magia
para Bonis, y la idea del veneno y del elixir completa mitología
milagrosa e infinitesimal; quiere decirse, que por gota de
más o de menos del líquido más anodino,
podía, según él, reventar el paciente
o ponerse sano en un periquete. Esto lo había aprendido
de su mujer, que por gota de más o de menos, vertida
por él con pulso trémulo, en una cucharilla
de café, le había puesto como un trapo en infinitas
ocasiones.
En suma, respetaba en el Sr. Aguado la ciencia
oculta, al favorito de su mujer, al homeópata y al
partero que él había soñado cuando había
acariciado la esperanza de tener un chiquillo.
Llegaron
juntos a la alcoba de Emma. Don Basilio, con sus labios estrechos,
sonreía, apretándolos.
Así como, si
a Sagasta o a Cánovas, caídos los llamase la
Reina al amanecer, poco más para formar Ministerio,
a ellos no se les ocurriría preguntarle por qué
tanto madrugar, sino formar ministerio cuanto antes: así,
D. Basilio, de quien hacía meses que su doña
Emma estaba olvidada, se abstuvo de inquirir por qué
tal apuro en llamarle, y entró de lleno en el fondo
de la cuestión desde el primer momento. Antes de todo,
quería datos, antecedentes.
A ver qué había
pasado desde tal tiempo a aquella parte (la fecha justa de
su última visita). D. Venancio el alópata,
además alcalde y también especialista en partos,
había andado allí. ¿Para qué? Para nada;
pero había andado. Había recomendado la dieta.
¡Malo! D. Venancio era un grandísimo tragaldabas,
que tenía indigestiones como podría tenerlas
un cañón cargado hasta la boca, y las curaba
con dietas dignas de la Tebaida. Sin más razones,
recetaba también dietas absolutas a todos sus clientes
como el mejor específico del mundo. Aguado, que tenía
el estómago perdido sin necesidad de comer, era enemigo
de la dieta tratándose de personas delicadas como
doña
Emma. Pues bien, de todo el mal de que aquella
señora no se había quejado todavía,
tenía la culpa la falta de alimento, la dieta del
otro. Emma calló a esto; no se atrevió a decir
lo bien y mucho que venía comiendo aquella temporada.
Por fin Aguado la dejó explicarse, y ella se quejó
de lo siguiente:
«No le dolía nada, lo que se llama
doler, pero tenía grandes insomnios, y a ratos grandes
tristezas, y de repente ansias infinitas, no sabía
de qué, y la angustia de un ahogo; la habitación
en que estaba, la casa entera le parecían estrechas,
como tumbas, como cuevas de grillos, y anhelaba salir volando
por los balcones y escapar muy lejos, beber mucho aire y
empaparse en mucha luz. Su melancolía a veces parecía
fundarse en la pena de vivir siempre en el mismo pueblo,
de ver siempre el mismo horizonte; y decía sentir
nostalgia, que ella no llamaba así, por supuesto,
de países que jamás había visto ni siquiera
imaginado con forma determinada. Este prurito extravagante
llegaba a veces al absurdo de desear vivamente estar en muchas
partes a un tiempo, en muchos pueblos, junto al mar y muy
tierra adentro, en lo claro y en lo oscuro, en un país
como en aquel suyo, donde había muchos prados verdes,
pero también en una
región seca, de cielo
diáfano, sin nubes, sin lluvias. Pero, sobre todo,
lo que necesitaba era no ahogarse, no estar oprimida por
techos y paredes, etc., etc».
Para Bonis nada de esto ofrecía
novedad, a no ser en la forma, pues su mujer se había
pasado la vida pidiéndole la luna. Sólo cuando
oyó aquello de anhelar salir volando por el balcón,
pensó, sin querer, en las brujas que van los sábados
a Sevilla por los aires, montadas en escobas; y tuvo cierto
miedo supersticioso de esta inclinación, que ofrecía
relativa y sospechosa novedad. Se puso colorado, avergonzándose
de su mal pensar. Ni en idea se atrevía a ofender
a Emma, por temor de que le adivinase el pensamiento.
D.
Basilio interrumpió a la dama, extendiendo la mano
y pidiéndole el pulso por señas. Sonrió
con gesto de inteligencia, como diciendo que todo lo que
aquella señora había expuesto lo había
previsto su sabiduría y era cosa que andaba escrita
en libros que tenía él en casa. Después,
como solía en lances tales, hizo caso omiso de la
variedad de fenómenos relatados por la enferma, para
fijarse en la causa una, y dijo:
-El histerismo es un Proteo.
-¿Quién? -preguntó Emma.
-Uno -advirtió
Bonis, luciendo sus conocimientos
clásicos-, que
robó el fuego a los dioses.
-Eso es -afirmó
el médico, que no conocía de la biografía
de Proteo más datos que los conducentes a su cita-.
El histerismo -añadió-, como Proteo, toma infinidad
de formas.
-¡Ah, sí! -interrumpió con ingenuidad
Bonis-. Dispense usted, D. Basilio; el que robó el
fuego a los dioses fue otro, fue Prometeo... Me había
equivocado.
El doctor se puso un poco encendido y disimuló
con un ziszás entre ceja y ceja su enojo, doble por
lo de haberle llamado D. Basilio y haberle hecho enseñar
la punta de la oreja de su descuidada educación en
materia de antigüedades.
«¡Qué animal es este
calzonazos!» pensó, y siguió:
-Es necesario
que vayamos a la raíz del mal. El mal está
dentro, en lo que llamamos el espíritu, porque advierto
a ustedes (y esto lo dijo volviéndose a Bonis, para
deslumbrarle y vengarse) que soy vitalista, y no sólo
vitalista, sino espiritualista, aunque no es esa la moda
reinante.
No le cogía a Reyes tan de nuevas la cuestión
como creía el otro. Justamente él, en los ratos
que dejaba la flauta y no podía ver a Serafina, y
su mujer no le necesitaba, y, sobre todo, en la cama, antes
de dormirse, consagraba
no poco tiempo a meditar sobre el
gran problema de lo que seremos por dentro, por dentro del
todo; y tenía acerca de la realidad del alma ideas
muy arriesgadas y que creía muy originales. También
era él espiritualista, ¡ya lo creo!, ¡a buena parte!...
-El mal está en el espíritu, y el espíritu
no se cura con pócimas -prosiguió D. Basilio.
-¿Pero no dice usted que esto es histérico? -pregunto
Emma sonriendo.
-Sí, señora; pero hay relaciones
misteriosas entre el alma y el cuerpo, y yo no soy de los
que dicen (volviéndose otra vez a Bonis) post hoc,
ergo propter hoc.
Decididamente quería deslumbrarle
y hacerle pagar caro lo de Proteo y Prometeo; porque D. Basilio
no acostumbraba a hacer alardes de erudición, y a
la cabecera de los enfermos más parecía un
moralista del género de los elegantes y atildados,
que un doctor de borla amarilla.
Bonis se puso a traducir
para sus adentros el latín, y no tropezó más
que en el propter, cuyo significado no recordaba; ya lo buscaría
en el Diccionario. Ello era una preposición. Bonifacio
Reyes había cursado en el Instituto provincial los
primeros años de filosofía, pero sin llegar
a bachiller; mas su ciencia no provenía de ahí,
sino de lo que ya va dicho, de
un gran prurito que, ya de
viejo, le había entrado de instruirse, y no sólo
por completar su educación, sino porque como antes
había soñado con ser padre, la gran dignidad
que atribuía a este sacerdocio le había parecido
merecer un plan, todo un plan de estudios serios y profundos,
que pudieran servir en su día de alimento espiritual
al hijo de sus entrañas y de las entrañas de
su mujer.
Como Emma, que nada entendía del trivio
ni del cuadrivio, se impacientase un poco viendo que Aguado
no acababa de recetarle lo que ella necesitaba, el médico,
que comprendió la impaciencia, resumió, diciendo
que no hacían allí falta alguna los jaropes
del otro, que bastaban unas tomas de aquellos glóbulos
que él guardaba en aquella caja tan mona; y, sobre
todo, mucho paseo, mucho ejercicio, distracción, diversiones,
aire libre y mucha carne a la inglesa. Con este motivo de
la carne, Aguado disertó sobre un tema que en el pueblo
era por aquel tiempo casi inaudito, de gran novedad por lo
menos; abominó del cocido; achacó la falta
de vigor nacional a la carne cocida y a la poca carne frita
que se come en esta pobre España, etc., etc.
Dicho
y hecho. Hubo una revolución en aquella casa. Todos
los Valcárcel de la provincia, hasta los del más
lejano rincón de la
montaña, supieron que
por prescripción facultativa Emma había cambiado
de vida; se había resuelto, venciendo su gran repugnancia,
a salir mucho, frecuentar los paseos, las romerías
y hasta las funciones solemnes de iglesia, y podía
ser que el teatro.
D. Juan Nepomuceno dejaba hacer, dejaba
pasar.
Emma le presentaba las cuentas de la modista, que
subían a buenos picos, y él pagaba sin chistar.
También hubo que hacerle ropa nueva a Bonis, pues
su mujer sólo en este punto tenía buena idea
de la dignidad de un marido. Él era el que la había
de acompañar ordinariamente, y en vano ella luciría
las mejores telas y los sombreros más caros si su
esposo descomponía el cuadro con malos géneros
y prendas cortadas a sierra por un sastre indígena.
Se volvió al paño inglés y a los artistas
famosos de Madrid. Ahora Bonifacio se dejaba vestir bien
con mayor agrado, pues Serafina notó el cambio y le
encontró muy de su gusto. Pero ¡ay!, que sus relaciones
ilícitas tropezaban con mayores dificultades que hasta
allí, pues el tiempo libre escaseaba, y había
que disimular en paseos y demás sitios públicos,
donde desde lejos se veían los amantes en presencia
de la esposa, al parecer descuidada, pero Dios sabía...
Bonis, con la espalda abierta, como él decía,
temía a todas horas que llegase el momento de una
explicación; pero Emma nunca volvía sobre el
asunto de los polvos de arroz. Tampoco aludía jamás
a lo que aquella noche extraña había sucedido,
ni había vuelto a tener iniciativas de aquel género.
Lo que sí hacía era hablar mucho del teatro,
y preguntarle si conocía al tenor, y al barítono,
y a la tiple; y pedía señas de su vida y milagros,
ya que él confesaba saber algo de todo esto, aunque
es claro que por referencias lejanas...
Una tarde, después
de comer a la francesa, gran novedad en el pueblo, donde
el clásico puchero se servía en casi todas
las casas de doce a dos, Emma, que bebía a los postres
una copa de Jerez superior auténtico, traído
directamente, por encargo de la señora, de las bodegas
jerezanas, se quedó mirando a su marido fijamente,
con ojos que preguntaban y se reían, burlándose
al mismo tiempo; mientras sus labios y el paladar saboreaban
un buche del vino andaluz que ella zarandeaba con la lengua
voluptuosamente. Separó un poco la silla de la mesa,
se puso sesgada en su asiento, estiró una pierna,
enseñó el pie, primorosamente calzado, y en
verdad gracioso y pequeño, y como si se enjuagara
con el Jerez y no pudiera hablar por esto, por señas
empezó a interrogar a su marido, señalándole
el pie que enseñaba, y después indicando con
un dedo levantado en alto, que movía al compás
de la cabeza, algún lugar lejano.
Comían solos
el matrimonio y D. Juan Nepomuceno, pues por raro accidente
no había huésped pariente en casa por aquellos
días; D. Juan es claro que vivía con los sobrinos.
Bonis al principio no comprendió nada de las señas
de su mujer ni les atribuyó gravedad alguna.
-¿Qué
dices, chica? Explícate.
-¡Mmm, mmm! -murmuró
ella, y siguió con la misma pantomima, cada vez más
acentuada en los gestos. Nepomuceno bebía también
su copita de Jerez llena de migas de rosquilla de yema, y
callaba; como si no estuviera en sus atribuciones fijarse
en las tonterías de su sobrina, que, desde que había
vuelto a darse de alta, hacía la loquilla y la muchacha
y se permitía unas bromitas y unas alusiones alarmantes,
de que él no quería hacerse cargo por ahora.
-Pero habla, mujer, no entiendo eso... del pie... -repitió
Reyes.
Emma tragó el buche de Jerez; pero en vez
de hablar, volvió a llenar la boca y a renovar la
pantomima con mayores aspavientos.
Bonis se fijó
bien; primero señalaba al pie,
bueno; y después,
con el dedo y la cabeza, quería indicar algo que no
estaba presente...
No comprendía... Pero de repente,
el corazón le dio dos latigazos, y un sudor frío
comenzó a correrle por la espalda: las piernas, cometiendo
la bellaquería que solían en los casos apurados,
se le declararon en huelga, como si huyeran solas del apuro.
El físico, la parte material, le anunciaba un peligro
de que su oscuro entendimiento no se daba cuenta todavía.
Allí había algo serio; ¿pero qué?
Bonis
miró angustiado a Nepomuceno por ver si sorprendía
connivencia entre el tío y la sobrina. Nada; D. Juan,
como si no estuviera allí.
-Pero, hija mía,
¡por los clavos de Cristo!...
Emma arrojó el buche
de Jerez al suelo, y alargando más el pie hacia su
esposo y enseñando parte de la pantorrilla, gritó
como si hablara a un sordo:
-Quiero decir, por los clavos
de una puerta, entiéndelo, que bien claro está...
quiero decir que... qué te parece de ese pie que te
enseño, mastuerzo.
-Primoroso, hija mía.
-No hablo del pie, borrico; el pie ya sé yo lo que
vale; hablo de las botas... Te pregunto si sabes quién
tiene otras iguales.
-¿Yo?, cómo he de saber...
-Pues no hay más que estas y otras vendidas; me lo
ha dicho Fuejos, el mismísimo zapatero, tu amigo Fuejos.
No ha vendido más que estas y las de la tiple. Y por
eso te preguntaba yo... alcornoque. Tienes una memoria como
un madero. Y ahora ¿te acuerdas? ¿Son o no son como las de
la tiple? Iguales, hombre, iguales. ¡Mira, mira, míralas
bien!...
Y Emma levantaba el pie hasta colocarlo sobre las
rodillas de su marido. El tío estaba del otro lado
de la mesa y no podía ver el pie levantado, ni tampoco
lo intentaba.
Bonis buscó, por instinto, un vaso
de agua sobre la mesa, metió en la boca el cristal,
y así se estuvo, primero bebiendo, y después
haciendo que bebía.
Y pensó, sin querer, en
medio de sus angustias, que no podemos figurarnos ni describir
los que no pasamos por ellas: «Esto es lo que en las tragedias
se llama la catástrofe». Y más pensó,
a pesar de lo apurado de la situación: «En las óperas
podemos decir que también hay catástrofes»;
y se acordó de la
Norma, que era su mujer; y de
Adalgisa,
que era la tiple; y de Polión, que era él;
y del sacerdote, que era Nepomuceno, encargado sin duda de
degollarle a él, a Polión.
-Pero, vamos, calabacín,
di algo; ¿son o no
son estas lo mismo que las de la tiple?
¿Me engañó aquel tío o no?
Sacando
fuerzas, nunca supo de dónde, Reyes dijo al fin, hablando
como un ventrílocuo, tan de adentro le salía
la poca voz de que podía disponer:
-Pero Emma, ¿cómo
quieres que yo conozca... las botas de esa señorita?
Entonces fue D. Juan Nepomuceno el que habló; pero
antes se puso en pie, clavó también los ojos
en su sobrino por afinidad, y cuando éste casi creía
que iba a sacar el cuchillo para herirle, exclamó
con gran cachaza:
-Tiene razón Bonifacio; ¿cómo
quieres que él sepa cómo son las botas que
compra la tiple? No ha de ser él quien las pague.
-Eso es una... bobada, tío, y usted dispense; el
que paga las botas a esas señoritas no suele conocérselas,
como dice este; si la Gorgheggi tiene querido que le pague
las botas, ese... le conocerá otra cosa, pero las
botas no, y menos estas que yo digo, que las compró
esta mañana. Pero este papanatas sí las ha
visto, y por eso yo le preguntaba; sólo que tiene
una cabeza como un marmolillo y todo lo olvida. Vamos a ver;
¿no estabas tú en la tienda de Fuejos cuando entró
esta mañana a las doce la tiple, y anduvo escogiendo
botas y pidió la última novedad, y Fuejos le
enseñó
unas como estas? ¿Y no te preguntó
la tiple a ti tu opinión, y no dijiste que eran preciosas...
y no se las calzó allí delante de vosotros,
delante de ti y del hipotecario Salomón el Cojo? ¡Pues
hombre, si todo esto me lo contó el zapatero, y por
eso yo le compré estas; porque no había vendido
más que otras, y esas a la tiple, que viste muy bien!
-Toda esa relación, en lo que se refiere a mi persona,
es absolutamente falsa -dijo con voz bastante repuesta Bonis,
que también se levantó para medirse con el
tío-. Yo no he entrado hoy en la zapatería
de Fuejos, y puedo probar la coartada; a las doce estaba
yo... en otra parte.
«En efecto; a las doce estaba él
en casa de Serafina; todo aquello era mentira; ni la tiple
había comprado unas botas como aquellas, ni nada de
lo dicho. Todo ello era una miserable especulación
de Fuejos el zapatero para tentar a su mujer; pero ¿cómo
siendo Fuejos su amigo, de Bonis, y excelente persona, se
había permitido aquella calumnia? ¿No sabía
Fuejos que se murmuraba en el pueblo si él, Reyes,
tenía o no tenía que ver con la tiple?... Y
sabido esto, que debía saberlo, ¿iba a decirle a su
mujer, a la de Bonifacio, que?... ¡Imposible!». «No, la mentira
no era del zapatero; era de Emma; ¡pero entonces la gravedad
del caso volvía a ser tanta como se lo habían
anunciado los sudores! Emma preparaba alguna gran venganza,
y en el ínterin se divertía con él como
el gato con el ratoncillo. Tal vez le despreciaba tanto,
pensaba el infeliz, que ni siquiera quería concederle
el honor de sentir celos; pero aunque no estuviese celosa,
lo que es de vengarse no dejaría».
A pesar de estas
reflexiones, la perplejidad del marido infiel no desaparecía;
se agarraba como a una esperanza a la idea de que hubiera
sido Fuejos el embustero. En cuanto tomemos el café,
pensó, me voy a la zapatería a ver lo que ha
habido.
Pero Bonis proponía y Emma disponía.
En cuanto tomaron el café, Emma, que estaba de muy
buen humor, se levantó y dijo con solemnidad cómica:
-Ahora esperen ustedes aquí sentados; les preparo
una gran sorpresa. ¿Qué hora es?
-Las ocho -dijo
el tío, que, a pesar de sus bromitas, que horrorizaban
a Bonifacio, tampoco las tenía todas consigo.
-¿Las
ocho? Magnífico. Esperen ustedes un cuarto de hora.
Desapareció Emma, y tío y sobrino, por afinidad,
callaron como mudos. Entre el tío y él había
para Bonis un abismo... mejor, un océano de monedas
de plata y oro, que bien subirían
a... Dios sabe
cuántos miles de reales. Había llegado a tal
extremo el terror de Reyes respecto a lo que debía
a los Valcárcel, que nunca se tomaba el trabajo de
sumar las cantidades que no había reintegrado a la
caja; contando los siete mil reales del cura de la montaña,
le parecía aquello un dineral. Tanto que, a veces,
leyendo en los periódicos lamentaciones acerca de
la deuda del Estado, se turbaba un poco acordándose
de la suya. Parecida sensación experimentaba cuando
oía hablar o leía algo de grandes desfalcos,
de tesoreros que huían con una caja y cosas por el
estilo.
Volvió Emma al cuarto de hora, en efecto,
y sus comensales dijeron a un tiempo:
-¡Qué es esto!
Y ambos se pusieron en pie, estupefactos, porque el caso
no era para menos. Emma venía vestida con un magnífico
traje, que ninguno de ellos le conocía; traía
la cara llena de polvos de arroz; el peinado de mano de peinadora,
cosa en ella nueva por completo, pues nunca había
consentido que le tocasen la cabeza manos ajenas, y lucía
una pulsera de diamantes y collar y pendientes de la misma
traza, todo muy caro y todo nuevo para el esposo y para el
administrador.
-Esto es... esto -dijo ella. Y puso delante
de los ojos de su marido un papelito amarillo,
que decía:
Teatro principal.- Palco principal, núm. 7. Esto es
que vamos al teatro, al palco del Gobernador militar que,
como no tiene familia, casi nunca lo ocupa. Conque, hala,
tío, a ponerse de tiros largos; y tú, Bonis,
ven acá, te visto en un periquete.
Emma no dejó
tiempo a sus subordinados para seguir asombrándose
de aquella inaudita resolución. Ella, que tantos caprichos
había tenido toda la vida, jamás se había
mostrado aficionada al teatro, y menos a la música;
desde su malparto a la fecha, y ya había llovido después,
no había estado en el coliseo cuatro veces: la Compañía
actual no la había visto siquiera, y ya estaban acabando
el tercer abono... y de repente ¡zas!, sin avisar a nadie,
tomaba un palco, y a la ópera todo el mundo. Así
pensaba Bonis, equivocándose en algún pormenor,
como se verá luego, y algo parecido pensaba el tío.
Pero este, como acostumbraba, hizo pronto lo que él
llamaba para sus adentros «su composición de lugar»;
es decir, el plan conducente a sacar de todas aquellas novedades
extrañas el mejor partido posible para sus intereses;
y sin decir oxte ni moxte, sonriente, salió del comedor
y volvió a poco, vestido de levita negra, con un sobretodo
que le sentaba de perlas.
-También era presentable
el tío mayordomo
-pensó Emma-; pero esto no
quita que las pague todas juntas, como todos.
El tocado
de Bonis fue obra más complicada, y dirigida, en efecto,
por su mujer, que le hizo afeitarse en un decir Jesús,
sin más contingencias que tres leves heridas, que
ella misma tapó con papel de goma. Se le hizo estrenar
un traje oscuro, de última moda, de paño inglés,
por supuesto. A Reyes a ratos se le figuraba que le estaban
vistiendo para ir al palo, y se le antojaba hopa, de género
inglés, aquel elegantísimo terno que iba sacando
del cajón remitido por el artista de Madrid.
Eufemia,
que por lo visto tenía orden también de no
admirarse de nada, los alumbró hasta el portal, donde
no había farol, y los vio salir de casa, Emma del
brazo de Bonis, D. Juan detrás, como si todas las
noches sucediera lo mismo.
La doncella, en verdad, tenía
sus motivos para no asombrarse tanto como los otros; primero,
porque las locuras de la señorita eran para ella el
pan nuestro de cada día, y locuras algunas de un género
íntimo, secreto, que los demás no conocían;
y además, se asombraba menos, porque conocía
ciertos antecedentes. Juntas habían ido al teatro
noches atrás, a la cazuela, vestidas las dos de artesanas.
Esto era lo que ignoraba Bonis; esto, y lo
que había
visto, oído y sentido su mujer en aquella noche de
la escapatoria, y lo que después había imaginado,
y deseado, y proyectado.
Llegaron al teatro, y la entrada
de Emma en su palco produjo mucho más efecto del que
ella pudo haberse figurado. Es más, ella no había
pensado en esto. No iba allí a lucirse, aunque después
le supo a mieles, y añadió una corrupción
más a su espíritu, el placer de despertar la
envidia, por su ropa, de las damas menos majas. Por una aberración,
mejor, distracción, no se fijó antes de llegar
en que era distinto entrar en un palco principal, el del
brigadier, vestida con tanto lujo, ella que nunca iba al
teatro, y entrar en el paraíso, disfrazada, escondiéndose
del público, que no soñaba con su presencia,
ni de ella supo aquella noche.
Ella iba dispuesta a gozar
mucho; pero no era del público precisamente de quien
esperaba estas emociones fuertes, a que se preparaba; su
propósito iba a dar al escenario, y estaba complicado
con los asuntos domésticos; pero a estos complejos
y estrambóticos atractivos se agregaba de repente
un agudísimo placer, con que Emma no contaba, y que
le reveló un mundo nuevo de delicias intensas, en
que no se le había ocurrido pensar, pero
que vio
bien claro, sintió con fuerza, desde el momento en
que al penetrar ella en su palco, y dejar el abrigo al tío,
y dar una vuelta en redondo antes de sentarse, notó
fijas en su persona las miradas, y en los palcos cercanos
oyó el murmullo del comentario, y en el aire, puede
decirse, cogió el efecto general de su presencia.
Después de sentada, y cuando ella se iba haciendo
cargo de lo que tenía delante, la admiración
persistía; en vano los coristas, que estaban solos
en escena, como los gallegos del cuento, mal presididos por
un partiquino, que sólo se distinguía por unas
botas de fingida gamuza y por desafinar más que todos
juntos, en vano gritaban como energúmenos; el público
distinguido de butacas y palcos atendía el espectáculo
civil que le ofrecía Emma; los abonados de las faltriqueras,
que no veían la sala sin echar el cuerpo fuera del
antepecho, se asomaban por grupos para ver a la de Reyes,
y los de la faltriquera de la tertulia de Cascos saludaron
a Bonis y a su señora; el brigadier comandante general
de la provincia estaba entre ellos, y también inclinó
la cabeza. Emma salía de su soledad voluntaria como
de un encierro; las emociones de los paseos y romerías
no eran como aquélla; aquélla sabía
a gloria; ¡lo que se iba a divertir, contando con todo! Porque
con las glorias
no se le iban las memorias. Su plan era
su plan, y todo se andaría.
Bien comprendía
la hija del abogado Valcárcel que no era su hermosura
lo que tanto llamaba la atención; que era, principalmente,
su aderezo, y mucho también su vestido, y un poco
la novedad de verla en el teatro.
-Vamos, esta se lanza
al mundo otra vez -pensó ella que debían de
estar pensando muchas de aquellas damas, que se la estaban
comiendo con los ojos desde butacas y palcos.
-Sí
que me lanzo; ¡ya lo creo!, de cabeza -se decía a
sí misma; muy satisfecha, contentísima por
haber descubierto aquel venero de placeres que tanto iban
a contrariar los planes del tío, que consistían,
por lo visto, en ir robándola todo lo que ella y sólo
ella tenía.
Para muchas de las señoras y señoritas
presentes, que, o no eran del país o eran muy jóvenes,
la aparición de Emma en el mundo, si aquello era mundo,
ofrecía una novedad absoluta, porque no podían
recordar, como otras pocas, que años atrás
aquella mujer, vestida con tanto lujo, de facciones ajadas,
de una tirantez nerviosa y avinagrada en el gesto, había
sido la comidilla de la población por sus caprichos
y locuras de joven mimada y rica y extravagante como ella
sola.
Todo esto lo comprendía Emma, y no se hacía
ilusiones respecto de los motivos de tanta curiosidad, y
casi casi estupefacción; pero el resultado era que
se la miraba y contemplaba, y se comentaba su presencia mucho;
que nadie se acordaba del escenario por verla, y esto le
producía, fuese por lo que fuese, una de las sensaciones
más intensas y profundas que podía experimentar
una mujer de su calaña. Sobre todo, lo que ella más
saboreaba, y lo que tenía por más seguro, era
la envidia. La envidiaban, no sólo las pobres, las
que no podían permitirse el gasto que significaban
aquellos diamantes y aquel vestido, sino también las
dos o tres ricachonas presentes, que hubieran podido, sin
hacer un disparate, presentarse aquella misma noche con algo
tan bueno y todavía mejor. A pesar de esto, la envidiaban
también, porque esta clase de gente se parece mucho
a los animales, en no vivir más que de la sensación
presente; y el hecho era que allí, en el teatro, en
aquel momento, la más ricamente vestida y alhajada era ella, Emma; y el público no se había de
meter a discurrir y calcular quién podía y
quién no lucir otro tanto. Además, que «obras
son amores». Tal vez la que más envidiaba a la de
Valcárcel era la mujer del americano Sariegos, el
más rico de la provincia, que podría aturdir
a todos los Valcárcel del mundo envolviéndolos
en papel del Estado y en acciones del Banco y otras mil
grandezas; pero Sariegos no permitía tales despilfarros,
que en él no lo serían, y su señora
tenía que contentarse con un lujo muy mediano. Por
eso rabiaba ella. En cuanto a Sariegos, que estaba presente,
detrás de su mujer, también se puso a aborrecer
de pronto a Emma, porque tenía la culpa de lo que
en aquel momento su esposa estaría maldiciéndole
y detestándole a él por avaro; y además,
aunque parezca raro, también miraba con envidia el
aderezo de la abogaducha. Mas luego se hizo superior a sentimientos
tan humillantes para él, y, elevándose, mediante
su filosofía crematística o plutónica,
a más altas esferas, pensó, y acabó
por decir, a media voz, desde la cúspide de su desprecio
sincero:
-Esa muchacha va a quedarse sin camisa en muy pocos
años.
Bien sabía, porque bien se veía
además, que Emma ya no era una muchacha; pero no importaba;
así creía él significar mejor su desprecio:
esa muchacha... la abogaducha.
Pero estos comentarios y
desahogos, y otros por el estilo, no los oía Emma;
ella veía a la envidia, no la oía; veía
sus ojos brillantes, sus sonrisas tristes, sus éxtasis
sinceros y melancólicos en la cara de las incautas,
que no sabían disimular siquiera, y se quedaban como
Santas Teresas arrobadas en la meditación y el amor
del pesar del bien ajeno.
Algunas muchachas, estas de verdad,
que minutos antes coqueteaban alegres, muy satisfechas, con
los cuatro trapacos que tenían encima, ahora languidecían,
olvidaban a sus adoradores de las butacas; y como que se
trataba de cosa mucho más seria, con rostro del que
había desaparecido toda gracia, toda poesía,
toda idealidad, se consagraban al culto envidioso del lujo
ajeno, con gran veneración para las joyas y la seda,
con gran rencor disimulado a la sacerdotisa, que tenía
el privilegio de ostentar sobre su cuerpo los resplandores
del dios idolatrado.
Un ruido de faldas almidonadas que
vino de la escena llamó la atención de Emma,
sacándola de aquel deliquio de amor propio satisfecho.
Por la puerta del foro entraba una elegantísima señora
a paso ligero, barriendo las tablas con una cola muy larga
y despidiendo chispas de todo su cuerpo, vestido de brocado
de comedia y cubierto de joyas falsas, diadema inclusive.
-¿Quién es esa? -preguntó la mujer de Reyes.
Bonifacio, viendo que Nepomuceno no se daba por interrogado,
dijo, no sin tragar antes saliva:
-Es la Reina, que viene
desaladamente al saber que el Infante...
-No; si no pregunto
eso -interrumpió su mujer, volviéndose a mirar
a Bonis, que estaba detrás de ella en la penumbra-.
Digo si es esa la tiple.
-Creo... que sí. Sí,
justo, la protagonista...
-La de las botas. ¿Las traerá
puestas?
Bonis calló.
-Di, hombre, ¿crees tú
que las traerá puestas?
-Sería... un anacronismo.
-Calla, calla; ahora se sube al trono... ¿a ver?... No,
no se le han visto los pies. Acaso cuando se baje...
Emma
asestó los gemelos a los bajos de la tiple; y como
esta no acababa de levantarse de su trono, subió la
mirada hasta el rostro de Serafina.
-Vaya si es guapa -dijo-.
Ya he visto yo esa cara. ¿Cómo se llama esa?, ¿la
cuántos?...
-Serafina Gorgheggi, creo...
-¡Crees!...
Pero ¿no lo sabes de seguro?
-Puede que la confunda con
la contralto.
-Puede.
-Pero... no; sí, es la tiple;
justo, la Gorgheggi.
-Ahora estás seguro, ¿eh?
-Sí,
seguro.
Bonis se admiraba a sí mismo. ¡Aquello era
crecerse ante el peligro! Allí estaban los polvos
de arroz... Ahora lo comprendía todo; su mujer se
estaba burlando de él. Sabía de sus amores,
y aquella ida inopinada al teatro era un careo... sí,
un careo de los criminales. Porque él era un criminal,
claro. No importaba; sucediera lo que sucediera, había
que defenderse como gato panza arriba. Tuvo que sentarse,
detrás de su mujer, porque las piernas le temblaban,
según costumbre en casos tales (si era que jamás
se había visto en caso parecido); pero estaba dispuesto
a disimular, a mentir como un héroe, si era preciso,
ya que el Señor se dignaba concederle aquel don del
fingimiento, de que no se hubiera creído capaz a no
verlo. ¡Lo que puede el instinto de conservación!,
pensaba.
-¡Ah! -gritó, ahogando el grito antes de
salir de los labios, Emma, que acababa de ver un pie de la
Gorgheggi, al descender la tiple majestuosamente de su trono
de madera pintada de colorines. Fuera un anacronismo o no,
las botas de S. A. eran idénticas a las que había
comprado ella por la tarde. Fuejos no había mentido.
-Lo mismo que las mías. Ese Fuejos es persona de
verdad decir. ¿Lo ves, Bonifacio?
El otro par lo trae esa
señora; lo que me dijo el zapatero. ¿Por qué
le levantas falsos testimonios? ¿Por qué has negado
que le viste el pie a esa damisela esta mañana? ¿Qué
tiene eso de particular? ¿Crees que voy a celarme, marido
infiel?
Bonis calló. Por mucho valor que él
tuviera, y estaba seguro de que lo tenía, aquello
no podía durar. ¿Adónde iba a parar su mujer?
-¿Sabes tú si tiene querido esa doña Serafina?
Si lo tiene, ese habrá pagado las botas.
Esta libertad
de lenguaje no le extrañaba a Nepomuceno, que en cuanto
veía a su sobrina con un poco de carne y regular color,
ya esperaba de ella cualquier locura de dicho o de hecho.
En cuanto al marido, no veía en tamaña desfachatez
más que el sarcasmo terrible de la esposa ultrajada.
Le parecía muy natural que el cónyuge engañado
se entretuviera en aquellos pródromos de ironía
antes de tomar terrible venganza. Así sucedía
en las tragedias, y hasta en las óperas.
Ensimismado
en su terror, vuelta la cara hacia el fondo del palco, Bonis
no pudo notar por qué Emma no insistía en sus
cuchufletas, si lo eran aquellas preguntas al parecer capciosas.
Si él se había puesto antes encendido, y enseguida
muy pálido, al salir a las
tablas Serafina, ahora
Emma era la que tomaba el color de una cereza; y clavaba
los gemelos en un personaje que acababa de llegar de tierra
de moros, vencedor como él solo, y que se encontraba
con que la Reina le había casado a la novia con un
rey de Francia para no tener rival a la vista. El vencedor
de los infieles era el barítono Minghetti, que lucía
dos espuelas como dos soles, y tenía un vozarrón
tremendo, no mal timbrado y lleno de energía. En vano
la Reina le pedía perdón, colgándosele
del cuello, previo el despejo de la sala, cubierta de coristas,
todos ellos viles cortesanos. El barítono no transigía;
huía de los brazos de la Reina y llamaba a gritos
a la otra.
-Está muy guapo así -pensaba Emma-;
pero me gustaba más con el traje de barbero.
Cuando
el caudillo no pudo gritar más, o reventaba, la tiple
empezó a quejarse de su suerte y a pintarle su pasión
con multitud de gorjeos, que acompañaba el flauta,
jorobado. Como suelen hacer en tales casos los amantes desdeñosos,
en vez de escuchar las lamentaciones y las quejas de la reina,
el barítono aprovechó el descanso para toser
y escupir disimuladamente, y después se puso a revisar
con gran descaro los palcos, donde lucían su belleza
las señoras más encopetadas. Llegó su
mirada al
palco de Emma, que sintió los ojos azules
y dulcísimos de Minghetti metérsele por los
tubos de los gemelos y sonreírle, a ella, como si
la conociera de toda la vida y hubiera algo entre ellos.
Emma, sin pensarlo, sonrió también, y el barítono,
que tenía mirada de águila, notó la
sonrisa, y sonrió a su vez, no ya con los ojos sino
con toda la cara. La emoción de la Valcárcel
fue más intensa que la experimentada poco antes al
notar la admiración que su lujosa presencia producía
en el concurso. Para sus adentros se dijo: Esto es más
serio, es un placer más hondo que satisface más
ansias, que tiene más sustancia... y que tiene más
que ver con mis planes. Los planes eran burlarse de una manera
feroz de su tío y de su marido, jugar con ellos como
el gato con el ratón, descubrir medios de engañarlos
y perderlos, que fuesen para ella muy divertidos. Contra
el tío ya sabía de tiempo atrás qué
armas emplear; echar la casa por la ventana, gastar mucho
en el regalo de su propia personilla. En cuanto a Bonis...
ni en rigor le quería tan mal como al otro, ni había
pensado concretamente hasta entonces en un gran castigo para
él; sólo se le había ocurrido tenerle
siempre en un potro, tratarle como a un esclavo a quien amenazase
un tormento que él no acababa de conocer; mas la mirada
y la sonrisa de
Minghetti aclararon como un relámpago
la conciencia de Emma, que vio de repente en qué podía
consistir el castigo de su infiel esposo. Porque, en efecto,
le suponía infiel mucho tiempo hacía; sin contar
con que Emma, en las meditaciones de sus soledades de alcoba,
con el histérico por Sibila, había llegado
a concebir al hombre, a todos los hombres, como el animal
egoísta y de instintos crueles y groseros por excelencia,
no creía en el marido rigurosamente fiel a su esposa;
más era, tal ente de razón la parecía
ridículo, y se confesaba que ella, en el caso de cualquier
hombre casado, no se contentaría con su mujer. En
cuanto a las mujeres, no les reconocía el derecho
de adulterio en circunstancias normales, porque parecía
feo y porque la mujer es otra cosa; pero en caso de infidelidad
conyugal descubierta, ya era distinto; también había
el derecho de represalia, y lo mismo podía decirse
por analogía, cuando el esposo era tan bruto que daba
a la esposa trato de cuerda... «Si Bonis me pegase como yo
le pego a él, se la pegaba». Esto era evidente. «Y
si él me la pega... si de seguro me la pega...». Aquí
Emma vacilaba y recurría al tercer caso de infidelidad
femenina disculpable. «Si me la pegase, yo le engañaría
también... si alguien me inspirase una gran pasión».
Aunque los extravíos morales de Emma
nada tenían
que ver con el romanticismo literario, decadente, de su época
y pueblo, porque ella era original por su temperamento y
no leía apenas versos y novelas, algunas frases y
preocupaciones de sus convecinos se le habían contagiado,
y esta idea vaga y pérfida de la gran pasión que todo lo santifica, era una de esas pestes. Por lo demás,
ella sola se bastaba para hacer tabla rasa de cien decálogos
y prescindir, según su capricho, de reglas de conducta
que la contrariasen. Pero si en la pura región de
las ideas, como hubiera pensado Bonis, esto era corriente,
el sentido íntimo le decía a Emma que del dicho
al hecho hay mucho trecho; que ella no llegaría a
faltar a su Bonis, como no se la apurase mucho, como no fuera
en un momento de locura, suscitado por un príncipe
ruso u otro personaje de mérito excepcional; y que,
aun así, tenía ella que convertirse en otra,
violentarse mucho. Lo cierto era que su carne estaba tranquila,
que sus gustos la llevaban a extravíos sensuales nada
eróticos, y que al fin y al cabo, Bonis, lo que es
como buen mozo era buen mozo, y estaba satisfecha de su físico...
Pero la mirada y la sonrisa del barítono, eran ya
harina de otro costal. Por lo pronto, Emma se olvidó
de todo para pensar en el placer de tropezarse dentro de
los gemelos con aquellas pupilas y con
aquella boca sonriente
bajo el bigote castaño oscuro. Cada vez que Minghetti
volvía a la escena, la de Reyes ensayaba la repetición
del lance que tan bien le había sabido, y las más
veces con buen éxito; pues, fuera casualidad, o que
el cantante tuviera la costumbre de mirar mucho a los palcos
y fijarse en quien le admiraba, y coquetear en toda clase
de papeles y circunstancias escénicas, ello fue que
el placer solicitado por los gemelos de Emma se renovó
en varios trances de los más serios y apurados de
la ópera; y eso que el barítono no cesaba de
regañar con la Reina, siempre desesperado por la huida
a Francia de la otra.
Bonis no volvía de su asombro
al notar, muy a su placer, que Emma no hablaba ya de la tiple
ni de las botas, verdadero anacronismo, como él decía
muy bien, ni de cosa alguna que remotamente pudiera referirse
a lo que él llamaba «lo de los polvos de arroz».
Terminada la ópera, volviéronse a su hogar
los Valcárcel, o si se quiere los Reyes, aunque más
propio es decir los Valcárcel por lo poco amo de su
casa que era Bonifacio; despidiose del matrimonio Nepomuceno,
que se acostó madurando sus planes para el porvenir,
que, o él veía mal, o tenía barruntos
de un cambiazo no exento de peligros. Y cuando Reyes iba
a pedir permiso a su mujer para retirarse también
a su cuarto, a Emma se la ocurrió hacer uso... de
lo que en las relaciones de aquel matrimonio podía
llamarse la regia prerrogativa.
-Mira, Bonis, yo no tengo
sueño; el ruido de la música me ha puesto la
cabeza como un bombo... voy a estar desvelada; y sola y despierta
y nerviosa, tendré miedo.
Hubo un momento de silencio,
y después prosiguió:
-Quédate tú.
