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Clarín
(Leopoldo Alas)
Pipá
Madrid
Librería de Santa Fe
Carrera San Jerónimo, 2
1886
Ya nadie se acuerda de él. Y sin embargo, tuvo un papel importante en la comedia humana, aunque sólo vivió doce años sobre el haz de la tierra. A los doce años muchos hombres han sido causa de horribles guerras intestinas, y son ungidos del Señor, y revelan en sus niñerías, al decir de las crónicas, las grandezas y hazañas de que serán autores en la mayor edad. Pipá, a no ser por mí, no tendría historiador; ni por él se armaron guerras, ni fue ungido sino de la desgracia. Con sus harapos a cuestas, con sus vicios precoces sobre el alma, y con su natural ingenio por toda gracia, amén de un poco de bondad innata que tenía muy adentro, fue Pipá un gran problema que nadie resolvió, porque pasó de esta vida sin que filósofo alguno de mayor cuantía posara sobre él los ojos.
Tuvo fama; la sociedad le temió y se armó contra él de su vindicta en forma de puntapié, suministrado por grosero polizonte o evangélico presbítero o zafio sacristán. Terror de beatas, escándalo de la policía, prevaricador perpetuo de los bandos y maneras convencionales, tuvo, con todo, razón sobre todos sus enemigos, y fue inconsciente apóstol de las ideas más puras de buen gobierno, siquiera la atmósfera viciada en que respiró la vida malease superficialmente sus instintos generosos.
Ello es que una tarde de invierno, precisamente la del domingo de Quincuagésima, Pipá, con las manos en los bolsillos, es decir, en el sitio propio de los bolsillos, de haberlos tenido sus pantalones, pero en fin con las manos dentro de aquellos dos agujeros, contemplaba cómo se pasa la vida y cómo caía la nieve silenciosa y triste sobre el sucio empedrado de la calle de los Extremeños, teatro habitual de las hazañas de Pipá en punto a sus intereses gastronómicos. Estaba pensando Pipá, muy dado a fantasías, que la nieve le hacía la cama, echándole para aquella noche escogida, una sábana muy limpia sobre el colchón berroqueño en que ordinariamente descansaba. Porque si bien Pipá estaba domiciliado, según los requisitos de la ley, en la morada de sus señores padres, era el rapaz amigo de recogerse tarde; y su madre, muy temprano, cerraba la puerta, porque el amo de la casa era un borracho perdido que si quedaba fuera no tenía ocasión para suministrar a la digna madre de familia el pie de paliza que era de fórmula, cuando el calor del hogar acogía al sacerdote del templo doméstico. Padre e hijo dormían, en suma, fuera de casa las más de las noches; el primero tal vez en la cárcel, el segundo donde le anochecía, y solía para él anochecer muy tarde y en mitad del arroyo. No por esto se tenía Pipá por desgraciado, antes le parecía muy natural, porque era signo de su emancipación prematura, de que él estaba muy orgulloso. Con lo que no podía conformarse era con pasar todo el domingo de Carnaval sin dar una broma,
-Anda tú, arrastrao -gritó desde lejos la señora Sofía, lavandera-; anda tú, que así no hay ropa que baste para vosotros; anda, que si tu madre te viera, mejor sopapo...
Pipá se irguió. ¡La señora Sofía! ¿Pues no había olvidado que estaba allí tan cerca aquella víctima propiciatoria? Como un lobo que en el monte nevado distinguiese entre lo blanco el vellón de una descarriada oveja, así Pipá sintió entre los dientes correr una humedad dulce, al ver una broma pesada tan a la mano, como caída del cielo. Todo lo tramó bien pronto, mientras contestaba a la conminación de la vieja sin una sola palabra, con un gesto de soberano desprecio que consistía en guiñar los ojos alternativamente, apretar y extender la boca enseñando la punta de la lengua por uno de los extremos.
Después, con paso lento y actitud humilde, se acercó a la señora Sofía, y cuando estaba muy cerca se sacudió como un perro de lanas, dejando sobre la entrometida lavandera la nieve que él había levantado consigo del santo suelo.
Llevaba la comadre en una cesta muy ancha varias enaguas, muy limpias y almidonadas, con puntilla fina para el guardapiés: con la indignación vino de la cabeza a la tierra la cesta, que se deshizo de la carga, rodando todo sobre la nieve. Pipá, rápido, como César, en sus operaciones, cogió las más limpias y bordadas con más primor entre todas las enaguas y vistiéndoselas como pudo, ya puesto en salvo, huyó por la calle de los Extremeños arriba, que era una cuesta y larga.
El señor Benito, el
Pero lo que había coronado el edificio de su reputación, había sido la prueba fehaciente de un libro muy grande, donde, aunque parezca mentira, veía, el que sabía leer, impreso con todas sus letras el nombre del
Sabía Pipá todo esto, y reconocía, como el primero, la autenticidad de toda aquella sabiduría, mas no por eso dejaba de tener al Sr. Benito por un tonto de capirote, capaz de tragarlas más grandes que la catedral; que entre ser bobo y muy leído no había para el redomado pillete una absoluta incompatibilidad. Tanta lectura no había servido al
El
-No señor, no está; ¿qué tenemos?
-Pues si no está, tenemos que era ella la que estaba a la vera del río lavando; vamos a ver
-Sí, Pipá, una calavera... de un individuo difunto... ¿qué entiendes tú de eso? -Está bien pintá: ¿me la da V., señor Benito? -A ver si te quitas de ahí. ¡Un carabinero! -Sí, señor, un carabinero.
Pipá sabía más de lo que a sus años suelen saber los muchachos de las picardías del mundo y de las flaquezas femeninas especialmente, pues por su propia insignificancia había podido ser testigo y a veces actor de muchas prevaricaciones de esas que se ven, pero no andan por los libros comúnmente, ni casi nunca, en boca de nadie. Sabía Pipá que la señora Sofía era ardentísima partidaria del proteccionismo y las rentas estancadas, y muy particularmente del cuerpo de carabineros, natural protector de todos estos privilegios: sabía también el pillete que el señor Benito,
El plan del pillete, para ser cumplido en todas sus partes, exigía penetrar en la iglesia; tenía que completar el traje de fantasía que su ingenio y la casualidad le habían sugerido, y esto sólo era posible llegando hasta la capilla de
Cinco gradas de piedra le separaban del pórtico y de la bruja: no pasaba nadie; nadie entraba ni salía. Pipá escupió con fuerza por el colmillo. Era como decir:
Pipá improvisaba en las grandes ocasiones, por más que de ordinario despreciase, como Platón, a los poetas; no así a los músicos, que estimaba casi tanto como a los danzantes.
