Desde la quilla hasta el tope : edición ELTeC Amorós y Vázquez de Figueroa, Juan Bautista [Silverio Lanza] (1856-1912) Edición ELTeC Borja Navarro Colorado 34860 COST Action "Distant Reading for European Literary History" (CA16204) Zenodo.org ELTeC ELTeC release 1.1.0 ELTeC-$textLang ELTeC-$textLang release José Calvo Tello Corpus of Novels of the Spanish Silver Age (CoNSSA) ne0289 University of Würzburg Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Universidad de Alicante 2004 Fundación Santander Central Hispano, D.L. Madrid 1999 Imp. de Fernando Cao y Domingo de Val Madrid 1891 Biblioteca digital hispánica

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Silverio Lanza

Desde la quilla

hasta el tope

Prora aguda y bien lanzada, Larga eslora, manga estrecha; Sin arrufo que lo encurve, Ni quebranto que lo tuerza; Buen calado, inerte amura. Popa elíptica y esbelta, .............................................. Buena chaza, claras portas Por donde asoman las negras Bocas del torneado bronce Con silenciosa fiereza. ..............................................

Negrín

Madrid, 1891

Nota del editor

Hay en este tomo una confusión de fechas que no me ha sido posible corregir.

Ustedes perdonen.

J. B. A.

Prólogo del autor

En estas cuartillas he procurado que las verdades sean claras y las mentiras agradables.

Cuando se publiquen -si se publican- habré muerto y no necesitaré nada ni de nadie, y, por tanto, no parecerán adulaciones mis ingenuas alabanzas.

Esto me preocupa extraordinariamente, porque no quiero hacer un papel infame y porque sentiría que mis alabados -muy justamente- parecieran autores de bombos que no necesitan.

Con gusto habría prescindido de aludir a sujetos que existen, pero no es honroso olvidar a los santos cuando de santidad se trata, ni he querido sustituir sus nombres por otros imaginados: primero, porque son aquellos honradísimos, y, por consiguiente, insustituibles, y segundo, porque tal procedimiento sólo lo empleo con los pillos, y sin éxito, pues a las veces suelen los aludidos delatarse tontamente; conque se viene a demostrar lo que tengo por cierto, y es que en este mundo el hombre que se dedica a ser malo es sencillamente porque es un imbécil.

Hechas las anteriores salvedades, voy a ocuparme con otras que también creo oportunas.

Doy a mi narración la forma autobiográfica porque me resulta más fácil, y soy yo el que habla, por no aludir involuntariamente a ningún individuo del Cuerpo General de la Armada, o verme obligado a dar a mi protagonista un nombre vulgar, como Juan García o Pedro Fernández. Por lo demás, ya supondrá el lector que sólo he usado del agua en cantidad necesaria y suficiente para lavarme bien.

Última advertencia: Los nombres y los hechos que he quitado de este librito constituyen un drama: búsquenlo los aficionados a resolver fugas de consonantes, y si lo encuentran, quedarán satisfechos, porque el drama es interesantísimo.

Adiós, lector. Ya nos volveremos a reunir, porque espero que me recuerdes cuando hayas terminado la lectura de este tomo.

Tu afectísimo,

SILVERIO LANZA.

Antecedentes
Servidor de ustedes

A los tres años de edad tenía hecha una síntesis de la vida, después he seguido haciendo síntesis por afición y hoy las hago por costumbre, pero desconfío de todas las síntesis.

Creía yo, siendo niño, que la vida tenía dos partes: una dedicada a jugar poco y a sufrir regaños y otra que permitía jugar constantemente sin pedir permiso a nadie. Mi dorado sueño era llegar a ser hombre; ahora soy viejo y no quiero volverme niño porque estoy convencido de que en todas las edades se vive mal, muy mal, pésimamente, porque la humanidad que nos rodea se encarga por ignorancia o perversidad de producirnos todas las molestias posibles.

Esto parecerá pesimismo al lector tonto que esté royendo una piltrafa de relativa felicidad, pero dentro de dos horas alguno de sus semejantes le habrá dado un disgusto inmotivado, y convendrá conmigo en que yo discurriré como un pesimista, pero discurro con mucha exactitud. Es cierto que mi infancia no fue muy agradable porque mi padre murió cuando yo tenía cuatro años, y el consiguiente luto mantuvo triste y silencioso aquel amado hogar.

Después hube de pasarme sin amiguitos porque mi madre, partidaria de que no se debe entrar en el río hasta conocer la natación perfectamente, pagaba profesores que venían a casa y me enseñaban con la mayor lentitud las cuatro materias importantes y las cuatrocientas inútiles que constituyen la instrucción primaria. Además nuestra posición social, y la importancia que daba mi madre a las diferencias de clases me vedaban todo trato con los criados y con los hijos de los vecinos. Y ya que he citado mi posición social diré a ustedes de dónde he venido. Mi padre, don Juan José de Lanza, era gentilhombre al servicio de Su Majestad la Reina doña Isabel II: y no sé nada más acerca de mi padre. Usaba diariamente muchas camisas; no consentía en su ropa una hilacha ni una mancha; hablaba el francés correctamente, y era una especialidad para helar el champagne y para dirigir un cotillón.

Mi abuelo, don Silverio Lanza, fue el célebre rebuscador del oro que contenían los galeones idos a pique en la ría de Pontevedra.

Yo no sé si mi abuelo encontraría su fortuna en los galeones, pero ello es que hizo fortuna; que se dedicó a prestársela con intereses a sujetos influyentes, y que de esta manera él fue jefe político de La Coruña y senador del reino, y mi padre, desde sus catorces años, estuvo al servicio de Sus Majestades. Mi madre era hija de un empleado que sirvió muchos años en Filipinas, donde hizo un capital muy decente, que pasó con la mano de su hija, a poder de mi señor padre. Éste murió siendo muy joven, y mi madre continuó visitando a la Reina doña Isabel.

Recuerdo perfectamente haber subido muchas veces por la ancha escalera donde, los días de ceremonia, se colocaban escalonados los alabarderos con sus agudas perillas que yo suponía indispensable prenda militar en todos los tiempos. Torcíamos a la derecha, después de pasar un saloncito, subíamos dos o tres escalones, seguíamos un pasillo y llegábamos a una habitación donde solíamos encontrar a la marquesa de no sé cuántos, una señora de alguna edad, alta y delgada; y a la condesa de no sé qué, que era de la familia de Híjar o de Puñonrostro, una señora muy hermosa, muy distinguida, y compañera de mi madre en el colegio de niñas de Leganés.

Algunas veces veíamos a Su Majestad la Reina, o bien sola o acompañada de la que es hoy Infanta doña Isabel, o del niño que fue don Alfonso XII.

Nunca he olvidado a aquella señora con su mirada viva e inquieta, los majestuosos movimientos de su cabeza, aquel su andar que definiría a las reinas, si no se pudiesen definir de otro modo, y la exquisita amabilidad con que trataba a todo el mundo. Quince años después volví a ver a doña Isabel de Borbón, que paseaba en las Delicias de Sevilla y tuve intenciones de acercarme a la augusta señora y besar sus manos con cariño, porque me recuerda a mi madre, los pasados tiempos en que los poderosos se medían por su cortesía, los venturosos años de mi infancia y las gloriosas páginas de la historia que escribieron nuestro ejército en África y nuestra armada en el Callao; la época en que Prim iba a Méjico, en que un general despedía a un embajador y en que la Numancia daba la vuelta al mundo para mostrar a todos los humanos aquella maravilla del arte naval.

No me acerqué a la señora que fue reina por esto, porque fue reina. Temí la soberbia de sus lacayos; temí que mis espontáneos agasajos fuesen interpretados por algún envidioso como humillante adulación; y desde entonces, como siempre, amo este democrático trato en que vivo, y que me permite recibir y aquilatar las caricias de mi criados.

Lo cierto es que mi madre era monárquica sin saber con certidumbre lo que era monarquía, y este es de fijo el monarquismo más ferviente. Llegó la revolución, y mi madre, que no tenía por qué emigrar, transigió con el Duque de la Torre, según decía, si bien estas transacciones se redujeron a colocar faroles y percalinas en los balcones de la casa; por lo demás seguía murmurando del señor Serrano, nuestro antiguo amigo, llamándole ingrato y general de fortuna.

Después vino el Rey Amadeo, y mi madre logró convencer a la doncella y al cochero de que la monarquía era compatible con la democracia, de que en Bélgica y en Inglaterra ocurren cosas maravillosas en política y de que un rey que pasea a pie, se sienta en la mesa de un café público y saluda a los albañiles, es un modelo de reyes, aunque las aceras estén destrozadas, los cafés desiertos y los albañiles sin trabajo.

Mi madre se hizo amadeísta, esperando quizá ser azafata de la Reina doña Victoria; pero cuando vio que los nuevos reyes se marchaban, que venía la República, que nuestros administradores en provincias no enviaban un real de las rentas, y que el papel del Estado iba convirtiéndose en papel de estraza, volvió a ser borbonista y tomó su nueva conversión con tanto entusiasmo que no parecía sino que yo era el mismísimo Príncipe de Asturias.

Estas diversas actitudes políticas de mi madre influían en el gobierno de su casa, y aún recuerdo con placer, mezclado de terror, la época de amadeísmo, porque entonces ponía mi madre todos sus empeños en que yo fuese un aristócrata democrático. El presidente del Comité radical del barrio en que vivíamos era un barbero que tocaba la guitarra perfectamente, largo de lengua y dispuesto a referir iniquidades del tendero de la esquina, que era presidente del Comité sagastino o calamar. El tal barbero era un grande adulador de todos los Segismundos y adulaba a mi madre, que era conocida en aquel barrio por su regular fortuna y por su escogidas relaciones. El barbero fue mi mentor, y yo, como joven Telémaco, salí en busca del desconocido Ulises de todos los jóvenes. Conocí todos los garitos y todos los templos del vicio y regresé a Ítaca milagrosamente y sin haber visto al Ulises deseado.

Volvimos al borbonismo, y el cochero y la doncella hubieron de aprenderse la «Adarga catalana» de Garna, y les fue preciso conocer los cuarteles de nuestro escudo, saber lo que significaban el Azur, el Sinople, el Armiño, el Sable y los Veros; descifrar aquellos bichos, las torres, las llaves, la zarza, el brazo de hierro y las lanzas que formaban un jeroglífico bastante agradable a la vista. Yo mismo hube de aprender lo que era tallado, rompido, flanqueado y sobre el todo, y hube de envanecerme considerando que no teníamos brisuras, ni animalitos lisiados, ni dado de gules en el centro del escudo.

Entonces obligó mi madre a los criados a que la diesen tratamiento, y éramos unos aristócratas soberbios cuando vino la restauración y con ella la monarquía más democrática que ha existido, la que hizo nobles a algunos tontos y ministros a los hombres de talento. Por consiguiente, nos quedamos en la estacada, y mi madre ni pudo ser ministro ni marquesa.

Algunos años después, revolviendo papeles antiguos y dejando a un lado las artísticas ejecutorias mandadas hacer por mi abuelo y por mi madre, puede convencerme de que desciendo de una lanza, de un soldado cuyo apellido valía menos que su oficio, y de éste tomó nombre. De aquel lanza hambriento ha venido este Lanza satisfecho, que saluda a ustedes, y el día en que los Lanzas dejen de trabajar volverán al lanza primitivo.

En expectativa

La libertad de enseñanza y la supresión del impuesto de consumos son dos procedimientos tan malos como sus contrarios, porque todos los procedimientos no pueden ser buenos cuando es una clase o individuo el encargado de proceder, porque entonces se llega fácilmente al abuso en beneficio de quien aplica el procedimiento.

El impuesto de consumos sirve para justificar el matute, y el ingreso libre de todos los artículos sirve para envenenar las poblaciones. La enseñanza oficial y absoluta crea pocos doctores, pero malos, y la irreflexiva libertad de enseñanza crea malos doctores, pero abundantes.

Valiéndome del desbarajuste que produjo la glorificada revolución de septiembre, conseguí el título de Bachiller en Artes sin ningún trabajo. Todos mis compañeros de examen y de colegio serán unos sabios, y no lo dudo, pero yo llegué a bachiller y no sabía las primeras letras; bien es verdad que éstas sólo son conocidas por algún maestro o algún fraile; el resto de los españoles no saben leer ni escribir, ni conocen la gramática, la geografía y el catecismo.

Nos examinábamos en el Instituto poco menos que por batallones. Recuerdo perfectamente mi examen de Historia Universal. Presidía el tribunal un catedrático joven y buen mozo, que hoy es diputado a Cortes. Se estaban examinando los alumnos del colegio de don Santos de la Hoz. Ya saben ustedes quién es este caballero dignísimo: un señor muy simpático, que fue cura siendo pobre, y ahora, según mis noticias, es rico y republicano.

Presenté mi papeleta al tribunal, y por equivocación me llamaron enseguida. El presidente se volvió hacia don Santos, y le dijo:

-Pregúntale.

Don Santos no tenía derecho a preguntarme porque no era mi profesor, ni era catedrático del Instituto; conque, usando de su discreción y su indulgencia habituales, me preguntó qué hombres había tenido la moderna Italia, y le contesté que varios. Me preguntó que si recordaba el robo de las Sabinas, y le dije que lo recordaba como cosa propia.

-Roma fue fundada por Rómulo y Remo, ¿no es verdad?

-Por los dos, sí, señor. Remo y Rómulo.

El presidente, que estaba distraído, se encaró con el señor La Hoz.

-¿Ha contestado bien?

-Perfectamente.

-Retírese usted.

Así se escribe la historia; es decir, así prueban su competencia en esta asignatura muchos de nuestros bachilleres en Artes. Entonces yo no sabía nada de Historia Universal, y puedo probarlo porque continúo en el mismo estado de ignorancia, pero soy bachiller.

Y cuando lo fui quedose mi madre pensando qué carrera dar a un niño tan inteligente, que aprobaba las asignaturas sin consultar con los autores. La abundancia de los bachilleres se extendía a todas las carreras civiles, y esto era mal precedente para asegurarse el porvenir por medio de un título. Las carreras militares eran una amenaza contra el pellejo, porque estábamos en plena guerra civil, y además, la separación de los jefes y oficiales de Artillería quitaba a los cuerpos facultativos su único encanto.

De todos modos, urgía colocarme de interno en un colegio, porque así era más fácil evitarme el contacto con las jóvenes libres, los timberos y los oradores de club que entonces poblaban las calles de la villa sin corte.

Tomó mi madre antecedentes no sé de quién, porque las personas sentadas no daban entonces nada de lo que tenían, y una tarde fuimos a la Ronda donde termina la Rivera de Curtidores, y mi madre mandó parar el coche delante de una casa que fue en otro tiempo almacén de maderas.

Siempre que estos hechos vienen a mi memoria, recuerdo el Jack de Daudet. Ignoro si el gran escritor francés tuvo modelo para escribir su admirable obra, pero de todos modos, su Jack se me parece en muchas ocasiones.

Me bajé del coche y llamé a la puerta; a los pocos instantes noté que se movían las persianas de un balcón del piso principal.

Aguardamos un momento, y al fin abrieron el postigo. Hacía de portero un sujeto de aspecto rarísimo, con una cabeza cuya conformación exterior correspondía a las anfractuosidades del cerebro; sus pobladas cejas parecían los bosques de madréporas que en la baja mar delatan el borde del abismo; la nariz era un prodigio de arquitectura ciclópea, porque tan grande masa sólo pudo colocarla allí el bárbaro Polifemo; y yo, que había leído la Odisea a escondidas de mis profesores, díjeme que tal portero, con sus velludas manos y sus descomunales pies, tenía algo de cancerbero, y seguramente era guardián del templo de una diosa o dios convertido en monstruo por mandato de Júpiter.

Apeose mi madre del carruaje, y precedidos por aquel fenómeno llegamos a una sala adornada con tres o cuatro mapas murales, una fotografía que representaba un grupo de personas colocadas por el fotógrafo como colocan los comerciantes su s baratijas; un cromo muy mal hecho con los retratos de Prim, Serrano y Topete; dos divanes, cuatro sillones y unas cuantas sillas de tapicería, todo muy usado, muy sucio y de muy mal gusto. Mi madre, extraordinariamente limpia y cuidadosa de su hacienda, no pareció muy satisfecha. El Polifemo abrió la mampara, y dijo con voz de campana rota:

-El señor director.

Lo primero que se me ocurrió cuando vi al recién llegado fue preguntarme por qué no se lo habría comido el portero; quizá porque no era aficionado a los postres.

Después pensé que había allí poco director para un alumno como este servidor de ustedes, y me puse a examinarle mientras él hablaba respetuosamente con mi madre.

Se componía el buen señor de dos partes completamente independientes: cuerpo y cabeza, pero dos partes que no se podían sumar, porque eran heterogéneas y marchaban unidas sin tener más relación que el contacto: como van juntos el hioides y la corbata. De esta manera resultaba que, después de contemplar aquel cuerpecito de niño anémico, parecía horrible como la de un lobo la cabeza que lo coronaba; y si después de contemplar aquellos labios abultados y llenos de vida como órgano acostumbrado a grandes funciones, aquellos ojos negros y tranquilos, con mirada de habitual humildad, el abundante cabello que caía en crenchas hacia las sienes, el cutis moreno, los quevedos perfectamente limpios y cuantos detalles formaban el carácter de aquella cabeza, se volvía la mirada hacia el cuerpo, parecía éste restos de tentáculos, suma de vértebras o haz de retama destinado al fuego o al olvido.

No obedecía el cuerpo a los mandatos de la cabeza; al marchar, erguíase ésta y aquél se arrastraba. Después comprobé en aquel sujeto, y por desgracia he comprobado en otras ocasiones y en otros individuos, que en la lucha entre el mal y el bien vence siempre el mal. El señor Picker hubiera sido un bellísimo sujeto si se hubiera olvidado de su cuerpo, porque el tal señor tenía en su cabeza energías y virtudes suficientes para haber trocado el convencionalismo del arte y habernos convencido de que el cuerpo más hermoso es el raquítico y mal hecho. Pero el señor Picker aspiraba a ser buen mozo, a moverse con alardes de fuerza y de elegancia, y odiaba al ignorante sano y robusto porque entendía que las excelencias humanas se miden con un dinamómetro. Quizá por eso tenía al Polifemo a su servicio para ultrajarle y para escarnecerle, y quizá por eso se rodeaba de compañeros tan bajitos como él, acaso menos doctos pero siempre menos necios. Llamábase Picker para repetir cuantas veces podía que era de origen norteamericano, de la familia de los Harrisson, que han dado los presidentes, y que, según él decía, también son Picker. Pero Picker era Picker sencillamente e hijo de un industrioso catalán establecido en Asturias, y que había logrado que su hijo fuese doctor en Filosofía y Letras. Don Gustavo, que así se llamaba el director, estuvo respetuoso con mi madre hasta que supo que ésta era viuda; entonces ya empezó a ser galante. Recuerdo este detalle perfectamente. A todo esto, el buen Cristóbal (así se llamaba Polifemo) y no cesaba de entrar y salir trayendo prospectos, programas, reglamentos, dibujos y no sé cuántas cosas más. Varias veces me miró Picker: la primera con indiferencia, la segunda con curiosidad y después con enojo; y es que Picker se había encontrado con que mi mirada era a la suya como su cabeza a su cuerpo. Y llegó el momento de visitar el colegio: Picker dio el brazo a mi madre, y yo marché acompañado por Cristóbal, que escondió toda mi mano entre las falanges de la suya. Visitamos los dormitorios, formados por tres piezas pequeñas y con cuatro o cinco camas en cada habitación (había el proyecto de formar un salón corrido que permitiese vigilar más fácilmente a los alumnos).

Entramos en las aulas, que se hallaban desocupadas. La de Dibujo, con muchos cuadros colocados cerca del techo, unos tableros manchados de tinta y astillados por los cortaplumas, muy fresca, eso sí, porque nunca llegaba la luz a la lumbrera que apenas la iluminaba. La de Geografía, con sus mapas colocados también en las alturas, media docena de bancos, una gran mesa para el profesor, y sobre ésta una esfera armilar y un globo terráqueo, cuidadosamente enfundados para que la tierra y los astros no sufriesen las injurias de polvo y de las observaciones humanas. La clase de Matemáticas era espaciosa, con sus bancos parejos de los anteriormente vistos, un encerado muy grande, de un hule que tuvo brillo, y un armario con cierre de cristales que dejaban ver desde prudente distancia unos cuantos sólidos, cartoncitos recortados, compases, escuadras, un nivel de agua y otro albañil.

En cada aula se repetía la misma conversación.

-Ésta es la de Física. Cristóbal, abra usted esa ventana, una de las dos, usted sabrá cuál.

Polifemo abría las maderas y entraban al mismo tiempo el viento y la luz. Picker lanzaba al portero una mirada contundente-perforante, y el pobre Cristóbal levantaba las zarzas de sus cejas, contemplaba el lugar donde la vidriera no tenía cristales y murmuraba como si produjese la voz en los intestinos: «Creí que los habrían puesto».

-Como usted ve, señora, está en la clase de Física. Aquí están los aparatos correspondientes. Éste es para demostrar que todos los cuerpos caen con igual velocidad en el vacío.

Mi madre y yo comprendimos que todos los cuerpos iban al vacío con igual velocidad, y aunque después pude rectificar la mala gramática del señor Picker, aún sigo creyendo que aquella frase puede ser la expresión de una fórmula filosófica.

-Ésta es una botella de Leyden.

-¿Para qué sirve?

-Para que hagan como los muchachos y saquen chispas. Efectivamente para esto servía la botella de Leyden en aquella academia, y con objeto análogo había en la clase de Física una máquina eléctrica, un par de pilas y otros artefactos.

Volvimos a la sala de visitas, y allí el señor Picker guardó bajo un sobre, que entregó a mi madre, todos los impresos que hacían referencia a la organización del establecimiento y se volvió a recordar las excelencias del método Picker que su autor llamaba inducti intuitivo harmoni psicofisico.

Enterose mi madre de los efectos indispensables para un alumno interno, y se despidió del señor Picker, que nos acompañó hasta la puerta, mandó a Cristóbal que abriese la portezuela del coche y me dio un golpecito en el hombro , porque el gran maestro no daba la mano a sus discípulos (método harmoni psicofisico).

Pasamos ocho días en casa sin más preocupación que mi cuerpo de colegial. Se siguieron rigurosamente las prescripciones del reglamento, y compramos cada cosa donde Picker lo había indicado. Por fin, una mañana se enganchó la jardinera, y en ella fueron mi baúl, mis libros, la cama y el aguamanil. Por la tarde hice mi entrada en la Institución Politécnica. Cristóbal nos recibió con una sonrisa que parecía feroz gesto; llegamos a la sala de visita, y allí había unos caballeros que nos saludaron cortésmente, interrumpiendo su conversación y su lectura. Pocos momentos después apareció Picker, que presentó a mi madre aquellos profesores de la Politécnica Institución.

Llegó el momento de inscribir mi nombre en el registro de alumnos y pasé a manos de don Fermín, que abrió un libro voluminoso, limpió la pluma con mucho cuidado y empezó a escribir interrogando a Picker, que transmitía a mi madre las preguntas del pasante.

-Silverio Lanza, ¿no es verdad, señora?

-De Lanza.

-De la Lanza; escriba usted, don Fermín.

-(Prótesis, dije yo, que había estudiado Retórica creyendo que me serviría para algo.)

A mi madre debió parecerle sonora la adición del artículo, y yo seguí impasible, porque ya entonces encontraba igualmente insustanciales el de y el de la cuando expresan excelencias que no son propias, singularmente cuando no recuerdan ninguna excelencia.

Pasamos al dormitorio para que mi madre viese mi cama, instalada en un cuartito donde tenía por compañero, según dijo Picker, al hijo del señor Marqués de la Almohaza, y después de un desfile de los profesores, que con fugas y contrapuntos cantaron delante de mi madre un concertante asegurando la bondad del método inducti, etc., subió mi madre al coche después de abrazarme con alguna emoción, y yo quedé convertido en colegial interno de aquella Academia Politécnica de la Rivera de Curtidores.

En preparación

Apenas se fue mi madre me llevó Cristóbal a un patio donde jugaban catorce o quince muchachos, casi todos de más edad que yo. Su juego consistía en fumar escondidos en un rincón, leer, también escondidos, alguna novela, o tirar la barra, ejercicio favorito de mi compañero don Félix Andía, que es hoy distinguido oficial del Cuerpo de Ingenieros Militares.

En aquel patio que, por sus altas paredes y su escasez de vegetación, parecía el de una cárcel, estuvimos dos horas, hasta que una campana rota, que producía sonidos análogos a la voz del portero, nos indicó que empezaban las horas de estudio, y fuimos a una salita, donde sentados sobre bancos estrechísimos y apoyando el pecho al borde de unos altos pupitres, comenzamos a descifrar el francés y la ciencia de Mr. Cirode.

Tenía a mi izquierda al señor Andía y a mi derecha aparentaba estudiar Curro Molina, hijo del Marqués de la Amohaza; enfrente estaban Arnao, actual capitán de Caballería y hermano del insigne poeta; Ventura Fontán, que es hoy capitán de Estado Mayor, y su hermano Juan, que después fue compañero mío en la Armada.

En el túmulo inmediato (porque cada mesa parecía un sarcófago) estaban Juan Antonio Fe, hermano del librero don Fernando, Juan Castellanos, que es hoy empleado de Hacienda, Maceres que es capitán de Ingenieros, y a quien llamábamos milord porque se había educado en Inglaterra y estaba suscrito a The Graphic, un tal Sousa y otros compañeros a quienes citaré a medida que los hechos me los recuerden.