Estaban en el gabinete de la dama. Ella se despojaba de
sus joyas frente al espejo de su tocador, alumbrado por dos
bujías de color de rosa. El marido la veía
retratada por el cristal de fondo misterioso y de sombras
movedizas. Sin que él se diese cuenta del cómo
y el por qué, aquel «quédate tú» le
hizo mirar de repente a su esposa con ojos de juez de la
hermosura. ¡Cosa extraña! Hasta aquel instante no
había reparado que Emma se había quitado muchos
años de encima aquella noche, sobre todo en aquel
momento; no le parecía una mujer bella y fresca, no
había allí ni perfección de facciones
ni lozanía; pero había mucha expresión;
el mismo cansancio de la fisonomía; cierta especie
de elegía que canta el rostro de una mujer nerviosa
y apasionada que pierde la tersura de la piel y que parece
llorar a solas el peso de los años; la complicada
historia
sentimental que revelan los nacientes surcos de
las sienes y los que empiezan a dibujarse bajo los ojos;
la intensidad de intención seria, profunda y dolorosa
de la mirada, que contrasta con la tirantez de ciertas facciones,
con la inercia de los labios y la sequedad de las mejillas:
estos y otros signos le parecieron a Bonis atractivos románticos
de su esposa en aquel momento, y el imperativo quédate
tú le halagó el amor propio y los sentidos,
después del mucho tiempo que había pasado sin
que Emma hiciera uso de la regia prerrogativa.
Por segunda
vez el amante de Serafina tuvo remordimientos por su infidelidad
en el pecado. Su gran pasión disculpaba a los ojos
de Bonis aquellas relaciones ilícitas con la cómica;
pero desde el momento en que él faltaba a Serafina,
dejándose interesar endiabladamente por los encantos
marchitos, pero expresivos y melancólicos, llenos
de fuego reconcentrado, de su legítima esposa, quedaba
probado que la gran pasión pretendida no era tan grande,
y, en otro tanto, era menos disculpable. Fuese como fuese,
sucedió que Bonis empezó a despojarse de su
terno inglés en el gabinete de su mujer; se quedó
sin levita ni chaleco, luciendo los tirantes de seda y la
pechera de la camisa blanca y tersa, con tres botones de
coral;
y en este prosaico, pero familiar atavío,
se volvió sonriente hacia Emma, que lamía los
labios secos, echaba chispas por los ojos, y seria y callada
miraba el cuello robusto y de color de leche de su marido.
Bonis se sintió apetecido; se explicó, como
a la luz de un relámpago, la escena de aquella noche
de los polvos de arroz; leyó en el rostro de su mujer
una debilidad periódica, una flaqueza femenina, como
sumisión pasajera de la hembra al macho, además
una misteriosa y extraña corrupción sin nombre:
todo esto lo cogió al vuelo, confusamente; tuvo la
conciencia súbita de cierta superioridad interina,
fugaz; y enardecido por su propio capricho, por las excitaciones
que aquel ocaso interesante de hermosura, o, mejor, de deseo,
con que se iluminaba Emma, producía en él,
se arrojó a un atrevimiento inaudito; y fue que, de
repente, se dejó caer de rodillas delante de su mujer,
se le abrazó a las almidonadas blancuras, que crujieron
contra su pecho, y con voz balbuciente por la emoción,
entrecortada y sorda, dijo mil locuras de pasión habladora,
que se desborda primero por las palabras; palabras de lascivia
en jerga amorosa, en diminutivos, tal como él las
había aprendido de todo corazón en su trato
con la Gorgheggi.
Emma, en vez de levantar a su marido de
la postrada actitud, después de dar un grito,
como
los que daba al entrar en su baño de agua tibia, fue
doblándose, doblándose, hasta quedar con la
boca al nivel de la boca de Bonis; con ambas manos le agarró
las barbas, le echó hacia atrás la cabeza,
y, como si los labios del otro fuesen oído, arrimando
a ellos los dientes, dijo como quien hablando bajo quisiera
dar voces:
-¡Júrame que no me la pegas!
-Te lo juro,
Mina de mi alma, rica mía, mi Mina; te lo juro y te
lo rejuro... Mírame a los ojos; así, a los
ojos de adentro, a los de más adentro del alma...
te juro, te retejuro que te adoro, con eso, con eso, con
eso que ves aquí tan abajo, tan abajo... Pero, mira,
me vas a desnucar, se me rompe el cogote.
-Qué más
da, qué más da... deja... deja... así,
más, que te duela, que te duela con gusto.
Hubo un
silencio que no se empleó más que en mirarse
los ojos a los ojos, y en gozar ambos del dolor del cuello
de Bonis doblado hacia atrás. Emma le soltó
para decir, poniéndose en pie:
-Mira, mira, yo soy
la Gorgheggi o la Gorgoritos, esa que cantaba hace poco,
la reina Micomicona; sí, hombre, esa que a ti te gusta
tanto; y para hacerte la ilusión, mírame aquí,
aquí, aquí tontín; granuja, aquí
te digo... las botas lo mismo que las de ella; cógele
un pie
a la Gorgoritos, anda, cógeselo; las medias
no serán del mismo color, pero estas son bien bonitas;
anda, ahora canta, dila que sí, que la quieres, que
olvidas a la de Francia y que te casas con ella... Tú
te llamas, ¿cómo te llamas tú?... Sí,
hombre, el barítono te digo.
-¿Minghetti?
-Eso,
Minghetti, tú eres Minghetti y yo la Gorgoritos...
Minghetti de mi alma, aquí tienes a tu reina de tu
corazón, a tu reinecita; toma, toma, quiérela,
mímala; Minghetti de mi vida, Bonis, Minghetti de
mis entrañas...
«Pero, oiga usted, señor matamoros;
si usted quiere que sea suya para siempre su señora
reina de las botas nuevas, apague esas luces del tocador
y véngase de puntillas, que puede oírle Eufemia,
que ahora duerme ahí al lado».
-XI-
Bonifacio Reyes era admirador del arte en todas sus manifestaciones,
según él se decía; y aunque la música
era la manifestación predilecta, porque le llegaba
más al alma, con una vaguedad que le encantaba y que
no le exigía a él previo estudio de multitud
de ideas concretas que debían de andar por los libros
de facultad mayor; y aunque la susodicha música era
el arte que él mejor poseía, merced a sus estudios
de solfeo y de flauta, no había dejado de ejercitarse
en una u otra época de su vida, sin pretensiones,
por supuesto, en cuanto mero aficionado, en otros medios
humanos de expresar lo bello. La poesía le parecía
muy respetable, y sabía de memoria muchos versos;
pero las dificultades del consonante siempre le habían
retraído del cultivo de las musas; despreciaba, porque
su sinceridad de
hombre de sentimiento y de convicciones
no le permitían otra cosa, despreciaba los ripios
y hasta los consonantes fáciles; y así, las
pocas veces que había ensayado la gaya ciencia, se
había ido derecho al peligro, a la rima difícil;
y hasta recordaba que la última vez que había
arrojado la pluma con el propósito de no insistir
en versificar, había sido con motivo de querer escribir
un soneto a un señor Menéndez, que había
fundado una obra pía.
La palabra principal, se decía
Bonis mordiéndose las uñas, es, según
las retóricas y poéticas que yo he leído,
la que debe terminar el verso; aquí lo más
importante, sin duda, es el apellido del fundador y la obra
pía: pues bien; para pía hay millares de consonantes,
pero a Menéndez yo no se lo encuentro. Y antes que
relegar a Menéndez a un lugar del verso indigno de
su filantropía, prefirió renunciar al soneto.
Esta falta de inspiración poética y de consonantes
en éndez, no le desanimó ni ajó su orgullo
de artista, que al fin no era muy grande; después
de todo, si bien se miraba, la poesía está
como reconcentrada en la música.
Otra cosa eran las
artes del dibujo, y en este punto el atildado pendolista
no vacilaba en sostener que con la pluma hacía, si
no prodigios, arabescos muy agradables; el arabesco
era
su dibujo favorito, porque se enlazaba con sus facultades
de escribiente, y además también tenía
cierto parecido con la música por su vaguedad e indeterminación.
El arabesco tocaba con la alegoría y el dibujo natural
fantástico por un lado, y por el otro con el arte
de Iturzaeta.
En cosas así pensaba Reyes una tarde,
cerca del crepúsculo, en el cuarto no muy lujoso ni
ancho que Serafina Gorgheggi ocupaba en la fonda dependiente
del café de la Oliva, piso tercero de la casa. Mochi
y su protegida habían mudado de posada, lo cual en
aquel pueblo sólo era mudar de dolor; pero en el hotel
Principal, allá al extremo de la Alameda Vieja, les
habían llegado a perder el respeto por las intermitencias
en el pago del pupilaje; la Compañía de ópera
seria acababa de disolverse por motivos económicos
e incompatibilidades de caracteres, y el empresario, la tiple
y Minghetti, el barítono, se habían quedado
en la ciudad, según unos, porque no tenían
por lo pronto contrata ni lugar adonde ir, porque más
valieran allá; según otros, porque querían
servir de núcleo a una nueva Compañía,
para constituir la cual andaba Mochi en tratos. Pero entretanto
había que hacer economías, y si Minghetti permaneció
en el hotel Principal, aunque tampoco pagaba bien, por privilegio
misterioso tolerado, Serafina y Julio tuvieron que reducirse
a instalar sus personas y baúles en la mediana hospedería
que, con el nombre de Fonda de la Oliva, sustentaba, con
grandes apuros, el dueño del vetusto café del
mismo nombre.
Reyes aquella tarde velaba el sueño
de Serafina, que yacía allí cerca, en la alcoba,
víctima de un agudísimo dolor de muelas que,
al aplacarse a ratos, la dejaba sumirse en tranquilo sopor,
aunque algo febril, no desagradable.
Reyes velaba. Había
ido allí a muy otra cosa, pero los suspiros de su
inglesa-italiana y el olor a medicinas antiespasmódicas,
más el declinar del día, le habían cambiado
de repente el ánimo, inclinándole a la melancolía
poética y reflexiva, a la abnegación espiritual
y piadosa.
Como el velar el sueño del ser amado no
es ocupación que dé empleo a las manos, Bonis,
arrimado al velador de incrustaciones de no sabía
él qué pasta, que imitaban una escena veneciana
azul y rosa con manchas de café y huellas de nitrato
de plata, dibujaba con pluma de ave sobre un pedazo de papel
de barbas. Dibujaba, como siempre, caprichos caligráficos
con remates de la fauna y la flora del arabesco más
fantástico. Sentía el alma,
después
del cambiazo que a sus deseos acababan de dar las circunstancias,
llena de música; no le cantaban los oídos,
le cantaba el corazón.
A tener allí la flauta
y no estar dormida Serafina, hubiera acompañado con
el dulce instrumento aquellas melodías interiores,
lánguidas, vaporosas, llenas de una tristeza suave,
crepuscular, mitad resignación, mitad esperanzas ultratelúricas
y que no puede conocer la juventud; tristeza peculiar de
la edad madura que aún siente en los labios el dejo
de las ilusiones y como que saborea su recuerdo.
Pero ya
que no la flauta, tenía la pluma: la pluma, que no
hacía ruido, sino muy leve, al rasguear sobre el papel
con aquellos perfiles y trazos gruesos, enérgicos,
en claro-oscuro sugestivo, equivalente al timbre de una puerta
o de una placa.
Sí, poco a poco fue sintiendo Bonis
que la música del alma se le bajaba a los dedos; las
curvas de su arabesco se hacían más graciosas,
sus complicaciones y adornos simétricos más
elegantes y expresivos, y la indeterminada tracería
se fue cuajando en formas concretas, representativas; y al
fin brotó, como si naciera de la cópula de
lo blanco y de lo negro, brotó en un cielo gris la
imagen de la luna, en cuarto menguante, rodeada de nubes,
siniestras, mitad diablos o brujas montados en escobas,
mitad colmenas de formas fantásticas, pero colmenas
bien claras, de las que salían multitud de bichos,
puntos unidos a otros puntos que tenían cuerpos de
abejas, con patas, rabos y uñas de furias infernales.
Aquellas abejas o avispas del diablo, volaban en torno de
la luna, y algunas llenaban su rostro, el cual era, visto
de perfil, el del mismísimo Satanás, que tenía
las cejas en ángulo y echaba fuego de ojos y boca.
Por encima de esta confusión de formas disparatadas,
Bonis dibujó rayas simétricas que imitaban
muy bien la superficie del mar en calma, y sobre la línea
más alta, la del horizonte, volvió a trazar
una imagen de la noche, pero de noche serena, en mitad de
cuyo cielo, atravesando cinco hileras de neblina tenue, las
líneas del pentagrama, se elevaba suave, majestuosa
y poética, la dulce luna llena: en su disco, elegantes
curvas sinuosas decían: Serafina.
Media hora larga
le costó al soñador su composición simbólica;
mas fue premio de la inspiración y del esfuerzo un
noble orgullo de artista satisfecho; sensación que
se mezcló enseguida con un enternecimiento austero
y en su austeridad voluptuoso, que le hizo inclinar la cabeza,
apoyar la frente en las manos y meditar sollozando y con
lágrimas en los ojos.
-¡Qué vida extraña!
¡Qué cosas pueden pasarle por el alma a un pobre diablo!
-pensaba Bonis.
La alegoría, que le había
salido sin querer de la pluma, estaba bien clara, era la
síntesis de su vida presente. En el cielo de sus amores,
en la región serena, sobre el océano de sus
pasiones en calma, brillaba la luna llena, el amor satisfecho,
poético, ideal, de su Serafina. Ya no eran aquellos
los días de las borrascas sensuales, en que el amor
físico, mezclándose al platónico, se
entregaba al arabesco de la pasión disparatada y caótica;
el alma ya se había sobrepuesto y daba el tono al
cariño, que, al arraigarse y convertirse en costumbre,
se había hecho espiritual. Y de repente, de poco tiempo
a aquella parte, debajo del océano, en las regiones
misteriosas del abismo en las que habitaba el enemigo, de
las que venían voces subterráneas de amenaza
y castigo, aparecía como un reflejo infiel, otro cielo
con otra luna, un cielo borrascoso con espíritus infernales
vestidos de nubarrones, con el mismísimo demonio disfrazado
de cuarto menguante... de la luna de miel satánica,
de Valpurgis, que su mujer, Emma Valcárcel, había
decretado que brillara en las profundidades de aquellas noches
de amores inauditos, inesperados y como desesperados.
Bonis
se levantó, y contempló a la Gorgheggi dormida:
-Esa mujer adorada no sabe que yo la soy infiel. Que hay
horas de la noche en que me dan un filtro hecho de terrores,
de fuerza mayor, de recuerdos, de costumbres del cuerpo,
de sabores de antiguos placeres, de olores de hojas de rosas
marchitas, de lástima... y hasta de filosofías...
negras...
Esta mujer no sabe que yo me dejo besar... y beso...
como quien da limosna a la muerte; a la muerte enferma, loca;
que doy besos que son como mordiscos con que quiero detener
al tiempo que corre, que corre, pasándome por la boca...
Sí, sí, Serafina; en esas horas tengo lástima
de mi mujer, de quien soy esclavo; sus caricias disparatadas,
que son reflejos de otras mías que yo aprendí
de tus primeros arranques de amor frenético y desvergonzado;
sus caricias, que son en ella inocentes, para mí crímenes,
se me contagian y me llevan consigo al aquelarre tenebroso,
donde entre sueños y ayes de amor que acaban por suspiros
de vejez, por chirridos del cuerpo que se desmorona, vivo
de no sé qué negras locuras sabrosas y sofocantes,
llenas de pavor y de atractivo. Yo soy el amante de una loca
lasciva... de una enferma que tiene derecho a mis caricias;
pero un derecho que no es como el tuyo;
como el tuyo, que
no reconocen los hombres, pero que a mí me parece
el más fuerte, aunque sutil, invisible. Tu derecho...
y el mío. El de mi alma cansada.
Y vuelta a llorar,
después de haber pensado así, aunque con otras
palabras interiores, y en parte aun sin palabras; porque
algunas de las que ha habido que emplear Bonis ni siquiera
las conocía. Por ejemplo, aquello que se dijo antes
de ultratelúrico. ¿Qué sabía Bonis lo
que significa ultratelúrico? Pero, con todo, siempre
estaba pensando en ello, y lo mezclaba con todas sus cavilaciones
y con todos los apuros de su miserable y atragantada existencia.
En tiempo de Bonis, en esta época de su vida, no se
hablaba como ahora, y menos en su pueblo, donde para los
efectos fuertes y enrevesados, dominaba el estilo de Larrañaga
y de D. Heriberto García de Quevedo. Sin contar con
que Bonifacio, menos instruido todavía que su historiador,
ni de propósito hubiera podido dar con ciertas frases
que aquí suelen usarse para interpretar aproximadamente
las tribulaciones de su espíritu.
Fuera como fuera,
la Gorgheggi no despertó con todo aquel ruido... psicológico
de su querido. El cual, por lo demás, andaba de puntillas,
sin tropezar en nada; y hasta consiguió taparla, sin
que ella lo sintiera, un poco
de la espalda blanquísima,
por donde estaba cogiendo frío. Era en casa de su
Serafina el mismo galán fino, pulcro, suave y mañoso
que cuidaba a su mujer, a su tirano, como las manecitas negras
de los palacios encantados.
Conocía todos los rincones
de la habitación de su amiga... y también los
del cuarto de Mochi. Él era quien les había
buscado y ajustado el nuevo albergue; él quien procuraba
introducir el espíritu y la práctica del orden
y la economía en la vida doméstica de aquellos
artistas, llevándoles un poco de la saludable influencia
de su hogar, que al fin hogar era, aunque no pudiese servir
de modelo; menos cada día. Se le figuraba a Reyes
tener dos casas, la de su mujer y la de su querida; y así
como él mismo, sin pensarlo ni quererlo, había
introducido en el caserón de los Valcárcel
aires de libertinaje, semilla de corrupciones que tan bien
preparado tenían el terreno en el alma de Emma; del
propio modo irreflexivo, por instinto, había ido poco
a poco sembrando gérmenes de costumbres sedentarias,
de orden provinciano, de disciplina doméstica, en
la intimidad de su trato con los cantantes. Tal vez a este
influjo contribuían, más que los ejemplos de
su propia casa, las reminiscencias, de muy antiguos tiempos,
de los hábitos de paz familiar y humildad económica
que conservaba
todavía el escribiente de Valcárcel,
que no en balde había pasado su niñez y el
principio de su juventud al lado de sus padres honrados,
pobres, humildes, resignados. El ideal de Bonis era soñar
mucho y tener grandes pasiones; pero todo ello sin perjuicio
de las buenas costumbres domésticas. Amaba el orden
en el hogar; mirando las estampas de los libros, se quedaba
embelesado ante una vieja pulcra y grave que hacía
calceta al amor de la lumbre, mientras a sus pies, un gato,
sobre mullida piel, jugaba sin ruido con el ovillo de lana
fuerte, tupida, símbolo de la defensa del burgués
contra el invierno. Envidiaba el valor, la despreocupación
de los artistas que no tienen casa, que acampan satisfechos
en las cinco partes del mundo; pero esta admiración
nacía del contraste con los propios gustos, con la
invencible afición a la vida material tranquila, sedentaria,
ordenada. Hasta para ser romántico de altos vuelos,
con la imaginación completamente libre, le parecía
indispensable, a lo menos para él, tener bien arreglada
la satisfacción de las necesidades físicas,
que tantas y tan complicadas son. El símbolo de estos
sentimientos eran, como va indicado más atrás,
las zapatillas. Cuando en sus ensueños juveniles había
ideado un castillo roquero, una hermosa nazarena asomada
a la ojival ventana,
una escala de seda, un laúd
y un galán, que era él, que robaba a la virgen
del castillo, siempre había tropezado con la inverosimilitud
de huir a lejanos climas sin las babuchas. Y era claro que
las babuchas eran incompatibles con el laúd. Además,
no todo eran las zapatillas; había algo más
en su cariño al hogar templado, dulce, sereno... la
familia. ¡Oh, la familia honrada, sin adulteraciones, sin
disturbios ni mezclas, era también su encanto! ¿Sería
la familia incompatible con la pasión, como las babuchas
con el laúd? Tal vez no. Pero él no había
encontrado la conjunción de estos dos bellos ideales.
La familia no era familia de verdad para él; Dios
no lo había querido. Su mujer era su tirano, y en
sus veleidades de amor embrujado, carnal y enfermizo, corrompida
por él mismo, sin saberlo, era una concubina, una
odalisca loca; y, lo que era peor que todo: faltaba el hijo.
Y en casa de Serafina, en casa de la pasión... no
había la santidad del hogar, ni siquiera la esperanza
de una larga unión de las almas. Los cantantes tendrían
que marcharse el mejor día. Eran judíos errantes;
ya era un milagro que entre abonos empalmados, truenos de
compañías, semanas de huelga, prórrogas
de esperanzas, ayudas del préstamo, acomodos del mal
pagar y abusos del crédito, hubieran podido permanecer
Mochi y la Gorgheggi meses y meses en el pueblo. El día
menos pensado Bonis se encontraría en el cuarto de
Serafina con las maletas hechas. «La de vámonos»,
diría Mochi, y él no tendría derecho
para oponerse. No tenía un cuarto, no podía
ofrecerles medios materiales para continuar en el pueblo;
el arte y la necesidad soplaban como el viento, y se llevaban
allá, por el mundo adelante, su pasión, el
único refugio de su alma dolorida, necesitada de cariño,
de caricias castas (como habían acabado por ser las
de Serafina), de dignidad personal, que le faltaba al lado
de su Emma; la cual sólo se humillaba por momentos
en su calidad de bestia hembra, para ser enseguida, aun en
el amor, el déspota de siempre, que sazonaba las caricias
con absurdos, que eran remordimientos para el atolondrado
marido. ¡Solo, solo se volvería a quedar en poder
de Emma, en poder de las miradas frías, incisivas
de Nepomuceno, el de las cuentas, en poder de Sebastián,
el primo, y de todos los demás Valcárcel que
quisieron hacer de él jigote a fuerza de desprecios!
Despertó la Gorgheggi sonriente, sin dolor de muelas;
agradeció a su Bonis que velara su sueño como
el de un niño; y la dulzura de sentirse bien, con
la boca fresca, harta de dormir, la puso tierna, sentimental,
y al fin la llevó a
las caricias. Mas fueron suaves;
mezcladas de diálogos largos, razonables; no se parecían
a las ardientes prisiones en que se convertían sus
abrazos en otro tiempo. «Así, pensaba Reyes, debieran
ser las caricias de mi esposa». Serafina se había
acostumbrado a su inocente Reyes y a la vida provinciana
de burguesa sedentaria a que él la inclinaba, y a
que daban ocasión su larga permanencia en aquella
pobre ciudad y la huelga prolongada. Se iban desvaneciendo
las últimas esperanzas de brillar en el arte, y Serafina
pensaba en otra clase de felicidad. La falta de ensayos y
funciones, la ausencia del teatro, le sabía a emancipación,
casi casi a regeneración moral: como las cortesanas
que llegan a cierta edad y se hacen ricas aspiran a la honradez
como a un último lujo, Serafina también soñaba
con la independencia, con huir del público, con olvidar
la solfa y meterse en un pueblo pequeño a vegetar
y ser dama influyente, respetada y de viso. Ya iba conociendo
la vida de aquella ciudad, que despreciaba al principio;
ya le interesaban las comidillas de la murmuración;
hacía alarde de conocer la vida y milagros de ésta
y la otra señora, y un día tuvo un gran disgusto
porque Bonis no consiguió que se la invitara el Jueves
Santo a sentarse en cualquier parroquia en la mesa de petitorio.
Cantó
una noche, con Mochi y Minghetti, en la Catedral,
y sintió orgullo inmenso. Le andaba por la cabeza
un proyecto de gran concierto a beneficio del Hospital o
del Hospicio. A Mochi no le cayó en saco roto la idea;
pero le torció el rumbo. Un gran concierto, sí,
pero no a beneficio de los pobres, sino a beneficio de los
cantantes, restos del naufragio de la compañía.
Se dio a Minghetti, el barítono, noticia del proyecto,
y le pareció magnífico. Él sugirió
al tenor la ocurrencia de aprovechar aquel concierto para
reanimar el instinto filarmónico de los vecinos: se
habían cansado de ópera, bueno; pero ya hacía
una temporada que se había cerrado el teatro; la Gorgheggi,
apareciendo en traje de etiqueta en los salones de una sociedad,
y cantando, sin accionar y sin dar paseos por la escena,
pedazos de música escogida, volvería a despertar
el apetito musical de los muchos aficionados; esto facilitaría
la idea de abrir un abono condicional sobre la base del terceto;
tenían tenor, tiple y barítono; se traería
contralto, bajo y coros, y se podía arreglar otra
campaña que bastase para pagar trampas, y esperar
con menos prisa y afán alguna contrata en otra parte.
Para poner por obra el proyecto, había que contar
con algún indígena que tomara la iniciativa.
Nadie como Bonis. Serafina se encargó de rogarle que
lo tomase
por su cuenta. Dicho y hecho. Aquella tarde, entre
las caricias de un amor apacible y de intimidad serena, la
Gorgheggi suplicó a su amante que apadrinase con celo
y entusiasmo su idea, que se encargara de preparar el concierto,
venciendo los obstáculos que pudieran surgir. ¿Qué
menos podía hacer Bonifacio por aquella mujer, a quien
no podía dar ya dinero, y eso que tanto lo necesitaba?
Propuso el proyecto de los cómicos a la Junta del
Casino, que formaba como una Sociedad agregada a la empresa
del café de la Oliva; en el piso principal estaban
el salón de baile y las salas de juego y de lectura
de aquel círculo de recreo, algunas veces de envite
y azar. La Junta directiva, que tenía la conciencia
de sus deberes, prometió estudiar la cuestión.
Hubo deliberaciones repetidas, se votó, y, por una
exigua mayoría, se aprobó el proyecto del concierto,
que terminaría en baile, pero sin ambigú.
Bonifacio ocultaba a su mujer que andaba en aquellos tratos,
que era el alma de la proyectada fiesta; pero ella supo que
el concierto se preparaba, y que su Bonis era factor del
holgorio, que iba a ser cosa rica. Si de otras cosas que
sabía también, y tiempo hacía, no le
había hablado, sino con indirectas y sin insistir,
ahora le convenía darse por enterada
claramente;
y así, le dijo un día a la mesa, a los postres,
en presencia de Nepomuceno:
-Vamos a ver, hombre, ¿por qué
me tienes tan callado lo que me preparas? ¿Es que quieres
sorprenderme?
-¿Lo que te preparo?
-Sí, señor;
lo del concierto: ya sé que tú y otros queréis
echar un guante disimuladamente en favor de esos pobres cómicos
que han quedado en el pueblo y no deben de pasarlo bien.
Perfectamente; muy bien hecho. Es una gran idea y una obra
de caridad. Haremos una limosna y nos divertiremos. Magnífico.
¿Verdad, tío, que es una idea excelente?
-Excelente
-asintió Nepomuceno, limpiándose los labios
con la servilleta y bajando la cabeza.
-Cuenta conmigo y
con la señorita Marta, con Marta Körner, la del
ingeniero, ya sabes, mi amiguita, que irá conmigo.
El tío me acompañará, ¿verdad? Y acaso
el primo Sebastián, que vendrá a las ferias.
Tú tendrás que arreglar por allá cosas;
si ya lo sabemos, hombre, no te hagas el chiquitín,
ya sabemos que eres el director de la fiesta. ¿Y qué?
Mejor. Gracias a Dios que haces algo de provecho. Lo que
me enfada es que nunca me hayas dicho que eras amigo de los
cómicos, tan amigo. ¿Creías que iba a disgustarme?
¿Por qué? Yo no soy orgullosa,
yo no creo que mi
apellido se desdore porque mi esposo trate a unos artistas;
al contrario; si yo fuera hombre haría lo mismo. ¿No
se casó la famosa Tiplona con un caballero de aquí?
¿Verdad, tío, que no nos ha parecido mal saber que
Bonis trata a los cómicos mucho, muchísimo?
Lo supimos por la señorita de Körner, ¿verdad,
tío? Y yo hasta me puse hueca. Para que veas.
Bonifacio
miraba a su mujer con los ojos fijos, combatido por dos opuestas
corrientes: un instinto ciego le decía: ¡Guarda, Pablo!
¡No te fíes, no cantes, hay trampa! Otra tendencia
poderosa le hacía ver el cielo abierto y le empujaba
el enternecimiento. ¿Si su mujer sería capaz de comprenderle,
de comprender su amor al arte y a los artistas? No llegaba
él hasta esperar que disculpara sus amores con Serafina;
era, por el contrario, indispensable, que no supiera de ellos;
pero todo lo demás, ¿por qué no? Es decir,
lo de las deudas y el dinero prestado, tampoco. Miraba a
Emma; después miró al tío: o no había
honradez y franqueza y lealtad en el mundo, o estaban pintadas
en la cara, y especialmente en los ojos de tío y sobrina.
Confesó todo lo que creyó oportuno confesar.
Se le agradeció la franqueza, y tío y sobrina
manifestaron verdadera admiración
contemplando la
perspectiva de ideal y horas de jarana y alegría honesta
que Bonis les puso ante la fantasía con elocuencia
conmovedora. Aunque Nepomuceno y Emma iban con segunda, cada
cual por diferente motivo, en parte eran sinceros su entusiasmo
y adhesión a los proyectos de Reyes. En cuanto a disculpar
las aficiones artísticas del marido y su trato con
los cantantes, nada más fácil. ¿No era él
músico también? ¿Y qué tenía
de particular que, en saliendo de casa, empleara sus ocios
en cultivar la amistad de aquellos excelentes señores
que sabían tanta música, eran de tan fino trato
y no se parecían a los envidiosos del pueblo, espíritus
limitados, estrechísimos, monótonos, inaguantables?
Nepomuceno habló más que solía; él
también era pintor, esto es, músico; sí:
en la Sociedad Económica había coadyuvado a
la creación de la clase de solfeo y piano.
-¡Bah,
la música!, ya lo creo, es una gran cosa. Domestica
las fieras.
-Ciertamente -dijo Bonis encantado.
Y refirió
a su modo la fábula de Orfeo, que a Emma la cogía
de nuevas completamente, y le pareció muy interesante.
-A propósito de piano... aunque ya está viejo
el alcacer para zampoñas, yo quisiera saber teclear,
así... un poco... aunque no fuera
más que
tocar con un dedo las óperas esas que tú tocas
en la flauta.
A Bonis le pareció muy laudable el
propósito. Volvió a pensar, aunque sin esperanza,
en lo de «la música las fieras domestica», y dijo:
-Pues mira, si te decides, Minghetti, el barítono,
es un excelente profesor...
Emma, encendida, no pudo menos
de ponerse en pie, y sin pensar en contenerse, comenzó
a batir palmas.
-¡Oh, sí, sí; sublime, sublime;
qué idea!, el barítono... y le pagaremos bien;
será una obra de caridad. Pero ¡qué lástima!
¿Se marchará pronto?
-¡Oh!, eso... según las
circunstancias... si renuevan el abono, si recomponen el
cuarteto... si se les ayuda...
-¡Vaya si se les ayudará!
¿Verdad, tío?
El tío volvió a inclinar
la cabeza. ¡La de planes que tenía dentro de ella!
Los ojos le brillaban, fijos en el mantel, hablando con su
fijeza de cien ideas que no explicaban, pero que revelaban
como presentes.
Llegó la noche del concierto. Se
abrieron los salones del Casino, sucursal del café
de la Oliva; hasta hubo su poquito de buffet, a pesar del
acuerdo de la Junta, y lo mejor de la población acudió
a tomar sorbetes y a contemplar
de cerca, y vestidos en
traje de sociedad, a los cantantes ilustres que tantas veces
había aplaudido viéndolos en las tablas, llenos
de abalorios y galones dorados.
¡Noche solemne para Bonis!
¡Noche solemne para Emma! ¡Noche solemne para Nepomuceno!
-XII-
Ardían en las arañas de cristal muchas docenas
de bujías de esperma; allá, al extremo del
salón, sobre una plataforma improvisada, la respetable
orquesta de los músicos sedentarios, de los profesores
indígenas, inauguraba la fiesta con una sinfonía
de su vetusto repertorio: allí estaba el trompa, refractario
al italiano y a la afinación; allí el espiritual
violinista Secades, que había soñado con ser
un segundo Paganini, que había pasado noches y noches,
días y días, buscando en las cuerdas, acariciadas
por el arco, ora lamentos de amor sublime, ora imitaciones
exactas de los ruidos naturales; v. gr.: los rebuznos de
un jumento. ¡Sarcasmo de la suerte! El rebuzno lo había
dominado; su arco había llegado a hablar como la burra
de Balaam; pero la inefable cantinela del amor, los ayes
de la pasión
sublime, los reservaban aquellas cuerdas
para otro arco amante, no para el de Secades. El cual, ya
maduro y desengañado, iba prefiriendo su otro oficio
de zurupeto, y más atendía ya a la banca y
sus gajes que al arte que meciera sus sueños infantiles.
Tocaba ya por ganar la pitanza, medio dormido, como sus compañeros,
sin fe, sin emulación, apenas conservando un poco
de cariño melancólico y de respeto supersticioso
a la buena música, a la antigua, despreciando las
novedades que traían las compañías de
algunos años a aquella parte. Allí estaba también
el antiguo figle, don Romualdo, calvo, digno, de gran panza;
en la catedral chirimía, en todo lo profano figle;
casi una gloria provincial. Todo el pueblo, hasta los sordos,
reconocía que era maravilloso lo que hacía
con su extraño instrumento aquel hombre; le hacía
llorar, reír, hasta casi casi toser. Pues a pesar
de tanta fama, la fuerza del tiempo, el desgaste de la admiración,
habían echado sobre la celebridad de don Romualdo
una capa espesa de indiferencia pública; bien conocía
él que sus paisanos, sin poner un momento en duda
su grandeza, se habían cansado de admirarle; sobrellevaba
estas contrariedades ineludibles con una melancolía
filosófica y taciturna; seguía tocando con
el esmero de siempre, aunque ya en vano.
En resumidas cuentas,
estaba triste, desengañado, ni más ni menos
que su compañero Secades; él, sin ilusiones,
de vuelta ya de la gloria, yacía en el mismo surco
de resignación fría y amarga en que se había
acostado Secades, camino de la celebridad. Todo era igual:
no haber subido al templo de la Fama y estar de vuelta. A
pesar de contarse entre aquellos respetables profesores estas
y otras notabilidades, la orquesta sonaba como los tornillos
de una máquina sin aceite; los instrumentos de cuerda
estaban asmáticos, sonaban a la madera, como sabe
la sidra al barril; los de bronce eran estridentes sin compasión;
bastaba uno de aquellos serpentones para derribar todas las
fortificaciones de cinco Jericós. Afortunadamente
el público filarmónico oía la orquesta
como quien oye llover.
Emma entró en el salón
después de ejecutado el primer número del programa;
atrajo la atención por dos cosas; por su vestido carísimo
y llamativo, y por venir colgada del brazo del alemán,
del ingeniero Körner, un hombre gordo, alto, encarnado,
de ojos de niño llorón, azules, claros, muy
hundidos. Parecía un gran cerdo muy bien criado, bueno
para la matanza, y era un hombre muy espiritual, enamorado
de Mozart y de los destinos de Prusia. Hablaba español
como si estuviera inventando
una lengua con palabras cuasi
castellanas y giros cuasi alemanes. Era un soñador,
pero capaz de llevar una fábrica en la punta de cada
dedo, y como contable, como él decía, nadie
le ponía el pie delante. Sabía de todo, despreciaba
a los españoles disimulándolo, idolatraba a
su hija Marta, y venía a hacerse rico.
Detrás
de esta pareja entraron, también del brazo, Marta
Körner y Bonis; les seguía de cerca, solo, D.
Juan Nepomuceno, que parecía haberse azogado las patillas,
que semejaban pura plata. Marta Körner era una rubia
de veintiocho años, muy fresca, llena de grasa barnizada
de morbidez y suavidad; su principal mérito físico
eran sus carnes; pero ella buscaba ante todo la gracia de
la expresión y la profundidad y distinción
de las ideas y sentimientos. Hablaba siempre del corazón,
llevándose la mano, que era un prodigio, al palpitante
seno, que era toda una obra de fábrica del nácar
más puro. Atribuía al subsuelo de aquella accidentada
naturaleza los verdaderos tesoros de su persona; pero los
inteligentes, Nepomuceno entre ellos, estimaban en más
el derecho de superficie.
Marta disentía de su padre
en sus amores musicales; estaba por Beethoven; en lo que
estaban de acuerdo era en la necesidad imprescindible
de
hacer una fortuna, o media, a más no poder. Körner
había venido directamente de Sajonia a dirigir una
fábrica de fundición, establecida por un industrial
al pie de unas minas de hierro, en la región más
montañosa de la provincia; allá, hacia donde
tenían sus guaridas los Valcárcel pobres y
huraños. El primo Sebastián, algo más
comunicativo, que iba y venía de la ciudad a la montaña,
fue quien presentó al Sr. Körner a Nepomuceno.
Al principio, el alemán y su hija vivieron en los
vericuetos, sin pensar en que a pocas leguas había
una ciudad que podía recordarles, remotamente, la
civilización y cultura que dejaban en su tierra. Aunque
rodeados, como decía Sebastián, de todas las
comodidades que podían ser arrastradas casi con grúa,
hasta las alturas en que moraban, los alemanes vivían
a lo aldeano, por lo que toca a sus relaciones sociales.
Empezaron a aprender español en el dialecto del país,
oscuro y corrompido; todo su espiritualismo se iba embotando,
y por más que procuraban mantener el fuego sagrado
de la idealidad a fuerza de sonatas clásicas, tocadas
por Marta en un piano de cola, y a fuerza de libros y periódicos
ilustrados que su padre hacía traer de Alemania, ello
era que el medio ambiente les invadía y transformaba;
el desdén con que
al principio miraron y trataron
a la gente tosca, en medio de la que tenían que vivir,
se fue cambiando insensiblemente en curiosidad; llegó
a ser interés, imitación, emulación,
y el orgullo ya no consistió en despreciar, sino en
deslumbrar. Körner quiso lucirse entre montañeses
rudos, y como allí no le valían sus habilidades
de dilettante de varias artes y lector sentimental, tuvo
que aprovechar otras cualidades, más apreciables en
aquella tierra, como, v. gr., la gran fortaleza y capacidad
de su estómago. No se le comenzó a tener en
tanto como él quería, hasta que corrió
por uno y otro concejo montañés la noticia,
verdadera, de que en una apuesta con un capataz de las minas
le había dejado el alemán al español
en la docena y media de huevos fritos, mientras él,
Körner, llegaba a tragarse las dos docenas muy holgadamente,
y ponía remate a la hazaña engulléndose
dos besugos. Esto era otra cosa; y los que habían
permanecido indiferentes ante las guerras gloriosas del Gran
Federico, de que Körner se envanecía como si
fuera nieto del ilustre Monarca; los que oían hablar
de Goëthe, y de Heine, y de Hegel, como quien oye llover,
llegaron a reconocer el glorioso porvenir de la raza que
criaba tan buenos estómagos. Añádase
a esto que el ingeniero jugaba a los bolos con singular destreza
y
con una fuerza de muchos caballos, o por lo menos, de
dos o tres aldeanos de aquellos. Con esta y otras análogas
cualidades, consiguió ganar las simpatías y
hasta la admiración por que había llegado a
suspirar de veras. Pero este género de gloria acabó
por cansarle, y sobre todo le repugnó al cabo, por
el peligro, que vio al fin patente, de convertirse en un
oso metafísico y filarmónico, pero oso, en
un Ata Troll de carne y hueso. Engordaba demasiado, olvidaba
sus meditaciones trascendentales..., y sus gustos sencillos,
fácilmente satisfechos con la vida montañesa,
le apartaban de los complicados planes de medro y vida regalada
que había traído de su país. Además,
en la fábrica de la montaña, aunque bien pagado,
considerado y satisfecho en punto a comodidades materiales,
pues tenía buena casa, gajes y atenciones, al fin
no prosperaba, no podía hacerse rico. Ensayó
el proyecto de convertirse en socio industrial, pero cedió
ante las dificultades que el propietario a solapo le fue
poniendo. Con esto se le agrió el humor, y comenzó
a desear con mucha fuerza salir de aquella vida troglodítica,
hacerse valer más, y poner al alcance de la demanda la honesta oferta de los encantos, cada vez más exuberantes,
de su hija Marta, por la cual iban también pasando
los años, pero inútilmente, allá
en
los montes. Sin dejar la fábrica, con pretexto de
su servicio, Körner menudeó sus visitas a la
capital, a caza de algún negocio que le pareciera
de más porvenir que el de allá arriba; y en
uno de estos viajes fue cuando el primo Sebastián
le hizo trabar conocimiento con Nepomuceno. El alemán,
que era sagaz y hombre de mundo, comprendió pronto
cuál era el papel del hacendista en casa de su sobrina:
vio claramente que allí había dinero, y que
este dinero se iba por la posta, y que la dirección
de la corriente de aquel río de plata era, o él
no entendía de corrientes, camino del bolsillo de
Nepomuceno, aunque con grandes pérdidas y derivaciones,
en una delta de despilfarros, que iban a enriquecer el caudal
de modistas, comerciantes de telas, sombreros, joyas, sin
contar con las tiendas de ultramarinos, confiterías,
mercados de caza y pesca, etc., etc. Körner comenzó
a marear a Nepomuceno persuadiéndole primero de que
él, Nepomuceno, tenía un verdadero talento
de contable, era un Necker... oscurecido, ocioso; con otro
horizonte, brillaría como estrella de primera magnitud
en el cielo de la Administración y de la Hacienda.
