La Madre Naturaleza
(2ª parte de Los Pazos de Ulloa)
por Emilia Pardo Bazán
Tomo I
Barcelona
Daniel Cortezo y Cª-Editores
Calle de Pallars (Salón de S. Juan)
1887
Las nubes, amontonadas y de un gris
amoratado, como de tinta desleída, fueron juntándose,
juntándose, sin duda a cónclave, en las alturas del cielo,
deliberando si se desharían o no se desharían en chubasco.
Resueltas finalmente a lo primero, empezaron por soltar goterones anchos,
gruesos, legítima lluvia de estío, que doblaba las puntas de las
yerbas y resonaba estrepitosamente en los zarzales; luego se apresuraron a
porfía, multiplicaron sus esfuerzos, se derritieron en rápidos y
oblicuos hilos de agua, empapando la tierra, inundando los matorrales,
Bajo un árbol se refugió la pareja. Era el árbol protector magnífico castaño, de majestuosa y vasta copa, abierta con pompa casi arquitectural sobre el ancha y firme columna del tronco, que parecía lanzarse arrogantemente hacia las desatadas nubes: árbol patriarcal, de esos que ven con indiferencia desdeñosa sucederse generaciones de chinches, pulgones, hormigas y larvas, y les dan cuna y sepulcro en los senos de su rajada corteza.
Al pronto fue útil el asilo: un
verde paraguas de ramaje cobijaba los arrimados cuerpos de la pareja,
guareciéndolos del agua terca y furiosa; y se reían de verla caer
a distancia y de oír cómo fustigaba la cima del castaño,
pero sin tocarles. Poco duró la inmunidad, y en breve comenzó la
lluvia a correr por entre las ramas, filtrándose hasta el centro
-Se acabó... -pronunció ella cuando todavía la risa le retozaba en los labios-. Nos vamos a poner como una sopa. Caladitos.
-El que se mete debajo de hoja dos veces se moja -respondió él sentenciosamente-. Larguémonos de aquí ahora mismo. Sé sitios mejores.
-Y mientras llegamos, el agua nos entra por el pescuezo, y nos sale por los pies.
-Anda, tontiña. Remanga la falda y tapémonos la cabeza. Así, mujer, así. Verás qué cerquita está un escondrijo precioso.
Alzó ella el vestido de lana a
cuadros, cubriendo también a su compañero y realizando el
simpático y tierno grupo de Pablo y
Poco distaba el famoso escondrijo.
Sólo necesitaron para acertar con él bajar un ribazo, resbaladizo
por la humedad, y lindante con la carretera. Coronaban el ribazo grandes
peñascales, y en su fondo existía una cantera de pizarra,
ahondada y explotada al construirse el camino real, y convertida en profunda
cueva; excelente abrigo para ocasiones como la presente. Abandonada
hacía tiempo por los trabajadores la cantera, volvía a
enseñorearse
Aun cuando el escondrijo daba espacio
bastante, la pareja no se desunió al acogerse
No era la vez primera que se encontraban
así, juntos y lejos de toda mirada humana, sin más
compañía que la madre naturaleza, a cuyos pechos se habían
criado. ¡En cuántas ocasiones, ya a la sombra del gallinero o del
palomar que conserva la tibia atmósfera y el olor germinal de los nidos,
ya en la soledad del hórreo, sobre el lecho movedizo de las espigas
doradas, ya al borde de los setos, riéndose de la picadura de las
espinas y del bigote cárdeno que pintan las moras, ya en el repuesto
albergue de algún soto, o al pie de un vallado por donde serpeaban las
lagartijas, habían pasado largas horas compartiendo el mendrugo de pan
seco y duro ya a fuerza de andar en el bolsillo, las cerezas atadas en un
pañuelo, las manzanas verdes; jugando a los mismos juegos, durmiendo la
siesta sobre la misma paja! ¿Entonces, a qué venía
semejante turbación al recogerse en la gruta?
Con todo eso no renunciaban a corretear
juntos y sin compañía de nadie. A falta de testigos, les
distraía y tranquilizaba la menor cosa: una flor, un fruto silvestre que
recogían, una mosca verde que volaba rozando
En la gruta, lo que les sacó de
su momentáneo embeleso, fue observar la vegetación viciosa y
tropical del fondo. La niña, gran botánica por instinto,
conocía todas las plantas y hierbas bonitas del país; pero
jamás había encontrado, ni a la orilla de las fuentes, tan
elegantes hojas péndulas, tan colosales y perfumados helechos, tanto
pulular de insectos como en aquel lugar húmedo y caluroso.
Parecía que la naturaleza se revelaba allí más potente y
lasciva que nunca, ostentando sus fuerzas genesíacas con libre impudor.
Olores almizclados revelaban la presencia de millares de hormigas; y tras la
exuberancia del follaje, se divisaba la misteriosa y amenazadora forma de la
araña, y se arrastraba la oruga negra, de peludo lomo. La niña
los miraba, estremeciéndose cuando al apartar las hojas descubría
algún secreto rito de la vida orgánica, el sacrificio de un
Entre tanto llovía a más y mejor. Sin embargo, así que hubo pasado cosa de una hora, el chubasco se aplacó casi repentinamente, pareció que la gruta se llenaba de claridad, y una bocanada de fragancia húmeda la inundó: el tufo especial de la tierra refrigerada y el hálito de las flores, que respiran al salir del baño. También a los refugiados se les dilataron los pulmones, y a un mismo tiempo se lanzaron fuera del escondrijo, hacia la boca de la cueva.
Allí se pararon deslumbrados por
inesperado espectáculo. La atmósfera, en su parte alta, estaba
barrida de celajes, diáfana y serena: lucía el sol, y sobre el
replegado ejército de nubes, se erguía vencedor, con inusitada
limpidez y magnificencia, un soberbio arco-iris, cuyo arranque surgía
del monte del Pico-Medelo, cogía en
No era esbozo de arcada borrosa y próxima a desvanecerse, sino un semicírculo delineado con energía, semejante al pórtico de un palacio celestial, cuyo esmalte formaban los más bellos, intensos y puros colores que es dado sentir a la retina humana. El violado tenía la aterciopelada riqueza de una vestidura episcopal; el añil cegaba con su profunda vibración de zafiro; el azul ostentaba claridades de agua que refleja el hielo, frías limpideces de noche de luna; el verde se tornasolaba con el halagüeño matiz de la esmeralda, en que tan voluptuosamente se recrea la pupila; y el amarillo, anaranjado y rojo parecían luz de bengala encendida en el firmamento, círculos concéntricos trazados por un compás celestial con fuego del que abrasa a los serafines, fuego sin llamas, ascuas, ni humo.
A la vista del hermoso meteoro,
aproximose
-¡El Arco de la Vieja! -exclamó en dialecto la niña, señalando con una mano al horizonte y cogiéndose con la otra a la ropa del muchacho.
-Nunca vi otro tan claro. Si parece pintado, así Dios me salve. Chica, ¡qué bonito!
-¡Mira, mira, mira! -chilló ella-. ¡El arco anda!
-¿Que anda? Tú estás loca... ¡Ay, pues anda y bien que anda!
El arco se trasladaba en efecto, con
dulce e imponente lentitud, de manera teatral. Se vio un instante la cima del
Pico recortada sobre el fondo de vivos esmaltes; luego, poco a poco, el arco
dejó atrás la montaña y vino a coronar con su curva
magnífica la profundidad del valle. Mas ya palidecían sus tintas
espléndidas, y se borraban sus líneas brillantes, dejando como un
vapor de colores, delicadísimo toque casi fundido ya con el firmamento,
A caminar por la carretera, fastidiosa
de puro cómoda, prefirieron seguir atajos en cuyo conocimiento eran muy
duchos, y aun cruzar los sembrados, desiertos a la sazón, pero donde,
durante la noche entera y la madrugada, cuadrillas de mujeres habían
estado segando el centeno -a las horas de calor no se siega, pues se desgrana
la espiga madura-. No se daban mucha priesa, al contrario, tácitamente
estaban de acuerdo en no recogerse a techado hasta entrada la noche. Apenas
comenzaba a caer la tarde. El campo, fresco y esponjado después de la
tormenta y el riego de las nubes, oreado por suave vientecillo,
Vagaba la pareja sin rumbo cierto, cuando, casi debajo de sus cabezas, en un sendero que se despeñaba hacia el valle, divisaron una figura rara, que se movía despaciosamente. A un mismo tiempo la reconocieron ambos.
-¡El señor Antón, el
-¡El
-¿A dónde irá?
-Aventuro algo bueno que a casa de la Sabia.
-¿Quién te lo dijo?
-Tiene la vaca más vieja muy malita.
-¿Vamos a ver?
-Corriente. Hay que bajar por las viñas; si no, es mucha la vuelta.
-Por las viñas. Ale.
-Dame la mano.
-¿Piensas que no sé bajar sola?
El descenso era casi vertical, y
había que escalar paredones y tener cuidado de no desnucarse al sentar
el pie sobre los guijarros; pero las cuatro piernas juveniles alcanzaron pronto
al estafermo, que caminaba dibujando eses al tropezar en cualquier canto de la
senda. Iba el señor Antón en mangas de camisa (por señas
que la gastaba de estopa): chaqueta terciada al hombro y un pitillo tras la
oreja derecha. Los pantalones pardos lucían un remiendo triangular azul
en el lugar por donde más suelen gastarse, y otros dos, haciendo juego
con el de las nalgas, en las perneras; de puro cortos, descubrían el
hueso del tobillo, cubierto apenas de curtida y momificada piel, y los zapatos
torcidos y contraídos como una boca que hace muecas. Fuera del bolsillo
interior de la chaqueta asomaba un libro empastado en pergamino, cuyas esquinas
habían roído los ratones y cuyas hojas atesoraban
Al sentir ruido de gente, volvió
el rostro, que lo tenía más arrugado que una pasa, más
sequito que un sarmiento, y con todas las facciones inclinadas unas hacia
otras, a manera de piedras de murallón que se derrumba: la nariz
desplomada sobre la barba, esta remontada hacia la boca, y las mejillas
colgando en curtidos pellejos a ambos lados de la pronunciada nuez. En los
pómulos parecía como si le hubiesen pintado con teja dos rosetas
simétricas; los labios se le habían sumido; y de la abertura
donde estuvieron partían innumerables rayitas y plieguecillos
convergentes, remendando el varillaje de un paraguas. ¿Paraguas dijiste?
No hay que omitir que bajo el codo izquierdo sujetaba el señor
Antón uno colosal, de algodón colorado rabioso, con remates y
contera de latón dorado; ni menos debe callarse que honraba su cabeza,
por encima de un pañuelo de yerbas, un venerable y caduco sombrero de
copa
-Buenas tardes, señorito don Perucho y la compaña... -dijo el vejestorio al alcanzarle la pareja. Era su voz opaca y aguardentosa, pero no tan cascada como pedían sus años.
-¿A dónde va, señor Antón? -preguntó la niña.
-Para servir a vustede, señorita Manolita... ¡ahí a curar una vaca en casa de la señora María la Sabia...!
-¿Qué le duele?
-Parece ser que le ha salido,
dispensando vustedes, una
-¿Un lobanillo?
-Propiamente hablando, sí, señorito, un lobanillo.
Riose Perucho, pues le hacía
gracia la facha del algebrista y su manía de aplicar a todo los cuatro
términos de anatomía mal
Era una casuca baja y construida con
piedras mal trabadas: adornábala principalmente un balcón o
La pareja entró. Tenía la
casa piso de tierra; una escalera de madera conducía al sobrado o cuarto
alto; y en el bajo se notaba una pintoresca mezcla de racionales e
irracionales. El
Era su figura realmente espantable.
Habíale crecido el bocio enorme, hasta el punto de que se le viese
apenas el verdadero rostro, abultando más la lustrosa y horrible segunda
cara sin facciones, que le caía sobre el pecho, le subía hasta
las orejas, y por lo hinchada y estirada contrastaba del modo más
repulsivo con el resto del cuerpo de la vieja, que parecía hecho de
raíces de árboles, y tenía de los árboles
añosos la rugosidad y oscuridad de la corteza, los nudos, las verrugas.
Al ver entrar al algebrista y
La moza, entretanto, sacaba del establo a la paciente, una vaca amarilla, y picándola con la aguijada, la empujaba fuera de la casa, a sitio descubierto y claro. Cojeaba el infeliz animal, por culpa del gran tumor que tenía en el ijar derecho; sus ojos estaban profundamente tristes, como los de todo irracional o niño enfermo. El sol pareció reanimar algo a la vaca, y se le dilató el hocico respirando aire puro. Ya salía tras ella el atador, poniendo la mano a guisa de pantalla ante los ojos, para que no le estorbase el sol que declinaba.
-Hace falta quien
Habiendo Perucho ofrecido su ayuda,
convino el algebrista en que bastaría con él y con la moza para
sujetar a la doliente, y ordenó que la señora María se
encargase de preparar la bizma de pez hirviendo. Remangose Perucho las mangas
de chaqueta y camisa, y arrodillándose, asió con puño de
hierro la pata del
También se recogió el
atador las mangas de estopa, y sacó de la faltriquera del
pantalón una reluciente navaja de afeitar envuelta en un trapo. Agachose
bajo la paciente, y empuñando el instrumento, con brioso girar de
muñeca y haciendo terrible fuerza en el pulgar, sajó casi en
redondo el lobanillo. Bramó y resopló de dolor la vaca,
intentando huir; pero estaba bien sujeta y el corte dado ya. Sin hacer caso de
los mugidos angustiosos ni de las inútiles sacudidas de la bestia, el
señor Antón comenzó a esgrimir la navaja casi de plano,
desprendiendo la piel que cubría el tumor, y disecando poco a poco, con
certera diestra, sus raíces, como quien desprende de un peñasco
los tientos de un adherido pólipo. De rato en rato empapaba con trapos
la sangre que corría y le impedía ver. Cada raíz
encubría otras más menudas, y la navaja seguía escrutando
los ijares del animal, persiguiendo las últimas ramificaciones de la fea
excrecencia. Ya casi la tenía desprendida, cuando la vaca, que
parecía resignada
-¡Jesús, alabado sea Dios, qué valiente de señorita! -tartamudeó la Sabia, apareciendo en la puerta.
-Las que nos criamos en la montaña... -murmuró la niña arrodillándose y ciñendo con ambas manos, no muy blancas ni nada endebles, el corvejón del animal.
-No hay cosa como las montañesas
-declaró dogmáticamente el atador, encasquetándose
-Remángate, Manola -aconsejó sin volver la cabeza Pedro-: si no vas a ponerte perdida.
Notando que él no la miraba,
Manolita se remangó. Los chiquillos, rubios como el cerro, que
presenciaban la operación absortos, con la pupila dilatada y
chupándose el dedo índice, quisieron también cooperar al
buen resultado, y vinieron a poner cada uno una manita en los corvejones de la
mártir. Poco duró el suplicio. El señor Antón, con
su rapidez y maestría acostumbradas, arrojaba ya triunfalmente hacia el
campo más próximo una masa sanguinolenta e informe, que era el
núcleo del lobanillo y su aureola de raíces. Entre un furioso y
desesperado bramido de la vaca al sentir la pez hirviendo que le abrasaba los
tejidos, y un
Sin embargo, aún le quedaban al
señor Antón deberes facultativos que llenar en aquella casa. Le
presentaron un ternero que andaba malucho de desgano y rehusaba las cortezas de
pan y la hierba más apetitosa. Le abrió la boca al punto, sacole
de través la lengua, y declaró que tenía
-Que vayan por ella a los Pazos -exclamó servicialmente Perucho.
-Mientras van y vuelven llega la noche, señorito -exclamó el atador-, y de aquí a Boán hay camino. Ya pasaré por aquí mañana o pasado lo más tarde, que me cumple verle la yegua al señor Ángel. No hay duda, que no muere el buey por eso.
Quedó aplazada la voladura del
pulgón, pero no consintió la Sabia en que se partiese el
algebrista sin
-¿A que a mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo... catá.
La bruja respondía a tan atinada observación con otra muy filosófica y cristiana:
-Todos habemos de morir, si Dios quiere.
De tal respuesta tomó pie el
algebrista para procurar insinuarse, hablando del bocio de la vieja, y
comprometiéndose a extirpárselo con tanta prontitud como el tumor
de la vaca,
-Vamos, pez de todos los colores -dijo Perucho riendo.
-No haga burla, señorito, no haga burla... Pues emplasto fue aquel que apretó, apretó, apretó (y el algebrista cerraba y apretaba el puño con toda su fuerza) y a los quince días...
-¿Al campo santo?
-¡Quedó como si tal cosa, más contento que un cuco! ¡La sabiduría puede mucho, señorito!
La bruja no se resolvía a
empecinarse. Tantos años con aquello, y al fin
Acompañole la pareja, divertida
con su charla. Era el señor Antón uno de esos personajes
típicos, manifestación viviente, en una comarca, de los remotos
orígenes y misteriosas afinidades étnicas de la raza que la
habita. En el país se contaban muchos que ejercían la
profesión de
Encontrándolo más
alumbrado que de costumbre,
Chupaba el señor Antón su apestoso papelito, sumiendo la boca de tal manera que, más que con los labios, parecía aspirar el humo con la laringe. Al mismo tiempo iba filosofando sobre las enfermedades, la vejez y la muerte.
-Mire, señorito, que esto de
estar enfermo (aquí un traspiés), le tiene su aquel,
¡carraspo! Lee uno en libros, a lo mejor, que el hombre es, como quien
dice, un gusano, y viene la soberbia, y replica: -No, gusano, no, que yo
tengooo (ahuecó la voz enfáticamente), ¡lo que no tiene un
gusanoooo! Pero llega la enfermedad,
-¿Resulta, señor Antón, que a usted no le parece diferente un buey de un cristiano? ¿Eh? ¿Usted y yo valemos tanto como un jumento?
-No sea tan
Al llegar a este punto el discurso del atador, Pedro soltó los dedos de Manuela para reír a carcajadas, y la montañesa le acompañó, sofocando la risa en la boca con la punta del pañuelo.
-Pero eso ya se sabe, señor Antón... ¡Vaya unas noticias que da! ¡Fresquitas!
-Poco y poco, poco y poco... (se ignora
si el algebrista lo decía pensando en que el camino tenía muchas
piedras y él más vino en el estómago, o siguiendo la
ilación de su tesis trascendental). Vamos a la
-Según y conforme... También los hay que se quedan con él muy abierto -murmuró Pedro para hacer rabiar al atador.
-Demasiado nos entendemos...
-articuló este escupiendo, por el sitio en que algún día
tuvo los colmillos, un chorro de saliva negruzca, cuya proyección
cortó limpiándose el agujero de la boca con el dorso de la mano-.
Señorito, escuche y perdone. ¡A lo que me da que pensar, carraspo!
Esto del nacer, y del morir, y del enfermarse, y del comer, y del beber,
¡atención! (hizo aquí una ese más arqueada que
ninguna), es un... un... un aquel que puede más que los animales y los
hombres juntos, a modo de una
El algebrista tendía la mano y la
giraba en derredor, señalando con amplio ademán circular la
profundidad del valle de Ulloa, el anfiteatro de montañas que lo cierra,
el río que espumaba cautivo en la hoz, todo lo cual se dominaba desde el
sendero alto y escarpado.
-Tan grande -añadía extendiendo ya los dos brazos para mejor expresar la inmensidad- que me parece a mí, señorito, con perdón, que es tan grande como el mundo... ¡Más aún, carraspo!
-¿Más que el mundo? ¡Quieto, vino, quieto! -exclamó Pedro, significando que por boca del algebrista hablaba la borrachera.
-Más aún, sí señor. ¿De qué se pasma? Demasiado nos entendemos. Un hombre ha leído algo... ¿Tiene otro misto? Disimule.
-Ahí va la caja. ¿Conque se ha leído mucho?
Una sonrisa orgullosa dilató los plieguecillos de la consabida jareta.
El saber, como dijo el otro, no ocupa
lugar... No se burle, señorito, no se burle...
-¿Alguna comedia?
-¡Comedia! Lo compuso un fraile, hablando con respeto... un fraile de esta tierra, con más sabiduría que todos los de España y del mundo entero juntos... Pues allí dice, ¡sí, señorito!, que las estrellas del cielo son como nosotros... ¡con perdón!, como este universo mundo de acá... y que también allí nacen, y mueren, y comen, y andan atrás de las muchachas...
Al llegar aquí guiñó picarescamente el algebrista el ojo izquierdo a la bóveda celeste, y como si obedeciese a un conjuro, el hermoso lucero de Venus comenzó a rielar con dulce brillo en el sereno espacio.
-¡Hay que desengañarse, hay
que desengañarse! -prosiguió el viejo moviendo la cabeza, que, al
oscilar sobre el seco pescuezo, parecía una pasa pronta a desprenderse
del rabo. Por muchas vueltas que se le dé, esta cosa grande, grande,
grandísima (y reiteraba
-¿También de mi cuerpo se han de criar repollos? -preguntó Manolita.
-Y ¡juy juy! -relinchó el algebrista, trompicándose en una piedra por culpa del arrechucho de galantería que le entró-. Del cuerpo de las señoritas buenas mozas se criará espliego, rositas de Mayo...
Adoptando de nuevo su gravedad filosófica, añadió:
-Pero no se ponga hueca... Le es
igual... igualito... ¿Qué más tiene volverse
chirivía o malva de olor?, carrás... Quiérese decir que
las estrellas del cielo, y las tierras, y el
Al llegar aquí de su perorata le
besó un canto en la espinilla, y llevose la mano a la pierna, exhalando
un
-La co... la cosa grande... se ríe de todo, sí, señor, de todo... Allá anda, carraspo... haciendo la burla a quien nace... y a quien muere... y a los que buscamos las mo... mozas... de rumbo... ¡juy! La cosa... g... gran... no nació en jamás... ni se ha de morir... Buena gana tiene... A cada a... ño... está... más... fres... frescachona... ¡juy!, vivan las rap... rapazas... ¡Arde, cigarro, arde, condenado, si quieres, que... te... par... to...!
-Echemos por las viñas, Manola
-dijo Pedro
-¿Y si tropieza y cae al río?
-¡Qué disparate! Estaría muerto ya un millón de veces, mujer, si fuese capaz de caerse. Anda así toda la santa vida.
Libres ya del atador, tomaron un sendero
más practicable, que por entre tierras labradías y viñedos
conducía al gran castañar del solariego caserón de Ulloa.
Aunque la luna, en cuarto creciente, dibujaba ya sobre el cielo verdoso una
fina segur, todavía la claridad del crepúsculo permitía
registrar bien el paisaje; pero al ir entrando bajo la tenebrosa bóveda
formada por el ramaje de los castaños, se encontró la pareja
envuelta en la oscuridad, y en no sé qué de pavoroso y sagrado, y
fresco y solemne, como el ambiente de una iglesia. El suelo
-¡Perucho! -murmuró ella alzando el rostro para mirar el de su compañero, que en aquella sombra veía pálido y sin contornos.
-¿Qué quieres? -contestó él sacudiéndole el brazo.
-¿Qué me dices de todo eso?... ¡Cuántas bobadas echó por aquella boca el señor Antón!
-Está peneque, y chocho además.
-¿Me volveré yo rosa? ¿Malvita de olor?
-No tienes que volverte... Ya Dios te dio rosa y clavel y cuantas flores hay.
-No empieces a meterte conmigo... ¡Que me enfado! ¿Y eso que dice de una cosa muy grande, que está en el cielo, y en la tierra, y en todos los sitios?
-Muchos ratos también se me pone a mí aquí -murmuró Pedro deteniéndose y señalando a la frente- que hay una cosa muy grande... ¡y tan grande!... Mayor que el cielo. ¿Sabes dónde, Manola? ¿A que no lo aciertas?
-¿Yo qué sé? ¿Soy bruja o echo las cartas como la Sabia?
El mancebo le tomó la mano, y la paseó por su pecho, hasta colocarla allí, donde, sin estar situado el corazón, se percibe mejor su diástole y sístole.
-Aquí, aquí, aquí -repitió con ardiente voz, oprimiendo como para deshacerla la mano morena y fuerte de la muchacha, que se reía, tratando de soltarse.
-Majadero, brutiño, que me lastimas.
La soltó y ella siguió andando delante en silencio. De cuando en cuando se percibía entre las hojas el corretear de una liebre, o resonaba el último gorjeo de un ave. A lo lejos arrullaban roncamente las tórtolas, bien alimentadas aquellos días con los granos caídos en los surcos del centeno. También se escuchaba, dominando la sinfonía con sordina del follaje, el gemido de los carros que volvían cargados de haces de mies a las eras.
-Manola, no corras tanto... -exclamó Pedro con voz tan angustiada como si la chica se le escapase-. ¡Ave María, mujer! Parece que te van persiguiendo los canes. ¿Tienes miedo?
-No sé a qué he de tener miedo.
-Pues entonces, anda a modo, mujer...
¿Qué diversión se nos pierde en los Pazos? ¡Mira que
es bonita! Padrino estará fumando un cigarro en el balcón, o
viendo cómo arreglan las
Trabáronse como antes por los dedos meñiques y continuaron andando no muy despacio. El bosque se hacía más intrincado y oscuro, y a veces un obstáculo, seto de maleza o valla de renuevos de árboles, les obligaba a soltarse de los dedos, a levantar mucho el pie y tentar con la mano. Tropezó Manola en el cepo de un castaño cortado, y sin poderlo evitar cayó de rodillas. Pedro se lanzó a sostenerla, pero ella se levantaba ya soltando la carcajada.
-¡Vaya una montañesa, que tropieza en cualquier cosa como las señoritas del pueblo! Por el afán de correr. Bien empleado.
-Pero si no se ve miaja. Rabio por salir pronto de aquí.
-Para irte a la cama, ¿eh? ¿Para dejarme solito?
-Podías dar un repaso a los libros, haragán.
-Mujer... ¡para cochinos tres
meses que tiene uno de vacaciones! Yo antes pasaba
-Pero de la mitad nos quedábamos a oscuras. De muchos sólo mirábamos las estampitas, aquellos monigotes tan descarados.
-Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y tú?
Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un alto zarzal le cerraban el paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre los castaños la senda perdida.
-¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?
-No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.
-Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que rodearemos por los sembrados?
-Sí, hombre, sí.
-¿Manola?
-¿Quée?
Deslizábase a la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de castaño, que apenas daba espacio a una persona de frente. La oscuridad disminuía; acercábanse a la linde del bosque. La niña alzó los ojos, vio la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal humor con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos a la cabeza, y con una mezcla de expansión fraternal y vehemencia apasionada, apretole la frente entre las palmas, acariciándole y revolviéndole el cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:
-¿Me quieres, eh?, ¿me quieres?
-Sí, sí -tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por la violencia de la presión.
-¿Como antes?, ¿como allá cuando éramos pequeñitos?, ¿eh? ¿Como si yo viviese aquí?
-¡Ay!, me ahogas... me arrancas
pelo
Dejose caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y Pedro se echó enfrente de ella, boca abajo, descansando el rostro en la mano derecha. Así permanecieron dos o tres minutos, sin pronunciar palabra.
-Debe de ser muy tarde -articuló la muchacha agarrando algunos tallos de trigo y empuñándolos para sacudir las espigas junto a la cara de Pedro.
-Silencio... ¿No te da gusto
tomar el fresco,
-No -contestó lacónicamente.
Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar una por una flores de manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al fin la impacientó el obediente mutismo de su compañero.
-¿Qué haces, babeco?
-Te estoy mirando.
-¡Vaya una diversión!
-Ya se ve. Como a ti ahora te ha dado
por
Ella, entre arisca y risueña,
siguió arrancando las manzanillas silvestres. Un céfiro de los
más blandos que jamás ha cantado poeta alguno, un soplo que
parecía salir de labios de un niño dormido, pasando luego por los
cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las mentas e
hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después
las delgadas aristas de la espiga madura. A pesar de sus fingidas asperezas,
Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría nerviosa que le
hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el alborozo
de una chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí,
rendido, humilde y suplicante, al turbulento compañero de infancia, el
que siempre
-¿Cómo me querrá
tanto, siendo yo fea? -decía para sus adentros Manola; y de repente,
-A casa, a casa enseguida, que son las tantas de la noche -murmuró arrodillándose, como si le costase trabajo incorporarse de una vez. Ya estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran chiquillos solía dejarla en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y reírse descaradamente de sus apuros... Ahora no se atrevería a hacerla rabiar: él era el esclavo.
Volvieron a tomar el sendero. A poco se
encontraron en la era, vasto redondel cercado por una parte de estrecha muralla
y de manzanos gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se destacaba la
cruz del hórreo, y más arriba subían las ramas
inmóviles de una higuera. Alrededor, las
Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al reconocerla, trocó los ladridos de cólera en delirantes aullidos de alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por último, zarandeando la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces, trotando sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose a cada segundo, los precedió hasta los Pazos de Ulloa.
Subía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar a la villa de Cebre. Era la hora de mayor calor, las tres de la tarde. La persona de más duras entrañas se compadecería de los viajeros encerrados en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo paga suele contentarse con la mitad de uno.
Venía atestado el coche, que era
de los más angostos, desvencijados, duros y fementidos. En el interior,
hombro contra hombro del vecino del lado, e incrustadas las piernas en las del
frontero, se acomodaban cinco estudiantes
No disfrutaban mayor desahogo los de la
berlina. De ordinario era esta el sitio de preferencia; pero aquel día
una especial circunstancia lo había convertido en el más
incómodo. Al salir de Santiago muy de madrugada, los dos pasajeros que
ya ocupaban las esquinas de la berlina entrevieron con terror, a la dudosa luz
del amanecer, otro pasajero de dimensiones anormales, que se aproximaba
-¡Maldita sea mi suerte! ¿Cura a bordo? Vuelco tenemos.
Casi al mismo tiempo el pasajero de la esquina izquierda, vivaracho, pequeño y moreno, tocó en el codo al de la derecha, que era alto, y le dijo a media voz:
-Es el Arcipreste de Loiro... Veremos cómo se amaña para pasar al medio... Nosotros no soltamos nuestro rincón... ¡Se prepara buen sainete!...
Mirole el otro viajero y encogiose de
hombros, sin responder palabra. Entre el mayoral y el zagal procuraban izar la
humanidad del Arcipreste hasta las alturas de la berlina: empresa harto
difícil, pues requería que el enorme vejestorio pusiese un pie en
el cubo de la rueda, luego otro en el aro, y luego le empujasen y embutiesen
dentro por la estrecha abertura de la portezuela. El viajero pequeño
reía a socapa, calculando el fracaso probable de la tentativa, por estar
ocupado el rincón. Grande fue su sorpresa al ver que el viajero alto
llevaba la mano a su gorra de viaje, indicando un saludo; y en seguida se
corría hacia el asiento del centro, para dejar paso franco; y
después, viendo que ni aun así conseguían introducir al
obeso y octogenario Arcipreste, alargaba sus enguantadas manos y tiraba de
él con fuerza hacia el interior, logrando por fin que atravesase la
portezuela y se desplomase en el asiento del rincón, haciendo retemblar
con su peso la berlina y llenándola toda con su desmesurada corpulencia,
De soslayo -porque después de entrar el Arcipreste nadie podía rebullirse y todos se encontraban estrictamente encajados, prensados como sardina en banasta- el viajero chico insinuó a su compañero:
-¡Pero hombre, que se ha fastidiado usted! Ahora tiene usted que aguantarse en el medio todo el viaje. ¡Ha sido usted un tonto! El entremés era dejarle, a ver qué hacía.
Enarcó las cejas el viajero de los guantes, dudando si mandar a paseo a aquel cernícalo o darle una lección. Al fin se volvió, como pudo, y dijo bajando la voz:
-Es un viejo y un sacerdote.
El viajero pequeño le miró
con curiosidad, arrugando el gesto, y procurando discernir mejor, a la
pálida luz del amanecer, las trazas del enguantado caballero.
Parecíale hombre ya maduro, bien barbado, descolorido de rostro, alto de
estatura, no muy entrado en carnes -sin ser lo que se llama flaco- y vestido
-Este me huele a título o
diputado de los conservadores. ¿Quién será, demonios, que
no lo he visto nunca? -Y después de reflexionar breves instantes:- De
fijo -decidió- es algún forastero que va a la finca del
marqués de las Cruces o la del de San Rafael... Claro. Allí todo
el mundo se come los santos y les hace el
Ya no tuvo punto de reposo el activo y
bullidor cerebro del viajero chico, a quien no en vano daban amigos y
adversarios (de las dos cosas tenía cosecha, a fuer de temible cacique)
el sobrenombre significativo de
-No toma sino polvo... Está más viejo que la Bula... Yo no sé cómo no ha reventado ya -exclamó Trampeta, sin cuidarse de bajar la voz; por lo cual el otro viajero le amonestó algo severamente:
-Mire usted que este señor puede oír lo que usted dice de él.
-¡Ca! Más sordo que una
tapia -gritó Trampeta, como para probar su aserto-. Aunque le dispare un
cañón junto a la oreja, ni esto. Siempre fue algo
Al nombre del Marqués de Ulloa,
el viajero enguantado, que hasta entonces escuchaba como quien oye llover, y
sin ocuparse más que del cigarrillo suave que fumaba, prestó
atención y aun intentó volverse; pero esto no era factible,
atendido que cada vez iban más apretados, porque el Arcipreste,
reclinando
-¿Dice usted que las elecciones en que figuró el Marqués de Ulloa?...
-Sí señor, sí señor... -repuso Trampeta, todo esponjado y contento de acertar con algo que interesaba al viajero y le hacía dar señales de vida-. Por cierto que después...
-El Marqués de Ulloa -interrumpió el viajero- es don Pedro Moscoso, ¿verdad?
-El mismo que viste y calza. Por cierto que...
-¿El yerno del señor de la Lage?
No era sólo atención, era interés muy vivo lo que revelaba el semblante del enguantado, y no pudiendo volver el cuerpo, torcía la barba sobre el hombro, clavando en Trampeta sus ojos garzos y grandes, de párpado marchito y enrojecido, como suelen tenerlo las personas que leen mucho o viven aprisa.
-Aajá -articuló Trampeta
afirmando con cabeza y manos y con todo el rebullicio de
No contestó el de los guantes, pero dijo con las pupilas: -Siga usted-. Trampeta, aunque tan observador y ladino, no era capaz de darse un punto a la lengua cuando esta le picaba.
-¡Aquellas fueron unas elecciones... de la mar salada! Quedó que contar de ellas en el país para veinte años... Y como además de los líos que hubo en ellas, vino después la muerte del mayordomo del marqués, que fue una cosa atroz...
A pesar de la sordera del Arcipreste, aquí bajó la voz Trampeta, y sus ojos vivos, ratoniles, se posaron oblicuamente en el clérigo. Este roncaba ya, con ahogado resuello de apoplético. El cacique se tranquilizó y prosiguió:
-Lo despabilaron en un monte por mandato de los mismos suyos; ni visto ni oído... ¡Un balazo limpio, de esos que dejan sequito a un hombre!
-Ese mayordomo... -murmuró el de los guantes, fijando la vista en Trampeta, como si quisiera preguntarle algo; pero se contuvo y no prosiguió. Afortunadamente para él, Trampeta no era hombre de dejar cojo el cuento.
-Como usted me enseña, mi amigo, donde pasan ciertas cosas siempre hay misterios y demoniuras... ¿Usted conoce al marqués? Bueno: pues entonces ya sabe usted que vivía... mal arreglado, o enredado, o embrutecido, como se quiera decir, con la hija de ese mayordomo que mataron... ¡y qué moza era, me valga Dios! Como unas flores. Pues cuando el marqués determinó de casarse con la hija del señor de la Lage...
El enguantado hizo un movimiento.
-¿También lo conoció, eh? -preguntó Trampeta.
Dijo el viajero que sí con la cabeza, y el bueno del Secretario prosiguió:
-Pues, ¿usted me entiende? La
boda del señorito no le hizo maldita la gracia al truchimán
Aquí la mirada de Trampeta se hizo más oblicua y casi torva.
-En fin, que vendió completamente a su amo, lo mismo que vende uno los cerdos en el mercado, con perdón: una jugarreta que le costó al señorito la diputación, ni más ni menos... Y como usted me enseña... al vengativo de Barbacana, que es más malo que la quina...
Pausa breve.
-¿Usted no sabrá
quién es Barbacana? ¡Dios nos libre! Entonces era el tirano del
país; uno de esos tiranones terribles, como usted me enseña...
Ahora ya va de capa caída... los años le pesan... le tenemos
metido el resuello en el cuerpo... vaya si se lo tenemos... ¿Usted
irá a Orense?, ¡pues pregúntele
Al decir esto observaba Trampeta el rostro del enguantado, a ver si la referencia al gobernador le producía efecto. Viendo que no, pensó para su sayo: -No debe de ser diputado, ni cosa así-. Y añadió:
-En fin, que se cree... ¿Usted me entiende?, que fue Barbacana quien... (Ademán muy expresivo de despabilar una luz con los dedos.)
