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La guerra carlista. vol II
El resplandor
de la hoguera
por Don Ramón del Valle-
Inclán
Madrid, MCMIX
Imprenta de Pri-
mitivo Fernán-
dez, Valverde,
Número 33
Oíase un lejano cascabeleo que parecía rolar sobre la nieve. Y se acercaba aquel son ligero y alegre. Una voz habló desde el fondo del carro:
—¡Pues no habíamos equivocado el camino!
Y respondió, desabrido, el hombre que iba a pie, al flanco del tiro:
—Todavía no lo sé.
—¡Esas campanillas parecen del correo!
—Todavía no lo sé.
—El correo que anochecido llega a Daoiz.
—Todavía no lo sé.
—Ayer le hemos visto entrar en la plaza.
—Digo que todavía no lo sé.
Para terminar chascó el látigo sobre las orejas de las mulas. Era un viejo encanecido en la vida de contrabandista, silencioso, pequeño y duro. Caminaba a la cabeza del tiro, embozado en la manta y fumando un cigarro de Virginia. Las ruedas se enterraban en la nieve, y las mulas, bajo el restallido del látigo, se tendían con una tristeza resignada y penitente. Aquel camino era una trocha a través de la sierra, entre quebradas y peñascales. Algunas veces el carro se atascaba, y para ayudar a empujarle, salían del interior dos mujeres y un mozo. Allá lejos, por la altura blanca de nieve, apareció un jinete, apenas una sombra negra, que venía trotando. El contrabandista rezongó:
—¡Buen perro cazallo! ¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...
El mozo asomó la cabeza fuera del toldo, que goteaba agua de nieve.
—¿Es el correo?
—Ya puede usted ir solo por las veredas. ¡Jo!... ¡Reparada!...
El mozo saltó a tierra y avizoró el camino:
—¿Por dónde viene?
—Ahora no puede verlo, que baja la cuesta. Solamente el sombrero se le discierne, acullá, al ras de la nieve. Parece un pájaro negro que apeona.
Habló desde el carro una de las mujeres:
—Si fuese el correo nos daría noticias.
El contrabandista humeó su tagarnina:
—¡Tendríamos todos la gloria tan cierta!
Encomió el mozo:
—¡Buena vista!
—La vista no es mala, hijo. Pero no es negocio de la vista. Conozco el hablar de las campanillas, y bien las entiendo, ¿Usted no, hijo?
—¡Fui el primero en oírlas!
—Las oye, pero no entiende su pregón. Pues las del jaco que trae el francés dicen: ¡Camino harás! ¡Camino harás! Y las del jaco de Miguelcho: ¡Din dan, rey serás! ¡Din don, rey de Dios!
—¿Y quién es el que ahora llega?
—Miguelcho. Mírele allí.
El jinete asomaba en lo alto del repecho. Venía cubierto con un poncho, y en la cabeza traía una gorra hecha con piel de borrego negro, que le ocultaba las orejas. Aquel recuero viejo le interrogó adusto:
—¡Hola, tú! ¿Cómo está el paso, amigo?
—¡Malo!... ¡Malo está el paso!
—¿Podremos llegar a Otaín?
—Como os digo, el paso está muy peor... Pero ya podréis llegar si os ayuda Dios.
Una de las mujeres, la vieja, interroga desde el carro:
—¿Hermano, qué tropas hay en Otaín?
—Este amanecer, cuando yo salí, venía la carretera cubierta de roses. Yo solamente los vide de lejos. Pero las cornetas ya las entendí bien, ya.
—¿Y las boinas, dónde están, hermano?
—¡Remontadas por el monte, qué Dios!
Saltó el mozo:
—¡Van como las águilas!
—¡Qué Dios, van lo mesmo!
Se oyó suspirar a las mujeres del carro, mientras el mozo y el recuero se interrogaban con los ojos. A todo esto ya el correo se inclinaba para recoger las riendas abandonadas sobre el cuello del jamelgo, y el contrabandista le detuvo extendiendo la vara del látigo:
—Miguelcho, tú eres un amigo y mereces la verdad. Estos señores que llevo en el carro vienen de la tierra de Francia.
—¡Ya me lo maginaba!
—Se han puesto en mis manos, y ayer pasamos la frontera sin desavio. En Daoiz hicimos noche, y allí nos informaron que estaba una partida carlista en Otaín.
—¡Cierto! Pero como tendría aviso de que llegaban los roses para cercarla, una noche salió aprovechando lo oscuro.
—¿No sabes dónde nos juntaríamos con ella?
—Con acierto no lo sé. De cualquiera modo, habríais de internaros por el monte y dejar el carro. ¡Mal paso es, y si las mujeres no son capaces!
Habló desde el carro la vieja:
—Las mujeres son capaces, hermano.
—Pues entonces en el monte hallarán a los carlistas. Yo creo que por Arguiña y Astigar. El contrabandista arreó las mulas:
—¡Jo!... ¡Beata! ¡Jo!... ¡Centinela! ¡No te duermas, Reparada!
Las dos mujeres gritaron, asomando fuera del carro, para divisar al correo:
—¡Dios se lo pague, hermano!
—¡Mandar!
Miguelcho afirmó la balija sobre el borrén y se alejó trotando, entre el alegre cascabeleo de la collera. El contrabandista volvió la cabeza:
—¡Consérvate en salud!
—¡Amén, y que a todos vaya por lo igual!
El carro tornaba a rodar sobre la nieve, y el mozo seguía a pie, hablando con el recuero, sin cuidado de la nevasca:
—¡Jo!... Centinela.
El carro se atascaba, y las mulas, bajo el estallido del látigo, tendían la cerviz, agitadas las orejas. Al doblar la revuelta de Cueva Mayor, divisaron resplandores de lumbre sobre la nieve, y una pareja de hombre y mujer calentándose en la boca del socavón. Antes de llegar el carro, aquellas dos figuras de mal agüero se pusieron en pie, y por un atajo, a través de la gándara, desaparecieron. Murmuró el mozo:
—¡Lástima que se vayan, porque acaso pudieran darnos alguna noticia!
—De querer, ya podrían, ya.
—¿Son mendigos?
—Son espías que se visten de harapos para engañar mejor.
—¿Y a cuál de los ejércitos sirven?
—¡Nunca se sabe. ¡Mala gente!
Los dos vagabundos, que se habían perdido entre los brezos del atajo, reaparecieron bordeando una ezgueva, por la falda del monte.. Saltó el mozo:
—¡Parece que huyen!
—Frío que llevan. A esos creo conocerlos. Ella era mujer de uno a quien fusilaron poco hace, y ahora se ajuntó con ese. Son confidentes de Don Manuel.
La vieja llamó desde el carro:
—Cara de Plata, hijo mío, sube y pongámonos de acuerdo.
El Cura había esparcido sus confidentes por toda la serranía, enviando cartas, recados y encarecimientos a Don Pedro Mendía, al Sangrador, al Manco y a Miquelo Egoscué. Cuatro capitanes de partida que también hacían la guerra por su cuenta y aventura. Santa Cruz en sus cartas les decía que se le juntasen para caer en una sorpresa nocturna sobre los batallones republicanos que habían ocupado Otaín. Pero Don Pedro Mendía, que era un viejo receloso y adusto, mandó, como respuesta, dar de palos al emisario. El Sangrador y el Manco ofrecieron ir. Pero más tarde, puestos de acuerdo, también entraron en sospecha y se internaron por la sierra. Solamente acudió al llamamiento Miquelo Egoscué. Era galán de mucho brío, y gozaba por toda aquella tierra de una leyenda hazañosa que tenía la ingenua y bárbara fragancia de un cantar de Gesta. Las mujeres de los caseríos, cuando hacían corro en las cocinas para desgranar el maíz, contaban y loaban las proezas de aquel hombre. Y las abuelas, entonces, parecían enamoradas, y las mocetas suspiraban, contemplando la hoguera toda en lenguas de oro y de temblor. Egoscué se hallaba dormido en la borda de un cabrero, cuando llegó la carta del Cura Santa Cruz. El pastor, un mancebo rubio que tenía sobre los ojos como la niebla de un ensueño, le movió blandamente para despertarle:
—¡Amo! ¡Amo Miquelo!
El capitán, aún medio dormido, interrogó sin sobresalto:
—¿Qué sucede?
—Vienen con una carta.
—¿De quién?
—Diz que del Cura.
Egoscué, completamente espabilado, se incorporó sobre las pieles y los helechos que mullían su camastro:
—¡Del Cura Santa Cruz! No pensaba que se acordaría de mí el Señor Don Manuel... ¿Y quién trae la carta?
—Son ellos dos... Pareja de hombre y mujer.
—¿Adónde están?
—Afuera, que afuera los dejé.
—Pues no los tengas más a la intemperie.
Salió el pastor, y el capitán, para recibir a los dos emisarios, fue a sentarse cerca del fuego, en una silla baja que tenía el asiento de correas entretejidas. Volvió a poco el pastor:
—No quisieron entrar, pues habían priesa, y dejaron el papel, y con la misma se caminaron.
Miquelo Egoscué recibió la carta, y dándole vueltas sin abrirla, interrogó al cabrero:
—¿Conoces tú a esa gente?
—La mujer estuvo casada con Tomi de Arguiña. En tocante al hombre, no es nativo de acá. Pero otras veces lo tengo visto.
—¿Le conozco yo?
—Pues y quién sabe. Va tiempo hace con los mutiles del Cura. Muestra mucha religión, y es allí en la partida quien guía el santo rosario.
Mientras hablaba el cabrero, el capitán pasaba los ojos por las letras del Cura: Al terminar se enderezó, mirando por el ventano hacia los montes. Todo estaba blanco, y temblaba a lo lejos una luz cimera, de oro pálido. Ya no caía la nieve, y un aire frió volaba en silencio sobre los campos y los caminos. El capitán descolgó la escopeta vieja, y se puso a cargarla:
—Parece ser que Santa Cruz quiere juntarse conmigo.
El pastor le miró con los ojos llenos de niebla:
—¿Y qué harás tú, amo Miquelo?
—Ir allá.
—No vayas, amo.
—¿Qué mal hay? Si luego no conviene, rifamos. Pero es bueno saber lo que va buscando el amigo.
—Lo que busca el lobo. Amo Miquelo, no hay que abrirle la majada cuando la ronda, por el aquel de averiguarle la intención. De antaño sabemos que baja del monte por comerse las ovejas.
El capitán sonrió con arrogancia:
—¡Yo he sido cazador de lobos!
Se asomó a la puerta con la escopeta al hombro, miró al cielo, y se volvió al interior de la borda:
—Mete un queso en el morral, y dame mi canana. Quiero llegarme al cuartel de mis mocetes.
—Yo iré contigo, amo Miquelo.
—¿Y tus cabras?
—Para siete que me quedan, nos las llevaremos y nos las comeremos.
Salió, juntó las cabras, silbó al perro, volviose a entrar para coger el cayado, y sin cerrar la puerta de su borda, echó por delante del capitán hacia las lejanas cimas de Astigar.
En la hondura de una quebrada, y cercado de pinos cabeceantes, se ocultaba el caserío de San Paul. El carro se detuvo en la trocha, a la puerta de una venta, y las mujeres asomaron los rostros desgreñados, tan pálidos, que parecían consumidos por el ardor calenturiento de los ojos. La muchacha interrogó a la vieja:
—¿Es aquí donde pasaremos la noche?
Y la vieja respondió con un gesto muy expresivo:
—Aquí es.
—¿Los liberales están en el poblado?
Hizo el mismo gesto la vieja:
—Eso dicen.
La muchacha se santiguó:
—¡Ay, qué tierra triste!
Una niebla baja velaba el caserío, donde comenzaban a encenderse los fuegos de la noche. Las dos mujeres se apearon del carro y huyeron hacia la venta, inclinando las cabezas bajo el vuelo de la nieve. Desde la vereda se distinguía el resplandor de la cocina llena de humo. Cara de Plata, dando un gran tranco, alcanzó a las dos mujeres en la puerta:
—Aquí estaremos seguros.
Respondió muy entera la vieja:
—¡Dios lo haga!
Entraron y se acercaron a la lumbre. En la cocina adormecíase una abuela sentada en su sillón de enea. Se le había caído el pañuelo sobre los hombros y mostraba la cabeza calva, con dos greñas de pelo blanco, lacias y largas. Cara de Plata le gritó:
—¿Abuela, dónde está el amo?
La ventera abrió los ojos, rebullendo penosamente en el sillón.
—¿Y tú quién eres?
—Un caminante.
—¡Los negros ocupan las casas de abajo!... ¿Les verías tú?
—No, no los he visto. ¿Dónde está el amo?
—¡Han quemado las casas de abajo!... Pues ya lo verías tú.
—Yo nada he visto.
—La canana tengo metida en la ferrada. Así siempre que hay guerra, hijo. ¿No has visto a los negros? ¡Ay! ¡Ay!... Cuando a todos cortes tú la cabeza, hemos de bailar. Tú con la abuela, que tiene bajo la cama una hoz para degollar negros y franceses. ¡Ay! ¡Ay!... Muero aquí en este sillón. Cien años, cien años... Los hijos, unos para la tierra, otros, penar en esta vida... ¡Ay, cuántos!... Veintitrés llevé a la iglesia. Pues en dos veces, con los dedos de las manos, no los contarías tú.
Entró el hijo mayor, que venía de los establos:
—¿Qué hay de bueno por el mundo, amigos?
Se acercó el contrabandista y le habló en secreto:
—¿Tienes manera de guiar por los atajos del monte al mocé que se calienta a la lumbre con aquellas dos mujeres, y dejarlos en paraje seguro?
—¡Paraje seguro! Pues si la tierra aquesta, de cabo a cabo, toda es una hoguera. ¡Paraje seguro!... ¿Y dónde está, te digo?
—Date una puñada en el sésamo. ¡Dios, que jamás entiendes en las primeras! Es decirte que los dejes en tierras donde campen las tropas del Rey Don Carlos.
—Hasta antier demoraron en toda esta parte. Tenían su cuartel en Otaín.
—Eso sabía yo, y fue por tanto los guiar acá.
El ventero se volvió lentamente, y miró hacia el fuego donde se calentaban las dos mujeres y Cara de Plata. Movió la cabeza guiñando los ojos:
—¿Qué gente, tú?
—¡Gente de nobleza!
—¿Y de dónde vienen?
—Acá vienen de la frontera. Pero han atravesado la media España.
Otra, vez el ventero volvió a mirar hacia el hogar. Las dos mujeres habían sacado los rosarios de las faltriqueras y rezaban en voz baja, sentadas en un banco sin respaldo. Cara de Plata permanecía en pie, envuelto en el resplandor rojizo de la llama:
—¡El mocé aparenta buen garbo!
—¡Y más arriscado que un león! Va para la guardia del Señor Rey.
—¿Pues y las mujeres, qué razón llevan a la guerra? No es la guerra para las mujeres.
—Las mujeres son monjas que van por la cuida de los heridos.
—¿Y adonde dejaron los hábitos?
—En la frontera los dejaron, para poder andar con más recaudo. Y las ropas que ahora llevan, las sacó de su hucha aquella moceta espigada que sirve en el Parador de Francia.
—¡Maribelcha, tú!
—Ahora anda de luto, que el padre murió cuando lo de Oroquieta.
—Pues no sé adónde podrían juntarse con una tropa del Rey Don Carlos.
El contrabandista frunció el cano entrecejo:
—¡Dios, que eres tú piedra de pedernal como la que yo gasto para encender el yesquero! Tú lo sabes y recelas decirlo.
El ventero se rió, guiñando los ojos:
—¡Eres un raposo muy viejo tú! ¿Me respondes como es leal la gente que conduces en el carro? ¡Que hay mucha traición, y mucho espía, y mucho disfraz para la intención del alma, has de contar tú!
—Todo lo cuento. Y para esparcirte el recelo, te dije al comienzo que los guiares tú por los atajos del monte. Tú sabes dónde está la partida del Cura.
—Saber, lo sé.
—Pues te encargas de llevarlos a donde sea.
—También. Pero irán a mi vera y sin preguntar más. En llegando, llegamos, y otra cosa no. Ni acá, ni en el camino, quieran saber dónde está la partida del Cura.
El contrabandista le dio una palmada en el hombro:
—Conformes, mutil.
—Hay que perdonar... Pero una delación la pagáramos todos siendo afusilados.
El contrabandista repuso con adusta y grave sentencia:
—¡Dios, y no fuera ello lo peor, sino el ditado de traidores!
Con esto se llegaron al hogar, y enteraron de lo convenido a Cara de Plata. Cuando el trato estuvo hecho, de una alacena empotrada en la pared, tomó el ventero un frasco de aguardiente, y llenó tres vasos pequeños de vidrio tallado, donde una fimbria de mugre destacaba el dibujo de las cenefas talladas en el vidrio.
Entraron en la cocina dos mendigos, hombre y mujer. Venían disputando. La mujer, con la basquiña echada por la cabeza, daba el pecho a un niño amoratado de frió. El hombre entró delante, corriendo como un gamo, aun cuando traía la pierna derecha, desde el muslo al tobillo, envuelta en trapos húmedos y sórdidos. El ventero se volvió y les hizo un gesto que suponía acuerdo entre ellos. Los otros callaron, y con los ojos bajos, alzando los hombros y estremeciéndose, se acercaron al fuego. La vieja del carro y la muchacha los miraban de soslayo, sin interrumpir el rezo. Sentados cerca del hogar los dos mendigos parecían montones de guiñapos, y al calor del fuego exhalaban un vaho de miseria. El hombre tenía los ojos fijos sobre Cara de Plata. En voz baja dijo al oído de la mujer:
—¡Paréceme un caballero de mi tierra!
—¡Calla, borrachón!
—¡No seas loba!
—¡Borrachón!
—¿Será engaño del enemigo malo?
El mendigo, con las manos cruzadas bajo la barba inculta y borrascosa, siguió mirando a Cara de Plata. La mujer metiose el pecho en el justillo:
—¡Borrachón!
Dio al compañero una puñada en el hombro para advertirle, y, poniéndole en los brazos al crio, se dispuso a remendarse la basquiña, canturreando. El hombre insistió:
—¡Vaites! ¡Vaites!... ¡Como que lo es!... ¡Vaites! ¡Vaites!... Un caballero de mi tierra.
La mujer le miró, quedando un momento con la aguja levantada en el aire:
—¡Tu tierra! ¿Dónde es tu tierra? ¡Algún presidio, borrachón!
El crío empezó a berrear, y el mendigo trató en vano de acallarle:
—¡Tiene hambre!
—También yo la tengo.
—¡Bien harías dándole otra teta!
—¡Calla, borrachón! Lo que tiene el hijo de mi alma es un dolor. Si estos señores caritativos podrían darnos una gota de anisado, veríaislo todos callar.
La vieja murmuró, pasando las cuentas del rosario:
—No tenemos.
Y la muchacha tomó en brazos al niño:
—¡Qué pálido está!
La mendiga murmuró:
—Es condición. Siete tuve, y todos tenían la misma color.
Preguntó la vieja:
—¿Le viven todos?
—No me vive ninguno, sino éste.
—Dios se lo conserve.
Y repuso el hombre, mirando las lenguas de la llama:
—¡Para pasar trabajos!
—¡Porque no eres su padre, borrachón!
El hombre repuso con el mismo tono meditabundo:
—¡Para el cuitado, como si lo fuese!
La vieja interrogó:
—¿No es su padre?
Y gimoteó la mendiga:
—No, señora. El padre murió afusilado por los negros.
Y afirmó el mendigo:
—¡Un hombre de provecho!
La mujer volvió a canturrear mientras examinaba al trasluz los rotos de la basquiña:
—¡Ay, que conia!... No puede irse por caminos con una buena prenda. ¡Tres días que una guapa señora me la dio en Irache! ¡Era seda rica, de la que hace resol!