En conciencia, según Körner, estaba Nepomuceno
obligado a dar a tales facultades un empleo más digno
de ellas que la simple mayordomía a que, en suma,
estaba
limitado. Más era: en interés de la
ruinosa casa Valcárcel, que por lo visto iba a menos
por culpa de los despilfarros de Emma y los gastos secretos
de su marido, debía Nepomuceno poner aquel todavía
sano capital a parir, a producir algo más que el irrisorio
tanto por ciento de la renta territorial. Tanto foro, tanta
casería atómica, eran cosa ridícula.
¡Sursum corda! ¡All right! ¡Desenmoheceos! Venga ese stock
a la industria, y hablaremos. A esta clase de argumentos
se añadían, por vía de adorno, aperitivo
y complemento, otros de carácter general; v. gr.:
lo atrasada que estaba España, a pesar de la riqueza
del suelo y el subsuelo; en concepto de Körner, tenían
la culpa la Inquisición y los Borbones, y después
el mal ejercicio del régimen constitucional, que ya
de por sí no era bueno. Con este motivo, se lamentaba
de la general decadencia española, y hasta llegaba
a hablarle a Nepomuceno del probable renacimiento del teatro
nacional, si todos hacían lo que a él le aconsejaba:
poner en movimiento los capitales, sacar partido de los tesoros
de la tierra. No sabía Körner que Nepomuceno
ignoraba que hubiéramos tenido en otros siglos un
teatro tan admirable; y así, por este lado, poco habría
sacado de él. Pero lo que no hizo en su ánimo
la idea patriótica de contribuir al renacimiento del
espíritu nacional,
mediante el movimiento industrial
bien dirigido, lo hicieron los ojos, y más eficazmente
las carnes de Marta, que poseían una virtud magnética
sobre los sentidos de Nepomuceno. La primera vez que la vio,
en la primera visita que hizo a Körner, con motivo de
enseñarle este ciertos planos y un presupuesto de
una fábrica de productos químicos, gran proyecto
del alemán; la primera vez que la vio, se quedó
con la boca abierta, pasmado, sintiendo en la garganta hormigueos,
y en todo su cuerpo una súbita juventud que no había
tenido, propiamente hablando, en toda su vida. ¡Aquellas
eran las carnes que él había soñado!
Estaban en la escalera (porque Marta le había abierto
la puerta), ella muy mal vestida, desaliñada, pero
aún más llamativa y seductora cuantos menos
trapos discretos la cubrían. Nepomuceno la tomó
por criada. Subió, saludó a Körner, y
a los pocos minutos, sintiendo absoluta necesidad de volver
a ver a aquella chica, dijo:
-Si me hiciera usted el favor
de mandar servirme un poco de agua...
El plan de Nepomuceno
fue quitarle aquella doméstica a Körner y ponerle
casa...; y aunque fuera casarse con ella. Tenía que
ser suya. ¡Qué ojos, qué carnes!
Se relamía
pensando que iba a verla otra
vez, que iba a entrar con
un vaso de agua.
Pero el agua la trajo una verdadera fregona.
Hasta el día siguiente no supo Nepomuceno que su dulce
tormento era Marta en persona; le dio a Sebastián
señas de la divinidad, y... era Marta.
Una semana
después la hija de Körner cantaba al piano una
sentimental canción, un lieder titulado Vergiesmeinicht,
«no me olvides», que no era el de Goëthe, sino mucho
más meloso; y al dedicárselo, con la mirada
expresiva y los gestos lánguidos, al administrador
de las plateadas patillas, le dejaba para siempre rendido
a sus encantos y le hacía copartícipe de aquellos
sentimientos de sensucht, que él, Nepomuceno, no sospechaba
que existieran. Por aquellos días tuvo D. Juan ocasión
de enterarse de quién era Fausto, y del pacto que
había hecho con el demonio; y adquirió la noción
de Margarita, rubia, pobremente vestida, con los ojos humillados
y con un cántaro debajo del brazo, camino de la fuente.
Margarita era su Marta, aquella señorita tan gruesa,
tan blanca, tan fina de cutis y tan espiritual, que le había
revelado en pocas horas un mundo nuevo: el de los amores
reconcentrados y poéticos. Él quería
ser Fausto para rejuvenecerse, sin vender el alma al diablo,
no por nada, sino porque el diablo no aceptaría el
contrato. Tampoco pensó en teñirse las patillas,
sino en sobredorarlas, es decir, en dejar adivinar a los
Körner que no en vano ni de balde se era ministro de
Hacienda en casa de los Valcárcel años y más
años. Tardó poco tiempo el alemán en
comprender el efecto que había producido su hija en
el árbitro de las rentas de Emma; y de una en otra
conferencia acerca de la proyectada fábrica de productos
químicos, le fue metiendo en casa. Nepomuceno ya no
podía pasar el día sin su correspondiente sesión
de planos y presupuestos. Körner colocaba en su despacho
(pues aunque vivían interinamente en la ciudad, tenían
casa puesta, pero casa que era de la Empresa de la Montaña);
colocaba sobre la mesa de trabajo, hecha de un gran tablero,
unos libros enormes de comercio, llenos de cálculos
y partidas imaginarias, de una especie de novela de contabilidad
que él había imaginado. Nepomuceno, a pesar
de sus conocimientos y experiencia en cuentas complicadas
y oscuras, se quedaba sin entender palabra. Al lado de aquellos
libros, que parecían los del coro del Escorial, extendía
Körner sus planos pintados primorosamente en papel tela.
Allí ya tenía algo que admirar Nepomuceno espontáneamente,
pues supo que la misma Marta ayudaba a su padre a trazar
aquellas rayas gordas que parecían el
arco iris.
Muchas veces la señorita de la casa asistía
a las conferencias de su padre, como en calidad de ayudante,
y arrollaba y desarrollaba planos, y ponía los finísimos
dedos sobre los puntos en que había que estudiar;
y con estos y otros motivos, pasaba y repasaba cien veces
junto a Nepomuceno, y le rozaba con sus vestidos, y hasta
le hacía sentir, en ocasiones, por descuido, el peso
dulcísimo, pero abrumador, de su cuerpo: en fin, le
mareaba, le enloquecía, y el tío de Emma no
podía vivir ya sin aquellas confidencias económico-técnicas
acerca de la fábrica de productos químicos.
Llegó a creerse enamorado del proyecto; no podía
menos de producir montones de oro aquella fábrica,
que, sin salir de los planos, ya le tenía a él
la química orgánica en revolución, y
le convertía en minutos las breves horas de aquellas
interesantes explicaciones. Quedaron el alemán y el
español en que no faltaba más que dinero para
que el proyecto colosal se pusiera en práctica y marchara
como una seda. Faltaba dinero... pero ya parecería.
Entretanto, Nepomuceno insinuó en el ánimo
de padre e hija la necesidad de acoger con benevolencia la
debilidad de corazón que él dejaba entrever
discretamente. Marta, en vez de repugnar la confesión
implícita de aquella pasión, que no sería
ella quien
la calificase de senil, en vez de rechazar las
veladas galanterías del nuevo amigo de su padre, le
daba a entender con sonatas de música filosófica,
reposada y trascendental, que ella, a pesar de las apariencias,
daba poca importancia a lo físico, despreciaba la
acción del tiempo sobre los organismos, y atendía
directamente al elemento eterno del amor, del amor, que nunca
es machucho. En fin, que lo que faltaba era dinero; la fábrica
y la pasión marcharían en perfecta armonía
y con toda prosperidad, en cuanto pareciese el capital que
era necesario para su movimiento. A medias palabras, y hasta
por señas, comprendieron los Körner la conveniencia
de tratar, y tratar con la mayor amabilidad posible, a Emma
Valcárcel. No fue ardua empresa la del tío,
que se propuso conseguir estas relaciones justamente en la
época en que Emma decretó echarse al mundo
y gozar de su riqueza mermada y de cuanto estuviese en sus
manos, sin límites ni remordimientos. Así,
el conocimiento superficial, de mero cumplido, que ya había
de tiempos atrás, por intermedio del primo Sebastián,
entre la Valcárcel y los alemanes, se convirtió
fácilmente en amistad asiduamente cultivada, en una
amistad casi íntima, que se iba estrechando, estrechando,
según Emma entraba más y más por los
anchos y suaves senderos
de su nueva vida. La Valcárcel,
como ya se ha dicho, tenía en sus planes de venganza
respecto del ladrón de su tío, la idea de corromper
a Marta, después de casada con Nepomuceno. Le encontraba
ella muchísima gracia a la ocurrencia. Por eso se
prestó gustosa a estrechar relaciones con los Körner;
lo que no podía calcular era que Marta le iba a entrar
por el ojo derecho, y a conquistar su afecto extremoso con
la seducción singularísima de su intimidad
mujeril, nerviosa, llena de novedades, picantes y pegajosas,
para la pobre Emma, cuya depravación natural no había
tenido hasta entonces ningún aspecto literario ni
romántico-tudesco. Marta, virgen, era una bacante
de pensamiento, y las mismas lecturas disparatadas y descosidas
que le habían enseñado los recursos y los pintorescos
horizontes de la lascivia letrada, le habían dado
un criterio moral de una ductilidad corrompida, caprichosa,
alambicada, y, en el fondo, cínica. Un hombre, por
estrechas que fuesen sus relaciones con la señorita
Körner, jamás podría saber el fondo de
su pensamiento y de sus vicios, porque del pudor no le quedaba
a ella más que el instinto del fingimiento y la sinceridad
de la defensa material, hipócrita, contra los ataques
del macho; Marta podría acompañar al varón
en los extravíos lúbricos a que
él
la arrojase, pero siempre le ocultaría otra clase
de corrupciones morales, de depravación ideal que
llevaba ella dentro de sí, y que sólo podría
confiar a otra mujer en que encontrase simpatías de
temperamento y de desvaríos sentimentales. Emma y
Marta se entendieron pronto, y a las pocas semanas de tratarse
con frecuencia y confianza, ya se las oía, allá,
a lo lejos, en el gabinete de la Valcárcel, reír
a carcajadas, con risas histéricas; y cuando se presentaban
a los hombres, a Nepomuceno, Körner y Bonis, después
de estas alegres confidencias, llenas de secretos y malicias,
sonreían con sonrisas que eran señas y burlas
mal disimuladas de los santos varones que eran incapaces
de penetrar los misterios de la amistad retozona y llena
de cuchicheos de la española y la tudesca. Marta hacía
alarde de tener un carácter complicado, que el vulgo
no podía comprender; hablaba mucho de la moral vulgar,
por supuesto cuando trataba con personas que ella creía
capaces de entenderla. Su alegría, su afán
de jugar, saltar, levantarse de noche en camisa para dar
sustos a las criadas, correr por la casa y volverse al calor
del lecho, palpitante de emoción y voluptuosidad jaranera,
eran un contraste, una antítesis, decía ella,
de su exquisita sensibilidad, del clair de lune que llevaba
en el alma. Bueno,
«peor para los necios que no eran capaces
de entender estas contradicciones». Era católica,
como su padre, y afectaba haber escogido la manera devota
de las españolas como la fórmula que ella había
soñado, como si su alma hubiese sido española
en religión antes de aparecer en Alemania. Una nota
nueva, sin embargo, tenía en su opinión su
religiosidad, la nota artística que no encontraba
en la dama española. Marta, entusiasta de
El Genio
del Cristianismo, lo entendía a su modo, lo mezclaba
con el romanticismo gótico de sus poetas y novelistas
alemanes, y después, todo junto, lo barnizaba con
los cien colorines de sus aficiones a las artes decorativas
y del prurito pictórico. Aunque enamorada de la música,
amaba el color por el color, y daba suma importancia al azul
de la Concepción y al castaño oscuro de Nuestra
Señora del Carmen; hablaba ya de
la capilla Sixtina,
conversación inaudita en la España de entonces,
y de las maravillas que había ella visto en Florencia
y otras ciudades de Italia, por donde había viajado
con su padre. Lo que no confesaba Marta era que su afición
más sincera, más intensa, consistía
en el placer de que le hicieran cosquillas, en las plantas
de los pies particularmente. Debajo de los brazos, en la
espalda, en la garganta, se las habían hecho muchas
personas,
hombres inclusive; pero, en cuanto a las plantas
de los pies, es claro que sólo de tarde en tarde conseguía
encontrar quien la proporcionase ocasión de gozar
de aquellas delicias: alguna criada con quien había
intimado, alguna amiga aldeana... y ahora Emma, de quien
a los dos meses de trato había conseguido este favor
sibarítico, que la Valcárcel, muerta de risa,
otorgó gustosa. Ella también quiso probar aquel
extraño placer que tanto apasionaba a su amiga; pero
no le encontró gracia, y además no podía
resistir ni medio segundo la sensación, que la excitaba
en balde. En el alma fue donde se dejó hacer cosquillas
Emma por las sutilezas psicológicas y literarias de
su amiga. ¡Qué cosas supo por aquella mujer! Había
en el mundo, sin que lo sospechara Emma, dos clases de
seres,
los escogidos y los no escogidos, las almas superiores y
las vulgares. El toque estaba en ser alma escogida, superior;
en siéndolo, ¡ancha Castilla!, ya no había
moral corriente, vínculos sociales ni nada; bastaba
con guardar las apariencias, evitar el escándalo.
El amor y el arte eran soberanos del mundo espiritual, y
el privilegio de la mujer ideal, superior, consistía
en sacar partido del arte para el amor. La mujer hermosa,
sentimental, poética y
dilettante, era el premio del
artista, y el placer de premiar al
genio el más sublime
que Dios había concedido a sus criaturas. Marta, aún
muy joven, había sido novia, en Sajonia, de un gran
músico, un especialista en el órgano; y a un
pintor que imitaba a Rembrandt le había otorgado favores
de índole íntima, familiar, aunque es claro
que sin menoscabo de la virginidad
material, que tenía
que estar reservada para el
filestin, así decía,
con quien no tendría inconveniente en casarse. Porque
era necesario ser rica; no por nada, sino por poder satisfacer
las necesidades estéticas, que cuestan caras, toda
vez que en la estética entraría el
confort,
los muebles de lujo, de arte, el palco en la ópera,
si la hay, etc., etc. Su ideal era casarse con un hombre
ordinario muy rico, y proteger con el dinero de aquel
ser
vulgar a los grandes artistas, reservando su amor para uno
o más de estos, porque también era una vulgaridad
la constancia
unipersonal. Como Marta leía muchos
libros de literatura española antigua, cosa de moda
entre los literatos de su tierra, ponía por modelo
de su teoría a la mujer del
Celoso extremeño,
que sin cometer, lo que se llama cometer, adulterio, había
dormido abrazada al gallardo Loaisa, sin pecar sino con el
pensamiento. El
Celoso extremeño había sido
tan noble, que se había muerto dejando a su esposa
toda su fortuna y el encargo de casarse
con su amante; pero
como los maridos modernos y de la impura realidad no eran
tan generosos como Carrizales, lo que debía hacer
la mujer superior era sacarle el jugo crematístico
al esposo lo más pronto que pudiese. Todo esto, dicho
de muy diferente manera, pero en forma pedantesca siempre,
se iba metiendo por el deseo de Emma, la cual, por cierto
cansancio del organismo y depravación moral, sutil
y retorcida, que era el fondo de su alma, hallaba un sabor
superior a toda delicia en las aventuras en que superaban
la malicia y el engaño al placer material conseguido
como resultado de las artimañas. Engañar por
engañar era lo mejor. Sin embargo, reconocía
que debía de ser manjar de los dioses el tener
relaciones
con un hombre superior, con un artista, por ejemplo, con
un barítono tan guapo y
famoso como el celebrado Minghetti.
No se lo negó Marta, quien, confidencia por confidencia,
recibió con gusto y con amplio criterio de benevolencia
el secreto de Emma relativo a sus coqueterías con
el barítono de la compañía tronada.
En el fondo, la alemana compadeció a su amiga, pues
si bien había ella misma contemplado sin enojo una
y otra vez el buen talle y el calzón ajustado del
rey -no importa cuál- en tal o cual ópera,
del rey Minghetti, no veía por dónde se podía
clasificar a
tan bien formado cantante en la categoría
de los hombres superiores y verdaderamente artistas. Pero
no había que ser exigente. Ella, es claro que estaba
por encima de tales aficiones. Su prurito, aparte el de las
cosquillas, era escribir cartas entusiásticas y confidenciales
a sus autores predilectos; unos le contestaban, otros no;
pero solía mandar su retrato con sus confesiones epistolares,
y más de un escritor se animó, en consideración,
a la buena moza que envolvía aquel espíritu
repugnante, a entablar correspondencia; y así tuvo
ella más de dos amores ideales y
platónicos...
por escrito. Poseía, además, un álbum
de
intimidades, ilustrado por muchas firmas desconocidas
y algunas notables, en que se contestaba a las consabidas
preguntillas: ¿Cuál es vuestro color predilecto? ¿Y
la virtud predilecta? ¿Qué autor preferís?,
etc., etc. A una mujer que sabía, por ejemplo, que
a Litz le gustaban las trufas, y había
llorado confidencialmente
con las penas ocultas de un poeta de la
Joven Alemania, tenía
que parecerle poco hombre, aunque bien formado, el barítono
de la compañía de Mochi.
El cual, acompañado
de Serafina y del barítono, entraba en el salón
cuando acababa de cantar una romanza italiana un aficionado
de la localidad, de oficio relojero, y tenor suprasensible,
como le llamaban los chuscos, porque cuando tenía
que subir a las notas más altas desaparecía
su voz, como si la llevasen en globo al quinto cielo, y no
se le oía por más que gesticulaba; parecía
estar hablando desde muy lejos, desde donde podía
ser visto, pero no oído. Aún se reía
el público disimuladamente del tenor suprasensible,
cuando la atención general tuvo que volverse a contemplar
la hermosura de Serafina, que con la mirada humilde, exhalando
modestia, además de muy buenos y delicados olores,
llegaba, vestida de negro, con gran cola, enseñando
los blanquísimos hombros y las primorosas curvas del
seno, al pie de la plataforma, donde el presidente del Casino
la aguardaba para darle el brazo, subir con ella las dos
gradas que la separaban del piano, y dejarla, previa una
gran inclinación de cabeza, junto a Minghetti, que,
de frac y corbata de etiqueta, paseaba los blancos dedos,
de uñas sonrosadas, por el amarillento teclado, haciendo
prodigios de elegante habilidad por aquellas octavas adelante.
Bonis había desaparecido; poco después hablaba
con Mochi en un gabinete cercano. Nepomuceno y Körner
acompañaban a Emma y a Marta, todos sentados en una
de las primeras filas, que siempre quedaban, en casos tales,
para las señoras que venían tarde; porque
las que, para su vergüenza, llegaban temprano, se iban
colocando en lo más escondido y apartado, huyendo,
como del diablo, de la proximidad del espectáculo,
como si fuese tomar en él parte el tenerlo muy cerca.
No faltaba señora que confundía a los cantantes
con los prestidigitadores que en el mismo Casino había
visto maniobrar, y no quería que le quemasen el pañuelo,
ni aun en broma, ni que le adivinasen la carta que tenía
en el pensamiento.
Emma no había visto nunca tan
de cerca a la Gorgheggi, en la que pensaba tanto de algún
tiempo a aquella parte. La admiraba, como a su pesar; la
tenía por una perdida a la alta escuela... y esto
mismo la atraía, a pesar de ciertos asomos de envidia
con que iba mezclada la admiración. Ahora que la tenía
a cuatro pasos, y le podía ver los brazos desnudos,
y el talle apretado, y la pechuga, entre velas de esperma,
todo al aire; ahora que podía apreciar sus facciones
y sus gestos, y hasta algo oía de su voz, que parecía
que aun hablando cantaba, ahora Emma, con el pensamiento,
la desnudaba más todavía, y le medía
el cuerpo, y le escudriñaba el alma; quería
apreciar por la proporción cómo tendría
de gruesas y bien formadas las extremidades invisibles y
otras partes de su cuerpo. Por lo que veía, era muy
blanca,
y debía de seguir siéndolo; no, no
eran polvos de arroz; era blancura sana, cutis inglés,
una verdadera frescura y una hermosura a prueba de tijeras.
Decían que la voz decaía, pero lo que es la
lozanía del cuerpo era bien briosa y bien sólida;
no había allí asomos de decadencia. «¡Lo que
habría gozado aquella mujer! ¿Qué les diría
a sus queridos?». Emma se acordó del secreto de sus
extrañas expansiones matrimoniales de aquellos últimos
tiempos, de aquel secreto amor material, que le tenía
a ratos, allá de noche, entre sueños y pesadillas,
a su bobalicón de Bonis (vergüenza que ni a Marta
se atrevía a confesarle). ¿Les diría a los
amantes aquella guapísima picarona lo que ella le
decía a Bonis? Emma se acordó -por primera
vez pensó en ello-, de que tales frases disparatadas
ella no las sabía tiempo atrás, de que era
Bonis mismo el que se las había hecho aprender en
aquellas locuras de que jamás hablaban los dos después
que amanecía. ¿Sería aquello mismo lo que les
decía la cómica a sus queridos? ¿Sería
Bonis uno de tantos? ¿Sería verdad lo que había
llegado a sus oídos y lo que ella había sacado
por conjeturas? ¡Parecía imposible! Siendo Bonis tan
majadero, y no disponiendo de un cuarto, ¿cómo le
habría querido, ni siquiera por broma, aquella señorona,
quiere decirse, aquella pájara tan señorona,
que parecía una reina? Y sin embargo... podía
ser. Había indicios. Y ¡cosa rara!, ella no sentía
celos; sentía un orgullo raro, pero muy grande, así
como si a su marido le hubieran mandado un gran cordón
azul o verde del emperador de la China; o como si Bonis fuese
hermano suyo y se hubiera casado con una princesa rusa...
no, no era así; era otra cosa... muy especial. De
repente se acordó de las teorías de la alemana
que tenía al lado, de aquello de que el matrimonio
era convencional y los celos y el honor convencionales, cosas
que habían inventado los hombres para organizar lo
que ellos llamaban la sociedad y el Estado. Si quería
ser una mujer superior, y sí quería, porque
era muy divertido, tenía que renunciar a las vulgaridades
de las damas de su pueblo. En Madrid, en París, en
Berlín, las grandes señoras sabían que
sus maridos respectivos tenían queridas y no les tiraban
los platos a la cabeza por eso; lo que hacían era
tener queridos también. Pero Bonis, el bobalicón
de Bonis, ¿se había atrevido, sin su permiso... y
saliendo de casa a deshora por lo visto, y?... no, lo que
es esto, es claro que había de pagarlo, es claro,
fuese verdad o no; eso era harina de otro costal, y no había
alma superior que valiera; Bonis no era alma superior, y
tenía que salirle al pellejo la picardía...
y eso que
tenía gracia. No, y bien mirado, ¿por qué
no había de querer aquella perdida a Bonis... en cuanto
buen mozo, y rendido, y sano, y servicial? ¿No le había
querido ella también? ¿Sería más una
cómica que ella... que iba haciéndose una mujer
superior? Sí, y bien superior: mirándolo bien,
lo había sido toda la vida; lo era sin saberlo; antes
de que Marta hubiese parecido por su casa, ya ella tenía
el prurito de no enfadarse por lo que se enfadan los demás,
y había discurrido aquello de no alborotar ni enfurecerse
cuando los demás quisieran ni por lo que los demás
lo esperasen; y ya había discurrido la graciosísima
idea de vengarse del ladrón de Nepomuceno y del tonto
de su marido poco a poco, y a su manera, y a su gusto y dándoles
el gran chasco. ¡Vaya si había sido siempre una mujer
especial, superior!
Serafina, por disposición de
Mocchi, que quiso halagar los sentimientos religiosos del
concurso, cantó una plegaria a la Virgen, de un maestro
italiano. El público, en cuanto cayó en la
cuenta de que se trataba de ponerse en relación con
la Divinidad, dejó de hacer ruido con las sillas y
los cuchicheos, se recogió todo lo que pudo y oyó
en silencio, como dando a entender que él no sólo
comprendía la sublimidad de los misterios dogmáticos,
sino también la misteriosa relación de la música
con lo
suprasensible. Serafina, que tanto hubiera dado semanas
atrás por haber sido invitada a pedir para los pobres
a la puerta de la iglesia, aprovechaba aquella ocasión
para dar prueba de su acendrada religiosidad, deshaciendo
así los rumores que habían corrido de que era
protestante. La verdad es que estaba muy hermosa con aquel
aire de modestia y de piedad recatada, con aquella frente
purísima, algo grande, algo convexa... y, sin embargo,
llena de expresión familiar, dulce, y en aquel momento
religiosa; las ondas del cabello claro, sirviendo de marco
vaporoso a la curva suave de aquella frente pura y blanca,
eran símbolo de una idealidad que se perdía
en el ensueño poético.
Bonis, en cuanto oyó
la voz de Serafina elevarse en el silencio del salón,
sin pensar en lo que hacía, sin poder remediarlo ni
querer remediarlo, como atraído por un imán,
se aproximó al umbral de la puerta más lejana
para escuchar desde allí. La plegaria italiana, sin
ser cosa notable ni muy original, era música buena
para aficionados, música de sentimiento, lenta, suave,
nada complicada, de un patos muy tolerable y sugestivo. «¡Ay
-pensó Bonis-, la paz del alma! En otro tiempo, no
hace mucho, yo amaba la pasión, que sólo conocía
por los libros. Pero la paz... la paz del alma, también
tiene su poesía. ¡Quién me la diera!, ¡ay,
sí!, ¡quién me la diera! Así era, como
aquella música: dulce, tranquila, sentimiento serio,
fuerte a su modo, pero mesurado, suave, amigo de la conciencia
satisfecha, amando el amor dentro del orden de la vida; como
se suceden las estaciones sin rebelarse, como corren la noche
y el día uno tras otro, como todo en el mundo obedece
a su ley, sin perder su encanto, su vigor; así amar,
siempre amar, bajo la sonrisa de Dios invisible, que sonríe
con el pabellón de los cielos, con el rozarse de las
nubes y el titilar de las estrellas!». «Mi Serafina, mi mujer
según el espíritu, recuerdo de mi madre según
la voz; porque tu canto, sin decir nada de eso, me habla
a mí de un hogar tranquilo, ordenado, que yo no tengo,
de una cuna que yo no tengo, a cuyos pies no velo, de un
regazo que perdí, de una niñez que se disipó.
¡Yo no tengo en el mundo, en rigor, más parientes
que esa voz!». ¡Cosa más particular! Cuando pensaba
así, o por el estilo, Bonis, de repente, creyó
entender que el canto religioso de Serafina llegaba a narrar
el misterio de la Anunciación: «Y el ángel
del Señor anunció a María...». ¡Disparate
mayor! ¡Pues no se le antojaba a él, a Bonis, que
aquella voz le anunciaba a él, por extraordinaria
profecía, que iba a ser... madre; así como
suena, madre, no padre,
no; ¡más que eso... madre!
La verdad era que las entrañas se le abrían;
que el sentimiento de ternura ideal, puro, suave, pacífico
que le inundaba, se convertía casi en sensación,
que le bajaba camino del estómago, por medio del cuerpo.
«¡Esto debe de ser -pensaba-, en eso que llaman el gran simpático!
¡Y tan simpático! Dios mío, ¡qué delicias;
pero qué extrañas! Estas parecen las delicias
de la concepción. ¡Oh, la música así,
como esa, con esa voz, me vuelve casi loco! Sí, sí,
disparatado era todo aquel pensar; pero, ¡cómo llenaba
el alma! Más que el amor mismo, con otra clase de
amor nuevo... menos egoísta, nada egoísta...
¡qué sabía él!». Tuvo que apoyar la
cabeza en la madera fría del quicio y volverla hacia
el gabinete, porque los ojos se le oscurecían, llenos
de lágrimas, y no quería que nadie le viese
llorar. «Bueno sería -pensó mientras se iba
serenando-, que ahora me preguntase Emma, por ejemplo: -¿Por
qué lloras, badulaque? -Pues lloro de amor... nuevo;
porque la voz de esa mujer, de mi querida, me anuncia que
voy a ser una especie de virgen madre... es decir, un padre...
madre; que voy a tener un hijo, legítimo por supuesto,
que aunque me le paras tú, materialmente va a ser
todo cosa mía». No, no pensaba él que el hijo
fuese de la querida, eso no; que Serafina perdonase, pero
eso no;
de la mujer, de la mujer... pero de cierta manera,
sin que la impureza de las entrañas de Emma manchase
al que había de nacer; todo suyo, de Bonis, de su
raza, de los suyos... un hijo suyo y de la voz, aunque para
el mundo le pariese la Valcárcel, como estaba en el
orden. Bonis tenía miedo de ponerse malo con tanto
desbarrar, y, sobre todo, porque se le empezaban a aflojar
las piernas, síntoma fatal de todos sus desfallecimientos.
Cesó la música, calló la voz, estallaron
los aplausos, y Bonis cambió de súbito de ideas
y sensaciones y de sentimientos. Volvió a la realidad,
y se vio cogido del brazo por Mocchi, que se le llevó,
salón adelante, hacia el piano.
Körner se había
puesto en pie, y sus manos, aplaudiendo, sonaban como batanes;
Marta aplaudía también, con gran asombro de
las damas indígenas, que creían privilegio
de su sexo la impasibilidad ante el arte, y hubieran reputado,
por unanimidad, indigno de una señora recatada batir
palmas ante una cómica; ni más ni menos que
creían una abdicación del sexo levantarse en
visita para saludar o despedir a un caballero. Emma acabó
también por aplaudir, y la Gorgheggi no tardó
en fijar la atención en aquellas dos señoras
que tenía tan cerca, y que, por excepción,
unían sus aplausos a los del sexo fuerte. Para Marta
y
Körner, la inglesa, por extranjera, tenía
algo de compatriota; por artista la consideraban más
digna de respeto y atenciones que las cursis damas del pueblo,
a pesar de todas sus pretensiones y preocupaciones seculares.
Körner se acercó al piano y habló en inglés
con Serafina; en aquella sazón llegaban Mocchi y Bonis
del brazo junto a la plataforma, y gracias al carácter
expansivo de Minghetti, que medió en el diálogo,
y al reconocimiento de Mocchi con respecto a Bonis y todos
los suyos, y a la habilidad políglota de Körner,
pronto hablaron todos juntos, con entusiasmo, mezclándose
el inglés, el alemán, el italiano y el español;
y Marta estrechó la mano de la cantante, y esta, con
una audacia y una gentileza que pasmaron a Bonis, oprimió
con fuerza y efusión los dedos flacos de Emma. Bonifacio,
al ver unidas por las manos a su mujer y a su querida, volvió
a pensar en los milagros del diablo; y en su cerebro estalló
lo de tigribus agnis, que tantas veces había leído
en los periódicos y en alguna retórica. Indudablemente
el tigre era su mujer. La cual estaba radiante. Para aquella
clase de emociones y sucesos había nacido ella. Sentía
un orgullo loco al verse entre aquella gente, saludada por
una mujer tan guapa y tan elegante, con tales muestras de
respeto y deferencia. Serafina la
había deslumbrado.
Algunas veces había pensado que había ciertas
mujeres, pocas, que tenían un no sé qué,
merced al cual ella sentía así como una disparatada
envidia de los hombres que podían enamorarse de ellas;
esas mujeres que ella concebía que fuesen queridas
por los hombres, no eran como la mayor parte, que, guapas
y todo, no comprendía qué encontraban en ellas
los varones para enamorarse. La Gorgheggi era mucho más
alta que Emma, y esta, a su lado, sentía como una
protección varonil que la encantaba; además,
aquello de ver de cerca, tan de cerca, lo que estaba hecho
para que todo el pueblo lo mirase y lo admirase de lejos,
la envanecía, y satisfacía una extraña
curiosidad; la envanecía más el pensar que
a ella sola, a Emma, se consagraban ahora aquellas sonrisas,
aquellas miradas, aquellas palabras, que eran ordinariamente
del dominio público. Por otra parte, seducción,
tal vez mayor para ella, era en Serafina la mujer de vida
irregular, la mujer perdida... pero perdida en grande. La
curiosidad pecaminosa con que ella había mirado siempre
a las vulgares mozas del partido, que se hacía enseñar,
aquí se multiplicaba y como que se ennoblecía;
y Emma quería adivinar olfateando, tocando, viendo,
oyendo de cerca la historia íntima de los placeres
y aventuras
de la mujer galante y artista. De repente vio,
casi con imágenes plásticas, las ideas de orden,
de moral casera, ordinaria, sumidas en una triste y pálida
y desabrida región del espíritu; oscurecidas,
arrinconadas, avergonzadas; las vio, como el guardarropa
anticuado y pobre de una dama de aldea, ridículas;
eran como vestidos mal hechos, de colores ajados; ella misma
se los había vestido y sentía vergüenza
retrospectiva; sí, ella, a pesar de su prurito de
originalidad, participaba de tantas y tantas preocupaciones,
estaba sumida en la moral casera de aquellas señoras
de pueblo que no aplaudían a los cantantes ni solían
tener queridos. Se le pasó por las mientes la idea
de que la Gorgheggi fuera un gran capitán, un caudillo
de amazonas de la moral, de mujeres de rompe y rasga; y ella
iría a su lado como corneta de órdenes, como
abanderado, fiel a sus insignias. Cuando observó la
Valcárcel que las damas del pueblo miraban con extrañeza,
casi con espanto, la íntima conferencia a que se habían
entregado ella y su amiga con los cómicos, se redobló
el placer que gozaba. ¡Qué gusto, hacer entre todo
el señorío cursi del pueblo una que era sonada,
algo del todo nuevo, inaudito, asombroso y de todo punto
irregular y subversivo!
Marta, aunque afectando cierta recóndita
superioridad al principio, también estaba encantada,
llena de orgullo, sin quererlo, al hablar con Serafina; pero
pronto se sintió deslumbrada y vencida, y sintió
en la actriz una superioridad real que, si no era del género
suprasensible de la que ella, Marta, se atribuía,
era mucho más efectiva y susceptible de ser reconocida.
Marta, que hacía alarde de sus conocimientos lingüísticos
hablando inglés, francés, italiano, acabó
por seguir a la Gorgheggi en su empeño de hablar español,
para que la entendiese Emma. A esta consagraba la cómica
principalmente su amabilidad, la gracia irresistible de sus
gestos, gorjeos hablados, de su modesta actitud; y la miraba
con ojos muy abiertos, muy brillantes, que chisporroteaban
simpatía, naciente cariño. Y Emma acabó
de perder el juicio cuando Serafina, poniéndose el
abanico en la frente, exclamó:
-¡Ah! ¡Sí,
sí! ¡Finalmente!... ¡Eccola qui!... Yo me decía:
esta señora... esta señora de Reyes... yo...
la he visto, la he visto, vamos, de otro modo, en otros días...
muy lejos... Y de repente, ahora, un gesto, ese gesto de
le... sopraciglie... me la pone delante. ¡Oh, sí,
absolutamente la misma! Más que su retrato, ella,
ella misma...
Emma abría la boca sin comprender;
Marta,
adivinando, ya sentía envidia; ello iba a
ser que Emma se parecía a alguna mujer ilustre...
Pero la Gorgheggi no acababa de explicarse... y añadió:
-¡Ah! ¡Mochi y Minghetti!... Venid... venid... A ver, decidme
a quién se parece esta señora... ¿Quién
es... quién es... precisamente lo mismo que ella?...
Mocchi sonreía, mirando por cumplido a Emma, sin
tratar de adivinar el parecido, como si estuviera en el teatro
fingiendo en un diálogo curiosidad e interés.
Minghetti dio más solemnidad al caso. Acercó
su cara morena y larga, de levantino, de ojos grandes, azules,
húmedos, apasionados y rientes, de bigote brillante
y barba puntiaguda y algo rizada, fina, sedosa, al rostro
de Emma, encendido, casi asustado; fijó la mirada
desfachatada y alegre en los ojos de la dama, y hasta se
permitió, para ver mejor, mover un poco un candelabro
del piano, de modo que la luz llenase las facciones que examinaba
como absorto.
Mocchi se dio pronto por vencido. No acertaba.
Minghetti decía:
-Espera, espera; como con la esperanza
de evocar una imagen. Emma se sentía fascinada; por
el pronto, Minghetti, así, tan cerca, le olía
a hombre nuevo, y sus ojos, clavados en
ella, eran todo
una borrachera de delicias que al tragarse se mascaban.
Cuando Minghetti se declaró también torpe de
memoria, Serafina dijo:
-¡Oh, qué hombres estos!
No recordáis... ¡Ma... la Parini... la Parini!...
-¡Oh, sí! ¡La trágica, la gran trágica
de Firenze! ¡Exacto, exacto; un espejo!
Así exclamó
Mocchi, que se guardó de decir que no encontraba la
semejanza.
Minghetti, que jamás había visto
a la Parini, gritó:
-¡Oh, sí, en efecto! La
expresión... el gesto... la viveza de la mirada...
y el fuego...
Y añadió, sonriendo a la Gorgheggi,
como diciéndoselo en secreto:
-Mas... las facciones
son aquí más perfectas...
-¡Ah, sí;
eso sí! Más perfectas... -dijo la tiple, que
continuó explicando que era la Parini una ilustre
artista florentina, sin rival entre las trágicas de
su tiempo. Aunque Emma no podía dar a la semejanza
que se le encontraba todo el valor que le atribuía
la envidia de Marta, sintió el orgullo en la garganta,
se vio cubierta de gloria, y pensó enseguida:
«Parece
mentira que en este poblachón de mi naturaleza se
pueda gozar tanto como yo gozo en este momento, mirándome
en los ojos
de este hombre y oyendo estas cosas que me dicen».
Interrumpida a poco la conversación para cantar Serafina
de nuevo, ahora un terceto con Mocchi y Minghetti, después
de la ovación que siguió al canto, volvió
la sabrosa plática, más animada cada vez, aunque
en ella se mezclaron ya algunos señoritos del pueblo
de los más audaces y despreocupados. Emma y Serafina
hablaron algunos minutos solas entre las colgaduras de un
balcón, sonriéndose, como acariciándose
con ojos y sonrisas; las vio de lejos Bonis, pasó
cerca de ellas, y ni una ni otra notaron su presencia; volvió
a alejarse y a contemplar su obra desde un rincón.
¡Juntas! ¡Estaban juntas! ¡Se hablaban, se sonreían,
parecían entenderse!... Se le antojaban un símbolo,
el símbolo del pacto absurdo entre el deber y el pecado,
entre la virtud austera y la pasión seductora... ¡Qué
barbaridades pienso esta noche! -se decía Bonis-;
y se puso a figurarse que aquellas mujeres que hablaban como
cotorras, y parecían de acuerdo, y se sonreían,
y se entusiasmaban con su diálogo, se estaban diciendo,
¡qué atrocidad!, cosas por el estilo:
-«Sí,
señora, sí -decía Emma en la hipótesis
absurda de su marido-; puede usted quererle todo lo que guste;
comprendo que usted se
haya enamorado de él, y él
de usted. Eso no está mal: en Turquía las gastan
así, y pueden ser tan honradas como nosotras las turcas;
todo es cuestión de costumbres, como dice la de Körner:
todo es convencional».
-«Pues sí, señora;
le quiero, ¿para qué negarlo?, y él a mí.
Pero a usted también se la estima, a pesar de ese
geniazo que dicen que usted tiene. Se la estima y se la respeta.
Ya verá usted qué buenas amigas hacemos. ¿Por
qué no? Usted no sabe lo que son artistas, lo que
es vivir para el arte, y despreciando las pequeñeces
de la vida de pueblo y de la moral corriente. ¡Valiente moral!
Todos deben querer a todos: usted a mí, yo a usted,
su marido a las dos, las dos a su marido... El mundo, la
triste vida finita, no debe ser más que amor, amor
con música; todo lo demás es perder el tiempo...».
«Aquel diálogo hipotético -se quedó
pensando Bonis-, era un disparate, sí... y con todo...
con todo... ¿Por qué no había de ser así?
Él había leído que los antiguos patriarcas
tenían varias mujeres, Abraham, sin ir más
lejos...». La idea de Abraham le trajo la de Sara la estéril...
su mujer... «¡Isaac!», le dijo una voz como un estallido
en el cerebro... Emma era Sara...; Serafina, Agar... Faltaban
Ismael, que era inverosímil, dadas las costumbres
de Serafina,
e Isaac... ¡Isaac! ¿Quién sabía?
¿Por qué le decía el corazón... acuérdate
de Sara, ten esperanza? Dos veces en aquella noche, que él
debería consagrar a emociones tan diferentes, se le
llenaba el alma del amor de su Isaac... de su hijo... Tenía
fiebre no sabía dónde; tal vez estaba volviéndose
loco; primero se comparaba con la Virgen; ahora con Abraham...;
y a pesar de tanto dislate, una esperanza íntima,
supersticiosa, se apoderaba de él, le dominaba.