-¿Dice usted que mataron a ese hombre, al mayordomo del marqués de Ulloa? -preguntó por fin el viajero de los guantes-. ¿Y dónde, y quién y por qué?
-¿Quién? Un
satélite de Barbacana, un facineroso malhechor relajado que se llama el
Tuerto... Así que Barbacana tiene una arachita, ya anda él muy campante por el país, metiendo
miedos a todo dios... ¡Uno de tantos escándalos! Pero ahora les
hemos de atar corto de vez. ¿Dónde? En un monte, propiedad del
marqués... por el día y por el sol.
-Y la hija de ese hombre... ¿qué ha sido de ella? -interrogó el viajero, acariciándose la barba con la enguantada mano, para simular indiferencia que no sentía.
-Ese es otro cantar... ¿Usted ya sabrá que el marqués enviudó de allí a poco?
Una tristeza, una angustia profunda se grabó en el rostro del viajero. Si Trampeta le mirase, ahora sí que vería la alteración de sus facciones. Pero Trampeta a la sazón encendía dificultosamente el cigarro.
-Enviudó, porque la
señorita
Aumentó la turbación del
viajero al decir esto Trampeta, y la revelaron visibles señales. Sus
ojos, que tenían más de pensativos que de brillantes, chispearon
un momento; frunció el entrecejo, y por su frente despejada
-Parece que la historia le toca a este señor de cerca... Tate... Hay que ver lo que se habla... ¡Me caso! No se me quita el vicio de ser parlanchín.
Había amanecido del todo,
disipándose la niebla; el sol doraba ya con alegre reflejo las cimas de
los árboles, las aguas de los manantialillos que brincaban del monte a
la carretera, los cristales de las casitas que de trecho en trecho se asomaban
curiosas con su cerca, sus dos manzanos, su emparrado de vid, su
El cacique, en guardia contra las preguntas que se le pudiesen dirigir, esperaba; pero pasó un rato, y el viajero nada dijo; suspiró como quien desahoga el pecho, y limpió con el pañuelo los quevedos, cerrándolos cuidadosamente para no romperlos. Trampeta le atisbaba receloso.
-¡Borrico de mí! -pensó-. Dice que conoce al marqués... Será su amigo, y no querrá más chismes... Aunque don Pedro Moscoso, ¡qué ha de ser amigo de ninguna persona tan así... tan decente!
Ocupábase el viajero, después de bajarse con dificultad, en sacar de un cestito de paja un frasco blanco, forrado también de paja hasta el gollete, con reluciente tapadera de metal.
-¿Gusta usted un trago de vermut? -dijo al cacique.
-No señor... Se aprecia... Llevo anís estrellado y buen aguardiente, que es lo mejor para el flato estando en ayunas... Pero ya maté el gusano antes de salir.
Bebió el enguantado por un vaso
oblongo, recogió todo, y desabrochando mal como pudo las correas de su
manta de viaje, tomó de dentro un libro, amarillo, con las hojas sin
cortar. Abrió como unas veinte o treinta sirviéndose de un
cortaplumas, mirando a Trampeta como en espera de que terminaría
-La hija del mayordomo... -articuló.
¡Qué tentación tan fuerte para el cacique! Más fuerte que su virtud. Ya no pudo contenerse.
-Pues así que murió la
señora, todo el mundo pensó que el marqués se casaba con
ella... porque la muchacha tenía un chiquillo, y al marqués le
había dado por tomarle un cariño atroz, de repente... así
como a la hija verdadera, la que tuvo de su señora, no le hacía
apenas caso... Y por cuanto salimos con que la moza apareció muy
prendada y en tratos con un tal Ángel, el gaitero de Naya, un buen mozo
también, y jurando y perjurando que el chiquillo era hijo del gaitero
dichoso... No hubo fuerzas humanas que la disuadiesen: que me caso, que me
caso, y va y se casa con su querido, y el marqués, por no apartarse del
chiquillo, los deja seguir de criados en casa, al frente de la labranza...
Al llegar aquí Trampeta, el viajero frunció las cejas otra vez. Después de dudar un instante, dijo reposada y cortésmente:
-Con permiso de usted.
Y tomando a sus pies, de entre el lío de la manta, un libro, se puso a leer sosegadamente, aprovechando el paso de procesión con que la diligencia subía, ¡a la cumbre, a la cumbre!
Túvose Trampeta por chasqueado.
Los indicios de curiosidad e interés del viajero prometían
plática larga y tendida, de esas que de repente, en un coche de
línea, convierten en amigos íntimos a los dos indiferentes que un
cuarto de hora antes dormitaban hombro contra hombro. Y héteme
aquí
¿Hay hablador curioso que se resigne a no chistar, dejando en paz a los que huyen de él refugiándose en un libro? Mil pretextos encontró Trampeta para distraer a su vecino y llamarle la atención. Ya le enseñaba un punto de vista, ya le nombraba un sitio, ya le bosquejaba en pocas palabras y muchos guiños de inteligencia la historia del dueño de alguna quinta. Fuese por cortesía o porque le agradase, el enguantado atendía gustoso. Cerraba el libro metiendo el dedo índice por entre dos páginas para no perder la señal, y escuchaba, inclinando la cabeza, las indicaciones topográficas y chismográficas del cacique.
Habrían andado cosa de tres
horas, y ya el sol, el polvo y los tábanos comenzaban a crucificar a los
viajeros, cuando Trampeta tiró
-A bajarse tocan -le advirtió muy solícito como quien presta un servicio notable.
-¿Decía usted? -exclamó el viajero sorprendido.
-¿No va a la finca del marqués de las Cruces? Pues aquel es el soto. ¡Mayoral! ¡Para, mayoraal!
-No señor. Si no voy allí.
-¡Ah! Pensé. Ha de dispensar.
La misma escena se repitió poco
más adelante, en el empalme del camino que conduce a la soberbia quinta
del marqués de San Rafael. Trampeta bien quisiera preguntar al
enguantado -«¿A dónde judas va entonces?»- pero con
toda su petulante grosería de cacique mimado por personajes muy
conspicuos, dueño y señor feudal de un mediano trozo de
territorio gallego, y por contera y remate, mal criado y zafio desde sus
años juveniles, supo, a fuer de listo, notar en el semblante, modales y
trazas del viajero misterioso cierto
Uno de los deleites más
sibaríticos para el feroz egoísmo humano, es ver -desde una
pradería fresca, toda empapada en agua, toda salpicada de amarillos
ranunclos y delicadas gramíneas, a la sombra de un grupo de
álamos y un seto de mimbrales, regalado el oído con el suave
murmurio del cañaveral, el argentino cántico del riachuelo y las
piadas ternezas que se cruzan entre jilgueros, pardales y mirlos- cómo
vence la cuesta de la carretera próxima, a paso de tortuga, el armatoste
de la diligencia. Hace el pensamiento un paralelo (fuente de epicúreos
goces, sazonados
No todos razonan y analizan esta
impresión con lucidez; pero apenas hay quien no la sienta y saboree.
Bien la definía y paladeaba el médico de Cebre, Máximo
Juncal, entretenido en
Desde que por la carretera, bastante
más elevada que el prado, vio Juncal asomar la nube de polvo que anuncia
la proximidad de un coche de línea, interrumpió la para él
sabrosísima lectura de los sueltos clerófobos, y alzando la
cabeza, entre chupada y chupada, púsose a considerar atentamente las
trazas del gran mamotreto. Oyó el repiqueteo de los cascabeles y
campanillas, tan regocijado cuando el tiro trota, como melancólico
cuando va a paso de caracol. Vio luego aparecer el macho delantero, y a sus
lomos el flaco zagal, vestido de lienzo azul, con gorra de pelo encasquetada
hasta la nuca, aletargado completamente bajo la influencia de un sol de brasa.
Manteníase sin caer del caballo merced a un milagro de equilibrio y a la
costumbre de andar
-Bueno va -pensó en alto el médico, riéndose sin pizca de compasión-. El tiro campa por su respeto. ¡Y apenas va cargado el coche! No entiendo cómo no vuelca todos los días.
En efecto, desde lejos era el aspecto de
la diligencia sumamente alarmante. La base de la caja parecía
angostísima en relación con la cúspide, que la formaba una
inmensa vaca
-Y para más, ¡dentro va el Arcipreste de Loiro! Diez o doce arrobas de suplemento. Lo que es hoy...
Al pensar esto el médico, llegaba
el tiro a la revuelta de un puentecillo tendido sobre un riachuelo de mezquino
caudal -el mismo que corriendo entre mimbrales y alisos regaba
Dicen personas expertas en esta clase de
lances, que ni los testigos oculares, ni las víctimas,
Yacía tumbado el coche; el
mayoral había despertado rodando del pescante al suelo y
abriéndose la cabeza, y sin duda por la descalabradura se le
refrescó y disipó la mona, pues ágil ya y despabilado, se
emperraba en aquietar y desenredar el tiro, metiéndose entre las bestias
con intrepidez salvaje, lidiando cuerpo a cuerpo, a coces y puñadas, con
mulas y machos, sin diferenciarse de ellos más que en las espantosas
blasfemias que escupía. En ventanillas y portezuelas fueron asomando
cabezas, brazos, hombros, hasta pies, pugnando por romper su cautiverio.
Surgieron dos estudiantes, tiraron por la moza, y la sacaron arrastro; y como
se empeñase en recoger sus quesos, vociferaron y la desviaron a
empellones. La empleada salió pálida como la cera, apretando
silenciosamente
-¿Qué es eso, hombre?, ¿qué es eso? -preguntó Trampeta.
-Ya lo ve, Máximo... Hoy nacimos todos... -respondió el cacique sin poder hablar del susto-. Míreme aquí, hom, si tengo cortada la vena...
-Qué vena ni qué caracoles... Acudir a los que quedan dentro, hombre... ¿Queda alguien? A ver...
Con ayuda de los estudiantes,
tenía ya el mayoral casi apaciguado el tiro, y sólo le faltaba
reducir a una mula que, habiéndose cogido la cabeza entre dos correas, a
fuerza de patear se empeñaba en ahorcarse. El médico miró
hacia el fondo de la berlina. Salía de allí
-Empújelo usted hacia acá... Yo tiraré por la pierna... ¡Eh!, señor escriba, aguante usted aquí... coja este pie... así... quietos... ya pasó un muslo... ¡Arráncate nabo! ¡Ey... que me hundo, que me hundo! ¡Apuntáleme, escriba de los demonios!
Salió en vilo, sostenida por los
puños de
-A sus años, esto echa a un hombre a la sepultura.
El caritativo viajero salió a su
vez; tiempo era ya. De la brega tenía destrozados los guantes y
descompuesto el traje; con los esfuerzos, se le había coloreado la tez y
animado el rostro, quitándole, como suele decirse, diez años de
encima, o mejor dicho revelando su verdadera edad, más alrededor de los
treinta y pico que de los cuarenta. Aproximósele
-Usted dispense... -pronunció-. ¡Soy capaz de aventurar algo bueno a que es usted de la familia de la difunta señora de Ulloa, doña Marcelina Pardo!
El viajero se sorprendió también.
-Su hermano para servir a usted -contestó-. ¿Tanto me parezco?
-Facción por facción, no señor: pero el aire, es una cosa, como dicen aquí, escupida... Conque es usted...
-Gabriel Pardo de la Lage, para lo que usted guste mandar. No cree usted que ahora convendría...
-Lo que conviene es que todos los
pasajeros se vengan a Cebre, y allí se curarán los heridos, y los
asustados tomarán un trago y un bocado para tranquilizarse... Al mayoral
y al zagal les mandaremos gente que ayude a enderezar el coche, y a llevar los
caballos a la cuadra, que falta les hace también. A bien que en Cebre ya
de todas las maneras tenían
-Noto un dolor en este codo... Alguna rozadura.
-Veremos... Usted no se va a la posada, que se viene a mi choza... Espero en Dios que podrá usted seguir el viaje.
-Mi propósito era bajarme en Cebre. Y en efecto me he bajado, sólo más aprisa de lo que pensé.
Sonriose al decir esto, y Juncal le
encontró «templado» y simpático. La caravana se puso
en marcha: los estudiantes, de los cuales sólo uno tenía un
chichón en la frente, iban locuaces y jaraneros, metiendo a barato el
percance; la moza, antecogiendo su cestilla de quesos, que al fin había
logrado rescatar; la mujer del empleado cargada con su rorro, que se
Los que no tenían casa ni amigos
en Cebre, hubieron de dar con sus molidos cuerpos en el mesón que
allí toma nombre de fonda; el Arcipreste fue a pedir hospitalidad a su
correligionario el cacique Barbacana; y al viajero de los guantes, o sea don
Gabriel Pardo, se lo llevó consigo el médico, sin permitir que se
cobijase bajo otro techo sino el suyo, porque desde el primer instante le
había
Agasajó a su huésped lo
mejor que pudo y
Envuelta venía aún en flor
de harina cuando entró en la salita donde la esperaban Máximo y
Gabriel; traía los brazos remangados y el pelo gris como si se lo
hubiesen recorrido con la borla impregnada de polvos de arroz, lo cual
hacía más brillantes sus ojos, más límpido el sano
carmín de sus trigueñas mejillas. Saludó sin cortedad, con
expansiva
Comieron en una ancha sala con pocos
muebles: Catuxa cerró casi del todo las maderas de las ventanas, por las
cuales se colaba una delgada cinta de luz, y ofreció a cada convidado
una rama de nogal con mucho follaje, para que mientras comían no se
descuidasen en espantar las moscas. No hizo ascos a la comida don Gabriel, y
alabó como se merecían algunos platos muy gustosos, los pollitos
tiernos aderezados con guisantes, las sutiles mantequillas trabajadas en figura
de espantable culebrón, con ojos de azabache y una flor de borraja
hincada de trecho en
Mientras duró el festín, Juncal y su huésped hablaron mucho del lance del vuelco, del escándalo de que menudeasen tanto, de que en no multando a las empresas, estas hacían su gusto, riéndose de quejas de viajeros y piernas rotas. Informose don Gabriel de los antecedentes de su curioso compañero de viaje, y al referirle Juncal algunas de sus caciquescas hazañas, se rió recordando la indignación con que Trampeta condenaba en Barbacana otras muy parecidas. A los postres, notó el médico que su huésped parecía molestado, aunque haciendo esfuerzos para disimularlo.
-¿Usted no se encuentra bien?
-No es nada... Parece como si este brazo se me hubiese resentido un poco; me cuesta trabajo moverlo. No se apure usted ahora... Cuando nos levantemos de la mesa tendrá la bondad de reconocérmelo, a ver qué ha sido.
Quería Juncal verificarlo al
punto, mas el huésped afirmó que no valía la pena de darse
prisa, y el médico en persona preparó el café con una
maquinilla de espíritu de vino, mientras Catuxa subía de la
bodega una botella de ron muy añejo, guarnecida de telarañas. Tal
regalo fue, como suele decirse, pedir el goloso para el deseoso; porque si bien
don Gabriel no se negó a gustar el rancio néctar, el caso es que
Juncal le hizo la razón con tanta eficacia, que se bebió de
él casi la mitad. Siempre había sido Juncal, aun en tiempos en
que no se le caía de la boca la higiene, grande amigo del licor de la
Jamaica; pero desde que se unió en santo vínculo a Catuxa, la
ignorante panadera le obligó a practicar lo que predicaba, cerrando
Alzados los manteles, retiráronse
Juncal y don Gabriel al despacho del primero, donde había estantes de
libros profesionales, una cabeza desollada y asquerosísima, con un ojo
cerrado y otro abierto, que representaba el
-No repare usted en quejarse... Estamos a saber qué le duele, y cuánto y cómo.
-Si he de ser franco -respondió sonriendo don Gabriel- me escuece unas miajas. Se conoce que al tratar de mover a aquel buen señor de Arcipreste, todo el peso de su cuerpo y del mío juntos cargó sobre este brazo, que hacía fuerza en la delantera de la berlina... Será una dislocación del hueso.
-No señor; creo que no tiene usted nada más que un tendón relajado, aunque el pronóstico de esta clase de lesiones es muy aventurado siempre, y se lleva uno cada chasco, que da la hora. Si usted fuese un labriego...
-¿Qué sucedería?
-Se lo voy a decir a usted con toda franqueza, por lo mismo que estoy hablando con una persona que me parece altamente ilustrada...
-Por Dios...
-No, no, mire usted que tengo buena
nariz, y ciertas cosas se conocen en el olor. Pues lo que haría si usted
fuese uno de esos que andan arando, sería llamar a un
-¿Curanderos?
-Componedores; son al curandero lo que al médico el cirujano operador. Justamente aquí cerca tenemos uno, el más famoso diez leguas en contorno, que hace milagros. Cuando yo llegué de la Universidad, llegué lleno de fantasía, y me enfadaba si me decían que los algebristas pueden reducir una fractura sin dejar cojo o manco al paciente; después me fui convenciendo de que la naturaleza, así como es madre, es maestra del hombre, y que el instinto y la práctica obran maravillas... Con cuatro emplastos y cocimientos, y sobre todo con la destreza manual, que esa raya en admirable...
Decía todo esto Juncal mientras aplicaba compresas empapadas en árnica y vendaba el brazo de don Gabriel.
-Creo -respondió el paciente- que usted habla así por lo mismo que domina su arte y no teme competencias. No todos los médicos pensarán como usted en ese punto...
-Pensar, tal vez, pero no quieren
confesarlo;
El médico miró a don Gabriel como reclamando su aquiescencia a este rasgo de osadía científica. Don Gabriel sonrió. Se había terminado la cura, y bajaba la manga para vestirse otra vez.
-Y decir -murmuraba el médico ayudándole a pasar un brazo por una manga- que se ha llevado usted ese barquinazo por meterse a redentor de un hipopótamo de cura..., ¡de un parroquidermo! Suerte tuvo en dar con usted. Yo lo dejo allí en escabeche para toda su vida.
Esto lo insinuaba Juncal con la secreta
esperanza de provocar al viajero a espontanearse en política, para saber
cómo pensaba y tener el gusto de discutir; pero se llevó chasco,
-Ahora -ordenó Máximo- procure usted no hacer con ese brazo movimiento alguno, pues estas lesiones las cura la paciencia. Quietud y más quietud.
-¡Qué diablura! -exclamó don Gabriel incorporándose-. El caso es que para montar a caballo, tendré sin remedio que usar de él... Porque es el izquierdo.
-¡Bah! Las caballerías de aquí, lo mismo se rigen con la derecha que con la zurda. Mejor dicho, con ninguna de las dos. Ellas hacen lo que les da la real gana, y salen disparadas así que ven una hembra, y muerden, y bailan el walse, y otros excesos... ¿A dónde quería usted ir? Si no es indiscreción.
-De ninguna manera. Tengo que ir a la rectoral de Ulloa, y después a los Pazos, a casa de... mi cuñado.
En el rostro del médico se
pintó un segundo
-Don Gabriel, no me creerá tal vez, pero desde que le vi me ha inspirado simpatía... vamos, yo soy así; soy muy raro; hay gentes que no me llenan nunca, y usted me llenó incontinenti... Estoy con usted ya como si le hubiese tratado toda la vida... No le pondero... Soy franco, y lo que ofrezco lo ofrezco de corazón... Hoy es muy tarde ya para ir a donde usted quiera; ni tampoco conviene que mueva el brazo, al menos en las primeras veinticuatro horas. Ya que está en mi pobre choza, tenga la dignación de quedarse en ella. Sábanas lavadas y cena limpia no le han de faltar. Mañana por la fresca, después que descanse, le doy mi yegüecita, que la gobernará con la punta de un dedo, cojo otra hacanea, y le acompaño hasta la rectoral de Ulloa... ¡o hasta el cabo del mundo, si se precisa!
No era don Gabriel hombre capaz de contestar con mil y tantos cumplimientos a una improvisación semejante. Tomó la diestra del médico, la apretó, y dijo con sencillez afectuosa:
-Aquí me quedo, amigo Juncal... Y crea usted que doy por bien empleado el percance.
Sintió Juncal que se ponía colorado de placer... Para disimular la emoción, echó a correr hacia la puerta, gritando:
-¡Catalina!... ¡Catalina!... ¡Esposa!... ¡Catalina!
Presentose la lozana panadera, de mandil blanco lo mismo que en sus buenos tiempos, con el pelo alborotado y una sonrisa complaciente en su bermeja y apetecible boca.
-Prepararás la cama en el cuarto del armario grande... Don Gabriel nos hace el favor de se quedar esta noche.
La sonrisa del ama de casa fue al oírlo más alegre todavía; sus ojos chispearon, y pronunció con el acento gutural y cantarín de las muchachas de Cebre:
-De hoy en un año vuelva a quedarse, señor, y que sea con salú.
-
Con prontitud y no sin gracia se
quitó
-¿Queda así a
Don Gabriel agradeció sonriendo. El diminutivo, el calor de la seda que había estado en contacto con la piel de la arrogante moza, le produjeron el efecto de una caricia del país natal, a donde volvía por vez primera después de una ausencia muy prolongada.
El cuarto que dio Juncal a su
huésped era en la planta baja, cerca del comedor, y tenía
puertecilla de salida a una especie de patio o corral, donde por el día
escarbaba media docena de gallinas a la sombra de un emparrado. Don Gabriel, al
retirarse después de una cena no menos regalada que la comida,
sintió deseo de respirar el aire fresco de la noche; apagó la
vela, y alzando el pestillo se encontró en el corral. Sentose en el
banco de piedra entoldado por la parra, y encendiendo un papelito y
recostándose en la pared, tibia aún del sol de todo el
día, empezó a mirar a la oscuridad. La cual era completa,
intensísima,
En aquellas remotas y negras profundidades nada vio al pronto don Gabriel, pero al poco rato, fuese merced a los generosos espíritus del añejo ron de Juncal, o a que era para don Gabriel uno de esos momentos en que hace crisis la vida del hombre, y este se da cuenta exacta de que entra en un camino nuevo y el porvenir va a ser muy diferente del pasado, comenzó a alzarse del oscuro telón de fondo una especie de niebla mental, una nube confusa, blanquecina primero, rojiza después, y en ella se delinearon y perfilaron cada vez con mayor claridad escenas de su existencia.
Primero se vio niño, en un gran
caserón de un pueblo triste, pero no en brazos de su madre, pues no
recordaba haberla conocido jamás, sino en los de otra niña casi
tan chica como él. Aquella niña era pálida; tenía
los ojos grandes y negros, y algo bizcos; solía estar malucha; pero,
sana o enferma, no se apartaba una línea de él. Acordábase
de que le llamaba
Gabriel, como Caín después
de matar a su hermano, había corrido a esconderse al cuarto más
oscuro de la casa, en que se guardaban baúles y trastos, y donde no
tardó en descubrirle Rita al volver de misa y encontrarse con la jaula
por tierra y algunas plumas amarillas, espeluznadas y sanguinolentas,
revoloteando sobre su lecho... -¡Pícaro, infame!, te he de
desollar vivo, ¡muñeco del demonio!, ¡te he de estirar las
orejas hasta que sangren!-. Los oídos de Gabriel apenas pudieron recoger
el sonido de estas ternezas, porque al mismo tiempo diez deditos recios y
furiosos le tiraban con cuanta fuerza tenían de las orejas... Y luego
pasaban a los carrillos, escribiendo allí los mandamientos, y
después bajaban a parte que es ocioso nombrar, y se daban gusto con la
mejor mano de azotaina que recuerdan los siglos; y en pos las uñas, por
no quedar desairadas, se ejercitaron en pellizcar y retorcer la carne, ya hecha
una amapola, hasta acardenalarla de veras, y en
¡Qué ojeriza le profesó desde aquel día Gabriel a la hermana mayor! ¡Cómo se acostumbró a envolverse en las faldas de la pequeña, hasta que fue adquiriendo su autonomía al desarrollársele el vigor masculino, con el cual, a los diez o doce años podía más él solo que lo que llamaba despreciativamente el gallinero de sus hermanas!
Se veía concurriendo al Instituto
de segunda enseñanza, aprendiéndose por la noche de
malísima gana la conferencia que había de dar al día
siguiente, y merced a la fuerza
-Nucha, tómame la lección, que me parece que ya la sé.
Luego una impresión imborrable:
la marcha de Santiago, el ingreso en el colegio de
Sólo hubo una temporada, poco
antes de salir a teniente, en que atrasó bastante, poniéndose a
dos dedos de ser
¡Su pobre
Bien seguro estaba de no haber querido
probar bocado en dos días. ¡Cómo le mortificaban los
consuelos de sus compañeros y amigotes! Eran bien intencionados, eso
sí; pero indiscretos, inoportunos, fuera de sazón, como suelen
ser los afectos en la zonza e ingrata edad de la adolescencia.
Empeñábanse en divertirlo, en llevárselo al café, o
a ver una compañía de zarzuela... ¡De zarzuela! Gabriel
necesitaba un médico. A los ocho días se le declaraba una fiebre
nerviosa, en la cual le contaron que había delirado con su
Pasó de la academia al siglo con
la entidad moral que imprimen los colegios de carreras especiales, y
señaladamente el de artillería: segunda naturaleza, de la cual
sólo se desprenden, andando el tiempo, los que poseen gran espontaneidad
o cierto instinto crítico, y que sobrevive aun en los que se retiran,
aun en los mismos que reniegan de la carrera y manifiestan que les causa hondo
hastío el uniforme. Volviendo atrás la vista, Gabriel se
asombraba de ser aquel muchacho que salió del colegio tan artillero, tan
imbuido de ciertas altaneras niñerías que se llaman
espíritu de cuerpo, tan convencido de la inmensa superioridad del arma
de artillería sobre todas las demás del ejército
español y aun del mundo, y en particular tan arisco, tan dado
¡Y que apenas era él
entonces reaccionario, como los demás individuos del noble cuerpo!
Sentía un odio profundo hacia las ideas nuevas y la revolución,
la cual justo es decir que se hallaba en su más desatentado y
anárquico período. Lo que Gabriel no le perdonaba a la setembrina
maldecida, era el haberle echado a perder su España, la España
histórica condensada en su cabeza de estudiante asiduo y formal, una
España épica y gloriosa, compuesta de grandes capitanes y
monarcas invictos, cuyos bustos adornaban el Salón de los Reyes en el
Alcázar. Gabriel se tenía por heredero directo de aquellos
Quince días a lo sumo recordaba
que duraron sus fantasías heroicas. No eran aquellas las marciales
funciones que había soñado. Si en las rudas montañas de
Vasconia no faltaban las fatigas propias de la vida militar, los fríos,
los calores, el agua hasta el tobillo, la nieve hasta media pierna, las
raciones malas y escasas, el dormir punto menos que en el suelo, la ropa hecha
girones, cuanto constituye el poético aparato de la campaña, en
Entre la oscuridad nocturna, Gabriel
Pardo
-¿Si seré un cobardón? ¿Si tendré la sangre blanca?
Al ver cómo le felicitaban
unánimemente los jefes y los compañeros por su
¡Cuántos recuerdos se le
agolpaban! La noche oscura parecía poblarse de estrellas y
El caso es que con el desengaño
amoroso, se había vuelto más peñasco que nunca. Por
entonces, apartado ya del gran mundo y de sus pompas y vanidades, sin que le
quedase más rastro que los buenos modales adquiridos, ese baño
delicadísimo que sobre la corteza brusca del tenientillo recién
salido de la academia derrama el trato con damas y el ingreso familiar en
círculos selectos -baño permanente cuando se recibe en la primera
juventud- empezaron para Gabriel estudios libres que se impuso a sí
propio. Convencido de que podía beber bastante alcohol sin
emborracharse, y de que la embriaguez en él jamás era completa,
dejándole siempre cierta lucidez dolorosa; de que el
Con los libros sí que se
había emborrachado de veras. Eran obras de filosofía alemana,
unas traducidas al francés, otras en pésimo y bárbaro
castellano. Pero Gabriel, más reflexivo que artista, más sediento
de doctrina que de placer, no se entretenía con la forma; íbase
al fondo, a la médula. Las matemáticas del colegio le
tenían divinamente preparado para las peliagudas ascensiones de la
metafísica y las generosas quintaesencias de la ética. Eran sus
actuales estudios lo que el riego a la planta tierna cuyas raíces
penetran en terreno bien cultivado y removido ya. La inteligencia de Gabriel se
abría, comprendiendo períodos enrevesados y diabólicos, y
lisonjeaba su orgullo el que los demás afirmasen no poder entender
semejante monserga.
¿Cuánto había
durado? ¿Cuánto? Las cosas políticas se encrespan; la
demagogia y el cantonalismo escupen fuego y sangre; los carlistas medran,
pululan, brotan por todas partes con armamento y municiones; Castelar llama a
los artilleros; Gabriel duda, recela, se alarma ante la perspectiva de verter
sangre humana; por fin sus nuevas ideas liberales y una carta de su padre le
deciden; va otra vez al Norte. Rodéanle sus antiguos amigos; en la
maleta del teniente vienen sin duda la
¡Qué vida tan sosa al
principio la suya! Mal visto entre sus compañeros a causa de sus
opiniones políticas; sin trato con sus antiguas relaciones; sin
ánimos para volver a sepultarse en los libros de metafísica que
eran hoy para él lo que la envoltura de la oruga cuando ya voló
la mariposa, sintió de repente, convirtiendo los ojos hacia sí
mismo, que no le quedaba en lo más íntimo sino descreimiento y
cansancio. ¿Quién o qué le había demostrado la
inanidad de sus filosofías? Nadie. La
¿Hay en el mundo del pensamiento
algún asidero firme? -discurrió entonces. Casualmente empezaban
las corrientes positivistas: hablábase de realidades científicas,
de doctrinas basadas en hechos de experimentalismo. El comandante se propuso
estudiar a fondo alguna ciencia, como se estudian las cosas para saberlas de
verdad, y adquirir la suspirada certeza. Tenía un amigo, ex-profesor de
geología en la Universidad, de donde le expulsara el decreto de Orovio.
Se puso bajo su dirección, y consagró seis horas diarias a
trabajos de pormenor. Hacía unos cortes en las piedras y luego se
desojaba mirándolos al microscopio. Se cansó a cosa de medio
año. La certeza consabida, por las nubes. Encontraba relaciones
lógicas y armoniosas entre lo creado, leyes impuestas a la materia por
voluntad al parecer inteligente, dependencia
Muy aficionado a la música,
Gabriel estaba abonado a una butaca del Real -tercer turno. Resplandecía
el regio coliseo con la animación que le prestaba la buena sociedad ya
completa y la restaurada monarquía: y, más que teatro,
parecía elegante salón cuajado de beldades. Al lado de Gabriel
sentábanse un machucho brigadier de artillería y su joven esposa,
deidad murciana, de árabes ojos, que a cada acorde de la música,
o a cada nota de los amorosos dúos, se posaban en los del comandante,
deteniéndose un poco más de lo necesario. El brigadier, fumador
empedernido, no recelaba salir en los entreactos
Empezó a hablar, mejor dicho, a perorar donde quiera que encontraba auditorio, proponiendo una campaña activísima, especie de coalición de todos los elementos intelectuales del país, a fin de civilizarlo e impulsarlo hacia senderos donde no quería el muy remolón sentar el pie... Un día, en el Centro militar, al caer la tarde, Gabriel sorprendió un diálogo de sofá a butaca.
-¿Y el comandante Pardo? -preguntaba el sofá-. ¿Le ha visto usted desde que ha llegado de su excursión por tierras de extranjis?
-Ayer me le encontré en la Carrera... -respondía la butaca.
-¿Y qué cuenta? ¿Viene entusiasmado?
-¿Entusiasmado? Decidido a que crucen por doquier caminos y canales. Siempre dije yo que se guillaba; pero ahora, me ratifico. Sonámbulo. Chifladísimo.
-De remate -confirmó el sofá.
No hizo falta más para que el
gran reformador entrase a cuentas consigo mismo.
Al llegar a esta parte de sus recuerdos autobiográficos, alzó Gabriel la vista al cielo, como buscando huellas del poder augusto que rige nuestro destino terrestre. Y eso que él sabía que aquel gran espacio oscuro que le envolvía por todas partes no era más que el firmamento astronómico, con sus millares de millares de soles, de planetas, de mundos chicos y grandes...
¿Tendrán razón los
que creen que andan las almas viajando por ahí? -pensaba, al acordarse
de la muerte de su padre. Por cierto que no la había sentido con la
misma fuerza que la de su hermana, porque Gabriel y don Manuel Pardo eran
naturalezas que no simpatizaban: pertenecían a dos generaciones muy
diversas, y en realidad no se entendían; con todo, vino el dolor natural
y justo, pues siempre hace su oficio la sangre. Bastante abatido llegó
Gabriel a Santiago... Y apenas
¿Cómo no se le habría ocurrido antes? ¿Por qué, hasta que circunstancias fortuitas le arrojaron al hogar viejo, no le cruzó por las mientes idea tan sencilla... perogrullada semejante? ¿Es posible que se pase un hombre la vida con la linterna de Diógenes en la mano, buscando sendas y probando derroteros, cuando la felicidad le está prevenida en el cumplimiento de la ley natural? La esposa, el hijo, la familia; arca santa donde se salva del diluvio toda fe; Jordán en que se regenera y purifica el alma.
Varias veces había notado don
Gabriel la irresistible tendencia de su imaginación viva, ardorosa y
plástica, a construir, con la vista de un objeto, sobre la base de una
palabra, un poema entero, un sistema, una teoría vasta y universal,
llegando siempre a las últimas y extremas consecuencias:
propensión que le explicaba fácilmente los muchos
desengaños sufridos y aquello que llamaba él
-Yo no soy un chiflado -pensaba don
Gabriel, respirando sin percibirlo por la herida-. Yo soy víctima de mi
época y del estado de mi nación, ni más ni menos. Y
nuestro destino corre parejas. Los mismos desencantos hemos sufrido; iguales
caminos hemos emprendido, y las mismas esperanzas quiméricas nos han
agitado. ¿Fue estéril todo? ¿Hemos perdido malamente el
tiempo? ¿Sentenciados
Cuando el nombre divino surgía, ya que no de los labios, del espíritu del comandante, iba el crepúsculo lento de una tarde del mes de Mayo difumando los objetos y haciendo más melancólica la soledad del vacío dormitorio paternal. Sintió Gabriel que el corazón se le llenaba de ternura, y no sabiendo cómo desahogarla, llamó cariñosamente a la decrépita servidora, y en tono festivo, en voz casi humilde, pidiole que trajese luz.
Así que la bujía
quedó colocada sobre la cómoda de su padre, fijáronse los
ojos de Gabriel en el antiguo mueble, muy distinto de los que hoy se
construyen. La cubierta hacía declive, y recordaba Gabriel que al
abrirse formaba un escritorio, descubriendo una especie de templete con
columnas, y múltiples cajoncitos adornados de raros herrajes, que
ocultaban
El comandante apoyó el papel contra los ojos al esconder la cara en las manos, y se reclinó en la cómoda, vencido por uno de esos terremotos del corazón que modifican las actitudes y las elevan a la altura trágica sin que lo advirtamos nosotros mismos... Pasados quince minutos, alzó la frente, con una firme resolución y una promesa.
La misma que repetía ahora a la majestuosa noche.
Tan enamorado estaba Juncal de las buenas trazas y discreción de su huésped, que al día siguiente quiso entrarle en persona el chocolate, varios periódicos, un mazo de tolerables regalías y una calderetilla con agua caliente por si acostumbraba afeitarse. No le maravilló poco encontrar a don Gabriel ya en pie, calzado y vestido. ¡Qué madrugador! ¡Y en ayunas! ¿Qué tal el brazo? ¿Preferiría don Gabriel el chocolate en la huerta, debajo de los limoneros? Don Gabriel dijo que sí, que lo prefería.
Razón llevaba en ello, porque la
mañanita
-Su señora de usted es una gran ama de casa -observó jovialmente don Gabriel al sorber el último residuo del aromático chocolate-. Nos trata a cuerpo de rey. Es increíble el gusto con que se come en el campo, y qué bien sabe todo. Parece que se le quitan a uno diez años de encima.
Con efecto, fuese por obra del campo o por otras causas, semejaba remozado el huésped de Juncal.
-¿Usted quiere ir esta tarde a casa del cura de Ulloa, sin falta? ¿No sería mejor descansar otro diita en mi choza?
-Me urge, amigo Juncal. Pero si usted
por
-¿Quién?, ¿yo?, ¿a casa del cura de Ulloa? ¡Por vida del chápiro verde! Si todos fuesen como ese... me parece que acabaría por volverme beato.
-No todos pueden ser iguales, señor don Máximo, usted bien lo sabe.
-Mire usted, natural sería que el clero... Digo, creo que les tocaba dar ejemplo a los demás.
-El clero es el reflejo de la sociedad en que vivimos. No estamos ahora en los primeros siglos del cristianismo -replicó con cierta malicia discreta don Gabriel mirando a Juncal que echaba lumbres con un eslabón para darle mecha encendida, pues a causa del viento y de las caminatas, el médico había proscrito los fósforos.
