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Cuando D. Juan Solo llegó á su casa pudo dar rienda sucha á su dolor. Todas las fibras de su alma estaban rotas, todas sus esperanzas destruidas, todas sus aspiraciones sumidas en el golfo de lo imposible. ¡Se acabó! ¿A qué más vida? El minuto que trascurrió después de hechas estas reflexiones fue cruel como un verdugo, largo como el camino de vuelta, y helado como Diciembre. ¡Se acabó, sí, y para siempre! Sus sesenta años de sacrificios iban á tener un desenlace bien triste. La escena ocurrida en casa • de su hija no podia ser recordada sin horror, sin vergüenza, sin miedo, todo junto.
Cerró el paraguas, subió los setenta escalones que separaban el piso tercero de la calle, tiró de la campanilla, y entrando en su despacho se dejó caer en el sillón. A un lado cayó el paraguas y á otro el sombrero, abandonados por las manos que acudían á ocultar el rostro, donde un llanto desgarrador salió fuera como lluvia de la feroz tormenta.
—¡Ah!—dijo—¡infame!
Pero inmediatamente adelantó la mano, y haciendo un movimiento como si quisiera borrar del aire aquella palabra, replicó:
—No... Ella no... ¡El!
D. Juan Solo de Estúban había nacido en Fuentidueña de Tajo el año ios. Su familia', último tallo de un árbol genealógico que dió bien poco que hacer á la heráldica, se componía de traficantes en ganado y en granos. La abundancia columpió su cuna; pero no pudo saber verdaderamente lo que era una familia, porque la suya, demasiado numerosa, tenía en común la vida y en una misma casa, que puede servir de tipo á la morada del castellano rico, estaban desde el abuelo al último criado. El hogar común, las relaciones íntimas de hermanos, cuñados, primos, tias viejas y regañonas—que eran siete hermanas de su padre—arrebataron á la infancia de D. Juan las dichas del regazo materno. Allí se vivía en público. Era una república á uso espartano, y la comida, en el enorme salón de la casa, revestía cierto aspecto glacial de comida hecha en una fonda por diversos viajeros que vienen y van de ó á distintas partes con contrapuestos intereses, indiferentes entre sí. Los Solo de Esteban parecían, más bien que miembros de una familia, obreros de una fábrica. El respeto al jefe de la dinastía, la obediencia á sus órdenes, las puramente oficiales relaciones de ellos, la poca importancia de las mujeres de los cinco hermanos casados, todo le daba el carácter de una reunión de gentes unidas por vínculos completamente diversos de los que la sangre engendra. Allí el más útil era el más atendido.— Las malas cosechas de 1822 arrebataron á los Esteban la mitad de su prosperidad, y cuando Juan cumplió los veinte años hallóse casi pobre. El cólera mató á su madre y se llevó la cuarta parte de la lechigada de solteronas que llenaban la casa de toses y perros. Hallóse el con una salud débil, con una predisposición á la melancolía invencible, poco avezado al mundo y exento de pasiones y afectos. Su corazon sólo le servía de entraña.—Al estallar la guerra civil lcfc Esteban perdieron el resto de sus bienes: una partida de muías lechales que traian del Pirineo fué cogida por los carlistas, y el abuelo Esteban murió de rabia maldiciendo á aquellos bandidos. No tardó en seguirle su hijo mayor, padre de Juan. La soledad de éste fué espantosa. Se encontró completamente entregado á sí mismo, á su carácter débil, á su propensión cavilosa y pensadora, á su miedo del mundo. ¿Qué hacer? No habia recibido educación alguna. Como el Santo filósofo lo ignoraba todo; pero no era santo. Hombre de ménos aspiraciones no se ha conocido. El pedia tan poco á la sociedad, que sedaba por contento con que le dejara un rincón donde esperar la muerte. Sin haber penetrado en las profundidades de las cavernas de la vida, presentía sus horrores y de antemano le inspiraban pavor. Vino á Madrid en una galera que paró en la posada del Galgo, que aún existe en la Cava baja. Era aquella época en que escribía Fígaro; en que Espronceda conquistaba renombre y popularidad; en que el Duque de Rivas comenzaba su carrera literaria y diplomática; en que España se bañaba en las olas primeras del romanticismo. Las damas peinaban sus cabezas con grandes moñas que, colocadas sobre el occipital, tomaban el nombre de castañas, y unos enormes miriñaques las envolvían, convirtiéndolas en plazas fuertes. El pudor iba como las cubas: entre aros. Las luces de las calles eran de aceite. Habia cien simones para toda la Corte de las Españas. Paquiro mataba cada lunes cuatro toros en la plaza. Empezaba á sonar aquí la palabra «revolución» sin que la gente se persignase, y ya habia dos ó tres docenas de españoles que creyeron en Mesmer, en el telégrafo y en el libre exámen. El ferro-carril no habia
Pertenecía la dama con quien emparentó á una de esas familias míseras que la burocracia española envuelve en atmósfera mortífera de necesidades de lujo y pobreza. El padre de Emilia fuó oficial de Hacienda; cobraba 20.000 reales de sueldo, que eran mucho en aquellos años económicos en que una casa regular costaba una peseta diaria y la carne á 10 cuartos la libra. Emilia se educó, pues, en una posicion falsa. Lo supérliuo presidió á su educación, con su abanico de plumas de pavo real. Aprendió á cantar, áun cuando su oido era abominable y su disposición estética nula. Como entóneos estaban de moda las muchachas pálidas, y el nombre de Emilia era del catálogo de heroínas de novela romántica, esta niña concibió todas las ilusiones de una vida holgazana y dulce, entre las adulaciones maternas y la estúpida ceguedad del empleado en tabacos, que no tuvo jamás otra habilidad que la de hacer sumas y restas como una máquina desprovista de todo asomo de inteligencia. Ella soñaba con un D. Juan de larga melena, descolorido, ó verde si fuera posible, de grandes ojos negros, que hablase del rocío de las flores, de Atala y Rene, del crepúsculo vespertino y de la última
—¡Ah!—exclamaba doña Pristína atándose bajo la barba los cabos de un pañuelo de seda.—¡Si el que come tierra viviese... ;cómo habían de despreciarnos esos pordioseros, hartos de ajos, que nos miran por encima del hombro?
Doña Pristína, tal como la conoció Juan, esto es, cuando había trocado los pomposos y nobilísimos títulos de su buen marido por el humilde aunque nunca bien ponderado oficio de pupilera, habia venido á ser una vieja del género flaco, asarmentada, alta, sin la serenidad de la edad caduca, caprichosa y comilona. Se quejaba de todo, y todo la producía disgusto. Licenciado Vidriera con enaguas y sin gracia. Hallaba modo de ver en el más insignificante suceso una desatención. «Ella se ponía el mundo por montera; pero era bien triste—oido, que todas estas palabras son de su precioso vocabulario—era bien triste haber sido ama de muchos criados y tener que ser criada de muchos piojosos (síc). Por lo demás, si el que come tierra viviese, otro gallo le cantara, i Decia que *ya no habia personas decentes» y que «en el mundo no podían vivir señoras solas.» Tenía vivos movimientos impropios de su edad, y cuando se irritaba, que era con frecuencia, columpiaba la cabeza demacrada en el cuello craso y estriado de tendones tirantes, agitaba los brazos, se ajustaba el pañuelo de la cabeza—que jamás abandonó,—levantaba la espalda corva y huesuda, todo con tanta prisa, violencia é ira, que aquella hosamenta amenazaba desarticularse.
Cuando sobrevino el engendro, la vieja se complicó de furia. «¡Qué deshonor! ¡Juan era un malvado! Abusar de una niña, de un ángel. Emilia merecia una palma, sí, la palma de las vírgenes. \a no habia personas decentes.» Bien sabe el Señor de todas las cosas que en el trance de la seducción, Juan, si no fué el seducido, lo que es seductor no lo fué tampoco; y aquí se empeñan en que los copiemos unas cuantas notas de las que con gran trabajo y acucia hemos recogido para esta historia; notas que ponen en verdadero punto cuestión tan árdua y que por respeto á la memoria de Emilia no queremos copiar, aunque, lo repetimos, agitando las cuartillas en que están escritas, nos llaman la atención muy delicadamente. Por lo cual, y para no dejarnos seducir por ellas, hacemos punto y pasamos á otro capítulo. ' .
—Señora, yo estoy dispuesto á portarme como un hombre honrado. Ya verá V. como hay personas decentes en el mundo. Por lo menos yo lo seré.
—¡Ay, hija mia! ¡Qué vergüenza! ¡Tú, tú, tú! Verte como te ves. ¿En qué has estado pensando?
Emilia no supo qué contestar. Bajó los ojos, que se habian agrandado con la palidez creciente por su situación vergonzosa, y desde entónces procuró vestirse de manera que los pliegues de gabanes y faldamentos encubrieran el desarrollo abdominal. D. Juan puso manos á la obra del matrimonio, y en la parroquia de San Millan, una mañanita fria, cuando pasaban las burras de leche por la inmediata calle de Juanelo, se consumó la desgracia.—Aquel día fué memorable en las letras, porque murió Larra y nació Zorrilla.
Iba D. Juan del brazo de su señora, resplandeciente, en medio de su pobrísimo perjenio. La levita que compró cuando entrára en la secretaria del Ayuntamiento, hallábase en los dos tercios de su honroso y patriótico servicio; el pantalón verde, muy ajustado, según la moda de entóneos, caia, no sin gracia, conste, sobre unos botitos de caña remontada, y para embetunar los cuales D. Juan se ponia medio negro el rostro y los brazos, metiendo una mano en la pieza de becerro y sacudiendo con la otra el cepillo; un chaleco azul de damasco con flores negras, y dos carrerillas de botones; una chalina amarillenta engarzada en un anillo de latón, y un sombrero de copa alta, de largo pelo, y tan traido como llevado: hé aquí el figurín del año 33 para los empleados de poco sueldo que no robaban al Estado. Era, por esto, el figurín del honor, respetable... pero feo.
Emilia llevaba amplia falda de poplin de Amberes. que por cierto—¡todo ha de decirse!—había estado empeñada hasta la noche anterior, en que Juan la sacó al mundo; un cuello de encaje de mucho mérito, según doña Prístina, y que le venía á ella de cierta prima lejana que fué azafata de la reina de Etruría; una sombrilla azul y una mantilla de raso; en medio de cuyo ropaje la sutil y flaca persona de la novia aparecía más desagradable é impropia para inspirar pasión alguna, como no sea una pasión el disgusto.
Doña Prístina se echó encima el resto de trapos visibles que quedaban en su menguado cofre. Quiso ponerse un sombrero de tul con plumas de garza, que Dios sabe los siglos que tenía; pero D. Juan intervino, y casi con lágrimas en los ojos la suplicó que no lo llevase si no quería alborotar el barrio y poner sobre las armas á la heróica milicia ciudadana. Pero no pudo evitarse el que se envolviera en un chal de ex-cachemira, lleno de puntos astronómicos y manchas amarillas, signos, sin duda, de pasadas grandezas. Este chal y una vecina del sotabanco que conoció á doña Prístina en su apogeo burocrático, la cual era de una absurda obesidad y tan suspirona que parecía un tuelle de fragua vestido con sayas, llamaron la atención del barrio. Asomábanse á ver la boda los barberos, que entónces casi todos tenian tienda baja, y no piso alto como hoy; los tagarotes de las lonjas de ultramarinos, recien venidos de su pueblo, con la cabeza muy peinada y tan llena de aceite que parecían haberla metido en las zafras, y las manos sonrosadas de sabañones; los mozos de cuerda que en la taberna de la esquina de la Cava alta se reunían; las modistas de enfrente. D. Juan, que era enemigo de exhibiciones, iba frito, y su cara larga, sin barba, de maxilares prominentes y nariz recta y cuadrada, expresaba el más íntimo disgusto.
—¿Quién es el muerto?—preguntó un transeúnte á una muchacha que detrás de una reja limpiaba el barro á una capota.
—¡Ay qué boda! —dijeron más allá—
—¿Quién?
—El marido.
—¡Va pálida la novia!
—¿Quién será la madrina? ¿La gorda?
—Entónces esta es la boda de Baco. Una tinaja hace de madrina.
La madrina y el padrino esperaban en la sacristía. Era un matrimonio de felices burgueses, enriquecidos vendiendo chocolate. D. Gerónimo Rodillo se habia emancipado del mostrador pocos años ántes, y ahora desempeñaba el cargo de comandante del batallón 17.“ de ligeros, al cual, por ahí, los maldicientes chuscos llamaban el batallón del
Fué la ceremonia ligera. D. Juan se acordaba siempre de la cabeza del cura que le casó, de su crespa cabellera gris, de sus labios salientes y abelfados, de su sobrepelliz nada limpia y de su estola pendiente de la manga, que iba y venía repartiendo bendiciones, hisopazos y aspersorias. Se acordaba de la sacristía, húmeda, llena de los ruidos de la calle sobre los que dominaba el cantorrio de un ciego, invadida y profanada por una turba de chicos que se disputaban las misas para ayudar como acólitos y beberse las reliquias corroborantes de la vinajera... Se acordaba de la comida con que los padrinos les obsequiaron, del apetito de su suegra, de los suspiros de la señora gorda, de la palidez de su cara mitad, de la tarde que iba cayendo, del los que se puso de un modo muy triste, muy triste; de muchas cosas desagradables que invadían de recuerdos enlutados y cómicamente enojosos su memoria.
Hubo, sí, un día de placer en la vida de D. Juan. Cuando fué padre: al entregarle el comadron á la niña para que la reconociera, sintió un golpe violentísimo en el corazon, abrió sus ojos insignificantes y vagos que tenian algo de una mirada a través de un vaso de agua, palpó á la criatura y parece que vió delante de sí un horizonte inmenso, que sintió en sus hombros la impresión de un peso y que dentro de su alma un deleite y un vigor inverosímiles le poseyeron.
¡Mía, mia... mia!—balbuceó.—¡Hija de mi alma!
Le beso la cara, amoratada aún, y recibió la primer mirada de aquellos ojitos recien nacidos. Con una cucharilla puso en los labios del nuevo sér unas gotas de agua azucarada. Después devolvió su hija á Emilia. Eran las cinco de la tarde y tenía dos pesetas en el bolsillo por todo capital.
—Es preciso hacer algo. Necesito recursos, dinero... Esta hijita que Dios me ha dado necesita de mí,—pensó.
Buscó el sombrero, echóse á la calle. Iba sin rumbo, sin propósito fijo, decidido á buscar dinero; pero ignorando dónde lo encontraría. Parecióle, á pesar de lo desesperado y angustioso de su situación, que el mundo estaba alegre. La naturaleza habíase enriquecido para D. Juan Solo de un nuevo prestigio, el mayor de todos, el de la paternidad. En el paseo de Recoletos creyó que los árboles tenían todos llores y frutos, nidos y perfumes. Anduvo largo trecho en aquel embobamiento paternal. Luégo se preguntó, parándose de repente:
—¿A dónde voy?
Y entónces se acordó de que en la calle de Segovia existia un depósito de carbón y leña de que era propietario un tio suyo, residuo postrero de aquella dinastía de los Solo de Esteban tan acaudalada en otro tiempo.
—Elestá rico—pensó,—puede que...
La verdad es que él muchas veces ántes de aquella habia experimentado graves aprietos por motivo de su escasez absoluta de metálico, y siempre se habia acordado de su tío Críspulo Solo; pero también es cierto que una vergüenza infinita le habia poseído siempre en caso tal. ¡Pedir dinero á un pariente orgulloso de quien no se habia acordado hasta entónces! ¿No era una acciQn baja é interesada?
—Yo—decia D. Juan—tengo el pudor de la deuda.
¿Qué le ocurría ahora para que al recuerdo del tio Críspulo no siguiese la vergüenza de la petición que proyectaba hacerle? Que se acordaba de aquella muñeca envuelta en pobres mantillas, de aquella niña que carecía de nombre porque no había tenido su bolsillo aún el dinero bastante para pagar el bautizo. Se sentía padre, y el amor propio se desvanecía ante el amor de su hija.
Llegó á casa de Críspulo, que era un viejo fuerte y saludable, delgado, seco, de ojos verdes y nariz aguileña.
—¿Qué te pasa? ¿Necesitas de mí? Habla—le dijo el viejo.
La verdad, tio, es que me he quedado cesante y que hoy me ha nacido una hija.
—Pues yo no la he engendrado; de modo y manera que yo no la he de mantener.
—¡Famosas despachaderas tiene V,, tio! —replicó bien
triste y ahogándose de dolor y vergüenza D. Juan Solo._
Pero yo tengo que mantenerla, y mire V.—una lágrima se escapó de sus ojos—si el mundo no me dá los medios, de un puñetazo... ¿oye V.? de un puñetazo le hundo en el abismo... le hundo, le hundo...
Apretó los dientes y esgrimió el puño derecho encolerizado.
—Quita el pistón. No mates tanto, hombre. Perdóname á mí al ménos, que soy tu tio... No me creas tan sin entrañas que haya de abandonarte. Yo te daré empleo... ¿Quieres llevarme las cuentas de la casa? Una onza al mes vas ganando... ¡Vamos, sin rodeos! ¿Hace ó no hace?
D. Juan Solo no lo meditó siquiera.
—Hace. Desde mañana empiezo... Pero...
—¿Hay
Sí; es decir, no. Lo que hay es que yo necesito dinero «n seguida... Si V. pudiera.
El tio Críspulo le habia comprendido. Sacó del bolsillo de su chaleco de pana cinco duros en cinco piezas y se los dió á D. Juan. Este pegó un salto de alegría. Descubrió su cabeza, donde el pelo abundante y lácio marcaba cinco puntos salientes, dos sobre las cejas, dos sobre las sienes y uno en la nuca, y miró al cielo con ojos Henos de reconocimiento.
Tomó el trote para su casa. En la Puerta del Sol poco faltó para que un carruaje le atropellara. En la calle de
Jacomctrezo una prendería llamó la atención de D. Juan. Una ¡dea se le ocurrió de improviso.
—¡Una cuna!... Vaya, es indispensable.
Delante de la puerta se veia un cesto de mimbres que se columpiaba sobre dos discos de madera.
—¿Cuánto vale?... ¿Treinta reales?... Tómelos V... Un mozo para llevarlo... ¿Que le llevará luego?... Nó, nó, ahora mismo... ¿Que si es desconfianza?... Nó; es que esta cuna es para mi hija, y ya vé V... no es cosa de que espere la pobrecita criatura... Mi hija debe tener una cuna... Lo que yo siento es que no sea tan buena como la del Príncipe de Asturias.
Comenzó D. Juan sus faenas administrativas con tanto celo, que el viejo carbonero Críspulo se llenó de gozo al ver el libro que inauguró aquella mañana, limpio y ordenado, con cada rasgo y cada perfil que daba alegría el verlo. Fué preciso que D. Juan hiciese el sacrificio de su sombrero de copa y de las faldas de su levita, porque no sentaban bien detrás de un mostrador de carbonería tales adornos caballerescos. Bien es verdad, que la carbonería era un gran establecimiento donde habia no menos de doscientos quintales de leña y unos quinientos de carbón, con lo cual ascendía en importancia, así como es cierto que D. Juan ni pesaba el carbón ni cargaba los carros, lo cual hubiese sido demasiado descenso para su triste prosopopeya social. Para estos recados y otros menesteres de baja esfera, los criados de Críspulo sobraban, y D. Juan, detrás de su mesa, con la pluma de ave colada en la derecha oreja, dirigía y presidia las operaciones de los negros y des-garrapizados obreros del almacén, envuelto en una nube negra de polvo de carbón. El primer dia, D. Juan Solo sa- t. .’ ’ lió del almacén de color de aceituna; el segundo de color de cuero, y después el polvillo negro se posesionó pacíficamente de su cutis, llenó los intersticios de la nariz, se asentó en la comisura de los párpados, sembró las cejas, y matizó los poros. Fué preciso resignarse á aquel color de mulato, pues el almacén era el único medio de vivir que al sin ventura se le ofrecia. En medio del tono pardo de la piel, la blancura de los globos de los ojos resaltaba cómica y singularmente. Algo saltones de por sí, con aquel contraste se acentuaban, dando al rostro de D. Juan Solo alguna semejanza con el rostro de un polichinela. Sus dientes, blancos y recios, eran asimismo notables en la oscuridad mate de los labios, y todas las partes blancas de su traje, los puños de la camisa y el cuello, se destacaban con crudeza y vigor... Pero, ¿qué le importaban á D. Juan Solo el mundo, el bien parecer, el polvo del carbón y los faldones de su levita? Su hija, su hija, eso era lo que él amaba. Cuando á las ocho de la noche se cerraba el almacén, corría á su casa y se apoderaba de la muñeca, Ja paseaba por la habitación, la cantaba todo un repertorio de cantares soporíferos, y cuando se le dormia en los brazos, llevábala á la cuna, depositábala en el blando coginete con sumo tiento, y se estaba horas y horas mirando los gestos que aquel angelillo dormido hacía. Veíala mover los labios como buscando el dulce y próvido seno materno. Veíala sonreír, marcándosele en las dos manzanitas de los carrillejos dos hoyos graciosísimos, ¡y D. Juan Solo se sen-lia inundado de una dicha, de un júbilo!... Aquello era un pedacito de paraíso que se había caído al mundo. La buhardilla de D. Juan Solo llenábase en horas tales de todos los lumínicos reflejos del cielo de los bienaventurados. La vida suspendía su andar lento y enojoso; el reló se detenía y D. Juan Solo se quedaba embebecido en su propia obra, como un íilósofo, un artista ó un Dios.
—Yo no sabia lo que era la vida—se decía á sí mismo el pobre de D. Juan.—¡La vida es tener un hijo y matarse por él! ¡Viva, viva mi hija de mi alma! ¡Bendíganla los cielos! ¡Sea dichosa, y nada más me importa de cuanto sobre la tierra existe!
Tanto se aplicó en el gobierno del almacén, que en poco más de dos meses el Sr. Críspulo se convenció, á pesar de sus desconfianzas de comerciante, de que D. Juan le servía de mucho. Fuéle iniciando en sus secretos poco á poco.
—Mira, sobrino—le dijo,—vamos á trabajar el uno para el otro y juntos los dos. Mi negocio marcha bien. Me he quedado con el suministro del carbón del ejército de Navarra... en unión con Juan Cláudio, el comerciante de huesos de las Peñuelas... Bien le conoces. Tú te entenderás con él. ¡Mucho ojo, que Juan Cláudio es capaz de engañar á un diablo! Ganarás veinte duros al mes... por ahora. Ya sabes que no soy tacaño... De modo que el que trabaja conmigo no lo pierde...
Coincidió este suceso notable en los fastos de D. Juan Solo con la aparición del cólera en Madrid. La mortandad era horrenda. En los barrios de D. Juan, la gente pobre, aglomerada en las viejas casucas sin ventilación, como los granos de la granada en su cáscara, moria á docenas. Don Juan Solo pasó miedo espantoso por su hija. Las noches eran para él de vela. Sentado junto á la cuna, espiaba las fases del sueño, ansioso y sin sosiego. ¡Su corazon se contraía, sus pulmones se ahogaban, sentía golpeo horrible de la sangre en las venas de las sienes si la niña Elena se despertaba á deshora tosiendo y llorando.
La primera vez que D. Juan Solo fué á las Peñuelas para entendérselas con Juan Cláudio, en el camino halló más de diez entierros. Iban los transeúntes asustados, y sus cadavéricos semblantes hablaban de un espanto indo-minable. D. Juan Solo, llegó helado también de terror, al inmundo corral donde Juan Cláudio tenía su comercio.
Juan Cláudio tenía más de treinta Eneros, y representaba haber pasado los cuarenta. De una juventud robusta era el erguimiento de su persona, la altiva colocacion de la cabeza. De una virilidad decadente y próxima á desvanecerse, era la cabellera cenicienta y la descabalada dentadura. Iba afeitado, y el pelo lo tenía al rape, con lo cual su cabeza parecía un cepillo. El cutis áspero estaba rayado por líneas profundas y concéntricas; partían de los párpados y la boca, formando tres círculos al contraerse las facciones por un movimiento característico de Juan Cláudio siempre que decia á sus clientes:
—¡No puedo absolutamente dar ni un ochavo más!
Su nariz salía de encima de los labios con rudeza, y era voluminosa, afilada, dura, inmóvil. Díríase una nariz de piedra. Este rasgo de su fisonomía era el característico. Los labios delgados eran la negación de la sonrisa, y detrás de ellos asomaban dos filas de huesos desfigurados y comidos por la cáries. Postura habitual de Juan Cláudio era la de apoyar el codo derecho en la mano izquierda, y morderse con el primer par de muelas de aquel lado la uña del dedo grueso. Robusto y recio, sóbrio y cruel consigo mismo, despreciaba las debilidades de los hombres, y se complacía viéndolos caer de su burro. Tenía la idea de que la humanidad es mala, porque se habia estudiado mucho á sí mismo.
Nació en I.eon, y allí estuvo de dependiente en una Ion-ja donde se vendían velas de sebo, pescadilla y bramante. Su infancia no existió. Fué siempre viejo por dentro, taciturno, malévolo. ¿Cómo ganando tres duros al mes, amén de las palizas, llegó este arrapiezo á reunir 6.000 reales al llegar al vigésimo año de su vida? Hay séres que han descubierto el arte de engendrar monedas. Vino á Madrid en una galera, y para que le costase ménos el viaje, sirvió de mozo de carga al mayoral, quien le pagaba estos servicios convidándole á comer el tasajo ahumado de las ventas y los salpicones de las posadas. Jamás bebia vino, sólo agua. Dormía poco, y eso de un modo inquieto, entre pesadillas llenas de robos, manos que abrían cajones rebosantes de plata, puñales que herían el pecho, dejando salir, en vez de sangre, chorros de oro. Se sorprendió tres veces sintiendo miedo: una noche, al entrar en Madrid, pasando por el despoblado de las Delicias; una madrugada, de las muchas que pasó al raso, viendo capturar á un ladrón; una tarde en las Peñuelas, presenciando una reyerta en que salieron á relucir truculentas navajas. Nunca se sorprendió enternecido ni con lágrimas en los ojos. Estos, de no llorar jamás, tomaron vidrioso aspecto y fijeza medrosa. ¡Ojos que sólo servían para ver!
¿Por qué vino á Madrid? Juan Claudio lo sabia positivamente, porque no era hombre de caminar á la aventura. Vino porque él no ignoraba que en esta gran olla, donde hierven todos los desperdicios de la nación, su actividad y sus alientos podrían estar mejor empleados que en la capital de provincia. Arrojad un ancla al mar, y vereis cuán pronto se agarra á las peñas. Así, Juan Cláudio á los tres dias de estado en Madrid fijó su vida y encontró ocupacion.
¿No habéis seguido alguna tarde desocupada uno de esos carros cargados de huesos apenas descarnados, que atraviesan perezosamente las calles? Bien sé que nó. Pues bien: esos carros iban á un corral grande y destartalado, todo lleno de pilas de huesos. ¡Horrible cuadro! Ilabia allí esqueletos de caballos, de jumentos, de perros, y acaso de personas. Y en la puerta un cartel, colgado de un alambre» decía con letras mal pintadas:
La Robustiana era una vieja horrible, anchurosa de senos y caderas, con un cuello como un poste de puente, donde las cuerdas musculares resaltaban tirantes cual si estuviesen próximas á estallar. Reina y señora de aquel tráfico odioso, paseábase por en medio del enorme patio, repartiendo sus miradas entre los montones de huesos y el cobertizo, que amparaba de la lluvia arrobas innumerables de trapos viejos, encerrados en redes de esparto. La miseria tenía en aquel patio su panteón. Dejaba á la derecha sus guiñapos y á la izquierda su hosamenta.
