Los inadaptados : edición ELTeC Burgos y Seguí, Carmen de [Colombine] (1867 - 1932) Edición ELTeC Borja Navarro Colorado 43867 208 COST Action "Distant Reading for European Literary History" (CA16204) Zenodo.org ELTeC ELTeC release 1.1.0 ELTeC-$textLang ELTeC-$textLang release 1909 F. Sempere y Compañía Valencia Biblioteca Nacional de España bdh0000076340 821.134.2-3 Madrid Biblioteca Digital Hispánica

Español Latín Italiano Converted by checkUp script for new release Converted by checkUp script for new release Modernización de la ortografía : Borja Navarro Colorado Anotación ELTeC : Borja Navarro Colorado

Carmen de Burgos

(Colombine)

Los inadaptados

Novela

F. Sempere y Compañía, Editores

Calle del Palomar, núm. 10

Valencia

Un libro es la eucaristía que establece la comunión entre el autor y los lectores.

...y tomando el pan lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad y comed; este es mi cuerpo.»

DEL EVANGELIO.

(San Mateo, XXVI, 26.)

...y desgarrándose las entrañas escribió un libro y lo dio a los artistas diciendo; «Tomad y leed; esta es mi alma.»

DE LA VIDA.

UNAS PALABRAS

Jamás fue de mi agrado detener al lector con observaciones ni prólogos, innecesarios la mayor parte de las veces, antes de penetrar en las páginas de un libro; sin embargo, hoy creo precisa una breve aclaración. Adoro la Novela, diosa de la literatura, y dentro de sus diversos géneros tiene mi preferencia la sana novela naturalista; esto me obliga a defenderme de la acusación de falsedad que pudieran arrojar sobre mi libro las personas desconocedoras de la región levantina que en él describo, y ya me parece que oigo exclamar a más de uno: «¿Pero qué Andalucía nos pinta aquí Colombine

Yo puedo asegurarles, con la fe de una pluma incapaz de mentir, que nada hay en él de falso o exagerado. Lo he escrito para satisfacer una necesidad de mi espíritu: la de exteriorizar una impresión recibida en la infancia. Segura de que mi obra no llegará a manos de aquella sencilla gente, casi todas las personas llevan sus verdaderos nombres, y en la descripción del paisaje no alteré el de los sitios que sirven de escenario al drama. Hechos ciertos son el naufragio del vapor Valencia y cuantos forman la trama urdida por mi mano: No he tenido que modificar el lenguaje de los moradores del valle, para darle ana entonación andaluza que allí no se usa y que será siempre escollo de novelistas.

El habla andaluza no puede representarse gráficamente. Nosotros no decimos Jesú ni Jesús; hay una elisión de la ese que se percibe claramente sin pronunciarla, y esto mismo ocurre con las letras que nos comemos. Sucede como con la u francesa: es preciso oirla de viva voz.

La cadencia del lenguaje castellano en boca andaluza no puede reproducirse en la escritura; las terminaciones y las silabas se alargan, se suavizan, se tienden como una onda musical en nuestros labios. El andaluz parece que acaricia el idioma.

Tanto me molesta el andaluz escrito, que de haber tenido que escribir en él los diálogos, hubiera renunciado a la novela. En mi querido valle de Rodalquilar, la bella tierra mora enclavada al límite de Europa, donde se meció mi cuna, se vive esa vida primitiva y hermosa que pretendo presentar a los lectores. Allí, con su rudeza salvaje, se moldeó mi espíritu en el ansia bravía de los afectos nobles, en los ideales de Justicia y Humanidad que trajeron a mi existencia la amargura de las tristezas y el dolor ajeno; allí cuajó en mi alma la llama de su sol en olas de arte y rebeldía. Por eso para aquel pedacito de tierra africana es mi primera novela. No quiero que se la crea producto de mi fantasía; si en ella hubiera alguna belleza, será debida a su influjo. Se acumuló en mi espíritu durante aquellos tranquilos años de inocencia pasados en Rodalquilar, cuando en la ignorancia completa de la vida, sumergía la mirada en el azul de las aguas y de los cielos, interrogando al más allá con la cándida fe de una soñadora inconsciente: ¿verdad que en el mundo todo debe reinar el bien? ¿Por qué existe, el dolor y azota el mar con montañas de olas las arenas de la playa?

COLOMBINE.

PRIMERA PARTE

I

Rodaron, desgranándose en el aire, los sonidos de una bocina. Precipitados, roncos, poderosos, turbaban la quietud del valle con su angustiante voz de auxilio, y el eco parecía repetir con estremecimientos de asombro aquel ruido inusitado allí, donde todos los sonidos eran siempre de isócrona persistencia.

El oído avizor de los labriegos recogió entre el sueño el grito de alarma, y bien pronto brillaron luces en todos los cortijos y empezaron a chirriar sobre sus goznes, al abrirse, las desvencijadas puertas.

Estaba envuelto el aire en túnica de blanca neblina que velaba la claridad del amanecer. La luz había de venir del mar, de allí en donde la bruma sé unía al agua, tornándose más densa, más pesada, en la gris coloración de la sombra.

Los hombres salían prestos de las viviendas. La costumbre de dormir sin despojarse de más prendas que la faja de estambre, el chaquetón de paño y las esparteñas, les permitía estar listos en pocos momentos. Los que pasaban la noche cuidando las bestias, trabadas en los riciales tempraneros, tuvieron sólo necesidad de sacar los pies del cogujón de la manta de lana burda para aparecer vestidos y calzados.

Todos se dirigían hacia las lomas más próximas desperezándose, con la mente mecida aún por los vapores del sueño y sin darse cuenta de qué cosa extraña sucedía.

Poco después de ellos empezaron a salir las mujeres: descalzos los pies, mal sujetos los amarillos y rojos refajos de bayeta; apretados alrededor de las cabezas los pañuelos de grueso percal; algunas sé arrebujaban con raídos mantoncillos y otras levantaban el borde inferior de sus faldas para taparse el cuerpo y la cabeza. Muchas conducían, mal ocultos entre el escaso abrigo, muchachuelos de morros sucios y ojos asustados o los arrastraban asidos de sus faldas, casi rodando sobre los peñascales, sin preocuparse de ellos.

Todos dirigían la mirada hacia el mar. De allí venía el clamor desesperado de socorro que lanzaba la voz ampulosa de la caracola con potencia de pulmón gigante.

Pasado el primer momento de estupor, empezaron a entender. La noche de niebla habría lanzado algún buque contra la costa y la tripulación demandaba auxilio. ¡Infelices! ¿Socorro allí? No se encontraría una barca en muchas leguas a la redonda, y sin embargo, como por un acuerdo tácito, hombres, mujeres y chiquillos corrían hacia el mar, despierto antes que el de la caridad el instinto curioso y el de la rapiña. Sabían que aquellos barcos que cruzaban a lo lejos las aguas, con sus penachos de humo, y parecían tan pequeños, eran grandes como casas. Muchos oyeron relatos de buques estrellados contra la costa, en los cuales los aldeanos que lograron burlar la vigilancia de los carabineros para llegar hasta ellos, encontraron verdaderos tesoros. La clareza de la mañana empezaba a barrer hacia el Oeste las neblinas y los rubores del cielo preludiaban la proximidad del sol. Una luz pálida permitió distinguir el contorno de los montes. Las casitas, los árboles y todos los objetos se iban desenvolviendo de las sombras, y a medida que se dibujaban más distintamente adquirían los encantos del colorido, como si una mano invisible descorriese el telón de un gigante escenario.

Entonces pudieron verse las gentes corriendo de las laderas a la playa. Comenzó la algarabía. Llamábanse unos a otros con destempladas voces. Mujeres y hombres encomendaban a gritos el cuidado de la casa y de los animales a los retusos zagalones que con aspecto hosco y mirada curiosa, seguían enclavados en las lomas. Mientras la bocina sonaba lastimera, el valle se rejuvenecía con ecos de fiesta y algazara. Aquello era un acontecimiento como los que habían oído contar a los abuelos en las largas noches de invierno, cuando las voces temblonas de los viejos les hablaban de hechos maravillosos. A esta idea, el valle, tan silente y tranquilo en su sueño, se poblaba de gente bulliciosa. Vomitaban los barrancos manadas de criaturas que iban apareciendo entre las empinadas cuestas, en las faldas de los montes.

Rodalquilar forma un semicírculo de tierra labrada y verdeante, con algo de apariencia de anfiteatro. Las roquizas montañas alzan sus muros como si quisieran abrigarlo y defenderlo de la vulgaridad de la vida civilizada, adurmiéndolo en sus abruptos senos de piedra. Sólo por Oriente se había derrumbado su pared de circo romano, y por el desgarrón las aguas prolongaban el azul del cielo y extendían el horizonte hacia la fronteriza costa de Argelia, como si en su continuo batir hubieran socavado y hundido la muralla.

Era por aquel lado por donde los habitantes veían cruzar los enormes barcos de vapor con las columnas de humo tendidas en el azul, estriándose rizosas y ondulantes, como cabelleras de monstruos marinos; los buques de vela, gallardos y ligeros, y las pequeñas lanchas pescadoras. Todo lo que significaba movimiento o vida venía de aquel lado.

Por allí arribaban, entre las sombras de la noche, los bergantines cargados de contrabando para burlar en los vericuetos de la costa la vigilancia escasa de los carabineros de tierra, celados por astutos paisanos, que sabían arrastrarse con sigilo de indios salvajes entre breñales y malezas, mientras los carabineros de mar dormían en sus falúas al abrigo de las radas de Las Negras, San Pedro o Escullos, más hospitalarias que las peladas costas de Rodalquilar, en las cuales reina el viento con tiranía de gran señor. Las barquillas de pesca de Carboneras arrostraban a veces su furia para aprovechar las calmas y bonanzas y tender las redes en aquel mar, que abundaba en peces y mariscos.

Nunca con más justicia merecieron las aguas el dictado de pérfidas. La pequeña playita de arena menuda, retostada por los rayos del sol, parecía dormida en su siesta, sin que apenas el agua rizara el borde de su túnica con suave orla de nácar, cuando el viento de Levante empezaba a enviar del golfo de Almería las montañas de olas. En ocasiones no movía la brisa las hojas de los árboles, cuando ya la tempestad azotaba la costa. Era preciso estar alerta, y en cuanto la franja azul obscuro empezase a rizar hacia afuera las aguas del mar, huir al refugio de la vecina playa del Carnaje. Las últimas estribaciones de la cordillera Ibérica, después de haber coronado a Granada con la diadema de nieves de su gigante Muley-Hacén, se tendía en sierras de rica entraña para ir a sepultarse en el mar por el Cabo de Gata. Montaña, arrogante de esa cordillera, el Cerro del Cinto daba, nacimiento a todas aquellas, derivaciones, que antes de llegar hasta las aguas se habían abierto, en la sonrisa del valle.

Venían los cerros avanzando y uniéndose para no formar gargantas ni desfiladeros hasta el lado Norte de la playa, desde donde continuaba la costa de Las Negras, San Pedro y Torre la Mesa, e iban luego a rodear la tierra baja con los picos recortados artísticamente en el aire, formando el gran arco que terminaba en la punta aguda y saliente del Cerrico del Romero, límite Sur de la pequeña ensenada. Al doblar este promontorio, la costa, resguardada del Levante, se hacía salvaje, abrupta, cortada a pico en roca viva, daba la vuelta enlazada al Cerro de los Lobos y formaba en sus laderas las playitas, sin salida por tierra, de Peñas Roas y Piedra Negra, límite de la parte exterior del muro de montañas, desde donde seguía extendiéndose en línea recta el litoral por Escollos, San José, Cabo de Gata y Almería.

Los pescadores que se aventuraban a ir a Rodalquilar habían de estar listos; la presteza de los vientos no siempre permitía huir, y con frecuencia los dejaba encerrados. Cuando esto sucedía era preciso varar las barcas tierra adentro, en la seguridad de que después de muchos días de aplacado él temporal, la resaca del fronterizo golfo seguiría impidiendo la navegación, sin dejar de enviarles, hasta los límites del terreno vegetal, olas cubiertas de blanca espuma.

Entonces los tripulantes de los barcos, los jabecotes, se veían obligados a acampar al lado de sus embarcaciones y después de consumir los comestibles: higos, harina de maíz, patatas y hortalizas, recibidos do los aldeanos, los días de bienandanza, a cambio de pescados, en la forma primitiva del comercio, iban a pedir hospitalidad en cuadras y pajares.

Allí la hospitalidad no se negaba nunca. El pedazo de techo, el agua y el pan son de todos; pero el labrador trata siempre con cierto despego, hijo del concepto de su superioridad, a estos últimos representantes de las tribus nómadas. Por eso el mar les llevaba pocos visitantes, y como la comunicación por tierra se hacía casi imposible, pues sólo peatones o bestias descargadas se atrevían a aventurarse por las cuestas de las Carihuelas y de las Piedras, únicamente llegaban al valle los habitantes de los lugares vecinos, y de tarde en tarde algún buhonero con la arquilla llena de baratijas o un marchante de grano y ganado. Se pasaban los años sin ver un rostro nuevo, sin que ni un sólo transeúnte cruzara los caminos polvorientos, ni una visita se detuviese ante Ja puerta.

Rodalquilar tiene su historia, una historia borrosa que se confunde con la leyenda. Los moradores hablaban de tiempos remotos, sin poder fijar cuáles, en los que se había asentado allí una gran población. Ninguno paraba mientes en lo imposible de poder existir una ciudad populosa dentro de aquel perímetro que recorría sin esfuerzo la vista. Las consejas narraban que los moros tuvieron, en el valle un emporio de sus riquezas; mas los perros fueron arrojados al otro lado del mar por unos reyes santos, que en nombre de Dios les echaban de sus hogares y les arrebataban las riquezas. Vestigios del paso de los moros quedaban allí todavía. La esperanza de volver o el deseo de burlar a sus perseguidores, les hizo enterrar sus tesoros, y más de una orza llena de añosos cequíes se enredó en la punta de un arado o alguna muchacha afortunada tuvo en sueños la revelación del sitio en donde había de hallar su fortuna.

Los dos castillos enclavados en el valle mantenían viva la conseja. Se contaban acerca de ellos mil tradiciones extrañas, entre las cuales no dejaba de hacer su aparición el elemento sobrenatural de duendes y brujas. Los hombres más valerosos preferían dormir a la intemperie mejor que cobijarse entre sus muros.

Uno de los castillos avanzaba sobre el mar en el promontorio de rocas calcinadas que cerraba la playa por el Norte; cegado el foso, carcomidas las paredes, el ancho patio era jardín de muérdagos y jaramagos; las habitaciones destechadas conservaban pedazos de bóvedas sombrías, y al pie de la plataforma, los viejos cañones dormían medio enterrados en el suelo, cubiertos con una capa de orín, escapando a la codicia con que los gobiernos han recolectado los metales de las vetustas fortalezas. Hallábase el otro castillo en la parte baja del valle; se alzaba en la llanura partida acá y allá por cortijadas y caseríos.

Al fondo, en la falda misma de las montañas, Maturana, un cortijo rodeado de nopales, presentaba su mancha de verdura; a su izquierda, escondido en un repliegue del terreno, el barranco de los Chafinos ocultaba una familia de pastores, establecidos allí más de media centuria y que habían construido sus casas en el terreno realengo. Más hacia el centro, en una pequeña loma, desde donde no se descubría el mar, la Caseta de los carabineros encargados de guardarlo, y delante de ella un grupo de alegres casas y huertos denominado El Estanquillo.

Hacia la mitad del llano se alzaban los cortijos de La Unión y Los Peñones con sus huertas extensas y frondosas, Cuatro norias, altas como torres, para buscar el nivel de las aguas, presentaban aspecto de fortalezas coronadas de almenas, y las atarjeas iban de unas a otras formando una línea quebrada de arcos de medio punto, a semejanza de un acueducto romano. La pequeña canal corría sobre el soporte de los arcos y se filtraba entre las desnudas piedras, verdeantes de ovas, rezumando la frescura del agua para que nacieran plantas silvestres al pie de la tosca construcción, subrayada así con una línea de vegetación lujuriante,

Las atarjeas, debilitadas por la filtración, dejaban caer su anémico chorro de agua con melancólica canción de cristales en las dos balsas, grandes como estanques, destinadas a repartir el riego en todos los bancales de hortalizas y de maíz, tan cuidados como macetas, que formaban aquellas dos grandes posesiones, las más importantes de Rodalquilar.

Cerca de las balsas se hallaban los pilares destinados a abrevaderos de las caballerías y ganados, y que servían también de lavadero a las mujeres de la casa. A su sombra, el espíritu femenino había plantado algunos rosales; un jazminero enlazaba la hojarasca menuda de sus tallos a las salientes aristas de piedra, y crecían en abundante variedad geranios, palosanto, hierbabuena, albahaca y alelíes: aquellos pedazos de tierra, inservibles para el cultivo, que el desdén de los hombres cedía a las hembras, se llamaba pomposamente El huerto. En todas las acequias, red de arterias que alimentaba los bancales, crecían mezclados almendros e higueras de dimensiones extraordinarias; libres del tormento de la poda, enlazaban sus ramas caprichosas en bóvedas de verdura y embruzamientos de hojas. Junto a los muros de las balsas, grupos de palmeras y de perales lucían la esbeltez de los troncos rectilíneos y el lujo de las jugosas frutas doradas, para descansar la vista de la monotonía impresa al paisaje por las bolas cenizosas de los olivos que lo matizaban con metálico verdor.

Detrás del gran cortijo de la Unión, un pequeño cerrete, en cuya cima y al otro lado de la falda se veían unas cuantas casitas de jornaleros, agrupadas junto al molino de viento, con las aspas tendidas y engalanadas de lienzos blancos como las velas de un navío.

Al confín de la huerta de los Peñones las ruinas de una vieja ermita habían servido de materiales para levantar una cantina, cerca del lindero del camino que desde la cuesta de las Carihuelas serpenteaba en dirección a la playa, formando la espina dorsal del valle.

Más abajo se veían aún dos o tres fincas de poca importancia, próximas al castillo del llano, y en seguida empezaba la marina, la tierra sin cultivo, donde cerca de la mortífera Charca formada por el estancamiento de las aguas del oleaje en las fuertes resacas, crecían las plantas de la sosa, las alcaparras y las tueras, rastreando con los tallos largos y enlazando las tijeretas para cubrir como una alfombra el terreno arenisco, en cuyas hendiduras crecían a favor de la umbría las adelfas con sus flores rosa entre el lustroso verdor de las hojas y el matiz de caoba de los barnizados tallos.

Coronando todo aquel extraño lugarcillo, la Torre de los Lobos, en la cumbre del cerro de su nombre; alta, redonda como un cilindro, último testigo mudo de los días de lucha, durante los cuales un centinela vigilaba desde allí los riesgos que ofrecía el mar.

La docena de familias que habitaban en Rodalquilar eran aborígenes del valle. Ninguna, a excepción de los Chafinos, recordaba, cuándo se establecieron allí sus antepasados. Se habían conocido siempre y las generaciones se sucedían sin aparente cambio.

Las mujeres daban a luz con la fácil maternidad de las hembras sanas. Criábanse los chiquillos rodando por el suelo como bestiezuelas ariscas, hasta que el espíritu de imitación les enseñaba a seguir con sus padres las faenas del laboreo o del monte.

Olvidados del resto del mundo, aislados, perdidos en el repliegue de aquellas protectoras montañas, lejos del concierto de la civilización moderna, que ni conocían ni echaban de menos, y hasta ignorando si más allá de su horizonte había otra, tierra y otros hombres, los moradores de Rodalquilar presentaban desde muy antiguo uno de esos ejemplos de vida sencilla y feliz cantada en las pastorales por la poesía bucólica y hacían de su lugarcillo una moderna Arcadia.

Cada labrador poseía su pequeña parcela de tierra blanda, roja, llena de jugos y de vida, que sin exigir cuidados y mimos abría el seno fecundo en frutos.

Los braceros roturaban las orillas de los montes y cada uno podía levantar su casita de piedra y barro. La Naturaleza ofrecía pródiga abundante cosecha de palma, esparto, cogollo y leña para ganar el sustento.

Sólo de vez en cuando, en épocas de frío, la tranquilidad era turbada por la intromisión de unos hombres que iban a llamar a los mozos al servicio del rey y de la patria y a cobrar contribución a los labriegos. Los moradores de Rodalquilar se enteraban por eso de que existen rey y patria, considerando con miedo aquellos dos entes, tan abstracto el uno como el otro para ellos, en cuyo nombre les arrebataban parte del dinero que producía su trabajo y el tributo de su sangre. Muchos mozos cruzaban por primera vez las montañas para ir a Níjar cuando los llamaban al servicio militar. Los que no caían en suerte envejecían sin contemplar más cielo que el pedazo azul parecido a una cúpula que sostenían los muros de basalto gris formados por los montes y rotos hacia el mar con el embate de las olas.

Patria y rey sólo se acordaban de ellos para pedirles sangre y dinero o para infligirles castigos; pero no les enviaban jamás premios ni recompensas, así es que ninguno sentía deseos do servirles. Dentro de aquella vida primitiva, las mujeres no cruzaban jamás las montañas. Criábanse libremente las muchachas corriendo por barrancos y bancales, hasta que su desarrollo llamaba la atención de algún mozo, compañero de juegos, que insinuaba su inclinación con expresivos pellizcos y palmadas. Si la muchacha no ponía mala cara y el noviazgo llegaba a vías de formalidad, el mancebo confesaba a su padre el propósito de tomar estado.

Entonces se entraba en los trámites precursores del casamiento. Generalmente el padre del galán cogía su labor de esparto e iba a la casa de la futura nuera, donde le recibían ya advertidos y recelosos. La conversación era conducida con esa diplomacia de los rústicos que gráficamente se denomina gramática parda.

Después de hablar del tiempo y la cosecha, mientras los dedos curtidos trenzaban la tomiza, el embajador decía con cierto énfasis misterioso:

—Tío Fulano, me paece que nuestros chicos se quieren.

—Hombre, lo mismo me paece a mi—respondía el padre de la hembra, contento con la perspectiva de echar fuera una carga,

—Pus si a usté le paece, vamos a casallos...

La boda quedaba concertada siempre para fin de verano, cuando la venta de granos o esparto trae la abundancia a las casas.

Empezaban los preparativos; una rezadora vieja venía a instruir a los novios en la doctrina. Ninguno de los dos sabia rezar; las molleras, algo duras y trastornadas por Cupido, no prestaban atención a las palabras desconocidas y para ellos sin sentido de la oración. Era imposible aprender el Credo, los Artículos de la Fe y las Bienaventuranzas... No les entraban en la cabeza... Y el tiempo pasaba; caldeaba el sol de llamas la reseca tierra; blanqueaban los sequeros de palma; las mieses maduras esparcían su perfume acre en el aire...

Un día los gritos de la madre anunciaban que la hija había dejado el hogar... Amenazaba el padre, lloraban las mujeres, ocultábanse unos días los enamorados, y al fin todo se olvidaba en la reconciliación cercana del primer chiquillo, contentos, en el fondo, de haberse ahorrado gastos y molestias. ¿Para qué darles de comer a los curas? No era necesario: aquellos matrimonios tenían toda la fuerza de la sanción popular, y no se dio jamás el caso de que se separaran, aunque si el de que se golpeasen con frecuencia.

No; no eran partidarios de andar con papeles de leyes ni de iglesias. Durante mucho tiempo enterraban a sus muertos en la orilla del mar. ¡El mar es sagrado, sus aguas son benditas, y a la playita de Peña Negra fueron a dormir el sueño de la muerte los habitantes del valle mientras los vivos pudieron burlar la vigilancia de las autoridades! Unas piedras, colocadas como los antiguos dólmenes, constituían sus monumentos funerarios, atestiguando la unidad del alma humana en todas sus manifestaciones. Si bautizaban a los chicos era por miedo a las multas que se les imponían cuando iban a buscar hombres para la quinta,

La tradición conservaba allí su imperio. Cada uno se aferraba a vivir como habían vivido sus padres, que no necesitaron nada más para ser felices y estar contentos. Rechazaban todo adelanto, aun conociendo sus ventajas, Ellos seguían labrando la tierra con el primitivo arado fenicio, y los maestros ambulantes que iban algunas veces, de cortijo en cortijo, ofreciéndose a enseñar a leer y a hacer cuentas, fueron apedreados por los chiquillos. ¿A qué romperse la cabeza? Con los dedos y una tarja de caña ya tenían bastante para su contabilidad. Hasta los que volvían del servicio y los contaban cosas portentosas de las grandes ciudades, o les venían con infundios de que el sol estaba quieto, mientras la tierra volaba por el aire como una piedra lanzada de la honda, tenían que callarse vencidos por la chacota general, que ni discutía ni razonaba.

En sus costumbres patriarcales, los viajeros que llegaban a la puerta eran siempre acogidos como hermanos. El mendigo podía estar seguro de no padecer allí el abandono de que es victima en las grandes poblaciones, y los ciegos, con sus guitarrillas o bandurrias colgadas sobre el pecho, recorrían la cortijada en triunfo, como una parodia de los antiguos trovadores.

La intervención de gentes ajenas era escasa en el valle. Cualquier anciano podría recordar sin esfuerzo todas las personas que había visto durante su vida.

Los únicos que hubieran podido contrarrestar con su influencia el dominio de este espíritu sencillo y puro, eran los dueños de los cortijos de Maturana, la Unión y los Peñones, de los que dependía todo el terreno de labor; pero los amos, como les llamaban los aldeanos, lejos de ser extraños al ambiente de Rodalquilar, se habían acomodado a él y ejercían la influencia bienhechora de unos amables señores feudales.

Desde muy antiguo, la familia do Espinosa habitaba más en sus posesiones de Rodalquilar que en su casa de Almería, y acabó por acomodarse al ambiente campesino.

Don Luis, el abuelo de los últimos señores, había sido el genio protector, que defendió durante mucho tiempo a Rodalquilar de la intromisión de gentes ajenas. A la imaginación de aquellos rústicos se aparecía su memoria rodeada de la aureola épica, propia de los héroes legendarios. Afable, sencillo, bueno y valeroso, ejercía el protectorado sobre sus súbditos a manera de bíblico patriarca. Acostumbraba a repartir los terrenos entre los labradores, sin exigir los arrendamientos en los malos años, y emprendía obras para ocupar los brazos parados de los jornaleros. En su tiempo no había miedo de pasar hambre, aunque se ahornagase el campo, se perdieran las cosechas y la lluvia se negara a librar a los montes de ser quemados por el sol. En aquellos casos, siempre pródigo, don Luis abría los graneros a los necesitados, y no había mujer en el lugar que no guardase onzas de oro mejicano dentro del pico del pañuelo, en donde escondía los ahorros. Bodas, bautismos, entierros y cuidado de enfermos y menesterosos, todo corría a cargo de don Luis y de su esposa. Su fortuna no dependía de la labranza. Arrojado y valeroso, hacía venir de Orán y Gibraltar los bergantines cargados de fardos de lienzos, sederías, mantones de Manila y tabaco para introducirlos en España de contrabando por los vericuetos de la costa, desde las Negras a Escullos.

Los carabineros, cansados de luchar en balde, aceptaron su papel pasivo. Don Luis no compraba su complicidad: se imponía.

Jamás se dio el caso de perder un alijo. El dirigía siempre a su gente, y era el primero en el peligro. Se contaban, a este propósito, anécdotas muy curiosas. Un día, uno de sus servidores se dejó comprar el secreto de un alijo por el jefe de carabineros. Enterado don Luis, llevó al soplón a un sitio apartado, y entregándole una vara para que se defendiese, le pegó tan descomunal paliza, que el infeliz quedó como muerto en el suelo. Entonces ordenó a sus criados que le condujesen al pueblo inmediato para que lo curase un buen médico, y que todos los gastos corriesen de su cuenta. Los viejos referían de noche, al lado del fuego, las proezas de don Luis, dignas de un Roldán o de un Bernardo del Carpió.

Por eso lo mataron a traición sus enemigos. Fue en Almería, al salir de la Catedral, llevando del brazo a su esposa, cuando en la siniestra calle del Cubo dispararon, asesinos pagados, sus trabucos contra el bravo caballero contrabandista.

A su muerte, empezó la decadencia del valle y entró en éste la desgracia. Sus hijos y sus nietos se arruinaron poco a poco, esforzándose en mantenerlas tradiciones de familia y ejerciendo el protectorado sobre los habitantes de Rodalquilar.

Así que les fue imposible sostener la apariencia del esplendor pasado, vendieron sus posesiones y abandonaron el lugar, con algo do la majestad de los reyes desterrados.

Don Manuel Ansúrez, el nuevo propietario, era un hombre despótico, altanero, al que molestaba el recuerdo de la familia Espinosa, grabado allí tan hondamente. Los Espinosas y los Ansúrez se habían mirado siempre con rivalidad. La primer preocupación de los nuevos dueños, fue borrar las huellas de sus enemigos.

Todos los labradores y braceros protegidos por la familia de don Luis, sufrieron la persecución de los servidores del nuevo amo, deseosos de molestar a sus convecinos con su celo de lacayos. Los arrendamientos subidos se exigían con puntualidad y sin consideración; el daño a una planta se cobraba con crecidas multas, y el despótico encargado Pedro Ramos, con su espíritu autoritario y servil, tenía como auxiliar poderoso al tío Matías, que desempeñaba las dobles funciones de juez y perito en su calidad de alcalde pedáneo.

Abandonaban los labradores sus tierras para buscar el sustento en el monte comunal, que don Luis había defendido de la rapacidad de los gobiernos, sosteniendo un largo pleito en nombre del pueblo. Pero un día Los habitantes del valle vieron con asombro un grupo de hombres que recorrían las montañas, llevando un trípode de madera, sobre el cual colocaban una caja con vidrios, a los que se asomaba un señor de barba blanca, y sin decir nada trazaba rayas, números y letras en un cuaderno, mientras sus acompañantes acordelaban los linderos de las tierras de labor.

El tío Matías les explicó, no sin cierto énfasis, que aquel señor era un ingeniero encargado do medir y deslindar los terrenos del Estado.

Algunos curiosos, sin comprender bien las explicaciones, se atrevieron a acercarse, y contemplaron, llenos de admiración, montañas, árboles y casas retratadas boca abajo; las mujeres huyeron al saberlo, asustadas de la posición de sus faldas cuando las mirasen con aquel instrumento, en el que sin duda se ocultaba algo de brujería.

Poco tiempo después se enteraron, con dolorosa sorpresa, de que un señor que se llamaba Estado había vendido los montes a don Manuel, y de que ya no podrían buscar en ellos, como de costumbre, la leña para calentarse, ni el esparto y el cogollo con que ganaban la subsistencia.

Ellos no comprendían por qué era delito traer telas y tabaco más baratos para el consumo de los pobres sin necesidad de pagar nada a aquel señor don Estado, que se creía dueño de todo y les arrebataba el pan y los hijos.

Pero el hecho era cierto, y fue preciso someterse. Los que no quisieron obedecer y cogieron del monte un brazado de lefia, tuvieron que sufrir palizas de la pareja de guardias civiles enviados en su busca, los cuales, no contentos con esto, los llevaron amarrados como criminales delante de los caballos a la ciudad, en donde los sentenciaron por ladrones, ¡Ladrones por coger unas matas de leña que siempre habían sido suyas! Y algunos murieron, retenidos por este delito, en las cárceles o en el presidio.

Empezó la emigración; los braceros dejaban el valle para ir a buscar trabajo al África francesa, La intromisión de gentes civilizadas en aquella tierra primitiva chocaba contra las costumbres.

La civilización decía para ellos leyes, trabas, obstáculos, opresiones y tiranías de los fuertes. Jamás comprenderían sus ventajas. Había, que imponerla a la fuerza. EL instinto de los humanos tiende a la libertad propia de todos los animales en el seno de la Naturaleza.

El sutil disimulo de los rústicos les hacía inclinarse serviles ante el señor; pero a solas prodigaban quejas y amenazas, que los espías llevaron a sus oídos.

Don Manuel llegó a tener miedo. No le convenía la lucha con todo un pueblo, y aconsejó a sus servidores que dejasen a los braceros en libertad. Así olvidarían más pronto lo pasado, la costumbre los sometería más sólidamente que la fuerza. Obedeciendo a estas ideas, la familia de don Manuel salió del valle. Sólo él iba de vez en cuando a dar una vuelta por la hacienda, y algunos días del mes de Enero, rodeado de amigos, a cazar las perdices con reclamo, durante el celo.

Aquellos días eran de fiesta y algazara, de bailes, a los cuales acudían las muchachas hermosas del contorno para despertar con su sana belleza, Los deseos de los señorones. Pero don Manuel se presentaba, siempre fino, obsequioso; hasta dispensaba algunas pequeñas mercedes, que producían el efecto deseado, y el pueblo se iba poco a poco acostumbrando a la esclavitud.

Después de la marcha de don Manuel y sus amigos, volvía Rodalquilar a tener su aspecto tranquilo, y bien pronto la monotonía de la vida sencilla reinaba de nuevo en las costumbres habituales.