Y
al volver a mirar el grupo de su mujer y la cómica,
a las cuales se habían agregado ahora Mocchi, Marta,
Minghetti y Nepomuceno, sintió Reyes una especie de
repugnancia; aquella paz moral que a ratos se apoderaba de
su espíritu, y hasta pudiera decirse de sus entrañas,
se le alarmó en el pecho, en la conciencia; le entró
vivísimo deseo de apartar a su mujer de toda aquella
gente; y sin poder dominarse, se acercó al grupo,
y con gesto serio, que contrastaba con la alegría
de todos, con el ambiente de vaga concupiscencia que envolvía
al grupo, dijo Bonis con una energía en el acento
que sorprendió a Emma, la única que se hizo
cargo de ello por la novedad de la voz:
-Señores...
y señoras... basta de charla; el público se
impacienta, y lo mejor que pueden hacer estas damas y estos
caballeros es comenzar
la segunda parte del programa...
Vale más la música que toda esa algarabía...
Todos le miraron entonces. Hablaba en broma seguramente,
y, sin embargo, su gesto y el tono de su voz eran serios,
como imponentes.
Minghetti, inclinándose cómicamente,
exclamó:
-Quien manda, manda... Obediencia al tirano...
al futuro empresario forse...
Serafina, dando la espalda
a los otros, en un momento que pudo aprovechar, miró
fijamente a su querido, abrió mucho los ojos con expresión
de burla cariñosa, que acabó con una mirada
de fuego.
Bonis tembló un poco por dentro al recibir
la mirada, pero se hizo el desentendido y no sonrió
siquiera.
-¡A cantar, a cantar! -dijo, fingiendo seguir
la broma de su papel de déspota.
Mocchi se inclinó
también, y Minghetti, después de una gran reverencia,
se sentó al piano para acompañar el dúo
de tenor y tiple con que empezaba la segunda parte.
Nepomuceno
se sentó junto a Marta, y Bonis muy cerca de su mujer,
que respiraba con fuerza, absorbiendo dicha por boca y narices.
Y mientras ella, sin pensar en que le tenía allí,
devoraba con los ojos a la tiple y al barítono,
Bonis
paseaba la mirada triste, seria y tiernamente curiosa, del
rostro pálido, ajado de su esposa, al vientre que
una vez había engañado sus esperanzas; y oyendo,
sin comprenderla en aquel momento, la música romántica
del dúo, se dijo entre dientes:
-No importa...; más
vieja era Sara.
-XIII-
Terminó el concierto a la una de la madrugada, y
como era costumbre en el pueblo, en vez de disolverse la
reunión, se pusieron a bailar los jóvenes con
el mayor ahínco, muy a placer de las señoritas,
que sólo toleraban dos o tres horas de música
con la esperanza de estar bailando otras dos o tres horas.
Emma no pensó en retirarse mientras quedase allí
alma viviente. En cuanto a Marta Körner, estaba demasiado
ocupada para pensar en el tiempo. ¡Íbale tanto en
perseguir las fieras, es decir, en la caza mayor a que se
había entregado en cuerpo y alma, que ya ni veía
ni oía lo que estaba delante; para ella no había
en el mundo más que su D. Juan Nepomuceno, con sus
grandes patillas! Desde antes de terminar el concierto habían
hecho rancho aparte, en un rincón de la sala; y allí
estaba la alemana
enseñándole el alma, y un
poco, bastante, de la blanquísima pechuga, al acaramelado
mayordomo, futuro administrador de la fábrica de productos
químicos. Körner, aunque muy metido en conversación
con Mocchi primero y después con el Gobernador militar
y el Ingeniero jefe de caminos, vigilaba desde lejos, muy
satisfecho de la conducta de su hija. Muy de corazón
aplaudió la habilidad y delicadeza que demostró
su digno vástago cuando uno, y dos y tres jóvenes
de lo más distinguido de la sociedad, se acercaron
a ella solicitando el favor de un vals o cosa parecida, y
fueron cortés y fríamente despedidos por la
robusta alemana, que no bailaba porque... aquí una
disculpa torpemente zurcida, pero mal compuesta con toda
intención. A Nepomuceno había que ponerle las
cosas muy claras; y Marta, aun a riesgo de molestar a los
bailarines, tal vez contenta con molestarlos, porque aquello
venía a ser un anuncio, dejaba ver con gran transparencia
el verdadero motivo de los desaires que se veía obligada
a dar; a saber: que era más importante para ella hablar
con Nepomuceno que andar por allí dando saltos y despertando,
el diablo sabría qué apetitos, en aquella juventud
lucida y generalmente colorada, gracias a la mucha sangre.
Nepomuceno, que a la segunda negativa de
Marta, acompañada
de una mirada y una sonrisa de inteligencia para él,
acabó de comprender, agradeció con todas sus
entrañas el sacrificio que en su favor se hacía;
y se hubiera derretido de gusto, a no estarlo ya, gracias
a la proximidad vertiginosa de la alemana y a las cosas espirituales
y no espirituales que ella le estaba diciendo; y, sobre todo,
gracias a ciertos tropezones que de vez en cuando, bastante
a menudo, daban las rodillas con las rodillas.
«¡Qué
elocuencia... y qué calor natural despedía
aquella mujer!» pensaba don Juan, aplicando el mismo verbo
al calor y a la elocuencia.
Marta hablaba del ideal, de
todos los ideales; pero se las arreglaba de manera que en
su disertación se mezclaban, por vía de incidentes,
descripciones autobiográficas que se referían
casi siempre al acto solemne de mudarse ella de ropa, o a
estar en su lecho, medio dormida... desvelada... Ello es
que Nepomuceno supo aquella noche, v. gr., que aquella señorita
había leído una cosa que se llamaba la
Dramaturgia
de Hamburgo, de Lessing, y que, tanto como el autor del
Laoconte,
le gustaban a ella las medias muy ceñidas, atadas
sobre las rodillas y de color gris perla. Lo más tierno
fue la historia de las queridas de Goëthe, tema que
tenía muy preocupada
a la de Körner desde muchos
años atrás. El noble orgullo de Federica Brion,
que no quiso casarse nunca, porque nadie era digno de la
que había sido amada por Wolfgang, lo pintaba Marta
con un calor sólo comparable al que despedían
sus propias rodillas. Nepomuceno, confundiendo las cosas,
y hasta las facultades del alma, se llegó a figurar
que los
genios alemanes eran unos sátrapas que se
pasaban la vida despreciando a los seres vulgares y manoseando
los mejores bocados del eterno femenino. Cuando llegó
lo de
las madres del tantas veces citado Goëthe, Nepo
no podía menos de figurarse las tales
madres como
unas ubérrimas amas de cría. De todas suertes,
y fuera lo que fuera de Heine y de la
Joven Alemania, él
estaba que ardía... y a tanta ciencia y poesía
y contacto de piernas, sólo se le ocurría contestar
lo que, sin saberlo él, Nepomuceno, contestaba aquel
personaje de la comedia titulada: «De fuera vendrá...».
Quiere decirse, que al tío mayordomo no se le venía
a la boca más que la solemne promesa de futuro, pero
muy próximo matrimonio.
Emma, siguiendo el ejemplo
de algunas otras casadas, que bailaban también, aceptó
unos lanceros a que la invitó el presidente del Casino,
y poco después bailó con Minghetti una polca
íntima, género de desfachatez tolerada
que
empezaba entonces a hacer furor y no pocos estragos morales.
La polca íntima de Minghetti fue para ella una revelación.
El barítono, que no había perdido la pista
a la afición que le había demostrado aquella
señora en paseo, en misa, en la calle, por medio de
miradas incendiarias, aquella noche acabó de comprenderlo
todo, y formó un plan de seducción, que le
convenía desde muchos puntos de vista. Empezó
a marearla con miradas y lisonjas allí, junto al piano,
durante el concierto; y al atreverse a invitarla nada menos
que para bailar una polca de aquellas condiciones coreográficas,
jugó el todo por el todo. Aceptada la polca, ya sabía
él lo que le tocaba hacer; y mientras las rodillas
hablaban el lenguaje de las de Marta Körner, aunque
sin colaboración de los clásicos alemanes,
él, allá en sus adentros, se entregaba a proyectos
y cálculos en que había hasta números.
Medio en serio, medio en broma, se declaró a Emma
mientras daban vueltas por el salón; y ella, muerta
de risa, muy contenta, nada escandalizada, le llamaba loco,
y se dejaba apretar, como si no lo sintiera, como si su honra
estuviese por encima de toda sospecha y no debiera parar
mientes en aquellos estrujones fortuitos. Le llamaba loco,
y embustero, y bromista; pero cuando, después
de
la polca, se sentaron juntos, en vez de incomodarse por la
insistencia del cantante, se quedó un poco seria,
suspiró dos o tres veces, como una doncella de labor
no comprendida, y acabó por ofrecer a Minghetti una
amistad desinteresada; pura amistad, pero leal y firme. Entonces
el barítono, que no echaba nada en saco roto, sin
dejar el tema de su pasión incandescente, mezcló
en las variaciones del mismo una discretísima narración
de los apuros de su vida económica y la de sus compañeros.
A Minghetti, que era un bohemio, sin saber de tal epíteto,
no le daba vergüenza hablar de su pobreza, ni de las
trazas picarescas a que había recurrido muchas veces
para salir de atrancos. Comprendía él que parte
del encanto de su persona, irresistible para muchas mujeres,
consistía en su misma vida desarreglada, de aventurero
simpático, generoso, alegre, casi infantil, pero poco
escrupuloso, como no fuera en puntos de galanteo y de valentía.
Enseguida noto que en Emma este elemento de seducción
era de los que producían más efecto; ella misma
le confesó que había comenzado a fijarse en
él, y a encontrarle ángel, como dicen los andaluces,
la noche aquella famosa en que había cantado el
Barbero...
a la fuerza...
-¡Ah, sí -exclamó él
sonriendo-; cuando me cazó la Guardia civil!...
Y de este incidente, que tanto había dado que hablar
en el pueblo meses atrás, tomó pie para contar
su historia y sus penas y apuros a su manera, como burlándose
de sus propios males. Callaba muchas cosas que juzgaba poco
a propósito para hacerle aparecer interesante; pero
no ocultó ciertas maniobras no muy decentes, y osó
referirlas, no por amor a la verdad, sino porque su sentido
moral no le decía que era aquello repugnante e indigno;
por fortuna, tampoco Emma sentía delicadezas de este
orden, y en toda treta victoriosa admiraba el arte y olvidaba
al engañado, o sea al tonto.
La mujer de Bonis escuchaba
encantada aquella narración del género picaresco,
en que las picardías venían a estar explicadas
y disculpadas por la viveza de las pasiones y los golpes
repetidos de una adversa fortuna.
Lo cierto era que la historia
del barítono, desfigurada por él en su narración
cuando le convino, podía resumirse en lo siguiente:
Cayetano Domínguez era natural de Valencia; había
asistido en su infancia a los azares de la miseria, que aspira
a convertir en industria la holganza y no lo consigue, sino
con intervalos de negras prisiones y en perpetua lucha con
el Código penal y los agentes de su eficacia. La cárcel,
residencia frecuente de su
señor padre, le había
enseñado, como por ensayos repetidos, la triste vida
de la orfandad; y cuando al fin el autor de sus días
salió de casa para no volver, porque en una ocasión,
al recobrar la libertad, en vez del hogar, encontró
la muerte en una misteriosa aventura, allá en la Huerta,
el pobre Minguillo, que así le llamaban los demás
pillastres de su barrio, al quedarse en el mundo solo, pues
su madre había muerto al darle a luz, tenía
un aprendizaje anulado que le sirvió no poco, de mala
suerte, apuros, desvalimiento; y venía a ser a los
doce años todo un hombre, y casi casi todo un pícaro,
por los recursos de su ingenio, el ahínco de su trabajo,
cuando tocaban a trabajar honradamente, y las tretas de su
industria, la fuerza de cinismo, el vigor de los músculos
y el desprecio de todas las leyes y cortapisas morales y
jurídicas, que, en su opinión, se habían
hecho para los ricos; porque los pobres no podían
con ellas, bajo pena de matarse de hambre, que era el mayor
crimen.
De las manos de un pariente lejano, que le molía
a palos y le llamaba hijo de tal y de cual, pasó al
servicio de la Iglesia con carácter de monaguillo,
y hasta llegó a cantar en el coro de la catedral en
funciones de tiple; y esta época fue, según
él, la más santa de su vida, sin ser perfecta.
No hacía él las picardías por
hacerlas,
sino por el lucro; de modo que mientras su voz sirvió
para el coro, cantó en calidad de ángel en
la catedral, sin hacerse jamás reprender por su pereza
o impericia, pues en el trabajo era asiduo, y su destreza
en todo oficio que emprendía, extremada. Volvió
a la calle porque la voz se le mudaba, que era para el caso
como perderla; y con la edad de comenzar las pasiones a abrir
sus yemas, coincidió la mayor pobreza de su vida,
por lo que no fue extraño, o a él no se lo
pareció, que por aquellos días sus expedientes
para procurarse el sustento y lo demás que necesita
un mozo suelto y sin escrúpulos, fuesen del todo incompatibles
con los rigores de la ley civil y criminal; sin que esto
quisiera decir que llegase a robar, al menos con violencia;
sino que, recordando tradiciones familiares, inventó
industrias alegres y vistosas, como juegos de feria, con
moderada trampa, inocentes chascos, justo castigo de tontos
avarientos y confiados necios, en que el provecho que a él,
a Mingo, le quedaba entre las uñas, era apenas la
necesaria retribución de su trabajo, que hubiera sido
exigua cotejada con el riesgo y con el primor y gracia de
las trazas inventadas. De su voz ¡voz traidora!, no se había
vuelto a acordar en mucho tiempo, a no ser para cantar en
tabernas y paseos nocturnos, para solaz de los compañeros
del hampa, o seducción de alguna mozuela, que además
habría de pedir otra paga.
Sus relaciones con la
gente de sotana, interrumpidas, pero no rotas, le presentaron
ocasión de ingresar en el seminario en calidad de
fámulo, ocultando, por supuesto, gran parte de sus
antecedentes; y como tenía temporadas, si no de arrepentimiento
-pues él no creía que había de qué-
de cansancio, de cierto como relativo misticismo que le pedía
a él la soledad de la vida recogida y largas horas
de tiesura hierática, con un cirio en la mano, o en
las oscuridades del coro, y ausencia de malas compañías,
y pan seguro ganado sin industrias prohibidas; por todo ello
se acogió a la soledad del claustro, y fue el más
airoso, servicial y despabilado fámulo de colegio
sacerdotal, donde no sabía él que había
de llegar a ser colaborador de verdaderos horrores. Muchos
años después, cuando, ya libre y artista, se
creía por sus actos y representación en el
caso de ser muy avanzado, librepensador y cosas por el estilo,
aprovechaba sus recuerdos del seminario como argumento contra
las instituciones religiosas. «¡Lo que son los curitas, díganmelo
ustedes a mí!», solía exclamar; y como no hubiera
damas delante, su narración, probablemente exagerada,
ponía espanto verdaderamente, por lo que toca a determinadas
violaciones del orden natural de los instintos.
De esta
clase de aventuras es claro que no le habló a Emma
aquella noche; fue más adelante, cuando su trato llegó
a ser más íntimo, cuando ella supo de esta
clase de tormentas porque también había pasado
la juventud pintoresca de su amigo.
Del seminario salió
por una ventana, con un trabuco, pues nada menos exigían
la prisa y el peligro con que acudió a defender la
causa del pueblo en una intentona revolucionaria en que se
vio comprometido, familiar y todo, por culpa de amistades
heteróclitas, adquiridas en las escapatorias frecuentes
que de noche emprendía con otros compañeros
y algún seminarista amigo de ir al teatro y a lugares
de corrupción más inmediata. Anduvo por los
campos en calidad de sublevado días y días,
hasta que se le rompieron los zapatos y emigró con
otra porción de ilusos, como los llamaba en una alocución
el Capitán general de Valencia. Y tanto corrió,
que no paró hasta Italia. Vivió en Turín,
en Roma, en Nápoles, Dios sabe cómo; y ello
fue que a España volvió de corista en una compañía
de ópera, hablando italiano, con mucho mundo, y persuadido
de que su vocación era la música y su fuerte
la seducción de mujeres fáciles, y el tentar
a todas, fáciles o difíciles.
En Barcelona
llamó su voz la atención de un maestro; se
podía sacar partido de ella enseñándole
música, lo que se llama música; se aplicó
de veras al estudio, dejó por algunos años
el teatro, vivió de no se sabe qué recursos,
tal vez a costa del amor chocho; y se le vio de posada en
posada, de fonda en fonda, despertando a los huéspedes
con gárgaras de barítono que ensaya la voz
y no deja dormir los músculos de una poderosa garganta.
Aquellos gorgoritos de pavo alborotado se los hacía
perdonar siempre a fuerza de gracia, amabilidad y chiste.
Era un Tenorio aniñado, un niño mozo, pueril
hasta para enamorarse: se hacía mimar enseguida, y
las mujeres, al quererle, ponían algo de las caricias
de madre que todas ellas tienen dentro.
A sus queridas les
cantaba al oído las óperas enteras, como dándoles
besos con el aliento, que parecía salir perfumado
por la melodía. Una novia suya lo dijo: aquel hombre
de tan buen color, tan buenas carnes, de cutis fresco y esbelto
como él solo, esparcía así como un olor,
que seducía, a música italiana. Desde su primera
contrata, en Barcelona, se llamó ya Minghetti, y Gaetano;
y cuando volvió de su segundo viaje a Italia, que
duró dos años, casi él mismo se tenía
ya por extranjero. En cuanto a los instintos de tramposo,
que en
el nuevo oficio no tenían aplicación
inmediata, buscaban expansiones naturales en los tratos y
contratos con los cantantes, sus mujeres, los empresarios
y los huéspedes de las posadas. El lance a que Emma
había aludido se refería a una de estas picardías,
de que hubo de ser víctima el buen Mochi. Habían
reñido Julio y Gaetano por cuestión de ochavos,
sobre si el valenciano había cobrado o no, y negaba
un recibo; Minghetti escapó de noche, a pie; Julio
se quejó a la autoridad porque el barítono
se le iba con la paga adelantada y le dejaba la Compañía
en el aire; la benemérita se encargó de recomponer
el cuarteto; y, en efecto, Minghetti, resignado, sonriente,
como si se hubiera tratado de una broma, se presentó
de nuevo al público, cantando el
Barbero con gran
malicia; lo cual le valió una ovación tributada
a su graciosa picardía, a su desenfado simpático
y alegre. Aquella noche le conoció Emma, desde el
paraíso, donde oyó la historia de la fuga,
comentada con entusiasmo por el público, siempre dispuesto
a perdonar a los tramposos guapos y graciosos.
Pocos días
después de oír las aventuras del barítono
en aquella noche solemne del baile, Emma ya le había
tenido muy cerca, cantándole al oído, pero
sólo en calidad de amigo íntimo, la mayor parte
del repertorio. Lo del
piano se llevó a efecto; Minghetti
fue maestro de la Valcárcel, pero es claro que las
lecciones se convirtieron a poco en pura fórmula,
un pretexto para que el profesor cantase romanzas, acompañándose
él mismo, mientras la discípula, sentada junto
a él, admirándole, pasaba las hojas, cuando
el cantante lo indicaba con la cabeza. Llegó, sin
embargo, Emma a destrozar polcas y chapurrar un vals que
la entusiasmaba. Bonis nada podía oponer, porque las
lecciones se daban con su beneplácito, y además
podía observar que su mujer pasaba algunas horas cada
día estudiando solfeo y machacando teclas.
Lo que
iba viento en popa era lo de la fábrica de Productos
Químicos y la reconstitución de la Compañía
de ópera con la base del terceto; a saber: la Gorgheggi,
Mochi y Minghetti.
En la cabeza de Reyes se mezclaban ambas
empresas, porque los interesados en una y otra comían
juntos muy a menudo en casa de Emma y se reunían todas
las noches en sus salones, que así quería ella
que se llamasen en adelante, previo el arreglo del mobiliario,
derribo de tabiques y otras composturas, que subieron a una
cantidad respetable, pero no respetada por Nepomuceno, que
hizo con ella maravillas de prestidigitación. Además,
había
otra cosa, la principal, que enlazaba la empresa
teatral con la fabril, a saber: el capitalista, que, en resumidas
cuentas, venía a ser uno mismo: Emma. En lo del teatro
se admitieron acciones de algunos aficionados de la ciudad;
pero estas eran insignificantes comparadas con las de Emma;
de modo que ella venía a ser el verdadero capitalista,
representada, es claro, por Nepomuceno en todo lo que se
refería a la parte económica del negocio, y
por Bonis en lo tocante a entenderse con músicos y
cantantes. Bonis a su vez delegaba en Mochi la dirección
técnica, y en rigor cuanto entraba en sus atribuciones;
de suerte que el empresario y director de la Compañía
tronada venía a ser en la nueva Compañía
lo mismo que antes había sido, sin más diferencia
que la de no exponerse a perder un cuarto y estar sólo
a las ganancias, si las había, por pocas que hubiera;
que a eso estaba él. Desde la Tiplona acá no
se había visto jamás que unos cómicos
permanecieran, por fas o por nefas, tanto tiempo en el pueblo.
Casi se les tomaba por vecinos, y Julio y Gaetano ya discutían
en el Casino, aunque con cierta discreción y medida,
todas las candentes cuestiones de interés local. En
cuanto a Serafina, era la gala de los paseos, y los vecinos
la mostraban a los forasteros como una de las maravillas
indígenas.
También tendía a aclimatarse,
y aun con raíces más hondas, la familia Körner,
que quería fincar en aquella ciudad, uniendo su nombre
a la causa de la industria que con tanto calor defendían
los periódicos de intereses morales y materiales de
la localidad. Körner hizo un viaje a Alemania por cuenta
de la nueva Sociedad de Productos Químicos, para traer
todas las noticias y encargar todo el material necesario
para la fábrica, cuya construcción y explotación
debía de dirigir él mismo. En cuanto a pagar
todos estos gastos, ya se sabía: el mermado caudal
de la abogada Valcárcel corría con todos los
desembolsos, o con casi todos; pues, por disimular, también
en este negocio se ofrecieron acciones a unos cuantos amigos
y parientes. Ello fue que el capital de Emma se vio tan seriamente
comprometido en las aventuras químico-industriales,
como diría Körner, que Nepomuceno, autor de semejante
desafuero, se creyó obligado en conciencia, en la
poca y mala conciencia que le quedaba, a exponer a su sobrina
con toda claridad, o poco menos, la situación, el
riesgo que se corría.
-De esta salimos ricos, según
todas las probabilidades; mas no he de ocultarte, amada sobrina,
que nuestro dinero, es decir, tu dinero, se expone a grandes
quebrantos, que no
son de esperar..., pero que caben en
lo posible.
Cuando el tío mayordomo hablaba así,
Emma estaba medio loca, sin sentido para nada que no fuesen
sus pasiones, sus alegrías, aquella vida desordenada
y de bullicio en que se había metido como en un baño
de delicias. Era tan feliz en aquella corrupción,
que le parecía haber sujetado la rueda de la fortuna;
además, Körner, que se había hecho muy
amigo suyo, la había convencido, a fuerza de hablarle
de cosas que ella no podía entender, de que aquel
pequeño anticipo de miles de duros daría por
resultado una riqueza verdadera, digna de los grandes señores
de otras tierras, que no contaban, como los de allí,
los millones por reales, sino por pesos fuertes y otras monedas
análogas. Ella también quería ser millonaria
de duros, y el corazón y Körner y Minghetti le
decían que lo iba a ser. Ello era una especie de milagro
de la ciencia y la habilidad. «Pero si los alemanes no hicieran
milagros de sabiduría, ¿quién los iba a hacer?».
Se trataba sencillamente de sacarles a las algas, que el
mar arrojaba a las costas de la provincia en tanta abundancia,
un demonio de materia que tenía mucha utilidad para
infinitas industrias. Mentira le parecía a ella que
de cosa tan repugnante y mal oliente como
era el ocle (las
algas), que hasta a las caballerías las hacía
espantarse, pudiese salir tanto dinero como se le prometía;
pero, en fin, ya que lo decían los sabios... y Minghetti,
verdad sería. Adelante. Además, a Roma por
todo. Si la arruinaban, ¿qué? Tendría gracia.
Ella no estaba segura de no escaparse con el barítono
cualquier día.
También la parecía imposible,
como lo de las algas, que Minghetti estuviera tan enamorado
como le juraba; porque aunque estaba persuadida de que ella
había mejorado mucho, y de que su otoño era
muy interesante, y su jamón suculento y en dulce,
al fin él era mucho más joven, y ella... ella
estaba, indudablemente, algo fatigada.
Entre alemanes e
italianos... verdaderos y falsos, se había establecido
una especie de pacto, tácito al principio, después
muy explícito, para protegerse mutuamente. Los de
la fábrica, Körner e hija, ayudaban a los del
teatro; los del teatro, Mochi, Minghetti y Gorgheggi, ayudaban
a los de la fábrica. Nepomuceno, interesado en favor
de los alemanes, animaba a Emma a gastar en la empresa de
la ópera, porque Marta y su padre se lo pedían;
la Gorgheggi y Mochi trabajaban en el espíritu de
Bonis para que este no quitase a su mujer de la cabeza las
fantásticas lontananzas
de opulencia, debidas a la
química industrial, que iban metiéndole en
el cerebro el alemán y el tío.
Y a unos y
a otros los seducía, los corrompía, y los juntaba
en una especie de solidaridad del vicio la vida que hacían, poniéndose el mundo por montera, según la frase
predilecta de Emma, y viviendo alegres, siempre mezclados
en conciertos, en jiras campestres, en banquetes a puerta
cerrada. En la casa de la Valcárcel, donde un día
habían sido parásitos los taciturnos parientes
de la montaña, de capa y hongo, ahora, espantadas
tales alimañas, vivaqueaban aquellos extranjeros,
aquella sociedad heteróclita, que con pasmo y aun
envidia de parte de la ciudad, vivía como no se solía
vivir en aquel pueblo aburrido, con esa alegría desfachatada,
pero atractiva, que los demás miraban desde lejos
murmurando, pero deseándola. Muchos jóvenes
de las mejores familias, que al principio habían cortado
sayos a Emma, a Bonis y Marta, ahora callaban y hasta llegaban
a defender a los de Reyes y a sus amigos, porque algunas
sonrisas de la Gorgheggi, insinuaciones provocativas, aunque
espirituales de Marta, y, especialmente, invitaciones para
saraos y banquetes de Emma, los habían convertido.
Hubo más; para hacer callar a muchos, y también
instigada
por Bonis, que empezaba a hacerse insoportable
con sus moralidades y miedos al qué dirán,
Emma se dio arte para agregar a algunas de sus fiestas, si
no a las más íntimas, a dos o tres familias
de lo más distinguido de la capital. Una de ellas
era la de un magistrado andaluz, que tenía dos hijas
como dos acuarelas de pandereta; el padre era unas castañuelas
de la sala de lo civil, y sus retoños, sin madre,
se pasaban la vida, inocentes en el fondo, jaleando la alegría
de su papá. Se aburrían mucho en aquel pueblo
sucio, frío, húmedo, y vieron el cielo abierto
con la amistad de Emma y compañía. El magistrado,
que era, además, muy embustero, y hablaba de riquezas
que él tenía allá, en la tierra, se
embarcó en lo de la fábrica de Productos Químicos,
aunque de tapadillo, y vino a interesarse en unos diez mil
reales, que él multiplicaba añadiendo una porción
de ceros a la derecha cuando hablaba a sus colegas y amigos
de su parte en el negocio. Pero no fue la de Ferraz y sus
hijas la adquisición mejor para Emma. Por mediación
de las andaluzas, la Valcárcel tuvo ocasión,
y la aprovechó, de ofrecer un verdadero servicio a
las de Silva, tres muchachas llenas de pergaminos, deudas
y figurines. Las deudas y los pergaminos eran cosas de su
papá, pero los figurines, de ellas; no había
chicas más elegantes en el pueblo; eran tres, y cuando
paseaban juntas, en posturas académicas, constante
grupo escultórico, recordaban las estampas grandes
de los periódicos de modas. Hacían de un vestido
siete, y era un prodigio el verlas volverlo de arriba abajo,
y estirar y encoger sombreros, y aprovechar para cinco o
seis cosechas de la moda las mismas espigas y los mismos
pepinillos y otros vegetales contrahechos, de prendidos y
sombreros. Fuera como fuera, ellas ponían la moda
en el pueblo, y por su nobleza y las arrogantes figuras que
ostentaban, disponían de los novios efímeros
por manadas. Mientras el padre bebía los vientos por
fijar la rueda de la fortuna en la sala de juego de la Oliva,
las niñas se multiplicaban, verdaderas buhoneras de
sí mismas, siempre con la mercancía de su hermosura
a cuestas por plazas, iglesias, paseos, bailes y teatro.
Pero llegó un luto, y aquí fue ella. Iba a
abrirse el antiguo coliseo con la Compañía
de ópera remendada, y las de Oliva no podrían
ir los jueves y domingos a lucir sus gracias, enhiestas en
sus sillones con almohadón, a la orilla del antepecho
de su palco, como grullas tiesas y melancólicas a
la margen del mar. El pariente difunto era un tío
segundo; pero era marqués. Si hubiera sido un cualquiera,
las de Silva seguirían vestidas de
colorado y tan
ubicuas como siempre; pero el luto de un marqués no
podía preterirse sin profanarse. No había palco
posible. Entonces fue cuando Emma pudo ganar la amistad de
aquellas elegantes aristócratas haciéndoles
un favor y matando dos pájaros de un tiro. Como ella
venía a ser la empresaria, y los cantantes eran sus
íntimos amigos y personas muy decentes, no habría
inconveniente en presenciar las funciones de ópera
entre bastidores. Las de Ferraz propusieron el expediente
a las de Silva, que sin consultarlo con el papá, con
quien no consultaban nada, aceptaron locas de alegría.
No podrían lucirse tanto de telón adentro;
pero se divertirían de fijo; verían cosas muy
agradables, muy nuevas, y hasta podrían coquetear
con los cantantes, algunos de los cuales, como Minghetti,
eran muy guapos y simpáticos. Emma se creyó
en el deber de no dejar ir solas a aquellas señoritas
al escenario y sus oscuros alrededores, y desde la primera
noche, sin consultarlo tampoco con nadie, las acompañó,
y las presentó a la Gorgheggi, que las ofreció
su cuarto para pasar el rato en amable tertulia durante los
entreactos. Marta y las de Ferraz también asistieron
alguna vez al espectáculo, de tapadillo, corriendo
y jugueteando por aquellos pasillos y corredores estrechos
y sucios, entre telones y
trampas; pero en general preferían
lucirse en el palco de la Empresa, de Emma, que estaba al
lado de la presidencia.
Es claro que en cuanto se supo que
las de Silva iban con la de Reyes a ver las óperas
entre bastidores, se murmuró mucho, y se las compadeció
porque venían a ser huérfanas por completo,
teniendo aquel padre que tenían. ¡Pobrecitas, no han
tenido madre cuando más falta les hacía! Y
después de este acto de caridad, se las despedazaba.
Pero ellas no hacían caso. La sociedad de la Gorgheggi
las enorgullecía, como a la Valcárcel, y el
respeto con que todos las trataban en el escenario y en el
cuarto de la cantante, también las halagaba mucho.
Serafina estaba en sus glorias, viéndose admirada
y considerada por aquellas jóvenes de la aristocracia,
cuyos finos modales y hasta el luto que vestían daban
dignidad y nobleza a su tertulia de los entreactos.
-¡Soy
feliz, Bonifacio, muy feliz... y todo te lo debo a ti! Así
decía la tiple, cogiendo por las muñecas a
su amante, atrayéndole a su seno y besándole
con un entusiasmo de agradecimiento, que Reyes estimaba en
lo que valía.
«Sí, ella era feliz, pensaba;
más valía así». También Emma
vivía muy contenta y le trataba a él mejor
que antes, y a veces le daba a
entender que le agradecía
también la iniciación en aquella nueva vida...
del arte, como llamaban en casa a los trotes en que se habían
metido. Todos eran felices, menos él... a ratos. No
estaba satisfecho de los demás, ni de sí mismo,
ni de nadie. Debía serse bueno, y nadie lo era. En
el mundo ya no había gente completamente honrada,
y era una lástima. No había con quién
tratar, ni consigo mismo. Se huía; le espantaban,
le repugnaban aquellos soliloquios concienzudos de que en
otro tiempo estaba orgulloso y en que se complacía,
hasta el punto de quedarse dormido de gusto al hacer examen
de conciencia. Ahora veía con claridad que, en resumidas
cuentas, él era una mala persona. Pero ¿de qué
le valía aquella severidad con que se trataba a sí
mismo a la hora de despertar, con bilis en el gaznate, si
después que se levantaba, y se lavaba, y se echaba
mucha agua en el cogote, resucitaba en él, con el
vigor de la vida, con la fuerza de su otoño viril,
sano y fuerte, la concupiscencia invencible, el afán
de gozar, la pereza del pecado convertido en hábito?
Aquello iba mal, muy mal; su casa, la de su mujer, antes
era aburrida, inaguantable, un calabozo, una tiranía;
pero ya era peor que todo esto, era un... burdel, sí,
burdel; y se decía a sí mismo: «Aquí
todos vienen a divertirse y a
arruinarnos; todos parecemos
cómicos y aventureros, herejes y amontonados». Este
amontonados tenía un significado terrible en los soliloquios
de Bonis. Amontonados era... una mezcla de amores incompatibles,
de complacencias escandalosas, de confusiones abominables.
A veces se le figuraba que aquella familiaridad exagerada
de los alemanes, los cómicos, y su mujer, era algo
parecida a la cama redonda de la miseria; podía no
haber allí ningún crimen de lesa honestidad...,
pero el peligro existía y las apariencias condenaban
a todos. Marta, que iba a casarse con el tío Nepomuceno,
admitía galanteos subrepticios del primo Sebastián,
un cincuentón verde y bien conservado, que de romántico
se había convertido en cínico, por creer que
en esto consistía el progreso. Sebastián, antes
tan idealista y poético, ahora no podía ver
una cocinera sin darle un pellizco, y esto lo atribuía
a que estábamos en un siglo positivo. Él, Bonifacio,
había tenido que consentir en que su querida entrase
en casa de su mujer, y fueran amigas y comieran juntas...
Emma, aunque indudablemente honrada, dejaba a Minghetti acercarse
demasiado y hablarle en voz baja. Él no desconfiaba...;
pero, ¿por qué? Tal vez porque su conciencia de culpable
le cerraba los ojos, porque no se atrevía a acusar
a nadie...; porque
había perdido el tacto espiritual;
porque ya no sabía, entre tanta falsedad, torpeza
y desorden, lo que era bueno y malo; decoro, honor, delicadeza...;
en otro tiempo, cuando él esquilmaba la hacienda de
los Valcárcel, en competencia con D. Nepo; cuando
él manchaba el honor de su casa con un adulterio del
género masculino, pero adulterio, en medio de sus
remordimientos encontraba disculpas relativas para su conducta:
el amor y el arte, la pasión sincera, lo explicaban
todo. ¡Pero ahora! Una larga temporada había estado
siendo infiel a su pasión; entregado noches y noches
a un absurdo amor extraviado, todo liviandad, amor de los
sentidos locos, que era más repugnante por tener el
tálamo nupcial por teatro de sus extravagantes aventuras;
y esto le había abierto los ojos, y le hacía
comprender la miseria espiritual que llevaba dentro de sí,
y que su pasión no era tan grande como había
creído, y que, por consiguiente, no era legítima.
Además... y ¡oh dolor!, el arte mismo tenía
sus más y sus menos, y allí no era arte todo
lo que relucía. No, no; no había que engañarse
más tiempo a sí mismo; aquello era un burdel,
y él uno de tantos perdidos. Allí no había
nada bueno más que aquella ternura pacífica,
suave, seria, callada, que se le despertaba de vez en cuando,
que le hacía aborrecible
cuanto le rodeaba y le llevaba
a desear ardientemente, no morirse, porque a la muerte la
tenía mucho miedo por el dolor y la incertidumbre
de ultratumba, sino transformarse, regenerarse. Pensaba en
algo así como un injerto de hombre nuevo en el ya
gastado tronco que arrastraba por el mundo tanto tiempo hacía.
Aún no era viejo, y le parecía haber vivido
siglos; desde los recuerdos de la infancia, que se referían
a los años de ensueño en que había salido
del limbo de la vida inconsciente, al día de la fecha,
¡qué distancia! ¡Cuánto había sentido!
¡Qué de vueltas había dado a las mismas ideas!
Y el pobre Bonis se frotaba la frente y toda la cabeza con
las manos, compadecido de aquel cerebro que bullía,
que crujía, que pedía reposo, paz... y la ayuda
de fuerzas nuevas.
Un día encontró Bonis en
un libro la palabra avatar y su explicación, y se
dijo: -¡Una cosa así me vendría a mí
perfectamente! Otra alma que entrara en mi cuerpo; una vida
nueva, sin los compromisos de la antigua.
No esperaba milagros.
No le gustaban siquiera. El milagro era un absurdo, algo
contra la fría razón, y él quería
método, orden, una ley en todo, ley constante, sin
excepción. El milagro era romántico, revolucionario,
violento, y él no estaba ya por el romanticismo, ni
por la violencia, ni por lo extraordinario, ni por la pasión.
Sí; había amor que valía más
que el apasionado. Más era: había amor sublime
que no era el amor sensual, por alambicado y platónico
que éste quisiera considerarse... Amar a la mujer...
siempre era amar a la mujer. No, otra cosa... Amor de varón
a varón, de padre a hijo. ¡Un hijo, un hijo de mi
alma! Ese es el avatar que yo necesito. ¡Un ser que sea yo
mismo, pero empezando de nuevo, fuera de mí, con sangre
de mi sangre!
Y Bonis, llorando al pensar esto, se decía,
arrimando la cabeza contra una pared:
-Sí, sí;
lo de siempre; el anhelo de toda mi vida desde que pude tenerlo:
¡el hijo!
Por su espíritu pasó como el halago
de una mano de luz que le curaba, sólo con su contacto,
las llagas del corazón. Sintió una emoción
de legítimo contento de sí mismo ante la conciencia
clara, evidente, de que en el fondo de todos sus errores,
y dominándolos casi siempre, había estado latente,
pero real, vigoroso, aquel anhelo del hijo, aquel amor sin
mezcla de concupiscencia. En él lo más serio,
lo más profundo, más que el amor al arte, más
que el anhelo de la pasión por la pasión, siempre
había sido el amor paternal... frustrado.
Y siempre
lo había deseado lo mismo; su deseo tenía la
forma plástica, constante, fija, de
un recuerdo intenso.
Siempre era el hijo; varón y uno solo; su único
hijo.
Una mujer... no podía continuarle a él;
él no se concebía femenino en el ser que heredara
su sangre, su espíritu. Tenía que ser hombre.
Y uno solo; porque aquel amor que había de consagrar
al hijo tenía que ser absoluto, sin rival. Amar a
varios hijos le parecía a Bonis una infidelidad respecto
del primero. Sin saber lo que hacía, comparaba el
cariño a mucha prole con el politeísmo. Muchos
hijos era como muchos dioses. No, uno solo...; aquel, aquel
de que le hablaban las entrañas, aquel que casi casi
le presentaba ante los ojos, en el aire, la alucinación
de sus noches sin sueño.
¿Y de dónde había
de salir su único hijo?... No cabía duda; la
ley era la ley, el orden el orden; no cabían sofismas
del pecado: había de salir del vientre de Emma.
Pero
¡ay, que él no merecía el hijo! No, no vendría.
Después de aquella noche del baile, origen de aquel
amontonamiento social en que vivían cómicos,
alemanes y gente de su casa, su Emma, el tío, él
mismo; después de aquella noche en que él,
si no fuera enemigo de admitir intervención directa,
en sus asuntos, de lo sobrenatural, hubiera visto la mano
de la Providencia, la revelación del destino, ¿había
estado a
la altura ideal de las grandes cosas que había
soñado? No, de ningún modo. Había vuelto
a claudicar; se había dejado arrastrar con todos los
demás a la vida fácil, perezosa, del vicio,
y había llegado a ver con embeleso a su querida en
la casa, a la mesa de su esposa, y había llegado a
figurarse legítimas tales abominaciones con aquella
filosofía de los semiborrachos de sobremesa, que en
otro tiempo le parecían inspiraciones poéticas,
moral artística, excepcional, privilegiada. ¡Y él
era el mismo que había sentido, oyendo cantar a Serafina
una canción a la Virgen, que en sus entrañas
encarnaba un amor divino! ¡Él, con un misticismo estrambótico,
falso, se había comparado, disparatada pero sinceramente,
con la Virgen Madre!
Y cuántas veces, después,
había visto las cosas de otra manera, y había
llegado a pensar: «¡Todo es cuestión de geografía!