Allí ocupó Juan Cláudio un lugar decoroso, porque era más que criado y ménos que mayordomo: recibía los carros cargados de huesos, y pagaba á los chicos que venían, Dios sabe de dónde, con unas cuantas cañas de vaca y cráneos de carnero. La Robustiana estaba satisfecha de Juan Cláudio. Sí, era un hombre fiel, no había más que verle. Podía fiarse de su lealtad. Por entonces ya se honraba la persona de Juan Cláudio con un chaquetón que tué levita en sus buenos dias, y con un pantaloncillo de dril comido por las tobilleras. Una cualidad notable del carácter de Juan Cláudio: sabía amoldarse á las circunstancias, de tal modo, que su alma era como un pliego de papel del cual pueden hacerse cuantos dobleces se quiera. Se doblega á merced de las nuevas, y al mismo tiempo conservaba su carácter, su modo de ser propio, personal, originalísimo é incopiable. En el patio de la Robustiana era preciso ser por la mañana mozo de escoba, barrer las sendas practicadas en medio de los huesos. Por la tarde debia el mozo de escoba convertirse en cajero para pagar á los proveedores. Luego, llegada la noche, el cajero tenía que realizar un prodigio: tenía que descender la escala zoologica uno, tres, veinte grados... y trocarse en perro vigilante, porque aquellos barrios, que aún hoy son centro de operaciones de la gente de mal vivir, hervian entónces en ladronzuelos, y la Robustiana pasaba por guardar en sus arcas mucha onza. Y era horrible pasar la noche rondando aquellos pudrideros, en los que se oia el roer sigiloso de los gusanos, y de cuya masa llena de ángulos surgían lenguas de luz movible que el viento soplaba y desvanecía. Juan Cláudio tuvo miedo la primera noche; pero su voluntad era indomable, y logró hacerla superior á todos los instintos. Durmió sobre los huesos. Hubiera dormido en el cono de un volcan, si esto hubiese conducido á algo. Conquistó aquel baluarte de malos designios que se llama voluntad de la Robustiana, y de su criado se convirtió en su asociado. Enriqueció el almacén con otros géneros de comercio, y no fué sólo en huesos y trapos en lo que se traficó, sinó en harinas que desde Santander y Medina del Campo venian en carros cargados hasta las trancas. Cuando Juan Cláudio inauguró su alianza con el tio de D. Juan Solo, ocurrió un incidente que desagradó mucho á Juan Cláudio, á saber: que del fondo de la provincia de Sória vino á Madrid un chicuelo de no más de ocho años, sobrino de la Robustiana, á quien su primo Basiliso Herrera se le enviaba por «ver de que el muchacho metiese la cabeza en la Corte.» La Robustiana, que era una mujer gorda, crasa, linfática, torpe en el discurrir, y sin otra forma de la actividad que la avaricia, no vió con el mayor agrado á aquella criatura; pero como éste se hacía querer siendo dócil y servicial, acabó por tomarle todo el cariño posible en su ánimo. Fué una sombra de heredero que se interponía en el camino de Juan Cláudio, el cual había ya dado por suyos en el santuario de la conciencia todas las onzas de la Robustiana. Pepin Carandía se llamaba aquel enemigo mortal de Juan Cláudio, el cual desempeñaba el importante oficio de barrer el despacho de harinas cuando llegó á verle D. Juan Solo. Era el muchacho alegre, amigo del cantar, juguetón y muy moreno, delgado y chiquito: un cascabel, en suma, por lo pequeño y bullicioso.
Lo que más le molestaba á Pepin era la inacción. No trabajar es aburrirse. No jugar condenarse. Hé aquí sus doctrinas. Así, pues, apenas acababa el barrido y Juan Cláu-dio se volvía á su habitación, Pepin se escurría por la puerta del corral y se salia á las Peñuelas. ¡Buen sol! ¡Bonito cielo! ¡Vaya unas nubes que van galopando con la crin tendida por el firmamento! ¡Oh, gozo de las almas! ¡Sentir la naturaleza es tener el genio de la creación bajo la caja del cerebro, y Pepin Carandia era de estos afortunados! ¡Angel complicado de pilluelo!
Pasó revista á sus bolsillos: en el de la blysa habi?. una pelota; en el del chaleco un peón con su guita para hacerle rodar; en el del pantalón, lado derecho, un cigarro á medio fumar, y en el del lado izquierdo una caja de cerillas.
—¿Qué hago?—pensó Pepin consultando el abismo de sus juicios.—¿Pelota, peón ó humo?
Su alma se perdió discurriendo en un camino donde jugaban á la pelota los arcángeles, echaban encima de una nube el peón de música los serafines, y los ángeles chupaban sus cigarros, arrojando á la gloria humo cual carreteros. Pero como Pepin se parecía á Rousseau en que no podia pensar sin andar, á un tiempo andando y pensando vino á encontrarse, con su duda sin resolver, en el despeñadero del Barranco, enfrente del Canal. Vió allá abajo una carreta, un perro que movia la cola, y dentro de la carreta, en una espuerta de esparto, nueve ó diez chiquillos desnudos, negruzcos. Ellos gritaban, blandían palos y tiraban de una soga á cuyo extremo venía atada la cabeza del perro. Allí se detuvo Carandia.
—¿Quiénes sois?—preguntó á los granujas.
Uno de los arrapiezos desnudos levantó la cabeza maliciosa, cuyo pelo alborotado le daba apariencia de un
—¿Nuzotro?... ¡Los
—¡Churumbeles! — repitió. — ¿Y qué casta de pájaro es esa?
—¡Los
—¡Cuerno! ¿Los gitanos?
Pepin les miró con desconfianza. En su pueblo habia malos antecedentes de la canalla andariega. Ellos se llevaban los jumentos de las eras y hasta los niños.
—¡Cuerno!—repitió otra vez.—¿Y vuestros padres?
—¿El cañí?—dijo el churumbel número uno.
—¿Cañí, es padre?
—Cañí, cabal... están allá.
Miró Pepin hácia donde señalaba el gitanillo, y vió un grupo de mujeres negras que remendaban pobrísima ropa tomando el sol.
Esas—pensó—son las que sacan el
Le habían contado á Pepin cierta fábula de gitanos, que secuestraban niños para sacarles el
—¿Y qué hacíais?
—Jugábamos con el
—¿Se llama
—Sí; porque se le quitamos á un cabrero.
Y sacó de su bolsillo la pelota y un pedacillo de pan. Lanzó éste al aíre, y el perro pegó un brinco para escamotearlo ántes de que descendiese á tierra. La vista de la pelota maravilló á los churumbeles. En aquella espuerta hubo estremecimientos de alegría, miradas ansiosas, chillidos de gorrion hambriento que vé pasar por delante de su pico una bien cebada mosca.
—¿Quereis que juguemos?—propuso Pepin halagado por el éxito de su pelota.
En un decir ¡Jesús! saltaron de la espuerta los churumbeles; uno pegó un brinco en el aire; otro levantó los brazos y se puso á bailar con todas sus vergüenzas al descubierto; Pepin tiró al aire la pelota.
—¡A ver quién la coge!
Cogióla uno de los gitanos, que echó á correr hácia su casa con ella.
—¡Oye, tú,
¡Sí, sí! Los churumbeles se diseminaron: unos agarraron piedras, otros esgrimieron sus garrotes; Pepin tuvo rabia y miedo. ¡Pillastres! ¡Después que él les hacía el honor de jugar con ellos, los muy viles le robaban la pelota! No hubo más remedio, su furia se sobrepuso á su prudencia: acometió á la desnuda mesnada; pero ántes de que hubiese tenido tiempo de defenderse, dos piedras le hirieron en la cabeza. Corrió la sangre.
—¡Churumbeles... ladrones!—dijo.
Retiróse á su corral, y en la puerta le esperaba armado de un vergajo Juan Claudio.
La araña, la mosca y la escoba
¡Pillo! ¡Tuno!—gritó Juan Cláudio y sacudió un vergajazo á Pepin Carandia.
Este no se quejó; tenia un orgullo loco, salvaje. Quejarse ¿no era reconocer en Juan Cláudio, el derecho de pegarle?
—Para que yo me quejara—pensó—era preciso que me pegase mi madre.
¡Frase que encerraba su carácter fiero y amante, tenaz y honrado, que no veia caminos para la vida sinó por la senda del deber, lo mismo en lo dichoso que en lo adverso!
—¿Es cosa de que tú perturbes nuestra casa? —gritó Juan Cláudio recargando la pronunciación de la palabra
Puso sus ojos verdes llenos de vil ódio en el pequeño Pepin.
—Yo no robo—dijo éste.
—No lo sé...
—Pues yo sí... Otros son los que roban lo que no es suyo, ¡cuerno!
—Cállate, ¡cien mil rábanos! que te voy á cortar la lengua. ¡Hijode mala mujer!
Pepin no pudo ya resistir su cólera, su indignación, su furor. Cogió con ambas manos el vergajo que Juan Cláudio esgrimía y tiró con un brío superior á su edad.
—¡Cien mil rábanos!—gritó profiriendo un horrendo vocablo Juan Cláudio.—¡Quieres que te mate, que te aplaste, que te ahogue!
Le agarró por el cuello y oprimió oon sus uñas duras el gaznate de Pepin; pero este no se estuvo quieto: apretó con la cabeza en el pecho de Juan Cláudio, como carnero que topa, y entre sus dos filas de dientes, agudos cual dientes de perro, hirió el dedo grueso de la mano derecha del bárbaro verdugo. Entónces una nube de sangre salió á los ojos de éste, un ensordecimiento extraño se apoderó de sus oidos.
—¡Vasá morir!—dijo—¡Vas á morir!
Nadie podia socorrer á Pepin Carandia. La Robustiana estaba en misa—pues era sumamente devota.—Vecinos, no los habia... Pepin se encontró solo, abandonado, perdido. Los puños de Juan Cláudio caian como mazas sobre su cabeza y su espalda. Era una lluvia de cardenales. Juan Cláudio, como todo hombre acostumbrado á dominarse, cuando salia de la concha de su encogimiento frió era temible. Los rios mansos son los que tienen más tremendas avenidas. Además, Juan Cláudio, que en todo buscaba caminos torcidos y no tenía inconveniente en dirigirse por la curva si el más pequeño obstáculo se interponía en la recta, no llevaba con calma la existencia de Pepin. Porque aquel demonio de chico representaba el desmembramiento y pulverización de sus sueños de riqueza, principal ó único resorte de la vida de Juan Cláudio.
En aquel momento se abrió la puerta del corral y apare-•ció en ella la simpática figura de D. Juan Solo. Quedóse absorto.
—¿Qué es eso?... Juan Cláudio, deje V. á Pepin...
—¡Es un granuja, un ladrón!
—Vamos, pobre muchacho... ¡Hombre! ¡Si le ha arrancado V. una oreja!... ¿Pero es posible, Juan Cláudio, que se deje V. llevar de la ira de esta manera?—dijo lleno de indignación D. Juan Solo.
—¿A V. qué le importa?
—Me importa... Este niño tiene derecho á que se le castigue con ménos crueldad.
—Métase V. en sus negocios.
Juan Cláudio experimentó una profunda contrariedad al ser sorprendido por D. Juan Solo. Miróle con ódio, y arreglándose el cuello de la camisa que se había abierto en la lucha, dijo:
—¿Trae V. ese dinero? Le advierto que ayer me ha metido V. una peseta falsa.
—¡Sí!.. ¡Hombre! Mire V. lo que se dice... Yo soy incapaz...
—¡ncapaz de todo, sí señor... Vamos, entre V.
Pepin Carandia, sangrando de una oreja y de las narices, se alejó del lugar de la batalla y entónces notó que
—La primera persona decente del mundo es D. Juan... y la segunda
La muerte se llevó al viejo Críspulo, á doña Prístina y á Emilia. Encontróse D. Juan Solo sólo con su hija, que entónces cumplía los doce años. El testamento de Críspulo fué para su ayudador y consocio ménos generoso de lo que todos esperaban. Aquel hombre que habia hecho todos los sacrificios de carácter por el servicio del almacén; que por las mañanas, cuando el alba venía, íbase paso á paso á la puerta de Fuencarral para tratar con los carreteros que traían de la sierra carbón; que luégo se iba al alfolí del trigo á recibir las partidas remesadas desde Salamanca y Medina; que no pensaba, ni hablaba, ni se ocupaba de otra cosa que de la fortuna de su tio, tenía derecho á que éste se hubiese acordado de él en su última voluntad. Pero nada le dejó, ni un real, ni un pedazo de madera, ni un grano de carbón. Entónces D. Juan Solo, que habia aprendido las coVrientes de esa pequeña vida mercantil, propia de los grandes capitales, de que sale la estatua de Mercurio con su armadura de oro, como Minerva de la frente de Júpiter, decidió seguir sus negocios con poco más de doce mil reales que habia conseguido ahorrar. Despreció el tráfico del combustible y se dedicó únicamente á los cereales. Entónces vivía D. Juan Solo en un piso cuarto de la calle del Estudio, (rente á la plaza del Cuervo. A las cuatro acababa sus ocupaciones, iba á su casa, donde una criada vieja cuidaba de la niña Elena, vestía á ésta con un lujo superior á su condicion social, y se la llevaba de paseo. Las gentes, al ver pasará la niña tan elegante y al padre tan míseramente vestido, se encogían de hombros como desaprobando aquel sistema de educación. Elena era esbelta, menuda, chiquita, muy mona, tan poseída del amor de su padre y conociendo instintivamente de un modo tan maravilloso los milagros que una gran voluntad dedicada con heroísmo al servicio de otra puede llevar á cabo, que miraba desdeñosamente todo, segura de que sí ella lo ambicionase, ella lo tendría con sólo decírselo á I). Juan. Sus labios serios é inmóviles tenían hermoso, pero inexpresivo pliegue de estátua. Empezaba á marcarse su seno bajo la línea recta de la infancia. Unos ojos verdes con lineacíones y puntos auríferos como los de la purpurina, hablaban de íntima y fervorosa vida espiritual. Eran aquellos ojos un prodigio de fuego y de elocuencia. Parecían dos gotas de agua del mar cayendo sobre dos monedas de oro. Las manos delgadas, largas, elegantes y nerviosas, traían á la memoria involuntariamente esas lianas de la vegetación tropical que todo loasen y todo lo ahogan con su ténue blandura y su debilidad invencible—manos de sirena—manos que dominan—manos de maga. Don Juan la miraba con embelesamiento, la obedecía como un esclavo, sonreía siempre delante de ella, la temía como á un dios. Olvidado tan completamente de sí, como lo estaba, no será extraño que se díga que su traje habia llegado á ser un harapo puro. Un chaquetón de invierno, negro y lleno de man chas; un pantalón de tela de algodon á cuadros blancos y negros; un hongo, sudado por delante y con tres abolladuras innobles; un palo sin contera en la diestra: estas prendas caracterizaban tan bien á D. Juan Solo, que los vecinos de la calle de los Estudios conocian desde una legua al buen hombre, el cual, como todo ser que vive únicamente para el servicio de una idea, parecía fuera de ella un sonámbulo, con el mirar vago, la boca dilatada, los ojos muy abiertos y el paso rápido de camello derrengado. Andaba de prisa siempre, por el arroyo, esquivando las gentes y los coches, sin que le llamase la atención cosa alguna. Iba á su objeto como la piedra abandonada vá á la tierra. La nariz, que es una facción traidora, habia seguido creciendo, y ahora la tenía D. Juan Solo descomunalmente larga, aunque siempre delgada. Sus ojos, pesados y sin luz, parecian ojos de sictedurmiente, que no ven la claridad por más que permanezcan abiertos. Un borde sanguinolento rodeaba los párpados. Lo que conservaba bien D. Juan Solo era la dentadura; gruesa, fuerte, blanca y limpia como resplandor de su alma. Levantábase al alba, besaba á la niña y se iba a sus negocios, después de echar al gato fuera de la alcoba, no fuese á despertar á la preciosa Elena.
—Tendrás dote—pensaba D. Juan Solo cada mañana al ver dormida á su hija.
Esta ¡dea le espoleaba, le aguijaba, le hería. Como el caballo de raza tocado constantemente del acicate no repara en barreras y salva los precipicios, D. Juan Solo salvaba las vallas de su amor propio, las de su carácter, las de su propensión, más pensadora y meditativa que enérgica y amiga de obrar. Su marcha por el país de los negocios era salvaje, violenta, irresistible. Era el héroe del tanto por ciento, que también puede haber héroes en los alfolíes, en los mercados y en las Bolsas. Acometía el negocio con ímpetu salvaje, y como en esta época de grande excepticismo muchos púgiles flaquean y caen en la arena por no tener Dios ni señora de sus pensamientos d quien confiarse, á D. Juan Solo le coronaba siempre un felice suceso, porque á lo léjos le animaba y sonreía la criatura preciosa, Elena, la hija querida y sin par. La virtud de trasformar los ca-ractéres dada es sólo al amor. Lo que hay de sacrificio en el trueco, se desvanece: lo que hay de agradable ó útil para el sér amado se acentúa, crece y se agiganta. D. Juan Solo, haciendo cuanto hacía, aún se consideraba en deuda con su hija. Tal actividad, tal celo, tal empuje, tal previsión, artes tan múltiples, inspiradas, hábiles y eficaces, jamás han estado á servicio de empresa humana alguna. Con mé-nos elementos morales fué el soldado César, el tramposo de Bretaña Mirabeau y el ciego de Atenas pintor. Del Don Juan Solo que entró de escribiente en el Ayuntamiento, al D. Juan Solo que husmeaba las mercancías, seguía el rastro del vendedor apremiado por la penuria, espiaba el negocio ageno fracasado, y sorprendía en el aire las emanaciones de dolor que deja como estela sensible, mediaba un abismo: el corazon de un padre. A la mutación moral habia seguido la física: habíase hecho más feo, habia huido de su rostro el angélico sello de bondad y confianza, habíase aplomado su paso. Ahora, si las cosas iban á su placer* se metía las manos en los bolsillos del chaleco, levantaba el cuerpo sobre las puntas de los piés, le dejaba caer sobre los talones, y una sonrisa que salía franca y alegre de sus labios tomaba cierto tinte de malicia demoniaca al matizarse con el rojo borde de los párpados. Si las ideas fijas diesen lugar á la reflexión, y D. Juan Solo hubiese podido examinarse en un espejo, hubiésese inspirado lastima y horroi.
Hay seres con los cuales parece perder su eternidad la lógica de los caracteres. La gravedad se desvanece si la piedra, en vez de ser abandonada á su peso, es lanzada al \a-cío con fuerza. Así, la bondad, la ingenuidad, la sencillez de D. Juan se fundieron en una sola virtud: el heroísmo paterno.
Se hizo cruel por su hija; avaro por su hija; despreció á todos los demás séres: el desprecio es la apoplegía del amor en un punto del alma, y la ausencia de él en todas las demás.
A la muerte del Sr. Críspulo, D. Juan Solo hubo de intervenir en su testamento como albacea. Críspulo dejó todos sus bienes, por medio de un testamento ológrafo, á la Iglesia. ¡Manías de moribundo! Críspulo habia tenido en vida muy olvidados los libros de oraciones, y á la postre resultaba el carbonero devoto. D. Juan Solo entró en casa de Críspulo después del entierro.
Habia sido aquella misma tarde. Aún se respiraba en el aire el olor del pábilo quemado de los cirios, y se advertía envíos muebles de la sala el desarreglo de una estancia donde ha habido mucha gente. Críspulo tenía amueblada su casa con singular abundancia. Una deuda empeñada con un mueblista, la cobró en trastos ya que en moneda contante no podía. Habia allí veladores de laca, y un espejo veneciano con marco de ébano, sillones de terciopelo, y en el vano de los balcones bastones de colgadura sin colgadura.
La criada de Críspulo era una vieja á quien disgustó mucho el testamento, porque ella aspiraba á heredar. El ama de llaves del célibe es siempre aspirante á su herencia. Refunfuñó sin piedad sobre el cadáver, y al entrar D. Juan Solo no le ocultó sus malos pensamientos.
—¿A qué viene V.? ¿A llevarse lo que mi amo ha dejado? No lo consentiré... Ya que no sea mió... que sea del diablo.
—Cállese V., imprudente. ¿Ha perdido V. la cabeza?— exclamó D. Juan deteniéndose delante de la solterona, con ademan de dignidad herida.
—Mientras el Juez no venga no soltaré yo las llaves de las cómodas.
—V. hará lo que la manden... Y en prueba de que ello ha de ser así, ahora mismo se vá V. á la calle... Ea, se acabó... Quien no se fia de V. soy yo...
D. Juan Solo la empujó suavemente fuera de la sala.
—¡Pillos—silbó la culebra,—tal para cual!... ¡El sobrino y el tio; el tacaño y el ladrón!...
—¡Cállese V., miserable sierpe... Huye y cállate, ó te aplasto!
Cogióla de los hombros y agitó aquel esqueleto con ira. Sus ojos sanguinolentos se hicieron feroces. Sus dientes blancos brillaron como un arma de acero á través de la contracción horrible de los labios.
La vieja Cayetana tuvo miedo.
—Váyase... y agradezca el que se vá con vida.
Ella se cogió la cabeza con las manos, y prorumpió en un suspiro:
—¡No me han engañado las cartas! Me dijeron: «tendrás »el vaso junto al labio y alguien te le quitará cuando vayas •á beberle...» ¡Para esto he entregado yo á ese pillo que estará ya comiendo tierra, mi juventud y mi corazon!... El ha hecho de mí lo que ha querido!... ¡Hasta he faltado, sí, D. Juan, hasta he faltado al Señor por él!...
Quiso llorar, pero sólo consiguió rugir.
—¡Bien me dijo ayer D. Juan Cláudio! De nada me servirían mis servicios si yo no me tomaba por mi mano el pago de ellos.
Estas palabras hirieron la atención de D. Juan.
—¿Qué es eso? ¿Cuándo ha estado aquí D. Juan Cláudio?
—Ayer.
—¿Y qué le dijo á V.?
—¡Ay de mí!... ¡Tendré que pedir limosna á mis años!...
¡Qué horror!... ¡De puerta en puerta!...
—Venga V. acá... ¿Qué le dijo á V. D. Juan Cláudio!... —Yo debí hacerle caso.
—¿Pero qué fué?... ¿qué fue?
—Quería que yo le hubiese dado las llaves de la papelera de mi amo para sacar unos papeles que á D. Críspulo no le servirían ya de nada, y que eran de D. Juan Cláudio. —¡Miserable! ¡Ladrón! ¿Y V. qué dijo?
—Yo... como creia que todo ibaá ser para mí, y que el testamento... pues... yo... él... no quise... ¡Ay Dios mío! ¡San Cayetano me ampare!. ). Juan Cláudio me ofreció mil reales si yo le dejaba...
—¿Y V.?
—Yo no le dije nada... pero si hubiera sabido lo que después, poco después...
D. Juan Solo reflexionó un instante. Conocía demasiado á Juan Cláudio para que aquella hazaña suya no le pareciera presumible. En tanto la vieja se habia retirado á su cuarto, y en él se oian su comprimido llanto y sordo sollozar.
Apresuróse D. Juan á recoger los objetos de valor que andaban sobre las mesas. Encerró en un armario la escribanía y dos candeleros de plata. Reconoció los muebles y cajones, hizo un recuento de la ropa y las alhajas, halló en el forro del sillón donde últimamente la gota tuvo postrado al viejo, un bolsillo de doblones del año i6 con el busto de José I; en una cómoda de Coromandel, panzuda y aristocrática, que habia pertenecido al palacio de Sartorius, de donde fué robada la noche del motin más odioso de nuestra historia, una cartera muy usada llena de billetes de Banco; detrás de un hermoso espejo, género Luis XV, un cordon, que era demasiado grueso para no estar, como estaba, relleno de monedas. El viejo Críspulo habia ido escondiendo su oro por todas partes. En todo a*iiro hay algo de urraca.
—Hé aquí seis mil duros en metálico—se dijo D. Juan Solo metiendo en el sombrero billetes y doblones.—El testamento entregado será hoy al Juez, y la suma completa también lo será... Queda aquí un crédito contra Juan Cláudio por dos mil duros...
Cubrióse con aquel sombrero lleno de oro, y exclamó:
—La voluntad del muerto es respetable.
Lanzó un suspiro, pensó en su hija, mentalmente imaginó las cosas que en su obsequio podria haber hecho con aquel dinero.
Entonces llamaron á la puerta. Salió á abrir la vieja, y D. Juan oyó que decia todo lo más bajo posible:
—¿Don... Juan Cláudio? ¡Váyase! ¡Ahora no!... Está él.
D. Juan Solo tenía un oido muy fino. Un detalle fisiológico de su organismo es que dormia poco, y su tímpano, como el de todo desvelado, habíase educado durante los insomnios de la noche en la apreciación de los menudos rumores del silencio. Tendido el cuello hácia la puerta, todas las palabras de la vieja Cayetana llegaron á el distintamente. Un relámpago iluminó su cerebro.
Gritó con voz llena de ira y desprecio:
—¡Pase V., Sr. D. Juan Cláudio! ¿A qué ocultarse? Sólo se ocultan los ladrones.
Juan Claudio entró. Sus puños contraidos y sus ojos despidiendo raudales de chispas de ódio, le daban un aspecto endemoniado. Desde aquellos dias en que tan bárbaramente sacudió las pulgas á Pepin Carandia, su aspecto social habia mejorado mucho. Traia recio levitón de paño fino, sombrero de copa y una chalina de color chillón en ¿1 cuello. Habíase dejado las patillas, que empezaban á tomai tinte gris, mezclándose entre el pelo rojo y áspero los hilos de plomo de una virilidad prepotente. El recio cuello, los anchos hombros, delataban al gañan bajo la cáscara del señor. Al ver á D. Juan Solo salió de sus labios hediondos una atroz carcajada, donde los músicos del infierno pusieron todas sus notas aflautadas y estridentes.
—¡Bien está—dijo fingiendo que una risa indominable se mezclaba á sus palabras como el agua al barro. Es V. un hombre aprovechado... Sr. D. Juan Solo... V. llegará á ser muy rico... Bien se vé que no repara en medios... No me opongo á que V. haga un negocio... pero hagámosle
los dos... partamos.
¡Partir!—balbuceó D. Juan Solo sorprendido y sin entender bien lo que el vil Juan Cláudio le decía.
—Sí, hombre... No me haga V. tonto... V. ha venido a enmendar por su cuenta el descuido imperdonable de Críspulo... ¡No acordarse de V. en su testamento! ¡Picaro!... Ahora bien: como yo estoy enterado de todo, usted comprende que bien merezco la participación del provecho.
—Usted es un bandido.
—¡D.Juan!
—Usted es un miserable... ¡Hipócrita hace un minuto!
¡Ahora cínico! La hipocresía y el cinismo se juntan.
Juan Cláudio miró con desprecio á D. Juan Solo. Agitó la mano derecha.
—¡Me las pagarás, viejo idiota! Yo te delataré al Juzgado... Yo probaré que has venido á robar á un muerto...
Yo diré que te he visto curioseando el lecho de agonía en busca de monedas...
—¡Infame!
D. Juan Solo se lanzó sobre Juan Cláudio. Hubo un momento de lucha; pero como Juan Cláudio era más fuerte, el pobre viejo rodó por el suelo y arrastró en su caída un velador. Acudió la vieja.
—¡Socorro! ¡Que se matan!
—¡Calle, calle!—le dijo Juan Cláudio.
Al rodar D. Juan Solo, su sombrero habia dejado escapar raudales de oro. Una sonrisa horrible bordeó los labios de Juan Cláudio. ¡Qué grato es al miserable tener motivo para juzgar mal de los otros!
D. Juan se incorporó prontamente. Recogió el oro, lo fué depositando de nuevo en el sombrero.
¡Esto es para el Juzgado! ¡No creas que es para mí!
Un ardor sin ejemplo le invadió las mejillas.
Ahora quiero que me acompañe V. á hacer la entrega de esta suma... No quiero que puedas pensar... ¡bandido! que todos somos como tú.
—Iremos, iremos juntos. Abajo me espera el coche.
Juan Cláudio era demasiado hábil en las artes del mundo para no tener ya coche é influencia.
A Elena comenzó á enojarla la pobreza y mal aspecto de su casa, y el contraste vivo y enérgico que ofrecían sus lindos trajes y sus pobres muebles, le llenaba de ira y de encono contra D. Juan. Ella le creía bien rico; un avaro atento sólo á esconder las monedas, y más dispuesto á dejarse matar que á permitir que las sacasen de debajo de las baldosas donde, según la vieja Quiteria, las escondía. Empezó, pues, Elena una campaña de filial coquetería para conseguir que del sotabanco de la calle de los Estudios trasladase D. Juan su hogar á algún piso tercero bien amueblado, y si posible fuese con su pianito, que es el sueño que se esconde en todo sotabanco habitado por muchachas. ¡El piano! ¡Qué felicidad! Hacer galopar los dedos sobre aquellas teclas negras y blancas; sentarse en el taburete buscando una posicion elegante, y puestos los ojos en el rincón del techo preludiar algún retazo sin fin posible. Esto volvía loca á Elena: la felicidad estaba dentro de un piano. Empezó, pues, su campaña, y no se sabe qué fué primero, si comenzarla ó tenerla concluida, porque don Juan Solo escuchó la petición con sus claros ojillos entornados, sonriéndose dulcemente, dejando fluir por los poros de su cara, por los rojos vértices de sus párpados y por la comisura de sus labios toda aquella buen alma que Dios le habia dado, y de que tan preciosa porcion incólume conservaba á pesar de sus gatuperios de mercachifle y de sus marrullerías de tendero. De la calle de los Estudios fueron trasportados todos los muebles viejos á un piso segundo de la calle de Segovia, y Elena quiso dar fin á la vida de un despelotado sillón por mil partes roto, lleno de recuerdos memorables, y tan falto de tachuelas como de blanduras.
