Downcoded from CLIGS
La guerra del Transvaal
y
Los misterios de la banca de Londres
por
Van Poel Krupp
Madrid
Imprenta y estenotipia de El País
Calle de la Madera, 8
1900
Hemos tenido la colosal desgracia de que se mecieran nuestras cunas sobre campos de diamantes y de oro. Steijn, Presidente del Estado Libre de Orange.
—¿Y era bonita?
—Como una virgen de Rafael.
—¿Los cabellos rubios?
—Más que el oro del Rand.
—¿Los ojos azules?
—Como nuestro cielo de Africa.
—¿Y quiso mucho al presidente?
—Ya lo ves; a los doce años de ausencia le envió como recuerdo el himno que tarareabas.
—¡Nacido del amor y de la ausencia, añorando la juventud pasada...! ¡Qué hermoso nacimiento para el himno de una nación joven!
—Digno de nuestros pueblos.
—¿Y no parece extraño que sea una mujer la que escribiera la música y la letra de un himno tan viril?
—¿Y por qué?
—¿No era ella delicada y él musculoso, gigantesco, atlético...? ¡Más lógico es que el presidente concibiera tal himno!
—Si yo tuviera, como tú, venas de poeta, te diría que el amor trueca las almas. Nada más sensible, más tierno, más minucioso que un gigante enamorado. Nada, tampoco, más enérgico que una débil mujer apasionada.
—Verdad, verdad. ¿Y por qué lo cantáis en pie y con la cabeza descubierta?
—Ya lo verás, ya lo verás tú mismo: dentro de pocos días vivirás en los dominios de Cecil Rhodes..., ¡peste de inglés!... He querido que me acompañaras unas semanas en la paz de Dios... ¿Para qué iba a infundirte mis pasiones?
—¡Por Dios, tío!
—Has visto mi casa, mis tierras, mis bueyes. Mi mujer es amable, laboriosa y buena. Nunca reñí con ella. Mis hijas son bonitas, hacendosas, instruidas. La casa es de piedra, las tierras tienen riego, mis rebaños son de los mayores del país... Pues, mira, ¡peste de inglés!... Algún día, por cantar ese himno, tendré que abandonar casa, tierras, familia y ganados..., y lo cantaré con toda mi alma.
—Pero, tío..:, ¿por qué no es usted franco conmigo? ¿Qué le pasa?
—¿Para qué disgustarte? Cuando sientas la espuela inglesa en tus costillas, entonces me comprenderás del todo. Entretanto, recuerda únicamente que has nacido a diez millas de Pretoria, que eres afrikánder, y que el día en que se ize una bandera con la divisa «Africa para los afrikanders», tu tío Abraham Devinter estará debajo de ella, defendiéndola, con la carabina al brazo.
Hubo un momento de silencio.
El más joven de los interlocutores se puso a tararear el himno transvaalense:
Callóse luego y durante un buen rato no se oía más que el frrr de los velocípedos rodando por el camino.
Este diálogo se cambiaba a mediados de 1895 entre dos ciclistas boers en la frontera occidental del Orange.
Era en uno de los caminos que conducen desde Boshof, la villa boer, a Kimberley, la británica ciudad de los diamantes.
Los ciclistas, subiendo una colina, avanzaban despacio y con trabajo.
Atrás quedaban las tierras fértiles, las granjas blancas, los rebaños de caballos, toros y ovejas.
Delante una tierra rojiza, arenosa, sin árboles ni hierba.
Y en lo alto un cielo de un azul intenso, duro, metálico.
La cuesta se empinaba, y nuestros ciclistas, bajo un sol de mediodía, sudaban copiosamente.
—Dentro de un momento —dijo Abraham Van Devinter— nos encontraremos frente a Kimberley.
—¿Ya hemos pasado la frontera?
—De aquí a un segundo.
Dos minutos después, en lo alto de la loma, se detuvo Devinter.
Su compañero le imitó.
Soplaba un viento fresco y vivo, que después de la cuesta hacía resucitar los pulmones.
—¡Ahí está Kimberley! —exclamó Devinter.
Y ante el asombro del compañero, añadió, ratificándose:
—¡Y la tierra que ves detrás es la Gricualandia!
El más joven de los ciclistas no podía dar crédito a sus ojos.
Kimberley, la renombrada ciudad de los diamantes, se representaba a su fantasía, como una grande espléndida población.
Los tesoros de las mil y una noches, la gruta de Aladino, las magnificencias de Bagdad, los grandes edificios que bordean el Sena o el Támesis contemplados a las doce de la noche desde uno de los puentes centrales de París o de Londres..., todo le parecía poco para aquella ciudad de los diamantes, donde, al decir de las gentes, se hacían millones con el hallazgo de una sola piedra.
Y en lugar de la capital que le pintó su fantasía, se hallaba frente a un poblado de tres a cuatro mil casas, la mayor parte de un solo piso.
La población le ofrecía un aspecto mezquino y pobre.
A pesar de sus diamantes, Kimberley desmerece enormemente si con Johannesburgo o con Pretoria se compara.
La mayor parte de sus construcciones son chozas o barracas de madera.
Y los alrededores de Kimberley no aparentaban más riqueza que la población.
¡Qué contraste entre la tierra de la Gricualandia, cuya capital es Kimberley, y la del Orange!
En ésta todo es verdor, primavera y cultivo.
En la Gricualandia, el suelo es rojizo, árido, seco, polvoriento.
Apenas se destaca de trecho en trecho un campo de hierba escasa y contados y raquíticos arbustos.
Sólo en Kimberley se ve algún árbol, y eso es un jardín público; en lo restante del terreno, lo característico es la ausencia de verduras y de sombra.
Las casas del campo circundante no son más pintorescas. Las hay de céspede, como chozas de caza. Las casas de arcilla constituyen una cierta aristocracia. Las de arcilla, con planchas de madera, forman ya las habitaciones de las clases directoras. Y, finalmente, hay mineros tan afortunados que moran en casas de arcilla y zinc.
A la derecha, herida por un sol de justicia, la amplia superficie del río Vaal brillaba con destellos argentinos; a la izquierda, en el horizonte, las aguas del río Moder corrían tranquilas por el ancho cauce, y en el fondo, muy a lo lejos, la cinta enorme del Vaal, al ensancharse, producía impresión semejante a la del mar, cuando desde una altura se le contempla. ¡Parece imposible que sus aguas no inunden la tierra!
Y esa llanura, pelada y triste, de una desesperante monotonía, interrumpida apenas por montículos de tierra que indican la vecindad de las minas, constituye el Veld, el país de promisión, la tierra de los diamantes.
¡Expliquémonos el desconsuelo de nuestro ciclista!
Van Devinter le miraba sonriendo, como si gozara interiormente del desencanto de su compañero.
—¿Y los palacios de Cecil Rhodes, Barnato y Lord Denver? —preguntó el joven.
—Lord Denver, que es el menos rico, tiene una buena casa en Kimberley, ¡casi un palacio!... ¡Pero los palacios de los otros! Esa gente viene aquí, se enriquece con nuestra tierra y nuestro trabajo... y el dinero se lo gasta fuera. Aquí tienen a los negros y a los boers para enriquecerse; allá, en Londres, en París y en Niza, los palacios, los lujos y las mujeres para arruinarse. Y como en la ciudad de los diamantes viven en chozas los trabajadores, en las ciudades del vicio habitan las cortesanas en palacios.
El joven le escuchaba con creciente interés.
No era su tío muy comunicativo, por punto general.
Cuando una noticia, un acontecimiento, una idea o un suceso cualquiera lo impresionaba, conformábase con rascarse la sotabarba, limpiarse los quevedos y encender la pipa.
Rara vez experimentaba la necesidad de comunicar sus opiniones.
Y había tanta amargura en sus palabras, que el joven insistió:
—Pero, tío..., ¿por qué no es usted franco conmigo?
Devinter contestó secamente:
—¡Basta, basta!
Y montando en bicicleta, reanudó la marcha.
Hizo lo propio Alejandro Liebeck —así se llamaba el sobrino de Van Devinter— y durante un buen rato no despegaron los labios los ciclistas.
Alejandro meditó las palabras de su tío. ¿Qué dolores íntimos encubrían? Bajo la apariencia burguesa y satisfecha de un boer regularmente acomodado, ¿qué historia, qué penas, qué desengaños se encerraban?
Cuantas veces había pretendido averiguarlo, su tío Abraham se encerraba en silencio impenetrable. Lo único que se le alcanzaba al explorar el alma de Devinter era un odio reconcentrado, tanto más temible cuanto más frío, hacia Inglaterra. Pero al inquirir sus causas, Abraham se sonreía, replicando plácidamente:
—Ya verás, ya verás...
Al cabo, Alejandro se puso a pensar en sí mismo.
Por primera vez en su vida comenzaba a inquietarle una preocupación grave.
¿Qué iba a ser de él en Kimberley? ¿Encontraría ocupación? ¿Sería de su agrado?
Hasta entonces, niño mimado de la casa, había vivido cubierto material y moralmente de cariños.
En la granja paterna, situada en los alrededores de Pretoria, se le quería como al hijo mimado. Padre y madre habíanse esmerado en evitarle los trabajos penosos; mientras Jacobo, su hermano mayor, reemplazaba a su padre en el cuidado de los rebaños y en el cultivo de la tierra, él se quedaba en casa, recibiendo de los padres y maestros una educación superior a la de todos los jóvenes de las inmediaciones.
Una vez adolescente, se le envió a Amsterdam, y en la segunda capital holandesa, en casa de su tío abuelo, había aprendido fácilmente el oficio de obrero diamantista, distinguiéndose sin esfuerzo entre sus compañeros de taller, y alcanzando, merced a una sensibilidad aguda del tacto, tal vez debida a un tan exquisito como inconsciente temperamento artístico, especial habilidad en la talla de diamante?.
Por sus aficiones naturales, destinó sus horas de solaz a la admiración de las obras pictóricas, arquitectónicas y escultóricas de los grandes maestros.
Y al terminar el aprendizaje, a los veintidós años de edad, se encontró en posesión de un oficio codiciado y de una cultura y delicadeza artísticas no muy comunes en el hijo de un labriego.
Pero hasta entonces su vida se había deslizado suavemente, como las aguas de los ríos que se tendían a los lados, en sus cauces anchurosos.
La verdadera vida comenzaba ahora, después de su regreso de Holanda, y sobre todo con el viaje a Kimberley, donde pretendía encontrar colocación.
Algo misterioso y triste le advertía que ya iba a acabarse la existencia de invernadero; tan pronto como su tío Abraham le encontrara un destino, el calor de hogar que siempre le había rodeado desaparecería definitivamente.
¡Adiós, cuidados minuciosos de la madre y de la hermana! ¡Adiós, solicitud insistente del tío abuelo! ¡Adiós, granja del tío Abraham, donde las primas Dina y Olimpia le repasaban con tanto esmero la ropa blanca y tocaban y cantaban al piano las canciones melancólicas de la vieja y nevada Holanda!
Olimpia, sobre todo. ¡Tan culta, tan sensible, tan artista, tan franca!... Deseando estaba evacuar a toda prisa la diligencia que le llevaba a Kimberley, para oír de su voz fresca y argentina el relato detallado de aquellos románticos amores en que nació el himno del Transvaal.
Y en lugar de los ojos azules de Olimpia, de su cabello de oro, de la blancura dorada de su cuello, el Vaal se extendía allá abajo, áspero y seco, mostrando su fealdad rojiza por entre el polvo que los velocípedos levantaban al rodar.
Ante la perspectiva, nueva, desconocida y un tanto misteriosa de ganarse la vida en los campamentos de aventureros, sintió un ligero estremecimiento en las espaldas.
Al poco rato recobró su alegría habitual.
Los pensamientos tristes suelen durar poco en los cerebros jóvenes —y pasaron las penas por su frente como la sombra de un pájaro por la tierra asoleada.
De pronto se vio a lo lejos una gran polvareda.
—¿Qué es eso? —preguntó Alejandro.
—Un coche —replicó Devinter.
Y los ciclistas siguieron avanzando silenciosos.
A los pocos minutos se vio destacarse de entre el polvo del carruaje una humarada.
Oyó perceptiblemente Alejandro una detonación y exclamó con alarma.
—¿Qué pasa en ese coche?
—¡Cualquiera lo averigua! —contestó Devinter, añadiendo con imperiosa voz:
—¡Detente, muchacho!..., me parece que se está asesinando ahí a alguien.
Alejandro se apeó inmediatamente, echando mano al rifle, que según costumbre que empieza a generalizarse en Africa, llevaba enganchado del cuadro del velocípedo, a la manera que llevan los fusiles los ciclistas militares de los ejércitos europeos.
Esta vez fue el tío quien imitó al sobrino apercibiendo el rifle.
—Y ¿qué hacemos ahora? —preguntó Alejandro.
—Lo más prudente es volvernos a la granja.
¿Y sin llegar a Kimberley?... Vuélvase usted, si quiere, tío, yo no regreso.
Y, agarrando el rifle con la mano derecha, echó a andar, montando en la máquina.
—¡Tiene la sangre de la raza! —repuso Devinter, montando igualmente.
Sonó a los pocos segundos otra detonación y entonces Alejandro, como si una máquina moviera sus miembros, como empujado por un impulso irresistible, echó a correr camino adelante, en dirección del coche, el rifle en la mano derecha, con la culata apoyada en la pierna, y el cuerpo inclinado, como en una carrera cuyo premio fuera el campeonato nacional.
Devinter gritaba:
—Alejandro, Alejandro..., para, para.
Y corriendo con toda la fuerza de sus piernas, trataba de alcanzarle.
Pero el joven ni se paraba ni le oía.
Hasta que Devinter, ciclista poco hábil, por forzar la velocidad a que su máquina estaba acostumbrada, dio de cabeza contra un árbol y velocípedo y velocipedista rodaron por el suelo, cada uno por su lado, rota la máquina y sin sentido Abraham.
Y Alejandro corría, corría hacia adelante, sintiendo centuplicarse las energías de su espíritu ante la perspectiva del peligro.
Porque el espectáculo que a sus ojos ofrecíase era de fascinadora belleza trágica.
Sobre un coche detenido en medio del camino se alzaba una señora, luchando cuerpo a cuerpo con un hombre de ciclópea estatura.
Otros dos hombres que, a juzgar por las libreas, debían ser el cochero y el lacayo, se revolcaban por el suelo, luchando a brazo partido.
Sonó un tercer disparo y vio distintamente Alejandro que la señora tenía un revólver en la mano.
Y nuestro ciclista, agarrando nerviosamente el rifle, avanzaba con ímpetu.
Estaba a treinta pasos del coche, cuando una voz de mujer gritó con angustia:
—¡Aquí, aquí!
Pero al mismo tiempo, de entre una cabaña de césped que bordeaba el camino, aparecieron como sombras otros tres hombres que le dieron el alto con ademán y tono imperativos.
Y entonces Alejandro, sin dejar de correr, pero acortando la marcha, apercibió el rifle y disparó.
No en balde era boer, a pesar de los refinamientos artísticos que debía a su educación, su temperamento y su viaje por Europa.
Uno de los tres hombres cayó en seco, sin articular una palabra.
Desgraciadamente para Alejandro, le fue imposible descender del velocípedo antes de que éste alcanzara a los hombres y uno de éstos, agachándose rápidamente, tuvo tiempo de extender la culata de la carabina.
El velocípedo tropezó en ella y Alejandro cayó, pero agarrando el rifle.
Los dos hombres se echaron sobre él.
Y entonces, si algún viajero hubiera atravesado aquella tierra ingrata, habría presenciado la más horrible de las luchas.
En el suelo, los dos hombres con libreas se acometían como fieras.
Uno de ellos, el blanco, blandía un puñal, y el otro, el negro, cuidaba únicamente de eludir los golpes, con la movilidad de una serpiente.
En el coche, la dama y el hombre de gigantesca talla luchaban por estrangularse y, ¡cosa extraña!, a pesar de las fuerzas del hombre, la señora se defendía tenazmente.
Más allá del coche, Alejandro era presa de los otros dos hombres. Uno de ellos habíale arrebatado ya el rifle y el otro le sujetaba los brazos, pero Alejandro se defendía con los pies, con la cabeza, con los dientes.
Se oyó un grito ronco y uno de los hombres de librea se incorporó, diciendo en un inglés de taberna:
—¡Maldito cafre!... Esta madera de ébano mella los aceros..., ¡me ha roto el puñal con los pulmones!
Casi instantáneamente pudo saltar del coche la señora, desprendiéndose de los brazos del gigante, con el vestido blanco teñido de sangre, mas no lo hizo sin que sobre ella se arrojara el hombre de la librea.
Al mismo tiempo los caballos, espantados, echaron a correr campo traviesa, a galope tendido.
Al advertirlo, el gigante quiso saltar del coche.
Ya era tarde.
Los caballos habían caído en una mina abandonada y su peso había provocado un hundimiento en aquella tierra polvorienta.
—¡Socorro! —gritó el gigante con estridente voz.
Y súbitamente desapareció con el coche y los caballos, tragados, arrollados, devorados por una tierra que con ellos se despeñaba al fondo de la mina, desde una altura de doscientos metros.
Entretanto la lucha proseguía en el camino.
Alejandro no oía nada, no veía nada, nada sentía, ni pensaba en nada, sumido absolutamente en la empresa de librarse de aquellos dos hombres.
De pronto sintió como que algo íntimo y profundo se le escapaba muy de dentro.
Vio en un segundo que desfilaban por sus párpados cerrados visiones y recuerdos.
Creyó contemplar la ciudad de Kimberley, tan mísera y destartalada como se le había aparecido media hora antes.
Le pareció encontrarse en la granja de su tío Abraham Van Devinter y estar junto al piano, oyendo las notas que arrancaban los dedos de Olimpia.
Se figuró que los azules ojos de su prima se clavaban amorosos en los suyos.
Pensó estar en Holanda, escuchando los consejos de su tío abuelo.
Imaginó pasearse por los alrededores de la paterna granja, contando las cabezas de ganado cuando al anochecer volvían al establo.
Le silbaba en los oídos el himno transvaalense:
Se encontró lejos, muy lejos, en el amplio cuarto donde su cuna se meciera, arrullado por las canciones melancólicas que la madre le cantara.
Un mar de oscuridad y de silencio se le entró por los ojos.
Alejandro Liebeck había perdido el conocimiento.
Los dos compadres vaciaban las botellas con impetuosidad verdaderamente anglosajona.
Para cubrir las bajas sufridas en el jerez, entraban en batalla la ginebra de Holanda y el champagne de Reims. ¡Y aún se dirá que los ingleses no son cosmopolitas!
Ocurría la escena en uno de los más amplios salones de la casa palacio de Lord Denver en Kimberley.
Tendidos en blandas y muelles butacas, el dueño de la casa y el celebérrimo Barnato, el archimillonario, bebían y fumaban ricos habanos Murias, de doscientas libras esterlinas el millar.
Los rasgos del aristócrata de buena cepa se conservaban en Lord Denver, no obstante el abusar de los alcoholes.
Su talle esbelto, el cuerpo derecho, la cabeza erguida, las manos largas, las uñas bien cuidadas, los dedos sin nudos, el aspecto total, marcial y dominante, contrastaban notablemente con los rasgos y facciones de sus asociados en las compañías mineras.
Barnato, ni en su tipo ni en su sangre tenía nada de aristócrata. Sus bromas no eran, asimismo, de las más delicadas.
—¿Sabes, Enrique, que para ser un lord bebes ginebra como uno de tus cafres?
Y al decir esto pasaba amistosamente sobre el hombro del aristócrata la mano —mano pesada, gruesa y corta, como la zarpa de un león.
-¿Y sabes que para ser un...?
No terminó la frase Lord Den ver.
En el umbral de la puerta apareció un criado, trayendo un telegrama.
—Es urgente.
—Está bien, y que no entre nadie.
El criado se retiró inclinándose.
Lord Denver leyó el despacho en voz baja, volvió a leerlo como si no quisiera dar crédito a sus ojos; aún lo leyó otra vez mirándolo hasta por las márgenes y por el reverso, y cuando se hubo cerciorado de que no le engañaba su esperanza, abalanzóse sobre Barnato, abrazándole con las muestras más aparatosas de entusiasmo, y exclamó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Viva el doctor Jameson! ¡Viva Cecil Rhodes!... ¡El Rand será nuestro!
Barnato se apoderó a su vez del telegrama, leyéndolo en voz alta.
Decía así:
Mafeking, Agosto 11 Denver
Kimberley
Leonard nuestro, dispone cinco mil hombres. Comuníquelo Barnato y Beit. Espere ahí Rhodes, Phillips, yo, convendremos detalles. Aplace emisión acciones. Asunto seguro. Reserva. Enhorabuena.
Jameson.
Barnato dejó el despacho sobre la mesa.
Por un segundo los dos compadres se abrazaron en silencio, aún más ebrios de gozo que de alcohol, hasta que Barnato, recordando sus buenos tiempos, se subió sobre la mesa y vertiendo mezclados champagne y ginebra, en copas anchas y profundas, comenzó a hablar de esta estrambótica manera:
—Señoras y señores. Tengo el honor de anunciaros que las auríferas minas del Rand van a perder de vista a
—¡Hurra, bravo! —exclamaba Lord Denver.
—Echa más champagne, Lord... Tengo la satisfacción de participaros que el famoso, el conquistador, el magno doctor Jameson, vencedor del rey Lobengula, de los cafres, de los mata-beles y de los bechuanas, va a invadir el Transvaal.
—¡Hurra el doctor Jameson! —interrumpía Denver.
—Tengo el orgullo de deciros que Leonard, honra del foro sudafricano, futuro presidente del Tribunal Supremo de Justicia, presidente de la Unión Nacional de Johannesburgo, se adhiere a nuestra causa, obligándose a ayudarnos con cinco mil hombres.
—¡Hurra Leonard, el abogado!
—Tengo el placer de aseguraros que el pajarraco Kruger tendrá que irse con su Biblia y sus holandeses a otra parte, porque si no se fuera, si no se fuera, yo, Barnato, le agarraría por las barbas con toda la fuerza de mis brazos y le colgaría del alero de un tejado.
—¡Hurra por el hércules Barnato!... Sigue el discurso.
Pero Barnato se paró de pronto.
Una idea le había acometido.
Descendió de sus alturas, yéndose derechamente a una mesa escritorio, en un rincón de la sala.
Apercibió papel y pluma y escribió velozmente unas líneas.
—¿Qué haces? —le preguntó Lord Denver.
—¡Ay, Lord, Lord!..., mira la diferencia que hay entre un pobre Denver, como tú, y un gran Barnato como yo. Toma y lee.
Leyó Denver.
Suspenda ventas. Compre Charted y Rand aseguradas.
—Ves. Yo bebía más que tú, hablaba más que tú y al mismo tiempo pensaba más que tú.
—Está muy bien, pero Charted no se escribe «Charted», sino «Chartered».
—Eso es lo que sabe un Lord, ¡ortografía!, ¡lo que un maestro de escuela! ¿Y sabes lo que vale un maestro de escuela? ¡Cincuenta libras esterlinas al año!... Mira, llama al criado.
Se presentó el criado de antes, un negrito bushman, de pequeña estatura.
—Oye —dijo Barnato—, lleva este despacho al telégrafo... Corre, que es urgente.
Y dirigiéndose a Lord Denver, mientras salía el servidor:
—Y ahora, después de haberte probado que te venzo en los negocios, voy a demostrarte que bebo más que tú, ¡pedazo de idiota! SSfe
Si Lord Denver no se hallara tan unido a Barnato en cuantas compañías estaba interesado, es muy probable que no habría tolerado las bromas, a veces atrevidas, que se permitía su compadre.
Allá, en Inglaterra, junto a la casa solariega, entre los nobles sus compañeros de colegio, tal vez podía el último Lord Denver parecer un buscador de dinero, pero en Kimberley, entre los millonarios advenedizos, entre los reyes sin más reinados que los de minas, Lord Denver se complacía en enumerar la serie larga de sus ascendientes a los aventureros que con dificultad acertarían a decirnos los segundos apellidos de sus padres.
Y si el aspecto de las habitaciones indica las cualidades de sus inquilinos, al ver el color severo de las paredes y los muebles, la ausencia de tapices y portieres que con sus tonos suaves dificultan la luz en el tocador de las damas coquetas, nadie hubiera dicho: «Aquí mora un voluptuoso.»
Ante la falta de bibelots y obras artísticas, tampoco se habría exclamado: «Aquí vive un soñador o un poeta.»
Pero ante la riqueza fastuosa de los muebles, ante las bandejas y fuentes de oro y plata que asomaban por entre los bien tallados aparadores, tampoco se hubiese afirmado sencillamente: «Aquí vive un aventurero enriquecido.»
Porque colgaban de los muros viejos retratos de militares y señores, mostrando en sus trajes y uniformes las modas de cuatro siglos, y anunciando con el parecido de sus rostros que formaban los eslabones de una noble familia.
Y, sin embargo, aquel Lord, tan orgulloso de su sangre, había llegado al Sur del Africa, como los inmigrantes todos, sin otro capital que la maleta, no muy llena, y sin más porvenir que el misterioso continente y el cielo incierto por delante.
—¿Por qué causas? Ni Barnato ni nadie las conocía a fondo, pero ello no impedía que en sus intimidades con el Lord, el archimillonario se burlara grandemente de sus pujos hidalgos.
—¿Cuántas cajas de ésas de Jameson tienes en tu casa? —preguntó bruscamente Lord Denver.
—Setenta y dos de carabinas Lee Metfort y tres con las piezas desmontadas de un cañón Máxim.
—Yo tengo otras mil seiscientas carabinas, que con las mil ochocientas de tus cajas hacen un total de tres mil cuatrocientas.
—Aún necesitamos otras mil seiscientas para que tengan armas todos los hombres de Leonard.
—Pero éstas las enviamos desde luego.
—¿Enviarlas? ¿Ya dónde?
—A Mafeking y allá Jameson con ellas.
—¡Por las barbas de Kruger!... ¿Y qué quieres que haga con ellas en Mafeking el doctor Jameson?
—¡Toma...! Introducirlas en Johannesburgo con su gente.
—¡Ay, Dios mío, pero qué bruto eres! Déjame a mí el cuidado de las armas y llena estas dos copas. Te juro que si delegáramos exclusivamente en ti la dirección de las compañías, ni a Rhodes, ni a Phillips, ni a Beit, ni a Jameson, ni a ti, ni a mí, ni a ninguno de los hombres de Kimberley nos quedaría un cuarto.
—¿Por qué?
—¿No comprendes, desventurado, que si Jameson entrase en el Transvaal por Mafeking, él y sus hombres y las cinco mil carabinas caerían en poder de Kruger a la tercera parte de camino entre la frontera y Johannesburgo?
—Pues que entre por el Sur, por el Natal o por Wepener.
—Y antes de que llegue Leonard y sus hombres estarán en poder de Joubert y de Cronje.
—Pues que haga lo que quiera; yo despacho con que estén listas las ciento treinta y seis cajas de carabinas.
—Vale más que me las deje a mí. Antes de que Jameson se mueva tendrá que estar armada la gente de Leonard.
—¡Calla!, pues tienes razón.
—Y para armar a esos cinco mil hombres hay que enviarles las carabinas fraudulentamente.
—Pero cinco mil fusiles no se meten en un puño.
—Es verdad, no se puede hacer con las carabinas lo que yo hacía con los diamantes, cuando se le ocurrió al bueno de Kruger prohibir su introducción en el Transvaal.
—¿Y qué hacías?
—Tragármelos un minuto antes de llegar a la Aduana.
—¿Y luego?
—¿Luego...? ¡Qué tonto eres! Luego, purgarme.
—Es verdad que tú ya no estás acostumbrado a tragarte sables de a metro y montones de estopa encendida a la entrada de una barraca.
—¡Lord, Lord! Si quieres que no te abrume, haz el favor de no recordarme aquellos tiempos.
—¿Te duele, eh?
—No sé si me duele; pero lo cierto es que a mí se me ha ocurrido un medio para que entren los cinco mil fusiles en Johannesburgo, y a ti no se te hubiera nunca alcanzado.
—Un medio... ¿cuál?
—Hacerlos introducir con la suavidad del aceite.
—Tú te figuras que se puede vivir toda la vida del escamoteo y que son tontos los aduaneros del Transvaal.
—Muy listos han de ser para que vean las carabinas.
—¿Te las tragas definitivamente?
—¡Idiota! ¿No te he dicho que entrarán como el aceite? ¿Cuántas cajas de aceite habrá en los almacenes?
—Más de diez mil. ¿Para qué lo preguntas?
—... Mañana las haremos vaciar y levantar la tapa. Los hojalateros construirán unos millares de cilidros huecos. Meteremos en ellos las piezas desmontadas de los fusiles. Introduciremos los cilindros en las cajas; rellenaremos éstas nuevamente de aceite, volveremos a soldar las cajas, las consignaremos a los almacenes del Rand y como los señores aduaneros no verán más que aceite, las cajas llegarán a Johannesburgo. ¿Te vas enterando de mi altura, Lord imbécil? \
—Sí, la altura de un payaso subido a una maroma.
—Anda, llena las copas y no hablemos más de negocios. ¡No entiendes una palabra!
—¿Se te figura que yo me he educado en un circo de «clowns»?
—Ya te he dicho que no me recuerdes esos tiempos. ¡A tu salud, Lord de lance!
—A la tuya, payaso.
—¡Que ya te he dicho!
—¡A la del doctor Jameson, titiritero!
—Que...
—... A la de Cecil Rhodes, charlatán de plazuela.
—Que...
—¡A la de la expedición saltimbanqui!
Y Barnato, que ordinariamente, y lo mismo en los salones londonenses que en las tabernas de Kimberley y Johannesburgo, sentía particular orgullo en narrar ante una muchedumbre las aventuras de sus tiempos de «clown», no podía oír sin exasperarse que se le reprochase frente a frente, en conversación íntima, su antigua profesión.
Así que en cuanto Lord Denver recalcó los calificativos de titiritero y saltimbanqui, Barnato se levantó, e irguiendo su cor-pacho, no muy alto, pero tallado formidablemente, ágil, atlético y con los ojos de un gris aplomado, despidiendo luces, exclamó en voz alta, cogiendo nerviosamente el telegrama del doctor Jameson: [1]
—Sí, payaso, payaso hace veinte años, pero hoy el hombre más rico del Africa, y mañana tal vez el rey del continente.
—¡No estás mal rey!
—¿Y por qué no? El doctor Jameson y el mismo Cecil Rhodes, ¿qué vienen a ser sino mis instrumentos?... ¿Que mandan ellos?... ¡Y qué!... Siendo yo el primer accionista de nuestras compañías, ¿a quién aprovechan principalmente vuestros éxitos?
—¡Payaso!
—Sí, ayer payaso, mañana dueño de Africa. Grande es el camino entre una y otra cosa... ¡Pues todo lo he recorrido yo con estas piernas y barriendo los obstáculos con estos brazos!
Y Barnato al decir esto recorría a grandes trancos el salón.
Se detuvo frente a Lord Denver y, alcanzando la copa para que éste se la llenara, prosiguió hablando, como consigo mismo, como si nadie le escuchara:
—Sí, payaso, payaso muchos años, recorriendo Europa y Australia, Africa y América, con la cara pintada de blanco y el gorro puntiagudo en la cabeza; de niño era el hombre de goma. Dislocándome los huesos llenaba el circo de espectadores y de monedas el bolsillo del amo... Para mí eran los palos y el pan escaso, a fin de que la grasa no pudiera amenguar mi flexibilidad.
»Engordé con los años, a pesar de esas precauciones, y entonces fui payaso. Al cabo del tiempo y en fuerza de privaciones, sorteando aquí el oído de mis compañeros, allá la persecución de la justicia, en todas partes el general desprecio, llegué a reunir bastante dinero para montar un circo por mi cuenta.
»Con el circo y la compañía a cuestas recorrí el Africa, hasta que un día acampando a doscientas millas de aquí, en una llanura transvaalense, me desperté una mañana con la cabeza entumecida.
»Miré a todos los lados sin ver nada y al despertarme totalmente me encontré solo, completamente solo. La compañía había desaparecido robándome las fieras, el camello, el elefante, los caballos, los perros, el material del circo y el dinero.
»Y tuve que recorrer a pie, sin un penique, solo y descalzo, porque a los pocos días se me rompieron los zapatos, las doscientas millas que de Kimberley me separaban.
»No me asusta la tarea de andar sin dinero. Pero el Transvaal no es Europa. Era en el mes de agosto, en pleno invierno, la estación de los vientos y el polvo. Todas las cosas se tiñen de gris. Ningún paisaje habrá en el mundo más desolador que éste.
»Es un desierto, sembrado de rocas, sin ningún atractivo. Los kilómetros suceden a los kilómetros sin que varíe el espectáculo. Rocas que parecen caídas del cielo, colinas de cumbres llanas, montículos de tierra de dos metros, donde anidan las hormigas, y luego más rocas, más colinas, más montículos y así siempre.
»De cuando en cuando una cabaña de arcilla y de madera. Es la granja del boer, cuyos habitantes tan pronto como advierten el acento británico de nuestro holandés, nos vuelven la espalda y nos cierran la puerta.
»A1 fin, en Kimberley. ¿Te figuras que los tribunales ingleses fueron justos conmigo? Reclamé contra el robo..., me faltó muy poco para que me metieran en la cárcel... ¡No tenía documentos!
»Conseguí trabajo. A los dos años pude explotar un
»Fui a Johannesburgo al anunciarse el descubrimiento de las minas de oro.
»Me embarqué antes que nadie en la empresa de explorar los pozos profundos. Pero no era lo bastante rico. Antes de que los picos y los barrenos llegaran al filón me había quedado sin un céntimo.
»Vuelta a empezar. Entonces me lancé por esos campos, al descubrimiento de filones nuevos. Más de una vez, y sin más datos que las vagas indicaciones de algún negro, me echaba por esas diligencias, medio desnudo, casi hambriento, gastando mis únicos chelines en el viaje y llevando por todo equipaje un martillo, un pico, una pala y una palangana. El pico y la pala para arrancar un pedazo de roca, el martillo para pulverizarlo, la palangana para llenarla de agua, echar en ella el polvo y dar vueltas a la palangana, hasta que el oro, cuando lo había, como más pesado, se iba al fondo.
»¡Y cuántas veces hacía un largo viaje para encontrarme con que diez hombres, veinte o más, se me habían adelantado!
»A los seis meses de esta vida hice un negocio. Con el importe me puse a explotar otra mina por mi cuenta. ¡El filón se acabó a los diez metros!... ¡Arruinado de nuevo!
»Me hice rematante. En la plaza de los pueblos mineros, bajo el paraguas rojo, vendía a subasta los terrenos auríferos. Hice con las propinas otro capitalito. De nuevo pretendí explotar solo un filón por mi cuenta.
»Vencí la mala suerte... Y aquí me tienes, Lord. Ni tú, ni todos los Lores Denver o demonios serían capaces de resistir tantas calamidades... y de vencerlas... Hice hace poco tiempo un cálculo aproximado de mi activo... ¿Sabes a lo que asciende?
—Tú dirás —repuso Lord Denver.
—A veintinueve millones de libras esterlinas, o sea setecientos veinticinco millones de francos.
—Millones que no te librarán de seguir siendo Barnato, el ex payaso.
—Sí, Barnato, Barnato, el ex payaso..., echa vino..., pero ¿qué eres tú sino un gancho mío, un anuncio, un reclamo?
—¡Payaso, payaso, no te propases!
—Oye, no hubiera querido decírtelo, porque en medio de todo, te tengo cariño, pero me has tocado en lo vivo, y la lengua se me desata por sí sola... Ya te lo he dicho: ¡eres un reclamo!
—¡... Payaso, bebe y no disparates!
—Bebo y no disparato, mi prospecto, mi anuncio, mi reclamo. ¿Te has figurado que te hemos enriquecido por tu linda cara? Y digo, Lord, que te hemos enriquecido porque tú solo te habrías muerto de hambre.
—¡Payaso, payaso!
—Si te hemos dado un puesto importante, si te hemos metido el dinero en los bolsillos, es porque eres un Lord, un Lord Denver.
—¡Y qué!
—Necesitamos un Lord para exhibirlo ante los rentistas desconfiados de Europa. Necesitamos un Lord al frente de nuestros negocios para que no se dejara nunca de suscribir nuestras acciones... Necesitamos un Lord porque los burgueses europeos son tan bestias, que conceden más crédito a un título de papel que a un hombre de carne y hueso... Necesitábamos un Lord...
La reaparición del criado negro puso término al discurso de Barnato.
—Señor, Abraham Van Devinter dice que necesita verle a usted inmediatamente —dijo el criado.
—¿Abraham Van Devinter en esta casa? —replicó Lord Den-ver, estremeciéndose visiblemente.
Y añadió:
—Dile que no estoy, que venga otro día, que te dé por escrito lo que tenga que decirme.
Y al retirarse el criado, preguntó a Barnato:
—¿Qué querrá Van Devinter?
—No te preocupes. ¿Qué puede hacerte ya...? Bebamos, Lord; bebamos.
Cuando levantaban las copas los dos socios se oyó en los pasillos gran ruido de voces y pisadas.
—¿Qué pasa? —se preguntaron ambos asociados.
Al cabo de un minuto, entró por segunda vez el criado, con el semblante desencajado y hasta pálido, si los negros pudieran ponerse pálidos.
—Señor, señor, gran desgracia. En la carretera de Boshof se ha encontrado al lacayo Tom, muerto de una puñalada... Otro hombre desconocido muerto de un tiro. Un minero asegura que ha visto caer el coche del señor en el fondo de la «Julieta», la mina abandonada... Abraham Van Devinter quiere ver al señor para que le dé noticias de Alejandro Liebeck, su sobrino.
¿Y la señora? —interrogaron al mismo tiempo los dos socios.
¿Y Lady Denver? —recalcó Barnato.
—No saben, señor; no saben.
Se hizo el silencio por diez minutos.
Lívidos, ojerosos, los millonarios se levantaron súbitamente. Dieron dos o tres pasos tambaleándose. El alcohol del Jerez, de la Ginebra y del Champagne parecía haber inundado de golpe sus cerebros.
No acertaban a hablar, lanzándose mutuamente miradas estúpidas.
Mas, de pronto, Barnato arrojó sobre la mesa el telegrama de Jameson y articuló penosamente la palabra ¡asesino! e hizo ademán de lanzarse sobre Lord Denver, cuando una nueva aparición le cortó el movimiento.
En la puerta del pasillo estaba Van Devinter, irguiendo su alta talla, con el sombrero puesto, dejando ver por el lado de la frente una amplia venda, los brazos cruzados, la faz sombría, el aspecto inquietante.
Se adelantó sin despegar los labios.
Desde la puerta había sorprendido el insulto que dirigió Barnato a su asociado y la acción de tirar un papel sobre la mesa.
Imaginó que este pedazo de papel pudiera enterarle de lo que motivaba su visita, y cogiéndole leyó el telegrama del doctor Jameson despacio, muy despacio.
Volvió a dejarlo sobre la mesa y paseó la mirada en torno suyo.
Lord Denver y Barnato seguían mirándose con ojos vidriosos, dando traspiés, volcando las botellas, despidiendo fuerte olor a licores, total, completa y absolutamente ebrios.
Abraham los miró fijamente, uno a uno.
Sólo tres sílabas se escaparon de sus labios:
—¡Canallas!
Y cruzando los brazos sobre el pecho salió del cuarto por donde había entrado, mudo, rígido, como un espectro, como una sombra...
Con paso largo, monótono y grave salió Abraham Van Devinter del salón donde Lord Denver y Barnato tambaleaban sus cuerpos, saturados de alcohol.
Recorrió los pasillos y escaleras sin vacilaciones, como hombre seguro del terreno que pisa.
En el portal se agrupaban los servidores de la casa, con la consternación más viva pintada en los semblantes.
—¿Y Tom? —preguntaban a un hombre blanco, cuyo traje le diferenciaba de los criados.
—Muerto de una puñalada.
—¿Pero muerto?
—¡Muerto!
—¿Y el coche?
—No se sabe; dicen que ha caído en la «Julieta».
—¿Y la señora?
—No se sabe, no se sabe.
Abraham, abriéndose paso, ganó la calle.
Era un domingo al anochecer.
Nada más triste que Kimberley en día de fiesta.
En las calles rectas, las casas se suceden a las casas sin despertar ningún recuerdo, sin excitar curiosidad alguna.
Todas son iguales. Cuatro vigas arman el esqueleto, paredes de arcilla lo rellenan; aquí se levanta un edificio de ladrillo, algo más alto, con una cruz arriba; es la iglesia; allá se alza un gran rectángulo de arcilla y cinc; es el cuartel.
Por las calles discurren montones de negros cantando tristes aires en idioma incomprensible, repitiendo machaconamente palabras y música.
Son cantos de esclavitud y de sufrimiento, donde expresa la música con más instinto que arte la inextinguible melancolía de los pueblos vencidos.
A las veces se desprende de los grupos alguno de los negros, da dos o tres vueltas y cae en el arroyo. Sus compañeros tratan de levantarle y varios de ellos se caen igualmente. ¡Todos están borrachos, borrachos hasta la muerte!
Devinter sigue andando. Acaso un sentimiento de piedad le pasa por el alma. ¿Pero quién adivina una emoción bajo aquellas sus facciones talladas a martillo, inmutables, graníticas?
Cruza la calle una mujer. Lleva al aire los brazos carnosos y descotado el pecho. Viste un traje de colores chillones. Despide su cuerpo violento olor a perfumes baratos. Tropieza en la acera con un par de sujetos, dos «cuellos rojos» (dos ingleses).
Los individuos, después de saludarla con palabras obscenas, le arrojan a puñados el fango de la calle y continúan su marcha, riéndose a grandes carcajadas, tambaleándose.
Devinter sigue andando. Se acerca al centro de la ciudad. Las luces se multiplican, el barullo comienza. A los cafés suceden las tabernas, a las tabernas los cafés. Se abre una puerta y del tugurio iluminado se desprende nauseabundo vaho alcohólico. Se abre otra puerta y un grupo de borrachos sale de la taberna para entrar en el café.
Uno de ellos exclama al distinguir a Devinter:
—¡Calla!... ¡Es un boer!
Para bromearse le sopla a la cara el humo de la pipa.
Y su aliento azul, iluminado casualmente por las luces del café, recuerda las llamaradas del alcohol.
Devinter sigue andando. Siente que se le enredan los pies en algo blando. Mira hacia el suelo. ¡Las faldas de una mujer borracha !
Llega a la plaza principal. Aquí las luces de los cafés conciertos, de las fondas, de las cantinas, de las tabernas y de los bares, permiten abarcar distintamente las líneas de edificios. Son construcciones regulares y simétricas, levantadas recientemente y de cualquier modo.
Paredes, puertas y ventanas rectangulares, donde las líneas curvas del arte y de la gracia se han retirado horrorizadas. Nada que evoque la imagen de un hogar apacible, ni una ventana iluminada quedamente, nada que haga pensar en una escena de familia. O la luz bárbara de los cafés y las cantinas o el oscuro silencio de las tiendas cerradas.
Otro grupo de borrachos atraviesa la plaza cantando a grito herido lúbricas canciones. Se acerca a un «bar», en cuyo fondo y sobre enorme tonel de «whisky» monta a caballo una estatua de Baco, toscamente labrada, que ríe enseñando dos hileras de dientes.
Devinter sigue andando. Pasa frente a una barraca de feria en cuyo estrado un clown pintarrajeado se desgañita, mientras el bombo hace «chis-chas», «bum-bum»...
Exhala una puerta asqueroso olor a opio. Detrás de ella una porción de chinos se emborrachan fumando.
Devinter sigue andando con impávido paso. ¿En qué piensa? ¿En esa renombrada ciudad de los diamantes que parece campamento de gitanos? ¿En la embriaguez de Lord Denver y Bar-nato? ¿En el telegrama del doctor Jameson? ¿En su sobrino Alejandro Liebeck? En la tragedia que le saliera al paso en el camino de Boshof a Kimberley?... ¿Lo sabe alguien?... Porque ¿quién adivina una emoción bajo aquellas sus facciones talladas a martillo, inmutables, graníticas?
Abraham Van Devinter entró en un restaurante, miró al reloj que señalaba las siete menos cuarto y se sentó junto a una mesa situada en un oscuro rincón.
Se hallaba en uno de los lugares más cosmopolitas de la cosmopolita Kimberley. Ingleses, alemanes, holandeses, rusos, napolitanos, afrikanders y boers, cuantas variedades ha producido la raza blanca, agrupábanse en torno de las mesas.
Y, sin embargo, la Kimberley de 1895 no era ya la de antes, la ciudad surgida al descubrirse ya los yacimientos diamantíferos.
Entonces chinos, malayos, alemanes, ingleses y afrikanders se confundían en un mismo pensamiento y una sola ambición, pensamiento y ambición tan avasalladores que parecían borrar hasta los rasgos fisionómicos que caracterizan a los hijos de los distintos países.
En el restaurante donde entró Van Devinter, ¡vaya si se diferenciaban las nacionalidades de los diversos clientes!
En un extremo de la mesa del centro hablaban alemán cuatro o cinco sujetos de cuadradas frentes y poblados mostachos. En la otra punta conversaban en la lengua de Dante dos napolitanos de rostro pálido y huesudo. En medio departía en un chapurreo de holandés e inglés un grupo de afrikanders. Tres o cuatro boers comían y callaban. La selvática floresta de sus barbas, los labios gruesos y bonachones y las narices de amplia base, contrastaban, del mismo modo que su silencio con la nariz aguda, los labios finos y la afeitada barba de los ingleses que vociferaban al comer.
Pero ya se sostuvieran en inglés o alemán, holandés o italiano, era idéntico el tema en todas las conversaciones.
—La mina «De Beers» suspende los trabajos por un mes —exclamaba un súbdito de la reina Victoria golpeando la mesa de un puñetazo.
—Lord Denver ha anunciado que despedirá mañana a la mitad de los operarios —decía un italiano.
—Mañana me marcho a la ciudad del Cabo —murmuraba un judío de nariz ganchuda al dueño del restaurante, un alemán de cara apoplética y exuberante vientre.
—¿Andan mal los negocios? —le preguntaba éste.
—¡No me hable usted, no me hable!... Nada, nada, una pie-drecilla de tres quilates y el resto polvo. ¡Kimberley no es lo que era!
—¡A quién se lo dice usted!... Desde que ese maldito Lord Denver puso aquí los condenados pies, imposible el negocio.
—¿Se acuerda usted?... En cada viaje me llevaba algo bueno. Una de diez quilates, otra de siete, y así, más o menos. ¡Pero ahora!... ¡Si parece que se han acabado los diamantes!
—¡Que se han acabado!... Hay tantos o más que en aquellos tiempos en que las botellas de champagne se pagaban a diez libras esterlinas cada una (doscientas cincuenta pesetas), y los días buenos se destapaban en esta casa hasta sesenta. ¡Que se han acabado los diamantes! ¡Dígaselo usted eso a Lady Den-ver!... Sólo el diamante rosa del alfiler del cuello pesa más de cincuenta quilates.
—¡Verdad, verdad!... ¡Qué tiempos aquellos!
—¡Esto es indigno! —gritaba un italiano—. ¡Qué se han figurado esos ingleses!... ¡Cochinos, ladrones!
—¿No bebes cerveza, penco de tranvía? —preguntó un inglés, mocetón sonrosado, de seis pies de estatura, nariz interminable y orejas grandes, que parecían las alas de un murciélago, dirigiéndose a una francesa cuyos afeites encubrían malamente las arrugas—. ¿Desde cuándo te has dedicado al agua pura?
—¡Yo, penco de tranvía! ¡Has de saber, cara de mochuelo, que en esta misma casa se me ha pagado por un beso doscientas libras esterlinas!
—Verdad, verdad —exclamó el dueño, y viendo que los parroquianos le escuchaban, aprovechó la ocasión para desembotellar su discursito—: Fue uno de los mejores días que nunca tuvo el Veld. Jameson.
—¡... Mal rayo le parta! —exclamó un afrikánder.
—...Jameson —prosiguió el hostelero— había atrapado un diamante de dieciséis quilates. John Smith, otro de diecinueve. El alemán Hauptmann, uno de doce y otro de seis. Heidelberg, el tallista, no descansaba mucho aquellos días. En la jomada aquélla habían caído más de veinticinco piedras gruesas. ¡Y era de ver la animación en la hospedería!... Detrás de las botellas de Burdeos se destapaban las de Jerez; detrás de las de Jerez, las de Borgoña; detrás de las de Borgoña, el Champagne de Reims, cuando entró esta francesita. ¡Oh! Entonces no necesitaba pintarse tanto... ¡Hace ya diecinueve años de esto!
—¡Qué tiempos aquellos! —exclamó el judío, frotándose las manos, con frailuno regodeo.
—Entró la francesita y dijo Jameson, que estaba radiante de alegría y de Borgoña: «Te doy una libra esterlina por un beso.» Hauptmann exclamó al punto: «¡Yo te doy dos!...» Un afrikánder, no recuerdo su nombre, gritó: «Yo, tres...» Y la francesa contestó: «Esto, señores, parece una subasta. Pues bien, ¿quién da más?... El señor hostelero hará de rematante.» Y efectivamente cogí un martillo, me subí en una silla por detrás del mostrador, después de haberme asegurado la gentil francesa mi cinco por ciento de comisión, y me puse a pregonar la mercancía: «Una, dos, tres, dan cinco libras esterlinas por un beso, ¿quién da más?» «¡Siete!» «¡Diez!» «¡Veinte!» «¡Ciento!» Y así, señores, llegó a dar ciento cincuenta libras el afrikánder, pero Smith dio las doscientas, enmudeció la gente y se llevó el beso.
—¡Bien lo había pagado! —dijo el inglés que minutos antes calificaba a la francesa de penco de tranvía.
—¡Sí!... Pero por ésa y otras locuras anda el hombre sin un cuarto, buscando pepitas de oro en Johannesburgo.
—No se puede ser generoso —murmuró el judío.
—¿Saben ustedes la noticia? —preguntó con aire misterioso un holandés que acababa de entrar a la hospedería.
—¿Qué noticia? —contestaron varias voces al mismo tiempo.
—¡El asesinato de Lady Denver!
—¡Si la hemos visto al mediodía en su carruaje, camino de Boshof!
—Precisamente, pero a la una han debido de asesinarla en plena carretera.
Y el holandés contó lo que nuestros lectores saben, por habérselo oído a los criados de Lord Denver, añadiendo que la policía había marchado a la mina «Julieta» para desenterrar el coche, o sus fragmentos, pues dada la altura de la caída no llegaría al fondo sin hacerse pedazos.
La noticia no provocó en la concurrencia muestra ninguna de dolor.
Todo lo contrario.
—La verdad es —comentaba el hostelero— que desde que esa señora puso los pies en Kimberley los negocios vinieron a menos.
—¡Estaba de Dios que algún día le sucediera esto...! Porque ¿a quién se le ocurre pasearse por la ciudad cargada de diamantes, cuando sus intrigas y nada más que sus intrigas han arrancado la explotación de los yacimientos a los mineros?
—Dice usted bien —corroboraba un inglés—, porque ella manejaba a su gusto a todos los individuos de la compañía. A Lord Denver lo tenía en un puño; si es Barnato no sale de su casa.
—Ni Beit cuando viene a Kimberley —decía un afrikánder.
—¡...Y yo no sé si el mismo Cecil Rhodes...!
—¡Pero era tan hermosa! —se atrevió a decir el inglés que momentos antes insultaba a la francesa.
—¡Valiente hermosura! —objetó la francesa—. ¡Se necesita tener un brazo de dos metros para abarcarle la cintura!
—Ya estás haciendo la defensa de los bacalaos tísicos.
—El hecho es que si la han matado, ¡bien muerta está! —dijo un alemán, y levantando la copa añadió—: ¡Por la sepultura de Lady Denver!
—¡Bravo, bravo! —gritó de todas partes la concurrencia, alborozada.
El alborozo duró poco tiempo, ¡como la alegría en casa de los pobres!
En aquel instante entró el «Sherif» (especie de juez municipal) acompañado de un señor desconocido, que vestía traje de cuadros, llevaba espejuelos y usaba largas patillas rubias, a la antigua moda inglesa, y seguido de seis agentes de policía, dos blancos y cuatro de color.
Se adelantó el «Sherif» y dijo, dirigiéndose al hostelero:
—Venimos en averiguación de lo que aquí se sepa respecto del crimen cometido esta tarde contra Lady Denver.
—¡Señor..., si ahora mismo ha llegado la noticia a esta casa!
—Nada importa. Ustedes —añadió, dirigiéndose a dos policías— acompañen al posadero para ver la gente que haya en las habitaciones del piso alto y hacerla bajar a este cuarto. Ustedes dos guarden esa puerta —y señaló la que se veía junto al mostrador—, y ustedes dos guarden la de la calle.
Pero antes de que sus órdenes se cumplieran, un jovenzuelo, de facciones británicas, penetraba en el establecimiento.
Miró a tocios lados, sin cuidarse poco ni mucho del examen de que era objeto por parte del señor de las patillas rubias.
Anduvo varios pasos a derecha e izquierda, como quien busca alguna cosa, y luego, al reparar en Abraham Van Devinter, se fue hacia él en línea recta.
El «Sherif» dijo al señor de las patillas rubias:
—Procedamos a la identificación de estos señores.
La tarea se efectuó rápidamente, porque el «Sherif», debido a su permanencia en el país, conocía personalmente a casi todos los parroquianos de la hostelería del alemán Herr Hüngel.
Cuando llegó el turno del judío le preguntó el «Sherif», en amistoso tono:
—¿Se han hecho hoy muchas compras, amigo?
—Muy pocas, señor, muy pocas, ¡los tiempos están malos!... Una piedra de tres quilates... ¡Lo demás, arenilla!... ¿Quiere usted verlas?
—¡Para qué! —contestó el «Sherif».
Pero el señor de las patillas rubias le dijo algo al oído y entonces añadió:
—Lo he pensado mejor. Muéstreme usted esas piedras y los títulos de compra \
El judío se apresuró a complacerle.
—Helas aquí —dijo a los dos segundos de registrarse la cartera—, y éstos son los títulos de compra —manifestó, mostrando varios recibos y unas cuantas piedrecillas luminosas.
—Los recibos están en regla, pero debemos registrarle a usted del todo.
—No hay inconveniente. —Y el judío se quitó una especie de gabán, la chaqueta y el chaleco.
Iba a quitarse también los pantalones, cuando el señor de las patillas rubias le ordenó:
—¡Basta!
Y se puso a palparle minuciosamente, por todo el cuerpo, a lo largo del pecho, los brazos y las piernas, registrando la ropa con cuidado.
Le descubrió, examinando el sombrero por el reverso, hízole sacarse los zapatos y midió detenidamente el espesor de las suelas.
—¡Está bien, puede usted vestirse! [2]
Aceptó la invitación el judío, poniéndose los zapatos, el chaleco, la chaqueta y el gabán, sin que en estas operaciones le abandonara nunca la mirada escrutadora del señor de las patillas rubias.
El judío decía:
—Parece mentira que el señor «Sherif» desconfíe de mí..., ¡un negociante tan conocido en Kimberley!...
Cuando se hubo vestido, interrogó el «Sherif»:
—¿Pasamos a otro?
Ya no quedaban por identificar más que Abraham Van Devinter, el joven de aire inglés que con él hablaba, y tres afrikanders. Los restantes parroquianos, por orden del «Sherif», habían salido del establecimiento.
—Con permiso de usted —replicó el señor de las patillas.
Y fuera que observara en el judío excesivas precauciones al abrocharse, fuera que a su vista experimentada no se le escapara el detalle más ínfimo, lo cierto es que se acercó al judío y desabrochándole el gabán, le agarró por uno de los botones de la chaqueta:
—¡Gasta usted botones muy gruesos! —exclamó, tratando de turbar con toda la luz de su mirada la aparente tranquilidad del negociante.
—¡No lo sé, señor! —replicó sin azorarse el judío.
—Sí, señor, botones muy gruesos.
Y dando vueltas a uno de ellos consiguió arrancarlo.
—¡Hola, hola!... Esto más que botón parece estuche. ¡Hola, hola!... Vea el señor «Sherif» dónde guarda los diamantes este pájaro.
Y tirando por los hilos de la parte exterior del botón, puso al descubierto una magnífica piedra de catorce a dieciséis quilates, perfectamente incolora e intensamente luminosa.
El botón, en efecto, era un estuche.
La vista aguda del compañero del «Sherif» había advertido que el grueso de los botones era perceptiblemente desmesurado.
La confusión del judío era ahora tan grande como su tranquilidad de un minuto antes.
—¡Hola, hola! —exclamó el «Sherif»—. ¿Y posee usted el recibo de propiedad de este diamante?
—¡Ya le explicaré..., ya le explicaré!
El «Sherif» no le dejó concluir.
—Ya me lo explicará en el juzgado.
Y dirigiéndose a un policía:
—Aten ustedes codo con codo este avestruz semítico.
En aquel momento, Devinter y el joven de aspecto inglés se levantaron.
Su conversación, como las escenas precedentes, había durado poco tiempo.
—¿Estoy hablando con Abraham Van Devinter? —preguntó el joven en cuanto se acercó a nuestro orangista.
—Yo no tengo el gusto de conocerle a usted.
—Está muy bien, pero... «Africa para los afrikanders» —añadió en voz baja, como si se tratara de una contraseña.
—«¡Africa siempre!» —respondió Devinter, tendiéndole la mano.
El joven se sentó y Abraham le preguntó inmediatamente:
—¿Y el tío Guillermo?
—Muy enfermo, muy enfermo... Yo soy su nieto, James Stone..., servidor de usted... Me envía para rogarle que le visite hoy mismo. Me lo ha encargado exigiéndome absoluta reserva.
Abraham se hizo referir minuciosamente los caracteres y desarrollo de la dolencia que afligía al tío Guillermo.
Stone refirió cuanto sabía. El tío Guillermo se moría sin remedio. En esto los médicos estaban conformes. ¿Cuándo? De aquí a un día, de aquí a dos, no se sabe... La agonía era lenta y encalmada. El enfermo gozaba de todos sus sentidos.
Su única preocupación la constituía Van Devinter.
—«Espérate hasta las nueve —me ha encargado—, y si no viniera ve a casa de Jacobo Van Eyck»...
—¿El jefe de los afrikanders de Kimberley? —interrumpió Devinter.
—El mismo..., y «hazle venir». Pero ¿está usted herido? —preguntó a Van Devinter al reparar en la venda.
—¡No hablemos de mí! —contestó el boer secamente.
Y Abraham y Stone se levantaban cuando el «Sherif» y su compañero prendían al judío.
El «Sherif», al reparar en Stone, le abordó cariñosamente.
—Hola, Stone, ¿usted por aquí? Es verdad que me pareció haberle visto al entrar. ¡Dispénseme usted! Estaba tan preocupado con este deplorabilísimo asunto que no se habrá ofendido porque no le saludara.
—¡Oh, no necesita excusarse el señor «Sherif»!... ¿Y su señora?
—Buena, mil gracias. Mis respetos a la señora Stone. Dígale que hoy la hubiera visitado con mi mujer a no habérmelo impedido este endiablado asunto.
—Pero veo que no será difícil descubrir los autores.
—Así lo espero.
—El señor «Sherif» me permitirá que me retire con mi amigo Abraham Van Devinter, granjero de Boshof.
—¡Oh, desde luego!... Pensaba, como usted lo habrá visto, identificar uno por uno a todos los individuos que encontrara en la hostería... Pero este propósito no reza con usted, señor Stone, ni con sus amigos.
—Mil gracias, señor «Sherif».
—Recuerdos a su señora madre.
—Mis respetos a su señora esposa.
Y Stone y Van Devinter salieron de la hospedería.
El señor de las patillas rubias miró despacio a Devinter, fijándose, sobre todo, en la venda que le cubría la frente. Devinter aguantó la mirada sin pestañear, inclinando la cabeza al tiempo de salir.
Pero no habían transcurrido dos minutos, cuando Lord Denver y Barnato entraron en la hospedería con los semblantes lívidos, los ojos vidriosos, los miembros desencajados.
Apenas se presentaron, descubrióse el «Sherif» con marcadas muestras del respeto más profundo.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Lord Denver al funcionario en tono brusco.
Al atontamiento de dos horas antes había sucedido una extremada sobreexcitación, una angustia suprema, una impaciencia de calenturiento.
—¿No sabe usted lo que ocurre? —insistió Lord Denver.
—Hace ya una hora que la policía de todo el Veld no se ocupa de otra cosa...
—¿Y mi mujer?
—Señor, en este momento una brigada de policía estará explorando el fondo de la mina «Julieta» para...
—Pero, ¿no se sabe aún nada?
—Señor, antes de diez minutos tendremos las primeras noticias.
—¿Vive o muere?
—Señor..., señor.
—¡Responda pronto!
—Señor..., señor —balbuceaba el juez—, esperemos unos minutos.
—¿Y el asesino?
—Señor..., señor.
—¿Pero qué hacía usted aquí?
—Registrábamos a los corredores de diamantes suponiendo que el robo fuera el móvil del atentado.
—¿Y mi mujer? ¿Y mi mujer? —repetía Lord Denver, caminando frenético a lo largo de la estancia.
—Señor, señor —musitaba el «Sherif», encogiéndose conmovido ante aquel gran dolor de todo un Lord.
-¿Y el asesino?
—Señor, si no se sabe.
—¡Cómo! ¡Que no se sabe!
—Señor, ya lo averiguaremos. Nadie saldrá de Kimberley. Los caminos están tomados por la policía. Mis subalternos registrarán todos los trenes... Ya se ha telegrafiado a Mafeking, a Bloemfontein, al Cabo, a Boshof, a Jacobsdal...
—Pero, imbécil, el asesino es Abraham Van Devinter, y está en Kimberley.
Los papeles se habían trocado.
Ahora el alarmado, el impaciente, el calenturiento era el «Sherif».
¡Con que había estado hablando minutos antes al culpable! ¡Con que James Stone, el «Sportman», el muchacho a la moda, su buen amigo era encubridor del asesino!
Y el pobre «Sherif» se golpeaba la cabeza sin misericordia, mientras su compañero, el de las patillas, le miraba con la mirada a la vez compasiva y burlona.
Aquella torpeza le costaría seguramente la carrera. ¡Bueno era Denver! ¡Y poca era la influencia del opulento Lord, el socio de Barnato, el administrador de la «Chartered», el íntimo amigo de Sir Cecil Rhodes!
—¡Sí, Abraham Van Devinter! —continuaba Lord Denver—. ¿Quién había de ser sino Devinter, mi enemigo, el boer que ha jurado matarme y acabar con los ingleses de Kimberley?
El «Sherif» había tomado ya su resolución:
—¡Muchachos! —dijo, llamando a los agentes de policía—. ¡Ahora mismo!... ¡A casa de James Stone!... ¡Traédmelo con su compañero..., ya sabéis..., el boer que ha salido hace un momento!... ¡El boer sobre todo!... ¡Muerto o vivo!... ¡Prended a todos los que se le parezcan!
Y dirigiéndose a Lord Denver:
—Esta noche, tal vez antes de una hora, Abraham Van Devinter estará en poder nuestro. Permitidme que vaya en su busca.
E inclinando la cabeza salió corriendo, corriendo como un antílope..., si es que a los antílopes pudiera perseguirse con la amenaza de la cesantía.
Y mientras todos los policías de Kimberley se lanzaban desesperadamente a la captura de Abraham Van Devinter, el boer de las facciones inmutables entraba con paso largo, monótono y grave en la angosta morada del tío Guillermo, el moribundo que iba a confiarle su última voluntad.
—Aquí.
Cedió James Stone el paso a Van Devinter y subieron los dos por estrecha, tortuosa y oscura escalera.
Al cabo de ella, franqueada la puerta, la habitación de Guillermo Van Vrij.
Blancas las paredes, blancos los muebles, blanco el cobertor del lecho donde Van Vrij yacía; blancas las sábanas, los hilillos de las melenas del anciano, extendidos por la almohada, y sus amplias barbas, rivalizaban en blancura con muebles y paredes, sábanas y almohadas.
El médico aplicaba el oído al pecho del anciano cuando Stone y Abraham penetraban en la estancia.
—Me daba el corazón que tú no faltarías, Abraham —exclamó el enfermo con entonada voz, sin nerviosismos, sin flaquezas.
Y extendiendo al médico la mano rugosa:
—Gracias, doctor. Me ha asegurado usted que me quedan doce horas... ¡Aún me sobran diez!... Si mi agradecimiento pudiera serle útil... Ahora desearía hablar con Van Devinter. ¿Me lo permite usted?
El médico por toda respuesta cogió el sombrero para retirarse.
—Aguarde, mi nieto James le acompañará. ¡Oye, James!...
Ve a buscar a tu madre, mi hija, y dentro de media hora, media hora y no antes, estad los dos aquí.
—¿Me consiente usted volver? —preguntó el médico con interés .
—Gracias, doctor, mas ¿para qué? Su misión ha concluido. Lleva usted muchas horas sin dormir. Sea ésta la de reposo... ¡para usted y para mí!
Salieron del cuarto el médico y Stone.
Apenas traspusieron el umbral de la puerta, Abraham se acercó al lecho del enfermo, e inclinándose le besó en la frente, sin despegar los labios.
El abuelo Guillermo cogió con ambas manos la diestra de Abraham.
—Sí, me daba el corazón que tú no faltarías, pero ¿y tu sobrino Alejandro Liebeck? ¿No me habías dicho que harías este viaje para presentármelo?
—¿Por qué hablas de mí? —contestó Van Devinter—. ¿No era más importante lo que ibas a decirme que estas preguntas de familia?
—Sí, Abraham. Excúsame... De todos modos, ¡si vieras cuánto gozo al contemplar tus ojos leales! ¡Han tropezado tantas veces mis miradas con semblantes ingleses, que al ver el tuyo necesito paladearlo, como los buenos vinos, antes de sorberlo!
—Gracias, Guillermo.
—Gracias a ti, porque has venido... Más ¿te han herido? —preguntó súbitamente al reparar en la venda que cubría la frente de Abraham.
—No es nada..., un golpe... Hablemos de ti.
—Hablemos, desde luego, ya que te empeñas.
El abuelo Guillermo, ayudado por Abraham, se incorporó penosamente.
—Levanta las almohadas —suplicó.
—Coge la llave que encontrarás en la cabecera, debajo de la colcha.
—¿Esta? —preguntó Abraham.
—La misma. Coge ahora la que está sobre la cómoda. Abre el cajón segundo, empezando a contar por arriba.
—Ya está.
—Sácalo del todo. Perfectamente. Colócalo ahí, sobre la cama. Como ves, la madera del fondo es demasiado gruesa. En el rincón derecho hay un botón casi imperceptible. Aprieta... ¡No, ahí no!... Algo más arriba. Perfectamente. Acerca el cajón. ¡Dios mío! Apenas tengo fuerzas. Bueno, ¡ya está! Ahora introduce la llave por esa cerradura que se ha descubierto. Levanta ese listón que parece desprenderse por una punta. ¿Ves esos papeles? ¿Cuántos son?
—Tres.
—Muy bien; baja el listón de golpe. ¿Ya? Coloca de nuevo el cajón en la cómoda. Siéntate ahora. ¿Sabes lo que encierran esos papeles?
—Tú dirás.
—¡Mi vida! ¡Oh!, no me mires con ojos asombrados... Encierran mi vida, pero no la material, la pasajera, la que ni jaulas ni barrotes lograrían detener en mi cuerpo veinticuatro horas más. Es la otra vida, mi obra en este mundo, lo que queda de mí, lo que morir no debe, mi paso por la tierra, lo que yo te conmino a resguardar.
Y el cuerpo de Guillermo se crecía al hablar, tomaba aspecto bélico, imperioso; había en sus palabras fuego de hierro enrojecido, en el timbre de su voz áureos sones de clarines y trompetas.
—En esos tres papeles está mi vida. ¡Júrame que lucharás por ella! ¡No vaciles! Mi vida es tu bandera: «¡Africa para los afrikanders!»
—Entre nosotros, boers, el juramento es innecesario. Tienes, como anciano, la cabeza que manda; yo, hombre fuerte, soy el músculo que obedece.
—Pero, ¡óyeme, Abraham! ¡Oyeme bien, porque ésta será la última vez que te hable! Despliega el papel blanco, el más pequeño de los tres.
—¿Lo leo?
—No; te sobra tiempo. Son dos listas de los hombres con que puede contar en Kimberley y en la Gricualandia la causa afrikánder. Comprende la primera treinta y tres. Son mis amigos. Brazos seguros, corazones firmes, cerebros claros, punterías ciertas y cabezas de familias numerosas. Cada uno de ellos puede arrastrar detrás de sí a veinte hombres. Los Treinta y Tres son de pura sangre holandesa.
—¿Y la otra lista?
—La otra comprende mayor número. De una parte la forman los hijos, los criados, los parientes de los primeros Treinta y Tres. De otra parte, la multitud de descontentos; mineros arruinados por la compañía monopolizadora; granjeros que no han cobrado de sus tierras los cánones prometidos; operarios de trabajo incierto; dueños de terrenos cuyas ambiciones se han frustrado por no haber tenido Kimberley el crecimiento que esperaban; afrikanders de sangre británica o mezclada, y finalmente, enemigos personales de Rhodes, Barnato, Lord y Lady Denver,
Beit, Phillips y demás grandes accionistas de la «De Beers» y de la de «Chartered».
—¡Mucho trabajaste para clasificar tantos nombres... y tantas pasiones!
—Moriré satisfecho, porque en tus manos no ha de malograrse mi trabajo.
—Ordena, Guillermo.
—Aguarda. De todas estas gentes no has de contar por ahora más que con los primeros Treinta y Tres. Cuando uno de ellos se dirija al otro será protegido con todos los bienes, con la vida entera, si fuere necesario. ¿Conoces el santo y seña?
—¿No es «Africa para los afrikanders»?
—Lo era hasta hoy, pero como tuve que comunicárselo a mi nieto para hacerte venir, lo he cambiado esta tarde. Acércate más.
Y Guillermo Van Vrij musitó al oído de Abraham Van Devinter:
—Cuando tengas que dirigirte a uno de ellos o te encuentres en algún grande apuro, exclamarás: «Africa y Africa», y si te contestan con el lema de Orange: «Paciencia y valor», habrás hallado un buen amigo.
—¿Y qué significan estos otros papeles?
—Espera un momento. Yo soñé con una idea generosa y grande. Pensaba hace años que era tarea fácil la de echar por tierra las barreras que entre los holandeses y los ingleses del Africa del Sur levantó la ambición de los lores de Londres. La frase «odio de razas» me parecía falsa, tratándose de pueblos cuyas cunas se tocan, que se parecen en las hablas, educados en la misma religión, empujados por común espíritu colonial y expansivo... ^
—Permíteme, Guillermo...
—...Lo que ibas a decirme ya lo sé. ¿Que nunca compartiste mi ensueño? Tal vez yo mismo piense como tú. Ya ves, no he incluido a James Stone, mi nieto, mi único descendiente, entre los Treinta y Tres, porque la sangre inglesa se ha cruzado en el cuerpo de mi hija con la mía... Yo soñé con levantar en este suelo una gran patria de la raza blanca: Los Estados Unidos del Africa del Sur.
—Ese es el ideal de todos los hijos de Africa.
—Empieza ahora a serlo. Pero cuando era yo un jovenzuelo, allá en 1836, y tus padres, embargados en la heroica empresa de su gran éxodo, sólo pensaban en detener sus carros, plantar sus tiendas y hacer pacer a sus bueyes, lejos de las balas inglesas... Cuando un pueblo entero se lanzaba a través del desierto, buscando entre las flechas de los cafres la tierra prometida, la tierra del descanso que habría de reparar las pérdidas sufridas en los nuestros... Cuando tus padres no aspiraban más que a ocultarse de la ambición del mundo, para leer tranquilos, por toda lectura, las viejas Biblias, recubiertas de cuero, que trajeron de Holanda los abuelos..., entonces soñaba yo con Jorge Washington.
—¿Utopía, Guillermo?
—¡Utopía la tuya..., la nuestra..., la de nuestros padres!... Perseguían en la tierra un lugar de reposo, lo buscaron por el desierto, creyeron hallarlo... ¡Ay de nuestra raza si lo encontrara!
—¿Por qué ay?
—Porque la tierra no es lugar de reposo, sino de trabajo. En la tierra no existen otros parajes de descanso que las sepulturas.
—... Acaso...
—Sin acaso. Cometieron nuestros padres el pecado de pretender descanso.
—¿El pecado?...
—Sí, y cuando creyeron haber llegado al Canaán definitivo... ¡habían levantado la patria sobre campos de diamantes y de oro!... ¡Insensatos!
—Insensatos, no, ¡héroes!
—¡Héroes e insensatos! ¿Te has figurado que el reposo existe?... Toda la tierra es una calle. Ve y túmbate en medio del arroyo. ¡Las gentes y los carros y las bestias pasarán por encima de tu cuerpo!
—... Tal vez...
—... Y sin tal vez. Has de correr y correr siempre, hacia adelante. ¡Ay de los cansados!... Es la ley de la vida.
Y al hablar Guillermo Van Vrij parecía resucitar a un mágico conjuro de juventud y de ideal.
Se le ensanchaban las narices, cobraban brillos sus ojos de octogenario y color las mejillas arrugadas, como si una luz interior le iluminara el’rostro.
—Soñé —proseguía— con que se crearan en este suelo los Estados Unidos del Africa del Sur. Era una patria necesaria al mundo desde que los otros, los de América, en poder de un centenar de millonarios están clavados a dura cruz de oro. Quise hacer del Sur de Africa no un puerto de paso donde tocaran los barcos en sus viajes a la India, no un campamento donde se instalaran los aventureros hasta enriquecerse...
—Eso es hoy, Guillermo.
—... sino un puerto de refugio en el que acogiéramos a los desterrados del mundo entero, a los oprimidos por las aristocracias seculares, por los privilegios de clase, por las tiranías del nacimiento, de la religión o del dinero, a condición de que nos trajeran un cuerpo fuerte, una idea sana o simplemente buena voluntad.
—Es puerto de refugio, pero los extranjeros, en lugar de un cuerpo fuerte, nos traen sus vicios; en vez de idea sana, el espíritu de lucro; sin otra buena voluntad que la de despreciarnos.
—Déjame continuar. Mas para que el Transvaal y el Orange, estos Estados diminutos, fueran los gérmenes de una gran nación y se abriera ante sus ojos un porvenir brillante, era preciso que nosotros, por nosotros mismos, nos pusiéramos en condiciones de explotar nuestra tierra, desentrañando bajo la lívida y exangüe máscara de un suelo aparentemente pobre, las venas ricas, y sangre opulenta que se esconden.
—Eso ya lo hacen los extranjeros. ¿No hemos hecho bastante nosotros poniendo a raya a cafres y zulús? Si al precio de nuestra sangre no hubiéramos comprado el respeto de los negros, ¿pudieran hoy los extranjeros enriquecerse en este suelo sin que los devoraran las razas de color? ¿Qué más quieren?
—No, Abraham, no basta eso. Ya te lo he dicho. En esta tierra hay que correr hacia adelante, hacia adelante siempre... Y yo me preguntaba, ¿cómo hacer progresar a los boers? ¿Cómo hacerles comprender que no basta con cuidar de los bueyes, aprender a manejar la carabina y estar dispuesto en todo momento a derramar nuestra sangre por la patria para asegurar nuestra independencia?... Y ahí tienes la causa de que al descubrirse en estas tierras los yacimientos de diamantes, mientras tú, un jovenzuelo, atropellado por las autoridades inglesas y por Lord Denver, preferiste abandonar la Gricualandia y levantar tu granja en el Orange, yo, el viejo, me quedé y me enriquecí.
—¿Pero eres rico?
—Lo soy, aunque desprecie mi dinero.
—¿Y entonces?
—Me enriquecí para estimular a mis paisanos en la lucha por el oro. ¿No sabes, infeliz, que los pobres no pueden ser independientes?
—Es cierto.
—Fue entonces cuando conocí a Cecil Rhodes, el
—¡Maldito conocimiento!
—Tal vez. Nunca le quise. Sentí, lo confieso, admiración hacia su energía extraordinaria. Le estudié largo tiempo y mé figuré de buena fe haber encontrado el hombre necesario para mi idea. Yo le hubiera preferido menos ávido y más generoso. Al fundar en Kimberley la Compañía monopolizadora de los diamantes, estuve a punto de disgustarme con él.
Cuando los hombres se acobardan ante la lucha en campo abierto, levantan barricadas y trincheras. Las Compañías de monopolios me han parecido siempre barreras de hombres cobardes, que no se atreven a luchar con armas iguales. Pero al verle dar su nombre a la Rhodesia, vencer a los matabeles, rechazar a los negros al centro del continente, volví a decirme: «¡he aquí nuestro hombre...!»
—¡... Qué equivocación...!
—¡Lo advertí tarde...! Durante muchos años no me he preocupado sino de dos cosas. La primera, insuflar en el alma de Cecil Rhodes la noble ambición de crear los Estados Unidos del Africa del Sur. La segunda, convencer a los boers de que nuestro ideal consistía en la creación de los Estados Unidos y persuadir a los afrikanders de que el único hombre capaz de realizarla es Cecil Rhodes.
—Y mientras tú luchabas por un imposible, yo me encerré en mi granja. Yo, tu discípulo, no podía luchar contra el maestro: callaba... y sufría.
—No me arrepiento de mi obra. Gracias a ella los boers todos del Orange han comprendido que nuestro pueblo debe ser escala por donde el progreso universal ascienda; no chinesca muralla que detenga su marcha.
—Siempre les queda Oom Paul (nombre familiar del presidente Kruger) a los enemigos de las innovaciones.
—No lo creas. Oom Paul es viejo y morirá como ha vivido, hecho un antiguo boer, sin más vicios que el tabaco y el café, con todas las virtudes, la fuerza hercúlea, el ojo certero, la sobriedad perfecta, el valor indomable, la honradez inmaculada y la pietista religiosidad de nuestros padres. Oom Paul morirá sin haber leído más libros que la Biblia.
—¿Y entonces?
—Pero repara en los hombres de que se ha hecho rodear. Holandeses expertos, boers educados en el colegio de Bloemfon-tein o en las escuelas de Alemania y Holanda.
—Es cierto.
—¿Convienes en ello?... Por debajo de la áspera corteza del presidente Kruger, del boer hasta la médula, hay un espíritu abierto al viento nuevo. No camina tan de prisa como quisieran las Compañías extranjeras. Kruger y su pueblo van despacio, al paso de los bueyes que arrastran el vagón; llegarán lenta... ¡pero seguramente!... ¿Me comprendes, Abraham?
—¡Oh, sí, ahora, sí... ¡Pero ese Cecil Rhodes!
—A eso iba. Yo tomé a Cecil Rhodes como instrumento de una gran idea. ¿Qué otro mejor él?... Donde él se meta no será el asociado, sino el dominador. He creído hasta hace poco que la constitución de los Estados Unidos sudafricanos era el fundamental pensamiento de Rhodes, el nervio de su alma, el eje de su vida.
—¡Pobre Guillermo!
—¡Y a esa creencia mía debe Rhodes la mitad de su carrera! Yo agrupé en torno suyo el partido afrikánder y a los afrikanders debe la jefatura del Gobierno del Cabo.
A su vez ¡en cuántas ocasiones me ha jurado que la realización del ideal afrikánder constituía el más alto destino que la Providencia pudiere confiar a un hombre!... Y ahora.
—¿Ahora? —preguntó Van Devinter con nerviosa impaciencia.
—Ahora dudo, Abraham. Ahora dudan los «Treinta y tres» de la primera lista. A las veces se me figura que Cecil Rhodes se entiende con Chamberí ain; a veces creo que por un título de Lord es capaz de traicionar la causa afrikánder.
—Pero yo no dudo; estoy seguro.
—¿Que estás seguro?
—Tengo pruebas.
—¿Que tienes pruebas?
—Sí, Guillermo. No hubiera querido darte ese disgusto. Pero esta tarde he leído un telegrama que así dice.
Abraham, con fiel memoria, refirió, palabra por palabra, el contenido del telegrama expedido a Lord Denver por el doctor Jameson, desde Mafeking, anunciando la aquiescencia de Leo-nard, el abogado de Johannesburgo, con cinco mil hombres al movimiento, que prepara, y la próxima llegada a Kimberley de Rhodes para ultimar detalles con los directores de la Compañía «Chartered».
—¿Y lo has leído?
—Dos veces y despacio.
—Pero ¿dónde?, ¿cómo?
Refirió Van Devinter la tragedia que le salió al encuentro, su caída de la bicicleta al intentar seguir a su sobrino Alejandro, la pérdida del conocimiento subsiguiente al golpe, su sorpresa al recobrar el juicio y encontrarse en el camino con dos hombres muertos, las noticias que le permitieron sospechar que el carruaje asaltado en el camino era el de Lord Denver, su enemigo, la visita que hizo a casa de éste, eí estado en que se encontrara a Denver y a Barnato y las pesquisas realizadas en la hospedería donde Guillermo Van Vrij le había citado.
—-¿Con que es cierto —exclamaba Van Vrij, encendido de cólera—, con que eran ciertas mis sospechas? ¿Con que Rhodes traiciona nuestra causa? ¿Con que no se conforma con haber engañado a los afrikanders y se une a Chamberlain, para arrebatar su independencia a los boers del Transvaal? Gracias, Dios mío, gracias por haberme iluminado en este trance... Si me falta la luz de la vida, ¡que al menos me quede la luz de la verdad!
—¡Por Dios, no te acalores, te hace daño!
—Es ya tarde para que nada pueda hacerme daño. ¡Todo lo contrario!... Yo temía que mis precauciones fueran ociosas, que la asociación de los «Treinta y Tres» respondiera más a un antojo mío que a una necesidad apremiante... No es así... Pero si la traición ha sido grande, lego en tus manos un poderoso instrumento de justicia.
—¿Los «Treinta y Tres»?
—Aún más. ¡Jura sacrificarlo todo, bienes, familia y vida, por la causa afrikánder!
La palabra del anciano era solemne, despótica y soberbia.
Abraham extendió la mano hasta colocarla sobre el pecho de Van Vrij:
—¡Lo juro! —exclamó con encalmada voz.
—¡Jura que en caso de confirmarse, con irrecusables pruebas, la traición de Cecil Rhodes, sacrificarás bienes, familia y vida si fuese preciso, para castigarle!
—¡Lo juro!
—Desenrolla esos otros dos papeles.
—Son dos planos.
—Perfectamente, mira el mayor.
—Es un plano, con indicaciones en cifras que no entiendo.
—Pero cuya clave está en el otro papel.
—Verdad.
—Por esa clave y ese plano descubrirás la entrada de una cueva cuya existencia sólo conocen dos personas: un antiguo servidor mío, que hace mucho tiempo desapareció de Kimberley, y yo.
—¿Y en esa cueva?
—Y en esa cueva está la entrada de otra que ni ese criado ni persona alguna, fuera de mí, conoce.
—¿Y con qué objeto?...
—Paciencia, Abraham... En esa segunda cueva encontrarás diez mil maussers y tres millones quinientos mil cartuchos.
Abraham pegó un salto al oír esas cifras.
—¿Te asombras?... ¡No te dije que iba mi vida en esos dos papeles!... Comprende aihora mi labor. Mientras tú, ¡mal pensando!, creías que me estaba arrastrando a los pies de Cecil Rhodes y que enfermaba de peste del oro, yo invertía mi dinero en armamentos y mi tiempo en ocultarlos.
Van Devinter se arrodilló al lado del lecho.
—Perdóname —gimoteó con apagada voz—, perdona y bendíceme.
—Todavía no. Escucha. En un rincón de esa segunda cueva encontrarás también doscientas mil libras esterlinas. ¡Jura que ese dinero y esas armas servirán únicamente a la causa de la liberación del Africa del Sur!
—¡Pero, Guillermo!... ¡Si es tu fortuna entera!... ¿No dejas nada a tu hija y a tu nieto?
—Descuida, Abraham. Siempre le quedará a James lo bastante para comprarse tres corbatas diarias y un caballo a la semana. Y, ahora, jura.
—¡Lo juro!
—Ya muero tranquilo. He gastado en esta hora de conversación las pocas fuerzas que me quedaban. Presumo que antes de otra me habré muerto.
Abraham, el hombre de las facciones inmutables, sollozaba como una criatura.
—Una cosa me choca..., que James no haya vuelto.
—Ni el médico tampoco.
—¿Qué podrá haberles sucedido?
—¡Es extraño!
—¡Ah!... Nada te digo respecto del empleo de los papeles que te lego... Por esa parte estoy contento. No podían ir a dar a mejores manos... Pero antes de morir, una recomendación: ¡será la última!
—Serás obedecido.
—En el mes de febrero elegirá el Orange presidente. Habrá dos candidatos: Fraser, el presidente del Volksraad (Parlamento), y Matías Theunis Steijn, el juez. Te aconsejo que interpongas toda tu influencia en favor del último.
—¿Te inspira también sospechas Fraser?
—Sospechas, no. La lealtad de Fraser a la causa boer es absoluta hasta ahora, pero es inglés su apellido —y su sangre también.
—Tienes razón.
—En cambio, Steijn lleva en sus venas la sangre más pura. Desciende de los grandes «Trekkers», los Padres Peregrinos holandeses; pertenece a la iglesia holandesa reformada y en tiempos de revuelta hacen falta los hombres seguros.
—Apoyaré a Steijn con más motivo, porque yo pensaba hacerlo.
—Pensabas bien. Es joven, vigoroso. ¡Y el cerebro mejor dotado de Orange!... Sobre sus amplios hombros descansará la causa como sobre un cimiento inquebrantable.
—Verdad, Guillermo. Yo adoro a Matías Steijn. En él, cuando menos, los años de Europa y de estudios no le han infiltrado desprecio a los boers.
Steijn, además de los libros que lleva en la cabeza, tiene en el cuerpo doscientas libras de carne boer. Vive como Kruger, familiarmente con su pueblo y ni siquiera necesita que una guardia armada le vigile la casa. Sabe cuidar rebaños, montar a caballo, alojar una bala en la cabeza de un enemigo a setecientos metros de distancia.
Ha aprendido en Holanda las causas que estacionan a un pueblo. Es un padre modelo. Idolatra a su país y, cuando su presencia puede ser útil en una granja, sabe montar en la carreta de cuatro bueyes, como el último de los emigrantes, surcar la comarca, atravesar los ríos, buscarse su camino por entre valles y colinas y pasarse las noches sobre el carro, cuando no le coge la oscuridad en las cercanías de una granja, donde la robusta mano del boer le estreche la suya, poniendo a su disposición una cama de pieles.
—Se me ensancha el alma al oírte hablar así. ¿Qué me importa la pérdida de Rhodes?... Presiento que llegarán los días tristes y entonces Matías Theunis Steinj...
La palabra de Guillermo fue interrumpida bruscamente.
Al cuarto donde agonizaba el gran patriarca de la causa afrikánder, llegó de súbito pavoroso estruendo de voces y pisadas, como si la morada del anciano fuese invadida.
El cuerpo del Van Vrij se estremeció violentamente.
—Huye, Abraham... ¡ Inmediatamente!
—¿Por qué he de huir sin ningún delito?...
—Obedéceme sin vacilar. Te bendigo. Salta por la ventana para poner a salvo los tres papeles que te he dado... Huye por el patio, a mano derecha.
—¡Abrid en nombre de la ley! —gritó en la puerta una voz gruesa.
—¡Huye, huye! —repetía Guillermo, con desesperado imperio.
Y Abraham, ante el tono del anciano, dejó de vacilar.
Abrió la ventana y, saltando por ella, se dejó caer...
¡Era tiempo!
La policía no repetió la intimación; de un puntapié saltó la cerradura.
En el cuarto no encontró más que a Guillermo Van Vrij, agonizante.
El viento frío de la noche entraba por la ventana abierta.
Se asomó a ella el sherif.
¡Nada!
La noche oscura, negra, impenetrable.
Al recobrar el conocimiento Alejandro Liebeck, paseó la mirada en tomo suyo.
¿Dónde estaba?
No pudo responderse a esta pregunta, primer pensamiento que le asaltara al volver en sí; la oscuridad era completa.
Por un momento le pareció salir de una pesadilla.
¡Eran tan absurdas las imágenes que acababan de desfilar por su cerebro...!
Una lucha en bicicleta contra varios hombres que asaltaban el coche de una dama... Una señora vestida de blanco y manchada de sangre... Dos hombres que le hacían caer del velocípedo para arrojarse sobre él...
—Decididamente, ¡había estado soñando!
Pero no. La despedida de sus primas era real y muy real.
—¡Hasta mañana! —le dijo Dina, sonriendo con ojos vivarachos.
—¡Vuelve pronto! —exclamó Olimpia con los ojos preñados de lágrimas.
Alejandro recordaba con todos los detalles su adiós a la granja del tío Abraham Van Devinter.
Esto era real, sin duda alguna, pero todo lo demás sería imaginación.
Creía encontrarse en aquel estado tan frecuente en los sueños, en que uno siente la sospecha de hallarse dormido y la necesidad de cerciorarse de que duerme. Alejandro trataba de moverse y le parecía estar atado, quería hablar y los labios no se le despegaban.
Hizo un supremo esfuerzo para incorporarse, queriendo desasirse de los extraños recuerdos, de las visiones espantosas que le bailaban dentro del cráneo, como tropel de espíritus malignos.
Advirtió entonces que el suelo era húmedo y duro, y al pretender moverse se hizo daño.
Abría los ojos, anheloso de ver a toda costa y sintió por un segundo el temor de haberse vuelto ciego.
¡Tan impenetrable era la oscuridad!
Así estuvo luchando, en silencio, largo rato, a veces deseando moverse, a ratos intentando averiguar donde se hallaba.
Extendía las manos a derecha e izquierda.
Palpaba un suelo de piedra, recubierta de humedad.
Quiso levantarse, pero el esfuerzo le rindió el cuerpo sin lograr conseguirlo.
Se palpó los miembros para averiguar si alguna cadena le amarraba al suelo.
Experimentó agudísimos dolores al llegar con las manos al muslo y a la pantorrilla de la pierna derecha.
Mas antes de que las indagaciones satisfacieran su curiosidad, enorme fatiga le paralizó los brazos, intenso frío se le entró por todo el cuerpo, y se dejó caer al suelo, exclamando, dolorido y angustiado:
—¡Qué frío, qué frío!
—¿Tienes frío? —preguntó, suavemente, una voz de mujer.
Y oyó Alejandro tenue ruido, ligero como el roce de unas faldas; sintió junto a su cuerpo una forma de imprecisos contornos, un aliento tibio le oreó la cara, aspiró un perfume delicado y débil, como la estela de una mujer que ya está lejos, y dos manos de aterciopelada piel, como pétalos de rosa, estrecharon quedamente las suyas.
—¿Tienes frío? —repitió con dulzura la voz femenina.
Alejandro se juzgaba víctima de una alucinación.
¿Velaba? ¿Dormía? ¿Soñaba?
Se figuró que la imagen de Olimpia se erguía en las tinieblas. La vio vestida con el traje azul pálido, el azul de sus ojos, que llevaba puesto por la mañana al despedirse.
Pero ¡no!... La voz no era de Olimpia.
—¿Estoy soñando? —se preguntó entre dientes.
—No, hijo mío... ¿Te sientes mejor?... No tengas miedo.
Decididamente, Alejandro creía volverse loco.
—¡Qué frío, qué frío! —murmuró castañeando los dientes.
—¡Pobrecito!, ¡tiene fiebre! —dijo la mujer.
Y Alejandro, efectivamente, no acertaba a distinguir sus sensaciones reales de las imágenes y los recuerdos que, al conjuro de la fiebre, revoloteaban por su cerebro.
La mujer le abrazó por la cintura y, levantándolo con cuidado, lo colocó sobre su cuerpo, la cabeza de Alejandro reclinada en su pecho.
—¡Pobrecillo...! ¡Está helado! —añadió, cubriéndole el cuerpo con su chal.
«¡Así tendrá menos frío!», pensó.
—¡Qué dolor! —gimió Alejandro, y desasiendo la mano derecha de las que las suyas estrechaban, se la llevó al muslo.
—¿Aquí? —preguntó ella, tocándole en la pantorrilla derecha.
—No, aquí, aquí también —repuso maquinalmente Alejandro, guiando con la suya la mano de la mujer.
Nuevamente fue levantado como un niño, como una muñeca, por la mujer, y puesto suavemente en el suelo, con la cabeza apoyada en el chal que antes le cubría.
Las manos de la mujer deslizáronse a lo largo de su cuerpo con femenina delicadeza.
—¿Dónde te duele?
—Ahí —contestó Alejandro al sentir resbalar los dedos por el muslo.
Extendió la mujer la mano en el lugar que se le indicaba y al advertir la humedad desabrochó a Alejandro con maternal arriesgo.
Alejandro, creyendo soñar, preguntábase por qué no acababa tan dolorosa pesadilla.
—Perdóname si te hago daño...; es para curarte —le dijo la voz femenina.
Y un dolor más agudo que los otros le arrancó el ¡ay!
La mujer había puesto los dedos en la herida.
—¡Pobrecillo!..., voy a vendarte, ¡mi defensor, mi héroe!
Y levantándose ligeramente, se arrancó de las enaguas una tira.
Oyó Alejandro el ris-ras de la tela al rasgarse.
Ella, agachándose, le vendó a tientas.
—¡Perdóname, mi héroe! —murmuró al oído de Alejandro—; sé que te lastimo, pero ¿cómo evitarlo?... ¡Si cuando menos pudiera ver la herida!
Y con la tela que de las enaguas arrancara oprimía fuertemente el muslo de Alejandro.
El herido bramaba de dolor y de angustia, de espanto y de debilidad.
La penosa operación hubo de suspenderse porque faltó tela para amarrar el vendaje improvisado.
La mujer se levantó, rasgando de nuevo las finas enaguas.
—¡Valor, hijo mío! —murmuró, animosa, como tratando de infundir con las palabras sus bríos al herido.
Y cogiendo el cabo de la tira que servía de venda, lo ató al que acababa de arrancarse y tras dos o tres minutos de trabajo logró que la sangre se coagulara en la tela, deteniéndose el derrame.
Terminada la operación, volvió a colocar sobre el muslo el pantalón y lo levantó suavemente por debajo, cerciorándose de que no había vuelto a salir sangre por la herida que antes le vendara en la pantorrilla.
—¿Sufres mucho, hijo mío? —preguntó al herido.
Y sentándose contra la pared, volvió a colocarlo sobre su cuerpo; la cabeza reclinada en su pecho.
Durante largo rato no escuchó más respuesta que los ayes no interrumpidos de Alejandro.
Cesaron en ese tiempo las dudas del joven. ¿Soñaba? ¿Dormía? ¿Velaba...? Ni se lo preguntaba tan siquiera. El dolor sacudía su ser entero, como huracanado torbellino el tallo de un rosal.
Llegó el instante en que el sufrimiento alcanzó el máximum y tuvo que aplacarse.
Lentamente las quejas se fueron achicando. Los ayes se convirtieron en gemidos, los gemidos en sollozos y los sollozos en suspiros.
¡Y en la absoluta oscuridad del recinto misterioso no se oía más que la entrecortada respiración del herido, mientras la mujer le mecía sobre su cuerpo, como a un niño, e inclinando la cabeza hacia la de Alejandro, sus cabellos se entrecruzaban con los del mancebo!
Era la hora en que Abraham Van Devinter, siguiendo las órdenes del patriarca afrikánder, saltaba por la ventana del cuarto de Van Vrij, escapando sin darse cuenta de ello, a la policía de Kimberley, lanzada en busca suya.
Eran las diez y media de la noche del domingo 11 de agosto de 1895.
Alejandro, mecido por la dama, se adormecía, con sueño tan ligero como un soplo.
La mujer acariciaba con los dedos los rizos del muchacho, evitando todo movimiento que pudiera despertarle.
Habían pasado por su cuerpo las emociones de aquel día cruento sin lograr abatirla y ella misma se sentía sorprendida al encontrar dentro de su alma, para el desconocido que sobre su cuerpo sostenía, ternuras y delicadezas que jamás sintiera.
La parecía tan extraño como si del severo ramaje de la encina, arraigada entre peñas, criada en las sacudidas de los vientos montañeses, nacieran de pronto violetas y jazmines.
¿Quién era?
Le había visto a la luz del día durante unos segundos, tumbado en la carretera, desvanecido, chorreando sangre, los rizos rubios desparramados sobre la frente pálida, con dulce expresión de conformidad y sufrimiento en el semblante exangüe.
¡Todo por ella, por defender a Lady Denver, la mujer que atraía sobre sí los odios todos de Kimberley, como atrae la electricidad un pararrayos!
... Y ante la espléndida generosidad del joven desconocido, que probablemente no la conocía tampoco, Lady Denver, la Venus ciclópea, la Venus impávida, como la llamaban sus adoradores, experimentaba honda e indefinible sensación, mezcla de gratitud y de respeto, de maternal ternura y de admiración, de casto afecto y de inquietante amor.
—¡Mi defensor, mi héroe! —repetía, jugueteando con los rizos de Alejandro.
Y le oprimía dulcemente contra su pecho, como tratando de sorbérselo por todos los poros de la piel.
Volaban los minutos sin acordarse del angustioso estado en que se hallaba, metida no sabía dónde, a la merced de gentes que habían comenzado por despojarla de sus diamantes, ¡aquellas piedras magníficas y raras que constituyeran hasta el día su única pasión!
Diamantes, lujos, ensueños ambiciosos, cuantos bienes proporcionan la fortuna, la belleza, la voluntad y la fuerza, ¡todo lo daría en aquel momento por romper durante media hora la oscuridad que la rodeaba!
Porque a ella le estaba negado el mayor placer que en este mundo cabe a una mujer apasionada:
¡Contemplar el sueño del hombre querido!
Y eso le era imposible.
Contentábase con mecerlo y con rizar temerosamente entre sus dedos el pelo de Alejandro, velando sus ensueños adoloridos.
Pero el reposo de un enfermo es tan inconsistente como la blancura de un copo de nieve.
Alejandro se despertó, exclamando:
—¡Qué frío, qué frío!
—¿Te encuentras mejor ?—preguntó con voz acariciadora Lady Denver.
Y Alejandro se dio cuenta confusa de que realmente escuchaba una voz, una voz desconocida.
—¿Pero quién es usted? —preguntó, convenciéndose, al oprimir con sus manos las de la dama, de que no era una sombra la mujer que le hablaba.
¡Pobrecito mío! —contestó por toda respuesta la mujer.
Y alargando la mano alcanzó un frasco de aguardiente, que llevó a los labios del herido, añadiendo:
—¡Bebe, hijo mío, te dará nuevas fuerzas!
Alejandro bebió un sorbo. Sintió el calor a lo largo de la garganta y del estómago, hasta que le abrasó durante un segundo las entrañas.
Al instante sintióse más fuerte.
—¿Te ha sentado bien? —interrogó la mujer.
—Sí..., gracias..., ¿pero quién es usted? —tornó a preguntar.
—¡Lady Denver!,.., ¿y tú?
—¡Lady Denver!... La esposa del temido aristócrata, del millonario renombrado, del brazo derecho de Cecil Rhodes y de Barnato, la dama de los diamantes, la mujer cuya fama de hermosa extendíase por el Africa del Sur con áureos reflejos y fulgores diamantinos!
¡Denver!... Cuantas veces el nombre del lord o de su dama llegaba a la granja de su tío, Van Devinter callaba, callaba como siempre, pero los rostros de sus hijas, Olimpia y Dina, se entenebrecían, como si la palabra Denver evocara en la casa viejas historias tétricas, recuerdos angustiosos.
Nunca logró Alejandro penetrar en ese secreto de familia, mas columbraba vagamente añejos odios, que el tiempo no extinguía, y el nombre de Lady Denver, surgido cuando la fiebre y la pérdida de sangre, el dolor y la oscuridad le dominaban, prodújole una sensación extraña en la que el temor y la curiosidad disputábanse el imperio de su espíritu.
—¿Y tú, mi defensor, mi héroe, quién eres tú? —le preguntaba Lady Denver con tierna solicitud.
... ¡Y era tan dulce la voz de la dama que en el alma de Alejandro venció el temor a la curiosidad!...
Al ser calificado de «defensor» y de «héroe», recordó el herido en todos sus detalles la escena de las dos de la tarde.
—¿Es usted —preguntó— la señora cuyo coche fue asaltado en el camino de Boshof?
—Soy yo..., pero ¿y tú, quién eres tú, mi defensor anónimo?... ¿Por qué has expuesto tu vida por la mía?... ¿Quién eres, mi héroe?
Y había tal dulzura en las palabras de Lady Denver, que Alejandro, reclinado en sus brazos, más que su cuerpo en el cuerpo de la dama sentía su alma envuelta en una ola inmaterial y etérea, ola de afecto, de cariño, de cuidados.
Los temores que le asaltaran en el camino de Kimberley se alejaban y desvanecían.
La angustiosa perspectiva de disputar el pan a las multitudes se borraba de su alma.
En las palabras de Lady Denver creía encontrar cuantos amores abandonaba, el de la madre, el de Olimpia, el del tío, abuelo, los de los amigos y la familia entera.
—Soy Alejandro Liebeck. Iba a Kimberley con mi tío, Abraham Van Devinter, cuando...
—¿Es tío tuyo Van Devinter?
—Sí, ¿por qué me lo pregunta?
No respondió Lady Denver. Conocía con todos sus detalles las causas de los odios que separaban de por vida al granjero de Boshof y al aristócrata de Kimberley.
¿Qué adelantaba revelándoselas a Alejandro?
Era un azar extraño el que hacía arriesgar la vida de un sobrino de Abraham por la de la mujer de su enemigo.
—Por nada, por nada. Continúa tu historia.
—... Cuando creimos ver que se estaba asaltando el coche de una señora. Eché a correr hacia adelante, disparando el rifle... Dos hombres me hicieron caer de la bicicleta, arrojándose sobre mí y nada más recuerdo. Pero, ¿y mi tío? —preguntó bruscamente.
Y de seguida:
—¿Dónde estoy?
Diose cuenta de que se hallaba sentado sobre Lady Denver e hizo un esfuerzo para incorporarse, pero el dolor de las heridas, que parecía haberse aplacado, resucitó recrudecido.
—¡Pobrecillo! —murmuró Lady Denver, poniendo nuevamente en labios de Alejandro el frasco de aguardiente.
—Bebe un traguito, te aliviará.
Y colocando en sus manos un pedazo de pan y un trozo de carne, añadió:
—Si te es posible, come un bocado, porque estarás muy débil.
Obedeció Alejandro silenciosamente, mas tan pronto como un descanso en el dolor, le permitió reconcentrar ideas, volvió a preguntar a Lady Denver por su tío.
—Si no le he visto hace años —contestó la mujer.
—Pero ¿qué ha pasado? ¿Dónde estoy?
—No te apures, hijo mío; dentro de poco tiempo saldremos de aquí.
—¿Dónde estoy, dónde estamos, qué ha sucedido? —insistía Alejandro.
—No te apures, hijo mío, estás a mi lado... ¿Te encuentras mal?
Y los nervios de Alejandro se calmaron:
—¡Oh, no, señora!... ¡Si supiera cuánto agradezco sus cuidados!... Es que no sé si estoy soñando, si despierto... Se me atropellan tantas ideas en la cabeza, que van a acabar por salir todas juntas, como en una explosión.
—¡Pobrecillo!... Pues verás, te contaré, lo que yo sepa, porque no lo sé todo... Salí hoy de Kimberley en carruaje, pasado el mediodía, como es mi costumbre en el invierno \ Al llegar a la «Julieta»...
—¿La mina que explotó en otro tiempo Guillermo Van Vrij? —interrumpió Alejandro.
—La misma, ¿pero conoces a Van Vrij?
—De referencia, es un amigo de mi familia.
«¡Siempre enemigos míos!», pensó Lady Denver, añadiendo en alta voz:
—... El cochero inglés, que tomé recientemente, se arrojó sobre el lacayo negro, y un hombre de hercúleos hombros y estatura de gigante, saltando al coche, abalanzóse sobre mí. Pensé al momento que se trataba de despojarme de mis joyas y me defendí a tiros de revólver. Se desbocaron los caballos, salté del coche. Me fijé en ti un momento... Y ese momento me fue fatal... ¡Oh, no te lo digo para echártelo en cara, mi defensor!... Pero mientras te miré, echado en el camino, desvanecido, chorreando sangre, otros dos hombres se echaron sobre mí, me desarmaron y antes que pudiera defenderme me encontré atada por todas partes y con los ojos vendados... ¡Y aquí estamos, hasta que esa gente nos saque!
—¿Pero no sabe usted dónde?
—Presumo que no muy lejos de Kimberley. Acaso nos encontremos en la galería de una mina. Pero ¿quién sabe dónde?... ¡Hay tantos escondrijos, tantos pozos perforados, tantas galerías cegadas!
—¿Y si no nos sacaran de aquí? [3]
—No pienses en ello, hijo mío. ¿Les hubiera costado algún trabajo acabar con nosotros si tal hubiese sido su propósito?
—¿Y por qué no lo han hecho?
—¡Quién lo sabe!... ¡Qué adelantaban con matarnos después de haberse apoderado de los diamantes que llevaba yo encima!... Yo creo que nos sacarán de aquí muy pronto, pues si hubieren querido otra cosa no nos habrían dejado el aguardiente, la carne y el pan.
En realidad, Lady Denver se encontraba apurada para contestar a las preguntas de Alejandro, porque la escena había ocurrido de modo muy diverso.
Al saltar del carruaje, el cochero, después de deshacerse del lacayo negro, se abalanzó efectivamente sobre ella y con la ayuda de uno de los dos hombres que hirieron a Alejandro, logró desarmarla, atándole las manos por la espalda, pero no hubiera sobrevivido dos minutos de no haber ocurrido un incidente inesperado.
El puñal del cochero se cernía sobre su pecho cuando reparando en el hombre que hería a Alejandro, exclamó:
—¿Tú aquí, Jack?
Y a Jack debió la vida.
—Gracias a su intercesión, se conformaron los secuestradores con apoderarse de sus joyas y llevarla, con los ojos vendados, en compañía de Alejandro, al recinto donde se encontraban, prometiendo sacarla de allí por la noche, cuando desapareciera el peligro de que la policía les descubriera.
¿Y cómo iba a explicar Lady Denver a Alejandro su influencia para con un hombre de la profesión de Jack?
Era ya bastante que hubiera alguien en el Africa del Sur, conocedor de sus secretos, y harto le preocupaba la existencia de ese Jack, de quien no tenía noticias desde hace muchos años.
—¡Si llegaran a ser conocidos los antecedentes de su vida!
Cruzó este pensamiento por su espíritu, sumiéndola en pun-zadora angustia.
Pero no. Jack la libertaría y, una vez en libertad, le sobraba poderío a Lady Denver para conjurar peligros y alejar enemigos.
—¿Te encuentras mejor? —preguntaba al herido, poniendo en las palabras toda una primavera de ternura.
—¿Con que le debo a usted la vida? —respondió Alejandro.
—Más bien te la debo yo a ti.
—Todo lo contrario. Si esos hombres me han perdonado la muerte de uno de sus compañeros, no habrá sido por mí, Alejandro Liebeck, un desconocido, sino por usted, la poderosa Lady Denver.
Y Alejandro hablaba pausadamente; su debilidad era tan grande que necesitaba violento esfuerzo de atención para ir encadenando las palabras.
—¡Pobrecillo!... No pienses en eso —replicó al notarlo Lady Denver—; piensa que dentro de pocos minutos respirarás el aire libre y en que de aquí a dos horas te cuidará un buen médico, en un hermoso cuarto, sobre una cama blanda.
Y Lady Denver mecía a Alejandro, oprimiéndolo delicadamente contra su cuerpo.
Y Alejandro se dejaba mecer.
Y su cabeza subía y bajaba, al compás del aliento de la dama.
Y ensanchaba las narices para sorber su aroma de mujer.
Y mientras su cuerpo reposaba sobre las formas opulentas de la opulenta dama, en su cerebro débil ardían visiones de encendido color, esplendorosos atardeceres de Africa, en los que flamea el horizonte con resplandores de pórfido y de oro, de jaspe y de bronce, de fuego y de sangre.
Y pasaron las horas, arrastrando las esperanzas de Lady Denver.
Y Alejandro no volvía a recobrar conocimiento.
Y llegó momento en que el silencio absoluto del recinto era interrumpido, a regulares intervalos, por un rumor semejante al que se percibe aplicando los oídos a un palo de telégrafo.
«Son los tranvías que acarrean tierra diamantífera», pensó Lady Denver.
Pero esos ruidos cesaron también, y el tiempo transcurría y la paciencia de la dama se agotaba, y sus músculos poderosos necesitaron movimiento y desahogo su contenida cólera.
... Lady Denver echó a un lado al herido y cuidando de no pisotearlo, comenzó a dar vueltas por la estancia, como pantera enjaulada, y golpeando los muros, gritaba con toda la fuerza de su cuerpo indomable:
—¡Cochinos, canallas, cobardes, cochinos..., me la habéis de pagar, me la habéis de pagar!
Alejandro se despertó sobresaltado.
Y, fuera efecto de la fiebre o realidad inverosímil, en el lugar que debía corresponder a los ojos de la colérica señora, vio que iban y venían dos tenues llamaradas, azules, movedizas, humeantes, como las huellas que sobre un muro deja el roce de un fósforo en plena oscuridad!...
Desde el patio en que cayó Van Devinter vio en la ventana iluminada del cuarto de Van Vrij, el rostro y medio cuerpo del «sherif», tratando de explorar con la mirada la oscuridad nocturna.
—¿Qué buscará la policía en casa de Guillermo? —se preguntaba.
¿Tendrá noticias de los armamentos reunidos por el patriarca de los afrikanders?
¿Habrá vendido los secretos de la asociación alguno de los «Treinta y Tres»?
Pero no debía ser así. Aparte de que Guillermo, con su gran experiencia de los hombres, sólo se confiaba a los muy merecedores de sus confidencias, de la actitud del «sherif» se desprendía que no era Van Vrij el perseguido.
¿Y quién era entonces?... ¿El mismo, acaso?... ¡Bah!... ¡Absurdo más grande!
Sólo para no contrariar la voluntad del anciano había huido de su cuarto.
¿Qué temores iba a infundirle la policía?
Deseando estaba de presentarse a ella para averiguar el paradero de su sobrino Alejandro Liebeck. Cuatro horas antes, cuando vio al «sherif» en la hospedería, sintió el deseo de hacerlo inmediatamente.
No se presentó entonces porque al mismo tiempo que la policía entró James Stone; no lo hizo más tarde porque Guillermo le llamaba con urgencia desde su lecho de agonía, y es antes para un boer el consejo del anciano que la salud del joven.
¿Buscar la policía a Van Devinter?... ¡Valiente desatino!
Amparado por la oscuridad, quiso Abraham enterarse de lo que en el cuarto de Guillermo ocurría.
Oyó un sube y baja de palabras, como de un altercado; las voces se apagaron al breve rato; la luz se extinguió igualmente, pero Abraham creyó ver una sombra que se acercaba a la ventana y le pareció oír tenue ruido, apenas perceptible, como si los brazos de la sombra aquella se rozaran contra el alféizar de la ventana.
Se abstuvo de escalar el cuarto de Guillermo, como era su propósito y recordando las palabras del anciano afrikánder saltó la tapia, cayendo en un solar.
Anduvo treinta pasos, saltó una valla de madera y se encontró en una calle de los arrabales, sin alumbrado, ni apenas edificios.
Se encaminó resueltamente al hotel, donde había dejado la rota bicicleta y el rifle; pero apenas llegaba a la plaza, cuando oyó en voz extentórea, una exclamación.
—Deténgase, Abraham Van Devinter. Está usted preso en nombre del «sherif».
Volvió la cara y tropezó su vista con dos agentes de policía, ambos de color, tan negros como la noche.
—¡Yo preso!
Y se acordó repentinamente de que llevaba en los bolsillos los planes y las listas que le había confiado Guillermo Van Vrij.
Sin duda su apresamiento obedecía a un error judicial.
Por poderosos que fueren los odios de Lord Denver, no podía basarse en el menor pretexto para hacerle prender.
Se acordó de las diligencias practicadas por la policía en averiguación de los asesinos o secuestradores de Lady Denver y se dijo, sonriéndose:
—¡Si se me perseguirá por eso!
La situación era difícil.
Sabía de sobra que sería puesto en libertad inmediatamente, pues en el mismo hotel podían atestiguar dos pasajeros que aquella tarde se le había encontrado desvanecido en el camino de Boshof, cerca de Tarantaal.
¿Y si este desvanecimiento, ocurrido cuando el asalto del coche de Lady Denver, se consideraba como indicio de su participación en el crimen?
El supuesto era absurdo, pero necesitaría varias horas para desvanecerlo y entre tanto la lista de los «Treinta y Tres» y los planos de las dos cuevas caerían en menos de las autoridades inglesas.
Los registros que presenció en la hospedería no le dejaban lugar a dudas.
De ser preso se le registraría inmediatamente y ¿dónde ocultar unos papeles que arrollados en el interior de la chaqueta formaban voluminoso bulto?
—¡Está usted preso en nombre del «sherif»! —repitió el agente de policía, adelantándose un paso.
La situación era insostenible.
Un segundo más de vacilaciones e iban a manos de la policía las listas de afrikanders descontentos, las de los conspiradores y los armamentos, municiones y caudales acumulados por Guillermo Van Vrij.
¡Adiós entonces toda esperanza de liberación!
Había que someterse a la explotación desenfrenada de los millonarios, renunciar al ideal forjado en un siglo de luchas y de ensueños y abandonar la independencia del Transvaal y del Orange al capricho de los hambrientos de oro, de los Rhodes, los Barnato, los Jameson, los Denver, los Beit, los Phillips, los Hammoup, los Rudd, los Eckstein, los Farrar y los Chamberlain!
—... ¡Y cómo se preparaban!... Desde que hubo leído en casa de Lord Denver el telegrama del doctor Jameson, anunciando la adhesión de Leonard y los preparativos para destruir, por un golpe de mano, la independencia del Transvaal, sentía resucitar dentro de su pecho todo un mundo de inextinguibles odios...
Bajo las facciones inmutables del boer un sentimiento de justicia le pinchaba en las venas, haciendo hervir su sangre —que el sentimiento de justicia, sereno y frío en el alma del fuerte, es cólera, pasión, látigo y fuego en el espíritu del débil.
¡Leonard unido a Jameson!... ¡Leonard, el intrigante abogadillo a cuyas mañas debían los boers de la Gricualandia casi todos los robos de terrenos verificados contra ellos, por los mineros británicos!
¡Leonard, el notario cuya falta de escrúpulos era causa de la muerte de su padre Andrés Van Devinter!... ¡Leonard, el agitador profesional, encargado por Rhodes de sembrar el odio entre los boers y los ingleses de Johannesburgo!
... ¡Había que evitar a toda costa que por un imbécil error policíaco se desbaratase la obra entera de Guillermo Van Vrij!... ¡Había que evitar a toda costa que los papeles del patriarca afrikánder fueran leídos por la policía!
Pero ¿cómo lograrlo?
El agente inglés puso la mano derecha en el hombro de Abraham.
Un segundo, una décima de segundo de vacilaciones y la desgracia se consumaba.
Abraham, rápido como un rayo, dio media vuelta y descargó soberbio puñetazo sobre el rostro desprevenido del policía.
El agente echó mano del revólver, dando un paso atrás, pero antes de que el arma saliera de la funda, una patada de Abraham en el vientre hízole caer boca abajo.
Quedaba el negro. Abraham saltó por encima, uno de aquellos saltos que los tigres enseñaron a los boers primitivos, a los boers que disputaron a las fieras la posesión de los desiertos del Sur de Africa, y echó a correr, sin rumbo fijo, por las calles más oscuras de la ciudad.
En sus oídos atronaban los silbidos.
La policía entera de la población de los diamantes, lanzada en busca suya por los odios suspicaces de Lord Denver, cerraba los pasos a Van Devinter.
Al querer torcer por una calle tropezábase con un grupo de agentes de policía, intimándole a que se dejara prender.
Abraham daba la vuelta y corría de izquierda a derecha.
Los silbidos con que unos agentes llamaban a los otros hendían los aires.
Pero la policía quedaba siempre distanciada.
¡Quién iba a competir en velocidad con Abraham Van Devinter, el boer que siendo joven venció a un caballo en una carrera de ochocientos metros!
Hubo un momento en que creyó inevitable su aprehensión.
Sentía en los talones las pisadas de unos cuantos agentes y al trasponer la calle se encontró de manos a boca con varios otros que corrían hacia adelante, en dirección contraria a los primeros.
Se hallaba cogido entre dos fuegos.
Se le ocurrió volverse, mas instantáneamente comprendió el peligro. ¡Antes de que diera la media vuelta los policías que le seguían le hubiesen amarrado de pies y manos!
El círculo se estrechaba. La vacilación le era funesta. Los agentes de atrás estaban a dos pasos, los de delante a veinte. No los veía muy bien, porque el alumbrado de Kimberley no se extiende a los arrabales, pero los oía, los adivinaba.
¡Y Abraham al cabo cíe media hora de carreras sin freno, sentía sus músculos distensos y el aliento se le escapaba de los pulmones, como un chorro de vapor por una grieta angosta!
Pero Abraham comprendía que a su fuerza y agilidad de piernas jugaba una carta la causa afrikánder, y fuerza y agilidad se le centuplicaban, como si en sus músculos se reconcentrara la energía de un pueblo.
Con vigoroso impulso se lanzó hacia adelante. Los policías que cerraban la calle detuviéronse, tratando de amurallarla con sus cuerpos.
Abraham embistió, con la cabeza baja, los codos en alto y los puños apretados contra el pecho.
Los agentes, afincando en el suelo la estirada pierna izquierda, doblando la derecha e inclinando el cuerpo, apercibiéronse a rechazar el ataque.
El choque en perspectiva hacía pensar en aquellas fantásticas monstruosas diversiones que el pueblo americano se permite lanzando a todo vapor una locomotora contra una roca de granito.
Pero no hubo colisión. Saltando con mágico ardimiento, pasó Van Devinter por encima de la doble hilera de hombres, que le atrancaba la salida y para cuando la policía tuvo tiempo de volver la cabeza se encontró distanciado en treinta pasos.
Los agentes, exasperados, dispararon sus revólveres sobre la silueta del fugitivo.
Y Abraham corría, poniendo en las piernas toda la fuerza del pueblo boer, vigoroso pueblo que lleva su leyenda no en las vanas acciones de los tiempos irremediablemente transcurridos, sino en su esperanza de porvenir abierto y en su seguridad de numerosa descendencia.
A los oídos de Van Devinter llegaban los silbidos de las balas; en sus espaldas las detonaciones de los Smith de gran calibre rompían, con fragores de truenos, el silencio nocturno.
Los silbidos menudearon tanto que se convirtieron en el zumbido de un enjambre al que se arranca la colmena. Las detonaciones, sucediéndose sin interregnos, fundiéronse las unas en las otras y en el estruendo que el eco aglomeraba se oían tenuemente los «cliquetis» de los hierros.
Abraham corría, hurtando el cuerpo a la luz de las faroles, cuidando a todo trance de evitar las calles del centro, cuyos focos eléctricos le harían blanco seguro de los disparos policíacos.
Una bala le atravesó el sombrero. Otro balazo le rozó la pierna
Quiso Abraham abrirse camino para ganar la carretera de
Beaconsfield, pensando que en las minas pudiera hallar un escondite donde pasar algunas horas, las suficientes para arbitrar el modo de traspasar a un afrikánder de confianza los documentos de Van Vrij.
Se encaminó, siguiendo siempre los arrabales, al Sur de la ciudad, pero nueva sorpresa paralizó sus movimientos.
Al llegar al vallado que cerca los talleres de la mina «Kimberley», aparecieron, iluminados por un foco eléctrico, media docena de caballos.
Abraham corría entre una granizada de balas.
Uno de los caballos pegó un brinco, lanzando fuera de la silla a su ginete.
Otro ginete cayó igualmente de la cabalgadura, llevándose al pecho la mano derecha.
¡... Las balas disparadas por los perseguidores de Abraham herían a la policía montada de Kimberley!
Van Devinter alzó al cielo los ojos, en acción de gracias.
La policía montada, que se hallaba enfrente de Abraham, increpó a los agentes que le perseguían, reprochándoles con juramentos e invectivas el atolondramiento de sus disparos.
Fue un segundo que aprovechó Abraham para huir por transversal callejuela, mientras deliberaban sus perseguidores.
No había avanzado sesenta pasos cuando sintió por detrás de sí las pisadas de los caballos de la policía.
¡Su captura se hacía fatal!
Abraham se revolvía entre callejuelas, mas de momento en momento el círculo de acción se estrechaba.
Todas las calles por donde pretendía salir de la ciudad estaban copadas.
Durante cinco o seis minutos estuvo andando por sólo cuatro o cinco calles, consiguiendo a fuerza de inaudita ligereza mantener a cierta distancia a los caballos.
Pero las piernas se le doblaban, eran sus pasos vacilantes, sentía en el cráneo dolores agudos, corría con ese automatismo de la absoluta fatiga, la que precede al reposo profundo.
Advertía de momento en momento que iba a caerse, sin que ninguna fuerza humana pudiera luego levantarle.
Y las pisadas de los caballos se acercaban.
Lucha tan desigual tenía que resolverse pronto.
El viento mismo se declaraba enemigo de Abraham.
Era la noche irrespirable.
Dondequiera se levantaban torbellinos de polvo, ese polvo particular de Kimberley, la ciudad que comenzó pulverizando las montañas circundantes, pulverizó luego las llanuras y más tarde las entrañas de la tierra y luego arrancó los empedrados de sus calles para pulverizar el suelo de debajo y acabar pulverizando las casas y los muebles y los pechos de los mineros, para encontrar en los intersticios de los cantos, en las junturas de los muebles y en el cuerpo de los hombres las piedras diamantíferas...
Cuando Abraham Devinter se acercaba en su carrera a alguna luz, remolinos de polvo brillante bailaban en corro frente a su mirada.
Y al respirar, el polvo diamantífero le saturaba los pulmones, oprimiéndole, asfixiándole, matándole...
A trechos le acompañaban los remolinos, girando como peonzas, y luego el polvo, también como una peonza, se caía lentamente.
Así la vida humana; viniendo no se sabe de dónde, ni por qué, produce una inconsistente espiral de polvo en la gran carretera del mundo, desaparece luego y deja que el polvo recaiga en la tierra, para ser pisoteado y olvidado.
Abraham adelantaba en veinte metros a los agentes de la policía, mas por grande que fuese la ligereza era imposible la fuga.
Cuatro segundos más y... las pisadas de los caballos sonaban tan cerca que Abraham creía sentirlas en el cráneo.
¡Una, dos, tres!
—He hecho por mi patria lo que pude. Hay que guardar el valor para cuando se es fuerte, que el valor pierde a los fuertes, pero salva a los débiles.
¡Una, dos, tres!
La idea de rendirse germinaba en el cerebro de Abraham, cuando advirtió que todo paso se le había cerrado.
Por delante de él asomaron una veintena de agentes montados: detrás galopaban los caballos de sus perseguidores.
Era irremediable.
La policía iba a agarrar su presa.
Y como toda el alma, todo el cuerpo, toda la voluntad de Van Devinter la había puesto en sostener una lucha imposible, preveía que en el momento de caer alma, cuerpo, voluntad y vida, caerían definitivamente para no levantarse.
¡Una, dos, tres!
Abraham se dejó caer.
Los caballos de sus perseguidores pasaron por encima.
Fue un segundo de bárbaro anonadamiento.
Todo en Abraham parecía morir: músculos, cuerpo, deseo de vida.
Sólo se le sobreexcitaban los sentidos.
Creía sentir las coces de los caballos en las piernas, en las espaldas, en el cráneo, y le parecía que los agentes todos de Kimberley se arrojaban sobre él, pisoteándole, arrebatándole los documentos cuya posesión había defendido con toda la fuerza de su gran pasión, con toda la violencia de sus odios de treinta años.
Pero los caballos de la policía habían pasado por encima de él sin aplastarle, dejándole ileso por milagrosa suerte, arrastrados por el impulso mismo de su carrera.
Antes de que pudieran dar la vuelta columbró vagamente Abraham una hendidura entre las dos casas que tenía a su derecha.
Un impulso de vida sacudió impetuosamente su cuerpo adormecido.
Se levantó y de un brinco echó a correr por la hendidura, especie de callejón que permitía el paso entre el muro de una casa y la tapia de un jardín.
Andaba y corría maquinalmente, sin darse cuenta de ello.
Se llevó las manos a la cabeza, cuyos dolores le atronaban en el alma.
Advirtió que la venda se le había caído y la sangre fluía a lo largo de su rostro.
Por detrás de él la policía disparaba sus revólveres.
Al cabo de los cien pasos de marcha entre baches, se encontró con una cerca de piedra, cerrándole el camino.
A derecha e izquierda, callejones estrechos.
Miró por uno de ellos.
Se erguía en el fondo la silueta de un agente.
Abraham saltó la cerca.
Encontrábase en uno de los terrenos de la mina «Kimberley».
Echó a correr, deslizándose en plena oscuridad a lo largo de la casa de máquinas.
No se oía el menor ruido.
En la noche del domingo las máquinas dormían un sueño reposado.
Llegó al tranvía eléctrico.
Por en medio de las dos filas de vagonetas que transportan la tierra diamantífera corrió cuesta abajo.
Su debilidad era tan grande que tropezaba a cada paso con los cables que unían las traviesas, formando una serie interminable que sube de las minas a los talleres las gangas de diaman tes, en cargadas vagonetas, mientras descienden las vacías.
Ni se daba siquiera cuenta de que habiéndose introducido en los terrenos de la «Kimberley», propiedad de Cecil Rhodes, Bar-nato y Lord Denver, había caído en la boca del lobo.
Abraham corría a derecha e izquierda de los inmensos campos donde se tiende la tierra diamantífera para que el sol, el aire y el agua la resquebrajen y pulvericen al cabo de los meses.
Fuera que en domingo el ron y el whisky se encarguen de hacer menos tenaz la vigilancia de los empleados; fuera que la oscuridad protegiera a Van Devinter, corría éste solo, libre por el momento de persecuciones.
Al volver la vista, sólo divisaba la mole enorme de la casa de máquinas.
Al lado de ella, sobre el fondo negro del oscuro cielo, elevábase la chimenea, sin aliento, ni humo, dormida en pie...
Corrió Abraham hasta llegar a la abertura de la mina.
Pensó en entrar al pozo, pero instintiva repulsión le detuvo.
Y como la sangre le caía por la cara y se le agotaban las energías y se sentía próximo a desvanecerse, se echó un momento boca arriba.
Pensó más tarde que cualquier empleado de la «Kimberley» o sus perseguidores mismos, que acaso le habrían visto escalar la tapia que circunda la mina, pudiera sorprenderle.
Para evitarlo se metió en una de las vagonetas más próximas a la boca de la mina.
Agazapóse como pudo en aquel carrito, cuya base tendría escasamente treinta centímetros de lado y cuya altura apenas excedería de noventa.
Con el pañuelo se vendó la herida.
Y así esperó cerca de dos horas.
De cuando en cuando levantaba la cabeza.
Un vigilante, con el fusil al hombro, se paseaba a lo lejos, con paso perezoso.
—¿Y si le da por mirar esta vagoneta? —se preguntaba temerosamente Abraham.
—¡Bah!... ¿Cómo ha de entretenerse en mirarlas una a una?
Dos horas de angustia. Abraham apretaba con el brazo contra el pecho los documentos de Van Vrij.
Recordaba las palabras del anciano:
«Estos papeles son mi vida.»
Y pensando que tal vez para aquel momento habría ya muerto el patriarca de la causa afrikánder, decíase Abraham:
—Y ahora que no serán ya su vida, son la mía.
De pronto —ilusión que la debilidad le produjera— se figuró que algo se movía en la boca entenebrecida de la mina.
Oyó leve susurro, como el de una conversación musitada al oído.
Ya no había duda.
Alguien salía del fondo de la mina.
Abraham se agazapó en el de la vagoneta.
Casualmente estaba agujereada en el lugar correspondiente a uno de los remaches.
Abraham apercibió silenciosamente el revólver y esperó.
Tres hombres primero, y luego otro, y otro, y otro, hasta nueve, salieron de la mina.
Al llegar a flor de tierra se estrechaban las manos en silencio, y cada uno marchaba por su lado, cuidando de deslizarse a lo largo de las paredes de los caserones vecinos.
Aunque Abraham no pudo oír ninguna de sus palabras, eran tantas las precauciones que los hombres tomaban para no ser vistos ni oídos, que Van Devinter los juzgó malhechores.
Pero los nueve hombres se marcharon en silencio, y un minuto más tarde Abraham dudaba de haberlos visto realmente.
Un rato después otros dos hombres aparecieron en la boca de la «Kimberley», pero en vez de separarse, avanzaron, cautelosamente agazapados, a lo largo de una de las hileras de vagonetas.
Cuando estaban próximos a la que ocupaba Abraham, uno de ellos echó a andar hacia el campo, protegido por la sombra de una casamata próxima.
Despidióse de aquél su compañero con unas cuantas frases, de las que sólo dos palabras llegaron a oídos de Alejandro:
—Paciencia y valor.
—¡Ese es el santo y seña de los «Treinta y Tres» —pensó Abraham.
E irguiéndose, con la rapidez del pensamiento, exclamó:
—¡Africa y Africa!
Inmediatamente dieron media vuelta los dos hombres, pero al encontrarse con un hombre escondido en una vagoneta, la cabeza vendada, la cara chorreando sangre, la ropa sucia y con un revólver en la mano, dijo uno de ellos:
—Nos han hecho traición. Este hombre es un espía.
Silbó entre dientes, y al punto, como en una trampa de tea tro, surgieron otros dos hombres, arrojándose los cuatro sobre Abraham.
—¡Traidor, espía! Nos lo vas a pagar —dijo el que acababa de silbar.
—¡Pero si soy Abraham Van Devinter!
El nombre de Abraham era muy renombrado entre los afri-kanders, pero daba la casualidad de que ninguno de los cuatro le conocía personalmente.
—¡Qué has de ser tú el amigo de Guillermo Van Vrij!
—¿Y qué hacías aquí escondido?
—Es un traidor, no hay duda —repetía el tercero.
—¿Pero conoce, alguno de ustedes a Abraham Van Devinter? —preguntó el cuarto.
—¿Qué quieres decir? —interrogó el segundo.
—Que bien pudiera ser éste, en cuyo caso nuestros juicios prematuros...
Esta observación parecía que iba a salvar a Van Devinter, cuando se vio a lo lejos, muy en lo alto, junto a la casa de máquinas, un grupo de hombres.
—Son los agentes de policía —exclamó uno de los hombres.
—¡Dios mío, este canalla nos ha vendido! —dijo otro.
—Hay que castigarle.
Y los cuatro sacaban los cuchillos de la vaina cuando vio Abraham que salía de la mina un quinto hombre.
Era de alta estatura, porte elegante, hombros hercúleos, charolada bota de montar, facciones regulares, ojos azules y fríos, barba magnífica y dorada extendida por el amplio pecho.
—¡Ven aquí, Frank Van Eyck! —ordenó Abraham.
Van Eyck, al escuchar la conocida voz de su antiguo amigo, echó a correr.
—¡Aquí tú, Abraham! —y le abrazó largamente.
Fue obra de un segundo convencer a los otros hombres de que Abraham Van Devinter era el auténtico.
Pero la policía se acercaba, y Van Eyck, sus hombres y Abraham Van Devinter se internaron en el fondo de la mina.
Horas después, a las diez de la noche del lunes 16 de agosto de 1895, los «Treinta y Tres» fueron llegando uno a uno al lugar donde Frank Van Eyck les había citado.
La reunión de los jefes afrikanders de la Gricualandia se verificaba en la «Julieta», la mina donde había caído el carruaje de Lady Denver.
Durante la noche del domingo y en la mañana del lunes, la policía de Kimberley había verificado minucioso registro en el fondo.
Aparecieron el coche destrozado, los caballos muertos y un desconocido, de gigantesca talla, muerto y destrozado.
Nada más.
Ni en Kimberley se sabía cosa alguna de Lady Denver, ni Abraham Van Devinter traslucía el paradero de Alejandro Liebeck.
Perdida la pista de Van Devinter, cuando saltó éste las tapias de la mina «Kimberley», le buscó inútilmente la policía durante algunas horas.
Abraham, por su parte, salió de las galerías subterráneas de la «Kimberley» sin novedad ulterior, estuvo oculto todo el día en casa de Van Eyck y quiso presentarse al «sherif» para destruir la mala inteligencia que le había hecho objeto de tan encarnizada persecución.
¿Qué le importaba ya su captura?
Los documentos que Guillermo Van Vrij le había confiado encontrábanse ocultos en lugar seguro.
Además, Van Eyck y Van Devinter habían estudiado tan cuidadosamente los planos de Van Vrij, que sin necesidad de llevarlos encima podían penetrar a cualquier hora en las cuevas donde el patriarca de los afrikanders ocultaba sus armamentos y caudales.
Pero Van Eyck, al tener noticia, por Abraham, del telegrama del doctor Jameson, revelando las maniobras de los millonarios para destruir la independencia del Transvaal, rogó a Van Devinter que aplazara su presentación a la policía hasta tanto que se comunicara a los «Treinta y Tres» la importante noticia.
En el entierro de Van Vrij, verificado por la tarde, se citó a los jefes afrikanders para que se encontrasen en los alrededores de la mina «Julieta» a las diez de la noche.
Fue el entierro manifestación imponente de simpatías a la causa afrikánder.
Por las calles de Kimberley desfilaron, con el rifle al hombro, la mayoría de los granjeros acomodados de la Gricualandia, y mientras la policía, Lord Denver y Barnato buscaban infructuosamente a Lady Denver y a Van Devinter en el cementerio de la ciudad, la población enardecida juraba, junto a la tumba de Van Vrij, su solidaridad con boers del Transvaal y su propósito de librarse en plazo breve y por las armas del monopolio de los millonarios y de Inglaterra, su amparadora.
... Y a las diez de la noche los «Treinta y Tres» iban llegando, uno a uno, a la mina «Julieta».
Vista ahora la «Julieta», era sencillamente una sima circular de lúgubre aspecto.
Medía en lo alto trescientos metros de diámetro; en el fondo, a unos ciento cincuenta metros bajo el nivel de la tierra, formaba una plataforma de unos quince en su lado mayor.
Se bajaba al fondo por un camino espiral, que daba dos vueltas en derredor de la sima.
En lo alto, uno de los afrikanders, con el rifle cargado, se encargaba de pedir el santo y seña a cada uno de los «Treinta y Tres».
—¡Africa y Africa! —decían éstos.
—¡Paciencia y valor! —replicaba el afrikánder, señalando el camino a cada uno de los «Treinta y Tres».
Y éstos emprendían el descenso, no exento de peligros, porque nada más fácil que un hundimiento en aquella polvorienta tierra diamantífera.
Casi todos los «Treinta y Tres» traían su linterna; al que había olvidado esa precaución, el vigilante proporcionábale una sorda, de las llamadas
En el fondo de la sima, desde las diez en punto, Abraham Van Devinter y Frank Van Eyck mataban los minutos de la espera conversando amistosamente.
—¡Qué diferencia entre lo que es este agujero y lo que fue hace doce años! —decía Van Devinter.
—¡Oh, sí! —replicaba Van Eyck—. Nada recuerda hoy que hubo aquí una mina, fuera de esa polea por la que esta tarde ha izado la policía el coche y los caballos de Lord Denver.
—Un día, yendo a Boshof, me asomé a mirarla. ¡Qué hormiguero!... Al principio no vi más que carretones vacíos o cargados, subiendo y bajando por caminos colgantes... Luego se me apareció en el fondo la muchedumbre de mineros, blancos, negros, europeos, africanos, chinos y mestizos, medio desnudos la mayor parte, llenando de tierra los cubos de cuero...