Por eso aquel clamor de la bocina era una cosa desacostumbrada y los moradores del valle la acogían con la alegre emoción de un hecho destinado a romper por algún, tiempo la calma de una existencia que sabía lo bastante de cambios e inquietudes para sentir la nostalgia de lo desconocido, lo variable y lo imprevisto.

Y por eso el pueblo corría en tropel hacia el mar, que mostraba a la luz rosada de la mañana su claro azul celeste, con tranquilidad de enigma. Esa calma engañosa que hace presentir las tempestades, como si el mar, alma de la Naturaleza, copiase las dulzuras, las perfidias y las tormentas del alma de la Humanidad.

II

Poco antes de llegar a la playa los alarmados vecinos dejó de sonar la voz enronquecida de la caracola. Se produjo un movimiento de indecisión entre la multitud; mientras unos se paraban pensando en retroceder, otros apresuraban la carrera y no tardaron en animar con sus voces emocionadas a los rezagados.

El alegre repique del canto de los pájaros saludaba a la hostia del sol; la niebla se había deshecho en gotas de rocío y el azul del mar y del cielo tenían blancura de calma. En el confín del horizonte unas estrías de nubes rojas formaban el ensueño de un país lejano e interceptaban los rayos solares obligándoles a extenderse hacia arriba en haces de luz, como si fuesen el varillaje de un inmenso abanico. En la playa se veía un vapor. Parecía anclado, majestuoso, tranquilo al pie del cerrico del Romero, entre la calma blanda de la mar.

Dos parejas de carabineros impedían el paso. ¡Precaución inútil! No era posible llegar desde tierra a la embarcación.

Al acabar la arena de la playa por aquel lado, el terreno albarizo, formado de lastras que se iban amontonando, hacíase escarpado e inaccesible. Antes de llegar a la punta del cerro, el mar se precipitaba en remolinos, atraído violentamente por la oquedad de una hendidura que repelía después las aguas con resoplido de bestia furiosa, aterrorizando a los que se atrevían a flanquear el costado de la base del monte en donde estaba El Roncaor, y más allá, frente a la parte más saliente del promontorio, estaba el vapor quieto y solemne, con la misma serena majestad que si se hallara anclado en un puerto. ¿Acaso no ocurría nada extraordinario?

Unos cuantos hombres se acercaron a los carabineros, y bien pronto la versión de lo sucedido corrió de boca en boca.

Era un vapor inglés que llevaba por nombre el de la bella ciudad del Turia: Valencia. Venía de Denia con el vientre abarrotado de cajas de naranja, la dulce miel de la tierra levantina que iba a endulzar los labios de los ricos ingleses.

Navegaba favorecido por la bonanza, costeando, y dobló la punta de Torre la Mesa entre los celajes de la tarde, contenta la tripulación de ver al golfo de Almería reposar tranquilo, sin enviarles las rachas furiosas del Levante, que hacían de ordinario enojoso el tránsito por aquellas regiones.

Conforme avanzaba el crepúsculo, la niebla empezó a caer como un cendal sobre las aguas. La niebla es la enemiga del navegante, más temible que las tempestades, y la de aquella noche de Noviembre era pegajosa, húmeda y fría como un sudario. El buque, envuelto en ella, caminaba lentamente, acortada la marcha con el temor de un choque con otros barcos; el pito de la máquina y la bocina del vigía trataban de rasgar el espeso velo de niebla que oprimía el sonido, impidiendo la vibración de las ondas. El mar no despertaba eco, a no ser por el trepidar de la máquina, se hubiera creído que el buque no se movía, como si permaneciese siempre en el mismo sitio, envuelto en aquel cielo blando liado a su cuerpo, dejándolo como un enorme animal ciego y perdido en un bosque interminable.

EL capitán, de pie sobre el puente, hacia esfuerzos inútiles para penetrar con la mirada en la sombra; a veces, el contorno de una neblina más densa le hizo temer el choque con otro buque fantasma que se le venía encima. En su corazón imperaba la inquietud del presentimiento; en aquel viaje sentía el miedo de los riesgos del mar, porque llevaba a bordo todo lo que más quería en el mundo: su esposa y su hijo, y el amor hace temblar a los hombres más valientes. Habían querido acompañarlo para ver a España, la tierra del sol y las leyendas, tan alabada en la fría Inglaterra, y él no supo negarse. En aquel momento dormían tranquilos en su cámara, condados a la fe de su custodia, y esta consideración agitaba el alma del bravo marino con un temblor desconocido.

Entretanto, sin que se diera cuenta, el vapor había perdido la ruta de los barcos de cuadro y se acercaba de un modo peligroso a la tierra. Desde las Negras, su proximidad a la costa le hubiera hecho oír el rumor del oleaje, si el mar no hubiese estado inmóvil en brazos de la sombra. Pasó bajo el enorme acantilado del cerro de los Lobos, que parecía partido de un hachazo desde el lado del mar; sin duda algún cataclismo cósmico le habría hecho romperse en dos pedazos, y así quedaba quebrado por la mitad, cortado a pico, enseñando la roca pelada de su entraña infecunda, de la que habían saltado como astillas enormes bloques graníticos, sembrándolo de surcos y cortaduras. Sobre él se alzaba el cilindro alto y estrecho de la derruida torre, y la capa de tierra vegetal iba de la cima al valle recubierta de aliagas, palmas y atochas, con una vegetación abrupta y escasa. Frente al acantilado, a unos cuatro brazos de su mole, el picacho de la Polacra atestiguaba el corte que en siglos remotos debió sufrir el cerro. Era un pedazo del mismo monte, separado de él por el estrecho paso de mar, y cuya base se extendía como un islote con su lastra blanquecina, al ras de las olas, cubierta siempre de mariscos, caracolas, lapas y cangrejos. Sobre ella se alzaba el risco socavado en la base por el batir del agua y cubierto aún en la cima puntiaguda por la capa de tierra vegetal, entre la que crecían plantas salvajes y anidaban las gaviotas. La Naturaleza so había entretenido en moldear de un modo extraño a la Polacra: de lejos tenía todo el aspecto de una vela latina, y de cerca ofrecía la horrible mueca de un viejo con la boca desdentada, abierta por un gesto de hastío y llevando sobre las arrugas de la agrietada frente y la enorme cabeza el gorro puntiagudo de los garibaldinos.

En el paso de mar, entre la Polacra y el cerro, se internaba dentro de éste la gruta a que debía su nombre. La puerta, chica, aplastada, de forma irregular, hacía necesario que las pequeñas barcas pusieran lastre y que los tripulantes so tendieran en ellas para poder entrar rozando las aguas. Pasado el dintel, se realizaba uno de los mágicos cuentos de Scherazade. El enorme cerro hueco elevaba su cúpula, cuajada de estalactitas, que fingían columnas, lámparas, arcos, ojivas y estatuas, con una mezcla de gótico y bizantino fantásticos, como las formas de una catedral vista en sueños.

El mar se tendía en calma, como una alfombra tunecina, sobre las arenas multicolores, iluminadas por los rayos de la luz que penetraba entre las grietas del monte.

Era aquel el lugar de refugio de los lobos y tigres marinos que cruzan el Mediterráneo. Su maravilloso instinto llevaba a descansar allí a los terribles animales. Pocas veces los hombres se atrevían a molestarlos. Para aventurarse a entrar era preciso aprovechar los días de bonanza; cuando el viento hacía subir las olas, la base de la Polacra y la entrada de la cueva quedaban escondidas en el mar. En tales casos, los que hubieran penetrado en ella quedarían prisioneros de las aguas.

Los cazadores saltaban a tierra, aprovechando el sueño de los descuidados animales, cuyos ronquidos retumbaban dentro de la gruta con sonoridad de tubos de órgano. Era preciso disparar los arpones y las escopetas a un tiempo mismo, procurando herir en la cabeza para dejarlos muertos en el acto: de lo contrario corrían hacia el agua, bramando de coraje y de dolor y haciendo retemblar con sus alaridos la montaña, que parecía amenazar con arrancarse de sus cimientos. Los gigantescos animales se sumergían en las olas y se alejaban, dejando en pos suyo una estela de sangre. No hacían jamás frente, pero al huir eran peligrosos; sus aletas levantaban los enormes cantos rodados de la playa, disparándolos como proyectiles temibles contra los invasores.

Don Luis, que gustaba de esta cacería, propia de los países del Norte, en pleno Sur de España, logró dar muerte a varios de ellos. La carne derretida en grasa era un antiséptico preciado para curar las heridas, y el elegante contrabandista cruzaba su pecho con chalecos de la pintada piel, condecoración de sus valientes hazañas.

De pronto el capitán notó algo inusitado; el faro de Cabo de Gata no aparecía en el horizonte a pesar de las horas de navegación. Debía haber cambiado la ruta. A la derecha se oía un ruido extraño. ¿Era la proximidad de tierra? ¿Era otro barco que se acercaba? Resonó potente el pito de la máquina en un prolongado alarido de incertidumbre. Un tic-tac acompasado volvió a dejarse oír cuando se perdieron sus ecos; la escarpada ladera, del cerro de los Lobos dejaba rodar piedras pulimentadas por el tiempo, que caían desde la enorme altura del cortado al agua con el isocronismo de los granos de un reloj de arena. Así habían ido rellenando el mar para formar la playa de Peñas Roas, inhospitalaria y terrible, con su continua lluvia de piedras.

Para el capitán no hubo duda: un peligro le acechaba de aquel lado. Sintió el movimiento instintivo que incita a la huida, y mandó retroceder para volver a tomar rumbo. A la altura de Rodalquilar, perdido por completo, quiso virar hacia la izquierda; pero ya era tarde; el vapor había avanzado en demasía y la saliente punta del cerrico del Romero lo hirió en medio de la quilla con su puñalada de piedra.

La conmoción fue terrible, el enorme barco lanzó un alarido de monstruo moribundo con el crujir de su maderamen y el chirriar de los hierros y quedó inmóvil. Los primeros momentos fueron de indecisión, de incertidumbre. Los hombres se aferraron a sus puestos, dominando el pánico, prontos a obedecer la orden que se les diera y sin poder conjeturar lo que sucedía. De la cámara del capitán salió el llanto de un pequeñuelo y una angustiada voz de mujer llamando:

—¡Jorge! ¡Jorge!...

Rasgó de un modo estridente la bocina el aire, como si en un esfuerzo supremo desease romper la niebla. Los hombres de proa creyeron ver en la obscura mole del cerro otro enorme barco amenazando aplastarlos. El instinto obligó a ordenar la maniobra de retroceso, pero el vapor no obedecía. Estaba clavado en su sitio. Entonces el capitán bajó del puente: llevaba la frente contusa y las manos doloridas de la violencia del choque, que lo había arrojado contra la barandilla. En su cámara, la mujer lloraba abrazada al niño. Los objetos que no estaban fijos rodaban todos por el suelo.

Pasados los primeros momentos de estupor, pudieron darse cuenta de lo que sucedía. El vapor, herido en su columna vertebral, sintió penetrar el arma entre su nervadura de hierro hasta el corazón. El pico de la piedra se había clavado en medio de la máquina y lo mantenía levantado y enhiesto.

No había tiempo que perder: el agua subía rápidamente buscando su nivel, y bien pronto la bodega, la cocina, los camarotes y todas las dependencias del barco quedaron anegadas. La tripulación oía con espanto el lento chasquido y el crujir de la madera rajada por aquel enorme peso al separarse los hierros y las tablas. El vapor no tardaría en abrir su casco como una granada para desaparecer bajo las olas.

Por fortuna no había peligro para las vidas; la traicionera costa estaba está vez allí ofreciéndoles un regazo amoroso. Doblado el promontorio, lejos de la abrupta ribera que milagrosamente habían salvado, la playa de Rodalquilar brindaba la sonrisa de su tranquilo valle.

Entonces la bocina pidió auxilio. El capitán pudo hablar a la pareja de carabineros, y uno de ellos corrió presuroso a la caseta. Había que transmitir aviso a los puestos inmediatos, a la Comandancia; pedir fuerzas y auxilios.

Cuando la luz del amanecer desvaneció la niebla, pudo contemplarse el triste espectáculo del mal herido vapor, sobre cuyo puente se agrupaban consternados los tripulantes, entre los cuales resaltaba la figura delicada e interesante de la mujer con el niño en brazos. Al costado del vapor estaban dispuestas las cuatro canoas salvavidas, de deslumbrante blancura, como polluelos de águila revoloteando en torno de la madre. Los hombres, afanosos, habían colocado en ellas lo que se podía salvar: la brújula, el reloj, algunos instrumentos náuticos y parte de los papeles y objetos que les eran queridos. Todo estaba pronto. El sargento que mandaba el puesto autorizaba el desembarco, y no obstante, la tripulación no se atrevía a abandonar aquellas tablas.

Permanecería en ellas hasta el último instante.

De un lado influía en ellos el amor que todos los marinos tienen a su barco, esa casa flotante, más amada cuanto más frágil, que defienden con bravura, en donde pasan su vida de esperanza y ensueños y que llega a constituir una mezcla de nido, de madre y de patria. De otra parte, la vista de tanta gente no los tranquilizaba; los ingleses temían sin duda a los aldeanos. ¡Habían oído contar tantas cosas! Años antes un vapor embarrancó en Esculles de manera que podía llegarse basta él a pie enjuto; la gente cometió terribles salvajadas, que no pudieron evitar los carabineros. El pueblo codicioso maniató a los representantes de la autoridad, y ebrio de rapiña saqueó el buque. Los aretes y las sortijas cayeron juntos con las orejas y los dedos del cuerpo de la señora del capitán. Nadie se apiadaba de los gritos en idioma desconocido. Los que no hablaban como ellos no debían ser personas, y así, sin el menor reparo, desvalijaron el barco y maltrataron a la tripulación.

Verdad que luego Inglaterra pidió indemnizaciones al gobierno español y se aplicaron tremendos castigos; pero los ingleses no dejaban de sentir miedo al pasar aquella costa abrupta, donde aun moran en estado primitivo descendientes de un pueblo de corsarios y contrabandistas que no conoce el derecho de propiedad más que con el argumento del terror.

El aspecto de la gente era poco agradable para los ingleses; se extendían a lo largo de la playa gesticulando en animada conversación y subían las laderas con agilidad de cabras o gatos monteses para acercarse más y ver mejor.

Subió entretanto el sol la cuesta de la bóveda azul y sus rayos de oro dominaban desde la altura, incendiando a las olas con chispazos de lumbre. El mar se obscurecía y se rizaba hacia afuera; el terrible Levante vendría bien pronto a hacer más triste la situación. Avanzaba según empezó a descender el sol hacia su ocaso. A eso de las tres de la tarde las olas comenzaron a batir con furia las rocas y a saltar en remolinos de espuma en la punta del monte; los crujidos del barco se oían desde la tierra, Entonces la tripulación montó sobre los salvavidas, lentamente, sin apresuramiento, con una tristeza que se traslucía en sus ademanes. Primero la gente; pasó un rato para que uno se decidiera a abandonar las queridas tablas; luego la señora y el niño; en seguida los marinos, y los últimos el piloto y el capitán. Se veía a éste de pie en la canoa, vuelta la cara al mar, reteniendo con la contracción de los músculos los sollozos de su pecho. El sargento y los carabineros los rodearon al saltar a tierra; el pueblo formaba un grupo curioso y ávido a pocos metros de distancia.

Algunos minutos después las canoas salvavidas, varadas en seco, estaban bajo la custodia de los carabineros y los tripulantes del Valencia contemplaban la destrucción desde las peñas. Parecía que el mar había esperado el salvamento para empezar su obra. El monstruo de hierro se incliné primero ocultando la proa bajo las olas, como la, fiera moribunda que humilla la cabeza en las arenas del circo. Un suspiro de dolor salió del pecho de los ingleses y la mujer prorrumpió en convulsivos sollozos. Tal vez mientras su marido pensaba en su responsabilidad ante las leyes y ante la casa armadora, ella recordaba todos los anhelos, los momentos de dicha y los ensueños felices unidos al barco que se hundía. Una palabra del marido debió ordenarle valor o consuelo, porque secó inmediatamente sus ojos y quedó inmóvil. La mujer de un hombre valiente no debe ser cobarde. El pequeñuelo se había deslizado a tierra desde la falda de su madre y jugaba contento, revolcándose en la arena, ajeno a cuanto sucedía.

Se acercó el sargento, logrando a duras penas hacerse entender. Podían ir a la caseta, en la que encontrarían hospitalidad. Sobre todo la señora» La esperaban su esposa y su hija. No; no querían irse de allí mientras el vapor no desapareciese. Contemplaban desde la playa su agonía de coloso y deseaban no separarse de él. La señora dijo algo, en que la gutural habla inglesa se dulcificó mojándose en lágrimas y adquirió un ritmo armonioso... Aquel algo tan dulce era también una negativa. Conforme avanzó la tarde se aceleró la destrucción, del barco. Las olas lo azotaban y lo lamían jugando con él coquetas y traidoras. Había mucho de melancólico, de fatídico, en el gemir de la madera, mucho de triste en la sumisión a aquellas olas costeras del Mediterráneo por el titán que cortó tantas veces con su quilla las aguas del Atlántico. ¡Así debieron sucumbir Prometeo y Napoleón!

El casco se separaba cada vez más visiblemente; el balanceo de las olas lo iba partiendo en dos mitades. Al fin se abrió, enseñando por un momento sus entrañas, y cayó desplomado en el abismo con su convulsión postrera. Fue un crujido, un derrumbamiento, un remolino de aguas sorprendidas en su carrera que se precipitaron ondulantes... después nada. ¡El abismo le había sepultado en su seno!

Al último estertor del barco respondió el grito de la multitud que contemplaba el drama. Los tripulantes, de pie, con los ojos llenos de rocío de pena, descubrieron en silencio sus cabezas, con un saludo respetuoso como muda oración. El sol lanzaba en aquel instante el último rayo de una luz fría sobre el sudario del mar para dejar caer su disco detrás de las cresterías de las montañas, y el pequeñuelo inglés tendía inocente y asombrado la mirada de sus claros ojos por el lejano horizonte donde se confundían los dos azules.

III

El día, nublado y tempestuoso en la mañana, se trocó en vernal conforme el disco del sol, pálido como espejo de acero, desgarró su manto de gasas, cuyos jirones, barridos por el viento, le dejaban lucir toda su majestad en el diáfano azul del aire formando contraste con la negrura del mar. Las aguas, batidas por el Levante, que soplaba frescachón, alzábanse en montañas para dejarse caer con estrépito contra la tierra.

Durante la noche el mar había llevado a cabo su obra destructora. Las deshechas cajas de naranja dejaron escapar su contenido, y las ondas verdinosas aparecían bordadas con los florones rojo y oro de las frutas.

Al retirarse la ola quedaban por un momento en seco las naranjas entre el espumoso encaje, adornando la playa con prendido de reina; luego, detrás de la ola que se retiraba, venia otra, rebramando, terrible y juguetona a la vez, y arrastraba hacia afuera los madroños del manto abandonados por la primera. La arena quedaba sola, brillante y mojada cortos momentos; después se levantaba henchido el seno de una nueva ola, obscuro, sombrío; partíase un instante como si fuese a dejar ver las profundidades del abismo... y aparecía cuajado de naranjas que se revolvían en el fondo de la entraña negra. Durante algunos segundos la inmensa mole de agua crecía potente y avasalladora; la atracción sinfónica amenazaba con lanzar la furia del Mediterráneo entero sobre la tierra... y de pronto se partía en carcajada de espuma, coronaba la cima de nieve... y volvía, a tenderse mansa y rugiente por el plano de las arenas brilladoras.

Donde bramaba con toda su furia el mar era en la base de las rocas, en los cabos y en los promontorios. Allí el chocar de las olas cobraba estrépito de trompetería y estampido de cañón. Rebotaban deshaciéndose en menuda lluvia cristalina, que pretendía confundirse con el azul.

Cada una de aquellas menudas gotas tenía consistencia de pedernal y en su obstinada y continua reproducción mostraban la seguridad del triunfo: ellas desharían la montaña en el correr de los siglos. La victoria había de ser del mar, porque sus aguas viven señoras de la Naturaleza, dotadas de fuerza y movimiento, mientras la tierra continúa petrificada e inerte.

Ya empezaban también a verse entre las aguas pedazos del destrozado vapor: maderas de los camarotes, lienzos de los costados, palos, cordaje, tablas de los envases del cargamento, cacharros, botellas y otros miles objetos ofrecían sus vagos contornos velados por burlonas ondas que jugueteaban ora acercándolos, ora separándolos de la orilla.

Una brigada de trabajadores procuraba arrancar al abismo su presa, y la iba amontonando en seco cerca de los salvavidas.

Las gentes de Rodalquilar y de los lugares cercanos habían acudido a la playa. Llegaban reunidas las familias y los vecinos en alegres pandillas, cargadas las mujeres y los zagalones con mochilas de lona, en donde llevaban la merienda. Sus preparativos revelaban el propósito de satisfacer la curiosidad y pasar un día de fiesta y algazara. Todos eran amigos, todos se conocían y a la aparición de cada nuevo grupo repetíanse gritos de júbilo, saludos y frases de bienvenida; los hombres se reunían a fumar y a conversar con la grave y mesurada dignidad de los labriegos; las mujeres formales y las viejas comentaban en corro los sucesos, mientras las zagalas, con alegre charloteo, trincaban correteando por rocas y arenas, seguidas de la curiosa mirada de los mozuelos.

Algunas parejas de carabineros desplegadas en ala por la orilla les impedían aproximarse. Eso les inquietaba poco, bien convencidos del escaso valor de los objetos que el mar iba devolviendo; sólo les conducía allí la curiosidad y el deseo de gozar un día de asueto, tanto más grato cuanto más inesperado.

Todos debían merendar juntos, con ese hermoso comunismo de los pueblos primitivos, y como el viento alzaba la menuda arenilla, amenazando estropear las viandas, les fue preciso replegarse hacia el Norte, en los lastrales del pie del castillo.

Allí las mujeres extendieron en el suelo los gruesos trapos de algodón con cenefas azules, en que habían llevado envuelto el pan, sujetaron los ángulos con grandes piedras y colocaron sobre ellos los enormes bollos de harina de cebada, de cuatro o cinco libras de peso cada uno, morenos, aplastados como tablones, entre cuya miga lucían aún las raspas de las espigas y la pajaza del grano.

Cerca de ellos fueron amontonándose los higos secos, que salían de todas las alforjas, y las lonchas de tocino que llevaban los labradores más rumbosos. La frugalidad de los campesinos de Rodalquilar, incomprensible para los labriegos del Norte, hacía pensar en los principios nutritivos del sol. Aquella modesta comida era un festín, acostumbrados a las continuas gachas de maíz y al caldo tan escaso de aceite, cargado de especias y tan abundante en agua, que las sopas nadaban con desahogo, y se veían retratadas en el fondo de la cazuela las caras de los comensales, a lo que debía su poético nombre de pimentón con nene.

Habitualmente la comida consistía en la olla de berza con el pedazo de tocino; las migas y gachas de maíz, alcuzcuz o harina perdida y las patatas o ensaladas. La carne y el pescado sólo se comían a ventregadas, en el caso de que muriese alguna res o que la mujer de un jabecote cambiase por harina y frutas un puñado de peces. No necesitaban más; con tan escasa alimentación, las mujeres ostentaban lozanas redondeces, colores las mozas y salud los hombres, de corpachones enjutos y avellanados.

Para comenzar, dio la vuelta al corro una bien repleta bota. Aquel día de fiesta era menester que lo disfrutaran todos; hasta se buscó un cacharro para echarles de beber a Antonio Diego y a Cinco Peroles, un mendigo y un idiota populares en el lugar. Entretanto una mujer apartó en un trapo la ración de los chiquillos, que no debían alternar con las personas mayores, y Dolores la Chafina apareció tirando del ronzal de una borrica, que llevaba las aguaderas llenas de suculentas provisiones. La moza sacó con cierto orgullo media docena de panes de trigo, rubios y apetitosos, aunque no libres de afrecho; un rollizo jamón de magro y un trapo, en el que iba envuelta una larga cuerda de chorizos. Pasó un murmullo difícil de definir por todo el rolde: complacencia de la gula, con algo de amor propio mortificado. Aquellos Chafinos gustaban de distinguirse en todas partes; no se acomodarían nunca a las costumbres de Rodalquilar; bien se conocía que sus abuelos vinieron de otras tierras, porque los Chafinos eran oriundos de Italia, una pareja de napolitanos ambulantes, con las canciones de su país en los labios, que llegó allí en su vagar sin ruta. Fue en los tiempos de los Espinosa, y como la muchacha se puso enferma y dio a luz en el pajar del cortijo dos chicuelos gordos y negretes, don Luis y su esposa los asistieron con cuidadoso cariño y fueron padrinos de los pequeñuelos. Los italianos no volvieron a salir del valle; habían tomado ley a sus compadres, y después de servirlos algunos años, como la prole aumentaba más que una gusanera, el matrimonio Chafino construyó su casita en un repliegue del barranco de las Carihuelas, en terreno realengo. Apenas los hijos mayores cumplieron quince años, ya les dieron nietos. Las hembras cadañeras aumentaban la familia con prodigiosa fecundidad; en poco más de medio siglo se habían sucedido cuatro generaciones; el barranco de los Chafinos era un pueblo. Los cruzamientos entre si se hacían sin contar con papeles de leyes ni con curas; las mujeres, sanotas y hermosas, de morena belleza italiana, ejercían sobre sus maridos la atracción poderosísima del amor a su barranco cuando se casaban con mozos de las cercanías y los hombres se llevaban a sus mujeres a vivir entre sus riscos. Una multitud de casitas blancas, semejantes a las del Tirol, con porches de ramaje, bordeaba la cortadura; al socaire de sus paredes se extendían pedazos de tierra vegetal ₍cuidadosamente limpia y rodeada de un cinturón de piedras. Allí, al frescor de la umbría, criábanse hortalizas y flores que regaban a cántaros, subiendo el agua del arroyo, los chicuelos medio desnudos que en número inconmensurable rodeaban a cada familia. Los hombres habían roturado las cañadas y los terrazos hasta cerca de la cima de los montes para sembrar pegujales de cebada, que les rendían el pan moreno y apetitoso necesario para el año.

Mientras vivió don Luis, los hijos de los Chafinos fueron sus servidores más fieles, los compañeros más decididos de todas sus excursiones de contrabandista, y la abundancia derramaba sus dones en el barranco. Después, a la muerte de su compadre, los Chafinos se vieron obligados a buscar, la subsistencia en el monte que les servía de albergue. Los sequeros de cogollo, que hombres, mujeres y chiquillos arrancaban, les producía para vivir con holgura; pero este último recurso les fue arrebatado con la venta de los montes, que les privaba además de todas aquellas parcelas, despedregadas con tanto amor, que se ablandaron para el cultivo con el sudor de sus frentes.

No hubo más remedio que conformarse; aquel aborrecido don Manuel era el dueño de todo; gracias que temiendo al número, les reconoció el derecho de cultivar sus terrenos previo el pago de una pequeña renta, ¡Cómo odiaban los Chafinos aquel amo intruso, cuyos servidores no cesaban de molestarles! Él, por su parte, tenía malas noticias de los Chafinos, se los presentaban como una mala semilla de italianos que le revolvía el valle, Sus encargados, siempre que hallaban ocasión, azuzaban la antipatía y taimadamente molestaban en cuanto podían a los Chafinos. Muchos de éstos se marchaban a Orán, hartos de sufrir disgustos y temerosos de perder la paciencia y hacer un disparate. Sin embargo, de poco tiempo acá el trato entre el amo y los Chaflnos se había hecho menos tirante merced al matrimonio de Víctor, el mayor de los nietos de los napolitanos, especie de jefe de la familia, con la hija del aparcero que tenía don Manuel en el cortijo de los Pellones.

Dolores era hermosa y lo sabía. Los mozos del contorno andaban locos perdidos por ella, y tuvo para casarse las proporciones de los novios más ricos; pero la muchacha se enamoricó de Víctor, de aquel arrapiezo que tenía nombre de perro y era de otra casta; los disgustos de la familia fueron muchos, y gracias a que la señora vieja, la madre de don Manuel, que pasaba largas temporadas en la hacienda y quería a la muchacha, intercedió por ella apadrinando la boda, en la que hubo derroche de buñuelos, garbanzos torrados, avellanas y bebida durante los tres días que duraron el baile y la fiesta,

En cuanto terminaron los festejos, Víctor se llevó a su mujer al barranco a pesar del desagrado de los suegros y de los señores, que le acusaban de desagradecido, Menos mal que con Dolores lo hacía bien, demasiado bien, porque saliéndose de las costumbres, daba que murmurar a las gentes.

No era uso allí que las mujeres casadas se peinasen y ataviaran igual que las mocicas, como seguía haciéndolo Dolores, a pesar de tener ya el primer chiquitito. Iba siempre detrás del marido, embobado con ella, que la llevaba a las fiestas y la ponía en rueda a bailar con las muchachas; continuamente haciéndose carantoñas y mimos, impropios de la rudeza de las costumbres primitivas imperante» aún allí, que obligaban a los maridos a tratar con despotismo de amo a las mujeres y a ellas a ocultar ternezas y simular despego. Esto distingue a las gentes honradas de las que no lo son. La mujer casada ya no tiene que agradar a nadie, y desde el día siguiente de la boda la cabellera, lisa y tirante, se oculta bajo el pañuelo moruno, en vez de lucir trenzas, flores y rizos, como hacia Dolores. ¡Cualquiera se atrevía a decirle algo! ¡Había echado unos humos! Como que su Víctor la mimaba igual que a una niña y no le importaba cuanto murmurasen. Sus manos, cuidadas y finas, eran blancas, como harina de flor. En su casa no se acababa en todo el año el pan de trigo y las cuerdas de longaniza y de jamones. No tenían que decir de dónde les venia el dinero; Víctor no trabajaba ni había salido a Orán, a pesar del acotamiento. Era, sin duda, el contrabando lo que alimentaba aquel lujo; y el odio de las vecinas, envidiosas de Dolores, hallaba con esto ocasión de desatarse. ¡Qué mujeres, que tuvieran valor de exponer así a su hombre al presidio o a un balazo por llevar lujo!

Aquel día algunas no pudieron disimular su despecho:

—¡Ya se conoce quién puede!

—¡Viva el rumbo!

Exclamaron a la par la tía Aurora y la tía Juana, aparceras de los cortijos de Maturana y de la Unión, molestas en su orgullo de labradoras ricas, mientras el marido de la segunda se apresuraba a sacar la faca de entre los pliegues de su faja para dar el primer tajo al incitante jamón.

Fue la señal de acometer. Todos los hombres sacaron las facas de las cinturas y las mujeres las navajas de las faltriqueras. En un momento estuvieron destrozados los panes, las lonchas de tocino y el jamón; las manos morenas se hundieron en el montón de higos; la botas recorrían con frecuencia la rueda y las bocas engullían a dos carrillos. Poco a poco las gentes iban poniéndose alegres, algo chisponas; menudeaban chistes, sátiras y carcajadas; los muchachos y los mendigos, que acabaron su ración antes de estar satisfechos, miraban con ansia los alimentos, que disminuían rápidamente. Dolores se colocó al lado de Víctor, y en verdad que formaban una hermosa pareja. De unos veintiséis años, alto, moreno, con grandes ojos negros, cejas espesas y revuelta cabellera, las facciones de Víctor, sanas y fuertemente acusadas, revelaban la alegre franqueza de las almas primitivas.

Dolores, algunos años más joven, era también alta y morena, con ese moreno claro que deja ver circular la sangre ardiente bajo la piel tornasolada de escamas de plata. Los ojos moros, de un castaño obscuro, capaces de llegar al negro o al azul, según la pasión que reflejasen, eran grandes, rasgados, con dos hileras de pestañas largas, arqueadas, que se movían en aletear de mariposas; las cejas, espesas, hubieran dado algo de dureza a la cara al no prolongarse en un arco con curvatura de lira a lo largo de la bien dibujada frente y la maravilla de unas sienes semejantes a las de La bella desconocida de Donatello, esfumadas en la suave y melancólica armonía de un óvalo perfecto. La nariz, de forma irreprochable, y la barbilla redonda, terminada en la tentación de un hoyuelo, daban a su cara, de palidez mate, un aspecto de ensueño y melancolía, bajo el revuelto bosque de cabellos caoba, con tonalidad, da castaña madura; formaba contrasto con la alegre frescura de unos labios rojos y jugosos, que parecían hechos para reír, besar y excitar el ansia de morderlos. El milagro de aquella cabeza se sostenía sobre la majestuosa garganta, y el cuerpo esbelto, naturalmente elegante, con manos y pies de niña, senos apretados, brazos redondos y anchas caderas.

Vestía, como todas las mujeres del contorno, refajo de lana color magenta, almilla de sarga negra y el pañuelo de crespón plegado al talle con ondulaciones de manto; pero se notaba en su atavío más cuidado que el de la mayoría de las mujeres del lugar. Las alpargatas nuevas iban sobre estiradas medias blancas, lujo sólo propio de señoritas, y la cabeza descubierta, esmeradamente peinada con el moño de quince pleitas partido y acompañado de grandes bucles, lucía una flor de geranio blanca, mientras la redondez del talle se mantenía en ajustado corpillo y las sartas bermellón de los corales le rodeaban el cuello. La maternidad no le había robado ningún encanto. Eran una pareja pletórica de vida, juventud y belleza, que justificaba bien la envidia y los mordiscos de las leas, que a falta de otros dones hacían gala de su condición de madrugueras y económicas.