Si yo fuese turco, todo esto sería legítimo;
pues figurémonos que estamos en otras latitudes...
y longitudes». Más era: en aquel instante en que hacía
tan tristes reflexiones, ¿estaba arrepentido? No. Estaba
seguro, porque se lo decía la conciencia, de que pocas
horas más tarde, cuando el cuerpo estuviese repleto
y la fantasía excitada por el vino y el café,
y acaso por la música de Minghetti y Emma, de nuevo
sería
él aquel Bonifacio corrompido, complaciente,
bien hallado con la especie de amor libre que se le había
metido en casa. Vendría Serafina, y mientras Minghetti
y Emma continuaban sus lecciones interminables, ellos dos,
Serafina y él, en el cenador de la huerta, ¡oh miseria!,
¡oh vergonzoso oprobio!, serían, como siempre, amantes;
amantes de costumbre, sin la disculpa, aunque de poca fuerza,
disculpa al fin, de la ceguedad de la pasión; amantes
por el hábito, por la facilidad, por el pecado mismo...
¡No, no tendría el hijo! ¡Miserable! ¡No lo merecía!
Renunciaba a la ventura.
Pero si no la felicidad, podría
tener el arrepentimiento verdadero.
¿Por qué no aspirar
a la perfección moral y llegar en este camino adonde
se pudiera?
Entre todas las grandes cosas que se le habían
ocurrido ser en este mundo, gran escritor, gran capitán
(esto pocas veces, sólo de niño), gran músico,
gran artista sobre todo, jamás sus ensueños
le habían conducido del lado de la santidad. Si en
otro tiempo se había dicho: ya que no puedo inventar
grandes pasiones, dramas y novelas, hagamos todo esto, sea
yo mismo el héroe, ¿por qué no había
de aspirar ahora a un heroísmo de otro género?
¿No podía ser santo?
Para artista, para escritor,
le faltaba talento, habilidad. Para ser santo no se necesitaba
esto.
Y el pobre Bonis, que a ratos andaba loco por casa,
por calles y paseos solitarios, buscó la
Leyenda de
oro en la librería de su suegro, y vio que, en efecto,
había habido muchos santos cortos de alcances, y no
por eso menos visitados por la gracia.
Sí, eso era;
se podía ser un santo sencillo, hasta un santo simple...
Dejarlo todo, ya que no tenía
hijo, y seguir... ¿Seguir a quién? ¡Si él no
tenía bastante fe, ni mucho menos! ¡Si dudaba, dudaba
mucho, y con un desorden de ideas que le hacía imposible
aclarar sus dudas y volver a creer a macha-martillo! Aquellos
libracos, que había leído con avidez para hacerse
todo lo sabio posible, a fin de preparar la educación
del hijo, le habían producido, en suma, una indigestión
intelectual de negaciones. No era creyente... ni dejaba de
serlo. Había cosas en la Biblia que no se podían
tragar. Un día que oyó que los seis días
del Génesis no eran días, sino épocas,
aun en pura ortodoxia, sintió un gran consuelo, como
si se le quitara un peso de encima, como si hubiera sido
él quien hubiera inventado lo del mundo hecho en seis
días. Pero quedaba lo del Arca con todas las especies
de
animales; quedaba la torre de Babel; quedaba el pecado,
que pasaba de padres a hijos, y quedaba Josué parando
el sol..., en vez de parar la tierra. No, no podía
ser: él no podía coger su cruz, porque no era
un simple como los de la Edad Media, sino un simple ilustrado,
un simple de café, un simple moderno... ¡Ah, pero
lo que no le faltaba era el sincero anhelo de sacrificio,
de abnegación y caridad!... Hacer disparates para
la mayor gloria... de lo que hubiese allá arriba,
le parecía muy puesto en razón, algo como una
música interior. Una noche leyó en la cama
un libro que hablaba de un místico medio loco, italiano,
de la Edad Media, a quien llamaban el juglar de Dios; parecía
el payaso de la gloria: lleno del amor de Jesús, se
reía de la Iglesia y daba por hecho que él
se condenaría, pero llevando al infierno su pasión
divina, que nadie podía arrancarle: y el tal Jacopone
de Todi, que así le llamaba el vulgo, que se reía
de él y le admiraba, hacía atrocidades ridículas
para que su penitencia no fuese ensalzada, sino objeto de
burla; y salía andando con las manos, cabeza abajo
y los pies al aire; y se untaba de aceite todo el cuerpo,
desnudo, y se echaba a rodar sobre un montón de plumas,
que se le pegaban al cuerpo; y de esta facha salía
por las calles para que los chiquillos le corrieran...
Bonis lloraba de ternura leyendo estas hazañas del
clown místico, del autor de los
Laudes, después
inmortalizados. Él, Bonis, no era poeta, pero con
la flauta creía poder decir muchas cosas, y hasta
convertir infieles... Pero el toque estaba en el
arranque.
Irse por el mundo, echar a correr, dejarlo todo, y ya que
no tenía un hijo, ser un santo de pueblo, un santo
loco, estaba muy puesto en razón; mas ¡ay!, la conciencia
le decía que no se atrevería jamás,
no ya a dejarlo todo, hasta las zapatillas, y tomar su cruz;
ni siquiera a dejar a su mujer... ni aun a su querida.
-XIV-
Grandes acontecimientos vinieron a sacar a Reyes de estas
intermitentes veleidades místicas, que él mismo,
en sus horas de sensualismo racionalista y moderado, calificaba
de enfermizas. El infeliz Bonis no pudo menos de recordar
un pasaje muy conocido de
La Sonámbula; aquel de:
ah, del tutto ancor non sei
cancellata dal mio cuor,
(según él lo cantaba),
cuando llegó la hora de despedirse de Serafina Gorgheggi;
la cual, deshecha otra vez la compañía, iba
con Mochi contratada al teatro de la Coruña. Aquella
separación había sido una amenaza continua,
la gota amarga de la felicidad en los días y meses
de ciega pasión; después un dolor necesario,
y hasta merecido y saludable, según pensaba
el amante,
lleno de remordimientos y de planes morales. Pero al llegar
el momento, Bonis sintió que se trataba de toda una
señora operación practicada en carne viva.
Con toda franqueza, y explicándolo todo satisfactoriamente
por medio de una intrincada madeja de sofismas, Reyes reconoció
que los afectos naturales, puramente humanos, eran los más
fuertes, los verdaderos, y que él era un místico
de pega, y un romántico y un apasionado de verdad.
¡Ay!, separarse de Serafina, a pesar de aquella tibieza con
que su espíritu la trataba de algún tiempo
a aquella parte, era un dolor verdadero, de aquellos que
a él le horrorizaban, de los que le daban la pereza
de padecer. ¡Era tan molesto tener el ánimo en tensión,
necesitar sacar fuerzas de flaqueza para aguantar los dolores,
los reales! Y no había más remedio. Pensar
en tener compañía de ópera más
tiempo, era absurdo. Ya todos los expedientes inventados
para retener en el pueblo a Mochi y su discípula estaban
agotados, no podían dar más de sí. Nunca
se había visto, ni en tiempo de la Tiplona, mientras
esta fue cantante, que las partes de una compañía
permanecieran un año seguido, y algo más, en
la ciudad, fuera trabajando o en huelga. Lo que se había
visto era tal cual corista que se quedaba allí, casada
con uno del pueblo, o ejerciendo un oficio; un director de
orquesta se había hecho vecino para dirigir una banda
municipal...; pero tiples y tenores, nunca habían
parado tantos meses: concluido el trigo, volaban. El fenómeno
que ofrecían Serafina, Julio y Gaetano, era tan admirable
como si las golondrinas se hubieran quedado a pasar un invierno
entre nieve. Sólo que de las golondrinas no se hubiera
hecho comidilla para decir que las alimentaban los gorriones,
por ejemplo. Y de la larga estancia de los cómicos,
contratados unas temporadas, otras no, se decían horrores.
No por hacer callar a la maledicencia, de la que nadie se
acordaba, a no ser Bonis, sino porque no había manera
decorosa, ni aun medio decorosa, de continuar cubriendo las
apariencias, ni tampoco recursos para seguir manteniendo
los grandes gastos que causaban aquellos restos de la compañía
disuelta, se comprendió la necesidad de que terminase
aquel estado de cosas, como le llamaba Reyes. La empresa
había perdido bastante, y sobre la empresa, es decir,
sobre el caudal mermadísimo del abogado Valcárcel,
continuaban cargando, más o menos directamente, las
principales partes, a saber: Mochi, Serafina y Minghetti.
Se presentó la ocasión de ganar la vida con
el trabajo, y hubo que aprovecharla, por más que doliera
a unos y a otros la despedida. Quien no transigió
fue
Emma. Tuvo una encerrona con su tío y mayordomo,
que había sido nombrado vicepresidente de la Academia
de Bellas Artes, agregada a la Sociedad Económica
de Amigos del País, y de aquella conferencia resultó
el acuerdo, porque allí todo eran panes prestados,
de que Minghetti continuaría en el pueblo en calidad
de director de la Sección de música en la citada
Academia. El sueldo que pudieron ofrecer los señores
socios al barítono no era gran cosa; pero él
se dio por satisfecho, porque además pensaba dar lecciones
de piano y de canto, y con esto y lo otro (y lo otro, así
decía la malicia, entre paréntesis, por lo
bajo) podía ir tirando, hasta que se cansara de aquella
vida sedentaria, y se decidiera a admitir una de las muchas
contratas que, según él, se le ofrecían
desde el extranjero.
Serafina dejaba con pena el pueblo,
en que había llegado casi a olvidar que era una actriz
y una aventurera, para creerse una dama honrada que tenía
buenas relaciones con la mejor sociedad de una capital de
provincia, y un amante fiel, dulce, manso y guapo. A Bonis
le había llegado a querer de veras, con un cariño
que tenía algo de fraternal, que era a ratos lujuria
y que se convertía en pasión de celosa cuando
sospechaba que el tonto de Reyes podía cansarse de
ella y querer a otra. Tiempo
hacía que notaba en
su queridísimo bobalicón despego disimulado,
distracciones, cierta tendencia a huir de sus intimidades.
Al principio sospechó algo de las extrañas
noches de valpurgis matrimonial que tan preocupado trajeron
una temporada a Reyes; después, siguiendo la pista
a los desvíos y distracciones del amante, llegó
a comprender que no se trataba de otros amores, sino de ideas
que a él le daban; tal vez iba a volvérsele
definitivamente bobo, y no dejaba de sentir cierto remordimiento.
«A este se le ablanda la mollera por culpa mía».
Más de una vez, en sus ligeras reyertas de amantes
antiguos, pacíficos y fieles, pero cansados, oyó
a Bonis hablar de la moral como un obstáculo a la
felicidad de entrambos. Lo que nunca pudo sospechar Serafina
fue la principal idea de Bonis, la del hijo; y esto era lo
que en realidad le apartaba de su querida, del pecado.
Pero
en la noche en que, al arrancar la diligencia de Galicia,
Bonis, subiéndose de un brinco al estribo de la berlina,
pudo, a hurtadillas, dar el último beso a la Gorgheggi,
sintió que su pasión no había sido una
mentira artística, porque con aquel beso se despedía
de un género de delicias intensas, inefables, que
no podrían volver; con aquel beso se despedía
del último vestigio de la juventud.
Entre la muchedumbre
que había acudido a despedir a los cantantes, se sintió
Bonis, después que desapareció el coche en
la oscuridad, muy solo, abandonado, sumido otra vez en su
insignificancia, en el antiguo menosprecio.
Delante de él,
que volvía solo por la calle sombría adelante,
solo entre la muchedumbre de sus amigos y amigas, distinguió
dos bultos que caminaban muy juntos, cogidos del brazo, según
era permitido en aquella época a las señoritas
y a los galanes; eran Marta Körner y Nepomuceno, que
se habían adelantado, huyendo la vigilancia del alemán,
que no gustaba de tales confianzas. La escena de la despedida
los había enternecido y animado; la oscuridad de las
calles, alumbradas con aceite, les daba un incentivo en su
misterio, y en el cuchicheo de su diálogo se sentía
el soplo de la pasión... de la pasión carnal
de Nepo y de la pasión de... marido de Marta. Iban
absortos en su conversación, olvidados de los que
venían detrás, creyéndose a cien leguas
de la gente, sin pensar en ella; levantaban a veces la voz,
Marta singularmente; y Bonis, sin querer al principio, queriéndolo
muy de veras después, oyó cosas interesantes.
«Había que hablar cuanto antes a Emma;
había
que decirle el gran secreto de aquella pareja: que iban a
casarse antes de un mes. Y había que ajustar cuentas,
separar los respectivos capitales, sin perjuicio de seguir
administrando el tío el de la sobrina, hasta que ya
no hubiera cosa digna de mención que administrarle».
Estaba perdida; no había hecho más que ir gastando,
derrochando, sin enterarse jamás de que corría
a la ruina completa. Hablarle a ella de hipotecas, era hablarle
en griego. «Pues hipoteque usted», decía, sin más
idea de la hipoteca que la de ser un modo de sacar ella el
dinero necesario para sus locuras, cuanto antes.
-Mire usted
-decía el tío a Marta (pues el tú lo
dejaba para después de la boda)-; es una mujer que
no tiene idea clara de lo que significa el tanto por ciento,
y cuando le hablan de un interés muy subido, le suena
lo mismo que si le hablan de un interés despreciable;
para ella no hay más que el dinero que le den por
lo pronto; parece así... como que se figura que roba
a los usureros, a quienes toma dinero al sabe Dios cuántos.
Para aliviar estos males, he llegado yo mismo a ser el único
judío para mi sobrina; yo soy, yo, quien, sin saberlo
ella, porque ni lo pregunta, le facilito cantidades a un
módico interés.
Marta oía a Nepo con
más placer que si le
fuera recitando la primavera
temprana de Gœthe.
-¿De modo... que ellos van a arruinarse?
-Sí; ya no tiene remedio.
-La culpa es suya.
-Suya...
Empezó él... siguió ella... después
los dos...; después todo el mundo... Usted lo ha visto:
aquella casa es un hospicio; los cómicos nos han comido
un mayorazgo..., y como la fábrica va mal...
-¡Oh!,
pero eso no hay que decirlo por ahí...
-No; es claro...
-Papá espera levantar el negocio; sus corresponsales
le ofrecen mercados nuevos, salidas seguras...
-Sí,
sí; es claro..., pero ya será tarde para los
de Reyes; nuestro esfuerzo, el que haremos con nuestro propio
capital... Marta, con el nuestro, ¿entiende usted?, sacará
la fábrica a flote...; pero ya será tarde para
ellos. Nuestro porvenir está en la pólvora...
Marta apretó el brazo de Nepo, y lo que siguieron
hablando ya no pudo oírlo Bonis.
Se quedó
atrás; entró el último en su casa, adonde
volvieron muchos de los que habían ido a despedir
a la Gorgheggi y a Mochi, pues de allí había
partido la comitiva. Serafina había ido al coche desde
la casa de Emma, porque ésta no podía salir
aquella noche;
se sentía mal, y se habían
despedido en el gabinete de la Valcárcel.
Bonis se
detuvo en el portal, cuando ya todos estaban arriba. ¡Qué
ruido! ¡Qué algazara! ¡Lo de siempre! Ya nadie se
acordaba de los que se alejaban carretera arriba; como si
tal cosa. Arrastraban sillas, sonaba el piano y después
el taconeo de los danzantes. Bailaban.
«¡Y todo esto lo
he traído yo! ¡Y bailan sobre las ruinas! ¡Los Reyes
se arruinan; la casa Valcárcel truena... y el último
ochavo lo gastan alegremente entre todos estos pillos y viciosos
que he metido yo en casa!».
«¡Empezó él!,
decía ese tunante. ¡Y tiene razón! Yo empecé,
y aún debo, aún debo... lo robado. Y todo lo
demás que vino después, la empresa teatral...,
la fábrica..., los banquetes, las jiras, los saraos...,
los préstamos a esos hambrientos y chupones..., por
culpa mía, por mi pasión..., que ya se extinguía,
por miedo a echar cuentas, por miedo de que se descubriese
mi adulterio; sí, adulterio, así se llama...
yo lo toleré... lo procuré todo... Todo es
culpa mía, y lo peor es lo que dice el tío:
Empezó él».
Y Bonis, sin pasar del portal,
mal alumbrado por un farol de aceite, se cogía la
cabeza con las manos.
No se determinaba a subir. Le daba
asco su casa con aquella chusma dentro.
«¡Si fuera para
barrerlos! Y a mí con ellos... a todos..., a todos...
»¿Cómo seguir con aquella vida, ahora sobre todo,
que ni el placer, ni el pecado, le arrastraba a ella?
»¡Egoísta!
Como se fue tu pareja, moralizas contra los demás.
»Pero, ¿y la ruina? Cuando ese la anuncia, segura será...
¡Seremos pobres! Por mí... casi me alegro...; pero
es horrible... porque es por culpa mía».
Cesó
de repente el ruido del baile, que sonaba sordo y continuo
sobre su cabeza; después se oyeron muchos pasos precipitados
en una misma dirección..., hacia el gabinete de Emma.
-¿Qué pasa? -se dijo asustado Bonis. Pensó
de repente, como antaño-: Emma se ha puesto mala,
y me va a echar la culpa. Se dirigió hacia la escalera,
cuya puerta abrieron con estrépito desde dentro; bajando
de dos en dos los peldaños, venían dos bultos:
el primo Sebastián y Minghetti, que atropellaron a
Bonis.
-¿Qué hay? ¿Qué sucede? -gritó,
recogiendo del suelo el sombrero, el que debía ser
amo de la casa.
-¡Arriba, hombre, arriba! ¡Siempre en Babia!
Emma así..., y tú fuera...
Esta frase del
primo Sebastián le supo a
Bonis a todo un tratado
de arqueología; era del repertorio de las antigüedades
clásicas de su servidumbre doméstica.
-Pero...
¿qué hay? ¿Qué tiene Emma?
-Está mala...,
un síncope..., jaqueca fuerte... -dijo Minghetti-.
Vamos corriendo a buscar a D. Basilio; le llama a gritos.
-Sube, hombre; corre; te llama a ti también; nunca
la vi así... Esto es grave... Sube, sube...
Y se
lanzaron a la calle los dos emisarios, rivalizando en premura
y celo.
-Usted, al Casino; yo, a su casa -dijo Sebastián-;
y cada cual echó a correr: uno, calle arriba; otro,
calle abajo.
Bonis entró temblando, como en otro
tiempo. «¿Qué sería? ¿Volverían los
días horrorosos de la fiera enferma? ¡Comparados con
ellos los presentes, de relajamiento moral, le parecían
ahora flores! Y en adelante, ¿qué armas tendría
para la lucha? Ya no creía en la pasión, aunque
tanto le estaban doliendo aquella noche sus últimas
raíces; ya no creía apenas en el ideal, en
el arte...; todo era un engaño, tentación del
pecado... Sí: volvía su esclavitud, su afrenta,
aquella vida de perro atado al pie de la cama de una loca;
él ya no tendría fuerza para resistir; con
un ideal, con una pasión, lo sufría todo; sin
eso... nada. Se moriría...
La enfermedad otra vez...
y ahora, con la pobreza, acaso, de seguro... ¡Qué
horror!... ¡Oh! No; escaparía».
Entró, pasillo
adelante; todo era confusión en la casa. Las de Ferraz
y una de las de Silva corrían de un lado a otro, daban
órdenes contradictorias a los criados; en el gabinete
de Emma, Marta y Körner junto al lecho, parecían
estatuas de mausoleo.
-¡Duerme! -dijo con solemnidad el
padre.
-¡Silencio! -exclamó la hija, con un dedo
sobre los labios.
-Pero, ¿qué ha sido?
-¡Pchs! Silencio.
-Pero (más bajo y acercándose); pero... yo
quiero saber... ¿y el tío? ¿Dónde está
el tío?
-Se está mudando -contestó
Marta en voz baja, de esas que son silbidos, más molestos
que los gritos.
Reyes notó el olor de un antiespasmódico;
olor de tormenta para los recuerdos de sus sentidos. También
había cierto hedor nauseabundo.
Se aproximó
más a la cama; a los pies estaba amontonada ropa blanca,
de que se había despojado Emma después de metida
entre sábanas, según su costumbre. También
ahora los recuerdos de los sentidos le hablaron a Bonis de
tristezas, y tras rápida reflexión, se sintió
alarmado.
-Pero, ¿qué ha sido? -preguntó
sin bajar la voz lo suficiente, olvidándose del sueño
de su esposa, pensando cosas muy extrañas.
-No grite
usted, hombre -dijo la alemana muy severamente.
Bonis acercó
el rostro al de su mujer.
-Duerme -dijo Körner.
-¡Dios
lo sabe! -pensó Bonis.
Emma, pálida, desencajada,
desgreñada, con diez años, de los que había
sabido quitarse de encima, otra vez sobre las fatigadas facciones,
abrió los ojos, y lo primero que hizo con ellos fue
lanzar un rayo de odio y otro de espanto sobre el atribulado
esposo.
-¿Qué ha sido, hija mía, qué
ha sido?
Quiso hablar la enferma, y, al parecer, hasta pronunciar
un discurso, porque procuró incorporarse, y extendió
los brazos; pero el esfuerzo le produjo náuseas, y
Bonis, sin tiempo para retirarse un poco, corrió la
misma borrasca de que se estaba secando el tío.
Körner,
discretamente, retrocedió un paso. Marta se colgó
de la campanilla en son de pedir socorro, porque no era ella
hembra que descendiese a ciertos pormenores al lado de los
enfermos. El estómago, decía ella, no es nuestro
esclavo; antes bien, nos esclaviza.
Acudieron las de Ferraz,
y luego Eufemia con agua, arena, toalla y cuanto fue del
caso.
A Bonis se le hizo comprender que apestaba, y corrió
a mudarse.
Cuando volvió al cuarto de su mujer, vio
en la sala al tío, a Körner, a Marta, a las de
Ferraz, a la de Silva, a Minghetti y a Sebastián.
-¿Está mejor, está sola?
Sebastián
respondió casi de limosna:
-No: está con ella
D. Basilio.
Antes de decidirse a entrar en el gabinete,
Bonis consultó con la mirada al concurso. Vio algo
extraño en ellos: parecían menos alarmados
y como llenos de curiosidad maliciosa. Había allí
sorpresa, incertidumbre, no susto ni temor a un peligro.
-¿Pasa algo? ¿Qué pasa? -preguntó anhelante,
con la cara de lástima que ponía cuando acudía
en vano a implorar sentimientos tiernos, de caridad, en sus
semejantes.
-Hombre, usted puede entrar -dijo Körner-;
al fin es el marido.
Bonis entró. D. Basilio, correcto
en el vestir, como siempre, de color de manteca el gabán
entallado; sonriente; de expresión espiritual boca
y mirada, dejaba pasar una tormenta de espanto y rebeldía
contra los designios de la naturaleza a que se entregaba
Emma, que se apretaba la cabeza desgreñada con las
manos crispadas, y llamaba a Dios de tú y con un tono
que parecía de injuria.
-¡Dios mío! ¿Qué
es esto? -preguntó Bonis espantado, con las manos
en cruz, frente al médico.
-Pues, nada; que su mujer
de usted... está nerviosísima, y ha tomado
a mal una noticia que yo creí que la llenaría
de satisfacción y legítimo orgullo...
-¡Calle
usted, Aguado! ¡No se burle de mí! ¡No estoy para
bromas! ¡Dios mío! ¡Qué va a ser de mí!
¡Qué atrocidad! ¡Qué barbaridad! ¡Qué
va a ser de mí!... ¡Dios de Dios! Y a estas horas...
yo me voy a morir... de fijo... de fijo... me lo da el corazón.
¡Yo no paro, no paro, no paro!...
-¿Delira? -gritó
Bonis con horror.
-¿Por qué?
-Como dice... que no
para... no para...
-No; no dice eso -y D. Basilio se interrumpió
para reír con toda sinceridad-. Lo que dice es que
no pare, no pare... Pero ya verá usted cómo
en su día, aún lejano, damos a luz un robusto
infante.
-¡Alma mía! -exclamó Reyes comprendiendo
de repente, más que por las señas que tenía
delante, por una voz de la conciencia que le gritó
en el cerebro: «Se fue ella, y viene él; no quería
venir hasta hallar solo tu corazón para ocuparlo entero.
Se fue la pasión y viene el hijo».
Se lanzó
a estrechar en sus brazos la cabeza de su esposa; pero esta
le recibió con los puños, que, rechazándole
con fuerza, le hicieron perder el equilibrio y casi caer
sobre don Basilio.
-¡Nerviosa, nerviosísima! -dijo
el médico, disimulando el dolor de un callo que le
había pisado aquel calzonazos.
Empezaron las explicaciones.
Emma, con verdadero pánico, se agarraba, como un
náufrago a una tabla, a la esperanza de que aquello
era imposible.
Aguado, con estadísticas que no necesitaba
ir a buscar fuera de su clientela, demostraba que imposibles
de aquella clase le habían hecho pasar a él
muchas noches en claro. Y sin ir más lejos, citaba
a la de Fulano y a la de Mengano, que se habían descolgado
con una criatura después de años y años
de esterilidad, en rigor aparente. «¡Oh, los misterios de
la naturaleza!».
«Pero, ¿no la habían asegurado a
ella, tantos años hacía, cuando el mal parto,
cuando quedó medio muerta, con las entrañas
hechas una lástima, que ya no pariría nunca,
que aquello se había acabado, que no sé qué
de la matriz?».
-Sí habrán dicho, señora;
pero in illo tempore yo no tenía el honor de contar
a usted en
el número de mis clientes. Hay quien es
un gran comadrón y un grandísimo ignorante
en obstetricia y tocología, y toda clase de logías...
divinas y humanas.
Mientras Emma proseguía en sus
lamentos, gritos y protestas, jurando y perjurando que estaba
dispuesta a no parir, que aquello era una sentencia de muerte
disfrazada, que a buena hora mangas verdes, y cosas por el
estilo, Aguado se volvió a Bonis para explicarle lo
que había pasado allí.
En cuanto se había
acercado a la enferma había visto síntomas
extraños que nada tenían que ver con sus habituales
crisis nerviosas; se había enterado de pormenores
íntimos, aunque con gran dificultad por el horror
que tenía Emma a todos los cálculos, previsiones
y recuerdos aritméticos, no sólo a las cuentas
del tío; y entre estas noticias y lo que tenía
presente, y ciertas inspecciones y contactos, había
sacado en consecuencia que aquella señora, como tantas
otras, al cabo de los años mil volvía por los
fueros de la maternidad, abandonados mucho tiempo. Habló
mucho de matrices y de placentas, pero mucho más de
la misteriosa marcha de la Naturaleza a través, y
permítaseme el galicismo -dijo Aguado, que era purista
en lo que se le alcanzaba-, a través de los fenómenos
fisiológicos de todos órdenes.
Indudablemente,
y no lo decía por alabarse, él no había
esperado menos del régimen homeopático e higiénico
a que había sometido a su cliente: sin aquellos glóbulos,
y más particularmente sin la influencia físico-moral
de los buenos alimentos, de los paseos y, sobre todo, de
las distracciones, aquel organismo hubiera continuado viviendo
una vida valetudinaria, sin esperanza, ni remota, de tener
fuerzas sobrantes suficientes para sacar de ellas una nueva
vida, un alter ego. No cabía duda que Aguado insistía
en querer deslumbrar a Bonis, pues no solía el médico
de las damas ser tan pedantescamente redicho.
De todas suertes,
Reyes tenía que contenerse para no abrazar al doctor;
creía disparatadamente que el estar su mujer embarazada
o no dependía de aquella discusión entre el
médico y Emma; si Emma quedaba encima en la disputa,
¡adiós hijo!; si el médico decía la
última palabra, parto seguro.
Como no había
por qué ocultar la cosa, no se ocultó; los
de la sala supieron enseguida el pronóstico, nada
reservado, de D. Basilio. Hubo gritos de alegría,
de sorpresa sobre todo, algunos de malicia; bromas, jarana
y pretexto para seguir divirtiéndose y alborotando:
Emma continuaba protestando; se sentía mejor, era
verdad, después de haber desahogado por
completo,
pero el susto, al cambiar de especie, había empeorado;
no estaba enferma, como había temido, pero estaba
en estado interesante, y esto era horroroso. Y como no le
hacían caso, y se reían de ella y hasta la
dejaban sola, para correr por la casa y refrescar y tocar
el piano y cantar, toda vez que ella misma confesaba que
no le dolía nada, se tiraba la dama encinta de los
pelos, insultaba medio en broma, medio en veras, a sus amigas
y amigos llamándolos verdugos, y proponiéndoles
que pariesen por ella y que verían.
Seguía
negando su estado, como si fuese asunto de honor, como pudiera
negarlo Marta si se viera en una por el estilo; pero negaba
no por convicción, sino por engañarse a sí
misma. Por lo demás, bien comprendía ahora,
después de oír a D. Basilio y de contestar
a sus sabias preguntas, que había estado ciega, que
ella misma debía haber comprendido mucho tiempo hacía
de qué se trataba al notar cosas extrañas en
su vida íntima.
Bonis, que había procurado
quedarse con su mujer mientras los demás, despedido
D. Basilio, corrían al comedor, donde les aguardaba
el refresco, tuvo que dejarla sola porque le echó
de su presencia a cajas destempladas. Desapareció
Reyes, y los convidados quedaron por dueños de la
casa, pues D. Juan Nepomuceno
había salido también
cuando el médico.
En el comedor se acentuó
el carácter burlesco de las bromas con que se recibió
el inesperado suceso. Se hacían cálculos respecto
de la mayor o menor proximidad del alumbramiento, suponiendo
que las cosas fueran por sus pasos contados a un feliz desenlace.
Las hipótesis respecto de las causas probables de
tamaño lance abundaban, se entrelazaban, se mezclaban,
llegaban al absurdo y siempre acababan apoyándose
en ejemplos de casos semejantes y de otros mucho más
extremados. Körner demostró gran erudición
en el particular; pero se preferían como mejor testimonio,
más digno de crédito, las cosas más
recientes y de la localidad. No le hubiera hecho gracia a
Emma oír que se la comparaba con damas parturientas
de sesenta años, y que se citaba, como ejemplo de
belleza conservada milagrosamente, a Ninon de Lenclos, de
quien nunca había oído ni el nombre la señorita
de Silva. ¡Lo que sabía aquella Marta, que fue la
que llevó la conversación de la tocología
a la estética, para poder ella lucir sus conocimientos
sin menoscabo de su decoro y prerrogativas de virgen pudorosa
e ignorante en obstetricia! Ella, tan avispada, en esto de
fingir inocencia tenía tan mal tacto, que llegaba
a ridículas exageraciones;
y así fue que aquella
noche, por rivalizar con el candor de las de Ferraz, a las
primeras noticias del feliz suceso que se preparaba estuvo
inclinada a dar a entender que, a su juicio, los recién
nacidos venían de París; pero la de Silva,
la menor, con verdadera inocencia, dejó comprender
todo lo que ella sabía respecto del asunto, que era
bastante; y Marta tuvo tiempo para recoger velas y abstenerse
de ridículas leyendas filogénicas y ontogénicas,
como hubiera dicho ella si no estuviera mal visto.
En lo
que estaban todos conformes era en lo que ya había
afirmado el médico, a saber: que la principal causa
de aquella restauración de las entrañas de
Emma y de sus facultades de madre se debían a la nueva
vida que llevaba de algún tiempo a aquella parte,
a las distracciones, a las expansiones. Consultado Minghetti
sobre el particular, daba señales de asentimiento
con la cabeza, y seguía comiendo pasteles. Los comensales
le miraban a hurtadillas, y los más perspicaces notaban
en él un aire que Körner, hablando bajo con Sebastián,
llamó en francés gené; con lo cual Sebastián
se quedó a oscuras.
Volvió Nepomuceno cuando
se levantaban de la mesa; se despidieron todos de Emma, repitiendo
las bromas, recomendándole tales y
cuales precauciones
Körner, y aun Sebastián, que tenía una
experiencia que no se explicaban las chicas de Ferraz en
un solterón; y todas las vírgenes, Marta inclusive,
se ofrecieron de allí para en adelante a servir a
la amiga enferma, de enfermedad conocida, en todo lo que
fuera compatible con el estado a que todas ellas todavía
pertenecían.
Emma rabiaba, azotaba el aire; y aumentaba
su cólera porque no podía explicar a las muchachas,
decorosamente, los argumentos con que todavía seguía
oponiéndose a la sentencia facultativa. Bajando por
la escalera, unas opinaban que el furor de la Valcárcel
era fingido, que bien satisfecha estaba con el descubrimiento;
otras pensaban, más en lo cierto, que si algo halagaba
esta potencialidad a Emma, no le daban lugar a satisfacciones
el terror del parto, el asco y la repugnancia a los menesteres
de la maternidad después del alumbramiento.
-Y además
-decía una de Ferraz a la de Silva-, ¿no ha visto
usted qué cara se le ha puesto sólo con los
preparativos esos y con el susto?
-Sí, parecía
un cadáver...
-Lo que parecía era una cincuentona.
-Poco le falta.
-No, mujer, no exageres. Lo que era que...
como se le había caído la pintura...
-Diez
años más se le echaron encima.
-Eso sí.
Y todas ellas callaron de repente, ya en la calle, pensando
por unanimidad en Minghetti y en la cara de pocos amigos
que había puesto en el cuarto de la otra. Sebastián
fue a acompañar a los de Körner hasta su casa.
Nepomuceno había tenido que quedarse porque el alemán
era muy delicado, ahora que se aproximaba la boda, en materias
del qué dirán, y no gustaba de que a tales
horas pudieran encontrar por las calles oscuras a su hija
acompañada de su prometido, aunque Körner fuera
con ellos. Aseguraba que para Alemania era buena la costumbre
de dejar a los novios andar juntos y solos por cualquier
parte, pero que en países meridionales toda precaución
era poca. Por lo visto, temía los ardores del buen
Nepomuceno.
Pero ¿y Reyes?, preguntaban los amigos de la
casa al separarse. ¿Dónde se habrá metido?
En el cuarto de Emma no quedaba.
Bonis se había encerrado
en su alcoba, ya que su mujer rechazaba enérgicamente
las expansiones del futuro padre, que hubiera deseado vivamente
saborear en santo amor y compaña de su esposa las
delicias de la inesperada y bien venida noticia que acababa
de darles D. Basilio.
A falta de su mujer, Bonis se contentó
con su humilde lecho de soltero, en aquella alcoba suya,
testigo de tantos pensamientos, de tantos sueños,
de tantos remordimientos, de tantas penas y humillaciones
devoradas entre sollozos. Su cama era su confidente, su mejor
amigo; no el tálamo nupcial, el del cuarto de su mujer,
no; aquellas pobres tablas de nogal, aquellas sábanas
sin encajes (porque los encajes y puntillas le daban grima),
aquella colcha de flores azules, que le decían tantas
cosas poéticas y tristes, dulces, suaves, tan conformes
con el fondo de su propio carácter. Parecíale
que a fuerza de haber mirado años y años aquellas
flores, mientras su pensamiento vagaba por los mundos encantados
de sus ilusiones, de sus penas, se le había pegado
a la colcha como un barniz de idealidad, una especie de musgo
azul de sus ensueños... En fin, aquella colcha, y
otra del mismo dibujo, pero de color de rosa, eran algo así
como amigas íntimas, confidentes que a él le
faltaban en el mundo de los vivos.
Muchas veces pensaba
en esto: él no tenía, en rigor, amigos entre
los hombres; ni amigos de la infancia, verdaderos, capaces
de comprenderle y capaces de abnegación; ni amigos
de la edad viril...; il suo caro Mochi... ¡bah!, le había
engañado una temporada. Era un vividor
a quien Dios
perdonara. Sus amigos eran las cosas. La montaña del
horizonte, la luna, el campanario de la parroquia, ciertos
muebles... la ropa de color, usada, de andar por casa...
las zapatillas gastadas... el lecho de soltero sobre todo.
Estos seres inanimados, de la industria, a los cuales dudaba
Platón si correspondía una idea, eran para
Bonis como almas paralíticas, que oían, sentían,
entendían..., pero no podían contestar ni por
señas.
Y, sin embargo, aquella noche solemne, al
contemplar la colcha de flores azules, el doblez humilde
y corto de las sábanas limpias, las almohadas angostas
y blandas, le pareció que todo aquello le sonreía
con su frescura y con su aspecto de íntima familiaridad,
mientras él se quitaba las botas y calzaba las babuchas.
No había felicidad completa si los pies no descansaban
en la suavidad del paño flojo de las zapatillas.
-¡Ajajá! -exclamó al sentirse a su gusto. Y
apoyando ambas manos en la cama, dejó que una dulcísima
sonrisa le inundara el rostro con un reflejo de la alegría
del corazón.
¡Ahora a meditar! ¡A soñar! ¡Noche
solemne! No había milagros: en eso estaba. No estaría
bien que los hubiera. El milagro y el verdadero Dios eran
incompatibles. Pero... ¡había Providencia!, un plan
del mundo, en armonía
preestablecida (él no
usaba estas palabras; no pensaba esto con palabras) con las
leyes naturales. Había coincidencias providenciales,
que al hombre piadoso debían servirle de advertencias
saludables, emanadas de Dios, traídas por la naturaleza.
No era un milagro que se hubiesen equivocado los médicos
que antaño le habían condenado para siempre
a la esterilidad de su mujer; no era un milagro que Emma
pariese ya cerca de los cuarenta años. Tampoco era
milagrosa..., aunque sí admirable, la coincidencia
de anunciarse la venida del hijo la misma noche en que se
marchaba la pasión. Se iba Serafina y venía
Isaac. El que debía llamarse Isaac, por lo que él
sabía, pero que se llamaría, Dios sabía
cómo, probablemente Diego, Antonio o Sebastián,
a gusto de la madre, tirana de todos. ¡Isaac! Lo más
extraño, lo más admirable era aquello... sus
visiones de la noche memorable del concierto, de aquel concierto
en que nacieron gran parte de las desdichas de su casa, la
corrupción al por mayor metida en ella. De aquel concierto
también había nacido su anhelo creciente de
paz, de amor puro, tranquilo... y aquella vaga esperanza,
rechazada y rediviva a cada momento, de tener al fin un hijo,
un hijo legítimo, único. Lo más admirable,
sí, aunque no milagroso, era el cumplimiento de lo
que él disparatadamente
llamaba, para sus adentros,
«la Anunciación».
Tan exaltado se sintió,
todo por dentro, tan lleno de ternura, que se tuvo un poco
de miedo.
«¡Oh! ¡Si esto es estar loco, bien venida sea
la locura!».
¡Estaba tan contento, tan orgulloso! No cabía
duda. La Providencia y él se entendían. Había
sido aquello como un contrato: «Que se marche ella, y vendrá
él».
Pero ella... ¿se habrá marchado del todo?
-Sí -dijo Bonis en voz alta, poniéndose en
pie y dando una leve patada en el suelo.
«Sí; aquí
no queda más que el padre de familia. Aquí,
en este corazón, ya no hay sitio más que para
el amor del hijo».
Una voz secreta le decía que su
nuevo amor era un poco abstracto, algo metafísico;
pero ya cambiaría; cuando el chico estuviese allí,
sería otra cosa. «Algo contribuía, pensaba
Bonis, a la falta de cariño humano a su nene de sus
entrañas, de que ahora se resentía, el no saber
cómo llamarle. ¡Isaac! No; no sería Isaac.
Además, Isaac no había sido único hijo
de su padre. Aunque pareciera irreverencia, en rigor...,
en rigor..., lo que correspondía era llamar a la criatura
Manolín... o Jesús. ¡No que él se comparase
con Dios Padre, ni siquiera con San José!...».
La
idea de San José le hizo incorporarse en la cama,
donde ya se había tendido, sin desnudarse. Como Bonis
no era creyente, en el sentido rigoroso de la palabra, y
sus dudas le habían llevado muchas veces a las cuestiones
exegéticas, según él podía entenderlas,
pensó en la posibilidad de que a San José le
hubiese hecho la historia un flaco servicio, con la mejor
intención, pero muy flaco. Sintió una lástima
inmensa por San José. «Supongamos, se decía,
que él, y nadie más que él, fuera el
padre de su hijo putativo; que fuese el padre..., sin perjuicio
de todas las relaciones misteriosas, sublimes, extranaturales,
pero no milagrosas, que podía haber entre la Divinidad
y el Hijo del hombre...; supongamos esto por un momento.
¡Qué horror! ¡Arrancarle a San José la gloria...,
el amor... de su hijo!... ¡Todo para la madre! ¿Y el padre?
¿Y el padre?». Pensando estos disparates, se le llenaron
los ojos de lágrimas. ¿Si estaría loco efectivamente?
¡Pues no se le ocurría, cuando debía estar
tan contento, echarse a llorar, lleno de una lástima
infinita del patriarca San José! Pero la verdad, ¡la
historia!, ¡la historia! La historia no sabía lo que
era ser padre.
«Ni yo tampoco. Cuando tenga al muchacho
junto a mí, en una cuna, no estaré pensando
en San José ni en todas esas teologías...».
En aquel instante se le ocurrió esto: «El niño
debiera llamarse Pedro, como mi padre».
-¡Padre del alma!
¡Madre mía! -sollozó, ocultando el rostro en
las almohadas, que empapó en llanto.