Maripujitos, en efecto, como indicaba la copla, daba patadas al aire, apoyadas las manos en sendas muletas.
Como los pies, movía la lengua, que decía de Pipá todas las perrerías y calumnias que solemos ver en determinados documentos que tienen por objeto algo parecido a lo que se proponía Maripujos.
Era sin duda calumniarle llamar a Pipá hereje, borrachón, hi de tal (aunque esto último, como a Sancho, le honraba, porque tenía Pipá algo de Brigham Young en el fondo). No era Pipá hereje, porque no se había separado de la Iglesia ni de su doctrina, como sucede a tantos y tantos filósofos que no se han separado tampoco. Pipá no era borrachón... era borrachín, porque ni su edad, ni lo somero del vicio merecían el aumentativo. Bebía aguardiente porque se lo daban los
Sobre lo que fuera su madre, Pipá no discutía, y él era el primero en lamentarse de los desvíos de su padre, que en los raros momentos de lucidez se entregaba al demonio de la duda en punto a la legitimidad de su unigénito, que acaso ni sería unigénito, ni suyo.
Quedarían pues todos los argumentos y apóstrofes de Maripujos vencidos, si Pipá hubiese querido contestar en forma; pero mejor político que muchos gobiernos liberales, el granuja de la calle de Extremeños prefirió dar la callada por respuesta y acometer la toma del templo mientras la guardia vociferaba.
Mas ¡oh contratiempo!, ¡oh fatalidad! De pronto, se le presentó un refuerzo en la figura del monaguillo a la Euménide del pórtico. Era Celedonio. El enemigo mortal de Pipá: el Wellington de aquel Napoleón, el Escipión de aquel Aníbal, pero sin la grandeza de Escipión, ni la bonhomie de Wellington. Era en suma, otro pillo famoso, pero que había tenido el acierto de colocarse del lado de la sociedad: era el protegido de las beatas y el soplón de los policías; la Iglesia y el Estado tenían en Celedonio un servidor fiel por interés, por cálculo, pero mañoso y servil.
¡Ah! Cuando Pipá tenía pesadillas en medio del arroyo, en la alta noche, soñaba que Celedonio caía como una granizada sobre su cuerpo, y le metía hasta los huesos uñas y alfileres; y era que el frío, o la lluvia, o el granizo, o la nieve le penetraba en el tuétano; porque en realidad Celedonio nunca
Estas y otras felonías, a más del instintivo desprecio y antipatía, causaban en el ánimo de Pipá, generoso de suyo, vértigos de ira, y le hacían cruel, implacable en sus vendettas . Si Pipá y Celedonio se encontraban por azar en lugar extraviado, ya se sabe, Celedonio huía como una liebre y Pipá le daba caza como un galgo; magullábale sin compasión, y valga la verdad, dejábale por muerto; aunque muchas veces, cuando los agravios del ultramontano no eran recientes, prefería su enemigo a los golpes contundentes la burla y la befa que humillan y duelen en el orgullo.
Celedonio miró a Pipá que estaba allá abajo, en la calle, y aunque se creyó seguro en su castillo, en el lugar sagrado, sintió que los pelos se le ponían de punta. Conoció a Pipá por avisos del miedo, porque, parte por el disfraz, parte por lo oscuro que se quedaba el día, no podía distinguirle; poco antes lo mismo había sucedido a Maripujos.
-Ven acá, ángel de Dios -gritó la bruja envalentonada con el refuerzo-; ven acá y aplasta a ese sapo que quiere entrar en la casa del Señor con sus picardías y sus trapajos a cuestas. ¡
San Miguel se tentaba la ropa, que era talar y de bayeta de un rojo chillón y repugnante, y no se atrevía a pisarle las tripas al diablo; quería dar largas al asunto para esperar más gente. Agarrándose al cancel, por estar más seguro en el sagrado, escupió como un héroe, y no sin tino, sobre el sitiador audaz, que ciego de ira... Mas ahora conviene que nos detengamos a explicar y razonar las creencias religiosas y filosóficas de Pipá, en lo esencial por lo menos, antes de que algún fanático preocupado se apresure a desear la victoria al
Pipá era maniqueo. Creía en un diablo todopoderoso, que había llenado la ciudad de dolores, de castigos, de persecuciones; el mundo era de la fuerza, y la fuerza era mala enemiga: aquel dios o diablo unas veces se vestía de polizonte, y en las noches frías, húmedas, oscuras, aparecíasele a Pipá envuelto en ancho capote con negra capucha, cruzado de brazos, y alargaba un pie descomunal y le hería sin piedad, arrojándole del quicio de una puerta, del medio de la acera, de los soportales o de cualquier otro refugio al aire libre de los que la casualidad le daba al pillete por guarida de una noche. Otras veces el dios malo era su padre que volvía a casa borracho, su padre, cuyas caricias aún recordaba Pipá, porque cuando era él muy niño algunas le había hecho: cuando venía con la
También existía el dios bueno, pero este era más débil y aparecíase a Pipá menos veces. Del dios bueno recordaba el pillastre vagamente que le hablaba su madre cuando era él muy pequeño y dormía con ella; se llamaba papa-dios y tenía reservada una gran ración de confites para los niños buenos allá en el cielo; aquí en la tierra sólo comían los dulces los niños ricos, pero en cambio no los comerían en el cielo; allí serían para los niños pobres que fueran buenos. Pipá recordaba también que estas creencias que había admitido en un principio sin suficiente examen, se habían ido desvaneciendo con las contrariedades del mundo; pero en formas muy distintas había seguido sintiendo al dios bueno. Cuando en la misa de
Otra forma que solía tomar el dios compasivo, el dios dulce, era la música; en la guitarra y en la voz quejumbrosa y ronca del ciego de la calle de Extremeños y en la voz de la niña que le acompañaba, oía Pipá la dulcísima melodía con que canta el dios de que le habló su madre; sobre todo en la voz de la niña y en el bordón majestuoso y lento. ¡Cuántas horas de muchos días tristes y oscuros y lluviosos de invierno, mientras los transeúntes pasaban sin mirar siquiera al señor Pablo ni a la Pistañina, su nieta, Pipá permanecía en pie, con las manos en el lugar que debieran ocupar los bolsillos de los pantalones, la gorra sin visera echada hacia la nuca, saboreando aquella armonía inenarrable de los ayes del bordón y de la voz flautada, temblorosa y penetrante de la Pistañina! ¡Qué serio se ponía Pipá oyendo aquella música! Olvidábase de sus picardías, de sus bromas pesadas y del papel de bufón público que ordinariamente desempeñaba por una especie de pacto tácito con la ciudad entera. Iba a oír a la Pistañina como Triboulet iba a ver a su hija; allí los cascabeles callaban, perdían sus lenguas de metal, y sonaba el cascabel que el bufón lleva dentro del pecho, el latir de su corazón. Pipá veía en la Pistañina y en Pablo el ciego, cuando tañían y cantaban, encarnaciones del dios bueno, pero ahora no vencedor, sino vencido, débil y triste; llegábanle al alma aquellos cantares, y su monótono ritmo, lento y suave, era como arrullo de la cuna, de aquella cuna de que la precocidad de la miseria había arrojado tan pronto a Pipá para hacerle correr las aventuras del mundo.