Llevábamos un cuarto de hora en la sala de estudio cuando apareció un sujeto muy atildado, con las patillas recortadas, presumiendo de fino y elegante, que más parecía tendero de modas que profesor de Matemáticas. Don Fermín, que era el pasante y estaba sentado al lado de la puerta, se puso en pie, y noté que Molina, Arnao y Juan Fontán ocultaban el libro que estaban leyendo y fijaban la vista en el que quedaba al descubierto.

-Ahí está Asisas -dijo Andía en voz baja.

-¡Valiente danzante! -añadió Fontán.

Arnao pugnaba por ocultar el libro clandestino, y Curro leía en voz alta el francés de la aritmética. Don Fermín siguió en pie, y Asisas dio una vuelta por la sala observando lo que estudiaba cada alumno. Cuando llegó detrás de mí me dijo:

-Señor de la Lanza. Yo me puse en pie.

-¿Sabe usted qué lección ha designado el señor Corso para mañana?

-Sí, señor; los números primos, o sea, divisibilidad.

-Sin o, porque una cosa es el primo y otra el divisible. Aunque algunas veces es lo mismo.

Mis compañeros se rieron y yo quedé callado.

-Sí, señor; hay números que nacen para primos y no los parte un rayo. Carcajada general en toda la sala. Asisas se dirigió majestuosamente hacia la puerta, y los revoltosos se aprovecharon de la hilaridad para producir ruido con los bancos y con las tapas de los pupitres.

-Señores, señores, no es para tanto.

Se estableció el silencio, y el jacarandoso matemático se marchó respondiendo ligeramente al respetuoso saludo de don Fermín; éste quedose al otro lado de la puerta, y cuando volvió a entrar se largó Molina un cigarro puro, y le dijo:

-Don Fermín, usted al fin será un notable Pirrimplín.

El pasante se puso el cigarro entre los dientes, y desde aquel momento la sala de estudio fue una olla de grillos.

Andía, Ventura Fontán, Maceres, y algún otro se reunieron en un rincón y siguieron estudiando. Sousa se me acercó y me pidió un cigarro; yo se lo di, y después me pidió una cerilla.

-Eso de los primos lo ha dicho Asisas por ti.

-Pues ha hecho mal.

-Pero tú no se lo dirías.

-Lo mismo que se lo digo a usted.

-A mí no me llames de usted.

-Yo sólo llamo de tú a mis amigos.

-¿Es que no quieres ser amigo mío?

-Quizá lo seamos.

-¡Ay, qué cursi!

Y se marchó riéndose y fumándose mi cigarro. Me quedé perplejo, porque no esperaba semejante escena; pero Arnao vino en mi ayuda ofreciéndome a su vez un pitillo y diciéndome:

-No le haga usted caso; dele usted pronto dos bofetadas, y en paz. ¿Usted se llama Lanza?

-Sí, señor, ¿y usted?

-Yo, Arnao.

-¿Es usted el autor de esos versos tan bonitos?

-No, señor; mi hermano.

-Pues le agradeceré a usted que me lo haga conocer.

-En cuanto salgamos de vacaciones. Vivimos en el número 8 de la calle de las Urosas.

-Yo vivo en la calle del Turco, número 106.

-¿A usted le gustan los versos?

-Todo lo que sea literatura.

-Pues don Fermín tiene novelas y las deja leer por un real cada una.

-Don Fermín, ¿es el pasante?

-Sí; el que está fumando el cigarro de Curro Molina.

-¿Se llama Curro Molina aquel joven?

-Currillo; es hijo del Marqués de la Almohaza.

-Creo que dormimos en la misma habitación.

-Sí; a todos los novatos los ponen con él, porque duerme mucho y no molesta; además es título, y Pelotillas se da tono con eso.

-¿Quién es Pelotillas?

-El director.

-¿Y por qué le llaman así?

-Porque siempre está urgándose las narices.

-Y ese Asisas, ¿quién es?

-No es Asisas, pero así le llamamos, porque es profesor de Descriptiva, y como es andaluz no puede pronunciar abscisa.

-Pues, ¿cómo se llama?

-Blas Derqui. Es muy fachendón; miente como un descosido; le gusta que le adulen, y a todo contesta: «lo digo yo, y punto redondo».

-Y Pelotillas, ¿es malo?

-No se ocupa de nada; él es quien hace las visitas a los padres y redacta las cartas y preside la mesa.

-Y, ¿a qué hora se cena?

-A ninguna; ya hemos comido.

-Yo, no.

-Porque no estaba usted.

-¿Quiere usted que nos llamemos de tú?

-Con mucho gusto.

-¿De modo que ya no se cena?

-Comemos antes de bajar al patio, y después se ayuna hasta el día siguiente.

-Pues voy a pasar hambre.

-Pídale usted, digo, pídele tú a Pepe que te dé un chorizo, pan y vino, y te costará una peseta.

-Y, ¿quién es Pepe?

-El criado.

-¿El portero?

-Ése es Cristóbal; ese barre, friega y cuida de que no nos manchemos; pero si le das medio duro te deja salir con tal de que vuelvas a las cuatro. En Carnaval nos vamos al baile casi todas las noches.

-Y, ¿hasta qué hora se está estudiando?

-Hasta las diez; hasta que suene la campana.

-Y, ¿se estudia mucho?

-Según; ahí tienes a los empollones.

-Pues veo que hay dos de nuestra mesa.

-Como que es la que tiene la fama. Tú debes ser muy aplicado.

-Yo hago las cosas cuando quiero.

-Pues, júntate conmigo.

-Y con mucho gusto.

-Ya verás como somos buenos amigos.

-Lo seremos. Oye, ¿quién es ese que me pidió el cigarro?

-Un tal Sousa; no le hagas caso.

-Yo, no.

-Cuando te estorbe le das dos cachetes.

-¿Por qué?

-Porque es el payaso; aquí todos le llamamos Bartolo. Con quienes debes estar bien es con Cristóbal, con Pepe y con don Fermín.

-¿Y de los profesores?

-Con Asisas, porque Corso es muy sabio, muy serio y no se mete con el que no estudia.

-Y, ¿qué explica?

-Aritmética y Álgebra. El de Geometría es un señor Cuadrado, que sólo se ocupa en inventar demostraciones nuevas; nosotros le llamamos a + 2 a b + b.

-¡Atiza!

-No ves que un día nos dijo que él tenía dos naturalezas, con que Molina dedujo que Cuadrado era el cuadrado de un binomio.

-Pero, ¿castiga?

-No lo creas. Aquí sólo se castiga al que come mucho o responde mal.

-Y, ¿cuál es el castigo?

-Ir a reclusión.

-Y, ¿qué es reclusión?

Y sonó la campana. Arnao me dejó con la palabra en la boca, y todos encerraron sus libros dentro de los pupitres; don Fermín fue apagando las luces, y salimos a una habitación que servía de antesala a los dormitorios; allí Pepe empezó a repartir pan y chorizos y a cobrar lo estipulado, anotando la deuda del que no pagaba.

Sousa se acercó al criado y le pidió un poco de pan.

-Cuando me pague los dos duros que me debe.

-Ya te he dicho...

-Hame dicho, pero no me ha pagado.

-Ni te pagaré.

-Lo veremos.

-Si te quejas a Pelotillas te despide.

-Cállese, que no quiero conversación. Sousa miró a todas partes, me vio y vino hacia mí.

-¿Me das o no me das?

-¿El qué?

-De lo que comes.

-Tenga usted la mitad.

-¡De modo que no quieres ser mi amigo!

-¿Por qué no?

-Porque no me llamas de tú.

-Es que no tengo costumbre de tutear a nadie.

-Lo que te pasa es que no quieres ser mi amigo porque no tengo dinero.

-Está usted equivocado, tengo yo para los dos.

-¡Olé con el lancero!

Y Sousa me dio en el vientre con la punta de un dedo.

Me fui hacia aquel botarate, le puse mi puño delante de las narices, y sujetándole el brazo derecho le dije:

-Si vuelve usted a tocarme o a ponerme motes le parto a usted la cabeza.

El pobre Sousa reculó, y se fue hacia su cama, donde concluyó de comerse el pan y el chorizo.

Curro Molina se reía, se apretaba los costados, y desde la puerta del dormitorio gritaba: ¡Ah, Bartolo, en buena te has metido! Anda, que con mi vecino no te han de faltar chorizos y bofetadas.

Arnao se sonreía, Fontán seguía impasible, Maceres preparaba su toilette y todos nos despedimos dándonos las buenas noches.

Molina y yo nos encerramos en nuestro cuarto, y mientras me desnudaba y me metía en la cama iba el Marqués de la Almohaza colocando papeles sobre las junturas de la puerta, tapando el agujero de la cerradura y poniendo una alfombra para cubrir el vano inferior del postigo.

-¿Sabe usted por qué hago esto?

-No, señor.

-Para leer a gusto, porque Pelotillas hace una requisa todas las noches y no consiente que haya luz.

-Pues es una barbaridad.

-Que no cuesta petróleo.

-¿Y el de ese quinqué?

-Se lo pago a Pepe, y éste lo sisa de las otras lámparas.

-Pues si quiere usted lo pagaremos entre los dos y leeremos juntos.

-No hay inconveniente; empezaremos desde esta noche.

-Pero no tengo qué leer.

-Le presentaré a usted Gustavo el Calavera, pero mañana le dará usted un real a don Fermín.

-Ya conozco el negocio: me lo ha explicado Arnao.

-Ahora estoy leyendo una novela preciosa. Hay una mujer que se llama Federico y que es una maravilla.

¿De quién es la obra?, ¿es de Homero?

-No, señor; es de Paul de Kock.

-No le conozco. Se me figura que Plutarco no habla de él.

-Pero toda esa gente es antigua.

-Ya lo creo; deben ser escritores del tiempo de mi abuelo. Yo los cogía de la biblioteca de casa y los leía de noche sin que mi madre me viese.

-Pues serían buenos.

-Ya lo creo; decía mi profesor de latín que esa lectura era para los hombres, y por eso no me los dejaban.

-¿Y qué te permitían leer?

-El Imparcial.

-Eso es muy soso; ya verás como te gusta Gustavo el Calavera.

-Pues vamos leyendo.

Al día siguiente teníamos excursión y, por consiguiente, no hubo clase de Francés ni de Dibujo. Almorzamos más temprano que de costumbre, y por cierto, que ocurrió en el almuerzo un incidente que recordarán mis amigos Carpio y Hualde. Se sirvieron los huevos fritos (plato extraordinario), y después de ponerme dos vi que quedaba otro en la fuente; conque también me lo serví y me lo comí con buen apetito. Noté que todos me miraban, y Curro Molina me dijo en voz baja:

-Buena te espera.

-¿Por qué?

-Porque te has comido un huevo de Pelotillas.

Efectivamente. Picker me miraba furioso, y comprendí que tenía razón, porque los huevos eran muy pequeños y con uno solo no se podía calmar el hambre. Pero Picker no me reprendió ni yo volví a reincidir.

Terminado el almuerzo nos dispusimos para la excursión científica mi-semanal que formaba parte, como la dominical, del sistema inducti del señor Picker.

Salimos a la calle acompañados de Asisas, que nos dijo en el portal:

-Ustedes tienen que ir rodeándome.

Y rodeándole fuimos hasta llegar a la Caja de Depósitos.

Al pasar delante de mi casa estaba mi madre en el balcón, y la doncella vino a preguntarme si necesitaba alguna cosa. Dije que no, y envié a mi madre muchos besos, lanzándolos con las puntas de mis dedos. El señor Asisas saludó respetuosamente, y mis compañeros le imitaron.

-Tienes buena casa -me dijo Fontán.

-Era de mi abuelo.

-De modo que vivís en casa propia -añadió Molina.

-Sí.

-¿Qué dice? -preguntó Asisas.

Y Andía le respondió:

-Que la casa es de su madre.

-Para mí la quisiera -respondió el pedante.

Esta frase dudosa me irritó, porque yo estaba dispuesto a que todo fuese de todos, menos la madre mía, que quería conservar para mí eternamente.

Llegamos a la Caja de Depósitos, y en el zaguán nos dijo Asisas, haciendo que le rodeásemos.

-Señores: este establecimiento es un establecimiento del Estado, hecho por el Estado para los que tienen que dejar fondos en este establecimiento.

Acércose el portero, saludó a Asisas, y le dijo:

-Díjome ya don Fermín que había de venir esta tarde.

-Supongo que no habrá oficina.

-No, señor; a las once se marcharon porque hay marejada en el Congreso, y ahora como no hay subastas apenas hay depósitos.

-Pues vamos adentro.

Emprendimos la marcha por pasillos y escaleras, delante el conserje, detrás Asisas y después nosotros.

Alguna vez llegaba a oídos de los últimos que tal ventanilla se destinaba para el pago de cupones o que en el mostrador de más allá se recibían los Bonos, que debían ser cosa muy picaresca, porque Asisas y el conserje se guiñaban los ojos cuando hablaban de ellos.

Al salir de la Caja de Depósitos nos dijo en el zaguán nuestro acompañante:

-Señores, ya saben ustedes lo que es esto, y no olviden por si alguna vez les hace falta recordarlo. Estos mecanismos de la Hacienda son complicadillos, pero los irán ustedes aprendiendo.

Los guardias civiles que custodiaban el edifico se acercaron al grupo, y algunos transeúntes se asomaron a la puerta creyendo que existía un nuevo club en la Caja de Depósitos. Cuando se enteraron de que formábamos parte de la Politécnica Institución nos saludaron con respeto, no porque supiesen lo que era el colegio sino porque las cátedras habían dado los oradores más fogosos de las Constituyentes republicanas, y además porque el pueblo no puede vivir sin instituciones, aunque ignore lo que son.

Seguimos por la calle de Alcalá, llegamos a la plaza de la Independencia, que aun siendo pequeña es suficiente para una independencia tan escasa, y entramos en el Retiro, que es precisamente el único punto de expansión que tiene Madrid.

Durante el paseo fue Asisas saludando a todos los hombres públicos y presidentes de Comité que nos encontrábamos, y a las señoras que ocupaban carruajes lujosos.

Salimos por la puerta que hubo en lo que fue cerrillo de San Blas, seguimos por la Ronda y llegamos a la Politécnica Institución rendidos, malhumorados y cubiertos de sudor y de polvo. Entonces nos dieron la triste noticia de que habiendo p asado la hora de la comida tomaríamos una ligera cena, y, efectivamente, tomamos gratis el chorizo y el pan que José vendía diariamente, con que hube de sospechar si Picker tendría parte en la cantina del mozo y acaso en la librería de don Fermín.

Jamás he podido explicarme la miseria con que en pasados tiempos se trataba a los alumnos de todas las academias. Decíase que era para habituarlos a trabajos futuros, pero cobraban a los padres como si diesen faisán a los hijos, y esta anomalía administrativa tendría por objeto acostumbrar a los padres a ciertos trabajos.

En la Politécnica Institución era imposible la existencia. Todos los días por la mañana o por la tarde teníamos que comer un batallón asqueroso, donde nunca pude encontrar carne sin nervio ni patata que no estuviese helada o podrida. Un día resolvieron los mayores que no volviésemos a comer de aquella bazofia, y esta huelga del estómago fue aceptada por unanimidad.

¡Oh, Picker! Aún recuerdo las miradas de Júpiter que lanzaban tus ojos y los movimientos atáxicos de tu cuerpo. Recuerdo la majestuosa entrada de tus patitas en aquel sucio comedor y la entonación de tribuno con que nos dijiste:

-No volverán ustedes a comer nada hasta que no prueben el ragout a la marsellesa.

¡Infame! Llamar ragout a semejante rancho, y darle origen marsellés olvidando que en la Perla del Mediterráneo se han inventado los platos favoritos del pueblo que mejor come.

Y efectivamente, en cuanto llegábamos al comedor aparecía el batallón susodicho; nadie lo probaba, no sacaban otro plato y nos retirábamos tranquilamente.

Así estuvimos cuatro días, durante los cuales hizo el mozo Pepe una extraordinaria venta de pan, chorizos y latas de sardinas.

Fueron llamados nuestros padres y encargados, vinieron a vernos y no consiguieron nada porque el asunto no era un acto de indisciplina como quería suponer el irritado Picker; era sencillamente que pagábamos mucho para que nos dieran bien de comer, que Pelotillas no cumplía su deber en este contrato y que nosotros se lo advertíamos de la manera más tímida y respetuosa con que un huésped puede advertir a su patrón que la comida está mal hecha.

Se castigaban con crueldad las menores faltas, y Picker pretendía, como los gobiernos desprestigiados, gobernar hasta la fecha de los exámenes, o de las elecciones, por medio del terror.

Yo, que tenía la cabeza llena del romanticismo canallesco que me producían las lecturas facilitadas por don Fermín, me propuse ser un héroe en aquella cruzada contra el guisado. Pedí una audiencia al señor Pelotillas y le propuse que terminase el conflicto si una mayoría de los alumnos comía del ragout a la marsellesa. Eran las doce de la noche, y el señor Picker estaba en su despacho dispuesto a engullirse un vaso colosal de leche merengada, sustancia que, según parece, inspiraba a Picker aquellos artículos de filosofía que se publicaban en El Eco de Cangas de Onís, y que no producían eco en ninguna parte. Mirome el hombrecillo con aire de desprecio, comprendió que mi proposición le era conveniente, y me ofreció un poquito de merengue colocado en la punta de la cuchara.

-Por mi parte aceptaremos si usted se nos ha dirigido en representación de sus compañeros.

-No, señor; vengo por cuenta propia; si usted acepta yo le aseguro que mañana queda terminado el conflicto.

Y aceptó.

Efectivamente; a la hora de almorzar casi todos los alumnos probamos el guisote, más asqueroso que de ordinario, y Picker cumplió su palabra metiendo en reclusión a los cuatro que no lo habían probado. Ellos y yo salimos expulsados de la Institución Politécnica, y supongo que ellos como yo habrán deducido las siguientes enseñanzas:

Que a los Picker se les aplasta, pero no se les conceden los honores del parlamento.

Que teniendo razón no se debe transigir.

Que los pillos han nacido para serlo, y las personas decentes para no tratarse con ellos.

Que la educación está en quien la tiene.

A estudiar de veras

Mi madre quedó disgustada del mal resultado producido por la Politécnica Institución, y singularmente cuando supo lo mucho que leíamos, lo poco que estudiábamos y que el marquesito de la Almohaza era sencillamente hijo de una mujer de malos antecedentes, llamada Dolores la Mil-Onzas, que estaba amancebada con Paco el Bullanga, mozo de caballos que llegó a ser un personaje de la revolución y que se titulaba Marqués de la Almohaza, asegurando que el Rey don Amadeo le había concedido este título.

Empezaba el verano, y no era época conveniente para tomar una determinación. Quedé, por tanto, en libertad de pasearme por las calles, y empecé a poner en práctica las aficiones adquiridas con la lectura de Paul de Kock y de la literatura pornográfica que entró por los Pirineos con la revolución, y que es lo único que nos queda de aquel movimiento, que sirvió exclusivamente para producir algunas víctimas y algunos trastornos y hacer más necesaria y estable la monarquía de los Borbones.

Pero no es posible ser calavera sin dinero, y, como no me sobraba, comprendí con mi lógica habitual que para ser bueno o para ser malo es preciso ante todo ser algo.

La casualidad facilitó mis propósitos, y supe que mi compañero don Juan Fontán había ingresado en la Armada, con que me decidí a seguir sus pasos, esperando que mis esfuerzos compensasen la deficiencia de mis facultades. Fui al Ministerio de Marina, averigüé que había convocatoria en el mes de octubre, adquirí un programa, compré los libros que me eran precisos, y pasé el verano encerrado en mi gabinete y estudiando con las energías del niño que aún gusta de ilusiones y cree en las esperanzas.

Cuando llegó el mes de octubre comprendí que mi trabajo no había sido suficiente, que sabía muy poco y que me era preciso encomendarme a la bondad divina y a la indulgencia del tribunal.

Y desde luego me encomendé a la Santísima Virgen del Carmen, mi abogada desde niño, y patrona del Cuerpo en que deseaba ingresar.

En aquella ocasión yo hice cuanto pude y la Virgen hizo lo restante.

Aspirante Aspirante que aspiras a ser cadete y sabio de la Grecia antes que alférez, lograrás, si te dejan llegar a viejo, ser oficial pasivo con medio sueldo. Y...

Castella

Aspirante

Llegaron las oposiciones, y allí fue Troya. Había veintiséis solicitudes para veinticinco plazas, y no se presentó a reconocimiento uno de los solicitantes; conque nos correspondía a plaza por cabeza, y hubiera sido preferible que nos las repartiesen sin exponernos a los disgustos naturales de todo examinando. El compañero a quien correspondió el número uno para examinarse fue reprobado en su primer examen, y de esta manera tristísima empezó aquella tragedia.

Desde los primeros días hicimos común amistad los opositores. Unos procedían de la Isla de San Fernando y venían acompañados de su director don Manuel de la Pascua. Algunos procedían de La Coruña y los demás habíamos estudiado en academias establecidas en Madrid.

La promoción anterior a la nuestra había sido reprobada casi por completo en el primer semestre, y en representación del profesorado de la escuela vino don Siro Fernández, que formó parte de nuestro tribunal con objeto de aquilatar los méritos de los futuros aspirantes.

Cuando concluyeron los exámenes de Geometría quedábamos los opositores reducidos casi a la mitad, y cuando terminaron las oposiciones sólo fuimos trece los aprobados, número funesto, según se dice y según se comprobó en aquella ocasión.

De lo dicho deducirán ustedes que no obtuvimos por favor nuestros nombramientos, y buena prueba de ello es que en aquella promoción figuraron los actuales ingenieros don Eduardo Vila y don Pedro Suárez, los eruditos oficiales don José Saralegui y don Joaquín Escoriaza y el matelote de carácter sombrío y bondadoso corazón que se llama don José Gutiérrez y Sobral.

Era el primero en esta promoción un muchacho de clara inteligencia, fácil palabra y ademanes de tribuno con que le era posible ocultar su ignorancia siéndole preciso. No se deduzca de esto que yo le tuviera por ignorante, pero declaro que nunca me fue simpático aquel muchacho aficionado a la filosofía, a la política y a la literatura, que tenía ideas muy extravagantes y que por su andar reposado y su carácter pacífico mereció de nosotros el nombre de padre Bocio, apodo honrosísimo que recordaba a un virtuoso sacerdote de la Isla de San Fernando. Aquel muchacho pidió, algunos años después, su licencia absoluta, y hoy estará, seguramente, en un manicomio. A pesar de lo dicho, citaré un rasgo que le honra, y que refiero porque es lo único bueno que de él puedo contar.

Habíamos convenido durante las oposiciones en que aquel de nosotros que obtuviese el número uno convidaría a sus compañeros. Llegó el último día de exámenes y el padre Bocio dijo que nos esperaba aquella noche en el café de Granada. Concurrimos media docena, tomamos café y nos separamos porque todos se disponían a pasar la velada en el teatro. Llovía mucho. Bocio no tenía paraguas, yo le ofrecí el mío y él aceptó a condición de que fuésemos juntos. En cuanto salimos a la calle me dijo:

-Amigo Lanza, me retiro ya, pero quisiera que pasásemos por la calle de Sevilla, donde he dejado empeñado mi paraguas.

-¡En una noche como ésta!

-En mi casa sólo me dieron veinte reales para obsequiar a ustedes, y creí que no sería suficiente.

-Pues lo ha sido.

-Son ustedes muy buenos.

Llegamos a la casa de préstamos, y de allí bajó con un paraguas bastante usado. En la esquina de la calle de Peligros se nos acercó una mendiga con dos pequeñuelos, y Bocio le dio los cuatros que le quedaban en el bolsillo. Me repugnaron aquellas hipocresías, y cuando comprendí que no lo eran, huí con mayor motivo del pobre Bocio, que positivamente estaba chiflado, se creía perseguido por todo el mundo y sólo hallaba consuelo pensando en Dios y filosofando descabelladamente.

Dentro de la escuela contraje amistad, que no se ha interrumpido, con el señor Elduayen, actualmente diputado a Cortes, y don Enrique Cróquer; ambos han sido modelos de virtud en que he procurado inspirarme muchas veces. Elduayen, que era rico e hijo de un ministro, se distinguía por su llaneza y buscaba en el estudio de su carrera los méritos que hoy le adornan. Cróquer era hijo de una virtuosa señora, viuda y pobre, y Cróquer ahorraba dinero cuando era guardia marina sin hacer el triste papel de tacaño.

Ignoro si estos señores agradecerán que se publiquen estos elogios, si se publican, pero estoy en el deber de mostrar la virtud donde la encuentre, e igualmente delataría el vicio con pelos y señales si los viciosos no fuesen cobardes, traidores y caciques.

Dos años en la Escuela Naval de aquellos tiempos era una condena cruel e injusta. Durante esos dos años era preciso que estudiásemos geometría descriptiva, cálculo diferencial e integral, mecánica racional y aplicada, astronomía, navegación, física, química, máquinas de vapor, artillería, construcción naval, inglés, gimnasia, esgrima, maniobras y ejercicios militares. Para conseguir esto era preciso que nos levantásemos a las cuatro y media de la mañana, que sólo paseásemos dos horas cada domingo y que tuviésemos doce días de vacaciones durante un año.