La vieja quiso inquirir:
—¿Entonces, vienen de muy lejos, hermanos?
La mendiga tardó un momento en responder, ocupada en quebrar con los dientes la hebra que enhebraba:
—¡Ay, que rajo de Dios! Pues venimos de Irache.
El hombre, después de santiguarse, murmuró tímidamente:
—¡No jures, Josepa!
—¡Calla, borrachón!
—¡Qué tal me digas, cuando no lo cato!
Se volvió hacia el fuego para atarse los trapos de la pierna, y con los ojos en la llama empezó a rezar, moviendo todo el busto atrás y adelante:
—¡Divino Señor, danos los tesoros de tu paciencia para sobrellevar las penas y trabajos de este gran valle de lágrimas! Padre Nuestro, que estás en los cielos...
Sus palabras se hicieron confusas, y el rezo quedó en un mosconeo. La mujer alzó la cabeza, y suspensa la aguja entre los dedos, sonrió con ternura:
—No lo cata, no... Es la costumbre quedada de hablar al otro.
El hombre continuaba absorto en su rezo, y de tiempo en tiempo apartaba un tizón de la lumbre y lo ponía al borde del hogar. Iba formando una hilera. Viéndole revolver en la ceniza, le gritó el ventero:
—¡Ya es tema, tú!
—¡Vaites!... ¡Vaites!...
—¡Ya podrías ver que esbaratas la hoguera, tú!
—¡Vaites!... ¡Vaites!...
Y el mendigo, con los ojos obstinados en la llama, sacudía muy de prisa los dedos, que tenían un son de choquezuelas. Después contó los tizones y diose otros tantos nudos en los cabos de la cuerda con que ataba el calzón a la cintura. Quedose reflexivo un momento, y santiguándose, volvió los tizones a la hoguera, uno por uno. Al mismo tiempo en voz baja iba diciendo:
—¡Gloria al Padre! ¡Gloria al Hijo! ¡Gloria al Espíritu Santo!
Y se acompañaba inclinando el busto atrás y adelante con una medida siempre igual. La vieja murmuró:
—¡Edifica con su piedad!
Al oírla, el mendigo volvió la cabeza estremeciéndose, y con los brazos abiertos en cruz, se arrodilló:
—¡Hosanna! ¡Hosanna! ¡Ahora el Señor me permite reconocerla! De antes la miré y los ojos estuvieron ciegos. ¡Ahora, sin la ver, vuelto de espaldas, oyendo su voz, sentí un susurro, y el alma me dijo quién era!
La vieja se puso en pie, muy sobre sí:
—¡Pobre hombre, está loco!
—¡Ay, cómo no la reconocí por esas manos tan blancas, Señora Madrecita!
Y arrastrándose de rodillas intentó tomarlas y besarlas. La vieja luchaba por retirar sus manos:
—¿Pero quién es? ¿Pero quién es?
El mendigo sollozaba:
—¡Nadie me reconoce! ¡Tanto me pudo cambiar el pecado!
A la otra banda del hogar se alzó la voz jocunda del hermoso segundón que estaba atento y en pie:
—¡El demonio me lleve si no es Roquito! ¡El gran Roquito!
Y saltó por encima de la lumbrada, y le suspendió del cuello, todo en vilo. El otro arrugaba la boca con un gesto de humildad:
—El mismo. Señor Carita de Plata.
El segundón dejó oír su risa bárbara y feudal:
—¡Parece que te repelaron bien las barbas, compadre!
La Madre Isabel, toda maravillada, se hacía cruces:
—¡Nunca te reconociera! ¿Cómo llegaste a tanta miseria? ¿Cómo no escribiste a nuestra convento?
A las preguntas de la monja, el antiguo sacristán respondía dándose golpes de pecho:
—¡Soy un gran pecador! ¡Soy un réprobo, Señora Madrecita!
Y tornaba la monja:
—¿Cómo estás aquí?
—¡Ya lo diré!
La Madre Isabel bajaba la voz, escandalizada y severa:
—¿Y esa mujer que te acompaña? ¿Esa mujer?...
—Todo lo diré. Haré pública confesión.
La Josepa agachaba la cabeza y miraba de reojo, metiendo y sacando tres dedos por el roto de la falda.
La monja seguía haciéndose cruces:
—¡Dios mío, de qué manera te veo!
—¡Negro de pecados, Santa Madrecita!
—¿Pides limosna?
El ventero se inclinó hacia Cara de Plata, haciendo un gesto malicioso, que adquiría mayor interés bajo el reflejo de la lumbre, que le pasaba temblando de los ojos a la boca:
—Es la socapa para andar por los caminos sin oírse echar el alto.
El sacristán, puesto de rodillas, inclinaba la cabeza y abría los brazos en cruz:
—¡Todo lo diré! El Señor Dios de los Ejércitos me envía un ángel de su casa y boca para quebrar la cadena del pecado que me puso al cuello el enemigo malo. ¡Todo lo diré... Ahora, almas cristianas, dejay que vaya a ocultarme donde nadie me vea! ¡Dejay que medite en mi culpa, en mi grandísima culpa!
Y golpeándose el pecho huyó hacia el pajar. La Madre Isabel quedó silenciosa, con una nube en el marfil de su frente y los ojos fijos en la mujer que remendaba la basquiña. Después, volviéndolos al niño adormecido en el cuévano lleno de harapos y mendrugos, estuvo contemplándole gran espacio, levantada muy blandamente la punta del pañolito que el sacristán le había tendido sobre la cabeza para guardarle del reflejo que llegaba del hogar:
—¿Qué tiempo tiene esa criatura?
—Nació a los tres días de haber los negros afusilado al padre. No es del tiempo.
Y se limpió los ojos con la basquiña, después de haber guardado en un cañutero de cobre, el hilo y la aguja. Intervino el ventero:
—¡Tú, y si los amigos no saben cuándo aconteció lo del padre!
—¿Y quién no sabe cuándo afusilaron a Tomi de Arguiña?
—¡Ya, pues quien no sea de esta tierra! ¡Pues si maginas que era el gran Napoleón!...
—Magino que para saberlo hay tres cruces en la vereda. Y bien lo dicen escrito que son las cruces de los tres afusilados. Tomi de Arguiña, Machín de Gaona y el otro Machín.
La abuela empezó a removerse en su sillón de enea:
—De aquí los llevaron... ¡Ay, hijos, no valió esconderlos, no valió!... Todo lo miraban aquellos verdugos. ¡Ay, cómo decían, tú!... ¡Y cómo decían de pegar fuego a la casa y al pajar!... Eran a me preguntar por mis hijos. Yo decía, pues a la feria. Ellos decían, a la guerra. Pues yo, a la feria... Fueron al pajar y descubrieron a los cuatro que venían persiguiendo. Aquel que ahora se fue, escapó por entre los soldados. Yo lo vide entrar acá espavorido, y lo llamé, y lo tuve escondido bajo el sillón. Todo lo volvieron a correr... ¡Ay, jurar y jurar, mas no lo encontraron! —la abuela estaba quieta—. ¡Y rezando al Señor, y rezando a la Santa Madre, y a San Martín de Arguiña, que hace tantos milagros!
El ventero guiñaba los ojos:
—Se salvó como dice. ¡Y a la madre se lo debe!
Preguntó la monja:
—¿Pero quién? ¿Roquito?
—Sí, señora.
La Josepa explicó:
—Todos los cuatro eran fugitivos de aquel gran presidio, que dicen está en la tierra del moro. Escaparon acá, porque eran nativos de Arguiña.
Musitó la abuela:
—El que ahora se fue, ese no.
—Salvando Roquito, que tiene otra nación.
La monja interrogó, al mismo tiempo que cambiaba una mirada con Cara de Plata:
—¿Por qué estaban en presidio?
Hallábase la Josepa sentada en tierra, y enderezó el busto afirmando ambas manos en la cintura:
—No maginar cosa mala ninguna. ¡Eran cristianos muy cabales!
Cara de Plata murmuró:
—¡Pero estaban en presidio!
—Como tú, señorico, lo puedes estar.
El ventero afirmó con aquel inquietante guiñar de ojos que parecía desmentir siempre cuanto decía:
—Eran hombres muy cabales, y los mandaron al presidio contra ley. Fueron los primeros en alzarse, y como eran contrabandistas, pasaban cientos de fusiles por esa raya de Francia.
Josepa la de Arguiña, levantó los brazos arremangados, que parecían de cobre en el reflejo del fuego:
—¡No hay caravana peor que la justicia!... Habían llegado aquí con cientos de trabajos, y cuando ya se contaban seguros, los volvieron a coger, por una delación.
La mujer sollozó. Callaban todos. Y como si las almas se hablasen en el silencio, las miradas iban unas en pos de otras, hacia el niño que dormía en el cuévano lleno de mendrugos, y el niño se despertó llorando...
Roquito, después de hacer oración arrodillado cerca del pozo, en el corral blanco de nieve, entró al establo soplándose los dedos:
—¡Vaites!... ¡Vaites!... Una gran penitencia. ¡Vaites!... ¡Vaites!... ¡Yo te ofrezco mi sangre en descargo de mis pecados, amantísimo Jesús!
Descolgó la esquila de una vaca, la guardó en el pecho, y salió al camino. Un momento estuvo indeciso, mirando a todos lados, y luego partió corriendo hacia el caserío de San Paúl. En el camino se le hizo de noche. Sólo se oía el fragor de las torrenteras. Roquito, sin dejar de correr, se santiguaba invocando el nombre de los santos y de las vírgenes que tenía en mayor devoción:
—No me desampares en esta hora de prueba. Glorioso San Berísimo de Céltigos.
Atravesó un puente que iba casi cubierto por la avenida, y luego una gándara encharcada, donde se perdió. Corría desalentado, hundiéndose en el lodazal de barro y nieve, sin ver ante los ojos otra cosa que el cendal de la bruma:
—¡Señor, Dios de los Ejércitos, no me desampares en esta hora de prueba! ¡Señor, sácame de este encanto para que pueda derramar por ti mi sangre!... ¡Vaites!... ¡Vaites!... ¡Servicio del Rey, servicio de Dios!... ¡Sácame de aquí, Gloriosa Santa Euxia!...
Hasta que salió la luna no pudo encontrar el camino. Se puso a correr para no helarse, y cruzó ante una iglesia, oyendo el vago son de la campana movida por el viento. Se detuvo para colgarse al cuello la esquila, y bajó al caserío por una trocha honda, convertida en torrente. Aletazos de huracán, traían en jirones el alerta de los centinelas. Roquito se puso a caminar encorvado, rondando las tapias de los huertos. La esquila campaneaba golpeándole el pecho. Algunos perros ladraron en la lejanía. Una voz asustada gritó en la oscuridad:
—¡Quién vive!
Roquito se santiguó, y con el alma llena de luz siguió andando. El pregón de la esquila le anunciaba. Oía en las tinieblas los pasos del centinela, y no veía su sombra. La voz volvía a desgarrar la noche:
—¡Alto!... ¡Quién vive!
Y Roquito volvió a santiguarse, continuando su ronda arrimado al muro. Sentía un suave calor, una divina fragancia, como si deshojasen sobre su alma las rosas del Paraíso. En medio de la nieve y del viento, hallaba cuanto eran dulces los caminos de Dios. Sonó un tiro, y sintió como si le desgarrase la espalda la uña encendida de Satanás. Acababa de arrojarlo de sí. La carne aterida, gustó como un regalo correr la sangre tibia. De improviso abriose una puerta que se iluminó con la lumbrarada encendida en el zaguán. Vio unas sombras que se destacaban y sobresalían por oscuro sobre el fondo rojizo. Oyó voces:
—¿Qué ha sido?
—¿Echaste el alto, quintarraco?
—¿Tumbaste a Carlos Chapa?
—¡Juy!... El miedo te finge facciosos.
Luego venía la voz humilde del bisoño que daba la centinela:
—He oído una campanilla.... Eché el alto y no me contestaron.
En el fondo rojizo de la puerta negreaba la figura del sargento, que encendía el cigarro con un tizón, derribado el gorro de cuartel sóbrela oreja.
—¿En qué año te parió tu madre, quintarraco?
—Pues así de súbito no sé decirle, mi sargento.
—Te ha parido el año del miedo. Oíste una esquila y has cuidado que era la campanilla que anunciaba la fin... Y nos espantaste la cena. Gran ladrón, cuando acá estábamos diciendo, vamos a coger por los cuernos a esa res descarriada, tú nos la espantas con un tiro.
Se oyeron otras voces haciendo coro a la del sargento:
—¡Gran ladrón!
—No dispararas si serían facciosos.
—¡Aguarday que me parece oír la esquila!
—¿Sería una vaca?
—No sería una vaca, pero sería una oveja. Para la cena ya llegaba.
Roquito, agazapado en el recodo de una tapia, con el ánimo en zozobra, sujetaba el badajo de la esquila, para que no sonase fuera de sazón. Aún duraba la zalagarda de los perros que olían la pólvora, cuando los otros volvieron a entrarse y cerraron la puerta, quedando la noche en mayor negrura, al extinguirse el reflejo de la hoguera que ardía en el zaguán. A poco, se oía el rasgueo de una guitarra y el jaleo de la jota. Los pasos del centinela se apagaban en la nieve de la vereda: Roquito, sin salir de la sombra del muro, campaneó muy blandamente la esquila, que produjo un son apagado y huérfano, perdido en la noche. Lleno de ansiedad adivinó que la sombra del centinela venía para él:
—¡Vaites!... ¡Vaites!... Tú procuras tomar del cuerno a la res...
Roquito, para llevar más lejos al centinela, se arrastró sigiloso. Oculto bajo el emparrado de una puerta, volvió a tañer la esquila. El centinela venía a tientas, sin ruido, con el gozo y la zozobra de dar caza a la res, y ofrecerla en la cena de su sargento. Entró bajo el emparrado. Roquito entonces fue hacia él, y para conservarle en su engaño, andaba encorvado, con las manos en la nieve y la esquila campaneante sobre el pecho. El centinela tendió un brazo y palpó en el aire. Roquito entonces saltó incorporado, y le clavó su cuchillo en la garganta, con tal golpe, que no pudo arrancarlo. Corrió a la casa, entró al establo, sacó a brazadas la paja y la amontonó ante las puertas, al pie de las ventanas, bajo los carros. De tiempo en tiempo se detenía a escuchar. Los soldados del retén se emborrachaban con el chacolí del casero, las coplas de la jota tenían un aire bárbaro, y en la guitarra sólo quedaban los bordones. Se oyó el canto de un gallo. Roquito se apresuró, puso fuego a la paja que acababa de esparcir y huyó agitando los brazos:
—¡Vaites! ¡Vaites!
En el camino se detuvo, y puesto sobre un bardal, miró al caserío. Bajo la luna, que ahora bogaba en un gran cerco de ensueño, se alzaban las llamas del incendio.
Roquito pensó en el soldado muerto. Recordó que era un bisoño y tuvo lástima. De pronto se estremeció:
—¡Virgen Santísima, no sería aquel rapaz tan nuevo que topamos ayer y nos dio pan para el niño!
Se puso a llorar y a correr. Cerca de Otaín unos soldados que vivaqueaban, le prendieron tomándole por loco, y como la herida que tenía en la espalda marcaba una huella de sangre, le enviaron al hospital en un carro da forraje. Cuando atravesó la antigua villa agramontesa, tiritaba de fiebre y daba voces de delirio. Dos monjas le recibieron en la portería del piadoso asilo, fundado cien años antes por Doña Juana Azlor de Aragón, Abadesa en Santa Clara de Viana.
Algunos oficiales jugaban al dominó en el único café de la villa, y otros paseaban en la plaza, bajo los arcos del palacio de Redín. Era la plaza grande y silenciosa, con una iglesia y un parador. De tiempo en tiempo pasaba sobre el silencio el vuelo de las campanas. Un capitán de cazadores, pesado y corpulento, con la ceniza del cigarro esparcida por la barba, salió del café muy sofocado, abrochándose el capote, y se acercó a dos oficiales que discutían:
—¿Qué hay, caballeros? ¿Se sabe si vamos a dormir mucho tiempo en este maldito pueblo?
Alzó los hombros, muy desdeñoso, el más alto de los dos oficiales, un buen mozo que lucía sobre el dormán de los húsares la venera de Santiago:
—Eso nadie lo sabe. Dependerá de lo que hagan los carlistas. Lo de siempre... Ellos nos llevan y nos traen...
Interrumpió el otro oficial, que era alférez abanderado de Numancia:
—Yo creo que les atacaremos antes de mucho tiempo ¿Usted qué opina, mi capitán?
—Que eso debió hacerse ayer. Hoy pueden ocurrir dos cosas...
El capitán se detuvo, tascando con rabia su cigarro apagado. Viéndole pensativo, el húsar santiaguista le interrogó con una sombra de burla:
—¿Dos cosas, o tres?
El capitán sacudiose la ceniza de la barba:
—No sé... Estaba con otra duda... ¿Tú has visto barajar a ese teniente andaluz? Yo creo que las amarra.
El húsar rió alegremente:
—¡Habrá que pedirle lecciones! ¿De modo que te has dejado robar?
El capitán, siempre tascando el cigarro, golpeaba la piedra del yesquero con el eslabón:
—No me tengas lástima, niño. Ya hallaré el desquite... A los tramposos se les gana mejor en cuanto se les conoce la trampa.
El alférez abanderado cambió una mirada risueña con el húsar:
—Me parece que será tarde el desquite, mi capitán.
—Esta noche hallaré quien me preste. ¿Si es por eso?...
—No, no es por eso, mi capitán.
—Entonces, usted dirá, señor alférez.
—Ese teniente está destinado al batallón de Alcolea.
Y afirmó el húsar:
—Esta tarde sale para Tolosa. Nosotros le hemos visto tomar bagaje, querido García.
El capitán los miró frunciendo el ceño:
—¿Estáis de broma?... ¡Bueno, pues que se lo lleve todo el demonio! Lo malo será que permanezcamos aquí hasta criar moho.
El alférez se impacientó:
—No, no es posible que dejemos de atacar al Cura. Hay confidencias de la gente que tiene... ¡Apenas cien hombres!
Oyéndole, el capitán movía la cabeza:
—No creo en los confidentes. Si han dicho cien hombres, serán mil. De atacarle, debió ser sobre la marcha.
El húsar le puso una mano sobre el hombro:
—Ya nos dijiste que ahora pueden ocurrir cinco cosas. Pero te has callado cuales sean.
—Dos he dicho, niño. A mí con burlas, no. Una, que cuando lleguemos se lo haya tragado la tierra: Otra, que tenga noticia de nuestro movimiento, y nos sorprenda en el camino eligiendo el sitio, bien atrincherado...
Interrumpió el alférez:
—Le atacaríamos, mi capitán.
—Y nos costaría muchas bajas... Para nada, porque al final se lo tragaría el monte.
EI húsar sonrió cínicamente:
—Es posible que no le atacásemos... Después del paseo nos volveríamos acá cubiertos de gloria...
El capitán tiró el cigarro y lo pisó:
—¡Es posible! ¡Es posible!...
Continuó el húsar en el mismo tono:
—Veo que conocemos la guerra. Cuando tú llegaste, discutía eso mismo con el alférez Alaminos. Atacaremos a los carlistas. Pero no será para vencerlos, sino para justificar una propuesta de recompensas.
Hablaba sin despecho, con un cinismo sonriente, orgulloso de poder decir aquellas audacias que el capitán, un veterano amargado y lleno de deudas, oía en silencio, manoseando la barba. Se cruzaron con dos coroneles que también mataban el tiempo paseando bajo los porches, y el alférez, porque le oyesen, levantó la voz, sacando el pecho con aire fanfarrón:
—El Duque de Ordax no debía hablar así, permíteme que te lo diga. Nuestro honor es el honor del Ejército...