Dejábamos a Pipá, cuando interrumpí mi relato para examinar sus creencias a la ligera, en el acto solemne de disponerse a atacar la fortaleza de la Casa de Dios, que defendían la bruja Pujitos y el monaguillo, y más que monaguillo pillastre, Celedonio. Sucedió, pues, que Celedonio, bien agarrado al cancel, arrojaba las inmundicias de su cuerpo sobre Pipá, que desde la calle sufría el desprecio con la esperanza de una pronta y terrible venganza. Maripujos daba palos al pavimento, porque a Pipá no llegaba la jurisdicción de sus muletas.
Miró Pipá en derredor: la plaza estaba desierta.
Nevaba. Empezaba a oscurecer. Era, como César, rápido en la ejecución de sus planes el pillete, y viendo que el tiempo volaba, arremetió de pronto, como acomete el toro, gacha la cabeza. Subió los escalones, extendió el brazo, y cogiendo al monaguillo por la fingida púrpura de la talar vestimenta, arrancole del sagrado a que se acogía y le hizo rodar buen trecho fuera de la iglesia, por el santo suelo. Arrojose encima como fiera sobre la presa, y vengando en Celedonio todas las injurias que el mundo le hacía, con pies, manos y dientes diole martirio, pisándole, golpeándole con los puños cerrados y clavando en sus carnes los dientes cuando el furor crecía.
Poco tardó el monaguillo en abandonar la defensa: exánime yacía; y entonces atreviose Pipá a despojarle de sus atributos eclesiásticos; vistióselos él como pudo, y despojándose de la careta que guardó entre las ropas, entró en la iglesia, venciendo sin más que un puntapié la débil resistencia que la impedida Maripujos quiso oponerle.
Dentro del templo ya era como de noche: pocas lámparas brillaban aquí y allá sin interrumpir más que en un punto las sombras. Parecía desierto. Pipá avanzó, con cierto recelo, por la crujía de las capillas de la izquierda. No había devotas en la primera ni en la segunda. Al llegar a la del Cristo Negro como llamaba el pueblo al crucifijo de tamaño natural que estaba sobre el altar, Pipá se detuvo. Allí era. A un lado y otro del Cristo, colgados de la abundante y robusta vegetación de madera pintada de oro que formaba el retablo, había infinidad de ex-votos; brazos, piernas y cabezas de ángeles de cera amarilla, muletas y otros atributos de las lacerias humanas, y además algunas mortajas de tosca tela negra con ribetes blancos.
Valga la verdad, Pipá, olvidando por un instante que todos los cultos merecen respeto, de un brinco se puso en pie sobre el altar, descolgó una mortaja, y encima de su ropa de monaguillo, vistiósela con cierta coquetería, sin pensar ya en el peligro, entregado todo el espíritu a la novedad del sacrilegio. Cuando ya estuvo
El pillastre no podía estarse ya quieto. Además, la noche se echaba encima y no iba a poder embromar a nadie. Se decidió a jugar el todo por el todo. Y dicho y hecho; con un soberbio brinco, saltó por encima de la vieja y con soberano estrépito cayó sobre la tarima, y en pie de súbito, corrió cuanto pudo hacia la puerta, y dejó el templo antes de que los gritos de la beata pusiesen en alarma a los pocos devotos que aún oraban, al sacristán y otros dependientes del culto. La vieja decía que había visto al diablo saltar sobre su cabeza. Celedonio juraba que era Pipá, y contaba el despojo de sus hábitos, y Maripujos sostenía que le había visto salir con una mortaja... Dejemos a los parroquianos de Santa María entregados a sus conjeturas, comentando el escándalo, y sigamos a nuestro pillete.
Los últimos trapos blancos habían caído sobre calles y tejados; el cielo quedaba sin nieve y empezaban a asomar entre las nubes tenues, como gasas, algunas estrellas y los cuernos de la luna. La plaza de López Dávalos estaba desierta. El jardinillo del centro sin más adornos que magros arbolillos desnudos de hojas y cubiertos los pelados ramos de nieve, se extiende delante de la gran fachada del Palacio de Híjar, de la marquesa viuda de Híjar. La plaza es larga y estrecha, y en ella desembocan varias callejuelas que tienen a los lados tapias de pardos adobes. Todo es soledad, nieve y silencio; y la luna corre detrás de las nubecillas, ora ocultándose y dejando la plaza oscura, ya apareciendo en un trecho de cielo todo azul e iluminando la blancura y sacando de sus copos burbujas de luz que parecen piedras preciosas. Una de las ventanas del piso bajo del
Pero de pronto Irene hace un gracioso mohín, echa hacia atrás la cabeza, y salta en el regazo de su madre.
-¡Yo quiero máscaras, yo quiero máscaras! -grita la niña, volviendo a la realidad de su capricho de toda la tarde. -Pero monina mía, si ya es de noche, ¿cómo han de pasar máscaras? -Tú decías que hoy las había, y no he visto ninguna. ¡Yo quiero máscaras! -Esta noche las tendrás en casa. -Esas no son máscaras; yo quiero máscaras... ¡máscaras!...
En la imaginación de Irene, las máscaras eran cosa sobrenatural. Nunca las había visto, porque era aquel año el primero en que su conciencia se despertaba a esta clase de conceptos; recordaba vagamente haber sentido miedo, mucho miedo, no sabía si viendo o soñando con máscaras; este terror vago que le inspiraba el nombre de la cosa desconocida contribuía no poco al anhelo de aquella niña nerviosa y de gran fantasía, que quería ver máscaras aunque tuviese que huir de pavor al verlas.
Toda la tarde había pasado Julia en la ventana esperando que un transeúnte de los pocos que pasan por la plaza de López Dávalos, tuviera la humorada de venir disfrazado, para dar contento a su adorada Irene.