—¡Hija de mi alma—exclamó D. Juan levantándose sobre las puntas de los piés, según su costumbre cuando estaba contento, y dejándose caer luégo sobre sus talones,— en ese sillón murió tu abuela!
—Vaya, y eso ¿qué?¿Ha de volver otra vez á pedirnós-le para sentarse? Los muertos tienen bastante sillón con la caja.
Huyó la alegría de los ojos saltones de D. Juan, y toda la apariencia de dicha retratada en sus movimientos desvanecióse ante las palabras de Elena.
El piano llegó y poco después el maestro. Sorpresa sobre sorpresa nada tenía que pedir Elena al programa de sus sueños que no estuviese ya realizado. D. Juan se llenaba de alegría al ver saltar á Elena batiendo palmas, y en el colmo del entusiasmo paternal el llanto le acudía á los ojos, y decía:
—¡Es un ángel loco! ¡Es un ángel loco!
De diversos tiestos muy pronto se llenaron los balcones, que eran un buen pretexto para asomarse por la mañana á regarlos y de noche á protegerlos del relente. La mujer necesita de los tiestos y del
En tanto D. Juan no habia abandonado ni sus costumbres humildes ni su traje de pordiosero, y esto daba pábulo á la noticia de que una sórdida avaricia le roia las entrañas, de que era un Harpagon desprovisto de todo anhelo generoso, y de que su hija era una mártir sacrificada ante el ídolo del tanto por ciento. No faltaron generosos caballeros que aspirasen á la empresa de librar á Elena de tanta desventura, que siempre ha sido disputada guapeza la de rescatar hijasde avaros, y así, bajo los balcones de D. Juan, la silueta de Tenorio se deslizaba con frecuencia, y habia en persianas y ventanillos un continuo juego de cintillas, y papelitos, y llores que milagrosamente se arrancaban á sí propias de los tallos para caer al suelo, y luces que iban de ventana en ventana. Pero D. Juan nada veía, porque con ser el mejor de los padres, dicho se está que era el más tonto délos hombres. ¿Quién, quién pudo ingerir en el cerebro de Elena toda la ciencia de amor que ya sabia? Ella no habia visto el mundo más que por un agujero, como vulgarmente se dice; ignoraba qué trámites sigue el amor desde sentido á declarado; ignoraba á Eloisa, á Ofelia y á Doña Inés, y sin embargo, ¡qué hermosos y fulgurantes desvarios los de su mente! Legiones de fantasmas entraban de noche en su aposento, y con las manos llenas de rosas venían á adornar sus cabellos y á besarla en los dormidos párpados. Y en medio de estas rondas seductoras de ángeles y ninfas, mitad paganas y mitad bíblicas, en que el lirio de San Antonio se complicaba del loto de Venus, iba una silueta de hombre, no con el traje de los héroes ni con el de los poetas trovadores, sinó gallardamente embutido en su levita y con ñamante sombrero de copa...—¡la última encarnación de Tenorio! A estas íntimas y secretas alegrías del espíritu acompañaba un hermoseamiento general de la materia. Parecía que haciéndose más sutil y poderosa el alma, más noble y elegante se hacía el vaso en que estal a encerrada. La color acudió á las ántes pálidas mejillas; se produjo un singular y rapidísimo crecimiento del cabello; alargáronse las pestañas, que se enredaban negras en la luz del mirar; el promedio de la nariz acentuóscle levemente como acontecía con las mujeres de Valois al ser núbiles; hízose el cuello récio, y la curva del seno buscó la esfera. En suma, enloqueció de dicha D. Juan viendo cómo súbitamente bajo la envoltura de la niña habia surgido la hermosura de la mujer, de una mujer capaz ya de adormir al amor entre sus brazos.
Era el mes de Junio. Todo el mundo se marchaba de Madrid. Insoportable habia llegado á ser la vida en este horno coronado. Además, las gentes previsoras miraban con miedo al horizonte. Profundos rumores resonaban bajo tierra, y en aquellas rojas nubes que del Manzanares se elevaban cada crepúsculo y envolvían las avenidas del palacio de Oriente, dibujábase ya, próximo á estallar, el huevo de las rebeliones. D. Juan decia que él estaba seguro de ello.
—Los chicos de la portera juegan á los soldados... señal indudable... Los niños tienen el presentimiento de las catástrofes, de las guerras, como los ratones el del hundimiento y los pájaros el de la lluvia. Y habrá jaleo, habrá jaleo, sí, querida Elena, habrá jaleo... Nos marcharemos de Madrid á pasar un mes fuera. Tú no sabes, niña mia, lo que es el campo; aquí en Madrid no hay campo... ¡por eso hay tantos hombres malos! El campo moraliza, porque hace amar. Yo, en vez de matar á un asesino, lo soltaría á una selva... ya se han dado casos de estos en América, y no ha habido criminal cuya maldad resistiese á la segunda primavera.... de modo, que tú, que eres tan buena, en el campo te harás mejor. Allí toda mujer se convierte en ángel, porque abundan los perfumes y las alas.
Elena sabía que se llamaba Leandro. ¿Leandro qué. I ouj importaba el apellido. En el primer amor es todo el nombre; en el segundo es todo el apellido. Leandro podía ser el héroe de la epopeya de Elena, y como á Elena le pareció linda su ligura, enérgico su rostro moreno, y sobre todo tan ardientes y abrasadores sus ojos, desde aquella tarde en que saliendo con Quiteria de San Francisco el Grande le vió contemplando las cornisas, solo en medio de la gran área de piedra y simétricamente colocado en el centro del arco, soñó muchas veces con él.
—¡Quiteria! ¡Quiteria! ¿has visto qué ojos? Son dos braserillos.
Ella cerró los suyos, que ya se han comparado á dos gotas de agua del mar cayendo sobre dos monedas de oro. En realidad, Leandro llamábase de apellido Henares, y no era su oficio, como acaso imaginó Elena, cazar silfos y mariposas, sinó llevar los libros del banquero D. Juan Cláudio Malaña, de quien tantas aventuras van referidas. Era Leandro delgado, enjuto y chico, ménos esbelto que suele serlo el ideal de los primeros amores; bilioso de temperamento, aunque con disfraz de nervioso, que ocultaba bajo la máscara fulgurante de su rostro una frialdad infim-ta; afeitado con esmero, vestido con pulcritud, suelto en sus ademanes, audaz é insinuante en su palabra, y habituado al trato femenil, no fué mucho que, tomando la casualidad por tercera, se entrase en el alma de Elena fácilmente. Fué para ella cosa insensible: tomólo á broma, y la curiosidad hizo lo demás. ¡La curiosidad, que no es una pasión, sinó el fermento de todas ellas!
D. Juan estaba ignorante de que ya el sin ventura sólo podia mandar á lo sumo en medio corazon de su hija. Ciego de amor paternal, no se le ocurría siquiera la posibilidad de la crisis que su hija atravesaba.
—Te casarás, por desgracia. Para el padre, las hijas acaban de dos modos: ó muriendo ó casándose.
Como si esta idea arrojase á D. Juan en hondas meditaciones, anadia después de largo silencio:
—Pero señor, ¿es posible, es posible que un hombre cualquiera llegado ayer por la mañana tenga el derecho de llevarse á mi hija... mi hija, que he engendrado yo, que he criado yo, por quien se han vuelto blancos mis cabellos, y por quien me he arrancado puñados de canas?
Quedábase absorto: un temblor nervioso hacía contraerse sus párpados enrojecidos y sanguinolentos, y como que habia en ellos el empeño de detener alguna lágrima. Entónces decía hablando consigo mismo:
—El amor de los demás, ó se desenlaza con la muerte ó con el desvío... pero este amor de padre, ¡oh, injustos cielos! puede acabar también con el amor de otro sér. ¡Y qué celos más míseros y más desgarradores!., celos sin fundamentos, de quienes nadie hace caso... El yerno es el azote del padre.
Elena fruncía el lindo ceño.
—Papá, ¿quieres que sea monja?
Peor, no te vería... El matrimonio, el matrimonio...
Y como en D. Juan Solo las ideas venían en fragmentos como las partes de un astro que revienta, y como éste también llenas de fulgor y lumbre, continuaba diciendo:
Pero el matrimonio como yo lo entiendo, como un sueño sin remordimientos... La dicha en todas partes... las almas tranquilas y confiadas, los cuerpos magnetizados el uno con el otro, y detrás de los amantes la sonrisa del padre que guía con el consejo de Dios, y allá arriba Dios que bendice con las manos del padre... Pero no es el matrimonio puramente social, matrimonio que hace la ley... La ley que ¡sarcasmo horrendo! declárase luego incompetente para deshacerle... ¿Que dirías si habiendo creado Dios el mundo fuese luégo impotente para desmembrarlo? Así es esa ley que une a dos voluntades y las dice: t Si queréis ser libres, podéis morir.»
D. Juan Solo adivinaba el misterioso cambio de su hija; sabia de su carácter aquellos datos precisos para comprender que tan lozana y poderosa juventud no podría cruzar los limbos del amor sin que el túnico blanco de la inocencia se inflamase. Esto daba á sus conversaciones con Elena el triste carácter de una despedida. Vagamente entrevia la separación. Alguien iba á llevársela.
Elena experimentaba también delante de su padre el enojo de un remordimiento. En la conducta de D. Juan habia para con ella tanta abnegación que, á pesar de su carácter frió, el agradecimiento daba á veces á su cariño la forma de entusiasmo. Cuando por primera vez se le ocurrió la idea de tener novio, pensó decirle á D. Juan sus pensamientos; pero luégo reflexionó en el efecto desastroso que habia de producir en el caviloso espíritu del pobre-hombre. Lo más sencillo era renunciar al novio. Pero ¡ay! ella, al cercenar en su corazon este deseo, quedábase triste y sentíase incompleta. Era quitarle al ave las alas y á la nube su ligereza. Elena se veia cayendo, cayendo, como nube que pesa ó pájaro sin alas. Además, ¿no era un necio empeño de Juan Solo el privar á su hija de cosa que las demás hijas de los otros hombres hacian sin reparo? ¿No se habia casado el mismo D. Juan Solo? ¿Qué era el mundo sinó un desfile interminable de parejitas de amantes, ellas con su ramito de azahar en el pecho, ellos con la? manos unidas en actitud deoracion apasionada, precedidos de palomas, envueltos en nubes de incienso y en bendiciones de curas? Y Elena, ¡pobre Elena! ¡Elena desdichada! la más desdichada de todas las mujeres, destinada á quedarse para vestir imágenes, presenciando dentro de su traje negro de solterona el desfile de novios y novias, quedándose ella sola en la tierra desperdigada y sin arrimo, ¡feo espantajo del celibato por todos los siglos de los siglos!... ¡No, y cien veces no! Cuando los padres tienen caprichos tercos, ellos son los que deben sufrir sus consecuencias. Si D. Juan Solo quería una hija sin novio, podia haberla engendrado sin corazon.
De este raciocinio vino á concluir Elena que lo más prudente era tener novio y callárselo á D. Juan, lo cual no sólo no la disgustó, sinó que la llenó de júbilo, dando á sus amores un poético y romancesco barniz de fruto prohibido. Aquella noche soñó Elena con rejas y celosías por las cuales bajaba del ciclo lluvia de cartas de amor; con balcones, voleados, de que pendian escalas de seda; con raptos y fugas protegidas por la Virgen, cómplice santa de todas las locuras del amor. Sobre la conciencia de Elena no habia esa mirada de la madre que detiene el extravio de la juventud: la madre y la hija están unidas por un masonismo de sentimientos, que hacen de la una garantía de la otra. El honor de un hombre está seguro entre una madre y una hija. No es preciso que la madre sea perspicaz: basta que sea madre. Exenta Elena de esta vigilancia, su confianza encontraba obstáculos para precipitarse en el corazon de D. Juan Solo, y no le parecía digno de su orgullo tomar por confidente á Quíteria, para la cual todos los secretos del mundo y todos los problemas de la tierra estaban dentro de una olla bien espumada. Así creció aquel amor. Elena no amó á Leandro: amó al hombre. Y el supo hábilmente concretar en su favor aquella aspiración vaga del alma de la niña.
El negocio de D. Juan Solo prosperaba á mas y mejor. Hubo entónces una subida en el precio de los granos, que de reales fanega la cebada y 43 el trigo, á que se vendían puestos en el mercado de Madrid, llegaron á contratarse á 44 y respectivamente. Fué una buena fortuna para D. Juan, que hallóse poseedor de muchas fanegas, aún no pagadas, pero contratadas ya y que vendió realizando una ganancia de más de cinco mil duros. Encontróse casi rico: esta suma, unida á otros cinco mil que tenía ahorrados de sus anteriores manejos, le daban garantías de mayor éxito en lo porvenir. Respiró con júbilo. Pensó en su hija con tranquilidad. La idea de morir pobre y dejar abandonada á Elena, habia mezclado siempre al dulce brebaje de su amor paternal un grano amargo de remordimiento.
—Engendrar un hijo y dejarle pobre, es el acto de egoísmo más brutal... Pero señor, ¿es posible que esta ¡dea no mate todos los días á un padre?
A la abundancia siguió el lujo, y Elena pudo dormir en un bonito lecho de madera amarilla y peinar sus hermosas trenzas delante de un tocador de boj con sus candeleros provistos de velas de parafina. Aumentóse la servidumbre de la casa con una criada, y la vieja Quiteria ascendió en categoría á la de ama de llaves. Donde menos se notó la prosperidad de D. Juan Solo fué en su persona, porque únicamente en los dias muy señalados y festivos abandonaba los trapos de su ordinario uso y se vestía un largo levitón que casi le llegaba á los talones. Todos los esfuerzos seductores de Elena iban encaminados á operar en D. Juan Solo la moditicacion que ya habia conseguido en la casa; pero encontraba dulce resistencia en el viejo. Decia él:
El lujo para tí... para tí la seda, que para tí se ha hecho. Yo trabajar, hacerte rica.
—Pero, papaito, ¿no comprendes que dá vergüenza ir contigo por la calle?
—¡Vergüenza!
—Sí, vergüenza, porque vas hecho una facha.
—En Madrid nadie se fija...
En Madrid y en todas partes, el que vá súcio como tú vas, el que lleva ese sombrero que tú llevas llama la atención. provoca la risa, reúne á los chiquillos en las esquinas, y parece que vá pregonando la bula de la miseria... Que es lo que digo yo—exclamaba inclinando hácia adelante su cuerpo suelto y bonito y agitando sus manos con ademanes que revelaban su profundo y arraigado convencimiento,—si no tuviéramos, bien está; pero si tenemos. ¿En qué puedes emplear el dinero mejor que en parecer bien?
D. Juan Solo contemplaba embobado á su hija. No se fijaba en sus palabras, no buscaba su sentido, no buscaba sinó su música, su dulce timbre y el seguir con la vista los cambios de aquella fisonomía movible y trasparente como la de una comedianta.
Una noche D. Juan Solo entró en su casa más temprano que de costumbre. Llovía á cántaros; las calles relucían con los reflejos del gas, y por donde quiera que se tendiese la vista se veían gotas tendidas en el aire, escurriendo de los paraguas, de los sombreros, de los tejados, por las vidrieras de los escaparates, por las caras de los que en ellos recibían los latigazos de la lluvia. En la escalera encontró un hombre que se apartó á la derecha, muy embozado en su capa, como evitando ser reconocido. D. Juan Solo no lo advirtió, entró en su casa gozoso.
—¡Cómo llueve!—exclamó cerrando el paraguas y sacudiéndose después, con un enérgico movimiento, las mojadas manos.—¿Dónde está la señorita?... ¡Señorita, señorita mial
Buscó á su hija y la encontró en el salón sentada delante del piano, sumamente pálida. Las dos velas del piano lloraban sus lágrimas de esperma formando estalactitas blancas en las arandelas. Un manojo de flores de acácia aparecía medio sumergido dentro de un vaso de agua sobre la tapa del piano, y Elena tenía alguna de estas flores en el seno. Miró á su padre por encima del hombro con supremo desdén, dejó caer sus nerviosas manos en las teclas, y el piano lanzó una carcajada burlona.
—¿No tocas?—dijo D. Juan.
Ella por toda contestación pulsó de nuevo, comenzando alguna picara melodía de autor desconocido: miéntras sus manos galopaban ágiles, sus ojos seguían las alternativas del pensamiento, y ya pestañeaban rápidos, ya se fijaban con insistencia en la luz, ya se cerraban por completo. Entónces pudo verse cuánto habia de sensual en aquel rostro; cómo la nariz, de sueltos bordes que la respira-cion movia lentamente cual las alas de lejano pájaro que vuela en lo azul, correspondían al latido vibrante y sonoro de la sangre en las venas y al crecimiento de la ola de la respiración dentro del seno. El cabello, laso y abundante, manifestaba hacia las sienes tendencia á encresparse, á rizarse y formar aguas. Luego se veía una menudísima oreja terminada por una bolilla de oro, y el cuello, de noble y augusta proporcion, uníase á ella en un espacio blanco surcado de venas azules,—campos elíseos del amor donde podían jugar las Gracias.
De repente levantó las manos del teclado, sopló las luces, acercóse á D. Juan y le dijo:
—Es preciso que hablemos.
—Hablemos.
—Es que se trata de un asunto muy grave.
—¿Grave tú?
—Grave yo, y de esto nace...
—¿Nace?
—Sí, señor mío, de que V. me considera como una niña, y francamente, eso empieza á enojarme.
—¿A enojarte, vida mia?
—Y es preciso que te acostumbres á la idea de que no soy tan niña, que podría suceder que el día menos pensado se revelara en mí algún acto propio de mujer.
—¡Dios mió! No me asustes, hija mia, no me asustes. Háblamc de otra manera. ¿Tú no sabes que cada una de esas palabras que has pronuncia^ se me han clavado aquí?
Señaló su pecho, y un gesto de dolor extraordinario anubló su rostro. Pero como estaban en la oscuridad, Elena no lo advirtió, y continuó implacable:
—Creescumplirtodos tusdeberes de padre,y faltasá ellos.
—¿Que yo falto?
—Me educas en el vacío: me tienes aislada. ¿Quién ha de acercarse á mí? El porvenir es para mí bien triste, y tú no piensas en mi porvenir. *
¡Ah, si entonces hubiesen encendido de improviso una luz, qué hermosa estatua del dolor hubiera podido sacarse del busto de D. Juan Solo! Sus dos manos juntas se retorcían como culebras que quieren morderse... Elena continuó, como quien tiene decidido empeño salir de dudas de una vez para siempre:
—¿Has pensado en mi matrimonio?
Aquella criatura de diez y ocho años tenía un aplomo y una frialdad horribles. La juventud tiene hoy dentro del alma designios de diplomático: es una oda recitada por Tallevrand.
—Elena, no he pensado en eso, y tienes razón para censurarme... ¡Soy un mal padre! ¡Soy un mal padre! Soy el peor de todos ellos! No merezco tu cariño, sinó tu desprecio.
Y hablando consigo mismo continuó:
—Sér vil y egoísta, que tienes el alma gastada, y exhausta en ella toda fuente de ternura!...
Después buscó en la sombra una mano de Elena, y oprimiéndosela con cariño, añadió suplicante:
—Tú me perdonarás; tú eres muy buena... Es verdad, es verdad, yo debí pensar en tu matrimonio... Pero no, no me juzgues demasiado mal: no he pensado en tu matrimonio, pero he pensado en tu dote.
—¿Dote?—preguntó Elena.
Y miéntras el rostro de ella se iluminaba de alegría, por el rostro de él resbalaban dos lágrimas. Uno de aquellos dos corazones lleno de amor, vacío el otro... ¡que contraste ofrecieron para el psicólogo en aquel momento!
—¿Y qué dote es ese?
El padre interrumpió un sollozo para decir:
—¡Todo!
—¿Todo?—dijo ella.—¿Todo cuánto?
No pudo D. Juan Solo hablar entónces, porque sus sentimientos estallaron impetuosos y rebeldes. Seguía estrechando la mano de Elena, que, fríay abandonada, era como la mano de una estatua. Pocos minutos después empezaron una conversación llena de números. El amor del padre se expresaba en cifras, y la hija, indiferente é incapaz de comprender lo que en el pecho de ). Juan sucedía, clavaba en él una á una todas las espinas de hielo de su condición.
Henares era de Sevilla. Habia venido á Madrid en busca de una posicion que le negaba la provincia: allí adquirió hábitos de lujo y abundancia en la casa de su tio D. Hermenegildo Recarildo y Henares, el ganadero que toros más bravos y hermosos tenía en toda la tierra española. Pero cuando murió D. Hermenegildo quedóse Henares en las astas del toro de la miseria. Recogió sus pequeñas alhajas, su ajuar de muchacho elegante de provincia, y vino á la Corte en esa edad en que si no se tiene una posicion conquistada, no se alcanza ya por ¡os medios del éxito justó. Sentia él la nostalgia del gran mundo, y sus relaciones de Sevilla le colocaron en una estrecha situación donde mucho sufrió su amor propio. Obligado á vestir bien, y careciendo de todo recurso pecuniario, hubo de vivir derritiendo sus alhajas. Un mes le mantuvo á flote una sortija de brillantes. Vivía en un angosto zaquizamí de la calle de la Aduana, teniendo en su oscuro recinto por todo mueblaje una silla y una cama. Si quería leer de noche, en la cama, tenía que poner la vela de mala esperma hedionda sobre la silla. Experimentó esas pequeñas miserias que matan, porque son una rueda de menudos garfios que vienen á herir suavemente uno después de otro, llevándose la sangre y la salud. Debia á la lavandera dos duros, y para que le continuase fiando se veia obligadoá adularla. ¡Humillación horrible! También se hallaba precisado á adular á la vieja dueña de la casa por idénticos motivos. Iba devorando cada dia un pedazo de su dignidad. El lado más repugnante y triste de la miseria de Madrid es este que en las poblaciones pequeñas se desconoce: una camisa planchada, un par de guantes, un sombrero nuevo, un detalle cualquiera del traje hace sufrir al que no le tiene humillaciones lastimosas, y puede decirse que la dignidad de muchos hombres tarda aquf en caer lo que tardan en agujereársele las botas. Henares fué transigiendo con estas vergüenzas de la vida. Adquirió el aplomo de la costumbre, y bajo la ceceosa habla y los modales correctos del señorito andaluz, despuntó algo de la naturaleza de Gil Blas ó de D. Pablos. Hubo, con todo, un momento en que la catástrofe sobrevino. Los pequeños acreedores le cercaron. Cayatte el zapatero francés, O'Donne el sombrerero, el sastre Manta-ño, se reunieron una mañana á la puerta de la casa de su deudor y allí le esperaron. Cuando salió Henares, vestido tan elegante como solía, ocurrió una de esas escenas que no pueden recordarse sin vergüenza y sonrojo. Toda la vecindad se enteró de que allí vivía un caballero de industria, y los porteros de las cercanías pudieron hacer comentarios sobre esos señoritos hambrientos y desvergonzados que bajo una apariencia de duques llevan el estómago vacío y el corazon podrido. Aquí se desvanece la figura de Leandro Henares, y durante mucho tiempo nada de él nos dicen nuestros apuntes. Una vez se le vió á la puerta del Suizo y otra tomando café en la Iberia; luégo se hicieron más frecuentes sus apariciones y vino á ser, por fin, uno de tantos en esc ejército de la holganza viciosa, alimento y sosten de los cafés y
Tal era el hombre de quien se habia enamorado Elena.
D. Juan Solo y ella salieron para Aranjuez como lo tenían determinado. Elena se hizo prometer por Leandro que iría á verla, y no pudo dominar su tristeza cuando se vio encerrada en el wagón y arrancó la locomotora. Aran-juez hallábase entonces vestido con todas las galas de suj bosques. La primera vez que Elena se encontró en aquellas avenidas que se pierden de vista, y cuyos árboles enlazando allá arriba sus ramas producen la ilusión óptica de que vá estrechándose el camino y ellos confundiéndose en ángulo de sombra, no fué dueña de contener un singular y extraño impulso de llanto que acudió á sus ojos. ¡Inexpli cables contrasentidos de la naturaleza! ¡Cómo un corazon tan frió puede al mismo tiempo ser tan sensible! Ella se sorprendió distintas veces en flagrante delito de tontería, porque el vuelo de un pájaro, y la carcajada de una fuente, y el chirrido metálico de un insecto, y el campanilleo de la res vagabunda, y un grupo de niños jugando sobre la hierba, y un nido de golondrina roto, y una paloma que se alisaba el plumaje en la esquina de un tejado... y otra porcion de nonadas que vió y consideró en su primer pasco, convirtieron éste en rosario de emociones dulcísimas y nunca por ella sentidas. Y luégo, llegado el crepúsculo, que allí es siempre entre nubes, sus ruidos de campanas y sus canciones de labradores que vuelven al pueblo, y más tarde la noche rutilante y esplendorosa de estrellas y chispazos de luz, y aquel silencio hondo y profundo, y el sueño de Aranjuez, y los estallidos de la madera espiados por oido vigilante, iban llevando el alma de Elena por una escala mágica, al fin de la cual se hallaba la estatua del Amor.
Como D. Juan Solo no conocía á llenares, cuando éste llegó á Aranjuez no le sorprendió en'modo alguno, y como es grande la libertad de los campos, Elena tuvo la bastante para discurrir á toda hora casi sola por los jardines, y de celebrar largas conferencias de amor en que se reveló su naturaleza sensual y el predominio que tiene sobre un espíritu incompleto un cuerpo organizado para el placer. Aquellos jardines donde Cárlos IV quiso plagiar á Mainte-non. eran cómplices del prodigio extraño que iba obrándose en Elena. A ella la encantaban las plazoletas abiertas en el bosque, y sobre todo aquellas fuentes con desnudas estatuas, de cuyas espaldas, en trenzas de cristal, el agua cae; los álamos tan altos, y el laberinto de rosales, los rústicos puentecillos sobre el Tajo y los cenadores cubiertos de vegetación, especie de nidos donde se sentian aleteos y besos, la soledad y silencio de las calles de árboles.
Salió sola. D. Juan habia tenido que venir á Madrid para asuntos de su tráfico. Elena se abrochó los últimos botones de su corpiño de clara chaconada, y desdeñando el sombrerillo de paja, púsose en la preciosa cabeza un pañolillo le seda. Tomó la sombrilla, anduvo pensativa mirando al suelo, detúvose dos veces, y sin causa justa quedóse absorta ante el horizonte. Ella sentía apacibilidad maravillosa en el aire, oleadas de perfume que la envolvían, un ir y venir de pájaros que parecía rodearla de una corriente de vibraciones de alas, y su marcha era ya nerviosa y agitada, ya tranquila y lánguida, como si sus nervios pasasen rápidamente desde una excitación supina á un desvanecimiento absoluto. Dió dos cuartos á un pobre, que envuelto en multicolor manta, donde lo súcio acompañaba á lo descosido, contempló lleno de admiración, de envidia y de codicia, aquella hermosa naturaleza, rebosante de juventud y gracia. Elena avanzó hasta una de aquellas aristocráticas plazas donde la habilidad selvicultora ha quitado á la vegetación cuanto tiene de salvaje, domeñándola y conduciéndola. Sentóse en un banco de mármol, y con el regatón de la sombrilla interrumpió dos veces la animación y concierto de un hilo de hormigas. Arrepentida luégo de su distracción quiso ordenar el descarriado ejército de afanosas obreras, y la no ménos descarriada hueste de sus pensamientos. Pero no pudo, porque entónces apareció Henares. Hubo un saludo que fué un beso, y después hubo un silencio enojoso y dulce á un mismo tiempo para los dos. En la mirada de él advertíase ya una frialdad observadora de artista que contempla una estatua, ya la luz sensual cabrilleando en la negra pupila, nunca esa llama continua, fervorosa y magnífica de los grandes amores.
—¡Qué decides?—preguntó Henares.
Y Elena respondió cubriéndose los ojos con las manos:
—¡Nunca! ¡nunca!
El la asió por !a cintura y vertió en su oido encjndi Jas palabras. Inflamóse la sangre de Elena; un formidable oleaje se desató en su corazon. Tuvo un sacudimiento como si fuese á acometerla un desmayo; irradiaciones de frió y de calor subieron y bajaron por todos sus miembros, helándolos primero y abrasándolos después. Hallábanse tan inmóviles, que una calandria vino á picotear el suelo á pocos pasos de distancia de ellos.