—¡Qué fiebre la de entonces! Todo el mundo estaba como loco en la Gricualandia; no se veía sino gentes armadas de picos y palas, explorando todas las tierras, desviando el curso de los arroyos para examinar sus lechos, no soñando ni hablando más que de diamantes.
—Los cubos de cuero subían rápidamente hasta el borde de la mina, a lo largo de cables metálicos, bajo la tracción de cuerdas hechas con correas de vaca, arrolladas sobre tambores de madera, vertíase la tierra en carretas y en el acto volvían al fondo de la mina, para subir con carga nueva.
—Y eran tantos los cables metálicos, tendidos diagonalmente sobre las explotaciones, que parecían los hilos de una gigantesca tela de araña, cuya fabricación hubiere sido súbitamente interrumpida. ..
—Hasta que a fuerza de cavar se hizo imposible la explotación a cielo abierto. Cada minero vaciaba sus concesiones hasta la línea vertical de las calzadas que las separaban unas de otras. Las calzadas, necesarias para la circulación, quedaban suspendidas a cuarenta, cincuenta y cien metros, y al menor cambio de temperatura, a la lluvia más ínfima, se resquebrajaban, hundiéndose y sepultando a montones de obreros, mientras el agua, acumulándose en los huecos, paralizaba la extracción.
—Dificultades y desgracias continuadas que no impedían a los mineros imprudentes y ambiciosos seguir horadando sus concesiones hasta el extremo límite de la pared.
—La explotación por galería subterránea ha hecho disminuir el número de accidentes.
—Cierto; la explotación por compañías monopolizadoras ha disminuido los peligros, pero ha acabado con el aliciente.
—¡Es tan triste trabajar para que el amo se enriquezca!
—Y aunque se trabaje por cuenta propia, ¡eso de que Cecil Rhodes haya de poner precio a todos los diamantes y sea imposible vender sin su permiso la más hermosa piedra!...
—Verdad que aquella fiebre consumía a mucha gente y eran las más las caras plácidas y alargadas que se veían por la noche en las fondas bebiendo cerveza común, mientras, por excepción, algún minero podía mojar con champagne el hallazgo de un diamante de quilates, pero al menos se contaban a diario bellas historias de hallazgos prodigiosos realizados, mineros llegados al campo pobres como Job y enriquecidos con una sola piedra.
—Hoy, en cambio, sabemos a principio de año que Rhodes les ha repartido tanto, Barnato tanto, tanto Beit, tanto Stove, tanto Denver.
—Y al año siguiente tanto Stove, tanto Denver, tanto Bar-nato..., y así siempre.
Y los dos amigos, recordando pasadas grandezas y pen sando en miserias presentes, quedáronse buen rato meditabundos.
Los «Treinta y Tres» descendían uno a uno, y tendiendo silenciosamente la mano a Van Eyck, miraban a Van Devinter y se ponían a conversar entre ellos, sin alzar la voz.
—¿Estás seguro —preguntó Van Devinter a Van Eyck— de que en este lugar no podremos ser sorprendidos?
—Hoy por hoy, más debernos temer ser escuchados que no sorprendidos.
—Te comprendo, Frank; pero ¿no temes que la policía pueda volver a este sitio para instruir diligencias en el secuestro o asesinato de Lady Denver?
—Es posible; pero uno de los «Treinta y Tres» se quedará en lo alto para avisarnos si preciso fuere. Y en todo caso, lo importante es que no se nos oiga. Hasta ahora, las reuniones se han verificado o en mi casa, o en una galería de la mina «Kimberley», pero pienso que los acuerdos de hoy serán decisivos para la causa, ¿y dónde podíamos estar más seguros que en este sitio, a ciento cincuenta metros bajo el nivel de la tierra?
Acabadas de pronunciar estas frases, Frank Van Eyck paseó la mirada en derredor, contando a los presentes.
Había treinta y dos, incluyendo a Van Devinter.
Frank, entonces, dio una palmada.
Al momento cesaron las conversaciones y los grupos se disgregaron.
Los afrikanders formaron en dos filas, dando frente a Van Devinter y a Van Eyck.
Frank, descubriéndose respetuosamente, exclamó:
—Recemos un Padrenuestro a la memoria de Guillermo Van Vrij.
Los afrikanders se descubrieron a su vez, y elevando los ojos al sombrío cielo que por lo alto de la sima se divisaba, y do blando militarmente la rodilla rezaron el Padrenuestro.
A los pocos segundos se cubrió Van Eyck, y cuando todos los afrikanders le hubieron imitado, habló de esta manera:
«Boers y afrikanders:
Van Vrij no ha muerto definitivamente para nosotros. Abraham Van Devinter, su gran amigo, mi amigo del alma, aquí presente, recogió sus instrucciones de su lecho de agonía.
Nos lega el gran patriarca de la causa una organización, armas suficientes para todos los buenos boers y afrikanders de la Gricualandia y caudales en bastante cantidad para afrontar los primeros gastos de una insurrección armada.
Guillermo creía, sin embargo, que estos preparativos no serían necesarios sino en un porvenir remoto. Así lo creíamos todos.
Asegurada, a nuestro juicio, la independencia del Transvaal y del Orange; en mayoría los afrikanders en el Gobierno del Cabo, suponíamos empresa del tiempo la liberación total del Africa meridional y la constitución de los Estados Unidos.
Desde hace algún tiempo la política inglesa ha cambiado de rumbo. Al antiguo espíritu de preparar paulatinamente la emancipación de las colonias, ha sucedido, por causas conocidas, el criterio imperialista y absorbente.
A este cambio se debe nuestra organización secreta.
Necesitábamos afirmar nuestro anhelo de independencia, y ya que con la fuerza se pretendía esclavizarnos, con la fuerza debíamos repeler la agresión.
Pero hoy no se trata únicamente de que Inglaterra se em peñe en conservar la colonia, como si fuera ella y no nosotros los que hemos arrancado el Africa a los negros y a las fieras.
Los sucesos que temíamos se han confirmado.
Cecil Rhodes no se conforma con hacer traición a la causa afrikánder; mientras a nosotros, boers del Orange o afrikanders del Natal o del Cabo, comprando nuestra prensa y abusando de nuestra buena fe, se nos aseguraba que el obstáculo para la constitución de los Estados Unidos no estaba en Inglaterra, sino en los boers del Transvaal, Cecil Rhodes se ha venido ocupando en captarse el apoyo de los Gobiernos ingleses, comprando a sus más señalados hombres políticos.
Hoy en día, según pruebas que tengo a la vista, son accionistas de la «Chartered», de la «De Beers», de la «Goldfields» o de la «Rand Mines», Chamberlain, Rosebery, Rothschild, Balfour, los duques de Fife, Saxe y Northumberland, dos yernos del príncipe de Gales, y todo indica que el príncipe mismo se halla interesado en las empresas que maneja Rhodes.
Pero Rhodes no es generoso. Cuando presta dinero se contenta con un interés módico, si la garantía es segura. Pero si regala sus caudales..., ¡entonces es cuando ejerce de usurero!
Ha regalado, sin contarlas, acciones de sus empresas a los políticos, periodistas, aristócratas, banqueros y hombres más influyentes de Inglaterra.
Todo el que algo vale en la Gran Bretaña se encuentra hoy en posesión de papeles que significarán una fortuna si el Gobierno inglés se decide a arrancar su independencia a los Estados del Sur de Africa.
Les falta a esas gentes nada más que el pretexto para ensuciar la historia de Inglaterra, embarcando su inmenso poderío en una guerra contra un pueblo pequeño, pero resuelto a conservar su dignidad e independencia.
Y ese pretexo lo inventa el mismo Rhodes, fingiendo una revolución en Johannesburgo.
Mi amigo Van Devinter ha sorprendido un telegrama que revela la existencia de un complot urdido entre Rhodes, Beit, Barnato, Lord Denver, el doctor Jameson y Leonard, el abogado de Rhodes, para sublevar a Johannesburgo; es decir, a Johannesburgo no, porque demasiado saben los blancos de la ciudad minera que deben la elevación de sus salarios a las medidas protectoras de Kruger, sino a los agentes de Rhodes en contra del Gobierno de Pretoria.
El pretexto es burdo, pero la cuestión estriba en provocar una serie de conflictos que den motivo a los políticos ingleses para justificar aparentemente, cuando menos, la intervención de su país.
Estos son los hechos, amigos míos, y todos sabemos lo que son los políticos ingleses cuando la codicia entra en su juego.
Boers y afrikanders:
Recordemos lo sucedido con nuestra Gricualandia.
En tanto que se consideró el Estado de Orange como territorio británico, la región de Kimberley formó parte integrante del país.
Como pruebas indiscutibles de este hecho existe gran número de documentos firmados por Su Majestad.
Pues bien: desde que entre los ríos Groot y Vaal se descubrieron las minas de diamantes, en esta región, que sin duda ninguna pertenece al Orange, hoy Estado independiente, Inglaterra se posesionó de Kimberley, alegando el pretexto de que un desconocido jefe negro cedió a la corona la Gricualandia.
Los mismos tribunales ingleses reconocieron la falsedad de este alegato. El Gobierno británico se burló de sus propios tribunales ...
El pensamiento de que iba a escapar al dominio de Inglaterra la mina de diamantes más rica del mundo, hizo acallar los escrúpulos todos...
El abuso fue tan evidente, que el Gobierno británico, no pu-diendo sostener tan disparatada tesis, ofreció una indemnización de 90.000 libras esterlinas.
... ¡Esplendidez británica! ...Las minas han producido hasta ahora cerca de 80 millones, y en determinados días, más de 100.000 libras.
Estos son los hechos. Ellos nos demuestran lo que los boers y los afrikanders pueden esperar de Inglaterra, hoy sobre todo, desde que Cecil Rhodes ha inundado con sus acciones el mercado de Londres.
Y, ahora, elegid. Tenemos armas, municiones, dinero.
Cecil Rhodes ha contestado con evasivas a la delegación que le envió últimamente el partido afrikánder.
La intervención inglesa es inminente.
Podemos cruzarnos de brazos y contemplar pasivamente cómo los millonarios se apoderan del Transvaal.
El ejemplo de lo que harán de nuestros hermanos los boers lo tenemos aquí, en la Gricualandia.
Podemos igualmente empuñar el fusil, en ayuda de nuestros hermanos.
Cuando se encuentra frente a buenos armamentos y corazones generosos, el Gobierno inglés refrena hasta su sed de domi nación, sobre todo si vislumbra grandes gastos y un peligro serio.
Nuestras balas conocen su camino.
No salen del fusil, sino a pesar nuestro, pero una vez fuera no vuelven al cañón.
Ni el alma de los malos, ni los rinocerontes mismos, tienen la piel tan dura que la bala del boer no pueda traspasarla.
Con ayuda de Dios, de nuestro derecho y nuestros brazos, la causa de los boers y de los afrikanders debe vencer a los ingleses.
Elegid.»
Calló Frank Van Eyck y su discurso fue escuchado en el mayor silencio.
Ni un aplauso, ni un rumor.
Había hablado Frank sin muestras exteriores de elocuencia, sin ahuecar la voz, con los brazos inmóviles cruzados sobre el pecho, en tono reposado, tranquilo, frío.
Le escucharon los afrikanders con estatuaria impasibilidad.
Las grandes palabras y las grandes ideas: libertad, independencia, tiranía, lucha, vida y muerte, no provocaron en los boers, como provocan en los pueblos femeninos, fugaces embriagueces de entusiasmo, excitaciones epidérmicas que el menor cansancio desvanece.
Las palabras de Frank hablaban a las cuerdas más íntimas del alma afrikánder, y mientras se resolvían en irrevocables decisiones de vida o de muerte, los rostros se conservaban inmutables.
¡En la guerra, cuando la puntería ha de ser cierta, sereno el brazo, encalmado el corazón!
Después de un minuto de silencio, salió de las filas un afrikánder de luenga barba blanca, Jerónimo Müller, uno de los grandes emigrantes de 1836.
Con voz también tranquila y encalmada, pronunció estas palabras:
«Boers y afrikanders:
Frank Van Eyck nos propone la guerra, pero antes de la guerra hemos de hacer constar que no es nuestro gusto, que no lo ha sido nunca.
Para evitarla, para evitar que se reprodujera otro 9 de marzo de 1815, cuando seis boers fueron condenados a muerte en Stachteronek, se obligó a sus mujeres e hijos a presenciar la ejecución, y al peso de los seis cuerpos se vino abajo la horca, teniendo que reconstruirse el instrumento de suplicio para acabar de estrangular a los desventurados... Para evitar la guerra con Inglaterra, abandonaron nuestros padres, el mío entre ellos, la colonia del Cabo en 1836.
No sabían cuál iba a ser su suelo de mañana... El que abandonaban era fértil y hermoso... Se lanzaron hacia el Norte...
Abandonar las posesiones hereditarias, encaminarse hacia lo desconocido, a través del desierto, de bosques tenebrosos, luchar a diario con las fieras y con negros feroces, les pareció preferible a seguir viviendo bajo el despotismo de Inglaterra.
No querían la guerra.
Fundaron el Natal, y cuando Inglaterra se posesionó de la colonia sonriente, hombres y mujeres atravesaron con los pies desnudos la altísima cadena de los montes Drakensberg antes de aceptar la dominación británica.
Como somos de raza holandesa, no debemos al Gobierno de Londres la fidelidad de un inglés, pero tampoco queremos ahora la guerra; preferimos cuidar de nuestras granjas.
La guerra debe hacerse cuando se es fuerte, y yo soy solo, pero mis hijos son veinte y mis nietos ciento.
Así el pueblo afrikánder, hoy pequeño, cuando mis biznietos tengan barbas, será lo suficientemente numeroso para arrojar a los ingleses a sus barcos y recuperar el suelo que a nosotros y a nuestros padres arrancaron.
Pero entre tanto, para que los afrikanders no sean absorbidos por Inglaterra, ha de haber siempre en el Sur de Africa un pueblo boer, gobernado por boers, en cuya Cámara se oiga nuestro viejo holandés.
Ahora, Rhodes quiere, o que el Gobierno de Pretoria vaya a manos de los negociantes de Johannesburgo, que gobernarán el Transvaal para su bolsillo, o buscar un pretexto para que el Transvaal sea anexionado.
Y nosotros no queremos la guerra. Es ley del Africa que el boer empuje al Norte al negro y el inglés al boer.
Pero hoy el boer no puede ya emigrar.
Al Este se halla el mar; al Oeste, el desierto Kalahari; al Sur, el inglés; al Norte, el inglés igualmente.
Aunque no le detuvieran en su peregrinación, la mosca tsé-tsé, que mata a los bueyes, y las fiebres, que matan a los hombres, aunque en los bosques o en los desiertos encontraran un asilo, no existe paraje que el inglés no alcance más tarde o más temprano.
¡Y es triste abrir el camino para que otros lo franqueen!...
Boers y afrikanders:
Hemos hecho para con los ingleses lo que la hierba con los rebaños en las arenas de las landas. La hierba se apodera de la arena, la conquista, la doma, la fija..., y luego... los animales vienen a pacer.
No pudiendo ya emigrar, los boers deben morir; no solos, con los del Transvaal, los del Orange, con éstos los boers y afrikanders de la Gricualandia: debemos morir, morir luchando.»
Jerónimo Müller volvió a las filas al terminar su oración, y nuevo silencio siguió a sus palabras.
Y era hermoso el espectáculo de aquellos hombres afirmando su propósito de jugarse la vida con serena actitud, sin aquel entusiasmo de la voz y de los gestos, que suele ser la máscara con que se cubre el alma para disimular su incertidumbre.
Salió de las filas otro afrikánder, joven barbilampiño, casi un muchacho, Hendrik Croft, y dijo estas frases:
«Boers y afrikanders:
Han hablado Frank Van Eyck y Jerónimo Müller y han hablado por todos.
No hay nadie, ciertamente, entre nosotros que no se halle dispuesto a combatir junto a los boers del Orange y del Transvaal para asegurar su independencia.
Esto no se discute.
Más parece que Jerónimo Müller, aun estimando que el momento de luchar es llegado, desea que la agresión se consume antes de empuñar las armas.
Y no opino así.
Porque si Jameson y su gente consiguen izar, aunque sólo fuera momentáneamente, el pabellón inglés en Johannesburgo, la guerra con Inglaterra se haría inevitable.
Si Jameson y sus hombres fueren castigados sin que lograran realizar su intento, el castigo traería igualmente la guerra.
Pero si nosotros nos adelantáramos, si interpretando los deseos de las nueve décimas partes de los gricualandeses, proclamáramos en Kimberley la independencia del país, o su anexión al Orange —yo creo la independencia favorable al Estado vecino, porque le evitaría complicaciones—, si nos apoderáramos de las minas de diamantes para explotarlas por cuenta del país y no en beneficio exclusivo de Barnato, Rhodes y Denver, entonces comprenderían los millonarios los peligros de la ambición desmesurada y comprendería Inglaterra que tanto se expone a perder los frutos de sus rapiñas como a acrecentarlos.
Frank Van Eyck nos ha recordado los procedimientos de que se valió el Gobierno británico para anexionarse la Gricualandia.
Por este lado, al arriar su pabellón no hacemos sino restituir las cosas a su estado legítimo.
Vosotros conocéis, igualmente, las arterías de que Rhodes y consocios se han servido para apoderarse de todas las minas del país.
Decidme, boers y afrikanders, si al tomar posesión de ellas haremos algo que la recta interpretación de la justicia no legitime cumplidamente.»
Hendrik Croft volvió a las filas.
Hans Pretorius, boer de luengas barbas, dijo, adelantándose:
«Boers y afrikanders:
Hendrik Croft ha hablado en su punto.
Aun haciéndonos solidarios de nuestros hermanos del Transvaal y del Orange, nosotros, gricualandenses, tenemos nuestra cuenta privada que saldar con los millonarios y con las autoridades, sus amparadoras.
Cuando Inglaterra se apoderó de la comarca, rechazando las protestas de la República y rehusando el arbitraje que el Orange proponía, debimos esperar que los derechos privados, cuando menos, serían respetados.
No fue así.
Por mi parte, hombre ya maduro, no me sentí lo bastante fuerte para emigrar de nuevo y buscarme otro hogar, ya el cuarto o el quinto de mi carrera interminable.
Seguí cuidando de mi granja, indiferente a la fiebre minera que de la Gricualandia se había apoderado.
Un día tuve que hacer un viaje a Jacobsdal para vender algunos bueyes.
Al volver me encontré con que mi kraal había sido transplantado del centro de la llanura a la cumbre de la colina.
¡Y figuráos mi sorpresa al ver en el lugar donde mi casa se levantaba a setenta u ochenta hombres cavando la tierra, cargándola en banastas, tendiéndola al sol, sin pedirme permiso, como si nunca hubiere sido mío aquel suelo!
¡La mina «De Beers», el más rico filón de Cecil Rhodes, había sido descubierta en mis tierras!
Traté de posesionarme nuevamente de mi propio suelo.
Reclamé, pleiteé. ¡Pero los tribunales ingleses conocen el arte de estrujar a los pleitistas!
Por cada testigo de buena fe que en apoyo de mi demanda hube de presentar, mi expoliador compraba veinte.
Revolví medio mundo.
Los abogados, escribanos, jueces y procuradores, me fueron llevando rebaño tras rebaño, tierra tras tierra, toda mi hacienda.
Creí volverme loco.
Todo lo que logré fue que los tribunales no me declararan testigo temerario.
No me metieron en la cárcel..., pero me dejaron sin un penique.
Boers y afrikanders:
Se nos ha engañado, robado y expoliado.
La causa de la independencia de los boers es justa; la de los Estados Unidos del Sur de Africa es justa y es noble; pero nosotros, gricualandeses, hemos de defender antes nuestra propia causa.
Propongo, por lo tanto, que los primeros disparos de nuestros fusiles se dirijan contra Rhodes, Barnato, Lord Denver, Beit y Stove.»
El discurso de Hans Pretorius fue igualmente escuchado en silencio.
Y, sin embargo, si algún sentimiento debía dominar a aquellos hombres cuyas miserias les reunían, era el de que debiendo ser todos millonarios, por haber nacido sobre la tierra más rica del mundo, se hallaban pobres, pobres y dominados.
¡Pensar que los rebaños de los boers han pacido sobre campos de diamantes y de oro, y el oro se ha trocado en libras esterlinas y los diamantes adornan a las damas de Londres, mientras los boers siguen cuidando de sus bueyes y de sus carneros!...
Roberto Krantz dijo, adelantándose:
«Boers y afrikanders:
El pensamiento de Hans Pretorius es el mío.
¿Por qué hemos de guardar consideración de ninguna clase a Cecil Rhodes?
¿Qué escrúpulos han sentido él y sus socios para robarnos nuestras tierras?
Porque nos las han robado.
A la granja de mi padre llegó hace muchos años un inglés.
Entró en la casa, captándose nuestro afecto en fuerza de regalos.
Las más flamantes botas de montar, el tabaco más aromático, los mejores fusiles, cuantos regalos podían captar la buena voluntad de un anciano, nos los hizo en profusión, sin contarlos.
Mi padre era confiado...
No había tratado nunca con ingleses.
Un día nos propuso la compra de una buena parte del terreno.
¡Vender el terreno!... ¡Como si sobrara nunca terreno en una familia numerosa que a los pocos años se iba a convertir en diez familias!
Mi padre rechazó la oferta.
¡Ahí es nada el terreno que los bueyes necesitan para encontrar pastos!
El inglés se retiró, para volver al otro año.
Renovó los regalos, esta vez sin pretender que mi padre le vendiera terrenos.
La único que hizo fue entretenerse en redactar unos papeles.
Hízole escribir a mi padre, a mi padre que no entendía el inglés ni sabía más que poner su firma.
Dos años después volvió el inglés, acompañado de unos cuantos soldados.
... ¡Y se quedó con nuestras tierras! Aquella firma significaba la cesión de nuestras tierras.
¡En aquellas tierras Barnato se ha hecho rico!
Y por eso, como Hans Pretorius, creo que nuestros fusiles han de dispararse primeramente contra los millonarios..., y después contra los soldados que los defiendan.
Sé que en uno de estos días se reunirán en Kimberley todos los grandísimos accionistas de la «Chartered» y de la «De Beers».
La ocasión es única y propicia.
Treinta y tres hombres decididos se bastan para desembarazar al Africa del Sur de los hombres que nos esquilman.»
Otro de los afrikanders dirigió estas frases:
«¿Para qué hemos de recordar una por una las diferentes expoliaciones contra nosotros cometidas por los ingleses?
Ha habido muchos años en los cuales cada día se creaba un periódico en los campos de diamantes.
El público se precipitaba sobre los papeles en busca de novedades.
La novedad consistía en que Cecil Rhodes, o Barnato, o Lord Denver reivindicaban un terreno o se encargaban de otro.
Siempre Denver, terreno y Rhodes, o Rhodes, Barnato y terreno.
Parecía que el gran jefe de la Gricualandia no ha sido Wa-terboer, sino Barnato, Cecil Rhodes o Lord Denver.
Cuantos pleitos entablaban eran fallados en favor suyo; cuantos procesos se intentaban por otras personas se perdían definitivamente.
Los mismos ingleses reconocían que la anexión de la Gricualandia no se había efectuado en beneficio de los intereses británicos, ni para proteger los intereses de los súbditos de la reina que trabajan en el país de los diamantes, sino en favor de tres o cuatro personajes que dominan la situación desde mucho más arriba que lo que debiera permitirse a un particular cualquiera.
Frente a esta situación, han sido inútiles nuestras protestas.
El Gobierno del Cabo, dominado por Cecil Rhodes, ha hecho burla de nuestras demandas.
Nuestras manifestaciones han sido ahogadas.
Cuando los mineros han pretendido rebelarse se han encontrado frente a sus cuerpos, no los de sus explotadores, sino las bayonetas de los soldados.
Y nosotros no tenemos nada que hacer con las bayonetas.
Ninguna enemistad sentimos hacia esos soldados.
Pero los explotadores: los Rhodes, los Barnato, los Denver, ésos deben morir, morir a nuestras manos.
Propóngoos, por lo tanto, que aprovechemos la primer reunión de los grandes accionistas de la «Chartered» y de la «De Beers» para acabar con ellos.»
Hendrik Croft se adelantó nuevamente para pronunciar estas frases:
«Boers y afrikanders:
Destruyendo la Compañía monopolizadora de las minas, destruyendo las mismas minas, si fuere necesario, habremos realizado una gran obra justiciera, de trascendencia universal.
No es posible permitir la existencia de tales sindicatos.
Desde que los grandes explotadores de la Gricualandia se asociaron en la Compañía «De Beers», mediante aquella memorable conferencia de doce horas, que valió a Barnato un cheque de cinco millones trescientas treinta y ocho mil seiscientas cincuenta libras esterlinas, se ha hecho la vida inaguantable en esta tierra, que ha producido ya más de mil quinientos millones de pesetas en diamantes.
Hasta entonces, la misma competencia que entre sí se hacían los explotadores, aseguraba para los obreros un salario suficiente.
Con el dinero que las minas repartían a sus operarios, prosperaba el comercio; Kimberley crecía, se cuadruplicaba el valor de la propiedad, las dehesas circundantes trocábanse en huertas, que abastecían a la ciudad de provisiones.
Se hizo el monopolio, y los salarios se redujeron a la mitad de un golpe.
Vinieron las huelgas.
¡Valiente cosa se le importaba a la Compañía monopolizadora!
Mientras las minas estaban paradas subía el precio de los diamantes, y como la Compañía se había ocupado de almacenar previamente lo más que pudo, sus ganancias no disminuyeron con el paro.
Con la baja de los jornales ha venido la del valor de los productos.
La mitad de los comerciantes han tenido que abandonar la población.
El valor de las fincas se ha reducido a la tercera parte.
Cada vez que los obreros pretenden mejorar las condiciones de trabajo, la Compañía paraliza la explotación de las minas.
Al cabo de unos meses, cada obrero va volviendo al trabajo en las condiciones que le impone Cecil Rhodes.
Y así la ciudad decrece, la miseria aumenta, la embriaguez se va apoderando, con el desaliento, de una población cuyo porvenir se ha cerrado, desde que todas las fuentes de riqueza se hallan en manos de tres o cuatro hombres, a quienes da lo mismo cegarlas que dejarlas correr.
Y mientras la extracción de los diamantes se ha abaratado en las dos terceras partes de su coste, el valor de las piedras ha cuadriplicado, sin que de estas ganancias enormes hayan tocado a la Gricualandia más ventajas que la de una miseria, como nunca se ha conocido en estas tierras, ni cuando se hallaban en poder de los cafres.
Nos encontramos en la imposibilidad de explotar nuestro propio suelo.
No existe una parcela de terreno diamantífero que los tribunales ingleses no hayan concedido a Cecil Rhodes. .
Son del todo inútiles nuestras lamentaciones.
Cecil Rhodes, Barnato y Lord Denver se han asegurado con el monopolio una renta de muchos millones.
Los demás hemos de arrojarnos sobre las sobras que nos tase la avaricia de esos enriquecidos en nuestro suelo y a nuestra costa.
Si nos quejamos más de la cuenta, ahí están las bayonetas inglesas para acallar nuestras bocas.
Toda el Africa es para ellos.
Por si nos quedara alguna esperanza de fundar en el centro del continente una República a la que no llegara su ambición, Cecil Rhodes, con su Compañía «Chartered», se ha posesionado de cuantos terrenos quedaban vacantes.
Ha tendido ferrocarriles, para imponer al comercio sus tarifas.
Ha denunciado las comarcas mineras, para que nadie, fuera de los accionistas y especialmente de los administradores de la «Chartered», pudiera enriquecerse.
Se ha ocupado el doctor Jameson en exterminar a los negros que habitaban los terrenos que actualmente posee la «Chartered».
En cuanto acudan los blancos a esos parajes, Cecil Rhodes se encargará de aprovechar hasta su última gota de sangre, hasta su más ínfima energía en beneficio neto de la Compañía.
Y esto no ha de seguir así.
Vinieron nuestros padres al Africa huyendo de la tiranía de los viejos reinos europeos.
Conquistamos esta tierra al precio de nuestra sangre, para que la libertad rigiera en ella.
No es posible que los esfuerzos de seis generaciones no hayan tenido más objeto que enriquecer a Cecil Rhodes.
O Rhodes o nosotros.
Se me ha dicho que nada adelantaremos con librarnos de los actuales explotadores, porque si no son éstos, otros han de ser los que nos esquilmen.
Eso no es cierto.
En Africa el enemigo es Rhodes, tal vez Barnato.
¡Caigan los dos!
En Rhodes ha encarnado el alma dañina de los monopolios y la explotación humana.
A Rhodes siguen los banqueros judíos de Europa.
Es la energía y la fuerza de los monopolios surafricanos.
Si desapareciese antes de terminar su obra —el monstruo de los cien mil tentáculos que atenaza el continente africano, para que a expensas nuestras se diviertan los señoritos de Londres—, su obra sería llevada por el diablo, quedaría como un barco sin máquina a merced de las olas.
El día en que la «Chartered», y la «De Beers», y la «Gold-fields» y tantas y tantas compañías monopolizadoras del Sur de Africa dejen de estar administradas por hombres como Cecil Rhodes, entrarían en crisis tan agudas, que difícilmente podrían sobrevivir.
La frase que dice:
El autor es necesario a la obra, hasta que la obra esté acabada.
Caiga, por lo tanto, Cecil Rhodes, caiga Barnato, caiga Lord Denver, caiga el doctor Jameson, y ¡sálvese el Africa!
¡Sálvese el Africa para todos los hombres de buena voluntad!»
El silencio no interrumpido que siguió a las palabras de Hendrick Croft probaba claramente que había interpretado los sentimientos generales.
Durante cinco minutos permanecieron silenciosos los «Treinta y Tres».
Sobre ligera eminencia, destacábanse Frank Van Eyck y Abraham Van Devinter.
Van Devinter escuchó los discursos sin pronunciar palabra.
Pero el silencio se le iba haciendo largo y con el tono reposado que le era característico, articuló estas frases:
«Hemos hablado de la necesidad de acabar con el monopolio de los millonarios.
Conformes.
Pero esto, hasta ahora, no pasa de aspiración platónica.
¿Cómo llegaremos a realizarla?
He aquí lo importante, y lo olvidado.
¿Ha concebido alguien un plan que haga realizables nuestros propósitos?
Pues que lo diga, y lo examinaremos ahora mismo.
¿Es que no se trata sino de formular un deseo?
Pues estudiemos la manera de llevarlo a cabo.
Propongo, por lo tanto, que pensemos algo para mañana, y que, coordinando los pensamientos particulares, formulemos definitivamente nuestro plan de complot o de campaña.
Se trata sencillamente de castigar la traición de Cecil Rhodes, y los robos, crímenes y exacciones de sus asociados.»
El discurso de Abraham Van Devinter fue interrumpido por un silbido especial que descendió desde lo alto de la mina.
—La señal de alarma —exclamó Frank Van Eyck.
Pero nadie se movió.
Todos los presentes sabían cuán necesaria era la disciplina en todas ocasiones, y en las retiradas especialmente.
Dos silbidos breves sonaron en seguida.
—¡Vienen por la carretera! —dijo Van Eyck, añadiendo:
—¡Por el camino de las poleas!
Y los «Treinta y Tres» desfilaron, agazapándose, buscando la salida por el camino de las poleas.
Los silbidos menudeaban.
—¡Alguien se acerca! —dijo Van Eyck a Van Devinter.
—¿Qué señal es ésa?
—La de que, por lo visto, hemos sido sorprendidos. Pero ¿cómo habrá tenido la policía noticias de esta reunión?
Los «Treinta y Tres» subían uno a uno por espinosa cuesta, accesible únicamente a hombres de buenas piernas, cuando Abraham vio asomarse al borde de la «Julieta» a varios hombres en dirección contraria a la que los «Treinta y Tres» habían tomado.
La luz de la linterna permitió a Van Devinter distinguir a esos hombres.
—¡Es la policía! —dijo a Van Eyck.
Van Eyck oyó impasible la exclamación.
Se preocupaba únicamente de la suerte de los «Treinta y Tres».
Al cabo de unos segundos resonó nuevo silbido, esta vez penetrante e intenso.
—¡Ya están libres! —exclamó—, ahora hemos de preocuparnos únicamente de ponernos nosotros en salvo.
Y Van Eyck y Van Devinter emprendieron el mismo camino por donde los «Treinta y Tres» se habían escapado.
La ascensión fue un tanto dura para Van Devinter, aún no repuesto de la fatiga y de la debilidad que la carrera y la herida del día anterior le hubieron originado.
Pero cuando Van Eyck y Van Devinter se hallaban al borde de la mina, se encontraron con que la policía la había rodeado totalmente.
¡Imposible la salida!
—¿Y qué hacemos? -—preguntó Van Eyck.
—Volvernos al fondo.
—¿Para qué?
—¿Dónde estaremos más seguros que en la cueva, cuya en trada conocemos, gracias a los planos de Van Vrij?
Dicho y hecho. Los dos amigos, amparados por la oscuridad, emprendieron rápidamente el descenso.
Detrás de una cabria que sostenía una polea, se hallaba la entrada del subterráneo.
Fue obra de un minuto desembarazarla de la tierra que la cubría y levantar, merced a una palanca, la losa que servía de puerta.
Entraron Van Eyck y Van Devinter, colocando desde dentro la losa en su sitio.
—¡Ya estamos seguros! —dijo Van Devinter.
Y los dos amigos comenzaron a examinar el subterráneo, aprovechando la luz de una linterna «bull-dog».
Pero su examen no duró largo rato.
Por encima de sus cabezas se oían pasos. Y una voz de mujer gritaba colérica:
—¡Cochinos, cobardes! ¡Me la habéis de pagar! ¡Me la habéis de pagar!
Era la voz de Lady Denver.
Dos horas después de que la policía hubo disuelto, con sólo aproximarse, la reunión de los afrikanders en el fondo de la «Julieta», conversaban en el despacho del «Sherif», éste, Lord Denver, Barnato y el señor de las patillas rubias.
Cuando hablaba cualquiera de los tres primeros, miraba al último, como buscando en su rostro señal de asentimiento a sus palabras.
Desde que mostró su habilidad e inteligencia al efectuarse el registro de los clientes a la hospedería de Herr Hüngel se le trataba con excepcional respeto.
Al «Sherif» no se le hubiera ocurrido en la vida ver estuches de diamantes robados en los botones inofensivos del corredor judío.
Pero ni este hallazgo, ni las pesquisas del siguiente día, habían sido de resultados prácticos.
Por pura casualidad, la policía tuvo noticias de la reunión de los afrikanders.
Un mozo de labranza, pasando por el camino de Boshof, vio descender al fondo de la «Julieta» varias linternas, las «bull-dog» que llevaban los afrikanders.
Al llegar a Kimberley habló del asunto con varios amigos.
Uno de éstos llevó la noticia a la policía.
Pero cuando ésta llegó a la mina, la reunión se disolvió en sus narices.
Los afrikanders desaparecieron como tragados por la tierra.
Y la policía se hallaba sin norte.
Ni una palabra de Lady Denver.
Ningún indicio que permitiera suponer que había muerto.
Ninguno que hiciera sospechar su existencia.
Y otro tanto ocurría respecto de Abraham Van Devinter.
Por culpa del granjero de Boshof hallábanse heridos tres agentes de policía.
Y nada más.
Abraham se había escapado por arte que pudiera parecer milagro, si no fuera tan conocida la agilidad y fuerza física de los boers.
Lord Denver y Barnato se hallaban sumidos en sombría y desesperada desolación.
Cuando por primera vez tuvo Barnato noticia de la desaparición de Lady Denver, sintió sospechas respecto del marido.
Al influjo de estas sospechas, pronunció la palabra «¡asesino!» en circunstancias que recordarán nuestros lectores.
¿Habría penetrado el orgulloso Lord el secreto de sus antiguas relaciones con Lady Denver?
Barnato se hizo muchas veces esta pregunta.
Cada vez que miraba a Lord Denver sentía que los puños se le crispaban en tentaciones irresistibles de estrangulador.
Pero Lord Denver estaba tan triste, ¡tan triste!, los ojos se le humedecían tan a menudo, que toda sospecha moría al nacer, y el marido y el amante, llorando una misma pérdida, experimentaban a ratos un recrudecimiento de amistad.
Toda su esperanza la ponían en el señor de las patillas rubias, agente de probada inteligencia.
Por algo se le había traído de Inglaterra, encargándole la misión delicadísima de perseguir los robos de diamantes.
-¿Y no hay ni sospechas del lugar en donde pueda ocultarse Abraham Van Devinter?
—Nada absolutamente. Por telegrama recibido hace una hora, se sabe tan sólo que no ha vuelto a Boshof.
—¿Se encontrará tal vez oculto en Kimberley?
—Es muy posible, pero no lo creo. Hoy se han efectuado más de quinientos registros domiciliarios, sin resultado.
—¿Y entonces?
—¡Paciencia, señores, paciencia!... Acaso estemos cometiendo un espantoso error.
—¿Qué error?
—rEl de perseguir a Abraham Van Devinter.
—A mí no me cabe ninguna duda de que es, si no el único, el mayor responsable del crimen.
—En cambio, a mí me asaltan grandes incertidumbres.
—¿No es Abraham mi mayor enemigo?... ¿No le he dicho a usted que él me hace responsable de la muerte de su padre y de la pérdida de sus bienes?... ¿No ha jurado vengarse de mí?
—Pero supongo que su odio no se extendería a su esposa.
—Todo lo contrario. Existe en Kimberley la leyenda de que mi esposa es la inspiradora de todos mis actos.
—Este ya es un dato, y, sin embargo, no lo encuentro suficiente para creer en su culpabilidad.
—¿Y no vino a visitarme a las pocas horas de cometido el crimen?
—Sí; más de las declaraciones que he podido arrancar a ese cafre imbécil que tiene usted por criado, se deduce que Abraham fue a su casa preguntando por alguien.
—¡Pretexto especioso y no otra cosa que pretexto!... ¿Soy acaso yo el guardián de su familia?... Desengáñese usted, Mister Black (así se llamaba el señor de las patillas rubias), si Van Devinter fue a mi casa, no llevó más objeto que el de anunciarme personalmente la desaparición de mi esposa. ¡Trató de vengarse de ese modo!
—No me decido a creerlo.
—¿Y no le vieron ustedes a Van Devinter en la hospedería cuando fue preso el judío? ¿No significa nada la presencia de los dos en el mismo sitio? ¿Qué nos prueba que ese diamante grueso encontrado al judío no le fue vendido por Van Devinter?
—Pero tampoco está usted seguro de que ese diamante perteneciera a su esposa.
—Fíjese usted, Mr. Black, en que Van Devinter salió de la hospedería para ver a Guillermo Van Vrij, y Van Vrij era uno de mis mayores enemigos.
También es un dato; pero en ese caso debemos desechar la hipótesis de que Abraham fuera a la hospedería de Herr Hüngel.
—No veo la lógica.
—Tú no ves nunca la lógica de las cosas —exclamó, bruscamente, Barnato, interviniendo en la conversación.
—Creo, Barnato, que no es ésta la ocasión más a propósito para soltar tus chirigotas.
—Ni tampoco para oír tus majaderías.
—¡Calma, señores, que necesitamos de todo nuestro juicio para no perdernos en este enredo!
—Decía usted... —dijo Lord Danver en amable tono.
—Decía —prosiguió Mr. Black— que si Van Vrij hubiera tenido participación alguna en el secuestro...
—En el asesinato.
—¡Perdón! —Hasta ahora en el secuestro de Lady Denver; si se tratara de una venganza, no habría cometido Van Devinter la torpeza de vender los diamantes robados, ni siquiera se habría preocupado de semejante cosa.
—Verdad que Van Vrij era muy rico.
—Y Van Devinter, según mis informes, está bien acomodado y carece de deudas y vicios y de toda pasión de las que impelen a cometer un crimen por dinero.
—¿Y no se pudo tomar declaración a Van Vrij?
—Imposible. En cuanto nosotros entramos en su cuarto, el anciano cerró los labios para no volver a despegarlos. Lo único que hizo fue mirar a la ventana, que encontramos abierta.
—¿La ventana por donde saltó Van Devinter?
—La misma. Al pie encontramos huellas demostrativas de que por ella se nos escapó.
—¡Asesino!
—No precipitemos nuestro juicio. Nada de lo averiguado hasta ahora prueba que Van Devinter haya tenido participación alguna en el crimen.
—¡Sí que hay una prueba! —exclamó Barnato.
—¿Cuál?
—La de que no quiso dejarse prender.
—Esto es lo único que desconcierta mis cálculos.
—Sólo un hombre culpable de un gran crimen es capaz de emplear en su fuga todas las energías de que hizo ayer gala Van Devinter.
—Pero...
—Si no era culpable de ese crimen, ¿por qué no se dejó prender?
—Perdóneme el señor «Sherif»; pero, ¡qué sé yo!... Tal vez explique la conducta de Abraham la repugnancia que los boers tienen para entablar relaciones de ninguna clase con las autoridades británicas.
—Pero Abraham no es un boer inculto; tiene su gramática parda, y demasiado sabe que siendo inocente del crimen que se le achaca, ninguna insuficiencia podría condenarle.
—Efectivamente; en su conducta no puedo ver claro.
—¿Y no hay ningún indicio; nada, nada?
—Esperemos, señor.
—¿Se ha negado a declarar el judío?
—Naturalmente. Mientras no sean más severas las leyes contra los ocultadores de diamantes robados, será imposible averiguar la procedencia de ninguna piedra. Los corredores prefieren pagar la multa y estar encarcelados un año a denunciar a las gentes que los enriquecen.
—¿Y no hay nada, nada? —preguntaban angustiados Bar-nato y Lord Denver.
—Nada, señores... Se me olvidaba un detalle. Al hacerse el registro de los muebles de Van Vrij, pocos minutos después de la muerte del anciano, encontramos en uno de los cajones de la cómoda un cajoncito falso.
-¿Y?...
—¡Y nada!... Hallé el modo de abrirlo. Pero si alguna vez guardó papeles, para entonces habían desaparecido. Lo demás era ya insignificante. Cartas de familias, cuentas, recibos, copias del testamento... ¡Nada entre dos platos!
La conversación cesó.
Mr. Black, el señor de las patillas rubias, hundida la cabeza en ambas manos, se torturaba la imaginación buscando la salida del laberinto en que se hallaba.
El «Sherif» se pasaba las manos por el vientre, posesionado hasta los huesos de la importancia de su cargo.
Lord Denver era víctima de un marasmo de idiota.
Barnato paseaba por el despacho a grandes trancos, impaciente, nervioso, mirando de reojo a Lord Denver, sintiendo la necesidad de descargar su cólera sobre alguien, anhelando que un síntoma cualquiera justificara sus recelos para abalanzarse sobre el Lord aventurero y pulverizarlo del primer puñetazo.
Ni siquiera se acordaba del telegrama del doctor Jameson.
¡Qué le importaba!
Fortuna, posición, minas, hasta lo que él llamaba su imperio africano, lo hubiera dado por tener noticias de Lady Denver.
La entrada de un agente cortó las paseos de Barnato, los humos del «Sherif», el marasmo de Lord Denver y las cavilaciones de Mr. Black.
—Una joven desea ver a usted —exclamó, dirigiéndose al «Sherif».
—¡Á estas horas!... Dígale que venga por la tarde, cuando recibo en el despacho.
—Es que asegura que el objeto de su visita es muy urgente.
—¡Otra vez! —exclamó, encolerizándose el señor «Sherif»—. ¡Que venga luego o que no venga..., que nos deje en paz!
Y al retirarse el agente, añadió:
—¡Qué se habrán figurado esas gentes! Para ellas, el «Sherif» es una especie de paraguas; se guarecen debajo de uno al primer aguacero... ¡Ver al «Sherif» a estas horas de la madrugada!... Si cuando entré yo en la judicatura se me hubiera ocurrido tan disparatado pensamiento... Claro que, afortunadamente, no se me ocurrió nunca...
Y el señor «Sherif», de puro colérico, hacía competencia a Barnato en lo de recorrer a grandes pasos y en todas direcciones el despacho.
¡Perturbar la tranquilidad solemne de un magistrado inglés!...
Si este delito no está explícitamente definido en los códigos, se debe a que jamás pensó el legislador en que pudiera cometerse..., y si no se castiga con la pena correspondiente, es que ni la misma fantasía de Torquemada pudo imaginar castigo suficiente.
... Pero la muchacha no se conformó con solicitar audiencia.
Al despacho llegaron rumores de discusión en tonos fuertes, de voces, de gritos, de pasos, de carreras..., y la joven se presentó en la puerta, seguida de los agentes, cuyos rostros despavoridos revelaban el pasmo que semejante audacia les producía.
—¡Soy Olimpia Van Devinter! —exclamó.
La que en forma tan poco ceremoniosa se presentaba era una joven de veinte años, ni uno más ni uno menos, más alta que baja, ni delgada ni gruesa, de formas lo suficientemente llenas, para hacer pensar en las bellas de Rubens y lo bastante esbeltas para inspirar un ensueño de vals.
Ojos azules, límpidos, cristalinos; frente redonda, coronada por rubias guedejas; labios intensamente rojos; nariz de perfil fino y fosas amplias; barba redonda, carnosa y blanca; cuello largo, pero plantado virilmente; brazos torneados en delicioso torno... y un aspecto total, ni débil ni fuerte.
En el mirar arrobado de sus ojos azules se adivinaba una mujer de ensueños, delicada, inactiva, como aquellas princesas del Norte, que pasaban los largos inviernos en los graníticos castillos, junto a la lumbre, entre divanes, pulsando cítaras y laúdes, entonando canciones al sol, que está lejos; a las flores, que aún no apuntan; a la primavera, que no se vislumbra; a las brisas tibias, que tardan en llegar.
Pero en el matiz metálico, acerado del azul de sus ojos, en la proximidad de las cejas y en el ceño ligero que le subía por la frente, hubiera creído ver un fisonomista experto indubitables signos de carácter, de energía, de voluntad.
—Soy Olimpia Van Devinter —había dicho.
Y el «Sherif», el agente Mr. Black, Barnato y Lord Denver se miraron perplejos.
Mr. Black, que parecía el más sereno, preguntó:
—¿Es usted pariente de Abraham Van Devinter?
—¡Soy su hija!
—¿Tendría usted la bondad de esclarecer algunas dudas que se me ocurren?
—¡Sí, ya sé que a mi padre se le persigue, ignoro por qué crimen imaginario! No se conforman los hombres de Kimberley con haberle quitado la fortuna, ni con la muerte de su padre, mi abuelo... Han de robarle la honra... Pero no; aquí estoy yo ahora... ¡Eso del crimen es una vil calumnia, una impostura, una mentira de ese canalla de Lord Denver!
—Tenga usted en cuenta, señorita, que la posición de Lord Denver le pone a cubierto de toda sospecha..., y además, Lord Denver... es el señor —dijo Mr. Black, presentándoselo.
—Pues lo dicho, señor; quien asegure que mi padre es capaz de un crimen, miente como un cobarde.
—Señorita, hoy por hoy, nadie asegura nada; son sospechas.
—¿Y por sospechas tan ridiculas se pone en movimiento toda la policía del Africa Austral?
—Piense usted en que se trata de la desaparición de Lady Denver.
—¿Y porque haya desaparecido esa buena señora se va a culpar de un crimen a hombre tan conocido como mi padre? Pero no me extraña... ¡Así ha sido siempre la justicia inglesa!
—Si usted me permitiera, señorita, yo le haría ciertas preguntas. Tal vez aclarando algunas dudas adelantáramos más que ofuscándonos en vanas discusiones.
Olimpia Van Devinter explicó minuciosamente a Mr Black el objeto del viaje a Kimberley, hora de la salida de la granja, de la llegada a Boshof y salida de este pueblo para la ciudad de los diamantes; habló igualmente, no sin ruborizarse, de su primo Alejandro, y cuando hubo acabado, exclamó:
—Y ahora quiero verlos, pero ahora mismo. Si están en la cárcel, que se les ponga en libertad... Y si no, ¡prefiero llevarles yo misma la buena noticia!
—Lord Denver —dijo Mr. Black, dirigiéndose al aristocrático minero—, después de oír a esta joven, no me cabe ninguna duda respecto de la inocencia de Abraham. ¿Quiere usted que le diga más?... Se trata sencillamente de un secuestro o de un asesinato para robar los diamantes de su señora.
Y añadió, reflexionando:
—No ha sido aún identificado el cadáver encontrado en el fondo de la «Julieta»; pero no sé por qué, se me figura haber conocido a ese sujeto... ¡Ah!... ¿Era de toda su confianza el lacayo negro que acompañaba a la señora?
—De toda mi confianza.
—Sí, sí... Hace cuatro días vi a dos hombres conversando en los alrededores de la «Kimberley». Eran las tres de la madrugada, aproximadamente. Me extrañó, y suponiendo que se tratara de dos ladrones profesionales, me acerqué... Uno de ellos era colosal, de más de dos metros de estatura. No le conocía. Sin duda, había llegado recientemente a Kimberley. Miré al otro... Era el cochero de Lord Denver.
—¡Por Cristo vivo! —exclamó Barnato—. Ahora empiezo a comprender lo sucedido.
—Sí, señores; el lacayo negro ha sido asesinado por uno de los salteadores.
—Los caballos, al desbocarse, han arrastrado a la «Julieta» al coche, sepultando a ese bárbaro... ¿Llevaba revólver Lady Denver?
—Sí, uno muy pequeñito.
—Entonces no me cabe duda; el balazo del gigante se debe a Lady Denver... Y el crimen ha sido preparado por el cochero en combinación con una banda de criminales.
—Admito la suposición —interrumpió Lord Denver—; pero seguimos ignorando si mi esposa vive o muere.
—Acaso se desvanezcan pronto nuestras dudas.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que, a mi juicio, Lady Denver no ha muerto.
—¿Y en qué se funda usted para suponerlo?
—En que, de haber sido asesinada, no atino el interés que pudieran tener los bandidos en ocultar el cadáver.
—¿Y entonces?
—Entonces... espero que antes de muchos días recibirá Lord Denver indicaciones relativas al precio de un rescate. ¡Prepare usted la bolsa..., porque deben de ser grandes las pretensiones de los bandoleros cuando no se conforman con los diamantes que llevaba puestos la señora!
—¡Ah, canallas!... Yo les juro que si caen en mis manos...
Y Lord Denver juraba y perjuraba; pero la depresión nerviosa que minutos antes ahogaba a los funcionarios y a los mineros había desaparecido.
La entrada de Olimpia Van Devinter y la perspicacia de Mr. Black habían desvanecido la mayor parte del misterio.
Y en aquella desgracia, aparte del amor que a Lady Denver profesaban tanto Barnato como su marido, lo más horrible era el misterio...
¡Había llegado sin aviso previo, sin decir por dónde, sin saber para qué!
Ahora que se podía suponer con cierto fundamento que el crimen era obra de vulgares malhechores, la situación se aclaraba.
Ni a Barnato, ni a Lord Denver, ni al «Sherif», le faltaban medios de ponerse en relación con cualesquiera de los infinitos malhechores que frecuentan los caminos del Africa Austral.
Así, Barnato, sonriendo, dio familiarmente un golpe en el hombro de Lord Denver, y exclamó:
—¡... Peligros de jugar con fuego y azares del oficio!
El «Sherif» soltó la carcajada, riendo con toda la buena fe de su obesa persona.
Mr. Black y Olimpia miraron sorprendidos al «Sherif» y a los millonarios.
Era ella muy joven y muy cándida para penetrar el secreto de aquella alegría, y en cuanto a Mr. Black, a pesar de su talento, no estaba aún iniciado en ciertos secretos del Africa del Sur.
El novelista se va a permitir el lujo de revelarlos a sus lectores.
Existe en el Africa del Sur una tácita solidaridad entre los millonarios y los salteadores de caminos.
El objeto de este acuerdo, cuyas cláusulas, naturalmente, ningún contrato escrito especifica, consiste en abaratar la mano de obra que se emplea en las minas.
La cosa parecerá muy absurda a un público europeo, pero no por ello es menos cierta.
En las explotaciones mineras del Africa del Sur se tropieza, por dificultad insuperable, con la escasez de la mano de obra.
Los boers prefieren emigrar hacia el norte y levantar su granja en cualquier parte antes que trabajar a sueldo de los millonarios ingleses, que les han robado sus tierras.
Los escasos emigrantes blancos que acuden al Africa lo hacen, por punto general, para establecerse por su cuenta, y los muy contados que se resignan a trabajar en las minas, o son obreros y empleados técnicos, que exigen sueldos elevadísimos, o lo hacen de un modo transitorio, hasta poder ahorrar un dinero suficiente para montar un despachito de bebidas o levantar una granja.
Quedan los negros.
Pero los negros, o están siempre borrachos, en cuyo caso su producción es nula, o prefieren quedarse en sus pueblos, tumbándose a la bartola, vistiéndose con andrajos, comiendo frutas o caza y tomando el sol por toda ocupación.
Sólo cuando la miseria les aprieta mucho suben a las comarcas mineras en busca de trabajo, y entonces la dificultad estriba en retenerlos.
Porque los borrachos prefieren los campos de diamantes o de oro a su propio país..., pero no trabajan arriba de dos días a la semana.
Pero los sobrios, ésos se dedican a ahorrar la mayor parte de lo que ganan, y en cuanto tienen cuatro o cinco libras esterlinas (veinte o veinticinco duros), esto es, a los veinte o treinta días de trabajo, se vuelven a su tierra, se compran una choza, una mujer, una chistera vieja... ¡y allá se las den todas!
¿Cómo obligarles a permanecer más tiempo en las minas?
Aquí el pacto tácito entre los mineros millonarios y los malhechores.
Hay en el Africa meridional infinidad de hombres que se dedican a saquear a los negros cuando éstos regresan a su tierra con los ahorros hechos en las minas.
El cafre a quien se le ha saqueado se ve compelido a volver a las minas para trabajar nuevamente.
El millonario que por este sistema se encuentra con abundante mano de obra, influye para que las autoridades inglesas hagan la vista gorda respecto de estos crímenes.
Y así van viviendo todos: millonarios, autoridades, malhechores... y honrados comerciantes de las ciudades.
Expliquémonos ahora la alegría, aparentemente extraña, de Barnato, de Lord Denver y del «Sherif».
Tratándose de un secuestro cometido por vulgares criminales, nada más fácil que averiguar el paradero de Lady Denver, si es que, como pensaba Mr. Black, se hallaba con vida.
Bastaba llamar a los jefes de las cuadrillas de bandoleros y encargarles, bajo su responsabilidad, de traer a Lady Denver.
¡Ahí es nada la deuda que con mineros tan respetables como Barnato y Lord Denver tienen contraída todos los salteadores de la Gricualandia!...
A la brusca salida de Barnato, enmudeció Lord Denver, limitándose a sonreír.
Y al reparar en aquella alegría intempestiva, decíase Mr. Black:
—Decididamente, hay muchas cosas en Kimberley que no debe saber un honrado agente de policía.
De pronto murmuró:
—Estoy pensando en un detalle que acaso desvanezca todos mis cálculos.
—¿En cuál? —preguntaron alarmados Barnato y Lord Denver.
—En que el hombre que hemos encontrado en la carretera murió de un balazo de rifle.
—¿Y qué?
—Que no llevando rifles ni Lady Denver ni su lacayo negro, la muerte de ese hombre sigue siendo un misterio..., cuya clave no me la da el supuesto de un asalto realizado por bandidos..., a menos que...
—Acabe usted.
—A menos que no se haya verificado en la carretera de Boshof una verdadera batalla campal.
Y Mr. Black pensaba con ahinco.
Pensaba en la evasión maravillosa de Abraham Van Devinter, a quien creía inocente; pensaba en aquella reunión verificada hacía pocas horas en el lugar donde fue hallado el coche de Lord Denver; pensaba en el cadáver encontrado en la carretera.
Y el diablo se llevaba la alegría momentáneamente del «Sherif», de Barnato y de Lord Denver.
¡Siempre el misterio, lo inexplicable, lo absurdo!
Olimpia Van Devinter callaba y oía.
La conversación le había convencido de que su padre y Alejandro no eran víctimas de sistemática inquina, sino de lamentable error.
De todos modos, necesitaba aclarar su situación y verlos, verlos sobre todo.
—Perdón, señores... Pero ahora, cuando parece desvanecerse el error de que mi padre y mi... y Alejandro —rectificó, ruborizándose— han sido víctimas... ¿Tendría inconveniente alguno de ustedes en acompañarme para verlos?
Hablaba Olimpia a los millonarios y a las autoridades con aquella franqueza allanadora de montañas que caracteriza a las mujeres de cierta energía.
El «Sherif» le explicó galantemente la imposibilidad de complacerla, por la sencillísima razón de que nadie sabía dónde se hallaban Abraham y Alejandro.
—Señorita —añadió Mr. Black—, si usted me lo permitiera, le acompañaría a un hotel... Son ya las cinco de la mañana... Hemos de descansar un rato antes de reanudar nuestras averiguaciones... Señorita, voy a ponerme el gabán.
Y salió de la estancia Mr. Black, no tanto a ponerse un gabán como a encargar a un agente que se vistiera para no perder de vista a Olimpia Van Devinter.
Volvió a los pocos segundos Mr. Black, ofreciendo galantemente el brazo a Olimpia.
La hija de Abraham se dejó llevar, despidiéndose con la cabeza del «Sherif», de Barnato y de Lord Denver.
Durante el camino, Mr. Black no dejó de interrogarla acerca de su padre, de la granja y de Alejandro.
Olimpia contestó a sus preguntas de un modo categórico, sin reticencias ni evasivas, y cuando Mr. Black la hubo acompañado al hotel más elegante de la ciudad, encargando al dueño que se esmerara en su trato y al agente que les había seguido que no perdiera de vista a Olimpia, caso de que ésta saliera del hotel, se volvió al Juzgado, haciéndose éstas o parecidas reflexiones:
—La verdad es que la chica no puede ser más guapa... ¡Lástima que no se encuentre a su Alejandro..., porque está perdidamente enamorada de él!...
Y dándose una palmada en la frente:
—¡Naturalmente!... A eso de la una, Abraham y Alejandro se encontraban en el lugar donde fue asaltado el coche de Lady Denver... Trataron de defenderla. ¿No llevaban rifles? ¡Sí!... Pues uno de los dos mató a uno de los bandidos... ¡Naturalmente!... ¿Cómo no había caído en ello?
Y al llegar a la puerta del Juzgado:
—¿Por qué se sonreían Barnato y Lord Denver cuando les dije que se trataba de un crimen vulgar?... ¡La verdad es que estos millonarios tienen cada amigóte!... Pero, ¡qué demonio!..., quien manda, manda... Hay una cosa que no me explico... ¿Por qué esa negativa de Van Devinter a presentarse a la policía?...
Y forjando contestaciones hipotéticas a esta pregunta de solución difícil, y atusándose las rubias y bien cuidadas patillas, se echó míster Black en uno de los divanes del despacho del «Sherif».
Los pensamientos se le enredaban al bueno de Mr. Black:
«Van Devinter, Olimpia, el judío, Barnato, Lord Denver, reunión nocturna, secuestros, fugas, crímenes, robos de diamantes...»
Mr. Black se encontraba en este dilema: o volverse loco, o dormir.
Y aun no decidiéndose de propio impulso por ninguna de esas soluciones, una dulce pesadez, un plácido enredo de pensamientos, la blandura del sofá y los malditos párpados cayéndosele sobre los ojos, hacíanle optar por el extremo más heroico, y Mr. Black se quedaba dormido.
—¡Mr. Black, arriba!... ¡Levántese a todo escape!... ¡En la puerta espera un negro, que se dice enviado por Lady Denver!
Así exclamó uno de los porteros, sacudiendo de la manera más irrespetuosa a Mr. Black, y éste se levantó con la violencia de un resorte desclavado.
—¿Dónde, dónde?
—¡En la puerta!
De cuatro en cuatro bajó los escalones Mr. Black.
En la misma puerta del Juzgadc se hallaba un negro, tembloroso, como si de su cuerpo se hubiera apoderado violenta fiebre.
—¿Dices que te envía Lady Denver?
—No..., no..., no me envía..., la he visto... teñida en sangre..., muy pálida... Me ha llamado, pidiéndome que avisara a la ciudad... ¡Parecía una muerta!... Me ha dicho que ha salido de una tumba.
—Pero, ¿dónde, dónde se encuentra?
—A la salida de la ciudad..., en el camino de Boshof.
—Acompáñame.
—No, señor, no puedo... Es una muerta..., tengo miedo.
—¡Te digo que me acompañes!
—¡No, no!
—¡Amarren a éste! —exclamó Mr. Black, dirigiéndose a dos agentes que presenciaban la escena.
En un momento fue amarrado el negro.
—Si no me guías al lugar en donde te ha llamado Lady Den-ver, te voy a dar de palos.
A los quince minutos de esta misma escena, Mr. Black, seguido de varios agentes de policía, se hallaban a la salida de Kimberley.
Sentada en un reborde del camino se encontraba Lady Den-ver, profundamente pálida, con el vestido blanco tinto en sangre, la falda rota, la cara y las manos surcadas de arañazos.
A sus pies yacía inanimado Alejandro LiebeckLos ojos de Lady Denver miraban fijamente el rostro exangüe del rubicundo joven.
Y en el horizonte amanecía inciertamente.
Mr. Black, cuando se hubo acercado a dos pasos de la dama, exclamó, descubriéndose:
—Señora, estoy a sus órdenes.
Lady Denver, levantando los ojos, reparó en el agente.
—Gracias, necesito un carruaje para ir a casa.
—¿El carruaje del señor «Sherif»?
—Aún me quedan cuatro en las cocheras para que no me sean necesarios los ajenos.
Mr. Black se calló humildemente, encargando a uno de sus subalternos que fuera inmediatamente al palacio de Lord Denver para que se dispusiera un carruaje para la señora.
Aquella inopinada presentación de la dama había desbaratado buen número de ilusiones que alimentaba Mr. Black.
Cuando empezaba a ver claro en el crimen, aparecía Lady Denver.
Lo restante, averiguación de los autores, persecución, captura, carecía de importancia.
En cambio..., ¡un secuestro de Lady Denver!
De haberla librado..., ¿qué menos que un ascenso como premio?
Ahora, lo único por hacer, era acabar lo antes posible con el asunto y confiar en que se le presentara ocasión de mayores lucimientos.
Pero Lady Denver se negaba resueltamente a contestar a su interrogatorio.
—Perdóneme usted... ¡Estoy tan fatigada!... Otro día hablaremos.
Y Mr. Black enloquecía de curiosidad preguntándose cómo se hallaba en libertad Lady Denver.
Por una parte comprendía que no era la ocasión muy oportuna para apurar a la dama.
En su semblante se leía infinita fatiga, y todo el cuerpo, por punto general tan derecho, se le caía a pedazos.
Sólo se preocupaba en colocar en postura más cómoda al herido que tenía a sus pies.
Una vez pareció que iba a abrir los ojos.
—¿Te sientes mejor, Alejandro? —preguntó Lady Denver agachándose.
Al oír la palabra «Alejandro», Mr. Black, ni corto ni perezoso, exclamó:
—¿Es el sobrino de Abraham Van Devinter?
—¡Sí!... Es mi defensor —replicó Lady Denver.
Y nada más.
Llegó el breack y Alejandro fue colocado en el centro del carruaje con infinitas precauciones, para que no se lastimara.
Lady Denver se sentó a su lado, y Mr. Black, sin aguardar a que la dama le invitara, se sentó en la parte de atrás, para no perder ocasión de saciar su curiosidad profesional.
El carruaje echó a andar por las calles de Kimberley.
La población entera se asomaba a puertas y ventanas para ver a la orgullosa dama, tan elegante y alhajada siempre, vestida con harapos, demudado el rostro y abatido el aspecto.
Pero al pasar el coche frente al hotel Waterloo, se oyó de pronto un grito penetrante.
Instintivamente volvió la cabeza Mr. Black.
«Veamos esto», se dijo, sonriendo con malignidad.
Y gritó al cochero:
—¡Para inmediatamente!
Y a Lady Denver:
—Perdóneme usted, señora; pero aquí hay alguien que acaso sienta grandes deseos de ver al herido.
Se apeó Mr. Black del carruaje; pero apenas entraba en el hotel cuando tropezó con Olimpia, que a todo escape descendía por la escalera.
Toda la palidez de Lady Denver y de Alejandro parecía haberse concentrado en su rostro.
Estaba completamente exangüe.
La vista de Alejandro en aquel carruaje descubierto le había revolucionado sangre, nervios, cabeza y corazón.
Bajaba atontada.
—¡Señorita Van Devinter! —decía Mr. Black.
Pero Olimpia, sin hacerle caso, se abalanzó al coche.
¡Pobrecilla!... Al encontrarse en el cuarto de un hotel, cuando salió del Juzgado, vio en primer término que le sería imposible conciliar el sueño.
Cuando se encontró con que nadie sabía palabra de su padre ni de su novio, habíanle entrado grandes deseos de llorar.
Y así lo hizo al verse sola. Pero pasada la primera media hora de llanto, se dijo:
«¡Hay que ser fuerte!... Nada se adelanta con llorar.»
Y hacía dos horas se encontraba asomada a la ventana de la calle, viendo el amanecer, acordándose de todo, de la granja, de su hermana, de su padre y de Alejandro.
¡De Alejandro sobre todo!
Porque Olimpia, que, nacida en Kimberley, no se acordaba de la vida de ciudad, se había pasado la existencia en la granja, recluida, sin sociedad, reconcentrada en sus ensueños, sin más amigos que sus libros, las novelas que le hacían pensar en los príncipes arrojados, que desencantan las doncellas.
Y su príncipe había llegado en la persona de Alejandro.
Y Olimpia, la soñadora, la de los ojos arrobados, la que vivió en la granja vida monótona, sin incidentes ni aventuras, sin más ventana espiritual que el deseo de un amor que tardaba en llegar, al encontrar en Alejandro su sol, su primavera, sus brisas tibias, y sentir su alma florecida, habíase transformado de repente en la mujer enérgica que llevaba por dentro, y en defensa de su amor bien hallado ponía los arrestos que emplazan los avaros en el dinero, los ambiciosos en el mando, los vanos en los títulos, en la gloria los artistas y en sus tristezas los melancólicos.
Alejandro Liebeck estaba tendido en el centro del carruaje.
¿Se hallaba sin sentido? ¿Dormía, sencillamente?
Olimpia no vio sino su rostro densamente pálido, su pecho descubierto por un rasguño de la camisa, subiendo y bajando fatigosamente, a impulsos de una respiración entrecortada; su cabeza reclinada en el chal de Lady Denver; una sonrisa leve, pugnando por dibujarse en los labios cerrados, y el sol, el sol oblicuo de la mañana jugueteando entre sus rizos de oro.
Con cándido impudor subió Olimpia por el estribo del breack, estrechó con ambas manos la cabeza del bien amado y estampó en los cabellos de Alejandro un beso, sólo uno, largo y profundo, cual la esperanza de los tristes, ardiente como su sangre de veinte años, casto como sus albos virginales senos, voluptuoso como las líneas ondulantes de su cuerpo.
Estaba Olimpia junto a Lady Denver y no la había visto.
Todas sus miradas eran pocas para sorber la imagen dolorosa de Alejandro desvanecido.
Le miraba y le remiraba de la cabeza a los pies, palpándole a lo largo de su cuerpo los vendajes en la pantorrilla y en el muslo.
Pero una voz suave la sacó de su contemplación.
—¿Es usted la hermana de Alejandro?
A las mejillas de Olimpia ascendió una oleada de sangre.
—No; yo soy Olimpia Van Devinter, su novia.
Y si Olimpia hubiera estado más serena habría visto en los ojos de Lady Denver un destello de cólera, fugitivo como el zig zag del relámpago, pero profundo como las luces que en la noche despiden los mares fosforescentes.
—Le felicito a usted por su buen gusto —replicó Lady Den-ver—. Alejandro es mi salvador... Las heridas que tiene las debe al heroísmo empleado en holocausto mío. Justo es que, a mi vez, haga lo posible por curarle.
—¡Si supiera usted, señora, cuánto le agradezco este interés!
—Yo soy la agradecida. Tal vez deba la vida a Alejandro Liebeck, y sin tal vez la debo a Abraham Van Devinter.
—¿A mi padre? —interrumpió Olimpia.
—¿Al granjero de Boshof? —preguntó Mr. Black, que no perdía sílaba de la conversación.
—¡Sí!, a Abraham Van Devinter.
—¡Y se le perseguía como culpable de su desaparición! —dijo Olimpia.
—Y habíamos puesto en su seguimiento a toda la policía de la Gricualandia —añadió Mr. Black.
—¿Por qué no nos cuenta usted todo lo acaecido? —dijo Olimpia.
—No es esta la ocasión más a propósito.
«Habría además —esto lo añadió Lady Denver para sus adentros— algunas cosas que no serían muy agradables para la novia de Alejandro.»
—Esta señorita se muere de impaciencia —recalcó Mr. Black en insinuante tono.
La curiosidad del agente hacía sonreír a Lady Denver...
—Me parece que no está bien en una Lady Denver...
—¡Ya había adivinado que era usted Lady Denver!
—Hija mía, no está bien que continuemos en la calle conversación tan grave, sobre todo en esta facha.
Y al decir esto, Lady Denver señalaba las manchas y roturas de su traje, los arañazos de su piel y la anarquía de sus cabellos.
—Tiene usted razón, pero ahora bajemos a Alejandro para llevarlo a mi hotel.
Al oír esta frase, el destello de cólera que un minuto antes había brillado en los ojos de Lady Denver se trocó en fulgor de tormenta.
Era, sin embargo, lo suficientemente dueña de sí misma para dominar sus impulsos.
—Perdóneme usted, señorita. He pedido a Abraham Van Devinter...
—¿Es que usted ha visto a mi padre?
—Hace dos horas... ¿No le he dicho a usted que le debo la vida...? Le pedí que me concediera autorización para cuidar a Alejandro en mi palacio... Su padre me la ha otorgado de buen grado..., y es un derecho que no estoy dispuesta a ceder.
Olimpia la miraba con atónitos ojos.
Comprendiendo que de seguir hablando en ese tono acaso pudiera concebir la joven sospechas de su amor, añadió Lady Denver, con voz muy suave:
—Por lo demás, señorita, si usted se empeña... Pero, com prenda usted. El estado de Alejandro es grave. Sus dos heridas, mal vendadas, le han originado tremenda pérdida de su sangre... Treinta y seis horas pasadas en un subterráneo.
—¿Dice usted que en un subterráneo?
—Sí, señor..., pero déjeme usted en paz... Así que hoy nece sita de unos cuidados tan minuciosos como no se le pueden proporcionar en ningún hotel por bueno que éste sea.
—Por ese lado, convengo en que tiene usted razón.
—Además, en una situación como la de Alejandro, nada más peligroso que las emociones... Si al recobrar el sentido tropezaran sus ojos con el rostro adorado —Lady Denver recalcó esta palabra con cierto retintín— de su novia... ¿No teme usted que la emoción le fuera funesta?
Olimpia, por toda respuesta, palideció profundamente.
Lady Denver añadió:
—Por lo demás, del hotel de Waterloo, en el que por lo visto se aloja usted, a mi palacio, no hay arriba de cien pasos... Todos los días, a la hora que usted prefiera, podrá visitar a Alejandro... Ninguna ocupación me podrá ser más agradable que la de proteger amores tan interesantes entre este muchacho, a quien estoy tan agradecida, y usted, tan hermosa, tan simpática, tan buena.
Y al decir esto, Lady Denver se sonreía, se sonreía... ¿Pero ha descubierto alguien los secretos que encierran las sonrisas?
Olimpia respondió:
—¡Usted sí que es buena!... ¿Cómo podré pagarle?...
—¡No se ocupe usted de eso!
Y cesó la conversación.
En derredor del carruaje se agrupaba la multitud.
Era la hora en que los comerciantes abrían sus tiendas, los mercaderes ambulantes menudean por las calles, los obreros se dirigen al trabajo, haciendo estación en las tabernas.
A los oídos de Lady Denver, Olimpia y Mr. Black llegaba el run run de las conversaciones motivadas por la insólita reaparición de Lady Denver ensangrentada.
Mr. Black se permitió añadir:
—Perdón, señoras, pero estamos dando un espectáculo gratuito a la ciudad.
—Dice usted bien —replicó Lady Denver.
Y dirigiéndose a Olimpia:
—Siento en el alma que en el momento de conocerme encuentre usted a Alejandro en este estado... Sírvale de consuelo que para conseguir la completa curación de su novio no repararé en sacrificios... De todos modos, yo protegeré los amores de Alejandro.
Y añadió por lo bajo:
«¡Los amores de Alejandro y Lady Denver!»
Besó con efusión a la muchacha, y dando orden de avanzar al coche, a los pocos segundos se apeaban a la puerta de su palacio, en la acera opuesta a la del hotel donde Olimpia se alojaba.
Entre Mr. Black y Lady Denver bajaron cuidadosamente el desfallecido cuerpo de Alejandro, mientras de uno de los salones trajeron los criados un amplio sillón donde colocarlo.
Más no había terminado la operación de colocar al joven en la butaca, cuando se presentaron Barnato y Lord Denver.
Venían tambaleándose, totalmente borrachos.
Tan pronto como salieron del Juzgado se ocuparon únicamente en ahogar sus penas bajo infernales mezclas de whisky y de champagne.
A las buenas o a puñetazos, habían apresurado la apertura de los establecimientos de bebidas..., y no quedaba fonda o tabernáculo, bar o cantina, donde la desaparición de Lady Den-ver no les sugiriera el santo propósito de echarse al coleto un vaso de disfrazado alcohol.
Al reparar en Lady Denver, echaron a correr hacia adelante.
Pintábase en sus ojos vidriosos una estúpida alegría de borrachos.
—¡Mi María! —exclamaron los dos abriendo los brazos.
Estaban tan ebrios, que se olvidaban de sus respectivos papeles de amante y de marido.
Aunque el alcohol no les hubiera trastornado completamente el juicio, aquella súbita alegría inesperada hubiese acabado de marearles.
María —éste era el nombre de Lady Denver— retrocedió espantada, como ante la amenaza de un abrazo de serpiente.
—¡Brutos, cochinos, borrachos! —exclamó sin contemplaciones.
Y echó a andar hacia dentro de la casa ordenando a los criados que subieran el sillón donde Alejandro reposaba.
Barnato y Lord Denver miráronse atontados.
Lord Denver se hallaba tan saturado de licores, que ni siquiera había reparado en los brazos que su consocio tendiera a su mujer.
Pero los epítetos de María le molestaban.
Así que cuando Mr. Black pidió permiso para proseguir sus averiguaciones en casa de Lord Denver, éste replicó malhumorado:
—Nada tiene que hacer la policía en mi casa.
—Repare Lord Denver en que está hablando con un funcionario de Su Majestad Británica.
—¡A mí con ésas! —replicó Lord Denver.
Y borracho como estaba, descargó dos soberbios bastonazos sobre las espaldas del agente.
Y comprendiendo Mr. Black que más adelantaba siendo amigo que enemigo de Lord Denver, se retiró filosóficamente, pensando en los hallazgos de la mañana y llevándose la mano al lugar de sus hallazgos más recientes.
Instalado Alejandro Liebeck en casa de Lord Denver, durante las primeras semanas de su restablecimiento son escasos los sucesos merecedores de relato que a nuestros personajes acontecen.
Lady Denver cuidaba al joven con todas las ternuras y exquisiteces de un alma en la que por vez primera germinaba desinteresado amor.
La convalecencia se alargaba; no que las heridas fuesen graves de por sí, sino que los vendajes que Lady Denver le aplicara a tientas no eran de lo más conforme a los requisitos de la complicada terapéutica moderna.
La excesiva pérdida de sangre, unida a la fiebre de aquellas treinta y seis horas terribles pasadas en un subterráneo, habían debilitado tanto la naturaleza del enfermo, que para calmar su fiebre era necesario atiborrarle de narcóticos, y Alejandro pasaba día y noche en profundo estupor.
Todos los días le visitaba Olimpia. A lo mejor estaba junto a su novio horas enteras, en muda y amorosa contemplación.
Pero Lady Denver se arreglaba para que las visitas de la muchacha se efectuaran en las horas de sueño.
Y nada más fácil que calcular el sueño de Alejandro, dados los cuidados a que se le sometía, y su regular y admirable constitución.
Olimpia se guardaba de despertarle.
¡Le recomendaban con tanto ahínco los médicos que a toda costa evitara emociones a su querido enfermo!
Y Lady Denver se lo acaparaba.
Cuando abría los ojos el joven tropezaban eternamente sus miradas con el hermoso rostro y el arrogante cuerpo de la opulenta dama.
Eran horas inolvidables de amor casto.
Para hablar con Alejandro encontraba siempre María Denver la frase apasionada, cariñosa, amable.
En su vida de aventurera abundaban los episodios interesantes que, ligeramente disfrazados, servían a maravilla para mecer el cerebro débil de Alejandro en mundos lejanos y agradables, cual los sueña la fantasía de los niños.
Lady Denver recogía todas las palabras de Alejandro, como gotas de un elixir de vida eterna, cuyo secreto se hubiera olvidado.
Los días transcurrían dulcemente.
¡Cuántos ensueños, cuántas ilusiones, cuántas esperanzas surgían en el alma de María!
Llegó hasta comprender el inmenso vacío de su pasada vida.
Todo lo que hasta entonces había deseado, amantes, joyas, fortuna, dominación —y logrado al cabo de largos años de duros ajetreos—, le parecía huero.
La ley del sexo, a que había permanecido rebelde durante su infancia, y juventud, se le imponía en su hermosa madurez; y esa ley, que deja a los hombres las ambiciones todas, prescribe a la mujer, como mandamiento único y eterno, la necesidad de amar.
La felicidad de esas semanas era sólo interrumpida por los sueños de Alejandro.
El enfermo, a las veces, murmuraba al soñar el nombre de Olimpia.
¡Y estas tres sílabas eran como una puñalada que en el corazón de Lady Denver se descargara!
En cambio, ¡qué felicidad cuando Alejandro, al cabo de unas horas de sueño, no profería el aborrecido nombre!
El sueño del enfermo constituía para Lady Denver una verdadera lotería.
Ni el jugador que pone en una carta su fortuna entera experimentaba angustia comparable a la de María, cuando Alejandro musitaba entre dientes alguna palabra.
María acercaba su cabeza a la del joven, hasta hacer que sus labios le rozaran el oído.
¡Y con qué satisfacción respiraba al no escuchar el nombre de su rival!
Pero ¡qué desconsuelo si lo oía!
Se pasaba las horas llorando... Sólo la seguridad de su belleza y de su voluntad le daba esperanzas.
Para deslumbrar a Alejandro gustaba de alhajarse con las macizas sartas de diamantes que no había logrado arrancarle la codicia de los salteadores.
Preparaba efectos de teatro con perversa y amorosa habilidad.
Cerraba los balcones o apagaba todas las luces menos una, y en la semioscuridad del recinto, los diamantes con que se adornaba el rostro, los cabellos, la cintura, el opulento seno, el blanco cuello, las menudas orejas, la frente de inmaculadas líneas, proyectaban fulgores fantásticos que sumían el cerebro debilitado de Alejandro en éxtasis deliciosos, en visiones espléndidas de mahometanos paraísos.
¡Y Alejandro, aunque sin darse exactamente cuenta de lo que le ocurría, se dejaba querer!...
Cada vez que un respiro de la debilidad y de la fiebre le consentía ordenar sus ideas y trataba de averiguar su estado, María procuraba distraerle, leyéndole poesías amorosas o cantándole canciones melancólicas de Holanda o las tiernas baladas concebidas por el pueblo de Escocia, en las inmediaciones de los lagos azules y helados.
Olimpia tenía que conformarse con mirar a Alejandro en sus horas de sueño, y con pasarse lo restante del día pensando en su novio.
Las otras preocupaciones que la trajeron a Kimberley se habían desvanecido.
Pocas horas después de haberse avistado con Alejandro y Lady Denver su padre se le había presentado sano y salvo.
Olimpia, que se hallaba impresionada fuertemente por el estado en que viera a Alejandro, no experimentó al ver a Abraham la extraordinaria alegría que éste esperaba.
A la mirada escrutadora de un padre amoroso, como lo era Van Devinter, no podían ocultarse las penas de su hija, sobre todo cuando se exteriorizan, como en un espejo, en un rostro franco y expresivo y en unos ojos leales.
Olimpia confesó a su padre el sentimiento que le unía a Alejandro.
Abraham respondió abrazándola, y estampando un beso en su frente.
Nada podía serle más agradable.
«Buena sangre no miente»; tal era su proverbio favorito, y conocía demasiado la sangre de Alejandro para que tales amores le fueran antipáticos.
¡Quién sabe si la visita que su sobrino le había hecho en la granja estaba preparada con semejante fin!
Pero otras ocupaciones más graves que estos asuntos de familia le impedían prestar a los amores de su hija toda la atención que hubiera deseado.
Los afrikanders se reunían a diario para combinar un plan que hiciera factible su propósito de librar la Gricualandia del yugo de Inglaterra, y a los mineros de la inicua explotación de los millonarios.
La ocasión de realizar su intento tardaba en presentarse.
Contra todas sus esperanzas, la anunciada reunión de los millonarios en Kimberley no se realizaba.
El doctor Jameson seguía en Mafeking.
Cecil Rhodes visitaba los dominios de la «Chartered».
Phillips, Stove, Hammonds, Beit, Robinson, Eckstein y demás archimillonarios coaligados se hallaban en Johannesburgo, en el Cabo o en Inglaterra.
De no haber asegurado Van Devinter con toda la autoridad que le daban su íntima amistad con Frank Van Eyck, y sobre todo el prestigio alcanzado por aquella épica fuga realizada días antes, que había leído un telegrama del doctor Jameson anunciando la próxima reunión de los millonarios, se desconfiaría de la noticia.
De todo el complot organizado por los millonarios contra la independencia del Transvaal, las únicas noticias que llegaban a los oídos de los «Treinta y Tres» eran las dudas por la prensa respecto a los meetings organizados en Johannesburgo por los agentes a sueldo de Cecil Rhodes.
En esos meetings proferíanse a diario las amenazas más terribles contra Kruger y el Gobierno de los boers.
Estas noticias exasperaban a los afrikanders gricualandieses.
Ardían en ansias de contrarrestar el complot de los millonarios con un acto de fuerza que devolviera Kimberley y sus minas a sus legítimos propietarios.
Mas toda su impaciencia se estrellaba frente al secreto con que Rhodes y consocios concertaban sus planes.
Sabían igualmente que en los depósitos de la «Chartered» en Kimberley se efectuaban trabajos.
La borrachera de un operario inglés les había revelado que se estaba desarmando buen número de fusiles.
Ya recordarán nuestros lectores que a Barnato se le había ocurrido el pensamiento de introducir en Johannesburgo varios millares de armas en cajas de aceite.
A pesar de todo, como en estas operaciones no se empleó sino a los obreros que merecían más confianza a Barnato y a Lord Denver, los afrikanders, en realidad, se hallaban desorientados.
Después de deliberar maduramente acerca de lo que debía hacerse, se convino en espiar los movimientos del doctor Jameson.
A este efecto, se comisionó a Abraham Van Devinter y a Hendrich Croft, el joven barbilampiño, cuyos discursos enérgicos decidieron a los «Treinta y Tres» en la reunión de la mina «Julieta», al acuerdo de castigar a los millonarios.
Abraham se despidió de su hija Olimpia, y acompañado de Hendrick se fue a Mafeking.
De sus instrucciones e informes dependía, por lo tanto, la actitud de los «Treinta y Tres».
Por ese lado, en consecuencia, a la actividad y al entusiasmo que reinaba en los primeros días que sucedieron a la llegada de Van Devinter a Kimberley, había reemplazado un período de calma y de espera.
Otro tanto ocurría en el bando de los millonarios.
Barnato y Lord Denver, una vez reaparecida María, se ocuparon febrilmente en activar el desarme de los fusiles.
En pocos días se hallaron todos ellos desarmados, empaquetados cuidadosamente en tubos de hoja de lata, introducidos en cajas de aceite y rellenados los huecos de tan inofensivo líquido.
Pero las órdenes dadas de envío no llegaban.
Ni Jameson, ni Rhodes ni nadie daba señal alguna de existencia.
Barnato, más impresionable que Lord Denver, se daba a los diablos, temeroso de que, por cualquier causa, hubiérase frustrado la maravillosa combinación que iba a permitirle repetir con las minas de oro de Johannesburgo, lo ya realizado con las de diamantes de Kimberley.
Cansado de esperar inútilmente órdenes que no llegaban y temeroso de que si se retrasaba la ejecución de su proyecto, se enterasen los obreros de Johannesburgo del verdadero objetivo de lo que se tramaba, que no era, como se decía, la consecución de los derechos de sufragio para todos los blancos, cosa que les tenía sin cuidado a los millonarios, sino la anexión del Transvaal a Inglaterra —que es lo que pretendían—, Barnato, decidido a precipitar los acontecimientos, quiso enterarse personalmente de lo que acontecía.
A este efecto se fue a Johannesburgo, llevándose consigo a Lord Denver.
El amante y el marido, unidos por el vicio común de la embriaguez, se llevaban muy bien.
Barnato, que en el fondo sentía por Lord Denver inmensa compasión, le necesitaba para llamarle idiota y tonto a cada tres palabras.
Y Lord Denver, orgulloso de sus pergaminos, se desquitaba calificando de payaso a su consocio.
Además, Barnato, que era un poco celoso, no quería dejar a María sola con Lord Denver, con todo lo cual la esposa del uno y amante del otro, se quedó en perfecta libertad para hacer el amor a Alejandro.
¿Y Mr. Black?
El desdichado agente de policía experimentaba una curiosidad sin límites.
Los bastonazos que le propinó Lord Denver no habían conseguido escarmentarle.
El pobre hombre, a quien se había prohibido por orden del «Sherif» molestar ni interrogar a Van Devinter —ya se comprenderá que esta orden se debía a la intervención de Lady Denver— iba y venía del Juzgado al palacio del Lord.
Se presentaba muy humildemente a Lady Denver y buscaba todos los medios para enterarse de lo ocurrido.
Lady Denver se burlaba del agente, y éste se volvía loco, haciéndose noche y día esta reflexión:
—Pero, señor, ¿qué habrá pasado para que esta señora se niegue a contribuir al descubrimiento de los hombres que le han robado?... ¡Le arrancan unos diamantes que valen varios miles de libras esterlinas, la encierran en un subterráneo... y se niega a que los culpables sean castigados!...
Y Mr. Black iba y venía a casa de Lord Denver, y al hotel donde moraba Olimpia, sin que su curiosidad quedara satisfecha.
A las veces se ponía impertinente.
Si no se tratara de un funcionario tan útil, que en poco tiempo había reducido los robos de diamantes a una tercera parte, es seguro que Lady Denver se lo hubiera quitado de encima.
Otras cosas, además, turbaban la tranquilidad de Mr. Black.
Desde hacía algún tiempo se vivía en Kimberley con cierto reposo desusado.
Ya no estallaban los odios de los explotados en motines y revueltas.
Desde que se verificó el entierro de Van Vrij, las disputas entre ingleses y afrikanders eran menos frecuentes.
Verdad que cada bando se separaba más y más del opuesto.
Las gentes se hablaban al oído breve rato, para separarse silenciosamente.
Circulaban en el Juzgado rumores estupendos...
Se decía que en los pueblos de la Gricualandia los boers se ejercitaban en el tiro al blanco.
Se añadía que otro tanto realizaban en Mafeking las tropas de la «Chartered», que mandaba el doctor Jameson.
Y Mr. Black abría los ojos y oídos... eso sí, hurtando el cuerpo a los hombres armados con bastones.
Pero esta situación no podía proseguir indefinidamente.
Aunque con lentitud, Alejandro se restablecía.
¿Cómo ocultarle en lo sucesivo la presencia de Olimpia?
Esta preocupación comenzaba a quitar el sosegado sueño a Lady Denver, amargando la dulzura de sus coloquios con
Alejandro.
Olimpia, por su parte, comenzaba a extrañarse de no ver nunca al herido sino cuando dormía.
Era inútil que cambiara las horas de su visita.
Cuando Alejandro se hallaba despierto la recibía Lady Den-ver, la colmaba de frases tiernas y seguridades de afecto, prometía ser madrina de su boda, le mostraba los diamantes que le regalaría para adorno del traje de novia... y después de decirle que Alejandro se encontraba peor y que era peligrosa su presencia, la despedía lo más finamente que puede imaginarse.
Situación semejante era de prolongación difícil.
Toda la habilidad de Lady Denver no bastaba para ocultar los hechos... y la verdad es que Alejandro mejoraba a ojos vistas.
—¿Y Alejandro? —preguntó Olimpia, una tarde, a Lady Denver.
—En este momento es víctima de una gran excitación nerviosa —replicó Lady Denver.
—Quiero verle.
—Ahora, no, ¡por Dios!..., es imposible..., venga usted luego... por la noche.
—Quiero verle, necesito hablar con él... Ayer, cuando le vi, se hallaba bien, dormía tranquilamente, le han vuelto los colores.
—¿Y no teme usted que la emoción que le produciría su visita interrumpiera el curso de su convalecencia?
—No lo temo. Ha pasado ya más de un mes. Ayer no tenía fiebre ninguna. Es imposible que se haya agravado al punto de que mi presencia le sea peligrosa.
—Sin embargo...
—Deseo verle... En último término, fuera de sus padres, a nadie más que a mí interesa la curación de Alejandro.
—Se olvida usted de que le debo yo mucho y Lady Denver acostumbra a pagar sus deudas.
—Me olvido de todo... Lo único que sé es que yo le quiero, y ya estoy harta de no verle sino en sus sueños..., necesito oír el timbre de su voz, lo necesito..., y estoy completamente decidida a llevarlo a mi hotel.
—¿Y los peligros del traslado?
—No hay tales peligros... Mañana, si usted me lo permite, vendré a verle con un médico amigo de mi padre... Quiero conocer personalmente el estado de mi novio sin atenerme a las indicaciones de terceras personas.
—¿Acaso siente usted celos de mí? —preguntó, sonriendo, Lady Denver.
—No siento celos ni de usted ni de nadie..., pero estoy enamorada... y he sufrido ya demasiado consintiendo en que otra persona cuidara a Alejandro para que esta situación se prolongue indefinidamente.
—Piénselo usted bien.
—Lo he pensado ya bastante.
—Usted tiene todos los derechos. Yo creía que el interés que me inspiran sus amores con Alejandro merecía otro pago.
—Señora, mi agradecimiento no tiene límites..., pero creo, a mi vez, que no podemos seguir abusando por más tiempo de la bondad de usted.
—¡Pero si no es abuso!
—Perdóneme usted..., nuestra delicadeza nos impide ser jueces imparciales en este pleito... Lo mejor es que me acompañe mañana el médico... y si el estado del herido lo consiente, lo trasladaremos a mi hotel, acto seguido... ¿Y no podré ver ahora a Alejandro?
—Ya le he dicho que su excitación haría peligrosa su visita.
—Hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana.
Y al despedirse Olimpia, María Denver se echó a llorar como una niña.
Su ensueño se desvanecía.
¿Cómo impedir que Olimpia se llevara a Alejandro?
Tal vez lo consiguiera, permitiéndole hablar con su novio;
pero entonces, si Alejandro se enteraba de la presencia de su novia en Kimberley, ¡adiós toda esperanza!
Hermosura, riqueza, posición, ¿de qué le servían estos bienes, si no lograba el amor de ese displicente mozalbete?
María se enjugó las lágrimas y entró en el cuarto de Alejandro.
Vestía una
Sobre la seda, erguíanse las líneas llenas de su cuello escultórico. Bajo la tela, el elevado seno se afirmaba soberbio.
Avanzaba con paso hierático, sin ruido, ondulando con suavidad las firmes caderas.
Alejandro la miraba extasiado.
—¡Qué hermosa, qué hermosa! —musitó en voz baja, pero perceptible a los oídos de María.
—¿Tan hermosa, mi héroe? —exclamó María, sentándose junto al lecho del enfermo y arrojando sobre éste toda la luz de sus grandes ojos negros, húmedos todavía.
—¡Oh, sí, tan hermosa como no he visto mujer alguna en mi vida, excepto...!
—¿Quién? —interrogó María, y se aproximaba más y más a Alejandro.
Y estaba tan bella y era tan blanco su rostro, tan negros los cabellos y los ojos, tan encendidos los labios, tan sensuales las ventanas de la nariz y por debajo de la seda latía tan voluptuosamente el elevado seno, que Alejandro, como cegado por aquella belleza esplendorosa que se le entraba por todos los sentidos, cerró los ojos.
—¿Quién? —insistió María, acercándose aún más.
Y Alejandro, en voz muy baja, como temerosa, exclamó:
—O-lim-pia —balbuceando, separando las sílabas.
María salió del cuarto.
Volvieron las lágrimas a sus ojos, y a su cerebro este pensamiento:
«Me admira...! ¡Luego puede quererme...! No hay más que un obstáculo: ¡Olimpia...! ¿Y cómo evitarlo?»
—Un hombre mal vestido dice que necesita verle a usted —anunció un criado.
—¿A mí?
—Se llama Jack... Ha armado un escándalo en la puerta... Por eso le doy a usted recado.
Lady Denver reflexionó un instante.
—Que pase.
Al momento se presentó en el gabinete de Lady Denver un tipo singular.
Era un sujeto de cuarenta años mal cumplidos, muy largo, y con la nuez tan fuertemente pronunciada, que sus compañeros de profesión le llamaban por el pintoresco mote de «Dos Narices».
Dos Narices se adelantó haciendo genuflexiones del modo más ridículo:
—¿Se puede hablar con Su Excelencia? —preguntó.
—¿Qué te trae por aquí, pajarraco?
—Ruego a Su Excelencia que me trate con los modales que se merece un antiguo compañero.
—Entonces te trataré a puntapiés.
—Pega, pero escucha... ¿No fue Temístocles quien pronunció esta frase?
Lady Denver cerró la puerta con cerrojo.
—¿Qué buscas por aquí?
Dos Narices se arrellanó lo más cómodamente que pudo en uno de los más espaciosos sillones.
—Me vas a estropear el mobiliario —dijo Lady Denver, comparando la blancura inmaculada del raso que tapizaba sus muebles con la perfecta suciedad del intruso.
—¡Bah!, no le faltan medios a Su Excelencia para reparar estos desperfectos.
Y Dos Narices, sacando una caja de rapé, sorbió voluptuosamente un polvo por la nariz de arriba, la auténtica, como imaginarán nuestros lectores.
—¡No te va mal en la vida burguesa! —exclamó filosóficamente—. La verdad, sentí mucho el otro día no poder alojarte con este lujo... porque tú te lo mereces todo.
Y Dos Narices, levantándose, trató de pasar el brazo alrededor del cuello de Lady Denver.
María rechazó la caricia, agarrando por la muñeca a Jack Dos Narices y doblándosela hasta hacerle gritar.
—¡Suelta, demonio! Te has vuelto muy arisca de algún tiempo a esta parte.
—Si tenías algo que decirme, aflójalo pronto, porque no tengo tiempo que perder con granujas de tu especie.
—¡Caramba con la niña...! ¡Y vaya unos humos los que se trae...! ¡Se te ha subido a la cabeza el título de Lady...! ¡Ni que fuera auténtico!
—Al grano, canalla. Ya te he dicho que no tengo tiempo que perder... Y da gracias a mi conmiseración... porque debía cobrarme la jugarreta del otro día haciéndote apalear por mis criados.
—No sé a lo que te refieres.
—Haz el favor de no apearme el tratamiento.
—Bueno; pues no sé a lo que se refiere Su Excelencia.
—¿Por qué no me sacaste el otro día del subterráneo a la hora señalada? Bueno que me robaras los diamantes... Yo comprendo lo que es necesidad..., aunque son muchas las cosas que debéis a mi marido y a sus socios para que atentéis a nuestros bienes. Pero...
—Observo que Su Excelencia es la que habla... y a este paso no se me va a presentar ocasión de soltar lo que traía en el pico.
—Pues acaba de una vez.
—Necesito dinero.
—¡Dinero! ¿Y mis diamantes?
—Me los han pisado..., ya no puede uno fiarse de nadie. Pero eso no te importa; lo esencial es que necesito dinero.
—¿De verdad?
—Sí, señora, ¡dinero!
—Está muy bien.
Lady Denver se levantó, y sacando de la cintura un manojo de llaves, abrió un «secretaire» y, volviéndose hacia Jack Dos Narices, exclamó:
—¡Toma dinero!
Y arrojó sobre el sujeto tres o cuatro monedas de plata.
Jack se levantó, furioso.
—He dicho que necesito dinero.
—¿Y no tienes bastante para aguardiente? —preguntó con sorna Lady Denver.
—No están los tiempos para burlas... Necesito, «por ahora», mil libras esterlinas.
—¿Mil libras esterlinas?
—Sí, mil, ni una menos.
Y Lady Denver se rió a carcajadas.
—¡Pero te has propuesto exasperarme! —rugió Jack, abalanzándose sobre María.
Y luego añadió, más encalmado:
—¿Pero no sabes, desgraciada, que tengo tu pérdida en mis manos? ¿No sabes que si mañana digo que no eres Lady Denver, ni Cristo que lo fundó, que tienes en el pecho la marca tatuada del presidio; que pesa sobre ti, como sobre mí, una condena por falsificación, te vas a encontrar, no ya en este palacio, sino en los penales de la isla Andaman...? ¿No sabes, infeliz, que estás en mi poder, y que no teniendo dinero, me es lo mismo seguir corriendo los caminos, expuesto todos los días a que una bala me atraviese el pecho o denunciarte a la policía...? Compréndelo bien..., ¡más cuenta te trae acceder a lo que te pido!..., ¡mil libras esterlinas!... ¡Valiente cosa para una Lady Denver!
Y Jack Dos Narices se paseaba triunfalmente, gozando por anticipado de las delicias que iba a procurarse con esa cantidad.
Hubo un rato de silencio, en el que Lady Denver reflexionaba.
Jack añadió:
—Y no me basta con el dinero... Necesito además una documentación en toda regla... ¿Somos o no somos amigos?
Pero en los ojos de Lady Denver, pensativos un segundo antes, se dibujó un destello de alegría.
Volvió a reír a carcajada tendida, y dijo a Dos Narices, que la observaba con la estupefacción más viva.
—¡Ja, ja, ja!... Te has vuelto loco, Jack, completamente loco, insigne Dos Narices... ¡Ja, ja, ja!
—¡Pero estás loca! —balbuceó Jack, frenético de cólera.
Lady Denver, poniéndose bruscamente seria, respondió:
—Ni una palabra más en ese tono. ¡Ni una palabra más! ¿Me has entendido? ¡Ni una palabra más!
—Pero...
—¡Ni una palabra más! En cuanto vuelvas a abrir los labios, te denuncio a la policía por el crimen cometido hace varias semanas en el camino de Boshof contra Lady Denver y Alejandro Liebeck.
—¡Es que...!
—¡Otra vez!
Lady Denver, acercándose a la pared, puso la mano en uno de los timbres.
—En cuanto vuelvas a amenazarme o a interrumpirme, llamo a los criados... Saldrás amarrado de esta casa y conducido a la del «Sherif».
Jack la miraba como deben mirar los leones cuya cólera es impotente para resistir los latigazos, los ademanes, las órdenes y las miradas del domador.
Sintió violentísimos deseos de repetir a gritos su amenaza; pero la voz se le atragantó, el cuerpo se le desmadejaba... y acabó por volverse a sentar en la butaca, encorvado, con los ojos caídos, sin atreverse a levantarlos.
Durante cerca de un minuto estuvo Lady Denver en pie, la mano en el timbre, los ojos coléricos clavados sobre la repugnante faz del miserable.
Al sentirse definitivamente vencedora volvió a sentarse en una de las butacas, y entonces, con voz tranquila y palabra reposada, murmuró:
—¡Infeliz!..., ¿quién iba a creerte? ¿No comprendes que yo, Lady Denver, soy la dueña de Kimberley?... A una mirada mía, Lord Denver, el aristócrata malhumorado, y Barnato, el rey de los millones, se humillan y se encogen como tú en este momento. ¿A quién ibas a denunciarme?... ¿Al «Sherif»?... ¡Pero si el «Sherif», a la menor indicación que yo le hiciera, te arrancaría la lengua para que no volvieras a profanar mi nombre!... ¿Al Gobierno del Cabo?... ¡Si lo preside Cecil Rhodes y soy yo su consultora, la única mujer a quien estima en algo nuestro Napoleón sudafricano!... ¿Al Gobierno británico...? ¡Si Chamberlain es el amo de Inglaterra y Chamberlain no viene a ser más que un agente de Cecil Rhodes!
Jack enmudecía. El negocio que minutos antes le parecía tan seguro se le escapaba de las manos.
Decididamente, era Lady Denver mujer de mucha fuerza, para que una tentativa de «chantaje» pudiera dar resultados.
Lady Denver prosiguió:
—¡Tú eres quien estás en mi poder!... Si yo te denuncio serás inmediatamente condenado; eso si no se me ocurre aplicar contigo la ley de Lynch. ¡Casualmente, tú serías un gran ahorcado...! ¡Con esa nuez que Dios te dio no hay peligro de que resbale la cuerda!
Dos Narices al oír esta broma se puso intensamente pálido.
A no dudarlo, le sonreían más las mil libras esterlinas que la horca.
—Verdad —añadía Lady Denver— que yo no sé cumplir mi palabra... ¿Te acuerdas de aquel baño que te llevaste en el Támesis hará unos dieciséis años?
Esta vez no fue pálido lo que se puso Dos Narices, sino lívido, verde cardenillo.
Jack, por toda respuesta, se puso a recoger las monedas de plata que antes había despreciado.
—No seas cruel —gimoteó—. Mira... Yo no sirvo para este oficio... El otro día, por haberme opuesto a que mis compañeros te mataran, me dejaron sin la parte de tus diamantes que legítimamente me correspondía.
—¿Y quién se los llevó?
—El cochero la mayor parte... Pero ten piedad de mí. Si no vine a sacarte del subterráneo es porque mis compañeros me lo impidieron,.. No tengo un céntimo, la policía me está pisando los talones... Me parece que me ha visto en esta calle ese agente de patillas rubias que ha venido a Kimberley... No sé si me equivoco, pero creo que somos antiguos conocidos. Necesito marcharme a toda costa y lo antes posible... Dame algún dinero..., siquiera unas libras esterlinas para irme a Johannesburgo... Aquí se han puesto muy malos los negocios.
Y al decir esto, Jack se ponía el sombrero, como si temiera haber caído en una ratonera y necesitara escaparse.
—No te vayas todavía —exclamó Lady Denver.
—¿Y qué hago aquí?
—Tenemos que hablar. Ya ves..., los papeles se han cambiado. Antes eras tú quien me imponías condiciones, ahora soy yo quien te las impone... Así va el mundo.
—Eres muy cruel.
—¡Qué quieres!... Pero hablemos... Figúrate que me estorba una persona.
—¿Y quieres que yo te la quite de en medio?
—Poco más o menos.
—Pues me niego resueltamente a ello.
—Y ahora mismo llamo a mis criados para que te lleven amarrado a casa del «Sherif».
—Eso no.
—Te llevan, te procesan por salteador de caminos, y en menos de quince días te encuentras atado a una soga, de la que estarás colgado por la nuez.
—¡Dios mío, ten piedad!
—¿Con un granuja de tu calaña?
—Haz lo que quieras; estoy en tus manos.
—Pues como te iba diciendo, me estorba una persona, y he pensado en ti para que me despejes el camino.
—¿Pero tú crees que me dedico al asesinato?
—Ya sé que tus ocupaciones son algo más humanas... Te dedicas a saquear al prójimo, dejando a tus compañeros el trabajo de rematarlo.
—No seas cruel.
—¡Si son elogios!... Mas lo he pensado mejor... Comprendo tu horror a la sangre... ¡Eres el canalla más cobarde que ha nacido de vientre de mujer!... Es muy posible que no haya necesidad de escabechar a nadie.
—Entonces, cuenta conmigo.
—Perfectamente. ¿Y qué te parecería si además de respetar tus escrúpulos te encontraras no con mil, sino con cinco mil libras esterlinas y una documentación en toda regla, que te permitieran vivir en York de tus rentitas, bebiendo tranquilamente cada día tu par de botellas de buen whisky?
—En este momento estás adorable. Si me lo consintieras te daría un beso.
—¡Quita de ahí, asqueroso! ¿Con que te parece bien mi plan?
—¡Espléndido, admirable!
—Pues la cosa no puede ser más fácil. Se trata de ocultar a una muchacha.
—Que vivirá con su familia.
—No, su familia está ausente. Se aloja en un hotel.
—¡Magnífico!... Todo lo que se necesita es cogerla y meterla en la cueva donde estuviste tú encerrada.
—¡Imposible!
—¿Por qué?
—Porque si yo me encuentro en libertad, lo debo a que el padre de la muchacha conoce el secreto de la cueva.
—Entonces, no veo medio de ocultarla, como no sea...
Y Jack se quedó meditando.
—¿El qué?
—Como no sea llevándola al cuartel general de nuestras operaciones.
—¿A las montañas?
—Claro... Mas para eso necesito ayuda... y aquí estoy solo.
—¿Y tus compañeros?... ¿Y mi cochero?
—No sé; ya ves... ¡es peligroso tratar con ellos!
—¡Peligroso!... ¿Están lejos de aquí?
—No lo sé... Acaso sigan en Kimberley negociando la venta de los diamantes.
—Bueno, pues averigúalo hoy mismo y ven aquí tan pronto como puedas. Ya sabes, cinco mil libras para ti solo. Y toma, para vestirte... ¡Pero cuidado con emborracharte!
—Descuida... Soy muy formal en mis negocios.
Jack salió de la estancia y Lady Denver se quedó diciéndose:
—Pues no faltaba más sino que esa mocosa se interpusiera en el camino de mi felicidad.
Y como hallase a Alejandro dormido, estuvo besándole silenciosamente más de una hora.
Antes de la noche, Jack Dos Narices volvió a presentarse a Lady Denver.
Venía afeitado, vestido con elegancia, un cuello muy alto le ocultaba la nuez deforme.
—Casi, casi, se te puede hacer el amor —exclamó, bromeando, Lady Denver.
—¡Si tú quisieras-!
—¡Aparta, bacalao!... ¿Y de eso?
—Dentro de dos o tres días estará aquí el cochero.
—¿Has preguntado por él?
—Descuida... Yo sé dar cinco vueltas para adelantar media pulgada... He estado proponiendo a los corredores de diamantes robados una gran venta de joyas... Como se lo propuse con gran misterio, me han estado convidando para hacerme soltar la lengua..., y, ¡naturalmente!..., ellos son los que han bebido y los que han hablado...
—¿Y el cochero?
—Vendrá de aquí a dos o tres días para vender tus diamantes.
—Mucho siento la espera, pero le aguardaremos... ¡Que no bebas!
Y Lady Denver, al despedir a Jack, le miró de una manera, que Dos Narices exclamó tambaleando:
—Hay más alcohol en tus ojos que en todas las tabernas de Inglaterra.
Lady Denver, que, como todas las mujeres experimentadas, agradecía más los bárbaros piropos del arroyo que las flores pálidas de los salones, se echó a reír a carcajadas.
—¡Borracho! —exclamó con voz casi amorosa.
Y volvió a contemplar a Alejandro.
Al otro día se le presentaron Olimpia y un médico afrikánder, muy amigo de Frank Van Eyck y de Abraham Van Devinter.
Como Alejandro dormía profundamente, María Denver les recibió sonriendo y les condujo de seguida al cuarto del enfermo.
—Comprendo la impaciencia de Olimpia. En verdad que un joven tan valeroso merece todo el amor que usted le profesa.
Olimpia se ruborizaba.
—Pero a nosotros —añadió Lady Denver, dirigiéndose al médico— nos corresponde templar los ardores juveniles.
—Es usted muy hermosa para permitirse tal lenguaje de anciana —replicó galantemente el médico.
—¡Oh, mil gracias!... Pero hace muchos años que ha pasado para mí la época de los amores impacientes.
—Impaciencia muy natural —respondió Olimpia.
—Desde luego. Confieso que si me hallara yo en su caso los días del restablecimiento de Alejandro me parecerían años...
Y, sin embargo, señor doctor, comprenderá usted que no han sido mal aprovechados.
El médico se acercó a Alejandro, le tomó el pulso, le auscultó el corazón y le examinó cuidadosamente las heridas.
Olimpia y María se miraban, miraban al médico, miraban al enfermo, volvían a mirarse.
Durante los minutos que duró el examen de Alejandro en el alma de cada una de las dos mujeres se desarrollaba un drama.
Olimpia, muerta de impaciencia, hubiera comprado al precio de su vida el puesto de enfermera.
María, de ningún modo quería cederlo.
De buena gana, con la fuerza extraordinaria de su cuerpo espléndido, habría arrojado por la ventana al médico y a su rival.
Pero tenía que contenerse.
Estaba segura del poder de sus palabras y de sus ojos, tanto como de la fuerza de sus músculos.
—¿Se le ha tratado bien en esta casa? —preguntó, mirando fijamente al médico.
—Señora, parece mentira que con tales heridas y la primera cura que se le hizo en las circunstancias que Olimpia me refirió, pueda ya encontrarse así.
—¿De modo que no hay inconveniente alguno para que sea trasladado hoy mismo?
—¡Qué impaciencia tan candorosa! —replicó Lady Denver. Y en lugar de incomodarse echó los brazos al cuello de Olimpia y la besó en los ojos, en las mejillas, en la frente, con frenesí de enamorado—. ¡Cuánto le quiere usted! ¡Y cuánto la quiere a usted Alejandro!... ¡Qué pareja tan bella!... Viendo a ustedes me parece echar de encima veinte años... ¡Con qué entusiasmo besará usted a Alejandro en sus horas de sueño!... —Y dirigiéndose bruscamente al médico—: ¿Pero no teme usted que los arrebatos de esta joven tan apasionada puedan retrasar la curación de Alejandro?
—Señora...
—Responda usted categóricamente, sí o no.
El médico, impresionado por el cariño que hacia Olimpia mostraba Lady Denver, respondió:
—Efectivamente.
—Y entonces..., ¿no sería preferible, en interés de Olimpia y del herido, retrasar dos o tres días su mudanza?
—Sin duda alguna... Además..., no está bien. Es una muchacha soltera..., y hay que evitar murmuraciones.
Olimpia se entristeció súbitamente.
—Además, ese punto... No. quería hablar de ello para no entristecerla..., pero bueno es evitar malas hablillas... Ya lo sabe usted, mi querida amiga... ¡Paciencia, paciencia!
Y arrojándose de nuevo al cuello de la joven, la acompañó hasta la puerta, besándola con el afecto de una hermana mayor.
Y cuando el médico y Olimpia bajaban por la escalera, se dijo entre dientes, mirando a la muchacha:
«¡Desgraciada!... ¡Pero te has figurado que es tan fácil arrancar un amante a Lady Denver!»
Y al hacerse esta exclamación era sincera.
Lady Denver creía, efectivamente, que el amor de Alejandro le pertenecía desde todo tiempo, por un derecho anterior y superior a todos los códigos, por el imperio de su voluntad, soberana hasta el presente.
Pasó otro día, y recibió María una carta anunciándole la vuelta de Lord Denver y de Barnato.
La cosa iba bien.
Casi toda la prensa de Johannesburgo estaba vendida al oro de los grandes mineros.
Los «meetings» organizados por los agentes de Cecil Rhodes se sucedían sin interrupción.
En ellos se trataba al bondadoso Kruger como al más vil de los canallas. Todo se volvía ridiculizar a los boers, su religiosidad, su idioma, sus costumbres, cuanto les era más querido.
A fuerza de oro y de llevar a las tabernas a la hez de la ciudad, los agentes de Cecil Rhodes habían conseguido crear una ficticia atmósfera revolucionaria en Johannesburgo.
En los «meetings» se ocultaba cuidadosamente el verdadero objeto de la agitación.
Decíase que no se trataba sino de recabar el derecho electoral para todos los extranjeros, medida que constituía la aspiración de Johannesburgo, ciudad en que los boers eran minoría.
Lo que no se decía es que se trataba de revolucionar a la ciudad hasta que los boers la atacaran.
La ciudad, provista de víveres, se defendería durante varias semanas.
Entonces, mediante los cónsules extranjeros, se originaría la intervención de las potencias, especialmente de Inglaterra, cuyo auxilio se había captado Cecil Rhodes, gracias al reparto de valores sudafricanos entre Chamberlain, Rosebery y demás políticos de Londres y Birmingham.
El gobierno de Kruger, indignado de esta injusta intromisión de Inglaterra, protestaría en enérgicos tonos.
E Inglaterra entonces, para proteger a sus súbditos, declararía la guerra al gobierno de Pretoria.
Al efecto, no faltarían los pretextos.
La invasión proyectada del doctor Jameson con mil hombres en armas mandados por jefes y oficiales del ejército regular británico, no dejaría de provocar un «ultimátum» por parte de Kruger, y a este «ultimátum» seguiría forzosamente la guerra.
Sólo faltaba avistarse con Cecil Rhodes y con Jameson, para acordar el día en que se efectuase simultáneamente la revolución de Johannesburgo y la invasión del médico guerrero.
Tales eran las noticias que la carta de Lord Denver comunicaba a María.
No podían ser más satisfactorias.
Dentro de pocas semanas habría desaparecido el gran obstáculo.
Una vez anulada la independencia del Transvaal, ningún inconveniente habría para adjudicarse la propiedad definitiva de las minas que en arriendo explotaban las Compañías.
Y ya propietarias, ¿quién podía impedir que se formara nuevo sindicato, abolir las contribuciones que sobre ellas pesaban y rebajar el nivel de los salarios a un mínimum irrisorio, obligando por medios coercitivos a los negros a que trabajaran, a las buenas o a las malas?
¡Negocio redondo!
La anexión del Transvaal representaba para las Compañías un exceso de beneficios anuales, que, por el momento, podía evaluarse en quinientos millones de pesetas.
Y Lady Denver se decía:
«Quinientos y quinientos, mil; el diez por ciento, ciento; en diez años, mil. ¡De aquí a diez años seré milmillonaria!...»
Y los cálculos de Lady Denver eran exactos.
Como gobernador de la Compañía «De Beers», pagaban Cecil Rhodes, Barnato y Compañía a Lord Denver el diez por ciento de las utilidades.
Se le había prometido hacerle gobernador de la Compañía en Johannesburgo, en caso de que pudieran fusionarse las Compañías, remunerándole con el mismo espléndido beneficio.
Era la fortuna, pero la fortuna inmensa, colosal, fantástica para Lord Denver, y sobre todo, para María.
Cuantos ensueños de dominación le habían pasado por la mente, iban a realizarse por la mágica fuerza del dinero.
¡Ser reina en Kimberley!... Ya era un bello ideal esa soberanía en la ciudad de los diamantes.
¡Ser reina en Johannesburgo, y, por lo tanto, en París, en Londres, en el mundo entero!...
¡Ese sí que era un ideal!
Pero Lady Denver pensó muy poco tiempo en estas hermosas fantasías.
Terminaba la carta anunciándole la vuelta de Lord Denver y de Barnato, y sólo veía en esta noticia la dificultad de pasarse las horas junto a la cama de Alejandro.
Y sólo la noticia de encontrarse en Kimberley su antiguo cochero, el que en compañía de Jack Dos Narices le había robado, le proporcionaba algún consuelo.
Se le encontró aquella misma noche en una taberna.
Dos Narices le hizo salir con un pretexto.
—¡Tú aquí! —exclamó al verle Lady Denver, que le esperaba a la salida.
El cochero trató de escaparse.
Lady Denver, de un brinco, le agarró por la americana, sujetándole con férrea mano el brazo.
—Y ahora mismo vas a soltar los diamantes que me has robado.
El cochero trató de resistirse.
Lady Denver le cogió por el cogote y le dio dos puntapiés, obligándole a caminar hacia adelante.
Cuando llegaron a un rincón completamente oscuro, Lady Denver le agarró con ambas manos por el cuello.
—¡Vengan esos diamantes! —ordenó, apretándole.
El cochero sacaba la lengua como un ahorcado.
La fuerza inmensa de su antigua señora se le imponía abrumadoramente.
Le temblaba todo el cuerpo como a un azogado.
—¡Suéltalos! —repitió Lady Denver, aflojando las manos.
Pero el cochero no tenía ya ganas de huir.
Sacó de los bolsillos los diamantes, y entregándoselos a Lady Denver, murmuró humildemente:
—¡Son los que me quedan!
Los recogió la dama, pero no se conformó con ello.
Algo parecido a lo que de Dos Narices exigió, debió pedir a su antiguo cochero, porque la conversación fue tan larga, que ni el novelista, que todo lo escudriña, tuvo paciencia para oírla.
Lo que sí oyó es que cuando Lady Denver pasó frente al hotel Waterloo, donde Olimpia Van Devinter se alojaba, musitó en voz muy baja:
«¡Despídete de Alejandro, amiga mía! ¡Otro talla!»
Al cuarto de Alejandro llegó ruido de voces.
Se hallaba bien, como nunca se había encontrado.
Por entre las cortinas, persianas y «portiers» la luz de la tarde penetraba amortecida suavemente.
Alejandro se incorporó, extrañándose de haber recobrado en piernas y brazos su antigua flexibilidad.
Estaba solo.
Las voces se multiplicaban.
A las veces se enredaban las unas con las otras.
De cuando en cuando, una sola voz dominaba a las restantes, haciéndose el silencio inmediatamente.
—¿Y es peligroso ese Abraham Van Devinter? —preguntaba esa voz.
Al oír el nombre de su tío, Alejandro se levantó asustado, encaminándose en la dirección de donde partían las voces.
Apenas le molestaban las heridas.
Levantado un «portier» tropezó con una puerta de cristales pintados.
Estaba cerrada.
Alejandro seguía oyendo voces.
—¡Tanto como peligroso!
El herido miró por todas partes.
En el tupido esmerilado de los vidrios había casualmente como un centímetro cuadrado, por el que podía verse libremente cuanto ocurría en el cuarto.
Era éste un despacho amueblado con magnificencia.
La mesa de noche, con incrustaciones de palo santo.
En las sillas tapizadas de terciopelo verde, las armas de Lord Denver bordadas con primorosa habilidad.
En las paredes, panoplias de armas antiguas.
El cielo raso, pintado por Burne Jones, era una alegoría: Inglaterra imponiendo la libertad en el mundo.
Alrededor de la mesa se hallaban siete caballeros y una dama.
La dama era la amiga de Alejandro, Lady Denver.
De los siete caballeros, el herido no conocía personalmente a ninguno.
Sin embargo, fijándose en ellos, le pareció que no todos le fueran desconocidos en absoluto.
Haciendo memoria, recordó que conocía a tres por los periódicos ilustrados.
Uno de ellos ocupaba lugar preeminente en la reunión: era Cecil Rhodes, de esto se hallaba seguro Alejandro.
Otro era el doctor Jameson, el vencedor del rey negro Lo-bengula.
Y el tercero de sus conocidos, Barnato, el archimillonario.
Alejandro creía conocer vagamente a los restantes.
Todos ellos, en efecto, tenían popularidad bastante para que los periódicos ilustrados publicaran de cuando en cuando sus retratos.
Sin embargo, Alejandro no podía poner nombre a esos semblantes conocidos, con la seguridad de no equivocarse.
—¿Y dice usted —preguntó el doctor Jameson— que ese Abraham Van Devinter es un boer muy alto, barba castaña cortada al cuadrado, nariz muy aguileña y de una agilidad extraordinaria?
—El mismo, ¿por qué lo dices?
—Desde hace unas semanas me parecía que un sujeto de esas señas espiaba nuestros movimientos en Mafeking...
—Hace tres días le encontramos agazapado en la casa cuartel. Tratamos de apresarlo y saltó por encima de todos nosotros, sin que luego pudiéramos alcanzarle.
—¡Entonces es el mismo!
—Efectivamente, sólo Abraham es capaz de esa hazaña.
—Es un hércules.
—Doblado de un gimnasta.
—¡Ya sabía yo que nos sería funesto!
—Razón de más para precipitar los acontecimientos —exclamó Cecil Rhodes.
—¡Si nos es posible! —interrumpió uno de los caballeros desconocidos para Alejandro.
—Muchos inconvenientes pone usted, amigo Phillips —replicó Rhodes.
«¡Ese es Phillips, el jefe de los extranjeros, de Johannesburgo», exclamó Alejandro, cuando Rhodes pronunció ese nombre.
—Dice bien Phillips, ¡si nos es posible! —ratificó un desconocido.
—También usted, Leonard —contestó Rhodes.
«¡Y éste Leonard, el presidente de la Unión Nacional de Johannesburgo!», pensó Alejandro.
E intrigado al ver que el nombre de su tío Van Devinter parecía mezclado en las deliberaciones de aquellos caballeros, que eran los verdaderos emperadores del Africa del Sur, aplicó el oído, disponiéndose a no perder una palabra de la conversación.
—Si nos es posible —repitió Leonard— porque en el partido de la Unión Nacional son muy pocos los dispuestos a empuñar las armas contra el Gobierno de Kruger.
—¿Y la cuestión del derecho electoral?
—Todos están conformes en reclamarlo; pero vea usted, obreros que ganan siete u ocho duros diarios, no son materia dispuesta para revoluciones..., y en cuanto a los comerciantes, no hay que contar con ellos..., les van muy bien los negocios.
—Nadie ha pretendido un levantamiento general de Johannesburgo... Conque cuatro o cinco mil hombres empuñen las armas, ya será bastante.
—¿En una población de cien mil almas?
—Ya sabe usted, amigo Leonard, que cinco que hablen meten más ruido que cien que callen.
—Pero no es seguro que los cien se callen.
—Si los cinco se levantan con una bandera simpática a los cien, como es la del sufragio para todos los blancos, es posible conseguir las simpatías de todos... La campaña de la prensa inglesa no ha podido ser más viva...
—Cierto, cierto; pero las revelaciones del periódico holandés, desmintiendo que no se trata de conseguir el sufragio, sino de la anexión, no han dejado de impresionar a los extranjeros que no son ingleses.
—Y los mismos ingleses —ratificó Phillips— que no son accionistas de las minas, que no son partidarios entusiastas de la anexión.
—¿Por qué? —preguntó Rhodes.
—Porque si bien el sufragio extendido les pondría en posesión del gobierno de Pretoria, con lo cual les sería fácil conservar la elevación de los salarios, la anexión les colocaría en nuestras manos.
—Cierto, pero ya sabe usted que el pueblo se guía más por sentimientos que no por intereses..., y la bandera del imperialismo británico, agitada convenientemente, haría entre ellos más prosélitos, que no la seguridad de que fueran rebajados sus jornales al nivel de lo que ganan los cafres.
Los demás millonarios rieron a carcajadas el pensamiento de Cecil Rhodes.
—De manera —prosiguió el Napoleón del Cabo— que mañana mismo serán enviados a Mafeking los fusiles embalados en cajas de aceite... De Mafeking serán introducidos en el Transvaal por la frontera occidental, para ser depositados en los almacenes que posee la «De Beers» en la parte oeste del Wit-waters Rand, a treinta o cuarenta millas de Mafeking. A nadie puede sorprender esta introducción de cajas de aceite... De los almacenes de la «De Beers» serán expedidos a Johannesburgo por el ferrocarril minero. Entrarán, gracias a las precauciones de Barnato, sin ser decomisados por la aduana.
¿Y luego? —preguntó Leonard, el abogado.
—Luego... se repetirán los
—¿Y después?
—Cuando las gentes de Johannesburgo se hallen ebrias de entusiasmo..., se efectúa la distribución de armas... Mis dos hermanos se encargarán de organizarías... Y el día del
JAMESON
Mafeking.
Distribuido aceite; necesitamos más.
¡Y una vez Jameson en Johannesburgo, el triunfo será seguro!
—¡Hurrah! —exclamaron unánimes los visitantes de Lord Denver.
—¡Por el imperio británico! —dijo Phillips, levantando una copa de champagne.
—¡Por el exterminio de los boers! —brindó Lord Denver.
—¡Por el próximo fusilamiento de Kruger! —gritó Barnato.
—¡Por la anexión del Transvaal! —añadió Leonard.
—¡Por nuestra fortuna! —corroboró Bulton, que era otro de los desconocidos de Alejandro.
—¡Por el triunfo de los reyes del oro! —proclamó Cecil Rhodes.
—¡Por la independencia del Sur de Africa! —exclamó, adelantándose, un nuevo invitado que aparecía por la puerta.
Era un hombre de cuarenta años, muy alto, muy ancho, de magnífica barba rubia y redonda, de ojos azules, de nariz poderosa.
Nuestros lectores le conocen.
Era Frank Van Eyck, el gran amigo de Abraham Van Devinter.
Vestía el traje de guerra de los granjeros boers.
Americana oscura abotonada hasta el cuello, ceñida por amplio cinturón de cuero, del que pendía un revólver.
Pantalón de terciopelo negro.
Polainas charoladas hasta la rodilla.
Sombrero de anchas alas adornado por una escarapela boer.
Dos cananas de cartuchos cruzadas en el pecho.
Y el máuser a la espalda.
Detrás de él asomaban por los pasillos una porción de boers vestidos como Frank.
—No asustarse, señores; estoy dispuesto a pagar su champagne a Lady Denver... ¡Con las señoras no va nada!
Alejandro contemplaba la escena con una estupefacción rayana en el pasmo.
Había oído a los millonarios forjar un plan para apoderarse del Transvaal, de análoga manera a la de los ladrones de caminos que saquean una diligencia; la indignación se le salía por todos los poros de la piel.
A no hallarse tan débil, de seguro hubiera roto los cristales que del despacho le separaban y a silletazos la hubiera emprendido con aquellos salteadores millonarios.
¡Y bien sabe Dios que casi todos ellos parecían moldeados en la fragua que forja los Hércules!
Se había conformado con escuchar pasivamente, pero aquel hombre de la barba rubia, que en medio de los grandes anexionistas se atrevía a brindar por la independencia del Transvaal, encarnaba todas sus ansias..., y seguro de que algo grande iba a ocurrir en aquel cuarto; su curiosidad se triplicaba.
—¿Se puede saber de cuándo acá se permite un caballero entrar en las habitaciones de una dama con la cabeza cubierta? —preguntó altivamente Cecil Rhodes.
—¡Los militares no se descubren!
—¿Y es usted militar?
—¡Frank Van Eyck, general de los afrikanders de la Gri-cualandia!
—¡Yo soy Cecil Rhodes, presidente del gobierno del Cabo!
—Ex presidente.
—¡Presidente he dicho!
—No discutamos, Rhodes. Hubo un tiempo en que su palabra decidía de las cuestiones sudafricanas. Era cuando usted nos engañaba presentándonos el espejismo de los Estados Unidos del Sur de Africa, logrados mediante nuestro triunfo sobre los ariscos boers.
—Yo no he engañado nunca.
—¡No discutamos!... Ya pasó el tiempo de las sonoridades huecas. Ahora hablarán los maüsers... y Dios dará el triunfo a quien de justicia le pertenezca.
—Según eso...
—La Gricualandia se ha levantado. El grueso de mis fuerzas se halla frente al cuartel, luchando heroicamente contra vuestros coraceros.
Efectivamente, al palacio de Lady Denver llegaban ruidos sordos, como de disparos y carreras.
—Y yo estoy aquí —prosiguió Frank Van Eyck— para juzgaros. Lo hago por usted, Rhodes. A todas estas gentes, millonarios sin grandeza, los fusilaría sin oírlos. Sus hazañas merecen una horca hace muchos años. Pero a usted, el conquistador de la Rhodesia, se le deben otros miramientos. Traidor, embustero, concupiscente como usted es, merece cierta estimación por lo ambicioso. El hombre que habiendo llegado sin calcetines al Sur de Africa, llega a concebir el ensueño de erigirse en árbitro del imperio británico, ha ganado el honor de ser juzgado por todo un Frank Van Eyck.
Y en las palabras del guerrero afrikánder había tal grandeza, que todos los presentes enmudecieron.
¡Oh, sí, los hombres del Sur de Africa son grandes!
Es que en aquellas tierras los hombres como los baobab gigantes crecen solitarios y absorben todo el jugo de la tierra circundante. No son como los de las ciudades europeas, árboles de boulevard, que crecen alineados, recibiendo todos la misma cantidad mermada de aire, de sol y de agua, entrecruzando sus raíces, robándose mutuamente el jugo que ha de servir a su crecimiento.
—Entrad —exclamó Frank Van Eyck, dirigiéndose a los hombres que le seguían.
Eran seis; venían con el fusil terciado.
—Vosotros dos, en la puerta. ¡Que nadie salga ni entre sin dar la contraseña! Vosotros cuatro, uno en cada esquina. ¡Que nadie se mueva! ¡Así...! En su lugar, ¡descansen!
Los seis fusiles dieron al mismo tiempo con la culata en el suelo.
—Y ahora procedo al juicio.
—Comienzo por no reconocer su autoridad para juzgarme —exclamó Cecil Rhodes.
—¡Mi autoridad la reconoce Dios y la sostiene mi brazo! No emplee usted sus palabras en vanas exclamaciones: las necesita para responder a mis preguntas.
—Me niego a responder.
—Ese orgullo está fuera de lugar. Quien va a comparecer pronto ante el Supremo Juez, debe poner su pensamiento por encima de estas miserias.
—Es vergonzoso que se cometan estos actos sin tener en cuenta que se halla delante una señora.
—Tiene usted razón, Rhodes. Contra los malos hombres, no contra las mujeres, se dirige la revolución.
Y dirigiéndose a Lady Denver, añadió Frank Van Eyck:
—Señora, para hablar francamente no la creo a usted sin culpa en los delitos que perseguimos.
»Los afrikanders sabemos la influencia todopoderosa que usted ejerce para con su esposo y con los amigos de su esposo.
»Más de una vez, cuando el poderío de Lord Denver dejaba sin haciendas a un propietario boer, hemos intercedido cerca de usted esperando de su corazón de mujer mayor ternura que de la avaricia de los hombres.
»Usted, nunca, nunca, nos ha escuchado.
»Por cada finca arrebatada, por cada miseria que venía a aumentar las innumerables de este desgraciado pueblo, usted acrecentaba indiferente su arreo de diamantes.
»Tenemos derecho a sospechar que la mitad de las grandes infamias cometidas en esta tierra desventurada, por su ambición de usted han sido sugeridas. Y, sin embargo, yo la respeto.
»Recientemente ha salvado usted la vida a un sobrino de mi gran amigo Abraham Van Devinter, y aunque luego Abraham y yo pagamos esta deuda sacándola a usted del subterráneo en que los bandidos la habían abandonado —porque era yo quien acompañaba a Abraham—, sin embargo, le estamos a usted reconocidos.
—¡Gracias! —exclamó Lady Denver.
—Y para demostrárselo le voy a ahorrar a usted esta dolo-rosa escena.
—Repito las gracias.
—Con una condición.
—¡Aceptada!
—La de que no ha de salir usted de casa hasta que yo se lo autorice.
—Lo prometo.
—La promesa no basta. Júreme usted por los Santos Evangelios.
Lady Denver extendió el brazo.
—¡Lo juro! —exclamó con voz solemne.
—Entonces dejo a usted el derecho de elegir el cuarto en el que ha de recogerse durante unas horas.
Alejandro, a quien no podía ocultarse el gran afecto que le profesaba Lady Denver, pensó para sus adentros:
«¡A que viene al mío!... ¡Cuánto me quiere, cuánto, cuánto!... ¡Y qué hermosa es!»
Pero Alejandro se equivocó.
Lady Denver indicó otro cuarto y fue acompañada por uno de los afrikanders que mandaba Frank Van Eyck.
—¡Y ahora que no hay damas, procedamos al juicio!
—¡Levántese, Cecil Rhodes!
—¡No quiero!
—¡Levántese, Cecil Rhodes! Estoy hablando como juez.
Y había tal imperio en la palabra de Van Eyck, que Cecil Rhodes se levantó silenciosamente.
Los dos hombres se miraron frente a frente.
Eran los dos grandes, grandes de cuerpo y alma.
Bajo el cuerpo lleno de Rhodes, se traslucían los rasgos inquietos del negociante, su rostro afeitado, la vivacidad natural en los hombres acostumbrados a comer de prisa.
A un observador poco inteligente le hubiera parecido vulgar el aspecto de Rhodes, sus hombros atléticos, su cogote redondo, las mejillas prominentes, la mandíbula formidable.
Un buen fisonomista habría visto sobre sus cejas el ceño peculiar de los grandes enérgicos y en sus ojos vivos, profundos y un si es no soñadores la mirada de los grandes ambiciosos.
—Usted nos ha engañado, Rhodes —exclamó Van Eyck con pausada voz, como midiendo las palabras.
—Usted debe su posición política al partido afrikánder. Usted ha prometido a este país la independencia y la libertad. Ahí están todos sus discursos para atestiguar mi aserto.
Rhodes callaba.
—¿Qué uso ha hecho usted de la confianza que nosotros le depositamos? En lugar de luchar contra Inglaterra, usted nos ha vendido.
—¡Falso!
— ¡Ojalá fuera falso! En lugar de prepararnos a la emancipación, usted ha conquistado los terrenos situados al Norte del Limpopo con una carta expedida por Inglaterra.
—¿Podía obrar de otro modo? Los terrenos vacantes que hay en el planeta no pueden ser conquistados por un particular cualquiera, sino a nombre de una nación organizada.
—¿Por qué no pidió usted entonces la carta al Transvaal?
—¡Los tratados!
—¡Mentira! ¡Es que quería usted re... .
Por segunda vez se calló Rhodes.
—Hace pocos años el Transvaal necesitó un puerto de mar. El Tongaland estaba vacante. Todos los granjeros blancos que lo habitaban eran boers. Con arreglo a la doctrina en cuya virtud se ha apoderado usted de los terrenos al norte del Limpopo, el Tongaland pertenecía al Transvaal. Inglaterra no veía ningún inconveniente en esta anexión. Usted fue quien aconsejó que no la consintiera.
—¡Falso!
— ¡Falso, usted! El mismo día en que pronunció ante el afrikánder Bond aquel discurso en que con tonos tan grandilocuentes preconizaba la independencia surafricana, escribía esta carta a Chamberlain.
Y sacó Van Eyck del bolsillo un papel.
—Vea usted su conducta.
Y leyendo las últimas líneas salieron de sus labios estas palabras:
«... De ninguna manera consienta usted que los boers tengan un puerto... Sería imposible que Inglaterra repita en el sur de Africa lo realizado en la India.
Muy suyo,
Cecil Rhodes.»
—¿Quería usted tratarnos como a cipayos? ¿Pero cree usted que nosotros, holandeses de raza, somos indios? El holandés es el maestro del inglés. ¡Ya lo está usted viendo!
Y después de una pausa, añadió:
—Y no es esto sólo. Usted no se ha conformado con atentar a la independencia política del Orange y del Transvaal y a los ensueños liberales de los afrikanders del Cabo. Usted ha vendido igualmente nuestra independencia económica regalando nuestras propiedades como si a nadie pertenecieran.
—¡Falso!
—¡Usted, vuelvo a repetírselo! Para posesionarse de nuestras tierras y nuestras minas ha traído usted de Inglaterra a los magistrados más venales. Y cuando han fallado en su favor los innumerables pleitos promovidos, para asegurar el apoyo de los politicastros británicos, ha repartido usted miles de acciones entre ellos. Los mercados de Londres y Birmingham están hoy atestados de valores sudafricanos.
—¡Los han comprado!
—Mentira. Hay lord, antes arruinado, que se encuentra en posesión de cien mil acciones.
Volvió a callar Rhodes.
—Y todo esto no ha bastado. Usted no se conforma con habernos arruinado. Cuando nuestras quejas han llegado a la calle, usted ha arrojado contra nuestros pechos indefensos las bayonetas británicas. Son, por lo tanto, hechos comprobados.
Rhodes se encogió de hombros.
Frank prosiguió:
—Por traidor a la causa afrikánder, merecía usted la muerte. Por ladrón de nuestros bienes, el presidio. Por asesino de nuestras mujeres, la muerte de nuevo, pero la muerte por la espalda.