Aquella era
la fuente; allí estaba el manantial de las verdaderas
ternuras... ¡La cadena de los padres y los hijos!... Cadena
que, remontándose por sus eslabones hacia el pasado,
sería toda amor, abnegación, la unidad sincera,
real, caritativa, de la pobre raza humana; pero la cadena
venía de lo pasado a lo presente, a lo futuro...,
y era cadena que la muerte rompía en cada eslabón;
era el olvido, la indiferencia. Le parecía estar solo
en el mundo, sin lazo de amor con algo que fuese un amparo...,
y comprendía, sin embargo, que él era el producto
de la abnegación ajena, del sacrificio amoroso en
indefinida serie. ¡Oh infinito consuelo! El origen debía
de ser también acto de amor; no había motivo
racional para suponer un momento en que los ascendientes
amaran menos al hijo que este al suyo... Bonifacio se había
vuelto un poco hacia la pared; la luz, colocada en la mesilla
de noche, pintaba el perfil de su rostro en la sombra sobre
el estuco blanco. Su sombra, ya lo había notado otras
veces con melancólico consuelo, se parecía
a la de su padre, tal como la veía en los
recuerdos
lejanos. Pero aquella noche era mucho más clara y
más acentuada la semejanza. «¡Cosa extraña!
Yo no me parecía apenas nada a mi padre, y nuestras
sombras sí, muchísimo: este bigote, este movimiento
de la boca, esta línea de la frente... y esta manera
de levantar el pecho al dar este suspiro..., todo ello es
como lo vi mil veces, en el lecho de mi padre, de noche también,
mientras él leía o meditaba, y acurrucado junto
a él yo soñaba despierto, contento, con voluptuosidad
infantil, de aquella protección que tenía a
mi lado, que me cobijaba con alas de amor, amparo que yo
creía de valor absoluto. -¡Padre del alma! ¡Cuánto
me habrás querido!» -se gritó por dentro...
Bonis no se acordaba de que no había cenado todavía,
y dejaba que la debilidad se apoderara de él. Empezaba
a sentirse mal sin darse cuenta de ello. Le temblaban las
piernas, y los recuerdos de la infancia se amontonaban en
su cerebro, y adquirían una fuerza plástica,
un vigor de líneas que tocaban en la alucinación;
se sentía desfallecer, y como disuelto, en una especie
de plano geológico de toda su existencia, tenía
la contemplación simultánea de varias épocas
de su primera vida; se veía en los brazos de su padre,
en los de su madre; sentía en el paladar sabores que
había gustado
en la niñez; renovaba olores
que le habían impresionado, como una poesía,
en la edad más remota... Llegó a tener miedo;
saltó de la cama, y de puntillas se dirigió
a la alcoba de Emma. La Valcárcel dormía. Dormía
de veras, con la boca un poco entreabierta. Dormía
con fatiga; la antigua arruga de la frente había vuelto
a acentuarse amenazadora. Bonis se tuvo lástima en
nombre de todos los suyos. Sintió, con orgullo de
raza, una voz de lucha, de resistencia, de apellido a apellido:
lo que jamás le había pasado en largos años
de resignada cautividad doméstica. Los Reyes se sublevaban
en él contra los Valcárcel. ¡Oh! Cuánto
daría en aquel momento por haber visto, por haber
leído aquel libro de blasones familiares, de que,
más que su padre, le hablaba su madre, muy orgullosa
con la prosapia de su marido. Ella lo había visto:
los Reyes eran de muy buena familia, oriundos de un pueblecillo
de la costa que se llamaba Raíces. Bonis había
pasado una vez por allí, en coche, sin acordarse de
sus antepasados. ¿Quién se habrá llevado el
libro? Un pariente, un tío... Su padre, D. Pedro Reyes,
procurador de la Audiencia, con mala suerte y poca habilidad,
no hablaba apenas de las antiguas grandezas, más o
menos exageradas por su esposa, de la familia de los Reyes;
era un hombre sencillo,
triste, trabajador, pero sin ambición;
de una honradez sin tacha, que se había puesto a prueba
cien veces, pero sin lucimiento, por lo modesto que era el
D. Pedro hasta para ser heroicamente incorruptible. Con los
demás era tan tolerante, que hasta podía sospecharse
de su criterio moral por lo ancha que tenía la manga
para perdonar extravíos ajenos. Amaba el silencio,
amaba la paz, y le amaba a él, a Bonis, y a sus hermanos,
todos ya muertos. Sí; ahora veía con extraordinaria
clarividencia, con un talento de observación que no
había sospechado que él tenía dentro,
los recónditos méritos del carácter
de su padre. Su romanticismo, sus lecturas dislocadas, falsas,
no le habían dejado admirar aquella noble figura,
evocada por la sombra propia en la pared de su cuarto. Bonis,
junto al lecho de Emma dormida, adoró, como un chino,
la santidad religiosa de los manes paternos. ¡Oh, qué
claramente lo veía ahora; cómo tomaban un sentido
hechos y hechos de la vida de su padre que a él le
habían parecido insignificantes! Hasta, alguna vez,
se había sorprendido pensando: «Yo soy un cualquiera;
no soy un hombre de genio; seré como mi padre: un
bendito, un ser vulgar». Y ahora le gritaba el alma: «¡Un
ser vulgar!». ¿Por qué no? ¡Imbécil, imita
la vulgaridad de tu padre! Acuérdate,
acuérdate:
¿qué anhelaba aquel hombre? Huir de los negocios,
del tráfico y de las mentiras del mundo; encerrarse
con sus hijos, no para recordar noblezas de los abuelos,
sino para amar tranquila, sosegadamente, a sus retoños.
Era un anacoreta, poco dramático..., de la familia.
Su desierto era su hogar. Al mundo iba a la fuerza. Su casa
le hablaba, en silencio, con la dulzura de la paz doméstica,
de toda la idealidad de que era capaz su espíritu
cariñoso, humilde. La sonrisa de su padre al hablar
con los extraños, tratando asuntos de la calle, era
de una tristeza profunda y disimulada; se conocía
que no esperaba nada de puertas afuera; no creía en
los amigos; temía la maldad, muy generalizada; hablaba
mucho a los hijos mayores de la necesidad de pertrecharse
contra los amaños del mundo, un enemigo indudablemente.
Sí; su padre hablaba a los de casa de lo que aguardaba
fuera, como podía el hombre prehistórico hablar
en su guarida, preparada contra los asaltos de las fieras,
a las demás personas de la familia, aleccionándolas
para las lides con las alimañas que habían
de encontrar en saliendo. Más recordaba Bonis: que
su padre, aunque ocultándolo, dejaba ver a su pesar
que era un vencido, que tenía miedo a la terrible
lucha de la existencia; era pusilánime; y, resignado
con su pobreza, con la
impotencia de su honradez arrinconada
por la traición, el pecado, la crueldad y la tiranía
del mundo, buscaba en el hogar un refugio, una isla de amor,
por completo separada del resto del universo, con el que
no tenía nada que ver. Para estas conjeturas de lo
que su padre había sido y había pensado, Bonis
se servía de multitud de recuerdos ahora acumulados
y llenos de sentido; pero a lo que no llegaba con ellos era
a vislumbrar en sus hipótesis históricas, en
su recomposición de sociología familiar, la
lucha que el padre debía de haber mantenido entre
su desencanto, su miedo al mundo, su horror a las luchas
de fuera y la necesidad de amparar a sus hijos, de armarlos
contra la guerra, a que la vida, muerto él, los condenaba.
D. Pedro había muerto sin dejar a ningún hijo
colocado. Había muerto cuando la familia había
tenido que renunciar, por miseria, a los últimos restos
de forma mesocrática en el trato social y doméstico;
cuando la pobreza había dado aspecto de plebeyo al
decaído linaje de los Reyes. Y la madre, a quien esto
habría llegado al alma, había muerto poco después:
a los dos años.
«Y ahora venía otro Reyes.
Es decir, algo del espíritu y de la sangre de su padre».
Bonis tenía la preocupación de que los hijos,
más que a los padres, se parecen a los abuelos. La
palabra
metempsicosis le estalló en los oídos,
por dentro. La estimaba mucho, de tiempo atrás, por
lo exótica, y ahora le halagaba su significado. -No
será precisamente metempsicosis... -pensó-;
pero puede haber algo de eso... de otra manera. ¿Quién
sabe si la inmortalidad del alma es una cosa así,
se explica por esta especie de renacimiento? Sí, el
corazón me lo dice, y me lo dice la intuición;
mi hijo será algo de mi padre. Y ahora los Reyes nacen
ricos; vuelven al esplendor antiguo...».
Al pensar esto,
un sudor frío le subió por la espina dorsal...
Recordó, en síntesis de dos o tres frases,
el diálogo que aquella misma noche había sorprendido:
el de Nepomuceno con Marta. ¡Oh! ¿Sería sino de los
Reyes? ¡Nacía uno más... y... nacía
en la ruina! ¡Estaban arruinados, o iban a estarlo muy pronto;
eso había dicho el tío, que sabía a
qué atenerse!
Bonis tuvo que sentarse en una silla,
porque en la cama de su mujer no se atrevió a hacerlo.
-¡Dios mío, en el mundo no hay felicidad posible!
Esta noche, que yo pensé que iba a ser de imágenes
alegres, de dicha interior toda ella... ¡qué horrible
tormento me ofrece! ¡Arruinado mi hijo! ¡Y arruinado por
culpa mía! Sí, sí, yo comencé
la obra... Y además, mi ineptitud, mi ignorancia de
las cosas más
importantes de la vida... los números...
el dinero... las cuentas... ¡prosa, decía yo! ¡El
arte, la pasión! eso era la poesía... ¡Y ahora
el hijo me nace arruinado!
Emma se movió un poco
y suspiró, como refunfuñando.
Bonis estuvo
un momento decidido a despertarla. Aquello corría
prisa. Quería revelarle el terrible secreto cuanto
antes, aquella misma noche. No había que perder ni
un día; desde la mañana siguiente tenían
los dos que cambiar de vida, había que poner puntales
a la casa, y esto no admitía espera...
«En adelante,
menos cavilaciones y más acción. Se trata de
mi hijo. Seré el amo, seré el administrador
de nuestros bienes. ¿Y la fábrica, esa fábrica
en que ni siquiera sé a punto fijo lo que hacen? Allá
veremos. ¡Oh, señor don Juan, mi querido Nepomuceno,
habrá escena, ya lo sé, pero estoy resuelto!
Venga la escena. Pero todo eso, mañana. Ahora, lo
inmediato; el acto varonil, digno de un padre, que correspondía
a aquella noche, era... despertar a Emma, enterarla de todo».
Pero Emma despertó sin que nadie se lo rogase, y
Bonis no tuvo tiempo para atreverse a abordar la cuestión
del secreto descubierto: su mujer le insultó, como
en los tiempos clásicos de su servidumbre, porque
estaba allí
papando moscas. Le arrojó de la
alcoba a gritos, le hizo llamar a Eufemia y le dio, por mano
de la doncella, con la puerta en las narices.
«También
aquello tenía que concluir, pero... después
del alumbramiento. Había que evitar el aborto; nada
de disgustarla... En pariendo... y en criando... si criaba
ella, como él deseaba, se hablaría de todo;
se vería si un Reyes podía ni debía
ser esclavo de una Valcárcel.
»Sin embargo, debo
volver a entrar, con los mejores modos, para anunciarle el
peligro...».
Levantó el picaporte de la puerta que
se le acababa de cerrar..., pero volvió a dejarle
caer.
Se sentía muy débil. No había
cenado. Veía chispitas rojas en el aire. Había
que tomar algún alimento y dejarlo todo para mañana.
Ya era, así como así, muy tarde. Lo malo estaba
en que no tenía apetito, aquel apetito que él
perdía difícilmente.
Tomó dos huevos
pasados por agua, y acabó por acostarse. Tardó
mucho en dormirse; y soñó, llorando, con Serafina,
que se había muerto y le llamaba desde el seno de
la tierra, con un frasco entre los brazos. El frasco contenía
un feto humano en espíritu de vino.
-XV-
Emma defendió su esperanza de que el médico
se equivocara, todo el tiempo que pudo, y con multitud de
recursos de ingenio. En el asunto de la probanza que se sacaba
de intimidades que ella tenía que confesar, intimidades
que, por regla general, eran prueba plena, alegaba como excepción
su extraña naturaleza, enemiga de todo ritmo en los
fenómenos fisiológicos más corrientes.
Pero su gran argumento consistía en presentarse de
perfil:
-¿Ven ustedes? Nada. Y se apretaba el corsé
más y más cada día, sin miedo, despreciando
consejos de la prudencia y de la higiene. Se portaba como
una pobre doncella para quien dejar de serlo fuera una gran
vergüenza, y que quisiera esconder la prueba de su ignominia.
La murmuración de sus amigas se equivocaba
al ver
un fingimiento en esta oposición terca de la Valcárcel
a la fatalidad de las cosas; no, no la halagaba ser madre
a tales horas; el terror del peligro, que le parecía
supremo, no le dejaba lugar para vanidades de ningún
género. La enfermedad, la muerte..., eso, eso veía
ella. «Yo no podré parir; me lo da el corazón.
Yo no paro», pensaba, con escalofríos, cuando a solas
comenzaba a rendirse a la evidencia. «¡A mi edad! ¡Primeriza
a mi edad! ¡Qué horror! ¡Qué horror!... ¡Los
huesos tan duros!...».
Emma se encerraba en su alcoba; se
miraba en el espejo de cuerpo entero, en ropas menores, hasta
sin ropa..., se examinaba detenidamente, se medía,
se comparaba con otras, sacaba proporciones de ancho y de
largo de su torso y de cuantas partes de su cuerpo creía
ella, en sus vagas nociones de tocología instintiva,
que eran capitales para el arduo paso. Y arrojándose
desnuda, sin miedo al frío, en una butaca, rompía
a llorar, furiosa; a llorar sin lágrimas, como los
niños mimados, y gritaba: «¡Yo no quiero! ¡Yo no puedo!
¡Yo no sirvo!».
La muerte era probable, la enfermedad segura,
los dolores terribles, insoportables..., matemáticos;
por bien que librara, los dolores tenían que venir.
¡No! ¡No! ¡Jamás! ¿Para
qué? ¡Otra vez la
cama, otra vez el cuerpo flaco, el color pálido, la
calavera estallando debajo del pellejo amarillento; la debilidad,
los nervios, la bilis..., y el tremendo abandono de los demás,
de Bonis, del tío, de Minghetti! ¡Oh, sí! Minghetti,
como todos, la dejaría morir, la dejaría padecer,
sin padecer ni morir con ella... ¡El parto! Crueldad inútil,
peligro inmenso... para nada: ¡qué estupidez! Las
mujeres felices, las mujeres entregadas a la alegría,
al arte..., a... los barítonos..., las mujeres superiores,
no parían, o parían cuando les convenía,
y nada más. ¡Parir! ¡Qué necedad! ¿Cómo
no había previsto el caso? Se había dejado
sorprender... Pero, ¿quién hubiera temido?... Y su
cólera, como siempre, iba a estrellarse contra Bonis.
El cual tuvo que desistir de sus ensayos de enternecimiento
a dúo con motivo del próximo y feliz suceso,
porque Emma, ni en broma, toleraba que se hablase del peligro
que corría como de acontecimiento próspero.
Por fin llegó a ser una afectación inútil,
ridícula, el negar la próxima catástrofe,
pues por tal la tenía ella. Emma dejó de apretarse
el corsé, dejó de defenderse; si en los primeros
meses había sido poco ostensible el embarazo, al acercarse
el trance saltaba a la vista. No era una exageración,
decía Marta, pero era; allí estaba el parvenu,
como le llamaba ella en
francés, riéndose
con malicia, segura de que sólo Minghetti podía
entenderla. Sebastián le llamaba, también con
risitas y en sus coloquios maliciosos con Marta, el inopinado.
La Valcárcel, los primeros días de su derrota,
cogía el cielo con las manos; no podía ya negar,
pero protestaba. Mas aquella situación empezó
a ser tolerable; se fue acostumbrando a la idea del mal necesario,
se gastó el miedo, y por algún tiempo se quejó
por rutina con un vago temor todavía, pero como si
el día de la crisis se alejara en vez de acercarse.
La primera vanidad que tuvo no fue la de ser madre, sino
la de su volumen. Ya que era, que fuera dignamente. Y ostentaba
al fin, sin trabas, con alardes de su estado, lo que quería
ocultar al principio. Además, notaba que su rostro
no empeoraba; aquellos diez años que el día
del susto se le habían vuelto a la cara, ya no estaban
allí; estaba mejor de carnes; la tirantez de las facciones
y el color tomado no la sentaban mal, se veía lo que
era, pero hasta parecía bien. «Efectivamente, como
ser, el estado era interesante».
Pero estos consuelos eran
insuficientes. De todas maneras, aquello era una atrocidad
preñada de peligros, de inconvenientes, de futuros
males... y de males presentes.
Con Minghetti jamás
hablaba de lo que se le
venía encima. Era un tema
de que huían los dos en sus conversaciones. El barítono
estaba contrariado, sin duda alguna. Sentía despecho,
que le hacía sonreír con cínica amargura;
se sentía metido en una atmósfera de ridículo.
Si no fuera porque no había tales contratas, porque
el mundo del arte le había olvidado, acaso hubiera
preferido dejar aquella vida regalada, sus emolumentos de
director de la Academia de Bellas Artes, los gastos de secretaría,
como le decía Mochi, antes de marchar... todo. Los
amigos de la casa, hasta Marta y hasta las de Ferraz, cada
cual según su género, hablaban con Gaetano
del incidente de Emma con frases maliciosas, con sonrisas
medio dibujadas; y Minghetti disimulaba mal la molestia que
le causaba la conversación. «¡Qué discreto!»,
decían todos. «Así hacen siempre los Tenorios
verdaderos, los afortunados de veras». Nadie había
podido sorprender en Minghetti el menor gesto, siquiera,
de jactancia. Hasta se notó que miraba a Bonifacio
con mayor respeto que nunca. En efecto; se le había
sorprendido muchas veces contemplando al marido de Emma con
extraña curiosidad, con una expresión singular,
en que nadie podría adivinar ni una ráfaga
de burla. Era, en fin, decían todos, la suma discreción.
La única vez que Minghetti y Emma hablaron
del embarazo,
sirvió para tormento de Bonis y del Sr. Aguado. Emma
se empeño en que debía dar baños de
mar; era la época, y aquello todavía esperaría
un poco; había tiempo de ir y volver. Por aquel tiempo
los baños de mar todavía no eran cosa tan corriente
como en el día. En el pueblo de Emma, aunque a pocas
leguas de la costa, era escaso el número de familias
que buscaban el mar por el verano.
Emma, por lo mismo que
la cosa era de distinción, se empeñó
en ella.
El médico no negaba que el baño de
ola sería por lo menos inofensivo; pero, según
y conforme: la cosa podía estar más cerca de
lo que se creía, y en tal caso, sería una temeridad...
Pero lo peor no era eso..., lo peor, lo verdaderamente peligroso,
temerario, era el traqueo del coche... viaje de ida y vuelta...
por aquellos vericuetos, con aquellos baches. ¡Absurdo!
-Pero Minghetti ha dicho...
-Señora, Minghetti que
cante sus arias y sus romanzas, pero que no se meta en la
Renta del Excusado.
-Minghetti ha viajado...
-Sí;
pero no en estado interesante.
-No es eso. Digo que ha viajado,
que ha visto mucho, y asegura que...
-Que las señoras
comm'il faut no deben parir. Sí; ya conozco la teoría.
Contra los consejos de Aguado, los de Reyes fueron a baños.
Bonis estuvo tentado a oponerse, a inaugurar aquella energía
que estaba decidido a poner en práctica en adelante,
pues estaba asegurada, o poco menos, la descendencia. Mas
era tal la cólera que se pintaba en el rostro de Emma
en cuanto su esposo indicaba siquiera el deseo de que se
pesaran con detenimiento las razones del médico, que
el infeliz Reyes continuó aplazando su resolución
de tomar el mando de la casa y ser el marido de su mujer para después del parto.
«No; no perdamos lo más
por lo menos. No la irritemos; un malparto sería una
catástrofe horrorosa; la catástrofe de mis
esperanzas, de mi vida entera. Después del parto,
ya hablaremos».
«Pero Nepomuceno, Körner, el primo
Sebastián, Marta, las de Ferraz, Minghetti, no iban
a parir; ¿por qué no se atrevía con ellos?
¿Por qué no echaba de casa a los parásitos?
¿Por qué no ponía orden en los gastos, y orden
en las costumbres de su hogar, inundado por aquel holgorio
perpetuo?... Sobre todo, ¿por qué no se encerraba
con Nepomuceno y le decía: -¡Eh, eh, amiguito; hasta
aquí hemos
llegado! A ver, por lo menos explíqueme
usted eso de la ruina inminente...».
«¿Por qué no
se atrevía con el tío y con los amigos de la
casa?». El viaje a la costa vino a darle una tregua, que
era todo un sofisma de la voluntad.
«Ahora nos vamos y no
puedo yo ponerme al frente de todo eso. A la vuelta, ¡oh!,
lo que es a la vuelta, tendré una explicación
con el tío».
Lo único que había osado
Bonis antes de irse a baños, había sido olfatear
un poco en los negocios de la familia. Tímidamente
se atrevió a proponer a Körner y al tío
que le llevaran consigo a ver la fábrica, que estaba
a una legua de la ciudad, una legua de carretera llena de
baches. Nadie sospechó que el viaje fuera malicioso,
un espionaje. La ineptitud de Bonis para toda clase de negocio
serio, industrial, económico, era tal, que oía
hablar al tío y al alemán como si fuera griego
todo lo que decían. Hablaban en su presencia del mal
estado del negocio antiguo sin que comprendiera palabra.
El negocio nuevo era otra cosa. Pero en ese no tocaban pito
los fondos Valcárcel, como los llamaba el ingeniero,
despreciándolos ya completamente. La fábrica
de productos químicos languidecía; lo de sacarles
a las algas sustancia se había abandonado casi
por
completo; en teoría, el negocio era infalible; en
la práctica, una calamidad. No se abandonaba por completo
por tesón. El material adquirido, a costa de grandes
e improductivos sacrificios, de los fondos Valcárcel,
se empleaba en otras aplicaciones de tanteos aventurados,
locos, desde el punto de vista económico; en pruebas
que le servían a Körner para ensayar las novedades
que veía en los periódicos técnicos,
pero que en el comercio, en el triste comercio español,
sobre todo en aquel rincón de España, sin comunicaciones
apenas, sin ferrocarril todavía, resultaban desastrosas,
una locura. En estas aventuras de romanticismo químico
se empleaba poco dinero... porque ya no lo había;
no lo había del caudal que hasta entonces había
provisto a todo. Pero la industria nueva era otra cosa. Nada
de vaguedades, nada de variedad de ensayos sin contar con
las salidas probables; esto otro era... una fábrica
de pólvora, la primera y única por entonces
en la provincia. Körner la dirigía como ingeniero,
y Nepomuceno estaba al frente de la Sociedad comanditaria
que le daba el jugo crematístico. A los Valcárcel,
agotados, les habían dejado algo, muy poco, y sin
saberlo ellos apenas.
La fábrica de pólvora
estaba implantada en los terrenos de la vieja, como llamaban
ya a la
fábrica primitiva. No se sabía por
qué para la antigua industria se habían comprado
tantas hectáreas; pero ello había sido una
fortuna... para la industria nueva, que, a bajo precio, había
podido adquirir lo que la fábrica de pólvora
necesitaba y lo que a la otra no le servía para nada.
Aquel tejemaneje industrial y administrativo en que por fas
o por nefas siempre figuraban Körner y Nepomuceno manejándolo
todo, les había costado no pocas reyertas, y no pocas
componendas... y no pocos cuartos, por la necesidad de vencer
escrúpulos de la ley y de la Administración
pública, representada por el personal respectivo;
pero hoy una comilona, mañana otra, regalitos, palmadas
en el hombro, recomendaciones y otros expedientes, habían
ido allanándolo todo.
Bonis, en la visita a las fábricas,
no sacó nada en limpio más que el miedo invencible,
que le tuvo ocupado el ánimo todo el tiempo que permanecieron
cerca de la pólvora. La idea de volar, mucho más
verosímil allí que a una legua lejos, no le
dejó un momento. En cuanto a la fábrica vieja,
la de productos químicos -así, vagamente, en
general-, no le pareció tan en los últimos
como creía. Pensaba ver una ruina material, las paredes
cuarteadas, la maquinaria podrida, las chimeneas sin humo.
No había tal cosa; todo estaba entero,
casi nuevo,
con vida, había ruido, había calor, había,
aunque pocos, operarios... ¿Dónde estaba la ruina?
No se atrevió a preguntar por ella, porque no quería
que los otros sospechasen que él sabía algo
del estado del negocio.
«Cuando volvamos de los baños
y yo le pida cuentas al tío, averiguaré si
esto nos produce algo o nos arruina en efecto».
Volvió,
dando saltos como una codorniz, dentro del coche, y entró
en la ciudad, decidido a no plantear nunca por propia cuenta
una industria tan peligrosa como la de la pólvora.
Körner y el primo Sebastián, de quien ahora
estaba enamorado el tío Nepomuceno, que le metió
en sus negocios de muy buen grado, y haciéndole que
se interesara en ellos por motivos de lucro, notaron a un
mismo tiempo, y se comunicaron la observación, que
hacía algunas semanas Bonifacio oía muy atento
sus conversaciones acerca de las fábricas, y hasta
rondaba las mesas del escritorio y miraba de soslayo los
papeles que traían y llevaban.
-Ese imbécil
parece que quiere enterarse -dijo Körner.
-Sí,
eso he notado. Pero, ¿no ve usted qué cara de estúpido
pone? No entiende una palabra.
-Sí; pero... no me
fío. Tiene miradas... así,
como de espía.
Hay que espiarle a él también.
Un día
el tío, oyéndoles insistir en comentar la curiosidad
inútil de Reyes, se quedó pensativo.
No dijo
nada, pero se dedicó a observar también al
sobrino por afinidad. En la mesilla de noche de su alcoba
vio unos libros que le dieron que pensar.
No eran versos,
ni novelas, ni psicologías lógicas y éticas,
que era lo que solía leer Bonis. Allí estaba
un tomo de
Los cien tratados, enciclopedia popular, que junto
a un curso abreviado de la cría de gallinas y otras
aves de corral, mostraba un compendio de Derecho civil. Sobre
este tomo vio otro que decía: Laspra,
Práctica
forense, y otro con el rótulo:
Código mercantil
comentado.
¿Qué significaba aquello?
Al día
siguiente Ferraz, el magistrado alegre, encontró a
Nepomuceno en la calle, y le dijo:
-¿Van ustedes a tener
algún pleito?
-¿Cómo pleito? ¿Con quién?
-Lo digo porque todas las tardes veo a Bonifacio echar grandes
párrafos en La Oliva con el Papiniano de la quintana,
con Cernuda el joven.
-¡Hola! ¿Con que esas tenemos? -pensó
don Nepo; pero se guardó de decirlo. Y en voz alta,
echando a broma el aviso, que en realidad le había
alarmado, dijo:
-Pensará hacerse abogado y estará
dando lección con Cernuda. Amigo, ahora que va a ser
padre, quiere ser un sabio; estudia mucho.
Los dos rieron
la gracia, y sobre todo la malicia. Pero a don Nepo otra
le quedaba. Lo de Cernuda era grave. Había que vivir
prevenido.
Körner, Marta, Sebastián y el tío
aconsejaron a Emma que cuanto antes se echase al agua. Minghetti
vencía. Se buscó una carretela de buenos muelles,
se encargó que fuera al paso, y el matrimonio y Eufemia
se fueron a la orilla del mar.
Emma quería sentir
algo extraño con el movimiento del coche; esperaba
de aquel viaje imprudente una especie de milagro... natural.
Que el hijo se le deshiciera en las entrañas sin culpa
de ella. Gaetano había dicho que el viaje podría
hacer fracasar el temido parto. La Valcárcel deseaba
abortar, sin ningún remordimiento. No era ella; era
el traqueo, el vaivén, las leyes de la naturaleza,
de que tanto hablaba Bonis.
El cual iba aburriendo al cochero
con sus precauciones, con sus avisos continuos.
-¡Cuidado!
¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Un bache? ¡Maldito brinco! Despacio...,
al paso, al paso...,
no hay prisa... ¿Cómo te sientes,
hija? ¡Estos ingenieros de caminos! ¡Qué carreteras!
¡Qué país!
Y Emma, ignorante del peligro,
pensaba: «Sí, sí; el país, los ingenieros;
ríete de cuentos; las leyes, las leyes de la naturaleza,
que a ti te parecen inalterables y muy divertidas, esas,
esas son las que te van a dar un chasco...».
Se quedó
adormecida, y medio soñando, medio imaginando voluntariamente,
sentía que una criatura deforme, ridícula,
un vejete arrugadillo, que parecía un niño
Jesús, lleno de pellejos flojos, con pelusa de melocotón
invernizo, se la desprendía de las entrañas,
iba cayendo poco a poco en un abismo de una niebla húmeda,
brumosa, y se despedía haciendo muecas, diciendo adiós
con una mano, que era lo único hermoso que tenía;
una mano de nácar, torneadita, una monada... Y ella
le cogía aquella mano, y le daba un beso en ella;
y decía, decía a la mano que se agarraba a
las suyas: «Adiós... adiós...; no puede ser...
no puede ser...; no sirvo yo para eso. Adiós... adiós...;
mira, las leyes de la naturaleza son las que te hacen caer,
desprenderte de mi seno... Adiós, hija mía,
manecita mía; adiós... adiós... Hasta
la eternidad». Y la figurilla, que por lo visto era de cera,
se desvanecía, se derretía en aquella bruma
caliginosa, que
envolvía a la criaturita y a ella
también, a Emma, y la sofocaba, la asfixiaba... Abrió
los párpados con sobresalto, y vio a Bonis que, con
la mirada de Agnus Dei, como ella decía, enternecida,
clavaba sus ojos claros en el vientre en que iba su esperanza.
Llegaron sin novedad a la costa. Emma se bañó
al día siguiente, con los cuidados que el médico
del pueblo, consultado por Bonis, aconsejó. Por aquel
doctor supo la Valcárcel, horrorizada, cuando se trató
de dar la vuelta a la ciudad, que lo que ella creía
aborto, en aquellas circunstancias podía ser mucho
más peligroso que el parto en su día..., porque
ya sería otra cosa: un verdadero parto antes de la
cuenta, pero no aborto en rigor. Un sietemesino de vida precaria,
y gran peligro y grandes pérdidas de la madre... eso
era lo que podía producir el viaje a la ciudad si
no se tomaban grandes precauciones. Emma chilló, cogió
el cielo con las manos, insultó a Bonis, y a Minghetti,
y a D. Basilio, ausentes. ¡Ella que creía engañar
a la naturaleza! ¡Huía de un peligro y buscaba otro
mayor! Pero, ¿por qué no me lo han dicho en casa?
-Pero, mujer, ¿no te advertimos Aguado y yo?...
-Aguado
hablaba de perder la criatura, no de perderme yo. ¡Dios mío!
Yo no me muevo;
pariré aquí, en esta aldea...
me moriré aquí... Yo no doy un paso más...
Costó gran trabajo meterla en el coche. El médico
del pueblo tuvo que asegurarle bajo palabra de honor que
él respondía de que no habría novedad
si se tomaban las medidas de precaución que él
señalara... Se hizo todo al pie de la letra. Se pidió
prestado su mejor coche a una condesa de las cercanías;
el cochero tuvo que jurar que los caballos no darían
un paso más largo que otro; el carruaje se llenó
de almohadones. Emma iba casi suspendida. Tuvo que confesar
que no sentía el movimiento apenas. Durante el viaje,
que duró tres horas más que el de ida, se durmió
también, y se quedó con las manos apretadas
sobre el vientre. Cuando despertó, vio a Bonis con
la mirada grave, de expresión intensa, fija sobre
el mismo sagrado bulto que oprimían los dedos de ella.
Se lo agradeció; sonrió al esposo que la ayudaba
a no soltar antes de tiempo la carga de sus entrañas,
y le mostró, avergonzada de la caricia, como siempre
que tenía estas debilidades, le mostró su gratitud
dándole un suave puntapié en la espinilla.
Y Bonis, que sentía lágrimas cerca de los párpados,
pensó: «Lo mejor sería amar al hijo... y amar
a la madre».
Al bajar del coche, junto al portal de su
casa, Emma exigió que la ayudasen dos, que habían
de ser Bonis y Minghetti; se dejó caer sobre ellos
con todo su cuerpo, segura de no ser abandonada a su pesadumbre.
Después, mientras Bonis y D. Nepo y los demás
que habían acudido a recibirla daban órdenes
para subir a casa el equipaje, ella emprendió la marcha
escalera arriba, colgada del brazo de Gaetano. En el primer
descanso se detuvo, respiró con dificultad, miró
al barítono con fijeza, y acabó por decir:
-¿Y si me hubiera muerto en el camino... por culpa tuya?
-¡Bah!
-¡Sí, bah! Podía desangrarme; son
habas contadas.
-No, hija mía, no. Parirás
sin dolor, y tendrás un robusto infante.
Emma se
puso muy encarnada. Minghetti, como distraído, le
soltó el brazo, y siguió subiendo, delante,
sin más cortesía, con las manos en los bolsillos
del pantalón, silbando una cavatina con un silbido
de culebra, que era una de sus habilidades. La Valcárcel
acabó de subir sola, agarrada al pasamanos, y sujetando
el vientre, como si temiera parir en la escalera.
Se acostó,
e hizo venir a D. Basilio. Exigió un reconocimiento,
del cual resultó que no
había novedad y que
el tremendo trance de Lucina llegaría por sus pasos
contados, o no contados en aquella ocasión, a su debido
tiempo.
Los de allá, como llamaban a Mochi y a la
Gorgheggi, todos los de la alegre compañía,
escribieron preguntando con gran interés por la salud
de Emma.
Minghetti era el encargado de aquella correspondencia
por parte de los de acá. A La Coruña iban pocas
cartas; pero de La Coruña venían con abundancia.
Los ausentes sentían nostalgia de la vita bona que
habían dejado. Serafina era la que más abusaba
de la escritura. En una hermosísima letra inglesa,
escribía pliegos y pliegos de literatura políglota;
inglés, a veces, para las cosas más difíciles
de decir, y que se quedaban sin entender si no acudían
Körner o Marta a traducirlas; italiano a menudo, y por
lo común español. Aun en castellano había
parrafillos que no comprendían los corresponsales
de acá, no por las palabras, sino por los conceptos.
Eran alusiones disimuladas y de mucho artificio que iban
derechas al corazón y a los recuerdos de Bonis. Este,
a pesar de sus remordimientos, escribía de tarde en
tarde a Serafina, que se lo había exigido. Tenía
la cantante una pasión verdadera por las expansiones
epistolares, y era
muy capaz de mantener la constancia de
una llama amorosa, más o menos mortecina, a fuerza
de acumular paquetes de pleguezuelos perfumados llenos de
letra menuda, cruzada como un tejido sutil. Pero si Bonis
había consentido en continuar sus relaciones por escrito,
se había opuesto en absoluto a que la cómica
le escribiese a él directamente. Aunque era seguro
que Emma había llegado a saber que su esposo era o
había sido amante de su amiga la Gorgheggi, y hacía
la vista gorda, al fin no había que estirar la cuerda;
tal vez si se desafiaba su dignidad de esposa burlada, pensaba
y decía a su cómplice Bonifacio, tal vez estallase
la cuerda y hubiese una de pópulo bárbaro.
A esto había contestado Serafina con extraña
sonrisa: «Pero si tu mujer vive a lo gran señora,
despreocupada, y sabe lo que es el mundo...».
Esta idea
de la tolerancia perversa de su mujer sublevaba los sentimientos
morales de Bonis; no admitía la hipótesis.
«No; su mujer no podía despreciarle ni despreciarse
hasta ese punto». En fin, no transigió. A él
no se le podía escribir cartas de amor, que de fijo
caerían en poder de Nepomuceno y de Emma, porque de
seguro no se le respetaría la correspondencia, como
no se le respetaban los demás derechos individuales.
La Gorgheggi
tuvo que resignarse, y se contentaba con escribir
no sólo a Minghetti, en su nombre y el de Mochi, sino
a Emma, su carísima amiga; y hasta en las cartas a
esta había contestaciones veladas, intercaladas con
un disimulo que revelaba grandísimo arte, a los más
esenciales conceptos de las escasas cartas de Bonis. Cuando
el futuro padre vio aquellos pliegos en que se aludía
al próximo alumbramiento de su mujer, y se aludía
con misteriosas oscuridades, que no eran contestación
a nada de lo que él había escrito, y más
parecían malicias inextricables, sintió hasta
repugnancia moral, y cortó por lo sano. Dejó
de escribir a Serafina. «Así como así, todo
aquello tenía que concluir pronto. En cuanto naciese
el hijo». Más hubo. Reyes se hizo supersticioso a
su manera; y si bien desechó por absurda, aunque simpática
y bella, la idea de hacer una promesa a la Virgen del Cueto,
imagen milagrosa de las cercanías, decidió
sacrificar al buen éxito del parto todos sus vicios,
todos sus pecados. «La estricta moralidad, pensó,
será para mí, como si dijéramos, Nuestra
Señora del Buen Parto». Hizo examen de conciencia,
y no encontró más pecado gordo que el de las
cartas adúlteras. Suprimió las cartas. Serafina,
a las pocas semanas, se quejó con el esoterismo epistolar
de costumbre; pero Bonis no se dio
por enterado, y acabó
por no leer siquiera las cartas que venían de la Coruña
primero, y después de Santander. Así es que
supo, porque la misma Emma se lo dijo, y se lo dijo después
Minghetti, que Serafina estaba en situación poca halagüeña,
pues trueno tras de trueno, Mochi, aburrido, se había
marchado a Italia sin un cuarto, pero lleno de deudas; y
ella, su amiga y discípula, quedaba en Santander sin
contrata, sin dinero y con fundados temores de que su maestro
y babbo espiritual no volviera a buscarla, aunque se lo había
prometido.
Minghetti y Emma, que con el miedo a morirse
a plazo fijo se sentía muy caritativa y compadecía
mucho las desgracias ajenas a ratos perdidos, trataron en
conferencia cómo se podía proteger a Serafina
de modo compatible con la dignidad de la cantante. Se consultó
con el tío también, y este no ocultó
la frialdad con que acogía aquel interés que
se tomaba su sobrina por la protegida de Mochi. Dijo, secamente,
que no se podía hacer nada por ella, ni con dignidad,
ni sin dignidad, puesto que de todas suertes había
de ser sin dinero.
A Bonis no se le habló de estos
proyectos de socorro; primero, por la inveterada costumbre
de no contar con él para nada; y después,
porque tanto a Minghetti como a Emma se les ocurrió,
sin comunicárselo, que era demasiada desfachatez y
falta de aprensión tratar con Bonifacio de semejante
negocio.
Un día, cuando según los cálculos
más probables, ya se aproximaba la catástrofe
que horrorizaba a la Valcárcel, y en opinión
de don Basilio se debía estar preparado a tenerla
encima de un momento a otro, Reyes se encontró en
el portal de su casa, al salir, con el cartero. No traía
más que una carta.
-Para usted es, señorito
-dijo el hombre con voz solemne, como dando gran importancia
a lo extraordinario del caso.
-¡Para mí! -Bonis se
apoderó del papel como de una presa, como si se lo
disputaran; miró azorado a la escalera y hacia la
calle temiendo que aparecieran testigos; y cuando ya el cartero
tomaba la puerta, le dijo asustado, temblando ante el temor
de que no se le hubiera ocurrido llamarle:
-Oiga usted,
cartero... El cuarto, el cuarto, hombre.
-No, señorito;
no es puñalada de pícaro; otro día cobraré.
-No, no; si tengo yo. Tome usted. Las cuentas claras. Tome
usted. -Y le entregó una pieza de dos cuartos.
-Sobra
uno, señorito; queda en cuenta,
¿eh?, para mañana.
Ya que usted es tan puntual, yo también...
-¡No,
no!, de ninguna manera. Quédese usted con el otro
o delo a un pobre.
El cartero se fue riendo.
-Riéndose
va de mí -pensó Bonis-; ¡creerá que
he querido comprar su silencio con dos maravedís!
No había leído el sobre de la carta, que guardó
azorado en el bolsillo. Pero no necesitaba leer nada. Estaba
seguro; era de Serafina. En efecto; en el café de
la Oliva leyó aquel pliego, en que la Gorgheggi se
le quejaba como una Dido muy versada en el estilo epistolar.
¡Qué elocuencia en los reproches! Toda aquella prosa
le llegó al alma. Se quejaba de su largo silencio;
sabía, por las cartas de Emma, que él, Bonis,
ya no leía las suyas, las de su querida Serafina.
Por eso sin duda no la había ofrecido ni un consuelo
en la terrible situación a que había llegado.
Tal vez él no creía en tal penuria; tal vez,
como un miserable, pensaba que ella podía entregarse
a cierta clase de aventuras, que le facilitarían suficientes
medios para vivir en la abundancia. Pues, no, no. Creyéralo
o no, ella no podía dejar de volver los ojos a la
vida tranquila, serena, que él la había enseñado
a preferir, penetrando sus verdaderos goces.
Venía
a decirle, a su modo, con muchas frases románticas,
pero con sinceridad, por lo que al presente se refería,
que aquel tiempo pasado en el pueblo de Bonis la había
transformado, y no podía lanzarse a la vida alegre
en que su hermosura la prometía triunfos y provecho.
Ocultaba, como siempre, las aventuras antiguas, pero no mentía
en cuanto a la actualidad.