-Ríase usted de cuentos... Bien
gordos y repolludos andan los tales parrocetáceos
-Pues en realidad, la profesión es de las menos lucrativas que hoy se pueden seguir. ¿Por ambición, quién diablos va a hacerse clérigo? Amigo, seamos razonables. Antaño, decir canónigo era decir hombre de vida regalona y riñón cubierto; hogaño el canónigo a quien le alcanza el sueldo para comer principio y llevar manteos decentes, se tiene por dichoso. Un cura de aldea es un pobre de solemnidad: cuando más, llegará a donde llegue un labriego acomodado: a tener la despensa regularmente abastecida; y eso, para un hombre que recibió cierta instrucción y tiene por consecuencia necesidades que no tiene el labriego... ya usted ve... Esto lo sabrá usted mejor que yo, porque hasta ahora mi carrera me mantuvo alejado de Galicia.
-¿Es usted artillero, señor don Gabriel?
-Para servir a usted.
-Por muchísimos años. ¿Grado?
-Comandante efectivo. Hoy excedente, a petición mía. Convénzase usted: al clero no le podemos exigir tantas cosas.
-Pero usted también sabe de sobra... ¿porque usted habrá viajado?, ¿eh?
-Sí, he estado algún tiempo en el extranjero.
-En otras partes, la ilustración, la moralidad...
-Moralidad... Sí... Pero el
hombre es hombre en todas partes. El clero protestante, en Inglaterra por
ejemplo, alardea de muy moral; sólo que un vicario protestante, en
resumidas cuentas, es un hombre casado, un empleado con buen sueldo y
respetadísimo; ¿qué ha de hacer? ¿Tendría
usted disculpa si incurriese en algún desliz, amigo Juncal, con esa
bella, complaciente y hacendosa mitad, y esta dorada medianía que goza?
Y además toma usted un chocolate... ¡Cuántas veces
habrá usted echado en cara a los frailes
Dijo esto don Gabriel golpeando familiarmente en el hombro del médico, porque veía a éste colgado de su boca y oyéndole como a un oráculo, y no quería poner cátedra. Sucedíale a veces avergonzarse del calor que involuntariamente tenían sus palabras al discutir o afirmar, y para disimularlo recurría a la ironía y a la broma. Juncal se extasiaba encontrando tanta sencillez y llaneza en aquel hombre cuya superioridad intelectual, social y hasta psíquica le había subyugado desde el primer instante.
-Vamos -pensaba para su capote-, que
aunque fuese mi hermano no estaría más contento de tenerle
aquí. Y todo cuanto dice me convence... No sé disputar con
él, ¡qué rábano! -Echose el sombrero atrás
con un papirotazo del dedo cordial sobre la yema del pulgar, ademán muy
suyo cuando quería explicar detenidamente alguna cosa, y
añadió:- Mire usted, así que conozca al cura de
-Bien, ese ya es un santo -repuso
Gabriel-. ¡Si abundase tal género, qué mayor milagro! Pero
en general, ¿qué va usted a exigirle, señor don
Máximo, a una clase tan mal retribuida? ¿Qué
instrucción, dice usted? ¿Sabe usted lo que cuesta la carrera de
un seminarista? Una futesa, porque si costase mucho, la Iglesia no
podría sostenerlos... ¡Instrucción! ¿Dónde se
recluta la clase sacerdotal? Entre los labriegos o los muchachos más
pobres de las poblaciones. La clase media, que es la cantera de que se extraen
hoy los sabios, buena gana tiene de enviar al seminario sus hijos... Los manda
a las universidades, y de allí, si puede, al Parlamento,
-Es usted... -preguntó Juncal con la cara más afligida del mundo- es usted... neocatólico, por lo visto.
-No, nada de eso -respondió apaciblemente Gabriel-. Soy, platónicamente hablando, avanzadísimo; tengo ideas mucho más disolventes que las de usted solamente... Pero ¡qué limoneros tan hermosos!
Tomó una rama y respiró
con delicia los
-Estoy encantado con mi tierra, don Máximo... Es de los países más poéticos y hermosos que se pueden soñar. Yo no conocía ni esa parte de Vigo, tan pintoresca, tan amena, ni esto de aquí; y lo poco que ya he visto, me seduce... El suelo y el cielo, una delicia; el entresuelo... gente amable y cariñosa hasta lo sumo; las mujeres parece que le arrullan a uno en vez de hablarle.
-¿Mecha otra vez?
-Gracias, no fumo más. ¿Vamos a saludar a la señora? Aún no le hemos dado los buenos días.
-Catalina apreciará tanto... Pero
a estas horas...
Una mariposilla blanca, la vanesa de las
coles que abundaban por allí, vino revoloteando a posarse en el sombrero
de Juncal.
Gabriel permanecía con los ojos
medio guiñados, como cuando seguimos un objeto distante.
-Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente a varias preguntas que tengo que hacerle?
-Señor de Pardo, por Dios... Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda servir...
-Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que usted me hace de él, temo... ¿cómo diré?... temo que sea uno de esos seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que no le sacan a uno de dudas... y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal a la gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más enérgicamente con la cabeza el médico, murmurando -¡por ahí, por ahí!) Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal...
Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:
-Honrado... eso sí... Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.
-Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme...
Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.
-...Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.
-¿La señorita de Moscoso? -exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa-. ¿Qué me dice, don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!
-Ya lo creo -repuso Gabriel soltando la risa-. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.
Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.
-Diré a usted, para que comprenda
mi propósito, que la persona a quien más quise
Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si hablase consigo mismo:
-En efecto... no hay duda que... Realmente, ¿quién mejor? La verdad es...
Miró don Gabriel,
sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se
dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por
-Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé... ¿Cómo es?
-El retrato de su difunta madre, que esté en gloria -respondió muy cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.
-¡De su madre! -repitió el artillero extasiado.
-Pero más buena moza, no
despreciando a la pobre señorita... La madre era... algo bisoja y
delgada... Ésta mira derecho, y tiene unos ojazos como moras maduras...
Alta, carnes apretaditas, morena con tanto andar al sol... buenas trenzas de
pelo negro... y bien constituida. No digamos que sea una chica
-Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.
-Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo... Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.
-Siempre hay eso que se llama aire de familia... Don Máximo, mire usted que aún no he empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?
-No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.
-Diga usted. Mi cuñado...
Juncal terminó la semblanza y biografía de don Pedro Moscoso y Pardo de la Lage, conocido por marqués de Ulloa, con las siguientes filosóficas reflexiones:
-No todos sus defectos hay que imputárselos a él, sino (hablemos claro) a la crianza empecatada que le dieron... Sería mejor que se educase él solito o con los perros y las liebres, que en poder de aquel tutor tan animal, Dios me perdone... y tan listo para sus conveniencias... ¡Y se llamaba como usted, don Gabriel!
El comandante sonrió.
-Maldito lo que se parecen... Como iba
diciendo,
-Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está seguro de su bondad -respondió el artillero.
-Tiene usted razón. A veces se calienta la cabeza, y hace uno disparates... pero en fin, yo soy liberal desde que nací, y en vez de enfriar con los años, me exalto más.
-¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud... mi cuñado?
-Regular... está muy grueso y padece bastante de la gota, como el difunto tío, por lo cual dicen que gasta muy mal humor, y que ha perdido la agilidad, de manera es que no puede salir a caza como antes.
-Y... ¡acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y... esa mujer que tiene en casa?
-Mire usted, como yo no voy por
allí... con repetirle lo que se cuenta... y unos hablan de un modo y
otros de otro; pero yo me atendré a lo que dicen los más formales
y los que acostumbran ir a los Pazos. Usted ya sabe que tal mujer estaba en la
casa antes de casarse su señor cuñado; enredados los dos, por
supuesto, y el padre siendo el verdadero mayordomo y en realidad el
dueño de la casa, aunque por
-¿No le asesinaron por una cuestión electoral?
-Justo... Según eso ¿está usted en autos?
-Uno que venía conmigo en la berlina... el Arcipreste no... el otro...
-
-Pequeño, vivaracho, entrecano...
-El mismo. Pues le contó verdad.
Al gran pillastre de Primitivo me lo despabilaron de un trabucazo, en venganza
de que los había vendido a última hora, tanto que les hizo perder
la elección (Juncal bajó la voz involuntariamente). ¿Ve
usted aquellas tapias, pasadas las primeras... donde asoman las ramas de un
cerezo con fruta? Pues son las del huerto de Barbacana, el cacique más
temible que hubo en el país... Dicen que ese ordenó la
ejecución, aunque el verdugo fue una especie de facineroso que anda
siempre
Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló distraídamente los quevedos.
-Así somos, amigo Juncal... Un país imposible, en ese terreno sobre todo. Antes que aquí se formen costumbres en armonía con el constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua a su molino de usted... Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era una cosa excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos años... Yo entiendo que se quedó corto. Al caso; dígame todo lo concerniente a la historia...
-Hoy en día, a Barbacana ya lo
llevan acorralado, y se cree que trata de levantar la casa e irse a morir en
paz a Orense... Porque va viejo, y no le dejan respirar sus enemigos. El que
vino con usted, Trampeta, con el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien
sierra de arriba... En fin, todo ello para nuestro cuento importa un comino.
Así
Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.
-No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la asistí, y necesité echar mano de todos los recursos de la ciencia para que...
-¿Usted asistió a mi hermana? -exclamó el artillero, cuyos ojos destellaron simpatía, casi ternura, humedeciéndose con esa humedad que es como el primer vaho de una lágrima antes de subir a empañar la pupila.
-Entonces, sí señor; que después, como dije a usted, el marqués hizo punto en no volverme a llamar... La pobre señora se quedó, según dicen, como un pajarito; se le atravesaron unas flemas en la garganta...
Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en Juncal.
-Don Máximo, ¿cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte natural? -pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al contestar:
-Sí señor...
¡sí señor!, ¡sí señor! Puedo
atestiguarlo con sólo una vez que la vi en la feria de Vilamorta, donde
estaba comprando no sé qué, allá unos seis meses antes de
la desgracia. La fallé y dije (puede usted creerme como estamos
aquí y Dios en el cielo): -No dura medio año esta
señorita-. (Pasose Gabriel la mano por la frente). Don Gabriel
-prosiguió el médico-, ¿qué le hemos de hacer? Su
hermana era delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas...
De todas las maneras, ella siempre fue poquita cosa... Volviendo a la
niña, no digamos que su padre la maltrate, pero apenas le hace caso...
Él contaba con un varón, y recuerdo que cuando nació la
pequeña, ya renegó y echó por aquella boca una ristra de
barbaridades... Al que
Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y arrimando la boca a su oído susurró:
-Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene...
En vez de fruncir el ceño el artillero, despejose su encapotada fisonomía, y contestó en voz serena:
-Ojalá. ¿Se admira usted
de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es cierto que considero
obligación del hombre sostener la familia que crea al casarse; pero no
soy de esos tipos que tanto les gustan a los autores dramáticos de
ahora, que no se casan con
Miró Juncal la fisonomía del artillero, a ver si hablaba en broma o en veras. Revelaba cierta juvenil intrepidez, y la resolución de poner por obra grandes hazañas, a pesar de los blancos hilos sembrados por la barba y el pelo que escaseaba en las sienes.
-Si ella no me quiere... y bien puede
ser, que al fin soy viejo para ella... (Juncal hizo con manos y rostro furiosos
signos negativos)... entonces, no habrá rapto. De todos modos, por
cuestión de cuartos, no se ha de deshacer la boda: yo lo fío.
Aparte de que,
-¿Quién sabe de quién es el chico? Y es como un pino de oro.
-¿Más lindo que mi sobrina? Mire usted que voy a defender, sin haberla visto, como el ingenioso hidalgo, que es la más hermosa mujer de la tierra.
-De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen... así... nada más que regular. Muchas veces no se diferencia de una costurerita de Cebre... Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.
-A arreglar todo eso venimos -contestó Gabriel levantándose, como deseoso de echar a andar sin dilación en busca de su futura esposa. Su huésped le imitó.
-Entonces, ¿a qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral de Ulloa? -preguntó muy solícito.
-He mudado de plan; ya no voy...
Iré dentro de un par de días a saludar al señor cura.
-¿Le corre tanta prisa?
-¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado...
Juncal se rió, y volvió a
mirar a su interlocutor, gozándose en verle tan animoso. El sol
ascendía, la proyección de sombra de las tapias y el emparrado
empezaba a acortarse. Por la puerta del huerto asomó una figura humana
inundada de luz, de frescura y color: era una mujer, Catuxa, con el delantal
recogido y levantado, lleno de
-¡Fantasía, fantasía! -pensó-. Cuidadito... ¡no empieces ya a hacer de las tuyas!
Antes de salir de Cebre a caballo,
rigiendo una yegua y una mulita, detuviéronse cortos momentos Juncal y
don Gabriel en el
Miró Gabriel al pobre mozo que
gemía, con los ojos cerrados, la cabeza entrapajada y una pierna tiesa
del terrible aparato que acababan de colocarle, y consistía en
más de una docena de
-Mire si tenía razón -murmuró Máximo-. Estoy ahí a la puerta, y han preferido mandar llamar a éste de más de tres leguas... Es verdad que él ha curado de una vez al muchacho y a la mula, cosa que yo no haría.
Gabriel observaba al algebrista como se observa un tipo de cuadro de género, de los que trasladó al lienzo para admiración de las edades el pincel de Velázquez y Goya.
-Me gustaría darle palique si no tuviésemos el tiempo tan tasado- indicó al médico.
-¡Bah! No tenga miedo, que al señor Antón se lo encontrará usted a cada paso por ahí... Raro es que pase un mes sin que dé vuelta por los Pazos: como hay mucho ganado...
Antes de ponerse en camino, don Gabriel
sacó de la petaca algunos cigarros, que tendió al atador. Tomolos
este con su flema y reposo habituales; y arrojando la ya apurada colilla, se
tocó el ala del grotesco sombrero,
Los jinetes refrenaron el primer ímpetu de sus cabalgaduras, a fin de no cansarlas ni cansarse, y adoptaron una ambladura pacífica. Era la tarde de esas del centro del año, que en los países templados suelen ostentar incomparable magnificencia y hermosura. Campesinos aromas de saúco venían a veces en alas de una ligerísima brisa, apenas perceptible. La yegua de Juncal, que montaba el comandante, no desmentía los encomios de su dueño. Regíala Gabriel con la diestra, y bien pudiera dejarle flotar las riendas sobre el pescuezo, pues aunque lucia y redondita de ancas, gracias al salvado de Catuxa, era la propia mansedumbre. Sólo se permitía de rato el exceso de torcer el cuello, sacudir el hocico y rociar de baba y espuma los pantalones del jinete; pero aun esto mismo lo hacía con cierta docilidad afectuosa.
Gabriel se dejaba columpiar blandamente,
penetrado de un bienestar intenso, de una
Verbigracia, en el caso presente.
¿Pues no habíamos quedado en que el pedir la mano de su sobrina
era el cumplimiento de un austero deber, un tributo pagado a la memoria de un
ser querido, un acto sencillo y grave? ¿Bastarían dos o tres
frases de Juncal, el olor de las flores silvestres y el hervor de su propia
mollera para edificar sobre la base de la obligación moral el castillo
de naipes de la pasión? ¿Por qué pensaba en su sobrina
incesantemente, y se la figuraba de mil maneras, y discurría, enlazando
experiencias y recuerdos, cómo sorprenderla, interesarla y enamorarla,
hablando pronto? ¿Por qué se deleitaba en imaginar la inocencia
selvática de su sobrina, su carácter algo arisco, y el
rendimiento y ternura con que, después de las primeras esquiveces, le
caería sobre el corazón más blanda que una breva; y por
qué
La naturaleza se asemeja a la música en esto de ajustarse a nuestros pensamientos y estados de ánimo. No le parecieron a Gabriel tristes y lúgubres ni los abruptos despeñaderos que se suspenden sobre el río Avieiro, ni los pinares negros cuya mancha limitaba el horizonte, ni los montes calvos o poblados de aliaga, ni los caminos hondos, que cubría espesa bóveda de zarzal. Al contrario, miraba con interés los pormenores del paisaje, y al llegar al crucero de piedra y al copudo castaño que le formaba natural pabellón, exclamó con entusiasmo:
-¡Qué hermoso sitio! Ni ideado por un pintor escenógrafo de talento.
-Cerquita de aquí -advirtió Juncal- mataron al excomulgado de Primitivo, el mayordomo de los Pazos. Mire usted: debió ser por allí, donde blanquea aquel paredón... El chiquillo, el nieto, el Perucho, lo estuvo viendo muy agachadito detrás de las piedras... Se le ha de acordar cada vez que pase por aquí... si es que tiene valor de pasar.
Gabriel se volvió un poco sobre la silla española que vestía su yegua, y exclamó como el que pregunta algo de sumo interés que se le ha olvidado:
-¿Qué tal índole es la de ese chico? ¿Maltrata a mi sobrina? ¿La mortifica? ¿Le tiene envidia? ¿Hace por malquistarla con mi cuñado?
-¡Él maltratarla! ¡A
su sobrina! Pues si no ha habido en el mundo cariño más apretado
que el de tales criaturas. Desde que nació la niña, Perucho se
volvió chocho, lo que se llama chocho, por ella; la señora y el
ama
-Sí, ya sé qué
quiere decir
-Ajajá. Pues el chiquillo, el
primer año, se desmejoró bastante y vino todo encogido, como los
gatos cuando tienen
Juncal dudó y vaciló al llegar aquí. Por vez primera acaso, se le vino a las mientes una idea muy rara, de esas que hacen signarse aun a los menos devotos murmurando -¡Ave María!- de esas que no se ocurren en mil años, y una circunstancia fortuita sugiere en un segundo...
Cruzáronse sus miradas con las de don Gabriel, que le parecieron reflejo de su propio pensamiento, reflejo tan exacto como el del cielo en el río; y entonces el artillero, sin reprimir una angustia que revelaba el empañado timbre de la voz, terminó el período:
-Con su hermana.
Calló Juncal. Lo que ambos cavilaban no era para dicho en alto.
Reinó un silencio abrumador, cargado de electricidad. Estaban en sitio desde el cual se divisaba ya perfectamente la mole cuadrangular de los Pazos de Ulloa, y el sendero escarpado que a ellos conducía. Juncal dio una sofrenada a su mula.
-Yo no paso de aquí, don Gabriel... Si llego hasta la puerta, extrañarán más que no entre... y la verdad, como está uno así... político... no me da la gana de que piensen que aproveché la ocasión para meter las narices en casa de su señor cuñado. Mañana vendrá el criado mío a recoger la yegua...
Gabriel tendió la mano sana buscando la del médico.
-Me tendrá usted en Cebre cuando menos lo piense, a charlar, amigo Juncal... A usted y a su señora les debo un recibimiento y una hospitalidad de esas... que no se olvidan.
-Por Dios, don Gabriel... No avergüence a los pobres... Dispensar las faltas que hubiese. La buena voluntad no escaseaba: pero usted pasaría mil incomodidades, señor.
-Le digo a usted que no la olvidaré...
Y el rostro del artillero expresó gratitud afectuosa.
-¡Cuidar el brazo, no hacer nada con él! -gritaba Juncal desde lejos, volviéndose y apoyando la palma sobre el anca de la mula. Y diez minutos después aún repetía para sí:- ¡Qué simpático... qué persona tan decente!... ¡Qué instruido... qué modos finos!...
El médico, después de
volver grupas, apuró lo posible a la mulita con ánimo de llegar
pronto a su casa. Iba pesaroso y cabizbajo, porque ahora le venía el
trasacuerdo de que
-¿Cómo pensará este señor? -discurría Juncal, mientras el trote de la mula le zarandeaba los intestinos-. ¿Qué será? ¿Liberal o carcunda? Vamos, carcunda es imposible... Tan simpático... ¡qué había de ser carcunda! Pues sea lo que quiera... debe de estar en lo cierto.
Por delante de los Pazos cruzaba un mozallón conduciendo una pareja de bueyes sueltos, picándoles con la aguijada a fin de que anduviesen más aprisa. Gabriel le preguntó, para orientarse, pues ignoraba a cuál de las puertas del vasto edificio tenía que llamar. Ofreciose el mozo a guiarle adonde estuviese el marqués de Ulloa, que no sería en casa, sino en la era, viendo recoger la cosecha del centeno. Arrendando el artillero su dócil montura, echó detrás del mozo y de los bueyes.
Dieron vuelta casi completa a la cerca
de los Pazos, pues la era se encontraba situada
Indicaba desde lejos la era la roja cruz
del hórreo; se oía el coro estridente de los ejes de los carros,
que salían vacíos para volver cargados de cosecha. Era la hora en
que los bueyes, rociados con unto y aceite como preservativo de las moscas,
cumplen con buen ánimo su pesada faena, y se dejan uncir mansamente al
yugo, mosqueando despacio el ijar con las crinadas colas. Gabriel se
tropezó con dos o tres carros, y al emparejar con ellos, pensó
que su chirrido le rompiese el
Un enjambre de fornidos gañanes,
vestidos solamente con grosera camisa y calzón de estopa, alguno con un
rudimentario chaleco y una faja de lana, empezaban a elevar, al lado de una
Este alzó la cabeza muy sorprendido; el Gallo, sin volverse, giró sus ojos redondos, de niña oscura y pupila aurífera, como los del sultán del corral, hacia el recién llegado; los mozos suspendieron la faena, y Gabriel, en medio del repentino silencio, notó en las plantas de los pies una sensación muelle y grata, parecida a la del que entra en un salón hollando tupidas alfombras. Eran los extendidos haces de centeno que pisaba.
El hidalgo de Ulloa se puso en pie, y se hizo con la mano una pantalla, porque los rayos del sol poniente daban de lleno en la cara de Gabriel, y no le permitían verla a su gusto. El comandante se acercó más a su cuñado, y alargó la diestra, diciendo:
-No me conocerás... Te
diré quien soy...
-¿Gabriel Pardo?
Revelaba la exclamación de don Pedro Moscoso, no solamente sorpresa, sino hosco recelo, como el que infunden las cosas o las personas cuya inesperada presencia resucita épocas de recuerdo ingrato. Viendo Gabriel que no le tomaban la mano que tendía, hízose un poco atrás, y murmuró serenamente:
-Vengo a verte y a pedirte posada unos cuantos días... ¿Te parece mal la libertad que me tomo? ¿Me recibirás con gusto? Di la verdad; no quisiera contrariarte.
-¡Jesús... hombre!
-prorrumpió el hidalgo esforzándose al fin por manifestar
cordialidad y contento, pues no desconocía la virtud primitiva de la
hospitalidad-. Seas muy bienvenido: estás en tu casa.
¡Ángel! -ordenó dirigiéndose al
-No por cierto. De Cebre aquí a caballo, no es jornada para rendir a nadie. Siéntate donde estabas; si lo permites, me quedaré aquí; lo prefiero.
-Como tú dispongas; pero si estás cansado y... ¡Ey, Ángel! -gritó al individuo que ya se alejaba:- a tu mujer que prepare tostado y unos bizcochos. ¡Vaya, hombre, vaya! -añadió volviéndose a Gabriel-. Tú por acá, por este país...
-He llegado ayer -contestó Gabriel comprendiendo que una vez más se le pedía cuenta de su presencia y razón plausible de su venida-. Estaba en la diligencia que volcó -y al decir así, señalaba su brazo replegado, sostenido aún por el pañuelo de seda de Catuxa-. Ha sido preciso descansar del batacazo.
-¡Hola, conque en la diligencia que volcó! ¡Ey, tú, Sarnoso! -exclamó el hidalgo dirigiéndose a uno de los gañanes-. ¿No dijiste tú que vieras entrar en Cebre ayer una mula y un delantero estropeados?
-Con perdón -respondió el
Sarnoso tocándose
-Sí, es verdad; hoy se les hizo la cura -confirmó Gabriel.
El vuelco de la diligencia empezó
a dar mucho juego. El Sarnoso agregó detalles; Gabriel
añadió otros; el marqués no se saciaba de preguntar, con
esa curiosidad de los acontecimientos ínfimos propia de las personas que
viven en soledad y sin distracción de ninguna clase. Gabriel le
examinaba a hurtadillas. Para los cincuenta y pico en que debía frisar,
parecíale muy atropellado y desfigurado el marqués, tan
barrigón, con la tez tan inyectada, con el pescuezo y nuca tan anchos y
gruesos, con las manos tan nudosas por las falanges como suelen estar las de
los labriegos que por espacio de medio siglo se han consagrado a beber el
hálito de la tierra, y a rasgarle el seno diariamente. A modo de maleza
que invade un muro abandonado, veía el artillero en el conducto
auditivo, en las fosas nasales, en las cejas, en las muñecas de su
cuñado,
Lo cierto es que Gabriel, al ver en su cuñado señales evidentes del peso de los años y del esfuerzo con que iba descendiendo ya el agrio repecho de la vida, sintió por él esa compasión involuntaria que inspiran a los corazones generosos las personas aborrecidas o antipáticas, cuando se ven que caminan al desenlace de las humanas tribulaciones, flaquezas e iniquidades -la muerte.
-¡Yo que le tenía por un castillo! -pensó-. Pero también los castillos se desmoronan.
De su parte el marqués, lleno de
curiosidad y suspicacia, estaba que daría el dedo meñique por
saber qué viento traía a su cuñado. Pensaba en
recriminaciones, en acusaciones, en cuentas del pasado ajustadas ahora por
quien tenía derecho de ajustarlas, y pensaba también en cosa
más inmediata y práctica, en
Como anticipándose a indicar el verdadero objeto de su venida, Gabriel, habiéndose quitado su sombrero hongo de fieltro, que le dejaba una raya roja en la frente, y pasándose con movimiento juvenil la mano por el cabello para arreglarlo y calados mejor los quevedos, preguntó:
-Y... ¿qué tal mi sobrina
Manuela? Estoy
El marqués de Ulloa gruñó, creyendo que el gruñido era la mejor manera de contestar a lo que juzgaba cumplimiento. Al fin articuló:
-Ahora la verás... Milagro que no anda por aquí. Estarán ella y Perucho... como dos cabritos, triscando. Los pocos años, ya se ve... Cuando vamos viejos se acaba el humor... Más tengo corrido yo por esos vericuetos, que ningún muchacho de hoy en día. Pero a cada cerdo le llega su San Martín, como dicen... Todos vamos para allá -dijo apoyando su grueso mentón en el puño de su palo, y señalando con la cabeza a punto muy distante.
Gabriel se entretenía
contemplando el espectáculo de la era, que le parecía, acaso por
la plenitud de su corazón y el rosado vapor en que sabía
bañar las cosas su fantasía incurable, henchida de soberana
quietud y paz. La puesta del sol era de las más espléndidas,
Incorporose este, haciendo segunda vez pantalla de la mano.
-¿No preguntabas por tu sobrina? Me parece que ahí la tienes. ¡Vela allí!
-¿En dónde? -preguntó Gabriel, que no veía nada ni oía más que un discordante quejido, que poco a poco iba convirtiéndose en insoportable estridor.
Entre el marco que dos higueras
retorcidas, cargadas de fruto, formaban a la puerta de la era, desembocó
entonces una yunta de amarillos y lucios bueyes, tirando de un carro atestado
de gavillas de centeno. Reparó Gabriel con sorpresa la forma primitiva
del carro, que mejor que instrumento de labranza parecía máquina
de guerra: la llanta angosta, la rueda sin rayos, claveteada de clavos gruesos,
el borde hecho con empalizada de agudas estacas, donde para sujetar la carga,
descansa un tosco enrejado de mimbres, de quitaipón. Pero al alzar la
vista de las ruedas, fijó su atención un objeto más
curioso:
Primero se bajó de un salto Perucho, y tendiendo los brazos, recibió a Manuela, a quien sostuvo por la cintura. Cayó la chica con las sayas en espiral, dejando ver hasta el tobillo su pie mal calzado con zapato grueso y media blanca. Al punto mismo de saltar vio al desconocido, y se detuvo como indecisa. Perucho también pegó un respingo de animal montés que encuentra impensadamente al cazador. Gabriel clavó en su rostro la mirada, impulsado por ansia secreta e indefinible de saber si merecía su fama de belleza física el que él llamaba entre sí, con asomos de humorismo, el bastardo de Moscoso.
Para el escultor y el anatómico, belleza era, y de las más perfectas y cumplidas, aquel cuerpo bien proporcionado y mórbido, en que ya, a pesar de la juventud, se diseñaban líneas viriles, bien señaladas paletillas, vigorosos hombros, corvas donde se advertía la firmeza de los tendones; y rasgo también de belleza clásica y pura, la poderosa nuca redondeada, formando casi línea recta con la cabeza y cubierta de un vello rojizo; el trazo de la frente que continuaba sin entrada alguna; la vara de la correcta nariz; los labios arqueados, carnosos y frescos como dos mitades de guinda; las mejillas ovales, sonrosadas, imberbes; la nariz y barba que ostentaban en el centro esa suave pero marcada meseta o planicie que se nota en los bustos griegos, y que los artistas modernos no encuentran ya en sus modelos vulgares, y por último el monte de bucles, digno de una testa marmórea, de los cuales dos o tres se emancipaban hasta flotar sobre las cejas y estorbar a los ojos.
Para Gabriel, más pensador e
idealista que artista y pagano, y además hombre moderno en toda la
extensión de la palabra, aficionado a la expresión, prendado
sobre todo, en el sexo varonil, de las cabezas reflexivas, de las frentes
anchas en que empieza a escasear el cabello, de las fisonomías que son
una chispa, una llama, una idea hecha carne, que habla por los ojos y se
imprime en cada facción y se acentúa enérgicamente en la
ahorquillada o puntiaguda barba, de los cuerpos en que la disposición
atlética y la hermosura de los miembros se disimula hábilmente
bajo la forma de la vestidura usual entre gente bien educada; para Gabriel,
decimos, fuese por todas estas razones o por alguna otra que ni él mismo
entendía, no solamente resultó incomprensible la lindeza de
Perucho, sino que a pesar de su predisposición a la simpatía,
sobre todo hacia la gente de posición inferior a la suya, le
pareció hasta antipática e irritante aquella cabeza de joven
deidad olímpica, aquella frescura campesina
En cambio -¡oh transacciones de la
estética!- Gabriel se indignó de que alguien hubiese dudado de la
hermosura de Manolita. ¡Manolita! Manolita sí que era guapa.
Así como a Perucho se le estaba despegando la americana y el
pantalón, y su musculatura pedía a voces el calzón de
estopa de los gañanes que erigían la meda, a Manolita
(seguía pensando Gabriel) no le cuadraba bien el pobre vestidillo de
lana, y su fino talle y su airosa cabecita menuda reclamaban un traje de
-Tenga usted buenas tardes.
Si más conversación,
volvió la espalda, deslizándose tras de la meda. Gabriel se
quedó algo sorprendido de semejante conducta por parte de su sobrina.
Entre los números del programa trazado por su imaginación, se
contaba el del recibimiento. Con el candor idílico que guardan en el
fondo del alma los muy ensoñadores, durante el camino se había
imaginado una escena digna del buril de un grabador inglés: una doncella
candorosa aunque
Gabriel no tenía ojos ni
oídos más que para el juego. Su cuñado seguía habla
que te hablarás, en el tono llano y cansado del hombre para quien
pasó la edad de los retozos y no cree que ya le importen a nadie. Y
Gabriel se consumía, contestando cortésmente, pero
distraído, con el alma a cien leguas de
-¿Tú querrás descansar? ¿Tomas algo? ¿Cenas?... -interrogó obsequiosamente el marqués, dando muestras de querer llevarse a su huésped hacia casa.
-No... Sí... Quisiera...
-murmuró Gabriel un tanto confuso, porque al verse de pie le
pareció ridículo decir: -Lo que estoy deseando, a pesar de mi
brazo vendado, es ponerme también a echar haces a la
Al entrar en los Pazos experimentó Gabriel la impresión melancólica que sentimos al acercarnos a la sepultura de una persona querida, y la emoción profunda que nos causa ver con los ojos sitios que desde hace mucho tiempo visita nuestra imaginación. En sus años de colegio, Gabriel se representaba la casa de su hermana como una tacita de plata, elegante, espaciosa, cómoda; después sus ideas variaron bastante; pero nunca pudo figurársela tan ceñuda y destartalada como era en realidad.
A la escalera salieron a hacerle los
honores
Sabel no desmentía la regla. A los cuarenta y tantos años era lastimoso andrajo de lo que algún día fue la mejor moza diez leguas en contorno. El azul de sus pupilas, antes tan claro y puro, amarilleaba; su tez de albérchigo era piel de manzana que en el madurero se va secando; y los pómulos sobresalientes y la frente baja y la forma achatada del cráneo se marcaban ahora con energía, completando una de esas cabezas de aldeana de las cuales dice cualquiera: «Más fácil sería convencer a una mula que a esta mujer, cuando se empeñe en algo».
Con todo, su marido Ángel de
Naya, por
Incapaz de los vastos cálculos de
Primitivo, había dedicado a comprar tierras todo el dinero heredado de
su difunto suegro, que no era poco y andaba esparcido por el país en
préstamos a un rédito usurario. El Gallo amaba las fincas
rústicas a fuer de labriego de raza. Instalado en los Pazos de Ulloa, la
casa más importante del distrito, vio desde
El matrimonio salió a esperar al
huésped
-¿Y Manolita? -preguntó-. ¿Y Manolita? ¿No cena?
-¿La chiquilla?... ¡Busca!
¿Quién cuenta con ella? -respondió el marqués de
Ulloa, como si dijese la cosa más natural y corriente
No replicó palabra Gabriel, por lo mismo que se le ocurrían infinidad de objeciones: pero no era ocasión de soltar la sin hueso allí delante de la criada que entraba y salía llevando platos, vasos y servilletas. Su impulso era decir: -Pues mira, vámonos a la era, y luego cenaremos juntos-, pero se contuvo: todo le parecía prematuro, indelicado y fuera de sazón mientras no tuviese con su cuñado una entrevista, lo que se llama una entrevista formal.
Trató de entretenerse observando.
Le parecía poético aquel comedor tan distinto de los que se ven
en todas partes, sin aparadores, sin platitos japoneses o de Manises colgados
por la muralla, sin cortinas ni chimenea;
Si Gabriel pudiese recordar otras
épocas de los Pazos, notaría, no sólo en aquella
exhibición de vajilla blasonada, sino en mil detalles más, que
allí reinaba cierta suntuosidad desconocida cosa de veinte años
antes. Y no era que don Pedro Moscoso se hubiese pulido y civilizado algo; al
revés: con la mengua
Cuando después de reposar la cena
fumando un par de cigarrillos, pedía Gabriel a don Pedro una entrevista
confidencial para el día siguiente, retirábase el Gallo a sus
habitaciones en compañía de su mujer, la cual acababa de disponer
todo lo necesario al alojamiento del huésped. Nada menos que
Las pollitas, o sean las hijas del
Gallo, de siete y nueve años de edad, dormían ya como sardina en
banasta en una misma cama, la una en posición natural, la otra con los
pies hacia la cabecera; dormían con los ojos colorados y los carrillos
hechos un tomate de tanto becerrear y llorar, porque querían ir a la
era, a oír tocar la pandereta y cantar la
-¡Ave María de gracia!...
¡Dice que están a noventa... y cin... y cin... co
Sabel, que se acostaba entonces,
respondió con una especie de complaciente gruñido,
estirándose gustosa entre las sábanas, pues sin saber
cuántos
La primer noche de los Pazos fue para Gabriel Pardo noche de fiebre. Fiebre de impaciencia, fiebre de cólera, fiebre de recuerdos, de esperanzas, de curiosidad, de indefinible y hondo temor, y además... ¿por qué negarlo?, ¿por qué dudarlo?, ¡fiebre amorosa!
¡Amorosa! ¡Una niña a
quien había visto un cuarto de hora, que le había dicho
-No soy yo quien se enamora, es mi
imaginación
Cabalmente le habían dado el
cuarto de su
Gabriel velaba revolviéndose en
la cama, escuchando el silencio, ese silencio campesino en que vibran siempre
ladridos de canes vigilantes, murmullos de agua y brisa, coros de ranas, y
antes de la aurora, gemir de carros, y a la aurora, dianas de gallos de sangre
ligera. Calculaba qué línea de conducta le convendría
adoptar al día siguiente, al fin optó por la más leal.