Rhodes escuchaba impertérrito la terrible sentencia.
¡Había un valiente bajo aquel millonario!
—¡Consúmese el asesinato!
—¡No!, la muerte por la espalda la merecen todos sus adlá-teres. Pero ésta es sencillamente una ejecución. Si hubiera usted podido refutar uno cualquiera de mis argumentos, acaso, acaso le habría perdonado la vida. Siento simpatía hacia las grandes ambiciones.
—¡No quiero limosnas!
—Y el valor me merece respeto. Pero la ley ha de cumplirse y la ley dice...
Y sacando la sentencia, leyó los cargos acumulados por los afrikanders, que eran poco más o menos los que acababa de formular.
El documento terminaba con estas palabras:
«Y puesta nuestra confianza en Dios, declaramos en conciencia que se han hecho acreedores a la pena capital Cecil Rho-des, Barley Barnato, Lord Denver, el doctor Jameson, Bulton, Phillips, Leonard...»
Seguían los nombres de los grandes monopolizadores de la «De Beers» y de la «Chartered» \
En vez de firma, el documento llevaba un sello que decía:
Al pie se leía la siguiente nota:
«Frank Van Eyck está debidamente autorizado para ejecutar esta sentencia.»
—Y en su virtud —exclamó Van Eyck, con voz augusta—, paso a la ejecución de la sentencia.
Pero en aquel momento los cristales que daban a la calle se rompieron violentamente.
Los marcos cayeron hechos trizas.
Por la ventana asomaron las paralelas de una escalera.
Medio segundo más y apuntó el casco de un soldado inglés.
Los millonarios que, mudos de espanto, habían contemplado el desarrollo de la terrible escena, se enderezaron todos a una.
Casi todos estaban armados y los revólveres entraron en juego.
Frank Van Eyck exclamó, con voz de trueno, dirigiéndose a sus hombres:
—Valor, amigos... ¡Fuego sobre todos!
Y Alejandro quiso intervenir en la escena.
Dio un puñetazo en el vidrio tratando de romperlo.
Pero el vidrio era grueso, débil su brazo, y aquél resistió.
Por otra parte, la grandeza del espectáculo le impresionaba tanto, que quedó como clavado junto al cristal, mirando en éxtasis la endemoniada lucha.
Frank Van Eyck dio un brinco en dirección a la ventana, saltando por encima de la mesa.
El soldado inglés se disponía a saltar dentro de la habitación. [4]
La culata del fusil de Van Eyck le dio en el pecho y cayó el soldado en la calle, boca arriba.
Las manos de Frank asieron las paralelas de la escalera.
Subían por ella otros cinco soldados.
En la calle aparecía cerca de un centonar.
Con brazo atlético, con fuerza milagrosa sacudió la escalera, y cayeron los soldados, no sin que los de la calle dispararan sus armas sobre el hércules boer.
Al mismo tiempo notó que por la espalda dos brazos vigorosos le asían los pies.
Eran los del doctor Jameson.
De un puntapié rodó el belicoso médico de extremo a extremo del despacho.
En la puerta se agrupaban los millonarios.
Los dos soldados boers defendían la entrada.
Bulton cayó redondo, el corazón atravesado de un balazo.
Barnato disparó el revólver sobre uno de los boers.
Van Eyck, atacado por Lord Denver, derribó de un puñetazo al aristocrático minero.
La lucha se hacía cuerpo a cuerpo.
Los millonarios y los boers se arrojaron unos contra otros tratando de paralizarse los movimientos.
Durante unos segundos los cuerpos rodaron por el suelo, estrujándose.
Mesas, consolas y librerías cayeron a los golpes.
Las sillas se confundían con los hombres.
No se hablaba.
Oíanse únicamente los resoplidos de los hombres al forcejear para desasirse.
De cuando en cuando se levantaba un fusil y caía sobre una silla o sobre un combatiente.
A las veces los revólveres se disparaban en el suelo.
Y Alejandro, fascinado por el trágico espectáculo, estaba como clavado al vidrio que le servía de observatorio.
En la ventana abierta volvió a reaparecer la escalera.
Al verla Frank Van Eyck, que estaba luchando con Cecil Rhodes y con Lord Denver al mismo tiempo, se desasió de sus contrincantes, enderezándose.
Otro soldado inglés surgió por la ventana.
Al reparar en el horrible cuadro que a sus pies se le presentaba, hizo un gesto de asombro y de espanto.
No tuvo tiempo de saltar a la estancia.
Antes de que se repusiese de su asombro, un puñetazo de
Van Eyck hízole caer de espaldas, arrastrando en su caída a cuantos le seguían por la escalera.
Y Frank renovó su hercúlea hazaña.
Agarrando la escalera a pulso, la arrojó violentamente sobre los soldados que se amontonaban en la calle.
Y la lucha proseguía inexorable.
Muerto Bulton, eran seis los millonarios.
Tres de entre ellos, Cecil Rhodes, Barnato y sobre todo el doctor Jameson, eran de fuerza excepcional, no comparable, sin embargo, con la de Frank Van Eyck.
Seis eran igualmente los afrikanders, pero uno de ellos se hallaba mal herido a consecuencia del tiro de Barnato.
En la lucha llevaban ventaja los primeros, pues todos, a excepción de Cecil Rhodes, estaban armados con revólver, más manejable, en la estrechez de aquel recinto, que los pesados máusers que los boers llevaban.
Hudson, el séptimo de los millonarios, logró desasirse de los brazos boers que le atenazaban.
Van Eyck se hallaba en pie.
Vuelta la espalda a la calle, las líneas de su cuerpo poderoso se destacaban sobre la claridad de la ventana.
Al reparar en él Hudson disparó su revólver.
Frank se bajó rápidamente, esquivando el golpe, y abalanzándose rápidamente sobre Hudson, le agarró por el cinturón y antes de que nadie pudiera evitarlo le arrojó a la calle, como se lanza una pelota.
El pleito se decidía en favor de los boers.
Si la emoción no le hubiera cortado la palabra, Alejandro hubiese gritado ¡hurra! a los heroicos defensores de la independencia sudafricana.
Los dos boers que cuidaban la puerta lograron desembarazarse igualmente de Phillips y Leonard, con quienes luchaban.
Los prohombres de Johannesburgo yacían sin sentido.
Iban a lanzarse los boers en ayuda de su jefe Van Eyck, cuando oyeron por su espalda ruido de pisadas.
—¡Los soldados vienen por el pasillo! —gritó uno de ellos.
—¡Fuego hasta la muerte! —replicó Van Eyck.
Por fortuna para los boers cada máuser tenía dentro los cinco cartuchos de los cargadores.
Echáronse las armas a la cara y dos soldados cayeron en el pasillo.
Pero detrás venían otros dos... y otros dos...
—¡Fuego! —repetía Frank Van Eyck con voz atronadora.
Y los boers disparaban sus cartuchos y en el pasillo se amontonaban los cadáveres.
—¡Ahí va mi fusil! —añadió Van Eyck, arrojando el suyo por encima de los hombres y de los muebles que se revolvían en el cuarto.
—¡Y fuego! —prosiguió—, que dispare uno sólo, mientras el otro vuelve a cargar el suyo.
Pero el empuje era irresistible.
Los soldados ingleses se agolpaban en el pasillo empujando todos hacia adelante.
Los diez o doce compañeros que, por ser los primeros, habían caído a los disparos de los boers, les escudaban con sus cuerpos.
Y la masa de cadáveres avanzaba, avanzaba.
Y los soldados, en lugar de saltar sobre los muertos, se limitaba a empujarlos, agachándose.
Palmo a palmo el montón de cadáveres ganaba el pasillo.
—¡Animo, amigos míos —exclamaba Van Eyck—, si nos defendemos cinco minutos, nuestros compañeros vendrán a ayudarnos!
Pero en lugar de los boers entraron los ingleses.
Mientras hablaba Frank Van Eyck, la escalera se colocó por tercera vez contra la ventana.
En la calle gritó una voz estentórea:
¡Arriba, muchachos, librad a Cecil Rhodes!
Y antes de que Van Eyck pudiera volverse, tres soldados británicos, saltando por la ventana, penetraron en el cuarto.
No se podía respirar.
En un despacho que a lo sumo tendría ocho metros de largo por seis de ancho, luchaban dieciséis hombres, los menos en pie, los más en el suelo, confundiéndose con los muebles destrozados.
Frank se volvió, revólver en mano.
Echándose hacia atrás vino a caer el doctor Jameson, que forcejeaba con un boer.
Apuntó a uno de los soldados que acababan de entrar por la ventana.
Un balazo en la frente le hizo caer sobre Lord Denver.
Otro de los soldados se arrojó sobre Frank, y otro balazo del jefe afrikánder le destrozó el cráneo.
El tercero sufrió la misma suerte.
Volvió Frank a saltar hacia adelante con el propósito de derribar nuevamente la escalera por donde los enemigos se le entraban.
Un cuarto soldado saltó por la ventana.
Llevaba la bayoneta calada en el fusil y, sin saber cómo, más bien por el impulso del brinco que por deliberado propósito, hundióse la punta de la bayoneta en el pecho de Van Eyck, que saltaba hacia adelante.
Soltó el soldado el arma y al caer Frank, el fusil que llevaba clavado en el pecho se golpeó contra el suelo, hundiéndosele aún más la bayoneta hasta que la punta se le salió por la espalda.
Su último movimiento fue contra el soldado que acababa de herirle.
El revólver de Van Eyck le dejó sin vida.
Sus últimas palabras fueron:
—¡Mueran los acaparadores! ¡Viva la...!
No terminó la frase.
Le brotó del pecho un amplio chorro de sangre cálida, que fue a caer sobre el innoble rostro de Lord Denver.
Durante dos segundos se sostuvo su cuerpo en el aire, formando ángulo con el fusil.
Vaciló al cabo y cayó para siempre.
¡Y así murió el amigo de Abraham Van Devinter, herido de frente con el revólver en la mano y el viva la libertad en los labios!
Alejandro lanzó un grito de espanto.
Por la ventana siguieron entrando soldados.
Saltando por encima de los cadáveres que cerraban el pasillo, nuevos soldados entraron al despacho.
Y los cinco boers, aplastados por fuerzas superiores, murieron uno tras otro.
Fue una orgía de sangre.
Millonarios y soldados no se conformaron con matarlos.
Yacían sus cuerpos por el suelo y con bestial encarnizamiento caían sobre ellos las culatas de los fusiles.
Verdaderos arroyos de sangre corrían por el suelo.
Una lluvia de blasfemias brotaba de los enfurecidos labios de la soldadesca.
Y Alejandro, mudo, paralizado, seguía con los ojos la horrorosa tragedia.
De pronto, saltó hecho pedazos su cristal-observatorio.
Uno de los soldados, al descargar un puñetazo, lo había roto.
Y los pedazos del cristal le hirieron en la frente, en las mejillas, en los labios, cubriéndole de sangre toda la cara.
Al reparar en aquella puerta, se abalanzaron sobre ella los soldados.
Cayó en trizas.
Los hombres que rebosaban en el despacho se precipitaron al cuarto de Alejandro.
El joven cayó sin sentido.
La soldadesca, ciega, exclamó:
—¡Aún queda otro!
E iba a lanzarse sobre Alejandro, cuando apareció Lady Den-ver, por otra puerta.
—¡Este, no! —exclamó con imperioso acento.
Y el golpe múltiple quedó suspendido en el aire.
Todos los soldados conocían a Lady Denver, como a la más ardiente defensora de la causa británica.
—¿Habéis castigado a todos? —preguntó a los soldados.
—Ahí están los cadáveres —respondieron.
—Gracias, muchachos; mañana beberéis a mi salud; cuidad ahora a los ingleses heridos que haya en el despacho.
Los soldados obedecieron.
Lady Denver condujo al tocador a Alejandro, lavándole cuidadosamente las heridas que acababa de recibir en la cara.
Pero Alejandro estaba mareado.
Por la puerta rota del despacho entraba un vaho nauseabundo de sangre y de muerte.
—¡Aire, aire! —exclamó Alejandro, desfalleciendo.
Y se lanzó inmediatamente a la ventana abriéndola de par en par.
Respiró voluptuosamente el aire libre.
El viento fresco le hizo volver en sí.
Por la calle discurrían patrullas de soldados, ebrios de lucha, cantando el himno imperialista:
El sol, al caer, pintaba de rojo las nubes, los rostros y los edificios.
Por detrás, María murmuraba al oído de Alejandro frases de amor que éste apenas oía.
En su cabeza se le representaban las escenas de sangre que acababa de presenciar.
Una inmensa nube roja le bailaba dentro del cráneo.
Y cuando los tiros y los hombres, y los máusers y la muerte magnífica de Frank Van Eyck dejaban de representársele, entreteníase, como un idiota, en seguir los pasos de los soldados ebrios o en contar las ventanas del edificio que tenía enfrente.
Un acontecimiento inesperado vino a sacarle de su atontamiento.
Un coche tirado por seis caballos corría por la calle.
Una cuadrilla de ingleses se interpuso en el camino.
El cochero dio un latigazo a uno de ellos.
Los ingleses se abalanzaron contra el coche.
Asomó por las ventanillas una figura de mujer.
Alejandro se fijó.
—¡Olimpia! —gritó, con voz agudísima, al reconocerla.
La mujer miró en la dirección de donde partía el grito.
—¡Olimpia! —repitió Alejandro.
—¡Alejandro! —contestó Olimpia, con una voz que era un quejido más penetrante que la punta de un puñal.
Lady Denver se abalanzó hacia la ventana.
—¡Dejad el coche, amigos míos! —exclamó, dirigiéndose a los ingleses, que eran, en su mayoría, dependientes de su marido—. ¡Adelante! —añadió, dirigiéndose al cochero—. ¿Deliras, Alejandro? —preguntó a su herido, separándole de la ventana.
Alejandro, embobado, se dejaba llevar.
Miró a Lady Denver con aire de estupor.
Hizo un esfuerzo para concentrar sus ideas.
Eran ya demasiadas emociones para una sola tarde en el cerebro de un convaleciente.
Y cayó desvanecido en brazos de Lady Denver.
Durante toda aquella noche no dejó de hacer prisiones la policía.
Como la cárcel no bastara para contener a tanta gente, se habilitaron los cuarteles.
A cuantos estaban tachados de simpatizar con la causa afrikánder se les prendió sin más motivo.
Y, sin embargo, Mr. Black se desesperaba.
¿Cómo había podido prepararse un golpe de mano tan osado sin que por nadie fuera traslucido?
La policía se condujo brutalmente con los detenidos.
De todos ellos sólo a uno se le encontró con las armas en la mano.
Fue llevado cuatro o cinco veces del cuartel al juzgado sin que ni los latigazos ni las palabras lograran arrancarle una sílaba.
Recibía los palos con la misma tranquilidad que si su piel fuera el casco de un acorazado.
Escuchaba las promesas de fuertes sumas para que revelara el plan de la conjuración y las oía como si le hablaran del bigote imperial del emperador de la China.
Mr. Black llegó a creer que se trataba de un imbécil.
Respecto de los otros detenidos, juraban y perjuraban que, hasta oír los tiros, no habían sabido palabra del atentado.
Y no hubo forma de sacarlos de eso.
Varios policías aseguraban haber visto a Abraham Van Devinter a caballo combatiendo en el camino de New-Rush contra los coraceros.
De los acompañantes de Van Devinter no conocían a ninguno.
Debía, sin embargo, ser gente conocida y disfrazada porque siendo boers o afrikanders holandeses llevaban casi todos ellos la cara afeitada, cosa muy poco común entre ellos, que a todo trance tratan de diferenciarse de los ingleses.
Por las explicaciones del doctor Jameson se supo que Abraham Van Devinter debía ser uno de los principales organizadores del complot.
En casa del «Sherif» reuniéronse por la noche Cecil Rhodes, Barnato, Lord Denver, Leonard y Phillips.
Todos ellos estaban más o menos contusos, aunque ninguno de cuidado.
Varios jefes y oficiales ingleses le acompañaban.
¿Ya qué hora comenzó el ataque?
—A las tres y media de la tarde. Cinco minutos antes el centinela dio aviso de que un grupo de jinetes armados avanzaba por la calle.
»Cerramos inmediatamente las puertas parapetándonos detrás de las ventanas.
»Como era la hora de salida, la mayor parte de los soldados se encontraban fuera.
»¡Los granujas habían sabido escoger la hora!
—De modo que a las tres y media.
—Sí, señor.
—Esa hora sería cuando Frank Van Eyck se presentó en mi despacho —dijo Lord Denver.
—¡Esto es cosa de Abraham Van Devinter, no me cabe duda! —exclamó el doctor Jameson.
—A las cuatro —interrumpió un coronel— se presentó Lady Denver en el círculo. Por mi parte hallábame jugando al
—Sin embargo, María me ha dicho que los mozos se hallaban cerrando las puertas apresuradamente —contestó Lord Denver.
—Pero nosotros estábamos encerrados en un cuarto, y sólo una dama como su señora tenía autoridad para interrumpirme el
—¡Al grano, coronel; no estamos para galanterías! —interrumpió Cecil Rhodes con su brusquedad característica.
—Salí inmediatamente. Me acordé de que, por excepción, dos compañías del regimiento debían hallarse bañando los caballos, y en lugar de dirigirme al cuartel salí por el camino de la mina «Beaconsfield». Las compañías venían en traje de cuartel, sin armas, los caballos en pelo.
»Un soldado que vino corriendo me dijo:
»—Mi coronel, un grupo de afrikanders montado está inmediato al cuartel, ordenándonos la rendición.
»Ordené inmediatamente que se armaran las dos compañías en los almacenes de la ”De Beers”. Hízose así inmediatamente y a esto se debe que hayamos librado el pellejo de la encerrona que nos tenían preparada. Los rebeldes fueron sorprendidos por mis fuerzas, que lancé sobre ellos a todo galope. Perdí varios hombres, pero la carga les desconcertó.
—De todos modos, esto es absolutamente vergonzoso —exclamó Cecil Rhodes.
Y dirigiéndose al «Sherif»:
—Esto se ha acabado. Me he conducido con usted como un amigo. A mis favores debe usted su fortuna. Me los paga dejando que se nos asesine impunemente. Será usted trasladado inmediatamente. Es usted indigno de un cargo de confianza... Y ahora, señores, excuso encarecer el silencio más absoluto sobre este asunto.
—¿Y por qué hemos de callarnos? —preguntó el coronel.
—Porque así conviene a los intereses británicos.
—Pero, Rhodes, ¿no ve usted que si callamos y las cosas continúan como antes todos los días estaremos expuestos a una nueva rebelión de afrikanders?
—Al contrario, señores. Todos nosotros nos hallamos igualmente interesados en mantener nuestra hegemonía sobre Kimberley y en adquirirla sobre Johannesburgo. Si en Inglaterra se enteran de lo que ayer ha sucedido aquí, es probable que se niegue apoyo a nuestros proyectos.
—No lo entiendo.
—Muy sencillo. El peligro de una rebelión en el Sur de Africa será de más relieve que el empeño de anexionarse el Transvaal.
—¿Cree usted acaso que Inglaterra retrocede ante ningún peligro? —preguntó enfáticamente el coronel.
—Conozco a mi país. Una vez embarcado en una empresa, ni la derrota ni la miseria, ni la ruina es capaz de hacerle retroceder. ¡Y ahí está la campaña contra Napoleón para demostrarlo! No hay peligro de que otro Gladstone consienta ser vencido por un grupo de aldeanos. Pero Inglaterra no se lanzará a la guerra sin seguridad de una victoria fácil. Y si la noticia de lo sucedido ayer se esparce en Londres, tengo la seguridad de que el Gobierno nos dejará entregados a nuestros propios recursos.
—¿Te figuras tú que el general Joubert es el rey negro Lobengula?
—¡Pts!
—No seas jactancioso. Harto haremos con defender a Johannesburgo durante un par de meses. ¡Y mucho silencio hasta entonces...! Hay que evitar a Inglaterra el temor de una rebelión de los afrikanders del Cabo... Por ahora, ocupémosnos únicamente de castigar sin ruido a los organizadores del golpe de ayer.
—Pero será difícil ocultar la causa de la muerte de nuestros compañeros Hudson y Bulton.
—Nada de eso. Hoy he dado a los periódicos la
—¿Qué consiste?
—En achacar a una tentativa de robo el doble asesinato.
—Según eso, Frank Van Eyck...
—Aparecerá como el capitán de una cuadrilla de bandidos, muerto en casa de Lord Denver en el instante de asaltarla para robar la caja.
—¿Y cómo explicamos la lucha en las calles?
—Diciendo que se trata de uno de esos sangrientos motines de mineros, tan frecuentes en Kimberley... en otro tiempo.
—Muy bien pensado... Pero vamos a estar expuestos a que el mejor día se repita el complot.
—No hay el menor peligro. Ayer telegrafié al Cabo pidiendo que, en vista del último motín, se refuerce la guarnición de Kimberley. Espero la llegada de un regimiento de un día para otro. Además, armaremos a todos los empleados británicos de nuestras minas. Y no creo que vuelvan a atreverse los rebeldes a tratar de apoderarse de una ciudad que cuenta para su defensa con cinco o seis mil fusiles... ¿Y por qué no persiguió usted a los boers que mandaba ese Abraham Van Devinter? —preguntó, dirigiéndose al coronel.
—Porque emprendieron el camino de Griquatown y por esa parte de la Gricualandia se halla en tan ínfima minoría la población inglesa, que era de temer un levantamiento general de la Gricualandia.
—¿Y han desaparecido esos boers?
—Por lo visto. Ayer telegrafiamos a todos los destacamentos de policía de la región y en ninguno se nos dio noticias. Por lo visto, las fuerzas de Van Devinter se disolvieron en el camino y cada uno se fue a su granja.
—Decididamente, señor «Sherif», ¡es usted un burro!
El funcionario de su majestad británica, tan orgulloso para con sus subalternos, oía, compungido humildemente, el adjetivo que le aplicaba Cecil Rhodes, a la sazón presidente del gobierno del Cabo.
No se le ocurrió más respuesta que poner unos ojos de carnero degollado, que daba lástima verlos.
—Sí, señor, ¡un burro! —prosiguió Rhodes—. Después de aquella noche en que sorprendieron sus agentes una reunión sospechosa, celebrada en lo más hondo de la mina «Julieta», debió estar ojo avizor.
—Señor, Lady Denver tiene la culpa. Yo traté de prender a Van Devinter, pero luego se me indicó que le dejara en paz.
—¡Excusas tontas!... Yo me voy mañana al Cabo. Necesito a toda costa saber por qué hemos estado todos expuestos a ser asesinados. Le doy a usted ocho días de término. Si en ese plazo se descubre y se prende a los organizadores del complot tendrá usted derecho a un buen traslado. Si no lo hiciere, ¡cuenten con su cesantía todos los agentes judiciales de Kimberley... y usted, usted especialmente, habrá de entendérselas conmigo!
Y Cecil Rhodes se levantó extendiendo la mano a cada uno de los reunidos.
Al despedirse, dijo a los millonarios:
—Confío en que me seguirán ustedes ayudando.
—Desde luego, ¡pues no faltaba más! —respondieron al mismo tiempo Phillips, Leonard, Barnato, Lord Denver y Jameson.
—Muy bien. Voy a estudiar maduramente la cuestión de Johannesburgo. No quiero que en la ciudad del oro nos ocurra una sorpresa parecida a la que ayer nos guardaban los boers y afrikanders en la ciudad de los diamantes... Suspendan toda negociación y ¡hasta nuevas órdenes!
Y Cecil Rhodes echó a andar por las calles centrales de Kimberley.
En todas partes se encontraban grupos discutiendo los acontecimientos extraordinarios del día anterior.
Los periódicos eran leídos en corrillos a la luz de los faroles.
—¡Esto no es verdad! —se decía en uno de ellos.
—¡Aquí no ha habido ningún motín minero y sí una sublevación de los afrikanders! —repetía un inglés.
En otra parte los reunidos eran boers.
Cuando pasó Cecil Rhodes junto a ellos echaron mano a la cintura casi todos.
Cecil Rhodes siguió camino adelante, sin detenerse.
No le ocurrió novedad alguna.
Pero si el odio que lanzaron al mirarle los ojos de los boers hubiese sido fuego, el presidente del gobierno del Cabo se hubiera hecho cenizas.
¿Qué le importaba a Rhodes el odio de los boers?
Frank Van Eyck estuvo en lo cierto.
Era Cecil Rhodes un inmenso ambicioso, verdadera serie del peligro.
Llevaba en la sangre el
A pesar de su conversación en el Juzgado, las muertes del día anterior no le preocupaban.
Llevaba fijo el pensamiento en el plan que había de permitirle monopolizar en el sur de Africa la producción del oro, como había monopolizado ya la de la plata y la de los diamantes.
Sabía que en este siglo no son los héroes ni los guerreros, ni los sabios, ni los santos los más venerados, sino los conquistadores del dinero, los grandes poseedores de riqueza.
E iba derecho a su' objetivo.
Se ha dicho de Cecil Rhodes que es un gran ambicioso político.
No es exacto.
Por el poder político no se domina a los hombres, sino en aquello que se refiere a sus relaciones con los demás hombres, en sus ideas sobre el gobierno, en sus propósitos de reforma social.
Y eso no le bastaba a Cecil Rhodes.
Tampoco es un sabio, aunque se lo hayan dicho muchos de sus aduladores.
Tampoco es cierto.
Los sabios no dominan a los hombres más que en su inteligencia.
Y esto es muy poco para Cecil Rhodes.
Se ha afirmado igualmente que es Cecil Rhodes un santo.
Y su sobriedad, su castidad y su desprendimiento serían cualidades que afirmarían tal sospecha si su orgullo satánico no la dejara sin probabilidad de certidumbres.
Se han ponderado los talentos estratégicos de Rhodes.
Y, ciertamente, la campaña realizada por su subordinado el doctor Jameson, contra el rey negro Lobengula, siguiendo al pie de la letra sus instrucciones, es un modelo de habilidad militar.
Pero Rhodes no es ninguna de esas cosas.
Rhodes aspira a dominar un buen pedazo del planeta por entero, absorbiendo las facultades todas de cada hombre.
Quiere que cuando el músculo se distienda, sea forzosamente en beneficio de sus campos, de sus ferrocarriles o de sus minas.
Quiere que la investigación del sabio sirva o bien para abaratar la mano de obra, alargando la vida de sus operarios, o bien para hacerla innecesaria, merced a nuevos inventos mecánicos.
En todo caso la ciencia habría de ser un instrumento de esclavitud.
Quiere que la lira del poeta no sirva más que para cantar las grandezas de sus ideas.
Y así ha comprado la mayor parte de la prensa que en el imperio británico se publica.
Sólo le falta para coronar el comienzo de su obra apoderarse de Johannesburgo, fijar a su antojo el precio del oro e imponer así la ley al mundo civilizado entero.
¿Sería posible que un grupo de aldeanos —¿qué otra cosa viene a ser Kruger y sus amigos del partido afrikánder?— le vayan a estorbar en su camino?
Haciéndose estas reflexiones llegó Rhodes a una casa solitaria.
Estaba situada en los arrabales más oscuros de la ciudad.
Llamó dos golpes y se abrió una ventana.
—¿Eres tú, Cecil? —preguntó una voz de mujer.
—Abre -—respondió sencillamente el Napoleón del Cabo.
Oyóse al poco rato ruido de un cerrojo que resbala.
Entró Cecil Rhodes, y en un cuarto lujoso, impropio de una casa de tan modestas apariencias, se' sentó junto a una dama de elegantísima
—Estoy muy descontento de ti —exclamó Rhodes.
—¿Y por qué? —contestó la dama.
Cecil Rhodes, en lugar de contestar, cogió por ambas manos a la dama y la miró a los ojos, largo rato, en minucioso examen.
—Tú ya no eres la misma —dijo con voz severa.
—Siempre seré la misma y siempre serás tú para mí el único objeto de mi admiración —exclamó la mujer.
—¿Ves cómo no eres la misma? Me estás hablando como si fuera yo un novio. ¡Bien se conoce que has cambiado!... En otro tiempo no era tu amor ni tu belleza lo que querías hacer valer a mis ojos. ¡Era tu ambición!
La dama se ruborizó ligeramente.
—No me parece que tengas hoy derecho a reprocharme nada. Acuérdate de que gracias a mí escapamos del complot que nos habían preparado los boers.
—Gracias a ti... y a mí, que confiando en tu habilidad solicité de Frank Van Eyck que evitara a una dama el espectáculo de nuestra ejecución. Por cierto que no sé cómo te las arreglaste para poder avisar al coronel que nos hallábamos en peligro.
—Muy sencillo. Casi todos los cuartos de mi casa tienen puertas secretas..., ya lo sabes. Pero me interesaba conducir al boer a un cuarto que no tuviera puertas ni ventanas ni escapatoria alguna por donde llevar a Frank Van Eyck la noticia de mi desaparición.
—Y lo lograste.
—Claro. Subí al piso tercero y entré en uno de los gabinetes interiores, junto al despacho de negocios. Se entra a él por una puerta de cristales que nada ofrece de particular. Cuando el boer y yo nos hallamos dentro me senté un minuto, encendiendo previamente la luz eléctrica. El boer me miraba con tal desconfianza que comprendí que al primer movimiento sospechoso me descerrajaría un tiro. Medité mi plan que, naturalmente, debía tener dos partes: primera, encerrar al boer; segunda, escaparme yo. Para lo primero me levanté a correr el portier de la puerta. En realidad lo que hice fue apretar el resorte que mantiene abierta una puerta secreta situada junto a la de cristales. Es una de esas puertas de ruedas empotrada en la pared. Como el suelo tiene cierto declive, basta apretar en el resorte para que la puerta se cierre por sí sola, sin ruido, y una vez corrido el portier, el boer no podía enterarse de lo que yo estaba haciendo. Realizada esta primera parte de la operación, sólo me faltaba escapar. Y esto fue más rápido. Me bastó apretar con ligereza el resorte de otra puerta, ocultarme y cerrar velozmente... No hice más que salir y oír los culatazos que daba desesperadamente el boer tratando de forzar su ratonera... ¡Infeliz! ¡Son de planchas de acero las puertas y paredes de ese cuarto!
—¿Y qué hiciste con él?
—Cuando fueron los soldados en vuestro socorro, yo subí con cuatro para prenderle. Dos entraron por una puerta, dos por la otra y lo amarraron, no sin que antes se defendiera cerca de un cuarto de hora, como un león.
—Sí, estos boers son valientes como ellos solos.
—¡Bah!... saben morir... y lo que hace falta es saber vivir.
—Estás en lo cierto, pero nos hemos apartado de lo principal de la conversación. Yo te decía que algún sentimiento nuevo se ha apoderado de tu alma.
María Denver bajó los ojos.
Su poder de disimulación era muy grande, pero se estrellaba contra la mirada inquisitiva de Cecil Rhodes.
—No me lo niegues —añadía el conquistador del país de los matabeles—; te conozco hace muchos años... y conmigo nada pueden tus aptitudes para el fingimiento.
María seguía callando.
Y Rhodes prosiguió:
—Sin ese nuevo sentimiento el complot de ayer no hubiera podido fraguarse. Eres tú muy lista para que una conjuración en la que intervenían tantas personas se hubiese urdido sin tu conocimiento... Pero desde hace varias semanas desde el día en que tu cochero y otros bandidos te asaltaron el coche...
—¿Pero ha llegado a tus oídos?...
—A los oídos de Cecil Rhodes llegan todas las noticias que le interesan. Como te iba diciendo, hace varias semanas que no sales de casa, ni te ocupas de nada.
—Ya ves, como ayer.
—Sí, ayer te ocupaste en salvarnos porque me hallaba yo delante..., ¡que si no...! Te has acostumbrado a encerrarte en casa. Me han dicho que tocas a menudo el piano. ¿Es que piensas dedicarte a la música?
—¡Qué sé yo!... Me ha entrado el
—No me mientas. ¡A ti el
María volvió a callar.
—Otro hombre hubiera reparado en tu belleza para gozar de ella. ¡Yo, no!..., ni entonces te importaba un penique esa mentecatada o esa porquería que se llama amor, ni a mí me ha preocupado nunca.
—¡Eres de hielo!
—¡Soy Cecil Rhodes!... Te cogí en la calle, camino del presidio. Te vi ambiciosa, inteligente, bella, fuerte y enérgica... ¡Además, mujer...! Mis proyectos eran tan grandes, que a ratos me sentía desplomarme a su paso. ¡Esta es la ayuda que yo necesitaba!, me dije al encontrarte. Y en pocas horas de conversación nos entendimos.
María callaba siempre.
Se hallaba frente al único hombre cuya energía rivalizara con la suya.
Rhodes prosiguió implacable.
—¡Querías posición, fortuna, joyas...! Te las he dado con manos colmadas... Me prometiste, en cambio, ser siempre franca y leal para conmigo.
—¿Y no lo he sido...? ¿Has necesitado, desde que estoy yo en Kimberley, volver a ocuparte de las minas...? ¿No van bien los negocios...? ¿No dispones, gracias a mí, de todo tu tiempo para consolidar tu compañía conquistadora la «Charte-red», para preparar la anexión del Transvaal y para soñar en tu futuro imperio africano?
—Sí, María, me has sido fiel; por eso te estoy hablando como a una hermana y no te ordeno como a un criado. Gracias a ti, soy el primero en reconocerlo, no me es hostil la estúpida rivalidad de esos millonarios que me deben la mayor parte de su fortuna. Gracias a ti ese borracho de Barnato, que me cree su auxiliar, no se opone a ninguno de mis proyectos, sino que los secunda eficazmente. Y lo mismo Lord Denver... y los demás. Pero hoy no sucede ya eso. Hoy me has abandonado para dedicarte al piano.
Rhodes recalcó irónicamente la última frase.
Y María seguía callando.
—Te callas..., es que tengo razón... ¡Pobre María! Y tú llevas en las venas la más pura y más hermosa sangre inglesa. Perteneces, y yo también, a un pueblo de dominadores, destinado, como Roma, al imperio del mundo, imperio que podrá durar más o menos —todas las grandezas humanas son perecederas—, pero que como el romano dejó por huella eterna de su soberanía sus carreteras tendidas a todo lo largo del mundo conocido, dejará para los siglos sucesivos esa enorme red de ferrocarriles que atestiguarán en todo tiempo la soberanía de Inglaterra. Esa misión dominadora del pueblo inglés es comprendida por muchos hombres, pero sólo a unos pocos, a los mejores, les cumple realizarla. Yo soñé que tú, mujer, serías uno de ellos. Soñé en que me ayudaras a hacer un grande imperio de este inmenso continente que podía llamar misterioso el viajero Stanley no hace aún treinta años. Pero tú me abandonas.
—No, Cecil, no. Yo creo en ti.
—Sí, María, me abandonas, y me abandonas no por un ideal más grande que el que yo he conocido, sino lo que es más triste, me abandonas por un amor trivial, insignificante, amor de colegiala que te ciega los ojos y te roba el ánimo y te obstruye la inteligencia y te paraliza la voluntad.
—Yo te juro...
—No me mientas... ¿Te figuras que tengo celos?... Si hubiera estado enamorado de ti en esa forma ruin y baja con que los hombres se enamoran, ¿te hubiese puesto nunca en brazos de esos dos borrachos que se llaman Lord Denver y Barnato?... No son los celos los que me atormentan, sino el desengaño, porque tú, tan altiva, tan ambiciosa, mujer al fin, has caído como todas, mirando los rizos de un barbilindo sin carácter, de un hombre de ésos como nacen y mueren todos los días, sin dejar rastro de su paso por el mundo, de un mozalbete vulgar.
—Oyeme, Cecil —murmuraba María, suplicante.
—¡Para qué...! ¿Piensas que soy yo ciego?... Cuando ayer hablábamos de ese sobrino de Abraham Van Devinter... y tú tratabas de explicar satisfactoriamente tu intervención en favor de una joven boer que iba en un coche que quiso registrar un grupo de ingleses empleados míos, me entró el deseo de conocer a ese joven, porque comprendí muchas cosas que en vano traté de explicarme.
—¿Y notaste en mí algo de particular?
—Sí, María. Pasamos al cuarto del muchacho, Lord Denver, Barnato, tú y yo. Esos borrachos no vieron en el interés que tú te tomabas por el muchacho más que agradecimiento... En las miradas que le dirigías vi yo amor... en la cara que estás poniendo al verte descubierta lo sigo viendo.
—¡No seas cruel.
—¡Si no lo soy! Lord Denver y Barnato creyeron igualmente que por gratitud habías salvado a su novia Olimpia del furor de mis empleados... Yo creo que no la has salvado, sino todo lo contrario.
—¿Qué quieres decir?
—Que la has hecho salir de Kimberley para que te dejara el campo libre. ¿Me equivoco?
Volvió María a enmudecer.
—Y ahora, una súplica. Deja eso, María. ¡Que se quieran y se casen en paz Olimpia y Alejandro! ¿Qué nos importan esas pe-queñeces?... ¿Que es sólo un capricho de quince días? ¡No! Estás enamorada como una bestia. Si sigues así vas a olvidarte de todo, de la amistad que me profesas, de la misión que te he confiado, y hasta de la gratitud que me debes... ¡Deja en paz a ese Alejandro!... ¡Es una súplica!
María se echó a llorar.
No podía responder nada a Cecil, Rhodes, ¿y de qué le serviría un fingimiento si el presidente del gobierno del Cabo leía en su rostro como en un libro abierto?
—¿Lo ves, María...? Vamos, ¿me das tu palabra de dejar a ese chico?
María respondió, llorando:
—¿Y si no puedo?
—¿Te has olvidado de tu máxima querer es poder?
—¿Y si no puedo? —repitió María.
Ante la insistencia de Lady Denver, Cecil Rhodes cambió de tono bruscamente.
—Te olvidas de que no puedes negarme nada. Te olvidas de que tu posición, tu nombre y tus riquezas están en mis manos, de que mañana puedo plantarte en medio de la calle sin alhajas, sin vestidos, sin nada, de que el día que yo quiera se encargará cualquier «Sherif» de recordarte tus antiguos pecados contra el código... Pero no quiero amenazarte. Necesito a todo trance que dejes a ese chico, lo necesito, entiendes bien, y estoy dispuesto a todo, hasta a sacrificarlo si fuese preciso... Pero no es de buen agüero derramar sangre inútilmente. ¡Harta habrá que verter para el total desarrollo de mis proyectos!... Pero quiero conformarme con la súplica y con el aliciente del premio... He soñado para ti que compartas conmigo el imperio del Africa. ¿Aceptas mi ofrecimiento?
En los ojos húmedos de María brilló un relámpago de goce intensísimo.
—¡Oh, gracias, Rhodes!... Era un sentimentalismo de muchacha..., yo creo que podré dominarlo..., pero a ti te lo debo todo, todo... y estoy dispuesta al sacrificio.
—¿Le quieres tanto?
—Le quiero mucho, mucho..., pero a ti nada puedo negarte. Renunciaré al amor de Alejandro por servirte.
Y al decir esto se echó a llorar desoladamente.
—¡Pobre María!... No te arrepientas de tu resolución. Le estarás llorando durante quince días..., pero al cabo le olvidarás, volverás a reorganizar esa ciudad de Kimberley. La tendrás en tu poder de tal modo que nunca más puedan volver a ser posibles nuevas sediciones como la de ayer. Entre tanto yo acabaré con el Transvaal, tenderé el ferrocarril del Cabo al Cairo, me serviré de los barcos ingleses para quitar sus colonias africanas a todos los pueblos que no sean Inglaterra. Me serviré de los millones y de la inteligencia de todo el mundo para improvisar en el Africa entera un imperio como nunca lo hayan conocido los siglos. ¿Qué te importa perder un amorcillo de poco más o menos, si ganas un imperio?
María seguía llorando.
—Y como las buenas resoluciones hay que practicarlas pronto, mañana mismo harás salir de tu casa a Alejandro... No te pido que vaya fuera de la ciudad, porque está demasiado enfermo para que pueda resistir un viaje. Me conformo con que le hagas ir a Kenilworth, yo le pagaré una sala en la que estará cuidado admirablemente... y tan pronto como se halle mejor, se irá al Transvaal, a Europa, donde quiera, cuanto más lejos, mejor.
—Te juro que será el mayor servicio que pueda prestarte.
—Ya lo sé, María, pero me lo debes. Y ahora dame tu palabra de que no le volverás a ver y de que esta misma noche darás órdenes para que mañana sea trasladado al hospital.
—Te doy mi palabra.
—Y ahora, adiós, mañana temprano salgo para el Cabo. Te escribiré dándote mis instrucciones.
Rhodes y María se abrazaron estrechamente.
Juntos salieron de la casa y al llegar a la calle, cada uno se fue por su lado.
María lloraba a lágrima viva, dispuesta a sacrificarse para obedecer el deseo de Rhodes, en cuyas manos se encontraba.
Cecil Rhodes se sonreía.
—Cuando he conseguido domar a esta mujer, el carácter más enérgico que nunca conocí —pensaba en voz baja—, ¿qué me será negado en este mundo?
Sintió María vivísimas ansias de resistirse a los deseos de Cecil Rhodes, pero comprendía que más que deseos eran órdenes.
A pesar de la dulzura con que Rhodes le hablaba, entrevio María que era tratada como una sirvienta.
Bien claro se lo habían dicho.
Nada se le importaba a Rhodes de que ella sintiera capricho por un hombre, como nada suele importársele a las señoras tolerantes de que sus criadas tengan novio.
Lo que no perdonan las señoras es que las criadas dejen la cocina por el novio.
Y lo que no le perdonaba Cecil Rhodes es que por cuidar y querer a Alejandro hubiera desatendido sus complicadísimos asuntos.
En verdad que el descuido de María había sido imperdonable.
A la manifestación inmensa y tumultuaria que acompañó al cementerio el cadáver de Guillermo Van Vrij, el patriarca de la causa afrikánder, había sucedido un sospechoso silencio.
Boers y afrikanders habían suspendido todo trato con los ingleses.
Mr. Black le había anunciado diferentes veces que los granjeros boers de las inmediaciones se dedicaban con excesiva frecuencia al tiro al blanco.
Además, recordando la escena de su liberación se le venían a la mente muchos detalles que se le habían deslizado inad vertidos.
Según supo más tarde, la noche de su liberación, la policía de Kimberley, al perseguir a Abraham Van Devinter, había sorprendido en la mina «Julieta» una reunión que debió inspirarle serias preocupaciones.
Además, la cueva en que la encerraran Jack Dos Narices y el cochero tenía dos entradas, por cuanto Van Devinter y Frank
Van Eyck habían ascendido por el suelo, siendo así que le habían hecho a ella entrar bajándola del techo por una escalera.
La hora en que entraron Van Eyck y Van Devinter debía ser la misma en que la presencia de la policía dispersó a los reunidos en la «Julieta».
Todo indicaba que se estaba preparando la conspiración que sólo por casualidad había fracasado, no sin arrebatar la vida de Hudson y Bulton, de un oficial inglés, de veinte soldados y sin haber estado a punto de acabar con la existencia de Rhodes y sus socios principales y de arriar el pabellón británico.
Pensando en estas cosas, daba la razón a Cecil Rhodes.
Verdaderamente, sólo una ceguera indisculpable había podido hacerla abandonar hasta este punto los intereses que le fueron confiados.
Porque Rhodes había delegado en ella todo su poder respecto de los altos asuntos administrativos y políticos de Kimberley.
Ella era la encargada de dulcificar las antiguas rivalidades, siempre dispuestas a renovarse, entre los millonarios.
Ella sola, con su reinado de la elegancia y del buen tono, había conseguido atraer a una morada inglesa a las antiguas familias afrikanders, cuyos odios hacia la Gran Bretaña se suavizaban en las suntuosas fiestas de su palacio.
Ella había organizado la Exposición celebrada en 1892, Exposición que hizo esperar al Africa largos días de paz, mediante la lenta sumisión de los boers y afrikanders a los millones ingleses.
Y aunque el pueblo bajo, con su certero instinto, la odiaba profundamente, en las clases elevadas se imponía su hermosura, su elegancia, su energía y su talento, lo mismo a los afrikanders que a los ingleses.
Pero Lady Denver se había enamorado y bastó mes y medio de descuido para que toda su obra hubiera estado a punto de venirse abajo.
Verdad que en ese mes y medio ni por casualidad salió de casa.
Barnato y Lord Denver, dando al alcohol todos los ratos que les dejaban libres sus preparativos para la toma de Johannesburgo, no se preocupaban del cambio operado en María.
Pero en la población se comentaba.
No recibía a nadie sino a regañadientes y de prisa.
Su renombrada cortesía habíase convertido en una mal disimulada hostilidad hacia todo lo que no fuera Alejandro.
No era extraño que a espaldas suyas se hubiera preparado golpe tan audaz.
¿Qué le importaba?
Al hacerse esta pregunta sentía —ya lo hemos dicho— vivísimas ansias de mandar a paseo a Cecil Rhodes.
Pero ¿podía hacerlo?
A ratos se le ocurría el pensamiento de abandonar sus diamantes y su fortuna y escapar con Alejandro a cualquier parte.
Más ¿no sería esto abandonar a Cecil Rhodes? ¿No tenía contraida para con el jefe del gobierno del Cabo una deuda de gratitud tan grande que sólo una adhesión ilimitada podía pagarla? Además, habiendo vivido tantos años en la opulencia y en el manejo de los hombres, ¿le sería posible renunciar a la riqueza y a la posición para correr de nuevo los caminos con un herido a cuestas?
Y aparte estas consideraciones, más morales que otra cosa, ¿le sería posible la fuga?
Porque Rhodes le había hablado con gran dulzura, pero como un amo.
Rhodes necesitaba de ella... Además ella era la confidente de tantos y tan graves secretos, que Rhodes no podía abandonarlos a nadie sin estar totalmente seguro de su silencio.
Y ¿dónde ir que el brazo de Cecil Rhodes no la alcanzara? ¿Dónde ocultarse que sus agentes no la encontrasen?
Y además, y sobre todo..., ¿estaba acaso segura de que Alejandro la querría al extremo de renunciar a Olimpia?
Y pensando en que su Alejandro no la amaba, volvió a echarse a llorar la enérgica, la indomable Lady Denver.
Había que ceder.
Cecil Rhodes era su grillete y toda su fuerza no bastaba a romperlo.
A la mañana siguiente fue trasladado Alejandro Liebeck, en una cómoda camilla, a la casa de salud de Kenilworth, el pue-blecillo situado a media hora de Kimberley, donde viven los empleados blancos de la mina «De Beers».
Alejandro, bien atendido por indicaciones de Cecil Rhodes y de Lady Denver, mejoró rápidamente.
Verdad que Kenilworth es uno de los lugares más encantadores del Africa Austral.
La llanura pelada y árida del Veldt se convierte en arboleda al llegar a ese pueblecillo.
Las casas son quintas de recreo levantadas entre jardines.
Por todas partes se elevan hileras de eucaliptus y de viñas.
El aire huele a flores.
Es que Cecil Rhodes y Lady Denver, cuando hubieron monopolizado toda la riqueza de Kemberley, comprendieron que necesitaban apoyarse en alguien para que no acabaran con ellos los odios que sus rapiñas habían producido.
Levantaron para sus empleados ingleses las quintas vistosas de madera y ladrillo barnizado y tendieron jardines por los solares y plantaron los árboles en las calles.
La casa de salud hallábase situada junto al casino, situado en el centro de aquella bella dependencia de la «De Beers».
Tan pronto como Alejandro pudo andar por su pie, iba a comer allí.
Los empleados ingleses son tratados como príncipes por el cocinero. Sopa, dos entradas y cinco o seis platos con legumbres y postres.
Después de comer, los solteros se reparten entre los jardines, las salas de lectura, de billar o gustan de tomar el sol poniente sentados en la terraza, junto al jardín rebosante de flores.
Los casados, especialmente los jóvenes, suelen pasearse bajo unas viñas en lo que llaman los empleados «la avenida de los amantes».
Y en la terraza, próxima a esta avenida, pasaba lo más del día Alejandro.
La alegría del lugar no le sacaba de sus penas.
Se encontraba absolutamente solo en Kenilworth.
Aunque comieran en manteles blancos e hicieran vida de jardín y de casino, los hombres que le rodeaban eran al fin y al cabo obreros manuales, en su inmensa mayoría.
Mecánicos, carpinteros, electricistas, caldereros, albañiles...
Su exquisito temperamento artístico sufría al contacto de aquellas gentes que sin tener la simplicidad atractiva del campo, tampoco habían sabido hacerse gustos propios y opiniones personales y juzgaban de las cosas con ideas leídas en los periódicos.
Nada venía a sacarle de aquella tristeza.
Se acordaba de Olimpia.
Tenía la seguridad de haberla visto en aquel coche, bajo la ventana de su cuarto, en el palacio de Lady Denver.
Estaba también seguro de haber sido visto por ella.
Y entonces, si se encontraba en Kimberley, ¿por qué no iba a verle?
Tampoco se explicaba a ciencia cierta su salida de casa de Lady Denver.
Aunque pensando en los terribles incidentes del día en que fue herido nuevamente, al contemplar la muerte trágica de Frank Van Eyck, el hércules afrikánder que, con frases tan encomiásticas, ponderaba a su tío Van Devinter, creía encontrar la clave de su mudanza.
De seguro su tío era uno de los organizadores de aquella conspiración afrikánder, fracasada por sobra de valor y falta de precauciones.
A las veces trataba de averiguar lo ocurrido prestando atento oído a las conversaciones de los obreros ingleses que comían en su mesa.
Para ellos, la muerte de Bulton y de Hudson, sus principales, era obra de unos cuantos bandidos audaces.
Habían leido los periódicos, que achacaban la batalla de aquel día a un golpe de filibusterismo de la peor especie, y aceptaban, sin discutirla, la veracidad de la letra de molde.
Sin embargo, a las veces se hablaba en voz baja de conspiraciones afrikanders.
Un día los empleados estaban muy contentos.
—Con la venida de este regimiento de infantería serán imposibles, en lo sucesivo, golpes como el pasado —decía uno de ellos.
—Además, la Compañía va a repartir un fusil a cada uno de los ingleses que estamos empleados en ella.
—No se puede desafiar impunemente a Cecil Rhodes.
—¡Es nuestro Napoleón!
Y al observar que Alejandro les escuchaba siguieron hablando en voz más baja.
Aquellas gentes llegaron a inspirarle un odio inmenso.
Se pasaban los almuerzos discutiendo el menú de las comi das, y las comidas, el de los almuerzos.
Cuando se agotaba tan interesante tema, ponderaban gravemente las excelencias de las camisas de lana sobre las de algodón y las de hilo.
Hablaban poco de su trabajo, al que no prestaban más esfuerzo que el automático de los músculos.
Lo que constituía el tema principal de las conversaciones era el ahorro de cada uno.
—Gregor economiza mensualmente diez libras; dentro de año y medio tendrá las mil que necesita para irse a Escocia y vivir sin trabajar.
—Yo no podré irme a Inglaterra hasta dentro de cuatro años —decía otro.
Y todos pensaban lo mismo.
Ninguno sentía amor hacia aquella bendita tierra de Africa que a todos les mantenía; nadie pensaba en buscarse una posición fija en el país; nadie soñaba con dejar fecunda huella de su paso por el continente.
Vivían acampados, fijos los ojos en la vieja Inglaterra, que, sin embargo, los había arrojado de su seno para que se buscaran el pan por esos mundos.
Y Alejandro los odiaba, no tanto por su desamor a la tierra africana, cuanto por su vulgaridad irremediable, por su insensibilidad artística, por su falta de ideal, por la conformidad, bestial, con que se resignaban a una vida gris, sin incidentes, sin aventuras, sin más porvenir que el de casarse con una mujer ni más fea ni más bella que las otras, ni más perversa, ni más virtuosa, y encerrarse en la aldea nativa y dejarse comer en vida por los gusanos familiares, hasta que los otros gusanos se encarguen de los huesos.
Alejandro, en su convalecencia, sufría por todo; por sus heridas, que aún le molestaban; por sus acompañantes, que le asqueaban, por la causa afrikánder, que ridiculizaban los ingleses; por Olimpia, su primer amor, que le abandonaba; por su tío Abraham, cuya captura o cuya muerte temía al extremo de no leer los periódicos sino para buscar esa noticia; por Lady Denver, hacia quien sentía una pasión extraña, al punto de que no podía evocar su imagen sin que el cuerpo se le estremeciera voluptuosamente.
No sabía que Lady Denver iba a verle todas las noches.
El amor fue más poderoso que el deseo y la necesidad de obedecer a Cecil Rhodes.
Verdad que para ver a Alejandro tomaba toda clase de precauciones.
Iba de Kimberley a Kenilworth en coche alquilado, que tomaba en la plaza, y en la plaza volvía a dejar.
Llevaba la cara cubierta de un velo tupido, y salía sin una sola joya que pudiera delatarla.
Dejaba el coche a la puerta del jardín que rodea el casino y se perdía por las avenidas de árboles, hasta que el vigilante nocturno, a quien había comprado sin darse a conocer, le conducía al cuarto de Alejandro.
Cuando el muchacho estaba despierto, Lady Denver se volvía al carruaje sin entrar en el dormitorio.
Si Alejandro dormía, pasábase media hora en la cabecera de la cama, mirándole extasiada, y se volvía luego a Kimberley, no sin tomar sus precauciones para no ser seguida.
¿Qué hubiera sido de ella si después de haber dado su palabra de no ver a Alejandro se enteraba Cecil Rhodes de lo que hacía todas las noches?
Cada vez que iba a su casa, jurábase y perjurábase no volver a Kenilworth.
Apenas amanecía se pasaba el día entero contando los minutos que faltaban para emprender el viaje...
Y para aumentar las contrariedades de Alejandro, se le pegó a los pocos días de hallarse en Kenihvirth un sujeto que no le dejaba ni a sol ni a sombra.
Era el tal de unos cuarenta años, largo y flaco, de nariz larga y patillas rubias minuciosamente cuidadas.
Nuestros lectores le conocen.
Se trata de Mr. Black, quien después de haber buscado a Abraham Van Devinter por todos los medios imaginables, después de haber estado en Boshof y convencerse de que su hija Dina no tenía ni la menor noticia de su padre, ni de su hermana Olimpia, ni de su primo Alejandro, al enterarse de que éste se hallaba en Kenilworth, sospechó que su tío Abraham diese señales de existencia, ofreciéndosele, por lo tanto, ocasión de capturar al que juzgaba principal organizador de la conspiración afrikánder.
Alejandro era víctima de una oficiosidad insoportable.
En cuanto dejaba entrever el menor deseo, Mr. Black se apresuraba a satisfacerlo.
Se levantaba Alejandro y el policía le daba el brazo.
Parecía fatigarse, y Mr. Black le acercaba un asiento.
Tosía, y le colocaba junto a los pies la escupidera.
Todo lo que pretendía era sacarle las palabras del cuerpo con la mejor voluntad posible.
Alejandro, por desgracia, había cobrado una desconfianza invencible hacia aquel sujeto cuyo rostro creía haber visto alguna vez en el palacio de Lady Denver.
—Es usted muy dichoso —le dijo un día Mr. Black—, contando como cuenta con la protección de Lady Denver.
—Verdad —contestaba Alejandro—, Lady Denver me ha cuidado como a un hijo.
Y Mr. Black, que sospechaba los amoríos de la opulenta dama, no podía sacarle otra cosa.
En otra ocasión exclamó Mr. Black:
—La verdad es que debió ser muy terrible para usted el día en que Frank Van Eyck y sus hombres asaltaron el despacho de Lord Denver. ¡Qué escena tan horrible!... Toda la vida la tendrá usted grabada en la memoria detalle por detalle.
—Sí; los ruidos eran tan atroces, que encontrándome en la cama me parecía sentir en el cráneo las pisadas de un escuadrón de caballería —contestó Alejandro con el aire más inocente del mundo.
Otras veces las intimaciones de Mr. Black se dirigían a la familia de Alejandro.
—Debía usted escribir a su tío Van Devinter para que viniera a verle, porque ¿qué va a ser de usted el día en que se restablezca? No puede usted abusar de la bondad de Lady Denver.
—Y no pienso hacerlo... Soy tallista de diamantes, y no falta en Kimberley trabajo para los buenos operarios.
Pero eso de escribir a Van Devinter le sugirió una idea que no echó en saco roto.
No a Van Devinter, pero sí a su prima Olimpia escribió una carta, dirigiéndola a Boshof.
Mr. Black se arregló para leer la carta en la estafeta de Kenilworth, abusando de sus facultades policíacas.
La carta no tenía nada de particular, era la de un novio muy enamorado y servía para dar a Olimpia las señas de Alejandro.
Nuestros lectores saben que Olimpia, secuestrada por Jack Dos Narices, no podía recibir esa carta, y sabía además Black que la muchacha no se hallaba en Boshof.
Dejó, sin embargo, circular la carta, esperando que su respuesta le diera noticias de Abraham Van Devinter, a quien perseguía con tanto ahínco.
Pero la respuesta no llegaba, y Alejandro, por una causa, y Mr. Black, por otra, se daban a los mismísimos demonios.
Y entre tanto, el primero se restablecía rápidamente.
Las heridas de la cara y la del muslo se hallaban ya cicatrizadas.
En la de la pantorrilla la llaga decrecía rápidamente y estaba para cerrarse.
Una tarde logró Alejandro escapar a la cargante oficiosidad de Mr. Black.
Se hallaba bien.
Andaba sin dificultades.
Por entre avenidas de árboles, ganó el cenador del jardín, oculto entre malezas.
Allí aspiró voluptuosamente el aire embalsamado.
Era en los primeros días de noviembre.
Las lluvias primaverales, apenas iniciadas, habían hecho surgir en los árboles tupido follaje y en los arbustos un sin fin de flores.
Alejandro pensaba alternativamente en Olimpia, el amor de su corazón, y en Lady Denver, trastorno de sus sentidos, cuando vio aparecer un caballero que, a juzgar por su traje, debía ser un pastor luterano.
Vestía levita y pantalón negros, botas amplias, un sombrero intermedio entre la chistera y el hongo y llevaba el rostro totalmente afeitado.
—¡Alejandro! —llamó en voz baja.
El interpelado no le reconoció al pronto.
Cuando se acercó más le miró fijamente, y al cabo de un segundo se abalanzó a él con los brazos abiertos.
—¡Tío Abraham!... ¡Cuánto me alegra el verte! ¿Y Olimpia? ¿Y Dina? ¿Y la granja?... ¡Pero si te has afeitado! ¡Pareces un cura!
Abraham Van Devinter, en lugar de contestar a ese aluvión de preguntas, miró a todos lados, como tratando de averiguar si alguien les oía.
Alejandro comprendió su inquietud.
—Creo que estamos solos..., pero no será mucho tiempo... Hay aquí un Mr. Black que no me deja nunca.
—¿Mr. Black?
—Sí, ¿le conoces?
—Es el jefe de la policía de Kimberley; tratará probablemente de prenderme.
—¿A ti?
—¡Sí!... Es una historia muy larga de contar. Hay de por medio un complot del que no sé si estarás enterado.
—Creo que sí, pero ¿y Olimpia? ¿Y Dina?... ¿Cómo has sabido que estoy aquí?
—Por la carta que dirigiste a Olimpia.
—Entonces sigue buena.
—No. Dina abrió la carta, porque Olimpia desapareció de Kimberley el día del complot.
—¿Que ha desaparecido?
—He venido a buscarla, pero no aparece.
—¿Dices que el día del complot?
—Sí, hasta entonces se hospedó en el hotel Waterloo; luego nadie ha vuelto a saber de ella, ni en Kimberley ni en Boshof.
—Tío, ¡su hija ha sido secuestrada!
—¿Por qué lo supones?
Alejandro refirió a su tío lo que había visto desde la ventana de casa de Lord Denver.
Cuando le hubo referido que Lady Denver hizo que el coche pudiera adelantarse a las patrullas inglesas que le cerraban el camino, Van Devinter se quedó pensativo.
—No me cabe duda; anda esa Lady Denver en la desaparición de mi hija..., de tu novia.
—¿Qué interés tendría en ello?
—¡Vale más que no lo sepas nunca!
—Pues hay que encontrar a Olimpia, ¡hay que encontrarla!... No quiero seguir aquí un momento más... Ya me hallo bien.
—Guárdate de salir; al contrario... Yo me encargo de dar los primeros pasos. Mas, por ahora, ¡que nadie sepa que me has visto!... ¡Y menos que nadie ese Mr. Black!
—Comprendido, tío... Y ¿qué quiere usted que haga?
—Nada, lo que haces ahora... Ya te avisaré cuando sea preciso.
Oyéronse pisadas...
—¡Debe ser ese Mr. Black! —exclamó Alejandro.
—Adiós, hijo mío —respondió Van Devinter.
Y desapareció por entre los árboles.
En seguida presentóse Mr. Black.
—¿Con quién hablaba usted, Alejandro?
—Con nadie... Tarareaba una canción holandesa que me enseñó mi novia... ¡Qué bonita es!... ¿Quiere usted oírla?
Mr. Black adelantaba muy poco en sus averiguaciones.
Ni los boers ni los afrikanders detenidos esclarecían nada con sus declaraciones, ni aparecía por parte alguna Abraham
Van Devinter.
Y como, además, las instrucciones de Cecil Rhodes consistían en guardar el mayor silencio posible sobre el complot afrikánder, conformándose con castigar a los jefes en secreto, no podía llevarse el asunto con toda la solemnidad que era de rigor.
En vista de que los detenidos parecían ser más instrumentos de los jefes que organizadores de nada, fueron puestos lentamente en libertad; eso sí, después de haber sufrido en las cárceles toda clase de tormentos, que no lograron arrancarles ninguna declaración importante.
Quedaban detenidos cinco o seis, a los cuales se les pegaba,' se les sometía al tormento de la sed, a los de presiones en el cráneo, en las extremidades y en el cuerpo, pero se conseguía que el dolor les privara del sentido, no que hablasen.
Y Mr. Black ponía en Alejandro su última esperanza.
Y sin embargo, nadie iba a verle y nadie le contestaba.
El director del establecimiento tenía orden de atender a todos sus gastos.
Nadie más se cuidaba de él..., al menos ostensiblemente.
Desde que Alejandro encontró a su tío en el comedor del jardín, procuraba pasar el mayor tiempo posible en dicho lugar, sobre todo cuando conseguía dar esquinazo a Mr. Black.
Pasaron varios días sin tener nuevas noticias de su tío.
Al cabo, una tarde —Mr. Black debía hallarse en Kimberley, porque Alejandro no le veía desde dos o tres horas antes— Abraham Van Devinter volvió a presentarse, vestido, como la primera vez, de pastor luterano, con los ojos bajos y el aspecto más clerical del mundo en su robusto cuerpo.
—¡Tío Abraham!
—Pst!... Hay grandes novedades. ¡Sé dónde se halla Olimpia!
—¿Dónde?
—Muy lejos de aquí. Está secuestrada en los montes Maluti.
—¿En qué parte del país?
—En la Basutolandia, a cuarenta leguas.
—¿Y cómo lo sabes?
—Anoche he sorprendido una conversación entre los autores del secuestro.
—¿Cómo te las arreglaste?
—Todas las noches, para mayor seguridad, duermo junto a la cueva en que te encerraron con Lady Denver. Hay otra cuya entrada sólo yo conozco. La vuestra es también conocida por un antiguo criado de Van Vrij, que fue quien asaltó a Lady Denver y es hoy quien por orden de ésta ha secuestrado a mi hija.
—¿Por orden de Lady Denver?
—Sí, Alejandro.
—¿Estás seguro?
—¿Por qué lo dudas? ¿Es que has tenido la desgracia...?
Van Devinter no terminó la frase; su sobrino no le dejó acabar.
En los ojos de Abraham adivinó Alejandro el temor del granjero de Boshof.
—¡Por Dios, tío!... ¡No, y cien veces no! Nadie será capaz de hacerme olvidar el cariño que profeso a Olimpia... ¡Es mi primero y mi último amor!... Vamos a libertarla. ¡Hoy mismo!... ¡Ahora! ¡Cuanto antes...!
Y hablaba con sinceridad, sobreexcitado.
Ante los peligros que corría Olimpia, la extraña influencia que sobre él ejerciera Lady Denver se disipaba.
—Calma, Alejandro. Anoche, desde mi cueva, oí que entraban tres hombres en la próxima. Estuve alerta toda la noche, y por fragmentos de su conversación he llegado a averiguar lo que pretendía.
—¿Y a qué aguardamos? Me encuentro bien. ¿Por qué no salimos ahora mismo en dirección de esos montes Maluti?
—¡Calma, y óyeme! He estudiado la topografía de este establecimiento. Por órdenes de mister Black no podrás salir de aquí sin que te sigan. ¡Y entonces se me cortaría el cuello antes de llegar a la frontera! Todas las puertas están guardadas. Si yo entro es porque con este tipo de pastor luterano no inspiro sospechas a la policía. De manera que habrá que saltar por la ventana. Tú duermes en el segundo piso de la casa de salud.
—¿Cómo lo sabes?
—No te importe. No puedes bajar ni subir, sin que te espíen los vigilantes.
—Es verdad.
—Perfectamente. El segundo piso no tiene más que una ventana que dé a la calle.
—Sí, la del pasillo.
—Y como caer en el jardín resulta inútil, porque está bien vigilado, lo mejor será caer en la calle.
—La cuestión es no romperse el alma.
—Nadie se rompe el alma desde un segundo piso, cuando se tienen dos sábanas en la cama.
—Comprendido.
—La cuestión estriba en hacer las cosas rápidamente.
—¿A qué hora?
—¡A las diez y media!
—Ni una palabra más. Se hará como dices.
—Hasta luego.
—Hasta luego... Una vez en la calle, ya nos veremos.
Desde las diez y cuarto de la noche, Alejandro, que parecía dormir profundamente, tenía las dos sábanas anudadas por dentro de las mantas.
Miraba a todos lados, pero el vigilante no hacía más que dar vueltas a lo largo del pasillo.
Y así fueron pasando los minutos.
Una vez, el vigilante dejó de dar vueltas y bajó la escalera.
Alejandro saltó con sus dos sábanas, sujetó una punta al quicio de la ventana y se descolgó rápidamente.
En la calle le esperaba Van Devinter.
—Sígueme —murmuró en voz baja.
Y para cuando el subalterno de mister Black se enteró de la fuga de Alejandro, éste, montado en un coche de seis caballos, ganaba velozmente la frontera del Orange.
Media hora más tarde, Lady Denver, llegando de Kimberley, era conducida desde el jardín al cuarto de Alejandro por el em pleado dócil a sus dádivas.
La decepción de María fue inmensa.
Las lágrimas se le saltaron de los ojos al reparar que faltaban las sábanas en la cama de Alejandro y que estaban sujetas a la ventana del pasillo.
Su amor se le escapaba... y no sabía a dónde.
Sentía tentaciones de dar gritos, de poner a todo Kenilworth en movimiento para que le devolvieran el cuerpo de Alejandro.
El temor a Cecil Rhodes le contuvo, y salió de la casa de salud, tragándose su cólera.
Al llegar al jardín tropezó con un hombre.
Siguió camino adelante sin preocuparse de ello.
¿Quién iba a reconocerla con aquel traje negro y aquel velo que le cubría el rostro?
Pero aquel hombre era mister Black, mister Black, que horriblemente descompuesto por la fuga de Alejandro, necesitaba descargar sobre alguien su despecho.
Se le ocurrió una diablura de colegial.
—¡Lady Denver! —exclamó.
Lady Denver, volviéndose y reconociendo a mister Black, le miró con unos ojos, ¡que si fueran rayos...!
Pero mister Black, sin desconcertarse, prosiguió en tono irónico:
—¡Se le ha marchado a usted el ingrato...! ¡Va en busca de su Olimpia!
Y esto era demasiado para María.
Se abalanzó sobre el agente y antes de que mister Black pudiera defenderse, hallóse suspendido en el aire por dos brazos de hierro que se le clavaban en la piel.
Recibió dos o tres sacudidas violentas.
Lady Denver estuvo vacilando entre ahogar a aquel insolente que se mezclaba en lo que no le atañía o despreciarle.
Pero la pena venció a la cólera.
Se conformó con tirar al suelo a mister Black y decir al pobre agente, que daba los chillidos más lamentables:
—Oigame usted bien... Si nunca, nunca, se le ocurre a usted decir a nadie que Lady Denver ha venido a Kenilworth para ver a Alejandro Liebeck..., yo le juro por lo más sagrado que no saldrá vivo de mis manos.
Y dando un puntapié en las costillas adoloridas de mister Black, Lady Denver prorrumpió su camino.
Pero apenas anduvo cinco pasos, se volvió para decir al paciente policía:
—Y, ahora, si quiere usted ponerse en la verdadera pista de Abraham Van Devinter, venga a verme mañana temprano.
En el centro de la Basutolandia y en lo más alto de los montes Maluti, había en 1895 un paraje misterioso, terror de negros, espanto de misioneros y pavor de viandantes.
Lo designaban los primeros con el nombre de «Guarida de las Brujas» y los segundos con el de «Albergue del Diablo». La fantasía de los últimos no pasaba de tejas abajo. Denominábanlo, sin embargo, con la expresiva frase de «Región de la Muerte».
Cuando algún negro tenía que aventurarse por la montaña se pertrechaba con el pedazo de herradura, el cuerno de antílope blanco, el diente de niño o con cualquiera de los amuletos conocidos, si no había tomado la precaución de comprar al hechicero de su tribu la impunidad de un talismán al precio de un cordero.
Si era un misionero el que cruzaba las montañas, cuidaba de exaltar sus pensamientos al cielo para apartar los ojos de aquel lugar terrible.
Los viajeros, más escépticos, por punto general, se proveían de hermosas carabinas y trataban de reunirse mucho antes de trasponer la cordillera de los Maluti.
Pero nadie conocía a ciencia cierta los peligros escondidos en aquel paraje de tan diversos modos denominado.
¿Peligro humano? Nunca fueron muy seguros los caminos en el sur de Africa y, con todo, muy rara vez habían ocurrido en las montañas esos asaltos tan frecuentes en los caminos de la Zululandia y de las zonas mineras.
¿Peligro sobrenatural?... A esta hipótesis se inclinaban los negros, pero ¡bonita cara ponían los misioneros cada vez que se les hablaba de las brujas, trasgos, dragones y toros volantes que habitaban el paraje maldito!... Los señores misioneros prohibían terminantemente a sus catecúmenos la creencia en tamañas supersticiones... lo que no les impedía persignarse en cuanto se acercaban al «Albergue del Diablo».
¿Peligro de fieras, entonces?... Sí, es muy posible que haya por allí algún chacal o perro salvaje, pero ¿cuánto tiempo hace ya desde que los leones, los elefantes y los leopardos no se encuentran en el sur de Africa más que en las historias de los abuelos?
Y es en vano que el racionalismo de las gentes rechace los temores que asaltan la fantasía de cuantos franquean aquellos parajes.
En las grandes ciudades de Europa hay espíritus fuertes que almorzarían tranquilamente en un cementerio, pero que serían capaces hasta de suicidarse antes de afrontar los riesgos de una lucha cuerpo a cuerpo y a arma blanca.
En el Africa, por el contrario, hombres hechos a todas las guerras, acostumbrados a todas las privaciones, sienten que se les erizan los cabellos cuando el nombre de la «Región de la Muerte» llega a sus oídos.
Es que allí, donde ningún peligro real asalta al transeúnte, de los abruptos picos de las rocas, de los montes desolados, sin árboles ni hierba, de los cuervos que revolotean por el cielo, de los torrentes que se despeñan fragorosos a precipicios insondables, de todas partes brotan leyendas estremecedoras, historias inquietantes, cuentos pavorosos que sobrecogen la imaginación y pasman el juicio.
Por aquel tiempo, especialmente, reinaba tal pánico en la Basutolandia que la vida de aquellos cafres parecía haber sufrido tremenda revolución.
La obra de las misiones se paralizaba. Gentes que convertidas al cristianismo habían abandonado, desde luenga fecha, las prácticas paganas, en cuanto salían de la iglesia se encaminaban sigilosamente a las moradas de los hechiceros, más confiados en la eficacia de los talismanes que en la de los Padrenuestros, para resguardarse de los maleficios que se fraguaban en la «Guarida de las Brujas».
El comercio con el Orange, el Cabo y el Natal se había reducido a la mitad. ¿Quién se atrevía a pasar por la «Región de la Muerte»?
El pánico ganaba a los mismos misioneros, que querían a toda costa convencer al gobernador inglés de la necesidad de explorar en todos sentidos aquellos lugares, para que, una vez desvanecido el pánico de los indígenas, pudiera el cristianismo proseguir su obra humanitaria.
El gobernador se reía de tan ridículos temores, diciendo que su majestad británica no mantenía a sus soldados para combatir a las brujas.
Y el terror de todos llegaba hasta el espanto.
¿Qué hubiera sucedido si cafres, misioneros y comerciantes hubiesen podido fundamentar su pánico? ¿A qué extremos no habría llegado el temor de tan buenas gentes si hubieren visto, como el novelista, a la tierra de aquellos parajes tragarse a seis hombres?
Porque una tarde —esto sucedía a principios de noviembre del año mencionado— vio el autor de estas líneas a seis hombres encaminándose al pie de una montaña que se erguía verticalmente al cielo, ofreciendo al espectador una muralla de unos cuarenta metros de altura, que, aparentemente al menos, cerraba el paso.
Curioso el escritor les siguió con cautela, para no ser visto.
En la roca pelada sólo se veía algún que otro arbusto.
Los seis hombres, después de haber mirado a los lados, se subieron a uno de los arbustos, arraigado en la roca, a la altura de un hombre, y desaparecieron inmediatamente, con grande asombro nuestro.
Permanecimos un instante inmóviles, con los ojos muy abiertos, y recordamos al instante las leyendas que corrían acerca de aquel paraje.
Pudo más la curiosidad que el temor —sin lo cual estos capítulos se habrían quedado en el tintero— y se le ocurrió al novelista aproximarse.
Detrás del arbusto descubrió una grieta natural, como se abren en muchas de las tierras peladas.
Por la entrada, difícilmente cabía un hombre, pero al internarse en la roca, dando varios rodeos, iba ensanchándose gradualmente y en su desembocadura tenía cerca de un metro de ancho.
Al salir de la grieta se contempla un espectáculo encantador.
En lo alto el cielo azul, límpido, puro; a los lados, como las paredes de un patio, rocas de granito, perfectamente perpendiculares e infranqueables; en el suelo una pequeña llanada de unos doscientos metros de largo.
De una de las rocas salta un torrente de agua cristalina, cruza la llanada y desaparece por otra roca.
A los dos lados del arroyo se levantan varias casitas de madera, con tejado de pizarra.
Inmediato al arroyo, en una explanada de quince o veinte metros cuadrados, los nueve o diez hombres beben alegremente licores fuertes.
Algunos son conocidos nuestros; les hemos visto penetrar en la hondonada invisible.
Todos dan muestras del mayor regocijo.
—¿Con que trescientas libras, Brown? —preguntaba un mulato a un inglés.
—Lo que oyes —respondió el interpelado por el nombre de Brown.
—A este paso no va a volver ningún basuto a su país.
—¡Bah!..., ¡no les va tan mal en las minas!
—Lo malo es que esos malditos misioneros la han tomado con nosotros.
—¿Hay novedad?
—Sí que la hay. Ayer, sin ir más lejos, se fueron a ver nuevamente al gobernador.
—Pero éste se burlaría de ellos, ¿no es así?
—Eso me han dicho, pero tanto insisten que no sería extraño que el mejor día viéramos aparecer por estos montes una porción de soldados ingleses.
—Por fortuna nadie conoce la entrada de este rincón y no es tan fácil dar con él.
—Sí, como no les ayude la boerina.
—Supongo que no se le dejará ver la entrada.
—No, su ventana da al lado opuesto..., pero como algunas veces hablamos a gritos y la chica no parece tonta, es muy posible que se vaya enterando del lugar y que si llega a estar en libertad nos pueda denunciar.
—Tus temores me parecen infundados.
—¡Qué quieres!, siempre he pensado que nos daría mala suerte.
—¿Me hablas de la prueba de los espejos?
—¿Y de qué quieres que te hable?... Cuando la vi entrar en la hondonada, sentí el presentimiento de que nos sería funesta..., llamé a Bata, tu mujer, para que hiciera el horóscopo... y la prueba de los espejos no pudo ser más clara. El primer color fue el azul —amor—, el segundo amarillo —oro—, pero el amarillo desapareció en seguida para ser reemplazado por el rojo y el negro —sangre y muerte.
—Es verdad —replicó Brown, pensativo.
—Yo, en tu caso —prosiguió el mulato —la mataría inmediatamente. Si ha de derramarse sangre por su culpa, que sea la suya... Nosotros sigamos en lo nuestro. No nos va tan mal limpiando sus ahorros a los cafres de las minas que quiebren.
—¿Y las mil libras que nos dará por su custodia Jack Dos Narices?
—Yo creo que nos la dará lo mismo. Según me ha dicho, este negocio lo hacemos por cuenta de una señora muy rica que está enamorada de un mozo que, por lo visto, no está por ella, sino por la boerina. La señora ésta ha querido alejar a su rival... Más lejos estará bajo tierra.
—Tiene razón el mulato —exclamaron al mismo tiempo todos los hombres, blancos, negros y mulatos, que escuchaban la conversación.
—¡Ya lo creo!... Lo mejor es matarla. Haciéndolo por nuestra cuenta le quitamos un remordimiento a la socia de Dos Narices... y a nosotros un peligro.
—¿No esperaremos tan siquiera a que vuelvan Dos Narices y el cochero?
—¿Para qué?... El agüero no miente. La boerina nos ha de costar sangre..., ¡que sea la suya y no la nuestra!
—No me tentéis..., dejadme en paz..., ¡hay que ser formal en los negocios!
—¿Y vamos a dejar que se cumpla el agüero? —preguntaron todos los hombres.
—Esperemos aún dos o tres días —contestó Brown.
—¡Siempre lo mismo!... ¿Será posible que las manos de Brown no se atrevan con esa jovencita de ojos llorosos?... Te has vuelto muy prudente en pocos días. No eras antes así.
—¡Yo soy siempre el mismo! —gritó Brown, dando un puñetazo en el suelo.
Y, alargando el brazo a la botella de whisky que había en medio del corro, se la acercó a los labios y bebió lentamente, largo rato.
—¡Yo soy siempre Brown... y quisiera ver si alguno de vosotros se atreve a entenderse conmigo!
Y al decir esto se levantó y, cerrando los puños, miró a todos, uno por uno, con la amenaza en la mirada.
Ninguno respondió a su desafío.
—No es eso —repuso el mulato con actitud más humilde—. Brown el temerario será siempre respetado por nosotros... Pero ¿no comprendes que esa maldita boerina ha traído la mala suerte a estos montes?
—Eso hay que verlo... Bien puede equivocarse Bata por una vez.
—¡Equivocarse Bata!... ¡Y por dos veces!... ¿Pero quieres convencerte de nuevo?
—Sí, quiero convencerme de ello.
—¡Bata! —gritó el mulato.
A su grito apareció en la puerta de una de las casitas una negra, mas alta que baja, de bella cintura y labios rojos, con la nariz excepcionalmente delgada, una belleza cafre, en una palabra. •
—Ven aquí —añadió el mulato—, muestra por tercera vez a tu hombre el pronóstico de la boerina que nos trajo «Dos Narices».
Durante un rato se hizo un silencio religioso en la reunión.
Todos los hombres pusieron ojos y oídos en las acciones y movimientos de la negra Bata.
Esta sacó de su casita una palangana, la llenó por tres veces de agua en el arroyo, arrojando al aire el líquido las dos primeras y guardándolo la última.
Depositó la palangana en el suelo.
Cantó una especie de salmo en lengua extranjera, con triste tono.
Miró largo rato al cielo, con los ojos muy fijos y de seguida arrojó a la palangana varios vidrios.
Los ojos de Bata brillaba con extraños fulgores.
Se arrodilló en el suelo inclinando la cabeza en la palangana.
Contempló atentamente el líquido, acompañando su contemplación de un canto grave y melancólico.
Al cabo de un momento, volvió la vista horrorizada, como si hubiera presenciado un espectáculo siniestro.
—¡La muerte, siempre la muerte! —exclamó con voz triste.
Todos los hombres se estremecieron al oírla.
Brown, venciendo su repugnante manía, se acercó a la palangana.
Uno de esos incrédulos, a quienes Bata hubiera negado desde luego el don de visión, no habría visto en la palangana más que el agua que la llenaba, hasta los bordes y en el fondo, sobre un poco de arena, cinco espejitos circulares de distinto tamaño.
El mayor, que era de las dimensiones de un duro, se hallaba en el centro. Otro, del diámetro de un medio duro, estaba junto al primero. Dos más, del tamaño de pesetas, se encontraban algo más alejados. El último, pequeño como una moneda de dos reales, descansaba en una esquina.
Pero Brown, según se lo había asegurado Bata, tenía el don de la visión.
Y mirando en el mayor de los espejos, vio o le pareció ver una imagen femenina.
Una mujer joven, de piel blanquísima y cabellos de oro y azules ojos.
«Es Olimpia, ¡no hay duda!», pensó Brown.
En el segundo espejo no se veía más que una mancha azul.
—¡Es amor, el que le tengo!
Uno de los espejos más pequeños reflejaba un amarillo de oro.
—¡El dinero que traerá «Dos Narices»!
En el otro el color era rojo.
—¡Sangre!
Y el último, finalmente, ofrecía un color negro, negro de azabache.
En su centro se cruzaban dos huesos en ángulo obtuso.
—¡La muerte!
Y al hacerse estas exclamaciones, Brown, de ordinario muy colorado, se puso intensamente lívido.
Grandes gotas de sudor le aljofaraban la frente.
Y la negra Bata, para mayor encarnizamiento, interpretó en voz alta los pensamientos que le pasaban por la mente.
—En el primer espejo, la boerina; en el segundo, amor; en el tercero, dinero; en el cuarto, sangre; en el quinto, muerte.
Y todos los hombres se levantaron a una.
—¿Lo ves, Brown?... ¡Hay que matarla!
Uno de ellos se disponía a saltar el arroyo, cuando Brown le cogió por el brazo, obligándole a retroceder.
—¡Nadie se mueva sin mi permiso! —exclamó con voz bronca—. Yo soy el jefe, lo seguiré siendo, y ¡ay del que lo pusiere en duda!
Todos los hombres se callaron.
Era peligroso oponerse a las cóleras de Brown.
Este se dirigió a la negra y, agarrándola por el cuello, exclamó:
—En cuanto a ti, pajarraco de desgracia, no te mato porque tu sangre de bruja me traería desgracia..., pero ¡ten cuidado con tus sortilegios!..., porque si vuelves a invocar el nombre de Olimpia, te mato sin acordarme de lo mucho que te he querido, te mato sin remedio, aunque el mismísimo diablo viniera en tu defensa.
La negra se hizo atrás.
Y Brown, diciendo:
—Que nadie me siga —saltó el arroyo dirigiéndose a la casita de mejor aspecto.
En la puerta había un hombre de centinela.
—¡Que no entre nadie! —exclamó, subiendo por la escalera.
Pero la negra Bata, apenas se hizo de noche, se puso una especie de chal hecho con piel de perro y llegó arrastrándose por el suelo, hasta las inmediaciones de la casita.
Se dirigía a unos arbustos, con el propósito de esconderse en ellos, cuando brilló la luna repentinamente, rasgando la espesa nube que la cubría.
El centinela cafre vio que un bulto se arrastraba por la hierba.
Tomó a la negra por un chacal o una perra salvaje y le asestó una pedrada, diciendo:
—¡Largo de ahí, mala bestia!
La piedra dio en mitad de la espalda de Bata, infiriéndole agudo dolor, pero la negra, lejos de perder su presencia de ánimo, lanzó un grito que podía ser muy bien el de una fiera, y en lugar de levantarse echó a correr a cuatro pies, dando la vuelta de la casa.
Como Brown se hallaba en el primer piso, único alto de la casa, y no podía subir por la escalera, trepó por la ventana de] entresuelo a la del primero.
Encaramada en ella llegaron a sus oídos varias palabras y de seguro se hubiera enterado de toda la conversación si las idas y venidas no hicieran tan peligrosa su estancia en ese sitio.
Trepó hasta el techo, que era de palmas.
Hizo silenciosamente un agujero con las manos y aplicó la vista.
Olimpia Van Devinter se hallaba sentada, con la cabeza baja y las manos estrujando un pañuelo.
Brown, descubierto y de pie, le hablaba con obsequiosos ademanes.
A pesar de todo, sus palabras no debían ser muy del agrado de Olimpia, porque el rostro de ésta estaba pálido y rígido y en sus ojos muy abiertos se advertía un estupor sobrehumano.
—Sí, Olimpia —decía Brown—. Yo la quiero a usted desde el momento en que la he visto aparecer por este paraje, espanto de los hombres.
El semblante de Olimpia se contrajo, para recobrar a los dos segundos su cadavérica rigidez.
Brown prosiguió:
—No me mire usted de ese modo, ¡por Dios...! ¿Que soy un criminal?... Es cierto. He cometido muchos crímenes; el brazo de Brown no ha respetado a nadie, ni al indefenso misionero ni a los negros errantes por los caminos. Me he hecho cómplice de las crueldades y brujerías de los cafres. Cuantas mujeres, blancas o negras, han caído en mis manos han sido víctimas de mis violencias. Y, sin embargo, aquí está usted... ¿Ha oído nunca de mí una palabra que no sea respetuosa?... ¿He consentido que ninguno de los habitantes de este paraje ensuciara sus oídos con expresiones soeces?... ¿Le ha faltado a usted algo?
Olimpia seguía callando. Miraba de vez en cuando a Brown con invencible expresión de asco y desprecio.
El bandido prosiguió:
—Oigame usted bien, Olimpia. Hace un momento mis compañeros me pedían la muerte de usted. A lo que me parece, según los sortilegios de los negros, la presencia de usted en la hondonada invisible será funesta a sus moradores. Me ha costado gran trabajo conseguir un aplazamiento, pero yo los conozco bien, cuando una cosa se les pone en la cabeza es imposible hacerles volver atrás. Si yo me sigo oponiendo a sus propósitos, un día u otro me coserán a puñaladas... y a usted igualmente.
Por la frente de Brown corrían gruesas gotas de sudor. Después de enjugársela con un pañuelo, prosiguió:
—Por tres veces la prueba de los espejos le ha sido a usted fatal... Ríase de mí, pero esa prueba la creo yo infalible. Yo presiento que usted nos traerá desgracia y que mi amor es una gran locura; pero por una caricia de usted, por un beso, por una benévola mirada, soy capaz de desafiar el mismo diablo... Por un beso... ¿me entiende usted?
Olimpia, en lugar de responder, volvió la espalda al bandido apasionado.
—¿Por qué no me quiere usted? —añadía Brown—. ¡Que ya no soy un mozalbete? ¿Y qué...? ¡Pocos hombres harían por una mujer lo que yo por Olimpia Van Devinter!... Mire usted... Soy ya rico, muy rico. Podría retirarme a vivir tranquilamente de mis rentas. Nada me sería más fácil que conseguir un pasaporte en toda regla, salir del Africa y comprarme una quinta en los alrededores de París o de Londres, para vivir como un antiguo industrial retirado de los negocios... Pero no he pensado nunca en hacerlo. Tiene esta vida para mí placeres acres, de los que sólo puede gustar el paladar de los hombres enérgicos. Amo la sangre y adoro el peligro. Nada tan hermoso como surcar el Veldt del Orange, perseguido por la policía del Estado libre. Y por usted, Olimpia, soy capaz de abandonar mi profesión y encerrarme en una jaula, sin más placeres que los de ver a usted continuamente y sentirme su criado, su esclavo, su perro... ¿Por qué no me ha de querer?
Y Olimpia seguía callando.
Brown se adelantó y al acercarse a Olimpia se puso de rodillas e inclinando la cabeza besó la falda de la muchacha.
Al sentir el beso, se levantó violentamente Olimpia.
—¿Por qué es usted tan cruel? ¿No sabe que tengo su vida entre mis manos? ¿No sabe que una indicación, un gesto mío bastaría para que mis gentes acabaran con usted?
Y con acento suplicante:
—Por Dios, Olimpia, ¡un beso de usted, uno sólo..., y huyamos para siempre de este lugar, mi brazo sabrá defenderla contra el mundo entero!
Brown se adelantó por segunda vez, con el cerebro congestionado y los brazos abiertos.
Habló ahora con tono imperativo.
—Olimpia, ¡un beso, un beso!... ¡Necesito un beso! ¡Basta de niñerías!... ¡O usted me lo da o yo me lo tomo!
Y, echándose a reír brutalmente, se abalanzó sobre la joven.
Pero Olimpia se volvió, y dando cara al bandido, le miró con tal aire, que los brazos se le cayeron hasta quedar colgados de los hombros, la risa se le cortó inmediatamente, agachó la cabeza y, en vez de adelantar, retrocedió dos o tres pasos, como una fiera al recibir de lleno la mirada del domador.
—Usted me domina, Olimpia, y abusa de mí. Todos los días me formulo el propósito de acabar con sus resistencias a las buenas o a las malas y basta una mirada de usted para desarmarme... ¡Es usted una muchacha virtuosa!... ¡Lástima que su virtud sea tan mal recompensada!
Había tal retintín en esta frase que Olimpia, silenciosa hasta entonces, no pudo menos de exclamar:
—¿Qué quiere usted decir?
—Que mientras Olimpia Van Devinter, secuestrada en la hondonada invisible, defiende heroicamente su virtud, su novio Alejandro Liebeck se encuentra perfectamente en Kimberley, entregado al dulce amor de la hermosa y opulenta Lady Denver.
—¡Miente usted!
—¿Que miento...? Estas son mis últimas noticias. Y, además, sabe perfectamente que Lady Denver está enamorada de Alejandro y no es tan fea que no pueda un hombre corresponder a su amor...
Brown mentía. Es decir, hablaba en hipótesis, porque en realidad no tenía más noticias de Lady Denver y Alejandro Lie-beck que las que le dio Jack Dos Narices, el día en que se presentó en la hondonada invisible para negociar con Brown el secuestro y hospedaje de Olimpia.
Pero, verdad o mentira, lo importante era ablandar el corazón de Olimpia; lo que el amor no consigue, lógranlo muchas veces el despecho y los celos.
Y, efectivamente, desapareció la rigidez en el semblante de la boerina para ser reemplazada por una expresión de dolor agudísimo.
Estaba a punto de llorar cuando acordándose de que Brown la veía, exclamó autoritariamente:
—¡Salga usted de este cuarto, salga en seguida...! ¡No quiero que ningún canalla de su especie vea llorar a Olimpia Van Devinter.
Y Brown, agachando la cabeza, salió del cuarto, como Olimpia se lo había ordenado.
Dejó al salir la puerta abierta, y la negra, que desde el techo había presenciado la escena entera, no se atrevió a moverse, temerosa de que Brown la sorprendiera, y permaneció inmóvil, acostada en el tejado de palmiche.
Durante un instante, Olimpia estuvo llorando, sentada al borde de su cama, pero luego se levantó bruscamente, cerró la puerta y echó sobre ella la tranca de madera.
Volvió a la cama, se arrodilló y se puso a rezar en voz apagada, mezclando a sus oraciones los nombres de Lady Denver, su rival, y de Alejandro, su novio.
Cuando hubo concluido, se sacó del pecho un cuchillo pequeño, pero sólido, con el que cortó las cuerdas que tenía anu dadas a los pies, y recogiendo los pedazos formó con ellos un nudo corredizo.
Bata la vio mirar sucesivamente el cuchillo y la cuerda y comprendió que estaba vacilando entre los dos sistemas de suicidio.
La negra, entre tanto, abría el agujero que le servía de observatorio, ayudándose con los dientes, hasta que su cuerpo pudo deslizarse por él.
Esperó a que el centinela no pudiese reparar en la silueta de su cuerpo destacándose en el cielo, y levantándose entonces y metiéndose por el agujero, se dejó caer.
Al comprender los designios desesperados de Olimpia, había sentido primeramente una alegría extraordinaria.
Pero, pensándolo mejor, ¿tenía ninguna culpa la boerina de que Brown se hubiera cansado ya de la negra Bata?
No era de Olimpia ni de ninguna mujer de quien Bata tenía que vengarse, sino del mismo Brown, de Brown únicamente.
Al caer de manera tan inesperada en el cuarto, Olimpia se asombró tanto que estuvo a punto de dar un grito.
Si tal hubiera hecho, los centinelas habrían acudido al momento.
Por fortuna, antes de que Olimpia recobrara la sangre fría, Bata le musitó al oído:
—¡Silencio, Olimpia, silencio! Voy a darle una noticia de salvación.
Olimpia abrió los ojos.
—Lo que le ha dicho Brown de Alejandro es completamente falso. Brown no tiene noticias de su novio de usted. Lo que pretendía es que usted, celosa, accediera a sus deseos.
—¡Canalla!
—Lejos de ser verdad que Alejandro le deje a usted por nadie, lo cierto es que se ha puesto en camino de estos montes, con objeto de rescatar a usted... Dentro de pocos días tendrá usted el placer de abrazarle.
Olimpia, alborozada, dio las gracias a la negra en palabras a cual más expresivas.
—¿Pero es verdad? —repetía.
—¡Como que es de noche! —contestó Bata.
Lo cierto es que la negra, como Brown, hablaba en hipótesis, porque ni el uno ni la otra tenían la menor noticia de Alejandro.
—Con que, ¡ánimo!, dijo la negra, y ahora me voy, para que nadie me eche de menos.
Y, colocando una silla sobre la cama de Olimpia, trepó por el respaldo, se colgó con las manos del techo y alcanzó a pulso el agujero; hizo un esfuerzo y desapareció.
Al acostarse, luego de regresar de aquella excursión, se decía:
—Y ahora, querido Brown, después de la mentirita que he soltado a tu Olimpia, puedes hacer y decir lo que quieras. Antes que darte un beso será capaz la boerina de atravesarse el corazón con un puñal... Y ya verás lo que es querer y no ser querido...
En la plaza de Wepener, pacífica villa del Estado libre de Orange, tres hombres blancos, ayudados por otros tantos cafres, hallábanse enjaezando uno de esos aparatos que caracterizan al Sur de Africa.
Porque hay cosas que por sí solas bastan para que surja en nuestra mente la imagen de todo un pueblo.
Así una pirámide de piedra nos hace pensar en el Egipto de los Faraones; una góndola nos transporta a Venecia; un farol de gas nos lleva a Londres, París u otra población civilizada; un trineo, a la Rusia del Norte; una mantilla, a España; un gran bock de cerveza, a Alemania, y un vagón acarreado por bueyes —que es el aparato que nuestros seis hombres se hallan enjaezando—, nos obliga a poner el pensamiento en el Africa del Sur.
¡El vagón de bueyes! ¡Toda una historia evoca el pesado artefacto! Es la casa donde vivieron los pobres burghers en su peregrinación por el desierto al huir de la dominación inglesa. Es el medio de locomoción por las llanuras inacabables. Es el lugar donde las boerinas errantes dieron a luz. Es la fortaleza contra las embestidas de las fieras y las acometidas de los negros. Es el comienzo de la casa nueva. Es la esperanza del futuro Canaan, de la tierra prometida donde descansa el pueblo boer de su éxodo doloroso.
Pero uno de los blancos, el más joven, no miraba con tanto cariño el histórico carro.
—¡Con este chisme no llegaremos nunca a los montes Ma-luti! —exclamó, mientras proseguía colocando de mala gana en el vagón las cajas de provisiones.
—Llegaremos despacio, pero llegaremos —respondió otro de los blancos, el más viejo, que a juzgar por su ropa negra y cara afeitada parecía un misionero luterano.
—Créame usted, tío, ¡no llegaremos nunca!... ¡Cuánto mejor haber ido a caballo!
—No seas terco, Alejandro... Ya has oído lo que se dice en Wepener del «Albergue del Diablo».
—Pero supongo que no darás crédito a todas esas brujerías que cuenta esta gente.
—Lo cierto, de todos modos, es que por allí debe de haber bandidos y que Olimpia ha de estar en poder suyo.
—No digas tonterías. Los mejores caballos del mundo tardarían cuatro días en llegar. ¿Y cómo pasar las noches a cielo abierto?... ¿No comprendes que al menor descuido los bandidos acabarían con nosotros?
—Tienes razón, pero...
—¡No hay pero que valga! Yendo con el vagón vamos seguros... Estamos así fortificados, llevamos seis buenos fusiles y es difícil que seamos víctimas de una sorpresa.
Cesó la conversación y todos los hombres pusiéronse a trabajar con creciente ardor en la tarea de uncir las ocho yuntas de bueyes que iban a tirar del gigantesco vagón.
Al poco rato la tarea se acabó.
Aparejados los bueyes, en el fondo del vagón las provisiones, nada faltaba para ponerse en marcha.
—¿Arreo? —preguntó con impaciencia el más joven.
—Aguarda —replicó el de más edad—. En varios días no volveremos a comer caliente. Subamos hoy a la posada, y dentro de media hora comenzaremos a andar.
—Sea —contestó malhumorado el joven.
Y encomendando a uno de los cafres la custodia del vagón, los tres blancos y los otros dos negros entraron en la posada.
Allí permanecieron los blancos una media hora metidos en un comedor de pobre aspecto, mal alumbrado por una ventana estrecha que dejaba entrar la luz amortecida de la tarde.
Durante el primer cuarto-de hora no se hizo más que comer silenciosamente.
Saciado el apetito, desatáronse las lenguas y hablaron.
Nuestros lectores, que ya habrán adivinado que entre los blancos uno se llama Abraham Van Devinter y otro Alejandro
Liebeck, comprenderán que el objeto principal de la conversación era Olimpia.
El tercero, que era Hendrick Croft, el boer barbilampiño que acompañó a Van Devinter a Mafeking para espiar los movimientos del doctor Jameson, decía:
—Me parecen muy vagas las indicaciones que tenemos para encontrar a Olimpia. ¿Que está secuestrada en los montes Ma-luti? ¡Es tan extensa la cordillera!
—Cierto... Pero me parece haberles oído hablar de la existencia de una hondonada invisible y es probable que allí se encuentre Olimpia, porque ya sabéis lo que nos ha dicho el cura de Wepener. Los bandidos tienen en los Maluti su escondite.
—¡La cuestión estriba en dar con él!
—Yo espero que nos ayuden los indígenas.
—Sí, siempre que no se sepa que es usted Abraham Van Devinter.
—Verdad que entonces es probable que se dieran los ingleses más prisa en capturarme que en perseguir a los bandidos.
—De seguro.
La plática cambió de rumbo.
Se estuvo hablando un rato del complot afrikánder.
Van Devinter, Liebeck y Croft se lamentaron grandemente de sus resultados.
—Hoy, reforzada la guarnición de Kimberley, será ya imposible devolver la independencia a la Gricualandia.
—Hemos errado el golpe. Pero ¿quién iba a sospechar que los afrikanders del Cabo nos dejarían solos?
—Lo que me extraña —decía Van Devinter— es el silencio de la prensa inglesa. Se ha hablado de un asalto en casa de Lord Denver y de un motín de mineros, pero no se dice que la ciudad se rebeló contra la dominación inglesa.
—No convendrá la publicidad a los millonarios.
—¿Por la revolución que preparan en Johannesburgo?
—Naturalmente.
—Y es cierto. No había caído en ello. Pero pienso en que será necesario prevenir a Kruger de lo que preparan los millonarios.
—¡Claro que sí! ¿Cómo no pensamos en ello?
—Bastante hemos hecho con sustraernos hasta ahora a la persecución de la policía inglesa, pero es hora de reparar nuestros yerros, y tan pronto como libremos a Olimpia hemos de ir a Pretoria para avisar a Kruger de lo que se proyecta.
—Acordado... ¿Nos vamos?
Se iba haciendo de noche y era llegada la hora de partir.
La posadera entró en el cuarto con una luz.
Van Devinter, Alejandro y Croft repararon entonces en que no se hallaban solos.
En el fondo del comedor estaba sentado un sujeto, fumando tranquilamente su pipa y ajeno, al parecer, a la conversación.
Nuestros amigos le examinaron de pies a cabeza.
Era o aparentaba ser un boer, de luenga barba, sombrero de anchas alas, botas de montar y vestido pobre.
Juzgándole de raza holandesa se sintieron más tranquilos.
—¿Nos vamos? —preguntó Alejandro.
—Vamos —replicó Van Devinter.
Al salir miró de nuevo al boer que había escuchado la conversación.
Le miró intensamente, con minuciosidad.
Y al salir de la casa dijo Van Devinter:
—Me parece que conozco a ese sujeto... Pero ¿dónde le he visto? ¿Dónde, dónde?
Y no pudiendo responderse a esta pregunta exclamó por vía de conclusión:
—Acaso hayamos cometido una imprudencia hablando delante de ese hombre... ¿Qué sería de nuestra expedición si las autoridades inglesas llegan a enterarse de que Abraham Van Devinter está en camino de la Basutolandia?
Y luego, más tranquilo:
—Pongamos nuestra confianza en Dios. ¡Él nos devolverá a Olimpia!
—¡Así sea! —exclamaron al mismo tiempo Croft y Alejandro.
Y el pesado convoy se puso en marcha.
Los cafres iban a pie.
Según costumbre, el uno señalaba el camino a la primera pareja, otro aguijoneaba a la última.
El tercero de los cafres, escogido por su mayor conocimiento de los caminos, iba delante, a pie.
Los dos jóvenes se acostaron en el vagón.
Van Devinter cerraba la marcha a caballo.
Una hora más tarde, el convoy dejaba atrás el Estado Libre de Orange para entrar en la Basutolandia.
Al pasar por el mojón de piedras que delataba la línea divisoria, Van Devinter volvió la cabeza.
—Mirad —exclamó, dirigiéndose a Alejandro y a Hendrick.
A la luz moribunda del crepúsculo, destacándose sobre el fondo rojo y verde y azul del horizonte, erguíase un jinete en la llanura inacabable, cobrando sus líneas por un efecto de luz gigantescas proporciones.
—¡El boer de la hospedería! —exclamaron a una los dos jóvenes.
—No sé por qué se me figura que ese hombre nos acecha.
—Si usted quiere —dijo Hendrick—, nada más fácil que volver grupas y alojarle una bala en el cráneo.
—No nos precipitemos. Es muy posible que todas las municiones nos sean necesarias para el logro de nuestra empresa.
—Tal vez si hubiéramos venido por Ladybrand nos habríamos evitado este espionaje —repuso Alejandro.
—¡Siempre con las mismas!
—Sólo porque el camino es algo más corto te empeñaste en Kimberley en que atravesáramos el Orange pasando por Bloem-fontein y en que entráramos en la Basutolandia por Ladybrand y no por Wepener.
—Era lo más lógico.
—¿Cuántas veces quieres que te diga que yendo por Ladybrand corríamos el peligro de ser descubiertos por el gobernador inglés que reside en Maseru?... ¿Te parecen pocos los peligros que hemos de arrostrar para sacar a Olimpia del poder de los bandidos?
—Tienes razón, tío. ¡Perdóname!... Estaba muerto de impaciencia.
La noche avanzaba rápidamente y la luna llena, clara y esplendorosa, ascendía solemnemente por los cielos.
A medida que nuestros viajeros se internaban por el país de los negros basutos el paisaje cambiaba de aspecto.
Las feraces llanuras del Orange eran reemplazadas por colinas de suaves pendientes.
En lugar de las granjas de los blancos veíanse las cabañas de los negros.
Enfrente y a lo lejos se alzaban las montañas abruptas con los picos coronados de nieve.
Se hallaban en camino de la Suiza del Africa, región de rocas y cascadas y valles húmedos, país que será algún día el territorio preferido por los turistas necesitados de salud y de visiones pintorescas.
Volvían con frecuencia los ojos hacia atrás.
A distancia de medio kilómetro el boer les seguía.
Al llegar a Hermón, ya cerrada la noche, los expedicionarios llamaron a la casa misión.
Trabajo le costó a Van Devinter hacerse reconocer de uno de los misioneros, antiguo amigo suyo.
Cuando le hubo explicado lo que buscaban en la Basutolan-dia, el misionero dijo:
—Labor difícil es la vuestra y son de poco valor las indicaciones que puedo daros... Los bandidos deben tener su guarida cerca de Taba-Basio, la montaña sagrada desde la cual Moséh, el último rey negro, rechazó repetidas veces a los ingleses y a los boers arrojando sobre ellos grandes piedras.
—Entonces necesitamos varios días para llegar.
—Pero si queréis subir a la montaña ha de ser a caballo.
—¿Nos aconsejas dejar aquí el vagón?
—Desde luego.
—Es el caso...
Y Van Devinter contó a su amigo las circunstancias que le obligaban a evitar todo encuentro con las autoridades inglesas.
El misionero, en vista de estas manifestaciones, les aconsejó que llevaran el vagón mientras anduvieran por lugares próximos a los poblados e hicieran noche en los campos, pero que al llegar a Taba-Basio montaran a caballo.
Por aquella noche puso a sus órdenes el edificio de la misión, ofrecimiento que fue aceptado inmediatamente.
—Y ahora, Alejandro —dijo Van Devinter—, ocúpate en averiguar quién es el boer que nos ha seguido desde Wepener.
Así lo hizo, pero por ninguna parte le dieron razón de ese sujeto.
Al día siguiente, siguiendo los consejos del misionero, Van Devinter reforzó la escolta, reclutando a veinte negros vigorosos para que acompañaran el vagón, y salió de Hermón provisto de varias cartas de recomendación para todas las misiones con que podía tropezar en el camino.
Durante los tres primeros días de marcha ningún nuevo incidente ocurrió a nuestros expedicioneros.
Pasaron por Morija, Motsieng y Roma sin volver a tener noticias del boer que habían visto en la posada de Wepener.
Al cuarto, ya internados en la montaña, se rompió una rueda del vagón.
Para componerlo tuvieron que trabajar Van Devinter, Croft y Liebeck durante varias horas como esclavos —y no decimos como negros porque no es la laboriosidad la cualidad característica de la raza de color en el Sur de Africa.
Por la noche, Hendrick Croft, encargado de hacer centinela, se quedó dormido con la placidez de un santo, a pocos metros del vagón.
Los bueyes y los negros dormían al aire libre, y Van Devinter y Alejandro, dentro del vagón, sobre unas mantas.
Los caballos —porque en Hermón habían comprado otros dos— dormían atados a las ruedas.
A eso de la media noche se oyó un relincho estridente.
Alejandro despertó sobresaltado, y sin salir del vagón miró a todos lados.
No ocurría novedad.
Los animales y los negros dormían tranquilos y ningún ruido ni movimiento sospechoso se percibía.
Después de breve examen, Alejandro decidió dormirse de nuevo.
Pero antes de hacerlo advirtió un ruido muy ligero, como el de una persona que se arrastra cautelosamente, en dirección al sitio donde se hallaba tumbado Hendrick Croft.
No era noche de luna y estaba bastante oscuro.
Sin embargo, Alejandro vio deslizarse tres sombras junto al cuerpo de Hendrick.
Instintivamente echó mano de la primera carabina que encontró.
—¿De un tiro? —preguntó en inglés uno de los hombres.
—No, ¡que hace ruido! De una puñalada..., pero asegura el golpe... ¡Que no dé ningún grito! Mientras tanto, nosotros acabaremos con el viejo..., y tú, al dar el golpe, te echas sobre el otro joven..., pero no seas bruto... ¡Cuidado con matarlo!... Hemos de llevarlo vivo a Kimberley.
—Entendido.
Y vio Alejandro alzarse sobre el cuerpo de Hendrick un objeto delgado y largo, un puñal probablemente.
Inmediatamente apuntó sobre el agresor y disparó antes de que el arma hiriera a Hendrick.
El del puñal cayó redondo.
Los otros dos echaron a correr sin perder segundo.
Alejandro fue a disparar sobre ellos.
Pero en vez de un fusil de repetición había cogido una carabina ordinaria, y antes de cambiarla por otra, los dos sujetos, montando a caballo, desaparecieron de su vista.
Abraham, Hendrick y los negros despertaron inmediatamente.
Se convino en no perder tiempo persiguiendo a los agresores y en adelantar camino, pero al examinar el muerto, Alejandro exclamó:
—Yo conozco a este hombre.
—¿Que le conoces?
—Sí; éste era uno de los que me hirieron cuando fuimos a Kimberley.
Efectivamente. Era el compañero del cochero y de Jack Dos Narices.
Lady Denver, adivinando que al fugarse Alejandro de la casa de salud de Kenilworth iría en socorro de Olimpia, había comisionado a los tres para que se apoderasen de él y lo condujesen a su lado.
El amor al muchacho vencía al miedo que le inspiraba Cecil Rhodes.
Pero esto no lo sabían Van Devinter ni los jóvenes.
Al registrar al muerto no le encontraron ningún papel ni documento alguno.
Llevaba únicamente en el cinto unas trescientas libras esterlinas en oro, el puñal con que había tratado de asesinar a Croft, un revólver y una cuerda arrollada.
—¡Buena profesión! —exclamó jocosamente Hendrick al contar el dinero del bandido.
—¡No es muy mala! —respondió Van Devinter.
Y dirigiéndose a Alejandro:
—¿Te convences ahora de la necesidad del vagón? ¡Si hubiéramos dormido nosotros como Hendrick, al aire libre, sin tener el carro para resguardarnos, los tres estaríamos asesinados para estas horas!
—¡Yo, no! —contestó Alejandro.
Y refirió a su tío lo que había oído a los bandidos.
Van Devinter exclamó, después de un rato de meditación:
—Andemos con cuidado. En esto, como en el secuestro de Olimpia, debe de estar metida Lady Denver... Lo que me extraña es no haber visto de nuevo al boer de Wepener. ¿No era ninguno de ellos?
—No; estoy seguro. Estos tres eran mucho más altos que el boer.
—Es extraño.
Y como amaneció al poco rato, nuestros viajeros renovaron su marcha.
Hacían frecuentes preguntas a los negros respecto de los bandidos de los Maluti.
Las respuestas eran vagas e incoherentes.
Entre los negros hacíase un
Maldita la gracia que a los cafres les hacía aproximarse a la «Región de la muerte».
¡Eran tantas las leyendas de muertes, robos y brujerías que circulaban acerca de esos parajes!
Por fin, al cabo de varios días de marcha, llegaron nuestros expedicionarios al
El único misionero que por allí habitaba, a quien iba recomendado Van Devinter, después de muchas incertidumbres y grandes temores, informó a nuestros amigos de que los bandidos debían ocultarse cerca de la montaña sagrada.
Después de pernoctar, decidieron emprender el viaje.
Había que dejar el vagón y los bueyes en el Kraal, porque era imposible subir con ellos por las cuestas empinadas, y decidieron verificar el ascenso a caballo escoltados por los negros, que irían a pie.
Alejandro estaba alegre como nunca.
Si alguna debilidad le quedaba de sus antiguas heridas, el aire de las montañas le había curado por completo. Se sentía fuerte y animoso. Dentro de unas horas —que acortaba la esperanza y alargaba la impaciencia— recobraría a su Olimpia. La imagen de Lady Denver —que durante el camino le había atormentado con extraños deseos— se borraba del mundo de sus pensamientos.
Pero antes de marchar les aguardaba otra prueba dolorosa.
Los negros contratados en Hermon se negaron en absoluto a acompañarles.
—¿Y el contrato? —vociferaba Alejandro, en el colmo de la indignación.
—Si el señor quiere, le acompañaremos a Hermon, a Mazeru, a Bloemfontein, a donde quiera, menos a las montañas.
Y no hubo medio de convencerles. ¡Tan fuerte era el temor que en ellos inspiraban las leyendas forjadas sobre los misterios de los montes Maluti!
Hendrick Croft era de parecer de abandonar la expedición, volver al Orange y asegurarse el concurso de unos cuantos mo-cetones blancos que no tuvieran miedo a los bandidos.
La impaciencia de Van Devinter y su sobrino se sobrepuso a los recelos de Hendrick.
Y acompañados únicamente de tres negros, los que les escoltaron desde el Orange, emprendieron la ascensión.
Ninguna novedad les ocurrió durante el camino, no volvieron a ver ni al boer de Wepener, ni a los bandidos ingleses que trataron de secuestrar a Alejandro.
Pero tampoco vieron a los bandidos.
Pasaron y repasaron diferentes veces junto a las rocas perpendiculares que ocultaban la hondonada invisible, sin sospechar que por detrás de uno de los arbustos que nacían de la peña se hallaba la entrada al paraje donde Olimpia se encontraba.
Pasaron y volvieron a pasar diferentes veces, recorriendo una a una todas aquellas solitarias montañas sin encontrar más que a uno u otro negro que maldito si les daba informes aprovechables.
Alejandro no descansaba nunca.
El amor le daba una fuerza maravillosa.
Pero los caballos estaban derrengados y de tanto andar por entre zarzas y piedras puntiagudas el cuerpo de los negros chorreaba sangre.
Y al cabo de varios días de marchas y contramarchas infructuosas, una noche nuestros amigos regresaron a Taba Basio, con la fatiga más enervadora en los cuerpos, con la desesperación y la muerte en el alma.
Llevaban dos días en el Kraal, y estaban mal repuestos de su cansancio, cuando una tarde recibieron un recado del misionero, suplicándoles que fueran inmediatamente a la casa misión.
Acudieron solícitos al llamamiento.
—¡Adelante! —les gritó una voz cuando llamaron en la puerta.
Al entrar vieron de pronto una negra joven y fresca, casi desnuda, de cuerpo esbelto y fuerte, de seno firme y facciones regulares, mesándose los cabellos y dando las pruebas más violentas de desesperación.
A poco que en ella repararon, notaron que su cuerpo ofrecía señales de haber recibido la más hermosa de las palizas.
Uno de los ojos estaba acardenalado, le sangraba el cuello, tenía hinchados los labios, y en la cintura y en la espalda manchas amarillentas, destacándose sobre la negra piel.
—Repite a estos señores lo que a mí me has dicho —dijo el misionero—. Han venido a Taba Basio en busca de Olimpia y si tú pudieras devolvérsela te harían rica.
—Yo no quiero el dinero para nada, y si algo les digo no será por interés —replicó la negra con orgullo.
Abraham Van Devinter, que por haber tratado con negros toda la vida los conocía mejor que un misionero, hizo seña a Hendrick y a Alejandro para que se callaran, y pidiendo al misionero una sábana y cubriendo con ella el cuerpo de la muchacha, la trató con zalamería, como un padre.
—¡Pobrecita...! ¡Cómo te han puesto...! ¿Qué mal has hecho tú para que te traten de este modo...? ¿Te duele mucho...? ¡Hendrick, ve corriendo a casa! Tengo en la bujaca árnica y tafetán. ¡Trae ambas cosas pronto! No te apures, hija mía, dentro de dos días estarás como si nada te hubiera sucedido.
Cumplimentó Hendrick la orden de Van Devinter.
Pasó largo rato sin que la negra se decidiera a hacer sus confidencias.
Al cabo el despecho, el dolor físico y la humillación vencieron sus últimos escrúpulos y comenzó a hablar precipitadamente, sin ordenar las frases:
—Soy la amante de Brown, el bandido; le he querido mucho, con toda mi alma; le he perdonado sus desvíos; le he dispensado todo. Le quiero con sus crímenes...
Alejandro, más preocupado de Olimpia que de las pasiones de la negra Bata, la interrumpió, diciendo:
—¿Está en poder de ese Brown, Olimpia Van Devinter?
—A eso voy —replicó con severidad la negra—; pero si quiere que siga hablando, no me interrumpa.
Y después de guardar un momento de silencio, prosiguió:
—Acaso sean sus crímenes los que me hagan más amable al bandido Brown. Lo que no he perdonado a nadie, ni a él siquiera, es que delante de mí se me haga de menos por otra mujer y desde que Brown se ha enamorado de Olimpia Van Devinter...
—¿Que Brown, el bandido, se ha enamorado de Olimpia Van Devinter? —exclamó, colérico, Alejandro.
—Lo que oye, niño.
—¡Le he de matar, lo juro, le he de matar!
—Desde que Brown se ha enamorado de Olimpia Van Devinter... —prosiguió la negra.
—Pero ¿cómo ha sido eso? ¡Cuéntamelo, quiero saberlo todo!
Bata refirió a nuestros amigos cuanto ocurría en la hondonada invisible; los amores infructuosos de Brown, el augurio de los espejos mágicos desfavorable a Olimpia, el deseo de los bandidos de matarla, la oposición de Brown, la mentira del bandido respecto a la conducta de Alejandro con Lady Denver y el modo con que ella convenció a Olimpia de la fidelidad de Alejandro.
Este, al escucharla, sentía redoblar en su espíritu la necesidad de castigar a Brown, a Lady Denver, a los bandidos y a todo el mundo.
—Pues bien —añadió la negra—; ayer no pude más. Me encaré con Brown y le exigí que no volviera a molestar a Olimpia si no quería conquistarse mi odio. Brown, por toda respuesta, me dijo que estaba loco por ella y que en adelante se le importaría un bledo de mí. Yo insistí, recordándole arrodillada nuestro antiguo amor. Brown, entonces, me pegó con ensañamiento, hasta dejarme en el estado en que me habéis visto. Me quejé entonces a sus compañeros. Al principio éstos se hicieron eco de mis quejas. Se convencieron de que el amor de Brown a la boerina no podía menos de ser funesto a todos. Así se lo repitieron al jefe, pero Brown cerró de un puñetazo los labios del que más se quejaba y ya nadie volvió a chistar una palabra. Indignada de este silencio, cuando Brown se marchó llamé a todos cobardes... ¡Y los canallas me maltrataron a su vez!... Y entonces decidí vengarme de todos descubriendo a los misioneros la entrada de la hondonada invisible, para que la policía pueda apoderarse de ellos... ¡Y aquí me encuentro!
Las revelaciones de la negra produjeron en nuestros amigos hondísima y silenciosa impresión.
Rompió el silencio Van Devinter, preguntando:
—«¡Y no han llegado recientemente a la hondonada otros bandidos?
—Sí, los mismos que llevaron a Olimpia se han presentado con buen golpe de libras esterlinas. A lo que parece, pretendían encontrar ayuda de los bandidos para matar al padre de Olimpia y secuestrar a su novio para llevárselo a Kimberley. Su plan mereció la aprobación de todos, pero no creo que se cumpla, porque Brown se ha opuesto terminantemente a que se intente nada contra la vida del padre de Olimpia, pero quiere, en cambio, que se acabe con su novio. También pretendían esos dos bandidos que se matase a la boerina y apenas les oyó Brown les hizo encerrar.
—De modo que...
—Nada hay que temer por ahora de ellos, porque Brown impedirá que se intente nada contra Olimpia ni su padre, pero sus hombres no le dejarán salir de la hondonada para tratar de asesinar al novio, a Alejandro, como era su intención.
—De todos modos —replicó Alejandro—, nosotros no podemos estar a la merced de esas cábalas. No hemos venido aquí para volvernos atrás sin lograr nuestros intentos. Debemos encaminarnos ahora mismo en dirección a la hondonada invisible.
—¡No puede ser! —interrumpió la negra, aterrorizada.
—¿Y por qué?
—Porque ellos son dieciséis o diecisiete y están bien armados, mientras que ustedes no son más que tres.
—Y tres negros.
—Ya sabe usted que no hay un negro que se atreva a intervenir en las contiendas de los blancos.
—Los tres nos bastamos para librar a Olimpia, aunque tuviéramos que combatir contra un regimiento.
—Lo que propones —replicó prudentemente Van Devinter— es una locura, es meternos sencillamente en la boca del lobo..., nos expondríamos sin probabilidad de éxito. Hay que pensar en otra cosa... y hay que pensarlo bien, porque aunque no hemos encontrado a ningún sospechoso en nuestra correría por los montes, esa gente debe estar ojo alerta.
—Verdad, ellos saben perfectamente que ustedes están aquí, y si ignoran mi presencia es porque me he cuidado de burlar su espionaje.
—¿Y qué hacemos?
—Yo me comprometo —exclamó Bata— a sacar a Olimpia de la hondonada.
La escena que siguió a estas palabras fue altamente conmovedora.
Van Devinter y su sobrino abrazaron con efusión a la negra, ofreciéndole, para lo porvenir, cuantas riquezas pudieran allegar.
La negra les miraba con tristeza, sin responder.
¿No era, en último término, el mayor de los sacrificios vender a los hombres que por tanto tiempo, mientras duró el amor de Brown, la habían respetado y obedecido?
En breves palabras contó su plan a nuestros amigos.
Tan bueno debió parecer a éstos que emplearon la tarde en comprar un carricoche, sólido y ligero, con que llevar a Olimpia desde Taba-Basio hasta la frontera del Orange, y ponerla así a cubierto de la probable persecución de los bandidos.
Llegada la noche, cuando la oscuridad amparó sus movimientos, nuestros amigos emprendieron la ascensión de la montaña.
Bata, la negra, montaba su caballo, el más vigoroso de los cuatro, como destinado a recoger a Olimpia.
A las cuatro horas de fatigosa marcha, dijo Bata, apeándose:
—Esperadme aquí.
Se hallaban en uno de los contados bosques de aquellos montes por lo general sin árboles ni hierbas.
Por todas las partes se alzaban zarzas silvestres y árboles corpulentos.
Era un paraje a propósito para esconderse.
—¡Cuidad de que los caballos no relinchen, y esperadme! Dentro de una hora volveré con Olimpia.
—¿Dónde está la hondonada invisible? —preguntó Alejandro.
—¡Allí! —exclamó Bata.
Y señalando con el dedo un gigantesco montón de rocas echó a andar.
Pero a los pocos pasos se volvió para decir:
—Si alguno de ustedes me siguiera, tal vez no sería inútil su presencia.
—Yo —exclamó Alejandro inmediatamente.
—Con la condición de que enfrene su impaciencia y se limite a hacer lo que yo.
—Aceptado.
Y previo el consentimiento de Van Devinter, Alejandro y la negra se pusieron en marcha.
Caminaron con grandes precauciones, arrastrándose, por los lugares sin vegetación.
Al llegar al pie de la roca, Bata se encaramó, con la agilidad de un gato, al arbusto que velaba la entrada.
—¡Pronto, Alejandro!
Y pasando por la hendidura de la roca, se hallaron muy pronto en la hondonada invisible.
Los únicos destellos de luz de la oscura noche se reflejaban en el arroyo que corría por entre las cabañas.
—¡Ya estamos en el avispero! ¿Pero dónde está Olimpia?
—¡Pst!... Me ha prometido usted obedecerme sin chistar... Tenga paciencia... Avancemos.
Se adelantaron a gatas a través de la hondonada. Comenzó a llover y la oscuridad se hizo más densa. Sin embargo, por entre las zarzas que había en las orillas del arroyo distinguieron una masa redonda y negra.
—Ahí está Olimpia —dijo Bata—, pero silencio, ¡ocúltese usted entre las zarzas y si me oye lanzar el grito del buho, acuda inmediatamente en mi socorro! De lo contrario, no se mueva.
—Está bien —contestó Alejandro.
Y arrastrándose entre matas, se agazapó a la orilla del arroyo.
Las aguas, que le cubrían los pies, helándole las piernas, formaban un contraste con el júbilo, la esperanza y la incerti-dumbre que se le incendiaban en la cabeza.
Bata llegó a la cabaña donde Olimpia se hallaba encerrada, esquivando las miradas del centinela, se encaramó, como la otra vez al techo por la pared de atrás, hizo un agujero con las manos entre los palmiches que cubrían la cabaña y al convencerse de que Olimpia estaba sola, se dejó caer a su cuarto.
La muchacha dormía plácidamente.
El calor húmedo de la noche era tan sofocante, que Olimpia se había dormido sin desnudarse ni apagar la luz.
Bata la miró un momento.
—¡Qué bonita!
Y la despertó con suavidad.
Olimpia, al reconocerla, la habló con gratitud.
—Tengo para usted una buena noticia. Prepárese para recibirla, pero ¡por Dios! guarde silencio.
Bata refirió sucintamente a Olimpia cómo Alejandro la aguardaba a cincuenta pasos de distancia.
Olimpia, loca de alegría, olvidando la recomendación que se le había hecho, iba a lanzar un grito, cuando Bata le cerró la boca con las manos, que no soltó hasta que el peligro hubo pasado.
—¿No mientes? —preguntó Olimpia.
—No. Le he dicho la verdad, pero no hablemos más. El tiempo urge...
Y se quedó pensando un segundo, para decir:
—Tengo mi plan de fuga; es algo extraño, pero el único que puede tener éxito. Si tenemos suerte nos salvará. Haga usted, como el otro día, un nudo corredizo con las cuerdas que la amarran.
Olimpia, extrañada, obedeció.
Bata se echó el nudo al cuello, e hizo que Olimpia se subiera a la cama para atar la soga al techo.
Se desnudó en seguida, no conservando más que el cinturón, juntó las manos por detrás de la espalda, sin soltar la sagaya ni el revólver, y se estiró contra la pared, como alguien a quien se va a colgar.
—Ahora, Olimpia, escúchame. Da la casualidad de que el centinela de esta noche es uno de los hombres que tienen más miedo a mi poder mágico. Cuando me encuentre aquí, en esta cabaña donde se figura que está usted sola, me tomará por un espectro, se le helará el corazón y la fuerza se le escapará de entre las manos como si fuera líquida. Antes de que recobre el sentido, le habré incapacitado con mi «sagaya» para perjudicarnos y, entre tanto, emprenderemos la fuga.
—¿Y no hay un medio más humano de realizarla? —preguntó Olimpia, estremeciéndose al pensar en la sangre del centinela.
—No, Olimpia, no hay más elección que entre el destino que los amores de Brown, el bandido, le reservan y la muerte. Si hace usted lo que yo le digo puede ahorrarse hasta el espectáculo de la sangre. Cuando le dé la señal, abra la puerta, corra hacia fuera y lance un grito de espanto, implorando el auxilio del centinela. Entrará inmediatamente y, al verme, usted puede dejarme sola luchando con él. Si consigo lo que quiero, la alcanzaré a usted inmediatamente. Si no lo consigo, corra usted en dirección del arroyo, lanzando el grito del buho. Alejandro, que está escondido entre las zarzas, acudirá en socorro de usted. Traten de huir de la hondonada. Hay un hombre en la parte exterior de la entrada y, si es necesario, Alejandro o yo lo mataremos de un tiro. En el bosque les aguarda su padre de usted y el amigo de su padre Hendrick Croft... Y si sale usted con bien de esta aventura, yo espero que algún día se acuerde con gratitud de la negra Bata, a la que, sin quererlo, ha arrebatado usted el amor de su Brown.
Y a la negra se le caían las lágrimas.
—Pero no perdamos el tiempo en sensiblerías —continuó—. Abra usted la puerta y obre como le he dicho.
Le parecía a Olimpia que soñaba; fue a la puerta y, precipitándose hacia fuera, gritó con angustia:
—¡ Socorro! ¡ Socorro!
El centinela, que se hallaba sentado, corrió, diciendo:
—¿Qué sucede?
Penetró en la cabaña, y en lugar de la mujer blanca que había encerrado, reparó en otra mujer..., ¡en Bata!...
Se le erizaron los cabellos; los ojos se le dilataron con espanto.
Sí, era Bata. A la luz rojiza de la bujía la veía distintamente. Era la negra Bata, o más bien su fantasma, colgado del techo, con los pies apenas rozando en el suelo.
Durante algunos segundos permaneció como un idiota, estupefacto.
Olimpia se aprovechó de esta vacilación para emprender la fuga.
El cafre hizo un ademán como para perseguirla, pero cayó en seguida muerto,
Bata, con infalible mano, le había atravesado el corazón con su «sagaya».
Olimpia no había visto ni oído nada cuando Bata encontróse junto a ella, desnuda con el revólver en la mano.
—Hemos salido bien de la primera parte —dijo la negra—, pero aún nos quedan grandes riesgos por correr. Sígame, Olimpia.
Ganando la orilla del arroyo, lanzó el grito del buho, apareciendo inmediatamente Alejandro.
Fue imposible evitar un largo abrazo, apasionado y silencioso, entre los novios, pero Bata, interponiéndose, exclamó:
—Luego, luego..., cuando estemos fuera, salgamos cuanto antes.
La lluvia cesaba. Las nubes huracanadas se entreabrieron, dejando penetrar la luz lunar. La hondonada se iluminó de pronto como en pleno día, pero quiso el azar que los fugitivos no fuesen vistos por los bandidos.
Cuando alcanzaron la hendidura que a través de la roca daba acceso al campo libre, Bata se adelantó, diciendo:
—Quédense ustedes aquí mientras yo inspecciono los alrededores.
Al cabo de un segundo reapareció.
—Un hombre armado vigila la salida y es imposible escapar a su vista a causa de esta claridad, intempestiva. Voy a ensayar la última tentativa de salvación. Yo me encargo del centinela y huid vosotros, de frente, en dirección al bosque.... Esperadme dos segundos..., dos segundos nada más..., y si en ese tiempo no he llegado, montad en los caballos y alejaos a todo galope.
Los tres saltaron de la hendidura al mismo tiempo.
Alejandro y Olimpia se precipitaron hacia el bosque.
El centinela iba a disparar el fusil, cuando Bata le puso el revólver en la cara:
—Si das un grito te mato.
Y dirigiéndose a los amantes:
—¡Corran ustedes de firme!
El centinela permaneció inmóvil hasta comprender que se escapaba la prisionera de Brown y pensar en el espantoso castigo que le esperaba si no trataba de impedir la fuga.
Saltó hacia atrás bruscamente y se encaramó en la entrada de la hondonada.
Bata disparó el revólver, pero no lo manejaba con la seguridad de la «sagaya» y erró el tiro, que retumbó en las rocas con el fragor del trueno.
Echó a correr sin perder segundo.
El centinela disparó, a su vez, su arma, sin alcanzar a los fugitivos.
-¡Hija mía! —exclamó Van Devinter al ver a Olimpia.
—Pronto, ¡a los caballos! —replicó Alejandro.
No estaban todos montados, cuando apareció la negra.
—¡No la abandonemos! —dijo Croft.
—¡De ningún modo! —exclamó Van Devinter.
Y agachándose la levantó por la cintura y la puso en la grupa.
—¡Démonos prisa, que nos siguen! —dijo Bata.
Y los cuatro caballos emprendieron galope tan desesperado, que a las dos horas se hallaban en Hermon.
Como dada la escasez de caballos en la Basutolandia sería imposible continuar el viaje en esa forma, renovando las bestias a cada galope lo prosiguieron en el carricoche comprado ex profeso. Pero como éste era pequeño para todos, convinieron en que los negros, menos Bata, se quedaran en Taba-Basio para hacer el viaje cuando los caballos primeros se repusieran. Para despistar a los bandidos se hizo el viaje mudando el itinerario, y dirigiéndose algo más hacia el norte, con el propósito de vadear el río Caledon entre Wepener y Ladybrand.
La felicidad de los novios durante esos días no es para contada, ni sus esperanzas de futura vida, ni sus ensueños, ni sus miradas, ni sus ternuras.
Ningún incidente vino a turbarla. Parecía que la tierra se había tragado a los ingleses, odiados por Van Devinter, a Lady Denver, al boer de Wepener, a los bandidos de los montes Maluti.
Pero hallándose a jornada y media del río Caledon vieron una tarde por detrás del carrichoche una nube de polvo.
Olimpia se extremeció instintivamente.
Abraham arreó los caballos, pero a pesar de sus esfuerzos la nube de polvo se acercaba.
Y a las dos horas de persecución estaba a cincuenta pasos de nuestros amigos.
De entre el grupo de jinetes que perseguía a nuestros amigos se adelantó uno de luenga barba y sombrero ancho, exclamando en inglés:
—¡Rendios!
Era la resistencia inútil; los caballos estaban rendidos y el coche no podía adelantar un paso a sus perseguidores.
Estos, por otra parte, eran muchos y bien armados para entablar una lucha con probabilidades de éxito contra ellos.
Van Devinter, de propia iniciativa, paró los caballos inmediatamente, y asomándose a la parte trasera agitó un pañuelo blanco.
Los caballos de los perseguidores cercaron el coche.
Eran cincuenta por lo menos, individuos todos ellos de la policía indígena organizada por Inglaterra en la Basutolandia.
—¡Abraham Van Devinter! —exclamó el blanco con tipo de boer—. ¡Traigo desde Kimberley la misión de prenderle por el complot que usted fraguó contra la vida de Cecil Rhodes!
—No es Van Devinter el culpable —repuso generosamente Hendrick Croft.
—¡Silencio! —dijo Van Devinter, y en voz muy baja, sólo inteligible para Hendrick.
—Nosotros los hombres ya maduros representamos el presente, pero ¡qué importa el presente! Vosotros sois el porvenir, y el porvenir de nuestra Patria no debe aventurarse inútilmente.
Al oír estas bellas palabras, Hendrick enmudeció, y Van Devinter dijo, adelantándose:
—Estoy a sus órdenes.
Y fijándose más en el boer:
—Ya me figuré en Wepener que su encuentro me sería fatal. Yo le he visto a usted antes de ahora.
—Efectivamente —replicó el boer.
Y quitándose parte de la postiza barba apareció el semblante del agente de policía Mr. Black, conocido hace tiempo de nuestros lectores.
Alejandro y Olimpia contemplaban la escena con espanto.
—Sólo un favor quisiera pedirle.
—Cuanto esté de mi parte, señor Van Devinter, lo tiene usted concedido por adelantado.
—Estos jóvenes, mi amigo Hendrick, mi hija Olimpia y su novio mi sobrino Alejandro Liebeck, nada tienen que ver con la política. Suplico que no se les moleste... ¡Hartas penalidades han tenido que soportar hasta hoy!... ¡Dejemos, señor agente, que celebren su boda con la mayor felicidad posible!
Alejandro y Olimpia se adelantaron con los ojos anegados en llanto.
—¡Por Dios, padre! ¡Tú bien sabes que no hay sin ti felicidad ninguna para nosotros!
—¡No seáis niños! —repuso, sonriendo, Van Devinter.
—¡Pierda usted cuidado!... Si dolorosos mandatos de mi profesión me obligan a prenderle, nada me impele a estorbar la felicidad de unos muchachos que me inspiran la más viva simpatía. Lo único que deploro es que las órdenes que tengo me condenen a llevarle hoy mismo a Mazeru. De lo contrario, quisiera escoltarles hasta la frontera del Orange; pero ya digo, no me es posible hacerlo.
Y después de estas palabras vino la despedida.
Nada más cruel que el adiós dado a Van Devinter por sus hijos.
Primeramente se empeñó Alejandro en que todos le acompañarían a la prisión, pero se negó a ello rotundamente Van Devinter, alegando que son los viejos, el pasado, los que deben sacrificarse por los jóvenes, el porvenir, pero nunca éste, cuya causa es sagrada, por aquél.
Aconteció una escena desoladora, de lloros y abrazos, y al cabo Mr. Black, sus subalternos y Abraham Van Devinter se separaron de los jóvenes, dejándolos sumidos en el mayor de los desconsuelos.
Como si este dolor fuera pequeño, se le ocurrió a uno de los negros subalternos de Mr. Black decir que la negra Bata era auxiliar de los bandidos de los montes Maluti, que la conocía, que era la culpable de todos los crímenes cometidos en el distrito, y Mr. Black decidió prenderla, con lo que quedaron solos Alejandro, Hendrick y Olimpia.
Habían pasado ya por el punto donde se unen las carreteras de Mafeking, Wepener y Mazeru, y avanzaban por caminos muy mediocres, que al poco rato hizo la lluvia intransitables.
Bien pronto los caballos se negaron a adelantar un paso. Caía el agua a torrentes; el fango y el agua llegaban a las piernas de las bestias.
Durante varias horas estuvieron buscando inútilmente un paraje donde resguardarse.
Al cabo, andando por un desfiladero tropezaron a la izquierda con una roca saliente, que, protegiéndoles contra el viento, les libraba del agua.
En fuerza de fatigas hicieron llegar allí los caballos, los desengancharon, y carricoche, hombres y bestias se pusieron al abrigo de la lluvia.
Y allí pasaron la noche, que no fue seguramente de las más felices.