El otro apenas hizo caso:
—¡Bah!... Palabras de arenga.
—Yo puedo asegurarte que no espero ninguna recompensa... Si la obtuviese, sería por haberla ganado.
El húsar le hincó los ojos que tenían una mirada clara y burlona:
—Yo, en cambio, la espero. La Duquesa de la Torre se lo tiene prometido a mi madre.
—Vuelvo a decirte que no debías hablar así. ¡Es un insulto que lanzas sobre todos nosotros!
El Duque de Ordax frunció las cejas un momento, y luego se echó a reír:
—Eres tonto, querido.
Y le volvió la espalda, entrándose al café. El capitán y el alférez se miraron. El abanderado con una interrogación muda, el otro sonriendo paternal:
—Acabaremos teniendo una cuestión seria.
—No sea usted chaval, alférez Alaminos.
El Duque de Ordax tomó asiento cerca de una ventana, y como los otros continuaban bajo los porches, tocó en los cristales y los llamó con la mano. El capitán y el alférez entraron. Alaminos tenía un gesto de reserva pueril. Viéndoles llegar, el húsar murmuró con gran sencillez:
—Fuera hace demasiado frío, caballeros.
El capitán arrastró una silla:
—¡Eres un demoledor!
Y dio a sus palabras ese énfasis que dan los predicadores a las sentencias latinas. El Duque murmuró con cierto empaque de antigua nobleza:
—¡Dejemos eso!...
Y puso su mano enguantada sobre el hombro del alférez, que sonrió forzadamente, atusándose el bozo, apenas una sombra de humo sobre su boca que tenía el carmín de una boca de mujer. El capitán hundía las manos en los bolsillos de su pantalón:
—¡Jorge, que los mozos conserven sus ilusiones!
Alaminos los miró fríamente:
—¿No negarán ustedes que hay oficiales valientes y que se baten?
Alzó los hombros el húsar:
—Cierto. Uno soy yo... ¿Pero a qué viene eso?
El capitán reía, soplándose la barba:
—¡Eres un demoledor!
El Duque le miró con lástima:
—¡Pero tú tienes que estar de acuerdo conmigo!
—¡Hombre, tanto como de acuerdo!
—Tienes cien cruces, cien medallas y cien años de capitán. ¿Tú eres capitán desde la guerra de África?
—No, desde antes. Allí gané una laureada. El grado lo gané por haberme sublevado en Vicálvaro.
El Duque de Ordax y el alférez abanderado rieron ante la buena fe del veterano. En este tiempo se acercó a la mesa una vieja encorvada, vestida con hábito de estameña:
—¿Qué desean, señores militares?
El capitán se volvió al húsar:
—¿Tú convidas, Duque?
El otro afirmó con la cabeza, y la vieja se puso a limpiar el mármol:
—Como se han ido los mutiles, tienen, pues, que dispensar el servicio malo. Somos acá solicas las mujeres.
El capitán interrumpió:
—¿No quedaba ayer, todavía, un mozo?
—Cuando cerramos pidió su cuenta, y en la misma noche se fue.
—¿A los carlistas?
—¡Pues qué hacer! El andaba rehacio, pero desde el caserío vinieron los padres suyos y lo decidieron. Lloraban los pobrecicos porque ya son tres las prendas que tienen en la guerra.
Fruncido el delicado entrecejo de damisela, descargó un puñetazo sobre la mesa el alférez Alaminos:
—¡Esos padres merecían ser fusilados!
Suplicó la vieja con gran energía:
—¿Por qué? ¿No sabéis vosotros otra canción mejor que esa? ¡Virgen, que tengo priesa y no mandáis!
El Duque se distraía avizorando la plaza, ocupado en cambiar guiños y sonrisas con una muchacha que, de tiempo en tiempo, asomaba en el gran balcón saledizo que tenía el parador. Al apremio de la vieja, el capitán le tocó con el sable:
—¿Qué tomamos?
El Duque volvió la cabeza, con gesto lleno de indiferencia y luego continuó mirando a la moza. Un momento quedó el capitán en grave meditación:
—¿Señor alférez, qué diría usted si encendiésemos luminarias?
El alférez repitió sin comprender:
—¿Luminarias?
—¡Con ron!
—¡Admirable, mi capitán!
La viejecita correteó por entre las mesas para servirles. El Duque continuaba enviando sonrisas al balcón del parador, y el capitán encargose de hacer el ponche. Sentado enfrente, el alférez contemplaba aquellas llamas de humorismo y de quimera con una obstinación dolorosa:
—¡Yo había soñado ser general!
El veterano esbozó una sonrisa de león cansado:
—¡Todos, cuando jóvenes, hemos tenido el mismo sueño!
Volvieron a quedar silenciosos, y en el fondo de sus pupilas temblaba la llama azul del ponche como el final de aquellos sueños. El alférez interrogó con un gesto vago:
—¿Usted está resignado, mi capitán?
—¡Hace mucho tiempo!
—No lo comprendo... Yo dejaría de batirme.
El Duque de Ordax les dirigió una mirada burlona:
—¿Por qué se baten los carlistas?
Y el alférez respondió secamente:
—No sé. Nunca he sido carlista.
Afirmó el capitán, poniéndose una mano en el pecho, semejante a un santo resplandeciente de candor y de fe:
—Yo me bato como el soldado, por el honor de mi bandera.
Insistió el alférez Alaminos:
—El soldado, si lo dejasen, tiraría el fusil y se volvería a su casa.
El capitán enrojeció:
—No todos. Yo he sido soldado, y también me batí por mis ideas.
Interrogó el Duque:
—¿Qué ideas eran las tuyas, García?
Se puso en pie el veterano. La ola de su barba derramábase sobre el pecho y le tocaba los hombros. Parecía el gigantesco San Cristóbal:
—¡Las ideas de la libertad y del progreso!
Se habían extinguido las llamas del ponche, y el veterano, aprovechando estar en pie, llenó los vasos. Los tres bebieron, chocando el cristal, y el alférez levantó su vaso sobre los otros:
—¡Por el ascenso de nuestro amigo el noble Duque de Ordax!
Y era terrible la expresión rencorosa y envidiosa de aquellos ojos azules, casi infantiles. El capitán volvió a beber:
—¡Por la República!
Los otros sonrieron vagamente, sin mirarse. Y cuando el capitán posó el vaso en la mesa, haciendo sonar el cristal, comentó burlonamente el Duque:
—Hubiera sido mejor un responso que un brindis.
El alférez dejó ver sus dientes blancos:
—Mi capitán, ahora debe brindarse por el hijo de Doña Isabel. ¿Verdad, Jorge?
—No sé.
—¿Tú no sabes?...
Una risa solapada corría por su voz, y el veterano, con su gesto plácido, desaprobaba moviendo la cabeza. En esto vio entrar a un oficial de cazadores y le llamó lleno de cordialidad:
—Teniente Velasco, venga usted a beber con nosotros.
El oficial saludó llevándose la mano a la visera del ros enfundado de hule:
—Hacen ustedes bien en tomar ánimos. Está ya decidido que salgamos en persecución del Cura.
Interrogó Alaminos:
—¿Se sabe cuándo?
—Mañana tal vez... Pero solamente fuerzas de Infantería.
El Duque de Ordax apuró el último sorbo y se puso en pie:
—¿Qué fuerzas de Infantería?
—Ontoria y Arapiles.
—Voy a solicitar permiso para ir con ustedes. Aquí me aburro demasiado. Hasta luego.
Saludó militarmente y salió a la plaza arrastrando el sable. El alférez sonrió con despecho:
—¡Qué farsante!
—¡Un buen chico! No olvidemos que nos ha convidado, alférez Alaminos.
Y el veterano volvió a llenar los vasos con las mejillas resplandecientes y una llama dulce y expansiva en los ojos:
—¡Beba usted, teniente Velasco!... ¿Se sabe dónde está el Cura?
—Las confidencias le daban en Astigar...
—¡Saldrá mentira!
—¡Y tan mentira!... Ya se dice que fusiló al destacamento que teníamos en San Paúl.
—Pues no se anda ese camino en una noche. ¡Lo conozco bien!
Interrogó el alférez:
—¿Pero está confirmada la noticia?
—La noticia del fusilamiento aún no está confirmada definitivamente. Lo único que se sabe con certeza es la defensa heroica que han hecho los nuestros. El Cura tenía más de dos mil hombres, y los sorprendió dormidos. Esta mañana llegó un soldado cubierto de heridas.
—¿Y los otros?
—Se teme que hayan caído prisioneros.
El capitán suspiró:
—¡Pues no me extrañaría que hubiesen sido bárbaramente inmolados!
Comenzaban a tocar las cornetas en la plaza.
El Mariscal de Campo Don Enrique España había entrado en la antigua villa agramontesa como en un campamento de moros, desplegadas las banderas, sonantes los tambores, la soldadesca hambrienta y desmandada, soberana y soberbia. Los sargentos veteranos jaleaban a bisoños que, por cobrar fama, se mostraban audaces y rompían filas, entrándose a las casas, abrazando a las mozas, sacando afuera las herradas llenas de vino... Por castigar a la villa de su claro abolengo legitimista, el anciano general asentó sus cuarteles en un convento de monjas y mandó clavar la campana que anunciaba los rezos. Solamente días después, al terminar un agasajo de chocolate y confituras, le venció el ruego de las monjas, y con galantería de viejo gentilliombre dejó aquel alojamiento para trasladarse al palacio de Redín.
La Condesa, dama en otro tiempo muy famosa por sus ideas liberales, hacía muchos años que llevaba vida retirada entre aquellos muros, sin pisar jamás la calle. Era una anciana de gran talento y de extraordinaria energía, con una vanidad un poco rancia por su belleza pasada, por su literatura epistolar y por la gloria del general Redín. Al conocer el triunfo de las armas liberales, habíase calado los espejuelos de concha, y requerido la pluma para ofrecer su palacio al vencedor de las partidas carlistas reunidas en Otaín. En la carta, muy larga y de letra ya temblona, hacía recuerdo de su luto y de su soledad, con una melancolía que evocaba el buen tiempo de los rizos cayendo sobre las mejillas y de las camelias en los corpiños. Consagraba un suspiro a los días felices, aquellos cuando aún la muerte no había segado la hermosa vida de su inolvidable esposo el Capitán General de los Ejércitos Don Francisco de Redín y Espoz, Conde de Redín y Marqués de los Arapiles. ¡El héroe nacional en la gran epopeya de la guerra contra Bonaparte!
Al cabo de los años se abrieron nuevamente los grandes balcones del palacio, y el sol, iluminando rayolas de polvo, entró en las estancias, y vio pasar la sombra de la anciana señora y el claro vestido de su nieta. En el patio, todas las mañanas cantaba un clarín, y a lo largo de los corredores se acompasaba el son de las espuelas con el son de los sables. La Condesa sentíase revivir. Con una sonrisa de abuela se asomaba a las ventanas para ver entrar a los ayudantes del general cuando volvían de correr el campo, en alegre tropel, a la caída de la tarde. Y nunca ponderó su bizarría sin tener que enjugarse los ojos. En el patio, las herraduras de los caballos resonaban con noble estrépito, y aquellas piedras viejas se animaban con el golpe de uniformes y el aleteo de las banderas.
La llegada del general y de su Estado Mayor llevó gran mudanza al oscuro palacio de Redin. La Condesa, desde muy temprano, poníase una pañoleta de encaje sobre la nieve de sus canas, y se colgaba al cuello un gran medallón de oro, que aprisionaba en cerco de diamantes rosas el retrato en miniatura del inolvidable general Redin. En cuanto a la nieta, pasábase las horas en el salón hablando con algún oficial del Estado Mayor. Ellos la cortejaban muy respetuosos, y ella los miraba con un hechizo riente, sintiendo un poco de calor en las mejillas. Alguna vez, para templar las hipérboles galantes, hablaba de su aburrimiento en aquel palacio, con su tertulia de señoras graves, que seguían discutiendo las batallas de la primera guerra carlista, encorvadas, gruñonas, haciendo hilas, apartadas en bandos. Doña María Liñán, el aya, y la abuela, para los heridos liberales. Y las otras, un grupo de cinco viejas solteras, para los heridos de la Causa.
Eulalia, si algún momento quedaba sin escolta, mirábase al espejo, se prendía una flor, y en el clavicordio de la abuela tocaba un vals, que había bailado mucho en otro tiempo, cuando sus padres daban fiestas en su palacio de Madrid. Aquel caserón tan viejo y tan alegre, que parecía haber recogido entre sus muros el rumor de una verbena, adonde acudiesen princesas manolas y duques chisperos. Algunas veces la abuela buscaba la compañía de la nieta. Eulalia oía desde lejos el golpe de su bastón, y se volvía hacia la puerta para enviarle una sonrisa, con los dedos volando sobre el rancio marfil. La Condesa tomaba asiento en un sillón, y cruzaba las manos, con mitones de seda, sobre la muleta de plata de su caña de Indias. Enfrente tenía el retrato del inolvidable general Redín. Era un lienzo de enorme tamaño, pintado en el año treinta por Antonio Esquivel. Representaba al héroe vestido de gran uniforme, con casaca azul bordada de oro, calzón blanco y altas botas. Tenía una mano en la empuñadura del sable y la otra en el pecho, con tres dedos, desapareciendo bajo la banda de Carlos III. Unos rizos muy negros, aplastados sobre la frente, le caían hasta el arco de las cejas, y los ojos tenían una hermosa mirada guerrera y fiera. La Condesa, después de suspirar varias veces abriendo y entornando los párpados, solía dormirse ante el retrato de su inolvidable esposo, arrullada por los recuerdos y por el vals que tocaba su nieta.
¡Oh, música ligera que el viejo clavicordio desgrana lleno de pesadumbre! Eulalia la tenia olvidada, y de pronto creyó oírla muy lejana, con vaguedad de sueño, bajo la mirada de un húsar que luce sobre el dormán la cruz de Santiago. Habían bailado juntos el último vals. El húsar se lo recordó, y ella se puso encendida. Ahora, con una tristeza que le llena los ojos de lágrimas y que no sabe explicarse, sin terminar el vals inclina la frente sobre el marfil del clavicordio, que produce un largo gemido:
—¡Qué loco! ¡Qué loco!... ¡Y se ha casado!...
Las cornetas alzaban su coro entre un son de campanas que tocaban a misa. Reunidos en el atrio de la iglesia, esperando la llamada del esquilón, atendían a la formación de la tropa algunos viejos señores, prez de la antigua villa agramontesa. Paseaban embozados en sus graves capas, y de tiempo en tiempo se detenían para hacer algún comentario. Don Teodosio de Goñi dejó oír su risa clueca:
—Desde el campanario de la iglesia, un buen tiro, y cazaba al petimetre de la cruz encarnada, que sale ahora del palacio. ¡Si pudiera, aún entraba en mi casa por la escopeta!
Afirmó Don Iñigo de la Peña:
—Si lo hubiéramos pensado con antelación, pudimos tener escondidas las escopetas en el campanario y cazar a unos cuantos.
Sacando fuera del embozo la boca sumida, que semejaba una gran arruga, volvió a reír Don Teodosio:
—A mí no se me iba el húsar de la cruz colorada, y tampoco aquel sargento de los bigotes. ¡Le tengo gana al sargento aquél!
Susurró un viejo alto y espiritual, que llevaba una anguarina sobre los hombros:
—¡Coincidimos, querido Teodosio!
—¡También tú!
Todos aquellos señores hicieron extremos de sorpresa, a la par de Don Teodosio. El caballero de la anguarina les fijaba los ojos, unos ojos dulces que tenían el misterio de dos flores:
—Ese sargento está alojado en mi casa...
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!...
Y reían todos con esa risa lenta y cascada que acaba siempre en toses. Barboteó Don Teodosio:
—¿Te ha dejado sin gallinas?
Y, dándolo por cierto, afirmó con gravedad socarrona el tonsurado Don Eulogio:
—No suponía en usted ese espíritu de venganza...
El anciano de la anguarina interrumpió:
—¡Ya sabéis que no tengo corral!... Pero ese sargento es un mal hombre. En mi cama está acostado un pobre pistolo a quien medio mató a palos. Lo hubiera matado si no bajo a las voces y se lo saco de entre las manos.
Don Pelay de Leza hablaba con la emoción de un niño. Su rostro viejo, de ojos tan puros, tenía la blancura transparente de la hostia y una claridad infantil. Los otros sentían el contagio de aquella emoción. Don Teodosio preguntó iracundo:
—¿Le tienes en tu cama a ese pistolo?
—Sí.
—Bueno... No debe volver a las filas... Será un soldado más para la Causa.
Don Diego Elizondo, un gigante de huesos, que llevaba antiparras negras, hizo gestos terribles y desdeñosos:
—¡Mal soldado el que se deja pegar! Que vuelva al regazo de su madre ese mocete... No sirve para carlista.
Cloqueó Don Teodosio:
—Pero que deje el fusil.
Se habían detenido haciendo corro, y volvieron a continuar su paseo al abrigo de la iglesia. En la plaza se reunían los cazadores al son de las cornetas. Llegaban apresurados por las callejuelas angostas, con el fusil al hombro y los roses enfundados de hule. A la puerta del palacio, un soldado sin armas tenía del diestro la oronda mula que solía montar el general, y a corta distancia unos bagajeros esperaban con varios caballos matalones que tenían enfundados los hocicos en sendos alforjines de cebada: Eran las monturas para los capitanes de aquella tropa de infantes, tributo de guerra que, después de largo pleito, otorgaba la Merindad. De pronto hubo gran movimiento en la plaza, y dos criados que abrían de par en par las puertas del palacio, arrendáronse a los lados con respeto. El general salía entre su Estado Mayor. Andaba muy despacio, atusándose el frondoso mostacho, inclinada ligeramente la cabeza para oír a los que le hablaban. Antes de montar se acercó a los soldados, revistándolos en silencio, con las cejas fruncidas y un resuello gruñón. Habló con algunos sargentos veteranos, enderezó a un bisoño, sacudiéndole por los hombros con cierta brusquedad paternal, y estrechó la mano del capitán García:
—¿Qué hay, capitán? ¿Usted ha sido de la expedición del coronel Zurbano?
—Sí, mi general.
—¿Conocerá usted el valle de Arguiña?
—Sí, mi general.
—¿Y los montes de Astigar? ¿O no llegó a cruzarlos el coronel Zurbano?
—Cruzamos entre los dos picos. Una marcha de diez horas para tres leguas, mi general.
—¿Mal camino?
—No lo hay peor.
Halagado por aquel interrogatorio, el veterano tenía una sonrisa radiante. El general, de pregunta a pregunta, dejaba un gran espacio de silencio:
—¿Qué fuerzas carlistas perseguía aquella columna?
El capitán plegó el ceño e hizo semblante de meditar. Acababa de revelársele como un goce nuevo, el arcano de las pausas. Quería imitar al general en aquellas lagunas de silencio, y se sumergía en ellas como en un misterio voluptuoso y religioso:
—Obedecíamos órdenes secretas del Cuartel General... El coronel me distinguía, y varias veces escuché de sus labios que era empeño de honor acabar con las kabilas de Santa Cruz...
Y se puso una mano sobre el corazón, como si quisiese recordar el ademán heroico del coronel Zurbano:
—¿Dónde sorprendieron al Cura?
—No le sorprendimos. Cuando nosotros dominamos los montes, se había corrido a la raya de Francia. Tuvimos algún tiroteo con otra partida que nos vino hostilizando parte del camino, y acabó por huir ante nosotros. Un pastor nos dijo que era la partida de Miquelo Egoscué.
El general quedó un momento caviloso:
—¡De suerte, que tan malo es el camino!
—¡Muy malo!
—Pues es preciso que nuestra gloriosa enseña flote victoriosa sobre las cumbres de Astigar.