En vano esperaron, porque la misma tristeza y soledad de que Pipá se quejaba en la calle de Extremeños, reinaba en la plaza y en el jardinillo de López Dávalos. La marquesa recurrió al engaño de que se disfrazaran los criados y pasaran delante de la reja en que Irene aguardaba con febril ansiedad el advenimiento sobrenatural de las máscaras; pero ¡ay!, que la niña conoció a la chacha Antonia y a Lucas el cochero bajo los dominós de colcha que también reconoció su perspicacia. Fue peor el remedio que la enfermedad; Irene se puso furiosa; aquel engaño que minaba el palacio de sus fantásticas creaciones carnavalescas, la irritó hasta hacerla llorar media hora no escasa. Ya cerca del crepúsculo pasó una máscara efectiva... pero la niña no quiso reconocer su autenticidad. Aquello no era una máscara: era un famoso borracho de la ciudad que celebraba las carnestolendas con una borrachera mejorada en tercio y quinto y luciendo, ceñido al talle, un miriñaque de estera en toda su horrible desnudez. -¡Eso no es una máscara -gritó Irene-, ese es Ronquera! -y en efecto así llamaban al borracho.
Cuando salió la luna, el mal humor de Irene se distrajo un punto con las fábulas astronómicas de Julia... pero luego volvió la niña a su tema, al capricho de las máscaras; y volvía a llorar, y a dar pataditas en el suelo, ya del todo desprendida de los brazos de su madre.
Por fortuna, del próximo callejón de Ariza se destacó un bulto negro, pequeño, que con solemne paso y tañendo una campanilla se acercó a la ventana. Irene metió la cabeza entre las rejas, cesó en el llanto y se volvió toda ojos. -¡Una máscara! -exclamó estupefacta, llena de un terror que le daba un placer infinito. Julia la tenía en sus brazos y miraba también con inquietud al aparecido, que se diría procedente del Campo Santo, a juzgar por el traje que arrastraba, más que vestía.
Era Pipá con su disfraz de difunto, con su careta de calavera y su dominó-mortaja. La campanilla era de su propiedad. Pipá necesitaba un instrumento, porque ya he indicado que era eminentemente músico; todos costaban un dineral; pero un día en que había celebrado un concordato con el sacristán de Santa María, dando tregua al culturkampf , había obtenido, en cambio del servicio prestado, que fue llevar el Señor a la aldea con el párroco, una campanilla de desecho. Y esta era la que tocaba con majestuosa y terrible parsimonia, convencido de que con tal complemento la ciudad entera le había de tomar por un resucitado. Detrás de la careta Pipá se veía, con los ojos de la fantasía, como algo colosal por lo formidable, y estaba tentado a tenerse miedo a sí mismo; y un poco se tuvo cuando, ya de noche, se vio solo atravesando las oscuras callejuelas.
Al dar consigo en la plaza de López Dávalos, sintió inmensa alegría, porque vio a la
Irene, fascinada por el terror y el encanto de lo sobrenatural, muda de curiosidad, tenía el alma toda en los ojos; su madre, por temor a interrumpir el encanto de la niña, callaba y esperaba el desenlace de aquella extraña escena. Todos callaban: hay momentos en que el silencio es el único lenguaje digno de las circunstancias. La luna, libre de velos, alumbraba con toda su luz el tremendo lance.
Ya llegaba Pipá a la reja; a cada paso creía que su tamaño aumentaba, pensaba crecer y tocar las nubes. Sin sospechar que su rostro no se veía, dábale la más espantable expresión que podía, como si la careta fuese a tomar los mismos gestos y muecas.
Irene, al ver tan cerca la aparición escondió la cabeza en el regazo de su madre pero, enseguida, volvió a mirar sin acercarse a la reja, en la que ya asomaba la máscara de Pipá su figura de calavera. Y en aquel instante crítico, el pillete, creyendo ya indispensable decir algo digno de la ocasión solemnísima, con toda la fuerza de sus robustos pulmones gritó, ahuecando la voz cuanto pudo: -¡Mooo! ¡Moo! ¡Moo! -por tres veces.
Irene lanzó un estridente chillido, pero al punto se contuvo; prefirió temblar de terror a prescindir del encanto que la tenía fascinada. Se había puesto palidilla y trémula. -¡Que no, que no se vaya! -dijo a su madre, que, asustada al ver en tal estado a la niña, apostrofaba a Pipá enérgicamente y le amenazaba con la escoba de los criados.
Pipá sufrió un desencanto. ¿Cómo?, ¡a un muerto, a un resucitado, a un
Pero no prevaleció lo de la escoba, porque la voluntad de Irene se interpuso, reclamando nuevos alaridos a la máscara.
-¡Moo! ¡Moo! -repitió Pipá, alentado con el buen éxito.
-¡Que entre la máscara! -dijo entonces Irene, que se iba familiarizando con el terror y lo sobrenatural. A Pipá no le pareció bien la idea de convertirse en fantasma manso; aquellas transacciones las creía indignas de su categoría de aparecido. Así que, al ver a Lucas el cochero que se le acercaba ofreciéndole franca entrada en el palacio, sin manifestar pizca de miedo ni de respeto, Pipá protestó con dos o tres
Era un camarín divino, como diría Echegaray o cualquier imitador suyo, aquel en cuyos umbrales se vio Pipá
Aquella sí que debía ser la casa del Dios bueno. Irene, la
Él mismo empezó a creer en su calidad de aparecido.
-Entra, entra
-¡Moo! -replicó Pipá, haciendo así su entrada en el gran mundo. Y dio algunos pasos sin abdicar de su carácter sobrenatural al que evidentemente debía su prestigio. Pipá estaba convencido de que, si le conocieran los criados le echarían del palacio a puntapiés. Sabía a qué atenerse en punto a su popularidad.
Cuando estuvo a dos pasos del grupo que le encantaba y que formaban madre e hija, Pipá sintió en el corazón una ternura impropia de un resucitado: se acordó de los brazos de su madre, cuando allá en
-¿Cómo te llamas? -preguntó Julia alargando una mano blanca y fina al espantado fantasma.
-¡Moo! -dijo Pipá, que de ningún modo quería que se le tomase por un cualquiera.
Y no correspondió al saludo.
-Se llama máscara -se atrevió a decir Irene, que iba tomando confianza. Al ver que la máscara tardaba tanto en comérsela, empezó a creer que las máscaras no comían a las niñas, y de una en otra vino a pensar, que en definitiva una máscara era una muñeca muy grande, de máquina, que hablaba y andaba sola, y que servía para divertir a los niños. Se le figuró, por fin, que Pipá había costado un dineral, que era una sorpresa que le había preparado su madre.