No discuto este plan de estudios porque no tengo competencia legal, y estas competencias son indispensables en nuestro país; pero aseguro que he visto aspirantes que han muerto tísicos, otros que han huido a sus casas para conservar su salud, algunos que han abandonado la carrera de la Armada para dedicarse a otras profesiones, y muchos que al salir de la Escuela llevaban el corazón lleno de amargura y la cabeza llena de grifos. A todo esto, los militares que estudian su carrera en cuatro años, aseguran que los aspirantes pueden aprender muy poco durante los dos que estudian en la Escuela Naval, sin considerar que los dos años de Escuela tienen muchos días laborales.

Yo salí sin ningún recuerdo alegre; después he pasado grandes penas y grandes placeres; he luchado contra los tiempos, las adversidades y los infortunios; he estudiado con ahínco, paseándome y haciendo gestos; he consultado con sabios afables; en una palabra, he luchado, he vencido, y me es grata la vida; pero dudo que se viva cumpliendo aquella pena cruel e injusta que nos obligaba a pagar muy cara una estancia que nos demacraba y nos aburría.

Hoy, según mis noticias, es la Escuela Naval una escuela modelo, y si algún aspirante de los actuales lee estas líneas, recuerde que en aquella batería de la fragata Asturias pasaron días de frío y de aburrimiento, con sueño y sin calor en los músculos, con mucho Dubois y poco recreo, los seres privilegiados que son honra y esperanza de la patria, y que han dado al escalafón nombres ilustres como los de Rafael Sociats, Francisco Enseñat y José Saralegui.

Inspírense los alumnos de la Escuela Naval en estos notables ejemplos, y no desmayen nunca, y piensen siempre en que el saldo del trabajo es mayor cuanto más se tarda en saldar.

Yo no sé si los aspirantes recordarán las canciones de mi infortunado amigo el señor Castella, pero yo las recuerdo aún, y termino este capítulo diciendo:

Adiós, Escuela, buque botica. ....................................... Adiós, Escuela. Adiós, adiós.
De la dársena a bahía

Seguramente no conocerán los geógrafos los términos de este viaje, y, sin embargo, es el más agradable de la carrera que se empieza de opositor en el Ministerio de Marina y se acaba de general en el mismo Ministerio. De la dársena a bahía iba la Escuela Naval todos los veranos, y volvía a la dársena todos los inviernos. Aquellos viajes aumentaban en unas cuantas horas las de asueto que se nos concedían durante el año, y nos daban idea de cómo se hala por un calabrote, cómo se fondea y cómo se amarra una estacha.

Declaro sinceramente que aquellos días de mudanza constituyen el único recuerdo agradable que conservo de la Escuela, dejando aparte la indulgencia que merecí de mis profesores, singularmente de don José Ferrándiz y de don Gustavo Fernández, y las atenciones cariñosas que nos prodigaba nuestro director don Juan Romero.

Y no eran igualmente agradables la ida y la vuelta, porque la ida suponía la primavera, el estío y el otoño, que son maravillas de la naturaleza en la hermosa tierra de Benito Viceto, Vesteiro Torres, Pardo Bazán y Enríquez; y la vuelta suponía el invierno, el triste invierno de Galicia, sin sol y con lluvia constante, que ha hecho solidarios el paraguas y el gallego.

La dársena era un estanque que servía de entrada al Arsenal, que estaba muerto, con ese silencio que es anuncio del hambre. La Sagunto, abandonada al lado de un muelle, desfigurada por las continuas transformaciones que había sufrido, con un costado abrasado por el sol y el otro podrido en la sombra, recordaba que aquello era un Arsenal español en los desdichados tiempos en que Andrés Avelino Comerma empleaba todas sus actividades en la construcción del dique de la Campana, bien ajeno de que algunos años después ignorasen todos el nombre y las hazañas de aquel Hércules del cálculo que construyó en nuestro país el primer barco de hierro para cerrar la entrada del dique monumental.

Todo lo que rodeaba a la Escuela era triste y producía desaliento en los muchachos de quince años que pasábamos el día estudiando sin más distracción que guarecernos de la lluvia bajo el castillo de proa o en el mezquino gimnasio que fue cuerpo de guardia y estaba situado a nuestro estribor y en la punta de tierra que cerraba la entrada del Arsenal.

La bahía era el fondeadero de la Graña, y desde las portas de lo que fue batería veíamos Murgados, el Seijo, la Cabana y todos los pueblecitos que se asoman por las crestas de los montes para contemplar aquel inmenso lago, que es el mejor puerto natural que tiene España, y sería una maravilla de los humanos si mi patria cuidase sus grandezas como se cuida de sus pequeñeces.

La Graña suponía muchos consuelos para los desterrados hijos de Eva que estudiaban en la fragata Asturias. Allí eran posibles los voltejeos realizados en las primeras horas de la mañana del domingo, y que anunciábamos así al despertarnos:

-Acoto la buceta.

-Ya la tenía acotada.

-Pues no vale.

-Haberlo oído.

-Acoto el quinto bote.

-Y yo el chinchorro.

-Si lo dejan.

Allí era posible satisfacer la afición a los ejercicios corporales, porque el gimnasio, aunque pobre y escaso de aparatos, tenía buen local, y hoy tiene el mérito de recordarnos que allí se ensayó Cañadas, el célebre equilibrista, y allí fue profesor de esgrima don Pedro Novo y Colson, reproductor, según creo, del viaje a la bahía de Hudson, cuyo relato, publicado en Leiden en 1750, no debe circular con escasez por cuanto yo lo poseo, y con otros libros más curiosos tengo a disposición del insigne autor de La Manta del Caballo y de otras obras dramáticas y periodísticas.

A la Graña iban los domingos primeros de mes los aspirantes, cuyos encargados veraneaban en aquel lindísimo pueblecito. Entonces solíamos ver la hermosa huerta llamada de los aspirantes, nos paseábamos bajo los frondosos árboles que forman la alameda, aspirábamos con ansias de recluso joven el oxígeno de aquella pura atmósfera, y parecía que la inteligencia y todos los organismos del cuerpo olvidaban el invierno ya pasado y se preparaban a resistir la oscuridad y la tristeza con que pasaríamos el próximo en la solitaria dársena.

Allí oíamos por la mañana los cantos monótonos de las carboneras, y por las noches los dulcísimos cantos que son el esparcimiento consuetudinario de todos los pueblos del Norte, y que en la hermosa Galicia, y en Ferrol singularmente, parecen salir de entre las aguas durante las apacibles noches del estío; porque en aquellas propicias ocasiones creadas por el Dios de los consuelos para rendir culto al amor y a la poesía, van las ferrolanas remando en sus botes y cantando esas conmovedoras armonías que parecen siempre quejas de

Joven cautiva, al rayo de la luna, Lamentando su ausencia y su fortuna.

Yo aprovecho este instante para enviar mi respetuoso saludo a mis amiguitas de aquellos tiempos, las que hicieron célebres la hermosura de la señorita Bermúdez y la de familias enteras, las santas mujeres que habrán sido consuelo de sus esposos, y serán madres de niños valientes, honrados y laboriosos y de niñas hermosísimas que admirarán mis nietos para que nunca cese la admiración de los Lanzas hacia las esculturales hijas del litoral español.

En la Graña teníamos baile el día de San Roque, y, en suma, era la bahía la tierra prometida a los desgraciados que yacían en la dársena estudiando y aburriéndose, y a las veces haciendo ambas cosas a un mismo tiempo.

Yo salí de la escuela en el mes de diciembre y en un día lluvioso, aunque esto parezca redundancia; hube de guarecerme en la diminuta cámara de El Pájaro, y no pude enviar con las puntas de mis dedos los dulces besos que para la Graña guardo siempre en mi corazón. Si aún visita las romerías de Mugardos y de la Cabaña alguna de aquellas hechiceras criaturas que tuvieron la delicada atención y la sublime caridad de engañarme diciéndome que me querían, le ruego asegure a la bendita tierra de la Graña que creo hallarme en ella cuando me juzgo feliz.

Yo la bendigo por las ilusiones que me proporcionó, y porque a su oxígeno debo mis cordoncillos de guardia marina.

Yo la bendigo porque allí me recreé imaginando esperanzas que después he visto realizadas, ambiciones que he logrado cumplir y promesas de amor que la realidad me ha facilitado aumentadas con nuevos encantos y desconocidas venturas.

Bendita sea la bahía.

Aún sueño que estamos en la dársena y que no me sé la lección. Me despierto sobresaltado, y mi niña, que está silenciosa aguardando el primer beso de su padre, me pregunta con mimo:

-¿Estás malo, papá?

-No, gloria mía; es que tenía una pesadilla espantosa.

-¿Soñabas que te morías?

-Efectivamente; soñaba que me moría sin haber vivido.

-Eso no es posible.

Yo entonces la beso, acaricio sus rizos, sonrío tristemente, y la digo:

-¡Incrédula!

De guardia marina Dada la estrella polar y el logaritmo de b, hallar el mejor lugar donde poder navegar sin cofa y sin camareta.

(Arreglo)

A rifar un juanete

Había saltado el viento al Noreste y nos dio la noche, porque hasta las nueve no se acabó la maniobra. Si aquel contratiempo nos ocurre una hora después, nos hubiera cogido con los juanetes aferrados y las gavias con una faja de rizos; pero, en fin, que ocurrió de otra manera.

Aquello fue aferrar trapo en un abrir y cerrar de ojos. El comandante se paseaba en el puente con la misma tranquilidad con que lo estoy contando. Yo estaba en batería y a menudo asomaba la cabeza por la escotilla de popa. Dábamos tales bandazos, que fue preciso tomar precauciones con la artillería. Empecé a oír las voces enérgicas del comandante, asomé la gaita sobre cubierta y pregunté a nostramo Gil, que tenía la maniobra del mesana.

-¿Qué hay?

-O lo rifan o se rifa.

-¿El qué?

-El juanete.

-¿De proa?

-El mayor.

-Será un exceso de celo.

-Es verdad.

Bajé riéndome porque nostramo Gil era un perro de mar con unas orejas muy grandes que daban a su cara aspecto de cornamusa, ordinario como él solo y hablaba continuamente de exceso de celo, cuya frase era un exceso de pulcritud en aquellos sus labios curtidos por el tabaco y por el viento. Sentía no estar en cubierta para ver la maniobra subsiguiente si se rifaba el juanete; sobre todo para ver izar por barlovento el sano y arriar el rifado por sotavento, sin fijarme en que el juanete estaba estorbando, que no era posible aferrarle y que amenazaba hacer pedazos el mastelero.

Me asomé por la escotilla y allí seguía Gil.

-¿Qué hay?

-Ese ladrón, que se nos ha echado encima como un cobarde.

-Exceso de celo.

-Exceso de codaste.

-Pero, ¿se rifa?

-Acabarán por ahí.

-Siento no verlo.

-Retírese usted, que viene el segundo.

-Otro exceso de celo.

Aumentáronse el vocerío y los juramentos del comandante.

Tan pronto mandaba orzar como arribar, y no pude contenerme y subí a cubierta.

Sobre el tamborete estaba un juanetero llamado Manuel Expósito; empuñaba la faca con la mano derecha y procuraba clavarla en la tersa lona de juanete. Si se orzaba, flameaba la vela y se arriesgaba la vida del juanetero; y arribando, no alcanzaba éste a desgarrar la vela. Por fin logró romperla junto a la relinga, y el destrozado juanete voló por el espacio como una tenue pavesa.

Me volví a nostramo y le dije:

-Ése es un hombre.

-De la tercera, que es la mía.

Después el héroe se dispuso a bajar por la jarcia, pero tropezó en la cruceta y quedó colgando sujeto por una mano a un estay y con la faca clavada en el vientre. Casi enseguida cayó junto al calces, y nostramo Gil le contemplaba llorando y decía:

-Ni guarda abajo. Ahí tiene usted un exceso de celo, codaste.

Fuego a bordo

En Cartagena hicimos el correspondiente zafarrancho, y supimos el sitio que nos correspondía cuando hubiese fuego a bordo. Todas las mañanas, después de terminado el almuerzo, sonaba el repique de la campana e íbamos a ocupar nuestros puestos. Se armaba un gran lío de baldes, mangas, arena y cabos, el comandante pasaba revista, y terminaba el zafarrancho.

A los ocho días de hacer esta faena debió quedar el comandante satisfecho de nuestra instrucción, porque no volvió a repetirse el ejercicio.

Un mes después, y navegando una noche cerca de las islas Cíes, salió el comandante de su cámara a las dos de la madrugada y se acercó al vigilante que se hallaba en batería al lado del reloj.

-Vigilante, fuego a bordo.

-Mande V. S., mi comandante.

-Que hay fuego a bordo.

El hombre seguía parado.

-Que hay fuego a bordo, so bruto.

-¿Dónde, mi comandante?

-En Belén. Va usted a pudrirse en la barra. Repique usted esa campana, animal. ¿No oye usted que hay fuego a bordo?

En vigilante empezó a repicar con velocidad y con fuerza, esperando de este modo librarse del presunto castigo.

Todos salimos nadando de nuestros camarotes, y el barco parecía un Babel. Los marineros se tiraban de los cois; la gente del sollado subía en compacto pelotón por las escotillas. Todo el mundo preguntaba al vigilante dónde era el fuego, y el soldado respondía balbuceando:

-Se... se... señor comandante.

Unos creían que el comandante se abrasaba, y otros que era en la cámara el fuego. Corríamos en calzoncillos y desatinados por todas las dependencias del barco dilatando las narices para que nos fuese fácil percibir el humo, y sin encontrar el fuego en ninguna parte.

Por fin el corneta tocó en cubierta llamada y tropa con paso ligero, y todos subimos a formar conforme estábamos. El cuadro resultaba cómico, y el comandante lo convirtió en drama gritando desde el puente:

-Todo el mundo, menos yo, queda arrestado.

El corneta tocó a derecha e izquierda, y se restableció la calma.

En vista de estos hechos me será permitido que una mi sonrisa a la de algunos modernos críticos que no son partidarios de esas instrucciones fantásticas y ejercicios coreográficos que dependen exclusivamente del medio, y dan el resultado P en día de gala, y el resultado Q en día de combate.

Hoy el problema militar es hacer soldados, y este problema será cada día el más importante en los ejércitos.

El movimiento se demuestra andando y la resistencia sufriendo, y allá va una demostración.

El 14 de octubre nos hallábamos a bordo de una blindada y fondeados en puerto. Hacía dos días que a las once de la mañana se tocaba a apagar fuegos, porque se estaba pintando el pañol de pólvora. Pues el día 14, y al ser las dos de la tarde, ascendió súbitamente una columna de humo por el palo trinquete; enseguida se oyó una voz que gritaba:

-¡Fuego en el pañol de pólvora!

Nadie se tiró al agua, nadie huyó, no hubo síncopes ni desmayos; el cabo Ortuño y yo nos encontramos en la escotilla de proa y bajamos a escape; en el sollado no podíamos respirar. Ortuño cogió un bombillo que apenas producía luz y nos acercamos al pañol. Enseguida comprendimos lo que pasaba; se habían dejado los embalajes de las jarras de pólvora en el antepañol y estaban ardiendo. El peligro no era inminente, pero sí inmediato, y con los pies fuimos sacando lo que ardía hasta la cubierta y al lado de la escotilla.

Estando en esta operación, cayó sobre nosotros un caldero de agua a 99 grados y medio. En batería estaban dos individuos de las cocinas dispuestos a seguir echando agua; la campana repicaba; los oficiales de mar sacudían el polvo a los que no andaban listos, y yo me fui al reducto donde estaba mi puesto, y Ortuño se fue a las mordazas.

Teníamos el cuerpo escaldado, pero lo sufrimos con resignación, porque nos exponíamos a un castigo declarando que no estábamos en el lugar que nos designaba el zafarrancho.

Terminó el incidente con felicidad, y el cocinero del comandante fue propuesto para una recompensa.

Ortuño se desesperaba y yo le decía:

-Vale más que no nos pongan en lista con el cocinero.

-Maldita sea mi suerte, no se me olvidará nunca que el héroe en los fuegos es siempre quien echa el agua.

El culto a Themis Y al cabo de la jornada vino el Consejo de guerra, que con arreglo al artículo qué sé yo cuantos, que reza en tal capítulo y parte de la Ordenanza, la pena correspondiente al delito; teniendo asimismo en cuenta las cuatro mil Reales órdenes que el tal artículo enmiendan, y lo anulan, y reponen, y lo aclaran, y comentan, pronunció por mayoría su inapelable sentencia

(Negrín)

Todas las razones que se me puedan dar las tengo sabidas, y, a pesar de ellas, sigo sin explicarme por qué razón el hombre hace justicia entre los hombres.

Quizá no pueda explicar por qué no me lo explico, pero intentaré una explicación.

Si todos los hombres fuesen buenos sería inútil hacer justicia.

Si la sociedad trabajase para que los hombres fuesen buenos lo conseguiría instruyéndoles, educándoles y poniéndoles en posición de que siguiesen fácilmente la senda del bien. Y de esto deduzco que se procura que haya malos para que haya justicia.

Al que es malo se le puede corregir o no.

Para corregirle será preciso hacerle distinguir el bien del mal, o sea instruirle y educarle.

Si no se le puede corregir se le debe declarar bestia, borrarle de la lista de los humanos y dejarle en medio del arroyo como un perro hasta que encuentre dueño o un tiro si rabia. Y se acabó.

Y todo lo demás es música a grande orquesta; tiquis-miquis, equilibrios arriesgados de la razón humana y otras maravillas que serían admirables si no produjesen muchas lágrimas.

Los humanos pasan su tiempo, los unos haciendo leyes y los otros eludiéndolas.

Y recuerdo ahora un detalle que nunca olvidaré y que aprendí de niño estudiando el Derecho Romano. Las leyes Fusia, Caninia -si no recuerdo mal- restringían la facultad de manumitir esclavos, y como algunos señores libertasen mayor número del que les era permitido, se ordenó que sólo obtuviesen gracia los primeros de la lista hasta completar el cupo que la ley marcaba: conque los amos escribieron en círculo los nombres de sus esclavos y así no hubo primeros y últimos.

De lo que se deduce, sin gran esfuerzo, que la ley no se compadecía con los respetables deseos de los testadores; que los ciudadanos tenían poco respeto a las leyes y que los legisladores no sabían geometría.

Estas mis preocupaciones, que no oculto, me traen obseso, y siempre que veo un barco de guerra pienso en las ordenanzas y me quedo triste. Cada barco es una maravilla, porque no hay invención que no pueda aplicársele. Allí están todos los prodigios que hace el hombre con la madera y con el hierro. Allí telégrafos, teléfonos y luz eléctrica. Todo es sabia aplicación de la mecánica, que es La Meca adonde van en peregrinación todas las ciencias que son tales ciencias. Ya sé que aquello es un artefacto de guerra que sirve para matar, pero también sirve para fomentar el comercio, para llevar la civilización a costas inexploradas y para proteger al débil. Ya sé que aquellos cañones sirven para lanzar proyectiles, pero también sirven para alegrar con sus salvas. En la serviola se fusila y se cuelga el ancla. Todo, lo mismo que yo, puede ser bueno y malo; pero las ordenanzas son el castigo en todas sus páginas: no hay en ellas una palabra de consuelo ni una promesa de redención; la pena, siempre mucha pena. Y cuando esto me horroriza se me dice que es necesario y que no debo rebelarme. Sí, ya sé que es necesario y que no me debo rebelar, pero sería bárbaro que se me procesase porque me duela que existan esas necesidades, como sería incomprensible que me castigase Dios porque lloro la muerte de la madre mía.

¡Dios!... Yo creo que puede estar en todas parte, pero dudo que esté da este planeta.

Conste, pues, que no provoco a la sedición, porque entiendo que lo lógica es cumplir con su deber y evitarse el castigo.

Y voy a dar a ustedes idea de cómo se practica el culto a Themis en sus barcos de guerra. Y para ello citaré dos casos, de cuya autenticidad respondo, si bien en estos momentos es más importante el interés que la autenticidad.

Salí de Cartagena para hacer mi primer viaje e ir llenando las hojas de mi diario de navegación.

En los acaecimientos de la segunda singladura se dice: «A las diez y media se tocó llamada y se castigó a dos marineros con cincuenta palos». La hoja lleva el V.º B.º y la firma del alférez de navío don Isaac del Peral.

Como ustedes comprenderán, esto fue un acaecimiento y no llegó a la categoría de acontecimiento. Los más interesados en el suceso fueron los infelices que recibieron los cincuenta palos, y ya los habrán olvidado; pues bien, yo me acuerdo de la fecha y de la paliza, y pueden ustedes creer que aún me duelen los palos que vi dar, lo que probará a ustedes que si llego a recibir alguno no quedo para contarlo. Cuestión de temperamento: hay individuos en quienes el dolor va siempre al cerebro, y en otros no sale de las nalgas.

Los marineros castigados eran dos grumetes de dieciséis años. No sé quiénes, ni lo averigüé entonces, porque siempre he tenido horror a los castigos y a los delincuentes. Lo que recuerdo muy bien es que formamos en cubierta, la marinería armada y nosotros con nuestros sables desenvainados: subió el comandante sobre el puente, quedose el médico en la escala, y empezó el acto, que no fue ceremonia. Colocose a los muchachos de pie, y apoyado el pecho sobre el cabestrante, se les amarraron los brazos a dos barras, y detrás de ellos se pusieron otros dos grumetes de mala conducta, encargados de dar los cincuenta rebencazos con dos chicotes de cabo. Detrás de los ejecutores un oficial de mar pegaba a éstos si no daban fuerte sobre los reos. De modo que al uno le daba el otro; a éste el contramaestre; el contramaestre obedecía al comandante; el comandante cumplía la ordenanza; ésta, como toda ley, es la razón escrita; ahora bien, la razón es hija de Dios; luego Dios... pues, nada de eso; Dios es infinitamente misericordioso; luego algún error debe existir en la argumentación que antecede.

Quejábanse los muchachos con agudos chillidos y con gruñidos sordos; rechinaban sus dientes; bajaban las lágrimas desde los ojos a los labios y subía la espumosa saliva desde la boca hasta los ojos; escondían las pupilas en las órbitas; forcejeaban para desasirse de las barras del cabestrante y llamaban a su madre. Porque también tienen madre los malos, y yo creo que el tenerla debía ser circunstancia atenuante, porque del castigo del hijo participa la mujer que llevó al reo en sus entrañas y que es inocente del delito que se castiga. Como creo también que el no tener madre conocida debe ser circunstancia eximente, porque la sociedad debe ser la madre de los expósitos, y las madres perdonan siempre.

Ustedes no tomen en serio mis teorías, porque les advierto que yo no pienso legislar con ellas, y sólo me permito un acto de conversación con mis lectores, pero con la condición de que no se ha de publicar lo que digo ni ha de decirse que lo dije yo.

Concluyeron los azotes, y lo abstracto y lo concreto quedaron satisfechos.

Y ahora les resta a ustedes saber que los azotes se dieron por hurto de una camiseta.

Desde luego declaro que el robo me repugna; pero creo que, en vista del hecho, se debía facilitar a todos los marineros las camisetas que necesitasen, o prohibir en absoluto el uso de camiseta.

Y pasemos a otro asunto.

Estábamos en la Vitoria; una noche el cabo advirtió al oficial de guardia que el vigilante del portalón de estribor distinguía entre el agua un pez muy grande, y el oficial mandó embarcar un bote y que saliese en busca del presunto cetáceo.

Comprendió el pez el peligro que corría de ser pescado a tiros, y gritó al patrón del bote, conque éste comprendió que se trataba de un intento de deserción realizado por un marinero preso en la barra por haber hurtado una camiseta. ¡Siempre lo mismo!

Como es natural, y a consecuencia del parte dado por el oficial de guardia, se encerró al fugado en un pañol y se comenzó la sumaria. Nombrose fiscal a un alférez de navío, cuyo nombre no cito por si la publicidad del hecho que voy a referir pudiera perjudicarle en su carrera, que en la general estimación no le perjudica, y la estimación mía la tiene ganada por completo hace muchos años.

Era valiente, instruido y pundonoroso, pero era novato. A esta circunstancia se agregó el que yo fuese nombrado escribano, cargo que solicité para que la práctica me aclarase el texto del Nuevo Colón, que me resultaba más complicado que el aparejo de una fragata. Como ustedes verán después, nunca me he distinguido en trabajos de hermenéutica.

Todos los testigos dijeron lo mismo que había confesado el reo, o sea que éste logró libertar su pie del grillete de la barra y después se tiró por una porta.

Terminó el sumario, y llegó el momento de formular el dictamen fiscal.

-¿Y qué?

-Eso digo yo.

-Hay que pedir pena.

Y la pidió el fiscal. Y no pidió nada, porque entendió que el reo estaba castigado con la prisión que había sufrido en el pañol.

Ignoro si el señor D. quedaría tan satisfecho como yo, pero lo dudo, porque llegué a convencerme de que aquella sumaria era un modelo de sentido jurídico y encontré entretenida -que no agradable- la delicada misión de hacer justicia.

Pero... Pocos meses después regresamos a Ferrol, y supe que el señor Auditor disponía que la sumaria se volviese a empezar, porque aquello no lo era, ni tal que lo parezca; y que se procesase al sargento y al cabo y a no sé cuántos más. Y se les procesó, y es posible que hayan muerto en Ceuta.

Desde entonces vivo convencido de que no sirvo para juez, y como supongo que a mis compañeros les ocurrirá lo mismo, he imaginado un proyecto, que no será bueno porque yo no me he dedicado a hacerlos buenos, sino a crear muchos.

En los barcos existen oficiales de artillería e infantería, contadores, sacerdotes y médicos. Ahora bien, propongo que se cree un cuerpo jurídico flotante.

El marinero que enferma queda bajo la vigilancia del médico; el muerto al cuidado del capellán, y el delincuente debe quedar a disposición del juez de a bordo.