El general levantaba la voz al mismo tiempo que iba corriendo la mirada por las filas de sol dados. El capitán sintiose inspirado y conmovido, como si acercase a sus labios la copa de los brindis, en el final de un banquete:
—Mi general, guiados por vuecencia, llegaremos a clavar nuestra gloriosa bandera en el mismo sol.
Don Enrique España sonrió. De pronto, reparando en el bisoño, que volvía a torcerse bajo el peso del fusil, le preguntó:
—¿Todavía no has olido la pólvora?
El soldado le fijó las pupilas llenas de interrogaciones, como si no hubiese comprendido. Un cabo le advirtió:
—Te pregunta si estás fogueado.
Y el soldado gritó como si el general estuviese a una legua de distancia:
—¡No, mi general!
—Pues hoy sabrás cómo silban, hijo.
Volviose haciendo seña para que le acercasen su mula, y montó con la lentitud de un canónigo. Sonaron de nuevo las cornetas, y la escuadra de zapadores rompió marcha. Los viejos legitimistas que paseaban en el atrio se detuvieron para ver el desfile de la tropa. Don Teodosio de Goñi susurró bajo el embozo:
—¡Habrá que ver cómo vuelven!
Y Don Diego Elizondo repuso, afirmándose las negras antiparras:
—Con un poco más de barro en las polainas.
—¡O descalabrados!
El gigante de las antiparras volviose al caballero de la anguarina:
—¿Tú crees en esta persecución contra el Cura?
Don Pelay de Leza miró a todos sonriendo con timidez, como si quisiese desagraviarlos, y luego murmuró con una dulzura triste y cordial:
—¡No puedo creer en esas cosas!
Gritó Don Diego Elizondo:
—¡Yo tampoco! ¡Y afirmo su pacto con los liberales!
Suspiró Don Pelay:
—¡Están de acuerdo para desacreditar a los carlistas! ¡Las naciones nos hubieran concedido la beligerancia sin las ferocidades de Santa Cruz! No es afirmación gratuita: Son palabras del general Don Antonio Lizárraga.
Hacia tiempo que sonaba el esquilón, y el caballero de la anguarina entró a oír la misa. Los otros, todavía enredados en la discusión, le siguieron. Cloqueaba Don Teodosio:
—¡Manuel Santa Cruz podrá ser un equivocado, pero no es un traidor!
Rebatía Don Iñigo de la Peña:
—¡Hace la guerra como un bandolero!
—¡Como debe hacerse la guerra! ¡Como debe hacérsela guerra!
Y gritaba Don Diego Elizondo:
—El Cura está de acuerdo con los guiris. ¡Pero no han contado con Miquelo Egoscué, ni con Don Pedro Mendía, ni con el Manco, ni con el Sangrador!...
Miquelo Egoscué capitaneaba una tropa de cien boinas rojas, gente valerosa y sufrida. Aquellos mutiles parecían hermanos, hijos de algún viejo patriarca que todavía repartiese justicia bajo el roble de Astigar. Miquelo Egoscué se juntó con ellos en la cueva del monte, donde tenían su cuartel: Hizo matar las siete cabras que llevaba el pastor, y mientras se asaban para el banquete, en la gran hoguera de urces, enteró a sus mutiles de la carta del Cura.
—Yo voy allá con los que quieran seguirme.
El segundo de la partida respondió por todos:
—Está bien.
Era un viejo molinero de Arguiña. El capitán continuó:
—Lo primero es ir... Luego veremos... ¿Conformes?
—Conformes, mi capitán.
Y en la oquedad del roquedo, la voz de todos se juntó en un son oscuro, y despertó el eco que había repetido el rugir de los leones milenarios. La figura del pastor se alzó entre el humo de la hoguera:
—Amo Miquelo, bajo a la rectoral por la yegua del Rector. No vayas tú a pie. Si te hemos de ver, tienes que ponerte más alto.
Se agachó para meter en el morral las siete esquilas ensangrentadas, y escapó gritando:
—Para no tardarme saldré al camino con la yegua.
—Pues espera en la venta del camino de Francia.
El molinero de Arguiña, que estaba tendido cerca de la hoguera, se incorporó lentamente, poniéndose la boina:
—No me fio mucho, Miquelo.
Interrumpió el otro con fiereza:
—¿De quién no fías?
—Del Cura... ¿Pues de quién?
—Yo tampoco me fío. Por tanto, quiero saberle la intención.
—Hoy mismo nos contó un veredero que había desobedecido órdenes del Rey Don Carlos.
Murmuró un mozo volviendo en la hoguera el cuarto de una cabra:
—¡Quiere ser solo! Otro tiempo anduve en su compañía, y bien lo conozco.
El molinero estuvo conforme. Más lejos se alzó una voz:
—Juanco, el veredero, cuenta que ha sido recibir la orden, y leerla en presencia de su gente, y romperla y tirar los pedazos con una gran risa...
Venía la voz del otro lado de la hoguera, donde tiritaba un mozo enfermo que mostraba el demacrado perfil, incorporándose sobre el poncho, convertido en cabezal. Se alzó más lejos otra voz que la oquedad de la cueva hacía resonante y profunda:
—¡Estaría yo en las filas! ¡Dios, que allí lo vuelco con una bala en la cabeza!
Y entre el tumulto dorado de las llamas se destacó la figura de un hombre, con el torso desnudo y los brazos ensangrentados hasta el codo, que desollaba una cabra, atada por la cuerna a un saliente de la roca. Y las voces se encadenaban como los ecos:
—¿Se sabe que la orden era del Rey Don Carlos?
—Es la palabra de Juanco!
—La orden no era del Rey. Era del general Lizárraga.
—Santa Cruz quiere ser solo en el mando.
—¡Mala cosa es la envidia!
—Por ella ya le ponen tacha de traidor.
—¿No lo es? Otros lo han sido con mayor renombre.
—¡Lo fue Cabrera!
Gritó el capitán:
—Si es traidor o leal lo sabremos mañana. En tanto yo seguiré teniéndole por amigo.
Sacó del fuego un pernil de cabra, y comenzó a partirlo sentado a la redonda con algunos soldados. Hizo reparo un mozo de Roncesvalles:
—Aún chorrea la sangre, capitán.
—Crudo te lo comieras.
Afirmó otro soldado:
—Así es más sabroso.
—¿No tenéis vino?
—Yo tengo una pellejuela, capitán.
—Tráela para acá, mutil.
Miquelo Egoscué bebió largo y despacio. Tras él bebieron los otros. Dijo un soldado:
—¡Es puro de uva!
Y el capitán:
—Dejad para otra ronda, muchachos.
Cuando dieron fin de aquel pernil, retiraron otro. Los cien hombres de la partida bebieron y se holgaron en el rústico banquete. El molinero de Arguiña comenzó a cantar, y puso en hilera las cabezas degolladas de las siete cabras: Eran de aspecto brujesco bajo el resplandor de la hoguera, con sus ojos lívidos, y sus barbas sangrientas, y sus cuernos infernales. Se oían los tiros de la sal en el fuego. Miquelo Egoscué ofreció vino a un soldado que estaba en su corro:
—Mutil, disponte a cantar.
El soldado se alzó dando un relincho, y plantado en medio de la cueva tiró la boina por alto:
—¡Jujurujú! ¿Quién sale a contender con Pedro Larralde?
Hubo un largo silencio, y luego resonó una voz:
—¡Aquí se encuentra Martín Rojal!
Con los brazos ensangrentados y el torso todavía desnudo, adelantó el mozo que había desollado las cabras. Gritó animoso el molinero de Arguiña:
—¡Viva el versolari de Albéniz!
Y clamaron otras voces:
—¡Viva el de Astigar!
El de Albéniz salió de la negra humareda, gigantesco y desnudo, y fue a ponerse en la boca de la cueva. El de Astigar le siguió meditabundo. Era pálido, con grandes barbas negras y los ojos cavados como un monje. Cerró los ojos y empezó a cantar improvisando:
Tenia una voz grave. Después de terminar seguía con los ojos cerrados. Cantó el de Albéniz:
El versolari de Astigar abrió los ojos, sonriendo vagamente:
—¡Da la mano!
Pero apenas pudo ver la sombra del otro, que saltaba por encima de la hoguera, tendidos los brazos ensangrentados:
—¡Jujurujú!
La luna caía sobre la nieve y entraba en la cueva el resplandor. El capitán dio orden de partir. Se alinearon fuera, bajo el azul nocturno, y las almas tenían el temblor misterioso y luminoso de las estrellas. En la bajada del monte, entre la masa fosca de un pinar, tiembla también una luz. Allí es la venta del camino de Francia.
Cara de Plata y el contrabandista se calentaban en la cocina de la venta, esperando la hora de media noche para ponerse al camino, bajo la fe del ventero. La monja y la muchacha habían subido al piso alto, donde, tras largo rezo, descabezaban un sueño, juntas las dos en una cama de siete colchones. Se oyó en el camino el paso de un caballo. Luego llamaron a la puerta. El ventero salió soñoliento del pajar, quitó una albarda vieja que servía para cegar un ventano, y asomando preguntó quién era el caminante. Pero le reconoció al mismo tiempo, y sin respuesta, fue a quitar los tranqueros. Entró el pastor tirando del caballo:
—¡Ave María Purísima!
Atravesó la cocina con el caballo del diestro, y se ocultó por la puerta de los establos. El ventero le seguía con el candil de aceite que descolgara del velador. Quedó la cocina alumbrada por la llama del hogar. Cara de Plata y el contrabandista se hablaron en voz baja:
—¡Merécelo alguna traición!
—Usted, hijo, no conoce a esta gente. ¡Más leales que una onza de oro!
Hizo un gesto el segundón, atizando la lumbre, y a poco volvían el pastor y el ventero:
—¡Pues no van a tener poca escolta las dos señoras, y el mocé!
El ventero, que guiñaba los ojos al contrabandista, llenó un vaso de chacolí y lo ofreció al pastor:
—Para echar fuera el friaje.
El otro repuso en voz baja:
—Se agradece la buena voluntad... Se agradece, pero no lo cato...
—¡Es manía!...
El pastor movió la cabeza:
—Es más de la media noche, y ha comenzado el día del viernes. En tal día, todo el año hago ayuno de pan y agua.
El cabrero acercose a la lumbre, y pidió permiso para sentarse en el escaño donde estaban el contrabandista y Cara de Plata. Le hicieron sitio, y el hermoso segundón le miró de alto a bajo con su mirar arrogante:
—¡El ayuno no reza con los soldados!
Y apuró la taza que mediada de vino tenía sobre el banco. Sólo le quedaba descubierta la frente de marfil y los ojos donde la llama del hogar ponía un relumbre fiero y bello. El contrabandista soplaba para esparcir el humo de su tagarnina: Luego tosió con una tos socarrona y picara, atisbando de reojo al pastor:
—Es bueno para los ermitaños... Tú, como habitas en el monte con tus cabras, algo tendrás de ermitaño.
—Ni tengo cabras, güelo, ni habito el monte desde agora. También hago mi propósito de ser soldado del Rey Don Carlos... Y firme como el mejor, y sin dejar el ayuno.
Cara de Plata sonrió con desdén:
—Mal haces en pasar hambre si no te sirve para ser humilde, mozo. ¿Sabes tú hasta dónde puede llegar el coraje de un hombre?
El pastor tenía las manos cruzadas:
—Yo digo que adonde otro llegue, llegaré con la ayuda de Dios.
Gritó de lejos el ventero:
—¿Y si no te ayuda, Ciro Cernín?
El pastor quedó un momento con la mirada vaga sobre las llamas:
—A morir como es debido, siempre me ayudará.
Y el ventero, que ponía los trancos a la puerta, se detuvo para replicar:
—¡No será sola para ti la santa ayuda! A todos tocará, aun cuando no todos ayunen.
El pastor repuso bajando los ojos y estremeciéndose:
—¡Yo hago mi penitencia para que no me falte!... ¿Pero por qué sois contra mí?
Cara de Plata le interrumpió:
—Las penitencias de los soldados son otras...
Andar caminos cuando hay que andarlos, y pasar hambre cuando no hay pan, y dormir al raso cuando no hay cama. Pero en la hora buena hay que regalarse.
Corearon el contrabandista y el ventero:
—¡Cabal!
—¡Así es!
El pastor movía la cabeza, sentado enfrente del hogar, con las manos en cruz. La niebla de sus ojos era de oro:
—¡Ciro Cernín, no! Ciro Cernín, no!
Cara de Plata le miró con burla:
—¿Y piensas ser en la guerra tan valiente como el primero?
El pastor repuso en voz baja:
—Como el primero.
—¿Como yo?
—¡Lo mesmo!
—¿Como el Rey?
—El Rey no acuenta con nosotros.
Cara de Plata se puso en pie, estrellando contra el suelo la taza del vino:
—¡El Rey se cuenta conmigo, que también vengo de reyes!
El pastor le dirigió una mirada clara y bella:
—No maginaba que fueses de nobleza.
El hermoso segundón se alejó, paseando la cocina silencioso y altivo. Luego volvió a sentarse en el escaño, y quedó con la cabeza entre las manos, contemplando el fuego, mientras los otros, en su vieja lengua vascongada, comenzaron a loar las proezas de Miquelo Egoscué. Seguían en el relato de aquellas gestas, cuando los mutiles de la partida invadieron la venta con alegre tumulto. En lo alto de la escalera la monja apareció, sobresaltada:
—¿Qué sucede, Cara de Plata?
—Soldados de los nuestros, tía.
La señora descendió lentamente, y con los ojos buscó al capitán para saludarle. Miquelo Egoscué se acercó en compaña del ventero:
—Señora Madre, aquí estamos para lo que mande.
La monja murmuró con una dulzura noble y entera:
—¡Gracias, hijo!
Se apartó el ventero para retirar un gran jarro talavereño, que comenzaba a desbordar roja espuma bajo el odre del chacolí, y la monja y el capitán siguieron hablando:
—Ya estoy al cabo... Su deseo es verse en el Cuartel Real.
—Al lado de la Señora... Poder ayudarla y asistirla en estos momentos que son supremos para ella y para la Causa. Creo que no basta ayudar desde lejos, a todos nos reclama la guerra.
El capitán repitió con energía:
—Sí, a todos.
—Los soldados para dar su sangre; nosotras, las pobres mujeres, para restañarla. Aquí debían estar todas las madres y todas las hermanas. ¿Qué pensará el soldado cuando se muere en un hospital o en un camino sin tener quien le cierre los ojos?
—Pues pensará que son pocas las mujeres que tienen alma para ver la guerra, y la sangre y la muerte... ¡Y monjas menos, que todas se asustan de la pólvora!
—Yo también me asusto. He sido siempre muy cobarde, y ahora quiero ser valiente... El valor es una virtud tan grande como la humildad, como lo caridad, como la pobreza.
Miquelo Egoscué se quitó la boina con arrebato:
—¡Bien por la Madre Isabel!
La monja plegó los labios con malicia, y al mismo tiempo enrojecían sus mejillas pálidas:
—El valor purifica todas las virtudes, y el miedo las tiene soterradas entre escorias. Yo antes no lo sabía, lo aprendí hace poco...
Murmuró el capitán en voz baja, como si estuviese en una iglesia:
—¡El valor es todo!
La monja miró al hermoso segundón que venía hacia ella, y sonrió con melancolía mostrándoselo a Miquelo Egoscué:
—¿Ve usted aquel mozo?
—¿El que llaman Cara de Plata?
—Sí... Su padre, que vive en el pecado desde hace muchos años, es mujeriego, despótico, turbulento, pero su valor y su caridad son ejemplares... Yo creo que en la hora última se salvará por esas dos virtudes... Como no conoce el miedo, a sus criados y a sus amigos los ayuda en los mayores peligros. Y al que tiene una culpa se la descubre... Así pone miel en muchas heridas, y arranca muchas máscaras.
Cara de Plata estaba en pie, atento, con los ojos luminosos y una sonrisa atrevida:
—Sin las virtudes de mi padre, los hijos seríamos bandidos. Pero algo se hereda. El valor y la caridad son los fundamentos de una raza. En otro tiempo hubo órdenes religiosas que entre sus votos tenían el de la valentía, como el primero. ¡Eso, al menos dicen las historias de los Caballeros Templarios!
La monja le reparó hondamente:
—Cuenta primero la Fe.
Y subió al piso alto para despertar a Eladia. La pobre niña sorda seguía durmiendo a pesar del tumulto que alzaban aquellas cien boinas rojas.
Se oyó la voz de la abuela y el canto de los gallos. Una moza soñolienta descorrió la cortina de estameña verde, que resguardaba el camastro donde la vieja descansaba con el gato a los pies. La Mai Cruz se incorporó en el cabezal, dando un suspiro:
—¡Ay, mis huesos, viejines!
Llamó a un soldado, sacando de entre las cobijas una mano consunta. El soldado se llegó al camastro, y la vieja, con un dedo, le apuntó hacia el horno. No entendió el mozo lo que quería decir, y le gritó:
—¿Qué se ofrece, ama?
—Mutil, que abras el horno... Hijo, con los otros, como hermanos, te repartas el pan.
El soldado fue al horno y quitó la tapa, que era una losa de piedra con una cruz labrada en el centro. La abuela le acompañaba con los ojos, alzándose cuanto podía sobre la almohada, conmovida la cabeza por un temblor senil:
—Cuento que serán cinco los panes, hijo.
El soldado desnudó su cuchillo y repartió la borona caliente y dorada entre unos pocos que se le juntaron alrededor. Algunos la desmigajaban en las tazas llenas de chacolí, y les decía la Mai Cruz:
—Esas migas son buenas cuando es mosto... Y cuando salta a los ojos en el Enero... ¡Ay, había una olla con miel, pues este día se me acabó!... Poniéndolo a la lumbre, cómo tendríais para endulzarlo... No sé qué gato se come la miel... La moceta es nueva acá... ¡Ay, hijos, cómo tendríais para endulzarlo!... Puesto a la lumbre es cordial...
La Mai Cruz hablaba sonriendo como una niña, sin que nadie la atendiese. Los soldados se disponían para el camino, y era gran tumulto en la cocina. Miquelo Egoscué había disputado con el contrabandista para que llevase a las monjas en el carro, pues no era el paso tan difícil como encarecía aquel viejo apicarado. Cobijadas bajo el toldo, las monjas oían pacientemente los denuestos del contrabandista, que iba y venía al establo, sacando las mulas del tiro:
—¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Espabila, Reparada!... ¡Si un rayo te partiese!...
La Madre Isabel llamó a un soldado enfermo para que fuese en el carro. Era un mozo de pocos años, con la frente vendada. Subió ayudado por las manos señoriles de la monja, mientras la niña le tenía el fusil con una sonrisa esforzada y asustada. La Josepa asomó de pronto, dando voces. Venía del pajar, donde había dormido:
—¡Borracho! ¡Borrachón! ¿Adónde te escondes, arrenegado?
El molinero de Arguiña la amenazó desde lejos:
—¡A trancar la boca, Josepa!
La mendiga entró por su niño, y luego llegose al carro gimoteando:
—¿Adonde está mi Roque? ¿No han visto sus señorías a mi hombre?
Respondió severa la Madre Isabel:
—No lo hemos visto.
—¡Tendrían una caridad para este hijo de mis entrañas!
Y levantaba al niño, que medía el aire con sus manos lechosas y arrugadas. Eladia le tomó en brazos:
—¡Está amoratado de frío!
Suspiró la mendiga:
—¡Pobres hijos!
Olía a vino y se restregaba los ojos con las dos manos: Llevaba una chaqueta de soldado atada por la cintura. La Madre Isabel la miró con lástima:
—¿Ha desaparecido Roquito?
—Si, mi señora.
—¿Estará escondido?
—¡Por todas partes tengo mirado!...