-Que se siente -añadió la mona con miedo todavía, con un acento que tenía algo de imperativo respecto de su madre, y de recelo y supersticioso respeto, en cuanto a la máscara de máquina.
-¡Que se siente!, ¡que se siente! -Mona quería probar el juego mecánico de Pipá; si podía doblar las piernas su valor aumentaba mucho.
Mas ¡ay!, que Pipá era de los que se rompen, pero no se doblan. -Los fantasmas no se sientan -estuvo por decir, pero toda explicación la juzgaba indigna de su categoría de muerto y dio la callada por respuesta.
-¿No tienes lengua, máscara? -preguntó Julia.
-¡Mooo! -rugió Pipá; y sacó la lengua por mitad de la húmeda cartulina que le servía de careta.
Irene estaba encantada. Pipá era el juguete más admirable que había tenido en su vida.
Grandes esfuerzos costó a la viuda satisfacer el deseo de su hija que se empeñó en que Pipá hablase, por lo mismo que a ella le parecía cosa imposible. Pero dádivas quebrantan peñas; Julia sacó dulces, frutas y mil golosinas que Pipá había visto a veces a través de los cristales en los escaparates de las confiterías, en esos grandes festines de vista que se dan los niños pobres cuando en Noche-Buena los roscones y ramilletes rebosan en los puestos de dulces, mientras los pobres pilluelos, con los desnudos pies entre el fango de la calle y la boca apretada contra el vidrio helado, se hacen unos a otros aquellas insidiosas preguntas: -¿Qué te comerías tú? -Yo aquella trucha de plata con ojos de cristal. -¿Te gustan las peladillas? -Sí, ¿y a ti? -También. -Pues, mira... como si no te gustasen.- Pipá recordaba que de esas orgías fantásticas había salido muchas veces escupiendo por el colmillo agua que se le venía a la boca. Y ahora tenía enfrente de sí, sin cristal en medio, al alcance de la mano, todos aquellos imposibles con azúcar que habían sido su primer amor al despertar de la infancia. Todo aquello se lo podía comer él, pero con una condición: tenía que hablar.
-Si nos dices cómo te llamas comes todos los dulces que quieras, ¿verdad, mona?
-Sí; y se guarda los demás -añadió Irene para mayor incentivo.
-¡Yo soy un difunto! -exclamó Pipá con la voz menos humana que pudo.
Julia contuvo una carcajada para no destruir el encanto de Irene.
-¿Y cómo te llamas, difunto?
-Pipá -replicó el pillete, echando mano a una caja de dulces, que creyó pertenecerle, cumplida su promesa de hablar. En caso de que su nombre despertara la indignación de los circunstantes, Pipá pensaba salir de allí con toda la dignidad posible y con la caja de dulces, que era suya, si lo tratado es tratado.
Pero el nombre de Pipá hizo el mejor efecto posible. La
Irene sintió que el fantasma crecía a sus ojos, tomaba proporciones de gigante, y la veneración que le tributaba aumentó mucho, y con ella las muestras de deferencia que la marquesa, esclava de su hija, tuvo que tributar al enmascarado.
Roto el silencio, la conversación fue animándose poco a poco, y aunque Pipá no renunció por completo al papel de ser sobrenatural que representaba, sin embargo, estuvo dignamente locuaz y comió muchos dulces y bebió no pocos tragos de licores deliciosos, que él no sabía que existiesen.
Irene llegó en su audacia hasta cogerle una mano al fantasma. La marquesa viuda de Híjar quiso que Pipá se despojase de la careta, pero ni la niña ni el fantasma lo consintieron. Tener aquel objeto de sublime horror casi bajo su dominio, aquella fiera domesticada, era el mayor placer imaginable para la niña de viva imaginación.
-¡Quiero que Pipá se quede al baile! -dijo con ese tono especial de los que saben que sus palabras son decretos.
Pipá aceptó gustoso. Ya estaba dispuesto a todo, y en cuanto al trasnochar, en él era costumbre arraigada.
Por más que yo quisiera que mi héroe fuese como el más fino y bien educado de cuantos héroes crearon el cantor de Carlos Grandisson o Mirecourt o el mismo Octavio Feuillet, no puedo, sin mentir, afirmar que Pipá estuvo todo lo comedido que debiera en el comer y en el beber. Valga la verdad: estuvo hasta grosero.
Porque no se contentó con tragar cuanto pudo, sino que hizo provisiones
¿Conque un baile? -pensó Pipá-; veamos qué es eso.
Estaba poco menos que borracho y para él ya no había clases, ni rangos, ni convención social de ningún género. Así es que se dejó caer sobre una butaca sin pedir permiso, saboreando las delicias de su vida de difunto y la admiración, que no menguaba con la confianza, que sentía la mona con la presencia del Pipá soñado.
Llegó la hora en que Irene tuvo que ir a vestirse su traje de baile, de toda etiqueta, con cola muy larga, gran escote y guantes de ocho a diez botones.
Primero Irene tuvo el capricho de trocar este traje, natural en la señora de la casa, por una mortaja como la de Pipá. Julia se opuso, Irene insistió y Pipá tuvo que intervenir con el gran prestigio de su autoridad sobrehumana.
-¡Ay qué boba!, ¿crees tú que este traje se puede comprar? Muere y entonces tendrás uno. ¡Moo! ¡Moo!
-Bueno -replicó la mona convencida-, pues que venga Pipá a verme vestir.
- Improper -dijo la institutriz, que había venido a buscar a Irene para llevársela a su boudoir de angelillo.
Pipá no sabía inglés y no entendió lo que la institutriz alegaba para oponerse a tan justa reclamación.
Pero al fin venció la honestidad y Pipá quedó solo por algunos momentos en aquel gabinete azul, alumbrado por una luz muy parecida a la luna, pero más brillante, que alumbraba desde cerca del techo, colgada como las lámparas de Santa María.
En la soledad se entregó Pipá, sin pizca de vergüenza, a satisfacer la curiosidad del tacto, poniendo mano en todos aquellos muebles, manoseándolo todo con riesgo de romper los objetos delicados que sobre consolas y veladores había.
Su gran sorpresa fue la que le produjo el armario de espejo, devolviéndole a la espantada vista la imagen de aquel Pipá sobrenatural que él había ideado al buscar su extraña vestimenta.