¿Qué sería de Abraham Van Devinter?
Durante el camino, el granjero de Boshof había referido detalladamente a sus hijos los acontecimientos de Kimberley y no podían disimularse la gravedad de la situación.
Hubieran estado en el Transvaal, en el Orange o en la colonia del Cabo, y no sería imposible sacar a Van Devinter de las garras inglesas mediante un golpe de mano preparado por un grupo de boers o afrikanders.
En la Basutolandia, habitada por cafres, misioneros y funcionarios ingleses, toda tentativa les estaba negada.
Era, además, difícil que Van Devinter saliera con vida, siendo como era Cecil Rhodes presidente del gobierno del Cabo, pues bastaban las pruebas morales que contra aquél había para que fuera condenado.
¿Y qué crimen más grave a los ojos de Cecil Rhodes que el de atentar contra su vida y la de sus compañeros de monopolio?
Haciéndose estas tristes reflexiones se pasó toda la noche Alejandro, sentado junto al carruaje.
Olimpia estaba dentro, Hendrick dormía fuera y según su costumbre a pierna suelta.
Un pensamiento se le ocurrió a Alejandro.
Al principio trató de desecharlo; al cabo de cierta lucha interior se le impuso con la fuerza de una obsesión.
No pudo por menos de despertar a Hendrick, luego de cerciorarse de que Olimpia, rendida por las emociones y la fatiga, dormía como aletargada.
—¡Hendrick, Hendrick!
Cuando el mozo se hubo despertado, Alejandro le llevó aparte para decirle:
—Nos lo matan, Hendrick.
—Eso creo —repuso dolorosamente éste.
—Sólo veo una manera de salvarle.
—Dímela, dímela... ¡corriendo! ¡Si valiera mi vida para salvar la suya!
—Sí, hay un medio, pero habría que sacrificar a Olimpia.
—Renuncio, entonces.
—Pero no hay otra manera de salvarlo.
—¡Acaba de una vez!
—¿Sabes que Lady Denver está enamorada de mí?
—Sí...
—¿Y que han venido en busca mía los bandidos que trataron de asesinarte?
—Sí.
—¿Y que si yo quisiera...?
—¡Acaba, acaba!
—¿Que si yo le pidiera a Lady Denver la vida de mi tío, es posible que le salváramos?
—Tienes razón; la influencia de Lady Denver es todopoderosa; mas para que ella te concediera ese servicio sería necesario...
—... Que yo renunciara para siempre al amor de Olimpia. ¿No es eso lo que ibas a decir?
—Efectivamente —replicó Hendrick.
Y calló.
Ninguno de los dos se atrevían a afrontar la cuestión.
La vida de Abraham Van Devinter era sagrada para nuestros amigos... ¿Pero no era igualmente sagrada la pura y honda pasión de su hija?
Alejandro preguntó a Hendrick:
—¿No crees que debíamos consultar el caso con Olimpia?
—No, por Dios. ¡Desecha esa idea! ¡Eso sería sacrificar definitivamente a Olimpia, porque ella desde luego renunciaría a su pasión con tal de salvar a su padre! Hay tiempo de consultarla.
—¿Y qué hago, Hendrick?
—Paciencia, Alejandro.
—Es que me mata la incertidumbre.
—Ya lo sé, pero recuerda las palabras de Van Devinter: «La vejez ha de sacrificarse siempre por la juventud; nunca ésta por aquélla.»
—Tienes razón.
—Y me temo mucho que Van Devinter no aceptará el sacrificio de Olimpia.
—¿Y qué hago? —repetía con angustia Alejandro.
—Paciencia —replicó Hendrick—. Tenemos varios días para pensarlo; ocupémonos por ahora en llegar cuanto antes al río Caledon y en salir de este maldito temporal.
Al amanecer se despejó algo el cielo.
Nuestros amigos aparejaron los caballos y el coche se puso nuevamente en marcha.
Esta no era muy lenta. A cada paso se metían en un bache y había que echar el quilo para seguir avanzando.
Al kilómetro de marcha fueron alcanzados por tres jinetes.
Nuestros amigos se aterrorizaron al verlos, acordándose sin duda de los jinetes que les arrebataron a Van Devinter.
Pero al poco rato se disiparon los temores.
Uno de los jinetes era mulato; vestía con cierta elegancia, algo afectada. Los otros dos, negros como el ébano, parecían criados suyos.
Los tres eran desconocidos para nuestros amigos.
Al principio no se cambiaron entre unos y otros más palabras que los saludos de rúbrica.
Y Alejandro y Hendrick volvieron a las cavilaciones que tanto les habían preocupado durante la noche.
Olimpia comprendió que algo muy grave pasaba por las almas de sus amigos; pero con el valor moral que caracteriza a las mujeres en los trances agudos rompió el mortal silencio que reinaba, entablando conversación con los recién llegados.
—¿Y dónde van ustedes?
—Yo soy granjero en el Kraal de la Ciudad; ya sabe usted..., del otro lado del río Caledon... He venido a la Basutolandia para comprar un rebaño de ovejas; no me lo llevo ahora, pero ya vendré a buscarlo... Ahora me vuelvo al Kraal... Después iré a Bloemfontein, dentro de un mes, porque tengo algunos ahorros, y antes de casarme quisiera comprar un par de espuelas de oro..., eso que ya tengo éstas, que son de plata.
Nuestros amigos se sonrieron al escuchar aquella infantil palabrería, ¡tan propia de esos niños grandes que forman la raza de color!
¿Y ustedes?... ¿Piensan atravesar el río Caledon?... Pero con este tiempo es necesario conocer los vados, porque las aguas están crecidas.
Y había tanta ingenuidad en estas palabras, que Olimpia cayó en el lazo.
—Es verdad que no conocemos los vados, pero esperamos encontrar en el camino algún negro que nos guíe.
—¡Oh, no hay necesidad! ¡Aquí estamos nosotros para servirles! ¡Pues no faltaba más!... ¡Vaya una cosa!... No me den las gracias... ¡Es tan agradable poder ser útil a alguien!... Yo no sé cómo hacen ustedes solos este viaje... ¡Están muy malos los caminos!... Y dicen que no son seguros. ¿Es verdad que abundan los malhechores?... No lo quiero creer, porque nunca me ha sucedido nada. ¡Pero vaya usted a saber! ¡Están tan malos los tiempos!...
Desde aquel momento, Olimpia, Alejandro y Hendrick simpatizaron abiertamente con el mulato.
... Y si no llegaron a confiarle sus penas es que ciertos dolores no deben salir de la familia que los padece.
—¡Desgraciados!
... El mulato no era otro que el bandido fanático que pedía a Brown a todo trance el sacrificio de Olimpia, para alejar los espíritus maléficos de la hondonada invisible.
Cuando vio que por causa de Alejandro y de Olimpia entró la desunión entre sus compañeros, formó el propósito inquebrantable de acabar con sus causas.
Supersticioso como era, no le faltaban ni la tenacidad, ni la malicia, ni la decisión.
¿Que le estorbaban Olimpia y Alejandro?... Pues lo mejor sería suprimirlos...
Y así que se halló en la verdadera pista de la fugitiva, según confidencias que debía a varios negros, no pensó en volver grupas para avisar a Brown, sino que continuó camino adelante.
Se enteró igualmente de que el agente de policía Mr. Black había prendido a Abraham Van Devinter y a la negra Bata.
A ésta la conocían personalmente los negros que se lo comunicaron.
Y adivinó que se trataba de Abraham Van Devinter porque las señas que de él le dieron coincidían con las que escuchó en la hondonada de labios de Jack Dos Narices y del cochero.
—Ya no son más que tres —se dijo.
Y prosiguió su camino hasta tropezar con ellos, fingiéndose luego un mozalbete atolondrado.
Cuando después de varias horas de observaciones reparó en que nuestros amigos estaban desarmados se le ocurrió el pensamiento de matarlos santamente de tres tiros.
Pero necesitaba acabar igualmente con los dos negros que le acompañaban.
Porque ¿qué sería de él si el temible Brown se enteraba de que había asesinado a su Olimpia, a su querida Olimpia?
Había que aguardar a que se presentase una ocasión oportuna para acabar con los blancos maléficos y con la indiscreción probable de los negros.
¿Se presentaría al vadear el río Caledon?
El día había sido tan caluroso que nuestros viajeros se sentaron a la sombra del carricoche.
La ligera brisa de la tarde habíase paralizado, y era el aire denso y húmedo, pesado y sofocante.
Los mismos negros parecían resentirse, porque estaban tumbados sobre la yerba y dormían pesadamente.
Los caballos no podían más, se negaban a comer y se alejaban pausadamente, mordisqueando la yerba con repugnancia.
—¿Quieres otro huevo, Alejandro? —preguntó Olimpia—. ¿Y usted, Hendrick?
—No; imposible comer con este calor.
—¿Y usted, Olimpia, por qué no come?
—No puedo; se está preparando una tormenta y nunca he podido comer con este tiempo, sobre todo si estoy fatigada.
—¿Dónde acamparemos esta noche? —preguntó Hendrick.
—No lo sé; pero me supongo que de aquí a una hora vadearemos el Caledon y nos encontraremos en el Orange.
—¿Y el mulato? ¿Dónde está el mulato? —preguntó Olimpia.
Nuestros amigos volvieron la cabeza.
Los cafres se habían desperezado y discutían algo, que a juzgar por la energía de sus gestos debía interesarles grandemente.
En lo alto de la colina donde descansaban destacábase la silueta de un jinete inmóvil, iluminada por la luz fastuosa del sol poniente, que parecía teñir de sangre cielo y tierra.
El caballo se presentaba de perfil, de suerte que cada línea de la bestia y del hombre se marcaba distintamente sobre el rojo incendiado del cielo.
—¡Parece un demonio! —exclamó instintivamente Olimpia.
—¡Y es tan buen muchacho! —respondió Alejandro.
Al verlos se adelantó el mulato, tan obsequioso como siempre.
—Voy a ordenar a los negros que enganchen inmediatamente los caballos. Bueno será que atravesemos el Caledon con luz.
—¿Está muy desbordado?
—Pierdan toda inquietud; lo atravesaremos en un punto situado a tres millas y media de aquí. Y si ustedes quieren pasaremos la noche en una de mis granjas, situada en la orilla opuesta... ¡Desechen toda tristeza! ¡Yo les aseguro que esta noche dormirán tranquilamente!
—¿Pero es completamente seguro el vado? —preguntó Hendrick—. No lo digo por nosotros; es que viajando con una mujer hay que tomar ciertas precauciones.
—No tengan miedo. Lo he pasado por ahí en pleno período de lluvias, y el agua no ha llegado al vientre de mis caballos. Voy a ordenar a los negros que enganchen.
Y saludando a nuestros amigos se acercó a los negros.
Los caballos de éstos hallábanse situados a unos treinta pasos.
—Ensillad vuestros caballos —dijo en alta voz a los negros—, y en seguida enganchad a su coche los de estos señores.
Alejáronse los negros para cumplimentar la primera parte de esta orden, y el mulato les siguió, pero cuando los tres estuvieron lo bastante lejos de nuestros amigos para no ser oídos, dijo el mulato:
—¿Conocéis bien mis órdenes? ¡Repetídmelas! Pero sin dejar de ensillar los caballos.
Uno de los negros respondió:
—Nos ha mandado usted que guiemos esos blancos al río Caledon, les obliguemos a entrar en el agua por un paraje donde no haya vado y disparemos sobre ellos hasta matarlos, caso de que las aguas no los ahoguen.
—Perfectamente... Ahora hay que cumplirlas al pie de la letra.
—Es que...
—No hay pero que valga.
—Sí que hay pero. Es nuestro oficio matar a los viajeros cuando su muerte ha de ser provechosa para la comunidad..., ¡pero matarlos sin robarles!, y perder, por añadidura, su carruaje y caballos, ¡esto no lo comprendemos!
—A vosotros cumple obedecer sin replicar... ¿No soy el segundo jefe de la cuadrilla? ¿No soy yo, a mi vez, el ejecutor de las órdenes de Brown, el jefe de todos nosotros?
—Por eso precisamente. Brown se había opuesto a que matáramos a esa bella boerina... y si lo hacemos sin la debida justificación, es muy probable que nos cuelgue de un árbol al volver a la hondonada invisible.
—¿Con que os negáis a obedecerme...? ¿Y sabéis cómo se castiga en la hondonada el delito de desobediencia?
—Nosotros no tratamos de desobedecer a usted. Denos usted por escrito la orden especificando que al mandar la ejecución cumple las instrucciones de Brown, y ya verá si conocemos nuestro oficio.
—¡Sois muy impertinentes para subalternos!... Gracias a que yo he pensado en todo.
Y sacando del bolsillo un papel, dijo:
—¡Leedlo!
Uno de los cafres, que sabía leer, leyó:
«Orden de ejecutar a la boerina que se hallaba prisionera en la hondonada y a los blancos que la acompañen, por haber turbado con sus maleficios la tranquilidad de la hondonada. Cúmplase siguiendo las instrucciones que me ha dado particularmente Brown, nuestro jefe
—¿Reconocéis la firma? —preguntó el mulato.
—La reconocemos.
—Ahora devolvedme la orden.
—No —replicó uno de los cafres—. No me agrada esta comisión. Si no se tratara más que de los dos boers todo iría bien, pero a esa muchacha la protegía Brown. ¿Cómo justificarnos a sus ojos si no tuviéramos la orden? Es necesario conservarla.
—Verdad —dijo el otro negro—. ¡Guárdatela en el bolsillo!
—¡Malditos, dadme esa orden! —exclamó el mulato Spring, apretando los dientes.
—No, Carlos, no. Si insiste en que le devolvamos el papel, así lo haremos, pero entonces montaremos a caballo, y volveremos a la hondonada y se quedará usted sólo para realizar sus planes. Con que ¡elija usted!
El mulato reflexionó un instante para decir:
—Está muy bien; es posible que tengáis razón... y después de todo poco importa que guardéis la orden. Lo importante es que la cumpláis a conciencia. Y ahora enganchad el coche de esos señores. Es uno de los últimos servicios que vais a prestarles.
El mulato Spring les miró alejarse, mientras una sonrisa vaga se dibujaba en sus labios. «No, amigo Brown —pensaba—, bueno es que seas el jefe por ser el más valiente. Lo que no puedo consentir es que tus amores pongan en peligro la seguridad de la hondonada. Perdemos un buen negocio matando al novio de la boerina, pero es preferible perderlo a que esa muchacha nos traiga la división de la hondonada, y los malos espíritus. Si tú supieras, amigo Brown, lo que acabo de hacer en tu nombre, es muy probable que no lo pasaría yo muy bien. Afortunadamente no quedará de este drama ningún testigo vivo, más que yo. ¡Hola!... ¿Con que va a estallar una tormenta?... ¡Tanto mejor!... Bueno es que ciertos actos se ejecuten durante una tormenta.»
Y se acercó tan satisfecho a nuestros amigos.
A su naturaleza primitiva la noción de lo justo le embarazaba poco.
Indicábanle sus supersticiones que Olimpia y los suyos serían funestos a los hombres de la hondonada, y se aprestaba a quitarlos de en medio con la mayor tranquilidad.
El mulato no se equivocaba al presentir la tormenta. Rápidamente sucedió la oscuridad de las nubes plomizas a la luz del cielo abierto. En el Sur de Africa los crepúsculos son breves. Para cuando echó a andar el carruaje de nuestros amigos, la noche se cernía velozmente.
La tormenta se aproximaba, exhibiendo su trágica belleza. La atmósfera se hacía sofocante. Hacia el oriente, los relámpagos se sucedían sin interrupción. Hacia el poniente una claridad de color rojo oscuro, reflejo del sol agonizante, se mostraba todavía.
Los caballos avanzaban penosamente en la oscuridad. Por fortuna era el camino bastante bueno y Spring el mulato marchaba delante, guiando a los viajeros. Su viril silueta se destacaba valientemente entre los últimos fulgores diurnos.
Un silencio de muerte reinaba en la tierra. Ni hombres, ni bestias, ni pájaros, ni el movimiento de una brizna de hierba animaban la superficie. Los únicos signos de vida eran los zigzags de los relámpagos. No debían estar muy lejos del río Cale-don y se escuchaba a lo lejos el sordo gruñido de los truenos.
Era una noche terrible. Grandes nubes color de fango avanzaban sobre la llanura, empujadas por un viento misterioso. El carricoche se acercaba al río, cuyo murmullo se oía distintamente.
Apareció la luna bruscamente, arrojando su luz lúgubre sobre la oscura inmensidad.
A la izquierda se extendía una gran llanada, donde veíanse, iluminadas por la luna, grandes piedras blancas, semejantes a losas de tumbas.
—Mira, Alejandro, mira —dijo Olimpia, rompiendo el silencio doloroso. Parece que es un vasto cementerio y las sombras que separan las tumbas deben ser las de los muertos que allí yacen.
—¡Qué tonterías! —replicó, severamente, Alejandro—. ¿Y en qué pensabas?
Advirtió Alejandro que perdía Olimpia su equilibrio moral, y como sintiera en el fonde de su alma la misma depresión, quiso mostrarse espíritu fuerte.
Olimpia no respondió nada, pero sentía miedo sin saber por qué. Creía ser víctima de una pesadilla; la tempestad le sacudía los nervios. Hasta los caballos, a pesar de su fatiga, relinchaban y se agitaban con violencia.
Las ruedas avanzaban silenciosas sobre la hierba; se acababa de franquear la cima de una de esas colinas que tanto abundan en la frontera norte de la Basutolandia.
—¿Por qué hemos abandonado el camino? —gritó Alejandro al mulato Spring, que iba delante del carruaje.
—Todo va bien —replicó el mulato—; vamos por el atajo para llegar cuanto antes al vado.
Su voz sonaba a hueco de un modo extraño en el silencio profundo.
A cien metros más allá la débil luz que brillaba todavía se reflejaba en la amplia superficie del río.
A los cinco minutos se encontraron en la orilla, pero la oscuridad aumentaba y no se distinguía la orilla opuesta.
—Volved hacia la izquierda —exclamó Spring—; el vado está a varios metros de distancia. Aquí el agua es muy profunda para los caballos.
Alejandro obedeció, y tirando de las riendas encaminó el coche en seguimiento del mulato.
—Este es el vado —dijo Spring—, daos prisa; la casa está en la otra orilla y sería bueno atravesar el río antes de que la tormenta estalle.
—Está muy bien —repuso Alejandro—, pero no veo ni a dos pasos delante de mí y no sé por dónde pasar.
—Camine de frente; no hay más que tres pies de agua y ninguna roca.
—No adelantemos, no sé por qué desconfío de ese hombre —exclamó Olimpia al oído de Alejandro.
—No adelanto —dijo éste—, es mi última palabra.
—Es necesario, amigo mío; no puede usted seguir aquí y en último término no estamos dispuestos a pasar aquí la noche. ¡Mire usted!
Y señaló con la mano el horizonte, que ofrecía un espectáculo tan magnífico como aterrorizador.
Frente a ellos, hinchada por el viento como una vela, se precipitaba la nube color de fango, iluminada totalmente por relámpagos incesantes, que la enlazaban como inmensas serpientes de fuego. Pero lo más terrible en aquel momento era el silencio absoluto de la naturaleza. Se acallaban a lo lejos los gruñidos de los truenos y avanzaba la nube de tormenta, muda y majestuosa, como un ejército de espectros. Sólo el viento la precedía, un velo de lluvia caía por detrás.
Mientras hablaba Spring, menudearon aún más los relámpagos y estalló la tormenta sobre nuestros viajeros.
—¡Adelante, adelante! —gritó el mulato—; si seguimos aquí corremos gran peligro, porque los rayos caen siempre en las orillas de los ríos.
Y diciendo esto soltó un enérgico latigazo a los caballos.
—Ayúdame a sostener las riendas —dijo Alejandro a Hendrick—, no debemos adelantar más.
Y en voz alta:
—¿Quién le autoriza a usted para dar latigazos a mis caballos? He dicho que no avanzo más y es mi última palabra.
Entonces el mulato arrojó la careta.
—¿Y se figuran ustedes, imbéciles, que les he traído aquí para dejarlos al borde del agua?
Y volvió a latiguear los caballos.
—Aguantemos con firmeza las riendas —dijo Alejandro a Hendrick—, y tú, Olimpia, reza por nosotros, que estamos desarmados, y hemos debido de ser víctimas de alguna emboscada.
Los caballos, a los tirones de Hendrick y Alejandro, reculaban y se encabritaban, pero el mulato, por una parte, y los dos negros, por otra, los maltrataron tan cruelmente que, al cabo, se metieron en el río.
Todo fue bien durante los primeros quince o veinte metros; luego, de repente, advirtió Alejandro que les faltaba pie y que sólo con gran esfuerzo resistían la fuerza de la corriente.
—¡Maldito seas, traidor! —exclamó, dirigiéndose al mulato.
—¡Adelante, adelante; no hay nada que temer! —replicó éste, en tono irónico.
Alejandro hizo un esfuerzo desesperado para que dieran vuelta los caballos.
Olimpia se volvió y un relámpago le descubrió al mulato y a los negros, a pie en la orilla, apuntándoles con sus carabinas.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Van a disparar sobre nosotros!
Apenas articuló esta frase, tres llamaradas brotaron de los fusiles y Hendrick Croft, sentado junto a Alejandro, cayó pesadamente de cabeza al fondo del carricoche, mientras uno de los caballos se encabritó en los aires, lanzando un grito de agonía y arrojándose en la corriente de las aguas profundas.
Siguió a los disparos una escena de imponderable horror. La tormenta explotaba en lo alto con rabioso furor y los relámpagos caían en el río.
Los truenos resonaban como la trompeta de juicio final. Torbellinos de viento hacían agitarse desesperadamente la superficie de las aguas. De pronto un torbellino de aire hizo su presa en la cubierta del carricoche, la levantó de un tirón, levantándolo de las ruedas, y lo depositó en el agua, donde se quedó flotando.
Entonces los dos caballos de delante, alocados por la tormenta y por las convulsiones del animal agonizante, empujaron con tal brío que rompieron las cuerdas y desaparecieron entre las aguas.
El carro flotaba siempre, tocando a veces el fondo, volviendo a la superficie, oscilando de una a otra parte y girando sobre sí mismo.
Hendrick yacía inmóvil, en el fondo del vehículo, con una bala en el pecho y otra en el cráneo, pero Alejandro se sentía vivo, aunque otra bala le hubiese silbado en el oído.
Instintivamente tendió los brazos y atrajo hacia su cuerpo el de Olimpia, colocándolo sobre sus rodillas, e inclinándose sobre él, esperando protegerle contra las balas.
En medio de aquel estrépito se oían distintamente las detonaciones de los tres fusiles, cada vez que un relámpago iluminaba el carro a las miradas de los bandidos de la orilla.
Sin duda alguna poder misterioso protegía a nuestros amigos, porque aunque un proyectil atravesó la falda de Olimpia y otro rozó la americana de Alejandro, los novios estaban ilesos, a pesar de que pasarían de cincuenta los disparos hechos por los bandidos.
Y al cabo de un cuarto de hora estuvieron fuera de tiro porque la lluvia envolvió con tan espeso manto a los novios, que ni siquiera los relámpagos lograron revelar su presencia a las miradas escrutadoras de los asesinos.
—¡Basta! —dijo el mulato—. Ya deben de estar muertos.
¿Cómo escapar a nuestros tiros y al Caledon desbordado?
Los negros cesaron de tirar. Uno de ellos sintió remordimientos por haber asesinado a la boerina, la bien amada de Brown.
Pero ¿no lo había hecho obedeciendo órdenes superiores?
¿Quién era él para discutirlas?
Spring pensó en la orden que conservaban los negros.
Había que evitar que Brown se enterase de lo acontecido.
Los negros se alejaban en la oscuridad.
«¡Bah! —pensó Brown—, ¡lo mejor es matarlos! ¡Los muertos no hablan!»
Y arreó el caballo con ánimo de disparar sobre los negros en cuanto los tuviese a tiro, cuando un relámpago de potentísima luz, seguido de un espantoso trueno, iluminó el paisaje con luz más hermosa que la del día.
Es frecuente que así terminen las tormentas en el Africa meridional.
A favor de esa luz, vio Spring a sus cómplices, jinetes en sus caballos, a cuarenta pasos de distancia.
Los vio claramente.
Un segundo después, hombres y caballos rodaban por el suelo; luego todo fue sombra.
Spring, emocionado por el trueno, pidió auxilio a sus negros.
Sólo le respondió el eco de su voz.
Llegó junto al grupo; la luna comenzaba a verse al través de la lluvia.
Sus rayos pálidos cayeron sobre las dos formas, tendida la una sobre la espalda, la otra cabeza arriba.
Junto a los hombres estaban los caballos; uno de ellos con las patas al aire.
El rayo había matado a hombres y caballos.
El mulato, aterrorizado, se olvidó de su orden, y echó a correr a todo galope, como un endemoniado perseguido por todos los horrores del infierno.
El fuego había cesado en la orilla, y Alejandro, que conservaba frente al peligro su presencia de ánimo, advirtió que por el momento se acortaban las probabilidades de morir a tiros.
Olimpia permanecía inmóvil en sus brazos, la cabeza reclinada en su pecho.
Un pensamiento horrible atravesó el cerebro de Alejandro. ¡Tal vez Olimpia estaría herida! ¡Tal vez muerta!
—¡Olimpia, Olimpia! —gritó en el fragor de la tormenta—.
¿Estás herida?
—No lo creo, ¿pero qué sucede?
—¡Dios lo sabe! No te muevas; todo se arreglará.
Pero pensaba para sus adentros que estaban a punto de ahogarse.
El agua les arrastraba con furia; pronto el coche que les servía de barquilla se iría al fondo... ¡y entonces!
Un instante después se golpeó el coche contra una roca;
pegó un gran bote y después avanzó lentamente.
—«Llegó la hora!», pensó Alejandro, porque el agua se metía en el vehículo inclinándolo de un lado.
«¡Crac!» El eje del carricoche se rompió y el carruaje comenzó a dar vueltas. Habían tocado en una roca a la que la corriente había llevado los caballos muertos, por una parte, y el carruaje, además.
Se encontraban, por decirlo así, anclados en la roca; los cadáveres de los caballos hacían el papel de áncora; sus cuerdas de tiro servían de cable.
Mientras los arneses no se rompieran estaban en relativa seguridad, pero lo ignoraban. Lo único que sabían es que por encima de ellos bramaba el huracán, mientras que a su alrededor silbaba la lluvia y encabritábanse las aguas y que se encontraban desarmados para luchar contra las aguas que los sacudían de un lado para otro, en una noche terrorífica, amenazados en todas direcciones por la muerte.
Enlazados estrechamente, se dejaban mecer por el vaivén de las aguas, cuando brilló aquel relámpago terrible que mató a dos de sus enemigos y que, por un instante, iluminó, no obstante el velo de la lluvia, los torbellinos de agua y las dos orillas del río Caledon.
Les hizo igualmente ver la roca a que estaban amarrados, la cabeza de uno de los pobres caballos que, sacudido por la corriente, parecía luchar contra la muerte y el cuerpo del valeroso Hendrick, tendido boca abajo, con el brazo colgando del coche y dejando filtrar el agua por entre los dedos de la mano, como lo hacen a menudo los pasajeros de lanchas de recreo.
¡Ironías de la muerte!
Todo esto desapareció en un abrir y cerrar de ojos; poco a poco se fue alejando la tormenta y la luna se abrió paso a través de las nubes.
La lluvia cesó al cabo, se acallaron los truenos y no se oyó más ruido que el de la corriente tumultuosa de las aguas.
—Alejandro —preguntó Olimpia—, ¿podemos intentar alguna manera de salvarnos?
—Ninguna, querida Olimpia.
—¿Escaparemos de este peligro?
Alejandro reflexionó un momento antes de responder.
—¡Estamos en las manos del Señor, querida niña!... Si el carricoche se hunde, nos ahogaremos; ¿sabes nadar?
—No.
—Si podemos seguir en él hasta mañana, al apuntar el día, acaso logremos ganar la orilla, a menos que esos demonios no disparen sobre nosotros. No creo que haya muchas probabilidades de que la presa se les escape.
—¿Tienes miedo a la muerte, Alejandro?
Reflexionó de nuevo.
—Espero, al menos, que sabré morir como un hombre.
—Dime francamente lo que piensas, ¿nos queda alguna esperanza?
Nuevo silencio. Se preguntaba Alejandro si debía decir toda la verdad. Al fin se decidió.
—Yo no veo ninguna, Olimpia, porque si no nos ahogamos se nos fusilará seguramente. Los bandidos nos aguardarán hasta mañana en la orilla y por su propia seguridad no se atreverán a dejarnos vivir.
Ignoraba que los dos asesinos estaban muertos y que el tercero había huido aterrorizado.
—Querida Olimpia —añadió—, ¿para qué mentir? Nuestra muerte puede llegar en cualquier momento; es muy difícil que nos espere hasta mañana.
Eran palabras solemnes y terribles, habida cuenta de la situación de nuestros dos personajes. Es horrible sentirse frente a la muerte violenta, en plena fuerza, en plena juventud. Es horrible saber que se va a partir hacia ese mundo desconocido, acaso más terrible que la misma vida. ¡Sobre todo en el viaje de dos novios!
Alejandro se sentía desfallecer ante esa fuerza de la muerte.
Pero hay algo más fuerte: el perfecto amor de una mujer. Contra esto ni la muerte prevalece.
A la mirada de Alejandro respondía la mirada de Olimpia, henchida de una luz sobrenatural. Ella no temía la muerte, si le acompañaba su bien amado en el trance supremo.
Desde hacía algún tiempo una angustia terrible le mordía las entrañas, quitándole todo reposo, toda esperanza de porvenir risueño.
La muerte con Alejandro era una gran liberación.
Los grilletes que la sujetaban al dolor, caían al suelo, rotos por una mano invisible.
Su amor era más profundo que una tumba y ahora se erguía con toda su fuerza, presto a volar a las regiones del amor eterno.
—¿Estás seguro, Alejandro, completamente seguro? —preguntó de nuevo.
—Sí, querida mía, sí. ¿Para qué obligarme a repetírtelo? No veo ninguna esperanza de salir con vida.
Los brazos de la boerina enlazaban el cuello de Alejandro, que sentía en las mejillas la caricia de sus crenchas sedosas y el soplo de su aliento.
—Es que tenía que decirte una cosa, Alejandro, y no debo decírtelo sino en el caso de que sea inevitable nuestra muerte. Acaso sospeches de lo que se trata, pero deseo que la oigas de mis labios, si es que vamos a morir.
—Puedes hablar, Olimpia; no creo que nos quede probabilidad ninguna de salvar la vida.
—Pues bien, Alejandro, ¡me alegro de morir!
—¿Estás loca, Olimpia?
—No, Alejandro. Me alegro de morir porque el cariño que te tengo me hacía sufrir mucho. Tú lo has dicho, estoy loca, loca de celos.
—¿De celos?
—Sí, de celos. Tengo celos de esa Lady Denver, tan hermosa, tan rica, tan elegante, tan instruida. Confiesa, Alejandro...
—¡Qué debo confesar! —replicó el muchacho, interrumpiéndola—. Si yo sintiera el menor cariño hacia esa señora, ¿habría venido aquí a buscarte?
—Es verdad, Alejandro, pero tú no has podido mirar a esa mujer sin sentirte alguna vez emocionado, aunque sólo fuera pasajeramente.
Alejandro se calló; cuando la muerte se aproxima las mentiras son inútiles.
—¿Callas? —prosiguió Olimpia—, luego tengo razón. Sí, Alejandro. Yo he sido toda entera para ti; ni antes de conocerte reparé nunca en ningún hombre. Todos mis pensamientos amorosos, hasta mis ensueños de niña, todos te pertenecen. Vosotros, los hombres, no podéis ser así... Ya lo comprendo... Pero mi amor es egoísta..., lo quiere todo..., todo absolutamente.
—Pero, Olimpia.
—El pensamiento de que alguna vez, aunque sólo fuera por un segundo, encontraras hermosa y apetecible a Lady Denver, me revuelve, me trastorna, me asesina. Y si eso es así, ahora, cuando tú no eres para mí más que un deseo, ¿qué sería cuando la bendición del sacerdote me otorgara derechos que hoy no tengo?
—Pero, Olimpia.
—Sí, ya sé que estas palabras parecen de una loca. Pero no puedo soportar el pensamiento de que tú, aun queriéndome mucho, veas a una mujer en la calle, y que luego, al estar conmigo, solos, íntimamente solos los dos, te acuerdes de ella. ¡Y así sois los hombres!
Hubo un segundo de silencio, que rompió Alejandro.
—Pero yo te juro, Olimpia mía, que en este momento, horas antes de morir, soy feliz, completamente feliz, porque veo la inmensidad de tu cariño, y porque pienso que nada separará ya ni nuestros cuerpos ni nuestras almas.
Y había tal acento de verdad en las palabras de Alejandro, que Olimpia se arrojó en sus brazos, pletórica de dicha, ebria de felicidad.
Y Alejandro comprendió la intensidad de aquel amor de virgen.
Tan poderoso era ese amor, que el suyo, olvidado en los terrenos de la situación, se despertó en todas sus fuerzas y arrebatos; él también se olvidó de la muerte inminente para no pensar más que en su pasión.
Olimpia estaba en sus brazos, tal como la había recogido para protegerla contra las balas; bajó la cabeza para verla mejor.
La luna iluminaba su semblante y dejaba mirar en sus ojos una expresión de voluntad y de amor como ningún hombre ha contemplado nunca.
Sintió primeramente ante la bien amada boerina un extraño pudor, pero luego toda consideración terrestre desapareció del mundo de sus pensamientos y la besó en la boca dulcemente.
Jamás la luna había dado su luz pálida a una escena amorosa tan conmovedora, tan patética.
Esos dos seres gustaban de la alegría más entera y más intensa que la vida ofrece, mientras la muerte se cernía sobre sus cuerpos y a sus pies se tendía el cadáver de Hendrick Croft.
El carricoche se balanceaba en la corriente del río torrentoso; los cuerpos de los caballos muertos se hundían y reaparecían incesantemente, según las ondulaciones del agua, sobre cuya superficie jugueteaban los rayos de la luna.
Por encima de los enamorados, el cielo mostraba sus profundidades infinitas de un azul sombrío, aljofarado de estrellas; las profundidades que tal vez franquearían sus almas dentro de poco. A derecha e izquierda las orillas apenas columbradas se confundían con las sombras.
Pero ni Olimpia ni Alejandro veían nada de todo ello, ni de nada se acordaban, como no fuera de que sus corazones se habían encontrado y de que eran dichosos, con inaudita felicidad.
El pasado no existía para ellos; el porvenir iba a comenzar y su pasión se sobreexcitaba con la perspectiva de la muerte próxima.
Olimpia había puesto la cabeza sobre el corazón de su bien amado, en ese mudo abandono de adoración y de éxtasis, tan raro en el mundo y tan superior a la pasión vulgar.
Mirando los ojos profundos de Olimpia, Alejandro se sentía feliz por morir de ese modo.
Olimpia, perdida en la inmensidad de la pasión, desfalleció sollozando de pura felicidad.
Y así pasaron largas horas de dicha, sin medir el tiempo —que sólo se rinde en los dolores— hasta que un aire más frío les anunció la aurora próxima.
La muerte que esperaban no había llegado; pero no debía de estar muy lejos.
—Alejandro —murmuró Olimpia—, ¿crees que nos matarán a tiros?
—Sí —respondió con voz cortada; necesitan hacerlo por propia seguridad.
—¡Quisiera que esto se hubiese ya acabado!
De pronto, soltó Olimpia los brazos, que rodeaban el cuello de Alejandro, lanzando un grito agudo.
El carricoche osciló violentamente.
—Me olvidaba —dijo Olimpia— de que tú sabes nadar. ¿Por qué no ganas la orilla y te escapas, antes de que amanezca, a favor de la oscuridad? De aquí a la orilla no habrá más de cincuenta metros y la corriente no es muy rápida.
La idea de escaparse sin Olimpia le parecía tan absurda a Alejandro, que ni siquiera se le había ocurrido.
—No digas tonterías, Olimpia.
—¡Pero si así lo quiero! ¡Anda, vete! ¿Qué importa mi muerte? Salva a mi padre si te es posible y lucha por tu Patria. Yo soy mujer; nada puedo hacer por nadie; tú eres hombre, tu vida pertenece a tu Patria; no debes sacrificarla inútilmente.
—Calla, calla.
—¡Anda, vete! Sé que me quieres y muero contenta. ¡Vete! Te espero... Viva o muerta te espero... ¡y te adoro! ¡Anda, vete! Te prohibo que me desobedezcas; antes que consentirlo me arrojo al río. ¡Ay! ¡Ten cuidado, que se vuelca el carruaje!
—¡Agárrate firme! ¡No sueltes las manos! —gritó Alejandro—. ¡Los tirantes se han roto!
No se engañaba; el cuero desgastado por el roce constante con la roca se rompió en dos pedazos.
El carricoche giró sobre sí mismo. Luego se inclinó de tal suerte que el cadáver del pobre Hendrick resbaló, desapareciendo en el río.
El carruaje, aligerado de este peso, recobró por un instante el equilibrio, pero no estando ya sostenido por los cuerpos de los caballos y la fuerza del viento, se fue llenando de agua poco a poco y se hundió dando vueltas.
Alejandro comprendió que todo se había perdido y que la muerte sería inevitable si permanecían en el vehículo, porque el techo de tela del carruaje les obligaría a permanecer debajo del agua.
Rezando mentalmente, agarró a Olimpia por la cintura y saltó al agua.
En aquel momento el carricoche cayó al fondo del agua.
—No te muevas, ¡te lo pido por Dios! —exclamó Alejandro, cuando salió a la superficie.
A favor de la incierta claridad de la naciente aurora pudo distinguir la orilla izquierda del río Caledon, por la que habían entrado en el agua. Parecía estar a unos cuarenta metros de distancia, pero la velocidad de la corriente era muy grande y comprendió que llevando a Olimpia le sería imposible alcanzarla.
Lo único que podía hacer era mantenerse en el agua; por fortuna no estaba fría y era Alejandro vigoroso nadador.
Bien pronto reparó en que había muchas rocas de cumbre llana desparramadas a lo largo del río Caledon.
Entonces, agarrando a Olimpia por los cabellos, hizo un esfuerzo desesperado.
El agua espumajosa golpeaba con furia sobre esas rocas.
Sintió una vez que había hecho hincapié en alguna parte, pero eso no duró largo tiempo. De pronto fue arrastrado al fondo del río, sobre piedras puntiagudas, que le herían lastimosamente.
Sin saber cómo se levantó, volvió a ser arrastrado, sosteniendo nerviosamente a Olimpia.
Por tres veces le sucedió lo mismo.
Al fin el agua no le llegaba más que hasta la cintura, pero tenía que llevar a Olimpia en brazos.
Al levantarla sintió un desfallecimiento que le pareció mortal; sin embargo, se mantuvo firme y al fin los dos cayeron en una roca de superficie llana, rasante con la del río.
Alejandro perdió el conocimiento.
El agua, a las veces, cubría la roca y descendía al río, formando diminutos arroyos gruesos como un dedo pulgar.
Cuando Alejandro recobró el uso de los sentidos, advirtió que Olimpia le estaba calentando las manos con las suyas.
Su desvanecimiento debía de haber durado largo tiempo porque el sol iluminaba ya la tierra.
Levantándose con trabajo se palpó por todo el cuerpo; no estaba más que contusionado ligeramente.
Pero el agua, que antes sólo momentáneamente remojaba la roca, ahora la cubría por entero.
El río, por lo visto, al recoger el agua de las montañas, volvía a crecer y la corriente se hacía más impetuosa de momento en momento.
—¿Estás herida? —preguntó Alejandro a Olimpia, la que, pálida y débil y amortecida, los vestidos rasgados por las balas y las rocas y chorreando agua, ofrecía un espectáculo digno de compasión.
—No, no mucho —respondió Olimpia con quejumbrosa voz.
Ambos, temblando de frío, se sentaron sobre la roca, aunque el agua les mojara los pies y las piernas, para tomar el sol.
—¿Y qué hacemos? —se preguntó Alejandro.
—Morir —respondió, sobriamente, Olimpia—; yo quería morir, ¡no sé por qué me lo has impedido! Hay situaciones en las que la muerte es la única salida... y la nuestra es una de ellas.
—No temas nada, dentro de poco tiempo serás complacida. Los asesinos nos perseguirán antes de mucho.
Ligera bruma cubría todavía el lecho y las orillas del río Caledon, pero a medida que el sol se elevaba iba disipándose.
La roca en que habían hecho pie se encontraba a unos trescientos metros del punto donde el rayo había matado a los dos negros y a sus caballos.
Poco tiempo después observaron que, a una distancia de doscientos metros, dos caballos pacían tranquilamente.
—¡Ya me lo figuraba yo! —dijo Alejandro—. Los bandidos han echado pie a tierra por ahí. No tardarán en vemos, y entonces, querida Olimpia, tus deseos de morir serán satisfechos.
—Pero Alejandro, ésos no son los caballos de los negros, sino los nuestros, los que teníamos en limonera, que han conseguido salir del agua. ¡Míralos! Aún tienen puestos los collares.
—¡Por vida de!... ¿Sabes que tienes razón?... Si pudiéramos cogerlos, sin ser cogidos nosotros, tal vez conseguiríamos salir de aquí.
—El terreno de las orillas es bastante llano. No creo que pueda haber escondite alguno desde donde nos acechen los bandidos. Probablemente habrán creído que nos han matado y se habrán ido en esa creencia.
Alejandro miró escrupulosamente los alrededores y por primera vez un rayo de esperanza le iluminó el corazón.
—Hemos de hacer un esfuerzo para salir de aquí y alcanzar nuestros caballos... Estamos muertos de cansancio y de debilidad.
¿Pues cómo salir de allí?
La corriente era muy brusca para que Alejandro pudiera alcanzar la orilla llevando a Olimpia.
Al fin, un plan se dibujó en su espíritu.
—Mira, Olimpia: no veo más manera de salir de aquí que ganar yo la orilla, coger los caballos y traerlos, y luego, o bien montando encima de ellos, o bien agarrándonos a los tirantes, nos será fácil a los dos ganar la orilla, ya que, por lo visto, esos dos caballos son buenos nadadores. ¿Qué te parece mi plan?
—Excelente.
—Pues no perdamos tiempo..., mira.
Y extendiendo el brazo señaló Alejandro algo que se aproximaba río abajo.
Efectivamente, la riada iba de veras.
De momento en momento, el agua era más profunda sobre la roca en que los novios se apoyaban.
Y lo que se aproximaba debía ser seguramente la riada.
—¿Podrás mantenerte cinco minutos más? —preguntó Alejandro a Olimpia.
—Sí.
—¿Seguramente?
—Pierde cuidado.
—Entonces no pierdo tiempo.
Y arrojándose al agua ganó en pocos segundos la orilla.
—¿Sin novedad? —preguntó, gritando, a Olimpia.
—Sin novedad.
Alejandro se apoderó de los caballos y miró a todos lados.
No se veía ni huella del mulato.
Pero de pronto lanzó Alejandro un grito de horror.
A unos cien metros de distancia vio tendidos los cuerpos de dos negros, hinchados, descompuestos, como sucede frecuentemente a los seres muertos por el rayo; las carabinas torcidas en las manos, los vestidos rotos por la explosión de los cartuchos.
Dominado por invencible curiosidad se acercó a los muertos.
¡Reconoció a los negros que habían estado disparando sobre ellos!
Permaneció varios segundos en muda contemplación, pensando acaso en una justicia superior que castiga a los malos y premia a los buenos.
Volvió la cabeza...
... Y entonces lanzó otro grito de terror, más agudo, más penetrante que el primero.
¡¡Olimpia había desaparecido!!
¿Cómo se había efectuado esta desaparición?
Tan pronto como Alejandro se arrojó al agua, para ganar la orilla, la crecida del río aumentó rápidamente.
En pocos segundos llegó el agua a las pantorrillas y a los muslos de Olimpia.
Y lo peor es que la crecida arrastraba ramajes, maderos, troncos de árboles.
Cuando Alejandro reparó en los negros muertos, Olimpia, que le miraba con fijeza, vio igualmente el terrible espectáculo.
Las miradas de Alejandro y de Olimpia convergieron en el mismo punto.
Y entre tanto, aquello que vio Alejandro acercarse, y que no era otra cosa sino una inmensa oleada, llegó a la roca donde se hallaba Olimpia y, sepultándola, la arrastró...
Olimpia lanzó un grito, que se perdió en el rugido de la riada, y se agarró instintivamente a un tronco de árbol que magulló su cuerpo.
... Alejandro echó a nadar, luchando contra la corriente, más impetuosa que nunca, ganó la roca donde se refugió durante varias horas con ímprobos esfuerzos y miró a todos lados.
Una oleada colosal se alejaba río abajo; aquí y allá, maderos y ramajos corrían por el río con velocidad vertiginosa.
De cuando en cuando, nuevas oleadas le levantaban de la roca, que volvía a alcanzar luchando bravamente contra la corriente enfurecida.
Pero de Olimpia, ¡nada absolutamente!
Viendo que no podía hacer nada en el río volvió a ganar la orilla, cogió uno de los caballos y montándolo en pelo echó a andar a galope por la orilla, mirando fijamente al río.
¡Y nada, siempre nada!
Cruzó en todos sentidos las márgenes del río.
Aquí se echaba al agua, cruzando el Caledon. Allá deteníase en una de las rocas.
Todo lo revolvió durante doce horas de incansable marcha.
El caballo, reventado, se negó a llevarle.
Alejandro corrió a pie por la orilla, siguiendo la corriente, durante dos o tres horas, y sudando como un toro, congestionado por el sol, se echó a nadar en un punto donde se forman varios islotes en el río, para ver si por detrás de ellos las aguas arrastraban el cuerpo de su adorada.
Pero apenas su cuerpo tocó el agua, sintió un temblor espantoso en todo el cuerpo.
Sin saber lo que hacía echó pie atrás y se dejó caer.
Al recobrar los sentidos volvía a amanecer.
Alejandro, comprendiendo que era ya materialmente imposible arrancar al río Caledon el cuerpo de Olimpia, echó a andar por la llanura.
Iba muerto de hambre y de fiebre.
Al cabo de penosas horas de dura peregrinación llegó a una granja, donde unos pobres boers le atendieron y cuidaron como a un hijo.
Algo repuesto, pensó que su vida podía aún ser útil a Abraham Van Devinter y emprendió el camino de Kimberley.
Allí los criados de Lady Denver le comunicaron que la señora se hallaba en la ciudad del Cabo.
El «Sherif» le informó igualmente de que Abraham Van Devinter estaba encerrado en una de las prisiones de aquella ciudad, y Alejandro cogió el tren por pura obligación moral, llevando la muerte en el alma.
En su vagón iban gentes bien diversas. Aquí, unos ingleses que partían para su país con objeto de gastarse sus ahorros.
Allá, dos negociantes, de rostro inquieto, que discutían febrilmente las probabilidades de una revolución en Johannesburgo y de una guerra entre Inglaterra y el Transvaal.
Detrás de Alejandro, dos jóvenes, una mujer y un hombre, hablaban en voz baja.
—¿Me quieres? —preguntaba la mujer.
—Con toda mi alma.
—¿Me querrás siempre?
—¡Toda la vida!
¡Eran dos novios en su viaje de boda!
Y Alejandro, acordándose de Olimpia, sintió que los ojos se le henchían de llanto.
¿Por qué salió de la roca sin Olimpia? ¿Por qué se le ocurrió ganar la orilla sólo para buscar los caballos?
Y haciéndose estas reflexiones, la cólera le avinagraba.
Le parecía tener la culpa de la muerte de su novia.
Y cuando cesaba de hacerse tan amargas consideraciones miraba a los lados, atontado, sin un pensamiento, con la cabeza totalmente vacía.
... El tren corría muy despacio, a través de la llanura.
¡Oh!..., los trenes sudafricanos no tienen prisa. Cuando andan treinta kilómetros por hora dan de sí todo lo que se puede esperar de ellos.
Al cabo de un día de marcha se encontró en el Karroo, el inmenso desierto por el que se baja de las altas planicies del Veldt a las ciudades cercanas a la mar.
El efecto que ofrece a los ojos es maravilloso.
Quedan atrás los árboles y las casas, y sólo cimas de colinas rodean el tren. Se presentan por todas partes. Los picos suceden a los picos, las crestas a las crestas, en todas variedades de formas y colorido, desde el más intenso púrpura hasta las masas de un azul líquido.
Nada recuerda la presencia del hombre y apenas se adivina la existencia animal.
El suelo gris es de una monotonía desesperante.
El agua de las lluvias, amontonándose en las depresiones del terreno, refleja la luz del sol, produciendo indescriptibles efectos luminosos.
El aire es frío, pero tan extraordinariamente fortificante que los viajeros bajan los cristales.
Al aspirarlo siente Alejandro una sensación de ligereza, que recuerda los sueños de niño, cuando uno cree volar.
Se llega a Matjes Fontein, estación sanitaria, donde los tísicos se curan.
Y vuelta al Karroo, el desierto de esterilidad irremediable.
Aquí y allá tropiezan los ojos con un boer que guía su vagón de veinte pies de largo, pintado de rojo, verde y amarillo.
La tela que lo cubre brilla al sol como nieve; dieciséis o dieciocho bueyes, uncidos por parejas, arrastran penosamente el carro al través del desierto.
Los chiquillos corretean por detrás del coche, mientras un gran rebaño de bueyes y vacas caminan y pacen alternativamente.
Piensa Alejandro en el contraste que existe entre los negociantes que viajan en tren y aquel boer tranquilo que guía su vagón.
Los negociantes corren con toda la velocidad que el vapor y la electricidad les permite en busca de dinero. El boer se contenta con avanzar pausadamente, día por día, en busca de la riqueza natural, de pastos para su rebaño.
Para él lo esencial es el espacio; nada más que el espacio. Nada le obliga a darse prisa; no necesita de las modernas invenciones. El tiempo colabora en su obra y la paciente sucesión de las sucesiones le aportará los alimentos sobrios que busca.
Pero ¡ay de él si se cruza en el camino del tren donde van los negociantes sedientos de oro!... La locomotora pasará por encima.
Al cabo, pensamientos y recuerdos, todo desaparece en el cerebro de Alejandro.
El mágico espectáculo del Karroo absorbe toda su atención.
El sol se pone y parece incendiarse el cielo y hasta la misma tierra.
Todas las lenguas se acallan; todas las miradas se fijan en el horizonte.
... Y al cabo de tres días de tristísimo e interminable viaje se apeó Alejandro en la ciudad del Cabo, llorando la muerte de su novia y decidido a salvar la vida de Abraham Van Devinter.
En el despacho lujosísimo que posee Cecil Rhodes en su palacio señorial de la ciudad del Cabo conversaban animadamente el Napoleón sudafricano y su secretario, el belicoso doctor Jameson, jefe militar de la Compañía «Chartered».
Sobre la mesa despacho veíanse multitud de telegramas y cartas.
En un alto de la conversación se puso Cecil Rhodes a hacer números.
El resultado de sus cuentas no debía ser muy satisfactorio a juzgar por las expresivas muestras de despecho que daba el celebérrimo negociante, mordiéndose los labios y golpeándose la frente con la palma de la mano derecha.
Esta entrevista se verificaba en uno de los primeros días de diciembre de 1895, siendo Cecil Rhodes presidente del Consejo de Ministros de la Colonia del Cabo.
—¿Sabes a lo que van a ascender las pérdidas de la Compañía durante el corriente año? —preguntó al acabar de hacer sus cálculos Cecil Rhodes al doctor Jameson.
—Tú dirás.
—A quinientas mil libras esterlinas en números redondos (unos quince millones de pesetas).
—¡Demonio!
—Y como eso hemos venido a perder un año con otro desde que se constituyó la Compañía en 1889, resulta que en siete años habremos perdido tres millones y medio (unos ciento cinco millones de pesetas por lo poco).
—¡Pues una friolera!
—Sí; tus campañas contra los negros nos van saliendo un poco caras. Y el caso es que las acciones están bajando con la velocidad del que se tira por un tejado.
—¿A cómo están?
—Este telegrama de Londres me dice que la última cotización ha sido de una libra y ocho chelines.
—¡Y hace un año estaban a tres libras!
Los dos amigos se enfrascaron de nuevo en sus meditaciones.
Efectivamente, el negocio de la Compañía «Chartered» no se presentaba muy lúcido.
Constituida la Compañía para explotar los 700.000 kilómetros cuadrados de terrenos (algo así como España y Portugal reunidas), comprendidos entre el Africa occidental alemana, el Congo belga, las posesiones portuguesas, el Africa oriental alemana, el Transvaal y la Bechuanalandia, el negocio parecía muy brillante.
Inglaterra expidió una carta (de ahí el nombre de «Chartered» dado a la Compañía) poniendo bajo la protección de su bandera la empresa que se propuso Cecil Rhodes de conquistar y explotar esos terrenos, con la esperanza de que la fertilidad del suelo y las minas de oro le indemnizarían muy pronto de sus gastos.
Pero hubo que invertir los primeros fondos aportados por Cecil Rhodes en guerrear contra los negros matabeles.
Y la Compañía se hubiera encontrado muy pronto sin un céntimo a no haber acudido en su auxilio el patriotismo imperialista de los ingleses de la metrópoli, quienes, seducidos por las promesas de Cecil Rhodes, cubrieron todas las nuevas emisiones de la «Chartered», pagando por las acciones considerables primas.
Por desgracia para Cecil Rhodes, todos los fondos de la Compañía eran incesantemente devorados por la guerra.
Los negros matabeles no se dejaban conquistar y el dinero que debió haberse empleado en tender ferrocarriles, dando valor a aquellos terrenos, la gastaba el doctor Jameson en mantener a sus fuerzas.
—Todo nos sale mal —argüyó el doctor Jameson, disculpándose—. Yo no tengo la culpa de que la peste bovina haya arruinado a nuestros colonos, matándoles todos sus rebaños.
—Es verdad, pero tú me prometiste que con cuatrocientas o quinientas mil libras pondrías término a la guerra y ya van gastadas...
—Tienes razón; pero que desde que el mundo es mundo todas las guerras han costado veinte veces más de lo que para ellas se presupuestaba.
—Sin embargo...
—No me pongas reparo. La cuestión estriba en saber si la guerra era o no necesaria... A mí me parece que para explotar una finca lo primero que hace falta es expulsar o someter a los que la ocupan... Y como el rey Lobengula no quiso emigrar ni someterse de buen grado, había que echarlo por la fuerza de las armas.
—No hablemos más de lo que ya no tiene remedio. Lo peor es que las minas de los terrenos de la «Chartered» no ofrezcan gran porvenir... Eso me dices, pero ¿estás seguro?
—Completamente seguro. Era lo que más nos interesaba, ¡figúrate si las habré examinado cuidadosamente!
—¿Y dices que no hay ninguna mina de oro de filón continuo como las del Transvaal?
—Ninguna absolutamente. Las que hay son de pepitas auríferas, que en unas partes se encuentran muchas y en otras ninguna; no ofreciendo, por lo tanto, ninguna garantía a la empresa que emprenda su explotación.
—¿Y las señales que existen de que los antiguos, árabes o egipcios, las explotaban a cielo abierto?... ¿No demuestran que son riquísimas?
—Los antiguos las explotaron, ciertamente, y como las explotaron los antiguos, hoy están agotadas las mejores... Y en las que quedan, que merezcan explotación, hoy es imposible por la carestía de la vida, dificultad de transportes, insalubridad del clima y cuantía de los gastos necesarios.
—¿De modo que?...
—De los ciento cuarenta pozos que hemos hecho para probar las minas, sólo siete producen oro suficiente para emprender la explotación... cuando la «Rhodesia» tenga la necesaria red de ferrocarriles.
—Pues eso es la quiebra, querido Jameson; la quiebra horrible, vergonzosa, inevitable...
Y Cecil Rhodes guardó silencio largo rato.
Al cabo de un rato le preguntó Jameson:
—¿Y no habría manera de levantar más fondos en Londres mediante una nueva emisión de acciones? Yo creo que con un millón más pudiera terminarse el ferrocarril hasta Beira y tal vez entonces se animarían las gentes a colonizar nuestros terrenos. ¡Qué caramba! Aunque no produzcan oro, siempre son buenos para el cultivo de la caña de azúcar y del café y del tabaco.
—Todo eso está muy bien y pienso como tú. Dentro de cien años los terrenos de la «Chartered» estarán habitados por millones de blancos... Pero hoy la Compañía no tiene dinero ni para afrontar la quinta parte de los gastos que necesita hacer.
—Por eso te hablo de hacer una nueva emisión de acciones. Yo creo que no te sería difícil levantar fondos. La prensa inglesa, en su mayor parte, nos sigue siendo favorable.
—Buenos dineros me cuesta —interrumpió Rhodes.
—Pero buenos bombos te da. Según leo en
—Mira, en la prensa no cree nadie más que el pueblo, y el pueblo no tiene dinero... Gracias a la campaña de la prensa, la causa de la «Chartered» es popular en Inglaterra, pero entre los hombres de negocios no hay uno que nos dé cinco libras..., a menos de que yo no garantice el éxito de la empresa con un crédito personal, y como tú comprenderás, no estoy dispuesto a esa primada.
Nuevo silencio.
Esta vez fue Cecil Rhodes quien lo rompió para preguntar al doctor Jameson:
—¿Y es cierto que los negros se agitan nuevamente?
—Por desgracia nada más cierto. Habrá que emprender nueva campaña contra ellos hasta acabar con los jefes guerreros.
—Pues ya ves —vociferó Rhodes, golpeando la mesa—. Otra campaña en perspectiva, gastos y más gastos... Decididamente la «Chartered» se hunde.
Y por tercera vez volvieron a su silencio los dos amigos.
Jameson recapacitaba profundamente.
Cecil Rhodes miraba nerviosamente una tras otra las cartas que tenía sobre la mesa,
Jameson preguntó:
—¿Pero no habíamos quedado en que el gobierno inglés compraría los terrenos de la «Chartered»? ¡Con esta compra nos poníamos las botas!
—Sí, pero mira la carta que me dirige mi banquero Rubén, hablándome de este asunto:
«Londres, 10 de noviembre de 1895.
Amigo Rhodes:
«He hablado extensamente con el ministro de las Colonias acerca de su proyecto de ceder al gobierno los terrenos de la «Chartered».
Mr. Chamberlain se muestra totalmente propicio al proyecto.
El número de acciones de la "Chartered” que posee tanto el ministro de las Colonias, como sus familiares, sus amigos, los electores de Birmingham y personas las más influyentes de la corte, que no necesito enumerarle porque usted las conoce de sobra, hacen que ese proyecto sea visto con gran simpatía, pues de ese modo salvarían los intereses comprometidos en la empresa.
Mas hoy por hoy, me ha dicho mister Chamberlain, es imposible realizar la venta.
El ministro de las Colonias está furioso contra usted porque ha llegado hasta aquí la noticia de que las minas de la ”Charte-red” son totalmente improductivas.
¿Cómo ha dejado usted traslucir tan funestas noticias? Es una torpeza imperdonable.
Dos periódicos de oposición iban a dar la noticia y sólo a costa de dinero hemos conseguido evitar su publicación.
Espero que aplaudirá el negocio, pues de haberse publicado, el pánico hubiera sido horrible y la quiebra de la "Chartered” inmediata.
En pliego aparte le envío las condiciones de este contrato.
Como usted comprenderá, Mr. Chamberlain se encuentra con el alma en un hilo.
Si después de haber garantizado en varios discursos, el éxito de la Compañía, llegara a hacerse público el fracaso, su situación política se vendría abajo.
En estas condiciones es imposible que el gobierno entable negociaciones de ninguna clase para comprar las acciones de la ”Chartered”.
Los enemigos de Mr. Chamberlain se agitan enormemente y hay que darse mucha prisa para evitar que nuestros proyectos se descubran.
Según el ministro, todo depende de la mayor o menor velocidad con que ustedes realicen sus planes de revolucionar Johannesburgo.
Si ustedes lo consiguen antes de muchas semanas, pretextando o inventando los malos tratos que dan las autoridades trans-vaalenses a los súbditos británicos, todo se podría arreglar.
Nos consta que el gobierno de Pretoria está comprando armamentos en Europa.
Dense ustedes prisa y digan que el presidente Kruger abriga el propósito de asesinar a todos los ingleses que viven en Johannesburgo, así como el de hacer saltar las minas, arruinando sus propiedades.
Una campaña de prensa bien organizada puede producir tal excitación en los extranjeros de dicha ciudad, que por fin se decidan a empuñar las armas contra Kruger.
En todo caso, emplee al doctor Jameson y a sus fuerzas en revolucionar la ciudad minera.
Aquí llevamos bien la campaña periodística.
En cuanto estallase un conflicto entre el gobierno de Kruger y los ingleses de Johannesburgo, la opinión, convenientemente preparada, obligaría al marqués de Salisbury a declarar la guerra al Transvaal.
Y sin esto la "Chartered” es cosa perdida.
En cambio, tan pronto como Inglaterra se anexione las repúblicas sudafricanas, Chamberlain agitará la idea de constituir una sola gran colonia con todo el Sur de Africa.
Y como no faltará para constituirla sino comprar la ”Char-tered”, el negocio se realizará en condiciones espléndidas para todos porque el pueblo inglés, embriagado por la victoria, dará el dinero sin contarlo, mientras que si ahora se propusiera el negocio, el escándalo arrollaría a Mr. Chamberlain y arruinaría nuestros proyectos.
Como usted ve, a pesar de que ustedes han cometido la torpeza de dejar entrever el verdadero estado de la Compañía, aquí la cosa marcha bien, y el éxito de la empresa depende en absoluto de su diligencia.
Aparte de la minuta de los contratos que he tenido que celebrar, le remito adjunto nota de las últimas cotizaciones y compraventas.
Muy suyo,
A la lectura de esta carta siguió un rato de profunda reflexión.
Ambos comprendían que Rubén estaba en lo cierto aconsejándoles la mayor actividad posible.
Pero ¿sería posible la incursión del doctor Jameson en el Transvaal tal como la habían proyectado, ahora en que sus proyectos no debían ser desconocidos del presidente Kruger, puesto que quiso matarles por ellos el rebelde Franck Van Eyck, en aquella tarde memorable, no olvidada por nuestros lectores?
—Tienes que darte prisa —prosiguió Cecil Rhodes.
—Yo lo tengo todo preparado; dime el día en que debo entrar en el Transvaal con mi gente, y a la hora señalada cruzaré la frontera.
—Perfectamente, pero guarda absoluto silencio.
—El día antes de partir llamaré al coronel Grey, al comandante Coventry y a los capitanes Mouro y Gosling, para comunicarles la orden, ordenándoles el mayor secreto. Entre tanto digo en Mafeking que nos estamos preparando para castigar una tribu matabele.
—Muy bien. El silencio es absolutamente necesario. Si Kruger llegara a traslucir lo que se trata, antes de llegar a Johannesburgo, estaríais todos colgados de un árbol.
—Y ahora lo importante es que la ciudad se subleve, porque según la última carta de Phillips las cosas van más despacio de lo que debía esperarse.
—Pierde todo cuidado. Mañana mismo salgo para Johannesburgo con objeto de ultimar los detalles de la revolución.
—¿Pero no comprendes que la llegada del presidente de la Colonia del Cabo a Johannesburgo en momentos de tanta irritación como los presentes puede alarmar al gobierno de Kruger?
—Kruger no sabrá nada de mi viaje.
—Entonces yo también saldré mañana para Mafeking.
Y dicho esto los dos se levantaron.
—Actividad y vigilancia, Jameson.
—¡Ya lo creo! ¡Como que el menor descuido puede costar la ruina de la «Chartered»!
—¡Adiós, doctor!
—¡Adiós, Napoleón! —replicó el belicoso médico, insinuando a los oídos de Cecil Rhodes el elogio que halagaba más íntimamente su vanidad.
Pero en aquel momento anunció un criado una visita.
—Lady Denver desea urgentemente hablar con su excelencia.
—Que pase.
Entró Lady Denver, sofocada y jadeante.
—Necesito un gran favor de ti —exclamó.
—¿Tan grande? —replicó Cecil Rhodes con extrañeza.
—Tan grande —corroboró Lady Denver, firmemente— que si no me lo concedes pierdo la razón.
—Me parece que ya estás en camino de perderla.
—Sí que lo estoy. Hace tres días que no como, ni duermo, ni descanso, ni vivo. ¿Te acuerdas de Alejandro Liebeck, el muchacho que estuvo herido en mi casa? Ha muerto en el río Cale-don. ¿No has oído hablar de su novia Olimpia Van Devinter? Ha muerto con Alejandro. ¡Todo por mí, Cecil, por mí! ¡Es horrible!
—¿Y por qué te echas tú la culpa de semejantes muertes?
—Porque si no se me hubiera ocurrido nunca a mí llevar a mi casa de Kimberley a Alejandro, ninguno de los jóvenes se habría muerto y su padre gozaría con su felicidad.
—¿Y qué quieres de mí? ¿Que los resucite?
—No es la ocasión de bromas. Quiero que me quites de encima los remordimientos concediéndome la vida de Abraham Van Devinter.
—¿Te has vuelto loca?
—Tú ya has dicho que estoy en camino... Y, efectivamente, el fantasma de Abraham Van Devinter se me aparece día y noche. ¿No es horrible ser la causante de la muerte de sus hijos? ¿En qué estorbaban esos dos muchachos nuestras combinaciones?
—Pero, mujer, esa muerte será una desgracia, pero no un crimen del que tengas que arrepentirte.
—Necesito, para tranquilidad de mi conciencia, saber que vive Abraham Van Devinter.
—Pues, sí, vive, yo te lo aseguro.
—Eso no me basta; necesito verle, convencerme por mis ojos de que vive.
. —No puede ser, María.
—¿Y por qué no puede ser? ¿Acaso ya no tienes confianza en mí?
—No puede ser porque nadie, fuera de su carcelero y yo, nadie conoce el paradero de Abraham Van Devinter.
—¿Y qué importa que yo lo conozca?
—Podrías decírselo a alguien, podría escapársete sin querer. Y ahora es imprescindible que nadie conozca el paradero de Abraham Van Devinter. El partido afrikánder, que es enemigo, armaría un escándalo terrible si supiera dónde se hallaba Van Devinter... ¡Y como yo no puedo comunicar que la rebelión de la Gricualandia ha originado su encarcelamiento, sin que los valores diamantíferos caigan por los suelos, necesito un silencio absoluto!
—Pues yo quiero verle, quiero verle, quiero verle...
Y Lady Denver se puso a chillar como una loca.
Tan extraña actitud por parte de una mujer tan equilibrada por punto general no dejó de sorprender a Cecil Rhodes.
Pero en lo que menos pensó el jefe del gobierno fue en qué María renovara relaciones amorosas con Alejandro Liebeck.
¿Cómo iba a atreverse a desobedecer sus concluyentes órdenes?
Pero el amor obra milagros y María, tan fiel a Cecil Rhodes en los asuntos políticos, estaba desempeñando en aquel momento un papel de sainete.
Porque ni estaba loca ni se le aparecía el espectro de Abraham Van Devinter, ni sentía necesidad ninguna de ver a nuestro amigo.
Lo que había sucedido es que Alejandro Liebeck, al llegar a la ciudad del Cabo e informarse del hotel donde vivía Lady Denver había ido a verla y después de comunicarle la noticia de la muerte de Olimpia le había pedido la vida de Abraham.
María, que no podía negar nada al bienamado de su corazón, calculó que sería inútil pedírsela francamente a Cecil Rhodes e imaginó la comedia que estaba representando, con el propósito que nuestros lectores irán vislumbrando.
—No puede ser, María... Y no necesitas dar esos gritos.
—Quiero verle, Cecil, para quitármelo de encima. Ya no puedo más; su espectro me persigue por todas partes. Nos hemos enriquecido con sus minas, amargamos su espíritu con esa confiscación injusta, nosotros mismos lo hemos lanzado a la revolución, ahora se han muerto su hija y su sobrino, también por culpa mía... No es posible que encima le arranquemos la vida... ¡Sería demasiado!
—¿Y quién te habla de matarlo? Si está encerrado es porque no puedo ponerle en libertad sin grave peligro para mis planes. Si Abraham pudiera volver a Wimberley nos revolucionaría toda la Gricualandia contra nosotros... Espera a que Jameson esté en Johannesburgo y a que el Transvaal sea nuestro, que entonces lo pondremos en libertad y le regalaremos, por añadidura, una porción de libras esterlinas, si te empeñas.
—Muy bien, Cecil, pero yo necesito verle, mira que me mata el remordimiento.
—No puede ser, María.
—¡Qué cruel eres conmigo! ¡Conmigo, que he renunciado, por servirte, a los amores de su sobrino Alejandro, de su sobrino, muerto por mi culpa!... ¡Cuánto mejor hubiera sido que Alejandro y yo nos hubiésemos marchado a Europa, como pensaba hacerlo!... ¡Cuando menos no se habría muerto!
Y Lady Denver se puso a llorar amargamente.
La situación se hacía violenta.
Cecil Rhodes creyó que la Lady Denver de siempre, fría, razonadora y calculista, era en realidad víctima de una crisis nerviosa y que para no exacerbarla era preciso tratarla como a un niño.
—Y vamos a ver —preguntó, dulcemente—, ¿para qué querías a Van Devinter?
—Para comunicarle la triste noticia de que han muerto su hija y su sobrino, y para ofrecerle costear la sepultura. Ya sabes que es un ofrecimiento que no rechaza un boer al más encarnizado de sus enemigos.
—Espera quince o veinte días y ya veremos si puedo complacerte.
—No puedo, Cecil. La sombra de Van Devinter se me aparece de día, de noche, cuando almuerzo, cuando como, a todas horas. Desde que he sabido la muerte de Olimpia y de Alejandro la vida se me hace imposible, del todo imposible. Dirás que estoy loca; lo estoy de veras... y de rodillas, de rodillas te pido que me concedas el favor de ver a Van Devinter... ¡Quiero convencerme de que él, al menos, vive! ¡Quiero pedirle que me deje enterrar a sus hijos!
Y había tal efusión en las palabras de María, que Rhodes, al fin, se decidió a ser generoso.
—Mira, María, porque te veo así, porque deseo con toda mi alma que recobres tu habitual serenidad de espíritu, te voy a conceder en parte lo que me pides, aunque es infantil, y no debiera acceder a tus deseos.
—Mil gracias, Cecil, ¡me salvas la vida!
—Pues bien, tú no puedes ver a Van Devinter, porque en el estado en que te encuentras podrías comprometerme revelando el lugar donde se encuentra... Pero escribe a Abraham, diciéndole lo que tengas que decirle y recibirás su respuesta.
—¿Pero no puedo verle?
—No, es imposible; ¡mi última palabra!
—¿Y cuándo podré recibir su respuesta?
—Hoy mismo, porque tal vez tenga que marcharme mañana. María, ahora tengo que vestirme para celebrar Consejo de ministros. Dentro de dos horas estaré de vuelta. Me das la carta para Van Devinter y vienes por la noche a recibir mi respuesta.
—Pues hasta luego, Cecil.
—Hasta luego.
Al salir María se encaminó a su hotel, el
En uno de sus gabinetes le esperaba Alejandro.
—¿Y mi tío? —preguntó ansiosamente al ver reaparecer a
María.
—Te traigo dos buenas noticias.
—Vengan, pronto.
—Una, la principal: que Abraham Van Devinter no sufrirá la pena capital y sólo estará preso mientras Cecil Rhodes y sus socios resuelven sus diferencias con el gobierno del Transvaal.
—¿Y la otra?
—Que podré escribir a Van Devinter y recibir su contestación esta misma noche.
Y María refirió a Alejandro cuanto había ocurrido en su entrevista con Cecil Rhodes, añadiendo después:
—Créeme, Alejandro, sólo el inmenso amor que te profeso es capaz de hacerme abusar de Cecil Rhodes, a quien todo se lo debo.
Estaba tan hermosa, tan atrozmente hermosa María Denver, que Alejandro sintió irresistibles tentaciones de echarle los brazos al cuello y abrazarla hasta morir de voluptuosidad.
Pero se acordó inmediatamente de Olimpia desaparecida, muerta probablemente, y de Abraham Van Devinter, y en lugar de la declaración amorosa que esperaba María, salieron de sus labios estas palabras:
—¿Y qué piensas escribir a mi tío?
—Pues como le he dicho a Cecil Rhodes que te has muerto, le comunicaré tu muerte y la de Olimpia y le pediré permiso para enterraros.
—En cuyo caso yo incluiré en tu carta una nota mía, rectificando la verdad de las cosas.
—Me parece difícil, porque Rhodes me ha pedido que le lea la carta.
—Muy bien, y tú se la lees y al cerrar el sobre incluyes disimuladamente otra mía.
—¿Y cómo quieres que te conteste tu tío, si ha de pasar su respuesta por manos de Cecil Rhodes?
—Lo importante es que sepa que estoy aquí, velando por él, y lo acaecido a Olimpia... Pero dos horas pasan pronto y bueno será que las aprovechemos en escribir nuestras cartas.
Hiciéronlo así, en los términos que nuestros lectores pueden suponerse, haciendo María una carta en la que decía a Van Devinter lo que la hemos oído decir a Cecil Rhodes y encargándose Alejandro de restablecer la verdad de los hechos, aunque cuidando de no ponderar el amor que profesaba a Olimpia, a fin de no perder la ayuda de la poderosa María Denver.
Cuando hubo pasado el tiempo necesario, María se encaminó al palacio de Rhodes y allí leyó la carta al presidente del Consejo.
¡Una carta de mujer arrepentida, en que después de comunicar a Van Devinter la muerte de su hija y de su sobrino, le pedía el favor especial de costearles la sepultura!
Cecil se sonrió al oírla leer y dijo:
—Puedes cerrarla y venir esta noche a buscar la respuesta.
María, al cerrarla, incluyó disimuladamente la epístola de Alejandro.
Al cerrar la noche, se encaminó de nuevo al palacio del negociante celebérrimo.
—Toma la respuesta —le dijo éste—; aunque es breve, me han dicho que ha tardado el boer más de media hora en redactarla.
María se la llevó a Alejandro.
Era una hoja de papel en la que se leía en letras grandes:
«Señora:
Agradezco vivamente el interés que se toma por mi desgracia y acepto reconocido su ofrecimiento.
Seguía a la carta una rúbrica deforme y monstruosa, llena de borrones y de líneas mal trazadas.
Alejandro estuvo dándole vueltas a la carta más de media hora, sin poder explicarse la causa que le hacía escribir a Van Devinter en esa forma y poniendo una rúbrica tan poco normal.
Al cabo, su privilegiada vista de tallista de diamantes le advirtió que entre los borrones de la rúbrica parecían verse algunas letras.
Se despidió entonces de María, salió a la calle y, comprando una poderosa lente de aumento, leyó lo siguiente:
«Querido sobrino:
Comprendido el ardid. Sal inmediatamente para Pretoria y comunica al presidente Kruger cuanto sabes del complot fraguado por Cecil Rhodes y Jameson.
Tu tío,
Al día siguiente por la mañana tomó Alejandro el tren que une la ciudad del Cabo con la de Pretoria.
SEGUNDA PARTE EN EL PAIS DEL ORO
Advertidos por el telegrama que Alejandro les puso al tomar el tren en la ciudad del Cabo, su padre, Ignacio Liebeck, y su madre, Petra Van Devinter, salieron a esperarle a la estación de Pretoria.
Fuera imposible describir la escena de familiar ternura que siguió al minucioso relato hecho por Alejandro de los acontecimientos narrados en la primera parte de este libro; la angustia que produjo en el matrimonio boer la prisión de Abraham y la desaparición trágica de su hija Olimpia, la curiosidad y el asco que les mereció la conducta de los millonarios de Kimberley, el entusiasmo con que escucharon los detalles de aquella heroica sublevación de la Gricualandia y la muerte dramática del infortunado caudillo Franck Van Eyck y el estremecimiento de horror que les sacudió las vértebras al enterarse de los procedimientos que usaba Lady Denver para desembarazarse de rivalidades amorosas.
Cuando Alejandro les refería tan extrañas y extraordinarias aventuras, sus pobres padres, aldeanos sencillos en cuya vida no se encontraban más acontecimientos que los de sembrar los cereales, cuidarlos, recogerlos y venderlos y criar el ganado, creían que un infierno desconocido se les abría de pronto.
—Y ahora, hijo mío —dijo Ignacio Liebeck después de desahogar su indignación en abundantes invectivas y su dolor en lágrimas copiosas—, ahora es preciso que cumplas tu deber, desempeñando la misión que mi cuñado te ha confiado.
Y padre e hijo salieron de la posada, encaminándose a la morada del presidente Kruger, por entre las calles silenciosas y tranquilas de la capital.
Pretoria recuerda las ciudades agrícolas del Extremo Oeste norteamericano. Por sus calles anchas y polvorientas discurren grandes vagones arrastrados por bueyes. Boers de hirsutas barbas cabalgan sobre fogosos corceles. Por aquí un inmenso rebaño de vacas y bueyes interrumpe el tránsito de una calle. En la plaza que se extiende junto a la catedral, se alinean centenares de vagones, y sus bueyes, con los yugos uncidos, pastan por parejas en una vasta pradera cercana.
Con el ferrocarril de Lorenzo Márquez, recientemente construido, Pretoria ha adquirido cierto desarrollo comercial, pero la tranquila capital no tiene, como Johannesburgo, minas de oro que atraigan a los emigrantes y vive pacífica vida, a la sombra de una vegetación exuberante, a la orilla de un río pequeño, siendo más bien la residencia de una porción de labradores acomodados que la capital de un pueblo que supo en 1880 vencer a Inglaterra.
Ignacio y su padre se dirigieron a la morada del presidente.
—¿Y no te procuras una carta de recomendación para que podamos verle? —preguntó Alejandro a su padre.
Y éste respondió:
—¿Te figuras que estás en Europa donde hay que solicitar audiencia y esperar dos meses para avistarse con el jefe del Estado?...
Y al decir estas palabras, Ignacio Liebeck se sonreía con orgullo, mientras admiraba Alejandro la forma patriarcal del gobierno de su país.
A los diez minutos de marcha por las anchas calles, se encontraron junto a la casa del presidente. Frente a ella se levantan varias tiendas de campaña, entre las cuales se pasean varios centinelas.
La casa es larga y baja, formando como un extenso entresuelo. Hay a lo largo de la fachada un cobertizo. Parece una granja modelo, medio oculta entre el follaje de los árboles.
Se echaba de menos la calzada que da acceso a los carruajes y el lujo en el decorado que indica la residencia de un hombre de rango.
Ignacio Liebeck dio su nombre a uno de los centinelas.
Este lanzó una especie de gruñido y apareció en una de las puertas una criada blanca, con una toca holandesa en la cabeza.
—Diga usted al presidente que Ignacio Liebeck necesita verle con urgencia.
Desapareció la criada para volver a aparecer al poco rato:
—El presidente le espera.
A la derecha del portal había una puerta abierta que mostraba un salón ocupado por la señora de Kruger y otras damas. A la derecha, tras una puerta cerrada, se escuchaban voces rudas y ásperas.
Ignacio Liebeck llamó a la puerta.
—¡Adelante! —le contestaron.
En una butaca, frente a un mesa redonda, estaba sentado Pablo Kruger. Alrededor de él había diez o doce «burghers», de rostro tostado y luengas barbas doradas, mudos y solemnes como monjes rusos.
Ignacio Liebeck se adelantó hacia el presidente, quien le tendió la mano derecha, sin dejar de sostener con la izquierda una taza de café.
—¿Qué te traes por aquí? —preguntó, familiarmente.
Ignacio se había batido como un león en Majuba Hill, conquistándose, siendo bastante joven, la amistad y la admiración de Joubert, de Pretorius, de Kmger y de cuantos boers prepararon en 1880 el glorioso levantamiento contra Inglaterra.
—Graves noticias, presidente —replicó Ignacio.
Entretanto Alejandro examinaba a Kruger con exaltada curiosidad.
No es un tipo vulgar el jefe del gobierno transvaalense.
Lo vio Alejandro tal como lo representan las caricaturas, con un sombrero enorme cuyo descenso le ocultaría la cara a no detenerse en las orejas, con una pipa inverosímil tapándole la parte de la cara, y con unos pantalones de corte imposible y una gran banda de colores a lo largo del pecho.
Y, sin embargo, le produjo la impresión de una mezcla de Abraham Lincoln y Oliverio Cromwell con ojos de Juan Brigbt. Kruger tiene la mirada de un hombre que no se cansa de examinar. Parece un león que dormita, pero con esa fortaleza que hace temer terribles cóleras.
Sus facciones, como las de casi todos los grandes hombres, son regulares y armoniosas. Cuando sonríe adquiere su boca bondadosa expresión. Carece de esos repliegues que indican la terquedad. Contra lo que se cree, el secreto de sus éxitos no está en una ciega obstinación, sino en el propósito razonado de vencer los obstáculos.
El carácter de Kruger no excluye cierto amor a la paz, como se ve en la comisura tranquila de los labios.
Tiene los hombros anchos, el pecho saliente, las piernas largas y más de seis pies ingleses de estatura.
—Hace muchos años que no te veo —añadió el presidente—. ¿Qué te trae por aquí?
—Graves noticias. Mi hijo Alejandro, aquí presente, te trae el encargo de comunicarte en nombre de Abraham Van Devinter, mi cuñado, detalles de lo que se fragua por Cecil Rhodes y el doctor Jameson para revolucionar la ciudad de Johannesburgo. Dime si podemos hablarte ahora.
Kruger tendió una mirada circular.
—Estos «burghers», que son de mi plena confianza, me estaban hablando del mismo asunto. Puedes decir lo que te trae por aquí.
—Perfectamente —replicó Ignacio.
Y como en el Transvaal está muy mal visto que hablen los jóvenes, antes que los viejos, el padre de Alejandro hizo ante Kruger el relato que su hijo le había hecho pocas horas antes.
El presidente guardó silencio absoluto, limitándose a mirar alternativamente al padre y al hijo.
Los «burghers» callaban igualmente.
Entre tanto Alejandro recordaba, no sin cierta emoción, los acontecimientos principales de la vida de Kruger, el hombre que a los once años de edad mataba un león, a los trece combatía por la independencia de su país, a los diecisiete hacía de
De ese hombre de las praderas, educado al aire libre, que nunca había leído más libros que la Biblia ni hablado más idioma que el dialecto holandés de los boers, de ese hombre había dicho el gran Bismark:
«Cavour fue más fino, más sutil y mejor dotado que yo de condiciones diplomáticas; pero hay un hombre más fuerte, más elevado, más astuto que Cavour y que yo, y este hombre es el presidente Kruger.
Kruger no tiene como yo un ejército poderoso detrás de sí y un formidable imperio para sostenerlo. El está solo, con uñ pequeño pueblo agricultor y soldado, y con su solo genio será capaz de darnos ciento y raya a todos nosotros.
He hablado con él dos veces y me ha confundido.»
Al recordar los episodios de la vida de Kruger, que son los episodios de la vida moderna del Transvaal, sentía Alejandro el orgullo infinito de ser boer.
Allá en Europa cuando comparaba los modales toscos y la instrucción escasa de sus compatriotas con los talentos y las cortesías de las gentes de clase elevada, le entraba un rubor lamentable.
Pero en Pretoria al poner de relieve la fuerza, la energía, el amor a la independencia y a la libertad y el desprecio a las comodidades de la vida moderna, contrastando estas cualidades con la pusilanimidad y pequeñez de los europeos, un orgullo infinito le removía las entrañas: el de ser hijo de esos hombres de las praderas y llevar en las venas la misma sangre vigorosa y fecunda.
No cambiaba esta aristocracia por ninguna de las europeas.
Y al hacerse tal pensamiento recordaba la anécdota que se cuenta relativa a la entrevista de Kruger con un lord inglés.
El presidente y el aristócrata se entendían por medio de un intérprete y entre los dos se entabló el siguiente diálogo:
Kruger lanza un gruñido que significa: ¡Sea bien venido!
Kruger lanza otro gruñido y aspira en su pipa una gran bocanada de humo.
Kruger vuelve a fumar tranquilamente lanzando un tercer gruñido.
Kruger continúa fumando en silencio y luego, visiblemente contrariado por semejante conversación, se vuelve hacia el intérprete, diciendo con aspereza:
—Diíe a ese inglés que yo he guardado rebaños.
Esta salida, con que Kruger castigó la vanidad del impertinente duque, puso término a la entrevista.
Mientras Alejandro recordaba los rasgos salientes de la vida de Kruger, su padre terminaba el relato de los acontecimientos de que tienen ya noticia nuestros lectores.
Silenciosos escucharon Kruger y sus «burghers» cuanto se refería al complot preparado en Kimberley por los reyes de los diamantes y del oro, y a los preparativos del doctor Jameson en Mafeking para invadir el Transvaal al frente de sus tropas, pero cuando refirió Ignacio Liebeck los detalles de la muerte heroica de Frank Van Eyck y la desesperada tentativa hecha por los afrikanders gricualandeses para librar del yugo inglés la ciudad de Kimberley, las mejillas de los «burghers» se encendían de entusiasmo y los ojos de Kruger se iluminaban con vivos resplandores.
Cuando Ignacio refería los incidentes que precedieron a la captura de Abraham Van Devinter y la manera con que murió Hendrick Croft y desapareció Olimpia, todas las miradas se fijaban con cariño e interés en Alejandro, quien se ruborizaba al verse objeto de tal solicitud.
Al terminar su relato Ignacio, Kruger miraba al suelo, fumaba en la pipa y parecía reflexionar profundamente.
Los «burghers», en cambio, rompieron a hablar precipitadamente.
—No es posible aguardar más —decía uno de ellos—; tenemos que castigar inmediatamente la audacia de los millonarios.
—Esto es inaguantable —decía otro—. Los agentes de Cecil Rhodes se han figurado que Johannesburgo les pertenece, y andan por las calles de la ciudad minera por cuadrillas y armados hasta los dientes, insultando a todos los boers que encuentran en el camino.
—Tienes razón —añadía otro—. La sangre de los afrikanders gricualandeses clama venganza. Este es el momento de levantar en armas toda el Africa contra la rapacidad de los ingleses.
—¡Muera Cecil Rhodes! —exclamaba otro—. ¡Ese es nuestro enemigo!
—No podemos seguir aguantando el lenguaje de esa prensa venal que nos injuria, nos calumnia y nos provoca; que nos califica de explotadores y luego promete ahorcarnos de los mástiles de un acorazado inglés.
—Si no ponemos fin inmediato a la campaña de intrigas y calumnias organizada por ios millonarios ingleses, vale más qué renunciemos desde luego a nuestra independencia.
—Esa campaña ha puesto ya a Johannesburgo en inmediato trance de rebelión. Mucho me engaño si no estalla la insurrección antes de veinte días.
—¡Y eso que no la quiere la mayoría de la población!
—Pero como el que no es empleado de Cecil Rhodes es su socio o le debe dinero, resulta que en Johannesburgo puede más Rhodes que nosotros.
Este diluvio de exclamaciones lo escuchó Kruger con calma imperturbable, fumando la pipa y guardando silencio.
A juzgar por su impasibilidad podía pensarse que las exclamaciones de los «burghers» no le interesaban, y, sin embargo, estaba pensando en ellas.
¿Qué hacer? ¿Obligar, por un acto de fuerza, a que los millonarios descubrieran sus intenciones o esperar a que los acontecimientos se desarrollasen antes de decidirse a obrar?
Ambas cosas tenían sus inconvenientes.
Cuanto más se aplazase una resolución enérgica, más peligrosa sería para la independencia de los boers la campaña que hacía contra ellos, tanto en el sur de Africa como en Inglaterra, la prensa vendida a los millonarios.
Hace dos años, cuando se empezó a hablar en Inglaterra de la intervención en el Transvaal nadie hacía caso a los periódicos, pero tanto hablaron, tanto insistieron, con tantos vivos colores pintaron inventando sufrimientos de súbditos ingleses víctimas de las autoridades transvaalenses, tanto mintieron los periódicos, que el espíritu del pueblo inglés se había hecho ya a la idea de que tenía con el Transvaal innumerables agravios que vengar y a poco que continuase la prensa en su campaña consideraría natural y necesaria una guerra que a no ser por semejantes embustes le parecería un baldón de ignominia para la historia de Inglaterra.
Este era el peligro que se cernía sobre el gobierno de Kruger en el caso de seguir sufriendo pasivamente la campaña de los periódicos afectos a Cecil Rhodes y a Mr. Chamberlain.
Pero si Kruger se decidía, siguiendo el consejo de sus «burghers», a expulsar del Transvaal a todos los agentes de Cecil Rhodes, como conspiradores contra la independencia de la República, el peligro de una guerra con Inglaterra, lejos de desaparecer, sería más inmediato.
Esos agentes expulsados, en efecto, se presentarían en Inglaterra como víctimas de la tiranía de Kruger, cientos de reclamaciones lloverían sobre el gobierno de Pretoria y, al cabo, las reclamaciones se harían tan fuertes que la guerra surgiría fatalmente.
Por otra parte, el Transvaal no estaba preparado para una guerra; carecía de moderna artillería, de armas suficientes y de municiones de boca.
No había más remedio que proseguir contemporizando.
Kruger, por lo tanto, por vía de contestación preguntó a los «burghers» que le impelían a castigar a los conjurados (palabras rigurosamente históricas).
—¿Sabéis lo que se hace para cazar la tortuga?
Hízose inmediatamente el silencio en el salón.
Kruger prosiguió:
—Pues se aguarda a que el animal saque la cabeza de su concha, para cortársela en seguida.
Y sin aguardar a que los «burghers» aprobaran la profundidad de la respuesta, exclamó, dirigiéndose a Alejandro y a Liebeck:
—Perded cuidado por el asunto político que os ha traído a esta casa. Con la ayuda de Dios, si el doctor Jameson se atreve a penetrar con gente armada en territorio de la República, los generales Joubert y Crouje se encargarán de apresarlo. Yo también trataré de hacer cuanto sea posible por conseguir la libertad del valeroso Van Devinter, interesando en el asunto a los buenos amigos que tenemos en el partido afrikánder de la Colonia del Cabo.
Y dirigiéndose a Alejandro, le dijo con voz grave:
—Y tú piensa en que siendo muy joven has merecido la confianza de un hombre del valer de Van Devinter; recuerda, mientras vivas, los ejemplos que te da la familia: tu padre, el valeroso guerrero de Majuba; tu tío, quien encarcelado en el Cabo y sabedor de la desaparición de su hija, sólo piensa en salvar la causa de la independencia sudafricana comunicándome el peligro que la amenaza... Piensa en estos ejemplos y abriga, como recompensa de estos nobles sentimientos, la esperanza de que el río Caledon te devuelva el cuerpo de tu amada: si muerto, para que lo veles y lo entierres; si vivo, para que lo cuides y lo quieras.
Y Kruger se levantó; la entrevista había terminado.
Salieron a la calle padre e hijo meditando en las palabras últimas del presidente.
¿Habría esperanzas de que viviera Olimpia?
Alejandro no quiso entregarse a la esperanza, y como el recuerdo de su bienamada reanimaba sus dolores, se encaminó silenciosamente a la fonda donde su madre le esperaba.
Al pasar frente al Volksraad (Parlamento) le sorprendió un espectáculo extraño.
La sesión había terminado y los representantes y el público salían a la calle.
Aquí se veía a los boers, de barbas rojas, de cabellos colgantes, despidiendo el olor de la granja de donde habían venido.
Entre ellos se destacaban los afeitados rostros de inquietos negociantes, a caza de monopolios y de favores, y dispuestos a comprar por millares de libras esterlinas el voto de un granjero que en su vida había visto un billete de Banco.
Hacían el efecto de un banquero cayendo de improviso entre los doce apóstoles.
Y al pensar en este espectáculo curioso, adivinó Alejandro una de las causas del odio que profesaba a los ingleses su tío Van Devinter.
Largo tiempo discurrieron Ignacio Liebeck, Petra Van Devinter y su hijo Alejandro, acerca de las palabras de Kruger relativas a la posibilidad de que Olimpia no hubiera muerto.
Convinieron los tres en agradecer el buen deseo del presidente, pero en conceptuar muy poco probable la reaparición de la hija de Abraham.
Tal vez una investigación minuciosa en las orillas del río Caledon diera por resultado el descubrimiento de su cadáver.
En cuanto a encontrarla viva era ya harina de otro costal.
¿Cómo escapar una muchacha que no sabía nadar al furor de las aguas desbordadas después de tantos días de angustias que habrían agotado todas sus fuerzas?
Agradecieron igualmente a Kruger sus buenos propósitos respecto de Abraham Van Devinter y confiaban en que los afrikanders del Cabo, que tenían mayoría en el Parlamento de la Colonia, podrían hacer mucho en beneficio del heroico libertador.
Ignacio Liebeck elogió igualmente la prudencia de Kruger al esperar a que la incursión del doctor Jameson se realizase antes de decidirse a castigar los manejos de los millonarios.
Y después de apurar esta conversación de sobremesa los esposos se retiraron, haciendo lo propio Alejandro.
Pero le fue imposible conciliar el sueño.
Su tedio era tan grande que se decidió a leer un periódico, el
Leyó distraídamente las inepcias que el periódico ensartaba, una tras otra, y al cabo tropezaron sus ojos con una noticia, que debió interesarle mucho, porque para acabarla de leer se puso en pie, acercóse a la luz y sus ojos se aproximaban tanto al periódico que parecía que quería comérselo.
Cuando acabó la lectura no pudo contenerse, sino que echó a correr por el pasillo y entró bruscamente en el cuarto donde sus padres se estaban desnudando.
—¡Olimpia vive! ¡Olimpia vive! —exclamó, gritando como un chico.
—¿Pero te has vuelto loco, muchacho? —le replicó su padre.
—¡Loco, sí que loco, pero de alegría! Lee, padre mío, lee y verás.
Ignacio Liebec empuñó el periódico y, llevando los ojos al punto señalado por el índice de Alejandro, leyó lo siguiente:
«Rapto misterioso.
Hace pocos días el periódico The Star de Johannesburgo ha dado cuenta de un extraño suceso que por el misterio que lo envuelve y la acción dramática que deja entrever, ha sacudido profundamente la general curiosidad.
El granjero Juan Dupont, de Wepener, encontró hace quince días en la margen derecha del río Caledon el cuerpo de una joven abrazado fuertemente a un gran tronco de árbol.
Creyó al pronto que se trataba de un cadáver, pues la rigidez de las facciones y el agua que chorreaban los vestidos parecía indicar que se trataba de una víctima más de las ultimas inundaciones.
Al acercarse tuvo ocasión de convencerse de que el corazón de la joven palpitaba.
Todos los esfuerzos de Dupont para devolver a la muchacha el uso de los sentidos fueron al pronto vanos.
Fue preciso aguardar la llegada de la señora Dupont para transportar a la granja el cuerpo de la joven.
Ya en ella los esfuerzos y cuidados de los esposos Dupont lograron reanimar a la muchacha.
Al abrir ésta los ojos pudieron apreciar cumplidamente que se trata de una espléndida belleza.
La muchacha tendrá unos veinte años, es más alta que baja, ni delgada ni gruesa, de ojos azules, frente redonda coronada por rizos de oro, labios muy rojos, nariz bien perfilada de ventanas voluptuosas, cabellos de un rubio luminoso, barba redondeada, y cuello esbelto y bien plantado, cejas algo unidas con un ligero ceño dibujándosele en la frente.
Por desgracia éstas fueron las únicas señas que pudieron adquirir de la joven, ¡porque ésta era muda!..., acaso de nacimiento, acaso porque el susto recibido en el río Caledon habíale privado del uso de la palabra.
Más bien debía ser cierta esta segunda hipótesis, porque la bella misteriosa no encontraba manera de expresar sus pensamientos ni por escrito ni por señas.
Comía por automatismo, caminaba si alguno de los esposos Dupont la conducía del brazo, se sentaba allá donde la dejaban pasándose las horas en mirar las nubes si era de día o la luz del quinqué si era de noche.
No daba señal alguna de comprender lo que le decían y en suma conducíase como si le faltaran todos los sentidos y dotes intelectuales.
Esta situación era tanto más penosa para los esposos Dupont cuanto ningún indicio de otra clase podía poner en claro la identidad de la muchacha, pues no llevaba encima documento de ninguna clase, ni joya alguna, fuera de un sencillísimo medallón en el pecho sin iniciales ni detalle característico.
Vestía un trajecillo ligero color azul pálido, ropa interior de buena clase y botas de charol.
Son todos los detalles que los esposos Dupont pudieron adquirir.
Mas como para hacer el bien no hay que mirar al favorecido, la fórmula del Evangelio, los Dupont pusieron cuanto estaba de su parte para lograr la curación de la muchacha.
El cuerpo de ésta se hallaba muy contusionado, como si al ser arrastrada por las aguas se hubiera golpeado contra las piedras.
Mas pensando en que tal vez la familia de la muchacha estuviera buscándola inútilmente o llorándola tal vez por muerta, se decidió el señor Dupont a dar aviso de lo que ocurría al alcalde de Wepener.
Hízolo así un día, y el alcalde, interesado por el relato de Dupont, se encaminó con éste a la granja para conocer a una muchacha que a pesar de su desgracia o quizás por esa causa, había ganado el corazón de los granjeros.
Los dos se hallaban a la vista de la granja cuando un espectáculo inesperado se les ofreció.
En la verja de la granja estaban amarrados dos caballos.
De pronto los jinetes montaron en las cabalgaduras.
Llevaba uno de ellos una mujer en brazos, que la hizo sentar en la grupa, arreando inmediatamente al caballo en dirección norte.
Dupont y el alcalde, sospechando que se trataba de la bella muchacha, arrearon a su vez los caballos.
¡Pero era tarde!
Los raptores de la joven debieron advertir este movimiento porque echaron a correr a todo galope desapareciendo al poco rato entre las colinas que rodean a Wepener, siendo del todo infructuosa la activa persecución llevada a cabo por el señor Dupont y el alcalde de Wepener.
No se había vuelto a tener noticias de la misteriosa joven hasta ayer en que The Star ha averiguado que una joven cuyas prendas y desgracias físicas coinciden exactamente con las de la joven, ha estado recientemente en Johannesburgo.
Dicha joven, acompañada por un caballero de tez curtida y rudas facciones se ha hospedado hace tres días en el Grand National Hotel llamando poderosamente la atención general tanto por su belleza singular como por la expresión de melancolía inalterable que la caracteriza.
Advertida la policía del extraño suceso de Wepener, se personó en el mencionado hotel con objeto de identificar la interesante personalidad de la muchacha, mas para entonces su acompañante y ella habían saldado su cuenta, desapareciendo sin dejar huella.
Esta desaparición excitó aún más las sospechas de la policía relativas a que la muchacha debía de ser víctima de alguna oscura maquinación y se circuló orden para que la pareja no pudiera salir de Johannesburgo.
A lo que parece no ha de estar muy lejos de la ciudad, porque en ninguna de las estaciones hay indicio de que la bellísima y misteriosa joven haya tomado ningún tren.
El asunto, no obstante la excitación política que apasiona los ánimos, ha tenido la virtud de excitar fuertemente la pública curiosidad.
Prometemos dar cuenta a nuestros lectores de cuantos informes referentes al asunto lleguen a poder nuestro.»
Al terminar la lectura del artículo, exclamó el padre de Alejandro:
—Efectivamente, las señas coinciden con las de mi sobrina, pero...
—¡Si no hay pero! —interrumpió Alejandro—. ¿Quieres detalles más característicos, aparte de las señas físicas, que el del vestido azul pálido y el de las botas de charol?
—Tiene razón Alejandro —exclamó la madre—; debe ser ella, ¡me lo da el corazón!
—Pues con vuestro permiso mañana saldré para Johannesburgo para ver si encuentro a Olimpia.
—¿Y quién será el hombre de tez curtida y facciones rudas que la acompañaba?
—Sospecho que se trata de Brown, el bandido; Bata, la negra que nos reveló la entrada de su guarida nos dijo que Brown se había enamorado perdidamente de Olimpia y es probable que al perseguirnos la haya visto casualmente en la granja de los esposos Dupont.
—Apruebo tu plan de ir a Johannesburgo —dijo el padre—; pero creo que antes debías ver a Kruger a fin de que te recomendara al jefe de la policía.
—Es verdad; entonces mañana temprano iremos a verle y tomaré el tren de la tarde.
—Perfectamente; descansad bien y mucho ánimo, hijo mío.
—Hasta mañana.
Y Alejandro volvió a su cuarto.
Como comprenderán los lectores, aquella noche durmió muy poco. Si el tedio antes le producía insomnio, ahora la esperanza y la incertidumbre y el optimismo y el desaliento, todo a una, encabritábanle los nervios al extremo de no dejarle punto de reposo.
Muy de mañana estaba ya vestido, lavado, peinado y acicalado.
Juzgaba en su impaciencia que tan pronto como llegara a Johannesburgo iba a aparecérsele Olimpia, radiante de hermosura, y se cuidó el tocado con esmero meticuloso, como cumple al mancebo deseoso de agradar a la mujer amada.
Sintió el deseo de despertar a sus padres dos horas antes del tiempo acostumbrado.
Un ligero remordimiento le contuvo y se fue a dar larguísimo paseo por los umbríos alrededores de la patriarcal ciudad.
Gozó del espectáculo de la naturaleza al desperezarse con voluptuosidad infinita.
Jamás le habían parecido ni tan hermoso el amanecer, ni tan vivificantes las brisas matinales ni tan espléndido el concierto de los pájaros.
Y cuando hubo andado mucho, mucho, y se entusiasmó con los ejercicios que hacían los voluntarios del ejército trans-vaalense, se encontró, al volver al hotel, con que su padre estaba ya vestido.
—¿Será ya hora de ver al presidente? —le preguntó Alejandro.
—¡Pues ya lo creo! ¿Te has figurado que nuestro Pablo Kruger trasnocha en los casinos? ¡Si es un «burgher» como yo, un verdadero «burgher»!
—En marcha, entonces.
Y padre e hijo se dirigieron a la morada del presidente.
En el camino compró Alejandro cuantos periódicos voceaban los vendedores.
Las noticias alusivas a Olimpia habían obrado el milagro de reconciliarlo con la prensa, institución de la que no era ferviente devoto.
Pero no decían una palabra relativa a la aparición y desaparición de la bellísima muchacha hallada en las orillas del río Caledon.
El presidente Kruger se hallaba despachando con su secretario el doctor Reitz.
Al anunciársele la visita de Ignacio Liebeck y de su hijo ordenó que se les hiciese pasar al instante.
—¿Qué os trae tan de mañana? —preguntó con la afabilidad en él característica si se dirige a uno de sus buenos «burghers».
—Tenemos noticias de Olimpia. Sus palabras de ayer, referentes a la posible reaparición de mi sobrina, han sido profé-ticas. Si lo permite, leeré este artículo publicado en el periódico
Previa la venia del presidente, hízolo así el padre de Alejandro, mereciendo la lectura gran atención por parte de Kruger.
—¿Y estáis seguros de que se trata de Olimpia Van Devinter?
—Todas las señas, tanto personales como de lugar y de tiempo, coinciden en absoluto.
—Muy bien, ¿y qué queríais?
—Una carta para el jefe de policía de Johannesburgo, presentando a Alejandro y recomendándole el asunto.
—Y si es posible —interrumpió Alejandro—, bueno sería advertirle la conveniencia de llevar el asunto con cierto secreto, no sea que vaya a enterarse de él, ya el acompañante de Olimpia, ya alguna otra persona.
—¿Oye usted, Reitz? —preguntó Kruger, dirigiéndose al secretario de Estado, un joven holandés, de agradable aspecto, cuya afabilidad, corazón e inteligencia le habían granjeado la admiración y el afecto de todos los «burghers» del Transvaal.
—Perfectamente, señor presidente.
Y se puso a escribir la carta de recomendación.
Cuando la hubo terminado la puso a la firma de Kruger, quien luego de leerla estampó al pie la inicial de su nombre y el apellido entero con letra clara y firme.
Alargándosela a Alejandro, exclamó:
—Esto para ti y que Dios te bendiga.
Y dirigiéndose a Ignacio, exclamó:
—Pensando en los sufrimientos del pobre Van Devinter, he creído que tu presencia en la ciudad del Cabo pudiera serle útil. ¡Doctor!, tenga la bondad de recomendar eficazmente en mi nombre a Ignacio Liebeck al jefe del partido afrikánder, añadiendo que Liebeck le explicará cuanto tiene que pedirle.
Y añadió, sonriendo, por vía de conclusión:
—Hay secretos que no deben confiarse al correo, sobre todo cuando es jefe del gobierno Cecil Rhodes.
Por primera vez en su vida iba Alejandro a Johannesburgo, la capital fabril, comercial y financiera del Africa del Sur.
La quinta de sus padres, en efecto, se hallaba situada en en Swartzkoppje, aldea de los alrededores de Pretoria donde Levis Marks, el gran industrial lord, íntimo amigo del presidente Kruger, ha levantado su señorial palacio, digno de un rey.
Había ido y venido a Europa haciendo el viaje por Lorenzo Márquez y fue a Boshof y a Kimberley a caballo y en bicicleta, respectivamente.
Iba solo a Johannesburgo porque su padre Ignacio quedábase en Pretoria para dejar a la madre en la granja antes de emprender el viaje a la ciudad del Cabo para gestionar la libertad de Van Devinter.
Alejandro, a la vez que el deseo impetuoso y frenético de hallar a Olimpia, sentía intensa curiosidad por conocer Johannesburgo, la ciudad de los «intlanders», los extranjeros sedientos de oro cuyas exigencias ponían en peligro la autonomía del Transvaal.
La curiosidad de Alejandro no estaba fuera de lugar.
Pocos contrastes más curiosos que el que ofrecen Pretoria, la capital oficial de la República, y Johannesburgo, su metrópoli financiera.
El paisaje de Pretoria y sus alrededores es el de todas las altiplanicies del Sur de Africa.
En ninguna parte del mundo se encuentra el hombre más solo. En las mesetas del Asia, por ejemplo, la soledad está preñada de recuerdos creadores de ensueños. El turco miserable que guía su pobre arado de madera es un personaje histórico; tiene antepasados que aterrorizaron la cristiandad. Aquí halla uno una ciudad en ruinas, con inscripciones innumerables. Allá resurge el testamento del emperador Augusto. Más allá se nos aparecen los episodios de la Biblia.
El viajero no se encuentra nunca solo. Mil pensamientos le acompañan.
En el Sur de Africa ni las cosas ni los hombres ofrecen interés. Ningún recuerdo anima la soledad monótona del viajero que sale de Pretoria.
Aquí hay una estación. El edificio es de ladrillo, rodeado de casas de zinc; la aldea que vislumbramos es igualmente de zinc y de ladrillo.
Resulta un campamento feo, sin arte, sin historia, sin leyenda.
No inspira maldita la curiosidad.
Sabemos por adelantado, que si preguntamos por el origen de la estación y del pueblecillo, nos dirá el boer, que fuma su pipa reclinado en un rincón del vagón:
—Aquí había agua, que aprovechó la Compañía ferroviaria para levantar una estación. Y luego la aldea se ha construido en los alrededores.
Vuelve a detenerse la locomotora y oímos de nuevo idéntica historia.
Y así siempre.
De cuando en cuando tropiezan las miradas con un grupo de negros, que caminan apoyándose en gruesos garrotes.
Son emigrantes que vienen desde lejos para alistarse en las minas de Johannesburgo.
Han oído decir en su «Kraal», que los blancos del Transvaal tenían la locura de romper piedras y que pagaban espléndidamente a los negros que quieren ayudarles en tan extraña operación.
Tienen el aspecto cansado e inquieto.
A las veces tropiezan en el camino con merodeadores que los despojan y maltratan.
Aparece por allá la granja paupérrima del boer, donde las bestias y los hombres conviven en mezcla confusa.
Más lejos se columbra un jinete, con el cuerpo y las piernas inmóviles.
No hay peligro de que vuelva la cabeza para presenciar el paso de la locomotora.
Es el boer de luenga barba rubia y sombrero ancho que regresa a la granja.
El tren que pasa lleva sinnúmero de extranjeros, ingleses probablemente, que no merecen que los honre ni tan siquiera con su curiosidad.
La llegada de estos extraños le entristece; mejor es no mirarlos.
Por la noche el horizonte se tiñe de púrpura.
—¡Un incendio! —exclama el viajero recién llegado del Africa del Sur.
Pero su compañero, más experto, le explica que se trata de hierba quemada.
Al comenzar la estación de las lluvias, los granjeros incendian los pastos.
Y junto al trópico se hace uno la ilusión de contemplar una aurora boreal.
Este desfile de cosas semejantes se sucede por cualquier punto del Africa del Sur.
Sólo hay un paraje en que el viajero pasa bruscamente de la soledad y del silencio de la naturaleza al estruendo de una inmensa fábrica.
Se cree uno transportado a los arrabales de Manchester y Hamburgo.
Durante una hora circula el tren entre dos filas de altísimas chimeneas.
A derecha e izquierda, montones de negros empujan o contienen vagonetas cargadas.
Las locomotoras silban y gruñen, caminan y vuelan.
Los hombres gesticulan, gritan, se querellan, poseídos de intensa fiebre.
Un polvillo rojizo e impalpable se nos entra por la boca, por las narices, por los ojos, deslustrándonos los zapatos y ensuciándonos los vestidos.
Muchas gentes tienen los párpados comidos por ese polvo tenue.
La ciudad se nos presenta reverberante de luz.
El estrépito nos marea, hasta clavarse en nuestras sienes.
La región tumultuosa es el Rand, el país del oro; la gran ciudad que se levanta en medio del desierto es Johannesburgo, la creación de los «intlanders», de los extranjeros, de los sedientos de oro.
En 1886, el lugar donde la población se eleva era un campo desierto. Una fotografía de aquella época muestra una colina pedregosa en la que se levanta una casa de un piso; junto a la casa hay un carro; algo más lejos, unos cuantos carneros.
¡Era toda la población del actual Johannesburgo!
Llegaron los buscadores de oro, y al cabo de un año 3.000 hombres acampaban sobre aquel desierto.
En 1890 la población ascendía a 26.000 almas. En 1895 subía a 110.000, boers, ingleses, alemanes, judíos, rusos, italianos, franceses, portugueses, blancos, negros, chinos, indios y mestizos de todos los colores, variedades y matices.
Esta gente no vive ya en miserables campamentos de arcilla y cinc.
Johannesburgo es una población de calles rectas y amplias, donde se levantan soberbios edificios. Barnato vive en un palacio situado en el centro de espléndido parque. Las principales casas de banca tienen mansiones principescas.
A la fiebre del oro ha sucedido la de la edificación. Todo el que tiene dinero sobrante levanta un chalet o una gran casa.
Y no es porque la multitud de aventureros haya cobrado cariño al Transvaal y piense en fijar allí su residencia.
Es por vanidad, por soberbia, principalmente, por especulación. Cuando el alza inusitada de los valores transvaalenses enriqueció a los aventureros, miles de millones quedaron sin empleo. No pudiendo seguir especulando sobre las minas de oro, que ya pertenecían a grandes compañías, los agiotistas se arrojaron sobre los terrenos. Solares que valían siete libras esterlinas se vendieron por cinco mil.
Luego vino la baja y surgieron las quiebras. Entre tanto, millares de edificios se habían levantado, macizos ricos, suntuosos, recargados, no muy artísticos, pero desprendiendo acre olor a dinero.
Hay calles como la del
... Y fue en este pueblo, en el que todos buscan oro, donde se apeó Alejandro en pos del primer amor de su juventud, dispuesto a arriesgarlo todo, no por una fortuna que despreciaba, sino por una mujer cuyos ojos limpios le prometían la felicidad.
En la antesala del jefe de la policía de Johannesburgo no cesaba de entrar y salir gente.
Los policias desaparecían por una de las puertas y reaparecían al poco rato, subiendo y bajando las escaleras de tres en tres.
La tortuga administrativa (así se califica en todas latitudes a las dependencias del Estado) parecía contaminarse de la fiebre peculiar a Johannesburgo.
Cansado de esperar inútilmente llamó Alejandro a uno de los ordenanzas y le dijo:
—Avise al jefe que traigo una carta urgente del presidente Kruger para él.
El ordenanza llevó el recado, y reapareciendo al poco rato exclamó:
—Pase usted.
Entró Alejandro.
En el despachó, el jefe examinaba con actividad febril unos papeles que cada uno de los agentes que entraban y salían iban depositando en la mesa.
Mostró Alejandro la carta de Kruger, y cuando la hubo leído exclamó el jefe:
—Perfectamente. Usted me dirá en qué puedo serle útil.
—Estoy interesado en que se encuentre a esta muchacha.
Y desdobló Alejandro los dos números del periódico
—Es mi prima y mi novia —añadió, ruborizándose.
Dióse el funcionario una palmada en la frente y respondió:
—Ninguna comisión más agradable ni más hacedera podía encargarme el presidente, pero no tiene usted suerte. En estos momentos todos mis hombres son pocos para vigilar el complot que Cecil Rhodes nos prepara. Y le digo esto porque siendo usted acreedor a la confianza de Kruger, merece usted la mía más absoluta.
¿Y he de renunciar entonces a la esperanza de encontrar a Olimpia?
—No se precipite usted. Quería decirle que si hubiera venido usted hace seis meses, la cuestión sería muy fácil, porque dados los elementos de que ordinariamente disponemos, fuera muy difícil que se nos escapara semejante pájaro, mucho más llevando en la impedimenta una chica de veinte años... Hoy, por desgracia para usted, tengo que ocuparme principalmente del complot. Vea usted. Me consta que en estos días se han montado en los almacenes de la «Goldfields» más de tres mil fusiles destinados al próximo levantamiento.
Al escuchar estas palabras quedó Alejandro como aterrado. ¿Qué podía importar a nadie el rapto de una muchacha en momentos de debatirse la independencia del Transvaal?
A Alejandro se le demudó el color y balbuceó:
—Ya comprendo..., ya comprendo... Hoy por hoy les es a ustedes imposible hacer nada por mí.
El funcionario debió de apiadarse del dolor de Alejandro, porque replicó:
—No sea usted tan pesimista. Aunque hoy tengamos que dedicarnos principalmente a las cuestiones políticas, no por ello abandonamos las privadas. Iba a decirle que en otras circunstancias le habríamos devuelto a usted su bien amada en menos de cuarenta y ocho horas, mientras que ahora acaso tenga usted que esperar más.
—¡Si es sólo cuestión de tiempo!
—Bueno, hablemos en concreto, no perdamos minutos. He leído lo que han dicho los periódicos respecto del particular, y tengo en mi poder un exhorto de la policía de Orange para que prenda al acompañante de esa joven..., que se llama...
—Olimpia Van Devinter.
—¿Hija de Abraham?
—¿Le conoce usted?
—Desde hace muchos años... En el exhorto se me incluyen las señas más precisas de Olimpia, señas que, por cierto, ahora recuerdo que concuerdan exactamente con las de su santa madre.
—¿Pero no han tenido ustedes noticias de ella en Johannesburgo?
—A eso iba. Su belleza llamó tan poderosamente la atención entre los huéspedes del
—¿Y habrá salido ya de Johannesburgo?
—No es posible, porque telegrafié a todas las estaciones ferroviarias de la provincia dando las señas de una y otro. ¡Si pudiéramos saber a ciencia cierta quién es el acompañante!
—No me parece muy difícil. Se trata, según creo, del bandido Brown, cuya cuadrilla tiene su residencia en un paraje llamado por ella la «Hondonada invisible», que se encuentra en el corazón de la Basutolandia, en lo más alto de los montes Maluti.
—¿Cómo lo sabe usted?
Alejandro refirió detalladamente al jefe de la policía la historia de lo acontecido en los montes Maluti, desde las circunstancias en que supo Van Devinter que su hija se hallaba en la Basutolandia, el ataque nocturno de Jack Dos Narices y el cochero, las revelaciones de la negra Bata referentes al amor que
Olimpia despertó en el corazón de Brown, la manera con que la muchacha fue sacada de la hondonada, la prisión de Van Devinter y de la negra Bata por el agente de la policía inglesa Mr. Black y la asechanza de que fueron víctimas el malogrado Hendrick, Olimpia y él por parte del mulato Spring y de los dos negros y los incidentes dramáticos que precedieron a la desaparición de Olimpia.
No omitió nada Alejandro en su relato, ni la pasión que había inspirado a la poderosa Lady Denver, tan funesta para Olimpia.
—La situación es clara —dijo a modo de comentario el jefe de la policía de Johannesburgo—; pero en estas circunstancias tenemos que andar con pies de plomo, pues si tuviéramos la desgracia de cometer un error judicial, tomando por el bandido Brown a otro inglés cualquiera, toda la prensa y la opinión caería sobre nosotros y nuestra arbitrariedad, convenientemente explotada por los agentes de Cecil Rhodes, sería la chispa que prendería fuego a la revolución que se prepara.
—Veo que tiene usted razón. Y lo triste del caso es que usted no conoce personalmente al bandido Brown. Si no estuviera presa la negra Bata, su despecho nos sería de una gran utilidad. Todos los negros tienen un instinto privilegiado para seguir la pista de una persona.
—¿Y no podríamos enterarnos de lo que le haya acontecido en la cárcel de Mareru?
—Desde luego; es cuestión de horas. Si no hubieran embargado mi atención los manejos de los agentes de Cecil Rhodes, ya estaríamos al cabo de la calle, porque el asunto, desde que lo conocí, y sin necesidad de la carta del presidente, llamó grandemente mi atención. De todos modos, ahora mismo voy a dar órdenes a todos los comisarios de policía para que se ocupen de esta cuestión. Acaso alguno de ellos tenga nuevas noticias. Ahora que me acuerdo debo decirle a usted que tome ciertas precauciones para no ser conocido, porque hoy han llegado a Johannesburgo Barnato y Lady Denver.
—¿De veras?
—Y hasta sospecho que Cecil Rhodes ha debido visitarnos de incógnito.
—En ese caso, ¿qué me aconseja usted hacer? Porque si Lady Denver me ve se pegará a mis talones, y si llega a traslucir el objeto de mi viaje, fácil le será frustrar mis propósitos, porque ella debe de estar en ciertas relaciones con el bandido Brown por el intermedio de Jack Dos Narices.
—Nada, disfrácese. Una barba rubia, bien recortada; un monóculo y un sombrerito de paja le darán a usted un aspecto completamente británico. ¿Habla usted inglés?
—Con perfección.
—¡Admirable! En estos momentos ser inglés es una garantía. A los boers se nos desprecia y se nos odia. Si usted quiere, pase al cuarto de al lado. Bueno es que ni siquiera mis subordinados le conozcan a usted. Aplicando el oído a la puerta escuchará usted conversaciones que acaso le interesen.
Y abriendo la puerta condujo el amable funcionario a Alejandro a la habitación inmediata.
En un momento resonaron todos los timbres del edificio público, un caserón a la antigua, que a pesar de no contar más que cuatro o cinco años de existencia recordaba vagamente las mansiones ducales de otros siglos.
Un comisario de policía entró en el despacho del jefe.
—He aquí mi informe de hoy —exclamó, depositando un papel en la mesa.
—Muy bien —repuso el jefe cuando lo hubo leído—. Siga usted informándome lo mejor que pueda de las reuniones que se verifican en la Bolsa y de cuanto en ella se trate. Es del más alto interés para el gobierno saber con qué gente puede contar y cuántos y cuáles son los negociantes del partido de Rhodes.
—¿Puedo retirarme?
—No, aguarde. ¿Ha tenido usted alguna noticia respecto a la muchacha y al caballero que se hospedaban hace unos días en el
—Como usted me había encargado consagrarme únicamente a las cuestiones de orden público, no he querido meterme en el asunto del secuestro o lo que sea de esa muchacha.
—¿Pero ha tenido usted alguna noticia?
—Sí; el caballero que le acompañaba estuvo hablando ayer
—Pues ocúpese en averiguar dónde vive ese sujeto, y si lo sabe deténgalo inmediatamente.
—A sus órdenes.
—No, aguarde todavía. ¿Ha oído usted hablar del bandido Brown, jefe de una cuadrilla que tiene su escondite en los montes Maluti?
—Sí, pero muy vagamente.
—Pues bien, el tal Brown es ese mismo sujeto. Ponga interés en su captura. ¡Es un pájaro de cuenta!
—¿Y la joven muda que se hospedó con él en la fonda?
—Deténgala igualmente a la primera ocasión.
—¿Puedo retirarme?
—Sí, pero concilie estos encargos con el servicio que le he encomendado en la Bolsa.
—A sus órdenes.
Al salir el comisario que tenía a su cargo la vigilancia en la Bolsa, volvieron a resonar los timbres y otro empleado penetró en el despacho.
—¿Qué hay por la casa de Mr. Lionel Phillips, el gran conspirador? —preguntó el jefe.
—Aquí tiene usted el apunte de mis observaciones. Cecil Rhodes ha estado un día en su casa, pero hoy sale de nuevo para la ciudad del Cabo.
—¿Y no ha podido usted averiguar nada de lo que han hablado?
—No, señor; ya sabe usted que Phillips, viéndose objeto de incesante vigilancia, ha tomado sus precauciones, pero supongo que Cecil Rhodes ha venido a darle prisa, porque en toda la noche no ha dormido Phillips ni cesado de recibir gente.
—¿Tienen buenos amigos?
—¡Oh, sí, señor! Barnato, borracho como una cuba, anda por los cafés jurando y perjurando que antes de quince días tendrá en su poder al presidente y le colgará por la sotabarba del alero de un tejado. Quien ha estado casi toda la noche en casa de Phillips es Lady Denver con su marido.
—Sí, esa enredadora no se cansa nunca de hacer daño.
—Pero, señor jefe, en mi informe encontrará más detallado todo lo que yo pueda decirle.
—Muy bien... Y hablando de otra cosa. ¿Ha vuelto usted a oír hablar de aquel señor y de aquella muchacha muda que se hospedaron en el
—No, señor; no tengo más noticias de este asunto que las dadas por los periódicos.
—¿Y ha oído usted hablar alguna vez del bandido Brown, jefe de una cuadrilla que se refugia en los montes Maluti?
—No, señor; nunca.
—Puede retirarse; pero si sabe de la presencia de esa muchacha muda o de su acompañante, deténgalos inmediatamente.
—A sus órdenes.
Entró después otro subalterno, el encargado de vigilar el
Su informe no daba más noticias sino que un grupo de alemanes discutiendo sobre cuestiones políticas con otro de ingleses había llegado a abofetear a éstos.
No sabía nada de nuevo respecto de los huéspedes del
El jefe le despidió, dándole las mismas instrucciones que a su antecesor.
Entró el comisario que vigilaba la Cámara de las minas, sin otras noticias que el anuncio de que en breve los millonarios conjurados harían públicamente un reparto de armas. No sabía nada de Olimpia ni de Brown.
El comisario encargado de vigilar las calles trajo la noticia de que el abogado Leonard, presidente de la Unión nacional del partido de los extranjeros de clase media, sentía a última hora ciertos reparos, y antes de secundar a Lionel Phillips y a Cecil Rhodes, quería la garantía de que no se atentaría por el levantamiento a la independencia del Transvaal, limitándose el movimiento a derribar a Kruger.
Nada de particular sabía de Olimpia ni de Brown.
Al salir del despacho exclamó el jefe en alta voz, para que lo oyera Alejandro:
—Va a entrar el último.
Era el encargado de vigilar los hoteles y estaciones.
Traía bajo el brazo un fajo de papeles, copia de los telegramas recibidos y enviados por Mr. Lionel Phillips durante las últimas veinticuatro horas, y comunicó la salida de Cecil Rhodes para la ciudad del Cabo.
Este era el comisario que había visto en el
—¿Y no hay nuevas noticias de este asunto? —le preguntó el jefe.
—Nada, nada; lo único que sé es que no han salido de Johannesburgo.
—¿Está usted seguro?
—Completamente. Son tan precisas las señas de los dos que he dado a mis agentes, que creo imposible que se les escapen.
V como este comisario era eí que mayor confianza merecía del jefe, éste abrió la puerta que comunicaba con el cuarto desde el que escuchaba Alejandro estas conversaciones y después de hacer la presentación, puso en autos al comisario de lo que ocurría.
Cuando hubo hablado, exclamó el comisario:
—¿Sabe usted que no me parece difícil tener un retrato del bandido Brown?... Digo esto porque recientemente no me acuerdo dónde he visto alguno.
—¿De veras?
—Sí, pero hay que andarse con mucho ojo respecto de ese sujeto, porque tiene grandes protectores en Johannesburgo.
—¡Claro..., como que gracias a lo mucho que roba a los negros, éstos se ven forzados a volver a las minas y así no les escasea la mano de obra a nuestros millonarios!
¡Y Brown es uno de los más afamados!
Acabada la conversación, poseído el comisario de las instrucciones del jefe, condujo a Alejandro al guardarropa de la jefatura de policía y en un dos por tres se vio Alejandro convertido en un inglés de barba puntiaguda y rubia.
—Hospédele usted en una casa de confianza —dijo el jefe al comisario.
Y luego, dirigiéndose a Alejandro:
—Ya lo sabe; venga por aquí cuando quiera; dispone de mí y de mis subalternos; de día, de noche, a todas horas, mien tras duren estas circunstancias, me encontrará en este despacho.
Aquel ir y venir de comisarios en el despacho del jefe de la policía de Johannesburgo, aquel trajín incesante que de tal manera dificultaba el deseo de Alejandro de encontrar a su Olimpia, tenía por causa el hecho de que la ciudad del oro atravesaba en aquel diciembre de 1895 uno de los períodos más críticos de su historia y seguramente el más interesante para cuantos deseen conocer a fondo los orígenes de la guerra anglo-boer.
Y como los hechos episódicos de nuestra novela se entrelazan de tal modo con la historia, que la vida y la felicidad de Alejandro, de Olimpia, de Lord y Lady Denver, y de todos los personajes de nuestra obra, dependen del curso histórico de los acontecimientos, vamos a dejar por unas páginas a Alejandro en compañía del comisario encargado de la vigilancia de las estaciones y de los hoteles, para hacer un poco de historia, a grandes pero fidedignos rasgos.
Desde que en 1885 fueron descubiertos los yacimientos de oro, los ingleses, poco amigos de perder tiempo, reclamaron los puestos principales en la gobernación de la república a fin de que la administración pública protegiera los intereses de las compañías mineras sobre los de sus empleados, los comerciantes y los agricultores.
No contentos con haber despojado a los boers por cantidades ínfimas de sus campos de oro, quisieron el gobierno.
Los boers, al verse anegados por la avalancha de emigrantes extranjeros que de todas partes del mundo llegaban a Johannesburgo, decidieron, con más fervor que nunca, conservar una independencia que al precio de cien guerras habían conservado.
Esta fue la causa de que Kruger y su secretario el doctor Leyds se resistieran a conocer los derechos electorales a los extranjeros, al menos hasta que éstos mostraran con cierto número de años de residencia, su propósito de permanecer en el país.
¿Cómo iban a conceder la ciudadanía del Transvaal a gentes que no llevaban más propósito que el de enriquecerse de cualquier modo y el de largarse a su país una vez redondeada su fortuna?
Pero el gobierno del Transvaal hízose digno del auge industrial de su pueblo tendiendo ferrocarriles, construyendo carreteras, creando escuelas, organizando los servicios públicos, como para responder a las crecientes necesidades de la población.
Para hacer frente a tales gastos públicos, que venían a redundar en beneficio de las minas, impuso el gobierno los tributos correspondientes a las compañías.
¡Y aquí fue Troya...! La avidez de los millonarios no se conformó con haberse apoderado de los yacimientos auríferos; sorprendieron la buena fe de los boers; querían además que todos los beneficios fueran para ellos, que el gobierno pereciera por falta de recursos, que los obreros blancos ganaran jornales miserables, que el comercio de Johannesburgo se encontrara como el de Kimberley sin ningún dinero en plata con que alimentar sus arcas, mientras ellos se enriquecían y entre veinte o treinta millonarios se fueron apoderando tranquilamente de los veinte millones de pesetas de oro que, según cálculos de los ingenieros, encierran las minas del Transvaal.
La política de Kruger consistía en que las riquezas mineras aprovecharan a toda la nación. La de los millonarios, capitaneados por Cecil Rhodes, en explotar el suelo enriqueciéndose ellos solos.
Para conseguir lo primero, Kruger multiplicaba las escuelas, los ferrocarriles, los edificios públicos, aumentando los derechos de aduana, gravando las minas, favoreciendo la creación de otras industrias y protegiendo a los obreros en sus luchas con los patronos.
Cuando las compañías mineras se convencieron de que Kruger, sordo a las ofertas y a las amenazas, no cesaría de trabajar por su pueblo, sólo pensaron en la manera de derribarle.
Pero todos los boers le adoraban, era el jefe indiscutible de su pueblo. ¿Cómo derribarlo?
Al principio pensaron los millonarios en que les bastaba conseguir el derecho electoral para todos los extranjeros, pero vieron más tarde que la mayoría de éstos, los pobres y la clase media, antes estaban dispuestos a sostener a Kruger que no a los socios de Cecil Rhodes y la idea de anexionar el Transvaal a Inglaterra nació simultáneamente en Cecil Rhodes y en sus socios, aunque por diferentes motivos.
Rhodes quería la anexión del Transvaal para salvar la situación de su compañía «Chartered», sus socios para administrar en su provecho las riquezas todas del Transvaal.
Y como en aquellos momentos Cecil Rhodes, por ser presidente del gobierno del Cabo, no podía encargarse directamente de preparar la conspiración de los millonarios, se encargó de ello su asociado Mr. Lionel Phillips, presidente de la Cámara de las Minas, hombre de inmensa fortuna y de no menor ambición.
¡Verdad que en esto de los millones el apetito entra comiendo!
Phillips no perdonó medio para obligar a Kruger a acceder a las demandas de los millonarios. En 1894 el representante del gobierno inglés en el Cabo hizo un viaje a Pretoria. Phillips organizó una manifestación de extranjeros que vitoreó al representante británico y prorrumpió en amenazas al paso de Kruger.
A mediados de dicho año intentó un llamamiento a los demás estados y colonias del Africa del Sur a fin de que la opinión africana pesare en el ánimo de Kruger para decidirle a que acudiese a las demandas de los extranjeros.
Los estados sudafricanos, sabiendo que mediaba un abismo entre las reclamaciones acaso justas de los extranjeros y las exigencias de los millonarios, le enviaron a paseo, dándole la callada por respuesta.
Phillips pretendía la abolición de la mayoría de los impuestos y derechos de aduana y el remate de los ferrocarriles y de los explosivos en beneficio de la Compañía: ¡una friolera!
En junio de 1894 se celebraba una conferencia entre Phillips y sir Henry Loch, en la que se habló del número de fusiles de que podía disponer la ciudad de Johannesburgo para levantarse contra el gobierno de Kruger; se fijó el mínimum indispensable y prometió el funcionario británico el socorro de sus tropas, caso de que la ciudad pudiera resistir ocho días.
Convencido Phillips de que las uvas estaban verdes, porque obreros que ganaban cuatro o cinco duros diarios no tenían para qué sublevarse, se decidieron los millonarios a comprar el Parlamento de Pretoria.
A este efecto reunieron una porción de miles de libras esterlinas. ¡El día de la votación no hubo un solo diputado boer que protegiera a los millonarios a expensas de la nación!
A principios de 1895 se convencieron Phillips y los suyos de que para luchar contra Kruger necesitaban el apoyo de Inglaterra, ya que todo en el Transvaal le era favorable.
Fue entonces cuando comenzaron a repartir entre la aristocracia de Londres infinidad de valores sudafricanos, los peores, los de las minas más improductivas, los que no producían dividendos.
Unos de estos valores los vendían, otros los regalaban; cuando los accionistas reclamaban dividendos, respondían invariablemente:
«La rapacidad del gobierno de Kruger arrebata todas las ganancias. Mientras dure este gobierno no habrá dividendos.»
Y así se formó en Londres una opinión favorable a la anexión del Transvaal.
Como Phillips y sus socios necesitaban igualmente el apoyo moral de los extranjeros residentes en Johannesburgo, pagaron una campaña de prensa en la que todos los periódicos de la ciudad del oro, redactados por ingleses, repetían un día y otro en términos violentos que los boers arruinaban a los extranjeros, que les arrebataban sus derechos y se llegó a decir en
Con esta campaña de calumnias se llegó a formar una atmósfera favorable a la conspiración.
Y llegamos al punto culminante del asunto.
El núcleo de los conspiradores lo constituían Cecil Rhodes, representado por su hermano el coronel, director de la Compañía «Goldfields» (Campos de oro), Hammond, ingeniero jefe de dicha Compañía, los hermanos Farrar, directores de otras varias Compañías, entre ellas las llamadas minas del Rand; Bar-nato, Lord Denver y el mismo Phillips.
Su objeto era, como ya hemos dicho, provocar una revolución en Johannesburgo que determinara un conflicto entre Inglaterra y el gobierno de Kruger, y la consiguiente anexión del Transvaal.
Mas para efectuar una revolución, o un simulacro de revolución, los conspiradores necesitaban hombres, porque los agentes de Cecil Rhodes y sus empleados, aunque numerosos, no eran bastantes, y aquellos millonarios eran demasiado ricos para empuñar un fusil y lanzarse por esas calles.
En cuanto a los otros millonarios, alemanes, boers o franceses, no estaban dispuestos a emprender una empresa que sólo favorecía a los ingleses.
Para encontrar hombres que pudieran servir de carne de cañón se dirigió Phillips a Leonard, el abogado, presidente del partido de la Unión Nacional, muy numeroso por estar formado por todos los extranjeros pobres y muy ricos que habitaban en las comarcas mineras.
La Unión Nacional tenía por programa la consecuencia de derechos políticos, y en ella ejercía Leonard influencia poderosa.
Phillips expuso claramente el objeto de lo que se tramaba.
Leonard replicó que la Unión Nacional era contraria en absoluto a la anexión inglesa, porque los extranjeros pobres preferían ser ciudadanos de una República independiente a colonos de un Estado que sólo a los ricos protegería.
Phillips ablandó las resistencias de Leonard, usando de ese poderoso caballero que abre las puertas mejor trancadas.
Y entre Leonard y Phillips se llegó al siguiente acuerdo.
Leonard ofreció el concurso de la Unión Nacional con la condición de que los millonarios ocultarían cuidadosamente que trataban de anexionar el Transvaal a Inglaterra y proclamaran que sólo se quería conseguir el derecho electoral para los extranjeros.
El plan de los conspiradores consistía en ir exacerbando la opinión de Johannesburgo con
Los fusiles de la «Chartered» almacenados en la «De Beers», en Kimberley, serían introducidos en Johannesburgo.
Ya sabemos, por haberlo oído al comienzo de esta historia, el procedimiento de que se valió Barnato para embalar esos fusiles de tal modo que no pudieran sospechar su introducción los aduaneros de Johannesburgo.
Estos fusiles, llegados ya a la población, estaban armándose en los almacenes de la «Goldfields», con objeto de ser distribuidos públicamente el día que precediera al levantamiento de Johannesburgo.
Como los jefes contaban con la' intervención de Inglaterra en plazo breve, según las palabras cambiadas entre el Alto Comisario británico, sir Henry Loch, y Lionel Phillips, sólo aprovisionaron la ciudad con víveres para seis semanas.
Con esto y los quince días de provisiones que hay siempre de reserva en los almacenes de una gran ciudad y en las casas de los particulares, había una cantidad suficiente para la subsistencia de la población durante dos meses.
Era más de lo que se necesitaba para que tomaran los acontecimientos el favorable sesgo que esperaban.
Aún se hicieron varias compras de caballos y de muías para el servicio de correos y de guardias avanzadas.
Tales fueron los preparativos materiales de la conspiración.
Entre tanto se trabajaban los espíritus con rumores preparados sabiamente.
Los periódicos pregonaban a diario que los boers de Pretoria pretendían incendiar a Johannesburgo.
Era inútil que el gobierno protestara contra calumnias semejantes.