—Acaso parezca cuando sepa lejos a la Madre Isabel.
Gimoteó la Josepa:
—No es la primera vez que se huye. Por veces éntrale ese ramo de locura.
—¡Lucila por salir de las garras del demonio!
La Josepa comenzó a rascarse la greña:
—No piense que vivimos como mal casados... Muy santamente... Andamos juntos por nos ayudar. Yo le guío en las veredas, cuando tiene que ir de una parte a la otra, porque no es nativo de acá. Sus señorías saben que no hablo mentira. Y él parte conmigo lo que tiene, y con el pequeño... ¡Resalado! ¡Lindo! ¡Valeroso! ¡Ligero!
Abría los brazos llamando a su hijo, que saltaba en el regazo de Eladia. Comenzaba a rodar el carro, y el contrabandista, al naneo del tiro, restallaba el látigo:
—¡Jo!... ¡Coronela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...
Murmuró brevemente la Madre Isabel:
—Hija, sube al carro.
La mendiga pestañeó con fuerza, se atirantó las puntas del pañuelo que llevaba a la cabeza, y subió. En la puerta de la venta estaba el capitán, jinete en la yegua del Rector de Astigar. Las cien boinas rojas se alineaban por el camino. Volvía a restallar el látigo del contrabandista:
—¡Jo!... ¡Centinela!... ¡Jo!... ¡Reparada!...
Aún no era día claro cuando abandonaron el camino real, internándose por los atajos del monte. Se les veía de lejos saltar por cuetos y vericuetos, dando alegres gritos, espantando a las cabras. El carro, con algunos hombres de escolta, seguía un camino de ruedas, entre crestones de granito: Caminaba lentamente bajo el vuelo de los buitres y la amenaza de los grandes peñascos desarraigados del monte. Poco antes de la media tarde llegó a la villa de Urdax. En la plaza bailaban las mozas con los voluntarios carlistas, llegados mucho antes por los caminos de cabras, y en el balcón de su casona, tocaba la gaita un viejo que había sido cirujano en la primera guerra. Cuando vio aparecer el carro, bajó a la plaza y dio voces al contrabandista para que viniese a pararse bajo el porche de la casona. Después, quitándose la boina, se dirigió a la Madre Isabel:
—Por Miquelo ya tengo noticia de quién son ustedes, señoras mías. En mi casa harán penitencia por conspiradoras.
Tomó en volandas a la monja, que le alargaba una mano para bajar del carro, y luego hizo lo mismo con Eladia. La Madre Isabel le miraba sofocada y risueña:
—¡Muchas gracias!
—Son las que usted tiene. A una monja no se le debe decir eso, pero yo lo digo: ¡Y si se incomodan, peor!
La Madre Isabel reía llena de simpatía:
—No nos incomodamos, señor.
—Serafín Fornoza. Nada de señor. Aun cuando tengo la cabeza blanca, yo no soy viejo. De la edad de esta señorita.
Y quitándose la boina y haciendo una gran cortesía, saludó a Eladia. La pobre niña le respondió con su gesto triste y vago, lleno de cordialidad. Murmuró la monja:
—Es sordita.
—Le hablaré por señas como a una novia. ¡Ya podría ser que no me acordase!
Y moviendo muy deprisa los dedos, le alabó los ojos, comparándolos con los luceros. Eladia, poniéndose encendida y riendo, se lo contó a la Madre Isabel. Entraron en la casa, y las hijas del cirujano, siete señoritas lugareñas, se agolparon a la escalera para recibirlas.
Aquella misma tarde, un aldeano trajo noticia de que estaba cerca la caballería republicana, y en seguida se reunieron en la plaza los voluntarios y algunos viejos de la villa, mal armados con escopetas antiguas. Una viuda que vivía al pie de la iglesia, y un niño, hijo suyo, tocaban a rebato las campanas. Se interrumpieron los bailes, desapareció la tranquilidad que reinaba, y todos se dispusieron para volver al monte. No era posible arriesgar un combate con la caballería republicana, pero tampoco querían huir al solo anuncio de que estaba cerca, sin esperarla en los riscos del camino real y derribar algún jinete. El aldeano que había traído la noticia, limpiándose el sudor, se bebía un tanque de sidra a la puerta de la casa rectoral:
—¡Chaquetes colorados! ¡Por cima de los trescientos, y...!
Miquelo Egoscué decidió esperar hasta saber los movimientos de aquella tropa, que aún estaba a tres leguas de camino. En una sala grande, donde había una mesa de alas y un Cristo sobre la pared encalada, el cabecilla explicábale a Cara de Plata:
—Tengo algunas parejas apostadas en el camino, buenos tiradores que algo harán con sus disparos, al mismo tiempo de avisarnos. Con esta prevención es difícil que nos sorprenda el enemigo, porque estoy al cabo de sus movimientos y puedo burlarles.
Sentada en un sillón, bajo los pies del Cristo, estaba la monja. La guerra comenzaba a parecerle una agonía larga y triste, una mueca epiléptica y dolorosa. Aquellos campos encharcados, aquella nieve enlodada cubriendo los caminos, le producían una indefinible sensación de miedo y de frío: Era la misma sensación que experimentara otras veces al ver un entierro en medio de chubascos, y oír sobre la caja el hueco azotar de la lluvia. Había imaginado la guerra gloriosa y luminosa, llena con el trueno de los tambores y el claro canto de las cornetas. Una guerra animosa como un himno, donde las espadas fueran lenguas de fuego, y el cañón la voz de los montes. Deseaba llegar a la hoguera para quemarse en ella, y no sabía dónde estaba. Por todas partes advertía el resplandor, pero no hallaba en ninguna aquella hoguera de lenguas de oro, sagrada como el fuego de un sacrificio:
—¡Que mi alma toda se consuma en la llama de tu amor, mi Señor Jesucristo!
Al caer la tarde se supo que la caballería republicana se había repartido por Elorza, Ergoy, Ayanz y San Pedro de Olaz. El molinero, que era segundo en la partida, trajo la noticia al cabecilla, que se volvió y dijo a los otros con su ingenua sencillez de guerrero antiguo:
—Ya no hay esperanza de que vengan.
Interrogó la Madre Isabel:
—¿Por qué, señor Miquelo?
—Porque tienen tanto miedo a correr por estos montes, que apenas oscurece se cierran en los pueblos, hasta que raya el sol.
Dijo Cara de Plata:
—Según eso, la guerra se hace de día.
—Por parte de los guiris, que por la nuestra se hace a todas las horas, y más de noche que de día.
Comentó el viejo Fornoza:
—A los carlistas la oscuridad no les da miedo. Son lobos que conocen las madrigueras del monte, y lo corren de noche con toda seguridad.
La Madre Isabel insinuó con una leve sonrisa señoril y monjil:
—Pues yo creo que también atacan de noche los republicanos, como sucedió hace poco en Monreal.
Brillaron los ojos de Miquelo Egoscué:
—¡Yo estuve allí! Es verdad que atacaron de noche, pero entonces escarmentaron. Nouvilas, su general, estuvo ya rodeado por los nuestros, y les quitamos las escobas de los cañones... Ahora ya se acuestan con el sol, como las gallinas.
Volvió a sonar el tamboril en la plaza, y el cirujano salió al balcón con su gaita de grana. Comenzaron de nuevo los bailes y los relinchos guerreros del zorcico:
¡Jujurujú! ¡Jujurujú!
Un corro de rapacines encendió una hoguera. Corrieron por las casas pidiendo a las viejas jara, y pinocha y paja del maíz. Agrupados en las puertas, salmodiaban su demanda como una lición en la escuela:
—¡May Mari! ¡May Juani! ¡May Rosa! ¿Hay un brazado para una hoguera!
Tornaban a la plaza con alegre tumulto, que tenía un eco en aquella sala lugareña, de muros encalados, donde el cabecilla y el segundón paseaban de testero a testero, en el gran silencio de la tarde, ante los ojos abstraídos de la monja, que permanecía con las manos en cruz sentada en el sillón de cuero, bajo los pies del Cristo. De tiempo en tiempo alguno de los hombres quedaba inmóvil delante del balcón, y esparcía los ojos mirando los bailes. En una de estas veces, el cabecilla vio venir a una mujer mendiga, que desde la plaza le llamó dando voces:
—¡Señor Capitán! ¡Señor Capitán!
Era Josepa la de Arguiña. El capitán salió al balcón:
—¿Qué hay?
—Diz que no vienen ya los negros. ¿Quieres tú, señoría, que me llegue adonde sea?... Manda que me pongan un pan en este cesto, y mañana tendrás noticias.
Miquelo Egoscué dejó vagar los ojos por los montes lejanos:
—¡Hay mucho camino!
Replicó la mendiga:
—Mandarías darme un pan y una gota de anisado para este hijo, que el mucho camino no hace.
Y levantaba hacia el balcón al niño, que parecía amortajado en unas horribles bayetas amarillas. Una vecina salió con un pan y un jarrillo verde. Murmuró el cabecilla:
—En derechura a San Pedro de Olaz.
Comentó la vecina:
—¡Cerca de las cuatro leguas!
Saltó la Josepa:
—¡Dios se lo premie, Mai Rosa! El mucho camino no hace. Zapatos de fierro rompiese yo por el Rey Don Carlos... ¡Y por ver en una horca a todos los negros, que me dejaron viuda, y pusieron a pedir por las puertas!
Advirtió brevemente el cabecilla:
—¡Ten cuidado que no te fusilen!
—¡No tendrán alma para ello! Si entrasen en sospecha, veinte palos pudiera ser que me mandasen dar...
Se puso al niño en una cadera, y engalló el cuello saludando. La monja, que había salido al balcón, la vio partir cargada con el niño, y con el pan para el camino. Le pareció sentir una voz en el misterio interior y en la vaguedad del aire:
—¡Aprende tú, la senda de esos pies descalzos!
La Josepa durmió en una cueva, cerca de San Pedro de Olaz. Rayando el día, se dirigió al molino donde se alojaban algunos soldados, y andando entre ellos comenzó a pedir limosna. A lo lejos sonaba un clarín. Los soldados se apresuraban almohazando los caballos: Algunos, embozados en las mantas, bajaban al río, y sus cantos tenían una claridad juvenil en la mañana fría y lluviosa. Eran cantos regionales donde se sentía el alma primitiva del pueblo pastoril y guerrera. La Josepa entró al molino, y descubriendo la cara pálida del niño, que dormía en sus brazos, comenzó una letanía para que la consintiesen secarse al fuego. Un soldado, compadecido, le dejó algunas rebañaduras de su rancho. La Josepa comenzó otra letanía de gracias:
—¡Dios te lo pague, hijo de buena mai! ¡Dios te lo pague, ligero! ¿Llevas mucho tiempo en la tropa? ¡Así te camines a tu casa en el mismo día de hoy, con el cañutero de la licencia! ¡San Cernín Glorioso, si aparenta que no has de tener los quince años entodavía! ¿Ya habrás pasado lo tuyo? ¡Penas y trabajos! ¡Penas y trabajos!... ¿Cómo es el nombre de tu escuadrón, mocé?
El soldado sonrió con orgullo:
—¡Primero de Numancia!
—¿Y eso qué dice?
El soldado hizo un gesto vago:
—El nombre del escuadrón... ¡Como lo han bautizado!...
La mendiga enterró las uñas en la greña:
—Menos mal que vosotros sois de caballo... ¡Los pobres que tienen de ir a pie, como están los caminos de nieve! ¿Y de aquí vosotros a do vais?
—Adonde cuadre.
—Con los buenos caballos que montáis, en un día ya correréis un sinfín de leguas. ¡Seréis muchos miles!
El soldado miró a la mendiga con una vaga sospecha que se disipó al verla encorvada dando el pecho al niño, temblando de miseria bajo sus harapos. Sin responder, se acercó a una puerta baja, que tenía el umbral blanco de harina, y llamó a voces:
—¡Patronal... ¡Ya nos vamos!.. ¡Perdonar!...
Se oyó una voz de mujer:
—¡Que no vendríais más!
Fuéronse los soldados, en un trote sonoro sobre el camino endurecido por la helada, y salió la molinera a la puerta para verlos partir. Era una moza de buen donaire, con el cabello blanco de harina, y los ojos verdes como el agua del río, y las mejillas llenas de un encanto campesino y solar. Hasta que los últimos jinetes desaparecieron en una revuelta del camino, estuvo en la puerta sin hablar, mirando a lo lejos, con una mano levantada e inmóvil como figura de retablo:
—¡Yo les hago la cruz! No tienen rabo ni cuernos, pero son diablos.
Afirmó la Josepa:
—¡De los mismos profundos!
La molinera miró al niño colgado al pecho de la mendiga:
—¿Qué le das a ese hijo? ¡Solimán!
Entrose y abrió un arcaz de donde sacó un jarro tapado con un paño de lino casero que tenía una cenefa bermeja. La de Arguiña aún estaba en la puerta oteando el campo:
—¡Hay mucha tropa por el contorno?
—Pues ayer todo el día no dejó de pasar tanto de a caballo, tanto de a pie. Hoy ya dicen que seguirá lo mismo.
—¡Si no andaría lejos Don Manuel, no les faltara escarmiento!
La molinera movió la cabeza al mismo tiempo que vertía en un cuenco la leche del jarro:
—Dale al pequeño.
La Josepa tomó el cuenco y se agachó con la espalda pegada al muro:
—Está mal acostumbrado... No cata si no es la teta... He de tomarlo yo, y él cuidará de sacármelo.
La molinera hizo un gesto de lástima, mientras con el regazo lleno de mazorcas de maíz iba a sentarse cerca del fuego para desgranarlas. Quedó de pronto quieta, con el oído atento, y fue como un susurro la voz de la Josepa:
—¡Tropa que Ilega!
Se oía la marcha acompasada de una escuadra que cruzaba el camino. La molinera dejó caer las mazorcas, y corrió a la puerta:
—¡Forales, tú!
Los forales afamados por valientes desde la otra guerra, conocían los montes como los voluntarios del Rey. Aventureros en su tierra, tenían la alegre fiereza de los soldados antiguos, y el amor de la sangre y de la hoguera.
¡La hermosa tradición española! Las partidas odiábanles como a gente renegada, y todavía era mayor el odio en aquellos caseríos patriarcales, donde entraban a saco sin respetar a las mujeres ni al amo viejo, que ya no puede moverse del sillón de enea. Al verlos hacer alto, la molinera se entró cerrando la puerta del molino. Venían repartidos en dos hileras, dando custodia a una cuerda de cinco presos. Adelantose un soldado, y llamó con la culata del fusil. Dijo dentro la molinera:
—¡Derribarán el postigo, tú! Abre, Josepa.
La mendiga obedeció, amenazando en voz baja:
—No habría una ponzoña para echar en el agua de la fuente!
Entró al molino la tropa, empujando a los prisioneros que tenían las manos atadas y estaban cubiertos de lodo, con huellas de haber sido arrastrados por los caminos. La Josepa rompió la fila de soldados para acercarse a uno de los presos:
—¡Así te ves, borrachón!
El hombre levantó la cabeza y arrugó el hocico con una vaga risa de viejo y de niño:
—¡Así me veo!... ¡Vaites! ¡Vaites!... Sabes que andan por fusilarme, Josepa.
La de Arguiña miró a los forales con gesto desdeñoso:
—No tendrán alma para ello.
Roquito se encogió guiñando los ojos:
—¡Vaites! ¡Vaites!
Sentado cerca del fuego, con la barbeta apoyada en las rodillas, parecía menguar de una manera grotesca, y sumirse en su risa, y rodar dentro de ella como la bola de un cascabel. La Josepa le vio las manos amoratadas por las ligaduras, y sintió una gran lástima:
—Pues te llevan como los judíos al Señor.
Los ojos de Roquito tuvieron una llama de amor en la sombra de una vaga demencia:
—¡Bien se va a repelar el demonio, que ya me tenía cogido!... ¿Tienes un poco de pan, Josepa?
La mendiga sacó un mendrugo de la faltriquera, y se lo acercó a la boca:
—Arranca un pedazo.
Roquito hincó los dientes con avidez:
—¡Vaites! ¡Vaites!
—Es ley de verdugo no añejarte las manos para que podrías tener el pan.
—Deja que pase trabajos.
—¿Cómo fue prenderte?
—Unos soldados me llevaron al hospital por una herida que tengo en la espalda. Has de mirármela, que me escuece, y darle una untura de tocino, si el ama es caritativa. En el hospital, con un delirio que me entró, todo lo declaré.
—¡Pues tú mismo te pierdes, borrachón!
Roquito empezó a reír, mirando a los forales:
—Dicen que me llevan a comparecer en un Consejo de Guerra: Me llevan a ser fusilado en un camino.
Murmuró estoico uno de los prisioneros:
—Todos vamos a lo mesmo... La tropa no lo niega... En Otaín nos dijeron que éramos conducidos a Pamplona... Algunos lo creyeron, mas ahora ninguno deja de saber ya su suerte.
Roquito se volvió a la Josepa:
—Llégame el pan a los dientes. ¿Oíste que perecieron abrasados todos los negros que estaban en el caserío de San Paúl? ¿Sabes quién puso fuego a las puertas? ¡Míralo aquí!
La Josepa exclamó con la voz rota por una carcajada que tenía la emoción de un sollozo:
—¿Y serías capaz, borrachón?
Roquito agachaba la cabeza entre los hombros, y arrugaba el hocico, riendo con aquella risa pueril, de vaga demencia:
—¡Vaites! ¡Vaites!
En esto vinieron algunos ferales, y con las culatas de los fusiles hicieron levantar a los presos. Dos viejos rogaban porque les dejasen descansar mayor tiempo, pero el que mandaba la escuadra se opuso. Salieron al camino, y cuatro forales rompieron filas, llevándose a uno de los viejos. Se les vio abandonar el camino real e internarse por una senda entre peñascales. Los presos se miraron en silencio. Murmuró el otro viejo:
—Ese es el primero.
Pasado algún tiempo, y después de hablarse en voz baja, rompieron filas otros cuatro forales llevándose a un mozo de Roncesvalles. Al hacerle torcer de camino, se volvió gritando:
—¡Viva Carlos VII!
Roquito fue el último. La mendiga estaba en la puerta con los ojos enjutos, y la boca blanca de tan pálida: Tenía al niño en brazos, y el antiguo sacristán la llamó:
—Acércame al pequeño para que lo bese, con permiso del señor oficial.
La Josepa llegose con el infante y lo alzó hasta la boca del prisionero que, al intento de doblarse, se dolía de su herida:
—¡Adiós, carabel! ¡No seas un pecador!
Se alejó en medio de la tropa. Josepa la de Arguiña quedó un momento inmóvil en medio del camino, y luego echó a correr siguiendo al preso:
—¡Tendríais alma de matarlo!.. ¡Pues tendríais alma!
—Hay que hacer las cosas conforme lo manda Dios.
Diego Mail, el sargento de los forales, decía tales palabras a modo de sentencia, al entender que los mozos de la escuadra se iban concertando en voz baja, para poner sus balas en la cabeza de Roquito. El corneta guiñó un ojo, indicando a la Josepa:
—Si la señora da en seguirnos... ¡Y al fin, ello tendrá que ser!...
Iban atravesando un pinar todo en silencio y en sombra triste. Sentíase, de tarde en tarde, el aleteo de algún pájaro enramado, y una vez distinguieron al raposo, que volvía de la aldea: Pasó a lo lejos corriendo con el hopo agachado. Le dieron voces:
—¡Oh!... ¡Oh!...
La carretera cruzaba por entero el pinar, que tenía cerca de una legua. Roquito marchaba entre fusiles, con las manos atadas, rezando a media voz. Y por un lado de la carretera, con el niño en brazos y los ojos al mismo tiempo que asustados, bravios, iba Josepa la de Arguiña. Los forales seguían hablando y concertándose en voz baja:
—¡Y que nos da escolta hasta Olaz!