Pipá contempló el Pipá de cuerpo entero que tenía enfrente, y volvió de súbito a toda la dignidad y parsimonia majestuosa que manifestara en un principio; porque la imagen que le ofrecía el azogue despertó su conciencia de fantasma. Indudablemente Irene tenía razón para tratarle con tanto respeto. Se reconoció imponente. Acercose al espejo, tocó casi con la nariz en el cristal, y tocó, sin casi, con la lengua; y aunque esto es también indigno de un héroe, y de cualquier persona formal, cuanto más de un aparecido, es lo cierto que Pipá estuvo lame que te lamerás el espejo; porque su contacto le refrescaba la lengua que tenía abrasada con el abuso de los licores.
-¡Moo! -dijo al fantasma que tenía enfrente, y gesticuló con el aparato de contorsiones que él creía más adecuado al lenguaje mímico del otro mundo.
En esta ocupación fantástica le encontró Irene cuando volvió hecha un brazo de mar, convertida en una muñeca como aquellas que la niña tenía y yacían por el suelo en posturas indecorosas y no todas en la perfecta integridad de su individuo.
Irene, en traje de baile, con el pelo empolvado, con la majestuosa cola, se creyó digna de Pipá, y tomándole la mano, le dijo solemnemente:
-Vamos, que el baile empieza. Ya están ahí los niños, no les digas que eres Pipá, porque echarán a correr y ¡adiós mi baile!
Pipá aceptó la mano de la muñeca, que no le llegaba al hombro, y eso que él no era buen mozo, como dejo dicho.
Y seguidos de Julia entraron en el salón de baile el fantasma y la señora que recibía.
Había terminado la fiesta. Pipá oía desvanecerse a lo lejos el ruido de los coches que devolvían a las familias respectivas todo aquel pequeño gran mundo en que el pillete de la calle de Extremeños había brillado por dos o tres horas. Irene le había tenido todo el tiempo a su lado; para él habían sido los mejores obsequios. De tanto señor vestido a la antigua española, de tantas damas con traje de corte que bien medirían tres cuartas y media de estatura, de tanto guerrero de deslumbrante armadura, de tanta aldeana de los Alpes, de tantos y tantos señores y señoras en miniatura, nadie había podido llamar la atención y el aprecio de la mona del Palacio consagrada en cuerpo y alma a su máscara, al fantasma que la tenía dominada por el terror y el misterio. Pipá había estado muy poco comunicativo. Cuando se llegó al bufet, repartió subrepticiamente algunos pellizcos entre algunos caballeros que se atrevieron a disputarle los mejores bocados y el honor lucrativo de acompañar a Irene. -¿Quién es esa máscara? ¿De qué viene vestido ese?-. A estas preguntas de los convidados, Irene sólo respondía diciendo: -¡Es mío, es mío!
Aunque Pipá no simpatizó con aquella gente menuda, cuya debilidad le parecía indigna de los ricos trajes que vestían, y más de las hermosas espadas que llevaban al cinto, sacó el partido que pudo de la fiesta, aprovechando el favor de la señora de la casa. Comió y bebió mucho, se hartó de manjares y licores que nunca había visto y se creyó en el cielo del Dios bueno, al pasear triunfante al lado de Irene por aquellos estrados, cuyo lujo le parecía muy conforme con los sueños de su fantasía, cuando oyera contar cuentos de palacios encantados, de esos que hay debajo de tierra y cuya puerta es una mata de lechugas que deja descubierta la entrada a la consigna de: ¡ábrete Sésamo!
Concluido el baile, Irene yacía en su lecho de pluma, fatigada y soñolienta, acompañada de Pipá y de la marquesa. Julia, inclinada sobre la cabecera hablaba en voz baja, casi al oído de la niña. Pipá del otro lado del lecho, vestido aún con el fúnebre traje de amortajado, tenía entre sus manos una diminuta y blanca de la mona, que, hasta dormir, quería estar acompañada de su muñeco de movimiento. No habría consentido Irene en acostarse sino previa la promesa solemne de que Pipá no saldría de su casa aquella noche, dormiría cerca de su alcoba y vendría muy temprano a despertarla para jugar juntos al día siguiente y todos los días en adelante. La marquesa, previo el consentimiento de Pipá, prometió lo que Irene pedía, y con estas condiciones se metió la niña en el lecho de ébano con pabellón blanco y rosa. Pipá, en pie, se inclinaba discretamente sobre el grupo encantador que formaban las rubias cabezas mezclando sus rizos; Irene tenía los ojos fijos en el rostro de su madre, y su mirada tenía todo el misterio y toda la curiosidad mal satisfecha con que antes la vimos fija en la luna. Pipá miraba la cama del pabellón con ojos también soñadores. Julia contaba el
El placer de oír cuentos era de los más intensos para Pipá; suspendiose en él toda la malicia de sus pocos pero asendereados años, y quedaba sólo dentro del cuerpo miserable su espíritu infantil, puro como el de la misma Irene. La fantasía de Pipá tenía más hambre que su estómago; Pipá apenas había tenido
Y decía Julia: -Y había una niña muy rubia, muy rubia, y muy bonita, que se llamaba Irene -Irene sonreía y miraba a Pipá con cierto orgullo-, que iba vestida de señora de la corte de Luis XV, con un traje de color azul celeste... -¿Y con pendientes de diamantes? -Y con pendientes de diamantes. -¿Y había una máscara que se llamaba Pipá? -preguntaba Irene. -Y había un Pipá vestido de fantasma.- Aquí era Pipá el que sonreía satisfecho...
Después de ver pasar a los personajes del cuento por un sin número de peripecias, Irene se quedó dormida sin poder remediarlo. -Ya duerme -dijo la marquesa, que enfrascada en sus invenciones, que a ella misma la deleitaban más de lo que pudiera creer, no había sentido al principio que la niña estaba con los angelitos. Pipá volvió con tristeza a la realidad miserable. Suspiró y dejó caer blandamente la mano de nieve que tenía entre las suyas. -¿Verdad que es muy hermosa mi niña? -dijo Julia que se quedó mirando a Pipá con sonrisa de María Santísima, como la calificó el pillete para sus adentros. El amortajado miró a la marquesa y atreviéndose a más de lo que él pensara, en vez de contestar a la pregunta hizo esta otra: -¿Y qué más? -era la frase que acababa de aprender de labios de Irene; en aquella frase se pedía indirectamente que el cuento se prolongase.