La prensa toda de Johannesburgo, vendida a los millonarios de Cecil Rhodes, Lionel Phillips y demás socios de la Compañía conspiradora, negaba sus columnas a las protestas del gobierno y sólo publicaba escritos incendiarios, excitando a los vecinos de la ciudad a empuñar las armas contra los ataques de las tropas de Kruger, ataques que, por supuesto, no existían más que en la imaginación y en el deseo de los conspiradores.
Pero el objeto de Phillips al pagar esta campaña se hallaba realizado: lo importante era mantener en los espíritus tal sobreexcitación que el día en que se levantase el velo del complot pudiera pasar la ciudad del estado de insurrección moral al levantamiento con las armas.
Para la realización de este paso se había conquistado el concurso de Leonard, jefe del partido de la Unión Nacional.
A él le destinaban un papel de agitador popular que no podían asumir aristócratas del dinero como Farrar, Barnato, Phillips, Hammond o Rhodes.
La víspera del día prefijado, Leonard debía dirigir al pueblo un manifiesto en el que se resumirían todas las quejas de los extranjeros contra Kruger.
A las veinticuatro horas se convocaría un
Después de ese
Se haría llegar a Kruger este dilema: o su caída o el levantamiento de la ciudad.
Y luego..., ¡luego vendría Jameson al frente de sus tropas!
Lo que no se decía al pueblo es que se trataba de provocar el conflicto entre Inglaterra y el Transvaal.
Verdad que la anexión no interesaba más que a los millonarios, y no a todos.
El plan estaba, como vemos, admirablemente preparado, pero los ingleses no tienen entre sus cualidades predominantes la de la diplomacia.
A última hora el anuncio de la llegada del doctor Jameson reveló a la población de Johannesburgo que se trataba de llegar a la guerra con Inglaterra.
Ya hemos oído que en el Rand Club los alemanes andaban a bofetadas con los ingleses, disputándose por la cuestión política.
Era inútil que Leonard pretendiera excusar la intervención del doctor Jameson y de las milicias de la «Chartered» en el asunto de las reclamaciones de los extranjeros, diciendo que se trataba únicamente de conseguir un refuerzo material.
Leonard decía, en efecto, que la población de Johannesburgo carecía de la cohesión militar necesaria para una revolución.
Los obreros blancos ganan salarios elevados y no es fácil hacer de ellos revolucionarios cuando no les falta materialmente el pan.
Los extranjeros de clase media querían a todo trance sus derechos electorales, pero la falta de estos derechos sólo les perjudicaba en sus intereses morales y no en los materiales.
La reforma que pedían no era tan urgente que estuviesen dispuestos a conseguirla jugándose la vida.
Y por otra parte tenían ciertas seguridades de que Kruger acabaría por concederles pacíficamente las franquicias electorales.
Leonard no disimulaba que la ciudad, atacada por los boers, no podría defenderse por sí sola, llena como estaba de niños y mujeres.
Y así procuraba disculpar la intromisión del doctor Jameson, aunque jurando que no se trataba de procurar la anexión del Transvaal y sí sólo la consecución de los derechos políticos y de algunas reformas en las leyes mineras.
Sin embargo, como hacía falta de todos modos un pretexto que justificara la intervención de una fuerza armada en los asuntos interiores de un país extraño, los jefes principales del complot señores Phillips, Jorge Farrar, coronel Rhodes, J. H. Ham-mond y Carlos Leonard, le enviaron en aquellos primeros días de diciembre una carta sin fecha comunicándole que
Jameson debía fechar esta carta en el momento de entrar en acción.
No la publicaría sino en caso necesario y .debería, en todo caso, conservarla como documento justificativo de su conducta para el caso improbable de que fracasara el movimiento y se le exigieran responsabilidades.
Así arregladas las cosas, se fijó para el día 31 de diciembre la fecha de la insurrección armada.
Jameson salió de la ciudad del Cabo para Bechualandia, al norte de Mafeking, en la frontera occidental del Transvaal, a unas cuarenta leguas de Johannesburgo, y comenzó a reunir sus hombres y sus provisiones.
Estos movimientos, la agitación creciente desacostumbrada de los extranjeros, la preocupación de los rostros, los conciliábulos misteriosos, la compra de caballos en el Transvaal, las idas y venidas de oficiales ingleses del campamento de Jameson a Johannesburgo, para levantar planos y fotografiar los menores incidentes del terreno, todo esto despertó la atención del gobierno de Pretoria.
Sintió que se tramaba algo, pero no supo a punto fijo lo que se pretendía hasta que el padre de Alejandro se lo reveló, repitiéndole el contexto del telegrama puesto por el doctor Jameson desde Mafeking, anunciándole, con fecha 15 de agosto, la aquiescencia de Leonard a la conspiración y ordenándole el pronto envío de los fusiles a Johannesburgo.
Kruger no perdió tiempo.
En cuanto tuvo la certeza de lo que se tramaba, llamó a los agentes consulares de todas las naciones, rogándoles que intervinieran cerca de sus gobiernos respectivos para que no prestasen apoyo a un movimiento filibustero, obra de su gran enemigo Cecil Rhodes.
Los alemanes en Africa son rivales declarados de los ingleses. Inglaterra no puede perdonar a Alemania su derrota comercial, porque los productos alemanes inundan todos los mercados y la prosperidad germánica está en razón directa de la decadencia industrial inglesa.
Alemania, en cambio, no perdona a Inglaterra el triste papel que le ha correspondido en la colonización del Africa. Alemania posee, en efecto, en el sudoeste de Africa un inmenso territorio estéril, la Damaralandia, que no tiene ningún valor, pero que debía servir de acceso a las altas mesetas centrales.
Pero habiendo ocupado los ingleses todos los terrenos disponibles del Africa central, los alemanes se encuentran encerrados en su triste Damaralandia.
Además, los ingleses no perdonan a los alemanes de Johannesburgo su inferioridad en la explotación minera, pues los alemanes, gracias a la superioridad de sus procedimientos químicos, se enriquecen en aquellas minas de minerales pobres cuya explotación arruinaría a las Compañías.
En estas condiciones el cónsul alemán de Pretoria se indignó grandemente al conocer los manejos filibusteros de Cecil Rhodes y después de dirigir a su gobierno un extenso telegrama cifrado, revelándole la existencia del complot, previno a sus compatriotas los peligros a que se exponían participando en la sedición.
Hizo otro tanto Mr. Aubert, cónsul de Francia, con la colonia francesa de Johannesburgo.
Estos consejos, que venían de lo alto, fueron recibidos por gentes bien dispuestas a escucharlos.
Alemanes y franceses estaban mal dispuestos contra los millonarios británicos, en quienes veían el propósito de llegar a la formación de un sindicato monopolizador que protegido por el gobierno inglés les librara de toda concurrencia.
Había, igualmente, algunos ingleses que miraban con malos ojos la ambición conquistadora de Cecil Rhodes.
Cuando se supo que Jameson acampaba en la frontera del Transvaal, cuando algunos ingleses comenzaron a pavonearse diciendo que el doctor belicoso, el vencedor de Lobengula, el conquistador del país de los matabeles, el invencible Jameson iba a meter en cintura a todos los boers, los extranjeros que no querían deber la reforma electoral ni al señor Phillips ni a Cecil Rhodes, comenzaron a agitarse contra la revolución.
Dos de ellos y no de los menos significados hablaron en la Bolsa de Johannesburgo, proclamando su lealtad respecto del gobierno.
Alemanes e ingleses se disputaban diariamente en calles y casinos.
En el partido de la Unión Nacional, que presidía Leonard, estallaron las disidencias.
Todos los días recibía el abogado avisos de que no se le seguiría en caso de que el doctor Jameson y Cecil Rhodes intervinieran en la cuestión.
Y los conspiradores no sabían lo que hacer, si precipitar los acontecimientos o aplazarlos.
Y así estaba la ciudad de Johannesburgo cuando Alejandro entró en ella para buscar a su Olimpia y librarla de las garras de Brown, el bandido.
Alejandro pasaba los días de su estancia en Johannesburgo bien haciendo centinela en la puerta de la magnífica morada de Barnato en Doorfontein, la parte más pintoresca de la población, en la Bolsa y en los círculos, bien conversando con el comisario que había puesto a sus órdenes el jefe de policía.
Pero de Brown el bandido ni de Olimpia no se sabía ni palabra.
Hizo llamar el comisario al corredor inglés Jorge White, de quien sabía que había comprado a Brown numerosas acciones de las minas del Rand.
Escondido en un cuarto inmediato escuchó Alejandro la entrevista.
No pudo ser más corta.
El comisario preguntó en holandés al corredor:
—¿Ha comprado usted en estos días considerable número de acciones de las minas del Rand, a un sujeto apellidado Brown, más alto que bajo, grueso y fuerte, de facciones muy duras y piel extraordinariamente curtida por el sol?
El corredor replicó, con tonos desabridos:
—No entiendo ni palabra de holandés. Si quiere usted ser comprendido, hábleme en otra lengua.
El comisario no pudo reprimir un ligero ademán de impaciencia y de cólera, pero conteniéndose en seguida, repitió la pregunta en inglés.
El corredor contestó, malhumorado:
—No tengo necesidad de exigir sus documentos a cuantas personas me proponen la compra o la venta de valores. Y no sé, por lo tanto, si un tal Brown me ha vendido o no tales acciones.
—¿Pero no ha efectuado usted recientemente una operación con un sujeto cuyas señas concuerdan con las que le he dado?
El corredor repuso con tonos desabridos:
—Yo no miro la cara de mis clientes; me basta con comprobar la autenticidad de sus valores.
Volvió a hacer el comisario un ademán de cólera.
Entonces sonrió el corredor, para decir:
—No se encolerice usted... y si se encoleriza me da lo mismo... Le prevengo a usted que no tengo tiempo que perder en estos dimes y diretes... Con que, si no manda usted otra cosa, páselo usted bien, ¡y hasta la vista!
Y dando media vuelta y haciendo una burlona inclinación de cabeza salió al corredor de la Comisaría.
El comisario se levantó con el propósito, sin duda, de agarrarle por las solapas y darle una lección de cortesía, pero acordándose de las circunstancias por que la ciudad de Johannesburgo atravesaba, se contuvo por segunda vez.
Alejandro salió furioso de su cuarto escondite.
—¿Quiere usted —le dijo al comisario— que agarre a ese inglés y le enseñe a tener educación?
—¡Si pudieran hacerse estas cosas...! ¿Cree usted que no he tenido ganas de plantarle la mano cerrada en las narices...? Pero ahora estamos amarrados de pies y manos. Si yo detuviera o castigara a ese mal educado, ¡menuda polvareda armarían los ingleses conspiradores!
—De modo que...
—... Hay que tragarse la saliva. Pero pierda usted cuidado, señor Liebeck; día llegará de ajustar la cuenta a esos ingleses, extranjeros que nos tratan como a país conquistado.
—Por lo visto me va a ser muy difícil encontrar a ese Brown y a mi pobre novia.
—Pierda usted cuidado; la cuestión está en que no salgan de Johannesburgo, que un día u otro daremos con ellos, si siguen aquí. Por de pronto haré vigilar la casa de ese corredor por si Brown vuelve a tener negocios con él.
—Adiós, entonces.
—Adiós.
Y cuando Alejandro se encontró en la calle se puso a llorar como un niño.
¿Qué sería de su pobre Olimpia, con el sentido trastocado por el dolor, vagando como una idiota, convertida por el espanto en infeliz demente, privada hasta del uso de la palabra y en poder de ese bandido sanguinario, con instintos de fiera?
Y maquinalmente, y sin dejar de llorar, emprendió el camino de Doorfontein para hacer centinela en casa de Barnato.
Sin saber a punto fijo la causa, le parecía que Brown debía estar en relaciones con el famoso millonario y ex payaso.
El palacio de Barnato estaba rodeado por un espléndido jardín, poblado de árboles.
Junto a la verja, medio oculto por el tronco de un árbol, se situó Alejandro, a la expectativa.
A los pocos minutos de espera oyó el ruido de un coche y esperó.
Del coche descendieron dos conocidos de Alejandro, Lord y Lady Denver. María tan hermosa como siempre.
Los esposos abrieron la puerta de la verja y se internaron en los jardines.
Ninguno de los dos había reparado en Alejandro, aunque probablemente tampoco le hubieran reconocido con la barba postiza y el traje de sportman con que le había disfrado el comisario.
Cuando pasaron, Alejandro se puso a hacer un inventario de su situación.
Olimpia, loca y en manos de un bandido; Abraham, en la cárcel y en poder de Cecil Rhodes; Hendrick, muerto; Frank Van Eyck, muerto; los más valientes entre los afrikanders de la Gricualandia, muertos también.
¡Y todo por la ambición de aquella mujer, por su afán de lujo o por sus amores!
¡Pero vaya si era bella!
Y, a pesar suyo, Alejandro se sentía estremecer pensando en la belleza de Lady Denver.
Pasado el primer momento de sorpresa volvió a pensar Alejandro en su Olimpia y entonces apoyó la cabeza en ambas manos y se dejó caer hasta quedar acurrucado, con los codos apoyados en las rodillas, y el semblante triste entre las manos.
Y así, entregado a sus dolorosos pensamientos, permaneció largo tiempo, no sabía cuánto, hasta que se hizo de noche.
Se le figuró luego que una sombra daba vueltas en torno suyo.
Creyó que una mano se posaba en su hombro, pero no se atrevía a dar crédito ni a la vísta ní al tacto, cuando le sacó una voz de su penoso ensimismamiento.
—¡No me engaño!... ¡Si es el señor Liebeck!... ¡Cuánto me alegro de encontrarle!
Alzó los ojos Alejandro y reconoció a la negra Bata, la que le acompañó en su entrada a la hondonada invisible.
Al verla sintió Alejandro vivísimos remordimientos.
A esa negra se debía la libertad de Olimpia y desde que, en compañía de Van Devinter, la detuvo, el agente de policía Mr. Black no había vuelto a acordarse de ella, ni siquiera se le había ocurrido preguntar si estaba presa o en libertad, viva o muerta.
Pero de todos modos su encuentro le inspiró gran alegría.
—Y tú, Bata, ¿qué te haces en Johannesburgo? ¿Desde cuándo te encuentras en libertad? ¡Tenemos que hablar mucho!
—¡Ya lo creo que tenemos que hablar mucho!
—¿Estuviste presa mucho tiempo con mi tío?
—No, señor. Al día siguiente de llegar a Maseru llevaron a Van Devinter a otra cárcel, y luego supe que había sido conducido a la ciudad del Cabo.
—¿Y tú?
—Yo, como tenía que arreglar algunas cuentas con Brown y con su agente, declaré al «Sherif» que conocía el refugio de los bandidos de los montes Maluti y la manera de sorprenderlos.
—Prosigue, Bata, porque tu relato me interesa más de lo que te puedes figurar.
—Yo le indiqué al juez la manera de penetrar en la hondonada invisible y la hora más a propósito para sorprender a los bandidos, pero le indiqué la conveniencia de no acompañar yo a las tropas, si es que se decidía a enviar algunas para prender a Brown.
—¿Temías una venganza por haber sacado a Olimpia de sus garras?
—No es eso. Es que si los negros de aquellas inmediaciones me veían acompañando un grupo de agentes de policía, irían con el cuento a la hondonada y se estropearía mi plan. Como así sucedió.
—¿De veras?
—Y eso que tomé mis precauciones, no dejándome ver en ninguno de los «kraal» por donde pasábamos, pero los mismos negros que llevaba la policía para cargar los víveres en su ascensión a la montaña me vendieron.
—¿No encontraríais a nadie en la hondonada?
Efectivamente, para cuando llegó la policía y penetró en la hondonada todos habían desaparecido; eso sí, dejando en la hondonada armas, municiones, botellas de licores, cajas de conservas y hasta buen número de libras esterlinas.
—¡Buen botín!... ¿Y no has vuelto a saber nada de aquella gente? —preguntó Alejandro, pensando en su Olimpia.
—¡Ya lo creo! ¡Como que por eso estoy aquí! Unos negros amigos me dijeron que habían visto a Brown, acompañado de dos negros, cruzar el río Caledon. Pasé entonces al Orange y allí supe que Brown había robado en una granja una joven bellísima. Procuré enterarme de las señas de la muchacha. ¿Sabe usted en qué estado se la llevó Brown? ¿Y sabe usted de quién se trata?
—Sí que lo sé —replicó Alejandro, dolorosamente—; ya sé que es Olimpia y que la pobre está muda y que ha perdido el uso de los sentidos.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó Bata.
Alejandro refirió a la negra cuanto sabía respecto al paradero de Brown y de Olimpia.
Cuando terminó su relación, preguntó a Bata:
—¿Y cómo te encuentras tú en Johannesburgo?
—Porque supe, por confidencias de otros negros, que Brown había ido a caballo hasta Brandfort, para tomar desde allí el tren de Johannesburgo.
—¿Y por qué coincidencia nos encontramos aquí acechando los dos juntos a la morada de Barnato?
—¡Toma!..., porque todos conocemos la solidaridad que existe entre los dueños de grandes compañías y los salteadores de caminos.
—¡Ya lo creo...! Como que si los bandidos no despojaran de sus ahorros a los negros trabajadores obligándoles a volver a Johannesburgo se verían muy mal las Compañías para encontrar obreros. Y dime, Bata, ¿tienes indicios ciertos de que siga aún Brown en la ciudad?
—Completamente ciertos. Ayer, sin ir más lejos, Stone, uno de los negros que tenía Brown en la hondonada, me encontró por casualidad en una plaza. Stone no se atrevió a hacerme nada, aunque debe de constarle que fui yo quien libró a la policía de la Basutolandia el secreto de la hondonada invisible. Stone tiene mucho respeto a mis artes nigrománticas. Lo que sí me dijo es: «Cuídate de que no te vea Brown, ¡porque si te coge...!» Y al decirme esto se puso en el cuello, abiertos y extendidos, los dedos índice y pulgar, como diciendo que si me encontraba Brown me ahorcaría... Yo le llamé, con objeto de hablarle, pero Stone echó a correr y montando en un tranvía se perdió de vista.
—Pero eso no quiere decir que Brown se encuentre en Johannesburgo.
—¡Claro que sí...! ¿Para qué iba a amenazarme con su cólera de no encontrarme yo al alcance de sus manos?
—¿Y qué hacen los bandidos en Johannesburgo?
—No lo sé a punto fijo, pero como he oído decir que los millonarios están preparando un levantamiento contra el gobierno de Kruger, es probable que necesiten de los bandidos, como de hombres más resueltos a jugarse la vida si se la pagan bien.
—Es verdad, ¡no había caído en ello!
Y como nada más tenían que decirse los dos guardaron silencio durante largo rato. Bata, entregada a los más terribles dolores de los celos, y Alejandro, preocupado por la suerte de su Olimpia, la esbelta rubia, dueña de lo más puro de su corazón y de su alma.
Mientras los dos esperaban junto a la verja, iba haciéndose de noche. El cielo azul se oscurecía en el cénit; a lo lejos se divisaban nubes rojizas y escarlatas; hacía un calor sofocante.
En la ciudad, envueltas en el nimbo de la atmósfera caldeada y polvorienta comenzaban a brillar las luces de los mecheros de gas.
Alejandro, que no conocía a Brown, hallábase preocupado. ¿Reconocería Bata al bandido en la semioscuridad del crepúsculo, caso de que fuera por casa de Barnato?
—¿Lo reconocerás? ¿Estás segura? —le preguntó a la negra.
—Descuide usted —dijo ésta—; mis ojos están acostumbrados a ver aun entre las sombras de la noche. Pero silencio. Alguien sale.
—Es verdad. Una sombra aparece en la escalera.
—Es él.
—¿El?
—Sí.
El hombre apareció en la parte alta de la escalera del palacio; fue bajando lentamente hasta el jardín, recorrió una calle de árboles, abrió la verja de la puerta y miró con atención a un lado y a otro.
No vio a nadie.
Entonces se dirigió rápidamente hacia la fila de coches que se veía a un lado de la calle, y entró en un carruaje.
El cochero tomó las bridas y arreó al caballo. Al mismo tiempo, Alejandro, como una exhalación, corrió también hacia la fila de coches, seguido de Bata, y ocupó uno de ellos.
—Tienes que seguir a ese coche —dijo Alejandro al cochero con aire de mando.
—¿Y quién es usted para mandarme a mí? Este coche es de Lady Denver.
—¿Quién soy yo? —Y Alejandro, llevándose con presteza la mano al bolsillo del pantalón, sacó un revólver—. Soy un hombre que está dispuesto a pegarte un tiro si no obedeces y a darte una libra esterlina si me sirves bien. Con que escoge.
—Contra esos argumentos no hay réplica —murmuró el cochero entre malhumorado y burlón y poniendo el caballo al galope, colocó el carruaje en menos de diez minutos a una distancia de cincuenta metros.
Ganaron en poco tiempo el centro de la ciudad.
—¡Qué suerte hemos tenido! —decía Bata, mientras rodaba velozmente el carruaje de Lady Denver, en seguimiento del que llevaba Brown.
—¿Le odias mucho? —preguntaba Alejandro, señalando el coche del bandido.
—¡No sé si le odio o le adoro! La verdad es que el pensamiento de verle enamorado de otra mujer me es demasiado doloroso para sufrirlo.
—¿Entonces, odiarás a Olimpia?
—No; hubo tiempo en que la odiaba con toda mi alma. Pero luego he reflexionado que ella es inocente y lo único que pretendo es separarlo de la mujer de que se ha enamorado.
El coche seguía recorriendo las calles de la ciudad del oro.
Aquí pasaba entre espléndidos palacios de los reyes de la ban ca y de las minas; allá corría entre las zahúrdas hediondas donde los negros se albergaban.
Al cabo, se encontró Alejandro en los arrabales de la población.
Oíase distintamente el fragor de las enormes máquinas que machacan, hasta pulverizarla la dura roca donde se extrae el oro.
Día y noche, domingos y fiestas trabajan las minas, aunque el presidente Kruger ha querido, en obsequio a los obreros, declarar obligatorio el descanso dominical.
A la izquierda del camino levantábase la casa de máquinas de una gran mina, caserón enorme, sin proporciones ni simetría.
A la derecha veíanse los largos barracones de madera donde los negros duermen.
De cuando en cuando un asqueroso tufo de opio llegaba a las narices de Alejandro.
—¿Qué es eso? —preguntaba a la negra Bata.
—Es que pasamos frente a una vivienda de chinos.
—¡Vaya unas gentes las que nos valen las minas!
Y poco más adelante el coche se paró.
—¡Ahí ha bajado el sujeto que me ha mandado usted! —exclamó el cochero, aún no repuesto del gran susto que Alejandro le había hecho pasar.
Efectivamente, vio Alejandro que Brown bajó del coche, despidiendo a su cochero con palabras que no llegaron a oídos del joven.
Y Brown penetró en una casita de piedra, medio perdida en aquel laberinto de fábricas, barracones, minas y estanques, donde se conserva un caldo de agua cuya sustancia es oro.
Alejandro se bajó del coche y dijo al automedonte:
—Ya puedes volver en busca de tu señora.
Y le dio dos libras, en lugar de la una que le había prometido.
Bata bajó igualmente, echó a andar el carruaje y en cuanto lo vio alejarse, quiso Alejandro entrar inmediatamente en la casa de piedra donde Brown debía residir.
—¡Tenga cuidado! —le dijo la negra Bata.
Pero Alejandro siguió andando.
Cuando Üegó a la puerta trató de penetrar resueltamente por ella, pero los brazos de Bata le contuvieron.
—¿Qué va usted a hacer? —exclamó la negra, señalando con la mano el interior del portal.
Y para cuando Alejandro se dio cuenta de la gente que en el portal había, varias voces ásperas y rudas preguntaron:
—¿Quién anda por ahí?
Alejandro se echó hacia atrás.
Por fortuna los arrabales de Johannesburgo no están muy bien iluminados, y para cuando los hombres de las voces rudas salieron a la calle, no les fue difícil a Bata y a Alejandro desvanecerse en la oscuridad.
—¡Para entrar en esa casa hay que venir con gente armada! —dijo Bata a Alejandro.
—Es verdad, y no me sería difícil encontrarla yendo a la
Comisaría de policía. Pero ¿y si entre tanto se me escapa ese
•Brown?
—Descuide; aquí estoy yo para vigilarle. En echándome el manto a la cabeza no hay posibilidad de que nadie me reconozca.
—¿De veras?
—Puede estar tranquilo.
—Pues antes de muchas horas me encontrarás de vuelta.
Y tendiendo la mano derecha a Bata y volviendo la espalda se encaminó, corriendo a toda prisa al centro de la ciudad, al despacho donde solía encontrarse el comisario encargado de vigilar las estaciones y los hoteles de Johannesburgo.
Dos horas más tarde, Alejandro, su amigo el comisario de policía y ocho agentes llegaban en dos coches, frente a la casa en donde el bandido Brown había entrado.
—¡Bata! —dijo Alejandro al apearse.
De entre las sombrías paredes surgió como una sombra.
—¡Aquí estoy! —respondió la negra, aproximándose.
—¿Ha habido novedad?
—Ninguna. En seguida que usted se fue cerraron la puerta de la calle. Por cierto que saben tomar sus precauciones, porque después de echar dos vueltas a la llave me ha parecido oír el ruido de una tranca al colocarse a través de la puerta.
—¿Y no ha entrado ni salido nadie?
—Nadie, absolutamente.
—Está muy bien. ¿Ha oído usted? —preguntó Alejandro, dirigiéndose al comisario.
—Sí que lo he oído. Creo que al fin daremos con ese pájaro.
Y llamando a sus agentes les dio sus órdenes.
Cinco de ellos se distribuyeron en los alrededores de la solitaria casa, apostándose en lugares escondidos, con la orden de prender a cuantos trataren de escaparse por las ventanas y aun de disparar sus armas contra ellos si fuere necesario.
Los otros tres, con el comisario y Alejandro, se situaron frente a la puerta de la casa.
El comisario sacó el revólver del cinto y dio con la culata varios golpes estrepitosos en la puerta.
—¿Quién llama? —respondió desde dentro, en inglés, una voz cavernosa.
—¡Abrid a la policía! —gritó el comisario.
Pero transcurrió un rato sin que se oyera el menor ruido.
Al cabo llegó a oídos de Alejandro un chirrido como de una puerta que gira sobre sus goznes.
—Ya abren —dijo.
Mas, en lugar de la puerta, abriéronse dos de las ventanas más altas.
Una luz súbita iluminó a Alejandro y a sus compañeros.
Dos de los agentes que hacían centinela quedaron igualmente al descubierto.
Era que los bandidos al abrir las ventanas sacaron linternas sordas cuyos resplandores delataron el número de los policías que intentaban penetrar en la casa.
—¡Ahora va! —dijo, desde la alto, la misma voz cavernosa.
Volviéronse a cerrar las ventanas altas y reinó nuevamente el silencio.
La policía esperó en vano a que cumplieran su palabra los convecinos de Brown.
Ni se veía una luz ni se llegaba a oír ningún ruido de pasos.
Cansado de esperar, llamó el comisario a uno de los agentes.
—Vaya al coche y traiga las herramientas.
El agente volvió, provisto de una palanqueta, una lima, una sierra, un martillo y algunos otros artefactos.
El y sus compañeros emprendieron la tarea de forzar la entrada de la casa misteriosa.
La operación duró buen rato, tanto por la dureza de la cerradura, una de las pocas estilo antiguo que había en Johannesburgo, y por la resistencia de la puerta, construida con madera de la más dura, como por la barra de hierro que atrancaba la puerta.
Al cabo, una de las hojas cayó hecha pedazos y penetró la policía en la casa, haciéndose luz por medio de otra linterna.
Rápidamente recorrieron nuestros amigos todas las habitaciones.
¡Los bandidos habían desaparecido!
Ni en el piso bajo, ocupado únicamente por algunos muebles de modesta apariencia, ni en el alto donde había dos dormitorios, un gabinete y una sala, ni en la buhardilla, sórdida habitación en que se amontonaban pedazos de vidrio, baúles rotos, cuerdas viejas y trapos sucios, se encontró rastro de Brown ni de sus hombres.
Inútil fue que la policía desalojara de sus puestos los muebles para ver si detrás de ellos se escondía alguna trampa o puerta por la que se habrían escapado Brown y su gente.
Ni detrás de los armarios ni de las cómodas ni de las camas se escondía ninguna escapatoria.
No contenta con estas investigaciones, la policía arrancó el papel que cubría las paredes.
Todas las paredes eran macizas, sin trampa ni escondite.
Era caso de perder el juicio pensar en que Brown pudiese haber escapado a la policía y, efectivamente, el comisario estaba a punto de ordenar el derribo de la casa —tan grande era su cólera—, cuando Bata, que se hallaba junto a Alejandro en el piso alto, exclamó:
—Me parece que hay una cuerda colgando de esta ventana.
—¿Estás segura?
Bata abrió la ventana y agarró, efectivamente, una cuerda llena de nudos y de unos tres metros de larga.
—¿La ves?
Alejandro llamó con alborozo al comisario, que se hallaba en el piso bajo, y subió inmediatamente al oír la voz de nuestro amigo.
Al subir el comisario comprobó que la longitud de la nudosa cuerda era suficiente para que por ella hubiesen descendido los bandidos.
Pero no podía creer que se hubieran escapado por tal sitio sin que los sorprendiera uno de los cinco vigilantes apostados en la parte exterior de la casa.
Los vigilantes, efectivamente, juraron y perjuraron que por allí no había bajado nadie.
Para comprobar su afirmación o para castigarles por su negligencia, examinó el comisario atentamente la pared exterior.
Estaba blanqueada con cal, de tal modo que si los bandidos se habían descolgado por la puerta, tenían que haber dejado señal en la cal, ya con los zapatos, ya con el roce del cuerpo.
Pero no había señal alguna que denunciara la evasión, al menos por tal sitio, y el comisario exclamó malhumorado:
—Esta cuerda no tenía más objeto que el de despistarnos en nuestra persecución; pero no se saldrán con la suya.
Y el comisario y sus agentes reanudaron con febril actividad la tarea de demoler muebles y escudriñar paredes al objeto de encontrar la trampa que había servido para la fuga.
Pero al cabo de un rato llegó a la casa, jadeante, otro agente preguntando con urgencia por el comisario.
Cuando le condujeron junto a éste, exclamó:
—El jefe me ordena que se presente usted inmediatamente con todos sus hombres en la plaza del Mercado.
—¿Ocurre algo grave? —preguntó el comisario.
—Sí, señor. A la salida de la ópera han comenzado a disputar sobre cuestiones políticas un grupo de alemanes con otro de ingleses. La gente ha ido tomando parte por unos u otros de los contendientes y en la actualidad se está verificando en la plaza una verdadera batalla. Han salido a relucir muchos revólveres y hay heridos de una y otra parte. El jefe me dice que deje usted todo lo que tenga entre manos y acuda usted preferentemente a restablecer el orden público en las calles.
—Ya lo oye usted —dijo el comisario.
Y dando dos palmadas llamó a sus agentes, que se agruparon inmediatamente a su alrededor.
—Siento infinito lo que ocurre y le prometo a usted que tan pronto como me dejen libre estos desórdenes, tendré suma satisfacción en seguir consagrándome al asunto que le ha traído a usted a Johannesburgo... Entre tanto tendrá usted que esperar algunas horas.
—Que he de pasar en esta casa prosiguiendo de propia cuenta esas investigaciones —contestó Alejandro.
—¡Eso sí que se lo prohíbo a usted!
—Prohibición que me permitiré no obedecer.
—¡Cómo que no! ¿No comprende usted, criatura, que es peligroso permanecer solo en esta casa? Esos bandidos que se nos han escapado, no sabemos por dónde, estarán escondidos, acaso no muy lejos... ¡Tal vez nos estén escuchando!... ¿Cree usted que le voy a abandonar así a los odios de esa gente?
—¿Y cree usted que soy yo capaz de abandonar esta casa por cobardía?
—No diga usted niñadas. No consiento que permanezca usted aquí ni un minuto más. Cuando pongamos orden en la plaza volveré con mi gente a reanudar nuestras pesquisas. Entre tanto, véngase usted conmigo.
—A mí no se me ha perdido nada en el Mercado.
—¡Por Dios, señor Liebeck! No me obligue usted a amarrarlo codo con codo para impedirle cometer tonterías.
Y había tal firmeza en las palabras del comisario, que Alejandro se decidió a seguirle.
Pero cuando se encontraron en la calle se le ocurrió decir a Alejandro:
—¿Y por qué no me deja usted, en compañía de la negra Bata, seguir haciendo centinela en los alrededores de la casa, amparados por la oscuridad de la noche?
—¿Me da usted palabra de honor de no penetrar en la casa?
—¿Necesita usted mi palabra de honor?
—La necesito para tranquilidad de mi conciencia.
—Entonces se la doy.
—¿Me promete usted también limitarse a espiar las entradas y salidas de la casa, evitando todo encuentro personal?
—¿También es necesario?
—Completamente.
—Pues se lo prometo.
—Perfectamente.
Y tendiendo la mano a Alejandro con afectuoso ademán, ordenó el comisario que echaran a andar los coches en que había venido la policía.
Quedóse Alejandro, acompañado únicamente por la negra Bata.
Acordaron vigilar el uno el ala derecha de la casa y la otra el ala izquierda.
Bata le aconsejó que se cuidara mucho de no acercarse a uno de los contados faroles que iluminaban el industrioso arrabal, si quería pasar inadvertido.
Pero la naturaleza de Alejandro era demasiado fogosa para adoptar cumplidamente semejantes precauciones.
Sin duda no había nacido para espía y a pesar del interés que sentía porque Brown no se le escapase, bien pronto comenzó a dejar de mirar la casa y a ensimismarse, lamentándose de que el motín de la plaza del Mercado viniese a aplazar el encuentro de Olimpia.
Una cosa que le sorprendía es no haber hallado ni rastro de su novia en esa casa.
Allí no había ni un vestido, ni un perfume, ni una labor, ni cosa alguna que recordase la presencia de una mujer.
¿Estaría Olimpia en otra parte?
Y haciéndose éstas y otras reflexiones sobre el mismo asunto fue Alejandro a pasearse por la acera opuesta a la de la casa.
Y sin saber por qué, acaso por la misteriosa atracción que la luz ejerce sobre ciertos espíritus melancólicos, se colocó debajo de un farol, y recostándose sobre una tapia, la cabeza apoyada en la mano derecha, siguió pensando en su Olimpia y en las contingencias de encontrarla.
La luz caía de plano sobre su rostro.
Y Alejandro proseguía pensando en su Olimpia.
El ruido de un carruaje vino a interrumpir el curso de sus meditaciones.
¿Quién sería?
Al hacerse esta pregunta, Alejandro se puso en acecho, pero sin colocarse fuera de los resplandores de la luz.
El carruaje era un «landeau» descubierto como el que Alejandro había tomado de tan brusca manera, junto al palacio de Barnato.
Avanzaba despacio por la calle y parecía venir del centro de la ciudad.
El lacayo, vuelto de espaldas a los caballos, conversaba sin duda con alguien del interior del coche.
Alejandro oyó una voz que dijo:
—Por aquí debe ser.
Y casi en seguida del interior del carruaje salió un grito:
—¡Alejandro!
Pero al mismo tiempo el lacavó exclamó con fuerza:
—Ese es el hombre que nos ha hecho venir hasta aquí.
La mujer que en el carruaje estaba, quedóse un segundo mirando alternativamente al lacayo y a Alejandro.
Este pudo reconocerla a sus anchas.
¡Era Lady Denver!
María bajó del coche, diciendo al lacayo:
—Voy a dar una lección a este antiguo amigo por las libertades que se toma con mi carruaje y mis criados. Pueden ustedes regresar al hotel.
Y se agarró al brazo de Alejandro, preguntándole:
—¿Qué haces por aquí? ¿Cómo te has permitido usar de mi carruaje para perseguir a un amigo mío?
—¡A un amigo suyo!
—Sí, a Mr. Brown... Con que, cuéntame, ¿qué haces en Johannesburgo? ¿Cómo te marchaste de la ciudad del Cabo sin avisar a nadie? ¡Si vieras el inmenso placer que tengo al verte...! Tú no lo sabes, pero sólo tu vista me causa alegría.
Alejandro oía las cariñosas palabras de María, indiferentemente.
Lo único que le preocupaba era que Lady Denver fuera amiga de Brown, el bandido.
Un pensamiento le cruzó el cerebro.
¿Sabría, por ventura, Lady Denver el paradero de Olimpia?
¿Se trataría de un secuestro pagado por Lady Denver y no de un rapto originado por los amores bárbaros de Brown, como pensaba la celosa Bata?
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan callado? —añadió Lady Denver.
Entonces, Alejandro, echando la cabeza hacia atrás, irguiendo el cuerpo y cerrando los puños, exclamó con una energía que nadie hubiera adivinado en aquel mozalbete con cara de niño:
—Si es usted amiga de Brown, usted conoce el paradero de Olimpia. Dígame cuál es, dígamelo, dígamelo pronto... porque si no...
Y todo el cuerpo de Alejandro tomó una actitud tan amenazadora, que Lady Denver, desasiéndose, se echó hacia atrás.
Quedóse unos segundos como pensativa, sin decir palabra.
Al cabo, en lugar de responder a las palabras de Alejandro, exclamó, colérica:
—¡Ah!, sí, ahora comprendo, comprendo a Brown, te comprendo a ti, lo comprendo todo. Brown se ha apoderado de Olimpia; a él y a ella aludían los periódicos al hablar del crimen del río Caledon ocurrido días pasados... ¡Y tú la sigues!... ¡Tú la quieres!... ¡Tú me pospones a ella!... Pero no puede ser, no puede ser. A mí no me ha despreciado ningún hombre. Y yo te quiero, Alejandro, como ninguna mujer ha querido a hombre alguno. ¡Yo te quiero, Alejandro, y mi cariño es una fortuna; yo te quiero, y mi despecho sería tu desgracia!
Y Lady Denver hablaba con exaltada pasión, como una loca.
En la semioscuridad, más que el collar de sus diamantes, brillaban sus ojos negros de pasión y de deseos.
—Alejandro, ¡oh, Alejandro! —balbuceó ella en un momento de debilidad.
—Pero, señora, por Dios.
—¡Ah! ¿Es que tienes lástima de mí, de mí? —gritó Lady Denver con rabia—. Perdóname. No hagas caso de mis palabras de cólera que nacen sólo de mi amor. Alejandro, tú me quieres, como yo soy digna de que se me quiera. Ven y de nosotros será el mundo. Soy hermosa. ¿Crees que hay una mujer que pueda competir conmigo?
—¡Oh! ¡Sí! Es usted hermosa, demasiado hermosa por mi desgracia.
—No me atormentes. A mi lado tendrás riquezas, poder; gozarás de todo, de todo lo que el mundo puede presentar de más bello.
—Señora, ¿me cree usted tan miserable que las promesas de poder y de riqueza puedan influir en mis determinaciones? No. Es usted hermosa, sí, es cierto, diabólicamente hermosa, y por esa belleza que enloquecería a tantos hombres, hubiera yo muerto, pero hay en mi alma el recuerdo de una imagen pura y santa y ese recuerdo ciega mis pupilas y de esa hermosura no ven nada, nada.
Y Alejandro, convulsivo, cerró los ojos y retrocedió. Lady Denver se acercó a él, y con su mano pequeña que tenía músculos de acero, le oprimió fuertemente el brazo.
—Crees que me has de vencer. No. Tú eres enérgico, pero yo soy indomable. Tú me amas. Sí. No mientas. Quieres engañarte a ti mismo y permanecer fiel a juramentos que si pudieras romper, romperías.
—No, no.
—Sí, tú me quieres. Atrévete a decir que no. Mírame aquí, a los ojos, y atrévete a decirlo.
—¡Oh, señora! Me está usted volviendo loco. Me fascina y me arrebata.
—¡Tonto! ¿Por qué no te dejas querer? Pues ¿qué te habías creído, que yo no sabía que mi belleza te impresionaba fuertemente? ¡Si eres mío!... Anda, ven...
Y María le cogía del brazo, clavando en los azules ojos de Alejandro, los negros suyos.
Los gruesos y diáfanos diamantes que adornaban el cuello y las orejas de María Denver prestaban a su hermosura una luz irisada de fantástico efecto.
Alejandro, ahora como otras veces, se sentía llevar por aquella mujer de voluntad tan fuerte y tan excepcional de hermosura.
María lo conducía de un brazo.
—¿Podrás creer —le decía a Alejandro— que a nadie he querido más que a ti?... Te parece mentira, ¿verdad?... Pues es tan cierto como que al fin te tengo junto a mí y respiro tu aliento y te mimo y te quiero.
Y Alejandro callaba. Una voluntad superior le subyugaba.
Había en Lady Denver como un perfume perverso y extraño que embriagaba a cuantos tenían la desgracia de aproximarse a ella.
Pero Alejandro se acordó súbitamente de Olimpia y se desasió con violencia de los brazos de María.
—¡Déjame cumplir con mi deber! —exclamó, ásperamente, y volviendo la espalda, emprendió el camino de la casa de Brown.
No había andado dos pasos cuando los brazos de María se le enlazaron en el cuello.
—¿Te vas, monín? —decía ella con voz dulce.
Y dos lágrimas, tan luminosas y más bellas que sus diamantes, rodaron por sus mejillas pálidas de inmaculadas líneas.
Al verla llorando nuevamente, sintió Alejandro desfallecer su voluntad.
Le avergonzaba de verse tan débil, pero se dejaba mecer por los mimos y las miradas, y las sonrisas y las palabras de la dama hermosísima.
Pero todos los idilios tienen su límite.
Duran los más hermosos hasta que la criada nos despierta para servirnos el chocolate.
El de Alejandro y Lady Denver duró menos y acabó de manera más rara.
Llevaban andando de bracero unos ocho o diez minutos, cuando al llegar a la calle de las Comisiones, iluminada espléndidamente por luz eléctrica, un extraño sujeto se acercó al grupo y murmuró no en voz tan baja que no pudiera oírsele.
—Es ella. Es Berta.
Lady Denver se volvió como si le hubiera picado una víbora. El que había murmurado aquellas palabras era un hombre alto, escuálido, completamente afeitado, envuelto en un gabán oscuro que casi le llegaba a los tobillos y cuya cabeza estaba cubierta por un sombrero de alas anchas.
El extraño personaje en vez de retroceder avanzó hacia Lady Denver y le dijo:
—¡Berta! Esposa mía. No me reconoces.
Lady Denver retrocedió vivamente y agarrando de un brazo a Alejandro murmuró en su oído rápidamente:
—Este hombre está loco. Adiós. Nos volveremos a ver.
Y con rapidez huyó como una sombra y tomó un coche, el cual desapareció en un instante.
Bajo la luz de las lámparas eléctricas el vehículo siguió las calles que afluían a la de las Comisiones, arrastrado por dos pequeños caballos del Cabo, de pelo fuerte, piernas nerviosas y cabeza fina e inteligente cuyas narices despedían nubes de ardiente vapor...
Y en las puertas de los bares, los bebedores, agrupados bajo los vacilantes mecheros de gas o inundados por las blancas ráfagas de las luces eléctricas, dejaban los vasos llenos de brandy o de cerveza sobre las mesas, para contemplar el espléndido carruaje que saltaba sobre el desigual empedrado, y arrojar una mirada llena de deseos sobre aquella mujer hermosísima, espléndidamente vestida, cubierta de joyas y de encajes, que lloraba mordiendo un pañuelo de batista...
Y pasaba el coche y volvían los bebedores a sus juegos o a sus disputas y subían hacia el cielo las nubes de humo de sus pipas y las voces y los juramentos resonaban mezclados con el ruido de las botellas y los vasos.
Estamos en 24 de diciembre de 1895.
La pascua en Johannesburgo promete ser agitada.
Jameson aguardaba desde Mafeking la orden de invadir el Transvaal para apoyar a los revolucionarios de la Ciudad del Oro.
Las disputas entre ingleses y alemanes, que amenazaban con ahogar en germen el movimiento revolucionario, se han apaciguado.
Tantas han sido las seguridades dadas por los millonarios ingleses de que no sería enarbolada la bandera británica, que los alemanes, creyendo que sólo se trata de conseguir ciertas reformas económicas y la extensión del sufragio, han decidido secundar pasivamente el levantamiento.
La sublevación se ha prefijado para el 31 de diciembre.
Jameson está provisto de la carta, con la fecha en blanco, firmada por Phillips, Leonard, Barnato, Hammond, Beit y el coronel Rhodes, en la que se pide su auxilio y el de sus soldados para salvar las vidas de las mujeres y niños de Johannesburgo, amenazados por las tropas de Kruger.
Con esta carta cree ponerse a cubierto el doctor Jameson respecto de las responsabilidades que acarree su acto de fili-busterismo.
¡Como si una calumnia y una infamia pudiesen lavar semejante delito de piratería!
Agentes de Rhodes recorren las calles de Johannesburgo excitando a las gentes a la rebelión contra Kruger.
Los periódicos vomitan tremendas amenazas contra Pretoria. Donde quiera, en teatros, calles y plazas, se levanta un orador que consigue agrupar en torno suyo las muchedumbres injuriando al presidente Kruger.
El manifiesto de Leonard el abogado excitando a los johannes-burgueses a la rebelión armada es leído en corrillos por gentes exaltadas.
Todo marcha admirablemente para los conjurados.
Se grita, se vocifera, se dan mueras a Kruger.
La ciudad se halla en abierta rebelión moral. De aquí a coger las armas no media más que un paso: el que se dará el día de año viejo.
Jameson entrará en Johannesburgo al frente de mil hombres que enarbolarán la bandera inglesa y al castigar la rebelión los ejércitos de Kruger tendrán que pelear contra la bandera inglesa... Intervendrá Inglaterra, surgirá la guerra y en menos de quince días toda la cuenca minera quedará en poder de los millonarios, que libres ya de toda fiscalización y autoridad explotarán a su capricho las riquezas de la tierra y el trabajo de sus obreros.
Tales eran, cuando menos, las ilusiones que se hacían los hombres de Kimberley, ya millonarios con los diamantes, pero deseosos de que las minas de oro del Transvaal les convirtieran en reyes del dinero y árbitros del mundo.
Pero Lady Den ver no estaba contenta.
Medio desnuda, en su hermoso tocador del
Las lunas venecianas reflejaban el torneado alabastro de sus brazos..., brazos llenos, redondos y blancos que no podían ser mirados sin sentir el deseo de que nos envolviesen el cuello.
Sobre el bajo corsé cimbreaban los senos opulentos y firmes.
El pelo era de un negro tan brillante e intenso que de él se desprendían fulgores azulados, de un azul oscurísimo.
En la media luz del tocador adquiría todo su cuerpo un particular encanto de odalisca.
Lady Denver se miraba al espejo con cierta voluptuosa complacencia.
Sentía el orgullo de su belleza y en su nariz sensual y en sus labios de fresa madura se dibujaba una sonrisa de sentido enigmático.
Pero Lady Denver no estaba alegre.
Esto se veía en sus ojos como velados por una nube de tristeza.
Entró una criada para anunciar la visita de Mr. Openfield.
—¡Que pase! —exclamó Lady Denver, cubriéndose el cuerpo de diosa con un peinador blanco.
Mr. Openfield no era otro que nuestro antiguo conocido el distinguido secuestrador señor Jack Dos Narices.
Estaba algo transfigurado.
Vestía elegantemente un traje de alpaca negra, con chaleco blanco, zapato de charol y sombrero de paja, gruesa cadena de oro en el chaleco, brillantes en los dedos y un magnífico solitario en la corbata.
Tenía un aspecto burgués de lo más respetable y hasta la misma desmesurada nuez que le había valido el apodo de Dos Narices se disimulaba bajo el larguísimo cuello de la camisa bien planchada.
Por lo visto, las comisiones de Lady Denver le resultaban productivas.
—¡Oh, qué hermosa! —dijo galantemente al entrar.
—Déjate de piropos —replicó, malhumorada, Lady Denver— y vamos al grano.
—¡Me es tan difícil reconcentrar ideas frente a hermosura tan ideal!
—Calla, animal, ¿has vuelto a tener noticias de Alejandro?
—Ninguna, señora. Nadie sabe dónde se mete. No ha aparecido en estos días ni por la jefatura de policía ni por la comisaría de hoteles y estaciones.
—¡Qué torpe eres! —exclamó, colérica, Lady Denver.
—Torpe, no. Sólo que Alejandro debe ocultarse mucho y si sale por esas calles ha de ir bien disfrazado.
—¡Y qué importa! ¿No le conocí yo a pesar de su barba postiza?
—Señora, el amor tiene ojos de lince.
—¡Idiota!..., ¿y no ha vuelto a aparecer por la casa donde vivía Brown?
—No, señora. Al día siguiente de ver usted a Alejandro le encontré yo penetrando en la casa de Brown acompañado por varios agentes de policía. La investigación duró tres horas, pero nadie pudo dar con el escondite que sirvió para la fuga de Brown y de sus hombres.
—Bueno, eso ya me lo dijiste, ¿y no has encontrado tú el escondite?
—Tampoco, señora. Brown es listo como el diablo. Nadie sabe dónde tiene metida a Olimpia. Desconfía de todo el mundo. Se siente espiado por la policía, por Alejandro y por nosotros. No sale a la calle sino bien acompañado y de noche. Se me figura que ya ha debido liquidar sus valores y que aprovechará la primera ocasión que se le presente para salir de Johannesburgo con su Olimpia.
—Habrá que evitarlo.
—Si se puede, señora; ya sabe usted que no es cosa fácil apoderarse de Brown. *
—Porque eres un cobarde.
—Porque tiene tal fama que todos mis hombres le respetan... Yo creo que lo mejor sería denunciarlo a la policía.
—¡Animal! ¿No comprendes que entonces se le obligaría a revelar por la fuerza el paradero de Olimpia y que Alejandro se reuniría para siempre con su novia?
—Muchos disgustos le va a costar a usted ese capricho.
—Eso no te importa y no debe preocuparte... ¿Y ese pastor cuya vigilancia te he encomendado?
Lady Denver se refería a aquel extraño sujeto que cortó su entrevista con Alejandro llamándola: «¡Berta, esposa mía!»
—En cuanto a ése no le perdemos de vista. La mitad del día se lo pasa rezando en las iglesias... La otra mitad corre por esas calles predicando la fraternidad universal... Yo creo que ese cura no está bien de la cabeza.
—¿Sabes si ha hablado alguna vez con Alejandro?
—No, de eso estoy bien seguro; el individuo que lo vigila no le deja ni a sol ni a sombra y si hubiera hablado confidencialmente con alguien, lo habría visto.
—Veo que no sirves para nada.
Estando así la conversación, volvió a entrar la criada anunciando la visita del señor Barnato.
—Que espere un segundo —exclamó Lady Denver.
Y dirigiéndose a Jack Dos Narices:
—No pierdas de vista a ese pastor. Procura averiguar a toda costa el paradero de Alejandro y cuida de buscar el escondite de Olimpia sin hacer daño a Brown, porque aún podemos necesitar de sus servicios. Veremos si mañana eres más afortunado en tus gestiones.
—Hasta mañana, bella señora.
Y Lady Denver se quedó sola.
Continuó haciéndose el tocado, pero se hallaba tan nerviosa, que al ponerse las sortijas se le escapaban de los dedos y al colocárselo rompió un collar de magníficas perlas con que solía adornar la dorada blancura de su cuello.
Alejandro se le escapaba de entre las manos y el joven boer constituía la más grande pasión de su vida.
¡En mala hora se presentó el pastor!
¿Quién era éste?... ¿Qué tenía que ver con Lady Denver para llamarla esposa y hacerla huir con sólo su presencia?... El curso de esta historia responderá a estas preguntas.
Entre tanto, Lady Denver, más enamorada que nunca, estaba irritada contra sí misma y contra Alejandro, el orgulloso mozalbete que de tal modo despreciaba su hermosura.
Gracias a que ningún hombre podía resistir una mirada de Lady Denver y tan pronto como estuviese dos horas a solas con Alejandro éste caería a sus pies, loco de amoy y borracho de voluptuosidad.
Pero Alejandro huía de ella y ninguno de los sabuesos de Lady Denver podía encontrarle.
Malhumorada y nerviosa, hizo pasar a Barnato al tocador.
—¿Qué querrá ese borracho? —se preguntó.
Barnato entró tambaleándose, como de costumbre.
Se inclinó, como para dar un beso en el cuello de Lady Den-ver, pero hizo ésta un movimiento de repulsión y los labios de Barnato rozaron levemente el peinador de María.
—¿Qué te trae por aquí? —interrogó María.
—¡Valiente pregunta! Vengo a verte, a admirar tu hermosura una vez más, a decirte que te quiero, que estoy loco por ti, que me muero de celos.
—¡Vaya una letanía! La verdad, el dinero te ha enseñado a ser galán. Siempre sueltas las mismas sandeces.
—¡Y tú siempre tan áspera! De algún tiempo a esta parte no pareces la misma, aquella María cariñosa y buena a cuyos pies puse yo mi fortuna.
—Es que las redes para cazar pájaros pueden ser hasta de seda. En cambio, las jaulas donde se guardan han de ser de alambre para ser seguras.
—¡Déjate de metáforas!... Lo que te digo es que de algún tiempo a esta parte no eres ya la misma. Parecería que te has cansado ya de mí.
— ¿Y qué tendría de particular? ¡No parece sino que te juzgas un Adonis!
—¿Y eres tú, acaso, la Virgen María? —replicó, malhumorado, el riquísimo ex payaso.
—¡Animal!
—Sí, ya no eres la misma —replicó tenazmente Barnato—, y ya no eres la misma porque estás enamorada.
—¡Qué estúpido eres!
—Sí, desde que cuidaste en Kimberley de aquel mozalbete boer ya no eres la misma.
—¿Qué tienes tú que hablar de ese muchacho?
—Que te has enamorado de él.
—¿Y en qué lo has conocido?
—No te burles. Eres mi querida desde hace doce años y en ese tiempo he aprendido a conocerte.
—¡Qué pesado te pones!
—¡Ya lo creo que estoy pesado! ¿Pero te has figurado que se puede jugar conmigo como con un chiquillo de quince años?
—¿Y quién habla de jugar contigo sino tus celos ridículos de borracho?
Al oír esta palabra, que era la injuria que más le hería, precisamente porque nunca pudo curarse de su afición a los licores, Barnato se incorporó como una fiera y abalanzándose sobre María, con los puños cerrados en lo alto, exclamó, colérico:
—¡Estoy harto de insultos y de juegos! Confiesa que estás enamorada de ese Alejandro y que te burlas de Cecil Rhodes, de Lord Denver, de mí y de todo el mundo.
Lady Denver, en lugar de contestar, se cruzó de brazos y miró fijamente al ex payaso que la amenazaba.
No salieron de sus labios más que estas sílabas, penetrantes como la hoja de un puñal.
—¡Bo-rra-cho!
—Confiesa o te aplasto de un puñetazo —repetía, furioso, Barnato.
—¡Bo-rra-cho!
Al fin, Barnato se abalanzó sobre ella; pero Lady Denver, sin perder la serenidad, dio rápidamente media vuelta y se armó con uno de esos plumeros que sirven para limpiar el polvo de los muebles.
Entonces ocurrió una escena extraña.
Barnato descargaba tremendos puñetazos, pero Lady Den-ver escurría ligeramente el cuerpo y los puños del millonario se golpeaban contra las paredes o contra los muebles
En cambio, María, agarrando el plumero por las plumas, golpeaba con el mango las narices, las orejas, la boca, las facciones todas de Barnato, cuyo rostro todo quedó al poco tiempo convertido en una mancha amoratada.
Al fin, las iras del ex payaso se aplacaron a los golpes. Volvió María a cruzarse de brazos, mirando fijamente al millonario.
De sus ojos negros se despeñaban dos torrentes de luz.
Barnato bajó lentamente la vista y, al cabo, salió del cuarto con la cabeza gacha, humillado como una fiera ante el látigo del domador.
Una vez en la calle no se le ocurrió más consuelo que el de ir al Rand Club, que es, como ya hemos dicho, el círculo más aristocrático de Johannesburgo.
Se tendió en un diván y pidió al camarero una botella de ajenjo y dos de champagne.
Comenzó a mezclar ambos líquidos y se puso a beber, sin pensar más que en aquella María que de tal manera le dominaba.
—¡Oh, si es verdad que se ha enamorado de otro, me pego un tiro! ¡Vaya si me lo pego!
Y para alejar la idea del suicidio siguió vaciando vasos.
Vio pasar por uno de los salones vecinos a Mr. Lionel Phillips, y se acordó entonces de que él, Barnato, era uno de los conspiradores.
—¡Phillips! —exclamó en voz alta.
—¡Hola, Barnato! —replicó el interpelado—. ¡Tenía muchas ganas de verle a usted!
Y Lionel posó familiarmente el brazo en el hombro de Bar-nato.
Era un hombre de cuarenta años, nervioso, inquieto, presidente de la Cámara de las minas y alma, en Johannesburgo, de la conspiración.
—¿Hay algo de. nuevo? —preguntó Barnato.
—Dígame sobre todo si ha asegurado usted la ayuda de ese Brown y de sus hombres.
—Sí, ayer estuvo en mi casa y me prometió ayudarme a condición de que el cónsul inglés le visara un pasaporte en toda regla... Precisamente quería verle a usted para que se avistara con el cónsul y resolviera este asunto.
—Pierda cuidado... ¿Y para cuándo necesita el pasaporte?
—Lo exige para mañana.
—Mañana lo tendrá. La cuestión está en que no se nos escapen.
—No se apure usted, porque es hombre de fiar.
—Me alegro infinito. Necesitamos en Johannesburgo gentes de armas tomar.
—Pues de éste yo respondo. ¿Y no hay nuevas noticias?
—Sí, Rhodes me ha enviado el texto de los telegramas recientemente recibidos de Inglaterra.
—¿Dicen algo de particular?
—Sí, se nos mete mucha prisa a fin de no dar lugar a la acción de las potencias.
—¿Y Chamberlain consentirá la intervención de Europa?
—No la consiente, pero a condición que enarbolemos en la insurrección la bandera británica.
—¿Y no será peligroso enseñar tan pronto la oreja?
—Acaso lo sea, pero es la condición
—Y en resumidas cuentas, ¿qué es lo que nos ofrece Chamberlain?
—Pues tan pronto como la insurrección estalle hará venir a Johannesburgo al Alto Comisario Británico, como representante del poder soberano y árbitro por derecho propio de esta cuestión, quien pondrá las minas bajo la protección de Inglaterra.
—¿Y qué fórmula ha buscado Chamberlain para justificar la intervención de ese Alto Comisario?
—La de considerar el movimiento como una apelación del pueblo de Johannesburgo al Estado soberano en el Africa del Sur, para dirimir una contienda con autoridades locales.
—La justificación me parece algo metafísica.
—Sí, pero todo consiste en obrar pronto. En cuanto nos descuidemos los alemanes y muchos ingleses se enteran de lo que se trata y nos frustran el movimiento. Lo necesario es cortarles la acción.
—Por ahora están muy apaciguados.
—Cierto, gracias a que les hemos jurado y perjurado que sólo se trata de cambiar el Gobierno de Pretoria.
—¿Y cuándo se hace definitivamente el movimiento?
—El 31 de diciembre. Vaya, adiós. ¡Conque silencio y firmeza!
—¡Hasta luego, Phillips!
Al despedirse Mr. Lionel, volvió Barnato a su ajenjo y a su champagne.
Al poco rato sintió apetito y se hizo servir un almuerzo magnífico en el mismo Club.
Entre los manjares sustanciosos y los ricos vinos que su máquina estomacal fue devorando, Barnato se iba embriagando como un cochero.
Al terminar el almuerzo y encender el habano no hacía más que hablar, sin ton ni son, de Chamberlain, de la conspiración, de las minas de oro y de Lady Denver.
El Club se iba llenando de gente que en él entraba para tomar café.
Algunos pasaban junto a Barnato, se sonreían compasivamente al verle hablando solo y acababan por seguir su camino.
Otros, en cambio, se agruparon a su alrededor, decididos a burlarse del opulento borracho.
—¿Qué tal, Barnato? ¿Cómo va eso? ¿Conque esta vez va de veras? ¿Conque ya no nos dará más disgustos el presidente Kruger?
Y el desventurado Barnato, hostigado por tanta pregunta, soltó la sin hueso:
—Sí, esto se acaba para siempre.
—¡Ca! Mientras Johannesburgo dependa de Pretoria, seguiremos teniendo disgustos.
—¿Y quién habla de que Johannesburgo siga dependiendo de Pretoria? —replicó furioso Barnato.
Y narró ante los oyentes el compromiso de Mr. Chamber-lain, consistente, como ya hemos oído a Mr. Phillips, en hacer que el Alto Comisario Británico resolviese la cuestión poniendo la ciudad y las minas de Johannesburgo bajo la protección de Inglaterra, a condición de que los johannesburgueses sublevados y el doctor Jameson enarbolasen la bandera británica y no ninguna otra.
Las palabras de Barnato, aunque dichas por un borracho, produjeron enorme impresión entre la concurrencia.
Se sabía que Barnato era uno de los más caracterizados conspiradores, y alguno entre los circunstantes le había visto hablando confidencialmente con monsieur Lionel Phillips.
¡Era cierto que se trataba de anexionar Johannesburgo a Inglaterra!
¡Conque los conspiradores estaban engañando a la ciudad!
—Gracias por sus informes —exclamó, dirigiéndose a Bar-nato, un señor de frente cuadrada y barba rubia que había estado escuchando la conversación.
Y dando media vuelta se marchó.
—¿Quién es ese sujeto que me da las gracias? —preguntó Barnato.
Y respondió una voz:
—El cónsul alemán.
Entonces comprendió Barnato la imprudencia de sus palabras, pero borracho como estaba no pudo condolerse de otro modo que tumbándose a lo largo de un diván.
La noticia de la intervención de mister Chamberlain en la proyectada revolución de Johannesburgo llegó a la Bolsa a primera hora de la tarde.
Era un día de extraordinaria animación el de la víspera de Navidad. Al llegar los forzosos descansos que el calendario impone a los bolsistas, parece como que se aumenta la fiebre del negocio hasta trocarse en delirio.
Aquella tarde las operaciones no se verificaban en la calle «Entre las cadenas», sino en el interior del edificio, porque fuera el sol caía a plomo, derritiendo los sesos.
Y el interior estaba materialmente lleno de corredores, agentes, subagentes, capitalistas y especuladores de todas clases, dominados por la más extraordinaria de las calenturas.
—¡Ciudad y suburbios! —exclamaba el encargado de apuntar en la pizarra el curso de las operaciones.
«Ciudad y suburbios» es el nombre de una de las más importantes compañías mineras.
—¡Compro a 625 por 100! —gritaba un agente.
Y el encargado apuntaba en el lado izquierdo de la pizarra: 625.
—¡Compro a 630! —exclamaba otro agente.
Y el empleado borraba el número anterior, apuntando éste.
—¡Compro a 640! —gritaba otro, gesticulando.
—¡A 645!
—¡A 660!
—¡A 700!
—¡A 710!
—¡A 720!
—¡Vendo! —respondía otro de los agentes.
Y el empleado apuntaba 720 en el lado derecho de la pizarra.
—¡Compro más a 720! —añadía otro de los corredores.
Reinó cierto silencio.
—¡Compro a 730! —exclamó otro.
Y en vista de que nadie ofrecía acciones a la venta, el alza proseguía, loca y ciega, como una espuma de jabón.
—¡A 740!
—¡A 760!
Los corredores discutían en voz alta.
Todo el mundo sudaba, como congestionado en aquella atmósfera asfixiante.
Y el alza proseguía con desesperada fiebre.
—¡Vendo a 800 cien acciones! —gritó otro corredor.
—Las compro a 765.
—Yo doy 770.
—Yo, 780.
Otro rato de silencio relativo.
—Ha de ser a 800.
Nadie se decidía a comprarlas.
El alza de aquella tarde hubiera sido de un 175 por 100. ¡Cantidad enorme, fabulosa, con la que un hombre podía haberse enriquecido en diez minutos!
... Al fin, Jorge White, corredor cuyo crédito se debía a su amistad con Cecil Rhodes, exclamó:
—¡Compro esas cien acciones!
Y el alza de las «Ciudad y suburbios» quedó consolidada aquella tarde.
Otro tanto sucedió al cotizarse las acciones de la «Filón de la Corona», de la «Durban», de la «Ferreira», de la «Campos de Oro», de la «Jubileo», de la «Simmer y Jack», de la «Klein-fontein», de la «Modderfontein», de la «Robinson», de «Minas del Rand», de la «Jumpers», de la «Wemmer», de todas las principales Compañías.
No había duda. La tarde estaba de alza, pero de un alza desusada y ciega como no se había conocido otra desde el famoso «boom» de 1889, pero aún mayor que éste, ¡un alza sin igual!, extraordinaria hasta en Johannesburgo, el pueblo de las fortunas en dos días y de las bancarrotas en dos horas, extraordinaria hasta en aquella Bolsa, donde todo se cotiza, las realidades y las esperanzas, el talento de un ingeniero y la salud de un millonario.
Porque los que conozcan las Bolsas europeas no pueden formarse idea de la fiebre que agita la Bolsa de Johannesburgo.
El movimiento de los valores públicos en Europa obedece a ciertas leyes. La buena administración de un Estado hace subir la Bolsa, lenta y continuamente. Bajan los valores con las guerras, las revoluciones y los despilfarros.
Pero ni las guerras, ni las revoluciones ni la mala administración aparecen en un día, sino que se las ve venir con antelación y la Bolsa desciende con lentitud, cotizando de antemano el desarrollo probable de los sucesos, la victoria posible y la derrota cierta.
Pero en el Transvaal no sucede así.
Lo que allí se cotiza no es el crédito de los Estados, sino el éxito de las explotaciones mineras.
¿Y quién puede calcular este éxito?
Aquí una Compañía descubre un filón de oro, analiza la roca y halla químicamente 50 gramos de oro en cada tonelada de mineral.
Los gastos de extracción se calculan en 10 gramos de oro (unas 50 pesetas) por tonelada; quedan, por lo tanto, 200 pesetas de beneficio por igual peso.
Se funda una Compañía para explotar el filón.
Las primeras toneladas de mineral continúan produciendo la misma cantidad de oro.
La empresa parece un gran negocio y las acciones suben, hasta ponerse al 400 por 100.
Pero luego, ahondando en el filón, se encuentran los ingenieros con que el banco aurífero llega a producir 250 gramos de oro (unas 1.250 pesetas) por tonelada.
Las acciones suben entonces al 2.000 por 100.
Pero hay un ingeniero que hace el siguiente cálculo:
Si el filón a flor de tierra tiene 50 gramos de oro por tonelada, y a los siete metros de profundidad daba 112, y a los cincuenta 250, es de esperar que a los trescientos cincuenta metros de profundidad contenga 560 gramos de oro por tonelada.
Y entonces el alza de las acciones llega a proporciones gigantescas, porque la especulación las cotiza, no por el valor real que tienen, sino por la progresión que calculó el ingeniero.
Ya tenemos las acciones al 8 ó al 10.000 por 100. Todos los primeros accionistas se han hecho ricos, los unos vendiendo sus valores a precios fantásticos, los otros cobrando las ganancias enormes repartidas por las Compañías entre las acciones.
Pero en esto resulta que el filón se empobrece.
Ya no son 560 los gramos de oro que encierra cada tonelada de mineral; son 400, son 200, son 50.
Los cálculos del ingeniero eran equivocados.
El filón no produce por término medio más que 15 gramos por tonelada.
Todavía la explotación es productiva. La Compañía reparte dividendo del diez o doce por ciento, pero las acciones que estaban al diez mil por ciento se han puesto a la par.
¡El desgraciado que las compró en su valor máximo se encuentra con que no tiene más que un duro por cada cien que en el negocio puso!
... Y eso que el negocio sigue siendo bueno, pues cada tonelada extraída produce a la Compañía 25 pesetas de ganancia.
¡Figúrese el lector lo que sucedería si el filón se agotara o se perdiese!
Si esto ocurre con los valores de Compañías que se encuentran en plena explotación, ¿qué es lo que no sucederá con los cientos de Compañías que no cotizan más que sus esperanzas de encontrar buenas minas?
En un campo de la cuenca minera descubre un aventurero un filón de oro o dice que lo descubre.
El campo es un desierto, donde hoy ni una granja ni una mala posada se levanta.
En un momento circula el rumor del descubrimiento. Cientos de emigrantes acuden. Un posadero trae sus chismes de cocina en un carro y con cuatro tablas levanta un barracón.
Ayer los terrenos no valían nada o casi nada. Hoy, dos o tres especuladores los compran a cualquier precio. Cada «stand» (unos 550 metros cuadrados) vale 40 libras esterlinas.
Pero se dice que el ingeniero de la casa Levis-Marks ha llegado por la noche.
—¡Buen negocio debe de ser éste cuando esos millonarios se van a interesar en él!
Y los «stand» suben a 60 libras.
Se funda una Compañía por acciones para comprar terrenos, se hace la operación; esta Compañía se apodera de todos los terrenos del término; sus acciones se cotizan en la Bolsa.
Llega a ese paraje el ingeniero jefe de la casa Eckstein (otros millonarios).
El «stand» vale 90 libras y ]as acciones duplican su valor. Se compra, se vende, se vuelve a comprar.
Los corredores y agentes se enronquecen a fuerza de dar gritos.
Luego resulta que el ingeniero de Eckstein nunca estuvo en el campo, que el de Levis-Mark sólo de paso estuvo en él, que la casa Farrar no se ha interesado en el asunto y que la proporción del oro en el mineral resulta insignificante o nula.
Ya tenemos centenares de personas enriquecidas o arruinadas por una mina... que nunca ha existido.
Pero hay más.
Hasta hace algunos años los mineros se conformaban con pulverizar las rocas auríferas, echarlas en cubos de agua y dar vueltas a las cubas de modo que en ese movimiento de rotación el oro, como más pesado, se depositase en el fondo, mientras que la piedra quedaba en la superficie.
Con este sistema sólo se extraía la cuarta parte del oro contenido en el mineral, y únicamente los filones muy ricos merecían la pena de explotarse.
En cuanto el filón se empobrecía, el valor de las acciones bajaba a cero.
Luego se descubrió que el mercurio tenía la propiedad de asimilarse el oro, y se inventaron unas planchas, cubiertas de mercurio, por las que se hacía pasar el agua que arrastraba el mineral pulverizado.
De este modo el mercurio extraía algo más del 50 por 100 del oro contenido en el mineral.
Las acciones mineras subieron como por encanto.
Pero el agua arrastraba todavía gran cantidad de oro. Descubrióse luego que el cianuro de potasio podía separar buena parte del oro arrastrado por el agua. Se aplicó el descubrimiento... y nueva subida en las acciones.
Pero aún hay más.
Hasta hace ocho años (en 1892) no se podía explotar los filones más que hasta cierta profundidad.
Un ingeniero americano descubrió la manera de hacer productivos los pozos profundos... y al momento se fundaron cien Compañías nuevas.
... Y así, calculándose en 2.500 millones de pesetas el valor nominal de todos los valores mineros de Johannesburgo, subió en 1889 hasta diez mil millones de valor en Bolsa, y en 1895 hasta diecisiete mil, para bajar a 400 millones en 1890 y a 1.200 en 1896.
¡Calculen los lectores las quiebras y las fortunas, las bancarrotas y las opulencias, y los suicidios, y los engaños, y los crímenes que estas cifras enormes representan!
Dígasenos si hay país alguno del mundo en que la fiebre del negocio haya podido alcanzar los grados que en la Bolsa de Johannesburgo.
Pero el alza de aquella tarde (24 de diciembre de 1895) obedecía a causas extrañas, al descubrimiento de nuevas minas o de mejores procedimientos de extracción.
Un conocedor de aquella Bolsa hubiera podido observar que todos los agentes que compraban acciones eran ingleses y amigos de Cecil Rhodes, de Barnato o de Lionel Phillips.
Es que lo que se cotizaba aquella tarde era la anexión del Transvaal a Inglaterra, preparada por Cecil Rhodes y mister Chamberlain por medio de la inminente revolución de Johannesburgo.
Las medidas de Kruger tendían a disminuir las ganancias de las Compañías haciendo gravitar sobre ellas los impuestos.
Gracias a Kruger, si prosperaban los capitalistas mineros, prosperaban igualmente los trabajadores, los empleados y los agricultores.
Las ganancias de las minas redundaban en beneficio de toda la nación, pero en este caso el beneficio de la nación era opuesto a los intereses de los accionistas, pues cuanto más dinero se quedase en el país, menos se repartían los millonarios ingleses.
Por eso las acciones subieron tanto al conocerse que los conspiradores contaban con la seguridad de que Chamberlain no vacilaba en provocar una guerra para conseguir la anexión del Transvaal.
En cuanto las minas dependiesen de Inglaterra, como Chamberlain y sus amigos no tenían interés alguno en que el Transvaal prosperase y sí en que las acciones produjesen buenos dividendos, es claro que el Gobierno británico lo sacrificaría todo para servir los intereses de las grandes compañías.
Y el alza continuaba.
Después de cotizarse las acciones de las grandes compañías territoriales, cotizáronse las de las pequeñas, hijas de aquéllas, encargadas de extraer el mineral en los terrenos que las primeras les prestaban.
Fue una tarde loca. No hubo acción que no subiera cinco enteros. La borrachera parecía general. Todo el mundo compraba y compraba, confiando en Chamberlain.
¿No tenían su palabra de provocar la guerra y anexionarse el Transvaal?
Pero un observador que conociera a fondo aquella Bolsa hu-hiera podido observar que había dentro de ella algunas gentes que no participaban del entusiasmo general.
Aquí y allí veíanse algunos corredores que no abrían la boca sino para decir: «¡Vendo!», cuando las acciones parecían haber subido al máximum.
Lo extraño era que los corredores que vendían eran los principales agentes de los capitalistas franceses y alemanes, mientras que los compradores, más numerosos, eran todos ingleses y amigos o empleados de Cecil Rhodes.
Parecía que entre unos y otros se efectuaba un desafío.
Cada vez que los ingleses lograban comprar un buen número de acciones, celebraban la operación con grandes vasos de «Champagne» helado y miraban compasivamente a los vendedores, como diciéndoles con los ojos:
«¿No sabéis, infelices, que Chamberlain anda en el negocio y que de aquí a unas semanas, cuando el Transvaal sea inglés, todas estas acciones habrán cuadruplicado de valor?
Y los otros callaban, aguardando los máximum del alza, para vender valores, pero eso sí, vendían las acciones a cientos y a miles.
Los ingleses se sonreían, como diciendo:
«¡Desgraciados!»
Se figuraban que nadie más que ellos estaba en el secreto y bebían el «Champagne» helado por docenas de botellas, ofreciendo irónicamente alguna copa que otra a Federico Lessing, el corredor alemán que había vendido más acciones aquella tarde.
Cuando llegó el turno de cotizar las acciones de la «Char-tered», uno de los valores que se suelen cotizar a última hora, y Jorge White compró a Federico Lessing mil cuatrocientas acciones con alza de cuarenta enteros, exclamó aquél:
—Buen negocio me dejas hacer esta tarde, viejo zorro. Verdad que como eres viejo habrás perdido ya las garras.
—¡Pero no las uñas! —replicó con presteza el alemán.
Y siguió vendiendo acciones de la «Chartered», que compraban los ingleses con ruidosas explosiones de entusiasmo.
Sólo dos viejos tiburones de la Bolsa —aparte de los alemanes— no se entusiasmaban con aquella alza casi fantástica.
Barnato —vuelto de su borrachera gracias al acónito— y Lionel Phillips —que de estos dos hablábamos— conversaban con aire triste en un rincón.
—Estos alemanes nos la tienen guardada —decía Barnato.
—Sí, es muy listo Federico Lessing para no haber comprendido que el alza de hoy obedece a algo gordo.
—¿Y por qué vende?
—Eso es lo que yo me pregunto, ¿por qué vende?
—¿Crees que tendrá sus razones?
—No me cabe duda.
—Ni a mí. Lo que te digo: esos alemanes nos la tienen guardada. Cuando el alza de 1889 dejamos sin un cuarto las Bolsas de París y de Hamburgo. Pero entonces les vendimos al alza, para comprarles luego en la baja..., y tengo miedo de que ellos estén haciendo ahora lo mismo que nosotros.
—En fin, ¡siempre que no nos falte el apoyo de Chamberlain!
—¿Pero temes acaso?
—¡Chist! —, veamos lo que va a pasar aquí.
Efectivamente, en la Bolsa ocurría algo extraordinario.
La cotización de valores había terminado y la gente, en lugar de marcharse, se agrupaba en derredor de la mesa presidencial.
—¿Qué ocurre? —preguntó Barnato a uno de los corredores.
—Nada, que Federico Lessing ha pedido permiso para dirigir la palabra al público.
—¿Y qué tiene que decir ese viejo zorro?
—No lo sé, pero asegura que se trata de algo muy grave, y como es el decano de los corredores, habrá que oírle.
Federico Lessing, en efecto, se subió a la plataforma desde la cual se anotan las cotizaciones, hízose un «pst» como para hacer silencio, y cuando se hizo, el anciano corredor pronunció estas palabras:
«Compañeros y amigos:
Nadie tiene derecho a sospechar que yo, viejo afrikánder, vaya a traicionar la causa de Johannesburgo.
¿Qué es lo que pide esta ciudad al gobierno de Kruger?
En primer término, que se suprima el monopolio de la dinamita; pues me parece justa la supresión, porque la Compañía monopolizadora abusa de sus privilegios y la dinamita debiera estar barata porque es artículo de primera necesidad para la industria minera.
¿Qué queremos además? Que el gobierno destine parte de su superávit a la compra de los ferrocarriles. También me parece justo, porque el precio de los transportes es excesivo para todos.
También pedimos nuevas leyes de naturalización. Y es justa nuestra demanda. Sin pretender que nuestra mayoría numérica arrebate su nacionalidad a los boers, es lógico que los extranjeros vayamos interviniendo en el poder legislativo, ya que contribuimos a levantar las cargas públicas.
Creo que estas reformas pueden conseguirse sin necesidad de revoluciones, pero si vosotros opináis lo contrario estoy dispuesto a ir con vosotros hasta cíoncíe fuere necesario para lograrías.»
Se escuchaban en la sala voces de ¡Bravo!, ¡Bravo!
Lessing prosiguió:
«¿Pero estáis seguros de que sólo se trata de conseguir esas reformas?»
Varias voces exclaman ¡Sí!, ¡Sí!
Lessing añadió:
«¿Me garantizáis que el actual movimiento no tiene otro objeto que el de lograr esas reformas?»
Las voces repiten: ¡Sí!, ¡Sí!
Y Lessing contesta con energía:
«Pues estáis engañados o tratáis de engañarme.»
Al oír esta contundente frase se hizo en la Bolsa un silencio sensacional.
Todo el mundo se puso a escuchar con avidez las palabras del anciano corredor.
«¿Os figuráis —prosiguió Lessing— que Cecil Rhodes, el Napoleón del Cabo, el rey sin corona, ha echado toda la carne en el asador sin más objeto que el de conseguir la compra de un ferrocarril, la supresión de un monopolio y la transvaaliza-ción de unos cuantos ingleses descontentos, por lo visto, con ser súbditos de la reina Victoria?
¿Os figuráis que Mr. Chamberlain exige que los revolucionarios de esta ciudad enarbolemos la bandera inglesa sin más objeto que el de protegernos con sus consejos desde fuera?
No finjáis extrañeza porque cito los nombres de Cecil Rhodes y de Chamberlain.
Si vosotros creéis estar en el secreto yo no desconozco lo que va a suceder; quien tal vez lo desconoce es Mr. Chamberlain.»
Se oyen risas en el salón.
«¿Os reís?... Pues digo bien. Chamberlain se figura que Europa puede consentir que una partida de filibusteros mandada por el doctor Jameson decida del porvenir de una nación reconocida oficialmente, como lo es el Transvaal.
...Y esto no puede suceder..., más aún..., no sucederá.
En el momento en que el doctor Jameson cruce la frontera al frente de fuerza armada, sabiéndose como se sabe en toda Europa que el ministro mister Chamberlain y el presidente del gobierno del Cabo, Mr. Cecil Rhodes, han preparado semejante golpe de filibusterismo, todas las potencias protestarán inmediatamente contra la intentona.
Ya los cónsules de Francia y Alemania nos han suplicado oficiosamente que no intervengamos en semejante movimiento, prueba de que las potencias europeas piensan desaprobarlo.
¿Y creéis que en estas condiciones se atreverá Chamberlain a apoyar al doctor Jameson?
Creedme, compañeros y amigos, vale más dejar para mejor ocasión todo intento de lucha contra el gobierno de Pretoria.
Obstinarse en apoyar un acto de filibusterismo es exponernos a quedarnos solos en el Transvaal y aislados en el mundo.
Debo declarar, por mi parte, que me opongo terminantemente a toda intentona de esa clase y que, aunque ferviente partidario de las reformas, juro fidelidad a la bandera transvaalense.
Y ya he dicho cuanto tenía que comunicaros.»
Las palabras de Lessing cayeron sobre la Bolsa como una ducha de agua fría.
Los que como Phillips y Barnato estaban en el secreto de la conspiración comprendieron que, en efecto, no habían contado con la actitud de las potencias.
Este era un factor de capital importancia que se les había escapado en sus cálculos.
¿Qué hacer frente a la hostilidad de un imperio tan poderoso como el alemán?
Barnato y Phillips estaban aterrados.
Complot descubierto, conspiración fracasada.
¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?
Pero los otros bolsistas sólo veían que el alza del día se desmoronaba.
Todos los cálculos se venían al suelo..., y con los cálculos, el valor de las acciones.
Lo que decía Lessing era cierto, ¿más por qué no lo había dicho antes?
¡Ah, para vender a buen precio los valores!
Entonces comprendieron que el viejo zorro se había burlado de todos.
Quisieron castigarle, lo buscaron por todas partes, pero Lessing había desaparecido.
En uno de los salones del espléndido palacio de Barnato están reunidos el opulento ex payaso, su compadre el aventurero Lord Denver y la hermosa María Denver.
Hay varias botellas en un velador, pero todas están llenas; nadie piensa en vaciarlas.
Otras preocupaciones embargan el ánimo de nuestros antiguos conocidos temerosos de que por haber sido propalada en la Bolsa la confesión de Barnato relativa al apoyo de Chamberlain a la conspiración y por la actitud de los alemanes favorables a Kruger, se malograse el éxito de sus proyectos.
—¿Y qué hacemos? —pregunta Lord Denver.
—¡Seguir adelante! —contesta Barnato.
—¿Pero nos seguirán Phillips y Leonard?
—¡Esta es la cuestión!... No lo sé. El conflicto consiste en que han sido descubiertos nuestros propósitos de izar la bandera inglesa en Johannesburgo. Ahora bien, Phillips es el que ha organizado directamente todo el complot. Se encuentra incapacitado para volverse atrás porque nosotros podríamos demostrar que ha sido el jefe de la conspiración, pero es un negociante muy enamorado de su dinero y me temo mucho que le entre el miedo.
—¡Vale poco! —decía Lady Denver.
—¡Y lo peor es que Leonard vale menos y que sin Leonard no se subleva la Unión Nacional, y sin la Unión Nacional no hay revolución posible. Leonard es ante todo un abogado, amigo de discursos y de distingos; en cuanto peligre su presidencia de la Unión Nacional es muy capaz de dejar plantados a Chamberlain, a Cecil Rhodes, a nosotros y a todo el mundo.
—¡Razón tenía Harris, el secretario de Rhodes, al telegrafiarnos que desconfiáramos de la entereza de ese negociante y de ese leguleyo!
—¿Pero es que la Unión Nacional se niega abiertamente a empuñar las armas para anexionar el Transvaal a Inglaterra?
—Yo creo que sí, pero eso ya nos lo dirá Leonard dentro de un rato. ¿Y qué importa la Unión Nacional si tenemos de nuestra parte a Chamberlain?
—La verdad es que con el triunfo de la Unión Nacional no íbamos ganando nada. Que nos gobiernen Kruger y sus aldeanos, o que nos manden nuestros propios empleados, que son los que forman la Unión Nacional, es lo mismo para nosotros. Siempre constituirían los mismos estorbos para nuestros proyectos financieros. Lo que nos hace falta es la anexión a Inglaterra, y harto recompensados saldrán con ella ese negociante y ese leguleyo para que a última hora se vengan con remilgos.
—^Una cosa me preocupa —exclamó Lady Denver—, y es la manera de sostener el alza de los valores mineros. Al comprar a precios fabulosos cuantas acciones han llegado a la Bolsa hemos puesto toda la carne en el asador... Si falla la conspiración, si Chamberlain se volviese atrás y para evitar un choque con Alemania nos negara su apoyo, vendría la baja..., una baja horrorosa..., la quiebra para todos. ¿Y qué hacemos?
—¡Seguir comprando! —replicó con su habitual intrepidez Barnato.
—¿Y si el mismo Cecil Rhodes tuviese escrúpulos de comprometer su posición de presidente del Cabo y no dejase invadir el Transvaal al doctor Jameson?
—¡Pierdan ustedes todo temor! —exclamó bruscamente un nuevo visitante.
Era el coronel Rhodes, uno de los directores de la Compañía «Campos de oro», hermano del Napoleón del Cabo.
Y preguntó en seguida:
—¿No han venido ni Hammond, ni Farrar, ni Leonard, ni Phillips?
—Los estamos esperando; deben venir de un momento a otro —exclamó Lady Denver.
—Pierdan ustedes cuidado, les he dicho —prosiguió el coronel Rhodes, reanudando su interrupción—; mi hermano tiene cogido por veinte documentos a Chamberlain, que es, hoy por hoy, el hombre más influyente de Inglaterra. Chamberlain es quien ha exigido que Jameson y los revolucionarios enarbolen la bandera inglesa. Todos los telegramas de Inglaterra nos excitan a precipitar los acontecimientos. Chamberlain nos garantiza su apoyo a condición de no aplazar el movimiento... Y en cuanto a los temores de que mi hermano retroceda, son del todo infundados. Con que, ánimo y adelante, aunque se enfaden los alemanes; ésta es mi opinión.
—Y la nuestra —repuso Lady Denver.
Anunciaron en aquel momento la llegada de Hammond, el ingeniero; de Leonard, el abogado, y de Phillips, el negociante.
Hallábase, por lo tanto, reunida en casa de Barnato la plana mayor de los conspiradores.
Faltaban únicamente Cecil Rhodes y su secretario, el doctor Harris, que se hallaban en la ciudad del Cabo; Chamberlain, que se encontraba en Londres, y miss Flora Shaw, escritora, que dirigía en el periódico «The Times» la política colonial y servía al mismo tiempo de intermediaria entre Chamberlain y los conspiradores.
De este femenino personaje acaso tengamos que ocuparnos más tarde.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Barnato a Leonard.
—¿Lo que hay?... Pues sencillamente que la Unión Nacional se niega a secundar el movimiento a menos de que garanticemos que no se trata de atentar contra la independencia del Transvaal.
—¿Y qué garantía quieren esos codiciosos? ¿No les ha dicho usted en su manifiesto que sólo se quiere fundar una república verdadera?
—Es verdad, pero todo el plan de la conspiración está descubierto, saben que el doctor Jameson tiene una carta nuestra pidiendo su auxilio y exigen un telegrama del doctor desmintiendo el propósito de penetrar en el Transvaal al frente de gente armada.
—¡Pues no tendrán ese telegrama! —exclamó impetuosamente el coronel Rhodes.
—Pues entonces la Unión Nacional no empuñará las armas —contestó Leonard.
—¿Que no?
—¡No!
Barnato se levantó colérico y después de dar un paseo por el cuarto exclamó:
—¿Y para qué necesitamos de la Unión Nacional? ¿Qué es la Unión Nacional? Un partido de curiales, comerciantes y tenedores de libros, que aspiran a convertirse en funcionarios del Transvaal para dominarnos y molestarnos como los empleados que Kruger nos envía. Bueno hubiera sido engañarlos y hacer que nos sacaran las castañas del fuego, pero si se resisten, ¡qué le vamos a hacer!
—¿Con cuántos hombres seguros puede contar Cecil Rhodes en Johannesburgo? —preguntó el coronel.
—Con unos mil ochocientos.
—Y yo tengo otros mil. Con dos mil ochocientos hombres nos basta y nos sobra para sublevar la ciudad hasta que venga el doctor Jameson. Y con la gente de Jameson tendremos bastante hasta que el Alto Comisario británico nos envíe sus tropas. ¡Cosa decidida! El 31 de diciembre izamos en la Bolsa la bandera británica... Para cuando los boers hayan reunido sus milicias y se dispongan a combatirnos, ya estará en Johannesburgo el doctor Jameson... ¿Estamos de acuerdo?
—No —replicó resueltamente Leonard.
—¿Y por qué? ¿Es que siente usted miedo? ¿O es que le ha entrado a usted de pronto una extraña fidelidad a la independencia del Transvaal?
—Ni por una cosa ni por otra. Es que temo que si nos sublevamos enarbolando la bandera británica, tengamos que luchar al mismo tiempo contra la Unión Nacional y contra Kruger.
—¡Valiente obstáculo!
—Y después de lo que ha pasado hoy en la Bolsa, me temo que Chamberlain, en lugar de enviar en nuestro socorro a las tropas del Alto Comisario, nos abandone a nuestros propios recursos para que la opinión europea no acuse de conspirador a un ministro de su majestad británica.
—¡Vaya un temor! —replicó el coronel Rhodes—. ¿No sabe usted que mi hermano tiene muchos documentos que demuestran la complicidad de Chamberlain? ¿No comprende usted que el ministro de las Colonias no tiene más remedio que apoyarnos, porque si nos abandonara podríamos arruinar su carrera política publicando esos documentos?
—De todos modos —contestó Leonard—, yo no me fío de Chamberlain.
—¡Pero si tenemos veinte cartas suyas ofreciéndonos su apoyo! —respondía el coronel Rhodes—. ¡Si Chamberlain es uno de los primeros accionistas de la «Chartered» y está más interesado que nadie en que el gobierno británico compre los terrenos de la Compañía, cosa que no puede suceder mientras sea el Transvaal independiente!
—De todos modos, no me fío de Chamberlain. Le creo muy capaz de abandonarnos si el embajador de Alemania protesta de la invasión del doctor Jameson.
—Y yo tampoco me fío de Chamberlain —añadió Lionel Phillips.
—Ni yo —exclamó Hammonds.
—¿Y qué resuelven ustedes entonces? —preguntó Barnato impaciente.
—Por mi parte —respondió Phillips—, creo que lo más prudente será aplazar hasta el 7 de enero la fecha del levantamiento y prescindir de Chamberlain, conformándonos, por ahora, con pedir, de un modo u otro, el planteamiento de las reformas.
—¿Y qué más? —preguntó Barnato con cierta ironía.
—¿Qué más? —respondió Leonard—. Pues yo, por mi parte, voy a dirigir al doctor Jameson este telegrama.
Y sacando un papel del bolsillo leyó las siguientes líneas:
«Es indispensable aplazar todo movimiento hasta que tengamos la absoluta garantía de que el gobierno inglés no invadirá el Transvaal. Envíenos usted un telegrama desmintiendo categóricamente que usted piense en penetrar en la república. Devuélvanos la carta en que pedimos su auxilio en nombre de los niños y las mujeres de Johannesburgo. Salgo para el Cabo a fin de conferenciar con Cecil Rhodes.»
—Y yo —dijo Phillips— voy a dirigir a Cecil Rhodes este telegrama: «Si se insiste desde Londres en izar la bandera inglesa, el fracaso del movimiento será completo.»
—Y yo —añadió Hammonds—, este otro al mismo Jameson: «Informes autorizados condenan en absoluto bandera inglesa. Condeno rotundamente todo movimiento en tal sentido.»
—¿Lo han pensado ustedes bien? —volvió a preguntar Barnato.
—Irrevocablemente —contestaron los tres recién llegados.
—¿Saben ustedes que el alza enorme que han tenido los valores mineros estos últimos días obedece a la creencia de que Chamberlain está decidido, cueste lo que cueste, a anexionarse el Transvaal?
—Lo sabemos.
—Saben ustedes que si el Gobierno de Pretoria subsistiere, vendría tal baja en los valores que la mitad de los capitalistas sudafricanos quebrarían?
—Lo sabemos.
—Pues, entonces, ya que no idiotas, son ustedes grandísimos cobardes.
Al escuchar estas palabras los tres se levantaron, y dijo Hammonds seriamente:
—Guárdese el señor Barnato de pronunciar ciertas palabras; tenga en cuenta que nosotros no somos cobardes, pero tampoco borrachos.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Barnato iracundo.
—Que si no hubiera sido usted borracho, es decir, si no hubiese estado revelando a troche y moche los secretos de la conspiración, no tendríamos motivos para ser hoy llamados cobardes.
—¿De manera que me echan ustedes culpas que sólo se deben a su cobardía? —interrogó Barnato trémulo de cólera.
—Precisamente.
—Pues bien, hagan ustedes lo que quieran; lo que yo les juro es que el día 31 del corriente Johannesburgo estará sublevado y se acercará mucho a la ciudad el doctor Jameson con su fuerza... Y si no estuvieran ustedes en mi casa, esa palabra de borracho se la tragarían.
—Y usted la de cobarde.
—Porque lo son.
—Seamos lo que nos dé la gana —dijo Hammonds, el ingeniero—, y hagamos lo que queramos, pero sin disputar como carreteros... ¿Persiste usted en que Johannesburgo debe levantarse con ayuda del doctor Jameson el 31 de diciembre?
—¡Ya lo creo!
—Pues nosotros lo pensaremos más despacio y mañana recibirá nuestra respuesta.
Y dicho esto se levantaron todos.
La misma Lady Denver se estaba poniendo el sombrero, cuando entró un criado y dijo algunas palabras al oído de Barnato.
Este se dirigió a Phillips, preguntándole:
—¿Ha hecho usted algo respecto del pasaporte que le he pedido al mediodía?
—¡Ah, sí!, se me olvidaba. Lo he pedido y se me ha extendido esta tarde. Aquí está.
Y dio a Barnato un rollo de papel.
Barnato dijo, al recibirlo:
—Perdónenme ustedes, señores, pero he recibido una visita urgente.
—Perdonado —exclamaron todos, disponiéndose a marchar.
Al salir Barnato preguntó Lady Denver a Phillips.
—Dígame, aunque sea indiscreción, ¿para quién es ese pasaporte?
—No lo sé a punto fijo, pero creo que es para uno de los hombres con quienes cuenta Barnato revolucionar la ciudad... Creo que para un tal Brown.
No necesitó oír más que eso María, para decir al oído de Lord Denver:
—Deja que se marchen estos señores. Tenemos que tratar con Barnato de una cosa importante.
La despedida fue breve; minutos después dijo María al Lord:
—Perdóname, me siento indispuesta.
Y salió del cuarto para andar a tientas y sin ruido por el pasillo, parándose a escuchar en varias puertas.
Al cabo se oía en una de ellas ruido de voces, y María se detuvo poniéndose a observar por el ojo de la cerradura.
—¿Con que ahora es imposible? —decía Barnato.
—Imposible, siempre va con algún agente al lado. Ninguno de mis hombres se atrevería a matarlo y yo no quiero comprometerme por las razones que usted sabe.
—¿Y cuándo, entonces?
—El día del levantamiento, porque la policía saldrá fuera de la ciudad o estará reconcentrada en la jefatura y un mal golpe puede darse sin testigos.
—¿Y no temes que Alejandro salga de Johannesburgo?
Al oír la palabra, Alejandro, se redobló la atención de María.
—No lo temo, porque como precisamente no habrá policía ni en las estaciones ni en las calles, Alejandro se quedará de vigilancia para que no me escape con su Olimpia.
—Y el que no se escapará será él..., ¿verdad?
—Pierda usted cuidado, ¡tengo mucho interés en que muera el novio de Olimpia!
—El día que me traigas la noticia, te regalo un
—¡No hay necesidad! Crea usted que este asunto lo haré más por capricho que por interés.
—Sí, pero como al mismo tiempo me libras del mozalbete que me ha arrancado el amor de Lady Denver, me parece lógico recompensarte.
—¡Como quiera usted!
—Como es muy justo... Y con esto verá María que yo también soy capaz de cosas tan macabras como las que ella medita y ejecuta.
Y María, que le escuchaba, en lugar de exasperarse, se limitó a pronunciar en voz baja la siguiente palabra:
—¡Borracho!
En la mañana del 31 de diciembre, la estación principal de Johannesburgo veíase invadida por una muchedumbre desbordante.
Ancianos, niños y mujeres abrían y cerraban las portezuelas de los coches buscando ansiosamente puesto donde meterse.
Y era inútil que los empleados de la Compañía pusieran dos locomotoras en el tren y añadieran vagones al ya larguísimo convoy.
La muchedumbre entraba a la estación, con billete y sin él.
La cuestión era huir a todo trance de la ciudad.
¡Buenos estaban los tiempos para andarse con escrúpulos!
El doctor Jameson había invadido el Transvaal al frente de sus tropas, la ciudad se había declarado en rebelión abierta y las gentes sensatas, que no querían verse envueltas en los horrores de una guerra, huían a todo escape de Johannesburgo, sin mirar a donde, las más, dirigiéndose a Pretoria; las otras, al Na tal y a la Colonia del Cabo.
¿Que cómo se ha llegado a la rebelión después de que dos conspiradores tan activos como Phillips y Hammond parecían arrepentirse de sus propósitos y de que Leonard el abogado y el presidente de la Unión Nacional, cuya ayuda parecía imprescindible, en vista de la actitud de su partido, se declaraba opuesto a todo movimiento en que intervinieran Chamberlain, Cecil Rhodes y el doctor Jameson?
Pues, sencillamente, porque los conspiradores más belicosos, como Barnato, confiados en el apoyo todopoderoso de Chamberlain, había decidido sublevarse por encima de todo.
Fue inútil que Leonard saliera de Johannesburgo para el Cabo con el propósito de convencer a Cecil Rhodes que la intervención del doctor Jameson determinaría la oposición de la Unión Nacional al movimiento.
Inútil que el doctor Harris, secretario de Cecil Rhodes y de la «Chartered», telegrafiara al doctor Jameson rogándole suspendiera la invasión hasta que pudiera entenderse con el capitán Mauricio Heancy que le enviaban Leonard y Rhodes.
El doctor Jameson, hombre enérgico, al tener noticia de los escrúpulos que le entraron a Leonard y a Phillips, se limitó a telegrafiar el día 28:
«Si los de Johannesburgo no se atreven a cumplir lo convenido, lo cumpliré yo sirviéndome de la carta en que piden mi auxilio.»
Al día siguiente, viendo que los boers espiaban sus actos y que de aplazarse el movimiento perdía probabilidades de éxito, telegrafió:
«Veo que no se puede contar con los de Johannesburgo. Están llenos de miedo.»
El mismo día volvió a telegrafiar:
«A menos de recibir orden contraria, saldré Mafeking esta misma noche.»
Nuestros lectores recordarán en efecto que Jameson se hallaba preparando su invasión en Mafeking, ciudad de la Bechua-nalandia, situada en la frontera occidental del Transvaal.
Por fin, aquel mismo día 29, telegrafió:
«Salgo esta noche para el Transvaal; me escudo en la carta en que se me pide que socorra a Johannesburgo.
He remitido la carta a la agencia telegráfica Reuter.»
Y, en efecto, se puso en marcha sin esperar la llegada del capitán Heaney, que iba en tren especial del Cabo a Mafeking.
Cuando puso el telegrama decisivo que decía solamente «Salgo», fue ya imposible detenerle. Los hilos del telégrafo estaban cortados.
Para que ni Leonard ni nadie pudiera detener su empresa, Jameson los había hecho cortar.
Es verdad que Jameson estaba seguro de que Chamberlain cumpliría los compromisos contraídos con Rhodes mientras que
Chamberlain desconfiaba... Pero aún no hemos llegado a ese punto de la conspiración, el más curioso e interesante para cuantos quieran conocer las verdaderas causas de la guerra sudafricana.
Cuando se supo en Johannesburgo que Jameson invadiría de todos modos la ciudad y que, por lo tanto, habría guerra, se produjo enorme pánico en la población.
Ya lo hemos visto. Todo el mundo quería huir. Los trenes eran asaltados por los fugitivos. No bastaban los coches y hombres, niños y mujeres se apelotonaban en los furgones de mercancías.
¡Lo esencial era huir, que la incomodidad a nadie arredraba!
Entre el barullo inmenso de la multitud y frente a un coche custodiado por varios agentes de policía hallábase nuestro amigo Alejandro Liebeck conversando con el comisario de policía.
Alejandro parecía estar visiblemente contrariado.
—¿De manera —preguntaba al comisario— que ni siquiera dos agentes puede usted dejarme?
—No sabe usted lo que lo siento, pero las órdenes son terminantes. He de salir para Pretoria con todos los agentes que me quedan, porque el jefe ha salido en el tren de hace dos horas con la mayor parte de la policía.
—¿Pero ni uno siquiera?
—Ni uno, Alejandro, es imposible. La orden es terminante. Al saberse que el doctor Jameson ha penetrado con gente armada en nuestro territorio, Kruger no quiere tener que combatir con dos enemigos al mismo tiempo.
Por eso ha dado orden de que se reconcentren en Pretoria todos los granjeros de los alrededores y nos manda salir de Johannesburgo a todos los empleados de la policía.
—¿Y no queda así la ciudad en manos de los revolucionarios ingleses?
—Sí, pero con las fuerzas con que nos reuniremos en Pretoria creo que podremos impedir que el doctor Jameson llegue a Johannesburgo y una vez copadas sus fuerzas nos será fácil someter a los revolucionarios de esta ciudad, que, como usted sabe, no están muy de acuerdo.
—De modo que no me deja usted ningún agente con que vigilar a Brown.
—Es imposible..., ya lo ve usted..., tengo que cumplir con mi deber, pero sí le he de dar a usted un consejo. ¡Véngase conmigo a Pretoria!
—¿Abandonar yo a Olimpia? ¡Eso, jamás!
—¿Y qué adelanta usted con proseguir una labor tan inútil? ¿Acaso hemos vuelto a ver a Brown desde aquel día en que se nos escapó, Dios sabe cómo, de aquella casita? ¿Acaso le consta a usted que vive Olimpia?
—¡Ya lo creo!... ¡Como que Brown la guarda para satisfacción de sus bárbaros amores!
—¿Y qué sabe usted si está Brown en Johannesburgo, ni si vive o ha muerto?... Aunque haya vigilado yo las estaciones, ¿no ha podido salir de la ciudad en un coche cerrado?
—Es verdad, es verdad. ¿Y qué quiere usted que haga entonces para encontrar a Olimpia?
—Renunciar a la empresa.
—Eso no; le juro a usted que no.
—Pues, entonces, hacer lo posible porque el bandido Brown no se vengue de nuestro espionaje, asestándole una puñalada.
Alejandro se encogió de hombros valerosamente.
—No se ría usted del peligro. Piense que Johannesburgo va a encontrarse sin policía durante una semana o más, que en ese tiempo los hombres como Brown camparán por sus respetos.
—¡Bah! No le tengo miedo.
—¡Infeliz! ¿Se cree usted que si yo no hubiera puesto dos hombres de mi confianza para que lo protegieran a usted, siguiéndole a todas partes, no estaría usted ya asesinado?
—¿Pero de verdad que...?
—¡Y tan verdad...! ¿Con que se viene usted a Pretoria?
—¡No!
—Pues, entonces, ¡guárdese de Brown! Por de pronto debería usted disfrazarse mejor porque con esa barba ya le han visto.
—¿Y cómo?
En esto silbó la locomotora, anunciando la inmediata marcha.
Montó en el vagón el comisario, montaron los agentes, pero antes de que rodara el tren se asomó el comisario a la ventanilla y, arrojando a Alejandro tres llaves, exclamó:
—Son las de la comisaría: una es de la puerta de entrada, otra del despacho y la tercera del guardarropa... ¡Disfrácese usted bien!
Es todo lo que se oyó.
El tren echó a andar y los gritos de las gentes que se quedaron sin montar eran ensordecedores.
Pero en medio de aquel barullo había gentes que parecían bien ajenas a toda precipitación.
Mientras Alejandro había estado hablando con el comisario, dos sujetos, el uno blanco y mulato el otro, conversaban a diez pasos de distancia de nuestro amigo y le miraban fijamente.
El mulato decía al blanco:
—Yo creo que hoy podremos dar el golpe.
—Creo lo mismo —respondía el blanco.
—Nunca mejor que ahora. Con este barullo nada más fácil que meterle una cuarta de hierro por la espalda y huir entre la gente. ¿No te parece?
—Sí, pero Brown me ha dicho que le avisemos antes de dar el golpe.
—Muy meticuloso anda Brown en esta temporada.
—Efectivamente, desde que se ha enamoricado de esa Olimpia no es ya el mismo. Antes hubiera dado el golpe por su mano.
—¡Vale más que nos dé algo a ganar!... Yo creo que el momento es magnífico. Lo mejor sería rematar a ese pollo y dar luego cuenta a Brown. Lo mejor es quitarle cuanto antes ese grano de encima.
—Espera, chico. Me parece haber visto por aquí a Jack Dos Narices y ése es listo. Si no nos está espiando no andará muy lejos.
—Yo no le he visto.
—Pues yo sí. ¡Mírale...! Por allí anda. Lleva gafas azules, pero no se me despinta.
Efectivamente, Jack Dos Narices estaba en el andén y parecía observar alternativamente a Alejandro y a los dos sujetos.
—¿Y qué hacemos?
—Por lo visto, el joven ése se queda en Pretoria, puesto que el comisario monta en el coche.
—Mira, mira..., ¡el comisario le está echando unas llaves! ¿Si se quedará de jefe de policía? Ahora me explico lo acompañado que iba siempre. Fortuna que habiéndose quedado sin acompañamiento, no tendrá ya quien le guarde las espaldas.
—No te fíes mucho. Mejor compañía es la de Dos Narices que la de diez agentes.
—Sí, vamos a tener que deshacernos de ese Jack Dos Narices.
—Eso creo, ¿anda por ahí el negro?
—Sí. ¿Quieres que lo llame?
—Luego, cuando no lo vea Dos Narices.
—¿Qué quieres hacer con él?
—Encargarle que nos deshaga de Dos Narices.
—Pero Dos Narices, aunque actual enemigo, es compañero y no podemos hacer con él lo que con ese joven.
—Ni pienso en ello, pero Dos Narices es cobarde; con que el negro le suelte un puñetazo no le quedan más ganas de seguirnos.
—El tren se va y el joven se vuelve para la ciudad.
—Pues sigámosle.
Alejandro, efectivamente, se volvió a Johannesburgo, pensando en seguir el consejo del comisario, o sea, en disfrazarse más cumplidamente.
A la salida de la estación encontró a la negra Bata.
—¿Hay novedad? —le preguntó.
—Ninguna. Brown no ha venido por aquí, pero se me figura haber visto entrar en la estación a alguien que he visto en la hondonada invisible. ¡Andese usted con ojo, no sea que le estén espiando!
—Allá veremos.
—Mucho cuidado, y me voy porque es preferible separarnos a que nos vean juntos.
Detrás de Alejandro salieron el blanco y el mulato.
—¿Has visto a la negra Bata hablando con el joven? —preguntó el blanco.
—Sí.
—Pues cuida de que no se nos escape. Brown paga por ella lo mismo que por el otro.
—Pues por allá va.
—¿Por dónde, que no la veo?
—Ni yo tampoco.
Bata, efectivamente, había desaparecido entre la multitud.
—¡Cuidado con el otro ¡Otro día aparecerá Bata!
—Descuida, que el otro no se escapa.
—¿Y el negro?
—Aquí está.
Silbó el mulato ligeramente y al segundo se acercó al blanco un negro atlético, un zulú de estatura gigantesca y nervudos músculos.
Di jóle el blanco, sin mirarle, algunas palabras y desapareció el zulú.
El novelista no pudo averiguar nunca cuáles serían aquellas palabras; lo que sabe es que poco después entre el negro y Jack Dos Narices se entabló el siguiente diálogo:
Y soltó tan magnífico puñetazo en medio del rostro de Jack, que de haberse repetido, el apodo de Dos Narices se hubiera trocado en el de Nariz Baja, porque de la de arriba no habría quedado ni señal.
Jack, que no tenía madera de héroe, echó a correr aullando de dolor y abandonando, por aquel día, su profesión de espía de Lady Denver.
Alejandro, entre tanto, proseguía andando, seguido a distancia por el blanco y el mulato.
El negro se incorporó a los dos últimos refiriéndoles el desenlace de su diálogo con Jack.
Al acabar le dijo el blanco:
—Síguele vigilando... De éste nos encargamos... ¡Ah...! Si encuentras de paso a la negra Bata, recuerda que Brown paga también la puñalada.
No anduvieron cinco minutos cuando un extraño personaje, de postiza barba rubia, se unió a los dos perseguidores de Alejandro.
—¿Qué hay? —preguntó con voz de mando al blanco.
—Nada, señor Brown —replicó éste respetuosamente—; como usted nos había dicho que le avisáramos, no hemos dado aún el golpe, pero si usted quiere, ahora mismo lo daremos... Todo es cuestión de adelantar un poco el paso.
—No hagáis nada de eso. Leonard, el hermano del abogado, nos ha fastidiado a todos, encomendando a los individuos de la Unión Nacional que se encarguen de desempeñar las funciones de policía, mientras se halle ausente del gobierno.
—Pues son muchos los individuos de la Unión Nacional.
—¡Ya lo creo...! ¡Como que están las calles mejor guardadas que nunca... y si os descuidarais un poco, en seguida se echaría encima de vosotros la población entera!
—¿Y qué hacemos entonces?
—Decidme, entonces, qué es lo que ha hecho Alejandro en la estación.
Refirieron sus empleados a Brown cuanto habían visto.
Este se quedó un rato pensativo.
Al fin brilló en sus labios una sonrisa de júbilo y dio al blanco varias órdenes en voz tan baja que no pudo oírse.
Acabó diciendo en voz alta:
—Ya sabéis, en la plaza —y al decir esto se separó de los otros.
Estos prosiguieron andando detrás de Alejandro, entre la muchedumbre, sobreexcitados con el pensamiento de próximas batallas.
—¡Muera Kruger! ¡Viva Jameson! ¡Viva Rhodes! ¡Viva Chamberlain!
Tales eran los gritos que se proferían entre los grupos.
Uno de ellos, más radical que los otros, decía:
—¡Mueran los traidores!
Entonces el mulato que seguía a Alejandro comenzó a gritar: —¡Mueran los espías!
Y el grupo, con la inconsciencia de las multitudes, replicaba: —¡Mueran!
Pero el blanco compañero del mulato se acercó a Alejandro y, cogiéndolo por el brazo con una mano, gritó fuertemente, señalándolo a la multitud:
—Aquí hay un espía. Tengo pruebas...
Veíase Alejandro rodeado de una apiñada multitud que con oios amenazadores le miraba.
Imposible escaparse; imposible igualmente defenderse contra la muchedumbre enardecida.
Alejandro se encontraba sin más armas que un revólver de seis tiros, pero tenía los dos brazos sujetos por los hombres de Brown, mientras que la multitud estaba armada con los fusiles que Barnato había hecho introducir fraudulentamente en Johannesburgo y que habían sido repartidos aquel mismo día.
De otra parte el barullo y la novedad de la situación le tenían atolondrado.
Por todos los lados seguían oyéndose gritos de «¡Viva Chamberlain! ¡Viva Inglaterra! ¡Viva Cecil Rhodes! ¡Abajo Kruger! ¡Mueran los boers!»
Las gentes se preguntaban unas a otras:
—¿Pero es verdad que viene Jameson?
—¡Ya lo creo! ¡Como que pasado mañana estará aquí!
—¿Y no le detendrán los boers en el camino?
—¡Bah!... No conoces al doctor... ¡Es un hombre invencible!
Y después de estos diálogos se gritaba: «¡Viva Jameson!», se enarbolaba la bandera inglesa y al verla pasar se descubrían los hombres armados y cantaban el
—¡Tengo pruebas de que es un espía! —decía, agarrándole fuertemente del brazo, el sujeto blanco que había seguido a Ale-jendro desde la estación.
Al escuchar la palabra espía se hizo el silencio en la multitud.
Hay palabras que ejercen sobre la muchedumbre especial fascinación y la de
El vulgo de todos los países atribuye a los
No es extraño que al escuchar tan fatídica palabra los revolucionarios de Johannesburgo prestasen atención.
—Sí, señores, es un espía, ¡tengo las pruebas! Este hombre, vendido a Kruger, tiene el propósito de acabar con la revolución.
—Eso es mentira —gritó enérgicamente Alejandro—; yo no me ocupo de asuntos políticos.
—Dice que es mentira; ¿negará usted que hace un momento estaba usted hablando en la estación con un comisario de policía?
—¿Y qué importa, si se trata de un asunto que nada tiene que ver con la revolución?
—No le hagáis caso. Nosotros —y al decir nosotros señalaba el blanco a sus compinches el mulato y el negro— hemos oído su conversación con el comisario. ¿Sabéis lo que le ha encargado el comisario? Pues que no deje de comunicar a Pretoria el número aproximado de fusiles, cañones, cartuchos y pólvora con que cuenta la revolución.
—¡Mentira! —repitió Alejandro.
—¡Verdad! —exclamó el mulato.
—¡Verdad! —añadió el negro.
Y entonces de entre el grupo de hombres que rodeaba a Alejandro salió una voz que dijo:
—¡Hay que lincharlo!
Y al punto toda la multitud rugió:
—¡ Linchémosle, linchémosle!
Es de advertir, para mejor explicación de este grito, que la multitud estaba compuesta en buena parte de hombres de Brown y ya recordarán nuestros lectores lo que Brown y Barbato tramaban contra Alejandro.
El grito de ¡linchémosle! se extendió entre la turba como un reguero de pólvora.
—¡Linchémosle! ¡Linchémosle! —se decía por todas partes.
Y uno golpeaba a nuestro amigo, el otro le sujetaba por las piernas y todos demostraban con su actitud y con sus gritos que la cosa iba de veras y que los flamantes revolucionarios no sentían escrúpulos de monja para la administración de la justicia.
Pero en aquel momento se levantó una voz que reclamó silencio.
Era la de Ricardo Leonard, hermano de Carlos, el presidente de la Unión Nacional, y a su vez uno de los miembros más influyentes del partido, todopoderoso en Johannesburgo.
—Señores —exclamó—, desde que ha estallado la revolución, el partido de la Unión Nacional que tanto ha hecho por ella, se ha encargado de impedir que ocurran los desórdenes y abusos tan frecuentes en los períodos revolucionarios. Como la policía de Kruger ha salido de Johannesburgo, los individuos de la Unión Nacional nos hemos impuesto la obligación de evitar que al amparo de la revolución se cometan robos y venganzas personales que sólo podrían perjudicar la causa que defendemos. Por consiguiente, mientras duren las actuales circunstancias, todos los individuos de la Unión Nacional que lleven en el cuello la medalla del partido son verdaderos agentes de policía y hay que respetarlos como tales.
Al oír estas palabras el blanco que acusaba a Alejandro, dijo al oído del mulato:
—¡Ahora me explico la causa de que Brown no haya querido que mataras a este Alejandro de una puñalada!... ¡Como que todos los de medalla resultan policías!
Leonard prosiguió:
—Como jefe actual de la policía no puedo consentir que se linche a un hombre por la mera sospecha de que sea espía. ¿Quién me garantiza que no se trata de una venganza personal? ¿Quién me garantiza que los acusadores no mienten a sabiendas?
—¡Nosotros, nosotros! —respondieron a gritos los hombres de Brown.
Leonard, algo desconcertado por esta respuesta, prosiguió su perorata.
—Y aunque no mientan sus acusadores, a quienes no he pretendido ofender, ¿puede lincharse a un hombre porque un comisario de policía le haya recomendado un servicio que, después de todo, no sabemos si ese joven está dispuesto a realizar?... Nadie conoce en Johannesburgo a ese joven; nada autoriza a sospechar que pertenezca a la policía y sería muy prematuro lincharle por espía sin más pruebas.
—¡Pero yo tengo pruebas! —contestó el agente de Brown.
—¿Qué pruebas?
—Las llaves que ha confiado el comisario a este joven y que debe tener en uno de los bolsillos.
La multitud registró en un segundo a Alejandro y le fue encontrado, efectivamente, el manojo de tres llaves que el comisario le había dado al despedirse.
El resultado de esta primera prueba fue bastante desfavorable al discurso de Leonard.
—¡Linchémosle, linchémosle! —vociferaba la multitud.
Alejandro oía todo esto, como se oyen los extraños discursos de los locos en una casa de orates.
Lo único que comprendía era que su vida estaba pendiente del resultado de aquella discusión, pero sin explicarse, ni por qué le atacaban, ni por qué aquel hombre blanco, ni aquel mulato, ni aquel negro podían tenerle odio.
Verdad que ni había visto a Brown entre la multitud, ni sorprendido las señales de inteligencia que a menudo se cambiaban entre el jefe de los bandidos y sus subordinados principales.
De haber visto a su enemigo habríase explicado más claramente su situación.
—Pero antes de juzgar a ese hombre debemos averiguar el uso de esas llaves —exclamó Leonard, desalentándose.
—Nada más fácil —replicó el agente de Brown—; precisamente está cerca la comisaría.
Se dispuso que Leonard, Alejandro, su acusador y tres o cuatro hombres más fueran a la comisaría.
El edificio estaba cerrado, pero una de las llaves de Alejandro sirvió para abrir la puerta de la calle.
Con la otra se pudo entrar en el despacho.
Los hombres se precipitaron sobre los cajones de la mesa a fin de registrar los papeles, pero advirtieron que el comisario se había llevado a Pretoria toda la documentación.
Quedaba por averiguar el uso de la tercera llave y durante algunos minutos fueron inútilmente sometidas a pruebas cuantas cerraduras había a mano.
Al cabo, un armario grande se abrió con ella.
Dentro del armario se encontraban objetos tan extraños como uniformes militares, trajes de curas, harapos de mendigos, barbas, caras y narices postizas, artefactos para pintarse la cara y teñirse el pelo.
¡Era el guardarropa de la comisaría!
—¿Lo ve usted? —decía el acusador a Leonard.
Este bajaba la cabeza tristemente.
—Una llave sirve para la puerta de la calle; no tiene importancia: la otra para la del despacho; tampoco merece la pena de pensar en ella porque en el despacho no hay papeles; pero la tercera, la principal, es la del guardarropa, que sirve para disfrazarse... ¿Y para qué quiere disfrazarse este hombre, como no sea para espiarnos?
La prueba era concluyente.
—¡Linchémosle, linchémosle! —decían los que custodiaban a Alejandro, mientras le reconducían a la plaza donde la muchedumbre se apiñaba.
Fue inútil que Alejandro comenzara a referir su historia, y la de Olimpia, omitiendo naturalmente ciertos detalles que a nadie interesaban.
Ni se le creía ni siquiera se le escuchaba.
—¡Linchémosle, linchémosle! —repetían las turbas con su infantil crueldad.
Leonard callaba resignado.
En un momento aparecieron una larga escalera y una cuerda.
Atóse la cuerda a uno de los balcones situado sobre un pórtico, haciéndose con aquélla un lazo corredizo que venía a caer en hueco.
Se arrimó la escalera al lazo colgante, y quieras que no, varios hombres subieron por ella a Alejandro.
Brown, entonces, quiso gozar de su triunfo y empezó a dar órdenes para que la multitud formara corro alrededor de su víctima, a fin de presenciar el espectáculo con más holgura.
Al reparar en él Alejandro, gritó con voz estentórea, adivinando o presintiendo cuanto había ocurrido.
—¡Asesino! ¡Cobarde! No te atrevías a matarme de una puñalada, ni siquiera por la espalda, y me haces ser acusado de espía, cuando sabes que sólo busco la mujer que me has robado... ¡Cobarde! ¡Asesino!
Pero los gritos de Alejandro eran ahogados por la multitud, que pedía su linchamiento.
Y la muerte se acercaba inexorable.
De pronto surgió de entre el corro que formaba la multitud un ser extraño de largo levitón negro, rostro afeitado y sombrero de anchas alas, que se colocó al pie de la escalera y comenzó a decir:
—¡Que se calle! —gritaron algunos.
—¡Que hable! —replicaron otros.
—Es el cura loco que predica la paz —se añadía.
—¡Dejadle hablar!, es muy divertido.
Y el del levitón largo prosiguió, en medio del relativo silencio.
—Haya paz, hermanos, ¿no sentís remordimientos al pensar que vais a mancharos las manos con la sangre de ese cordero,
Y aquí terminó el discurso.
Los oyentes comenzaron a arrojar sobre el predicador puntas de cigarros y cáscaras de naranja.
Alguno la emprendió a puñetazos con el cura y otros a puntapiés, diciéndole:
—Hoy está usted muy aburrido, cura loco.
Y Alejandro, próximo a morir, se compadecía de aquel pobre hombre que, en la medida de sus fuerzas, había querido salvarle.
Cierto que Alejandro le conocía, pues ese mismo hombre era el que había terminado uno de sus coloquios con Lady Den-ver llamando a ésta:
—¡Berta, esposa mía!
Y gracias a él, Goodman de apellido, había llegado a conocer ciertos episodios de la vida de la Lady que no honraban mucho a la hermosa aventurera y que tampoco hablaban en favor del talento de Mr. Goodman.
Porque el bueno de Mr. Goodman, pastor protestante, era completamente tonto, sin protesta de nadie.
Molido y mohíno quedó el buen cura con la especial ovación que su discurso le valiera y al recibir los puntapiés y los bofetones decidió abandonar a Alejandro a su destino limitándose a encomendar su alma al Señor, encogido entre las gentes, con la cara escondida entre las manos.
Y entre tanto los verdugos de Alejandro se disponían a obligarle a meter la cabeza en el corredizo lazo de la cuerda colgante.
Mas estaba de Dios que nuevos incidentes habían de prolongar el espectáculo.
Por un extremo de la plaza apareció el coche de Barnato.
—¡Viva Barnato! ¡Viva el más generoso de los millonarios! —exclamó buena parte de la muchedumbre.
Barnato era popular entre aquellas gentes, primero por haber sido payaso, luego por gustar del vino, afición simpática al pueblo, especialmente cuando el pueblo es inglés; además por su generosidad y, finalmente, por las relaciones que mediaban entre Barnato y los hombres de la profesión de Brown.
Barnato se enteró de lo que ocurría.
Brown le puso en dos segundos al corriente de la situación.
Entonces, Barnato, poniéndose de pie en el coche, dijo en alta voz:
—Me he informado de las causas que os obligan a castigar a este pobre muchacho y aunque su juventud me entristezca, ¡qué diantre!, vale más que su sangre la de todos los buenos revolucionarios cuya vida puede estar a la merced de uno de estos espías. Con que muchachos, haced justicia y ¡que viva Inglaterra!
Las palabras de Barnato fueron acogidas con entusiasmo grande.
Menudearon los vivas y los mueras; hízose subir otro peldaño más a Alejandro, uno de los ejecutores abrió el lazo con la mano, el otro sostuvo la cabeza de nuestro amigo, la introdujo por la cuerda y...
... Y se presentó en un extremo de la plaza, corriendo a todo galope, un carruaje en el que montaba Lady Denver.
¿Cómo ha sabido que Alejandro se encuentra en peligro? ¿Es que se lo han advertido? ¿Es que se lo ha dicho el corazón? De todo ha habido algo.
Ha oído a un criado del hotel que se iba a linchar a un joven por espía; ella no cesa nunca de pensar en Alejandro; las señas del espía coinciden con las de su ideal y, sin encomendarse a nada más ha cogido un coche y se ha presentado en la plaza.
—¡Viva Lady Denver! —exclama la multitud al reconocerla.
—¡Viva la más hermosa de las revolucionarias!
Lady Denver está, en efecto, hermosa como siempre, vestida de blanco, su color favorito y radiante de joyas, de belleza y de amor.
Pero Lady Denver, sorda a los vivas, hace arrancar el coche por la plaza, hasta acercarlo al lugar donde se alza la escalera en que se encuentran Alejandro y sus verdugos y donde cuelga la cuerda destinada a la mortal operación.
Sin embargo, llega un momento en que el coche no puede avanzar más.
Los hombres de Brown defienden instintivamente su presa, agrupándose en derredor de los instrumentos de suplicio.
Y Lady Denver, entonces, se levanta e increpa a la multitud, que la vitorea con estas palabras:
—Ciudadanos: ¿Cómo queréis que la revolución triunfe si comenzáis por ensuciarla con un crimen? Este hombre es inocente.
—¡Mentira, es culpable! —respondieron Brown y sus hombres.
—¿Quién se atreve a decir delante de mí que es culpable? —preguntó Lady Denver.
—Yo —contestó Barnato.
—Yo —añadió Brown.
—Yo —dijo el primitivo acusador de Alejandro.
—Pues yo digo que aquí no hay más espías ni más criminales que los miserables que se han coaligado para asesinar a ese muchacho.
Al escuchar estas enérgicas palabras hízose un sensacional silencio en toda la plaza.
Había en ellas tal acento de verdad, que se imponían a todo el mundo.
—¿Y sabéis quiénes son los que tratan de asesinar a este muchacho? Pues sus acusadores. Voy a nombrarlos. Aquél —y con el dedo señalaba a Barnato— es el opulento ex payaso, vuestro ídolo de hace un momento. ¿Sabéis por qué ha querido asesinar a este muchacho? Pues porque de este joven está enamorada la mujer que él quiere y que a él le desprecia, por borracho y por cobarde.
Después de esta primera acometida, se calló por un momento Lady Denver para tomar aliento.
A Barnato no le quedaron ganas de seguir protestando.
Lady Denver prosiguió, diciendo:
—¿Sabéis quién es otro de los acusadores de este joven? Miradlo; está mandando gente armada; es uno de los principales revolucionarios por obra y gracia de Barnato, pero ¿sabéis cómo se llama? ¡Brown, Brown el bandido! Porque ese hombre que se atreve a convertirse en acusador de alguien es, principalmente, secuestrador de caminos... ¿Y queréis saber la causa del odio que profesa a este joven? Pues igualmente un despecho amoroso, porque Brown el bandido ha robado una mujer que aunque se encuentra en sus manos no le pertenecerá nunca, porque está enamorada del muchacho a quien ibais a ahorcar... Y, ahora, ¿quedan más acusadores?
—Yo, yo —respondieron débilmente dos o tres de los hombres de Brown.
—No hablo de vosotros —contestó despreciativamente Lady Denver—; vosotros sois criados de Brown y no tenéis ni voz ni voto. ¿Queda algún otro acusador?
Iba a contestar Brown, pero Barnato le hizo desesperadas señas para que se callara.
Y el silencio de la plaza era absoluto.
Se oía en ella hasta el vuelo de un insecto.
Lady Denver exclamó, entonces, por vía de consecuencia:
—Pues si no quedan acusadores, no queda acusación... y este hombre es libre... ¡Alejandro, ven aquí a sentarte en este coche!
Las gentes que sujetaban a Alejandro le iban soltando a medida que los argumentos de Lady Denver inclinaban en favor del reo el ánimo general.
Para cuando María invitó a Alejandro a que subiera a su coche, nuestro amigo tenía plena libertad de movimiento.
Un gran aplauso, iniciado por Leonard y los miembros de la Unión Nacional, siguió a las palabras de María.
Y las gentes estaban haciéndose lenguas de lo sucedido, cuando Mr. Goodman, el cura de la levita larga, se abalanzó al coche de María y dijo en voz tan clara que la oyó claramente numerosa muchedumbre:
—¡Berta, esposa mía...! ¡Y luego me habían dicho que eras mala!
—¿Estará loco de veras? —Tal era la pregunta que las gentes se hacían al oír que Mr. Goodman llamaba su esposa a Lady Denver.
¿Sería Lady Denver o Mistress Goodman la dama de los diamantes?
En otras circunstancias no se hubiera dado más crédito a las palabras de Mr. Goodman que a los propósitos de un loco.
En aquellos momentos, cuando acababan de ocurrir tan extraordinarias aventuras, nada parecía inverosímil al inquieto espíritu de la multitud.
—¿Qué dice ese loco? —preguntó en alta voz uno de los hombres que rodeaban a Mr. Goodman.
—¡Yo no estoy loco! —replicó con energía el pastor protestante—. ¡Vosotros sois los locos, los que fomentáis revoluciones, los que queréis las guerras, olvidando las máximas del Evangelio! ¿Y por qué me llamaba usted loco?
—¿Y por qué llama usted esposa a Lady Denver?
—A ésta..., ¡pero si es mi esposa! ¡Si hace veinte años que la busco inútilmente por el mundo! Si hoy me la encuentro salvando a un inocente... ¡Berta mía, lo que yo te quiero!
Y el bueno de Mr. Goodman tendía los brazos a la que en el comienzo de esta historia se llama Lady Denver.
—¡Quite de ahí! —replicó María, con un desdén infinito pintado en el semblante—, ¿acaso me conoce usted?
Y dio orden al cochero de que arreara los caballos.
Alejandro contemplaba la curiosa escena con la más viva repulsión.
Lady Denver, llamémosla así, acababa de salvarle la vida, pero sentía hacia el pobre Mr. Goodman una infinita compasión.
El día en que la presencia del pastor interrumpió su coloquio con María, al huir ésta, se enteró por Mr. Goodman de gran parte de su historia.
El verdadero nombre de Lady Denver era Berta María Stone y era inglesa, hija única de una familia de mercaderes ambulantes que le enseñaron a despreciar los peligros y a maldecir de las gentes.
Una noche mató un rayo a los padres y quedó la huérfana sin casa ni amparo.
Mr. Goodman, cura del lugar próximo, la recogió por caridad, y su hijo mayor, que fue también cura, andando el tiempo se casó con ella.
Por desgracias los Goodman, padre e hijo, eran hombres de corazón tan generoso como limitada inteligencia.
Ninguno de los dos supieron penetrar en el alma de la muchacha, que creció solitaria entre las gentes, uniendo a las necesidades de la civilización las energías de la vida bohemia.
La muchacha era callada y la juzgaron tímida, huraña y la creyeron humilde, ambiciosa y se la imaginaron sencilla, enérgica e indomable y la vieron pasiva y obediente.
De pronto, dos años después de casada, llegó al pueblo una compañía de volatineros y al cabo de quince días desapareció Berta para siempre.
Su marido, el pastor Mr. Goodman, la buscaba desde entonces, creyendo que sólo una catástrofe podría haber alejado a Berta de su casa y que sería víctima de algún gran crimen.
¡Ya hemos dicho que Mr. Goodman era un simple!
Alejandro sabía todo esto, comprendía que un carácter como el de Lady Denver no podía haberse conformado con unir su existencia a la de un tonto, pero al mismo tiempo sentía gran estimación hacia este pobre espíritu, de tan gran corazón.
—¡Esposa mía!... ¿Por qué no me conoces? ¿Tan desfigurado estoy?
—¡Quita de ahí, imbécil —vuelve a exclamar Lady Denver, despreciativamente.
Y ordena al cochero que arree los caballos, pero la multitud que contempla la escena forma muralla alrededor del coche.
—Pues tú no has cambiado, eres la misma —replica mister Goodman.
Y sacando del bolsillo varios retratos, se pone a contemplarlos con ternura.
Al verle en esta actitud, Barnato, que presenciaba silencioso tan extravagante escena, se acerca a Mr. Goodman y por detrás de la espalda mira los retratos.
—¡Es la misma! —exclama en voz baja.
Efectivamente, los años habían pasado por Lady Denver sin dejar la terrible huella de las arrugas. La moza delgada de otro tiempo estaba metamorfoseada en una mujer hecha, pero fresca y hermosa, acaso más que nunca, sin que el tiempo hubiese alterado sus facciones de líneas tan puras.
Barnato, sin preocuparse de Alejandro, se acercó al coche de Lady Denver.
—¡Con que estás casada con este pobre cura! ¿De modo que nunca, nunca has dejado de engañarme cuando me hablabas de tu pasado? ¿Y nunca me has querido?
—Déjame en paz! —replicó, bruscamente, Lady Denver.
Y en un arrebato de franqueza:
—¿Qué te importa lo que yo he sido ni lo que soy? Hazte la cuenta de que me he muerto... Para ti, muerta estaré de hoy en adelante, ¡asesino!
Barnato estaba como anonadado. Guardó silencio, que era respetado por la muchedumbre que rodeaba el carruaje. Al cabo, dijo, con voz humilde, las siguientes palabras:
—Voy a cometer la mayor degradación de que es capaz un hombre. Delante de este joven, el rival vencedor, el que ha logrado despertar por primera vez en tu pecho un amor verdadero, te juro que sin ti me es la vida imposible. Haz de mí lo que quieras, ¡pero no me abandones!
»Tus desdenes han hecho de mí un borracho. ¡No quiera Dios que tu abandono me convierta en suicida!
Alejandro, al oírle, estaba emocionado, a pesar de la intervención de Barnato en el complot de que, por el amor de Lady Denver, había salido salvo.
Pero María, dura como una piedra, respondió:
—Imposible, Barnato. Todo lo que puedo hacer por ti es dejarte en paz. Pero no puedo volver a verte, ¡no puedo! Tu presencia me recordaría la cobarde manera con que has querido asesinar a mi amor, ¿lo entiendes bien?, a mi amor único, y cada vez que te viera me entrarían ganas de arrojarme a tu cuello para ahogarte... Adiós, Barnato. Toda mi vida pasada ha muerto para ti. Ni tú, ni Cecil Rhodes, ni Lord Denver, ni nadie, volveréis a tener tratos conmigo. Podéis matarme, podréis venderme, podréis hacer cuanto queráis; pero yo, de hoy para siempre, aí amor de mi Alejandro viviré consagrada.
Y con frase enérgica obligó al cochero a que arreara los caballos.
El coche se abrió paso lentamente entre la multitud, que había presenciado la escena con silencio religioso.
El pastor Mr. Goodman prosigue gritando:
—Berta, ¡esposa mía!
Barnato cruza los brazos sobre el pecho, y al ver que el coche se aleja exclama:
—No te deseo otro daño sino que el hombre que tú quieras sea tan duro contigo como tú lo has sido para mí.
La muchedumbre se disuelve lentamente.
Lady Denver o Berta, mejor dicho, piensa en las últimas palabras de Barnato.
—¿Será tan duro Alejandro conmigo como lo he sido yo con Barnato?
Pero María Berta se acuerda de su hermosura, y aunque Alejandro prosigue callado, sonríe también triunfalmente.
¿Puede haber un hombre que desdeñe una hermosura y un amor como los suyos?
Pero la desilusión vino pronto.
Apenas el coche de Lady Denver se alejó del centro de la ciudad, Alejandro rompió el silencio para decir:
—Señora, le debo a usted la vida.
—¡No te acuerdes de eso!
—Le debo a usted la vida; pero ¡óigame bien!, jamás escuchará de mis labios una palabra de cariño. Es usted hermosa. Más de una vez su hermosura me ha hecho estremecer de deseos, pero no puedo quererla. Es usted heroica, inteligente y grande. El amor de usted bastaría para hacer feliz al hombre de más temple. Usted ha nacido para un Napoleón o un Alejandro, pero no para mí. Yo soy un hijo del campo. Ni necesito bienes ni ansio dignidades. Todo lo que anhelo es la paz de mi conciencia. ¡Y usted no es la paz! Usted es la hermosura, la riqueza, la fuerza, todo lo que satisface la ambición y los sentidos, pero el corazón no gusta tanto de las rosas brillantes como de las violetas escondidas. Mi Olimpia representa para mi espíritu el corazón, el órgano que regula la vida y la muerte. Si he aceptado de usted la vida es porque la necesito para salvar la razón de mi Olimpia, pero antes de renunciar a mi adorada preferiría ser linchado cien veces.
Era inútil que María Berta le mirase entornando los fascinadores ojos.
Alejandro parecía de piedra.
Y María Berta, con su intuición maravillosa, comprendió que la batalla estaba perdida.
—¿Lo has pensado bien? —preguntó maquinalmente.