En medio de la alegría y la algazara prendió una idea entre los comensales. El complemento de aquella merienda debían ser las naranjas, las pequeñas vasijas llenas de jugo fresco, azucarado, apetitoso a las gargantas, resecas con el bochorno. ¿Por qué no cogerlas? ¿Con qué derecho les impedían acercarse a la orilla? Lo que la mar devuelve a la tierra no es de nadie. Empezaron a murmurar indignados de la tiranía del sargento y del cabo, que habían negado el permiso, solicitado por varias mujeres, para recoger las codiciadas frutas. Iban hundiéndose en el agua y bien pronto se tornarían amargas y salobres. Ya muchas, blandeadas por los choques, se habían partido en dos pedazos, y otras, rajada la corteza, mostraban la herida de su carne blanca. Estaban allí todos los hombres de Rodalquilar, de la Hortichuela y de las Negras, y la idea de emplear la fuerza tomaba cuerpo en los ánimos, caldeados por el mosto. Los labriegos no conocen el odio a los superiores que la lucha de clases ha engendrado entre obreros y patronos de las grandes ciudades; siervos del terruño, conservan mucho de la organización feudal, que les inclina a querer y respetar a los amos, de los que esperan protección y recompensas, sin conocer el valor del trabajo que les prestan; pero en aquel momento, ante la opresión y la injusticia, látigo de la conciencia de los pueblos, una chispa de odio y rebeldía germinó en los corazones, de ese modo misterioso y simultáneo que forma el alma de las multitudes, como si una misma onda hiriese todo» los centros nerviosos, para que corazones y cerebros sintiesen y pensasen al unísono.

Las mujeres eran las que más gritaban, excitando a los hombres a la lucha con sus exclamaciones de indignación y descontento. Víctor se adelantó hacia el centro del corro, y todos se agruparon en torno suyo, como si de un modo tácito lo proclamasen jefe. Se cumplía una vez más la ley que preside todos los movimientos populares. El pareció darse cuenta de la situación; con una mirada severa contuvo la protesta amorosa de Dolores, y con voz breve de mando y sobriedad de palabras, dejando adivinar en los movimientos más que en los sonidos su idea, ordenó el plan de campaña, Nada de locuras. Los carabineros tenían las armas, y era preciso ser prudentes. Aquello debían hacerlo las mujeres. Todas a un tiempo descalzarse y correr a la orilla; no se atrevería nadie a usar de la fuerza contra ellas. Por si acaso, un grupo de hombres se pondría cerca de cada pareja, serenos, amigos; él se encargaba del sargento.

Resonó un grito de alegría. ¡Bien por Vítor! Verdaderamente, los Chafinos tenían más talento que los otros, y con ese espíritu variable e infantil de las multitudes, prorrumpieron en aplausos.

En breve tiempo quedó todo acordado. Los grupos de hombres se dirigieron a tomar posiciones, mientras las mujeres empezaban a descalzarse y se despojaban de mantones y enaguas.

Víctor se dirigió hacia el cerro, donde habían sentado sus reales los jefes de carabineros; le acompañaban Gaspar el Curandero, José el Pelao, Andrés Manteca y Capuzo, el gitano herrador. Todos eran gente independiente, algo braveadores, que vivían en los lugares vecinos.

Poco antes de llegar se detuvieron un momento; la costumbre de ser respetuosos y solapados les hacía vacilar. Pero bien pronto desapareció la indecisión. Era preciso cumplir lo prometido; la gente esperaba. Víctor adelantó con gallardía, quitándose el sombrero y dejó volar al aire los rizos de la cabellera, sin el pañuelo de hierbas que los otros llevaban rodeado a la cabeza y anudado hacia atrás. Les acogieron amistosamente; una plácida benevolencia de hombre gordo iluminó la cara del cabo, y el sargento, en su deseo de ser amable para evitarse complicaciones, estiró los labios, entornó los ojos, echó hacia atrás la cabeza para fingir una sonrisa. Sin duda no sospechaba nada. La conversación empezó ligera y frívola: el tiempo, la falta de lluvia que se empezaba a sentir. Al fin, Víctor se decidió, y ofreciendo tabaco lió su cigarrillo y golpeó la yesca entre el eslabón y el pedernal.

Entonces, obedeciendo a la consigna, la caterva de mujeres corrió en tropel hacia el mar; entre carcajadas y gritos salvaron el cordón formado por los carabineros, abalanzándose a la orilla del agua, hasta el limite mismo en que las arenas mojadas formaban en un semicírculo ondeado la línea de separación con las arenas blanquecinas y requemadas del sol, marcando el límite de las olas.

—¿Qué significa esto?—interrogó el sargento.

El silencio grave del cabo, la indiferencia irónica y socarrona de los rústicos se lo revelaron todo. Estaban en poder de los aldeanos; ellos no se metían en nada ni quebrantaban órdenes, pero en su actitud paciente había una amenaza. ¡Ay de los que se atrevieran a hacer daño a las mujeres! No era posible dar una orden imprudente; había que tomarlo a broma para salvar el principio de autoridad.

El cuadro que ofrecía la playa era animado y pintoresco: las mujeres, con las cabelleras casi sueltas, descalzas de pie y pierna, formaban cerca de la lengua del agua un abigarrado conjunto con los vivos colores de los zagalejos amarillos, encarnados y color magenta, y con los pañuelos de brillantes tonos alrededor del busto.

Inclinadas hacia adelante, con las faldas arremangadas y sujetas entre las rodillas, acechaban la llegada de la ola, en cuyo seno venían las codiciadas frutas. Cuando la espuma bañaba sus pies, amenazando atraerlas hacia afuera, escapaban chillando con los gritos de emoción y de júbilo que les arrancaban el temor y el cosquilleo del agua fresca, invadiendo su carne en una sensación de placer.

Era un juego con el mar, En el momento que se retiraba la ola, corrían persiguiendo su espuma, se abalanzaban sobre ella para coger las naranjas, arrojándolas al aire, a fin de que las atrapasen las rezagadas. Cada vez se familiarizaban más con el peligro; cada instante pasado, las aguas y ellas eran más amigas; las olas, en vez de amenazar, parecían reír traviesas, y las muchachas, mojando las piernas y el borde de los refajos, ondeantes al viento los revueltos cabellos, chapoteaban sin miedo sobre sus enemigas. Los pies, arrugados por el largo contacto del agua, que los había tornado blancos, se movían ligeros, parecían revolotear como polluelos de gaviota; unos maravillosos pies de mujer española, que aun teniendo abierta la planta por la costumbre de andar descalzas, conservaban la pequeñez y pureza de lineas, arqueados de empeine, finos de contornos, con los dedos largos y rosadas las uñas como botones de geranio, tan breves y ligeros que apenas marcaban su huella en la arena mojada. Miraban los hombres, complacidos y contentos, el cuadro, Una vez más vencían a los carabineros, y su espíritu contrabandista se expansionaba alegre. Ahora no era la victoria obscura entre los vericuetos de la costa, en la sombra de la noche: su astucia triunfaba de día, cara a cara, en pleno sol,

Los carabineros, por su parte, reían también sin adivinar el alcance de aquella audacia, al ver que no se les daba ninguna orden. Sólo en el fondo de las pupilas del cabo y en las del sargento hubo al cruzarse las miradas una chispa amenazadora, violenta, fulminante como un rayo, que se apagó en la contracción de la forzada sonrisa.

Las gentes se embriagaban con aquel triunfo; los gritos y las carcajadas rimaban con el batir de las olas; muchas aldeanas habían tomado parte en el juego. Las primeras naranjas se devoraron con avidez. Las mujeres hundían los dedos en la corteza, aplicaban los labios ansiosos al agujero y chupaban sorbiendo el azucarado zumo, que les rebosaba de la boca y corría por la barbilla y la garganta, manchando su carne morena con el licor amarillo. Después de estar hartas y llenar sus delantales, no se daban mano a coger más naranjas. Aun seguía el deseo de jugar con el mar, arrebatándole su presa.

Entretanto había amainado el viento; las aguas se aclaraban, y las frutas, flotando en el azul, cubrían buena parte de su superficie. Parecía como si las olas hubiesen dominado su furia para lamer mansamente aquellos menudos piececitos que vencieron la tiranía de los fuertes, deshaciéndola con tanta facilidad como las frágiles espumas blancas que sorbía el arenal sediento.

IV

Subía el tío Juraico las estrechas veredas que en zig-zag caprichoso conducen al caserío de los Chafinos, detrás de la borriquilla rucia cargada con los grandes capachos de la recoba, sobre los que se cruzaban la arqueta de buhonero, el fardo de telas de colores y los retales de moreno lienzo.

El ambulante vendedor, que debía el diminutivo de su nombre al cuerpecillo achaparrado, pasaba la vida recorriendo la comarca con su tienda movible, y cambiaba las baratijas de su arquilla por productos del país: huevos, miel, longaniza, pollos tempraneros, cera y otros mil objetos que vendía en la ciudad con una triple ganancia. Para las mujeres era una verdadera providencia; cuando sus ahorros les permitían adquirir un pañuelo de crespón o Manila, un vestido de lana o el juego de rosas de trapo con hojas de talco para adornarse en las grandes fiestas, el tío Juraico se encargaba de la compra con admirable prudencia y buen gusto. Jamás reveló el secreto ni llevó dos encargos iguales, permitiendo así a las interesadas experimentar el placer de sorprender y deslumbrar a sus amigas con las galas preparadas en secreto.

Los moradores del valle acogían cariñosamente a Juraico. Aunque tenía su casa en la Hortichuela, estaba constantemente entre ellos. Allí, en el cortijo donde se le hacia de noche, descargaba la burra, sin necesidad de que le invitasen, metía las mercancías y los aparejos en la cocina y aposentaba al animal en el mejor sitio de la cuadra. Sólo había de pagar la ración de paja y el cuartillo de cebada; él tenía siempre cena y cama, gracias a la generosa hospitalidad de los labradores, que partían con el huésped la comida y le ofrecían la cabecera de paja para dormir. Al despuntar la aurora volvía Juraico a emprender la marcha, sin despedirse de nadie, detrás de la vieja borriquilla, que despacio y trabajosamente iba trenzando sus débil es patas torcidas con el movimiento de las mujeres que hacen calceta, hasta el punto de chocar a menudo los corvejones de las traseras en un seco chasquido de huesos.

Así, vacilante la borriquilla, con su paso tardo, y detrás el tío Juraico, paciente, cabizbajo y cachazudo, con los acompasados movimientos de sus cortas y zambas piernas y la vara de medir en la mano, caminaban por senderos y vericuetos, de caserío en caserío, hasta llenar los capachos de recoba, para llevarlos a la ciudad y renovar la provisión de baratijas. A fuerza de caminar a solas se había establecido una estrecha amistad entre aquellos dos seres, que estaban juntos largos años, desde que el animal era una pollina retozona, que en más de una ocasión puso en peligro las frágiles mercancías. Algunas veces Juraico entablaba animada plática con la burrucha.

—Anda, anda, que se te cae el alma. Ya verás en llegando cómo te doy buen pienso. Mira que se hace de noche y en casa de los Chafinos siempre hay ocasión de vender.

Y el animal aligeraba el paso como si entendiese los razonamientos.

—Mira qué mala suerte; debía haber vendido el pañuelo color garbanzo en diez pesetas y he tenido que darlo en ocho—le contaba otra vez a su compañera Juraico.

Tenía, la seguridad de que la burra movía tristemente las orejas, porque lo había comprendido.

Aquel día, el tiempo espléndido parecía infiltrar un aliento juvenil en el cuerpo de los dos viejos compañeros; ambos caminaban de prisa, bordeando el barranco del Granadillo para llegar a las casas de los Chafinos. El sol reía retratando su disco en los guijarros para hacerlos brillar como si cada uno fuese un pequeño astro; fastuoso gran señor, quebraba los rayos en las aristas de las piedras encendidas en chispazos de luz y vestía de raso el verdor de la hojarasca. La casa de Víctor, primera que levantaron los napolitanos, dominaba la entrada del estrecho desfiladero, entre cuyo sombraje se desarrollaba una vegetación lujuriante.

Las palmas y las atochas lozanas y tiernas, al amparo de la sombra, se mezclaban a los floridos romeros, los olorosos tomillos, mejoranas y azules florecillas de los cantuesos. Las salvajes aliagas lucían los pétalos amarillos entre las blanquecinas bolas de púas. De peña en peña caía el agua de un pequeño manantial que dejaba oír el ruido de los cristalinos, quebrándose entre tallos y raigambres para correr en el fondo del barranco por el fresco cauce de un arroyuelo.

Con los troncos dentro de su corriente, las gigantescas cardenchas ostentaban los grandes borlones de su flor morada, y las adelfas de hojas verdinegras balanceaban los racimos de rosadas flores. En la entrada misma del barranco, allí en donde las aguas formaban un natural remanso, para desaparecer sorbidas en la reseca arena del lecho de la rambla, un frondoso cañal y algunos juncos y carrizales formaban espeso bosque, mezclados a una docena de álamos blancos, con las hojas movibles, susurrantes y tornasoladas en argentados reflejos. Todas aquellas plantas de tallos largos y rectos daban una nota exótica al panorama y evocaban algo de los paisajes del Norte, de esos bosques misteriosos donde se escuchan las vibraciones del alma de la Natura y se celebran los ritos solemnes de las druidesas; suenan las alegres flautas de oro de los panidas, estallan las risas y sollozos de las ninfas, y reina toda esa cohorte de pasiones humanas y salvajes de los dioses del Parnaso, del Olimpo y de la Walhalla. Altos, poéticos, rumorosos con su continuo balanceo, que sacude los penachos de nieve de los racimos, cañares y carrizal parecían esconder entre sus nudos todo un pueblo de enanitos y kobols escapados de la Escandinavia y la Germania para convertirse en duendecillos españoles.

Después de aquella nota extraña, la vegetación recobraba de nuevo su aspecto indígena: atochas, palmas y torviscos se multiplicaban al ascender por laderas y balates para formar el límite de las veredas, Un seto vivo de añosos troncos de nopales, con opulentas palas, erizadas de espinas, y cenicientas pitacas, cuyas varas, de cinco metros de altura, se abrían en las ramas enormes de sus flores, parecidas a los brazos de un Indra gigante, que tendía las palmas de las manos hacia lo desconocido, esparciendo en la atmósfera los gérmenes fecundantes de la creación.

Al acabar la vereda, centinela de la entrada del caserío, aparecía la morada de Víctor, chata como todas las del campo de Níjar, pero enlucida y blanca su albarrada pared y el porche, cuyo parral despojado de hojas enlazaba los sarmentosos tallos retorcidos y revueltos como serpientes sumergidas en un sueño invernal.

Delante de la puerta la empedrada era en que ya apenas se trillaba, y en la ladera de la solana el antiguo sequero de palma y cogollo, inútil desde el acotamiento de los montes. Los terrazgos, en los cuales sembraban antaño sus pegujales, bailábanse abandonados ahora; las amapolas, vinagreras y moginos, mezclaban las flores amarillas y rojas, semejantes a pedazos de una bandera española desgarrada entre los breñales. Al lado izquierdo del porche, el huertecillo de hortalizas lucía su vegetación apetitosa mezclada con plantas de flores y de albahaca.

Al cruzar Juraico la era, se levantó perezosa una perra que dormitaba al lado de su cachorrillo y se adelantó ladrando sin cólera, como si conociera a un amigo en el recién llegado y sólo cumpliese el deber de anunciar a los amos su visita. No tardó en aparecer en la puerta la airosa figura de Dolores, que al ver al vendedor reprimió un ligero gesto de disgusto, y sin contestar apenas al saludo dijo:

—¡Ah! ¿Es usted, tío Juraico? En mal día viene hoy.

—¿Por qué?—preguntó él.

—Hemos estao ayer de limpieza; entoavía estoy mu ocupá... Descanse usted si quiere, pero no descargue la arquilla... No me puedo entretener... Otro día será.

Hablando así, tendió la vista en torno suyo, como para atraer la atención del tío Juraico a que viera la confirmación de sus palabras. La gran, cocina, partida por enorme arco con argolla de hierro en medio que separaba las dos naves, lucía las paredes enjalbegadas de deslumbrante blancura, y el transpol de su suelo, acabado, de regar, «conservaba aún como arabescos los dibujos de los chorros de agua que le arrojaron. Las sillas de madera, con asientos de esparto, y los posetes de leñosa pita estaban alineados en orden alrededor de los muros; las mesillas colocadas cerca del hogar de campana ostentaban la limpieza de sus recién fregadas tablas. Todos los aparejos de bestias, espuertas y labores de esparto se habían ocultado tras él gran portalón, y el vasar de arco, especie de alacena sin puertas, empotrado en la pared, amenazaba venirse abajo al peso de la carga de platos y fuentes de loza vidriada, con ramos de color y arabescos azules y verdes. Tazas y jícaras colgadas por el asa, formaban guirnaldas a su alrededor y a lo largo de los muros se extendían las tapaderas de barro color caramelo con dibujos blancos; las botellas formaban pifias y las cacerolas de reluciente cobre acusaban con su brillo los restregones de la tierra blanca que les arrancaron las sales venenosas. Al lado de la cantarera, que sostenía cuatro panzudos cántaros de barro cocido, el jarrero ofrecía limpias alcarrazas de cuatro picos y un botijo rezumante de agua fresca, pronto a apagar la sed de cuantos viajeros lo solicitasen. Apilábanse sobre la leja las ollas y los peroles de barro, enfundados en su capa de negro hollín, y de las paredes del hogar colgaban las sartenes y las grandes tenazas de hierro, de más de un cuarterón de peso, sujetas por una cadena al muro.

Las trébedes levantaban hacia arriba sus patas y la losa del hogar, limpia, sin fuego ni cenizas, no conservaba huellas de ]a última vez que allí se había guisado. Entre todos los enseres que adornaban la pared, una profusión de cromos, calabacillas de corteza verrugosa, panochas de descomunal tamaño, ramas de olivo, de almendro o cabos de panizo; tantos objetos mezclados y confundidos, que se comprendía fácilmente que sólo en las grandes solemnidades se emprendiera una limpieza semejante, tan costosa como la de una biblioteca. El tío Juraico pareció apreciar todo aquel esfuerzo, pero no se dio por vencido.

—Acabo de llegar de Almería—dijo—; traigo peinetas, aretes, alfileres, telas y encajes nuevos... Verdaderas maravillas que quiero que tú veas antes que nadie.

Miró con codicia la muchacha la pequeña arqueta de madera que se mecía entre los dos capachos y el fardo de tela, pero temerosa de entretenerse rechazó el ofrecimiento murmurando:

—Hoy no; no me puedo entretener, tío Juraico, es imposible.

El buhonero se estiró sobre sus piernas zambas y bajando la arqueta la abrió ante los ojos de Dolores: peines, pastillas de jabón, barrilillos de aguas olorosas, collares, horquillas, alfileres y brazaletes, todo se confundía en el fondo del arca. Pendientes de una montura de latón, con piedras azules y verdes; había un racimo de doradas uvas de cera, que la muchacha contemplaba codiciosa.

—Esa es la buena sombra, el alfiler de moda; eres la primera que lo ve.

—¡Qué precioso!

Y acercándose al espejito, colgado entre dos blancas toallas de enrejado fleco al lado del jarrero, lo aproximó a su garganta murmurando:

—¡Qué bien estaría con mi pañuelo de Manila color aceite!

—¡Claro que sí!—afirmó el pequeño vendedor—; debes quedarte con él; no hay más que tres y se venderán en seguida... Dile a tu Vítor que te lo compre.

Pareció obscurecerse con una sombra el rostro de Dolores, pero no tuvo tiempo de responder. Los ladridos de la perra avisaban la proximidad de alguna persona.

—¿Será él?—exclamó Dolores, y sin atender al buhonero acudió a la puerta.

A pesar de su preocupación no pudo contener la risa. Venían juntos Antonio Diego y Luis Márquez, los dos pordioseros del lugar, que se miraban con odio profundo siempre.

Antonio Diego se creía con más derecho que aquel intruso, que nadie recordaba de donde vino. Él había nacido en Rodalquilar, creció y se junté con su novia en la caseta del cerrillo, de donde lo había arrojado don Manuel para dársela a otro de sus paniaguados, obligándole a buscar albergue en una de las abandonadas casas de los Chafinos. La profesión de Antonio Diego fue siempre la nacional, tomar el sol y no hacer nada. En ella le ayudaba toda su familia. Desde por la mañana podía verse a la madre y las tres hijas alisándose mutuamente las largas cabelleras, sentadas de cara al sol contra el muro de la puerta, y echados a su lado, como mastines guardianes, los hermanos, muchachotes fuertes y morenos, que pasaban la vida tendidos al amparo de aquel calor vivificante, mudos, aletargados, parecidos a fakires de la India que sin pensar en Dios adorasen el Nirvana.

La mujer, tan biltrotera como haraganas las muchachas, no cosía sino en momentos de suma necesidad. Recién unida a Antonio Diego compró con los regalos de doña Pepita una jarapa de vivos colores, y cuando las frecuentes desavenencias de su vida matrimonial les hacían separar la cama, partían la jarapa en dos mitades; pero como las nubes no duraban mucho, la tarea de coser todos los días se hizo tan pesada, que al fin decidieron dejar partido el paño, y desde entonces la mujer no había vuelto a coger la aguja. Las ropas haraposas mostraban entre sus desgarrones la carne cuando no las unían con una hebra de esparto verde. El encargado de buscar la comida era Antonio Diego. Mientras el monte fue libre llegaba a los caseríos con regalos de palmitos tiernos, manojos de espárragos y cestos de alcaparrones o de cardillos, a cambio de los cuales le daban abundante pan, harina y hortalizas. Después, no pudiendo ya regalar, se contentaba con ayudarles a las mujeres a llevar los cántaros de agua, caldearles el horno y hasta mecerles los chiquillos. Lo que se le daba no era en concepto de limosna, sino a cambio de sus servicios. Además, había encontrado otras habilidades: era zahorí pronto a servir a los vecinos y hacia oficio de periódico ambulante, corriendo de casa en casa las noticias del contorno. Por él se sabía si Fulanica tenía novio o al se había comprado un vestido; si Zutano fue a Níjar o Almería y el motivo y resultado de su viaje; los bailes en proyecto, las enfermedades, las ventas; todo era narrado por él de casa en casa. Y en todas partes era bien acogido. Los mismos que le ocultaban lo que no querían que se supiese deseaban enterarse de lo que sucedía a los demás y le daban con agrado los mendrugos para arregostarlo a visitas frecuentes.

La pesadilla constante de Antonio Diego era que no le confundiesen con Luis Márquez. Él había nacido en Rodalquilar y no era un pordiosero, era el amigo de todos. ¿Por qué le igualaban con aquel zanguango que desde hacía algunos años deambulaba por el país? ¿Por qué le había de quitar aquel intruso parte de la ración que le asignaba la caridad de los vecinos? Luís Márquez no era, como él, sencillo y afable, tenía mal genio, altanería de gran señor arruinado. Se le oían siempre, murmuradas entre dientes, las más terribles maldiciones.

Llegaba a los cortijos y casi sin que le viesen se metía al socaire de una tapia o de una tinada.

Su perro, un animal lanudo, sucio, cascarrioso y tan viejo como el mendigo ochental, iba a la puerta a avisar su presencia; los cortijeros, que ya lo habían encontrado más de una vez yerto de frío y de hambre, acudían, parte por caridad, parte por miedo de que se muriese en sus casas, a llevarle pan y abrigo. Luis Márquez los recibía siempre rezongando y de malhumor. «Imbéciles, gente joven que tenía brazos y se resignaba a pagar tributos y a ser siervos del Estado.» El Estado era un ser odioso; le sirvió en su juventud allá en las minas de Almadén y sabia lo que de él podía esperarse.

El pobre, envejecido y decrépito, de siniestro semblante actinodermo, tenía la visión de la fuerza y la juventud perdida en aquella ciudad blanca, con blancura de sepulcro, donde reinaban la anemia, la tisis y las úlceras, para que el Estado ganase un puñado de millones. Se ofrecía la muerte velada e hipócrita mintiendo medidas higiénicas, buenos jornales y privilegio de librarse del servicio militar, y las pobres gentes, los parias, los ilotas del mundo moderno, presos por la ignorancia y los atavismos, no pensaban en que la tierra es grande, que hay selvas vírgenes donde se pierden los frutos que bastarían para la existencia de muchos hombres, mientras se mueren de hambre y de falta de aire y de sol en las ciudades. ¡A eso se le llama progreso! Luis Márquez se irritaba de pensar que los hombres desgarrasen las entrañas de la tierra para buscar los metales que matan y envilecen. Allá en Almadén, cuando vio llegar hombres robustos, y enfermarse y morir consumidos a los pocos años, cuando apreció la miseria de sus compañeros y las tristezas de la ciudad de la anemia, quiso predicar a los menesterosos toda aquella doctrina que nadie le enseñaba, pero que murmuraba dentro de él la voz de la justicia abstracta, que en vez de acomodarse a códigos disparatados le dictaba la ley natural.

Los compañeros oyeron y entendieron. Un día, los oprimidos se volvieron contra los opresores. Dos ingenieros de las minas cayeron muertos a su ímpetu; pero la ola fue dominada por los que tenían las armas fabricadas con los metales que ellos extraían del subsuelo.

Entonces Luis Márquez fue encarcelado y oyó, sin entenderlo, que él era anarquista. Le preguntó a su compañero de presidio qué significaba aquello. Torpemente se lo pudieron explicar; anarquistas eran los hombres que tiran bombas para destruir todo lo existente. La idea fue del agrado de Luis. ¡Qué hermosura destruirlo todo para crear algo más bueno, más puro, más grande!... Y Luis Márquez recordaba libros leídos en la escuela: reyes que habían sembrado sal en los solares de las casas donde se albergaron los traidores. Jehová, destruyendo con fuego del cielo las ciudades de Pentápolis, Sí, anarquista: se enamoró de la idea, y cuando viejo y enfermo salió de las prisiones, sin fuerzas para ganar el pan, vagó por los campos, con miedo de acercarse a las grandes ciudades, siempre solo, siempre pensando en lo hermoso que sería enviar la nube de rayos que destruyera todo lo podrido, y después la sonrisa del sol para hacer germinar una humanidad perfecta en una tierra, de flores. ¡No había Dios, cuando ya no lo había hecho!

Un día encontró compañero: el perro, de un ciego que se murió en un pajar. Los cortijeros echaron el perro a la calle y el mendigo lo recogió. Desde entonces cuidó de acercarse a poblado, para que su compañero no pasara hambre. Cuando la ración de mendrugos era escasa, la cedía toda al animal. Lo estimaba más que a los hombres. Él era esclavo por falta de inteligencia, no sometido indignamente como ellos.

De su antiguo oficio de minero guardaba la afición a recoger piedras metálicas, y adquirió el convencimiento de que los montes de Rodalquilar guardaban oro. Entonces aquel vengador de las tristezas de los humanos buscó con anhelo quien pudiera hacer la demarcación y trabajar la mina aurífera, para tener muchos millones y comprar las máquinas de guerra que destrozaran a la humanidad. En su sentimiento era un verdadero anarquista: no quería la mejora, no quería la inversión de términos de la sociedad actual, podrida hasta las raíces; era preciso la destrucción; que muriesen al mismo tiempo aquel Estado opresor y aquellos siervos que lo toleraban. Que no quedase nadie sobre la tierra. ¡Ella, cuando se viese sola, crearía seres que no conocieran jamás el dolor!

A los pocos sitios donde se acercaba el terrible mendigo con alguna más complacencia era a casa de Víctor. Dolores iba a llevarle comida caliente para él y su perro al cuarto del horno, sobre cuyo poyete le tendía cama de paja, y Luis Márquez hablaba con ella y le mostraba los pedazos de piedra en que según él había oro, palanca de su soñada obra social, contento de que Dolores los contemplara encantada, sin fijarse en que mientras le hablaba de máquinas guerreras, ella pensaba en, collares y zarcillos que realzaran su esbelteza y que la viera su Víctor engalanada como deben estarlo las reinas. ¡Qué bien le sentaría todo aquello! ¡Si hasta la Virgen de palo que vio en Níjar el día de su boda estaba hermosa con alhajas y sedas! Dolores no creía cometer un sacrilegio al pensar que mejor le sentarían a ella aquellas cosas, para ofrecer la miel de sus besos al marido, que a la imagen infecunda.

Por rara casualidad venían juntos los dos pobres. Dolores regañó a la perra que les ladraba. ¡Diablo de animal! ¿No sabia que eran amigos? Antonio, Diego se dejó caer contra el marco de la puerta, apoyando la curva de su estatura elevada;, delgado y alto, se inclinaba ya a un lado, ya a otro, y tenía que buscar algo que lo apuntalara, como esos paredones viejos a los que se arrima un poste.

Luis Márquez se colocó en cuclillas cerca de su perro.

—¿Qué sucede por el mundo, Antonio?—preguntó Dolores con mal disimulada ansiedad al pordiosero.

—¡La mar de cosas!... ¡Suceden cosas mu graves!

—¡Cómo!

Intervino Juraico.

—Yo también lo he oío decir.

—¿Qué?

—Paece que han salió en la playa munchas cosas de valor y de mérito de las que tenía el vapor Valencia, y que antinoche, aprovechando la oscuriá, han desapareció las mejores.

—¿Y cómo pué ser eso?

—Pus ícen—añadió Antonio Diego—que mientras unos atraían la atención de los carabineros haciendo jeringoncias hacia el castillo, pa que pensaran que iban a echar un alijo, otros, por el lao del cerro, se llevaban las alhajas y hasta las maeras del barco.

—¡Pero eso no pue ser!

—To es posible en el mundo—repuso sentencioso el tío Juraieo.

—¡Mal rayo los parta!—barboteó Luis Márquez—. ¿Posible to? Sí; menos que tuvieran vergüenza las gentes. ¡Mal dolor rabiando les diera!...

Acostumbrados a la irascibilidad del mendigo, nadie paró mientes en lo que murmuraba.

—El caso es—siguió Juraico—que el sargento, que tiene rabia por la jugarreta de las naranjas, llamó anoche a la Caseta a tos los sospechosos,

—Y los ha tenío encerraos toa la noche—siguió Antonio Diego.

—Pero ya creo que los ha echao, y me paece que he oío mentar a tu Vítor...

—¡Virgen Santísima!

—No te asustes, mujer, que el que na debe na teme.

—¿Deber? No... pero una mala querencia.

—Y que lo digas—volvió a gruñir Luis—. Los mejores son los que siempre pagan... ¡Mal rayo! ¡Cuándo se acabará to!

Sus ojos medio ciegos, enrojecidos y revolviéndose inquietos en las órbitas por la absorción del mercurio, se cerraron, dejando caer la cabeza sobre el pecho, y se acurrucó contra el tronco. Por un movimiento inverso, Antonio Diego alzó su alta estatura y dirigió la mirada de los ojillos entornados y penetrantes en dirección del valle. ¡Algo inusitado pasaba allí! Las gentes salían de los cortijos y se dirigían a las lomas, desde donde se dominaba el camino blanquecino y polvoriento que partía el lugarcillo como si fuese la nervadura de una gran hoja de rosal, desde la cuesta de las Carihuelas a la playa. De él partía la red de senderos y veredas que se ramificaban enlazando unos cortijos con otros. Juraico y Dolores se acercaron llenos de zozobra a la puerta, siguiendo la dirección de la mirada de Antonio Diego. En el mismo instante, el llanto de un chiquillo salió del cuarto interior y la voz infantil gritó entre los sollozos:

—¡Mama, mama!...

Pero Dolores no prestaba atención: con toda el alma en los ojos, inmóviles y entornados como si quisiera clavarlos en la lejanía, miraba el camino por donde avanzaba un grupo obscuro. Conforme se acercaban bordeando el haza de la viuda, que se distinguía de los otros terrenos por su rosa color de almagra, y pasaban las tapias de una vieja fábrica de alumbre, el grupo se dibujaba más claramente y se hacía distinto para los ojos campesinos.

Eran dos guardias civiles de a caballo; delante de ellos marchaba un paisano, con las manos amarradas a la espalda. Sin duda el responsable del robo de los objetos que faltaban del vapor Valencia. —Llevan un preso—dijo Antonio Diego.

Dolores sintió una angustia inmensa subirle del corazón. No distinguía bien, pero algo le avisaba que aquél era su Víctor. Por la mañana vino a buscarle un carabinero de parte del sargento, y aun no había regresado... Pero no, no podía ser él; era inocente; la única vez que bajó a la playa fue cuando el naufragio, con su familia y con todo el pueblo. Después no había salido de casa; ni siquiera aquellos días tenía alijo pendiente,

—¡Ira de Dios!—exclamó el tío Márquez levantándose—. ¿Un preso?... ¡Y tendrán valor los canallas!... ¡Éste mundo!... ¡Éste mundo!... ¡Qué infamia!...