Hablaría con el hidalgo francamente, se lo diría todo,
obraría de
Llegó al cabo el amanecer y
sucediole a Gabriel lo que a todos los que se pasan la noche en blanco
suspirando por el día: que se quedó profunda e invenciblemente
dormido. El marqués de Ulloa, inveterado madrugador gracias a sus
hábitos de caza y siesta, vino con impertinente celo a despertar a su
cuñado, aguijoneándole ya la curiosidad de saber el objeto de la
venida del comandante. Gabriel fue llamado al mundo real cuando más a su
sabor se encontraba en el de las quimeras. Propuso el marqués, a guisa
de armisticio, que la conversación fuese de cama a
El artillero acudió puntualmente,
y sin saber cómo, el diálogo que Gabriel se había
propuesto que fuese sumamente correcto y formal, tomó en seguida giro
humorístico, descarado y hostil por ambas partes. -Me dejas pasmado. -No
sé por qué. -Pero, vamos claros: ¿tú tienes gana de
broma? -Nada de eso: con nadie, y menos contigo. -¿En qué
quedamos; me pides o no a Manolita? -No te la pido; lo que hago es advertirte
que voy a intentar tomarla, porque me parece desleal proceder de otra manera:
al fin eres su padre. -¿Tomarla? ¿Cómo se entiende eso de
tomarla? -¿Cómo se entiende? No como lo entiendes tú, sino
de otro modo: y para explicártelo mejor, voy a ver si logro que la chica
me quiera, y entonces... entonces sí que te la pido. -Sólo
faltaba que tampoco me la pidieras entonces. -Pues bien mirado, si ella
-Ya tengo -pensó Gabriel al volver a su cuarto- campo libre y carta blanca-. Pasábase el cepillo por la cabeza a fin de alisar y distribuir mejor sus cabellos finos y escasos, cuando el corazón le dio un brinco absurdo, inverosímil: unos dedos menudos herían aprisa la puerta, una voz que le era imposible confundir ya con otra alguna, preguntaba:
-¿Hay permiso?
Manolita entró. Venía
vestida con algún más esmero que el día anterior, y su
traje de
-Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted? Yo... bien. Dice papá que le lleve a ver el huerto y la casa toda.
-Gracias, niña... ¿Y para venir conmigo te has compuesto así?
-Mandó papá que me pusiese el vestido nuevo para acompañarle a usted.
-¿Te sería igual tutearme... o te parezco demasiado viejo? Di -añadió con unos visos de melancolía.
-Algo viejo es... y me da vergüenza.
Gabriel se quedó encantado de la
contestación.
-Pues cuando tengamos más confianza. Ahora, vámonos por ahí, al huerto... Tengo más ganas de aire libre que de ver la casa. ¿Quieres mi brazo?
-¡Brazo! ¡Ay, qué chiste! Tengo los dos que Dios me dio. Puede que...
-¿Qué?
-Que si fuésemos por ahí... por montes... le tuviese yo que dar la mano.
-Pues mira... Justamente quería pedirte ese favor. Que me enseñases paseos largos, sitios bonitos... Tú que conoces todo este país como tu propio cuarto.
-Sí; pero a esta horita -notó la muchacha castañeteando los dedos- ¿quién se atreve a pasar más allá del bosque? No se aguantará la calor, y usted que no tiene costumbre...
-Pues al bosque ahora, y a la tarde... me llevarás a donde gustes, chiquilla.
Volviose la muchacha con un movimiento
de malhumor y aspereza, que ya dos veces
La montañesa echó delante,
ágil y airosa como una cabrita montés, y su tío la
seguía, rumiando aquello del terreno virgen, y observando con gran
placer que era aplicable así a lo moral como a lo físico de la
muchacha. La cintura de Manolita, en vez de ser de forma cilíndrica,
tenía las dos planicies delante y detrás, que suelen delatar la
inocencia del cuerpo; su nuca (descubierta por la raya que dividía las
trenzas colgantes), su nuca, esa parte del cuerpo femenino que el arte moderno
ha rehabilitado devolviéndole todo su valor expresivo, era de las
más tranquilizadoras, por su delgadez y pureza, y lo raro y lacio del
pelo corto que la sombreaba; su
-¡Cuánto tengo aquí
que enmendar, que enseñar, que formar! -reflexionaba Gabriel, muy
encariñado ya con su oficio de preceptor-. Pero hay terreno, hay
sujeto... ¡La han descuidado tanto! Lo que exista aquí de bueno ha
de ser bueno de ley, por deberse exclusivamente a la fuerza e influjo del
natural, a la rectitud del instinto. Más fácil es
habérselas con esta niña, entregada a sí misma desde que
nació, que con esas chicas criadas en una atmósfera artificial, y
a quienes la solicitud y los sabios... o hipócritas consejos de las
mamás, tías, y amiguitas, han cubierto de un barniz tan espeso y
compacto, que el demonio que sepa lo que hay debajo de él.
-¿Conque adónde me llevas?, ¿al bosque? ¡Pero
qué modo de correr! -exclamó en voz alta, viendo que Manolita
atravesaba velozmente
-Corra también -respondió la niña casi sin volver la cara-: ¡Todo esto de la casa y la huerta es más cargante! Ya iremos despacio por el soto... Allí da gusto.
Realmente el huerto parecía un
horno. El día amenazaba ser del todo canicular, y en la superficie del
estanque, los mismos
-Va a pillar un
Obedeció el sabio consejo el artillero, y colocó dentro de su hongo una hoja de col bien aplicada.
-¿Y tú? -exclamó en
seguida-. ¿Por qué no coges un
-¡Uy! ¡Yo! Yo ya tengo confianza con el sol.
A lo lejos, más allá de los frutales del huerto, que apenas daban sombra, destacábase el soto, como una promesa de frescura y bienestar; el soto de castaños floridos, donde los rayos del sol no tenían acceso. Pero Gabriel, fuese por detenerse un minuto, o porque realmente el paseo convidaba a refrescar la boca, se detuvo al pie de un ciruelo cargado de fruta, y llamó a su sobrina.
-¿Manuela?
Ella se volvió, asaz impaciente.
-¿Sabes que de buena gana comería un par de ciruelas?
-Pues cómalas, y buen provecho -respondió la chica encogiéndose de hombros.
-Escógemelas; ten compasión de un pobre cortesano ignorante.
-¿
-No... Sé un poco amable. Ayúdame.
Con el ceño fruncido, el ademán entre hosco y burlón, la chica alargó los dedos, bajó una rama, fue tentando ciruelas... y en un abrir y cerrar de ojos, dejó caer una docena, como la pura miel, amarillas por la cara que miraba al sol y reventadas ya de tan dulces, en el pañuelo limpio, marcado con elegante cifra, que Gabriel tenía cogido por las puntas.
-Mil gracias... Ahora...
-¿Ahora qué?
-Cómete tú una primero, para que me sepan mejor las demás.
-No me da la gana... Estoy harta de ciruelas.
-Pues dispensa... Una más o menos, no te produciría indigestión, y al comerla, cumplirías un deber.
-
-El deber de las señoritas, que es hacerse agradables y simpáticas a todo el mundo, y con mayor razón a los huéspedes que tienen en casa, y todavía más si son sus tíos y vienen a verlas.
Una ojeada más fiera que las anteriores fue la respuesta de Manolita, que echó a andar apretando el paso, tanto que a Gabriel le costaba trabajo seguirla.
-Chica, chica... -gritó-. Mira que he trepado por los vericuetos de las Provincias, pero tú eres un gamo... Aguarda un poco.
Parose la muchacha, y agarrándose
al tronco de un peral, y estribando en la pierna izquierda, con la punta del
pie derecho describía
Dejado atrás el huerto, pisaron
la linde del bosque, alfombrada por las panojas amarillentas de la flor del
castaño, que empezaba a desprenderse aquellos días y había
impregnado el aire de un olorcillo que sin ser embriagador perfume, tiene algo
de silvestre, de fresco, de forestal, de húmedo y refrigerante, por
decirlo así, encantador para los que han nacido o vivido largo tiempo en
la región gallega. No pecaba el soto de intrincado; como más
próximo a la casa, había sido plantado con cierto orden y
simetría, y los troncos de sus magníficos árboles formaban
calles en todas direcciones, aunque los obstruyese la maleza, dejando
sólo relativamente limpia la del centro, atajo que solían tomar
los peatones que descendían de la montaña, para llegar a los
Pazos más pronto. El ramaje era tan tupido y formaba tan espesa
bóveda,
-¿Vamos a sentarnos un poco? Esto está envidiable.
-Bien -contestó lacónicamente la muchacha, siempre con la misma agrazón en el acento y el gesto; y se tumbó como de mala gana en el blando tapiz.
-¡Cortezuda es la pobrecilla! -pensaba Gabriel mientras su sobrina callaba arrancando uno tras otro los pétalos de una flor silvestre. La flor, que era una margarita, le contestó -mucho- pero la muchacha, que nada tenía de romántica, no le había preguntado cosa alguna.
-Manuela (esto ya iba dicho en voz alta
y con dulzura y ansiedad) dispénsame que te haga una pregunta.
¿Estás así, incomodada y de mal humor, por culpa
mía, por tener que acompañarme? Mira, dímelo francamente,
porque... no tendrá nada de particular, ¿sabes?
Manuela bajó los ojos, que tenía clavados en el ondeante pabellón de las ramas, y miró a su tío primero con cierta sorpresa, después con atención. Gabriel, habiéndose quitado los quevedos, concentraba en sus expresivas pupilas toda la vida de su espíritu.
-Como lo comprendo, no pienses que me he de enfadar contigo... Lo que te dije antes, cuando te pedí que comieses las ciruelas, fue pura broma. Yo no me enfado por sentimientos naturales y cosas propias de la edad; además, nada que venga de ti puede enfadarme, niña. Tú puedes hacer de mí lo que quieras.
-¿Por qué? -preguntó la montañesa, cuya negra pupila se dilató de asombro.
-Porque eres un ángel, y los ángeles no ofenden a nadie... y porque aunque fueses un diablillo, yo... te querría, ¿sabes? Lo mismo que te quiero... con toda el alma... ¡con toda el alma!
Fue dicha la frase con tan sabrosa
mezcla de calor y galantería, de ternura paternal y fuego profano, que
Manuela se sintió poco a poco enrojecer desde la punta de la barbilla
hasta la raíz del cabello, y su infalible instinto femenil le dijo que
había allí
-Tu madre -añadió Gabriel
como para atemperar el encendimiento de sus palabras- fue mi hermana del
corazón, y he conservado de ella tal memoria, que sólo por ser
tú hija suya, besaría la tierra que pisas... ¿te
Y sin más preliminares, Gabriel, que estaba recostado un poco más abajo que la niña, se volvió, llegó el rostro a las hierbas en que el pie de esta reposaba, y aplicoles un sonoro beso.
La gravedad de la montañesa se disipó como el humo. Ver a aquel señor, tan elegante, tan fino, tan formal, que aunque no era precisamente viejo, parecía «persona de respeto», y que sin más ni más besuqueaba el suelo delante de ella, le arrancó una viva y sonora carcajada. Gabriel le hizo coro.
-¡Gracias a Dios que te veo
reír! -dijo al disiparse el primer alborozo-. ¡Gracias a Dios!
Todo lo que sea no estar con aquella cara de juez de antes, me gusta. A tu edad
se debe reír... es lo natural. ¡Qué contento me da verte
así! Sobrina mía... te declaro solemnemente que eres muy bonita
cuando te ríes. (Ya lo sabía la niña, y aunque
montañesa, no ignoraba que al reír se le ahondaba un
-¿Antes de verme? -interrogó la chiquilla con serenidad burlona, enjugándose con las yemas de los dedos lágrimas de risa.
-Antes. ¿De qué te pasmas? ¿Te acuerdas tú de tu mamá?
-No... ¡Era yo tan
-¿Y cómo te la figuras tú? ¿Fea o bonita?
-¡Qué pregunta! Ya se sabe que bonita.
-Pues... lo mismo me pasaba a mí contigo antes de verte. Ea: ¿están hechas las paces? ¿Somos amigos?
-Sí señor -respondió Manuela entornando los párpados.
-¿No estás disgustada por tener que acompañarme?
-No señor...
-Sí señor, no
señor... ¡Ay, ay, ay! ¡Qué sonsonete! Mira que si me
enfado... te hago reír otra vez. Ya que no quieres tutearme... al menos,
no me digas
-¿Tío Gabriel?
-Bueno,
-Porque... -Manuela iba sin duda a soltar un secreto formidable; pero de pronto sus labios se cerraron, sus ojos vagaron por el suelo, y murmuró enérgicamente-. Por nada.
-¿Por nada?
-Por... porque hablando francamente, era
mejor que papá lo acompañase; yo no soy quien para entretenerlo
ni darle conversación. Bonita diversión la que saca de estar
-Montañesita, eso que vas diciendo sí que es una chiquillada. No sólo me distrae tu compañía, sino que la he solicitado. ¿De dónde sacas tú que no tenemos de qué hablar? ¡Miren la muñeca! Vaya si tenemos: y tanto, que no se nos acabará en muchísimo tiempo la conversación. Podremos estar charlando una semana, y otra, y otra, y tener siempre cosas nuevas de qué tratar.
Enarcó Manuela las cejas, entreabrió los labios, redondeó los ojos, y se quedó como asombrada mirando al artillero.
-¿No lo crees? -dijo este, que iba cortando con mucho primor, de una uñada, tallos de gramíneas, y reuniéndolos, sin duda con ánimo de formar un ramillete.
-No señor... tío Gabriel.
Porque... yo soy una infeliz que me he criado aquí, entre los tojos,
como quien dice, y usted anduvo mucho mundo y corrió muchos pueblos y
sabe
-¡Ay, chiquilla! Te engañas de medio a medio. Pues si justamente te necesito; si me haces muchísima falta para explicarme, y enterarme, y ponerme al corriente de un sinnúmero de cosas importantísimas, en que eres tú maestra y yo no sé ni el a, b, c...
-Vaya, vaya, vaya -canturreó la niña con su marcado acento del país.
-No hay vaya, vaya, que valga -murmuró Gabriel remedándola tan jovialmente, que no había modo de enojarse por la parodia-. Sí señora. Se lo digo a usted formalmente, con toda la formalidad que cabe en un comandante de artillería. Mira, hijita, por lo visto tú eres como Santo Tomás: ver y creer. Así es que te diré cuáles son esas cosas en que eres una sabia y yo un borrico. Son... las cosas de por aquí, del campo.
-¿Del campo?
-Cabales... Atiéndeme... Yo me he
criado
Inclinose la montañesa hacia su tío, revelando en sus ojos brillantes, en su respiración agitada, el interés con que infaliblemente escucha la mujer toda historia en que juega el valor masculino.
-¿Estuvo en muchas batallas? -preguntó mostrando gran curiosidad.
-En unas pocas... pero no batallas
campales y en grande, hija mía, como esas que tú habrás
visto pintadas o te habrás representado en la imaginación; fueron
encuentros parciales, tomas de fortines, asaltos de trincheras,
-¿Y muere gente en eso como en lo otro?
-¡Ah! Morir, sí, lo mismo; en proporción, quizá sea más peligroso... Allí ve uno muy de cerca el brillo de las bayonetas y los machetes, y la boca de los rewólvers.
-¿Y a usted... lo hirieron? ¿Le hicieron daño?
-Sí, a veces... Rasguños.
-¿En dónde? ¿Aquí? -exclamó la chiquilla alargando su dedito moreno hasta rozar con él la mejilla de su tío, el cual se estremeció dulcemente, como si le hiciese cosquillas una de las delicadas gramíneas que cortaba.
-No... -dijo sin ocultar el estremecimiento-. Esto fue la explosión de un poco de pólvora que se me quedó embutida debajo de la piel...
-¡Ay!, me ha de contar cómo fue. No..., pero antes las batallas.
Gabriel se incorporó
quedándose sentado en la hierba, con las piernas estiradas y el
-¡Ah, pícara... pícara! Ves cómo tenemos de qué hablar... y nos sobra. ¿Lo ves, lo ves? Yo te cuento guerras o catástrofes como esta de la pólvora que se me metió entre cuero y carne, y muchas cosas más que me han pasado; y tú...
-¡Bah! No haga burla, no haga
burla... Ya
-Que sí, mujer... Más que yo; doscientas veces más. Tú eres una doctora y yo un ignorantón.
-¿Con tanto como estudió?
-En los colegios, hija mía, nos enseñan cosas muy raras y estrafalarias, que andan en libros... y mira tú, lo bueno es que allí se quedan, porque luego, en la vida, no se las vuelve uno a encontrar ni por casualidad una sola vez. Pues sí... ¡tú vas a reírte de mí cuando veas lo tonto que soy! No diferencio el trigo del centeno...
La montañesa soltó una carcajada fresquísima.
-No he visto nunca moler un molino... El único en que estuve lo tomamos a cañonazos: era un molino en que se habían hecho fuertes las gentes del cabecilla Radica... Ya te figurarás que no molía entonces...
Redobló la carcajada de Manuela.
-Tampoco he visto segar... Ayer me
enteré
Ya no era risa; era convulsión lo que agitaba a Manuela, obligándola a echarse atrás, a recostarse en el tronco del castaño para no caer... Con una mano, a la usanza aldeana, se comprimía la ingle, y con otra se tapaba la boca y la nariz, pero entre sus dedos rezumaban y salpicaban chorros de risa que, por decirlo así, caían sobre el rostro del artillero.
-Ay... ay... que me muero... que no puedo más... -decía la chiquilla-. Ay... por Dios... no diga tontadas así...
Sonreíase él, contento del
efecto producido, y haciendo girar entre pulgar e índice el fino tallo
de una gramínea, que por el volteo apresurado parecía una rueda
de dorada niebla. Parose, al ver un insecto semejante a una media bola de coral
pulido, con pintas de esmalte negro, que le había caído sobre
-Ahí tienes -murmuró dirigiéndose a su sobrina, que pasado el espasmo se había quedado como aturdida, con dos lágrimas que le asomaban al canto de los lagrimales-, mira si es verdad lo que tanto te hace reír, que ahora me veo en el apuro de ignorar qué fiera es esta que se me ha domiciliado en la mano.
-¿Esa? -balbució la
niña como saliendo de un letargo- es una
-¿Y por qué se está tan quieto este bicho divino?
-¿Quiere que vuele? Yo la haré volar enseguida.
-¿Pinchándola? No. Mira que yo, aquí donde me ves con estas barbas, no puedo sufrir que se lastime a ningún animal.
-¿Piensa que yo soy un verdugo? Verá cómo vuela sólo con hablarle.
Y la niña, acercándose
tanto a la mano de su tío que este sintió el húmedo calor
y la
-
A las primeras sílabas del conjuro el insecto se bullió; a las segundas removió sus patas, que parecían hechas de cabitos cortos de seda negra; a las terceras entreabrió las alas de coral, descubriendo debajo otras de gasa, de sombría irisación, que tenía replegadas como las alas membranosas del murciélago; y antes de que la fórmula cabalística terminase, alzó el vuelo rápidamente y se perdió en el aire.
-No he visto en los días de la vida animal más bien mandado -observó Gabriel un tanto sorprendido-. ¿Obedecen así los demás bicharracos?
-¿Los demás? ¡Buena gana! Si fuese una avispa y le clavase el aguijón... ya vería si obedecen o no.
-¿De modo que los bichos más dañinos son las avispas?
-¡Uy!, otros son peores. Hay los
de cuatro patas... Raposos y lobos; allá en lo más alto de la
sierra, jabalíes; la marta, que se come las gallinas; el
-¡Qué nerviosa es!
-pensó para sí Gabriel, el cual, en medio de la embriaguez que le
producía el ver a la niña tan domesticada ya y entretenida en tan
familiar y afectuosa plática, no dejaba de estudiarla, recordando que
tenía que hacer con ella oficio de padre, de maestro, y aun
quizás de médico; tierno protectorado, acaso lo más dulce
y atractivo
Aún charlaron algo más
antes de volver a los Pazos a la hora de la comida. Al atravesar el bosque,
pudo ver el comandante que los nervios de su sobrina se estaban quietos en
ocasiones que alborotarían los de una señorita cortesana.
Allá, en lo más oscuro y enmarañado del bosque,
notó Gabriel un roce entre las hojas, algo parecido al cimbrear de una
vara verde; y al punto mismo vio pasar a dos dedos de sí, con el
espinazo arqueado y enhiesto, arrastrado el pecho, la plana cabeza erguida, una
gruesa culebra, distinguiendo la blancura azulada de su vientre. Sería
como la muñeca de un niño, y mediría de largo vara y
media. Gabriel se quedó fascinado, sintiendo el frío que causa la
presencia
-¡La camisa de la culebra!
-gritaba entusiasmada Manola-. ¡La ha soltado ahí la bribonaza!
¡Vestido nuevo, que estamos en tiempo de feria! ¡Ah maldita!
¡Si yo tuviese una piedra con que
-¿La llevas? -preguntó Gabriel viendo que se la enrollaba a la muñeca.
-¡Toma! Para enseñársela a Perucho.
Después de comer, transcurrida la
hora sagrada de la siesta, Gabriel sintió otra vez llamar a su puerta,
no con los nudillos y desdeñosamente como por la mañana, sino con
el batir imperioso de una manecita que manifiesta cierta cordialidad y deseo de
ver pronto a la persona que busca. Saltó el comandante del canapé
en que se había recostado, más a leer que a dormir. Como todo
hombre de hábitos intelectuales, Gabriel, al llegar a los Pazos,
había buscado algún alimento del alma, alguna lectura: el
obsequioso Gallo le había ofrecido sus periódicos (el
-¿Está cansado? Si no, es hora de ir saliendo.
-¿Adónde?
-Por ahí. ¿No dijo que quería...?
-Sí, chiquilla; contigo, al fin del mundo.
Ella se encogió de hombros,
respuesta que tenía preparada para cuanto le sonaba a galante
Al salir a campo abierto,
sobrecogió a Gabriel el ardor sofocante del día. El aire era
fuego, fuego fluido que envolvía el cuerpo, penetraba en el cerebro,
derretía los sesos y causaba la sensación de hallarse metido en
una zanja, rodeado de hogueras. La naturaleza, abrumada por aquella temperatura
canicular, yacía inmóvil: no corría brisa alguna. Manuela
sin embargo andaba ligera, en términos que a su tío siempre le
costaba trabajo seguirla. Tomaron un sendero oculto días antes por el
movible mar de oro del trigo: pero ya la vega había ido
despojándose del manto de seda amarilla, y la vista no se recreaba al
contemplar, desde los oteros, las anchas alfombras, tan alegres, que
parecían un pedazo de luz solar: ahora se veía la desnudez de la
tierra, la negrura de los surcos, invadidos por el estéril helecho, y
sobre los cuales yacían los haces en desorden como muertos
después de la batalla; entre las cortadas espigas
-Después de que siegan ya parece
que se escapa el verano- pronunció con cierta pesadumbre, pensando en
alto, pues el verano era para ella la época suspirada, la época
en que su compañero, su amigo de toda la vida, regresaba de Orense, y
corrían y se solazaban juntos. Gabriel no comprendió el pesar de
la montañesa: creyó que pensaba en el trigo no más, y
miró a su vez los surcos. Empezaba a considerar con simpatía,
aunque por reflejo, aquella cosa vasta y vaga,
-¿Se puede saber a dónde me lleva su alteza la infanta? -preguntó cuando cruzaron el barbecho y fueron bajando a una pequeña hondonada en que crecían hasta una docena de olmos muy bajos.
-Vamos a la represa del molino... le enseñaré cómo muele... porque si subiese por la montaña, se moriría con el calor que hace...
-No, mujer... ¿por quién me tomas?, tú crees que yo soy una damita... Verás cómo no me canso, por muy largo que paseemos y por mucho que sea el calor.
Lo cierto es que el artillero pensaba
ahogarse. Desde los tiempos en que andaba a la greña con los carlistas,
no había pasado sofocón por el estilo, y el andar rápido
de la muchacha le ponía a prueba. Pero antes mártir que confesor.
No quería darse por vencido ante un poco de sol, y, como todos
-Vaya, vaya -dijo con graciosa roncería su sobrina- que si yo lo llevase allí (y señaló una cumbre no muy distante, que herida por el sol brillaba con resplandores micáceos), ya veríamos si podía volver por su pie.
-Niña... ¿pero tú te imaginas que nunca he escalado montes? ¡Caramba, hija! Y con la batería, que es un poco más peliagudo. ¿Cómo se llama esa altura?
-Pico-Medelo. Otro día iremos
allá, ya que se hace de tan valiente, a ver quién saca la lengua
primero; pero hay que salir por la fresquita de la mañana y entonces se
ve desde allí una vista tan preciosa, que no sé: dicen que hasta
se ve algo de Portugal. Es preciso que sea un día que sople vendaval,
porque con él se ve más lejos que con el
La montañesa reflexionó, llamando en su ayuda todo su caudal de erudición.
-Del tiempo de los moros- exclamó al fin muy formal.
Viendo en el rostro de Gabriel una media sonrisa cariñosísima, añadió:
-¡Bah! Me hace burla. Pues no le vuelvo a contar nada. ¡Cuidado ahí! Que se puede resbalar en las hierbas, y ¡pataplum!
Seguían orillando el diminuto
barranco, en cuyo fondo iba cautivo un riachuelo que después se
tendía encharcándose, antes de llegar al molino, invisible
aún. La proximidad del agua y la sombra de los olmos, en tal momento,
hacían del barranco un oasis. Entapizaban la superficie de la charca
esas plantas acuáticas, esas menudísimas ovas que parecen
lentejuelas verdegay, y engañan la vista representando una
continuación del prado: Manuela avisó al artillero,
cogiéndole del brazo, para que no metiese la bota entera y verdadera en
el río. Al borde de la charca se arrastraban rojizas babosas y limazas
negras de una cuarta de largo: daba grima pisarlas por la resistencia
elástica que oponía su cuerpo.
-¿Sabe pescar? -dijo a su tío.
-¡En qué aprieto me pones! Jamás he cogido una caña, ni una red, ni...
-¡Qué lástima! Si Perucho viniese, esta noche de seguro que cenábamos una anguila tan gorda como mi brazo (y ceñía la manga de su traje para que se viese bien el grosor de la anguila.) Las hay hermosas en la presa. Entre el mismo barro las pescan con un pincho... Hay que remangarse...
-Vea usted -pensaba para sí el artillero-. ¿De qué me sirven aquí filosofías ni matemáticas? Me convendría mucho, para conquistar a esta criatura, pescar anguilas. Yo aquí soy un ser inútil.
Rota la cortina de olmos,
apareció el estanque
-Hoy no muele -dijo meneando la cabeza-. Ya me figuro por qué será; pero venga, que preguntamos.
Desandó lo andado, y volviendo a meterse por entre los olmos, torció a la derecha por un maizal, y pararon ante una era mucho más chica que la de los Pazos, cerrada por humilde tapia. Un perro de amarillento pelaje, atado a una cuerda al pie del hórreo, saltó ladrando como una fiera y arrojándose a morder; pero a la puerta de una casuca asomó una mujer anciana, y amansó al fiel vigilante con un -¡Quieto, can!- que en sus labios sonaba como regaño de persona cortés al criado que recibe mal una visita.
-Entren, entren, mi ama y la
compañía -suplicaba obsequiosamente la vieja, riéndose con
desdentada boca. Gabriel miró a la mujer
A la puerta estaba un rapazuelo como de
dos años, de esos que se ven jugar ante todas las casucas de labrador
gallego: cabeza grande, pelo casi blanco de puro rubio, muy lacio y que cae
hasta la nariz, barriguilla hidrópica, fruto de la alimentación
vegetal, sayo que respinga por delante, pies zambos, magníficos ojos
negros que se clavan fascinados de terror en el que llega, el índice
metido en la boca, y suspensa la respiración. El rapaz lucía un
sombrero de paja con cinta negra, en el estado más lastimoso. La abuela,
al entrar precediendo a Manolita y Gabriel, le dio un pequeño lapo para
que se apartase, y en dialecto explicó, repitiendo cada cosa cien veces
y con las mismas palabras, que los chiquillos
-Son los chiquillos del molinero -dijo Manolita alzando al muñeco panzudo y besándolo en la faz, sin asco del amasijo de tierra y algo peor que le cubría nariz y boca-. ¿Y, por qué no está hoy su hijo en el molino, señora Andrea? -preguntó a la vieja.
-¡Ay mi ama... palomiña querida! -exclamó lastimosamente esta, levantando al cielo las manos, como para tomarlo por testigo de alguna gran iniquidad-. ¿Y no sabe que estos días, con el cuento de la siega... de la maja... no sabe cómo andan, paloma?
Al entrar en la casa, lo primero que vio
Gabriel fueron las cabezas de dos hermosos bueyes de labor, que asomaban casi a
flor de
-De hoy en un año andará por ahí con la cuerda de la vaca...
Gabriel sintió un estremecimiento
humanitario. ¡Con la vaca, aquella criaturita poco más alta que un
abanico cerrado, aquel ser lindo y frágil, aquellas mejillas que
pedían besos; una cuerda gruesa, áspera, enrollada a aquella
muñequita débil! En dos minutos la incorregible fantasía
le sugirió mil disparates, entre ellos adoptar a la niña; todo
paró en echar mano al bolsillo para darle una moneda de plata; pero se
había dejado en los
-¿Cómo se dice? Se dice
gracias, Dios se lo pague -gritó la abuela con mucha severidad; por lo
cual la niña, volviendo la cabeza, optó por hacer un puchero de
llanto. Vieron el sobrado en dos minutos: había el
-Pero, señora Andrea,
¿qué le echa a la brona? Por fuerza esta mujer es
-¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera
-Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está... ¿Le gusta, tío Gabriel?
-Riquísima... La mejor prueba es que he despachado la mía ya... ¿Me das de la tuya?
-Tome, tome, señor -murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al ver, a la luz del fósforo, el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la rápida intuición y la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y no insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de Gabriel, enseñándole las puertas de su casa, todas carcomidas.
-Señor -dijo en tono quejumbroso-
¿y no le ha de decir al señor marqués o al señor
Ángel que nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa,
señor, sin defensa para el invierno... ¿Si entra gente mala y nos
roban nuestra pobreza toda, señor?... Mi ama
-Calle, calle -respondía Manuela-; que si les hiciesen caso, estaría siempre el carpintero amañándoles algo.
-Pero mire, santa, mire... -Y la vieja arrancaba con los dedos astillas del podrido maderamen para demostrar la justicia de su pretensión. Los chiquillos, domesticados ya, venían a enredarse entre las piernas: Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y repartirlas a aquella tropa.
-Os he de traer una cosa... -les dijo
besándolos con tanta resolución como su sobrina. El rapaz
continuaba con su
-¿No se dice
-Vaya, ¿se divirtió? -preguntó Manuela muy risueña al salir.
-No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas distracciones que puede ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me divierte, sino que me interesa... pero no sabes cómo. ¿No te parece a ti que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres gentes, una por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren, de lo que piensan...?
-¡Ay!, son tantas cosas las que
necesitan... A mí y a Perucho nos rompen siempre los
Gabriel Pardo, olvidando ideas
humanitarias y fantasías sociológicas, sintió al
oír estas frases, que dijo Manolita con acento alegre e indiferente,
tiernísima compasión por su sobrina; y la miró de tal
manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama
del espliego que formaba el seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel
se alegró de la turbación de la niña. Le parecía
imposible haberla amansado tanto en tan corto tiempo: indiferente del todo
hacía pocas horas en la era, áspera por la mañana, se
había ablandado, conversaba familiar e íntimamente con él,
se pasaba el día acompañándolo, sin dar
Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la faena de la siega. De repente, recordó algo el artillero:
-Tengo que ver al señor cura... ¿Me llevas allá?
-Bien... justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.
La rectoral de Ulloa, en poder de su actual párroco, era la mansión más apacible y sosegada. El cura vivía con un criado, y no pisaba los aposentos otro pie femenino sino el de las mozuelas que en Pascua florida venían a traer las acostumbradas cestas de huevos, los quesos y los pollos -en cantidad bien escasa, pues el señor abad no exigía, y los labriegos se aprovechaban, contentándole con poco y malo.
El criado era uno de esos fámulos
eclesiásticos que sólo pueden compararse con los asistentes de
militares, porque además de
Si por hogar se entiende, no la
asociación de seres humanos unidos por los lazos de la sangre o para la
propagación y conservación de la especie, sino el techo bajo el
cual viven en paz y en gracia de Dios y con cierta afectuosa
Cuando Goros entró a servir al
cura, hacía dos años que este había perdido a su madre y
despabilado las economías de la difunta
Cuando no estaba su amo presente, Goros
¿Quién será capaz
de resolver si en el alma de Goros sería aquello chispa de la santa
indignación que inflamó a tantos Padres de la Iglesia contra las
mujeres que hacen prevaricar a los ordenados y contra el sexo femenino en
general? Porque Goros, aparte de semejantes desahogos verbales, era en su
conducta el mejor cristiano del mundo; cristiano viejo, rancio, con aquella
piedad desahogada y sólida, que ya no se encuentra a dos por tres. No
perdía la misa un solo día festivo; confesábase dos o tres
veces al año; sus costumbres eran morigeradas; no fumaba, no
bebía, no comía con gula; pecaba sí de lenguaraz y aun de
propenso a la codicia y a la tacañería; pero hombre de bien a
carta cabal
En presencia de su amo, los labios de
Goros eran más limpios que si los hubiese purificado el ascua encendida
del profeta; bien se guardaría de repetir la menor de sus
desvergüenzas y pullas. Y no influía en este modo de proceder el
miedo a ser reprendido o despedido, sino un respeto misterioso que le
infundía el rostro del cura de Ulloa: le cortaba
Al salir el abad para su misa, solían pasar entre amo y criado diálogos por el estilo del siguiente:
-Señor, ¿y ha de volver
pronto para el chocolate? -preguntaba Goros partiendo astillas
Un levísimo matiz sonrosado aparecía en los desecados pómulos del cura, que contestaba haciéndose el distraído:
-Tú prepara el chocolate... y si se enfría... lo arrimas un poquito a la lumbre...
-Se echará de
-No, hombre... siempre está bueno a cualquier hora.
No se atrevía el criado a porfiar. Aquella suavidad y mansedumbre le imponían silencio y obediencia, mejor que ningún regaño. Batía su chocolate con resignación y aguardaba.
También por las tardes
solía el cura entretenerse más de la cuenta en el dichoso
cementerio, y Goros, después de la puesta del sol no dejaba de recelar
que le sucediese algo;
La montañesa y su tío pusieron el pie en el huerto del cura cuando ya el sol declinaba. Una gran melancolía inundaba el huerto, cuya puerta abrió Goros de par en par, deshaciéndose en muestras de cortesía debidas a la presencia de Gabriel, pues a Manolita no era novedad verla por allí de tarde en tarde, y se la recibía como niña a quien el cura había tenido mil veces en brazos de chiquita, pero las trazas del comandante impusieron respeto al tosco fámulo.
-De contadito llega el señor
Sobre la zona encendida del poniente,
-¡Don Julián, don Julián! -gritó Manuela.
El cura apretó el paso, y al
tenerlo cerca, Gabriel reparó atónito en el carácter de su
fisonomía, en el rostro demacrado, tan semejante a esas caras de frailes
penitentes que surgen de un fondo de betún sobre las paredes de
refectorios y sacristías antiguas; en los ojos cavos, de párpado
delgadísimo, que dejaba transparentar el globo de la órbita; en
el pliegue de la boca, semejante a un candado que cerrase las puertas del alma.
No parecía muy viejo el cura de Ulloa; pero se veía en él
la anulación del cuerpo. En aquella espléndida tarde de verano,
impregnada de calor, de vida, de fecundidad y regocijo, Gabriel sintió,
al ver al abad, repentino frío en
Adelantose, no obstante, y con el mayor respeto tomó la mano del abad y aplicó a ella los labios. De puro sorprendido, no retiró la diestra Julián; pero a sus macerados pómulos afluyó un poco de sangre... y balbució, clavando los ojos en la tierra:
-Señor... señor...
-Para servir a usted, Gabriel Pardo de la Lage, el hermano de Marcelina...
La ola de sangre subió a la frente del cura, bajó a las orejas, al cogote y pescuezo; un temblor agitó la cabeza y la mano que el artillero no había soltado aún. De repente, el cura se echó hacia atrás, desprendió la mano, y la llevó a la frente, al mismo tiempo que se apoyaba en la tapia del huerto. Ya se acercaba el artillero para sostenerle; pero recobrando su continente absorto y como fantasmagórico, al cual contribuían los ojos siempre bajos, el abad murmuró:
-Por muchos años... Servidor de usted... Sea usted muy bien venido... Pase, suba; en la sala estará más cómodo que aquí.
-¿Yo no soy nadie, don Julián? -preguntó Manuela ofendida de que el cura no hubiese contestado a su saludo.
-¿Qué tal, Manolita?