La noche encerró aquel amor en un lecho de sombra.
¿Y qué? ¿Es cosa de que abandonemos para siempre á aquel animoso Pepin Carandia? ¿Nó, y cien veces nó?
Llegó un dia en que Pepin no pudo sufrir más las reprimendas de la Robustiana y los vergajazos de D. Juan Cláudio, y se salió bonitamente del corral de las Peñuelas. como D. Quijote se salió del corral de su casa, dispuesto á abrirse camino en el mundo y por de pronto un plato con algo que comer. Acertó á ser dia de lluvia, y las gentes que pasaban por el puente de Toledo eran escasas. Pepin Carandia iba trotando, las manos en los bolsillos de la blusa, remangados los pantalones por miedo al barro, y en los piés unos borceguíes llenos de clavos que sonaban como herraduras. Apénas habia crecido el muchachuelo, y las ropas no se le habian quedado cortas; el sombrero habia perdido toda su juventud y atravesaba una vejez horrible, llena de disgustos y mojaduras. Como llovia y los latigazos de agua herían á Pepin en el rostro, dijo con mal humor echando mano al ala del sombrero:
—¡Cuerno! ¡Maldito seas! No sirves pa ná.
Calósele bien sobre las cejas y siguió trotando. Un barro pegajoso y verdinegro cubria el suelo, y la luz cenicienta y torva del cielo hosco y ennublado producía resplandores siniestros en los charcos del camino. Un entierro pobre venía en dirección contraria á Pepin, camino del cementerio de San Isidro. Era una caja forrada de percal negro, sin cintas, ni tachuelas, ni otros adornos. Traíanla a hombros cuatro odiosos sepultureros con el traje manchado de gotas de cera y la gorra con visera de charol de la cofradía, bien encajada en un rostro sin color ni barba.
—Buen dia de entierro—dijo Pepin,—¡qué frió vas á pasar!
Más arriba encontró Pepin una manada de ovejas que iban al matadero. El instinto juguetón se despertó en el muchacho á pesar de los pensamientos que le preocupaban: agarró del rabo á un carnero y persiguió á otro; luégo se colgó á la trasera de un carro, y á una mujer que subia á cuestas un enorme talego de ropa lallamó por detrás, haciéndola volverse y volviéndose él también cuando ella lo hacía.
—A pesar de todo—exclamó filosóficamente,—tengo hambre.
Y metiendo la mano en el bolsillo de la blusa hizo sonar algunas piezas de cobre.
—Compraré un soldado de Pavía, medio panecillo, un cuarto de higos y un cuarto de aguardiente, ¡¿uerno, qué almuerzo!
Se acercó á un puesto llamado, con letras azules escritas sobre sus tablas blancas,
Todo le costó la babilónica suma de diez cuartos. Comenzó á comer. Un guardia civil pasó á caballo.
—¡Mecachis!—dijo.—¡Qué sable!
Cuando hubo comido hallóse á la puerta del matadero.
—No me pega'rá más aquel tío ladrón. ¡Cuerno, qué mala sangre!... Pero y yo ¿que hago?
Pensó con horror en la noche sin cena, y vió ó creyó ver, que esto y no lo otro fué sin duda, creyó ver en el escaparate de una tienda de ultramarinos que Irontera al matadero estaba, un baile de salchichones y longanizas y una multitud de huevos que ellos solos hacian juegos malabares. Habíase parado un carro á la puerta del matadero y un vejete de mala estampa, vestido con una chaqueta de frisa roja, un calzón de paño pardo tan lleno de grasa, sebo, sangre y otras inmundicias, que la tela habia tomado la consistencia de una tabla. Tenía los labios salientes, afeitado de antigua fecha y lleno de canas el rostro, con los ojos lagrimeantes y exhaustos de pestañas y el pelo áspero, abundante y más bien gris que blanco.
—Muchacho, muchacho, ¿quieres ayudarme?—dijo á Pepin.
—Bueno.
—Pues anda... ¿Sabes tú á la nave primera?—Pepin miró con curiosidad al viejo.
—¿Nave?—preguntó.
—Sí, mala demoniura te lleve. ¿No sabes lo que es una nave?
—¿Un barco?
—No, hombre, no. Pero entra y lo verás.
Habia comenzado la matanza y los cuerpos de las reses desollados y abiertos subían á los tornos suspendidos por palos y varas de hierro. Un olor acre de sangre y sebo, de inmundicias lavadas y de aguas detenidas flotaba en la atmósfera. Había allí multitud de hombres y muchachos.
Unos estiraban las pieles recicn separadas del cuerpo; otros practicaban una anatomía brutal en las entrañas de los bueyes y carneros; algunas muchachillas, desnudas casi, recogian en cestas los desperdicios.
Pepin ayudó al viejo á trasportar al carro montones de tripas y grandes pedazos de callo de vaca.
—¿Y esto quién lo come?—preguntó Pepin.
—Esto es para los gatos.
—Los gatos —exclamó con envidia Pepin.
—Si quieres acompañarme á casa y ayudarme á descargar el carro te daré dos reales.
Pepin, á pesar de que llevaba en la cabeza dos arrobas lo menos de peso, dió un brinco é hizo una zapateta de alegría.
Pepin Carandia sentia anhelos de gloria. Pues qué, ¿porque duerma uno al raso, buscando un banco de la Plaza de Oriente por cama, no puede sentir dentro del alma los desperezos salvajes de la ambición? Sobre todo, le desagradaba el vivir errante y sin casa, siendo cada comida un problema, esclavo del estómago, sin libertad para las empresas grandes, empeñado y ocupado en las pequeñas. A los tres dias de su escapatoria se halló, sin saber cómo en una barbería de la calle de Embajadores en clase de aprendiz, llevando al maestro y al oficial el agua caliente, lim* piando las navajas, pasándolas delicadamente por el ensebado cuero del afilador. La blusa azul que trajo de su pueblo fué sustituida por un levitin que perteneció al hijo mayor del barbero, previo recorte de las mangas y amputación de los faldones. Raparon á Pepin el pelo, que era nc-uro, brusco y abundante, y le obligaron á lavarse las manos, que las tenía muy sucias de andar con las cabezas ensangrentadas de los carneros. El oficial de la barbería era un mozancon que llevaba el pelo muy peinado, chalina del color más chillón en el cuello, y chalecos abigarradísimos. Leia ciertos papeles que se meten por debajo de las puertas con el presuntuoso título de novelas, y á esta erudi-don literaria suya se’debió el que á Pepin le llamasen D. Carandia, porque en uno de aquellos libros se hablaba de un Infanzón terrible á quien el autor del engendro puso tan inverosímil nombre.
Era la barbería de piso bajo y estaba frente por frente de la Inclusa. Sus parroquianos sólo se afeitaban una vez por semana, y esta habia de ser el sábado ó el domingo. Eran albañiles del barrio, carboneros de las inmediaciones, romaneros del mercado de la Cebada, cocheros de punto y otras variedades del género. El resto de la semana pocas pisadas de parroquianos se oian sobre el entarimado, sucio del polvo ó el lodo de la calle. En las tablas de mármol, que eran tres, yacian las navajas, las tijeras y los burdos cosméticos. El maestro, que solia marcharse de tertulia á la tienda de ultramarinos de enfrente, era natural de Ri-vadavia y vivia en Madrid desde el año . Usaba de continuo un levitin desnaturalizado y un pantalón estrecho de grandes cuadros blancos y negros. Gustaba mucho de hablar de política, era siempre de oposicion y se suponía conocedor de los secretos del Ministerio.
—¡Yo cazo largo!—se decia cerrando un ojo y poniéndose el índice delante de la nariz.—¿V. cree que O’Don-nell?... ¿O’Donnell? ¡Bueno está O’Donnell!
Hablaba al oído del parroquiano mientras pasaba la navaja por el cuero, y sus labios se movían con solemnidad expresando la importancia que el buen barbero daba á lo que decia. Era suscritor de
—¡Bendito sea Dios!
Pepin Carandia aprendió muy pronto á afeitar. Algunas mejillas surcadas de rasgos sangrientos fueron el precio de su aprendizaje. Luégo el vaciado hierro corrió con lisura sobre los cañones de jas barbas, y Pepin, encaramado en un taburete por no alcanzar á los sillones desde el suelo, se pudo subir á las barbas de muchos parroquianos. Tenía ya Pepin un aplomo magistral, donosísimo y chusco, y cuando caia mucho trabajo, al concluirle salíase á la puerta de la tienda, encendía con gran calma un cigarro, y pegando chupadas y arrojando columnas de humo se pasaba media hora. La calle de Embajadores tenía en tales ocasiones, que solía ser á la tarde, un aspecto de desfile desordenado de obreros y mujeres, de mozos cargados de espuertas y serones de frutas, de carros de verduras que subían del mercado y de caballos de propietarios del barrio, con sus aparejos españoles y su mosquero de crines blancas en la frente. Las tabernas henchíanse de consumidores, y en sus puertas advertíase el movimientode un hormiguero. Todos los carros se paraban en todas las tabernas, y puede decirse que cada taberna era una estación de carreteros con alivio para sus resecos gaznates. Volvían los muchachos de la escuela con sus libros en el cartapacio y un ánsia de correr indomínable. Algún coche de punto ascendía penosamente la pendiente de la calle... Después llegaba el crepúsculo y los faroles se encendían. Pepin arreglaba las luces de la tienda, recortaba las mechas y las ponia fuego. El amo marchaba entónces á su tertulia del café de San Isidro, y Pepin por entretenerse cogia un tomo de los que formaban la biblioteca del barbero y le devoraba. Indistintamente leia la
Todos los dejaba como nuevos... Después de la hazaña Esculapio se bajaba de su pedestal de yeso y venía á coronar á Pepin, y en la Corte le nombraban «médico de las Princesas,» y allí realizaba el prodigio de curar al perro de las reales niñas que habia cogido un atracón de bizcochos. El médico en sueños se relamia y despertaba. ¡Oh dolor del despertar! ¡Haberse ¿reido Avicena y remanecer Fígaro!
Pepin Carandia recibe su primera impresión, ele amor
El dia en que cumplió los catorce años, le dijo la maestra:
—Chico, vete á misa.
Tenía cinco reales ahorrados, una gorra de seda y un par de borceguíes muy buenos con sus «ringleras de tachuelas», como él decia. Los cinco reales, en una peseta y un real de á ocho, teníalos escondidos dentro de la
—Ahora—dijo—á misa.
Después de dudar á qué iglesia iría, decidió ir á San Sebastian. Habia allí una gran función. El altar resplandecía y el órgano sonaba. Una Virgen de talla ocupaba el altar mayor, y un inmenso público entraba y salía. Observábase allí ese aspecto febril y atareado de una muchedumbre poco tocada del fuego místico. Las gentes iban á misa como quien vá á la Bolsa. Pepin, confundido con la multitud, se empinaba con los piés para ver el altar, y no podía, y para oír al cura que rezaba sus oraciones.
—Esto no es oir misa... Esto es
Lo mismo que á él les pasaba á todos los demás fieles. Era el mes.de Mayo, dia de
—¡Jesús!—dijo—¡qué bonito!
Y no se sabe si el motivo último que obró en su imaginación para arrancarle este chispazo deentusiamo fué una chiquilla que allá allá se andaba por los doce años, con dos ojos azules, límpidos y enarcados bajo sus cejas rubias como paréntesis de oro. Vestía pobremente, pero con limpieza, y sus manos cruzadas eran tan bonitas que no cabe comparación. El defecto de su rostro era la nariz, un poco acarneradilla; pero con todo eso, el conjunto era precioso, delicado. Rostro de cabrilla dorada, con los ojos llenos de luz, anegados en reflejos que iban del cristalino á la córnea. 1.a vista de este semblante despertaba ideas idílicas, como la de un arroyo ó la de un rincón de campiña, florido y lleno de margaritas. Pepin, que no podia darse cuenta de esto con nombres académicos y sútiles distinciones, quedóse embelesado y triste. Porque entristece la contemplación del bien juzgado imposible.
—¡Es un ángel. Señor!—exclamó para sí mismo Pepin.
A pesar de que las campanillas de plata indicaron que iba á consagrarse el pan ácimo, Pepin no las oyó, preocupado, embebecido, embelesado y ciego como lo estaba mirando, devorando con los ojos á la niña. El altar se apaga'-ba, el cielo se oscurecía, las flores desechas por manos invisibles caian de sus pétalos, perdía el mundo sus encantos... porque todos ellos se resumían, se sintetizaban y venían á simbolizarse en el rostro de ella... Cuando Pepin salió del templo no supo por qué sus piernas se habían puesto en movimiento. Supo sólo que iba detrás de la niña de cabecita aguileña; la cual, así que pisó la calle, quitóse el pañuelo de la cabeza; y fué prodigio como el de ver á un nardo quitarse su envoltura de leves telillas para más airosa sacar la corola á ver el sol. En la calle de Carretas ocurrió una cosa sensible. La gente que venía se encontró con la que iba. Hubo un remolino de cabezas y sombreros... y en medio de él perdióse la niña del pelo rubio. Pepin la buscó con la vista arriba y abajo, por la acera de enfrente y por el cielo... ¡Inútilmente! Por ser el dia de su santo, experimentó Pepin la tristeza más honda que hasta cn-tónces habia experimentado.
¡Ay de nosotros!
Dos dias estuvo D. Juan Solo ausente de Aranjuez. Cuando regresó le aguardaba una noticia terrible. Su casa estaba cerrada á piedra y lodo. Llamó con el puño en la puerta, golpeando ansioso. No llamó con el puño, llamó con el alma, porque todas sus funciones intelectuales, toda su sensibilidad, su voluntad entera se resumieron en el al-dabonazo, que resonó en la puerta y se repercutió allá dentro en las vacías habitaciones como un eco que decia: «¡No hay nadie! ¡Nadie... nadie!»
—¡¡Elena!!—gritó D. Juan.
Crispó sus puños, miró con fijeza la puerta como pidiéndola que se abriera. Un presentimiento horrible agitó su corazon.
—¿Se habrá muerto?... ¡El cólera!... Acaso el cólera.
El pobre hombre se ahogó de llanto, y al mismo tiempo saltaron las lágrimas en sus ojos, los gritos en sus labios, los latidos de la sangre desatentada en sus venas.
—El dia en que nació ella habia cólera... También le hay ahora... ¿Será su estrella morir jóven?... ¡Ay de mí!... El pecho se me salta, se me rompe... ¡Elena, Elena mia... hija de mi corazon!...
Aquel atroz minuto de dolores terribles, punzantes, que le rasgaban su espíritu, le arrebató toda su fuerza física:
—¡Ya sé lo que es morir!—dijo.
Era de noche. La solitaria calle, negra y medrosa, parecía la respuesta que la indiferencia daba al dolor.
—¡Quiteria! ¿Dónde se habrá metido?... ¡Dormida acaso!... ¡Qué íueho tan pesado tienen las brujas!... ¡Arre allá! ¡Levántate, maldita vieja, que me muero de impaciencia!...
Golpeó de nuevo el porton. Un perro de la vecindad respondió ladrando.
Se me saltará el corazon... y me encontrarán aquí cadáver! ¡Morir... morir es no ver á mi hija... ¡No, no quiero morir!... Tendré el corazon de acero, de piedra... resistiré todos los dolores... El padre debe ser omnipotente é inmortal...
Entonces se oyó ruido de música al fin de la calle, y pasó por frente á D. Juan una banda de mozos del pueblo cantando y rasgueando escandalosas guitarras.
—¡Echala!—gritó uno de los mozos.
El cantor dijo con voz becerril y aguardentosa
Pudo creer D. Juan Solo que habia sido aquella cuadrilla de músicos una cuadrilla de demonios, una turba infernal, porque pasaron tan rápidos como una visión y le dejaron aterrado y encogido, la cabeza temblorosa encima de los hombros, la boca contraída, los ojos abiertos por el espanto, y en los labios un borde de viscosa saliva, espuma del oleaje espantoso de sus dolores.
—¡Ella!... Ella... ¡Se escapó!... ¡Ah, traidora! ¡Ah, mujer!
Tuvo que agarrarse al aldabón de la puerta para no vacilar.
—Pero no es posible, no puede haberse fugado... ¿Y con quién?... El demonio sin duda... Yo desvario, me vuelvo loco... Siento en las sienes un dolor, un golpeo, un ruido en las orejas... Me abraso... me hielo...
El alba al sonreír debió llorar, porque encontró en el suelo el cuerpo de D. Juan Solo desmayado... El frióle volvió á la vida, como la indiferencia vuelve á la realidad á las almas nobles y sensibles...
—A Madrid... á Madrid... allí estará... Yo levantaré la tapa de la tierra para encontrarla.
El gran motín
La mañana era caliginosa y nublada. Tras el toldo ceniciento de las nubes se adivinaban las oleadas de fuego de un sol canicular. En Valdemoro la estación se encontraba llena de gente. En medio de un grupo numeroso, un guardia civil herido hablaba con indignación, agitando sus manos en el vacío, mientras una mujer le anudaba una venda en la frente.
—¡Esacanalla, esos presidiarios!—decia el guardia.
D. Juan Solo adivinó que pasaba algo extraordinario, y á sus oidos llegó, dando vueltas y aumentada la noticia, de que en Madrid habia estallado un conflicto.
—¡Hay tiros!...
—¡Treinta muertos!...
—¡Ardiendo palacio!...
—¡Los artilleros sublevados!...
—¡O’Donnell sorprendido!...
De cada coche salia una pregunta, y del andén volvían diez contestaciones. La curiosidad de los viajeros se ahogaba bajo el ánsia de contar de los que rodeaban el guardia herido.
—No vayan ustedes; quédense aquí—gritó un viejo gordo que, según luégo se supo, era tendero de ultramarinos en Valdemoro.
Se abrieron varias portezuelas, y hubo en el andén una inundación de sacos, maletas, sombrereras y lios de ropa.
—Ir Madrid es meterse en la boca del lobo.
Pocos viajeros quedaron en los wagones, y cuando el tren arrancó, los del andén miraron á D. Juan Solo, y chocándoles su apariencia extraña, dijeron:
—Ese será de los tunantes... uno de ellos. Algún picaro de barricada.
A D. Juan Solo le preocupaban bien poco la revolución, los tiros y las barricadas. Su hija llenaba su entendimiento, dejándole ofuscado para discurrir sobre lo demás. La revolución no estaba en Madrid, sinó dentro del alma del mísero D. Juan. Cuando llegó á Madrid, en la calle de Atocha le detuvo un peloton de hombres armados.
—¡Atrás, ciudadano!—gruñó uno.
—Dejadme en paz... Voy á buscar mi hija.
—¡Su hija! ¿Oyes, Liñana?... Este hombre busca su hija... ¡A ver dónde está la hija de un loco!
Los balcones estaban cerrados, los portales también. Una vaciedad sonora templaba la atmósfera, haciendo repercutirse en ella los lejanos disparos de fusilería. En la plaza de Antón Martin habia una barricada. Desempedrada la plazuela, se habia levantado una pared de adoquines que enlazaba con el pilón de la fuente, y los mónstruos de piedra asomaban sus cabezas de triples fauces junto a una fila de humanas cabezas peludas, horribles. Detrás de aquella barricada vió D. Juan espantosos grupos de hombres abortados por la taberna para servicio de la hidra de la sangre; puños forzudos que oprimían el cañón de un viejo fusil; camisas rasgadas, mostrando peludo pecho; labios que sonreían con la feroz sonrisa del ódio detrás de las manchas negras que en la faz dejó el cartucho al ser mordido. Lo feo y lo abominable andaban juntos.
D. Juan quiso pasar, pero no le dejaron.
—¿Eres de los nuestros?—dijo el jefe de la barricada.
Era una especie de bruto paquidermo, bajo y achaparrado, rechoncho y deforme, con un ojo desfigurado por una atroz cicatriz que enseñaba el párpado partido en dos labios sanguinolentos; de modo que su parpadeo era un espectáculo asqueroso y horripilante. Rico tabernero de la calle de la Pingarrona, habia prestado sus talegos á muchachos de chispa, entónces bastante perdidos, y que han sido Ministros hace poco. Glorias de la tribuna y el foro, que han experimentado el
—Soy de los vuestros.
—Di ¡viva la libertad!
—¡Viva!—repitió D. Juan.
—Di ¡muera O’Donnell!
—¿O’Donnell?... ¡Muera!
—¿Quieres un fusil?
—Dejadme pasar...
—No se pasa... Hacen falta hombres... Carga y dispara.
—Yo no sé tirar... Voy buscando á mi hija.
—La buscarás luégo... Ahora toma esta escopeta.
Pusieron en sus manos un negro instrumento que tue escopeta y ya era una cosa sin nombre.
—¡Qué se quite la levita!—gritó un trapero que formaba parte de la barricada.
—¡Abajo los faldones!
—Sea ejecutada la levita.
—¡Muera la levital
Hubo un vocerío horrendo, una sinfonía de vocablos soeces, dicterios escándalosos, procaces insultos, y D. Juan fué despojado de la levita. La desventurada prenda de raido paño fué colgada de un palo y sirvió de blanco á los he-róicos patriotas. Pronto quedó hecha una criba.
—Mire V., señor Capitan—exclamó D. Juan Solo.—Yo sufro una ansiedad espantosa... Yo quiero ir á dar parte... Mi hija se me ha ido de casa... ¡Me la han robado!.:. ¿Usted tiene hijos?... ¿V. sabe lo que es una hija? ¡Déjeme seguir mi camino!
El tabernero dudó un momento. Dentro de su espíritu luchaban la piedad y la severidad de jefe de la barricada.
—Bueno, vaya V.—dijo por fin.—Pero ¡en mangas de camisa!... Si le coje á V. la tropa le fusilan... ¡Van á creer que ha estado V. haciendo fuego... ¡Dadle una chaqueta á este viejo!
Pero D. Juan no espero que se la dieran... Echó á correr, y su desgarbada persona mas fea pareció y más ridicula bajo el decrépito y fenomenal sombrero de copa y en mangas de camisa.
Madrid ardía. Sus calles céntricas desiertas, sus extremos llenos de hombres que luchaban. La sangre habia huido del centro hácia la periferia. En la plaza del Progreso una horrenda carnicería llenaba el suelo de desastre. Don Juan Solo pasó por ella, indiferente al peligro, cruzó los fuegos de la guardia civil y los rebeldes. Iba á la calle de la Encomienda, donde vivía una hermana de su criada Quiteria, á ver si allí tenía noticias de su hija.
—¡Dios mió!—pensaba. — Parece que mis pensamientos se han salido de mi alma y andan sueltos por Madrid...
El estupor habia helado su espíritu y no le dejaba darse buena cuenta de lo que en Madrid ocurría. ¿Qué es estoí ¿Andan á tiros? ¿Se matan unos á otros? ¿Por qué?
—¡Les habrán robado á sus hijas!—exclamó.
Después de caminar un buen espacio silencioso, añadió en voz alta:
—¡Yo también me siento capaz de matar, de asesinar, de herir!... ¡Mueran los perversos y los que roban hijas agenas!
Llegaba á la calle de Embajadores. Allí habia otra barricada. Pero ésta habia sido hecha con muebles, sillas, cómodas, mesas de cocina y toda la anaquelería de un cerero de la calle de la Encomienda á quien habían saqueado. Agio-merados tantos objetos formaban un valladar disforme, alto, una especie de catafalco fúnebre, en medio del cual se advertía una agitación terrible. Habían pegado cinco cirios que sacaron de la cerería en diversos lugares de la barricada, y sus luces amarillas verdosas parecían manchas sobre la claridad dorada del dia, hermoso, aunque nublado á trechos.
—¡Padre Garduña) — dijo un estudiante de medicinad D. Juan Solo.—¿Tienes calor? Dame la levita.
—¿Se puede pasar?—preguntó D. Juan Solo.
—Atrás, paisano... Procura vestirte con más esmero... que hay aquí señoras, y su pudor se lastima.
—¡Es un espía de O'Donnell!—vociferó un chulo.
—¡El espía es reo de traición!—afirmó el estudiantón.— ¡Mueral
—¡Abajo el espía!...
Hubo un coro de i¡abajo! ¡muera! ¡fuego en él!» Una mano invisible disparó una pedrada que derribó el sombrero de D. Juan Solo y le dió en la frente. El se llevó la mano al sitio dolorido, y tuvo una sublime mirada de ódio y de desprecio para la canalla ebria de la barricada. Allí el vino habia tomado parte en la hazaña, y, más que soldados de la libertad, eran los tales séides de Baco. ¡Triste cosa es que la libertad haya tenido que servirse de estos bárbaros! ¡Temis, repuesta en su trono por Nemesis ebria! ¡Una sarta de crímenes formando el collar esplendente con que se adorna la humanidad libre, dueña de sí, gobernada por sí! La barricada tiene de brutal lo que el golpe del ariete. El que no vé sinó el hecho rudo, el choque de la cabeza de acero y la piedra bajo su peso desmoronada, no distingue el secreto y se maravilla de que las páginas más hermosas •de la historia humana empiecen con una barricada y acaben con otra.
La barricada es la cuna de la libertad.
D. Juan Solo llegó á la calle de la Encomienda sudoroso, medio muerto de angustias y de horror. En la esquina un enjambre de pilludos llevaban á puntapiés, por el arroyo, un tricornio de Guardia civil.
—¡Este estuvo en la Puerta del Sol la noche de San Daniel!— gritaban.— ¡Póntele tú, Vaquerin, sírvenos de blanco...
D. Juan subió los setenta escalones que separaban, más bien que unian la buhardilla de la hermana de la señora Quiteria y la calle. Era un infecto tugurio, una colmena llamada casa de vecindad, con tres patios, treinta corredores y más de mil huecos, nombrados en el pomposo lenguaje de los planos arquitectónicos «habitaciones.» El abigarrado y díscolo ejército de habitantes estaba en los corredores hablando, gesticulando, pidiendo noticias de los sucesos, haciendo cálculos sobre lo que sería preciso resolver si la revolución duraba un mes y no podian salir á la calle por vituallas. La entrada de D. Juan Solo produjo singular efecto.
—Ese ha estado tirando tiros—gritó una vieja.
—¡Pobrecito! ¡Le han herido en la frente!
Traia, en efecto, D. Juan Solo una línea sangrienta entre los dos ojos, ¡especie de huella visible del girón arrancado á su pensamiento!
—Será preciso socorrerle.
—¡Quiá!... De ninguna manera... ¡Pues hijo! ¿Y si vienen los ceviles después y lo saben?
—Mujer... la caridad ante todo.
—Sí; pero la caridad bien entendida empieza por uno. mismo.
Preguntando aquí y allá, llegó D. Juan Solo á encontrar el buhardillon de la que buscaba. La puerta estaba abierta. Habia sobre ella una rama de olivo, y dentro se divisaban las cuatro paredes negras y desnudas, donde ni la limpieza ni el adorno habian puesto su mano. El techo de teja vana era horrible. Por donde no caia la lluvia entraba el polvo.
—¿Quién es?... ¡Ay, madre de Dios! ¿Cuándo querrá venir el señor que me dé limosna—gimió dentro de aquel ataúd de manipostería una voz de vieja.
Era la hermana de la Quiteria una vieja abominable, delgada, acaballada, angulosa, debajo de cuya faldamenta raida y plegada, como si de papel de estraza fuese, se advertían las formas esqueletadas de la muerte. Sus manos como gárfios, y sus dientes descabalados, sobresalían solitarios dos de ellos en las encías desiertas. Alguien habia además en la estancia, que al entrar D. Juan se escondió detrás de una cortina que ocultaba, suspendida de una caña, el fementido lecho de un solo jergón, sin abrigo ni blandura.
—¿Ha visto V. á Quiteria?—preguntó D. Juan.
—¡Quiteria!... ¡Ay Madre de Dios!... Quiteria... no, señor... ¡Dios mió de mi alma!.. Bien puede V. dejarme una limosna, porque me estoy muriendo de hambre...
—¿No ha venido por aquí Quiteria?—preguntó de nuevo con ira sorda y desaliento D. Juan...
Su espíritu se cubrió de luto. Habíale contenido hasta entónces la esperanza... Ahora se convencía de que su hija estaba perdida para siempre. Y eso era peor que verla muerta, porque al fin y al cabo el sepulcro es posesor que no deja lugar á los celos. Perdió súbitamente la fuerza muscular, sus piernas flaquearon, y el dolor de la pedrada, no sentido hasta entónces, le hizo caer en una banqueta desclavada que, al recibir la carga, vaciló como si no pudiese resistir tanto peso.