—¡Y que nos cansa, tú!
—¡Lo bueno sería dejarla atada a un pino!
—Pasado el pinar no hay otro paraje oportuno.
Pedro Guillén y Juan de Olite se acercaron al sargento. El veterano, antes de oírlos, movió la cabeza, repitiendo la grave sentencia:
—¡Hay que hacer las cosas conforme lo manda Dios!
Advirtió en tono misterioso Pedro Guillén:
—Pasado el pinar, no hay otro paraje oportuno, mi sargento.
—Lo entregaremos, conforme a ley, en la cárcel de Olaz.
Replicó Juan de Olite:
—Y mañana a correr nuevo camino, mi sargento.
Rio, con risa bárbara, Pedro Guillen:
—A lo último, siempre habrá que tronarlo... Y si la señora tiene gusto de verlo, yo no se la quitara.
El sargento entornaba los ojos mirándose las guías de su mostacho blanco:
—A vistas de esa mujer, ya digo que, como cristianos, no podemos darle mulé.
La Josepa los miraba vengativa, sin proferir palabra. Llegaron a un gran raso, convertido en charcal por las lluvias, e hicieron alto para deliberar. El sargento esparció los ojos por aquel paraje todo en sombra verde y perenne, bajo el alma crepuscular de los pinos:
—¡Aquí, cuando la otra guerra!... ¡Aún no habían hecho el camino real!...
Anduvo algunos pasos mirando los troncos, y levantó los ojos a las cimas:
—¡Han crecido!
Respondió Juan de Olite:
—¡También pasaron años!
—¡Sí que pasaron!
Comentó Pedro Guillen:
—Pocos hombres quedan de aquel tiempo.
—Los hombres duran menos que los pinos, y con menos fortaleza. Míralos tú el cuerpo que han echado, tan y mientras que yo ni sombra soy de aquel mozo que era.
Preguntó Juan de Olite, que era sobrino del veterano:
—¿Pues qué hacemos, tío?
—Si la mujer no se desvía, no hay otra que entregar al reo en Olaz:
—La mujer no se desvía.
Pedro Guillen mostró los dientes en su gran risa alegre y bárbara:
—Aquí, por voces que diera, solamente sería escuchada de los pájaros del cielo.
El sargento fue a sentarse en una piedra que marcaba un lindar:
—Luego correría por esos caseríos dando el pregón. ¡Ay, mocés, poco sabéis de la vida! La guerra pasará, y nosotros quedaremos, y hemos de vivir juntos acá, que para ello somos de una misma tierra. No afondéis mucho en la hoya. La vez pasada era yo a la conformidad que ahora sois. Se hizo la paz y tuve que andarme por otras tierras, pues en la mía me era un acedo la vida por la grima que me daba entrar en las casas, y ver que donde menos faltaba uno. Yo entonces ya no miraba los bandos sino el hueco, y el luto de las mujeres.
Quedó pensativo, y lentamente alzó la cabeza mirando a la cima de los pinos. Toldaba el cielo una nube negra que parecía cerrar el raso como lo cerraban el silencio y la sombra del pinar todo en torno. Limites de impresión y de sugestión. Pedro Guillen golpeaba los troncos con la culata del fusil, y aplicaba el oído:
—¡Zumban tal que sí tendrían una bala de cañón!
El veterano murmuró con los ojos en lo alto:
—¡Cómo han crecido! Y aún verán muchas guerras, en tanto que nosotros...
Gritó un mozo que estaba echado en tierra.
—Ahora hacen una tala, mi sargento. Se oye el golpe del hacha.
Todos guardaron silencio y escucharon. Se oía el golpe de los leñadores lejano y enorme en una medida lenta. Los forales se pusieron en marcha. Josepa la de Arguiña corría detrás, y con los dientes cascaba piñones para dárselos al niño. El sargento refería un lance de la otra guerra:
—Entonces no había camino real. Era una senda que no valía para los carros. Camino de herradura, aun cuando le decían de ruedas. Pues Don Pedro Mendía, padre del que ahora anda en la facción, sorprendió con su partida a una tropa de veinte hombres y a todos los mandó fusilar. Antes de irse ordenó de marcar veinte árboles con una cruz. Era como a modo de escarmiento. A los pocos días pasamos nosotros con el gran general Mina. Vio las cruces y mandó contarlas: Veinte, mi general. Quedó muy tranquilo. Llegamos por la tarde a Lecaroz. Pues yo creo que ninguno se acordaba, y el general, sin bajarse de su mula, nos dijo: Coged cuarenta hombres. No los había si no eran viejos y muchachos, que los mozos todos estaban en la facción. Siempre ha sido gente muy carlista la de Lecaroz. Pues viejos y muchachos, se trajeron aquí en el número de cuarenta, y fueron fusilados. En los pinos dejamos nosotros cuarenta cruces.
Resonó la voz y la risa de Pedro Guillén:
—¡Eso era hacer la guerra!
El veterano volvió la cabeza y miró atrás.
—¡Todavía creo haber reconocido alguno de aquellos árboles!...
Se despidió con una mirada larga y nublada, que tenía esa tristeza que tienen en los ojos los mastines viejos. Por la tarde, entregó al preso en la cárcel de Olaz. Josepa la de Arguiña durmió en el quicio de la puerta.
Dos dias permanecieron en la villa y sus contornos los mutiles de Miquelo Egoscué. Al alba del tercero, todavía con estrellas, se pusieron al camino. El carro iba en la retaguardia con una escolta de tres soldados aspeados. Cerca de San Martín de Goy se juntaron con una partida de siete hombres, que venían atajando por un campo encharcado, lívido bajo las luces del amanecer. Todos se conocían y desde lejos comenzaron a darse voces:
—¡Teneos! ¡Teneos!
—¿Qué ocurre?
—Está encima el enemigo. Viene por la carretera.
—¿Muy lejos?
Contestó por todos un viejo que sólo estaba armado con un palo:
—Pues que nos atrapan si nos tenemos acá en mucha plática.
Miquelo Egoscué se adelantó, rigiendo el caballo con gallardía:
—¿Por dónde vienen y quién los ha visto?
Respondieron muchas voces:
—Todos los hemos visto.
Y añadió el viejo:
—Ahora estarán llegando al pinar quemado...
Ciro Cernín, con los ojos en lumbre, levantó su cayada:
—¡Es traición del Cura!
El capitán le impuso silencio con un gesto violento, inclinado sobre el arzón oía a los siete aldeanos que, confundidos con su tropa, iban pregonando el peligro. El molinero llamó al viejo, que estaba apoyado en el palo con una expresión abismada y adusta:
—Pero Mingo.
El viejo levantó la cabeza:
—¡Mandar!
—¡Qué cavilas, tú?
—Pues cavilaba en la manera de hacerme con un fusil... Poco vale un palo en la guerra.
Y enseñaba su garrote, nudoso como un basto, a los mutiles de Miquelo Egoscué. Le gritó el versolari de Albéniz:
—Si caigo, heredas mi carabina, Pero Mingo.
—A ti no te parte una centella.
—Voy en la fila de alante.
—Yo, con mi palo tengo de ganarme un fusil, si hacemos cara...
Miquelo Egoscué llamó al viejo, e inclinado sobre el arzón le interrogó en voz baja:
—¿Ha visto bien que eran roses, tío?
—¡Bien lo vide!
—¿Mucha fuerza?
—¡Un sin fin! Las tropas republicanas se mueven para juntarse en el Valle de Olaz.
Egoscué se puso la mano sobre los ojos, y así estuvo un momento, como si quisiese oír dentro de sí la voz de la corazonada:
—¿Qué conviene hacer?
Repitió muchas veces las mismas palabras, doblado sobre el borren, dejando sueltas las riendas del caballo. Al cabo, el viejo Pero Mingo le interrumpió adusto:
—¡Hijo, lo que conviene tú lo verás, que para ello eres el capitán!
—¡Y usted de los mutiles que ahora se nos juntaron!
—Yo los encaminaba por aquello de ser más viejo, que a esos no hay quien los mande. ¡Son lobos de Roncesvalles de la ascendencia de los que devoraron al gran Carlomagno! ¡A esos no hay quien los mande!
—Tío, que me hablen a mí.
—¡Pues ni que serías el gran Bernal del Carpió!
—Soy Miquelo Egoscué.
Con los ojos brillantes y alzado sobre los estribos, avizoró el camino. Después, vuelto a su gente que se apretaba en un haz alegre y palpitante, habló con el calor ingenuo de un soldado antiguo, y era su voz como un bronce sonoro:
—¡Muchachos, vamos a pelear por el Rey Don Carlos! Si vencemos, a todos nos dará su mano por leales y por valientes, como hizo la vez pasada cuando lo de Aoiz. ¡Muchachos, vamos a pelear por el Rey y por Doña Margarita! Si hallamos la muerte, también hallamos la gloria como soldados y como cristianos. La gloria de la tierra y la gloria de luz que da Dios Nuestro Señor. ¡Ay, mutiles de Navarra, vamos también a pelear por nuestros niños los príncipes, que son tan pequeños que yo los vi estar al pecho de la Reina!
Los soldados gritaron:
—¡Viva Dios! ¡Viva el Rey!
A una voz del capitán corrieron hacia el monte en desbandada, y desaparecieron agazapados entre la maleza y los peñascales. Se veía de tiempo en tiempo alguna boina roja que pasaba corriendo al abrigo de un ribazo, y más lejos, en lo alto de las peñas, aparecer y desaparecer. Miquelo Egoscué se acercó al carro donde iban las mujeres:
—¿Qué hacemos?
Y se volvió, interrogando con los ojos al contrabandista. El viejo le miró socarrón:
—¡Buen avío se nos presenta!
Dictó el capitán:
—Aquí no pueden estarse las señoras. Si deciden seguir camino, les daré una escolta.
El contrabandista arreó el tiro con la vara del látigo.
—¡Jo!... ¡Reparada!... Una escolta y un tambor que nos pregone. El carro con las mujeres, yo lo hago pasar por medio de un campamento. ¡Dios, que algo se aprende con cincuenta años de estudios por caminos y veredas! Pero nada de escolta... Amo Miquelo, el carro con sólo las mujeres.
Murmuró la niña, que estaba atenta al movimiento de los labios:
—¿Y adonde saldremos?
—¡Dios que lo sepa, y puede también que algún santo!
—¿No seria mejor volvernos a Urdax?
La Madre Isabel hizo un gesto negativo, y llamó a Cara de Plata, que oteaba encaramado sobre una barda:
—Hijo, puesto que no podemes estarnos en medio del camino, vamos adelante...
El contrabandista volvió a ceñir la vara sobre el lomo de una mula:
—Ningún avío nos hace el mocé. ¿Hay conformidad o no hay conformidad?
Cara de Plata le dio una palmada en el hombro:
—Hay conformidad. Yo me quedo, y tendré aquí mi bautismo de soldado.
La Madre Isabel le miró fijamente:
—¡Dios haga que no sea de sangre!
Cara de Plata hizo un gesto alegre y violento:
—Lo que yo quiero es ocasión para señalarme.
El viejo recuero parecía mascullar una sonrisa socarrona y picara, al mismo tiempo que miraba de soslayo guiñando un ojo bajo la aspereza gris de la ceja.
—Pues agradézcame el regalo.
Le miró desdeñoso el hermoso segundón y tiró del fusil que tenía escondido en el carro:
—¡Adiós todos!
Eladia se incorporó con una sonrisa tímida, y le ofreció su rosario. Cara de Plata se acercó, y la niña se lo puso al cuello:
—Llévelo siempre Don Miguelito.
Cara de Plata afirmó con la cabeza, y se alejó alegremente, apostándose en el borde del camino, al abrigo de una barda. Una ráfaga le había llevado el sombrero, y le revolaban sobre el limpio marfil de la frente los rizos de un oro sangriento. El capitán le advirtió:
—Más lejos, Señor Cara de Plata. No es bueno querer señalarse tanto. Entrémonos por el monte.
Se apeó del caballo, y tirando de las riendas, se juntó con el segundón. Marchando a la par, se emboscaron monte arriba. Poco después, por todo aquel camino entre montañas, sólo se oía un cascabeleo de colleras.
El sol se levantaba sobre los montes. Había un prado que parecía de esmeralda y un bosque negro, con las ramas sin hojas, inmóviles, destacándose sobre el oro de la luz, como dibujadas con tinta china. El carro rodaba por la carretera, lento y bamboleante. Sólo conducía a las mujeres, pues el soldado enfermo también se había quedado con la partida. Eladia mecía al niño, la monja miraba al camino y el contrabandista, sentado entre las varas, con el vaivén, se adormilaba. La Madre Isabel, de tiempo en tiempo, separaba los ojos del camino y se recogía en sí misma. Hojeaba su libro de oraciones, leía algunas palabras y miraba una estampa de la Virgen y el Niño. Era copia de un cuadro italiano, y tenia para la monja el encanto inocente de sus viejos rosales conventuales. La monja sentía venir de aquella estampa el aroma campesino del Evangelio. Lo sentía en la manzana que el Niño alzaba como en juego y en el copo de lino que hilaba la Virgen María.
Otras veces, la Madre Isabel miraba los campos tendidos bajo el oro de la luz, y suspiraba pensando en la guerra. Recordaba el ardimiento de aquellos aldeanos que acechaban el paso de las tropas republicanas. Era un pueblo de cruzados que luchaba por la fe. Y, sin embargo, cuando iban a morir y a dar la muerte, no entraban en sí mismos, no sentían el alma toda en temblor ante el misterio de la eterna justicia. ¿Era así la guerra? ¡Un olvido de la vida y del fin! ¡Un resplandor que calcina todos los pensamientos! ¡Un resoplar y un golpear de fragua que enrojece las almas y las bate como el hierro! De aquellos aldeanos ocultos en los breñales, y prontos a caer sobre el camino, nadie podría decir cuáles eran los que llevaban consigo la muerte. Estaba ya con ellos y ninguno la sentía.
La Madre Isabel recogíase en sí misma, y con los ojos en su libro de oraciones, dejaba caer las lágrimas sobre las hojas, conmovida por el candor milagroso de la estampa donde la Virgen hila su copo y el Niño sostiene la manzana. Lloraba contrita. Aquélla debía ser la pauta del mundo: Una sucesión de vidas en la gracia de una paz familiar: Y la ley para todos los hombres, aquel libro campesino y divino donde estaban las parábolas de Jesús. Pero este sentimiento se quemaba como un perfume en la llama de otro sentimiento, cuando la monja alzaba los ojos con rocío de lágrimas, y los hundía en la bruma matinal. Muy a lo lejos brillaban los fusiles de la tropa republicana: Flameaban las banderas y se veía descollar a los jinetes dominando las filas de roses. La monja temblaba con el anhelo de la victoria, era un temblor apasionado y fuerte. Comprendía entonces el fin de la guerra, y que la sangre, sobre aquellos campos, era también signo de redención.
El sol naciente hacía relumbrar los botones de los capotes al herirlos de soslayo. Venía delante una sección de cazadores deshilados por las cunetas de la carretera. Marchaban desprevenidos, cantando para hacer más llevadera la jornada, y traían como verederos a dos aldeanos, padre e hijo. Los descubrieron haciendo leña en un hayal, y con amenazas los forzaron a que les sirviesen de guías. Cuando la tropa estuvo cerca, el contrabandista detuvo su carro sobre una orilla del camino y desunció el tiro, espantándolo con algunos latigazos. Las mulas huyeron, arrastrando las correas del atalaje, y se internaron en una gándara, donde comenzaron a pacer, mordisqueando los brotes de la retama:
—¡Al avío!
Y el viejo golpeó la piedra del yesquero para encender la tagarnina. Después explicó, hablando con la monja:
—Si los guiris quieren el carro, tendrán que hacer alto, tan y mientras engancho... Pudiera ocurrir que por la demora nos lo dejasen.
La monja asintió, inclinando muy lentamente los párpados, hasta que el velo de las pestañas tocó la sombra de la ojera. Llena de dulce serenidad, al cabo de un momento volvió a mirar el camino, y vio llegar a los soldados que rodearon el carro dando voces. Eran mozos imberbes, pequeños y trasquilados, a quienes la holgura de los capotes daba cierto aspecto de náufragos. Un sargento que se había sentado en la cuneta con el fusil entre las piernas, al paso de un oficial se levantó, tocando con el borde de la mano la visera del ros:
—¿Mi teniente, nos llevamos el carro?
El oficial miró a uno y otro lado con aire perplejo:
—Vamos bien sin impedimenta... Ya resolverán en la retaguardia... En fin, haga usted un cateo...
Siguió adelante, y dirigiéndose a otro oficial comentó riéndose:
—El carro no, pero la carga sí que me la llevaba. ¡Es guapa la mocica!
—No está mal.
—Ya la quisieras para después de la cena en Olaz.
—¡Qué alojamiento hallaremos!...
—Nosotros bueno. El que llega primero siempre tiene alojamiento.
—Todo en esta tierra nos es hostil.
—La retaguardia será la que duerma al raso.
—¿Tú has estado en Olaz?
—Una vez de paso.
Formaba la retaguardia una compañía de cazadores, tan rezagada que casi había perdido el contacto con el resto de la columna. Eran bisoños y enfermos, mezclados con algunos veteranos.
Un soldado se detuvo mirando el carro:
—¡Así se va mejor que a pie!
El contrabandista humeó su tagarnina con adusto desprecio. Otro soldado, más audaz, intentó meter la cabeza bajo el toldo y jalear a las mujeres. Otro imploró como un mendigo:
—¡Abuela, tenga caridad! ¿Quiere darme a esa niña, ya que nunca me ha dado cosa ninguna?
El recuero se le puso delante:
—Anda, y sigue tu camino sin tocar con la gente de bien, mocé.
Gil García, el veterano capitán, que iba a mujeriegas sobre el asno de un molinero, se detuvo en medio del camino:
—¡A ver! Que se acerque ese hombre.
Y con la mano señalaba hacia el contrabandista. El viejo acercose con la cabeza descubierta:
—¿Qué manda usía?
—¿De dónde vienes?
—Amanecido salí de Urdax. Luego, en el camino, nos dijeron que andaba una gavilla de facciosos y me di la vuelta con el carro.
—¿Y por qué desunciste las mulas?
—Por hacerlas agradecidas. ¡Granado más ladrón! Venían cansadas y quise darles un huelgo.
El veterano le miró entornados los párpados y cabeceando sobre la albarda:
—¡Estás un buen pájaro!
Con el ademán de un santón, levantó su diestra sobre las orejas del asno, y un sargento se acercó disimulando que cojeaba. El capitán señaló el carro:
—Registradlo.
Murmuró desabrido el contrabandista:
—Por mí que lo registren... Ya lo han hecho. Molestia para las mujeres y para todos... Ya sabe usía que yo, ni con carlistas ni con liberales. Yo no tengo otro rey que el de la moneda.
El capitán se mecía sobre el asno, manoseando la barba:
—¡Buen pájaro estás!
El sargento interrogó:
—¿Qué se hace con el carro, mi capitán? Viene de vacío. Las mujeres lo tomaron de retorno.
Meditó el veterano. Ante sus ojos vagos y absortos subía y bajaba el asno sus largas orejas. Gil García, fortalecido por la meditación, levantó la cabeza y metiose en la boca un puñado de barbas: Tascándolas contempló el carro inclinado sobre la cuneta, con una rueda en alto, y a las dos mujeres que rezaban:
—Déjelo usted seguir, sargento Morote.
Se alejó balanceándose sobre su bíblica montura. El recuero saludó con aspereza leal y bravía, de buen navarro:
—¡Señor capitán, que tenga usía mucha salud y mucha suerte!