Y como oyera el clamor del chiquillo, que más que llorar berreaba, llamando:

—¡Mama, mama!...

Se volvió hacia donde salía la voz:

—Calla, arrapiezo. ¡Y luego dicen que se va a acabar el mundo! ¡Maldito sea!...

Antonio Diego acudió presuroso y sacó en sus brazos al llorón. Un pequeñuelo de año y medio, color de barro cocido que, envuelto en un babero de pan de pobre azuloso, mostraba la redondez de sus formas robustas y el cuerpo sanote entre los abiertos pantalones. Tenia la cabeza cubierta de espesas melenas encrespadas y negras, y los ojos grandes como los de la madre, pero dormidos e inexpresivos, y la cara churretosa de restregar los puños llenos de tierra contra la humedad de la nariz.

Contento de verse atendido, el muchacho calló un momento; pero como la madre no le hacía caso y saliendo del porche corría a la parte más elevada del cerro, rompió a llorar de nuevo, tendiendo hacia ella las manos sucias y gritando:

—¡Mama, mama!...

Se habían aproximado la pareja y el preso a la entrada del barranco, al recodo que se dirigía a la cuesta de las Carihuelas, y en el caminar despacio entre los pedregales se podía apreciar mejor su figura. Dolores miraba anhelante; aquél parecía su Víctor. ¡Acaso no fuera! La ropa de todos los aldeanos tenía siempre semejanza... Pero de pronto ya no tuvo duda. Un grito agudo y penetrante resonó, quebrándose entre las aristas del terreno. Aquel grito decía su nombre, cuyas sílabas, alargadas y repetidas por la onda sonora, le traían al oído el acento de una voz querida... Otro grito de dolor, de angustia, que se estranguló en su laringe, se escapó de su alma. ¿Oyó el preso su voz? ¿Distinguió la figura colocada en lo alto de la roca? No pudo adivinarlo. Le vio retorcerse, como si luchara, y vio brillar en el aire una hoja de acero, encabritarse los caballos, ceder el peatón en su resistencia y perderse todos tras el recodo del camino. Reinó un solemne silencio; el muchacho, asustado, dejó de llorar, escondiendo la cara en el pecho del pordiosero. Dolores, echada boca abajo en la tierra, sollozaba sordamente, mesándose los cabellos con desesperación. Sólo Chucho, el perro del mendigo, sentado sobre las patas traseras, aullaba lastimeramente, como si más piadoso que los hombres, respondiera al dolor de la mujer infeliz. Sus lúgubres aullidos volvían repercutiendo en el eco de las lejanías y multiplicándose en todas las oquedades del barranco con la cadencia fúnebre de las campanas que doblan por los muertos.

V

Las primeras luces del amanecer sorprendieron a Dolores y a Antonio Diego fuera del valle. Antes de clarear la aurora, habían salido del cortijo, aventurándose en las estrechas veredas detrás de la paciente borriquilla, y guiados por su instinto, subieron a la tenue luz de los luceros la cuesta de las Carihuelas, dirigiéndose a Níjar.

Desde que el penetrante grito del preso vibró en el aire como demanda de auxilio más bien que como despedida, la muchacha tuvo una idea fija: correr tras él, ir al pueblo, impetrar clemencia y conseguir su libertad.

La tarde había sido de una angustia horrible; las mujeres del valle acudieron al barranco encubriendo su curiosidad con máscara de compasión; estaban allí todos los numerosos parientes de Víctor; las Largas, gozando en su odio de solteronas al ver padecer a una mujer bella y amada; la tía Aurora, aparcera de Maturana, especie de decana del lugar, que pasaba con ligereza de la risa al llanto varias veces en corto intervalo de tiempo para acomodarse al humor de los interlocutores;.

Pura la del Estanquillo, con su prosopopeya de labradora rica, y las Pintás, admitidas en todas partes a pesar de las murmuraciones que suscitaba §u profesión de taberneras y su vida equivoca.

Todos hablaban a un tiempo; prodigaban a Dolores consuelos en los cuales ella respiraba el aroma de la mal encubierta envidia. Por lo bajo las mujeres se comunicaban las impresiones que les producía el aspecto de limpieza y bienestar de la casa de Víctor. Era natural lo sucedido. Lo raro era que no hubiese pasado antes.

El orgullo le dio fuerzas a Dolores; no quería que la compadeciesen, y mientras su alma se retorcía de angustia, apareció tranquila, serena, con el chiquitín entre los brazos. Estaba segura de la inocencia de su Víctor y de que no tardaría en volver.

Cuando al caer el día los curiosos se fueron retirando poco a poco, defraudados en sus esperanzas, Dolores retuvo a su madre y le comunicó su proyecto.

—Madre, yo quiero ir a Níjar a buscar a la comadre; doña Pepica siempre ha sío güeña pa mí, y don Manuel tié ese poder tan grande, que si él quiere no le harán na malo a mi Víctor... y quedrá... ¡Ya lo creo!... ¡Como que se lo pediré llorando por lo que más quiera en el mundo!.. ¡Por mi hijo!... ¡Qué lástima que él no tenga hijos!

La tía Frasca no tuvo valor de oponerse. Bueno, que hiciera lo que quisiese... Ella se quedaría con el muchacho... pero que buscase quien la acompañara... su padre no había de querer mezclarse en nada... no era santo de su devoción el yerno... ya se lo habían aconsejado... Si hubiera hecho caso no se vería ahora así... Iba a ser la vergüenza de la familia...

Dolores la interrumpió con violencia, No era la ocasión de mortificarla con sermones. Después de todo, ella no necesitaba a nadie para llevar a cabo su proyecto. Estaba segura de que su marido no tenía delito ninguno.

La madre se calló refunfuñando. Aquella criatura siempre la misma; no se podía discutir con ella.

Desde entonces Dolores no pensó más que en el viaje. Hizo acostar a su madre al lado del chicuelo en la alta cama de tablas, a la que era preciso subir gateando por la espalda de una silla, y debajo de la cual se ocultaba todo el apero de labranza, herramientas, semillas, cuerdas, espuertas y manojos de esparto, y empezó los preparativos de su marcha. Siguiendo la costumbre aldeana, no quería presentarse a los amos con las manos vacías. Deseaba llevar lo mejor de la casa para agradar a los que disponían de la suerte de su marido. ¡Virgen Santísima! Ella no viviría sin su Víctor. Si ya no la había ahogado la pena, era por aquella esperanza que vino a caerle como gota de rocío en el corazón.

A la escasa luz de las estrellas entró en el huerto, y pisoteando aquellas plantas que tanto le había costado cultivar les arrancó los frutos carnosos, pimientos podadizos, tomates tardíos, panochas tiernas; después, seguida de Antonio Diego, que había de ser su compañero de viaje, entró en el corral para ordeñar cabras y ovejas, llevando un gran tarro, de los que venden con magnesia, a fin de llenarlo con el espeso y blanco licor. Le tocó el turno a la despensa: la cesta repleta de huevos cuidadosamente acomodados en paja; bollos de pan de higos, amasadas con aguardiente y almendras tostadas; apetitosas cuerdas de longaniza, granadas, uvas... No estuvo satisfecha hasta ver llenas las cuatro aguaderas de esparto, que ella misma ayudó a colocar sobre la albarda de la borrica. No se podía estar quieta un instante. Sus nervios sentían la necesidad de moverse para no estallar.

Dominando el dolor empezó su atavío. Dos gruesos refajos, las vueludas enaguas y las grandes faltriqueras de lana, que abultaban de un modo enorme sus caderas, quedaron cubiertas por la falda color magenta con vivos rojos. El cuerpo, ceñido por la almilla negra, mostraba el soberbio descote, cubierto por los corales del collar, entre los pliegues del pañuelo de crespón color canario, de enrejado fleco, que cubría las morbideces del talle. La hermosa cabeza, a la que, pendiendo de las orejas, adornaban amplios aros de oro guarnecidos de sendos candados del mismo metal, que caían hasta los hombros, iba oculta en un pañuelo de seda, a grandes cuadros blancos y encarnados, como un tablero de damas,

No tuvo paciencia para esperar el día. Se envolvió en un mantón de alfombra de ocho puntas, complemento del atavío de cortijera rica que le había llevado su marido de un contrabando, y que escondía entre el fino cruzamiento de hilillos de lana y seda de la trama las secretas envidias de las mozas del lugar.

Aquel mantón envolvía la figura de Dolores como un manto de reina, se plegaba a su cuerpo con ondulaciones de túnica griega y el tono cálido, ardiente, de sus colores, armonizaba con la arrogante belleza de la hermosa morena. El dibuja complicado, la mezcla de negro, blanco, amarillo y grana que dominaba en las menudas rosetas, las palmas que se abrían en cenefa y centro con simetría tan tortuosa que fatigaba, los ojos, parecían encerrar rayos de sol, ensueños orientales, signos egipcios; un algo misterioso imposible de definir.

Antonio Diego no se atrevió a oponerse al deseo de marchar, aunque estaba seguro de que no adelantarían así tiempo. Cogió paciente el ronzal de la burra y emprendieron casi a tiento el camino por la estrecha vereda del barranco. Dolores iba detrás, tropezando en las piedras y agarrándose a los balates y las plantas, que le destrozaban las manos.

Escaso trecho habían recorrido, cuando una figura que parecía emergir de la sombra se alzó ante ellos y una voz rompió el silencio de la noche, preguntando:

—¿Adónde vas, desdichada?

Sintió Dolores miedo, impulso de echar a correr, dudando si del fondo del cauce, donde murmuraba el agua su canción, saldría un ser sobrenatural que muchas veces le había parecido ver ocultarse entre los álamos blancos, que como fantasmas mecían sus hojas plateadas a lo lejos; mas pronto se repuso conociendo al recién llegado.

—¡Qué susto me ha dao usted, tío Luis!

El mendigo respondía con acento de profeta:

—Vuelve, vuelve a tu casa, infeliz; detrás de estas montañas acecha la desdicha... Hay grandes ciudades... civilización... hombres cultos. ¡Tú no sabes lo que es eso!... No; no te acerques allí... Son peores que las fieras... Las fieras se destrozan unas a otras para quitarse la presa; después de satisfechas no vuelven a hacerse mal... Los hombres hartos luchan para que los demás sean inferiores a ellos... Hay que ir armados para acercarse a esos buenos hermanos nuestros... Destruir las duda oles... Acabar con esa humanidad tan ruin y tan mezquina...

—Deje usted, tío Luis; tenemos priesa...

—¡Prisa! Prisa de ir a meterse en la boca del lobo... No; no vayas... Víctor está perdido... sálvate tú... salva a tu hijo... huye... huye con él donde no lleguen jamás hombres civilizados... Las fieras son más piadosas. Ellos han llegado hasta aquí y han envenenado el aire del valle... Han traído la desdicha...

—¡Mi Víctor!...

—¡Infeliz!... Es inocente... Escucha: si pasas la montaña no llores, amenaza... Será el único medio de que te escuchen... Yo lo sé todo. Las alhajas las han robado ellos, los grandes, los poderosos... los representantes del armador y los carabineros... Se quieren vengar de tu marido... les estorba... le odian todos... Tu mismo padre... ¿No lo crees?... ¿Me apartas?... ¿Quieres seguir? ¡Pobre corderilla! Los dioses han muerto... ya no hay rayos que aniquilen al malo... Yo necesito descubrir el fulminante que destruya a toda la humanidad... Mientras exista el recuerdo de su historia de crímenes, no habrá justicia...

Y como Dolores y Antonio Diego se alejaban sin hacer caso de la locura exaltada del mendigo, él seguía repitiendo:

—¡Que la tierra no se avergüence de dar frutos para mantener esta humanidad!... ¡Mal rayo!...

Llamó al perro y se internó entre las malezas del monte, como si huyera de la proximidad de los hombres.

La marcha de Dolores y Antonio Diego continuó lenta y penosa entre las sombras por la difícil cuesta de las Carihuelas, y más de una vez la muchacha cayó de rodillas en el camino y se ensangrentó las manos contra las peñas y los matorrales. Sentía deseos de escapar a las miradas de gentes conocidas, de ir al pueblo de donde le aconsejaba» que huyese. La gente mala era la del valle. Había respirado perfume de odio y de envidia; quería ir adonde la compadeciesen... adonde le devolvieran a su marido.

Al acabar de subir la cuesta, el claror del día desvaneció las tinieblas, Antonio Diego acercó la burra a un balate, y la infeliz mujer, rendida, jadeante, destrozada por la fatiga física y moral, se dejó caer sobre las almohadas y la manta que cubrían las aguaderas y el aparejo y cogió maquinalmente el ronzal de esparto que el arriero le presentaba.

El amanecer sereno había hinchado la tierra con perfume de noche, abriéndola en sonrisa de fecundación. El aire estaba poblado de esos ruidos misteriosos que acompañan á, la vuelta de la luz. El alegre y sonoro canto de las calandrias saludaba, la proximidad del astro vivificador. El ambiente claro, ligero, propio para ensanchar los pulmones con ansia de vida, oprimió como un dogal la garganta de Dolores. Aquel aire de libertad que no podía respirar su marido la ahogaba. Su espíritu fuerte y salvaje, tantas horas contenido, sentía ansias de morder, de rugir, de gritar, para que aquella Naturaleza que reía tranquila se convulsionara en tempestad terrible. Por primera vez comprendía todo lo que de injusticias y venganzas hablaba el infeliz pordiosero anarquista. Sí; la injusticia era separar a los seres que se aman, abusar de la fuerza... Experimentaba todo el dolor de sentirle impotente, y olas de angustia le subían del pecho a la garganta... Si aquel dolor hubiera de continuar así, sería mejor romperse la cabeza contra las piedras... Ella no comprendía la cobarde resignación. Si no recobraba a su Víctor, no cruzaría de nuevo aquel camino. Estaba resuelta a morir.

Algunos ratos el cansancio y el dolor rendían su cuerpo y ofuscaban su cerebro; la imaginación se mecía en enervamientos de ensueño y pensaba ser presa de fatigosa pesadilla. ¡Aquello era imposible! Iba a despertar en su pequeña alcoba, cuando el primer rayo de luz entrase por el entreabierto ventanillo, sujeto con una piedra, al lado del esposo y del hijo que dormían cerca de ella.

Deseaba despertarlos y contar su delirio; al extender los brazos, la realidad clavaba de nuevo el puñal en su corazón; y la impotencia, el dolor y la rabia levantaban la sangre en oleadas a la cabeza, martilleando en las sienes como en un yunque]

Entonces la acometía un ansia de correr, de volar, de llegar pronto a la presencia del amo y de todos aquellos señores que le podían devolver a su Víctor. No llevaba plan preconcebido... Llorar... llorar mucho… suplicarles... jurar que su marido era inocente, para que le diesen la libertad. La infeliz sujetaba con voluntad potente las lágrimas redentoras, temiendo que le faltaran en el momento supremo.

Así recorrían el camino lenta y tristemente, sin encontrar más viajeros que algún que otro trajinante. Antonio Diego caminaba ya agarrado al borde de las aguaderas, ya a la cola de la pollina, arreándola de cuando en cuando con la varilla de almendro que cortó de una rama al cruzar el barranco, o pinchándola en la cruz y en los ijares con la punta de la navaja, sin conseguir más que hacerla respingar y emprender un trotecillo que duraba bien poco.

Cansado de no poder trabar conversación con Dolores, y como ésta no se acordaba del desayuno, el buen hombre amenizaba su camino sacando higos secos y mendrugos de pan de entre la carne y la camisa, que hecha bolsa le servía de mochila.

Así cruzaron delante de Montano, el Pozo de Hernán Pérez y el Pozo del Capitán, pequeños lugarcillos, formados de media docena de casas, desde cuyas puertas les ladraron a lo lejos los perros.

Después de pasar los lastrales y el calmo de la Serrata, Níjar se apareció a su vista, con sus casitas, tendidas en la falda de la sierra de su nombre, más blancas y bellas entre el color pizarroso de la montaña, en cuya cima la línea de pueblerinos como Huebro, Sorbas y otros lugares fingían la frescura de la nieve que corona las altas cumbres.

Cuando cruzaron el barrio de las Eras para entrar en la Carrera, calle principal del pueblo, la angustia de Dolores era tanta, que tuvo que cogerse a los mazos de la albarda para no caer. Era la hora de la siesta. Las puertas entornadas daban aspecto de soledad y tristeza al pueblo, y por las calles, abrasadas por el sol de otoño, cruzaban escasos transeúntes. Sólo algunas mujeres asomaron el rostro tras los visillos de los cristales al paso de los viajeros.

Antonio Diego, encorvado, con el ronzal sobre el hombro, marchaba delante, llevando casi a rastras la cabalgadura.

La plaza del pueblo estaba solitaria y silenciosa en aquel momento. Uno de sus lados lo formaba la Iglesia, frente a ella el Ayuntamiento, y uniendo ambos edificios, tres casas de aspecto lujoso formaban el otro lado de la plaza, sin dejar calle alguna entre ellas.

Allí vivía don Manuel. Dolores contempló con la tristeza de un recuerdo dichoso, lejano, la Iglesia donde se había celebrado su boda y la casa Ayuntamiento, en cuyos calabozos debía gemir en aquellos momentos su marido. Desesperada, con ansias de pedir auxilio, apenas esperó que parase la cabalgadura, y acampanando el cuerpo sobre Ja cadera derecha, dio media vuelta al lado del pescuezo del animal y saltó a tierra.

Su mano trémula tiró del cordón de la campanilla. Tardó un rato en aparecer la criada. Las señoras no estaban en el pueblo; se habían ido a Huebro para preparar la matanza... pero el amo llegó de Sorbas el día antes. Si quería esperar lo vería cuando se levantase de dormir la siesta.

Apenas supo qué decir. La sirvienta la condujo al despacho, entornó la ventana con el fin de evitar la molestia del sol y la dejó sola para atender a Antonio Diego, el cual, después de entregarle los regalos que llenaban las aguaderas, amarró la burra a la reja y se sentó cerca de ella en el Angulo del tranco de la puerta, con la frente apoyada en la vara, que mantenía entre las dos rodillas.

Dolores se dejó caer con temor en el borde de una butaca; hubiera querido continuar de pie, pero sus rodillas se doblaban, negándose a sostenerla. Aquel despacho de ricachón de pueblo, con el indispensable sofá, los dos sillones, las seis sillas de vaqueta y la mesa de caoba, le parecía de un lujo supremo.

En un ángulo, una pequeña biblioteca lucía dos o tres manuales de pesca y caza, algunos tomos de la Ley de Aguas y un incómodo Diccionario de la Real Academia. Enfrente de aquel escaso bagaje intelectual, un armario con tres escopetas de cañones rayados, y en las paredes, entre el morral y la canana, varios cromos baratos representando paisajes, un almanaque pendiente de una cesta de flores, un gran reloj de cuco con las pesas colgantes a los extremos de las doradas cadenillas y un retrato con gran mareo de madera, que representaba la cabeza enérgica de don Manuel sobre un fondo rojo.

Contempló la joven aquella imagen. Era un hombre de más de cuarenta años, corpulento, de delgadas y cortas piernas, que parecían sostener con trabajo el ventrudo tronco. El cuello, fuerte y macizo, se asentaba sobre el amplio tórax y los anchos omoplatos; tenía la cabeza achatada, con los parietales abultados como chichones, pequeños y medio entornados los ojillos grises, penetrantes y vivarachos, que desaparecían bajo el arco de la órbita protegida con la batería de las cejas, espesas y erizadas en punta. La nariz ancha, la boca grande, el labio superior ornado de áspero bigote encogido hacia arriba con expresión de burla, y el inferior algo vuelto, carnoso, en la mandíbula grosera y colgante.

Estaba vestido de cazador, con americana y pantalón de pana listada color vino tinto; una gran bufanda le rodeaba el cuello, y el pecho saliente iba cruzado por los macizos eslabones de una doble cadena de oro. Aquel retrato la miraba como un hombre vivo, y tuvo miedo de estar allí sola. Su angustia era tal, que en algunos momentos la privaba de la vista; en sus oídos resonaba el lúgubre zumbido de las caracolas; le parecía que la tierra daba vueltas alrededor suyo y el corazón y las sienes latían tan violentamente, que dominaban el recio tic-tac del reloj. Era lo que más la atemorizaba. Veía con pavor la caja en donde estaba oculto aquel ser vivo, que salía de vez en cuando, con su canto fatídico, a avisar que la vida va pasando... Si hubiera tenido fuerzas, hubiera salido a la cocina a buscar a la criada, pero no podía moverse; le faltaban la voz, la voluntad... la memoria, hasta el punto de preguntarse dónde estaba y por qué había ido allí.

No pudo precisar el tiempo que transcurrió hasta que don Manuel penetró en la estancia. La infeliz quiso ponerse de pie y cayó de rodillas delante de él, besándole las manos entre lágrimas y sollozos.

—¡Señor... señor!... ¡Por caridad!... ¡Mi Víctor!...

Con las mejillas encendidas, los ojos brillantes por la fiebre, encarnados los labios como cerezas maduras, los besos inocentes de la aldeana quemaban con ardor de ascua la mano de don Manuel, y se extendían por toda su sangre en llamaradas de fuego.

A duras penas pudo hacer que se levantara y se sentase a su lado en el sofá. ¡Qué hermosa era! Caído el pañuelo de la cabeza, dejaba lucir los negros rizos de la mal peinada cabellera, y la abertura del descote descubría la sana y fuerte belleza del robusto torso. Don Manuel se sentó a su lado; tomó entre las suyas la mano morena y fina, acariciándola con fingida protección paternal. Podía contárselo todo, él la quería, la había visto nacer...

Su dulzura animó a la desdichada para referir su cuita entre sollozos, repitiendo:

—Señor, mi marido es inocente... sálvelo usted... ¡señor, por caridad!...

Pero don Manuel no la oía; la ola del deseo que Dolores le inspiraba, hacía estremecer todo su cuerpo. Había pasado el brazo alrededor del talle de Ja muchacha, y la sentía palpitar, agitada y temblorosa, embriagándose en el perfume de juventud, fuerte y acre, que le recordaba las montañas.

La atrajo hacia sí con fuerza, y bajando la voz le suspiró zalamero al oído:

—¿Quieres la libertad de Víctor? No llores... de ti depende.

—¡De mí!

Y la joven hizo un esfuerzo para retirar la mirada de los ojos que se clavaban como ascuas en los suyos.

—Si, de ti... ¡Sé buena!

Antes de que la infeliz pudiera darse cuenta de lo que le decía, los labios de don Manuel sorbieron en un beso sus carnosos labios.

Quiso ella levantarse, correr, huir, gritar... las fuerzas le faltaban y cayó de nuevo sobre el asiento, con las manos cruzadas en actitud de súplica. En su cerebro turbado aparecía la visión del enojo de aquel hombre, cuya piedad había ido a implorar, y al que su negativa convertiría en enemigo... No había remedio... Debía obedecer, para que su Víctor no muriera lejos de ella; pero sentía el beso aquel sobre los labios como una marca de hierro candente, y aun intentó hacer un último esfuerzo para desasirse de las manos que la sujetaban y del aliento que le quemaba el rostro, Un velo frío le subió del corazón a la cabeza, y ya no sintió hada... quedó desvanecida, inerte, entre los brazos que la oprimían.

Sucedió una cosa repugnante; el hombre, con vertido en fiera, cayó como lobo hambriento sobre la presa que la casualidad le ofrecía. La desenvolvió del mantón, arrojándola con violencia contra la alfombra, y sin parar mientes en su estado, sin piedad al dolor que paralizaba los latidos de su sangre, antes bien, excitado, temeroso de la resistencia, profanó el sagrario de aquel cuerpo hermoso, una y otra vez, rugiendo y clavando los dientes en los torneados brazos que se dibujaban bajo el corpiño.

SEGUNDA PARTE
I

Sentada sobre un posete de viejo pitaco, desnudos los brazos hasta cerca del codo, Dolores acababa de mondar la enorme pila de pimientos asados, para preparar la ensalada de la cena a los segadores. Su mano regordeta rompía el cristal del agua de un barreño, agitándola con ligereza, para despegar de sus dedos los negros hollejos requemados. Cerca de ella una muchacha pelinegra, d§ penetrantes ojos de endrina, los iba partiendo, sin desperdiciar corazón y semilla, y los mezclaba con los pedazos de tomate crudo y blanca cebolla que lucían en el gran lebrillo de barro vidriado de azul.

Aproximábase la hora del crepúsculo; un ambiente dulce, tibio, melancólico, envolvía al campo. La tierra, abrasada con el beso del verano, mostraba orgullosa las gavillas de trigo maduro amontonadas en las hazas, el oro de los rastrojos y las mieses tendidas en las eras o formando las hacinas de rebosantes espigas rubias, que esparcían el olor acre y picante de los cereales en sazón.

Unicamente las huertas ofrecían el descanso refrescante de los maizales tempranos y las apetitosas hortalizas entre el tostado y reseco paño rama.

Se oían a lo lejos las esquilas de los rebaños que se encaminaban al redil, el balar de los corderillos impacientes de esperar a las madres en la tinada del corral y los ladridos de los perros, avisando de cortijo en cortijo el paso de algún transeúnte. Los zagalones aparecían trotando detrás de las piaras de cerdos, que hartos de hozar en el campo, venían en busca de descanso en las zahúrdas; las mujeres llamaban a las aves, medrosas de la sombra, para encerrarlas en los gallineros. Todos aquellos ruidos parecían apagarse en una extraña armonía, preludio del sueño y del descanso. De vez en cuando el cantar melancólico de algún mulero rasgaba la quietud, como una queja apasionada del alma árabe que, sin saber por qué, subía del corazón a los labios, con la espuma de un sentimiento panteísta o en la expansión del espíritu romántico, cantando sueños, anhelos y dolores, entre el manto vespertino, capaz de envolver todo lo vago, lo incierto, lo misterioso e indefinible de las almas.

La gente del cortijo se iba acogiendo a la casa; hombres, mujeres y chiquillos, cansados de la faena del día, se sentaban bajo el porche, dilatando la nariz con el olor de la ensalada, rebosante de aceite, que llenaba el barreño colocado en la mesilla, cubierta con el blanco mantel de flecos y cenefas color magenta.

No tardó en llegar la pandilla de segadores, pájaros bohemios que, como las golondrinas, anuncian la primavera y la buena cosecha; familias enteras iban desde el Norte de España a Andalucía, al mando de un jefe o manijero, que ejerce la facultad omnímoda de los patriarcas de las antiguas tribus.

Los labradores acuden a buscar gente para la siega a los pueblos cercanos a sus lugares, donde en las esquinas de las plazas públicas acostumbran a acampar las tribus nómadas.

Víctor había llevado a Rodalquilar treinta segadores extremeños: un viejo manijero de rostro avellanado, con expresión de socarronería alegre y dicharachera, que se pasaba el tiempo amenizando el trabajo con cuentos y chascarrillos; tres mujeres de edad incierta, nerviosas y robustas; media docena de mozas, hoscas y desabridas; dos chicuelas, que seguían a las madres espigando, y algunos hombres y zagales, desde los catorce a los cuarenta años, toda gente de brazos fuertes, sin pereza para trabajar, que caían sobre las hazas guadaña en mano, segando las mieses como nube de langosta. Víctor había tenido suerte al escogerlos; estaba contento y los trataba bien. Todas las mañanas, migas de harina de trigo para ir al trabajo; al mediodía la olla, abundante en tocino hasta dejarlo de sobra, y por la noche las ensaladas y el regalo de la fruta fresca.

A las doce era Dolores la encargada de llevar el gazpacho al haza. Aquel cántaro bienhechor de agua cristalina con abundante vinagre y refrigerantes pedazos de cebolla y pepino, les aliviaba de los tormentos del calor; la pobre gente, encorvada todo el día entre el vaho acre de la tierra, el polvillo de la mies y los ardores del sol, tenía siempre para recibirla la risa, la canción y el chiste sobre los labios, como si poseyeran el don de ser incansables. EL trabajo no les robaba el humor ni el apetito; y sin embargo, aquella tarde pasaba un soplo de descontento sobre todas las mujeres; Víctor les había dado para ayudarles compañeros que no fueron de su agrado. La contrariedad se notaba en el franco y bello semblante de Dolores cuando al volver del horno, ufana detrás de las tres tablas de pan moreno amasado por sus manos, divisó a las Pintás entre la concurrencia.

De mal talante cogió entre los pliegues del tendido de lana las chatas tortas destinadas a probar el amasijo, y siguiendo la costumbre campesina fue ofreciendo su pan a los presentes, que sin hacerse rogar, arrancaban un pellizco, abrasándose los dedos al hundirlos en la caliente molla.

En seguida empezó la cena. ¡Pan caliente! ¡En verdad que no había amos como Víctor y Dolores!

Apartose en un tazón la comida de los muchachos y el corro formó estrecho círculo en derredor de la mesilla; grandes pedazos de torta clavados en las puntas de las navajas y de las facas se hundían en el barreño para salir goteando en el largo camino que tenían que recorrer hasta llegar a la boca. Se mascaban a dos carrillos enormes tramojos, resoplando y lagrimeando, por el ardiente sabor de los pimientos picantes, que les abrasaban la boca. Hombres y mujeres se veían obligados a restregarse con los pañuelos o con el puño cerrado los ojos y la nariz, sin dejar por eso de comer. «Peor pal amo; a éstos hay que entendellos, echarles pan», y entre los enormes tacos de bollo, el paladar se libraba de las torturas del cáustico, pira seguir engullendo la apetitosa ensalada.

Al mismo tiempo se hablaba, se contaban cuentos y se reían chistes; entre las mujeres, reservadas y un tanto zahareñas, las Pintás lucían el fácil ingenio en chistes y morisquetas de subido color, que provocaban el disgusto de las hembras y el regocijo de los hombres.

Aquellas Pintás eran intolerables; la escoria del valle. La familia se componía de un matrimonio y diez hijos que habitaban hacinados en una pequeña casucha de piedra y barro, levantada con los cascotes de la derruida ermita. Eran sólo cuatro tapias cubiertas con un chamizo de caña y alcatifa, sujeta con unas cuantas espuertas de cascajos.

Dentro había una separación para el hogar y otra para el pesebre de la borrica, recogiéndose a dormir al abrigo de la intemperie, dentro del mezquino albergue, la numerosa familia en amigable promiscuidad con la burra, las gallinas y los cerdos.

Todo el mundo convenía en que el padre, Sebastián, era un buen hombre; se pasaba la vida al sol, tendido al amparo de las tapias, sin preocuparse de las cosas de la familia ni meterse con nadie. Do los hijos, el mayor, Cinco Peroles, completamente idiota, era un zascandil que recorría los cortijos de la vecindad mendigando el sustento a cambio de grotescos bailes, canciones y cómicas escenas. De los otros nueve, cinco eran varones, de veinte a veinticuatro años, iguales de estatura, todos flacos y desmedrados, casi ciegos del mal de ojos, con los párpados sin pestañas, escaldados por el humor que les corroía los bordes bajo las secreciones cristalizadas de la continua supuración originada por las viruelas. La terrible enfermedad encontró terreno abonado para desarrollarse en la suciedad de la pocilga. La hija segunda se había quedado ciega, y la madre y los otros hijos llenos de úlceras y miseria, marcadas las caras con terribles costurones y hoyos, que les valieron el sobrenombre de los Pintaos.

Los cinco muchachos, raquíticos, cieguezuelos, zaparrastrosos, medio, idiotas, inútiles para el trabajo, llevaban continuamente el brazo doblado sobre el rostro para servir de pantalla a los ojos; respondían a la denominación común de los Rarras. Lo mismo que el padre, no conocían más goce que el de tenderse al sol, ni más pesar que el del hambre en su vida vegetativa, inerte, de un cerebro rudimentario. La alimentación de todos dependía de las sobras del idiota y de las ganancias de las mujeres. Y las mujeres tuvieron que ingeniarse. Rosa, la madre, y Rosilla, la hija mayor, viuda de un marchante de ganados, tenían lindos cuerpos, no deformados por la maternidad ni por las terribles viruelas. La cara cetrina, llena de pecas y verdugones, con los ojos sin pestañas, disimulaba su fealdad merced a la graciosa forma de la cabeza de rizos castaños y la armónica curva de los cuerpos, regordetes y esbeltos, con anchos hombros y opulenta pechera sobre la cintura redonda, encajada como un macetero en el arco de lira de las caderas. La madre y la bija explotaron la belleza de sus líneas para mantener a la familia. Un botillo de vino y un frasco de aguardiente fueron el pretexto para atraer a su cantina los carabineros y a los marchantes. No tardó la casa en verse llena de parroquianos que se pasaban el día alrededor de la mesilla de tapete verde, jugando al Pablo con una grasienta y borrosa baraja, preocupados en ganarse los tantos: un puñado de guijas lustrosas del continuo uso.