—Pero ¿qué le sucede al señor? ¡Sin levita, sin sombrero, herido!
La vieja se conmovió contemplando el desastre infinito de D. Juan.
—¡Los tunos de las barricadas!... ¡Los pillastres le habrán robado y apaleado!...
Detrás de la colcha del lecho observó entónces un movimiento rápido; la vieja echó hácia aquel lado una mirada de ira.
—¡Usted me engaña! Usted sabe dónde está mi hija... porque Quiteria ha venido aquí... ¡Ah, manada de lobos fieros, sin entrañas... me veis morir de dolor y me abando-nais!...
Dijo D. Juan con tal expresión de ódio estas palabras, que la bruja se echó á temblar, y súbitamente la cortina del lecho se alzó y apareció tras ella Quiteria en persona. De un brinco se levantó D. Juan de la silla en que se habia dejado caer, y abalanzándose á la vieja la asió bruscamente de las muñecas.
—¡Ah, estás aquí!... ¿Qué instinto me lo ha advertido?... He olido tu rastro, ¡culebra, mala culebra!... Devuélveme mi hija.
—¡Su hija!... ¡Ay Diosmio, Señor de Israel, Virgen bendita, Madre de los Desamparados!
—Cierra el pico... no más letanías ó te ahogo... ¡Mi hija, mi hija!
—Se ha escapado...
—¿Con quién?...
—Con un caballero... con un señorito... con...
—¡Con un demonio!... El demonio ha secuestrado al ángel...
Un instante hubo de silencio que midió, como reló de la pasión herida, el resuello intermitente y ahogado de Don Juan.
—Yo le mataré—dijo éste luégo.
—Ella está enamoricada...
—¡Pobre hija!
—Me engañaron los dos... Ella me sacó de casa, y al llegar á Madrid les perdí... He corrido por las calles... entre tiros, horrorizada. ¡Jesús, María y José! ¡Huy, qué miedo!
—¿Y ella?
—¡Ella!... ¿Losé acaso?
—¡Tal vez haya muerto en la calle!... ¡Una bala no sabe si mata á un ángel!...
Un lamento cortó la palabra á D. Juan.
El fin do la batalla
La revolución, en tanto, habíase propagado por Madrid. Oíanse tiros en todas partes. En la plazuela del Progreso la lucha era horrible. El mónstruo de las guerras civiles se abrevaba en sangre. Corrían grupos de hombres descamisados, horrendos, heridos, empuñando el arma con crispada mano de ódio. Don Juan Solo víó en la calle de la Esgrima un viejo miserable, de barba gris, que llevaba en la mano una pistola de arzón montada. Iba en mangas de camisa, tiznados de sangre los brazos, caminando con una serenidad heladora y dejando rastro de su marcha con los piés que goteaban sangre. Cada paso era un alarido sofocado por la ira. Detrás de él, una chicuela como de diez años, corría zancajeando, harapienta, medio desnuda.
—¡Padre, padre!... ¡Ay, que le van á matará V.!—lloraba la muchacha.
Al desembocar en la plaza del Progreso oyóse caracoleo ruidoso de caballos. Un peloton de húsares galopaba disparando sus pistolas sobre el pueblo. Fué como una tromba de fieras terribles. Don Juan Solo vió vacilar á la niña como vara de azucena que troncha el pié del transeúnte, y sintió en su costado derecho un latido horrible, algo entre golpe y herida, más bien que por el dolor, advertido por el chorro de sangre caliente que saltó á su rostro. Cayó al suelo, dando de bruces sonoro y mortal golpazo... Parecióle que el luminar del dia se apagaba, que las casas perdían su aplomo, que se despeñaba por una pendiente sin fin, que se quedaba sin sangre y que por sus venas corria burbujeando el viento... Un calor hórrido calcinó sus pupilas, un frió de nieve irradió de su corazon... Vió los árboles de la plaza del Progreso bailar sobre un fondo de color de sangre, como esqueletos negros y rígidos. Vió luego una cabalgata que cruzaba rápida galopando, y al frente de ella, sereno, impasible, lúgubre... un general, un hombre extraño, de pelo ceniciento, de bigote grueso y aplomado... O’Donnell... Creyó que era una estatua de ceniza, y como la pesantez de sus párpados le privó de la facultad de ver, cuando desapareció de sus pupilas imaginó que el hombre de ceniza se habia disuelto en la atmósfera.
Y cuando la noche bajó á las calles pudo ver su rostro en los anges de un espejo de rojo cristal. Había en las esquinas huellas de manos sangrientas que habían arañado el yeso áíftes de caer. Habia en los tejados, detrás de las chimeneas, colchones apostados allí para hacer fuego ocultos en ellos. Habia en las aceras proyectiles aplastados-especie de medallas de la muerte! El terror se habia grabado en todos los rostros. La derrota del pueblo decia que la sangre no habia cesado de correr.
Pepin Carandia no se había atrevido á salir de su cuchitril. Allí escuchó las alternativas de la lucha y siguió sus trámites con paciencia. En la tienda no dejaba de entrar y salir gente. Unos venían á traer noticias, otros á pedirlas. El barbero de Rivadavia tenía fama de liberal y revolucionario, y le aconsejaban que se escondiese porque la policía andaba ya echando mano á muchas gentes del barrio. El barbero se resistió á esconderse; pero tanto se lo rogaron, y tantas ponderaciones hicieron del peligro que corria, que al cabo se decidió á buscar un rincón seguro. Además, dígase, porque así es la verdad, que no influyó poco en la determinación del barbero el gusto de pasar plaza desujeto principal y conspirador, para cuya hcróica carrera le habia despertado mucha vocacion la diaria lectura de
—¿Puedes afeitarme?—dijo el hombre de la blusa á Pepin.
—¡Ya lo creo!... ¡Cuerno!... En tres minutos... Pero no es un dia muy bueno hoy para salir á la barbería... Tal sale á que le quíten el bigote, y van y... y le quitan la cabeza.
—¡Charlatan, como barbero!—exclamó el de la blusa fingiendo serenidad y gana de broma.
Pepin trajo agua y jabonó la barba á la víctima. Quedóse estacón las guedejas de la barba blancas, mientras Pepin limpiaba y acicalaba la navaja en el vaciador. Entonces notó Pepin que aquel hombre temblaba y se movía con inquietud, mirando á la puerta de la calle con desconfianza. —¿Está V. malo?—preguntó.
—Oye, pequeño—repuso el de la blusa,—si me afeitas pronto y bien te daré un duro, y si no le dices á nadie que me has afeitado y que me has visto temblar, te daré otros cinco duros.
—¡Seis duros!... Es mucho...
—Yo voy huyendo...
—¿Usted es de la barricada?
—Sí...
—¿Usted ha matado á alguien?
—¡Calla, maldecido!... No lo sé...
—¿Usted ha hecho fuego?
—Sí... pero afeita más y habla ménos.
—¡Yo no le afeito á V.!—exclamó con firmeza Pepin.— Usted ha matado hoy á alguien...
Absorto primero y contrariado después se quedó el de la blusa.
—Matar es malo—dijo Pepin.
—Es en defensa de nuestros derechos. »
—Nuestros derechos... ¿Puede cntónces matarse por algo?...
—Aféitame, muchacho... ¿No sabes que si no me afeitas van á conocerme?... Me he vestido así porque no me reconozcan... Tomaré el tren en Pozuelo... Me voy á París. —¿A París de Francia?
—¡Hombre, afeita, y entretanto yo te contarétodo! Pepin, lleno de curiosidad y no sin cierto miedo, empezó á tirar del cabo de la navaja.
—Tú ¿cuántos años tienes?
—Yo... doce.
—¿Tienes madre?
—Ni esto... .
—¿Qué vas á ser?
—¿Yo?... ¡Comadron!
—¿Te gusta ese oficio?
—Es oficio de mucha
—¿Y qué crees tú que es ser comadron?
—Ayudar á nacer.
¡Ayudar á nacer!... Comadron es, pues, casi Dios.
—Es un oficio muy sustancioso... Cada chico que nace dan cinco duros... ¡Sabe V. cuánto chico nace!... Además, si sacan una muela dan dos pesetas... Ahora les duelen las muelas á todos los chicos porque les gusta mucho el dulce.
—¿Y tú sabes sacar muelas?
¡Me cachis! No... pero aprenderé... Es negocio de puños...
—¿Sabes leer?
—Como un papagayo...
—¿Qué lees?
—La
—Y la entiendes?
—¡Ni esto!
—Entónces ¿por qué la lees?
—Por irme haciendo... Y algo se pega... Ya sé dónde tenemos el
—¡Eres un sabio entónces!
Volvió á jabonar Pepin la ya rasada barba, y sobre el nada limpio paño negrearon las guedejas cercenadas. El de la blusa se quitó del dedo meñique una sortija, y dijo á Pepin:
—¿Ves esto?
—¡Mecachis!... ¡Una piedrecita que echa lumbre!
—Un diamante... Vale mucho dinero... Diez mil reales...
—Es para tí...
—¿Para mí?... ¡V. quiere engañarme!
—Para que estudies... para que seas comadron... para que te pagues libros y matrícula...
Pepin no sabia qué decir. El asombro le embruteció, le convirtió en inmoble estatua.
—¡Libros... matrículas... comadron! Y todo eso está dentro de la piedra que echa lumbre.
—Sabe que quien te hace este regaloes médico también...
Yo me llamo González Robles... Yo soy ese afamado cirujano...
—¡Un afamado cirujano!
—Trae agua fresca... Ya estoy tranquilo... No me conocerán... No digas á nadie que he estado aqui... Huyo de la policía... Estoy comprometido en estos sucesos... He arengado á mis discípulos en San Cárlos... ¡he llevado á las barricadas á mucho hombre!... Alguna vez volveré á España... Pronto acaso... Mis ideas vencerán... Esto se pudre, se aniquila, se desmorona...
Agitó sus manos expresando la idea del desmoronamiento, y en sus pupilas negras, irregulares, algo oblicuas, brilló el fuego del fanatismo.
—Adiós... ¿Cómo te llamas?
—Pepin Carandia.
—Doctor Carandia, adiós.
Cuando Pepin volvió al mundo de las realidades eran las nueve de la noche, y una neblina densa se paseaba por las calles desiertas y lóbregas. Oyó en la acera pisadas fuertes de hombres que llevan en sus hombros peso grande y patalean afirmando la planta ántes de moverse, y cuando su curiosidad le llevó á la puerta de la barbería, la camilla, pues una camilla era, se detuvo, y sus conductores —dos fornidos mozos astures de la vecina casa de Socorro (6.° distrito)—lanzaron un par de suspiros como fuelles de fragua que toman aliento.
—¿Tienes agua y vinagre?—dijo uno de ellos á Pepin. .
Este trajo lo que se le pedia, y el mozo más humano de los dos levantó la cubierta de hule de la camilla, y apoyando la cabeza del herido que iba dentro en su brazo, dióle de beber algunas gotas del refrigerante brebaje.
—¿Qué tal vamos?—preguntó.
Un suspiro ténue se oyó dentro, y una voz, hermana del suspiro, exclamó con acento entrecortado:
—¡Llévenme con mi hija!...Me está esperando....Se morirá de'susto si no voy.
Pepin se inclinó á ver el rostro del herido y exclamó:
—¡Cuerno! ¡Si es D. Juan Solo!... ¿Quién le ha herido?
El mozo repuso filosóficamente:
—¿Quiénsabe?...'¡Pero que un viejo así se meta en estas andanzas de tiros y tunanterías!
—¡D. Juan!.... ¿No me conoce V.?¿Nose acuerda de mí?—dijo Pepin.
Pero D. Juan Solo, tras la máscara lívide de la fiebre, no dió muestras de haber oido lo que Pepin le preguntaba.
—¿Vamos?—propuso el mozo que no habia hablado hasta entónces. '
—Vamos—repuso el otro.
Y ambos se remangaron los puños de la azul chaqueta y cargaron de nuevo con la camilla. El fúnebre convoy se perdió en la sombra, y Pepin, helado de horor, con los ojos abiertos sobre la oscura cuesta de la calle de Embajadores, creyó que cada una de aquellas pisadas recias y sonoras eran golpes dados por el pisón sobre la tumba de D. Juan.
—¡Pobrecillo!—dijo el chico, bebiéndose una lágrima con la punta de la lengua.—¡Mecachis!.... ¡Qué negro, qué negro que es el mundo!... ¡Mecachis!... Maldito sea el que inventó la pólvora.
Pensó brevemente si debia seguir la camilla para ver si D. Juan necesitaba algo, y en un segundo se le olvidó la escena del médico afeitado y de la sortija que aún conservaba encerrada en su puño derecho.
—¡Iré!... Ya es hora de cerrar la tienda ¿Quién ha de venirse á afeitar con esta lóbrega noche como no sea un duende?
Empujó las dos hojas de la puerta, apretando con la rodilla, porque con la lluvia se habian hinchado, y corrió cerrojos, pestillos y fallebas. Después, con la gorra de seda en su mano derecha, salió trotando calle abajo, calle abajo. Cuando llegó á la puerta de la casa de Socorro, le dió miedo de entrar. El olor de botica que echaba la sala de depósito y operaciones le producía el pavor de un cementerio.
El aroma del éter evaporado le hizo acordarse de su anhelo de ser médico, y rápidamente vió pasar por delante de sus pupilas innumerables lechos de hospital llenos de cadáveres, putrefactos unos, sangrientos otros, éste sin pierna, muchos sin cabeza. Tuvo miedo de la c¡-rujía y se sintió «ménos comadron» que otras veces, según su frase.... Pero al cabo entró cuando sacaban á D. Juan de la camilla y le depositaban en un camastro. Vino un señor vestido de negro, con dos anteojos azules y una nariz muy chata, á informarse de lo que pasaba, y cogió la mano derecha de D. Juan que, pálido y sangriento, era la misma imágen del dolor, maltratado y herido por la indiferencia.
—¡Herido en la frente!—dijo—una pedrada... Un balazo en el estómago... El plomo ha rozado la piel... Arnica... Lavadle la herida... Agua de malvas...
Pepin hubiese querido ver á la ciencia obrar un prodigio. No respondía á sus sueños científicos aquella lentitud ineficaz del arte de curar que encomienda el resultado á las malvas, al árnica y á los emplastos.
Pepin quería ver á un hombre muerto y en tomándole el pulso verle resucitado.
—¿Y este chico?—preguntó el médico señalando á Pepin*
—Soy amigo de D. Juan—respondió él.
—¿Quién es D. Juan?
—El herido.
En la habitación contigua habia un borracho á quien la policía recogió de la calle. Oíanse sus vociferaciones y sus vocablos soeces, especie de chisporroteo del licor inmundo de la embriaguez. Era un libelista que habia caido en una barricada sin más herida que la que le infirió el flameante puñal del alcohol.
—Soltadme—gritaba.—El mundo es libre y vá por los espacios sin que le sujete Dios... Yo quiero ser libre como el mundo... No hay Dios... Y apenas si hay mundo... El mundo es un grano de arena... y Dios una aspiración del grano de arena... Cuando un hombre se muere, el grano de arena se enriquece con un átomo de fósforo... Así, pues, el único favor que el hombre puede hacer á la tierra es morir... ¡Grandeza humana! Sólo te veo cuando ya no eres... La humanidad es un rebaño de dioses... Eso, visto desde abajo... Desde arriba parecen un enjambre de mosquitos... El Dios y el mosquito son iguales... El Dios no tiene alas y el mosquito no tiene inmortalidad... Pero los dos son un átomo que pica... el mosquito en la piel y el Dios en la conciencia... La osa mayor es una diadema... ¡Venga para mi novia!... Mi novia es Luisa... Venus y Luisa son hermanas... Ambas tienen la misma pantorrilla... Yo le he visto la pantorrilla á mi noria... Es un pedazo de columna salomónica... ¡La recta y la curva hermanadas!... ¡Viva Luisa!... ¡O'Donnell es un Tiberio irlandés!... En Africa le llamaban el Gran Cristiano .. Leed á Alarcon... Allí lo he visto yo...
—Pongan Vds. una mordaza á ese bruto—dijo el médico.—Nos vas á dejar sordos y tontos.
—¡Imposible!—repuso el borracho.—El médico no sabe que yo hablaré mientras viva... Si tú me curas no hablaré... Porque tú eres la muerte con birrete de licenciado... El birrete de licenciado es la coroza de la ignorancia... Treinta vueltas ha dado el mundo desde que nací... Lo cual, ¡oh ignorantes! significa que hoy cumplo los treinta años... Ya veis que celebro mi natalicio... ¡Médico, que me hacen daño estas esposas!... Son esposas... al segundo año de matrimonio... ¡Carne de esposas, espíritu de suegras!... Esta frase es digna de Roberto Robert... ¡Es un tonto Roberto! ¿Pues no ha rechazado un artículo mió? ¿Sabéis vosotros, comprendéis lo que es un artículo mió?... ¿Sabéis vosotros, curanderos, lo que es un artículo mió... ¡El cartapacio de la inmortalidad! ¿Habéis lcido
—Jamás he visto—dijo el médico—un animal de más talento.
—¡Gracias, Galeno! ¡Me has juzgado!....
Y se calló. D. Juan habia vuelto en sí. Tentó las almoha . das, y el calor de la ropa le sentó bien en el cuerpo desfallecido, donde no habia entrado alimento desde treinta y seis horas antes.
—¿No me conoce V.?—vo Ivió á preguntarle Pepin.
—Sí... Tú eres Carandia.
—He visto á V. en una camilla.
—¡Una camilla!
—Y he venido detrás.
—¿Ha llegado ya mi hija?
—¡La señorita Elena!
—La diosa Elena, el ángel Elena... Elena, sí, mi hija...
—¿Habíais [de Elena?—vociferó cada vez más ronco el poeta Curcio.—Si hay Elena, habrá Páris. Elena nace para que Páris se la lleve y para que haya guerra de Troya... ¿Quiénes son los Anfictiones del dia?... Elena es el amor sensual y Páris un beso dado entre un bigote rubio y una barba de oro...
—¿Quién es ese hombre?—preguntó con miedo D. Juan, volviendo sus ojos asustados y doloridos hácia donde la voz sonaba.—¡No me dejéis solo con él!... Medá miedo.
—Yo soy la voz del arte... ¡Voz ronca! Pero vibrante y hermosa... Ya sabéis que no me llamo Alonso, sino Curcio... Mi voz es la trompa de Adonis... abollada, pero de oro... Mi voz sabe á ron... Mi voz tiene el
—Carandia... suplica á ese hombre que se calle... Me está asesinando con lo que dice...—balbuceó D. Juan.
—No querrá... está borracho.
—Oye, átomo—gritó cada vez más fuerte, y más ronco cada vez el poeta.—La embriaguez es compasiva. Di á ese moribundo que le dejaré morir en silencio... No me queda voz sinó para diez minutos... El vino, después de subirse á mi cabeza, hace gimnasia en mis cuerdas bucales... doy mis últimas notas... ¡El canto del cisne!... ¿Tú eres el padre de Elena? Salud, noble Troyano, engendrador de la juventud hermosa y bella... Elena es un corazon con alas. Besa y huye.
—¡Ay de mí!—gimió D. Juan.—¡Besa y huye!
—Elena es la mujer. Comete el crimen y se esconde..... Andan muy cerca la maldad y la hiprocresía... La manzana del paraíso estaba vecina de la higuera... ¡Viejo moribundo! ¿Eras de los nuestros? ¿Te has batido en las barricadas?... Te envío un abrazo, ya que dártele^no puedo porque estoy atado... Chiquillo, escucha este título de una poesía que empiezo á hacer: «El abrazo que dió un hombre maniatado...» El reló canta las doce... ahora acaba el día grande... Hoy es el 22 de Junio..V22 Germinal... ¡Mueran los polacos! ¡Mueran los unionistas, esos lobos disfrazados de corderos! ¡Abajo los resellados! O'Donnell es Tiberio con forro de Ignacio de Loyola...M¡ amigo Laudenes ha muerto en el fuego... Una bala es un Dios de plomo... Resuelve lo insoluble. Laudenes debia morir de pena y ha-muerto de bala...Una bala es una pena de plomo... Si me dejase Luisa habría otra revolución...
Cerca del Retiro, en una calle de nueva construcción, por donde asentó sus cabeceras entóneos lo que poco después fué Barrio de Salamanca, habia un nido. Era un piso cuarto...—nido con casero, nido con buho. Todo era allí nuevo, bonito, pequeño, resplandeciente. El papel de grandes ramajes dorados; los muebles escasos, pero elegantes, de madera de boj barnizada. El boj es la madera del hogar feliz, pobre y nuevo. ¿Veis pasar por la calle una sillería de boj en la espalda de un mozo de cuerda? Pues por ahí anda el amor. En esas sillas se van á dar besos. El banquillo es el mueble del asesino. El taburete de boj es el escabel del amor.
Pepin habia aquel domingo salido de paseo. Era el domingo o de Junio de j86C, uno de los más hermosos del año. El miedo encerraba aún á las gentes en las calles, y el Retiro estaba solo. Habia en los árboles cabeceo dulce de ramas agitadas por el viento, murmullo de aguas despeñadas por los estrechos cauces—flautas de cristal que cantan eternamente.—El gorrion es un pájaro esencialmente madrileño. Vive medio año en un tejado, y medio año en el Retiro. ¡Sensual cortesanillo que tiene posesiones de verano! Miles de ellos piaban en aquel árbol negro que Pepin contemplaba embelesado. Aquel árbol era un cedro de aérea copa, alta y gallardísima. Frente habia una plazuela sobre cuya arena menuda advertíanse las huellas que habían dejado los juegos de los niños. Más allá mostrábase entre árboles un pedazo de estanque, y por este pedazo de agua tersa y azulada, solia pasar una pareja de cisnes haciendo eses con el largo cuello, de plumón blando cubierto. El cisne es un pájaro ingerto en serpiente. Arriates de flores llenas de luz, perfume y dicha; manojos de pensamientos multicolores, dominando—¡como en el mundo!—los negros; en el aire un hilo de araña flotando, como el cabello de una ninfa ó como un rayo de sol que se ha caido á la atmósfera terrestre. Y sobre todo esto, combinándolo en angélica armonía, una ¡dea de plenitud, de abundancia exuberante, de desbordamiento de los ocultos raudales prolíficos del estío: idea que embriagaba á Pepin y le daba miedo al mismo tiempo. El lujo del campo le produjo vergüenza de su mala vestimenta.
—Esas flores que se visten de nuevo todas las primaveras son más felices que yo... Dios las dá traje, y á mí no me le dá... Nunca le falta el grano de trigo al gorrion; pero le falta el pedazo de pan al pobre.
Andando poco á poco hácia la verja de lo reservado, vió un grupo de chopos tan magníficos, verdes y hojosos, que sin poderlo remediar se quitó la gorra exclamando:
—Buenas tardes, señores chopos, ¿qué piensan ustedes de esto?... ¿Qué sucederá?
Luégo se sentó en un ribazo de aquella parte del Retiro, que conserva la apariencia de indomable y rebelde bosque. Cogió un puñado de humildes hierbas.
—Esta parece una aguja de hacer media... Esta es como una mariposa que la han cogío y se ha qucdao presa... Esta es una carita con sus ojos y todo* Solo le falta hablar... ¡Mecachis!.. ¡Si dá gana de llorar! ¡Dá gana de llorar esta flor!... ¡Válgame la Santísima Madre! ¡Es un bicho esto!... ¡Qué ojillos dorados!... Mírame, bicho... ¿No sabes quién soy yo?... Pues yo soy el hombre... Soy Pepin, y sé afeitar... ¿Qué haces?... Alargas las alas... Quiéres volar... ¡Vuela!... Vamos á ver este hormiguero... Es un rosario de gentecilla negra... Una romería de curas con diez patas y sus monacillos... Habrá por ahí algo que comer... ¡Anda! ¡Si es un ratón muerto! Van á enterrarte en sus estómagos... No me gusta la hormiga... ¡Mucha fama de trabajar y luego resulta que no respeta los cadáveres!... ¡Cuerno! Cuando yo sea comadron voy á tener coche... un coche con un letrero que diga:
Cuando se levantó Pepin, miró al ciclo... y no supo si era por un rasgón de la gran sábana azul ó por una ventana de vivienda humana por donde descubrió un rostro conocido, cuya vista le produjo un brinco en el corazon, una estupefacción sublime en el espíritu, una abertura extraordinaria de boca y una fijeza suma en contracción de los labios.
—¡Mecachis!... ¡Pues si es la señorita Elena!
En el antepecho de hierro del balconcillo, una mano tornátil descansaba y cerca de ella un puño varonil yacía también inerte. Pepin vió agitarse levemente la manecita tornátil y subió por ella á un brazo vestido de tela clara y lué-go volvió al rostro, que... ¡sí!... ¡no hay duda alguna, era el rostro de la señorita Elena!
—Pero ¡mecachis! ¿Qué hace aquí?
Inocentísimo era Pepin, pues no supo conjeturar lo que hacer podría una muchacha joven y enamorada junto al hombre que produjo su amor.
¡Y se rie, caramba!... ¡Mecachis! ¡Se ríe, mientras el Sr. D. Juan Solo está en la cama medio muerto!... No lo sabrá... Voy á decírselo...
Detúvose á reflexionar cómo se lo diria... Después de mucho hilvanar discursos vino á encontrarse más enredado que nunca en una red de figuras retóricas y de oraciones.
—Pues ahora no sé cómo decírselo...
Pero en aquel momento Elena y su novio se retiraron de la ventana dejando ésta abierta, y dos golondrinas que encima de ella y en un hueco del tejado habían hecho su nido, volvieron de un charco de barro del camino con dos motitas de tierra húmeda en sus picos.
Cuando supo D. Juan Solo por Pepin que su hija vivia, exclamó:
—¡Soy feliz!... Vive... Ya puedo vivir yo.
Quiso levantarse del lecho donde le habian colocado en una sala de distinguidos del Hospital de Atocha, pero no lo consintió el practicante.
—Déjeme V. ir á verla... ¿Cómo se quejan esas mujeres de la sala inmediata? ¿Cómo hay un sólo dolor sobre la tierra... si haS^arecido mi hija!... ¿Tardaré mucho en curarme?... Busque V. el bálsamo Fierabrás, señor practicante... Si V. me deja escapar le regalo cien duros...
Acometió al pobre hombre una febril ánsia de hablar.
—Oye, Pepin... No tangas cuidado... Tú serás médico... Tu sortija yo la haré producir... Serás mi socio... Estudiarás... Si el dinero de la sortija no basta, pondré yo de lo mió aquello que sea necesario... Pero, hombre, que no dejes de ir un par de veces á preguntar como está... ¡Si te atrevieses, si te atrevieses á subir á darla un recadito de mi parte!... ¡Perocá, si eres tan corto de genio!... Anda, hombre, anda, ¿qué haces ahí? Anda á ver si está mala... Pregunta á la portera... Y si te atreves á subir, díla esto: «Tu papa no te vá á reñir... No hay por que. ¿entiendes? No, no señor... Yo tengo la culpa de todo... Ella es un ángel... » o he sido un bestia porque no he visto que mi hija ama-i ba... amaba... He querido cortarle las alas á su alma... No ha habido tirano más cruel en el mundo... Ha hecho bien en marcharse, muy bien... Yo soy el único responsable de cuanto suceda... Pues qué, viejo estúpido, padrazo idiota, —se decia á sí mismo, incorporado en el lecho con los brazos nerviosos y temblones-¿se puede impunemente tapar una válvula por donde el alma tiene derecho á respirar? Si se comete esa imprudencia, la válvula estalla, estalla, y ¡zás!... ¡bum!... mata á quien pretende cometer tal delito de lesa naturaleza... Pero, hombre, Pepin, hijo mió, anda... vécorriendo... Quiero saber cómo ha pasado la noche, cómo tiene el rostro... Díme si es feliz... Fíjate en si es feliz... Eso se conoce en el semblante, en los ojos, en la postura y pliegue de los labios... Oye, Pepin... y si ves que es feliz... ¿estamos?... si ves que es feliz, no le digas mi situación... Que no se asuste, que no se asuste... Es muy nerviosa mi bendita hija... ¡Vaya! ¿No sería un crimen ir á perturbar con mis tontunas su ventura y su dicha?... El ser humano sólo es feliz un dia... Es preciso respetarle en ese dia... Porque el ser feliz es casi ser santo...
Pepin obedeció al enfermo, y éste no cesó de hablar, contándole al practicante su pensamiento entero.
—Usted, amigo mió, debe de estar enterado de los dolores del hombre... Estas camas son los confesonarios del dolor... No hay pena que no tenga su enfermedad... ¡Cómo ha de ser!... ¿Me curaré pronto?... Una pedrada es cosa de poca monta... La herida ya no dará que hacer á las hilas. ¿No es verdad?