—¡Que si lo he pensado! ¡Más aún! ¡Así lo siento! Algunas veces me ha hecho usted sentir voluptuosos anhelos. De hoy en adelante, hasta esto mismo, es imposible. Entre su hermosura y mis sentidos se levantan dos barreras imposibles de salvar: una es el pasado de usted, que no puede volver a su inocencia, la única cualidad que yo necesito en la mujer. Toda la vida de usted es un conjunto de tinieblas. Ni se sabe de ciencia cierta quién es usted, ni de dónde viene, ni a dónde se propone ir. Pero esto es lo de menos; lo peor es que sus años pasados no me pertenezcan. ¿Cómo voy a dudar entre usted, que sólo desde hace cinco meses piensa en mí, y mi pobre Olimpia, que desde el nacimiento se ha educado queriéndome?
—¡Acaso nadie te podrá querer como yo te quiero!
—¿Y qué me importa su cariño, qué me importan la hermosura de las rosas si prefiero la humildad de las violetas? Y la segunda barrera consiste en el daño que usted ha causado a mi pobre Olimpia. Bien sé que cuanto usted ha hecho obedece al capricho que yo le he inspirado, bien a pesar mío. De todos modos, si hoy Olimpia se encuentra separada de su familia, muda, sin uso de razón y escondida en poder de ese Brown, a usted se lo debe.
—Todo el mundo tiene derecho a reprochármelo menos tú.
—¿Y por qué no? Usted es de aquellas mujeres que tienen la desgracia de no poder satisfacer sus deseos sin hacer desgraciado a alguien. Para ser rica y elevarse ha arruinado usted a cientos de familias. Para satisfacer un capricho ha hecho usted infelices a Olimpia, a Barnato, a Lord Denver y a su marido, Mr. Goodman. Es usted una maldición. ¡Hay que apartarse con horror, aunque le deba a usted la vida!
Y uniendo la acción a la palabra, Alejandro saltó del coche, no sin que al caer al suelo pudiera María Berta agarrarle por la americana, gracias a la lentitud con que caminaba el coche.
—Mira, Alejandro. Veo que no me quieres y que tal vez no me querrás nunca, pero por ti voy a abandonar la posición más elevada del sur de Africa. Soy la consejera, la amiga y la auxiliar de Cecil Rhodes, y por servirte a ti me haría boer. Soy rica, y si quieres arrojaré mi fortuna al mar. Algunas veces te han gustado los ojos míos, y si no te gustaran me los arrancaría.
Sería capaz de mendigar de puerta en puerta para darte de comer. ¿Quieres que te diga más? Pues suceda lo que suceda, aunque no vuelva a verte, te quiero tanto que ningún otro hombre que tú volverá jamás a besarme... ¿Y no hay una limosna de cariño para quien así te quiere?
—No puede haberla. Yo digo lo que usted le decía a Bar-nato: no puedo verte sin odiarte, y yo soy uno de los pocos seres que no tienen derecho a odiarla. ¡Adiós, María! ¡Que sea usted lo más feliz posible!
Y desasiendo la americana echó a andar en dirección a la calle donde se encontraba la casa de la negra Bata.
María Berta se quedó mirándole con los ojos llorosos, comprendiendo que era inútil detenerle.
Pero no había andado cien pasos cuando notó que alguien seguía los pasos de su amado.
Hizo arrear el coche.
A los pocos segundos adivinó, mejor que vio, la silueta de Brown detrás de la de Alejandro, hizo arrear el coche y llamó gritando a éste.
Se volvió Alejandro, y entonces, apeándose María Berta y cogiéndose del brazo de Brown dijo al primero:
—Monta en mi coche y haz que te lleven donde quieras. Yo me quedo hablando con Brown, el que antes quería lincharte, a quien he sorprendido siguiéndote. Voy a ajustar con él mis cuentas. No dirás que no soy generosa. Cuando acabas de quitarme la vida, hago yo lo que puedo por librarte de enemigos.
Alejandro montó en el coche y desapareció al poco rato.
La conversación de Brown y de María Berta fue tan larga, que sólo hemos de recordar las últimas palabras que dirigió al bandido la dama de los brillantes.
—En una palabra, lo que tú quieres es matar a Alejandro, por ser tu rival, y en cambio estás dispuesto a sacrificar la vida por salvar un día la de Olimpia. Pero yo quiero que sea Olimpia la que muera, y por el contrario castigaría con la última pena a quien tocase el pelo de la ropa de Alejandro. Pues bien, si fuera en otro tiempo aceptaría esta lucha, segura de vencer. Hoy mis ideas han cambiado y te voy a proponer un arreglo.
—¡No hay fórmula de arreglo!
—Hay dos.
—¿Cuáles?
—La primera consiste en que los dos renunciemos a nuestros amores y dejemos que los boers sean felices.
—Eso es imposible —respondió sombríamente Brown.
—Por eso no te la propongo. La segunda fórmula consiste en comprometernos formalmente la vida de nuestros rivales a cambio de impedir que en lo sucesivo puedan verse ni relacionarse Olimpia y Alejandro.
—¿Pero se respetará semejante compromiso?
—Si el uno falta, el otro queda en libertad completa.
—¿Y cómo impediremos que los muchachos se vean?
—La cosa es sencilla. Ahora puedes marcharte de Johannesburgo sin que nadie te lo impida. La policía que te vigilaba está en Pretoria. Los trenes del Cabo siguen funcionando regularmente. Tienes dinero y pasaporte en regla. ¿Quién te impide salir de Johannesburgo con Olimpia antes de que los boers sitien a la ciudad e interrumpan el paso de los trenes? Y una vez en el Cabo, ¿quién te impide embarcarte para Europa? Y una vez en Londres, ¿quién te encuentra?
—Me ha convencido usted.
Y esto es todo lo que pudo oír el novelista de la larga entrevista celebrada entre Brown el bandido y la señora María Berta Goodman, hasta ahora Lady Denver.
Han transcurrido otros tres días.
Durante ellos, los revolucionarios, por la ausencia de la policía, se han hecho dueños de Johannesburgo, juzgándose capaces de imponer condiciones al Gobierno de Kruger.
Se espera de un momento a otro la llegada del doctor Jameson, que al frente de sus hombres invencibles ha invadido el Transvaal.
Kruger, entre tanto, mientras hace que sus tropas detengan el paso del doctor Jameson, pide a los sublevados de Johannesburgo que le envíen una comisión a Pretoria, con el objeto de enterarse de lo que pretenden.
Forman la comisión los millonarios Phillips y Farrar y el ingeniero Hammond, quienes emprenden el camino de la capital.
Entre tanto, el entusiasmo de los agentes y socios de Cecil Rhodes en Johannesburgo no tiene límites.
Se juzga la anexión a Inglaterra como hecho próximo y fatal.
Se sigue comprando acciones a precios fabulosos. Jamás se han realizado tan grandes negocios en la ciudad del oro.
¿Qué le importan a Lord Denver los desvarios de la que parecía ser su esposa?
Se unió a María Berta por un deseo que ésta supo dejar languidecer; seguía unido a aquella mujer más por estímulos de interés que no de amor, porque María Berta, gracias a sus amistades, le enriquecía; pero puesto que el alza de los valores iba a hacerle millonario, ¿qué podía importársele de la chifladura que le había entrado a su amante por ese jovenzuelo de Alejandro Liebeck?
Verdad que María Berta había figurado como esposa suya, pero después de la escena del linchamiento de Alejandro sabía todo Johannesburgo que su amada no tenía derecho al título de Lady Denver y sí al de Mistress Goodman, con cuyo razonamiento encomendaba el Lord al bueno de Mr. Goodman la salvaguardia de su honor y de su nombre.
Alejandro, acompañado por la negra Bata, continúa buscando a su Olimpia.
El pobre muchacho está medio loco de desesperación.
Daría media vida por encontrar a Brown, a fin de arrancarle a tiros el secreto del escondite donde se halle Olimpia.
Pero Brown no aparece por ninguna parte y nadie sabe darle noticias suyas. Inútil ha sido que Alejandro y Bata vigilaran constantemente las estaciones de los ferrocarriles, ni aparece el tal Brown, ni se sabe si se halla en Johannesburgo, ni si ha salido de la ciudad minera.
Las noticias que publican los periódicos no pueden ser más optimistas para los revolucionarios.
—Jameson ha salido de Mafekíng al frente de sus fuerzas —dice un diario.
—Trae mil hombres —añade otro.
—Trae dos mil —rectifica otro.
—Son cuatro mil quinientos —arguye un cuarto diario.
—Todos sus oficiales pertenecen al ejército regular británico.
—Verdad; entre ellos están el coronel Hathaway, el comandante Mouroe, el capitán White y Stone.
—¡Y decía el alemán que Chamberlain les abandonaría a mitad del camino!
—Si Chamberlain no pensara en echar toda la leña al asador, ¿cómo iba a consentir que tantos oficiales del ejército inglés formaran parte de la expedición?
—¡Viva Chamberlain! ¡Viva Cecil Rhodes!
Y los bolsistas, entusiasmados, seguían comprando todos los valores, seguros de la anexión del Transvaal y de la protección de los políticos ingleses, protección que agrandaban la fantasía y la sed de dinero.
Y entre todos ellos se encontraba Alejandro, ya bien disfrazado, aplicando el oído a todas las conversaciones, buscando en cualquier parte un indicio que le permita colocarse en la pista de Brown y de la pobre Olimpia.
Pero llegó de pronto a la Bolsa una noticia que hizo cambiar radicalmente la expresión de los rostros.
—¿Pero es verdad? —se preguntaba uno.
—¡Ya lo creo! —repetía otro—. ¡Como que Barnato ha recibido la confirmación de Cecil Rhodes!
En un segundo sucedieron a la alegría y el optimismo la tristeza y la desolación.
Los corredores comenzaron a ofrecer los valores en baja.
Todas las acciones se venían al suelo; era la ruina para los especuladores, y los alemanes se reían a mandíbula batiente de sus compañeros.
La noticia, en realidad, era estupenda, y sólo porque la confirmación llegada por varios conductos había merecido crédito.
Alejandro se enteró de lo ocurrido, era lo siguiente:
Al saberse en Londres que el doctor Jameson había traspasado la frontera del Transvaal, el embajador de Alemania visitó al ministro de las colonias, Mr. Chamberlain, para decirle poco más o menos:
«Mi Gobierno no puede tolerar que una partida de aventureros atenten contra la independencia de un Estado reconocido por todas las naciones, y en vista de que la expedición del doctor Jameson parece contar con el apoyo del Gobierno británico, el Emperador de Alemania le hace responsable de cuanto ocurra en el Sur de Africa.»
Chamberlain, alarmado ante actitud tan enérgica, tuvo miedo de envolver a su país en una guerra contra Alemania y telegrafió a sir Hércules Robinson, Alto comisario inglés en el Cabo, para que negara todo apoyo a la expedición filibustera y para que detuviera en su camino al doctor Jameson si éste se atrevía a pasar por tierra británica.
Al tener noticia de este telegrama, Cecil Rhodes sufrió un ataque de cólera frenética y contestó en términos agrios al ministro que tan pronto se olvidaba de sus compromisos.
Lo que medió más tarde entre Cecil Rhodes y Chamberlain no llegó al público conocimiento. De qué medio se valió Chamberlain para convencer al primero de la inoportunidad de apoyar al doctor Jameson, qué seguridades le dio a cambio de su defección, qué le prometió y cómo y por qué consintió, Rhodes que faltara Chamberlain a los solemnes compromisos contraídos con Johannesburgo, cosas son de interés trascendental que nunca llegaron a oídos de nuestros bolsistas.
Lo que éstos sabían es que el Gobierno alemán apoyaba al Gobierno de Kruger y que Chamberlain, por temor a las consecuencias de una guerra con el imperio alemán, negaba su concurso a la revolución y ordenaba a las tropas británicas que tratasen a Jameson como a un rebelde.
Y esto bastó para que los fondos descendiesen rápidamente, haciéndose la baja con velocidad sólo comparable a la del alza.
Todo el mundo vendía valores. En especial las acciones de compañías fundadas por Cecil Rhodes rodaron por los suelos.
¿Y qué decir del pánico que reinó en la Bolsa cuando llegó, poco más tarde, la noticia de que el doctor Jameson y sus tropas invencibles habían sido hechas prisioneras en Reddesburgo por las fuerzas boers mandadas por Cronje, después de un combate en que perdieron los ingleses la mitad de su efectivo?
¿Cuál no sería el pánico al saberse que el emperador Guillermo al conocer el resultado del combate había telegrafiado a Kruger felicitándole por haber sojuzgado a las fuerzas filibusteras?
Los corredores ingleses no cesaban de ofrecer valores a todos precios.
La calle donde las operaciones se efectuaron aquel día memorable se llenaba de gentes que a cualquier precio vendían sus valores.
Pero faltaban los compradores y la bancarrota de Johannesburgo se hacía inminente.
—¡Todos arruinados! —exclamó un corredor con los ojos llorosos.
—¡Los alemanes se han cobrado el crac que en 1889 padecieron! —exclamó otro.
Detrás de Alejandro, un bolsista le dijo a Barnato:
—¡Qué triste se encuentra usted! La verdad es que si viene otro día como el de hoy, todos nosotros nos quedaremos en la calle. ¡Pero no hay que apurarse tanto!
Y replicó el opulento ex payaso:
—¿Cree usted que me entristece esta pérdida? Lo único deplorable en este asunto de la revolución es la torpeza de cuantos han intervenido en ella, ¡pero el dinero!... Ya volverá... si es de ley... ¡Cosas más hondas se escapan..., y ésas sí que no vuelven!
Y Barnato suspiraba al llegar a este punto.
Alejandro se apiadaba de aquel rival que María Berta había desdeñado.
Y al fin se cerraron las operaciones, y cada bolsista se fue por su lado, preguntándose la manera de solventar sus pérdidas, inventando sistemas que le permitieran aplazar la ejecución de aquella sentencia amarga de que nos habla el poeta español:
Alejandro, que nada había perdido fuera de su amada, siguió buscando a Brown, confundiéndose con la gente de las calles.
Creía estar seguro de no ser reconocido con aquel sombrero ancho, la enorme barba postiza y las altas botas de montar que le daban el aspecto de un granjero de cuarenta años, pero una mano le tocó en la espalda, diciéndole al oído una voz conocida:
—¿Por qué no me das alguna esperanza? Me despides dicién-dome que nunca, que nunca... Esa palabra no tiene sentido. ¿Verdad que me quieres?
Al volver la cabeza reconoció Alejandro a María Berta.
No pudo reprimir un gesto de sorpresa al verse descubierto.
María Berta prosiguió:
—¿Te has figurado que esas barbas postizas son la muralla de la China? ¡Créeme, Alejandro! ¡Los ojos de una mujer enamorada traspasarán los cuerpos, y aunque te escondieras entre las piedras de una pared te descubriría mi cariño!
—¿Y para qué me sirve su cariño? —replicó brutalmente Alejandro.
Y abalanzándose sobre María, con el egoísmo de los enamorados:
—¡Dígame dónde está Olimpia! ¡Pronto, pronto!
Ante aquella brutal acometida se sublevó el amor propio de María Berta y replicó:
—¡Nunca, nunca la volverás a ver!
Alejandro, entonces, trató de arrojarse sobre María Berta, pero ésta le agarró por las manos y con su fuerza atlética le sujetó.
—¡Y yo no la querré a usted nunca, aventurera! —respondió Alejandro.
La bárbara escena terminó con una despedida silenciosa.
Y Alejandro prosiguió recorriendo las calles de Johannesburgo, buscando a Brown, para hallar a su Olimpia.
Y pasaron más días.
Los revolucionarios johannesburgueses, al ver que no podían contar con el apoyo de Inglaterra ni con el doctor Jameson, que se hallaba prisionero de los boers, comprendieron que habían perdido toda probabilidad de buen éxito.
Se entretuvieron varios días en jugar a los soldados y en lamentarse de lo que ellos llamaban «la traición de Chamberlain».
Fueron apaleados de lo lindo cuantos alemanes se aventuraron por las calles de la población, porque sin la intervención del gobierno germánico el movimiento habría prosperado.
Pero al cabo de varias jornadas de revolución comenzaron a escasear los víveres, las tropas boers rodearon la población, los comisionados revolucionarios que se hallaban en Pretoria encontráronse sin protección alguna, pues levantados contra Kruger, el gobierno inglés les había llamado filibusteros, y al cabo, Johannesburgo tuvo que rendirse.
Volvió la policía boer a mantener el orden en la ciudad.
El jefe y el comisario se pusieron nuevamente a las órdenes de Alejandro.
Pero ni Brown ni Olimpia parecieron por parte alguna.
Lo único que se supo fue que Brown había vendido acciones industriales por valor de más de cien mil duros.
Aparecieron igualmente algunos de los hombres que habían servido a Brown, tanto en los montes Maluti como en la ciudad.
Lo que no se supo fue el paradero del bandido.
En la casa misteriosa de donde se había fugado Brown cuando la cercó la policía se averiguó que la alcantarilla daba paso a otra casa cercana.
Por allí, sin duda, se había escapado el bandido, pero ni allí ni en ninguna parte se sabía nada positivo acerca de él.
El comisario y el jefe de policía opinaban que Brown, aprovechando los momentos de la revolución, se había escapado, para ocultar a la pobre Olimpia en otras tierras.
Pero Alejandro no se decidía a renunciar al hallazgo de su amada.
Se supo también que Brown había tenido ciertos tratos con Barnato, el millonario y ex payaso.
Pero Barnato, a poco de haber reñido con María Berta, antes Lady Denver, se ausentó de Johannesburgo, y no se tenían noticias exactas de su paradero.
En cuanto a Lord Denver también era un misterio.
Se supo que la baja de los valores a raíz de la prisión de Jameson le había dejado sin un cuarto, y que Cecil Rhodes le destituyó de los cargos que desempeñaba en las compañías la «Chartered» y la «De Beers», con lo que el aventurero aristócrata, después de rodar varios días por las tabernas de la población, desapareció súbitamente.
El bueno de Mr. Goodman seguía por la ciudad llorando a su esposa y predicando la paz universal.
Tampoco la ex lady Denver aparecía por ninguna parte.
Logró saberse que cuando el alza de los valores, había vendido grandes cantidades, muchas de ellas al que parecía ser su esposo, el borracho Lord Denver, aunque la intervención de corredores ocultaba el nombre de la vendedora.
¡Y María Berta fue el único súbdito inglés que vio claro el fracaso de la revolución!
Pero como no se volvió a saber de ella, no pudo comparecer ante el Juzgado para declarar lo que supiera respecto a la desaparición de Olimpia y al escondite de Brown.
Y Alejandro seguía buscando.
Recorrió la mayor parte de la cuenca minera, embarcándose en las diligencias que llevan a los buscadores de oro a los yacimientos recientemente descubiertos.
Anduvo en compañía de gentes de todas clases y naciones.
Pagó cinco duros por dormir sobre una mesa de billar; vivió en fondas y casas improvisadas; se codeó con la hez de todo el mundo; vivió junto al robo, la embriaguez y la ambición insaciable; rodó por todos los campamentos de mineros.
Y después de recorrer poblados y poblados, regresó a Johannesburgo desesperado, preguntando a sus amigos de la policía si habían vuelto a tener noticias de Brown.
Y ante su respuesta negativa prosiguió buscando, buscando por todas partes, buscando siempre.
Un día se encontró de buenas a primeras con Abraham Van Devinter, su tío.
—¿Tú por aquí? —le preguntó, después de abrazarle efusivamente.
—Ya me ves —respondió tristemente Van Devinter.
—¿Y cómo estás libre?
—Cecil Rhodes, en vista de la insistencia con que trabajaba en favor mío el presidente Kruger, me ha puesto en libertad para que sea éste indulgente con el doctor Jameson y los otros prisioneros.
—¿Y sabes lo que ocurre?
—Lo sé todo, Alejandro; no me han faltado nunca amigos que me pusieran en autos de lo que acontecía en Johannesburgo, y de lo que te acontecía a ti... y a mi pobre hija Olimpia.
Y en vista de que no tenían nada que decirse se echaron a llorar juntos.
—Se me ocurre una idea —exclamó Alejandro.
—¿Cuál?
—Brown ha debido de llevarse a Olimpia a la Australia, a Europa o a América... ¿Quieres que recorramos el mundo en busca suya?
—¡Para qué! —replicó Van Devinter.
Y añadió en tono solemne:
—No ha sido Brown, sino Dios y las olas del río Caledón los que te han separado de Olimpia... Confía en Dios... El te devolverá la novia y a mí la hija.
Siguió a estas palabras prolongado silencio.
¿Y qué hacemos? —preguntó Alejandro.
—Venir conmigo a mi granja de Boshof.
—¿Y Olimpia? ¿Y mis padres?
—Ahora eres tú hijo mío y no podría separarme de ti... Iremos a la granja de tus padres para anunciarles este propósito... Mi hermana no ha de oponerse... y nos iremos a Boshof... a fin de llorar juntos...
Estamos en Birmingham, la patria de Chamberlain.
Abril, 1899, dos de la tarde.
El cielo gris, la lluvia menuda e incesante enfanga las calles.
No se ve apenas.
Mujeres harapientas y chiquillos sucios patalean en los charcos.
El espectáculo que ofrece la ciudad manufacturera es repugnante.
Casas recién construidas parecen viejas por el color especial que les da el humo.
La humedad nos cala los huesos y el fango claro, como natilla, se nos mete en los pies por entre las junturas de las botas.
Hay una atmósfera pesada que se desploma sobre las cabezas y las aturde y entontece.
En verdad, si alguna vez van ustedes a Birmingham, yo les aconsejo que no sean pobres.
Los ricos viven algo mejor.
El comedor de uno de los grandes clubs de la ciudad está vacío.
Pero las mesas de ébano macizo y las sillas de ébano, cedro y palosanto, están dispuestas alrededor de la mesa.
Magníficos tapices orientales y dos estufas repletas de cok hacen resaltar la blancura inmaculada de los manteles adamascados, sobre los cuales se alinean los vasos de Bohemia, los cubiertos de plata repujada, los platos de Sévres y las innumerables botellas de vinos caros y de escogidos frascos de condimentos.
Se espera a los señores de la industria y de la banca.
Estos señores se han levantado de sus lechos muy entrada la mañana, para ir de sus quintas de recreo a sus oficinas. Sus padres vivían en la ciudad; los hijos, en palacios con jardines; ¡verdad que aquellos eran pobres artesanos y no podían permitirse el lujo de levantar chalets en los caminos de Mooseley y de Hagley, ¡chalets que tienen nombre propio, como si fueran residencias de aristócratas!
Cada uno posee un invernadero porque les da por la horticultura desde que Chamberlain se ha hecho famoso por su colección de orquídeas.
También Holanda se enamoró de los tulipanes (y perdió su marina de guerra y mercante).
Los señores han ido a la ciudad en coches.
En 1860 no había en Birmingham más que tres carruajes de particulares. Hoy cada cual tiene el suyo.
Es que en Inglaterra los tiempos han cambiado mucho, tanto, que ni el tiempo es el mismo. La niebla es ya distinta. Aquellas nubes húmedas y heladas, que hacían a los hombres brutales pero activos, feroces pero enérgicos, han sido ya domadas y humanizadas. Aún estallan en huracanes bruscos o lloriquean en pesadas lloviznas, pero uno se ríe de ellas bajo la capa impermeable y con los zapatos de goma.
Hoy la niebla no sirve más que para amortiguar los calores del verano y los fríos del invierno, y para ocultar un poco la miseria y suciedad de ciertas calles.
Todo se dulcifica y adormece bajo la dulzura de aquel clima, en el que ni los calores ni los fríos excesivos pueden detener durante una hora el curso regular de los juegos y los
En un país así, la gente no puede sujetarse al trabajo del gabinete. La ciencia les repugna; es necesario que otros pueblos piensen por ellos.
Ellos se hacen atletas, marinos, soldados, viajeros y colonizadores, pero no sabios, y hoy la industria necesita más que nunca de la ciencia.
Se crean los ingleses grandes reservas de fuerza física, pero no ensanchan el círculo de sus pensamientos.
Viven hoy como ayer, mañana como hoy, sin alterar jamás sus ocupaciones, que subordinan, por supuesto, a sus
Los señores van llegando poquito a poco al comedor del club.
Cada cual toma su asiento y comienza la tarea de rellenar su estómago, tarea formidable, como la de cargar un barco.
El club está lleno.
Joe (así llaman en Birmingham a Chamberlain) está en la ciudad y no dejará de visitar los buenos clubs en los que tanto se le quiere.
Al comienzo del pantagruélico banquete que se dan diariamente los señores, las lenguas están quietas; después, los vinos generosos comienzan su obra de darles suelta; al fin se discute en alta voz, de mesa a mesa.
No falta con quien discutir.
Está en el club Mr. Harris, un joven de unos treinta y cinco años, muy elegante, de rostro inteligente y aspecto cansado, bastante rico, soltero y algo excéntrico, que ha recorrido medio mundo y parte del otro medio.
Míster Harris tiene una especialidad, la de soltar las mayores frescas a todos aquellos buenos señores y denunciarles a las barbas todos los vicios y manejos de dudosa rectitud.
Por lo demás, es hijo de la ciudad y está interesado en la mayor parte de los negocios, razón por la cual es tolerado su cinismo y hasta se siente cierto placer en escucharle insultos, que en boca de otro provocarían soberbios puñetazos por parte de aquellos señores aficionados al boxeo.
Mr. Harris es enemigo del patrioterismo que a última hora les ha entrado a los ingleses.
—Cosa hecha la alianza anglosajona —exclama un fabricante de ruedas para cañones—; el mundo será inglés o dejará de ser.
—¿Estás seguro? —responde Harris.
—¡Como de que el Transvaal será inglés antes de un año!
—¿Y cuántas libras vas ganando con el negocio de la guerra?
—¿Qué quieres decir? —pregunta amostazado el fabricante de ruedas.
—¿Que cuántas ruedas te compra Chamberlain en el caso de que estalle la guerra?
Silencio general.
Mr. Harris se acerca al fabricante, hombre excesivamente grueso, y le da familiarmente una palmadita en la barriga:
—¡No te enfades, Heliogábalo! —exclamó.
—¿Sabes que tienes los modales de un cochero? —dice el fabricante para vengarse.
—¡Adiós, príncipe! —responde Mr. Harris—, ¡y eso que mi padre no pasó veinte años sobre un pescante!
Advirtamos que el padre del grueso fabricante fue lo más de la vida cochero de punto.
—Bien se conoce que te pasas la vida como un gitano, sin parar en ningún pueblo; ¡valientes modales aprendes por ahí!
—¡Oh, los modales! Desde que Joe se ha puesto monóculo y orquídea estáis insoportables los de Birmingham Todos los hijos de herrero, de cochero o de tonelero estáis tan aristócratas, que habrá que hablaros con intérprete. Tú le has puesto tal fachada gótica a la casa que parece que desciendes de los cruzados. Sólo que entonces los castillos feudales solían ser de piedra y no había cal hidráulica.
—¡Cállate, bohemio, mal patriota!
—Siempre lo de mal patriota. Me parecéis con vuestro imperio anglosajón a los holandeses del siglo xvn. Cuando nuestros maestros...
—¡Nuestros maestros!
—Sí, el holandés es el maestro del inglés. El abuelo del boer, que despreciáis tanto, era alguien en el mundo mientras Inglaterra era un pueblo salvaje.
—Muchas gracias.
—Pues cuando los holandeses se enriquecieron, como vosotros lo estáis hoy, gustaron de fumar buenas pipas y de calentarse en cómodas chimeneas... como vosotros hoy... Se durmieron como hoy vosotros, al calor de la lumbre. Buscaron en la alianza inglesa lo que hoy sueña Chamberlain en la alianza con los yanquis: un almohadón para sus digestiones.
—¿Y qué?
—Que nosotros, los ingleses, arrebatamos a Holanda su riqueza, como mañana los yanquis nos arrebatarán la nuestra... y harán bien... Afortunadamente yo no tengo hijos..., pero a los vuestros no hay Chamberlain que le salve de la Casa de Caridad, si es que entonces queda dinero en Inglaterra ni para Casas de Caridad.
Siguió a estas palabras un clamoreo general.
Decididamente, los señores de Birmingham son enemigos de las malas digestiones.
—¡Gitano!
—¡Pájaro de mal agüero!
—¡Mal inglés!
—¡Como si la riqueza de Inglaterra no se fundara sobre nuestro trabajo!
—Sobre el de vuestros padres, que no es lo mismo.
—¿Dejará de ser hoy la industria inglesa la más adelantada del mundo?
—¿Cuál otra se puede comparar a la nuestra?
—¿Dónde hay productos mejores, ni más sólidos, ni duraderos?
—Calla, calla, ¡ignorante, atrevido, mala lengua!
Harris se levantó sobre el asiento.
—¿Me dejaréis hablar?
—Bueno, oigamos a este loco.
—Pues oidme. Oye, tú, quincallero —y Harris se dirigía a un señor muy colorado—, ¿cuánto tiempo hace que ese cliente tuyo de Nueva Holanda espera esos botones de cobre?... Ayer me lo dijiste.
—Nueve meses. ¡Bah!... Como si no tuviera otra cosa en que pensar. ¡Que se aguante!
—Muy bien, un mercado perdido. A otra cosa. ¿Y tú? —preguntó a un fabricante de limas—, ¿qué carta te han enviado de Chile?
—Nada, figúrate que me dicen que los alemanes envían limas en cajas de carbón para que no se oxiden en la travesía. ¡Como si las limas no se hubieran envuelto eternamente en papel gris!
—¡Perfectamente, otro mercado perdido!
—¡Bueno fuera que nos hicieran cambiar esos negros nuestras viejas costumbres!
—No hables más, que cuanto más hables mejor te condenas, haragán. ¿Y qué te dicen a ti, lampista, desde la Jamaica?
—Se empeñan en que ya no se venden las lámparas de aceite y que con el petróleo americano se venden mejor las lámparas yanquis. ¡Estaría bien que cambiáramos de modelos cada quince días para dar gusto a esos modelos!
—Y tú, relojero, ¿qué me dices del Cabo?
—No me hables, ¿pues no dicen que los relojes alemanes, con sus esferas de colorines, son más bonitos que los nuestros? ¡Lucidos quedaríamos si fuéramos a deshonrar las marcas de Bir-mingham con esas mixtificaciones! Gracias a que...
-—¡No hables, que te pierdes!
—Gracias a que Chamberlain me ha prometido que si hay guerra el gobierno proveerá al ejército con relojes de mi fábrica... ¡Si entenderá más el gobierno que no esos bárbaros de la colonia del Cabo!
—¿Has acabado?
—Sí.
—Y yo también. Es decir, todavía no... Pues todo esto me demuestra que no sabéis trabajar, que para que vuestras fábricas trabajen, necesitáis entenderos con el Gobierno para aprovisionar al Estado, o vivir de la tontería de unos cuantos gomosos de todo el mundo que se empeñan en creer mejores los productos ingleses, cuando son hoy peores y más caros.
—¡Habráse oído nunca semejante...!
—Que no sabéis adaptaros a las necesidades de los pueblos, que el Birmingham de hoy no es el de antes, el Birmingham de las invasiones y del trabajo libre, sino el de los monopolios y los contratos; que no tenéis más industria que la brutalidad de vuestro dinero; que no sabéis trabajar, que sois aristócratas de pega y estáis embrutecidos por comer mucho y por los
—¡Eh!, poco a poco, la empresa por acciones es la forma moderna de la industria. En esto no puedes decir que estamos atrasados.
—Sois unos borregos. Hace ya veinte años que ninguno de vosotros sabe dirigir una fábrica. Lo único que hacéis es comprar acciones de las empresas que van fundando una serie de judíos venidos del quinto infierno...
—Cuidado, caballerito, con esas palabras —exclamó un sujeto de nariz ganchuda (judío, naturalmente).
—Sí, venidos del quinto infierno. ¿De dónde ha venido usted? ¿Cómo ha hecho dinero sino arrojando a la plaza montones y montones de papeles sin valor?
—¿Va usted a negarme el impulso que yo he dado a Birmingham creando más de cien fábricas?
—¡Fábricas!... Lo que ha creado usted son cien millones de papeles mojados, que se ha cuidado de vender lo antes posible, después de haber pagado los reclamos en los periódicos para hacerles valer. En otro tiempo las industrias estaban en manos de los industriales. Nuestros padres, por la cuenta que les tenía, se ocupaban de ellas y encontraban a diario perfeccionamientos. Hoy vosotros no sois más que gerentes de la empresa. Habéis hecho repartir a las compañías dividendos fantásticos, y habéis vendido los valores. Hoy lo mismo os importa que quiebren las fábricas o que prosperen. ¡A presidio os metería yo!
—¡Mala lengua! ¡Mal bicho!
—¡Y os burláis de los pueblos que juegan a la lotería! ¿Qué hacéis vosotros sino jugar al sube y baja de las acciones? Aquí está Lipton, que no me dejará mentir.
Lipton es un inglés, medio judío, gran amigo de Chamberlain y de Cecil Rhodes, fundador de empresas, presidente de un centenar de compañías, archimillonario y ventripotente.
Mientras Harris se despacha a su gusto, Lipton se sonríe, con sonrisa forzada.
—Aquí está Lipton. Cada vez que funda una empresa, comienza por embolsarse cien mil libras, como iniciador del negocio, pide al público dos millones, el público le ofrece cincuenta; él se los embolsa..., y ya veis, en empresas anónimas va perdiendo Inglaterra más de setecientos millones de francos (histórico) desde hace cinco o seis años... Buscad por entre la caja de Lipton y ya veréis dónde ha ido a parar buena parte de esa suma.
La conversación se hacía demasiado violenta.
Por mucho que se tolerase a mister Harris la verdad, los señores de Birmingham no gustaban de que se les llamase ladrones, ignorantes y haraganes.
Alguien se lo hizo notar a Harris, y éste, que ya había largado lo que él llamaba unas cuantas verdades, no tuvo inconveniente en cambiar de asunto.
Durante una hora hablaron los señores de cosas ajenas a los negocios.
¿De arte? ¿De amor? ¿De ciencia?
¡Bah!
Hay entre los señores quien posee todas las ediciones que se han hecho de Shakespeare, del
Hablaron de la boxe, de la última carrera de caballos, se discutió gravemente si es tisis o bronquitis la enfermedad que aflije al caballo
Un fabricante de adoquines anunció el descubrimiento de una nueva variedad de perros falderos.
Se comentó la alimentación de los estudiantes de Oxford, que se preparaban a competir con los de Cambridge, no en la ciencia, sino en el manejo de los remos.
Cada uno de los señores habló de su manía.
Este de su colección de sellos, el otro de la de automóviles —alemanes o belgas, la mayor parte—, el de más allá de sus rosales; quien de sus diez palacios asirios; cual otro de los setecientos noventa y cinco pares de medias de su esposa.
Un joven se jactaba de poseer un bíceps de yarda y pico de circunferencia.
Cuando alguien se permitió hablar de sus temores respecto a que el invento yanqui de un sistema nuevo para la fabricación del acero viniese a perjudicar las industrias de Birmingham, se le contestó:
—Déjese usted de tonterías ni de preocupaciones. Invierta el dinero en acciones del Transvaal. ¡Esos sí que son buenos negocios! Y ahora, sobre todo, cuando Inglaterra va anexionarse el Transvaal.
—¿Pero es seguro que...?
—Dentro de pocos momentos lo oirá usted de la misma boca de Chamberlain.
—¡El gran Joe!
—Sin embargo —insistió el de los aceros—, yo creo que Harris tiene razón en parte. Hace diez años nadie más que nosotros fabricaba bicicletas. En 1896 hace cuatro años exportábamos anualmente por valor de cuarenta y seis millones... El año pasado no se exportó nada. Este año Coventry, la ciudad de las bicicletas, se ha convertido en una ruina. Más de diez mil obreros duermen en la calle... ¡Hasta mis hijos han comprado bicicletas alemanas!
—¡Vaya, vaya!... No pensemos en eso; vale más que bebamos algo mientras viene Chamberlain. ¡Ya verá usted cómo nuestro ministro nos saca de apuros! Todo se le ocurre a él... La verdad, ¡ha sido una fortuna para Birmingham que Chamberlain viniera tan joven a esta ciudad y se haya hecho nuestro hombre!
—¡Ya lo creo que es una fortuna! —contestó Harris—. ¿Cómo sabía usted que existen orquídeas en el mundo si Chamberlain no se las pusiera en el ojal de la levita? ¿Y qué sabríamos nosotros, pobres fabricantes de clavos o de limas, de la vida de los lores y de los duques, si Chamberlain no nos lo contara? ¡La verdad, Chamberlain viene a ser como una claraboya por la que nosotros, sucios deshollinadores, nos asomamos a los salones de la aristocracia! ¿Qué sería de vosotros sin Chamberlain?
—¿Hablaban ustedes de mí? —preguntó, entrando en la habitación, un caballero cuya entrada produjo gran emoción en la concurrencia.
Llevaba monoclo en el ojo izquierdo y la imprescindible orquídea en el ojal de la levita.
¡Era José Chamberlain, el gran Joe, el hombre de Birmingham!
Al verle entrar se calló Harris. Harris, que trataba a la multitud de fabricantes y millonarios como si fueran negros, y que gustaba de soltar perrerías contra el gran Joe, no se atrevía generalmente a contender con el gran polemista, cuya audacia de palabra, más que de pensamiento, le habían llevado a un puesto único en la historia de la política inglesa.
Los señores vacilaron en arrodillarse para recibir dignamente a su ídolo, el antiguo fabricante de tomillos, futuro jefe del gobierno imperial y dictador presente de la Bretaña y sus colonias.
Pero es lo que ellos pensaban: «¿No es éste nuestro hombre, y más de Birmingham, donde se ha enriquecido, que de ningún otro pueblo?
Uno de los señores dio la señal y, agarrando una copa, exclamó: «¡Hip!»
Al oír esta palabra, todos los asistentes al Midland Club echaron mano a las copas.
Resonó el segundo «¡Hip!» y todas las copas se elevaron, oyéndose un ¡Hurrah! unánime y triunfal.
Pasados los primeros saludos, recayó la conversación sobre los asuntos del Transvaal.
—¿Con que la guerra es inevitable?
—Así lo creo —respondía Chamberlain, fracasada la conferencia de Bloemfontein—; no tendremos más remedio que declararla.
—¿Y ha fracasado la conferencia?
—Desde luego. Los boers se niegan a reconocer nuestra soberanía y en esto soy inflexible.
—¡Naturalmente! ¡Pues no faltaba más!
—Además los boers se niegan a rescindir el contrato de la dinamita. Dicen que necesitan el consentimiento —imposible de obtener— de la Compañía holandesa. ¡Y como la Compañía «De Beers», de que poseen acciones todos ustedes, piensa establecer una fábrica de dinamita, necesitamos que se rescinda el contrato, a fin de que puedan venderse los productos de la «De Beers»!
—¿Conque va a levantar la «De Beers» esa fábrica? —preguntó, alarmado, mister Kynoch, fabricante de explosivos.
—¡Pierda usted cuidado! —replicó, sonriendo, Mr. Chamberlain—. Esa fábrica no existirá más que de nombre. Usted fabricará la dinamita, como de costumbre, y se venderá en el Transvaal como fabricada allí por la «De Beers».
—¡Ah! —exclamó, tranquilizado, Mr. Kynoch.
Y todos los concurrentes soltaron la carcajada.
Hay que advertir que, según rumores, Chamberlain es uno de los socios principales de la casa Kynoch, y Kynoch, a su vez, es consocio de Chamberlain y de Cecil Rhodes en la «Charte-red», en la «De Beers» y otra porción de empresas anglo-afri-canas.
—¿Con que es inevitable la guerra? —volvieron a preguntar varios señores.
—A menos que no varíen las ideas de Kruger... y eso es más difícil que desecar el Atlántico.
—¿Y no hay peligros de que Alemania vuelva a inmiscuirse en nuestros asuntos, como hace tres años, cuando la incursión Jameson?
—Creo que no, porque Inglaterra está preparada para la guerra. Desde que obligamos a los franceses a retirarse de Fashoda, el respeto a Inglaterra ha aumentado considerablemente. Además de eso, los alemanes son pacíficos. Ahora se dedican exclusivamente a falsificarnos las marcas de fábricas. Y como su emperador es nieto de nuestra reina, está obligado a guardarnos consideraciones. Fuera de eso, el emperador es un chico y a los chicos hay que darles juguetes. ¿Sabéis el juguete que le he dado? Las islas Samoa. ¡Me parece que ya puede estar contento!
Y las carcajadas más sonoras corearon este párrafo de política internacional, según se hace entre compadres.
—Entonces ¿será cosa de echar a andar las fábricas? —preguntó uno de los oficiales.
—Pues para eso he venido, ¡ya lo creo! Tú, Kynoch, prepara explosivos para la próxima contrata, y tú, Clondyke, veamos modelos de bicicletas para el ejército expedicionario. Ya hablaré contigo, Hill, de los uniformes de las tropas.
—Y* ¿qué me hago yo de los railes? —preguntó otro fabricante.
—¿Y yo de las balas de cañón?
—¿Y yo de las cajas de comb-beef?
—¿Y yo de los botones de metal?
—Todo se andará, allá veremos... Me parece que todo Birmingham quedará contento de mí.
—Menos yo —replicó la voz de Harris.
—Y ¿qué quiere usted? —preguntó Chamberlain, sonriendo con aquella sonrisa un tanto agresiva que le caracteriza.
Harris se le quedó mirando cara a cara y después le contestó con voz firme:
—Pues... primero, que dimita usted... y luego, que desaparezca del planeta.
Chamberlain se mordió los labios.
Aún duró la conversación general un rato, tratándose del negocio que podía reportar a Birmingham la guerra con el Trans-vaal, gracias a las contratas para proveer al ejército de todo lo necesario.
Chamberlain, después, habló particularmente breve rato con cada uno de los concurrentes.
Le llegó el turno a Harris y le preguntó el ministro:
—Me han dicho que habla usted mal de mí.
—Y no lo oculto, ¿por qué no he de ser franco? Hablo mal de usted porque va usted a declarar la guerra al Transvaal.
—¿Se siente usted boer?
—No; me siento inglés, pero inglés de la buena escuela de Birmingham, la de John Brigt, la que predicaba la paz universal y el respeto a los débiles.
—¡Vaya unos sentimentalismos!
—No son sentimentalismos. Lo que hay —y usted lo sabe mejor que nadie— es que la guerra no conviene a Inglaterra, la nación que no sacará un cuarto del Transvaal; a quien conviene la anexión es a unos cuantos millonarios ingleses, que no son la nación y que no merecen que por ellos se sacrifique a nuestros soldados.
Chamberlain se quedó pensativo.
—Sí —prosiguió Harris—; ya sé que no es usted partidario de esa guerra.
—¿Cómo que no?
—¡Pues ya lo creo que no! Ya sé que usted va a esta guerra obligado y no de buena gana.
—¿Obligado...? ¿Usted también es de los que creen que yo soy capaz de sacrificar a mi Patria para que suban mis valores sudafricanos?
—Creo eso, sí, señor..., pero también creo otra cosa..., y es que Cecil Rhodes y otros millonarios de Johannesburgo, Kimberley y el Cabo le han puesto a usted en el dilema de o provocar la guerra o hacer ellos uso de ciertos documentos que demuestran su complicidad con el doctor Jameson en aquel acto de filibusterismo... Y usted sabe que si se publicasen ciertos documentos, sería tan grande el escándalo en Europa, que ya podía usted despedirse de su carrera política.
Chamberlain se puso pensativo, balbuceó algunas palabras que debían ser excusas o negaciones débiles y se despidió de los asiduos al Midland Club.
Acompañáronle hasta el coche la mayoría de los asistentes. Las luces de la calle estaban encendidas.
Llovía tercamente. Era un anochecer terrible.
Se acercó el coche para que subiera el ministro, que estaba en medio de la acera, rodeado de los señores de la industria.
Pero junto a estos señores había otros tres de aspecto más pobre.
Uno de ellos preguntó a otro:
—¿Y cuál de ésos es Chamberlain?
—No hay manera de confundirle, el que está en medio.
—¿El del bigote blanco?
—¡No! el del monoclo en el ojo, orquídea en el ojal, labios gruesos, nariz remangada, cara sin barba ni bigote y expresión audaz, petulante y agresiva... ¡Si no hay manera de confundirle!
—¿Y no recuerdas, Alejandro, haber visto su retrato en más de cien periódicos?
—Tienes razón, tío Abraham. ¡Soy un distraído!
Se alejó el coche; regresaron al Club los señores, y los tres hombres de aspecto pobre se metieron por entre calles húmedas y oscuras.
El carruaje de Mr. Chamberlain se detuvo frente a la verja que ceñía espléndido jardín.
Abrió el lacayo la portezuela, preguntando:
—¿Podremos desenganchar?
Consultó Chamberlain el reloj y dijo:
—Aguarda mis órdenes.
Se abrió la verja, penetró el carruaje y se apeó el ministro de las Colonias en el peristilo de un palacio levantado sobre cimientos de granito con mármoles tallados, un palacio que era un alarde de piedras ricas.
Paseó la mirada por los cristales de uno de los invernaderos, tras los cuales se veían algunas de las orquídeas de su colección, la más rica del mundo.
Es sabido que Chamberlain adora esas flores de formas raras y cuidados difíciles, y que posee una colección de más de diez mil variedades, en las que se ven todos los encrespamientos, matices y retorceduras que hacen recordar en una planta los vientres de los lagartos y las actitudes de las serpientes.
Un lacayo libró al ministro de las Colonias del peso de su gabán y Mr. Chamberlain, después de recorrer varios salones, amueblados regiamente, se tendió en uno de los divanes de su despacho.
Llamó a uno de sus secretarios, que apareció al poco rato.
—¡Las cuentas! —exclamó.
Y momentos después estuvo examinando un gran libro y un montón de recibos.
—El resultado de su examen no debió ser muy satisfactorio, puesto que los labios se le fruncían y apareció entre sus cejas aquella arruga de disgusto que tantas veces había hecho temblar a sus enemigos de la Cámara de los Comunes.
—¡Es imposible sostener esta vida! —exclamó en voz baja.
—¿Ha venido mi hijo? —preguntó.
—Sí, pero no sé si se habrá levantado —respondió el secretario.
—¿Cómo así? ¿No son ya las cinco y media de la tarde?
—Señor, vuestro hijo se retira tarde... y como se encuentran en Birmingham el conde de Essex y el duque de Bristol...
—... Pues que se despierte y venga al despacho.
Minutos después entró en el despacho el hijo del hombre público.
Chamberlain, hijo, es la caricatura viviente del padre.
Tiene como él la cara afeitada, los labios gruesos, el cuello bien plantado, la nariz remangada, el gesto duro, el vestir de gomoso, la orquídea y el monoclo.
Pero los labios, que en el padre son ligeramente sensuales, denotando su ansia de placeres y de vida, en el hijo llegan a recordar, por su espesor, los de las razas inferiores y adquieren repugnante expresión de animalidad.
El cuello de Chamberlain, hijo, es de una largura exagerada.
El color de la tez, sonrosado en el padre, llega al rojo pimiento en el hijo.
La sonrisa, desdeñosa en aquél, es impertinente e incisiva en éste.
Las narices del heredero son repugnantes de puro contrahechas.
La orquídea que lleva en el ojal es de las mayores de los invernaderos.
La manera de vestir, irreprochable en el padre, resulta en el hijo hasta chillona de tan exagerada.
El joven entró tambaleando en el despacho.
¿Era el respeto lo que hacía perder su aplomo al heredero del batallador político? ¿Era el temor a un ajuste de cuentas?
—¡Papá!..., ¿querías algo? —preguntó, alargando la mano a su padre.
Pero éste no extendió la suya.
—¿Estamos de morros? —exclamó, picado el hijo, encogiéndose de hombros.
Y después de un segundo de vacilaciones:
—Pues no estoy dispuesto a escuchar tus sermones.
Y dando media vuelta se disponía a salir del despacho, cuando sintió en el hombro la mano de su padre, oprimiéndole con fuerza.
Y cambió al momento la expresión de su rostro.
Había resuelto recibir con el más absoluto desdén los reproches de su padre, pero, ¡qué demontre!..., los que no se podían desdeñar eran los apretones... y se volvió, exclamando con la cara más compungida que jamás puso niño de diez años a castigo de un maestro:
—¡Que me haces daño!
Y estaba tan ridículo, que su padre, teniéndole lástima, luego de hacerle sentar en un sillón, le soltó el hombro.
El joven respiró profundamente. ¡Estaba pálido!
Mentira parece que entre aquellos dos hombres, de los cuales se hallaba uno de ellos en la plenitud de la vida, en los treinta años, y el otro en el ocaso, en los sesenta y tres, fuera éste el joven y aquél el gastado, éste el trabajador y aquél el zángano.
—Tenemos que hablar.
Y por un momento se miraron padre e hijo.
La mirada del ministro centelleaba; la del hijo era apagada, incierta y turbia.
Al advertirlo, suspiró el padre.
Pasado un instante de silencio, preguntó, bruscamente:
—¿Sabes lo que he pagado por cuenta tuya desde hace un mes?
—No sé, papá.
—Noventa y cinco mil libras esterlinas. ¿Te has enterado, perillán?
El joven se calló como un muerto.
—Es necesario que me justifiques la inversión de este dinero... ¿Por qué giraste sobre Calculta siete mil libras?
El joven, después de hacer un gran esfuerzo de memoria, respondió:
—¡Ah, sí! Pues, mira, el duque de Bristol me ha propuesto que vayamos a pasar a la India parte del invierno. Quiere enseñarme a cazar tigres... ¡Ya lo ves! ¿Qué menos iba a ofrecerle que hospitalidad?
—¿Y en qué has gastado las siete mil libras?
—¿No te lo he dicho? Pues en comprar una quinta a orillas del Ganges. No creas que es un mal negocio. ¡Como que es una compra de ocasión! ¡Cuando quiera la vendo en más precio! Ahora necesito amueblarla.
—Pasemos a otra cosa... ¿Y estas tres mil libras sobre Niza?
—¿Sobre Niza?
—Sí, sobre Niza.
—Pues... no me acuerdo...; Ah!, ¡sí!, he vendido el yacht.
—¿Y tú pagas dinero por vender?
—¿Pero no sabes que he comprado el
—¿Y estas veinte mil libras que has pedido prestadas al usurero Rubén?
—¡Ah!, una partida de
—¿Y lo restante?
—No lo sé, no lo sé; ¡si no puedo acordarme de esas menudencias!
—¡Tanto dinero!
—¿Que va a ser mucho? Donde quiera que voy, ¿sabes lo primero que me dicen?: «El padre de éste es el primer príncipe de Europa, ¡vaya un hombre gastando el dinero!»... Yo no soy, papá, más que un pobre imitador tuyo.
—¿Pero en qué has gastado noventa y cinco mil libras?
El joven trató en vano de agrupar sus recuerdos.
Después de penosísimos esfuerzos no se pudo acordar más que de una propina dada en la Opera a una vendedora de periódicos.
¡Y era un espectáculo penoso el de ver al hijo del genial Chamberlain batallando por recordar lo que había sido de él durante las últimas semanas de su vida!
El padre lo miraba con tristes ojos.
Comprendía que era imposible corregirle. ¿Cómo corregir a un hijo tonto? Se corrige a los pillos, a los tontos... Y como le quería con toda su alma, a pesar de los disgustos que le originaban sus estúpidos gastos, se limitó a decirle:
—Puedes retirarte, hijo mío..., y ya sabes, procura gastar menos... Vaya, ¡dame un abrazo!
Y abrió sus brazos al hijo.
Sintió al aproximarse éste un violento olor a licores fuertes.
¡Ahora nos explicamos la causa de que Chamberlain, hijo, se tambaleara al penetrar en el despacho de su padre!
¡Como que estaba borracho!
—¡Quita de ahí! —gritó enfurecido el padre, y de un empellón le puso fuera de la habitación.
—¡Que entre mi secretario político! —gritó a los criados.
Y penetró poco después en el despacho el secretario particular político que acompaña en todos sus viajes al político de Birmingham.
El empleado traía en una carpeta buen golpe de recortes de periódicos y gran número de cablegramas, telegramas y documentos políticos.
—¿Hay algo nuevo?
—Los ataques de la prensa liberal.
—Monopolista, ambicioso, advenedizo, superficial, etc., etc. ¿No me dicen todo eso?
—Sí, señor, lo de siempre.
—Bueno.
Y con un gesto de supremo desdén, se puso a ojear el montón de recortes con que los chicos de los periódicos seguían levantando su popularidad.
—Este periódico me llama bruto, ¡todo sea por Dios!
Y siguió leyendo.
Alguno de los periódicos debió decirle igualmente algo que no le gustara, porque frunció el ceño y se guardó el recorte en el bolsillo.
Después del examen de los periódicos pasó al de los despachos y documentos políticos.
Según los iba leyendo dio órdenes al secretario para que los contestara en una u otra forma.
Al parecer no les daba gran importancia.
En cambio, uno de los documentos fue leído por Chamberlain con profundísima atención.
Tampoco debió agradarle mucho a juzgar por los fruncimientos de cejas.
Lo cierto es que al terminar la lectura se lo metió también en el bolsillo, y después de dar grandes paseos por el cuarto y de cerciorarse de que el coche estaba listo, se hizo colocar el abrigo, calzóse los guantes, se puso el sombrero y, montando en el coche, dijo al lacayo:
—¡A casa de miss Flora!
Miss Flora es la morena más soberbia que ha nacido jamás en suelo inglés.
Mujer de cuarenta años, tan bien llevados, que no han dejado en su tez ni la huella de una arruga; en sus dientes, ni una mancha amarillenta; en su espesa cabellera, ni un solo hilo de plata.
Alta y bien formada, de talle lleno y pecho espléndido, de cadera opulenta y delicado cuello, de mano chica y breve pie.
Y por encima de todo, una gran expresión de majestad y de altivez, de paz olímpica y serenidad inquebrantable.
Miss Flora vive desde hace dos años en un buen palacete de Birmingham, situado en un paraje retirado.
De cuando en cuando se ausenta y pasa largas temporadas fuera.
Apenas si se la ve en ninguna parte.
Es mujer de costumbres irreprochables; sale poco de casa, y cuando lo hace, es en coche cerrado.
Viste de negro, eso sí, de seda, y se adorna con buenos diamantes.
Como las gentes, observado he que el coche de lord Chamberlain se detiene frecuentemente junto a su casa, la malicia ha dado en decir que el batallador ministro ha encontrado en los frescachones labios de miss Flora la panacea que le rejuvenece.
Como es natural, reina curiosidad extraordinaria por conocer la vida y milagros de miss Flora, pero sólo se sabe que es muy guapa, pues la dama conversa muy poco o nada con los criados, recibe a contadísimas personas, no asiste a teatros, reuniones, ni paseos, ni devuelve las visitas.
Quien pudiera tal vez sacar de dudas a los curiosos es el mismo lord Chamberlain, pero ¡bueno es el ministro para irle con preguntas!
Suelta una fresca y el indiscreto tiene que irse con la música a otra parte.
Tal vez si escucharan algunas de las conversaciones entre miss Flora y el ministro se aclararan muchas dudas y se desvanecieran no pocas suspicacias.
Pero éste es privilegio que sólo suelen alcanzar los novelistas.
Chamberlain se tendió rendido en una
Miss Flora no interrumpió el silencio; estaba, por lo visto, acostumbrada a las melancolías privadas de un político que en público parecía tan arrojado, tan verboso y tan poco amigo de los recogimientos.
El silencio se prolongó más de un cuarto de hora.
—¿Se siente usted enfermo? —preguntó miss Flora—, ¿o es que hay malas noticias?
—Malas, no; las de siempre.
—¿Alguna nueva trastada del hijo?
—Calle usted..., no me hable..., ¡noventa y cinco mil libras en un mes! ¡Acaba conmigo, me esquilma, me arruina... y lo peor es que tengo yo la culpa!... Le eduqué para príncipe; le enseñé a ser pródigo, a no perdonar gasto que pudiese servir de reclamo a mi apellido.,, y no lo perdona... ¡Gasta como un emperador y tiene el talento de un lacayo,..! ¡Pobre hijo mío!
—Y ¿por qué no pone usted límite a sus prodigalidades?
—¡Dios mío! Si no sabe divertirse de otro modo... Carece de sentido político; es incapaz de entretenerse en un negocio; le falta amor a las artes y al estudio; es un
»No sabe hacer más que tirar dinero; no le enseñé seriamente otra cosa; le juzgo incapaz de toda otra pasión, y si al pobre le limitara los gastos, le vería condenado a ser uno de tantos señoritos...
»Así, al menos, pasa por ser el más espléndido.
»Su generosidad le ha valido una leyenda... ¡Dejémosle ese renombre, ya que no pueda tener otro! Al fin y al cabo es hijo mío.
—Pero es triste que su conducta le obligue a usted a agenciarse dinero por todos los medios.
—Ya sé que es triste, pero...
Y siguió a este pero nuevo paréntesis de silencio.
Puso miss Flora sus hermosos ojos en un artístico reloj de pared y largo tiempo estuvo acompañando con la mirada el regular movimiento del péndulo.
En los labios de Chamberlain se dibujó una sonrisa.
Los ojos de miss Flora se volvieron interrogativos al político.
—¡Y pensar —exclamó éste— que cuantos hayan visto pararse mi coche a la puerta me juzgarán el amante de la hermosa miss Flora!
¿Y qué me importa lo que digan las gentes?
—Tiene gracia lo que dicen. ¡Y cómo se ríen cuando aseguran que yo, Chamberlain, a los sesenta y tres años de edad, me he enamorado como un colegial...! Por supuesto, que ni cuando estaba en el colegio creí yo nunca en la existencia de semejantes sentimientos..., siempre me pareció un
—¡Eh!, poco a poco. El amor es una cosa tan real, que comparándolas con ella, todas las otras parecen sombras y apariencias.
»Se posee posición, belleza, honores y fortuna; pero al vislumbrar en forma humana el ideal soñado, todo parece poco para arrojarlo a sus pies... Se pone el alma encima y sigue siendo poco. Una se quemaría a gusto en la mirada de dos ojos ingratos... Pero como si no... Esos ojos se empeñan en no mirarnos... y una en no ver nada fuera de ellos.
»Se acaba por despreciar todos los bienes antes anhelados... y si no se hace el sacrificio de la vida, es porque hay amores que no se conforman con unos pocos años de sufrimientos, sino que los exigen en gran número.
—Esto, miss Flora, parece una‘declaración.
Flora miró de hito en hito al ministro, soltando luego una carcajada.
—¿Pero no habíamos quedado en que tenía usted sesenta y tres años?... Mi declaración va a un joven, muy joven, de ojos azules y cabello de oro.
»¿Desea usted una confidencia en cambio de las muchas que le debo?
»Pues la historia es sencilla. Le quise y no me quiso. Ahí tiene usted explicado el secreto de mi retraimiento.
»¡E1 mundo sin él me parece vacío...! Y él no me querrá nunca...
—En cambio, yo...
—En cambio, usted, tampoco.
—Seamos francos...
—Nos conocimos por azar; usted leyó en mis ojos cierto respeto hacia el talento y la voluntad... Yo sentí por usted el atractivo intelectual que siempre me inspiraron los hombres superiores. Usted ve en mí un confidente irreemplazable.
»Yo veo en usted la realización de mis primeros ensueños, lo que yo ambicionaba ser cuando el amor no me atormentaba todavía... Y ésta es nuestra amistad... y nada más.
—¡Y tiene usted razón! —contestó Chamberlain, reanudándose el silencio.
Volvió el ministro a sumergirse en sus meditaciones.
Flora le miraba con ojos compasivos.
¡También el poderoso Chamberlain, el dueño del imperio británico, el árbitro de la paz y de la guerra, el segundo canciller de hierro, sufría tenazmente!
Y Flora —en quien nuestros lectores habrán reconocido a Lady Denver, mejor dicho, a la esposa del pastor Mr. Goodman— pensaba en que todo sufrimiento nace de la falta de amor, y no en los amores contrariados.
Porque ella daría por hallarse en la situación de Alejandro Liebeck, el boer bien amado, la mitad de la vida.
¿Qué importa que el ser amado se encuentre en lugar desconocido y fuera de nuestro alcance?
Más se colora nuestra esperanza cuanto más lejana se nos presenta su realización.
Es más fúlgida la imagen de la persona querida en la ausencia que en la presencia.
Y más se aferra uno a la vida y mejor la defiende cuanto más duro sea el combate que nos brinde el destino.
Lo triste, lo desolado, es amar tarde como a ella le sucedía;
dolor únicamente comparable al de no haber amado nunca, como a Chamberlain le ocurría.
¿Qué vale la existencia si no amamos?
—Y tiene razón —exclamó por lo bajo el político.
—¿Habla usted solo? —interrumpió suavemente Flora, a quien llamaremos en lo sucesivo, más por costumbre que por otra causa, Lady Denver.
—Sí, Flora.
»Los que aseguran que yo no soy más que el instrumento de un grupo de ambiciosos tienen mucha razón.
»¡Y qué daño me han hecho con decírmelo!... Yo soy orgulloso. No comprendo otra religión que la que divinice la voluntad.
»Hasta ahora creía en la omnipotencia de la mía.
»Se me figuraba que no habría obstáculo que no pudiese yo allanar... Para hacer mi carrera no he reparado en medios ni en caminos... Y ahora veo que mi carrera sólo puede compararse a la de una bicicleta... He corrido gracias a las piernas del ciclista y he servido principalmente para llevar al conductor al punto de su destino.
—¡Qué cosas dice usted!
—La verdad, Flora... Hay gentes que ponderan la energía con la que me hice una fortuna en Birmingham. Es verdad; pero esa energía sólo fue la del hambre... Nací como sabe en Londres. Hasta los dieciocho años, todos los escaparates de las tiendas desfilaron por delante de mí. ¡Cuántos lujos no podía satisfacer! Al encontrarme en Birmingham, frente a la posibilidad de enriquecerme, no fue mi fuerza la que me salvó, sino el recuerdo de los escaparates, de tantas ambiciones jamás logradas por falta de dinero.
—Pero usted se podía haber enriquecido, como tantas otras gentes, sin soñar con hacerse hombre público... Esto no se ve en los escaparates, como usted dice.
—¿Y qué son los periódicos sino escaparates de hombres públicos? ¿Por qué no había yo de ser citado, alabado, censurado, divinizado y ridiculizado como tantos otros? Yo quería posesionarme de ese otro escaparate, ponerme en el camino de lograrlo.
—-El camino ha sido propio.
—¡Ca...! El camino me lo dio Birmingham; me empujaron y fui por él... No tengo ni siquiera el mérito de haber abierto la brecha... Antes de que yo pensara en explotar las aspiraciones de las masas obreras, cien hombres se han hecho célebres defendiéndolas sinceramente... Yo no he hecho más que aprovecharme de sus ideas y frases felices.
—Pero en usted el hombre de mundo es exclusivamente personal.
—Tampoco. Mi monoclo y mis orquídeas son las orquídeas y el monoclo de todo Birmingham, este pueblo de mercaderes que, una vez enriquecidos, se quieren dar tono de aristócratas... Necesitaban un hombre que pudiera presentarles a las duquesas, y por eso hicieron de mí un
—¿Al menos la carrera política, las idas y venidas del partido conservador al liberal y del liberal al conservador?
—Tampoco son cosa mía. Es todo Birmingham quien anda de un lado para otro. Radical exaltado cuando le quedaba algún derecho por reivindicar de la nobleza, hoy es conservador, este pueblo, ¡después de enriquecido!... Semejante evolución política es la de todo el mundo, la de cualquier hortera, por ejemplo, a medida que se va interesando por la casa.
—¡Siempre le quedan las orquídeas!
—No se burle. Esa es mi manía; pero tampoco es mía, ¿qué inglés de estos tiempos no tiene la suya? ¿Quién no colecciona o pájaros disecados, o sellos de correo, o diamantes o cartas de hombres célebres?... Nos jactamos de tener manías, pero estas manías son las de todos.
—Siempre serán personales sus dolores... Ese Rubén, ese usurero que le acogota no lo tiene todo el mundo.
—Precisamente. Este Rubén más es simbólico. Toda Inglaterra se encuentra, como yo, en poder de una gran esponja, que nos chupa la sangre..., y hoy se llama usura y mañana especulación.
»Aventureros salidos de cualquier parte del mundo son los directores de nuestra alta fama y de nuestras empresas principales.
»La plaga ha caído sobre todas las ciudades británicas, y no se funda una empresa, ni se hace un negocio que no tenga por objeto enriquecerles.
»Como yo toda la raza inglesa ha perdido el hábito de ahorro.
»Necesitamos vivir como príncipes y para conseguirlo acudimos todos al judío, a trueque de hipotecar el porvenir y de vivir como los presidiarios, de plazo en plazo, arrastrando el grillete de las deudas, esas deudas que los mismos judíos nos han hecho contraer, metiéndonos el dinero por los ojos y exagerando taimadamente con sus palabras el valor de nuestro trabajo a fin de infundirnos la confianza absoluta en el futuro... Y así estamos todos entrampados, y así no hay compañía que no tenga más obligacionistas judíos que accionistas ingleses, cuando no hace muchos años que éramos nosotros los acreedores de todo el universo.
—Pero siempre le quedarán a usted como muy personales sus dolores..., su hijo, por ejemplo.
—Tampoco, Flora, tampoco... Ese pobre hijo mío, imbécil, que sólo sabe gastar dinero, y cuyos gastos me obligan a no reparar en medios para ganarlo, aunque esos medios me cuesten el odio general, es el hijo de todo el mundo, es la Inglaterra nueva, amante de los
—Deseche usted esos pensamientos. ¿Por qué ha de complacerse en atormentarse?
—Verdad, verdad..., pero tienen razón, tienen razón.
Mi política es la de un grupo de gentes que no son yo... Dicen por ahí que Cecil Rhodes me domina a su antojo... y lo mismo puede llevarme a la paz que a la guerra... Hoy mismo me lo han dicho a la cara... Y en documento oficial me lo repiten el Gobierno del Transvaal y el del Cabo.
—¿Hay noticias?
—Sí, ya sabe usted que las relaciones entre el Transvaal e Inglaterra a propósito del tratamiento que la República sudafricana concede a los ingleses, son cada día más tirantes. Creo que la guerra es hoy inevitable después de los cargos que hace a Kruger la Liga sudafricana. Esta Liga tiene por jefe a Cecil Rhodes. Su comité de Johannesburgo se apoya en los capitalistas y pasa por estar bien relacionado en Londres... La verdad es que yo estoy ligado por muchas causas a Cecil Rhodes, pero que nada me une a la Liga... Pues oiga usted lo que a propósito de este asunto escribe el Gobierno del Transvaal.
Y sacando un papel del bolsillo leyó lo siguiente:
«El gobierno desea hacer cuanto pueda en favor de los extranjeros, aunque sean ingleses, pero éstos forman una pequeña minoría que, pretextando imaginarios agravios, fomentan los odios de raza y se empeñan en organizar movimientos revolucionarios. Nadie ha expresado mejor el alcance de estos manejos que el propio gobierno de su majestad británica en la colonia del Cabo \ Veamos cuáles son sus palabras:
»En opinión de los ministros la acción persistente, tanto dentro como fuera de la colonia, de la Asociación política denominada
»Por consiguiente, el gobierno de esta colonia, deseoso de que se mantengan relaciones cordiales entre las dos razas que pueblan el sur del Africa, declara solemnemente que la Liga Sudafricana, fomentando cuantos motivos de disgusto puedan existir en esta región, lo hace con el objeto de dificultar las relaciones entre Inglaterra y el Transvaal.»
—Pero —interrumpió Lady Denver— no veo que ese documento demuestre, ni quiera demostrar que sea usted un auxiliar de Cecil Rhodes.
—Oiga usted, antes de formar opinión, el comentario que pone Kruger a esas palabras del gobierno del Cabo: [6]
«De todos modos, la Liga Sudafricana no podría tener tan grande influencia si no contara con el apoyo y protección del gobierno de su majestad en Inglaterra, pensamiento tanto más verosímil, cuanto que los periódicos de la Liga se jactan de la influencia que ejercen en la política del gobierno inglés.
»E1 gobierno del Transvaal desdeñaría los alegatos de la
Liga si no viera acogidas sus ideas en los discursos de Londres y
»Por eso pensamos que el gobierno británico no tiene más política que la de la Liga, más aún, que la Liga es el verdadero organismo director del Imperio británico.»
Aquí terminó su lectura Mr. Chamberlain, exclamando al poco rato:
—¿Puede darse acusación más tremenda que la que va entre las líneas de ese escrito? Porque no me importa que se me llame venal, ni versátil, ni egoísta, ni monopolizador, siempre que se reconozca que he sido todo eso y mucho más por voluntad espon tánea o porque así me convenía; lo que no quiero es que se me diga que soy un instrumento de una cosa ciega a su vez... Porque siendo como es la Liga y con Cecil Rhodes y todos los capitalistas del Sur de Africa, instrumentos de los judíos que les han prestado el dinero que para enriquecerse necesitaron; y si la Liga es instrumento de Cecil Rhodes y Rhodes es el de los banqueros que le hicieron crédito, y yo no soy más que el instrumento de ese instrumento de otro instrumento, como lo es la Liga... ¿Me quiere usted decir si puedo ser algo menos en el mundo?
—¿Y qué importa? ¿Han sido nunca los grandes hombres otra cosa más que la encamación de un destino fatal, superior a sí mismos?
Hemos dicho que cuando salió mister Chamberlain del Midland Club, había en la puerta tres individuos y que uno de ellos dijo a los dos: «¡Ese es!»
No bien montó en el coche el ministro de las Colonias, los tres sujetos se encaminaron hacia uno de los pobres arrabales de la ciudad manufacturera.
—¡Y pensar —dijo el más viejo de los tres— que acabo de tenerlo al alcance de la mano...! Si usted no me sujeta el brazo, saco el revólver... ¡y se libra Irlanda del hombre que le ha hecho más daño y las Repúblicas sudafricanas del mayor enemigo de su legítima independencia!
—Eso lo creerá usted..., pero yo le juro que de no haberle sujetado yo el brazo se lo habría sujetado algún agente de policía..., cosa peor sin duda ninguna.
—Yo no vi ningún policía por allí.
—¡Y, sin embargo, había varios! Por cierto que uno de ellos no cesaba de mirarnos... ¿Si habrá concebido sospechas? ¡Tendría gracia que se nos vigilara antes de haber combinado nuestro plan!
—Y me parece que alguien nos sigue —exclamó el más joven.
Los otros dos volvieron la cabeza.
—Creo que sí, pero, afortunadamente, no es difícil dejar a esos policías con un palmo de narices... Verán ustedes.
Y entraron los tres en uno de los cafés más próximos, pero en lugar de sentarse en una mesa se dirigieron a uno de los retretes y tomaron una puerta que daba a la calle.
Hicieron lo propio en otros varios establecimientos, tomaron un coche y un tranvía, y al cabo se convencieron de que si alguien había pretendido seguirles se hallaba ya bien despistado.
Atravesaron varias calles acusadoras de la mayor miseria.
Había aquí y allá grupos de borrachos tirados en los charcos. Hombres y mujeres presa de la más espantosa embriaguez se proferían los mayores denuestos. En cada esquina montones de obreros sin trabajo y sin dinero:
—¡Hemos llegado! —exclamó uno de los tres frente a una taberna de mediano, aspecto, añadiendo—: Pase usted, Abraham; pase usted, Alejandro.»
Y dirigiéndose al dependiente que servía en el mostrador:
—¿Ha venido Patricio?
—Todavía no.
—¿Tiene usted algún cuarto de seguridad?
—Ya sabe usted, eso depende del precio.
—Hablo de un cuarto donde podamos hablar sin ser escuchados y escapar en el caso de que la policía visitara hoy la casa.
—No me parece probable, porque se ha dado una batida hace unas horas... y por cierto que han pescado a dieciséis.
—¿Gente importante?
—¡Quia! Raterillos y carteristas de mala estofa; gente que mete mucha bulla y que deja poco dinero. ¡A ustedes no les sucedería eso!
Y se sonrió al decir esta frase, añadiendo con los ojos bajos:
—Al menos si conversaran en el cuarto de una libra.
—¿Una libra? Algo caro me parece.
—La seguridad, señor, nunca se paga lo bastante.
—¿Y es tan seguro?
—Si el señor quiere pagarlo, yo mismo tendré el honor de convencerle.
—Perfectamente; ahí van tres libras, una por el cuarto y dos por la cena. Tres platos, cerveza, café y coñac... Lo que sobre, para ti. ¡No te quejarás de la propina!
—¡Oh, no, señor!
Y el dependiente recogió tres monedas de oro que acababan de darle.
Llamó inmediatamente a otro para que le reemplazara en el mostrador, ordenándole que mandara preparar la cena de nuestros tres sujetos y, encendiendo una lámpara minera, levantó una trampa del suelo, junto al mostrador.
Asomó bajo la trampa una escalera y comenzó a bajar por ella el dependiente iluminando el camino con la lámpara y diciendo a nuestros tres hombres:
—Síganme los señores.
La escalera no tenía más que quince escalones.
Al cabo de ellos había un pasillo en cuyos lados se veían varias puertas.
—¿Qué hay tras estas puertas? —preguntó el sujeto que había hablado al dependiente.
—Gabinetes para cenar o para hablar.
—¿Y son de seguridad como usted dice?
—De seguridad relativa. En ellos han sido presos los individuos de que le he hablado antes.
—¡Demonio!
—No se apure usted. Esos son gabinetes que no tienen nada de particular; pero no es éste así.
Y abrió la puertecilla.
Dando vuelta a un botón, dio luz a la estancia una lámpara eléctrica.
El cuarto, a primera vista, nada ofrecía de particular.
Una mesa, seis sillas, un timbre eléctrico, y en las paredes varios anuncios de vinos y licores, ninguna ventana y sólo una puerta, la de entrada.
—Pero si viene la policía nos pesca en esta ratonera.
—No sea impaciente —exclamó el mozo del mostrador.
—Por esta puerta —añadió— se baja a la bodega. Según bajan, hay, a la derecha, a la derecha, no se olviden, hasta seis cubas vacías.
Todas ellas tienen las tapas de arriba sueltas; pero la cuarta tiene el fondo movible. Basta apretar un clavo que encontrarán en la pared para que se abra el fondo durante treinta segundos, tiempo más que suficiente para que los tres se deslicen por él a un pasillo subterráneo.
—¿Y una vez en el pasillo?
—Pues no tienen más que seguirlo hasta el fin, que conduce a una de las despensas del Gran Café de Orange.
—En la que volveremos a estar encerrados.
—No, porque yo desde aquí habré sonado el timbre de alarma y encontrarán abierta la puerta para irse a la calle...; todo esto en el caso de que fuesen sorprendidos.
—Pero si nos sorprenden no tendremos tiempo ni de bajar a la bodega, ni de meternos en la cuba para alcanzar el pasillo subterráneo.
—Pierdan cuidado; mientras no reciban ningún aviso, señal de que no acurre novedad; pero si suena ese timbre —y señaló el dependiente el que se veía en lo más alto de una de las paredes— es señal de que hay peligro y de que es necesario huir inmediatamente. Ahora supongo que podré retirarme.
—Sí, pero ¡oiga!... Cuando venga O’Kelly, hágale bajar aquí inmediatamente. Y, ya sabe, cada vez que uno de estos señores venga a esta casa, hágale usted venir aquí. ¡No faltarán propinas!
—Está muy bien. Les dejo esta lámpara por si les fuera necesaria para un caso de alarma.
—¡Que no tarde la cena!
—¡No tardará!
Y diciendo esto, se marchó el dependiente.
Apenas se encontraron solos nuestros tres hombres, el llamado por el nombre de Abraham —que no era otro que nuestro antiguo amigo Abraham Van Devinter— preguntó al sujeto conocido del dependiente:
—¿Y es segura esta casa, Mac Donald?
El nombrado Mac Donald respondió:
—Totalmente segura, para mí, al menos. Su dueño es un antiguo forajido a quien estando yo en Kimberley, al frente de mi antiguo criadero de diamantes, regalé un día de buen humor mil libras esterlinas para que pudiera regresar a Inglaterra. Hace unos dos meses sentí que me abrazaban en medio de la calle: «¿Qué hace usted, Mac Donald?» Le reconocí al breve rato y estuvimos charlando largo tiempo acerca de nuestras vidas respectivas. El hombre ha hecho fortuna con aquellas mil libras. Empezó por establecer esta taberna para gente de mal vivir, se dedicó a la compra de objetos robados y a ocultar y vender ladrones, según fueran éstos o la policía quien le servía mejor. Aprendió a congraciarse la amistad de los comisarios inspectores y agentes, mediante la ejecución de ciertos servicios y algunos regalillos... y se ha dado tal maña, que ladrones y policías tienen al establecimiento por suyo. Los ladrones han llegado a creer que sólo aquí se encuentran seguros, y disculpan al dueño cuando son aquí presos... y la policía piensa que sólo en este establecimiento pueden hacerse capturas importantes.
¿Y su amigo venderá las dos partes?
—¡Naturalmente!... Después montó el Gran Café de Orange, donde suele ir lo mejorcito de la ciudad, pero ha concluido por establecer esta comunicación que le sirve admirablemente para sus combinaciones.
—¿Y no hay peligro de que nos venda también a nosotros?
—Ninguno. Estos bandidos suelen ser personas agradecidas. Yo le dije que me había arruinado y que estaba preparando un negocio, que necesitaba tratarlo con reserva y seguridad en algún punto que no fuera un domicilio particular. Mi amigo se sonrió, suponiendo que se trataría de alguna falsificación o de otro crimen parecido, me dijo paternalmente: «¡Al fin le veo a usted por el buen camino!» Y acabó por presentarme al dependiente, eso sí, rogándome que le pagara los servicios, porque estos usureros son así, cuando son amigos dan por uno toda la sangre..., ¡pero ni un céntimo!
Abraham Van Devinter y Alejandro se echaron a reír.
Al poco rato apareció la cena, y momentos después el esperado O’Kelly.
Mac Donald exclamó:
—Cenemos tranquilamente antes de hablar de negocios.
Y así se hizo.
Cuando terminó la cena, Mac Donald, que era un irlandés de unos cincuenta años de edad, alto, rubio y fornido, dijo, dirigiéndose a O’Kelly:
—Mi amigo antiguo Abraham Van Devinter y su sobrino Alejandro Liebeck han venido recientemente del Sur de Africa con el exclusivo propósito de asegurar la independencia de aquellas regiones quitando de en medio al principal factor de la política imperialista, o sea a Mr. Chamberlain. Mi amigo Van Devinter no ha tenido reparo en confiarme su secreto, porque cuando yo, perseguido por toda la policía inglesa, no encontré más lugar de esconderme que los campamentos mineros de Kimberley, le abrí mi pecho y él sabe que he trabajado, trabajo y trabajaré toda la vida, sin reparar en medios, por la independencia de nuestra querida Irlanda, sean cualesquiera las víctimas que cuente mi propósito. Y creo que siendo los intentos de Van Devinter muy conciliables con los nuestros podemos y debemos entendernos.
O’Kelly, por toda respuesta, tendió la mano a Van Devinter.
Entonces dijo O’Kelly:
—Nada más odioso para un buen irlandés que el ministro de las colonias. Chamberlain, para nosotros, además del mayor enemigo, es un desertor. Fue el primer político inglés que formuló el proyecto de conceder la autonomía a Irlanda. Antes de que el gran Gladstone pensara en su
Y en la voz de O’Kelly la indignación era tan grande, que se comunicaba a Van Devinter y-} a Alejandro y los dos boers se sentían congestionados por la cólera.
—Una cosa veo difícil —añadió O’Kelly—, y es la manera de consumar semejante intento.
—Sin embargo —replicó Van Devinter—, cuando hace dos horas me lo señaló Mac Donald, tuve el propósito de dispararle un tiro de revólver. ¡Le juro que la bala no se habría olvidado del camino!
—Creo que antes de disparar el tiro, media docena de policías se habrían echado sobre usted, y para estas fechas Chamberlain se encontraría tan fresco... y usted en la cárcel.
—¡Tan vigilado está!
—¡Ni un rey lo está más! El cochero y el lacayo están siempre armados; el lacayo, sobre todo, lleva el revólver escondido, pero con la mano derecha en él. No sale nunca de su casa sin que toda la policía esté sobre aviso. La servidumbre masculina de su casa está compuesta por los más hábiles agentes de Londres. Además, el ministro, aunque amigo del boato, hace una vida muy metódica. Sus viajes se reducen a ir y venir de Londres a Birmingham y de Birmingham a Londres. Cuando viaja, lo hace, generalmente, en tren especial, muy bien custodiado. Cuando asiste a alguna reunión, lo anuncia de antemano y entre los invitados hay siempre media docena de agentes mejor o peor disimulados, agentes que conocen todo Londres y que no dejarían de vigilar incesantemente a cuantos desconocidos encontraran. Además, cuando va a las Cortes, están de tal modo vigiladas las calles, que resulta imposible acercarse al coche del ministro.
—Pues a pesar de estas dificultades —respondió Van Devinter—, estoy completamente decidido a cumplir mi deber. Nada me importa que me cojan y me maten. Mi vida ya no tiene objeto; el único es el de hacer un servicio a mi país. De mis dos hijas (y perdónenme este desahogo), la una, Dina, está casada, y no necesita de mí. La otra, Olimpia, novia de este sobrino mío, se ha perdido hace más de tres años... y ha debido de morirse, porque ya entonces estaba sordomuda y completamente imbécil... He pensado mil veces en pegarme un tiro..., pero después de muchos cálculos he comprendido que mi vida puede ser útil al Sur de Africa y estoy resuelto inquebrantablemente a sacrificarla.
O’Kelly y Mac Donal se inclinaron en señal de respeto.
—La cuestión es que veamos la manera de que uno de nosotros pueda acercarse a Chamberlain.
—¡Yo! —contestó Van Devinter.
—¡Cualquiera! —replicó enérgicamente O’Kelly—, porque los cuatro estamos decididos a castigar a Chamberlain.
—¡Yo! —volvió a exclamar Van Devinter—, porque ¿cómo voy a consentir en que mi sobrino, que tiene el deber de constituir familia para dar ciudadanos a su patria, vaya a sacrificarse?
—¿Y por qué no? —preguntó Alejandro.
—¡Calla! —contestó Van Devinter con tono que no admitía réplica—. O me conceden ese derecho o no sigue adelante esta conversación.
—Pues sea así —exclamó O’Kelly—; lo que no veo es la manera de que ninguno de nosotros pueda aproximarse a Chamberlain lo bastante para asegurar el golpe.
—Acaso se encuentre —dijo Mac Donald.
—¿Cómo?
—Pienso en que Chamberlain va muy a menudo a casa de una señora bellísima, llamada miss Flora, que debe ser su amante. Yo creo que para esas intimidades le molestará la policía... Pues ya hemos dado con el punto vulnerable.
—La cuestión es entrar en él... Lo que nos conviene, por de pronto, es estudiar la casa de miss Flora, sus costumbres; abordar, si es posible, a los criados, introducirse en la casa con cualquier pretexto... Y para estas cosas cuatro personas son demasiadas... ¿Quieren ustedes comisionarme para que efectúe los trabajos necesarios?
—¡Desde luego! —respondieron al mismo tiempo O’Kelly y Van Devinter.
—Pues entonces cada dos días les daré a ustedes cuenta del resultado de mis investigaciones.
—Yo creo que será lo mejor que nos reunamos aquí, cada dos días, mientras sigan así las cosas, sin darnos ningún otro aviso, a las nueve de la noche... Creo útil que el uno venga a las seis, otro a las siete, otro a las ocho... y que no nos saludemos en la calle.
—Todas las precauciones son pocas... Y con esto podremos retirarnos.
O’Kelly hizo sonar el timbre.
Bajó al poco rato el dependiente.
—¿Hay novedad? —preguntó Mac Donald.
—Ninguna, pueden usted salir por arriba.
—Sí, pero vale más que salgamos uno a uno. Usted primero —exclamó, dirigiéndose a O’Kelly—, yo después y luego estos señores.
Se cumplió como lo había dicho Mac Donald y, al salir éste, Abraham y Alejandro quedaron pensativos, sumidos en sus cosas.
¿Por qué estaban en Inglaterra?
Abraham, desde que se vió libre, se puso a pensar hondamente desde sus soledades de Boshof en la manera de asegurar la independencia de su patria.
Este pensamiento y el dolor causado por la desaparición de Olimpia constituían las dos únicas preocupaciones de su vida.
Y los pensamientos de Van Devinter se encaminaron todos a formular el siguiente razonamiento:
«Hay en Africa un grupo de millonarios capitaneados por Cecil Rhodes, a los que conviene enormemente la anexión del Transvaal y de Orange a Inglaterra.
A Inglaterra no le conviene esta anexión, porque para verificarla necesita hacer una guerra costosísima por tierra y en país lejano y el provecho de la anexión sólo pueden alcanzarlo los millonarios que poseen todas las minas, pero no Inglaterra.
Y, sin embargo, Inglaterra favorece a los millonarios, y se dispone a hacer la guerra para agradarles.
¿En qué consiste este misterio?
¿En que los millonarios han engañado a la opinión inglesa?
No tienen bastante dinero para comprar a todos los periódicos y a todos los políticos; además, su causa es antipática a la opinión, por ser la del capitalismo.
¿Y entonces? ¿Por qué tienen tal poder sobre el Gobierno británico? »
Y pensando en esto, Van Devinter se contestó a sí mismo:
«¡Pues porque tienen a su favor al verdadero jefe del Gobierno, al hombre más popular de Inglaterra, desde Cromwell acá, al ministro de las colonias.
¿Y por qué dominan a Chamberlain?
¿Por dinero? Pero aunque derrochador se dice que Chamberlain es rico... Además, Chamberlain demostró, en otro tiempo, cuando ordenó que se detuviera al doctor Jameson, que no se le importaba gran, cosa de los millonarios.
¿Por qué es hoy su criado? ¿Por qué en su beneficio está dispuesto a provocar la guerra? ¿Qué poder misterioso ejercen sobre él?»
Claro está que Van Devinter no pudo responderse a estas preguntas, pero se dijo:
«Sea cualquiera el género de relaciones que medien entre Chamberlain y los millonarios, lo cierto es que sin éstos Chamberlain no provocaría la guerra y sin Chamberlain los millonarios no conseguirían sus propósitos, porque sólo Chamberlain es capaz de contrarrestar la antipatía de la mayor parte de la opinión inglesa hacia una guerra contra Kruger.»
Y cuando en la primavera de 1898 comprendió Van Devinter que Chamberlain estaba resuelto a provocar la guerra, lo más pronto posible, se dijo:
«No se puede evitar este atropello sino acabando con los millonarios o acabando con Chamberlain. Los millonarios son muchos y están diseminados. Luego prefiero lo segundo.»
Y comunicó su pensamiento a Alejandro.
Liebeck, aunque buen patriota, era enemigo de los complots contra personas determinadas, pero sabía que su tío era terco como nadie y que sería imposible disuadirle de su propósito.
Además, el propio Alejandro estaba desesperado con la desaparición y la locura de Olimpia ¿qué le importaba jugarse la vida?
Le hablaba su tío de ir a Inglaterra... y ¿quién sabe si no estarían por allí el bandido Brown y la desdichada Olimpia? ¿Quién sabe si reaparecería su bien amada?
Y movido por este pensamiento más que por otro alguno, acompañó, en su viaje a Inglaterra, a su tío el heroico Van Devinter.
¿Hasta qué punto estaba en lo cierto Van Devinter al hacer responsable a Chamberlain de la invasión del doctor Jameson y de la agitación de Inglaterra contra la independencia del Transvaal?
Hemos llegado al punto culminante de nuestra obra en lo que tiene de historia íntima de los secretos de la guerra.
Los acontecimientos referidos hasta ahora son del dominio público, pues nadie desconoce la ambición de los millonarios de Kimberley, Johannesburgo y el Cabo ni su propósito de destruir la independencia del Transvaal con el objeto de hacer más provechosa la explotación de las minas de oro.
Dos ideales contrapuestos se han manifestado en el Africa del Sur, consistente el uno en crear allí un gran hogar de libertad y de trabajo asegurando la independencia de aquellos países.
Es el ideal de los hijos de aquel país, de los afrikanders, de los boers, de los Van Devinter, de los Kruger y de los alemanes que hicieron fracasar la conspiración de los millonarios obligando a Chamberlain, por medio de su embajador en Londres, a declarar filibustero al doctor Jameson y a sus acompañantes.
El otro ideal consiste en asegurarse el dominio en aquellas comarcas, mediante el apoyo de Inglaterra, a fin de que los poderes públicos del Africa del Sur se conviertan en instrumentos de las grandes compañías mineras o sea de los diez o doce millonarios acaudillados por Cecil Rhodes.
Ese pleito se ventila exclusivamente en Africa; era una cuestión entre los millonarios y los campesinos, entre Kruger y Cecil Rhodes.
Y llega ahora la pregunta que se hacía Van Devinter: ¿por qué Inglaterra ha puesto su espada en la balanza para decidir la cuestión brutalmente en favor de los millonarios?
Es ésta pregunta que no puede responderse tan fácilmente, como parece a primera vista, puesto que Inglaterra no ha de beneficiarse en lo más mínimo con la anexión del Transvaal y del Orange, ya que su riqueza —las minas— seguirá aprovechando a los millonarios y los millonarios no son la nación, mientras que ha de ser la nación y no los millonarios la que ha de costear los gastos enormes de una guerra en el Sur de Africa y la que ha de sufrir las pérdidas de los soldados que mueran en la guerra.
No conviniendo, por lo tanto, a Inglaterra una guerra en Africa, ¿por qué la pide la opinión?
Y Van Devinter se respondía: «porque se la engaña».
Y ¿quién es capaz de engañar a Inglaterra? ¿Quién es el hombre tan poderoso capaz de engañar a un pueblo acostumbrado a juzgar con absoluta libertad los asuntos públicos?
Devinter respondía a esta pregunta, nombrando terminantemente a José Chamberlain, ministro de las Colonias.
¿Tenía razón?
Como este es el punto culminante de nuestra obra, necesitamos apartarnos un momento de los acontecimientos episódicos para hacer historia, historia verdadera e íntima que esclarezca la responsabilidad del político que mayor influencia ejerce en los destinos de Inglaterra desde hace quince años.
Poco tiempo después de haber fracasado el complot organizado por los millonarios de Johannesburgo con la ayuda de una expedición armada a las órdenes del doctor Jameson, la opinión pública de todo el mundo culpó a Mr. Chamberlain de haber abusado de su posición de ministro de las Colonias mezclándose en tal acto de filibusterismo.
Escandalizada de semejante acusación la opinión inglesa exigió que se esclareciera el asunto, y a fines de 1896 la Casa de los Comunes, o sea el Congreso de los Diputados de Inglaterra, nombró un comité para «inquirir los orígenes y circunstancias de la incursión del doctor Jameson y de sus fuerzas en la República del Transvaal, y la administración de la compañía sudafricana la «Chartered» y para informar acerca de las reformas que debía introducir la «Chartered» en los territorios que regía».
El comité se compuso de los señores ministros de las Colonias, de Hacienda y de Justicia, de los diputados ministeriales señores Jackson, Hart, Dyke, Wharton, Bigham, Cripps y Wynd-ham y de los liberales señores Harcourt, Campbell Bannerman, Bunton, Ellis y Labouchere.
Este comité celebró su primera sesión el 5 de febrero de 1897 e hizo su dictamen en la primavera de 1899, siendo conocidas sus conclusiones cuando hizo su viaje a Inglaterra nuestro amigo Van Devinter.
Es sabido que lo más importante entre lo que se trataba de averiguar era lo referente a la complicidad o no complicidad del ministerio de las Colonias en la conspiración de los millonarios de Johannesburgo.
Sin embargo, la mayor parte de las 846 páginas de su dictamen están destinadas a escribir los detalles de la expedición Jame-son, de la que nada nuevo podía decirse, o a examinar la manera con que el presidente Kruger gobernaba a Johannesburgo, materia ajena a los cuidados del comité.
El real objeto del comité, lo que afectaba al honor de Inglaterra, no fue examinado, o lo fue tan someramente que parecía que a toda costa se trataba de evitar el descubrimiento de la verdad.
Y, a pesar de esto, el comité de información declaró solemnemente ante el Parlamento británico, el más antiguo y hasta hoy el más respetable de todos los parlamentos, que:
«Ni el ministro de las Colonias ni ninguno de los funcionarios del ministerio de las Colonias recibió ningún informe que les pusiera o pudiera ponerles en conocimiento de la conspiración Jameson durante su período de preparación.»
El Parlamento británico ha declarado, por lo tanto, inocente a Mr. Chamberlain del delito de conspiración que la opinión europea le imputaba.
Pero si Chamberlain hubiera sido inocente, al verse objeto de tan grave imputación, ¿no habría aprovechado la circunstancia del nombramiento del comité para proveerse de cuantos documentos poseía?
¿No habría presentado al comité cuantos documentos existían en el ministerio de las Colonias referentes al complot Jameson?
¿No habría enviado copias de cuantos telegramas se habían cambiado entre Londres y la Ciudad del Cabo desde agosto del año 1895 hasta enero de 1896?
¿No habría proporcionado una lista de todas las personas con las que se había comunicado respecto del asunto para que les tomaran declaración bajo juramento?
¿No se habría prestado el mismo para que se le interrogara una y cien veces hasta que toda sospecha de complicidad desapareciera definitivamente?
Esto es lo que habría hecho Mr. Chamberlain de haber sido falsa la noticia de su complicidad.
Y esto fue precisamente lo que no hizo.
Sólo dos veces declaró Mr. Chamberlain; una de ellas fue inmediatamente después de que Mr. Harris, secretario de Cecil Rhodes, declaró respecto a la conferencia que celebró con el mismo Chamberlain en agosto de 1895 para solicitar su apoyo a los deseos de Rhodes.
La otra vez fue cuando llegaron al comité de Información las copias de varios telegramas cambiados durante la época antedicha entre Londres y el Cabo.
Las dos veces que declaró Mr. Chamberlain fue para desvirtuar las declaraciones que podían perjudicarle.
Y si no tenía nada que ocultar, ¿para qué esta torpeza?
Pero comencemos por el comienzo.
Ya hemos visto en la primera parte de esta novela que convencidos los millonarios de Johannesburgo de que ni los extranjeros ni la Unión Nacional de dicha ciudad minera eran capaces de sublevarse contra el Gobierno de Kruger, a pesar de su deseo respecto a que les fueran extendidos los derechos electorales.
Para que Johannesburgo pudiera levantarse en armas contra Kruger y sostener la rebelión hasta justificar la intervención de Inglaterra, necesitaban que fuerzas regulares, acostumbradas a la guerra, apoyaran, desde luego, a los revolucionarios.
Entonces se pensó en el doctor Jameson para ayudar a los revolucionarios con un golpe de mano.
Primeramente convinieron Rhodes y Jameson en que la expedición se preparara en Tuli, población situada a unas seiscientas millas de Johannesburgo.
La única ventaja que les ofrecía Tuli es que estando dicho pueblo en los territorios de la «Chartered», podían preparar cuantas expediciones militares se les antojara sin pedir ningún permiso al gobierno británico.
Pero después pensaron en que la distancia entre Tuli y Jhoan-nesburgo era excesiva para que pudiera llegar a esta última ciudad una reducida expedición militar sin ser antes copada por los boers.
Era imposible, igualmente, preparar la expedición Jameson desde ningún punto fronterizo de la Colonia del Cabo o del Natal, tanto por la hostilidad de los afrikanders como por ser Cecil Rhodes presidente a la sazón del Gobierno del Cabo y no convenirle comprometerse tan escandalosamente en un acto de filibusterismo.
La única región fronteriza al Transvaal desde la que podía ultimarse la expedición era la Bechuanalandia, pero este territorio estaba sometido al ministerio de las Colonias que lo regía directamente y era necesario poner en conocimiento a Mr. Chamberlain de lo que se trataba a fin de que lo cediera a la «Chartered» para que las fuerzas armadas de dicha compañía pudieran estacionarse en ella.
Con objeto de gestionar esta cesión fue enviado a Inglaterra el doctor Harris, secretario de Rhodes, con plenos poderes de la compañía la «Chartered» y de los millonarios conspiradores.
Harris, además, fue a Londres provisto de buen número de acciones de la «Chartered» y de otras compañías sudafricanas, pero les esperaba una dificultad imprevista, pues se encontraba en Inglaterra el jefe indígena de la Bechuanalandia el negro Khama, quien protegido por la Sociedad Bíblica de Londres, trabajaba por adelantado contra los designios de la «Chartered».
Harris, ocultando su verdadero propósito, proclamaba la necesidad de desenvolver el poderío de la Rhodesia (territorios de la «Chartered»), a fin de contrabalancear la preponderante influencia de la raza holandesa en el Sur de Africa y pedía que se cediera a la compañía el protectorado de la Bechuanalandia sin ningún aplazamiento con el pretexto de proteger el ferrocarril que va a la Rhodesia desde Kimberley, entonces en proyecto.
La precipitación del doctor Harris despertó algunas sospechas en la opinión inglesa y varios periódicos dijeron que no veían la necesidad de conceder a la «Chartered» la Bechuanalandia al menos hasta que la administración de la compañía por el doctor Jameson justificara tal aumento de responsabilidades.
En estas circunstancias —y según documentos oficiales— se avistó el doctor Harris con el ministro Chamberlain.
Esta entrevista se celebró el 1° de agosto de 1895 y a ella asistió Lord Grey, que ocupaba y sigue ocupando un puesto prominente en la compañía «Chartered» y es amigo íntimo, a la vez, de Mr. Chamberlain y de Cecil Rhodes.
Los miembros liberales del Comité de Información, suponiendo que en esta entrevista tendría que poner en autos —si antes no lo había ya hecho— a Mr. Chamberlain de lo que tramaban los millonarios, hizo comparecer al ministro de las Colonias al banco de los testigos.
Chamberlain ha negado rotundamente que el doctor Harris le hablara de la conspiración y afirma que la única indicación que se le hizo fueron las siguientes palabras: «Quisiera hablarle de algo confidencial.»
A lo que ha dicho Chamberlain que replicó: «Estoy hablando con usted como ministro de las Colonias y no puedo escuchar nada de lo que no pueda hacer uso oficial.» Y añadió al cabo de un rato: «Tengo plena confianza en mis funcionarios del Cabo y ellos me informarán de cuanto deba yo conocer.»
Lo cierto es que Mr. Chamberlain se negó, por entonces, a conceder a la «Chartered» el protectorado que solicitaba el doctor Harris, pero ¿debe creerse que ignorara, según lo ha jurado, el plan de los millonarios?
¿Es posible que Mr. Chamberlain, ministro de las Colonias, no sintiera curiosidad alguna por conocer lo que iba a decirle confidencialmente el doctor Harris, secretario de una personalidad tan influyente en Africa como Cecil Rhodes?
¿Es posible que Chamberlain no tratara de inquirir las causas íntimas que obligaban a los propietarios de la «Chartered» a pedir protectorado sobre la frontera del Transvaal, cuando nadie creía en los motivos que alegaban oficialmente?
Pero una carta de Mr. Fairfield, primer oficial del ministerio de las Colonias, a Mr. Harris, demuestra que aquél conocía perfectamente el plan de Cecil Rhodes.
La muerte de Fairfield le impidió declarar ante el Comité, pero Chamberlain ha declarado que su empleado le merecía entera confianza y que de haber tenido noticias de semejante conspiración, se la habría comunicado.
Quince días después de haber proclamado esto Mr. Chamberlain, publicó
Fairfield y Harris se veían diariamente por aquel entonces.
¿A qué argumentos se refería su primer oficial Mr. Fairfield?
Con la negativa de Mr. Chamberlain a conceder a la «Chartered» el protectorado sobre la Bechuanalandia, quedaba Rho-desia imposibilitada para preparar la expedición Jameson, ya que desde la Rhodesia era imposible hacer llegar a Johannesburgo un cuerpo armado poco numeroso.
Las relaciones entre Chamberlain y Cecil Rhodes quedaron cortadas, sin duda porque eran pocos los
¿Para qué quería la «Chartered» la Bechuanalandia, tratándose de un país desierto, sin vegetación ni minas de ninguna clase, habitado sólo por negros y donde ningún blanco tendría nunca ningún interés en residir?
Pero sin duda el doctor Harris debió reforzar sus
¿Cómo se hizo esta amistad y cómo se arregló lo de la Bechuanalandia?
Vamos a verlo.
En el mes de octubre, Chamberlain, que en agosto se había negado a otorgar el protectorado de la Bechuanalandia a la «Chartered», lo concedió en principio sobre una faja de terreno en la frontera del Transvaal, por donde había de pasar el ferrocarril de la Rhodesia a fin de que pudieran proteger las obras con las fuerzas de la compañía.
Khama, el jefe indígena, se mostró satisfecho, y Cecil Rhodes también, como que ya le era posible organizar la invasión del doctor Jameson.
Ahora bien, ¿era realmente necesario conceder a la «Chartered» esa franja de terreno para proteger las obras del ferrocarril? ¿No podían haberlas protegido las fuerzas británicas?
¿Tan inocente era Mr. Chamberlain para conformarse con tan fútil pretexto?
Más bien hemos de creer que los
Ya sabemos que los millonarios de Johannesburgo no tenían ningún empeño en lograr de momento la anexión del Transvaal a Inglaterra; les bastaba provocar una revolución de tal género, que infundiera el pánico en el gobierno de Pretoria hasta hacerle transigir en cuantas reformas exigían los capitalistas.
Sin embargo, la revolución de Johannesburgo se hizo al grito de ¡Viva Inglaterra! y enarbolando la bandera inglesa.
¿Quién pudo decidir a los millonarios a pronunciar un grito que, como hemos visto, en la segunda parte de nuestra obra, al provocar la intervención de Alemania, destruyó los planes de los conspiradores?
¿Quién les inspiró semejante cambio en su línea de conducta?
A estas preguntas no se puede responder con documentadas pruebas, pero si hay lógica en el mundo, sólo una persona era lo bastante poderosa para determinar este cambio de frente y esta persona o sus empleados estaban en íntimas y constantes relaciones con Lord Grey, amigo y socio de Cecil Rhodes, con el doctor Harris, su secretario, y con mister Hanksley, su abogado.
Por de pronto, sólo por haber prometido conceder Mr. Chamberlain el protectorado sobre una franja de terreno en la frontera del Transvaal se hizo posible la expedición Jameson, pero Rhodes quería más..., mucho más.
Y aunque sabía Cecil Rhodes que la población de Johannesburgo no quería la anexión ni la bandera inglesa, y que era probable que Leonard, el abogado, y su partido, la Unión Nacional, se negaran a alzarse contra Kruger o la bandera inglesa, esto quedó acordado bajo una presión muy poderosa; veamos cuál.
No se han publicado todos los telegramas cambiados por aquella época entre Rhodes y su secretario, Harris, pero algunos son del dominio público, y los hay bastante significativos, como el siguiente:
R h odes a Harris Noviembre, 6, 1895 «Respecto de la bandera inglesa, creo que ellos no me entienden. Yo no aventuraría nada sino con la bandera inglesa.» Se desconoce el significado de este telegrama. El doctor Harris ha dicho que era la contestación de otro en el que decía a Rhodes que la opinión inglesa, caso de alzarse Johannesburgo, vería con gusto el enarbolamiento de la bandera británica. ¿Pero quién es esa opinión inglesa? ¿Sabía nada el pueblo inglés de lo que preparaban los millonarios? No; quien únicamente podía saberlo era Mr. Chamberlain, y él quien exigió el enarbolamiento de la bandera inglesa. Y el pronombre ellos, que empleaba, sólo puede referirse a Mr. Chamberlain.
Pero hay más.
A este telegrama respondió Harris con el siguiente:
Harris a Rhodes Noviembre, 8, 1895 «Ellos ya le comprenden, pero temen que no tenga usted bastante poder para insistir.»
Y volvemos a decir: ¿quiénes pueden ser
Y que esta condición de la bandera la impuso Chamberlain no cabe duda, pues sólo hasta que la aceptó Rhodes, consintió en formalizar la cesión a la «Chartered» de los terrenos situados en la frontera del Transvaal, según se desprende de los siguientes telegramas, cuyas copias publicó el antes mencionado Comité de Información:
Rhodes a Harris Noviembre, 8, 1895 «Gestione usted la cesión de las diez millas de terreno que hay arriba de Palla, entre el ferrocarril y la frontera, porque sería absurdo que en esas pocas millas ejercieran jurisdicción las autoridades indígenas.»
A lo que contestó Harris con este otro telegrama:
Harris a Rhodes Noviembre, 11, 1895 «Conferencié con Fairfield. Convencido bandera, el resto sin dificultades. No ejercerán jurisdicción los naturales a la derecha del ferrocarril y queda usted erigido en dueño de la frontera.»
Arreglado el asunto que motivó el viaje a Londres del doctor Harris, sólo le quedaba por arreglar varias cuestiones de detalle y el día 29 de noviembre salió para el Cabo, dejando encargado al banquero Rubén para las cuestiones de dinero y a la señora Flora Shaw para las cuestiones políticas.
Flora Shaw, aunque mujer, ocupaba uno de los puestos más importantes en la política inglesa.
Ella dirige la sección de política colonial en el periódico
Miss Flora Shaw visita diariamente el Ministerio de las Colonias, y, a la sazón, goza de la mayor influencia cerca de Mr. Chamberlain y de su primer oficial, Mr. Fairfield.
El primer telegrama de los que se conocen enviado por miss Flora a Cecil Rhodes decía así:
Miss Shaw a Rhodes 10 diciembre, 1895 «Avíseme la fecha de comenzar las operaciones; estimo importantísimo avisar a los corresponsales del Times en las capitales de Europa para que empleen su influencia en favor nuestro.»
Este telegrama es para Chamberlain muy comprometedor, porque ¿quién sino Mr. Chamberlain pudo sugerir a miss Flora la idea de ir preparando la opinión europea a fin de prevenir la general indignación que causaría ver al Gobierno inglés apoyando más o menos ostensiblemente un acto de filibusterismo?
Estos temores de intervención europea se acentúan aún más en el siguiente telegrama:
Shaw a Rhodes Diciembre 12, 1895 «Aplazamiento peligroso. El éxito consistirá en realizar el negocio antes de que las potencias puedan protestar, porque cualquiera protesta paralizaría nuestros movimientos.»
Pero el nombre de Chamberlain no ha figurado hasta ahora en ninguno de estos telegramas.
Hay uno, sin embargo, en el que figura con todas sus letras.
Es el siguiente:
Shaw a Rhodes Diciembre 17, 1895 «He verificado una entrevista con el secretario del Transvaal que ha salido de Londres el sábado para El Haya, París y Berlín. Chamberlain teme que se sepa algo en Pretoria. Caso de intervenir las Potencias europeas, él sabrá apaciguarlas, pero conviene que se realice el plan inmediatamente.»
En este telegrama aparece con todas sus letras el nombre del ministro de las colonias.
Interrogada miss Flora Shaw acerca del significado de este telegrama, por el Comité de Información, respondió que ella no sabía si estaba enterado Mr. Chamberlain de lo que se trataba, pero que dada la situación, comprendía que lo más ventajoso para Inglaterra —y por lo tanto para el ministro— hubiera sido que la insurrección de Johannesburgo estallase antes de que se apercibiera a combatirla el Gobierno de Pretoria.
Miss Flora Shaw no vaciló en atribuirse la culpabilidad de haber telegrafiado a Rhodes sin pensar maduramente en las consecuencias de sus palabras.
Pero miss Flora Shaw ocupa desde hace años en periódico tan importante como el
Miss Flora Shaw merecía, desde hace largo tiempo, la confianza de Chamberlain, y desde luego, la del doctor Harris y la de Cecil Rhodes, puesto que se le habían encomendado negociaciones tan espinosas desde la marcha de Harris.
¿Es verosímil que miss Flora Shaw telegrafiara cosa de tanta gravedad sin estar perfectamente convencida de que Chamberlain quería que la insurrección se. hiciese cuanto antes?
Al preguntársele quién le había informado de esto, respondió abiertamente que Mr. Fairfield.
¡Y Mr. Fairfield era el hombre de confianza de Chamberlain!
Y para desmentir su anterior declaración, pronunció ante el Comité las siguientes palabras: «Digo, francamente, que, teniendo que ir diariamente al ministerio de las Colonias para discutir los asuntos sudafricanos...»
¿Y podrá negar nadie la autoridad de sus palabras?
¿Podrá creer nadie en que Mr. Chamberlain no conspiraba con Cecil Rhodes?
Pero dejemos la palabra a miss Flora Shaw, y oigamos las palabras que pronunció ante el Comité:
«Yo creí que el Gobierno británico intervendría en favor del doctor Jameson y de los conspiradores, porque el plan, según se me había dicho, era el siguiente: hacer que los ingleses de Johannesburgo, mayoría en la ciudad, apelaran de la autoridad local, o sea del Gobierno de Pretoria, a la autoridad imperial o Gobierno británico, considerando a Inglaterra como a su autoridad superior.»
Ese era el plan; y cuando se le preguntó por qué temía una intervención de las potencias europeas, respondió: «Porque el secreto del plan era conocido por demasiada gente para no haber trascendido.»
¿Cómo pudo ignorarlo Mr. Chamberlain si lo conocían hasta los diplomáticos de las potencias europeas?
Los siguientes telegramas cambiados (no se olvide que hablamos de documentos oficiales conocidos por toda Inglaterra) son aún más significativos, si es posible.
De Harris a Shaw Diciembre 20, 1895 «Gracias. Hacemos lo que podemos; pero las cosas quieren tiempo. No alarmen a Pretoria desde Londres.»
Este es el primer telegrama enviado desde el Cabo a miss Shaw de los que ha facilitado la compañía del cable. No hay que olvidar que sólo facilitó unos cuantos, y que Mr. Chamberlain, como ministro de las Colonias, ejercía autoridad sobre la compañía.
Veamos otro:
De Harris a Shaw Diciembre 27, 1895 «Todo aplazado. Estamos dispuestos, pero hay divisiones en Johannesburgo.»
Los lectores recordarán la negativa de los alemanes a secundar el movimiento de los millonarios.
Los dos o tres cablegramas siguientes cambiados entre miss Flora Shaw y Harris no tienen importancia para nuestro presente objeto, que es demostrar la culpabilidad de Chamberlain.
En ellos se anuncia la incursión del doctor Jameson en el Transvaal desde Mafeking al frente de fuerza armada.
Cecil Rhodes aparece confiado en el éxito, y creyendo que las disensiones de Johannesburgo han desaparecido.
También se envía a miss Flora copia telegráfica de la carta enviada al doctor Jameson por los millonarios de Johannesburgo suplicándole que los auxiliara para proteger las vidas de las mujeres y de los niños.
Esta carta, como recordarán los lectores, era una mistificación para amenguar en lo posible la responsabilidad del doctor Jame-son, puesto que se le había dado largo tiempo antes del levantamiento y con la fecha en blanco.
Veamos el siguiente telegrama:
Rhodes a Shaw Diciembre 30, 1895 «Informe a Chamberlain de que todo irá bien si me apoya; pero que no debe enviar cablegramas como el que ha enviado al Alto Comisario en el Cabo. Hoy, si la carta está echada, ganaremos la partida y el Africa del Sur pertenecerá a Inglaterra.»
F.
¿Qué había sucedido para que Cecil Rhodes tratara de ese modo a Chamberlain?
¿Qué autoridad tenía sobre el ministro de las Colonias para decir que si debía o no debía hacer tal cosa?
Lo que había sucedido ya lo conocen nuestros lectores.
A las dos horas de conocerse en Europa la incursión del doctor Jameson, el embajador de Alemania en Londres se presentó ante Mr. Salisbury, presidente del Consejo de ministros de Inglaterra, ministro de Negocios Extranjeros y jefe de Chamberlain, para decirle en estas o parecidas palabras lo siguiente:
«El Gobierno alemán sabe que un súbdito inglés, el doctor Jameson, ayudado por otro súbdito de Su Majestad británica, Mr. Cecil Rhodes, presidente del Gobierno del Cabo, y acaso por otros personajes, ha cometido un acto de filibusterismo contra el Gobierno establecido en el Transvaal.
»Mi soberano, el Emperador Guillermo, espera que el Gobierno de Su Majestad británica condenará, como es debido, ese acto de filibusterismo, pero por si fuere otra su actitud, tengo el honor de comunicar a Vuestra Excelencia que Su Majestad el Emperador Guillermo está firmemente decidido a proteger al gobierno de Pretoria contra cuantos ataques al derecho de gentes y a las leyes internacionales se hayan intentado o puedan intentarse.»
El marqués de Salisbury, ajeno por completo a las conspiraciones de Mr. Chamberlain, pero comprendiendo la gravedad de las palabras del embajador de Alemania, se avistó inmediatamente con el ministro de las Colonias.
Lo que pasó en esta conferencia no se sabe; pero sí que al terminar, Chamberlain, aterrado, convulso, pálido como un muerto, redactó su famoso telegrama al Alto Comisario del Cabo, ordenándole que considerara como filibustero al doctor Jameson y a cuantos le ayudaran en su criminal empresa.
Este telegrama fue el que motivó el de Cecil Rhodes. ¿Y cómo no había de permitirse este último juzgar los actos de Chamberlain si éste era su cómplice y había faltado a lo convenido declarando filibustero al pobre Jameson en lugar de ayudarle como se había acordado?
¿Y cómo podía haber obrado de otro modo Chamberlain si un embajador de Alemania le hubiera acusado de conculcar el derecho de gentes y las leyes internacionales, caso de haber protegido al doctor Jameson?
Chamberlain vio perdida su carrera política en caso de que se descubriera su complicidad en una conspiración filibustera.
Ni Salisbury, su jefe, ni nadie, podía ayudarle en esa empresa que había realizado de propia cuenta, sin consultar con el jefe del Gobierno, jefe de su partido.
Salisbury no podía declarar la guerra a Alemania para ocultar las culpas de un ministro que había conspirado sin consultarle.
Chamberlain no podía tampoco quedar al descubierto con Salisbury y presentar la dimisión, porque eso hubiera sido arruinar su carrera política confesando más o menos implícitamente su deslealtad para con el jefe del partido y su crimen de conspiración.
A Chamberlain no se le ofrecía más camino que el de la mentira.
... Y mintió, diciendo a Salisbury que él era ajeno a ese movimiento.
... Y redactó, para justificar la mentira, su famoso cablegrama al Alto Comisario.
... Y al mentir por primera vez, todos sus actos han sido una serie de mentiras para justificar la primera.
... Y a su vez para justificarse con Cecil Rhodes, tuvo que enviarle otro telegrama y cartas y documentos, justificándose por aquel famoso cablegrama contrario a lo convenido, destruido en cualquier momento la carrera política de Chamberlain, éste quedó convertido para lo sucesivo en un instrumento del Napoleón del Cabo.
Y como el Napoleón del Cabo comprendió bien claramente que Chamberlain, como instrumento, era ireemplazable, pues era y sigue siendo el árbitro de los destinos de Inglaterra, procuró en todo lo posible ayudarle... hasta poniéndose de propia mano la ceniza en la frente para que el mismo Comité de Información que le acusó de haberse conducido deshonrosamente al aprovecharse de su cargo de presidente del Gobierno del Cabo para conspirar contra el Gobierno de una nación amiga, absolviera a Mr. Chamberlain declarando que:
«... Ni el ministro de las Colonias, ni ninguno de los funcionarios a sus órdenes, tuvieron noticia alguna de la conspiración Jameson durante el período de su desarrollo.»
Esta enorme mentira ha costado a Inglatera hasta ahora más de dos mil millones de pesetas y de cincuenta mil de sus hijos.
Para que no fuera descubierta ha habido que introducir la corrupción en la antes honrada política inglesa.
Prensa políticos, aristocracia, todos han tenido que coaligarse para sostener una mentira que ha acabado por deshonrar, desangrar y arruinar a Inglaterra.
Pero veamos cómo.
Una noche, reunidos O’Kelly, Mac Donald, Van Devinter y Alejandro, en la taberna del Lobo Negro, discutían acerca de la manera de consumar sus propósitos.
Las pesquisas de Mac Donald no habían sido de grandes resultados.
—Esa miss Flora —decía a los conjurados— resulta una mujer rodeada de misterios. Vive, como no sé si lo saben ustedes, en un palacio de las afueras, en la calle de Cambridge, y jamás sale de casa.
El palacio se encuentra aislado entre dos solares a derecha e izquierda y un lavadero en el fondo. Sería muy difícil, si no imposible, penetrar en la casa, por sorpresa, puesto que la tapia del jardín es muy alta. Además —y este es un dato que hay que tener presente—, en el jardín de miss Flora hay cuatro perros daneses de la peor especie, cuyo silencio y neutralidad serían muy difíciles de conseguir.
—Pero no se trata de un escalo —replicó O’Kelly—, sino de conocer la vida de miss Flora. ¿No ha podido usted hacer hablar a los criados?
—Imposible; pero vamos por partes. Miss Flora no recibe más visitas que las de Chamberlain y las de un veterinario que está curando a uno de los perros, quien ni siquiera penetra en el palacio.
—¿Cómo se ha enterado usted de ello? ¿Cuál de los criados se lo ha dicho?
—Allá voy. El palacete está vigilado por un portero que a la vez desempeña las funciones de jardinero, y es el que recibe la correspondencia y abre la puerta de hierro de la calle a mister Chamberlain y al veterinario.
—¿Y a nadie más?
—A la criada que hace los recados.
—¿A nadie más?
—A nadie.
—¿Referencias del mismo portero?
—No; el portero no habla con nadie, ni siquiera con el cartero. Cuando quise abordarle, preguntándole la manera de llegar a una calle vecina, me replicó con un mugido cuyo significado no pude entender. Estoy convencido de que debe de ser mudo.
—¡Un portero mudo! ¡Qué milagro! ¿Y los otros criados?
—Allá voy, allá voy. En vista de que me era imposible averiguar cosa ninguna con ese hombre, me puse a inquirir si había entre las casas vecinas alguna que pudiera servirme de observatorio. Frente al palacio de miss Flora hay un hotel: el Grand Hotel de Manchester, que, a pesar de su pretencioso nombre, es una mala posada.
—¿Se alojó usted en él?
—Sí; llegué al hotel en un coche con un baúl y pedí un cuarto en las habitaciones más altas, suplicando que diera a la calle la ventana. Desde ella dominaba la casa de miss Flora y mediante unos excelentísimos anteojos pude enterarme de los detalles que antes he dado referentes a los perros daneses.
—¿Qué servidumbre tiene esta misteriosa señora?
—Cochero, lacayo, el portero, ese mudo y tres criadas. No sé si tendrá más, pero en el jardín no ha aparecido ningún otro.
—¿Sale mucho de casa la señora?
—¡Ca! , por las mañanas suele salir al jardín, acaricia a los perros daneses, corta alguna que otra flor, se la coloca en el pecho y se mete en sus habitaciones.
—¿Y no sale a la calle?
—Sí, pero cuando lo hace es siempre en coche. Como ustedes comprenderán, la he seguido, pero miss Flora no ha hecho más que ir de compras. Ha entrado en una librería, en una perfumería, en dos joyerías y en dos o tres almacenes de telas. En ninguno de ellos se la conoce por su nombre. Miss Flora compra libros, alhajas, perfumes y trajes, los paga al contado y no habla más que para responder con monosílabos a las conversaciones que tratan de entablar con ella los dependientes. Eso sí, su gran hermosura despierta una curiosidad y una admiración extraor-diñaría, pero nadie ha logrado satisfacer su curiosidad y no se sabe de ningún hombre tan afortunado que consiga el favor de ser su amigo.
—¡Es extraño todo esto! —exclamó O’Kelly.
—¡Y tan extraño! Sólo en una de las joyerías se dice que Mr. Chamberlain tiene el privilegio de tratar a la misteriosa dama y se añade que sus relaciones tienen unos dos años de fecha y que nacieron en Londres, pero ni se sabe cómo, ni siquiera se podría afirmar a ciencia cierta la clase de relaciones.
Eso es lo que yo sabía de antemano, y, a decir verdad, me encuentro en la misma situación que los dependientes de esa joyería, pues, no podría indicar el nombre de quien me dio noticias de las relaciones que median entre Chamberlain y miss Flora... ¡Ah!, en esa joyería se conoce este nombre, que es el mismo del que yo tenía noticias, porque un día Chamberlain compró un collar de perlas negras y lo hizo enviar a casa de esa señora un día en que él, por tener que tomar el tren de Londres, no tenía tiempo de llevarlo personalmente.
—¿Y no ha podido usted hacer hablar al cochero y al lacayo?
—Imposible también. Ni el uno ni el otro salen de casa más que muy rara vez.
—¿No beben?
—Nada más que agua.
—¿No tienen mujer ni novia?
—Creo que no. El cochero es ya de cierta edad y se parece tanto al lacayo, que no es joven, que no sé por qué se me figura que son padre e hijo.
—¿Y las otras criadas?
—De las tres, hay dos que no salen y la tercera se limita a comprar las provisiones y sin hablar apenas con nadie, y se retira inmediatamente.
—Pero al menos los proveedores de telas y las modistas entrarán a menudo en la casa.
—¡Nadie, absolutamente!... Cuando sale miss Flora, el lacayo va metiendo en el coche los objetos comprados.
—¡Entonces hay que renunciar a nuestro proyecto en vista de la imposibilidad de penetrar en esa fortaleza!
—Tanto como eso, no, pero si mi vista no me engaña, tal vez podrían encontrarse dos puntos vulnerables.
—¿Que son?
—El lacayo mira a la señora con una insistencia verdaderamente sospechosa. Más sospechosa, puesto que no se trata con ninguna clase de mujeres. Y me figuro que el pobre está perdidamente enamorado.
—¿Y ella?
—Ella parece no advertirlo, pues cuando desciende del carruaje, lo hace mirando siempre al frente, mientras el pobre lacayo, con el sombrero en la mano, quisiera comérsela con los ojos.
—Ese es un dato, pero en mi concepto, desfavorable, puesto que si está tan respetuosamente enamorado, nada podrá moverle a traicionar a su señora.
—Como no sean los celos.
—Bien pensado, lo tendré en cuenta, pero ¿y el otro punto vulnerable?
—Es la doncella que hace los recados.
—¿No decía usted que no habla con nadie y que se retira en seguida de hacer las compras?
—Verdad, pero la muchacha es muy bonita y se arregla mucho. Yo creo que debe rezar todos los días pidiendo a Dios un novio.
—Pues eso no es difícil, y si tales fueran sus anhelos no le sería difícil conseguirlo entre los dependientes de los establecimientos que visita a diario.
—Pero ya he dicho que la chica es coquetuela y esos horteras no deben ser la realización de su ideal.
»Hay mujeres así, muy coquetas y que no coquetean sino con aquellos hombres que les parecen merecedores de atención. Yo, en una ocasión, la dije una frase bonita, para ver si entrábamos en conversación; ella me miró, pero al verme las canas pidió al dependiente que la despachara pronto y siguió haciendo sus cuentas.
—Acaso sea posible abordarla haciéndola entrever la posibilidad de comprarla un buen vestido... A esto no suelen resistirse las mujeres coquetas y mucho menos si son criadas jóvenes.
—También lo he intentado inútilmente. Ayer mismo me vestí con el traje más elegante que tenía y me teñí las canas; me aposté junto a una joyería que hay al lado de la carnicería que visita a diario y al pasar la dije al oído: «¡Qué hermosa estaría usted con ese alfiler de diamantes en el cuello de la blusa!» Miré la cara de la muchacha con cuidado escrupuloso, pero la chica me contestó: «¿Por quién me ha tomado usted, caballero?» Y siguió su camino. Creo que se trata de una muchacha romántica y honrada, inasequible a toda otra cosa que no sea un novio joven y guapo que le hable de amores de novela.
—¡Muy curioso, muy curioso! —exclamó O’Kelly—. ¿Y no ha averiguado usted nada más?
—Sólo una cosa, y por cierto bastante desagradable..., y es que la policía vigila la casa de miss Flora.
—¿Con qué objeto?
—Pienso que con el de proteger a Chamberlain en caso necesario; les juro a ustedes que ni el mismo Czar de Rusia puede estar mejor custodiado que nuestro elegantísimo ministro de las Colonias.
Y después de estas palabras se calló Mac Donald e hicieron otro tanto Van Devinter, O’Kelly y Alejandro, aunque por distintas razones.
Van Devinter, como saben nuestros lectores, era más bien un hombre expeditivo capaz de ejecutar un golpe que no de prepararlo, sobre todo dadas las escasas facilidades que le ofrecían los menguados informes de Mac Donald.
A Alejandro en el fondo se le importa muy poco de los proyectos de su tío.
O’Kelly, en cambio, parecía meditar.
Después de un rato, exclamó el último, dándose una palmada en la frente.
—Sólo encuentro una persona capaz de ganarse la confianza de esa coquetuela, pero antes de hablar de este extremo, necesito hacer a ustedes una revelación importante.
—¿Se trata de Chamberlain?
—De Chamberlain, efectivamente, pero ante todo de la causa de nuestra querida Irlanda.
—Usted dirá.
—Pues bien; cuando Mac Donald me habló de la llegada de ustedes a Inglaterra y de los propósitos que abrigaban, me decidí de propia cuenta a escucharles antes de tomar resolución alguna. Este era para mí un acto aventurado, pues así como Mac Donald, tan pronto como oyó de labios de usted, señor Van Devinter, lo que proyectaba, se apresuró a comunicármelo, así debía yo haber enterado a mis superiores de lo que ocurría.
—¿Qué quiere decir eso de
—Escúcheme usted, señor. Mac Donald y yo pertenecemos desde hace años a un gran Sociedad secreta que forman todos los buenos irlandeses. En otro tiempo nuestra Sociedad tenía más de un millón de asociados; hoy no es tan poderosa, porque el cansancio, el escepticismo de la época, y sobre todo, el sistema de exterminio empleado por Inglaterra con la raza irlandesa nos han restado buena parte de los socios... De todos modos, la Asociación Irlanda y Libertad sigue siendo lo bastante poderosa para que no se pueda contravenir sus estatutos impunemente. Además, creo que lo hecho es para mí un gran descargo de conciencia y para usted, señor Van Devinter, una obra buena.
—¿Pero qué ha hecho usted? ¡Dejémonos de misterios!
—¿Lo que he hecho?... Pues, sencillamente, comunicar a mis superiores que usted, Abraham Van Devinter, ha venido a Inglaterra con objeto de asesinar a Mr. Chamberlain.
—¡Desgraciado!... ¿Sabe usted lo que ha hecho?
Y al decir esto, Van Devinter cerraba los puños y miraba al irlandés O’Kelly con ojos amenazadores, que pedían pronta explicación.
Pero O’Kelly no respondió más que encogiéndose de hombros.
Van Devinter exclamó, furioso:
—¡Usted es un mal caballero!... ¡Abusar de mis propias confidencias para traicionarme y para traicionar mi causa, que es hoy la suya!... Pero este es un crimen que se paga, señor O’Kelly..., ¡y antes de que termine esta noche...!
—Veo, señor Van Devinter, que es usted un impulsivo. Los secretos que llegan a oídos de la Sociedad Irlanda y Libertad están muy bien guardados.
—¡Entre tanta gente!
—Sí, señor; sólo porque conocen los secretos importantes aquellas personas que saben guardarlos, personas que, en este caso, son mis superiores, o sea los jefes supremos de la Asociación, quienes, si alguna vez cayeran en poder de la policía inglesa, no volverían a ver nunca la luz del sol. Vea usted, señor Van Devinter, si están interesados en guardar los secretos ajenos, si han de ser guardados los suyos.
—¿Y por qué ha hecho usted eso? ¿Quién le ha autorizado para comunicar a esas personas un proyecto que sólo conocía por una caballerosa confidencia mía?
—Lo he hecho, después de pensarlo maduramente, porque creía que era mi deber.
—¿Es que para pertenecer a su Asociación se necesita faltar a todas las leyes de la hidalguía?
—Para pertenecer a la Sociedad Irlanda y Libertad se necesita, por descontado, revelar a los jefes inmediatos cuantas noticias se relacionen con el destino de nuestra patria..., ¡y ya ve usted si es importante la de un complot contra Chamberlain!... Pero hay más, y es que yo no podía consentir en el sacrificio en que usted había pensado.
—Se olvida usted, señor O’Kelly, de que usted me dio su palabra de honor de respetar mis deseos.
—Efectivamente, yo consentí, bajo palabra de honor, que fuera usted quien diera el golpe a Mr. Chamberlain, pero, a lo que yo presumo, usted piensa nada más que en buscar una ocasión de disparar un tiro al ministro y dejarse coger por la policía y decapitar por el verdugo luego. ¡Y este es el suicidio que yo no podía permitir!
—¡Y para eso ha relatado usted mi secreto!
—Sí, ¡para eso!..., porque desde el momento en que la Sociedad Irlanda y Libertad conoce su secreto, ya no está usted solo, sino que millares de personas están dispuestas a apoyarle.
»Yo lo pensé maduramente, pero los estatutos me ordenaban comunicar su confidencia a mis superiores. No crea usted que ha sido empresa fácil la de conseguir el apoyo de la Sociedad, porque no es usted conocido en ella y me ha sido necesario empeñar solemnemente mi palabra de honor por usted, pues la Sociedad ha sido traicionada algunas veces, y aunque el castigo ha sido severo, estamos expuestos todos los días a que la policía nos descubra. Sin embargo, una vez empeñada mi palabra de honor, puesto que Chamberlain es hoy por hoy nuestro enemigo, nos ha traicionado. La Irlanda y Libertad aprueba sus propósitos y se compromete a prestarle su apoyo otorgándole el conocimiento del santo y seña siempre que usted, a su vez, me jure por los santos Evangelios no dar paso alguno sin consultar antes conmigo.
Van Devinter, antes de dar su contestación, quedóse un rato pensativo, mirando alternativamente a O’Kelly y a Mac Donald.
De pronto se dirigió a este último, diciéndole:
—¿Me jura usted que la Irlanda y Libertad siente el odio a Chamberlain y al imperialismo inglés con la misma intensidad que usted?
—Se lo juro, Van Devinter —replicó Mac Donald en tono solemne.
—¿Y usted, señor O’Kelly, me jura que este compromiso mío me facilitará la ocasión de libertar a mi patria y a Irlanda de su gran enemigo?
—Se lo juro —contestó O’Kelly.
—Pues siendo así, señores, a su honor de caballeros y de irlandeses me entrego y juro por los santos Evangelios respetar los consejos, las indicaciones y las órdenes de Irlanda y Libertad.
—Perfectamente, pero antes de darle el santo y seña de la Asociación necesito oír de los labios de usted, Alejandro Liebeck, idéntico juramento.
Alejandro, que había permanecido silencioso, contestó tristemente:
—Hace tiempo que mi vida no tiene más objeto que acompañar a mi tío, el padre de mi bien amada.
—Piense usted, antes de jurar, que su juramento le priva para lo sucesivo de toda libertad de acción.
—¿Y para qué quiero la libertad?... Juro, como Van Devinter, obedecer a la Irlanda y Libertad.
—Entonces, señores, sois de los nuestros y el santo y seña de la Asociación consiste en preguntar:
—Pero nosotros —dijo Van Devinter, señalando a su sobrino y a sí mismo— no hemos de preguntar al primero que pase cuál es la mitad de treinta y seis.
—¡Desde luego!... Es uno de los nuestros quien ha de hacerles esa pregunta y ustedes han de responder en la forma indicada para identificar la personalidad. En caso de un apuro en la calle, por ejemplo, en caso de una persecución por la policía o bien en el de realizarse algún otro complot por varios afiliados, el grito del buho significa la presencia de uno de los nuestros y la llamada a los compañeros. ¿Están ustedes?
—Comprendido.
—Pues bien; lo hecho por mí al iniciarles en este secreto es una muestra de confianza que espero no ha de ser desmentida y confío que merced a ella vengaremos la causa de Irlanda y la del Transvaal, sin necesidad de sacrificar a ninguno de los nuestros.
Al decir O’Kelly estas palabras, recordó Alejandro que antes había dicho que conocía a la persona que pudiera merecer las confidencias de la doncella de miss Flora y preguntó su nombre a O’Kelly.
—Usted mismo —respondió éste.
—¡Yo! —exclamó, estupefacto, Alejandro, que se sentía incapaz de hacer el amor a ninguna mujer que no fuera Olimpia.
—¿Y quién sino usted podía ser esa persona? Los de Irlanda y Libertad somos todos irlandeses viejos, porque los jóvenes son, por desgracia, más positivistas que nosotros y prefieren dedicarse a sus negocios particulares, antes que sacrificarse en favor de una idea política. Usted es joven, buen mozo..., además el matiz asoleado de su rostro, contrastando con el cabello rubio y los ojos azules, le da a usted un cierto aspecto exótico que no puede menos de despertar la curiosidad de una muchacha romántica como esa doncella... En fin, no creo que pueda haber nadie más a propósito que usted para enamorarla.
—¡Pero si usted supiera...! —se atrevió a responder Alejandro—. ¡Si usted supiera el sacrificio que me exige...!
—Lo sé..., y lo que no sé me lo figuro..., pero usted se alvida de que acaba de jurar obedecer lo que la Irlanda y Libertad le ordene.
Y el rostro de O’Kelly tomó una expresión tan severa, que Alejandro sólo osó replicar, bajando los ojos:
—¡Es verdad, es verdad!... ¡Pero sí creo que yo no sabré hacer el amor a esa mujer ni a nadie!... ¡Si usted supiera...!
Y Alejandro empezó a referir a O’Kelly la historia de sus desgraciados amores con Olimpia Van Devinter.
Pero O’Kelly no le dejó acabar, sino que dijo:
—Comprendo, en efecto, que le será a usted difícil poder decir ternezas a una mujer cuando el recuerdo de otra le atormenta hasta ese extremo, pero vea usted a su vez mi situación. Yo ni siquiera debía consentir que usted pusiera reparos a una de mis órdenes... Por ser usted un neófito y por creerle capaz de los mayores heroísmos, entro en explicaciones; pero vea usted la cosa... No vemos más lugar de castigar a Chamberlain que la casa de miss Flora y esta casa se nos presenta como una fortaleza inexpugnable a la que sólo puede llegarse ganando el corazón de esa romántica doncella... Y no veo a nadie, a nadie, sino a usted para ello... Créame, Alejandro, hay circunstancias en que es preciso sobreponerse a los sentimientos... Ya no se lo ordeno..., se lo suplico.
—¡Si es que no sabré...! ¡Me encuentro tan triste...! ¿Cómo quiere que una mujer pueda cobrar interés por un muchacho que no puede sonreír?
¡Bah!... Cuando se tiene una presencia como la de usted... y, además, a las chicas sensibles les gustan los mozos tristes.
—Si es que...
Van Devinter puso fin a este diálogo, diciendo a Alejandro:
—Hijo mío, por muy penosa que te sea esta misión, que hará revivir el recuerdo de Olimpia, el deber es antes que todo. Es preciso que aprendas a ser de piedra... ¡Hay que dejar para las mujeres esas sensiblerías!
—Pero, tío...
—Obedece, Alejandro... ¡Yo creía que eras hombre!
Esta frase le hirió al mozo como un golpe de tralla.
Aún estuvo un rato meditabundo antes de contestar, pero, al fin, el amor propio venció a todo otro sentimiento y exclamó:
—¡Bueno, pues sea!... Ahora sólo me falta saber de qué modo puedo entrar en relaciones con una mujer a la que ni de vista conozco.
—Eso corre de mi cuenta —repuso O’Kelly—; mañana, a las diez de la misma, sitúese en la calle de Cambridge, esquina a la plaza, y si alguien le pregunta cuál es la mitad de treinta y seis, responda con las palabras convenidas.
Y levantándose, añadió:
—Ahora creo que podemos retirarnos, y como por de prisa que vayan las investigaciones de Alejandro, no es probable que adelante gran cosa antes de quince días, aplacemos hasta entonces la fecha de la próxima reunión en esta taberna.
—¿Entonces, de hoy en quince días? —preguntó Van Devinter.
-¡Sí!
Y con esto disolvióse la reunión.
Las reflexiones que se hacía Alejandro al pensar en que la fuerza de las circunstancias le imponía la obligación de hacer el amor a una mujer a quien ni de vista conocía, ocuparían largo espacio si fuéramos a transcribirlas todas.