Un marino firmando diligencias y tomando declaraciones me produce el efecto que me produciría un magistrado con la severa toga y gritando en el puente: ¡Braza a estribor!

Éste es el proyecto de un nuevo culto a Themis.

El cabo cartero

Recuerdo que durante la época revolucionaria oía frecuentemente a un orador, tan ayuno de ciencia como ahíto de vanidad, que terminaba sus discursos hablando de la mano villana del Estado. Desde entonces, siempre que el Estado me molesta, me acuerdo de la mano villana de aquel sujeto.

¡Y molesta el Estado tantas veces!

Pero se lo perdono en atención a que es el gran cabo cartero, y aunque no lleva todas las cartas a su destino, hay que agradecerle que nos traiga alguna sin fractura y sin retraso.

De igual modo serían disculpables los extravíos que sufre la correspondencia si todos los anónimos se extraviasen, porque cualquier anónimo es un asesinato cometido en dos conciencias: la del destinatario suele quedar perturbada, y la del autor siempre queda muerta; vergonzosamente muerta. Hasta hoy los únicos progresos efectivos del servicio de correos son los tubos neumáticos y el cabo cartero de a bordo.

Porque el cabo cartero es cajón de sastre, y lo mismo compra tabaco que certifica un pliego; de igual modo desempeña el servicio interior, y trae la pena dentro de un sobre orlado de negro como trae una cita en un billetito o una letra del Giro mutuo defendida por cinco sellos rojos y con barbas como los camarones cocidos.

Y así no hay incidente de la vida íntima del marino que no tenga relación con el cabo cartero, y de aquí proviene que el nombramiento de tal cabo sea asunto de extraordinaria importancia.

Porque ha de saber leer, entender por señas, conocer las monedas y ser honrado y guapo; a ser posible, el mejor mozo de a bordo. Y es lógico que así haya de buscarse, porque siendo el primer individuo que salta a tierra, debe quitar con su hermosa presencia la mala impresión que a los curiosos del muelle producen nuestros viejos buques que no tienen el único adorno de los viejos: estar bien conservados.

Desde las primeras horas de la mañana comienza sus faenas el cabo cartero; quien le llama para encargarle cigarros; quien le compra sellos, y quien le entrega una cartita y le dice:

-Si está Fulana en el balcón tráeme la respuesta.

Mientras dura la ausencia del cabo no cesa el comandante de preguntar si se ha enviado el bote para el cartero. El oficial contesta afirmativamente, pero repite la pregunta al guardia marina, éste la transmite al cabo de escuadra, y todos creen que el cartero volverá tanto más pronto cuanto más pronto llegue el chinchorro al muelle.

Y vuelve el cabo y empieza a repartir la correspondencia desde la cámara del comandante hasta el castillo de proa.

El comandante, para que nadie se aperciba de sus debilidades, se encierra en la chupeta y allí recoge los besos que su esposa y sus hijos dejaron estampados en el pedazo de papel. Los oficiales casados hacen lo mismo en sus camarotes, y los solteros leen sus cartas sentados alrededor de la mesa de la cámara y comentan las noticias que envía Fulano desde Filipinas, el pisto que se da Zutano en el Ministerio, la boda de Menganita, y la memoria de un sastre que se acuerda de unos pantalones que pasaron a otra vida. Los guardia marinas tuercen el gesto mientras leen, porque las cartas que reciben sólo traen consejos, y si alguna llega con acompañamiento reductible a metálico, reúne el agraciado a sus amigos, paga sus deudas y se proyecta la inversión del resto en una juerguecita donde no falten la comida de fonda y la butaca del teatro.

En el sollado lee la maestranza renegando de su suerte porque la paga es corta y la familia aumenta; y, a proa, algún cabo de mar, de anchas barbas, brazos de hierro y corazón de niño, va leyendo las cartas de la gente y haciendo, de paso, las contestaciones con el aderezo de comentarios que añade a cada párrafo. Algún marinero se sale a una mesa de guarnición, y escondido entre las bigotas besa con ternura la carta de su novia, y después saca del sobre una flor, una cinta, o un retrato, y siguen los besos y las lagrimitas limpiadas con un dedo gordo y duro de la callosa mano. Suena el pito del oficial de mar que manda embarcar el quinto bote, y carta, recuerdo y sobre quedan guardados debajo de la camiseta; y el marinero va a su faena como cada cual a la suya, esperando a que llegue la noche con su soledad silenciosa para reanudar los interrumpidos coloquios con las recibidas cartas; y desde los cois a la lujosa cama del comandante, parecen niños dormidos entre sus juguetes aquellos bizarros hombres que sujetan un papel debajo de la almohada y duermen soñando glorias para la patria y caricias para los suyos.

Y continúa la humanidad aumentando las páginas de su historia, y todas son iguales, porque el hombre sigue su labor de conquistar y la mujer continúa ocupada en conquistar al hombre.

Y vengo a recordar hablando de estas cosas una escena que presencié en la fragata Blanca cuando volvimos de un crucero de sesenta y cinco días a las islas Azores.

En cuanto agarró una uña del ancla se fue a tierra el cabo cartero, y poco después le traía un bote cargado con sacas llenas de correspondencia. Vaciáronse las sacas en el alcázar, y todos emprendimos la tarea de clasificar las cartas de aquel montón. Se voceaban los nombres y las clases; no había palabra cuyo timbre no aumentase el alegre tono de aquel cuadro; y mientras unos alumbraban con bombillos, otros, sentados en cubierta, pregonaban los sobres; quien ordenaba su correspondencia, y quien corría para llevar una carta a algún compañero que no podía abandonar su puesto.

Nuestro comandante se paseaba por la toldilla riendo con todo su corazón, con el hermoso corazón de don Manuel Delgado Parejo. De pie en la mitad de la escala, y apoyado en el pasamanos, estaba un compañero mío que murió en Salamanca. Cada vez que alguno de los que hurgaban en el montón decía: «¡señor comandante!» contestaba don Manuel: «¡Venga, venga!», y un cabo de mar entregaba la carta al guardia marina de la escala, y éste pasaba el papel a las manos del señor Delgado Parejo. El buen señor celebraba la llegada de la esquela regañando al guarda banderas o al contramaestre encargado de echar los botes al agua, porque don Manuel siempre estaba dispuesto a hacer el bien y a regañar.

Pero fueron tantas las veces que se repitió esta operación y tantas las cartas que el guardia marina dio a su comandante, que éste, con airecillo de genio fuerte, le dijo:

-¿Y usted no recibe carta?

-No, señor; no tengo quien me escriba.

Quedose el valiente marino mirando a los ojos de aquel muchacho, y debió comprender que hay mayores tiempos que los que se corren y capean: que hay seres para quienes la vida es un constante naufragio y quedan como boyas, sin morir de hambre ni de sed, y sin llegar jamás a tierra. Seres a quienes nunca se les devuelve la caricia que hicieron: tan desgraciados y tan dignos de compasión como el cabo cartero que nunca recibiese carta.

Meditemos

Lo primero que debe hacer todo guardia marina al levantarse es bendecir a Dios porque le da un día más, y a don Juan Romero que le dio un año de menos. Después pedirá al Todopoderoso que envíe a la tierra un ministro que acabe para siempre con esa etapa de la carrera que convierte al hombre en Midshipman.

Lo cierto es que si los cuatro años de guardia marina están dedicados a prácticas de lo aprendido durante dos en la Escuela Naval, o se practica malamente o se estudia muy deprisa, porque en la mayoría de las carreras militares se estudia durante cuatro años y se practica uno, aunque bien puede ocurrir que esté equivocada la mayoría.

Si de los cuatro años sirven tres, dos o uno para aprender teorías, podían hacerse estos estudios en una academia, donde, seguramente, se estudia con más sosiego y con más aprovechamiento.

Y finalmente, para no ser molesto, siempre que me ocupo con estas cosas pienso como los respetables ancianos anteriores al señor Beránger, y que eran partidarios de que se entrase en el Colegio Naval a los diez años y sabiendo poco, y se llegase a ser alférez de navío a los dieciocho años y sabiendo mucho, y sigo deplorando que a los veintidós años haya un joven empleado seis en su carrera y por haber usado cinco meses para reponerse de la enfermedades que produce la vida en la camareta, tenga que esperar otros seis meses para terminar su carrera, si tiene desparpajo suficiente para examinarse con lucimiento, porque de lo contrario tiene que esperar otro semestre, y entonces si le ocurre igual desgracia se queda en la calle tan paisano como su portero, si no es éste guardia de orden público.

Conste que yo respeto las leyes y que excito a que se cumplan, singularmente aquéllas que forman base de la disciplina militar, y son, por tanto, garantía del bien de todos; pero deploro que a un guardia marina enfermo se le niegue un mes de licencia que necesita para concluir de restablecerse, obligándole de este modo a abandonar para siempre una carrera tan honrosa y tan de su gusto.

Hay oficiales que piden cosas grandes, que serán o no posibles, pero que positivamente son grandes. Hay quien pide privilegios, que podrán o no justificarse, y si a estos pedigüeños se les niega lo que piden y reclaman su licencia absoluta y se les concede, no entrañará este acto la extremada severidad (me quedo corto) que supone el negar un mes de licencia a un niño enfermo que lleva cinco años dedicando sus energías al estudio de su honrosísima profesión.

Todos saben que no hay marinos para los barcos que se construyen, y que es preciso construir, y quisiera conocer el número de guardia marinas que durante los últimos veinte años han pedido su licencia absoluta. Después, creo que me sería fácil deducir que esta desgraciada clase no recibe halagos de ninguna especie, y es raro tamiz por donde sólo pasan el cuerpo atlético y el espíritu heroico. Continuamente aparecen hombres insignes (y hace poco le correspondió el turno a un jesuita escritor) que han sido marinos.

¿Tan pletórica de genios está la armada que pueda desprenderse sin pena de hombres que la conservarían las glorias que tiene adquiridas? Yo no lo sé, pero sé otra cosa; sé que de los labios de los despedidos y de los retirados, de los que huyeron aburridos o enfermos, nunca ha salido una frase de rencor para el cuerpo que no quiso conservarlos a su lado. Sé algo más; sé que en nuestras guerras civiles con cantonales y carlistas, nunca ha preparado armas contra la marina española ninguno de esos licenciados, por regateo de un ligerísimo consuelo.

Yo no pensaba en estas cosas cuando era guardia marina, ni tenía más pensamientos que ir a tierra si estaba franco, hacer mi guardia de la mejor manera posible, calcular la longitud por las alturas tomadas a las ocho y la latitud por la meridiana y contar los nudos de la corredera para determinar la navegación por estima. Sufría pacientemente los arrestos y los plantones en la cofa, que siempre tenía merecidos, los cálculos de distancia lunisolares, el hambre cuando se acababa el rancho por inexperiencia del ranchero o cortedad de los diez duros mensuales, y la sed cuando nos ponían a ración de agua, que solía ser más escasa que el apetito, y nos obligaba a desear la noche para beber en los aljibes de la marinería.

Todo mi afán era llegar a alférez de navío para cobrar mis sesenta y tres pesos todos los meses, hacerme un traje de gala y otro de media gala, enamorar a las muchachas que no descendían hasta los guardia marinas, y pasearme por Madrid vestido de uniforme y arrellanado en el coche de mi madre recibiendo los finos obsequios de los aristócratas amigos de mi casa y las insinuaciones cursis de las burguesas que aspiraban a cortesanas de la nueva monarquía de don Alfonso XII.

Y como no tiene nada de interesante la monótona vida hecha con dos cordoncillos, o me parece que no tienen interés las cotidianas faenas de a bordo y las reuniones en el Louvre de la Habana, la casa de Aneiros en el Ferrol, el café de Zamora en Cartagena, la Alameda en la Isla y la Primera en Cádiz, voy a recordar un hecho que tiene algo de notable, porque se refiere a Su Majestad el Rey don Alfonso XII, y nuestros reyes de todos los tiempos no se han distinguido por sus aficiones marineras.

No tuve el honor de hacer con Su Majestad el viaje por la costa Levante de España, pero hice el del Noroeste, y relataré dos escenas que satisfacen extraordinariamente mi amor propio.

El segundo día que almorzó Su Majestad a bordo de la fragata Vitoria, que era la capitana, notó que yo me quedaba sin comer, porque siendo el último mono llegaba el momento de servirme cuando el Rey concluía, y desde entonces Su Majestad tenía la bondad de hacerme plato. Además prevenía el reglamento (me lo sabía de memoria) que a los guardia marinas les estaba prohibido fumar, y por consiguiente al servirse los cigarros me abstuve de coger ninguno, conque Su Majestad, que todo lo observaba, me envió por el Conde de Sepúlveda un buen habano. Pues bien, aquella noche navegábamos, y yo hacía la guardia de doce a cuatro. Estaba apoyado en la caña del timón mirando una bitácora sin verla, y oyendo las contestaciones que el timonel y sus ayudantes daban a los terrestres de la servidumbre del Rey, que pasaban la noche en vela preguntando el rumbo sin saber lo que era y haciendo pueriles alardes de matelotes. Oí a mi espalda que me decían:

-Caballero guardia, ¿qué rumbo llevamos?

-Oeste -contesté sin moverme.

-No es posible.

En la sombra, de pie y erguido con la gentileza que le era característica, estaba Su Majestad el Rey don Alfonso XII.

Me cuadré.

-No es posible, caballero guardia, que vayamos a ese rumbo.

-Perdone Vuestra Majestad, señor; pero estamos empeñados en un cabo y para remontarlo nos es preciso ir casi al Oeste.

-¿Tendrá faro?

-Sí, señor.

-¿De luz continua?

-No, señor; de luz intermitente.

Siguió nuestra charla, empezó a pasear el Rey por la banda de estribor del alcázar y yo fui acompañándole. Salió el sol por la poética tierra gallega, y pedí permiso a Su Majestad para entregar mi guardia. Aquella noche sentí que don Alfonso fuese Rey de España, porque hubiera sido mi mejor amigo; quizá mis cuidados le hubieran salvado de la muerte, y se me debe permitir esta presunción que no es ofensiva y halaga extraordinariamente a mi cariño.

Hablamos de la Escuela Naval y de la vida de a bordo, y le expresé todas mis ideas con ingenuidad completísima, quedando de paso absorto de la extraordinaria ilustración de Su Majestad, porque se han hecho proverbiales, acaso con razón, la ignorancia de los reyes y las mentiras de la Gaceta.

¡Qué pasajera excepción!

Algún tiempo después, yendo yo vestido de paisano, vi a Su Majestad el Rey que iba en coche por la calle del Arenal; volvió la cabeza don Alfonso repetidas veces mirándome con tal insistencia que llamó hacia mí la atención de los transeúntes, exponiéndome a que me detuviese algún celoso polizonte decidido a ascender. Quizá tuviera don Alfonso el presentimiento de que en aquella acera quedaba su más entusiasta amigo y admirador. De todos modos, el más desinteresado y constante.

Fui a vitorearle cuando volvió de Francia, y le vi por última vez en Moncloa, donde paseaba en un coche cerrado, con el rostro lívido y las manos descarnadas, triste como campo que empieza a marchitar el primer soplo que envían las nevadas cumbres de la sierra, interesante con el interés que produce en el alma honrada la desgracia, que es fatal e injusta, respetable como el vencido que siempre es más digno de respeto que el poderoso.

Jamás hubiera aceptado aquella monarquía uno de esos favores que obligan a agradecer, porque cuando se ama no se cobra, y estos mis amores monárquicos me dan algún derecho para repetir, refiriéndome a la monarquía, lo que antes dije refiriéndome a la armada. No creo que las monarquías estén muy sobradas de entusiastas incondicionales que por sus medios sirvan al menos para conservar el tradicional respeto obtenido por las monarquías. Y creo en lo dicho porque las monarquías se liberalizan y se democratizan logrando así el apoyo de todas las clases sociales. Pues bien; sólo me explico como consecuencia de una irreflexiva ingratitud que se perdone a los sublevados realizando un acto hermoso, que yo aplaudo, y se consienta que una autoridad de orden inferior coja a un monárquico probado, le llame demagogo, le moleste, le insulte, le embargue sus bienes y disfrute tranquilamente el premio de tales hazañas.

Pues bien; el monárquico a que me refiero murió pobre y abandonado en Ferrol cuando yo estaba preparándome para sufrir el examen de ascenso a alférez de navío, y la tarde del día en que murió me decía cogiéndome las manos:

-Tú empiezas y yo acabo. No desmayes por lo que ves en mí, porque ni el sacristán es Dios ni el polizonte es César. Los espíritus mezquinos sólo ven leño en las imágenes de los santos y reniegan de Dios porque le creen tan defectuoso como el sacristán y reniegan del César porque le juzgan tan defectuoso como el polizonte. Hay que tener conciencia de los propios actos y de los propios pensamientos, y si Dios se queda sin fieles y el César sin servidores, sea la culpa de quien la hubiere, pero no demos motivo para que se entienda que nuestras opiniones son versátiles y tornadizas como el criterio de un mal sacristán o el de un esbirro soberbio y bilioso.

Aquella lección me ha sido provechosa, y desde que puse estrellas en mis mangas he creído siempre que las diminutas infamias que nos molestan de continuo en nada menoscaban el principio de autoridad, la satisfacción del deber cumplido y las relaciones que deben unir a los hombre cultos y cristianos, para despecho de los miserables que quisieran hundir en su miseria a toda la humanidad.

Cuando iba de Ferrol hacia Madrid contemplando con legítimo orgullos mis insignias de alférez de navío, recordaba sin cesar el encargo de mi infeliz amigo, y me disponía a cumplirlo en cuanto me fuese posible.

Me aguardaba mi madre en la estación; la viejecilla se abrazó a mí preguntándome cuántos meses de licencia me permitían disfrutar en aquel cariñoso nido que apenas había visitado durante mis cuatro años de guardia marina. Empecé a gozar de las caricias de mi madre, orgullosa de tener un hijo tan guapo, según ella decía, y después me ha repetido mi mujer, y tan estudioso y obediente que merecía llevar aquel uniforme de gala con que mi madre hubiese querido que me pusiese a comer y me echase a dormir.

A los pocos días recordé la promesa que hice al muerto, y me decidí a cumplirla. Madrugué y me fui al Escorial; el panteón de los reyes estaba cerrado, y a pesar de todas mis gestiones me fue imposible realizar mi propósito, que se reducía sencillamente a hincarme de rodillas ante la tumba de don Alfonso XII, rezar un Padrenuestro por encargo de mi difunto amigo y recordar en lugar tan solemne el sincero cariño que me unió con aquel monarca inolvidable, y que no pudieron esterilizar la Revolución de septiembre, las etiquetas palaciegas, los ridículos celos de algunos cortesanos y aquella puerta inmóvil y despiadada que cierra el sepulcro de los reyes en el monasterio de San Lorenzo, símbolo de algo peligroso o inútil que separa a los monarcas de su pueblo, que veda a éste el cumplimiento del grato deber cristiano que lleva al vivo a la tumba del muerto para agradecerle, orando a Dios por él, las virtudes que le hicieron amable durante su vida, y digno de constante alabanza después de su muerte. Algo que ha matado reyes en el patíbulo y ha fusilado viejos, mujeres y niños en los campos yermos o en las tapias de alguna iglesia escarnecida o abandonada. Algo que hace constantemente en la humanidad su labor infame, que llena la historia de crímenes y entristece los hogares y produce el desaliento en los espíritus honrados. Algo que debió nacer de la envidia ayuntada con el orgullo por la soberbia. Algo que no está en el trono, ni está en las calles, ni en el sagrario, ni entre los feligreses, ni es Dios, ni creyente, ni rey, ni pueblo.

Algo tan inexplicable en lo grande como lo es en lo chiquito el ser guardia marina, que no es cadete, ni oficial, ni estudiante, ni matelote, ni fu, ni fa. Un error muy bien calculado para que produzca los mayores errores posibles, dicho sea con permiso de los infalibles que no son dioses, ni reyes, ni creyentes, ni pueblo.

De oficial «Olas del mar que camináis a España por do miro nacer la luz del día, llevad, llevad mi pena a la cabaña donde muere de amor la madre mía». Así cantaba, al lado de la caña, el bravo timonel, puesto en crujía, sin que dejase de observar atento la aguja, el aparejo, el mar y el viento. «Arriba, timonel», grita en el puente el joven oficial con voz segura y «Arriba» le contesta prontamente el timonel con frase breve y dura. Gira luego el timón pesadamente, llénase en viento el puño de la amura, y la proa en la aguja va marcando que el ligero bajel marcha arribando.

Silverio Lanza

¡Chinchorro!

-Allá va.

-¡Chinchorro!

-¡Qué!

-A bordo.

Y mientras dura el día está el chinchorro en constante movimiento. Se suprime el bote de los guardia marinas, el de la maestranza y el de rancheros, y quien está franco va a tierra en el chinchorro.

El hombre que hace este servicio es objeto de continuas chanzas.

-¡Adiós, patrón!

-Patrón y proel.

-Así se aprende a bogar de punta.

-Cuando estás franco no vas tantas veces a tierra.

-Busca dos lampazos para empavesadas.

Pero el individuo oye con tranquilidad, recordando estas palabras de Virgilio:

Caron, non ti crucciare; Vuolsi cosi colà, dove si puote Ciò che si vuole, e più non dimandare.

Porque esto lo han oído antes y después que lo dijese el Dante, con frase tan bella, todos los hombres obligados a obedecer.

A las veces suele ser el chinchorro una cáscara de avellana, sin timón y con dos toletes mermados por su continuo roce con los remos, cuyos estrobos fueron improvisados con unas pocas filásticas. Pero en otras ocasiones es una desgraciada buseta venida a menos, y entonces resulta un chinchorro con chumaceras y aun con guardines en la caña del timón.

Este lujo es triste como el sol poniente y el recuerdo del placer perdido, y parece una condenación de nuestro orgullo aquel bote que fue lindo y que ya solamente atraca a la escala de babor.

No siempre, porque ahora recuerdo que un chinchorro estuvo mejor tripulado que la primera canoa.

Había fondeado la goleta Concordia en el puerto de Ferrol. La mandaba Fulano de Tal (no cito su nombre porque... ya sabrán ustedes por qué), teniente de navío de primera clase, guapo mozo y buenísimo, mejorando lo presente. (Lo presente es el lector).

Yo estaba embarcado en la goleta con mucha satisfacción mía, porque Fulano me dedicó su amistad, y entiendo que con un poquito de cariño se vive bien en cualquier parte. Y no era Fulano aficionado a prodigar su afecto, porque tenía genio fuerte y modales bruscos, que forman el artificioso carácter con que los buenos ocultan su bondad para que nadie abuse de ella, y prueba de esto es la escena ocurrida en aquel excepcional chinchorro.

Volvíamos a bordo Fulano y yo, y la canoa no nos aguardaba; teníamos interés en llegar pronto a la goleta, y mi comandante me dijo:

-Vámonos en el chinchorro.

-Vamos.

El marinero se cuadró y saludó militarmente, pero al ponerse Fulano con un pie en la regala vio que aquel hombre estaba llorando.

-¿Qué te pasa?

-Nada, mi comandante.

Y el hombre procuraba contener sus sollozos.

-No seas mameluco. ¿Qué hay?

-A madreciña mía que está muriendo.

-Resignación, muchacho, resignación.

-Y en aquel bote va mi hermano.

-¿Eres de aquí?

-Soy de Mugardos.

-Vete.

-¿Mande usted?

-Que te vayas.

-Pero, ¿adónde?

-A tu casa.

-¡A mi ...! ¡Dios se lo pague! ¡Mi madre bendecirá a usted si llego a tiempo!

Y el infeliz iba corriendo, y se volvía a mirarnos temeroso de que le llamásemos.

-Me cargan estas sensiblerías.

Y el comandante se ponía serio como si dijese la verdad.

-Esperaremos a que nos vea el guarda banderas y venga la canoa.

-Oiga usted.

-¿Qué hay, Lanza?

-Yo remaré, y listos.

-¡Estaría chistoso!

-Y me quedaría muy honrado.

-Yo lo sería.

-Pues, avante.

-No haga usted locuras.

Pero las hice. Me ayudó... (ya iba a decir su nombre) bogando con un remo, y aquel feo chinchorro atracó a la escala de estribor, y fue saludado por el pito del oficial de mar.

Cundo llegamos a la cámara volvió a repetir Fulano.

-Bonito zafarrancho ha producido esa sensiblería.

Yo coloqué mis manos sobre los hombros de mi jefe, y mirándole con cariño le dije:

-Dentro de unos minutos estará la viejecilla dando a usted la santa bendición de una madre.

-Es verdad.

-También nosotros necesitaremos ayuda cuando nuestras madres mueran.

-Yo juro que ayudaré a usted.

-Pues cuente usted con otra bendición.

Y es cierto que los ojos se nos llenaron de lágrimas.

Yo confieso mis flaquezas, pero oculto el nombre de aquel comandante, porque, desgraciadamente, hemos dispuesto que las autoridades pueden ser soberbias pero no deben ser humanas.