-Sí; pero como ha producido una conmocion cerebral...
-¡Ah!... déjese de conmociones cerebrales... ¡La que he tenido en el corazon ha sido tan grande, tan dichosa.... ¡pero tanto!... ¡pero tanto!... V. es muy jóven para comprenderlo... Cuando V. sea padre, acuérdese de mi...
—Hable V. poco... procure dormir.
-¡Dormir! ¡Ji, ji, ji!... ¡Eso es imposible! ¡Dormir! ¿Usted sabe lo que me pasq á mí ahora en el corazoi ¡ » ji, ji!... Pues es una procesion alegre y bulliciosa de figurillas enamoradas... un ir y venir de palomas \ mar p lias... Mi corazon es una pandereta, una castañuela... c símbolo de la alegría... ¡La dicha vá á matarme! ¡He encontrado á mi hija!... ¡Y mi hija se reia!... ¡La risa es música de la felicidad, luego mi hija es feliz!... ¿Sabe usté, señor practicante, lo que es ver feliz á la hija? ¡Mi Elena se reia, se reia!... Tener un hijo es bañarse la frente en las nubes del paraíso... es vivir con parte de Dios... Cuando Dios bajó al mundo se llamó hijo... hijo. Si el hijo es pequeño, el infante tiene alas... es un ángel... Si es mayor, si ya empieza á tener bigote... es la encarnación de la hermosura y la hidalguía... Si es niña... el pudor y el amor le dan sus atrevimientos y sus modestias... ¡Un beso de mi hija!... Eso me curaría.
Empezó á cansarse de aquel borboteo de palabras que hervía en sus labios. Dejó caer la cabeza
Pocos dias después, cuando la fiebre abandonó á Don
Juan, le trajeron una carta que por el correo interior habia venido, y que él leyó con ánsia curiosa.—Decia la carta:
—¡Juan Cláudio interviene! ¡Dios mió! ¡Tengo miedo!
En efecto: una corriente de frió circuló rápida por los nervios de D. Juan.
Pepin, que iba dos veces cada dia á ver si D. Juan Solo necesitaba de sus importantes servicios, avisó á D. Juan Cláudio al dia siguiente, muy contra su gusto, porque conservaba bien malos recuerdos de las manos del que desde las humildades del comercio en trapos, á la orgullosa prosopopeya de banquero y bolsista habia subido. Llevóle una carta de D. Juan Solo, y poco ántes de que oscurecía una y tarde bochornosa del mes de Julio—era el dia ó—entraba el picaro Juan Cláudio en el hospital. D. Juan Solo, arropado con una vieja chaqueta y entre almohadones, esperaba con ánsia. El reló déla sala batía el silencio con su palpitar rítmico y sus agujas marchaban unidas hacia las siete y media. La postrera claridad del dia posesionábase de los altos techos de la estancia y dibujaba festones dorados pálidos en lo más elevado de las colgaduras de la ventana, por la cual ventana llegaban sonidos de carruajes y la voz de un chico que léjos, lejos, pregonaba un periodico... Los demás enfermos dormitaban ¿permanecían callados. Veíanse dos filas de camas con los pliegues distintos impresos en la ropa por las incómodas posturas de una larga enfermedad; cabezas vendadas y alguna mano sudorosa, pálida y exangüe puesta sobre el embozo de la cama, buscaba el fresco que no venía. A veces un suspiro agitaba las sábanas y veíase un rostro volverse hacia el otro lado.
—Aquí me tiene V.—dijo á guisa de saludo Juan Cláudio.
Dentro de sus ropas señoriles, nuevas y elegantes, había adquirido su cuerpo un empaque presuntuoso é impertinente. Ni se quitó el sombrero ni quiso sentarse en la silla que una hermana de la Caridad le ofreció.
—Es cosa, señor de Solo, es cosa de que nos evitemos palabras inútiles... ¿No piensa V. como yo?... En el negocio debe economizarse todo... hasta las frases... ^ ahora se trata de un negocio...
—¡Mi hija!... ¡Un negocio!
—Un negocio y no otra cosa es el motivo mismo... ¿Le hace el amor solo? Pues mal negocio... ¿Le hacen las conveniencias? Pues bueno... Su hija de V. ama á mi amigo y consocio D. Leandro Henares, principalísima persona... Le ama tanto que ya vé V. lo que ha hecho... No le ocultaré que es general la indignación contra \ ...
—¡Contra mí! ¡Ciclo santo!
—Sí, porque cuando Elena se ha decidido á dar el paso que ha dado, ¿cuáles no habrán sido las violencias que ha de haber V. llevado á cabo para torcer la inclinación de su alma?
—¡La inclinación de su alma! ¡Las violencias!... ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Cómo pago mis faltas!
—¡Ah! ¡Vamo?, V. reconoce y declara que las ha habido!...
—Violencias, no... soy incapaz... Yo sólo sé amará mi hija...
—Pero contrariedades dispuestas para torcer su ánimo, sí... Eso no lo negará V... No todos los padres aman á sus hijos, y hay algunos que creen amarlos y en realidad los asesinan... Es muy difícil amar.
Aquel cínico hablaba de amor como un ciego de la luz. D. Juan callaba con el rostro entre las manos.
—Pero el asunto no es este... Todo esto pertenece al pasado... El pasado debe morir... no le revolvamos...
D. Juan Cláudio, como todo hijo de la nada, odiaba el pasado.
—Vengo aquí á proponer á V. el matrimonio de Elena Solo con D. Leandro Henares...
—¡Se aman! .
—¡Já, já, ja! Se idolatran... Una pareja de tortolitas.
—Pues yo no he de ofrecer dificultades... Doy mi consentimiento.
—Por cierto que es cosa barata... el consentimiento... ¡Buena dote!
—Y la dote, además—gritó no sin cierta indignación D. Juan Solo.
—Eso se llama ponerse en razón... Yo que velo y debo velar por mi socio D. Leandro Henares, diré á V'., pues que le veo en el buen terreno, en el terreno de las concesiones y en el de la lógica, que yo le calculo á V. unos 28.000 duros de capital.
—¡No es tanto!
—Tiene V. el corazon metalizado... ¿Hasta tratándose de su hija se defiende esa avaricia!
D. Juan Solo no tenía una palabra para contestar. Aquel miserable le fascinaba, le helaba, le producía un enojo y un horror ¡ndominables.
—¿Y cuánto dá V. de dote?
—Doce mil duros.
—¡Bien poco!
—La mitad.
—Usted no quiere que su hija se case.
—¿Cómo?
—Sí, porque mi socio lleva más dinero que eso, y no es cosa deque pierda... ¡El papel Henares se cotiza más alto!... Usted debe dar todo su capital... los 24.000 ó 28.000 duros que posee, después de asegurarse una renta vitalicia de 10 á is.'ooo rs. anuales... ¿Tanto vicio tiene V. que no puede vivir con 40 ó o duros al mes?
—¡Y mis n egocios? ¿Cómo los sigo?
—¡Negocios! Ni .V. entiende de negocios, ni está ya en edad de aprenderlos. Su yerno el Sr. llenares es un águila de la Bolsa... Él manipulará con su dinero propio y el que usted dé á Elena.
D. Juan Solo dió un suspiro.
—¡Accedo!
—Ahora empieza V. á ser un buen padre.
¿Hasta entonces nó? ¡Oh, qué vil es la opinion de los viles!
Conoció D. Juan Solo á Henares y le pareció excelente, puesto que á Elena le gustaba. La reconciliación llegó á punto y no se habló más del pasado, de aquel pasado tan odioso para el banquero Malaña. El dia de la boda, algo restablecido D. Juan, pudo ir ála iglesia con su mejor ropa. También fué de la partida el insigne Pepin, que salió para siempre de la barbería y empezó sus estudios de gramática castellana y latina en la Escuela Pia de San Antón. Elena al encontrarse por primera vez con su padre se puso roja de vergüenza y lloró mucho, pero D. Juan la consoló, diciendo que no habia para qué acordarse de un suceso de que la principal culpa era suya. La alegría volvió á los ojos de Elena y el rubor se alejó con viento fresco. Leandro la amaba, ¿y quién 110 la amara si era tan bella? Con la dicha acabó de reventar el boton de rosa. La aurora se encendió en medio dia, y en el rostro y en el seno de Elena la hermosura, el vigor y la lozanía se exhibieron triunfantes. Aun cuando Elena se negaba á celebrar su boda por motivos fáciles de comprender, D. Juan quería que su hija se casase como las hijas de los demás hombres. Determinóse una expedición al campo. Poca gente y bien avenida. Alegría modesta y económica. Comida abundante, un par de coches, vino excelente y regreso á Madrid cuando el sol se pusiese. Leandro no gustó mucho del programa que era algo
Cuando salian para el Vivero las seis ú ocho personas, invitadas, vió D. Juan en medio del camino á un hombre vestido con ámplio gaban de verano que le arrastraba casi, el cual hombre así que vió á D. Juan, le dijo:
—¡Oh, mortal venturoso! Troyano padre de la dulce Elena. ¿Está V. ya curado de su dolencia? Al patriota herido ha seguido el patriota regocijado.
Era, ni más ni menos, aquel Alonso que en la casa de Socorro del sexto distrito tan famosamente disparató la noche triste de D. Juan. Justo y necesario será decir que cuando la embriaguez se le desvaneció y se encontró dueño de sí mismo pidió mil perdones á D. Juan por sus desvarios retóricos, y le visitó distintas veces mientras el hospital tuvo á este en sus garras.
—¿Quiere V. venir?—dijo Leandro que pensó se trataba de algún amigo de D. Juan.
—¡Santa palabra! Vais á comer... Yo iré con Vds. como iba Numen con Himeneo... Mi compañía lleva la dicha... Mi sombra protege... Subiré al pescante.
Hízolo asi, ágil como un mono, y su rostro moreno, aguileno, sus ojos algo vizcos, pero vivísimos, y su frente convexa y prominente retlejaron su dicha.
—Amigo—dijo al cochero, que era de alquiler y llevaba con teda la nobleza posible la casaca azul rozada por distintos pliegues,—arrea esa hueste famélica de trotones... ¿Ignoras que llevas en tu carroza á Elena y París, al viejo Néstor y á Homero?
—¿Tiene V. un cigarro?—preguntó el cochero...
—Hombre, cigarro nó... Gana de fumarle, sí...
Por la ventanilla alargó Leandro su petaca.
—«Bebamosy fumemos como cuatrocientos marranos,» ha dicho Goethe.
Pepin se reia sin saber qué clase de ave era aquel tronadísimo literato que hablaba el sonoro é incomprensible lenguaje de la mitología.
—¿Dónde nos llevas? ¿Al Vivero, ó á la Casa de Campo?... El Vivero es la inclusa de los árboles... La Casa de Campo me gusta más á pesar de su marcado color mo. nárquico.
La comida fué triste: el dia se nubló, y sobre los puntiagudos copos de los álamos blancos empezó un melancólico desfile de neblinas, presagio de la lluvia. Eran los convidados dos primas de Leandro que vivían en Córdoba y se encontraban en la Corte de paso, D. Juan, Pepin y Alonso. Malaña se excusó de asistir á la fiesta. Nunca hubo boda con cortejo más desanimado y sin confianza. El pasado, á pesar del odio que Malaña le tenía, marcaba una sombra en aquella lámina de color de rosa, y ni hubo gusto en la alegría, ni hubo alegría verdadera tampoco, áun cuando D. Juanprocuró inmolar sus presentimientos negros en aras de la risa de los otros.
—El cielo se nubla. Los árboles enredan en' sus copas nubes grises... Vuestro matrimonio no es el matrimonio de Titania y Overon, cuando los arroyos, el sol, los pájaros
se regocijaban, murmuraban, iluminaban, piaban estremecidos y convulsos de ventura... Pero es dichoso como el hogar bien arropado de ceniza, símbolo de un amor protegido de heladas indiferencias.
La lengua de Alonso no paraba. Quiso abrazar á las primas de Leandro y bebió por quince. Habia un fondo honrado y bello bajo la superficie de bohemio. Era uno de estos hombres en quienes la imaginación reina con absoluto imperio, sin verdadera educación social ni literaria, un cerebro enriquecido con desórden por lecturas incompletas y contrarias y un corazon avivado para la pasión más que para el afecto. Hijo, en suma, de la cuna bohemia, donde no hay dómine ni madre.
Alonso puede decirse que no sabia nada. Su erudición reducíase á media docena de poetas sobre los que descollaba Espronceda. Adoraba á Byron sin haberle leido; hablaba de Homero sin estar bien seguro de lo que era la
—Pero V. ¿por qué no escribe?—le preguntó D. Juan Solo, á quien llegó á ser simpática la franca miseria de Alonso.
—Porque yo no soy capaz sinó de hacer una obra inmensa.
—Pues hágala.
—Las obras inmensas no pueden hacerse sinó cuando llega el período de su madurez.
—¿Y V. está madurando?...
—Sí... Maduro mi cerebro...
—¡Tanto que vá á pasar de sazón si V. no le saca ántes el jugo!
Cuando escribía algo preparábase Alonso como la Pitonisa para sus lumínicas epilepsias. Atiborrábase de cafe puro, fumaba dos cajetillas de tabaco, cogia la pluma, ¡y allá vá la burra! Ignoraba que el escribir es en arte, un modo de manifestar el alma del artista. El artista escribe como la fuente dá agua. Cuanto más mejor, más pura, más cristalina y fresca.—El café es el cómplice de mucho crimen de lesa literatura. Una cafetera es para algunos hombres un aparato de hervir inspiraciones, y luégo de her\ idas se toman una taza de talento con gotas de ron. De tal suerte, que esos escritos donde se huele el vapor del café y se advierten los apuros y afanes de una esterilidad lastimosa, son engendrados en una indigestión del negro brebaje.
Aparte de estos errores fisiológicos y de imaginar que las obras de arte venían de Moka en cajas, fuese perfecta el alma de Alonso sin su predisposición á murmurar, l’ero ¡ay! que no existe armiño sin mancha, cielo sin sombra, lago sin brisa, ni virtud sin sentimiento. Alonso adolecía, como todos esos genios postergados, del vicio de quitar el pellejo al prójimo, si era prójimo de la república literaria. El éxito ageno le hería en lo más vivo, y sin degenerar en envidioso frisaba en descontento del bien ageno. Parecíale que al atribuir méritos, á otros se los quitaban á él. ¡Como si la gloria fuese un pan de á libra en el cual no hay saciedad sinó para un hambre sola!
El regreso de la boda fué aún más triste que la ida. Lluvia copiosa azotaba los dos carruajes de la comitiva. Alón-so, que iba en el pescante chorreando agua por brazos y piernas, decia:
—No eres Faetón, cochero. Eres Neptuno. No vamos en un lando sinó en el carro de conchas de tortuga... La venganza es el placer de los dioses, y la lluvia la desesperación de los mortales sin paraguas... ¡Un genio sin tabaco y sin paraguas! ¡Horror!... ¿Sabes por qué se ha hecho la revolución? Porque yo no tenía tabaco... Dios quiere aguarnos el vino...
La boda de Elena y Leandro fue jalón que marcó una etapa nueva en la vida de D. Juan Solo. Cediendo á su hija todos sus bienes, hubo de romper sus relaciones comerciales, y quedó aquella actividad sin empleo, parada aquella inteligencia.
Yo—pensaba D. Juan—soy como árbol que ha dado todo el fruto... Sólo sirvo ya de estorbo.
Pasaba dias enteros sin salir de su casa, un sotabanco xle la calle de Juanelo, en que la portera le guisaba y servía, bien malamente por cierto. Todas las semanas comia una vez con su hija, que le recibía llena de júbilo. Leandro Henares no solia estar en casa á tales horas. Comia en una fonda á la moda, por exigirlo así sus ocupaciones continuas. El sacrificio llevado á cabo por D. Juan Solo, áun cuando nacido de un sentimiento sublime, le hizo gozar de fama de loco entre sus conocidos. Habia asegurado una renta vitalicia de 10.000 rs. en el Banco de España, y la
El casuco de la calle de Juanelo era una destartalada construcción del siglo pasado, que por fuera presentaba el aspecto de la ruina y por dentro el de la miseria. Tres distintas ramas de escaleras hacian ascender al múltiple y ruidoso vecindario, distribuyéndole por corredores y pasadizos lóbregos en ciertos alvéolos inmundos, cuyas paredes presentaban un brillo debido á la suciedad del polvo, barnizada por el cepillo de los años. El patio á que daba el antepecho del cuarto donde D. Juan dormia, era horrible. Un patio como aquel ahuyenta la dicha desús alrededores. Los muros goteados de la pez de las chimeneas, los tubos de conducción de aguas hinchados en unos puntos, obturados en otros, aquí enjalbegados, allá invadidos por manojos de plantas parásitas, simulaban el cuerpo corrupto de un enorme boa. Ventanas y balconcillos desigualmente distribuidos quitan la idea de la simetría al conjunto. Los tejados, construidos en fechas distintas, convergían á formar el cuadrilátero del patio con líneas desiguales, y miéntras uno no temían teja sana, y hundido, chafado, cadavérico, aguardaba el desplome de las primeras aguas torrenciales para venirse abajo, el otro se ufanaban con sus remiendos de teja nueva y su pedazo de chimenea francesa. Cada una de aquellas ventanas era una fuente de inmundicia y manos groseras arrojaban al patio la ceniza de los braseros, las peladuras de las patatas, periódicos viejos y rasgados, guiñapos é inmundicias de toda especie. Hay botijos ventrudos y despitorradosen estas ventanas, y en una sola un tiesto de albahaca, ese perfume del amor pobre. Cuando el sol se aventura en este patio y recelosamente vá palmo á palmo curioseando con sus tentáculos de luz el recinto lóbrego, salen á relucir en las cuerdas que de ventana á ventana están tendidas, pañales amarillos y mantillas de frisa. Todas las mañanas un par de botas del empleado que vive en el piso principal, permanecen una hora en la ventana después de limpias. Luégo el mismo empleado las retira cantando y tosiendo, y se vá con ellas á su oficina.
Es, en suma, un recinto de tristeza, de pobretería bien avenida con su estado, el patio á donde puede D. Juan Solo asomarse para divertir su soledad. Allí se descubre la raíz de un mal social, pavoroso, horrendo, especie de parálisis de la nación, que vá ganando sus vivaces músculos, sus corrientes nerviosas de vida. Allí se descubre una dase social mísera, pobre, casi hambrienta, que ni se mueve en su lecho de muerte y embriaga sus domingos en el espectáculo de los toros, y sus noches con la ambición falsa de la lotería. D. Juan Solo que, como todo hombre que ha sufrido mucho, tenía el don inapreciable de la reflexión, no dejaba de considerar este aspecto de su vecindad con cuidado. Todas las tardes permanecía un rato en sti balconcillo oyendo la algarabía de las criadas cantando frente al fregadero, y las malagueñas desnaturalizadas del mozo de una cuadra de simones, que acicalaba su jamelgo en el patio. Asistía á la
Así que oscurecía, la portera de la casa—la seña Ramona subía á D. Juan en una mala cesta su comida. Ponía una fementida servilleta sobre la mesa, única que habia en la habitación, y sobre una honda fuente de Talavera, de loza basta con una flor azul estampada en el fondo, volcaba el puchero, y allí salían revueltos los amarillos garbanzos, con su piquito comparable á una nariz chata, los filamentos de acelga negros, el tocino untuoso, y un par de dedos de embutido, todo lo cual apartaba D. Juan Solo en secciones con su hermoso tenedor de plata, hermano de otros once que conservaba como resto de su riqueza. En una escudilla le traia la señá Ramona la sopa de un amarillento caldo en que nadaban un cuarterón de fideos y algunos garbanzos descarriados del puchero.
No come V. nada—decia la señá Ramona mirando con ojos de codicia el cubierto de plata,-come V. ménos que un pajarito... No se parece V. á mi I.orenzo... Lleva una semana sin trabajo... No sé qué vá á pasar... ¡Virgen María!... Ya vé V., las obras están paradas... No se levanta un andamio ni por un ojo de la cara.
La señá Ramona era una clásica portera, de ancha faz, bigotuda, chata y roma, con dos ojillos pequeñuelos é insignificantes. Su marido era un holgazan sempiterno que jamas encontraba trabajo, porque no queria. Decia que los maestros de obras eran «un saco de demonios,» y prefería pasarse la vida tras la trampilla de la portería, con su traje de albañil blanco y una colilla entre los labios. Decían los vecinos que se dejaba pegar de su mujer, cosa presumible, porque es caso frecuente en las clases extremas de la sociedad el que sean ellas quienes manden y ellos quienes obedezcan.
—No tengo gana—respondió D. Juan Solo.
—Mire V... Se ha subido dos cuartos el aceite.
—Aumentaré una hora mi noche... No puedo hacerdes-pilfarros.
—Hacia falta una sartén, porque la mia...
—Déjese V. de sartenes, señora Ramona. Guise donde pueda.
La seña Ramona miraba á su huésped por encima del hombro con desden, y envolviéndole en una ojeada que queria decir:
—«¡Qué pobre de espíritu y qué tacaño es V.!»
Acabada la comida, D. Juan salia de su alcoba arropado con un gaban muy largo, que tenía botones de distintas procedencias, y se permitía el único placer sensual de su vida. Iba al café de Gallo en la Plaza Mayor, y allí tomaba su vaso de café con leche. Todas las sensaciones plácidas de sus nervios venían desde «la membrana pituitaria al velo palatino»—como hubiese dicho Pepin » sabo reaba cucharada á cucharada su café, poniendo delicadamente un terrón de azúcar en la cucharilla, y haciendo disolverse los dulces granos. Luégo le traían la ampollita del ron, y una, dos ó tres gotas á lo sumo echaba en la aroma-tica pocion para perfumarla, y mezclar al sabor amargo ciertas agujas de picor gustosísimo. Para D. Juan Solo el vaso de café habia venido á ser el refugio de sus placeres, arrojados de la despensa y del alma por su pobreza y su soledad. Ya no podia comer bien, ni amar d sus anchas a la criatura única, á Elena, y sin el vaso de café D. Juan Solo hubiérase creído el más desventurado y mísero de los mortales.—Había en el café del Gallo un piano de mesa y un pianista que le tocaba medianamente. D. Juan Solo se sorprendió muchas veces llorando á impulsos de la música. Se acordaba de su hija Elena, y decia:
Yo estoy como los condenados... privado de la presencia de mi Dios.
Algunas noches iba Pepin en busca de D. Juan Solo.
Ea, cuerno, alégrese V... Yo sí que estoy contento— dijo una Pepin.
—¡Hola, señor comadron!— repuso D. Juan Solo, no pudiendo reprimir la alegría que le proporcionaba la infantil franqueza y vivaz donaire de Pepin.—Te has puesto tu chaqueta nueva. ¿A qué santo?
«A qué santo? ¡Concho! Porque nos vamos á ir al teatro.
—¡Al teatro!
—Sí, señor. V. me dió ayer nueve duros para que pagase á la patrona, y un duro para que comprase la
—Eso es la renta mensual de aquella sortijita. Doce duros.
—Bueno: pues la tísica me ha costado dos pesetas... La he mercado de viejo en la calle de la Paz... Con las tres pesetas que sobran quiero que V. y yo nos vayamos á ver
—¡Estás loco!... ¡Yo no voy al teatro! Guarda esas tres pesetas.
—¡Cuerno, que no quiero! Tres pesetas no componen nada... Además es preciso... ;me vá V. á dejar más feo de lo que soy?
No era feo Pepin, ni mucho ménos. Sus diez y seis años le habian dado un aspecto varonil por todo extremo amable. Tenía buenos ojos luminosísimos, la nariz curva, y aunque algo gruesa, no exenta de gracia en sus líneas, y los labios desdeñosos y excelentes para servir de base á la barba que en rubio bozo ya se delataba.
—No he estado nunca en el teatro—insistió Pepin... Mire V. son las ocho... Dentro de media hora empieza...
No hay tiempo que perder...
D. Juan Solo se resistió mucho; pero ul fin, ¿que habia de hacer? Pepin se puso muy serio y D. Juan comprendió que no aceptando le producía un disgusto. Encamináronse ambos al teatro del Príncipe.
—¿Estudias mucho?
—Así, asi... El álgebra no me entra...
—Hombre, pues es preciso que te éntre...
—Yo la pongo entre ceja y ceja y la obligo á entrar... Pero eso no hace falta para ser comadron...
-Cierto, que no es lo mismo extraer una raíz cúbica que extraer una muela... pero siempre es bueno saber... Además ¿cómo aprobarás tu asignatura si no la estudias.''
—¡Cuerno! Sí la estudio... La estudio, pero no me gusta... Y mire V., me alegro de que no me gusten las matemáticas, porque es una cosa que me revienta... Pero sigo leyendo mi anatomía... Ya me sé al dedillo el cuerpo del hombre. ¿Quiere V. que se lo diga?...
—No, hombre, no... Basta tu palabra... ¿Y que te parece á tí eso del cuerpo del hombre?
—¿Que quéme parece? ¡Mecachis! ¡Vaya un lio de huesos, y nervios, y músculos, y demonios encadenados!... Yo no sé cómo Dios se entiende con tanto hueso y tanta venita pequeña.
Pepin y D. Juan compraron dos anfiteatros de la peor fila. Pero á Pepin le parecieron magníficos, porque jamás habia soñado más deslumbrante espectáculo que el que ofrecian el patio del teatro, lleno de gente bien vestida, los palcos desbordando mujeres descoladas, y el paraíso hormigueante de ojos mirones, de bocas jamás calladas, de cabezas femeniles cubiertas de pañuelo por cuyo principal pliegue asomaba el rodete artificioso. 1 emplaban sus violines ios músicos, y una á una iban encendiéndose las candilejas del proscenio. Por bajo el telón veia Pepin pasar piés veloces que le llenaban de asombro y curiosidad. Eran, fin duda, de los carpinteros y tramoyistas que estaban aderezando la escena; pero á Pepin le maravillaban, y hubiese dado su libro de
La función de aquella noche era notable. Había llegado á Madrid pocos días ántes una embajada de S. M. el Emperador de Marruecos, y la Corte la obsequiaba con una función de gala. Cerrado ya el teatro de la Opera donde esta suerte de funciones es de rigor se celebren, fuá preciso apelar al teatro Español, y la embajada, compuesta de siete personajes tan empingorotados como negruzcos y feos, ocupaban lugar de respeto. Pepin iba de asombro en asombro; D. Juan de tristeza en tristeza porque la vista de aquellas damas tan lucidas le traian delante de sus ojos la imagen de Elena. Cuando el telón se alzó las facultades visuales y auditivas de Pepin se reunieron, se concentraron en el escenario.—D. Juan Solo... D. Juan Solo pegó un brinco en su menguado asiento.
—¡Dios mio!!.. ¡Dios mió!—balbuceó.
Pepin no le oyó. Era el interesantísimo instante en que el mancebo de la farmacia de D. Simplicio se trasforma en avestruz. Una enorme carcajada estalló en las galerías, y la ola de la risa bajó de grada en grada.
—¡Dios mió!—repitió D. Juan levantándose sin reparar que los vecinos de las filas posteriores le mandaban sentarse porque les quitaba la vista.—¡Ahí está, ahí está ella!
—¡Que se siente ese viejo!—murmuró alguien detrás.
—¡Que le sierren la cabeza!—propuso un nivelador social.
Cayó de nuevo D. Juan en la banqueta, y cogiendo una mano á Pepin le dijo al oido:
—¿No la ves? Allí está... en el segundo palco... junto á los moros... ¡Mírala, mira qué hermosa!
—¿Pero
—Ella... Mi hija... Elena... Yo sólo la veo á ella y tú ves a todo el mundo menos i ella... ¡Qué garganta tan hermosa, qué cintura, qué bonitísimo cuerpo!... ¡Qué bien la sienta ese traje de seda blanco!... ¡Cómo palpita la luz en sus diamantes! ¡Cada orejita parece una estrella, según fulguran los solitarios de los pendientes! .. ¡Bendígate el ciclo! ¡Qué feliz me haces!... Tú eres mi ángel, Pepin... puesto que esta noche me has traído al cíelo... Ahora abre un abanico de plumas... Yo se le regalé... ¡Bien empleada mi vida en dársela á esa criatura! ¡Bien empleado mi dinero, que la hace triunfar, vivir dichosa! Toda la gente se fija en ella. Es la hermosura misma. Ese peinado es el secreto suyo... peinado sencillo é inimitable... el rodete parece una rosca de oro... y los bucles besan su desnuda espalda... ¡Ay, hija mia, bendita niña, criatura de mi alma... Elenilla, Elenilla, regocijo de tu padre, consuelo y báculo de mi macilenta vejez... ¡Como debe envidiarme el mundo! Sí, Dios me ha dado demasiada ventura... Esto es demasiado... es demasiado... No podrá durar mucho... ¡At«, no! No puede durar mucho, porque el mismo Dios tendría envidia de mi felicidad...