En la Coruña, en Santander,
había resistido a todas las seducciones del dinero,
únicas que, en verdad, se le habían presentado.
Pudo tener amantes ricos, y no quiso.
Era fiel a Bonis como
una buena casada que no ama a su esposo, pero le respeta,
le estima, y estima y respeta, sobre todo, la honradez. A
Serafina le había sabido a gloria la vida de señora
de pueblo que había hecho junto a Reyes; de una señora
con unas relaciones prohibidas, eso sí, pero sólo
aquellas.
«El maestro, seguía diciendo la carta,
ha prometido volver a buscarme en cuanto haya una contrata
aceptable; pero el tiempo vuela, yo me desespero. Mochi no
viene, y estoy delicada, nerviosa, muy triste... y muy pobre.
La voz, además, se me va a escape; el teatro empieza
a darme miedo; he recibido ciertos desaires, disimulados,
del público, que me han sabido al hambre futura, al
hospital en
lontananza. No te pido un asilo; no te pido
una limosna. Pero me voy cerca de ti. Quiero ser burguesa.
En tu casa, a tu lado, aprendí a serlo, a mi manera.
Aquella paz del alma de que me hablabas tantas veces la necesito
yo también. Eso y un poco de pan... y un poco de patria,
aunque sea prestada. Le he tomado cariño a ese rincón
tuyo, como se lo tuve en otro tiempo a aquel otro rincón
verde de Lombardía de que te hablaba yo, cuando tú
me adorabas como a la madonna. Ya sé que el amor no
es eterno. No te pido amor, te pido amistad, cierto cariño
que no niegan los esposos menos fieles a su mujer. Y tampoco
les niegan un asilo. Yo no puedo vivir en tu casa; pero puedo
vivir en tu pueblo. A lo menos por algún tiempo: déjame
ir. Ahora necesito descansar. Estoy enferma por dentro, por
muy adentro. Desquiciada. Necesito ver caras amigas. Tú
no sabes qué pena es no tener patria verdadera cuando
el cuerpo se fatiga, quiere descanso y el alma pide paz y
vivir de recuerdos. Yo antes no pensaba así. Pero
tú, tus manías de moral estrecha, hasta tu
caserón vetusto con sus aires tradicionales, señoriles,
todo eso se me ha metido por el alma. Algunas veces te oí
decir que nosotros, los pobres cómicos, os habíamos
pegado a ti y a los tuyos nuestras costumbres alegres, despreocupadas.
Todo se pega. También a mí me habéis
pegado vosotros, tú, tú, Bonis, sobre todo,
vuestras preocupaciones y vuestro temor de la vida incierta,
peregrina. Esto de que le lleve a uno el viento de un lado
a otro, es terrible. Voy a verte. Además, esto, Bonis,
voy a verte. A ti ya no te importa. Pero a mí... todavía
sí. Yo no soy tu mujer; pero tú eres mi marido.
No tengo otro. Si yo hubiera sido la hija mimada del abogado
Valcárcel, la bendición que santificó
tus amores con otra hubiera caído sobre mí.
No des al azar más importancia que tiene. Ya sabes
cómo soy; el mejor día estoy contigo. ¿Me cerrarás
tu puerta? ¿Manda eso la moral que usas ahora? A ti te quiere
todavía mucho, Bonifacio Reyes, te quiere, SERAFINA».
Bonifacio no dudó un momento de la sinceridad de
tanta prosa. Sintió lástima infinita, amor
retrospectivo; la voluptuosidad antigua, evocada por los
recuerdos, se purificaba. Se vio desorientado dentro de la
conciencia, la brújula del deber le daba vueltas en
la cabeza como una loca. Él debía algo también
a Serafina. Si ella le había corrompido el corazón,
el tálamo, él le había pegado a ella
aquellos instintos de vida ordenada, pacífica, honrada.
Y además... le pedía pan la que le había
hecho feliz.
«¡Sofismas, sofismas! -le gritaba de repente
el hombre nuevo, como él se decía-. Voy a ser
padre, y en la casa en que nazca mi hijo no pueden entrar
queridas de su padre. Se acabaron las queridas... y, sobre
todo, se acabó el dinero. Yo no gastaré ya
un cuarto en cosa que no le importa a mi hijo. Todo por él,
todo por él. Y se acabó. No hay que darle vueltas.
Esto es ser cruel. Esto es ser egoísta. Bueno. Egoísta
por mi hijo. No me repugna. Por él, cualquier cosa.
Me agarro a lo absoluto. El deber de padre, el amor de padre,
es para mí lo absoluto».
Estas frases y otras por
el estilo no imperaban siempre en el alma de Reyes. Desde
que llegó la carta de Serafina fue la existencia de
Bonis de lucha continua consigo mismo; una batalla perenne,
como tantas otras que se había dado a sí propio,
siempre derrotado.
Serafina llegó; se presentó
en el caserón de los Valcárcel, fue bien recibida
por Emma, por Nepo, por Sebastián, por Marta, por
todos, y Bonis no tuvo valor para mostrarse esquivo. Lo que
no hizo fue oficiar de amante, ni Serafina mostró
deseos de reanudar las relaciones, por lo pronto. Él,
sin embargo, se acordaba de lo que decía la carta
sobre el particular. Los ojos de la Gorgheggi parecían
recitar con sus miradas el final de la epístola; pero
los labios
no decían nada de tales ternezas. Tampoco
le tocó la cuestión espinosa y delicada de
los alimentos, que parecía reclamar la antigua querida.
La cantante dijo que venía a esperar a Mochi, que
le había ofrecido volver a su lado para llevarla contratada
a América. No pidió nada a nadie. Vivía
modestamente en su antiguo cuarto de la Oliva. La visitaban
Minghetti, Körner, Sebastián y otros amigos antiguos.
Bonis no la veía más que en su propia casa,
es decir, en casa de su mujer. Ella no se quejaba de esta
conducta. No hacía más que mirarle con ojos
amantes en cuanto había ocasión de verse solos.
Reyes estaba satisfecho de su entereza. Había sentido
mucho, mucho, al ver en su presencia a la tiple... Pero se
había contenido pensando en su futuro sacerdocio de
padre. Aquella lucha en que esta vez iba venciéndose
a sí mismo, le parecía una iniciación
en la vida de virtud, de sacrificio, a que se sentía
llamado. Con la energía empleada en esta violencia
hecha a la pasión antigua, daba por gastada toda la
fuerza de su pobre voluntad, y se perdonaba, con pocos escrúpulos,
los aplazamientos y prórrogas que iba dando a lo de
las cuentas del tío. Sí, pensaba explicarse;
pensaba plantear la cuestión... pero pasaban
los
días y no hacía nada. Nada entre dos platos.
Leía Derecho civil, leía un Código de
comercio que tenía por apéndice un tratado
de teneduría de libros; consultaba con Cernuda el
joven, elocuente abogado y... nada más. El tío
se preparaba sin duda. Esperaba una acometida. ¡Oh! ¡Bien
sabía Bonis que Nepo tendría armas con que
defenderse! Por eso tomaba vuelo; por eso daba largas al
asunto... por eso, valga la verdad, le temblaban las piernas
cada vez que se decía: «Hoy mismo llamo aparte al
tío y le digo...».
¡Pero si no sabía lo que
había de decirle siquiera! Una tarde llegó
el cartero con dos cartas del correo interior. Una era de
Serafina, que no había parecido por casa de Emma hacía
tres o cuatro días; escribía esta vez a Bonis,
sin acordarse de lo tratado, que era no escribirle a él,
y le decía que se sentía mal y con disgustos
repugnantes por causa de una letra de Mochi, que no había
llegado. Le pedía consuelo, una visita y... algunos
duros adelantados. Lo sentía infinito, pero el fondista
de la Oliva le había herido el amor propio, la había
ofendido, y quería pagar para tener derecho de dejar
aquella posada, y decirle al grosero que no sabía
tratar con una dama, sola, sin un hombre que la defendiera.
Ante esta misiva, los primeros impulsos de
Bonis fueron
dignos de un Bayardo y de un Creso, en una pieza. Por un
momento se olvidó de su sacerdocio y se vio en el
terreno atravesando al huésped de la Oliva de una
estocada, y arrojándole a los pies un bolsillo de
malla, como los que usaba Mochi en las óperas... Pero
la letra contrahecha de la otra carta le llamó la
atención: rompió el sobre y leyó de
un golpe, ¡y qué golpe!, el contenido del anónimo,
pues lo era. No decía más que esto: «¡Ladrón!
¡Sacrílego! ¿Dónde están los siete mil
reales devueltos en el confesonario por un pecador arrepentido?».
Bonis, que estaba en su alcoba, se dejó caer sentado
sobre la colcha de flores azules de su humilde lecho. Sintió
un sudor frío, la garganta apretada.
«¡Me estoy poniendo
malo!» se dijo. Pero de repente olvidó su mal, el
anónimo, todo, porque Eufemia entró gritando,
corriendo; tropezó con las rodillas de Bonis, y exclamó:
-¡Señorito, señorito!... La señorita
está con los dolores.
Bonis saltó como un
tigre, corrió por salas y pasillos, con una bota y
una zapatilla, tal como le habían sorprendido las
cartas malhadadas, y llegó al gabinete de su esposa
en pocos brincos.
Horrorizada, con cara de condenado del
infierno,
Emma se retorcía agarrada con uñas
de hierro a los hombros y al cuello de Minghetti, que no
había tenido tiempo para levantarse de la banqueta
del piano. Estaba él cantando y acompañándose,
según costumbre, cuando su discípula lanzó
un chillido de espanto, sorprendida y horrorizada por el
primer dolor del parto próximo. Se había agarrado
al maestro y amigo, no sólo con el instinto de toda
mujer en trances tales, sino como dispuesta a no morir sola,
si de aquello se moría; decidida a no soltar la presa
esta vez y llevarse consigo al otro mundo al primero que
cogiera a mano.
Al presentarse Bonis, hubo en los tres un
movimiento que pareció obedecer al impulso de un mismo
mandato de la conciencia; Emma soltó el cuello y el
hombro de Gaetano; este dio un brinco, separándose
de Emma, y Reyes avanzó resuelto, con ademán
de reivindicación, a ocupar el sitio de Minghetti.
Emma se agarró con más ansia, con más
confianza al robusto cuello y al pecho de su marido, que
sintió en el contacto de las uñas y en el apretón
fortísimo, nervioso, una extraña delicia nueva,
la presencia indirectamente revelada del ser que esperaba
con tanto deseo. Aquello era él, sí, él,
el hijo que estaba allí, que se anunciaba con el dolor
de la madre, con esa solemnidad
triste y misteriosa, grave,
sublime en su incertidumbre, de todos los grandes momentos
de la vida natural.
En el apretar desesperado de Emma a
cada nuevo dolor, Bonis sentía, además de los
efectos naturales de la debilidad femenina en tal apuro,
además de meros fenómenos fisiológicos,
el carácter de la esposa; veía el egoísmo,
la tiranía, la crueldad de siempre. Un tanto por ciento
de aquel daño que Emma le hacía al apoyarse
en él, y como procurando transmitirle por el contacto
parte del dolor, para repartirlo, lo atribuía Bonis
al deseo de molestarle, de hacerle sufrir por gusto.
-¡Que
me muero, Bonis, que me muero! -gritaba ella, encaramada
en su marido.
El peso le parecía a él dulce,
y la voz amante. Buscó el rostro de Emma, que tenía
apoyado en su pecho, y encontró una expresión
como la de Melpómene en las portadas de la
Galería
dramática. Los ojos espantados, con cierto extravío,
de la parturiente, no expresaban ternura de ningún
género; de fijo ella no pensaba en el hijo; pensaba
en que sufría nada más, y en que se podía
morir, y en que era una atrocidad morirse ella y quedar acá
los demás. Padecía y estaba furiosa; tomaba
el lance, en la suprema hora, como un condenado a muerte,
inocente, pero no resignado y
apegado a la vida. Hubo un
momento en que Bonis creyó sentir los afilados dientes
de su mujer en la carne del cuello.
Minghetti había
desaparecido del gabinete con pretexto de ir a avisar a más
señores.
En efecto; poco después se presentaba
el primo Sebastián, pálido; y a los cinco minutos
Marta, muy contrariada, porque aquello podía retrasar
algunos días su próximo enlace, y tal vez el
bautizo eclipsara la boda. Se creería, por su modo
de mirar la escena, que se habían dado garantías
de que Emma no pariría hasta después de casarse
ella. Por fin se presentó Nepomuceno, acompañado
del médico antiguo, del partero insigne; porque, con
perdón de D. Basilio, Emma le tenía guardada
aquella felonía; hasta el día del trance, Aguado;
pero en el momento crítico, si la cosa no venía
muy torcida, el otro. Quería parir con el milagroso
comadrón popular, a quien jamás se le moría
ninguna cliente. Damas y mujeres del pueblo tenían
más fe en aquel hombre que en San Ramón. Las
que morían, morían siempre en poder de los
tocólogos sin prestigio sobrenatural. El comadrón
insigne sabía llamar a tiempo a sus colegas. A falta
de ciencia, tenía conciencia, y de camino ayudaba
a la leyenda que le hacía infalible.
Bonis, que siempre
había defendido a los
tocólogos de la ciudad
y atacaba con dureza la fama milagrosa del gran comadrón,
al ver entrar a este se sintió contaminado de la fe
general. Que perdonaran la ciencia y el señor Aguado...
pero él también se sentía lleno de confianza
en presencia de aquel ignorante tan práctico, por
más que un día lejano le había condenado
a él falsamente a la esterilidad de su mujer. Aquel
era el falso profeta que le había arrancado la esperanza
de ser padre, a llegar a la dignidad que le parecía
más alta. Fuera como quiera, don Venancio entró,
como siempre, dando gritos; riñendo, declarando que
no respondía de nada porque se le llamaba tarde. No
saludó a nadie; separó a Reyes de un empujón
del lado de su esposa; a esta la hizo tenderse sobre el lecho,
y en las mismas narices del pasmado Bonis, le pidió
tal clase de utensilios, que a él, el padre futuro,
se le figuró que lo que el ilustre comadrón
exigía eran materiales para fabricar un cordel con
que ahogarle al hijo.
Sebastián, escéptico
en todo desde que había dejado el romanticismo y engordado,
se sonreía, asegurando en voz baja que la cosa no
era para tan pronto.
D. Venancio se apresuraba, tomando
medidas con ademanes de bombero en caso de incendio. Siempre
hacía lo mismo. Sebastián le
había
visto en muchas ocasiones, que no eran para referirlas.
Marta creyó que en el papel de niña inocente
que la había tocado en aquella comedia, había
esta acotación: Vase. Y se retiró al comedor,
donde encontró a Minghetti, que mojaba bizcochos en
Málaga. No estaba alegre como solía.
Desde
allí se oían, de tarde en tarde, los gritos
de Emma como si los diera con sordina.
Marta miraba al italiano
con curiosidad maliciosa. «¡Cosas del mundo!» pensaba la
alemana, que en el fondo, para sus puras soledades, era más
escéptica que Sebastián. «¡Este aquí
como si nada le importara, y el otro infeliz!...». Minghetti
seguía mojando bizcochos y bebiendo Málaga.
Acabó por fijarse en la mirada insistente y expresiva
de Marta. Tomó el rábano por las hojas, y acercándose
a la rozagante alemana, cuando ella creía que le iba
a revelar un secreto, a hacer alguna íntima confidencia...,
la cogió por el talle y le selló la boca con
un beso estrepitoso.
El grito de Marta se confundió
con otro de los lejanos que lanzaba la parturienta.
-XVI-
«¡Iba a ser padre!» A tal idea, en su cerebro estallaban
las frases hechas como estampidos de pólvora en fuegos
de artificio. Con gran remordimiento notaba Reyes que su
corazón tomaba en el solemne suceso menos parte que
la cabeza... y la retórica. Aquella dignidad nueva,
la primera, en rigor, de su vida, a que era llamado, ¿por
qué le dejaba, en el fondo, un poco frío? Sobre
todo, ¿por qué no amaba todavía al hijo de
sus entrañas, en cuanto hijo, no en cuanto concepto?...
«¿Hijo o hija? Misterio -pensó Bonis, que en aquel
instante dudaba de la sanción que la realidad presta
a las corazonadas-. Tal vez hija; aunque, ¡Dios no lo quiera!
Misterio».
Y levantó el embozo de la cama, y se metió
entre sábanas.
Aquello de acostarse, siquiera fuese
por pocas
horas, le parecía algo como una abdicación.
«Era el papel de esposo, llegado el trance del alumbramiento,
demasiado pasivo, desairado». Bonis tenía comezón
de hacer algo, de intervenir directa y eficazmente en aquel
negocio, que era para él de tan grave importancia.
Más era: aunque la razón le decía que
en casos tales todos los maridos del mundo tenían
muy poco que hacer, y que todo era ya cosa de la madre y
del médico, se le antojaba que él estaba siendo
allí todavía más inútil que los
demás padres en igual situación; que se le
arrinconaba demasiado, que se prescindía demasiado
de él.
Sin embargo, lo que le había dicho
D. Venancio no tenía vuelta de hoja.
-Usted, amigo
Bonifacio, a la cama; a la cama unas cuantas horas, porque
esto puede ser largo, y vamos a necesitar las fuerzas de
todos; y si no descansa usted ahora, no podrá servir
como tropa de refresco cuando se necesite.
«Bien; esto era
racional». Por eso se acostaba, porque él siempre
se rendía a la razón y a la evidencia, y pensaba
rendirse aún más, si cabía, ahora que
iba a ser padre y tenía que dar ejemplo. Pero lo que
no tenía razón de ser era el despego de todos
los demás, Emma inclusive,
y las miradas y gestos
de extrañeza con que recibían sus alardes de
solicitud paternal y marital todos los que andaban alrededor
de su mujer. Doña Celestina, la matrona matriculada,
que había venido por consejo de D. Venancio; el marido
de la partera, D. Alberto, que también andaba por
allí; Nepomuceno, Marta, Sebastián y hasta
el campechano Minghetti, si bien este le miraba a ratos con
ojos que parecían revelar cierto respeto y algo de
pasmo.
Recapacitando y atando cabos, Bonis llegó
a recordar que Serafina misma le había querido dar
a entender, de tiempo atrás ya, que el nacimiento
de su hijo, el de Bonis, era cosa que no debía tomarse
con calor; el mismísimo Julio Mocchi, en cierta carta
escrita meses antes desde la Coruña, le hablaba del
asunto y de su entusiasmo paternal con una displicencia singular,
con palabras detrás de las cuales a él se le
antojaba ver sonrisas de compasión y hasta burlonas.
Pero, en fin, lo de Serafina y lo de Mocchi podían
ser celos y temor de perder su amistad y protección.
Serafina veía, de fijo, en lo que iba a venir un rival,
que acabaría por robarla del todo el corazón
de su ex amante, de su buen amigo... «¡Pobre Serafina!».
No, no había que temer. Él tenía corazón
para todos. La caridad, la fraternidad,
eran compatibles
con la moral más estricta. Sin contar con que... francamente,
aquello del amor paternal no era cosa tan intensa, tan fuerte,
como él había creído al verlo de lejos.
¡Ca! No se parecía a las grandes pasiones ni con cien
leguas. ¿Dónde estaba aquella íntima satisfacción
egoísta que acompaña a los placeres del amor
y de la vanidad halagada? ¿Dónde aquel sonreír
de la vida, que era como el cuadro que encerraba la dicha
en los momentos sublimes de la pasión?
Esto era otra
cosa; un sentimiento austero, algo frío, poético,
eso sí, por el misterio que le acompañaba;
pero más tenía de solemnidad que de nada. Era
algo como una investidura, como hacerse obispo; en fin, no
era una alegría ni una pasión.
Y daba vueltas
Bonis en su lecho, impaciente, como en un potro, conteniéndose
tan sólo por cumplir el racional precepto de D. Venancio.
«Claro, hay que descansar; puede parir esta noche, o no
parir hasta mañana... o hasta pasado. Pueden ser todos
estos gritos falsa alarma. ¡Buena es ella! Si no fuera porque
don Venancio ha tocado la criatura... todavía me escamaba
yo. Pero, de todas suertes, Emma es capaz de quejarse de
los dolores un mes antes de lo necesario. Sí, durmamos.
Puede esto ir
para largo y tener que velar mucho... Si me
dejan esos intrusos. Lo que extraño es que Emma, que
siempre me ha tenido por enfermero, y casi casi por mesilla
de noche, no me llame ahora a su lado. ¡Mujer más
rara! Y ahora que yo la ayudaría con tanto gusto».
El calorcillo de las sábanas, que empezaba a sonsacarle
el sueño, inclinándole a las visiones vagas,
a la contemplación soporífera de imágenes
y recuerdos halagüeños, le hizo pensar, suspirando:
-¡Si hubiese sido mi mujer Serafina, y este hijo suyo, y
yo algo más joven!
Como si el pensar y el desear
así hubiera sido una navajada, allá en sus
adentros, no sabía dónde, Bonis sintió
un dolor espiritual, como una protesta, y en los oídos
se le antojó haber sentido como unas burbujillas de
ruido muy lejano, hacia el cuarto de su mujer; una cosa así
como el lamento primero de una criaturilla.
-¡Dios mío,
si será!... -Sin querer confesárselo, sintió
un remordimiento por lo que acababa de pensar, y la superstición
le hizo creer que su hijo nacía en el mismo instante
en que el padre renegaba en cierto modo de él y de
su madre.
-¡Alma de mi alma! -gritó Bonis, echándose
de un salto al suelo-; ¡sería eso como nacer
huérfano
de padre! ¡Hijo mío! ¡Emma, Emma, mujercita mía!
Se abrió la puerta de la alcoba, y antes que nada,
Bonifacio oyó distinto, claro, el quejido sibilítico
de un recién nacido. «¡Su propia carne volvía
a nacer llorando!».
-¡Un niño, tiene usted un niño,
señor! -gritaba Eufemia, que entraba como un torbellino
y llegaba hasta tocar al pasmado Bonis, sin reparar en que
estaba el señorito en camisa en mitad de la alcoba.
Ni ella ni él veían esto; la criada estaba
entusiasmada, enternecida; Bonis se lo agradecía en
el alma, mientras se ponía los pantalones al revés
y tenía que deshacer la equivocación, temblando,
anhelante, dudando si romper una vez más con lo convencional
y echar a correr en calzoncillos por la casa adelante. Pero
no; se vistió a medias, y tropezando con paredes,
y puertas, y muebles, y personas, llegó al pie del
lecho de su esposa.
En el regazo de doña Celestina
vio una masa amoratada que hacía movimientos de rana;
algo como un animal troglodítico, que se veía
sorprendido en su madriguera y a la fuerza sacado a la luz
y a los peligros de la vida; Bonis, en una fracción
de segundo, se acordó de haber leído que algunos
pobres animalejos del mar, huyendo de sus enemigos más
poderosos,
se resignaban a vivir escondidos bajo la arena,
renunciando a la luz por salvar la vida: en prisión
eterna por miedo del mundo. Su hijo le pareció así.
¡Había tardado tanto! Se le figuró que nacía
a la fuerza, que se le hacía violencia abriéndole
las puertas de la vida...
-¡Coronado, Bonis, coronado! -decía
una voz débil y mimosa, excitada, desde la cama.
Bonis, sin entender, se acercó a Emma y le dio un
abrazo, llorando.
Emma lloraba también, nerviosa,
muy débil, demacrada, convertida en una anciana de
repente. Se apretó al cuello de su marido con la fuerza
con que ella se agarraba a la vida, y como quejándose,
pero sin la voz agria de otras veces, siguió diciendo:
-¡Coronado, Bonis, coronado, ¿sabes?, estuvo coronado!
-¡Claro, como que nació de cabeza! -gritó D.
Venancio, que estaba al otro lado del lecho, con los brazos
remangados, con algunas manchas de sangre en la camisa y
en el levitón, sudando, muy semejante a un funcionario
del Matadero.
-¡Pero estuvo mucho tiempo coronado..., Bonis!
-Sí, siglos -dijo el médico.
-A ti no se
te dijo; se te hizo marchar; pero hubo peligro, ¿verdad,
D. Venancio?
-Pero, hija mía, si acababa de acostarme...
-Sí; pero hace mucho tiempo que la cosa estaba próxima...
estaba coronado... y no se te decía por no asustarte...
¡hubo peligro!...
Y Emma lloraba, con algún rencor
todavía contra el peligro pasado, pero más
enternecida por el placer de vivir, de haberse salvado, con
el alma llena de un sentimiento que debía ser de gratitud
a Dios y no lo era, porque ella no pensaba en Dios; pensaba
en sí misma.
-Vaya, vaya, menos charla -gritó
D. Venancio; y escondió con el embozo los hombros
de Emma.
-Y ahora, ¡cuidado con dormirse!
-No, hija mía,
dormir, no; eso sí que sería peligroso -exclamó
Bonis con un escalofrío. La idea de la muerte de su
mujer se le pasó por la imaginación como un
espanto. ¡Morir ella! ¡Quedar él sin madre! Y se volvió
a su hijo, que lloraba como un profeta.
¡Oh portento! En
aquel instante vio en el rostro del recién nacido,
arrugado, sin gracia, lamentable, la viva imagen de su propio
rostro, según él lo había visto a veces
en un espejo, de noche, cuando lloraba a solas su humillación,
su desventura. Se acordó de la noche que había
muerto su madre; él, al acostarse, desolado, se había
visto en el espejo de afeitarse, distraído, por hábito,
para observar si
tenía ojeras y la lengua sucia,
y había notado aquella expresión tragicómica,
aquella cara de mono asfixiándose, que era tan diferente
de la que él creía poner al sentir tanto, de
modo tan puro y poético. Aunque era de facciones correctas,
llorando se ponía muy feo, muy ridículo, con
un gesto parecido al que daba a su cara la música
más sentimental, interpretada en la flauta de Valcárcel.
Su hijo, su pobre hijo, lloraba así: feísimo,
risible y lamentable también. Pero... ¡era su retrato!
Sí, lo era con aquella expresión de asfixia.
Después, al serenarse un poco, gracias a un trago
de agua azucarada, que debió de parecerle una inundación
agradable, hizo una mueca con boca y narices, que llevó
a Bonis al recuerdo del abuelo. «¡Oh, como mi padre! ¡Como
yo en la sombra!».
Y al mismo tiempo que sentía como
un descanso espiritual, y un orgullo animal, de macho, el
remordimiento de haber engendrado le punzaba con los primeros
dolores de la paternidad, que van formando, por aglomerados
de sobresaltos, penas extrañas, que lastiman como
propias, la santa caridad del amor a los hijos.
La conciencia
le decía a Bonis: «Ya no volveré a estar alegre,
sin cuidados; pero ya no seré jamás infeliz
del todo... si me vive el
hijo». El mundo adquiría
de repente a sus ojos un sentido sólido, positivo;
se hacía él más de la tierra, menos
de lo ideal, de los ensueños, de las nostalgias celestiales;
pero también la vida se hacía más seria;
seria de una manera nueva.
El niño seguía
llorando, a pesar de que ya tenía un abrigo, unas
mantillas bordadas y muy limpias, que a Bonis le parecían
impropias de la solemnidad del momento y muy incómodas.
«¡Oh, sí; se parecía a él en... el gesto,
en el modo de quejarse de la vida! Podrían no ver
los demás aquella semejanza; pero él estaba
seguro de ella, como de una contraseña. Era el hijo
de sus entrañas, tal vez también de sus cavilaciones
y de sus sensiblerías, no sospechadas por el mundo,
ni aun, en rigor, por Serafina».
Algunas horas después,
cuando había desaparecido de allí D. Venancio
y todo el aspecto de matanza, o por lo menos de cosa sucia
que tenían aquellos grandes lances vistos de cerca,
Bonis consintió que Emma volviera a hablar largo y
tendido, y hasta intervinieron en la conversación
los parientes y amigos.
¡Qué de recuerdos evocaba
la de Valcárcel! Pero todos eran de la línea
materna. Resucitaba en ella la antigua manía patronímica
y gentilicia.
-¡Tío, tío! ¡Sebastián,
Sebastián! A ver: ¿a quién se parece Antonio?
-¿Quién es Antonio? -preguntó Marta.
-Pues,
hija, el amo de la casa: mi hijo. Se llama Antonio, para
mis adentros, desde el momento en que yo tuve cabeza para
pensar en algo que no fuese el peligro y el dolor.
-Pues
se parece -dijo Sebastián-, al héroe de las
Alpujarras... a su tocayo don Antonio Diego Valcárcel
y Merás, fundador de la noble casa de los Valcárcel.
-Y que no lo digas en broma. Que traigan el retrato y se
verá. -Y no hubo más remedio. Entre dos criados
y Sebastián descolgaron al ilustre abuelo restaurado,
y se le cotejó con el hijo de Bonis, que la madre
sacó del calor de su lecho. Unos encontraron el parecido,
aunque remoto; otros lo negaron entre carcajadas. Antonio
lloraba, y Bonis le seguía viendo la semejanza consigo
mismo, según se había visto al espejo la noche
en que murió su madre; pero lo que a su juicio se
acentuaba por horas era el parecido con Reyes abuelo, con
don Pedro Reyes, sobre todo en una arruga de la frente, en
las líneas de la nariz y en la mueca característica
de los labios.
Marta, sin motivo legítimo, estaba
contrariada, y había puesto el gesto de vinagre que
a veces se le asomaba al rostro sin
saberlo ella, y la hacía
más vieja y más fea; gesto que particularmente
se le descubría cuando envidiaba algo, cuando se sentía
deslumbrada. Veía en el bautizo el eclipse de su boda.
-A mí -dijo-, Antoñito no me recuerda ni el
tipo Valcárcel, ni el tipo Reyes. Parece extranjero.
Chica, tú has soñado con algún príncipe
ruso.
Las de Ferraz, que ya estaban allí, rieron
la gracia, fingiendo no encontrarle malicia.
Los demás
callaron, sorprendidos ante la audacia.
Emma no vio el epigrama;
Bonis tampoco.
Bonis vio que se seguía hablando de
los Valcárcel, de si el niño se parecería
a su abuelo, si sería abogado, si sería jugador,
como tantos otros de su familia; se amontonaban los recuerdos
del linaje, buenos y malos. Nadie se acordaba de los Reyes
pretéritos para nada.
Antonio seguía llorando,
y a Bonifacio le faltaba poco.
«¡Su padre! ¡Su madre! ¡Si
vivieran! ¡Si estuvieran allí!».
Bonis, en cuanto
pudo, huyó del ruido. Dejó a los demás,
ya que les divertían, todas las solemnidades y quehaceres
propios del caso. Mientras el niño dormía y
no se le permitía
verle, y Emma, ya menos nerviosa,
pero más fatigada, con un poco de calentura, volvía
a su antiguo despego y lo echaba de su presencia en no necesitándole,
Bonifacio se recogía a la soledad de su alcoba, y
en idea contemplaba al hijo.
-¡Sí, hijo, sí!
-se decía con el rostro hundido en la almohada-. Hijo
tenía que ser. Me lo decía la voz de Dios.
Hijo. Mi único hijo...
Emma, durante todo el primer
día, estuvo sentimental, excitada; su marido creyó
que la maternidad iba a transformarla, pero a la mañana
siguiente despertó con bastante calentura y nada tierna;
cuando la postración se lo consentía, rabiaba
en la medida de sus fuerzas. Le hablaron del puerperio, de
sus peligros, y sintió nuevo terror. Se llegaba a
olvidar del chiquillo que tenía entre las sábanas,
y no quería enseñarlo a nadie, ni a su padre,
por no revolverse ella y coger frío. Bonis no podía
ver a su hijo sino en las ocasiones solemnes de mudarlo doña
Celestina. De hora en hora lo cambiaba. Según se iba
pareciendo más a cualquier recién nacido, perdía
aquella semejanza que consigo mismo le había encontrado
Bonis en el primer momento. Empezaba Reyes a desorientarse.
Además, tuvo que renunciar a llamarle Bonifacio o
Pedro, porque Emma desde luego empezó a exigir que
se le
llamara Antonio, aun antes de bautizarle. Se le llamaría
Antonio Diego Sebastián, porque Sebastián iba
a ser el padrino. Por todo pasó Bonifacio. No quería
disturbios todavía; podía hacerle daño
a Emma cualquier disgusto. No, ahora no. Todo lo aplazaba.
¿No estaba él decidido a ser muy enérgico?
¿No estaba decidido a salvar, si era tiempo, los intereses
de su hijo, y a darle el ejemplo de la propia dignidad? Pues
no había para qué precipitar las cosas. Tampoco
quiso, por lo pronto, tener explicaciones con Nepomuceno.
Tiempo había. Sin embargo, las circunstancias le obligaron
a anticipar en este respecto su actitud enérgica.
Ello fue que de Cabruñana, concejo de la marina donde
los Valcárcel tenían algunas caserías,
procedentes de bienes nacionales, llegaron malas noticias
respecto de cierto mayordomo de segundo orden, que allí
hacía mangas y capirotes de las rentas de Emma, perdonando
anualidades atrasadas, o por lo menos aplazando el cobro
indefinidamente, colocando por su cuenta a réditos
el dinero cobrado; en suma, explotando en provecho propio
los bienes de sus amos. Nepomuceno no quería dar importancia
a la denuncia. Se trató el asunto a la hora de cenar,
y cuando don Juan y el primo convinieron en que se hiciera
la vista gorda, con gran sorpresa de todos los presentes,
que eran aquellos Valcárcel y los Körner, Bonifacio,
con voz temblorosa, pero firme, aguda, chillona, pálido,
y dando golpecitos enérgicos, aunque contenidos, con
el mango de un cuchillo sobre la mesa, dijo:
-Pues yo veo
la cosa de otra manera, y mañana mismo, ya que el
bautizo se retarda, porque no quiere Emma que el niño
se constipe con este mal tiempo, mañana mismo, aunque
lo siento, tomo yo el coche de Cabruñana y me voy
a Pozas y a Sariego, y le ajusto las cuentas al señor
de Lobato. No quiero que se nos robe más tiempo.
Hubo un silencio solemne. Bonis no vaciló en compararlo
al que precede a la tempestad. Por de pronto, era el que
trae consigo lo sorprendente, lo inaudito. Comprendía
Reyes que estaba allí solo, que los Valcárcel
y sus futuros afines los Körner se lo comerían
de buen grado. No era que él no estuviera azorado,
casi espantado de su audacia; lo estaba. Pero ya se sabía
que un diligente padre de familia tiene que ser un héroe.
Empezaban los sacrificios, y bien que dolían; pero
adelante. La seriedad de la nueva lucha se conocía
en eso, en el dolor.
Todos miraron a Bonis, y después
a don Nepo, que era el llamado a contestar.
Don Juan, que
era sumamente moroso y tranquilo, había cambiado mucho
con las enseñanzas y excitaciones de Marta. Además,
fiaba mucho de la debilidad y de la ignorancia del enemigo.
No se anduvo por las ramas. Se fue derecho al bulto. Nada
de eufemismos. Sólo en el tono de la voz, sereno,
reposado, había cierta lenidad.
-¿Eso de robaros,
supongo que no lo dirás por mí?
Si las palabras
de Bonis eran un guante, quedaba recogido con toda arrogancia.
Antes que contestara Reyes, don Nepo miró satisfecho
a su novia, que aprobó su valentía con la mirada.
En aquel momento Bonis, que no esperaba una batalla decisiva,
un duelo a muerte como aquel, se acordó con terror
del anónimo de dos días antes, que había
olvidado en absoluto, por la gravedad de los acontecimientos.
-El purgatorio es esto -pensó-. Yo he pecado. Yo
he dilapidado, yo he robado el caudal de mi hijo, y ahora
estoy en el purgatorio, que es así, hecho de lógica
y ética, nada más que de lógica y ética.
-¡Por Dios, tío! -dijo pausadamente y procurando
que en su voz hubiese mesura y entereza-. ¡Por Dios, tío,
cómo lo he de decir por usted! Lo digo por Lobato,
que es un gran ladrón.
-Un ladrón consentido
por mí años y años, si hemos de creer
lo que dice Pepe de Pepa José, el denunciante quejoso...
Por lo visto, Lobato y yo estamos de acuerdo para arruinaros
a vosotros, para acabar con los bienes de Cabruñana.
-Nadie dice eso, tío; nadie dice...
-Lo que yo digo,
señor Reyes -y el señor don Juan Nepomuceno
dio un puñetazo, no muy fuerte, sobre la mesa-, que tú no eres un hombre práctico, y que te
sienta mal el papel que quieres inaugurar al estrenarte de
padre de familia.
Una carcajada de Marta, seca, estridente,
que quería ser una serie de bofetadas, resonó
en el comedor, con pasmo de sus mismos aliados. Todos se
miraron sorprendidos. Marta, con el rostro de culebra que
se infla, repitió la carcajada, mirando con cinismo
a Bonis.
El cual miró también a su buena amiga
sin comprender palabra de aquella risa inoportuna.
Y prosiguió
don Nepo:
-Un hombre práctico, de experiencia en
los negocios, no exagera el celo ni el recelo, ni cree en
habladurías. Bueno sería que yo, v. gr., fuera
a creer lo que me decía un anónimo que recibí
hace días, asegurándome que tú habías
cobrado dos mil duros de una restitución
hecha bajo
secreto de confesión a la herencia de tu suegro.
-¡Todo lo que yo cobrase sería mío! -exclamó
con voz clara, alta, positivamente enérgica, el amo
de la casa, poniéndose en pie, pero sin dar puñadas
sobre la mesa.
En pie se pusieron todos.
-¡Tuyo no es nada!
-contestó el primo Sebastián, que adelantó
un paso hacia Bonis, ofreciendo a la consideración
de los presentes su fornida musculatura, su corpachón
que parecía una fortaleza. Marta, sin pensar en lo
que hacía, le apoyó una mano sobre el hombro,
como animándole al combate. Se conoce que confiaba
más en la pujanza del primo que en la del tío,
su futuro.
Bonis se veía metido en la escena que
había querido aplazar, antes de tiempo, fuera de razón,
torpemente.
-Señores, no hagamos ruido, que no hay
para qué. Lo que yo no consiento a nadie, y juro a
Dios que no lo consentiré, es que se alborote ahora.
Lo primero es mi mujer, y si ella se entera de esto... puede
haber una desgracia... ¡y pobre del que la provocara!
Todos
se sintieron sobrecogidos. Bonis parecía otro.
El
mismo Sebastián, que era positivamente bravo y fuerte,
y muy capaz de arrojar por el balcón
al escribiente
de su tío, se achicó un tanto por lo que él
calificó de fuerza moral de aquellas palabras, y de
aquel gesto y de aquel tono.
Todos comprendieron que el
pobre Bonis estaba dispuesto a morder y arañar para
impedir que la salud de Emma peligrase.
-Sin ruido, sin
ruido se puede discutir todo -dijo don Nepo, que quería
hacer hablar al imbécil para ver por dónde
desembuchaba y qué leyes le había metido en
la cabeza el abogadillo flamante.
-Sin ruido y sin apasionamiento
-se atrevió a apuntar el respetable y mofletudo Körner,
que se creía en el caso de intervenir en sentido conciliador.
-Es verdad -dijo Bonis-. La pasión no conduce a nada
nunca, nunca...
-Justamente -prosiguió el alemán-.
Y fácil les será a ustedes ver que aquí,
en rigor, no hay nada... Ni Bonifacio desconfía del
tío, ni el tío de Bonifacio, ni nadie pone
en tela de juicio su legítimo derecho.
-Cada cual
tiene los suyos -objetó Nepo.
-Ciertamente; y no
hay para qué hablar de eso ahora, cuando en último
caso no había de faltar quien nos dijera a cada cual
el papel que le tocaba representar.
Bonis volvió
a crecerse.
La alusión a la justicia era clara.
Don Nepo sintió una ola de cólera subirle al
rostro. Y recurrió a su venganza suprema. A contenerse
y jurarse que se la pagaría el miserable. Le azotó
el rostro con la intención, y ya desahogada la ira,
que se gozaba con las futuras crueldades de la venganza,
pudo decir sereno y sonriente:
-En fin, Bonis, tienes razón;
ya se ajustarán cuentas cuando Emma sane, y se pueda
ver con números, que tú has de procurar entender,
¿estamos?, lo que habéis gastado vosotros, lo que
he ahorrado yo..., y quién debe a quién. Lo
que te anuncio es que si seguís gastando como hasta
aquí, la quiebra es segura... Estáis puede
decirse que arruinados. Emma ha gastado como una loca, y
tú, tú no me lo negarás... le diste
el ejemplo... tú la arrastraste a esa vida imposible.
Y todos sabemos por qué.
-Todos -exclamó con
solemnidad Sebastián, que había perseguido
en vano a la Gorgheggi, y todavía la solicitaba.
Bonis, que tenía aquella noche energía para
luchar con los hombres, no la tuvo para resistir a los hechos;
los hechos eran terribles: ¡arruinados!, y ¡había
empezado él!, y ¡hasta de lo que hubiera robado el
tío tenía él la culpa por haberle dejado!
¡Y su robo, sus
robos, para pagar trampas de una querida!
Tuvo que sentarse, pálido, sin contar con las piernas.
El tío vio allí de repente al Bonis de siempre,
y se creció, pero sin arrogancia, falsamente conciliador.