-exclamó Julián, y alzando los ojos, miró a la niña
con indulgencia, aunque sin calor. Pero fue obra de un minuto. La cortina de
los párpados volvió a caer, y el cura echó a andar,
señalando a sus visitas el camino de la sala. Gabriel protestó:
prefería quedarse en el huerto; y se sentaron en un banco de piedra,
frente a unas coles. La conversación languidecía. El cura
preguntaba acerca del viaje y del vuelco, y después de oída la
respuesta, transcurría un minuto de silencio. No sabía el
artillero qué decir: todo cuanto hablaba, y hasta el sonido de su voz,
le parecía extraño y fuera de sazón, y sentía ese
recelo, esa cautela y esa especie de sordina en el acento, en los movimientos y
Su sobrina le dio el pretexto. Era
tarde; había que estar en los Pazos para la cena. Y se despidieron,
siempre con la misma amabilidad triste y forzada por parte del abad, y el mismo
inexplicable recelo por la de Gabriel. Caminaron en silencio al salir de la
rectoral: parecía que algo les pesaba sobre el corazón. Al
acercarse a los Pazos, oyeron el alegre vocerío de segadores y
segadoras, y Gabriel, divisando a su cuñado que
Mientras tanto, Manolita, andando
despacio y pensativa, tomaba el senderito que conducía a la linde del
bosque. Parecía, por su frecuente volver la cabeza hacia todos los
lados, como si buscase o aguardase impaciente alguna cosa. Atravesó el
soto: una neblina ligera, producida por el gran calor de todo el día, se
alzaba del suelo, y los dardos de oro del sol no atravesaban ya el follaje. Al
salir de la espesura, un hombre se irguió de repente ante la
montañesa. El chillido que
-¡Pedro! -gritó. Muy rara vez le había llamado así.
Él se alejaba despacio. De repente dio la vuelta, y corriendo, tomó en sus brazos a la montañesa, la alzó del suelo con ímpetu sobrehumano, y la estrujó contra su cuerpo, oprimiéndole las costillas e interceptándole la respiración. Y pegando la boca a la oreja, tartamudeó:
-Mañana sales conmigo, conmigo nada más.
La niña jadeaba con
dulcísima fatiga, y la voz de Perucho, sonando en el hueco de su
-¿Conmigo?, ¿todo el día?, ¿me das palabra?
-Sí -balbució ella, incapaz de articular otra frase.
-Pues a las seis sales por el corral. Allí estoy yo esperando. ¡Adiós!
Perdiendo casi el sentido, Manuela notó que de nuevo la estrechaban, y luego la dejaban suavemente en tierra. Abrió los ojos a tiempo que Perucho corría ya en dirección de los Pazos.
Se vistió la montañesa su
ropa de diario, falda y chaqueta de lanilla a cuadros blancos y negros; y
apenas había tenido tiempo más que para frotarse apresuradamente
el rostro con la toalla y atusarse el pelo ante un espejo todo estrellado por
la alteración del azogue, cuando, oyendo dar las seis en el
asmático reloj del comedor, salió de su cuarto andando de
puntillas y bajó la escalera que comunicaba con la cocina, en aquel
momento solitaria. Deslizose por el corredor de las bodegas, que
conducía a las elegantes habitaciones de la familia del
Aunque el sol calentaba ya, aún
se veía, sobre el azul turquesa del cielo, al parecer lavado y reavivado
por el copioso
Sin decirse palabra, asidos de la mano,
caminando unidos con andar ajustado y rápido, siguieron la linde de los
trigos segados ya, humedeciéndose los pies al hollar la hierba y el
tapiz de manzanillas todas empapadas de helado rocío, próximo a
convertirse en escarcha. Cosa de un cuarto de hora andarían así,
ascendiendo hacia la falda del monte, donde empezaban a escalonarse los
paredones para el cultivo de las vides; y Perucho,
-Anda, mujer, anda -dijo él imperiosamente.
-Hombre, ya ando... pero déjame tomar aliento. ¿Qué discurso es este de ir como locos?
-Es que no quiero que se despierten tu padre y el forastero, y te echen menos, y te envíen a buscar.
-¡El forastero! A tales horas dormirá como un santo. Buenos son esos señores del pueblo para madrugar. No sé cómo no crían lana en el cuerpo.
-Bien, bien... yo me entiendo y bailo solo. Desviémonos de casa lo más que podamos, y ya descansaremos después.
Al salir de la breve zona fértil
y risueña del valle, empezaba el paisaje a hacerse melancólico y
abrupto. Abajo quedaban los maizales, los centenos y trigales a medio segar,
los Pazos con su gran huerto, su vasto soto, sus
-¿Qué te pasa?
-No puedo más... ahogo... ¡Rabio de sed!
-¿Sed? Allá arriba beberemos, en el arroyo.
-Tú por fuerza chocheaste. ¿A dónde señalas? ¿Al Pico-Medelo? ¿A los Castros?
-Pues vaya una cosa para asustarse. Ya tenemos ido más lejos.
-Si no bebo pronto, rabio como un can. No ves que con la prisa salí de casa en ayunas...
-Bueno, pues a ver si la señora
María nos da una
Ligera otra vez como una corza, a la
idea de beber y refrescarse, cruzó Manuela bajo el emparrado, y
empujó la cancilla de la puerta de la Sabia. La horrible vieja ya
había dejado su camastro; pero sin duda por
-Pareces tonta... ¿Que no hay leche? Vamos a ver ahora mismo si la hay o no la hay.
Vertió el líquido que
llenaba el cuenco, y se metió por el establo medio atropellando a
-¿Que no había leche, eh, señora María de los demonios? -gritó-. ¿Que no había leche? Para mí lo hay todo ¿me entiende usted? ¡Caracoles! ¡Como vuelva a mentir! ¡Por embustera le ha de dar el enemigo muchos tizonazos allá en sus calderas!
Manuela, retozándole la risa,
bebía aquella gloria de leche, aquella sangre blanca, que traía
en su temperatura la vida del animal, el calor orgánico a ningún
otro comparable. Perucho la miraba beber con orgullo y ufanía,
satisfecho de sí mismo, mientras la vieja,
-Aun parece que nos la está echando en cara, ¿eh Sabia?
-Que les aproveche bien -murmuró entre dientes la sibila, con el mismo tono con que diría: -rejalgar se te vuelva.
-Vaya, pues ya que nos convida tan
atenta y de tan buen corazón, aguarde, aguarde. -Y Perucho llegose al
armario misterioso de la bruja, abriolo de par en par, y de entre cucuruchos de
papel de estraza, frascos harto sospechosos, cabos de cera y naipes que ya
tenían encima más de su peso de mugre, tomó un tanque de
hojalata, entró de nuevo en el establo, y salió a poco rato con
el tanque colmado de leche. Manuela podía beberse otra
-Vaya, señora María,
abur... Tan amigos, ¿eh? No hay que enfadarse... Más que le
bebimos ahora de leche tiene usted bebido de vino en la cocinita de los
Pazos... ¿Ya se le fue de la memoria? Y si me llevo este pedazo de
Salieron rápidamente, sin
oír algo amenazador que rezongaba entre dientes la infernal bruja,
ocupada sin duda en echarles cuantas maldiciones, plagas, conjuros y
-¿Eh? ¿Qué tal sabía la leche?
-Sabía a poco.
-¡Mujer! Dijéraslo, y te ordeño la otra vaca. La grandísima tal y cual de la vieja tiene dos paridas, con leche así, que les revienta por la teta, y nos quería dejar rabiar de sed.
-No, bien bastó lo que hiciste... Nos queda echando plagas. Hoy nos maldice todo el santo día. ¿Será cierto eso de que estas mujeres hacen mal de ojo cuando les da la gana? ¿Y de que maldicen a la gente y la gente se muere pronto?
-¡Mal de ojo! ¡Morirse! -y
el estudiante se
-Pues a mí poca gracia me hace que me maldiga un espantajo así. De seguro que esta noche sueño con ella. ¡Qué horrorosa está con el bocio! ¿De qué se cogerán estos bocios, tú, Perucho?
-Dice que de beber el agua que corre a la sombra del nogal o de la higuera.
-¡Ay! Dios me libre de catarla enjamás.
Caminaban charlando, con tanta
alegría como los mirlos, gorriones, jilgueros, pardillos y demás
aves, no muy pintadas pero asaz parleras, que en setos, viñedos y
árboles cantaban sus trovas a la radiante mañana. La leche bebida
parecía habérseles subido a la cabeza, según iban de
alborotados y regocijados, y el cuerpo un poco magro de Manuela competía
en agilidad con el robusto y bien modelado de Perucho. Echaban paso largo por
las veredas anchas y practicables; y por las trochas difíciles
subían corriendo,
-Ya no se ven los Pazos -exclamaba con satisfacción, como si perder de vista la casa solariega fuese el objeto único de carrera tan desatinada.
¡Qué se habían de
ver los Pazos! Ni por pienso. Es de advertir que Perucho no había tomado
el camino del crucero, aquel camino para él de recordación tan
trágica, sino echado por la parte opuesta, hacia sitios mucho menos
frecuentados; la dirección de Naya. Entraba a la sazón en los
montes que forman la hoz al través de la cual va cautivo, espumante y
mugidor, el río Avieiro. Daba gusto pisar aquel terreno montuoso, tan
seco, tan liso, y hollar el tapiz de flores de brezo, de tierno tojo inofensivo
aún, los setos de madroñeros floridos, las matas de retama
amarguísima, las orquídeas finas, con olor a almendra, toda la
seca y enjuta y balsámica
-¡Qué calor! -balbució-. De buena gana me tumbaba ahí, debajo de ese pino.
Perucho dudó un instante; luego, como si se le ocurriese una objeción, pero no quisiese expresarla, respondió:
-Ahí no. Yo te diré en dónde hemos de sentarnos.
La montañesa obedeció sin
replicar. Desde tiempo inmemorial, desde que ella andaba aún a gatas,
Perucho dirigía el paseo, la zarandeaba a su gusto, la llevaba
aquí y acullá, era el encargado de saber dónde se
encontraban nidos, frutos, sitios bonitos, hacia qué lado
convenía dirigir el merodeo. Rara vez
Seguían caminando,
apartándose gran trecho de los Pazos y descendiendo la corriente del
río Avieiro por vereditas incultas, aquí encontrando un pinar,
allá un grupo de carrascas verdinegras, más adelante un roble
ufano de su robustez y de su hercúleo tronco, y siempre matorrales de
madroño y retama, por entre los cuales no el pie del
No es desagradable el estado, al
contrario, y la plétora de vida que produce se revelaba en el rostro de
Manuela: sus ojos brillaban y
Por aquella parte se ensanchaba la hoz,
hacíase muy suave, casi insensible, el declive de las montañas, y
el río, en vez de rodar encajonado, sujeto, con torsión
colérica de serpiente cautiva, se extendía cada vez más
ancho, bello y sosegado, ostentando la hermosura y gala soberana de los
ríos gallegos, la margen florida, el pradillo rodeado de juncos, salces
y olmos, la placa de agua serena que los refleja bañando sus
raíces, el caprichoso remanso en que el agua muere más mansa,
más sesga, con claridades misteriosas de cristal de roca ahumado; la
La humedad que siempre sube de los
ríos
-Ya sé a dónde vamos -exclamó- a las Poldras. ¿Y después de pasado el Avieiro, adónde? Me lo dices, ¿o está de Dios que no lo he de saber?
-Calla... Ya verás.
-Yo pensé que íbamos a Naya.
-¿Para qué? ¿Para encontrarnos con el cura y que nos llevase por fuerza a comer consigo?
-Pero... es que... comer, de todas maneras hay que comer en casa; y ya debe de ser tarde, tarde... No puedo tal día como hoy faltar de la mesa...
-A ver si te callas, tonta. ¡Eh... cuidado con caerte de hocicos por la rama del pino! Yo iré delante... La mano... ¡Así!
Con efecto, en las púas secas del pino los pies resbalaban como si el terreno estuviese untado de jabón.
Patinando sobre aquellas púas
endiabladas, se deslizaron y corrieron hasta un grupo de salces inclinado hacia
el borde del Avieiro. Oíase el murmurio musical del agua, y el ambiente,
tan abrasador arriba, allí era casi benigno. Cruzaron por entre los
salces desviando la maleza tupida de los renuevos, y vieron tenderse ante sus
ojos toda la anchura del río, que allí era mucha,
cortándola a modo de irregular calzada las pasaderas o
En torno y por cima de las anchas losas
oscuras, desgastadas y pulidas como piedras de chispa por la incesante y
envolvedora caricia
-¿Hemos de pasarlas? -preguntó la montañesa, con una sonrisa que significaba -a ver cuándo determinas que paremos en alguna parte.
-Las pasamos -ordenó Perucho con el tono mandón y despótico que había adoptado desde por la mañana.
Manuela tendió la vista alrededor, y eligiendo un sitio favorable, la sombra de un árbol, se dejó caer en un ribacillo, y resignadamente comenzó a desabrocharse las botas. Ni un segundo tardó Perucho en hincársele de rodillas delante.
-Yo te descalzo... yo. Como cuando eras
una
Medio riendo, medio enfadándose,
la muchacha no retiró el pie de las manos de su amigo. Este hacía
ya saltar uno tras otro los botoncitos de la botina de casimir, mal hecha, muy
redonda de punta contra todas las leyes de moda. Tiró después
delicadamente, con un pellizco fino, del talón de la media de
algodón, y la media bajó; arrollola en el tobillo, y con un nuevo
tirón dejó el pie desnudo. Sus palmas se distrajeron y
embelesaron en acariciar aquel pie, que le recordaba la patita rosada y
regordeta de la nené a quien tanto había traído en brazos.
Era un pie de montañesa que se calza siempre y que tiene en las venas
sangre patricia; no muy grande, algo encallecido por la planta, pero arqueado
de empeine, con venillas azules, suave de talón y calcañar,
redondo de tobillo, blanco de cutis, con los dedos rosados o más bien
rojizos
-Enfríate un poco... -murmuró el mancebo-. No puedes meter el pie en el agua estando así; te va a dar un mal.
-Que me haces cosquillas -exclamaba ella con nerviosa risa tratando de esconder el pie bajo las enaguas-. Suelta, o te arrimo un cachete que te ha de saber a gloria.
-Déjame verlo... ¡Qué bonito es! Lo tienes más blanco que la cara, Manola... Pero mucho más blanco.
-¡Vaya un milagro! Como que la cara va por ahí destapadita papando soles y lluvias. ¡Pasmón! ¿Es la primera vez que ves un pie en tu vida? ¡Soltando!
Soltó el que tenía asido, pero fue para descalzar el otro con el mismo cariño y religiosa devoción, y abarcar ambos con una mano, uniéndolos por la planta.
-Que me aprietas... que me rompes un dedo... ¡Bruto!
-¡Ay!, perdón -murmuró él; y bajándose, halagó con el rostro, sin besarlos, los pies desnudos. La montañesa se incorporó pegando un brinco, y echó a correr, y sentó la planta descalza en la primer pasadera. Su amigo le gritó:
-Chica, aguárdate... Déjame recoger las medias y las botas... Allá voy a darte la mano... Vas a caerte de cabeza en el río... ¡Loca de atar!
Con saltos ligeros, volviendo la cabeza
a cada brinco lo mismo que los pájaros, Manuela salvaba ya las
Casi había alcanzado la otra orilla, cuando Perucho voló tras ella. El muchacho, calzado con duros zapatos de doble suela, desdeñaba descalzarse, habiéndose contentado con remangar los pantalones.
La chiquilla comprendió que llevaba ventaja a su compañero, y excitada por el juego, quiso hacerle correr un poco. Como una saeta se emboscó entre los árboles de la orilla, y desapareció en la espesura dándose traza para que Perucho no supiese dónde se había metido. Pero al muchacho le asustó aquella pequeña contrariedad como si realmente su amiga se le perdiese de vista, y gritó llamándola con oprimido corazón y angustiada voz: tan angustiada, que Manuela salió al punto de los matorrales, renunciando a continuar el juego.
-¿Qué te pasa? -dijo riéndose al ver el semblante demudado de Perucho.
-¿Qué...? Que no me hagas
judiadas... Vamos
-Pues cálzame -exclamó ella sentándose en un peñasco.
La calzó enjugándole antes los pies húmedos con la falda de su americana, y bromeando ya sobre el enfado y el susto del escondite.
-Y ahora... -murmuró la niña mientras él lidiaba con un botón empeñado en resbalarse del ojal -¿a dónde vamos? ¿Seguimos como locos?
-Ahora... ahora ven conmigo... Ya pararemos, mujer.
Echaron monte arriba, alejándose
de la refrigerante atmósfera del río. Aquella montaña era
más áspera aún, y en el suelo dominaban las carrascas y
las encinas, que daban alguna sombra; pero siendo muy agria la subida, en los
puntos descubiertos quemaba el sol de un modo insufrible. Manuela jadeaba
siguiendo a Perucho, que parecía
¡Un panal soberbio de miel rubia,
pura y balsámica, de aquella miel natural, un millón de veces
más sabrosa que la de colmena, como si el insecto, libre ciudadano de su
inocente república, ajena al protectorado del hombre, libase un
néctar más puro en los cálices de las flores, un polen
más fecundo en sus estambres, elaborase un propóleos más
adherente para afianzar la celdilla, y emplease procedimientos de
destilación más delicados para melificar la esencia de las
plantas, el jugo precioso recogido aquí y acullá,
Manuela chillaba, reía de placer.
-Pero tú mucho discurres... Pero ¿de dónde sacaste eso...? Pero tú creo que echas las cartas como la Sabia... ¿Quién te contó que ahí había miel?
-¡Boba! ¡Gran milagro! Supe que unos hombres de las Poldras pillaron en este sitio un enjambre... pregunté si habían registrado el nido de la miel y contestaron que no, que ellos sólo andaban muertos y penados por las abejas, para llevarlas al colmenar... Yo dije ¡tate!, pues los panales han de estar allí, en un árbol hueco... Ya ves cómo acerté. ¿Qué tal el panalito? ¡Pecan los ojos en mirarlo!
-¿Y si estuviesen en el tronco las abejas, ahora que andan tan furiosas con la borrachera de la flor del castaño? Te comían vivo.
-¡Bah! Yo sé la maña
para que no piquen... Hay que meter poco ruido, moverse
-¡A comer, a comer la miel! -gritó la montañesa palmoteando.
-Ven, aquí hay una sombra, ¡una sombra que da la hora!
Era la sombra la de una encina cuyas
ramas formaban pabellón, y que caía sobre un ribazo todo
estrellado de flores monteses, donde crecía el tojo o escajo tan nuevo y
tierno, que sus pinchos no lastimaban. Además parecía como si la
mano del hombre hubiese labrado allí esmeradamente un asiento, a la
altura exigida por la comodidad. Perucho sacó su navaja, y del bolsillo
del chaquetón hizo surgir el pedazo de
-Mira, en comiéndola nos largamos, y vuelta a casita... ¿eh? Ya me parece que dieron las doce en el campanario de Naya... Sabe Dios a qué hora llegaremos allá, y lo que andarán preguntando por nosotros.
Él le echó el brazo al cuello, y con los dedos le daba golpecitos en la garganta.
-Hoy no se vuelve -murmuró casi a su oído.
Pegó un respingo la muchacha.
-¿Tú loqueas? Si fuese en otro tiempo... bien, nadie se amoscaría; pero ¿ahora que está el tío Gabriel? Se armaría un ruido endemoniado por toda la casa.
Perucho le tiró de la trenza.
-Hoy no se vuelve... No me repliques,
que
-A mí se me figura que tú chocheaste. Lo que a ti se te ocurre, no se le ocurre ni al mismo Pateta. ¡No volver a los Pazos! Pues apenas se alborotaría aquello todo.
-¿Y qué nos importa, di? -murmuró el mancebo con ardorosa voz-. Tú eres muy mala, Manola: sí señor, muy mala; tú no me quieres a mí así, a este modo que yo te quiero. ¡Qué me has de querer! Ni siquiera sabes lo que es cariño... de este. ¿Lo entiendes? Pues no lo sabes. Vamos, yo no digo que tú no me quieras una miajita; si me muriese, llorarías, ¡quién lo duda!, llorarías una semana, un mes... y te acordarías de mí un año... y soñarías conmigo por las noches, y después... te casarías con el tío Gabriel, y se acabó... se acabó Perucho.
Su voz temblaba, enronquecida por la pasión.
-¡Qué cosas dices! ¡Con el tío Gabriel! -exclamó la montañesa dilatando las pupilas de asombro y limpiándose distraídamente con el pañuelo la boca untada de pegajosa miel.
-O con otro del pueblo, otro
señor elegante y de fachenda, así por el estilo...
¡Malacaste! Oye tú: aquí en la aldea no se hace uno cargo
de ciertas cosas... pero allá en el pueblo... los estudiantes... unos
con otros... nos abrimos los ojos... nos despabilamos... ¿estás?
Allá... cuando me preguntaban los compañeros que si tenía
novia y que por qué no tomaba una en Orense... atiende, atiende... les
dije así: -Tengo mi novia, ya se ve que la tengo, y es más bonita
que todas las vuestras, y se llama Manuela, Manuela Ulloa...-. Y ellos a decir:
-¿Quién?, ¿la hija del marqués? -La misma que viste
y calza... decid ahora que no es bonita, morrales...-. Y ellos con
muchísima guasa me saltan: -En
Manuela, que chupaba muy risueña el panal, alzó la vista y notó que su amigo tenía como una niebla ante aquellas hermosas pupilas azul celeste. En lo más profundo de su vanidad de hembra, quizás a medio dedo de las telillas del corazón, sintió algo, una punzada tan dulce, tan sabrosa... más que la propia miel que paladeaba. Volvió la cabeza, recostola en el hombro de su amigo.
-¿Quién te manda llorimiquear ni apurarte? -pronunció enfáticamente.
-Porque tenían razón -tartamudeó él.
-No señor. Yo te quiero a ti, ya
se sabe.
-Bien -murmuró él-; me quieres, corriente, estamos en eso; pero es allá un modo de querer que... Yo me entiendo. Es un querer, así... porque... porque uno se crió desde pequeñito junto con el otro, sin apartarse... y tienes costumbre de verme, como quien dice... y... y... Yo te voy a aclarar cómo me quieres, y si acierto, me lo confiesas. ¿Eh? ¿Me lo confiesas?
-Hombre... -clamó ella con la boca atarugada de brona- siquiera das tiempo a uno para tragar el bocado y contestar... Conformes; te lo confesaré. ¡Falta saber qué es lo que he de con-fe-saaaar!
-Tú me quieres... como quieren las hermanas a los hermanos. ¿Eh? ¿Acerté?
-Mira tú. ¡Verdad! Si yo
siempre pensé de chiquilla que lo eras, no entiendo por qué...
-Aquí la montañesa dio indicios de quedarse pensativa, con la
brona afianzada en los dedos, sin llevarla a la boca-. Y yo no
Perucho permaneció silencioso, con el pan caído a su lado sobre la hierba, una rodilla en el aire, que sostenía con las manos enclavijadas, y mirando hacia el horizonte.
-¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esa cara de bobo?
-Eso ya lo sabía yo... -exclamó él desesperado, descargándose de golpe una puñada en el muslo-. ¿Ves...? ¿Ves cómo tenían razón los de Orense? Lo que tú me quieres a mí... es... así... por eso, porque desde chiquillos andamos juntitos y, a menos que fueses una loba, no me habías de tener aborrecimiento... ¡Pues andando! Siga la música... Y que se lo lleven a uno los diablos.
Encarose violentamente con la
niña, y tomándole las muñecas, se las apretó con
toda
-Yo te quiero a ti de otra manera, muy diferente... te quiero como a las novias, con amor, con amor (vociferó esta palabra). Si se calla uno más de cuatro veces, es por miramientos y consideraciones y embelecos... Que se vayan a paseo todos ellos juntos... Aguantar que a uno no le quieran, ya es martirio bastante; pero ver que viene otro y con sus manos lavadas le escamotea la novia, le roba todo... Eso ya pasa de raya... No tengo paciencia para sufrirlo ni para verlo... No, y no, y no lo veré, me iré, me iré, aunque sea a la isla de Cuba.
Manuela oyó todo esto derramándose en risa, porque el enfado de su amigo le gustaba; y sobre todo, encantábale la idea de calmarlo con unas cuantas frases cariñosas, que sin esfuerzo, antes muy a gusto suyo, le salían del corazón.
-Lo dicho: a ti hoy picote una avispa o
un alacrán en el monte... Yo quisiera saber
-El tío Gabriel te quiere; está enamorado de ti. Ha venido a casarse contigo. No me lo niegues.
-Vaya, lo dicho.
Manuela se tocó la frente con el dedo y meneó la cabeza.
-No, no me llames loco; porque me parece que haces risa de mí o que me quieres engañar. Dime sólo una cosa. ¿Te gusta tu tío Gabriel?
-¿Gustar?... ¿Qué
sé yo lo que es
-Ya lo ves -exclamó con
aflicción el mancebo-;
-Pues sí; claro que me gusta... ¡No tiene por qué no gustarme!
Las correctas líneas del rostro de Perucho se crisparon. Las raras veces que tal sucedía, palidecían sus mejillas un poco, dilatábansele las fosas nasales, se oscurecían y centelleaban sus ojos de zafiro, poníase más guapo que nunca, y era notable su parecido con las estampas de la Biblia que representan al ángel exterminador o a los vengadores arcángeles que se hospedaron en casa de Lot el patriarca. Manuela lo contemplaba con placer, a hurtadillas; y de pronto, pasándole suavemente una mano por detrás de la cabeza y atrayéndolo a sí, murmuró:
-Tú me gustas más, queridiño.
-A ver, dilo otra vez.
-Te lo daré por escrito. -Hizo ademán de escribir en el suelo con el dedo, y deletreó: Me-gus-tas-más.
-Manola, vidiña... A mí, ¿me quieres más a mí?
-Más, más.
-¿Te casarás conmigo?
-Contigo.
-¿Conmigo? ¿Aunque tú seas señorita y yo... un labrador?
-Aunque fueses el último pobre de la parroquia. Yo no soy tampoco una señorita... como las demás. Soy una montañesa, criada entre las vacas. Estaría yo bonita allá en pueblos de no sé. Más señorito pareces tú que yo.
-Y si tu padre...
Manuela miró al suelo; su boca se contrajo por espacio de un segundo. Luego suspiró levemente:
-Para el caso que me hace papá... Yo no sé de qué le sirvo... ¡Bah! Desde pequeñita sólo tú hiciste caso de mí, y me cumpliste los caprichos y me mimaste... Cuando necesitaba dos cuartos... ¿te acuerdas?, me los prestabas... o me los regalabas... Tú me traías los juguetes y las rosquillas de la feria... En el invierno, cuando te vas, parece que se me va lo mejor que tengo y me quedo sin sombra.
-¡Qué gusto! -exclamó él, y con ímpetu irresistible se levantó, le apoyó las manos en los hombros, y la zarandeó como se zarandea al árbol para que suelte el fruto. Luego se le hincó de rodillas delante, sin el menor propósito de galantería.
-Manola,
-Doy, hombre, doy.
-Y de que hasta la tarde no volvemos a los Pazos.
-¡Uy! Reñirán, se enfadarán, armarán un Cristo.
-Que lo armen. Que riñan. Hoy el día es nuestro. Que nos busquen en la montaña. Aquí corre fresco, da gusto estar. ¿No comiste bastante? ¿Tienes hambre? Ahí va el pan, y más miel.
-¿Y qué vamos a hacer aquí todo el día de Dios? -preguntó ella risueña y gozosa, como si la pregunta estuviese contestada de antemano.
-Andar juntos -respondió él decisivamente-. Y subir a los Castros. Desde aquí todavía estamos cerca de Naya.
Para subir a los Castros, había
que dejar a un lado el monte y el encinar, torcer a la izquierda, y penetrar en
uno de esos caminos hondos, característicos de Galicia, sepultados entre
dos heredades altas, y cubiertos por el pabellón de maleza que crece en
sus bordes: caminos generalmente difíciles, porque la llanta del carro
los surca de profundas zanjas, de indelebles arrugas; porque a ellos ha
arrojado el labrador todos los guijarros con que la reja del arado o la pala
tropezó en las heredades limítrofes; porque allí se
detiene y se encharca el agua y se forma el
Quien estuviese hecho a conocer estos
caminos hondos, y el país gallego en general, no se admiraría de
las particularidades que presentaba aquella corredoira, así en su
virginidad y misterio como en ser más honda que ninguna y en estar
trazada con extraña regularidad, como obra donde no sólo se
descubría la mano del hombre, sino una mano ducha y hábil, que da
a sus obras proporción
Dos eran los Castros: Castro
Pequeño y Castro Mayor, y se elevaban en doble colina escalonada,
facilitando la ascensión del uno al otro la trinchera, aunque
también haciéndola más larga, pues era preciso seguirla y
dar la vuelta a toda la base del Castro Pequeño para intentar la
ascensión al grande, muchísimo más elevado y vasto. El
estado de conservación de los dos campamentos era tan maravilloso; se
veían tan claras las líneas del reducto y el círculo
perfecto de la profunda zanja que en torno lo defendía, que aquella
fortificación de tierra, levantada probablemente por legionarios romanos
anteriores a Cristo, si es que no fue en tiempos aún más remotos
trabajo de defensa practicado para sustentar la independencia galaica,
aparecía
Subió lentamente la pareja, no
apremiada ya por la angustia de hallarse cerca de sitio habitado que desde por
la mañana impulsaba a Perucho a desviarse del caserón. Iban los
dos montañeses radiantes de alegría, con el desahogo de la
confesión y las promesas anteriores. Parecíales que sin
más que trocar aquellas cuatro frases, se les había quitado de
delante un estorbo grandísimo, y ensanchándoseles el
corazón, y arreglado todo el porvenir a gusto y voluntad suya. En
especial el galán no cabía en sí de gozo y orgullo, y
En la exploración y saqueo de la
zanja gastarían más de hora y media los fugitivos. En la falda
remangada de Manuela se amontonaban moras, fresas, frambuesas, mezcladas y
revueltas con alguna flor que Perucho le había echado allí como
por broma. Manuela prefería coger los frutos, y su amigo era siempre
La cima del Castro pequeño, donde
empezaba a asomar el tierno maíz, era una meseta circular, perfectamente
nivelada, como picadero gigantesco donde podían maniobrar todos los
jinetes de la orden ecuestre. Las necesidades del cultivo habían abierto
senderitos entre heredad y heredad, y a no ser por ellos, el Castro
pequeño sería raso como la palma de la mano. Desde su altura se
divisaba una hermosa extensión de tierra, y seguíase el curso del
Avieiro, distinguiéndose claramente y como próximas, pero a vista
de pájaro, las Poldras, con el penachillo de espuma que a cada losa
ponía el remolino y el batir colérico de la corriente. Ni un
árbol, ni una mata
Mas no era allí todavía
donde Perucho y Manuela se creían dueños del campo y situados a
su gusto para reposar un poco después de tanto correr. Aspiraban a subir
al Castro mayor, ascensión difícil para otros, porque la
trinchera, menos honda allí, dejaba de ser corredoira y estaba
literalmente obstruida por los tojos recios, feroces y altísimos. Casi
impracticable hacían la subida sus ramas entretejidas y espinosas.
Perucho, con sus pantalones de paño fuerte, podría arriesgarse
llevando en brazos a Manuela; pero era el trayecto del rodeo de la zanja
larguísimo, y a pesar del vigor del rapaz, bien podría cansarse
antes de recorrer el hemiciclo que conducía a la entrada del Castro.
Tendió la vista, y sus ojos linces de montañés
distinguieron
-¡El camino del zorro! -exclamó Perucho, señalando a su compañera, allá en lo alto, la boca de la madriguera, que se entreparecía oculta por las zarzas y escajos-. Por ahí vamos a subir nosotros, que si no es el cuento de nunca acabar y de quedarse sin carne en las pantorrillas.
Para llevar a cabo la difícil
hazaña, yendo el montañés delante y colocando el pie en
las levísimas desigualdades que daban señal del paso del zorro
cuando subía y bajaba a su oculto asilo, Manuela, que seguía a
Perucho, se le cogía no de la mano, pero de los faldones de la
americana, y a veces del paño del pantalón. El apuro fue grande
en algunos puntos del trayecto, y grandes también las risas con que
celebraron lo crítico de la situación aquella. Perucho se
asía con
La impresión que producía
este segundo reducto fortificado era harto diferente de la del primero. En
éste el cultivo suavizaba el aspecto militar, y el alegre y fresco
verdor del maíz no permitía que acudiesen al ánimo ideas
de antiguas batallas, de sangre y defensas heroicas; sobre la honda trinchera
había tendido la naturaleza velo de florida vegetación, y las
huellas de la vida humana, de la actividad rústica, el manto amigo de la
agricultura, daban al viejo anfiteatro aspecto risueño y apacible. En el
Castro Mayor, al contrario, se advertía cierta salvaje grandeza y
desolación trágica, muy en armonía con su
La soledad era absoluta en aquel lugar
elevado y casi inaccesible; el cielo parecía a la vez muy alto y muy
próximo, y como nada limitaba la vista, horizonte inmenso lo rodeaba por
todas partes, resultando el firmamento verdadera bóveda de azul infinito
y profundo, que encerraba a manera de fanal el inmenso anfiteatro. Las
lejanías, más bajas que el Castro, se perdían gradualmente
en tales tintas rosadas y cenicientas, que formaban la ilusión de un
lago, o del mar, cuya extensión se divisase lejos, muy lejos.
Parecía que el Castro fuese una isla, suspendida sobre un océano
de vapores. La calma y el silencio rayaban en fantásticos: allí
no había pájaros, sea porque sólo un árbol -un
viejo roble, digno de ser contemporáneo de los druidas- se alzaba en la
gigantesca plataforma, como respetado por la pala de los soldados que
habían nivelado el monte para fortificarlo, sea porque la altura,
gravedad y solemnidad misteriosa de aquel sitio intimidase a las aves. Una
liebre, galopando entre los brezos, fue el único
Divirtiéronse estos durante un buen rato en otear todo el país circunvecino, que desde la estratégica altura se dominaba completamente. El caserío de Naya se les presentaba a sus pies como esparcida bandada de palomas; más lejos las Poldras y el río espejeaban al sol; eran un hilo verdoso, roto a trechos por blancos espumarajos; y allá remoto, remoto, se hundía el valle de los Pazos, donde la casa solariega era un punto rojo, el color de sus tejas. Manuela mostró una especie de terror a la vista.
-¡Madre mía del Corpiño, qué lejos estamos de la casa!
Perucho la tranquilizó riendo.
-No, mujer... Parece así porque la vemos de alto. Vaya que de poco te pasmas. ¿No tienes voluntad de descansar? ¿No te pide el cuerpo sentarte?
-Hombre... me dan ganas de hacerte no
sé qué. Hace mil años te dije que me cansaba, y ahora
sales... Yo ya estaba aguardando
-Pues ven.
Acercáronse al roble, cuyo ramaje horizontal y follaje oscurísimo formaban bóveda casi impenetrable a los rayos del sol. Aquel natural pabellón no se estaba quieto, sino que la purísima y oxigenada brisa montañesa lo hacía palpitar blandamente, como la vela del bote, obligando a sus recortadas hojas a que se acariciasen y exhalasen un murmullo como de seda arrugada. Al pie del roble, el humus de las hojas y la sombra proyectada por las ramas habían contribuido a la formación de un pequeño ribazo resto acaso de uno de aquellos túmulos, así como el duro y vigoroso roble habría chupado acaso la sustancia de sus raíces en las vísceras del guerrero acribillado de heridas y enterrado allí en épocas lejanas.
-Ahí tienes un sitio precioso -dijo Perucho.
Dejose caer la montañesa, recostada más que sentada, en el tentador ribazo.
-La hierba está blandita y huele bien... -exclamó la niña-. No hay tojos... ¡Qué ricura!
-¿A ver? -murmuró él; y desplomose a su vez en el ribazo, riendo y apoyándose en las palmas de las manos.
-¡Vaya! Ni un tojo para un remedio... ¡Y qué sombra de gloria! ¡Ay... gracias a Dios! Estaba muerta... Mira cómo sudo -añadió cogiendo la mano del montañés y acercándola a su nuca húmeda.
-¿Quieres escotar un cachito de siesta? -preguntó el mozo, mirándola con ternura-. Aquí hay un sitio que ni de encargo... Si hasta parece que la tierra hace figura de almohada... Yo te echaré la chaqueta para que acuestes la cabeza...
-Y tú, ¿qué haces ínterin yo duermo? ¿Papas moscas?
-Duermo también a tu ladito... Como marido y mujer. ¿No te gusta? Sí tal, sí tal.
Quitose el chaquetón, y
extendiolo con precauciones
-Levanta un poco el cuerpo... te pasaré el brazo así por debajo...
Hízolo y quedaron careados. La claridad solar, que pugnaba por atravesar el follaje de la encina, les derramaba en las pupilas un centelleo de pajuelas de oro; en los ojos negros de Manuela se convertían en reflejos de ágata, y en los azules de Perucho tenían el colorido de la gota de vino blanco expuesta a la luz... Complacíase la viva claridad en descubrir, jugando, los más mínimos pormenores de aquellos rostros juveniles: doraba la pelusa de las mejillas: arrojaba una sombra rosada, con venillas rojas, en el tabique de la nariz, en el velo del paladar, que se divisaba por entre los dientes nacarados y entreabiertos, y en el hueco de las orejas; daba tonos azulados al pelo negrísimo de la niña, e irisaba los rizos de Perucho, que se encendían y parecían una aureola, con visos como de venturina.