—Calle V.—dijo Pepin,—que la gente nos mira mucho... No manotée V. tanto.
—Si es que estoy loco, loco de alegría... Ya ves... ¡Cinco, cinco dias hace que no la podía mirar! ¿Y por qué?... No no es eso que tú te figuras; no es que en su casa disguste mi presencia; no es que su marido me rechace; no es que á ella la enoje el verme con mi plebeya facha y mi innoble vestimenta entre los lujosos muebles que han comprado y con los cuales su casa es un palacio... Es que yo no quiero ir porque la pobrecita Elena... ¡mira tú si es buena!... la pobrecíta Elena se siente avergonzada delante de mí... Yo que adivino todo lo que mi hija piensa... yo que descubro las menores palpitaciones de su espíritu... porque la he engendrado, y conozco su cuerpo dedo á dedo, y su alma de. seo á deseo... he advertido que ella tiene remordimiento por haber aceptado en dote toda mi fortuna, por haberme dejado casi pobre! ¡Jí, jí, jí!... ¡Ella ignora que me ha hecho feliz cuando he visto que ella lo era también! ¡Ella no sabe que al hacer lo que he hecho he obrado como un egoísta, como un hombre helado por el cálculo... ¡he comprado mi felicidad!... Pero ella no comprende estas ocultas sutilezas de que mi alma es capaz... Me cree débil, r no acierta con mi verdadero carácter... Por donde resulta que ella al verme parece que se le presenta un remordimiento vivo... Yo quiero evitarle este pequeño torcedor, únicn sombra del dia de su ventura... Y no parezco por su casa, no voy nunca... Lo menos posible... lo preciso para que no crean que estoy enfadado... Soy feliz, soy feliz... ¡Bendito sea el librero que te ha vendido tan barata la
Elena estaba en un palco bajo, elegantemente prendida, no lejos de llenares, que iba de frac, llevando en el ho-jal de la solapa, con distinción suma, una cintílla de cierta órden honorífica.
—¡Está bien maja!—observó Pepin.—¡Mccachis! ¡Qué guapa!
¿Te gusta?... Es claro, tú tienes buen gusto... Tú, serás, no comadron, sinó lo que quieras... Eres un buen chico, un buen chico, un excelente chico... ¿Ya se bajó el telón?... ¿Qué, se ha acabado esto?... La gente se marcha... Ella se retira de su palco... Es un entreacto... ¡Creo que son muy largos los entreactos!
Al terminarse la función, Pepin estaba como fuera de sí, medio estupefacto. Las maravillas del escenario le habian asustado. Pero aún le habian maravillado y asustado más el abismo de amor paterno que habia descubierto en el alma de D. Juan Solo. El resultado de esta lucha entre las maravillas de la tramoya y las maravillas del corazon fue una victoria de éstas sobre aquellas.
—¡Ah!—exclamaba para sí Pepin—¡Si yo tuviese un padre que me quisiera así!
—Pepin, Pepin... ¿Quieres venir conmigo?... ¡Hombre, sí, ven... Vamos á hacer una calaverada...
—¡Una calaverada V.!
—Sí, vamos.
Salieron del tumulto de gente y carruajes que formaba ruidoso remolino á la puerta del teatro, y D. Juan cogió del brazo á Pepin.
—Pero, ¿á dónde vamos?
-¿A dónde?... ¡Ji, j¡, ji*—
Cruzaron la Puerta del Sol, ascendieron por la calle de la Montera, y luégo, á paso largo, embutiéronse en la sombría y negra calle de llortalcza. Más allá de la Escuela
—Aquí CS.
—¿Aquí?
—¿Ves esa casa donde hay tanta bola?
—¿La de las bolas de piedra?
—Sí.
—La veo... ¿pero qué?...
—Ahí es...
—¿Ahí... es!...
—¿Ves aquel balcón del piso principal?
—¿Donde hay luz?
—Precisamente... Esc es el tocador de mi hija...
—¡Vaya!... Ahora lo entiendo...
—Mira... esa sombra que pasa por entre los cristales... es la doncella de mi hija... Es Clotilde...
—¿Sabe V. que hace frío?
—¡Frió!... ¡Cá, hombre! ¡Qué ha de hacer frío!... ¡Noche más hermosa no la ha habido!... ¡Qué luna tan clara!
—Eso si que nó, que yo no me veo los dedos de la mano.
Con el cuerpo apoyado en la esquina frontera, D. Juan no apartaba sus ojos del iluminado balcón.
—Así he pasado una noche que supe que estaba mala... ¡Qué noche más triste y más horrible! ¡Cada hora era un cuchillo, cada minuto un garfio!... La puerta al abrirse me mataba... Cada balcón cerrado era un aparato de dolor para mí... Al amanecer me fui á mi casa... cansado, más que de estar de pié, de la angustia de espera tan ansiosa.
—¡Pobre señor!
—¡Hombre!... Ya se apaga la luz... nó, no es que se apaga, es que se la llevan á otra habitación... Se cierran las maderas del balcón... Esto es despedirnos...
—¿Nos vamos?
—¡Espera un poquitin, un poquitin!
—¡Tengo un sueño!
—¡Dormilon!
—Madrugo mucho...
-Ahora se abre la puerta de la calle y sale un hombre... ¡Calle! ¡Si es mi yerno! Es el Sr. llenares... ¿Dónde irá a tales horas?
—Puede que vaya á la Bolsa...
—¿Bolsa á la madrugada?... ¡La bolsa ó la vida!...
—¡Mecachis, qué gaban lleva!... Es de pieles... ¡Anda, que le pinchen ratas!
—Vámonos...
—En marcha... A +
—¿Qué rezas?
—La lección de mañana.
—¿A dónde irá ese hombre'
—Basta de matemáticas... á dormir... Ea, adiós... I u camino es ese...
Pepin se alejó por la calle de Gravina, y D. Juan por la
de Hortaleza siguió á Henares.
-¡Dios mió!... ¡Qué perdido! ¡Qué pillo!... Es un miserable...—exclamó D. Juan al amanecer del dia siguiente, hurgando con la cerradura la llave de su aposento. ^
—¿Cómo viene V. tan tarde?—le preguntó la seña Ramona, que se habia despertado al sentir moverse las Hojas baldosas del pasillo bajo el peso de D. Juan.
-Señora-contestó D. Juan con reserva llena de dignidad,—he tenido que hacer.
-¡Qué hombres!—refunfuñó la portera dando una vuelta en su lecho.—El más viejo es más pellejo... Mire V. este carcamal que viene al alba... ¿En qué pasos habrá andado D. Roñica? .
-Es un malvado... ¡Pobrecita hija mia!... ¡Ay, Dios de mi alma! ¿Y yo no he de poderlo remediar?-murmuraba apénas con los labios el mísero D. Juan Solo, encendiendo una cerilla ya dentro de su cuarto, y conservándola entre sus dedos hasta que se los quemó.—¡Maldígale Dios!... El Señor me perdone, pero yo le ódio... Yo le ódio, y »o le he de matar... Es un asesino, un mal caballero, un hombre sin honor... . .
Encendió una bujía y se sentó en el lecho. Los cenicientos albores del nuevo dia dificultosamente se abrían paso entre las neblinas preñadas de lluvia que la noche había dejado en los techos de Madrid.
-¡Qué noche he pasado, Dios mió!... Primero el paraíso, luego el infierno... ¿Cómo habia de sospechar que Leandro... ¡Cuando el hombre se empeña en descender, en bajar, en acanallarse, hace al sapo duque y al cerdo príncipe... ¡Pillo!... ¿Con que no amas á mi hija? ¿Con que no la quieres?... Pues, ¿qué deseas?... ¿Algo más bello, más delicado, más bueno?... Si es un ángel, si es una diosa... ¡Niña mia!... Eres desgraciada, y yo, estúpido viejo, no invento un medio de hacerte feliz... ¡Feliz y desgraciada! ¡Qué cerca están estas dos ideas!... Se persiguen como dos aguiluchos celosos... ¿Viene una?... Pues pronto, pronto llegará la otra. Son como el dia y la noche... El dia es porque la noche se ha marchado... La noche llega porque el dia se fué... Ayer yo creia á mi Elena en el paraíso sentada en un trono hecho de la más sonrosada de las nubes, gozando de la angélica música, del concento prodigioso y sublime de las arpas celestiales... ¡Hija mia! Y ahora sé que eres d'esdichada... Porque ese hombre es un sér vil... ¿Cómo puede amarse á otra mujer después de ser amado de mi hija? ¿Cómo pueden los ojos acostumbrarse á un rostro femenino después de haberse apacido en el de Elena? ¡Si es el más bello de todos, el más bello, el más bello!... Yo le seguí... creyendo que iba á una reunión, á un... yo no sé á dónde, pero no á donde iba... ¡Infame!... Era una reunión de mujerzuclas y de tahúres... una sala muy iluminada... Mucha luz en la atmósfera... Mucha negrura en las conciencias... ¡Ah!... es el mal de la época... Toda la luz sale de los faroles... El gas hace correr reflejos sobre el mundo, y el espíritu humano se apaga, se apaga... Vamos en busca de la dicha material... se descubre la máquina que hace en ménos tiempo más hormillas de botones y más hebillas para frenos decaballo... pero los sentimientos se pierden... se pierden... ¡Qué «.«¡eres habia alld ¡Todas tenían rosas en ,1 pelo y en el senol... lo. labros piados de rolo... traje, lujosos, pero abigarrados... tra,e. Item» de afectación y de mal
Desnudóse lentamente, interrumpiendo la operaci para pensar, y manoteando á veces, como si quisiese hacer acompañamiento de violentas acciones á la violenta marcha de sus pensamientos:
—¿Lo sabrá mi hija?... No debe saberlo, porque anoche parecía feliz.
Luégo de acostado se incorporó en el lecho y miro ventana.
-¡Cuándo vendrá el sol!... Hoy lo haré todo... Hoy acabaré, bien y para siempre... Es decir, que ese pillo tiene una querida, y mi Elena cree ser amada... ¡Ah, traidor. Vas á pagar todas tus vilezas juntas.
Llegó la noche, y D. Juan apareció en la Puerta del Sol después de haber oscuramente andado por los lejanos barrios, que antes habitó, de los Estudios y el Rastro. Allí compró en mísero tenducho de prendería algo que llevaba en el bolsillo del gaban y que acariciaba con su nerviosa mano.
—¡Esta noche saldrá!—pensaba,-y esta noche nos veremos las caras... ¡Ah, Sr. D. Leandro Henares!... ¡Cuenta las horas que te quedan de vida!
Llegó á la calle de Hortaleza, y delante de la casa de las bolas se detuvo indeciso.
—¡Sí!—exclamó en alta voz, de modo que un transeúnte le miró con asombro juzgándole loco.—¡La injusticia y el crimen deben perecer!...
Antes de que D. Juan lo hubiese advertido, y apénas entró en el portal, encontróse en el centro de una aglomeración extraña de gentes elegantes. A la puerta llegaban ruidosamente los carruajes, descendía el lacayo, abría la portezuela, y pisaba blandamente el entarimado lustroso del zaguan alguna dama adornada de telas claras, con la cabeza descubierta, y en ella llores y alhajas.
—¿Qué sucede?—preguntó D. Juan al portero.
—¡Hay recepción y baile!
—¿Dónde?
—En casa del Sr. de Henares!
—¡En casa de mi hija!... ¡Baile!
D. Juan se quedó desconcertado, sin aliento, vacilante en su resolución y en sus propósitos.
Pero como el primer impulso de su voluntad habia sido subir á la casa de su hija, y después la estupefacción se apoderó de él, ese impulso primero quedó vigente, y sus músculos le empujaron por la escalera arriba en que se habian puesto por adorno macetas de boj y flores del tiempo. Estaba abierta la puerta, y por ella se escapaba rumor de música y la agitación y el ruido del baile, el asonante de los piés de los bailadores batiendo el suelo, y el
—¿Quién es este mendigo? — preguntó uno de ellos lo bastante alto para que pudiese oirlo D. Juan.
—Estas gentes de la Bolsa—añadió guisa de comentario el otro caballero del quicio que era un barón sin baronía,-estas gentes de la Bolsa no entienden ciertas conveniencias. Permiten que un mendigo venga á pedir limosna al salón de baile, y serán capaces de suspender un rigodon para irá comprar consolidado.
D. Juan miró con fiera y hosca faz á los dos señores del quicio. Ellos vieron aquella mirada y empezaron á encontrarse mal en sus sitios; deseaban cambiar de postura. El uno se fué á fumar; el otro á hablar con una vieja de esas que todo el mundo conoce de nombre, porque los periódicos tienen el mal gusto de citarlas siempre en sus revistas de salones. ¡Celebridades de tocador, inmortalizadas por unos cuantos Homeros que se dan polvos de arroz!
El salón con sus enormes espejos de negro marco y su centro de flores, rodeado de un divan circular, con su alfombra de fondo de perla, sobre el que se destacaba una lloracion gigantesca de petunias como sombreros hongos y de parras amarillas, era agradable á la vista. 1 ema un tinte alegre, propio para que sobre este fondo se combinaran los colores claros de las
Cuando D. Juan entró se detuvieron las parejas, las mujeres miraron al viejo con burla, los hombres con asombro. Hubo una pregunta general: «¿Quién es?» D. Juan se encontró en medio del salón, como el bastonero de la miseria, poniendo fin al galop furibundo del lujo... Elena estaba sentada en una pequeña otomana vuelta de espaldas á la puerta. Fué la última en enterarse de lo que ocurría; pero el movimiento de las gentes y el rostro del Sr. Mala-ña, con quien hablaba, le hicieron comprender que algún anómalo suceso perturbaba el buen órden de su fiesta. Volvióse y vió á D. Juan en aquel mísero traje, no sólo pobre sinó súcío; no sólo súcio sinó grosero é incivil; con el sombrero puesto, no sólo grosero sinó bestial, mirando con sus ojos locos y saltones el espectáculo de asombro que producía... Un impulso de fra se desató en el alma de Elena... Tuvo un salto de sorpresa y una exclamación de horror. ¡Qué humillación! ¡Virgen Santa!... ¿Qué diría la Marquesa de Gallafores, su rival en hermosura? ¿Cuánto epigrama no iba á hacerse á su costa? ¿Cuánta burla no iba á mortificarla? Acercóse á su padre.
—¡Hija!—exclamó él.
Elena le miró con ojos terribles, fulminantes, de esos que indican deseos de muerte y trasparentan llamas de odio.
—¡Ven! — exclamó llevándosele por la puerta más próxima.
El termómetro de la sorpresa y del asombro no tenía ya grados con que marcar la de los espectadores de la escena. Habíase acabado la escala, y la gota de mercurio, reventando el frágil vaso, salia y bailaba de aquí para allá. La crónica de los escándalos de salón se habia enriquecido con «no nuevo. ¡Y qué escándalo! ¡y qué escándalo! Un cronista á la moda buscaba ya, detrás de un
Elena condujo á su padre á su tocador.
—¡Esto es ya imposible!—dijo ella cerrando con violencia la puerta.—Te has propuesto acabar con mi felicidad... ¿Estás loco?
—¡Yo... yo loco!.. ¡Creo que sí!... ¡He sufrido tanto! Anoche...
—Tu egoísmo te ha envuelto en una concha de hielo... Eso que llamas desprecio del qué dirán, es desprecio de mí... Esta noche has acabado con la poca felicidad que me quedaba... Me has matado porque me has puesto en ridículo...
—¿Te he matado?...
—No es posible resistir por más tiempo... Mis deberes sociales están sobre todo...
—¡Tus deberes sociales!... •
—Me debo á mi marido y á su posicion... Tú, con ese egoismo que llamas eariño, me has arrancado una á una todas las felicidades.
—¡Hija!... ¡Elena!...—gimió, balbuceó, lloró y suspiró D. Juan Solo.
Un dolor espantoso le mordió en el corazon. Retorcióse horriblemente y cayó encima de un mueble, después de romper el cual, su pesadumbre se desplomó, abandonada en el taburete del tocador.
—¡Yo no puedo vivir más!—dijo. __
Pero Elena no pareció ver lo que á su padre le sucedía, y cruel como la crueldad mismr
—Todo sentimiento tiene un límite... Yo antes que hija debo ser esposa.
—¡Diosmio! ¡Memata!—balbuceó con voz muriente Don Juan.
—Eso que has hecho ahora es una prueba de tu carácter y de la enemistad que tienes á Henares... Has querido ponerle en ridículo.,.
—¡Yo sueño!... Ella no puede hablar así.
—Esc antagonismo entre tú y mi marido no puede continuar... Yo debo resolverlo... y...
—Y...—repitió D. Juan pendiente de las palabras de Elena.
—Y le resuelvo desde ahora... Mi marido ocupa para mí el primer lugar en el corazon...
—Esto se acaba... Yo me muero... Doy mi último suspiro... Adiós, hija...
—Si has llevado á cabo algún sacrificio con nosotros, obligado estabas á él por haberme engendrado... Se tiene un hijo para algo más que el placer que produce el engendrarlo...
—Sueño... sueño... ¡qué horrible su¿ño!... Aparta... Déjame... Es un sueño que me mata... Me parece que estoy en casa de mi hija... me parece que ella se encuentra delante de mí... con la mirada furiosa... Y en vez de acariciarme me arroja de su casa... Me dice que soy el perro manchado de barro que entró en la sala y ensució los muebles...
D. Juan desvariaba. Su voz tomó un timbre ronco y metálico; púsose una mano sobre los ojos y pareció dudar realmente de lo que veia; perdió el aplomo de la realidad y se juzgó víctima de un sueño.
—Es inútil que prolonguemos esta escena... Es inútil... Yo sufro mucho con ella... Pero es necesaria... Hace tiempo que me está, aconsejada...
—Sí... y me echa y llama á los criados para que á bastonazos me sacudan el polvo y me pongan en el arroyo... ¡Qué disparatado sueño! ¡Qué absurdos sueña la imaginación! ¡Qué cosa tan distinta de la verdad!
Elena se habia retirado. D. Juan se dió cuenta de sí pocos momentos después. Cogió su sombrero, que habia rodado por el suelo, y tambaleándose, como ébrio, con las piernas flojas y macilentas, bajó la escalera, entre los insultos y las bromas brutales de los lacayos, que le empujaban y le dieron con los codos hasta dejarlo solo, solo, solo, en medio de la calle.
—Ya sabia yo que le iba á encontrar aqui.
—¿Quién me habla? ¡Dios mió!... ¡Sueño andando, sueño despierto, sueño siempre! ¿Es que he perdido la cabe za? Los viejos chochean y yo he entrado ya en ese período... ¿Quién eres? _
—No sueña V... Soy Pepin... He venido á buscar á mi señor D. Juanito.
—¡A mí!... ¡Ella! ¡Arrojarme! ¿Te ha echado tu hija de su casa? ,
-¡Mi hija!... ¿Está V. bromeándose?... ¿Qué le pasa a usted?
—Esta noche se han quedado sin hija todos los padres... ¡se acabó la paternidad!
—Pero ¿qué le sucede á V.? ¡Yo que salía de mi repaso de álgebra pensando en ver á V.! Y me dije: ¿dónde encontraré yo á míSr. D. Juanito?... ¡Mecachis, pues a la puerta de la casa de las bolas... esto es cosa sabida!... Porque esta tarde he pasado yo por aquí y he visto entrar cestos de (lores y muchas cosas más... he preguntado y me han dicho que esta noche habia baile en casa de su hija de usted... Con que ¡concho! me dije: Voy á buscar á D. Jua-nito á que me dé un dulce... porque él est»rá invitado... y un baile sin dulces no es baile ni es nada... En mi pueblo, cuando hay baile, un mozo paga al que toca la guitarra, y otro mozo compra una libra de confites.
—Nada, verdaderamente sueño... ¡Mi hija no es así!
—Pero ¿qué está V. ahí hablando bajo, mordiendo palabras y diciendo cosas que no entiendo?... ¿A dónde vá V.?
—No sé... La noche esta negra... Noche de mi gusto... En lo negro puede hacer su almohada la desesperación.
—¿Está V. desesperado?... Pues, ¿qué le sucede?... Sea franco y cuéntemelo. Yo estoy bien contento... ¿Sabe usted una cosa?... No me atrevo á decírsela... Pero no me gusta andar con tapujos... Sepa V. que me he echado una novia... Es hija de un portero del Congreso... ¡Lleva unos galones mi suegro!... Digo... Parece un rey... Y ella... ¡ella!.. Tiene una carita... ¡válgame la Santísima Virgen del Tremedal!... Es una perla... Mire V... desde que tengo novia me gustan ménos las matemáticas... A
—Mi hija me quiere... ¡Jí, jí, jí! ¿No es verdad que me quiere?
—¿Pues no ha de quererle á V.? ¡Apénas es V. bueno!... ¡Si V. es un santo!
—Un santo muy desdichado... Porque vivo atormentándome á mí mismo.
—¿Es que he soñado? ¿No es cierto?
—¿Que ha soñado V.?... Sí... es posible... A veces sueña uno despierto... ¡Yo cuando veo á mi novia sueño!
-Porque mi hija no puede menos de quererme... ¿Puede acaso enmudecer la voz de la naturaleza?... La gota e sangre dice de dónde viene... La tierra que produce,ro hycle á divino perfume... Por donde se arrastra la fuente “nvioie,.,. *•»cssiempre... Mihfla porque »¡»« mi, mi «T* « “ “
un opio de la mia... Hermanos so cuerpo y e m ,
„os espíritus gemelos... Toja esa escena Horrenda ha «do
una alucinación...
—¿Qué escena?
—Ninguna... No hablemos más de eso... Soñando me he hecho una herida... Vaya, cuéntame eso de la hija del portero... Ya estoy contento... ¡Ji, ji ji! ¿Qué me importa mundo?... Mi hija me quiere... ¿Tienes novia? ¿Cómo se llama?
—Carmencilla.
—¡Bonito nombre!
—¡Aún vá de corto!
¡De corto!... Sera una criatura...
—¡Quiá!... Mecachis... es una mujer hecha y derecha
Sí... como tú eres un hombre derecho y hecho. ¡Buna pareja de gurriatos! Entre los dos no tendréis veinticinco años... ¿Te ha dicho que te quiere?
—Nó.
—¿Y tú se lo has dicho á ella?
—Nó.
-Entonces ¿qué noviazgo es ese?
—¿Es preciso hablar para ser novios?
—¡Pues entonces!...
-Yo creí que sólo hacia falta mirar...
-No, no puedo estar tranquilo... Pepín, mira, déjame... vete á tu casa... Estudia, hombre, estudia... Déjate de novias y de hijas de portero...
—¿Quiere V. que le deje solo?
—Sí, chico, tengo que hacer.
—¿Le estorbo?
—En confianza, sí.
—Adiós...
Pepin se marchó un poco triste porque D. Juan no le juzgaba digno de acompañarle á sus empresas graves, é in-inHuido por un presentimiento vago, oscuro, indescriptible... Cuando el viejo quedó solo estuvo más de una hora quieto, como clavado en la tierra, como una estatua. Luégo de repente hubo en su alma una inundación de desesperaciones. Las negras olas entraban en su imaginación y en su \oluntad, invadían los recintos, aunque ellos procuraban defenderse, y encima de las aguas flotaba el cadáver de la esperanza.
—Yo me muero, me ahogo, me ahogo—dijo.
Llego a su casa dando sollozos, y al entrar en la alcoba se arrojó en el divan de anea arrebatado de dolor.
Sin darse cuenta de su presencia, ignorando si vivía, si dormía, si soñaba, D. Juan Solo permaneció en aquel divan hasta el alba. Entónces experimentó en el pecho un ahogo que le mataba, falta de aire, agitaciones incomprensibles en el corazon. ¡Creyó llegada su última hora! Casi arrastrándose fué hasta el balconcillo del patio, y se echó de bruces en el antepecho. Sonó en la caja de su pecho el golpazo de la caida. D. Juan aspiró con ánsia, con delicia el aire húmedo del alba lluviosa. La luz nueva, empapada aún de átomos de la sombra, dibujaba en los altos tejados líneas azuladas que se desvanecían luégo en matices rosá ceos. Oíase el andar torpe y lento de la muía que movía el torno de la vecina tahona, y de rato en rato la voz del gañan que la arreaba. Los sombrajos y golpes de humedad que manchaban las paredes, tenían bajo la acción difusiva de la luz incierta del amanecer aún más triste aspecto que en pleno dia. Empezó á llover: fueron primero gotas redondas, pequeñas, que caian fuertes, sonando en cristales y tejas; luégo agujas de cristal menudas, frias, que hacían invisible herida para llenar de hielo los poros; después láminas de agua, chorros enormes é irregulares; por fin, una lluvia torrencial, de esas que hinchan los arroyos, producen apoplegía en las venas de las fuentes, anginas en las tajeas de los caminos. El sistema de canales del patio se llenó de agua, que borboteaba, hervia, se colaba con furia produciendo sonidos extraños, gipidos de (lauta ronca, ex-tertores de tráquea enferma. La lluvia se desplomaba sobre los tejados, se despeñaba pegando vuelcos, y haciéndose espumosa y negra por las vertientes, entraba en los canales, y la hojalata de ellos se extremecia, sonando cada tubo como flauta de órgano. Después reventaron hinchados, y el agua se vió libre de aquella envoltura: creció, bajó, saltó por donde quiso... el patio se llenó de barro, se rezumó por todas partes, se lavó de piés á cabeza, tomó un baño definitivo, reblandeciéndose y preparándose al hundimiento. Estallaron algunos cristales; se hundieron dos mechinales y una teja vana; se llenaron de humedad los dos lienzos de pared que habian procurado hasta entónces sonreír con la blanca sonrisa de la cal, y... en lo sucesivo, el patio de la casa de D. Juan Solo fué digno agujero para vivienda del dios del reuma.
Leandro Henares, desde que le conocimos hasta que los sucesos de esta monografía de un dolor llegaron al pun to en que se hallan ahora, habia experimentado las .1 t nativas, mudanzas y truecos de un espíritu lleno de an dones que se encuentra sin medios de realizarlas. Leandro Henares
Al hallarse en el mundo con D. Juan Cláudio Malaña sintió que en los alones desnudos de toda pluma le nacia la idea del vuelo. Quiso volar, vió ante sí un horizonte nuevo y empicó sus facultades, las aguzó, las templó, las hizo duras, finas, invencibles. La crisálida de la miseria le purificó de errores y candideces. El dia en que mutuamente se conocieron él y Malaña, cuando de una á otra conciencia fueron las confesiones, halló nuevas aspiraciones que realizar que una mano firme y segura escribía en el álbum de sus esperanzas.
—Tú necesitas una fortuna—le dijo Malaña.—Sin la base del oro, ¿qué se puede conseguir? ¡El trabajo! Es la esclavitud del hombre. Yo he trabajado mucho, me he envilecido en un taller, en una posada, en el desperdicio diario de la actividad á cambio de la miserable comida... Pero una fortuna es la base de un capital... Dámc un millón y te devolveré cincuenta... El negocio es hijo del millón y la voluntad. El millón es el macho de este contubernio... La hembra es la voluntad... Ei negocio viene naturalmente como el hijo á los nueve meses del primer abrazo... ¡Santa Polonia! Si todos los hombres estuviesen convencidos como yo lo estoy de esto,¿cómo nos arreglaríamos los que tenemos algo que perder para impedir que nos los quitasen?... Pero, amigo Leandro, aún hay hombres que creen en el trabajo... aún hay espíritus ¡nocentes, cándidos como palomas, dulces como tórtolas, sufridos como jumentos, que abrigan la esperanza dc hacerse ricos con el trabajo, sin apelar á esa álgebra sublime que tiene dos incógnitas: el presidio ó el palacio... Esas gentes, con su inverosímil, pero cierta ignorancia, son la garantía del millón... La probidad es una virtud de los pobres explotada por los ricos.
Leandro llenares oia con admiración á su maestro. Aquel sublime espíritu veia las cosas claramente pensaba Leandro.-No habia nubes que detuvieran la mirada de tal águila... La moneda no tenía secretos para D. Juan Cláudio. Era un cínico filósofo: Rinconete con forro de Kant.