Y derribado el chapeo sobre las cejas de lobo cano, miró al sargento, que se alejaba sin disimular la cojera, maldiciendo del capitán y de sus borceguíes, unas cormas con las suelas desclavadas:
—¡Cómo va en el borrico, predicando la bula!... ¡Malditos caminos!...
La niña sorda tocó el brazo de la monja:
—¿Nos dejan seguir adelante?
La Madre Isabel entornó los ojos, al mismo tiempo que se llevaba un dedo a los labios. Las dos mujeres en silencio, sin moverse del carro, vieron desfilar la tropa. Pasaron los últimos varios soldados de infantería: Unos cojeaban, y otros iban cargados con dos fusiles. La monja, llena de lástima, sentía como un reflejo de aquel cansancio y de aquella miseria, contemplando la cinta de la carretera que subía por el monte. Cuando acabó el desfile, bajáronse del carro las mujeres, y sentadas en la orilla del camino se pusieron a rezar, esperando a que las mulas fuesen uncidas. De pronto, rodó el eco de un tiro bajo el cristal matinal. Gritó el contrabandista.
—¡Uno que ha hincado!
Eladia adivinó, y angustiada volviose mirando a la monja. La Madre Isabel estaba muy pálida. En el espejo interior se le aparecía aquel pelotón de soldados embarrados y aspeados, donde algunos, los más fuertes, llevaban los fusiles de los otros. Era un recuerdo que se abría en su alma como una flor y como una herida. El último soldado del desfile tenía el bozo de oro y los ojos de niño, esos ojos aldeanos que parecen guardar el misterio de los paisajes que han visto. La monja le juntó en su recuerdo con los rapacines que había contemplando tantas veces, desde la ventana de su celda, apacentando las vacas en los prados de Viana del Prior. Sentada en la orilla del camino real, en medio de aquel paraje de rocas y montes, suspiró por los verdes horizontes nativos, por el sol de su ventana alegrando la vejez de una malva.
El tableteo de las descargas pasó sobre los montes: Se dijera una tronada distante. La Madre Isabel se puso en pie con el anhelo de algo oscuro y religioso que no se hacía luz: Vio las nubes de humo que volaban sobre los matorrales del monte y sintió crecer su angustia ante la cinta de la carretera, que daba vueltas para escalarlo. Era un camino hecho por los hombres, y parecía que sólo condujese a la muerte. Aquellos rapacines aldeanos, vestidos con capotea azules y pantalones rojos, que un destino cruel y humilde robaba a las feligresías llenas de paz y de candor antiguo, iban a la guerra por servidumbre, como podían ir a segar espigas en el campo del rico. ¡Qué diferentes con aquellos otros soldados del Rey Don Carlos! La Madre Isabel se cubrió los ojos:
—¡Señor Mío Jesucristo, Tú me enseñas que mis manos estarían malditas si no enjugasen la sangre que ahora se está derramando!
Y marchó sola por la carretera embarrada.
Aquella retaguardia de enfermos y bisoños, perdido el contacto con las compañías de vanguardia, desfilaba entre dos lomas que parecían los pechos de una giganta. Más lejos se perfilaba un puente de madera que tenía el pretil blanco de nieve, y a uno y otro lado enriscados montes, con las quebradas cubiertas de pinar. Y entre el pinar y el río, al flanco izquierda, una siembra encharcada. Gil García espoleó su asno al mismo tiempo que le gritaba a un capitan muy joven, ocupado en liar el cigarro, con las riendas abandonadas sobre el cuello de su montura:
—¡Buen sitio para asar carne!
—No es malo.
—¡De órdago!
El otro se puso el cigarro entre los labios y miró en torno, inclinándose para cobrar las riendas. En el mismo instante sonó un tiro, y el veterano se volvió con la sonrisa oronda de un clérigo glotón:
—¿Tengo buen atisbo?
Nadie le respondió. Los soldados aclaraban las filas, y el otro capitán se apeaba guiñando el ojo izquierdo con una contracción que le movía todo el lado de la cara. Sobre el pretil del puente aparecieron los cañones de algunos fusiles que brillaban al sol como una gloria fuerte.
Al verlos, los cazadores hicieron alto en medio de la carretera, con movimiento instintivo y unánime. Algunas nubes de humo , cirros negros, volaron sobre los matorrales del monte. Sonó una descarga y se aclararon más las filas. Cuatro o cinco soldados cayeron a lo largo de la carretera como peleles en un tinglado de feria. Emboscados en el monte, los carlistas hacían fuego por los dos flancos. El veterano capitán gritó enfáticamente:
—¡Celebraremos consejo a caballo!
Era en todas partes el capitán más antiguo, y siempre lo recordaba en la ocasión oportuna, y lo hacía valer para su gloria. El asno, estacado en medio de la carretera, saludaba el paso de las balas moviendo la cabeza con cierto aire bufonesco. García le halagó el cuello y le habló paternal:
—¡So!... Tengo de ponerte arracadas si te abren bien los ojales, hijo mío.
Cuatro oficiales y el capitán imberbe se congregaron para deliberar en torno del capitán García. Miraban, azorados de donde venían las balas, y a hurto procuraban guarecerse con la figura del veterano que, alzado sobre el asno, se acariciaba las barbas, sonriendo beatificamente, como pudiera hacerlo en un Concilio un Padre de la Iglesia. Sin apresurarse hizo un gesto pidiendo su parecer al oficial más joven, que miró a los otros, retorciéndose el bigote con los dedos temblorosos. Apremió el veterano:
—¿Su opinión?
El oficial, que oía silbar las balas por primera vez, cerró los ojos, murmurando con la voz seca y desesperada:
—¡Ataquemos, mi capitán! ¡Aquí nos abrasan!
El veterano, que exploraba el campo, se alzó sobre los estribos con un grito animoso:
—¡Allá van! ¡Allá van!
Algunas boinas rojas salían de los riscos y bajaban corriendo hacia el puente. Se veía la silueta negra de los soldados destacándose sobre el claro azul de las alturas, ágiles y saltantes. Oyendo sus gritos, sonoros en el silencio de las rocas, aquella hilada de cazadores que cruzaba como un rebaño por la carretera, sintió de pronto el aire encendido de la guerra agitar las almas, revolar en ellas, hincharlas y darlas al viento como el paño de una bandera. Cada sargento veterano fue un caudillo y un ejemplo en la ocasión. El veterano capitán se apeó dando gritos heroicos:
—¡Hijos míos, vamos a cubrirnos de gloria! ¡Es nuestro honor el honor de la patria! Tenemos dos madres: La santa que preside el hogar y nuestra bandera.
Corrió a la cabeza de la tropa con la barba trémula y los ojos brillantes, prontos a llenarse de lágrimas, porque era siempre el primero en sentir la emoción de sus arengas. Un zagal de doce años, hijo de un bagajero, gritaba a par del capitán, huroneando por las filas para cobrar el asno. El animal, libre del peso del jinete, sacudía con esperezo los lomos, y daba rebuznos tan sonoros, que el eco milenario de aquellas montañas pudo despertarse recordando el son de la bocina de Rolando. Cuando alcanzó el asno, el muchacho cabalgó alegremente, y espoleándole con los talones, corrió confundido entre los cazadores. Cerca del puente, una bala le abrió un agujero en la frente. Siguió sobre el asno con las manos amarillas y un ojo colgante sobre la mejilla, sujeto de un pingajo sangriento. Fue inclinándose lentamente hasta caer, y el asno quedó inmóvil a su lado. El padre, que le vio de lejos, acudió corriendo, muy pálido. Los cazadores hacían fuego por descargas sobre los carlistas que ocupaban el puente, y sólo respondían con un tiroteo graneado. Advertíase que apuntaban y disparaban despacio, como a las liebres en el acecho y a las codornices en los trigales. El bagajero, inclinado sobre el cuerpo yerto del hijo, movía incesantemente la cabeza al oír el silbo de las balas. Un soldado que cayó herido en medio de la carretera, le llamó suplicante, para que le arrastrase hasta la cuneta. Gemía con ambas manos apretadas sobre una herida que le desgarraba el vientre:
—¡Amigo, dame la mano!
El bagajero se incorporó con los ojos secos y le arrastró por el cuello del capote, dejándole en la cuneta a la par del hijo muerto. El soldado le miró agradecido, con una sonrisa dolorida, inmóvil sobre la boca pálida:
—Iban a pisarme como a la uva.
El bagajero, alzando los brazos, le dijo con violencia:
—¡Cata al mi hijo muerto!
Los cazadores retrocedían sobre el flanco izquierdo, y dejaban la carretera, derramándose en huida por una siembra. En tanto, al flanco derecho, un pelotón procuraba escalar los riscos para dominar el puente que intentaban volar los mutiles de Miquelo Egoscué. A la cabeza de los cazadores daba sus voces heroicas el capitán García:
—¡Firmes, hijos míos! ¡Vais a ceñir vuestras frentes invictas con el lauro de victoria! ¡Acordaos de Numancia!...
Y sucedíanse los toques de corneta, que tenían una vibración animosa y luminosa. Algunos oficiales iban confundidos con los soldados. Uno, muy joven, sólo parecía preocupado de no enredarse en la vaina del sable, que al correr le golpeaba las piernas. Todos dejaban a los sargentos veteranos que ordenasen las filas. Aquellos soldados, derramándose por la siembra, tenían con los movimientos de un rebaño, la conciencia oscura de que podían vencer. Los sargentos gritaban, roncos:
—¡A formar! ¡Firmes!
El bagajero se levantó rechazando con fiereza a un soldado que, al retroceder de espaldas, iba a poner sobre el rostro del niño muerto su zapato lleno de clavos. El soldado volviose con ojos de espanto, y siguió corriendo, sin darle ya cara al enemigo. A mitad de la carrera soltó el fusil, un poco más lejos tropezó y cayó. Retrocedían otros soldados pisoteando la yerba ensangrentada, y el bagajero, cargando a la espalda el cuerpo del hijo, entrose por la siembra. De pronto se vio envuelto, empujado, sacudido: No podía andar, no podía moverse. Una corneta cambió el toque. Los cazadores, rehechos lejos del fuego carlista, atacaban para tomar el puente. El bagajero tuvo que abandonar el cuerpo de su hijo bajo los pies de los soldados. Las boinas rojas aparecían sobre los riscos. Al ver el empuje de los cazadores, hacían fuego a pecho descubierto y se enardecían con alegres voces, como en la siega y en el zorzico:
Asomaron dos voluntarios en lo alto de una barranca donde se apoyaba la retaguardia carlista. Habían trepado corriendo y daban voces. Se les veía en silueta sobre el pálido azul, agitar los brazos y blandir los fusiles. Luego, más lejos y más alto, surge un voluntario solo, que da las mismas voces, y luego otro que baja saltando de risco en risco. Eran las parejas destacadas sobre el camino para vigilar y noticiar los movimientos de la vanguardia republicana. Las voces no se entendían en la distancia, pero al cabecilla le bastó ver el afán desesperado con que alzaban los brazos aquellas figuras ágiles, amenguadas en la lejanía azul. Sin duda, los republicanos, advertidos por el tiroteo, volvían para proteger la retaguardia. Miquelo Egoscué vio de pronto a su lado al molinero de Arguiña:
—Ordena la retirada, Miquelo.
—¿Se hizo cuanto se podía?
—Y bien, Miquelo.
—¿No haría más el Cura?
El molinero cerró los ojos.
—El Cura tiene otro invento que nosotros.
Oyendo el canto remoto de las cornetas republicanas, dijo el capitán:
—Les hemos encendido la sangre a los guiris.
—Ya nos defenderá la maraña del monte.
Había comenzado la retirada, y los voluntarios carlistas iban agazapados entre el matorral. A veces se tendían en tierra y apuntaban despacio, con los ojos lucientes y las caras llenas de humo. Se levantaban santiguándose, y en una gran carrera, se iban monte arriba: Cuando estaban sin aliento, era otra vez el echarse boca abajo y reanudar el fuego. Cara de Plata, con la frente negra de humo y toda la faz oscura, donde los ojos eran de una gran belleza arrogante y fiera, se acercó al cabecilla:
—¿Y nos dejamos la yegua, señor Miquelo?
La yegua enderezaba las orejas al amparo de grandes peñascales, sujeta del ronzal al tronco de un espino quemado por los carboneros. El cabecilla miró de un modo extraño al hermoso segundón:
—¡Pues qué hacer, si no hay manera de llevarla por los riscos!
—¡Yo me la llevo!
—Pues rodarás.
Cara de Plata bajó corriendo a donde estaba la yegua. El capitán y el molinero cambiaron una mirada sagaz. Dijo el viejo de Arguiña:
—¡Los valientes y el buen vino tienen poca dura!
—En la guerra no se anda por alargar la vida.
—Tengo yo mal pensar de todos estos que vienen de otra tierra.
Seguían con los ojos a Cara de Plata. Sin otras palabras le vieron desatar la yegua, desjaezarla y cabalgarla en pelo. Regíala sin bridas, y era como si le diese alas para salvar los brezos; y uñas para tenerse en las rocas sin desjarretarse. El cabecilla se volvió al viejo de Arguiña:
—¡De los buenos jinetes!
—¡De los buenos, Miquelo!
Los cazadores se rehacían en la carretera y pasaban el puente. Algunos heridos, arrastrándose hacia el camino, pedían que los llevasen a los carros. Sudoroso y sediento, un corneta bajó a la orilla del río y se tendió sobre la yerba para beber. Al incorporarse, vio entre jarales a un voluntario carlista que le apuntaba, y casi al mismo tiempo sintió tierra en los ojos. El carlista, allá en lo alto, gritaba abriendo los brazos, mientras volaba en torno de su figura una nube de humo. El corneta echose el fusil a la cara.
—¡Ahora va la mía!
Y el otro permanecía sobre los peñascos haciendo un trenzado de zorcico: Vio rebotar la bala, y lanzó su grito animoso y antiguo:
—¡Jujurujú!
Como cabra montés fue saltando de picacho en picacho, hasta lo más alto, y allí comenzó a cargar su escopeta de aldeano cazador. En la orilla del río descubrió al corneta que hacia su mismo alarde, y esperaba con el fusil al brazo, zapateando sobre la yerba. Disparó y quedó inmóvil, retando al otro que se destacaba entre los árboles y remontaba la ribera para hacerle puntería. El corneta calculaba la distancia con los ojos, al tiempo que iba levantando el fusil en una medida lenta. De pronto, vio que el voluntario agitaba un momento las manos, y se hacía en el aire un garabato grotesco. Se despeñaba rebotando contra los picachos, enfundándose en la maleza y desprendiéndose luego entre desgarraduras, para seguir botando monte abajo. Al final chapotea en el río que lo arrastra y lo sepulta. Volviose el corneta a mirar en torno, y descubrió al bagajero sentado entre dos muertos, y cargando un fusil:
—¿Has sido tú?
—Yo he sido...
El corneta le miró con rabia:
—¡Era mío!
El bagajero se levantó y lentamente, fue hacia el soldado. Le puso una mano en el hombro, y sus rostros casi se juntaron:
—¡Cornetilla!, y el hijo mío, ¿de quién era?
Parecía que le echaba encima los ojos, nublados y profundos.
Sonaban las cornetas. Era una alegría luminosa y cruel, como la del sol en el aire de la mañana. ¡Aquel aire ermitaño y de milagro, con aroma de yerbas frescas, profanado por el humo de la pólvora! Había cesado el fuego, y sólo muy de tarde en tarde pasaba silbando una bala perdida, y rodaba el eco de un tiro por las quebradas sonoras del monte. Ninguna boina roja asomaba entre jaras y picachos, ningún grito... Veíase a lo lejos las líneas de cazadores desplegarse para envolver a los carlistas: Las tropas de retaguardia y de vanguardia convergían en un movimiento y escalaban el monte por los flancos. Dos compañías formaban en la carretera, y permanecían inmóviles en orden de batalla. Cambió de pronto el toque de las cornetas y el movimiento de las líneas: Hecho el alarde de perseguir a los carlistas, venía la orden de replegarse. Continuaron las compañías del frente formadas en la carretera. Un ayudante joven y con lentes tomaba notas arrimado al pretil del puente. Más lejos repartía su tabaco con algunos soldados, el veterano capitán García. Estaba sentado sobre un montón de piedras, con la levita desabrochada y un pie descalzo a causa de una herida contusa. No podía andar sin grandes dolores, pero seguía mirando todas las cosas con una sonrisa radiante. Les decía a los soldados:
—Hemos vencido. ¡Bravo, muchachos!
Llegaron dos sanitarios para curarle, y los rechazó jovial:
—Tenéis las manos muy duras. Llamad que vengan aquellas mujercitas.
Y tomando del montón de grava una piedra menuda, la tiró para señalar al grupo de dos mujeres, que allá lejos, en la orilla del río, llevaban agua a los soldados y los curaban. Murmuró uno de los sanitarios:
—Deben andar cumpliendo un voto. Se presentaron en un carro...
Las dos mujeres, avisadas por un soldado que les dio voces, sin llegar adonde estaban, subían al camino. Eladia traía en las manos un azafate con hilas y vendajes. Las dos caminaban a la par con el mismo gesto de humildad sonriente. Llegaron, y la monja saludó con estas palabras:
—¡Aquí estamos para que nos manden!
Se arrodillaron cerca del capitán, sobre la yerba hollada y ensangrentada. El veterano encendió un cigarro:
—¡Vamos allá! Si me quejo, no hagan caso, hijas.
La monja tomó una venda del azafate que sostenía Eladia, y la desplegó para ligar aquel pie amoratado y monstruoso: Las manos le temblaban como dos lirios, sin resolución para oprimirle, y se hundían los dedos, dejando una huella lívida en la gran hinchazón. Los dos sanitarios se hacían guiños. Eladia los vio, y poniéndose muy encendida, advirtió en voz baja a la monja:
—No desenvuelva la venda, Madre. Vaya enrollándola poco a poco en el pie, al mismo tiempo...
El veterano vio la burla de los sanitarios y los miró adusto:
—¿De qué hacéis risa, bárbaros?
La Madre Isabel se volvió llena de nobleza.
—Hijos míos, queréis enseñarme.
Gritó el veterano:
—No, señora... Ellos lo hacen peor... Son unos bárbaros.
La monja seguía llamándolos con la mirada. Se acercó uno de los sanitarios, y con gran destreza se puso a vendar aquel pie tumefacto y deforme. La Madre Isabel tan pronto estaba atenta a la cura como al semblante del veterano. Le sorprendía la entereza con que soportaba el dolor, y la mano hábil y sin ternura con que el otro le vendaba la herida. Al terminar, el capitán le dio un cigarro y le tiró de una oreja:
—¡Así se cura a los caballos!
Después, volviéndose a los soldados que le rodeaban, mandó que le buscasen su asno. La monja le ofreció lugar en el carro, y desde lejos hizo señas al contrabandista para que lo acercase. Avanzó despacio por entre las filas deshechas, y en una manta cuatro soldados trasladaron al capitán, luego de haber esparcido alguna yerba en el fondo del carro. Gil García, que era hijo de aldeanos, al sentir el aroma y la humedad del heno, sintió que su alma florecía con los recuerdos. Cerró los ojos para verse niño y para ver los campos, mientras era llevado en aquel convoy de heridos, que avanzaba lentamente por un camino real desconocido, con dos compañías al frente y dos en la retaguardia, entre filas de soldados que cantaban y reían. En un atolladero abrió los ojos:
—¿Qué pasa?
—Un barrizal muy disforme, mi capitán.
—¿Cuántos heridos van?
—Nueve, mi capitán.
—¿De qué clase?
—Quitante usía, todos de la clase de tropa.
—¿Y aquellas mujercitas?
—Atrás vienen, mi capitán.