Manuela alargó la mano, la
hundió entre las sortijas de su amigo, y las deshizo y alborotó
con placer inexplicable. Aquella cabellera magnífica, tan
artísticamente colocada
Pedro la dejaba a su disposición,
cerrando los ojos y sintiendo un bienestar infinito e
De vez en cuando, a un leve
estremecimiento del follaje charolado del roble, a una caricia más viva,
más nerviosa y eléctrica de los dedos de Manuela, Pedro
entreabría los párpados, y su mirada clara y azul se cruzaba con
la de aquellas pupilas negras, quebradas y enlanguidecidas a la sazón,
que lo devoraban. Dos o tres veces retrocedió el montañés,
-sintiendo en la conciencia una especie de punzada, un misterioso aviso, que al
cabo, no en balde tenía cuatro o seis años más que su
compañera, y algo que en rigor podía llamarse conocimiento-; y
otras tantas la niña volvió a acercársele, confiada y
arrulladora, redoblando los halagos a los suaves rizos y a las redondas
mejillas, donde no apuntaba aún ni sombra de barba. Al fin, sin saber
cómo, sin estudio, sin premeditación, tan impensadamente
Según suele suceder cuando el
calor desazona el cuerpo y acontecimientos importantes ocurridos durante el
día perturban el espíritu, Gabriel Pardo había pasado la
noche en vigilia casi completa. Lo bueno fue que se acostara creyendo tener
mucho sueño; pesábanle la cabeza y los párpados, y
experimentó gran alivio al desnudarse, estirarse en las frescas
sábanas de lino y sentir en las mejillas el contacto de la tersa
almohada. Resuelto a consagrar diez minutos a pensamientos agradables antes de
rendirse a la soñolencia que notaba, se colocó bien del lado
derecho, no
Gozó de quietud y reposo los primeros instantes, dedicados a recordar incidentes de la jornada, dichos de Manuela, observaciones referentes a ella que conservaba apuntadas en la memoria, movimientos, actitudes y otras menudencias por el estilo. En la oscuridad, paseando la palma de la mano sobre el embozo de la sábana, pensaba el comandante:
-La chiquilla posee un fondo
sorprendente de rectitud; además tiene, como su madre, tierno el
corazón y las entrañas humanas; es fácil, es casi
elemental el método para hacerse querer de ella: no hay más que
aparecer muy cariñoso, interesarse por la pobrecita... lo cual la coge
de nuevas, porque se ha criado en completo abandono, gracias a
Aquí se agolparon a la memoria de Gabriel los recuerdos, y varias gallardas siluetas de pecadoras cruzaron por entre las tinieblas del dormitorio.
-¡Qué antipática me
es -prosiguió Gabriel haciendo calendarios- la mentira, la
convención social! Convengamos en que hace falta, bueno...
¿Cómo se sostendría sin ella este edificio caduco,
apuntalado por unas partes, carcomido por otras, remendado aquí y
recompuesto acullá? ¿Esta sociedad que parece un monumento mal
restaurado, donde se amontonan hibridaciones de todos los estilos y mescolanzas
de todos los órdenes... aquí una portada románica, luego
un frontón dórico, después una techumbre de hierro a la
moderna...? Aquí se tropieza usted con una preocupación
procedente de Chindasvinto... más allá una idea general que
difundió algún apólogo traído del Oriente
Encontrando caliente ya el lado a que se había tendido, volviose Gabriel del opuesto; y sin duda este cambio le sugirió ideas revolucionarias, porque pensó:
-¡Valiente estafermo está la sociedad actual! Aunque la volasen con dinamita...
Pero el rincón frío y agradable que halló hubo de inspirarle doctrinas conservadoras, y murmuró metiendo el brazo bajo la almohada, postura que era en él habitual:
-Paciencia, Gabriel... Ningún
hombre es tiempo; al tiempo corresponde esa obra histórica, si es que
algún día ha de realizarse y no estamos sentenciados a rodar
siempre el
Dejose oír en este momento la estridente trompetilla de un cínife, que guiado por el instinto venía, sonando su guerrera tocata, a caer sobre la víctima, suponiéndola aletargada e inerme.
-La evolución sin lucha... Sin
lucha, es una utopía. Quizás la lucha misma, el combate
El cínife, elevando su clarín bélico a las más altas notas, descendía raudamente sobre el pensador, a quien creía dormido... Gabriel sintió un roce suave en la mejilla; luego le clavaron como una punta de aguja, candente y finísima. Aunque empapado en ideas raras, semibudistas, acerca del deber que tiene el hombre de no hacer sufrir al más pequeño avechucho el más insignificante dolor, Gabriel, después de diez segundos de astuta inmovilidad, alzó quedamente la mano, se descargó un lapo bien calculado, con alevosía y ensañamiento, en el carrillo, y despachurró al músico chupón.
Como si la leve sajadura del bisturí del insecto le hubiese inoculado a Gabriel algún amoroso filtro, dio al punto vuelta hacia el mismo lado que acababa de dejar, y empezaron a fatigarle mil tiernos pensamientos relativos a su sobrina.
-¿Me querrá algún día, de verdad, con toda su alma? Si la saco de este purgatorio, si le hago conocer la vida de las gentes racionales, si le enseño a gustar de la música y de las artes, si la restituyo a su verdadera clase social..., al gobierno soberano de su casa, que hoy rige una fregona... y además le ofrezco muchísimo cariño, mucha amabilidad, para que no se haga cargo ella de la diferencia de edades... que la hay, que la hay, no vale decir que no... y menuda... Si juego con ella como con una chiquilla... si le otorgo mi confianza, como a una compañera... Me... me querrá del modo que... La sentiré palpitar... así... azorada... turbada... embriagada... con esa mezcla de vergüenza y transporte... que... ¡Cosa más dulce!
Aquí los recuerdos acudieron en
tropel a la imaginación del artillero, escudándose traidoramente
con la oscuridad y el absoluto silencio que había seguido a la muerte
del cínife. Gabriel se volvió dos o tres veces de babor a
estribor en la cama, al mismo tiempo
-Adiós... Me he despabilado. Ya no pego ojo en toda la noche.
Trató de poner coto a la desenfrenada fantasía. -A dormir, a dormir -dijo casi en alto, con la resolución más firme. Eligió postura nueva; apretó los párpados; se sepultó más en la almohada, y aunque sintiendo dentro el mosconeo confuso de sus cavilaciones, procuró fijarse en un solo pensamiento, porque sabía que así como la contemplación invariable de un punto brillante produce el hipnotismo, la fijeza de una idea calma y adormece.
Pronto se le apaciguó la
efervescencia mental; pero en cambio, cuanto más se sosegaba la
tempestad de las ideas, más se le iban afinando y complicando las
percepciones de tres sentidos corporales: el oído, el olfato y el tacto.
¡El oído sobre todo! Era cosa asombrosa la de ruidos
microscópicos que empezaron a destacarse del aparente silencio: carcomas
Parece que en la oscuridad y quietud de
la cama se centuplican las incomodidades, y todo se abulta y transforma. A
Gabriel le sucedía así. El roer de la polilla ya le
parecía el de una rata gigantesca; y las corridas de las ratas, cargas
de caballería a galope tendido. Los concertantes de mosquitos eran coros
humanos, de esos en que toma parte una gran masa coral; los chasquidos del
maderamen, crujir formidable de techo que se desploma; su propia
respiración, el movimiento de enorme fuelle de fragua; y el curso de su
sangre, impetuosa carrera de torrente aprisionado entre dos montañas, o
ímpetu atronador
-Esto ya no se puede aguantar
-exclamó Gabriel en alta y colérica voz; y saltando furioso de la
cama o más bien del potro del martirio, echó mano a la caja de
los fósforos y encendió la vela. El aposento quedó
débilmente iluminado, con claridad triste, y el insomne
experimentó, al arder la luz, la impresión desapacible de un
hombre a quien despiertan al coger el primer sueño: parecíale
antes estar completamente desvelado, excitadísimo, y ahora, la lumbre de
la bujía, el movimiento
Lo que sintió a poco rato fue amargura y constricción en el paladar; sed ardiente.
-¿Qué demonios voy a beber ahora? -pensó-. Aquí no se acostumbra dejar chisme, botellita, ni cosa que lo valga.
Levantose y se dirigió al lavabo,
resuelto a refrigerarse, en la última extremidad, con agua de la jarra;
pero la había gastado toda
-¡Noche toledana! -exclamó al tenderse, no debajo, sino encima ya de las sábanas-. Daría cinco duros por un vaso de agua. ¡Mal tratan al rey don Pedro, en la torre de Argelez! -añadió riéndose a pesar suyo de las contrariedades mínimas que le traían a mal traer desde hacía algunas horas-. Dudo que pueda ya dormir en todo lo que falta de noche.
Recordó que sobre una mesa
tenía algunos libros de aquellos rancios y mohosos encontrados en la
biblioteca del caserón. Levantose
-¡Filosofías a estas horas! ¿A ver el otro?
El otro era una edición de
Salamanca de 1798;
-Aquí tiene usted un libro curioso, el que le costó la cárcel a su autor -pensó el comandante-. Veremos si a mí me trae el sueño.
Echado ya y vuelto hacia la luz,
abrió con interés el delgado volumen. Lo primero que le
llamó la atención, en la primera hoja, fueron algunos garrapatos
informes, que delataban la mano de un niño, y el nombre de
-¡Demonio... qué
retebién escribía el fraile! Tienen razón en decir que
estos moldes se han perdido... ¡Zape, zape! Y no se mordía la
lengua... Vaya unos comentarios, vaya unos escolios y aclaraciones, ¡como
si la cosa de por sí no estuviese bastante clara ya! ¡Mire usted
que estas metafísicas acerca del beso! No, y es que ningún poeta
ni ningún escritor de ahora discurriría explicación
más bonita: está oliendo a Platón desde cien leguas...
¡Qué lindo! Este deseo de cobrar cada uno que ama su alma, que
siente serle robada por el otro, e irla a buscar en la boca y en el aliento
ajeno, para restituirse de ella o acabar de entregarla toda... ¡Mire
usted que es bonito, y endiablado,
Se hundió completamente en la
lectura, embelesado, con el alma y los sentidos pendientes del admirable cuanto
breve poema. Una aspiración profana a la dicha amorosa llenaba todo su
ser, y creía oír de los puros labios de la montañesita
aquellas embriagadoras palabras: «No me mires, que soy algo morena, que
mirome el sol: los hijos de mi madre porfiaron contra mí,
pusiéronme por guarda de viñas: la mi viña no
guardé...». Acabose el libro antes que las ganas de leer, y el
artillero apagó de un rápido soplo la luz, quedándose
embelesado en dulces representaciones
Oyose la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró por las rendijas de las ventanas. El comandante Pardo dormía a pierna suelta.
Se despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la cocinera, mocita frescachona, rubia, de buenas carnes -que desde la mudanza de estado de Sabel desempeñaba el negociado de los pucheros- le subió el chocolate a petición suya, eran cerca de las nueve y media: hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba siguiendo el ejemplo del amo, a quien antes despertaban con la aurora sus aficiones de cazador y ahora su consagración a las faenas agrícolas.
Los pensamientos de Gabriel al dejar las
En vista de que la casa parecía un palacio encantado o abandonado por sus moradores, Gabriel bajó a la cocina, donde halló a la nueva hermosa fregatriz ocupada en la labor de un picadillo. Con tanta energía meneaba la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el centro, y es seguro que en albondiguillas o chulas se tragarían los señores, a vuelta de pocos años, un castaño o roble enterito. Cuando Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dio paz a la media luna y le miró, abriendo la boca de un palmo.
-Le está en la era... ¡con
los que majan!
No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de la gran faena de la maja, esa faena en que se asocian el cielo y la estación estival al trabajo del hombre, esa faena que no puede realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los brevísimos días, que en Galicia apenas llegarán a ocho, cuando el agricultor, pasándose el revés de la mano por la empapada frente y respirando fuerte, exclama:
-¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!
A la entrada de la era de los Pazos, el
comandante se paró sorprendido por el cuadro, para él
novísimo, que se le ofrecía. No era posible imaginarlo más
animado, más bucólico, más digno de un pintor colorista,
alumno de la naturaleza y fiel a la realidad, enemigo de afeminaciones de
dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de piedra la
era, habíanla barnizado con una costra espesa de boñiga de vaca,
a fin de que el
Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena absorbía a todos, permanecía a la entrada de la era, protegido por la sombra del hórreo, y deteniéndose en ir a saludar a su cuñado: verdad que este tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre, leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida a circunstancias que merecen referirse.
Todos los años, al abrirse la
maja, acostumbraba el señor de Ulloa sacudir la primera camada,
demostrando así a sus gañanes que si no ganaba el mismo jornal
que ellos, no era por falta de aptitud. Cuando el descendiente de aquellos
Moscosos que habían lidiado calzando espuela de oro en los días,
azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y Alfonso de
Aragón; de aquellos Moscosos que se distinguieron entre los paladines
Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya inveterada costumbre. Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo sería no coger el mallo? Hasta parece que no se le alegraba la cara viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y aquel mar de oro donde los mallos, al precipitarse, producían un ruido apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón. Lejos de manifestar el contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa había exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las manos y se tentaba los brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no sabe a qué santo encomendarse. De repente Gabriel, desde su atalaya, vio que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana a toda prisa, se remangaba...
-¿Qué barbaridad irá a hacer este? -pensó Pardo.
Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar valerosamente la mies. El señor de Ulloa, en los primeros momentos, demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero a los pocos golpes, empezó a sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le nublaba la frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía a levantar el instrumento, las carnes se le volvían algodón y se le doblaban las rodillas. Exclamó con angustia: -¡Alto, rapaces!- y los diez y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire como si fuesen uno solo, mientras los gañanes miraban al señor con muda lástima y en un silencio tal, que pudiera oírse el vuelo de una mosca. Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos a la frente húmeda, y a vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:
-Rapaces... Ya pasé de mozo. No sirvo... No darme el jarro.
Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y compasivos, no sabiendo si era prudente tomar el caso a risa o dolerse mucho de él. Don Pedro, desplomado en los haces, se enjugaba el sudor con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía como si el fracaso de su intento le echase de golpe diez años encima. Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez se hacían más visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra mano caída, la espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se veía ya inútil para todo, baldado, preso en una silla, tendido después en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, o pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.
Así se estuvo unos cuantos
minutos, sin que los gañanes se atreviesen a continuar la tarea, ni casi
a chistar. Un rumor profundo,
-¡Ángel! ¡Ángel!
-Señor...
-Busca al
Jamás impensado reconocimiento de
príncipe heredero produjo en corte alguna tan extraordinaria
impresión como aquellas explícitas y graves palabras del
marqués de Ulloa. Inequívoca era la actitud; claro el sentido de
la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si alguna duda les pudiese
quedar a los maliciosos y a los murmuradores de aldea acerca del hijo de Sabel,
¿qué pedían para convencerse? Llamarle a que majase la
camada en lugar del hidalgo, era lo mismo
Todos miraron al Gallo, a ver qué gesto ponía. Nunca el semblante patilludo del rústico buen mozo y su engallada apostura expresaron mayor majestad y convencimiento de la alta importancia de su misión en la señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda pupila, y respondió con tono victorioso:
-Se hará conforme al gusto de Usía.
Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fue simultáneo. Acercose a su cuñado, y hechos los saludos de ordenanza, sentose en los haces, y pidió noticias de su sobrina.
-¿Quién sabe de ella? -respondió el padre-. Andará por ahí... ¿Has visto la maja? -añadió revelando sumo interés en la pregunta.
-Sí, te he visto hecho un valiente...
-¿A mí? ¡A mí
me viste acabado,
-Dice que no... que salió tempranito con Manola... Que no voltaron aún.
-¡Por vida de...! ¡Mal rayo!
Volvió a encapotarse el rostro y a anudarse de veras el ceño del hidalgo de Ulloa.
Comieron solos los dos cuñados.
Al sentarse a la mesa, Gabriel manifestó extrañeza grande por la
ausencia de Manola, y don Pedro preguntó a los criados si los
Sus porqués y cavilaciones
salieron a relucir a la hora del café, cuando ya la moza en pernetas y
el tagarote del criado no tenían necesidad de entrar en el comedor.
Hacíase el café allí mismo, en la mesa; lo preparaba don
Pedro -único modo de que saliese a su gusto- en una maquinilla de
hojalata toda desestañada, derrotadísima, con lágrimas de
estaño colgando a lo largo de su cilindro superior; artefacto casi
inservible, pero irreemplazable para don Pedro, habituado a semejante chisme y
persuadido de que en una cafetera nueva no le saldría bien la
operación. Se filtraba el café lentamente, gota a gota, y en
realidad resultaba fuerte, oscuro, aromático, exquisito. El
marqués de Ulloa era inteligente
Mientras se destilaba el rico néctar, Gabriel, sin acritud ni severidad, antes con cierta blandura encaminada a hacerse los lares propicios, dijo a su cuñado:
-Oye tú... ¿No le habrá sucedido a Manuela cosa mala? ¿Estás seguro?
-Va con Perucho -respondió lacónicamente el marqués, dando vuelta a la llave, y acercando a la villa la taza de Gabriel, donde cayó un chorro negro, que despedía balsámicos efluvios.
-Perucho... -murmuró Gabriel Pardo como si se le atragantase el nombre- Perucho... es un muchacho de muy poca edad.
-Poca edad... ¡Quién me
diera en la suya! -exclamó el hidalgo, respirando por la herida de su
decadencia física-. ¡A esa edad, que le echen a uno encima
disgustos y leguas de mal camino! A esa edad... salía yo para el monte a
las cuatro de la mañana, que aún no se veía luz; y me
estaba allí a pie firme hasta las ocho de la noche, que volvía
para casa con el morral atacado de perdices... Y desde las cuatro de la
madrugada hasta las ocho de la noche llevaba aguantada toda la lluvia, que se
me había secado encima del cuerpo, y todo el sol, que maldito si le
hacía yo más caso que a este café que bebo ahora, y todo
-Pues yo -declaró Gabriel,
bebiendo aprisa el último sorbo de café- no estoy tan tranquilo
como tú: a los enamorados (y aquí se sonrió) algunas
impaciencias hay que perdonarnos. Si sabes poco más o menos hacia
-¿Y quién es capaz de saberlo? Como son locos, si les dio la gana de no parar hasta el Pico-Medelo, allá se plantificaron... Tú bien conoces que tanto pudieron echar para Poniente como para Levante.
Gabriel Pardo se mordió el bigote estrujándolo con el pulgar contra los labios. Cualquier cristiano se da a Barrabás con semejantes respuestas en boca de un padre. Miró el artillero en derredor suyo, y al ver que no andaba por allí nadie, ni Sabel, ni la cocinera, estuvo a punto de vaciar el saco... Pero al fin el comedor era un sitio abierto, podía entrar gente de un momento a otro, y lo que a él se le asomaba a la lengua era para dicho privadamente. Siguió preguntando de un modo indirecto.
-Y... ¿acostumbra Manuela salir así muchas mañanas, y no volver a la hora de la comida?
-Pocas... ¡Hombre!, ¿ha de
vivir ella en el
-Hoy ni llueve ni hay señales de borrasca -insistió con firmeza Gabriel-. Manuela no se habrá ido a comer a casa de nadie.
-Eso es verdad... pero los chiquillos, viendo que ayer no pudieron andar juntos, tal día como hoy se habrán querido desquitar tomándolo por suyo todo.
El artillero sintió algo molesto, agudo y frío en el corazón; algo que era inquietud, pena y susto a la vez. Dominando su turbación involuntaria, dijo en voz reposada y entera:
-Yo, en tu caso, no lo consentiría. Parece mal que una señorita de los años de Manuela ande por los montes sin más compañía que un mocito poco mayor. Es inconveniente por todos estilos, y hasta es exponerla, con este sol de justicia, a que coja un tabardillo pintado.
No obstante la moderación con que hablaba Gabriel, fuese por estar el hidalgo en punto de caramelo o porque le moviese una secreta antipatía contra su cuñado, lo cierto es que exclamó casi a gritos, con bronca descortesía y despreciativo acento:
-¡Allá en los pueblos se
educa a las muchachas de un modo y por aquí las educamos de otro!...
Allá queréis unas mojigatas, unas
Escuchaba Gabriel trémulo y bajando los ojos. Se sentía palidecer de ira; notaba y reprimía el temblor de sus labios, la llama que se le asomaba a las pupilas, y el impulso de sus nervios que le crispaban los puños. Un fuerte dolor en el epigastrio, el síntoma indudable de la cólera rugiente, le decía que si aguardaba dos minutos más, no seguiría oyendo injuriar la memoria de su hermana sin cometer un disparate gordo. Tendió la mano derecha, y sin mirar al marqués, alcanzó un vaso lleno de agua y lo apuró de un trago. Con la frescura del líquido, la voluntad vino en su ayuda: se incorporó, y dando la vuelta a la mesa, se llegó a don Pedro con la sonrisa en los labios, y le puso las manos en los hombros, no sin visible sorpresa del hidalgo.
-Si no fueses todavía más
bárbaro que
Si vale decir verdad, cuando
salió del caserón solariego como alma que lleva el diablo, por no
oír la retahíla de palabrotas y berridos con que don Pedro
contestó a su arenga, no sabía el comandante ni hacia
dónde dirigirse ni a qué santo encomendarse para cumplir el
programa de encontrar a su sobrina. La hora era además tan cruel y el
calor tan intolerable, que sólo estando a mal con la vida podía
nadie echarse a andar por los senderos calcinados. Estarían cayendo las
dos de la tarde, el momento en que los habitantes así racionales como
irracionales de los Pazos se aprestaban a gozar las delicias
Por vivo que fuese el celo de Gabriel, comprendió la locura de salir a descubierta en momentos semejantes, e instintivamente buscó una sombra donde guarecerse y consultar consigo mismo. Dio consigo en la linde del soto, al pie de un castaño, si no de los más altos, de los más acopados y frondosos, sobre cuyas flores caídas, que mullían dobladamente el tapiz de manzanilla y grama, encontró buen recostadero.
-No hay remedio... -comenzó a
devanar Gabriel-. Yo corto por lo sano... El animal de mi cuñado, tengo
que reconocerlo, no ve
-Y yo, ¿qué veo, en resumen? ¿Tiene fundamento, tiene cuerpo, tiene base esta idea? ¡No, y renó! Aquí no hay más que una cuestión de conveniencias desatendidas... impremeditaciones e ignorancias de una montañesilla inexperta... bárbara indiferencia, atroz descuido de un hombre zafio y adocenado... fatalidades de educación, de medio ambiente...
-No puede negarse que mi venida aquí ha sido providencial. El abandono en que está la niña, hija de mi pobre Nucha, clama al cielo... Debí enterarme antes, mucho antes. He dejado pasar años sin tomarme la molestia... Bien, yo no podía tampoco suponer... ¡Qué calor! Comprendo a los japoneses...
Suspiró y cortó una rama
de castaño para abanicarse con ella. Lo que le sofocaba era, más
que la temperatura, la reacción del reciente acceso de cólera. El
café que acababa de paladear le había dejado en la lengua un
amargor agradable, y le producía ese ligero
-¿Por qué causa tal
impresión la naturaleza? Yo lo había leído en libros, pero
me costaba mis trabajos creerlo... ¡Esto de que, porque uno vea cuatro
montañas y media docena de nubes, se ponga a meditar sobre
orígenes, causas, el ser, la esencia, la fatalidad, y otras cien mil
cosazas que carecen de solución! ¡Empeñarnos en que la
naturaleza tiene voces, y voces que dicen algo misterioso y grande!
¡Ay... a esto sí que se le puede llamar chifladura!
¡Voces... Voces! ¡Unas voces que están hablando hace miles y
miles de años, y a cada cual le dicen su cosa diferente! Deduzco que
ellas no dicen maldita la cosa,
-¿Que no existe el mundo exterior; que lo creamos nosotros? ¡Puf! Idealismo trascendental... Váyase a paseo este afán de escudriñar el fondo de todas las cosas...
Un saltón verde, muy zanquilargo, vino a posarse en la mano del pensador. Gabriel le cogió por las zancas traseras y le sujetó algún tiempo, divirtiéndose en ver la fuerza que hacía para soltarse. Al fin aflojó, y el bicho se puso en cobro pegando un brinco fenomenal.
-Y a Manuela, ¿qué le dirá la señora naturaleza, la única mamá que ha conocido?
En la memoria de Gabriel, como en placa fonográfica, empezaron a revivir fragmentos de la lectura de la noche anterior, sólo que encontrándoles un sentido y dándoles un alcance nuevo de respuesta a la última pregunta.
-«La sazón es fresca y el campo está hermoso: todas las cosas favorecen a tu venida y ayudan a nuestro amor, y parece que la naturaleza nos adereza y adorna el aposento... Voz de mi amado se oye: veislo viene atravesando por los montes y saltando por los collados... La izquierda suya debajo de mi cabeza, y su derecha me abrazará... Hablado ha mi amado y díjome: levántate, amiga mía, galana mía, y vente... Ya ves, pasó la lluvia y el invierno fuese. Los capullos de las flores se demuestran en nuestra tierra, el tiempo de la poda es venido, oída es la voz de la tórtola en nuestro campo: la higuera brota sus higos, y las pequeñas uvas dan olor: por ende, levántate, amiga mía, hermosa mía y ven».
-Según los garrapatos que he visto en la edición, Manuela y su... ¡lo que sea!, aprendieron a leer por ese libro... Tiene algo de simbólico... La más negra no es el texto, sino los comentarios... Cuidado con aquello que dice de que el jugar a esconderse burlando es regalo y juego graciosísimo del amor... Sí, que no sabrían ellos solos retozar entre los árboles... Pues ¿y el enseñarles a que se fijen y reparen en los arrullos de las palomas y en los amoríos de los avechuchos?
-Lo más tremendo es la
manía de llamarla
-Este lenguaje oriental...
-«¿Quién te me dará como hermano que mamase los pechos de mi madre? Hallarteía fuera, besaríate, y ya nadie me despreciaría».
-Con permiso de Fray Luis de León: lo que es sus comentarios a este pasaje, son una confusión lastimosa entre el amor y la fraternidad. No me negará nadie que es bonita escuela para las señoritas lo que dice a propósito de los amores desiguales... Cosa más disolvente que estos místicos y contempladores... ¡y el pasaje está más claro que el agua!
-«Porque se ha de entender que
entre dos personas (aunque las demás calidades o que se adquieren por
ejercicio o que vienen por caso de fortuna o que se nace con ellas) puede haber
y hay grandes y notables diferencias; pero unidas en caso de amor y voluntad,
porque esta es señora y libre así como en todo es libre y
señora; así todos en ella son iguales,
-¡Caracoles con Fray Luis!
-Quieto, Gabriel, que estás discurriendo como un quídam, sin asomo de cultura, como si toda tu vida no te hubieses esforzado en ser racional... racional. Si tu sobrina ha leído eso, sería de niña, cuando deletreaba; y a fuerza de ser clásico y castizo y repulido, ni lo entendió entonces, ni lo entendería ahora. Esta lectura te hace efecto y te da en qué pensar a ti, por lo mismo que estás muy civilizado y muy saturado de libros y muy harto de meterte en honduras. Lo que es a ellos... No has de ser majadero por empeñarte en ser sagaz.
-Se me figura que la naturaleza se
encara conmigo y me dice: Necio, pon a una pareja linda, salida apenas de la
adolescencia, sola, sin protección, sin enseñanza, vagando
libremente,
-Pero es cosa que eriza los pelos... La
hija de mi hermana, la esperanza de mi corazón,
-Maldito yo por no venir antes. Aunque sabe Dios desde cuándo... ¿Y qué hago ahora aquí, cavilando y lamentándome? Tocan a moverse... a buscarla, ¡voto a sanes!, y a deshacer este enredo horrible, y a sacarla de la abyección, y a cortar de raíz...
-¿Hacia dónde tomarían?
Siguió el primer sendero que encontró, porque tan probable era que hubiesen pasado por aquel como por otro. Caminaba sin fijarse en el paisaje, ni formar idea de si se alejaba mucho de los Pazos; y sus ojos, devorando el horizonte, trataban de descubrir un campanario, el de Naya. ¿No había dicho el señor de Ulloa que a Naya solían ir?
Cruzó prados humedecidos por el
riego, y heredades acabadas de segar la víspera; se metió por
entre viñedos; saltó vallados; atravesó huertos con
frutales y costeó eras donde resonaba el cadencioso golpe del
Contribuía a ello el acercarse ya
el instante de calma suprema, la hora religiosa, el anochecer. De la sombra que
iba envolviendo el suelo emergían las copas de los árboles,
coronadas aún por una pirámide de claridad; al oeste, los
arreboles se extendían en franjas inflamadas como el cráter de un
volcán: el contraste del incendio, pues hasta forma de llamas
tenían las nubes, hacía verdear el azul celeste, y unas cuantas
nubecillas, dispersas hacia el poniente, parecían gigantescas rosas y
bolas de oro desparramadas por el cielo. Una puesta de sol inverosímil,
de esas que dejan quedar mal a los pintores cuando se les mete en la cabeza
copiarlas. Sobre el grupo de árboles más abandonados
De pronto levantó Gabriel la
cabeza... Un tañido lento y lejano, una gota, por decirlo así, de
música apacible, resignada, admirablemente poética en semejante
lugar, sobre todo por lo bien que se armonizaba con los
-El que discurrió este toque de campana a estas horas, era un artista de primer orden... ¡Cáspita! ¿Hacia dónde ha sonado? ¿Estaré, sin saberlo, cerca de Naya? No puede ser... He comprendido que Naya se encuentra a la subida del monte... y hace un cuarto de hora lo menos que bajo del valle. ¡Hola! ¡Si el campanario se ve asomar por allí! ¡Qué bajito! Es el de Ulloa, no me cabe duda.
Ya todo era cuesta abajo, y Gabriel la
descendió con bastante ligereza, sólo que el caminillo daba mil
vueltas y revueltas, y el comandante no se atrevía a atajar, temeroso de
perderse. Caía la noche con sosegada majestad; las luces de Bengala del
poniente se extinguían, y detrás del lucero salía una
cohorte innumerable de estrellas. No distinguió Gabriel la iglesia hasta
estar tocándola casi, y no fue milagro, porque la parroquial de Ulloa
cada día se iba sepultando más en la
Cosa de broma saltar la cerca del atrio;
mas no así penetrar en el cementerio de Ulloa. Parecía como si se
hubiese defendido su acceso con esmero especial, nada común en las
aldeas, donde los camposantos suelen andar mal preservados de la contingencia,
remotísima en verdad, de una profanación. El muro que lo rodeaba
era alto, bien recebado, y en el caballete se incrustaban recios cascotes de
botella; la verja de la cancilla, sobre la cual se gallardeaba la copa de un
Gabriel comprendió que además de la cancilla debía existir una puerta que comunicase directamente con el atrio, y no se engañó; sólo que era de dos hojas, y no menos sólida y maciza en su género que la cancilla. No se podía intentar abrirla; por fuerza, sería un acto irrespetuoso; en cuanto a llamar al sacristán, ni pensarlo; de fijo que después de sonar las oraciones, se habría retirado a su casa, dejando solos a los muertos y a la pobrecilla iglesia.
Intentó al menos el comandante
distinguir, al través de la verja, la traza del cementerio,
acostumbrando la vista a las tinieblas de la estrellada noche. Después
de mirar fijamente y largo rato, adquirieron algún relieve las formas
confusas. El cementerio parecía muy bien cuidado: las cruces, no
derrengadas como suelen andar en sitios tales, sino derechas
A su izquierda distinguió
claramente una especie de nicho abultado, con pretensiones de mausoleo, y sobre
cuya blancura se perfilaban, a modo de columnas de mármol negro, los
troncos de dos cipreses muy tiernos aún, recién plantados sin
duda. La mirada se le quedó fija en el mezquino monumento... Era
En el espíritu de Gabriel
batallaban siempre dos tendencias opuestas: la de su imaginación
propensa a caldearse y deducir de cada objeto o de cada suceso todo el elemento
poético que pueda encerrar, y la de su entendimiento a analizar y calar
a fondo todo ese mundo fantástico, destruyéndolo con implacable
lucidez. Ante la cancilla de aquel cementerio de aldea, triunfaba
momentáneamente la imaginación; de buen grado ofrecía
treguas el entendimiento, y todo lo que en lugares semejantes evocan,
sueñan y forjan los creyentes y los medrosos, los nerviosos y los
alucinados, tuvo el comandate Pardo la dicha suprema de evocarlo,
soñarlo y forjarlo por espacio de unos cuantos minutos. Apariciones,
aspectos fantasmagóricos,
Las flores de hortensia eran manos pálidas que hacían señas a Gabriel; las azucenas, flotantes pedazos de sudario; los cipreses, figuras humanas vestidas de negro, que inmóviles defendían el acceso del lugar donde reposaba Nucha... Y allá del fondo del mausoleo... ¡qué ilusión esta tan viva, tan fuerte, tan invencible!, sale un murmullo humilde y quejoso, como de rezo, un suspiro lento y arrancado de las entrañas... ¿Es posible que el oído sea juguete de semejantes alucinaciones? No hay duda, otro suspiro tristísimo... tan claro, que un estremecimiento recorre las vértebras del comandante.
Estas treguas del entendimiento duran
poco, y en el cerebro de Gabriel, que no poseía la frescura
plástica de la ignorancia y de la juventud, la razón
recobró al punto sus fueros. En un segundo, el apacible cementerio
perdió su prestigio todo: lo vio lindo y alegre, como debía de
ser a la luz solar. De su hermana, lo que estaba allí era el polvo...
residuos orgánicos... ¡Materia! Y trató de figurarse
-Si hay inmortalidad, ahí estará la pobre; en alguna de esas estrellas tan hermosas.
El firmamento parecía vestido de
gala, como para rechazar toda idea de muerte y podredumbre, y confirmar las de
inmortalidad y gloria. Compensando la falta de la luna que no asomaría
hasta mucho más tarde, los astros resplandecían con tal
magnificencia, que inducían a creer si toda la pedrería celestial
acababa de salir del taller del joyero divino. Más que azul, semejaba
negra la bóveda; las constelaciones la rasgaban con rúbricas de
luz; algunos luceros titilaban vivos y próximos, otros se perdían
en la insondable profundidad; la vía láctea derramaba un mar de
cristalina leche, y Sirio, el gran brillante
También el suelo estaba de fiesta. La incomparable serenidad de la noche le envolvía en un hálito de amor: las sombras eran densas y vagas a la vez: los horizontes lejanos se disfumaban en azuladas nieblas: a pesar de la mucha calma no había silencio, sino murmurios imperceptibles, estremecimientos cariñosos, ráfagas de placer y vida; la savia antes de parar su curso y retroceder al corazón de los árboles, aprovechaba aquel minuto de plenitud del verano para saturar por completo el organismo vegetal, y lo que era acres aromas en el monte, en el valle atmósfera verdaderamente embalsamada. La iluminación de la noche nupcial, los farolillos venecianos de las bodas, los suministraban las luciérnagas, insectos en quienes arde visiblemente el fuego amoroso...
No podía Gabriel confundir el
verdoso y fosforescente reflejo de los gusanos con la pequeña llama azul
que se alzó de las profundidades
Sólo tiene tiempo el artillero
para adosarse al muro, al amparo de la sombra que proyecta el olivo. Rechina el
cerrojo, gira la llave, se abre la verja, y sale la persona que momentos antes
rezaba al pie del mausoleo de Nucha. El rezador nocturno cierra cuidadosamente
la verja, hace por última vez la señal de la cruz
volviéndose hacia el cementerio,
-¡El cura de Ulloa!
Se quedó Gabriel algún rato como si fuese hecho de piedra, sin darse cuenta del porqué semejante persona, en tal sitio y entregada a tal ocupación, le parecía la clave de algún misterio, uno de esos cabos sueltos de la madeja del pasado, que guían para descubrir historias viejas que nos importan o que despiertan novelesco interés.
-¡Ahí están los
suspiros y los rezos que yo oía! -pensó, encogiéndose de
hombros-. Si no acierta a salir ahora este buen señor, yo tendría
una cosa rara que contar... y creería honradamente en una pamplina...
inexplicable... ¡Ea, me he lucido con mi excursión! De Manuela, ni
rastro... Verdad es que he visitado a la pobre
El sollozo del agua le guió a una
Hacía ya algunos que había desaparecido la enamorada pareja, y todavía estaba el artillero quieto, con los puños y los labios apretados, los ojos abiertos de par en par, el cuerpo tembloroso, los pies clavados en tierra como si se los remachasen, fulminado en suma por la última visión de aquella noche de verano. Al fin su pecho se dilató, como para respirar; estiró los brazos; descargó una patada en el suelo; y mandando enhoramala sus filosofías, su pulcritud de lenguaje y de educación, su cultura y su firmeza, arrojó, como arroja el caño de sangre la arteria cortada, una interjección obscena y vulgarísima, y añadió sordamente:
-¡Qué vergüenza... qué barbaridad!