El viaje del tío Carando

Tenemos unas posesiones que administrábamos, en otro tiempo, de la manera siguiente:

Quedaba una isla abandonada durante seis o siete años, sin un soldado, sin la visita de un barco de guerra y sin más símbolo de autoridad y del dominio de la metrópoli que un indígena hecho gobernador sin que él supiese quién le había nombrado, y a las veces por usurpación o por herencia. El tal gobernador sólo ayuda a sus amigos y parientes, y se limita a manifestar su autoridad llevando al aire los faldones de la camisa. Siempre que viene un nuevo jefe se dispone la cobranza de los impuestos en la isla que me sirve de tipo para estas consideraciones, y como es natural, se ven obligados aquellos indígenas a pagar de pronto la contribución correspondiente a siete años, con recargos y otros gravámenes. Es lógico que los contribuyentes no paguen, y no pagan. Entonces se envían a la isla una columnita de ejército y dos barquitos, y al cabo de tres meses nos hemos gastado en pólvora y proyectiles más de lo que importaban las atrasadas contribuciones; hemos sufrido algunas bajas; no hemos cobrado un cuarto; hacemos la paz, prometiendo no percibir las contribuciones en algún tiempo; los periódicos ministeriales desenfundan la trompa épica para celebrar nuestros triunfos, y España sigue viviendo con honra y expuesta a morirse de hambre.

Claro es que esto sucedía en tiempos pasados, y a ellos me refiero al relatar a ustedes lo que nos ocurrió una noche en aquellas tierras al tío Carando y a mí.

El tío Carando era sencillamente nostramo Marchena, a quien la gente había dado aquel apodo porque siempre aludía al tío Carando en todas sus historias.

Estábamos en tierra unos cuantos individuos bajo mis órdenes, Marchena y yo custodiando la costa para evitar que los enemigos hiciesen alguna avería en el cañonero. Distribuí la gente y me senté con Marchena en lo alto de un bardal. El contramaestre, que era fumador incansable, encendió la mecha y después el cigarro, procurando que la lumbre no fuese vista entre las negras sombras de aquella oscura noche, y yo, que era un muchacho, imité su conducta y me tumbé sobre el musgo diminuto disponiéndome a pasar la guardia de la mejor manera posible.

-Marchena, bien podía usted contar algo.

-Si hubiera otro cariz contaríamos las estrellas.

-Ya las veremos de día.

-¡Bah!, estos cucús ni saben tirar ni tienen buen armamento.

-Por mí que los ahorquen.

-Amén.

-Lo que yo quiero es volver a España.

-Pues está lejos.

-Si hubiese ferrocarril hasta Cádiz.

-También se tardarían algunos días.

-Pues iremos en globo.

-P en la goleta del tío Carando.

-¿Y cómo era esa goleta?

-Pues el tío Carando pensó una vez en dar la vuelta al mundo, y le dijo su compadre, que tenía una freiduría en la isla, que yendo para Levante se llegaba con un día menos, a lo cual respondió el tío Carando que llegaría con tanta ventaja que volvería a Rota el día antes de haber salido. Y era porque el hombre se hacía esta cuenta: si yo me subo a los aires veré cómo da vuelta la tierra y a las veinticuatro horas pasará Rota por debajo, y en un día habré dado la vuelta al mundo. Pues bien; si yo en lugar de estarme quieto voy adelantando camino, tanto podré correr que llegue a Rota el día antes de haberme marchado; luego aquí lo que hace falta es un barco de mucho andar.

-Me parece, Marchena, que esos perros han debido ver la lumbre de los cigarros porque tiran hacia aquí.

-Ésos están disparando toda la noche para ahuyentar al miedo.

-Pero se oyen las balas.

-Y tiran sin saber adónde.

-En fin, siga el cuento.

-Pues nada, que el tío Carando encargó que le hiciesen una goleta que navegase mucho, y siempre para el Este con cualquier viento que hubiera. ¿Sabe usted que esos niños atizan de verdad?

-Y acabará la noche en zafarrancho.

-¡Que los pasen por ojo!

-Visto y hágase.

-Pues bien; la goleta debía tener otro mérito, porque había de mantenerse en los aires con objeto de que al acabar el Mediterráneo no hubiera más que subirse hacia el cielo, dejar que pasase toda el Asia por debajo, volver a navegar por el Pacífico, elevarse otra vez para que pasase América, descender en el Atlántico y... ¿sabe usted que me voy a tumbar porque presentaré menos blanco, y esos perros atizan candela? Pues bien; ahora verá usted el viaje.

Marchena se tumbó y estuvo callado un momento.

-Me parece que no concluye usted la historia, porque esto se va poniendo grave y habrá que reunir la gente y tomar una determinación. Marchena seguía callado.

-¿Se ha vuelto usted mudo?

Seguía el silencio, y entonces adelanté mi mano derecha y tropecé con una del contramaestre. Empezaba a quedarse frío y comprendí lo que había pasado. No tuve prudencia, me levanté, dije al cabo de mar que trajese el ojo de buey, descorrimos la pantalla y vimos a nostramo muerto con un balazo que le había entrado por el ojo izquierdo.

Reuní la gente, mandé hacer fuego sobre el enemigo y no nos contestaron.

A la mañana siguiente volví a ver, lívido y helado, el cadáver de Marchena.

El infeliz Carando había dado la vuelta al mundo.

Huérfano

Cuando teman ustedes que les ocurra alguna desgracia estén tranquilos, porque todas las desgracias son traidoras y llegan cuando no se las espera.

Me hallaba embarcado en la Vitoria, que estaba fondeada en el puerto de Lisboa, cuando murió mi madre, y el telegrama anunciando a mi comandante tan triste suceso llegó a la capital portuguesa cuando ya nos hallábamos en alta mar.

Quince días después fondeamos en Cartagena; salté a tierra, llegué al casino, mandé preparar el almuerzo y escribí a mi madre una carta cariñosa dándole cuenta de lo mucho que me había divertido en Lisboa, donde Su Majestad el monarca portugués (q. e. p. d.) había obsequiado galantemente a nuestra escuadra.

Cuando volví a bordo aquella noche me dijo mi compañero y amigo, el perfectísimo caballero don Lorenzo Viniegra, que nuestro comandante don Luis Bula deseaba darme un recado. Pero el señor comandante estaba durmiendo, y aguardé impasible a que llegase la mañana siguiente.

Díjome el señor don Luis, a quien he citado en otra ocasión alabando su exquisita cortesía y sus bellísimos sentimientos, que mi madre estaba enferma. Sospeché mi desgracia, porque no era lógico que se me diese noticia de una enfermedad empleando un medio tan extraordinario. Insistí, negaba caritativamente el bondadoso comandante, y, finalmente, me facilitó pasaporte para ir a Madrid y acompañar a mi madre en su enfermedad. Pero antes de irme a tierra me dijo Pera te, ese nostálgico de todo lo perdido, que mi madre había muerto. Federico Velarde me colocó en la gorra un trozo de gasa, y salí hacia Madrid en el primer tren.

Aquella tarde la hizo el demonio para mi tormento, y yo se la perdono, porque sería indigno vengarse de una entidad tan despreciable. Iba a mi casa, que hallaría desierta, porque mi madre era el encanto de aquel hogar; y pensé, mientras el tren corría, en todos los dolores que me aguardaban. Después vi que mi sufrimiento era mayor que el imaginado cuando buscaba por todas las habitaciones aquella viejecita que se miraba en mí y que me trataba como a un chiquillo tirándome de las barbas como en otro tiempo me tiraba de las orejas.

Cada mueble, cada cuadro, el objeto más insignificante abría la herida de mi dolor, que brotaba lágrimas por mis ojos. Y para mayor tormento, no me faltaban esos consuelos oficiosos que sólo sirven para reconcentrar la pena en lo profundo del corazón, cuando no llegan hasta el extremo de olvidar el respeto que merece tan irreparable desgracia. Aumentaba mi duelo la consideración de que aquellas lujosas misas, aquellas invitaciones, la negra ropa y el expediente de testamentaría hecho con arreglo a la ley, que cohíbe la voluntad del testador eran, en suma, sacrificios que yo hacía ante el altar de la diosa sociedad, y para mi madre nada, nada más que mi pena, que era mi oración, y mis lágrimas, que eran mi culto.

Dormía, sin hacer caso de ajenos consejos, en la cama donde había muerto mi viejecita, y pasábame las noches contemplando el bondadoso rostro de aquella imagen de Nuestra Señora del Carmen, que tenía mi madre colocada en un altarito, servido piadosamente por su temblorosa mano en los últimos días de su existencia.

Hubo noche en que creí que la Santísima Virgen me concedería la dicha de amanecer muerto, librándome así de la estúpida contemplación con que autorizaba los desprecios al alma que se manifiestan en los obsequios al cadáver y los desprecios al cuerpo amado, que se manifiestan hipócritamente encerrándolo pomposamente donde no estén nuestros brazos para cumplir lo que era deber mío, el santo deber de cuidar del cuerpo de mi madre hasta que desapareciese, como mi madre cuidó del cuerpo mío, sin abandonarlo desde el instante en que aquella bendita mujer me sintió en sus entrañas.

Después he dado gracias a la Virgen, que me conservó la vida, permitiéndome cumplir la misión del hombre en la tierra y poder hoy esperar la muerte, sin desearla, satisfecho porque he procurado ser bueno, y porque dejo hijos más perfectos que su padre y que llorarán mi muerte como yo lloré la de mi madrecita idolatrada.

Por fin, llegó el día en que el Estado me puso en posesión de los bienes, que siempre fueron míos, sin dejar por eso de pertenecer a mi madre, idea de la propiedad que predicó Jesucristo, y que sólo practican santamente algunas comunidades religiosas. El Estado, por avenirse a reconocerme mi nueva propiedad, se quedó con una parte de ella, y yo me quedé con el derecho de pleitear y de pagar las costas si algún litigante no estaba dispuesto a reconocerme los derechos que me reconocía el Estado.

Dejé mi casa conforme estaba, nombré un administrador y me presenté en el Ministerio y allí me dieron la triste noticia de que había sido desembarcado de la fragata Vitoria.

Esto era quedar dos veces huérfano.

Y así lo era, porque la fragata Vitoria constituía en aquellos tiempos una maravillosa muestra de la bondad de Dios, que había reunido en un solo barco más de mil hombres dispuestos a cumplir con su deber, de tal modo, que desde el último marinero hasta el general Durán, que era el almirante, sólo se hallaban tipos de caballerosidad como el sargento Mena, Moimeme, el guardia marina, oficiales como Castilla, Lara y Estremera, jefes como Santaló, Armero y don Vicente Montojo, brigadieres como don Luis Bula y generales como don Santiago Durán y Lira, y por cierto que, respecto a este señor y a nuestro mayor general, que lo era don Vicente, me ocurrió este lance con un ilustre extranjero que acompañaba a la corte cuando ésta se hallaba en la Coruña.

-Es extraordinaria la estatura del General.

-Sí que es buen mozo.

-Y esto es extraño en un español, y singularmente en un marino.

-Amigo mío, no sea usted rutinario como todos los extranjeros que visitan a España.

-No quisiera serlo.

-Pues bien; aquí se crían hombres tan altos como en cualquier otro país, y si ustedes no los conocen es porque el itinerario de todo extranjero es siempre el mismo: El Escorial, Madrid, Toledo, Sevilla, Málaga, y vuelta a Marsella.

-Un poquito cierto y un poquito exagerado.

-Además, no creo que a los marinos les convenga tener la estatura de don Ramón Auñón, sino en el caso que así lograsen la ilustración y las bellísimas cualidades de tan excelente sujeto.

-De todos modos, es conveniente ser bajo para andar por batería.

-De igual modo debieran los jinetes tener las piernas más largas que la marca.

-No nos entendemos.

-Ni será posible que nos entendamos.

-Insisto en que el General es muy alto.

-Pues no se le puede quitar nada, porque es bueno desde los pies hasta la cabeza.

-Quien tiene aire de marino es don Vicente Montojo.

-Conforme, pero procure usted que ningún Montojo lleve F., porque esos Montojos resultan imposibles.

-La F. se me hace más suave.

-Pero da una suavidad que no se aviene con nuestro lenguaje, que es, como nuestro carácter, duro y claro.

-Usted perdone, y suprimiré las efes.

-Hará usted bien.

Aquel extranjero, que admiraba, como yo, la finura y las condiciones marineras de don Vicente, se acostumbró a pronunciar la jota para no incurrir en grave descortesía con el cuerpo general de la Armada.

Y ya que he hablado de Moimeme, recordaré una de sus hazañas, porque el tal muchacho las realizaba a menudo.

Era un entusiasta de su carrera y de su uniforme. Consentía que los marineros saliesen con faca, con tal de que no saliesen desarmados; acompañaba a cualquier borracho que llevase botón de ancla, y, finalmente, cierta noche realizó un acto que yo le agradezco y le agradecerán seguramente todos mis compañeros. Serían las dos de la madrugada cuando paseábamos por el Cantón de Ferrol unos cuantos oficiales cantando, riendo y alterando el silencio sepulcral que arrulla el sueño de todos los serenos del mundo. Se nos vinieron encima los nocturnos guardianes y nos amonestaron con los regatones de los chuzos, por carecer seguramente de otro lenguaje más atento, o por entender que aquella mímica era más persuasiva. Excuso decir que si hubiéramos llevado armas hubiéramos cometido la atrocidad de enviar a algún sereno a cantar la hora en el otro mundo. Nos defendimos como nos fue posible, e ingresamos en la prevención, de donde pasamos al cuartel de infantería de marina por orden del señor gobernador militar.

Moimeme, que no estaba a bordo, se enteró de lo ocurrido, y sin fijarse en que un guardia marina no tiene jerarquía militar, se fue a la casa del señor brigadier gobernador de la plaza, y allí insistió, habló elocuentemente de la s anclas arrolladas por los chuzos, no se dio por entendido de las advertencias que le hizo su jefe, unió lo patético a lo lógico, y consiguió que el señor brigadier le diese la orden para que nos pusiese en libertad. Y con ella llegó al cuartel el muchacho jadeante por la carrera y orgulloso por su victoria.

Ignoro cómo se llamaba aquel señor gobernador, y si vive, que lo deseo, alguna vez habrá recordado esta escena, y convendrá conmigo en que los guardia marina que así defienden a sus oficiales son aptos para defender mañana la patria, que está donde ondea nuestra inmaculada bandera gualda y roja.

Ignoro también lo que habrá sido de Moimeme, a quien estas hazañas daban, no sé por qué, fama de levantisco. Sólo sé que pidió y obtuvo su licencia absoluta por conducto de su jefe del señor D. F. Montojo.

Ello es que me quedé huérfano dos veces, y fui a otro barco, donde vivíamos apedreándonos con los artículos de las ordenanzas.

Lord Byron decía que el matrimonio viene del amor, como el vinagre del vino, y el pensamiento es tan completo, que todo vino bueno acaba en agrio vinagre si no se le tiene guardado convenientemente, y este trasiego de mi persona desde la Vitoria a otro barco me agrió el carácter y resolví endulzarlo con la caña americana. Pedí ser trasladado a la isla de Cuba y me enviaron a Filipinas, quizá para darme enojo, o quizá por un error geográfico muy disculpable.

Cuando salí de Barcelona envié a la tierra una oración que espero llegase hasta la tumba de mi madre, y al pasar por el paralelo de Cartagena di a las olas encargo de que llevasen mi saludo ante el espolón de la fragata Vitoria, donde aprendí a ser humano, afable y esclavo de mis deberes.

Una cruz de San Fernando

Estábamos embarcados en la fragata Blanca, es decir, acababa de embarcarme, porque yo llegué a bordo a las nueve de la mañana, y el hecho que voy a referir ocurrió a las once y media.

No sé si estaban cargando granadas a proa o si habían subido granadas cargadas a cubierta con un fin que desconozco. Ello es que, de súbito, vi que toda la gente corría hacia popa.

-¿Qué ocurre? -preguntábamos los demás.

-Una espoleta que se ha inflamado.

-¿Cuál? ¿Cuál?

-Aquélla.

Y todos señalaban a una granada que permanecía impasible, negra y muda, a estribor y delante de la chaza correspondiente a la mesa de guarnición del palo mayor.

Causaba terror ver el terror ajeno, y nos agrupábamos detrás de la caña, del mesana y del tambucho de la escotilla de popa.

De repente, un alférez de navío, el señor Paredes, muy querido por todos, a pesar de sus rarezas de carácter inglés, salió de las oficinas del detall, cruzó por la desierta cubierta, cogió la granada, y comprendiendo que la mesa de guarnición era un impedimento, corrió hacia el portalón y allí viose con el quinto bote que aguardaba a los oficiales, bajó algunos pasos de la escala, entregó la granada al patrón, y éste la tiró al agua.

En verificarse esto se tardó menos tiempo que ha tardado el lector en leer el relato.

Cuando ya la granada caminaba hacia el fondo todos éramos unos héroes y contemplábamos el sitio donde estuvo el proyectil, las manos de Paredes y la nuevamente tranquila superficie de las aguas.

Enseguida se despertó el entusiasmo hacia el distinguido oficial que había evitado una catástrofe y nos había salvado la vida. Hubo abrazos, apretones de manos, programas de banquetes y de fiestas, y por fin se hizo algo serio: hubo juicio contradictorio, y el señor Paredes obtuvo la cruz de San Fernando. Pocas se habrán dado mejor merecidas. Aquella fue la recompensa justísima que otorga el Estado: a ella debe agregar el señor Paredes nuestras sinceras gratitud y admiración.

Ignoro el nombre del marinero que tiró la granada al agua. Era el patrón del quinto bote, pero no se sabe más.

Abarloarse

Recuerdo que hallándome en Cádiz -era yo teniente de navío, y antiguo- me disgusté con una moza, con quien gastaba mis ahorros y algo más. Inútil es decir que me disgusté porque aquella individua me hizo una charranada muy natural en ella. No pensé en suicidarme, pero pasé tres días decidido a tomar venganza. Al cabo de los tres días salimos a cruzar por el Mediterráneo, y durante el tiempo que duró el crucero me convencí de que ya no era un chiquillo y de que debía tomar estado. Confieso que esta idea me seducía, porque suponía un cambio radical en mi vida, pero al propio tiempo me asustaba, porque entrañaba un contrato hecho para siempre, y no me sentía con fuerzas para conservarme casado. Además, el escepticismo que produce la atención constante hacia lo perverso me llevaba a creer que las mejores mujeres eran las menos malas.

Y así andaba haciendo y deshaciendo proyectos, hasta que una noche, que navegábamos a máquina en demanda del puerto de Cartagena, me decidí a casarme después de haber andado dos leguas sin salir del puente.

Pasé revista a mis antiguas amadas por si entre ellas encontraba mi futura, y recordé a Juanita, aquella hija de aquel capitán que se dejaba abrazar -la niña- en el portal de su casa, y me escribía cartas llamándome «Cerido mío», y Lolita, la romántica, que me escribió una carta en verso que terminaba así:

Y no te hagas la mamola, porque ya sabes que está siempre recordándote Lola.

Decididamente no estaba entre ellas la futura madre de mis hijos, y resolví buscarla entre familias más cultas. Tenía en Cartagena una chiquilla que valía un Perú, la hija del general Santisteban, pero aquella muchacha era imposible porque estaba decidido a amputarme la mano derecha antes que pedirle la suya a la tal María Nieves, y no porque la muchacha fuese mala, sino porque tenía la costumbre de no tomar en serio nada de lo que yo decía.

Era hija de Cádiz, y allí la había conocido siendo yo guardia marina. Aún se acuerdan los gaditanos viejos de aquella chiquilla de Santisteban que paseaba con su madre y su hermano, llevando sobre sus espaldas una mata de pelo castaño que causaba la envidia de las mozas.

Conforme yo fui ascendiendo fue haciéndose mujer, y cada vez más guapa y con la cara más alegre. Me había declarado a ella cuantas veces la había visto, pero Nieves se reía, me hablaba de mis amoríos, que conocía perfectamente por las habladurías de las cámaras y de las camaretas, se volvía a reír y me dejaba imposibilitado para seguir adelante en mi declaración. Había pensado si Nieves tendría algún amor oculto o mal correspondido, porque lo cierto es que despedía a todos sus pretendientes como a mí. Había tratado de averiguar algo cierto por su hermano Gregorio, ingeniero agrónomo, pero me contestaba siempre:

-Se quedará sin casarse porque a todos les encuentra defectos.

Y como yo me reconocía muchos y no quería un matrimonio hecho por el interés, o por la resignación, estaba resuelto a no pretender más a la señorita Santisteban y desear para ella un hombre llovido del cielo.

Conocía en Cartagena a otra muchacha muy simpática, Carmen Suñol, huérfana del que fue jefe de las obras del puerto. Carmencita no era hermosa, pero tenía una característica elegancia; siempre se había mostrado muy afable conmigo, y aunque la creía capaz de casarse con un viejo que fuese brigadier, me pareció que aceptaría también a un Lanza con buena renta, aunque sólo fuese teniente de navío. Pero yo no quería matrimonio hecho de esta manera, y me decidí a que la casualidad me trajese a mi esposa si era fatal que yo me casase.

Por de pronto empecé a llevar buena vida, porque el trato de las personas decentes me ocupaba el tiempo que podía dedicar a otros tratos que ya me resultaban enojosos. Y como esto que hacía lo habían hecho antes otros muchos tenientes de navío, se convino en que yo estaba decidido a casarme. No me hizo gracia que me viesen las cartas y publicasen mi juego, pero seguí adelante con mis propósitos y mis costumbres, sin hacer más protesta que no hablar de amores a ninguna señorita.

Precisamente estábamos en Carnaval, y los bailes del Casino, que son famosos por su cultura, me facilitaban la ocasión de parecer frío con las muchachas casaderas, y como aquella buena sociedad no pierde ocasión de divertirse honestamente y de aquilatar la finura de las personas con quienes trata, resolvieron darme un bromazo, y me lo dieron así:

Anunciose un rigodón que serviría de concurso para adjudicar un premio a la joven más bonita, y un artístico cartucho de paciencias al hombre menos afortunado. Empecé a buscar pareja, y después de varias peticiones sospeché el complot y comprendí que ninguna muchacha querría bailar conmigo. Teníamos preciosas contraseñas, como en un cotillón, para distinguir las parejas, y yo no encontraba a nadie a quien entregar mis palomitas bordadas en un plegado trozo de muselina, y por fin me decidí, si no hallaba otra solución, a enviárselas al capitán general y suplicarle me tuviese a sus órdenes en la mesa del tresillo mientras se bailase el rigodón.

Pero Santisteban hijo cayó en la red y me salvó del peligro, porque se sentó a mi lado en un diván de la sala de descanso, y me dijo:

-¿Qué haces tan solo?

-Contratando un armisticio con el sueño.

-Podías hacerme un favor.

-Desde luego.

-Te cojo la palabra.

-Quédate con ella, y di.

-Que me explique el mecanismo de las tablas de Mendoza.

-Pues si quieres, empiezo ahora mismo, y así no me dormiré.

-Ahora es preciso bailar.

-Dichoso baile.

-Aquí deben tramar algo, porque Nieves ha resultado mi pareja y todos andan con cuchicheos.

-Pues yo aún no la he buscado.

-Tienes la ventaja de poder elegir.

-Te la cedo con gusto; dame tu contraseña y bailaré con tu hermana, llévate estas cándidas palomas, que deben ser de buen agüero.

-¿Lo dices de veras?

-Trato hecho.

-Te lo agradezco, porque quisiera bailar con Margarita Campos.

-Oye, ¿es en esos campos donde piensas desarrollar tus conocimientos agronómicos?

-Quizá sí.

-Mira que una margarita amarra bien.

-¿De veras?

-Como que sirve para amarrar el virador al cabestrante.

-¿Me explicarás eso?

-Ahora no.

-Ahora voy por mi pareja.

-Pues date prisa, porque ya tocan las palmas.

-Hasta luego.

-¿Y las tablas de Mendoza?

-En concluyendo el baile.

-Bueno estarás para logaritmos.

-De todos modos, mañana.

-¿En tu casa o a bordo?

-En casa.

-Supongo que las tendrá tu padre.

-Sí.

-Pues entonces no las envío.

Crucé el salón cuando ya se estaban colocando las parejas; me acerqué a Nieves, la enseñé la dorada flecha que me servía de contraseña, y Nieves se levantó sin decir una palabra, aceptó mi brazo y fuimos a ocupar un sitio en la cabecera. Observaron todos la flecha que yo llevaba en la solapa de la levita, y empezaron los cabildeos, que terminaron hablando con Gregorio Santisteban, que me dijo al cruzarnos en una de las figuras:

-Me has engañado.

-¿Margarita o yo?

-Tienes razón; bien hecho está.

Nieves volvió a su habitual alegría, y me dijo sonriendo maliciosamente:

-¿Ha encontrado usted esa flecha sobre la alfombra?

-No, por cierto, porque esto no ha sido hecho para caer, y si hubiese caído hubiéramos sido muchos a levantarla del suelo.

-Pero como usted es tan listo.

-Muchas gracias; pero siempre llego tarde.

-Ahora no.

-Porque he podido hacer una obra de caridad.

-¿Cuál?

-He proporcionado un nido a dos palomas que andaban errantes.

-¿Su contraseña de usted?

-La que era mía.

-¿De modo que ha cambiado usted?

-He proporcionado a Gregorio la satisfacción de bailar con Margarita.

-Ya puede agradecérselo a usted.

-Yo soy desinteresado, y me basta con la satisfacción de mi conciencia.

-Va usted haciéndose un santo.

-Siempre lo fue don García.

-Y no lo niego; pero está usted ahora menos alegre; lleva usted quince días en Cartagena y no ha encontrado usted a quién dar una de las palomas.

-Eso probará únicamente que no soy afortunado.

-Pues se llevará usted el premio.

Miré a Nieves con tanta seriedad y tanto orgullo, que no supo contestarme cuando la dije:

-Si después de llevar esta flecha y haber bailado con usted, se creyese algún hombre más dichoso que yo, le llamarían loco.

Y después añadí:

-Quien ha salido perdiendo en mi trato con Gregorio ha sido usted.

-Yo, no.