Las mujeres seguían a pie, zagueras del último carro: Un carro de aldea tirado por bueyes, donde iban amontonados tres muertos, cuyas manos lívidas asomaban por las orillas de una manta vieja que cubría a los tres. Por no detenerse a cavar una hoya, los llevaban a San Pedro de Olaz. Pero antes hallaron cristiana sepultura en el cementerio de una aldea donde las tropas se detuvieron a sestear... Y allí se quedaron solas la monja y la novicia, cuando las cornetas tocaban marcha. Se quedaron solas en la paz de la aldea, rezando por los muertos a la sombra de los cipreses, donde cantaba un mirlo en la puesta solar.
En el cementerio estaba un viejo con dos cabras que pacían la yerba de las sepulturas. La monja y la novicia, para no equivocar el camino de la aldea, aprovecharon salir con el pastor. Era un sendero verde, todo en paz de oración, y el viejo hablaba en vascuence y reía enseñando su boca sin dientes. Era todo cristalino el paisaje, y los montes parecían de amatista. Cerca de la aldea una mujer que descansaba en la orilla del camino, se alzó y corrió al encuentro de las monjas. Era Josepa la de Arguiña:
—Pues antes las descubrí entre los negros, y maginé que las conducían presas. Por sonsacar anduve enseñando las casas, a los que acá se quedan alojados... ¡Y de Poquito, la gran valentía!... Todo les contaré... ¿Y agora, por este camino, adonde es el caminar, con mi guelo de las cabras?
Respondió la Madre Isabel:
—¿Tú sabes dónde podríamos pasar la noche?
Murmuró Eladia que había entendido la pregunta:
—Un rincón en un pesebre.
—Su buena cama tendrán, donde reposarse. ¡Ay, y qué arriscos me traen!...
Repitió Eladia:
—Un rincón en un pesebre, con su vaca y su mula, que no tuvo más el Niño Jesús.
—Acaba, señorica, por pedir su santa cruz... ¡Pues de Roquito la gran valentía!...
Interrogó Eladia:
—¿Qué fue del niño?
—Lo tengo en un caserío. Allí es donde tendrán hospedaje sus señorías... Pues el ama joven está criando, y me hace la caridad de darle una teta. Yo quedeme sin gota de leche... Toda se me ha esparcido por el cuerpo. Ayer al echarme a dormir, quíteme la camisa, y, encontreme el cuerpo muy más blanco, con todo de estar a las escuras.
Torció por un sendero el viejo de las cabras, y las tres mujeres continuaron solas hacia la aldea. Entraron por una calle de huertos y casucas bajas que humeaban en la paz tardecina, esparciendo en el aire el olor de la pinocha quemada. Fue cosa de un momento atravesar la aldea y salir al campo por el otro lado, un campo de nogales viejos, donde había una capilla. La Josepa señaló el caserío que se destacaba en silueta sobre el oro de la puesta:
—¡Allí es!
Era una casa negra, con una parra negra y sin hojas, tras una cerca asombrada por la copa negra de un nogal. Murmuró Eladia, mirando a la monja:
—¿Nos recibirán, Madrecita?
Interrumpió la Josepa:
—Es gente toda muy leal al Rey Don Carlos. Viene ello desde la otra guerra donde ya anduvieron los abuelos. ¡Al uno lo afusilaron!...
La Madre Isabel posó en la mendiga sus ojos serenos y profundos:
—¿Tú conoces a los amos?
Josepa la de Arguiña sonrió humilde:
—Mi verdad, sabía quiénes eran, pero hasta ayer, nunca había comido su pan.
—¡Y nos lo ofreces ya!
La Josepa, después de mirar a todos lados, dijo al oído de la monja:
—Roquito está oculto ahí.
Llena de terror y misterio, levantaba la mano señalando al caserío. Eladia, como nada comprendía, fijaba en la monja sus ojos de una timidez serena y amante. La Madre Isabel le acarició la cabeza:
—¡Florecita Franciscana!
Continuó la mendiga, siempre mirando en torno:
—Aún no les dije. En la cárcel de Olaz estaban de concierto todos los presos para escapar a los carlistas... Ello fue la misma noche que dormía allí Roquito. Pues escaparon con el carcelero a la cabeza, y levantaron partida. Lo primero fue venir a este caserío, donde tenían muchas carabinas ocultas.
—¿Roquito no fue con ellos?
—No podía. Quedó escondido hasta curarse una herida que tiene en la espalda, desde que hizo la gran valentía de San Paúl. Porque fue Roquito quien hizo aquella gran valentía cuando escapó de la venta.
Estaban llegando a la casa, y salió al camino un perro que arrastraba un pedazo de cadena. Las monjas se detuvieron asustadas, mientras la mendiga andaba agachada buscando una piedra. Con ella en la mano avanzó dando voces:
—¡Ugena! ¡Ugena!
Salió una labradora joven, que, sin gran apuro, llamó al perro y recorrió el camino, hasta cogerle de la cadena:
—No hace daño.
Josepa la de Arguiña se acercó sin soltar la piedra que llevaba empañada:
—¡Te quebraba una pata, borrachea!
La mujer del caserío dirigió una mirada de recelo a las dos mujeres que continuaban inmóviles en medio del camino, y bajó la voz, hablando muy quedo con la de Arguiña:
—Vinieron cuatro soldados con la boleta.
La mendiga abrió los ojos llenos de sombras:
—¿Y Roquito?... ¡Mi Dios, nunca hay sosiego!
Aquella voz, acostumbrada a la canturía humilde de pedir por las puertas, se ungía de terror y misterio. Contestó el ama, después de llevarse un dedo a los labios:
—¡Bien escondido te está!
La Josepa espantó los ojos al mismo tiempo que se metía las manos en el pecho, con un escalofrío:
—¡Mi Dios, os quemaban a todos dentro de la casa si llegarían a descubrirlo!... ¡La misma pena que él dio a los otros!
Se desvió un momento del ama, y llamó a las monjas para que se acercaran. Las cuatro mujeres se juntaron en medio del camino, bajo la sombra del nogal, y comenzó la mendiga un susurro de plegaria:
—¡Ugena, hija de buenos padres, dije a estas almas benditas, quién tú eras! ¡No las engañé, si les dije que tenía el corazón más blando que la manteca, el ama joven de Urría! ¡Más dulce miel tiene mi ama en el corazón, que una sandía de Calahorra! Pues estas dos señoras venían por pasar aquí la noche recogidas.
Saltó el ama:
—¡Ay, que no podrá ser! Tenemos alojados...
La Madre Isabel inclinó la cabeza, y luego dijo con una sonrisa austera:
—Venimos de muy lejos, y llegamos a esta casa, solamente guiadas por su fama de caridad... Pero si atan el perro, pasaremos la noche en el quicio de la puerta.
La mendiga tocó a hurto el brazo de la monja:
—Descúbrase ante ella, señora Madre.
Sonrió la monja:
—Nuestro vestido no dice nuestra condición.
El ama atendía con un vago recelo, mal escondido bajo la sonrisa de su boca toda bermeja y campesina. La Josepa alzó las manos que parecían de humo en la niebla del crepúsculo:
—Son monjas que van al hospital, donde cuida de los heridos la Señora Reina.
Sobre las cuatro mujeres, inmóviles en medio del camino, caía la sombra del nogal, y Josepa la de Arguiña ponía en su acento, la vaguedad medrosa de la hora. El ama joven, al oír que eran monjas, quería besarles las manos. Después las hizo marchar delante, y las condujo al caserío en precesión, con aquella sonrisa sana y geórgica de las buenas caseras cuando entra por sus puertas el don de las vendimias y de las siegas. La bendición de Dios.
Las monjas durmieron en el sobrado, las dos en una cama con sábanas de hilo casero, bien espliegadas, y jergón de maíz hopado y esponjado como el pan de fiesta al salir del horno. Durmieron vestidas y con gran zozobra, oyendo abajo el ronquido de los alojados, y el andar receloso de los caseros, toda la noche alerta, rondando por los establos y a la redonda del huerto. Los alojados del caserío eran cuatro ampurdaneses que hablaban un catalán violento, de rudeza visigoda. El ama sólo les diera leña, sal y un caldero para que pudiesen hacer su rancho en un rincón del hogar. Pasaron la prima noche jugando a las cartas, y luego se tumbaron a dormir en la cocina. El amo viejo los miraba como a bárbaros. Para aquel aldeano que aún regía su casa por usanzas patriarcales, el extranjero había hablado siempre en el austero rezo de Castilla. Oía a los ampurdaneses con una sonrisa maliciosa, acariciando la tabaquera, y ponía igualdad entre la zalagarda de los canes y aquel tosco vocear agresivo y sanguíneo, que desgarraba las bocas y violentaba los gestos. No salió de la cocina hasta que los vio dormidos: Entonces fue al establo para la ordeña, y allí se le juntaron la nuera y Josepa la de Arguiña. Hablaron los tres con gran sigilo. El viejo:
—No me acostaré en toda la noche.
Ugena, la nuera:
—¡Ay, qué perdición nos vino con el tal Roquito Roque!
Josepa la de Arguiña:
—¡Pues si está seguro!
El amo viejo comienza la ordeña arrodillado sobre los granciones que cubren el suelo del establo. Tiene la grave serenidad de un patriarca:
—¡Seguro!... Si un ángel lo cubre con sus alas, estará seguro... A uno que iba por un camino lo dejaron pasar, y a otro que estaba en una cueva dieron con él.
Lamentó Ugena:
—Si lo descubren a todos nos degüellan.
Y con la basquiña echada por la cabeza fue a sentarse en el umbral, bajo la luna: Estaba alerta, escudriñando con los ojos en la sombra de los nogales. La Josepa, llena de recelo, salió también a la puerta, y luego el viejo, que se sentó entre las dos mujeres acariciando la tabaquera:
—Dios, que nos da la vida, nos da la muerte. Pero podría ser que sólo a mí afusilasen, mirando a que soy el amo, y donde hay amo, no manda criado... Pues entonces con vosotras las mujeres no tocarían.
Susurró la Josepa:
—¿Adonde está escondido, y...?
El viejo movió muy despacio la cabeza:
—¡Está bien escondido!
Ugena agachó la cara contra el hombro de la mendiga:
—Pues en la chimenea está.
El amo sonrió al recuerdo:
—¡Cómo trepaba, tú!
Comentó la nuera, con la voz llena de sombra:
—¡Parecía el trasgo cabrón!
Y saltó la mendiga:
—¡Ay, qué comparanza trae el ama Ugena!
Las dos mujeres se santiguaron, y el viejo se levantó despacio para ir a la cocina. Estuvo un momento en la puerta, y luego se llegó al hogar. Acurrucado sobre la piedra, fingía calentarse en el rescoldo, y ponía en alto los ojos para escudriñar la negrura de la chimenea. Los soldados seguían dormidos, brillaban en un rincón los fusiles, y los ojos del gato acechaban entre la ceniza. El viejo volvió a salir con la misma cautela que había entrado momentos antes, y halló que las mujeres ya no estaban en el umbral del establo. Arrecidas de frío, recogiéranse al calor de las ovejas, y hablaban a media voz, sentadas sobre las rodillas. El viejo entró, y ellas se encogieron más al interrogarle. Dijo la nuera:
—¿Sigue en la chimenea?
—Nada pude ver.
Se removió la mendiga con un estremecimiento:
—Bien pudiera haber salido al tejado.
Habló con pausa doctoral el amo viejo, al mismo tiempo que rascaba el testuz de una oveja despabilada:
—De todos los lados del camino lo descubrirían, tú.
Quedaron los tres en silencio, y al cabo, como si despertase de un sueño, dijo suspirando la nuera:
—Pues si quisiera salir al tejado, tampoco acertaría. Pedrín Domingo, Dios me lo guarde, puso en lo alto una reja de fierro para los ladrones. ¿No acuerda, señor?
El viejo afirmó, moviendo en el aire la misma mano con que acariciaba el testuz de la oveja. Volvieron a quedar en silencio. Las mujeres se adormilaban cabeceando, y de pronto, llenas de sobresalto, abrían los ojos. Una vez, porque lloraban los niños que dormían en el pesebre bajo unas jalmas; otra vez, porque cantaba un gallo; otra, porque batía una puerta sin sujetadero. Se despertaron juntas, oyendo las campanas de la madrugada, salieron al huerto, y para disimular su zozobra, mientras se lavaban en el pozo, se pusieron a cantar. Estando en esto, vieron al viejo que, muy demudado, avanzaba por debajo de la parra:
—¡Apenas salís del sueño, ya estáis con el cantolari!
Las mujeres callaron y se pusieron a sacudir en el aire las manos mojadas de agua: Susurraron a una voz:
—¿Ay, nos diga qué pasa, tío Tibal?
—¡Esos negros han encendido una gran hoguera!... Pues abrasan vivo al sacristanico.
Las mujeres, con los ojos llenos de susto, miraron el humo que volaba sobre el tejado. La de Arguiña se dejó caer al pie del brocal, rascándose la greña al mismo tiempo que hablaba lastimera:
—¡Querías el martirio como los santos, pues ya lo tienes, borrachón!
Ugena se acercó al viejo:
—Escape usted al monte, güelo. El sacristanico comenzará a dar voces cuando el cuerpo le escalde, y todo se declarará... A usted si lo cogen, lo afusilan. Váyase al monte, güelo, váyase al monte.
Y le empujaba varonil y entera. El viejo parecía acobardado:
—¡Ya se verá! ¡Que ya se verá!... Pues si el sacristanico habría gateado a lo alto, el fuego no arriba tan cimero...
La nuera seguía empujándole:
—Escape usted al monte, güelo.
—¿No alcanzas que lo pegarán contigo, hija?
—Yo le culparé a usted muy bien culpado...
Suspiró la Josepa:
—Tío Tibal, váyase, que como le vean huido, lo han de creer.
El amo viejo miró la casa, despidiéndose, y salió silencioso, con la frente baja. Las mujeres se santiguaron. Dijo la de Arguiña:
—¡Dios vaya con él!
Y Ugena, el ama joven:
—¡Roquito, Roque, qué ventura nos trujiste!
Con esto entraron a la cocina, que estaba llena de humo. Ateridos de la noche, los soldados habían echado al hogar un haz de tojo dispuesto para la cocedura del Sábado. Viendo aquella gran llamarada, se dijeron con los ojos su terror.
Un momento que los ampurdaneses se divertían fuera con el juego de las chapas, la mendiga asomó la cabeza mirando bajo la campana de la chimenea:
—Ten paciencia, Roquito.
Llegó de lo alto una voz lastimera:
—¡Me abrasan vivo!
—Ten paciencia.
—Mira de esbaratar la lumbre.
La Josepa quiso hacerlo, pero en aquel momento entró un soldado, que le dio una aguja enhebrada para que le asegurase los botones del capote. Sin esperar respuesta, le tomó al niño de los brazos y empezó a cantarle:
—¡Ay, ay, ay, mutillá!...
A poco, los otros soldados se metían dentro, corriendo bajo la amenaza de una nube negra que empezaba a descargar en gruesas gotas. Cerró la mañana en agua, y los cuatro ampurdaneses se congregaron a la redonda del fuego, limpiando las armas. Las mujeres rezaban en el sobrado, arrodilladas ante una ventana, estremecida por el viento y la lluvia, toda trágica cuando se llenaba con el resplandor de los relámpagos. Ugena, de tiempo en tiempo, salía sin ruido, y vagaba del establo a la cocina, con los ojos agrandados y el andar silencioso. Otras veces, quien venía a sentarse en un canto el hogar y procuraba a hurto desbaratar el fuego, era Josepa la de Arguiña. Los soldados la amenazaban con las bayonetas entre bárbaras risas, mientras cocía su rancho como el caldero de los ladrones. De pronto el perro apareciose en la cocina y comenzó a ladrar furiosamente debajo de la chimenea. Llama a voces el ama desde fuera, y explica muy pálida a los soldados Josepa la de Arguiña:
—¡Ha visto algún gato!
Los otros reían, con el caldero ya separado de la lumbre, y en las cucharas de peltre, le ofrecían del rancho al can y a la mujeruca que lo arrastra de la cadena. Seguía lejana y clamante la voz del ama:
—¡Poca Pena! ¡Poca Pena!
Hubo algún escampo y los soldados salieron de la cocina para seguir el juego de las chapas bajo la parra que goteaba. La Josepa habló, metiendo la voz por la campana de la chimenea:
—¡Bien te curas al humo, Roquito!
Gimió el sacristán en lo alto:
—¡Ya más no puedo!
—¿Querías el martirio como los santos? ¡Pues ya lo tienes, borrachón!
—¡Me abraso de sed!... ¿No podrías alcanzarme una gota de agua?
La mendiga llenó una herrada, y con ella en las manos, antes de trepar al hogar, asomó a la ventana:
—¡Están en la codicia del juego!... ¡Bebe y afogate, Roquito!
Sostenía la herrada con los brazos en alto, sin apartar los ojos de la puerta. Bajaron las manos negras del sacristán: Se le sintió beber en la sombra. La Josepa recogió la herrada vacía. Apareciose el ama:
—¿Tendrán algún recelo, tú?... Todo es mirar el humo que vuela sobre el tejado, y hablar en su lenguaje.
Respondió la de Arguiña:
—Antes pasó mismamente. Es ello por conocer el tiempo.
Gimió Roquito:
—¡Sácame de aquí! ¿No tenéis otro lugar en donde me esconda? ¡El humo me ahoga!
Saltó el ama con los ojos en alarma:
—¡Roquito, Roque, qué ventura nos trujiste! Pues otro sitio no tenemos, si no es el ruedo del alda, como dice la güela del caserío de Briz.
Lloró Roquito:
—¡Aquí muero!... ¡Vaites! ¡Vaites!... ¡Aquí muero abrasado!
Respondió la Josepa con la voz ronca, metiéndose bajo la chimenea:
—Así te escostumbras para cuando caigas en la caldera de los demonios, borrachón. Haz agora lo que hiciste cuando te mandaron con la partida las señoras Madres. ¡Baja ya, mujerica, y decláralo todo y que a todos nos afusilen!... ¿Por qué es alabarte de la gran valentía de San Paúl?
Roquito empezó a reír y a llorar en lo alto:
—¡Viva Carlos III!... ¡Calla tu lengua de escorpión!... ¡Moriré abrasado! ¡Quiero el martirio de un santo bendito!... ¡Viva Carlos VII!
Las dos mujeres suplicaron:
—¡Calla, Roquito, que nos pierdes!
El sacristán reía con una risa loca, enorme y resonante en el hueco de la chimenea:
—¡Si tuviera un cañón de veinticuatro!
—¡Que nos pierdes, Roquito!
Extinguiose la risa del sacristán, y la cocina quedó en silencio. Pálidas del susto, las mujeres subieron al piso alto para rezar con las monjas. Toda la casa estaba llena de humo: Sentíase tras de las puertas el ulular del viento, y los soldados volvían a refugiarse en la cocina, esquiciados por otro chubasco, y el ama, luego de rezar un rato, volvía a vagar de una parte a otra, con los ojos agrandados. Y así pasaba el día, entre chubascos y claros de sol, lleno de tristeza y de susto... Ya de tarde, sonaba una corneta con el claro canto de llamada, y los alojados se partían por el camino aldeano, de dos en dos. Ugena y las monjas, desde la ventana del sobrado, los vieron desaparecer a lo lejos. Bajaron corriendo y dando gritos:
—¡Ya no se les alcanza con los ojos!
—¡Estás en salvo, Roquito!
—¡Dios lo hace!
La Josepa, con las manos trémulas, barría el fuego del hogar. Roquito se dejó caer de lo alto de la chimenea. Tenía la cara toda en una ampolla negra y roja. Sin levantarse comenzó a clamar:
—¡Nada veo! ¡Nada veo!
La mendiga se acercó y dio un grito:
—¡Tiene abrasado el cristal de los ojos!
Con silencioso espanto, las mujeres juntan las cabezas en un racimo para contemplar aquellos ojos ciegos y llagados.