No vayan ustedes a figurarse que desde
el entronizamiento del Gallo y sus útiles reformas encaminadas a
acrecentar el decoro y representación de los Pazos, o al menos de la
mayordomía, se hubiese suprimido el tertulión de la cocina por
las noches. Suprimir, no; depurar, es otra cosa. La autoridad del buen
ex-gaitero se empleaba en alejar mañosa o explícitamente de
allí a la gentuza, como las nietas de la Sabia y otras
Escogido ya el número de
tertulianos, se redujo a los notables de Ulloa y Naya, al pedáneo, a los
labriegos cabezas de familia y colonos de los Pazos, al criado del cura, al
sacristán, al peón caminero, y demás personas de
suposición que por allí podían encontrarse; de suerte que
varió muchísimo el carácter de aquel sarao, y no se
parecía en lo más mínimo a lo que fue en otros
días, bajo la dominación de Primitivo
Uno de los mayores placeres de aquel senado campesino era confundir y aturdir con su ciencia a los ignorantuelos, a los criados de escalera abajo, o sea de establo y labranza, haciéndoles preguntas capciosas y divirtiéndose en acrecentar su estupidez, cosa bastante difícil. A veces llamaban al pastor, aquel rapazuco escrofuloso que padeció persecución bajo Primitivo y era ahora un tagarote medio idiota; y excitando su vanidad (que todos la tienen) le hacían soltar peregrinos despropósitos. Generalmente lo examinaban de teología.
-Quitaday, marrano, que tan siquiera sabes quién es Dios.
-Sé, sé -contestaba muy ufano el mozo rascándose la oreja.
-Pues gomítalo.
-Es un ángel rebelde, que por su...
Coro de risotadas, de exclamaciones y de aplausos.
-A ver -exclamaba Goros-; ¿para qué es el Sacramento del Orden?
-Si me pregunta de cosas de allá de Madrí, yo mal le puedo dar sastifación.
-Soo... ¡mulo! El Sacramento del Orden (abre el ojo) es para... ¡criar hijos para el cielo!
-Bien, ya estamos en eso -contestaba muy serio el gañán, entre la algazara y regocijo del ateneo de Ulloa.
Con intermedios de este jaez se
amenizaban las discusiones formales. Es de saber que en tiempo de verano, y
más si el calor arreciaba, y con doble motivo si era en días de
maja y siega, el ateneo trasladaba el local de sus sesiones de la cocina, a la
parte del huerto lindante con la era: colocábanse allí bancos,
En mitad de una acalorada discusión sobre la calidad del trigo cayó allí Gabriel Pardo, que regresaba de su tremendo viaje a través del valle de Ulloa. Por fortuna, la luz estelar, con ser tan viva y refulgente, no bastaba a descubrir al pronto lo descompuesto de su semblante; pero bien se podía notar lo ronco de la voz en que exclamó, encarándose con el primer ateneísta que le salió al paso:
-¿Dónde está Perucho?
El Gallo se levantó obsequiosamente, y con sonrisa afable y la frase más selecta que pudo encontrar, respondió lo que sigue:
-Señor don Grabiel, no le
saberé decir con eusautitú... Quizásmente que aún
no tendrá voltado,
-¡Falso! Es usted un embustero -gritó brutalmente el comandante, ciego de dolor y necesitado, con necesidad física, de desahogar en alguien y de hacer daño... de pegar fuego a los Pazos, si pudiese-. ¡Ea! -añadió- a decirme dónde está su hijo de usted o lo que sea... ¡Aquí no vale encubrir!
¡Quién viera al rey del corral erguirse sobre sus espolones, enderezar la cresta, estirar el cuello, y exhalar este sonoro quiquiriquí!:
-Adispensando las barbas honradas de usté, señorito don Grabiel, esas son palabras muy mayores y mi caballerosidá y mi dicencia, es un decir, no me permiten...
-Eh... ¿quién le cuenta a usted nada? ¿Qué se me importa por usted? -vociferó Gabriel nuevamente-. A quien necesito es a Perucho... Llámenle ustedes, pero en seguida.
-Ha de estar en la era -indicó tímidamente el pastor.
Gabriel no quiso oír más,
y desapareció como un rehilete en dirección de la era. Encontrola
Oíala como en sueños el
comandante, detenido a la entrada y presa entonces de un paroxismo de ira que
le hacía temblar como la vara verde. Calma... sosiego... voy a echarlo
todo a perder... decía consigo mismo; y al par que veía
claramente su razón la necesidad de tener aplomo y presencia de
ánimo, aquella parte de nosotros mismos que debiera llamarse la
A su izquierda divisó un grupo,
compuesto de Sabel y de varias comadres del vecindario: y delante, en pie, algo
ensimismado, a Perucho en persona. Gabriel se le acercó, hasta ponerle
la mano en el hombro; y al
-Cuando usted guste.
-Ahora mismo.
-Bueno, ya voy.
Echó delante el mozo, y siguiole
Pardo, sin añadir palabra. Alejándose de la gente, atravesaron el
huerto, entraron en el corredor, llegaron a la cocina, donde la fregatriz
revolvía en la sartén, con cuchara de palo, algo que olía
a fritanga apetitosa; y el montañés, sin detenerse, tomó
una candileja de petróleo encendida, y guió a las habitaciones de
la familia del Gallo, entre las cuales se contaba cierta salita, orgullo y prez
del mayordomo, porque en seis leguas a la redonda,
-Usted dirá, señor de Pardo... ¿Qué se le ofrece?
El comandante midió de alto a
bajo al bastardo, frunciendo la boca, con el gesto de desprecio más
claro y más enérgico que pudo;
-¡Se me ofrece decirte que eres un pillastre y un ladrón, y que voy a darte tu merecido, canalla! ¡A ti y a la perra que te parió! ¡Mamarracho indecente!
Lo raro era que Gabriel oía sus propias palabras como si las dijese otra persona; y allá en el fondo de su ser, las comentaba una voz, susurrando: -Es demasiado, ese hombre habla como un loco-. Y no podía, no podía sujetar la lengua, ni refrenar la indignación frenética. Por lo que hace a Perucho, oyendo aquellas cláusulas que abofeteaban, saltó lo mismo que si le hincasen en la carne un alfiler candente; desvió y echó atrás los codos, cerró los puños, y sacó el pecho, como para arrojarse sobre Gabriel. El furor ennegrecía sus pupilas azules, y daba a sus facciones correctas y bien delineadas la ceñuda severidad de un rostro de Apolo flechero.
-No... no me tutee usted -balbuceó reprimiéndose todavía- no me tutee ni me insulte... porque tan cierto como que Dios está en el cielo y nos oye...
-¿Qué harás, bergante?
-Lo va usted a saber ahora mismo
-gritó el montañés, cuyos ojos eran dos llamas oscuras en
una máscara trágica de alabastro. Un segundo duró para
Gabriel la visión de aquel rostro admirable, porque
instantáneamente sintió que dos barras de hierro flexibles y
calientes se le adaptaban al cuerpo, prensándole las costillas hasta
quitarle la respiración. Intentó defenderse lo mejor posible,
tenía los brazos en alto y libres y podía herir a su contrario en
el rostro, arañarle, tirarle del pelo; pero aun en tan crítica
situación, comprendió lo femenil y bajo de resistir así, y
¡extraña cosa!, al verse cogido en la formidable tenaza, preso,
subyugado, vencido por el mismo a quien venía a confundir y humillar, su
ciega y furiosa ira y el hervor animal e instintivo de su sangre se calmaron
como por
-¡Máteme, ya que puede! -tartamudeaba el montañés-. Máteme o suélteme, para que yo... le... ahog...
El aliento se le acababa, porque el cuerpo de su adversario, gravitando sobre su pecho, le impedía respirar. Terminó la frase con un ¡z!, ¡z!, ¡z! cada vez más fatigoso... Vio en el espacio unas lucecitas amarillentas y moradas... luego sintió un bienestar inexplicable, y oyó una voz que decía:
-Pues anda, levántate y ahógame... ¿No puedes? La mano.
Se levantó sostenido por Gabriel,
tambaleándose; dio dos o tres pasos sin objeto; se pasó la
diestra por los ojos, y miró al artillero fijamente; y como viese en su
rostro una tranquilidad muy distinta de la furia de antes, la tuvo por
señal de mofa, cerró otra vez los
-Yo no pego a quien no me resiste... ¿Somos aquí chiquillos? ¿Estamos jugando, o qué?
Callaba Gabriel y reflexionaba, sintiéndose ya, con íntima satisfacción, dueño de sí y capaz de regir sus acciones. Seamos francos, pensaba; me he comportado como un bruto; he hablado como un demente. A bien que en mí son momentáneas las excitaciones; que si me durase como me da, yo me dejaría atrás a todos los salvajes. Un poco de juicio, señor de Pardo... Pero ahora se me figura que ya lo tengo de sobra.
-Oiga usted... -dijo a Perucho, tosiendo
para afianzar la voz-. Le he maltratado a usted hace un instante; hice mal, y
lo reconozco. Es decir: no me faltan motivos de hablarle
-Los motivos que usted tiene, ya los sé yo... Demasiado que los sé.
-Se equivoca usted... Hágame el obsequio de sentarse; ya ve que no le tuteo, ni le ofendo en lo más mínimo. Pero tenemos que hablar largamente y ajustar cuentas, de las cuales no he de perdonarle a usted un céntimo si sale alcanzado... Vuelvo a rogarle que se siente.
Perucho se dejó caer en el sofá con hosco además, arreglándose maquinalmente el cuello y la corbata, que ya no tenía muy en orden antes y que con la refriega se habían insubordinado por completo. Ocupó Gabriel la mecedora de enfrente, y empezó a mecerse con movimiento automático. Arreglaba un discurso; pero lo que salió fue un trabucazo.
-¿Usted sabe de quién es hijo? (al preguntarlo se encaró con Perucho).
-¿Y a qué viene eso?
-contestó el mozo-.
-¿Y siendo sus padres de usted... un mayordomo y una criada... cómo se ha atrevido usted... a poner los ojos en mi sobrina? ¿Cómo se ha atrevido usted... (ensordeciendo la voz, que vibraba de enojo aún) a levantarse hasta donde usted no puede ni debe subir? ¡Sólo un hombre vil (acercándose al montañés) se aprovecha del descuido y de la confianza ajena para... apoderarse de... una señorita... y... abusar de ella, cuando come el pan de su casa!
Perucho contenía los bramidos que se le venían a la laringe, y oía royéndose la uña del pulgar con tal ensañamiento, que ya brotaba sangre. Al fin pudo formar voz humana en la garganta.
-Quien... quien abusa es usted,
señor de Pardo... Sí, señor, abusa usted de mi
posición, de verme un infeliz, un hijo de pobres, un desdichado que no
se puede reponer contra usted como corresponde... Pero me repondré,
El montañés hablaba con
presteza, accionando
-Si Manola es rica, sepan que yo no
quiero sus riquezas, y que me futro y me refutro en ellas... Que el padrino
gaste su dinero en lo que se le antoje; que lo gaste en cohetes, o lo dé
a los pobres de la parroquia. Dios se lo pague por la carrera que me
está dando, pero con carrera o sin ella... yo ganaré para
mí y para mi mujer. Manola se crió como la hija de un labriego;
no necesita lujos ni sedas; yo menos todavía. Mi madre no es pobre
miserable: heredó del abuelo un pasar, y me dará... Y si no me
da, tal día hizo un año. Con cuatro paredes y unas tejas,
allá en el monte, frente a las Poldras, vivimos como unos reyes, sin
acordarnos del mundo y sus engañifas... Casualmente lo único para
que sirvo yo es para arar y sachar: los estudios me revientan: paisano
nací y paisano he de morir, con la tierra pegada a las manos...
Acabar su peroración el montañés y sentirse Gabriel Pardo definitivamente vencido y arrastrado por la corriente de simpatía que empezaba a ablandarle desde que había jadeado entre los brazos fuertes del mozo, fueron cosas simultáneas. Obedeciendo a impulso irresistible, tendió la mano para darle una palmada en el hombro; hízose atrás Perucho, tomando por nueva hostilidad lo que no era sino halago.
-¡No ponerse en guardia, amigo,
que no hay de qué! -exclamó el artillero, cuya noble
fisonomía respiraba ya concordia y bondad al par que dolor y pena-. Tan
no hay de qué, que se va usted a pasmar... Deme usted
Los ojos azules le miraron con desconfianza, y Perucho retiró el brazo.
-Mucho estimo eso que usted dice ahora, pero mejor fuera no venirse con esos desprecios de antes... Nadie tiene cara de corcho, y la vergüenza es de todo el mundo.
-Usted lleva razón, pero yo la he perdido media hora de este aciago día... Motivo me ha sobrado para ello. ¡Óigame usted, por lo que más quiera! Por... por mi sobrina. Deme usted su palabra de que hará lo que voy a rogarle.
-No señor, no; yo no prometo nada
tocante a Manola. ¿Y a qué viene mentir? Mejor es
desengañarle. Lo mismo da que lo prometa que que no lo prometa. Ahora
prometería, pongo por caso, no arrimarme a ella
-No es eso... ¡Si usted no me oye...!
-¿No es nada de dejar a Manoliña?
-No... Es que me prometa usted que de lo que vamos a hablar no dirá usted palabra a nadie... ¡a nadie de este mundo!
-Corriente. Si no es más que eso...
-No más.
-Pues venga.
-No... -replicó Gabriel bajando la voz-. Aquí no... Acompáñeme usted a mi cuarto... Tengo excelente oído... y juraría que anda gente en el corredor.
Como saliesen un poco más aprisa
de lo justo, abriendo con ímpetu la puerta, estuvieron a punto de
aplastar entre hoja y pared la nariz del Gallo, el cual, sin género de
duda, atisbaba. Al impensado portazo, lejos de enfadarse, sonrió con
dignidad y afabilidad, murmurando no sé qué fórmulas de
cortesía: su gran civilización le obligaba a mostrarse atento con
las personas que visitaban su domicilio. Pero Gabriel y Perucho cruzaron por
delante de él como sombras chinescas, y no le hicieron maldito el caso.
Lo cual, unido a otros singulares incidentes,
Al entrar Perucho y Gabriel en la
habitación de este, se encontraron a oscuras: el montañés
rascó un fósforo contra el pantalón, y encendió la
bujía; el artillero acudió a echar la llave, prevención
contra importunos y curiosos. Para mayor seguridad, acercose a la ventana,
bastante desviada de la puerta. Ninguno de los dos pensó en sentarse.
Recostado en la pared, con la izquierda metida en el seno, al modo de los
oradores cuando reposan, el brazo derecho caído a lo largo del muslo,
una pierna extendida y firme y otra cruzada y apoyada en la punta del pie,
Perucho aguardaba, animoso y resuelto, como el que no ha de transigir ni
-Vamos claros... ¿Usted sabe o no sabe que es hermano de Manuela?
Si asestó la puñalada
contando con los efectos de su rapidez, no le salió el cálculo
fallido. El montañés abrió los brazos, la boca, los ojos,
todas las puertas por donde puede entrar el estupor y el espanto; enarcó
las cejas, ensanchó la nariz... fue, por breves momentos, una estatua
clásica; el escultor que allí se encontrase lamentaría, de
fijo, que estuviese vestido el modelo. Y sin lanzar la exclamación que
ya se asomaba a los labios, poco a poco mudó de aspecto, se hizo
atrás, bajó los
-¡No! -balbuceó en ronca voz-. No, Jesús, Señor, no, no puede ser... usted... vamos a ver... ¿ha venido aquí para volverme loco? ¿Eh? ¡Pues diviértase... en otra cosa! Yo... no quiero loquear... ¡No se divierta conmigo! Jesús... ¡ay Dios!
Llevose ambas manos a los rizos, y los
mesó con repentino frenesí, con uno de esos ademanes primitivos
que suele tener la mujer del pueblo a vista del cuerpo muerto de su hijo. Al
mismo tiempo quebrantaba un gemido doloroso entre los apretados dientes.
Rehaciéndose
-Mire usted, a mí no me venga usted con trapisondas... usted ha entrado aquí traído por el diablo, para engañarme y engañar a todo el mundo... Eso es mentira, mentira, mentira, aunque lo jure el Espíritu Santo... Malas lenguas, lenguas de escorpión inventaron esa maldad, porque... porque nací sirviendo mi madre en esta casa... Pero no puede ser... ¡Madre mía del Corpiño! No puede ser... ¡No puede ser! ¡Por el alma de quien tiene en el otro mundo, señor de Pardo... no me mate, confiéseme que mintió... para quitarme a Manola...!
Gabriel se acercó al bastardo de Ulloa y logró apoyarle la mano en el hombro; después le miró de hito en hito, poniendo en los ojos y en la expresión de la cara el alma desnuda.
-La mitad de mi vida daría yo
-dijo con inmensa nobleza- por tener la seguridad de que en sus venas de usted
no corre una gota de la sangre de Moscoso. Créame... ¿No me
Sin fuerzas para contestar, el montañés hizo con la cabeza una señal de aquiescencia. Gabriel prosiguió:
-No solamente mi cuñado le tiene a usted por hijo suyo, sino que le quiere entrañablemente, todo cuanto él es capaz de querer... más que a Manuela, ¡cien veces más!, y hoy, si se descuida, delante de todos los majadores le llama a usted... lo que usted es. Su propósito es reconocerle, y después de reconocido, dejarle de sus bienes lo más que pueda... Su padrastro de usted lo sabe; su madre... ¡figúrese usted!, y... ¡es inconcebible que no haya llegado a conocimiento de usted jamás!
-Me lo tienen dicho, me lo tienen dicho
Gimió esto cubriendo y abofeteando a la vez el rostro con las palmas; y a pasos inciertos, como los que se dan en el primer período de la embriaguez, se dejó caer de bruces, borracho de dolor, sobre la cama de Gabriel Pardo, cuya colcha mordió revolcando en ella la cara. Gabriel acudió y le obligó a levantarse, luchando a brazo partido con aquella desesperación juvenil que no quería consuelo.
-Vamos, serénese usted... ¿Qué hace usted, qué remedia con ponerse así? Serenidad... un poco de reflexión... Venga usted, criatura, venga a sentarse en el sofá... ¡Calma... calma! Con esos extremos lo echa usted más a perder... Venga usted... ¡Respire un poco!
En el sofá, donde le sentó medio por fuerza, Perucho volvió a dejar caer la cabeza sobre los brazos, y a esconder la cara, con el mismo movimiento de fiera montés herida, que sólo aspira a agonizar sola y oculta. Balanceaba el cuello, como los niños obstinados en una perrera nerviosa, que ya les tiene incapaces de ver, de oír, ni de atender a las caricias que les hacen.
-Sosiéguese usted -repetía el artillero-. ¿Quiere usted un sorbo de agua? Ea, ánimo, ¡qué vergüenza! Sea usted hombre.
Se volvió rugiendo.
-Soy hombre, aunque parezco chiquillo...
Hombre para cualquiera, ¡repuño! Pero soy el hombre más
infeliz, más infeliz que hay bajo la capa del cielo... y un infame...
sí, un infame, el infame de los infames... Hoy mismo, hoy -y se
retorcía las manos- he perdido a... a una santa de Dios, a Manola,
Al desventurado se le rompió la voz en un sollozo, y dejándose ir al empuje del dolor, se recostó en el pecho de Gabriel Pardo, abriendo camino al llanto impetuoso, el llanto de las primeras penas graves de la vida, lágrimas de que tan avaros son después los ojos, y que torciendo su cauce, van a caer, vueltas gotas de hiel, sobre el corazón. Movido de infinita piedad, Gabriel instintivamente le alisó los bucles de crespa seda. Así los dos, remedaban el tierno grupo de la última cena de Jesús; y en aquel hermoso rostro, cercado de rizos castaño oscuro, un pintor encontraría acabado modelo para la cabeza del discípulo amado.
-Que llore, que llore... Le conviene.
Casi agotado el llanto, agitaba los
labios y la barbilla del montañés temblor nervioso, y un
¡ay! entrecortado y plañidero, del todo infantil, infundía
a Gabriel tentaciones de
-No se asuste... Déjeme... ¿Por qué me sujeta? Me deje digo. ¡También es fuerte cosa! ¡Le matan a uno, y luego ni le dejan menearse!
-¿Es que quiere usted matar... por su parte... a Manuela? ¿Eh? ¿Se trata de eso? Le leo a usted en la cara... ¡y le sujeto para que no dé la última mano al asunto! Cuidado me llamo... ¡Manuela no ha de saber ni esto! ¿Eh, no se hace usted cargo de que tengo razón?
-Sí, sí señor, razón en todo... Que no lo sepa, no... ¡Así no se la llevarán los demonios como a mí!
-No se entregue usted a la
desesperación... La desgracia que aflige a usted... ¡que nos
aflige a todos!, es enorme... pero todavía
-¿Algo? ¿Qué algo? -preguntó con ansia el mozo, agarrándose al clavo ardiendo de la esperanza.
-Que no hay por parte de usted tal
infamia, sino impremeditación, locura, desatino, ¡infamia no!
Usted tiene el alma derecha; aquí lo que está torcido son los
acontecimientos... y la intención de ciertas gentes... Otros son los
criminales; usted sólo ha delinquido porque la sangre moza... En fin, al
caso. (Queriendo estrecharle afectuosamente la mano; pero el
montañés la retira con violencia.) Sí, comprendo que no le
soy a usted demasiado simpático; en cambio usted a mí me ha
interesado por completo... Acepte usted ahora mis consejos; demasiado conoce
que me animan buenas intenciones. ¡Ea, valor! A lo hecho pecho: no hay
poder que deshaga lo que ya ha sucedido: a remediar en lo posible el
daño... A eso estamos y eso es lo único que importa...
¡Escuche, hombre!
Un quejido de agonía alzó el pecho del montañés.
-Reflexione usted bien, mire la cuestión por todos sus aspectos: hay que marcharse.
-¿No volveré ya en mi vida a ver a Manuela? -lloró el mozo, cayendo en el sofá e hincándose las uñas en la cabeza-. Pues entonces, el Avieiro, que es bien hondo... Así como así tendré mi merecido.
-Vamos... ¡que estoy apelando a su razón de usted! No me responda con delirios... ¿No ha dicho usted allá cuando empezamos a reñir (Gabriel se sonrió) que Dios está en el cielo y nos oye? ¿Cree usted lo que dijo? ¿Lo cree?
-¿Soy algún perro para no creer en Dios?
-Pues... si hay Dios... y si usted cree en él... ¡mire que le está ofendiendo!
Perucho asió de una muñeca a Gabriel, y se la oprimió con toda su fuerza, que no era poca; y acercándole mucho la cara, arrojó:
-Pues si no hubiese Dios... ¡lo que es a Manola... soltar no la suelto!
Buena pieza se quedó el comandante Pardo sin saber qué contestar, dominado, vencido. En la encarnizada batalla llevaba, desde el principio, la peor parte; y lo extraño es que la derrota moral que sufría, conocida de él solamente, le ocasionaba íntimo placer, y le apegaba cada vez más al antes detestado bastardo de Ulloa.
Viendo callado a Gabriel, Perucho alentó un poco, y en tono de súplica humilde, murmuró:
-Me iré, me iré...
haré cuanto me manden, y si quieren, me meteré en el Seminario de
Santiago y seré cura... cualquier cosa... pero respóndame,
señor, dígame la
Gabriel alzó la vista y le miró cara a cara. Tardó bastante, bastante en responder: sus ojos brillaron, adquirió su fisonomía aquella expresión elevada y generosa que era su única hermosura, y respondió serenamente:
-Yo no le he de salvar a usted
mintiéndole... Hoy más que nunca estoy dispuesto a casarme con mi
sobrina... ¡No rechine usted los dientes, no se enfurezca, por todos los
santos... oiga, oiga! Cuando ella, por su voluntad, sin imposiciones de
ningún género, porque me cobre cariño o... porque necesite
mi protección en cualquier terreno y por cualquier causa, se resuelva a
casarse conmigo... yo estoy aquí; cuanto soy y valgo, de ella es... Pero
jamás ¡jamás!, si ella no quiere... Y ella no querrá
-fíese usted en mí, que tengo experiencia- ni en mucho tiempo, ni
tal vez en su vida... Es aún más montañesa y más
porfiada que usted... Sobre todo,
El montañés tenía
los párpados entornados, la mirada vagabunda por los rincones del
aposento, repasando, probablemente sin verlas, las molduras barrocas de la
cama, las pinturas del biombo, los remates de época del Imperio que
lucía el vetusto sofá. Cuando acabó de hablar Gabriel, sus
pupilas destellaron, hizo con la mano derecha ese movimiento de sube y baja que
dice clarísimamente: -Plazo... espera... -y se dirigió a la
-No se pasa... (en tono más cariñoso y festivo que otra cosa).
-Haga usted favor... Si por lo visto usted está para bromas, yo no, y sentiría cometer una barbaridad.
-En serio (con mucha energía), no le dejo a usted pasar sin que me diga adónde. De evitarle la barbaridad se trata.
-Bueno, pues sépalo; tanto me da que lo sepa, y si le parece mal... (gesto grosero). No me da la gana de creer, por su honrada palabra de usted, que Manola y yo... En fin, usted quiere a Manola... yo le estorbo... le viene de perillas que me largue... y como no soy ningún páparo... ¿eh?, no me mete usted el dedo en la boca... Voy a la fuente limpia... a saber la verdad, ¡la verdad!
-¿Cómo, cómo?, ¿a quién se la va usted a preguntar? ¡Cuidado... a mi sobrina nada!
-¡Eh!... ¿Si pensará
usted que ha de tener más miramientos que yo con Manola?
¡Repuño,
Ciñó los brazos al cuerpo del artillero, y de un empujón lo lanzó a dos varas de distancia. Luego se precipitó hacia fuera.
Muchas veces bajaba el marqués de
Ulloa a la científica tertulia de su cocina, sobre todo en invierno,
cuando los vastos salones estaban convertidos en una nevera, y el
No lo había escogido como necio:
era una habitación contigua al archivo, y aunque no de las mayores de la
casa, abrigada del frío y del calor por lo grueso de las paredes.
Parecía un nido de urraca, tal revoltillo de cachivaches había en
ella. Olía allí a perro de caza, y a ese otro tufillo llamado de
Mientras Gabriel y Perucho discutían cosas harto graves en la estancia próxima, el hidalgo, recogido ya a la suya, entreteníase en contar las rayitas que durante la jornada había hecho en una caña con el cortaplumas. Cada rayita representaba una gavilla de trigo, y con este procedimiento sabía a punto fijo la cantidad de gavillas majadas. Abierta estaba la ventana, a causa del mucho calor, y por ella entraban las falenas enamoradas de la luz a girar dementes sobre el tubo del quinqué: alguna vez un murciélago negro y fatídico venía, revoloteando torpemente, a caer sobre la mesa o a batir contra un rincón del cuarto. En el cielo asomaba ya la luna, triste e indiferente.
La puerta se abrió con fragor y
estruendo;
Una sola inquietud: ¿no
saldría el comandante a cogerle con las manos en la masa? Se
arrimó a la puerta de Gabriel y le oyó pasear arriba y abajo, con
paso acelerado, indicio de agitación... -¡No sale! -dedujo el
sultán-: ¡aguarda ahí por el otro!-. Así era en
efecto. Gabriel no quería meter la mano entre la cuña y la
madera, y esperaba impaciente, pero esperaba. -Mis atribuciones no llegan a
tanto... -decía para sí-: allá se las hayan
Tranquilo por esa parte el sultán, volvió al observatorio. Algo le estorbaba una vieja mampara, que reforzando la puerta, apagaba el ruido de las voces. Con todo, las más altas le llegaban bien distintas, y él no necesitaba otra cosa para coger el hilo del diálogo.
Acalorado, muy acalorado... Perucho
preguntaba y el señor de Ulloa daba explicaciones en tono brusco, a
manera de persona que confirma una verdad sabida y conocida hace tiempo...
¡Calle!, aquí empieza el asombro del Gallo... el mocoso del rapaz,
en vez de alegrarse, se pone como un potro bravo... ¡Un genio tan
Esta última exclamación la lanzó para sí el Gallo, porque estuvo a punto de ser aplastado segunda vez por la puerta, que el montañés empujó furioso para salir, al mismo tiempo que voceaba, volviendo el rostro hacia el interior del cuarto:
-Pues con más motivo le maldigo yo, y maldito sea por toda la eternidad, amén. ¡Que no esté yo solo en el infierno!
Tan aturdido y ebrio salía, que ni reparó en la presencia de una persona arrimada a la puerta. Corriendo se volvió a la habitación del comandante, entró en ella... Bien quisiera continuar sus investigaciones el sultán, pero ni el rumor más mínimo llegó a sus oídos: si se hablaba allí, debía ser en voz muy queda, lo mismo que cuando se confiesan las gentes.
¡Bueno venía el
Juncal se regodeaba, partiéndose de risa o pegando en la mesa puñetazos de indignación, según lo requería el caso; pero tan divertido y absorto en la lectura, que no hizo caso del perrillo acostado a sus pies cuando ladró anunciando que venía alguien. En efecto entró Catuxa, frescachona y vertiendo satisfacción al preguntar a su marido:
-¿Que no ciertas quién tay viene?
El alborozo de su mujer era
inequívoco; el médico de Cebre cayó en la cuenta al punto,
y saltó en la silla dando al
-¿Don Gabriel Pardo?
-¡El mismo!
-Mujer... ¡y no lo haces subir! Anda, despabílate ya... No, voy yo también... ¿Qué mómara! ¡Menéate!
-Si todavía no llegó a casa, ¡polvorín! Vilo desde el patio; viene de a caballo. ¡Y corre como un loco! ¡Parece que viene a apagar un fuego!
Máximo, sin querer oír
más, bajó a paso de
-De buena gana tomaré chocolate, Catalina, si no le sirve de molestia... Ahora recuerdo que he salido de los Pazos en ayunas.
Solos ya, sentáronse en el banco de piedra, y Gabriel dijo al médico que le miraba embelesado de gratitud y regocijo:
-No me agradezca usted la visita; vengo a reclamar sus servicios profesionales.
-¿Se le ha puesto peor el brazo? ¡Ya lo decía yo! Con estas idas y venidas... No, y está usted algo... desmejorado, vamos; el semblante... y eso que viene sofocado... Mucha prisa trajo, ¡caramba!
-¡Bastante me acuerdo yo de mi brazo! Si usted no lo mienta ahora... ¡Hay en los Pazos gente enferma...!
-¿En los Pazos? ¡Eso es lo peor! Pero ya sabe que yo, desde las elecciones...
-Déjeme usted de elecciones... usted se viene conmigo.
-Con usted, al fin del mundo; sólo que si luego creen que me meto donde no me llaman...
-Pierda usted cuidado.
-¿Y quién está malo? ¿Es el marqués?
-Y su hija.
-¿Los dos?
Gabriel dijo que sí con la
cabeza, y se quedó unos instantes pensativo, acariciándose la
-Oiga usted, Juncal... ¿Puedo contar con usted? ¿Haría usted por mí algo que le pidiese? ¡No es cosa muy difícil!
-¡Don Gabriel! Me está usted faltando... ¡Voto al chápiro...! ¡Por usted...! ¿Quiere... que organice un comité conservador en Cebre?
-¡En política estaba yo pensando...! Lo primero es... no decirle nada a Catalina. Que sepa que va usted a los Pazos, bien; que va usted por la enfermedad de mi cuñado, corriente... Pero de la de mi sobrina, ni esto. ¿Conformes?
-Hasta la pared de enfrente.
-Además... que nos marchemos cuanto antes.
-¿Y el chocolate?
-Pretexto para quitarnos de encima a la
pobre Catalina. No haga usted caso. Diga que es urgente echar a andar, y que en
vez de
-Bueno... pero en mientras que arrean la yegua, también está el chocolate listo.
-¡Se lo suplico... arréela usted al vuelo!
No bien acabó de manifestar este deseo, estaba el médico en la cuadra, dando al rapazuelo que curaba de su hacanea las necesarias órdenes. A los tres minutos volvía junto a Gabriel.
-Perdone, ya me doy prisa... pero es que no me ha dicho qué casta de mal es la que anda por los Pazos, y no sé qué he de llevar de medicamentos, instrumentos...
-Manuela sufre, desde ayer por la tarde, fuertes accesos nerviosos... Pero muy fuertes... Convulsiones, lloreras..., soponcios... Desvaría un poco... yo creo que hay delirio.
-¡Bien! Mal conocido, herencia
materna... Bromuro de potasio. Por suerte lo tengo recién preparadito.
¿Y el...
-Ese no me parece que tenga cosa de cuidado... Ahogos, la sangre arrebatada a la cabeza...
-¡Bah, bah! Coser y cantar... Me llevo la lanceta, y le doy cuerda para un año... Le han acostumbrado desde muchacho a la sangría, y aunque yo las proscribo severamente, uniendo mi humilde opinión a la de los más ilustrados facultativos de Francia y Alemania... en este caso particular, me declaro empírico. El hábito es...
-Por Dios... Despachemos -exclamó Gabriel, que parecía también necesitar bromuro, según la agitación, no por reprimida menos honda, que se observaba en su rostro y movimientos. Conviene decir, en abono de la excelente voluntad de Juncal, que para ninguna de sus correrías médicas se preparó más brevemente que para aquélla. Ni tampoco, desde que el mundo es mundo, se ha sorbido más aprisa ni de peores ganas una taza de chocolate que la presentada por Catuxa a Pardo... y cuidado que venía para abrir el apetito a un difunto, por lo espumosa y aromática.
-¡Tan siquiera un bizcochito,
señor! -suplicaba
-Cállate la boca ya -gritó Juncal severamente-; cuando hay apuro, hay apuro... El marqués de Ulloa se encuentra mal... y vamos allá a escape.
Cosa de un kilómetro se habrían desviado de Cebre, cuando don Gabriel, ladeándose en la silla, preguntó a Juncal:
-¿Dice usted que es herencia materna lo de mi sobrina?
-Sí señor, ¡en mi
desautorizada opinión al menos! La pobre doña Marcelina,
Enmudeció el artillero, y por
algunos minutos
-Amigo Máximo, en esta ocasión espero de usted mucho... Espero que me pruebe que efectivamente he encontrado aquí lo que tan rara vez se tropieza uno por el mundo adelante: un amigo verdadero, de corazón.
-¡Señor de Pardo!
-exclamó el médico, a quien semejantes palabras cogían por
su lado flaco- ¡Bien puede usted estar satisfecho -aunque la cosa no lo
merece- de que ni a mi padre le tuve más respeto, ni a mis hermanos los
quise más que a usted! Desde que le vi me entró una
simpatía de repente... vamos, una cosa particular, que los diablos
lleven si la sé explicar yo mismo. A mi señora se lo tengo dicho:
mira, chica, si te da la ocurrencia de ponerte un día muy mala y quieres
médico, que no sea el mismo día que me necesite
-Las circunstancias -dijo Gabriel titubeando aún- son tales, que yo necesito creer a pie juntillas lo que usted me asegura para no perder el tino y desorientarme completamente. Voy a hablarle a usted con franqueza, como hablaría yo también a mi hermano...
-¿Pongo la yegua al paso? La de usted no lo sentirá -preguntó Juncal, que oía con toda su alma.
-Sí... conviene salir cuanto antes del atolladero, y que nos entendamos los dos.
-Hable con descanso, que así me arrodillasen para fusilarme, de mi boca no saldría una palabra.
-Eso quiero: cautela y secreto absoluto
por parte de usted. Mi infeliz sobrina está desde ayer tarde en un
estado de exaltación alarmantísimo. Yo creo que su razón
se oscurece
Juncal sacudió la cabeza gravemente, murmurando:
-¡Entendido!
-Los accesos -prosiguió el artillero- le dan con bastante intervalo, y del uno al otro se queda como postrada y sin fuerzas. Ayer ha tenido dos, uno a las cinco de la tarde y otro a las diez de la noche; dormitó unas horas, y a las tres de la madrugada, el acceso más fuerte, acompañado de una copiosa hemorragia por las narices; a las siete, se repitió la función, sin hemorragia; y así que la dejé algo tranquila, suponiendo que tendríamos al menos tres o cuatro horas de plazo, me vine reventando la yegua... y así que acabe la explicación la volveré a reventar, para llegar antes de que el acceso se produzca. ¿Qué opina usted? ¿Le dará antes de mi vuelta?
-Señor don Gabriel, esperanza en Dios... Es probable que no le dé. Según lo que usted me va contando, la neurosis de la señorita tiene carácter epiléptico, y hay un poco de tendencia al desvarío... Bien, ya puede hablar, que es como si se lo dijese a un agujero abierto en la pared. Y... ¿Usted no sospecha algo de las causas de este mal tan repentino?