-¿Quieres ir a ver lo que hay en Cabruñana? Corriente;
marcha mañana a las ocho, que es la hora del coche.
Ven a mi cuarto, y verás los libros y las escrituras
de allá... Todo, todo lo verás. Llevarás
lo que necesites, y procurarás enterarte, ¿estamos?
Porque no has de presentarte a Lobato llamándole ladrón
y sin saber por qué se lo llamas.
Bonis, sin fuerzas
ya para nada, siguió al tío maquinalmente,
y detrás de ellos se fue Körner. Marta y Sebastián
quedaron solos en el comedor.
Körner, siempre fiel
a su papel de rey Sobrino, iba como de asesor. ¡Buena falta
le hacía a Bonis! Pasó en el cuarto del tío
la vergüenza que ya esperaba. Nepo, con redomada astucia,
con intención felina, le iba explicando todos los
asuntos correspondientes a los bienes de Cabruñana,
con los términos del más riguroso tecnicismo
del derecho consuetudinario.
Bonis no tenía noción
clara del contrato de arrendamiento. La palabra foro le sonaba
a griego; aparcería..., laudemio..., retracto...,
y
después otras cien palabras del Derecho civil,
más las propias del dialecto jurídico de aquella
tierra, pasaron por sus oídos como sonidos vanos.
No se enteraba de nada. Comprendía vagamente que se
le engañaba y se le quería aturdir y humillar.
Caía en mil contradicciones, en errores sin cuento,
al querer explicarse lo que le explicaban y al pretender
opinar algo por cuenta propia; Körner le ayudaba para
poner más de relieve su torpeza y su ignorancia.
-Pero, hombre, ¡yo que soy un extranjero..., y ya sé
mejor que usted todas estas costumbres del país...
y las leyes de España!...
Al llegar a los números,
Körner se escandalizó sinceramente. Bonis no
sabía dividir, y apenas multiplicar.
Para huir de
aquel atolladero, humillado, corrido, lleno de vergüenza
y de remordimiento, Bonis quiso tratar cuestiones más
importantes que no fueran de aquel horrible pormenor oscuro,
inextricable para él, pobre flautista..., y llevó,
por los cabellos, la discusión al asunto de las fábricas.
Estaba excitado, su amor propio ofendido, y olvidando la
prudencia, abordó la delicada cuestión de las
dos industrias, sin estar preparado, a deshora. Eran las
tres de la madrugada cuando Körner y Nepo, heridos en
lo más
hondo, le exigieron que oyera la historia
completa de aquella desastrosa especulación; necesitaban
sincerarse, y pues él provocaba la cuestión,
allí estaban ellos para responder...
Y quieras que
no quieras, Bonis tuvo que oír, y ver y palpar. Se
le pusieron delante libros de actas, presupuestos, pólizas,
planos, expedientes, una selva oscura que le hizo perder
la noción del tiempo y la del espacio... Se creía
en el aire, en un aquelarre. Le zumbaban los oídos.
Mientras los otros le explicaban, gesticulando, lo que a
él le sonaba a griego, el sueño, la ira, el
remordimiento le llenaban de avisperos el cerebro... Hubiera
mordido, pateado y llorado de buena gana. Se le cerraban
los ojos, le ardían las orejas, se le doblaban las
piernas... «Había caído en un lazo por débil,
por imbécil. Había entrado allí solo,
debiendo entrar con juez, escribano, abogado, peritos y una
pareja de la Guardia civil».
Después de dos horas
de aturdimiento, de verdadera agonía, sólo
tuvo valor para tomar la puerta, seguido de los dos monstruos,
que continuaban explicándole por a más b la
ruina de los Valcárcel en la fábrica, la ruina
de Antonio Reyes, de su único hijo. En el comedor,
y ya iban a dar las cinco, estaban todavía esperándolos
Marta y Sebastián, medio dormidos, bostezando. Unieron
sus argumentos
uno y otro, como queriendo ocupar la atención
de Nepo y Körner, a los argumentos de Körner y
Nepo; y perseguido por aquella tremenda pesadilla, Bonifacio,
muerto de sueño, ebrio de cólera, de fiebre
y cansancio, se declaró en franca y acelerada fuga
y se encerró en su cuarto, bien decidido, eso sí,
a salir para Cabruñana al ser de día, acompañado
de los papeles que el tío le había metido por
los ojos. Marcharía sin despedirse de Emma, sin ver
a su hijo, para que no le faltase valor ni su mujer tuviera
tiempo de torcer aquella resolución irrevocable. «Yo
no sé una palabra de foros, ni de caserías
a medias, ni de aparcerías, ni de números,
ni de fábricas; pero he de tener voluntad en adelante;
y he dicho que iría mañana, y primero falta
el sol. Iré. La calentura de Emma no es extraordinaria;
ya cede; Antonio queda sin novedad; voy a Cabruñana,
le pongo las peras a cuarto a Lobato..., y me vuelvo pasado
mañana con dos o tres nodrizas, a escoger, que por
ahí las hay buenas. Emma no querrá, y en rigor
no puede criar. Le criaremos nosotros, el ama y yo. Así
como así, cuanto menos sangre de Valcárcel,
mejor».
Bonis no pudo dormir; estuvo mezclando, con mil
visiones de pesadilla, despierto y todo, sus remordimientos
de antaño, sus iras y vergüenzas de ahora, sus
propósitos de energía
futura y sus esperanzas
de padre. La actividad era cosa terrible; era mucho más
agradable pensar, imaginar... Pero un padre tenía
que ser diligente, práctico, positivo... y él
lo sería; por Antonio, por su Antonio... Pero por
lo pronto, la bilis, la vergüenza de su ignorancia de
las cosas que sabían todos en casa, menos él,
todo aquel barullo de pasiones bajas, vulgares, pedestres,
le quitaban el gusto a su dicha presente, a la felicidad
de ser padre.
Cuando todos dormían y el sol llevaba
andada alguna parte de su carrera, Reyes salió de
casa, con sus papeles en un saco de noche; tomó la
diligencia de Cabruñana, y antes del medio día
ya estaba disputando con Lobato en medio de un prado, frente
a unos robles que el mayordomo había consentido derribar
a un casero, porque, según malas lenguas, los dos
iban ganando. Lobato, un ex cabecilla carlista, era un lobo
mestizo de zorro; hablaba con dificultad, leía deletreando
y escribía de modo que, en caso de convenirle, podía
negar que aquello fueran letras... y él era dueño
de la comarca por la política, por la usura y por
las trampas a que obligaba a los jueces de paz y a los pedáneos
su influencia personal. Nepomuceno le había escogido
porque con media palabra se habían entendido, y también
porque sólo un hombre como Lobato, que era el terror
del concejo, podía cobrar las rentas de aquellos caseros,
que solían recibir a pedradas y a tiros a los comisionados
de apremios, a los alguaciles y a los mayordomos. Lobato,
si viajaba de noche, cruzaba a escape ciertos parajes frondosos
y oscuros, en que estaba seguro de encontrar asechanzas de
aquellos aldeanos, que a la luz del sol temblaban en su presencia.
En una ocasión, después de cobrar en juicio
a un casero que debía tres años, recibió,
al atravesar un bosque, tal pedrada, que llegó a su
casa sin sentido, agarrado a la crin del caballo. ¡Y a un
hombre así venía a pedirle cuartos un mequetrefe,
aquel señorito bobo, de que nunca le había
hablado más que con desprecio el Sr. D. Juan Nepomuceno!
Con fingida humildad, Lobato se burló de su amo; haciéndose
el tonto, el ignorante, le hizo ver que él, Bonis,
era el que no sabía lo que traía entre manos.
Los caseros se reían también del amo, con sorna
que no podía tachar de irrespetuosa. Se rascaban la
cabeza, sonreían y se aferraban a la idea de no pagar
mejor que hasta la fecha.
Bonis, desesperado, abandonó
aquellos hermosos valles de eterna verdura, de frescas sombras
y matices infinitos en la variedad de los accidentes de colinas
y vegas, en que serpenteaban
claros ríos... «¡Divino!
¡Divino!... ¡Pero qué pillo es Lobato, y qué
ladrones son todos estos pastores!... En otra situación,
sin estos cuidados y preocupaciones, ¡qué buenos días
hubiera pasado yo en esta espesura, en que se mezcla el rumor
de las copas de los pinos con el del mar, del que parece
un eco». Cabruñana era región ribereña,
y parecían sus valles estrechos y de mil figuras,
de verde jugoso y oscuro en las laderas y en las planicies
pantanosas, cauces de antiguos ríos, abandonados por
las aguas. Todos aquellos cuetos y vericuetos, lomas y llanuras,
por sus formas violentas, por ejemplo, por los cortes de
las laderas aterciopeladas, semejantes en su caída
a los acantilados de la costa, hacían pensar en el
fondo misterioso de los mares.
Terminada su inútil
faena, sin más provecho que dejar sembradas amenazas,
de que nadie hizo caso, Reyes decidió a media tarde
montar a caballo para ir a pernoctar en la capital del concejo
y del partido, a dos leguas, por la carretera. Antes del
anochecer, se proponía llegar a Raíces, que
estaba al paso, y detenerse media hora; ¿para qué?
No sabía. Para soñar, para sentir, para imaginarse
tiempos remotos, a su manera; para pensar a sus anchas, en
la soledad, libre de Lobato, y Nepo y Sebastián, en
los Reyes que habían sido,
y en los que eran, y en
los que habían de ser.
Raíces consistía
en un lugar de veinte a treinta casas, diseminadas en las
frondosidades de una península abandonada por el agua,
en las marismas; cerca estaban las dunas, cuyos amarillos
lomos de arena tenían figura semejante a los vericuetos
que rodeaban a Raíces; pero estos, desde siglos y
siglos, ostentaban el terciopelo de verde oscuro de sus musgos
y su césped, y las flores de los prados, iguales a
las que se encontraban tierra adentro, lejos de las brisas
del mar. Era Raíces un misterioso escondite verde,
que inspiraba melancolía, austeridad, un olvido del
mundo, poético, resignado. Una colina cortada a pico,
muy alta, cuya ladera, casi vertical, mostraba, como si fuera
la yedra de una muralla ciclópea, pinos, castaños
y robles, que trepaban cuesta arriba cual si escalaran una
fortaleza, escondía y humillaba a Raíces por
el Sur; el mar y las dunas le dejaban abierto a los vientos
del Norte y del Noroeste, y restos de un bosque le rodeaban
por Oriente y Occidente. Las viviendas, escasas y esparcidas
por la espesura, eran, las más, cabañas humildes,
otras vetustos caserones de piedra oscura, con armas sobre
la puerta algunos.
Bonis llegó una hora antes del
ocaso a una plazoleta que servía de quintana a varias
casas
de las más viejas, pero también de las
de aspecto más noble; carretas apoyadas sobre el pértigo,
como dormidas, entorpecían el paso; niños medio
desnudos, sucios y andrajosos, sin nada en su cuerpo donde
pudiera ponerse un beso, más que los ojos de algunos
y las rubias guedejas de muy pocos, saltaban y corrían
por aquella corralada común, que era sin duda para
ellos el universo mundo. Más serios y a su negocio,
hozaban algunos cerdos en el estiércol, que escarbaban
y picoteaban gallos y gallinas, mientras dos perros dormitaban,
acosados por miles de mosquitos.
-De aquí salieron
los Reyes -pensó Bonifacio, que desde una calleja
vecina contemplaba el cuadro de paz suave y melancólica
de aquella miseria, aislada de las vanas grandezas del mundo-.
Un grupo de castaños y una pared de una huerta, le
ocultaban a la vista de los chiquillos y los perros, que,
de notar su presencia, se hubieran alarmado. Echó
pie a tierra, ató el caballo al tronco de un castaño,
y se sentó sobre el césped para meditar a sus
anchas.
Se acordó de Ulises volviendo a Ítaca...
pero él no era Ulises, sino un pobre retoño
de remota generación... El Ulises de Raíces,
el Reyes que había emigrado, no había vuelto...
a él no podían reconocerle en el lugar de que
era oriundo. Y como había leído muchas veces
la
Odisea, y recordaba sus episodios y los nombres de sus
personajes, pensó Bonis: «Los cerdos y los perros
que encontró Ulises al volver a Ítaca, en la
mansión de Eumaios, allí estaban; pero Eumaios,
el que guardaba los cerdos de Ulises, no estaba; no le había.
Como a Ulises, aquellos perros le atacarían si le
vieran; pero Eumaios, el fiel servidor, no acudiría
en su auxilio... ¡Qué habría sido de Ulises-Reyes!
¿Por qué habría salido de allí? ¡Quién
sabe! Tal vez esos chiquillos, que parecen hijos del estiércol,
como lombrices de tierra, son
parientes míos... Son
de mi tribu acaso».
De pronto se dio una palmada en la frente.
Los recuerdos clásicos le habían hecho pensar
en el pasaje en que Ulises es reconocido por Eurycleia, su
nodriza. Él no había tenido más Eurycleia
que su madre, que había muerto; pero Antonio, su hijo,
necesitaba nodriza, y él había olvidado que
había venido a Cabruñana a buscarla. «¡Mejor
aquí! Sí; no me iré de Raíces
sin buscar ama de cría para mi hijo. ¡Es una inspiración!
¡Quién sabe! Tal vez se nutra con leche de su propia
raza, con sangre de su sangre...».
Y como había resuelto
ser cada día más activo y menos soñador;
hombre práctico como los demás, como los que
ganan dinero, para ganarlo también por amor de su
Antonio, dejó
sus cavilaciones, se levantó,
montó a caballo, y por aquellas quintanas y callejas
adelante, de puerta en puerta, fue buscando lo que necesitaba,
nodriza para casa de los padres, y natural de Raíces,
de donde eran oriundos los Reyes. Era aquella, por fortuna,
tierra clásica de amas de cría, de las más
afamadas de la provincia; y en tan pequeño vecindario,
sin más que extender un poco sus pesquisas por aquellos
contornos, encontró Bonis dos buenas vacas de leche
de aspecto humano, porque en aquella región venía
a ser una especie de industria inmoral y de exportación
el servicio que él solicitaba. Quedó convenido
que a la mañana siguiente, muy temprano, Rosa y Pepa,
que así se llamaban las que presentaban su candidatura
al honor de criar a Antonio Reyes, estarían en la
capital del concejo, dispuestas a montar en el coche en que
las llevaría Bonifacio a la ciudad, para que fueran
registradas por el médico, y la de mejores condiciones
recibiera el exequatur facultativo y el nombramiento oficial
de Emma.
Satisfecho de la diligencia y fortuna con que dejaba
orillado este negocio, Bonis se detuvo, al salir del lugar,
en un recodo del camino solitario, junto a un puente de madera
que atravesaba el Raíces, riachuelo poético,
sinuoso, que a la sombra de árboles infinitos corría
al
próximo Océano, sin gran prisa, seguro
de llegar antes de la noche; y eso que el sol ya se había
escondido tras de las olas que bramaban a lo lejos. Reyes,
volviendo grupas, seguro de su soledad, inmóvil en
medio del camino, permaneció contemplando el rincón
melancólico de que se alejaba, como si allí
dejara algo.
Nada concreto, nada plástico le hablaba
ni podía hablarle de la relación de su raza
con aquel pacífico, humilde y poético lugar;
y, sin embargo, se veía atado a él por sutiles
cadenas espirituales, de esas que se hacen invisibles para
el alma misma, desde el momento en que se quiere probar su
firmeza.
«Ni yo sé en qué siglo salieron los
Reyes de aquí, ni lo que eran aquí, ni cómo
ni dónde vivían; ni siquiera de mi tatarabuelo,
sin ir más lejos, tengo noticias, a no ser muy vagas.
Sólo sé que éramos nobles, hace mucho,
y que salimos de Raíces. ¡Oh! ¡Si yo conservase el
libro aquel de blasones de que tanto me hablaba mi madre,
y que mi padre, al parecer, despreciaba!... Como soy tan
aprensivo... se me figura sentir cierta simpatía por
estos parajes... Esta calma, este silencio, esta verdura,
esta pobreza resignada y tolerable... hasta la música
del mar, que ruge detrás de esos montes de arena...
todo esto me parece algo mío, semejante
a mi corazón,
a mi pensamiento, y semejante al carácter de mi padre.
Los Reyes... no debieron salir de aquí... no servían
para el mundo; bien se vio... Yo, el último, ¿qué
soy? Un miserable, un ignorante, que no ha ganado en su vida
una peseta, que sólo sabe gastar las ajenas. Un soñador...
que creyó algún día llegar a ser algo
de provecho a fuerza de sentir con fuerza cosas raras y de
las que ni siquiera se pueden explicar. ¡A esto vino a parar
la raza!».
Cesó en su soliloquio, como para oír
lo que el silencio de Raíces, a la luz del crepúsculo,
le decía.
Una campana, muy lejos, comenzó
a tocar la oración de la tarde.
Bonis, a pesar de
su dudosa ortodoxia, se quitó el sombrero. Y recordó
las palabras con que su madre empezaba el rezo vespertino:
«El ángel del Señor anunció a María...».
¡Oh! ¡También a él, el ángel del Señor
sin duda, le había anunciado que sería padre;
también sus entrañas estaban llenas del amor
de aquel hijo, de aquel Antonio, en que él estaba
ya pensando como se piensa en el amor ausente, mandando miradas
y deseos de volar del lado del horizonte tras que se esconde
lo que amamos! Una ternura infinita le invadió el
alma. Hasta el caballo, meditabundo, inmóvil,
le
pareció que comprendía y respetaba su emoción.
¡Raíces! ¡Su hijo! ¡La fe! Su fe de ahora era su hijo.
Lo pasado, muerte, corrupción, abdicación,
errores... olvido. ¿Qué había sido su propia
existencia? Un fiasco, una bancarrota, cosa inútil;
pero todo lo que él no había sido podía
serlo el hijo... lo que en él había sido aspiración,
virtualidad puramente sentimental, sería en el hijo
facultad efectiva, energía, hechos consumados.
¡Oh!,
se lo decía el corazón... Antonio sería
algo bueno, la gloria de los Reyes... Y acaso, acaso, cuando
se hiciera rico, ya conquistando una gran posición
política o escribiendo dramas, lo cual le halagaba
más, o, lo que sería el colmo de la dicha,
como gran compositor de sinfonías y de óperas,
como un Mozart, como un Meyerbeer, él, su padre, ya
viejo, chocho, chocho por su hijo... le metería en
la cabeza que restaurase en Raíces la casa de los
Reyes...; y él, Bonis, vendría a morir allí...
en aquella paz, en aquella dulzura de aquel crepúsculo,
entre ramas rumorosas de árboles seculares, mecidas
por una brisa musical y olorosa, que se destacaban sobre
el fondo violeta del cielo del horizonte, donde el último
aliento del día perezoso se disolvía en la
noche.
«¡Oh! ¡En definitiva, en el mundo, no había
nada serio más que la poesía!... -pensó
Bonis-. Pero eso para mi Antonio. Él será el
poeta, el músico, el gran hombre, el genio... Yo,
su padre. Yo a lo práctico, a lo positivo, a ganar
dinero, a evitar la ruina de los Varcárcel y a restaurar
la de los Reyes. Y ¡adiós, Raíces, hasta la
vuelta! Me voy con mi hijo; tal vez volvamos juntos».
Bonifacio,
sacudiendo la cabeza, recobrando las riendas para sacar al
rocinante soñador de su letargo, siguió a trote
su camino, sin volver los ojos atrás, temeroso de
sus ensueños, de sus locuras...; dispuesto cada vez
con más ahínco a sacrificar al porvenir de
su hijo su temperamento de bobalicón caviloso y sentimental.
Durmió en la villa cabeza del partido, y al ser de
día montó en el coche diario que iba a la capital
de la provincia, en compañía de las dos Eurycleias
que había buscado en Raíces.
Al llegar a sus
lares, se encontró la casa llena de gente, criados
y amigos en movimiento.
Doña Celestina, con vestido
de raso negro y mantilla de casco fina, estaba en medio de
la sala con un bulto en los brazos, un montón de tela
blanca, bordada, de encajes y de cintas azules.
-¿Qué
es esto? -dijo Bonis, que entraba con las nodrizas electas
a derecha e izquierda.
-Esto es -respondió la partera-
que vamos a hacer cristiano a este judiazo de su hijo de
usted.
En efecto; Emma lo había decretado así.
Cierto era que ella misma el día anterior había
dicho que no se le hablase de bautizo hasta que al chiquillo
le pasara la fluxión de los ojos; pero al despertar
aquella mañana y saber que Bonis, sin su permiso,
dejándola con la calentura, se había marchado
a la aldea a enderezar entuertos, que nunca se le había
ocurrido enderezar, se había irritado, y por venganza
y considerando que el tiempo estaba templado, había
dispuesto, en un decir Jesús, desde la cama, dando
órdenes como ella sabía, que el niño
se bautizara aquella misma tarde, para que el padre se lo
encontrara todo hecho y rabiara un poco.
Bonis no rabió.
La solemnidad del momento no consentía malas pasiones.
Lo que hizo fue abrazar a su esposa, consiguiéndolo
a duras penas.
Emma tenía poca calentura: estaba
muy despejada; y ya sin miedo al peligro del puerperio, aunque
no había pasado, había decidido engalanarse
y engalanar su lecho.
Sacó el fondo de su armario
de ropa blanca,
que era un tesoro, y sus amigas pudieron
contemplar un mar de espuma, de nieve y crema, de hilo fino
espiritualizado de encajes de los más delicados. En
medio de aquella espuma aparecía, como un náufrago,
el rostro demacrado, amarillento, de Emma, que definitivamente
había vuelto a desmoronarse en ruina que no admitía
ya restauraciones.
«Es una vieja», pensó Bonis resignado,
sin amargura; pero triste por amor de su hijo.
La Valcárcel
aprobó el concurso de nodrizas ideado por su marido;
el cual no comprendió por qué Nepo, los Körner,
Sebastián, las de Ferraz, las de Silva, y otras amigas
y amigos reían, a carcajadas unos, con menos violencia
otros, la ocurrencia de haber traído él consigo
a Pepa y Rosa, las robustas aldeanas de Raíces.
Sebastián
y Marta, cada vez que recordaban la entrada triunfal de Bonis
en medio de las dos aldeanas de ubres ostentosas, se desternillaban
de risa.
Según Marta, aquello era demasiado, y ya
no cabía disimulo. Había que reír a
mandíbula batiente.
Y se reían.
Bonifacio
no comprendía; ni lo intentó apenas. ¿Qué
le importaban a él las risas necias de aquella gentuza,
que le habían comido el pan
de su hijo, y que estaba
dispuesto a arrojar de su casa?
La comitiva se puso en movimiento.
Emma había decretado, y no había más
remedio que callar, que Sebastián fuese padrino y
Marta madrina.
Se habían dado órdenes para
que la ceremonia fuese de primera clase. El baptisterio de
la iglesia parroquial estaba cubierto de colgaduras de raso
carmesí con flecos dorados; la pila brillaba como
un ascua de oro, iluminada por grandes cirios.
Bonis, que
había caminado solo, detrás de doña
Celestina, cuidando de que el pañuelo que cubría
el rostro de Antonio, dormido, no se deslizara al suelo,
no había tenido tiempo, mientras iba por las calles,
para sentir la ternura grave y poética propia del
caso; más bien recordaba después haber experimentado
así como un poco de sonrojo ante las miradas curiosas
y frías, casi insolentes y como algo burlonas, del
público indiferente y distraído. Pero al atravesar
el umbral de la casa de Dios, y detenerse entre la puerta
y el cancel, y ver allá dentro, enfrente, las luces
del baptisterio, una emoción religiosa, dulcísima,
empapada de un misterio no exento de cierto terror vago,
esfumada, ante la incertidumbre del porvenir, le había
dominado hasta hacerle olvidarse
de todos aquellos miserables
que le rodeaban. Sólo veía a Dios y a su hijo.
Otras veces, viendo bautizar hijos ajenos, había pensado
que era ridículo aquello de echar los demonios del
cuerpo, o cosa por el estilo, a los inocentes angelillos
que iban a recibir las aguas del bautismo. Ahora no veía
en nada de aquello lado alguno ridículo. ¡Oh, la Iglesia
era sabia! ¡Conocía el corazón humano y cuáles
eran los momentos grandes de la vida! ¡Era tan solemne el
nacer, el tomar un nombre en la comedia azarosa de la vida!
¡El bautizo hacía pensar en el porvenir, en una síntesis
misteriosa, de punzante curiosidad, de anhelante y temerosa
comezón de penetrar el porvenir! Aunque él,
Bonis, no creía en varios dogmas, ni menos en los
prodigios de la Biblia, reconocía que la Iglesia en
aquellos trances parecía efectivamente una madre...
Sin repugnancia, y sin perjuicio de las reservas mentales
necesarias, él colocaba sobre el regazo de la Iglesia
al hijo de sus entrañas. ¡Su hijo, su Antonio; allí
le tenía, carne de su carne, dormido, perdido entre
encajes; una mancha colorada destacándose en la blancura...!
A él ya no se parecería; pero a su padre,
al procurador Reyes, sí; el gesto de pena, la mueca
de los labios, el entrecejo... todo aquello
era de su padre.
¡Ay! ¡Cómo se le metía por el alma, a borbotones,
como lágrimas de ternura que en vez de salir entrasen,
el amor de aquel hijo, de aquel ser débil, abandonado
por los ángeles entre los hombres!, pero ya no amor
abstracto, metafísico; amor sin frases, amor nada
retórico... amor inefable, pero que satisfacía
la conciencia y daba sanción absoluta al juramento
de constante y callado sacrificio. Vivir por él, para
él. «Yo nací para esto; para padre». Bonis
sentía a la puerta de la iglesia, esperando al capellán
que iba a hacerle cristiano a Antonio, sentía la gracia
que Dios le enviaba en forma de vocación, clara, distinta,
de vocación de padre. «Sí -pensaba-; ya soy
algo».
Después vio llegar a un cura rollizo, sonriente,
cubierto de oro, como el altar del baptisterio, con todo
el aparato sagrado de acólitos, cirios y cruces que
reconoció que eran del caso. No se oponía él
a nada, todo estaba bien. Por más que estaba seguro
de que su Antonio, aquel inocente niño con cara triste,
no tenía en el cuerpo diablo de ninguna especie ni
resentimiento personal alguno con la Iglesia, Bonis reconocía
el derecho de esta a tomar precauciones antes de admitir
en su seno al recién nacido. Hasta lo de no poder
entrar en el templo su hijo antes de cumplir
los requisitos
sacramentales, le parecía racional, si bien pensó
que el clero debía tener más cuidado con los
catecúmenos, o lo que fueran, de cierta edad, porque
un aire colado, entre puertas, podía ser fatal y matar
un cristiano en flor.
-Doña Celestina -dijo Reyes
con voz melosa, humilde, apenas perceptible, con ánimo
de que el señor cura y su acompañamiento no
dieran una interpretación heterodoxa a sus palabras-;
doña Celestina, haga usted el favor de arrimarse a
este rincón, porque ahí está usted en
la corriente.
-Déjeme usted a mí, D. Bonifacio.
El delegado del párroco empezó sus latines,
que Bonifacio entendía a medias.
Entendió
que su hijo se llamaría decididamente Antonio, no
recordaba qué otra cosa, y Sebastián. Sebastián...
¿para qué? En fin, poco importaba.
Las de Ferraz
miraban al niño y al cura con la boca abierta, y como
quien asiste a una farsa muy chusca; eran creyentes como
cada cual, pero en el mundo, para aquellas señoritas
como panderetas, todo era una guasa, asunto de broma y de
castañuelas.
Allí no valía reírse,
pero buenas ganas se les pasaba. Marta, madrina, presenciaba
la escena con cara de judío: pensaba en la superioridad
de sus ideas personales sobre la vulgar manera de entender
la ceremonia que presenciaban aquellas frívolas amiguitas.
De pronto, las palabras que rezaba el clérigo con
un tono discreto, suave, de un ritmo eclesiástico
simpático, sugestivo, adquirieron verdadero valor
musical, como un recitado; porque allá dentro alguien
le soltaba los caños de sonidos al órgano,
que llenó la solitaria iglesia de resonancias, de
chorros de notas juguetonas, frescas.
El nuevo cristiano
atravesó el cancel, penetró en la iglesia precedido
del sacerdote, en brazos de Sebastián majestuoso.
Llegó la comitiva al baptisterio. Los amigos rodeaban
a los padrinos; viejas, pobres y chiquillos formaban corro,
curioseando y en espera de la calderilla del bateo. Para
Bonis, que siguió a su hijo hasta la margen del Jordán
de mármol, todo tomó nueva vida, más
intenso, armónico y poético sentido. Era que
la música le ayudaba a entender, a penetrar el significado
hondo de las cosas. El órgano, el órgano, le
decía lo que él no acababa de explicarse.
«Pues es claro; la Iglesia es un lince; ve largo; sabe ser
madre».
Las notas del órgano, bajando a hacer cosquillas
al recién nacido, al que venía de los cielos
del misterio, metiéndosele por las carnecitas
que
dejaban al aire los dedos discretos y expertos de doña
Celestina, al descubrir la espalda de la criatura; las notas
aladas y revoltosas, eran angelillos que retozaban con su
compañero humano, menos feliz que ellos, pero no menos
puro, no menos inocente.
Bonis sintió que el rostro
de los más indiferentes, hasta el de los pilluelos
que esperaban la calderilla, tomaba expresión de interés,
de cierto enternecimiento. Las luces parecían cantar
también al oscilar con ritmo; brillaban más
rojas; los dorados del cura y del baptisterio se hicieron
más intensos, más señoriles; los monaguillos,
tiesos, solemnes, daban indudable respetabilidad al acto.
El órgano era el que se permitía seguir riendo,
jugueteando, pero legítimamente, porque representaba
la alegría celestial, la gracia de la inocencia...
Mas en el fondo de las bromas poéticas y sagradas
de aquella música de la iglesia, a Bonis, de pronto,
se le antojó ver una especie de desafío burlón
un tanto irónico. Vamos a ver, decía el órgano:
¿Qué guarda el porvenir? ¿Qué va a ser de tu
hijo? ¿Qué es la vida? ¿Importa vivir, o no importa?
¿Es todo juego? ¿Es todo un sueño? ¿Hay algo más
que la apariencia?... Y la música, de repente, la
tomaba por otra parte sin lógica, sin formalidad;
empezaba a
decir una cosa y acababa indicando otra... Hasta
que por fin Reyes notó que el organista estaba tocando
variaciones sobre la
Traviata, ópera entonces de moda.
Bonifacio se acordó de la
Dama de las Camelias, que
había leído, y de aquel Armando, que había
amado hasta olvidar al
suo vecchio genitor, como dicen en
la ópera, y, en efecto, el órgano lo estaba
recordando:
«Tu non sai quanto soffrì!»
-¡Pobre de mí! -pensó Bonis-. El hijo puede
ser un ingrato. Amará a una mujer más que a
mí ciertamente. Yo nací para que no me amen
como yo quisiera... Pero no importa, no importa; esta es
la ley. Nosotros a ellos; ellos a los suyos o a las vanidades
del mundo. ¡Cosa rara! ¿Por qué no sonaría
mal
La Traviata en la iglesia? Aquello debía ser una
profanación... y no lo era. Era que en
La Traviata,
bien o mal, había amor y dolor, amor y muerte; es
decir, toda la religión y toda la vida... ¡Oh, cómo
hablaba el órgano de los misterios del destino!...
Vuelta a la burla, vuelta a las preguntas irónicas:
«¿Qué será de él? ¿Qué será
de ti? ¿Qué será de todo?...».
-¿Quién
toca el órgano? -preguntó Marta por lo bajo
a Sebastián.
-Minghetti.
Padrino y madrina sonrieron,
mirándose.
-¡Capricho de hombre! -dijo la alemana,
consagrando al barítono un recuerdo.
Bonis había
oído la pregunta y la respuesta.
-«Tocaba Minghetti:
¡oh, bien se conocía que andaba allí arriba
un artista! Había sido una atención delicada...
Los artistas al fin son poetas... ¡lástima que suelan
ser además unos pillos! Él, Bonis, entre la
moral y el arte, en caso de incompatibilidad, se quedaría
en adelante con la moral. Por su hijo».
Ya era cristiano
Antonio Diego Sebastián; doña Celestina le
había tomado de brazos del tío padrino, y sentada
en la tarima de un confesionario, junto a una capilla, rodeada
de aquellos amigos y curiosos, se entendía hábilmente
con cintas y encajes para volver a sepultar bajo tanto fárrago
de lino el cuerpo débil, flaco, de la criatura.
Bonifacio
se separó del grupo, y por el templo adelante se dirigió
a la sacristía, en pos del sacerdote y sus acólitos.
También aquello era solemne. Iba a dictar la inscripción
del libro bautismal, a sentar la base del estado civil de
su hijo. Mientras Minghetti, por divertirse, continuaba haciendo
prodigios en el órgano, iba pensando Bonis por medio
del templo: «¡Quién sabe! Tal vez algún día
sabios, eruditos, curiosos, vengan en peregrinación
a
contemplar con cariño y respeto la página
de este libro de la parroquia en que yo voy a dictar ahora
el nombre de mi hijo, el de sus padres y abuelos, lugar de
su naturaleza, etc., etcétera. ¡Abuelos! Mi pobre
Antonio no tiene abuelos vivos; le faltará ese amor,
pero el mío los suplirá todos».
Al entrar
en la sacristía, en una capilla lateral, sumida en
la sombra, vio una mujer sentada sobre la tarima, con la
cabeza apoyada en el altar de relieve churrigueresco.
-¡Serafina!
-¡Bonifacio!
-¿Qué haces aquí?
-¿Qué
he de hacer? Rezar. Y tú, ¿a qué vienes?
-Vengo
a inscribir a mi hijo, que acaba de bautizarse, en el libro
bautismal.
Serafina se puso en pie. Sonrió de un
modo que asustó a Bonis, porque nunca había
visto en su amiga el gesto de crueldad, de malicia fría,
que acompañó a tal sonrisa.
-Conque... ¿tu
hijo?... ¡Bah!
-¿Qué tienes, Serafina? ¿Cómo
estás aquí?
-Estoy aquí... por no estar
en casa; por huir del amo de la posada. Estoy aquí...
porque me voy haciendo beata. No es broma. O rezar, o...
una caja de fósforos. ¿Sabes? Mocchi no vuelve. ¿Sabes?
¡He perdido la voz! Sí;
perdida por completo. El
día que te escribí...; y que no me contestaste;
ya sabes, cuando te pedía aquellos reales para pagar
la fonda... Bueno; pues aquel día... aquella noche...
como había ofrecido pagar, y no pagué... porque
no contestaste..., tuve una batalla de improperios con D.
Carlos... ¡el infame!...
La Gorgheggi calló un momento,
porque la ahogaba la emoción; ira, pena, vergüenza...
Dos lágrimas, que debían de saber a vinagre,
se le asomaron a los ojos.
-El infame tuvo el valor de insultarme
como a una mujer perdida...; me amenazó con la justicia,
con plantarme en el arroyo... Yo eché a correr; salí
a la calle, como estaba, sin sombrero... Pero volví.
Porque lo dejaba allí todo... Mi equipaje, lo único
que tengo en el mundo. No sé qué cogí
aquella noche, al relente, furiosa, por la calle húmeda...
¡Oh! En fin, la voz, que ya andaba muy mal, se fue de repente...
Desde aquella noche canto... como tu mujer. No salgo de la
fonda... porque no puedo pagar. D. Carlos me insulta unas
veces... y otras me requiebra. Yo no quiero amantes ni altos
ni bajos..., porque no quiero..., porque todo eso me da asco.
Mocchi no vuelve... A mis últimas cartas ya no ha
contestado. Como tú. Sois unos caballeros. Se os
pide cuatro cuartos para no recibir insultos de un miserable...,
y no contestáis... No sé dónde ir; en
casa me espía mi acreedor, que quiere ser mi amante;
en la calle me persiguen necios, me aburre la curiosidad
estúpida de la gente... No tengo dinero ni para escapar...
¿Para escapar adónde? Me meto en la iglesia. Esto
es mío, como de todos. Tú me enseñaste
a sentir así, a querer paz..., a soñar...,
a desear imposibles... Aquí estoy tranquila..., y
rezo a mi modo. No tengo fe, lo que se llama fe... Pero quisiera
tenerla. Los santos, todos esos, aquel San Roque, este San
Sebastián con sus banderillas por todo el cuerpo...,
aquel señor obispo..., San Isidoro..., todos me van
entendiendo. No tengo verdadera religión..., pero
por lo pronto... los amantes me dan asco... no quiero amantes...;
esperaré a ver si vuelve la voz..., o si vuelves tú.
Mochi es un mal hombre, un traidor, un miserable...; ya lo
sabía, siempre lo supe. Pero tú..., no creí
que lo fueras también. Bonis, no me abandones... Yo...
te quiero todavía..., más que antes, mucho
más de veras. Debo de estar enferma... Me asusta el
mundo..., el teatro me horroriza..., el galanteo me espanta...
Quiero paz..., quiero sueño..., quiero honradez...;
no vivir de farsa... y tener pan que no deba a mi cuerpo
alquilado a un desconocido..., a no
sé ahora quién.
Tuya, sí. De los demás, no. ¿Quieres?
Bonis,
aunque poco formalista en materias religiosas, y a pesar
de que las palabras, y el tono, y las dos lágrimas
de Serafina le habían enternecido hasta lo inefable,
pensó, ante todo, que estaban en la iglesia y que
no era el lugar nada a propósito para tal clase de
tratos y contratos.
Antes de contestar, miró hacia
atrás, hacia el baptisterio, para ver si alguien había
reparado su encuentro con la cantante. La comitiva del bautizo
había desaparecido. Ni siquiera habían parado
mientes en la ausencia de Reyes. Tan insignificante era para
todos. Minghetti, sin embargo, seguía embelesado con
sus travesuras armónicas en el órgano. Tenía
aquella manía: la de hacerse pesado, por broma, cuando
se ponía a tocar.
Bonis, con repugnancia por hablar
de tales asuntos allí, en el templo, pero compadecido
hasta el fondo del alma, y, por otra parte, dispuesto a no
abdicar de su dignidad de padre de familia sin mancha, tapujos
ni relajamientos de costumbres, dijo con voz que procuró
hacer cariñosa al par que firme, y que le salió
temblona, balbuciente y débil:
-Serafina..., yo a
ti te debo toda la verdad... Yo, en adelante, quiero vivir
para mi
hijo... Nuestros amores... eran ilícitos...
Debo a Dios un gran bien, una gracia...: el tener un hijo...
Ofrecí el sacrificio de mis pasiones por la felicidad
de Antonio... Además, estoy arruinado... En el terreno
de los intereses materiales... haré por ti... lo que
pueda...; ¡ya se ve!... Con ese D. Carlos, que es un judío...
ya me entenderé yo... Pero estoy arruinado... La voz...,
tu voz... volverá...
Y aquí, al recordar la
voz que él había adorado, Bonis estuvo a punto
de llorar también.
Mas el rostro de Serafina volvió
a asustarle. Aquella mujer tan hermosa, que era la belleza
con cara de bondad para Bonis... le pareció de repente
una culebra... La vio mirarle con ojos de acero, con miradas
puntiagudas; le vio arrugar las comisuras de la boca de un
modo que era símbolo de crueldad infinita; le vio
pasar por los labios rojos la punta finísima de una
lengua jugosa y muy aguda... y con el presentimiento de una
herida envenenada, esperó las palabras pausadas de
la mujer que le había hecho feliz hasta la locura.
La Gorgheggi dijo:
-Bonis, siempre fuiste un imbécil.
Tu hijo... no es tu hijo.
-¡Serafina!
Y no pudo decir más
el pobre Bonis. También
él perdía la
voz. Lo que hizo fue apoyarse en el altar de la capilla oscura,
para no caerse.
Como él no hablaba, Serafina tuvo
valor para añadir:
-Pero, hombre; todo el mundo lo
sabe... ¿No sabes tú de quién es tu hijo?
-¡Mi hijo!... ¿De quién es mi hijo?
La Gorgheggi
extendió un brazo y señaló a lo alto,
hacia el coro:
-Del organista.
-¡Ah! -exclamó Bonis,
como si hubiera sentido a su amada envenenarle la boca al
darle un beso...
Se separó del altar; se afirmó
bien sobre los pies; sonrió como estaba sonriendo
San Sebastián, allí cerca, acribillado de flechas.
-Serafina..., te lo perdono..., porque a ti debo perdonártelo
todo... Mi hijo es mi hijo. Eso que tú no tienes y
buscas, lo tengo yo: tengo fe, tengo fe en mi hijo. Sin esa
fe no podría vivir. Estoy seguro, Serafina; mi hijo...
es mi hijo. ¡Oh, sí! ¡Dios mío! ¡Es mi hijo!...
Pero... ¡como puñalada, es buena! Si me lo dijera
otro... ni lo creería, ni lo sentiría. Me lo
has dicho tú... y tampoco lo creo... Yo no he tenido
tiempo de explicarte lo que ahora pasa por mí; lo
que es esto de ser padre... Te perdono, pero me has hecho
mucho daño.
Cuando mañana te arrepientas de
tus palabras, acuérdate de esto que te digo: Bonifacio
Reyes cree firmemente que Antonio Reyes y Valcárcel
es hijo suyo. Es su único hijo. ¿Lo entiendes? ¡Su
único hijo!
FIN