-Pero tampoco ha tenido usted ventaja.

Me miró Nieves como si pidiese compasión, y quedamos callados. El jurado acordó que no era posible determinar qué señorita era más hermosa, ni era posible hallar en la reunión un sujeto con poca suerte. En consecuencia se destinaba el importe de los premios al hospital de la Caridad como recuerdo de tan agradable fiesta.

Todos fueron, con esplendidez cartagenera, amontonando en una bandeja obsequios que hiciesen más eficaz el donativo. Yo cogí mi contraseña, la envolví en un billete de quinientas pesetas, la dejé sobre la bandeja, y dije al señor Prefumo sin gravedad, pero con tono solemne:

-Hágame usted el favor, amigo mío, de decir a las hermanas que esa flecha es un voto, porque me ha servido de sondaleza.

La Virgen de la Caridad fue tan buena que me acordó todo cuanto la pedí.

Un naufragio

Y aseguro a ustedes que fue el más espantoso de los que he presenciado. Porque esos horribles conjuntos de olas altísimas, vientos huracanados, arboladuras que caen y cascos que crujen, llenándose de agua, son pavorosos, pero son fatales. Obedecen a leyes conocidas, y, por tanto, el barco que lucha con un tiempo se bate usando sus armas, y es lógico que el final de aquel duelo a muerte ha de ser el viento burlado o el barco sumergido.

Hay en esas tragedias silbidos del huracán entre las jarcias, ayes de las cuadernas que se separan unas de otras, se rectifican y cierran sus curvas, quejidos de los bragueros que sujetan la artillería, ese sordo ruido con que se mueve todo cuando el barco oscila, y entre estos ritmos, la voz humana, emitida en diferentes tonos y con diversos timbres pero siempre con la extraña armonía del grito, y siempre articulando los mismos vocablos, esas interjecciones con que el lenguaje logra derecho para llamarse humano porque expresa las desgracias del hombre con la rapidez precisa para imaginar la rapidez con que las desgracias llegan y hieren.

Este concertante de raros sonidos que describe los esfuerzos hechos para salvar primero el barco y después las vidas, corresponde a una decoración casi siempre constante, una masa negra coronada por jarcias, vergas y palos, perceptible cuando el relámpago la ilumina; con tres ojos, cuyas pupilas son en el uno blanca, en el otro roja y en el restante verde, ojos que guiñan y parecen revelaciones de endriagos que bailan fatídica danza para celebrar el inminente naufragio.

Repito que todo esto es horrible, pero es fatal y conocido, algo como la muerte de nuestra madre o nuestra propia muerte, la cruel desgracia presentida. Pero yo vi un naufragio sin olas y sin viento, y aseguro que aún lo recuerdo con espanto.

Me hallaba en la toldilla de la fragata Numancia, que estaba fondeada en la hermosa bahía de El Ferrol. Era verano, acabábamos de almorzar, y contemplaba aquella mar tranquila, cuya tersa superficie deja ver en el seno de las aguas los rápidos giros de los plateados panchos. Insiste la mirada en llegar hasta el fondo, donde se clava la uña del ancla, y cuando, ya convencida de que le es imposible contemplar aquellos valles sumergidos, cuyas bellezas anuncia el coral y centuplica la imaginación para hacer más dolorosa la ignorancia, se vuelven los ojos hacia la risueña tierra, se adora a la bella Galicia que tuvo pudor para defender de las miradas extrañas los encantos de sus aldeas y sus bosques; aquella virgen que es hoy una mujer violada y será mañana una mujer prostituida, porque en esos ayuntamientos de las naciones con el progreso que no solicita con amor, sino que se impone bárbaramente, sólo hay beneficio para el violador, venido de tierras extrañas con hábitos, lenguaje, y aficiones extranjeras, un bárbaro que penetra en todas partes haciéndose preceder por el hierro de los raíles y por el hierro de las bayonetas.

Así meditaba, cuando vino a distraerme un trincado con proporciones de navío que transportaba piedra desde la boca del puerto hasta las obras del arsenal. Y tan grande era la calma, que la vela permanecía tendida, inmóvil y rozando el palo. Los cuatro hombres que tripulaban el trincado bogaban haciéndole avanzar muy lentamente. Como este espectáculo no era interesante, volví la mirada hacia la Graña, y como ya estaba perdido el hilo de mis anteriores pensamientos busqué inconscientemente el objeto que los había interrumpido; giré la vista y... el trincado había desaparecido. Sólo pude ver cómo se hundía en el agua el tope del palo.

Con igual rapidez se tripularon a bordo un par de botes, y cuando abrimos del costado y se movían sobre el agua los cuerpos de tres hombres que recogimos. El cuarto apareció el día siguiente arrimado a una rampa del muelle, con los ojos comidos por los cangrejos.

Dios le haya perdonado.

Hoy mismo, cuando me ocurre súbitamente una desgracia que no podría evitar la más astuta previsión, me digo:

-Guarda abajo, Silverio, no te vayas a pique como el trincado de la piedra.

Hala hasta besar

Tengo el gusto de presentar a ustedes a la señora doña María de las Nieves Santisteban de Lanza, mi esposa recientita, porque acaba de desposarnos el P. Atanasio que se ha quedado en el comedor engullendo una porción de cosas de las que el buen señor no puede disfrutar a diario.

Yo vi que Nieves se levantaba para traer los cigarros de patente que mi suegro guarda en su despacho, y los ojos se me iban detrás de mi Nieves.

-Anda tonto -me dijo el general- escúrrete, pero envía los habanos.

Y me escurrí; encontré a Nieves en la antesala, cogí la caja de cigarros, se la di al criado, y mi chacha y yo vinimos a la azotea. No nos subimos a mayor altura porque no encontramos apoyo para nuestros pies, pero si tuviésemos alas ya estaríamos en lo alto de ese firmamento donde las estrellas empiezan a ser visibles.

Sentimos el ruido que producen las olas en el muelle y podemos contemplar este hermoso Cádiz, donde nace la libertad bonita y bien vestida, para que muera en el Norte astrosa, prostituida y llena de cicatrices.

Nieves quiere hablar de Cádiz y yo quiero que hablemos de nosotros. Ha señalado con un dedo hacia la catedral y por poco me como el dedito; ahora señala con los ojos y también me los voy a comer.

Se ha hecho rogar como patrona del pueblo acosado por la sequía, y me ha convencido de que no puedo vivir sin ella; conque ahora viviré perfectamente.

Después de tantas guiñadas y tanto andar de bolina y tanto abatir ha llegado a puerto.

El general me ha dicho:

-Si gobierna como su madre, hazte cuenta que siempre irás a un largo.

Y la verdad es que mi suegra es un pedazo de gloria bendita. Y dale con que hablemos de Puerta de Tierra.

-Ya serán las ocho.

-No lo sé, porque estoy parado.

Y la muy bobalicona se echa a reír enseñando unos dientes que compararía, si hubiera algo tan bonito como los dientes de mi gaditana. Y se ríe echándose atrás. Verá usted qué pronto la pongo derecha.

-¿Te has asustado?

-¿Estando contigo?

-Dices bien.

-Y vámonos abajo, si tú quieres, porque nos estarán aguardando.

-Es temprano todavía.

-¿Temprano? No lo creas; es preciso cerrar las maletas y el baúl. ¡Veinticuatro horas de viaje para llegar a Madrid! ¿Y tu ropa? Hay que guardarla, y la mía. El padre Atanasio se retirará en cuanto tome café, y...

-Te veo -pensé yo-; quieres defenderte charlando. Vámonos -dije.

Nieves se acercó al tambucho de salida, y yo me acerqué al pretil de la azotea; corrió hacia mí llena de espanto, rodeé con mi brazo su talle, azoqué, y logré de Nieves que uniese sus labios a los míos. Entonces... picaron las ocho, y esto prueba que el reloj no estaba parado.

Bajaron a la estación a despedirnos muchos amigos y muchos curiosos, porque se trataba de la boda de la hija del Capitán General con un sujeto que fácilmente podría ser diputado, senador y ministro.

Lloraba la mamá silenciosamente, y el General se hacía el firme, y decía:

-Basta de lloro; parece que habéis perdido los espiches y estáis achicando.

Gregorio me dijo aparte:

-Yo tengo un porvenir en Argelia y me voy. Hablaremos de esto en Madrid, en familia, pero a mamá no le digáis nada, porque tantas separaciones la van a matar.

El implacable factor, acostumbrado a las diarias despedidas en los andenes, cerró la portezuela, sonó el pito del conductor, respondió la locomotora con un sonoro silbido, como si se burlase de la pitada que debía obedecer, giraron las ruedas, agitamos Nieves y yo nuestros pañuelos, y cuando sentimos el aire del escampado nos acurrucamos en un rincón y allí estuvimos juntitos y llorando un poco, riendo mucho y besándonos más.

Ésta es la señora de Lanza, la mujercita de mi corazón, que besa a ustedes sus manos... pero solamente por fórmula.

Varado

Declaro que nuestros primeros días de residencia en Madrid nos fueron muy agradables, y quizá influyese en este encanto la natural alegría de dos recién casados jóvenes y amantes como nosotros; pero después que transcurrieron dos meses nos dimos cuenta de que la vida en la corte nos era insoportable.

Esto parecerá extraño a los provincianos que nunca gozaron del hermoso panorama que presenta la calle de la Paz vista desde la calle de la Bolsa, y hallarán injustificado nuestro aburrimiento los madrileños ahítos de imaginación y de pereza que hablan de todo y viven sin perdonar su diaria visita a la media plaza que se llama Puerta del Sol.

Es lógico que todas las fealdades de la capital no se prestarían al ridículo habiendo convenido en que no es Madrid la mejor población de España. Pero es tan impertinente la porfía con que defienden algunos la opinión opuesta, que yo, madrileño, que he visitado las ciudades españolas y las principales poblaciones de tres continentes, me creo en el deber de mortificar un poco el exagerado amor propio de mis paisanos, y lograr de esta manera que se apliquen a convertir la villa en un conjunto de bellezas que hagan olvidar fácilmente las de Barcelona, Málaga y la Coruña.

Desde luego Madrid obedece al exagerado sistema centralizador que determina todas nuestras organizaciones.

Madrid es la Puerta del Sol amplificada, y resulta como un organismo con una sola víscera, de tal modo que todo ha de pasar por la Puerta del Sol. Y anoto la idea de que el primitivo Madrid es hoy uno de los puntos menos concurridos; quizá mañana sea otro lugar el nuevo centro de la población, pero siempre tendrá uno, porque sus habitantes no gustan de otra idea acerca de la extensión que la muy limitada que produce el punto.

El río está abandonado, a pesar de que sus orillas son muy hermosas y no producen paludismo. El Retiro es un cementerio lindísimo atravesado por una carretera donde los carruajes van al paso para aburrir a los caballos y para que no se despierte los señoritos.

La Casa de Campo parece llorar la ausencia de aquel rey español que se llamó don Alfonso XII; ya no se mueven las aguas de sus rías, y la maleza conseguirá llenar montes y bosques donde la caza vive tranquilamente, amenazando convertir a Madrid en una Colombia infestada por los conejos. Y finalmente, el hermoso paseo que lleva desde el Hipódromo hasta la basílica de Atocha sólo es visitado durante el día por aristócratas enfermos, modistas, cursis, instantáneas, niñeras y chiquillos, y durante la noche... no se ve.

Cuando yo empecé a ejercer mi cargo en el Ministerio de Marina empleábamos mis ratos de ocio en visitar los jardines, los museos y los edificios más notables, y Nieves gustaba de estas excursiones que nos permitían admirar juntos las maravillas del arte y de la ciencia. Pero más tarde tuvimos que rendir el consiguiente tributo de cortesía a la sociedad que nos rodeaba, y entonces no pudimos madrugar porque nos acostábamos tarde, según costumbre de los madrileños que padecen la enfermedad opuesta a la hemeralopia, o sea que sólo ven cuando no hay sol; oímos misa en las Calatravas, nos habituamos a pasear por la calle de Alcalá y por la Carrera de San Jerónimo, concurría los casinos, y sólo fuimos a lo s teatros los días de moda. Total: que nos hicimos vecinos del Madrid chiquito, o sea del verdadero Madrid. Y como es natural, nos aburrimos enseguida de ver las mismas caras y las mismas tiendas, con esa monotonía que producen las calles de Madrid, excepción hecha de algunas de las diez que desembocan en la Puerta del Sol.

Yo, que conozco desde niño la historia de mi pueblo, indicaba a Nieves los defectos de mis paisanos, y Nieves se reía, observando la guardia de honor que dan los reyes godos a Felipe IV, y la rutina que ha colocado las de más estatuas de la capital mirando a Levante, a excepción de las que adornan el paseo de la Castellana, aguardando a que Malboroug vuelva de la guerra por la estación del Mediodía, y de Espartero, símbolo de la libertad y de la democracia, que sale de la corrida y contempla tristemente el ocaso del sol que le alumbrara en sus victorias.

Y todos estos desatinos, propios de un pueblo niño, que nació cuando Barcelona y Sevilla llevaban muchos años de gloria y de grandeza, son perfectamente disculpables y remediables: lo que no es posible disculpar y remediar es la asfixiante atmósfera de lo cursi que respiran en la villa quienes no son braceros o grandes de España.

Pontejos y Alcañices, a quienes el ingrato Madrid ha olvidado, quizá porque no tiene medios para pagarles los beneficios que le hicieron, no se preocuparon con establecer un alcantarillado especial para los cursis que forman la tercera parte de la población madrileña. Sabemos todos que los capitalistas españoles y los aristócratas ricos viven en el extranjero; los que forman la corte Su Majestad sólo se hacen visibles en alguna función de iglesia o en algún palco del Teatro Real, y son, como los melancólicos que pasean en el alto de la Castellana, gentes serias vestidas sin descoco, bien educadas y con aficiones democráticas, según ha sido siempre costumbre en nuestros monarcas y sus cortesanos. Los cursis toman por modelo a las cocottes desechadas de París y conducidas a España por algún boulevardier flaneur dispuesto a ostentar títulos que no posee, y que no puede justificar su carencia absoluta de verdadera educación. De esta manera todos los envidiosos y soberbios que no tienen hotel cerca de Monceaux, ni entrada en palacio, ni hábitos de jornalero, se hacen cursis, y, como viven entre cursis, llegan con el tiempo a figurarse que son personas decentes.

Y Nieves me decía.

-Exageras; las de González son muy finas y siempre me preguntan por ti y por los papás con mucho interés.

-Ya verás cómo al final meten la patita.

-¿Y las de Álvarez?

-Ídem de lienzo.

-Pero, hombre, si Álvarez ha sido intendente en Filipinas.

-Aun siendo cierto, resultaría que hubo en Filipinas un intendente que era cursi.

-Según eso todo el mundo es cursi.

-Todo el mundo no, porque hay muchas personas que tienen buena educación y en todos sus actos procuran de una manera decorosa hacerse agradables a su prójimo.

Nieves callaba y me obedecía, pero dudaba; ¡vaya si dudaba! Hasta que un día se convenció de la manera siguiente:

Visitaba mi cuñado Gregorio a una familia extranjera, cuyo jefe se proponía explotar la canalización de nuestros principales ríos. Durante una temporada que mi cuñado estuvo en Madrid hizo amistad con el señor Hardieux y asistió a las reuniones que dicho señor daba y a las cuales concurrían muchos cursis deseosos de comer, bailar y producir envidia a los cursis de la capa siguiente. Un día de reunión hicieron centro de murmuraciones unas cuantas familias que no conocían a mi cuñado, y entre las cuales estaba la de Álvarez. Se hablaba de las gentes groseras que no dan bailes ni matinés, y la señora de Álvarez, echándose hacia atrás, con aspecto majestuoso, dijo:

-Ahí tienen ustedes a Lanza, que sin duda teme arruinarse o que le roben la lugareña que ha traído.

-¿Lanza es el marino? -preguntó uno de los concurrentes.

-Sí, señor.

-Yo le he conocido cuando era alférez de navío; entonces vivía su madre y no estaba casado.

-Ni ahora tampoco -añadió la señora.

-De modo que eso es un lío.

-Así parece.

Mi cuñado, rojo de ira, se encaró con la calumniadora y la dijo:

-Eso no es cierto.

Asustose la cursi, y buscando una disculpa aseguró que había recibido la noticia de un droguero, quien a su vez la conocía por un sujeto de quien no tenía referencias.

Mi cuñado reunió a dos de sus amigos y con ellos se acercó al señor Álvarez, que estaba jugando; le dio una palmada en el hombro, levantó su cabeza el ex-intendente y se halló con que mi cuñado le decía con la mayor desfachatez:

-Su mujer de usted no tiene vergüenza.

-Estoy convencido de ello -respondió el esposo.

Y siguió jugando tranquilamente.

Cuando Nieves se enteró de esta escena lloraba con amargura.

-No volverán, pero si vuelven les tiro por la ventana.

-Tampoco harás bien en eso, porque tendrían un gran placer sabiendo que sus injurias habían hecho blanco. Esas gentes pertenecen al coro y su desgracia disculpa sus envidias: no se las debe despreciar ni considerarlas como primeras partes; sus atenciones no se agradecen, y sus insultos no se escuchan porque todo cuanto hagan y digan no sale del coro.

Y al fin conseguimos rodearnos de algunas amistades agradabilísimas y dejamos que el tiempo desmintiese todas las murmuraciones y que los cursis tuvieran nueva ocasión de lamentar los errores que los conducen a ser totalmente objeto de escarnio para los ricos ilustrados y para los jornaleros sencillos y virtuosos.

Y desde entonces fuimos forasteros en el pueblo donde yo he nacido y adonde no hubiera vuelto si el matrimonio no me hubiera hecho varar en la calle de Bailén.

Navegar en conserva

Ya verás como nuestro hijo te trae los galones de comandante.

-¿Le has hecho el encargo?

-Sí, señor; y lo cumplirá.

-De modo que ascenderé a padre y a teniente de navío de primera.

-¿Y tendrás que embarcarte?

-Probablemente.

-¿Pues no decíais tú y papá que tenías no sé cuánto tiempo de embarque?

-Sí, hijita, pero ése sirve para este ascenso.

-¿Y después?

-Después veremos. Ahora no conviene tomarnos la desazón por anticipado.

-Pues ya no me la quita nadie.

-¡Ah, tonta!, si sale lo mismo la chiquilla...

-Y dale con que ha de ser muchacha.

-¿Y por qué ha de ser chico?

-Porque lo quiero yo y tú también.

-Te declaro que me es indiferente, con tal que sea tan bueno y tan guapo como su madre.

-Como tú.

-Los hombres hemos nacido para ser feos y tiranos.

-Pues tú no eres ni lo uno ni lo otro.

-No abuses, y piensa en tu hijo.

-Pues si no pensase...

-¡Nieves!

-A la orden de usted, mi comandante.

-Todavía no.

-Estás el primero.

-Como el muchacho.

-¡Qué cosas tienes!

-Tú has dicho que ascenderíamos a un tiempo.

-Ya lo verás.

-¿Para cuándo?

-Para junio.

-Nacerá como yo el día de San Silverio.

-Y le llamaremos así.

-Eso no. Mi nombre no recuerda nada.

-¿Te parece poco?

-Además es muy feo.

-Pues yo lo encuentro muy bonito.

-Hija, todo lo mío te parece bien.

-¡Lo dices en un tono!

-¿Has creído que me molestaba, cielo mío? Sí creo en lo que dices y te lo agradezco con toda mi alma; pero no lo entiendo, porque tú eres la hermosura, y confiesa que no nos parecemos en nada.

-En que somos buenos.

-Tú.

-Y tú.

-Regular.

-No transijo. Nadie habla mal de ti.

-Y aunque hablasen no lo sabrías.

-En fin... ¡Vaya un empeño!

-No se incomode usted, que no volveré a quitarle el mérito a esa persona.

-Guasón.

-Y aún no hemos bautizado al chico.

-No le llames así.

-Al hijo de mis entrañas.

-Qué poca formalidad tienes esta noche.

-La dejo para cuando sea jefe.

-Estrenaremos algo.

-Un infante, y...

-Calla, porque te adivino.

-Entonces verás que te quiero con toda mi alma.

-Más te quiero yo.

-Porque soy muy listo.

-Eso, sí.

-Un pozo de ciencia.

-Y es verdad.

-Qué lastima que no fueses el ministro.

-Debía serlo.

-Y harías a nuestro hijo capitán de fragata.

-Ya lo será con el tiempo.

-No lo quiera Dios.

-¿Piensas dedicarle a vago?

-Pero, ¿es que se queda al garete quien no sigue la carrera de la Armada?

-¡Es tan bonita!

-En los días de recepción.

-Siempre.

-Calcula lo que he trabajado y después piensa en que con mi sueldo no tendríamos para empezar.

-Es cierto.

-Papá sin la dote de tu madre no hubiera podido educaros a ti y a Gregorio como os ha educado.

-También es verdad.

-Ahí tienes un ejemplo en tu hermano. No trato de ofenderle, pero no ha estudiado tanto como yo entre la Escuela, la época de guardia marina y la de estudios superiores. Pues bien; ahí le tienes con veintidós años, ingeniero, en la Argelia, que es un país extranjero, y ganando quince mil francos anuales.

-¿Y mañana si enferma?

-Se morirá como yo.

-O no se morirá.

-¿Y qué?

-Que no tendrá ninguna pensión.

-No sabemos. Y de todos modos, ahorrando diez mil francos todos los años pronto se consigue un retiro que no disfruta ningún pasivo de ningún ejército.

-En fin, que no me convences.

-Pues pregúntale al muchacho, y lo que él diga eso se hace.

-Aguardaremos a junio.

-¡Cuánto tiempo!

-¿Te parece mucho?

-Figúrate.

-Que te adivino.

Y no se equivocaba.

En lo que no acertó fue en la fecha del nacimiento, porque tuvimos un chiquitín hermosísimo el día 16 de julio, el día de la Virgen del Carmen. Y como es natural, la Santa Virgen nos llenó de felicidades.

Para saber lo que es un hijo es precioso tenerlo, porque no siendo en este caso todas las explicaciones de sentimiento paternal se reducen a un conjunto de frases hechas.

Un hijo es lo que más se quiere; de tal modo, que no hay placer mayor que ver alegre al hijo, ni pena más grande que verle enfermo o contranado.

La muerte de un hijo debe producir dolor incomparable, como son incomparables las alegrías que un hijo proporciona, y yo declaro que desde que fui padre sólo me he preocupado seriamente con mis chiquitines.

Llamamos Pepe al muchacho porque mi padre y el de Nieves se llamaban José, y el tal Pepito me entonteció.

Buscaba yo pretextos para no asistir al Ministerio y pasarme el día jugando con aquel cuerpecillo diminuto, pintándole bigotes y patillas y adorando a Nieves, que estaba cada día más hermosa.

Llegaba la noche; colocábamos el muñeco en su cuna, y allí nos estábamos velando aquel sueño tan reparador y tan tranquilo.

-No fumes tanto.

-¿Por qué?

-Después el niño tiene tos.

-¡Mira tú que tos!

-¡Si creerás que ya es un hombre!

-Poco menos.

-¡Pero cómo se ha quedado con los bracitos extendidos!

-Y ese dedillo.

-Es verdad.

-Parece el dedo del Jorge-Juan que hay en Ferrol.

-¡Vaya una comparación!

-Desengáñate, que este mozo tiene condiciones de mando. Ahora está diciendo: «Fondo: arría en banda; un hombre que cuente los grilletes».

-No grites tanto.

-Si no se despierta.

-Eso quisieras tú para enredar otro poco.

-Aún no soy jefe, aunque sea padre, y tengo derecho a no tener formalidad.

-Ni la tendrás nunca.

-Ni quiero. Gracias a Dios, este hogar está hecho para reír y no para el drama.

-Porque eres bueno.

-Calla, criatura, si tú eres lo bueno de la casa. Gracias a ti...

-Y a ti...

-Desde luego; pero este chiquitín es el ala de estribor, y supuesto que vamos en popa hay que largar la otra ala.

-Ahora es preciso tener juicio.

-¿Quedarnos en facha con tan buen cariz y no teniendo que aguardar a nadie? Eso es bueno para capear los malos tiempos.

-No entiendo, pero presumo.

-Parece mentira que no entiendas, siendo nieta de marino, hija de marino, esposa de marino...

-Y madre de marino.

-Hablaremos.

-Con tal que sea feliz...

-Tú lo eres, y no entiendes el tecnicismo.

-Porque usáis nombres muy raros. Cangrejos, cangrejas, culebras, escandalosas.

-Y tenemos damas para remar y apóstoles en el bauprés.

-Vaya una mescolanza.

-Muy natural.

-¿Y los puños?

-Hay muchos puños en un barco.

-Lo creo.

-Dejando aparte los que sirven para dar puñetazos.

-Ya sé que tienen puños las velas.

-Y tú los tienes más bonitos.

-Pero no recogen el viento.

-Nosotros vamos con el viento galeno.

-De modo que yo hago andar la nave.

-Y yo llevo el timón.

-Pero, aunque sea vela, no seré la cangreja.

-Ni la arrastradera.

-Me contento con ser la mayor.

-Tú eres al tercio porque eres única.

-Zalamero. ¿Y Pepito?

-Un foque.

-¡Qué nombre tan feo!

-Pues ahora será la monterilla y mañana el velacho.

-Muy señor mío, el señor velacho.

-De todos modos será la grímpola colocada en lo alto del tope.

-Eso me gusta.

-Y a mí tú.

-Oye, también en los barcos hay amantes.

-Y amantillos. Allí todos aman.

-Y engañan a las chicas.

-Menos yo.