Así, al lado de la chimenea en invierno, o a la fresca sombra de las hojas de la cidra cayote que cubría el porche en verano, los hombres del valle se pasaban el día en casa de las Pintás. Constantemente el vaso de vidrio daba la vuelta al corro con el peleón que salía del jarro de lata. Cuando empezaban a ajumarse, las cabezas, calientes reclamaban la guitarra, el baile y la francachela. En esos casos Rosa era insustituible para hacer un magnífico arroz, una sabrosa ensalada y hasta asar un cordero en ocasiones. Siempre su primer cuidado era el tazón de comida para el marido y los hijos, cuya hambre no se satisfacía por más guisado quejes mandasen. Era un espectáculo curioso ver aquellos seis muchachotes de pie al lado de la fuente, con el brazo izquierdo resguardando los ojos y dándose con el derecho sendos cucharazos, para evitarla glotonería de sus hermanos, y lanzando esa especie de gruñido de los perros a quienes se quita, la ración, Sucedió más de una vez que mientras los muchachos esgrimían las cucharas, el padre alimentaba la cizaña para comérselo todo.

Al principio los aldeanos desdeñaron ir a casa de las Pintás. Allí cada hombre tenía su mujer, y los muchachos, cansados del continuo trabajo, no pensaban en buscar las hembras. Después, con la llegada al valle de dos numerosas brigadas de mineros de Mazarrón, la fama de las Pintás llegó a su colmo. Todos aquellos hombres las galanteaban, se las disputaban rabiosamente y pagaban con esplendidez sus favores. Sosa y Rosilla no tenían tiempo de atender a tanto pretendiente. La abundancia entró en la casa, la comida se quedaba siempre de sobra, los mantones, pañuelos y vestidos de las dos mujeres deslumbraban a las aldeanas.

Sin embargo, se las admitía en todas parte; ellas no confesaban jamás nada, ni sus actos públicos tenían el sello de la desvergüenza o del escándalo, Habían sabido tomar cierto aire de dignidad y de independencia, que les daba el derecho a elegir y les permitía cotizarse más caras. En el fondo tenían cierto secreto orgullo delas envidias que despertaban con su vida fácil y alegre. Hasta sentían un movimiento de piedad por todas aquellas pobres mujeres-bestias que pasaban la vida en la adoración de sus maridos, levantándose de noche a echar el pienso a los animales, maltratadas; siempre pariendo y criando, hambrientas y mal vestidas, mientras a ellas se las mimaba y se las servía. De BUS comparaciones no se sacaba deducción favorable a la virtud, aunque por un sentimiento atávico, toda la familia era celosa en guardar el honor de la cieguecita y de la otra hermana pequeña. Ambas permanecían puras entre aquella inmundicia, aspirando a casarse para llevar la flor de la virginidad física a sus maridos, y luego hacer lo que tuvieran por conveniente. Entretanto permanecían inocentes y tranquilas, como adormiladas bestiezuelas en la atmósfera del lupanar.

Cuando la gente empezó a escandalizarse fue cuando se marcharon los mineros; los labradores y mozos del valle, acostumbrados a su compañía, continuaban yendo solos. Los ahorros se gastaban en casa de las Pintás, y aquellas malas pécoras se comían lo mejor de las huertas.

Las mujeres, que las habían tolerado con secreta envidia mientras se trataba de los otros, se rebelaban abiertamente al ver a sus hombres abandonar el trabajo para irse a pasar el tiempo con aquellas bribonas.

En la inocente sencillez delas aldeanas, el poder de seducción de las Pintás, cimentado sobre el vicio de los machos, se atribuía a algún oculto maleficio. La tía Culmenea fue la encargada de esparcir la versión. Su marido era un carabinero, con el que se llevó siempre como los ángeles del cielo hasta su llegada a Rodalquilar. El pobre Culmenea (debía su apodo al andar acompasado y al cadencioso movimiento de caderas) se enamoró perdidamente de la vieja Rosa. No cabía duda de la existencia de un sortilegio o bebedizo cuando un hombre avezado a la vida de las grandes ciudades experimentó por ella la pasión salvaje que le condujo a la idiotez y a la muerte.

Llenas de terror las mujeres, procuraban estar bien con Rosa para librarse de ser damnificadas. Les sucedía lo mismo que cuando algunas veces llegaban cazadores extremeños mostrando en loba encerrado dentro de una jaula de esparto. Se les daba todo lo que querían por evitar que lo soltasen en BUS corrales.

Dolores había visto siempre con indiferencia, las Pintás, pero las frecuentes visitas de la Culmenea al cortijo acabaron por hacer mella en su ánimo. Cuando la pobre mujer narraba sus desventuras, el espíritu de solidaridad femenina le hacía compadecerla y comprender su dolor como si se Hallase en igual caso. Más de una vez, oyéndola, tembló de celos y de rabia. ¡Si a ella le pasara una cosa así! Entonces empezó a observar que Víctor le prestaba menos atención y que iba con frecuencia a la cantina, cuya proximidad al cortijo facilitaba que siempre al salir o al volver le fuese fácil entrar un rato. Dolores fijó la atención en lo que tardaba su marido, en las continuas visitas de las Pintás y en las bromas y los obsequios que les dispensaba, y empezó a tomarles ojeriza. ¡Si Víctor la engañase! a esta sola idea una ola de angustia le oprimía el corazón y la garganta. No; no era posible la des lealtad en su marido; pero aquellas mujeres tenían sin duda proyectos sobre él. En la actualidad, Víctor era el labrador más rico de la comarca.

Habían transcurrido cerca de tres años desde el naufragio del vapor Valencia y recordaba los sucesos pasados como una fatigosa pesadilla. A su vuelta al barranco, desfallecida y enferma, tuvo que esperar dos meses, en una mortal ansiedad, que don Manuel le cumpliese la palabra de devolverle a su marido: recordaba con miedo y asco aquellos momentos abominables en los que, rendida por la lucha y el dolor, había sentido sobre su cuerpo los ultrajes de un hombre convertido en fiera. Su instinto femenino la había hecho ocultar el secreto cuidadosamente, fingiendo con su sencillez de campesina, para que ni la tía Aurora ni las otras vecinas, ni aun su propia madre, pudieran adivinar nada, y allí, al lado de su hijo Nicolás, en la tranquilidad de su casa, la escena terrible se iba borrando de su imaginación, hasta el punto de que en ocasiones fue necesario que viera sus brazos y sus hombros desnudos ante el espejo para que el sello morado de la infamia la convenciese de que todo no había sido un ensueño. Guando volvió a abrazar a su marido se sintió tan feliz, que por un instante tuvo un movimiento de orgullo. El sentimiento del honor no existía en Rodalquilar de la misma manera que entre las personas que se llaman cultas. Allí no era deshonra irse con el novio ni ceder a otro amor después de casados. Pero el respeto a la mujer ajena era tal, que se daban pocos pasos, Guando alguna vez sucedía no se pensaba en deshonor. Si el marido no estaba enamorado transigía con que le abandonase, y él buscaba otra hembra para embellecer su hogar; si la amaba defendía el cuerpo necesario a su placer con ansia de fiera rabiosa. En esos casos, cuando dos hombres se disputaban la posesión de una mujer, la lucha era terrible, a muerte, y el vencedor, que podía contar con la complicidad de todos sus convecinos para quedar impune, se llevaba como premio a la hembra disputada.

Lo que no se toleraba era el engaño y la mentira. La

mujer que no quisiera a su hombre que se lo dijese, pero que no le hiciera trabajar para mantener hijos ajenos. Los Marcos, que por tal cosa pasaran, habían de aguantar resignados la chacota y el desprecio general.

Dolores estaba segura de que Víctor la rechazaría de su lado o la mataría si llegase a sospechar de ella. Ante este temor, una pasión ardiente y salvaje vino a unirse al amor que profesaba a su marido, una pasión celosa que despertaba con más potencia la de Víctor, envolviéndolos en la ola de voluptuosidad, engendradora del disgusto y del desequilibrio nervioso de los celos. Se esforzaba en hacer feliz a su marido y en embriagarse para olvidar su desgracia. Un día, como si la fatalidad quisiera dejarle un recuerdo imborrable, sintió en sus entrañas un aleteo de pájaro. Conservaba entre sus impresiones de muchacha la que experimentó un día en que Víctor le llevó de regalo un gorrión recién muerto de una pedrada; Lo tenía en la mano y sintió que a su calor se estremecía y palpitaba de nuevo el cuerpo del pobre pajarillo. La muchacha, compasiva, lo acercó a su pecho y el animal volvió a la vida. Después, cuando su primer hijo se movió en sus entrañas, experimentó el mismo estremecimiento, símbolo de la vida, y ahora, al agitarla de nuevo, sentía con extraño pavor germinar una existencia en su seno.

Por un momento quedó absorta, parada, sintiendo aquel aleteo de pájaro en su entraña izquierda, y una sospecha brutal la hizo arrojarse contra el lecho presa de terrible desesperación. ¿De quién era aquel hijo? Circunstancias especiales de su organismo le permitían asegurar que no era de su marido, y entre sollozos convulsivos exclamó:

—¡Dios! ¿Cómo pueden encarnar los hijos sin amor en las entrañas?

Desde entonces su existencia fue un martirio; temía más a la maliciosa perspicacia de las vecinas que a la inocente confianza de Víctor, y sentía enrojecer sus mejillas cuando le preguntaban en qué mes nacería el nuevo crío. ¡Qué sabia ella; las mujeres no necesitan llevar más que esa cuenta, pero la equivocan siempre!

Víctor recibió con alegría la noticia; los hijos son una bendición de Dios y cada uno trae su pan debajo del brazo a la casa de los padres. Además, la madre de don Manuel deseaba apadrinar al nuevo vástago. Desde su salida de la cárcel, Víctor se acusaba de haber juzgado mal a los señores, y todos los meses hacía un viaje a Níjar para llevarles regalos.

El alma de la familia de don Manuel era su madre, doña Pepita, una buena señora, de carácter enérgico, que vigilaba continuamente por el buen gobierno y el engrandecimiento de la casa. La esposa, doña Concha, era una señorita madrileña, anémica, sin voluntad, contagiada con el fervor místico de su cuñada María, hermosa moza morena, que se hizo devota a los cuarenta años, y juntas se pasaban la vida en la iglesia, rezando interminables rosarios o arreglando imágenes y altares.

No tuvo Dolores más remedio que ceder a los deseos de Víctor, y en cuanto estuvo en disposición de acompañarle a Níjar, ir a presentar el niño a las señoras. Estremecida por el dolor de los recuerdos, volvió a cruzar aquel camino por la tercera vez de su vida. Cuando se vio ante los amos, sus mejillas arreboladas parecían prontas a brotar en sangre, le zumbaban los oídos, presa de vértigos y próxima a desfallecer. Tuvieron que animarla, achacando su estado al cansancio del viaje.

La ternura de la anciana se unió al movimiento de simpatía de las dos jóvenes de existencia estéril, y entre las tres vistieron al recién nacido con lienzos finos y encajes, para presentárselo a don Manuel, que en su despacho, fingiendo una indiferencia algo brusca, miró aquel pedacito de carne rosada, que le producía una sensación punzante y desconocida. Todos los hijos de su esposa habían muerto al nacer entre los sufrimientos de la débil y anémica mujercita. Le agradecía a la sangre roja de la aldeana haber perpetuado en el molde de sus caderas aquel pedazo de su ser entregado en un día de locura. Al chocar sus ojos con los de Dolores, tuvo la revelación completa de todo. Ella, por su parte, experimentó un involuntario movimiento de orgullo, de superioridad, sobre aquella mujer frágil y pálida. Le parecía que la falta de don Manuel y su debilidad quedaban borradas por la maternidad augusta.

Se celebró el bautizo con gran pompa; don Manuel quiso hacer a sus compadres un presente digno de su grandeza, dándoles en arrendamiento La Unión, el mejor de los cortijos de todo el campo de Níjar.

Entonces se levantó el clamor de la envidia de los vecinos. Aquel niñito pálido, blanco y rubio no era de casta de aldeanos. Las mujeres confrontaban fechas y se indignaban del descaro de Dolores y de la tolerancia de Víctor. No podía ser inocente, ¡El muy cabrito hacía la vista gorda por conveniencia! Sólo el temor que inspiraba el amo contenía la murmuración en los límites del escándalo. Sin embargo, como en los dos años transcurridos don Manuel no volvió al valle más que tres o cuatro días del mes de Enero a la caza de la perdiz con sus amigos, los maldicientes cesaron en sus insidias. Habían sido dos años de abundancia, la Naturaleza se mostró pródiga en bien repartidas lluvias, y las cosechas trajeron el bienestar al valle, y sobre todo al envidiado matrimonio, que ya era dueño del apero facilitado por don Manuel: tres yuntas de vacas, dos pares de mulas castellanas, dos hermosas borricas, un caballo de silla y los útiles y herramientas de labranza. Hasta pudieron devolver el préstamo de semillas y dinero, quedándose con capital de resistencia. La finca parecía sonreír agradecida del trabajo que le prestaba Víctor, deseoso de corresponder al favor de sus compadres. Los bancales de la huerta estaban despedregados como macetas; trabajaba sin descanso para purgarlos de las malas hierbas; las hazas de secano, labradas en tres hojas, con abundantes rejas y barbechos, contribuían al desarrollo de la feraz sementera. Incansable en mejorar la hacienda, ocupaba constantemente brazos de jornaleros en roturar las faldas de los montes, plantar árboles en las acequias, rodear de seto vivo los linderos y poblar de nopales las laderas.

Sin embargo, Dolores no era feliz, recordaba siempre con tristeza su casita del barranco, a pesar de que ahora tenía dos mozas que la ayudasen en las tareas de la casa y, contra las costumbres del lugar, apenas se ocupaba de ningún trabajo. El cortijo de La Unión, en la parte media del llano, al pie del cerrillo, miraba a Poniente, de cara a la huerta, y formaba el mejor edificio del contorno.

La enorme cocina de arco era grande como la sala de un teatro; además de las habitaciones de los labradores tenía cerradas las que ocupaban los amos en las temporadas que residían en el valle, y las dependencias, almacenes, graneros, pajares, truja, corrales y cuadras ocupaban un extenso perímetro. Una hermosa cámara, que servía de despensa, contribuía a darle el aspecto señoril de los pisos, que no tenían ningún otro cortijo de los alrededores. Quizás su misma grandeza contribuía a que pesara el ambiente sobre el espíritu de Dolores. Se asomaba a la puerta, bañada por una rambla de sol, y veía extenderse los bancales, con sus hileras de árboles frutales, la balsa grande como un estanque, el pilar, el huerto y las dos norias enlazadas con la atarjea de arcos. A lo lejos las hazas de pan, los caminos que partían de las Carihuelas, la rambla, que bajaba de los montes, y el repliegue donde se escondía su querido barranco. A ambos lados de la casa, los pudrideros, llenos de estiércol, con sus emanaciones insalubres, sobre los que crecían cenizos y hongos. Sobre la loma del molino avanzaba la era, buscando el viento propicio para aventar, y el sequero de las frutas, rodeado de un cerco de piedra y barro.

Las frondosas higueras, almendros y olivos, de la huerta de La Unión, seguían hasta el limite del otro cortijo de los Peñones, también propiedad de don Manuel, que labraba el padre de Dolores, y donde ella se había criado. Entre ambas fincas, un pedazo de terreno realengo, endurecido por la falta de labor, todo cubierto de cardenchas, lechetrezna y jaramagos, por donde pasaba el camino vecinal, y en medio de él, a ras del suelo, imprudentemente desguarnecido de tapias, y parapetos, el brocal cuadrado de una vieja noria del común, abandonada y con su manantial de agua casi ciego por el polvo y la maleza caídos en el fondo durante los largos años de desuso.

La noria, oculta entre la maleza que libraba a los transeúntes de caer en ella, era uno de tantos pozos abandonados que sirvieron de abrevadero a los animales cuando los pastos eran libres y los propietarios de las fincas habían de dar paso a los ganados que iban al monte.

Había tres de aquellos pozos en la comarca: el del Estanquillo, el del arenal cercano a la playa y aquel del centro, que se conocía con el nombre de la Noria de Cardona.

Desde el acotamiento de los montes, sólo los dueños de éstos, que lo eran también de las fincas próximas, podían permitirse el lujo de poseer ganados, y como éstos tenían paso dentro de las haciendas, los antiguos abrevaderos quedaron abandonados, constituyendo un peligro para los transeúntes. Más de una vez se habló de cegarlos o poner vallas, demorándolo luego con la pereza natural de los campesinos, que se contentaron con rodearlos de un seto de pitacas y chumberas.

Dolores no era allí dichosa. Se sometía a vivir lejos de su barranco por la necesidad de asegurar el porvenir de los hijos; pero ella recordaba siempre con pena los bellos días en que, perdidos en aquel repliegue del terreno, con el espíritu tranquilo, no había gustado el dolor ni respirado las emanaciones del odio y de la envidia. Ahora apenas veía a su Víctor, continuamente ocupado en el trabajo y lleno de ansiedad por el tiempo o el resultado de las cosechas. Con la prosperidad se multiplicaban los cuidados y las necesidades. En algunos momentos maldecía en su interior el día en que gentes extrañas penetraron en su casa. Le sobraba razón a Luís Márquez. Los hombres de las ciudades no debían pisar las montañas. Llevan la desdicha consigo y envenenan la vida de los demás.

Su segundo hijo era para ella como una constante reconvención. Su sangre degenerada le hacía rubio, pálido, de ojeras que se tendían sobre su rostro como pétalos de lirio, en vez de ostentar los mofletes y la carne color de barro cocido de su hermano, cachigordete y coloradote.

Los ojos azules, dulces, de su Rafael tenían esa mirada fija e inteligente que nos asusta contemplar en las pupilas de los niños, como signo de un cerebro pensante, en donde viven las reminiscencias de una existencia anterior; formaban contraste con los ojos claros de mirada vaga y sin pensamiento de Nicolasito,

Irritábase Dolores de esta desigualdad, se desesperaba de que su leche no tuviera fuerza para combatir la anemia congénita de aquella criatura. Su llanto débil, su risa dulce, su voz, sus movimientos, todo acusaba distinta estirpe; espiaba con miedo el parecido de sus facciones con las del amo y se esforzaba en hallar en ellas algún rasgo de su marido. Orgullosa en el fondo de la belleza y la gracia del muchacho, como si hubiera parido un semidiós. Ante su maternidad se borraba la diversidad de padre y reprochaba a Víctor por la indiferencia instintiva que manifestaba al pequeñuelo. Parecía vengarse de su desamor queriendo con apasionamiento al más débil y delicadito de los hijos y envolviéndolo en el fuego de una maternidad más intensa cuanto más dolorosa. No se reprochaba del engaño en que mantenía a su marido; aquel disimulo era el sostén de su cariño y su felicidad. Si él trabajaba para mantener al niño, éste era la base de su engrandecimiento; pero el temor de que Víctor llegase a descubrir su secreto, la hacía experimentar toda la angustia de una inquietud y de unos celos vagos, instintivos, que al fin encarnaron en la figura de Rosilla.

Fue una tarde en que la Pintá había ido a llevar agua, después de desuncida la vaca que daba vueltas a la noria. La vio pasar, con el redondo talle encorvado sobre el macetero de las amplias caderas bajo el peso del cántaro de barro, y sintió un irresistible impulso de seguirla. Después de muchas vacilaciones, se dirigió detrás de ella, subiendo despacio y cautelosa la rampa de la noria para asomar la cabeza entre las almenas. Rosilla había colocado el cántaro al borde del artesón y, encorvada, tiraba del mayal, que empujaba Víctor para dar vuelta a la rueda. Nada desacostumbrado había en esto; pero los celosos ojos de la aldeana creyeron advertir la complacencia con que el esposo contemplaba el arranque de las desnudas piernas que asomaban bajo el zagalejo y la línea amplia y armoniosa del cuerpo. La escena duraba demasiado; ya la doble fila de arcaduces de barro, que subían del fondo del pozo, habían vertido en la artesilla más agua de la suficiente para llenar el cántaro, que rebosaba, y ellos seguían dando vueltas al arandel. Dolores les oía hablar y reír. "Víctor lanzó una exclamación de sorpresa al verla y Rosilla pareció turbada.

—¿Estabas ahí?

Ambos estuvieron a punto de soltar el maya], que al verse libre, para deshacer sus eternas vueltas, hubiera destrozado el arte de la noria.

—Sí; venia...

No quiso seguir; no debía mostrarse celosa ni ridícula delante de aquella mujerzuela; ellos, por su parte, no insistieron, y mientras Rosilla, altiva y ceñuda, se apresuró a sacar el cántaro mojado y lo subió sobre el pretil para volverlo a cargar en la cadera, Víctor emprendió de nuevo la tarea de quitar los cabos a las cañas de maíz que había de echar de pienso a las vacas,

A pesar de no mediar explicaciones, Dolores creía haber mostrado bien a las claras su disgusto, para que Rosa no volviese por su casa, confirmándolo así el hecho de no verla ir más a llevar agua. Empezaba a tranquilizarse: aquel día, cuando llevaba el gazpacho de los segadores, divisó entre ellos a toda la familia de los Rarras. Sintió un movimiento de despecho tan grande, que estuvo a punto de arrojar a tales gentes de su casa; pero temió ponerse en ridículo y supo disimular, con ese amor propio de las campesinas que suple a la cortesía de las mujeres educadas.

Las segadoras tampoco estaban contentas de las nuevas compañeras; notaban en ellas la superioridad de su espíritu de seducción, y sus quejas encubiertas despertaron la indignación de Dolores contra su marido. Demasiado conocía él su disgusto y no debía imponerle la presencia de semejantes mujeres en su casa. Lo que más la exasperaba era la tranquila calma de Víctor, que parecía no comprender su sufrimiento.

No pudo aguantar más; las Pintás profanaban el pan amasado por sus manos al llevarlo a la boca. Sin querer tomar parte en la cena, entró en el cortijo, acunando en los brazos al hijo pequeño, mientras el mayor se acurrucaba a su lado.

La voz de Víctor no tardó en llamarla con acento de interés cariñoso:

—¡Dolores, Dolores! ¿Qué haces? ¡Ven!

—No puedo... me necesita el niño.

—Tráetelo.

—No; está refriao.

Entonces protestaron las mujeres.

—Eso no le hace; los chicos no son plantas de estufa; es mejor criarlos a los cuatro vientos, pa que se enroblezcan y no sean delicaos.

La voz de la Pintá se alzaba sobre las otras, diciendo con cierta sorna y retintín:

—No lo críes pa señorico...

No quiso escuchar más; su cuerpo vigoroso imprimió movimiento a la pesada silla de madera con asiento de cuerda de esparto entrecruzada, y empezó a mecer al niño, mientras canturreaba al compás de los bruscos ruidos que producían las patas de la silla contra el traspol de la cocina:

Duérmete, niño mio, duerme, que es tarde, y sí no viene el coco para llevarte.

Ante respuesta tan elocuente, las mujeres no se atrevieron a insistir; parecía cernerse un malestar sobre todos; el manijero, como director de aquella cuadrilla, se creyó en el caso de hacer un esfuerzo para mantener la alegría, y llamó a Cinco Peroles y le propuso que danzara o se declarase a alguna de las muchachas, Las grotescas contorsiones y las chocarrerías del idiota despertaron la hilaridad; las Pintás reían como si no se tratase de un individuo de su familia; bien pronto dominó la alegría con la sana expansión de la gente joven, y se propuso un juego en el que todos habían de tomar parto. Una muchacha facilitó el pañolito de la mano, que llevaba sin usar en la faltriquera, y un mozo lo retorció sin piedad, anudándolo fuertemente para formar con él una especie de chicote. Empezó el juego. Unos a otros se quitaban de la boca el pañuelo, repitiendo antes de tomarlo la frase: «Que se pega el arroz.» «Que se pega el arroz.» La gente joven reía de la diversión, que ocasionaba el contacto de los labios y la mezcla de los alientos. No se podían usar las manos para sujetar el chicote, y aquellos a quienes se le escapaba, pagaban una prenda. El miedo al castigo hacia que todos anduviesen listos para coger el chicote ofrecido por otros labios, y más de un muchacho aprovechaba la ocasión para morder la boca sangrienta, que entre el claror nacarino de los dientes presentaba el pañuelo, ya empapado de saliva, desde su primera vuelta por el corro.

Víctor estaba molesto por el disgusto de Dolores. Hubiera querido desenojarla; pero su injusticia le causaba una profunda herida en su amor propio. ¿Qué motivo tenía para juzgarlo desleal? Si sospechaba de él, ¿por qué no le confesó franca mente lo que pasaba en su alma? Él no tenía ningún interés por las Pintás: no se le ocurrió jamás semejante idea; eran unas pobres gentes que necesitaban trabajar, y sería una ridiculez privarlas de su protección por un mero capricho de su mujer. ¡Bueno fuera que creyesen que lo dominaba!

El continuo mecer y canturrear acabó por hacérsele insufrible como una acusación, y propuso irse a dormir. Había que madrugar al día siguiente. Las primeras en despedirse fueron las Pintás, que se marchaban a su casa. Después fas segadoras entraron a dar las buenas noches al ama y fueron a acostarse en el pajar; los hombres se dirigieron a la era.

Quedaban bajo el porche Antonio Diego, el manijero, Víctor y las criadas de la casa: Josefilla y Petra.

—Vamos, largo pa tu casa—dijo Víctor al pordiosero.

—Al momento, al momento; yo no quiero estorbar...; Malhumorao te veo...

—Paece que el ama está disgustá—añadió el manijero.

Víctor se sintió molesto en su orgullo. ¡Aquella mujer le ponía en ridículo! Quiso disimular.

—Es una madraza y el chiquillo está algo malucho.

—¡Ca!—añadió el viejo segador con afán de mostrar experiencia—; ya sé yo lo que es eso.

—Como que las mujeres toiticas son lo mesmo — afirmó el pobre avivando la cizaña.

Y como viera un gesto de contrariedad en el semblante de Víctor, continuó:

—Eso es discurpable, hombre; demuestran que nos quieren. ¿Tú sabe lo que son celos?

La brusca pregunta pareció despertar un sentimiento nuevo en el alma ruda y primitiva del muchacho; instintivamente llevó la mano a la faca con puño de madera negra y chapa de hueso que salía de los pliegues de su faja, y murmuró sombrío:

—¡Celos, rediós!

Después, dominándose, con acento grave, enérgico, contundente, para no admitir réplica, ordenó:

—¡Ea! Vamos a dormir.

Se volvió a las muchachas y añadió:

—Decille al ama que se acueste... Me voy con los muleros a la noria... No quiero que se pare la bestia, porque el bancal de pimientos tiene sed y el trigo tardío comienza a berrendearse.

Mientras Antonio Diego y el manijero enderezaban los pasos hacia la era, las dos mozas entraron en la cocina y cerraron el pesado portón. Víctor permaneció de pie, inmóvil y silencioso, escuchando el acompasado mecer de la silla y la voz que cantaba con dulzura:

Si mi niño se durmiera, lo acostaría en la cuna, con los piecicos al sol y la carica a la luna.

Y murmuró sordamente, como obedeciendo a una idea fija:

—¡Celos, rediós!

Se alejó bruscamente en dirección de la noria, huyendo del encanto de aquella voz que resonaba al compás de los mecidos en el interior de la casa.

II

Se acabaron las tareas del verano. El mes de Septiembre, después de guardar los granos en los trojes y la paja en los almiares, ofrecía unos días de descanso antes de empezar la sementera. Era preciso aprovecharlos y dar nueve baños a las bestias para preservarlas del carbunclo.

Aquella tarde el aspecto del valle era animado y pintoresco, como si se celebrase una alegre romería. De todos los cortijos salían cabalgatas en dirección a la playa. Las burras y las yeguas, cuidadosamente enjaezadas con las enjalmas y las albardas nuevas, llevaban sobre sus aparejos los encajes de almohadas y cubrecamas y las vistosas mantas de borlas. Eran las cabalgaduras destinadas a conducir a las mujeres, que se vestían con los mantones de Manila y los trajes de los días festivos para ir al baño. Los hombres montaban en pelo sobre los traviesos mulos, y algunos llevaban a la grupa atrevidas muchachas, hermanas o no vías, las cuales se confiaban a su custodia.

Del cortijo de Víctor partió una de las más lucidas pandillas. Josefa, Petrilla y Dolores iban montadas en las dos borricas y la yegua; detrás de cada uno de los tres animales retozaban las potrillas de pocos meses, que obligaban a Antonio Diego a ir a pie para evitar que la juguetona embestida derrumbase a las jinetes. Los mozos del cortijo habían tenido que quedarse en la tinca. Septiembre es mes de lluvia y se hacía preciso tener bien encauzada la boquera para que, en caso de una avenida, no destrozase la hacienda. Víctor llevaba él solo los dos pares de mulas amarradas de reata al potro zaino que montaba. Sanas y bien plantadas, limpias y gordas, con las redondas aucas lucientes de manera que se podían contar monedas sobre ellas, aquel apero despertaba la envidia de todos los labradores del contorno.

Josefilla llevaba en brazos a Nicolasito, entretenido en fustigar a la bestia con una varilla, en la explosión de una alegría ruidosa, agitándose Como convulsionado en la falda de la pobre moza,

Dolores conducía al pequeño Rafaelito, vestido de blanco, con su aspecto elegante, delicado, su sonrisa dulce y la mirada profunda de los ojos azules, tan seria y reflexiva como si otro espíritu se asomase por sus pupilas.

En el cruce de los caminos, junto al lindero del cortijo, les aguardaban otras cabalgatas y gran número de peatones. Durante los días destinados al baño de las bestias, todas las tardes se reunían en aquel pedazo de terreno realengo, en medio del cual se abría la cuadrada boca de la abandonada noria de Cardona, casi todos los aperos del lugar, las familias enteras aprovechaban la ocasión de ir a la playa a bañarse. Bien pronto se mezclaron todas las cabalgaduras en medio de un alegre coro de risas y algazara. Los pares que durante la trilla habían trabajado juntos, tendían a unirse, restregándose unos contra otros, con grave riesgo de los jinetes. Los hombres que llevaban alguna muchacha a la grupa de su montura, pretendían asustarla espoleando con grandes taconazos a los animales para que salieran al galopo; otros descargaban fuertes zurriagazos sobre las monturas de sus compañeros, haciéndolas respingar y poner a los jinetes en peligro de caerse; las recuas, libres de carga, trotaban airosamente entre nubes de polvo, y los pollinillos y potrancos triscaban, lanzaban pares de coces al aire y se precipitaban bajo las madres en busca de un chupetón de la ubre o de la caricia de un restregón amoroso, que hacía chillar asustadas a las mujeres.

Estaban allí los parientes de Víctor, todos los moradores del barranco: la tía Aurora, encaramada en la torre de almohadones sobre las jamugas verdes rematadas en bolas rojas; las Largas; la familia de Dolores y los labradores de los Tollos y de Montano. El Capuzo, montado en una hermosa muía, fingía con la garganta los acordes de la guitarra, a cuyo acompañamiento entonaba el Pelao con voz llena y potente la triste elegía de una malagueña, llena de toda la dulce languidez cadenciosa del alma añorante de la árabe Andalucía.

Cerca del castillo del llano se unieron a la comitiva los cortijeros de las otras fincas, y con la alegría de la vista del mar verde y la influencia del oxígeno al penetrar a oleadas en los pulmones, aumentaron las risas y las voces; la gente joven espoleó las mulas y no tardaron en perderse a lo lejos entre una nube de polvo.

Las cabalgaduras de las mujeres se quedaban detrás, con su paso lento, entablándose conversaciones de unas a otras y con las gentes de a pie.

Iban en la pandilla el viejo tío Matías, cuya cabeza no aguantaba el traqueteo de las monturas, siempre conversador y sentencioso, moviendo el dedo índice al compás de sus palabras como si fuese una batuta; Rosendo el pescador, de cutis rosado, barba rubia y ojos opalinos como un hijo del Norte; las mozuelas del Estanquillo; las mujeres de los carabineros con sus chiquillos en brazos, y las aborrecidas Pintás. La ciega y la muchacha pequeña marchaban detrás de la pollina en que iba montada la madre. Rosilla había subido a la grupa del mulo que conducía Ceferino, uno de los mozos de más fama, por bailador y rumboso. Se oía a lo lejos su risa entre la algazara de la vanguardia.

Cuando llegaron a la arena fue preciso desmontar, para aliviar de su carga a las bestias; los hombres les quitaron los aparejos con precaución. Algunas venían sudando de la carrera, y era menester que se refrescaran antes de entrar en el agua.

La playa no estaba sola; en el centro un cordón de pescadores de Carboneras, vestidos con calzones rojos y amarillos, tiraban encorvados de la enorme maroma que iban enrollando en forma de cubo al extremo del arenal, para sacar la jabeca. Aun tardaría el copo, pues la barca permanecía lejos de la orilla, y las boyas de piel de cabra, hinchadas de aire, se mecían sobre el lomo de las olas como monstruos marinos.