Bástenos figurarnos el trabajo que le costaría decir frases tiernas a quien había resistido a pie firme las seducciones, halagos e insinuaciones de mujer tan soberanamente hermosa como Lady Denver.
Pero en la morada donde se alojaba con su tío fueron tan firmes las palabras que Van Devinter le dijo, que Alejandro se decidió a hacer de tripas corazón y a desempeñar su cometido lo más acertadamente que le fuera posible.
Al mismo tiempo, la revelación de la existencia de una Asociación secreta como la de Irlanda y Libertad, a la vez que entusiasmaba su espíritu novelesco, infundíale respetos jamás sentidos hasta entonces por las causas políticas.
Aquellos hombres que habían envejecido conspirando por la libertad de su Irlanda, que habían visto irse estrechando sus filas por la miseria y los castigos de la policía inglesa, que estaban expuestos en todo momento a que una denuncia cualquiera les costara la pérdida de la posición y de la libertad, y que seguían impertérritos conspirando siempre a pesar de que todos los días se amenguaban las probabilidades de éxito, le parecían sencillamente admirables.
Y después de invocar una y mil veces la imagen adorada de Olimpia y de poner al cielo por testigo de que si iba a decir a otra mujer con los labios las ternezas que su corazón reservaba a la única adorada, no era por propia voluntad, sino para cumplir un deber, llegadas las nueve de la mañana después de una noche de insomnio, se vistió lo mejor que pudo y se encaminó con tranquilo paso a la calle de Cambridge, apostándose en la esquina de la plaza de York.
Era una plaza rectangular, desolada y triste como la mayor parte de las que se tienden en las grandes ciudades inglesas.
Jardincillos sin árboles, arbustos raquíticos, quioscos de periódicos y algunos bancos donde en días de sol cortejan los soldados a las criadas.
Pero Alejandro no tuvo gran espacio para examinarla.
A los pocos minutos de haber llegado un hombre de barba negra, le abordó, preguntándole:
—¿Cuál es la mitad de treinta y seis?
—Dieciséis y dos son dieciocho —respondió Alejandro, mirando de arriba abajo al desconocido.
—Venga usted conmigo.
Y el hombre de barba negra montó en un coche de punto, hizo subir a Alejandro y gritó al cochero:
—¡A la estación de Londres!
En seguida dijo a Alejandro:
—¿No me conoce usted?
—No, la verdad..., no caigo.
—¿Y ahora? —preguntó el desconocido, mudando el tono de la voz.
—Ahora, sí, señor O’Kelly. ¡Conoce usted a maravilla el arte del disfraz!
—¡Todo hace falta, amigo mío! A no ser por estas precauciones haría mucho tiempo que estaríamos...
Y O’Kelly hizo con los dedos el signo de la decapitación.
—Sin embargo, no me hubiera disfrazado sin dos objetos:
primero, el de ver si se había olvidado usted del santo y seña; y segundo, el de impedir que se me viera por estos barrios... ¡Bastante imprudencia ha sido que le vieran a usted!
—¿Por qué?
—Porque es necesario que la doncella de miss Flora le vea a usted por primera vez donde debe verle.
—Supongo que no dará la casualidad de que haya pasado por aquí... Acababa yo de llegar y a nadie he visto cuyas señas coincidiesen con las de...
—Ya lo sé, ya lo sé, señor Atkins.
—¿Señor Atkins?
—Sí, señor Atkins; desde este momento se llama usted Atkins, Alfredo Atkins, y es usted el sobrino carnal de don
Juan Atkins, respetable tendero de comestibles de la plaza de York, esquina a la calle de Cambridge.
—Comprendido, señor O’Kelly.
—Usted sale de Birmingham hoy mismo, en el tren que va a Manchester, solo que se detiene usted en la primera estación, toma billete en el ferrocarril de circunvalación y se vuelve usted a Birmingham en el tren de las once de la noche. Juan Atkins habrá recibido ya un telegrama previniéndole la hora de su llegada, y le esperará en la estación.
—¡Si no le conozco!
—El señor Atkins es de los nuestros y sabe cuál es la mitad de los treinta y seis.
—¡Ah!
—Usted, don Alfredo Atkins, es poseedor de una pequeña fortuna, que durante su menor edad ha administrado su tío don Juan. Usted ha completado estudios en el extranjero, sobre todo en Alemania, donde ha recibido excelente educación comercial.
—¡Pero si yo sé muy poco de esas cosas!
—¡Tanto mejor!
—Pues no comprendo una palabra.
—¡Ya irá usted comprendiendo: usted ha debido recibir una excelente educación comercial y efectivamente se ha matriculado en las escuelas de Hamburgo y de Amsterdam, pero en lugar de estudiar la partida doble ha leído usted novelas y hasta ha tratado de escribir versos.
—¡Demonio!
—De todo lo cual resulta que su tío don Juan y usted, aunque se quieren mucho, son incompatibles.
—¡Ah! —y al soltar por segunda vez esta exclamación, Alejandro se devanaba los sesos preguntándose a dónde iba a parar el bueno del señor O’Kelly.
—Su tío don Juan se empeña en que usted emplee su dinero en una empresa comercial, a fin de enriquecerse. Usted siente inclinaciones a la literatura y a la poesía y desea que ese dinero no cambie de colocación, al menos hasta tanto que los éxitos futuros le permitan reírse de esos miedos burgueses a perder la fortuna.
—Sigo sin entender, señor O’Kelly.
—El señor Atkins, que hoy está contentísimo, diciendo que gracias a su llegada podrá retirarse del comercio tan pronto como se ponga usted al corriente de los negocios de la casa, trata de disuadirle a usted a todas horas de ese propósito.
—¿Y lo consigue o no?
—Le diré. Usted siente grandísimos deseos de enviar a la porra a su señor tío, pero como le quiere mucho, fía usted más en la eficacia de la persuasión que en la de una medida brusca... Y usted habla a su tío de la belleza, de la gloria, del arte puro, etcétera, etc. Don Juan no se deja convencer tan fácilmente... y como asistirá a alguna de estas discusiones, la romántica doncella de miss Flora...
—¡Cómo!
—... Porque en la tienda de su tío don Juan se surte a diario de comestibles.
—¡La adivino!
—... Será usted un majadero si no consigue ganar el corazón de la muchacha.
—¡Es usted un hombre de talento, señor O’Kelly!... Me parece tan bien combinado el plan, que ya me parece ser el Alfredo Atkins que usted quiere...
—¡Poco a poco, amigo!... Le prevengo a usted que la misión es delicada... y que Atkins, aunque afiliado nuestro, no necesita saber para nada nuestro secreto.
—¿No es hombre seguro?
—Seguro, sí, ¡y ojalá desempeñara usted el papel de sobrino como Atkins el de tío!... Pero la Sociedad Irlanda y Libertad exige a sus afiliados la obediencia más absoluta... ¡No lo olvide usted!
—Descuide, señor O’Kelly.
—Y lo mismo castiga la torpeza que la desobediencia... Y tiene mil ojos y mil oídos para enterarse de una y de otra... Con que ya lo sabe usted, señor Atkins... Desde esta noche en adelante la vida de usted no tiene más objeto que convencer a su tío don Juan Atkins de la necesidad de que le permita de buen grado dedicarse a sus aficiones literarias... y hacer que la doncella de miss Flora se interese en estos propósitos de usted..., confío en que este papel será bien desempeñado, porque...
Y para decir estas palabras, O’Kelly adoptó una expresión de gravedad extremada:
—... Porque —prosiguió O’Kelly— de su habilidad depende la vida de su verdadero tío Abraham Van Devinter.
—¡La vida de Van Devinter!
—Sí, porque Abraham está decidido a castigar de todos modos al traidor Chamberlain. Si usted desempeña su misión con habilidad, es probable que consigamos castigar al traidor sin que corra peligro Van Devinter, pero en caso contrario —y ya conoce usted la inflexibilidad de su tío—, Abraham, sin reparar en peligros, querrá disparar su revólver sobre el traidor en plena calle, y no conseguirá más que ser atrapado por la policía.
—¡Y es verdad! —exclamó Alejandro, comprendiendo toda la gravedad de la situación.
—Nuestra conferencia ha terminado, señor Atkins; ahora se apea usted del coche, va a su casa, le dice a Van Devinter que se aviste hoy mismo con Mac Donald para cambiar de domicilio, hace usted su maleta y toma el tren de Manchester para volver por el de Londres a las once de la noche y abrazar a su tío don Juan Atkins. Con que ¡adiós!..., ¡buena memoria!..., ¡y allá va esto para los primeros gastos!
Y poniendo en las manos de Alejandro dos billetes blancos de a cincuenta libras esterlinas, hizo pararse al cochero.
—Una pregunta antes de marcharme —dijo Alejandro al oído de O’Kelly. y
—Uster dirá.
—¿Para qué me ha hecho venir usted en coche camino de la estación de Manchester?
—Porque en ningún sitio se habla con más seguridad que en un carruaje de punto... y la estación de Manchester está demasiado lejos de la plaza de York para que no termináramos nuestra conferencia antes de llegar a ella..., pero ¡váyase usted pronto!
—¿Y si me conoce el cochero?
—No hay peligro, está medio borracho.
Desempeñó Alejandro sus múltiples comisiones con fácil exactitud.
Avisó a Van Devinter de que tenía que avistarse con Mac Donald para cambiar de domicilio.
Se compró las prendas de ropa necesarias para completar un equipo de estudiante, así como un buen número de novelas usadas escritas en holandés y en alemán, tomó el tren de Manchester a las siete de la noche, después de anochecido y a las once de la noche, un buen señor, de barriga prominente, le saludó en !a estación de Londres, diciéndole con voz alta:
—¡Querido sobrino!
Y en más baja:
—¿Cuál es la mitad de treinta y seis?
Y a la una de la noche se encontraba Alejandro Liebeck instalado en un cuartito, sobre la tienda de comestibles, a la que se bajaba por una escalera interior.
Y al tenderse en el lecho, exclamaba:
—Alfredo Atkins, sobrino de Juan Atkins, la mitad de treinta y seis, aprendiz de poeta, conspirador, pendiente de la doncella de miss Flora, la Irlanda y Libertad.
¡Eran demasiadas cosas para que nuestro héroe no olvidara un poco —y por primera vez— a su Olimpia, y no se durmiera, también por primera vez desde hacía años, con el sueño de los ángeles y de los justos!
Todas las mañanas, a cosa de las once, llegaba la doncella de miss Flora a la tienda de Juan Atkins, hacía sus compras del día y se marchaba sin cambiar más palabras que las estrictamente impuestas por la más elemental de las cortesías.
Fanny Smith —así se llamaba la muchacha— servía a miss Flora desde hacía tres años.
En esa época tenía dieciséis abriles y se dedicaba a vender flores en las calles de Londres, a la puerta de los teatros. Su belleza y su timidez le valía ser tratada con cariño por sus parroquianos, acostumbrados a encontrar en las floristas un atrevimiento y un descoco que faltaban en Fanny.
La muchacha era honrada, pero esta honradez que le valía la consideración de las buenas gentes la alejaba de esa otra parte de la parroquia, amiga de encontrar en las muchachas de su clase conquistas fáciles y de poca duración.
Quiere decir todo esto que Fanny vivía en una gran penuria, se vestía modestísimamente y, en una palabra, que era desgraciada porque la pobre hubiera deseado adornar su cuerpo con las telas que a su belleza convenían, educar su espíritu naturalmente delicado y encontrar el hombre honrado que la sacase dignamente de su posición penosa, uniéndose con ella en la iglesia.
¡Romanticismo de chicuela!... ni parecía este hombre ideal, ni la desesperación de Fanny fue nunca tan grande para hacerla olvidar los deberes que se había prometido cumplir.
En estas circunstancias se le apareció la providencia en forma de miss Flora o de Lady Denver, o de María Berta, esposa de Mr. Goodman, que de todas esas maneras se va haciendo llamar una de las heroínas de la novela.
Miss Flora, al llegar a Londres, trató de olvidar a Alejandro, haciendo la vida de placeres que le permitía su fortuna.
Iba en carruajes a los paseos, asistía a los teatros, vestía con elegancia regia y lucía los diamantes que admirablemente encuadraban con su aire de princesa de
Más de una vez tuvo ocasión Fanny de vender crisantemas y orquídeas a la hermosa miss Flora.
La muchacha se prendó ciegamente de la hermosura y de la elegancia incomparables de la aventurera dama y la miraba como a una diosa, con verdadera adoración.
Lady Denver, a su vez, comenzó a interesarse por aquella muchacha tímida que la miraba con ojos tan grandes, y una noche le dirigió estas palabras al comprar una crisantema:
—¿Produce mucho este oficio?
—¡Tan poca cosa, señora...!
—¿Y no tiene usted novio?
—¿Quién quiere usted que se enamore de una pobre florista?
—¡Ah!, ¿es que usted quiere que los hombres se enamoren de veras?
—¡Oh!, sí, sí.
Y la energía con que Fanny pronunció esta afirmación sorprendió a Lady Denver.
Desde entonces la dama y la florista hicieron amistades.
Miss Flora o Lady Denver se enteró de que la muchacha había perdido a sus padres dos años antes, de que era verdaderamente honrada, de que vivía del producto de su trabajo y de que la admiraba tanto, que podía contar con ella ciegamente.
Lady Denver estaba sola en Londres. No sabía nada de su marido verdadero ni del borracho Lord Denver. Barnato, el ex payaso, al convencerse definitivamente de que no era amado por María Berta, se arrojó al mar desde un barco que hacía la travesía del Cabo a Inglaterra.
Esta muerte, de la que tanto han hablado los periódicos, no dejó de causar alguna impresión en el ánimo de la hermosa dama.
Los hombres que trataba en Londres le parecían insignificantes. Ninguno de ellos consiguió, ni por un momento, borrar de su espíritu la imagen de Alejandro. El único a quien consideraba un tanto, Mr. Chamberlain, merecíate gran estimación personal por su carácter, su arrojo político y la posición que había conseguido con su solo esfuerzo, pero tenía demasiados años para sentir hacia él otra cosa que una amistad leal.
Aquella vida frívola, alojada en un gran hotel, comenzó a cansarle. Por otra parte, estaba completamente decidida a no volver a encontrarse nunca ni con el borracho de Lord Denver ni con el ridículo santurrón de su marido.
En resumen, Lady Denver decidió poner casa propia y recogerse en ella.
Hízolo así, comprando un palacete en Birmingham, donde vivía a menudo su único amigo Mr. Chamberlain, y alquilando un buen piso en la calle del Regente, una de las principales de Londres, como es sabido.
Había, además, otra razón secreta para que la antigua Lady Denver asegurara la amistad de Chamberlain.
Cecil Rhodes era el único hombre en el mundo lo bastante poderoso para perderla, si tal era su propósito, revelando algunos dolorísimos antecedentes de su vida en los que muy bien podían intervenir los tribunales.
Y por causas que conocen nuestros lectores, Cecil Rhodes, aunque la había perdonado, no estaba muy contento de ella.
Rhodes contaba con que se trataba de una mujer ambiciosa, de corazón de piedra, instrumento admirable para la realización de sus proyectos magnos, y la Venus impávida con que había soñado, mujer al fin, había defraudado sus esperanzas, abandonándolo todo por el amor de un mozalbete.
Lady Denver temía la cólera de Rhodes, y a pesar de que su amor hacia Alejandro había amenguado mucho en ella el que sentía hacia sus antiguos amores, seguía gustando de las joyas, de las sedas, de los muebles artísticos, de los perfumes, de los libros, de la buena mesa y de otra porción de comodidades y recreos que no abundan en las prisiones de Inglaterra.
Pues bien, Chamberlain era, y seguía siendo, el amigo íntimo, el cómplice y el asociado del Napoleón del Cabo... Sólo él podía detener la cólera de Rhodes, caso de estallar.
Pero volvamos a la causa que movió a miss Flora —llamémosla así por ahora— a proteger a Fanny Smith.
Decidida a poner casa propia, necesitó tener criados de confianza, pero esta necesidad subió de punto cuando un día creyó conocer en la calle la figura de Lord Denver, que se tambaleaba como una barra vieja.
Miss Flora conocía muy bien al que había pasado en Africa por su marido.
Era un borracho capaz de todas las bajezas para obtener dinero, pero había estado muy apasionado de ella para haberla abandonado tan pronto.
Ella podía manejarle como a un niño, siempre que de cuando en cuando le fingiera cariño; pero estas comedias le eran intolerables desde que se había enamorado de Alejandro.
Y Lord Denver, aunque alcohólico y sin vergüenza, estaba muy pagado de su aristocracia para no vengarse de los desprecios de su amante antigua.
Por todo lo cual, miss Flora, y sobre todo por cansancio del mundo y de las gentes, se decidió a cambiar de vida, recogiéndose en su casa.
Y para evitar las indiscreciones de los criados, no tomó más que aquellos a quienes creía seguros, proponiéndose que Fanny, la que más la quería, fuera quien hiciera los recados.
Fanny estaba cada vez más entusiasmada con su señora. Ella le enseñó el arte de vestirse y el de adornarse; le prometió una dote para el día de su matrimonio, a condición de que no tuviera ningún secreto para con su ama, y de que no hablara nunca de ella por las calles, aunque la pobre Fanny podía hablar muy poco de su señora, pues lo único interesante que sabía era que Chamberlain la visitaba con cierta frecuencia, y que estas visitas no podían ser de amor a juzgar por el respeto religioso con que trataba a miss Flora.
Fanny sólo tenía una pena —y en esto estaba en lo cierto el irlandés Mac Donald—: la de no tener novio.
¿De qué le servían los refinamientos que había aprendido en casa de miss Flora, si el hombre soñado no había de admirarlos?
Pero Fanny sabía que era hermosa, se vestía modestamente, como cumplía a una sirvienta, pero con tal elegancia, que honraba a la maestra; era tratada por miss Flora como una amiga; fuera de los recados, nada tenía que hacer más que acompañar a su señora y vestirla; ¡labor admirable que la había iniciado en los misterios del tocador de una gran dama y en lo bien que hace el cielo las cosas cuando se propone que sea hermosa una mujer!
Casi todo el día se lo pasaba leyendo o admirando preciosidades artísticas... y el orgullo de Fanny crecía, y si no aspiraba a la mano de un príncipe, quería, cuando menos, que el novio ideal, el héroe que aguardan con ansia todas las mujeres de menos de veinte años, se elevara sobre el nivel de las gentes qu conocía; ¡esos tenderos y dependientes que la llamaban bella en términos tan vulgares!
Como vemos, el estado del espíritu de Fanny coincidía por completo con el que le había supuesto la perspicacia del conspirador O’Kelly.
Ahora veamos la manera que tuvo Alejandro de cumplir su misión.
La cosa fue muy bien los primeros días.
Fanny se fijó en un muchacho de elegante traje y aire melancólico, que estaba meditabundo en un rincón, quien el primer día de su estancia ni siquiera levantó los ojos para mirarla, cuando le dijo el gordinflón Juan Atkins:
—¡Ahí viene la criada de miss Flora!
El segundo día, Alejandro no hizo más que mirar a Fanny y volver a sumirse en sus meditaciones.
El tendero Juan Atkins miró a Alejandro y movió la cabeza como diciendo:
«¡Lástima de muchacho!»
Y Fanny se marchó, pensando:
«¿¡Qué chico tan triste!»
Y luego:
«¡Y qué guapo es!»
Al tercer día, cuando Fanny entró en la tienda, el tendero decía a Alejandro:
—¡Que nunca tendrás cabeza!... Un chico de tanto porvenir. ¿Para qué piensas en libros, ni periódicos, ni versos, ni literatura?... Desengáñate; en este mundo no hay nada más que lo práctico.
Y Fanny, en lugar de dar prisa al dependiente que le despachaba los géneros, se quedaba oyendo las palabras del tendero y la contestación de Alejandro.
—Déjeme usted, tío... Cada uno ha nacido con su vocación.
El cuarto día, Fanny se sorprendió al no encontrar en la tienda ni al joven melancólico ni al gordinflón Juan Atkins.
Uno de los dependientes le explicó la falta:
—Hoy tengo mucho trabajo, señorita. Ya ve usted, ese joven, que es sobrino del amo, huérfano y bastante rico, está tan triste que ha tenido que guardar cama, y el principal le está acompañando. ¡Si usted supiera! Es una historia curiosa. El principal no nos hablaba nunca de él hasta pocos días antes de venir; pero, ¡cómo le quiere! Y el chico también le quiere mucho. ¡Gomo que no tiene ni padre ni madre, ni más persona que le quiera! Y, sin embargo, no pueden entenderse. El chico quiere ser poeta, pero el tío dice que todos los poetas se mueren de hambre, y que no quiere dejarle morir de ese modo. El sobrino, a su vez, asegura que si no quisiera tanto a su tío le abandonaría desde luego para irse a Londres, instalarse en una buhardilla y comenzar a escribir renglones desiguales... Pero la verdad es que se quieren mucho...
Aquel día, Fanny se marchó de la tienda pensando en el joven melancólico.
No era ella sola la que echaba de menos un ideal en la vida; también ese muchacho, joven como ella y no mal parecido —como ella también, y al pensar en esto se ruborizaba Fanny—, echaba algo de menos en el mundo y sufría y se desesperaba.
¡Un poeta!... Las mujeres como Fanny creen que un poeta es un ser ideal que habla constantemente en verso, que no dice sino palabras escogidas, que no se enfada, que no blasfema y que nunca necesita dinero.
Un poeta es el mirlo blanco en los ensueños de las mujeres de aquellos países donde no nacen pensando ya en el sueldo que tendrá el novio y en los trajes que podrá comprarle al cabo del año.
Y aquella tarde sorprendió miss Flora en los ojos de Fanny una expresión particular, a la que no dio importancia.
¡Qué lejos estaba la pobre Fanny de sospechar que era el instrumento de una cábala política!
Pero sigamos el relato de nuestra historia.
El quinto día reapareció Alejandro.
Hallábase reclinado en el umbral de la puerta.
La mañana era espléndida.
Una mañana de sol y de alegría.
Al ver llegar a Fanny, dijo Alejandro con voz dulce, pero de modo que la muchacha pudiera oírle:
—Ya viene la más bonita de nuestras parroquianas.
Fanny se ruborizó intensamente, bajó los ojos y entró en la tienda, decidida a no contestar al joven, pero complacida en el fondo de haber llamado su atención.
Juan Atkins despachó a la muchacha, diciendo a Alejandro, en contestación a sus palabras:
—Has dicho la verdad: es la más bonita de todas mis parroquianas. Pero créeme, para conquistar una mujer así hay que poder ofrecerla un hogar digno de su belleza..., y para eso vale más despachar manteca que hacer versos.
Y antes de que Fanny pudiera decir una palabra, añadió Alejandro, sonriente:
—Usted será el juez. Entre el comerciante que le abra a usted las cajas y el poeta que le brinde el corazón. ¿A quién elige usted?
Y Fanny se sonrió; se sonrió mirando a Alejandro de una manera significativa.
Y Alejandro se sonrió también, pero con una sonrisa muy triste, porque en aquel momento pensó en Olimpia y se avergonzó de estar desempeñando un papel en una trágica comedia, de la que tendría que resultar una víctima cuando menos: la inocente Fanny.
Desde entonces las cosas fueron como las había pensado el astuto O’Kelly, quien cada dos o tres días se aparecía a Alejandro, recomendándole que saliera de la tienda lo menos posible, a fin de que hasta por distracción se dedicara exclusivamente al amor de Fanny.
Y Alejandro, siguiendo sus órdenes, se pasaba los días y las noches en aquel cuchitril, pensando en su Olimpia y doliéndose de que ni siquiera se le dejara avistarse más a menudo con su tío Van Devinter.
Lo gracioso del caso es que, como los dos dependientes no estaban en el secreto de la comedia, todo se volvía amonestar a Alejandro —Alfredo, decían ellos— para que abandonara sus pretensiones literarias, dedicándose exclusivamente a enterarse de los negocios del comercio, que iban muy bien, y que debía ir a sus manos tan pronto como el señor Juan se retirara de los negocios.
Los consejos, como hemos visto, no podían ser más leales ni más oportunos.
Y el bueno de Alejandro, a fuerza de oír repetir a diario la misma mentira, se iba convenciendo asimismo de que era efectivamente el sobrino de Juan Atkins, de que tenía grandes aficiones y aptitudes de poeta y de que sólo el amor de Fanny sería capaz de hacerle vencer las resistencias de su tío, haciéndole tomar una gran resolución.
Dicho se está con esto que las cosas anduvieron más de prisa de lo que el mismo Alejandro se figuraba.
A los pocos días hubo una conversación bastante larga entre él y Fanny.
Claro está que los dos jóvenes hablaron más del tiempo y de las calles de Birmingham que no de amor.
Pero las miradas suplían a las palabras, y Alejandro pudo convencerse de que era él el hombre ideal con que soñaba Fanny, según el dicho de O’Kelly.
Y a Alejandro no dejaba de hacerle gracia su situación.
Precisamente porque Fanny no le hacía sentir ni frío ni calor, encontraba palabras tiernas y frases felices para enamorarla, mientras que la infeliz muchacha se quedaba mirándole extasiada.
¡Cuántas veces ocurre lo mismo!
Cuando las mujeres advierten en un hombre verdadero apasionamiento, le miran con desdén, cuando no le vuelven la espalda.
Cuando los hombres consiguen mantener su dominio sobre sí mismos, las mujeres son las que se apasionan, las que suplican, las que acaban pidiendo de rodillas la limosna de un poco de amor.
Las primeras conversaciones se celebraban en la tienda y duraban muy pocos minutos, los que podía estar allí Fanny, haciendo como que esperaba a que la despachasen.
Después, esos minutos no bastaron, y los dos jóvenes hablaban un rato en la plaza, sentados los días buenos en uno de los bancos, guareciéndose cuando llovía bajo los soportales.
Y al cabo, Alejandro pidió permiso a la muchacha para acompañarla.
—Imposible —contestó Fanny—. Si le vieran a usted conmigo, es probable que me costaría caro. Porque tengo un pesar muy grande: el de haber ocultado a mi señorita la amistad que le profeso a usted.
—¿Tanto quiere usted a su señorita?
—¡Es tan buena para mí! ¡Si usted la conociera! Dice usted que soy bonita, y yo no tengo inconveniente en creerlo... ¡Pero ella sí que es guapa y elegante e instruida! No hay otra, no hay otra.
—Veo que la quiere usted tanto que tengo celos de ella.
—¡Como que me ha recogido y me ha educado, y me ha prometido asegurarme el porvenir! Pero no lo hará, porque estoy faltando a las únicas condiciones que me ha impuesto.
—¿Cuáles?
—Las de no hablar nunca de ella fuera de casa, en primer término, y la de no tener ningún secreto para ella... ¡Y ya ve usted! ¡Todavía no sabe que usted me acompaña!
—¿Y por qué no se lo dice?
—¡Qué sé yo! Todos los días me prometo decírselo, pero ella me quiere tanto que querrá conocerle a usted. Y eso no, Alfredo; eso, no.
—¿Por qué, Fanny?
—Porque tengo miedo de que si usted la conociera no volvería nunca a mirarme a la cara. Pero mire usted, ya estoy triste pensando en ello. No volvamos a hablar nunca de mi señora.
Otro día quiso Alejandro prolongar la entrevista.
Fue imposible.
Los minutos que tenía Fanny para sus compras estaban contados.
Pero lo que a Alejandro le interesaba no era Fanny, sino su señora, si había de escalar su casa.
Siempre que podía hacía llevar la conversación hacia ese punto.
Fanny lo esquivaba cuanto le era posible.
Empezaba a estar enamorada de Alejandro, y quería que éste no hablase más que de ella, y cuando menos, que no pronunciasen nunca sus labios el nombre de otra mujer.
En vano trataba Alejandro por todos los medios de informarse de los días en que miss Flora recibía a sus amigos, etc.
Fanny se negaba a hacer confidencias de ningún género sobre su señora, y O’Kelly, a quien informaba diariamente Alejandro del resultado de sus pesquisas, se daba a todos los diablos.
Alejandro, además, aburrido de la vida que hacía en la tienda, se dio a frecuentar los teatros de la ciudad, aunque gustando muy poco, naturalmente, de las pantomimas patrioteras que se ejecutan en la mayor parte de los teatros populares, con el piadoso objeto de halagar los más bajos instintos del pueblo británico y de hacerle sentir el mayor de los odios hacia los boers.
Alejandro no era, como sabemos, un patriota de los más exaltados, pero al oír los aplausos con que el público inglés acogía las calumnias más groseras al presidente Kruger, sintió nuestro amigo centuplicarse su deseo de vengar a su patria.
Y al siguiente día encontró a raudales las palabras para engañar a la pobre Fanny y hasta para hacerla hablar.
Supo entonces que miss Flora era una dama muy solitaria, que sólo recibía a Mr. Chamberlain, aunque entre ella y el ministro no mediaban relaciones amorosas, que debía haber viajado mucho y tratado a mucha gente, y finalmente, que ni ella siquiera conocía el apellido de su señora.
Estas noticias, como vemos, no eran ni muy nuevas ni muy interesantes.
Al comunicárselas Alejandro a O’Kelly, éste le dijo:
—Esa muchacha no puede servirnos para darnos informes, y sí únicamente para penetrar en casa de miss Flora. Vea usted la manera de conseguirlo.
Pero la cosa seguía ofreciendo las mismas dificultades, porque Fanny se negaba terminantemente a que Alejandro la acompañara.
Un día, no obstante, Alejandro pidió a Fanny que le concediera una cita más larga.
—Mañana es posible que le complazca a usted —respondió la muchacha.
—¿De veras?
—De veras.
—¿Pero es posible?
—Sí; mi señora pasará el día de mañana fuera de casa, y yo tal vez encuentre la manera de salir tres o cuatro horas por la tarde.
—Lo notarán los criados.
—No, porque la señora sale a pasar fuera un día de campo con todos los criados, menos el portero.
—¿Y no la lleva a usted?
—Eso piensa ella, pero a la hora de salir muy bien podía sentirme yo enferma, y una vez fuera ella y los criados, tal vez encontrara excusa para suavizar los rigores del portero.
—¿Y cómo?
—Los hombres sois muy torpes para estas cosas. Pues fingiendo una súbita enfermedad.
—En cuyo caso —interrumpió Alejandro— iría el portero a llamar al médico, dejándola a usted encerrada.
—No lo crea usted. El portero no deja su puerta por nada del mundo.
—¿Y entonces?
—Entonces, espéreme usted junto al banco de la plaza, de tres a tres y media. Si a esta última hora no he venido, excusa de seguir esperándome.
Al día siguiente por la mañana, O’Kelly abordó a Alejandro para preguntarle las novedades.
O’Kelly, al enterarse de lo de la partida de campo, quiso seguir a miss Flora.
Al llegar frente a la puerta de la verja del palacio de miss Flora, O’Kelly se acercó a un sujeto mal encarado y de aspecto de mendigo, y le preguntó en voz baja:
—¿Cuál es la mitad de treinta y seis?
—Dieciséis y dos, son dieciocho, señor.
Al oír la pregunta de O’Kelly, santo y seña de la Irlanda y Libertad, el mendigo arrastró a su interlocutor al centro de la calle y le dijo:
—Miss Flora no está en casa.
—¿Ha salido ya?
—Ha salido; pero mi parecer es que se ausenta por algunas horas.
—¿Ha ido sola?
—No; le acompañaban dos de sus viejas criadas, que subieron con ella al coche, y en el pescante se colocaron padre e hijo.
—¿Por qué no las has seguido?
—No tenía esas órdenes, señor —murmuró el mendigo, dirigiendo una mirada oblicua a O’Kelly.
—Sin embargo, a veces cumplir no basta. Hay que hacer algo más. ¿Esas damas llevaron equipaje?
—No; una de las criadas llevaba un paquete en la mano.
O’Kelly no preguntó más; quedó pensativo, y al apartarse del espía dijo secamente:
—Sigue vigilando.
El irlandés se alejó de la casa de miss Flora, penetró en una calle inmediata y entonces se oyó el grito del búho, que resonó en el aire.
Poco después apareció de improviso un hombrecillo delgado, vestido de negro, con un gran carrick y un sombrero de copa de alas planas.
—¡Hola, William! —dijo O’Kelly.
—Buenos días, señor O’Kelly —contestó el llamado William.
—¿Qué noticias hay de Alfredo Atkins?
—Alfredo me parece que se nos desvía, señor O’Kelly —murmuró William—. El hombre empieza a frecuentar tabernas y cafés-conciertos.
—¿De veras? No encuentro mal que se divierta; lo que me parece mal es que frecuente las tabernas. Es un vicio que embrutece horriblemente.
El buen William se conoce que no era de la misma opinión que O’Kelly, porque torció el gesto, y si hubiera podido ocultar su nariz roja y torcida en el bolsillo, lo hubiera hecho con muchísimo gusto.
—Y respecto a los amores de Alfredo con Fanny, ¿llevan buen camino?
—El mejor camino que pueden llevar esas cosas. La muchacha está perdidamente enamorada de él. Alfredo, que a veces debe olvidarse de su misión, se encuentra distraído, y estas distracciones han debido de ocasionar una explosión de celos en Fanny.
—¿Cree usted?
—Tengo buena nariz, señor O’Kelly.
—Un poco averiada, señor William.
—Sin embargo, el olfato persiste.
—Dios se lo conserve a usted, maestro.
William sonrió con su sonrisa de hombre vicioso, enseñando sus dientes negros. Después, llevando su mano a la altura de su sombrero, y haciendo un cómico saludo militar, preguntó:
—¿Hay nuevas instrucciones?
—Ninguna. Sígale usted vigilando a Alfredo.
—Esté usted sin cuidado. Tengo un observatorio magnífico frente a la tienda de su tío.
—¿Algún bar?
—Eso mismo. Hay un whisky admirable.
—No abuse usted, amigo William. Adiós.
—Adiós, señor O’Kelly.
Los dos hombres se separaron.
Son las tres de la tarde. La hora de la cita se aproximaba. Alejandro, sentado en uno de los bancos de la plaza de York, esperaba a Fanny. La tarde era apacible, una tarde de primavera inglesa; el viento, algo tosco, agitaba las ramas de los árboles, que se veían llenas de brotes hinchados. Alejandro contemplaba con cierta melancolía el espectáculo pintoresco que se presentaba ante sus ojos. Grupos de niños hacían montones de arena en el suelo; las niñas cantaban a coro con su vocecilla dulce las canciones de la infancia; las gruesas nodrizas paseaban reunidas, las niñeras eran perseguidas por los mocetones del ejército, con sus grandes cuellos rojos, y alguna que otra melancólica rubia institutriz paseaba con la novela de miss E. Braddon en la mano, pensando en algún gallardo y melancólico Romeo vestido a la moderna.
A veces venía a su mente, con una grande y triste intensidad, el recuerdo de su dulce y poética Olimpia, la única amada, la mujer adorada de sus sueños.
De sus reflexiones y de sus nostalgias le arrancó la presencia de Fanny, que se le acercaba sonriente y coqueta.
—Aquí estoy —dijo la muchacha—. ¿Mi poeta está triste? —añadió con dulzura.
—Sí. ¿Qué quiere usted? Me entristece este espectáculo de la felicidad ajena.
—Nosotros podremos ser felices, ¿pero cuándo? ¡Oh! ¡Qué lejos está ese día!
—Eso estaba yo pensando —murmuró Alejandro con un entusiasmo fingido—. Mi tío no quiere oír hablar de literatura ni de poesía. No cree en mí.
—El tío de usted es un monstruo.
—¡Oh, no tanto! ¿Y de su vida, Fanny? ¿Qué hay de su vida?
—¡Mi vida! Es la de siempre.
—¿Y su señora? ¿Ha salido, verdad?
—Sí, esta mañana. No hablemos de eso. Cuénteme usted sus luchas, hábleme usted de poesía... y de amor —añadió la graciosa muchacha con un mohín de coquetería.
—¿Y cómo no ha ido usted con su señora? —preguntó Alejandro (al mismo tiempo que decía esto, el grotesco William apareció junto a la enamorada pareja leyendo el
—¿Cómo no he ido con mi señora? —murmuró Fanny—. ¡No sabe usted el trabajo que me ha costado! He fingido que tenía un ataque de nervios, y mi pobre señora me ha dicho que me quedara. Pero después he pensado que tenía que verle a usted, y me he puesto buena. El portero no me quería dejar salir, pero le he convencido de que me dejara, porque me convenía respirar el aire puro.
—¡El portero! El sordomudo.
—¡Ah! ¿Sabe usted eso? ¿Le conoce usted?
—No, no.
—¿Pues entonces?
—Si es que usted misma me lo ha dicho varias veces.
—Ah, es verdad. Habré sido yo. ¡Qué tonta soy! Pues no es sordomudo; aunque sí es hombre de muy pocas palabras.
—¿Y sigue visitando a su señora Chamberlain?
—Sí. ¿Pero eso qué nos importa a nosotros?
—Es que estoy celoso.
—¡Celoso usted! Yo podía estarlo más y no lo estoy.
Alejandro notó que el hombre que se había sentado a su lado, que no era otro que el compadre William, separando la vista del periódico, les atisbaba. Entonces, levantándose del banco, echó a andar; Fanny siguió y atravesaron ambos la plaza.
—¿De manera que su señora...? —murmuró Alejandro.
—¡Otra vez!
—¿Pero es que no se puede saber a dónde ha ido?
—¡Qué curiosidad! Hoy parece usted de la policía.
Alejandro miró atentamente a la muchacha para ver si en sus ojos se notaba alguna desconfianza, pero vio que estaba tranquila y sin sospecha alguna.
—Pero bien, dígame usted para mi tranquilidad. Chamberlain sigue enamorado de su ama. ¿No se ha dirigido a usted?
—¡Oh! No tenga usted cuidado.
Alejandro sonrió irónicamente. Después tomando el tema del amor, Alejandro y Fanny hablaron largo y tendido.
Cuando se dispusieron a retirarse ya era de noche y tomaron el tranvía eléctrico. Al llegar a Trafalgar Street, cruzó el camino otro tranvía eléctrico que estaba parado. A su luz vio Alejandro a su lado al hombre del carrick y de la nariz roja y torcida. ¿Qué hacía allá?, pensó.
Miró al otro tranvía eléctrico que iba espléndidamente iluminado y, ¡cosa imprevista...!, vio a su prima Olimpia, a su bien amada Olimpia Van Devinter, tan hermosa como la viera en su granja de Boshof.
La impresión del momento fue tan extraordinaria que durante dos minutos quedó Alejandro absorto, sin mirar a Fanny, y con la voz y el movimiento paralizados.
En ese tiempo los dos tranvías echaron a andar en opuestas direcciones.
Y Alejandro, al advertir que su ensueño se alejaba, antes de que Fanny pudiera detenerle, se apeó rápidamente y, echando a correr con toda la fuerza de sus piernas, alcanzó el vehículo en donde había visto a Olimpia.
Alejandro se colocó de pie en la plataforma, junto a Olimpia, que estaba sentada en un rincón del vehículo.
¡Qué frenético deseo de abrazarla! ¡Qué «al fin» el que salió desde lo más íntimo de su alma! ¡Qué alegría, Dios santo, qué alegría!
Tres años de soledad quedaban enterrados, sin despertar recuerdo alguno, como las horas de un sueño sin sueños.
Era una alegría que le daba vueltas por todo el cuerpo, llevándole al mismo tiempo las risas a la boca y las lágrimas a los ojos.
A la vez sentía deseos de arrodillarse y de correr, de prorrumpir en un religioso
Pero lágrimas y risas, gritos y plegarias, todo quedó en deseo, todo se frustró antes de nacer como en una súbita parálisis.
Alejandro se había ya olvidado de la realidad cruel.
Su Olimpia, la Olimpia que tenía enfrente no era ya aquella cuyos ojos azules le prometían al mirarle la parte de cielo a que aspiraba en este mundo.
Esta Olimpia miraba a todos lados con mirada indiferente, sin expresión ni brillo.
Había en sus facciones un algo tan absolutamente muerto, que al punto recordó Alejandro la enfermedad espantosa que mantenía a la desgraciada en el más horrible estado de idiotismo.
Todas las emociones, las más alegres y las más dolorosas, pasaron al mismo tiempo por la cara de Alejandro.
Sintióse desfallecer y se reclinó sobre los cristales con los ojos grandemente abiertos, fijos en su novia.
Pero se acordó de la frase favorita de su tío Van Devinter: «Hay que ser hombre», y una súbita energía se apoderó de su ser.
«Sí, hay que ser hombre.»
Y repitiéndosela, recobró la impasible fiereza de su alma boer.
¡Oh!, a partir de aquel momento, ¿quién adivinaría una emoción bajo aquellas sus facciones inmutables, graníticas, como talladas a martillo?
Ve Alejandro que en el interior del tranvía hay un puesto vacío, casualmente situado frente al que Olimpia ocupa.
Alejandro se sienta resueltamente.
Colocado a dos pasos de su novia, la observa con frialdad como un médico, como un analista desinteresado.
Se pregunta si se ha equivocado.
¡No! ¡Imposible...! Ella es, no cabe duda, tal como la dejó la conmoción sufrida en el río Caledon.
A él las penas de la ausencia le han enflaquecido.
A ella, no.
Su enfermedad, privándola de sensibilidad nerviosa, no la ha impedido gozar ni padecer.
Es ella, tan hermosa como siempre, pero tan insensible que ni siquiera le conoce.
Al pensar en que su Olimpia no le reconoce, siente Alejandro como que una mano férrea le aprieta por debajo del estómago y que un nudo candente se le sube al cuello.
Dura esta emoción una décima de segundo, pero Alejandro se domina y vuelve a renacer el boer impasible sobre el desesperado amante.
Olimpia está vestida con elegancia, a la última moda inglesa; adornan sus dedos, su cuello y sus orejas alhajas de valor.
Luego nada le falta, luego hay alguien que la cuida y que la quiere.
¿Será Brown?
El tormento de los celos azota el espíritu de Alejandro.
Vuelve a dominarse.
Mira a todos lados.
Los hombres que van en el tranvía parecen obreros o burgueses respetables.
Ninguno de ellos recuerda el tipo del bandido Brown.
Vuelve a mirar a Olimpia.
Junto a ella está sentada una señora de edad, vestida decentemente, como una dama de compañía.
«No me cabe duda, esta señora acompaña a Olimpia porque la infeliz no puede salir sola en ese estado», se dice Alejandro.
Experimenta el anhelo de agarrar a Olimpia por el brazo y de llevársela consigo.
Recuerda que no está en una pradera del Transvaal, sino en una ciudad inglesa, en país extraño y enemigo.
¡Si estuviera en el Transvaal bastaríale el revólver para abrirse paso con su Olimpia en brazos!
En Birmingham tiene que contenerse.
Vuelve a mirar en derredor.
Por detrás de los cristales que dan a la plataforma opuesta hay dos ojos clavados en los suyos.
Asoma por debajo una nariz roja y torcida.
¡Siempre ese hombre!
Recuerda que le ha visto noches pasadas.
¿Por qué se cruza en su camino?
Sus reflexiones duran muy poco.
La señora que acompaña a Olimpia se levanta, hace detener el tranvía, coge a la muchacha por el brazo y, conduciéndola sin violencia ni amor, desciende del vehículo.
Alejandro baja igualmente, aunque tomando la precaución de hacerlo por el lado contrario.
La señora y Olimpia penetran en una casa de buen aspecto.
El portero, vestido de librea, las saluda, quitándose el sombrero hasta los pies.
Y Alejandro se queda en la acera de enfrente dudando de si era verdad o mentira lo que había visto.
Durante una hora permanece dando paseos por la acera, con la mirada fija en el portal donde Olimpia había penetrado.
Se halla tan acostumbrado a los misterios desde su afiliación a la Irlanda y Libertad, que no sabe si en aquella casa habría encantamientos o artes de brujerías, y mira al portal abierto, con su portero galoneado, con el mismo respeto que si se tratara de la muralla de la China.
Al cabo se decide a vencer su timidez.
Traspone la calle, y sacando una libra esterlina, se la ofrece al portero, preguntándole en seco:
—¿Me haría usted el favor de decirme el nombre de la señorita que ha entrado aquí hará una hora, del brazo de una señora de edad?
El portero está tentado a responder con una insolencia, pero la libra esterlina le sonríe, se la guarda y contesta quitándose el sombrero:
—¡Tiene usted una manera de preguntar que no hay quien se resista.
—Y es aún posible que vaya otra libra a unirse a la primera si los informes son todo lo completos que yo espero.
—La señorita Esther Davis vive con su padre, Mr. Dick, desde hace tres años en esta misma casa. ¡Muy buena familia! El padre es un señor muy rico que vive de sus rentas. Es un hombre extraño que habla muy poco con las gentes y que lleva una vida extraña. Hasta hace año y medio o cosa así, no hacía más que acompañar a su hija a todas partes. Desde entonces su asiduidad ha disminuido, pero no su cariño.
—¿Tanto la quiere?
—¡No puede usted figurárselo!... Pero se concibe. ¡Hija única y con esa terrible desgracia! No sabe usted el dinero que se ha gastado Mr. Dick en médicos y medicinas. Todos los medios de la moderna terapéutica (al decir esta palabrota se irguió el portero, satisfecho de su suficiencia) se han ensayado infructuosamente. La electricidad, el hipnotismo, la hidroterapia, pero imposible, no hay manera de sacar de su estupor a la señorita Esther.
—¿Y qué dicen de su enfermedad?
—Dicen que es una especie de parálisis en los nervios de los sentidos, acaecida inmediatamente después de una gran conmoción.
—¿Y la consideran incurable?
—Sí, señor, a menos que otra gran conmoción no viniera a restablecer ese equilibrio... Pero, ya ve usted... Como tiene insensibles los nervios, es muy difícil que una conmoción grande pueda producirse.
—¿De modo que la señorita Esther no siente nada?
—Casi nada; ni habla, ni reconoce a nadie, ni ejecuta ningún movimiento que no sea iniciado por otra persona. Así, si se la lleva al comedor, la señorita pasea los ojos atontados por los manjares, pero no tiene ningún deseo de comer. En cambio, si otra persona le coloca una cuchara en la mano y se la lleva al plato y luego a los labios, la señorita Esther prosigue comiendo.
—¡Es extraño!
—¡Y tanto, señor!... Figúrese que han tenido que enseñarla a levantarse, a sentarse, a vestirse, a desnudarse y a todo... Y la pobrecita lo hace todo, pero sin darse cuenta de ello, como un animal domesticado.
—¡Qué tristeza!
—Ya lo creo. Una muchacha tan hermosa y cotí esa cara de bondad... Lo comprendo que le haya interesado a usted. Se lo merece por su tipo.
Y el portero se sonreía, como seguro de la certidumbre de su maliciosa hipótesis.
—Y decía usted —preguntó Alejandro— que Mr. Dick lleva desde hace año y medio una vida algo extraña.
—Sí, señor; hasta entonces no dejaba nunca de acompañar a su hija. Desde esa fecha, Mr. Dick parece preocuparse más de sus asuntos, y hay ocasiones en que pasa fuera de casa hasta dos o tres días seguidos.
—¿Qué tipo tiene Mr. Dick?
—Más alto que bajo, más grueso que delgado, con la barba no muy poblada y rubia, con la tez muy curtida por el sol, como un marino que hubiese navegado muchos años por los países tropicales, de aspecto hercúleo, en una palabra.
Las señas de Mr. Dick coincidían, efectivamente, con las de Brown, el bandido.
—¿Y no se sabe la profesión anterior de Mr. Dick?
—Yo creo que ha debido ser marino, porque las criadas dicen que la señorita se puso de ese modo en un naufragio, en el que pudo su padre salvarle la vida, pero no la razón. Sin embargo, como es tan poco comunicativo el señor Dick, nada se sabe de él a ciencia cierta, sino que quiere a su hija con idolatría.
—¿Y esa señora que acompaña a la señorita Esther?
—Es una señora de compañía.
—¿Hace mucho tiempo que está en la casa?
—Dos años, poco más o menos.
—¿Cómo entró?
—Por un anuncio de periódico, si no me equivoco.
—¿Quiere mucho a Esther? ¿La trata bien?
—A la verdad, no lo sé. Creo que la tratará bien, porque esa es su obligación, pero no por cariño.
—Eso es natural, hasta cierto punto. ¿Y el señor Dick, se encuentra arriba?
—No; ha salido esta tarde y todavía no ha vuelto.
—¿Va mucha gente a casa de Mr. Dick?
—Muy poca, señor; por no decir ninguna. Ni siquiera se trata con los vecinos, y eso que todos ellos sienten viva simpatía hacia la señorita Esther. Aquí, en el barrio, se justifica el carácter extraño de Mr. Dick diciendo que la desgracia de su hija le ha vuelto misántropo... ¡Y no es para menos!
—¿De manera que no está mal estimada esa familia!
—¡Oh, no, señor!... La señorita, por su desgracia, merece la simpatía de todo el mundo, y en cuanto a Mr. Dick, si bien es muy silencioso, paga al contado todo lo que compra, y nadie puede quejarse de él. Y ahí tiene usted todo lo que sé acerca de la familia.
Alejandro sacó del bolsillo dos libras esterlinas y se las dio al portero, diciéndole:
—Tenga usted, y no diga a nadie que hemos hablado tanto sobre la familia Dick.
—Descuide usted, señor.
E hizo a Alejandro un saludo completísimo, ¡un saludo de tres libras esterlinas!
Alejandro se alejó de la casa, pero no largo trecho.
En su cabeza se amontonaban los pensamientos, sin acertar a formularse.
Mil planes, a cual más descabellados, se le presentaban de golpe.
A veces creía que lo más sencillo era subir a la casa donde vivía Olimpia, agarrarla de un brazo y llevársela, aprovechando la ausencia de Brown.
¿Pero y los gritos de los criados?
¿Y la resistencia de la señora de compañía?
¿Y la del mismo portero?
Había que renunciar a eso.
Otras veces se le ocurría preparar un rapto por la fuerza, poniéndose de acuerdo con tres o cuatro hombres de decisión, y coger a Olimpia y llevársela al Transvaal.
Pero ¿con quién entenderse si a nadie conocía en Birmingham?
Era tan grande su egoísmo de enamorado, que ni siquiera se acordaba de que su novia era hija de Abraham Van Devinter.
A ratos se le ocurría recurrir a la astucia.
Lo mejor sería comprar a la señora de compañía y aprovechar uno de los paseos de Olimpia para llevársela.
¡Sí, este era el plan!
De cuando en cuando un pensamiento terrible venía a perturbar la concepción de esos proyectos.
¿Y si Brown, aprovechándose de la pasividad de Olimpia, la había convertido en su amante?
El pensamiento era monstruoso; pero, ¿no era monstruoso tratándose de un salteador?
¡Ah..., entonces..., entonces!
Y Alejandro cerraba los puños.
Si en aquel momento se hubiera puesto Brown a su alcance, habría pasado seguramente un mal cuarto de hora.
Y entre tanto, Alejandro no se apartaba del portal de la casa donde vivía Olimpia.
Ni se acordaba para nada de la hora de la comida, ni de la misión que estaba desempeñando en la Irlanda y Libertad.
Todo el universo se llamaba para él Olimpia, y lo que no fuera su bien amada carecía de sentido.
Y así se pasó unas horas paseándose de arriba abajo por la calle, tropezándose con los transeúntes, reclinándose a veces contra las fachadas.
Y en ese tiempo se cerraron los portales, entre ellos el de Olimpia, y se apagaron algunos de los faroles.
Y aunque los ojos de Alejandro no se apartaron del portal de Olimpia, no vio entrar en él a nadie cuya silueta recordara la de Brown, ni se decidía a aceptar como definitivo ninguno de los planes concebidos para apoderarse de Olimpia.
Pero de pronto, iluminado por la luz de un farol, vio la silueta de un individuo.
¡Era Brown!...
Más lo sintió con el corazón que verlo con los ojos.
Y cruzando la acera, dio un golpe en el hombro al individuo cuando éste sacaba del bolsillo una llave.
¡Sí, era Brown!
Y todos los planes de Alejandro se vinieron al suelo.
Recordó únicamente que ese bandido quería disputarle el corazón de Olimpia.
Los ojos se le inyectaron de sangre.
Crispósele todo el cuerpo.
El muchacho soñador e irresoluto había desaparecido.
Alejandro se había convertido en un animal de presa.
El tono de la voz se le demudaba.
Echaba espuma por la boca en vez de saliva.
Y con voz ronca, apenas inteligible, increpó al bandido en esta forma:
—¡Eres Brown, Brown el bandido, el miserable, que me has robado a Olimpia!
Y al mismo tiempo, agarrando al bandido con ambas manos por las solapas de la americana, le sacudía violentamente.
¿Por qué se dejaba arrastrar por un camino en el que nada podría sacar en limpio?
¿No sabía Alejandro que para recobrar a su Olimpia más valía maña que fuerza?
¿Qué adelantaba previniendo a Brown de que su rival se encontraba en Inglaterra y había descubierto su paradero?
Todas estas preguntas se las hubiera hecho Alejandro de estar medianamente sereno.
Pero la vista de Brown le produjo una especie de embriaguez instantánea que le impedía pensar ni hacerse cargo de las cosas.
Frente al hombre que le había hecho desgraciado cerca de cuatro años no sentía más deseo que el insultar, pegar, patear y hacer pedazos.
Verdaderamente, nuestro buen Alejandro Liebeck se había convertido en un tigre.
Brown, al principio, se quedó como cortado.
Luego dijo:
—¿Por quién me toma usted? ¿Se ha vuelto loco?
Y procuraba desasirse.
Pero Alejandro le agarraba con más fuerza y decía a gritos:
—¡Sí, no me lo niegues, eres Brown, Brown el bandido, el ladrón de mi cariño!... Pero te juro que me las vas a pagar todas.
Y antes de que Brown pudiera darse cuenta de ello, el puño de Alejandro le golpeó la cara.
Brown entonces dio una palmada.
Es la señal a la que acuden los celadores nocturnos de Birmingham.
Mas como se acordó en seguida de que el joven que le pegaba era su rival, y no un loco cualquiera, olvidóse en seguida de que había pedido el auxilio de la autoridad, apercibiéndose a luchar contra Alejandro.
Brown, ya lo sabemos, era hombre de contextura atlética, con músculos de acero.
Alejandro, más débil, superábale, sin embargo, en habilidad y en ligereza.
Hay que advertir, en honor del bandido, que aunque hubiese necesitado de sus armas para defenderse de Alejandro, no había pensado en emplearlas.
Por el contrario, Alejandro no disparaba un tiro contra Brown por no acordarse de que llevaba un revólver en el bolsillo del pantalón.
La lucha comenzó a puñetazos con gran ensañamiento.
Durante dos o tres minutos Brown y Alejandro estuvieron luciendo las habilidades del boxeo, sin que la sangre llegara nunca al río.
Los transeúntes, según costumbre inglesa, prosiguieron su camino, sin cuidarse de lo que pasaba.
Los combatientes, a su vez, se entregaron por completo a la ocupación de romperse la crisma.
Alejandro recibió en la cabeza y en la cara dos magníficos puñetazos que le tenían echando sangre.
Brown estaba igualmente desfigurado.
Los puñetazos que recibía eran menores que los que daba, ¡pero era tan grande la superioridad numérica de los que administraba Alejandro!
Ambos combatientes tenían las ropas hechas jirones, los semblantes transfigurados, los ojos salidos de las órbitas, la boca echando espuma..., cuando aparecieron dos agentes de policía.
Al principio, tanto Brown como Alejandro insistieron en proseguir la bárbara disputa, oponiéndose a la obra pacificadora de los agentes..., pero en estas idas y venidas de puñetazos la autoridad iba saliendo atropellada, hasta que llegó el socorro de otras parejas de policía y entonces se resolvió el conflicto, amarrando a los dos contendientes y conduciéndolos del modo más prosaico a la comisaría del distrito.
Y ya en el camino, viéndose amarrado, pudo Alejandro darse cuenta de lo hecho y apreciar un tanto la gravedad de su conducta.
Allá en la comisaría preguntó el funcionario público a Brown:
—¿Su nombre?
—Dick Davis.
—¿Profesión?
—Rentista.
—¿Domicilio? ¿Familia?
A estas preguntas respondió Mr. Dick como el portero de su casa a las de Alejandro.
—¿Por qué ha sido la pelea con el señor?
—Porque me abordó en la calle, llamándome borracho y sinvergüenza.
—¿Conocía usted al señor antes de ahora?
—No, señor.
—¿En absoluto?
—En absoluto.
—¿Y usted? —siguió preguntando el comisario, dirigiéndose a Alejandro.
Alejandro recordó providencialmente el papel que se le había impuesto.
—Alfredo Atkins.
A las demás preguntas respondió Alejandro sin decir nada de particular, cultivando las mentiras, imaginadas por O’Kelly.
Alejandro atribuyó la colisión a su miopía, diciéndose que había confundido al señor Brown con otro señor.
En resumidas cuentas, el juez puso a Brown en libertad inmediata, y al cabo de media hora salió Alejandro a la calle después de haber pagado una multa ni crecida ni corta.
Alejandro trató de orientarse para volver a apostarse cerca de la casa de su Olimpia.
Pero antes de conseguirlo, se le acercó un sujeto que le preguntó de buenas a primeras:
—¿Quiere usted aprovecharse seriamente de librar a Olimpia Van Devinter de la presencia de Brown?
Era el lugar muy oscuro y tan extraña la pregunta, que Alejandro se impresionó.
Hizo lo que pudo por conocer al tipo que le estaba hablando.
Imposible.
Le miraba de arriba abajo, sin ver más que un gabán grande, de cuello muy subido, unas gafas azules y un sombrero metido hasta las orejas.
—¿Y quién es usted para decirme eso?
—Yo soy un enemigo de Brown —respondió el desconocido.
—¿Y quién me responde de ello?
—Un hecho que le voy a comunicar a usted. ¿Se acuerda de los dos individuos que quisieron asesinar a usted, a su tío Van Devinter y a un amigo suyo, camino de los montes Maluti, allá en la Basutolandia?
—Sí que me acuerdo —replicó Alejandro, evocando con la memoria las trágicas escenas que precedieron y siguieron a la liberación de Olimpia de la
Y al mismo tiempo seguía mirando con la estupefacción y desconfianzas consiguientes al desconocido.
—Pues uno de ellos era yo.
-¿Y?
—Y el otro está en Birmingham.
—Bueno, ¿y qué?
—Que Brown, en lugar de repartir con nosotros el dinero que le valió la captura de esa Olimpia Van Devinter...
—¿Pero le valió dinero?
—¡Ya lo creo! ¿De qué otra cosa va a vivir?... Pues en lugar de repartir ese dinero con nosotros, cogió a Olimpia y se marchó con ella y con todo el dinero.
—¡Ya comprendo!
—Y por eso ahora queremos vengarnos ayudándole a usted a apoderarse de Olimpia.
—Pero ¿quién me garantiza que ustedes no son...?
—¿El qué?
—No quiero terminar la frase, pero...
—Si usted tiene desconfianza de mí, entonces bastante hemos hablado.
Dijo el desconocido:
Y girando sobre los talones echó a andar.
Pero Alejandro le llamó inmediatamente.
Aquel hombre representaba para él la posibilidad de recuperar a Olimpia.
¿Iba a renunciar a esta esperanza?
—Comprenda usted —dijo en tono de excusa— como yo no le conozco. Pero, en fin, ¿qué manera hay para apoderarse de Olimpia?
—Eso no se puede tratar aquí.
—¿Y dónde entonces?
—Ya le he dicho a usted que tengo un compañero, quien necesita entender en el asunto. Veámonos con él y allí hablaremos con toda claridad.
—¿Y dónde se halla?
—No muy lejos. En coche iríamos en quince minutos.
—¿Pero quién me garantiza?
—Mire usted, señor Liebeck; en estos asuntos no puede haber garantías. Piense usted en su situación. Brown sabe a estas horas que usted le persigue para que le devuelva a su Olimpia.
Brown la encerrará hoy mismo a siete estados bajo tierra, donde nadie pueda encontrarla. Si usted quiere, siga trabajando por su cuenta... y si no, venga conmigo.
Alejandro no acababa de convencerse de que el desconocido fuera un hombre leal.
Sentía que le engañaban, pero, en realidad, no veía más camino de recobrar a Olimpia que el de seguir los consejos del desconocido.
En la hora transcurrida desde que Brown salió de la comisaría, ¿no habría tenido tiempo de ocultarse con Olimpia en una casa desconocida?
Antes, sin embargo, de decidirse a acceder a los deseos de este hombre, se le ocurrió preguntar:
—¿Y no sería preferible ir a casa de Brown y cerciorarse de su presencia o no presencia?
—¡Qué cosas tiene usted! Hace más de media hora que Brown y Olimpia han pasado en coche por aquí.
«No hay remedio —pensó Alejandro—; lo mejor es seguir a este individuo, venga lo que viniere.»
Y echando mano de la culata del revólver, se aprestó a defenderse contra cualquier intento criminal, diciendo al mismo tiempo al desconocido:
—Bueno, pues le sigo.
El desconocido anduvo muy pocos pasos.
Había por allí un coche parado.
Estaba el cochero dormido sobre el pescante,
El desconocido le despertó.
—¡Eh, cochero!
Y dirigiéndose a Alejandro y señalándole el interior del coche, cuya portezuela abrió:
—¿Me hace usted el favor de pasar?
Alejandro estuvo dudando entre seguir hasta el fin la aventura o abandonarla en el comienzo.
Pero agarraba con la mano derecha la culata del revólver.
«¿Quién dijo miedo?», pensó nuestro héroe.
Y subió al carruaje.
No había acabado de sentarse, cuando la puerta se cerró detrás de sí.
Era un carruaje cerrado, de dos asientos, como casi todos los coches de alquiler.
Y el desconocido se quedó fuera del coche.
Alejandro se volvió para llamarle.
En aquel momento comenzó a rodar el carruaje sobre el asfalto de las calles.
Alejandro lanzó un grito.
La sospecha de hallarse encerrado le pasó por la frente.
Quiere abrir la portezuela.
Imposible.
Quiere hacer bajar el cristal.
Imposible igualmente porque los dos cristales están cubiertos por una fina, pero dura red de acero.
Quiere romper la malla.
Es excesivamente fuerte.
Llama, patea, da gritos.
Todo inútil.
El coche donde Alejandro se había metido era una prisión donde se le sacudía el cuerpo al tropezar el vehículo contra el empedrado de las calles.
La escasa claridad que penetraba en el carruaje le permitía solamente reconocer que caminaba por sombríos callejones.
Por lo visto, se trataba de un rapto en toda regla.
Pero ¿quién lo hacía?
¿Fanny, la romántica Fanny, despechada por el abandono de horas antes?
Alejandro sabía que se había hecho querer de la muchacha.
Mas ¿cómo iba a combinar semejante rapto una pobre doncella?
Además, Alejandro desconfiaba de lo misterioso y en materia de aventuras sólo gustaba de las que veía claramente.
Volvió a buscar la manera de salir del coche, pero faltaba el picaporte y el cordón de aviso.
El coche se parecía a uno de esos juguetes que se dan a los niños para divertirlos, en los que hay un cajón que sólo se abre tocando cierto punto en donde está el secreto.
Sólo que Alejandro se encontraba en el interior de la caja y no se divertía ni mucho ni poco.
Cuando al cabo de muchas pruebas vio que el coche no se abría de ninguna manera, después de dar vueltas a los almohadones de los asientos, tuvo que confesarse la triste realidad.
—Me han cogido como a un tonto, prometiéndome la libertad de Olimpia. ¿Y quién ha podido hacerlo?
Al principio no se le ocurría respuesta alguna a esta pregunta.
Después empezó a decirse:
—El individuo que me ha hecho montar en este coche me ha dicho que es un antiguo cómplice de Brown. Brown ha salido de la comisaría media hora antes que yo. En ese tiempo ha podido combinar este plan con sus cómplices. ¡No hay duda! Este rapto es cosa de Brown... ¡Buena me espera en poder de ese bandido!
A todo esto el carruaje seguía rodando velozmente y la pregunta relativa al lugar a que llevaría a Alejandro se hacía de momento en momento más penosa.
Alejandro, sin embargo, no se embarullaba.
Por el contrario, la inminencia del peligro esclarecía sus ideas y triplicaba su valor.
Se parecía a ciertos generales que combinan medianamente un plan de combate y luego recobran toda su lucidez y decisión en el campo de batalla.
Después de pensar mucho en la posibilidad de que Brown se hubiese apoderado de él para quitárselo de encima, otra hipótesis se le vino a la mente:
¿Y si era la policía inglesa la que se incautaba de él?
Los episodios de su viaje a los montes Maluti, en busca de Olimpia, eran conocidos de la policía inglesa, puesto que el agente Mr. Black detuvo a la vuelta a Van Devinter y a la negra Bata.
Ese mismo agente Mr. Black estuvo anteriormente en Kimberley, cuando la conspiración tramada contra los millonarios por Van Devinter y los afrikanders.
Acallado lo referente a esa conspiración por órdenes expresas de Cecil Rhodes, ¿por qué no había seguido vigilando a Van Devinter?
Pero Van Devinter, desde que se mudó de casa, había desaparecido.
Ni Alejandro siquiera tenía más noticias suyas que las que le daba O’Kelly.
Era probable que la policía hubiese perdido la pista de Van Devinter y que se prendía a Alejandro para que éste delatase el refugio de su tío.
«¡Pues no se llevan mal chasco!», pensó Alejandro.
Y se confirmó en su pensamiento recordando el rostro extraño de aquel hombre que le perseguía durante el día.
¡Algún agente de la policía secreta!
Pero si es la policía la que me ha apresado, ¿por qué lo ha hecho en esta forma? ¿Qué necesidad tenía de apelar a estos procedimientos misteriosos?... ¿No le bastaba comisionar a un agente cualquiera para que efectuase mi detención en la forma ordinaria?... ¿Y qué querrá la policía?... Por de pronto, que delate a mi tío Van Devinter, cosa que no haré, en primer término, porque no sé en dónde se encuentra. Y después, que hable de la Irlanda y Libertad... Y en esto también se equivoca, porque antes me dejaré hacer añicos que traicionar a hombres tan decididos, tan tenaces y tan simpáticos...
Y cuando acababa de hacerse estas reflexiones púsose de nuevo a buscar la manera de salir del coche, pero al convencerse de la inutilidad de sus pesquisas, volvió a sus meditaciones.
—Es claro, la policía no me ha preso en la forma ordinaria, porque no querrá tratarme como a los demás detenidos. Cuando se detiene a uno, habitualmente hay que dar parte a la comisaría, al juzgado y a muchas gentes, con lo que se hace preciso tratar al preso respetando la ley, mientras que operando la detención en esta forma, se me puede torturar, golpear y asesinar sin tener que dar cuenta a nadie.
Estas previsiones habrían llevado el más profundo abatimiento al espíritu de cualquier otro prisionero. Sobre Alejandro causaron muy otro efecto.
—No, no me cogerán —dijo, mostrando el puño a sus invisibles enemigos—, no me cogerán vivo, aunque tenga que incendiar este maldito coche.
Por desgracia, como Alejandro no fumaba, carecía de fósforos.
Imposible, por lo tanto, incendiar el carruaje.
Herramientas que pudieran facilitar la evasión sólo poseía Alejandro un cortaplumas.
Lo sacó del bolsillo y comenzó a usarlo contra la red de alambre que cubría la ventana de la portezuela.
«Rompo la red —pensaba—, rompo el cristal de la ventana y me tiro del coche. Es muy posible que no me rompa una pierna y entonces los policías que me cojan; si es que tropiezo con alguno, tendrán que emplear otros procedimientos.»
Al cabo de un buen rato, después de haber roto con gran trabajo algunos alambres de la red, se convenció de que el carruaje llegaría a su destino mucho antes de que habría conseguido abrir en la red un agujero lo suficientemente grande para escaparse.
En efecto, los caballos corrían con una velocidad imposible de sostener durante largo tiempo.
Erale imposible, igualmente, reconocer el paraje donde se encontraba, pues a través de los alambres y de los vidrios sólo se veían masas sombrías alternándose con extensiones más iluminadas.
El coche atravesaba probablemente arrabales donde las casas eran pocas, pero seguía dentro de la ciudad, porque rodaba sobre empedrado.
Alejandro se arrepentía entonces de no haber reparado en la dirección que había tomado el coche al tiempo de salir, pero ya era tarde para pensar en ello y se apercibió a vender caramente su vida.
Al tomar esta resolución se acordó de su Olimpia.
¡Pobre muchacha, sin conocimiento, sin sentido, completamente desprovista del uso de la razón, convertida en una niña de tres meses, y en poder del bandido Brown!
Se acordó también de que tenía un revólver en el bolsillo, pero cargado solamente con dos balas.
¿Por qué no lo llevaba cargado del todo?
No lo sabía. ¡Otro descuido!... Pero los reproches eran perfectamente inútiles y sacando el revólver del bolsillo se cercioró de que, efectivamente, sólo había en él dos balas.
Y se dijo, poco más o menos, lo siguiente:
—El coche st detendrá probablemente en algún patio o bajo algún portal. Una voz me ordenará apearme. Yo, en lugar de responder, dispararé un tiro sobre el primer canalla que me salga al encuentro y lo mataré. Los demás recularán espantados y yo aprovecharé su indecisión echando a correr... y aún me quedan probabilidades de escapar con vida. El tiro que me queda me servirá para librarme del más veloz de mis perseguidores.
—Sí —añadía—, pero ¿y después?... Mis dos balas no me librarán de todos ellos... ¡Estas son las consecuencias de mi falta de previsión!... ¿Quién me mandaba creer a ese desconocido? ¡Valiente garantía la de haber sido cómplice de Brown!... ¿Cómo escapar a la contingencia de que la policía me someta al suplicio para hacerme declarar?
Y después de un segundo de reflexión:
—¡Bah!..., me apuñalaré con el cortaplumas.
Cuando se hubo formulado este triunfal proyecto, Alejandro se encontró aliviado.
—Mi tío Van Devinter ya encontrará manera de realizar sus propósitos. Yo soy muy torpe y muy confiado para conspirador. Lo que me preocupa es Olimpia, pero la enfermedad de la pobre debe de ser incurable. Además, después del encuentro de esta noche, Brown se la habrá llevado adonde nunca podré encontrarla. No me cabe duda, lo mejor será matarme.
Mas, pensándolo un poco, añadió:
—Pero después de acabar con un par de estos canallas...
Y en seguida se le ocurrió una idea:
—Si yo consigo arrojar al cochero del pescante, se detendrán los caballos; si los caballos se detienen, el coche quedará estancado en medio del camino, como un barco encallado en la arena; entonces el primer transeúnte sentirá el deseo de saber lo que sucede dentro de este coche y si no encuentra la manera de abrirlo, romperá los cristales de las ventanillas y hablará conmigo. ¿Cómo no he pensado antes en este recurso?
Podía suceder, en realidad, que este proyecto le hubiese concebido algo tardíamente, porque cuando Alejandro pensó en él, el carruaje comenzaba a rodar en un suelo más suave que el empedrado.
—Estoy en el campo. Luego ya es tiempo de ensayar mi plan. Si falla el primer tiro, me queda el segundo, y con la culata del revólver podré romper el cráneo de uno de estos canallas.
Sacó el revólver nuevamente del bolsillo y se puso a calcular la dirección hacia donde debía apuntar para colocar una bala en las espaldas del cochero que ocupaba el pescante
Precisamente había imaginado que la madera del coche no era muy espesa y no debía resistir un proyectil disparado desde tan cerca.
Sólo se trataba de apuntar bien.
Alejandro sentía tener que cargar su conciencia con la muerte de un hombre, pero creía estar en el caso de legítima defensa y además el muerto, probablemente, sería inglés.
Se levantó a medias, colocando una rodilla sobre la banqueta y cogiendo el revólver con las dos manos para que el movimiento del carruaje no hiciese desviar la bala, dirigió el cañón de abajo arriba y disparó.
Un grito ahogado siguió de cerca al disparo; luego oyó la caída de un cuerpo.
Evidentemente el golpe no había sido en vano.
Al mismo tiempo sufrió el coche una violenta sacudida como si los caballos, espantados, se hubiesen encabritado, y después de varias oscilaciones bruscas, cesó todo movimiento.
El coche se había parado.
—¡Vive Dios! —exclamó Alejandro, medio ciego y asfixiado por el humo acre de la pólvora. Me parece que he dado en el blanco. Ahora sólo se trata de que haya un alma caritativa que me saque de aquí.
Cuando se disipó algo el humo, estaba abierta una de las portezuelas. El alma caritativa que invocaba venía a socorrerle o tal vez la sacudida había sido tan violenta, que la puerta saltó de sus goznes.
Alejandro no tuvo tiempo de hacerse tal pregunta.
Lo importante era salir lo más pronto posible de aquella jaula y de alejarse a todo escape.
Por toda precaución enarboló el revólver con la mano derecha, abrió el cortaplumas y se lo puso en la mano izquierda, y se preparó a saltar.
Por fuera la oscuridad era profunda y el silencio sólo estaba turbado por los gemidos sordos que probablemente lanzaba el cochero, que debía haberse caído pocos pasos atrás.
Era el momento de aprovecharse de las circunstancias para huir.
Alejandro se recogió sobre las puertas, pegó un empujón y dio con los pies en tierra de un solo golpe.
Desgraciadamente dio también con su cuerpo en otra cosa, en un pecho de hombre... y antes de que pudiera recular y defenderse, dos brazos hercúleos le apretaron hasta ahogarle y cuatro brazos le arrancaron el revólver y el cortaplumas.
Sólo tuvo fuerzas para lanzar una increpación.
Una sola, porque una venda sólida le cerró la boca.
Sintió al mismo tiempo que le aplicaban otra venda en los ojos y que una cuerda delgada y ligera se enroscaba a todo lo largo de su cuerpo, desde las piernas hasta los hombros.
Un minuto después estaba atado como un paquete.
Los desconocidos que acababan de amarrarle con tal destreza, no habían pronunciado ni una palabra.
Estaba claro que con antelación se habían repartido los papeles y que esperaban el carruaje en el punto preciso donde se había detenido.
El pobre Alejandro había tenido una idea luminosa cuando pensó en disparar contra el cochero, solo que muy tardíamente.
Se ahogaba de rabia y mojaba de espuma la venda que se le había puesto en la boca.
¡Haber gastado tanta imaginación y tanta energía para arrojarse de ese modo en manos de los enemigos!
—Sólo me dan lo que merezco —exclamó.
Luego su pensamiento se fijó en una cosa.
En que era absurdo que la policía combinara tantas cosas para prenderle. Semejante aparato era superfluo, sea lo que fuera lo que quisieran hacer de él.
—¿En qué manos habré caído? —se preguntó.
Luego sintió que se le levantaba por las piernas, por los hombros y que sin más ceremonias se lo llevaban como a un muerto amortajado.
—¿Habrá algún río por aquí cerca? —volvió a preguntarse, creyendo que se trataba de asesinarle sin ulteriores formalidades.
¿Por qué?... Debía ser cosa de Brown. Y desechaba la hipó tesis referente a la policía para volver a la de Brown.
Resignado a su destino, empleó los últimos minutos de su existencia en reconocer el lugar donde se encontraba. Había recobrado suficiente sangre fría para que se fijaran en su espíritu cuantos indicios exteriores pudiera percibir.
Oyó que la arena crujía bajo los pies de los que lo llevaban y dedujo que debían estar atravesando un jardín.
Un detalle extraño era el de que ninguno de los hombres que lo llevaban parecía preocuparse del cochero herido, quien, sin embargo, debía ser su cómplice.
Tampoco se habían ocupado del coche ni de los caballos a los que Alejandro oía relinchar desde lejos.
Anduvieron cinco minutos sin pararse.
Hubo un compás de espera, como si se estuviese abriendo alguna puerta.
Luego se reanudó la marcha, pero en descenso.
Alejandro sentía una sacudida a cada paso y se puso a contar las sacudidas, sin saber a punto fijo para qué le serviría esa ope-rción aritmética.
El aire se hacía de momento en momento más húmedo, prueba evidente de que lo llevaban bajo alguna bóveda.
Pensó Alejandro que se iba a depositarle en algún subterráneo, dejándolo junto a un cántaro de agua y un pedazo de pan negro.
Entonces se convenció de que era Brown quien lo tenía en esos trotes, pues sólo a un celoso se le pueden ocurrir tales venganzas.
—¡Ese bandido! ¡Y pensar que si algún día pasara por Bos-hof o volviera a Johannesburgo se le ahorcaría de un árbol sin el menor remordimiento!
La verdad es que para ocuparse de estas cosas en semejante situación necesitábase un alma de hierro, pues otro cualquiera se habría limitado a hacer nn acto de contrición.
Pero Alejandro era de sangre boer, y aunque su educación hubiera hecho de él un espíritu artístico, más delicado que enérgico, en cuanto una emoción brusca le quitaba el barniz sensiblero, aparecía el holandés surafricano, templado en los desiertos, hecho a jugar con la muerte, acostumbrado por nacimiento y por instinto a la serenidad en el peligro.
A los veinticinco pasos fueron interrumpidas sus reflexiones.
Las gentes que le llevaban cesaron de bajar sin interrumpir la marcha.
El aire era cada vez más húmedo y más frío.
Dejó Alejandro de sentir sacudidas.
Debían llevarle por un subterráneo de suelo llano y horizontal.
A cada rato sentía acercarse al suyo el cuerpo de alguno de los hombres que lo conducían, como si el subterráneo fuera bajo de techo y tuvieran que agacharse para no tropezar con la cabeza.
Al cabo de algunos minutos de marcha se detuvieron los hombres para decirse al oído palabras que Alejandro no pudo comprender.
Después de diez segundos sintió Alejandro que amarraban otra cuerda a las que le sujetaban por todo el cuerpo.
Uno de los individuos se echó el bulto a la espalda y Alejandro, convertido en un paquete, se sintió ascender por una especie de escalera de mano.
A los quince escalones el hombre que le llevaba se detuvo para andar cuatro o cinco pasos sin soltarle.
Y de nuevo se reanudó el ascenso, que fue de otros dieciséis escalones.
El aire seguía siendo fresco, pero no tan húmedo.
El individuo que lo llevaba lo depositó en el suelo con modales no muy suaves.
Alejandro no pudo reprimir un ¡ay! que no llegó al exterior por impedírselo el vendaje que le cubría la boca.
Volvieron a cogerlo cuatro individuos que anduvieron diez pasos.
Detuviéronse de nuevo.
Se oyó el ruido de una llave al girar en una cerradura, un vaho de calor le acarició el rostro y un murmullo de voces suaves llegó a sus oídos.
Los individuos que le conducían le hicieron tomar una posición perpendicular y después le depositaron sobre un asiento.
Dejó hacer sin dar señal de vida y hasta experimentó una sensación de bienestar al sentirse apoyado contra el respaldo de un sillón.
Tuvo entonces una vaga intuición de lo que pasaba a su alrededor e imaginó que iba a asistir en clase de paciente a una de las escenas de la inquisición.
—Quitadle las vendas —dijo una voz sonora.
La orden fue ejecutada con presteza incomparable y Alejandro recobró a la vez el uso de los ojos y el de la lengua.
Al principio la excesiva claridad le hizo cerrar los ojos.
Volvió a abrirlos y el espectáculo que presenció le llenó de estupor.
Se encontraba en un salón de mediano tamaño, unos cinco metros de largo por diez de ancho.
Colgaban del techo lámparas eléctricas que iluminaban la estancia con claridad espléndida.
En el fondo del salón había un estrado sobre el que se tendía una gran mesa, como las de los tribunales.
Junto a la mesa estaban sentados siete individuos vestidos con togas verdes.
Llevaban el rostro cubierto por máscaras del mismo color.
A la izquierda de la mesa grande había otra pequeña, detrás de la cual estaba en pie otro individuo, vestido como los siete.
Un detalle menos tranquilizador pudo apreciar igualmente: la existencia de un nudo corredizo que colgaba del techo y se balanceaba a unos cinco pies sobre el suelo.
—¡Me van a ahorcar!, no me cabe duda —exclamó el bueno de Alejandro.
Y como no era grande su confianza en la formalidad de la policía inglesa, imaginó que se trataba de aterrorizarle para hacerle decir cuanto supiera sobre la Irlanda y Libertad.
Sin embargo, su primera preocupación fue la de probar su valor a sus misteriosos enemigos.
Y lanzó a los ocho individuos de las togas verdes una mirada fría y despectiva.
Y después preguntó, desdeñosamente:
—¿Qué es lo que quieren de mí?
—Pronto lo sabrá usted, señor Alejandro Liebeck —respondió el individuo que se encontraba en pie.
-—¡Hola! ¿Conocen ustedes mi nombre?
—Su nombre y el objeto de su viaje a Inglaterra y el de la misión de que se ha encargado recientemente.
—¡Caramba!..., pues saben ustedes más que yo, que ignoraba se me hubiese encargado una misión.
Alejandro estaba convencido de que la policía inglesa le tendía un lazo para hacerle hablar.
Y se dijo para su coleto:
—Si piensan esos imbéciles que me van a aterrorizar con sus mascaradas no es mal petardo el que les espera.
—Usted ha llegado a Inglaterra hace veintinueve días.
—Es muy posible.
—¿Qué buscaba usted en Inglaterra?
—Podría contestarles que eso no les importa, pero prefiero decir que venía a divertirme..., cosa que no he logrado, al menos esta noche.
—Así que usted nos confiesa que ha venido a Inglaterra sólo con el propósito de divertirse.
—No tengo ningún inconveniente.
—¿Y sólo para divertirse ha estado usted haciendo el amor a la doncella de miss Flora?
—No sé de lo que me están ustedes hablando.
—¿Y sólo para divertirse ha estado usted pasando por sobrino del tendero Juan Atkins?
Alejandro se encogió de hombros.
Decididamente, los hombres de las togas verdes sabían demasiado.
Temeroso de delatar inconscientemente los secretos de la Irlanda y Libertad, Alejandro prefirió guardar silencio.
—Vamos a ver —prosiguió, preguntando el hombre que estaba en pie—. ¿Por qué abandonó usted en un tranvía a la doncella de miss Flora?
—¿Y qué les importa a ustedes?
—¿Y qué ha estado usted hablando con el comisario de policía, minutos antes de entrar en el coche donde le hemos hecho venir aquí?
—¿Y con qué derecho me preguntan ustedes estas cosas?
—¿Y si tuviéramos ese derecho?
—Yo no concedo ese derecho más que a mis padres, que están muy lejos, y a mí...
Iba a decir «a mi tío Abraham Van Devinter», pero se detuvo pensando en que podía traicionarle.
—Termine usted la frase.
Alejandro guardó silencio.
—Entonces —prosiguió el interrogador— la terminaré yo... A su tío Abraham Van Devinter.
—Pues bien... y a mi tío Van Devinter.
—¿Y a nadie más?
—Y a nadie más.
Y al decir estas palabras creyó oír Alejandro un murmullo de desaprobación entre los jueces. ¿Se estaba pronunciando su sentencia?
—Piénselo usted bien —prosiguió el acusador—. ¿Y a nadie más?
—A nadie más —repitió Alejandro.
Se repitió el murmullo.
—Veamos —añadió lentamente el acusador—. ¿No ha jurado usted obediencia a la Irlanda y Libertad?
Alejandro se calló.
—¿Se calla usted?
—No tengo nada que decir.
—Piense usted en que está hablando frente al Tribunal de la Irlanda y Libertad.
Al escuchar estas palabras se quedó Alejandro estupefacto.
Se le habían ocurrido todas las hipótesis posibles menos la de que tuviera que habérselas con la Irlanda y Libertad.
Pero desconfiando de que se le tendiera un lazo continuó guardando silencio.
—¿Cuál es la mitad de treinta y seis? —preguntó el acusador.
Tampoco contestó Alejandro, creyendo que se trataba de averiguar en todas sus partes el santo y seña de la Asociación.
El acusador contestó por él.
—¿No son dieciséis y dos, dieciocho, señor?
Alejandro empezaba a concebir algunas dudas, pero se dijo, sin embargo, que aquellas gentes podían haber sorprendido el santo y seña de la Asociación y querían aprovecharse de ello para conocer sus fines.
Así que repuso:
—Todo eso para mí es árabe.
Y entonces el acusador dijo:
—Señores, esta comedia ha durado ya bastante. Este señorito, después de habernos vendido a la policía inglesa, se figura que puede burlarse de nosotros. En presencia de tales negativas, cero que podemos prescindir de otras interrogaciones, y yo pido la ejecución inmediata del traidor.
Entonces los siete individuos de la mesa grande se consultaron entre sí:
—¡Vaya! —exclamó filosóficamente Alejandro—, estaba escrito que no saldría yo de ésta... Y, sin embargo, yo hubiera querido saber con qué gente estoy hablando. ¡Ah!, parece que mi ejecución es cosa decidida.
El hombre de la mesa pequeña se aproximó a los de la grande.
Los ocho hablaron un rato.
Al fin el acusador se separó de los siete y dijo, con voz grave y solemne:
—Alejandro Liebeck, está usted condenado a la horca.
Y al mismo tiempo hizo sonar un timbre.
Entraron en el cuarto otros cuatro individuos, disfrazados también con togas verdes.
Dos de ellos hicieron jugar el lazo corredizo, para convencerse de que la cuerda resistiría el peso de Alejandro sin romperse.
Los otros dos permanecían a su lado, como para sujetarle, caso de que pretendiera resistirse.
«Cosa decidida», pensó Alejandro.
Pero se le ocurrió preguntar una cosa.
—¿Y no puedo saber siquiera de qué delito se me acusa?
—¡Cómo! —exclamó, iracundo, el acusador—, ¿pretende usted haber olvidado el juramento de fidelidad a la Irlanda y Libertad, prestada por usted en la taberna del Lobo Negro ante Mac Donald, O’Kelly y su tío Van Devinter? ¿Pretende usted haber olvidado la misión que le confió O’Kelly respecto de la doncella de miss Flora? ¿Usted querrá hacernos creer que su entrevista con el comisario de policía ha tenido más objeto que el de denunciarnos a cambio de no sé qué ventajas?... Pero basta de palabras...
E hizo una señal a los cuatro hombres que acababan de entrar.
Entre todos agarrotaron a Alejandro; pero éste, que al fin se había dado cuenta de que pudiera hallarse, efectivamente, ante el Tribunal de la Irlanda y Libertad.
—¡Acabáramos! —exclamó—. Confiesen ustedes que gastan modales muy extraños para tratar a sus afiliados y que no es extraño que desconfíe de ustedes un hombre que ha sido preso, que está atado por todas partes y al que se le amenaza con la horca. Yo no soy adivino y estaba en el caso de pensar que me encontraba no frente a la Irlanda y Libertad, sino frente a la mismísima policía de Chamberlain. ¿Qué hubieran ustedes pensado de mí si yo habría contado nuestras cosas a los primeros agentes que se hubiesen disfrazado para preguntármelas?...
—¿Y qué quiere usted decir con eso?
—Que si, efectivamente, me encuentro frente al Tribunal de la Irlanda y Libertad no tengo ningún inconveniente en contestar a cuanto se me pregunte... Pero hay que empezar por suprimir esa palabra de traidor que han pronunciado ustedes. ¡Eso no lo tolero!... No hay traidores en mi familia.
Volvieron a consultarse los ocho hombres de las togas verdes.
El resultado de la consulta debió ser favorable a Alejandro, porque uno de ellos hizo otra seña, y los cuatro hombres que habían penetrado recientemente se retiraron.
«¡Me he salvado por ahora! —pensó Alejandro—. ¡Veamos lo que estos locos tienen que decirme!»
—¿Por qué se me acusa? —preguntó Alejandro—. ¿Qué crimen he cometido?... ¿Qué trato reserva la Asociación a sus enemigos, cuando trata de este modo a los amigos?
—La Asociación teme, en efecto, que la hayáis traicionado, tal vez por descuido, tal vez por malicia.
—¿Pero cómo ha podido traicionarla?
—Desobedeciendo sus órdenes.
—¿En qué las he desobedecido?
—¿No lo sabe usted?
—No.
—¿No le ordenó O’Kelly que saliera usted lo menos posible de casa de Juan Atkins, como no fuera para acompañar a la doncella de miss Flora? Pues se le ha visto a usted en varios teatros. Primera desobediencia.
—¿Y en qué podía perjudicar el hecho de que yo asistiera a los teatros?
—Usted se olvida, señor Liebeck, de que no es lícito a un conspirador discutir las órdenes que recibe..., porque si quería usted ir a los teatros, debiera haber solicitado del señor O’Kelly el oportuno permiso...
—¿Y se me quería ahorcar por eso?
—No, por eso no, aunque ya es una falta... Pero pasémosla por alto; ¿por qué ha abandonado usted a la doncella de miss
Flora en el tranvía? ¿Por qué ha seguido usted a la hija de Mr. Dick? ¿Por qué ha estado usted hablando tanto tiempo con el comisario de policía?... Aquí creemos que usted ha ofrecido vender los secretos de la Irlanda y Libertad a condición de que la policía le proporcione la manera de recobrar a su Olimpia. Responda a estas preguntas.
Alejandro sentía vivísimos deseos de no responder una palabra.
¿Quién era, en rigor, la Irlanda y Libertad para mezclarse en sus amores?
Había jurado obediencia a dicha sociedad en un momento de desesperación, cuando creía no poder encontrar nunca a su amada.
Pero las circunstancias habían cambiado.
Teniendo la certidumbre de que vivía su Olimpia, pensaba que debía dedicar toda su vida a arrancarla de las manos de Brown y a curarla a fuerza de cuidados hasta que fuera posible la realización de sus aspiraciones amorosas.
Se acordó, sin embargo, de que se le acusaba de un delito de traición, el más repugnante a sus ojos, y seguro de que, efectivamente, se hallaba frente al Tribunal de los libertadores irlandeses, respondió, orgullosamente:
—Creo que a nadie le interesan mis amores.
—Pero sí unas imprudencias que pueden comprometernos.
—Yo no he comprometido a nadie.
—Eso es lo que usted necesita demostrar.
—Pues bien; si he dejado en un tranvía a la doncella de miss Flora, es porque he visto en otro a la mujer que yo amo con toda mi alma.
—¿Estaba usted autorizado a ello? ¿No había usted jurado no dar un paso sin consultarlo antes con el señor O’Kelly?
—Sí, señores; pero cuando juré esa obediencia ciega, no podía figurarme que estuviera en Birmingham mi bien amado.
—Olimpia Van Devinter.
—Si saben ustedes su nombre, y lo saben todo, nada tengo que decirles.
¿Así es como entiende usted el valor de sus juramentos? Piense usted, señor Liebeck, en que esta Asociación representa una causa muy sagrada para estar a merced de los amores de un muchacho... y recuerde que su vida se halla en este momento a merced nuestra... Con que responda humildemente a nuestras preguntas: ¿Es, efectivamente, Olimpia Van Devinter la titulada hija de Mr. Davis?
—¿Cómo pueden ustedes hacerme esa pregunta?
—Usted se olvida de que nuestro asociado el señor O’Kelly conoce perfectamente la historia de sus amores con Olimpia Van Devinter, y que no ha faltado uno de nuestros miembros que siguiera a usted en su paseo con la doncella de miss Flora.
Alejandro se acordó entonces del sujeto del carrick que había visto en el tranvía.
El hombre de la toga verde prosiguió:
—Nuestra asociación sabe tomar sus precauciones y al ver que usted seguía a esa joven y que interrogaba al portero de su casa, nuestros agentes han hecho lo propio. Conocida por nosotros la identidad de la desgracia que aflige a su antigua novia Olimpia y a la hija de ese señor Davis, hemos pensado que muy bien pudiera ser una y otra la misma persona y el señor Davis el bandido Brown. ¿Eran lógicas nuestras presunciones?
—Sí, señor; pero si todo lo saben ustedes, ¿no les parece lógico que al ver yo a mi amada lo abandonara todo por seguirla?... ¿Quién sabe si se me podría presentar otra ocasión para descubrir su paradero?
—Perfectamente, ya está respondida la primera de nuestras preguntas, aunque no excusado su delito; pero una vez descubierto el paradero de Olimpia y sabiendo que la infeliz se hallaba en un estado tal en que no podría reconocerle, ¿por qué no ha acudido a la Irlanda y Libertad para comunicarle lo ocurrido? ¿No era esto lo más lógico? ¿Por qué no lo ha hecho usted?
Alejandro comprendía que su conducta no había tenido sentido común y replicó humildemente:
—No lo sé, no lo sé; al saber que Olimpia pasaba como hija de un señor Davis, que no podía ser otro que Brown, no tuve más pensamiento que el de arrebatársela por cualquier medio. Forjé mil proyectos a cual más descabellados y cuando le vi no pude contenerme. Necesité pegarle, y, de haberme acordado que llevaba el revólver..., a estas fechas estaría él muerto y yo en la cárcel.
—Usted habla como si se encontrara en un desierto del Africa. Se olvida de que aquí todos nos consagramos a una obra peligrosa en la que jugamos nuestra vida. Hemos tenido que imponernos reglas inviolables, y quien se descuide en su cumplimiento es tratado como traidor.
Hay que obedecerlas ciegamente o morir... Pero díganos qué género de declaración prestó ante el comisario, cuando fue detenido por pegarse con Brown.
Hízolo así Alejandro.
—¿Y dijo usted que se llamaba Alfredo Atkins?
—Sí, señor.
—¿Y no dijo nada que pueda relacionarse con la Irlanda y Libertad, ni con su tío ni con la verdadera personalidad de usted?
—Nada absolutamente.
—¿Lo jura usted por los Santos Evangelios?
—Lo juro —exclamó, solemnemente, Alejandro.
Volvieron a reunirse los ocho y deliberaron largo rato.
Mientras hablaban en voz baja, el nudo corredizo que pendía del techo se balanceaba dulcemente.
Al cabo de un buen rato, el que hacía de fiscal dijo con voz grave:
—Ha faltado usted gravemente a nuestros estatutos y a su juramento, comprometiendo intereses sacratísimos que estamos decididos a defender por encima de todo género de consideraciones. Abandonando a la doncella de miss Flora, ha dificultado usted la misión que le habíamos confiado. Pegándose con Brown, ha revelado usted su permanencia en Birmingham a un hombre que pudiera sernos funesto. Declarando el nombre de Atkins, atrae usted las miradas de la policía sobre uno de nuestros asociados. Por todas estas imprudencias nos ha comprometido usted y estas faltas merecen castigo.
Alejandro se inclinó con humildad.
El acusador prosiguió:
—La Irlanda y Libertad está compuesta de hombres resueltos a abandonarlo todo para servir los intereses de su patria. Usted es uno de sus miembros y ha de seguir siéndolo, porque si dejara usted de serlo, la Asociación estaría a merced de las revelaciones que pudiera usted hacer un día a la policía inglesa. Pues bien; la Asociación necesita convencerse de que es usted capaz de abandonarlo todo por servirla.
—¿Qué se quiere de mí?
—Que jure usted no volver a ocuparse de Olimpia Van Devinter.
—Pues no lo juro.
—Recuerde que el dilema consiste en obedecer ciegamente o morir. Elija usted.
—Ya lo he hecho.
—Entonces jure renunciar a Olimpia hasta que la Asociación lo estime oportuno.
—He elegido ¡la muerte!
Corrió por la asistencia un estremecimiento semejante al que siente el público de una audiencia cuando el jurado no reconoce circunstancias atenuantes en un asunto capital.
—Tengo que hacerle observar —añadió el acusador— que la Asociación se encargaría de velar por su Olimpia y que este juramento no le liga sino hasta cuando realice la misión que se le ha confiado.
—Me es lo mismo. Sabiendo que se halla en Birmingham, Olimpia no podría volver a hablar una palabra con la doncella de miss Flora.
—Debo añadir —prosiguió el acusador, imperturbable— que aquí la muerte no es una vana amenaza, y que si se obstina usted en no hacer el juramento que le pedimos —y ya sabemos que un buen cristiano como usted no puede jurar en falso—, la ejecución se realizará inmediatamente.
—¡Cúmplase la voluntad de Dios!... ¿Cómo voy a jurar que abandono a Olimpia si tan pronto como me viera en libertad me faltaría tiempo para tratar de salvarla?
Después de lanzar este valeroso apostrofe, cerró Alejandro los ojos resueltos a no interrumpir más su desdeñoso silencio.
Se puso a soñar en las cosas pasadas, como si no le aguardara a pocos pasos el suplicio.
La imagen de Olimpia fue la primera que se le apareció.
¡Tan hermosa como la veía en la granja de Boshof, cuando los dos se enamoraron!
¡Y cuántas cosas trágicas desde entonces!
Y, sobre todo, la terrible enfermedad que la había privado de los sentidos sin menoscabar en lo más mínimo su belleza!
Pero en aquel momento supremo se dibujó una sonrisa en los labios de Alejandro.
Soñaba en la contingencia de que Olimpia se curara y de que un día se casaran allá lejos en la iglesia de Boshof, para ir a vivir en otra granja, lejos del mundo, donde pudieran amarse a sus anchas, libres y felices, dueños de una pradera sonriente y de una casa blanca!
Sin embargo, no podía dejar de observar lo que sucedía a su alrededor.
La cosa indudablemente se ponía seria.
Los cuatro encargados del manejo de la cuerda la hacían maniobrar, bajando y subiendo el nudo corredizo, para asegurarse de que el cáñamo corría bien en el anillo clavado al techo.
Al mismo tiempo vio que casi todas las luces estaban apagadas. Por lo visto, la Irlanda y Libertad no era amiga de la claridad para las ejecuciones.
Las ocho togas verdes seguían conversando animadamente.
Alejandro no les oía, pero en vista de la vivacidad de los ademanes, juzgaba que había discusiones respecto a lo que se iba a hacer con él.
De pronto, el Tribunal volvió a sentarse, mientras uno de sus miembros se aproximó a los ejecutadores.
Un momento después le agarraron entre dos de éstos, obligándole a levantarse, y le llevaron al lugar donde estaba la cuerda.
Allí los otros dos le pusieron en los ojos la venda que le habían quitado al penetrar en el salón.
—Es inútil —exclamó Alejandro—; creo que podré mirar la muerte con serenidad.
Nadie le respondió y pensaba que iba a sentir el contacto del cáñamo en el cuello, cuando le dijo el acusador:
—Alejandro Liebeck, piense en que está usted aún a tiempo.
—No puedo jurar en falso.
—Reflexione de nuevo. La Irlanda y Libertad se ocupará de Olimpia.
—¿Y no me he de ocupar yo?
—¡Imposible!
—Pues no juro.
—Crea usted que esta medida la toma la Irlanda y Libertad de mala gana y sólo para hacer respetar sus estatutos. Tendríamos verdadero placer en servirle. ¿Quiere usted comunicarnos su última voluntad?
—No tengo ninguna.
—¿Ningún deseo, ningún encargo, ningún capricho?
—Nada. Cuando vean ustedes a mi tío Abraham Van Devinter, díganle que he muerto pensando en Olimpia... y añadan que la Sociedad Irlanda y Libertad está compuesta de idiotas.
Se oyó un murmullo algo más elevado; creyó Alejandro que su imprecación iba a precipitar el desenlace, que es lo que deseaba, pues por grande que fuere su energía, se le habían acabado las fuerzas físicas.
—Pasadle por el cuello el nudo corredizo —gritó el fiscal.
Y en seguida rozó la cuerda el rostro del condenado para enroscársele por el cuello.
—Tiene usted un minuto para encomendar a Dios el alma.
Rezó Alejandro piadosamente en aquel momento supremo.
Pero después de haber transcurrido un rato, que excedía con mucho el minuto concedido, comenzó a preguntarse por que no había entrado ya en la otra vida.
No oía nada absolutamente y se habían retirado las manos que le sostenían.
Seguía con la cuerda al cuello, sólo que no le apretaba.
Iba a gritar pidiendo a sus verdugos que acabaran pronto, cuando sintió en los brazos una ligera sacudida, seguida de otra en las piernas; luego le pareció que no sentía ya la cuerda en la garganta.
Imposible analizar el estado mental que tantas impresiones causaron a Alejandro.
Hubo momento en que creyó haber franqueado el tránsito terrible entre la vida y la muerte.
No tardó, sin embargo, en advertir que la sangre circulaba más libremente en sus miembros atados tanto tiempo y que en su cerebro sobreexcitado las imágenes se sucedían febrilmente.
Quiso andar y reconoció que podía hacerlo; movió las manos y advirtió que las tenía libres.
Iba a quitarse la venda cuando sintió que una mano le cogía por el brazo y al mismo tiempo una voz le dijo al oído:
—Cállese usted, estése quieto y sígame, y si no quiere ser muerto de una puñalada no intente quitarse la venda.
Alejandro obedeció con la pasividad del hombre que acaba de escapar milagrosamente a la muerte y que no tiene ganas de volver a pasar ese peligro.
Su protector desconocido le agarró de un brazo y le hacía andar como un ayo a su discípulo.
Alejandro recobró pronto la ligereza de movimientos y se preguntaba cómo había llegado a ese desenlace la trágica aventura.
¿Qué había sucedido?... ¿Había asistido sencillamente a un simulacro de ejecución?... ¿Se trataba sencillamente de atemorizarle haciéndole ver el poder de Irlanda y Libertad?
Se acordó del balazo dado por él al cochero y pensó en que los amigos del muerto debían estar muy enfadados para divertirse con tales bromas.
Esta vez el camino fue más corto y las cavilaciones de Alejandro, menores.
Su protector, a los pocos pasos, hizole una veintena de escalones.
Al cabo de ella, se paró un momento, hizole andar otros diez pasos y un aire fresco oreó deliciosamente el rostro de Alejandro.
—No vuelva usted la cabeza —le dijo, y le quitó la venda.
Alejandro se encontró en una calle de Birmingham.
A su lado estaba O’Kelly, a quien reconoció tan pronto como pasó el primer deslumbramiento.
¿Por qué era de día y se encontraba Alejandro en una calle de Birmingham?
¿Cómo era esto posible creyéndose él en el campo?
Miró un poco el aspecto de la calle y un pensamiento le vino al punto.
¡Sí, no había duda!
¡Se encontraba en la calle de la taberna del Lobo Negro!
Pero ¿por dónde había entrado?
Y al punto recordó que los subterráneos de la taberna se comunicaban con el de... (no recordaba su nombre) y pensó en que seguramente le habían metido en los subterráneos de la taberna del Lobo Negro por la cocina de ese café.
Pero de todas maneras no hubiera podido discernir a ciencia cierta entre si era realidad o sueño lo que había visto, si no tuviera a su lado un testigo vivo de esas escenas, el irlandés O’Kelly.
—Señor —le dijo Alejandro—, le estoy reconocido, y si en cualquier circunstancia puedo serle útil, o siquiera agradable, cuente usted conmigo, sobre todo, si quiere revelarme el objeto de la comedia a que acabo de asistir.
—No era comedia —respondió O’Kelly, fríamente.
—Y entonces, ¿se trataba de enviarme al otro mundo por confesar un amor antiguo?
—No por eso, ya lo sabe usted, sino por haber comprometido a nuestra Asociación. Pero la muerte de usted había sido acordada por unanimidad y si usted hubiera proseguido fingiendo olvidar sus juramentos... para estas horas... Pero tomemos un coche, no es conveniente que nos vean juntos.
Y lo hizo O’Kelly como lo había dicho.
—¡A la plaza de York! —dijo el irlandés al cochero de punto.
Cuando los dos se hubieron instalado en el interior del coche, preguntó Alejandro:
—¿Con que se trataba seriamente de ajusticiarme?
—Ya lo creo. Desechada la hipótesis de que usted nos hubiera traicionado, quedaba en pie el cargo de imprudencia. Por imprudencia podía usted habernos traicionado en lo sucesivo... y la Irlanda y Libertad acostumbra a evitar tales contingencias suprimiendo a los imprudentes.
—¿Y a qué debo la excepción que se ha hecho en mi favor?
—Usted debe la vida a uno de los miembros de la Asociación que ha hecho valer a última hora argumentos que han modificado la decisión del Tribunal.
—¡La verdad!... Es un individuo a quien estoy agradecido... ¡y si alguna vez pudiera demostrárselo, no desaprovecharía la ocasión! ¿Pero debo mi salvación a errores de los informes que acerca de mí tenía la Asociación?
—Nada de eso, puesto que estos informes los había proporcionado ese mismo sujeto.
—Y entonces..., ¿cómo me ha defendido?
—Diciendo que un hombre lo suficientemente valeroso para dejarse matar antes de prometer renunciar a sus amores es incapaz de hacer traición a una causa elevada, y que hoy abundan muy poco tales caracteres para desaprovecharlos.
—¿Y se han dejado convencer los jueces por estas razones?
—No sin resistencia. Antes de modificar su decisión han esperado a observar la impresión que en usted producía el contacto del cáñamo en el cuello.
—¿Y si yo doy un grito, si pido perdón, si prometo abandonar a Olimpia para salvar la vida?
—Se le hubiera ejecutado a usted.
—¡Demonio!
—Y como los miembros de la Irlanda y Libertad son buenos jueces en materia de valor, al ver su serenidad han decidido absolverle, confiándome la misión de expresar a usted las nuevas instrucciones.
—Esta decisión ha debido contrariar enormemente al individuo que estaba situado junto a la mesa pequeña y que parecía interesarse grandemente porque me ahorcaran.
—Pues ese individuo precisamente es el que ha hablado en favor de usted.
—¡Nunca lo hubiera creído! ¿Y quién es ese sujeto paradójico que me ha tomado tanto cariño?
—Se equivoca usted, señor Liebeck; ese sujeto no ha obrado así por simpatías personales, sino por amor a la causa común. Ha creído servirla salvándole a usted: he ahí todo.
—Sea como quiera, le debo eterna gratitud, y si se me presenta ocasión de probárselo y de conocerlo...
—Nada más fácil; lo tiene usted presente.
—¿Es usted, señor O’Kelly?
—Soy yo, Alejandro; y si usted lo duda...
—No —respondió, enérgicamente, Alejandro—. ¡No lo dudo, señor O’Kelly..., y en lo sucesivo cuente usted conmigo para siempre.
—Acepto su ofrecimiento —respondió, gravemente, el irlandés.
—Y ahora, ¿por qué no me explica usted lo ocurrido esta noche?
—Muy sencillo. Mis agentes venían diciendo que usted asistía a los teatros y a los cafés-conciertos sin notificármelo. Esto, de por sí, no tenía importancia, pero era ya un indicio de ligereza. Después me parece que las cosas con la doncella de miss Flora no adelantaban todo lo que yo hubiera querido.
—Sí, es posible que no haya estado yo todo lo hábil que esperaba usted.
—Y el abandono hecho a esa muchacha acabó de decirme: ¿Quién era usted? ¿Un loco, un enamorado, un insustancial?... Comprenda usted que la Asociación necesitaba conocerle a fondo, para saber si podía seguir contando con usted o necesitaba eliminarle para no exponerse a que usted nos perdiera.
»Por eso encargamos a uno de nuestros agentes que le hiciera entrar en uno de nuestros coches, preparados de antemano para lances como el que a usted le ha ocurrido... y por eso hemos tenido que tratarle a usted de esa manera.
—Ahora comprendo todo el poder y la importancia de la Asociación. Lo que no me gusta es el aparato misterioso de que se rodea; las togas verdes, la cuerda, el subterráneo...
—Todo es necesario. Sin este aparato acaso los jefes continuaríamos trabajando por la causa, pero la fe de las multitudes sólo se conserva gracias a esas ceremonias que hablan a su fantasía y a su corazón.
—Me lo explico y hasta habrá gentes que se alisten en la Irlanda y Libertad para darse el gusto de hablar en un subterráneo y de ser juzgado por ocho togas verdes... De todos modos, ya lo sabe usted, cuente con mi gratitud para toda su vida.
—Ya le he dicho que acepto —volvió a decir gravemente el irlandés.
—Pero conste que es a usted solo a quien hago el ofrecimiento y no a la Asociación, al menos por ahora, puesto que, como usted comprenderá, tengo que dedicarme en cuerpo y alma a la empresa de sacar a Olimpia de las manos de Brown.
—De eso precisamente teníamos que hablar.
—¿De Olimpia?
—De Olimpia.
—¿Pero no he dicho a la Asociación que no consiento en que nadie se mezcle en mis amores?
—¿Y si la intervención de la Irlanda y Libertad le valía a usted la pronta y segura realización de sus propósitos?
—Expliqúese más claro, señor O’Kelly.
—Allá voy. Vengo a proponerle a usted este convenio cuya esencia puede expresarse en muy pocas palabras. Usted sigue ayudando a la Irlanda y Libertad en la tarea de averiguar cuanto sea posible respecto a miss Flora y a sus relaciones con Chamberlain, y en cambio la Irlanda y Libertad se compromete a servir activamente la causa de sus amores con Olimpia.
—Más claro, señor O’Kelly, más claro.
—¿No comprende aún?... Vamos a ver... ¿Con qué elementos cuenta usted para sacar a Olimpia de manos de Brown? Para estas fechas Brown habrá tomado sus precauciones; tal vez se encuentre lejos de Birmingham, y aunque siga viviendo en la ciudad, de seguro que no deja de la mano a su Olimpia, porque ese bandolero se ha enamorado tan intensamente de la hija de Van Devinter, que trata a la infeliz como si fuera al mismo tiempo su novia, su hermana y su madre... En estas condiciones, ¿qué puede usted hacer para apoderarse de Olimpia? ¿Usar de fuerza, de maña, asociarse a tres o cuatro bandidos que le sacarán a usted el dinero y luego le contarán a Brown lo que medita usted?
—Tiene usted razón, señor O’Kelly.
—Medite usted entonces sobre mi proposición.
—Ya he meditado.
-¿Y...?
—Y resuelto aceptarla por la confianza que me merece usted.
—Ha hecho usted bien, Alejandro, porque todo lo que pedimos de usted es que nos facilite la manera de entrar en esa misteriosa casa de miss Flora, mientras que a nosotros deberá usted su felicidad.
—¿Y qué hay de Abraham Van Devinter? Las circunstancias han cambiado con la reaparición de su hija.
—No lo sé; pero sea lo que fuera, esté usted seguro de que no se le hará hacer nada que no nos pida con pleno conocimiento de causa.
Cuando O’Kelly pronunció estas palabras, el coche se había detenido.
Hallábanse frente a la casa del tendero Juan Atkins.
O’Kelly se apeó primeramente y pagando al cochero se introdujo de prisa en la tienda, haciendo señas a Alejandro para que le siguiera.
—En materia de precauciones nunca se peca por carta de más —exclamó el irlandés.
Al entrar en la tienda el dependiente del mostrador, exclamó, alegremente, dirigiéndose a Alejandro:
—¡Qué placer tendrá el principal!... ¡Dios mío!... ¡Si creíamos que le habría ocurrido a usted alguna gran desgracia en esta noche! ¿Y está usted bien?
—Completamente, muchas gracias.
—¡Estaba tan inquieto el principal!... No ha dormido en toda la noche... Además hay un señor que ha venido esta mañana a primera hora preguntando por usted.
—¿Y quién era?
—No lo conocía.
—¿Y no ha dado su nombre?
—No, señor; lo único que ha dicho es que le conoció mucho a usted del otro lado del mar. Le he preguntado su nombre y me ha dicho que no quería quitarle a usted la sorpresa de encontrarle.
—¿Qué señas tenía?
—Un señor de buena estatura, con patillas, ni alto ni flaco, de más de cuarenta años... Pero hablemos de usted, porque ese sujeto ya vendrá si es de lev... ¿Dónde ha pasado usted la noche?
Y contestó O’Kelly en lugar de Alejandro:
—En mi casa..., como yo era uno de los mejores amigos del padre y lo soy también del tío, Alejandro se puede permitir esas cosas y todas las que quiera..., pero ¿dónde está el señor Atkins?
—Ahora sube; estaba en la bodega.
Y de pronto se puso a gritar desde el mostrador y mirando hacia la calle.
—¡Eh! —, ¡amigo!, ¡amigo!... ¡Venga acá, venga acá!
—¿A quién le grita usted? —preguntó O’Kelly.
—¡A ese señor! —respondió el dependiente, saltando con ligereza por el mostrador y asomándose a la puerta de la calle y mirando a todos lados con vertiginosa rapidez.
—Pero ¿quién es?, ¿quién es? —preguntó con insistencia O’Kelly.
—Pues el mismo sujeto que ha venido esta mañana a preguntar por Alfredo.
—Y ¿quién podrá ser? —preguntó Alejandro.
—Esto es cosa de la policía —respondió O’Kelly con su gravedad característica.
Largamente conversaron en la trastienda de Juan Atkins el irlandés O’Kelly y nuestro amigo Alejandro Liebeck.
Transcurrido un buen rato volvieron a reaparecer en el establecimiento y dijo O’Kelly:
—Pues conviene no perder el tiempo. De aquí a pocas horas sabremos dónde se encuentra ese Brown.
—¿Está usted seguro?
—¿Y cómo no he de estarlo? ¿Le parece a usted fácil que pueda ocultarse llevando a una mujer insensible y muda, cuya presencia tiene que hacerse notar en todas partes? ¡Parece que sigue usted dudando del poderío de la Irlanda y Libertad!
—¡No dudo, señor O’Kelly!
—Y hará usted bien, pues si a su debido tiempo me hubiera prevenido de que Olimpia estaba aquí, para estas fechas estaría en poder de usted. Pero no perdamos tiempo. Cuide usted de introducirse lo más pronto que pueda en casa de miss Flora, y en premio a sus gestiones le prometo que pronto podrá consagrarse enteramente a curar, si es posible, la enfermedad de Olimpia Van Devinter.
—Por cierto que hay que avisar a su padre.
—Descuide, Alejandro; todo esto corre de mi cuenta. Conque ¡hasta otro rato!
—¡Hasta luego!
Y Alejandro, viendo más risueño el porvenir, no se acordaba que pocas horas antes se había visto con la soga al cuello moral y materialmente.
Pensaba en su Olimpia, confiando en la Irlanda y Libertad, y esperaba encontrar una mentira lo bastante ingeniosa para que Fanny, la doncella de miss Flora, le perdonara la escapada del día anterior.
Así pasó dos horas en el dintel de la puerta, mirando hacia la calle.
Ya desesperaba de que Fanny hiciera sus compras a la hora de costumbre, cuando la vio venir pizpireta y coquetuela como siempre.
Pero Fanny estaba enojada; así que entró en la tienda con los ojos mirando al suelo y sin dirigir la palabra a Alejandro.
Nuestro amigo se puso a pasearse a grandes trancos, como si el enojo de Fanny le sumiese en la más honda desesperación, y cuando la doncella de miss Flora hubo hecho sus compras y salido a la calle, Alejandro la cogió por un brazo y la dijo en el más amoroso de los acentos:
—¡Fanny, Fanny mía!
Ante esta exclamación, de tanto éxito en los teatros, se deshizo como espuma de jabón la cólera de Fanny.
No quiso, sin embargo, dar a torcer su brazo tan pronto y replicó en tono agridulce:
—¿Tenía usted algo que decirme?
—¡Oh, sí!... Mi Fanny, Fanny mía... Yo quisiera..., querría pedirle mil perdones.
—¿Es que puede perdonarse un acto como el de ayer? No digo un pretendiente a novio, pero ni un mediano caballero abandona a una mujer en medio de un tranvía y entre gentes desconocidas.
—¡Si usted supiera!
—No quiero saber nada.
—Si usted supiera que me pareció ver a mi madre.
—¿Pero no es usted huérfano?
—Sí, lo soy, desgraciadamente..., hace cerca de veinte años.
Y al decir esta mentira, Alejandro sacó el pañuelo del bolsillo y se lo llevó a los ojos, como si en ellos tuviera una lágrima.
—¿Y entonces? —preguntó Fanny, decididamente conmovida.
—No tengo de mi madre más que recuerdos vagos y dos o tres retratos. Y a pesar de todo, mi condición de huérfano es una de las cosas que más me contristan.
—Pero eso no me explica.
——Allá voy..., como le digo, no tengo de mí madre más que recuerdos confusos... Y al pasar un tranvía junto al nuestro, ¿qué quiere usted creer que vi?
—No adivino.
—¡A mi madre, Dios mío, a mi madre, a quien apenas he conocido! Una señora ya de edad estaba allí sentada. La miré, no una vez, sino tres y ciento, el traje de los retratos, la actitud de las facciones, el gesto, todo, todo... ¡Hay semejanzas inauditas! Al pronto me quedé suspenso. Pero no crea usted que razonaba. Todo lo contrario. Veía las imágenes de los retratos y las cotejaba con la imagen viva que tenía enfrente. Ni siquiera se me ocurrió el pensamiento de que los muertos no resucitan. ¡Era ella! No me cabía duda. Y cuando echó a andar el tranvía, corrí tras ella como un loco.
—¿Y quién era?
—La verdad, no lo sé. Cuando monté al tranvía reparé que, si bien esa señora se parecía a mi madre, había cierta diferencia en la expresión. Luego no se llamaba lo mismo. Además, empezó a hablar de ahorros y de intereses. Colegí de la conversación que se trataba de una prestamista..., ya ve usted..., de un ser odioso, tan odioso para mí que ni siquiera me acuerdo de su nombre.
—¡Valiente chasco!
—No fue malo el que ayer me llevé; pero vamos, ¿me lo perdona usted?
—Siempre que no reincida.
—Lo prometo.
—Pues perdonado, entonces. Y eso que está usted más loco... Al fin, poeta.
—¿Y usted, Fanny? ¿Qué se hizo al verse sola?
—Pues al principio mirar a todos lados para ver hacia dónde corría usted. Pero tan de prisa se escapó que no lo pude conseguir.
—¿Y luego?
—¿Qué quiere usted que hiciera? Ponerme muy triste, muy triste, e irme a casa. Allá me estuve imaginando todas las cosas del mundo y las más tristes, por supuesto. Que usted no me quería, que eran mentiras sus palabras, que ese abandono era sólo un impulso del corazón...
—¡Pobrecita mía! —interrumpió Alejandro, diciendo por lo bajo—: «¡Si tú supieras!» ¿Y nada más?
—Sí; cuando volvió mi señora de la casa de campo me encontró tan preocupada que no pudo por menos de sorprenderse.
—¿Y no le hizo ninguna pregunta?
—¿Que no? ¡La mar! Yo, al principio, lo negaba todo; pero ella insistía, insistía. Me miraba con esos ojos tan negros y tan brillantes que yo estaba como fascinada.
—¿Y qué hizo usted?
—Confesárselo todo.
—¡Demonio! ¿Y qué dijo ella?
—Ella no hacía más que preguntarme cosas y más cosas respecto de usted. Al principio me regañó por no habérselo dicho, llamándome ingrata y desagradecida. Yo creía que me iba a echar de casa y me puse a llorar. La verdad es que cuando lloraba, más me dolía el abandono de mi Alfredo que el regaño de mi señora.
—¿Y al fin?
—Al fin me dijo que me quería como a una hija, que yo era uno de los pocos cariños puros que había tenido en su vida ya larga. ¡Mire usted que llamar larga a su vida cuando a mí me parece que cada día está más joven! Y en resumen, que me autorizó a tener novio y hasta prometió darme una pequeña dote para el día de la boda, con una condición.
—¿Con cuál?
—Con la de que he de estudiarle bien a usted, no concediendo crédito a sus palabras y sólo a los hechos, para estar bien segura de que usted ha de merecer una joya de mi precio.
Y al decir esto, Fanny se sonreía lo más coquetonamente del mundo.
—¿Y cómo he de merecerla? —preguntó Alejandro, sonriendo, sonriendo porque se acordaba de Olimpia, soñando en la posibilidad de su curación.
—¿Que cómo ha de merecerme? Pues queriéndome mucho y escribiendo magníficos versos pensando en mí.
Alejandro iba a reírse de las pretensiones de la mozuela, cuando por detrás una voz conocida le llamó por su verdadero nombre.
—¡Alejandro!
Dio media vuelta, sorprendido.
Su sorpresa llegó al colmo del estupor cuando reconoció a Lady Denver.
El estupor rayó en delirio cuando Lady Denver dijo autoritariamente a la muchacha:
—Fanny, ven a casa con nosotros; los tres tenemos que hablar.
Fanny se quedó como pegada a una pared.
¿Qué misterio era ése? ¿Conocía anteriormente su señora a
Alfredo Atkins? ¿Por qué le llamaba Alejandro? ¿Era otro error como el ayer sufrido por Alfredo?
—A sus órdenes, señora —contestó la muchacha, inclinándose en señal de respeto.
En la actitud humilde de Fanny conoció Alejandro que Lady Denver era la que ahora se hacía llamar miss Flora.
Sólo así podía explicarse el misterio que rodeaba a la hermosísima dama.
Sólo ella podía excitar tanta curiosidad.
Sólo ella era capaz de mantener tan bien guardado su secreto.
¡Ella, la reina de las mixtificadoras!
Ella era la única mujer en el mundo que podría ablandar el corazón de un hombre tan duro como Chamberlain.
Pero Alejandro, dominando la emoción intensísima que le produjo el inesperado encuentro de Lady Denver, tuvo suficiente sangre fría para preguntar muy cortés:
—¿Tengo el honor de estar hablando con miss Flora?
—Y miss Flora espera de Mr. Alfredo Atkins que no se negará a hablar un momento conmigo en compañía de su novia, la bellísima Fanny.
Lady Denver pronunció estas palabras con un dejo de ironía, imperceptible para Fanny, pero que llegaba al oído de Alejandro como pinchazos de acero o como quemaduras de hierro enrojecido.
Él conocía de lo que era capaz esa mujer.
Y en su mirada leía como en un libro abierto.
No había duda.
Lady Denver seguía añorándole y deseándole y amándole con insensata furia.
No había duda.
El amor de aquella mujer reaparecía centuplicado con el transcurso del tiempo.
Y Alejandro, que no había temblado al sentir pocas horas antes el cáñamo junto a su cuello, se echó a temblar pensando en las cosas de que sería capaz aquella mujer si llegaba a saber que se encontraba en Birmingham su rival, al mismo tiempo afortunada y desdichada Olimpia Van Devinter.
¿Qué hacer?
Pasado el primer momento de frialdad, la corazonada de Alejandro fue escapar.
¡Harto había luchado contra esa mujer funesta!
Alejandro sentía miedo, ¡miedo a su belleza!
Porque, la verdad sea dicha, Lady Denver estaba guapa como nunca.
Vestía un traje de negra seda, guarnecido de encajes también negros.
Negro, igualmente, era el sombrero, pero de alas anchas, caída la izquierda, levantada airosamente la derecha, con grandes plumas negras ondeando en los aires, como penachos de orgullosos caballeros.
En la negrura de los adornos destacaba la pálida blancura de su rostro blanco, muy blanco, y al mismo tiempo de enérgica expresión, como el de una diosa antigua, como el de esas matronas mitológicas que en el mármol de los escultores simbolizan las naciones poderosas.
No llevaba joyas.
Sólo dos diamantes relucían al pie de las orejas, y sus fulgores no eran tan grandes como el de sus ojos negros, que unían como ningunos el tamaño a la expresión incomparable.
Y Alejandro bajaba los ojos, temeroso de arrostrar las miradas fascinadoras de aquella Venus, que, a pesar de ser tan bella, todavía no había logrado subyugarle.
—¿Viene usted? —repitió Lady Denver.
—Señora, estoy ocupado.
—Lo estaba usted, porque como necesito de Fanny no podrá hablar con ella hasta otro día.
—Como usted mande.
Pero pensó en seguida en que la Irlanda y Libertad le había ordenado que a toda costa se informase de cuanto sucediere en el domicilio de miss Flora.
¿Qué ocasión más a propósito?
¿Cómo desaprovecharla?
Su deber le obligaba acudir al lugar del peligro.
Además, no necesitaba preocuparse de Olimpia.
Estando Lady Denver en Birmingham era más seguro que la Irlanda y Libertad se encargara de libertar a Olimpia que no él mismo.
¡Harto cara le costaba la experiencia intentada al través de los montes Maluti para atreverse a repetirla!
Y haciéndose estas reflexiones modificó su propósito y dijo:
—Señora, lo he pensado mejor y me vería muy honrado si dama tan distinguida me concediera el honor de hablar con ella.
La pobre Fanny miraba a todos lados sin darse cuenta de lo que pasaba.
Presentía instintivamente que aquella entrevista tan ceremoniosa encubría cosas más íntimas, que ella ignoraba.
Cuando Alejandro pronunció esas palabras miró a su señora.
Un relámpago de alegría brilló en los ojos de miss Flora al acceder Alfredo a que se verificara la entrevista.
Y los tres se encaminaron en silencio al palacete donde vivía Lady Denver.
Ninguno de los tres repararon en que estaban espiados.
Y no sólo por el agente de la Irlanda y Libertad, sino por otro individuo que acaso fuera el mismo que aquella mañana había preguntado por Alfredo en la tienda de Juan Atkins.
¿Quién era el hombre que seguía a Alejandro?
Los lectores no se habrán olvidado del agente de policía Mr. Black.
Nuestro antiguo conocido no permaneció largo tiempo en el Africa del Sur después de los acontecimientos señalados en la primera y segunda partes de este libro.
El agente Mr. Black se hallaba en posesión de una serie de secretos concernientes a las dos conspiraciones cuyo desarrollo hemos visto anteriormente: la de los afrikanders de la Gricua-landia contra los millonarios ingleses y la de los millonarios ingleses contra la independencia del Transvaal.
Pero Mr. Black, a pesar de su talento, nc merecía la confianza de Cecil Rhodes.
El Napoleón del cabo necesitaba hombres de acción y de pocos escrúpulos, capaces como el doctor Jameson de invadir una nación oficialmente amiga al frente de un puñado de hombres, exponiéndose a ser ahorcado como filibustero.
Mr. Black, ya lo hemos visto, ha sido y seguirá siendo un funcionario escrupuloso, tan inteligente para seguir la pista de un criminal como incapaz de apartarse ni un ápice de la letra ni del espíritu de la ley.
En una palabra, estaba educado en el meridiano moral de Europa, muy distinto, ciertamente, del meridiano moral de la Ciudad del Cabo.
Sin embargo, Cecil Rhodes no podía prescindir de los servicios de Mr. Black, en primer término porque el agente de policía conocía ciertos secretos cuya divulgación no convenía al millonario.
Así que lo que hizo fue enviarlo a Europa, recomendándoselo eficazmente a Chamberlain.
Chamberlain se lo recomendó a su vez al Lord mayor de Justicia, quien lo envió a Birmingham, satisfaciendo la recomendación con un ascenso a comisario.
Y así vivía el bueno de Mr. Black, ocupándose, por regla general, en los escándalos que suelen promover los sábados los obreros borrachos de la ciudad manufacturera.
Pero esta vida no satisfacía a Mr. Black.
Nuestro hombre soñaba en grandes empresas; necesitaba conspiraciones, un gran crimen político, una falsificación en gran escala, algo que le permitiera acrecentar su fama con uno de esos descubrimientos prodigiosos que hacen de los agentes de policía personajes de novelas epopéyicas.
Y en Birmingham no sucedía nada.
¡Qué diferencia entre esa ciudad y el Africa del Sur!
Un marido borracho que administraba a su esposa diversas bofetadas; una mujer que faltaba a las ordenanzas municipales y que luego se insolentaba con los guardias; algún ratero que otro; tumultos con ocasión de huelgas que estallaban periódicamente, con monótona regularidad.
Mr. Black se pasaba aburrido lo más del día; escuchaba a los detenidos con la más glacial indiferencia, firmaba maquinalmente los atestados que redactaba el escribiente de la comisaría y se pasaba las horas en su sillón, fumando cigarro tras cigarro, y soñando con grandes conspiraciones que hicieran necesaria su intervención y actividad.
¡Pero nada, ni siquiera los anarquistas, tan fecundos y activos en otros países, perturbaban la paz augusta de la Inglaterra imperial!
Por eso cuando Alejandro Liebeck y Brown, el bandido, fueron detenidos por armar un escándalo en la vía pública, ni siquiera fueron reconocidos por Mr. Black.
¡Qué importancia tenían cuatro bofetadas dadas por dos borrachos para que el soñador comisario se distrajera de sus pensamientos!
Mr. Black oyó las declaraciones de Brown y de Alejandro como quien oye llover.
Absolvió a Mr. Dick Davis porque le parecía justo, sin reparar cosa mayor en la sentencia, y condenó a dos libras de multa a Alfredo Atkins sin meterse en averiguaciones.
La oscuridad relativa del despacho que servía de comisaría facilitó el hecho de que no reconociera a esos dos antiguos conocidos.
Pero al despedirse Alejandro le miró Black intensamente, como si despertara de un sueño.
—¿Quién es ese joven? —se preguntó el comisario—. Yo creo haberle visto en algún sitio.
Y se puso a evocar todos sus recuerdos.
Costóle gran trabajo dar con lo que buscaba en la memoria.
Al cabo dio con ello.
—¡Cómo! —se dijo—. ¡Alejandro Liebeck en Birmingham! ¡Y oculto bajo el nombre de Alfredo Atkins! ¿Qué hace aquí este muchacho?
Y pensando, pensando, dio en la cuenta de que también conocía al otro sujeto que había reñido con Alfredo.
Mr. Black recordaba la historia trágica de los amores de Alejandro y Olimpia Van Devinter.
Y es lo que se dijo Mr. Black:
«Aquí puede haber algo.»
Se sacudió inmediatamente la pereza, poniéndose en la pista de Brown y de Alejandro.
Leyó en el atestado las señas de Brown e inmediatamente fue, convenientemente disfrazado, a enterarse de cuanto se relacionaba con la vida en Inglaterra del bandido.
La locuacidad habitual del portero facilitó su misión, especialmente al enterarse éste que se hallaba durmiendo, de que hablaba con un comisario de policía.
De las declaraciones del portero dedujo Mr. Black que Alejandro había venido a Inglaterra para apoderarse de su novia, Olimpia, que debía ser la joven muda que estaba en poder de Brown.
Este asunto no era para Black de la categoría con que había soñado.
El secuestro de una muchacha boer por un bandido medio romántico no era cosa capaz de interesarle más de la cuenta.
Lo que le sorprendió fue que otro individuo además de Alejandro hubiera preguntado por los antecedentes de la familia Davis.
¿Quién podía ser?
¿Quién podía tener interés en averiguarlo?
¿No era esto indicio de que una complicación inesperada pudiera hacer interesante el seguimiento de esos antiguos conocidos?
Además que siempre se trataba de un secuestro bastante interesante.
En resumen, Mr. Black dispuso que uno de sus agentes vigilara al bandido Brown, impidiéndole a todo evento la salida de Inglaterra, si por casualidad pretendiera fugarse con Olimpia, por temor a Alejandro.
Acudió inmediatamente al domicilio de Alejandro.
El sereno del barrio le dio algunos informes bastante vagos respecto de Alfredo Atkins.
Al día siguiente, a primera hora, mister Black fue a la tienda del señor Juan Atkins.
El fue el caballero desconocido que había preguntado por Alfredo.
Vemos que el instinto de O’Kelly no le había engañado al presentir que aquellas averiguaciones eran cosa de la policía.
El hecho de que Alejandro no hubiera pasado la noche en su domicilio habitual aumentó las preocupaciones de Mr. Black.
Entonces se lamentó de no haberle reconocido sino hasta el preciso momento en que Alejandro marchó de la comisaría.
¿Dónde había estado Alejandro? ¿Cómo había pasado la noche? ¿Quién era el hombre que se interesaba, además de Alejandro, por Brown y por Olimpia?
¿Y quién era ese tendero Juan Atkins que consentía en hacer pasar por su sobrino a Alejandro Liebeck?
Todas estas cosas necesitaba averiguar el comisario Mr. Black para satisfacer su curiosidad profesional.
La cosa comenzaba a interesarle y no le costó ningún trabajo apostarse dos horas hasta que se presentara Alejandro en la tienda del señor Atkins.
Acompañaba a Alejandro un sujeto perfectamente desconocido para Mr. Black.
¿Quién era este sujeto?
Mr. Black, que era hombre previsor, iba acompañado de otro de sus agentes.
Y cuando salió O’Kelly de la tienda de Atkins ordenó que le siguiera hasta averiguar perfectamente de quién se trataba.
Y Mr. Black se reservó para seguir la pista de Alejandro, quien sin duda debía serle el más simpático de los individuos cuya existencia actual se proponía averiguar.
¡Son terribles las simpatías de un comisario!
Una hora le estuvo mirando a Alejandro, mientras éste estaba apoyado en el dintel de la puerta de la tienda.
Cuando le vio salir con la doncella Fanny le sorprendió extraordinariamente el suceso.
La muchacha ciertamente era bonita.
Pero Mr. Black sabía perfectamente que Alejandro no podía estar enamorado de esa muchacha.
Porque de estar enamorado de Fanny no se ocuparía de
Olimpia.
Y Mr. Black, que sabía que Alejandro había provocado en riña a Brown, el detentador de Olimpia, tenía el convencimiento de que el joven boer estaba tan enamorado de la bella boerina como siempre.
Por eso Mr. Black se puso en seguimiento de la muchacha desconocida y de Alejandro.
Al oír las tiernas frases que Alejandro dirigió a la muchacha, porque Mr. Black, hábil polizonte, supo oírlas sin hacerse notar, su sorpresa llegó al colmo.
¿Se trataba realmente de un nuevo amor de Alejandro?
¿Quería consolarse el joven boer de la pérdida de sentido de Olimpia enamorando a esa doncella?
Pero era imposible.
Alejandro seguía preocupándose siempre de la suerte de Olimpia.
¿Qué misterio encerraba todo eso?
Como vemos, el bueno de Mr. Black se encontraba en la mayor de las incertidumbres?
¿Y a qué grado de estupor no llegaría cuando reconoció a Lady Denver y oyó que Alejandro la llamaba miss Flora?
«¡Miss Flora, miss Flora! —pensó el comisario—. ¡Yo recuerdo este nombre!»
Y haciendo memoria vino a recordar que esa miss Flora tan hermosa debía ser la amiga del propio Mr. Chamberlain, el hombre de Inglaterra.
¿Qué relación podía haber entre Alejandro Liebeck, Brown el bandido, miss Flora o Lady Denver, su doncella, el tendero Atkins, el desconocido amigo de Alejandro y el ministro de las Colonias?
La fantasía del comisario halló ancho campo en estos nombres para explayarse a su gusto.
¿Con que esa misteriosa miss Flora, la grande amiga del poderoso Chamberlain, no era otra que su antigua amiga Lady Denver, la amante desgraciada de Alejandro Liebeck?
Black se encontraba estupefacto.
Excusado será decir que no perdió detalle de la escena desarrollada entre Lady Denver, Alejandro y la que parecía doncella suya.
Siguió a los tres hasta la verja que cerraba el jardín del palacete de miss Flora y allá se detuvo.
Por tres o cuatro veces pretendió hacer hablar con distintos pretextos al portero.
Pero este criado no era como el de la casa de Brown.
El portero de miss Flora le escuchaba atentamente y después de escucharle le volvía la espalda sin decir una palabra.
¿Qué hacer frente a semejante individuo?
¿Usar de los derechos que le daban su calidad de comisario de policía?
La cosa era aventurada, pues miss Flora, por su íntima amistad con Chamberlain, venía a ser uno de los personajes más importantes de Inglaterra.
¿Cómo arrostrar un enfado del poderoso Chamberlain?
La curiosidad de Mr. Black se estrellaba frente a sus conveniencias de funcionario público.
Y se puso a pasearse de arriba abajo, husmeando por los alrededores de la casa de miss Flora.
Se sorprendió al encontrarse con que había dos individuos entregados a la misma operación que él.
«¿Qué harán estos sujetos por acá?», se preguntaba frotán dose las manos de gusto al ver que la cosa se complicaba.
Mr. Black les observaba atentamente sin perder de vista la reja del jardín de miss Flora.
Y los dos individuos, cada uno por su lado, no cesaban de hacer lo mismo.
A ratos esos individuos se decían algunas palabras al oído y proseguían su inspección.
Dos o tres agentes de policía se paseaban igualmente por la calle.
Y así transcurrió una hora sin que ocurriera ninguna novedad.
Observó, sin embargo, que aquellos dos sujetos le miraban frecuentemente de reojo.