-Tú me engañaste.

-Júralo.

-No quiero jurar en falso.

-¡Ah, pícara!

-Estate quieto, que le vas a despertar.

-Ahí está la madre defendiendo a su hijo.

-Con estos puños.

-Para esos puños tengo yo en mis brazos dos chafaldetes.

-¿Para qué?

-Para cargar la vela. Listos a tomar un rizo a la gavia. También hay amantes de rizos.

-Pero, no grites.

-Pues acércate y lo diré callando.

-¿Ves? También nuestra cama parece un buque; en cada esquina hay un palo y de aparejo sirve el pabellón.

-Y yo, comandante de este barco, juro emplear todas mis energías en defender la tripulación y hacer, con ayuda de Dios, una navegación feliz por el mar de la vida.

-¡Viva el comandante!

-¡Bendita seas!

De Jefe

El sueldo es un tormento tan cruel que aumenta con las necesidades sin llegar nunca a satisfacerlas. No mata, pero hace penosa la vida.

(Ayes de un capitán de navío)

Hombre grave

Cuanto más se sube más se ve el conjunto y menos se aprecian los detalles.

Ya se ha dicho de muchas maneras que cualquier tiempo pasado fue mejor, y lo cierto es que todos los jefes cobrarán a gusto su sueldo, pero echarán de menos aquella época de oficial en que se goza de una libertad no consentida a la juventud del cadete ni a la severidad del comandante.

Yo, al menos, he suspirado muchas veces viendo perdidos aquellos días pasados en la cámara de batería o del sollado, donde si bien estábamos siempre bajo el comandante, teníamos compañeros con quienes jugar, pasear por tierra y llevar a su término alguna juerguecilla donde solían quedar afurrieladas las cursis que hallábamos a mano.

Después, cuando me vi mandando barcos o siendo tercer comandante en las blindadas, comprendí que mi antigüedad me había hecho saltar un abismo que me separaba para siempre de los oficiales. Ya me fue obligatorio vivir en continua relación con el primero y con el segundo, irme solo a tierra sin la bulliciosa compañía de los alféreces de navío, el contador, los médicos y el padre; ya tuve que limitar mis diversiones a la metódica partida de tresillo, formada a bordo con la plana mayor y el teniente más antiguo, y en tierra con el general, el mayor o el comandante de arsenales. Nada de chicoleos con las mozas; nada de botellitas de coñac despachadas en dos tragos; nada de jugar dentro en el entrés ni de a batir con un ocho; gravedad, seriedad, formalidad y aburrimiento en toda la línea. Y declaro, y quizá les ocurra lo mismo a muchos jefes, que yo, siendo padre y comandante, tenía las mismas ganas de divertirme que cuando era alférez de navío.

Pero aunque no es verdad que el hombre se acostumbre a todo, es positivo que tiene resignación para sufrirlo todo pacientemente, y no es menos cierto que no hay mal que por bien no venga; conque, llegué a ser persona grave y a consolarme de mi seriedad, pensando que el Estado me la pagaba, y que mi chico parecía dispuesto a renovar las locas alegrías de mis tiempos pasados.

Llevaba dos años de Jefe cuando tuve una niña, a quien llamamos Tula, que era el nombre de mi abuela materna, y la verdad es que entonces me puse serio, porque deduje que si cada año tenía un hijo no alcanzaría mi capital ni para darles carrera, ni menos aún para que viviesen con la holgura de que yo jamás había carecido. Y esta idea me aficionó a ganar dinero, y solicité los pocos cargos en Ultramar que permiten a un marino ahorrar gran parte de su buena paga, porque los chanchullos de otra especie ni los harían marinos de guerra ni ciertas gentes permiten que se les prive de esas canonjías.

Mi adorada Nieves, mi santa esposa y la santa madre de mis hijos, tomaba mis deseos como proyectos propios y órdenes ineludibles, y la pobrecita, cuando yo volvía de Ultramar, me enseñaba sus ahorros, empleados cuerdamente en cédulas hipotecarias que compraba una a una. Yo la enseñaba mis regalos, y ella me reprendía por aquellos dispendios, hasta que la sentada sobre mi rodillas y cogía los regordetes dedos de sus manos sonrosadas y con ellos iba ajustando cuentas de la manera siguiente:

-Hasta hoy sólo tenemos dos. Quédate con esos deditos estirados: eso es el cargo. Vamos ahora con la data, y trae la manita derecha. Tanto que vale la casa de la calle del Barquillo; tanto que vale el solar de la Castellana; tanto de las dos casas de la calle del Ave María; en Perpetua tanto; en Cubas... en esto ya no estamos tan fuertes, pero es un piquillo que con el pico que produce tu hijuela...

-¡Pobre madre mía!

-Valía más que nunca la hubiésemos heredado.

-Tan chocha como estaba con Pepito...

-¡Si ahora viese a Tula!...

-Se la comía a besos.

-¿Y papá?

-Pues estará en el Retiro. Esta mañana se levantó a las ocho, mandó que vistiesen a Pepito y se lo ha llevado de paseo.

-Total, que el chico no estudia nada.

-Pero, ¿qué quieres que aprenda a los cinco años?

-A esa edad sabía yo...

-Menos que él.

-¿De modo que antes yo era el sabio y ahora lo es el chiquillo?

-Porque ha salido a ti

-Y las especies mejoran, ¿no es verdad?

-¡Ya lo creo!

-Pues estás equivocada: Tula no será nunca tan hermosa como su madre.

-Vaya usted a paseo.

-A paseo no, pero volveré a Ultramar.

-No lo digas ni en broma.

-Aún podemos ahorrar mucho dinero.

-Pero si de la cuenta resulta que somos potentados.

-¡Y te quejabas de mis obsequios!

-Porque te habrán costado mucho.

-Eso cuesta barato en aquellas tierras.

-La caja de concha es muy bonita. Conste que tú la encargaste.

-Yo sólo te hablaba de una caja.

-¿Y se puede saber para qué la quieres?

-Para guardar documentos.

-¿Importantes?

-Mucho.

-No serán cédulas, porque ahí caben pocas.

-Son tus cartas

-Pero, chica, ¿guardarás todas las que te escribo?

-¿Me crees capaz de tirarlas?

-Pues yo rompo las tuyas en cuanto las leo.

-Está usted faltando a la verdad, y a sabiendas.

-¡Caspitina!

-Las he encontrado todas.

-¿Dónde?

-En un secreto del pupitre.

-Pues no me acordaba.

-Merecías...

-Pues si lo merezco, dámelo.

Y al año siguiente se dejaba convencer la madraza y me marchaba a Filipinas o a la Isla de Cuba.

Así pasa su existencia el Jefe de marina en esta época de paz para el Ejército, y en que todas las luchas se reducen a cabildear por los pasillos del Ministerio o de las Cámaras, y mover el personal a gusto de cuatro caciques. Yo no he de referir estas miserias, porque no deben conocerlas los profanos, ni es posible remediarlas hasta que nuestras costumbres políticas nos habitúen a conservarnos en el lugar que nos corresponde.

Tampoco he de aludir a los jefes que me siguen y preceden en el escalafón, y cuya respetabilidad no quiero mermar inocentemente; ni trataré de las cuestiones técnicas, que preocupan muy poco, ni de las competencias entre constructores, ni de sucesos recientes que exacerbaron las pasiones de todos los interesados. De Jefe sólo se piensa en la síntesis, y con mayor empeño conforme se va acercando la muerte, que es la síntesis de la vida, y, por consiguiente, sólo expondré mis ideas de viejo, que serían para ustedes muy respetables si viesen la calva cabeza y las patillas blancas del que esto escribe, suspirando al recordar aquellos hermosos tiempos en que era un muchacho, aunque figurase en el escalafón como el más antiguo de los coroneles, porque es indudable que la seriedad ficticia no es tan molesta como la fatal seriedad que imponen los años. ¡Bienaventurado el que llega felizmente a general, como yo he llegado, pero infeliz al mismo tiempo, porque los entorchados van diciendo a quien los lleva: ¡Abuelillo, abuelillo!

La oración Y siempre en lontananza distingo, entre fantásticos vapores que el sol de Iberia con su lumbre baña, las costas hermosísimas de España donde esperando viven mis amores.

(Negrín)

Es, seguramente, el acto más conmovedor que se verifica a bordo.

Cae la tarde; ya se tomó el rancho, e hicieron los juaneteros la recorrida; los cabos yacen en adujas o colgados de los cabilleros; han cesado las canciones a proa y suena el toque de llamada. Se forman las brigadas, se cogen los cois de la batayola, toca el corneta la oración, y poco después bajan los marineros a batería o al sollado llevando al hombro los aferrados cois que cuelgan en los cáncamos de los baos.

Este momento ha sido para mí el de mayores emociones.

Lo aguardaba, siendo jefe, para sentarme en la toldilla sobre el montaje del cañón de popa, o sobre el borde de una canasta, y mirar sin verla hacia la tierra que habíamos dejado detrás de nosotros y enviar besos a mi mujer y a mis hijos, olvidarme de la diferencia de longitud y consolarme pensando que en aquellos instantes mi hermosa Nieves pondría de rodillas a Pepe y a Tula, mirarían hacia la mar donde yo estaba, y pedirían a Dios que me volviese con vida a los amantes brazos de los míos.

Algunas veces, discurriendo con la soberbia que produce la ciencia mal digerida, me he reído de que el hombre pueda enternecerse por tales futesas, y después, cuando me he enternecido, he mirado con cristiana compasión a los seres que no se enternecen.

Es muy triste ver llegar la noche entre la arboladura de un barco, entre las tiendas de un campamento, junto a la boca de una mina o bajo el techo de un hospital, y acordarse de los seres que queremos y están ausentes, y acaso no volvamos a ver; pero es mucho más triste, mucho más, gozar de salud y de fortuna, vivir rodeado de los suyos, lograr el público aplauso y ensoberbecerse con tanta dicha y negar el corazón a todo sentimiento humano y caritativo, reírse de las melancolías que la noche inspira y dejar sumidos a los humanos en noche eterna, la noche que producen la cárcel, el proceso, la emigración y el hambre.

Dúdese de la existencia de la santísima Virgen, ríanse de tales obsesiones; yo sólo sé que el hombre necesita de amor y de consuelo en esta tierra, y para consolar el quebrantado espíritu no ha dictado ningún código, nada con que poder sustituir esa hermosa salutación con que rogamos a la Virgen diciéndola: Ave, Maria; Dominus tecum. Benedicta tui in mulicribus.

Los vicios del marino

Si quieren ustedes saber algo acerca de la mar pregúntenle ustedes a un terrestre, y lo contrario de lo que diga es verdad innegable, porque ya he recordado en muchas ocasiones, y lo repetiré en otras muchas, que en esta nación, que debía ser un pueblo esencialmente marinero, los naturales del interior ignoran más o menos lo que se refiere a la mar, y los de las costas van a Madrid a ejercer la medicina o la abogacía. Todo esto depende, en suma, de que las ambiciones españolas son modestísimas o fantásticas, y en ambos casos no requieren para ser logradas el rudo trabajo y el constante peligro que produce la vida en la mar.

Pregunten ustedes a un labriego de Burgos o de Valladolid acerca de la limpieza de los barcos, y les dirá a ustedes que son una tacita de oro. Ése no ha visto las ratas de la sentina y de los pañoles. Ha contemplado con asombro los relucientes cañones, pero no ha escudriñado sus ánimas, donde pudieran hallarse los algodones para dar aceite y algún par de calcetines sucios. Esto no es decir que no haya limpieza en los buques; es sólo rectificar un juicio exagerado y venir al justo medio, que deja los barcos con el aseo de un taller limpio, pero no como los bibelotes que adornan el gabinete de una señorita.

Pregunten ustedes a un alguacil de la provincia de Cuenca si son viciosos los marinos, y contestará afirmativamente con tal acopio de datos que será preciso dudar si son sátiros, mosquitos o guardadores del Calvario, ésos, ¡ay!, tristes que llevan botón de ancla.

Y como la verdad es amable diosa a quien hago sacrificios, haré yo el de escribir estas cuartillas, y ustedes el de leerlas, y la diosa nos dará en cambio noción exacta de los espantosos vicios que acompañan a los barcos, a la manera que lo hacen los golfines y los tiburones.

El primer vicio, y seguramente el más vergonzoso, es la avaricia manifestada por su forma menos grave, que es el egoísmo, y que el egoísmo es condición de marinos lo prueba la conocida frase que dice: Lancha adentro, amigos fuera. Lo prueban igualmente las ansias con que, según los novelistas en seco, se lanzan los hombres a las barquillas cuando los navíos pierden en la borrasca su eslora, como dijo un poeta anhidro cuyo nombre no interesa a ustedes. Y lo probarán otras muchas cosas, pero no la experiencia, porque ésta demuestra que la generosidad es cualidad inherente al marino en tierra con la camisa limpia, y a bordo con la camisa llena de sudor y de polvo de carbón, que así navegan los oficiales de marina, aunque no lo sospechen ni lo crean las madrileñas que admiran en San Sebastián la limpieza de las brazolas, de los pasamanos de las escalas y del metal de las gavetas, mientras algún imprudente marinero les atisba las piernas contraviniendo las severas órdenes del comandante y el respeto que merecen las ligas deshilachadas, las piernas flacas y las medias con los zancajos rotos y mal zurcidos.

La célebre máxima es una advertencia a los gorrones, y no porque los gorrones abunden en el mar, sino porque en tierra es fácil adquirir por el ejemplo la mala costumbre de vivir a costa del prójimo. En los viajes largos llegan a escasear todas las provisiones, incluso las particulares que cada individuo lleva para sí, y en previsión de que esto ocurra, advierte la sentencia que, al preparar los abanicos para entrar las lanchas, no se debe confiar en las amistades, o bien que los amigos, sin dejar de serlo, se hallan fuera cuando la lancha se mete dentro.

Esos egoísmos salvajes de que hablan las novelas son fantasías creadas por la ignorancia o recursos necesarios para que un perro salve a un niño llevándolo a nado desde las Azores hasta Portugalete, o para que un inglés y una andaluza den fondo sin testigos en alguna isla desierta de las que sólo existen para entretenimiento de los que estudian historia y geografía en novelas vírgenes de geografía y de historia. Cuando ocurre un naufragio, y singularmente en los barcos de guerra, hay orden y método para salvarse y para morir.

Todo lo dicho probará a mis lectores que el egoísmo no se embarca ni para lastre, y que, por el contrario, son condiciones marineras la esplendidez y la abnegación.

Y en prueba de este último aserto citaré dos casos.

Estábamos fondeados en Santander, cuando llegó a España, de vuelta de su emigración, Su Majestad la Reina doña Isabel. Teníamos visitas de curiosos desde las diez de la mañana, hora en que se permitía atracar a los botes, hasta las cuatro de la tarde, y entre los sujetos que visitaron el barco hubo dos tan cariñosos y amables que ganaron enseguida la amistad de unos guardia marinas que les acompañaron en su visita. Los muchachos, arrastrados por su carácter expansivo, invitaron a comer a los visitantes, y éstos aceptaron la invitación para el día siguiente. Y con efecto, al siguiente día parecía la camareta un restaurante de primer orden preparado para comida de boda o banquete político. Pregunté a Loriga que era cabo de rancho de los guardia marinas, y sujeto decidor y simpático, cómo habían hecho aquella maravilla, porque me constaba que los guardia marinas vivían con mucha escasez.

-¿Qué quiere usted? -me contestó Loriga-; hemos pedido anticipados los ocho duros de rancho del mes que viene, y hemos preparado la comida de hoy, donde habrá champagne y cigarros habanos.

-Y hasta el otro mes, ¿qué comerán ustedes?

-Ya veremos.

Y lo que vieron fue que picaron las cuatro, las cinco, las seis, las siete y las ocho, y los convidados no parecieron.

Si acaso llegan estos apuntes a conocimiento de aquellos sujetos, sirva de castigo a los descorteses saber que no he visto ningún banquete igual en esplendidez y buen gusto al que dispusieron aquellos guardia marinas tan generosos y tan llenos de necesidades.

Y hablemos de la abnegación.

Mi amigo el señor conde de Villar de Fuentes recordará por qué no dimos en Vigo el baile que ya teníamos costeado. Y dirá que no se celebró por la razón sencilla de que se puso enferma una niña de diez años, hija de una distinguida familia que reside en Santiago. La pequeñuela rodeaba nuestro cuello con sus bracitos, adelgazados por la fiebre, suplicándonos que no diésemos el baile hasta que ella pudiese bailar. Esto suponía para nosotros un enorme sacrificio, y yo dudaba, pero Quiroga, con su bondad característica, accedió sonriendo dulcemente, y palabra de marino y juramento de gallego se cumplen luego.

No se dio el baile y murió la niña, que es en el cielo prueba irrecusable de que el egoísmo no vive en los barcos bajo ninguno de sus miserables aspectos.

Dícese que somos jugadores, y esto es exacto, porque nos jugamos la vida, y casi siempre en tales condiciones que aventuramos todo para ganar muy poco, si no sale la contraria.

Es cierto que durante largas travesías se buscan remedios contra el hastío, y se juega generalmente al tresillo, y siempre pagando con fichas, porque fichas son aquellas monedas que no sirven para comprar donde no se vende nada.

Juegan al ajedrez los que tienen la sangre más blanca, y no se usa de otros juegos admitidos en sociedad (como el asalto) por la sencilla razón de que son tontos, y proto se descubre de qué lado están las ventajas, conque desaparece la distracción.

Juegan los marineros a la lotería, y el que vocea lo hace con honradez y claridad, y cobra, como el Estado, su culebra correspondiente.

Todos juegan para distraerse y nunca para perder su hacienda y su decoro, porque en los barcos se desconocen los suicidios y la miseria originados por el juego en tierra firme.

Ocurre en algunas ocasiones que un teniente de navío que marchó a Filipinas prometiendo a su novia hacer dinero y volver pronto para casarse con ella, vuelve, en efecto, sin un cuarto y asegura tranquilamente que lo perdió jugando al monte mientras recorrían el Canal. Esto no es exacto, y lo que ocurre es que muchos oficiales se van a Filipinas huyendo de sus novias y otros no ahorran porque no les gusta.

Y respecto al vino y a las mozas, metan ustedes en un barco a los viciosos de tierra, y cuando lleven veinte días de navegación y sólo quede vino tinto bien aguado, algún licor asqueroso hecho por el maestre de víveres en los antros de la bodega, y no se vean más faldas que las de los montes si está próxima la costa, ya oirán ustedes cómo aseguran esos narradores de una mar fantástica que la primera condición que se necesita para navegar es una virtud como blindaje de acero.

De los barcos han salido algunos frailes, pero no ha salido ningún turco.

La fatal ingratitud

Conste que yo no era partidario de que Pepe fuera marino, y aunque el abuelo opinaba de distinto modo creyendo que su influencia y la mía serían suficientes para que el muchacho hiciera su carrera en el Ministerio, Pepe lo dispuso de otro modo, y a todos nos dejó disgustados: al abuelo porque no llevó el chico botón de ancla, y a mí porque le tuve más lejos de mi lado y más constantemente que si hubiese sido guardia marina.

Pero el chico obedeció a las impresiones que le producíamos su tío y yo, y dedujo que había mayor porvenir siendo ingeniero en Argelia que siendo brigadier en la Armada, y se empeñó en ser ingeniero industrial, y lo fue rápidamente, y con aprovechamiento.

Quizá su carácter influyese mucho en esta determinación, porque Pepe era un joven a la moderna, con las rarezas características de los jóvenes de nuestros días. Antiguamente todos éramos calaveras y buenos estudiantes al mismo tiempo; hoy los jóvenes o son graves como magistrado del Supremo, o se lanzan por el camino de los placeres de una manera irreflexiva. Pepe fue un viejo desde niño, amante del estudio por el deseo de saber, aficionado a todo lo docto y a todo lo culto y enemigo de lo efímero y lo banal. Durante los primeros años de su juventud temí que aquel espíritu estuviese perturbado por alguna íntima amargura, pero después llegué a convencerme de que las gravedades y las locuras de nuestros jóvenes son manifestaciones del escepticismo en que nos ha sumido la lucha entre la filosofía que muere y la filosofía que nace: la que no quiere morir sin matar y la que pretende alcanzar más rápidamente la victoria, negando todo lo existente, aun lo que es cierto y respetable.

Y cuando Pepe concluyó sus estudios se fue a la Argelia con su tío, dejándonos tristes, y a mí singularmente, porque ya el abuelo había muerto por aquella fecha, y Pepe era mi camarada, a quien yo llamaba mi tirano, porque le obedecía gustosísimo, supuesto que el muchacho tenía seguramente más formalidad que su padre.

En la Argelia montaron él y Gregorio una fábrica de harinas que les producía muy buenas ganancias, y dos años después vino Gregorio a Madrid para celebrar mi ascenso a contraalmirante. Seguía mi cuñado con su habitual buen humor, y como llevase seis meses en casa sin hablar de su vuelta a la Argelia y sin ocuparse de otra cosa que de acompañarnos al teatro y de pasear todas las tardes con Nieves y con Tula, llegué a sospechar si entre él y Pepe existiría algún disgusto. Le hice con este motivo algunas insinuaciones, y una noche, a la hora de comer, y como viese anchoas en una concha, dije:

-Si estuviese Pepe se las comía todas.

-Allí las comerá -respondió Gregorio.

-Allí, allí... bien podía haber venido.

-Ahora me ha tocado pasar una temporada y cuando haya terminado el asunto que me preocupa vendrá él.

-¿Pero tienes un asunto? No lo sabía.

Gregorio miró a Nieves y a Tula, y dijo sonriéndose:

-Te lo voy a decir.

Tula se marchó corriendo, y Nieves empezó a buscar su servilleta, que se le había caído en el suelo.

-Pues sabrás que me caso.

-¿Contra quién?

-No me calumnies, porque te pesará.

-Es una broma; ya sé que eres bueno.

-Me alegro de que tengas esa opinión, porque convencerás a mi futuro suegro.

-Chico, sería muy tonto si pusiese reparos.

-Está dicho.

-¿Y qué?

-Que si no es preciso vestirse de etiqueta te pido desde ahora la mano de Tula.

Se me cayó el tenedor, y lo primero que pude hablar fue para decirle a Gregorio:

-¿También quieres llevártela a la Argelia?

Y se la llevó. La muy pícara hacía algún tiempo que estaba enamorada de su tío, y aguardaron para concertar la boda a que Pepe pudiese sustituir a Gregorio en sus trabajos de ingeniería.

Cuando llegó la noche en que Nieves y yo nos vimos solos, por primera vez después de muchos años, lloramos los dos como lloraba mi madre cuando yo salía a navegar y como lloraba la abuelilla en Cádiz cuando traje conmigo a mi hermosa gaditana.

-¿Tú ves? Ésa es la ingratitud de los hijos: ellos se van por ahí a navegar con todos los vientos y con todos los rumbos y nos quedamos como puerto de refugio por si necesitan alguna carena; menos aún: somos dos balizas que les recuerdan algo que acaso no vengan a buscar.

-En fin, que Dios les haga felices.

-Toma, eso lo primero de todo.

Los ladrones a bordo

En los barcos, donde las costumbres reflejan las de la patria, rara vez se roban alhajas o dinero; pero muy a menudo se hurta vino y comida. Yo, esclavo de la verdad, declaro ingenuamente que, siendo guardia marina, quité a don Manuel Delgado Parejo una gallina, un bonito y unos kilos de carne, y a don Luis Bula medio jamón y una botella de Oporto. Pésanme las faltas cometidas, y estoy dispuesto a restituir lo hurtado, siempre que se me devuelvan los cigarros que me atraparon mis compañeros oficiales y las gallinas que se me comieron los guardia marinas cuando yo mandaba la Sagunto.

Conste, desde luego, que nadie debe apoderarse de lo que no es suyo, pero conste también que todos los privilegios odiosos están amenazados de muerte, y es privilegio odiosísimo que alguien tenga gallinas y champagne cuando otros padecen escasez de bacalao y de agua.

Repito que muy rara vez ocurre en puerto, donde el dinero se cambia inmediatamente por placeres, que alguien se apodere de dinero que no sea suyo, pero en puerto, como en la mar, se cogen las buenas tajadas y.. todos en él pusimos nuestras manos.

Los temores aumentan el apetito y despiertan el ingenio. Yo me apoderé de un buen trozo de carne que don Manuel había mandado colocar bajo un farol en la cruz de los estáis mayores, y me fue preciso descender a brazo por el estay de babor llevando colgada de los dientes la media arroba del rico solomillo. En cambio, un guardia marina, que es hoy teniente de navío, hijo de una familia distinguidísima, compañero de mis hijos y sujeto de mi mayor predilección, tuvo el atrevimiento de ponerse una levita mía, y perfectamente disfrazado ordenó una noche al guarda banderas que matase mis gallinas y las pusiese en la puerta de la cámara, advirtiéndole agriamente que no las dejase cacarear.

Y aunque es cierto que resultará anómalo el aire jocoso con que hablo de estos asuntos sin conservar la gravedad que el caso requiere, no es menos exacto que de buena gana me dejaría quitar cigarros y botellas con tal de que mis años fuesen menos y pudiera verme en el puente de una fragata con mi uniforme de capitán de navío de segunda clase. Y además, quiera Dios que siempre haya entre ladrones y robados el respeto y el sincero cariño que me profesa aquel guardia marina de la Sagunto y el que yo profeso a don Manuel Delgado y Parejo.