Era una tarde tranquila, serena; el agua se estremecía apenas con el suave beso de una delicada orla de nácar en el borde de su manto verde; las arenas, calcinadas por la fuerza del sol, tenían reflejos de plata, y el cielo, sin nubes, se confundía a lo lejos con el tono suave del mar. Algunas gaviotas cruzaban, con sus irregulares vuelos, sobre las ondas, y en las lastras del castillo, una bandada de palomas torcaces fingía un plantel de lirios azules. Las palomas eran una nota característica de Rodalquilar. Sin duda habían sido transportadas allí en tiempo inmemorial por algún buque que venia del Adriático. Eran hermanas del pueblo alado que habita en las cúpulas bizantinas de San Marcos, tendiendo sus alas como genios protectores por la ciudad de los Dux. Pequeñitas, con el collar tornasolado como las vénetas, su suerte era bien distinta; nadie se cuidaba de ofrecerles el alimento, que ellas sabían buscar en los cerros o en apartadas tierras de labor, recelosas de la proximidad de los hombres. Si no las habían exterminado ya, era gracias al instinto con que supieran construir sus nidos entre las estalactitas de la cúpula de una cueva marina, al Norte del castillo. No se podía llegar allí más que por mar; las paredes eran tan lisas y la altura de la bóveda tan grande, que se hacía imposible llegar a ella ni aun con la estratagema de subirse en el palo de un bergantín, como hacían los marineros para coger espuertas de huevos de gaviota en lo alto del risco de la Polacra. Sin embargo, los señoritos que iban con don Manuel al valle habían encontrado el medio de cazarlas. Entraban con pequeñas barcas dentro de la cueva, y cuando sus gritos y palmadas les hacían dejar los nidos, disparábanles al vuelo desde la lancha o desde las rocas próximas a la puerta. Era un espectáculo triste verlas caer heridas en el agua, levantando un ala blanca en forma de vela latina para no sumergirse, o flotar muertas entre las olas. Allí, con el remar suave, las alcanzaba la mano del cazador, sin compadecerse de los pequeños pichoncillos de blanco plumón, que sacaban las peladas cabezas por entré los picachos de la roca, con el piar asustado de sus rajados y amarillos picos.

Hacia aquella parte, al amparo del promontorio de rocas del castillo, se agruparon las mujeres y los chicuelos. Los hombres se bañarían con los animales al otro extremo, antes de llegar a las lastras de los Cocones y del Cerrico del Romero, lugar de más fondo y siempre lleno de lijo. Todas las mujeres se bañaban juntas; muchas se entraban en el agua completamente desnudas, tapándose el pecho y la delantera con las manos, en el gesto natural y la bella curvatura de la Venus de Arlés. Algunas iban envueltas en finas camisas blancas, que se pegaban a su cuerpo, dejando adivinar la forma y los matices de la carne, más encantadores con aquel lienzo blanco, que se asemejaba a los transparentes velos de mármol de las estatuas del Parthenón. De las bocas frescas se escapaban gritos de placer, arrancados por la impresión del agua fría y la plenitud de vida de aquel aire tónico y salino. Los chicos pequeños chillaban chapoteando con un instintivo temor cristiano al agua y la limpieza; y las madres, de pie, para sumergirlos en el borde de la ola, se veían obligadas a salir varias veces para llevarlos a las criadas y a las mujeres de edad encargadas de vestirlos. Seguíanlas los hombres con su penetrante mirada de campesinos, capaz de distinguir todos los detalles a pesar de la distancia. Ya dentro del agua, unas formaban corros para continuar cogidas de las manos sus interrumpidas conversaciones; otras frotaban con deleite sus cuerpos, más blancos y bellos entre el contorno de la ola, y algunas corrían persiguiéndose, gritando y chapoteando con la mano abierta en la superficie del agua, para hacerla saltar en cegadores remolinos de espuma. Varias, separándose del grupo y protegidas por el manto del mar, que no dejaba ver más que sus cabezas de ondinas, se dirigían, andando trabajosamente para cortar el agua, hacia el sitio en que los hombres espoleaban a las cabalgaduras y las hacían entrar en el baño.

Las bestias rebeldes no obedecían al castigo; se las veía dar coces, respingos, botes; correr y caracolear y hasta echarse al suelo contra la arena. Los jinetes tenían, como último recurso, que tomarlas del ronzal y entrar delante de ellas en el agua. Solamente los que presumían de domadores se obstinaban en obligarlas, demostrando su serenidad y bravura. Víctor era de esos, y Dolores se aproximó de las primeras al baño de los hombree, deseosa de verlo domar los indómitos brutos; sereno, inconmovible, clavado como un centauro sobre el lomo del airoso marrullerías de las bestias. Este día entraba él solo con toda la recua. Su mujer, que se había acercado cuanto le fue posible con el estorbo de las cuerdas de la jabeca, lo contemplaba orgullosa de su fuerza. Completamente desnudo sobre el caballo, su cuerpo enjuto, moreno y velloso, formaba una línea armónica con la elegante silueta de la cabalgadura. Distinguía el rostro moreno, sano, con las espesas y finas cejas abriéndose sobre la nariz, cuya línea pura daba expresión de franqueza a las facciones. Contemplaba la frente de noble curvatura, el revuelto mar de cabellos en ondas mal cortadas; brillaban los ojos negrísimos, vivos, apasionados o melancólicos, pero siempre parlanchines. La boca fresca y sensual, como estuche de besos, dejaba ver con su abierta risa los dientes blancos y unidos, algo carniceros, como de lobezno joven, y la mandíbula inferior, fuerte, grande, con la barba en cuadro, acusaba pasiones vehementes y salvajes que pueden llegar al éxtasis en el amor y al crimen en el odio y la venganza. El sol se había ocultado y las nubes del Poniente iluminaban las aguas con reflejos de sangre, mientras que por Levante iba cayendo sobre el mar un cendal de sombras, rajado en desgarrones de fuego. Sintió deseos de enviarle un beso en el aire y una caricia entre las olas; pero la impresión triste que la dominaba le oprimía el corazón. Víctor estaba siempre sombrío, silencioso, lejos de ella. La atormentaba la duda de si sospecharía algo de su secreto y sentía impulsos de rodearlo con sus brazos y desvanecer las tinieblas de su alma con la luz de sus caricias. Pero ¿y sí no era eso?... ¡Si quisiera a otra mujer!... Aquel pensamiento le causaba impresión tan penosa como el dolor de una quemadura en el pecho. Su amor propio de mujer despertaba tiránico... anteponiéndose a todo. Ella no podría besar los labios que se hubieran posado en otra boca.

Cuando se hallaba más abstraída oyó un rumor cerca de ella. La Pintá se acercaba por la orilla, con todo el cuerpo fuera del agua, tapada apenas con la fina camisa, sin curarse de que la vieran. Unos celos salvajes imperaron en Dolores; sin reflexionar, se alzó, corrió hacia tierra, y enfrontándose con la Pintá, rugió colérica y descompuesta: —¿Tú?... ¡Tú!... ¿Qué vienes a hacer aquí?

La sonrisa desvergonzada de Rosilla y su mirada lúbrica lucían como una mueca en la cara llena de costurones y en los ojos sin pestañas.

—¡Vaya una preciosidad! ¡La sinvergüenza!— silbó Dolores—. ¡A ver a los hombres! ¿Verdad? ¡Porque las mujeres te dejamos vivir... pero se acabó!...

La Pintá quiso huir; mas la camisa liada a sus piernas le Impedía moverse. Dolores dio un salto y sus manos nervudas se cogieron a la cabellera de Rosilla, zamarreándola con fuerza hasta zambullirla en el agua.

Un chillido estridente escapado del pecho de la Pintá desgarró el aire, mientras se agarraba desesperada a Dolores, intentando echarle la zancadilla.

Más vigorosa que la Pintá, Dolores permanecía inconmovible, reteniéndola bajo la ola, sin compadecerse de la agonía que la obligaba a agitar brazos y piernas desesperada y hacía saltar las aguas en un hervidero de espumas y de burbujas de aire.

Algunas mujeres oyeron el grito y corrieron detrás de Rosa en auxilio de su hija. Los momentos eran siglos; el agua les impedía moverse con ligereza; si tardaban sólo encontrarían un cadáver, Asustadas las infelices, lanzaban inútiles y desesperadas voces de socorro.

El primero en llegar fue Víctor, mientras el caballo y las mulas abandonadas huyeron tierra adentro. Él, de un salto, llegó cerca de Dolores. Tuvo que luchar con ella para arrebatarle su presa. Parecía haberse convertido en una estatuado acero. Su mano agarrotada permanecía hundida en la cabellera de Rosilla que, desvanecida por la asfixia, ya no le oponía resistencia.

Los recién llegados rodearon el grupo; la Pintá parecía muerta con el rostro congestionado y la cabeza caída. Su madre, con instinto de fiera, antes de acercarse a la bija se lanzó como un basilisco sobre Dolores, que extenuada por el esfuerzo nervioso, no parecía darse cuenta de lo que pasaba, y la cogió de los hombros, buscando la garganta. Fue una lucha breve. Víctor escudó a su mujer con el cuerpo, dispuesto a defenderla contra todos. Estuviera mal o bien lo que hiciera Dolores, su cariño la absolvía de antemano.

La Pintá se revolvió furiosa al ver que le arrebataban la venganza.

—¡Eso es!... ¡Ven a defenderla!... ¡Bragazas!... ¡Cabrito!...

—¡Víbora!—Y ciego de ira se precipitó sobre la vieja—. ¡Te voy a ahogar!

Dolores no se movió; altiva, triunfadora, ufana con la protección de su marido, miraba indiferente el grupo de hombres y mujeres, que sin hacer caso de en desnudez conducían a Rosilla, que empezaba a volver en sí, hacia el lugar donde estaban los jabecotes.

—¡Cobarde!— aulló Rosa pretendiendo huir de Víctor—, ¡Cabrito! ¡Sí, cabrito!

Al sentir la mano que la asía del bañador con zarpazo de garra, hizo un esfuerzo supremo, y echando hacia atrás la cabeza reunió la energía que le restaba para añadir:

—Mírale la cara a tu hijo Rafael y sabrás quién es el padre...

Se aflojaron los nervios de Víctor y dejó escapar su presa.

—¡Maldita!... ¡ Maldita! — prorrumpió Dolores sintiendo recorrer su cuerpo un calofrío de terror que le helaba la sangre.

Después, olvidándose de la mujer que huía, se acercó a su marido, le rodeó el cuello con sus redondos brazos y murmuró tierna:

—¡Víctor... Víctor de mi alma!

Él la apartó dulcemente, sin mirarla, y se pasó la mano llena de agua por la frente, murmurando:

—¡Ah! ¡Si fuera verdad!... ¡Es preciso ser hombre!...

III

La tierra, blanda de la reciente lluvia, apagó las pisadas de Gaspar para llegar sin ser oído a la puerta del cortijo. Se sentó en la esquina del tranco, y mientras se quitaba las esparteñas y sacudía el barro, que formaba pesada capa a la empapada suela, en la arista del escalón de piedra, gritó, con su voz ronca estentórea:

—¡A la paz de Dios!

La gran cocina estaba sola, pero en la habitación contigua, llamada pomposamente la sala, se oía rumor de voces.

—¡Gaspar! ¡Ya está aquí Gaspar!—exclamaron varias a un tiempo, y la tía Frasca, la madre de Dolores, apareció en el marco de la puerta, llamando:

—Pasa, Gaspar, pasa. Dolores está que no sosiega hasta que vengas.

—Ya voy, ya voy... Una poca de paciencia... — repuso con calmoso énfasis el recién llegado, mientras se anudaba la guita de la esparteña sobre el empeine del pie y se quitaba la otra para repetir igual operación.

Gaspar era el curandero que gozaba más fama en el contorno. Lo mismo servía para entablillar un brazo o una pierna, que para dar una sangría y poner un emplasto en una matadura; o bizmas, ventosas y sanguijuelas, igualando en su régimen de médico a las personas y a las bestias. Sus convecinos tenían fe en la ciencia de Gaspar, y si alguna vez llamaban al médico era sólo cuando se desesperaba de salvar al enfermo y se hacía necesario certificar la defunción. Bien es verdad que en esos casos el facultativo llegaba siempre tarde, porque Gaspar no desconfiaba jamás de la

salvación de los pacientes.

—¡Tío Gaspar, por caridá; dese usted priesa! — exclamó desde dentro la voz angustiada de Dolores.

Acabó el curandero su operación, levantose y se dirigió a la habitación contigua. Allí, junto a la revuelta cuna de madera, estaba sentada Dolores con Rafaelito en el regazo; cerca de ella, su madre, las muchachas de la casa, la tía Culmenea y la vieja Aurora, que en su condición de decana de las cortijeras tenía el deber de acudir a todas las alegrías y duelos de la comarca. Acostumbrada a este continuo visiteo e intervención en los asuntos ajenos, había adquirido el hábito de pasar del llanto a la risa con rapidez asombrosa, y bastaba ver su arrugado y expresivo semblante para conocer si el ambiente era de dolor o de alegría.

—¡Gracias a Dios que viene usted!—exclamó la madre.

—No te impacientes, mujer—repuso el curandero—. ¿Cómo va el muchacho?

—Peor; mucho peor...

—¿Tú qué sabes?

—Está mu ronco... no llora...

—Señal que está tranquilo.

—No pue mamar...

—No seas imaginativa.

—Ella misma se quita la vida—interrumpió la tía Frasca—; ende que estoy yo aquí apenas tose.

—Porque no tié fuerzas; mejor era cuando tosía... Tiene un quejico que me aprieta el corazón... Paece que le duele algo...

—¡Como estas criaturas no puen hablar! ¡Vaya, usted a saber!—objetó enfáticamente la tía Aurora—. ¡Probeticos!...

Y se limpió con el borde del delantal los resecos ojos.

Gaspar se acercó solemnemente al chico y lo desenvolvió del pañolón y la manta de lana que lo abrigaban. Se escuchó con claridad la ronca y fatigosa respiración de la bronquitis. La criaturita, con los cabellos rubios pegados a las pálidas sienes, tenía blancura de hostia, y las ojeras se destacaban en torno de los cerrados ojos como pétalos de moradas violetas.

El curandero lo pulsó, lo movió bruscamente. Un gemido, un llanto doloroso y sin voz, respondió a sus manipulaciones entre el estertor de la bronquitis.

—¡Bah! Esto no es na...—dijo el hombre alzándose—, Un poco de resfriao... ya se va pasando.

—¡Pero si no mama!

—Ya mamará cuando tenga hambre, mujer.

Las vecinas aprovecharon la ocasión para sacudir el ambiente de tristeza. Dolores era muy extremosa con los hijos; no se puede criar a los chiquillos con tanto mimo para que luego un soplo de aire los mate.

Se animó Dolores. Sí; tenían razón; en cuanto el chico se pusiera bueno se lo entregaba a su madre para que lo criase al sol y al aire, como a San Nicolás.

—Eso debes hacer—afirmó el curandero—; esto de hoy no es na; si acaso mañana sigue malo le daremos una sangría.

La sangría era el recurso supremo del pobre hombre, y se contaba que tanto abusó de ella, que más de una vez el enfermo expiró entre sus manos, mientras desesperado de no poder atajar la hemorragia, le gritaba con terror: «¡Adiós, hermano, que te vas!»

¡Sangrar a su niño! No. Le aterrorizaba la idea. Sin duda estaría mejor, y cediendo a las instancias de su madre, consintió en echarlo a descansar en la cunita, brizándola amorosa.

Las mujeres hablaron de irse. Aurora habitaba lejos y Frasca tenía en su casa al otro nieto, Nicolasillo, que era la piel del mismísimo demonio, y no estaba tranquila. Se quedaría la Culmenea, y si pasaba algo podía avisar.

Transcurrió la tarde, lenta y triste; la criaturita, aletargada, tosió dolorosamente varias veces de un modo opaco, sin ruido, que debía hacerle mucho daño en lo hondo del pecho, porque la carilla pálida se contraía en el gesto angustioso de un llanto sin voz. La madre intentaba reanimarlo con palabras de cariño:

—¡Alma mía! ¡Cariño mío! ¡Encanto de mi alma!

Quería infundirle vida y calor con los apasionados y medrosos besos, y le arrimaba a la reseca boca el seno rebosante de lecho. Instintivamente el enfermito oprimía con los labios sedientos y ardorosos el botón del pecho de la madre, pero la falta de respiración le obligaba a apartarse de aquel estorbo, que impedía penetrar el escaso aire reclamado imperiosamente por sus ávidos pulmones.

—¡Ah! ¡Se muere! ¡Se muere mi niño!—exclamó con voz desgarradora la infeliz madre.

—Las malas leches que le has dao a la criatura — murmuró Josefilla—; los berrinches.

—¡Malditas sean las candongas que tienen la culpa!—agregó la Culmenea.

—¿Tendrá empacho?—apuntó Josefilla.

—¿Le habrán hecho mal de ojo?—exclamó Petra.

—¡Mal de ojo!

Las cuatro mujeres se quedaron silenciosas, hasta que Dolores, con su sencilla superstición maternal, añadió:

—Si fuera eso... entonces, ¿no podría curarlo Gaspar?

—No—respondió la Culmenea—; pero la tía Ramona, la rezaora, te lo dejaría güeno en un instante.

—¿Está usted segura?

—¡Vaya!... ¡Como que es saludaora! Tiene gracia pa matar de un soplo a los perros rabiando y pa curar tos los dolores. ¿No ves que nació en Viernes Santo y lleva un Cristo en el cielo de la boca?

—¿Dónde podríamos encontrarla?—preguntó ansiosa Dolores.

—Bien cerca de aquí... pero...

—¿Qué?

—En casa de las Pintás; está enseñando a rezar a la pequeña, que se casa con el hijo del tío Fárrago.

Dolores no vaciló.

—No importa—dijo—. Anda, Josefa; allí mismo, en cualquier parte que esté, llámala...

Y como la muchacha titubeaba, repitió:

—Anda, corre, llámala... Yo no quiero que se muera mi hijo... Me volvería loca... Llámala...

La muchacha salió en silencio de la habitación, mientras Dolores, estremecida, estrechaba en sus brazos el débil cuerpecillo, como si quisiera retener el escaso hilo de vida que le restaba. Tardó más de una hora en volver Josefilla, y apenas apareció en la puerta, todas formularon, ansiosas, la misma pregunta:

—¿Viene?

—Sí; ahí detrás.

Los perros ladraban desaforadamente, con ese odio instintivo que sienten por los pordioseros. Fue preciso que la muchacha saliese de nuevo e hiciera entrar a la vieja. A pesar de su ceguera, la tía Ramona avanzó con seguridad, apoyada en una gruesa caña, que le servía de sostén. Era alta, seca, agarrotada; vestía falda de tela parda y un mantoncillo gris le rodeaba el cuerpo; un pañuelo de hierbas liado a la cabeza, a modo de gorro, se anudaba sobre la frente.

—Buenas noches tenga la compañía—dijo, irguiendo su alta estatura, la mendiga.

—Buenas noches nos dé Dios, tía Ramona— respondieron a coro las mujeres.

—¿Qué sucede aquí? ¿Tiés al pequeñillo malo? ¡Gracias a Dios! En este mundo todo, se vuelven penas y calamidades. ¡Gracias a Dios!

La vieja rezadora tenía costumbre de referir todas las desdichas con la indispensable muletilla «¡Gracias a Dios!», como si de los más preciados dones recibidos de un poder supremo se tratase.

—Mire usted, tía Ramona—atajó la madre—; mi niño está mu malico el probe y tengo recelo de que le hayan hecho mal de ojo.

—¡To pue ser!

—¿Y no se lo pue usted quitar?

—¡Sigun!

—Por caridá, tía Ramona, por lo que usted más quiera...

—Pero esta noche ya es mu tarde, y yo me tengo que ir—objetó la bendiciera deseosa de hacer valer sus servicios.

—¡Miren por dónde sale!—exclamó indignada Culmenea—. ¡Que es tarde! ¿Tendrá miedo de no ver el camino?

—¡Ah! Mis ojos no necesitan luz—respondió picada la ciega—. ¡Gracias a Dios!

Intervino Dolores, temerosa de que se enfadase. La llevarían luego a su casa montada en la burra, pero por caridad que no demorara el librar a su pobre hijo del maleficio.

Muchas preguntas tuvo que hacer la vieja para indagar quién había ido al cortijo, si alguna mujer miró al niño sin decirle: «Dios te bendiga» y la criatura se sonrió: Dolores no hacía memoria. Esta vez no recordaba que hubiesen estado allí ni gitanos ni jabecotes.

Era preciso averiguar la verdad. La vieja pidió gravemente unas tijeras, un tazón lleno de agua y una pieza de dos cuartos. Todas miraban ansiosas. Puso en el suelo las tijeras abiertas en cruz, colocó sobre ellas el tazón de agua, sumergió dentro de éste la moneda y cogiendo la débil y blanda manecita derecha del enfermo introdujo su dedo meñique en el aceite del candil, de modo que dejase caer una gota en el tazón.

Tres veces repitió el procedimiento preguntando a las mujeres qué dirección tomaban, pues todo dependía de la manera como se juntasen en el centro o en los bordes las gotas de aceite.

—Dos en el centro y una en la orilla—exclama ron todas.

—¡Vaya! ¡Gracias a Dios! El muchacho tiene, mal de ojo, pero se le puede curar... Ponte de pie y tómalo en brazos.

La madre obedeció prontamente.

Empezó la vieja su conjuro de pie, con los brazos tendidos de un modo patriarcal, posadas las palmas de las abiertas manos sobre la frente y el estómago del enfermito, los ojos sin luz elevados hacia lo alto, y la voz grave, solemne, murmurando palabras atormentadoras. Las mujeres sentían el escalofrío del miedo a lo sobrenatural.

—Ánimas restas y sestas, que en el purgatorio estáis, por las penas que tenéis y la gloria que esperáis—empezó la vieja, y al llegar aquí la voz se hizo más opaca, más densa, apagada, y sólo se escuchaban palabras fatídicas: «Satanás», «La corona de espinas», «Por la sangre que derramaste», «Belcebú». Al mismo tiempo que rezaba, la vieja repartía bendiciones, signos de cruz y ademanes para arrojar de allí un espíritu maligno. Las mujeres apenas respiraban, atemorizadas por la solemnidad siniestra de la mendiga en aquella escena lúgubre y patética, a la que contribuía la hora crepuscular, llenando la estancia de sombras que parecían agigantar la figura de la vieja.

Cuando terminó, todas las mujeres se agruparon en torno de Dolores, ansiosas de notar el alivio del niño. La ilusión les hacia hallarlo mejor. Un descenso de calentura se notaba en el cuerpecito; dos o tres veces logró despegar los párpados y lanzar una mirada azul, que se apagaba instantáneamente. Parecía que se calmaba su agitación, y hasta llegó a poder mamar, a intervalos, con ansia.

Al final de la velada el niño estaba más tranquilo y las mujeres cabeceaban rendidas por el sueño. Era preciso descansar para tener fuerzas al día, siguiente. Nada había que justificase la alarma. La tía Culmenea y la tía Ramona marcharon acompañadas de uno de los mozos del cortijo, y Petra y Josefina se fueron a acostar a la cámara.

Quedó Dolores sola cerca de la cuna. Por los entreabiertos cristales de la ventana veía el campo y el cielo formando un estrado contraste. La tierra presentaba la tranquilidad del aire lavado por la lluvia, la quietud plácida de esas noches otoñales, mientras que el azul del cielo se empañaba con nubes y signos de tempestad. Parecía una imagen de la vida humana, cuando la sonrisa brilla en el semblante y la tormenta azota y desgarra el corazón. Arriba hacía viento, el azul se había vuelto lechoso, y en torno de la luna, pálida y fría, se formaba un círculo de nubes visiblemente bajo, de manera que el centro se alzaba como el cimborrio de una bóveda monumental. Algo como un inmenso panteón sin dioses que cubría la belleza del valle. De vez en cuando un vellón de celaje pasaba bajo el ábside, se rizaban las nubes como si una manada de carneros, con sus lanas blancas, corriese por el aire; les empujaba un viento que no llegaba a la tierra y les hacia pasar azotándolos y desgarrándolos en el espacio. Dolores les veía tomar mil formas caprichosas; lineas de una belleza que la impresionaba hondamente; caballos con alas, seres gigantescos con coronas y ropas flotantes, monstruos extraños, peces, pájaros, esqueletos... todas aquellas sombras, al pasar bajo la luna, se tendían sobre los campos danzando una extraña zarabanda que corría en la tierra como un mar de tinieblas.

Se dibujaban los contornos de los caseríos, las montañas se esfumaban a lo lejos recortando los picos en el espacio y el campo parecía dormido. La brisa, suave respiración, hacia hincharse a la tierra mojada en fecundante perfume, con sabor a mariscos y a frutas maduras.

De vez en cuando el misterioso ritornello, que forma ese silencio de los campos, poblado de palpitaciones de seres vivos: plantas que crecen, flores que rompen su botón y semillas que germinan, era rasgado por el ladrido de los perros o el grito de los gañanes velando en la próxima noria «Haya Vaca», a fin de que el animal continuase sus pasos. Llegaba hasta allí el rumor del agua que corría entre los ajomates de la atarjea y se precipitaba en la balsa donde croaban las ranas acompasadamente. Los cristalinos del agua decían al quebrarse historias en las cuales los seres, según son felices o desdichados, pueden escuchar risas o lágrimas.

Todos los cortijos estaban cerrados y silenciosos. Sólo en el de las Pintas brillaba la luz como un lucero lejano y se oía el rasguear de una guitarra y el apagado eco de una vinosa cancamurria.

Un sentimiento de ira estremeció a Dolores; aquellas mujeres tenían la culpa de todo. No pensaba en que las provocó sin motivo. Desde la terrible escena de la playa, Víctor y ella vivían como extraños, no se habían atrevido a acercarse, a verse; los dos tuvieron miedo a las explicaciones. Ahora, en aquellos días de dolor, pasados cerca del hijo enfermo, el marido apareció varias veces en la estancia, sin atreverse a entrar. Se había acercado a la cuna con las cejas fruncidas, mudo, sombrío, luchando presa de encontrados impulsos, y se había alejado sin decir una palabra. Ella veía las huellas del dolor y de las lágrimas ocultas sobre el semblante de su esposo. ¿Debía engañarlo? La mentira era piadosa; además, ella no era culpable del brutal atropello, su culpa consistía en la adoración a aquel niño que le había hecho bendecir el adulterio y sentir el orgullo de haberlo dado la vida. Le faltaban fuerzas para provocar una explicación con Víctor, atormentada por la duda. ¿La creería él? Aquel sello de familia del hijo era la delación más elocuente de su nacimiento; la espiaba acentuarse cada día más, y en algunas ocasiones tuvo que asentir al mito de que los chicos se parecen a los padrinos.

El alejamiento de Víctor del lado de la mujer acongojada y del hijo enfermo, atraía la murmuración de las vecinas. Ese cuidadoso espíritu del ¿qué dirán? tan mortificante para las campesinas, causaba a Dolores un agudo sufrimiento, alejándola cada vez más del marido. Después de todo, había sido culpable sólo por su amor, deseosa de salvarlo, y a aquella falta, que no dejó huella en su alma, se debía la felicidad presente. No tenían derecho a acusarla. Aquella triste noche de insomnio la dominaba una idea fija: que el niño no muriera. El cariño de aquel hijo le llevaría toda la existencia,

Al mediar la noche, el viento se abatió contra la tierra y las sombras velaron la luna, envolviendo al valle con su negro manto; los vidrios de la ventana crujieron al azote de las gotas de lluvia que se quebraban en polvo diamantino contra ellos; de un próximo nido de lechuzas salió el fatídico silbar de los asustados polluelos.

Dolores sintió miedo; le parecía que entre las ondas del viento había penetrado en la habitación un espíritu invisible. Entonces advirtió con terror que el candil, sin aceite, chisporroteaba de un modo doloroso, brillando la torcida sin luz como un clavo candente; del otro lado de la pared se escuchaba el patear de las bestias amarradas a los pesebres. Entre la sombra, Dolores creyó percibir la forma vaga de aquel espíritu que le causaba tanto miedo. Sintió el paso leve de un espectro, una respiración fría. ¡Le iban a robar a su hijo! Se precipitó contra la cuna para protegerlo en sus brazos, lanzando un grito de espanto:

—¡Víctor! ¡Víctor!

La carne del pequeñuelo ardía en fiebre con el recargo de la madrugada, y del oprimido pecho salía un ronco estertor, mezclado al fatídico hipo de los agonizantes. Los pulmoncitos se alzaban como fuelles en el ansia de aire para mantener la vida que se escapaba.

Apareció en el umbral la figura de Víctor, completamente vestido; él no dormía tampoco.

—¡Dolores!

—¡Luz! ¡Luz! ¡Víctor! ¡Mi Rafael! ¡Mi hijo! ¡Se muere!... ¡Socorro! ¡Socorro!... ¡Yo no quiero que se muera mi hijo!

Con mano temblorosa, próximo a dejarlo caer, Víctor atizó el candil con las espabiladeras, quitando la pavesa, que enrareció más la atmósfera; le añadió aceite de la alcuza y lo colgó del (lavo. La luz vacilante alumbró el doloroso grupo de la madre abrazada al niño moribundo.

—Víctor, aquí hay alguien... alguien ha entrado... Me quieren quitar a mi Rafael.

Él se acercó piadoso.

—Cálmate, Dolores.

—¡Víctor de mi alma!

Los dos esposos, unidos por el dolor, se aproximaron el uno al otro. El niño, con el delirio de la calentura y la excitación de la falta de aire, abría los ojos, agrandados en la cara pálida, y revolvía Lacia arriba las hermosas pupilas azules, en cuyo cristal se dibujaba la opaca vaguedad de la muerte.

—¡Víctor, se muere!

El estertor aumentaba flor momentos; Dolores y Víctor se sentían invadidos de la desesperación de la impotencia. ¿Que fuerza era aquella contra la que no podían luchar? Sus espíritus se volvían hacia lo sobrenatural pidiéndole ayuda, y todo parecía abandonarlos. ¿Era posible que existiera un Ser Supremo y no calmase su dolor? No; no es verdad que hay un Dios bueno y deja sufrir así a los inocentes.

De pronto una convulsión nerviosa agitó el cuerpo del niño, sus miembros se pusieron rígidos, la pupila azul se revolvió ocultándose en la órbita, y la criaturita quedó inmóvil.

—Víctor, no respira... ¡Se ha muerto!... ¡Me lo quitan!

—No, no—dijo él aterrorizado, al comprender la terrible verdad—; no... Mira... Está caliente...

El fuego de la calentura engañó a la infeliz.

—¡Es verdad!... ¡Ay!... No se morirá... ¡Mi hijo!... ¡Me volvería loca!...

—¡No digas tonterías! Mira, le vas a hacer daño... Dámelo... Lo acostaré en la cuna...

Y así diciendo, pretendía arrancar de los brazos de su mujer el cadáver de la criatura.

—¡No respira!...

—Es que descansa... Dámelo...

Cedió ella, sintiendo abrírsele el corazón en esperanza con la ternura de su marido. La amaba y y amaba al niño. Cuando se pusiera bueno, ¡qué felices iban a ser!

Víctor cogió en brazos el cuerpecillo, que se enfriaba por momentos, y clavó una mirada recelosa en el rostro marmóreo y en los ojos entre abiertos. Parecía que el niño sonrió a la muerte libertadora. En aquella sonrisa había algo de Dolores. Un latido de amor agitó su pecho; de amor y remordimiento. ¡La criatura que le causaba tanto dolor, había de ser su hijo! ¿Cómo pudo creer las insidias de unas malas mujeres? ¡Se despreció como un miserable! ¡Cuánto había hecho sufrir a su mujer! ¿Cómo pudo odiar al pobre niño? En aquel instante daría toda su existencia por verlo sonreír a su beso, y tenderle los brazos balbuceando: «¡Papa! ¡Papa!»

Sin saber lo que hacia, empezó a arreglar las ropitas del muertecillo con cariñosa solicitud, y lo acunó en sus brazos. Después, sintiendo que el beso de amor, negado tanto tiempo, le quemaba los labios, aproximó amante la boca a la carita pálida, pero al contacto de la piel fría, sintió de nuevo el mordisco de la duda. Entonces, ciego, loco, sin; pensar el daño que iba a causar, se puso de pie, con el niño arrimado a su pecho, ansioso de poderlo amar sin recelo.

—Dolores... es preciso... Sábelo... ¡El niño está, muerto!...

—¿Qué dices?... ¡Víctor!... ¿He oído bien?... ¡Muerto!... ¡Muerto mi hijo!...

—Calla... oye... dime... en este momento... ¿Puedo besarlo?...

Cayó todo el peso de la terrible pregunta sobre el alma de la desdichada mujer, y en aquellos instantes de dolor y sinceridad, tuvo un grito supremo:

—¡No!... ¡Mátame!

—¡Maldición!

Las manos rudas del campesino rechazaron bruscamente de si el cuerpecillo inerte, arrojándolo contra la cuna. La cabecita rubia chocó con violencia en la madera, con el sonido fúnebre de una piedra contra la tabla de un ataúd.

Fue un berrido de leona, de angustia rabiosa el, que respondió al rugido del odio. La madre, avasalladora, desmelenada, con los ojos brillantes, se abalanzó a recoger el cadáver, y apretándolo contra su seno, devoró la carita iris con besos candentes, hambrientos, mientras su cuerpo erguido y el relámpago de sus ojos, lanzaban un desafío al esposo:

—¡Infame!... ¡Es mi hijo!... ¿Sabes?... ¡Es mi hijo!...