Uno de ellos, especialmente, parecía tener ganas de hablarle.
«¿Si querrán darme un susto?», se preguntó Mr. Black, pero se tranquilizó al advertir la presencia de los agentes de la policía.
Pero no fue así.
Al cabo de muchas vacilaciones se le acercó uno de los individuos, haciéndole la siguiente pregunta:
—¿Me hace usted el favor de decirme cuál es la mitad de treinta y seis?
Al pronto creyó Mr. Black que se trataba de un loco; contestó, sin embargo:
—Dieciocho, señor mío; ¿por qué me pregunta usted eso?
Y entonces el individuo le miró de arriba abajo y se alejó, diciendo:
—Perdón, caballero, me había equivocado.
Y Mr. Black se quedó haciéndose cruces y diciéndose:
«¿Qué demonios querrá decir todo esto?»
En la redacción de
Se habían terminado las tareas cuotidianas sin poner en ellas la menor atención.
¿Qué importaba a aquella chusma la confección del periódico?
Aquellos periodistas no son de los que viven de lo que escriben, sino de los que engordan con lo que no se escribe.
Pero la temporada desde hacía algún tiempo se presentaba negra.
No caía un negocio ni por casualidad, y la empresa, de por sí sola, era ruinosa.
Los anuncios y la venta del periódico no bastaban a cubrir ni siquiera el coste de la imprenta.
En resumen, el periódico
Cuando alguno de los redactores llegaba a saber de un negocio ilegal, de un cohecho, de una gran filtración, el periódico estaba de enhorabuena.
Y no porque el escándalo hiciese subir la venta del periódico, sino porque el director se avistaba con el interesado y mediante una cierta suma consentía en callarse.
—¡Negocio gordo! —exclamaba un redactor.
—Me parece que de esta hecha nos ponemos las botas —respondía otro.
—Eso creo, porque el director va celebrando más de veinte entrevistas..., y para que se tome ese trabajo es necesario que la cosa valga la pena.
—Pero tenemos que andar con ojo, porque en cuanto nos descuidemos nos sucederá lo que otras veces, que todo el mundo se harta de coger dinero menos nosotros.
—No, esta vez no sucederá así porque poco más o menos, todos sabemos de lo que se trata.
—A fuerza de sufrir micos todos hemos aprendido a aguzar el oído y a entender con media palabra.
—La verdad es que no sé por qué se andan con tantos misterios.
—¡Como si no supiéramos que se trata del asunto Cham-berlain!
—¡Como si un asunto de esa clase pudiera quedar oculto!
—Lo extraño es que no lo haya publicado ningún otro periódico.
—¡Qué tonto eres...! Todos los periódicos están hoy con Chamberlain.
—¡Su cuenta les tiene!
—Toma. Gracias a Chamberlain disfrutan de buenos sueldos todos los empleados del
—¡Y los que colean!
—¡Si fueran sólo los redactores!... Pero en esta temporada se han repartido los grandes periódicos más de dos millones de libras.
—¡A este paso se arruina Cecil Rhodes!
—¡Arruinarse! ¡Como no se arruine...!
—¡Tan rico es!
—Como un nabab..., pero eso es lo de menos; como nuestro pueblo concede tanto crédito a los periódicos, resulta que la propaganda que hacen de sus empresas le vale diez libras por cada una que se gasta en la prensa.
—¡Lo malo es que a nosotros no nos había tocado un cuarto en ese reparto de dinero!
—Claro; de los perros pequeños nadie se acuerda hasta que ladran.
—Y a veces cuando ladran se les da dos patadas, y en paz.
—Con nosotros no puede emplearse ese procedimiento, porque estamos hidrófobos y se nos respeta.
—La verdad es que hace ya tres meses que yo no cogía un cuarto.
—Ni yo.
—Ni yo.
—Ni yo tampoco.
—El último negocio que hicimos fue el de los cañones para la artillería.
—¡Bah!... ¡Para lo que nos tocó!... Cincuentas libras a cada uno de nosotros diez; las otras quinientas se repartieron entre el director y el que trajo el soplo.
—¡Siempre los peces gordos se llevan la mejor tajada!
—Pero no fue la mayor la que se llevó nuestro director. ¿Qué es lo que no cobrarían el director de artillería y el ministro de la guerra para hacer que se pagaran como buenos doscientos cañones inservibles?
—La verdad es que cometimos un crimen callándonos, porque con esos cañones el ejército inglés no puede servir para nada.
—Yo creo que fue un error del director aceptar esas mil libras, porque si damos la voz de alerta hubiéramos armado tal escándalo que en menos de quince días se habría convertido
—La verdad es que el fabricante nos debiera haber dado lo menos diez mil libras por callarnos.
—Y si no, el escándalo.
—Pero es lo que diría el director: «Más vale pájaro en mano que ciento en el aire.»
—Y además que para casos como estos concibieron los árabes el proverbio: «Si la palabra es plata, el silencio es oro.»
—Pero ¡diez libras esterlinas!... ¡Valiente miseria!
—¡Quién las pillara!... Este mes aún no he pagado el restaurante. y me han amenazado con echarme si no pago esta semana.
—Dichoso tú que comes en restaurant. Hace ya quince días que no como caliente .
—Y yo tengo la pipa apagada desde hace dos semanas.
—Mirad estos zapatos, compañeros.
—¡Magníficos!... Creo que nada se les puede objetar.
—Nada mirándolos desde arriba, pero viéndolos por debajo.
—¡Calla!... ¡Si no tienen suela!
—Consuélate pensando en que yo uso cuellos de cartulina blanca.
—Esta vida es insostenible.
—Completamente insostenible.
—Como este asunto no resulte me pego un tiro.
—Y yo.
—Y yo.
—Y todos.
—¡Pero resultará!
—¡Viva el optimismo!
—¡Viva!
—¡Viva el dinero de Lord Chamberlain!
—¡Traspasado a nuestro bolsillo!
—¡Hurrah!
Callaron un momento los bohemios periodistas.
Rompió el silencio uno de ellos que por casualidad tenía tabaco y fumaba gravemente su pipa, exclamando sentenciosamente:
—La verdad es que hay gentes imbéciles.
—¿A quién te refieres?
—A los que nos han dado estos datos.
—Pero, ¿te los han dado a ti?
—Camaradas, no nos estemos haciendo los tontos. Esos datos se los han dado al director y a cada uno de nosotros.
—Lo que es a mí, no.
—Ni a mí.
—Ni a mí.
—Ni a ninguno.
—¡Embusteros! —exclamó el periodista de la pipa.
—¡Te los habrán dado a ti!
—¡Nos los han dado a todos!... ¡Y gratuitamente!... Primos así no caen todos los días.
—Es que los irlandeses son fanáticos.
—Bueno: pues ya que es así, confieso que yo los tengo. —Y yo.
—Y todos.
—¡Claro que sí!
—Y el sujeto que nos los ha dado gasta gafas ahumadas. —¡Calla, pues es el mismo!
—¡Y pensar que con esos datos se podría enriquecer a cualquier hombre!
—¡Esos irlandeses!
—Ya, ya.
—Todo les tiene sin cuidado; con tal de reventar a Chamberlain, son capaces de hacerse matar.
—Una cosa me extraña. ¿Por qué no publican esos datos en un periódico del extranjero?
—¡Toma!... Porque publicados en un periódico extranjero no tendrían ninguna fuerza. Los periódicos de aquí, que son los que pueden hacerle daño a Chamberlain, no los publicarían.
—Y todo lo más dirían que se trataba de una infamia urdida por los enemigos de Inglaterra.
—¡Qué gran cosa es el patriotismo!
—¡Para engañar a los tontos!
—¡A los tontos que creen en las palabras de los políticos y en los artículos de los periódicos!
—Pero, vamos a cuentas, ¿con qué objeto se nos ha proporcionado a todos copia de esos documentos?
—Muy sencillo, supongamos que este periódico no los publica.
—... Que no los publicará.
—¡Por supuesto!... Pues bien, supongamos que este periódico no los publica; siempre podremos publicarlos en otro periódico.
—Eso depende...
—¡Claro que depende!
—En primer lugar, sería muy difícil que un periódico de circulación los publicara, pues todos son amigos de Cecil Rhodes y de Chamberlain.
—¡Como que para eso se reparten los destinos y los valores sudafricanos!
—De todos modos, siempre queda el recurso de fundar un periódico nuevo para hacer la campaña.
—Un periódico no se funda sin dinero.
—Pero teniendo esos datos se encuentra dinero.
—Así lo creo.
Nuevo silencio.
Son las seis de la mañana.
El periódico ha entrado en máquina.
Los redactores debían estar ya en sus casas.
¿Qué esperaban?
Uno de ellos nos lo va a decir.
—Mucho tarda el señor director.
—Más de la cuenta.
—Lo cierto es que para dar esas cartas y recibir el dinero no hacía falta tanto tiempo.
—¡Cualquiera diría que se trata de cuatro reales!
—Es que el director es un águila en eso de contar dinero..., y cien billetes de cien libras se cuentan en dos minutos.
—Tú no cuentas más que las nuestras. ¿Y las del director?
—Sí; lo menos que coge son otros cien billetes para él solo.
—¡No es mal pellizco el que le damos a Chamberlain!
—No es malo. Después de este golpe me parece que me retiro de la prensa.
—¡Con mil libras!
—Con mil libras.
—Muy modestas eran tus pretensiones.
—No creas que es modesto. Lo que pasa es que mientras tú y yo gastábamos alegremente cuanto dinero caía en nuestras manos, él lo guardaba, y a éstas fechas ha de tener un pico respetable.
—¡Ladrón!
—¡Usurero!
—¡Judío!
—No todos han de ser como vosotros, perdularios, que no tenéis bastante ni con el dinero de Rothschild. Yo soy más modesto. Por eso pienso retirarme.
—¡Qué idiota!... Después de estas mil libras ya caerán otras mil, y mientras tú te pasas la vida lleno de privaciones, por temor a que te falte el dinero después de que te hayas muerto, yo me voy a Italia a gastarme estas libras con Raquel. ¡Vaya una morena, camarada!
—Yo me contentaré con beberme en tres meses un millar de botellas de champagne.
—Yo me las jugaré a la ruleta.
—Yo valgo más que vosotros, porque mi querida bebe, fuma y juega como yo, y entre los dos resumimos todos los vicios capitales.
—¡Qué mal anda la mía de ropa!
—¿Que anda mal?... ¿Y los tres trajes que la regaló hace quince días ese señor ruso?
—¡Canalla, no hables así!
—¡Qué bruto eres!... Al demonio se le ocurre creer en la fidelidad de una mujer aficionada al lujo y a la que no le das dinero.
—Bueno, señores, no disputemos.
—Me parece que has dicho señores; entre nosotros no hay necesidad de llamarnos así.
—Harto sabemos que esto es una cueva de bandidos.
—¡Pobre irlandés el hombre de las gafas!
—Yo le juré solemnemente publicar esos documentos.
—Y todos.
—Y el hombre parecía dar crédito a nuestros juramentos.
—¡Qué sé yo!
—A mí ese irlandés me ha parecido una trucha.
—Un trucha, no; porque hubiera cobrado algo por los documentos.
—Tal vez fuera su propósito único darlos a conocer.
—¿Y qué adelanta con eso? Aquí todos sabemos las interioridades de Chamberlain y de Cecil Rhodes. Y eso ni a ellos mismos les importa un bledo. La cuestión es que no se dé el escándalo.
—¡Sería tremendo!
—¡Mayor que el Panamá!
—¿Conocéis el informe de la comisión del Parlamento encargada de dictaminar acerca del asunto Jameson?
—Todos lo conocemos.
—¡Pues no sería mal escándalo demostrar que miente el informe cuando asegura que Chamberlain no sabía ni palabra del complot!
Nuevo silencio.
Oyéronse pisadas en la escalera.
—¡El dinero! —exclamaron todos levantándose como electrizados.
Para comprender el estado de ánimo en que se encontraban los redactores de
En la primera y segunda parte de esta obra hemos oído hablar a los afrikanders de la Gricualandia, a Cecil Rhodes y a los millonarios de Johannesburgo de los periódicos ingleses.
Pero ha sido incidentalmente cuando la influencia de los periódicos ha sido decisiva.
Los redactores de
Por aquella época, primavera de 1899, toda la prensa inglesa padecía del más furioso jingoísmo.
Al hablar de los boers los calificaban de gentes sucias, groseras, embrutecidas por el alcohol, feroces, sanguinarios, enemigos de los ingleses en tales extremos, que el mayor placer de un boer era molestar a un inglés, y hasta asesinarlo, si podía contar con la inmunidad.
En cambio, los millonarios de Johannesburgo, y todos los ingleses en general, eran pintados como desgraciadas víctimas de la rapacidad de los funcionarios boers.
De un periódico inglés es este párrafo que caracteriza el punto de vista en que se colocaban los periódicos ingleses para juzgar los asuntos del Africa del Sur:
«¡Pobre Cecil Rhodes!... Una vida entera empleada en el Africa del Sur: ¡y con qué actividad! Gracias a él se ha regularizado la producción de los diamantes, limitando un exceso que habría perturbado el comercio internacional arruinando ramo tari importante. Gracias a él y a sus iniciativas han conseguido hacerse remuneradoras las compañías auríferas. Gracias a él Johannesburgo ha llegado a tener 120.000 habitantes. Gracias a él la civilización penetra en el centro de Africa, por medio de su empresa la «Chartered». Gracias a él posee el Africa del Sur una red vasta de ferrocarriles secundarios. Gracias al desarrollo que él ha dado a las empresas mineras del Transvaal el presupuesto de esa República ha decuplicado en estos últimos diez años. Gracias a los impuestos que pagan las compañías mineras, han podido enriquecerse millares de funcionarios transvaalenses... ¿Y cómo pagan los boers los beneficios que le deben? ¿Cómo pagan a un hombre que les ha sacado de su abyección para colocarles en condiciones de vivir a la europea?... Asistamos a cualquiera de las reuniones que celebran en el Africa del Sur los boers o afrikanders de raza holandesa. Uno de los oradores negará la soberanía que de derecho corresponde a Inglaterra en aquellas regiones. Otro proclamará la absoluta independencia del Transvaal y del Orange. El de más allá condenará nuestro grandioso imperialismo... Pero en lo que estarán todos conformes es en pedir la muerte de Cecil Rhodes; el hombre que más bien ha hecho.»
En cambio, seis años antes Cecil Rhodes merecía muy poca simpatía a los periódicos ingleses.
Se hablaba de los millonarios juzgándoles explotadores de los boers y de los negros.
Cecil Rhodes aparecía como un aventurero que en el río revuelto de los grandes negocios había conseguido enriquecerse.
Su «Chartered» se representaba como una compañía creada por el agio contra el gobierno y los capitalistas tontos.
Por aquella época Inglaterra pensaba muy poco en el Transvaal.
El espíritu público no creía en sus minas.
El crack de 1889 había escarmentado en cabeza ajena a los ingleses.
Sabido es, en efecto, que los franceses y alemanes habían perdido más de dos mil millones de francos en valores sudafricanos, porque su codicia les había hecho pagar a precios fantásticos acciones de compañías fundadas más con el propósito de explotar la tontería humana que no el subsuelo del Transvaal.
Si a un inglés de 1894 se le hubiera preguntado cuál era su opinión respecto de las minas del Transvaal, habría respondido imperturbable señalando al bolsillo:
—Aquí está la mina que quiere explotar el bueno de Cecil
Rhodes, pero que se vaya a París o a Berlín, ¡en Inglaterra no hay tontos!
Se sabía que, efectivamente, había en el Transvaal filones de cuarzo aurífero, pero se creía que los relatos hechos de las riquezas del Transvaal eran todos exagerados con el propósito de dar a los capitalistas cándidos el timo del entierro.
Pasan cinco años y todo cambia.
En la Bolsa de Londres y en los bolsines de Manchester, Birmingham, Liverpool, Glasgow y de todas las grandes ciudades inglesas se cotizan preferentemente acciones del Transvaal.
Por todas partes de Inglaterra no se habla más que de descubrimientos de nuevas minas de oro en diferentes puntos del Africa del Sur.
Hay capitalista que vende todos sus valores en empresas europeas para comprar acciones de empresas domiciliadas en Johannesburgo.
Imposible convencer a un comerciante retirado de que debe emplear sus capitales en tierras o en acciones del Banco de Londres.
—El Banco de Londres no produce más que el dos por ciento anual —responde, despreciativamente.
Y luego exclama con aire triunfal:
—¡Acciones de la mina Ferreira!... ¡Ese sí que es dinero bien empleado! ¡Un amigo mío pagó las acciones hace un año a una libra y tres chelines, ¡hoy valen a siete libras y media, después de haber cobrado el cuarenta por ciento de dividendo.
Hasta las criadas en cuanto ahorran dos libras las empleaban en una acción de una compañía transvaalense.
Se llegó a decir que la cantidad total de oro que encerraba el subsuelo del Transvaal ascendía a más de cuatro mil millones de libras esterlinas, ¡más de cien mil millones de pesetas!
Y esta cifra tenía fascinados y locos a los ingleses.
No se hablaba más que del Transvaal; no se vivía más que para el Transvaal; no se trabajaba más que para tener dinero que emplear en las empresas del Transvaal.
¡Era la locura, la mayor locura que jamás ha azotado el cerebro de ese pueblo inglés, tan frío y tan impasible en otro tiempo!
—¿Quién había efectuado esta transformación?
A esta pregunta se puede responder categóricamente con una sola frase:
La prensa británica.
¿Cómo se había efectuado?
La clave de esta transformación la tiene Cecil Rhodes.
Cuando el Napoleón del Cabo se enteró de que para la prosperidad de sus empresas, y, sobre todo, para que el Gobierno inglés pudiera comprarle la compañía «Chartered» ese mal negocio en que tantos millones se habían enterrado, cuando comprendió que necesitaba que Inglaterra se anexionara al Transvaal para el logro de sus ambiciones, vio que el único medio de hacer en Inglaterra una opinión favorable a sus proyectos era censeguir el apoyo de la prensa.
Apuntaba entonces en la opinión inglesa la idea imperialista.
Pero el imperialismo inglés era todavía muy romántico; se limitaba entre los individuos de raza anglosajona desparramados por el globo.
El periódico representante del imperialismo inglés era por su abolengo
Desde este periódico comenzó a influir Cecil Rhodes, granjeándose el apoyo de la escritora miss Shaw, que en dicho gran diario de autoridad inmensa dirige la sección de política colonial.
La señora Shaw recibió de la «Chartered» encargo de apoyarla en sus gestiones cerca de la opinión y de los periódicos.
¿Qué recibió por este servicio dicha señora?
Esto no se sabe.
Lo que sí se sabe, por haberlo referido periódico tan respetable, es que a contar de aquella fecha la señora Shaw vivió en Londres como una millonaria yanki, viviendo en uno de los palacios más espléndidos de la célebre calle Picadilly, y celebrando frecuentemente en su morada magníficas reuniones, a las que concurrían los hombres de más influencia en las letras, la prensa, la política y la nobleza.
Poco después de
Dicho periódico era uno de los más entusiastas imperialistas y muy afecto a la personalidad de Chamberlain.
Es el leído por las multitudes de las calles, mientras que
Cada uno de los dos periódicos adoptó diferente actitud para defender la misma causa.
Respecto de la cuestión diplomática, exageraba igualmente la importancia del papel que le correspondía a Inglaterra en la colonización del Africa.
El
Hoy era un inglés ahorcado por tres bandidos boers; mañana otro preso desde hace un año, al otro día hacía un llamamiento al pueblo inglés en favor de sus hermanos las víctimas
De cuando en cuando los periódicos sensatos desmentían semejantes noticiones.
¿Qué importaban estas rectificaciones al periódico?
El
Después de
¿Por qué?
Tampoco se sabe a ciencia cierta, pero un periódico americano, el
Y en dicho mes y en los dos anteriores la
Sin embargo, todo esto no bastaba.
Los periódicos que tanto se ocupaban de los asuntos del Transvaal para exaltar la personalidad y las empresas de Cecil Rhodes eran solos algunos londonenses.
Y eso bien se vio cuando el asunto Jameson, pues mientras algunos diarios le llamaron héroe y libertador, gran número condenaron su aventura calificándole de aventurero y de criminal y pidiendo contra él severísimo castigo.
Fueron éstos momentos críticos para Cecil Rhodes y para Chamberlain.
De todos los lados de Inglaterra salieron voces generosas en demanda de que se respetara su independencia a los estados jóvenes del Africa del Sur.
Se pidió, por todas partes, que el Parlamento se informara minuciosamente de lo ocurrido en el Transvaal para castigar a los culpables de esa aventura que deshonraba el sentido jurídico inglés.
El Parlamento, aunque compuesto en su mayoría de amigos y admiradores de Chamberlain, votó el nombramiento de una comisión investigadora.
Chamberlain y Cecil Rhodes parecieron bajar la cabeza y someterse a la voluntad nacional.
Pero los pobres boers no tenían a nadie interesado en defenderlos, mientras que eran ya muchos los periódicos ingleses interesados en los negocios de Cecil Rhodes, que había sabido repartir hábilmente cientos de miles de acciones de sus empresas.
Pasó la avalancha de justicia; se nombró la comisión investigadora; se llevaron despacio las investigaciones; la prensa se ocupó de otros temas y Cecil Rhodes comenzó a funcionar nuevamente.
Al principio se contentó con ir reduciendo al silencio a los periódicos enemigos. Después les hizo hablar en favor suyo.
Las revistas financieras dedicaban preferente asunto a las empresas mineras del Transvaal.
Los periódicos diarios hicieron lo mismo.
Todo se volvía en unos y otros discutir el rendimiento de los cuarzos auríferos.
Y así, poco a poco se fue interesando el público en los asuntos del Transvaal.
Cuando la prensa caldeó el asunto, los tenedores de acciones comenzaron a quejarse de que los dividendos no correspondieran a las esperanzas que los periódicos les habían hecho concebir.
Cecil Rhodes inventó una respuesta magnífica: la de que si las empresas no producían dividendos era porque los impuestos percibidos por el Transvaal resultaban exorbitantes.
Para demostrar esto se publicaron estadísticas y así comenzó a hacerse en la opinión inglesa la hostilidad contra la independencia de las Repúblicas sudafricanas.
—¡Es preciso acabar con Kruger! —decían los accionistas, crédulos al ver que no cobraban intereses.
Algunos no se conformaban con las explicaciones que daban los periódicos afectos a Cecil Rhodes y reuniéndose comisionaban a alguien para que estudiara el verdadero estado de las compañías mineras.
El comisionado hacía el viaje al Transvaal.
Al llegar a Johannesburgo se encontraba con las quejas y los ayes de las compañías contra Kruger.
Si no era muy listo, se conformaba con esas quejas y decía a sus compañeros que, en efecto, Kruger era la causa de que las acciones no produjeran dividendos.
Si averiguaba que la causa de la no producción de las acciones era la de que las minas no valían, ni con mucho, lo que decían las compañías, entonces los millonarios directores de las empresas le hacían esta pregunta:
—¿Qué va usted ganando por decir que estas minas no tienen valor?
El comisionado contestaba:
—Tanto.
—Pues le damos el cuádruple si dice usted que las minas son inmejorables y que la única causa de que las acciones no produzcan renta no consiste en lo excesivo de los impuestos que pagamos al gobierno de Kruger.
Y si no por el cuádruple, el comisionado se vendía por el quíntuple.
No quiere decir esto que todos los periódicos ingleses se vendieran al oro de Cecil Rhodes.
Es posible que todos los millonarios ingleses del Transvaal no tuvieran, entre el propio y el ajeno, bastante dinero para comprar la totalidad de los periódicos ingleses.
Y hay periódicos, preciso es reconocerlo, que no se venden ni por poco ni por mucho.
Pero la prensa, que es la directora de la opinión, se divide, a su vez, en directora y dirigida.
Por regla general, los pequeños periódicos de provincias no tienen más opinión que la que aprenden en los grandes periódicos de Londres; unos porque en las cuestiones de política general se limitan a extractar o a copiar lo que dicen los grandes periódicos; otros porque tienen corresponsales en Londres, que son los que les informan de las cuestiones políticas con el criterio de los grandes periódicos, a cuya redacción pertenecen; otros, porque, dada su humildad, no se atreven a oponerse al criterio de los periódicos más autorizados, y los más porque juzgan que no son los periódicos los que forman la opinión, sino que es la opinión la que informa a la prensa y piensan que oponerse a lo que dicen los periódicos de Londres es colocarse frente a la opinión.
Quedaron siempre algunos periódicos irreductibles; pero a éstos se los hizo callar a fuerza de insultos.
El periódico inglés que no hacía la causa de Cecil Rhodes y de Chamberlain era acusado por los otros de traidor a la patria.
En vano procuraba defenderse.
Los periódicos enemigos reproducían los ataques, pero guardaban profundísimo silencio respecto de las defensas.
Y así se llegó a tal estado de opinión, que cuando una vez en la plaza de Trafalgar quisieron varios oradores celebrar un
¿Qué extraño que los periódicos no imperialistas se limitaran a defender humildemente sus ideas si temían diariamente que las multitudes o los agentes de Chamberlain apedrearan sus redaciones y apalearan a su personal?
Y ahora hablaremos del negocio que traían entre manos los redactores de
Para comprender completamente la conversación verificada entre los redactores de
La escena se verifica en la antesala de la misma redacción.
Son las once de la noche.
—¿El señor director? —pregunta un caballero al ordenanza.
—No sé si podrá recibirle; a estas horas suele encontrarse muy ocupado.
No es fácil, en efecto, llegar a hablar con el director y los redactores de
Tan acosados se hallan por los acreedores, que el ordenanza del periódico tiene orden de no recibir a nadie sin convencerse previamente de que no se trata de ningún acreedor.
Entra el ordenanza y sale al poco rato, diciendo:
—El señor director se encuentra, efectivamente, muy ocupado; pero si tiene usted la bondad de darme su tarjeta y de indicarme el objeto de su visita...
—Mi tarjeta es inútil, porque el director no me conoce, pero puede usted decirle^que vengo a hablarle de negocios.
—¡Ah!..., pase usted, pase... y ya veremos si el señor director. ..
Pasaron al visitante a una salita, en donde se sentó.
Al cabo de pocos segundos oyó ruido de pasos y le pareció como que alguien le observara por detrás de una puerta de cristales.
—¿Me tomará por un acreedor este sinvergüenza? —se preguntó el visitante.
Apareció el director.
El tipo era verdaderamente repugnante.
Figúrense ustedes un caballero de cincuenta años, alto, inmensamente gordo, lleno de grasa, que le colgaba del vientre, de los carrillos, del cogote, de todas partes, con ojos carnosos, medio cerrados por párpados amoratados, nariz achatada, labios muy abultados, descubriendo dientes, que a no ser negruzcos, pocos y mal avenidos serían modelo de dentaduras.
En su rostro había recuerdos de todos los vicios.
Nuestro visitante no pudo reprimir al verle una mueca de asco.
—¿El señor director?
—Servidor de usted. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
—Esto no le interesa, sino lo que vengo a decirle.
—Usted dirá.
—En pocas palabras. ¿Tiene usted noticias acerca de los resultados del informe que está emitiendo la comisión nombrada por el Parlamento para dictaminar acerca de los orígenes de la invasión Jameson?
—Ya sabe usted que aún no se ha publicado el informe, pero creo conocerlo en líneas generales.
—Entonces ya sabrá usted que el Parlamento británico declara solemnemente que Chamberlain no ha tenido conocimiento del complot Jameson durante el período de su desarrollo.
—Perfectamente.
—¿Y si el Parlamento británico se equivoca?
—Es muy posible.
—¿Y si Chamberlain es perjuro?
—También es posible.
—¿Y si Chamberlain hubiera sido uno de los principales organizadores del complot?
—Posible, posible..., pero faltando las pruebas y apoyando la opinión a Chamberlain, como le apoya, no hay más remedio que conformarse con la verdad oficial.
—¿Y si pudiera demostrarse la culpabilidad de Chamberlain?
—¡Caramba!
—¿Y si yo le proporcionara las pruebas?
—¡Demonio!
Y el director de
—¿Con que me puede usted proporcionar esas pruebas?
—Ya lo se lo he dicho..., pero con una condición.
—Usted dirá.
—Hablemos entonces y le suplico que me conteste con lealtad a las preguntas que voy a hacerle. ¿Es cierto que su periódico es hoy un negocio perdido?
—¡Hombre!
—Sea usted franco.
—Pues, efectivamente, el periódico está en baja.
—Diga usted que no lo lee nadie y habrá salido la verdad de sus labios.
—Usted está dudando de la popularidad de mi periódico.
—Hablemos claramente; ni el periódico de usted se lee, ni siquiera le importa gran cosa que se lea. Lo que a usted le interesan son los negocios... Saber que tal funcionario desfalca, que tal contrata con el Estado es irregular, etc., etc.
—No voy a poder seguir escuchándole si continúa usted insultándome; me parece haberle oído decir que venía usted a hablar conmigo de negocios.
—Y a eso voy. El caso es que con un periódico que no se lea no puede usted aspirar a hacer negocios, porque ¿qué puede importarle al funcionario ladrón que publique usted sus robos, si nadie ha de leer la noticia, y si los otros periódicos no han de secundar la campaña de un diario desprestigiado?
—No es del todo cierto lo que usted dice.
—Pero sí lo es que para comprar otro periódico hacen falta muchos miles, mientras a usted se le tapa la boca por cuatro pesetas.
—¡Qué quiere usted!... ¡Los tiempos están malos!
—Figúrese usted, en cambio, que
—¿Y tiene usted el secreto para proporcionar a este periódico esa tirada prodigiosa?
—Sí que le tengo.
—Es verdad que empleando dinero en el periódico, mejorando la redacción y los servicios, trabajando el anuncio, acaso se podría.
—Pues yo puedo proporcionar ese dinero.
—¿De veras?... Usted es un hombre.
—Sí, señor; puedo proporcionar ese dinero facilitándole las pruebas de la culpabilidad de Chamberlain.
—Muy agradecido.
—Pero con una condición.
—Usted dirá.
—La de que me prometa usted solemnemente publicarlas en su periódico.
—¿Y esas pruebas?
—Son las siguientes.
Y el visitante, que no era otro que el irlandés O’Kelly, sacó un fajo de documentos.
En un momento los ojeó el director.
—¿Sabe usted que estos documentos son de un interés extraordinario?
—Ya lo creo. ¡Como que son la copia de los telegramas cambiados entre Londres y la Ciudad del Cabo relativos a los preparativos de la expedición Jameson!
—¿Y son auténticas estas copias?
—¡Como que están tomadas en las oficinas del cable!
—¿Por usted mismo?
—No, sino por un amigo mío.
—Pero hay muchos telegramas cifrados.
—¡He aquí la clave! —dijo O’Kelly, alargando un papel.
—¡Magnífico!
—¿Quiere usted que le ayude a descifrar un par de telegramas?
—Me hará usted un servicio.
El irlandés O’Kelly y el director de
Cuchicheaban en voz baja, al mismo tiempo que marcaban en un papel las letras correspondientes a las cifras que se leían en las copias de los cablegramas.
Al fin pudo leerse en un papel:
«Chamberlain me ha dicho que convendrá ampliar hasta cien mil la nueva emisión de acciones de la ”Chartered”, si hemos de encontrar en la prensa todo el apoyo que esperamos.»
—Este cablegrama no es de los más característicos —dijo O’Kelly—. ¿Quiere usted que descifremos otro?
—¡Muy bien!
Efectivamente, hízolo así O’Kelly, y leyó al cabo de diez minutos:
«Anticipe el golpe Jameson y no lo retrase de ningún modo, porque Chamberlain teme que surja, caso de retrasarse, la intervención de Alemania.»
—¡Este cablegrama es decisivo! —exclamó alborozado el director de
—¿Cree usted que basta la publicación de estos documentos para centuplicar la tirada de un periódico?
—¡Ya lo creo!... ¡Como que el escándalo sería monumental en todo el mundo!
—Pues le cedo a usted gratuitamente estos documentos, a condición de que los publique.
—Se lo prometo a usted solemnemente.
—Quédese entonces con ellos y no tenemos nada más que hablar.
Y dichas estas palabras, el irlandés O’Kelly se despidió del periodista.
Pero al darse la mano los dos se sonrieron.
—¿Por qué?
¡Centuplicar la tirada del periódico!
¡Valiente cosa se le importaba al carnoso director de
¡Como si fuera posible semejante empresa!
¡Apenas había que vencer dificultades para lograrlo!
Claro está que si otro periódico cualquiera se hubiera decidido a publicar documentos de tanta importancia como los que demostraban las falsedades y trapacerías del ministro Chamberlain, hubiera aumentado considerablemente su tirada y en muy corto plazo de tiempo.
Mas para eso se necesitaba que
Pero
Estaba escrito por diez periodistas de última fila, tan llenos de vicios como faltos de ideas y de habilidad profesional.
Tiraba muy pocos ejemplares y a no ser por los negocios que caían de cuando en cuando y porque sin el periédico se morían de hambre el director y los redactores, haría largo tiempo que
Pero todos lo defendían con la tenacidad que presta el hambre aun a las gentes más viciosas, y
Estas reflexiones se hizo su director cuando salió del despacho nuestro amigo el irlandés O’Kelly.
—La verdad es que hubiera sido admirable publicar estos documentos. Acaso, acaso se conseguiría colocar a
Esto se le ocurrió por un momento al director de
Aun los hombres más envilecidos sienten a ratos ganas de proceder honradamente... y en los periodistas y escritores, por degradados que se vean, siempre queda el amor al periódico y a la pluma; siempre perdura el anhelo de que consigan éxito las empresas acometidas por la pluma, aunque, como se lo hemos oído decir a un redactor de
Mas ya hemos dicho que este pensamiento cruzó muy rápidamente por la inteligencia del director.
Aunque hubiera querido mantenerse en el honrado propósito de cumplir la palabra dada a O’Kelly no lo habría conseguido.
En efecto, a los pocos minutos se presentó una mujer en la redacción, llamando al director.
Apareció de nuevo en el despacho de marras y la mujer le dijo con tono que encerraba una amenaza:
—Necesito mil libras.
—¿Te has vuelto loca?
—Te digo que si no me das lo que te pido me marcho mañana. ¡Vaya!... Estoy ya cansada de aguantar miserias. No es esto lo prometido.
—Mujer, ¡ten paciencia! Ya sabes que estoy sin un céntimo.
—Ea, no aguanto más... y si no accedes a lo que te pido...
E hizo la mujer el ademán de marcharse.
Era ella dama que a juzgar por el aspecto más bien estaba en situación de regalar dinero que no de mendigarlo.
Vestía una magnífica salida de teatro, y pelo, cuello, dedos y muñecas estaban materialmente atestados de alhajas.
Defendía la belleza decadente de sus treinta y cinco años, a fuerza de menjunjes, afeites y pinturas, sin que las artes del tocador bastaran a disimular aceptablemente los desperfectos de los años.
Como se habrá adivinado por lo confianzudo del diálogo, se trataba de la amante del director.
Y al mismo tiempo de una vengadora de la sociedad.
Porque así como el director era implacable con sus víctimas, cuando éstas le negaban el dinero que las pedía para no emprender contra ellas escandalosas campañas, así era ella implacable para con el obeso director de
Y todo el dinero que él ganaba era poco para los lujos de ella, que dominaba a nuestro hombre como a un niño.
Al ver el ademán de despedida que le hizo su amante, el director de
Porque no era la primera vez que su querida le había abandonado porque no pudo acceder a sus exigencias, sino que en tres o cuatro ocasiones se había marchado a Londres, dejando al periodista loco de abandono y de celos.
Y tan pronto como el director hacía algún dinero, empleábalo en comprar alhajas y en irse a Londres cargado de regalos con que seducir a su infiel amada.
—Comprende, mujer, mi situación. No tengo un céntimo, te lo juro.
—¡Vaya un periodista!... Si yo fuera hombre y director de periódico, a este rato no me faltarían nunca mil libras!
—Yo no te digo que me falten siempre. ¡Si tuvieras paciencia...!
—¡Paciencia! ¿Y no he tenido bastante? Busca ese dinero si no lo tienes.
—Lo buscaré, mujer.
—¿Para mañana?
—Es imposible; espérame ocho días.
—¿Te has vuelto loco? Espero ese dinero para mañana, y si no me lo das, ya sabré yo buscarlo en Londres.
—Mujer, espérame seis días.
—Ni seis, ni cuatro...
—¡Cuatro..., cuatro días siquiera!
—¡Vaya!... ¡Que no!..., no seas pesado.
—¡Tres días, te lo pido por lo que más quieras!
—¡Pues no puede ser!... Me voy mañana.
El director estaba medio muerto de espanto.
No concebía la vida sin esa mujer.
Y dijo, casi con lágrimas en los ojos:
—Un favor supremo... Mira, tengo entre manos un negocio, pero me parece muy difícil realizarlo en menos tiempo de cuarenta y ocho horas... Si me quieres aguardar hasta entonces, te doy palabra de darte esas mil libras.
—¿Me lo prometes?
—Te lo juro.
—Que no faltes.
Y tendió la mano en señal de despedida.
—¿No me das un beso? —preguntó el director.
—Te lo daré cuando me hagas ese regalito; ya sabes, toma y daca, como en el buen comercio.
Y sonriendo, para enseñar los dientes blancos, se marchó.
Los escrúpulos del director, que de por sí no eran muy grandes, se habían disipado ante los apremios de su amante.
Y dando algunas indicaciones al periodista encargado de la confección del diario, respecto a lo que debía escribirse aquella noche, y revisando por encima los documentos que O’Kelly le había confiado, el director de
Media hora después se encontraba nuestro hombre en el
Avistóse con uno de sus amigos y le preguntó:
—¿Sabe usted si Chamberlain se encuentra en Birmingham?
—Me parece que no, porque de estar habría parecido por aquí.
—¿Vendrá uno de estos días?
—Es posible y hasta probable, porque he oído a no sé quién que en estos días iba a celebrar una entrevista con Jesse Collins.
Jesse Collins es el secretario inseparable del ministro Chamberlain.
—¿Dónde vive Jesse Collins?
Y en cuanto supo las señas se puso en camino.
Como vemos, el director de
Al llegar al domicilio, preguntó al portero:
—¿Está en Birmingham el señor Collins?
—Sí, señor; esta tarde ha llegado procedente de Londres.
Subió la escalera y le dio su tarjeta al primer criado que encontró, diciéndole:
—Dígale que se trata de un asunto urgentísimo.
Al cabo de un momento le dijo el criado:
—El señor Collins me dice que va a acostarse y que ya hablará con usted otro día.
—Dígale que mañana será ya tarde.
Y pensó:
«¿Se habrá figurado que vengo a pedirle diez miserables libras, como otras veces?... Pues lo que es ésta no me trata como un mendigo.» Y escribió en su tarjeta:
«El asunto que me trae no admite aplazamientos. Piense usted que de no recibirme esta noche pudiera pesarle la determinación.»
Fue lo bastante.
Al aparecer nuevamente el criado, exclamó:
—Pase usted.
Hízolo así nuestro hombre.
—¿Qué le trae a usted por aquí con tanta urgencia? —preguntó el señor Collins.
Collins, el secretario de Chamberlain, es una de las personalidades más salientes de Inglaterra.
Nacido en Birmingham, país fecundo en especuladores y en contratistas, de la edad de Chamberlain, diputado en la misma legislatura y por idéntico distrito, se había resignado desde su juventud a hacerse indispensable al después ministro de las Colonias.
Y lo había conseguido.
Ministro y secretario formaban indisoluble sociedad; pero los dos socios desempeñaban cargos muy distintos.
Chamberlain era el idealista de los grandes negocios y de las fantásticas combinaciones.
Su palabra incisiva desconcierta a los adversarios.
No hay causa que no se halle dispuesto a defender, y como conoce mejor que nadie los secretos y las miserias de cada uno de los diputados que le escuchan, la victoria le acompaña infaliblemente en las batallas parlamentarias.
Pero Chamberlain es, ante todo, un teorizante de las cosas prácticas.
La verdadera práctica la tiene Collins.
El es quien a la sombra de Chamberlain prepara los negocios, espía a los enemigos, negocia las contratas y se entiende con los periódicos y con los diputados que pueden ser molestos.
Y por eso, mientras Chamberlain, a pesar de los inmensos negocios que realiza, suele estar apurado de fondos, Jesse Collins es rico como un Nabab.
Y volvamos a la conversación con el periodista, que le respondió:
—El negocio que me trae es bien sencillo. Me consta que Chamberlain preparó con Cecil Rhodes la expedición Jameson.
—¿Y para eso viene usted a molestarme? —replicó Collins en tono áspero.
—Para esto..., y para decirle que he prometido publicar una lista de los documentos que prueban esa complicidad de Chamberlain.
—¡De veras! —exclamó Collins con acento de incredulidad.
—Señor Collins, no estamos ni usted ni yo para perder tiempo en discreteos. Vengo a decirle que poseo una serie completa de los telegramas cambiados entre Londres y el Cabo con relación al asunto Jameson y que poseo también la clave para los cablegramas cifrados.
—¡Hola, hola!
—...Y se convencerá usted viendo estos dos telegramas.
Y, efectivamente, el periodista mostró a Collins los dos telegramas que había descifrado con O’Kelly.
Collins al leerlos se puso bruscamente pálido.
Comprendía que la publicación de esos telegramas desprestigiaría definitivamente a Chamberlain, incapacitándole, así como a sus amigos, para volver a intervenir en los negocios públicos.
¡Y Collins tenía cariño a la política!
De pronto tuvo un pensamiento y se levantó, alargando la mano como para hacer sonar un timbre.
El periodista le detuvo el brazo.
—Señor Collins, eso no se puede hacer conmigo. Le conozco a usted demasiado para no haber puesto en lugar seguro los documentos que poseo.
Collins volvió a ponerse pálido.
Su pensamiento, efectivamente, había sido llamar a dos criados para que despojaran al periodista de documentos que tanto podían perjudicarle.
—No era esa mi intención —contestó con cierta humildad.
—Me alegro —respondió secamente el director.
—¿Y decía usted que ha prometido publicar esos documentos?
—Y los publico, efectivamente, a menos que usted no me los compre.
—¿Precio?
—No es mucho: ocho mil libras.
—¡Demonio!... ¿Y no podía ser menos?
—Ni un céntimo.
Largo rato estuvieron discutiendo la cuestión del dinero.
Al fin la conversación se hizo más plácida.
Los bribones generalmente acaban por entenderse.
—Y ahora —dijo Collins—, ¿quiere usted decirme quién le ha proporcionado esas copias de cablegramas?
—La verdad —contestó el periodista—, no lo sé. Se me ha presentado esta noche, me ha exigido que le dé mi palabra de publicarlos y se ha marchado.
—¿Sus señas?
—Un hombre de cuarenta años, alto, fuerte, que habla con acento irlandés y es posible que lo sea.
—¿Y no le ha pedido dinero por los documentos?
—Ni un penique.
—Entonces no es hombre de negocios..., ¡malo!
—¿Por qué malo?
—Porque si no es hombre de negocios demuestra tenernos odio... y el odio no se aplaca por dinero.
—Repare el señor Collins en que yo no vendo más que mi silencio; del silencio de ese sujeto no puedo responder.
—Está bien; yo no tengo más que una palabra: sólo que usted no tendrá ningún inconveniente en que me defienda contra las posibles indiscreciones de ese sujeto.
—Perfectamente; nada tengo que oponer a esa demanda. Con que mañana, a las ocho de la noche, haremos el cambio; usted me da ocho mil libras y yo le facilito los documentos consabidos.
—Muy bien; mañana a las ocho le espero a usted en mi casa.
—No, en su casa, no.
—¿Tiene usted desconfianza?
—En cuestión de negocios no hay amigos. Si yo vuelvo a esta casa llevando encima esos documentos se le podría antojar a usted cogérmelos sin remuneración alguna.
—¿Y dónde quiere usted que hagamos el cambio?
—En la redacción de mi periódico y viniendo usted en persona y sólo trayendo las ocho mil libras en billetes y no en cheques, ni letras, ni ninguna otra clase de documentos.
—¡Tanta desconfianza! ¿Y si yo, a mi vez, me sintiera desconfiado?
—No lo entiendo.
—¿Y si a usted, a su vez, se le antojara apoderarse de mis ocho mil libras y no darme los documentos?
—Eso no es posible por llamarse usted Jesse Collins y ser amigo de Chamberlain. ¡Poco que se revolvería la policía en caso de que usted fuera objeto de un atentado en la redacción de mi periódico! Mientras que si fuera yo el atropellado por usted, ¿quién se iba a ocupar de este pobre director de un periódico sin lectores? Las circunstancias no son las mismas para los dos. Con que le espero a usted en mi redacción, mañana a las ocho de la noche.
—Bueno, hombre, bueno; allá me iré.
Adiós, amigo.
Pero ya sabemos que día y medio después de haberse celebrado esta conferencia, los redactores de
¿Era que el director no quiso darles ninguna parte?
¿Y cómo se habían enterado de la existencia del negocio?
Cuando O’Kelly salió de la redacción de
—¿Y qué tal?
—Como me lo figuraba; el director ha prometido publicarlos, pero ya verás que no los publica. Me ha parecido un perfecto sinvergüenza.
—Eso ya nos lo figurábamos. Y ¿qué hará con ellos?
—Pues proponer su venta a Chamberlain, e inmediatamente.
—Entonces yo me encargo de seguir sus pasos.
—Y yo de fastidiarle la combinación.
—El caso es que va a ser difícil que ningún periódico inglés los publique.
—¡Ya los publicarán los extranjeros!
—Pero antes que nada hay que llevar las cosas hasta el fin.
—De eso me encargo... Pienso, sin embargo, en que tal vez fuera conveniente que visitaras tú a algunos de los redactores, porque es más que probable que Chamberlain haga detener a los poseedores de los documentos.
—¡Y sí supieran lo que nos han costado!... Y a propósito, ¿estará ya en América el empleado del cable que nos proporcionó estas copias?
—Sí, aunque nada ha telegrafiado, pero se embarcó en Quees-town hace ocho días... y ya ha debido llegar a Nueva York.
—Al pelo, entonces; estemos ojo avizor para ver a dónde se marcha ese bribón.
Y callaron los conspiradores, sumiéndose en sus pensamientos. No era empresa fácil la que perseguían.
Porque Chamberlain es una especie de héroe para la mayoría de los ingleses, y, por razones ya explicadas, era muy difícil que ningún periódico serio publicara las pruebas de su complicidad en el escandaloso asunto Jameson.
¿Cómo arrebatar a todo un pueblo su creencia en ese hombre?
¿Publicando los comprometedores documentos en periódicos extranjeros?
La cosa era fácil, pero tenía el inconveniente de que ningún periódico inglés reproduciría lo insertado en los extranjeros.
¿Publicándolos en periódicos irlandeses?
Muy difícil, porque esos pobres periódicos se encuentran bajo la férula del poder militar y carecen de libertad para emprender campañas personales de tanta resonancia.
No le quedaba más recurso que intentar en Inglaterra su publicación e interesarse luego en que llevaran la cuestión al Parlamento algunos de los enemigos de Chamberlain.
Pero en este asunto había que proceder con cautela.
Porque ¿cuáles eran los verdaderos enemigos de Chamberlain?
He aquí el misterio, porque no lo eran todos los que lo parecían.
Muchos de sus enemigos políticos, acaso los que más le fustigaban en el Parlamento, eran asociados de Chamberlain en cuestiones de negocios.
En la Cámara de los Comunes le denostaban públicamente y luego, en los pasillos, concertaban los chanchullos con la mayor amistad.
—¡Así es la vida!
¡A este punto se lleva la farsa parlamentaria en los pueblos corrompidos como Inglaterra!
O’Kelly y Donald montaron en un coche que estaba situado frente a la puerta de la redacción de
Vieron entrar a una señora en el periódico.
Nuestros lectores saben que se trataba de la amante del director.
La vieron bajar a la media hora.
Minutos después apareció en el umbral un señor grueso.
—Ese es el director —exclamó O’Kelly, no le pierdas de vista... y si le ves entrar en casa de Chamberlain o de alguno de sus íntimos vuelve inmediatamente. Dame otra copia de esos documentos...
Se la dio Donald y, abriendo la puerta, bajó O’Kelly del coche.
Segundos más tarde se encontraba de nuevo en la redacción de
—¿El director? —preguntó al ordenanza.
—Acaba de salir en este momento.
O’Kelly ya lo sabía, pero se hizo el tonto y dijo:
—Me es lo mismo avistarme con el encargado de la redacción.
Celebróse a renglón seguido otra entrevista análoga a la anteriormente verificada en el mismo despacho.
El confeccionador del periódico se quedó con otra copia de los documentos, prometiendo publicarlos en el periódico.
O’Kelly se marchó y lo primero que pensó el periodista fue en no decir a nadie que había recibido tan importantes papeles.
Lo que necesitaba era dinero y se prometió conseguirlo vendiendo los documentos al más interesado.
Una hora después volvieron a encontrarse en la calle, frente a la redacción, O’Kelly y Donald.
—¿Qué ha hecho ése? —preguntó O’Kelly.
—Me lo figuraba... y ya verás cómo el otro periodista hace lo mismo.
—Estos ingleses son todos iguales —repuso Donald—. Para ellos lo primero es el negocio.
—Pues ahora entiéndete tú con esos periodistas.
Y así se hizo.
Empleando distintos ardides se facilitó a cada uno de los redactores de
Y excusado, es decir, que durante veinticuatro horas no se ocuparon esos periodistas más que de ponerse en comunicación con Chamberlain o con su secretario para vender su silencio.
Mas se dio el caso de que hubo ocasión en que tres redactores de
—¿Qué te trae por aquí?
—¿Y a ti?
—¿Y a ti?
Y todo se volvía preguntas sin ninguna respuesta.
Cada uno de ellos se guardaba su secreto esperando sacar partido sin comunicarlo a los demás.
Pero Collins daba buenas palabras a todos.
Les prometía darles dinero.
Y, efectivamente, a las ocho de la noche se personó en la redacción de
El director estaba radiante de júbilo.
Todo el día se lo había pasado en hacerse las cuentas de la lechera.
«Estas mil libras se las doy a la chica; con estas cinco mil libras adquiero una renta vitalicia. Tengo cincuenta y cuatro años. Lo menos que me dará la Compañía es el ocho por ciento anual. Las otras dos mil libras me las gasto en intentar un golpe al
Al aparecer Collins y cerciorarse de que, efectivamente, había venido solo, le dijo en tono alegre:
—Aquí tengo los documentos.
—Veámoslos.
Los examinaron ligeramente, y dijo el secretario de Chamberlain:
—Están completos.
—¿Verdad que sí?
—Son, efectivamente, los cablegramas cambiados entre Londres y el Cabo relativos al asunto Jameson.
—Ya lo decía yo.
Medió un rato de silencio, que rompió Collins, diciendo:
—Ahí tiene usted sus documentos.
Y alargando la mano se los devolvió al director.
Frunció el ceño el periodista, diciendo:
—¿Me los devuelve usted después de reconocer su valor?
—Se los devuelvo.
—¿No le interesa a usted este asunto?
—Al contrario ,me interesa más que nunca.
—¿Y no me trae usted las ocho mil libras prometidas?
No, señor. No se las traigo.
—¿Y por qué?
—Pues porque no es usted el único depositario del secreto, sino que todos los redactores de este periódico poseen las mismas copias.
Y Collins refirió que, uno tras otro, todos los redactores de
—Y ¿quién se los ha facilitado?
—Quiénes dirá usted, porque a juzgar por las señas que me han dado, son dos los que han repartido las copias... Y como ya son muchos los depositarios de este secreto, me parece que no podremos hacer negocio.
El periodista se quedó atónito.
Pero Collins no estaba tampoco muy contento.
Por el contrario, su rostro demostraba que era víctima de una fuerte melancolía.
Y es que veía que los enemigos de Chamberlain eran poderosos, y encontrándose en posesión de esos secretos, no perdonarán medio de dar un escándalo que anulará para siempre la carrera política del ministro y la suya propia.
Al advertir esta tristeza, exclamó el periodista:
—¿Y no ha habido medio de dar con esos irlandeses?
—Ninguno; he puesto en juego toda la policía de Birmingham.
—¿Y nada?
—Nada; hasta mañana.
—¿Tiene usted esperanzas?
—La esperanza nunca se pierde.
El periodista suspiró... y no queriendo perder de vista su negocio, exclamó:
—Yo creo que esos hombres no deben tener grandes elementos de publicidad, cuando han acudido a todos los redactores de
—Pues es verdad.
—Y eso demuestra que lo temible para Chamberlain es este periódico..., o sea, que publicaremos los documentos si usted no nos los compra.
—Pero ¿a quién voy a comprárselos?
—Pues a mí; yo me entenderé con los demás.
—Y ¿qué garantías me da usted?
—Las de cartas de todos ellos que les comprometerían criminalmente caso que pretendieran hacer uso de las copias.
—¿Y el precio?
—Como usted comprende, la cosa sube de valor; no es lo mismo comprar un silencio que el de todos mis redactores. Y para que este asunto acabe en bien es necesario que todos queden contentos. Figúrese usted que uno de ellos no se resignara a aceptar unas cuantas libras, pues tomaría la manera de publicar los documentos en otro periódico.
—¿Y si no encontrara este otro periódico?
—Pues se crearía para eso uno nuevo. ¿Le parece a usted poco importante el asunto?
—No digo eso, pero fijemos precio.
—Yo creo que bastarán veinte mil libras.
—¡Eso es enorme!
Aquí, en confianza, señor Collins, ¿y no son más terribles los negocios que usted realiza a la sombra de Chamberlain triunfante?
Jesse Collins se sonrió.
Al ver esa sonrisa, se dijo el periodista:
«Ya son mías las veinte mil libras, es decir, la mitad, porque las otras tendré que repartirlas.»
—Bueno, hombre, bueno; no quiero seguir regateando con usted esos chelines.
—Me habla usted desde la altura de su secretaría.
Y así, en tono confidencial, el director de
Pero como estas confidencias no nos interesan ni mucho ni poco, pasemos a describir el desarrollo de este negocio periodístico, idéntico, en su esencia, a cuantos verifica la prensa inglesa.
El director llamó a sus compañeros, llegada la hora de la redacción. Les citó a todos para la misma hora y cuando los vio reunidos, les dijo en tono sentencioso:
—Lo sé todo.
Esta frase de melodrama no deja de ejercer cierta influencia cuando los interpelados han cometido alguna infamia.
Los redactores se miraron unos a otros y prosiguió el director:
—Lo sé todo... y he adquirido hoy mismo la triste convicción de que no tenéis confianza en vuestro director, ¡en mí, que tanto os quiero, que tengo con vosotros la mayor confianza, que os comunico todas mis intimidades...
—¡Lo que es eso! —dijo en voz baja uno de los redactores, pero no se atrevió a levantar la voz.
Todos los redactores se preguntaban qué giro iba a tomar ese discurso que empezaba a tomar visos de sermón.
Continuó el director:
—Sí, amigos míos, me habéis engañado, porque todos vosotros habéis recibido copias de los telegramas cambiados en el asunto Jameson y ninguno de vosotros me lo habéis dicho.
Todos los redactores se sorprendieron al conocer la noticia y lo que más les sorprendió no fue que el director tuviera noticias del asunto, sino que
Pero pasado el primer instante de sorpresa, todos ellos prorrumpieron en imprecaciones contra el director.
—¿Y por qué íbamos a comunicarle el asunto?
—¿Acaso usted nos ha hablado nunca de nada como no. lo conociéramos por adelantado?
—Y a mí, que le llevé los datos contra el concejal Bowne, ¿qué me dio usted por ellos?... Pues sepa usted que me consta que cobró usted por ellos hace doce días seiscientas libras.
—¡Eso es falso! —replicó el director.
—¡Falso!... ¡Como si no hubiera usted hecho otro tanto conmigo en el asunto Hughes!
—¡Y conmigo en la cuestión Douglass!
—¡Y con todos!
El director, ante la indignación de sus redactores, pensó en que el sistema de los reproches no le llevaba a ninguna parte y prefirió cambiar de táctica.
—Bueno, bueno; no riñamos por eso, máxime cuando el asunto que me preocupa no nos va a producir un solo penique.
—¡Que no nos va a producir dinero!
—¿Piensa usted quedarse con todo?
—¡Como tantas otras veces!
—¡Alto, señores, alto!... —contestó el director—. ¡Déjenme ustedes hablar!
Se hizo el silencio, aunque con protestas.
—¿Saben ustedes quién me ha visitado esta noche a las ocho?
—Usted dirá.
—Pues el propio Jesse Collins. ¿Y saben lo que me ha dicho?
—Sí, ¡que no da un céntimo! —dijo con sorna uno de los redactores.
—¡Como si lo viera! —dijo otro.
—Eso mismo —añadió el director—; además que ha encomendado este asunto a la policía.
—Usted es un canalla.
—Un bandido.
—Un miserable a quien un día nos veremos obligados a aplastar como a una víbora.
—Lo que quiere usted es robarnos.
—Pues no lo consigue, porque si a mí no me dan lo que he pedido, fundaré un periódico para publicar esos documentos.
—Y yo otro para que sepa el público quién es el director de
El director dejó pasar esta avalancha de injurias con impasible calma.
Cuando se hubieron cansado de insultarle los redactores, prosiguió:
—El caso es que el propio Jesse Collins está muy al tanto de nuestras interioridades.
—Y ¿quién no está al tanto de las infinitas canalladas que usted ha cometido en su asquerosa vida?
El que decía esto era uno de los cabecillas del motín.
El director, al oír esto, se dirigió a él, pero no en actitud colérica, sino de manera apacible, la sonrisa en los labios como si se tratara de echarle un piropo.
—El caso, querido amigo, es que Collins también conoce ciertas intimidades que a usted sólo conciernen...
—¡Mentira!
—Vamos a ver, amigo mío, ¿es verdad que usted escribió una carta al fabricante de pólvora, señor Harte, diciéndole que si no le daba algún dinerillo denunciaría usted en este periódico las condiciones de la última remesa hecha por dicho señor al ministerio de la Guerra?
El redactor se puso pálido.
—Conteste usted, ¿sí o no? —añadió el director, tranquilamente.
—Es verdad..., pero no la firmé —repuso el interpelado.
—Verdad, quien la firmó fue usted —dijo el director, dirigiéndose a otro de sus periodistas que también era de los que más cobraban.
También este periodista se puso algo triste.
—¡Y el caso es que Collins me ha enseñado la carta!... El posee arma tan tremenda contra ustedes, y me ha dicho que tan pronto como se entere de que ustedes piensen en hacer uso de tales documentos, entregará al juzgado la carta y serán ustedes presos, no mucho tiempo, porque las leyes inglesas sólo castigan con unos cuantos años de trabajos forzados las tentativas de
Excusado, es decir, que después de esta declaración los dos turbulentos sintieron amansarse sus ardores.
Y con sistema análogo fue reduciendo uno a uno a cada uno de los redactores.
Parecía el capitán de un barco pirata, domando a la tripulación indisciplinada.
A las diatribas sucedieron los lamentos.
Los redactores acabaron por decir:
—¡Dios mío, ni un cuarto! ¿Y qué va a ser de nosotros?
—Yo no pierdo todavía la esperanza... Veremos si por la súplica conseguimos algo, ya que con la amenaza no podamos hacerlo.
Esto lo dijo porque aún quedaba en alguno de ellos gérmenes de rebelión.
Y con esta palabra de consuelo se despidió el director de sus redactores, diciéndoles:
—Dentro de dos horas podré decirles algo nuevo.
Y, efectivamente, a las dos horas que invirtió en jugarse en el club algunas libras, volvió a la redacción para decir a su gente:
—Creo, señores, que habrá dinero.
Al escuchar esta palabra mágica, los consternados rostros de aquellos hambrientos se llenaron de alegría.
—Antes de proseguir adelante demos un ¡hurra! al director.
Todos se pusieron en pie.
Pronunciaron tres veces la palabra ¡hip!..., y un ¡hurra! estentóreo salió de las gargantas unánimes de los periodistas.
—¡Gracias, gracias! —respondió el director—. ¡Habrá dinero y mil libras para cada uno de ustedes!
—Hay que darle otro ¡hurra! —interrumpió otro redactor.
Hízose así y prosiguió el director:
—Faltan dos condiciones.
—¡Vengan!
—Primera, que entreguen ustedes todas las copias recibidas.
—¡Naturalmente!
—¡Es muy justo!
—¿Y la segunda?
—La segunda es que cada uno de ustedes firme una carta reconociendo haberse entendido con un empleado de telégrafos para falsear los cablegramas relativos a la cuestión Jameson.
Esta píldora era ya más difícil de tragar.
Con ese documento estaban todos ellos a la merced de Chamberlain y de Collins, quienes en cualquier tiempo podrían perseguirles como falsificadores.
¿Pero qué es lo que no harían esos desgraciados para ganar mil libras con poco trabajo?
Aceptaron sin grandes dificultades, y al otro día por la mañana el director se avistó con Collins para decirle que todo estaba preparado, y que, aunque con grandes dificultades, había conseguido de sus redactores que se conformaran cada uno con la parte correspondiente de las veinte mil libras y con firmar la carta de que se había hablado.
Mentía, ya lo sabemos.
Porque ni le había costado grandes dificultades conseguir ambas cosas, ni era Collins, sino él quien conocía las intimidades de sus redactores, ni éstos iban a cobrar más que mil libras cada uno, quedándole a él otras diez mil.
Pero estas mentiras no le interesaban gran cosa al secretario de Chamberlain, que se conformó con decir:
—En ese caso no tengo inconveniente en dar las veinte mil libras ofrecidas. Esta noche, si usted quiere, a las ocho, como ayer, iré a llevárselas, pero tenga usted preparados los telegramas consabidos y las cartas de los redactores. Ahora tengo que ultimar detalles con el ministro.
—¿Está Chamberlain en Birmingham?
—Llegará de aquí a una hora; no pensaba decirle nada del asunto, pero como da la coincidencia de que viene tan pronto, creo que debo hacerlo.
—¿Y no cree usted...?
—Descuide, amigo. Chamberlain sabe sacrificar veinte mil libras cuando le conviene.
—Entonces, hasta las ocho.
—¡Hasta las ocho!
Hora y cuarto después, Chamberlain estaba enterado de cuanto ocurría.
Y dijo a Collins:
—No me parece difícil averiguar el nombre del empleado que ha tomado esas copias de los telegramas cambiados.
—Es verdad; hoy mismo podremos saberlo.
—Y esos telegramas no tienen la importancia que usted supone, porque hace tiempo hice que la compañía del cable destruyera las copias oficiales de esos documentos.
—Repare usted en que esos documentos tienen otra importancia superior que demuestra su legitimidad.
—¡Usted dirá!
—Que con esos telegramas a la vista cualquier escritor un poco hábil puede descubrir la verdadera historia de lo que ocurre en el Transvaal, porque esos telegramas lo explican todo y sin esos telegramas nada se explica .
—Verdad, verdad —repuso, pensativo, Chamberlain—. La publicación de esos telegramas pudiera sernos funesta.
Y al cabo de un rato preguntó:
—¿Y quiénes podrán ser esos hombres que tienen tanto interés en publicar esos telegramas, aunque espero que no lo consigan?
—Pues no puedo decírselo a usted. Sé que son irlandeses y que la policía los busca, y sé también que desde hace algún tiempo hay en Birmingham demasiados irlandeses. Me figuro que se trama algo contra usted, pero es todo lo que puedo decirle.
Chamberlain siguió pensativo.
—¿Y qué hacemos con la gente de
—¿A qué hora ha dicho usted que hay que llevárselas?
—A las ocho de la noche.
—Pues aguarde hasta las siete y media mi resolución.
—¿En mi casa?
—En su casa.
Y al marcharse el secretario se quedó Chamberlain abstraído y meditabundo.
El hombre todo acción se convirtió en todo pensamiento.
Almorzó muy poco.
Se negó a acostarse para reposar de su viaje, y a primera hora ordenó que engancharan y dijo al cochero:
—¡A casa de miss Flora!
El coche de Chamberlain llegó a la calle donde vivía miss Flora pocos minutos después que el agente de policía Mr. Black había sufrido la extraña pregunta de ¿Cuál es la mitad de treinta y seis?
El agente de policía estaba devanándose los sesos, preguntándose qué significaría todo ello cuando vio venir el coche del ministro de las Colonias.
Dentro de la casa se encontraban, como no habrán olvidado nuestros lectores, miss Flora (o Lady Denver), su doncella Fanny y nuestro amigo Alejandro Liebeck.
Por exigencias del oficio, Mr. Black conocía desde lejos el coche del ministro.
No esperó a que se detuviera frente a la puerta del palacio, sino que desde luego corrió hacia él e hizo enérgicas señas al cochero de que se detuviera.
El cochero prosiguió su camino, arreando un latigazo al intruso que se permitía querer detener en su camino nada menos que al omnipotente Chamberlain.
Mr. Black aguantó el latigazo; pero haciendo ostentación de su placa, distintivo de la policía, gritó enérgicamente al cochero:
—¡Para, que amenaza un peligro al señor ministro!
¿Qué le importaba un latigazo a Mr. Black?
Se le presentaba ocasión de hacerse necesario, de hablar con Chamberlain, de perseguir un asunto de trascendencia, su sueño dorado se realizaba.
Y el cochero paró.
—¿Qué sucede? —preguntó, alarmado el ministro, asomándose a la ventanilla.
—¡Perdóneme el señor ministro! —balbuceó el comisario—. Tengo que comunicar a usted una cosa de la mayor urgencia.
—¿Y por qué hace usted detener mi coche en medio de la calle? Ya hablaremos en otra ocasión. ¿Quién es usted?
—Yo me llamo James Black, soy comisario de policía, servidor humildísimo del señor ministro.
—Pues lo tendré presente —dijo Chamberlain.
Y dirigiéndose al cochero:
—¡Arrea!
—Perdón, señor ministro; lo que tengo que decirle no admite aplazamientos. He de comunicárselo a usted antes de que visite a miss Flora.
—¿Y con qué permiso se mezcla usted en las visitas que yo hago a esa dignísima señora? —preguntó secamente Mr. Chamberlain.
—Señor..., un gran peligro le espera a usted si franquea la puerta de esa casa antes de hablar conmigo.
Ante el tono de seriedad con que hablaba el comisario de policía, Chamberlain se alarmó.
—Pero no es éste el lugar más a propósito para que hablemos, porque aquí se nos espía.
Mr. Black se acordó, en efecto, de los individuos sospechosos que se paseaban frente al palacio de miss Flora.
Y se felicitó inmediatamente de su golpe de vista.
—Si el señor ministro me lo permitiera, yo le suplicaría me cediera un puesto en su carruaje, a fin de que habláramos un rato.
—Corriente, siempre que sea usted breve.
—Si al señor ministro le parece le diré al cochero que dé una vuelta por ahí, a fin de que pueda informarle de todo cuanto ocurre.
—Ya lo has oído —repuso Chamberlain, dirigiéndose al cochero.
—Pero antes quisiera dar algunas órdenes.
—¿Qué órdenes?
—La de que sean detenidos cuantos individuos salgan de casa de miss Flora.
—¡Eso, no, señor comisario!
—En ese caso, sólo veo un medio de que podamos hablar un momento.
—Usted dirá.
—Plantar el coche frente a la puerta de Lady Denver y conversar allí, vigilando nosotros mismos a los que salgan..., aunque lo mejor sería no hacerlo.
—¿Y por qué?
—Porque se le espía al señor ministro.
—En este caso, ha estado usted muy torpe, porque para estas fechas los espías están advertidos de que un comisario de policía ha hecho detener el coche de Chamberlain para hablar con él junto a la casa de miss Flora.
—Señor, no veo manera de evitarlo a estas horas.
Efectivamente, el individuo que le había preguntado a míster Black cuál era la mitad de treinta y seis sin obtener la contestación reglamentaria en la Irlanda y Libertad estaba ya muy desconfiado por ese solo hecho, pero al ver que el sujeto en cuestión hablaba con Chamberlain, deteniendo previamente su carruaje, acabó de desconcertarse y su primer cuidado fue el marchar, precipitadamente, para avisar a sus jefes de lo que ocurría, encomendando al compañero la misión de estar al tanto de lo que pudiera suceder.
—¡Ha estado usted muy torpe o está usted loco rematado! Sepa usted, señor comisario, que tengo precisión absoluta de ver en este momento a Miss Flora!
—¡Imposible, señor! —respondió consternado el comisario.
—¡Acabe usted pronto! ¿Cómo piensa hablarme?
—Frente a la puerta de Miss Flora, puesto que ni puedo alejarme de ella, ni puedo tampoco encomendar a nadie el puesto que aquí ocupo, porque sólo yo estoy al tanto de lo que sucede.
Chamberlain tuvo muchas ganas de enviar a paseo a Mr. Black.
Le miraba preguntándose si se trataría de algún loco.
Pero imposible. Las facciones de Mr. Black eran regulares, la mirada tranquila; ese hombre no podía ser loco.
¿Acaso estaría hablando con un ambicionista vulgar, que fingía un peligro para pedirle un ascenso en su carrera?
Pero esas bromas eran peligrosas.
De ser falso lo que ese Mr. Black decía, perdería seguramente la comisaría.
Y de esto estaba seguro Mr. Chamberlain; de que la placa de Mr. Black era auténtica.
¿Se trataría de algún criminal que, so pretexto de salvarle, pretendería atentar contra su vida?
Mr. Chamberlain no dejó de sentir cierta desconfianza, pero se miró los hombros y miró los del comisario.
Los suyos propios eran más amplios que los del probable enemigo; sus brazos, más fuertes que los del comisario; Cham-berlain tenía además seguridad en que sus ojos advertirían cualquier movimiento sospechoso, y en que sus brazos paralizarían los de Mr. Black, en caso que éste pretendiera usar de algún arma.
—Está bien —acabó por decir el ministro.
Y le dijo al cochero:
—Para frente a la puerta de Miss Flora, pero que no baje del pescante el lacayo.
Cuando llegaron allí preguntó Chamberlain:
—¿Qué tenía usted que decirme?
—Señor, me parece que hay contra usted una vasta conspiración.
—¿En qué lo ha conocido usted?
—En que hace poco tiempo, un sujeto que estaba paseándose frente al palacio de Miss Flora, y que no cesaba de mirarlo, me ha preguntado misteriosamente ¿cuál es la mitad de treinta y seis?
—¡Y por esa pregunta estúpida deduce usted que se trata de un conspirador! Más parece obra de loco que otra cosa.
—Hay más, señor. Ese sujeto ha parecido sorprenderse bruscamente al ver que yo no le he respondido... Me figuro que se trata de la contraseña de alguna sociedad secreta.
—¿Y en qué se funda usted para suponerlo?
—En que ese individuo ha seguido mirando al palacio de Miss Flora... y sólo se ha marchado cuando ha visto que yo hablaba con usted.
—Y entonces, ¿por qué no lo ha hecho usted prender?
—Señor, la ley no me autoriza a prender a un hombre por el mero hecho de preguntarme cuál es la mitad de treinta y seis y de pasearse por esta calle.
—¿Y si no tenía usted más indicios que éste, respecto de esa pretendida conspiración, por qué ha hecho detenerse a mi cochero? ¿Por qué me sigue entreteniendo? ¿Piensa usted acaso en que voy a entretenerme en escuchar a un loco? ¿Qué le autoriza a usted a suponer?...
El pobre Mr. Black estaba tembloroso.
Las preguntas caían una sobre otra con tal velocidad, que el agente de policía se imaginaba que se trataba de una inundación que le iba a ahogar.
—Y además —continuó implacablemente Mr. Chamberlain—, ¿quién le ha autorizado a usted para vigilar la casa de Miss Flora? ¿No sabía usted que es la dama que me merece más confianza en toda Inglaterra?
—Es que dentro de esa casa está el mayor enemigo del señor ministro.
—¡Que está dentro de la casa!
—Sí, señor, en este mismo momento.
—¿Y quién es ese enemigo formidable?
—Tal vez no le conozca el señor ministro, pero yo sí, y desde hace tiempo.
—Déjese usted de logogrifos... y vamos al grano. ¿Quién es ese enemigo?
—Su enemigo de usted se llama Alejandro Liebeck, y es un joven boer, de Pretoria, perteneciente a una familia de fanáticos enemigos de Inglaterra.
—¡Hola, hola! Comienza a interesarme esta historia... ¿Pero está usted seguro de que se encuentra dentro de la casa de Miss Flora ese gran enemigo de Inglaterra?
—¡Señor, si yo lo he visto!
—¿Habrá entrado con algún criado?
—Pues no, señor, sino con la misma Miss Flora..., aunque está con ellos también la doncella Fanny.
—¡Hola, hola! ¿Y es ése un enemigo? ¡Un hombre amigo de Miss Flora!
—¡Y tan amigo!
—¿Qué quiere usted decir con esa frase?
—Nada más sino que Alejandro Liebeck es un antiguo amigo de Miss Flora desde los tiempos en que Miss Flora se llamaba Lady Denver.
—¿Dice usted que Miss Flora se ha llamado Lady Denver?
—Sí, señor ministro, cuando vivía en Kimberley, Lord Den-ver la presentaba en todas partes como esposa. Entonces fue cuando se enamoró perdidamente de Alejandro Liebeck y yo creo que perdidamente enamorada sigue.
—¿Pero es verdad todo esto?
—¡Que si es verdad!
Y Mr. Black refirió sucintamente la historia de los amores de Miss Flora y cuanto sabía de su amistad con Cecil Rhodes y con los millonarios sudafricanos.
No todo ello era del todo desconocido al ministro de Colonias.
Pero lo escuchó con gran interés.
A renglón seguido dijo Mr. Black cuanto conocía respecto de la conjuración fraguada por Abraham Van Devinter, tío de Alejandro, contra los millonarios.
—¿Y qué deduce usted de todo ello? —preguntó el ministro.
—Que el viaje de Alejandro a Inglaterra tiene relación con la pregunta que se me ha hecho en la calle, y que él y los otros sabían que usted visitaba frecuentemente a Miss Flora. Alejandro debe ser el encargado de dar el golpe contra usted, y los otros, de guardarle las espaldas. Por eso, cuando he visto venir al señor ministro he pensado que debía advertirle... Es posible que mis precauciones no estén del todo justificadas, pero en esto de las precauciones vale pecar por carta de más. ¿Estoy en lo cierto, señor ministro?
—Lo está usted, porque todo cuanto me ha dicho es, en verdad, muy interesante..., ¿pero para qué dice usted que es posible que esas precauciones estén injustificadas?
Para contestar a esta pregunta narró Mr. Black la manera en que había tenido noticias de la estancia en Birmingham del bandido Brown, y contó igualmente la historia de los infortunados amores de Olimpia y Alejandro.
—Entonces es muy posible que Alejandro haya venido a Inglaterra con el objeto exclusivo de buscar a su novia.
—Es posible, pero no lo creo.
—Y en caso contrario, ¿qué papel atribuye usted a Miss Flora?
—Señor, yo no conozco lo suficiente a Lady Denver para formular juicio seguro.
—Me basta con su opinión: ¿se ha significado en alguna ocasión Lady Denver por su amor a los boers?
—No, señor; todo lo contrario. Lady Denver no ha querido a más boer que a Alejandro Liebeck. Todos los boers la odiaban profundamente, y de no haberse frustrado —por cierto gracias a ella— la conspiración de los afrikanders gricualandeses, ella habría sufrido la primera la pena capital.
—¿Causas de este odio?
—El odio infinito que ella había demostrado a los boers.
—¿Y qué opiniones cree usted que profesa Miss Flora?
—A mi juicio, una gran admiración hacia la fuerza, hacia los pueblos fuertes como Inglaterra, y hacia los hombres fuertes como Cecil Rhodes...
—¡Y como yo! —interrumpió Chamberlain.
—¡Y como el señor ministro, iba a decir! —replicó el comisario.
—Y entonces vuelvo a preguntarle, ¿qué papel atribuye usted a Miss Flora?
—Ninguno directo; lo que supongo es que Alejandro tratará de aprovecharse del amor que le profesa Miss Flora para encontrar ocasión de realizar sus proyectos.
—Esto es muy posible, ¿y dice usted que se encuentra dentro de la casa?
—Sí, señor; sí, señor.
Chamberlain se quedó un rato pensativo.
De pronto tuvo una idea luminosa.
—¿Qué aspecto tenían los individuos que estaban vigilando la casa de Miss Flora?
—El de gente más bien pobre.
—¿No ha notado usted en ellos nada de particular?
—Nada, señor.
—¿Y ningún acento especial?
—¡Ah, sí, señor..., me pareció que se me hablaba con acento irlandés!
—Entonces creo que ya sé de lo que se trata... ¡De una conjuración de irlandeses!... Pues bien..., señor Black, agradezco infinito el servicio que me ha prestado usted, tanto, que le voy a hacer acreedor a mi confianza.
—¡Tanto honor!
—Nada de cumplimientos. Oigame usted con atención.
Y Chamberlain refirió al comisario de policía cuanto había ocurrido con los redactores de
Lo que no dijo, naturalmente, es que los documentos en que se demostraba su complicidad en el asunto Jameson fueran auténticos.
Afirmó, por el contrario, que se trataba de una falsificación.
Pero Mr. Black, que se hallaba en el Sur de Africa cuando se preparó la incursión de Jameson, sabía a qué atenerse.
—¿Qué opina usted de todo esto?
—Opino, como el señor Jesse Collins, que hay efectivamente demasiados irlandeses en Birmingham.
—¿Y qué expediente se le ocurre a usted?
—Uno, por de pronto. Ir preguntando a todas las personas sospechosas cuál es la mitad de treinta y seis y detener a todos los que no se sorprendan por esa pregunta, que no tiene sentido.
—Es, efectivamente, buen sistema, pero tiene un inconveniente.
—Usted dirá.
—El de que hay que realizarlo muy pronto, porque advertidos los conspiradores de que estamos sobre aviso, modificarán la contraseña para mañana, tal vez hoy mismo.
—Posible, pero lo intentaremos dándonos prisa, esta misma tarde.
—Si es así, sólo me falta darle una tarjeta para que ponga usted a Jesse Collins y al jefe de policía al tanto de todo lo que ocurre, a fin de que pongan a la disposición de usted cuantos elementos necesite.
Y sacando dos tarjetas del bolsillo, Chamberlain escribió rápidamente algunas líneas.
—Ahora, señor Black, le doy las gracias, encareciéndole la mayor actividad... Puede usted salir del carruaje; yo necesito, ahora más que nunca, visitar a Miss Flora.
—¡Qué va a hacer el señor ministro!... ¿No le he dicho que está dentro de la casa Alejandro Liebeck?
—Razón de más, ¿cree usted que semejante mozalbete va a hacerme nada?
—Señor ministro, perdóneme si le digo que es una imprudencia.
—Señor Black, no se meta a juzgar mis actos... Váyase camino de la casa de Collins y de la jefatura de policía... Pongo mi carruaje a su disposición.
Y antes de que Mr. Black pudiera detenerle, José Chamberlain se apeó del carruaje, cerró la portezuela y gritó al cochero:
—¡A casa del señor Collins!
Y dando media vuelta, llamó a la verja del palado de Miss Flora.
Abriéronse las dos puertas para dejarle paso.
Y Mr. Chamberlain franqueó el jardinillo.
Chamberlain entraba en casa de Miss Flora sin necesidad de que el portero anunciara su visita a la señora.
Sólo al subir las escalerillas que conducían al vestíbulo avisaba al lacayo para que pasara recado a Miss Flora.
No interrumpió su costumbre, y, efectivamente, al poco rato de desaparecer el sirviente se presentó Miss Flora.
Pero la opulenta dama, de belleza impasible, apareció aquella tarde demudada y terriblemente pálida.
Tenía los cabellos en desorden, los ojos llorosos y el vestido arrugado.
¿Qué había sucedido entre ella, su doncella y Alejandro para que se encontrara en ese estado?
¡Ella, tan elegante, tan correcta siempre!
Pero como guapa, estaba guapa.
Ni los años, ni las emociones, ni la soledad, ni el desgaire podían afectar en lo más mínimo a la belleza de aquella mujer, sacra belleza que parecía, por lo impasible, haber sido fijada en el mármol por el buril de un escultor.
Chamberlain la miró al tiempo de saludarla, quitándose el sombrero.
La miró de arriba abajo y luego a los ojos, muy fijamente, como tratando de sondearlos.
Nada vio en ellos fuera de la intensa expresión de sufrimiento que estaba escrita en los párpados enrojecidos.
¿Sería culpable? ¿Sería inocente?
Ella, la única persona de Inglaterra que poseía toda su confianza, ¿sería capaz de traicionarle?
¿Y qué le habría pasado con ese Alejandro Liebeck que se le aparecía como enemigo tan temible?
—¿Qué le sucede a usted para aparecérseme en este estado, mi amable Miss Flora? —preguntó en alta voz, interrumpiendo el curso de sus interrogaciones.
—¡Ya hablaremos, señor Chamberlain, ya hablaremos! ¡Si usted supiera!
Miss Flora creía que Chamberlain no sospechaba la existencia de Alejandro Liebeck ni conocía detalle alguno de sus amores con el joven boer.
—Aunque la frase parezca folletinesca,
Calló Miss Flora, esperando una explicación a esta frase.
La dio Chamberlain, diciendo:
—Y sé que está en su casa Alejandro Liebeck, y quién es Alejandro y lo que usted le quiere y lo que busca en Birmingham.
—¡Lo que busca en Birmingham!... Oigame, Mr. Chamberlain, séame sincero, no tenga reparos en decirme la verdad... ¿Es su novia Olimpia lo que busca Alejandro Liebeck en Inglaterra?
Hizo esta pregunta en voz muy baja, casi al oído del ministro, como tratando de evitar que se le oyera.
—Es muy posible —respondió Chamberlain, también en voz baja.
Miss Flora no le dejó continuar, sino que llevándose las manos a la cabeza exclamó, sollozando:
—¡Ya me lo figuraba! ¡Dios mío...! ¿Por qué tenemos tanto instinto las mujeres enamoradas?
Chamberlain impidió que los celos de Miss Flora provocaran una escena de lágrimas, diciéndola al oído:
—Eso es posible, pero además quisiera hablar con usted de otras cosas referentes a Alejandro Liebeck.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo.
—Ya sabe usted que me esperan.
—Ya lo sé; pero que esperen.
—Sí, que esperen juntos... Pero ¿no ve usted, hombre de Dios, que yo no puedo consentirlo?
—Pues sepárelos usted; lo importante es que nosotros hablemos y que ninguno de ellos salga entre tanto de la casa..., porque necesito hablar con los dos.
Miss Flora no entendió bien lo que quería el ministro.
Este insistió:
—Sí, lo mejor es que encierre usted a su doncella en cualquier cuarto sin ventanas..., pero como Alejandro es más peligroso, bueno será vigilarle mejor.
—¿Y cómo?
—Con el cochero y el lacayo.
—¿Y cuándo?
—Ahora mismo..., no vacile usted... ¡Si es cuestión de media hora!
—Pues así lo haré.
Salió Miss Flora .
A los pocos segundos oía Chamberlain desde el vestíbulo la voz de Miss Flora en estas palabras.
—Fanny, véngase usted conmigo... Señor Liebeck, le voy a dejar a usted encerrado con sus pensamientos... ¡Cuestión de una hora!... A los sesenta minutos subiré para libertarle.
Oyó Chamberlain rechinar un cerrojo y de seguida sintió ruido de pasos.
Sirvienta y señora se internaron por un pasillo.
Se abrió una puerta; por ella metió la señora a la criada, cerró la puerta la dama y nuevamente se encontraron Miss Flora y
—¿No se escapará el señor Liebeck? —preguntó el ministro.
—No —dijo la dama—; junto a la puerta está el cochero, y he apostado al lacayo bajo la ventana.
—Entonces, hablemos.
—Pero no en la antesala —contestó Miss Flora
Y haciendo seña a Chamberlain de que la siguiera se metió en el comedor.
—Usted dirá —dijo la hermosa.
Chamberlain adoptó un tono solemne y dijo:
—Flora, en estos momentos mi carrera política y acaso mi vida se encuentran en peligro... Siempre he tenido absoluta confianza en usted, ¿puedo seguir teniéndola?
—Señor, usted ya sabe que es el hombre a quien más estimo, no el que más quiero, sino el que estimo más alto.
—Flora, temo que en estos momentos no pueda usted esti marme.
—¿Y por qué?
—Porque Alejandro Liebeck se interpone entre nosotros dos.
—¡Cómo!... ¿Qué le ha hecho a usted Alejandro?
Y Flora o Lady Denver hizo esta pregunta con tal indignación, que parecía decir: «¡Eh, cuidado con hacer daño al hombre que yo amo!»
Chamberlain se sonrió, adivinando la intención, y repuso:
—No lo sé, Flora, no lo sé, e ignoro si pretende hacerme algo..., pero tengo mis sospechas, mis dudas; tal vez usted podría aclarármelas... Y ahora dígame con franqueza, con verdad, con la verdad y la franqueza que yo he tenido con usted..., ¿me permite preguntarle algunas cosas? ¿Me promete ser veraz al contestarme?
—Sí que se lo prometo.
—Bueno, pues, ¿desde cuándo ve usted a Alejandro en Inglaterra?
—Esta tarde ha sido la primera vez.
—¡Esta tarde!
—Esta tarde.
—¡Pero es posible!
—Es seguro.
Miss Flora refirió a Chamberlain la manera con que había visto a Alejandro intrigada por los amores de su criada, a la que estimaba tanto, y la sorpresa que había tenido al encontrarle y saber que era el novio de su doncella, Fanny.
Añadió igualmente que en la entrevista con Fanny y Alejandro, que acababa de verificarse, pretendió inútilmente averiguar los verdaderos designios del joven boer.
Sólo sabía que Fanny se había enamorado locamente de él, que Alejandro trataba de justificar su cambio de nombre diciendo que pensaba dedicarse a la literatura con el seudónimo de Alfredo Atkins, que decía que el tendero Juan consentía en aparecer como tío suyo a combio de un buen hospedaje; que la adopción del falso nombre obedecía a la conveniencia de ser inglés para abrirse paso en el campo de las letras.
Todo esto le parecía a Miss Flora una colección de paparruchas cuyo objeto no adivinaba.
Lo que sí adivinaba es que Alejandro no quería a su doncella, Fanny.
De esto, sin saber por qué, estaba muy segura.
Fanny, para Alejandro, no podía ser más que un instrumento.
¿Pero instrumento de qué?
Instrumento de venganza contra ella no podía ser; además, ella sabía que Alejandro no era vengativo.
Por otra parte, Alejandro pretendía ignorar hasta el presente la existencia en Birmingham de la antigua Lady Denver.
Y cuando alegó esta ignorancia parecía decir la verdad.
Y entonces, ¿qué es lo que Alejandro ocultaba bajo tantos misterios?
—Muy extraño, muy extraño —dijo Chamberlain, cuando acabó el relato Miss Flora.
Y poco después comenzó el suyo el ministro de las Colonias.
En pocas palabras refirió Chamberlain, a su vez, lo que le había dicho el agente de policía Mr. Black, respecto a la posible complicidad de Alejandro en la conspiración de los irlandeses que preguntaban por la mitad de treinta y seis o repartían documentos difamatorios contra Chamberlain.
—Pues esto me extraña enormemente.
—¿Causa de su extrañeza?
—Que yo creo que Alejandro, si llega el caso, se batirá como un león en defensa de la independencia del Africa del Sur, pero le juzgo enemigo de toda clase de conspiraciones.
—¿Acaso no fue conspirador allá en el Africa?
—No; su tío Van Devinter anduvo mezclado en esos asuntos, pero Alejandro, no... Lo único que hizo fue buscar a su novia Olimpia.
—Y hoy es posible que haga lo mismo.
—¿Qué dice usted?
—Que Olimpia Van Devinter se encuentra en Birmingham.
—¿Buena y sana?
—No; sin uso de razón, ni de palabra, y en compañía del bandido Brown.
—Pues eso es lo que hace entonces exclusivamente, porque ese mozo se ha empeñado en casarse con esa aldeana vulgar..., y lo conseguirá..., crea usted que lo conseguirá.
Y Miss Flora apretaba los puños de rabia.
—Sin embargo, para buscar a esa muchacha no necesita cambiar de nombre, ni vivir con tanto misterio —dijo Chamberlain.
—¿Y si pensaba arrebatarla a viva fuerza al bandido?
—Con todo, son muchas coincidencias las relativas al espionaje de que esta casa es objeto, a la cuestión de los documentos que me difaman y al falso amor de Alejandro hacia Fanny, para que podamos creer en que no hace sino buscar a su novia.
—Lo comprendo perfectamente y no puedo explicarme ese súbito amor a Fanny, ¡una buena muchacha!..., ¡pero tan poca cosa, al fin y al cabo!
Y los dos se quedaron pensativos.
Miss Flora, que había recobrado su frialdad habitual, se preguntaba lo que habría de hacer para conquistar el ingrato corazón de Alejandro.
Chamberlain, en cambio, meditaba en la situación.
—¿Y qué hago yo con los periodistas de
—Muy sencillo; no les dé usted el dinero hasta que ellos, que son los que los conocen, no consigan prender a los irlandeses que les facilitaron los documentos.
—Pues es una idea —exclamó alborozado el ministro de Colonias—. ¡Ya lo creo que es una idea!
E inmediatamente escribió unas líneas en una tarjeta, puso en el sobre:
y dijo a Flora:
—Ahora es preciso que lleven esta tarjeta, para que inmediatamente comiencen a moverse.
Llamó Miss Flora a otra de las criadas, la ordenó que hiciera el recado del ministro y le dijo:
—¿Y qué hacemos con Alejandro?
—Lo mejor es que usted me presente a él..., me gusta tener enfrente a los enemigos... Es la mejor manera de guardarse las espaldas.
—Inmediatamente —respondió Miss Flora.
Y el ministro y la dama subieron la escalera que conducía a la habitación donde Alejandro se encontraba.
En un modesto piso de una casa de Birmingham se encontraba asomado a la ventana de la casa Abraham Van Devinter.
Tenía los ojos fijos en el cielo; miraba tristemente desfilar las nubes grises.
Estaba allí, amarrado a su cuarto, cumpliendo la palabra dada a O’Kelly de no salir de su casa hasta que se lo permitiere la Irlanda y Libertad.
¿En qué pensaba?
¿En la granja que tenía allá lejos, en las llanuras de Boshof, donde su hija Dina estaría llorando su ausencia?
¿En su hija Olimpia, desaparecida hace años en manos de un bandido?
¿En sus antiguas minas, con las que se habían enriquecido los aventureros ingleses?
¿En su patria, condenada a luchar en una guerra monstruosamente desigual, que se venía encima, con fatalidad irresistible?
¿En su sobrino Alejandro, que estaría preparando el camino para que él vengase a su patria en la persona de Chamberlain?
Pero... ¿quién adivina una emoción bajo aquellas sus facciones inmutables, estáticas, como talladas a martillo?
Una llamada a la puerta interrumpió el curso de sus meditaciones.
—¿Quién es? —preguntó.
—¿Cuál es la mitad de treinta y seis? —le respondieron.
—Dieciséis y dos son dieciocho —respondió, abriendo la puerta.
—¿Me conoce usted? —preguntó un caballero de barba negra.
Abraham no pudo reconocerle.
—Soy O’Kelly —dijo el desconocido.
—Pues a no ser por la voz no hubiera acertado —dijo Abraham—. ¿Y qué hay de noticias?
—¿De noticias...? Según, para usted muy buenas...; para la Irlanda y Libertad, muy malas.
—¿Qué me dice usted?
—Que el santo y seña de la Irlanda y Libertad ha sido descubierto, que están presos más de treinta de sus miembros...; que hay que renunciar, desde luego, al intento de cometer un atentado contra Chamberlain, so pena de comprometer la vida de nuestros compañeros... y que lo más prudente es que salgamos inmediatamente para Londres.
—Pero... ¿qué ha sucedido...?
—Que anteayer, en el momento en que Alejandro estaba en casa de miss Flora, uno de nuestros individuos que estaba de vigilancia, frente a dicha casa, cometió la imprudencia de preguntar por la mitad de treinta y seis a uno de los agentes más hábiles de la policía inglesa, quien debía conocer con anterioridad a Alejandro.
—¿Conoce usted el nombre de ese policía?
—Sí, es Mr. Black.
—¡El tenía que ser! —exclamó Van Devinter—. Prosiga usted.
—Pues poco después llegó Chamberlain y los dos se comunicaron sus sospechas, combinando inmediatamente su plan de ataque. El individuo que cometió la torpeza de descubrir el santo y seña quiso ponerme inmediatamente al tanto de lo que ocurría, pero no me pudo ver hasta las diez de la noche —yo estaba ocupado en un asunto que le interesa a usted enormememente— y para esa hora era ya tarde. Un centenar de agentes de la policía se echaron por esas calles, preguntando a todo el mundo cuál era Ja mitad de treinta y seis. A las gentes que no respondían a esta pregunta se las dejaba en paz, pero en cuanto alguno respondía sin sorprenderse «dieciséis y dos son dieciocho, señor», la policía le apresaba y así han caído hasta treinta y dos de nuestros miembros.
—Pero no habrá pruebas.
—Efectivamente, no las hay..., pero la policía no los pone en libertad hasta que juren por los Santos Evangelios que la
Asociación a que pertenecen no atentará nunca a la vida del ministro Chamberlain... y en la cárcel están, pendientes de la resolución de usted.
—De modo que...
—De modo que hay que resignarse.
—Sacrificando a mi patria.
—Todo lo contrario, santificándola. Piense usted en lo que diría el mundo cuando Chamberlain fuere muerto por un boer. De todas partes se llamaría asesinos a los hijos del Transvaal y del Orange... Piénselo usted bien, señor Van Devinter, piénselo usted; no vengo a pedirle nada para esos treinta desgraciados que están en la cárcel; se lo pido por el honor de la causa boer; prometiéndole, en cambio, empuñar las armas por la independencia de esos países cuando lo requieran las circunstancias.
—¡Señor O’Kelly, señor O’Kelly, de modo que mi viaje es inútil!
—¡Qué le vamos a hacer!... He pensado mucho en estos días..., he pensado mucho... Mientras Alejandro tanteaba el terreno de casa de miss Flora, yo pensaba..., pensaba... y he resuelto que lo más conveniente es usar de las armas de la razón antes de apelar a la violencia... y, sobre todo, a la violencia individual... Tengo pruebas de la complicidad de Chamberlain en el asunto Jameson, y, por consiguiente, de la enorme mentira cometida por el Parlamento británico al declararle inocente... ¿No cree usted que lo mejor sería descubrir a los ojos del mundo esta complicidad? Créame usted, señor Van Devinter, el mundo es muy egoísta, pero acaso consigamos despertar un movimiento de opinión, que con un atentado se volvería en contra nuestra.
Abraham se quedó pensativo.
—O’Kelly le hablaba con valor persuasivo.
Y por primera vez ese hombre de resoluciones inmutables se encontraba perplejo.
Largo rato permaneció silencioso con la cara dirigida hacia la ventana y perdidas las miradas en el cielo.
¿Pensaba? ¿Rezaba? ¿Soñaba?
Rompió su silencio preguntando:
—¿Y qué se necesita para que consigan la libertad esos presos?
Pues que presten juramento de que la Irlanda y Libertad no atentará contra la vida de Chamberlain.
—¿Y por qué no prestan ese juramento?
—Porque son gentes religiosas que no pueden jurar en falso, y como usted es uno de los nuestros, yo no puedo aconsejarles que juren mientras usted no me prometa renunciar a su intento.
Nuevo silencio.
Al cabo de otra pausa preguntó Van Devinter:
—¿Y es verdad que podremos demostrar ante el mundo la mentira que va a cometer el Parlamento británico al declarar inocente a Chamberlain de la conspiración Jameson?
—Se lo juro, señor Van Devinter.
¿Y es verdad que usted, señor O’Kelly, y sus amigos irlandeses combatirán con los boers contra Inglaterra cuando sea necesario?
—También se lo juro.
Nuevo silencio.
Diez minutos más tarde, dijo Van Devinter:
—Pues bien, señor O’Kelly; me ha convencido usted... ¡Renuncio a mi empeño! ¡Pueden jurar los irlandeses cuanto quieran!
O’Kelly le abrazó con efusión.
Y después de un estrecho abrazo, dijo:
—Señor Van Devinter..., como ninguna acción queda sin recompensa, voy a darle a usted una buena noticia... Para mañana a estas horas su hija Olimpia se encontrará en sus brazos.
Al escuchar estas palabras estuvo Van Devinter a punto de desvanecerse de alegría.
¿Cómo podía asegurar O’Kelly tal cosa?
Ya recordarán nuestros lectores que O’Kelly había convenido con Alejandro Liebeck en seguir la pista de Olimpia, mientras Alejandro se enteraba de lo que ocurría en casa de miss Flora.
El propósito de O’Kelly al estimular a Alejandro a que prosiguiera sus averiguaciones, no era, como hemos visto, el de preparar el terreno al atentado que meditaba Van Devinter, sino el de preparar el mayor número de cargos posibles contra Chamberlain, porque O’Kelly sospechaba que en casa de miss Flora tal vez pudieran averiguarse cargos concluyentes.
Entre tanto, sus agentes habían averiguado que Brown el bandido, temeroso de que la policía pudiera arrebatarle a Olimpia, se había trasladado precipitadamente a Londres, pero en Londres se encontraba vigilado por dos individuos de la Irlanda y Libertad.
Pero esto ya se verá en el capítulo próximo.
O’Kelly contó a Van Devinter cuanto sabía acerca de los lances ocurridos entre Alejandro y el bandido Brown, del azar que permitió al sobrino de Abraham descubrir la estancia en Birmingham de Olimpia, azar que, por otra parte, puso al agente de policía Mr. Black en la pista de la Asociación irlandesa.
Van Devinter no cabía en sí de contento.
—¿Pero está buena mi hija? —preguntó.
—Por desgracia —respondió O’Kelly—, se encuentra todavía privada de conocimiento, pero hay que confiar en Dios... El querrá que se cure, para felicidad de usted y de Alejandro.
—¡Dios lo quiera! —respondió, tristemente, Van Devinter.
Y los ojos se le llenaban de lágrimas al pensar la horrible desgracia que afligía a su hija.
¡Cuánto sufrimiento en la separación!
¡Cuánta alegría al pensar en que volvería a verla!
¡Cuánto dolor al verla muda, sin sentido, sin voluntad, con el alma ausente!
—¿Y qué se ha hecho de Alejandro? —preguntó Van Devinter.
—Está preso —respondió O’Kelly.
—¿Que está preso? —exclamó, con extrañeza mezclada de dolor, Abraham.
—No se apure usted —respondió O’Kelly—; está preso, pero antes de cuarenta y ocho horas estará con nosotros en Londres.
—¿Cómo lo sabe usted? —interrogó Devinter.
—¡Me lo ha dicho miss Flora!
—¡Que se lo ha dicho miss Flora, la amiga de Chamberlain!
—La misma, señor Van Devinter... ¿Y sabe usted quién es esa miss Flora?... Usted la conoce.
—¿Que yo la conozco?
—¡Ya lo creo! ¡Como que es la misma Lady Denver, que conoció usted en Kimberley!
—¡Ella, siempre ella! —exclamó Van Devinter cerrando los puños.
Y se puso a pensar en aquella mujer.
Van Devinter fue en su juventud un colono de Kimberley, atropellado, como tantos otros, por los aventureros ingleses.
Tenía su granja en vida de su padre, y vivía feliz en ella cuidando de sus ganados y de sus tierras, y sin importársele un bledo de los ingleses, que recorrían a la sazón la Gricualandia en busca de diamantes.
Pero un día tuvo que hacer un viaje con su padre para vender ganado, y al volver se encontró con que la granja en que vivían había desaparecido.
Este procedimiento ha sido muy empleado por multitud de mineros ingleses para apoderarse de terrenos auríferos o diamantíferos que no les pertenecen.
¡ Júzguese del asombro de los Van Devinter al encontrarse sin hogar y ver que en el terreno donde su casa se levantaba había varios peones buscando diamantes a sueldo de Lord Denver.
Pleitearon los Van Devinter para reclamar su hacienda.
Unas veces los tribunales les daban la razón en asuntos de detalle; otras se la quitaban.
Pero entre aquel mundo de notarios, procuradores, abogados, escribanos, jueces y papel sellado se fue casi toda la fortuna de los Van Devinter, mientras en sus terrenos se enriquecían los ingleses.
De los disgustos consiguientes murió el padre de Abraham: el hijo prosiguió los pleitos hasta que la influencia de Lady Den-ver le arrebató la última esperanza de rescatar sus terrenos, y entonces se retiró en su finca de Boshof en el Orange, donde, cuando menos, se encontraba fuera de la jurisdicción inglesa y podía madurar tranquilamente sus proyectos de venganza.
Después se acordó de la conjuración hecha contra los ingleses por los afrikanders de la Gricualandia, conjuración que, como saben nuestros lectores, fue frustrada por la misma Lady Denver.
—¡Siempre esa Lady Denver! —repetía Abraham.
—Pero esta vez no podemos quejarnos de ella —repuso O’Kelly, como adivinando el pensamiento de Van Devinter.
—¿Pues no es ella la que ha frustrado nuestro plan?
—¡Qué ha de ser, si a ella se deberá la libertad próxima de Alejandro! —replicó O’Kelly.
—¿Pero está preso?... ¿Cuándo ha visto usted a Lady Den-ver? ¿Qué le ha dicho?
—Allá voy, allá voy; tengo muchas cosas que contarle.
Y O’Kelly encendió la pipa e hizo el siguiente relato:
«Ayer fui a la taberna del Lobo Negro para ver si ocurría alguna otra novedad, además de las que ya sabía referentes al descubrimiento de nuestro santo y seña y a la prisión de nuestros treinta compañeros.
Allá me vio uno de los empleados de la cárcel, que nos es adicto, gracias a las buenas propinas que le he dado, y me dio la noticia de que se exigía a nuestros compañeros el juramento de que ni ellos ni la Asociación a que pertenecen, atentarían a la vida de Chamberlain para ponerlos en libertad.
En seguida me dijo el mozo que una señora enviada por Alejandro había preguntado urgentemente por mí, dejando recado de que dentro de una hora vendría a verme.
La esperé y vino efectivamente diciéndome que era miss Flora. ¡Qué señora tan guapa!
Me dijo que Alejandro había sido preso en su casa por mister Chamberlain en persona.
Que por favor especial ella había conseguido verle en su prisión.
Que Alejandro se había negado en redondo a contestar a ninguna de las preguntas que se le habían hecho tanto respecto a su personalidad, como al objeto de su viaje a Inglaterra, como a la existencia de una Asociación secreta.
Que estas negativas eran inútiles, pues era conocido por el comisario de policía Mr. Black.
Que la policía le pedía que jurara como los otros compañeros que ni él ni la Asociación atentarían contra la vida de Chamberlain, cosa a la que Alejandro se había negado.
Y que la suplicaba, caso de querer favorecerle, comunicara al señor O’Kelly, en la taberna del Lobo Negro, todas estas noticias.
Entonces miss Flora me suplicó medio llorando que la autorizara para comunicar a Alejandro el permiso para prestar el juramento que se le exigía.
Yo, al principio, guardé gran reserva, haciéndome el desconfiado.
A sus súplicas permanecía sordo, pero ella entonces me lo confesó todo.
Me dijo que era ella la mujer que tanto había dado que hablar cuando se hacía llamar Lady Denver.
Que estaba furiosamente enamorada de Alejandro Liebeck.
Que no tenía esperanzas de que su amor fuera correspondido, pero que, sin embargo, estaba firmemente dispuesta a hacer por la felicidad de Alejandro cuanto fuera necesario.
Que gracias a la amistad que Chamberlain la profesaba se conseguiría la libertad de Alejandro, pero era necesario que éste prestara el juramento consabido, y Alejandro se negaba a complacerla.
Y, finalmente, me rogó llorando, como ya he dicho, que escribiera una carta a Alejandro autorizándole a prestar el juramento consabido.
Yo me despedí de ella, diciéndola que esperaba que no abusara del conocimiento que tenía de mí y añadiendo que lo pensaría, y que hoy podría darle mi contestación.»
Acabó de hablar O’Kelly y dijo Van Devinter:
—Bueno..., ¿y qué hacemos?
—Muy sencillo: escribirle para que preste ese juramento y citarle en la taberna del Lobo Negro; irnos nosotros a Londres para rescatar a Olimpia y dejar en el Lobo Negro una carta escrita por usted para Alejandro citándole en Londres y embarcarnos luego todos juntos para Francia, para ir a Boshof por la vía de Nápoles y Lourengo Marques, curar a Olimpia, casarla con Alejandro y combatir todos juntos contra Inglaterra.
—¡Aceptado este plan! —dijo, sonriendo, Van Devinter.
Y cumpliendo como lo habían dicho, los dos amigos se despidieron dándose la mano.
En una taberna de uno de los barrios más infectos de Londres están reunidas gentes de la más baja condición social; marineros borrachos, obreros sin trabajo, cargadores de los docks, y aun otras gentes de oficios más sospechosos.
En un rincón y sentados en derredor de una mesa donde se ven algunos vasos de ponche de ron, se encuentran cuatro hombres; de los cuatro, dos son conocidos nuestros: O’Kelly y Abraham Van Devinter.
Uno de los otros dos, que tienen por cierto el más repugnante de los aspectos, pregunta:
—¿Con que dos mil libras?
O’Kelly contesta:
—¡Dos mil libras!
—¿Y la chica es completamente insensible?
—Completamente insensible.
—Pues esta noche a las nueve estará en manos de ustedes.
Nuestros lectores habrán adivinado que se trataba de arrancar a Olimpia de manos del bandido Brown, y que se trataba de arrancársela por cualquier medio.
Es posible que este medio no sea muy moral.
¿Pero cómo realizar una acción tan legítima por otros medios?
¿Cómo entablar una demanda por los tribunales de justicia?
Van Devinter sabía por experiencia lo que podía esperarse de los tribunales ingleses.
Y el caso es que después de cambiadas las palabras que hemos oído se separaron los cuatro.
Abraham y O’Kelly se metieron donde se hospadaban, en un hotel cuyo nombre no recordamos.
Y los otros dos individuos se encaminaron al hotel donde Brown se hospedaba, previa una visita al guardarropa de uno de ellos, que salió convertido en un verdadero elegante.
Excusado será decir que se trataba de dos bandidos, amigo uno de ellos de Brown.
Este último, a eso de las ocho de la noche, preguntó por Brown en el hotel de éste.
Apareció Brown.
—¡Hola, Lewis! —le dijo.
—¡Hola, Brown!
—¿Qué te trae por aquí?
—Algo muy importante; me parece que se trata de robarte la chica que te has traído, y como yo soy amigo tuyo, he querido prestarte ese servicio.
—¡Mil gracias!... Pero ¿es eso verdad?
—¡Que si es verdad!... Vamos a ver, ¿es verdad que te has encontrado en Birmingham con el novio de la chica?
—Sí, ¿cómo lo has sabido?
—Porque hace unas horas he visto a ese joven hablando con varias gentes del oficio.
—Y ¿de qué hablaban?
—De la manera de quitarte de enmedio para arrancarte la chica.
—¿De veras?
—Te lo juro, y la cosa va muy seria, el joven paga mucho dinero por la faena.
—¡Demonio!...
—Sí; y se han entendido nada menos que con Tupman..., y ya sabes que Tupman es formal en sus tratos.
—¿Y qué me aconsejas?... Te pregunto porque como me has descubierto el complot...
—Pues mira, lo mejor será entenderte con Tupman... En cuanto sepa que tú eres del oficio..., creo que si le das unas libras no será difícil que os entendáis.
—Ya lo pensaré, y muchas gracias.
—Es que no tendrás tiempo para pensarlo..., porque ya ves, Tupman es hombre que cuando se trata de dinero se da prisa para ganarlo.
—Bueno, pues que venga a quitarme la chica.
Y Brown mostraba los brazos hercúleos, como diciendo: «si viene no le faltará quien le reciba».
—Pero el caso es que Tupman no hace así las cosas; ten cuidado, porque donde menos te lo pienses te lo encontrarás. A lo mejor esta noche pides una copa de ron: te la tomas y estás perdido, porque el ron está preparado... Sales a la calle y sientes un pinchazo por la espalda... y entre tanto te quitan la chica.
Brown se ponía pálido al oírle.
Ya sabemos que era valiente; pero los hombres más valientes sienten miedo hacia un enemigo que en lugar de presentar la batalla de frente, la gana por la espalda.
Nada impone tanto pánico como la perspectiva de encontrarnos en los alimentos o en el aire que respiramos una pócima que nos venza a traición.
—¿Y qué hago? —volvió a preguntar Brown.
—¿Qué hora es?
—Las siete y media.
—¿Las siete y media?
—Sí.
—¿Sí?
—Sí, ¡sí!
—Pues este es el momento de ver a Tupman; a las ocho se encuentra siempre en una taberna que yo conozco. Lo malo es que está lejos, pero en media hora podemos llegar...; hemos de ir ahora mismo y ya veréis cómo os entendéis. ¡Pues no faltaba más sino que no se entendiera con el gran Brown!
Brown se sintió halagado en su amor propio.
—Bueno, pues déjame despedirme de la chica.
—Déjate de monerías si quieres salvarla y vente conmigo.
—Nada, me voy.
Y los dos bandidos se fueron tomando un coche
Claro está que todo lo que le dijo a Brown su colega era una pura mentira, sin más objeto que hacerle salir del hotel.
Y, efectivamente, al verle salir un individuo, que era el que al despedirse de Van Devinter y de O’Kelly se vistió de persona decente, entró en el hotel, preguntando por Brown.
—Ha salido —dijo el portero del hotel.
—Sí, ya lo sé; ha salido ahora mismo con un sujeto y me envía para que busque a su hija.
En el hotel se creía que Olimpia era hija de Brown.
Ya sabemos que éste al huir de Birmingham, escapando de Alejandro, se había refugiado en un hotel de Londres.
—No sé si estará vestida la señorita.
—Yo sí que lo sé, porque el señor Brown le ha dicho que esté preparada para salir.
—Pues suba usted por ella.
El sujeto subió y, sin llamar, se introdujo en el cuarto número 14. Allí estaba Olimpia.
Se encontraba sentada en una silla mirando sin ver, con el alma ausente.
El sujeto vio una capa de mujer.
Se la colocó sobre los hombros.
La hizo levantarse dulcemente.
La dio el brazo y la empujó con suavidad, obligándole a andar.
Y Olimpia se dejó llevar sin saber hacia dónde.
Una hora después se encontraba en brazos de Abraham Van Devinter.
O’Kelly pagó al sujeto las dos mil libras convenidas.
¿Y el otro sujeto?
El otro llevó a Brown a la taberna donde Tupman debía encontrarse.
Pero Tupman no apareció.
Y le dijo el sujeto a Brown:
—Pues hoy no ha venido, mañana veremos.
Y al regresar Brown al hotel se encontró con que Olimpia no estaba.
Juró, gritó, blasfemó.
Dio parte a la policía.
Pero fue imposible encontrarla.
Al día siguiente a las once de la mañana, Abraham Van Devinter y su hija Olimpia, los irlandeses O’Kelly y Mac Donald y nuestro amigo Alejandro Liebeck se encontraban en el canal de la Mancha, fuera de Inglaterra y camino de Francia.
Alejandro refirió cómo se le había puesto en libertad al jurar que ni él ni ninguna de las asociaciones a que pertenecía atentaría personalmente a la vida de Chamberlain.
Contó cómo al ser puesto en libertad corrió a la taberna del Lobo Negro en donde se encontró con una carta de Van Devinter rogándole que inmediatamente se fuera a Londres.
Y claro está que su alegría rayaba en la locura al ver que Olimpia estaba en manos de su padre.
Sólo dos penas empañaban el goce de nuestros amigos.
La una era política.
La guerra se venía encima y el objeto del viaje de Van Devinter a Inglaterra quedaba sin cumplir.
Chamberlain seguía siendo ministro, y seguían siendo los amos de Inglaterra, de su prensa, de su aristocracia, de sus hombres políticos, los millonarios acaudillados por Cecil Rhodes.
Pero es lo que decía O’Kelly como consolación:
—¡Qué importa!... Inglaterra pertenece a unos cuantos millonarios, que estrujan a su vez a Irlanda, al Africa del Sur y a todos los pueblos débiles; pero ellos a su vez son víctimas de los judíos... Cuanto dinero roban va a parar a manos de los judíos especuladores que les explotan... Estos vengan al mun do... Y entre tanto aprendamos a manejar el fusil.
La otra pena era más íntima.
Consistía en la enfermedad de Olimpia, que no entendía lo que le decían y no hablaba y permanecía impasible; sumida en el más triste de los estupores.
¿Cómo se curó Olimpia?
Los hechos sucedieron como el destino inexorable lo había dispuesto.
Seis meses después de los últimos acontecimientos reseñados en esta verídica historia estalló la guerra inicua entre Inglaterra y las repúblicas sudafricanas, Transvaal y el Orange.
Pero hagamos una página de historia.
Fue en vano que el presidente Kruger accediera a la mayoría de las demandas que le hicieron las compañías mineras, inútil que rebajara los derechos de aduanas, los tributos directos, el precio de los transportes y que anulara el contrato con la Compañía de explosivos, en favor de la industria minera.
Los millonarios que lo querían todo, apoyados por Chamberlain, abrumaban con sus peticiones al presidente Kruger.
Fue inútil que Stejn, el valeroso presidente del Orange, convocara la conferencia de Bloemfontein para fijar entre Kruger y sir Alfredo Milver, comisario de Inglaterra en el Cabo, una fórmula que pusiera término a las diferencias entre el Transvaal e Inglaterra.
Los millonarios necesitaban a toda costa la ruina del Transvaal para poder vender a Inglaterra los terrenos de la Chartered, en los que tantos millones habían colocado inútilmente.
No pudo haber acuerdo en Bloemfontein.
Cuando Kruger accedía a conceder los derechos electorales a los nitlanders (extranjeros ingleses), sir Alfredo Milver invocó en nombre de su gobierno el derecho de soberanía de Inglaterra para intervenir no sólo en los asuntos exteriores del Transvaal, sino en sus cuestiones interiores.
Era poner en tela de juicio la independencia de la república y Kruger se vio en la necesidad de romper toda negociación entablada en este sentido.
Fracasada la conferencia de Bloemfontein, Inglaterra, sin atreverse a declararla abiertamente, se preparó a la guerra.
En los meses de junio, julio, agosto y septiembre, Inglaterra fue acumulando tropas y más tropas en el Cabo y en Natal; preparó batallones en Gibraltar, en Malta y en la India; compró en América y en España millares de cabezas de ganado, multiplicó la artillería y efectuó todos sus preparativos para la guerra, aunque afirmando siempre sus intenciones pacíficas.
El objeto de esta maniobra era acumular, en tiempo de paz, tal cúmulo de fuerzas que en un momento dado pudieran efectúa! la anexión de las dos repúblicas.
Pero Kruger descubrió la maniobra y la rechazó con un ultimátum en el que quejándose de la intervención ilegal de la Inglaterra en los asuntos interiores del Transvaal, formulaba sus conclusiones del siguiente modo:
«a) Todos los puntos objeto de diferencias serán sometidos a amistoso arbitraje. b) Serán retiradas inmediatamente las tropas inglesas que se encuentran en la frontera de la República. c) Cuantos refuerzos han llegado al Africa del Sur desde el 1 de junio de 1899 serán retirados de estos países en un límite razonable de tiempo, que será fijado entre los dos gobiernos, con la seguridad y garantías por parte del gobierno transvaalense de que no se dirigirá ningún ataque contra ninguna de las posesiones inglesas en el curso de las negociaciones futuras, durante un período que fijarán los dos gobiernos. El gobierno del Trans-vaal, en conformidad con este acuerdo, ofrece retirar de sus fronteras los boers llegados del interior. d) Las tropas de Inglaterra, que en este momento se encuentren camino del Africa, no serán desembarcadas en ningún puerto del Africa del Sur. El gobierno del Transvaal insiste en pedir inmediata y afirmativa respuesta a estas cuatro preguntas y pide con insistencia al gobierno de S. M. británica el envío de su respuesta para el miércoles 11 de octubre de 1889; a las cinco de la tarde expira el plazo. El gobierno necesita hacer constar que en el caso inesperado de que en el plazo fijado no reciba satisfactoria respuesta, se verá obligado, con gran sentimiento, a considerar la conducta del gobierno inglés como una declaración formal de guerra, y que no se considerará responsable de las consecuencias que resulten, y que en el caso de que se verifiquen nuevos movimientos de tropas en dirección hacia nuestras fronteras, el gobierno del Transvaal se vería igualmente obligado a considerarlo como una declaración formal de guerra. Reitz, Secretario de Estado.»
El gobierno británico no respondió a este ultimátum: en el día fijado, el 11 de octubre, las tropas transvaalenses invadieron el Natal y la Rhodesia; los comandos del Estado del Orange las siguieron sin vacilaciones.
Así las pequeñas repúblicas sudafricanas tomaron valerosamente la ofensiva estratégica; llevaron hábilmente la lucha al territorio colonial inglés; amenazando al mismo tiempo Dur-ban, la ciudad del Cabo y Puerto Isabel, obligaron al enemigo a dividir sus fuerzas.
Ya no podían contar más que con la habilidad de sus jefes y con el patriotismo y el valor de sus hijos.
Los hombres de que podían disponer los boers eran treinta y cinco mil transvaalenses y quince mil orangistas.
Los de Inglaterra pueden calcularse por los de un imperio de cuatrocientos millones de súbditos, servidos por la hacienda más rica de entre todas las de todos los pueblos.
Nada importaba.
El día 12 de octubre, una columna de boers transvaalenses y orangistas, al mando de Lucas Meyer, penetraron en el Natal atravesando los desfiladeros de los montes Drakeusberg.
El día 20 de octubre derrotaron al general inglés Lymonds en los campos situados entre los pueblos Dundee y Glancoe.
Fue el primer combate serio de la campaña, en el que quedó prisionero todo un escuadrón de la caballería inglesa.
El 21 de octubre se verificó también en el Natal el combate de Elandslaagte, que obligó a los ingleses que guarnecían el Natal a retirarse en Ladysmith, posición que necesitaban conservar a toda costa por ser la llave del Natal.
El general Joubert, generalísimo de las fuerzas boers, franquea la frontera, se apodera de Newcastle, bate a Lymonds, corta el ferrocarril, toma el pueblo de Elandslaage, derrota al general Yule, obligándole a retirarse a Ladysmith.
El 23 de octubre entran los boers en Dundee y llegan el 27 al valle de Modder Spruit, situado a doce millas de Ladysmith.
Se unen a los comandos orangistas los transvaalenses y sitian formalmente la plaza de Ladysmith, en la que se reconcentran todas las fuerzas mandadas por el inglés White.
White intenta romper el cerco movilizando sus doce mil hombres.
Sus tropas se encuentran con las de Joubert en Fargubars Farm, pero a pesar de haber recibido en el combate el refuerzo de una brigada natural, sus fuerzas tienen que retirarse a la plaza.
Pero no se retiran intactas.
Los boers logran dividir al enemigo.
La vanguardia inglesa tiene que refugiarse en el desfiladero de Nicholson, donde es atacada.
Las muías se espantan.
Los ingleses disparan las armas unos contra otros.
Se arma una batahola indescriptible de hombres y muías en fuga desesperada.
Es de noche.
Desde lo alto disparan los boers.
Huyen los ingleses sin saber hacia dónde, porque son rechazados por todas partes.
Durante varias horas de mortal espanto los ingleses no logran entenderse, ni escuchan a los jefes, ni hacen más que morir sin gloria.
El día llega.
Tras muchos esfuerzos consiguen los jefes ingleses replegar sus fuerzas.
Dan a sus tropas esta orden siniestra:
«Abrios camino a la bayoneta y morid como hombres.»
Pero al poco rato tienen que rendirse.
Dos batallones caen en poder de los boers.
Y transvaalenses y orangistas, después de atender meticulosamente a los heridos, y de nombrar una guardia para que custodie a los prisioneros, se reúnen en la cima del monte.
Joubert, el generalísimo, se descubre.
Los soldados se arrodillan y todos prorrumpen en sentida oración de gracias.
Pero Inglaterra es dueña del mar.
Mientras un grupo de boers —20.000 a lo sumo— invaden el Natal y sitian a Ladysmith contra fuerzas superiores, llegan a Durban barcos y más barcos cargados de hombres.
Todo un cuerpo de ejército, mandado por el general Redvers Buller, se pone desde Durban en camino de Ladysmith para auxiliar a los sitiados y rechazar a los invasores.
Y como al mismo tiempo que el Natal los boers han invadido la Colonia del Cabo y la Gricualandia, poniendo sitio a
Kimberley, Inglaterra divide sus fuerzas en tres alas: izquierda, centro y derecha.
La primera tiene por objeto rechazar a los boers del Natal; la segunda, á los del Cabo, y la tercera, a los que sitian Kimberley en la Gricualandia y Mafeking en la Rhodesia.
Los boers del Natal rechazan a los ingleses en Willow Gran-ge, obligándoles a reconcentrarse en Frere.
Vuelven a derrotarlos en la batalla de Colenso.
En cien pequeños encuentros los boers impiden a los ingleses el paso del Tugela.
Hasta la terminación del año de 1899 son inútiles cuantos esfuerzos hacen los ingleses desembarcados en Durban para llegar a Ladysmith, y eso que ambas poblaciones se encuentran a pocas leguas de distancia.
En vano los trasatlánticos vomitan a las playas de Durban miles y más miles de soldados ingleses.
En vano el general Buller hace y rehace sus planes de batalla.
En el Tugela son siempre rechazadas sus tropas.
Las de White están encerradas en Ladysmith.
Las de Buller permanecen inactivas en Durban.
Esto por lo que hace a la campaña del Natal.
Pero además es necesario a los ingleses libertar a Kimberley, sitiada por los boers.
Frente a Kimberley está Botha; manda uno de sus comandos Van Devinter.
Y en la batalla de Modder River son derrotados los ingleses que quieren llegar a Kimberley, ganando Van Devinter el mando de un comando y su sobrino Alejandro el empleo de oficial en los ejércitos orangistas que manda el heroico presidente Stejn.
Varias veces son rechazadas las tropas inglesas que intentan libertar a Kimberley.
Varias veces son rechazadas las que pretenden obligar a los boers invasores del Cabo a volverse a su país.
Pero los boers son muy pocos y están repartidos en un radio muy extenso de acción.
Unos sitian a Kimberley, otros a Mafeking, otros invaden el Natal, otros el Cabo... ¡Y son cuarenta mil en junto!
Mientras tanto, el año de 1900 es llegado y los trasatlánticos ingleses no cejan de vomitar soldados en las playas del Africa.
Allá van los mejores generales ingleses y los más sanguinarios: Roberts y Kitchener; allá van con ellos la flor de la aristocracia inglesa, víctima de las excitaciones de la prensa patriotera, vendida a Chamberlain.
Quienes no van a la guerra son Chamberlain, ni su hijo Aus-ton, ni sus hermanos, ni los millonarios.
Sólo Cecil Rhodes combate en Kimberley, defendiéndose contra los ataques de los boers que manda Van Devinter.
Pero llegan ingleses y más ingleses, hasta formar un ejército de trescientos mil hombres.
Los boers quieren resistir a pie firme la invasión que se les echa encima y entonces sufren el descalabro del general Cronje, que costó a los boers miles de bajas, entre muertos y prisioneros.
Los boers tienen que cambiar de táctica.
Imposible resistir la avalancha que se les viene encima.
Su único recurso es el de la guerra de guerrillas.
Así consiguen inmovilizar a los ejércitos de Roberts en Bloemfontein durante más de tres meses.
Así logran que las enfermedades diezmen los ejércitos ingleses.
Pero prosigue la invasión.
Las bajas son cubiertas por los trasatlánticos ingleses que arriban al Africa henchidos de soldados.
Y los boers no pueden hacer guerra regular, porque para ellos hombre que cae es baja defintiva.
Se limitan a la guerra de guerrillas: aquí copan un batallón de ingleses, allá se apoderan de un convoy más allá hacen volar un puente.
Pero prosigue la invasión, enorme, avasalladora.
Doscientos mil ingleses obligan a los boers a abandonar los sitios de Kimberley y de Mafeking y a salir del Natal y de la Colonia del Cabo, para reconcentrarse primero en el Orange y luego en el Transvaal.
Y los ingleses avanzan, avanzan.
Luego de tomar la capital del Orange, pasan el Vaal y entran en Johannesburgo.
Dejan una guarnición en la ciudad minera y se posesionan de Pretoria, abandonada por los boers.
Y entonces el orgullo les ciega.
Creyendo que con haber tomado las capitales ya han ganado la campaña, proclaman la anexión del Transvaal y del Orange.
¡Ilusos!... Por detrás de ellos sigue la guerra y de las comarcas que creen pacificadas brotan nuevas partidas de boers que les copan las patrullas sueltas, les cortan las comunicaciones y les hacen imposible la vida.
Además, con tomar Pretoria y Bloemfontein, no se han apoderado de los resortes gubernamentales del Transvaal y del Orange.
El gobierno de la república está donde Kruger y Stejn, los valerosos presidentes, y Stejn con Dewet bate a los ingleses en cien escaramuzas, mientras que Kruger avanza hacia el Norte, llevando en un vagón el gobierno de la república.
Y allá van los ingleses en su busca.
Hacia el Norte hacen avanzar el grueso de sus tropas.
Y en el Norte se refugia Kruger, con los papeles del gobierno.
Escoltándolo van Abraham, Van Devinter y Alejandro.
Y Olimpia, la insensible y desgraciada Olimpia, va con ellos, en el convoy, donde las mujeres.
¡Cómo dejarla en Boshof si al pasar por allí los ingleses han arrasado la quinta de Van Devinter!
¡Cómo dejarla en Pretoria si han hecho lo propio con la granja de los padres de Alejandro!
Parece que el sino fatal había dispuesto que el valeroso pueblo boer subiese siempre hacia arriba, hacia el Norte del continente africano.
Arrojados del Cabo por los soldados británicos; establecidos después en el Vaal y de aquí expulsados más tarde para civilizar el Transvaal, de nuevo se les empuja hacia arriba.
Las armas enemigas les obligaban otra vez a subir. Kruger, rodeado de su Estado Mayor y de su diezmado ejército, se encontraba en el mes de septiembre de 1900, en Machadodorp.
El venerable anciano, sin soltar la pipa de la boca, conferenciaba en un vagón con el gigantesco y apuesto Botha y con Lucas Meyer, el heroico caudillo constelado de cicatrices. Sabían que los ingleses se aproximaban a marchas forzadas y querían distribuir convenientemente sus escasas fuerzas para resistir tenazmente al invasor o para asegurar la retirada caso de que el tren, residencia del gobierno, tuviera que emprender nuevamente la marcha hacia el Norte.
En un ángulo del vagón se encontraba Olimpia, estática, dilatadas las pupilas, mirando a un punto indeterminado con sus muertos ojos de mujer demente.
De súbito se extendió por el campamento boer la voz de alarma. Las avanzadas acababan de descubrir al enemigo que tomaba posiciones en una montaña próxima.
Los primeros disparos aislados, precursores de toda acción formal, partieron de la vanguardia inglesa y los proyectiles pasaron sibilantes por encima del vagón en donde conferenciaba el presidente.
Este fue el primero en descender. Siguiéronle Meyer y Botha.
En el campamento el movimiento era extraordinario. Aquí se organizaba un comando; allí un oficial daba prisa a varios boers perezosos que habían cambiado sus cananas; más allá las mujeres recogían a sus hijos para ponerles al abrigo de las balas enemigas. Kruger, entre tanto, marchaba con paso mesurado entre las filas de sus compatriotas, alentando a los jóvenes con palabras que revelaban su amor intenso al suelo natal, exhortando a los viejos a que implorasen la protección divina.
No habían transcurrido diez minutos, cuando todo el campamento estaba ya en orden de batalla.
Kruger se reservó el mando del centro. Botha se encargó del ala derecha y Lucas Meyer de la izquierda. Entre los comandos que componían el flanco derecho figuraba en primera línea el que reconocía por jefe a Abraham Van Devinter. Al lado de éste, sereno y atento a las evoluciones que en la falda de la montaña vecina practicaba un regimiento inglés, estaba Alejandro Liebeck.
Kruger dirigió sus ojos al cielo como en demanda de segura protección; movió durante un minuto los labios en señal de rezo ardiente y ordenó que sus generosos republicanos rompiesen el fuego.
No tardó mucho en generalizarse en toda la vasta línea. Desde el vecino monte bajaban las granadas expulsadas por la boca detonante de los monstruos de bronce.
Aprovechando cuantos accidentes ofrecía el terreno, los boers resistían impertérritos aquella lluvia de metal candente, que de cuando en cuando abría tremendas brechas en los comandos que por formar la retaguardia dispuesta en grandes masas no podían buscar abrigo en las rocas circunvecinas.
Tres veces intentó el centro mandado por el presidente escalar la montaña y otras tantas fue rechazado con dolorosas pérdidas.
Los flancos, por su parte, luchaban con raro heroísmo. Si Botha se hizo en aquella jornada merecedor de que su pueblo le admirase perdurablemente, Lucas Meyer supo ser digno émulo suyo, pues a este último se debió, tal vez, que los boers venciesen en esta ocasión a sus encarnizados enemigos.
En uno de esos momentos en que la genial inspiración suele iluminar a los grandes caudillos populares, Lucas Meyer había concebido un atrevido movimiento envolvente, que, secundado con habilidad por Kruger logró apoderarse de la trágica montaña, poco antes casi inexpugnable.
Los ingleses tuvieron que retirarse con el mayor orden que les fue posible, pero no sin dejar en poder del vencedor buen golpe de armas y municiones, amén de dos cañones de siete centímetros.
Después de este glorioso hecho de armas, desde la cumbre del monte se alzó hasta el cielo un estruendoso vocerío; el himno boer e, inmediatamente, Kruger, descubierto y arrodillados sus generales y soldados, dieron gracias al Dios de los ejércitos por el triunfo alcanzado.
Pero en seguida, al recoger los muertos, se encontró entre los cadáveres el de Abraham Van Devinter.
El heroico granjero de Boshof había alcanzado la gloriosa muerte que anhelaba: la muerte en el combate.
Alejandro, al advertirlo, se echó a llorar y solicitó que se le permitiera velar al cadáver aplazando el entierro hasta el día siguiente.
Así se hizo y entonces Alejandro cogió de un brazo a la insensible y desgraciada Olimpia y la colocó frente del cadáver de su padre.
La escena era imponente.
Generales, soldados, mujeres y niños se agruparon en derredor de aquel grupo conmovedor; un oficial heroico que lloraba; Van Devinter muerto y su hija loca, incapaz de reconocerle.
Pero de pronto aconteció un milagroso espectáculo.
Olimpia miró fijamente el cuerpo de su padre; parecía que los ojos iban a saltársele de las órbitas.
Poco a poco se fue inclinando hasta caer de rodillas.
Lanzó súbitamente un grito, como salido de la entraña.
Exclamó:
—¡Padre mío!
Y echó a llorar a mares.
¡¡Había recobrado el uso de la razón!!
Ante el estupendo milagro se hizo en el campamento un instante de profunda emoción.
Las mujeres lloraban y los hombres miraban con enternecidos ojos a Olimpia, que seguía llorando en brazos de Alejandro.
Transcurrió cerca de un cuarto de hora sin que el llanto de Olimpia fuera interrumpido por ninguna voz ni por ningún murmullo.
En todo el campamento no se oía ni el revuelo de una mosca.
Y entonces Botha, el joven generalísimo, tuvo una frase:
—El destino nos será favorable, pues no importa que mueran los viejos cuando los jóvenes se casen para dar a la patria numerosos brazos que sabrán defenderla en lo futuro.
Y después cada soldado volvió a sus quehaceres.
Y entonces Olimpia quiso saber cuanto había ocurrido.
Y Alejandro se lo contó muy al detalle.
Y Olimpia volvió a llorar.
Y llegada la noche, Kruger, en persona, fue al lugar donde Alejandro y Olimpia velaban el cadáver de Van Devinter, y habló de este modo:
—Llorad, hijos míos, que vuestras lágrimas son justas, porque lloráis a un bravo; pero casáos en breve, queréos mucho, luchad por vuestra patria y sed felices, que Dios premia a los buenos.
Y extendiendo la mano los bendijo.
Y en la guerra se casaron, sin aguardar la paz. Los casó un sacerdote en el campamento, hicieron su viaje de novios en el campo de batalla.
Y en la guerra siguen Alejandro y Olimpia, combatiendo los dos, expuestos todos los días a la muerte, pero felices, porque se quieren, porque están juntos, porque han realizado su ideal, anhelado tanto tiempo, y porque combaten por una causa santa.
De su futura felicidad no puede responder el novelista, porque no es profeta; pero si alguien se la ha merecido son esos dos jóvenes por su valor, por su desgracia y por su patriotismo.
El padre de Alejandro y sus hermanos están en la guerra.
En la guerra están también los afrikanders que presentamos al comienzo de esta historia.
Cecil Rhodes se encuentra ya en el Cabo, ya en Inglaterra, meditando negocios, víctima siempre de la fiebre del oro, en cuya enfermedad encuentra el castigo de sus culpas.
El bandido Brown, al perder a Olimpia, volvió a su antiguo oficio, y se cree que se halla en Australia, oficiando de salteador de caminos.
Algunos de sus compañeros se encuentran en presidio y otros en vísperas de entrar.
Chamberlain, cada vez más sujeto a los millonarios del Cabo, se juega la última carta, preparando soldados y dinero para esa guerra del Transvaal, nuevo tonel de las Danaides que nunca se llena por más oro y sangre que en él arroje Inglaterra.
¡La historia le juzgará, en definitiva, si antes no se cansan los ingleses de ser sus víctimas!
¿Y qué se ha hecho de mis Flora o Lady Denver o mistress
Goodman, la aventurera enamorada de Alejandro?
No se sabe en definitiva.
Un viajero ha contado que últimamente había en los alrededores de Inglaterra una mujer cuyas señas coincidían con las de la célebre aventurera.
Vivía muy triste y muy retirada, sin hablar con nadie.
Debe ser la misma, a juzgar por datos posteriores.
Bien está que se encuentre triste por los muchos daños que ocasionó en otro tiempo su ambición ilimitada y su sed de dinero.
El viajero nos ha dicho que sigue tan hermosa.
El tiempo la perdona. ¡Acaso por lo mucho que ha querido a Alejandro!
Y la guerra sigue; cada vez más costosa para Inglaterra; cada vez más gloriosa para los boers.
Y entre tanto, Mr. Goodman, el pastor protestante, verdadero esposo de María, sigue recorriendo el mundo en busca de su mujer y predicando la paz universal.
Advertimos a nuestros lectores que los hechos relatados en esta obra son rigurosamente ciertos. Por este procedimiento, que parece novelesco, entraron los fusiles con que los millonarios ingleses pretendieron imponerse, a principios de 1896, al presidente Kruger. (N. del T.)
Para evitar, en lo posible, los robos de diamantes se exige a sus poseedores una especie de historia de cada piedra preciosa. Así y todo el valor de las piedras robadas anualmente en Kimberley asciende a unos cinco millones de pesetas y las mayores fortunas del Africa Austral se deben al comercio ilícito de diamantes. (N. del T.)
No olviden nuestros lectores que el mes de agosto constituye al período álgido del invierno en el Africa Austral. (N. del T.)
La «De Beers» es la Compañía monopolizadora de diamantes y la «Chartered» la que se ha apoderado para su explotación de los terrenos situados al norte del Limpopo. Ambas han sido organizadas por Cecil Rhodes. Sus valores se cotizan en todas las Bolsas. (N. del T.)
Así se llama un paraje situado en una de las principales calles de Johannesburgo, donde en medio de la calle se celebran casi todas las operaciones financieras. Se denomina
En 1899 el gabinete del Cabo estaba constituido en su mayoría por individuos del partido afrikánder, hostiles a Cecil Rhodes y al imperialismo. Bueno será advertir que el presente documento es absolutamente histórico. (N. del T.)