Además de lo dicho, hay a bordo otra clase de rateros, que nada respetan, y lo mismo se comen el chocolate que las tablas de Mendoza. Esos animalitos eluden el castigo con su ligereza y abusan hasta de la inocencia humana. Estaba de segundo conmigo en la Zaragoza un capitán de fragata que había navegando en Filipinas muchos años, conque sería redundancia añadir que no tenía completos sus cinco sentidos. Los ratones le comían la ropa y los papeles, y un día se dispuso a envenenarlos dándoles queso con cabezas de fósforos; pocas noches después empezó a arder el armario y vimos que el queso había desaparecido.

-Se me olvidó hacer la mezcla, y cuando han acabado con el queso se han entretenido con la caja de fósforos y los han incendiado.

Por esto es preciso ser cauto con los rateros y los ratones, porque se llevan lo que les conviene y hacen disparar las armas por la culata.

En síntesis, que los ladrones que hay en los barcos son los ladrones más honrados de todo el mundo.

Presente.

El sentimiento religioso

Es un tema digno de profundo estudio lo que pudiéramos llamar la actividad religiosa en los barcos de guerra.

Desde luego, el hombre de mar siempre es creyente: cuando es ignorante, por supersticioso, y cuando es ilustrado, por esto mismo, porque su ilustración le impulsa a todas las agradables manifestaciones de sus puros sentimientos.

Los marinos españoles tienen extraordinaria devoción a la Virgen del Carmen, y no he visto marinero herido o enfermo que no llevase un escapulario recordando la popular advocación de la santísima Virgen. Es natural que en los barcos, donde hay hombres de mucha ciencia, existan algunos que rechacen ciertas afirmaciones eclesiásticas, que son más oscuras en su forma que erróneas en su fondo; pero esos cismáticos incipientes llevan también su escapulario, porque han tenido el sano criterio de entender que la religión es filosofía encarnada en el sentimiento, y que, por tanto, ha de amoldarse a la condición humana y ser constantemente origen y fin de nuestros consuelos y nuestras alegrías. Para el libre pensador que habita la cámara de una fragata no es el escapulario símbolo de una estrecha disciplina, ni de una disquisición llena de lucubraciones, donde lo abstracto se hace sutil hasta convertirse en incomprensible: para aquel hombre, el escapulario es el recuerdo de la madre que llora y de la amada que espera; la afirmación de las queridas esperanzas hechas por la santísima madre esposa, cuya vida conmovedora y ejemplar no hallará nunca descripción más interesante que la sencilla historia que refieren esos Evangelios, que nadie se encarga de hacer necesarios y populares.

Hay en aquel escapulario promesas de amparo como las del Pontífice que se ocupa con la tristísima situación de los obreros y las del cardenal que lucha para llevar a las costas de África la bienhechora caridad cristiana. Hay todo lo sublime de la metafísica comprensible y todo lo sublime de lo material que es inexplicable; hay recuerdos de Nazaret y Getsemaní, lágrimas derramadas en el Calvario y que piden perdón para los enemigos; hay todo lo que atrae con esfuerzo irresistible el amor del hombre, y por eso el escapulario no recuerda al cura mujeriego y calumniador, hipócrita y cobarde, que es el mayor enemigo de la santa religión a que debe los respetos que se le otorgan.

Ocurre además que los capellanes de la Armada son necesariamente sujetos de extraordinaria ilustración, y viven en un medio que hace imposibles los vicios que caracterizan al mal sacerdote, y de esta manera se explica que en esa sociedad que navega todos sean fervientes devotos de la religión que aprendieron de sus madres. Y por eso también se explica que el marino español trate con el más humillante de los desprecios al tonsurado indigno que olvida su sagrada misión.

Se trata de negar estas aficiones piadosas que yo afirmo recordando la frecuencia con que se blasfema en los barcos de guerra.

Pues bien; la réplica afirma la tesis, porque los marinos no tienen hábito de blasfemar, y sólo recurren a la blasfemia para convertirla en interjección, tan característica que denuncia una decisión irrevocable y que, por consiguiente, es forzoso acatar.

Yo recuerdo, ahora que estoy caduco, aquellas misas que oí, formado con la marinería o al frente de ella, y me parece que oigo vibrar en batería el agudo son de la corneta, y recuerdo la piadosa unción con que tomaba parte de aquel culto, y cuando añado a estas memorias la de aquéllos que han sido herejes por obra de un sacerdote desalmado, creo firmemente que cualquiera perdona las inocentes blasfemias de los marinos, y que sólo Dios en su infinita misericordia puede perdonar las necedades de algunos presbíteros.

Yo, secretario

Jamás había pensado en ser ministro; esto constituirá la aspiración de algunos oficiales, pero nunca fue la mía. Es cierto que mis amigos me habían anunciado repetidas veces el alto porvenir que me aguardaba, pero nada más.

Cuando se hizo la crisis de octubre estaba ocupado en buscar un aparato que desplazase los fondos a larga distancia sin necesidad de suspenderlos; algo que sustituyese ventajosamente a la draga. Y me preocupada con esto porque estaba indicado para capitán general del departamento de Cádiz. Vino la crisis; lo cierto es que ni supe sus causas ni cómo se verificó. Estábamos almorzando cuando llegó el secretario del señor Pérez y me dijo que este señor me suplicaba pasase a visitarle; conque lo hice inmediatamente.

Había notado que el secretario de Pérez usaba conmigo mayor respeto del que suelen usar los secretarios de los jefes de partido, y en la casa de Pérez noté iguales atenciones exageradas; pero era yo novicio en este trato de bajezas domésticas y aún no tenía formada ninguna sospecha, cuando el señor Pérez me ofreció la cartera de Marina.

Debió ponérseme alegre el semblante, y Pérez me miró compasivamente. Él tenía muy mal humor; dolíale haber aceptado el encargo de formar Gabinete; aseguraba que sería difícil gobernar el país, que exigía reformas imposibles; le asustaba la inmoralidad, que era preciso desarraigar, y terminaba cada lamentación de éstas asegurando que se sacrificaba por la monarquía y por la patria.

Yo estaba dispuesto a decirle que aceptaba, pero no me dio tiempo para contestarle.

-A las cuatro en el Congreso; allí me dará usted una respuesta definitiva.

Volví a mi casa y conté a mi mujercita la buena nueva. Se alegraba, se reía, me abrazaba con fuerza y no cesaba de repetirme:

-Lo tienes bien merecido, pero es poco. Anda, que ya llegarás a presidente. Pobre Cádiz de mi alma, sabe Dios cuándo te volveré a ver; pero no importa. Señor ministro, deme usted otro abrazo. Hay que poner un telegrama para los chicos.

-Pero, loca, si aún no está decidido.

-Como si lo estuviera. ¿Crees que encuentran un ministro como tú?

-A espuertas.

-Bueno, bueno. Ahora no te andes con modestias, porque los políticos no aprecian esa virtud.

Y en esta charla estábamos cuando entró la doncella diciendo:

-Señor, que sea enhorabuena.

-¿También tú lo sabes?

-Porque el portero ha comprado el extraordinario.

-Venga ese papel.

Y efectivamente; allí estaban los nombres de los nuevos ministros, y entre ellos figuraba el mío.

Confieso que no me pareció bien que El Imparcial supiese mis propósitos antes de que yo los tuviese formados.

El papelito decía, a continuación, quiénes eran los nuevos consejeros, y del relato se deducía que yo estaba de prestado en el ministerio Pérez. Copio textualmente: «El señor Lanza no es conocido en las lides políticas; ha desempeñado cargos importantes, y, según sus amigos, tiene proyectos en estudio. Veremos si esta Lanza tiene punta».

Me dieron intenciones de renunciar la cartera, pero comprendí que no era motivo suficiente aquella agudeza de un periodista que, dicho sea en justicia, no salía de los límites de la cortesía y del buen gusto. Pero comprendí desde luego que iba a luchar contra el ingenio y la ignorancia, singularmente contra ésta última, porque, aunque parezca mentira, las cuatro quintas partes de los españoles no saben absolutamente nada de las cosas de la mar.

A las tres ya estaba mi casa llena de visitantes, y aunque esto sea escena de sainete, es, sin embargo, exactísimo. Tuvieron la desfachatez de venir a saludarnos personas cuyos nombres ignorábamos, y que se hacían acompañar por sujeto s que apenas nos eran conocidos.

A las cuatro recibí contraorden. Pérez me aguardaba a las cuatro y media en el Ministerio de Estado.

El sainete continuaba con amenazas de convertirme en arlequín, y, en vista de esto, dimos orden de que no se recibía. Nieves y Tula se fueron a casa de don Juan Spotorno, y yo me marché al Ministerio de Estado.

Por el camino fui decidiéndome a renunciar mi nuevo cargo, porque no me sentía con fuerzas para mantenerme digno entre las asechanzas que empezaban tan pronto y concluirían Dios sabe dónde. Presentía el peligro sin conocerlo exactamente, y al llegar a la calle del Arenal estaba decidido a no ser ministro; pero entonces pasó por delante de mí el coche de un ministerio, quizá el de mi antecesor: dentro iban dos señoras perfectamente arrellanadas, fijando sus miradas en los establecimientos lujosos y en los carruajes de particulares y sin atender a los respetuosos saludos de los guardias.

Entonces hice irrevocable decisión de aceptar la cartera. Quería que mi esposa y mis hijos paseasen en coche del Estado, que recibiesen los saludos de los guardias, de los pretendientes y de los majaderos; que tuviesen la honra y la satisfacción de ser recibidos en Palacio, y lograr para mi esposa uno de esos distintivos que alegran la vida de las mujeres porque las colocan en rango superior.

Acepté la cartera para que mi esposa fuese ministra, y éstas eran entonces mis convicciones políticas.

A pesar de esto, decía La Época aquella noche: «El señor Lanza llega a tiempo. Ha sido siempre un reformador incansable, y ha demostrado sus aptitudes en los barcos de su mando y en cuantos destinos ha desempeñado, siempre con el mayor acierto. El señor Lanza es relativamente joven, y aún puede hacer mucho en pro de los intereses de la patria y de la Armada. El señor Lanza tiene el proyecto de crear dos nuevos departamentos marítimos: uno en Bilbao y el otro en un punto inmediato a Barcelona. El señor Lanza está condecorado con muchas grandes cruces nacionales y extranjeras. Sea bienvenido el señor Lanza, y tenga la seguridad de que en el nuevo gobierno de Su Majestad, encontrará dignísimos compañeros más experimentados que le ayuden a llevar a cabo sus grandes reformas».

Total: que me llamaban viejo e inexperto.

Pasamos aquella noche como conspiradores, entre citas con éste, y con el otro, y con el de más allá, reuniones en casa de Fulano, de Zutano y de Mengano. Los nuevos ministros detrás del presidente; detrás de cada ministro, los altos empleados, y detrás de éstos, otros, y otros, hasta ponerse en marcha los cuerpos de diminuta magnitud y apenas perceptibles, porque aquello parecía el movimiento de una nebulosa política.

Juramos al día siguiente, y desde entonces juré no volver a ser ministro.

Era imposible resistir aquel suplicio que parecía fabuloso. Era la lucha de la honradez contra la infamia, la de uno contra mil. Se me acusaba de no proteger la industria nacional, porque traía del extranjero grandes piezas forjadas que no se podían fabricar en España. Se me acusaba de no defender el presupuesto, porque pagaba a los constructores españoles más caro que a los constructores ingleses.

Unos decían que estaba equivocado mandando hacer barcos pequeños, y otros me llamaban ignorante porque construía cruceros de primera clase, y quien me pedía ametralladoras para colocarlas en las crucetas, y quien aseguraba que las fragatas no debían llevar más artillería que una colisa.

El ingenio hizo de las suyas, y apareció una caricatura que representaba la escuadra española atravesada por una lanza.

En el Senado tuve que sufrir las caritativas advertencias de cuatro ancianos que, guiados de la mejor buena fe, y apegados a los usos de sus tiempos, temían que mis innovaciones produjesen la ruina de la Armada española que, según ellos, no volvería a tener glorias como la del Callao, derrotas como la de la Urca, barcos lujosos como la Esperanza y barcos bonitos como la Villa de Madrid.

En el Congreso pasé mayores fatigas, porque a excepción de los diputados militares, algunos títulos de Castilla y algunos abogados ilustres, nadie me concedió la menor deferencia. Eso sí; los cuneros invadían mi despacho pidiéndome imposibles extravagantes o futesas que parecían limosnas. Sus deseos de exhibirse les mantenían en constante pregunta durante las primeras horas de la sesión, y recuerdo que un sujeto de tal especie me preguntó un día desde su escaño si existía una irregularidad en la fábrica de jarcias de Cartagena, conque amostazado le contesté:

-Existe efectivamente, pero es en la fachada; los tontos creen que aquello se cae, pero aseguro a Su Señoría que en esta ocasión se equivocan los tontos.

A todo esto, mi esposa no se paseaba en mi coche, y mis hijos se complacían enviándome desde Argelia todos los periódicos en que se me censuraba.

Tuve un momento de serenidad y comprendí que la patria, la monarquía y yo no ganábamos nada con que yo fuese ministro. Admiré a cuantos han ocupado aquella poltrona en los modernos tiempos y han tenido abnegación para mejorar nuestra marina, que ha conquistado para los españoles gloria y tierras y va ahora envuelta en niebla espesísima, servida por máquinas rotas y por velas que parecen harapos, silenciosa, con el silencio del mártir, a estrellarse en la calle del Turco, entre el Congreso y el Banco de España. El héroe de Homero pasó con más suerte entre Scyla y Caribdis.

Dije a Pérez que estaba resuelto a presentar mi dimisión, y entonces empecé a recorrer la verdadera calle de la Amargura.

No era posible mi salida del Gabinete, sino mediante una crisis laboriosísima. Yo creía que bastaba decir ahí queda eso y marcharse, pero me fue necesario esperar tres meses. Y todo esto era sencillamente porque a Pérez le estorbaban dos de mis compañeros de Gabinete y quería que ellos y yo saliésemos a un tiempo.

Los periódicos serios hablaron de lanzas echadas en la mar, y los satíricos me llamaron lanza embotada.

Por fin, salí; salí sin haber hecho nada útil, y desde entonces creo que los ministerios deben estar desempeñados por hombres de carácter y de audacia, aptos para correr y capear todos los tiempos; los estudiosos y reflexivos deben estarse estudiando y ayudando con sus consejos a los buenos ministros.

Conste que fui ministro por mi mujer, y que por ella dejé de serlo, y esto demuestra una vez más la influencia que sobre mí ejerció siempre aquella gaditana.

Filarmonía a bordo

Una manifestación de la mancomunidad que caracteriza la vida en los barcos en la especialísima manera con que se canta a bordo.

En los cuarteles y en los presidios, como en las iglesias y en los teatros, hay partes, pero a bordo sólo hay orfeones. Rara vez se oye a un marinero cantando solo, y aun entonces canta bajito, sin pretender lucirse, como si ensayase o estuviese murmurando.

Pero al llegar las últimas horas de la tarde, cuando se aproxima el momento de coger los cois, se reúne la gente en grupos en el castillo de proa o en el convés, y allí se canta de una manera tan admirable que constituye el mayor encanto de la vida en la mar, y el más desconocido para la gente de tierra. Sepáranse los cantores, quedando aislados los de cada región porque en todas las manifestaciones de las intimidades del alma aparecen el hogar, la región y la patria, y aparecerán siempre, con vida tan exuberante de energías que el filósofo menos discreto entiende desde luego que acaso la futura felicidad de la especie humana, esté en el reconocimiento expreso de un orden jerárquico que empiece en el individuo, como grado de mayor preferencia, y acabe en la humanidad.

En esa lucha de los cantos regionales se hacen maravillas, y siempre se decide la victoria a favor de los hijos del Norte, de aquellos hermosos países cuyos naturales nunca olvidan el hogar donde nacieron; las encantadoras comarcas cuyo recuerdo produce nostalgias a sus hijos ausentes; donde éstos guardan los tesoros adquiridos con sus trabajos en lejanas tierras, y donde los enemigos hipócritas no han hecho germinar ideas cosmopolitas destinadas a producir la adoración a un Dios ficticio y la prosperidad de los sacerdotes de ese culto lleno de supercherías.

Llevan la palma los gallegos, los vascongados y los catalanes, y es inútil que luche contra ellos el andaluz, que canta sin más acompañamiento que el palmoteo, los gritos inarticulados y las interjecciones groseras con que sus paisanos parecen azuzarle. Y no es porque los andaluces canten mal, que algunos cantan tan bien que hacen amable el enojoso canto flamenco, como la esposa honrada convierte en devoto de la mujer al hombre más aburrido del grosero trato de las prostitutas. Pero el andaluz, aunque canta bien, canta solo, y si llega a parecer un ángel recordará el cielo, la vida perdurable, una idea más o menos abstracta, acaso el lindísimo hogar, que tan lindo puede ser en Jerez como en la Palestina o en California, pero nunca recuerda la región perfectamente caracterizada. Y de este modo la copla del andaluz habla con extraordinaria poesía de los afectos del espíritu que son comunes a todos los hombres, y en cambio los hijos del Norte cantan las bellezas de su región, las glorias de su historia y sus aspiraciones predilectas.

Lo que digo es tan exacto, que hay muchas personas que pasan en Cádiz por andaluces habiendo nacido en las montañas de Santander, y no hay un andaluz que se acerque cantando a imitar las tonadas austeras, guerreras y melancólicas de catalanes, vascongados y gallegos.

Y supuesto que ya me he enfrascado en esta disquisición, y que mis opiniones no parecerán sospechosas, por ser yo madrileño y carecer, por consiguiente, de música propia, voy a decir a ustedes quiénes, a mi juicio, cantan mejor en los barcos.

Y son los gallegos, los marusos, los que han nacido en un país menos conocido para el resto de España que la isla de Cuba y las islas Filipinas. Conste que al hacer este elogio no me refiero a las gallegas, porque todas las mujeres parecen hermosas cantando, por la sencilla razón de que se nos figura que siempre cantan para el hombre que las escucha. Me refiero exclusivamente a los gallegos, y respecto a éstos aseguro que nadie les gana a cantar bien.

Desde luego sus canciones tienen una onomatopeya tan extraordinaria, que aquellos cantos son de un realismo inimitable. Ensalza el gallego las hermosuras de la aldea y refiere los amores, que producen lágrimas y besos, con estilo bucólico que siempre es agradable, porque la bucólica nos recuerda el nacimiento de todos los grandes ideales de la raza humana que van haciéndose efectivos mediante el progreso social. Y así el canto gallego resulta como canto de gesta del zortcico vascongado, que es la épica cantada por juglares y trovadores, y del himno catalán, que recuerda la augusta severidad de los pueblos victoriosos aprovechándose de sus triunfos para crear nuevas leyes y filosofías nuevas, y por esto me parece ver en Galicia la madre del guerrero vascongado y del laborioso catalán, la cariñosa y respetable abuela de la seguidilla gitana, que parece el grito de un alma torturada por los más encontrados sentimientos; quizá la hermana mayor de la jota aragonesa, tía carnal de las manchegas y de las murcianas, amiga íntima de los cantos de los teutones y de los himnos a la libertad y a la patria de italianos y franceses; augusta señora a quien envío mi respetuoso saludo, asegurándola que aún quedan pulcros seres que se lavan con agua caliente cuando oyen algún aire de can-cán.

Yo deploro que aquellos cantos que a la caída de la tarde hacen temblar los baos y las bitas no sean escuchados por esos excepcionales seres a quienes inspira la contemplación del arte produciendo en sus cerebros imágenes bellísimas que el armonioso ritmo de su elocuencia convierte en monumentos maravillosos del pensamiento y de la palabra. Y en aquellos días sin fin, en que la ausencia de los seres queridos llena el alma de amargura, es un eficaz consuelo, o por lo menos un necesario anodino contemplar las puestas del sol, que nunca son iguales, y oír a los marineros sacados de sus aldeas y reunidos en aquel artefacto que flota sintetizando la altísima idea de la patria, la santa idea que vive arrinconada en los corazones avergonzada de que hoy se vea negada impunemente por los miserables que todo lo niegan para evitarse la molestia de conocer lo que otros afirman.

Ojalá que antes de mi muerte sea gala española el ser español, y no se oiga en gargantas españolas esas canciones extranjeras que, desgraciadamente, significan para los humanos la prosperidad, la libertad de pensamiento y el amor patrio, que son dones preciosos que nos están vedados a los españoles por quienes no debieran llamarse hijos de España.

¡Oh, la gallegada!... ¡la infeliz Pita!... ¡Méndez Núñez!... ¡Feijo!... Y no hablo más de estas cosas porque los gallegos tienen fama de brutos, y, desgraciadamente, hay en España muchos gallegos que no han nacido en Galicia.

Pero ésos no saben cantar la gallegada.

Viaje por circulo máximo

Hacía tres meses que había muerto mi querida Nieves, y yo comprendía que Gregorio y mis hijos procuraban distraerme por todos los medios que les eran posibles. Al mismo tiempo observaba que Pepe y mi yerno aludían con extraordinaria insistencia a sus trabajos en África, y una noche, cuando concluimos de cenar, les propuse que tomásemos el té en mi despacho. Aceptaron ellos, sospechando que se preparaba algún acto solemne, y cuando ya estuvo el té servido aguardaron en silencio a que yo les hablase.

Le di a Gregorio las llaves del arca de hierro y le supliqué sacase un legajo, en cuya cubierta había yo escrito: «Para el día de mañana». Colocado el misterioso paquete sobre el pupitre, di un buen sorbo para dominar de este modo mi emoción, y con la cara más alegre que logré poner, les dije de esta manera:

-Mira, Gregorio, a pesar de lo listos que anduvimos tú y nosotros, murió tu padre sin verte, y yo recuerdo que el bondadoso abuelo se acordaba de ti más que de la medicina; porque, creedme, cuando se llega el momento de morirse, no hay suplicio más espantoso que la soledad. Está dicho, y ya veo que presumís el final de mis argumentos. Pues bien; eso es lo que quiero, que no me dejéis solo. No, no... si ya sé que me queréis, pero ahora vamos a hablar como hombres de negocios... ¿Que no? Pues no hay más remedio... Yo estoy sereno, me encuentro bien, os prometo no afectarme, y haz el favor, Pepe, de abrir ese legajo... Ahora vamos a hacer entre nosotros una testamentaría... Nada; no vale llorar; yo pasé por ello cuando murió mi madre, y ahora os toca a vosotros soportar este trago, que yo os endulzaré con mi experiencia... Conque, manos a la obra. El abuelo no hizo testamento, y obró cuerdamente. El abuelo tenía sus ahorros y yo era su cajero. Cuando murió, Dios le tenga en su santa gloria, ya dije a Gregorio que le correspondían 57.000 reales de los 114.000 y pico que constituían el capital íntegro que yo conservaba. Convinimos en no tocar a este dinero y emplearlo en papel del Est ado, y así lo hice, separando los dos caudales, el tuyo y el... otro... Ya he dicho que vamos a hablar de negocios; conque...

Y me sorbí el resto del té porque se me cerraba la garganta.

De modo que los 57.000 reales con los 13.000 duros que nos correspondieron a la muerte de la abuelita, más los intereses de estos 13.000 mil duros durante veintiún años, y los réditos de los 57.000 reales durante once años casi justos... menos dos meses... ¿Qué iba diciendo? ¡Ah, sí! Pues bien; todo esto constituye la herencia de vosotros dos. Dejemos aparte los derechos que me concede el nuevo Código, y que no conocería si no me los hubieran referido algunos amigos oficiosos que se meten en lo que no les importa, y sigamos el inventario. Yo tengo un capitalito muy decente que me ayudó a mejorar... De aquí se deduce otra partida que aumenta vuestros ingresos. Pues bien; lo que me queda suma unos milloncejos, y os propongo que me traspaséis en cualquier precio vuestra fábrica de la Argelia... ¡Alto, y silencio!... vuestra fábrica de la Argelia, que es el único inmueble que allí poseéis, porque vuestras acciones de ferrocarriles podéis conservarlas, dejando a otro ingeniero que...

-O hablo o reviento -dijo Gregorio.

-Pues habla, hombre, habla.

-Allá voy. Ni tú tienes por qué darnos cuentas ni vamos a estar oyéndote con tranquilidad todas tus relaciones. Si a cuentas fuésemos resultaría que yo empecé mis negocios con dinero tuyo, que no me has querido cobrar; que los bienes de mi madre estaban muy embrollados, y tú los saneaste con tu trabajo y con tu dinero; conque, si después de todos estos favores aún nos vienes con tus historias, considera que haces menosprecio de nuestra dignidad.

-Pero es que...

-Deja que yo también pronuncie discursos... ¿Qué creías?... La fábrica está vendida, sí, señor. Tú quieres que no te dejemos solo y nosotros estamos resueltos a quedarnos contigo.

Me puse en pie, y caí llorando en sus brazos. Entonces Gregorio me preguntó:

-¿Estás contento?

-Figúrate; pero me falta ella. quizá pronto tendremos una fatal compensación.

Miré a Tula, y se abrazó a Gregorio como la santa Nieves se abrazó a mí en otro tiempo.

-Y tú, ¿no te casas? -dije a Pepe.

Y me contestó con seriedad impropia de sus pocos años:

-Crea usted que estamos abusando de la suerte, y no quiero que me salga la contraria.

Y aquella noche les dije con la irreflexiva alegría de los niños y de los viejos:

-Me habéis quitado de encima un peso muy grande, y ya tengo suficiente con el de mi cruz de San Hermenegildo. Ahora viviremos lo que podamos, y cuando llegue el momento de terminar este rápido viaje por círculo máximo me enterráis con mi gaditana y me ponéis encima una losa muy blanca con esta inscripción:

AQUÍ DIO FONDO