Y Julia, llena de gracia, inflamada en dulcísima caridad, de esa que trae a los ojos lágrimas que deposita en el corazón Dios mismo para que nos apaguen la sed de amor en el desierto de la vida, Julia, digo, hizo que Pipá se sentara a sus pies, sobre su falda, y como si fuese un hijo suyo besole en la frente, que ya no tapaba la careta de calavera; y eran de ver los pardos ojos de Pipá, puros y llenos de visiones que los hacían serios, siguiendo allá en los espacios imaginarios las aventuras que contaba la marquesa.
¡Aquello sí que era el cielo! Pipá se creía ya gozando del Dios bueno, y para nada hubiera querido volver a la tierra, si no hubiera en ella... pero dejemos que él mismo lo diga.
Fue el caso que la marquesa, loca de imaginación en sus soledades, y sola se creía estando con Pipá, continuó el cuento de la manera más caprichosa. Aquel Pipá y aquella Irene del palacio encantado, crecían, ella se hacía una mujer hermosa, poco más o menos de las señas de su madre. -¿Más bonita que V.? -preguntaba Pipá dando con esto más placer a la marquesa del que él ni ella pensaban que pudiera dar tal pregunta. -Sí, mucho más bonita-. Y para pagar la galantería, Julia se figuraba que el Pipá hecho hombre era un gallardísimo mancebo, y procuraba que conservara aquellas facciones que en el pillastre eran anuncio de varonil belleza... ¡Qué extraña casualidad había juntado el espíritu y las miradas de aquellos dos seres que parecían llamados a no encontrarse jamás en la vida! La imaginación de Pipá, poderosa como ninguna, una vez excitada, intervino en el cuento y la narración se convirtió en diálogo. -Irene tiene castillos, y muchos guerreros que son criados -decía Julia. -Y Pipá -respondía el interesado- es un caballero que mató muchos moros, y le hacen rey...-. Y así estuvieron soñando más de media hora el pillastre y la marquesa. Mas ¡ay!, precisamente al llegar al punto culminante de la fábula, a la boda de la castellana Irene y del rey Pipá, este interrumpió el soñar, hizo un mohín, se puso en pie y dijo con voz un poco ronca, truhanesca, y escupiendo, como solía, por el colmillo:
-Yo no quiero ser rey, voy a ser
-¡De la tralla! -Sí, zagal de la diligencia grande de Castilla. -Pero hombre, entonces no vas a poder casarte con Irene. -Yo quiero casarme con la Pistañina. -¿Quién es la Pistañina? -La hija del ciego de la calle de Extremeños. Esa es mi novia
Era media noche. Ni una nube quedaba en el cielo. La luna había despedido a sus convidados y sola se paseaba por su palacio del cielo, vestida todavía con las galas de su luz postiza.
Pipá velaba en el lecho que se había improvisado para él cerca del que solía servir al cochero. Pero aquella noche la gente del servicio, sin permiso del ama, había salido a correr aventuras. El cochero y otros dos mozos habían dejado el tranquilo palacio y la puerta imprudentemente entornada. Pipá, que todo lo había notado, vituperó desde su lecho aquella infame conducta de los lacayos. Él no sería lacayo, para poder ser libre sin ser desleal. Al pensar esto recordó que la gente de la cocina le había elogiado su buena suerte en quedarse al servicio de Irene: y recordó también cierta casaca que había dejado apenas estrenada un enano que servía en la casa de lacayo y que había muerto. -A Pipá le estará que ni pintada la casaca del enano -había dicho el cocinero.
Al llegar a este punto en sus recuerdos, Pipá se incorporó en su lecho, como movido por un resorte. Por la ancha ventana abierta vio pasar los rayos de la blanca luna. Vio el cielo azul y sereno de sus noches al aire libre y al raso. Y sintió la nostalgia del arroyo. Pensó en la Pistañina que le había dicho que aquella noche tendría que cantar en la taberna de la Teberga hasta cerca del alba. Y se acordó de que en aquella taberna tenían una broma los de la tralla, los delanteros y zagales de la diligencia ferrocarrilana y los del correo. Pipá saltó del lecho. Buscó a tientas su ropa; después la que había ganado en buena lid y robado en la iglesia, y vuelto a su vestimenta de amortajado, sin pensarlo más, renunciando para siempre a las dulzuras que le brindaba la vida del palacio, renunciando a las caricias de Irene y a los cuentos de Julia, y a sus miradas que le llenaban el corazón de un calor suave, no hizo más que buscar la puerta, salió de puntillas y en cuanto se vio en la calle, corrió como un presidiario que se fuga; y entonces sí que hubiera podido pasar a los ojos del miedo por un difunto escapado del cementerio que volvía en noche de carnaval a buscar los pecados que le tenían en el infierno.
La entrada de Pipá en la taberna de la Teberga fue un triunfo. Se le recibió con rugidos de júbilo salvaje. Su disfraz de muerto enterrado pareció del mejor gusto a los de la
No hubiera visto con más placer el prudente Néstor abrazados a Agamenón y Aquiles.
Aquellos eran los héroes de Pipá. Su ambición de toda la vida ser delantero. Sus vicios precoces, que tanto le afeaba el vulgo, creíalos él la necesaria iniciación en aquella caballería andante. Un delantero debía beber bala rasa y fumar tagarninas de a cuarto. Pipá comenzaba por el principio, como todo hombre de verdadera vocación que sabe esperar.
Todos los de la tralla, sin distinción de empresas ni categorías, estaban borrachos. Terminada la cena, habíase llegado a la serie interminable de
cantó la niña y el público gritó: -¡Fuera!, ¡fuera!, ¡otra!
Y la Pistañina cantó:
-¡Eso, eso!, ¡venga de ahí!
La embriaguez estaba ya en la atmósfera. Todo parecía alcohol; cuando se encendía un fósforo, la Pistañina, la única persona que no estaba embriagada, temía que ardiese el aire y estallase todo.
Pipá, loco de alegría, viéndose entre los suyos, comprendido al fin, gracias a la invención peregrina del traje de difunto, alternando con lo mejor del gran mundo de la tralla, hizo los imposibles de gracia, de desvergüenza, de cinismo, olvidado por completo del pobre ángel huérfano que tenía dentro de sí. Creía que a la Pistañina le agradaban aquellos arrebatos de pasión soez, aquellos triunfos de la desfachatez. Tanto y tan bueno hizo el pillete, que la concurrencia acordó, con esa unanimidad que sólo inspira en las asambleas la borrachera del entusiasmo o el entusiasmo de la borrachera, acordó, digo, celebrar la apoteosis de Pipá, como fin de fiesta. Anticipando los sucesos, quisieron celebrar el entierro de la sardina, enterrando a Pipá. Este prometió asistir impasible a sus exequias. Nadie se acordó allí de los antecedentes que tenía en la historia esta fúnebre excentricidad, y lo original del caso los embriagó de suerte -si algo podía ya embriagarlos-, que antes hubieran muerto todos como un solo borracho, que renunciar a tan divertido fin de fiesta.