En aquellas palabras se resumía todo. Hijo de su marido o de otro hombre cualquiera, amado o aborrecido, del rey o del verdugo, ¿qué más daba? Si; era carne de su carne, y sus entrañas palpitaron por él en el goce de un dolor inmenso...

Habla tanta altivez, tanto dolor, tanta fiereza en la actitud de Dolores, que Víctor dejé escapar el puño de la faca que brillaba en su mano, y retrocedió confuso, tambaleándose, hasta tropezar con la pared. ¡Era el triunfo poderoso de la maternidad, siempre augusta!

Entonces brilló el alma de la esposa amante en una palabra de perdón, de revelación, de súplica.

—¡Te quiero... Víctor!... ¡Fue por ti!... ¡Por ti!...

Lo comprendió todo. Un sollozo levantó con fuerza el florón de vello de su pecho, alzándolo, como si el esternón fuese a desprenderse de la clavícula. Fue un sollozo hondo, doloroso, que salía de toda su carne y estremecía todos los nervios; el sollozo necesario para no ahogarse; y se dejó caer llorando convulsivamente contra las rodillas de su esposa.

Las gentes del cortijo, asustadas de los gritos, acudieron presurosas, a medio vestir, y al darse cuenta de lo que sucedía, se esforzaban por arrancar de los brazos de Dolores el cadáver de la criatura, que parecía no haber traído al mundo más que una misión de dolor; mientras ella, presa del delirio de la desesperación, de la locura, gritaba sin hacerles caso:

—¡Mi hijo!... ¡Mi hijo!... ¡No está muerto!... ¡N» se pueden morir los hijos!... ¡Dios no quiere el malí... ¡Hijo!... ¡Alma!... ¡Despierta!... ¡Despierta!...

IV

Habían acudido al velorio todas las familias del valle y de los lugares vecinos: las Negras, la Hortichuela y Escullos, atraídos por la fiesta que según sus costumbres supersticiosas y groseras debía acompañar a la entrada de un ángel en el cielo.

Sin respeto al dolor de la madre, se colocó el cadáver, vestido con traje de percal color crema y lunares azules, sobre la mesa de la cantarera, convertida en altar, donde lucían profusamente amapolas, margaritas y lirios del campo, mezclados con alelíes tardíos y ramos de hojas verdes.

Tres candiles de aceite, colgados de la leja y del jarrero, alumbraban la ancha cocina de arco, dentro de la cual se revolvían más de trescientas personas.

Grandes alfarjias, sostenidas en los extremos por sillas, servían de asientos a la triple hilera de mozas, que se estrechaban formando cuadro hasta dejar espacio limitado para bailar una sola pareja.

Los hombres, de pie detrás de los asientos o agrupados junto a la puerta de entrada, formaban una masa compacta, fondo de la pintoresca nota de color de los pañuelos polícromos y las vivac flores de trapo coa hojas de talco que adornaban las cabezas.

En el ángulo del hogar, Dolores, envuelta en su pañolón de alfombra, procuraba ocultar el llanto sin separar los ojos del altarito donde la figura inmóvil de su hijo le desgarraba el alma.

La misma fuerza del dolor le causaba una especie de atrofia y en algunos momentos, presa de una horrible pesadilla, creía ver sonreír al niño en su lecho de flores, juguetón, de igual manera que cuando sobre la falda soltaba el pecho, levantando los bracitos para acariciarle el rostro. El dolor de sus senos, rebosantes de leche, inútil ya para alimentar a aquel hijo adoradora llenaba de desesperación. Cerca de ella estaban su madre, la tía Aurora, la esposa del tío Matías, la Culmenea, varias carabineras y algunas de las mujeres de los lugares cercanos que vinieron acompañando a las mozas. Todas creían un deber evitar a la infeliz madre las expansiones de su dolor.

—No empañes la gloria de que goza el ángel—le decía una carabinera.

—¡Dichoso él!—repetía con místico arrobamiento una mujer de la Hortichuela.

—¡Y dichosos los padres que tienen quien ruegue por ellos!—añadía otra.

—No ofendas a Dios con tu pena, que puede mandarte otro castigo—agregaba una tercera.

—Como que Él sabe siempre —lo que se hace — continuaba Aurora.

Aquí las mujeres contaban cosas horribles: ya era una madre que por no haber hecho velatorio a su hijo vio morir en pocos días a todos los individuos de la familia. Ya era otra que desesperada por la muerte del suyo, tuvo al pasar ante el espejo la visión de la vida futura, y al verlo espirar en el patíbulo cayó de rodillas bendiciendo a la Providencia.

Dolores apenas las oía, sin entenderlas. En su cerebro cristalizó una sola idea. ¿Para qué nacen los niños si han de morir sin haber vivido?

Un sentimiento intuitivo le decía que no puede existir un ser entretenido en formar criaturas para hacerlas sufrir y destruirlas vanamente. No era posible que un déspota formara seres capaces de sentir por el sólo placer de que le adorasen. Su hijo ora suyo; tenía derecho a sentirlo, a llorarlo; se lo habían quitado traidoramente. ¿Por qué? ¿Castigo en un inocente? No. ¿Librarle de males futuros? ¿Para qué nació entonces? Se indignaba del egoísmo de los que presentaban como un bien las rogativas de su ángel en el cielo, cuando su anhelo era trabajar y sufrir por él en la tierra. La blasfemia, la protesta innata, se revolvía dentro de su alma. Víctor, entretanto, tomaba parte en la fiesta. Los hombres no tienen el derecho de mostrarse tristes ni llorar. En algunos instantes parecía realmente satisfecho de ver libre a la familia de la carga de aquel niño intruso. El Pelao, sentado cerca del altarito, acompañaba el fandango con la guitarra y cantaba coplas alusivas al acto, siempre que los mozos tardaban en hacerlo:

La madre de este infantico, ¡qué contenta debe estar! Tiene un ángel en el cielo y nada le faltará.

Salían las muchachas a bailar una a una, y según el número de coplas que les cantaban era lógico suponer que no podrían todas disfrutar de la danza; desaire peligroso si las que restaban tenían novio o pariente braveador. Algunas habían venido descalzas y con los zapatos en la mano desde puntos que se hallaban a más de dos leguas.

Cuando una mozuela dejaba el baile, levantá base la que había sentada a su derecha, se colocaba un momento delante de alguna amiga de confianza para que le arreglara el pico del pañuelo del talle y tomaba su lugar enfrente del bailador. Sobre poco más o menos, todos bailaban las mismas mudanzas de fandango cada vez que se entonaba una copla: saltos, vueltas, trenzados, alzando moderadamente los pies, cimbreando el talle y enarcando los brazos sobre las airosas cabezas.

Si la muchacha era bonita o bailaba bien, se abusaba de su fuerza. El código de la cortesía en sus fiestas impide retirarse del baile mientras haya una copia empezada; muchas veces el cantar nuevo se une al que termina, y otras, dos mozos los entonan al mismo tiempo, sin cederse el puesto uno a otro, por miedo de quedar callados los dos, y confundían en la misma tonada la letra distinta de sus canciones. Algunas mozas se retiraban del baile rendidas, sudando, pero satisfechas en su amor propio con haber bailado veinte o veinticinco coplas. Antes de sentarse tenían la obligación de tocar con la mano en el hombro del bailador, del tocador y de los que les habían cantado, como si les dieran en pago de su galantería un abrazo..

El novio que deseaba acompañar a su amada en la danza, pedía su puesto al bailador con la frase de ritual: «¿Hace usted el favor, amigo?» y lo reemplazaba en su tarea.

En estos casos nadie podía pretender ya bailar con la misma moza, pero el galán estaba obligado a continuar bailando con las que siguieran, hasta que otro le pidiese su puesto.

A veces, en los momentos de mayor animación, uno de los concurrentes solía interpelar al bailador:

—Dígale osté algo a esa niña.

El piropo brotaba oportuno de labios del mozo.

—Dígole cofrecico de sándalo.

—Gracias, amigo.

Todas las mozuelas sentadas en el rolde repicaban las castañuelas para acompañar a la bailadora, y su ruido solía ahogar los acordes de guitarras y bandurrias. Daban una nota de alegría, un aleteo de pájaros a las manos, que se movían ligeras agitando los lazos multicolores que las adornaban. Todas batían a compás como si fuesen un solo par de postizas. Sabían golpear, repiquetear y quedarse silenciosas a un tiempo mismo.

Cualquier infracción de las reglas del baile era grave. Al mozo que consintiera el más pequeño desaire se le consideraba cobarde y deshonrado. Así casi todas las fiestas acababan a garrotazos. Era suficiente una copla intencionada, una palabra, para que los amigos más íntimos vinieran a las manos. El primer garrotazo era para el candil; una vez a obscuras, mientras las mujeres huían atropellándose y gritando, los hombres repartían garrotazos, palo contra palo, pretendiendo romper la guitarra, que el tocaor defendía en alto, como sí ella fuera la culpable de todo.

Por fortuna no se echaba mano a las armas ni había saña en las acometidas; la cuestión era hacer ruido y parecer bravucones; las heridas eran de escasa importancia y nunca había nada grave que lamentar.

Aquella noche Víctor había mandado echar dos rondas de aguardiente, que aumentaban el buen humor. La gente estaba contenta y sin deseo de armar gresca.

En medio de la alegría general no podían sustraerse a la influencia del dolor de la madre, que imprimía a la fiesta un sello de melancolía, y en todos se notaba un piadoso respeto.

La nota discordante de la noche la dio enmá Redin, el patrón de la barca de pesca, que llegó borracho como una cuba de casa de las Pintás, mezclando piropos y palabras obscenas, blasfemias y maldiciones, sin que nadie le hiciera caso hasta que se quedó dormido en medio de la batahola, cerca del quicio de la puerta.

Algunas muchachas entraban y salían con frecuencia para dar rienda suelta a la risa que les causaba contemplar al viejo jabecote, de barba y cabellera blancas, tendido boca abajo contra la tierra, roncando con la resonancia de un cañón de órgano y con la faz congestionada como si fuera a darle una apoplejía.

Los actos de los jabecotes no se tomaban en cuenta; se les toleraba graciosamente, como si fueran de una raza inferior. Estaban acostumbrados a verlos borrachos y maldicientes siempre. Los días de pesca, cuando el lance no era bueno, tiraban al suelo sus gorros amarillos o encarnados y los iban llenando de piedras, en cada una de las cuales personificaban un ser divino, al que iban nombrando a medida que las cogían: «San José», «San Pedro», «San Juan», «La Santa Virgen», «Nuestro pae Jesús Nazareno». Así que el gorro estaba bien lleno se subían en él pataleando bizarramente a la corte celestial, sin perjuicio de descubrirse con devoción al embarcarse para un nuevo lance murmurando: «¡Vamos con Dios!»

Entre los concurrentes estaba Gaspar, que no se creía desautorizado por su equivocación respecto al enfermito, limitándose a repetir con el mayor aplomo:

—Ayer estaba güeno. Pero los nidos son como la flor de la maravilla... No se pué decir na...

De hora en hora, el Capuzo, el tío Fárrago, Antonio Diego y algunos otros vecinos, interrumpían la danza con el entremés de un juego.

Aquellos juegos de Rodalquilar, a los que habían llegado por intuición los campesinos, podían probar ante un filósofo la unidad de las manifestaciones del alma humana. Eran copia exacta de las primeras y rudimentarias representaciones teatrales.

Mientras duraba el baile, los actores componían y ensayaban su comedia. Siempre de un asunto familiar, al cual procuraban hallarle la vis cómica. Unas veces, disfrazados con bigotes y sombreros estrafalarios, fingían medir un terreno para repartírselo, sin lograr ponerse de acuerdo a pesar del derroche de agudezas, y acababan dándose de palos; Otras, uno de los actores se disfrazaba de zorra, dejándose medio cuerpo desnudo, para imitar al animal, y poniéndose unas alpargatas por orejas y un enorme rabo de esparto. Otros actores, disfrazados de perros, perseguían a la zorra para evitar que robase las gallinas, hasta que un guardián astuto le prendía fuego en la cola. El fingido animal corría alrededor del corro de muchachas, con el esparto encendido, salpicándolas de chispazos, que las obligaban a huir para librarse, y acababa el juego entre carreras, gritos y algazara.

Ya había amanecido y empezaba a clarear el sol, cuando se terminó la primera vuelta de bailadoras. Era el momento oportuno de acabar la fiesta. Antonio Diego tenía aparejado el mulo para conducir el cadáver a Níjar y la tía Aurora esperaba la señal para envolverlo en la mortaja: una sábana, que sustituía allí a los cajones de madera.

Gaspar y Capuzo se lanzaron en medio de la rueda, rastreando tas varas a las voces de «¡Roque! ¡Roque! ¡Ha venido Roque!», frase sacramental para acabar la fiesta y echar a todo el mundo a la calle.

Los tocaores dejaron instantáneamente las guitarras, y todos los concurrentes se dispusieron a irse, no sin dar antes a Dolores la enhorabuena por la gloria de que gozaba el ángel. La infeliz los oía, agobiada por la pena, sin poder moverse del asiento ni hallar fuerzas para responderles. Mientras había durado la fiesta, tuvo el triste consuelo de contemplar el cuerpecito adorado. Ahora llegaba el momento de la separación, del alejamiento definitivo. Su intuición de mujer doliente le decía que era una piadosa mentira, propia para engañar a los Imbéciles, que lo aceptaban por consolarse, aquello de que su niño seguía viviendo en una región luminosa y sonreiría detrás del azul. De su hijo no quedaba otra cosa sino aquel mísero despojo que no tardaría en descomponerse. Se lo iban a llevar más allá de las montañas, a dejarlo abandonado en la soledad de un cementerio. ¡Allí su niño tendría miedo y frío, y ella no estaría cerca para protegerle! La idea de la muerte iba mezclada con la del abandono. Concebía algo de vida para su hijo mientras no lo separaran de su lado. En su locura, experimentaba un sentimiento de rebeldía contra la muerte. ¡Lucharía para que no le quitasen a su Rafael y se lo llevasen lejos, a meterlo en una fosa!... ¡A echarle tierra en la cara! No.

Se levantó descompuesta, salvaje, decidida a defenderlo con todas sus fuerzas, a rodearlo con sus brazos, a que no se lo arrancaran de ellos, y se adelantó hacia el altarito. ¡Iba a volverlo otra vez a la vida con sus besos!

Dos o tres mujeres corrieron a interponerse, sujetándola en el momento mismo que sus ansiosas manos tocaban el helado cuerpecillo, Se revolvió furiosa:

—¡Dejadme!... ¡Dejadme!... ¡Es mi hijo!.... ¡Mi hijo de mi alma!... ¡No quiero que me lo quiten!...

Forcejeaba dispuesta a morder y a luchar. De pronto corrió un murmullo entre la multitud. Luis Márquez, seguido de su inseparable Chucho, avanzaba hasta acercarse al cadáver. La siniestra figura del mendigo, pálido, erguido, produjo un movimiento de supersticioso temor. Dolores misma quedó inmóvil, muda, mirándolo como si esperase de él algo sobrenatural.

El viejo contempló al muertecillo con semblante de Feroz complacencia.

—¡Dichoso tú!... ¡Has tenido suerte en irte del mundo antes de conocerlo!... ¡Un lobezno que no ha llegado a tener garras!... ¡Así hubieran perecido todos esos imbéciles que vienen a gozar en el dolor ajeno!

Se adelantaron Capuzo y Matías.

—Vamos, tío Luis; déjenos usted de monsergas, que no es esta la ocasión; es preciso envolver al niño y que se lo lleven temprano al pueblo.

Detrás de ellos, Aurora presentaba la sábana blanca. Era el momento supremo.

—¡No!... ¡no!... ¡Mi hijo no!...—aulló Dolores desesperada.

—No ofendas a Dios, mujer—exclamaron algunas sujetándola—. ¡Cuando ÉL lo hace!...

—¡Dios!... ¡Imbéciles!—repitió el mendigo—. ¿Cómo os figuráis a Dios? ¿Nuestro Padre? ¡Ja, ja, ja!... a ver cuál de vosotros es capaz de echar veintiún huevos a una llueca, cuidarla para que saque sus polluelos, y el mismo día que rompan el cascarón, romperle una pata a uno, aliquebrar a otro, saltarle los ojos al de más allá... a éstos darles de comer hasta ahitarlos y dejar que se mueran de hambre los otros... ¿Lo haríais?... ¿No?... ¿Es que sois mejores que Dios, que así obra con nosotros?... ¡Preferís decir que Dios es malo, a confesar que no lo hay!...

—¡Jesús! ¡Jesús!

—¡Jesús, María y José!...

—¡Ave María Purísima!

Exclamaron todas las mujeres a un tiempo, aterrorizadas de la blasfemia.

Y la Culmenea, santiguándose, agregó: —Este hombre está loco, endemoniao... ¡Nos trae la desgracia !

Entretanto, un grupo de mujeres había logrado interponerse entre la madre y el cadáver del pequeñuelo, presentándole, como supremo recurso para calmar su desesperación al otro hijo, que se le abrazó llorando al cuello, amedrentado y amoroso.

La infeliz, rendida de dolor, impotente para la lucha, estrechó convulsivamente a Nicolás, único consuelo que le restaba, y respondió a sus caricias con una explosión de lágrimas y besos.

Desfallecida la condujeron al lecho, cerca del cual quedaron velando solícitas las vecinas. Entretanto, Aurora, Capuzo y Matías envolvieron al muertecillo en la sábana y ayudaron a colocarlo sobre el mulo.

Unos cuantos minutos después todo había concluido. Se alejaron las pandillas de bailadoras y se escuchaba a lo lejos el ruido de sus voces y sus risas, mezclado a los acordes de la guitarra, las coplas de fandango y el alegre repique de las castañuelas.

Víctor y el mendigo contemplaban aquella cabalgadura, sobre cuyos lomos iba el fardo blanco del muertecillo, que de modo tan triste había de cruzar las montañas y los desiertos campos, como el caminante que se dirige a la última desconocida morada.

La gran cocina de arco estaba desierta, la débil luz de los candiles agonizaba con la claridad del día. Las flores marchitas exhalaban el mal olor de los tallos corrompidos en el agua, mezclado con la peste de la pavesa y el suelo sucio con la tierra y el barro de la calle; los asientos dispersos y revueltos le daban ese aspecto siniestro que dejan siempre en pos suyo todas las cosas alegres cuando desaparecen y se pierden.

—Este es el mundo... este es el mundo...— exclamó el mendigo—. Allí la muerte, allá la vida... Aquí el dolor, ahí la alegría... Afuera el sol... y dentro la sombra... ¡La desigualdad! ¡La injusticia!

Un sollozo se escapó del pecho de Víctor.

—No llores... alégrate... mira... ya se pierde en el recodo del camino... ¡No lo veremos más!... ¡Sé hombre!... ¡Así debieran salir del valle todos los intrusos que pasaron esas montañas!... ¿Qué falta nos hace su progreso... su civilización?... Déjalos que se mueran... que se maten... ¡Cuando nada de ellos quede, la tierra creará seres de corazones puros!...

Y como el campesino, sin entender la dialéctica del mendigo filósofo, se dejaba caer llorando sobre el poyo de piedra, lo miró un momento silencioso, y luego, encogiéndose de hombros, se alejó seguido de Chucho, murmurando:

—¡Imbéciles!... ¡Qué humanidad!... ¡Qué asco!...

En la quietud del valle seguían oyéndose los acordes de las músicas y el eco de los gemidos de Dolores.

TERCERA PARTE
I

Notábase una actividad desacostumbrada en el cortijo de La Unión. Desde la muerte de Rafaelito, había transcurrido más de un año, un ambiente de tristeza se cernía sobre la hacienda; la casa estaba impregnada con la melancolía del dolor que irradia de las personas y parece constituir el alma de los objetos inanimados.

Víctor y Dolores seguían tratándose con cariñosa consideración, sin dejar adivinar nada de las disensiones que pudiera haber entre ellos y sin contar a nadie sus sentimientos, con gran disgusto de las gentes del lugar, deseosas de tener la certeza de sus murmuraciones. Los dos esposos parecían haber reconcentrado todo su cariño en Nicolasito y lo mimaban continuamente, sin acostumbrarlo a los trabajos del campo; hasta le habían puesto un preceptor para enseñarlo a leer, escribir y echar cuentas: un ex carabinero que habitaba en la Hortichuela y recorría todos los días a pie algunas leguas dando lecciones a los chicos y afeitando a los cortijeros.

El tiempo transcurrió monótono; no volvió a celebrarse fiesta alguna en el cortijo, y aunque Dolores no abdicaba de su coquetería de mujer guapa en el cuidadoso adorno de su persona, no lucía ya flores en la cabeza ni asistía a bailes y diversiones.

Aparentemente su vida se hizo apacible con la monotonía de la costumbre; los dos esposos mantenían una cruda lucha dentro de sí mismos, Dolores contemplaba con miedo la pasión sombría de su marido, que ya se acercaba a ella ansioso, con palabras de amor, de perdón y de piedad en los labios, ya la rechazaba con una dureza no exenta del respeto de un cariño latente y profundo lío habían mediado explicaciones entre ellos. Dolores, cada vez más enamorada de su marido, no se atrevía a ser la primera en plantear la cuestión, herida por su reserva incomprensible. ¿Qué pensaba aquel hombre? Unas veces le causaba miedo verlo ostentar una adhesión cordial a los amos, plegarse a ir él mismo a llevarles sus ofrendas y esforzarse en persuadirlos a que fueran a gozar de la hermosura de la finca y la benignidad del clima de Rodalquilar. Le parecía que aquella calma, aquel disimulo, encerraban un siniestro plan de venganza que la aterraba. Otras veces, por lo contrario, creíale doblegado a las circunstancias, indiferente, y experimentaba un movimiento involuntario de despecho, de desprecio. Su compleja alma de hembra, apenas modificada por una escasa educación, sentía miedo de las venganzas sangrientas que pudiera meditar Víctor, mas, a pesar suyo, por un movimiento instintivo, prefería ésta, por terrible que fuese, a una indiferencia que demostrase cobardía o falta de dignidad. Las pasiones salvajes de la semiafricana comprendían mejor el crimen que la cobardía, mientras un instinto de mujer la hacía temer el peligro del que amaba.

El último viaje de Víctor a Níjar había aumentado sus temores. A su vuelta anunció, con aspecto alegre, que los amos se decidían a pasar el invierno en el cortijo. Doña Concha, cada vez más débil y enferma, iba a buscar el aire oxigenado del valle para restablecer su quebrantada salud. Venían también la señorita María y doña Pepita. La primera de malhumor por interrumpir sus rezos y confesiones. Para decidirla le habían prometido llevar terciopelo, sedas y oro para bordar un manto a la Virgen de la Soledad y hacer flores de trapo, veías rizadas y abundante provisión de adornos a fin de engalanar a su vuelta la iglesia de Fijar. Además se proponía aprovechar el tiempo en su labor de catequista, predicando a los aldeanos sus deberes, el desprendimiento de las vanidades y obligarles a rezar el rosario todas las noches. Su cuñada la secundaba admirablemente en sus tareas; mientras doña Pepa, incansable, activa y algo gruñona, cuidaba del bienestar de la familia y da mantener el esplendor de la casa. Don Manuel, que tendría que ir todas las semanas al pueblo, para no descuidar sus negocios, venía encantado en compañía de algunos amigos, proponiéndolo innumerables partidas de caza y pesca, bailes y comilonas, a despecho de las mujeres, que si transigían con sus caprichos sin discutirlos, era por esa resignación de la hembra católica que obedece al jefe de la familia mientras no se trata de nada que a juicio del confesor perjudique la salvación espiritual o les prohíba sus dádivas al culto.

Mientras Víctor daba todos estos detalles a las gentes de los cortijos inmediatos, que iban a escucharlos ansiosas, evitaba mirar a Dolores, y ésta creía notar un ligero temblor, desacostumbrado a su acento. Hasta para mandar disponer las habitaciones que la familia Espinosa había construido en el ala derecha del cortijo, que ahora ocuparían los nuevos amos, no se dirigió directamente a su mujer.

En verdad que eran días de tarea los que precedieron a la llegada de los señores. Los hombres se ocupaban de limpiar cuadras, corrales y chiqueras; arreglar bancales y arbolado, cuidando de que la hacienda toda presentase un aspecto de elegante limpieza. Entretanto las mujeres trabajaban sin descanso en la casa. Fue preciso deshollinar y encalar las grandes y polvorientas habitaciones, limpiar colchones y muebles, tanto tiempo abandonados. Aquel departamento de los señores constaba: de los dormitorios, una gran cocina con abundantes batería y vajilla y una hermosa sala, con ventana al porche, que se utilizaba para comedor y gabinete a un tiempo mismo.

Era una gran pieza cuadrilonga, de paredes altas, techo de caña, cruzado de macizas vigas y suelo de enlucido transpol, cubierto de una estera de pleita blanca y manchada. Los escasos muebles, para los aldeanos de inusitado lujo, eran una mesa adosada a la pared, sobre la que lucían dos ramos de flores de trapo y frutas de cera, guardadas bajo fanales de vidrio, a ambos lados del Niño Jesús, vestido, por anacronismo, con sedas y lentejuelas, descansando en un pesebre de cristal y doradas pajas. Las rinconeras de los cuatro ángulos ostentaban jarros y macetas con flores. Completaba el mobiliario un sofá de viejo tapiz, con funda de crudillo y vivos encarnados; gran mesa de camilla que alternativamente servía de comedor, escritorio y mesa de juego o de trabajo; Unas cuantas sillas y banquetas de madera y un par de altos sillones de mimbre. Cortinas de cretona de fondo negro con grandes ramos verdes, azules, rojos y pajizos, tapaban las carcomidas puertas de tabla.

Por fin llegó el día en que se esperaba a los señores, La víspera habían ido los mozos del cortijo con las bestias aparejadas para traerlos. Víctor se quedó con objeto de recibirlos en la finca.

Desde muy temprano toda la gente del valle no cesaba de asomarse a las puertas, deseosa de verlos llegar. Se impacientaban de la tardanza. Nicolasillo, con su curiosidad de muchacho y su esperanza en las caricias y dádivas de los amos, estaba todo el día de cara al sol, esperando el instante de verlos aparecer por la cuesta de las Carihuelas.

Conforme aumentaba la impaciencia de los demás, crecía la intranquilidad de Dolores, Deseaba averiguar qué pensaría Víctor. El momento era decisivo para saber a qué atenerse.

Al caer la tarde no pudo aguantar más. Aprovechando la ocasión de que las muchachas daban la última mano a los preparativos, cogió un cántaro, lo cargó sobre su cadera y se dirigió a la noria, Tenía la seguridad de encontrar allí a su marido de un modo que podía parecer casual, y provocar la explicación a que estaba decidida. Quería saber si había de amarle o merecía su des precio. Después de lo sucedido era indigno seguir sirviendo a los causantes de su desgracia. De no tener valor para vengarse, debían volver a su barranco, olvidar, hallar de nuevo la calma entre sus riscos. Parecíale que la vestidura de su amor y de sus ilusiones la esperaba, sólo con tomarse el trabajo de ir a buscarla. Absorta en estos pensamientos llegó a la noria. Víctor no estaba allí. Le preguntó al zagalón que arreaba la vaca.

—El amo se ha ido a regar el bancal de habas. Dolores vaciló. Era imposible dar a su encuentro apariencia de fortuito. El bancal de habas hallábase lejos del paso.

Era preciso ir a buscarlo de exprofeso. Triunfó su decisión de aclarar el misterio que la atormentaba, y volviendo a coger el cántaro se dirigió campo atraviesa, saltando zanjas y balates, al sitio donde estaba su marido.

El ancho brazo de agua cristalina llegaba bullicioso por la acequia y se precipitaba por el boquete abierto en los caballones para penetrar en la platabanda. La tierra bebía ansiosa, sorbía el agua hasta quedar satisfecha, y los tallos de las plantas se levantaban lozanos y frescos, con la caricia de aquel riego bienhechor. El labrador era magnánimo. Dejaba a la tierra beber y saciarse hasta quedar el cuadro empantanado como una balsa. Entonces el legón cerraba la entrada y el chorro vivificante se precipitaba por la nueva dirección que se le ofrecía al paso. Absorto en su tarea, Víctor no vio llegar a Dolores. Apoyado sobre el ástil del Legón, contemplaba el bancal convertido en pantano, aspirando con deleite el perfume de la tierra mojada y de las flores nacientes del habal. Hizo un movimiento de sorpresa.

—¡Tú!

—Si; yo… Fui por agua y he dado la vuelta para verte.

Dejó el cántaro apoyado contra el caballón, Él continuó su tarea en silencio.

—Oye, Víctor... Es preciso que hablemos... — dijo Dolores.

—¿Qué quieres?

—Es necesario que me digas lo que te pasa... lo que piensas...

—¿Pa qué?

Se exasperó ella.

—Si; es preciso... ¡Pa que tú sepas lo que yo soy... y pa que yo sepa lo que eres tú!...

Sin dejarle tiempo de responder, se acercó, le cogió del brazo y le condujo dulcemente bajo la bóveda de ramaje de una frondosa higuera. Él no opuso resistencia.

—¡Víctor!... ¡Víctor de mi alma!—siguió con acento apasionado, rodeándole con los morenos brazos el cuello y poniendo su rostro amoroso bajo la mirada del marido—. ¡Víctor, tú sabes que yo te quiero!... ¡Que te he querío siempre!... ¡Que me he sacrificao por ti y por mis hijos!... ¡Que te quiero ca día más!... ¡¡Con toa el alma!!

—¡Dolores mía!

El hombre amante, sin resistir el poder de aquella caricia, la estrechó por el talle entre sus brazos y contempló con pasión la sonrisa de felicidad que le iluminaba el rostro.

—¿Me quieres?—musitó ella.

—¡Sí!...

—Y... ¿Me crees?... ¿Me perdonas?

Pasó una nube por su franco semblante, se aflojaron sus brazos, y como si le costase trabajo hablar, prorrumpió:

—¡Si!... Te creo... ¡Es necesario creerte!... ¡Yo también te quiero, Dolores de mi vida!

Y como ella, ebria de felicidad, le presentaba los carnosos labios plegados en un beso de pasión, la rechazó dulcemente.

—¡No!... ¡No!... ¡Entoavía no, Dolores! ¡Pa que yo te bese sin que me arda la cara de vergüenza, es menester que no esté vivo ese otro hombre que te ha besao!...

—¿Qué intentas?

—No sé... Dolores... No me hagas hablar...

—¡Oh! ¡Me lo temía!... ¡Tú tramas alguna cosa mala!... ¡No me engañes!...

— ¡Claro!... ¿Tan sinvergüenza me creías que me aguantara pa servir a ésta canalla?... ¡Yo quiero vengarme!... ¡Matar!... ¡Y no quiero ir a la cárcel!... ¡ Porque te quiero, y quiero estar a tu lado!... ¡Por eso espero!... ¡Tendré astucia!... ¡Aprovecharé la fuerza!... ¡Como él!... ¡El miserable!... ¡El bribón! ¡Oh!... Si yo pudiera encenagar a toa su familia. ¡Cómo los odio!....

Las palabras silbaban entre sus dientes apretados, Al ver el espanto en el rostro de Dolores le cogió la cabeza, y separando con su mano grande y ruda los cabellos de la frente, murmuró con apasionamiento:

—¡Lo mataré!... ¡Con astucia!... ¡No temas!... ¡Entonces tú volverás a ser mía!... ¡¡Mía!!... ¡¡Mía sola!...

—¡Calla! ¡Calla por Dios, Víctor!... ¡Huyamos a nuestro barranco! ¡Allí nos espera el cariño!... ¡Lo olvidaremos todo!... ¡Víctor de mi alma!... ¡Yo soy siempre tuya!... ¡Ven, yen! ¿Qué nos importa la gente? ¡Hayamos!

Su mano tendida señalaba el repliegue del terreno que conducía a su antigua morada. El sol poniente iluminaba al monte con su luz de oro cernido, y las sombras, avanzando desde el mar al llano, formaban un dosel a sus cabezas.

—¡Ven, huyamos!...—repetía con cariciosa súplica Dolores.

Él hizo un esfuerzo.

—¡No, no!... ¡Llevaríamos allí el veneno que me han puesto en el alma! ¡Es preciso que no se manche aquella casa de mis padres!... ¡Que todo sea un sueño!... ¡Que nadie se pueda reír cuando me vea!

—¡Víctor, no seas niño!... ¡Allí viviremos en paz con nuestro cariño!...

—¡Mira!...—interrumpió él.

Por la desembocadura del barranco, entre la lumbre rojo y oro del cielo, se tendía la lenta cabalgata que llevaba a los amos. Delante, sobre el caballo zaino, venía montado don Manuel. Víctor prorrumpió en una carcajada nerviosa y convulsiva.

—¡Mira!... ¡Mira!—repitió—. ¿Lo ves?... ¡Fíjate! ¡Cuando se marche no irá así!... ¡¡Te lo juro!!

Acompañó la acción a la palabra, cruzando los dedos índices de sus dos manos.

—¡Entonces nos iremos al barranco! — continuó—, ¡A ser felices!, ¡Habré limpiao de mala hierba el valle!...