Por entonces—poco ántes del matrimonio de Elena vivia D. Juan Cláudio Malaóa en un piso principal de la calle de Atocha. Habia echado
D. Juan Cláudio era para Leandro un semi-dios. Sus escasas lecturas habían hecho concebir á su imaginación un extraño modo de ver ciertas figuras excepcionales más bien melodramático que real, y al acercarse á D. Juan Cláudio experimentaba el divino pavor que producía el acercarse al Arca Santa.
Un deseo, un beso, una. desilusión
Digámoslo, esta es la verdad: Leandro llenaics se casó enamorado de su mujer; pero aquel amor duró muy poco, porque con la posesion se vió saciado y harto. La hermo sura de Llena sirvió de pasto á la voracidad de la bestia de las sensualidades; cuando el pasto se acabó, el amor de 1 nares fué amenguándose. Por mucho que el interés hubiese intervenido en su matrimonio, es lo cierto que
¿Qué se puede hacer de unas marismas? El poeta describe su vaciedad pantanosa en que vuela el cuervo y reluce el canto, plateado de tratarse con las madréporas. El agricultor las puebla de árboles y plantas... El hombre negocios procede por otro sistema. Manda hacer un plano de ellas, corta en mil pedacitos un papel azul ó ver e en que esté grabada su firma y el nombre de las
Leandro llenares, bajo la dirección del Sr. de Malaña, llevó á cabo una de estas operaciones. Pero Leandro carecía de muchas de las condiciones precisas para prosperar en el mundo de los negocios, si una mano fuerte no le guiaba. Podía ser el instrumento, el buril... pero no podía aspirar á ser cabeza, ni aún si quiera la mano. Luego sus costumbres ostentosas le perdieron. Iba su bolsa amenguiándose, iba su arca quedándose vacía. Además, Henares tenía desde su juventud un vicio horrible: jugaba, y con la suerte más negra. Las monedas de oro puestas sobre el tapete verde le fascinaban como los ojos de un dragón. Él las miraba, las consideraba, y sentíase atraído á ellas como por el hechizo de amor. Resistíase en vano: le arrebataba una fuerza ciega, un vértigo poderoso le empujaba, y caia sobre el tapete verde como cae el cuerpo muerto. Allí se dejaba sangrar por los uñas feroces y duras del vampiro del juego, y de sus bolsillos corria la sangre del crédito... ¡Imposible parece! ¡En una noche perdió .ooo duros! Ala mañana siguiente no sabia cómo pagarlos.
—¡Tengo agotados mis medios! Esas
Escenas de cierta violencia entre Elena y Henares no se hicieron esperar. Pero Elena amaba á Henares lo bastante para ser vencida siempre. El dote desapareció en aquella vorágine de oro. Llegó en seguida la época de los apuros... Pero llegó muy pronto. Porque como su fortuna no era cuantiosa, en pocos meses de desastre quedó derrotada. Hubo dias en que para pagar al casero aquel opulento señor bolsista, se vió obligado á empeñar un brazalete de su mujer. Así como D. Juan Solo solia decir que tenía el pudor de la deuda, Henares tenía la hipocresía de la deuda. La ocultaba, la tapaba, la escondía con arte sumo tendiendo películas de oro sobre las lacerias de la escasez. Sabia poner todo cuanto poseía en el escaparate, en la pechera de la camisa, en el caballo de su berlina, en las re cepciones de su casa. No se habia juzgado Henares capaz de los heróicos esfuerzos que hizo para mantenerse á flote en aquella inundación de débitos.
—¿Por qué no acudes á tu padre?—dijo un día á Elena. Elena bajó los ojos avergonzada. Sin darse cuenta de por qué, ella temia la presencia de aquel padre tan amo roso. Pero Henares comprendió lo que en el alma de su mujer acontecia, y repuso:
¡Tú crees que él está pobre?... ¡Inocente!... Él esconde mucho dinero... Pero tiene el defecto de negarlo... ucs qué, ;sc dá á una hija el dote que te ha dado á tí, no con servando otro tanto por lo ménos?... ¡Bah! chica, tú no entiendes el busilis del negocio... _
Elena se decidió á pedir dinero á su padre, y á otro día le escribió una lacónica carta, que decia.
«Querido papá: Vente hoy á comer con nosotros. ráete algún dinero que necesita tu hija que te envia mil besos.
—¿Que lleve dinero?—se dijo D. Juan. ¡No, no lo en Tiendo... Pero me llama... ¿que me quiere?... Ya se ha olvidado de aquella noche... de aquella noche cruel... ¿A fué realmente una pesadilla mia?... ¡Sin duda al„una. i quedé dormido en la calle, y soñé aquel horroroso cumu o •de disparates... «Tráete algún dinero.» ¿Qué dinero necesita mi hija?... ¿Para qué lo querrá?... Ella está en la abundancia... Sí, sí... Yo he trabajado para eso... yo me he arrastrado por el mundo para que ella vuele con alas oro... Además, de que yo no tengo dinero... No tengo... vamos á ver. _
Abrió el armariejo verde que habia frente á su lee o, y de allí sacó un papelón dentro del cual vibraron algunas monedas de plata. Vació el papelón sobre la cama.
—¡Trescientos duros!... No tengo más... Es inúti que busque .. Cuando el dinero se acaba, se acaba dc
Llevóse con desesperación las manos á la cabeza, y agitada ésta por los convulsivos movimientos á que violenta contracción nerviosa daba infinito poder, pareció D. Juan Solo haber enloquecido y hallarse en el período de furia. Salió de su casa, y era un dia hermoso de esos que el clima madrileño solo se dan con las temperaturas medias de primavera y otoño. Pero D. Juan, insensible á las bellezas del dia, embebecido en su pensamiento triste, con esa tristeza desesperada del que poco aguarda ya de los hombres, y ansioso de llegar á casa de su hija, cruzó las calles con rápido y desigual paso atravesando los arroyos, dando golpes en las esquinas y poco ménos que atropellando á los transeúntes.
Llevaba ambas manos en los bolsillos del pantalón y en ellos sonaba el alegre retintín de los duros como si quisiera reproducirlos, y fuese dada á su mano la virtud que ú la usura: sacar de uno ciento. Elena le esperaba con no ménos ansiedad. No le saludó casi, dejóse caer en un divan de su tocador como persona á quien el esperar sin fin ha cansado.
—Hija, aquí estoy.
—Gracias á Dios, creí que no venias nunca.
D. Juan Solo no sabia cómo decirle á su hija el pensamiento principal, si no único, que llenaba su cerebro, y daba dentro de él vueltas furiosas como disco encendido de pirotecnia: su estrañeza de que ella necesitase dinero cuando tan rica estaba. El la suponía nadando en oro, é imaginaba que las manos de aquel famoso Leandro eran chorros inagotables de centenes y doblones. Cortó el silencio y una larga série de pensamientos, todos originarios y nacidos de aquél, la palabra de Elena, que dijo: —No te creer que fueses tan suspicaz y quebradizo acordarás ya de aquella noche... nunca pude
Abriéronse los párpados de D. Juan para dejar salir los globos saltones de sus pupilas, buenos e idóneos para expresar toda idea triste y dolorosa.
-¡Aquella noche!... ¿no fué, pues, un sueño?
-Mi carácter es este: concibo las cosas y las hago sin meditarlas... Que hay del dicho al hecho en otros un monte, en mi nada... Realmente aquella noche tú cometiste una insigne torpeza... pero olvídala: yo a pesar de todo te quiero.
—Me quiere—exclamó D. Juan con embobamiento.
Y volviendo sus ojos hácia uno y otro lado parecí evocar mentalmente á todos los hombres de la tierra para decirles con voz inolvidable: "¿Lo oís? ¿lo oís? ¡Mi hija me ama!"
—Aquella noche para mí no ha existido nunca, para mí ha sido un sueño, para mí no hay otra cosa cierta que lo que tú acabas de decirme, esas palabras que han salido de tus labios... ¡Oh, que feliz me haces! En un instante me haces gozar todas las delicias de la tierra y todas las ve ras del paraíso... Y yo me quejo, y yo me tengo por desdichado... egoísmo sin igual entre los hombres.
—Has leído bien mi carta.
—Sí.
—De modo, ¿qué me traes...
-Hija mia, lo que he podido, poca cosa... Porque te lo di a ti todo. Ya sabes cuanto trabaje y costó , y cuántos afanes me costó tu dote: cuando la vi reunida fue como si me hibieran entregado la llave del cielo para ti... Ya no me queda nada... y no te lo digo esto por echarte en cara favores que no son favores sinó deberes, sinó por disculpar el que sólo te traigo trescientos duros; no tengo mas.
—¿No tienes más?
—Ni un ochavo, ni una hilacha...
Elena quedóse sorprendida y como alelada. Sus planes caían por tierra. ¿Tendria razón Leandro? ¿Sería acaso D. Juan un miserable avaro que hubiese sabido encubrir su condicion proterva bajo el velo hipócrita del amor?
En una palabra, papá... No está bien que riñamos... Tú me dices que no tienes dinero... Pero al menos tendrás manera de buscarlo... ¡Ea!... no me dirás que dejo deconciliar los extremos... Búscame seis mil reales que necesito dentro de tres horas... Es preciso pagar el abono de la berlina... Si no se paga hoy mismo, empezará á dudarse de que Leandro tiene medios serios y arraigados de negociar.
—¡Seis mil reales!—repitió D. Juan Solo, clavando las uñas dc sus diez dedos en el relleno de una butaca.
Si no me los buscas, papá... si no me los buscas, Leandro se arruina... A veces una gota de agua salva á un sediento... Hoy, esos seis mil reales nos salvan... Mañana no podrían servirnos sinó de sarcasmo vergonzoso. Con ellos pagaremos tres mil reales del abono de la berlina, el sueldo del dependiente mayor del escritorio y mi modista; tres lenguas de difamación que si no tapamos hoy mismo harán correr mañana en Madrid la especie de nuestra ruina.
¡Seis mil reales!... Los tendrás... y pronto.
—¡Bien sabia yo!... Eres muy bueno... Dame un beso.
Elena se sonrió, y acercándose á su padre le besó en la frente. El echó atrás la cabeza con brusco movimiento, llevóse la mano con ánsia al corazon y oprimióse allí un puñado de carne.
—¡Ah!—exclamó con desfallecimiento.—¡Déjame!... No
me beses aún... Es demasiado pronto... Después de lo que he sufrido... Ahora mismo... la dicha, así, de repente, mata...
Y de sus ojos cristalizados y saltones salió un mar de lágrimas.
Don Juan habia concebido un propósito.
—Yo tendré ese dinero.
Encaminóse al lóbrego callejón donde vivía debajo de una teja Pepin. Encontróle estudiando, con una gomlla de seda bien encasquetada en las orejas. Su cuarto en camaranchón extenso, en medio de cuya desnudez el tablado con un jergón de hoja de maíz parecía un ' medio del Sahara.
—Pepin... Vengo á hablarte...
—¡Hola, D. Juanito!... Aquí te dejo—exclamó, hablando con su libro
Y luégo, ántes de saludar formalmente á D. Juan, dijo entre dientes.
—¡Parietal, occipital!... ¡Con que V. por aquí. Yaera tiempo... Salude V. á ese amigo que está echad o en catre... ¡Eh, Sr. de Alonso!... Arriba.
En efecto, Alonso estaba echado en el camastro de Pepin, y desperezándose dijo:
-¿Es D. Juan?... ¿Es el padre de Elena?... Es decir, ¡oh ilustre Troyano! que es la muerte contigo parca... Tú eres inmortal... Pesan por ti los años como el agua por el cristal, como la nube por el cielo, como el astro por su elíptica... como yo por el mundo... sin que se note...
—Pepin es muy bueno—afirmó D. Juan...
—Vá á ser un San Vicente de Paul ingerto en Orfila.
—Pepin... yo tenía que hablarte...
—Hablemos, D. Juan...
Es cosa reservada... Nuestro amigo Alonso nos permitirá...
—Dos modos teneisde hablaren secreto... Primero: que yo me levante y me vaya... Segundo: que vosotros os levantéis y os vayais... Tercero: que yo me duerma.
—Pues nosotros nos iremos... V. descanse.
—Gracias... Morfeo me acompañe... ¿Sabe V. que Luisa me ha hecho una trastada?... ¡Vá á casarse con un hombre muy rico!... El novio rico es siempreCamacho, el de la fábula cervantina... Yo soy Basilio... pero no me atrevo á darme con el estoque según él hizo... El oro y el amor son como el sol y la noche... nunca están de acuerdo... Yo tengo un corazon digno de Rostchild... ¿Qué mejor elogio?... Acabaré mal... un corazon tan grande mata... Es un polvorín de desventuras que está estallando cada media
hora... Es vivir sobre una explosion continua... Con que váyanse Vds.
Salieron D. Juan y Pepin, y aquel, en un recodo de la
escalera abordó á Pepin diciéndole:
—Es preciso que me digas que si á lo que voy á pedirte...
—Pues digo que si.
—Necesito dinero.
—¿Y yo?... .
—Tú me vas á autorizar para invertir en un negocio
apremiante los cuatro mil reales que quedan en mi poder
procedentes de la venta de tu sortija
Pepin no vaciló un instante.
—Yo le debo á V. mucho más que eso... No hablemos más de eso... Y otra vez, para cosillas tan menudas, y en que V. es dueño, no me pida permiso... ^
Al fin... ¡no podía suceder otra cosa!... Al fin el cuerpo de D. Juan Solo fué débil para resistir tunta agitación y dolores tan continuos. Una mañana experimentó un encogimiento horrible en los músculos del pecho. Era como si habiendo rodeado los pulmones de una red metálica, ésta de improviso se encogiese magullando los tejidos esponjosos de la caja torácica.
Solo en su cuarto quiso levantarse, pero fue inútil. No pudo andar. Solo consiguió arrastrarse sobre las baldosas, dar dolorosos rodillazos y permanecer media hora medio exánime, desnudo, tendido en el yerto, rojizo y súcio suelo, con los codos clavados en el polvo. Cuando subió la señá Ramona con el desayuno, le ayudó á recobrar la cama.
—Usted ha hecho muy mala vida... El caballo que corre mucho, revienta-díjo la brutal portera.-¿Quién vá á cuidarle ahora si enferma? Yo no podré si V. no me paga diez reales diarios.
D. Juan, tiritando, respondió:
—No tengo dinero.
-Pues entonces... al hospital-dijo con acento cruel la señá Ramona.
Pero cuando Pepin supo lo que pasaba, acudió al lecho de D. Juan Solo y no se apartó de él.
—¡Hijo mió!—murmuró suspirante D. Juan, estrechando las dos mejillas del muchacho.—Yo te bendigo... Eres un ángel...
También hacía algunos ratos de compañía al enfermo Alonso, que como no tenía nada que hacer, según él, hasta le servía de distracción el cumplir aquella obra de caridad.
Un médico vino, y las recetas agotaron en dos dias los cuatro duros que poseía D. Juan Solo como único capital. Pepin tuvo que empeñar su capa para comprar una docena de emplastos de Abel que el médico recetó.
D. Juan lanzó un rujido, cuando oyó decir á Pepin:
—No vendrá... No vendrá ninguno de los dos. Es una descastada, una infame.
—Calla—balbuceó el viejo destapándose el rostro que se habia cubierto con la estrecha y fementida sábana.—Calla, hereje... Estás insultando á un ángel.... Mi h')a me ama.
—Don Juan, D. Juan, no se preocupe V. de nada replicó Pepin.—Descanse V... ¿Tiene V. sed?
—Sí... sed, mucha sed, nada más que sed... Dame agua... pero agua pura, agua sin menjurges, agua que no haya pasado por el pozo de la botica.
—Es preciso calma y resignación—repuso entonces el bohemio Alonso.—V. duerma... V. déjese de preocupaciones... Nosotros cuidamos de V... y aquí nada faltara... ¿Verdad que no faltará nada?... El caballero Pepin tiene fondos... _
—¡Pepin! ¡Hijo mió!—exclamó con voz enternecida don
Juan Solo.—Abre esa venuna.
—Está prohibido.
—¡Me falta aire!... Esto durará poco... Yo me ahogo... deseo ver á mi hija... Es muy cruel que la consintáis verme... Sí, sí, yo sé que ella ha venido muchas veces; estoy seguro de que cada hora envía recados; todo coche que suena en la calle es el suyo... y vosotros creeis que vá á matarme la dicha de besar sus manos, y no quereis que llegue hasta mí... y, ¡ay! ¡qué poco conocéis el alma de un padre!... ¡El alma de un padre!
—¿Pero es posible que no consiga V. el sueño? Lleva V. así tres días...
—Será preciso darle otra cucharada de doral.
—¡¡No!!—gritó con alarido de fiera herida D. Juan, levantándose tan violentamente de su lecho, que agotó en su esfuerzo inútil la poca fuerza que le quedaba.—¡No me deis más ese maldecido veneno que me mata, porque me aparta del mundo... del mundo donde está mi hija... Me hace dormir, me convierte en una estatua, me deja sin sentido... Puede venir mi hija... Yo quiero verla... yo no quiero perder ni una mirada de sus ojos ni una caricia de sus manos.
Era de noche, y una de las más oscuras de Noviembre. El viento mugía en el patio, levantaba nubes de polvo en los tejados, y lo arrojaba con furia por los canalones. Cerrada la ventana del cuarto de D. Juan, el viento la movia, la desencajaba, y por sus intersticios y rajas pasaba silbando. La vela de esperma, puesta en un candelero de cristal, roto y sin asa, enviaba incierta luz al techo y las paredes, y su pábilo negro, inmóvil, dentro de la aureola multicolor de la llama tomaba á los ojos del enfermo, que la miraba con fijeza, semejanza con el espectro lejano, ceniciento, ahumado, carbonizado, de un mísero condenado á morir en hoguera en algún auto de fé.
—¡Apagadme esa luz! ¡No quiero verla! ¡Me atormenta!... ¿Ha llegado ya mi Elena?... ¡Oh, por Dios, no a detengáis!... ¡Señores, sed testigos de que estos dos malvados quieren robarme mi parte de paraíso... ¡Atrás; pasa, ijj mia! Vote adoro... yo vivo por ti... ¿te hace falta la sangre de mis venas? ¡Ah! ¡Dadme un cuchillo!... Toda sera
-Ya delira—dijo por lo bajo Pepin, mientras dos lágrimas se ensanchaban sobre sus párpados, enrojecí por insomnio y el llanto. _
Alonso, contra su costumbre, permanecía callado. Él pensaba que el corazon se le habia subido á la cabeza.
La desnudez dc las paredes, la vaciedad del arma. 10, yas puertas habia dejado abiertas D. Juan el día en que sacó de él sus cubiertos, sin que nadie hubiese pensa o en cerrarlas; las sucias y harapientas colgaduras dc a venta colando el sutil airecillo guadarramesco, padre de la pulmonía; la única luz, de movible y vacilante foco; a postura de los dos mudos testigos de aquella agonía e enfermo... ¡qué conjunto de rasgos para un cuadro terrible.
Pepin sentía el horror embargándole el alma... rasg dolé el corazon... echado un soplo lrio sobre su frente. •Aquel viejo que se ahogaba, pobre, sin un amor que calentase su lecho de muerte-¡ese nido de la inmortalidad ¡aquel armario vacío, hablandode sus últimos sacrificios! ¡aquel amarillento rostro, que parecía de marfil arrugado, y comparable al de un Cristo envejecido en un martirio de crucifixión, duradero por toda una vida larga!... ¡aquel dragón del ódio y de la indiferencia, que colocaba al mísero D. Juan en el vacío, en un vaco hela o, negro, mortal, infinito, eterno... eran notas lúgubres que sonaban dentro del espíritu de Pepin como los trompetazos del ángel de las tinieblas poniendo fin á la vida de cuanto noble, grande y generoso sobre el haz de la tierra existía!
—¡No tiene remedio, se muere!—exclamó Pepin inclinándose sobre el rostro de D. Juan, que se contraía horriblemente queriendo sonreir.
—¡Se nos acaba esta gran alma!—murmuró Alonso levantando sus manos al ciclo.
—¡El médico!...—indicó Pepin.
Pero D. Juan lo oyó, y alargando sus brazos secos y desnudos, que parecían el cetro de la muerte, habló:
—¡El médico!... No... Dejadme tranquilo... Hay una medicina que podría salvarme... Sola una... y esa no está en la Farmacia... Sólo puedo esperar bien de una medicina... el reposo eterno... el reposo en lo frió, en un agujero húmedo de la tierra, á cien piés bajo los hombres, vecino á las raíces de un álamo... Yo sentiré en mi osamenta los abrazos infinitos de esas raíces, que vendrán á buscar el postrero jugo de mi cuerpo... Y si mi hija viene á mi tumba, yo haré el piso de violetas y con la sávia de mi cuerpo podrido se nutrirá un vergel de lindas flores... para que
Oyéronse en esto pasos en el corredor, y las baldosas sueltas del yeso que debia aprisionarlas, moviéronse y teclearon bajo una marcha rápida.
—¡Es mi hija!—dijo D. Juan dando un suspiro.
Y momentáneamente compuso la ropa de su lecho, y quiso encontrar en la combinación de sus facciones una sonrisa.
—¡Ocultadle mi estado!... Decidle que estov bueno... ¿Y qué?... ¿Acaso estoy malo?... No... ¡Ji, ji, ji!... si me
siento bueno... ¿Dónde se ha ido ese dolor que me mataba, que era como una aguja que se revolvía dentro de mi corazon?... Se fué... se fué... Ya llega ella...
Grande fué la sorpresa de Pepin y Alonso cuando vieron que, efectivamente, abierta que fué la puerta apareció por ella, entre un manto negro que bajaba y un rico pañuelo de ocho puntas que subía, el rostro bello y abundante en gracias de la Sra. de llenares.
-¡Hija mia!—balbuceó D. Juan.—Estoy bueno, muy bueno. Nada me duele...
Ella venía con el rostro dilatado por febril ansiedad, y sus facciones, alargadas por la impaciencia y el temor, per dian mucho de ese encanto peculiar suyo, que más consiste en la combinación de líneas, colores y expresión, que en la pureza escultural del perfil.
—¡Papá!... Cosas graves...
Dejóse caer en la banqueta que habia junto á la cabecera del lecho.
—¿Cosas graves?... Habla, hija mia...—repuso con viveza D. Juan Solo.—Yo te estoy entreteniendo con tontadas, y entretanto tú... Habla, habla...
Con una mirada indicó Elena á su padre que le importunaba la presencia de gente extraña.
—Háganme el favor de dejarnos solos, señores. Salgan un instante al corredor, porque tengo que hablar con mi hija.
Despejaron Pepin y Alonso y se quedó D. Juan con su hija. Esta, cuando vió salir á aquéllos, levantóse violentamente, y
-¡Ay, papá, papá! ¡Yo soy muy dcsventurada!-dijo.
-¡Desventurada!... No me repitas esa palabra, porque me matas... Es un puñal.
—Hoy me encuentro en otro apuro de esos que avergüenzan, que llenan de color las mejillas... ¡Ese perdido de Leandro nos ha arruinado! Hoy amenaza un crédito la deshonra... En la Bolsa se habló de que mi marido habia perdido al juego en el Casino o.ooo duros.
—No es eso lo peor.
—¿Hay más?... ¡Cielo santo! No podré sobrevivir...
—Los imponentes de la
—¡Dios mió!... ¿Y Leandro?
—¡Leandro no posee un real!... Todo lo ha derretido... ¡hasta mis alhajas! La garantía de las acciones que, como sabes, ofreció D. Juan Cláudio, ha sido retirada.
—¡Dios mió!...
—Leandro no quiere declararse en quiebra... Quiere defenderse á toda costa... y ha apelado á un medio ridículo, inútil para inspirar confianza. Esta noche damos un baile...
—¡Un baile!... ¡Demonio! ¡Bailar la víspera de la quiebra!... ¡Pero ese insensato, ese perdido, ese pillo y ladrón, porque todo lo es... no sabe que el dinero que ha tirado no es suyo... sinó tuyo, tuyo,‘sólo tuyo!...
—Yo he sido débil... Le he autorizado...
—¡Sí... para que te deje á la puerta dc la calle muerta de hambre!...
—Es preciso que tú me des cuanto poseas... Es preciso que salgamos de este apuro... El baile nos costará lo que no tenemos... Tres mil reales... Y ya ves, debe empezar á
las once... Son las ocho... . , ..
-¡Necesinsl... ¡Ay do mi!... Soy un hombre mullí, un
mal padre, un bandido... una bestia feroz y crue y sin e
trañas... ]Nada te puedo dar!
—¿Cómo?—preguntó irguiéndose sorprendida Elena.
—¡Nada tengo!
¿Será posible que abandones á tu hija en un trance como este? ¿Tú sabes las vergüenzas que voy a devorar?... ¡Nunca creí que llegase tan allá tu avaricia!...
Mi... ¿qué has dicho, hija?... Mi... Tú no creiste... No te he oído bien... ¡Ay!... yo me ahogo... Ahora, ahora sí que me ahogo... Pero ¿qué has dicho?
-Yo no tengo a quien recurrir... Mis fuerzas se agotan en esta lucha con la verdad que llevo hace tres meses... Es imposible... Tendré que rendirme... Dame, dame en el acto esos 3.000 reales... No volveré á molestarte más...
—¡Molestarme!... Pero si es que no los tengo, ni un real, ni un céntimo —exclamó D. Juan llorando a lagrima viva
-¡Ea!... No he podido convencerme hasta ahora del vacío que hay en el alma tuya... Jamás me has querido... La naturaleza no habla en tu corazon...
D. Juan se agarró con ambas manos crispada a la colcha de su lecho y bajo ella su cuerpo tuvo una espantosa aunque rápida convulsión.
—Te he dado cuanto tema—dijo con voz ronca por el dolor —Hace seis dias te di cuatr mil reales... que no eran míos... que robé, si, los robé a ese probre Pepín... Anteayer te di los cubiertos de plata... Registra el armario, registra entre mis jergone,... Mulle esta cama... no hallarás nada... porque nada tengo.
Una ola de llanto salpicó el rostro de D. Juan.
—¡Ay de mí!—continuó.—¡Viejo miserable é inútil, que de nada sirves!... ¡Estúpida momia!...
—Es decir, que tú contestas con la más fria indiferencia á mis súplicas... Yo me voy... Llevo el alma destrozada, bien lo sabe Dios... El baile no se dará... porque el del café de la Iberia se niega á fiarnos a duros de quesillos helados... Las velas de parafina no podrán subir de la tienda sino se pagan... No habrá baile... Llegarán las gentes y se las dará con la puerta en el rostro... Leandro se pegará un tiro ó se escapará... Yo... En cuanto á mí... tú me habrás matado.
—¡Yo... yo matado!
Elena se alejó rápidamente, y cuando D. Juan, convulso, lloroso, agitado, con la boca abierta y los ojos inyectados se abalanzó á asirla del traje!... sólo consiguió abrazar el vacío y caer al suelo, dando su cuerpo seco, enjuto y temblón sobre las frías baldosas. Al ruido entraron Pepin y Alonso.
—¡Se ha muerto!—gritó Pepin.
—Pongámosle en la cama.
—¡D. Juan!... ¡D. Juan!—gritó Pepin besando el rostro del pobre viejo, como queriendo abrir sus ojos con aquellas caricias.
—Es inútil—dijo sentenciosa y lúgubremente Alonso.— Ya está muy léjos...
Un movimiento vibrátil agitó las pupilas de D. Juan Solo; una vacilación conmovió su cabeza... Luégo... luégo nada... Se quedó yerto, inanimado, tieso como un Cristo de pino!
Al dia siguiente se leía en los periódicos dc la Corte:
«Un suntuoso baile se celebró anoche en la elegante morada del acaudalado banquero D. Leandro Henares. Su bella esposa hizo los honores de la fiesta con su habitual discreción.»
Y en otra parte:
«Esta tarde jurará el cargo de Senador vitalicio el Excelentísimo Sr. D. Juan Cláudio Malaña, á quien S. M. vá ú conceder el título de Marques de Casa-Malaña.»
—¡Ah, los pillos!—exclamaba Pepin cuando solo, solo asistía al entierro del sin ventura D. Juan.—¡Cómo prosperan! D. Juan... que es San Juan... mucre hoy pobre y abandonado... y á D. Juan Cláudio le hacen Marqués y Senador... ¿Qué camino seguir?...
Vió al grosero cavador dc la fosa común echando una espuerta de cal sobre el cadáver de D. Juan Solo, que sin caja, envuelto en un sudario negro, por no tener dinero para otros apaños fúnebres, fué depositado en la tierra; y entóneos Pepin, levantando la vista á las nubes, dijo con firme acento, aunque llorando:
—¡Hay algo después dc estas miserias!... ¡Hay algo!... Y yo voy allá.