Enderezose Gabriel en la silla, como afianzándose en una resolución inevitable.
-Sin que yo se lo dijese, en cuanto llegue usted a los Pazos se enterará de que allí han ocurrido ayer y anteayer sucesos gravísimos... Basta para imponerle a usted el primero que encuentre, el mozo de cuadra que recoja la yegua. Anteayer, de noche, mi cuñado sostuvo un altercado terrible con... ese muchacho que pasaba por hijo de los mayordomos...
-Bien, bien... Ya estamos al cabo... -indicó Juncal guiñando el ojo-. Pero ¡qué milagro enfadarse con él! Si lo quería por los quereres.
-Mucho le quiere, en efecto; ¿de qué está malo hoy, sino del berrinche? Pues... a consecuencia de la escena espantosa que se armó entre los dos, el muchacho, que es testarudo y resuelto, arregló ayer mañana su maletilla de estudiante, y ni visto ni oído... A pie se largó... y hasta la fecha no se ha vuelto a saber de él.
Al ir narrando, fijábase don Gabriel en la expresión del rostro de Juncal. Aunque este procuraba no dejar salir a él más pensamientos que los que no mortificasen ni alarmasen al artillero, no podía ocultar la luz que iba penetrando en su cerebro y que no tardaría en ser completa. La prueba es que exclamó como involuntariamente:
-Ah... ya.
-Sí -añadió Pardo con resignación-: desde que Manuela supo la marcha de su... amigo...
-¿Y quién se la contó? ¿A que se lo encajaron de golpe y porrazo... con todas las exageraciones?
-¡Lo mismito que usted lo piensa! La mayordoma...
-Que es una vaca...
-Se fue a abrazar con ella, llorando a gritos...
-A berridos, que es como lloran semejantes bestias...
-Y le dijo que Perucho no volvía más; que se había marchado decidido a embarcarse para América, y que iba tan desesperado, que era fácil que le diese por tomar arsénico...
-
-En fin, le dijo... ¿Hace falta más explicación?
-¡Qué lástima de albarda, Dios me lo perdone, para esa pollina vieja! Bueno, señor de Pardo; no añada más, no se moleste, sosiéguese; ya estamos enterados de lo que conviene ahora. Tranquilizarle a la niña el pensamiento... ¡todo lo posible...!
-Y en especial...
-¡Basta, basta! En especial,
silencio... y
-Al galope, que es cuesta arriba.
Arrancaron las dos yeguas alzando una polvareda infernal.
El sol había salido, y también el cura de Ulloa a celebrar el santo sacrificio de la misa. Goros, medio en cuclillas ante la piedra del hogar, con las manos fuertemente hincadas en las caderas, el cuerpo inclinado hacia delante, los carrillos inflados y la boca haciendo embudo, soplaba el fuego, al cual tenía aplicado un fósforo. Y a decir verdad, no se necesitaba tanto aparato para que ardiesen cuatro ramas bien secas.
Ladró el mastín en el
patio, pero con ese tono falsamente irritado que indica que el
Venía el atador de Boán
con el estómago ayuno de bebida, pues acababa de dejar la camada de paja
fresca con que aquella noche le había obsequiado el pedáneo; y si
esta narración ha de ser del todo verídica y puntual, conviene
advertir que llevaba el propósito de matar el gusanillo en la cocina del
cura. Lo cual prueba que el señor Antón no estaba muy al tanto de
las costumbres severas y espartanas del incomparable Goros, incapaz de tener,
como otros muchos de su clase, el frasquete del aguardiente de caña
oculto en algún rincón. Es más: ni siquiera por
cortesía ofreció un tente-en-pie, un
-¿Vienes a ver a los animales?
-preguntole aquella mañana desapaciblemente-. Están
-Vengo a me sentar... que el cuerpo del hombre no es de madera, y a las veces cánsase también.
-Bueno, ahí está el banco.
-¡Quién como tú! -suspiró el algebrista, quitándose el sombrero de copa alta y poniéndolo entre las rodillas-. ¡Hecho un canónigo, carraspo! Así te engordan los cachetes, que pareces fuera el alma el marrano del pedáneo cuando lo van a matar.
-Sí, sí, vente con
endrómenas... Si hablases de otros criados de otros curas diferentes, de
todos los más que hay por el mundo adelante, que revientan de gordos y
de ricos... a cuenta de los malpocados de los feligreses... Pero este mi
señor, que antes de la hora de la muerte ya ha entrado de patas en la
gloria, nunca tiene sino necesidades y pobrezas, y si el criado fuese como los
vagos a la chupandina del jarro y del pisquis
-¡Mal hablado! Aun siquiera una gota te pedí.
-Buena falta hace que me la pidas. Conozco yo las entenciones de la gente...
Echose a reír el algebrista, pues no era él hombre que se formalizase por tan poco. De oírse llamar borrachón y pellejo estaba harto, y esas menudencias no lastimaban su dignidad. Al contrario, dábanle pretexto para explayarse en sus favoritas y perniciosas filosofías.
-Bueno, carraspo, bueno; el hombre
tampoco es de palo y ha de tener sus aficiones... quiérese decir, sus
perfirencias. Y si no, ¿para qué venimos a este mundo
recondenado? A la presente estamos aquí platicando los dos; pues cata
que sale una mosca verde del estiércol y te pica... el
-Vaya a contar mentiras al infierno -exclamó Goros furioso, destrozando en menudos fragmentos una onza de chocolate, pues el agua hervía ya en la chocolatera-. No sé cómo Dios no manda un rayo que te parta, cuando dices esos pecados de confundirnos con las bestias, ¡Jesús mil veces!
-¡Si ya anda en los papeles! A fe de Antón, carraspo, que no te miento.
-Los papeles son la perdición de hoy en día. Los que escriben los papeles, más malvados aún que las amas de los clérigos.
-Asosiégate, hombre, que tú no has de arreglar el mundo, ni yo tampoco. Lo que se quiere decir, es que para cuatro días que tenemos de vida, no debe un hombre privarse de lo que le gusta, en no haciendo daño a sus desemejantes.
-Como los cerdos, con perdón,
¿eh? -vociferó
Lo que se revolvía era el chocolate, bajo el vertiginoso girar del molinillo en la chocolatera. El cura de Ulloa padecía debilidad, y necesitaba que en el mismo momento de llegar de la iglesia le metiesen en la boca su chocolate, fuese en el estado que fuese; por lo cual Goros acostumbraba tenerlo listo con anticipación, y el señor cura tomarlo detestable.
-Yo no sé qué diferentes son de los marranos los hombres, carraspo -blasfemó el algebrista-. Tras de lo mismo andan; el comer, el beber, las mozas... Al fin, de una masa somos todos...
-¡No sé cómo Dios aguanta a este empío en el mundo!
-¿Y yo qué mal le hago a
Dios, por si es
-Si le oye mi señor, le echa con cajas destempladas de la cocina.
-¿No va en los Pazos el señor abad? -preguntó el algebrista, mudando de tono, y como quien pregunta algo serio.
-¿En los Pazos? No, va en misa.
-Pues dice que lo van a llamar de los Pazos.
-¡Milagro! ¿Para qué será?
-Para echarle los desconjuros y los
asperges a la señorita Manola, que tiene el
-¿Quién le dijo todo eso?
-El estanquero de Naya. Allá estive de noche.
-Pues es una mentirería descarada. Ayer noche fui a los Pazos a ver qué sucedía. También me lo encargó el señor abad. Y ni la señorita Manola está endemoniada, ni el marqués tan malo.
-El haber hay en la casa un rebumbio de dos mil júncaras. ¿Hay o no?
-Rebumbio lo hay, eso es como el Evangelio; pero eusageran, que no es tanto.
-¿Y será mentira también el cuento de lo que pasó con el Perucho, el hijo de la Sabel? Por Naya anda el cuento más corrido, ¡que no sé!
-Largó de casa, y no se sabe a derechas el motivo. Ese es el caso.
La fisonomía del algebrista, truhanesca y socarrona como ella sola, se contrajo y arrugó con el más malicioso gesto posible.
-El motivo... Endrómenas, carraspo... Unos dicen de una manera, otros de la otra, y tú vete a saber la verdá...
-La verdá sólo Dios -sentenció Goros...
-O el diaño, que inda es más listo. Pues señor, que dicen unos que la señorita tuvo un disgusto grandísimo con el padre, a que había de echar de casa al Perucho, y que hasta que lo echó no paró. Otros que ese señor que está ahí... ¡ese de los cuatro ojos!
-Ya sé. El hermano de la difunta señora.
-Que fue quien porfió por echar a Perucho, porque quiere casarse con la señorita... y así supo que don Pedro le dejaba cuartos por testamento, amenazó a Perucho de matarlo y por poco lo mata... hasta que se tuvo que largar con viento fresco. Que otros... (aquí el guiño se hizo más malicioso) que si andaban, si no andaban, si el Perucho y la Manola y el otro y todos... ¡El diablo y más su madre! El cuento es que juraban que el señor no salía de esta... que estaba gunizando... y que tenían llamado al médico de Cebre, aquel con quien riñeran por mor de las eleuciones...
Goros sacó en esto la chocolatera
del fuego, porque ya había dado los dos hervores de rúbrica;
-Ni por ser rico... ni por ser señor... ni por poca edá... ni por sabiduría... Cuando llega la de pagar la gabela de las enfermedades y de las desgracias y de la muerte negra...
El algebrista callaba, como el que no tiene ganas de armar disputa otra vez, y picaba con la uña, de una gruesa tagarnina, cantidad bastante para liar un papelito. Así que lo hubo liado, se encasquetó la monumental chistera, y acercándose al fogón, murmuró con tonillo insinuante:
-¿Conque no das ni una pinga?
-No gasto -respondió el criado del cura áspera y lacónicamente.
-Da entonces lumbre para el cigarro, que no te arruinará, cutre, sarnoso.
Goros le alargó el tizón, y el componedor, con un cigarrillo en el canto de la boca, salió rezongando un
-¡Conservarse!
Creyose el perro en el compromiso de
soltar
-¿El señor cura? ¿Está en casa?
-¡Ay señor! Va en la misa... ya hace un bocadito que salió.
-¿Tardará mucho?
-¿Quién es capaz de saberlo? La misa se despabila pronto; solamente que después, si le da la gana de ir a rezar al camposanto... lo mismo puede tardar media hora que una. Si quiere, voy a buscarlo en un instante.
-Nada de eso... Déjele usted que rece. No tengo prisa; esperaré.
-¡Quieto, can! ¡Quieto, arrenegado! Pase, entre, haga el favor de subir.
Pasábase por la cocina para llegar a la sala del cura, sala que hacía oficio de comedor, y se reducía a cuatro paredes enyesadas, una mesa vieja con tapete de hule, una Virgen del Carmen de bulto, encerrada en su urna de cristal y caoba, y puesta sobre una cómoda asaz ventruda y apolillada, y media docena de sillas de Vitoria. Goros se deshacía buscando y ofreciendo la menos desvencijada y vieja.
-Gracias, estoy muy bien -afirmó el artillero después de tomar asiento-; no deje usted sus quehaceres, amigo; váyase a trabajar.
La verdad es que deseaba estar solo,
como todos los que lidian con preocupaciones muy serias. Pesado silencio
llenaba la salita, y lo interrumpía sólo el zumbido de un
moscardón, que se aporreaba la cabeza contra los vidrios de la ventana.
Gabriel Pardo acercó su silla a la mesa, y apoyando en esta los codos,
dejó caer sobre las palmas de las manos la frente, experimentando
algún consuelo
Tres noches llevaba sin dormir y tres
días sin comer casi, y tal vez por culpa de la vigilia y abstinencia le
parecía en aquel instante que su cerebro estaba reblandecido, y que sus
ideas eran como esos círculos que hace en el agua la piedra arrojadiza;
no tenían consistencia alguna. A fuerza de encontrarse frente a frente,
de lidiar cuerpo a cuerpo con uno de los problemas más tremendos que
pueden acongojar a la razón humana, ya había perdido la
brújula, y el desbarajuste de su criterio le amedrentaba. -Vamos a ver
(y era la centésima vez que repetía aquel soliloquio mental).
Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se les ha estropeado la
vida a dos seres en la flor de la edad. Los dos se
Gabriel se oprimió más las
sienes. El moscardón seguía zumbando y golpeándose,
incansable en su empeño de romper un vidrio con la cabeza para salir al
aire y a la libertad que desde fuera le estaban convidando. Levantose Pardo,
deseoso de librarse, con la acción, de la tortura de aquellas
cavilaciones estériles y mareantes. Púsose a pasear de arriba
abajo por la sala, escuchando el crujido de sus botas nuevas, unas botas de
becerro blanco encargadas para la expedición al valle de Ulloa. Se
paró ante
-¿No fuma usted?
-No señor, no gasto, hase de decir la verdad. Dios se lo pague y la Virgen Santísima y de hoy en un año me dé otro.
-¡Pues si no le he dado a usted ninguno!
-La entención es lo que se estima, señor. No se le va el tiempo; con su permiso, cumple avisar al señor abad.
-No, hombre; si ya no es posible que
tarde
-No señor, apenas nada... ¿Quiere molestarse en ver cuatro coles?
-Si usted no tiene ocupación precisa...
-Jesús, señor... Venga por aquí. (Goros tomó la delantera.) Esto es una poquita cosa que yo la trabajo cuando tengo vagar... (Encogiéndose de hombros con aire resignado.) Porque el señor abad... ¡mi alma como la suya!, no mete un triste jornalero, y yo a veces me levanto antes de ser día, y con un farol en la mano voy cuidando... Y todo me lo come el verme...
Obligaba la cortesía a Gabriel a
fijarse en un repollo comido de orugas, un tomate que rojeaba, un pavío
chiquito, enfermo de un flujo de goma, y un peral muy cargado ya. Luego
entraron en la corraliza donde se ofrecía a los ojos un cuadro de
familia interesante. Era una marrana soberbia en medio de su ventregada de
guarros, los más rosados y lucios que pueden verse. La madre vino a
-Quina, quiniña... cuch, cuch, cuch...
-¡Qué grande es y qué hermosa! -observó Gabriel para lisonjear la vanidad de Goros.
-Es muy hermosísima, sí señor; y eso que está chupada de criar. Cuando se cebe tendrá con perdón unas carnes y unos tocinos... como los del Arcipreste de Boán. ¿Le conoce, señorito? -exclamó el criado, que ya estaba rabiando por vaciar el saco de las chanzas irreverentes.
-Algo -respondió Gabriel sonriendo.
-¿Y no le parece, dispensando usté, que se la podíamos enviar de ama? -añadió Goros señalando a la puerca. Como Gabriel no celebró mucho el chiste, Goros mudó de estilo.
-¿Ve los que tiene? -dijo
enseñando los cochinillos-. Pues a todos los ha criado... Es el segundo
año que cría... Aquel ya es hijo
Mientras Gabriel consideraba a aquel Edipo de la raza porcuna, un gracioso animal vino a enredársele entre los pies: era una paloma calzuda, moñuda, de cuello tornasolado donde reverberaban los más lindos colores; giraba arrullando, y su ronquera era honda, triste y voluptuosa a la vez. Gabriel se inclinó hacia ella, y el ave, sin asustarse mucho, se limitó a desviarse unos cuantos pasos de sus patitas rosadas.
-¿Hay palomar? -preguntó Pardo.
-No señor... (El criado
estregó el pulgar contra el índice, como indicando que no sobraba
dinero para meterse en aventuras.) Pero el señor abad... como Dios lo
dio tan blando de corazón... y como las palomas le gustan... mantiene a
las de todos los palomares de por ahí, y siempre tenemos la
Latió el perro de alegría;
abriose la puerta del patio que comunicaba con la corraliza, y apareció
el cura flaco, sumido de carnes, encorvado, canoso, de ojos azules muy
apagados, vestido con una sotanuela color de ala de mosca, pero limpia. Gabriel
se descubrió,
Para hablar a su gusto y sin temor de
que ningún oído indiscreto sorprendiese la conversación,
se encerraron en el dormitorio del cura, que parecía celda. Como no
había más que una silla, Gabriel se sentó en el poyo de la
ventana. Y charló, charló, desahogando su corazón y
aliviando su cabeza con el relato circunstanciado de toda la tragedia ocurrida
en la casa señorial. El cura le oía sin levantar los ojos del
suelo, con las manos puestas en las rodillas, cogiéndose a veces la
barba como para reflexionar, y a veces moviendo los labios lo mismo que si
hablase, pero sin
-¿Y dice usted -interrogó el cura- que ese desdichado está ya bien lejos de aquí? La separación es lo primero que importa.
-Sí, padre. Yo le proporcioné dinero; yo le consolé lo mejor que supe; yo le acompañé hasta la diligencia, y le di carta para una persona de Madrid que inmediatamente que llegue le colocará de dependiente en una tienda. Le conviene trabajar, para que se le quiten de la cabeza las cavilaciones. Y no tenga usted miedo, que no le dejaré de la mano. Me considero obligado a eso y además ¡me ha dado tanta lástima! Le aseguro a usted que iba cobrándole cariño.
-¿Y usted... no sospecha con qué objeto quiere verme la señorita Manuela?
-Quiere confesarse, o cosa semejante;
quiere... ¿Qué ha de querer la pobrecilla? Imagínese
usted... Consejo, luz; ¡que la ayuden a salir del pozo en que cayó
hace cuatro días! El mal ha cedido; bien lo decía el
médico de Cebre, que el daño físico era poca cosa y
fácilmente se vencería. Ya no hay convulsiones, ni querer batir
con la cabeza contra la pared, ni aquello de llamar a gritos a Perucho y
acusarse en voz alta de los más horribles delitos... Figúrese
usted que hasta dijo que ella había matado a su madre. Así es que
la tuvimos secuestrada, sin permitir que en el cuarto entrase nadie... ¡y
ojalá hubiésemos empezado por ahí, desde que Perucho se
marchó! Entonces no le hubieran contado... ¿No le parece a usted
una fatalidad que supiese el parentesco que la une a aquel infeliz? Han cargado
su conciencia de negras sombras; la han torturado con remordimientos que
pudieron
-Me parece que no está usted en lo cierto, señor don Gabriel -respondió lentamente el cura de Ulloa-. Si la niña ignorase que hay entre ella y el hijo de Sabel un obstáculo eterno e invencible, le seguiría amando y no veríamos nunca extinguida la pasión incestuosa. Estas desgracias tan terribles provienen cabalmente de no haberle abierto los ojos a tiempo: ¡tremenda responsabilidad para los que estaban obligados a velar por ella! Dios se lo perdone en su infinita misericordia.
-Me coge de lleno esa responsabilidad, padre. Yo debí venir antes a conocer a la hija de mi pobre hermana, a saber cómo vivía, cómo la educaban. Nada de eso hice, y será un remordimiento que me ha de durar tanto como la vida. Y usted, usted que es un santo...
-Señor de Pardo, no me abochorne. Soy el último y el más miserable pecador.
-Bien, pues usted... ¡que es un malvado! -exclamó sonriendo cariñosamente el artillero-, ¿no tuvo ocasión de insinuarle... no se confesaba la niña con usted?
-Algún año por el Precepto... Confesiones a escape, en que no es posible echarle la sonda a un alma y ver lo que tiene dentro. Todo lo han descuidado en esa pobrecita, hasta los deberes religiosos, y si hay en ella bondad y honradez...
-¡Ya lo creo que la hay...! -protestó Gabriel con viveza.
-Será por virtud natural y por misericordia de Dios... Nada le han enseñado; la han dejado vivir entregada a sí misma, por montes y breñas como los salvajes. Ha caído muy hondo; pero ¿cómo no había de caer? ¡Al borde del abismo la empujaban!
-¿Cómo es que no la veía usted más a menudo? ¿Usted que tanto quiso a su madre?
La fisonomía del cura se
animó y alteró un tanto. Gabriel le había observado desde
un principio, y notado que el cura de Ulloa,
-No señor -pronunció
más aprisa y en tono algo agitado-. Le hablaré a usted con
franqueza absoluta, por ser usted quien es y por el caso extraordinario en que
estamos... Hace muchos años que yo no frecuento la casa de los Pazos, en
que tuve la honra de ser capellán, parte por el carácter de su
señor hermano político de usted (todos tenemos nuestros defectos,
nuestras rarezas), parte porque me traían aquellas paredes recuerdos...
bastante tristes. De esto no necesitamos hablar más. Respecto a la
niña, mire usted... Cuando era pequeñita, puede decirse que
recién-nacida, le tenía yo cobrado un cariño... un
cariño que no sé: muy grande podrá ser el amor de los
padres para sus hijos, pero lo que es el que yo tenía al angelito de
Dios, es una cosa que no se puede explicar con palabras. Como luego me fui de
aquí y tardé bastante tiempo en volver (hasta que me presentaron
para este curato), pude meditar y considerar las cosas de otro modo,
-Pues ahora -exclamó Gabriel- se
me figura que nada remediamos con andar volviendo
-Cuanto de mí dependa...
-Y de mí; ¿no ha entendido
usted aún? Lo diré más claro. Hágale usted
comprender que nada ha perdido, que no está ni infamada ni maldita, una
vez que su tío, persona decente por los cuatro costados, la pide por
mujer, la quiere con todo su corazón, y está dispuesto a ser para
ella cuanto le negó la suerte hasta el día: padre, madre,
hermano,
Reinó en la celdita prolongado silencio. El cura recobraba su expresión tranquila; reflexionaba. Por último, interrogó:
-¿Usted se casaría con ella, sin reparar...?
-Sin reparar en lo sucedido.
-Y nunca...
-Y nunca se lo había de traer a la memoria.
-Según eso, ¿está usted... prendado de su sobrina?
-No señor. Prendado, no, según suele entenderse esa palabra. La quiero; y además pago una deuda.
-No desmiente usted la buena sangre,
señor don Gabriel...
-No -respondió Gabriel levantándose- si aquí quien ha de hacer el milagro es usted... Mi destino y el de Manuela están en sus manos.
-En las de Dios -respondió fervorosamente el cura de Ulloa. Dicho esto, se levantó, volvió la vista hacia una detestable litografía del Corazón de Jesús, que tenía colgada a la cabecera de la cama, y movió los labios aprisa; aquello sí era rezar.
A tiempo que el párroco de Ulloa cruzaba, sereno en apariencia, aquellos salones tan poblados para él de memorias y de diabólicas insidias y asechanzas contra su reposo, Juncal salía del cuarto de la enferma. A la pregunta ansiosa de Gabriel, el médico dio respuesta sumamente satisfactoria:
-Mejor, mucho mejor... Se ha comido la patita de la gallina, toda entera... Se bebió un vaso de tostado...
-¿Por su voluntad?
-No; tuve que rogarle mucho, pero
después se veía que lo despachaba sin repugnancia.
-Igualmente, don Máximo... ¿De manera que no hay inconveniente en entrar junto a ella?
-Al contrario... tiene afán por verle a usted.
-Pues señores... hasta luego.
Así que el cura desapareció tras la puerta del cuarto, Juncal enganchó el brazo derecho en el del comandante, y le llevó hacia el claustro, diciendo afectuosamente:
-Véngase, véngase a tomar un poco el aire... usted va a salir de esta batalla con una enfermedad. Duerme y come tan poco como la enferma, y eso no puede ser... A ella la sostuvo hasta hoy la excitación nerviosa; usted está en diferente caso.
-Bch... ¿Cómo sigue don Pedro? No voy allá porque se pone hecho un lobo cuando me ve... ¡La manía de que yo he venido a traer la desgracia a esta casa!
-Mire, seguir no le sigue peor;
mañana o
-Bonita está esta casa. Dígole a usted, Máximo, que arde en un candil. No hablemos de Manuela; pero entre don Pedro que aúlla, y las gentes de abajo, que me arman cada gazapera y cada red... Porque ahora sus baterías se dirigen a que don Pedro reconozca... Piensan que va a liárselas, y... a lo que estamos, tuerta.
-Bueno es que usted se impuso desde el primer instante... Si no, ¿quién pararía aquí?
-Me impuse; no quiero que molesten a un
enfermo; pero lo del reconocimiento lo considero muy justo. Si ese
cernícalo me quisiese oír, se lo aconsejaría.
¡Cuántos daños
Juncal inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y los dos amigos siguieron paseando por el claustro, o mejor dicho por la solana, sostenida en pilastras de piedra, con el escudo de Moscoso, que formaba el cuerpo superior del claustro. El liquen, a la luz del sol, estriaba de oro la piedra; y bajo los aleros del tejado se oía el pitío alborotador de las golondrinas, que desmintiendo la popular creencia de que sólo anidan en casas donde reinan paz y ventura, entraban y salían en sus nidos, con vuelo airoso.
-Don Gabriel, usted está alterado -exclamó el médico notando la irregularidad del andar y los movimientos del comandante. Todo el cuerpo de Gabriel, en efecto, vibraba como una caldera de vapor a tensión muy alta-. ¿No se lo dije, que acabaría usted por ponerse más malo que su sobrina?
-No es eso, no es eso... -exclamó
con vehemencia el comandante, soltando el brazo de
-¡Mi madre querida!
-exclamó con cómico terror Juncal, agarrándose con las
manos la cabeza-. ¡Ha puesto usted su destino en manos de un
clericeronte! ¡Estamos frescos! Ay, don Gabriel, de aquí va a
salir una
-¡Hombre! -repuso Gabriel sin poder evitar la risa-. Yo pensé que hacía usted una excepción honrosísima en favor del cura de Ulloa.
-Entendámonos,
entendámonos... Hasta cierto punto nada más. ¡El
clérigo siempre es clérigo! Donde él pone la mano, todo lo
deja llevado de Judas. ¿Usted piensa que a mí me hizo gracia el
que la chica llamase por él y quisiera verlo a toda costa? ¡Mal
síntoma, síntoma funesto! Yo a sanarla, y el clérigo...
¡ya lo verá usted!, a enfermarla otra vez, y de más cuidado
que la primera. Mucho será que hoy
-Vamos, Máximo, tolerancia, tolerancia... ¿De modo que si usted pudiese, al cura de Ulloa me lo metía en el buque con los demás, y con los demás me lo enviaba a tierra de salvajes?
-¡Pues claro, señor! ¿No hace falta un apóstol para convertir a los infieles? Pues así habría un apóstol entre muchos pillos... Y nos quedaríamos libres por acá de apóstoles, porque nosotros ya estamos convertidos hace rato.
En tomando la ampolleta Juncal sobre esta cuestión, no era fácil atajarle; y como Gabriel se reía a veces de sus extravagantes dichos, el médico sacaba todo su repertorio. Mientras el comandante apuraba el cigarro, el médico refería la vida y milagros de todos los abades del contorno, más o menos recargada de arabescos y viñetas.
-El de Boán... a ese ya lo
habían despachado por bueno: lo atacaron veinte facinerosos
-No, cuente usted; así entretengo un poco la ansiedad inevitable. Porque sepa usted que a mí lo único que me saca de quicio y me desata los nervios, es la expectación y la incertidumbre. Para las desgracias verdaderas, para los males ya conocidos, creo que no me falta resistencia; y eso que no la doy de estoico.
Siguió Juncal refiriendo cuentos
de curas; pero como todo se agota, la conversación iba languideciendo
mucho. Gabriel, de cuando
-¡Nada... nada...! ¡La cosa va larga!
-Ya verá usted -respondía Juncal- cómo el bueno del cura le mete escrúpulos en la cabeza a la señorita.
-Queda muy sosegada, y en un estado de
ánimo bastante bueno. Mañana, Dios mediante, recibirá al
Señor -respondió el cura de Ulloa, fijando los ojos en un nudo de
la madera del piso, pues aquella habitación de Gabriel Pardo era
-Y...
-Todo se lo he expuesto y se lo he
manifestado de la mejor manera posible y apoyándolo con cuantas razones
me sugirió mi pobre inteligencia. Le he dicho que usted le
-¡Ay Dios mío! -exclamó Gabriel tristemente-. Si se lo ha presentado usted como un favor, de fijo que se ha resentido su orgullo... y por altivez, por delicadeza, habrá sido capaz de negarse...
-No señor, no...
-¿Ha dicho que sí?, ¿ha dicho que sí? -preguntó Gabriel afanosamente.
-Se ha negado...
-¡Ya!
-Pero por otras causas, que usted y yo estamos en el caso de respetar.
-¿Otras causas?
-Manuela se encuentra sinceramente arrepentida... La desventura, el golpe que ha recibido le han abierto mucho los ojos del alma. No desea más que expiar y llorar su culpa...
-¡Su culpa! -exclamó
Gabriel, con acento de protesta-. ¡Su culpa, pobre criatura abandonada,
-Otros -replicó con mansa firmeza el cura -son acaso más culpables que ella; pero ella tampoco es inocente, señor de Pardo. Ella lo comprende y lo reconoce, y desea, así que su padre se ponga bueno, retirarse a un convento de Santiago.
-¡Monja! -exclamó Pardo-. Monja... ¡Quiere ser monja!
-Por ahora, no señor. La
vocación no viene en un día, y yo siempre le daría el
consejo de que desconfiase de una vocación repentina, dictada por
sinsabores o desengaños del mundo. Lo que Manuela quiere es retiro y
Gabriel se acercó al cura de Ulloa, y tomándole con agitación las manos,
-Sí, padre -exclamó-; sí, sí, usted es el único que podía apartarla de ese triste cautiverio en que va a caer voluntariamente... Entrará allí ahora, porque cree, porque piensa que se le ha acabado el mundo y que ha delinquido atrozmente; porque tiene vergüenza y dolor, porque no sabe lo que le pasa... Después de entrar allí, lo que sucede; ya no se atreverá a salir, y se creerá en el compromiso de tomar el hábito, y lo tomará, y sufrirá, y vivirá mártir, y acaso morirá desesperada... Don Julián, ¡usted que tanto ha querido a su madre...!
Pardo sintió temblar en la suya
la mano
-¡Ojalá que su madre hubiera entrado en el convento también! Dios llama a la hija... ¡Que vaya! ¡Que vaya! Virgen Santísima, ¡ampárala, recíbela, sostenla, quítala del mundo!
Por primera vez sintió el comandante un impulso de ira contra aquel hombre que poseía a sus ojos la aureola y el prestigio del santo, o -para emplear con más exactitud el lenguaje interno de Gabriel- del hombre honrado que ajusta a sus convicciones su vida, y no tiene para sus semejantes sino ternura y caridad. Rebosando enojo, le apostrofó rudamente:
-¡Don Julián, permítame usted que le diga que eso es un enorme desacierto! Manuela puede ser en el mundo feliz, buena y honrada... y es un horror que vaya a sacrificarse, a enterrarse y a consumirse entre cuatro paredes, sin chispa de devoción ni de humor para ello... ¿por qué? Por una desdicha que ha tenido, por una falta que todo disculpa, cuyo alcance ella no ha podido comprender, y cuya raíz y origen están, al fin y al cabo, en lo más sagrado y respetable que existe... ¡en la naturaleza!
-Señor de Pardo -respondió
el cura, que ya había recobrado su apacibilidad de costumbre- lo que la
naturaleza yerra, lo enmienda la gracia; y el advenimiento de Cristo y los
méritos de su sangre preciosa fueron cabalmente para eso; para remediar
la falta de nuestros primeros padres y sanar a la naturaleza enferma. La ley de
naturaleza, aislada, sola, invóquenla las bestias: nosotros invocamos
otra más alta... Para eso somos hombres, hijos de Dios y redimidos por
él.
-Voy junto a mi sobrina ahora mismo -respondió Gabriel retando al cura con su decisión y con su cólera.
Entró medio a tientas, porque el
cuarto estaba casi a oscuras, a causa de que la jaqueca de la niña no le
consentía ver luz. No tardaron sin embargo las pupilas de Gabriel en
acostumbrarse a aquella penumbra lo bastante para distinguir, en el fondo del
cuarto, la blancura de las sábanas y la cabeza de Manuela sobre el marco
de su negrísimo pelo. Al acercarse el comandante, levantose Juncal y se
retiró discretamente. La montañesa yacía inmóvil,
con los ojos cerrados, y de la cama se alzaba ese olor especial que los
A la cabecera de la cama estaba vacante la silla que el médico había dejado; pero Gabriel la separó, e hincando una rodilla en tierra, puso la mano derecha sobre el embozo de la sábana.
-Manuela -cuchicheó.
La enferma abrió los ojos, sin responder.
-¿Qué tal te encuentras?
-Muy bien... algo cansada.
-¿Te incomodo?
-No señor... Siéntese, por Dios.
-Quiero estar así. ¿Me das la mano?
Sacó Manuela su mano morena, ardiente, abrasada, y la entregó como se la pedían. Gabriel la tomó y la rozó suavemente con los labios. La niña hizo un movimiento para retirarla. Gabriel silabeó en tono suplicante:
-No, hija mía, déjamela... Oye, Manuela... ¿Te molesta oír hablar?
-Bajito, no.
-¿Y podrás responderme?
Inclinó la cabeza, diciendo que sí.
-Manuela... ¿Te ha dicho algo de mí el señor cura?
-Ya sé los favores que le merezco -articuló la montañesa.
-Ninguno. Ese es el error. ¡Favor! No disparates. Mira en qué postura estoy. Pues figúrate que en esa misma te lo pedía, ¿entiendes? Como favor para mí, para mí. Vivo muy solo en el mundo; no tengo a nadie, a nadie; y me hacías falta, y me darías la vida. Pero ya no se trata de eso. De otra cosa más pequeñita y más fácil. Anda, monina, no me lo niegues. ¿Verdad que no? Si es facilísimo; si no te cuesta trabajo ninguno. Que no pienses en rejas ni en conventos; ¡mira qué poco, y qué sencillo! Te quedas aquí, al lado de tu padre. Yo también me quedo. Si estás triste, te acompaño; si enferma, te cuido; verás cómo discurrimos maneras de distraerte. Y de aquello que te pedí primero, no se habla nada... Nada. Te lo juro por la memoria de tu pobre mamá: ¿a que así me crees?
Manuela no abrió los labios. Con
el balanceo suave de su cabecita pálida y porfiada, daba el
-¿No quieres? ¿Que no? ¿Qué te diré, qué te haré para convencerte y traerte a buenas? Terquita de mi alma... ¡pobrecita!, respóndeme con la boca, dime... ¿qué hago, cómo te conquisto? Pídeme tú algo... muy grande... ¡muy atroz! Verás cómo soy mejor que tú, cómo te doy gusto... Te me has vuelto muy mala.
Los lánguidos ojos de la montañesa resplandecieron un instante, entre el oscuro cerco que los rodeaba; alzó un poco la cabeza; apretó la mano de su tío, y dejó salir con afán:
-¿De veras me hará lo que yo le pida?
-Oro molido que fuese, monina... Di, di.
-¿Me da palabra?
-De honor, de caballero, de todo lo que exijas. ¿Qué es ello? Salga.
-Que se vaya por Dios, que se vaya a
Madrid corriendo... antes que aquel que está
Aquel que ve el interior de los corazones sabe que Gabriel Pardo recibió el golpe como honrado y valiente, presentando el pecho y con animoso espíritu. Allá en el fondo, muy en el fondo de su conciencia, se alzó una voz que gritaba:
-Cura de Ulloa, ni tú ni yo... tú un iluso y yo un necio. Quien nos vence a los dos, es... el rey... ¡No, el tirano del mundo!
-Así se hará, hija mía -dijo en alta voz-. ¿Quieres que me marche hoy mismo?
-Pudiendo ser... ¡Dios se lo pague! Atienda, escuche... -silabeó acercando tanto su boca al oído de Gabriel, que este sentía en la mejilla un aliento enfermizo y volcánico-. Haga usted para que no se desconsuele mucho... y dígale que así que yo esté en el convento, él vuelve aquí, y mi padre queda satisfecho, y todos bien, todos bien.
-Adiós -respondió lacónicamente el artillero, que se levantó del suelo, se inclinó sobre la montañesa y le dio un beso a bulto, hacia la sien.
Quiso ir a pie hasta Cebre, y Juncal, por supuesto, se empeñó en acompañarle. En lo alto de la cuesta, donde se domina a vista de pájaro el valle de los Pazos, se volvió, y estuvo buen trecho con los brazos cruzados, la vista clavada en el tejado de la solariega huronera, en el estanque del huerto que destellaba fuego a los últimos rayos del sol, en los lejanos picos y azuladas crestas que servían de corona al valle. Estas contemplaciones paran, y debiera callarse por sabido, en un suspiro muy hondo. Pardo llenó este requisito, y acordándose de todo lo que había venido a buscar allí diez días antes, pensó, con humorística tristeza:
-Otro caballo muerto.
Aquella tarde, el gran ardor de la
canícula daba señales de aplacarse ya, y eran preludio
Gabriel Pardo se volvió hacia los Pazos por última vez, y sepultó la mirada en el valle, con una extraña mezcla de atracción y rencor, mientras pensaba:
-Naturaleza, te llaman madre... Más bien deberían llamarte madrastra.