Dio un beso apasionado sobre la garganta de su mujer, y rechazándola de sí, corrió a atajar el agua que se había desbordado saltando por encima de la platabanda.

Ella cogió el cántaro y se alejó en dirección a la casa, pensativa, trémula, pero feliz de sentirse amada. Toda la gente del valle estaba en las puertas de los cortijos y los perros ladraban alborotados con la presencia de los huéspedes.

Nicolasillo salió lleno de alegría a recibir a su madre, dando saltos en torno suyo y gritando:

—¡Los amos!... ¡Los amos!... ¡Ya están aquí los amos!

II

Más de dos meses duraba ya la estancia de la familia de Ansúrez en Rodalquilar, y la honda perturbación establecida con su presencia se percibía de un modo visible.

María y doña Concha, siempre retraídas, absortas en sus labores piadosas y sus rezos, apenas se mezclaban en lo que sucedía en torno suyo. Se reunían con las aldeanas todas las tardes para dar un largo paseo, rezando el rosario, y cantaban gozos y salves al aire libre, Su objeto era que terminase lo más lejos posible de la casa, como si fuese una especie de exorcismo que marcara al Diablo la frontera de sus jugarretas y santificase los alrededores de la finca. Las dos beatas, en su piedad católica, procuraban que el Demonio se quedase siempre en el territorio de los vecinos.

Doña Pepa, ocupada con las cosas de tejas abajo, no tenía tiempo de pensar en la otra vida, y confiaba a su hija y su nuera el cuidado de ganarle su pedazo de cielo; no dejaba vivir a nadie, enterándose de los chismes de la vecindad y de los asuntos ajenos, en los que se entremezclaba para arreglarlos a su capricho de un modo despótico, segura de que su hijo había de transigir con tal de conservar la paz y la independencia. Entre ella, con sus favoritismos y sus odios, y las continuas fiestas de don Manuel y sus amigos, llevaban revuelta la comarca.

En aquellos dos meses, todos los días había partidas de caza y de pesca. La situación de la costa, resguardada en el Carnaje del Levante y en la playa del Poniente, hacía que no se suspendiesen las diversiones.

Los días de calma salían con su bote a pescar los caramales en alta mar.

Algunas veces, la complicidad de los carabineros permitía tirar cartuchos de dinamita. Entonces eran las zalemas las que más sufrían. Cuando una mancha de esos peces tomaba el sol sobre una roca de los pequeños escollos, los pescadores se acercaban remando suavemente y les arrojaban el mortífero cartucho, con la mecha encendida, sin compasión de una belleza que realizaba el mito de ondinas y sirenas. Se revolvían contentas y juguetonas en el borde espumoso de las aguas, haciendo brillar al sol sus escamas de plata con movimientos ondulantes, cariciosos, coquetones, cuando el rayo de la dinamita las hería de un modo despiadado, y las cogían fácilmente, muertas o mareadas, flotando sobre el lomo de las olas.

Los días en que el viento no consentía tan apacibles partidas, quedaba el recurso de la pesca d® los sabrosos sargos. La mar revuelta, las aguas lechosas, impedían a los peces ver el sutil aparejo de las cañas y tragaban la fresca lombriz de tierra, que se les ofrecía en el anzuelo, después de atraerlos traidoramente con el fétido enguado o macizo, hecho con los hígados de pescados de la almadraba o con arenques podridos, machacados y revueltos a menuda arenilla, que se desleía entre las olas.

Era una diversión pintoresca por los trabajos que costaba. Se hacía preciso bajar por las laderas escarpadas de los cerros, avanzar hacia el mar en las rocas más salientes y abruptas a favor de las sombras de la noche, y permanecer horas y horas inmóviles, mojándose en los espumarajos de las olas bravías, a riesgo de que la tempestad les cerrara el paso, para coger a los recelosos peces de dos o tres libras cada uno, los cuales al tirar para desengancharse del traidor anzuelo, hacina cimbrear la caña y amenazaban con romper los resistentes aparejos.

Las mañanas se dedicaban a la caza de la perdiz con reclamo, y las tardes a las batidas con hurón contra los inofensivos conejos. No faltaban tampoco excursiones a la cueva de las palomas, ya que no se atrevían a pescar en el antro de los lobos de mar.

En su calidad de señor absoluto, don Manuel no tenía que pensar en la observancia de leyes de caza ni en épocas de veda.

Asombraba la actividad de don Manuel, y de los cuatro o cinco amigos que siempre le acompañaban, basta a los mismos labriegos, acostumbrados a los trabajos de la ruda vida del monte. Eran incansables. Dejaban la muelle cama a las dos de la madrugada, para salir, sin miedo al frío y la escarcha, envueltos en sus capotones de lana, después de haberse calentado por fuera y por dentro con la fogata de la chimenea y el trago de aguardiente o de ajenjo; y andaban sin cansarse un par de leguas hasta llegar al cazadero.

En cuanto a los días de fiesta, se dedicaban por entero a bailes y jolgorios.

Todas las familias que habitaban Rodalquilar y los lugarcillos cercanos, habían ido a visitar a la familia Ansúrez, llevándole un presente de productos naturales, según costumbre del país. Doña Pepita recogió en su despensa abundante provisión de huevos, longaniza, panes de higo, miel y toda clase de frutas y hortalizas. Los más pobres aportaban su ofrenda de palmitos, cardillos o manojos de espárragos, Todo menos ir con las manos vacías.

La fina diplomacia de la señora vieja, dejaba encantados a los labriegos; los recordaba a todos, se interesaba en sus asuntos y les invitaba cariñosa a volver. María y Concha, por su parte, no descuidaban su labor de catequistas. La primera predicaba a las mozas, que no la entendían bien, la sencillez y la castidad, citándose a sí misma como modelo de arrepentimiento. Les hablaba del tiempo que perdió en el servicio del mundo y de los días en que se componía y se rizaba el pelo para hacer pecar, provocando impuros deseos. Su congoja era tanta con estos recuerdos, que un observador hubiese dudado sí la marchita buena moza lamentaba los deseos que había despertado o el no poder inspirarlos ya.

Entre unas cosas y otras, todo el lugar estaba revuelto. Los hombres dejaban sus trabajos para acompañar a los señoritos en sus excursiones o complacer a doña Pepa, ayudándola en sus tareas, con el fin de obtener por medio de su adulación beneficios en sus intereses, ya mejorando los contratos, ya mereciendo favores o logrando rebaja de rentas y aumento de privilegios. Rivalizaban por agradar hasta el punto de que obligaban a sus mujeres a acompañar en sus rezos a las dos beatas, y a sus hijas a que asistieran a los bailes y fiestas, recomendándoles el agrado con los señores. Los novios de las muchachas más bellas, como la Domínguez o Purilla Márquez, habían de tragar saliva y veneno al verlas requebradas por los señoricos, que les exigían el abrazo con las dos manos cuando terminaban de bailar, y las perseguían con miradas y chicoleos. Más de un noviazgo se había roto por este motivo. Las muchachas daban el pretexto de no querer desagradar a sus padres rechazando el honor que los señores les dispensaban con sus bromas; pero en el fondo se sentían contentas y orgullosas de los triunfos de amor propio que las distinciones de que eran objeto les proporcionaban sobre sus compañeras, Tal vez involuntariamente comparaban la galantería de los hombres de la ciudad con la rusticidad de los suyos; tal vez pensaban en la situación ventajosa de un amor que podía convertirlas en grandes damas. Rivalizaban en estrenar galas nuevas, pañuelos, vestidos, adornos. Las viejas del lugar estaban escandalizadas de la rápida evolución de las costumbres, Jamás se había visto a las muchachas honradas de Rodalquilar sustituir la almilla por chaquetillas de aldetas cayendo sobre la falda, y presentarse desvergonzadamente sin pañuelos del talle y con rodetes en vez de moños.

Cada vez se creaban más necesidades. Las mozas llevaban a diario medias y alpargatas, usaban continuamente el pañuelo de la mano perfumado con aguas de olor que les traía Juraico. Todas se cuidaban de no salir al sol, de tener las manos blancas. Aquella gente de la ciudad pervertía el valle, envolviendo a todos sus moradores en la ola de vanidad, ambición y egoísmo que llevaban consigo. Les hacían vislumbrar un mundo desconocido que les mortificaría siempre; la visión de una tierra prometida a la que no llegarían jamás. Creaban necesidades de lujo, de bienestar, de horizontes intelectuales, hacia los que tienden naturalmente los humanos para crearse nuevos tormentos.

Entretanto la situación de Víctor y Dolores se hacía insostenible. La segunda, bella entre las más bellas, con su cuerpo hermoso, sus ojazos negros y su fresca boca, excitaba la admiración de los señores, contenidos por el respeto a los puños y el aspecto salvaje del marido. Don Manuel la hacía objeto de atenciones que deseaba pareciesen indiferentes, pero que hacían temblar a la desdichada, palidecer a Víctor y sonreír irónicamente a las maliciosas comadres. Ella evitaba el hallarse sola, continuamente escudada con la presencia de su marido o al lado de doña Concha, como refugio más seguro. Deseaba que pasara el tiempo; que a Víctor se le quitaran de la cabeza los malos pensamientos, y marcharse a su barranco. Tenía miedo a la efusión de sangre. A pesar suyo, no experimentaba odio hacia don Manuel. Quizás por un recuerdo del muertecito o por agradecimiento maternal a sus elogios de Nicolasillo, el cual andaba siempre por las rodillas de los señores o haciendo travesuras entre las señoritas.

El que se ahogaba en aquella prueba suprema era Víctor. La idea de sangre, convertida en monomanía, le hacía verlo todo rojo. No estaba quejoso de su mujer, pero le molestaban los deseos que leía en las miradas y experimentaba el odio profundo de todo esclavo que no puede sacudir su cadena. La amaba rabiosamente y la rechazaba en el despecho de lo que le parecía una posesión incompleta. Sus celos no eran ese sentimiento analítico de los hombres que saben hablar de honor y de derechos. Eran los celos salvajes, violentos, del macho que defiende a su hembra. Un sentimiento que no le dejaba ser feliz con ella mientras estuviese vivo un hombre que la había acariciado. Necesitaba borrarlo todo con sangre. Alma primitiva, no admitía por intuición más que los procedimientos de violencia, propios de los seres ineducados, en los que reina desencadenada la pasión, y que no son la prueba más elocuente de la divinidad de nuestro origen.

No quiso acompañar ninguna vez a don Manuel ni a sus viajes a Níjar ni en sus partidas de cazar. Temía sin duda no poder contenerse y deseaba asegurar la impunidad premeditando fríamente su obra. En cambio, se ofrecía, para demostrar indiferencia, a ir siempre que era preciso al pueblo a buscar el correo, el tabaco, el pan y los mil objetos que los amos necesitaban. Su escopeta vieja de chispa, que tan buenos servicios prestó a sus abuelos, limpia y cargada de balines, esperaba, puesta sobre el seguro y colgada en la cámara, que el trabajo le dejase ocasión de ir a alguna cacería. La carga aquella había de ser bien empleada. Dolores esperaba ansiosa, febril, calenturienta, en una terrible tensión de nervios, el desenlace de la angustiosa situación.

Aquella tarde don Manuel, sus amigos y los campesinos que habitualmente les acompañaban, se habían ido a Peña Negra a pescar los sargos. Soplaba un Poniente, que hacía doblarse abatidos hasta tocar el suelo el ramaje de los árboles y levantaba la tierra labrada en remolinos de polvo. La noche cerró triste y sombría. El viento agitaba los cristales haciéndoles crujir dentro de su marco, y estremecía las puertas y las ventanas, gimiendo y aullando como si lo formase un torbellino de almas dolientes que caminaba hacia lo desconocido. Las señoras hallábanse de malhumor. Era una locura haber ido al mar con semejante noche.

Después de cenar tristemente, toda la gente del cortijo se reunió en la gran sala para rezar el rosario, imposición de María, que condenaba a sus servidores todas las noches durante una hora a estaciones, letanías, salves y credos, dirigidos a las múltiples imágenes de vírgenes y de cristos que en su idolatría cristiana se le aparecían diferentes y rivales, y a padrenuestros interminables para santos enojadizos y vengativos, a los cuales no convenía olvidar.

Bien es verdad que la mayor parte de los rezadores movían los labios, sin recordar un avemaría entera, y el resto cabeceaba y bostezaba a su sabor. Esto hacía a la beata poner cierta severidad y acento de malhumor en sus palabras y salir de su ritmo litúrgico para despertarlos.

—Dios te salve, María—empezaba con fuerte voz de enojo, y poco después caía de nuevo en su tono de recitado indiferente.

El velón de Lucena de cuatro mecheros, con sólo uno encendido, y la mariposa de aceite, que ardía ante el niño Jesús, no rompían las tinieblas iban en un pequeño círculo, dejando temblar y cernerse la sombra sobre el adormilado grupo de criados y labriegos. El sargento, con la pareja de vigilancia, que en vez de celar la playa se iba a charlar o a jugar a las cartas en el cortijo, rezaban también, fingiendo unción, con sus carabinas al lado. Sin duda las otras parejas, libres de su espionaje, estarían en la casa de las Pintás.

Cerca de la puerta, Víctor se revolvía en la silla, nervioso, sin poder ocultar su impaciencia. Los aullidos del viento parecían animarlo en sus proyectos. Aquellas voces, aquellos silbidos misteriosos le aseguraban la impunidad. ¡Qué ocasión! Se levantó en silencio, y sin hacer caso de la alteración de la voz de la señorita, entró en la cámara. El oído de Dolores percibió, dominando todos los ruidos, el de aquella puerta al abrirse. Vio oscilar a lo lejos la luz del candil de la cocina, descolgado del clavo desde donde ahumaba la pared. ¿Qué iría su marido a hacer en la cámara? ¡Allí tenía la escopeta! ¡La noche era obscura... sombría!... No acabó de formular el pensamiento, y se levantó presurosa, sin hacer caso de la estupefacción de las señoras, murmurando una disculpa.

Cuando llegó a la cocina, su marido acababa de dejar el candil en el sitio habitual y entraba en la sala. Desde la puerta les hizo una seña de despedida a los mozos que lo miraban, como si, cansado y aburrido, se fuera a acostar en su cuarto. Aquella placidez no engañó a Dolores. TUYO por un presentimiento la certeza de lo que pasaba. Víctor había, sacado la escopeta de la cámara y por la puerta de comunicación entre la cuadra y el dormitorio iba salir a los corrales y al campo. Echó a correr hacia la calle para atajarle el paso. No se había equivocado. Él, entretanto, adelantaba en la obscuridad, sin manta ni abrigo, oprimiendo la escopeta con mano trémula. Abrió la puerta de la cuadra. Todos los pares estaban amarrados a los pesebres. Muy pocos se habían echado a tierra y los otros continuaban comiendo su ración de paja. Avanzaba pegado a la pared entre las patas de las bestias, hablándoles bajo, para que al conocer su voz no cocearan asustadas, amedrentado de escuchar su propio acento. La visión de sangre se le hacia más intensa. Acariciaba con voluptuosidad de enamorado la imagen de su enemigo, con la brecha sangrienta en el pecho, como el florón rojo por donde se le había escapado la vida.

Cuando salió de la cuadra siguió pegado a las tapias del corral y atrancó con habilidad la puerta para facilitar la entrada al regreso. La escopeta estuvo a punto de escapar de su mano al escuchar su nombre.

—¡Víctor!

Dolores, sin mantón, sin pañuelo en la cabeza, tiritando de frío y de miedo, estaba delante de él, preguntándole:

—¿Adónde vas?

—¿Y tú qué has venido a hacer aquí? ¡Vete!— rugió él con dureza y enojo.

—¡Víctor, por caridad! ¡tú vas a hacer una cosa mala... una muerte!...

—¿Y qué? ¿No lo esperas ya?...

—Pero to se sabe... te llevarán a la cárcel... ¿Qué será de mí... de Nicolás?

—No tengas cudiao... Esta noche me han visto entrar, acostarme... No me verán salir...

—Pero don Manuel no va solo... sí te verán... lo sospecharán... se conoce el tiro de tu escopeta...

—No temas...

—¿Y tú? Vítor de mi alma... tú te arrepentirás luego... ¡Matar a un hombre!

Y su mano izquierda apartó la escopeta, abrazando a su marido con el brazo derecho.

Relampaguearon en la sombra los ojos de Víctor. Empujó a su mujer con violencia lejos de si. —¡Ah! ¡Quieres salvarlo!... ¿Te interesa?

Sintió, ella el ultraje de los celos.

—¡Yo!... ¡Yo!... ¿Qué yo?... ¡Oh! No... Toma la escopeta... ¡Mátalo!

Con un gesto de altivez suprema, puso de nuevo el arma en manos de su marido y se apartó para dejar libre el paso.

—¡Dolores mía!... Perdóname... Tienes razón... Eres valiente... lo odias... eres mi Dolores... ¡Ah! ¡Cuánto tarda el momento de irnos a nuestro barranco!... ¡Aun hay que esperar!

Ella, llorando en silencio, no se atrevió a insistir. Los dos esposos volvieron abrazados a recorrer el difícil paso de la cuadra, acallando a las bestias con acento familiar.

Mientras Víctor iba a dejar la escopeta en la cámara y a tenderse en una cabecera para pasar la noche de insomnio, Dolores entró en la sala, donde las devotas dirigían sus rezos en latín, sin entender el significado de las palabras, a la Madre de Jesús.

Foederis arca.

Janua Coeli.

Y los labriegos no acertaban a responder sin equivocarse:

Ora pro nobis.

Ora pro nobis.

III

Las gentes de la casa se habían agrupado en torno del hogar, en donde ardían los palmizones y los troncos de higuera. Don Manuel, sus amigos, el tío Matías y algunos otros aldeanos, de los que formaban la pequeña corte, estaban sentados entre ellos. Los hombres, mientras conversaban, movían las agarrotadas manos de anchos y planos dedos en sus labores de esparto, que después de curado en agua se majaba sobre una peña viva, con maza de madera, y les servía para hacer en las veladas de invierno fascal, tomizas y ramales, con los que tejían cuerdas y maromas, mientras otros trabajaban los grandes rollos de pleita y de crineja, sujetándola entre los desnudos pies.

Petra y Josefilla hilaban airosamente voluminosas madejas de lana y hacían bailar el huso al extremo del hilo blanco y delgado. Dolores estaba en la sala con las señoras, entretenidas en armar unos ramos de flores de trapo.

La conversación de don Manuel y sus amigos era animada. Acababa de llegar del pueblo el tío Pedro con los encargos: los periódicos y la correspondencia, cuya lectura puso nerviosos a todos aquellos buenos señores. Se anunciaba un cambio de política; los campesinos escuchaban, admirando la verbosidad de los oradores, hablar de todas aquellas cosas que no entendían, y repetir nombres extraños: traiciones de Romero, picardías de Silvela, trastadas de Cánovas y Sagasta. Ellos sacaban en limpio que algún gran señor, rodeado de muy mala gente, cambiaba de servidores, y que ahora iba a entregar el gobierno de la hacienda a los amigos de don Manuel. Sin duda éste querría aprovecharse de alguna parte cuando hablaba de ir a la ciudad en cuanto se confirmasen las noticias. Por lo pronto, un mozo iría todos los días a Níjar para tenerlos al corriente de los sucesos.

Víctor se estremeció al oír esto. ¿Sería posible que aquel hombre se marchara y escapase a su venganza? De ningún modo. En tal caso arrostraría todos los peligros y lo castigaría cara a cara. Él soportaba la proximidad a su mujer, toleraba con asco que acariciase a su hijo, se sometía a servirlo y a adularlo, porque durante todo aquel sacrificio se embriagaba con la voluptuosidad de la venganza, seguro de que cuantos lo miraban coa cierto desdén por resignado le contemplarían pronto con miedo.

Saboreaba de antemano el triunfo esperado tanto tiempo. Conquistaría de nuevo la libertad, la posesión completa de la mujer amada; lavarla su vergüenza con sangre para recobrar la dignidad.

El intruso saldría de allí como un fardo, blanco atravesado en el lomo de un mulo... igual que el otro, que el lobezno. Lo había sentenciado por su traición, y ejecutaría la sentencia. Creía cumplir una alta misión de justicia librando a Rodalquilar de la mala semilla. La falsedad y la doblez con que habían obrado con él autorizaba el castigo.

La puerta se abrió con violencia; una ráfaga de aire frío penetró en la ancha cocina e hizo oscilar la llama humosa del candil. Capuzo, aterido, encorvado, frotándose las manos, apareció en la estancia.

—¡Qué noche! ¡Qué noche, caballeros!—dijo por vía de saludo, y arrojó en el fuego una enorme aliaga.

Se levantó una llamarada violenta que obligó a todos los concurrentes a retirarse. Don Manuel y sus amigos rieron de la barbaridad del rústico, y los labriegos, molestos de ver interrumpidas sus labores, le lanzaron invectivas:

—¡No seas bruto!

—¡Qué animal!

—¿No reparas que están aquí los amos?

—Que perdonen tos—respondió con flema el herrero, mientras se revolvía casi tostándose en el reflejo de la llama—.Pero vengo arrecio... Hace mía noche que se hielan los pájaros...

Extinta la fogata, todos volvieron a ocupar sus puestos.

—¡Probeticos!—dijo Petrilla compadeciendo a los pájaros aludidos por Capuzo.

—No te lo creas, muchacha—objetó galante el tío Matías—. Ya llevan ellos buenos trajes de plumas, y saben esconderse entre las piedras de las norias donde no entra el viento. ¡Si son más pillos!

—¡Ojalá se helaran!—añadió con su rutinaria ignorancia el labrador de los Tollos—; son una plaga que se come lo mejor de las sementeras.

—Podíamos esta noche hacer buena racha en ellos—siguió el tío Matías—y traérselos a doña Pepica pa que guisara un arroz que se chuparan los deos.

Se interesaron los señoritos.

—¿Cómo?

Víctor se apresuró a explicarlo. Tenían redes para tapar las bocas de las norias abandonadas. No había más que asustar a los pájaros con luces y piedras; al querer salir, atontolados por el miedo, se dejaban coger vivos. Ellos daban de cuando en cuando aquellas batidas para exterminar a los gorriones, que se les comían el trigo, sin comprender el servicio que los pobres volátiles prestaban a sus cosechas destruyendo los insectos perjudiciales.

El campesino describía con frase pintoresca la caza. Ninguna noche tan a propósito como aquella: había de ser fría, de viento, sin luna, que las estrellas alumbraran poco. Se recorría el camino a la luz de hachos de esparto o de albardín... Con la caminata se quitaba el frío y la diversión era grande. Les acompañaban siempre las mujeres y los chiquillos.

Petra y Josefa intervinieron en la conversación, ¡Lo que ellas se divertían en aquella caza!

—Vamos a ir, papa—exclamó Nicolasillo con su fácil entusiasmo infantil.

La idea prendió en el espíritu antojadizo y ávido de emociones del señorito.

—¿Hay medios de poder ir?—preguntó.

—¡Ya lo creo!

Y Víctor, entusiasmado con el proyecto, corrió a traer redes y hachos para mostrárselos.

—Manuel, no vayas... hace muy mala noche — intervino desde la habitación contigua la voz débil de doña Concha.

—Os puede pasar algo malo—agregó María.

La oposición de las mujeres fue el cebo del deseo de los hombres.

—No tengáis cuidado, hijas—respondió don Manuel impaciente, y agregó, dirigiéndose a sus amigos;—Debemos ir...

Todos asintieron de buen grado. Era una caza desconocida para ellos y debían aprovechar la ocasión.

Los campesinos empezaron a ponderar las delicias de la cacería con los extremos de los aduladores.

Dolores se puso de parte de las señoras;

—Hace mala noche, Víctor; es tarde...

—¡Mala noche! ¡Ca! Vamos tos pa las norias… ¡Tú la primera!...

Era tan imperativo su acento, que ella no se atrevió a replicar.

—Vamos, niñas—dijo don Manuel a las muchachas—. Dejad el trabajo. Ande, aparcera— añadió hablando con Dolores—. Así llevaremos la buena suerte en nuestra compañía.

Víctor sonrió, contento del piropo, mientras ella palidecía y temblaba. Hubiera querido mejor quedarse.

Los amigos de la casa invitaron a María y a Concha. Las dos rechazaron la propuesta con disgusto. ¡Valiente locura! ¡Si doña Pepa estuviese levantada se opondría a la expedición! ¡Por fortuna les quedaba poco que estar allí, entre continuos sobresaltos!

Para librarse de su censura se apresuró la partida. Los cazadores se encontraron al salir perdidos en las tinieblas. El cielo obscuro, negro, parecía más cerca de la tierra con la pesantez de la atmósfera. Los luceros se destacaban como clavos de plata incrustados en profundidades de terciopelo, y las estrellas lucían fingiendo polvo de diamantes que un déspota fastuoso desparramara por el espacio.

La sombra se liaba a los cuerpos. No se distinguía nada en rededor. Se avanzaba a ciegas, sin ver los caminos ni los objetos cercanos. Se había estrechado el horizonte en torno de las personas, y todo el valle era una masa de tinieblas, espesa, densa. No se dibujaban cortijos, árboles ni montañas. Las ráfagas del viento parecían oleadas de aquel mar de sombras, donde se apagaba hasta el reflejo de las luces.

Deslizábase la comitiva entre las negruras y la soledad con aspecto fantástico. Se habían encendido los hachos de albardín, y los cuatro aldeanos que rompían la marcha de la extraña procesión les daban vueltas en el aire para evitar que se apagasen. El ascua trazaba en el espacio una rueda giratoria; cuando se detenía, una llama oscilante y llena de humo reflejaba sobre el grupo, deslumbrando los ojos en vez de alumbrar el camino. Las mujeres, con los mantones ceñidos al cuerpo, liadas las cabezas en apretados pañuelos; y los hombres, envueltos en mantas y capotones, marchaban encorvados, agarrándose unos de otros, tropezando, mientras el aire empujaba hacia atrás las faldas y los extremos de ropas y abrigos, que daban a su caminar, con aquella luz vaga e incierta, un aspecto de lucha o carrera.

Una devota hubiera puesto la señal de la cruz pensando en las brujas que se dirigen a los aquelarres al ver deslizarse como fantasmas aquellas inciertas formas. Se pensaba en las extrañas cacerías del caballero Tannhauser en los bosques alemanes o en aquellos siniestros encapuchados que pasaban de noche con su cargamento de almas la corriente del Rhin. Entre tropezón y tropezón brotaban chistes y risas de los que sufrían por placer aquella penosa caminata; los señoritos y los mozos cuidaban a porfía de sostener a las mujeres, excitados por su contacto entre el perfume de] campo en la obscuridad. Don Manuel, encendido por los recuerdos, oprimía el brazo de Dolores, que en vano procuraba retirarse de él, mientras que su marido, indiferente, agitaba un hacho para guiar a la comitiva.

Llegaron cerca de la noria del Estanquillo, Al pasar próximos al caserío se les unieron otros grupos de hombres, mujeres y muchachos, aumentando el júbilo y la fiesta.

Los prácticos ordenaron silencio. Se mató la luz de los hachos, cesó el ruido de risas y conversaciones; todos avanzaron en silencio, lentamente, en medio de las sombras, cuidando de no tropezar ni hacer ruido. Agachados, deslizándose como espectros en torno del abandonado pozo, los cortijeros separaron con sus manos rudas las brozas, malezas y pinchos, troncharon las ramas salientes de algunos cabrahigos que rebasaban las cercas de piedra, y tendieron la red para cubrir toda la abertura del brocal.

Cuando la delicada operación estuvo hecha, uno dio en voz baja la señal de aproximarse. Se adelantaron agazapados hasta la misma boca del pozo; hombres y mujeres se tendieron boca abajo para poder avanzar el cuerpo sin peligro sobre el agujero. Los que llevaban los hachos les hicieron girar y avivaron las llamas, mientras todos los demás, cansados del largo silencio, prorrumpían en voces y palmadas y arrojaban piedras por la negra abertura del pozo. Los gorriones, sorprendidos en su sueño, se dirigían asustados hacia la luz, y revoloteaban tropezando en los hilos: algunos colaban la cabecita entre las mallas y quedaban prisioneros. Las manos ansiosas de los cazadores corrían bajo la red, cogiendo a los aturdidos pájaros; los chiquillos, en su celo imprudente, amenazaban con caer dentro de la noria, a pesar de las continuas voces de «Cuidado» y de la vigilancia de las mujeres. Muchos hombres rivalizaban con el entusiasmo infantil y avanzaban con imprudencia el cuerpo en el abismo, entre ellos don Manuel, con su temperamento franco, fuerte, ansioso y abierto a todos los goces. Al cabo de un rato la atención se distrajo de los pájaros; los hombres preferían cazar las manos morenas de las muchachas, que les huían provocativas y coquetas. Merced a este juego, los pajarillos se escapaban por los descuidados boquetes y bien pronto cesó el ruido de los vuelos y del aletear..

Entonces volvieron a ponerse en marcha entre las tinieblas; iban más animados y alegres, embriagados en su mismo contento. Se había hecho buena presa: más de un centenar de pajarillos. Sin duda en la noria de Cardona habían de hallar mayor número. Todos contaban las peripecias de la cacería. Capuzo afirmaba riendo que había salvado la vida al amo, el cual, con el ardor y el entusiasmo de coger pájaros, iba a caerse en la noria. El herrero subrayaba maliciosamente la palabra pájaros, —¿Por qué no habrá luna?—interrumpió una muchacha.

—¡Toma!—respondió otra echándola de entendida—; porque las estrellas que se juntan para formarla se pelean y se van cada una por su lado.

Una carcajada acogió la linda explicación astronómica; entre todas las risas sobresalía la cíe Víctor, con un timbre metálico, agudo, algo siniestro, frío, nervioso, que hacía daño.

La proximidad a la noria de Cardona impuso de nuevo silencio; se repitió la operación de cubrir el brocal con la red. Los señores estaban satisfechos; en cuanto acabaran de allí iban a llamar a ¡a puerta de las Pintás para echar un trago de aguardiente y prolongar la cacería hasta el pozo de la playa.

En cuanto se dio la señal, todos se abalanzaron a la noria. Familiarizados ya con la obscuridad y la cacería, se guardaban menos precauciones; don Manuel se echó boca abajo cerca de Dolores y prestaba a la joven más atención que a la caza. Víctor daba vueltas en torno del brocal haciendo girar su hacho para mantenerlo encendido. Se acercó varias veces a unos lados y a otros, advirtiendo a los chiquillos que tuviesen cuidado. Del fondo de la noria, donde dormían ocultos entre los agujeros de las peñas, salió una verdadera nube de gorriones que agitaban su plumaje, levantando un torbellino de aire y un frou-frou de abanicos y faldas de seda. La atención de todos se reconcentraba en la caza.

De pronto un grito agudo, estridente, rasgó el aire, y un cuerpo, haciendo ceder con su peso la débil red mal sujeta, cayó al fondo del abismo, chocando con las paredes en un ruido sordo y sin eco.

Un grito, de espanto se escapó de todos los pechos:

—¡¡¡Don Manuel!!!

—¡¡¡El amo!!!

Nadie se había dado cuenta de lo que pasaba. Algunos habían creído notar la breve lucha de un hombre sorprendido y lanzado al fondo del abismo que se revolvía para asirse de algo o defenderse. Pronto se lo explicaron todo. Víctor, jadeante, tembloroso, echado en tierra en el sitio que antes ocupaba don Manuel, murmuraba disculpándose de haberle empujado:

—¡No lo he podio sujetar!

Se produjo la agitación consiguiente. Las mujeres gritaban, lloraban los chiquillos; los hombres se revolvían, sin saber qué hacer, de un lado para otro. Algunos se acercaron al brocal y llamaron cándidamente:

— ¡Señorito!...

—¡Don Manuel!

El abismo permanecía silencioso,

—No ser tontos... el infeliz se ha estrellan.

Los dos amigos que acompañaban a don Manuel, creían en lo casual de la desgracia.

—¡Es preciso traer cuerdas!... ¡Sacar el cadáver!... ¡Avisar!...—propuso uno entre sollozos. —¿Quién se lo dice a la familia?—agregó el otro.

Convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos, la atención de todos los aldeanos se reconcentraba en Víctor. No les cabía duda: aquel crimen, oculto bajo apariencias de casual, era una justicia. Todos lo entendían así y todos callaban. El espíritu popular uníase de un modo instintivo. Víctor podía contar con el silencio, la complicidad tácita de todos sus convecinos.

Ninguno se atrevió a decirle nada.

El aspecto de Víctor era imponente. De pie en medio del cardenchal apretaba contra su pecho a la mujer, que lloraba en silencio; el hacho, caído a sus plantas, medio apagado, lo envolvía en oleadas de humo, y agigantaba su estatura con la prolongación del rayo de luz entre las sombras. Descubierta la cabeza, flotante a merced del aire la melena, alzada al cielo la morena frente, brillando con, el resplandor de los luceros los negrísimos ojos, parecía revestido de una belleza bravía, siniestra, satánica. La belleza magnífica del dios de la Rebeldía y de la Venganza.

FIN DE «LOS INADAPTADOS»