Pipá, después de bailar en vertiginoso baile con la Retreta, cayó en tierra como muerto de cansancio. Quedó rígido como un cadáver y ante las pruebas de defunción a que le sujetaron los delanteros sus amigos, el pillastre demostró un gran talento en el arte de hacerse el muerto. - ¡Tonino è moruto! -dijo un zagal que recordaba esta frase oída a un payaso en el Circo, y la oportunidad del dicho fue celebrada con cien carcajadas estúpidas. ¡E moruto!, ¡moruto! , gritaban todos, y bailaban en rueda, corriendo y atropellándose hombres y mujeres en derredor de Pipá amortajado. Por las rendijas de puertas y ventanas entraba algo de la claridad de la aurora. Los candiles y quinqués de fétido petróleo se apagaban, y alumbraban la escena con luz rojiza de siniestros resplandores las teas que habían encendido los de la tralla para mayor solemnidad del entierro. La poca luz que de fuera entraba en rayas quebradas parecía más triste, mezclada con la de aquellas luminarias que envenenaban el aire con el humo de olor insoportable que salía de cada llama temblorosa. En medio de la horrísona gritería, del infernal garbullo, sonaba la voz ronca y desafinada de la Pistañina, que sostenía en sus hombros la cabeza de su padre borracho. Blasfemaba el ciego, que había arrojado la guitarra lejos de sí, y vociferaba la Pistañina desesperada llorando y diciendo: -¡Que se quema la casa, que queman a Pipá, que va a arder Pipá, que las chispas de las teas caen dentro de la pipa!...-. Nadie oía, nadie tenía conciencia del peligro. Pipá yacía en el suelo pálido como un muerto, casi muerto en realidad, pues su débil cuerpo padecía un síncope que le produjo el cansancio en parte y en parte la embriaguez de tantas libaciones y de tanto ruido; después fue levantado sobre el pavés... es decir, sobre la tapa de un tonel y colocado, en postura supina, sobre una pipa llena de no sé qué líquido inflamable; acaso la pipa del petróleo.
La pipa estaba sin más cobertera que el
-¡Que se abrasa Pipá, que se abrasa Pipá! -gritó la Pistañina. Los alaridos de la bárbara orgía contestaban. De los rincones en que celebraban asquerosos misterios babilónicos aquellos sacerdotes inmundos salían agudos chillidos, notas guturales, lascivos ayes, ronquidos nasales de maliciosa expresión con que hablaba el placer de la bestia. El humo de las teas, ya casi todas extintas, llenaban el reducido espacio de la taberna, sumiéndola en palpables tinieblas: la luz de la aurora servía para dar con su débil claridad más horror al cuadro espantoso. Brillando como una chispa, como una estrella roja cuyos reflejos atraviesan una nube, se veía enfrente del banco en que lloraba la Pistañina la tea suspendida sobre el tonel de Pipá.
Pronto morirían asfixiados aquellos miserables, si nadie les avisaba del peligro.
Pero no faltó el aviso. La Pistañina vio que la estrella fija que alumbraba enfrente, entre las nieblas que formaba el humo, caía rápida sobre el tonel... La hija del ciego dio un grito... que no oyó nadie, ni ella...
Todos salieron vivos, si no ilesos, del incendio, menos el que se ahogaba dentro de la pipa.
-¡Es un carbón!
-¡Un carbón completo!
-¡Lo que somos!
-¡No hay quien le conozca!
-¡Si no tiene cara!
-¡Es un carbón!
-¿Y murió alguno más?
-Dicen que Ronquera.
-Ca, no tal. A Ronquera no se le quemó más que un zapato... que había dejado encima de la mesa creyendo que era el vaso del aguardiente.
El público rió el chiste.
El gracioso era Celedonio; el público, el coro de viejas que pide a la puerta de Santa María.
El lugar de la escena, el pórtico donde Pipá había vencido el día anterior a Celedonio en singular batalla.
Pero ahora no le temía Celedonio. Como que Pipá estaba dentro de la caja de enterrar chicos que tiene la parroquia, como esfuerzo supremo de caridad eclesiástica. Y no había miedo que se moviese, porque estaba hecho un carbón, un carbón completo como decía Maripujos.
La horrible bruja contemplaba la masa negra, informe, que había sido Pipá, con mal disimulada alegría. Gozaba en silencio la venganza de mil injurias. Tendió la mano y se atrevió a tocar el cadáver, sacó de la caja las cenizas de un trapo con los dedos que parecían garfios, acercó el infame rostro al muerto, volvió a palpar los restos carbonizados de la mortaja, pegados a la carne, y dijo con solemne voz, lo que puede ser la moraleja de mi cuento para las almas timoratas:
-¡Este pillo! Dios castiga sin palo ni piedra... Robó al santo la mortaja... y de mortaja le sirvió la rapiña... ¡Esta es la mortaja que robó ahí dentro! -todas las brujas del corro convinieron en que aquello era obra de la Providencia.
Y dicha así la oración fúnebre, se puso en marcha el entierro.
La parroquia no dedicó a Pipá más honras que la
Celedonio dirigía la procesión con traje de monaguillo.
Chiripa y Pijueta con otros dos pilletes llevaban el muerto, que a veces depositaban en tierra, para disputar, blasfemando, quién llevaba el mayor peso, si los de la cabeza o los de los pies. Eran ganas de quejarse. Pipá pesaba muy poco.
La popularidad de Pipá bien se conoció en su entierro; seguían el féretro todos los granujas de la ciudad.
Los transeúntes se preguntaban, viendo el desconcierto de la caterva irreverente, que tan sin ceremonia y en tal desorden enterraba a un compañero:
-¿Quién es el muerto?
Y Celedonio contestaba con gesto y acento despectivos:
-Nadie, es Pipá.
-¡Pipá que murió quemado! -añadían otros pilletes que admiraban al terror de la pillería hasta en su trágica muerte.
En el Cementerio, Celedonio se quedó solo con el cadáver, esperando al enterrador, que no se daba prisa por tan insignificante difunto. El monaguillo levantó la tapa
Hoy ya nadie se acuerda de Pipá más que yo; y Celedonio ha ganado una beca en el seminario. Pronto cantará misa.